Subido por miguel angel garcia

Ouviña - Indigenizar el marxismo

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Indigenizar el marxismo
Apuntes para descolonizar los proyectos emancipatorios
por Hernán Ouviña
“Confieso haber llegado a la comprensión, al entendimiento del valor y el sentido de lo indígena,
en nuestro tiempo, no por el camino de la erudición libresca, ni de la intuición estética, ni siquiera
de la especulación teórica, sino por el camino, -a la vez intelectual, sentimental y práctico- del
socialismo”
José Carlos Mariátegui (1928)
“Treinta y dos millones de indios vertebran -tal como la misma Cordillera de los Andes- el
continente americano entero. Claro que para quienes la han considerado casi como una cosa, más
que como una persona, esa humanidad no cuenta, no contaba y creían que no contaría”
Segunda Declaración de La Habana (1962)
“Que los poderosos no contaran con los pueblos indios no es de extrañar. Pero el reproche alcanza
también a la izquierda ortodoxa latinoamericana. La que, todavía hasta el día de hoy, sigue sin
contar a los pueblos indios con su propia identidad, su historia, su cultura, su tradición de
rebeldía”
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (2006)
Si bien partimos de reconocer la enorme vigencia que tiene el marxismo como constelación
crítica y autocrítica para el análisis y la transformación del mundo contemporáneo, sin
embargo, creemos que uno de los mayores errores del socialismo como proyecto
civilizatorio alternativo, ha sido el haber privilegiado la endogamia teórica y práctica al
momento de intentar potenciar horizontes emancipatorios, por lo que consideramos que
debe nutrirse de otras experiencias, cosmovivencias y saberes, entre los que se destacan los
elaborados y defendidos por los diversos pueblos indígenas que han habitado por siglos y
aún hoy están presentes a lo largo y ancho de Nuestra América. Se trata, en suma, de ser
voluntariamente
adúlteros/as
y
mestizos/as,
abriéndonos
a indigenizar
al
marxismo (o indianizarlo, de acuerdo al katarismo), es decir, a enriquecerlo a partir de este
crisol de luchas que, en la actualidad, asumen una centralidad cada vez más destacada en la
región. Esto supone articular el análisis de clase con el étnico, con el objetivo de fortalecer
una perspectiva crítica del capitalismo que resulte, simultáneamente, anticolonial. Un
marxismo, pues, que dejé atrás el eurocentrismo y pueda arraigar en -y nutrirse de- las
tradiciones, clivajes e historias subterráneas que han delineado los pueblos, movimientos y
comunidades, tanto indígenas como afrodescendientes, de nuestro continente rebelde.
Teniendo en cuenta esta apuesta teórico-política, lo que siguen serán algunas reflexiones e
ideas para fortalecer el horizonte del socialismo, poniendo en cuestión la matriz liberal,
europeísta y monocultural que, salvo algunas notables excepciones, ha predominado en
buena parte de la militancia de izquierda al momento de analizar a las sociedades
latinoamericanas en las que, a diario, intentamos construir poder popular con vocación
revolucionaria. Buscamos recuperar ciertos planteos dentro del marxismo crítico, que son
compatibles con -y enriquecen a- la perspectiva de lucha indígena, comunitaria y
plurinacional. Esta conjunción de miradas y resistencias resulta imprescindible para
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dotarnos de mayores herramientas en el combate frontal que libramos contra el capitalismo
colonial moderno como sistema de dominación múltiple.
Redescubrir el marxismo de raigambre comunitaria, indígena y anti-colonial
Aun cuando gran parte del marxismo más dogmático tendió a subestimar las experiencias y
procesos de lucha impulsados por pueblos indígenas y comunidades campesinas, es posible
rastrear en paralelo una tradición opacada que sí intentó complejizar el análisis crítico, e
incorporar a este tipo de realidades y sujetos que no se emparentaban con el proletariado
clásico de ciertas sociedades europeas. El propio Karl Marx llegó a revalorizar, en
particular durante la última década de su vida, la potencialidad revolucionaria tanto del
campesinado como de las comunidades en resistencia asentadas en vastas regiones de la
periferia capitalista, postulando por ejemplo que las comunas rurales en Rusia podían servir
de puntapié para saltar directamente hacia el socialismo, sin necesidad de pasar por una
violenta fase “capitalista” que “modernice” las formas de vida y las relaciones de
producción en el campo. Lo interesante de su planteo es que ponía en cuestión la visión
unilineal del devenir histórico, y de acuerdo a su caracterización la “atrasada” Rusia se
encontraba más cerca de una posible revolución triunfante que la “industrializada”
Inglaterra.
Dentro de esta original lectura, cobra mayor centralidad aún el segundo apartado del
emblemático capítulo XXIV de El Capital sobre la acumulación originaria, el cual lleva el
sugerente título de “Expropiación de la población rural, a la que se despoja de la tierra”. La
expansión del capitalismo ya no era para el viejo Marx síntoma de “progreso”, sino
sinónimo de barbarie y expoliación. Por cierto, dentro de este engranaje violento, nuestro
continente ha cumplido de acuerdo a él un papel clave en la propia estructuración del
sistema capitalista a escala global: “El descubrimiento de las comarcas de oro y plata en
América -dirá-, el exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población
aborigen, la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en
un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras [esclavos], caracterizan los
albores de la era de producción capitalista. (…) Estos procesos idílicos constituyen factores
fundamentales de la acumulación originaria” (Marx, 2004).
No resulta casual que, durante sus últimos años de vida, uno de los temas que más
obsesionaron a Marx fueron las formas comunitarias de vida social en Europa y América
Latina, no solamente en un pasado remoto, sino sobre todo como realidades persistentes y
contemporáneas a la expansión planetaria del capitalismo a lo largo del siglo XIX. Los
múltiples apuntes redactados por él entre 1871 y 1883, publicados póstumamente bajo el
nombre de Borradores de la Guerra Civil en Francia, Escritos sobre la Comuna rural
rusa y Apuntes Etnológicos, constituyen una fuente imprescindible para redescubrir a un
Marx distante del evolucionismo “productivista” y atento a ampliar su visión en torno al
sujeto del cambio social, más allá de la clase obrera existente en las ciudades. Por ello no
temió afirmar que lo que dividía trágicamente a los trabajadores urbanos y al campesinado
rural no eran sus diferencias reales, sino sus mutuos prejuicios (algo que, curiosamente,
repetirá casi de manera textual Emiliano Zapata, al comparar en una de sus cartas de 1918 a
la revolución mexicana con la rusa).
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Sin embargo, a pesar de la originalidad de sus planteos, este Marx viejo, pero vitalmente
juvenil, que rompe con la linealidad histórica y se atreve a repensar sus hipótesis y
conjeturas, resultó incomprendido o, cuanto menos, poco leído en su época (y hay que
decirlo: también en las posteriores). Fueron grupos y revolucionarios/as marginales quienes
prestaron oído y convidaron a Marx una mirada distante del eurocentrismo, que lo llevó a
reformular sus hipótesis y conjeturas primigenias: nacionalistas irlandeses, populistas rusos,
comunidades y pueblos “sin historia”, militantes utópicos y clandestinos de regiones
olvidadas, con temporalidades discordantes y escaso nivel de “desarrollo” de sus fuerzas
productivas, que pretendían aprovechar el privilegio del atraso para ensayar proyectos
liberadores a fuerza de voluntarismo y osadía, en diálogo fecundo -contemporáneo o
diferido- con un Marx azorado que al final de sus días busca aprender de -e interpretar aesas realidades anómalas que buscaban “esquivar todas las fatales vicisitudes del régimen
capitalista”.
La militante polaca Rosa Luxemburgo también tuvo la capacidad de detectar la
potencialidad del campesinado y de los pueblos indígenas en las luchas anti-sistémicas. En
su libro La acumulación del capital nos explica que “el capitalismo viene al mundo y se
desarrolla históricamente en un medio social no capitalista”, por lo que uno de los
requisitos ineludibles para su existencia y expansión estriba en el desmembramiento de las
formas de “economía natural” que caracterizan a gran parte de los pueblos indígenas y
comunidades campesinas de las colonias y los países que conforman la periferia del
capitalismo, entendido como sistema desigual y combinado de dominio y explotación
global. De ahí que, según su interpretación, la acumulación por despojo descripta por Marx
en el mencionado capítulo XXIV de El Capital -basada en la apropiación violenta y la
privatización creciente de bienes naturales, y en el desmembramiento de territorios
comunitarios-, no deba ser entendida como algo acontecido sólo en los lejanos orígenes del
capitalismo, sino en tanto proceso constante dinamizado por los capitalistas y el Estado
para la subsistencia y ampliación del sistema de manera continuada. En todas las formas de
economía natural, “lo decisivo es la producción para el propio consumo, y de aquí que la
demanda de mercancías extrañas no exista o sea escasa, y, por regla general, no haya
sobrante de productos propios, o al menos, ninguna necesidad apremiante de dar salida a
productos sobrantes”, a lo que habría que sumar el hecho de que las comunidades indígenas
y campesinas “basan su organización económica en el encadenamiento del medio de
producción más importante -la tierra– así como de los trabajadores, por el derecho y la
tradición”, todo lo cual no hace más que exigir al capital “una lucha a muerte contra la
economía natural en la forma histórica que se presente” (Luxemburgo, 1967).
En igual sentido, en sus lecciones tituladas Introducción a la Economía Política, donde nos
habla explícitamente del “comunismo inca”, expresa que “los europeos chocaron en sus
colonias con relaciones completamente extrañas para ellos, que invertían directamente
todos los conceptos relativos a la santidad de la propiedad privada”, al tiempo que celebra
con fina ironía las afinidades entre estos pueblos de la periferia capitalista y el movimiento
obrero europeo: “A la luz de estas brutales luchas de clase, también el más reciente
descubrimiento de la investigación científica -el comunismo primitivo- mostró su peligroso
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rostro. La burguesía, al haber recibido lacerantes heridas en sus intereses de clase, husmeó
una oscura relación entre las antiquísimas tradiciones comunistas que le oponían en los
países coloniales la más enconada de las resistencias al avance de la ‘europeización’ ávida
de lucro de los aborígenes, y el nuevo evangelio del ímpetu revolucionario de las masas
proletarias en los antiguos países capitalistas” (Luxemburgo, 1972). Las luchas que han
venido sosteniendo indígenas y campesinos/as por la defensa de la madre tierra y la
propiedad comunitaria de sus territorialidades, constituyen un eslabón fundamental en la
cadena anti-imperial y de resistencia contra la ofensiva capitalista actual, que busca
recomponer su estabilidad y superar la crisis a partir de la creciente privatización y el
despojo de los bienes de la naturaleza.
Con una mirada similarmente atenta a las formas coloniales de explotación y opresión, el
marxista italiano Antonio Gramsci realizó un sugestivo análisis de la particular relación
norte-sur en la Italia de su época, que resulta por demás actual. En varios textos previos a
su encierro en las cárceles fascistas, postula la existencia de una especie de colonialismo
interno que implica la subyugación del sur agrario (y especialmente de sus comunidades y
del campesinado pobre) por parte del norte industrial, no solo en un plano económico, sino
también político-cultural y geográfico. El carácter del compromiso con el que se preserva la
unidad de los grupos dirigentes burgueses y agrarios, expresa Gramsci, “hace aún más
grave la situación y coloca a las poblaciones trabajadoras del Mezzogiorno [del sur de
Italia] en una posición análoga a la de las poblaciones coloniales. La gran industria del
norte desempeña, respecto a ellas, la función de las metrópolis capitalistas; en cambio, los
grandes terratenientes y la propia burguesía media meridional están en la situación de las
categorías que en las colonias se alían a la metrópoli para mantener sometida a la masa del
pueblo trabajador” (Gramsci, 1998). Desde esta mirada, las comunidades rurales padecerían
-al interior de su propio país- condiciones generales semejantes a las vividas por aquellas
naciones que se encuentran subsumidas en una relación colonial a escala internacional.
Ya en sus Cuadernos de la Cárcel, Gramsci ironiza respecto de los enormes prejuicios que
predominaban en los trabajadores urbanos del norte de Italia, quienes participaban de forma
inconsciente -e indirectamente- de esa situación de opresión, reproduciendo la concepción
del mundo racista de los sectores dominantes, verdaderos beneficiarios de esta lógica
colonial: “la miseria del Mezzogiorno fue ‘inexplicable’ históricamente para las masas
populares del Norte; éstas no comprendían que la unidad no se daba sobre una base de
igualdad sino como hegemonía del Norte sobre el Mezzogiorno, en una relación territorial
de ciudad-campo, esto es, en que el Norte era concretamente una ‘sanguijuela’ que se
enriquecía a costa del Sur y que su enriquecimiento económico tenía una relación directa
con el empobrecimiento de la economía y de la agricultura meridional. El pueblo de la Alta
Italia pensaba por el contrario que las causas de la miseria del Mezzogiorno no eran
externas sino sólo internas e innatas a la población meridional, y que dada la gran riqueza
natural de la región no había sino una explicación, la incapacidad orgánica de sus
habitantes, su barbarie, su interioridad biológica” (Gramsci, 1999).
Para denominar a estas variadas formas de opresión que excedían a la tradicional relación
de explotación entre obreros y empresarios, Gramsci propone la categoría de subalternidad
(o de grupos y clases subalternas). Ser subalterno/a implica, literalmente, estar por debajo
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de o subordinado a. No obstante, debido a que la sociedad en la que vivimos se estructura
como sistema de dominación múltiple, esta relación de sumisión asume diversas
modalidades e involucra diferentes causalidades. Se puede ser subalterno como obrero (u
obrera), en el marco de un vínculo de explotación en cualquier fábrica o empresa, pero
también cabe pensar en situaciones disímiles o complementarias donde quienes padezcan (o
sostengan) estas dinámicas de subalternización sean mujeres o, como en el caso que
analizamos, indígenas y población campesina.
Hay que reconocer que en nuestro continente fue José Carlos Mariátegui el primero en
complejizar la matriz de análisis marxista en función de una de las regiones con mayor
presencia indígena como era (y es) la andina. En sus Siete ensayos de interpretación de la
realidad peruana, así como en un sinfín de artículos y documentos políticos, se atrevió a
cuestionar el planteo dogmático de considerar al proletariado urbano como el sujeto
exclusivo de la revolución. El socialismo, de acuerdo a su lúcida lectura, no debía ser “ni
calco ni copia”, sino una creación heroica de los pueblos, y para ello resultaba
imprescindible reivindicar (claro está, sin idealizarlas) las formas comunitarias de
producción, solidaridad y cooperación que aún persistían en el seno de los pueblos
originarios. En sus prácticas y modos simbólico-materiales de relacionarse, podían
encontrarse “elementos de socialismo práctico” que prefigurasen la sociedad comunista por
la que se lucha tanto en el campo como en las ciudades.
Su visión, pues, rompía marras con la concepción euro-céntrica y paternalista arraigada en
muchos partidos y organizaciones de izquierda, que consideraban a los indígenas como
“menores de edad” en términos políticos y abogaban por su “proletarización”,
compeliéndolos a dejar atrás su modo de vida “primitivo” para poder adquirir, recién ahí,
potencialidad revolucionaria como sujetos. Contrario a estas tesis esquemáticas y
enajenantes, Mariátegui reafirmó la capacidad auto-emancipatoria de los pueblos indígenas,
en articulación orgánica con la clase trabajadora afincada en los centros urbanos. Por eso
bregó incansablemente por constituir un socialismo indoamericano, que sienta a ese pasado
y presente de luchas originarias como una frondosa raíz, más que en los términos de un
programa congelado en el tiempo que debe ser restaurado. “Nuestro socialismo -concluirá
el Amauta de manera categórica- no sería peruano, ni sería siquiera socialismo, sino se
solidarizase primeramente con las reivindicaciones indígenas” (Mariátegui, 1975c).
Mariátegui también sugiere que es preciso corregir al filósofo René Descartes y pasar
del “pienso, luego existo” al combato, luego existo, en la medida en que la conflictividad y
el antagonismo constituyen un punto de partida clave para el conocimiento de nuestras
sociedades, que permite a la vez hacer visibles a sujetos y movimientos que -al decir de
Boaventura de Sousa Santos- son “producidos como no existentes” por la ciencia colonial y
las clases dominantes, debido a su carácter subversivo y anti-sistémico. Y de manera
análoga a Gramsci, en la propuesta revolucionaria mariateguista lo central no es definir al
socialismo en función exclusivamente de su rigurosidad científica, sus coherencias lógicas
y sus supuestas “leyes”, sino sobre todo a partir de su capacidad movilizadora y su
estímulo para la intervención activa en la realidad. José Carlos supo referirse al mito no en
los términos de una “mentira” o ficción imposible de concretar, sino como un conjunto de
imágenes-fuerza que, arraigadas en las condiciones de vida concretas de los sectores
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populares y en su memoria colectiva, evocan sentimientos, cohesionan a las masas y las
dotan de una subjetividad irreverente que empalma con los ideales de las luchas
emancipatorias.
He aquí, según Mariátegui, otro elemento a destacar en todo proceso descolonizador, que
remite a los factores espirituales, la imaginación creativa y la mística como catalizadores
del proceso de concientización de los pueblos y clases subalternas en su camino de
autoliberación, ya que según él la revolución “será para los pobres no sólo la conquista del
pan, sino también la conquista de la belleza, del arte, del pensamiento y de todas las
complacencias del espíritu” (Mariátegui, 1975d). En el caso específico del Perú (pero
también en otras latitudes de Nuestra América), ese mito capaz de dinamizar la
reconstitución de la nación desde una perspectiva plural, debía tener como columna
vertebral la defensa de los pueblos indígenas sojuzgados por siglos de racismo, explotación
y despojo, ya que “no es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma
del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista” (Mariátegui, 1975a).
Décadas más tarde, teóricos/as del pensamiento crítico latinoamericano -entre otros/as,
Pablo González Casanova (1969), Rodolfo Stavenhagen (1969) y Silvia Rivera Cusicanqui
(2003)- retomarán estas perspectivas para dar cuenta de las formas de colonialismo
interno y de subalternización que perduran aún hoy en América Latina y el Caribe. Esta
noción ha permitido interpretar realidades donde existe una considerable población
indígena y/o afrodescendiente, así como la específica configuración de Estados capitalistas
forjados al calor de prácticas de racialidad, a los cuales se le superponen la combinación de
factores étnicos y de clase. El punto de partida es no acotar el vínculo colonial al
sometimiento, por parte de una potencia o Estado expansionista, de población o
naciones externas a su territorio. Con la idea de colonialismo interno se propone denunciar
las formas de colonialidad que han persistido en el continente durante los últimos siglos y
hasta nuestros días, a pesar de existir Repúblicas “independientes” en el plano jurídicopolítico. Lo que se pretende poner en cuestión con este concepto, es la suposición de que
con el desmembramiento de los Virreinatos y Capitanías se acabó también con el
colonialismo. Concluyó, sí, el período “colonial”, pero persistió -e incluso en muchas
dimensiones y regiones se intensificó, a través de un complejo proceso de reestructuración
y metamorfosis de esa relación de dominación y subalternidad- la colonialidad y el racismo.
Este tipo de Estados mono-culturales y homogeneizadores, han tendido a construir
sociedades solventadas en una noción de ciudadanía liberal, que rechaza tajantemente
cualquier derecho colectivo de los pueblos indígenas y afro-americanos, convirtiendo a sus
miembros en individuos atomizados y aislados entre sí, vale decir, abstraídos del contexto
cultural, productivo y comunitario que históricamente les ha otorgado sentido.
Con una misma vocación, diversos/as marxistas han recuperado la propuesta teóricopolítica de Rosa Luxemburgo, para interpretar el complejo proceso de reestructuración
capitalista vivido en todo el planeta, dando prioridad a la dinámica de despojo de territorios,
conocimientos y derechos colectivos a las comunidades originarias y movimientos
campesinos de las regiones periféricas. La actualización de su planteo por parte de esta
intelectualidad crítica ha incluido también la necesidad de repensar las resistencias contra la
acumulación originaria en los términos de una dinámica permanente (y no ya como algo
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acontecido en su pasado remoto), que cumple un papel central en el condicionamiento y
despliegue de la lucha de clases, desde los orígenes mismos del capitalismo en cuanto
sistema-mundo hasta nuestros días.
Las feministas Mariarosa Dalla Costa y Silvia Federici han advertido que no se debe ceñir
este proceso al saqueo de tierras y a la explotación física de pueblos enteros. Una
dimensión central de él ha sido la simultánea expropiación de saberes, acervos colectivos y
medios de reproducción a las mujeres (curanderas, sacerdotisas, alfareras, herboristas,
parteras, machis) que fue ejercida con brutalidad en Europa, pero también en nuestro
continente, tanto durante la fase del colonialismo clásico como en las décadas posteriores a
1810. De acuerdo a Dalla Costa, “en el período de la acumulación originaria, mientras
nacía el trabajador asalariado libre, a consecuencia de las grandes operaciones de
expropiación, otra operación, el mayor sexocidio que la historia recuerde, la ‘caza de
brujas’, contribuía en un sentido fundamental, junto a otra serie de medidas dirigidas
expresamente contra las mujeres, a forjar la trabajadora no asalariada y no libre para el
proceso de producción y reproducción de la fuerza de trabajo. La mujer, privada de los
oficios y de los medios de producción y subsistencia típicos de la economía anterior y en
gran medida excluida del trabajo artesanal y del acceso a los nuevos puestos de trabajo que
la manufactura ofrecía, tenía ante sí fundamentalmente dos posibilidades para la
subsistencia: o el matrimonio o la prostitución” (Dalla Costa, 2009).
Por su parte, Federici dirá que “los homólogos de la típica bruja europea no fueron (…)
sino los indígenas americanos colonizados y los africanos esclavizados que, en las
plantaciones del ‘Mundo’, compartieron un destino similar al de las mujeres en Europa,
proveyendo al capital del aparentemente inagotable suministro de trabajo necesario para la
acumulación” (Federici, 2010). Y si bien la opresión de las mujeres no comenzó con el
capitalismo, lo cierto es que -al decir de Dalla Costa- este sistema dio comienzo a una
explotación más intensa de la mujer como mujer, al tiempo que logró desarticular (por
cierto, nunca de manera absoluta) a la comunidad como centro reproductivo y formativo de
las clases y grupos subalternos, a la par que fracturó la relación orgánica -e incluso la
coincidencia física- existente hasta ese entonces entre producción y consumo. De ahí que
“la cuestión de la mujer, la cuestión de las poblaciones indígenas y la cuestión de la Tierra
no sólo se hayan impuesto de manera progresiva, sino que hayan constituido un trinomio
particularmente sinérgico” (Dalla Costa, 2009).
A partir de esta creciente centralidad del proceso de acumulación por despojo, David
Harvey (2004) ha señalado que “durante los últimos ciento cincuenta años la izquierda
ortodoxa ha planteado que el proletariado, definido como los trabajadores asalariados
privados de acceso a la propiedad de los medios de producción, era el agente clave del
cambio histórico. La contradicción principal era la que se da entre capital y trabajo y en
torno al lugar de producción [por lo que] prevalecía la opinión de que el proletariado era el
único agente de la transformación histórica” lo cual ha redundado en considerar como
irrelevantes aquellas luchas ajenas a él. Harvey concluye que “esta concentración tan firme
de gran parte de la izquierda marxista o comunista en las luchas proletarias excluyendo
todo lo demás fue un error fatal, ya que, si ambas formas de lucha están orgánicamente
vinculadas dentro de la geografía histórica del capitalismo, la izquierda no sólo estaba
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perdiendo poder, sino que también estaba paralizando su capacidad analítica y programática
al ignorar totalmente una de las dos caras de esta dualidad” (Harvey, 2004).
En la historia reciente de Nuestra América, precisamente una de estas caras estuvo
constituida por la violenta expropiación de territorios a los pueblos originarios y de saberes
comunitarios a las mujeres, así como por la conformación de una gran masa de
trabajadores/as y de campesinos/as, a partir de la conversión de la población indígena,
negra, mulata y zamba, ya sea en mano de obra esclava, o bien reducida a una situación de
precariedad rural, de cuasi-servidumbre o de super-explotación, en los pujantes ámbitos
tanto de extracción de materias primas y bienes naturales, como de producción y
comercialización de mercancías. Y resulta fundamental recordar que esta dinámica, lejos de
aplacarse tras los llamados procesos independentistas, cobró más fuerza que nunca y se
amplió a niveles inéditos durante las siguientes décadas en buena parte de la región (basta
mencionar, en el caso del extremo sur del continente, las trágicas campañas militares
desplegadas entre 1870 y 1880 por los incipientes Estados de Argentina y Chile,
denominadas eufemísticamente “Conquista del desierto” y “Pacificación de la
Araucanía”).
Autores como Armando Bartra van a postular, incluso, la necesidad de apelar a la noción de
campesindios para caracterizar a las poblaciones cuyos rasgos comunes combinan y
mixturan elementos y modos de vida de ambas tradiciones, debido a que “en nuestro
continente, opresión de clase y de raza se entreveran, el indio ancestral presuntamente
transmutado en moderno campesino reaparece junto a este revestido de su específica
identidad. Y en muchos casos renace dentro de este, que lo descubre como su raíz más
profunda (…) Convergencia plural pero unitaria donde, sin fundamentalismos, pero sin
renunciar a sus particularidades, todos son indios y todos campesinos”. Por ello concluye
que hoy, “es claro que en América no habrá cambio verdadero sin eliminar lo mucho que
resta de colonialismo interno, sin erradicar tanto la explotación de clase como la opresión
de raza. Y sobre esto los campesindios tienen mucho que decir” (Bartra, 2011).
En función de todas estas apuestas por reivindicar una lectura simbiótica con las tradiciones
afrodescendientes, campesinas e indígenas en el seno del marxismo, ejercitar la memoria
histórica de corta, mediana y larga duración, tanto a través de fuentes orales y de
documentos y testimonios escritos, como mediante la identificación y la lectura dialógica
de aquellos “núcleos de buen sentido” que anidan en la cultura popular (en cantos, danzas,
cuentos, comidas, místicas, formas de vincularse con la naturaleza y de producir, relatos o
vestimentas), sirve como basamento y arcilla para recomponer el caleidoscopio de
resistencias y los procesos auto-afirmativos que se han venido ensayado, desde hace siglos,
de manera subterránea e intersticial a lo largo y ancho del Abya Yala.
Con-movernos implica por lo tanto dejarnos afectar, compartir el dolor y a la vez
acompañar y movilizarnos con quienes a diario resisten contra “el despojo, la explotación,
el desprecio y la represión”, las cuatro ruedas que hacen girar al capitalismo contemporáneo
como maquinaria de guerra. Y para lograrlo, un ejercicio imprescindible es el de aprender
a escuchar. Dicen las y los maya-tojolabales que sólo están en condiciones de cumplir su
vocación como pueblo cuando saben escuchar (algo que tiene implicaciones más allá de la
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mera percepción auditiva), lo cual requiere un respeto mutuo y relaciones horizontales
basadas en el diálogo, es decir, en el hablar-escuchar recíproco. Por contraste, como nos
recuerda Carlos Lenkersdorf (2008), “el no querer escuchar caracteriza la historia de la
Conquista y del colonialismo”, por lo que nuestra subjetividad se ha moldeado a partir de la
verborragia y la sordera impuesta por los poderosos, generando que el vínculo sujeto-objeto
sea el rasgo indeleble de las relaciones que entablamos a nivel cotidiano, tanto entre
nosotros/a como con la propia naturaleza. Confrontar con esta lógica resulta, más que
nunca, una condición ineludible para emanciparnos de manera integral.
Unidad en la diversidad: hacia una articulación de las luchas contra el capitalismo, la
colonialidad y el patriarcado
Esta condición colonial de saqueo, unidireccionalidad y opresión que se sufre en América
Latina -si bien resistida en forma permanente desde los tiempos de la conquista- ha sido
puesta en cuestión con mucha más fuerza y contundencia en las últimas décadas, al calor de
las luchas lideradas por numerosos pueblos, movimientos y comunidades que pugnan por
su pleno reconocimiento e identidad colectiva. El mosaico es tan variado como el crisol de
colores que compone a la wiphala: desde las experiencias de Bolivia y Ecuador, que
impulsadas desde abajo han logrado instalar en la agenda pública el problema de la
colonialidad, llegando a imponer procesos de Asambleas Constituyentes en pos de refundar
a sus respectivos Estados desde una óptica plurinacional, hasta los proyectos que demandan
plena autonomía para la construcción territorial de espacios de autogobierno, como es el
caso del pueblo mapuche en el sur del continente, las comunidades del pueblo nasa en el
norte del Cauca en Colombia, o el de las y los zapatistas y otros pueblos del México
profundo, por nombrar sólo los ejemplos más emblemáticos.
Más allá de los matices y diferencias, en todos los casos se percibe una común vocación
descolonizadora, que asuma el desafío de crear una nueva institucionalidad política,
educativa y socio-económica distante del eurocentrismo, y que contemple, entre otros
factores novedosos, el pluralismo jurídico, el fomento de formas de autogobierno y
producción comunitaria, una pedagogía enraizada, la interculturalidad integral y el pleno
respeto de los derechos de la madre tierra. Más que un punto de partida, estos ejes son parte
de un complejo y arduo horizonte que es preciso conquistar. En última instancia, de lo que
se trata es de garantizar el reconocimiento de las diferencias, a la vez que se suprimen todo
tipo de desigualdades, entendiendo que el origen de ellas estriba en un sistema de
dominación múltiple. Tal como ha señalado Gilberto Valdéz Gutiérrez (2009), hablar de
un sistema implica entender que las diferentes formas de opresión (de clase y étnicas, pero
también de género, a raíz del régimen patriarcal y hetero-normativo que predomina en
nuestras sociedades) se encuentran articuladas o conectadas entre sí, por lo general
reforzándose mutuamente unas a otras. Por lo tanto, si bien es importante dar cuenta de
las características específicas que distinguen a cada forma de dominación (de ahí su
carácter múltiple), también es preciso analizar qué vínculos o nexos existen entre cada una
de ellas, desde una perspectiva integral o de totalidad, evitando el encapsulamiento de las
luchas.
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Debemos por tanto descolonizar al marxismo. Hay que indigenizarlo, desde ya, pero
también ennegrecerlo y despatriarcalizarlo (ya que, como bien denuncian las feministas
comunitarias aymaras, en nuestro continente ha existido un “entronque” del patriarcado
capitalista, con ciertas lógicas patriarcales que lo precedían), sin concebir jamás como
verdades reveladas ni axiomas a las categorías, conceptos, formas de sentir, pensar y hacer
que hemos heredado de la modernidad. Luis Vitale nos sugiere que “para un análisis
riguroso de la historia de opresión de la mujer en América Latina debe contemplarse, como
criterio metodológico clave, la relación etnia-sexo-clase-colonialismo, como un todo único
e indivisible” (Vitale, 1987). Las cosmovisiones y el hedor de los pueblos
afrodescendientes e indígenas, los feminismos populares, negros y comunitarios, el ecosocialismo y el buen vivir, los pensamientos fronterizos y las pedagogías críticas, como
tradiciones y corrientes emancipatorias habitadas por lo diverso, deben ser apropiadas y
actualizadas para desnaturalizar (y confrontar con) aquellas múltiples y complementarias
formas de dominación y subalternidad que nos constituyen y permean a diario.
En función de este desafío, vale la pena reafirmar algo que a esta altura nos parece
ineludible: no es posible referirnos al “marxismo” a secas, como un núcleo homogéneo e
invariante, ni en los términos de un sistema acabado y autosuficiente del cual valernos para
su mera “aplicación”, sino que por el contrario se torna imperioso asumirlo, a partir de
Walter Benjamin, como una constelación cargada de tensiones, un crisol de conceptos y
modalidades de in(ter)vención militante, habitados por el antagonismo y la historicidad, es
decir, en tanto conjunción de categorías, ideas-fuerza, nociones, balbuceos teórico-prácticos
y senti-pensantes, condicionados tanto por el intrincado y complejo devenir del capitalismo
en tanto sistema-mundo, como por la originalidad concreta de cada sociedad que,
desgarrada por diferentes conflictos, tradiciones, luchas y resistencias, constituye a Nuestra
América profunda.
Podría pensarse que esta realidad -en particular la condición colonial- poco y nada tiene que
ver con la que vivimos a diario en Argentina. Sin embargo, aunque pueda parecer evidente
que el grado de opresión étnica (ya sea en términos cuantitativos o bien cualitativos) en
nuestra sociedad es mucho menor al de países como Bolivia, Perú, Guatemala, México o
Ecuador (entre otras cuestiones, porque el etnocidio aquí fue mucho más extensivo que en
otras latitudes), lo cierto es que continúan existiendo comunidades y pueblos indígenas (e
incluso afro-descendientes) que demandan su genuino reconocimiento como tales, y que día
a día sufren la imposición de una cultura y una forma de vida totalmente ajenas a su
cosmovisión, siendo el Estado responsable de un sin número de avasallamientos de sus
derechos más elementales, de atropellos que actualizan la dinámica colonial y segregan a
nuestros pueblos indígenas como sujetos de derecho colectivo, a tal punto que la reforma
del Código Civil aprobada años atrás -en la que hubo consenso entre quienes hoy dicen ser
opositores y quienes actualmente gobiernan- los califica como “personas jurídicas de
derecho privado”.
A su vez, esta juridicidad racista niega su derecho como pueblos a administrar y controlar
plenamente sus territorios, reduciendo su entorno comunitario a un mero “inmueble”
material, despojado de su dimensión cultural y cosmogónica. Desde ya, también perpetúa y
refuerza la propiedad privada y el cercamiento de millones de hectáreas en manos de
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terratenientes y empresas transnacionales. Y como si fuera poco, a quienes osan cuestionar
esta situación de privilegio y opresión, se los criminaliza, amedrenta o directamente
asesina, como ha ocurrido con Facundo Jones Huala, Santiago Maldonado y Rafael Nahuel.
A juzgar por estas y muchas otras injusticias, no caben dudas de que la herida colonial aún
se encuentra abierta en Argentina, al igual que en el conjunto de Nuestra América profunda.
Suturarla desde una perspectiva emancipatoria no será tarea fácil, menos aún en un
contexto donde el odio racial, patriarcal y de clase se agudiza y amplifica, tanto en medios
de comunicación hegemónicos como desde las propias instituciones estatales. No obstante,
resulta una cuestión ética y militante ineludible, que requiere, además de una actualización
del marxismo latinoamericano -incorporando como uno de sus núcleos más relevantes al
factor étnico-, del compromiso político de cada uno/a de nosotros y nosotras. Si aún cabe
tener como horizonte al socialismo, éste deberá ser, sí o sí, uno en el que quepan muchos
socialismos. Entre ellos, el del buen vivir, la plurinacionalidad, la interculturalidad crítica y
la descolonización popular-comunitaria, que hoy resurgen con más fuerza que nunca desde
las entrañas mismas de Abya Yala.
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