ESCUELA DE EDUCACIÓN SECUNDARIA ORIENTADA PARTICULAR INCORPORADA Nº 3110 “PADRE CLARET” ROSARIO CUADERNILLO DE LENGUA Y LITERATURA PARA ESTUDIANTES DE PRIMER AÑO DOCENTE: ANALÍA INFANTI ALUMNO/A:________________________________ CICLO LECTIVO 2024 FRANCISCO VILLALBA TRAMA NARRATIVA Selección de textos LA GRULLA AGRADECIDA Hace mucho tiempo, un joven vivía solo en una casita al lado del bosque. Cierto día de invierno que había nevado mucho, mientras volvía a casa, el joven oyó un extraño ruido, que parecía provenir de un campo lejano. Se acercó hasta allí, y descubrió que el ruido eran los quejidos de dolor de una grulla que estaba tumbada sobre la nieve, con una flecha clavada en una de sus alas. El joven se compadeció del pobre animal, y con mucho cuidado, le arrancó la flecha. El ave, ya libre, voló hacia el cielo y desapareció. El joven volvió a casa. Su vida era solitaria, triste y muy pobre, apenas tenía dinero para poder comer, y se sentía muy solo porque nadie le visitaba nunca. Pero de repente, esa misma noche, alguien llamó a la puerta. "¿Quién será, a estas horas y con una nevada así?", pensó el joven. Y cuál no fue su sorpresa cuando, al abrir la puerta, se encontró a una joven y preciosa muchacha, que le dijo que se había perdido a causa de la intensa nevada y le pidió que le permitiera descansar y pasar la noche en su casa. Él, naturalmente, aceptó encantado, y la muchacha se quedó hasta el amanecer, y también todo el día siguiente. Era una jovencita tan hermosa, tan dulce y tan humilde, que nuestro protagonista se enamoró de ella y le pidió que se convirtiera en su esposa. Ambos jóvenes se casaron y vivieron felices, a pesar de su pobreza. Hasta los vecinos se alegraron mucho de verles a los dos tan contentos. Pero el tiempo vuela, y pronto volvió a llegar otro crudo invierno. El joven y su mujer, tan pobres como eran, se encontraron una vez más sin comida y sin dinero. Cierto día la mujer le dijo: - Yo sé tejer bien y puedo confeccionar hermosas telas. Es posible que las puedas vender por un buen precio en el mercado del pueblo y que con eso consigamos dinero para vivir. Su marido aceptó, y le construyó él mismo un telar en la parte trasera de la casa. Antes de empezar su trabajo, la joven le rogó que le prometiera no entrar nunca en aquel cuarto durante el tiempo que ella estuviera trabajando. Él se lo prometió, y durante tres días con sus tres noches, sin salir de la habitación en ningún 2 momento, la joven trabajó sin descanso hasta terminar una preciosa tela, que su esposo, efectivamente, logró vender por un buen precio en el mercado del pueblo. Con el dinero de esta venta, el joven matrimonio pudo sobrevivir durante varias semanas, pero pronto se les terminó y volvieron a encontrarse en la pobreza, en medio de aquel durísimo invierno que aún no había acabado. Así que otra vez se metió la mujer en el telar, y de nuevo se pasó varias noches confeccionando otro tejido, tras haberle vuelto a prometer su marido que no entraría en el cuarto mientras ella trabajaba. Esta vez fueron cuatro días los que la joven se pasó encerrada en el telar trabajando ininterrumpidamente, al cabo de los cuales, la mujer había confeccionado un tejido más hermoso y fino aún que el anterior. Tan maravilloso era, que con el precio de su venta el joven matrimonio logró dinero suficiente para sobrevivir durante el resto del invierno y todo el año siguiente. Desgraciadamente, esta seguridad para el futuro empezó a despertar sentimientos de avaricia en el joven. Movido por los deseos de conseguir más dinero, y por la insistencia de sus vecinos, que le preguntaban cómo era posible que su mujer tejiera tan bien sin salir nunca a comprar hilo, le pidió una y otra vez que volviera al telar y confeccionara un tercer tejido. Ella al principio se negó, porque pensaba que ya tenían suficiente dinero para vivir y no era necesario que siguiera tejiendo, pero el joven siguió insistiéndole hasta que finalmente ella accedió. Así que de nuevo se metió en la habitación del telar dispuesta a confeccionar el nuevo tejido, no sin antes recordarle a su marido la promesa de no entrar mientras ella estuviera ocupada. Pero esta vez, el joven, llevado por su curiosidad, decidió incumplir su promesa, y abrió la puerta del telar. La sorpresa que se llevó al ver lo que sucedía fue tan grande, que dejó escapar un grito. Allí, manejando el telar, no estaba su mujer, sino una blanca grulla que confeccionaba el tejido con sus propias plumas, que ella misma se iba arrancando. Al oír gritar al joven, la grulla dejó de trabajar e inmediatamente se metamorfoseó en la misma joven y hermosa muchacha con la que él se había casado. - Yo soy la grulla a la que tú ayudaste aquel día, explicó el ave -, y quería mostrarte mi agradecimiento 3 convirtiéndome en tu mujer y ayudándote a salir de la pobreza, sacrificando para ello las plumas de mi propio cuerpo, con las que hacía estas telas que te han dado tanto dinero para vivir. Pero ahora que has descubierto mi secreto, ya no puedo seguir aquí, así que me voy para siempre. - No te vayas - suplicó el joven -. Perdóname, por favor, tú vales más para mi que todo el dinero del mundo. Quédate conmigo, te lo ruego. Pero a pesar de sus ruegos, ya no había remedio. La joven volvió a metamorfosearse en grulla, y levantando el vuelo, se fue para no volver jamás. Anónimo El viaje La travesía era larga, el calor agobiante. El viajero pidió detenerse. Un murmullo de agua se sentía entre los árboles. El hombre se internó en el bosque y pronto encontró el arroyo. El agua era clara, la bebió con gran placer. Ya se sentía mejor. Levantó la vista para ver dónde se encontraba: a su lado, otro hombre también se inclinaba a recoger entre sus manos arrugadas un poco de agua fresca que aproximó a…y entonces el viajero vio ese rostro: no tenía boca con qué beber, ni ojos, ni nariz. Su cabeza era completamente lisa como un huevo, sin un solo rasgo. Pero igual, él sintió que lo miraba. Aterrorizado, corrió entre los árboles hasta llegar a la carretera y le ordenó al cochero que emprendieran la marcha al instante. Solo pensaba en huir, en dejar atrás esa visión escalofriante. -- ¿Por qué, qué ha sucedido—preguntó el cochero con ingenuidad. -- Sé que no me va a creer, ni yo mismo lo creo. Un hombre…un hombre con loa cabeza lisa como un huevo… --¿Está usted seguro? 4 -- Eso es lo que vi, se lo juro. El cochero se detuvo de golpe y se dio vuelta: --¿Tenía el mismo rostro que yo? Versión libre de un cuento popular japonés El anillo encantado María Teresa Andruetto Ifigenia tenía el cabello rubio como el trigo y unos ojos más azules que el lago de Constanza. Caminaba descalza a la orilla del agua. Era pálida y leve. Parecía hecha de aire. El emperador Carlomagno la vio y se enamoró de ella. Él era ya un hombre viejo y ella, apenas una muchacha. Pero el Emperador se enamoró perdidamente y olvidó pronto sus deberes de soberano. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque nada interesaba ya a Carlomagno. Ni dinero. Ni caza. Ni guerra. Ni batallas. Sólo la muchacha. A pesar del amor, Ifigenia murió una tarde de abril llena de pájaros. Los nobles de la corte respiraron aliviados. Por fin el Emperador se ocuparía de su hacienda, de su guerra y de sus batallas. Pero nada de eso ocurrió, porque el amor de Carlomagno no había muerto. Hizo llevar a su habitación el cadáver embalsamado de la muchacha. No quería separarse de él. Asustado por esta macabra pasión, el Arzobispo del imperio sospechó un encantamiento y fue a revisar el cadáver. Muerta, Ifigenia era tan hermosa como cuando caminaba descalza junto al lago de Constanza. La revisó de pies a cabeza. Bajo la lengua dura y helada, encontró un anillo con una piedra azul. El azul de aquella piedra le trajo 5 recuerdos del lago y del mar distante. El Arzobispo sacó el anillo que estaba escondido bajo la lengua. Ni bien lo tomó en sus manos, Carlomagno enterró el cadáver. Y se enamoró del Arzobispo. El Arzobispo, turbado y sin saber qué hacer, entregó el anillo a su asistente. Ni bien el asistente lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al Arzobispo. Y se enamoró del asistente. El asistente, aturdido por esta situación embarazosa, entregó el anillo al primer hombre que pasaba. Ni bien el hombre lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al asistente. Y se enamoró del hombre. El hombre, asustado por este amor extraño, empezó a correr con el anillo en la mano, y el Emperador tras él. Hasta que se cruzó una gitana y el hombre le entregó el anillo. Ni bien la gitana lo tomó en sus manos, Carlomagno dejó de perseguir al hombre. Y se enamoró de la gitana. Pero a la gitana se le cayó el anillo al agua. Ni bien el agua recibió el anillo en su lecho, Carlomagno abandonó a la gitana. Y se enamoró del lago de Constanza junto al que lfigenia caminaba descalza. Los nueve mirlos María Teresa Andruetto Hace tiempo vivía, en las colinas que lame el Belbo, un rey llamado Geraldo. Geraldo era mezquino e injusto. Solo para su hija acumulaba riquezas. La princesa tenía la voz transparente de los pájaros. Se llamaba Geraldina y era bella como una flor silvestre. Pero estaba sola. En palacio el tiempo se deslizaba igual día tras día. Inviernos y veranos pasaban sin otro entretenimiento que el de mirar tras los enormes ventanales como trabajaban los servidores de su padre. 6 Geraldina había visto muchas veces al carbonero entrando o saliendo del portal con el carbón entre los brazos. Lo había visto muchas veces, pero lo descubrió una mañana en que estaba junto al granero jugando con un puñado de nueces. Los dedos acariciaban la piel rugosa de las nueces, cuando el golpe del haz contra el suelo la sobrecogió y los frutos se escaparon. El carbonero corrió hasta alcanzarlos y, con sus manos grandes y tiznadas, se los entregó. Ella vio en sus ojos que era muy joven y nuevamente se estremeció. Desde entonces, incansable, lo buscó, pero daba siempre con los ojos esquivos del hombre. Él estuvo tratando de no verla, sabiendo lo imposible de ese amor, hasta que le enseñó con la mirada baja a trenzar cuerdas y a conocer el nombre de los pájaros. Una tarde le entregó, turbado, una flor de las que había en el campo y le ofreció, por brindarle lo poco que tenía, llevarla más allá de los portales a compartir la vida. La princesa estaba sola. Muy sola en aquel palacio triste. El hombre despertaba en su cuerpo urgencias y aleteos. Deseaba irse tras él. Y el deseo se hizo grande. Más grande que el reino. Más grande que sus riquezas. Más grande que el amor de su padre. Lo siguió un amanecer, antes de que el sol desnudara las laderas, cuando hombres y animales dormían. Nada se llevó. Atravesó corriendo el campo florecido. Iba con lo puesto. Solo por un descuido conservó la corona que la había hecho princesa. 7 Aunque ayudaron todos los vasallos, inútil fue buscarla. El Rey apuró con su pena el paso de los años y envejeció antes de tiempo. Los días pasaron para él iguales, uno tras otro. Veranos e inviernos sin otro entretenimiento que alguna excursión de caza, cada vez más solitaria y cada vez más un pretexto para irse a solas con su tristeza. Y fue en una de esas excursiones cuando, sin saber cómo, ocupado en sus recuerdos, se desvió por un sendero más allá de las colinas y se extravió. Dejó que un hilo de agua lo guiara hasta algún sitio para pasar la noche. Y el hilo de agua lo llevó a una casa rústica a cuya puerta golpeó con los nudillos. Una mujer abrió y, al momento, nueve niños se le prendieron a las faldas. La mujer alimentó al Rey con pan y leche y le acomodó unas mantas en el sitio más cobijado de la casa para que descansara. Esa noche, el Rey soñó con la hija que había perdido, y cuando despertó vio la casa endeble, los enseres maltrechos, la ropa roída de quienes lo albergaban y advirtió, por primera vez, la condición miserable de sus súbditos. Ella le acercó un jarro tibio que le calentó las manos y el alma. -¿De qué viven?-preguntó al fin el soberano. -Del carbón, del amor-contestó ella. Y los ojos de los dos se cruzaron llenos de fuerza. 8 El Rey sostuvo esa mirada hasta que la obligó a bajar la cabeza. Entonces ella hurgó en los delantales en busca de un bolsillo. Sacó algo y, tratando de limpiarlo, lo frotó contra la tela. Después, extendió la mano abierta y entregó al Rey la corona. El Rey hizo un silencio prolongado que ella no quiso interrumpir. Finalmente, señalando a los niños que revoloteaban por la casa, preguntó: -¿Son de mi sangre? -Sí. -Son como el carbón. -Y cantan como yo -contestó Geraldina, mientras sus crías hacían reverberar de trinos el lugar. Entre padre e hija se hizo de nuevo el silencio. Hasta que el Rey se asomó a una ventanuca desde donde se podían ver las extensiones de su reino, las colinas, los campos de lino azules como el cielo. Entonces vio nueve pájaros, como nueve trazos de carbón, rompiendo con su canto la monotonía del paisaje. — ¿Qué pájaros son esos que alzan vuelo? -Son mirlos, padre, mirlos contestó la mujer. 9 La bola de cristal Los hermanos Grimm Vivía en otros tiempos una hechicera que tenía tres hijos, los cuales se amaban como buenos hermanos; pero la vieja no se fiaba de ellos porque temía que quisieran arrebatarle su poder. Por eso transformó al mayor en águila y lo obligó a anidar en la cima de una rocosa montaña y solo se lo veía, alguna que otra vez, describiendo amplios círculos en la inmensidad del cielo. Al segundo lo convirtió en ballena y lo condenó a vivir en el seno del mar y solo, de vez en cuando, asomaba a la superficie, para proyectar a gran altura su poderoso chorro de agua. Uno y otro recobraban su figura humana por espacio de dos horas cada día. El tercer hijo, temiendo verse también hechizado, huyó secretamente. Durante su huida, llegó a sus oídos que en el castillo del Sol de Oro residía una princesa encantada que aguardaba la hora de su liberación; pero se decía, que todo aquel que intentara ayudarla exponía su vida, porque veintitrés jóvenes habían sucumbido en el intento y solo otro más podía probar suerte, y ya nadie más después de él. Como el hermano pequeño era de corazón intrépido, decidió ir en busca del castillo del Sol de Oro. Un día, después de mucho tiempo sin lograr dar con el castillo, se encontró extraviado en un inmenso bosque. De pronto, descubrió a lo lejos a dos gigantes que le hacían señas con la mano. Al acercarse a ellos, le dijeron: —Estamos disputando acerca de quién de los dos ha de quedarse con este sombrero y puesto que somos igual de fuertes, ninguno puede vencer al otro. Como ustedes los hombrecillos son más listos que nosotros, hemos pensado que seas tú el que decida. —¡¿Cómo es posible que se peleen por un viejo sombrero?! —exclamó el joven. —Es que ignoras su virtud. Es un sombrero mágico. Todo aquel que se lo pone es transportado a cualquier lugar que desee en un instante. —Venga el sombrero —dijo el mozo—. Me adelantaré un trecho con él; cuando grite, echen a correr; se lo entregaré al primero que me alcance. Y calándose el sombrero, se alejó. Pero, como no podía quitarse de la cabeza a la princesa, se olvidó enseguida de los gigantes y después de cuatro pasos suspiró desde el fondo del pecho y se lamentó diciendo: 10 —¡Ah!, si pudiese encontrarme en este instante en el castillo del Sol de Oro —Y no bien habían salido estas palabras de sus labios, se halló en la cima de una alta montaña, ante la puerta del palacio. Entró y recorrió todos los salones y en el último de ellos encontró a la princesa. Pero ¡qué susto se llevó al verla! Tenía la cara de color ceniciento, estaba llena de arrugas; los ojos, turbios, y el cabello rojo, sin brillo. —¿Tú eres la princesa cuya belleza ensalza el mundo entero? —¡Ay! —respondió ella—, esta que contemplas no es mi figura. Los ojos humanos solo pueden verme en esta horrible apariencia; para que sepas cómo soy en realidad, mira en este espejo que no yerra y refleja mi imagen verdadera. Y puso en su mano un espejo, en el cual vio el joven la figura de la doncella más hermosa del mundo entero; y de sus ojos fluían amargas lágrimas que rodaban por sus mejillas. Le preguntó entonces: —¿Cómo puedes ser redimida? Yo no retrocedo ante ningún peligro. —Quien se apodere de la bola de cristal y la presente al brujo, romperá su poder y restituirá mi figura original. Muchos han pagado con la vida el intento —añadió— y me dolería que tú también te expusieras a tan gran peligro por mí. —Nada me detendrá —replicó él—. Dime qué debo hacer. —Te lo contaré —dijo la princesa—. Debes descender la montaña en cuya cima estamos, al pie de ella encontrarás, junto a una fuente, un bisonte salvaje, con el cual habrás de luchar. Si logras vencerlo, se levantará de él un pájaro de fuego que lleva en su interior un huevo ardiente; ese huevo tiene por yema una bola de cristal. Pero el pájaro no soltará el huevo a menos que lo fuerces a ello y si consigues que lo suelte, pero cae al suelo, se incendiará y quemará todo cuanto haya a su alrededor, abrasándose él junto con la bola de cristal y entonces todas tus fatigas habrán sido inútiles. 11 Bajó el muchacho a la fuente y enseguida oyó los resoplidos y feroces bramidos del bisonte. Tras una larga lucha, consiguió traspasarlo con su espada y el monstruo cayó sin vida. En el mismo instante, de su cuerpo salió un ave de fuego que emprendió el vuelo; pero un águila, que no era otro que el hermano del joven, acudió volando de entre las nubes y se lanzó en persecución del ave, empujándola hacia el mar mientras la acosaba a picotazos, hasta que la otra, incapaz de seguir resistiendo, soltó el huevo. Sin embargo, este no fue a caer al mar, sino sobre la cabaña de un pescador que estaba situada en la orilla, la cual empezó a incendiarse y despedir altas llamas. En ese instante, gigantescas olas se elevaron del mar, inundaron la choza y extinguieron el fuego. Aquellas gigantescas columnas de agua habían sido provocadas por el hermano transformado en ballena. Una vez el incendio estuvo apagado, el hermano más joven corrió a buscar el huevo y tuvo la suerte de encontrarlo. No se había derretido aún, por fortuna, el contacto del agua fría con el huevo humeante había hecho que la cáscara se rompiera y el joven pudo extraer de su interior, indemne, la bola de cristal. Al presentarse con ella al brujo y mostrársela, este se lamentó: —Mi poder ha quedado destruido. Desde este momento, eres el dueño del castillo del Sol de Oro. Puedes también desencantar a tus hermanos y a la princesa y devolverles, a todos, su figura humana. Después de liberar a sus hermanos, corrió el joven al encuentro de la princesa y al entrar en sus aposentos la contempló en todo su esplendor. Rebosantes de alegría, los dos intercambiaron sus anillos. 12 El príncipe que se casó con una rana Italo Calvino Había una vez un rey que tenía tres hijos en edad de casarse. Para que no surgieran rivalidades en cuanto a la elección de las tres esposas, les dijo: - Tirad con la honda tan lejos como podáis: donde caiga la piedra, tomaréis esposa. Los tres hijos tomaron las hondas y tiraron. El más grande tiró y la piedra cayó sobre el techo de una panadería; y le correspondió la panadera. El segundo tiró y la piedra cayó en la casa de una tejedora. La piedra del menor cayó en una zanja. Apenas tiraban, cada uno corría a entregarle el anillo a la prometida. El mayor encontró una jovencita blanda como un pan, el mediano una muchacha pálida, delgada como un hilo, y el más pequeño,, después de mucho mirar la zanja, solo encontró una rana. Volvieron junto al Rey para contarle para contarle de sus prometidas. - Ahora –dijo el Rey- , quien tenga la mejor esposa heredará el reino. Hagamos las pruebas. Y a cada uno le dio cáñamo para que a los tres días se lo trajeran hilado por las prometidas, a ver quién lo hacía mejor. Los hijos fueron a ver a sus novias y les recomendaron que hilaran cuidadosamente; y el más pequeño muy mortificado, se acercó al borde de la zanja con el cáñamo en la mano y se puso a llamar: - ¡Rana, rana! - ¿Quién me llama? - Tu amor que poco te ama. - Si ahora me ama poca cosa, me amará más al verme hermosa. Y la rana salió del agua y se posó en una hoja. El hijo del Rey le dio el cáñamo y le dijo que tenía tres días para hilarlo. 13 A los tres días, los hermanos mayores corrieron ansiosamente a casa de la panadera y de la tejedora para retirar el cáñamo. La panadera había hecho una hermosa labor, pero la tejedora-era su oficio- lo había hilado de tal modo que parecía seda. ¿Y el más pequeño? Fue a la zanja: - ¡Rana, rana! - ¿Quién me llama? - Tu amor que poco te ama. - Si ahora me ama poca cosa, me amará más al verme hermosa. Saltó sobre una hoja con una nuez en la boca. Al pequeño le daba un poco de vergüenza ir a verlo al padre con una nuez cuando sus hermanos le habían llevado el cáñamo hilado, pero se hizo de valor y fue a verlo. El Rey que ya había examinado el trabajo de la panadera y el de la tejedora del derecho y del revés, abrió la nuez del más pequeño mientras los hermanos se reían burlonamente. Cuando abrió la nuez, surgió una tela tan fina que parecía una tela araña, y jamás terminaban de tirar de ella y desplegarla, al punto que cubrió la sala del trono. - ¡Pero esta tela no se termina más!- dijo el Rey, y , apenas dijo estas palabras la tela se terminó. El padre no quería resignarse a la idea de que una rana se convirtiera en reina. A su perra de caza le habían nacido tres cachorros. Se los dio a los hijos. - Llevádselos a vuestras prometidas e id a buscarlos dentro de un mes: quien mejor lo haya criado será reina. Al mes se comprobó que el perro de la panadera se había transformado en un dogo enorme e imponente, porque no le había faltado el pan; el de la tejedora que había sufrido más estrechez, se había convertido en un famélico mastín. El más pequeño llegó con una cajita; el Rey abrió la cajita y de ella salió un perrito de aguas adornado, peinado, perfumado, que se erguía sobre las patas traseras y sabía hacer ejercicios militares y obedecer órdenes. 14 Y el Rey dijo: - No hay duda, mi hijo menor será rey, y la rana será reina. Se concertaron las bodas, las tres el mismo día. Los hermanos mayores fueron a buscar a sus prometidas con carrozas ornamentadas tiradas por cuatro caballos, y las novias subieron cargadas de plumas y de joyas. El más pequeño fue a la zanja y la rana lo esperaba en una carroza hecha con una hoja de higuera tirada por cuatro caracoles. Se pusieron en marcha¸ él iba adelante, y los caracoles lo seguían tirando de la hoja con la rana. Cada tanto se detenía para aguardarlos, y una vez se adormeció. Al despertarse vio ante él una carroza tapizada de terciopelo, tirada por dos caballos blancos; adentro había una muchacha bella como el sol y con un vestido verde esmeralda. - ¿Quién eres?- le preguntó el hijo menor. - Soy la rana – y como él no quería creerle, la muchacha abrió un arca donde estaban la hoja de higuera, la piel de la rana y cuatro caparazones de caracol- Era una princesa transformada en rana – dijo- , y solo podía recobrar la forma humana si el hijo de un rey consentía casarse conmigo ignorando mi belleza. El Rey se alegró mucho, y a los hijos mayores, rojos de envidia les dijo que quien no era capaz de elegir mujer no merecía la corona. Y el más pequeño y su esposa fueron el Rey y la Reina. El mapamundi Lila Gianelloni Mi abuela se sentó en el borde de mi cama, se puso los lentes y me miró los cachetes; después me levantó el camisón para mirarme la panza y dijo no te toques que ya te estás curando. Le dije que estaba aburrida de estar enferma, que quería ir a jugar afuera. Ella dijo que la varicela es contagiosa, pero que mi abuelo había dicho que pronto iba a poder ir a la escuela. Se sacó los lentes, acomodó las almohadas y me dio un beso en el pelo. ¿Querés un té? ¿Cuándo voy a poder tomar otra cosa? No me contestó porque tocaron el timbre y se fue a atender. Yo quería escuchar quien había venido, podía ser el cartero con una carta, o con una encomienda. Ojalá. Una vez me mandaron una encomienda; e s una caja con otras cajas adentro y mucho papel para que no se golpee lo que 15 te mandan.; atan el paquete con un hilo que se llama sisal y en el medio le ponen un pegote rojo. Eso es una encomienda. La que a mí me mandaron tenía adentro un mapamundi que es el que está arriba de mi escritorio. Es redondo como el mundo de verdad y también se lo puede hacer dar vueltas. Es igual al de mi escuela. Mi abuelo había llamado a la ciudad para encargarlo y el cartero lo había traído en la bicicleta; cuando abrí la caja, ellos dos dijeron que era un globo terráqueo, pero yo le digo mapamundi. Mi abuela volvió de atender la puerta y dijo tengo una sorpresa. Me senté en la cama. Atrás de ella había alguien. Era Ugo, que se quedó parado; traía un libro bastante gordo color azul y lo agarraba con las dos manos. Ugo nunca había venido a mi casa, nada más jugamos en los recreos. Mi abuela le tenía el portafolios; dijo que se sentara en el sillón. Ugo le hizo caso; tenía puesto el guardapolvo y estaba peinado con agua. Vine yo porque soy el único del grado que ya tuvo la varicela, dijo y señaló el libro. La maestra te manda esto. Le pregunté de qué era. Me dijo que no sabía porque no lo había mirado. Lo puso arriba de la cama y lo abrimos. Era un libro de animales del mundo, eso dijo mi abuela y le preguntó a Ugo si quería tomar la leche. Él dijo que sí. Un rinoceronte ocupaba dos hojas, tenía un cuerno y la piel arrugada. Ugo dijo que esos animales viven lejos, que por acá no hay, que mejor buscáramos pájaros. Pasamos las hojas y encontramos cantidad de pájaros. Él los conocía a todos. Yo me rasqué la nariz y dijo que me iba a quedar una marca. Se arremangó el guardapolvo y me mostró el brazo: tenía dos redondelitos. Ugo se había bajado del sillón y se había agachado al lado de mi cama para ver mejor el libro. Me mostró un pájaro que le gustaba. Era un pájaro blanco, que tenía el pico abierto, dijo que se llamaba campana. Le pregunté por qué y él se puso a hacer ruidos con la boca y a cantar con voz finita. Nos dio mucha risa pero nos callamos cuando entró mi abuela con una bandeja y la puso arriba del escritorio. Me preguntó si quería levantarme para tomar la leche. Le dije que sí. Nos sentamos frente a las dos tazas, uno al lado del otro. Ella nos dijo que el té estaba caliente, que tuviéramos cuidado. Había traído tostadas, manteca y miel. Cuando se fue, Ugo señaló el mapamundi con un dedo porque tenía la boca llena. Lo traje cerca y él puso el dedo arriba de un país anaranjado. Ahí hay tigres, dijo y siguió comiendo. Yo le pregunté si alguna vez había visto uno de verdad. Me dijo que por acá no hay tigres pero que él, a veces, ve un puma, que es parecido. Dijo que una noche estaba acostado y no se podía dormir, afuera había silencio, pero él escuchó unas pisadas. Se bajó de la cama, corrió apenitas las cortinas y ahí lo vio. El puma volvió a la noche siguiente y todas las otras noches. Si está la luna lo ve bien, si no, ve una sombra. Una noche, el puma se paró debajo de la ventana y se miraron: tenía los 16 ojos como dos estrellas. Las estrellas se fueron acercando tanto que iluminaron la ventana, como si de golpe se hubiera hecho de día. Ugo gritó hasta que vinieron el papá y la mamá, pero ya no había nada. El papá dijo que estaría soñando, que ya no quedaban pumas por esta parte del mundo. Él le preguntó adonde se habían ido y el padre le dijo que siga durmiendo, que ya no estaban en ninguna parte. Ugo me dijo que él, al día siguiente, encontró unas marcas en el vidrio, del lado de afuera, pero que igual nadie le creyó. Le pregunté por qué. Dijo que porque dicen sus papás que él es un fantasioso. Me dio risa y después tos. Le pregunté a Ugo si se iba a volver solo a su casa. -- No, me llevan en auto. Eso dijo tu mamá. Le dije que no era mi mamá, que era mi abuela. Ah, bueno; dijo tu abuela que me va a llevar tu papá cuando termine de atender en el consultorio. No es mi papá, Ugo, es mi abuelo. Ah, dijo él. Con la mano hacía dar vueltas el mapamundi, que hacía ruido y los países pasaban rápido. Me preguntó dónde estaban mi papá y mi mamá. Yo me encogí de hombros. Me picaba la espalda por la varicela, pero no me rasqué, nada más me moví para que se me pasara. Ugo seguía haciendo dar vueltas el mapamundi, cada vez más rápido y más ruidoso. Me preguntó si ellos iban a volver enseguida. Yo puse las manos sobre el mapamundi y paró de dar vueltas. Él se quedó callado hasta que entró mi abuela y dijo “¿Vamos, Ugo?”.Mi abuelo lo esperaba en el auto. Él agarró el portafolios y me dijo chau, mañana vengo. Yo me metí en la cama. Miré por la ventana: se estaba haciendo de noche. Mi abuela volvió y me acomodó las sábanas. Me preguntó qué habíamos estado haciendo con Ugo. Hablamos. ¿De qué? 17 De pumas. Puso una frazada a los pies de mi cama. Le pregunté si era cierto que por acá andaban pumas. Me dijo que no, que se habían ido hace años. ¿Muchos? Si, desde que dejó de haber árboles para que haya sembrados. ¿Van a volver? Ella se sentó al lado mío. Difícil, dijo. Pero un día a lo mejor vuelven, le dije, por si se olvidaron algo. O a saludar. Quién sabe, dijo ella y me acarició la cabeza. Yo la miré. Ya sé, dije y le saqué la mano. No van a volver. FIESTITA CON ANIMACIÓN. Ana María Shua Las luces estaban apagadas y los altoparlantes funcionaban a todo volumen. –¡Todos a saltar en un pie! –gritaba atronadoramente una de las animadoras, disfrazada de ratón. Y los chicos, como autómatas enloquecidos, saltaban ferozmente en un pie. –Ahora, ¡todos en pareja para el concurso de baile! Cada vez que pare la música, uno abre las piernas y el otro tiene que pasar por abajo del puente. ¡Hay premios para los ganadores! Excitados por la potencia del sonido y por las luces estroboscópicas, los chicos obedecían, sin embargo, las consignas de las animadoras, moviéndose al ritmo pesado y monótono de la música en un frenesí colectivo. –Cómo se divierten, qué piolas que son. ¿Te acordás qué bobitos éramos nosotros a los siete años? –le preguntó, sonriente, el padre de la cumpleañera a la mamá de uno de los invitados, gritándole al oído para hacerse escuchar. –Y qué querés... Nosotros no teníamos televisión: tienen otro nivel de información –le contestó la señora, sin muchas esperanzas de que su comentario fuera oído. No habían visto que Silvita, la homenajeada, se las había arreglado para atravesar la loca confusión y estaba hablando con otra de las animadoras, disfrazada de conejo. Se encendieron las luces. –Silvita quiere mostrarnos a todos un truco de magia –dijo Conejito–, ¡Va a hacer desaparecer a una persona! –¿A quién querés hacer desaparecer? –preguntó Ratón. –A mi hermanita –dijo Silvia, decidida, hablando por el micrófono. Carolina, una chiquita de cinco años, preciosa con su vestidito rosa, pasó al frente sin timidez. Era evidente que habían practicado el truco antes de la fiesta, porque dejó que su hermana la metiera debajo de la mesa y estirara el borde del mantel hasta hacerlo llegar al 18 suelo, volcando un vaso de Coca Cola y amenazando con hacer caer todo lo demás. Conejito pidió un trapo y la mucama vino corriendo a limpiar el estropicio. –¡Abracadabra la puerta se abra y ya está! –dijo Silvita. Y cuando levantaron el mantel, Carolina ya no estaba debajo de la mesa. A los chicos el truco no los impresionó: estaban cansados y querían que se apagaran las velitas para comerse los adornos de azúcar de la torta. Pero los grandes se quedaron sinceramente asombrados. Los padres de Silvia la miraban con orgullo. –Ahora hacela aparecer otra vez –dijo Ratón. –No sé cómo se hace –dijo Silvita–. El truco lo aprendí en la tele y en la parte de aparecer papi me cambió de canal porque quería ver el partido. Todos se rieron y Ratón se metió debajo de la mesa para sacar a Carolina. Pero Carolina no estaba. La buscaron en la cocina y en el baño de arriba, debajo de los sillones, detrás de la biblioteca. La buscaron metódicamente, revisando todo el piso de arriba, palmo a palmo, sin encontrarla. –¿Dónde está Carolina, Silvita? –preguntó la madre, un poco preocupada. –¡Desapareció! –dijo Silvia–. Y ahora quiero apagar las velitas. El muñequito de chocolate me lo como yo. El departamento era un dúplex. El papá de las nenas había estado parado cerca de la escalera durante todo el truco y nadie podría haber bajado por allí sin que él lo viera. Sin embargo, siguieron la búsqueda en el piso de abajo. Pero Carolina no estaba. A las diez de la noche, cuando hacía ya mucho tiempo que se había ido el último invitado y todos los rincones de la casa habían sido revisados varias veces, dieron parte a la policía y empezaron a llamar a las comisarías y hospitales. –Qué tonta fui esa noche –les decía, muchos años después, la señora Silvia, a un grupo de amigas que habían venido a acompañarla en el velorio de su marido–. ¡Con lo bien que me vendría tener una hermana en este trance! –y se echó a llorar otra vez. 19 Algo muy grave va a suceder en este pueblo Gabriel García Márquez Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde: “No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo”. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen. El se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Y él contesta: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo”. Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mama, o una nieta o en fin, cualquier pariente, feliz con su peso dice y comenta: –Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto. –¿Y por qué es un tonto? –Porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo. Y su madre le dice: –No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen... Una pariente oye esto y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: “Deme un kilo de carne”, y en el momento que la está cortando, le dice: “Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar su kilo de carne, le dice: “Mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas”. Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos...”. Se lleva los cuatro kilos, y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde, alguien dice: –¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo? –¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor! Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. 20 –Sin embargo –dice uno–, a esta hora nunca ha hecho tanto calor. –Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor. –Sí, pero no tanto calor como ahora. Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: “Hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito. –Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan. –Sí, pero nunca a esta hora. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. –Yo sí soy muy macho –grita uno–. Yo me voy. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve. Hasta que todos dicen: “Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos”. Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa”, y entonces la incendia y otros incendian también sus casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un 79 éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio que le dice a su hijo que está a su lado: “¿Viste, mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?” Episodio del enemigo Jorge Luis Borges Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. 21 Serían las cuatro de la tarde. Me incliné sobre él para que me oyera. –Uno cree que los años pasan para uno –le dije– pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido. Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver. Me dijo entonces con voz firme: –Para entrar a su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso. Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir: –Es verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón. –Precisamente porque ya no soy aquel niño –me replicó– tengo que matarlo. No se trata de una venganza sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada. –Puedo hacer una cosa –le contesté. –¿Cuál? –me preguntó. –Despertarme. Y así lo hice El almohadón de plumas Horacio Quiroga Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. 22 Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto, Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. 23 Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. —Pst… —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio… poco hay que hacer… —¡Solo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. 24 —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. —Levántelo a la luz —le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. La máscara y la palabra Luisa Valenzuela Ella y él se van a separar en esta ciudad dormida de provincia. Él está por partir al extranjero a reencontrarse con su familia. Ella tomará sola el ómnibus de regreso a la capital, pero antes quiere conocer el famoso museo de ciencias naturales de la ciudad. Él la acompaña a través del parque y en lo alto de las escalinatas del museo se besan largamente. Es la despedida. Quizá ella espere escuchar una palabra, él no la dice. Les cuesta 25 separarse, sin embargo él se aleja y ella, algo avergonzada, trata de sonreír a los guardianes apostados en la puerta. El interior del museo es vetusto, los saurios pleistocénicos acumulan el polvo de un tiempo mezquino, no geológico, la mujer vaga por extensas galerías, elipsis concéntricas en torno a desconcertantes centros dobles. Hay vitrinas y vitrinas con pájaros embalsamados, poco queda del brillo de sus plumas. La mujer apenas siente el dolor de lo no dicho, sólo se deja ser. Deambula. Tras una de las tantas escaleras que ha subido o bajado descubre, como un remanso, una pequeña tienda de recuerdos con un viejo vendedor dormido y opacos objetos entre los que resalta una máscara de piedra. A ella le gusta la máscara pero no se detiene: quiere algo auténtico. Mucho más allá por las galerías curvadas encuentra la original, justo justo a la altura de sus ojos. Es una máscara mortuoria, bella en sus puras líneas de granito. El sol que entra por una ventana a espaldas de la mujer pega sobre la polvorienta vitrina y le brinda un espejo traslúcido. Ella se mueve con infinita delicadeza -está sola en la sala, por todas las salas vagó sola- buscando la posición exacta para lograr que el reflejo de su rostro coincida rasgo por rasgo con la máscara. Así permanece largo rato, como con la máscara puesta, pensando en la palabra no dicha, consciente por vez primera de que ella también, sí, también en ella estuvo la posibilidad de expresar algo. Amor quizá, o un ansia. Ya es tarde. Decide volver a este presente y encaminarse a la tiendita del museo para comprar la réplica. Al fin y al cabo la máscara no tiene expresión de dolor, sólo su placidez eterna. Entonces desteje sus pasos por las curvadas galerías y desciende las escaleras y pasa bajo la ballena azul y contornea gliptodontes y no encuentra la tienda. Ya cerca de la entrada, opta por pedirles indicaciones a los guardianes. Mientras tanto él ha tenido tiempo de arrepentirse veinte veces de lo no dicho y decide volver al museo aunque sea para un último abrazo. Pregunta a los guardianes de la entrada si han visto salir a una mujer así y asá. La mujer que usté estaba besando, confirman los guardianes, y le dicen: acaba de asomarse hace pocos minutos en busca de la tienda de recuerdos. Siguiendo las indicaciones él llega a la tienda. A ella no la encuentra. Sólo ve un viejo vendedor que parece estar dormido desde siempre y ve un extraño rostro de piedra con ojos y boca perforados. Ni uno ni otro llaman su atención. Es a ella a quien busca, y ella debe de haberse perdido en el museo. Se lanza de prisa por las vastas galerías, pasa bajo la ballena azul, contornea esqueletos de dinosaurios, todos modelos de utilería, se dice, no ve los reflejos en las vitrinas, sólo la busca a ella, escaleras arriba y escaleras abajo la busca, a veces hasta atina a llamarla por su nombre, a los gritos, total el museo parece desierto, la llama por las salas desiertas, desdobladas, donde ella no está. ¿Pudo haberse ido? Los guardianes de la entrada frente a los que se encuentra una vez más dadas las ineluctables vueltas del museo le aseguran que no. Esta es la única salida y por aquí no pasó, afirman. A lo lejos suena la bocina del taxi, llamándolo, él no quiere irse sin verla una vez más, sin quizá decirle, quizá, pero el avión no espera, ella no aparece en ninguna parte ni en el baño de damas ni en el otro, él quiere abrazarla. Ella no está. Agrisado, él busca la salida, baja las escalinatas, se dirige al taxi, al aeropuerto, al mundo. 26 Dentro del museo de ciencias naturales, la máscara de la vitrina parece sonreírle a su réplica en la tienda. Y el viejo vendedor sigue durmiendo. Isis Silvina Ocampo Su nombre era Elisa, pero le decían Lis; algunos quitándole la 1 y agregándole una “s” le dijeron Isis. Estaba siempre sentada en la ventana, mirando. Yo vivía en la planta baja de la misma casa. Los que pasaban por la calle decían: –Ahí está la idiota. –Y miraban para arriba como si vieran un globo o una cometa. Tenía muñecas, tenía libros, tenía cajas con diferentes juegos de paciencia, pero nunca jugaba con ellos. Después de comer y de dormir se colocaba frente a la ventana. Desde esa ventana se divisaba en primer plano la calle por donde pasa el tranvía, el vendedor de helados, el afilador y el carro lleno de canastos y de sillas de mimbre; en segundo plano, el Jardín Zoológico y (después lo descubrí) uno de los animales: ahora sospecho que no necesitaba mirarlo para verlo; lo miraba fijamente como al sol, que deja su mancha deslumbrante sobre todo lo que uno mira después. Sonreía cuando la gente hablaba, pero nunca pronunciaba sino el final de algunas palabras, inmediatamente después de oírlas, a pesar de ella. Algunas personas sospechaban que no era del todo idiota, sino que más bien se hacía la idiota. Sus grandes ojos verdes parecían siempre deslumbrados por la luz, aun cuando el cielo estuviera cubierto de nubes en el crepúsculo, o hasta en la penumbra de las habitaciones. Su inmovilidad era más perfecta que la inmovilidad de las águilas, cuando se admiran en la propia sombra, como en un espejo, dentro de la enorme jaula que imita la nieve con piedras tristes, pintadas de blanco. Más perfecta que la inmovilidad del jaguar, que no cierra los ojos sino para dormir o para devorar. 27 A veces una cometa brillaba, con su cola amarilla, en el cielo. –Mire el barrilete –le decían, pero ella no miraba–. De qué le servirá tener ojos tan grandes, si no ve nada – decía la gente. Nunca miraba algo que le hiciera mover el cuello o los ojos. Un día le dieron los anteojos de larga vista, que la madre usaba cuando iba al teatro. El armazón era de nácar. Los dejó caer. Otra vez le dieron un sonajero, otra vez un calidoscopio. Pasaban aviones, pasaban helicópteros, pasaban soldados, pasaban procesiones; tampoco los miraba. Se hubiera dicho que nada debía distraerla. La familia, la servidumbre o sus amigas, de las cuales yo era una, solíamos llevarla a pasear. A veces la llevábamos hasta el río, otras veces a una plaza, donde había columpios y toboganes, que no le interesaban; otras veces, al Jardín Zoológico, porque quedaba cerca; pero ella nunca pedía que la llevaran a ninguna parte. Y no lo hacía, sospecho yo, porque fuera humilde y dócil, sino porque era constante en su propósito y persistente en el renunciamiento de aquello que no le agradaba. Era, sin duda, la preferida de Rómula la sirvienta. No protestaba porque en el baño quedara Puloil, ni porque dejara juntar tierra sobre las mesas o porque no atendiera el teléfono. Para ella todo era perfecto. Las tardes eran todas iguales, pero una de ellas fue para mí fatídica. El treinta y uno de enero de mil novecientos sesenta me pidieron que la sacara a pasear. Era la primera vez que me la confiaban a mí sola, pues la madre la trataba como a una niñita de un año. Pensaba llevarla al río, porque hacía calor, pero en la esquina, frente a los portones del Zoológico, se prendió de mi falda y con el mentón me señaló la entrada del Jardín Zoológico. Entramos. No podía oponerme a sus gustos siendo Isis una niña tan buena; además, hacía tanto tiempo que no manifestaba su voluntad con ademán alguno, que ese gesto fue una orden. Primeramente, nos sentamos en un banco frente a las calesitas, luego recorrimos los senderos del Jardín Zoológico. Se detuvo a mirar un animal que no parecía real sino dibujado en la arena. Sus enormes ojos nos reflejaban. Desde ese ángulo del jardín, donde nos detuvimos, advertí que se divisaba la ventana 28 donde se asomaba Isis diariamente. Comprendí que ése era el animal que ella había contemplado y que la había contemplado. –Dame la mano –dije a Isis. Y me dio una mano que fue cubriéndose paulatinamente de pelos y de pezuñas. La solté con horror. No quise verla mientras se transformaba. Cuando me volví para mirarla vi un montón de ropa que estaba ya en el suelo. La busqué. La esperé. La perdí. Sredni Vashtar Saki Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con aquéllos, estaban representados por él mismo y su imaginación. Conradín pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir. La señora De Ropp, aún en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado. 29 En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados, como si hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en su interior Conradín halló un refugio, algo que participaba de las diversas cualidades de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradín un dios y una religión. La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana, en una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conradín a que la acompañara, pero el servicio religioso significaba para el niño una traición a sus propias creencias. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla, Conradín oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar flores rojas cuando era la estación y moras escarlatas cuando era invierno, pues era un dios interesado especialmente en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la religión de la Mujer, por lo que podía observar Conradín, manifestaba la tendencia contraria. En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez moscada, pero era condición importante del rito que las nueces fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que padeció por tres días la señora De Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el malestar hubiera durado un día más, la nuez moscada se habría agotado. La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni Vashtar. Conradín había dado por sentado que era anabaptista. No pretendía tener ni la más remota idea de lo que era ser anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. La señora De Ropp encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la respetabilidad. 30 Al cabo de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla despertaron la atención de su tutora. -No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es el tiempo -decidió repentinamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que había vendido la gallina del Houdán la noche anterior. Con sus ojos miopes atisbó a Conradín, esperando que manifestara odio y tristeza, que estaba ya preparada para contrarrestar con una retahíla de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradín no dijo nada: no había nada que decir. Algo en esa cara impávida y blanca la tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la hora del té, había tostadas: manjar que por lo general excluía con el pretexto de que haría daño a Conradín, y también porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer de la clase media. -Creí que te gustaban las tostadas -exclamó con aire ofendido al ver que no las había tocado. -A veces -dijo Conradín. Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor. -Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar. No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo, mientras echaba una mirada al otro rincón vacío, Conradín regresó a ese otro mundo que detestaba. Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la casilla, se elevó la amarga letanía de Conradín: -Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar. La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más completa. -¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son conejitos de la India. Haré que se los lleven a todos. 31 Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se dirigió a la casilla para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradín había sido obligado a permanecer dentro de la casa. Desde la última ventana del comedor se divisaba entre los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar a la mujer, y la imaginó después abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus ojos miopes el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida por su torpe impaciencia. Conradín articuló con fervor su plegaria por última vez. Pero sabía al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con esa sonrisa fruncida que él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón de color pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como siempre por triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su sabiduría superior irían venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del médico se vería confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el himno de su ídolo amenazado: Sredni Vashtar avanzó: Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos. Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte. Sredni Vashtar el hermoso. De pronto dejó de cantar y se acercó a la ventana. La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró a los estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una y otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró para preparar la mesa para el té. Conradín seguía esperando y vigilando. La esperanza gradualmente se deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo habían conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados: por la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos deslumbrados por la luz del crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín se hincó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de madera y se perdió entre los arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar. -Está servido el té -anunció la criada de expresión agria-. ¿Dónde está la señora? -Fue hace un rato a la casilla -dijo Conradín. 32 Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento placer de comérselo, Conradín estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá de la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro de interrogantes clamores de los integrantes de la cocina que la acompañaba, los escurridizos pasos y las apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior, y luego, después de una pausa, los asustados sollozos y los pasos arrastrados de quienes llevaban una carga pesada. -¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona. Y mientras discutían entre sí el asunto, Conradín se preparó otra tostada. La galera Manuel Mujica Láinez ¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan en verdad a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas. Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres, pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don Antonio 33 Romero de Tejada, administrador principal de Correos, y si es menester irá hasta la propia Virreina del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas! La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce con las armas reales, apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vajillas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino. Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre de las mulas hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar. ¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladino! Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la esquina de Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre… Confúndense los nombres en la mente de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de las fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la cercanía de los peones y los esclavos que desafinaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente… Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos como sanguijuelas, y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las mulas, y a galopar, a galopar… 34 Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cosidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor Virrey del Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna. ¡Su fortuna! Y no son sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago y la casa de la calle de las Torres… Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán lo otro… lo otro… aquellas medicinas que ocultó… y aquello que mezcló con las medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura… El galope… el galope… el galope… junto a la portezuela traqueteante baila la figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más. Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanza a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio… Días y noches, días y noches. He aquí a Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchando el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche reanudan la marcha. El galope… el galope… el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas… No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravilloso como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco, Arrecifes… Areco… Luján… Ya falta poco. Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho. 35 El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo, brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera. Entonces, ¿cómo es posible…? La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas, y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá el fraile reza con las palmas juntas y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial. Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso, mas sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran estrépito algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto. Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada. Dentro de media hora estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Arrecifes, de donde los separan cuatro leguas. Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un ombú. El resto rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje, para cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior. La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido se hubiera transformado en bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se le anuda en la garganta. A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo. 36 Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos. Tiempo Libre Guillermo Samperio Todas las mañanas compro el periódico y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos con tinta. Nunca me a importado ensuciármelos, con tal de estar a día con las noticias. Pero esta mañana sentí un gran malestar apenas toque el periódico. Creí que solamente se trataba de uno de mis acostumbrados mareos. Pague el importe del diario y regrese a mi casa. Mi esposa había salido de compras. Me acomode en mi sillón favorito y me puse a leer la primera página. Luego de enterarme que el jet se había desplomado, volví a sentirme mal; vi mis dedos y los encontré más tiznados que de costumbre. Con un dolor de cabeza terrible, fui al baño, me lave las manos con toda calma y, ya tranquilo, regrese al sillón. Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra cubría mis dedos. De inmediato retorne a baño, me talle con zacate, piedra pómez y, finalmente, me lave con blanqueador; pero el intento fue inútil, porque la mancha creció y me invadió hasta los codos. Ahora, más preocupado que molesto, llame al doctor y me recomendó, que tomara unas vacaciones, o que durmiera. Después, llame a las oficinas del periódico para elevar mi más rotunda propuesta; me contesto una voz de mujer, que solamente me insulto y me trato de loco. En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que, en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras pequeñísimas, apeñuscadas, como una infinita multitud de hormigas negras. Cuando colgué, las letristas habían avanzado hasta mi cintura. Asustado corrí hasta la puerta de mi entrada; pero antes de abrirla, me flaquearon las piernas y caí estrepitosamente. Tirado boca arriba descubrí que, además de la gran cantidad de letras -hormiga que ahora ocupaba todo mi cuerpo, había una que otra fotografía. Así estuve varias horas hasta que escuche que abrían la puerta. Me costó trabajo hilar la idea, pero al fin pensé que había llegado mi salvación. Entro mi esposa, me levanto del suelo, me cargo bajo el brazo, se acomodó en mi sillón favorito, me hojeó despreocupadamente y se puso a leer. 37 MICRORRELATOS La sueñera Ana María Shúa 33. Cruzo un río atravesando un puente. A nado cruzo otro río. El tercero lo cruzo en un bote. A lo lejos se divisa otro río. .Extraña comarca, le pregunto a mi acompañante. ¿Faltan todavía muchos ríos? Tantos como puedas cruzar sin despertarte, me contesta sin boca. 69. Despiértese, que es tarde, me grita desde la puerta un hombre extraño. Despiértese usted, que buena falta le hace, le contesto yo. Pero el muy obstinado me sigue soñando. 70. Con una mueca feroz, chorreando sangre y baba, el hombre lobo separa las mandíbulas y desnuda los colmillos amarillos. Un curioso zumbido perfora el aire. El hombre lobo tiene miedo. El dentista también. 111. Me adelanto a una velocidad fulgurante, ya estoy en el área penal, desbordo a los defensores, el arquero sale a detenerme, me escapo por el costado, cruzo la línea de gol, me voy contra la red. El público grita enloquecido. Flor de golazo, comentan los aficionados. Flor de patada, pienso yo, dolorida, mientras me alzan para llevarme otra vez a la mitad del campo. 117. ¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio. 38 231. Qué hermoso despertar con el canto de los pájaros, oír en la mañana soleada sus gorjeos que crecen en intensidad y alegría mientras el sol trepa hacia su cenit y siguen aumentando de volumen por la tarde hasta que parece el mundo entero, ya en el crepúsculo, una caja de resonancia para sus dulces trinos que se hacen cada vez más y más fuertes cuando empieza la noche y descubrimos que nunca, nunca más vamos a poder dormir si no se callan (y no se callan) esos malditos pájaros. El cigarrillo Rubén Tomasi Dobló la esquina. Buscó en mis bolsillos. Tomó un cigarrillo. No tengo fósforos, tampoco encendedor. Veo una sombra cerca. Toco su espalda. —Disculpe, —le digo muy amable— ¿Me da fuego? El dragón complaciente me fulmina en una llamarada. El miedo Eduardo Galeano Una mañana, nos regalaron un conejo de indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula. Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad. El dinosaurio Augusto Monterroso Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. La partida Franz Kafka Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fui al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta y le pregunté al sirviente qué significaba. Él no sabía nada ni escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: -¿Adónde va el patrón? 39 -No lo sé -le dije-, simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta. -¿Así que usted conoce su meta? -preguntó. -Sí -repliqué-, te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta. 40 TRAMA EXPOSITIVA Selección de textos El microrrelato El microrrelato nace de la urgencia de contar en pocas líneas algo trascendental que no deje indiferente al lector. Cada palabra es seleccionada con exquisitez, desempolvada con cariño y colocada con pinzas junto a sus compañeras que enseguida la aceptarán o la repudiarán con todas sus fuerzas. Si una palabra no funciona, se encenderán todas las alarmas de ese país que forma cada pequeño texto y todas las demás, hacinadas dentro de sus fronteras, no dudarán ni un solo momento en acompañarla hasta el linde de sus territorios y allí, canjearla – como si de un intercambio de presos se tratara– por una más afín al espíritu buscado. El microrrelato busca sorprender desde el primer momento. No hay tiempo para desarrollar ideas o introducir personajes, por lo tanto la primera frase formará la base a partir de la cual se armará el resto. Esas primeras palabras han de captar la atención del lector para que quede atrapado. Las frases siguientes deberán llevarle cómodamente hasta el final, sin sobresaltos, sin giros bruscos que le dispersen. Lo que buscamos es hacerle bajar la guardia para sentenciar en el final con fuerza. Un microrrelato es como una montaña rusa: sólo te puede sorprender la primera vez que te subes en ella. Es por esto que no puede haber ninguna palabra que chirríe, ninguna palabra inoportuna que te haga descarrilar en la tan importante primera lectura. Si el texto ha gustado, habrá una relectura más pausada que indague en los matices y recovecos que hayan contribuido a la sugestión del lector, a su predisposición mental hacia ese final. Sólo entonces el lector regresará al título para poder reinterpretarlo, ahora sí, como se merece. ¿Y una definición? Podríamos arriesgar y enunciar la siguiente: «Texto breve en prosa, de naturaleza narrativa y ficcional, que usando un lenguaje preciso y conciso se sirve de la elipsis para contar una historia sorprendente a un lector activo». De esta definición destaca lo de “lector activo”, pues es este quien ha de rellenar los huecos que el autor deja, y lo de “naturaleza narrativa”, porque existen otras modalidades en prosa que algunos autores llaman minificción, desprovistas de sustancia narrativa y que veremos en el siguiente punto. Según Domingo Ródenas la narración posee cinco constituyentes estructurales: «La temporalidad como sucesión de acontecimientos; la unidad temática, garantizada por un sujeto autor (o actante); la transformación de un estado inicial o de un punto de partida en otro distinto y final; la unidad de acción que integre los acontecimientos en un proceso coherente; y la causalidad que permite al lector 41 reconstruir nexos causales en una virtual intriga». Si estas características se cumplen en un texto corto estaremos ante un microrrelato, si no seguramente sea un poema en prosa, un cuadro de costumbres o quizá un fragmento de una obra mayor. El haiku Los haikus son poemas muy cortos, tienen solo tres versos y normalmente hablan de temas relacionados con la naturaleza o la vida cotidiana que pasa en un lugar y un momento muy concreto. Por ejemplo, cuando pasa una estrella fugaz en el cielo, cuando cae la primera hoja de un árbol o cuando llueve sobre un rio. Son de origen japonés, pero son tan populares que muchos otros poetas los han adaptado y escrito, como el poeta mexicano Octavio Paz. Algunos poetas muy importantes empezaron a escribir haikus cuando eran niños, como la escritora Chiyo-ni, que escribió sus primeros haikus cuando tenía 7 años. Cuando cumplió los 17 años ya era famosa en todo japón por sus poemas. El rasgo más distintivo de un haiku es su forma: se escriben en tres versos sin rima, de 5, 7 y 5 sílabas, respectivamente. Esta métrica es flexible: nada nos impide escribir haikus que tengan un número de sílabas ligeramente distinto. Bestiario Un bestiario, o bestiario medieval, es una recopilación o compendio de animales fabulosos. El término proviene del latín «bestuario». Su contenido reunía tanto relatos como ilustraciones y descripciones de las bestias catalogadas. Aunque su origen puede localizarse ya en obras clásicas griegas y romanas, su popularidad se desarrolló durante la Edad Media en forma de “manuscritos iluminados”, populares en las cortes de Centroeuropa y las islas británicas a partir del siglo XII. 42 En el contexto del lenguaje simbólico de los animales en la literatura y el arte cristiano de Occidente, estos primitivos manuales de historia natural se solían acompañar con una lección moral, reflejando la creencia de que todo en el mundo, real o imaginario, era la creación del dios cristiano y que cada ser tenía su función en él. Así, por ejemplo, el pelícano, del que se creía que se abría su propio pecho para dar vida a sus polluelos con su propia sangre, podría entenderse como una metáfora de Jesucristo. De la misma forma, el bestiario arrojaba el significado del animal dentro de la creencia popular de las poblaciones y el papel de dichos animales dentro del imaginario colectivo. Tomando el ejemplo de los cuervos como mal presagio y aves de mal agüero hasta el ejemplo del león que podía entenderse como uno de los múltiples símbolos asociados a la figura de Jesús de Nazaret. Algunos autores diferencian «bestiarios reales de signo positivo» (palomas, cigüeñas, águilas y leones), y «de signo negativo» (serpientes, monos, liebres, cerdos, cabras, etc) de los «bestiarios fantásticos», en los que abundarán dragones, harpías, sirenas, basiliscos, e incluso centauros y sátiros. El basilisco El basilisco (del latín basiliscus, y este del griego βασιλίσκος basilískos: 'pequeño rey') era un ser fabuloso creado por la mitología griega que se describía como una serpiente gigante cargada de veneno letal y que podía matar con la simple mirada, que consideraban el rey de las serpientes. Posteriormente se lo ha representado de diversas maneras siempre con características reptilianas. En el siglo VIII, el basilisco era considerado una serpiente dotada de una cresta con forma de corona o mitra en su cabeza, siendo el animal en sí de tamaño variado. Poseía una marca blanca en la cabeza que se asemeja a una diadema. Su influencia era tan nociva que su aliento marchitaba la flora del entorno y resquebrajaba las piedras. El basilisco vive en el desierto que él mismo crea al romper piedras y quemar el pasto. Esto sucede ya que el Basilisco exhala fuego, seca las plantas y envenena las aguas. 43 TRAMA DESCRIPTIVA Selección de textos Tormenta de verano Baldomero Fernandez Moreno Diciembre, tarde, calor, gran tormenta de verano. Espesa nube de tierra, fuga de coches y autos. Ramas de árbol por el suelo, grotesco rodar de bancos. Chillona danzas de hojas y de papeles de diarios. Alarmas en los hogares, silbos, carreras, portazos... Parece que va a volar el pueblo todo en pedazos. Han caído cuatro gotas lo mismo que cuatro clavos. Y el pueblo está donde estaba: quieto, fresco, alegre, claro... Werner Leo Masliah Werner era ignorante, inmoral, morboso, sórdido, mentiroso, feo, malpensado, sucio, execrable, pervertido, impuntual, lujurioso, porfiado, haragán, egoísta, académico, desordenado, inhábil, detestable, mezquino, huraño, holgazán, intrigante, creído, lascivo, desatento, inmundo, culturoso, avaro, soberbio, presuntuoso, insensato, trasnochador, malviviente, vanidoso, antipático, demasiado pagado de sí mismo, torpe, desconfiado, tramposo, estafador, avieso, desabrido, irascible, fatuo, obstinado, vicioso, displicente, mugriento, abstruso, depravado, cruel, chismoso, grosero, despiadado, soez, intrigante, presumido, testarudo, 44 perverso, descarado, tacaño, glotón, vago, informal, quisquilloso, intratable, engreído, malicioso, suspicaz, malcriado, necio, entrometido, jactancioso, fullero, senil, descortés, atolondrado, fanfarrón, insufrible, terco, desleal, indmaduro, ruin, maleducado, simplón, incapaz, desvergonzado, pérfido, fluctuante, cargoso, lerdo, rústico, descocado, receloso, esquivo, hostil, atropellado, enredador, infame, adulador y malhablado. Es una suerte, hija, que no te hayas casado con él. Mirando el Caribe desde un avión Bienvenido al cielo, amigo turista, aunque es probable que tenga ya un rato a bordo del avión. Seguramente ya se ha cansado de hojear las revistas y los instructivos que consiguió en el bolsillo del asiento, y el personal ya debe haberle servido el refrigerio –porciones así de pequeñas no llegan a ser propiamente un almuerzo. Así que ha llegado el momento de abrir la ventanilla y mirar hacia abajo. Empecemos por esa infinita sabana azul, casi negra, que se extiende como un desierto de agua en todas las direcciones. Fíjese en ese color, tan intenso, fundiéndose en la lejanía con el color mismo del cielo, como queriendo confirmar de un modo extraño la circularidad del planeta: el cielo es agua y el agua es cielo. Desde estas alturas no puede apreciarse, pero allá abajo las olas avanzan, continuamente, cual ejército en camuflaje, hacia un destino lejano o cercano, apenas rompiendo la perfecta formación para escupir algo de espuma. Acérquese a la ventanilla y verá, de vez en cuando, el destello blanco y efímero, la burbujeante presencia de la cresta de una ola desobediente, que rompe un poco antes de tiempo. Pero el tiempo se nos acaba, estimado turista, y los letreros del avión vuelven a encenderse. Ya pronto iniciará el descenso y este paisaje que hemos visto se perderá en su memoria, y sin duda será reemplazado por recuerdos más concretos, corporales, inmediatos. Así que haga un esfuerzo: no olvide lo que ha visto. Esta es la cara lejana y hermosa del Caribe, una que nadie pudo apreciar en millones de años de existencia, hasta que apareció el ser humano y creó estos aparatos ruidosos en los que usted viaja. El Caribe es así, eterno y efímero, como este mismo paisaje. 45 ANEXO TEÓRICO Tramas textuales Tramas Formas en que un texto está organizado Trama narrativa: los textos narrativos relatan acciones o hechos reales o ficticios que se desarrollan en un tiempo y en un espacio determinados (o no). En estas acciones intervienen personajes y son referidas por un narrador . Elementos 1) ACCIONES: las principales se llaman núcleos narrativos, son las que llevan adelante el relato, las que no se pueden suprimir porque cambiarían el hilo de la narración .Se encadenan entre sí a partir de dos tipos de relaciones causa-efecto y temporal formando así una secuencia. Las secundarias: catálisis. Sirven solo de relleno y se pueden suprimir. 2) PERSONAJES: son los que realizan las acciones que plantea el cuento .Según su nivel de importancia se clasifican en principales, secundarios, otros. 3) MARCO: lo conforman los personajes, el lugar y el tiempo. El tiempo puede ser cronológico (los núcleos se suceden en orden linealmente sin saltos en el tiempo) o no cronológico (hay saltos hacia el pasado hacia el futuro). 4) NARRADOR: es la figura que pone el autor para que nos cuente la historia .El que nos refiere las acciones. CLASES DE NARRADORES: Protagonista cuenta lo que le pasó a él en 1ra. persona. Testigo cuenta lo que le pasó a otro, utiliza la 1ra o la 3ra persona verbal. Omnisciente el que todo lo sabe, se introduce en la mente de sus personajes y sabe lo que ellos sienten o piensan, Utiliza la 3ra persona. 46 Otros elementos importantes de la trama: INDICIOS: es habitual encontrar pistas o señales que nos van guiando para reconocer características de los personajes, del lugar y de la época. Por lo tanto hablaremos de indicios de lugar, de época, de personajes y de anticipación (anticipan hechos futuros). SUPERESTRUCTURA NARRATIVA: núcleos /secuencia narrativa: introducción, desarrollo, conflicto, cambio de suerte o complicación y desenlace. Texto narrativos con función literaria: cuentos, novelas, mitos, leyendas, fábulas… Texto narrativo con función informativa: noticias, crónicas periodísticas, biografía. Trama expositivo explicativa Los textos expositivos- explicativos brindan información precisa sobre un tema. Se llaman así porque por un lado exponen datos e información sobre hechos, teorías etc. y por otro explican esos datos brindando especificaciones a través de los procedimientos o recursos explicativos que ayudan a comprender lo mejor. Tienen un hilo conductor que les da unidad y en ellos predomina la función informativa. Responden a una pregunta que puede estar formulada de forma explícita o implícita: se los considera como una larga respuesta a dicha pregunta. Todo texto expositivo explicativo tiene un tema que es la idea general que le otorga unidad .Y los párrafos que forman el texto presentan diferentes subtemas relacionados con el tema general. Estos pueden anunciarse a través de notas marginales escrita junto a cada párrafo. CARACTERÍSTICAS: Verbos conjugados en modo indicativo, generalmente en presente. Registro formal Vocabulario disciplinar preciso y específico Uso de conectores Uso de paratexto (todo lo que acompaña el texto). Es fundamental ya que facilita la recepción del texto hay dos clases de paratexto: verbal: títulos, subtítulos, biografía, epígrafes, notas al pie de página; icónico: ilustraciones, gráficos, fotografías, cuadros, esquemas… 47 TRAMA DESCRIPTIVA: muestra los rasgos sobresalientes, características o cualidades de un objeto, animal, persona o personaje, un espacio o un paisaje. La voz que presenta esas características se llama observador. Para realizar su tarea selecciona aspectos que le interesan descubrir, ordena, jerarquiza. La intención predominante de estos textos puede ser informativa o literaria. TRAMA ARGUMENTATIVA: es una estructura que estará presente en distintos tipos de textos (editorial, publicidad, reseña, texto de opinión, ensayo, discurso político…) con el objetivo de persuadir y convencer al interlocutor. Esta trama suele presentarse siguiendo una determinada organización de su contenido, la cual resultará en una especie de esquema al que denominamos “superestructura”. TRAMA CONVERSACIONAL: expone de manera clara un intercambio lingüístico, una alternancia de voces, entre dos o más interlocutores. TRAMA INSTRUCCIONAL O INSTRUCTIVA: esta trama tiene por fin mostrar las indicaciones que permitan llevar a cabo una actividad o lograr un objetivo. Es muy común que sean redactadas en imperativo, ya que es la segunda persona la que realiza las acciones que se consideran necesarias para lograr el fin que se busca. Se puede encontrar este tipo de trama en recetas de cocina, en los manuales de uso, etcétera. 48 Las funciones del lenguaje Toda conducta verbal, es decir, todo acto de comunicación por medio de la palabra (oral o escrita) tiene un propósito, una intención, por parte del enunciador. Puede transmitir conocimientos, expresar sus emociones, solicitar u ordenar, o bien experimentar con el lenguaje y crear con él mundos, personas y lugares que no son reales. Según las diferentes intenciones que adopta el enunciador cuando se comunica, encontramos las siguientes funciones del lenguaje: Función informativa o referencial. Intención de comunicar datos, hechos o ideas (predomina el referente). Predominio de la tercera persona. El emisor no es evidente dentro del texto (no habla de sí mismo). Oraciones con matiz impersonal. Verbos en indicativo. Oraciones enunciativas. Tipos de texto: científico, periodístico, informativo en general. Función conativa o apelativa. Intención de influir sobre el receptor (predominio de éste). Predominio de la segunda persona. Aparición de oraciones exhortativas: orden, consejo, pedidos, preguntas de cortesía. Aparecen verbos en modo imperativo. Aparición de vocativos. Tipos de textos: publicitario, cotidiano, político. Función emotiva o expresiva. Intención de comunicar los sentimientos y sensaciones del emisor (predominio de éste). 49 Predominio de la primera persona. Aparición de interjecciones. Aparición de oraciones exclamativas. Vocabulario referido a pensamientos, sentimientos y sensaciones. Tipos de textos: expresivos cotidianos. Esta función también aparece en los textos literarios, unida a la función poética. Función poética o literaria. Reúne todas las funciones del lenguaje, especialmente la emotiva. Intención de seducir al receptor, de que el texto guste, de experimentar con el lenguaje y de crear con él personajes, lugares y situaciones que no son reales pero que lo parecen. Preocupación por el código (transformación del lenguaje) y por el mensaje (contenido original). Utilización de recursos literarios. Posibilidad de crear musicalidad con el sonido de las palabras. Tipos de textos: literario, que a su vez puede ser: lírico (poemas), narrativo (cuentos y novelas), dramático (obras de teatro, guiones de cine, televisión). Los textos en los que aparece representada la función poética del lenguaje pretenden atraer al receptor sobre el texto mismo. Cada texto literario crea, además, una historia original o un mundo de sentimientos único e irrepetible. 50 51