MAMA ALIANZA: juntos y también revueltos Constantino Carvallo Rey Para Ignacio Sánchez-León, deportista I En la década de los años 50 venían muy jovencitas de Cañete, de San Luis, San Vicente. También de Chincha, de San Regis, El Guayabo, San José y El Carmen. Eran adolescentes huyendo de la pobreza del campo, cansadas de los abusos de los padres y el acoso de los varones, del doble trabajo de recoger el algodón desde el alba y tener la mesa lista, la casa en orden, para el ardiente mediodía. Por la noche habían de dormirse temprano y prender velas a los cristos para que el sueño no fuese interrumpido por los gritos del padre o los hermanos que regresaban hambrientos, amenazantes, excitados y borrachos. En los sueños el trabajo de cuidar los niños de las señoras de Lima parecía un remanso, una obra fácil para esas valerosas mujeres negras curtidas en la faena brava y acostumbradas a derrotar diariamente a la fatiga. Acunaban el día de la huida y una mañana trepaban al inmenso colectivo con sus breves trapos en un atado y las esperanzas latiendo junto al miedo en el pecho. Esas negras entraban en las casas de la burguesía acomodada, se vestían los uniformes azulinos rayados con pequeños listones blancos y recibían, cuando no se les asignaba la cocina, su pequeño encargo, un niño, el más reciente hijo de la patrona. En adelante el niño estaría a su cargo, les cambiarían los pañales, les darían la mamadera, los harían dormir y les contarían sus mitos de penas y aparecidos, sus creencias, su fe y sus anhelos. Y los castigarían también, como hijos. Pero no eran hijos, y ellas no eran madres. Mamas eran: así sin tilde. Como las ubres. Entre la mamá y la mama la distancia era inmensa, como la que separaba el mundo de la cocina del universo de la sala. La puerta de vaivén permitía el tránsito de una dimensión a otra, de un país al otro. Así uno aprendía la verdadera geografía del peruano: esa escisión radical que separa los mundos, las patrias en las que hay que vivir. Porque el Perú no se divide en provincias y departamentos sino en dimensiones extrañas que demora uno en comprender y que se muestran mejor cuando los mundos se confunden y uno invita a sentarse en la sala a su mama negra, a quien nos educó durante años, y nota cómo la atmósfera se oscurece hasta semejar una amenaza de tormenta, o cómo cuando nuestra madre auténtica -la firme- nos descubre jugando con el sobrino negro que ocultan en el pasadizo de la puerta falsa y, llamándonos a un lado, nos da, como el oráculo, una frase preñada de misterioso significado: juntos pero no revueltos. Demora uno en comprender el sentido que tiene esta ley básica e invisible de la sociedad nuestra. El credo limeño tiene también su Eclesiastés: hay un sitio para todos. Un lugar para nosotros y otro para los empleados. Uno para los blancos y otro para los negros. Y sobre todo, eso se termina comprendiendo, hay un lugar señalado naturalmente para los pobres. El pecado es la mezcla, el olvido de las diferencias y los espacios que les corresponden. No es que la norma sea racista, claro, si incluso es cristiana y demócrata. No. Se trata de un asunto casi ontológico, de grados del ser. Las diferencias son esenciales, son de género, no de accidentes. El país se divide horizontalmente en los mapas con sus colores verdes y naranjas y sus guioncitos distinguiendo prudentemente un departamento de otro, una provincia de la vecina. Hacia arriba, o hacia abajo, el país se divide, sin embargo, como los círculos angélicos del medioevo o los infiernos del Dante, en zonas sin límites, espirales, dimensiones sin fronteras porque en su verticalidad no tocan sus contornos. Se puede subir a una región o bajar a otra. Pero las regiones en sí mismas no deben fundir sus espacios. Se parecen más a las 8 regiones de Pulgar Vidal, sólo que su verticalidad no es manifiesta. Tarda una vida de niño aprender la taxonomía de estos reinos, sus diferencias, el lugar del cholo o del chino de la esquina, y sus condiciones. Y demora porque la enseñanza es oblicua, indirecta, con sentencias enigmáticas, porque hay algo innombrable, o el uso de diminutivos o de sustantivos ambiguos, un hombre, un señor, la mujercita, que adquieren en el uso su significado excluyente. Es un verdadero currículum oculto que nos instruye en 2 la especialización y las diferencias. Ayudan los castigos que se reciben sin comprender que uno ha violado las leyes del tránsito social y ha mezclado lo que Dios creó distante. ¿Adónde va el afecto ingenuo del niño a su mama negra cuando aprende estas leyes y súbitamente, acabada la inocencia social, la percibe como una mujer pobre perteneciente a otra dimensión de nuestra extraña patria? ¿Qué queda de ese amor y esa compañía que alumbró la infancia? ¿En qué se transforma? Cruel la hora en que descubre que la tensa relación entre su madre y la criada no era sino mutuo desprecio. Versión criolla de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Y ella, que crió amorosamente hijos ajenos cuyo destino es despreciarla o compadecerla, pagándole acaso un cuartito en una quinta de la Beneficencia frente a la plaza Manco Cápac, junto al cine Olimpo, en el corazón de La Victoria, para que pase su vejez sin importunar con sus visitas a la casa donde trabajó, ¿cómo sobrevive a esta distancia? ¿Mira acaso con nostalgia el campo que dejó, el lugarcito junto al río donde iba de niña, extraña el sol dorado de la chacra, el olor del maíz, el novio, la igualdad imaginada?. Pero las mamas negras se las ingeniaban para meter a sus parientes, para alimentarlos y recibir sus encomiendas. Calculaban las salidas, los horarios. Allí, en medio de la cocina, el ambiente era de jarana. Risas para olvidar las miserias. Y la radio atenta a los goles de Rostaing, del «mono» Valle, de «Sucre» Flores, de Pitín y de Perico. Alianza era la fiesta, el orgullo de la raza. II Llegué a la división de menores hace seis años. Allí doscientos niños de los tugurios de Lima la horrible acuden buscando encontrar una manera de torcerle el pescuezo a la pobreza. Algunos son negros -acaso los hijos y sobrinos de las mamas que afincaron en los callejones-, la mayoría mestizos. Casi todos mal nutridos, poco educados. Las carencias son innumerables. Hogares destruidos, debilidad emocional convertida en viveza montada sobre el agujero doloroso de los mil complejos. Enfermedades absurdas, hongos, parásitos, la hemoglobina baja y la superstición como terapia. Viviendo juntos, compartiendo las mismas inseguridades, haciendo grupos, les parece que son listos, cundas, hábiles en su irresponsabilidad, orgullosos de sus inasistencias, de su indisciplina, de sus 3 inconductas. La miseria de la educación pública peruana cobra aquí, entre ellos, características penosas. Incapaces de comprender un texto, de escribir una cifra, de calcular un porcentaje, optan por despreciar el conocimiento, por hacerlo insignificante. Luego los buitres empresarios les quitarán sus ganancias, los llevarán a Bélgica desde donde llamarán pidiendo auxilio como niños en la cuna. El dinero se gastará en lo inútil, en el brillo que ocultará el vacío interno. Polos de marca y un gran reloj con el primer sueldo. Deuda absurda por cinco años para un equipo estéreo con el segundo. Y ya casi se tiene todo, falta el carro y la plenitud parece instalada para siempre. Mentira. La ansiedad permanece y ni el alcohol, ni la vaina, ni la última trampa logran dar la serenidad anhelada. Y luego está la lastimosa vida del exfutbolista, el peor de los oficios. Allí está el goleador Inocencio La Rosa pidiendo limosna para amanecer tirado en las polvorientas calles de Puente Piedra. O las muertes patéticas en el Loayza, cuando apenas se ha pasado la cincuentena. O esas actividades buscando fondos para ayudar a una gloria, borracheras sin beneficio en las que uno le pierde el respeto a quien consideró casi un dios en la edad de la inocencia. Y, sobre todo, ese resentimiento contra el Club porque no atiende con dádivas su penosa existencia. Bueno, se trata de quebrar esta inercia. De dar educación, oportunidad de forjar algo diferente. Cancelar la tradición, mandarla a la mierda. En las clases de historia, cuando era estudiante, siempre aparecía una edad oscura. Un tiempo difícil del que no quedan huellas. Ocurrió en Sumeria y en Babilonia. Junto al río Indo y en el Ática. Los pueblos establecidos recibían oleadas de invasores y poco a poco se aproximaban hasta fundirse en un crisol de razas que acababa con las lenguas originales, con sus culturas, dando origen a una etapa ignorada, sin fuentes escritas, de la que al cabo de los años, de los siglos, surgía una nación nueva, mezcla de credos e idiomas que se habían fundido a lo largo de las generaciones para crear una fuerza espiritual original y victoriosa. Necesitamos una edad oscura, un tiempo de mestizaje y confusión en el que las clases y las razas se aproximan y se funden. Lawrence Kohlberg ha mostrado que la inteligencia y el juicio moral se desarrollan más aceleradamente allí donde se encuentran mundos diferentes. La confrontación de credos, costumbres, maneras, hace que cada quien 4 amplifique su propia individualidad al incorporar el discurso ajeno. Es la descentralización que obliga la inclusión del otro. En el Perú, sin embargo, la proximidad de los diferentes se ha convertido en el abuso o la incomprensión de La ciudad y los perros o de Paco Yunque. Pero vale la pena apostar por algo distinto. La escuela como ese crisol de razas en el que creyeron Mariátegui o Comenius. Por eso he llevado a una veintena de estos chicos a un colegio privado de clase media. Para que todos se beneficien, para que se junten y se revuelvan, para acabar con las distancias. No es el caso describir aquí las consecuencias, los logros y los fracasos. Pero merece destacarse el modo como reaparece siempre la sentencia del oráculo. En múltiples formas. La asistencia social abnegadísima que me hace ver que cada quien en su mundo, los pobres con los pobres. Allí, en su tugurio, en su miseria es donde se les ayuda, se les lleva su arroz, su leche, sus menestras. Y la madre que no es que no quiera que su hijo ande con un negro; no, no se trata de eso. Es que para qué engañarlos mostrándoles lo que nunca tendrán, hay que protegerlos de ambiciones dañinas. Conclusión: juntos sí, pero no revueltos. Entonces crece el uno despreciando o ignorando al otro. Creyendo que el Perú limita por el norte con la avenida Javier Prado y por el sur con Punta Hermosa. Y el otro agotando su esfuerzo en transformar la pobreza en ventaja, convirtiéndola en astucia destructiva. Alianza Lima no será grande si es que no educa a sus jóvenes. Si no les da moral, en el doble sentido de valor y de ley. Porque las heridas se mantienen en la memoria y el desprecio que recibieron en una ciudad racista saldrá sin quererlo en el momento que se requiera seguridad interior, ecuanimidad, coraje. He salido con los muchachos sin uniforme y, al descuidarme, han sido sacados de las tiendas como rateros, impedidos de entrar a Larco Mar por su apariencia. ¿No duele eso? En algún lugar de las entrañas respira el deseo de venganza. Tal vez perder será una manera de cobrar cuentas con el país de M. ¿Queremos deportistas de élite? Lo que tenemos es una élite que desprecia al deportista. Ha costado trabajo lograr que todos vayan al colegio. Pero los colegios públicos no hacen su parte, se llega a quinto de media siendo apenas alfabeto, las notas se conquistan jugando por la escuela. ¿Cuánto dinero están 5 los clubes peruanos dispuestos a gastar en educar a sus deportistas? ¿Y qué decir de las burlas? Ocupar el tiempo libre en artesanías es cosa de maricones. Aprender computación o aritmética básica es llamado, por el propio J.C. Uribe, aprender a tejer, cosas de mujeres. El hombre domina su pelota. Se oculta allí el mismo racismo. Su revés. Porque el desprecio histórico se ha encarnado en el despreciado. Si llega uno de Chincha, los de Lima lo molestan por su color más oscuro, o por el tamaño de sus labios que notan con agudeza o por la nariz que aprendieron a examinar en el espejo. Y si es cholo es el negro el que más se ensaña. Da lo mismo si se es jugador o dirigente. Jayo o Pío Dávila. Los dos coincidirán en su consejo, dejen a los negros patear su pelotita, punto. ¿Y el trago, la falta de ambición, la incapacidad para pagar el precio del éxito? ¿Qué decir de Sandro Baylón? ¿Quién atiende ahora, y mañana, a sus hijos, a sus mujeres? Han pasado cien años del nacimiento. Habría ya que cambiar la historia. Lograr la formación del deportista. Ello supone invertir en educación. Una educación que por el momento pueda compensar las carencias del hogar y de la escuela. Así, jugadores que crecieron sin complejos, sanos, seguros de su valor, podrán volcar en la cancha no sólo su talento sino también su virtud moral, su fuerza y su tesón. Y la prudencia animará sus actos fuera del campo hasta que llegue la hora del retiro y puedan dedicarse a disfrutar de su capital bien invertido y de sus intereses postergados. Lamentablemente suena a utopía. Y es que dicen que Alianza Lima es el Perú. No creo que sea, ciertamente, un elogio. desco / Revista Quehacer Nro. 129 / Mar. – Abr. 2001 6