Tenedor libre Pedro Nurseti, tras incontables meses de un perdido presente, una mañana se despierta recordando el sueño que había tenido la noche anterior. Algún resabio insistente le había quedado dando vueltas sobre la cabeza como una pelota de golf que lucha contra el viento para adentrarse en el agujero que sumaría un punto en el anotador. Eufórico de curiosidad, comienza a observar cada detalle que lo rodea, sintiendo aún el revoloteo intermitente del difuso mensaje. Por debajo de la puerta, un asombroso ritmo sonoro lo obliga a preguntarse por el extraño acontecer de los pies calzados que van y vienen por el pasillo sin mirarse. Al cabo de unos segundos y sin evidencia alguna, Pedro cruza el umbral. Un camarero le da la bienvenida a lo que presenta como “Tenedor libre”. Nurseti echa un vistazo a su muñeca izquierda, como si portara un reloj, hace una mueca al rememorar compromisos y finalmente, acepta dejar a sus sentidos pasearse libres durante un rato lanzado al azar. Lo dirige desde las manos hacia una de las sillas ubicadas frente a un pequeño escenario que no debía medir más que la sombra de su propia nariz proyectada cinco veces en el suelo y a Pedro le parece natural estar pensando en cada sensación que le pasa por los lados y los entremedios del cuerpo. Las luces se apagan de pronto y un sonido agudo, quizás accidental, le penetra los tímpanos. No es el único que reacciona exaltado a la forma común en ese lugar: fugaz contracción de los miembros, vibración aletargada hasta de la uñas de los pies y luego, tras la activación visual del ojo ajeno, una sonrisa repetida que le produce pavor al verla en los demás espectadores, invisibles de oscuridad. Poco a poco, una tenue luz rojiza ilumina el centro del diminuto escenario al mismo instante en que una brisa de pianos y violines le acaricia por fin los oídos. Segundos más tarde, la suave melodía se fusiona progresivamente con un ritmo metálico y macabro, el foco se azula con fuerza y una ronda de cuchillos plateados con punta redonda aparecen sosteniéndose de pie, o mejor dicho, de cabo y mueven una secuencia rígida y cortante. Nurseti mira a los costados. Encontrar una mirada cómplice o alguna respuesta volátil que le explique el significado de realidad. Alcanza a vislumbrar, a lo lejos, al camarero que tras el escenario, observa fascinado la obra mientras esboza una sonrisa que a Pedro le resulta, también, repetida. La luz roja vuelve a recorrer la escena y entonces, como por acto de magia, un tenedor emerge sin prisa del suelo, como el germen de un brote que en unos segundos deviene en flor. Un alado movimiento ascendente y los cuchillos con un mareo casi real se ladean de a poco hasta quedar apoyados entre sí. Así, el tenedor voltea sutilmente a cada barrote de aquel cerco metálico con un increíble movimiento semejante a una tela de seda que se desliza por el soplo de una niña en primavera. Con esta imagen, los cuchillos ya en el suelo, se dejan aplastar finalmente por la presión rojiza de la luz hasta deshacerse en el fondo del escenario desde el cual sigue floreciendo paulatinamente la libertad del tenedor. El momento sobreviene en apagón y se oye un solo aplauso, luego otro y de pronto, decenas de pares de palmas sonríen de pie con un ímpetu demasiado admirable para ser certero. Desde atrás del pequeño escenario, el camarero atraviesa la tarima con una bandeja sobre las manos, y entonces, la gente se lanza a proferir comentarios tan halagadores como extraños. Lo que hay en aquella placa es el pulido elenco de la obra: seis cuchillos relucientes de mango dorado y hoja de plata, filosa y autoritaria; dos cucharas macizas de grandes mejillas que irradian un brillo solar, acaso posible sólo por algún exceso de placer (seguramente las directoras de la obra) y para terminar de sorprender; el magnánimo tenedor, plateado hasta en la punta de los dientes, donde parecen descansar unas pequeñas estrellas que otorgan el tono mágico a la singular bandeja sostenida aún por el hombre. Cuando éste saluda como si fuese un actor más, invita al anonadado público a retirarse bailando. Pedro cree oportuno hablarle de cerca al camarero, solo para calmar la inevitable curiosidad de conocer cuanta cosa le pasara por los lados. El hombre, conmovido de pies a cabeza por el espectáculo del que se siente heredero, le solicita retirarse antes de que el elenco se ponga a ensayar para la próxima función. Entusiasmado Nurseti le manifiesta sus deseos irreprimibles de apreciar de nuevo el magnífico acto pero antes de que acabe esta última palabra, el camarero lo mira muy serio y le propone darse media vuelta y regresar a la involuntaria sucesión racional de los hechos. Domingo Seremos esta gota que desciende lentamente por el espejo. La llanura de este campo en invierno me recuerda a la mesada donde Alicia, los jueves, preparaba bocaditos de acelga. Si me quedo mirando el río y la vegetación húmeda, puedo verme a mí misma a lo lejos trepando alguno de esos árboles. Un plumaje gris aterciopelado brilla sobre la exhalación del agua y mis ojos lo siguen con tal fidelidad que se llevan la cabeza y se me gira hacia un costado para no perderlo de vista. Alicia que es mi hermana mayor tampoco se movía más de lo necesario y para hablar algunas veces ella apretaba las suyas unas manos como garras, contra el delantal hasta que tomaban un color blanquecino. Esto veo mientras duermo, abiertos los ojos y afirmada la espalda en la pared. Ahora me miro al espejo, mi rostro joven aún está surcado por la memoria de las caricias que se fueron con la brisa de una tarde parecida a ésta. Los días aquí transcurren pausados, como tus movimientos, le digo desde la mesita de luz al retrato que cuelga en la pared de enfrente. Es mi manera de soplar la capa de tierra que cubre las palabras de la gente como Alicia, voz callada que susurra sobre la corriente al enjabonar las prendas y palmas congeladas. He comenzado a acercarme al cuadro pero no es un retrato como pensaba sino un simple gesto que se hunde en la superficie como un volcán al revés, o como el embudo que mi hermana usa para hacer la salsa de tomate los martes. Alicia no escucha los sonidos del aire más que para oír las órdenes de los señores, camisas planchadas y vestidos de tarde con aroma a fresas. Aquí sentada en la mesita sé que su mejilla es tiesa pero sutil en la forma, como la manera en que voy a acomodarme antes de que se me acalambren las piernas, flacas desde los siete. Afuera se sienten las gotas caer y Alicia grita mi nombre desde la cocina, lo hace sin cuidado, dice "los señores se han ido por el día"; menudo motivo para sentarme a descubrir los detalles. Mojada la capucha aparece en la puerta sin tocar regañándome por intentar prolongar el sueño para evitar ir a lavar la ropa ese día. Le digo que hoy es mañana si no nos detenemos a mirar la sombra que deja el sol pero ella, rígido el cuello y aplastado el cabello, me toma del brazo y arrastra mi pensamiento por la alfombra. Siempre lo mismo ¿para qué lavar? Como si el jabón limpiara las historias que cuentan las manchas que se lleva la corriente, yo intuía que quedaban; siempre quedarían-impregnadas. Cuestión que las dos nos vamos sin importar lluvia o senda resbaladiza a lavar ropa fina y transpirada. Hacía frío pero no quise decir algo que provocara la fuerza extrema de a veces en las manos de Alicia contra su delantal. Mejor inventar algún cuento cómico que haga olvidar las causas del destino, rebelde pájaro sostenido por una rama seca que observa indeciso el espiral, y así la risa nos dura todo el día. Cuando volvemos, sin registrar la sombra del poniente, mojados los trapos de seda, vemos a los señores ya entrando al hall sin ser recibidos por alguna de nosotras, imperdonable desatino; no atrevemos siquiera a asomar las narices y sin pensar en algo más, por el prado nos vamos corriendo antes de que alguna cara elegante nos pidiera explicación para después despedirnos. A un pueblo cercano llegamos con todo ese ropaje que hizo abrir grandes los ojos de la gente, no más que un retazo para intercambiar por pan y techo; cuánta felicidad invade nuestras venas al sentir la confusión de ser libres, difícil manejar con la costumbre en desventaja. Puede que el ave terciopelo se haya anidado en mi pecho y yo entonces sea una pluma que se lleva la corriente hasta la cascada, o es una cortina interminable. No hay mesita de luz aquí, pero el cuadro colgado se me ha impregnado en las pupilas y puedo sentir con los ojos cerrados la presión de la mano que me sujeta. Como es arriba es abajo y como es afuera es adentro me dice Alicia al arroparme y yo comprendo que los reflejos proyectados en la pared escondida en el retrato, siempre quisieron abrigar mis grietas y yo nunca me dejé tocar por fuera. Descenso boca abierta Me voy yendo de lo andado incorporado adherido. Voy exhalando los momentos que insisten directamente en los tobillos -últimos tramos en tierra firmeApuro los pasos que se elevarán al aire interceptado por algún capricho financiado. Una leve vibración recorre los artificios y la gente se mantiene alerta Veo tensiones agarradas de las cabezas a los plásticos enroscándose Contamos con salidas señalizadas gracias a Dios a los santísimos inventos al Cielo Tranquilas-les-los hay emergencia iluminada y ante la descompresión una máscara Los idiomas se embolsan con el oxígeno personal y el elástico va detrás de la nuca Al mirar tras la ventana se me activan los sentidos divago en sensaciones lentas Son todo imágenes que se incrustan de a poquito en la piel. De pronto la maquinaria llega a su mayor intensidad la velocidad extrema las ruedas los cuerpos se aplastan contra el respaldo la cabeza hacia atrás Es el despegue Las plantas de los pies se aferran a la alfombra que comienza a volar y están los deseos de quitarla sacar los intermediarios dejar a los pies darse la cara contra el viento dibujar espacios vacíos entre los campos de algodón Las cosquillas se organizan de a poco entre los órganos y calma contamos con servicio de bebidas antes del aterrizaje Me acaricio unas células y se van pintando de instantes el pecho me aletea y una sonrisa se me planta de repente en la boca boca que reconoce y actualiza lo que solo puede ser real Boca que con aquella otra boca se reconoce hocico y se relame junto a ella en el deseo Bocas con garras de instinto que se descubren amando Sudan las palmas que recuerdan y ¡cinturones ajustados! Ladys and gentlemans. Por la ventanilla las arrugas arenosas del paisaje la miniaturización de las formas la reducción de lo físico y la piel que se sigue desdibujando Desde arriba las sombras presentan su materia posan para la foto de algún mapa juegan a la mancha quisieran parecerse a mosaicos gigantes de clorofila Treinta y siete mil pies de altura dice el señor comandante y los tímpanos se apelmazan entre sí con fuerza Permanecer con cinturones ajustados empieza el descenso. A esta altura la cabeza está a punto -de estallary me miro las piernas están pegajosas. Saliéndome de mí hay piso mojado, butacas plásticas y cuerpos anexados cabezas que denotan rasgos saturados Saliéndome de mí hay huecos refugiados en formas de muecas caducas y reverencias hay caramelo ácido y palito bombón helado Saliéndome de mí hay disonancia en los andares pedazos de yeso entreverados hay templos mudos Saliéndome de mí hay uniformes y pálpitos de hambre opiniones de los gatos de nadie largas bocinas y motores arrancando Saliéndome o entrándome soy todo esto y lo que me puesto. llevo y será cuestión de tirarme por la borda como principio de cascada si por cubrirme de tu cielo a pinceladas me obsesiono por odiar el diseño de mis huecos y si soy de relieves estos días precipicios rectos como tu aliento resbalando entre mis líquidos concretos es que esa orilla es tan inquieta y está tan cerca y está tan lejos del cielo Puente Ella me invitó a suspendernos en el tiempo, yo salté. Guardando en recovecos las furias en desuso, se entretiene contando, luego se vuelve hacia mí y le permito hacer eco de su silencio en mi rostro. Acaso debo viciarme del aroma acostumbrado para acabar. Aparta a un lado las cajas y acerca su vigilia a mis horas de angustia endurecida, ya de piedra. Me estremece su mirada indagadora y quieta. Es incierta. Su actitud, digo. Impredecible. Camina despacio y en cuclillas, la boca entreabierta y el asomo de sus dientes inconclusamente acomodados, me sostiene. La gravedad se esfuerza por separarnos pero yo mantengo la distancia justa para sobrevivir en el trance, en el entre o puente. Quién sabe en cuál de los rincones me encuentro navegando. Caprichosos ensueños acumulados y parecidos. Es posible oír el eco de su respiración aquí. Será el insomnio que me hizo esconder su mirada bajo la almohada. Es como el día de hoy. Absurdo en su sintonía y racional en su forma. Quizás convenga dejar de oírla, aunque no es decisión mía sino de su sombra; si pudiera tan solo, lanzar los remos a otro rincón. Ahora se acerca hacia mí y se endereza lento, muy lento; tan lento que mis piernas tiemblan de esperar. Su respiración de boca entreabierta roza la piel mía que tiempo atrás tensaba sus extremos a las paredes del cuarto. Puedo sentir la brisa envolvente que no tiene intenciones de ser pluma suave pero me acaricia y es inevitable. Me suspendo en ese instante y es cuando mi final se prepara, espera pacientemente a que por fin alguna vez el contacto de su boca asome despejado a verme con los párpados cerrados. Y ya no puedo mantenerme en pie, a esta distancia, tan mínima y compleja, tan furiosamente ocupada en el tiempo