LA POLÍTICA Autor: Sartori, Giovanni ISBN: 76931788475656 Generado con: QualityEbook v0.38 LA POLÍTICA Lógica y método en las ciencias sociales GIOVANNI SARTORI A los amigos y colegas del "Cesare Alfieri" PREFACIO Resulta fácil decir que las ciencias sociales son ciencias. ¿Pero cómo se hace una ciencia? ¿Qué la caracteriza como tal? Muchos se conforman con responder que una ciencia nueva se construye imitando a las ciencias ya hechas. ¿Pero es realmente cierto que las ciencias sociales se volvieron más científicas por haber tendido a imitar a las ciencias exactas? Aunque así fuera -y es legítimo dudarlo- una ciencia en sus primeros pasos, en sus inicios, debe volver a los comienzos de la ciencia que adopta como modelo. Para empezar, ningún saber científico nació sin antes haber ordenado y precisado un vocabulario propio, ya que la terminología proporciona lo que llamaríamos las piernas sobre las que se apoyará luego esa ciencia para caminar. En cambio, en las ciencias sociales impera una babel de lenguas, al punto de que las entendemos a duras penas. Por ello este libro está hecho ab imis, es decir a partir del lenguaje como instrumento del conocer. En un escrito justamente famoso, Thomas Kuhn distingue entre los procedimientos de la "ciencia normal'' y las revoluciones científicas. Si nos referimos a una ciencia normal -ya instituida y puesta en uso-, sólo se requiere dominar las técnicas del propio oficio. Pero si una ciencia no está "normalizada", no hay técnica que baste; se necesita saber pensar, y para saber pensar se requieren lógica y método, métodos lógicos, en una palabra metodología. Cierto es que el mercado se halla inundado de textos que dicen tratar -ya desde el título- de la metodología de las ciencias sociales. Pero si atendemos a su contenido, por lo común no encontramos nada de lógica y no mucho de método. En rigor, estos textos se ocupan de las técnicas de investigación y del tratamiento de los datos. Lo cual está muy bien y es altamente necesario. Sólo que el método de investigar no es el método de pensar; que nuestras ciencias no se han convertido todavía en "ciencias normales"; y que por lo tanto, al contrario de las técnicas de investigación y de tratamiento de los datos, se requiere un conocimiento metodológico. En este libro me ocupo, pues, de lo que otros libros pasan por alto: no de cosas que ya han sido dichas de manera óptima, sino de cosas olvidadas o descuidadas. Está claro que el método lógico de las ciencias sociales es el mismo para todas las ciencias calificadas de ese modo. Si en este libro me detengo poco en la economía y más en la ciencia política que en la sociología, ello se debe a que el caso de la ciencia política se presta mejor que las otras dos para ilustrar la dificultad y la naturaleza de los problemas. El estudio de la sociedad se remonta a Comte, o poco antes; pero el estudio de la política se remonta a los sofistas, Platón y Aristóteles. La sociología no fue precedida por una verdadera "filosofía de la sociedad", mientras que la ciencia política fue precedida (y hasta la fatiga) por una larguísima tradición de "filosofía de la política". Por ello le es fácil al sociólogo refugiarse en los microproblemas, en las sociologías especiales y altamente especializadas en las que puede proceder como en una ciencia normal, mientras que al politólogo le resulta muy difícil eludir los macroanálisis, y a través de ellos los macroproblemas. En suma, el caso de la ciencia política tiene aquí preferencia porque es más intrincado y a la vez más representativo. Para empezar, al politólogo (y no al sociólogo) es a quien le incumbe comprender y explicar qué es lo que hace. De la política se ocupan todos, doctos e indoctos; y vuelvo a señalar que de política se ocuparon en forma eminente los filósofos antes que los politólogos. Existe a la vez una ilustre tradición de autores desde Maquiavelo a Tocqueville- que no fueron filósofos, pero que quedaron como maestros de política. Para todos estos antecesores ¿cuál era el oficio de una ciencia política? No responderé en este prólogo, dado que la cuestión será examinada extensamente en el texto. Solamente anticipo, aunque más no sea para atizar la discusión, que el recurrente "panfilosofismo" de la cultura italiana (primero el idealista, luego el marxista) es a mi juicio precursor de catástrofes prácticas. La filosofía aunque no sea más que para atizar la discusión, que el recurrente "panfilosóficos no son programas actuables: son programas que desde siempre, y sin excepciones, fracasan en los hechos, y se ven desvirtuados por completo. No existe la conversión de la filosofía en praxis; que me perdonen Marx y los suyos. A esta altura el lector se preguntará: todo está muy bien (o muy mal), ¿pero por qué el subtítulo del libro -lógica y método en las ciencias sociales- no ocupa el lugar del título? Contesto: porque una tercera parte de este libro trata de las relaciones entre la teoría y la práctica, entre el saber y el hacer, y de cómo, por ello, los proyectos políticos triunfan o fracasan en la acción. Y como vivimos en una edad "programática", en una época de ingeniería de la historia, diría que mi objeto es propiamente "la política" tal como la buscamos (mal) cada vez más. Se diría que todos saben cuál es la vida feliz y la ciudad ideal a las que aspiran; pero pocos saben qué hacer, y mucho menos cómo hacer. Es ésta la política de la que quiero ocuparme. Ya he dicho que me rebelo contra el pan-filosofismo. Agrego que también me rebelo contra el panideologismo. Cuando yo estaba en los primeros pasos de mi profesión, todo era filosofía. Hoy todo es ideología, cultura de derecha y cultura de izquierda. En cambio yo me empeño en creer que antes que nada tiene que ser "cultura"; que serlo de izquierda o de derecha no agrega nada al valor de verdad de un conocimiento; y que un conocimiento falso sigue siendo falso aun cuando con oportunismo lo revistamos de negro, ro lo o blanco. Este libro proviene de una serie de cursos universitarios impartidos en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Florencia, que constituyen su Primera Parte y su Segunda Parte, a las que preferí conservar en su forma originaria de comunicación directa. La Tercera Parte, en cambio, recoge una serie de escritos que retoman y desarrollan -con el debido aparato bibliográfico- varios temas y problemas tratados con anterioridad. Sin parecerlo, y hasta diría que sin quererlo, el libro es unitario. Es evidente que en el transcurso de veinte meses (un curso mío por etapas, titulado Cuestiones del método en ciencias políticas, es del periodo 19581959) las ideas clave que tenía fijas en la mente, permanecieron fijas. La más lija de todas es la de que a la cultura italiana le falta desde siempre el aporte de un serio y medido saber empírico. Es el saber que le propongo a quien se sienta harto de aprendices de brujo, borracheras verbales y vaguedades dialécticas. G. S. PRIMERA PARTE PREMISAS I. EL INSTRUMENTO LINGÜÍSTICO 1.1. Pensamiento y acción La política es el "hacer" del hombre que, más que ningún otro, afecta e involucra a todos. Ésta no es una definición de la política.1 Es para proclamar desde el principio que lo que me interesa es llegar al hacer, a la praxis. Pero el hacer del hombre está precedido de un discurso (sobre el hacer). El discurrir del homo loquax precede a la acción del hombre operante. Por lo tanto la acción y los comportamientos políticos están precedidos y rodeados por el discurrir sobre la polis, sobre la ciudad. Si queremos comenzar por el principio, el principio es éste: el discurso sobre la política. Y el primer problema consiste en que el discurso sobre la política se vuelve hacia tres antecedentes, a tres fuentes diversas cuando menos: 1) la filosofía política; 2) la ciencia o conocimiento empírico de la política; 3) el discurso común u ordinario sobre la política. Si el hombre resulta en política un animal particularmente extraño es, entre otras cosas, porque sus comportamientos están inspirados y orientados o por la filosofía, o por el conocimiento empírico-científico o por la conversación corriente sobre política; y las más de las veces por una confusa mezcla de estos tres aportes. A la pregunta "qué es la política", creo responder, como paso previo, enumerando las principales "matrices simbólicas" de las que nacen nuestras consabidas orientaciones y actitudes políticas. Vamos a verlo por partes. La filosofía política, y más precisamente las "filosofías de la política", fueron la principal fuente de inspiración de la teoría política hasta hace alrededor de un siglo. Todavía hoy gran parte de los planteamientos de los problemas políticos de fondo están referidos, aun sin saberlo, a los planteamientos que recibieron estos problemas en el dominio especulativo. El caso que muestra de modo más ostensible la filiación directa de una acción política de la filosofía política, es el marxismo. Marx se apoya estrechamente en Hegel y la concepción marxista (en sus conceptos clave y en su mecanismo lógico) es la filosofía hegeliana vuelta del revés y materializada. Pero aunque éste es el caso más ostentoso, no es por cierto el único. La ciencia política (o mejor, un conocimiento empírico de la política provisto de validez científica) es en cambio la más reciente y embrionaria de las ciencias. El conocimiento científico de los hechos políticos, en cuanto se remite a fuentes de inspiración autónomas (como Maquiavelo y la doctrina de la razón de Estado), encuentra dificultades para consolidarse; especialmente porque gravita sobre ella, de un lado, la hipoteca de la filosofía política (infiltrada, aunque sea mimetizándose, tras los pliegues del conocimiento empírico de la política) y del otro el apremiante reclamo de la praxis política cotidiana, y a través de ella del discurso corriente y las ideologías políticas en pugna. El discurso común sobre la política. En seguida veremos con más detenimiento qué se debe entender por "discurso común" u ordinario. Pero debe advertirse desde ya que en su versión política, el discurso común puede asumir muy sensibles tonalidades emotivas, y hasta convertirse en un discurso ideológico-emotivo. En cuanto sujetos empeñados activamente en la lucha política, todos terminamos por argumentar en forma pasional. Cuando estamos en medio de la pelea no se trata tanto de persuadir como de "conmover" para la acción; no tanto convencer como "constreñir"; ni tanto razonar como "apasionar". Es inevitable. Pero por esto mismo se hace preciso diferenciar muy bien este discurso (útil, incluso indispensable a los fines de la acción, para excitar a la acción) de la ciencia empírica de la política, y ni qué decirlo de la filosofía política. Se ve claro que estos componentes no son, en efecto, convergentes sino que, al revés, divergen; vale decir que son heterogéneos y se obstaculizan uno al otro. Pero ya volveremos sobre este punto. Concluyamos aquí el planteamiento. A la pregunta "qué es la política" hemos respondido nucleando dentro del saber político tres órdenes de aportes: el especulativo, el empírico-científico y el del discurso ordinario-ideológico. Por lo tanto, debemos preguntarnos ahora: ¿qué es una filosofía política?, ¿qué es la ciencia empírica de la política?, ¿qué es el discurso común u ordinario sobre la política?, ¿y cuáles son, en consecuencia, las respectivas competencias y jurisdicciones? Éstas son cuestiones que podrían llevarnos demasiado lejos. Me limitaré entonces a examinarlas en clave lingüística, considerando al conocimiento filosófico, al conocimiento científico y al discurso común como modalidades diferentes del uso del lenguaje. Vale decir: por filosofía entiendo un cierto uso del lenguaje; por ciencia empírica un uso diferente de este mismo lenguaje; usos "especiales" ambos que habrán de examinarse en contraposición con el uso "ordinario" o común del lenguaje. 1.2. Palabras y significados Grosso modo, el lenguaje es un universo de signos (convencionales) provistos de significados. De otro modo: el lenguaje está constituido por palabras y significados. Lo que debe establecerse de inmediato es que a cada palabra corresponden muchísimos significados. El número de palabras de cualquier lengua "natural" es infinitamente más reducido que el número de significados que tenemos en mente cuando las usamos. La polivalencia de las palabras supone una ventaja y una desventaja. La ventaja consiste en que, al pensar, podemos traspasar los confines establecidos del vocabulario, y de este modo hacer infinitamente más vasto, rico y dúctil el saber de cuanto parecería permitir la terminología. Las palabras pueden ser llevadas a expresar variaciones y matices infinitos del significado. En cambio la desventaja reside en que, con demasiada frecuencia, no nos entendemos; al utilizar los mismos vocablos decimos (en apariencia) lo mismo, pero pensamos (en sustancia) otra cosa muy diferente. La desventaja es, pues, la ambigüedad (de las palabras). La comunicación lingüística habilita a los hombres a entenderse; pero es evidente que, si no nos ponemos periódicamente de acuerdo sobre el significado que le atribuimos a una cierta palabra en relación con determinados contextos, la comunicación nos lleva simplemente a los malentendidos. Poseemos pocas palabras para decir muchísimas cosas. ¿Cómo remediar los inconvenientes de esta situación, manteniendo sus ventajas? Hay un solo medio: organizar y ordenar el lenguaje según "tipos de significado" correspondientes a ciertas destinaciones típicas. La solución reside, pues, en desarrollar usos diversos de un mismo lenguaje. La filosofía (las filosofías) utiliza (n) su propio vocabulario técnico, en el cual las palabras, aun las más comunes, asumen un contenido significante sui generis. La ciencia, toda ciencia, hace otro tanto: su vocabulario se inviste de cierta modalidad característica del significado. Lo que equivale a decir que la filosofía y la ciencia son lenguajes especiales; y por "especiales" se debe entender que son -como decíamos- modalidades de usos diferentes de un mismo lenguaje. El cual -repito- es un recurso para utilizar beneficiosamente un universo simbólico constituido por pocas (relativamente pocas) palabras y por muchos significados. 1.3. Dimensión emotiva y dimensión lógica La división primera y más elemental debe hacerse entre significado emotivo y significado lógico de las palabras. Vale decir, entre dimensión emotiva y dimensión lógica de un mismo lenguaje. Recurramos a un ejemplo que busca presentar dos casos límites: la poesía y la filosofía. Casos límites, precisamente, de un uso diferente por completo de las mismas palabras. Nadie lee una poesía con los mismos criterios con que leería o juzgaría un texto filosófico. Y creo que todos están dispuestos a coincidir en que sería absurdo someter un texto poético a un análisis lógico. ¿Por qué? En general, no nos planteamos esta cuestión de una manera explícita; medimos el lenguaje estético con sus patrones de medida particulares porque así debe hacerse. Pero la razón es muy simple: el lenguaje poético es típicamente un discurso que habla al corazón, a los sentimientos, lo que equivale a decir que es un lenguaje emotivo. La lógica de una poesía es, por decirlo así, una lógica estética, lírica, retórica, sustentada en inflexiones fonéticas: ritmo, aliteraciones, asonancias, metáforas, etc. En suma, la poesía es pathos, no logos. El lenguaje lógico se encuentra en el extremo contrario; buscamos un sujeto, un verbo, un predicado, exigimos que cada proposición sea inequívoca y que todas las proposiciones que constituyen una demostración sean lógicamente congruentes entre sí. Las palabras cuanto más asumen un significado lógico preciso, más se despojan de su impreciso contenido emocional. Para reconocer sin equivocarnos esta diferencia entre el significado emotivo y el significado lógico de las palabras, basta aplicar una pequeña regla elemental: cuando sentimos "calor", cuando un discurso despierta en nosotros reflejos viscerales, cuando nos hace "sentir", es que se está utilizando el lenguaje en sentido emotivo. En este campo, la dimensión emotiva del lenguaje no nos interesa tanto en su variedad estética como en su conexión con la acción; y nos interesa especialmente en el lenguaje que puede designarse -en su precipitado político- como lenguaje ideológico-emotivo. El hombre actúa con calor cuando está "apasionado", cuando se siente tocado en su fe, en sus sentimientos, en sus pasiones; por lo tanto, cuando está estimulado por el uso emocional del lenguaje. Resulta claro, pues, que el lenguaje emotivo está mucho más cerca de nosotros que un frío y desapasionado lenguaje lógico. Se lo puede deplorar, pero lo mismo da; es un hecho. También conviene advertir que la dimensión emotiva del lenguaje es su dimensión ancestral. El hombre prehistórico comenzó a hablar para transmitir "signos de emociones", tanto de peligros como de efectos; y nuestro comunicar conserva todavía hoy, en gran parte, esta impronta originaria. Por lo tanto, la demarcación entre el uso emotivo y el uso lógico del lenguaje no es nunca clara y nítida. Siempre queda una sedimentación emocional, aunque se reprima. En cambio, el lenguaje lógico es para todos nosotros una conquista difícil, que cuesta un prolongado adiestramiento y mucha fatiga. En general, el uso lógico del lenguaje es una adquisición reciente, siempre precaria y parcial del homo sapiens. 1.4. El lenguaje común Retomemos el hilo de nuestra exposición. Nos hemos propuesto aclarar qué es el conocimiento científico a diferencia del conocimiento filosófico, haciendo referencia a ciertas modalidades en el uso del lenguaje. Pero antes de hablar de "los usos especiales" del lenguaje (como el científico o el filosófico), tendremos que ponernos de acuerdo sobre el lenguaje de base, sobre el uso común, esto es, sobre el lenguaje materno, que es el mínimo común denominador de todo lo demás. El lenguaje común es exactamente el lenguaje al alcance de todos, el lenguaje de la conversación corriente. Locke lo denominó lenguaje "civil", pero quizás sea más claro hablar de lenguaje materno, ya que es el lenguaje que aprendemos en la infancia. Una vez que llega a manejar el discurso, el hombre comunica con la misma naturalidad con que respira; y ninguno de nosotros presta atención al hecho de que respira (hasta que no está amenazado de asfixia). De aquí se desprende que el lenguaje común es un lenguaje falto por completo -conciencia de sí mismo, que usamos de una manera totalmente instintiva e irreflexiva. Lo que apareja graves inconvenientes. El primer inconveniente es que no nos preocupamos de definir las palabras que empleamos; de ese modo, todo discurso resulta vago, genérico, y si escapa a los límites de una comunicación elemental, corre el riesgo de generar importantes malentendidos. Todos dan por sentado que cada palabra posee para el otro el mismo significado que para ellos; pero lo más probable es que no sea realmente así, pues el significado que a cada quien le parece el significado, el único significado, es en general el fruto de una experiencia personal extremadamente parcial y circunscrita. El segundo inconveniente consiste en que la conversación corriente no presta atención al procedimiento demostrativo con el que debe construirse todo discurso (si quiere alcanzar valor demostrativo). En la conversación corriente, la lógica y la sintaxis lógica brillan por su ausencia. En efecto, en las discusiones cada uno de los contendientes cambia de continuo su método de argumentación; utiliza uno hasta que le es útil, pero en cuanto advierte que lo incomoda, cambia las cartas sobre la mesa y recurre a otro. Lo que pasa es que el aprendizaje del lenguaje se realiza a golpes; a golpes de frases. Lo que significa que no aprendemos a hablar aprendiendo a construir el discurso. El niño repite frases. Suele ocurrir que algunas frases se unen en argumentos "conclusos", que contienen y desembocan en una conclusión. Pero luego no volvemos a comprobar esas conclusiones; nos limitamos a defenderlas encarnizadamente. Recapitulemos. El lenguaje corriente, materno, es el lenguaje natural básico que vincula a todos los que hablan una misma lengua, y por lo tanto la plataforma en torno a la cual se debe construir y mover cualquier otro lenguaje especial (a menos que no se convierta en lengua "artificial"). Todos pasamos por ese lenguaje; pero algunos se establecen en él. Es en todo caso el lenguaje que se nos hace connatural, el que nos resulta espontáneo. ¿Cuáles son sus virtudes, cuáles sus defectos? La ventaja reside en que el lenguaje común: 1) es el lenguaje más simple, el que alcanza la máxima concisión; 2) es el lenguaje más vivo, el que expresa nuestra experiencia autobiográfica, personal. Los defectos del lenguaje corriente se pueden recapitular de este modo: 1) el vocabulario al que recurre es extremadamente reducido e insuficiente; 2) las palabras quedan indefinidas, y con frecuencia llegan a ser indefinibles (al menos con la debida precisión); 3) las uniones entre las frases suelen establecerse de una manera arbitraria y hasta cierto punto desordenada, al tiempo que las conclusiones de las argumentaciones se instauran con anterioridad al iter demostrativo que debería sustentarlas. Todo esto se puede resumir observando que el lenguaje común, materno, es un lenguaje acrítico; acrítico porque adoptamos un instrumento que no conocemos efectivamente, Y esto fija los límites del lenguaje ordinario: no es un lenguaje cognoscitivo. Para verlo más claro, comencemos por entender cuál es el ámbito de competencia de la conversación corriente. En la conversación ordinaria comunicamos por lo general noticias, y noticias autobiográficas del tipo: ayer me sucedió tal cosa, me dijeron, tuve tal experiencia, me divertí, vi, etc. Vale decir que se efectúa un intercambio de mensajes bastante breves, y separados uno del otro, vinculados por la transmisión de informaciones de interés recíproco a propósito de sucesos más o menos habituales. Dentro de estos límites, el lenguaje corriente funciona muy adecuadamente; esto es, funciona muy adecuadamente para las comunicaciones que hemos llamado de índole autobiográfica. Pero precisamente porque satisface finalidades de relaciones interpersonales, no se presta para otros usos, y en particular para desarrollos heurísticos. Cuando se trata de examinar problemas, de descubrir, de comprender, en suma de ampliar la empresa cognoscitiva del hombre sobre la realidad, el lenguaje corriente ya no sirve. Comunicar es una cosa, conocer otra. No bien la conversación común se aventura en el terreno de los problemas heurísticos -lo que incluye el terreno explorado por el conocimiento-, el diálogo se vuelve infructuoso. Los interlocutores discuten, se acaloran, llegan con frecuencia a litigar entre sí, pero cada uno se queda con su parecer (y el parecer que lo contradice es una estupidez. De aquí proviene el notorio y prestigioso dicho de que "discutir no sirve para nada", salvo para hacerse mala sangre, lo que es una gran verdad; pero lo es porque se discute sin saber discutir. Discutir es inútil cuando los interlocutores no se entienden porque no tienen cuidado de definir las palabras que utilizan; cuando no poseen un vocabulario suficiente para examinar los problemas en detalle, con adecuada precisión; y en fin, cuando cada uno argumenta las propias tesis sin unidad de método lógico y cambiando varias veces el criterio demostrativo. En conclusión, el lenguaje corriente nos permite recibir y emitir mensajes autobiográficos (que son, por supuesto, importantes; incluso importantísimos). Pero si mediante el lenguaje materno se logra comunicar noticias con toda eficacia, no se puede en cambio resolver problemas. Cuando se nos plantea "un problema", nos trasladamos de inmediato a una esfera en la cual ya no basta un lenguaje acrítico e impreciso para sacarnos del apuro. 1.5. Recepción seudocognoscitiva Se objetará que también la conversación corriente contiene un número muy elevado de proposiciones cognoscitivas, de aserciones sobre problemas (y por lo tanto, no sólo noticias sobre acontecimientos y personas). Cierto; pero estas proposiciones son recibidas y no producidas por el lenguaje común. Es cierto que en el lenguaje corriente hallamos satisfacción para la necesidad de conocimiento; pero ello porque él encierra proposiciones formuladas no en el dominio del lenguaje común, sino en el de los lenguajes especiales. Pero el problema reside en que muy a menudo el lenguaje corriente no llega a recibirlas adecuadamente. Y esto no puede llamar la atención; si aquellas proposiciones cognoscitivas fueron formuladas en un lenguaje especial, ello obedece a que, de no ser así, no habrían sido descubiertas. De aquí se infiere que, si las traducimos a un lenguaje acrítico, se vuelven a ajustar a aquel mínimo común denominador lingüístico que por definición no es capaz de formularlas. Si entonces la conversación corriente contiene nociones cognoscitivas, el hecho de que se hallen apresadas ab extra las cambia; y de ahí que su recepción sea muy probablemente defectuosa y parcial. En la larga cadena de transiciones, refracciones y, en último análisis, simplificaciones que padece un lenguaje especial antes de poder ser absorbido por el lenguaje común, es más lo que queda por el camino que lo que llega a destino. Lo que llega es la "letra" compendiada de alguna conclusión; pero es raro que en esa letra permanezca todavía el "espíritu" del texto con el que fue formulada. Por lo demás, es bien sabido que cuando se cita a un autor a pedazos, a jirones, es muy fácil desvirtuar su pensamiento. Nadie ignora cuán peligroso es extraer una proposición de su contexto. Abreviar es ya de por sí amputar; y la simplificación suele ser a su vez, demasiado a menudo, una verdadera y cabal deformación. No debemos, pues, atribuirle demasiado peso al hecho de que también la conversación corriente parezca poder satisfacer la necesidad cognoscitiva del hombre. Las verdades cognoscitivas que pasan a formar parte del patrimonio común de las creencias de una civilización, están suspendidas de un hilo demasiado frágil: las palabras, de las que es fácil desnaturalizar el sentido que las hace valederas. En la conversación común -es cierto- solemos encontrar la "forma" de una serie de proposiciones cognoscitivas; pero raramente su genuino "contenido" significativo. Es cierto que hasta el hombre común piensa; pero su exigencia intelectual y cognoscitiva queda condicionada por un lenguaje que no resulta suficiente para satisfacerla, y que no es capaz de alimentar un pensamiento creativo. Libertad y necesidad Los conceptos especulativos, esto es, los elaborados en el dominio del lenguaje filosófico, se prestan de modo particularmente adecuado para ilustrar qué sucede, o mejor qué puede ocurrir, durante la transmigración de determinadas proposiciones desde un lenguaje especial al lenguaje corriente. Tomemos como ejemplo la conocida fórmula que dice: la verdadera libertad reside en aceptar la necesidad. Es una proposición de origen hegeliano que pasó a Marx y que fue retomada de manera diversa por el neoidealismo y también por el neomarxismo contemporáneo. Esta proposición fue formulada por la especulación idealista en razón de tres presupuestos y antecedentes: 1) una lógica dialéctica; 2) una polémica antikantiana; 3) la tentativa de conciliar lo racional con lo real. En primer lugar, pues, para entender cabalmente la proposición "la libertad es la aceptación de la necesidad", hay que saber utilizar y comprender la dialéctica. Libertad y necesidad, que al comienzo son "opuestas" y se oponen una a otra, terminan después fundiéndose en una "síntesis" superior de libertad-necesidad que las funda y corrobora: la libertad -decía Hegel- "es la necesidad transfigurada". En segundo lugar, debemos reparar en el status quaestionis histórico (de la historia de la filosofía), y más precisamente en el concepto escolástico y luego kantiano de la libertad. El estado de la cuestión es el siguiente: se rechaza la libertad definida como liberum arbitrium indifferentiae (la libertad como arbitrio) y se procura reformular en términos dialécticos la relación entre libertad y límite, relación que en el dominio de la moral fue entendida por Kant como la relación entre la libertad y el deber, y que Kant formuló en el concepto de autonomía: la libertad ética como auto obligarse a una norma. En tercer lugar, debemos adherirnos al presupuesto metafísico que está en la base de la especulación idealista: la identidad de lo racional y lo real, de la esencia y la existencia. En cuanto a la libertad y la necesidad, Hegel no rechazaba sólo la solución kantiana; entendía sobre todo transferir la noción de "libertad como límite" a un contexto más vasto que el ético. Hegel aspiraba a conciliar al hombre con el mundo después de la dilaceración romántica, a concertar dialécticamente todos los contrastes y las oposiciones; y entre éstas, la insatisfacción que el hombre experimenta en contacto con la realidad. Vale decir que Hegel aspiraba a conciliar la libertad (con su carga de aspiraciones ideales, con su perenne aspiración a lo nuevo y a lo mejor) con lo existente. Libertad y necesidad son conjugados dialécticamente para decir: sepamos armonizar y concordar lo que quisiéramos que fuese (y que reivindicamos en nombre de la libertad) con lo que es. Como es comprensible, la proposición de que "la verdadera libertad consiste en aceptar la necesidad" era entendida en el sentido de restituirle a la libertad (después de la explosión romántica) una proporción, una medida, una "determinadez". En rigor, la fórmula hegeliana, a los efectos prácticos, no está demasiado alejada de la máxima del antiguo sabio estoico: sabe contentarte, no desees lo que no puedes obtener. Máxima que retomó Spinoza y que volvió a formular de este modo: "Quien entiende lo que ocurre y por qué ocurre, es libre." Pero el destino de la fórmula hegeliana fue muy diferente al de la fórmula spinoziana. De un siglo y medio a esta parte, la ecuación "libertad e= necesidad" entró en el repertorio de las justificaciones de los regímenes opresivos: se la presenta al pueblo como legalización de su sumiso y paciente servir. El historicismo Segundo ejemplo: se dice de nuestra época que es una edad "historicista". Y se habla de "historicidad" y del historicismo hasta en la conversación corriente. ¿Qué se entiende por ello? El historicismo nace con el descubrimiento romántico de la historia. Hasta el romanticismo no se decía: "Éste es un producto histórico", o bien "esto sucede por necesidad histórica". No se lo decía porque semejante explicación hasta para un iluminista- no explicaba nada, no hubiese tenido sentido. Sólo desde el romanticismo en adelante se presta atención y valor explicativo a una necesaria concatenación histórica. Y es con Hegel que se comienza a hablar del historicismo en sentido estricto. Para fijar mejor este concepto, convendrá remitirnos a la célebre proposición de Hegel que dice: "La historia del mundo es el juicio del mundo." Esta frase condensa todo el sabor de su conciencia historicista. ¿Pero qué quiere decir? Literalmente quiere decir que es la historia misma la que se erige en juez de los asuntos humanos, que el supremo "tribunal" de la realidad está constituido por el curso de los acontecimientos. Pero para ser comprendida, esta proposición debe insertarse en el contexto del pensamiento hegeliano y vinculársela con el concepto que Hegel tenía de la historia. Está bien decir: es el propio acontecer histórico el que, con su proceder, absuelve o condena, separando a los que tenían razón de quienes estaban equivocados. Pero queda por explicar qué es este acontecer histórico, qué se entiende por historia. Para Hegel, la historia era una teofanía, un revelarse progresivo de Dios en el mundo. Vale decir que para Hegel el proceso histórico era la ejecución de los decretos de la Divina Providencia. Visto de este modo, el que la historia del mundo se erija en tribunal del mundo equivale a decir que Dios se comunica en la historia con los hombres y les notifica su voluntad a través de lo que acaece. Pero tomemos literalmente la frase "es la historia la que juzga", poniendo atención ahora a las palabras y no ya al sentido que éstas tenían para Hegel. La proposición, ba lo esta nueva luz, se vuelve de una gravedad incalculable: parece sancionar la ética del hecho consumado. Extraída de su contexto originario, y recibida por la conversación corriente como una especie de slogan, ella viene a decir: el que vence tiene razón y el que pierde estaba equivocado. En suma, el único juicio válido es el del éxito y la humanidad se debe someter a los veredictos de los hechos y de la fuerza. Ahora bien, es muy cierto que la historia es más fuerte que cada uno de nosotros. La historia, para cada uno de nosotros, es "todos los otros contra mí solo". Por lo tanto, lo que ocurre, ocurre. Pero una cosa es la afirmación del hecho y la consiguiente aceptación de lo acontecido, y otra el juicio de valor sobre los hechos. Nadie niega que la historia gravita sobre los hombres; pero también es verdad que son los hombres los que hacen la historia. Lo que se niega rechazando la ética del hecho consumado- es la eliminación de los valores de la fábrica de la historia. Frente a los acontecimientos, hay dos maneras de reaccionar: diciendo "el que vence tiene razón", o bien "vencer no da la razón". En el primer caso, el juicio de valor (la legitimación) se subordina al hecho; en el segundo caso, la afirmación del hecho se separa de su validación (legitimación). Pero atención: el que se niega a decir "aquél tiene razón porque venció" no es un retórico que no sepa aceptar la historia y resignarse a lo inevitable. Deplorar un hecho, afirmar que "debió haber ocurrido de otra manera", no es un recriminar estéril; es ejercer una "presión del valor" dirigida a modificar el curso de los acontecimientos. Si todos se concentraran en un cierto deber ser, ese "deber" se traduciría en "ser". Recapitulemos. La proposición matriz del historicismo era en Hegel una afirmación de fondo teológico; pero se convirtió, por haber perdido su significado originario, por habérsela tomado literalmente, en un potente y peligroso somnífero que engendró en los hombres una servil lasitud moral, habituándolos a admitir una "fuerza de los hechos" que en rigor era una "fuerza de los fuertes", y convenciéndolos de que era así. Es cierto que los casos que acabamos de citar son casos extremos -y de extrema gravedad- de recepción errada. No siempre el destino de las proposiciones cognoscitivas que pasan al lenguaje corriente es el de ser tergiversadas literalmente-, pero la verdad es que no resulta fácil ni frecuente que tengan una recepción adecuada. 1.6. Los lenguajes especiales Los lenguajes especiales son los lenguajes "críticos", y más precisamente "especializados", a los que se llega por corrección de los defectos del lenguaje corriente. Son críticos en el sentido de que fueron construidos mediante la reflexión sobre el instrumento lingüístico del que se valen; son especializados en el sentido de que cada disciplina tiende a crearse un lenguaje ad hoc, adaptado especialmente a los problemas heurísticos que se propone. Recordemos las características del lenguaje corriente, del lenguaje no consciente de sí mismo, en el cual las palabras no tienen un significado definido, el vocabulario es limitado y el discurso carece de método. Es fácil entonces inferir ex adverso, por diferencia, las operaciones que preceden a la creación de los lenguajes especiales: 1) hacer precisos y definir los significados de las palabras; 2) estipular reglas precisas de sintaxis lógica; 3) crear nuevas palabras. Veamos por su orden estos tres aspectos. En el lenguaje corriente, las palabras son polivalentes y se usan de un modo ambiguo. Por ello la primera operación para constituir un lenguaje especial consiste en establecer de un modo explícito y unívoco (hasta donde sea posible) el significado de todos los términos fundamentales del campo de intereses de que se trata. En el pensamiento crítico o cognoscitivo, la precisión del lenguaje es esencial. Utilizar una palabra en vez de otra tiene importancia, y equivocar (esto es, usar impropiamente) un cierto término, equivale a equivocar el concepto. Un médico que erra en un nombre, erra en la enfermedad; y si erra en la enfermedad no cura, y acaso empeora al enfermo. Cuando se exhorta a ser precisos y ajustados en el uso del vocabulario, no es meramente por prurito de pulcritud: es adiestrar en el pensar. La segunda operación es la de fijar y tener firme la regla del proceso demostrativo. En efecto, un discurso sólo tendrá validez (potencia) demostrativa si se lo desarrolla con unidad de método, según un patrón argumental constante y coherente. Por ejemplo, quien adopta en filosofía las estipulaciones de sintaxis lógica que se denominan "dialéctica", deberá argumentar siempre en clave dialéctica; quien no lo hace, no debiera adoptarla. En verdad, no suele seguirse esta recomendación. Pero en el campo de la ciencia no puede haber incertidumbres: las "licencias" (del filósofo) no se admiten. En fin, el acta de nacimiento de un lenguaje especializado es dada por la creación de palabras nuevas, de neologismos. A los fines heurísticos, una vasta nomenclatura no complica, sino que al revés, simplifica y clarifica. Es la articulación del lenguaje la que confiere al pensamiento seguridad y vigor. Cuanto más extenso es un vocabulario, más permite discursos precisos. Además, las palabras nuevas identifican realidades nuevas. Una "cosa" que no tenga denominación, no existe; esto es, si no tenemos un "nombre" para una cierta cosa, ésta escapa a la revelación cognoscitiva, y se hace imposible pensarla. Nomina si nescis -decía Linneo- perit et cognitio rerum. Por lo tanto, cada palabra nueva ensancha nuestra capacidad cognoscitiva, en extensión o en profundidad, por ello, cuando nos asomamos por primera vez a una disciplina especializada, nos encontramos con tantas palabras desconocidas. Es la señal que nos advierte de la diferencia con el discurso corriente. Para subrayar mejor la esencialidad del instrumento "lenguaje", el ejemplo más clamoroso de correspondencia entre la creación de un lenguaje especial y el nacimiento de una ciencia, es el de la química. La química precientífica, la alquimia, no era únicamente especulación un tanto estrafalaria. Los alquimistas eran también muy pacientes experimentadores que no carecían de talento para la observación empírica. Sin embargo, sus investigaciones resultaban vanas; y ello porque los alquimistas no poseían un instrumento lingüístico apropiado. Por más que probasen y volvieran a probar, su saber se formulaba -y se dilufa- en la aridez de un lenguaje (natural) semimítico y semifilosófico, construido todo él con base en "potencias" y "esencias". Las transformaciones alquimistas se resolvían, por lo tanto, en una especie de juego de azar, en la tentativa de "cambiar la naturaleza" sin haber aprehendido nada de su estructura. La química nace con Lavoisier. ¿Por qué? Porque antes que él, y aun en su tiempo, Boyle, Cavendish y Priestley alcanzaron prodigiosos progresos experimentales, es cierto; pero la de éstos era todavía una prequímica ligada a un lenguaje "cualitativo". Hasta Lavoisier, las sustancias se identificaban según como se manifestaran, en función de su "origen" más o menos casual o aparente. El metano era denominado "gas del pantano" porque fue identificado por vez primera en los pantanos, como descomposición de los materiales orgánicos recubiertos por el fango. Y así ocurría con otros miles de ejemplos. Lavoisier lo cambió todo de golpe, inventando una nomenclatura sistemática en la cual las "sustancias" se individualizaban por su estructura y condiciones, y eran reducidas con precisión a elementos simples, combinados según números atómicos. Lo que equivale a decir que la química nace como ciencia en el momento en que se convierte de un salto en "lenguaje artificial", provisto de un altísimo potencial deductivo. Admitimos que el caso de la química es un caso límite; pero sirve para centrar magníficamente el punto. El ejemplo vale también para aclarar la noción de lenguaje artificial, diferenciado de los lenguajes que, aun convertidos en especiales, siguen siendo naturales. II. CIENCIA Y FILOSOFÍA II. 1. Lenguaje y pensamiento Al tratar en general el problema del lenguaje, no estábamos enfrascados en meras divagaciones, dado que la ciencia política y la filosofía son exactamente lenguajes "especiales". Al decir esto afirmamos tan sólo que ambos se diferencian de un uso lingüístico ordinario; queda por ver de qué modo son diferentes entre sí. Pero antes de entrar en esto, debo advertir y aclarar que si me detuve en la diferencia entre varios "usos" del lenguaje, fue porque ésta se refleja en el pensar. Esto equivale a decir que un cierto uso del lenguaje pone su sello en un cierto modo de pensar. Todo lo que hasta aquí estuvo referido al lenguaje, debe transferirse y referirse ahora al pensamiento, pasamos a la relación entre palabra y pensamiento, entre lenguaje y logos. Cuatro respuestas ¿Cuál es la relación entre lenguaje y conceptualización, entre palabra y pensamiento? Las respuestas a esta pregunta pueden ser cuatro: 1) entre lenguaje y pensamiento no existe ninguna relación intrínseca. La tesis es, pues, que no pensamos con palabras, mediante palabras; 2) lenguaje y pensamiento coinciden: decir lenguaje es lo mismo que decir pensamiento; 3) el lenguaje no es indispensable para el pensamiento, pero es indispensable para comunicar el pensamiento. La tesis es que pensamos sin palabras, pero que las palabras son fundamentales para comunicar a los otros lo que pensamos. También podríamos decirlo de este modo: a pesar de que el lenguaje no es necesario para el pensamiento, es un apéndice necesario del pensamiento; 4) aun cuando el pensamiento no sea reductible al lenguaje, las palabras son indispensables tanto para comunicar corno para pensar. Vale decir: es imposible pensar sin el lenguaje. A pesar de que no se puede reducir el pensamiento al lenguaje, el pensamiento y la palabra están hasta tal punto conectados, interdependientes y condicionados uno por otro, que resulta totalmente imposible considerar a uno de esos elementos haciendo abstracción del otro. Recapitulemos. La primera tesis afirma una separación absoluta: el pensamiento no es lenguaje. La segunda afirma una identificación absoluta: pensamiento y lenguaje son lo mismo. La tercera tesis atenúa la negación, aceptando una relación secundaria: las palabras sirven para comunicar el pensamiento. La cuarta, en cambio, atenúa la identificación: las palabras sirven tanto para hablar como para pensar, y por más que el lenguaje no es pensamiento, no existe uno sin el otro. La lógica como onomatologia ¿Cuál de estas cuatro es la respuesta más conveniente? A mi juicio, la última. Omito el examen de la primera tesis (extrañeza absoluta), desde el momento que ella refluye en la tercera (cuya crítica emprenderemos en seguida). Comienzo entonces con el examen de la segunda tesis, la que sostiene la identidad absoluta; tesis que considero un tanto drástica. El acto de pensar debe mantenerse diferenciado del lenguaje. Nosotros acuñamos incesantemente nuevas palabras. Es decir que "buscamos" palabras para expresarnos. Esto significa que el acto de pensar sobrepasa, desborda a la palabra. Una cierta palabra se inventa porque el pensamiento la está buscando, siente necesidad de ella. El hecho mismo de que el lenguaje se encuentre en constante desarrollo muestra el urgir de un pensamiento que apremia al lenguaje, que busca incesantemente plegar el lenguaje a sus fines y a la propia inventiva. Pero no por esto me parece aceptable la tercera tesis, según la cual el lenguaje sería sólo un instrumento comunicativo. La distinción entre monólogo y diálogo, entre pensar en silencio y pensar hablando, se refiere únicamente a la materialidad del lenguaje, a su extrínseca formulación fonética o gráfica. El hecho de que "pensamos en silencio" no demuestra que se pueda pensar sin el auxilio de la palabra. En rigor, el pensamiento es soliloquio, es hablar consigo mismo. Análogamente el logos es, en uno, onomatologia (discurso sobre los nombres). Por otra parte, debe tenerse presente que pensar en silencio es un resultado último, al que el hombre llega en la medida en que ha sido conformado para el diálogo, para la comunicación. Al niño se le "enseña a pensar" hablando. Por lo tanto es la comunicación, el lenguaje, el que forma en nosotros la capacidad de pensar. Es inverosímil que el resultado -el pensamiento- pueda ser radicalmente diferente que el adiestramiento. Si enseñamos a pensar con palabras, seguiremos pensando por medio de palabras. De hecho cada uno de nosotros piensa en su lengua materna (o en todo caso en la más habitual). Si el pensamiento no estuviese ligado intrínsecamente a la palabra, quizás pensaríamos en esperanto o en aquella "lengua adánica" que tanto apasionó todavía a Leibniz. En suma, aprendemos a pensar en la medida en que aprendemos a hablar; y una vez adultos, enseñamos a pensar siempre mediante palabras. En fin, pensamos para comunicar. El soliloquio es, en cuanto a su finalidad, una preparación para el coloquio. No tiene sentido tratar de formular un pensamiento (suponiendo que ello fuera posible) en términos no comunicables. El pensamiento que no llega a ser comunicado es un pensamiento todavía confuso, que no puede comunicarse simplemente porque no está bien comprendido, porque aún no es transparente ni siquiera para nosotros mismos. Si la tesis que disocia al pensamiento del lenguaje ha llegado a merecer crédito, ello se debe presumiblemente a que hemos sido inducidos a error por ese pensamiento que llamamos intuitivo; esto es, por el caso de la intuición. Cuando Arquímedes exclama "lo encontré"; cuando una especie de iluminación súbita viene a resolver de un golpe nuestra perplejidad cognoscitiva, nos parece que el pensamiento procedió liberado de toda traba; es decir, parece que hubiéramos experimentado un pensamiento "puro", un pensamiento intuitivo que no es el pensar discursivo. Pero debemos estar alertas para no confundir el acto del pensar reducido a un punto, es decir un "acto instantáneo" separado por abstracción de su contexto complejo, con la actuación del pensar. Es muy difícil establecer si el relámpago intuitivo, la iluminación instantánea, tenía o no su autosuficiencia extralingüística. Precisamente por su propia instantaneidad, ella se vuelve como tal inalcanzable. A mi juicio, el caso de la intuición ha sido sobrevalorado. En un primer aspecto, se podría observar que la intuición se diferencia del pensar discursivo simplemente porque es un acto inicial arbitrario, el comienzo de la cadena argumental en el cual una persona decide: comienzo el discurso desde aquí. En un segundo sentido, también se puede observar que la diferencia entre el pensar intuitivo y el pensar discursivo es una diferencia de las fases del proceso mental: en la intuición se condensa y se reduce a un punto en forma de entendimiento conclusivo, un largo traba lo de incubación que en cierto momento desemboca en una solución. La intuición es el momento en que resolvemos un enigma. Si la intuición parece poseer cualidades excepcionales es porque denota el instante feliz, privilegiado, en el cual la angustia de un largo proceso indagatorio encuentra su resolución. De todos modos, también la intuición se desarrolla y articula en un discurso; y si este discurso se denomina intuitivo es porque no se ajusta a los criterios de prueba requeridos por el discurso demostrativo. Debe hacerse la excepción de que hay casos límite en los que la intuición no viene acompañada de ningún desarrollo discursivo; por ejemplo, el éxtasis místico. Mi duda aquí reside en si el éxtasis místico puede llamarse pensamiento o más bien aniquilación del pensamiento. El éxtasis se presenta como una altísima carga emocional que reabsorbe en sí, íntegramente, toda la espiritualidad. Pero por ello el éxtasis no es un comprender sino un "sentir": un sentir lo inexpresable y lo ininteligible. Un sentir no traducible en términos cognoscitivos. El acto puro del pensar asume valor y significado únicamente en la actuación del pensar. No nos sirve de nada hacer del pensamiento una hipóstasis, representada fuera de su contenido; porque el único pensamiento en torno al cual nos es posible pensar, inviste los productos de este pensar. Estamos de acuerdo en que el acto puro del pensar trasciende idealmente al lenguaje; pero un pensar concebido de este modo no nos hace pensar en nada. El acto del pensar, pues, se puede considerar abstractamente como un plus del lenguaje; pero no así la actuación del pensar. Pensar es pensar en algo, de algo, a propósito de algo. Es por lo tanto pensamiento discursivo, pensamiento que tiene por sustancia el lenguaje; no podemos pensar sin palabras, y la lógica es a un tiempo onomatología. El condicionamiento lingüístico del pensamiento Ya nos hemos referido a "la necesidad de palabras" que tiene el pensamiento. Si una realidad no tiene nombre, ella no es pensable porque no queda identificada. Por lo tanto, una realidad no denominada no existe; no existe mentalmente, se entiende. Pero dado que vivimos una vida mental, esto equivale a decir que para nosotros no existe efectivamente. Mas no es en este sentido que hablo del condicionamiento lingüístico del pensamiento. Quiero decir algo más; no sólo que el pensamiento tiene "hambre de palabras" sino que, viceversa, las palabras, con su fuerza alusiva semántica, estampan su sello en el pensar. Cada nombre no convoca a toda la realidad de su referente (no es phusei on), sino sólo un aspecto particular del mismo. La denominación de las cosas responde a ciertos fines e intereses, y por ello decide cómo ha de fijarse nuestra atención. Wilhelm von Humboldt recuerda un ejemplo muy simple y a la vez elocuente del hecho de que un cierto nombre nos "lleva a ver" esto y no aquello, de un modo y no de otro. El término griego arcaico para designar la luna era mén, mientras que el término latino era luna. Mén viene de una raíz etimológica que quiere decir "contar", y por esto, al decir mén, los griegos miraban a la luna poniendo en evidencia su función medidora. Y esto se aplica también a otras poblaciones primitivas. Mientras cierto lenguaje posee sólo un sistema numérico embrionario, se mira a la luna para contar el tiempo, como a un punto de referencia cronológico: han pasado siete lunas, tendrá lugar entre dos lunas. Los latinos, en cambio, cuando decían luna sólo ponían en evidencia su función iluminadora (lux, lucére). La luna, de este modo, era interpretada según otra de sus funciones: en cuanto sirve para poder ver en la noche; la luna vista como pálido sustituto del sol. Una vez que se estableció un calendario con la "periodicidad recurrente" de las fases lunares, que tanto atraía la atención de los griegos primitivos, ya no hubo más interés en ello. De tal modo, cuando decimos que en griego la luna se llamaba mén, establecemos tan sólo una correspondencia de objeto. Mén y luna "denotan" el mismo objeto, pero no lo "connotan" del mismo modo. Por lo tanto, una cierta denominación preestablece el modo de interpretar la cosa. Si pasamos de este ejemplo elemental a confrontar los universos lingüísticos en su complejidad, encontramos que faltan con frecuencia las correspondencias del objeto. El vocabulario de cada lengua corta a la realidad en infinitas rebanadas (tantas cuantos sean los términos denotativos, los términos que tienen un referente observable); y estas rebanadas no siempre se corresponden entre sí, al menos en su extensión, en las lenguas de origen diferente. Para denotar un mismo conjunto, tal lengua recortará tajadas anchas y largas, mientras que otra lo hará en tiras pequeñísimas. Parece ser que los árabes poseen no menos de 6 mil términos para caracterizar los casi infinitos detalles del camello; y esto porque el camello vive en simbiosis con el habitante del desierto. En cambio a nosotros nos basta el concepto general y "abstracto" de camello. Es decir que cada palabra -y con mayor razón cada lenguaje- predispone al pensamiento para un cierto tipo de explicación: el medio lingüístico incluye de por sí un modo de ver y un modo de explicar. Cuando el pensamiento ha encontrado la palabra, queda "signado" por esa palabra; la palabra es como el molde en el que se debe acomodar el pensamiento. Por lo tanto, cuando digo condicionamiento lingüístico entiendo que un peso semántico 2 está preconstruyendo al pensamiento y le sirve de anteojeras interpretativas. Así, las diferencias entre las civilizaciones son también un hecho lingüístico. Si nos remontamos a las respectivas plataformas semánticas y sintácticas de toda civilización (por ejemplo, el chino es una lengua "aislante", sin estructura gramatical), no es difícil darse cuenta por qué sus "concepciones del mundo" o visiones de la vida son tan profundamente diferentes, por qué un mismo ((presumiblemente) mundo "objetivo" se traduce en mundos "subjetivos" infinitamente diversos. Un universo lingüístico, por su fuerza de inercia semántica, es de por sí indicativo del modo de pensar de un pueblo y de una civilización. Debido a ello no nos entendemos entre civilización y civilización (podríamos decir, en grueso, entre Oriente y Occidente), no existe una verdadera comunicación; porque las respectivas matrices lingüísticas implican diferentes lógicas, módulos mentales no equivalentes, un modo disímil de interpretar y de reaccionar ante los mismos acontecimientos. Por eso no es sorprendente que el pensamiento lógico-científico sea una característica de la civilización occidental y no de otra civilización, aunque fuera más antigua o quizás más refinada y compleja; el estudio de sus respectivas estructuras lingüísticas bastaría para darnos una explicación exhaustiva del porqué. II.2. El significado Establecida en términos generales la relación entre lenguaje y pensamiento, volvamos a los diferentes usos lingüísticos (corrientes y especiales). Hasta ahora hemos hablado del lenguaje entendiendo por tal un conjunto de signos (palabras) provistos de significados. Quedémonos ahora en el "significado". Tomemos como ejemplo un texto en una lengua extranjera que no conocemos, pero cuya grafía sea similar a la nuestra. En tal caso, podríamos leer y explicitar fonéticamente esos signos, pero ellos quedarían mudos; no comprenderíamos su significado. Viceversa, conocer una lengua quiere decir: comprender el significado, ¿Pero qué es el significado? Lo que equivale a preguntar, ¿en qué consiste la inteligibilidad de las palabras? Las palabras son, en primer término, signos vicarios, representativos de otra cosa: están en lugar de; en lugar de algo diferente a ellos mismos. Tal, en términos generalísimos, el significado de lo que llamamos significado. ¿En lugar de qué están? Vale decir -y es lo mismo-, ¿por qué "significan"? Una respuesta puede ser esta, aunque demasiado general: las palabras significan porque evocan o denotan de alguna manera una imagen. Las palabras son "símbolos lingüísticos" que están en lugar de un simbolizado y, más concretamente, en lugar de las imágenes que le reclamamos a nuestra mente cuando lo pronunciamos o pensamos. Con esto no quiero decir que todas las palabras tengan como correspondiente una imagen. Digo solamente que un discurso se hace inteligible porque se presenta en términos lingüísticos que evocan imágenes. Viceversa, un lenguaje no es significante (por ejemplo, es un lenguaje totalmente "formalizado", como el de la matemática) cuando sus proposiciones no contienen ningún término posible de desarrollarse en alguna imagen, Con las matemáticas podemos cumplir infinitas operaciones deductivas; pero esas operaciones quedan mudas a los efectos significantes. Las operaciones matemáticas, en efecto, son operaciones de cálculo, sirven para contar, medir y transformar; pero no sirven, tomadas en sí mismas, para comprender. Pero aquí no interesa la pregunta general: ¿qué es el significado? A las preguntas demasiado genéricas deben darse respuestas no menos genéricas. Por lo tanto, comencemos a ser un poco más precisos, a distinguir. Sartre afirmó que nosotros conocemos según tres modalidades: perceptivamente, por concepto o por imágenes. Esto es, de un modo que podríamos llamar ocular, visual; o bien intelectualmente, por conceptos; o si no, también, por vía imaginativa. Pero hacer del "conocimiento por imágenes " una subespecie, puede inducir a equívoco. En un sentido lato, conocemos en todos los casos por imágenes. Entonces vuelvo a formular esta distribución tripartita del siguiente modo: conocemos según imágenes percibidas, según imágenes concebidas o en función de imágenes fantásticas. En otras palabras; las palabras poseen un significado eminentemente perceptivo, o eminentemente ideativo, o bien típicamente alusivo. Lo que alimenta nuestra comprensión en un percibido, o bien un concebido, o bien un fantasticado. Se infiere de aquí que un uso lingüístico que adopta con preferencia palabras en su significado "perceptivo", dará lugar a un saber de tipo descriptivo, dirigido principalmente a explicar observando; que un lenguaje que emplea con preferencia las palabras en su significado "ideativo", producirá en cambio un saber de tipo especulativo; y que un lenguaje que se apoya en "imágenes alusivas", conduce a un entendimiento diferente de los otros dos. Establecido y precisado este punto, podemos plantear nuestro problema. Preguntamos, ¿qué significan las palabras en su uso empírico? Y correlativamente, ¿qué significan en su uso especulativo? Vale decir, ¿qué tipo de significación se utiliza y se exige en el conocimiento empírico? ¿Qué tipo de significación se usa, en cambio, en el contexto del conocimiento filosófico? Respondiendo a estas preguntas, podremos encontrar el criterio metodológico de demarcación entre la ciencia empírica de la política por un lado, y la filosofía política por el otro. II.3. El conocimiento empírico Comencemos por precisar el significado del término empiria. Desde el punto de vista etimológico, el conocer empírico, o empiria, quiere decir pasar a través, esto es, hacer una experiencia tangible, táctil, directa de algo. De modo que un conocimiento empírico puede definirse en general como el conocimiento que se afinca en la experiencia, que refleja y recoge su material de la experiencia. Atención, digo "experiencia" y no "experimento". Es verdad que el experimento es hi lo de la experiencia (es una técnica de control y de reproducción de experiencias); pero la especialización cada vez mayor del saber científico nos lleva hoy a diferenciar netamente el saber empírico del saber experimental, las ciencias empíricas de las del experimento y el laboratorio. En este contexto, a nosotros nos interesan las primeras, ya que la ciencia política, sociología, la psicología social, la economía, son conocimientos empíricos, no ciencias experimentales. Establecida esta premisa, vayamos a la pregunta: ¿cuál es el fin del conocimiento empírico? Respondo: describir, comprender en términos de observación. El conocimiento empírico tiene que responder a la pregunta: ¿cómo? ¿Cómo es lo real, cómo es el hecho? En el dominio empírico, nuestra finalidad es comprobar cómo son las cosas para llegar a comprender describiendo. ¿Cómo conseguir un saber "descriptivo"? Es obvio que debemos valemos de un lenguaje que emplee preferentemente palabras que tengan un significado "perceptivo", palabras "de observación". Lo que se puede decir también de esta manera, empleando la terminología de Croce: en el campo de lo empírico, las palabras significan o representan (se entiende que ésta es la generalización de una tendencia). Dado que el lenguaje tiene una finalidad descriptiva, las palabras están en lugar de lo que representan. Viceversa, cuando las palabras están en lugar de las representaciones, lo que obtendremos será un conocimiento descriptivo. El uso empírico es un uso típicamente "representacional" del lenguaje. Por lo tanto, el conocer empírico es un conocer perceptivo, de observación, ligado a imágenes perceptivas y que se vale de ellas. Es éste un tipo de conocimiento "que se basa en los hechos" y por lo tanto fundado en el perceptum. Pero no debemos tomar literalmente este concepto de percepción, y por lo tanto de imagen perceptiva, visual, ocular. La de esta manera llamada percepción es un producto altamente elaborado del pensamiento. Esto es, no debemos creer que esta percepción sea una especie de unión inmediata del intellectus con la res. Por el contrario, el perceptum surge en general de un control y de una inspección que se opera sobre el conceptum. Primero "concebimos" un símbolo lingüístico; después, eventualmente, lo pasamos por el filtro de un redimensionamiento de observación. El conocimiento empírico no es el conocimiento más inmediato, sino en todo caso el más mediato.3 De esta primera advertencia deriva una segunda: no caigamos en la ingenuidad de creer que el conocimiento empírico es concreto por estar en contacto con las cosas, por su inmediatez con las cosas tal como son en sí y por sí. Ingenuidad que se prolonga en la errónea inferencia de que todo conocimiento no empírico es, por eso mismo, abstracto. En el lenguaje común empleamos la calificación de "concreto" y de "abstracto" simplemente para decir que una cosa nos interesa y otra no. En rigor, el saber más abstracto es hoy, por cierto, la física. Lo que se trae a colación para decir que el discurso sobre los "niveles de abstracción" (véase § III.4) es otro; y sobre todo para hacer notar que en todo tipo de saber, se necesitan términos y conceptos abstractos. II.4. El conocimiento especulativo La pregunta que preside la investigación filosófica no es "¿cómo?", sino "¿por qué?" El conocimiento especulativo tiene un fin que no puede satisfacerse con una respuesta descriptiva. La filosofía busca la "razón de ser" última de las cosas, atiende a su "esencia" y no a su "apariencia", procura una explicación y legitimación conclusiva del mundo. La descripción fenoménica de cómo se aparecen las cosas, es para el filósofo, con mucho, un dato a quo. Vale decir: el conocimiento filosófico no es un conocimiento empírico, sino literalmente un conocimiento metafísico, que va más allá de los hechos o de los datos físicos (metátaphisiká), o sea que es un conocimiento que trasciende la empiria. Esto significa que el lenguaje no se aplica a una finalidad descriptiva, y en consecuencia que las palabras no están en lugar de lo que representan: no denotan un perceptum, sino que connotan un conceptum. La aserción está tomada cum grano salis. Describe tan sólo una tendencia y debe atenuársela de este modo: en un conocimiento metaempírico, las palabras no tienen sólo o primariamente un uso representativo. En otros términos, las palabras, en filosofía, son leves en su contenido denotativo, pero en cambio cargadas de connotaciones. En filosofía, pues, el lenguaje no tiene finalidad descriptiva. ¿Cuál es, entonces, el uso especulativo del lenguaje? Es un uso ultrarrepresensativo y omnirrepresentativo, para emplear la terminología de Croce, que me parece feliz a estos efectos. Las palabras, aquí, significan mucho más de lo que representan, y su significado no resulta agotado por ningún conjunto de representaciones. Son "ultrarrepresentativas" porque están más allá de cualquier representación y "omnirrepresentativas" porque reúnen en sí todas las representaciones posibles. En filosofía se podría decir que forzamos las palabras, si existe el "esfuerzo del concepto", como decía Hegel con imagen pintoresca. Vale decir que tratamos de expresar más de cuanto el instrumento lingüístico parece admitir. En la crítica estética se dice a menudo que el artista ha "transfigurado" la realidad. Análogamente ocurre en filosofía. También aquí las palabras son transfiguradas; pero en una dirección diferente, en sentido lógico-conceptual y en razón de un marcadísimo enrarecimiento hacia la abstracción. Este uso lingüístico responde a la finalidad del conocimiento especulativo: si es ultraempírico o metaempírico, se deduce que tampoco las palabras tienen ya una referencia empírico-representativa. Dado que el objeto del filósofo no es el mundus sensibilis, sino un mundus inteligibilis, no se trata para él de percibir, sino de concebir. He aquí por qué la filosofía es difícil. En primer lugar, porque es un lenguaje especial, en el cual (como en cualquier otro lenguaje especial) tropezamos con vocablos que no conocíamos. En segundo lugar, porque también los vocablos conocidos aparecen transfigurados. Por lo tanto no puede asombrar que un lector inexperto no entienda nada cuando lee un texto de filosofía, o bien que, haciéndose la ilusión de que entiende, se emborrache con él (por ejemplo, la Dialéctica negativa de Adorno es un monumento de indescifrable oscuridad que por eso mismo puede gratificar el ego de quien cree descifrarlo). De modo que el lector inexperto recogerá de la lectura de textos filosóficos la impresión de que los filósofos se dedican a decir tonterías. ¿Las dicen realmente, o se las hacemos decir nosotros, por malentenderlos? Antes de juzgar, hay que darse cuenta del hecho de que la filosofía expresa el extremo esfuerzo cognoscitivo del hombre: el que procura satisfacer nuestra "necesidad metafísica" (como decía Dilthey) de responder al "por qué último" de lo real. La filosofía, cuando es tal, es expresión de la más exasperada tensión heurística de que sea capaz el intelecto humano. II.5. Ciencia y filosofía como niveles de verdad El esquema Recapitulemos esquemáticamente las distinciones que hemos venido haciendo; 1) matriz: es el lenguaje materno, el que se expresa en la conversación corriente, común, "civil" (como decía Locke). En un lenguaje promiscuamente lógico-emotivo, a la vez que indiferenciado, y por supuesto acrítico; 2) división de fondo: es la distinción entre la dimensión emotiva y la dimensión lógica del lenguaje; 3) distinción dentro del lenguaje lógico: es la diferencia entre el conocimiento científico-empírico y el conocimiento especulativo-filosófico. Al analizar esta última distinción, hemos venido observando que, en el dominio de lo empírico, el lenguaje tiene un uso representativo, mientras que en el campo metaempírico tiene un uso ultrarrepresentativo. Es una diferencia que sugiere una disposición estratigráfica, esto es, ver a la ciencia y a la filosofía como dos planos o niveles de verdad superpuestos. Es una perspectiva que explica, entre otras cosas, cómo es que la ciencia y la filosofía pueden coincidir ratione materiae, sin colidir o entrar en conflicto por esto. Adoptemos, pues, esta proyección estratigráfica, tomando como punto de apoyo el conocimiento empírico. De ello resulta el siguiente esquema: a) nivel empírico de la verdad, en el cual tenemos el uso representativo del lenguaje. Lo adopto como punto de referencia. Abarca, grosso modo, la esfera de lo observable ictu oculi, a través de lo visual; b) nivel subempírico de verdad, en el cual se recurre a la matemática o en todo caso se abandona el lenguaje natural. En este nivel, lo observable es algo que transcurre en el experimento de laboratorio; c) nivel supraempírico de la verdad, en el cual se tiene el uso ultrarrepresentativo del lenguaje. Este nivel incluye la esfera de lo inteligible, no sujeta a las contradicciones de los hechos. En este campo, las ciencias experimentales, exactas y físico-matemáticas no nos competen. Pero convenía mencionar también este nivel infraempírico del conocimiento, aunque más no fuese para descalificar la creencia de que las ciencias son tales porque versan sobre cosas que se ven y se tocan. El conocimiento del hombre se despliega, pues, en tres direcciones, o en tres dimensiones características: o bien permaneciendo en el ámbito de lo visible, es decir de lo describible (nivel empírico de verdad); o traspasándolo hacia abajo-, o traspasándolo hacia arriba. Se ve de este modo cómo se desprende del mínimo común denominador del lenguaje materno, toda una serie de usos lingüísticos especiales, y por lo tanto cómo el hombre configura distintos tipos de saber usando aproximadamente un vocabulario inicial común. Tratemos de completar este esquema arquitectónico elemental con algunas dilucidaciones integradoras. Clarificaciones Ante todo, ¿por qué digo planos o niveles de verdad? Verdad es una palabra demasiado amplia y comprometedora. Tommaso definía la verdad como una "adecuación del intelecto a la cosa". Sin embargo, no sabemos qué pueda ser esa "cosa" que está fuera del intelecto: siempre la encontramos infusa y transfundida con el intellectus. Contentémonos entonces con definir la verdad a la manera de una ética profesional, esto es, como la finalidad de nuestras exigencias cognoscitivas. En definitiva, buscar la verdad es buscar un conocimiento correcto, con método, con coherencia, con inteligencia, con paciencia, con seriedad, con escrúpulo. Todo estudioso busca la verdad; por sus caminos, con sus técnicas y en el plano de sus propios intereses cognoscitivos. Y si es así, entonces "verdad" no es un titulo que corresponda legítimamente a una sola disciplina. Es por ello que digo niveles de verdad; porque el conocimiento empírico es, en cuanto empírico, tan "verdadero" como lo es, en su plano o nivel, el conocimiento especulativo. Y por ello hablo de planos o niveles de verdad tratando de abreviar la estéril pero encarnizada polémica que desde hace tiempo enfrenta a científicos y filósofos y los tiene en pie de guerra a unos con otros. Abreviar en el sentido de que la relación entre la filosofía y la ciencia ya no puede verse como gustan formularla los filósofos; es decir, como una relación entre un conocimiento superior y un conocimiento inferior, entre un saber cierto y un saber opinable, entre una verdad suprema y una verdad contingente, entre un conocimiento absoluto y un conocimiento relativo; cuando no, abiertamente, como una antítesis entre conocimiento y seudoconocimiento. Tampoco -viceversa- la relación entre la ciencia y la filosofía puede ser considerada tal como gustan representársela los hombres de ciencia; esto es, como una relación entre el saber concreto y la abstracción metafísica, entre el conocimiento fundado en hechos y un conocimiento que no conoce nada. Anticipo una objeción, que me sirve para introducir rápidamente una segunda aclaración. Se podría objetar que al decir planos o niveles de verdad se pone a la verdad en plural; y al pluralizar la verdad, se la relativiza. No es cierto. Si dispongo el conocimiento en tres planos, esto no significa que haya tres verdades. En efecto, la verdad se sitúa por conceptos, lo que quiere decir que a cada concepto corresponde "una" verdad, la verdad de ese concepto. El debate sobre la paralización de la verdad conduce a un gran equívoco: el de referir la verdad a los nombres en lugar de a los significados, al signo en vez de a la idea. La verdad no recurre a veces a una "palabra", es decir al signo lingüístico; corresponde en cambio, a veces, a cada significado de un signo lingüístico. Por lo tanto, no es que a cada nombre deba corresponder una sola verdad. Quien argumenta de este modo, se deja engañar por el hecho de que debemos recurrir a una misma palabra para mentar cosas radicalmente diferentes; es decir que confunde lo "único Verdadero" con un "signado único". Atenuaciones No debemos creer que la delimitación entre la ciencia empírica y la filosofía es tan nítida como he tratado de presentarla con fines meramente didascálicos. Para empezar, el "cómo" y el "por qué" están interrelacionados. Cuando describo, proporciono ya una cierta explicación; saber cómo son las cosas es comenzar a explicarlas. Pero de este modo, o hasta aquí, la explicación es solamente una subclase de la descripción. Y no es así como la entiendo. El ideal último de la ciencia es nomotético; esto es, encontrar leyes", leyes de tipo causal. El conocimiento científico, tal como se ha dicho desde siempre, es un scire per causas, un saber que explica encontrando causas, estableciendo relaciones de causa a efecto. Por lo tanto no he dicho ni intento decir que el hombre de ciencia se reduce al "cómo", se limita a describir, o que su explicación "está dentro" de su descripción. Si la ciencia es, como en efecto ocurre, curiosidad cognoscitiva, está claro que la ciencia está toda ella animada por el "por qué". La distinción que aquí se ha formulado, indica -y no me canso de repetirlopredominio y prioridad. En la ciencia empírica la explicación va precedida por la descripción, en el sentido de que la primera debe prevalecer sobre la segunda. Por el contrario, en filosofía la explicación -la respuesta a los "porqués"- prepondera sobre la descripción, la somete a sí, o inclusive la ignora. Por supuesto, éstas son sólo directrices, tendencias de máxima. Análoga advertencia hay que hacer con respecto a lo "percibido" y a lo "concebido". También se trata de una división de máxima, que no debe entenderse como una separación. Lo que es percibido, es también concebido; y lo concebido es también de alguna manera percibible. No obstante, también en este caso encontramos prevalencias, que tienen que ver, al fin de cuentas, con modos de indagación y hábitos mentales perfectamente diferenciables. En tercer lugar, es importante advertir que también la subdivisión estratigráfica entre "niveles de verdad" representa una reconstrucción a posteriori y no una subdivisión de competencias conscientemente buscada por los científicos y los filósofos, respectivamente. No debe olvidarse que en este campo no estamos ilustrando un esquema de organización del saber ya constituido y aceptado, sino que lo estamos buscando. A fuerza de buscarlo, creemos haber encontrado uno que funciona y que permite una pacífica convivencia con el otro: con tal de que, eso sí, cada disciplina cumpla con su cometido y permanezca en el ámbito que le es propio. En cuarto y último lugar, será oportuno precisar que el esquema de diferenciación entre la filosofía y la ciencia sugerido aquí, se aplica mejor cuando una tradición filosófica es netamente especulativa (como en Italia), y que en cambio aparece menos clara cuando debemos enfrentarnos a una tradición filosófica de tipo empírico (como en los países anglosajones). Y es obvio, si también la filosofía es de entonación empirista, la ciencia y la filosofía se aproximan. Esto no quiere decir que en este caso La línea de demarcación se debilite; quiere decir simplemente que se hace más sutil, y que requiere por ello ser trazada con mayor pulcritud y cuidado.4 Decíamos antes que el filósofo se caracteriza como tal porque "va más allá de las cosas físicas". Pero debe agregarse que las "metafísicas" filosóficas son de diverso tipo. El prototipo del filósofo metafísico es Platón, de quien merece transcribirse este pasaje característico de la República: "Estamos realizando una indagación sobre la naturaleza de la justicia absoluta y sobre el carácter de lo perfectamente justo, y sobre la injusticia y lo perfectamente injusto [...] ¿Acaso nuestra teoría será mala teoría si no somos capaces de probar que se puede ordenar el Estado de la manera descrita?" Aristóteles ejemplifica, e incluso funda, una metafísica que podríamos llamar (como antítesis de Platón y para entendernos) "realista". Pero es una metafísica; Aristóteles procedía deductivamente de los primeros principios en el ámbito de una "sustancia" que constituía la estructura necesaria y permanente del "ser". No podríamos seguir aquí las variaciones del tema y los distintos entrelazamientos del platonismo y el aristotelismo a lo largo de los milenios. Tal vez el sustrato metafísico no aparece con bastante evidencia, o no se pone de relieve de inmediato. Spinoza escribía en su Tractatus politicus: "Aplicando mi mente a la política, he procurado demostrar por medio de un desenvolvimiento seguro e indubitable de la argumentación, y de deducir de las condiciones mismas de la naturaleza del hombre [...] sólo las cosas que mejor se concilian con la política. He trabajado atentamente, no para escarnecer, lamentar o execrar, sino para comprender las acciones humanas." A primera vista parecería que Spinoza habla como Hobbes, o más exactamente como Maquiavelo. La clave del pasaje está en el verbo "deducir". A diferencia del empirista, Spinoza no reconoce la inducción; todo es férrea deducción (more geométrico) de un orden necesario del mundo, que es precisamente un orden geométrico, el cual conduce a la fórmula (teológica y también metafísica) Deus sive natura. Quizás el filósofo sistemático que con mayor eficacia intentó rehuir la metafísica y fundar una filosofía no metafísica, "naturalista", fue Dewey, el más alto exponente del pragmatismo filosófico. No podemos entrar a discutir aquí hasta qué punto Dewey tuvo éxito en su intento. Es cierto (y el hecho resulta sintomático) que la influencia de Dewey no atravesó jamás el Atlántico. Los ingleses estaban dedicados a la filosofía analítica; y en el resto del mundo, las filosofías que realmente marcaron el curso de la historia eran todas derivaciones idealistas y hegelianas (rebeldes a ella en el caso del marxismo y el existencialismo), y por lo tanto de neta inspiración metafísica. La lección me parece la siguiente: cuando una tradición filosófica termina por perder toda curiosidad metafísica (de búsqueda de una inteligibilidad última de la existencia), cesa simplemente de ser "filosofía", o bien pierde peso; no sólo no sustituye a las "filosofías totales", sino que resulta en definitiva fagocitada por ellas. Veremos después con más detenimiento por qué la inmersión del empirismo "como filosofía" en el empirismo "como ciencia" resultó insatisfactoria y tuvo el sabor de una amputación antes que de una solución diferente y mejor. Bastará comprobar ahora que a cada tentativa de llevar una filosofía empírica hasta el mismo "nivel de verdad" en el que se disponen las ciencias empíricas, siempre, infaliblemente, corresponde la exigencia y el requerimiento de hacer "más filosofía"; lo que equivale a decir, retornar a la filosofía como lo que es, o en todo caso volver a rehacer una filosofía que no sea un epifenómeno de la ciencia. Lo que parece refrendar la validez de la sistematización metodológica que hemos descrito aquí. II.6. La ciencia política como conocimiento de aplicación Tratemos ahora de ver mejor cómo trabajan, qué interés persiguen y qué métodos aplican el conocimiento empírico y el especulativo, respectivamente, tomando en consideración los casos especiales que nos competen. Comencemos por la ciencia política. Como toda otra ciencia empírica, también ésta debe comenzar por ser un conocimiento descriptivo en el cual prevalece el "significado de observación" de las palabras (supra § II.3), y donde un comprendedor que describe condiciona y fundamenta la explicación. Preguntémonos, ¿por qué nunca ocurre que sepamos con precisión cómo funciona una determinada realidad, o bien cómo está hecha? Naturalmente, se puede responder que así como existe el ratón de biblioteca, también existe el ratón de la investigación sobre el terreno, el "fotógrafo" por el sólo gusto de serlo. Pero no es sólo cuestión de gustos y de idiosincrasias. Las disciplinas tienen una razón de ser intrínseca. Si queremos saber cómo está hecha una cierta realidad, es porque nos urge obrar sobre esta realidad. Vale decir que el conocimiento empírico es un conocimiento para aplicar. Veremos más adelante (infra § V.2) la diferencia que existe entre ciencia "pura" y ciencia "aplicada". Esta diferencia no quita que en último análisis la ciencia sea un saber práctico. Y la ciencia política no es excepción a esta regla. También ella es, o tiende a ser, un saber de aplicación, operativo: un instrumento para intervenir sobre la realidad de que trata. De ahí que estudie los problemas en razón de su aplicación, esto es, según el criterio pragmático de verdad: es verdadera la solución que funciona, es exacto el proyecto que alcanza éxito en su aplicación. Pongámonos de acuerdo sobre esta noción de aplicabilidad. Para poner en ejecución un determinado programa, no basta con tener la fuerza bruta para imponerlo; ella, por sí sola, no es suficiente para demostrar que dicho programa sea aplicable y que pueda tener éxito. Toda la fuerza del mundo no es capaz de impedir que la ejecución de un proyecto fracase miserablemente en el sentido de que no suceda lo que se proponía, o de que no acontezca lo que se creía (que iba a acontecer. Y ello porque se hicieron mal los cálculos, porque se cometieron errores de cálculo. En tal caso decimos que ese programa era inaplicable, lo que equivale a afirmar que estaba equivocado en cuanto a los fines de su aplicación. Por "aplicabilidad" entiendo, pues, que un determinado proyecto se cumpla conforme a las previsiones. No me refiero a la posibilidad material de ponerlo en ejecución; me refiero al éxito, esto es a la correspondencia entre los propósitos y los resultados, entre las previsiones y su comprobación. En suma, la aplicación que triunfa, no la que fracasa, Aclarado este punto, es posible formular una pequeña regla elemental para establecer cuál será el sector de competencia y jurisdicción de una determinada proposición "proyectiva". Basta preguntarse, ¿esta proposición es aplicable? o bien, traducida en hechos, ¿funcionará conforme a lo previsto? Si es así, se trata de: 1) una proposición empírica, y 2) de una proposición empírica verdadera (capaz de funcionar). De lo contrario, se presentan dos casos posibles: o me equivoqué y entonces mi conocimiento empírico era insuficiente e inadecuado para resolver el problema propuesto; o bien no se trataba de una proposición empírica: me equivoqué al considerarla tal, o sea que transformé un nivel no empírico de conocimiento en un dominio donde no tiene arte ni parte. Eliminemos en hipótesis la posibilidad de error. La regla que proponía se formulará entonces así: todas las proposiciones programáticas aplicables son proposiciones empíricas, y viceversa, todas las proposiciones no empíricas no son aplicables. Es muy simple una vez que se lo ha comprendido; pero no es simple llegar a comprenderlo. II.7. Filosofía y filosofía política La función Vayamos a la filosofía política. Si el conocimiento empírico es, en general, un saber práctico3 ya decimos con esto que el conocimiento filosófico no es un conocer empírico; su diferencia radica, exactamente, en no plantearse el problema de la aplicación. Entendamos que esto no es un defecto o una omisión. Es, por el contrario, la indicación de una función y un destino heurístico diferente. Para captar la razón de ser del filosofar, es legítimo partir de esta pregunta, ¿por qué sobrepasamos siempre el nivel empírico de verdad? Decía Goethe: Wer fremde Sprachen nicht kennt, toeiss nichts non seiner eigenen (el que no conoce lenguas extranjeras, no sabe nada de la propia). Lo mismo se aplica al uso no empírico del lenguaje: es sintiéndose extraño al plano empírico como se lo puede apreciar mejor. La filosofía es la evasión del mundo fenoménico que nos permite conmensurarlo y modificarlo. Es por ello que la fragua de la evolución simbólica se encuentra propiamente en el pensamiento especulativo. El sentido de la vida, de sus valores, de sus exigencias, de sus ideales -en suma, una Weltanschauung- se alcanza y se elabora "ideando"; no encuentra su fermento en el percibir sino en el concebir. Quien comprueba, mide, describe, experimenta -es decir, el observador empírico- no es un animador del proceso simbólico; no es esa su competencia, ni esos sus medios. Volvamos a decirlo, ahora al revés. Si la vida mental del hombre debiese quedar confinada al nivel empírico; si no le fuesen permitidas al hombre las "evasiones especulativas", su existencia transcurriría en una chata e incolora horizontalidad, sometida a preguntas sin respuesta, privada de toda dinámica, de sentido y de valor. Y si no es así, el mérito le corresponde al filósofo, al filósofo metafísico, que por largo tiempo fue un filósofo-teólogo; no al filósofo especialista. Muchos autores, hoy, hablan despreciativamente de la filosofía tradicional como de un "saber infecundo". No advierten que el "saber fecundo" nace y fermenta entre los pliegues del que parece infecundo. Es preciso no dejarse arrastrar desde la polémica contra la aparente esterilidad del saber especulativo, hacia otro exceso: el de una actividad práctica a toda costa, basada en la ansiedad de "hacer" y de hacer rápido. La dimensión de la vida humana no reside por entero en esto y no conviene reducirla solamente a la búsqueda de la acción. El hombre contemplativo se encuentra desacreditado; mas sin ninguna razón, ya que todas las obras que más nos importan, son las que convocan y orientan nuestras energías hacia finalidades y valores, hacia ideales y objetivos concebidos por él. La filosofía política ha sido, y confío en que lo seguirá siendo, un componente esencial e imposible de eliminar del discurso político. No es justo que la ciencia empírica de la política venga a eclipsarla ni tampoco tiene sentido que el científico político desconozca lo que es el fundamento de su campo. La jurisdicción Una vez realizados la importancia y el papel insustituible de un conocimiento especulativo, se deben también fijar sus límites: un conocimiento no empírico no es, sólo por ser tal, un conocimiento operativo. Es sólo el uso del lenguaje en función de observación lo que lo hace congruente a los fines de la aplicación. Por lo tanto, si un determinado tipo de conocimiento no se preocupa de "ver" la realidad fenoménica, ¿cómo pretender que pueda valer para ésta? ¿Cómo obrar sobre la realidad empírica recurriendo a un saber metaempírico? Es una pretensión absurda, a mi juicio; pero que sin embargo encuentra siempre nuevos adeptos (aunque con frecuencia no sepan ellos mismos que lo son). Es la pretensión que denomino resumidamente así: "Deducción de la política a partir de la filosofía." Mi tesis es que los problemas de la acción remiten a un conocimiento dirigido a los fines de la acción; esto es, a un "conocimiento para aplicar", que justamente estudia los problemas en clave de resolución práctica, estudia los medios aptos para conseguir los fines. Y la tesis en que se funda es que el conocimiento de! cual se vale la acción, no puede ser sino un conocimiento empírico: en nuestro caso, no la filosofía política, sino la ciencia empírica de la política. Un ejemplo de deducción de la política a partir de la filosofía: Marx A ojos vistas, el caso de mayor resonancia de "deducción de la política a partir de la filosofía" es por cierto el marxismo, o mejor dicho Marx. Veamos un aspecto sintomático, que se refiere al punto crucial de la problemática práctica de la política: el Estado. En el entendimiento de Marx tal como circula en el dominio del lenguaje corriente (supra, 1.6), lo que no se ve es que Marx trata el problema del Estado a un nivel exquisitamente especulativo. En efecto, si le quitamos a Marx su sustento implícito en la filosofía hegeliana, tratando el problema a un nivel empírico, su teoría del Estado aparece basada en dos axiomas totalmente gratuitos: I) que se puede prescindir del Estado, pues éste es innecesario y superfluo; 2) que la dictadura del proletariado está destinada a una vida efímera y provisoria. Marx parte del concepto hegeliano del "Estado ético". Pero para Marx, lo universal político-ético (que en Hegel era precisamente el Estado) se convierte en la "sociedad"; la culminación del ethos ya no es, pues, el Estado, sino la sociedad misma. Establecido esto, Marx razona de este modo: desde que la sociedad es el verdadero "universal", se deduce que el Estado no es necesario, que es una "superestructura" ficticia instaurada por una autoalienación, y que por lo tanto el Estado debe desaparecer. La sociedad del futuro será una sociedad sin Estado y el proletariado se adueñará del Estado para destruirlo. Ahora bien, está claro que toda esta demostración se basa en un presupuesto implícito: que Marx acepta la definición del Estado dada por Hegel. ¿Cuál es el Estado que no tiene razón de ser, si es exacta la demostración marxista? Es el Estado como "sustancia ética", vale decir en su transfiguración hegeliana. Según Marx, este Estado no tiene razón de ser porque Marx trasvasa el ethos del Estado a la sociedad, esto es, vacía al Estado ético de su ficticia "eticidad". En efecto, cuando critica el "Estado ético" de Hegel, Marx no vuelve a definir el concepto; solamente trastrueca su valoración, la positividad del "valor", aseverando que las calidades atribuidas al Estado por Hegel son ficticias. Vuelvo a subrayar, el Estado que para Marx es innecesario y hay que destruir, es exactamente el concepto de Estado formulado por Hegel. Por lo tanto, el verdadero alcance y significado de la crítica marxista es la de haber refutado la conceptualización hegeliana; pero por consiguiente era "filosofía del Estado" la de Hegel y "filosofía del Estado" la de Marx. Ni Hegel ni Marx sitúan el problema del Estado en el nivel empírico. En efecto, es claro que el problema empírico del Estado no tiene nada que ver con el problema de su "sustancialidad ética", que es el problema de atribuirle al Estado un "significado de valor"; es en cambio el problema del control, la limitación y la subdivisión del poder. Si se quiere desconocer la "eticidad" del Estado, no se infiere de ello que el Estado no deba existir más y que no tenga cometidos propios. Se infiere únicamente que se le desconoce aquel significado. No obstante, Marx se declara "filósofo revolucionario", que se propone no "comprender el mundo sino cambiarlo", y por lo tanto pretende que sus conceptualizaciones (que son conceptualizaciones hegelianas puestas de revés) sean válidas con referencia a lo empírico. ¿Cómo? Marx debe afrontar en este punto el problema de la aplicación. A fin de que el Estado desaparezca -le concede Marx a la realidad-, se busca un Estado todavía más fuerte (el Estado-dictadura), capaz de hacerlo desaparecer. Por lo tanto, un Estado para asesinar al Estado. Marx predica su abolición; pero mientras, obra para instaurar el último Estado, el más fuerte de todos los Estados que lo han precedido. Concedido esto, toda la demostración de Marx queda viciada, tanto en su validez teórica como empírica. Adviértase que la dictadura del proletariado es un Estado "necesario", que por lo tanto escapa a la definición marxista del Estado (dirigida toda ella a caracterizarlo, en contraposición a Hegel, en su "innecesariedad"). En términos de acción, Marx incita a construir un Estado que escapa totalmente a la fórmula cognoscitiva expuesta por el propio Marx. Que escapa a ella queda demostrado ad abundantiam precisamente por la doctrina de la "transitoriedad" de la dictadura del proletariado. Asegurar que una dictadura será "transitoria" resulta en términos prácticos, de aplicación, una verdadera contradicción en sus términos. Si es verdad, como lo es, que el término dictadura designa un poder ilimitado e incontrolable, ello excluye por definición toda posibilidad de mantenerlo ba lo control, asignándole un límite temporal e hipotecando su desarrollo. Ponerle un plazo en un tiempo futuro indefinido a una dictadura, es como poner en circulación un cheque en blanco, asegurando que alguien lo firmará en la forma debida y que otro lo pagará en el momento adecuado. (La diferencia consiste en que de cheques todos entienden.) Que la doctrina de Marx convence, es indudable. Pero que no funciona como Marx previo, o como esperó que funcionara, no es menos indudable. Marx, dotado de un saber no empírico, intentó deducir de él una aplicación empírica. Marx discutía, en polémica con Hegel, sobre el "significado" del Estado, pero para extraer de él la inferencia arbitraria de que era necesario "rehacerlo" y después "deshacerlo"; vale decir, arbitrarias inferencias aplicativas. Resulta de ello únicamente una pérdida del control del conocimiento sobre la realidad empírica, al punto de que el primero gira en el vacío en torno a esa realidad que se le escapa en vez de dominarla. Deducir la política práctica de la filosofía conduce sólo a conseguir resultados completamente diferentes a los que la teoría confiaba en obtener, y no sólo en este caso considerado. II.8. Consideraciones finales Sobre la filosofía política Es importante identificar la filosofía en sentido positivo (qué es) y en sentido negativo (qué no es), por toda una serie de razones que paso a enumerar. Primera razón: para saber cuándo utilizarla. Entendámonos, para determinados fines, es el conocimiento filosófico el que corresponde. La filosofía política es un componente fundamental del discurso político, dado que es la fragua donde se elabora la legitimación, o inversamente, la invalidación de la polis. Por lo tanto, quien está interesado en la ideación pero sea ignaro en filosofía, termina por afanarse, con grandes fatigas y a menudo con no menor impericia, en cosas que claramente lo superan. Segunda razón: para saber reconocerla, aun cuando esté muy bien mimetizada dentro de otras disciplinas. Como ya se advirtió, la ciencia política brota de la fuente de la meditación especulativa y no ha sido bien diferenciada hasta hoy de la filosofía política, que constituye en muchos aspectos uno de sus ingredientes implícitos y no siempre advertido. El que no sabe nada de filosofía corre el riesgo de servirla y acatarla sin saberlo; pero entonces resultará un mal filósofo (lo que en todo caso sería un mal menor), mas con seguridad, y sobre todo, un pésimo politólogo. Tercera razón: saber qué "no es" la filosofía, resulta indispensable para no filosofar cuando no es el caso hacerlo, esto es, cuando tenemos en mente objetivos prácticos y nos interesa un conocimiento de aplicación. Sobre la ciencia política Si la filosofía es difícil de entender, la ciencia empírica de la política, en cambio, es difícil de hacer. Como se señaló al comienzo, la ciencia empírica de la política está reclamada, o mejor tironeada, en dos direcciones opuestas; hacia arriba, en dirección a la conclusividad omniexplicativa de la filosofía política (que la impulsa más allá de la empiria); y hacia abajo, en dirección al terreno (del lenguaje corriente) de la acción y de las ideologías en pugna. A este respecto merece subrayarse que tales dificultades afligen típicamente al politólogo; esto es, mucho más al estudioso de la política que no, digamos, al sociólogo o al economista. Por un lado, la progenitura filosófica de las otras ciencias sociales es bastante más débil y por cierto mucho menos directa (el economista puede empezar por Adam Smith, y el sociólogo por Comte); y por el otro, el auditorio del economista o del sociólogo puede ser un auditorio especializado, sin mayores inconvenientes. Ya hemos hablado suficientemente de la relación ciencia-filosofía y de las confusiones o perjuicios que se producen cuando no se respetan las respectivas competencias. Conviene ahora volverse hacia el otro polo de atracción: hacia la relación entre la ciencia y el lenguaje corriente. El politólogo es un observador cuya materia de observación es, in primis, el lenguaje de la política práctica, el lenguaje que informa los comportamientos del ciudadano o del político. Ahora bien, si el conocimiento científico requiere un "lenguaje especial" (supra, 1,6), se infiere de ello que el lenguaje del observador no es el mismo que el lenguaje observado. Está bien, pero ¿hasta qué punto el lenguaje que observa puede y debe diferenciarse del lenguaje observado? Se diría que éste es un problema que atañe a todas las ciencias sociales. Sí; pero conviene hacer notar una vez más que es también el politólogo el que se encuentra en las peores condiciones. Si admitimos que el estudio de la política no se puede emprender con el mismo lenguaje con el que "se hace política", la cuestión, es la siguiente: ¿cómo especializar hasta tal punto a la ciencia política para hacerla inaccesible a los profanos? Especialmente cuando vivimos en un sistema democrático, ¿qué sentido tiene tratar de la "ciudad de todos" en el aislamiento, en términos incomunicables para los no especializados? En este aspecto, se llega a la conclusión de que el estudio de la política transcurre, de modo caótico, en órdenes separados. Está el politólogo matematizante, y en el otro extremo el politólogo comicial. Entre estos dos extremos no es fácil encontrar una vía intermedia. Personalmente no considero que el politólogo se deba recluir en una torre de marfil; pero sólo veo perjuicios y desventajas en mezclar la biblioteca con la plaza pública. La dispersión de la disciplina es excesiva, aunque pueda justificarse. Y la analogía con la medicina parece apropiada. Quien crea la medicina (ciencia pura) debe transmitir sus descubrimientos al médico que cura (ciencia aplicada). Está claro que quien hace avanzar la ciencia médica en el laboratorio no se debe preocupar de que el enfermo lo comprenda; pero sí es indispensable llegar al enfermo. Me parece, pues, verdad que la ciencia de la política es la más difícil, o la más obstaculizada, de todas las ciencias del hombre. Si queremos unir en un haz todas las razones que hacen a las ciencias sociales mucho más arduas que las naturales, las encontraremos a todas ejemplificadas in vitro, y agrandadas, en la ciencia política. Esta conclusión puede producir la siguiente perplejidad, ¿existe en verdad una ciencia, en este caso? Dentro de los límites de la definición que dimos de la ciencia, la respuesta debe ser afirmativa.5 Pero la respuesta se vuelve negativa si los parámetros de la "ciencia" son otros (y del tipo fisicalista). Mas en todo caso debemos decir "ciencia" a los efectos prescriptivos; para señalar un ideal e indicar un camino que se recorre, sí, sólo en parte, pero que hay que recorrer. Sobre la neutralidad de la ciencia Probablemente sorprenderá que hasta el momento no hayamos entrado en el problema, que se debate desde Max Weber, de la Wertfreiheit, de la libertad weberiana del valor. Y no hemos entrado en ¿1 -lo confieso- un poco por inquina personal. De medio siglo a esta parte, la Wertfreiheit se viene presentando por todos y en todas partes, como el problema de los problemas. Y como yo no lo considero tal, he esperado hasta el final para mostrar que el concepto de ciencia puede ser definido sin entrar en el concepto weberiano. La tesis de la "libertad del valor" se podría resumir de este modo: la ciencia debe ser neutral; y si no es neutral, si es valoradora, no es ciencia. Esta tesis puede cuestionarse en el plano de los principios; o bien puede discutirse en concreto, o sea del modo y en la medida en que el ideal de la neutralidad de la ciencia puede alcanzarse. Quiero afirmar cuanto antes que quien sostiene la tesis de la ciencia que valora sostiene un principio insostenible. No porque haya nada de malo en "valorar"; incluso el valorar es la sal y el sentido de la vida. Pero la ciencia es el peor ámbito para emprender "campañas de valoración". Por esta vía se llega lentamente a una ciencia ideologizada, que es ideología y no ciencia. Una ciencia que valora es una contradicción en sus términos, un conocer que no nace o que se autodestruye. Y los propugnadores de una ciencia valoradora son, en el mejor de los casos, filósofos disfrazados de hombres de ciencia (y aquí el mal reside ya en el disfrazarse); o son científicos reposteros, que gustan preparar mélanges de todo un poco: literatura, filosofía, política, acaso poesía y hasta algunos ingredientes más. Encarado el punto de este modo, yo no digo que los propugnadores de las ciencias valoradoras no tengan buenas razones para protestar. Y su protesta suele ser fundada. Pero se trata de una protesta, y de una protesta expuesta erradamente, en un modo y lugar equivocados. La protesta versa sobre la denominada "irrelevancia" de tantas partes de la ciencia política contemporánea; irrelevancia porque no se afrontan en ella los problemas "importantes", los problemas que hay que resolver. Esto suele ser verdad. Pero no se desprende de ello que el remedio sea el que se propone. Los especialistas -a juicio de quienes no lo son- se ocupan más de minucias irrelevantes. Mas de ahí no puede deducirse que el oficio del erudito se deba ejercer de otra manera; por ejemplo, incendiando los libros. Se ha de inferir solamente que quien siente otras "relevancias" no debe dedicarse a erudito. Además, el blanco al que se apunta no está bien emplazado y el diagnóstico se equivoca. La "irrelevancia" en cuestión no resulta en el plano de los principios, del principio de la neutralidad de la ciencia; resulta, en el plano de lo concreto, de las particulares escuelas o de los modos particulares de concebir la ciencia. El blanco puede ser la escuela behaviorista y aún más la ciencia cuantitativa; pero entonces, para recuperar la "relevancia", no hay que destruir el conocimiento científico en su fundamento mismo, en las reglas que lo constituyen como "lenguaje especial" (supra 1.6). Mi posición es, pues, que ese algo de neutralidad que se requiere, está ya incorporado en la determinación y construcción lingüística de lo que la ciencia es, o bien de lo que no es. Recordemos que el conocimiento científico reclama un refinamiento "lógico" del lenguaje, y que postula en cambio la necesidad de restringir su dimensión emotiva. Con esto queda ya implícitamente afirmado que el "valorar" no "es ciencia". Mas sólo con arrogancia podría decirse que ese valorar la impide, y mucho menos que la perturba. Pero si hacemos de la ciencia valoradora una bandera, un ideal de combate, entonces es seguro que la ciencia muere. Al fin de cuentas, la medicina persigue el "bien" del enfermo; pero si la medicina persiguiese sólo el bien del enfermo y olvidase el laboratorio y la experimentación, estaríamos todavía en la época de los hechiceros. Como se ve, yo no pertenezco a los extremistas de la neutralidad, ni sostengo su aplicación extrema. Preguntémonos: ¿hasta dónde puede y debe llegar la "cancelación de los valores"? Según mi parecer, y para empezar, no debe cancelar la "relevancia". En segundo lugar, por más que el lenguaje del observador sea "neutralizado", el lenguaje de los observados, y por ello la realidad que observan el politólogo y el sociólogo, está "cargado de valor". Aquí está el nudo más difícil de desanudar. Como ya fue observado, el conocimiento del hombre no se puede separar del hombre de carne y hueso que trata de conocer. La duda es la siguiente: ¿nos sirve en verdad un "lenguaje observador" que no esté en condiciones de acoger (aunque fuese esterilizado totalmente) el lenguaje observado?6 Concluyo reclamando una diferenciación que sirve también para desdramatizar el problema: La diferencia entre el contexto del descubrimiento y el contexto de la validación. Cuando se define la ciencia, lo que suele definirse es la "ciencia normal" en su proceder cotidiano. Lo que parece justo, porque no hay ninguna receta prefabricada para el "descubrimiento". Pero ello no nos autoriza a olvidar que la ciencia avanza descubriendo. ¿Cómo? Responde rápidamente: alia brava, de modo misterioso. Con lo que entiendo que en la gran caldera magmática del "contexto del descubrimiento", hay también "valores" de lo científico. Digo más: con toda probabilidad, en el descubrimiento que persigue el hombre de ciencia, se ve estimulado también por sus valores. Así pues, no es sólo que haya valores; importa que los haya. Se deduce de ello que el problema no reside en los valores como premisa. El problema de una ciencia que no sea "ciencia comprometida", que no sea ciencia valoradora, se plantea en el contexto de la valoración: cuando se trata de "controlar" la verdad de las hipótesis y de los enunciados científicos. Una ciencia que no verifica, o que no falsifica neutralmente, no verifica ni falsifica; no es ciencia, sino un engaño. Resumo, la Wertfreiheit no es criterio institutivo de "ciencia" en el sentido siguiente: que no basta que sea valorativa para pasar del lenguaje corriente a un saber cognoscitivo. Pero quien transmuta "neutralidad" en "valoratividad" se equivoca dos veces y multiplica el error. Si la neutralidad no es suficiente para hacer la "ciencia", el valorar erigido en criterio destruye a la ciencia con toda seguridad. III. ¿CUÁL MÉTODO? III. 1. Ciencias sociales y ciencias naturales Ya he dicho que las ciencias sociales son más difíciles que las naturales. Lo que presupone que debe verse claro cuál es su diferencia. Por otra parte, la cuestión es de importancia intrínseca; y éste es el momento de afrontarla. La cuestión la plantearon hace ya casi un siglo Dilthey, Rickert y Windelband; por lo tanto, desde la perspectiva de las ciencias llamadas morales o históricas. Pero no es ésa la perspectiva que nos conviene. Con todos los respetos, la moral no es una "ciencia" (en el significado actual del término); y mucho menos se entiende por qué habría que hablar de "ciencias históricas". Por cierto, si todo el saber se divide entre ciencias del hombre y ciencias de la naturaleza, la historiografía sólo puede incluirse dentro de las "ciencias del hombre". Pero queda en pie el hecho de que el conocimiento histórico no es un conocimiento de tipo científico, o que se adecúa a los cánones del procedimiento científico. Lo que no supone ninguna reserva, ninguna capitis diminutio. Si digo que el conocimiento historiográfico no es una "ciencia de la historia", es sólo para disminuir la ambigüedad del término ciencia, esto es, para usarlo con un mínimo de precisión. Decíamos que la perspectiva de Dilthey y Windelband no nos conviene, En efecto, ella sostiene una demarcación -que no rige- entre ciencias ideográficas o individualizadoras por un lado (la historiografía y en general las denominadas ciencias del espíritu), y del otro lado ciencias nomotéticas y generalizadoras. Tal división no rige por varios motivos. Mientras que también lo histórico "generaliza" (aunque sea a su manera), las ciencias sociales pueden "individualizar", y es cierto que desde hace tiempo consiguió un saber nomotético, formulado en "leyes". En segundo lugar, a la luz de esta división no sabemos bien dónde situar a las "ciencias clasificadoras" (pensemos en la geología, en la zoología o en la botánica), que no son por cierto ciencias del espíritu, pero que mucho menos son ciencias nomotéticas. El hecho es que las ciencias de la naturaleza se han diversificado a tal punto, que ya no admiten un "único modelo" de cómo ha de ser la ciencia. La geología y la física nuclear son ciencias; pero sólo tienen en común la especialización de sus respectivos lenguajes y nada más. Es así que se puede sostener que la geología, la mineralogía, la botánica y la zoología están mucho más próximas a las ciencias sociales (en virtud de su característica común de ser ciencias clasificatorias) que la física. ¿Y entonces? Para llegar a nuestra finalidad sin desviarnos, será útil una representación esquemática de cómo se desarrolla -en un lenguaje natural- el proceso cognoscitivo. El esquema indica también los obstáculos del conocimiento. Las relaciones entre los significados y las palabras tropiezan con el problema de la ambigüedad y en particular de la equivocidad (pocas palabras, muchos significados). Es el problema que impone el surgimiento de los lenguajes especiales. Ya lo tratamos al principio (en el capítulo I), precisamente porque reducir la ambigüedad de vocabulario es condición sine qua non de todo lo demás, su paso preliminar. La relación entre significado y referente (las cosas representadas y significadas) tropieza en cambio con el obstáculo que llamamos vaguedad o indeterminación. Un concepto es vago, o puede considerarse tal, cuando denota mal o poco, ya sea porque no aísla al propio referente (no marca sus límites), o porque no discrimina entre lo que contiene (entre los propios miembros). El capítulo II planteó precisamente este problema. En efecto, un lenguaje de observación-descripción es precisamente aquel lenguaje que se plantea el problema de la relación entre significado y referente, y que quiere en verdad "llegar" al referente, "capturar" al referente. Una vez reducida la ambigüedad (el primer paso de toda ciencia), debe desarrollarse la capacidad denotativa, la denotatividad del lenguaje; y éste es el elemento caracterizador de las ciencias empíricas. En efecto, la división entre filosofía y ciencia empírica puede caracterizarse observando que en el conocimiento especulativo el referente es "vago": las palabras del vocabulario filosófico son ricas en connotación, pero indeterminadas, pobres en denotación (y delimitación) fenoménica. Si el filósofo no tiene el problema de capturar el referente, no es sólo porque abundan en su discurso los "términos teóricos" (que no tienen referente), mucho más que en el discurso de las ciencias empíricas; sino sobre todo porque el filósofo no tiene ni ha tenido que tener la "curiosidad descriptiva". Incluso si consideramos las filosofías empiristas y las que más se proclaman antimetafísicas, su sello distintivo en seguida se hace evidente por su lenguaje, que es típicamente -lo subrayo- no denotativo. Pero atención: el filósofo puede ser muy preciso en la vertiente de la ambigüedad, pero será siempre "vago" en la otra vertiente. El referente es siempre nebuloso, en sus límites y en sus propiedades observables. También el esquema ha servido para seguir el hilo del argumento desarrollado en los dos primeros capítulos. Veamos ahora -volviendo al punto propuesto- de qué modo nos sirve para marcar la diferencia entre ciencias sociales y ciencias naturales. Se puede señalar fácilmente. En las ciencias sociales, el referente está constituido por animales simbólicos, mientras que en las ciencias naturales el referente está dado por objetos inanimados, o en todo caso (por ejemplo, en zoología) no caracterizados por su "imprevisibilidad simbólica". Esta diferencia -que es enorme- genera todas las otras diferencias. Cuando el referente, las cosas o los procesos observados, son otros hombres -en sus comportamientos, procesos de interacción e instituciones- el objeto de nuestras observaciones ya no es una "cosa" provista de cierta fijeza, de cierta aislabilidad in re. En este caso el referente es, en sustancia, otra-triada de palabra-significado- referente, multiplicada hasta el infinito (por tantos como sean los actores individuales) e interactuante al infinito (por tanto como sean sus posibles relaciones). En suma, que el denominado referente es un pozo sin fondo de interacciones y reacciones indeterminables. La explicación causal De esta imagen de un pozo sin fondo donde tienen lugar reacciones indeterminables, extraemos dos puntos precisos: 1) cómo se presentan las relaciones de causa-efecto-, 2) cómo se presenta la secuencia primero-después. En cuanto al primer punto, recordemos que el conocimiento científico atiende, cuanto puede y como mejor puede, a la explicación causal (a veces presentada más cautamente como explicación probabilística). Un orden de fenómenos queda explicado científicamente cuando podemos afirmar que c es causa de e (efecto) y así sucesivamente (de maneras variadamente complejas). Tanto mejor si esta explicación causal puede formularse como una "ley", esto es, si una determinada ciencia llega a conquistar una formulación nomotética. De ese modo, los ladrillos que van a construir el edificio comple lo de una ciencia que es acabadamente tal, están constituidos por las relaciones de causaefecto. Atención, no estoy diciendo con esto que toda explicación es o debe ser del tipo causal. Si dijese eso, diría una cosa totalmente inexacta. Lo que digo es, en cambio, que el conocimiento científico busca explicaciones causales, y que no le satisfacen aplicaciones de otro tipo (de menor potencia explicativa). Establecido esto, la pregunta es la siguiente: ¿la causalidad de las ciencias naturales puede encontrarse tal cual en las ciencias sociales? Si atendemos a la diversidad de los respectivos referentes, intuitivamente nos damos cuenta de que la respuesta es no. Al responder así no estoy sugiriendo que el proceder por causas no se aplica a las ciencias sociales. Pretendo en cambio llamar la atención sobre la diferencia entre determinaciones causales e indeterminaciones causales. En ambos casos se da una explicación causal; pero en el primero, se llega al "determinismo" (lo que resulta cómodo cuando tratamos los fenómenos naturales), mientras que en el segundo caso no (lo que resulta satisfactorio cuando tratamos los fenómenos humanos). Adviértase que el punto es solamente gnoseológico, no ontológico. Aquí no estoy afirmando (aunque tampoco niego) que el hombre sea, en sí y por sí, un ser "libre". Afirmo tan sólo que el hombre escapa al modelo fisicalista de explicación causal. Por lo tanto, la separación entre ciencias naturales y ciencias sociales es tal ya desde el primer paso, desde la materia prima -por decir así- de las construcciones respectivas; está ya en el tipo de explicación causal. En las ciencias naturales se da una "determinación causal" cuya fórmula es la siguiente: dada la causa c, ya sé con certeza, por anticipado, cuál será el efecto e. Aquí la causa es condición necesaria y suficiente. En las ciencias sociales, en cambio, se da una "indeterminación causal", cuya fórmula es: dada la causa c, no puedo saber por anticipado si se producirá el efecto e. Aquí la causa es condición necesaria, pero no suficiente. También podríamos expresarlo de este modo: dada la causa c, es sólo probable que se produzca el efecto e. Es sólo "probable" porque la naturaleza del referente es "simbólica", porque está constituida por "sujetos animados" capaces de reaccionar a los estímulos de modo imprevisible, anómalo, y por lo tanto no necesariamente predeterminado. Pasemos ahora de la relación causa-efecto a la secuencia primero- después. Sabemos desde la época de Hume que post hoc no equivale a propter hoc, esto es, que una sucesión temporal no es "causa de", no establece todavía una conexión causal. Sin embargo, en las ciencias naturales es el post hoc el que pone sobre la pista del propter hoc, o sea de una posible relación de causa-efecto. En la naturaleza no ocurre jamás que un efecto preceda en el tiempo a su causa; siempre es la causa la que "viene primero". Primero deben llegar las nubes y después llover. Pero en los asuntos humanos sucede también lo contrario: llueve sin que hayan llegado las nubes. El efecto puede muy bien preceder en el tiempo a su causa. No es una paradoja; es que un animal simbólico no reacciona a los acontecimientos, ante las cosas que efectivamente suceden y que han ocurrido ya, sino a las "expectativas de acontecimientos". Dicho de otro modo; lo que el hombre sabe -sus conocimientos, sus previsiones- tiene sobre él un "efecto reflejador" que se descuenta por anticipado. Es el conocido asunto de las profecías (verdaderas) que se autodestruyen y, al revés, de las profecías (creídas) que se autorrealizan. Para verlo en un ejemplo menor: es la previsión de la desconfianza que genera desconfianza; es la previsión de una devaluación que devalúa ipso facto la moneda. Así, en las ciencias sociales tenemos también una causalidad que va al revés en el tiempo. Podemos ilustrarlo tomando un concepto central de la ciencia política, y acaso también de la sociología: el concepto del poder o de la influencia (la diferencia entre los dos términos es irrelevante a nuestros fines). Poder e influencia son relaciones, relaciones entre personas, que pueden configurarse como relaciones causales. En efecto, que Tizio tenga poder (o influencia) sobre Cayo, quiere decir que Tizio es la "causa" de los comportamientos de Cayo. Si Tizio no existiese, Cayo no habría hecho lo que hizo; y si lo hizo, fue porque Tizio tenía el poder de hacérselo hacer. Correcto; pero a cierta altura advertimos que Cayo hacía muchísimas cosas que no le eran ordenadas por Tizio: Tizio callaba. ¿Esto significa, quizás, que Cayo se volvió independiente, que se sustra lo al poder de Tizio? No, porque Cayo no hizo nada que pudiera desagradar a Tizio. ¿Y entonces? Entonces nos encontramos en presencia del fenómeno que Friedrich denominó "reacciones previstas". Cayo prevé, lo descuenta por anticipado, lo que Tizio desea. Si prevé bien y si actúa bien, después habrá una recompensa. Lo que nos obliga a decir -en el modelo causal- que la causa es sucesiva al efecto, pues el comportamiento de Cayo es el efecto de un poder de Tizio (causa) que se manifiesta en ese comportamiento. El caso de la economía La diferencia que hemos visto hasta ahora entre ciencias naturales y sociales no debe hacer pensar que el caso de las ciencias sociales sea desesperado. Si la ciencia política, y también la sociología y la psicología social, se encuentran todavía en graves apuros, en cambio, otras ciencias sociales han avanzado más y por lo tanto han demostrado que todo puede hacerse mejor. Dejemos de lado el caso de la psicología individual, que no debe generalizarse porque el psicólogo puede trabajar en "situaciones experimentales", o sea que disfruta de una ventaja de que carece el estudioso de macrofenómenos. Veamos en cambio el caso de la economía, una ciencia social que ha conseguido un nivel satisfactorio de cientificidad, y preguntemos: ¿por qué el economista puede lograr más que el sociólogo y que el politólogo? La primera respuesta a esta pregunta puede parecemos obvia: la economía ha sistematizado el lenguaje según los criterios indicados (supra § L6), esto es, que se ha constituido realmente en un lenguaje especial. El economista no vuelve a discutir cada vez la definición de "valor", "costo", "precio", "mercado", es decir de sus conceptos fundamentales. Además, el economista no "cambia de lógica", no salta de la lógica de la identidad y de la no contradicción a la lógica dialéctica; sus estipulaciones de sintaxis lógicas son firmes y precisas y son las de la lógica formal y sus desarrollos matemáticos. De aquí se deriva que el economista puede atender a lo que Kuhn llama la ciencia normal", esto es que puede trabajar acumulativamente, acumulando sobre cimientos (los conceptos de la teoría económica) relativamente firmes y constantes. Hasta aquí pues, el economista obtiene más que el politólogo y que el sociólogo porque ha comprendido (como disciplina, se entiende) lo que los demás se empeñan en no entender: que si el instrumento lingüístico no está en orden, todo lo demás estará en desorden; en lugar de llegar a un saber acumulable, llegan a las inútiles fatigas de Sísifo. Establecido esto -y es importante establecerlo- es también cierto que el economista disfruta de una ventaja absolutamente suya, no transferible a los otros sectores. Primero, el economista observa los comportamientos económicos, comportamientos guiados por un criterio identificado y constante: llevar al máximo el beneficio, la utilidad o el interés económico. Segundo, los comportamientos económicos son expresables (en las economías monetarias) en valores monetarios, es decir en valores cuantitativos. Es esta, en verdad, una ventaja inapreciable. Cuando el politólogo o el sociólogo trabajan con valores numéricos -esto es, cuando tratan sus datos estadísticamente-, se ven obligados a recurrir a valores numéricos establecidos, pero establecidos arbitrariamente. Dicho de otro modo, la cuantificación de las ciencias sociales "mide" a lo observado con una medida que no está en ellas, que es una atribución del observador. En cambio, el economista encuentra una medida incorporada a los comportamientos de los observados: el homo economicus "razona con números", con valores monetarios (cuánto gana, cuánto pierde, cuánto cuesta). La economía está, pues, más avanzada que las otras ciencias sociales por una razón intrínseca, objetiva: porque es más fácil (a los efectos del tratamiento cuantitativo y matemático de los propios datos). Sin embargo, la ciencia política y la sociología podrían recuperar mucha distancia si hiciesen lo que el economista ya hizo: sistematizar de verdad los respectivos instrumentos lingüísticos. III.2. El vacío por colmar Retomemos el hilo de nuestra exposición. Habíamos partido de la aserción de que las ciencias sociales son más difíciles que las naturales. Para justificar esta afirmación, señalamos la diferencia que genera todas las otras diferencias: vimos la enorme distancia que separa a las ciencias del hombre de las ciencias de la naturaleza. En este punto se plantea el problema, ¿podemos adoptar el método para las ciencias sociales, del modelo de las ciencias naturales? Quien conozca la literatura sobre la metodología de las ciencias sociales, o bien sobre la filosofía de la ciencia (atiendo a la sustancia, no a la variedad de títulos), habrá notado que hasta ahora me he estado ocupando de temas y problemas que aquella literatura ignora olímpicamente, o en todo caso despacha en pocas y apresuradas páginas. A mi juicio tal omisión es grave. Es cierto que hasta aquí nos hemos mantenido en un ámbito propedéutico, de premisas. Pero esas premisas son las piernas para caminar; las piernas que no sólo nos habilitan a marchar, sino que también saben dónde ir, y nos dicen en qué dirección vamos andando. Por lo tanto, la omisión de la onomatologia -para decirlo con una sola palabra- nos deja entre manos un gigante con pies de barro. Y esto es lo que me propongo sostener ahora, aunque sea de manera sumaria. Comencemos por los textos que declaran ser de "metodología" de las ciencias sociales, o de alguna de éstas. A despecho del título, la mayoría de estos textos no se ocupa en realidad del método lógico-, se ocupa en cambio, y en su mayor parte, de técnicas de investigación y ¡o de técnicas de tratamiento de los datos (en general, técnicas estadísticas). Muy bien, y muy necesario. La ciencia (empírica) se funda en la investigación; y la investigación produce a su vez datos que debemos saber "tratar" (descartado el despilfarro o incluso el error de utilización). Así como rechazo una jerarquía del conocimiento, y me parece ocioso discutir si la ciencia es más importante que la filosofía o viceversa, de modo análogo no entiendo que se deba sostener que el "método lógico" es más importante que "las técnicas de investigación". A mi manera de ver, las dos cosas, simplemente, son diferentes; necesitamos de ambas, y si una falta, el edificio está manco y amenaza caerse. Si en este texto no me ocupo de las técnicas de investigación y del tratamiento de los datos, es solamente porque estas materias están ya abundante y óptimamente tratadas en otros textos, a los que únicamente les critico que se afanan por lo que no son, esto es por "metodologías". Con esto pasamos rápidamente a los textos que se declaran de "filosofía" de la ciencia, de las ciencias sociales en particular, o de alguna de éstas. Quizás es aquí donde debemos buscar la metodología propiamente dicha. Quizás, pero el hecho es que no la encontramos, o mejor, que lo que encontramos en los autores de formación lógico-filosófica es rara vez una metodología autónoma de las ciencias sociales, vale decir, una metodología que de veras refleje la peculiaridad y la naturaleza sui generis de sus problemas. Esta grandiosa generalización no deja de tener sus excepciones y será precisada un poco mejor. Dividamos el conjunto en tres subgrupos principales: 1) los filósofos de la ciencia en singular, representados de modo eminente por Hempel, y en un sentido más amplio por Popper; 2) los filósofos de las ciencias sociales como Habermas, de la escuela de Fráncfort; 3) los que efectivamente adaptan la epistemología de la ciencia en general, al caso específico de las ciencias sociales. Discutir autores particulares podría llevarnos demasiado lejos. Por ello indicaré solamente, en pocas observaciones, por qué no me remito a su lectura. Hempel nos perjudica, quizás, más que sernos útil. Su modelo es el de las ciencias físicas; por ello su influencia introdu lo en la metodología de las ciencias sociales un "perfeccionismo" tan injustificado como distorsionador y contraproducente. Popper es un buen contraveneno frente a Hempel, el "cientismo" y los excesos de la filosofía analítica; pero también da consejos que para las ciencias sociales resultan pésimos; así, cuando recomienda "no definir". Por supuesto que Popper sabe perfectamente lo que dice, gracias a sus dotes naturales de extraordinaria inteligencia; por lo tanto, se puede permitir el lu lo de no definir. Pero recomendarle a una "ciencia normal", que encima se encuentra todavía en estado embrionario, que no defina los propios términos, es como matar al niño en su cuna. Pasando al segundo grupo, digo que con Habermas y la escuela de Fráncfort estamos completamente fuera del tema, esto es, estamos todavía en la disolución de la filosofía hegeliana iniciada, de un lado, por Kierkegaard (el filón existencialista) y del otro por Marx. Habermas no sabe nada, y no le interesa saber nada, de la ciencia. La suya es una rebelión contra, la ciencia. Con esta rebelión simpatizo a mi modo, es decir reivindicando -como ya lo he dicho en varias ocasiones con anterioridad- la importancia y el insustituible oficio de filosofar. Pero el "filosofar sociologizante" de Habermas y de los suyos es un horrendo pastiche desde el punto de vista lógico y metodológico; y por cierto, cuando Habermas titula su libro Lógica de las ciencias sociales, ya el propio título es mistificador; el que se interesa realmente por la "ciencia" y por la "lógica", no encontrará en este libro ninguna lógica de ninguna ciencia. Queda el tercer subgrupo, que es al que yo me sumo. Digo que me sumo por no poder decir en rigor que me identifico. Porque el vacío metodológico del que me lamento, tampoco es colmado por este grupo. En primer lugar, también en este grupo la onomatología es ignorada sustancialmente. En segundo lugar, su preocupación excesiva es fundar las ciencias sociales como teoría, establecer su status de "teoría científica". Este objetivo debe perseguirse, ciertamente. Pero el paso suele ser más largo que las piernas. Además, dudo mucho de que las piernas elegidas sean las debidas. La idea general pretende que las "ciencias inexactas" deben imitar, cuanto les sea posible, a las "ciencias exactas". Debemos ser menos exigentes; pero el modelo y los standards siguen siendo en último análisis los de la física. Ahora bien, si la diferencia entre ciencias sociales y ciencias naturales es la que antes dije (supra § III. 1.), se infiere de ello que el modelo fisicalista no se debe tomar como modelo. Decía que estamos dando pasos más largos que las piernas. Precisamente por esto me interesan ahora las "piernas". En este punto diré cuál es mi paso, y cuán largo es, o mejor cuán corto. Sí todavía no hemos sistematizado el lenguaje, en espera de sistematizarlo y con el fin de hacerlo, debemos impulsar la formación de los conceptos. Sin conceptos, y sin su sistematización, no es posible arribar a la teoría (en el sentido de sistematización teórica de una ciencia). Agrego que sin conceptos, también la investigación se empantana y no llega a nada. Sé demasiado bien que todo círculo se cierra y que todo cicatriza; y por ello estoy acostumbrado a la objeción habitual de que los conceptos son a su vez una función de la teoría en la que se encuadran. Pero es cierto que el objetivo de "formar los conceptos" es menos ambicioso que el objetivo de "formar la teoría", y que el primero es más inmediatamente alcanzable que el segundo. III.3. La formación de los conceptos Términos teóricos y términos de observación La frase "formación de los conceptos" es una expresión compendiosa. Como tal incluye no sólo la formación en sentido estricto y propio, sino también el tratamiento y la sistematización de los conceptos. Defino el "concepto", de la manera más simple posible, como unidad del pensar. Pero para entendernos mejor, volvamos al esquema: palabra-significado-referente (supra § III. 1, fig. 1). El esquema representa la estructura de un concepto. En efecto, un concepto es expresión de un término (palabra), cuyos significados son declarados por definiciones, lo que se relaciona con los referentes. Por supuesto que un concepto que tiene referentes es un concepto empírico. Los conceptos que no tienen referentes no son conceptos empíricos y con frecuencia son denominados términos teóricos; tales son, por ejemplo, los conceptos de función, de estructura, de equilibrio, de isomorfismo. Como los ejemplos ayudan a entender, los términos teóricos los "juntan" a una teorización, y se definen por la función que tienen en la teoría que los emplea. En la filosofía abundan los términos teóricos, como ya hice notar, o en todo caso los que se pueden trasladar difícilmente a referentes. No nos ocuparemos de ellos, dado que en este campo nos interesamos en los conceptos de las ciencias sociales y por lo tanto en los conceptos que hemos llamado "empíricos". Precisemos mejor. Cuando se asevera que un concepto tiene un referente, se entiende que es más o menos indirectamente reductible a cosas observables. Un concepto empírico es, pues, un concepto observable de alguna manera, evaluable (validado, invalidado o modificado) mediante observaciones. En efecto, los conceptos empíricos suelen ser designados como "términos de observación". El caso límite de máxima observabilidad de un concepto está dado por su definición operacional. Una definición se llama operacional -en sentido estricto y propio- cuando indica las "operaciones" que permiten "medir" a un concepto (en el campo del experimento o la investigación). También podríamos decir, más elásticamente, lo siguiente: un concepto operacional es un concepto transferido y reducido a sus propiedades observables y definido por las operaciones que lo verifican. La química es el paraíso de las definiciones operacionales (en sentido estricto). En las ciencias sociales está bien insistir en la advertencia de que la definición operacional es un caso límite de definición (no ciertamente el único tipo de definición), a cuyas cualidades corresponden otros tantos límites. En efecto, un concepto operacionalizado es al mismo tiempo un concepto empobrecido connotativamente, amputado de aquellas características propias que no resultan operacionalizables. También se debe insistir en que la observabilidad de los conceptos es con frecuencia altamente indirecta, es decir mediada por indicadores. Tipos de definición Retomemos el esquema de la figura 1, y volvamos a transcribirlo tomando ahora como clave las operaciones definitorias que están sobreentendidas en él, como en la figura 2. Quiero advertir que tres de mis expresiones -definiciones "declarativas", definiciones "caracterizadoras" y definiciones "denotativas"- fueron elegidas por su inteligibilidad intuitiva (no porque sean expresiones estandarizadas). Parece clara la utilidad didáctica del esquema, que pone bien en evidencia que no sólo existen varios tipos de definición, sino sobre todo dónde se colocan, es decir, cuál es su destino, cuáles sus fines. Comencemos con el lado izquierdo de la figura 2, por la relación palabrasignificado, vale decir por el problema que plantea la equivocidad o ambigüedad de las palabras. Aquí el imperativo es eliminar los malentendidos; con este fin, cada autor debe declarar con qué significado utiliza una palabra determinada. De ahí la definición que llamo declarativa, que es al mismo tiempo la definición más fácil; basta tomar un diccionario y resolverse diciendo "eli lo el significado número 13". Ésta es la parte fácil, decíamos. Quizás también por este motivo la definición declarativa suele ser salteada, con las nefastas consecuencias a las que ya nos hemos referido (supra, T.-l). Pasemos ahora al lado opuesto de la figura, a la relación significado-referente. Aquí el problema previo es delimitar, o limitar, esto es, aferrar el referente" estableciendo sus confines: qué está incluido en él, y por lo mismo que está excluido. De ahí la definición que llamo denotativa, por cuanto tiende en general a denotar. Conviene agregar que a lo largo de este lado de la figura nos tropezamos también con el problema del llamado poder discriminador de un concepto. Por ejemplo, el género "mamífero" tiene confines clarísimos en la definición denotativa de los zoólogos; pero dentro de esos confines encontramos hombres y ballenas. Esto nos permite entender que después de haber señalado los confines, es imprescindible también discriminar dentro de ellos. En cuanto a las definiciones operacionales, ya se explicó por qué se colocan en nuestro esquema a la derecha y abajo, lo más próximo posible al referente. Ello quiere dar a entender que la marcha de la aproximación (por decir así) hacia el referente, se desarrolla en diversas etapas, de las cuales las definiciones operacionales son solamente la etapa que más nos sirve para "investigar", para la investigación sobre el terreno o de campo. Los verdaderos nudos se producen al acercarnos al vértice, allí donde la figura 1 decía "significado" y donde ahora escribo "definiciones caracterizadoras"; porque aquí se entrecruzan los problemas de la riqueza connotativa del concepto y de su especificación en características, propiedades o atributos. Tomemos el concepto de belleza y para abreviar el ejemplo, limitémoslo al caso de una hermosa mujer. Operacionalmente, una mujer bella puede ser definida como una mujer que vence en un concurso de belleza. La definición declarativa se puede limitar a decir: entiendo por una mujer hermosa a la que me complace la vista. Pero cuando llegamos a los significados de "bello", es decir a la connotación del concepto, hay materia para escribir un tratado (de estética), que desde un punto de vista definitorio se configura exactamente como el conjunto de las propiedades o características del concepto de belleza (aunque sea solamente en la mujer). Las definiciones caracterizadoras (que más técnicamente debiéramos denotar connotativas) son obviamente definiciones complejas; y ello porque no se trata sólo de enumerar, sino de reunir las características que se han predicado de un concepto. Y no sólo esto: también y propiamente en razón de que la enumeración puede volverse larga, en el ámbito de la connotación de un concepto la operación más importante es la de separar las características definidoras de las características contingentes. Las características definidoras, o definitorias, son las características necesarias, sin las que una palabra no tiene aplicabilidad. Si "hombre" se define como "bípedo implume", falta cuando menos una propiedad necesaria, o definidora; pues también el gorila es un bípedo implume. La frase "verdadero por definición" remite precisamente a las características definidoras. Y esto nos permite comprender al instante por qué debemos tener cuidado; pues la tentación de resolver los problemas por definición (a la que el filósofo puede dar libre curso) hace inútil el conocimiento empírico y lleva a renunciar a la investigación. La función de la ciencia es propiamente la de comprobar si determinadas propiedades están presentes o no, y en qué grado, en el fenómeno observado. Si "hombre" es definido como "animal racional", todos los hombres se convierten en racionales por definición. Es fácil, pero desde el punto de vista heurístico, no hemos adelantado nada. Mejor, pues, tratar la racionalidad como una propiedad variable, que se debe comprobar y graduar empíricamente. En la medida en que una ciencia empírica procede "por definición", no es un conocimiento empírico; puede ser su parte axiomática o su parte teórica; pero en todo caso es una parte engañosa. Repito, definir un concepto es dar sus características definidoras; pero estas características necesarias deben reducirse (que se me perdone la aparente tautología) al mínimo necesario. De ahí la estrategia, o la recomendación, de ser "parsimoniosos" en el definir, es decir de quedarse con las definiciones mínimas. Lo que es fácil de recomendar, pero no fácil de hacer, como se verá en el caso que sigue. Tomemos como ejemplo la definición del concepto de partido político. Lo eli lo por su relativa simplicidad y porque el tema ha sido ya precisado en la literatura, en tres definiciones formuladas a sabiendas como "definiciones mínimas". La primera es: los partidos son "organizaciones que persiguen la finalidad de emplazar en posiciones de gobierno a las personas que lo representan explícitamente" (Janda). La segunda dice: partido es "cualquier organización que presenta candidatos para ser electos a una legislatura" (Riggs). La tercera definición: partido es "cualquier grupo político que presenta a las elecciones candidatos para los cargos públicos, y que es capaz de llevarlos a ellos por medio de elecciones (Sartori). Para una mirada inexperta, puede parecer que las tres definiciones son intercambiables, que se equivalen. Y en efecto están muy próximas (lo que es buena señal, indica que esta área de estudio podría reunir un consenso sobre el concepto que la define). Pero la definición de Janda no hace referencia al método electoral para colocar personas en el gobierno, lo que haría aplicable la palabra "partido" a los grupos de presión y hasta a los organismos militares o religiosos. Por lo tanto es una definición que no delimita suficientemente, que no denota solamente "partido"; le falta por lo menos una característica necesaria. La definición de Riggs colma esta laguna; en efecto, sólo los partidos (y no otros grupo1' políticos) presentan candidatos a las elecciones. Por lo tanto, si nos atenemos a la definición de Riggs, sabemos a qué se aplica o no se aplica la palabra "partido". Pero al tenor de esa definición, los partidos italianos serían unos veinte, o sea tantos cuantas listas se presentan en una elección. Y en el mundo, y por series de elecciones, los partidos serían una decena de miles. A esto le pone remedio la tercera definición: partidos son los grupos políticos que alcanzan a "salir", no los que fracasan en la prueba electoral, que nacen y mueren en un día. Hay que señalar, por último, que fas tres definiciones son en verdad mínimas; esto es, dejan que las otras características de los partidos sean verificadas por la investigación. Su mérito común (empírico) es el de dejar variar sus propiedades variables. III.4. El tratamiento de los conceptos Decía que la formación de los conceptos incluye su tratamiento, esto es, que se desarrolla también en el tratamiento de los conceptos. El tema no es pequeño. Por otra parte, el tratamiento de los conceptos nos lleva a un terreno conocido, vale decir al ámbito de los temas que encuentran un amplio espacio en los textos de filosofía de la ciencia. Un poco por abreviar, y otro poco por reunir en un cuadro de conjunto una dispersa multiplicación de tratamientos, me propongo ahora proceder ejemplificando, o mejor, fundar mi discurso en un ejemplo. El ejemplo es el más simple posible: se refiere a la unidad social elemental, el concepto de familia. El problema se podría plantear así: ¿cuál es la urdimbre conceptual apropiada, tanto para caracterizar como para sistematizar a todas las familias que podemos encontrar en el mundo? Fiel a lo que recién recomendaba, comencemos por la definición mínima, la que establece a qué referentes (grupos primarios) se aplica la palabra "familia", y a cuáles no se aplica. La definición puede ser esta: "familia es todo grupo social caracterizado por relaciones sexuales legítimas entre sexos diferentes y por la función de educar hijos". A la luz de estas características definitorias (necesarias), el investigador deberá incluir en su indagación a la familia no diádica, pero debe excluir, por ejemplo, a las parejas homosexuales o a la "familia ampliada" a todos los consanguíneos. Se advierte que el ejemplo no pretende ser exhaustivo, sino sólo ser útil a título demostrativo. Entre tanto da una idea -en la segunda columna- de cuántas son las propiedades o características de un concepto y cuántos sus estados de variaciones (a verificar). Pero reparemos ahora en la tercera columna, es decir en las varias posibilidades del tratamiento. En la parte alta de la figura, predomina el tratamiento disyuntivo o dicotómico: la respuesta es sí o no, con un eventual apéndice cuantitativo (cuántas mujeres o maridos; cuántos hijos). Pero desde el nivel número 4 en adelante, el tratamiento se vuelve más complejo, y en el último (abajo) totalmente diferente. Si la familia es estable, no hay problema; pero si es inestable, resulta importante profundizar con distintas mediciones (duración media, número de matrimonios, frecuencia de las separaciones legales, etc.). Lo mismo cabe decir para el nivel número 5. Si la familia es del tipo nuclear, termina allí; pero si es extendida, las informaciones que nos interesan son varias. Conviene recordar también que nuestra definición limita la extensión. Si la definición de familia permitiese la inclusión de los colaterales y consanguíneos en general (o incluyese la noción romana de gens), entonces tendría lugar también un tratamiento tipológico: lo que nos haría descender a un nivel de abstracción más ba lo (correspondiente a mayores desmenuzamientos, que son al mismo tiempo mayores precisiones). Está claro que, si quisiéramos, todos los niveles del 1 al 5 podrían tratarse de una manera exclusivamente disyuntiva. Y en efecto, así lo están en su formulación. Pero si nos limitásemos sólo a responder sí-no, desde el nivel 3 al 5 perderíamos informaciones importantes. Vayamos al nivel 6, al punto donde la propia formulación ya no es dicotómica (se convierte en de-a). La pregunta podría ser, ¿por qué no preguntar también aquí si la familia es del tipo patrimonial o romántico? ¿Por qué no quedarse en el tratamiento dicotómico? la respuesta es que en este punto, forzar se vuelve distorsionador. En efecto, cuando la esposa o el esposo son designados por la autoridad paterna, a las motivaciones patrimoniales (alianza de los patrimonios o de las pobrezas) se pueden agregar alianzas de rango, alianzas de poder e intercambios entre estos factores; por ejemplo, yo pongo el título y tú el dinero. Además, aunque el matrimonio romántico (los dos se aman, y basta) es relativamente reciente y está circunscrito en el espacio, un reconocimiento de las preferencias de los interesados se combina frecuentemente con la designación de la autoridad. Por lo tanto, el tratamiento recomendado es tipológico (por lo menos en las etapas preliminares). Lo mismo vale para el nivel número 7, múltiples papeles sobre múltiples dimensiones requieren perentoriamente un tratamiento tipológico. Pero es recién en el nivel 8 donde encontramos recomendado el tratamiento continuo, esto es, la comprobación de "cuánta cohesión" y de qué grado de cohesión. La objeción podría ser que también en materia de cohesión se pueden individualizar diversos tipos. De acuerdo; pero desde que no hay razones para suponer que existan dimensiones de cohesión no graduables, es mejor llegar a un tratamiento continuo. Un último aspecto de la figura 3 está dado (en la primera columna) por su organización jerárquica según "niveles de abstracción". Atención, los niveles de abstracción no están establecidos por la "naturaleza del objeto", sino por su tratamiento. No entro en los distintos criterios (además de los sugeridos por el ejemplo), según los cuales podemos construir escalas de abstracciones. Pronto veremos que las clasificaciones "por género y diferencia específica" son un tipo de organización jerárquica mucho más poderosa que la que estamos examinando. El interés del ejemplo reside, pues, en el hecho -conviene repetirlo— de que el nivel de abstracción está establecido aquí sólo por el tratamiento, que producirá dos únicas clases altamente pobladas (las familias matriarcales y poliándricas son clases subpobladas); y después, a medida que descendemos en la escala de abstracción, producirá clases o capas cada vez más discriminadoras, cada vez más sutiles (ninguna de las cuales deberá estar menos poblada). En consecuencia, la figura 3 se presta a ser transformada en una o más matrices "en pirámide", que pongan en evidencia inmediata "las asociaciones", que escapan a los tratamientos más difusos, menos dicotomizados. Tomemos como ejemplo, en el nivel 7, el dato: en cuántas familias de hijos no son un "costo", sino una riqueza, una fuente de sostenimiento económico. Probablemente este dato esté asociado con familias no románticas, extendidas, estables, fértiles, "también poligámicas" y patriarcales. Estamos aún lejísimos de una "explicación"; pero tenemos una indicación preciosa sobre las explicaciones que no debemos buscar (dado que no están corroboradas por las asociaciones). Tratamiento disyuntivo y continuo Dejemos el ejemplo, y pongamos ahora en clave lógica los tratamientos que han surgido de él, y que son tres: 1) un tratamiento disyuntivo; 2) un tratamiento continuo; 5) una organización jerárquica. La lista no es por cierto completa, pero sí suficiente a nuestros fines. En efecto, podemos tomar de ella la brújula para continuar nuestra navegación (quien la quiera emprender). La brújula consiste en comprender y decidir qué tratamiento se escogerá. En muchos casos (no por cierto en todos), la elección entre el tratamiento disyuntivo y el tratamiento continuo es precisamente una opción; es decir que ambas son manipulaciones posibles. ¿Cómo decidir entre ellas? La desventaja del tratamiento disyuntivo, dicotómico o binario (los datos entran en un casillero o no), consiste en que los casos intermedios deben ser forzados, y lo caen en el casillero de lo 'no aplicable" (es decir que quedan desperdiciados). La ventaja reside en que nos permiten construir matrices de asociaciones o correlaciones que podemos controlar mentalmente; lo que también quiere decir que podemos concentrar la atención más fácilmente en las variables que realmente varían y que nos interesan más (por ejemplo, por ser nuestras variables independientes). Dicho de otro modo, un tratamiento totalmente continuo es dispersivo en alta medida, y termina por ser a su manera altamente arbitrario; cada escala, o cada medida continua, nos obliga hasta cierto punto a decidir cuáles son "los puntos de división", los puntos de corte. Lo que significa que la arbitrariedad de muchas divisiones dicotómicas será expulsada por la puerta para volver a entrar después, y agravada, por la ventana. Establecido esto, vayamos a la lógica (sintaxis lógica) de los dos tratamientos en cuestión. La lógica del tratamiento disyuntivo es en esencia la lógica de la clasificación, la que nos sirve para clasificar. Definamos entonces la clasificación. Una clasificación es un tratamiento lógico 1) establecido por un criterio, que permite 2) distribuir los datos en clases mutuamente excluyentes, que son a su vez 3) exhaustivos (todos los datos deben ser clasificables). Por lo tanto, la lógica de la clasificación es la lógica aristotélica de la identidad. La lógica de la clasificación es también la lógica de las tipologías y de las taxonomías. Bastará advertir aquí que la expresión taxonomía se aplica a las organizaciones de tipo clasificatorio, no establecidas por un solo criterio (como las clasificaciones propiamente dichas), sino por más de un criterio (lo que las hace multidimensionales, como también se les llama). El uso de una tipología es bastante impreciso y elástico. Esto deriva también del hecho de que los "tipos" son de varios tipos (perdóneseme él juego de palabras), Max Weber acuñó el concepto de tipo ideal, y con él el del tratamiento que se denomina "ideal-típico". La ética protestante, el espíritu del capitalismo, "el burgués", son tipos ideales. Pero además de los tipos ideales de Weber, tenemos que aceptar también los tipos polares (que designan los polos extremos, límites teóricos en un continuo), que no son lo mismo; y además los tipos inductivos (que incluyen frecuencias empíricas), muy diferentes también. Contentémonos, pues, con decir que todos los distintos posibles tipos de "tipología" tienen en común pertenecer al tratamiento disyuntivo; cada proceso, cada caso, debe entrar en una casilla o en otra. La lógica del tratamiento continuo, en cambio, es una lógica (una sintaxis lógica) que puede denominarse de gradación. En este caso no queremos "cortar", sino más bien "arrimar": las diferencias son solamente de grado, de más y de menos. Con esta óptica, los conceptos son llamados y transformados en variables, es decir que se hacen inedibles de alguna manera. Por lo tanto, en esta lógica ya no encontramos clasificaciones (y mucho menos taxonomías y tipologías), sino escalas. Quede claro que más y menos no son todavía y de por sí "medidas". De un modo análogo hablamos de "variables" sin que, o antes que, sus variaciones sean realmente medidas. También están los que hacen trampa en el juego; hacen comenzar las escalas por las llamadas "escalas nominales". Ahora bien, las escalas nominales no son realmente escalas, sino clasificaciones; y con frecuencia clasificaciones mal hechas (es decir, hechas por quienes ignoran los criterios para clasificar). Admitido esto, debe señalarse que en verdad el tratamiento continuo antecede a la medición, que a su vez antecede a la matematización, a la utilización de técnicas estadísticas y también propiamente matemáticas de transformación de los datos. Digamos que con frecuencia podemos elegir, entre estos dos tratamientos, disyuntivo y continuo. Pero subrayo que con frecuencia, no equivale a siempre. Digo más, a mi juicio, se necesitan ambas, y ambas en el orden de procedimiento que va de la ciencia "cualitativa" (clasificadora y tipologizadora) a la ciencia "cuantitativa" (medidora). El tratamiento continuo no es sustitutivo del disyuntivo. Para decirlo rápidamente (ya que la discusión en esta materia es larga y encarnizada), mi tesis es que la pregunta ¿qué es?, debe preceder siempre a la pregunta ¿cuánto es? De otra manera no sabremos qué estamos midiendo. No puedo entrar en el debate contra Hempel, donde estoy alineado junto a sus adversarios. Para quedarnos en el ámbito de todo lo dicho en este capítulo, mi tesis se fundamenta de este modo: que todas las operaciones que hemos considerado hasta ahora de formación del concepto (empezando por la determinación de sus características definitorias), se fundan en la lógica de la identidad y de la no contradicción; y que hasta que los conceptos no están "formados" (del modo que se acaba de indicar) no sabemos de qué estamos hablando. Tratamiento clasificatorio e investigación Paso al último tratamiento, esto es, a la sistematización jerárquica del saber. Ya se ha señalado que la organización jerárquica por antonomasia está dada por las clasificaciones per genus et differentiam, según géneros, especies, subespecies, y así subclasificando sucesivamente. Este tipo de disección analítica es particularmente "poderosa", o poderosamente "ordenadora", porque cada clase que está deba lo incluye las propiedades de todas las que están encima. Supongamos que, tal como ocurre por ejemplo en la botánica, una línea llega hasta la vigésima subclase; esto quiere decir que una variedad muy particular de plantas, no sólo se distingue por la característica "específica" que la hace sui generissino también y al mismo tiempo por todas las características de las diecinueve clases que están encima de ella. La simplificación organizadora es, pues, enorme. Así como está de moda hablar arrogantemente de "meras clasificaciones", importa subrayar que este injustificado desdén produce en las ciencias sociales un enorme despilfarro de energías de investigación; por ello importa llamar la atención sobre el hecho de que es justamente el análisis por género y diferencia específica el que mejor que ninguna otra técnica transforma los conceptos en contenedores de datos. Comencemos por observar que los denominados "datos" no son otra cosa que informaciones: 1) colocadas dentro de "palabras" (esto es, los conceptos expresados por palabras), y 2) recogidas en función de las palabras preseleccionadas (por su peso semántico y su definición). Dicho esto, quien sale al campo en busca de datos no sabe todavía cómo serán "congregados"; por lo tanto, su interés es encontrar datos altamente "disgregados", lo más detallados, precisos y sutiles que sea posible. El investigador está interesado también (es decir que se beneficia con ello) en datos del "mismo género" encontrados por otros investigadores; no sólo es imposible investigarlo todo, sino que es preciso confrontar, integrar y acumular los datos propios con los de los demás. Por lo tanto, está en el interés de cada investigador particular -y también de la investigación en general, como tal- que el mercado ele los datos esté constituido por datos: 1) altamente discriminados; y 2) acumulables. La primera condición implica que toda investigación aporta al mercado de datos determinadas informaciones utilizables, esto es, "de múltiples fines". Cuando los datos están discriminados, cada usuario los puede reincorporar a su manera a los fines que le interesan (y por ello los datos son, como decíamos, de "fines múltiples"). La segunda condición es la condición misma del saber científico, que crece (empíricamente) en la medida en que dispone de datos que sean aditivos, "sumables". Pero para que sean sumables, los datos deben recogerse en contenedores mínimos (o básicos) estandarizados, vale decir, que sean iguales. Pregunta, ¿cómo una serie infinita de investigaciones particulares puede proporcionarle al mercado del saber empírico, datos que sean al mismo tiempo específicos "recortados" en tiras delgadas y estandarizados} Ya anticipamos la respuesta, será necesario que las investigaciones tengan lugar en el ámbito de una "red conceptual" compleja, que puede estar constituida únicamente por clasificaciones según el género y la diferencia específica. Porque sólo de esta manera llegaremos a disponer -en la base de la pirámide jerárquica- de "contenedores de datos" que sean exactamente discriminativos y acumulables. El hecho de que los diferentes tratados de la llamada metodología de las ciencias sociales casi no enseñen ya a clasificar, se refleja en gravísimo perjuicio, o despilfarro, precisamente para la investigación. Desde que sopla el "viento cuantitativo", y en consecuencia impera un malentendido desdén por el tratamiento clasificatorio y jerárquico de los conceptos, la investigación empírica ha quedado a la deriva, aunque se haya ido multiplicando a ritmo exponencial. Cada joven investigador va a pescar con su "red privada". Si es inteligente, atrapará algunos peces; pero sólo peces que le sirven a sus fines (y por lo tanto sus datos no le servirán a otros para otros fines). El resultado para el conocimiento empírico en su conjunto, es desastroso; disponemos así de montañas de datos debidamente memorizados en "bancos de datos", que no sirven, o que incluso desinforman, ya que no son ni comparables ni acumulables. El énfasis en la formación de los conceptos y en la importancia de las definiciones, no debe hacer entender de ninguna manera que yo esté más interesado en la teoría (científica) que en la investigación. En mi concepción las dos cosas se unen; los "conceptos" -como aquí los hemos examinado- son también "contenedores de datos". Escalas de abstracción y reglas de transformación Se dirá que a las ciencias sociales no les será fácil remontar la cuesta, aprendiendo lo que más les serviría de las ciencias clasificatorias por excelencia: la botánica y la zoología. La dificultad no reside solamente en el hecho de que este modelo ha sido indebidamente repudiado -lo que nos ha hecho retroceder, decididamente-, sino que también reside en que el botánico o el zoólogo proceden inventando "nuevas palabras" cada vez que encuentran una nueva información. En consecuencia, sus esquemas clasificatorios son nominados; no se quedan en la etapa de las casillas vacías, "innominadas". Y la diferencia entre tener y no tener un nombre (ya lo señalamos en varias ocasiones, pero especialmente supra § II.1) constituye de hecho toda la diferencia. En cuanto a esto último, no es sólo que las ciencias sociales todavía no se hayan desarrollado adecuadamente como lenguaje especial; es que también han perdido el tren, por así decirlo. Las nomenclaturas "especiales" (incluimos aquí también la de la medicina) difieren de las nomenclaturas "artificiales" en que se basan en el griego y el latín; lo que nos permite aprenderlas "entendiéndolas". Sí: entendiéndolas en la medida en que sepamos griego y latín. Pero si el griego y el latín se abandonan, se pierde el tren. Si éste estuviese ya en marcha, se lo podría tomar en movimiento; pero es que no puede ni partir sobre bases que son puramente artificiales (para quien no sabe las referidas lenguas muertas). La sustancia de esta consideración es la de que no bien el politólogo o el sociólogo tratan de desarrollar en forma lógica, o deductiva, un "reticulado" clasificatorio, o taxonómico, o tipológico, se encuentran pronto sin palabras; sus casilleros quedan innominados, y con ello perece (parafraseando a Linneo) hasta la "percepción de la cosa". No podemos suprimir este grave obstáculo; pero debemos hacer algo para sortearlo. Con esto voy al problema de los niveles de investigación y de las "escalas de abstracción". Se recordará que en la figura 3 (supra § III.4.) ya encontramos "niveles de abstracción". Pero después de la ejemplificación, los habíamos perdido de vista. Volvamos a tomarlos en cuenta ahora. El problema es también el del tratamiento vertical, o sistematización jerárquica de los conceptos; pero procede ahora un tratamiento menos apremiante, menos exigente, que el requerido por las clasificaciones según el género y la diferencia específica. Para centrar el problema, la pregunta es: ¿cómo se pasa de una mera estratigrafía de los niveles de abstracción, a una escala de abstracción que pueda recorrerse, es decir que esté dotada de reglas "de transformación" entre un nivel y otro? Como es fácilmente comprensible, el punto reside en las reglas de transformación, en las regias que unen a los varios peldaños, y que por lo tanto aportan un criterio (un método lógico) para subir o descender a lo largo de nuestra escala. Para responder, se debe precisar bien la distinción entre las connotaciones y las denotaciones de un concepto. Veamos con ese fin las dos definiciones que siguen. La connotación (o intuición) es el conjunto de las características o propiedades que constituyen un concepto. En cambio, la denotación (o extensión) es la clase de objetos a la cual se aplica el concepto. Sobre la base de estas dos definiciones, la regla de transformación a lo largo de una escala de abstracción es: la extensión (denotación) y la intención (connotación) de un concepto, están en relación inversa, varían entre sí negativamente. Lo que quiere decir que cuando ascendemos por una escala de abstracción, reducimos el número de las características. Y viceversa, cuando descendemos, y para descender, por una escala de abstracción, agregamos características. Se infiere de esto que los conceptos altamente abstractos (llamados por lo común "universales") abarcan mucho en extensión, pero precisan poco en intención; en efecto, quedan connotados en el caso extremo por una sola característica. Por el contrario, los conceptos de ba lo nivel de abstracción (los que le sirven al investigador) abarcan poco en extensión, pero a ese poco lo amarran firmemente, porque se encuentra altamente especificado por un alto número de características.7 Nuestra regla de transformación es también la regla que une la teoría (la parte teórica de una ciencia) con la investigación, y viceversa. En la dirección que va de la teoría a la investigación, los conceptos más abstractos (o teóricos) son los que nos orientan en cuanto a los problemas que merecen ser investigados. Luego de lo cual, si salimos al campo, encontraremos "datos significativos". Pero estos datos de investigación deben ascender a su vez en la escala de abstracción para enriquecer, modificar o invalidar la teoría que los ha hecho buscar; y ésta es la dirección que va de la investigación a la teoría. Concluyo en este punto el análisis de la parte de la formación de conceptos que se desarrolla en el curso de su tratamiento metodológico, porque me basta con hacer comprender hasta qué punto la navegación en el mundo simbólico resulta compleja y peligrosa, y cuáles son sus rutas principales. Para no naufragar en un océano de confusiones, debemos tener bien presente que los conceptos fueron tratados: 1) disyuntivamente (sí-no); 2) continuadamente (por gradaciones), y 3) verticalmente (jerárquicamente), y que todos estos tratamientos pertenecen al método lógico, lo que también quiere decir que preceden y condicionan a esa otra cosa muy diferente, constituida por las técnicas de investigación y de utilización estadística de los datos. III.5. El "status" teórico Hagamos el inventario, o pasemos raya para sumar. Con este fin conviene establecer cuál es la categoría teorética, o teórica, obtenida por cada ciencia particular. Dado que "teoría" es uno de los términos más polivalentes del vocabulario, debe ser situado en su contexto cada vez. Y en el contexto presente, "teoría" designa la parte llamada "pura" de cada ciencia, y puede remitírsela al conjunto de sus términos teóricos (como fueron definidos supra § III.3). Por supuesto, los llamados términos teóricos deben ser integrados entre sí; en efecto, se definen recíprocamente en la medida en que constituyen un sistema. Aclarado esto, se infiere que es la teoría de cada, ciencia la que indica y determina su status científico, la etapa de adelanto en que se encuentra. Que la física es la más avanzada de todas las ciencias, está demostrado por la teoría de la física, es decir por la física teórica. Que la economía está más adelantada que la ciencia política, o que la sociología, queda evidenciado en el hecho de que se puede hablar a pesar de la multiplicidad de escuelas- de una teoría de la economía; es decir, en el hecho de que existe una teoría económica a la cual se ciñen todos los economistas (aun aquellos que la atacan). Por el contrario, no existen una teoría de la sociedad o una teoría de la política. No podemos hablar de ninguna manera de una sociología teórica, o de una política teórica, no digo en el sentido de que hablamos de física teórica (estamos de eso a millones de años luz de distancia), sino ni siquiera en el sentido de que hablamos de economía teórica. Ya explicamos (suprra § III.1) cuál es la ventaja del economista y cuáles las dificultades mayores de los otros. Queda por subrayar que el sociólogo y el politólogo "producen" todavía menos, y diría que infinitamente menos, que cuanto podrían producir; y esto: 1) por defecto de instrumentación lingüística (lo que fue visto ad abundantiam en los dos primeros capítulos), y 2) por carencia de método lógico, por negligencia metodológica (el tema de este capítulo). Pero supongamos en hipótesis que esas fallas se hubieran corregido. ¿Estaríamos ya en condiciones de formular una teoría? Es evidente que, con los elementos manejados hasta ahora, no todavía. Pero aún cuando prosiguiésemos nuestro discurso metodológico, diría que estamos en una etapa que sólo admite desarrollar teorías parciales (en plural) en el ámbito de una multiplicidad de aproximaciones, de esquemas conceptuales. Lo que no impide -no hay que pasar del autoengaño a la autoflagelación- que la ciencia política y la sociología hayan formulado efectivamente, y estén en condiciones de formular, enunciados provistos de validez científica, ya sea en forma de proposiciones del tipo si... entonces, ya en forma de casi-leyes (generalizaciones de tendencia), o bien, más ambiciosamente, de leyes. Por lo tanto, a algo hemos llegado con seguridad: a los enunciados científicos. Y ellos deben considerarse tales porque se adecúan a la definición general de "ciencia"; un conocimiento comprobable, no contradictorio desde el punto de vista lógico, obtenido mediante procedimiento, bien fundados y repetibles. Este resultado puede parecer modesto; sin embargo no es sólo mejor que nada, sino que es en sí importante, es ya un paso adelante de entidad. III.6. Control, investigación y aplicación Hemos dicho de pasada -pero conviene volver a subrayarlo- que el elemento caracterizador de todo conocimiento científico reside en su comprobabilidad, o, como prefiere decir Popper, en su falsificabilidad En ciencias sociales, un enunciado es "verdadero" cuando transpone la valla del control empírico, y es "falsificado" cuando no supera este control. (En las ciencias experimentales la variante es ésta: un enunciado se declara verdadero cuando pasa la valla del "control de laboratorio", del control de los experimentos.) Lo que suele escapar a la abundante literatura sobre los métodos de control de los enunciados, es que el control no se coloca sólo en el contexto de la investigación, sino también, y válidamente, en el contexto de la aplicación. Establezcamos firmemente esta distinción, que sirve de puente para pasar a los temas siguientes de mi exposición. Hasta ahora las ciencias sociales han debatido por sobre todo, en el campo propiamente metodológico, la relación entre la teoría y la investigación: cómo se pasa de la teoría a la investigación (donde la centralidad es alcanzada por las definiciones operacionales), y cómo, viceversa, la investigación se refleja en la teoría, o está incorporada a ella. La prioridad dada a esta problemática es perfectamente explicable; pero no justifica el olvido de otra relación, no menos importante y que vale también como forma de comprobación, como instrumento de control de la teoría: la relación entre la teoría y la práctica, A simple vista es fácil comprender que se trata de relaciones muy diferentes. Para apreciar su diversidad, se puede establecer lo siguiente: en el contexto teoríainvestigación, el discurso -tomando en cuenta su caracterización observativodenotativa- procede por formulaciones de tipo operacional, es decir que va en busca de definiciones operacionales (supra § III.3), de definiciones que le sirvan al investigador para su investigación. En el contexto teoría-práctica, en cambio, el discurso -siempre tomando en cuenta su caracterización observativo-denotativa- prefiere formulaciones de tipo programático, y lo de tipo predictivo, es decir que se expresa por antonomasia en proposiciones del tipo "si entonces": si esto ocurre o aquello tiene lugar, entonces sucederá lo otro; si se desea determinado fin, entonces se requieren tales medios. En este caso, pues, el control tiene lugar en la aplicación práctica. Una teoría que falla en la aplicación está equivocada, debe ser descartada o modificada. Por el contrario, una teoría que tiene éxito en su aplicación es una teoría exacta, una teoría verdadera. Debe hacerse notar, de paso, que este último es el tipo de control del cual se vale típicamente el economista (pese a lo cual el politólogo y el sociólogo que tratan de imitarlo, no dan muestras de valerse de él). Aclaremos de inmediato por qué hablo de formulación programática y o predictiva; y también qué cosa no se quiere decir al hablar así. La diferencia entre un proyecto y una previsión es bastante intuitiva; así como lo es la implicación de que todo proyecto contiene elementos de previsión (por ejemplo: si un puente se construye tal como fue proyectado, entonces -previsión- no se caerá). El punto reside en que la bondad y validez de un proyecto puede también establecerse retrospectivamente; es decir, que la noción de saber programático no debe hacer pensar en modo alguno en un control que sólo puede ser futuro. No; a los fines del control, también puede utilizarse el pasado. Las llamadas "lecciones" de la historia son precisamente lecciones posdictivas (no predictivas); y son propiamente "lecciones" (a los fines del presente-futuro) en la medida en que los sucesos históricos específicos se examinan a la luz del "diseño" (proyecto o previsión que se hizo) que lo promovió. Por otra parte, es bastante evidente que un control retrospectivo es bastante más débil, bastante menos conclusivo, que un control predictivo. Por ello insisto en la expresión: saber programático-predictivo. No me voy a ocupar de los métodos de control en el contexto teoríainvestigación. Aparte del más obvio (que consiste en la "repetición" de una investigación), en las ciencias sociales los métodos de control utilizables son sobre todo estos dos: el control estadístico y el control comparado.8 En cambio, me ocupare del contexto que ha sido descuidado: la práctica como control de la teoría, control dado por la confirmación de los hechos. Se habrá advertido que mi discurso había llegado en el parágrafo anterior a los "enunciados", pero que ahora estamos retornando a la "teoría". ¿Por qué? ¿Por qué estoy volviendo a alargar el discurso? Por dos motivos. Primero, para hacer presente que los enunciados de las ciencias sociales no están solos, sino que forman parte integrante de las teorías que los generaron. El segundo y más importante motivo es que las ciencias del hombre (a diferencia, si se quiere, de algunas ciencias exactas y experimentales) no se resuelven en sus enunciados controlables (también llamados en el mismo sentido enunciados "decidibles", que se pueden superponer a la decisión de si empíricamente son verdaderos o falsos); son en cambio sustanciados por proposiciones no controlables o no decidibles. Mucho menos se quiere decir que la parte controlable sea la parte más importante de un discurso científico. Por lo tanto, los enunciados controlables no son todos; son, si se quiere, las horcas caudinas de una teoría científica. De allí se deduce que está bien volver a la noción de "teoría" y rehacerla, después de haber separado los enunciados. Para concluir, recapitulemos. Tanto la relación teoría-investigación, como la relación teoría-práctica, encuentran su "punto de comprobación" en los respectivos enunciados controlables. Pero la relación es siempre entre teoría e investigación, o bien entre teoría y práctica. La comprobación o falsificación que perseguimos no es solamente la de los enunciados particulares, sino en último análisis la de una teoría en su totalidad. Con esta conclusión, de lo la relación teoría-investigación, para pasar a la relación teoría-práctica. SEGUNDA PARTE LA RELACIÓN ENTRE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA IV. ¿QUÉ TEORÍA? IV. 1. Introducción al problema ¿Para qué sirve la teoría? ¿Cuál es su eficacia? ¿Cuál la función del conocer con respecto al hacer? ¿Qué quiere decir que ésta es una verdad teórica, pero no una verdad práctica? Plantearse estas preguntas equivale a examinar el problema de la relación entre la teoría y la práctica. Obsérvese que digo: relación entre la teoría y la práctica. No digo: relación entre la práctica y la teoría. En la primera expresión se va de la teoría a la práctica; en la segunda, inversamente, de la práctica a la teoría. El punto de partida, o mejor dicho la elección como punto de partida es importante. Lo justificaré en el transcurso del análisis. Por el momento, diré solamente que eli lo la teoría corno punto de partida por razones metodológicas. Descartes decía: cogito, ergo sum. Pero otros han dicho, invirtiendo la proposición: sum, ergo cogito. La diferencia entre las dos proposiciones radica en que, en la primera, el pensamiento está dado, de modo que el problema es la existencia, el sum; en la segunda, en cambio, es la existencia la que se da por admitida y el misterio a resolver reside entonces en el pensamiento, el cogito. En abstracto, ninguna de las dos tesis predomina sobre la otra. Pero cuando partimos del sum en lugar del cogito, el problema se complica. Y se complica porque el cogito me autoriza a hablar, mientras el sum no me autoriza a hablar ni del cogito ni de nada. Cuando digo cogito ergo sum, el sum figura en esta sucesión como un objeto del pensamiento, como un término pensado y pensable. Pero cuando digo sum, ergo cogito, la inferencia (el ergo) se vuelve acrobática: ¡hay que explicar el pensamiento partiendo de un no pensamiento (el sum antepuesto al cogito), que sin embargo debe ser forzosamente pensado! Transformando la terminología cartesiana en la nuestra, he aquí por qué parto de la "teoría", del cogito: porque no veo —hablando en términos de procedimiento- cómo puede ser posible tomar el camino de una "práctica" que, en cuanto objeto de mi discurso, sería siempre "teoría de la práctica", y por lo tanto una teoría disfrazada, una teoría que finge no ser tal. Planteado el problema, no trataré de resolverlo de una vez mediante fáciles fórmulas dialécticas como la de que la práctica es "teoría realizada", o viceversa, que la teoría es "práctica hecha saber". La verdad es que, al fin de cuentas, la práctica es en cierto sentido una teoría realizada, así como en la teoría hay una cierta práctica hecha saber; sólo que para comprender estas fórmulas "sintéticas", antes hay que descomponerlas y examinarlas analíticamente. De otro modo, ellas lo dicen todo y no dicen nada; pero si se las utiliza como fundamento, dejan el problema en la oscuridad en que se encuentra hasta ahora. Comenzaré, pues, pasando revista a las distintas respuestas posibles que se le han dado a nuestro problema. Las enumero: 1) teoría sin práctica (ejemplo: la vida contemporánea); 2) práctica sin teoría (ejemplo: el activismo); 3) la teoría depende de la práctica (esto es, que la teoría va a remolque de la práctica); 4) la práctica depende de la teoría (o sea que es la práctica la que sigue a la teoría). Estas respuestas permiten vislumbrar desde ya cuán controvertido y enredado es este problema. Antes de meternos en el enredo, no estará de más tantear el terreno, examinando las posiciones asumidas por Kant y Pareto. IV.2. Es verdad en teoría, pero falso en la práctica En 1793, Kant escribió una disertación titulada Sobre la expresión común: "esto puede ser justo en teoría, pero no sirve en la práctica". El escrito de Kant era una vigorosa refutación del dicho corriente: "según el filósofo, lo que vale en teoría debe valer también en la práctica". Pero si el "filósofo" Kant es partidario de la conversión del verum en jactum, de la teoría en práctica, en 1916 el "científico" Pareto sostiene todo lo contrario. En su Tratado de sociología general escribió: "Si queremos hacer uso de los términos vulgares 'práctica' y 'teoría', diremos que la práctica es tanto mejor cuanto más práctica es; y que la teoría cuanto más teoría. En general resultan pésimas la práctica teórica y la teoría práctica" (pub. 1788). El contraste resulta a primera vista paradójico; que sea el filósofo -es decir, quien más dista de la práctica- el autor de una conversión de la teoría (filosófica) en práctica; mientras que el científico -que verosímilmente se encuentra más próximo a los problemas prácticos- niega que la teoría (empírica) sea prácticamente válida y aplicable. Todo al revés de lo que parecería más plausible. Pero la paradoja se disipa si prestamos atención a las premisas y seguimos el razonamiento que lleva a los dos autores hasta conclusiones inversas. La disertación de Kant Veamos más de cerca la posición de Kant. Para empezar, cuando él sostiene que lo que es justo en teoría debe valer también en la práctica, no quería decir con ello que la teoría se reproduce tal cual en la práctica. Kant escribió: "Es evidente [ ] que entre la teoría y la práctica tiene que haber también un término medio de conjunción y de pasaje de una a la otra. En efecto, al concepto intelectivo que contiene la regla (se refiere a la teoría verdadera, entendida como "comple lo de reglas pensadas como principios generales") debe agregarse un acto del juicio por el cual el hombre práctico distingue si el caso cae o no dentro de la regla [...]. Así puede ocurrir que haya teóricos que en su vida no lleguen jamás a ser prácticos porque les falta la capacidad de juzgar."9 En sustancia, Kant observa, justamente, que la teoría hace abstracción de toda una serie de condiciones que determinan su aplicación; razón por la cual puede haber hombres "teóricos" que no sean jamás "prácticos". Pero esto no quiere decir que lo que es verdad en teoría sea verdad también en la práctica; sólo significa que a algunos hombres les falta la capacidad de juzgar, esto es, el talento práctico, la actitud para aplicar la teoría de la manera, en el momento y en el punto justos. En segundo lugar, Kant no sostiene que en todos los casos lo que es justo en teoría deba también ser justo en la práctica. En efecto, hay dos casos en los cuales la teoría no vale en la práctica: 1) cuando la teoría es errónea o imperfecta (pero entonces, observa Kant, "no dependía de la teoría si ella valía poco para la práctica, sino del hecho de que no había bastante de dicha teoría"); 2) cuando tenemos una teoría que no "se refiere a objetos de la intuición" (nosotros diríamos: que no tienen fundamento empírico), sino en cambio una "teoría en la cual tales objetos están representados sólo por conceptos (por ejemplo, los objetos de la matemática o de la filosofía), y estos últimos pueden ser pensados perfectamente y en pleno acuerdo con la razón, y sin embargo no estar dados (debe entenderse: dados, por medio de la experiencia) y ser ideas vacías, que en la práctica no tendrían ningún uso", (loe. cit., pp. 238, 239.) En sustancia, y traduciendo la terminología de Kant, su tesis consiste en que lo que es justo en teoría vale en la práctica, pero con tres condiciones: con tal que se sepa aplicar la teoría; a condición de que no se trate de una teoría errónea; y tampoco de una teoría que no tiene nada que ver con la práctica. Se advertirá que esta última condición limita mucho la comprensión de la tesis kantiana. Y hay más. Porque cuando seguimos leyendo, advertimos que el ámbito de su tesis queda todavía más reducido. En efecto, la cuestión que le urge a Kant en esta Disertación es en definitiva una cuestión ética, de filosofía moral. El escrito ético más importante de Kant se titula Crítica de la razón práctica. Correlativamente, la teoría que se debe convertir en práctica no es para Kant la teoría "en general", sino propiamente y en particular su "razón práctica". En suma, la Disertación de 1793 se encuadra en el contexto del "racionalismo ético" de Kant. Éste cambia todo el eje del discurso. Volvamos a formular la pregunta, ¿cuál es la teoría que debe ser justa también en la práctica? Kant precisa a este respecto: es la teoría "que se funda en el concepto del deber'". De modo que la solución kantiana -si la formulamos con exactitud- se expresaría de este modo: lo que es justo para la teoría "morar 'debe valer para la práctica, puesto que en este campo "el valor de la praxis reposa por entero en su adecuación a la teoría que le sirve de fundamento, y todo se pierde cuando las condiciones empíricas y, en cuanto tales, contingentes, de la ejecución de la ley, se elevan a condiciones de la propia ley, y cuando una práctica que se mide con respecto a un éxito probable, de acuerdo con una experiencia que se ha tenido hasta ahora, conquista el derecho a dominar la teoría, que ha de poseer valor por sí misma" (p. 239) . La respuesta kantiana recae pues, sobre el caso del hombre moral, de ese hombre moral que es tal porque va guiado por su "razón". La tesis de Kant es convincente; sólo que su Disertación es más que nada un capítulo de su filosofía moral y por ello su respuesta resuelve sólo un aspecto del problema planteado. La tesis de Pareto Pasemos a la posición de Pareto, que se resume en la tesis de que "la práctica es tanto mejor cuanto más práctica sea" (es decir, menos inficionada de teoreticidad), "y la teoría cuanto más teoría" (esto es, menos inficionada de practicidad). Teoría y práctica son aquí como dos paralelas, de tal modo que el saber y el obrar no deben encontrarse jamás. Para Pareto, pues, el hombre que se dedica a la teoría ha de cultivar una ciencia que será tanto más ciencia (y conocimiento) cuanto menos se proponga fines prácticos y menos pretenda valer para la práctica. Al sostener que la teoría científica de la sociedad (como era su sociología) no puede tener aplicabilidad práctica, Pareto parece aducir dos motivos. El primero que aparece indicado en varios momentos- es el estado de retroceso en que se encuentra la sociología (y la ciencia política). Sólo que éste es un argumento pro tempore, que no justifica de por sí el repudio a una "teoría práctica". Si una "ciencia de aplicación" no está hecha todavía, razón demás para hacerla; mientras que si la negamos en principio, no se la promueve tampoco para el futuro. Comprobar que no la hay, no equivale a excluir que ella sea posible y deseable. De hecho, Pareto no insiste en esta línea argumental. Pareto insiste en cambio y ésta es su segunda tesis- en subrayar que el hombre no sólo no es un animal racional, sino tampoco un animal razonable ni "racionable". Los hombres -Pareto no se cansa de repetirlo- actúan impulsados por la fe y no por la razón; creen antes de comprender y sobre todo sin comprender; no saben lo que hacen y hacen sin saber. Lo que cuenta, por lo tanto, son las ideologías, los "sentimientos", lo que Pareto denomina "residuos". De esto deduce Pareto que la vida y la realidad política escapan por completo a la captación de la ciencia, y por consiguiente que el conse lo práctico del "teórico" será siempre un conse lo equivocado y contraproducente. De modo que si el "práctico" quiere tener éxito, liará bien en olvidarse de la ciencia. Hará bien en olvidarse de ella porque la política ideológica tendrá siempre la primacía sobre la política científica. Inversamente, y por la misma razón, quien quiera hacer ciencia, que prescinda a la larga de la práctica. Pero también en este argumento hay un salto entre las premisas y la conclusión. De la premisa de que las acciones de los hombres no se guiarán jamás por su conocimiento, no se puede extraer la conclusión de que una "teoría práctica" no tiene sentido. Argumentando de este modo se confunde una cuestión de hecho con una cuestión de derecho. El pesimismo de Pareto estará justificado; pero el hecho de que los hombres, en su inmensa mayoría, no se benefician con el saber, no implica ni excluye que el saber esté o pueda estar a su disposición. En suma, una cosa es la posibilidad, de una ciencia práctica, de un conocimiento aplicable; otra, la eficacia o el éxito que puede alcanzar. Las dos cuestiones deben examinarse separadamente. El problema que se discute es si la teoría, el pensamiento o el conocimiento pueden tener validez aplicativa, pueden valer en el ámbito de la práctica, y en qué medida. La pregunta es ésta, ¿se puede actuar bien (no en el sentido moral, sino técnico) sin saber? A esta pregunta -es decir a la quaestio juris- no se puede responder comprobando que aunque hay quien predica bien, los más lo hacen muy mal. Será así, pero la cuestión es otra, ¿es verdad o no que hay quien predica bien? Pareto responde que no. Pero responde que no en razón de que los escuchadores no escucharon, de que la voz del sabio resuena en el desierto, de que la "ciencia práctica" no tiene crédito. En suma, responde que no, cambiando el discurso. No demuestra que una "teoría práctica", no tiene sentido; dice únicamente que no puede tener éxito. Que es algo completamente distinto. Por lo tanto, si Kant respondía sólo parcialmente al problema planteado, de hecho Pareto no responde a él. Puede parecer extraño que una inteligencia tan sutil como la de Pareto no haya advertido el patente vicio lógico de su argumentación. Debe haber otra cosa detrás de la fachada. Y de hecho la hay. Importa explicitar eso que hay detrás. Que debe decirse en plural, pues son dos cosas: una puramente filosófica y la otra característicamente científica. En primer lugar, si Pareto no se aviene a responder a una quaestio juris con un argumento de hecho, sospecho que es porque el "hecho" asume a los ojos de Pareto un peso y un valor muy diferente; esto es, expresa su filosofía del hombre y de la naturaleza del hombre. Se alegará con asombro, ¿cómo hablar de filosofía a propósito de Pareto, que se declaraba su enemigo? Sin embargo, Pareto no cree en la concepción "racionalista" del hombre con la misma intensidad con que creía, en cambio, Kant. Esto equivale a decir que Pareto hace suya una concepción "irracionalista" y "voluntarista" de la naturaleza humana; y la hace suya al modo de los filósofos, fijando sobre una idea de la "esencia" del hombre todo su sistema de pensamiento. Esta sospecha se ve reflejada por el hecho de que Pareto vivía en una época en que había sido vigorosamente teorizada por la filosofía crociana una concepción voluntarista de la vida. De hecho, la tesis de Pareto es exactamente la tesis sostenida en los mismos años por Croce. Si se le quiere dar una explícita legitimidad filosófica, bastará buscar en la Filosofía de la práctica de 1908, de Benedetto Croce, y en ese texto encontraremos totalmente explicada y bien razonada la convicción de Pareto. Y llamo la atención sobre este nexo Pareto-Croce también para dejar en evidencia que en la controversia sobre la relación entre la teoría y la práctica, se infiltra con frecuencia, y con frecuencia en forma inadvertida (no solamente en el caso de Pareto), una antigua disputa filosófica: la que versa sobre la naturaleza de la voluntad. Me explico. La esfera práctica es la esfera del hacer y por ello del querer. Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza del querer? Es una pregunta que puede ser decisiva a efecto de cómo se resuelve el problema de la relación entre la teoría y la práctica. En efecto, si confrontamos las tesis de Kant con las de Croce y Pareto, ellas divergen de raíz porque subyace en ellas una concepción diferente de la voluntad. Kant sostiene una concepción intelectualista del querer (según la cual el querer ejecuta lo que le manda la razón), mientras que Croce y Pareto sostienen una concepción antiintelectualista del querer, por la cual la voluntad, al revés, es rebelde a la razón. Sucede en general que si un autor llega a una concepción antiintelectualista del querer, su respuesta a la pregunta "¿cuál es la relación entre el pensamiento y la voluntad?" está ya implícita en aquella concepción: ninguna relación, o poco más o menos. Para la concepción antiintelectualista, la voluntad no se deja gobernar por el intelecto, la praxis se rebela contra la teoría y actúa por sí misma. Ergo, la tesis consistirá en que el pensamiento no se traduce en acción, que la teoría y la práctica no se juntan. Viceversa, si un autor llega a una concepción intelectualista del querer, si piensa que el querer obedece al intelecto, entonces su respuesta será que entre la teoría y la práctica la relación es muy estrecha, que una se convierte en otra. No importa a quién otorgarle el triunfo en esta cuestión, es decir quién tendrá razón y quién estará equivocado.10 Por ahora nos basta con haber puesto en claro que en la solución de nuestro problema interfiere demasiado a menudo una inadvertida "complicación filosófica". Volviendo a Pareto, y pasando al segundo elemento que sospechábamos detrás de la fachada de su posición, y que he indicado como su preocupación científica, el problema ya no consiste en explicar su equívoco (haber confundido una cuestión de hecho con una cuestión de derecho), sino en comprender su aversión hacia esa "contaminación" que él denomina "teoría práctica" (y viceversa). Aquí me parece advertir que la condena paretiana a un saber práctico, no está motivada tanto por la razón que él aduce oficialmente; más bien proviene del hecho de que Pareto se preocupa de la objetividad, o imparcialidad, del conocimiento científico. Si Pareto no quiere una "teoría práctica", es porque ve en una teoría desprovista de toda función práctica el único modo de salvar la objetividad de la ciencia del abrazo sofocador de los "residuos" y ele las ideologías. A este respecto, Pareto se conecta con una preocupación gnoseológica que ya se vislumbraba en Platón y que fue explicitada completamente por los estoicos del tiempo de Epicuro, y que se traducía antiguamente en el ideal de la "vida contemplativa". Retraerse y retirarse del mundo, salirse de la "ciudad", no era sólo un ideal de vida idílica y bucólica, incluía también -como diríamos hoy- una preocupación por la "objetividad". La siguiente: que no hay saber verdadero, verdadero conocimiento, mientras el ánimo está dominado por las pasiones, mientras el mirar intelectual no se aparte de los asuntos del mundo. Como se advierte, el problema de la "valorabilidad" no nació con Max Weber. Si Weber lo transforma (kantianamente) en un problema de "juicio", de juicio de valor, detrás de este enfoque weberiano, el problema que lo abarca desde siempre es el problema del apartarse de las pasiones; un saber pasional, un saber emotivo, no es saber. Recapitulación Los casos representativos de Kant y de Pareto nos hacen palpable hasta qué punto es intrincado el problema. De nuestro examen se pueden extraer tres advertencias. Primera, el término teoría no sólo es polivalente, sino que es usado de una manera ambigua en alta medida. Segundo, mucho depende de lo que se entienda por práctica. Aquí la complicación proviene de la interferencia de la disputa filosófica sobre la naturaleza de la voluntad. Lo que es verdadero en teoría, es justo también en la práctica, si (como en el caso de Kant) se acepta una concepción intelectualista del querer; pero si no se la acepta (como en el caso de Pareto) lo que es verdadero en teoría no cambia nada en la práctica. Tercero, la solución del problema de la relación entre la teoría y la práctica puede verse perturbada por una interferencia posterior: la preocupación de salvar la objetividad de la teoría de las contaminaciones prácticas, de salvar a la ciencia de la pasionalidad y unilateralidad de quien se empeña en la acción (práctica). La tercera advertencia es, pues, que debemos también tomar en cuenta la incidencia de la disputa sobre los juicios de valor. He aquí por qué Kant y Pareto llegan a conclusiones diametralmente opuestas. Vale decir que son éstas las variantes que inducen a Kant a sostener la "dependencia de la práctica con respecto a la teoría", rechazando correlativamente la subordinación de la teoría a la práctica. Éstas son las variantes que, en cambio, hacen que Pareto llegue a la tesis de "la teoría sin práctica", y por esto mismo a la tesis de la "práctica sin teoría". Como se ve, es importante poner orden en esta discordante sinfonía. Es lo que nos proponemos hacer ahora. IV.3. Análisis de los términos ¿Qué se entiende por teoría? Cuando la teoría se une con la investigación, queda sobreentendido que por teoría se entiende teoría científica. Cuando, en cambio, la teoría se une con la práctica, el sobreentendido es completamente diferente: teoría se utiliza en este caso como equivalente a cualquier teoría, a cualquier tipo o género de teoría. Pero veamos con más cuidado. Decir "teoría" es un poco como abrir la caja de Pandora; saldrán de allí los términos razón, pensamiento, intelecto, conocimiento, ciencia, filosofía, saber, etc. Pero si lo que queremos es establecer qué relación existe entre la teoría y la práctica, el problema será inabordable hasta que no precisemos: ¿qué teoría? Con anterioridad distinguimos entre "teoría-filosofía" o filosofía, y "teoría empírica", o, para abreviar, ciencia. Si la filosofía y la ciencia no son lo mismo, se infiere que la relación "filosofía-práctica" será diferente que la relación "cienciapráctica". Dada una teoría-filosofía, tendremos una cierta relación con la praxis; dada una teoría-ciencia, tendremos otra. Sólo que al decir "teoría", no podemos alud ir sólo a los casos específicos; también debemos tener presente un significado global, en razón del cual es "teoría" todo lo que no es práctica. Con el fin de examinar la relación compleja entre la teoría y la práctica, debemos contemplar todos los casos posibles de la teoría (y todos los casos posibles de la práctica). Lo que equivale a decir que la teoría y la práctica deben ser definidas antes que nada por exclusión recíproca; así, la teoría será definida como lo "no práctico", y viceversa, la práctica como lo "no teórico". Sólo de esta manera podremos abarcar todo el tema planteado. De otro modo (esto es, si le damos a la "teoría" un significado más estrecho), obtendremos una solución parcial, válida sólo para un caso específico, pero con la pretensión de proporcionar una solución general Ahora bien, cuando se entiende globalmente por teoría todo lo que no es práctica, el significado de este término se vuelve coextensivo al de vida mental; todo lo que tenemos "en la cabeza" podría llamarse teoría. Más precisamente, teoría no será solamente la teoría "racional", sino también la "irracional" (que es siempre un hecho mental y no volitivo); no será sólo el discurso cognoscitivo (ya sea filosófico o científico), sino también el no cognoscitivo. Frente a la práctica, son teorías no solamente las teorías "verdaderas" (correlativas a un discurso cognoscitivo), sino igualmente las teorías "no verdaderas"; puesto que estas últimas son también un producto mental. El problema de la relación entre la teoría y la práctica, pues, no puede tener una respuesta unívoca, y toda la confusión viene de aquí: que se quiere contestar con una sola respuesta, a por lo menos tres preguntas diferentes: 1) ¿Qué relación existe entre la filosofía y la práctica? 2) ¿qué relación hay entre la ciencia y la práctica? 3) ¿qué relación hay entre cualquier hecho mental (en general) y la práctica? ¿Qué se entiende por "práctica" y por "praxis"? Si por teoría debe entenderse en principio lo contrario de la práctica, de igual modo "práctica" debe definirse como todo lo que no es teoría. Por lo tanto, no puedo aceptar todas las connotaciones de "práctica" o de "praxis", en las que se suele entremezclar de todo un poco. Es en el marxismo donde la relación teoría-praxis se convierte en tema central. Tomemos, pues, a uno de los mayores filósofos de la escuela marxista, Lukács, y leamos este pasaje, en el que "práctica" aparece definida o configurada así: "Principio interno de actividad, la concepción global que mantiene y anima la producción y la actividad de una clase, unida por una concepción del mundo y sus cometidos en el mundo, y que, tomando debidamente en cuenta las condiciones externas, determina su historia. Esta concepción -prosigue Lukács- no es el producto de ningún individuo en particular, ni de todos los individuos tomados en su conjunto, ni del pensador que se arroga el derecho de expresar su voluntad profunda; ni tampoco es una totalidad conclusa y definitiva, a diferencia de las obras del pensamiento; es, en cambio, ideología, tecnología, el movimiento de las fuerzas productivas, el proceso por el cual cada uno reclama al otro para sí y obtiene su sustento del otro, y donde cada uno desempeña una función preeminente en cierto momento, la cual, sin embargo, no es jamás exclusiva."11 ¿Qué se extrae de la lectura de este pasaje? En sustancia, que "práctica" es todo; o mejor, que todo vuelve a ser rebautizado como "práctica". ¿Pero cómo estudiar una relación entre dos términos, si estos términos no son dos, y si no empezamos deslindando un término del otro? Por más estrecha que pueda ser su interrelación e interpretación recíprocas, debo separarlos a los fines del análisis, desvincular uno de otro. Lo que no quiere decir que uno pueda estarse sin el otro; sólo quiere decir que los debo captar por separado. De otro modo, si tomo el camino de una práctica ya mezclada con la teoría, ya infusa en la teoría, me privo con ello de la posibilidad de analizar las relaciones que tienen lugar entre la práctica y la teoría. Fin lo que hay dos términos, pero en realidad cocino un único pastel prefabricado. Puesto que por práctica debe entenderse lo "no teórico", nos queda todavía una ambigüedad. En efecto, los términos práctica y praxis se utilizan indistintamente en dos acepciones muy diferentes: 1) para aludir al hacer, a la acción en acto, o bien 2) a lo ya hecho, y por lo tanto a las obras que resultan de ese hacer. Dicho de otro modo, praxis es el preciso querer, la concreta volición-acción de alguien; o bien lo ya querido, un ya querido colectivo, de todos. En general, la realidad que nos circunda y en la que vivimos puede ser reivindicada de modo naturalista, es decir entendida como una realidad dada, objetivamente dada; o bien se la puede referir a una matriz humana (subjetiva), y en tal caso hay que entenderla como un fenómeno construido. Por lo tanto, nada impide que el referente de "práctica" se amplíe hasta abarcar a toda la realidad, entendida exactamente como sub especie de "realidad construida": esto es, como la operatividad práctica consolidada en instituciones, y en último análisis solidificada en historia. Tenemos, pues, que trabajar con dos significados muy diferentes del término. Por ello, para evitar confusiones, llamaré praxis (en los casos dudosos) a la práctica entendida precisamente como voluntad, acción, acto; y obras o ambiente (según el grado de cristalización con que la consideremos) a la práctica entendida como la sedimentación institucionalizada de la operatividad humana. "Praxis" es lo que estamos haciendo, la acción individual in fieri; "obras" o "ambiente" es el factum colectivo, la práctica como dato preconstituido con respecto a la praxis. Esta distinción nos permitiría deshacer muchos nudos. ¿Qué se entiende por "relación"? Volvamos a advertir: para que haya relación, o correlación, es indispensable que haya dos términos. De modo que es legítimo hablar de relaciones entre la teoría y la práctica, mientras se admita que una cosa es la teoría y otra la práctica. A este respecto, se debe llamar la atención sobre la importancia de la terminología, es decir, sobre el condicionamiento lingüístico del pensamiento. En efecto, es raro que la distinción entre la teoría y la práctica sea negada por quienes emplean, precisamente, las expresiones "teoría" y "práctica". La negación, en cambio, se le hace fácil a quien se refiere a esa relación diciendo relación entre "pensamiento" y "acción". ¿Por qué? Respondo: porque esta última nomenclatura se presta a un desarrollo que en cambio la otra no permite. Cabe hacer esta consideración: que también el pensamiento es acción, puesto que un pensamiento inactivo, inerte, no piensa, no es siquiera pensamiento. Está bien; pero en cambio no está bien extraer de allí la conclusión de que el pensamiento y la acción -por ser ambas "actividad"- son la misma cosa. No está bien porque -no lo repetiré bastante- la homonimia no es homología. Si la pobreza de la nomenclatura nos hace usar dos veces la misma palabra, de ello no se puede deducir ni por asomo que se trata de una misma cosa. Podemos utilizar en ambos casos el vocablo "actividad"; pero esto no demuestra que se trate de una misma actividad, es decir que la actividad teórica coincida con la actividad práctica, que la actividad mental sea idéntica a la actividad volitiva. Hay modos y modos de ser "activos"; y en particular se puede ser activos sub specie mentís, o ser activos sub specie voluntatis. No es lo mismo, todo lo contrario. Hecha esta aclaración y establecida esta premisa, volvamos a nuestra relación. A este efecto, debemos hacer dos precisiones, una con respecto al vector de la relación que examinamos, otra con respecto a la naturaleza de tal relación. En cuanto a lo primero, sabemos ya que debemos manejar en hipótesis dos relaciones; la que va de la teoría a la práctica (dirección: teoría-práctica) y la inversa, que va de la práctica a la teoría (dirección: práctica-teoría). Se dirá que esto no impide que exista un círculo entre la teoría y la práctica, en el sentido de que su relación es de condicionamiento recíproco. Sin embargo insisto; para que veamos claro, el círculo debe dividirse en dos semicírculos: el que parte de la teoría para llegar a la práctica, y el que toma el camino de la práctica para volver a la teoría. Y esto porque la vuelta (de la práctica a la teoría) no es simétrica a la ida. Dado que "práctica" se emplea para dos cosas muy diferentes, los retornos pueden ser dos, y ser a su vez diferentes también. Habíamos dicho que el término práctica posee dos referentes; la praxis, es decir, lo que estoy construyendo yo, con mi volición-acción; o bien lo ya hecho, lo que ha sido construido por otros, y que está fuera de mí y antes que yo, es decir el ambiente (que resulta de la operatividad humana). Ahora bien, el caso de la primera acepción (el volver a operar de mi praxis sobre mi conceptualidad) no plantea problemas, en el sentido de que cada uno de nosotros sabe lo que él mismo ha hecho; razón por la cual mi praxis se vuelve a convertir sin solución de continuidad en mi teoría. Por lo tanto, si el semicírculo práctica-teoría contemplase solamente la hipótesis de la práctica que es praxis, no habría razón para dividir nuestro círculo en dos "semicírculos". Quiero decir que la relación praxis-teoría podría ser reabsorbida sin más en la imagen global del "círculo", de ese círculo que expresa la idea del condicionamiento recíproco entre teoría y práctica. Pero el caso planteado por la segunda acepción es totalmente diferente. Aquí ya no es cuestión de mi praxis. De modo que el problema se convierte ahora en cuál será la influencia ejercida por el ambiente sobre la teoría. En este punto, nos preguntamos, ¿en qué medida y de qué manera el ambiente condiciona al pensamiento? Es evidente que esta última pregunta no puede resolverse siguiendo el camino de la primera, como si la relación ambientepensamiento fuese análoga a la relación praxis-pensamiento. Factum et verum convertuntur, sí; pero en el caso de que el factum sea lo que yo he hecho. De otro modo, el problema no es tan simple. Cuando el punto de partida es el ambiente, nos queda por resolver el formidable problema gnoseológico de un "fuera" de nosotros, que debe ser hecho entrar "dentro" de nosotros. Por lo tanto, es verdaderamente fundamental distinguir el semicírculo prácticateoría del semicírculo inverso. Entre otras cosas, porque gracias a la imagen del "círculo", que sirve para todo, tanto los idealistas como los marxistas se hacen trampas en el juego gnoseológico, es decir, eluden el gran y difícil problema de cómo un "no pensamiento" (el ambiente) puede reproducirse en términos de "pensamiento" (teoría). Pasemos a las precisiones sobre la naturaleza de nuestra relación, vale decir para aclarar la idea misma de relación. Relación, correlación, son términos generalísimos; tanto, que nada puede considerarse, en rigor, "des-relacionado", sin ningún tipo de relación con algo. Pero precisamente por esto, precisamente porque todo, de alguna manera y por algún lado, tiene relaciones, el término "relaciones" incluye variedades de lo más diversas. Ya habíamos examinado (supra III. 1.) la relación de tipo causa-efecto, donde distinguimos entre una relación de determinación causal (dada la causa, es dado también el efecto), y una relación de indeterminación causal (la causa es condición necesaria, pero no suficiente), por la cual, dada la causa c, no puedo prever ron seguridad cuál será el efecto x. Aquí la incógnita sigue siendo tal, porque de una misma causa pueden salir muchísimos y muy diferentes efectos. Lo que quiere decir que todas las veces que el hombre penetra en una cadena causal, en esa cadena se introduce una indeterminación. ¿Cómo se comportará una persona como consecuencia de un cierto hecho, o en respuesta a una determinada presión o solicitación que se ejerce sobre ella? No puedo saberlo por adelantado. Me encuentro con un enemigo y le doy una bofetada. ¿Cómo reaccionará? Es posible que se arroje sobre mí para golpearme; pero también es posible que me responda sólo con palabras; o bien que se limite a enviarme sus padrinos; o incluso que no haga nada, que se quede con la bofetada. La bofetada (causa) producirá probablemente (pero no con seguridad) una reacción cualquiera (efecto); mas no puedo anticipar cuál. Pero también la indeterminación causal es un tipo de relación demasiado precisa para la relación entre la teoría y la práctica. A los efectos de nuestro problema, conviene limitarnos a expresiones más genéricas, a aquellas relaciones que vaga y variadamente se llaman de "dependencia" o de "influencia". Es obvio que también la dependencia, o la influencia, pueden concebirse como subclases de la indeterminación causal. Pero es claro que "teoría" y "práctica" son macroentidades, que remiten a una intrincada y evasiva multicausalidad. Además, y aún más importante, la relación entre la teoría y la práctica plantea el problema de la distancia que puede mediar entre las causas y los efectos No es cuestión de perderse en ninguna casuística. El punto central consiste en establecer la diferencia entre los casos en los cuales la teoría y la práctica se encuentran en relación directa y los casos en que su nexo, en cambio, es indirecto. La relación es directa cuando la teoría y la práctica están muy próximas y se convierten una en otra sin apreciable solución de continuidad, con un margen de desviación que puede descartarse. En cambio, la relación es indirecta, mediata, o hasta intermediada cuando la eficacia del pensamiento sobre la acción es distanciada, retardada. En esta última hipótesis, antes de llegar a la práctica, la teoría cumple un largo recorrido, debe hacer una serie de "pasajes intermedios", de tal modo que aquel pensamiento que al final del periplo se prolonga y proyecta en la acción, es sólo un pálido reflejo, un eco deformado de la teoría originaria. Aquí, en cambio, la separación es muy grande. Nuestro problema de fondo se plantea, pues, de este modo: separar aquellos casos en que la teoría opera más o menos directamente sobre la práctica, de los casos en los que la relación entre la teoría y la práctica es altamente indirecta. Aclarado el vocabulario, retomemos las cuatro soluciones típicas que se le pueden dar a las relaciones entre la teoría y la práctica (y viceversa). Las recuerdo de nuevo: teoría sin práctica; práctica sin teoría; teoría dependiente de la práctica; práctica dependiente de la teoría. Gracias a las precisiones y distinciones que hemos hecho, será fácil ver ahora en qué sentido estas cuatro soluciones han tenido partidarios, y a qué efecto cada una encontró una plausibilidad. Con este fin, tendremos que atravesar las líneas a lo largo de las cuales se atrincheraron los contrincantes. IV.4. Teoría sin práctica Conocimiento metafísico y teoría metapráctica No se puede dudar de que existe una "teoría sin práctica". Tal es, casi por definición, todo saber considerado contemplativo. Pero la existencia de las teorías metaprácticas no nos autorizan a sostener que "ninguna teoría" tenga utilidad práctica, que ningún saber se preste para la utilización práctica. Establecido esto, la pregunta es entonces la siguiente: ¿qué teoría es del tipo metapráctico? Ya lo sabemos; sabemos ya que el ejemplo clásico de teoría metapráctica es la filosofía. El conocimiento especulativo se sitúa "más allá" de los problemas de la acción, exactamente por la misma razón por la cual se proyecta "más allá" de las cosas físicas. Bastará volver a observar que un saber metaempírico no tiene, no puede tener, una directa prosecución práctica. Atención, decir que la filosofía es una teoría sin práctica., no equivale a decir de ninguna manera que la filosofía no tiene indirectamente efectos y consecuencias en la esfera práctica. Todo lo contrario (como veremos cifra § VI.2). Quiere decir únicamente que la filosofía no se propone, en cuanto tal, resolver problemas prácticos, que no tienen las características de un saber de aplicación. Pero los filósofos no se sienten inclinados a aceptar la implicación "metapráctica" de un conocimiento "metafísico". Si por un lado proclaman que su conocimiento sobrepasa el mundus sensibilis, por el otro no parecen advertir, o en todo caso graduar, la implicación que se desprende de ello; es decir, que una visión "distante del mundo" no está hecha "para operar en el mundo". Tan es así que muchos filósofos (empezando por Platón) tomaron la apariencia de reformadores. ¿Se equivocaban? Si nos fijamos bien, es decir si recordamos que hasta hace cerca de dos siglos la filosofía concentraba en sí misma casi todo el saber, resultaría injusto decir que se equivocaban; es que no tenían opción. Y cuando no hay opción, se debe resolver como mejor se pueda. Podemos comprobar que sus reformas demostraron ser casi siempre mala práctica; pero esto era inevitable (cosa que es fácil de señalar retrospectivamente, gracias al saber posterior). Pero si en el pasado los filósofos hacían lo que podían (y debían), el hecho es que todavía hoy a muchos filósofos les gusta presentar su pensamiento político como si valiese o pudiese valer como preceptiva práctica. Entre estos filósofos todavía rige hoy la superstición de la "verdad única", y más precisamente de una verdad "suprema", que por eso mismo debe ser la "verdad filosófica". Pero ahora sí corresponde decir que se equivocan. Y por cuanto al filósofo le gusta presentar su filosofía política como una "teoría aplicable", hay que rebatirlo diciéndole que la perpetuación y la repetición de un error no lo hace menos erróneo. La exigencia de distanciamiento Por cierto que la tesis de la "teoría sin práctica" no se identifica necesaria y únicamente con el caso específico de la "teoría filosófica". El ideal de un saber puro, distanciado, contemplativo, expresa también -dentro de cualquier tipo o nivel del saber- una legítima preocupación heurística. Es un punto que ya hemos tocado, pero que merece ilustrarse con mayor amplitud. En este contexto más amplio, la tesis de una teoría sin práctica se resuelve y traduce en una amonestación, que podría formularse así: "Atención, no dejarse envolver demasiado por los asuntos prácticos." Esta recomendación y preocupación como ya tuve ocasión de recordar- ha asumido su forma más extrema en el ideal de la vida contemplativa, tal como fue entendida por los estoicos y los epicúreos. Es verdad que entre los estoicos, este ideal perseguía sobre todo la tranquilidad del ánimo. Pero era vida contemplativa también la que Platón y Aristóteles llamaban bíos theoreticos, vida teorética. De donde resulta que el amor al saber (filosofía) y la sabiduría se unen. Refugiándose en la "apatía" (falta de pasiones) y en la "ataraxia" (indiferencia), y estando procul negotiis, el sabio alcanza la bíos theoreticós, y por lo tanto la mente puede conocer y recibir en sí lo verdadero. Este mensaje, a pesar de sus cambiantes aspectos y apariencias, ha llegado hasta nuestros días. Todavía hoy nos decimos: sólo cuando el estudioso mantiene una "distancia", cuando no se deja envolver demasiado por la acción, es cuando su juicio puede ser sereno e imparcial. Un juicio puede ser objetivo sólo si es un juicio desapasionado; y un juicio desapasionado presupone y requiere una "distancia" de las pasiones de la vida práctica. Por esto Pareto, precisamente porque estaba preocupado con la objetividad de la ciencia, quería una teoría como "pura teoría", sin intereses ni prolongaciones prácticas. Por análogas razones, se sostiene que no se puede hacer historia, verdadera historia, del mismo presente; que sólo se la puede hacer de un pasado que sea lo bastante "pasado" como para haber decantado las pasiones que suelen acompañar a la praxis. Max Weber hizo extensiva esta preocupación, este reclamo de "distanciamiento", desde el hombre de cultura al hombre de acción. Él observaba que la "falta de distanciamiento (Distanzlosigkeit) [...] es uno de los pecados mortales de todo hombre político, y una de las cualidades que, cultivadas en las jóvenes generaciones de nuestros intelectuales, los condenará a la ineptitud política". De modo que la diferencia entre el verdadero hombre político y "los diletantes de la política que se agitan en el vacío" era precisamente la de encontrar según Weber, el "hábito de la distancia". Ya hemos dicho (supra § II.8) que no creo en esa "libertad de valor" que se traduce en la recomendación extremista de suprimir los valores. Creo en la libertad del valor que retoma y precisa una exigencia que atraviesa toda la historia del pensamiento: la exigencia de una ciencia desapasionada. Recapitulemos. Cuando se alude a una "teoría sin práctica", se debe precisar cuál es el referente, de qué teoría se trata. Tal es, por ejemplo, la filosofía. Lo que no significa que la filosofía no tenga efectos y repercusiones prácticas; quiere decir únicamente que son repercusiones "indirectas". Y la tesis de la teoría sin práctica será válida en tanto sea precisada de ese modo. Viceversa, esa tesis será errónea si se la entiende en el sentido de que ninguna teoría tiene o puede tener validez práctica, esto es, cuando se quiere negar la legitimidad o hasta la mera posibilidad de un saber social de tipo aplicado. En fin, no hay que olvidar que la instancia de una teoría sin práctica expresa en términos generales una admonición gnoseológica siempre válida. Porque si el hombre de pensamiento no logra conservar una cierta "distancia" de la realidad que observa y de los problemas que examina, si no consigue despojarse de la pasionalidad práctica de quien está "empeñado" e inmerso sin regateos en la acción, su juicio no será sereno y su mirada no podrá ser límpida. IV.5. La práctica sin la teoría ¿Sin teoría o "mal teorizada"? También hablar de "práctica sin teoría" tiene sentido. Como observaba Kant, con frecuencia la teoría es inadecuada, equivocada o abiertamente defectuosa; y entonces procedemos a ciegas, a tientas, al azar. Pero ahora, cuando decimos práctica sin teoría, hacemos referencia a la teoría en sentido propio, al pensamiento cognoscitivo. Por lo tanto, la práctica "sin teoría" es solamente, en esta tesis, una práctica que no está orientada por una "verdadera teoría", por un conocimiento válido.12 Pero tomemos el significado omnicomprensivo de "teoría" (que es el requerido por la unión de la teoría con la práctica). En tal caso, por "práctica sin teoría" se debería entender que la praxis es inconceptualizable, que es posible una praxis sin "presencia mental". ¿Es una tesis sostenible? En este caso, tal tesis es postulada por quienes adhieren a una concepción antiintelectualista del querer. Pero antes de entrar en el debate sobre la naturaleza de la voluntad, importa volver a subrayar que con frecuencia la tesis de la práctica sin teoría se basa en el carácter equívoco del término teoría. Si Pareto hubiese considerado que en contraposición con la práctica, también las ideologías, lo irracional, lo que él llama residuos, son "teoría", quizás no hubiese llegado a una conclusión en pro de "ninguna teoría". Justamente porque no advierte que la teoría no es solamente la "verdadera" (la que tiene validez cognoscitiva), sino también "cualquier teoría" (incluso la desprovista de valor cognoscitivo), Pareto termina por defender en sustancia una práctica "mal teorizada". Sería como hacer una recomendación de este tipo: visto que las manzanas podridas pudren a las sanas, el remedio consiste en tirar las manzanas sanas (y no las podridas). También puede ser exacto que en política -no menos que en economía- la moneda falsa desplaza a la buena; ¿pero es ésta una buena razón para rechazar a priori la moneda buena, la posibilidad misma de una buena teoría? Intelectualismo y antiintelectualismo práctico Vayamos al fundamento filosófico de la tesis de la práctica sin teoría. Deseo poner de inmediato en evidencia la naturaleza filosófica del problema, porque el punto está propiamente aquí: en distinguir entre el modo especulativo-filosófico y el modo empírico de afrontar el problema de la relación entre la teoría y la práctica. Muchas veces he mencionado la concepción antiintelectualista del querer, cuyo núcleo no está expresado en la frase voluntas fertur incognitum: que la voluntad se proyecta hacia lo desconocido (lo que es fácil de admitir), y mucho menos en la aserción de que primero se quiere, y después se conceptualiza (o se racionaliza, o se teoriza) el querer. Como veremos (infra § IV.6), la tesis según la cual el pensamiento surge ex postfacto, no presupone necesariamente una concepción antiintelectualista del querer. Para fundar realmente la tesis de la práctica sin teoría, sería preciso sostener que la voluntad simplemente quiere, que es la única guía de sí misma: statu pro ratione voluntas. Por lo tanto, la concepción antiintelectualista es en el último análisis una concepción voluntarista del querer. Obviamente, esta concepción resulta negada y refutada por las filosofías no voluntaristas y por la verdad del grueso de la tradición filosófica. Pero entrar en este debate sería a mi juicio salirse del tema propuesto. Recordemos nuestra pregunta inicial, ¿para qué sirve la teoría? Porque también podríamos llegar a considerar que no sirve para nada; pero no porque nos adhiramos a una determinada "metafísica" sobre la naturaleza del querer. Vale decir, una metafísica del querer no puede decidir una cuestión empírica; si la teoría es convertible en praxis, y cómo. Lo que el filósofo eleva a "esencia" del querer, el empirista vuelve a proponerlo como la hipóstasis de dos "casos límites", entre los que él observa y coloca toda una gama de casos intermedios. Así, la tesis intelectualista puede también enunciarse como el caso en el que el intelecto ejerce un fuerte control sobre la voluntad (el tipo racional)', viceversa, las tesis antiintelectualistas, como el caso en que los impulsos volitivos son poderosos y no se dejan guiar por las cogniciones (el tipo no racional). Vale decir que, empírica y descriptivamente hablando, los absolutos del filósofo se convierten en predominancias, que se vinculan con la tipología "hombre de pensamiento" (el hombre predominantemente contemplativo) y "hombre de acción" (el hombre predominantemente activo, láctico). Que quede, pues, claro: en el dominio empírico, nuestro razonamiento no depende, ni debe depender, de la hipótesis sobre la "naturaleza última" del querer. Por ello es un error -para quien hace ciencia y no filosofía- hacer depender la solución de la relación entre la teoría y la práctica de la adhesión a una u otra de las teorías filosóficas sobre la naturaleza del querer. Y un error en que es fácil incurrir si no estamos advertidos del riesgo. Recapitulo. Mi tesis es que si se puede hablar de práctica sin teoría, es porque la teoría puede ser ignorada, y hasta ser errónea, insuficiente y embrionaria; pero no porque se pueda comprobar, en el campo de la indagación empírica, que se dan comportamientos sin presencia mental. La acción puede ser iluminada poco y mal por las luces del intelecto; pero por esto "la práctica sin teoría" es un modo de decir práctica con mala teoría. El hombre práctico "sin teoría" puede creer que sólo sigue la inspiración de su voluntad. Lo puede creer porque su problema no es el de autoobservarse. Pero el estudioso sabe bien que también la praxis más instintiva implica siempre premisas mentales, propósitos, cálculos, ideas, justificaciones (aunque sean toscas y desarticuladas); y su misión es precisamente extraer o abstraer de esa praxis que parece ateórica, el elemento mental y por lo tanto teórico- que ella presupone y del que está informada. IV.6. La teoría depende de la practica Hasta ahora hemos considerado las tesis que separan la teoría y la práctica; una procede en ausencia de la otra, independientemente de la otra. Pasemos ahora a las tesis que reúnen teoría y práctica, y que las unen en una relación de subordinación. Esta subordinación está dada por la dirección de la relación. A estos efectos, se puede sostener que la teoría precede y condiciona a la práctica (dirección: de la teoría a la práctica), o que la práctica precede y condiciona a la teoría (dirección: de la práctica a la teoría). En el primer caso, se habla del círculo teoría-práctica; en el segundo conviene hablar, en cambio -como ya se sugirió-, del anticírculo prácticateoría. Quede claro que la dependencia o subordinación no excluye que en todos los casos la práctica y la teoría interactúen y reaccionen entre sí, es decir que existan siempre relaciones recíprocas. El punto a dilucidar consiste en ver si es la práctica o la teoría la que da la orientación. O, empleando una expresión de Aristóteles, cuál de las dos será el primum movens, el primer motor. Vamos a ocuparnos a continuación del anticírculo, es decir que examinaremos la tesis según la cual es la práctica la que produce la teoría. Es una tesis, como veremos, altamente elusiva. Comencemos, entonces, despejando el terreno; consideremos los casos en que se habla de "dependencia de la teoría con respecto a la práctica" en un sentido inocuo, vale decir, los que no conducen a un anticírculo. Son los casos que denominaré, para entendernos, de dependencia aparente. Dependencia aparente Procedamos mediante ejemplos, examinando los tres puntos siguientes: 1) la teoría sigue a la acción, es decir surge ex postfacto, una vez acontecida la acción; 2) la teoría describe la práctica, constituye su "sumisión descriptiva"; 3) la teoría es expresión de una época, y por lo tanto es un "producto histórico". Ya nos encontramos con el argumento (infra § IV.5) de que el hombre actúa primero, y que después teoriza sobre lo ya hecho; e hicimos notar que este argumento no basta para fundar una concepción voluntarista del querer. Veamos ahora, ad abundantiam, por qué no funda ni siquiera un anticírculo. Por supuesto, si una teoría surge ex postfacto, es perfectamente lícito afirmar que ella "depende" del factura que la precedió. Pero las más de las veces se trata, como decía, de una tesis inocua con respecto al problema que aquí tenemos planteado. En efecto, sucede a menudo que el denominado hombre de acción, el hombre práctico por antonomasia, primero actúa y después busca la explicación (teórica) de lo que hizo. Y también es verdad que muchas veces, por la forma mentís del hombre de acción, la teoría no es tanto una guía para la acción, como un modo de justificar ex post los propios actos, de recubrir lo que ha hecho y querido hacer con una "cobertura teórica". Aparte de este caso, encontramos también el de quien debe proceder obligadamente en terreno desconocido. Invitado a explicar cómo vencía en sus batallas, Napoleón respondió: nos metemos; después se ve. Lo mismo vale para el revolucionario en el transcurso de su acción, cuando hay que atreverse más que saber. En estos casos se puede hablar, pues, de una teoría que depende de la praxis. Sí; pero esta teoría que surge ex postfacto es precisamente la teoría "elaborada"; pero un embrión de programa, de concepción, de cogniciones, ha guiado primero la acción del hombre de acción. Éste ya sabía lo que quería en el momento en que actuó. Por otra parte, aquí "práctica" se emplea por praxis. El hecho de que la praxis, lo que yo he hecho o estoy haciendo, vuelva a operar sobre la teoría, quiere decir simplemente que el hombre aprende experimentando y equivocándose, dicho en otras palabras, aprende de su experiencia. Pasemos al segundo punto, el de la teoría como descripción de la práctica. Se dice que la teoría debería "copiar" a la realidad; y por otra parte, la exactitud descriptiva es justamente lo que se le pide al conocimiento empírico. Pero estas tesis no implican, en realidad, ninguna "sumisión" de la teoría a la práctica. Una cosa es sostener que la teoría se refiere a (o está en función de) otra cosa; y algo muy distinto sostener que es producida por algo. Para pasar de la fórmula de que la teoría es "relativa a", a la de la teoría "producida por", se necesita el coraje de ignorar formidables objeciones gnoseológicas. Esto es, hay que tener el coraje de sostener una tesis que desde hace mucho tiempo no se atreve a sostener ni el más crudo empirismo sensualista: la tesis que Popper denominó agudamente the bucket theory of mind: que la mente es una cuba, un receptáculo que allí está, a la espera de que algo venga a llenarlo. Es obvio que si el conocimiento tiene un "objeto", este objeto lo condiciona. Pero de ahí no se puede pretender que se deba poner patas arriba la relación entre el observador y la realidad observada. Toda teoría es teoría de algo; pero esto no significa ni por asomo que ese "algo" subordine a la mente que lo aprehende, que el objeto observado genere la teoría que lo observa. En suma, no es que una ligazón descriptiva equivalga a poner en posición pasiva al pensamiento. Y ello resulta todavía más evidente cuando nuestro referente es la práctica, vale decir, los productos del obrar del hombre; porque aquí la mente "copiaría" lo "no copiado" (lo que el hombre inventó). Por lo tanto, la teoría que describe la práctica es simplemente una actividad mental (no una mente pasiva.) que está en función de la práctica. Vayamos al tercer punto: la teoría como producto histórico, como expresión del "tiempo", condicionada por eso mismo a "su época". Esta tesis se diferencia de la anterior porque se basa en el concepto de historia. Hasta ahora nos habíamos contentado con distinguir entre la praxis y la práctica (el hacer solidificado); y en esta contraposición, la práctica se vuelve en último análisis coextensiva con el ambiente. Por supuesto que no el ambiente-naturaleza (natural), sino el ambientehombre, creado por el hombre. El concepto de historia introduce una variante en la noción de ambiente. Por razones de simplicidad, la podemos formular así: hasta que no asumimos una perspectiva histórica, el ambiente está dado, existe y basta; mientras que el ambiente histórico es un ambiente percibido longitudinal y genéticamente, en su fluir desde un pasado hacia el presente que a su vez se proyecta hacia el futuro. Lo que nos muestra un ambiente que contiene en sí la propia explicación. Establecido esto, ¿qué se entiende, o mejor qué puede ser lo que subyace en la aserción de que la verdad es filia temporil"? El veneno de este tema -si es que un tema puede tener veneno- reside en lo siguiente: en que disminuye el peso y la importancia del pensamiento como agente de los cambios históricos. Cuando se dice que las teorías son un "producto histórico", se cree sugerir tal vez que no hay que darle demasiada importancia a la historia de las ideas, porque no serían las teorías las que cuentan, las que determinan realmente el curso de los asuntos humanos. Es cierto que a esta desvalorización se puede oponer la comprobación de que los grandes giros de la historia corresponden a momentos de alta tensión "ideal", están marcados por poderosas explosiones de "ideas", y que estos ideales y estas ideas tienen siempre una paternidad precisa. Sí, pero esta objeción puede ser obviada diciendo: nadie niega la importancia de Rousseau o de Marx (por dar dos nombres); pero si esas doctrinas no hubiesen sido teorizadas por ellos, habrían sido teorizadas por algún otro. Respondo: es posible; pero en tal caso, también estos hipotéticos otros habrían sido personas de excepción. Porque cuando se dice que determinadas ideas estaban "en el aire", que eran las ideas de la época, y que la época estaba "madura" para esas ideas, no se debe confundir una condición necesaria -es decir que una época determinada estaba madura para dar vida a ciertas ideas- con una condición suficiente. Esas ideas no nacieron, literalmente hablando, del seno de la época, y por cierto no cayeron por fortuita combinación dentro de una cabeza que las estaba esperando. De cualquier modo, en este campo la cuestión de la importancia de las ideas como agente del proceso histórico, tiene una entidad secundaria. Independientemente de que se consideren más o menos importantes, en todo caso tampoco este argumento puede demostrar de ninguna manera que la práctica -el hábitat histórico- produce la teoría. No lo puede demostrar porque esa historia de la cual las ideas y las grandes filosofías político-sociales serían un "producto", es también ella un total simbólico, y ya teoría realizada y práctica teorizada formando una unidad. Por lo tanto, si queremos sostener que todo el círculo parte de la práctica, debemos referirnos, no a la "atmósfera simbólica" de una época, sino a la situación material, a la práctica solidificada. Sólo en este momento y sólo a partir de este punto, se presenta la hipótesis del anticírculo. Pero entonces la tesis no es ya: en el origen era la historia. Ahora deberá ser: en el origen eran las condiciones materiales. El anticírculo práctica-teoría Empecemos a tirar del hilo. Para demostrar que el impulso que hace girar realmente la rueda es el "impulso práctico", es necesario que la práctica no se conciba ni como praxis ni como ambiente histórico, sino como ambiente material. En efecto, en las primeras dos acepciones, la práctica contiene ya en sí misma la teoría que debiera producir; por lo tanto, quien funde el anticírculo sobre estas bases, estará haciendo trampa. En segundo lugar, para demostrar que la teoría depende de la práctica, no basta argumentar que el ambiente material condiciona el pensamiento. Una relación de "condicionamiento" no postula una dirección que suponga subordinación. Un condicionamiento es sobre todo un límite, o como máximo, un impedimento, un vínculo. En suma, asegurar que el ambiente condiciona el pensamiento (lo que es obvio), no equivale a asegurar que el ambiente produce el pensamiento. De lo anterior se deduce que la formulación exacta del problema, desde el punto de vista terminológico, es la de Marx, cuando éste la formula así: que la teoría (el pensamiento) es el producto de las condiciones materiales. Éstas son en concreto las fuerzas y las formas de la producción (económica). Pasemos por alto la expresión "fuerzas", que es peligrosamente elástica y altamente polivalente. En cambio es adecuado decir "condiciones materiales", y especificar que entre éstas son determinantes las "formas de producción". Yendo a Marx, la pregunta es: ¿Marx llega realmente a darle fundamento al anticírculo, a demostrar que la teoría es producida por la práctica? El materialismo "idealista'' de Marx Para situar el discurso, conviene distinguir antes que nada entre vanos tipos de materialismo. Dejando de lado el materialismo "sensualista" del setecientos -el de Eamettrie y del barón de Holbach-, que llamaríamos de tipo primitivo, podemos hablar de 1) un materialismo estricto; 2) un materialismo idealista, y ") un materialismo diluido. Es fácil definir el materialismo en sentido estricto y propio. En este caso, la tesis es que las condiciones materiales -claramente precisadas como realidad extramentul- determinan las construcciones mentales; y aquí el verbo "determinar" indica una relación de determinación causal (no de mera indeterminación causal), es decir una determinación vinculadora. ¿Es ésta la tesis de Marx? La respuesta segura es que 110. Porque el de Marx es un materialismo sui generis, cuya peculiaridad es exactamente la de ser un idealismo dado vuelta. No se puede entender nada de Marx si no se parte de Hegel, es decir, si no se tiene bien presente que Marx "materializa" una filosofía idealista. En una célebre apostilla de El capital aparece perfectamente ilustrado este procedimiento; Marx invierte la imagen de Hegel que hace marchar al mundo "con la cabeza", haciéndolo andar "sobre los pies". Marx da vuelta a Hegel de este modo, poniéndolo sobre las piernas; mientras que "para Hegel el movimiento del pensamiento [...] es el demiurgo de la realidad [...] para mí, por el contrario, el movimiento del pensamiento es sólo el refle lo del movimiento real, transportado y traspuesto en la cabeza del hombre". Primera e inmediata pregunta, ¿qué es un movimiento real? ¿Cómo debemos entender el "primer motor" de Marx? Aun antes de las fuerzas y las formas de producción, este primer motor marxista es su concepto de praxis, tal como lo encontramos definido en las Tesis sobre Feuerbach de 1845. Transcribo las distintas expresiones con que Marx vierte el concepto de praxis en las once Tesis antes citadas: "actividad real sensitiva", "actividad práctico-crítica" (Tesis I); "actividad humano-sensitiva práctica" (Tesis V); "sensibilidad como actividad práctica" (Tesis IX). Merece también transcribirse íntegra, dada su brevedad, la Tesis VIII: "La vida social es fundamentalmente práctica. Todos los misterios que impulsan a las teorías hacia el misticismo, encuentran su explicación racional en la praxis humana y en la inteligencia de esta praxis." ¿Está claro? A mí no me parece. Lo único claro es que la praxis de Marx no satisface la condición preliminar de un materialismo en sentido estricto; la praxis no es jamás en Marx (lo será después en el marxismo vulgar) un factor seguramente extramental. Sin hacernos mala sangre con la praxis de Marx, volvamos a nuestro tema. Marx se proclamaba materialista en polémica con Hegel; pero por esto mismo, su materialismo era sólo un "antiidealismo", que conserva de él todos los planteamientos y todos los no problemas (es decir, el modo idealista de decapitar los problemas). El hecho de que el materialismo (el verdadero) plantee un problema gnoseológico y epistemológico, no fue ni sospechado por Marx. No se le pasaba por la cabeza, por la obvia razón de que Marx deriva de Hegel y el idealismo se saltea toda problemática gnoseológica y epistemológica. De modo análogo, que el concepto de "determinación", cuando está empleado apropiadamente, plantea el problema de distinguir entre un tipo y otro de relaciones causales, tampoco se le ocurrió a Marx. Y esto fue así de nuevo porque Marx había sido acostumbrado por Hegel a resolver cualquier relación en clave dialéctica; y en dialéctica se puede usar el vocablo determinación pero no hablar de "determinación". Se objetará: es que Marx no piensa por causas, piensa "dialécticamente". Respondo: justamente por esto su denominado materialismo no es un verdadero materialismo y por consiguiente su línea (en relación con nuestro problema) es siempre ambigua y ondulante. Que el materialismo de Marx es, como materialismo, un materialismo "ingenuo" (es decir, sólo un idealismo dado vuelta) surge de su desarrollo posterior. En efecto, una conceptuación precisa de sus problemas se volverá a encontrar más tarde en la corriente de pensamiento que se denominó "empirio-criticismo" y que tuvo como exponente al filósofo Ernst Mach. Al presentar un materialismo críticamente aceptable, Mach destruía implícitamente el fundamento mismo de la doctrina marxista. Bien lo vio Lenin, que dedicó a la refutación de las tesis de Mach su único traba lo filosófico, Materialismo y empirio-criticismo: notas sobre una filosofía reaccionaria. El subtítulo del volumen de Lenin indica ya que él no vio otra manera de afrontar la amenaza de la escuela empirio-criticista, que restaurar la ortodoxia, con los textos sagrados en la mano. Como escrito filosófico, el volumen no tiene gran valor; pero precisamente es significativo que el marxismo haya tenido que rechazar en bloque -por boca de Lenin- la única tentativa de profundización gnoseológica y epistemológica de los problemas rodeados e ignorados por Marx. Rechazado el empirio-criticismo, y olvidado Hegel, el marxismo se convierte en una doctrina que se declara "materialista", pero que no dispone de sostén gnoseológico. A ojos vistas, el llamado materialismo marxista no posee una teoría materialista del conocimiento. Si se ve enfrentado a este tema, el marxista inteligente hace una mezcolanza con el concepto de práctica (como Lukács) y el marxista ordinario se contenta con esta versión oficial: "El materialismo filosófico marxista parte del principio de que [...] la materia es el dato primero, porque es la fuente de las sensaciones, de las representaciones, de la conciencia, mientras que la conciencia es el dato secundario, un dato derivado, puesto que es el refle lo de la materia, el refle lo del ser; el pensamiento es un producto de la materia cuando ésta ha alcanzado en su desarrollo un alto grado de perfección; esto es, el pensamiento es el producto del cerebro [...] no se puede separar por lo tanto el pensamiento de la materia, sin caer en un grosero error."13 No es el caso de insistir en la dificultad en que se ve envuelta la posición ingenua de quien quiere ver en el pensamiento un "epifenómeno". Nos limitaremos a un ejemplo, tomando el caso del físico, que seguramente nos autoriza más que otros a hablar de una teoría que "refleja" la realidad física. Aquí no hay tabique separador entre el físico y la "realidad material", en el sentido de que si hay un observador que no se ve perturbado, que se halla en contacto directo con una inequívoca realidad extramental, éste es por antonomasia el estudioso de la física. Sin embargo a nadie, que yo sepa, se le ocurre ver al "físico" como alguien en cuya cabeza entra "la física". Todos se dan cuenta cuán pueril sería una explicación del tipo: el físico recibe en su cabeza lo que la naturaleza física le mete dentro. Pero si una explicación materialista no funciona ni siquiera para el físico, ¿cómo podría valer para el estudioso de los fenómenos humanos? Esto es, para quien no tiene nada que hacer como se lee en el pasaje citado -con el "primer dato" (la materia), sino únicamente con el "dato secundario", con el "derivado". ¿Cómo se sale de esto? El marxismo sale oscilando entre un materialismo estricto y un materialismo diluido, en el cual 1) la determinación causal se vuelve indeterminación causal, y 2) los factores materiales pierden su caracterización extramental. Con respecto a lo primero, el marxismo se presenta como un materialismo "dialéctico" (en el cual la naturaleza de la relación no se deja atrapar jamás); y en cuanto a lo segundo, como un materialismo "histórico" (en el cual es la naturaleza de la materia la que no se deja aferrar nunca). La sustancia es que los marxistas, cuando advierten que su posición se acerca al punto del "materialismo diluido" en el cual se disuelve el anticírculo, recurren a la terminología del "materialismo estricto"; pero cuando deben justificar su terminología de "materialismo estricto", entonces recurren a las justificaciones del "materialismo diluido". Es difícil seguirles el hilo porque todas las piezas son rápidamente cambiadas en el tablero, y así nos encontramos cada vez jugando una partida diferente. No sorprende, entonces, que el juego termine por trastornar y hasta convencer a los propios jugadores. Pero si nos hemos hecho una idea precisa de cómo debería funcionar el anticírculo, y si limpiamos la tesis de la "práctica que produce la teoría" en todas las ambigüedades que enturbian la cuestión, habremos advertido que se apoya siempre sobre arena movediza. El materialismo diluido de Mannheim ¿Cuál es actualmente la cosecha más profunda y más seria de la intuición originaria de Marx? Los más pensarán en la escuela de Fráncfort, en Marcuse o en Habermas. Pero a mí me parece que esta escuela constituye un retorno a la disolución (de izquierda) de la filosofía hegeliana, que no enfrenta el problema que aquí nos hemos planteado, sino que lo envuelve otra vez en refinadas nebulosidades dialécticas. A despecho de las modas, me referiré más bien a Mannheim, que a mi parecer sigue siendo el autor más original y serio en el campo del repensamiento empírico de la filosofía de Marx. Como dice el término que he empleado con Mannheim nos encontramos con un materialismo "diluido". Vale decir que Mannheim deja de lado los juegos de apariencia prestigiosa (en los que tanto se destaca la escuela de Fráncfort), aísla el problema central y lo pone en claro, En la retranscripción de Mannheim, el problema central es el del "condicionamiento existencial" del saber (Seinsverbundenheit des Wissens). Por lo tanto, Mannheim pone de cabeza a la denominada sociología del conocimiento. Mannheim da por descontado desde el comienzo que la relación entre los factores existenciales o la situación social por un lado, y las posiciones mentales por el otro, no es jamás una relación de determinación causal. Su concepción ha sido condensada por Maquet en una llamada "ley de Mannheim", que dice así: "Las ciencias cualitativas (con exclusión, por lo tanto, de las ciencias cuantitativas) corresponden más o menos estrictamente a la situación social e histórica de los grupos en los que se subdividen las clases sociales." 14 Como se ve, estamos muy lejos de Marx. Al pensamiento "producido" y "determinado por" de Marx, Mannheim lo sustituye por un pensamiento "correspondiente a", "correlativo a", en "acuerdo con", ligado a", "proveniente de", en "conexión con"; es decir, un nexo bastante blando de dependencia, que a menudo es sólo de correspondencia. Además, el factor condicionante queda por fin precisado. En Mannheim, las "condiciones materiales", el "ambiente material" (es decir las expresiones genéricas) son dejadas de lado. Es indudable que la evolución del pensamiento de Mannheim, a partir de 1931,15 se desarrolló en el sentido de un alejamiento cada vez mayor de Marx, a tal punto que las posiciones finales de su sociología del conocimiento (como se ha observado con acierto) terminan por volver a las tesis de Rickert y de Max Weber, es decir por reintegrarse a las fuentes del historicismo más que a las del marxismo. Sin embargo, la inspiración y la derivación marxista subsisten, Y es en esta perspectiva que nos interesa examinar la sociología del conocimiento de Mannheim. La tesis originaria, la del volumen de 1929, Ideología y utopía, es la siguiente: que el saber, todo saber (salvo las ciencias exactas) corresponde a una perspectiva de clase, está "situado" en una clase y debe ser entendido y valorado en relación con su "ecuación social" (de clase). ¿Logra Mannheim darle de esa manera una formulación aceptable a la idea de que el "impulso" que hace girar la rueda viene de fuera, de factores existencialesambientales y no de factores simbólicos? En suma, y a los efectos del anticírculo práctica-teoría, ¿la sociología del conocimiento puede hacer las veces del materialismo histórico? MÍ respuesta es que en tanto la sociología del conocimiento de Mannheim se esfuerza por ser una prolongación del materialismo histórico (aunque en el campo de la revisión crítica), la tesis de Mannheim no es válida; mientras que lo que tiene de verdadero no hace de ninguna manera las veces de la tesis de Marx. Y como la mejor manera de recoger lo que hay de verdadero en la sociología del conocimiento es quitar de en medio lo que tiene de falso, comenzaré por criticar las ambiciones equivocadas de Mannheim. Crítica de la sociología del conocimiento Un examen de la sociología del conocimiento plantea tres problemas. Primero: si ésta puede hacer las veces de una teoría del conocimiento, es decir, si puede funcionar como gnoseología. Segundo: si del "condicionamiento sociológico" del pensamiento es lícito extraer la inferencia de que todo pensamiento es "pensamiento ideológico", es decir si la sociología del conocimiento puede medir la validez del pensamiento. Tercero: si el "condicionamiento social" del pensamiento corresponde a líneas de demarcación de "clase", esto es, si la sociología del conocimiento puede sustentar una concepción clasista de la realidad. En cuanto al primer punto, me apresuro a decir que Mannheim quiere probar demasiado, de modo que las ambiciones de la sociología del conocimiento son desproporcionadas con respecto a los medios de que dispone y al horizonte que la delimita. Acaso sea debido a la perduración de las sugestiones marxistas, o a otros motivos, pero el hecho es que Mannheim no renuncia al ambicioso propósito de llegar al plan originario. Ahora bien, desde que Mannheim fotografía una cierta situación y dice: parto de lo que hay aquí y ahora, en esta determinada situación social, sin proponerme el problema de "dónde proviene lo que encuentro", hasta ese punto hace sociología del conocimiento (y con frecuencia la hace bien). Pero cuando se pregunta: "¿de dónde proviene lo que veo?", entonces su sociología del conocimiento se transforma arbitrariamente en una teoría del conocimiento; es decir que trata de resolver en términos de sociología un problema de gnoseología. Lo que no se puede hacer. Tomemos el tema "clases". Si me limito a decir: "Parto de la comprobación de que hoy existen clases, con su conciencia de clase, y que este hecho caracteriza a la lucha política actual", no tenemos nada que objetar. Pero si en cambio paso a decir: "la conciencia" de clase es un epifenómeno del "hecho" clase, entonces ya no podemos estar de acuerdo. Y no estarnos más de acuerdo porque esta vez nos hemos preguntado: ¿por qué las clases? A quien dice ex facto oritur mens, es fácil oponerle que las clases siempre existieron, mientras que la "conciencia de clase" no. Más aún, con frecuencia la "idea" que nos hacemos de las clases deforma lo que es la efectiva estratificación social de la sociedad que se considera. Lo que confirma que la "conciencia de ser una clase" no nace automáticamente del hecho; en cambio, cuando se da, tiende a violentar al hecho. Que las pretensiones epistemológicas de la sociología del conocimiento de Mannheim son gratuitas, encuentra confirmación en las otras sociologías del conocimiento, esto es, en su vertiente no marxista. Si nos hemos centrado en Mannheim fue porque nuestro problema es el anticírculo práctica-teoría. No se debe olvidar por esto que si Mannheim sostiene la tesis del condicionamiento existencial de los fenómenos mentales, existe también la sociología del conocimiento de Max Scheler y de Sorokin, en las que se sostiene, inversamente, la primacía de los factores culturales. Más exactamente, Max Scheler veía en los "factores ideales" el determinante de los "factores reales"; y Sorokin desenvuelve en los cuatro volúmenes de su Social and Cultural Dynamics, la tesis de que toda civilización crece hacia un "supersistema" (que responde a las preguntas metafísicas fundamentales sobre la naturaleza última de la realidad), el que se encarga de todo el resto, volviendo por esta vía a reafirmar que los factores "existenciales" dependen y descienden de los "factores mentales". No importa ver cuál de las dos líneas explicativas llega a ser más convincente. Basta tener presente que también existe una sociología del conocimiento "puesta de revés" (respecto a la idea que nos hacíamos al leer a Mannheim); lo que confirma que, no bien el sociólogo se aparta del terreno que le es propio, sus tesis pueden ser fácilmente derribadas (tanto más fácilmente cuanto la sociología no marxista del conocimiento presenta en este caso la no pequeña ventaja de evitar las notorias dificultades de orden epistemológico). Por lo tanto, y para terminar con el primer punto, la tesis del "condicionamiento existencial-social" del saber es válida en tanto no pretenda establecer si es primero el huevo o la gallina. Una vez precisado dentro de qué límites se puede hablar legítimamente del pensamiento "situacionalmente condicionado", el problema pasa a ser entonces el siguiente: la situación social (o existencial) relevante, ¿es la que está determinada por la "pertenencia de clase"? Esta pregunta -al menos en el pensamiento marxista de Mannheim- está indisolublemente conectada con esta otra: si pensamos en términos de clase (en función de una ubicación y perspectiva de clase), ¿todo pensamiento queda entonces, por eso mismo, viciado de "ideologismo"? Convendrá comenzar por esta última pregunta -es decir, por el problema de la ideología-, para volver después a las clases por esta vía. Ante todo, una precisión terminológica, ¿qué quiere decir ideología (en el uso marxista)? Ideología no es lo mismo que engaño. El engaño es deliberado, la ideología no; es una deformación impremeditada de la verdad. Más exactamente, es la distorsión de la verdad que deriva automática y necesariamente de la "determinación de clase" del pensamiento. La ideología, pues, es falsedad; y una falsedad insidiosa, precisamente porque no se la advierte, no es intencional, es subconsciente. El problema de la ideología es entonces el de discernir si el "condicionamiento existencial" del pensamiento nos autoriza a calificar (o mejor a descalificar) todo pensamiento como pensamiento ideológico. Según Marx, y en general según toda la doctrina marxista, de la clase burguesa debe salir un pensamiento burgués, es decir ese "falso pensamiento de clase" que es la ideología burguesa. Empero Marx se limita a atacar con su "descalificación de clase" a los burgueses, a la ideología burguesa; en cambio el proletariado, como "clase-no-clase", quedaba exonerado de este pecado original. Mannheim rechaza esta salvación del proletariado, y argumenta que si el pensamiento está determinado por las situaciones de clase, no se puede evitar la conclusión de que también el pensamiento proletario es pensamiento ideológico, y por lo tanto tan falso como el burgués. Conclusión muy lógica, pero que solamente cambia de lugar la dificultad. Porque también a Mannheim puede dirigírsele la antigua objeción que ya se le dirigía al escéptico: si se asegura que toda verdad es "relativa", también la tesis de que la verdad es relativa es a su vez una "verdad relativa", y por lo tanto no verdadera. Mannheim advierte bien este peligro de desembocar en un callejón sin salida. Por ello, al excluir que la "clase-no-clase" pueda ser el proletariado -que es parte comprometida a no menor título que la clase a la que combate-, Mannheim busca una clase-no-clase (que no tenga una propia identidad de clase) en otra parte. En suma, también él tiene necesidad de una "categoría privilegiada" que pueda escapar a la objeción de que si toda verdad es ideológica, tampoco la que tú sostienes es verdad. Esta clase-no-clase es en la doctrina de Mannheim, la de los intelectuales, la integrada por los que él llama (retomando la expresión de Alfred Weber) sozial freischwebende Intelligenz, o sea esa intelligentsia que está "socialmente desvinculada", no ligada por vínculos de clase. Ahora bien, es muy cierto que si se deben hacer excepciones, es mucho más plausible salvar de la imputación ideológica a los intelectuales que no al proletariado. Sí; ¿pero esta excepción no elimina la regla? Los intelectuales son propiamente los que tienen por oficio pensar. Si por un lado se afirma que todo pensamiento se vuelve ideológico en virtud de la situación de clase a la que se está adscrito, y por el otro se excluye de la regla a quienes tienen por especialidad el pensamiento, la excepción es demasiado vasta; es una de esas excepciones que anulan la regla. En definitiva, la salvedad reduce la tesis a estas modestas proporciones: todo pensamiento es ideológico, salvo el pensamiento que piensa. La montaña ha parido un ratón; piensan mal (ideológicamente) quienes no piensan (los no intelectuales). Mannheim advierte que en estos términos, el discurso sobre la ideología (y también, por reflejo, sobre el condicionamiento existencial) se reduce a poco o nada. En efecto, él reducirá en seguida el "privilegio" que antes dio a la intelligentsia. Pero en cuanto lo reduce, se reconstruye por otro lado la dificultad que este privilegio pretendía superar. Mas no importa seguir a Mannheim por estos vericuetos; lo que cuenta es que queda firme el punto de que el intelectual "puede evadirse" del condicionamiento ideológico. Y esto nos basta. Si el pensamiento que cuenta (el pensamiento cognoscitivo) es sustraído a la excomunión ideológica, se infiere de ello que decir que el pensamiento es "situacionalmente condicionado" no equivale ya, necesariamente, a decir que sea "ideológico". Sistematizada así la cuestión de la ideología (es decir de la validez del pensamiento), retornemos a la cuestión de la clase. Volvemos a formular la pregunta: admitido que el pensamiento está situacionalmente condicionado, ¿cómo se demuestra que entre todas las situaciones la que cuenta es la "situación-clase"? ¿Cómo se demuestra que pensamos clasísticamente? En este punto, la respuesta es bastante obvia, en base a las premisas de Mannheim no se lo puede demostrar. En efecto, si los intelectuales escapan o pueden escapar a la imputación ideológica, es porque son una clase-no-clase. Pero decir que se trata de una clase cuya característica es la de "no ser clase", ¿no equivale a decir que los intelectuales no son una clase? ¿No equivale quizás a decir que la "explicación de clase" del pensamiento no es tal? Prescindamos de Mannheim y observemos los hechos. Históricamente no ocurrió jamás que los intelectuales constituyeran una clase; los encontramos alineados en todos los campos, unos en la izquierda, otros en la derecha, y en un continuo movimiento inquieto entre un campo y otro. Se podrá aducir que la que cuenta es la clase por extracción. En tal caso se dirá: encontraremos a la derecha a los que son de extracción burguesa y a la izquierda a los de extracción proletaria. Muy bien; pero de acuerdo con esta explicación, la doctrina marxista es desmentida in primis por su autor, puesto que Marx era de extracción burguesa, y sin embargo pensaba "contra la burguesía". Es verdad que una sola excepción, por grande que sea, no basta; pero ocurre que las excepciones son las que predominan. Casi toda la doctrina de la redención del proletariado salió de plumas no proletarias, de personas que traicionaron a su clase de origen y se afiliaron (evidentemente, no por razones de clase) a la clase enemiga de la propia. No sólo encontramos en la izquierda a quien nació en la derecha, sino que también encontramos en la derecha a quien proviene de la izquierda. ¿Cuántas doctrinas que un marxista califica de "reaccionarias", "capitalistas" y "burguesas" no provienen de personas que tienen un origen humilde? Esto es, de personas que han pensado contra la propia clase de origen (por razones que evidentemente escapan a la explicación ele clase del pensamiento). Se impone, pues, la conclusión de que el verdadero pensamiento, el conocimiento propiamente dicho, escapa al condicionamiento de clase, no tiene necesariamente orígenes de clase. La tesis de que "pensamos según nuestra clase" no es válida. Tanto es así que el propio Mannheim abandonó sus posiciones "clasistas" del 29. Ya en los escritos del periodo 1930-1935, recogidos en el volumen Ensayos sobre la sociología, de la cultura -que siguen a Ideología y utopía y constituyen la transición a la producción del periodo inglés- Mannheim ve a la intelligentsia no ya como clase sino como grupo, y reconoce que hablar de "una determinación social del individuo" es un modo de hablar mistificador. Mistificador porque el ambiente social (el grupo) le lanza al individuo un "desafío", al cual el individuo reacciona "eligiendo la respuesta". Por lo tanto, no sólo la clase se descompone en "grupos", sino que en el interior de éstos el individuo elige -en una situación social determinada- su dirección. Con esto estamos, no ya lejísimos de la ecuación de clase de la que partió Mannheim, sino también, diría yo, de toda forma de "determinismo social". Concluyamos. ¿Qué queda de la sociología del conocimiento a los efectos de los tres problemas que hemos examinado? Adviértase, los tres problemas son los que Mannheim hereda de Marx, es decir los que planteó la sociología del conocimiento sub specie de una continuación crítica del marxismo. A mi juicio, de esta directriz del pensamiento de Mannheim queda muy poco; en parte por admisión del propio autor (que se retracta de muchas de sus tesis iniciales); pero también porque la pretensión gnoseológica de la sociología del conocimiento estaba desprovista de fundamento. De este modo, no queda ni se salva nada a los efectos de la pregunta fundamental que nos habíamos planteado: la sociología del conocimiento -esa doctrina representativa de la posición que he llamado "materialismo diluido"¿puede sustentar la hipótesis del anticírculo práctica-teoría? A este efecto Mannheim no sostiene, sino que abandona a Marx. Y el caso de Mannheim confirma -si no estoy equivocado- la aserción que hiciera al principio, o nos quedarnos en un materialismo "estricto", o ya no se consigue hacer girar la rueda en sentido contrario, en el sentido del anticírculo. Y no se lo consigue porque -sea cual fuere la importancia del reobrar del hecho sobre la teoría- este movimiento de retorno se interrumpe siempre por un "principio de indeterminación"; y para superarlo, hay que remitirse siempre al círculo, al vector que va de la teoría a la práctica. En este punto, puede parecer que nuestro examen crítico resultó negativo en toda la línea; pero no es así. Una tesis puede estar equivocada a los efectos del problema que se planteaba, pero ser importante en cambio a otros efectos; y vale la pena retomar el discurso sobre el condicionamiento existencial (y situacional) del pensamiento, visto desde esta última perspectiva. Validez y límites de la tesis de Mannheim Retomemos el hilo de esta consideración; admitido el "condicionamiento social" del pensamiento, no rige la simplista reconducción del pensamiento hasta una matriz de clase. Sí, pero ¿con respecto a quién no rige? Hemos dicho que no rige con respecto a los "hombres de pensamiento", a los intelectuales. Lo que no excluye que pueda valer para otros destinatarios, es decir incluidos también los no intelectuales. De otro modo, si la ley de Mannheim indicada por Maquet no funciona para los pequeños números (para la intelligentsia), eso no quita que pueda funcionar para los "grandes números". Como ya advertimos, puede haber una gran diferencia entre lo que se cree sostener y lo que efectiva -y válidamente- se sostiene. Así, Mannheim creyó o trató de resolver un problema de génesis de las producciones mentales. Su interrogación era, ¿cómo es que un autor tiene una idea? ¿por qué piensa así? ¿de dónde le viene su inspiración? Son justamente las preguntas a las que no tiene modo de responder una teoría del "condicionamiento social" del pensamiento. Pero si rectificamos la mira, si preguntamos con qué criterio los hombres (en general) eligen entre las producciones mentales ofrecidas a los consumidores, luego entonces la ley de Mannheim funciona a la perfección. El error de Mannheim (y primero de Marx) fue el de hablar del pensamiento, del saber, del conocimiento, sin distinguir entre el discurso común (o pensamiento acrítico) y el discurso cognoscitivo (o pensamiento crítico), y correlativamente entre los que son solamente receptores de cultura y los que en cambio son creadores o inventores de cultura. Mannheim pone el dedo en el punto justo cuando aísla el caso del intelectual; pero no extrae de ello la obvia implicación de que el caso del pensamiento calificado no debe mezclarse con el del pensamiento no cognoscitivo. Así, por no haber efectuado esta distinción, Mannheim cae en el equívoco de confundir entre un problema de construcción del pensamiento (correlativo a los pequeños números) y un problema de difusión del pensamiento (que corresponde al caso de los grandes números). Lo que equivale a decir que en tanto la sociología del conocimiento busca explicar el pensamiento crítico -es decir la génesis de la verdadera teoría- la explicación no convence; pero si en cambio aplicamos la ley de Mannheim a los comportamientos de masa, entonces ella explica una cosa muy importante. ¿Cuál?, pues nos explica el éxito, las razones de que se merezca atención y se alcance resonancia, los requisitos de la "aceptación" de una doctrina. Y esto, a mi parecer, es el verdadero mérito de la sociología del conocimiento de Mannheim. Pero, atención, el problema ha cambiado radicalmente. Ya no estamos explorando las fuentes de creación del pensamiento, sino los motivos de adhesión a un pensamiento. La sociología del conocimiento es, sí, un válido instrumento de diagnóstico, pero a los fines de entender por qué los hombres (en general) reciben aquella idea y en cambio permanecen sordos ante otra; por qué creen en una tesis y no en otra; por qué abrazan una causa y combaten otra. Ba lo esta luz se explica la fascinación que ejerció sobre nosotros la sociología del conocimiento. Ella proporcionó a la comprobación general que el hombre no sigue una teoría por su "verdad", una clave apropiada para descifrar las motivaciones y las opciones de los hombres (en general). Se dirá: admitiendo que el alcance efectivo de la sociología del conocimiento sea el que acabo de indicar, ello no quita que esa corriente haya alcanzado lo fundamental, pues, en definitiva, ¿lo que cuenta no son "los grandes números"? No es una cuestión que me interese discutir, incluso porque en verdad no es seguro que los grandes números decidan sobre todo lo demás. En la gran dimensión, en la duración, los grandes números terminan por seguir a los pequeños números. Los grandes números pueden sólo "elegir" entre alternativas que les son propuestas; y por lo tanto van a remolque de quienes "inventan" estas alternativas. Como quiera que sea, lo que importa en este campo es afirmar y, precisar bien para qué sirve -y viceversa para qué no sirve- el método de indagación aportado por Mannheim. Sirve para explicar la audiencia que una teoría alcanza en el campo del pensamiento pasivo o acrítico. Viceversa, no sirve para explicar cómo se construye el pensamiento activo, el pensamiento crítico. Las correlaciones entre "la situación existencial-social" y las "posiciones mentales", no pueden decirnos nada sobre este particular. ¿Qué es la creación mental? ¿Y cuál es el modo, el método, de la correcta creación mental? Para resumir y concluir. La sociología del conocimiento no es una epistemología ni una lógica; no puede hacer las veces ni de una ni de otra. No nos puede decir ni de dónde viene el pensamiento, ni cómo pensar correctamente. Ninguna sociología del conocimiento puede explicar a Marx o puede explicar a Mannheim; es decir, por qué de una cierta "situación" nace el pensamiento de Marx, o por qué de un cierto "ambiente social" surge Mannheim. Lo que en cambio puede explicar es por qué Marx (y no, por ejemplo, los otros hegelianos de izquierda) pasó del contexto de la historia del pensamiento al de la historia ético-política, y por qué la doctrina de Mannheim -siguiendo la huella del primero- ejerció a su vez tanta influencia. Por lo tanto, la sociología del conocimiento no nos puede decir si una teoría es verdadera, menos verdadera, más verdadera, exacta o no exacta, fundada o errónea (o como se quiera decir); sólo nos puede ayudar a comprender por qué ha sido "creída" o "no creída". Suministra un criterio para prever el éxito de un pensamiento ya dado, no para pensarlo. Todo lo anterior equivale a decir que la sociología del conocimiento es antes que nada sociología. Indudable obviedad. Pero además, la sociología del conocimiento incursiona de manera gravosa en una esfera que no es la suya, los más la siguen usando en el dominio de la validez del saber. Merton observa agudamente que si aplicamos a la sociología del conocimiento su misma medida explicativa, queda en evidencia esta correlación: que ella sólo podía surgir en una "situación de desconfianza", y que corresponde exactamente a una "atmósfera de desconfianza". ¿Cuál es el significado de esta indicación? Según escribe Merton, es que "en un contexto de desconfianza, uno no atiende ya al contenido de las creencias y de las aserciones para establecer si son válidas o no [ ] sino que introduce una pregunta totalmente nueva: ¿por qué razón se sostienen estas posiciones?" Obsérvese que la pregunta es nueva a este efecto, que mientras antes se recurría a esta pregunta para explicar el error, ahora se recurre a ella (extendiéndola a cualquier tesis) para invalidar y relativizar cualquier verdad. Como es fácil comprender, es una diferencia que hace una enorme diferencia. El procedimiento heurístico quería que primero se examinase la verdad-falsedad de una tesis, limitando la pregunta "¿a qué causas podemos atribuir esta posición?" al caso del error (o bien atribuyéndole una función explicativa, pero no de verificación). Si en cambio extendemos la pregunta: "¿por qué él dice lo que dice?" a cualquier tesis, la implicación es que resulta fútil, o incluso engañoso, afirmar su verdad-falsedad; por lo tanto, la implicación es la de que, así como toda tesis es en cualquier sentido falsa, todo lo que se debe hacer es explicar que es falsa y por qué lo es. Como se comprende, por esta vía no se tarda mucho en llegar (como dice Merton) a un sustancial "nihilismo mental". Por ello debemos preguntar, ¿hasta qué punto la "desconfianza" que ponía en evidencia Merton es saludable, y a partir de qué punto destructiva? En este aspecto, el caso de la sociología del conocimiento merece vincularse y parangonarse con el del psicoanálisis. En efecto, ambas son explicaciones de antecámara. Y las ambiciones del psicoanálisis no son inferiores a las de la sociología del conocimiento. También el psicoanálisis pretende extraer el pensamiento de un antepensamiento. La diferencia reside en que el psicoanálisis se remite al subconsciente, al inconsciente, o sea a una explicación de antecámara "subliminal", que precede al umbral de la conceptuación. Lo que no impide que el límite sea en principio el mismo; quien explora la antecámara queda en la antecámara y no puede pretender resolver los problemas que se plantean en otra "cámara". Volviendo a la sociología del conocimiento, nos replanteamos la pregunta, ¿hasta qué punto tiene un valor positivo nuestra "explicación de la antecámara" y a partir de qué punto pasa a tener un alcance destructivo? Que quede claro que el propósito y el sentido de toda la obra de Mannheim no era invalidar el saber, sino "desenmascarar los mitos", convertir toda posición dogmática en una Presencia continua y vigilante del espíritu crítico. Por lo tanto, el refle lo positivo de la sociología del conocimiento en el ámbito de los problemas cognoscitivos es el de mantener despierto el espíritu "autocrítico". La sospecha de condicionamiento puede, e incluso debe inducir a un examen de conciencia, que se refleje en nuestros movimientos; así como tomar conocimiento de los mecanismos subconscientes es una manera de combatirlos y de estar en guardia. Por medio de ambas vías, tenemos la manera de darnos cuenta mejor de cómo el pensamiento está encarnado, de cómo el conocimiento se halla radicado en las situaciones y perspectivas en que estamos situados. En general, ya sabemos que nadie piensa en un vacío histórico. Pero debemos hacer más precisa esta comprobación, ya sea estableciendo de qué modo el pensamiento está "situacionalmente condicionado", ya valiéndonos del psicoanálisis, o bien asumiendo una perspectiva instrumental, como cuando se dice que las "ideas" responden a "necesidades" y que son una manera de afrontar las necesidades. Todo está muy bien, pero llegados a este punto debemos detenernos. Debemos detenernos porque dada la necesidad, no está dada la idea. Aun admitiendo que las ideas hacen frente a las necesidades, esto no demuestra que estén producidas por ellas. De modo análogo, una vez advertido que el pensamiento científico o filosófico está condicionado y vinculado al hábitat social, o socioeconómico, en el cual "habita" el hombre de pensamiento, queda todavía por explicar lo más: por qué "respondemos" de maneras tan diversas al desafío del ambiente, y por qué unas respuestas deben considerarse verdaderas (más verdaderas) y otras falsas (menos verdaderas). Si una explicación de antecámara cree poder explicarlo "todo", se convierte en un poderoso corrosivo. En tal caso -el caso del uso polémico (de inspiración marxista) de la descalificación ideológica- Ice deméritos de una explicación de antecámara superan ampliamente sus virtudes. Observa Popper que nuestra época parece caracterizarse por la "tendencia morbosa" a "develar los motivos escondidos de nuestras acciones". Y comenta: "La popularidad de este modo de ver reside, a mi juicio, en la facilidad con que puede aplicarse y en la satisfacción que les produce a quienes ven 'a través de las cosas' y a través de los desatinos de los no iluminados. Esta satisfacción sería inocua si no fuese porque ese modo de ver amenaza con destruir el fundamento intelectual de toda discusión, sustituyéndolo por lo que en otra parte denominé un dogmatismo reforzado." Dice también "Los marxistas [...] están habituados a explicar las críticas de un adversario en razón de sus prejuicios de clase, y los sociólogos del conocimiento con base en su ideología total. Estos métodos son fáciles y muy agradables para quienes los usan. Pero destruyen claramente las raíces de la discusión racional, y deben conducir en último análisis a un irracionalismo y a un misticismo." 16 Hayek desarrolla el punto de este modo: "Si la verdad ya no se descubre por medio de la observación, del razonamiento y de la discusión, sino develando causas ocultas que, aunque sean desconocidas para el propio pensador, determinan sus conclusiones, y si la verdad o falsedad de una proposición ya no es establecida por la argumentación lógica y por la verificación empírica, sino por el examen de la posición social de quien la emite [ - ] el resultado es que la razón viene como una inspiración." Y Hayek explica incisivamente cómo una vez que se toma el camino de las explicaciones de antecámara, ya no se consigue seguir adelante. Escribe al respecto: "Si supiésemos de qué modo nuestro saber actual está condicionado o determinado, ya no se trataría de nuestro saber actual. Afirmar que podemos explicar nuestro saber, equivale a afirmar que sabemos más de lo que sabemos, que es formular una aserción desprovista de sentido."17 Por lo tanto, se diría que el anticírculo llega como máximo a invalidar el pensamiento; y esto, sólo si se concede lo que no considero que deba concederse, es decir, que la sociología del conocimiento es una gnoseología. Pero hagamos de abogados del diablo y juguemos al juego de la masacre recíproca. Una vez llegados a la conclusión de que todo pensamiento está "ideológicamente infestado", ¿que se infiere del efecto de la relación entre los que se tienen en mente y lo que se hace? Diría que nada. En efecto, aunque las teorías filosóficas sean válidas en sentido tradicional, o falsas en el sentido de que son ideológicas, su relación con la praxis no varía por esto, y sigue siendo una relación indirecta. De igual modo, aunque la ciencia política sea "clasista" o no, la relación entre un saber empírico y la praxis sigue siendo directa: y esto porque el único requisito exigido es que se trate de un saber operativo. Conclusiones En este capítulo adopté como punto de partida la "teoría". Después trataba de determinar si el punto de partida podía ser dejado de lado, y entonces la "práctica" servir como tal. He planteado el discurso de este modo: el que no quiera partir de la teoría, que nos haga ver cómo hace para partir de la práctica, cómo hace para activar un anticírculo que recibe su impulso de factores extramentales. Hasta el final -es decir, hasta la sociología del conocimiento- esta punta de la madeja se nos escapó siempre de la mano. Quiero decir que cuando se procura comprender hasta el fondo cómo es que la rueda gira hacia atrás (en el sentido del anticírculo), uno se queda con la sensación de que trata de atrapar una anguila. Como se vio, la formulación verbalmente más precisa es la de Marx: la teoría en el producto de las condiciones materiales. Pero esta precisión es únicamente verbal. En efecto, ¿qué quiere decir: es el producto? Y además, ¿qué condiciones son propiamente materiales? Son dos casos, y ambos netamente diferentes. En cuanto a la primera pregunta, la alternativa es: el nexo expresado por el verbo producir, ¿es un nexo de determinación causal o de indeterminación causal? En cuanto a la segunda pregunta, la alternativa es: ¿se debe entender por condiciones materiales, algo extramental (material en sentido estricto); o algo que pertenece a la realidad simbólica, una materialidad referida a los problemas de la vida práctica (en su diferencia con los problemas que llamamos de la vida espiritual)? Ahora queda claro que la tesis del "pensamiento producido por el ambiente material", es una tesis en sí, en la medida en que el nexo entre el ambiente y el pensamiento no sea de mero "condicionamiento", y en que la realidad material que encamina el proceso sea "material" en sentido estricto. En suma, esta tesis tendrá su precisa consistencia y fisonomía, en la medida en que se la desarrolle de este modo: que las condiciones materiales (independientemente de sus expresiones mentales e interpretativas) determinan de un modo vinculador (es decir, en forma determinista) la producción mental (el pensamiento y la teoría). Pero la tesis no es desarrollada de este modo por nadie. En verdad, las condiciones materiales de Marx no entran dentro de una filosofía materialista (que un antihegeliano entiende poco o mal), sino que aluden en sustancia a la acepción común de la expresión; esto es, se refieren a las necesidades y requerimientos de supervivencia, las estrecheces económicas, la dureza del traba lo y similares. En síntesis, son materiales todas las condiciones que no se refieren a las "necesidades espirituales" del hombre. Podríamos decir que la materialidad es el "reino de la necesidad". Y este es el mensaje con que Marx marcó realmente el curso de la historia. Consideraciones análogas valen para la denominada "determinación ambiental". La verdad es que el hombre reacciona a sus ambientes de muy distintas maneras. Y si esto es así, ¿cómo se explica esta multiplicidad de respuestas posibles? Evidentemente, no puede explicarse por el ambiente. De modo que, si preferimos forzar la mano diciendo "determinación", esta determinación no será propia o auténticamente tal. Decimos esto para hacer resaltar las coerciones y vínculos inherentes a todo hábitat. Pero no queremos decir, en rigor, que una vez dado el ambiente, queda dado su habitante. Todas las consideraciones que hemos expuesto confluyen hacia esta conclusión, que la tesis de la dependencia de la teoría con respecto a la práctica no acciona, no alcanza a hacer accionar, un anticírculo. Por lo tanto, todas las variantes de la relación entre la teoría y la práctica pueden remitirse a casos diferentes de dependencia de la práctica con respecto a la teoría. IV.7. La práctica depende de la teoría La tesis a la que hemos sido llevados es, pues, la de que la práctica depende siempre de una teoría. Con lo que se quiere indicar, simplemente, que lo que hacen los hombres está siempre influido de distinta manera y, en variada medida por lo que piensan. No es que la realidad "entre en la cabeza" de los hombres; es que el mundo del hombre está hecho por lo que los hombres "tienen en la cabeza". Por lo demás, y como dijimos poco antes, los casos de dependencia de la práctica con respecto a la teoría son diferentes. Recordemos a este efecto que la teoría puede ser: 1) filosofía, 2) ciencia, o bien 3) seudoteoría (definida, residual y simplemente, como cualquier otro contenido mental). De esto se desprende que cada una de estas "teorías" se relaciona de modo diferente con la práctica. Hasta ahora hemos visto los casos menos satisfactorios, o abiertamente insatisfactorios, de dependencia de la práctica con respecto a la teoría. En efecto, en el caso de la denominada "teoría sin práctica (supra § IV.4), vimos que las teorías metaprácticas son tales Porque no pueden convertirse directamente en praxis. De igual modo, en el caso de la llamada "práctica sin teoría" (supra § IV.5), el embrión de teoría que, a despecho del "sin", informa siempre a la acción, no será por cierto una teoría que alcance a plasmar en la aplicación. Por lo tanto, queda por ver cuál es la teoría que más y mejor puede traducirse en praxis. No basta con llegar a comprobar que en todos los casos -ya se trate de teoría-filosofía o de teoría-ciencia, o también de seudoteoría-, nuestra praxis alude a ella o de ella proviene. El problema consiste en establecer cuándo tal dependencia es buena o mala, por decirlo así. La pregunta de la que partimos es, pues, la siguiente: ¿cuál es la teoría que realmente se transforma en práctica, en el sentido de que el éxito práctico se alcanza conforme al programa teorético? ¿Cuándo lo justo en teoría -como decía Kant- se muestra también justo en la práctica? En suma, ¿cuándo una verdad teórica es al mismo tiempo una verdad práctica? El verdadero problema de la conversión del pensamiento en acción, se plantea con dos condiciones: 1) cuando la teoría es adecuada; 2) cuando el pasaje es directo. Con estas condiciones, y sólo con ellas, se da -como diría Dewey- una "acción inteligentemente dirigida". Lo que equivale a decir que la dependencia "buena" de la acción con respecto a la teoría, no se refiere a la relación entre la filosofía y la praxis (que es indirecta, no se puede "deducir" la acción de la filosofía), y mucho menos a la relación entre la seudoteoría y la praxis, sino a la relación entre la teoría empírica y la praxis. Los hombres prácticos han mirado siempre con sospecha y con fastidio a los denominados "teóricos". Las más de las veces no se puede decir que estén equivocados. Sí, pero esos prácticos sólo tienen razón cuando se trata de la teoría que no les afecta. Porque hay también una teoría que sirve para la práctica, y que incluso le es indispensable. Y éste será nuestro tema a partir de ahora. V. LA ACCIÓN INTELIGENTEMENTE LLEVADA V.I. ¿Arte o ciencia? En este capítulo nos ocuparemos del "saber programado", de ese saber (teoría) que realmente se transforma en práctica; por consiguiente hablaremos de la acción inteligentemente llevada, del hombre que verdaderamente sabe lo que hace. En este punto conviene dejar de lado las generalidades, el discurso en general, para abordar un caso específico, el de la acción política (inteligentemente llevada). Por lo tanto, el problema que debemos profundizar se plantea así: si una ciencia de la política es capaz de proyectarse a la acción, y cómo. Debe entenderse, programas de acción que se cumplen del modo previsto. Comencemos por desembarazarnos de una objeción previa, tan antigua como persistente; la de que, como la política es un "arte", no hay un saber que la pueda preceder y orientar. Lo que puede formularse de este modo: que la política es arte y no ciencia. De ello se extra lo en Italia, desde hace un largo medio siglo, esta extraña inferencia: que por ser la política arte y no ciencia, no se puede enseñar. Esta conclusión es extraña porque está demostrado que también el arte (el propiamente llamado así) se enseña. ¿No hay acaso escuelas de pintura, de música, de literatura, de escultura, y así sucesivamente? Es claro que la escuela no basta para crear al "gran artista" (exactamente como una escuela política no podría crear al gran político). ¿Pero es ésta una razón para cerrar las escuelas y no enseñarle dibu lo al pintor, escritura musical al músico, historia de la literatura al literato, etc.? Pero si la conclusión es extravagante ¿qué decir de la afirmación que le sirve de premisa: esa frase de que la política es arte y no ciencia"? Apresurémonos a señalarlo; se trata de un non sequitur. En efecto, cuando se asegura que la política es arte, e' sujeto de la proposición es la política como "acción política". En cambio, cuando se dice que la política es ciencia, el sujeto es la política como "conocimiento de la política". De modo que el famoso dilema "arte o ciencia" es, dentro de la nómina de sofismas o vicios lógicos, un paralogismo y no un dilema. Eliminado así el dilema, nada impide afirmar que la "política es ate" Con dos condiciones, empero; que nuestro referente sea la acción política y que se entienda más exactamente que la acción política es también un arte. Precisado esto, acentuemos que no es nada superfluo recordar que la acción política es (también) un arte. Pues siempre hay un margen irreductible de descarte en el paso del pensamiento a la acción, incluso cuando se trata de un "pensar para la acción". No debemos creer que la praxis llega a ser alguna vez la reproducción exacta en el hacer, de lo que se ha proyectado en el pensar. No puede serlo, ya porque hay que adaptar un programa de acción a las circunstancias específicas, ya porque la ejecución de un programa está ligada a la elección de los tiempos (oportunidad); ya, en fin, porque la acción política afecta y golpea a otros hombres, y por esto reclama un alto grado de souplesse, una acentuada capacidad de manipulación. En suma, la praxis política (y lo mismo vale para cualquier comportamiento) no es nunca únicamente la parte aplicada de un conocimiento; es también, de modo irreductible, creatividad, intuición, olfato, en una palabra, "arte". Pero si la acción política es también arte, no es solamente arte. Exactamente como los comportamientos económicos, los comportamientos políticos están constituidos por opciones, que se hacen con relación a ciertos fines, en función de los medios disponibles, que presuponen técnicas adecuadas. ¡Vaya, qué arte! Cabe agregar que en nombre del arte se redime con demasiada frecuencia la ignorancia y se alienta la incompetencia. Los grandes "artistas" de la política contemporánea son cada vez más personajes que ignoran olímpicamente la relación entre los fines propuestos y los medios disponibles. Por cierto, cuanto mayor es esa ignorancia, tanto más fácil resulta querer (y prometer) todo y rápido. Será éste, así, el arte del éxito; pero no el arte político que necesitamos. V.2. ¿Finalidad práctica o finalidad científica? Superada la objeción preliminar (y ficticia), la perplejidad seria es ahora la siguiente, ¿la ciencia política tiene una finalidad práctica o una finalidad científica? La pregunta es seria porque la distinción entre "finalidad práctica" y "finalidad científica" indudablemente tiene sentido. En primer lugar, la vida práctica urge, no admite dilaciones, y por esto le exige prisa al conocimiento científico. Debido a ello, es muy frecuente que nos veamos obligados a dar respuestas prematuras. Lo que equivale a decir que la urgencia práctica obliga a sobrepasar los requisitos exigidos por el conocimiento científico. El riesgo o la desviación es, en este caso, hablar antes de saber; debemos llegar a alguna conclusión, aun si esa condición está todavía escasamente fundada. En segundo lugar, el hombre político que recurre a la consulta del especialista sabe ya lo que quiere, ya ha hecho la elección de sus fines. Lo que no sabe y quiere saber de ese especialista es el modo mejor para llegar al resultado que se ha prefijado. Aquí el riesgo o la distorsión consiste en que el saber se convierta en un instrumento que se pliegue y adapte a los fines de una política preestablecida. Pero una vez admitido que el hombre de ciencia debe protegerse, a sí mismo y a su saber, de la prisa y de la instrumentalización; una vez dejadas de lado estas perturbaciones (que son tan poderosas, pero que siempre son disturbios exógenos), la cuestión de fondo sigue en pie: ¿en qué sentido la finalidad científica no es una finalidad práctica, y viceversa, la finalidad práctica diverge de la científica? Evidentemente, es cuestión de entenderse sobre qué es una "finalidad práctica". Si a la expresión "finalidad práctica" le damos el sentido de "arreglarse en el mundo", está claro que la finalidad práctica perturba las exigencias científicas. Pero si entendemos por finalidad práctica lo que siempre se entendió, es decir, una "capacidad aplicativa", entonces me parece claro que la distinción entre fin práctico y fin científico no origina un contraste constitutivo, no da lugar a ninguna antinomia. Ciertamente, habrá siempre fricciones y conflictos entre la ciencia pura y la ciencia aplicada. Pero son los conflictos normales y naturales de toda división del trabajo. La ciencia pura no debe ser distraída por los clamores del mundo y no se debe ocupar o preocupar de los "frutos". Por el contrario, la ciencia aplicada debe hacer lo que puede y ayudar con lo poco que sabe. Volviendo a la ciencia 'política, quien la subordina a "finalidades prácticas" tendrá que admitir que sin un conocimiento científico válido y objetivo, no se llega a ningún éxito práctico satisfactorio; y por lo tanto, que el fin práctico requiere que se cumpla también el científico. Viceversa, también quien afirma la prioridad de la exigencia científica, no 'puede menos que preguntarse knowledge for what, ¿saber para qué? 'A esta pregunta no veo que se pueda responder de otro modo que sí: diciendo que la ciencia política -como toda otra ciencia- es Ciencia en cuanto al método, pero práctica en cuanto a los fines. Por lo tanto, si se discute sobre la naturaleza de un conocimiento científico, la finalidad práctica y la finalidad científica no se excluyen, sino que a la larga se integran. Vale decir que no hay ninguna incompatibilidad constitutiva entre el conocer científico y los fines prácticos. Científico es el modo de conocer (con todo lo que ello supone, empezando por la creación de un lenguaje especializado); pero el fin no puede dejar de ser una práctica conforme a ese saber, aunque más no sea como fin último. V.3. Microintervenciones Vayamos directamente al punto, ¿cómo es una ciencia aplicada, un saber programático, una teoría que sirve para la acción? ¿Cómo está construida? ¿De qué modo se la formula? Veamos primero, rápidamente, cómo se plantea un "programa de acción" en pequeña escala, que verse sobre problemas localizados y específicos. El primer paso es siempre el de individualizar y circunscribir con precisión el problema, la naturaleza del problema. Luego de lo cual tendremos que definir de modo adecuado la finalidad de la intervención. Por supuesto que definir el problema quiere decir comprenderlo, el objetivo debe precisarse de un modo particularizado. Un ejemplo clásico está dado por el problema de cómo aumentar la productividad del trabajo. Atención, decir "aumentar la productividad" no equivale todavía ni a una individualización del problema ni de la finalidad. En efecto, tendremos que empezar por hipótesis que traten de explicar las causas de un escaso rendimiento productivo; después debemos localizarlo, es decir comprobar cuáles son los grupos o los ambientes donde más se manifiesta, y así sucesivamente. Luego de esto, el objetivo deberá formularse con precisión en términos de modo, tiempo y destinatarios de la acción. Tendremos así un punto de partida, la situación a quo, y el punto de llegada, el estado (propuesto o deseado) ad quem. La pregunta pasa a ser entonces, ¿cómo asegurarse que una determinada intervención obtiene realmente sus fines? Corrientemente, una intervención que hemos llamado "en pequeña escala", produce también sus efectos en tiempos relativamente largos. Ello quiere decir que un determinado programa de acción puede modificarse -si no se lo ve tener éxito- in itinere, durante su transcurso. Por lo tanto, entre el estado de partida y el de llegada, se interponen las llamadas "técnicas de valoración", que en sustancia sirven para comprobar "en qué punto estamos" y establecer eventualmente rectificaciones, si ello fuera necesario. No pretendo considerar aquí las técnicas de valoración, o más exactamente de control. Solamente recordaré cuál sería a este efecto el procedimiento de control ideal: el que dispone de un grupo experimental, junto a un grupo testigo. El grupo experimental es el que estará sometido a la acción y en razón de ello a los estímulos que deberían modificar su comportamiento en la dirección deseada (la finalidad). Por grupo testigo se entiende, en cambio, un grupo análogo al otro por todas sus características, pero no afectado por ninguna intervención, y por lo tanto un grupo que puede servir de parámetro, de término de comparación y de referencia. El objetivo de la acción nos dirá cuáles son los cambios deseados. Si el programa está bien formulado, también deberá establecer cómo medirlos, cuáles son los criterios para medir cuantitativamente (y no, como suele decirse, por impresiones) los cambios en cuestión. Dicho de otro modo, para controlar el desarrollo de una acción nos hace falta un instrumento de medida que sea válido (que mida justamente lo que consideramos necesario medir) y también fiel (es decir, que funcione de manera segura). Luego de esto, ambos grupos serán medidos (con respecto a las características que nos interesan), primero, durante y al final de la intervención. Un programa de acción debe de considerarse "exitoso", si a su término el grupo experimental ha "cambiado" de la manera y en la medida que la finalidad había preestablecido. He presentado un procedimiento de intervención y de control "ideal" para subrayar que es muy raro que se lo utilice, cuando menos en el ámbito político. Casi nunca sucede que las intervenciones políticas decididas por un gobierno se planteen y dispongan anticipadamente de este modo. No es que un gobierno no pueda encomendarle al científico social -antes de decidir un curso de acción- "proyectos pilotos" que se desarrollen de este modo que he llamado ideal. Pero un gobierno tiene buenas razones -aparte de las malas- para no actuar así: es el cambio de escala. Las intervenciones en pequeña escala no se reproducen tal cual en la gran escala. El pasaje de lo micro a lo macro no es nunca llano. Por lo tanto, el saber programático que nos interesa -el de una ciencia política- deberá ser configurado en términos más sumarios y generales. V.4. El cálculo de los medios Un saber programático en gran escala, que incluye ahora macroacciones, puede ser remitido a esta fórmula de conjunto: el cálculo de los medios. Es decir, la ciencia política es un saber operativo en cuanto asegura que los medios son adecuados y que se adaptan a los fines propuestos. Por supuesto, los medios y los fines están vinculados de modo inextricable dentro del desarrollo de la acción. Por lo tanto, no es que al hablar del "cálculo de los medios", los fines salgan de nuestro panorama visual. Si nuestro discurso comienza por los medios, esto no quita que termine siempre por desembocar en los fines: comienza por los medios, pero no se queda allí, no es sólo un discurso sobre los medios. Lo mismo vale para quien comienza por los fines. Ninguna elección puede ser solamente elección de los fines, dado que los medios son siempre escasos. No basta decir: quiero este fin. Habrá que determinar también si el fin puede obtenerse; y por lo tanto, la elección de los fines queda condicionada por la disponibilidad de los medios. Comencemos por precisar qué se entiende por "medios". Nuestro cálculo no atiende sólo a los denominados medios materiales (como los recursos financieros disponibles), sino también a los medios de actuación; ya sean "técnicos" (que dependen del estado de la tecnología), o los que llamamos "de ejecución" (no sólo el aparato administrativo o burocrático, sino también las estructuras y los procedimientos que regulan el ejercicio del poder). Pero quedémonos en la distinción de fondo entre los medios materiales y los medios de actuación, de la que surge la necesidad de distinguir entre una suficiencia, o insuficiencia, de los medios materiales, y una idoneidad, o no idoneidad de los medios de actuación (técnicos o instrumentales). Por lo tanto, los medios pueden ser suficientes pero no idóneos; o viceversa, idóneos pero no suficientes. En el primer caso, vemos que existen los medios materiales, pero faltan en cambio los medios de actuación. En el segundo caso, disponemos de los modos de actuación, pero nos faltan los medios económicos. Ésta es una distinción que conviene tener muy presente, sobre todo porque muchos la olvidan. Aclarado este punto, el cálculo de los medios puede dividirse esquemáticamente en cuatro fases o etapas: 1) asegurarse que los medios son suficientes; 2) asegurarse que los medios son idóneos; 3) determinar el efecto sobre otros fines; 4) determinar si los medios sobrepasan la finalidad. Expliquemos los dos últimos puntos. La prosecución de un fin puede perjudicar a otros fines, no sólo porque ciertos fines sean incompatibles con otros, sino por la muy simple razón de que la prosecución de un nuevo fin, o la prosecución más decidida de un fin anterior, requiere la cancelación de los medios que tenían otros destinos. Por lo tanto, todo lo que sea llevar a un máximo un fin determinado supone la reducción de los medios materiales, o la transformación de los medios instrumentales que antes atendían a otros fines. De aquí la pregunta (infra § 3): determinar el efecto sobre otros fines. En suma, es el problema de los denominados efectos secundarios y acumulativos -que no están previstos ni son deseados- de los medios puestos en práctica. Es con referencia a ello que habíamos (infra § 4) de los medios que sobrepasan los fines y que por lo tanto pueden resultar contraproducentes. Lo que se debe determinar en este caso es si los medios puestos en práctica agotan su efecto en la obtención del fin propuesto, o si lo sobrepasan produciendo efectos que no deseábamos, es decir, sirviendo a fines que no son los que creíamos perseguir. Como se ve, la simplicidad de la expresión "cálculo de medios" no debe llamarnos a engaño. La complejidad de este cálculo justifica que la ilustremos en concreto con un ejemplo. Desarrollemos nuestro esquema en relación con el ejemplo, por cierto de actualidad, de la igualdad económica, del "fin" de emparejar los bienes materiales. 1. Suficiencia de los medios. En el caso de la igualdad económica, conviene partir de una consideración anterior. El problema es, sí, un problema distributivo, de equidistribución; pero para distribuir algo, es preciso que la cosa a distribuir se produzca. La pregunta preliminar es, pues, si de una equidistribución de los bienes materiales resultarán, como consecuencia, menores, iguales o mayores cantidades de bienes materiales. En la primera hipótesis, las futuras distribuciones resultarían en realidad sustracciones: los medios se volverían insuficientes. La segunda hipótesis presupone que una acumulación adecuada y suficiente de bienes ya ha tenido lugar: los medios seguirán siendo suficientes (a condición de que ya lo sean). Por último, el programa se vuelve apetitoso, o al menos no arriesgado, solamente en la tercera hipótesis: que los bienes materiales -medidos, por ejemplo, en función de la renta nacional- sigan aumentando. Estas consideraciones explican por qué, en materia de equidistribución de bienes, el debate se centra en los "incentivos". Si el sistema previsto para igualar los bienes es un sistema que "desincentiva" la producción de bienes, la suficiencia de los medios desaparecerá después de la primera equidistribución. En tal caso, el balance neto de la medida sería, diatónicamente, el de convertir una suficiencia en una insuficiencia; la distribución destruye lo distribuible. Por supuesto que el debate también puede plantearse sincrónicamente. En tal caso, el punto a considerar pasa a ser el siguiente, "¿cuánta suficiencia" es suficiente? La torta será dividida en tantas partes cuantas sean las bocas a saciar. Por lo tanto, el debate consistirá en establecer si es verdad o no que al dividir el patrimonio económico de una colectividad en tantas partes cuantos sean sus componentes, la fracción que le toca a cada uno no será hasta tal punto irrisoria que servirá para demostrar que, a los efectos del fin buscado, los medios disponibles resultan ampliamente insuficientes. 2. Idoneidad de los medios. En el campo de los medios instrumentales, o de actuación, convendrá partir de esta consideración; es obvio que los "automatismos de la libertad", correlativos a la igualdad jurídica, no producen de por sí una igualdad material. Lo que equivale a decir que para igualar a los hombres en sus ingresos, el Estado de derecho y el Estado representativo -en suma, el Estado liberaldemocrático- no son "medios idóneos" (a menos que se convenga en perseguir aquel fin por medio del instrumento fiscal). Por lo tanto, si se quiere una igualdad material, tendremos que sustituir al Estado "no idóneo" por un Estado "idóneo", es decir por un Estado lo bastante fuerte y lo bastante total (quiere decir, investido de todo) como para ser un instrumento adecuado de actuación con vistas al fin buscado. En particular, tendremos que desviar de su destino garantizador a las actuales estructuras estatales. Todas las estructuras que sirven para proteger (a los ciudadanos) se vuelven, en efecto, un obstáculo. Pero ésta es la perspectiva que, se quiera o no, destruye al Estado controlado por los ciudadanos, para restaurar el Estado que controla a sus súbditos. 3. Efecto sobre otros fines. Decíamos que si el instrumento de actuación requerido por el fin de igualar los bienes es "otro Estado", entonces este nuevo "medio" seguramente daña las finalidades de limitación y control del poder dictadas por la construcción del Estado liberal-democrático. Por lo tanto, en este punto la pregunta se formula así: ¿estamos dispuestos a pagar este precio? Esto es, ¿estamos seguros de que el objetivo tutelado por el Estado liberal-democrático nos importa menos que el objetivo por el cual nos entregaremos a un Estado "fuerte", a un Estado que debe actuar con manos libres si quiere obtener éxito? Admitamos que la respuesta sea afirmativa: debiendo elegir, lo que vamos a perder vale menos que el fin hacia el que tendemos. Pero ocurre que todavía no hemos efectuado el cálculo de los medios. 4. El fin rebasado. Una vez afirmado que elegimos la igualdad económica y que estamos dispuestos a pagar su precio (lo que supone renunciar a los fines alternativos), queda por preguntarse: el medio utilizado para conseguir ese fin, ¿no producirá consecuencias ulteriores que sobrepasen el fin propuesto? Aparte de que no se ha establecido que los efectos de un instrumento determinado se agoten o se detengan en el término previsto, puede ocurrir que la secuela de efectos producidos por ese medio perjudique, o hasta niegue, el mismo fin que ha orientado toda nuestra acción. En nuestro ejemplo, tal parece ser justamente el caso, o si se prefiere el riesgo: si es cierto que debemos recurrir a un Estado que escapa a todo control -que por controlarlo todo y a todos, se convierte en incontrolable-, la implicación es que un instrumento de actuación de ese tipo, no garantiza ni siquiera la prosecución de la finalidad para la cual lo construimos. Si el Estado escapa al control, ¿cómo asegurar que usará su incontrolado poder con fines de justicia económica, de igualdad material? Puede que lo haga, pero también puede que no lo haga. Es así que hay casos en que conviene renunciar a buscar una finalidad -por más intensamente que se lo haya querido- porque requiere medios demasiado peligrosos, medios "más grandes" que el fin; es decir, medios que con toda probabilidad terminarán desvirtuando el propio fin. La apuesta es demasiado abultada como para que valga una jugada demasiado insegura. En este punto, y después de haber seguido el ejemplo hasta el fondo, todo el discurso que hemos desarrollado hasta aquí puede reducirse a esta simple pregunta: ¿es realmente necesario transformar el Estado? Respondo: no, no es necesario. Y no lo es porque se puede obtener la igualdad económica recurriendo a un medio inocuo, poco costoso y altamente manejable: el instrumento fiscal. Pero por esto mismo he querido desarrollar el ejemplo por entero; para mostrar cuan difusa es la tendencia a desterrar los fines sin tener el escrúpulo de indagar los medios. Porque cualquier comparación entre el itinerario "estadolátrico" y el itinerario "fiscal", no deja dudas sobre cuál es el medio que presenta todos los riesgos y los inconvenientes posibles, y cuál el que los evita. Recapitulo y concluyo. Al examinar los problemas políticos, hay que tener presente que los medios son escasos, que su empleo es alternativo y que la puesta en práctica de un cierto medio (material o instrumental) puede producir inesperadamente una reacción en cadena que escape a todo control y produzca consecuencias no previstas ni deseadas. Nos hace falta, por lo tanto, un saber que asegure "cuánto cuesta", cuando menos probabilísticamente y en términos de renuncia a los otros fines concurrentes, la obtención de un fin determinado. Ésta es la función que debe cumplir una ciencia política atenta al cálculo de los medios. Concebida de este modo, la ciencia política prevé una serie de alternativas de acción, examinadas en su respectiva actualidad, en sus costos (en primer lugar en sus costos de opresión política, pero también en sus costos económicos) y en sus consecuencias acumulativas y compuestas. Obviamente, el politólogo no puede ofrecer certidumbres. Por los motivos ya señalados, su oficio es más difícil que el del economista. Señalo únicamente -y es mi tema de fondo- que el cálculo de los medios que acabamos de mostrar, permite "una acción inteligentemente llevada". También el economista se equivoca; pero ningún gobierno se mueve en la actualidad sin consultar al economista. ¿Por qué? Obviamente, porque si no fuese consultado, es seguro que la acción de ese gobierno sería dirigida torpemente. Mutalis mutandis, vale lo mismo en política; sin un cálculo "político" de los medios, una cosa es segura: que tendremos acciones dirigidas con torpeza. El hombre político que está dispuesto a seguir cualquier fin, termina por idolatrar fines que no entiende y por recurrir a medios que no conoce. Lo que equivale a decir que no tiene ningún control efectivo sobre las consecuencias duraderas y sobre el verdadero alcance de su acción. Habituarse a calcular los medios no es, pues, indicar el camino de un cálculo "exacto". Es más bien habituarse a buscar proporciones y congruencias entre los fines y los medios. Ésta es la clave con la que proseguiré ahora mi discurso. Un saber operativo no se basa solamente en un esquema de análisis, como es el cálculo de los medios. Detrás y alrededor de este cálculo, hay un "modo de razonar": el que podríamos llamar la lógica de la racionalidad. V.5. Lógica pura y lógica operativa Acción racional y acción razonable Acción racional no es necesariamente una acción razonable. Cuando están tirantes las relaciones entre marido y mujer o entre padres $ hijos, es raro que se escuche decir: "sé racional". Corrientemente decimos: "sé razonable", o también "tratemos de ser razonables". ¿Cuál es la diferencia? -Hay quien valora más la racionalidad y quien valora más la razonabilidad. El primero ve en la razonabilidad una especie de subproducto de la racionalidad, una racionalidad disminuida e insegura. -El otro, por el contrario, tiende a ver en la razonabilidad una racionalidad más madura, más elaborada conceptualmente. A mi parecer, ambos tienen parte de acierto y parte de error. Porque la racionalidad y la razonabilidad responden a una división de funciones muy precisa. La cuestión no es de superioridad; es que la racionalidad caracteriza al pensamiento, mientras que la razonabilidad caracteriza al -vivir, o mejor al convivir. Pero a nuestros fines digamos de este modo: la racionalidad predomina en el campo de la razón pura, mientras que la razonabilidad predomina en el campo de la razón aplicada (no digo "razón práctica" por no crear equívocos con el uso kantiano). : Por supuesto, racionalidad y razonabilidad nacen de una misma raíz, ambas son hijas de la "razón". Y cuando se habla de razón, casi casi se habla de "lógica". Ello nos plantea la pregunta: ¿qué es la lógica? In vitro, la lógica es un instrumento de transformación, un conjunto de reglas de transformación. F.1 ejemplo de una lógica que sea únicamente tal, en estado puro, es la matemática, o mejor las matemáticas (en plural). Parejamente, el ejemplo por excelencia de una "lógica deductiva" es la geometría, en la cual todo se deriva deductivamente de algunos axiomas y postulados iniciales. (En efecto, fue la geometría la que inspiró lo que hoy llamamos teorías axiomáticas.) Pero la lógica de los tratados de lógica no es solamente formalización", transformación pura y simple; es transformación de algo, referida a, y vinculada con "objetos pensados". Entre una vacía lógica del transformar y una sustantiva lógica del pensar, hay una buena diferencia. Tan es así que, a despecho de todos los progresos de las matemáticas, la lógica del filósofo, y todavía con más segundad la lógica de las ciencias empíricas, se remonta todavía hoy hasta Aristóteles; es, pues, una lógica fundada sobre los principios de identidad y de no contradicción. Cuando se llega al núcleo, "lógico" está queriendo decir no contradictorio. Estas consideraciones nos permiten comprender en qué sentido es legítimo hablar de lógicas (en plural) y por lo tanto de lógicas "diferentes". Quede claro que en todos los casos, quien se contradice incurre en un vicio lógico, está en error desde el punto de vista lógico; y en todos los casos la lógica que ha generado nuestra ciencia y nuestra tecnología es una "lógica racional". Establecido esto, quiero distinguir entre una lógica pura y una lógica empírica, y más precisamente entre la lógica del discurso no empírico (filosófico o cualquier otro) y la lógica del discurso empírico. Al decir esto no pretendo ni por asomo -lo repito- dividir la lógica en dos, sino tomar una misma lógica (la lógica formal derivada de Aristóteles) a niveles diferentes y sensibilizada para funciones diversas. Como es obvio, "lógica empírica" es una expresión abreviada, elíptica, que quiere significar: empleo de la lógica a nivel empírico, en el contexto de un conocimiento empírico. Diré también "lógica pragmática" o si no "lógica práctica", o "lógica aplicada" y/o "lógica operativa". Pero sí digo en primera instancia lógica empírica, es para subrayar que la diferencia no está en la lógica, sino en el nivel de utilización. Pero de esta diferencia provienen otras. Y el mismo mecanismo interno de diferenciación queda en evidencia cuando el término "lógica empírica" es sustituido por lógica aplicada o pragmática. La lógica que llamo pura es la lógica del hallazgo, la lógica que construye un discurso lógicamente verdadero, exento de errores o vicios lógicos. En cambio, la lógica pragmática es la lógica de la comprobación. En la primera, el criterio de verdad es la coherencia-, en la segunda, el criterio de verdad es la prueba: es verdadero lo que se ve confirmado en la práctica, es verdadera la teoría que funciona en la aplicación. En el primer caso se dice demostramos; en el segundo, verificamos. El matemático se apoya en una lógica pura; el filósofo es libre de hacerlo también, pero no el científico social. El matemático no conoce la objeción que dice: será verdadero en teoría, pero es falso en la práctica. El filósofo la puede ignorar, y con frecuencia la ignora. Pero en todo saber empírico, la fórmula se modifica y debemos decir: si una teoría no funciona en la práctica, es falsa la teoría. Adviértase que la conversión de una lógica pura en lógica operativa o pragmática es una operación que se cumple continuamente aunque las más de las veces en forma inadvertida- cuando el que habla coincide con el que obra, cuando un proyecto no se separa de su ejecución. Para nosotros mismos, o cuando involucramos a alguien, una acción no se emprende casi nunca por el hecho de que sea racional, porque sea "conforme a razón". La desgracia es que las más de las veces, el que sabe (el hombre de pensamiento) no actúa. En la mayoría de los casos, el que teoriza, teoriza para otros, a expensas de otros; no se responsabiliza en primera persona. Es así que una lógica pura es trasladada indebidamente hacia donde se requiere una lógica pragmática. Aquí reside, o aquí comienza, el error. La lógica pura (cualquiera sea el grado de su formalización) se reduce a un análisis lógico. Y ello funciona muy bien mientras no nos coloquemos en el nivel empírico. Pero si la lógica de un saber empírico es solamente un análisis lógico, entonces ese saber empírico está viciado en cuanto tal por un patrón de medida racionalista. En cuyo caso, una acción racional (en su planteo) se transforma fácilmente en una acción irracional (en sus efectos). Ello explica una vez más por qué debe distinguirse entre acción racional y acción razonable, y por qué se dice que en el dominio de la acción es mejor ser razonable y no racional. Antes de proseguir, volvamos a recorrer a vuelo de pájaro el camino recorrido hasta aquí. He sostenido que la filosofía no es un saber para la aplicación, mientras que la ciencia sí lo es. He sostenido también que el nivel de la filosofía no es un nivel de conocimiento empírico (ni siquiera en las filosofías que se declaran empíricas o antimetafísicas), mientras que las ciencias del hombre son ciencias empíricas por definición. En la primera parte, he remitido esta diferencia a diferencias de instrumentación lingüística. En cambio ahora hemos formulado esta diferencia también en términos de lógica, es decir en base a la distinción entre lógica pura y lógica pragmática. Ha llegado el momento de reescribir todo este discurso metodológico en términos concretos. Con este fin, eli lo una serie de problemas "típicos", que son tales en dos aspectos, cuando menos, por el modo de la argumentación y porque evidencian las omisiones que deben salvarse si queremos llegar a un conocimiento para la aplicación, a un saber operativo. En esta doble clave, pasaremos a examinar: 1) el razonamiento por "caso límite"; 2) el "peso" de las palabras") el argumento "aquí hay una contradicción"; 4) el problema de las "partes invisibles". El razonamiento por "caso límite" La fuerza de la lógica reside en su rigor. El rigor lógico nos lleva a preferir lo que es claro y nítido (sin esfumados ni borroneos). Lo que equivale a decir que el rigor lógico nos induce a formular y a estudiar los problemas ad limite, a tratarlos sub especie de "caso límite" o en su "punto límite". Tomemos el antiguo problema de los "controladores controlados", que es por otra parte el problema de fondo del constitucionalismo. La pregunta es: qnis custodiet custodes? ¿quién custodia a los custodios? Suele decirse que "en el límite", el problema del control del poder, el de cómo será posible que los gobernadores controlen a los gobernantes, es un problema insoluble; no menos insoluble que el de la cuadratura del círculo. ¿Quién custodiará a los custodios? Si desarrollamos el tema hasta el límite, es fácil abrir una regresión hasta el infinito, en la cual cada eslabón de la cadena estará siempre sometido a un "control superior", que no podrá ser controlado si no se le pone por encima otro controlador, que a su vez tampoco será controlado, y así sucesivamente. Sí, en el límite es así, Pero precisamente, es ésa una demostración que se hace en el filo del "caso límite", y para una lógica pragmática, un desarrollo argumental de este tipo no tiene relevancia. Y no la tiene porque en el dominio empírico, el caso límite resulta el caso menos frecuente-, y nosotros, antes de llegar a lo infrecuente, nos debemos ocupar de los casos frecuentes, que reaparecen una y otra vez. Éste es justamente el error "práctico" del "rigor lógico": que pone en evidencia la excepción, al punto de que la excepción termina por asumir mayor importancia que la regla. Pero una lógica pragmática requiere que se proceda del modo opuesto, poniendo en evidencia la regla y restituyendo a la excepción su carácter de excepcionalidad. En el límite, puede ser que nuestra solución práctica no funcione. De acuerdo; pero la solución que buscamos tiende justamente a reducir al mínimo la hipótesis de que ese caso límite pueda tener lugar, está dirigida precisamente a "rechazar hacia el límite" las eventualidades que no deseamos. Razonando en el límite, también se podrá decir que el control es imposible, que la división de poderes no puede dividir lo indivisible y que por ello, en resumidas cuentas, las constituciones entendidas como instrumentos limitativos y vinculadores del poder, no vinculan ni limitan nada. Se lo podrá decir; pero el hecho es que cuando nos hemos preocupado de controlar el poder, ese control existió; que cuando supimos crear una buena Constitución, ella funcionó en el sentido deseado; y que también la división de poderes, hasta donde la hubo, hizo lo que tenía que hacer. En el límite, algunos peces escaparán de algunas redes, pero los más quedarán apresados: y esto es lo que importa. Porque ¿qué clase de conse lo práctico sería decirle al pescador que arrojara sus redes, ya que, en el límite, siempre algún pez se le escapará entre los hilos de la trama? Por lo tanto, un razonamiento desarrollado en clave de "casos límites", es o puede ser índice de rigor teórico; pero para una teoría de la práctica, un discurso que se desarrolla en ese filo es un discurso mal llevado, que por sobrevalorar la excepción se olvida de la regla. Quien argumenta un problema práctico "en el límite", incurre en el error de desviar nuestra atención de lo posible, o mejor de lo factible. Error grávido de consecuencias, porque éste es realmente un modo de hacer probable una eventualidad que de otro modo podría quedar como altamente improbable. Dado que en el límite cualquier remedio puede resultar ineficaz, el metro racionalista nos induce a concluir, o en todo caso legitima la conclusión, de que es "inútil tomar medidas". Conclusión que el empirista rebatirá con razón, diciendo que justamente, si renunciamos a tomar medidas, es como una hipótesis remota puede convertirse en eventualidad plausible. Por lo tanto diremos: el "caso límite" es un metro de medida, o un metro lógico, que no se aplica al discurso empírico, al saber aplicado. El "peso" de las palabras Hemos dicho que la lógica es un conjunto de reglas de transformación. Se deduce de ello que la mente lógica se siente inclinada a pasar por alto qué es lo que se transforma; la gracia o el interés estarían en el propio transformar. Pero en el dominio empírico no es así. Digámoslo de esta manera: en el análisis lógico, las palabras no tienen peso, o podríamos decir también que pesan todas de igual modo, que tienen siempre el mismo peso. Así, "agua" para denotar el agua contenida en un recipiente, es la misma que "agua" para denotar el contenido del océano Pacífico. "Dolor" para denotar un mal de cabeza. es el mismo que "dolor" para denotar la sensación que experimenta quien ha sido aplastado por un automóvil. Es decir que una misma palabra puede usarse no sólo con significados diferentes, sino también referidas a un mismo significado- con un peso profundamente diferente. Por cierto que todos advertimos de alguna manera esta diferencia de peso. Decimos, en efecto, mucha agua y poquísima agua; o bien un gran dolor o un pequeño dolor. El ejemplo nos hará creer que estamos yendo al problema de la medida, pero no es así. Si digo "peso" es porque no pretendo decir "medida". Me explico. Obviamente, nadie niega la enorme ventaja que hay en pasar de vagos atributos cualitativos -como "mucho" o "poco"- a medidas precisas, expresadas en valores numéricos. Nos manejamos mucho mejor si en lugar de decir "mucha fiebre", sabemos que ésta es de 38 grados, pero no de 42. Mas la conversión de lo cualitativo en lo cuantitativo, nos hace perder de vista que existe también un problema de reconversión de la cantidad en calidad. Los grados 34 y 44 de un termómetro centígrado, no significarían nada y serían números como todos los otros, si no los vinculáramos al hecho de que por deba lo o por encima de dichos valores numéricos [de temperatura corporal], un ser humano muere. No es que 45 sea 44 + 1; es que a 45 grados morimos: y hay que convenir en que esto constituye un importante salto, toda una discontinuidad (cualitativa). En nuestro termómetro el 0 es importante porque indica que el agua se congela; el 44 es importante porque indica que nuestra circulación está por verse impedida; el 100 es importante porque indica que el agua entra en ebullición (y se evapora), y así sucesivamente. Cuando sacamos porcentajes, el 51% es importante porque, en el ámbito de un principio mayoritario, puede establecer una separación entre el que gana todo y el que pierde todo. Pero en ciencias sociales hemos estado manejando -con celo de neófitos- montañas de valores numéricos sin la más mínima idea de que significan, o dicho de otro modo, sin reconvertir la cantidad en calidad. Nuestras medidas son un "continuo" que no abarca nada (o poco), porque a lo largo de ese continuo no sabemos dónde están o cuáles son las discontinuidades, los puntos de corte, los saltos o las rupturas. Si digo, pues, peso, y correlativamente hablo de ponderación (es decir, atribución del peso) de las palabras, es precisamente para llamar la atención sobre lo que las medidas no alcanzan a abarcar, e incluso sobre lo que dejan de lado. ¿Cuándo no cuentan "poco ' o "mucho"; y cuándo, en vez, todo depende de un "poco" o de un "mucho"? Éste es el problema. Agua es siempre agua; y por cierto que el Mediterráneo tiene poca agua comparado con el Pacífico; pero si yo me caigo en uno u en otro, entre la poca agua del Mediterráneo y la mucha del Pacífico la diferencia es irrelevante, en ambos casos me ahogaré. Si en cambio poca agua indica el agua de un río, a ese "poco" corresponde la probabilidad de que se salve quien sepa nadar. Como se habrá advertido, entiendo por "ponderación" de las palabras el hacer entrar dentro de las palabras, encerrar dentro de las palabras, lo que más varía, o varía de modo decisivo, en sus referentes. Obviamente, hay muchos modos de establecer este peso, de "encerrar el referente". Pero los más importantes son dos, o mejor, se reducen a dos criterios: la intensidad y la extensión. Diré, pues, que una palabra es ponderada cuando se la mide, 1) según la intensidad (posiblemente una escala de intensidad) y 2) según la extensión (dimensiones espaciales o temporales). En el primer aspecto, debemos registrar el grado de intensidad del fenómeno considerado; y en el segundo, registrar su orden de tamaño (incluyendo aquí su duración, su extensión en el tiempo). Pero vayamos con cuidado. Cuando examinamos un problema no empírico (es decir a un nivel supraempírico), el referente de las palabras que estamos usando no tiene importancia; o mejor, las eventuales diferencias de "intensidad" y de "tamaño" de los referentes de que se trata, no alcanzan a tener relevancia. ¿Por qué? Porque en términos de análisis lógico, buscamos relaciones "universales", relaciones que permanecen invariables cualesquiera sean los casos específicos a los que se puedan referir. Pero no ocurre así cuando examinamos un problema empírico, y todavía menos cuando se trata de un problema de aplicación. Aquí la intensidad y el tamaño del denotatum, de lo que es indicado por un cierto nombre, puede modificar radicalmente todo el problema. Así, si "agua" entra en el discurso para indicar un arroyuelo (tamaño mínimo), el problema para atravesarlo será del tipo: me baño o no. Pero si el agua es la de un océano (tamaño máximo), el problema se convertirá en que debo pensar en un transatlántico. Lo mismo para la intensidad. Si la intensidad de mi "dolor" es mínima, espero que pase; pero si es máxima, correré al hospital. Por lo tanto, en el dominio empírico-aplicativo, las palabras deben venir ya "pesadas". Aunque el problema de la ponderación no se plantea en el nivel especulativo, sí se plantea en el empírico. Para apreciar bien su importancia en el ámbito de la ciencia política, examinemos un término clave: el de autogobierno. El término autogobierno no plantea problemas de concepto. Como concepto, es de fácil definición; cuando se gobierna uno mismo, se tiene un autogobierno. Y basta. Pero vamos a plantearnos el problema aplicativo de realizar un sistema político que se base en el autogobierno. En tal caso, todo depende de la intensidad que le atribuyamos al concepto, y correlativamente a la extensión a que se lo quiera destinar. Todo dependerá de esta relación: la intensidad de autogobierno posible está en razón inversa a la extensión de autogobierno requerida. Vamos a demostrarlo, empezando por la hipótesis de una intensidad máxima. Si queremos autogobierno en el sentido más estricto y literal de la palabra, estamos entonces en el caso del autogobierno interior (el de quien se autodetermina), o en la hipótesis del déspota. En tal caso tenemos una "intensidad" máxima -o sea el máximo posible de autogobierno-, justamente porque la "extensión" es cero (un solo individuo). Pero introduzcamos una dimensión-, para empezar, una pequeña extensión, como es el ejemplo de la polis, de la ciudad antigua. En tal caso, el término autogobierno tendrá ya una intensidad menor, deberá entenderse en sentido menos estricto y literal que antes. Tendremos, sí, un autogobierno, pero se basará sobre todo en una rápida y amplia rotación entre los gobernantes y los gobernados. En la democracia antigua (directa), los ciudadanos se autogobernaban exactamente en el sentido indicado por Aristóteles: que todos gobernaban y eran gobernados a la vez. Demos un paso más y supongamos que la extensión territorial de un autogobierno alcanza un orden de tamaño como, por ejemplo, la región de un país actual. Se ve claro que en tal caso debemos pretender menos "intensidad". Incluso podríamos pretender poquísima, porque la "extensión" del autogobierno requerido es ya tal, que admite sólo una interpretación muy metafórica del concepto. En efecto, autogobierno no significa ya, en este punto, gobernarse por sí, sino más bien ser gobernado de cerca más que de lejos; es decir, que mantiene todavía un significado concreto en antítesis a "centralización". El autogobierno en cuestión denota en sustancia las autonomías locales, o sea formas de descentralización que podrían denominarse un "gobernarse por sí", puesto que admiten más autogobierno que el admitido por ningún autogobierno, es decir por los sistemas políticos fuertemente centralizados y concentrados. Sin embargo, las autonomías locales son ya sistemas de "gobierno indirecto"; no indican democracias que se autogobiernan, sino formas de democracia representativa en las que somos gobernados por interpósitas personas. Con mayor razón, cuando la dimensión se convierte en toda Italia, o en Francia entera, o en Inglaterra, se vuelve absolutamente impropio hablar de autogobierno, pretender que los ciudadanos se gobiernen a sí mismos. A esta extensión puede corresponder solamente un control sobre el gobierno. Las democracias en gran escala no son autogobiernos de los propios ciudadanos por la razón fundamental de que su "tamaño" lo impide. Quien las denomina así, o nos engaña (en el presente) o pide lo imposible (para un futuro que no será jamás). Obviamente, estaremos todavía peor cuando la extensión se vuelva el mundo entero -para llegar al final del ejemplo, como en esta profecía: habrá un gobierno en el cual la humanidad entera se gobernará por sí, estará unificada ba lo un único gobierno de tipo "autogobierno". La frase resulta efectiva porque nos hemos olvidado de la intensidad del término que estamos utilizando. Pero si tenemos presente que a una dimensión n (que se aproxima al infinito), no puede sino corresponder una intensidad cero (o próxima al cero), resulta clarísimo que aquella hermosa frase carece de todo significado en términos prácticos. Y ello porque en ese imaginario orden futuro, no habrá nada que pueda asimilarse ni mínimamente a algo que ni siquiera se asemeje a un "gobernarse por sí". Pero el discurso no termina aquí. Hasta ahora he hablado de extensión o dimensión en cuanto a su tamaño físico. Pero la extensión reclamada por ciertas palabras no es solamente una extensión espacial; puede ser también una extensión temporal. En cuyo caso, el esquema de la ponderación debe formularse así: que la intensidad no es sólo correlativa a una dimensión espacial, sino también a una dimensión temporal. Volvamos a advertir que en un nivel supraempírico no es así. El discurso filosófico maneja relaciones atemporales, sucesiones que no son cronológicas sino "ideales". Pero descendamos al nivel empírico. Aquí, evidentemente, la duración y la secuencia cronológica cuentan. Desde el punto de vista operativo, no se puede hacer "primero" lo que se debe hacer "después", y hay muchas cosas que podemos hacer "por poco tiempo", pero que no podríamos hacer "siempre". Precisamente por esto (aunque no sólo por esto), solemos decir que la excepción no es la regla. Porque hay una estrechísima conexión entre la intensidad de ciertas experiencias y su "duración", en el sentido de que a una intensidad excepcional puede corresponder sólo una duración que no hace la regla. Retomando el ejemplo del autogobierno, diría así: la intensidad del autogobierno posible está en razón inversa a la duración del autogobierno requerido. La importancia de ponderar la noción de autogobierno también a la luz de esta relación, puede ser ejemplificada por el caso de Marx; su doctrina es un ejemplo clásico del uso no ponderado del concepto. En efecto, Marx extra lo su ideal de "democracia verdadera" del episodio de la Comuna de París de 1870. Razón por la cual su ideal político fue e] de un autogobierno entendido al pie de la letra, vale decir tomado en su punto de intensidad máxima. Ahora bien, está claro que si tomamos como modelo un "momento revolucionario", tendremos una experiencia recogida en su grado de tensión máxima. Sí, pero precisamente por esto se hace fundamental preguntarnos, ¿y después? De otro modo, ¿es legítimo proyectar en la "duración" un acontecimiento "instantáneo" (o casi instantáneo)? Yo diría que no. Porque es por demás obvio que el autogobierno del proletariado referido al testimonio histórico de la Comuna de París, no sólo estaba condicionado estrechamente por las dimensiones ciudadanas de esa experiencia (París, por grande que sea, no es Francia, sino que estaba más condicionado todavía por su brevedad. Vale decir, justamente porque fue una experiencia brevísima, pudo presentar un alto grado de "intensidad". No había necesidad, pues, de esperar a la Revolución Soviética y al desarrollo posterior de la experiencia soviética, para anticipar lo que hubiera ocurrido; que el ideal de Marx y de Lenin de una sociedad "sin Estado" (y con esto Marx y Lenin entendían: sin ni siquiera un cuerpo de administradores especializados y permanentes), no habría podido regir en la "duración", y por lo tanto ese ideal se habría convertido -no bien agotada la carga inicial de tensión revolucionaria— en la más capilar y colosal experiencia de estatismo. El error de Marx, técnicamente hablando, fue concebir un ideal político descuidando la relación inversa, no sólo entre la intensidad y el tamaño, sino también entre la intensidad y la duración; y olvidando también que a una intensidad máxima puede corresponder sólo una duración mínima. Otro ejemplo, hoy de gran actualidad, es la participación. También el concepto de participación, al igual que el de autogobierno, no plantea problemas de significado. Participación quiere decir "tomar parte", y basta. Y nuestros dos criterios de ponderación establecen que 1) la intensidad de una participación está en razón inversa a su extensión, y que 2) la intensidad de ese participar está también en razón inversa a su duración. Para decirlo con palabras simples, una participación es tanto más auténtica, real, eficaz, cuanto menor (más pequeño) es el grupo donde tiene lugar. En un grupo de diez personas, el peso participador de cada uno es — suponiendo que todos participaran a la par- de 1/10; en un grupo de cien personas es de 1/100; si los denominados participantes son los electores de una democracia de gran tamaño, el peso participador de cada uno se vuelve, pongamos, de 1/50 millonésimo. De aquí se desprende que en muchos casos, la expresión "democracia participativa", o participante, es totalmente engañosa. Si el tamaño es de 50 millones, la intensidad de cada participación particular es cero, o todavía menos de cero. En efecto, en este orden de magnitud la apreciación se altera; no es que cada participante pese 1/50 millonésimo, sino que, de modo más realista, cada uno se encuentra potencialmente triturado por 50 millones menos 1 de los demás participantes. Análogamente, la intensidad de una participación está en función inversa de cuánto tiempo debamos "tomar parte". Si toda una colectividad participase todo el tiempo, esa colectividad se autodestruiría. Todos tomarían parte en todo, pero ninguno haría nada como parte en sí. También podríamos ejemplificar este caso. Pero lo ya dicho me parece suficiente para mostrar que una "razón aplicada" que se olvide de ponderar las palabras, corre el riesgo de proyectar castillos en el aire y no edificios apoyados en la tierra. Las relaciones universales y atemporales formuladas por una lógica pura, no valen para una lógica empírica; quiero decir que no valen si no están debidamente ponderadas. El argumento: "aquí hay una contradicción” El principio de no contradicción es el gozne del discurso lógico. Precisamente se lo llama "lógico" porque es coherente, no contradictorio. Vale la pena recordar que ese principio vale tanto para la teoría como para la práctica. Pero su aplicación, o mejor, su criterio de aplicación, varía cuando pasamos de la teoría a la práctica. No todo lo que puede llamarse "contradictorio" en clave de estricta lógica, resulta contradictorio en clave de lógica operativa. El punto es sutil; por lo tanto está bien, y es incluso necesario, que nos remitamos ab ovo, y específicamente a la teoría filosófica. Si también el filósofo maneja en general la lógica aristotélica, debemos subrayar que esta regla no deja de tener excepciones. En efecto, el idealismo -empezando por Fichte y sobre todo con Hegel- desarrolla una lógica dialéctica basada en la "contradictoriedad de los opuestos". Atención, la contrariedad de los opuestos no sustituye el principio de no contradicción por el de contradicción. Para comprender la lógica del idealismo se debe tener presente que su esquema es triádico: tesis, antítesis y síntesis. Por lo tanto, la "contradicción" del idealismo es sólo entre la tesis y la antítesis; y en rigor es esa específica o especial contradicción la que activa y genera la síntesis. Hegel fundó una lógica dinámica, o dinamizadora, que se dirige a captar y medir el ritmo del cambio, y sobre todo del fluir de la historia. Pero cuando Hegel no tiene a mano una tríada, se cuida mucho de contradecirse (y por lo tanto paga también su debido tributo a Aristóteles). El inconveniente de la lógica dialéctica (del idealismo) es que se presta con demasiada facilidad a los abusos. Sin dejar de reconocer sus méritos "dinámicos", queda en pie el hecho de que una lógica fluida, evasiva, poco y mal codificable, pierde su punto de fuerza mayor: el rigor. Ello explica por qué la dialéctica no le sirve al conocimiento científico. Pero el punto que nos interesa aquí es el de que después de la borrachera dialéctica- nos hemos vuelto todos un poco distribuidores de "contradicciones" por demás generosas. Y éste es el antecedente que hace necesario el discurso que estamos tratando de desarrollar. El problema se plantea resumidamente así: aunque en el ámbito lógico-dialéctico, o de lógica dialéctica, la contradicción es apreciada, el hecho sigue siendo que 1) en el campo científico, una lógica dialéctica no es ni utilizable ni utilizada; y que 2) en el ámbito empírico, y todavía más en el ámbito operativo, práctico, "una contradicción" equivale a un error, se quiere significar que una determinada cosa está mal hecha, o que no está hecha, o que es imposible hacerla. Para ilustrar el problema, me remitiré a un pasaje característico de Bentham, quien, a propósito de la Constitución inglesa observaba: "Blackstone admira en la Constitución británica la combinación de las tres formas de gobierno, y concluye que ella debe poseer todas las cualidades reunidas de la monarquía, la aristocracia y la democracia. Pero Blackstone no había comprendido que, sin cambiar nada de su razonamiento, se podía llegar a una conclusión diametralmente opuesta, esto es, que la Constitución británica puede reunir los vicios propios de la democracia, la aristocracia y la monarquía' (las cursivas son mías). Sin advertirlo, Bentham pone aquí el dedo en la llaga. Para que los mitos se conviertan en vicios, hay que dar por sobreentendido que la democracia, la aristocracia y la monarquía18 son realidades o principios recíprocamente repugnantes, mutuamente incompatibles. Por lo tanto, el juicio sobre la Constitución inglesa se invierte y se convierte en rechazo -dejando en pie todo el resto, con sólo cambiar una palabra: sustituyendo "combinación" por la palabra contradicción. Cambiado ese vocablo, todo lo que parecía, positivo se vuelve negativo; por la fuerza de un solo nombre, se altera el discurso en su totalidad. Pero atención, aquí no está en juego solamente la valoración del sistema inglés ni de gran parte de los sistemas constitucionales. Porque desde Aristóteles se han idealizado siempre los sistemas políticos aptos para corregir la unilateralidad y los defectos de desmesura de los regímenes "puros". Esto equivale a decir que se han propuesto siempre modelos de sistemas "mixtos". Ahora bien, de cualquier solución mixta es fácil decir -justamente porque mezcla elementos diferentes- que es una solución "contradictoria". Es fácil decirlo; ¿pero es legítimo decirlo? Éste es el punto. Volvamos al ejemplo de la Constitución inglesa; el problema es: ¿cuál es la palabra justa? ¿La usada por Blackstone, o la que hubiera sido del agrado de Rousseau, digamos? ¿Debemos decir "combinación" (y sus sinónimos: integración, conciliación, fusión), o más bien "contradicción" (con sus sinónimos)? Decíamos antes que para un médico, equivocarse en la palabra significa equivocarse en la enfermedad y puede ser por lo tanto un modo de empeorar al enfermo. Pero también para el estudioso de la política, equivocarse en un nombre equivale a prescribir una cura que podría perjudicar al cuerpo .político. A despecho de los que dicen que "los nombres no importan", aquí la partida se define en rigor por una palabra. Por lo tanto ¿cómo se debe decir? Está claro que para responder a esta pregunta, habrá que responder al problema de fondo, ¿cuál es el uso correcto del término contradicción en el ámbito empírico? Más genéricamente, la cuestión sería, ¿cuáles son las contradicciones aceptables —las verdaderas contradicciones- para una lógica operativa? La respuesta es que se debe atender a los efectos. También y sobre todo porque un lógico experimentado sabe qué fácil es poner juntas las contradicciones en el papel y encontrar contradicciones por todas partes; y por ello sabe que transformar un si en un no (o en apreciaciones negativas) es un juego de niños. Por lo tanto las imputaciones de contradicción deben sopesarse pragmáticamente, determinando si obran de modo contradictorio. Lo que equivale a decir que nos debemos regular determinando si las "contradicciones lógicas" son también "contradicciones prácticas". Más precisamente, debemos establecer si los efectos están o no en contraste (y por lo tanto en contradicción, en antítesis) con el objetivo al que tendemos. A la pregunta "¿cuáles son las contradicciones empíricas?", respondo de este modo: que no hay contradicción (y por lo tanto que no se debe usar este vocablo) toda vez que un comple lo de estructuras, o un conjunto de medidas, consigue el resultado propuesto y llega a producir la solución o el éxito que nos interesaba. Supongamos que nos interesara una estructura apropiada para limitar el poder. Si la solución se encuentra haciendo que los diversos centros de poder se "impidan" unos a otros, se "contrapongan" y "hagan lo contrario" uno del otro, lo que quería el arquitecto es precisamente lo que logran esas denominadas contradicciones. Por lo tanto, el efecto no es contradictorio; al contrario, es perfectamente congruente, está sintonizado a la perfección con el fin que se había propuesto. Los ejemplos de "seudocontradicciones", es decir del empleo equivocado empírico-operativo del término, son prácticamente infinitos. Es así que con frecuencia se dice que hay contradicción entre el principio de la soberanía popular y el principio de la división de poderes (porque dividiendo los poderes se sustraen de los poderes al órgano que emana directamente de la soberanía popular). De igual modo, se oye decir que la democracia y el Estado de derecho son incompatibles (porque la primera quiere que el demos mande a su antojo, mientras que el segundo quiere que sea la "ley" la que impere hasta sobre la propia voluntad popular). Ahora bien, todos los discursos de esta clase están viciados por un uso injustificado o incorrecto del vocablo "contradicción". Somos perfectamente dueños de no reverenciar la división de poderes o de no aprobar al Estado de derecho; pero es equivocado rechazarlos alegando una contradicción. Porque no hay tal contradicción. Y no la hay porque la división de poderes y el Estado de derecho son soluciones absolutamente coherentes y dirigidas a la finalidad a la que deben servir; es decir, a la finalidad de limitar el poder. Si rechazamos ambas fórmulas, tendrá que ser por la razón verdadera y no por la razón falsa. Y la razón verdadera no es la de que sean soluciones contradictorias; es que no nos interesa un poder limitado. Pero si se rechazan las técnicas de control y de limitación del poder, lo que se obtiene será un poder "no limitado", absoluto. Repito que somos dueños de querer este fin; pero no sin decirlo, y hasta quizás sin darnos cuenta. Importa ser claros porque es muy posible que la verdadera implicación práctica de nuestra posición -la edificación de un poder ilimitado- se nos escape. Y si no es esto lo que se quiere, entonces sí tenemos una verdadera "contradicción práctica": destruir los medios de un fin que queríamos. Para volver al ejemplo y a la pregunta de la que habíamos partido, ¿quién emplea la palabra justa para calificar el sistema inglés: Blackstone o su contradictor? La respuesta no me parece dudosa, tiene razón Blackstone y se equivoca el rousseauniano; y esto no porque el primero fuese "poco lógico" y el segundo "demasiado lógico", sino porque Blackstone se valía del metro de medida pragmático, adaptado al problema propuesto. En efecto, si medimos el sistema inglés atendiendo a sus efectos, o a su resultado, es evidente que no tiene nada de contradictorio. Funciona satisfactoriamente desde hace siglos, y si funciona quiere decir que realiza una precisa dosificación, una alquimia feliz, una exitosa "combinación" (como decía Blackstone) de los principios sobre los que se funda. Como se ve, es realmente importante cuidar y disciplinar el uso del término contradicción. Sobre todo en una época en que los idealistas y los marxistas han enturbiado la cuestión, confundiendo entre contradicción lógica y contrariedad dialéctica. Si estamos interesados en un saber aplicable, no nos debemos dejar impresionar por las acusaciones de contradicción que acaso nos lluevan. A quien nos reproche -en clave de lógica pura- que recurramos a soluciones "contradictorias" e "incoherentes", podremos tranquilamente responderles en muchos casos que esas presuntas contradicciones no son un defecto, sino un precio de los sistemas políticos. En efecto -como veremos con más detenimiento próximamente- los sistemas políticos plantean problemas de equilibrio, y su "coherencia" consiste precisamente en lograr "soluciones de equilibrio". De ahí que lo que le puede parecer contradicción a una perspectiva racionalista, resulta a veces, para la mirada del empirista, el secreto de su construcción. Sobre fuerzas que Hegel diría que están "en contradicción", el arquitecto proyecta una cúpula. De igual modo, son fuerzas y elementos "contrabalanceadores" (que se compensan recíprocamente) los que mantienen en equilibrio a los procesos políticos y los sistemas constitucionales. Los muertos que vos matáis -decía Don Juan- gozan de buena salud." Tratemos, pues, de dar por muertos sólo a los que realmente lo estén, y dejemos vivir a los que tienen vida. Leí que no quiere decir -vuelvo a precisarlo- que en el campo de lo empírico no cuenten las contradicciones. Cuentan muchísimo, como veremos; pero es preciso que sean contradicciones prácticas. Partes invisibles y capital axiológico Hasta ahora hemos visto sobre todo cómo "adaptar" un discurso lógico-racional a los problemas empíricos. Pero la acción encaminada razonablemente es también la que sabe medir sus propias fuerzas, es decir, la que se da cuenta de los límites del saber. Conocer los límites del conocer quiere decir darse cuenta de lo que escapa a nuestra captación cognoscitiva; y esto es lo que quiero indicar con el nombre de partes invisibles. Si entendemos por partes "visibles" los elementos de un problema que logramos destacar, individualizar y contabilizar con suficiente precisión, las partes "invisibles" son las otras, cuya existencia advertimos de alguna manera, pero que constituyen elementos que no podemos de ninguna manera asir. También la de las partes invisibles es una preocupación típicamente empírica. Lo desconocido puede ser "ignorado" por quien no tiene problemas de aplicación; pero para quien debe obrar ya no es así; lo demasiado ignorado se venga, y se venga haciendo fallar nuestra tentativa. De modo que también en este aspecto, el metro racionalista tiende a diferenciarse del metro empírico. Para el racionalismo, todo lo que no es pasible de una captación clara y distinta es "irracional". Y lo que es irracional termina por ser degradado a realidad inferior y contingente, sobre la cual pasarnos por alto (declarándola, con expresión característica, una cosa "meramente empírica") , o de lo contrario es rechazado como una realidad imperfecta que debe enmendarse y eliminarse. En cambio, el empirista no puede ni pasar por alto ni rechazar lo que escapa a la captación de la ratio. Las he llamado partes invisibles. Se podrá objetar que, si son "invisibles", no las ve ni siquiera el empirista; y entonces, ¿para qué hacer un discurso sobre lo "no cognoscible"? No quisiera ser tornado al pie de la letra; digo invisibles para significar que las vemos mal, en medio de una especie de niebla, en forma confusa. Sin embargo advertimos a través de mil vías su existencia, y algo sabemos de ellas: que no son "innominadas", que disponemos de nombres para indicarlas. Así, cuando un determinado suceso no cumple su fin satisfactoriamente, decimos: la dificultad fue que tuvimos que luchar con una costumbre, que es como es. Y aquí el término costumbre alude precisamente a una de las tantas partes invisibles. O si no, decimos: sin un "espíritu", sin un ethos apropiado, no se puede hacer nada. Es éste también otro modo de aludir a ciertas partes invisibles. También afirmamos con frecuencia: hay que tener en cuenta la "psicología del hombre". Cierto, y aquí encontramos nuevamente la presencia de una gran y compleja parte invisible. Asimismo, los economistas -conviene observarlo- acuden con frecuencia a ingredientes fugaces e impalpables, tales como la "satisfacción", el "sentido de responsabilidad", el "espíritu de iniciativa", y similares; también éstas son partes que no sabemos bien cómo contabilizar y cómo pesar, pero que en cambio sabemos que son decisivas para el éxito de cualquier experimento económico. Expuesta así la idea, me dedicaré ahora a aquella parte invisible que más que ninguna otra opera entre bastidores, y quizás reabsorbe a todas las demás; la Hamo el capital axiológico (de axion, que quiere decir valor). La historia no acumula solamente en su marcha cosas que se ven y se tocan; también capitaliza valores, almacena capitales "invisibles" de este tipo: principios morales, tradiciones religiosas, hábitos sociales, normas de buena fe, reglas de juego y similares. Por supuesto, la historia acumula valores cuando los acumula; y esos valores pueden resultar también desvalores. Parto de lo acumulado y planteo la hipótesis de que los valores sean tales, sólo para simplificar el tema, que es el siguiente: lo que cada generación hace como protagonista de su propia historia, se resuelve el último análisis en un modo de "administrar" un capital axiológico (escaso o abundante (malo o bueno), heredado de las generaciones que la precedieron. De ello deriva, entre otras cosas, que pésimos experimentos y malos sistemas puedan funcionar porque viven de rentas, es decir, dilapidan el capital axiológico preexistente; de modo que caen recién cuando agotaron la "renta axiológica" que habían recogido. Viceversa, sistemas nada malos y con excelentes intenciones pueden naufragar precisamente porque heredaron un mal capital axiológico, o acaso una situación de "caja vacía" en ese dominio. No basta, pues, contabilizar las "condiciones materiales", como suele hacer el racionalista, el cuantitativista (que es una derivación de aquél), y también, obviamente, el materialista. No basta en el sentido de que el vivir ele toda generación está condicionado, hacia atrás, por el capital axiológico que recibe del pasado, y hacia adelante por el capital axiológico que va formando. A tal punto, que el mejor modo de "ver lejos" -es decir de evaluar la vitalidad y la solidez de una civilización- sería el de hacer su balance axiológico, determinando cuánto consume del capital almacenado y cuánto produce en términos de aflu lo de capital fresco. Sí, estaría bien; ¿pero hasta qué punto, y con cuánta certidumbre, se puede hacer un balance sobre partes invisibles de este tipo? Intentar es mejor que no intentar. Pero si bien es cierto que las partes "invisibles" se ven de alguna manera -o mejor, se entreven-, el hecho es que en la medida en que aumenta la escala o la ambición de un programa de acción, aumenta parejamente el halo de incertidumbre que lo rodea. Del examen de las partes invisibles no se extrae jamás la "certeza"; pero al menos sabemos que existen y que debemos luchar con los imponderables. Y aquí volvemos, o reencontramos, la diferencia entre la actitud racionalista y la actitud empirista. Lo que es invisible, lo ve mal hasta el empirista, de acuerdo. Pero éste lo toma en cuenta y sabe que a todo debe hacérsele un "descuento". En razón de que lo entiende así, el empirista es cauto y prudente, mientras que con frecuencia el racionalista es apresurado, incauto y terriblemente seguro de sí mismo. Se dirá que estamos volviendo al tono de advertencia. Pero es una advertencia que se vuelve crucial en un momento en que el modo tradicional de comprender y de afrontar la historia está cambiando radicalmente. Hasta hace algunos decenios, los procesos históricos eran en definitiva "dejados en libertad". Por más que los hombres se empeñaran en la edificación histórica, a ninguno se le ocurría "programar la historia" tal como se proyecta un edificio, una carretera o un puente. Pero desde no hace mucho, nuestras ambiciones han crecido. Se ha extendido la convicción de que nuestro saber ha llegado a un punto en el cual podemos dominar con seguridad nuestro destino, "planificar" el futuro, organizar "científicamente" a la humanidad. Al mismo tiempo, estamos cada vez menos dispuestos a aceptar la dirección impresa al transcurrir histórico por los automatismos reguladores, por lo que antes se llamaba el mane lo invisible. Estamos, pues, en una encrucijada. Pero precisamente cuando nos gana la ambición de una "ingeniería de la historia", es cuando más debemos advertir la enorme diferencia que existe entre una serie de acontecimientos sucesivos y circunscritos, y el propósito de "planificarlo todo". Una primera diferencia consiste en que, en el caso de los programas circunscritos, queda siempre en torno al punto de intervención, una vastísima zona no afectada por la acción misma. Por ello, aunque nuestro proyecto esté radicalmente equivocado, queda siempre un margen de seguridad, una "redundancia", sobre la cual descargar y amortiguar el golpe. Vale decir que en esta hipótesis nos podemos permitir el lu lo de equivocarnos, porque en torno al error hay una zona-colchón. Pero esto ya no es así cuando se quiere planificarlo todo. En esta hipótesis no contamos con ninguna válvula de seguridad, con ningún "margen" sobre el cual descansar ¡os errores. De esto se deduce -y es la segunda diferencia- que mientras en el caso de los programas de acción circunscritos nos es dado proceder en una relativa penumbra, un poco al azar, y más exactamente mediante la "prueba y corrección", en la otra hipótesis, para planificarlo todo hay que saberlo todo. El problema no es, obviamente, de hecho; no se refiere al hecho (indubitable) de que estamos lejísimos de saberlo todo; el problema es de principio, o sea de cómo sería posible saberlo todo, y a mi juicio el punto preciso reside en que cuanto más intervenimos "en grande", tanto menos nos ayudan los medios auxiliares para vigilar el curso del experimento que estamos intentando. Lo que equivale a decir que a medida que alzamos la mira, disminuye la posibilidad de "rectificar los errores". Y esto por tres razones fundamentales. La primera se refiere a los instrumentos de control. Volvamos un instante a las "técnicas de valoración" (supra § V.3). Decíamos entonces que la manera de controlar el curso de un experimento de presencia es típicamente el de confrontar el grupo "experimental" con un grupo "testigo". Guardadas las debidas proporciones, el principio es siempre el mismo: para valorar y controlar el éxito de cualquier programa, debemos tener un punto de referencia (válido) que no sea modificado por nuestra intervención. Ahora bien, si nos proponemos intervenir globalmente en todas las cosas, ningún cambio es aislable, todo se mueve, y así perdemos todo punto de referencia. La segunda razón, estrechamente conectada con la anterior y que nos impide rectificar los errores sobre la marcha, reside en que si pasamos de acciones limitadas a una acción global, lo que estamos poniendo en movimiento es "la historia" misma. Ahora bien, ese total que llamamos "historia" no reacciona rápidamente. Cuando operamos sobre la historia, las reacciones son lentas, lejanas; el esquema estímulorespuesta ya no nos sirve. En una ingeniería de la historia, los errores de cálculo se sienten mucho después y se advierten recién cuando ya es demasiado tarde para encontrarles remedio, cuando el movimiento ya no se puede detener. Demasiado tarde también para que logremos subsanar las fallas sólo de un período limitado de tiempo y multiplicando las acciones de escaso radio. En efecto, cuanto más hace agua nuestro proyecto, más emprendemos operaciones casi cotidianas de taponeamiento; y aparte de que esos tapones son paliativos que nada remedian, nuestras contramedidas nos impiden ver claro y perturban el pequeño registro de los contragolpes que de otro modo hubieran sido posibles. Alguien, llegado a este punto, objetará: aun cuando no tengamos un punto de referencia válido (dado que todo está en movimiento), y por más que los resultados se vean tarde o demasiado tarde, sin embargo puede llegar un momento, y acaso llegue, en que "se ven los resultados" y se alcanza el éxito. Cierto, pero cuando decimos que los resultados se ven, con frecuencia vemos sólo los resultados visibles, es decir que todavía no hemos ajustado cuentas con las partes invisibles. Ésta es la tercera razón que nos obstaculiza supervisar, valorar y rectificar una ingeniería de la historia. Y con ello volvemos al "capital axiológico". Necesitamos tiempo para acumularlo y necesitamos tiempo también para dilapidarlo. De ese modo, las "respuestas", las verdaderas respuestas a una planificación global, comienzan a aparecer de modo inequívoco sólo cuando la renta axiológica se ha extinguido, sólo cuando hemos quemado el capital axiológico heredado. Y entonces los resultados "invisibles" se ven todavía más tarde que los visibles; demasiado tarde para ponerles remedio. Hasta ahora he considerado las partes invisibles sub specie de capital axiológico (en general). Pero dentro de la denominación de partes invisibles se incluye también un elemento que debe ser considerado aparte y puesto especialmente de relieve: el costo humano. En realidad, el costo en sangre, sudor y lágrimas de la fábrica de la historia no es particularmente "difícil de ver". Aquí la dificultad está menos in re, y mucho más in mente. Pero debemos hacer notar que nuestras palpitaciones humanitarias son de muy cortas miras, tanto en el espacio como en el tiempo. ¡Cuántos de nosotros, al contemplar una pirámide (no sólo las del antiguo Egipto, sino también tantos productos faraónicos de nuestro tiempo) nos preguntamos!: ¿cuál fue el precio humano de esta pirámide? Quede claro que un resultado llega a ser realmente un "resultado" (y no una parcela o fracción de resultado) cuando poseemos todos sus elementos: la obra y su costo, la pirámide y su precio, y también las alternativas a esa obra y a ese precio. Si un general, para hacer que sus tropas atraviesen un pantano, decidiese dejar que se hundan en las arenas movedizas tantos soldados cuantos hagan falta para que se apoyen en ellos)0s pies de los demás, el "resultado" existirá también en este caso; parte de su ejército habrá superado el obstáculo del pantano. Pero si mirando una carta geográfica descubrimos que para superar ese obstáculo bastaba hacer un rodeo en torno al pantano, habría que fusilar a ese general. Resumo y concluyo. Mi opinión sobre la ingeniería de la historia es que jamás una ambición ha sido más infundada y más incauta. Incauta porque una vez comenzada la aventura, la máxima que dice "probar para ver" ya deja de tener validez; en realidad no veremos nada sino cuando ya sea demasiado tarde. (Por lo tanto, esa máxima debería modificarse de este modo: es preciso probar para ver antes de probar a probar.) E infundada porque nuestros proyectos de planificación de la historia se refieren como máximo a las partes visibles. Y es posible que todas ellas sean obligadas a cuadrar dentro de un proyecto. Pero si ellas cuadran es porque nos hemos olvidado de todo lo que "no cuadra", porque hemos omitido todo lo que escapa a una captación "clara y distinta". Todo cuadra en teoría, pero no puede cuadrar en la práctica, porque aquí nos esperan y salen al paso las partes invisibles; y cuanto más las olvidemos, tanto más clamoroso será nuestro fracaso. Por lo tanto, a quienes se dejan llevar cabalgando en su imaginación hacia sociedades programadas racional y globalmente, corresponde preguntarles siempre, ¿pero cómo manejaremos las "partes invisibles"? Porque ésta es la pregunta que, más que ninguna otra, señala la enorme desproporción entre nuestros medios y nuestras ambiciones, entre nuestras piernas y la largura de los pasos que pretendemos dar. V.6. El modelo del equilibrio Ha llegado el momento de "comprender" la política. Al decir esto quiero indicar que, para manejar los problemas políticos (incluyendo en ellos las acciones políticas: la política social, la política económica, etc.), debemos entender de qué tipos de problemas nos estamos ocupando. Preguntamos: ¿cuál es la configuración total de esos problemas que llamamos políticos? ¿Qué géneros de "objeto" estamos manipulando, con qué vamos a trabajar? Respondo; vamos a trabajar con un campo de equilibrios. Más precisamente, el "modelo" que traduce mejor las características de nuestro campo es el del equilibrio. Que los sistemas políticos se configuran en su totalidad como "sistemas de equilibrios", es una antigua o incluso antiquísima intuición. La preferencia de Aristóteles (y después, de todo el pensamiento político que se remitió a su clasificación) por un régimen "mixto", supone una preocupación por el equilibrio; se basa en la idea de que el cuerpo político alcanza su óptimo estructural cuando realiza una combinación armónica y equilibrada de los elementos que lo componen. Todo el constitucionalismo moderno -entendido como solución jurídica de un problema político- está basado en esta técnica constructiva: limitar y controlar el poder por medio de poderes que se "reequilibran" uno con otro, separados precisamente para que uno pueda "volver a contrabalancear" al otro. En relación con este enfoque, el equilibrio debe entenderse sobre todo como un ideal, en el sentido de que, desde Aristóteles hasta el constitucionalismo, la búsqueda del equilibrio ha sido la búsqueda del optimum político. En cambio, más recientemente19 hemos comenzado a utilizar el equilibrio como un modelo; es decir, no ya como un esquema que se refiere sólo a la "solución ideal", sino como un esquema que vale para "cualquier solución", para todos los sistemas políticos. Para el constitucionalismo, el equilibrio es el buen equilibrio. Para la ciencia política, el equilibrio es cualquier equilibrio. Es verdad que al "modelo" del equilibrio se le acusa de insuficiente omnivalencia, y en particular de dar preferencia al aspecto de conservación en desmedro de la transformación, y todavía más de la destrucción de los sistemas políticos. Pero una cosa es el tratamiento del equilibrio en autores particulares (que muy bien puede ser conservador o incluso estático) y otra cosa es el potencial explicativo del modelo. Con referencia a esto último, las acusaciones de estatismo y de conservadurismo son gratuitas, como veremos. Por lo tanto, diría que un sistema político cualquiera existe y subsiste, en tanto encuentre una solución tal, que sus partes "se adhieran" o al menos que estén juntas; y la forma de cohesión de un sistema es precisamente su solución de equilibrio. Cabe preguntarse, ¿pero por qué hablar de la cohesión de los sistemas políticos como de una "solución de equilibrio"? Respondo: porque la característica de los sistemas políticos es precisamente la de "adherirse", no de un modo estático (como si se tratase de un cuerpo compacto, bien soldado), sino de una manera dinámica, es decir merced a un variado y cambiable juego de "pesos" y "contrapesos", de presiones y contrapresiones. Debe entenderse que esta noción de equilibrio no supone ni por asomo la idea de que sólo puede lograrse el equilibrio con la condición de que el poder se distribuya en el cuerpo político de un modo aproximadamente "igual". No, porque el único modo de crear un equilibrio no es el de poner en los dos platillos de la balanza dos pesos iguales. El equilibrio indicado por la aguja de la balanza en cero, es en historia sólo uno de los equilibrios posibles; y en realidad es uno de los equilibrios más raros y más momentáneos. Aun cuando el platillo de la derecha pese, pongamos, 10 kg más que el de la izquierda, aun en este caso tenemos una solución de equilibrio. En efecto, esos 10 kg son "la diferencia de peso" entre lo que está en el platillo de la derecha y lo que está en el de la izquierda; pero también en el platillo que "pesa menos" hay pesos. En una sola hipótesis, la relación dejará de ser una relación de equilibrio: en el momento en que cargo un solo platillo de la balanza, esto es, en el momento en que la balanza deja de balancearse. Quedemos aquí y preguntémonos, ¿qué situación concreta corresponde a esta hipótesis? Podemos responder de dos maneras; o que ésta es, en concreto, una hipótesis que no se puede verificar jamás, o que éste es el punto de ruptura que marca la destrucción de un determinado sistema. Pero ninguna de las dos convencen hasta el fondo, porque la imagen de la balanza "nos da una idea", pero sólo hasta cierto punto. En efecto, en una balanza, la relación entre los pesos es "bilateral" (entre dos entidades), en tanto que los equilibrios sistémicos (políticos, sociales, económicos), son "multilaterales", se dan entre una variada multiplicidad de actores. De aquí salen dos hilos temáticos Equilibrios bilaterales Comencemos por una relación de equilibrio dicotomizada (entre dos únicos actores), como cuando contraponemos globalmente los gobernados a los gobernantes. En este caso está claro que en ningún sistema político la balanza deja de ser tal, porque en cualquier sistema (hasta en la más tiránica y totalitaria de las dictaduras) la "mayor fuerza" de quien es dueño del poder, será siempre correlativa a la "menor fuerza" (o debilidad) de quien lo padece. Pero si esta consideración tiene un interés teórico (pues confirma la omniaplicabilidad del modelo de equilibrio), es de escaso interés y valor práctico. En cambio, la versión dicotomizada de un equilibrio se vuelve interesante para identificar los puntos de ruptura de una determinada solución de equilibrio, y por lo tanto las situaciones revolucionarias y los sacudimientos de los sistemas políticos. A este efecto, se escucha decir con frecuencia que un sistema político cae cuando está "demasiado desequilibrado". Dicho así, es demasiado simple; pero la intuitiva plausibilidad de la imagen resulta engañosa. Con respecto al problema propuesto, los puntos de ruptura son, para la democracia, la "parálisis de] poder", y para la dictadura "la revuelta contra el poder". Vale decir que una democracia cae cuando los gobernantes no cuentan con suficiente poder o fuerza para gobernar; y una dictadura cae cuando no hay superpoderes que basten, o cuando un superpoder disminuye. Si traducimos esta situación límite a la terminología de nuestro modelo, las democracias mueren por "demasiado equilibrio" y las dictaduras por "demasiado desequilibrio". Entendamos que la noción de demasiado equilibrio se aplica a la perspectiva dicotómica: se da en la balanza de dos platillos cuando la aguja está en cero, o próximo al cero. En cuanto a la noción de demasiado desequilibrio, la imagen es la de una balanza sobrecargada, sometida a esfuerzo excesivo. No es tanto que un platillo pese demasiado con respecto al otro; es más que nada que los pesos superan los márgenes de tolerancia de los mecanismos de la balanza. Por cierto, hasta que el peso de los pocos opresores llegue a aplastar el total de debilidad constituido por la multitud de los oprimidos, una dictadura es estable y parece sólida. Pero se trata de una estabilidad "frágil" (no una estabilidad sólida). La balanza pesa más del lado del dictador sólo porque el enorme desnivel numérico entre opresores y oprimidos se ve compensado a cada instante por la maquinaria coercitiva. Para mantener una solución de equilibrio semejante, la balanza tendrá que estar siempre sobrecargada, forzada: sus resortes internos estarán tensos y cargados hasta el límite extremo de resistencia. Por esa razón, basta un accidente cualquiera que trabe por un instante la maquinaria coercitiva (la muerte del dictador, por ejemplo) para que la aguja de la balanza comience a oscilar de manera temible. Y acaso no se requiera más para que el equilibrio "desequilibrado al extremo" se rompa, y la aguja de la balanza retroceda precipitadamente. Repito, las dictaduras son (mientras duran) estables; pero es una estabilidad "rígida" y presupone una tensión que no puede aflojarse nunca, lo que explica su fragilidad. Por lo tanto, la dicotomía del modelo del equilibrio ayuda a comprender cuáles son los puntos y modos de ruptura de los sistemas políticos. También permite deducir, por diferencia, que los sistemas políticos que podríamos llamar de estabilidad durable, se sitúan en la zona que se interpone entre el "demasiado equilibrio" y el "demasiado desequilibrio". Veamos mejor por qué y en qué sentido. Hemos dicho que el "excesivo equilibrio" indica una relativa paridad de fuerzas entre gobernantes y gobernados. A primera vista, esto puede parecer un estado de equilibrio deseable; pero no lo es, mientras nos quedemos con la configuración bilateral del modelo, constituida por dos actores solamente. En efecto, en esta configuración, un "equi-equilibrio" se traduce en una situación de detenimiento, de parálisis de poder. Lo que significa ingobernabilidad, vacío de poder, caos y disolución del cuerpo social. De aquí se deduce que el estado de equilibrio que asegura la duración de un sistema político, o su estabilidad durable, se da en las situaciones en que el poder de los gobernantes permite gobernar, y por lo tanto en que el desnivel de poder entre gobernante y gobernados hace posible el ejercicio de las funciones de gobierno. El punto parece insustancial, pero atención: no estamos diciendo que cuanto mayor sea el desnivel, tanto mayor será la solidez y estabilidad del sistema. No estamos afirmando que el sistema más longevo sea un sistema dictatorial. Lo sería si no fuese porque estamos hablando de un "campo de equilibrios". La solución de equilibrio de una dictadura -recordemos- se basa en un poder totalmente concentrado en manos de pocos; y estos pocos impondrán su poder sobre los muchos en la medida en que logren multiplicar su fuerza y efectividad por medio de una presión coercitiva que puede llegar hasta el terror. Pero ésta es una solución de equilibrio precaria; y por lo tanto, en la apreciación del equilibrio, el argumento de Hobbes resulta falso. Recapitulo. Hasta aquí hemos individualizado los puntos de ruptura de los sistemas políticos y hemos aclarado que las soluciones de equilibrio más duraderas son las que evitan los extremos (en la imagen de la balanza) determinados por la máxima tensión y por la paridad perfecta. De este modo tenemos a nuestra disposición un mapa, una especie de carta topográfica. Pero falta exponer lo más importante, es decir, los procesos de equilibrio dentro de los sistemas políticos, es decir su dinámica interna. Pero con esta finalidad se hace necesario abandonar la ejemplificación dicotómica y pasar de los equilibrios bilaterales a los multilaterales. Esto no quiere decir que haya nada de erróneo en la dicotomización entre gobernantes y gobernados, sino que esta simplificación nos permite ver algunas cosas y otras no. Equilibrios multilaterales Un equilibrio multilateral es un equilibrio entre más de dos actores, y en general entre una multiplicidad de actores (tanto más numerosos cuanto más pequeña sea la unidad que analiza). En este punto, la imagen de la balanza de dos platillos ya no nos sirve. Recurriremos en cambio a la noción de "equilibrio homeostático", y más en general al ejemplo de los mecanismos autorreguladores.3 Por ejemplo, nuestro organismo reacciona ante el calor con exudación, que sirve para que la temperatura corporal descienda y se mantenga de ese modo un steady state, un estado constante (de temperatura del cuerpo). El termostato es el clásico ejemplo-máquina de un mecanismo autorregulador; mientras que un sistema de mercado es su más obvia representación a nivel propiamente sistémico. Pero no hagamos divagaciones; veamos cómo se configura el equilibrio en la teoría de los sistemas, y más particularmente a nivel de sistema. Cualquier sistema, incluyendo un sistema político, para que sea definido como tal debe ser "cerrado" e incluir elementos o partes que "interactúan". Por cerrado se debe entender que es posible marcar un límite -que debe ser poroso- entre el sistema y el "ambiente circundante"; vale decir, un límite que permita aislar el juego interno entre los componentes que constituyen el sistema. Por lo tanto debe quedar claro que un sistema puede ser estimulado o solicitado tanto desde el exterior (el ambiente) como de lo interno (por los propios elementos o actores). Pero en ambos casos interesa únicamente cómo reacciona el sistema, es decir qué ocurre en su interior. Precisado este punto, los estados de equilibrio de un sistema "estimulado" pueden ser de tres tipos: 1) equilibrio estable; 2) equilibrio inestable; 3) equilibrio indiferente; Un equilibrio se denomina estable cuando reacciona a los estímulos tendiendo a restablecer el estado preexistente (y en este sentido, originario). En tal caso, un sistema es capaz de resistir a las solicitaciones o disturbios que recibe, por lo general adaptándose. Más técnicamente, un sistema estable se retroalimenta ante los impulsos con un feedback negativo, minimizador o compensatorio. En un Tiempo 1 el sistema se ha adaptado, pero como sistema no ha cambiado con respecto al Tiempo. En cambio, un equilibrio inestable es ese equilibrio que, una vez perturbado, se aleja cada vez más del estado preexistente. En este caso, el sistema reacciona con un feedback positivo, es decir amplificador, de la solicitación o de la perturbación. Por lo tanto, en el Tiempo 2 se habrá cambiado o transformado el sistema. Es obvio que un equilibrio inestable prefigura tanto los procesos de innovación creadora (progreso) como los de autodestrucción; dependerá de cuál sea el estímulo amplificado. Por último, un equilibrio es indiferente cuando se reconstituye sobre nuevas bases al azar, sin que el cambio haya estado dirigido por un mecanismo que reduzca la perturbación (como en el equilibrio estable) o amplifique el estímulo (como en el equilibrio inestable). Quiero centrar mi exposición en este esquema analítico por dos motivos. Antes que nada, porque permite comprender qué absurdo es acusar al modelo del equilibrio de ser "estático", y más todavía "conservador". Ni siquiera el equilibrio que teóricamente hemos denominado estable es en verdad un equilibrio estático; para restablecer una situación preexistente puede intervenir también una revolución o una contrarrevolución. (El fenómeno es el mismo; la diferencia es solamente de apreciación, vale decir, si una ruptura revolucionaria conduce a un régimen considerado deseable. Por ejemplo, para un maoísta chino, una revuelta en la Unión Soviética es una revolución, mientras que para un comunista ortodoxo soviético sería una contrarrevolución.) En cuanto a la acusación de "conservadurismo", es cuestión de entenderse. Si sobrevivir o tratar de sobrevivir, es conservarse, entonces sólo el suicida tiene derecho a hablar (no el rompelotodo, que rompe siempre a los demás, y mucho menos el tirabombas o el homicida, que asesina a los otros para conservarse él). Pero pasando de la broma (si puede hablarse de tal) a la seriedad, todo sistema político tiende a la conservación propia, ya sea renovándose (equilibrio estable) o transformándose (equilibrio inestable). Por lo tanto, la diferencia es entre los sistemas que sólo permiten un equilibrio estable (las dictaduras) y los sistemas que además admiten un equilibrio inestable (las democracias). Se deduce de aquí que los sistemas que realmente merecen la acusación de conservadurismo son los sistemas rígidos, las dictaduras; mientras que los que no la merecen son los sistemas flexibles, es decir las democracias. El segundo motivo es que en la óptica del equilibrio, el discurso sobre el cálculo de los medios (supra § V.4.), se vuelve todavía más adhesivo y transparente. Se advertirá a ese respecto que los medios pueden: 1) ser idóneos, 2) sobrepasar el fin y 3) conducir a resultados totalmente diferentes a los previstos. En términos cibernéticos la explicación es la siguiente. En el primer caso, un experimento de presencia determinado resulta anulado por la retroalimentación negativa (equilibrio estable). En el segundo caso, tenemos en cambio una retroalimentación de amplificación excesiva (equilibrio inestable). Y el tercer caso -la heterogeneidad de los fines-, podría coincidir con un estado de equilibrio indiferente. Apliquemos ahora este esquema al mundo real. El primer paso reside en ir del sistema total a sus subsistemas: la burocracia, el ejército, la Iglesia, el sistema judicial, el subsistema de los partidos, el sindical, de los grupos de presión, etc. Lo que le suceda al sistema político en su conjunto depende en amplia medida de lo que le suceda a sus componentes subsistémicos, algunos de los cuales pueden estar en equilibrio estable y otros en equilibrio inestable, y hasta puede haber algunos en equilibrio indiferente (lo que significa que van a la deriva). En este nivel, pues, pueden existir y coexistir varios tipos de equilibrio. Y ello nos lleva a subrayar la entidad de los cambios que pueden tener lugar también en un sistema considerado estable. Pero vayamos todavía más cerca del mundo real, al nivel de las unidades mínimas. En este nivel, la noción de sistema se disuelve y resuelve en una mirada de fuerzas o actores en acción (individuos particulares, grupos o coaliciones entre grupos). Por lo tanto, en este nivel conviene volver a la noción más difusa de "equilibrios multilaterales", que nos lleva a la de interacciones reequilibradoras. Con ello llegamos al punto en el cual la óptica del equilibrio nos permite entender cómo es que los sistemas políticos están juntos. Los comportamientos reequilibradores Volvamos a partir de los puntos de ruptura, es decir de los puntos en los que ocurre el "rechazo". En la dicotomía entre gobernados y gobernantes, el rechazo tiene lugar cuando el equilibrio está en el máximo. O cuando una paridad del equilibrio desemboca en la ingobernabilidad. El esquema del! análisis cibernético sugiere que el equilibrio inestable es el que puede traducirse en una ruptura. Pero el hecho es que entre estos puntos de ruptura encontramos un área vastísima de sistemas que sobreviven y perduran si no son alterados por guerras e invasiones. ¿Cómo? ¿Sobre qué bases? La respuesta varía según los regímenes. Decíamos de las dictaduras que son impuestas, y por lo tanto "padecidas"; es decir, que se basan primariamente en la coerción. Y decíamos de las democracias que son permitidas, y por lo tanto "queridas"; o sea que se basan sobre todo en el consenso. De otros regímenes, o a título de categoría más general, digamos que el sistema político es aceptado, entendiendo por tal que no es ni rechazado ni realmente querido. Por lo tanto, la noción de aceptación abarca o puede abarcar tanto a las dictaduras como a las democracias. Vale decir que una dictadura no es solamente impuesta, también puede ser aceptada. De igual modo, no todas las democracias obtienen consenso y se basan realmente en él; puede bastar, o puede ocurrir, que solamente sean aceptadas. Por lo tanto es posible afirmar en el sentido antes señalado, que entre los puntos de ruptura encontramos por lo común una amplia gama del sistema o regímenes "aceptados". La noción de aceptación excluye solamente que un sistema sea "todo coerción" o "todo consenso". Es más que obvio que en esa aceptación confluyen en diversas proporciones distintos ingredientes: la fuerza (coerción), el amor (legitimidad, patriotismo, nacionalismo), el hábito (se acepta aquello que se encuentra al nacer), la abulia (o desinterés), y otros componentes más. Los doy todos por buenos y renuncio a desenredar la madeja que forman, porque lo que me preocupa ahora es que en todo el discurso que vengo desarrollando falta lo más importante, o al menos el elemento unificador: que la aceptación de los sistemas políticos debe configurarse en todos los casos corno un acto de autorregulación. La vida en sociedad, y en particular la vida política, es un "campo de contrastes", un conjunto de procesos antagónicos, de fuerzas en contraposición, que proceden mediante golpes y contragolpes. Estos procesos antagónicos pueden llegar a ser disciplinados y "civilizados", pero seguirán siendo tales. Cada afirmación se enfrenta a una negación; a cada acción corresponde una reacción. A todo individuo, en el ámbito que le es propio, se le plantea y se le sigue planteando el mismo problema, ¿quién ocupará ese lugar? ¿yo u otro? ¿Y por qué otro en vez de mí? Por cierto que en esta dialéctica hay quien vence y quien pierde, quien avanza y quien retrocede; pero la partida continúa lo mismo. Continúa, entre otras cosas, porque está jugada por individuos "en grupo", y estos grupos la juegan a su vez "en coaliciones" con otros grupos. De este modo, si los más débiles se coaligan, pueden convertirse en los más fuertes. En la óptica del equilibrio, el panorama de conjunto es, pues, que en todo momento las fuerzas desequilibradoras se ven enfrentadas a las fuerzas reequilibradoras que ellas mismas generan. Si prevalecen las primeras, el estado del sistema político pasará a ser de equilibrio inestable. Si predominan las segundas, el sistema político permanecerá en equilibrio estable. Pero en ambos casos subsiste un reequilibramiento mecánico que mantiene al sistema político en alguna forma de equilibrio. Aun si nos formulamos la hipótesis de que todos los componentes en juego son desequilibradores cuando los consideramos particularmente, el producto no cambia: se reequilibran (estable o inestablemente) por el hecho de ser de signo contrario. El punto es, pues, que un sistema político funciona como si fuese aceptado, sin que haya que suponer un estado mental de "aceptación", y mucho menos una intención de aceptarlo. La aceptación de un sistema o régimen es en vasta medida preterintencional, por decirlo así. Cuando menos en un sentido residual, la aceptación se convierte en un producto de autorregulación, un acto de retroalimentación. Los sistemas políticos se aglutinan también en virtud del hecho de que los comportamientos antagónicos de sus actores, funcionan como comportamientos reequilibradores que se chocan, se compensan o se frenan uno a otro. Ésta es la razón por la que afirmaba al comienzo de esta sección que para entender de verdad, in vitro, la política, hay que contemplarla con una visión de equilibrio, o sea verla como un "campo" de desequilibrios que generan fuerzas reequilibradoras (y viceversa). Aclaremos, el discurso sobre la aceptación de un sistema político como desenlace preterintencional de automatismos reequilibradores y neutralizadores, no quiere decir que el consenso, y en el otro extremo la coerción, sean factores secundarios. Supone, en cambio, que el hecho de estar juntos los componentes políticos no puede explicarse solamente por estos dos factores (en sus varias combinaciones) o sin hacer intervenir el elemento de la autorregulación. Esto se puede decir de otra manera; que mi discurso transpone el papel del consenso (en el sentido ya visto; que el consenso puede ser reducido a mera y también involuntaria aceptación), así como también el papel de la coerción. Pero este punto debe verse separadamente. Verticalidad y "bóveda de miedo" Hasta ahora me he ocupado del "estar juntos", es decir, he recurrido a una imagen horizontal. Pero los sistemas políticos tienen también una verticalidad, que puede tomarse, por contraste, de la imagen de "estar en pie". Esto quiere decir plantear el problema del mando y de la obediencia, el de gobernar sobre los gobernados. Y el elemento "coerción" se evidencia sobre todo en el contexto de la verticalidad, del mando, de cómo están en pie los sistemas políticos. Por coerción debe entenderse sobre todo coercibilidad; la coerción potencial y el potencial de coerción. En suma, coerción no es solamente el crudo "ejercicio de la fuerza"; es también la posibilidad de sanción, tanto más eficaz cuanto más se traduce en ser un disuasivo. También debe señalarse que con frecuencia, "coerción" quiere significar -impropiamente y diría que sin razón- una "falta de recompensa". Si observamos la vida asociada sub specie de sistema de incentivos, veremos que los comportamientos deseados son alentados mediante "recompensas", son premiados; mientras que los comportamientos no deseados son desestimulados mediante "privaciones" (descenso de categoría, pero también meras privaciones de recompensa). Como quiera que sea, lo que aquí nos interesa es la coerción en serio, la que se manifiesta en los sistemas propiamente coercitivos. La hipótesis que consideramos es la de un sistema político que no sólo no logra obtener consenso, sino que ni siquiera es aceptado; o sea, un sistema que sólo es "obedecido". ¿Por qué es obedecido? Respondo: es obedecido y se sostiene en función de lo que podrían llamarse fenómenos de bóveda, que es tanto como decir equilibrios de bóveda. La imagen del "fenómeno de bóveda" es de Ruyer, quien la explica de este modo: "En una bóveda, todas las piedras tienden a caer. Pero precisamente por esto la bóveda no se cae. Utilizando la tendencia del material de construcción a precipitarse, es como se puede levantar la construcción." De otro modo, la bóveda es un equilibrio producido mecánicamente. Una ilustración de un fenómeno de bóveda está dada por el caso de dos ejércitos exhaustos, que se enfrentan en las trincheras después de años de una guerra sangrienta. Supongamos que todos los entusiasmos iniciales se hayan desvanecido; que el sentido del honor, del amor a la patria y otros semejantes hayan dejado paso al cansancio y al desaliento. Observa a este respecto Ruyer: "Si la continuación de la guerra tuviese que decidirse por votación secreta, el sistema 'guerra' se disolvería en veinticuatro horas. Pero en vez de eso, la bóveda se mantiene en pie, sostenida por el miedo y el ordenamiento jerárquico." Pero volvamos al caso de un régimen dictatorial que nadie quiere (o casi nadie), y nos formulamos de nuevo la pregunta, ¿cómo hace para durar? ¿Por qué dura? La respuesta de práctica es que ese sistema se mantiene unido por medios coercitivos. Sí, pero tal explicación es indudablemente inadecuada. Porque una condición necesaria no es una condición suficiente; y el hecho es que la coerción de por sí no podría afrontar la situación. En verdad, tal sistema se mantiene en pie por la bóveda del temor. Verticalmente hablando, el sistema se apoya sobre una cadena fuertemente jerarquizada de administradores-supervisores, cada uno de los cuales es responsable a su nivel de las desviaciones de sus subordinados; y así desde el comienzo hasta el final de la cadena, sin solución de continuidad. Ahora bien, admitamos que excluidos los más altos vértices- ni siquiera el grueso de los componentes de esa cadena jerárquica se siente solidarizado con el sistema. Tampoco esto bastará para hacerlo caer. No bastará porque esa trama se constituyó, según decíamos, como una bóveda de temor. Es decir que funciona de este modo: cada uno le cede al otro la iniciativa, esperando que sea el otro quien interrumpa la continuidad del mecanismo. Por su cuenta no hace nada, o mejor, hace lo que debe hacer: se siente vigilado desde arriba y obligado por ello a vigilar al que está deba lo de él. Y así la bóveda se mantiene en pie. Por supuesto, si ese sistema presupone como condición sine qua non una bóveda de miedo o de temor vertical, nada impide que se extienda y arraigue mediante análogas bóvedas horizontales. En un sistema opresivo (sentido como tal), ningún miembro del cuerpo social se ocupará de salvar el sistema; aun cuando vislumbre su fin. Más bien se preocupará -y es humano- de salvarse a sí mismo. Y precisamente por eso el sistema se sostiene; porque esa preocupación hace que los ciudadanos se teman y vigilen unos a otros. Desde el momento que cada uno desconfía del otro, todos los individuos, todos los núcleos, tienden a encerrarse en sí mismos. Si además el individuo se siente en peligro, o sospechado, se verá inclinado a dar pruebas de celo. Al final, y de esta manera, un sistema opresivo logra imponerse con un empleo relativamente mínimo de coerción efectiva, con policías, prisiones, campos de concentración y ejecuciones. Como se ve, los automatismos generados por el instinto de conservación hacen lo que ningún aparato coercitivo podría lograr. En el ejemplo propuesto, el edificio "dictadura" está en pie y subsiste, a pesar del hecho de que todos (casi todos) los verían caer y desintegrarse con gusto. Es decir, dura por la misma razón de que tiene una "bóveda", en virtud de los "equilibrios de bóveda", que llegan a ser en nuestro caso verdaderas "bóvedas de terror". He ejemplificado los fenómenos de bóveda con respecto a las bóvedas de temor y al caso específico de los sistemas opresivos. En efecto, es en este campo donde los "automatismos de bóveda" alcanzan mayor relevancia, que incluso llega a ser decisiva. Pero debe entenderse que los fenómenos de bóveda de este tipo subsisten en todos los sistemas, pues son un fenómeno general. Al generalizar, es necesario acordarse de la intensidad (como decíamos infra § V.5), es decir, de pesar las palabras. Así, habrá que distinguir, y distinguir muy bien, entre el "gran miedo" que caracteriza al ordenamiento vertical de tipo militar, y el "pequeño miedo" de una línea jerárquica de tipo civil; y también habrá que distinguir entre el miedo máximo, el terror que impera en los sistemas tiránicos o totalitarios, y el miedo mínimo que encontramos en los sistemas democráticos. Cabe también mencionar que no hay solamente bóvedas de temor, sino bóvedas de todos los tipos. Ruyer menciona "bóvedas sociales basadas en la voluntad de poderío, o en el sentimiento del honor o en la vanidad", que sin embargo producen resultados socialmente indeseables; y también "fenómenos de bóveda que obran contra el interés colectivo". Pero aquí importaba situar la noción de coerción y ayudar a entenderla mejor. Y me parece que también en este aspecto la óptica del equilibrio demuestra ser un precioso instrumento heurístico. Es que las "bóvedas" son un tipo particular de "soluciones de equilibrio"; y constituyen las soluciones de equilibrio más aptas para explicar el funcionamiento de una cadena de comandos. No se me entienda mal, la relación comando-obediencia no sólo es un "efecto de bóveda". Pero éste es su aspecto más inadvertido y por lo mismo el aspecto que ha de ponerse en evidencia. El principio del peligro opuesto Queda por examinar el tratamiento de los ideales como tales. La política del mundo de hoy está animada poderosamente por las ideologías, que es como decir que está poderosamente impulsada por algunos ideales-fuerza. ¿Cómo estos ideales se traducen en realidad? ¿Y cuándo la realidad se venga de los ideales, y viceversa? Para responder a estas preguntas, debemos recurrir a esa formulación del equilibrio, o a esa visión del equilibrio, que está dada por el principio del "peligro opuesto".5 Su formulación es la siguiente: todo curso de acción, si es impulsado más allá de cierto límite (el que tiende a provocar la ruptura del equilibrio en que se insertaba), se convierte en su "opuesto"; es decir, produce efectos opuestos a los que producía con anterioridad. Técnicamente, el principio del peligro opuesto puede reducirse a la noción de equilibrio inestable. Pero el enfoque debe ser en nuestro caso el de la alteración del equilibrio. Y esta puntualización se adapta bastante bien, según decía, al tratamiento de los ideales. Veámoslo en concreto, empezando por el ejemplo que nos toca más de cerca: el ideal democrático, y los comportamientos políticos que tienden a promover y a "maximizar" ese ideal. Dichos comportamientos se pueden situar fuera o dentro de una democracia existente. Vale decir que ese ideal puede ser esgrimido contra un sistema no democrático, o en su interior. Ahora bien, en tanto el ideal democrático es un ideal que combate contra una realidad no democrática, se lo puede amplificar hasta la desmesura; y cuanto más se lo exagera y embellece, tanto más eficaz resulta. El problema aparece cuando, abatido el adversario, la democracia vuelve a su lugar. ¿Qué problema se presenta entonces? Supongamos que el ideal democrático en estado puro se expresa por el principio "todo el poder para el pueblo". Está claro que mientras ese principio opera en el interior de un sistema despótico, su traducción operativa, su impacto, es el de sustraer poder, de quitárselo a quien lo posee; y por lo tanto, ese principio obra en el plano concreto como un principio limitativo del poder. Pero una vez que la democracia ha quedado instituida -es decir, una vez caída la contraparte o el contrapoder que ella combatía-, ya no es así. Incluso diría que si aquel principio se mantiene invariable -como era antes-, cuando pasa a obrar dentro de una democracia comienza a trabajar contra la democracia que produjo. En efecto, a partir de un cierto momento, el principio "todo el poder para el pueblo" se convierte en su opuesto, en un principio absolutista. Y éste es precisamente el "peligro opuesto" que trabaja insidiosamente desde dentro de los experimentos democráticos. La objeción podría consistir en que no se pueden hacer comparaciones entre un principio absolutista referido al monarca y un principio absolutista referido al pueblo. Vale decir que mi contradictor podría alegar que un poder ilimitado "del monarca" no me cae bien, pero que el poder ilimitado "del pueblo" me cae de maravillas, y que en esto consiste toda la diferencia. Pero quien objeta de ese modo, ignora la distinción fundamental entre la titularidad y el ejercicio del poder. Transferirle al pueblo la titularidad se hace fácilmente; ¿pero el ejercicio? Que el ejercicio del poder no pueda ser transferido cuanto fuera deseable, es lo que vimos ya implícitamente en el tema del autogobierno (supra § V.5). Si queremos obrar con seriedad y no simplemente jugar con frases de efecto, el problema se debe plantear de este modo: el pueblo ejerce el poder en la medida en que se autogobierna. Y el examen de la relación inversa entre la "intensidad" y la '"extensión" del autogobierno, ríos exime de volver a demostrar que en las dimensiones actuales de los sistemas democráticos, el ejercicio efectivo del poder por parte de sus titulares (el autogobierno del pueblo proclamado soberano) se reduce a esta conclusión, y no puede traducirse de otra manera: que una democracia es el sistema en el cual el pueblo tiene el poder, no de gobernar (directamente y en persona), sino de cambiar de gobernantes. Ésta, y sólo ésta, es la cuota de ejercicio del poder que puede efectivamente variar en torno a la titularidad. Se infiere de ello que el "pueblo soberano" puede mantener esa cuota de "poder" que le corresponde y que está en condiciones de ejercer, sólo con una condición: que no le conceda a sus gobernantes un poder ilimitado. Esto equivale a decir que un sistema democrático puede durar -como tal- sólo con la condición de que el principio "todo el poder al pueblo" se transforme, a medida que la democracia se realiza, en el principio todo el poder a nadie; es decir, con la condición de que el deseo de llevar al máximo el ideal democrático no nos conduzca a rechazar como inadecuada la solución del control del poder. Si en cambio se mantiene aquel principio en su originaria versión perfeccionista, es fatal que termine por echar por tierra las soluciones garantizadoras (y las técnicas correlativas del gobierno representativo). En ese momento perdemos el "control". ¿Y qué obtenemos a cambio, y qué mejor? Nada, porque la cantidad de ejercicio del poder que puede transferirse sigue siendo la indicada por la fórmula del control del poder. Por lo tanto, sólo obtendremos gobernantes "fuera de control", gobernantes cuyo poder ya no es más limitado. En este punto, la diferencia entre un absolutismo con legitimación democrática y un absolutismo puro y simple, deja de existir. Y deja de existir porque si "todo el poder" vuelve a quien tiene su ejercicio, el "ningún poder" es lo único que le queda a quien sólo tiene la titularidad. A un poder ilimitado de los gobernantes, corresponde un no poder de los gobernados (incluso el no poder de cambiarlos). En este momento, una democracia se transforma en el sistema opuesto, en un nuevo absolutismo. Como queríamos demostrar. Lo sustancial de nuestra demostración reside, pues, en que el perfeccionismo democrático conlleva el peligro opuesto, dentro de un sistema democrático; por reclamar "demasiado" de un mitológico poder popular, se rompe el sistema de equilibrio en el cual el poder popular encuentra lugar y efectividad. Se podrían multiplicar los ejemplos para demostrar que ningún "ideal político" escapa al riesgo del principio del peligro opuesto. Trasladémonos al mundo feudal. En aquella época, el correctivo a las calamidades de ese tiempo era el ideal monárquico. Sí, ¿pero cuál era el peligro opuesto? Que una vez destruida la constelación feudal, y con ella los fraccionamientos y las resistencias locales, el poder "central" del monarca recompusiese un despotismo mayor y no menos arbitrario. Fue lo que puntualmente ocurrió. Pasemos ahora a fines del siglo XVIII. En aquel momento -escribe Herz- "quienes estaban de parte del progreso no eran ya los monarcas y su Estado, sino las nuevas clases industriales y comerciales, con sus principios de ilimitada libertad económica y comercial". Sí, pero otra vez, ¿cuál era el peligro opuesto? Que el ideal de una ilimitada libertad económica (que en aquel momento era un antídoto saludable contra los vínculos de traba lo de efectos fijistas, y contra un excesivo proteccionismo corporativo) no se fuera a convertir en una férrea e inhumana ley de la supervivencia del más fuerte, y por lo tanto en un equivalente a la ley de la selva. Y nuestro tiempo todavía hoy se caracteriza por la reacción al peligro opuesto, implícito en el principio liberal del "dejar hacer, dejar pasar"; de ahí el ideal del "hombre protegido" desde la cuna a la tumba y, correlativamente, del Estado protector, que provee (Je todo lo necesario. Pero si llevamos esteideal hasta su extremo, e] peligro opuesto consiste en que la "protección" se convierta en "explotación", y que el Estado que todo lo provee se convierta en Estado parásito. Concluyamos. El principio del peligro opuesto nos advierte de este "peligro": que un impulso positivo se convierta en impulso negativo; que el signo de -f- (más) se invierta en el signo de - (menos). Perseguir nuestros ideales puede destruirlos. ¿Cómo hacer para evitarlo? Mi respuesta es que la "carga deontológica" de un ideal está en razón de la distancia que separa a ese ideal de su realización. De ese modo, a distancias máximas podrán corresponder ideales desmesurados (fuera de medida); pero a distancias mínimas deberán corresponder ideales mesurados (es decir proporcionados a la menor distancia). Para decirlo con palabras sencillas, la regla sugerida por el principio del peligro opuesto puede formularse de este modo: en la medida en que un ideal se "realiza" de acuerdo con su punto teórico de realización máxima, tendrá que ser adecuado y aproximado a la realidad (que es la realidad que lo expresa). De otra manera, nuestra acción no nos llevará hasta el ideal que perseguíamos, sino a su "principio opuesto". V.7. Lo políticamente imposible Después de tantas vueltas, todos nuestros problemas prácticos pueden reducirse, al final de cuentas, a esta pregunta elemental: ¿qué cosa es posible? ¿qué imposible? Las dos preguntas son inseparables porque toda exploración sobre lo posible tiene como reverso la determinación de lo imposible. Si pasamos del nivel del individuo al de la vida en sociedad, la pregunta es la misma. La diferencia reside en que el posible-imposible se vuelve objeto de consideración y precognición teórica. Adviértase que también a este nivel, la cantidad de cosas que queremos y a las que sin embargo renunciamos, es enorme. ¿Por qué renunciamos a ellas? Evidentemente, porque las consideramos imposibles; es decir, porque la teoría descuenta por anticipado el éxito práctico (en este caso el no éxito). Y precisamente cuando afirmamos: "esto no es posible", es cuando se aprecia un aspecto fundamental de la incidencia de la teoría sobre la práctica. Por lo tanto, importa aclarar la noción de posible en su nexo estrechísimo con la de imposible; es decir, lo posible en cuanto no imposible. ¿Qué quiere decir "posible"? Posible es en primer lugar sinónimo de "pensable". En este sentido, lo posible es una posibilidad mental, la mera "posibilidad teórica". Pero lo que nos interesa aquí no es lo mentalmente pensable, o sea lo abstractamente posible. A nosotros nos interesa lo "prácticamente posible". Por lo tanto, formulemos la pregunta con más exactitud, ¿qué quiere decir prácticamente posible? Respondo: indica todo lo que no es "prácticamente imposible". Y por prácticamente imposible entendemos dos tipos de imposibilidad; una imposibilidad relativa (condicionada por los medios) y una imposibilidad absoluta (lo prácticamente imposible que es al mismo tiempo lógicamente impensable). Vamos a verlos separadamente. La imposibilidad relativa Por imposibilidad relativa (o contingente, o condicionada) se entiende la imposibilidad que depende de la disponibilidad de los medios, y que por lo tanto está determinada por un cálculo de los medios. En tal caso, diremos: cualquier programa para el cual no nos auxilian, en un momento dado, los medios adecuados y congruentes, es en ese momento un programa "imposible". Pero precisamente, la imposibilidad en cuestión es una imposibilidad "provisoria". El límite que separa lo posible de lo imposible es un límite que vale pro tempore y en relación con la situación dada; por lo tanto, se trata de un confín móvil, que varía de tiempo a tiempo y de lugar a lugar. Claro que hay de provisoriedades a provisoriedades. Hay casos en los cuales el límite que separa lo posible de lo imposible varía fácil y velozmente, mientras que en otros casos lo hace en escasa medida y con lentitud. A este respecto es importante tener presente la distinción entre los medios materiales y los medios instrumentales (infra § V.4). Cuando una imposibilidad obedece a la insuficiencia de los "medios materiales", lo que es imposible hoy puede fácilmente ser posible mañana; mientras que cuando se trata de una "imposibilidad instrumental", los límites que separan lo posible de lo imposible se hacen bastante menos elásticos. Esta última imposibilidad no depende tanto de circunstancias de tiempo y de lugar, como de la invención de nuevas técnicas o instrumentos. Ciertamente, también en este caso el límite será histórico, y como tal, móvil. Sin embargo, la experiencia política ofrece relativamente pocos ejemplos de una imposibilidad instrumental que, con el correr de los siglos, se convierta en "instrumentalmente posible". El ejemplo más destacado es el de la transformación de la fórmula antigua de democracia, la democracia directa (posible sólo por limitadas extensiones territoriales), en la fórmula de democracia representativa (es decir, de una democracia posible en amplísimas extensiones territoriales). Instrumentalmente hablando, los griegos no tenían manera de resolver el problema de la libertad política fuera de la polis, esto es, en una unidad político-territorial más vasta que la pequeña ciudad. En cambio para nosotros es posible. Pero el ejemplo es casi solitario. Podemos mencionar otro, el "descubrimiento del constitucionalismo", una técnica estructural-legal que realmente llega a ponerle freno al poder. Pero este ejemplo está en amplia medida incluido en el anterior. Pero hay más. Existe un aspecto de la imposibilidad instrumental que nos lleva hasta el umbral de una imposibilidad absoluta: el aspecto procesal de cualquier método o técnica de actuación. Aquí llegamos a una imposibilidad absoluta, porque la característica de un iter procesal es la de ser irreversible, la de no poderse invertir. Es decir, resulta imposible cumplir "primero" el paso que debe efectuarse "después", anteponer el techo a los cimientos. Así, la libertad en el Estado presupone la libertad del Estado. Igualmente, la libertad de (positiva) es posible sólo en la medida en que esté precedida por una libertad para (negativa); porque si no se apartan primero los impedimentos -o sea, si estamos impedidos de todo-, no puede subsistir esa zona "no impedida" en la que es posible ejercer la libertad positiva. Es así como el propio orden de la secuencia procesal establece un tipo de imposibilidad absoluta. La imposibilidad absoluta Por imposibilidad absoluta o incondicionada, no se entiende una imposibilidad que, como acabamos de ver, proviene de la insuficiencia o la idoneidad de los medios. Se entiende en cambio la imposibilidad de hacer dos (o más) cosas que se excluyen recíprocamente, esto es, la imposibilidad de realizar lo que es contradictorio. La imposibilidad relativa es una imposibilidad que proviene del cálculo de los medios, y por ello es relativa a condiciones de lugar y de tiempo. En cambio la otra es una imposibilidad que proviene del principio de no contradicción, y por lo tanto independiente por completo de las condiciones de lugar y tiempo. En tal caso, decimos que un programa cualquiera que se propone objetivos contradictorios, que se excluyen uno a otro, es un programa imposible; o que algo no puede hacerse (u obtenerse) porque la contradicción no lo permite. Por otra parte, se recordará que a su tiempo recomendé usar con prudencia, en el ámbito empírico, el principio de contradicción (supra § V.5), advirtiendo que una contradicción debe ser tal para efectos prácticos. Sí, y por ello nuestro problema debe formularse de este modo: cuáles son los casos en los que decir "es contradictorio" equivale a decir es prácticamente imposible. Advertía entonces que para ver qué contradicciones lógicas son al mismo tiempo contradicciones prácticas, hay que atender a los "efectos". Es verdad; pero ahora tenemos que ir más a fondo. Y para ello retomemos el discurso en aquel punto que lo dejamos. En el transcurso de la vida práctica, siempre nos vemos enfrentados a alternativas, y por ello debemos siempre hacer opciones. Ahora bien, ¿qué significa "optar", y más exactamente, cómo se formula un acto de opción? Respondo: optar significa resolver un dilema diciendo "prefiero esto a aquello". Y mi elección puede formularse de dos maneras. Puedo decir: "prefiero más de esto y menos de aquello" (opción redistributiva); o puedo decir: "tomo esto y de lo aquello" (elección resolutiva). En ambas hipótesis he elegido un curso de acción posible. Pero supongamos que en cambio yo responda a una alternativa diciendo: "quiero tanto esto como aquello". En tal caso, mi volición es contradictoria. Y decir que es contradictoria equivale exactamente a decir que es imposible (absolutamente imposible) obtener las dos cosas. En este caso habré elegido la solución imposible. Para empezar, consideremos algunos ejemplos elementales de voliciones contradictorias y por lo mismo imposibles. Digamos: no se puede conservar el pan y al mismo tiempo comérselo, así como no se puede gastar dinero a la vez que tenerlo en el bolsillo, o no se puede querer dormir si se quiere estar despierto. También es imposible romper el reloj y pretender que nos diga la hora; imposible tomar la calle tanto a la izquierda como a la derecha. Son todas, obviamente, imposibilidades absolutas, incondicionadas. Y no podemos sortearlas diciendo que la historia es una secuencia de imposibilidades desmentidas, o que el hecho de que tal cosa haya sido imposible hasta ahora, no nos autoriza a predecir que seguirá siendo imposible en el futuro. Pasando de los ejemplos de la vida cotidiana a los casos políticos, también aquí aparecen imposibilidades absolutas igualmente patentes. La diferencia reside en que la mayoría no advierte cuáles son los problemas concretos de opción que subyacen tras las fórmulas abstractas, y con frecuencia nebulosas, que componen el ámbito político. El caso se agrava por esta diferencia adicional: que mientras en el ámbito privado la imposibilidad se muestra "de inmediato", o sea que es advertida como una imposibilidad del hacer, en el ámbito político la imposibilidad se revela "tardíamente", y sólo se la ve con el transcurrir del tiempo como una imposibilidad de obtener. Mostremos algunos ejemplos. No se puede dar el "mando" y no dar "poder de mando", exactamente como a la inversa, no se puede dar poder de mando sin querer ser mandado. Un caso específico de este último tipo de incongruencia lo ofrecen quienes desean a un mismo tiempo un dictador y un poder limitado. Y ello es imposible porque el dictador y la limitación del poder son una contradicción en sus términos; si el poder va a ser limitado, no habrá dictadura, y viceversa, si vamos a tener un dictador, no habrá limitación de poder. Otro caso: no se puede querer una libertad que sea "ausencia de límites" y querer al mismo tiempo que nadie interfiera en mi libertad, pues ello es imposible. Si "no hay límites", el ejercicio de la libertad de los demás no podrá dejar de interferir con el ejercicio de la mía, y viceversa. De igual modo, no se puede querer una igualdad absoluta y al mismo tiempo una libertad absoluta; porque la posibilidad de "ser iguales" en todo, tiene por contrapartida la imposibilidad de ser "dejados libres" en todo; exactamente como ser dejados libres en todo, hace imposible volverse iguales en todo. Y así sucesivamente. Como se ve, aquí el límite entre lo posible y lo imposible no está señalado por un confín móvil, por un confín histórico que pueda superarse con el correr del tiempo. La imposibilidad de obtener cosas que se excluyen entre sí (en política como en cualquier sector práctico) es una imposibilidad incondicionada. Volvamos por lo tanto a la pregunta de la que partimos, ¿en qué casos afirmar que hay una "contradicción" equivale a afirmar que hay una "imposibilidad absoluta"? La respuesta sugerida por los ejemplos que expusimos es la siguiente, si bien miramos: en los casos en que eludimos una opción, o si se prefiere, en los que tratamos un problema de opción como si no se tratase de elegir. Dicho de otro modo, todas las veces que tratamos una opción como si no fuera tal, terminaremos por desembocar en una imposibilidad absoluta, o de inmediato o más tarde. Naturalmente que se puede muy bien "conciliar" mando y libertad, democracia y dirigismo, libertad e igualdad, y así sucesivamente. Pero esa conciliación exige estas dos condiciones: primero, que el problema se perciba como un problema de opción, y segundo, que la opción sea de tipo redistributivo (si se busca una conciliación). Si decimos: "quiero obtener más de esto y por ello debo reclamar menos de aquello", en este planteamiento optamos por un curso de acción posible, desde el momento que nuestra acción atiende simplemente a proporciones o soluciones de equilibrio diferentes. En este caso no hay contradicción, porque la fórmula equivale a ésta: para hacer subir un platillo de la balanza, tengo que hacer descender el otro. Pero si en cambio digo: "quiero más de esto y también más de aquello", en este caso efectuamos una elección que no elige. Es decir, buscamos una solución imposible, cuya contradicción se expresa en esta fórmula: no es posible hacer subir a la vez los dos platillos de la balanza. Es ésta, sin sombra de duda, una imposibilidad absoluta. Lo imposible y la naturaleza humana Quizás algún lector habrá notado que hasta ahora no he aludido nunca a esa imposibilidad que suele remitirse a la "naturaleza" del hombre, y que se ilustra con proposiciones de esta clase: "Es contrario a la naturaleza del hombre que.,."; o bien: "No se puede hacer porque va contra la naturaleza humana." Tal omisión, lo confieso, fue deliberada. ¿Por qué? Por la simple razón de que ésta es una típica parte invisible; sabemos que la hay, que es importante, pero no la sabemos determinar. De aquí proviene que la expresión "naturaleza del hombre" no se pueda localizar ni entre las imposibilidades relativas, ni entre las absolutas. El hombre tiene una naturaleza no natural y por consiguiente su denominada naturaleza es plástica, se adapta a una gama extensísima de "compresiones". Lo que una democracia no llega a obtener de sus ciudadanos, un Estado totalitario lo obtiene de sus súbditos. Lo que parece inconcebible que un hombre pueda soportar en condiciones normales, se soporta en un campo de concentración. Prestaciones que son impensables para el hombre de Occidente (que ni siquiera se les pasa por la cabeza), son prestaciones exigidas en Oriente. ¿Podemos deducir de aquí que la imposibilidad propia de la naturaleza humana es solamente una "imposibilidad relativa", en el sentido de que el límite entre lo que es posible o imposible que haga el hombre, depende sólo de las circunstancias? Sería una deducción injustificada, desde el momento que la naturaleza humana, por más comprimible que sea, tiene un límite de maleabilidad. Es decir que debe haber un "punto de manipulación" más allá del cual no se puede seguir, y por lo tanto un límite entre lo que al hombre le resulte relativamente imposible hacer (posible en ciertas circunstancias, imposible en otras) y lo que es absolutamente imposible hacerle hacer. Sí, ¿pero dónde está marcado ese límite? En realidad, la característica no natural (simbólica) de la denominada naturaleza humana, vuelve inciertos y cambiables todos los límites: el que separa lo posible de lo relativamente imposible, tanto como el que separa lo relativamente imposible de los absolutamente imposible. Ésta no es una razón -como ya advertimos al hablar de las partes invisibles- para ignorar o descuidar el elemento "naturaleza humana", y sus correlativas "imposibilidades psicológicas". Si las denominadas imposibilidades psicológicas son imponderables, o se ponderan mal, no obstante son; y resultan incontables las revoluciones y las reformas que han fracasado precisamente porque se basaban en una errada psicología, en una concepción equivocada de la naturaleza humana. Si las imposibilidades psicológicas, que marcan el límite real de la naturaleza del hombre, son difícilmente precisadas, no por ello debemos incurrir en dos errores que pueden derivarse de esa circunstancia: no tomarlas en cuenta o valerse de ellas para enturbiar todo el discurso sobre lo posible-imposible. Un límite que no se determina bien, no impide que se presenten casos en los que aparece con toda claridad el límite que separa lo posible de lo imposible. Posibilidades ilimitadas e infantilismo histórico Ya hemos señalado las diferencias entre un 1) imposible relativo (contingente), un 2) imposible absoluto (incondicionado) y un 3) un imposible incierto (es decir, mal precisable). Estas distinciones no deben hacernos olvidar que en todos los casos estamos en presencia de una imposibilidad. Me parece necesario insistir en este punto, porque vivimos en una época eufórica, inclinada a dejarlo de lado. Desde hace aproximadamente un siglo, el enorme progreso científico y tecnológico, y la correlativa vertiginosa aceleración del ritmo histórico, han inducido al hombre contemporáneo a ver el mundo desde una perspectiva que habría que llamar de posibilidades ilimitadas. Y ésta es una perspectiva enteramente nueva, como advertía con su fineza habitual Ortega y Gasset, cuando escribía en 1929: ... no hay exageración alguna en decir que el hombre engendrado por el siglo XIX es, para los efectos de la vida pública, un hombre aparte de todos los demás hombres. [...] Para el "vulgo" de todas las épocas, "vida" había significado ante lodo limitación, obligación, dependencia; en una palabra, presión. Si se quiere, dígase opresión, con tal que no se entienda por ésta sólo la jurídica y social, olvidando la cósmica. [...] Antes, aun para el rico y poderoso, el mundo era un ámbito de pobreza, dificultad y peligro. El mundo que desde el nacimiento rodea al hombre nuevo no le mueve a limitarse en ningún sentido, no le presenta veto ni contención alguna, sino que, al contrario, hostiga sus apetitos que, en principio, pueden crecer indefinidamente. Pues acontece - y esto es muy importante- que ese mundo [...] sugiere a sus habitantes una seguridad radical en que mañana será aún más rico, más perfecto y más amplio, como si gozase de un espontáneo e inagotable crecimiento. [...] Se cree en esto lo mismo que en la próxima salida del sol. El símil es formal. Porque, en efecto, el hombre vulgar, al encontrarse con ese mundo técnica y socialmente tan perfecto, cree que lo ha producido la naturaleza. [...] Menos todavía admitirá la idea de que todas estas facilidades siguen apoyándose en ciertas difíciles virtudes de los hombres, el menor fallo de los cuales volatizaría rápidamente la magnífica construcción. La pluma de Ortega evoca bastante bien, me parece, el estado de ánimo que he llamado de las "posibilidades ilimitadas". Un estado de ánimo que ha contagiado poderosamente hasta al pensamiento crítico, que no siempre se acuerda de distinguir entre el progreso técnico y el progreso moral, y que se complace en insistir en la condicionalidad histórica de toda imposibilidad, como cuando Mannheim escribía citando a Lamartine— que "es posible que las utopías de hoy se vuelvan la realidad de mañana".7 Cierto, es posible; pero a condición de que se transgreda el significado del término utopía, que Tomás Moro acuñó para expresar (del griego) "en ningún lugar" (sobreentendiendo jamás, ni hoy ni mañana). Y la cuestión es que la nueva definición mannheirniana de "utopía", nos deja este sintomático mensaje: que lo imposible no es prefigurable. El cambio consiste, pues, en que antes predominaba el sentido de lo imposible, mientras que el hombre de nuestro tiempo está embebido de una atmósfera simbólica en la que prevalece el sentido de lo posible. Por cierto que es algo excelente en sí mismo, y muy favorable para nosotros; sólo que en el curso de esta metamorfosis, hemos incurrido en un grave equívoco, el de trocar la cambiabilidad de los limites por la inexistencia de los limites. Y cuando hablo de una perspectiva de posibilidades ilimitadas, aludo precisamente a este equívoco. En sustancia, el hombre contemporáneo termina por tener una idea de lo imposible no demasiado diferente de la del horizonte; lo ve como un confín que retrocede siempre y que siempre es sobrepasado. Es éste un modo de configurar lo "no posible" que puede justificarse en una perspectiva historiográfica (porque un logro histórico ya incorpora la eliminación de lo utópico, la posibilidad de que "no tenga lugar"), pero que es absolutamente inapropiado para la perspectiva práctica, que tiene frente a sí el problema de la acción. Considerar que lo imposible es simplemente el conjunto de las "posibilidades potenciales", la serie de los posibles todavía no realizados, equivale a una peligrosa forma de infantilismo histórico y de milagrerismo práctico, que nos lleva a manejar los graves y complejos problemas políticos de nuestra civilización con la misma beata inocencia de un niño. Y esta analogía es adecuada, pues al niño le falta también el "sentido de lo imposible" y por lo tanto, correlativamente, el "sentido de lo posible". El niño rompe y desaprovecha todo -y hasta es un potencial e involuntario suicida- justamente porque no adquirió todavía la noción de lo que puede, e inversamente de lo que no puede hacerse con los objetos que lo rodean. Entendamos, no es que el niño (del hombre) sea inferior por esto a los niños, por decir así, de los animales (que por cierto saben sobrevivir mejor que nuestros hijos). Es que el niño del hombre se encuentra en un hábitat artificial, constituido enteramente por "artefactos", por cosas fabricadas por el hombre. El niño se cae de una ventana porque habita en una casa; se vuelca encima el agua hirviendo porque esa agua ha sido calentada en un horno; se fulmina porque hemos inventado la electricidad; bebe un veneno porque encuentra a su alrededor frasquitos con productos farmacéuticos; y si por encender un cerillo incendia la casa, ello ocurre porque el hombre sabe encender el fuego y fabricó cerillos. No es tanto, o no es sólo, cuestión de edad. Nadie le confía a un salvaje recién salido de la selva un artefacto explosivo. ¿Por qué? Porque sabemos que el salvaje, por más que se proponga estar atento y se le advierta que el artefacto puede explotar, lo más probable es que lo haga explotar. No por vocación suicida, sino simplemente porque cuando tenemos en las manos un objeto desconocido, nunca visto, carecemos del "sentido de lo imposible". Si ese salvaje termina saltando por los aires es porque no comprendió que hay impedimentos inherentes a los explosivos. Guardando las debidas proporciones, lo mismo reza para el adulto que llamamos civilizado. Por más que se extienda su horizonte de conocimientos, de cosas que sabe manejar o dominar mentalmente, también para él subsiste una frontera de "radical ignorancia" más allá de la cual sabe todavía querer (pedir, pretender), pero ya no sabe qué no querer (a qué debe renunciar); quiere todo por nada, querría todo gratis y quizás también enseguida. Por lo tanto, cuando llegamos inexorablemente a nuestra frontera inevitable de ignorancia, todo depende de cómo liemos sido socializados ante lo "posible"; si en la óptica de la posibilidad limitada o en la de la posibilidad ilimitada (de Mannheim, Marcuse y otros). Y mucho me temo que nuestra civilización se haya convertido en una civilización que forma eternos niños. Si se nos forma para creer que todo es posible, perdemos la "sujeción a lo desconocido" y comenzamos a meter mano en cosas de las que nada sabemos; ni siquiera cuáles son los impedimentos de uso que las hacen utilizables (en lugar de peligrosas o perecibles). Por lo tanto, el civilizado que vive en la euforia del "todo posible", no se comporta de modo diferente al niño; también él romperá y desperdiciará todo, también se convertirá en un suicida potencial. Si hay alguna diferencia, ésta consiste en que nuestro civilizado fracasará y eventualmente se autodestruirá todavía en mayor medida. Cabe, pues, insistir en que el todo posible se define y determina como un no imposible. Vuelvo a advertir, no se debe confundir la variabilidad de los límites con su existencia. Decir que un límite es móvil no equivale a decir que no existe. Siempre lo hay. Y digo más, en una perspectiva de acción, de lo que se debe hacer aquí y ahora, la misma movilidad del límite entre lo posible y lo imposible no varía mucho. Saber que ciertas imposibilidades son relativas y contingentes, no nos exime de la obligación de respetarlas. La hipótesis de que lo no posible de hoy puede pasar a ser lo posible de mañana, deja incambiado el hecho de que aquí y ahora hay "imposibilidad". En todo caso, la regla es: obtendremos un determinado posible, en la medida en que excluyamos lo imposible que le es correlativo. El proverbio "el que mucho abarca poco aprieta" nos hace ver que la posibilidad y la imposibilidad son solidarias, son dos caras de una misma medalla. El ser-ahí, el Dasein, de lo posible, equivale al no-ser-ahí de lo imposible. Platón escribía (en el Filebo) que todas las cosas están compuestas de dos elementos diferentes y contrarios: el "límite (peras) y lo ilimitado", lo desmesurado, lo indeterminado (apeiria). En su metafísica, Platón procuraba explicar lo fundamental de la condición humana. Nosotros podríamos decir, parafraseándolo, que el hombre crea "los posibles" en la medida en que sabe "medir", determinar, los imposibles. VI. PARA CONCLUIR VI. 1. Recapitulación En el capítulo anterior hemos recorrido un largo camino. Y en el transcurso de ese largo camino, mi enfoque se fue desplazando insensiblemente de la "ciencia" a su "objeto". En términos generales, una ciencia es tal por su método, esto es, cuando satisface los cánones y condiciones de lo que considera cientificidad la colectividad de los que trabajan en ella. Pero en las ciencias sociales, los cánones de la cientificidad (que se derivan en buena parte de las ciencias naturales) no bastan, en el sentido de que pueden producir una ciencia estúpida, vale decir una ciencia que no se atiene a su propio objeto, que "no entiende" lo que observa. Conviene subrayar que éste es un problema que las ciencias de la naturaleza se plantearon únicamente cuando fueron antropomórficas, y que hoy ya no tienen. En física, una "explicación" es solamente un modo de hacer que resulten determinados experimentos, una manera de dominar conmutativamente los fenómenos físicos. Pero en las ciencias sociales, nosotros nos observamos a nosotros mismos, es decir a otros hombres; explicar se convierte en explicarlos. En las ciencias sociales, pues, debemos incorporar el objeto de un modo que las ciencias físico-naturales no nos enseñan. ¿Cómo? Es la pregunta que me planteé y a la que traté de responder al hablar de una lógica empírica, o de una lógica pragmática, que no es una lógica racional, y que precisamente traté de mostrar como una lógica que no "violenta" su objeto, sino que lo "recibe". En un primer momento diferencié las dos lógicas en cuestión. Pero una vez arribado a las partes invisibles (supra, V.5), empecé a hacer hincapié más bien en una "comprensión de la política". Vale decir, consideré que debemos trabajar desde detrás del objeto hacia su ciencia. Mi pregunta se transformó, entonces, en ésta: ¿cuál es la naturaleza del "campo" de los fenómenos políticos? Pregunta a la que respondí basándome en el modelo del equilibrio. Quien conozca la literatura sobre el tema, sabe que amplifiqué considerablemente ese "modelo". En realidad, mi análisis mostró cuando menos tres subespecies de equilibrio: 1) el modelo propiamente dicho (el proveniente de la cibernética); 2) el ideal del equilibrio (es decir la antiquísima búsqueda o defensa de un equilibrio óptimo), y 3) una más difusa óptica del equilibrio. Y lo que me parece más importante es este enfoque (donde quedan incluidos los fenómenos de bóveda y la caída en el peligro opuesto), que es lo que en mayor medida puede verse subspecie de lógica empírica. En efecto, un enfoque del equilibrio sugiere que el campo de la política se adapta a las leyes de una lógica del equilibrio. No quisiera que en este punto mi lector se sintiese desanimado. Mi discurso ha sido comple lo porque la realidad es complicada, a despecho de lo que quieren hacernos creer los terribles simplificadores. Pero una vez tomadas las debidas distancias de esos "terribles simplificadores", importa que también yo me quede con lo esencial, que puede reducirse esquemáticamente a dos puntos. Primero. La acción llevada inteligentemente presupone un lenguaje y un modo de razonar adaptados a las funciones operativas y también adaptadas a la naturaleza del campo en el que se interviene. Si estos requisitos resultan satisfechos por un conocimiento científico de la política, en ese momento podremos decir también que una acción llevada inteligentemente coincide con una acción orientada científicamente. Segundo. Los criterios más importantes, de la acción inteligentemente llevada pueden reducirse a: 1) el cálculo de los medios, y 2) la percepción del peligro opuesto. Es decir, un saber programado requiere por lo menos estas dos operaciones mentales. Se podrá aducir que la capacidad de calcular los medios y de evaluar el peligro opuesto terminan por coincidir. En efecto, el cálculo de los medios -cuando llegamos al último peldaño- es ya un modo de evaluar el peligro opuesto. A este respecto se recordará que en la cuarta etapa del cálculo de los medios, la pregunta era: ¿los medios utilizados no serán mayores que el fin perseguido? Es decir, ¿no será un método contraproducente? Al decir "contraproducente" estamos considerando de alguna manera la hipótesis del peligro opuesto. Sin embargo, el acento de un discurso sobre el cálculo de los medios es inevitablemente diferente al acento que adopta un discurso referido al peligro opuesto, el cual debe centrarse en la "desvirtuación de los ideales". Mejor, pues, ver su complementariedad de este otro modo: que el cálculo de los medios es sobre todo una evaluación de posibilidades, mientras que el principio del peligro opuesto es fundamentalmente una evaluación de oportunidades. El primero sirve más que nada para calcular la factibilidad de un proyecto; el segundo, sobre todo para adecuar el ideal que inspira nuestra acción a lo largo del recorrido. Es así que a ese cálculo de los medios corresponde típicamente la pregunta "¿qué es posible hacer?", mientras que el principio del peligro opuesto se expresa característicamente en la pregunta "¿hasta qué punto es conveniente hacerlo?" Pero simplifiquemos aún más, hasta llegar al fondo. Yo diría que para saber hacer, debemos preguntar siempre: 1) ¿los medios nos permiten hacer?, y 2) ¿qué pasa si lo hacemos? Obviamente, la pregunta más difícil es la segunda, que al menos en la visión del equilibrio se exige prever con alguna razonable plausibilidad cuál podrá ser la respuesta a nuestra intervención, cuáles las "reacciones" a nuestras acciones. Y, por supuesto, la segunda pregunta puede también formularse a la inversa, de este modo: ¿qué sucederá si no hacemos nada? En todo caso, la incidencia de nuestros actos cambia con el cambiar de las soluciones de equilibrio en las que se insertan. VI.2. La influencia de la filosofía política Aunque he sostenido que el "conocer para actuar" presupone una "ciencia aplicada", es tiempo de recordar que la relación entre la teoría y la práctica no conduce solamente a una teoría-ciencia, sino también a una teoría-filosofía. Es verdad que con la aparición de la ciencia política, no faltó quien proclamara que estaba por finalizar la época de la filosofía política. Declaro que esta profecía me pareció siempre ingenua, además de injustificada, pues el impacto de las filosofías políticas ha sido siempre, y lo es hasta hoy, mucho mayor que el conocimiento científico de la política. ¿Por qué? ¿Cómo se explica que un saber "no práctico" ejerza en definitiva una influencia práctica superior a la que ejerce el saber "práctico"? ¿No parece paradójico que la filosofía pese más que la práctica y la ciencia menos? En verdad, la paradoja se explica fácilmente. Si volvemos nuestra mirada a la historia, pero no sólo al pasado sino también a los sucesos presentes, vemos que lo que la mueve y le otorga una dirección es la influencia ejercida por las "ideologías", como decimos hoy. Pero estas ideologías —mucha atención a esto- no son otra cosa que la vulgarización y la incorporación deformada y mitologizada de "filosofías". Porque todas las ideologías tienen una precisa paternidad y genealogía especulativa. Ideológico es el modo de recibir, de comprender, de creer en un determinado mensaje al nivel del lenguaje ordinario; pero la fuente, las "ideas" que animan a una ideología, son ideas filosóficas. Detrás del comunismo y de los diversos socialismos se encuentra la impronta de la filosofía marxista (que en sus conceptualizaciones fundamentales es filosofía hegeliana dada vuelta); sosteniendo a todas las autocracias hallaremos la presencia de Hobbes o de Hegel, de Platón o quizás también de Rousseau; y como telón de fondo de las soluciones liberal-democráticas aparecen Locke, el jusnaturalismo y todo el desarrollo de la filosofía empirista. Por lo tanto, nada ha ejercido ni ejerce a la larga una influencia mayor sobre los comportamientos del hombre, que esa matriz simbólica que es la ideación especulativa. A primera vista puede parecer que esto depende del hecho de que la filosofía tiene detrás de sí una tradición milenaria, mientras que la ciencia política es extremadamente joven. Sí, también; pero no creo que la explicación pueda reducirse solamente a esto. Hay razones de fondo, no ya razones incidentales, que explican el mayor peso del pensamiento especulativo. En términos muy generales, ya mostramos la verdadera razón cuando advertimos que el "pensamiento creativo", y por lo tanto la ideación, la invención, la innovación, se alimentan de un concebir, y no de un percibir (supra § II.4). De donde se infiere que el verdadero motor y animador del proceso simbólico no puede ser un saber descriptivo, y por ende el conocimiento científico. Pero conviene ser ahora más precisos; y para mostrar mejor de qué modo el impulso decisivo parece provenir siempre de la filosofía, quisiera aducir tres razones específicas (cuando menos tres). En un primer aspecto, la filosofía ofrece un alimento que la ciencia no puede proporcionar: el fin. El hombre tiene necesidad de finalidades y por lo tanto de ideales y de valores. El ser humano se mueve y actúa en la medida en que es solicitado por "cargas ideales' por "impulsos de valor". Y aquí el saber científico nada tiene para dar. Aunque también conlleva sobreentendidos de valor, los posee porque los recibió de fuera, porque los incorporó ab extra. En un segundo aspecto, a la filosofía le es inherente una eficacia persuasiva que le es peculiar y que no puede ser igualada. En efecto, la filosofía ofrece una "visión total" de la realidad, una concepción totalizadora del mundo. Y esta visión se basa en fundamentos últimos, exige legitimaciones absolutas y definitivas, como la adecuación a la voluntad de Dios, al curso indetenible y fatal de la historia, a la naturaleza fundamental del hombre (y similares). En fin, en un tercero y último aspecto, la filosofía posee un potencial de penetración que la ciencia no puede alcanzar. En este sentido: que de la filosofía se pueden extraer ideologías, utopías, expresiones de fe y hasta religiones; mientras que no ocurre lo mismo con el conocimiento científico. Una vez perdida la exactitud, la precisión, la prudencia, la ciencia ya no es ciencia y no se transforma en ninguna otra cosa. Pero en cambio no hay hombre que no sienta la necesidad de algún "ideal"; y mientras el ideal es reclamado por todos (es también, lo más fácil), el resto (que es lo más difícil) encuentra sólo pocos aficionados y adeptos. En resumidas cuentas, ¿qué puede contraponer el conocimiento científico a todo esto? Muy poco. La ciencia es fría, tímida, meticulosa y de ambiciones más limitadas. La filosofía puede generar los "heroicos furores" de Giordano Bruno; el saber científico no. Haciendo una comparación, la filosofía es poesía, la ciencia es prosa. En definitiva, el hombre tiene necesidad de una "filosofía de la vida"; y para colmar esa necesidad recurre —nos guste o no- a la religión o a la filosofía. Si se quiere, la necesidad metafísica es de todos; la necesidad científica de pocos. VI.3. LA NO-CONVERTIBILIDAD FILOSOFIA EN PRAXIS DE LA Precisamente porque no sobrestimo la importancia de la filosofía, me importa volver a señalar su límite, volver a la quaestio juris. Aunque es un hecho indudable que la influencia de la filosofía es enorme, también es verdad que fracasa siempre toda tentativa de extraer directamente la acción de premisas especulativas, o sea que no existe una "deducción directa" de la política a partir de la filosofía. Dado el hecho de que la filosofía no es un conocimiento de aplicación, se infiere de ello que de la filosofía a la acción hay un salto, un hiato, que está afectando siempre cualquier tentativa de deducir una política o un programa concreto de una determinada filosofía. En la Primera Parte, examinamos este punto con referencia a filosofías altamente elaboradas y de indudable caracterización metafísica. Vale la pena retomarlo ahora, pero aplicado a una filosofía "altamente empírica", al filosofar que más que ningún otro se coloca en un ba lo nivel do abstracción: la filosofía política del utilitarismo. En el caso de Hegel y de Marx (supra § II.7), el nivel de abstracción de sus filosofías era tan alto, tan extremo, que no resultaba difícil demostrar -pues se lo ve a simple vista -que las pretensiones de aplicar a la práctica esa especulación desemboca en una pura y simple "pérdida de control" de la realidad. Ahora en cambio, al tomar como ejemplo el utilitarismo, me pongo en la posición más desfavorable a los fines de mi tesis. De hecho, una filosofía empirista y una filosofía idealista no generan el mismo tipo de no deducibilidad en su confrontación con la acción. Quiero decir que a filosofías diferentes-y el empirismo y el idealismo están realmente en las antípodas- corresponderá una dificultad también diferente para "traducirse en política", o mejor, un modo diferente de no traducirse en política. En el caso que estamos considerando, el punto que nos importa -es decir, la discontinuidad- consiste en que "la política" de los utilitaristas no proviene de la "filosofía" utilitarista; y ello porque lo que la filosofía utilitarista tiene de específico y de filosófico permite deducir cualquier curso de acción política. Pero si éste es el demostrandum, comencemos por presentar los principios primeros de la filosofía utilitarista, esto es, lo que tiene de específico y de "filosófico". Los primeros principios específicos del utilitarismo se pueden reducir a tres: a) el único móvil de la conducta humana es la utilidad (que debe ser la utilidad "bien entendida"); b) todo hombre busca el máximo de placer y el mínimo de dolor; c) el único metro para medir la bondad de una acción es determinar en qué medida promueve el placer y evita el dolor. En virtud de estos principios, el utilitarismo se resuelve en un cálculo de felicidad; cálculo que también inspira el primer principio de la "filosofía política" del utilitarismo, el cual se puede reducir a la fórmula siguiente; el deber de un gobierno es promover la mayor felicidad para el mayor número. Presentamos ahora las posiciones defendidas por los utilitaristas y las reformas que promovieron, o que obran en su nombre o ba lo su bandera: 1) el gobierno representativo; 2) el sufragio universal masculino, y 3) el liberalismo económico. De este modo tenemos el punto de partida (la filosofía) y el término ad quem (la política atribuible a esa filosofía). Preguntamos, ¿hay realmente un nexo necesario y directo entre aquellas premisas filosóficas y las consecuencias prácticas que se derivaron de ellas? Yo diría que no. Y diría que no porque de aquellas premisas se pueden deducir tanto las reformas deseadas por los utilitaristas como las reformas opuestas. De otro modo, de aquellas premisas se pueden extraer todas las consecuencias que queramos. Comencemos por la defensa del gobierno representativo. Pregunta: el principio de "promover la mayor felicidad para el mayor número", ¿requiere necesariamente un gobierno representativo? Francamente, no veo por qué. Bastará observar que no sólo ningún gobierno se declaró jamás -ni se declarará nunca- contrario al principio de promover la mayor felicidad para el mayor número, sino que todos los gobiernos despóticos se justifican de ese modo. Es más, ni siquiera es difícil llegar a demostrar -en base a un cálculo de felicidad que debe ser "bien entendida"- que el sacrificio de una generación es un ínfimo precio a pagar, en bien de la radiante felicidad de las generaciones futuras, y de ese modo avalar la más despiadada razón de Estado. Lo mismo se puede observar para el postulado del sufragio universal. El cálculo de felicidad ni lo sugiere ni lo rechaza. Y por cierto nada impide sostener que un "paternalismo iluminado" dispensa la felicidad a los más. Nótese que, además, los utilitaristas reclamaban el sufragio universal "masculino". ¿Por qué no también femenino? Evidentemente, porque en ese tiempo no se le otorgaba mayor crédito a la capacidad política de las mujeres. Sí; pero este criterio de exclusión no tiene nada que ver con el criterio de felicidad. Si la exigencia del sufragio universal debe demostrarse mediante el criterio del máximo placer y el mínimo dolor, es terminante que las mujeres deben ser incluidas exactamente al mismo título que los hombres. Un discurso análogo vale para la fe liberal de los utilitaristas. Es cierto que ellos creían que el liberalismo era una implicación del principio de la máxima felicidad para el mayor número. Pero la verdad es que, en razón del principio de felicidad, se puede extraer también la implicación inversa, o sea sostener que el principio del "dejar hacer" provoca la máxima infelicidad del mayor número. Y es evidente que también una planificación total (la antítesis del liberalismo) puede legitimarse sobre bases de felicidad. Pero no hace falta insistir en esta demostración porque la indicación -o confesión- de que esos "traslados" a la política no fueron tales, la hicieron los propios utilitaristas. En efecto, ellos sintieron la necesidad de tender un puente entre las dos orillas, introduciendo en su filosofía, con posterioridad, tres "principios intermedios": 1) que cada hombre debe valer por sí; 2) que el gobierno es necesario para impedir que cada cual trate de explotar a los otros en su beneficio, y 3) que los gobernantes deben ser limitados en su poder, porque de otro modo explotarían a los gobernados en su provecho. Ahora bien, es indudable que de estos "principios intermedios" se pueden extraer muy precisas implicaciones prácticas (entre las cuales la necesidad de un sistema representativo y la justificación del sufragio universal); pero tampoco cabe duda de que estos principios no tienen nada de específicamente utilitaristas, y que no provienen de los "primeros principios" antes mencionados. Obsérvese que si quisiéramos, podríamos también adecuar esos "principios intermedios" al principio de felicidad, diciendo por ejemplo que "cada cual debe valer por sí porque el placer de cada uno tiene la misma importancia que el de otro...", y así sucesivamente. Pero esto es así únicamente porque la regla de la felicidad se puede aplicar a todo. En verdad, esos principios intermedios son máximas de "prudencia práctica", que resumen y presiden toda la elaboración del constitucionalismo. Cuando se afirma: 1) que cada uno tiene derecho a valer lo mismo que los demás; 2) que para regular las disputas se necesita un árbitro independiente y superior a las partes, y 3) que hay que precaverse contra los abusos del poder, lo que se hace es afirmar principios que derivan de toda una larga maduración del pensamiento político y que descienden, no de una ética hedonística (como la del utilitarismo), sino de la ética cristiana, de la "atribución del valor" al individuo en cuanto tal. ¿Y entonces? Yo diría que por un lado es indudable que el movimiento de reforma patrocinado por los utilitaristas ganó en resonancia y en eficacia precisamente porque se presentaba unido a "primeros principios", a una justificación especulativa. Pero por otro lado también es verdad que esos principios primeros no tienen de por sí ninguna implicación práctica; dicen demasiado, y por ello pueden servir para justificar cualquier programa de gobierno, cualquier solución política. El utilitarismo podrá ser citado como ejemplo de una filosofía cuyos efectos prácticos fueron benéficos y congruentes con los fines que perseguían; pero ello es erróneo, puesto que la filosofía utilitarista como tal, pudo servir igualmente para justificar prácticas que repugnan por completo a las que se adoptaron y afincaron en Inglaterra. Decía anteriormente que el ejemplo de la filosofía utilitarista es el que menos se presta para demostrar la no convertibilidad de la filosofía en praxis. Conviene agregar que se cuenta también entre las menos importantes. La teoría metapráctica que más se refleja e incide sobre nuestro tiempo es, no lo olvidemos, de filiación hegeliana. VI .4. La eficacia práctica de la ciencia política La palma de la "eficacia práctica" se la lleva, pues, un saber meta- práctico. Sólo que esa eficacia es fallida; la práctica se venga de un saber que no la gobierna. De hecho, vivimos en un mundo que es un cementerio de ilusiones transmutadas en desilusiones. Y esta amarga consideración nos lleva de la filosofía a la ciencia política. ¿Cuáles son sus perspectivas? La eficacia de un saber depende también de su bondad, de su fuerza de saber. Y por ello empezamos por observar que esta "fuerza" es también relativamente débil; un poco por motivos de juventud, otro poco por dificultades intrínsecas, y en particular porque a ojos vistas la "ciencia aplicada" es la parte menos desarrollada de la ciencia política. Admitido esto, es razonable prever que el método de estudio científico de los fenómenos políticos está destinado a alcanzar cada vez mayor importancia y espacio, a pesar de todas las resistencias. Pasamos, pues, a preguntarnos, ¿qué "potencia práctica" podría, o mejor debería alcanzar nuestra "ciencia de la práctica"? Una pregunta a la que suele responderse con exagerado pesimismo o con optimismo excesivo. El pesimista (recordemos a Pareto) ve condenada la ciencia política a la "impotencia práctica". Su argumento es que el hombre es un animal irracional y pasional, que no se atiene a la voz de la razón y mucho menos a los consejos de la ciencia. Ahora bien, es verdad que el hombre se mueve clamoribus, en caliente, a impulso de sus emociones, y no en frío; ¿pero es ésta una buena razón para recomendar la máxima desencantada del "vulgus vult decipi: ergo decipiatur"? Yo diría que no. Por otra parte, el argumento del "animal irracional" se excede en su pretensión. Porque nuestro animal irracional, una vez que arraiga en un público vasto la "fe" en una ciencia, recurre a ella, y ¡cómo! En verdad, la eficacia y la resonancia de una ciencia depende del crédito que alcanza en la opinión pública. Y nada impide prever que, en una época tan deslumbrada por la "ciencia" como la nuestra, llegará el día en que nuestro animal irracional recurrirá a los especialistas de la política. Pero no nos echemos a volar con la fantasía. Si no comparto el pesimismo de un Pareto, mucho menos comparto el optimismo de quienes pasan de un brinco de la tesis de la ciencia impotente a la de una ciencia "omnipotente". Vale decir, no creo en la profecía de un "gobierno de la ciencia", de una humanidad gobernada por "expertos". Y no creo en ello, entre otras cosas, porque la ciencia política tiene una razón específica, y diría que constitutiva, para su debilidad práctica: que cuando se da el "saber", no por ello se da el "poder"; pero el gobierno de la ciencia requiere saber más poder, un saber acompañado del necesario poder. Y el científico político (al igual que el sociólogo) sabe del poder, pero no tiene el poder. Adviértase que ésta es una situación totalmente peculiar. En las ciencias por antonomasia, quien posee la teoría posee también la práctica. No se le puede decir al físico: tú estudia el átomo, que de hacer la bomba atómica me ocupo yo. Ni se le puede decir al médico: tú escribe tus tratados, que otro se encargará de curar a los enfermos. O sea que en muchísimos casos no hay desdoblamiento entre el que sabe y el que hace. Pero en el ámbito político, quien tiene la teoría no tiene la práctica, es decir el poder de aplicarla. Aunque es ésta una situación anómala, no parece del todo injustificada. La diferencia entre el caso de la ciencia política y el de las otras ciencias, responde a una profunda razón de ser: que las otras ciencias estudian cómo manipular cosas, mientras que la ciencia política encara la manipulación de hombres. Para la mayoría de las otras ciencias, el problema consiste en determinar hasta dónde nos permite llegar el saber. Para la ciencia política el problema es también, y en mayor medida, establecer "cuánto poder" conviene atribuirles a algunos hombres. La perplejidad en este caso podría formularse así: ¿es prudente dar el poder de traducir el saber en práctica? Esta perplejidad se refleja en la tesis de quien ve en el desdoblamiento entre el científico de la política y el político sin ciencia, un modo de neutralizar a uno con otro. ¿Pues convendría reunirlos en uno solo? Si se piensa que nuestro saber ha llegado a un punto en el que no es difícil manipular una "ingeniería del alma", y si se considera que el problema consiste en atribuirles a algunos hombres un poder que les permita (si lo quieren) tratar a otros hombres como si fueran "animales para vivisección", no seré yo, por cierto, quien recomiende tamaña imprudencia. Pero admitir que es más prudente desdoblar en el ámbito político el poder del saber, no equivale a decir que quien "hace política" tiene derecho a ignorar al estudioso del hacer político. El político escucha, o cuando menos interpela, al economista. ¿Por qué no interpela, o interpela bastante menos, al politólogo? Se responderá que el primero está más avanzado que el segundo. Pero esta respuesta no convence totalmente. Por poco adelantado que esté, el politólogo está siempre inmensamente más adelantado que el político. Me temo que la respuesta verdadera sea esta otra: que el drama reside —al menos en Italia- en un difundido, colosal y en verdad culpable analfabetismo politológico. Nuestra clase política está compuesta de animales antediluvianos, que saben tan poco, o en verdad nada, que ni siquiera saben que existe la ciencia política. Con esto está todo dicho. Y también está dicho con cuánta esperanza (que es siempre la última diosa) publicaré este curso, que concluyo aquí diciendo: que la ciencia política, tal como fue tratada en este libro, sirva para educar a personas serias y en lo posible adiestradas para afrontar los cada vez más enredados problemas que se nos están viniendo encima; quizás no sólo por ignorancia, por errores en cadena, pero también por ello. Si es más exacto hablar en Italia de "ineficacia" que de eficacia de la ciencia política, la culpa no es de la ciencia. Será, sí, una ciencia débil, pero el remedio consiste en robustecerla, no en ignorarla. Se necesita un saber para aplicarse; y se necesita cada vez más. TERCERA PARTE PROFUNDIZACIONES Vii. ¿QUÉ ES "POLÍTICA"? La expresión y la noción de "ciencia política" se determinan en función de dos variables: 1) el estado de la organización del saber, y 2) el grado de diferenciación estructural de los componentes humanos. En cuanto a lo primero, debe observarse que la noción de ciencia no tiene mucho sentido, o al menos no queda bien precisada, hasta que no se afirma la división y especialización del traba lo cognoscitivo. Es así que no tiene mucho sentido hablar de ciencia política cuando "ciencia" constituía un todo con "filosofía"; cuando el saber se reducía y expresaba unitariamente en el amor al saber. La noción de ciencia queda precisada, pues, cuando se diferencia de la filosofía, y presupone que un saber científico se ha separado del alma mater del saber filosófico. Por supuesto que "ciencia" es también diferente de lo que llamamos opinión, teoría, doctrina e ideología. Pero la división primera y fundamental es entre ciencia y filosofía. En cuanto al segundo aspecto, conviene observar que la noción de política calificó todo, y por lo tanto nada específico, hasta que las esferas de la ética, de la economía y de lo político-social se mantuvieron no divididas y no se tradujeron materialmente en diferenciaciones estructurales, vale decir en estructuras e instituciones que pudieran calificarse de políticas por su diferencia con institutos y estructuras pasibles de ser calificados de económicos, religiosos y sociales. En este sentido, el nudo más difícil de desatar es entre lo "político" y lo "social", entre el ámbito de la política y la esfera de la sociedad. Pero los nudos son varios, empezando por el enredo entre la nomenclatura de origen griego -las palabras que derivan de polis- y la nomenclatura de origen latino. Digamos entonces que la noción de ciencia política varía en función de qué se entienda por ciencia y qué por política. En razón de ello resulta bastante vano hablar de una ciencia política "perenne", que se prepara con Aristóteles, nace o renace con Maquiavelo y se afirma con autonomía disciplinaria propia a partir del siglo XIX. Antes (le aventurarnos a delinear una historia de la ciencia política como tal, y que lo sea realmente, se requiere que la ciencia sea "ciencia", y que la idea de ciencia converja de modo significativo con la idea de política. Hasta ese momento, una historia de la ciencia política se reduce, o mejor se divide, en una historia a dos voces: la del concepto de ciencia por un lado, y la del concepto de política por el otro. Esta división es necesaria, no sólo porque "ciencia" y "política" son variables que han cambiado mucho, sino también porque variaron en épocas diferentes y con diversas velocidades. De aquí se deduce que cualquier teoría de la ciencia política, breve o extensa, debe ser atentamente dividida en periodos, en función de cómo se combinan, una y otra vez, una idea diferente de la ciencia con una acepción particular de la política. Es obvio que los tiempos y las fases de la ciencia política serán tanto más numerosos cuanto más nos remontemos hacia el nacimiento de esta disciplina. Pero también una historia de corto radio -limitada, por ejemplo, al lapso de un siglo- tendrá que ser caracterizada por momentos muy diferentes. Así, la época de Mosca, Pareto y Michels está ya muy lejos de nosotros; y la ciencia política de los años cuarenta le resulta anticuada a la ciencia política de los años sesenta. En este escrito no trataré de fijar el nacimiento de la "primera" ciencia política, sino más bien de separar los elementos de varios, plausibles, "encuentros significativos" entre los dos términos de nuestro discurso; por un lado, los modos de observar la política que se pueden calificar como científicos, y por el otro, una serie de caracterizaciones de la idea de política.20 Comencemos por esta 伃tima. VII. 1. La idea de política Hoy estamos habituados a distinguir entre lo político y lo social, entre el Estado y la sociedad. Pero son estas distinciones y contraposiciones que se consolidan en su significado actual recién en el siglo XIX. A menudo se oye decir que mientras en el pensamiento griego la politicidad incluía la socialidad, hoy nos sentimos inclinados a invertir esta diada, e incluir lo político en lo social y la esfera de lo político en la esfera de la sociedad. Pero este discurso contiene cuando menos tres errores. Primer error: tal diada no existía en el pensamiento griego, Segundo error: la socialidad no es en absoluto "la sociedad ". Tercer error: nuestra sustantivación "la política" no tiene en absoluto el significado del término griego politiké, así como hoy hablamos de un hombre político que está en las antípodas del "animal político" de Aristóteles. Si para Aristóteles el hombre era un zoo politikón, la sutileza que con frecuencia se omite es que Aristóteles definía de esta manera al hombre, no a la política. Sólo porque el hombre vive en la polis, y porque la polis vive en él, el hombre se realiza completamente como tal. Al decir "animal político", Aristóteles expresaba, pues, la concepción griega de la vida. Una concepción que hacía de la polis la unidad constitutiva (indescomponible) y la dimensión completa (suprema) de la existencia. Por lo tanto, en el vivir "político" y en la "politicidad", los griegos no veían una parte o un aspecto de ¡a vida; la veían en su totalidad y en su esencia. Por el contrario, el hombre "no político" era un ser defectuoso, un idion, un ser carente (el significado originario de nuestro término "idiota"), cuya insuficiencia consistía precisamente en haber perdido, o en no haber adquirido, la dimensión y la plenitud de la simbiosis con la propia polis. Brevemente, un hombre "no político" era simplemente un ser inferior, un menos-que-hombre. Sin adentrarnos en las variadas implicaciones de la concepción griega del hombre, lo que importa subrayar es que el animal político, el polites, no se distinguía en modo alguno de un animal social, de ese ser que nosotros llamaríamos societario o sociable. El vivir "político" -en y para la polis- era al mismo tiempo el vivir colectivo, el vivir asociado, y más intensamente, el vivir en koinonia, en comunión y "comunidad". Por lo tanto, no es exacto decir que Aristóteles incluía la socialidad en la política. En verdad, los dos términos eran para él un único término, y ninguno de los dos se resolvía en el otro, por la simple razón de que "político" significaba conjuntamente las dos cosas a la vez. De hecho, la palabra "social" no es griega sino latina, y le fue adjudicada a Aristóteles por sus traductores y comentaristas medievales. Fue Santo Tomás de Aquino (1225-1274) quien autorizadamente tradu lo zoon politikon como "animal político y social", observando que "es propio de la naturaleza del hambre vivir en una sociedad de muchos".21 Pero no es tan simple. Egidio Romano (hacia 1285) a Aristóteles diciendo que el hombre es un politicum animal et chile.22 A primera vista, podría parecer que Santo Tomás explicitaba el pensamiento de Aristóteles, mientras que Egidio Romano se limitaba a usar una expresión redundante (¡politicum, después de todo, es una expresión derivada del griego para decir civile). Pero la aparición de las palabras "social" y "civil" merece ser examinada y explicada. De ello resultará que Santo Tomás como Egidio forzaron a su autor. Está claro que donde los griegos decían polites, los romanos decían civis, así como es claro que polis se traduce al latín por civitas. Pero los romanos absorbieron la cultura griega cuando su ciudad había sobrepasado ampliamente la dimensión que admitía el "vivir político" según la escala griega. Por lo tanto la civitas, con respecto a la polis, es una ciudad de politicidad diluida; y esto en dos aspectos. Primeramente, la civitas se configura como una civitas societas, es decir, adquiere una calificación más elástica, que amplía sus límites. Y en un segundo aspecto, la civitas se organiza jurídicamente, La civilis societas, en efecto, se traduce a su vez en una inris societas. Lo que permite sustituir la "politicidad" por la juridicidad. Ya Cicerón (104-43 a.c.) sostenía que la civitas no es un conglomerado humano cualquiera, sino aquel conglomerado que se basa en el consenso de la ley. Ya en tiempos de Cicerón estamos, pues, a una civitas que no tiene casi nada de "político" en el sentido griego del término: la juris societas es a la polis lo que la despolitización es a la politicidad. Y el ciclo se cierra con Séneca. Para Séneca (4 a.c.- G5 d.c.), y en general para la visión estoica del mundo, el hombre no es ya un animal político; es, por el contrario, un sociale animal. Estamos en las antípodas de la visión aristotélica, porque el animal social de Séneca y de los estoicos es el hombre que ha perdido la polis, que se ha extrañado de ella, y que se adapta a vivir negativamente más que en forma positiva en una cosmópolis. Si el mundo antiguo concluye su parábola dejando a la posteridad no sólo la imagen de un animal político, sino también de un animal social, estas dos representaciones no prefiguran de ninguna manera el desdoblamiento y la diada entre la esfera de lo político y la esfera de lo social que caracteriza la polémica de nuestro tiempo. La primera diferencia reside en que el sociale animal no coexiste junto al politicum animal; estas expresiones no aluden a dos facetas de un mismo hombre, sino a dos antropologías que se sustituyen una a otra. La segunda diferencia -que pasaremos a examinar en seguida- es que en todo el discurso desarrollado hasta ahora, la política y la politicidad no fueron percibidas nunca verticalmente en una proyección en altura que asocie la idea de política con la idea de poder, de mando, y en último análisis de un Estado subordinado a la sociedad. La cuestión reside en que la problemática vertical es en gran medida extraña al discurso basado en la nomenclatura griega -polis, polites, politikos, politike, y politéia- en su traducción latina, y también a su desarrollo medieval. El título griego de una obra para nosotros notoria como la República de Platón era Politéia: traducción exacta para el mundo que pensaba en latín, dado que res publica quiere decir "cosa común", cosa de la comunidad. Res publica, observaba Cicerón, es res populi.23 El discurso aristotélico sobre la ciudad óptima, fue vertido por los primeros traductores medievales con un calco -de politia óptima.-, que se sustituyó posteriormente por la expresión de óptima república. Expresiones todas que se asociaban a un discurso horizontal. La idea horizontal es tomada también por el inglés common weal o, más modernamente, commonwealth, que equivale a "bien común", lo que llamamos bien público e interés general. Pero precisamente por esto, ha sido mal interpretado el título platónico, así como también el uso de res publica, en toda la literatura que va de los romanos a Bodin (cuyos Six Livres de la Republique aparecieron en 1576). Nuestra república, convertida en una forma de Estado opuesta a la monarquía, como lo es hoy para nosotros, se sitúa precisamente en la dimensión vertical, que en cambio estaba ausente de la idea de politéia, de res publica y de commonwealth. Con esto no se quiere afirmar que será preciso llegar recién a Maquiavelo o a Bodin para encontrar la dimensión que he llamado vertical, es decir el elemento de estructuración jerárquica -de la sub a la supraordenación— de la vida en sociedad. Es indudable que Platón sobreentendía una verticalidad. Pero éste es el elemento que no se recogió sino que se perdió de la tradición aristotélica.24 Por otra parte, si Maquiavelo es el primero en usar la palabra Estado en su acepción moderna, la percepción de la verticalidad -totalmente trasfundida en la noción de política- se remonta por lo menos a la tradición romántica. Pero esta idea no estaba expresada en la nomenclatura griega por la palabra "política" y sus derivados. Se expresaba de manera variada -hasta el siglo XVII cuando menos- por términos tales como principatus, regnurn, dominium, gubernaculum 25 (mucho más que por los términos polestas e imperium, que en cambio pasaron a referirse a un poder legítimo y se usaron en el ámbito del discurso jurídico). Para los autores medievales y renacentistas -que escribían tanto en latín como en italiano, francés o inglés- el dominium politicum no era "político" en nuestro significado, sino en el significado de Aristóteles: era la "ciudad óptima" del poliles, la res publica que practicaba el bien común, una res populi igualmente ajena tanto a la degeneración democrática como a la degeneración tiránica. De hecho, los autores medievales usaban dominium politicum en contraposición a dominium regale, y todavía más en contraposición a dominium despoticum. Equivale a decir que la voz politicum designada la "visión horizontal", mientras que el discurso vertical se desarrollaba mediante las voces realeza, despotismo y principado. De tal manera, la forma mejor de traducir la idea de dominium politicum en la terminología contemporánea, sería decir "la buena sociedad"; pero advirtiendo que nosotros somos al respecto bastante más optimistas o ingenuos que los autores medievales. También podríamos decir que el dominium politicum representaba una especie de "sociedad sin Estado"; pero entonces recordando que la sociedad en cuestión era a un mismo tiempo una civilis societas y una juris societas, no una sociedad sin adjetivos, la sociedad de que habla el sociólogo. Por el contrario, si hay un término que simbolizaba más que ningún otro el enfoque vertical, el discurso que llamaríamos característicamente político, este término era "príncipe". No por azar II Principe (1513) fue el título elegido por Maquiavelo. De Regimine Principum (en 1200 -1269, aproximadamente) fue ya el título de Santo Tomás (no de Egidio Romano); mientras que Marsilio de Padua (1280-1343 aproximadamente) usaba principatus o pars principans para indicar las funciones que hoy llamaríamos de gobierno, y habría podido clasificar la realidad política descrita por Maquiavelo como un principatus despoticus.26 ¿Qué conclusión podemos extraer de estos trazos sumarios que acabamos de exponer? Que las complejas y tortuosas vicisitudes de la idea de política van más allá de la palabra política, en todas las épocas y en mil aspectos.27 La política de Aristóteles era a la vez una antropología; una antropología ligada indisolublemente al "espacio" de la polis. Caída la polis, la "politicidad" se atenúa, diluyéndose variadamente o transformándose en otra. Por un lado, la política se juridiciza, desarrollándose en la dirección indicada por el pensamiento romano. Por otro lado que he tenido que pasar por alto— la política se teologiza, primero adecuándose a la visión cristiana del mundo, después en relación con la lucha entre el papado y el Imperio, y por último en función de la ruptura entre el catolicismo y el protestantismo. En todos los casos, el discurso sobre la política se configura — empezando por Platón y también por Aristóteles- como un discurso que es, conjunta e indisolublemente, ético-político. La ética en cuestión podrá ser naturalista y psicologista; o bien una ética teológica; o incluso una ética juridicizada, que debate el problema del "bien" en nombre de lo que es "justo", invocando la justicia y las leyes. La doctrina del derecho natural, en sus sucesivas fases y versiones, resume bastante bien esta amalgama de normativa jurídica y de normativa moral.13 En todos estos sentidos, y también en otros, la política no se configura en su especificidad y autonomía hasta Maquiavelo. VI. 1.2. La autonomía de la política Cuando hablamos de la autonomía de la política, el concepto de autonomía no debe entenderse en sentido absoluto, sino más bien relativo. Además, se pueden sostener al respecto cuatro tesis: primero, que la política es diferente-, segundo, que la política es independiente, es decir que sigue leyes propias, instaurándose literalmente como ley de sí misma; tercero, que la política es autosuficiente, autárquica en el sentido de que basta para explicarse a sí misma; cuarto, que la política es una causa primera, una causa generadora no sólo de sí misma sino también de todo el resto, dada su supremacía. En rigor, esta última tesis desborda el ámbito del concepto de autonomía; pero hay que mencionarla porque constituye una posible implicación del mismo. Importa también precisar que la segunda y tercera tesis suelen ir juntas, aunque en rigor el concepto de autonomía debe distinguirse del de autarquía. De todos modos, la tesis capital, la que más importa clarificar, es la primera. Afirmar que la política es diferente equivale a poner una condición necesaria, no todavía una condición suficiente (de la autonomía). A pesar de ello, toda la continuidad del discurso queda estrechamente condicionada por este punto de partida. ¿Diferente de qué? ¿De qué modo? ¿Hasta qué punto? Con Maquiavelo (1469-1527) la política se diferencia de la moral y de la religión. Es ésta una primera y nítida separación y diferenciación. La moralidad y la religión son, ciertamente, ingredientes fundamentales de la política; pero a título de instrumentos. "Si un príncipe quiere mantener el Estado, se ve forzado a menudo a no ser bueno", a obrar "contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión". La política es la política. Pero atención, Maquiavelo no llega a la "verdad efectiva de la cosa" por Wertfrei, porque sea ajeno a las preocupaciones prescriptivas y a los conceptos de valor. No es tampoco que Maquiavelo estuviese animado por la pasión moral. Obsérvese que él le prescribía al "nuevo" príncipe qué comportamiento era el necesario y debido para salvar o fundar el Estado. De tal modo, la mayor originalidad de Maquiavelo reside quizás en el hecho de que teorizó con inigualado vigor sobre la existencia de un imperativo propio de la política. Maquiavelo no se limitó a señalar la diferencia entre la política y la moral; llegó a proclamar una vigorosa afirmación de autonomía: la política tiene sus leyes, leyes que el político "debe" aplicar. En este sentido que acabamos de precisar es, pues, exacto que Maquiavelo -no Aristóteles- "descubre la política". ¿Por qué él? ¿Y por qué motivo? Es dudoso que haya que atribuir el descubrimiento de Maquiavelo a una "cientificidad".28 Ciertamente, Maquiavelo no fue filósofo; y precisamente por esto pudo alcanzar la "visión directa" que sólo obtienen los que comienzan o recomienzan ex novo. Por otra parte, cuando se sostiene que Maquiavelo no fue ni filósofo ni científico no se le regatea nada a su estatura, y hasta quizás se puede comprender mejor cómo llegó al descubrimiento de la política. A este respecto, resulta instructivo comparar a Maquiavelo con Hobbes. Hobbes (1588-1679) teoriza una política todavía más "pura" que Maquiavelo. Su príncipe, el Leviatán (1615), es el más próximo y directo precursor del Gran Hermano concebido por Orwell; el orden político está creado por su f'tal, por su poder de crear las palabras, de definirlas, de imponerlas a sus súbditos. "Las verdades primeras -escribía Hobbes- fueron implantadas arbitrariamente por los primeros en ponerle nombre a las cosas." De ello deducía Hobbes que las verdades de la política eran como las verdades arbitrarias y convencionales de la geometría. Si el príncipe de Maquiavelo gobernaba aceptando las reglas de la política, el Leviatán de Hobbes gobernaba creándolas, estableciendo qué es la política. El mundo del hombre es infinitamente manipulable, y el Leviatán -el gran definidor- es su manipulador exclusivo y total. En realidad, nadie ha teorizado una politización tan extrema como Hobbes. Él no planteaba únicamente la absoluta independencia y autarquía de la política, sino que afirmaba un "pan-politicismo" que todo lo reabsorbe y lo genera todo a partir de la política. Si Maquiavelo invocaba la virtud, Hobbes no invocaba nada. Si las páginas de Maquiavelo transparentaban una pasión moral, Hobbes era un razonador distanciado, glacial, dedicado a construir una perfecta mecánica de los cuerpos en movimiento. Si Maquiavelo veía en la religión un sostén de la política, Hobbes le atribuía a su soberano el control de la religión, como hará más tarde Comte. Pero no sólo eso. Hobbes no se diferencia de Maquiavelo sólo en que afirma una política "pura", omniprevisora y omnicausadora; también en su "cientificidad". En el siglo y pico que lo separa, se intercalan Bacon (1561-1626) y Galileo (15641642). Además, Hobbes recibía la lección metódica de Descartes (1596-1650), su más joven y más precoz contemporáneo. A su modo, pues, Hobbes estuvo imbuido de espíritu científico. Su sistema filosófico se inspira en la concepción mecanicista del universo; su método -basado en el modelo de la geometría- es el lógicomatemático. A primera vista estaríamos tentados de llegar a la conclusión de que en Hobbes se reúnen todos los elementos que definen a una "ciencia política". Hay un método científico según los cánones del cartesianismo; y hay también una política teorizada en su forma más extrema de autonomía. Se podrá agregar y sostener también que Hobbes era Werther, que estaba liberado del valor. Sin embargo se habla de Hobbes, y con razón, como de un "filósofo" de la política; y la ciencia política le reconoce a Maquiavelo una paternidad que le niega a Hobbes. ¿Cómo se explica esto? Es simple, el elemento que diferencia a la ciencia de la filosofía no está tomado del modelo de la geometría y de la matemática. Descartes era un gran matemático; y grandísimo matemático fue Leibniz. La matemática es lógica deductiva, en tanto que las ciencias no nacen de la deducción lógica sino de la inducción, de la observación y del experimento.29 Hobbes no observaba; deduce more geométrico, como hará también poco después ese puro ejemplar de filósofo que fue Spinoza (1632-1677). El método de Hobbes era, pues, rigurosamente deductivo.30 Con esto está todo dicho. No observaba el "mundo real". Nadie puede cuestionar la estatura filosófica de Hobbes; pero su "ciencia" no es tal; no descubre nada. Correlativamente, la autonomía de la política que nos interesa no es la teorizada por Hobbes. Y nada puede ocultar el hecho de que Hobbes era más valorativo que Maquiavelo. Conclusión, si en Maquiavelo no hay todavía cientificidad, la cientificidad de Hobbes no constituye una confluencia significativa de la ciencia y la política. Sobre todo, el descubrimiento de la autonomía de la política no desemboca en un método científico. Como advertimos al comienzo, la historia de la ciencia política es una historia a dos voces, que debemos mantener separadas, a riesgo de reunirlas mal y prematuramente. VII.3. El descubrimiento de la sociedad Hasta ahora hemos examinado solamente una primera diversidad: la que hay entre política y moral, entre César y Dios. Es un paso decisivo, pero también, mirado retrospectivamente, el más obvio, el más fácil. El paso más difícil -tan difícil que todavía hoy nos perturba- es el de establecer la diferencia entre Estado y sociedad. Hasta ahora no habíamos llegado al desdoblamiento entre la esfera de la política y la esfera de la sociedad. ¿Cuándo, entonces, la idea de sociedad se libera de los múltiples lazos que la mantenían sujeta, y se pasa a afirmar la realidad social como una realidad en sí misma, independiente y autosuficiente? Debe quedar claro que "sociedad" no es demos, no es populus. En cuanto actor concreto y operante, el demos muere con su "democracia", es decir con la polis en la que operaba. Y así como la República romana no fue jamás una democracia, el populus de los romanos no fue nunca el demos de los griegos. Caída la República, populus pasa a ser una ficción jurídica; y sigue siendo sustancialmente una fictio iuris en toda la literatura medieval. Por otra parte, el pensamiento romano y medieval no expresaban una idea autónoma de la sociedad. La sociedad se configuraba -recuérdese- como una eivilis societas y como una iuris societas. El pensamiento medieval impregnó a estas mezclas de una fuerte caracterización organicista, que procuraba incluir a la sociedad -desarticulándola y articulándoladentro de los múltiples "corpus" en los que se organizaba el mundo feudal, el mundo de las jerarquías y las corporaciones. La separación fue lentísima. Por ejemplo, es sintomática la falta de la idea de sociedad en la literatura del siglo XVI, que teorizaba el derecho a resistir y a rebelarse contra el tirano. Para los monarcómanos, y también para Calvino y Altusio, el protagonista que se contraponía y se oponía al poder tiránico no eran ni el pueblo ni la sociedad; eran individuos o instituciones específicas, tales como una Iglesia, las asambleas locales o determinadas magistraturas. De igual modo, la revolución inglesa no fue una revolución en nombre y por cuenta de los derechos de la sociedad; a lo sumo contribuye a restituirle realidad y concreción a la fictio iuris del pueblo. No por azar el primero en teorizar el derecho de la mayoría y la regla mayoritaria -es decir una regla que restituye operatividad a la noción de pueblo- fue Locke, quien escribió a fines del siglo XVII. A Locke se le atribuye con razón una primera formulación de la idea de sociedad. Pero esta atribución corresponde a la doctrina contractualista en su totalidad, y en particular a la distinción de los contractualistas entre pacturn subieclionis y pactum societatis. En realidad la idea de sociedad no es una idea que se formule y afirme con el cambio revolucionario. Es más bien una idea de paz, que pertenece a la fase contractualista de la escuela del derecho natural. No es la revuelta contra el soberano, sino el "contrato" con el soberano, el que pasa a ser estipulado en nombre de un contratante denominado sociedad. Sólo que esta sociedad que estipula el "contrato social", ¿no es también, a su vez, una ficción jurídica? La verdad es que la autonomía de la sociedad con respecto al Estado presupone otra diferencia: la de la esfera económica. La separación de lo social con respecto a lo político supone la diferencia entre la política y la economía. Ésta es la vía maestra. Hoy, los sociólogos en busca de antecesores citan a Montesquieu (16891755).83 Pero estarían más en lo justo si citaran al padre de la ciencia económica, Adam Smith (1723-1790), e incluso si se remontaran hasta Hume (1711-1776) a través de Smith. Porque son los economistas -Smith, Ricardo y en general los liberales- los que muestran cómo la vida en sociedad prospera y se desarrolla cuando el Estado no interviene; los primeros en mostrar cómo la vida en sociedad encuentra en la división del traba lo su propio principio de organización; y por lo tanto en mostrar también cuántos sectores de la vida social son extraños al Estado y no se regulan ni por las leyes ni por el derecho. Las leyes de la economía no son leyes jurídicas; son leyes del mercado. Y el mercado es un automatismo espontáneo, un mecanismo que funciona por su cuenta. Son, pues, los economistas de los siglos XVIII y XIX los que proporcionaron una imagen tangible, positiva, de una realidad social capaz de autorregularse, de una sociedad que vive y se desarrolla según sus propios principios. Y es así cómo la sociedad toma realmente conciencia de sí misma. Con esto no se pretende negar que también Montesquieu tenga títulos legítimos como precursor del descubrimiento de la sociedad. Pero lo preludia Locke y en general el constitucionalismo liberal. Todos estos precursores son tales de una manera indirecta e inconclusa. Es evidente que cuanto más se reduce la discrecionalidad y el espacio del Estado absoluto, y cuanto más se afirma el Estado limitado, se va dejando mayor espacio y legitimidad para una vida extra- estatal. Pero a estos fines, el liberalismo político no tenía ni podía tener la fuerza desestructuradora del liberalismo económico. Y no la podría tener porque según su enfoque, la sociedad debía seguir siendo una sociedad regulada y protegida por el derecho. Así como el liberalismo se preocupa de neutralizar la política "pura", de igual modo ve en la sociedad "pura" una sociedad sin protección, una sociedad indefensa. La sociedad de Montesquieu era a su modo una inris societas. Pero los economistas no tenían este problema. Más bien tenían el problema inverso, de desembarazarse de las rígidas ligaduras corporativas. Por lo tanto, sólo en opinión de los economistas la sociedad resulta tanto más ella misma cuanto más espontánea es, cuanto más queda liberada no sólo de las interferencias de la política, sino también de los obstáculos del derecho. Es verdad que la "sociedad espontánea" de los economistas era en definitiva la sociedad económica; pero el ejemplo y el modelo de la sociedad económica podía extenderse con facilidad a la sociedad en general. Las premisas para "descubrir la sociedad" como una realidad autónoma, que todavía no existían ni en Maquiavelo, ni en Montesquieu, ni en los enciclopedistas, en cambio estaban maduras al iniciarse el siglo XIX. En efecto, el Sistema industrial de Saint-Simon (1770-1825) apareció publicado en tres volúmenes en 1821-1822, prefigurando con profética ggenialidad la sociedad industrial de la segunda mitad del siglo XX. La sociedad se configura entonces como una realidad tan autónoma que puede volverse objeto de una ciencia en sí misma, que no era ya la economía, y que Comte (1798-1857) bautizó con el nombre de "sociología". Pero Comte no se limita a bautizar la nueva ciencia de la sociedad, la declara también la reina de las ciencias. La sociedad no es sólo un "sistema social" diferente, independiente y autosuficiente con respecto al "sistema político". Hay mucho más todavía; el sistema social es el que genera el sistema político. El panpoliticismo de Hobbes se transforma en el pansociologismo y en la sociocracia de Comte. Aquí debemos, entonces, intentar un recuento y ubicar el tema.-" VII.4. La identidad de la política Ya hemos visto que la política no se consideró únicamente diferente de la moral; también se la diferenció de la economía. Luego no incluyó ya dentro de sí al sistema social. Por último se desataron también los vínculos entre política y derecho, al menos en el sentido de que un sistema político ya no fue visto como un sistema jurídico. Así despojada, la política resulta diferente a todo. ¿Pero qué es en sí, considerada en sí misma? Comencemos por señalar una paradoja. Durante casi dos milenios la palabra política -es decir la locución griega- cayó ampliamente en desuso, y cuando la volvemos a encontrar, como en la expresión dominium politicum, denota solamente una realidad muy circunscrita, totalmente marginal. Tenemos que llegar hasta Altusio -corría el año 1603- para encontrar a un autor de fama utilizando la palabra "política" en su título: Política Metodice Digesta. Lo sigue Spinoza, cuyo Tractatus Politicus apareció publicado en forma postuma en 1677, prácticamente sin dejar huella. Por último, Bossuet escribía la Politique l´irée de l'Écriture Sainte en 1670; pero el libro fue publicado recién en 1709, y el término no vuelve a aparecer en otros títulos importantes del siglo XVIII. No obstante, en todo este tiempo se pensó siempre en la política, porque siempre se pensó que el problema de los problemas terrenos era moderar y regular el "dominio del hombre sobre el hombre". Rousseau estaba ganado por esta preocupación cuando escribía que el hombre nació libre pero está encadenado. Al decir esto, Rousseau pensaba en la esencia de la política, aun cuando la palabra no apareciera en sus títulos. Hoy, en cambio, la palabra está en boca de todos, Pero ya no sabemos pensar la cosa. En el mundo contemporáneo la palabra se emplea sin tasa ni medida, pero la política sufre una "crisis de identidad".28 Una primera manera de afrontar el problema es plantearnos la pregunta que Aristóteles no se formulaba, qué es un animal político en su diferencia con el hombre religioso, moral, económico, social, y así sucesivamente. Por supuesto, estos son "tipos ideales" y las variadas facetas de un mismo poliedro. No es que nos deleitemos con abstracciones ni en dividir al hombre en fantoches abstractos. Al contrario, nos planteamos una pregunta muy concreta, de qué manera traducir la política, la ética, la economía, en comportamiento, en un tangible y observable "hacer". Nos preguntamos, ¿en qué aspecto se distingue un comportamiento económico de un comportamiento moral? ¿Y qué diferencia a ambos de un comportamiento político? De alguna manera, sabemos responder a la primera pregunta; a la segunda, bastante menos. El criterio de los comportamientos económicos es útil: la acción económica es tal en la medida en que se dirige a llevar al máximo una ganancia, una utilidad, un interés material. En el otro extremo, el criterio de los comportamientos éticos es el bien: la acción moral es una acción "debida", desinteresada, altruista, que persigne fines ideales y no ventajas materiales. ¿Pero cuál es la categoría o el criterio de los comportamientos políticos? Todo lo que podemos decir al respecto es que ellos no coinciden ni con los morales ni con los económicos, aun cuando debemos registrar que -históricamente- la exigencia del deber se atenúa y la tentación del "provecho material" se acrecienta. Quien estudia los comportamientos electorales, hasta los puede asimilar a los económicos. ¿Pero cómo negar la perdurable presencia de los ideales en política, y sobre todo su fuerza? Cuando examinamos más de cerca la cuestión, lo que resulta más llamativo es la gran variedad de movimientos a que dan lugar los comportamientos políticos. En política no se da un comportamiento que tenga características de uniformidad asimilables a los comportamientos morales y económicos. Y quizás aquí resida la cuestión, la expresión "comportamiento político" no se puede tomar al pie de la letra. No equivale a indicar un tipo particular de comportamiento, sino un ámbito, un contexto. A veces las frases son reveladoras. De un comportamiento moral no podríamos decir: son los comportamientos que se colocan y manifiestan en el dominio moral. Ciertamente, también la moral tiene un ámbito: el fuero interno de nuestra conciencia. Pero todos los comportamientos deben ser activados in interior hominis. La diferencia reside en que no existen comportamientos "en moral", en el mismo sentido que cuando decimos que existen "en política". Señalaba al comienzo que para orientarse en las diferencias entre la política, la ética, la económica, el derecho, etc., hay que remitirse a las diferenciaciones estructurales de los conglomerados humanos. Ahora es el momento de volver a tomar este hilo. Será por defecto de categorización o por otras razones, pero el hecho es que únicamente el discurso sobre la moralidad -el más antiguo y profundizado- se sustrae al ordenamiento estructural. Y digo que sólo el discurso sobre la moralidad porque, si bien miramos, también el discurso del economista se sitúa estructuralmente. Hasta ahora he usado "económica" y "economía" indistintamente. Pero la económica no es la ciencia de la economía; es la rama de la filosofía que ha teorizado la categoría de lo útil, de lo placentero, de lo deseado. Por lo tanto, la económica es fundamentalmente una variante o un filón de la filosofía moral. Si aquí adoptamos el término económica para oponerlo al término ética, es porque nos atenemos a la concepción kantiana de la moralidad; en cuyo caso la económica se califica a contrario, es decir que extrae sus propias filiaciones invirtiendo las de la ética. Pero con estas premisas el economista no puede ir muy lejos. Su utilidad es una utilidad monetaria; su valor es un valor de mercado, vale decir, referido y extraído de esa estructura que llamamos "el mercado"; y su noción de interés rio es ciertamente la misma de la que hablan los filósofos. Si bien miramos, pues, los comportamientos observados por el economista se sitúan en el "sistema económico", que es un comple lo de estructuras, de instituciones y de funciones; y sus calificaciones se vinculan con ese dominio a que alude la expresión "en economía". Lo mismo vale para el sociólogo. ¿Cuál es el criterio, o la categoría, de los denominados comportamientos sociales? No lo hay. O mejor dicho, el sociólogo responde -de la misma manera que el economista y el politólogo- diciendo "en la sociedad", o en el "sistema social"; ron lo que quiere decir que los comportamientos sociales son los que se observan en las instituciones, en las estructuras y en las funciones que componen ese sistema. Y por lo tanto el politólogo, a los efectos de cómo identificar los comportamientos políticos, no está mejor ni peor que todos los demás cultores de las diferentes ciencias del hombre. Los denominados comportamientos políticos son comportamientos que pueden calificarse de la misma manera que todos los comportamientos no morales; esto es, en función de los ámbitos que se adscriben al "sistema político". Mi sugerencia es, pues, que el modo más fructífero de afrontar la crisis de identidad de la política, no es preguntarse en qué se diferencian el comportamiento del animal político del animal social y económico; es preguntarse cómo se han ido diferenciando y organizando desde el punto de vista estructural las colectividades humanas. Por consiguiente, la pregunta pasa a ser: cuál será la denotación Je las expresiones "en política" y "sistema político", con respecto a las del sistema social y del sistema económico. La sociedad -decía Bentham siguiendo la huella del descubrimiento que hacía de ella el liberalismo- es la esfera de los sponte acta. Pero la sociedad es una realidad espontánea sólo en el sentido de que no está regulada por el Estado, de que denota un espacio extraestatal, en el cual no hay control político sino "control social". Con esto queda dicho que jamás los conceptos de "poder" y de "coerción" bastan por sí solos para caracterizar y circunscribir la esfera de la política. Aparte de la objeción de que la política no es solamente poder y coerción, queda en pie el hecho de que, además del poder político, debemos registrar también un poder económico, un poder militar, un poder religioso, y aún otros más. Lo mismo vale para las nociones de coerción. A la coerción política se agrega la coerción social, la coerción jurídica, la coerción económica, y así sucesivamente. Se dirá que todos estos poderes y coerciones son diferentes. Sin embargo, esta diversidad no se aprecia si no se la refiere a los ámbitos en los que se manifiestan los varios "poderes coercitivos". Cuando se argumenta, por ejemplo, que el poder político es aquel poder coercitivo que monopoliza el uso legal de la fuerza, esta individualización presupone que el aparato estatal dispone de lugares y estructuras destinadas a ese fin. Puede parecer que de este modo se vuelve a la identificación -que se consideraba superadaentre la esfera política y la esfera del Estado. Pero no es exactamente así. Cuanto más nos alejamos del formato de la polis y de la pequeña ciudadcomunidad, tanto más los conglomerados humanos adquieren una estructura vertical, en altura. Esta verticalidad era hasta tal punto extraña a la idea griega de la política, que fue teorizada durante milenios con el vocabulario latino; mediante términos tales como principatus, regnurn, dominium, gubernaculum, imperium, potestas y similares. El hecho de que toda esta terminología haya derivado en la voz "política" durante el siglo XIX, constituye una perturbadora inversión de la perspectiva. Hoy unimos la dimensión vertical a una palabra que denotaba, en cambio, la dimensión horizontal. Como consecuencia de esta nueva sistematización, la dimensión horizontal pasa a ser asumida por la sociología, y correlativamente la esfera de la política se restringe en el sentido de que se reduce a una actividad de gobierno, y en sustancia a la esfera del Estado. Pero esta reordenación, que reflejaba bastante bien la realidad del siglo XIX, en el siglo XX resulta demasiado estrecha, demasiado limitativa. Es que en la actualidad se registra un hecho nuevo: la democratización, o mejor la masticación de la política. Las masas -que desde siempre estuvieron alejadas o excluidas de la política, o presentes sólo muy de tanto en tanto- ahora entran en la política; y entran con intenciones de estabilidad, para quedarse. Le democratización o masificación de la política supone no sólo su difusión, y si se quiere su dilución, sino sobre todo su ubicuidad. A la ubicación vertical se une ahora una expansión y ubicación horizontal; lo que vuelve a subvertir de nuevo todo el discurso. Después de milenios de relativa quietud, ¡cuántos sacudimientos en poco más de un siglo! En la medida en que el Estado se extienda, los procesos políticos no podrán ser situados ya en el ámbito del Estado y de sus instituciones. De hecho, y por consecuencia, el concepto de Estado se amplía, y es sustituido por el concepto bastante más elástico, y abarcador de "sistema político". El sistema político no sólo se descompone en "subsistemas", algunos de los cuales -por ejemplo el subsistema partidista y el subsistema de los grupos de presión- quedan excluidos de la perspectiva institucional, sino que es tan flexible como para permitir que se incorporen algunas variantes particulares; por ejemplo, el subsistema militar cuando los militares hacen política; el subsistema sindical cuando el sindicato se convierte en una potencia en sí misma, y así sucesivamente. Por lo tanto no es exacto imputarle a la ciencia política contemporánea el encerrarse en una visión demasiado estrecha -estatal- de lo que es la política. A quien aduce que la noción de sistema político no basta para indicar la ubicuidad y la difusión de la política, se le contrapone la crítica de quien declara que la noción de sistema político resulta demasiado omniabarcadora, observando que un sistema político que no llega a determinar sus propios "límites", termina por no ser un "sistema", o en todo caso por diluir la idea de política hasta el grado de vaporizarla. Las dos objeciones, por el hecho mismo de ser contrarias, se neutralizan y ajustan una a otra. Consideremos los procesos electorales, que ejemplifican bastante bien el nexo entre la democratización de la política y la recuperación de la dimensión horizontal en política. No es verdad que los procesos electorales escapen a la órbita del discurso vertical. Basta observar que los procesos electorales son un método de reclutamiento del personal que irá a ocupar posiciones políticas; de lo que se desprende que son parte integrante de los procesos verticales del sistema político. En líneas generales, el punto a establecer es que no debemos confundir los resortes del poder o la influencia sobre el poder, con tener poder; así como debemos distinguir el cómo y el dónde se genera el poder político, del cómo y dónde se lo ejerce. Una vez establecida ' esta distinción, desaparece también la dificultad de determinar los "límites" del sistema político. La difusión de la política, por otra parte, no sólo tiene lugar a nivel de la base, al nivel del demos. La encontramos también en los vértices, a nivel de las élites. De hecho, nuestras democracias se estructuran como "poliarquías" competitivas de amplia proyección pluralista. Hasta aquí no hay problema, en el sentido de que la noción de sistema político tiene la elasticidad necesaria para abarcar una vasta y variada difusión del poder. La dificultad estriba en el hecho de que estos vértices se separan de las estructuras verticales que no son políticas. Es particularmente el caso de las "corporaciones gigantes"; un poder sin propiedad, pero no obstante un poder económico. Pero también en atención a esta dificultad debe recordarse que condicionar e influir sobre el poder político no es lo mismo que ejercerlo. Por más que las corporaciones gigantes, o también los poderes sindicales, lleguen a ser influyentes, ello no quiere decir que su poder sea "soberano", que esté sobreagregado al poder político. En la medida en que un sistema político funciona, las órdenes predominantes y vinculadoras erga omnes son y siguen siendo los dictados que emanan del propio dominio político. Solamente las decisiones políticas -ya ba lo forma de leyes o de disposiciones de otra índole- se aplican con fuerza coercitiva a la generalidad de los ciudadanos. Y si se entiende por decisiones colectivizadas aquellas sustraídas a la discrecionalidad de los particulares, entonces las decisiones políticas pueden definirse como decisiones colectivizadas "soberanas"81 a las que es más difícil sustraerse, tanto por su ámbito territorial restringido como por su intensidad coercitiva. En conclusión, la crisis de identidad de la política es sobre todo una "crisis de ubicación". Si nos entendemos sobre esta ubicación, y no nos dispersamos demasiado en cuanto a la ubicuidad de la política, ésta puede ser definida, identificada. Las decisiones políticas abarcan materias muy diferentes; pueden ser de política económica, de política del derecho, de política social, de política religiosa, de política de instrucción, etc. Si todas estas decisiones son inicial y básicamente "políticas", es por el hecho de que son adoptadas por un personal situado en el dominio político. Es ésta su "naturaleza" política. De hecho, el personal político es el más inmune a la crisis de identidad. Desde su punto de observación, los hombres públicos y los políticos de profesión saben muy bien qué dicen cuando aseguran: ésta es una "cuestión política". La frase sibilina e incluso irritante para el gran público— quiere significar que los políticos no se sienten marionetas manejadas por hilos exteriores y lejanos; se sienten protagonistas de un "juego contra personas" (no sólo los enemigos de los otros partidos, sino también los colegas del partido propio) que están jugando a su vez. Para los políticos, la política no es un ámbito difícil de situar; ellos saben muy bien dónde está y cuáles son sus dominios. Queda en pie una objeción de fondo, que se refiere no ya a la identidad, sino a la autonomía de la política. La nueva ciencia de la sociedad -la sociología- tiende a reabsorber en su propio ámbito a la ciencia política, y por lo tanto a la política misma. El "reduccionismo sociológico" o la sociologización de la política va indudablemente unida a la democratización de la política y encuentra en esta referencia tanto su fuerza como su límite. Su fuerza porque la verticalidad democrática se caracteriza por un desenvolvimiento ascendente, de tal modo que los sistemas de democracia política resultan sistemas que típicamente reflejan y reciben las demandas que salen de abajo. Y su límite, porque este hilo explicativo se rompe en el caso de los sistemas de naturaleza dictatorial, a los que se llama "extractivos" precisamente porque se caracterizan por una verticalidad descendente, por el predominio de órdenes que descienden. En suma, la reducción a términos sociológicos "restringe" la política en el sentido de que su verticalidad resulta una variable dependiente; dependiente, precisamente, del sistema social y de las estructuras socioeconómicas. Esta restricción es plausible, como decía, en el caso de los sistemas que "reflejan" un poder popular; pero es altamente negativa en los sistemas políticos caracterizados por una fuerte verticalidad. En particular, la sociologización de la política no permite explicar el funcionamiento y desarrollo de los sistemas dictatoriales, en los cuales las órdenes no pueden entenderse de ninguna manera como demandas ascendentes; en particular porque los sistemas dictatoriales impiden la formación autónoma y la expresión libre de la demanda social. La forma extrema de negación de la autonomía de la política no es de todos modos la sociológica; más bien proviene de la filosofía marxista. En esta perspectiva no se liega sólo a la heteronomía de la política sino más drásticamente a la "negación de la política". En la concepción económico-materialista de la historia, la política es una "superestructura", no sólo en el sentido de que refleja las fuerzas y las formas de producción, sino también en el sentido de que es un epifenómeno destinado a extinguirse. En la sociedad comunista -según lo preveía Marx- el Estado tiende a desaparecer, y con ello desaparecerá la coerción del hombre sobre el hombre. No vale la pena detenerse en esta verdadera negación de la política. Si una filosofía de la historia debe medirse en función de los acontecimientos históricos que ha generado, basta comprobar que a ojos vistas la tesis del "predominio de la política" encuentra su confirmación mejor en los Estados que se basan en la palabra de Marx y de sus sucesores. Quien ha vivido la experiencia de los países del Este, no tiene dudas sobre la identificabilidad de la política; y menos aún duda -es legítimo pensarlo- de la autonomía y la autosuficiencia de la política. En los países del Este no es, por cierto, el sistema social el que explica al Estado. Más bien habría que preguntarse si tiene sentido hablar allí de una realidad social autónoma, dado que las sociedades en cuestión son el más puro producto de un control vertical capilar y omnipresente. Como se ve, la polémica sobre la identidad y también sobre la autonomía de la política no puede ser más abierta. Un hecho es indudable: la ubicuidad y por lo tanto la difusión de la política en el mundo con temporáneo. Este hecho puede ser interpretado de distintas maneras. Puede respaldar la tesis que reduce la política a otra cosa, subordinándola de distintas maneras al sistema social y a las fuerzas económicas; es la tesis de la heteronomía, pero también, en su forma extrema, de la negación de la política. O bien puede valorar la tesis opuesta, la que observa que el mundo jamás ha estado tan "politizado" como hoy; una tesis que no afirma necesariamente el dominio o primacía de la política, pero que sí reivindica su autonomía. En medio de estas dos tesis opuestas, se sitúan las incertidumbres de identificabilidad, la dificultad de ubicar la política. A esta dificultad se puede vincular una tercera tesis; la que ve en la dilución, y por lo tanto en la pérdida de fuerza de la política, un eclipse de la politicidad (pero no su heteronomía). Tres tesis, entonces: 1) heteronomía, o abiertamente extinción; 2) autonomía, predominio o, más categóricamente triunfo; 3) dilución, pérdida de fuerza, y en este sentido eclipse. Tres tesis que aluden de diferente manera a la ubicuidad de la política, y que reflejan una distinta colocación de la política, y por lo tanto un modo diverso de percibirla, identificarla y definirla. De aquí se desprende, entre otras cosas, que un discurso sobre la ciencia política no se puede reducir a un discurso sobre la mayor o menor "cientificidad" de un determinado modo de estudiar la política. En verdad, las dificultades que padece la ciencia política contemporánea provienen en no pequeña parte de la vertiente "política", es decir, del objeto. Pasemos a considerar ahora las dificultades que se adscriben a la vertiente "ciencia"; es decir, vayamos al sujeto. VIII. LA POLÍTICA COMO CIENCIA La filosofía no presupone un método filosófico. Al menos no existe un método filosófico codificado. A lo sumo se podrá decir que la filosofía presupone un "razonar correcto", es decir la lógica. Pero por cierto la lógica no es a la filosofía lo que el método científico es a la ciencia. Sería aventurado afirmar que no hay filosofía sin lógica; y por cierto que muchos ilustres filósofos han renegado de la única lógica que codificó la tradición filosófica: la lógica aristotélica. Por el contrario, se sostiene que no hay ciencia propiamente dicha sin método científico. Este método científico no es inmutable, es uno pero también múltiple, y está en continua evolución. Lo que no impide que la ciencia presuponga un método científico. Es en razón de este criterio que el nacimiento del pensamiento científico y su separación del pensamiento filosófico se sitúa en los siglos XVI-XVII, en el lapso que va de Bacon a Galileo y por último a Newton.31 ¿El espíritu científico del siglo XVII constituye un punto de referencia obligado también para una historia de las ciencias del hombre? Sí y no. Sí en la medida en que durante el siglo XVII se afirma el principio según el cual no hay ciencia sin método científico. Pero no en la medida en que este marco de referencia otorga posición privilegiada a un único método y hace coincidir el método científico con el "método newtoniano". Ciencia es un singular que da por sobrentendido un plural, es decir una pluralidad de ciencias. En primer lugar, se debe tener presente que la geometría y la matemática suministraron desde la Antigüedad un primer modelo y el primer arquetipo de la cientificidad.32 En segundo lugar, es preciso recordar que las ciencias naturales (en plural) preceden en mucho a la física de Newton y que nunca se reconocieron en este modelo. La botánica, la mineralogía, la zoología y en parte la biología y la medicina, son básicamente ciencias clasificatorias. Por lo tanto hay que tener presente que existe una acepción amplia de ciencias, que escapa a toda reducción unitaria. Si la física propone un modelo que hoy llamamos "fisicalista", existen muchas ciencias que no se pueden reducir a ese modelo. De aquí se desprende que el método científico que caracteriza a una ciencia, no tiene por qué ser necesariamente el del fisicalismo. Se debe distinguir, pues, entre ciencia en sentido estricto y ciencia en sentido lato. En su acepción más restringida, todas las ciencias se miden en función de una ciencia mayor que constituye el arquetipo de todas ellas; aquí "ciencia" está queriendo significar, en sustancia, ciencia exacta, ciencia de tipo fisicalista. En la acepción lata, la unidad de la ciencia está referida al mínimo común denominador de cualquier discurso científico; en este caso "ciencia" equivale a ciencia en general. En esta segunda acepción, reconocemos la existencia de una pluralidad de ciencias y de métodos científicos que van desde las ciencias "clasificatorias" hasta las ciencias "fisicalistas", con toda una gama de casos intermedios. Esta concepción flexible y poliédrica es la que admite mejor el discurso sobre las ciencias del hombre.3 Pero no basta. Al concebir la ciencia con flexibilidad, el patrón historiográfico resulta necesariamente más elástico que el patrón establecido por la epistemología contemporánea. Lo que puede considerarse ciencia con referencia al pasado, es decir en una perspectiva diacrónica, no quiere decir que pueda ser caracterizado como ciencia en el presente, en la perspectiva de nuestro tiempo. Si distinguimos entre estas dos escalas o patrones de flexibilidad, se evitan muchas polémicas inútiles. ¿Aristóteles y Maquiavelo fueron "científicos" de la política? En el dominio historiográfico se puede responder afirmativamente; pero en el dominio epistemológico se debe responder en forma negativa. E] historiador podrá alegar que una "observación realista" constituye la premisa y sigue siendo una parte integrante de la forma mentís científica. Podrá también destacar que Aristóteles se coloca en una historia de la ciencia política (y también en otras ciencias), no simplemente como un atento descriptor de los sucesos de su época, sino específicamente por su forma mentís clasificatoria. De modo semejante, el historiador podrá ver la "cientificidad" de Maquiavelo en el hecho de que con él, el observador se separa de la cosa observada, aun sin despojarse de sus propios fines y valores; y también señalando que, de este modo, Maquiavelo rompe con la tradición filosófica, es decir se aparta de la filosofía. Y todo eso es verdad. Pero el epistemólogo tiene el derecho -y hasta el deber- de replicar que si la observación realista se anticipa a la ciencia, tomada en sí misma no es todavía ciencia. De modo análogo, el epistemólogo deberá precisar que si la ciencia no es filosofía, no se hace ciencia por el simple hecho de no hacer filosofía. La diferencia entre el patrón del juicio histórico e historiográfico de un lado, y el patrón del juicio epistemológico del otro, se plantea también para el caso de autores que están muy cerca de nosotros en el tiempo: Gaetano Mosca (1858-1941), por citar un nombre que todos asocian a la ciencia política. ¿Cuál es la cientificidad de sus Elementos de ciencia política (1895 y 1922)? El método de Mosca era histórico-deductivo; si se quiere, un método empírico, pero no científico. Por lo tanto el epistemólogo dirá que la ciencia política de Mosca era precientífica. Establecidas las debidas diferencias, Mosca puede calificarse como politólogo al modo de Maquiavelo, por su "realismo" y por el hecho de ser un "especialista" que, en cuanto tal, reafirma la exigencia de un estudio autónomo de la política; en el caso de Mosca, autónomo de la ciencia jurídica y específicamente de la constitucionalización de la política. Para nuestra medida epistemológica, pues, Mosca debe inscribirse en la fase precientífica de la ciencia política. Lo mismo vale para Roberto Michels. En cambio quien debe ser considerado un científico, desde el punto de vista de su cientificidad misma, es Wilfredo Pareto, por más que su método científico resulta a nuestros ojos un tanto primitivo e impuro. No obstante, basta volver a asumir la perspectiva histórica para advertir que la medida epistemológica zanja demasiado fácilmente el asunto. Un hecho es indudable en los casos que examinamos; a despecho de su insatisfactoria cientificidad, Mosca, Pareto y Michels han hipotetizado y teorizado tres "leyes" de la política, que hasta hoy están en el centro del debate politológico: la ley de la clase política, la ley de la circulación de las élites y la ley de hierro de la oligarquía, respectivamente. Pregunta, la formulación de "leyes" ¿no es acaso un objetivo, y no de los menores, del conocimiento que llamamos científico? A esta primera perplejidad se suma una segunda. Está bien que el método histórico-inductivo no sea científico, ¿pero la ciencia política puede realmente ignorar la historia y la experiencia histórica? ¿O es que el método de la ciencia política, aun siendo científico y no histórico, debe incluir un modo de "tratar" la experiencia histórica aunque sea para sus propios fines?33 Por más que al final tendremos que medir a la ciencia política de los años sesenta con los principios propios, es decir con los criterios de cientificidad establecidos por el epistemólogo, para llegar a la fase más reciente de la disciplina se debe subrayar que durante cerca de un siglo se habló de "ciencia política" -no sin mérito y razón- para calificar la confluencia entre un modo autónomo de estudiar la política (autonomía a parte subjecti) y una política vista en su propia autonomía (autonomía a parte obiecti). Un modo autónomo de estudiar la política en el sentido de que el politólogo no es un filósofo, no es un jurista, no es un economista y no es un sociólogo. Una política vista en su propia autonomía, en el sentido que se ilustró en el capítulo anterior; queriendo decir que la política tiene sus imperativos, sus "leyes" y que no es reductible a otra cosa. A despecho de los cánones de la cientificidad, el grueso de nuestro saber en materia política supone el "encuentro significativo" entre la autonomía del observador político y la autonomía de la política que observa. Digo a despecho de los cánones de la cientificidad porque ésta no es, en rigor, una confluencia entre la "ciencia" y la "política". Pero la lección que extraemos de la historia de la ciencia y de sus varias acepciones es precisamente que muchas confluencias fracasaron o se mostraron infecundas. Hoy estamos intentando la convergencia entre la matemática y la política; pero no está demostrado todavía que nuestra matemática haya llegado a un desarrollo que permita un encuentro fecundo entre ambas. La matemática constituye desde hace milenios un modelo y un instrumento de cientificidad; sin embargo los filósofos que fueron grandes matemáticos no aportaron nada a nuestros conocimientos políticos. Más aún, el "espíritu científico" de Galileo y de Newton impregna y caracteriza al Siglo de las Luces. Ya hemos hablado de Hobbes.7 Pero también se advierte en los enciclopedistas o en el materialismo sensualista y mecánico de Condillac (1714-1780), La Mettrie (1709-1751) y del barón de Holbach (1723-1789). Los enciclopedistas, y más todavía los autores recién nombrados, aplicaron indudablemente al hombre y a la política, aunque de manera diferente, la visión científica del universo vigente en su tiempo. Por lo tanto, puede decirse que en el Setecientos se produ lo una confluencia entre la ciencia y la política; pero sus frutos fueron muy parvos. Los autores de ese siglo que leemos con mayor provecho no son aquéllos; son Hume y Burke, Montesquieu y el anticientífico Rousseau. No se peca de descuido, entonces, cuando se vincula a la ciencia política, no tanto con la "cientificidad intrínseca" de la disciplina -ciencia política en sentido estricto- sino con la "autonomía" del politólogo -ciencia política en sentido lato-, es decir con su separación de todos los modos de conocer la política que primero fueron abarcados y filtrados por la lente especulativa, ética, jurídica, sociológica, y otras más. Son varias las separaciones, como se ve; pero la decisiva fue la separación de la filosofía. De hecho, ésta hizo posible el surgimiento de una ciencia política en el sentido lato de la expresión. VIII. 1. Filosofía, ciencia y teoría Aunque todas las ciencias nacen merced a esa separación de la filosofía, algunas de esas separaciones fueron adquiridas. El cultor de las ciencias naturales y experimentales no sintió más la necesidad de definirse a sí mismo como un nofilósofo, vale decir, a partir de la oposición-diferencia con la filosofía. Distinto es el caso de las ciencias del hombre, cuya separación es reciente y todavía incompleta. De ello se desprende que, para las ciencias del hombre, el problema de las relaciones con la filosofía sigue estando en pie. Dados dos términos -filosofía y ciencia- que deben especificarse a contrariot o por diferencia, la estrategia óptima es extraer el término menos conocido del más conocido. En el caso de las ciencias físicas, por ejemplo, conviene partir de la "ciencia" para extraer de ella una identificación negativa de la filosofía como no ciencia. Pero en el caso de las ciencias del hombre, conviene respetar el orden genético y partir de la "filosofía" para extraer de ella una identificación negativa de la ciencia como no filosofía. Con esto no se quiere decir que se hace ciencia simplemente por un déficit de la filosofía. Por más que se entienda la noción de ciencia con la máxima amplitud, no se puede hacer de ella una noción puramente residual. Afirmar que la ciencia no es filosofía equivale a ubicar la "separación" de la primera de la segunda en la consecutio histórica que tuvo lugar; partiendo de la filosofía para llegar a la ciencia. La pregunta más general que cabe formular aquí es en qué consiste la filosofía en su diferencia con la ciencia, la pregunta específica, en cambio, es qué diferencia a la filosofía (de la) política de la ciencia (de la) política. La segunda pregunta, obviamente, está incluida en la primera; pero plantea también problemas sai generis. La filosofía puede ser vista como un contenido de saber y ¡o como un método de adquisición de ese saber. Y es válido partir de la individualización de los contenidos que se repiten y caracterizan al filosofar. Es la vía seguida recientemente por Norberto Bobbio, cuando reduce la filosofía política a cuatro glandes temas de reflexión: 1) búsqueda de la mejor forma de gobierno y de la república ideal; 2) búsqueda del fundamento del Estado y justificación del compromiso político; 8) búsqueda de la naturaleza de la política, o mejor de la esencia de la política, y 4) análisis del lenguaje político. Dejando de lado esta última forma de filosofía política, que es todavía la más informe, no se puede poner en duda que sus indicaciones sustantivas son esclarecedoras a los fines de la individualización de la filosofía política. Pero el discurso no termina aquí. Si los temas del filósofo son diferentes de los temas del politólogo es porque uno mira hacia donde el otro no ve; es decir, porque los criterios y objetivos del primero no son los del segundo. La línea divisoria reside por lo tanto en el "tratamiento" y, en este sentido, en el método. Siguiendo siempre a Bobbio, el tratamiento filosófico se caracteriza por "al menos uno" de los elementos siguientes: 1) un criterio de verdad que no es la comprobación, sino más bien la coherencia deductiva; 2) una tentativa que no es la explicación, sino en todo caso la justificación, y 3) la valoración como presupuesto y como objetivo. En cuanto a lo primero, el tratamiento filosófico no es empírico; en cuanto a lo segundo, se caracteriza como normativo o prescriptivo; y en el tercero queda precisado como un tratamiento valorativo o axiológico. Así, al distinguir tres elementos caracterizadores, y protegiéndose con la aclaración de que no basta uno solo, Bobbio supera la dificultad que significa la enorme variedad del filosofar. Aunque la ciencia se divide en una pluralidad de ciencias, esta pluralidad es una pluralidad ordenada, o en todo caso ordenable. En cambio, la filosofía se subdivide también en una pluralidad de filosofías; pero esta pluralidad se presenta realmente como un orden disperso, como un gran e inapreciable desorden. Algunas filosofías son de muy alta y refinada elaboración, vale decir altamente especulativas o "metafísicas" en sentido literal; pero otras han fraguado con un poderoso componente empírico. Hay un filosofar que es rigurosamente lógico y deductivo; pero también hay un filosofar que es "poesía", que se basa todo él en metáforas, en asonancias y en licencias que son realmente poéticas. Es verdad que el filósofo suele ser valorativo y axiológico; pero nada le impide teorizar y practicar la no valoratividad. El planteamiento de Bobbio supera -repito- esta dificultad. Presenta también la ventaja de poner frente a frente los criterios constitutivos del tratamiento filosófico con los del método científico, que son como sus contrarios, y que por lo tanto consisten: 1) en el principio de comprobación; 2) en la explicación; 3) en la no valoratividad.34 No obstante, subsisten algunos problemas. En primer lugar, la correspondencia entre la temática (contenido) y el tratamiento (método) no siempre resulta convincente. Bobbio admite que Maquiavelo debe ser incluido en la filosofía si se toma en cuenta su tema: la indagación sobre la naturaleza de la política. Pero en cambio resulta difícil decidir esta inclusión en base a uno cualquiera de los tres criterios que según Bobbio distinguen el filosofar. A este respecto, Maquiavelo está más próximo a la comprobación que a la deducción, a la explicación que a la justificación y a la no valoración que a la axiología. En segundo lugar, no está nada claro si para los criterios del conocimiento científico puede valer una cláusula de reciprocidad; es decir, si cumplir con una sola de las tres condiciones antes citadas es condición suficiente de "ciencia". A simple vista se diría que no; y este defecto de simetría plantea diversas interrogantes. Entre otras cosas, se puede sospechar que acaso la lista de los criterios diferenciadores no está todavía completa. Para diferenciar la filosofía de la ciencia, los más se valen de una contraposición dicotómica, a dos voces. Una primera dicotomía -que también Bobbio destaca más que las otras- contrapone la filosofía como discurso axiológiconormativo a la ciencia como discurso descriptivo-no valorativo. Pero no todos coinciden en la validez de esta antítesis.35 Una segunda división hace hincapié más bien en esta otra diferencia: que la filosofía es tal en cuanto "sistema filosófico", es decir, como una concepción universal que se remite ab irnis fundamentís, mientras que la ciencia es segmentaria, no requiere globalidad, y mucho menos una sistematización de los principios primeros del todo. Una tercera antítesis, en cambio, se refiere a la diferencia entre el carácter discreto y no acumulativo de la especulación filosófica, y la acumulabilidad y transmisibilidad del saber científico. Una última contraposición es entre el filosofar como indagación metafísica sobre las "esencias" -de lo que está primero, por encima o por deba lo de las cosas visibles, los fenómenos o las apariencias- y la ciencia como relevamiento de "existencias", de cosas que se ven, se tocan o al menos se aprecian por medio del experimento. En fin, se propone una última antítesis entre la filosofía como saber "no aplicable", no dedicado a problemas de aplicación, y la ciencia como saber no sólo operacional sino también operativo. Tomadas por separado, ninguna de las distinciones que acabamos de enumerar parece exhaustiva. Pero las podemos englobar en un síndrome de conjunto. Así, dentro de la acepción "filosofía" se incluiría el pensar caracterizado por más de uno de los síntomas siguientes -no necesariamente por todos-: 1) deducción lógica; 2) justificación; 3) valoración normativa; 4) universalidad y fundamentalidad; 5) metafísica de esencias, y 6) inaplicabilidad. En cambio, dentro de la voz "ciencia" tendríamos el pensar caracterizado por más de uno de los siguientes rasgos -no necesariamente por todos-: 1) comprobación empírica; 2) explicación descriptiva; 3) no valoración; 4) particularidad y acumulabilidad; 5) relevamiento de existencias, y 6) operacionabilidad y operatividad. De este modo sólo hemos ampliado la enumeración de Bobbio; lo que hace simétrica y más elástica la estipulación de los requisitos necesarios y suficientes (que se convierte en "más de uno", aunque "menos que todos"). Como orientación puede ser suficiente. Pero sigue faltando un hilo conductor, un asidero. Quedan en pie dos preguntas. En primer lugar, si existe un mínimo común denominador que permita reducir la multiplicidad de las filosofías a la unidad de un mismo filosofar. Y en segundo lugar, dado que el tratamiento filosófico produce resultados (contenidos) tan diferentes del tratamiento científico, ¿cuál es el fundamentum divisionis, si es que lo hay? Antes de responder, es preciso sistematizar la nomenclatura. El saber no se clasifica solamente sub specie de filosofía o de ciencia; también se lo clasifica dentro del término "teoría". Además, en el dominio de la política hablamos también de "doctrinas" y de "ideologías", que son diferentes a las puras y simples "opiniones". De ello se infiere que debemos establecer como punto de partida el conglomerado completo de conceptos en que se descompone el saber y que lo califican. Si no nos entendemos con respecto a este conglomerado, el discurso se embarulla aun antes de empezar. Basta mover o quitar una pieza del mosaico para que todo él se desarme. Y por cierto que muchas controversias se deben a malentendidos a propósito de la arquitectónica del conjunto. Entre todos los términos recién mencionados, el de "teoría" es quizás el más polivalente y por cierto el primero que debemos fijar. Desde el punto de vista etimológico, theorein quiere decir ver, y por lo tanto teoría es "vista", visión. No hay ninguna explicación particular de por qué el concepto de teoría conservó esta latitud originaria, mientras que "ciencia", que viene de scire, y que por lo tanto tuvo un significado no menos lato, terminó por designar un conocimiento especializado. De todos modos tenemos que respetar la convención que hace de "teoría" el término que involucra a todo lo que sea saber: "teoría" pertenece tanto a la filosofía (la teoría filosófica) como a la ciencia (la teoría científica). Por lo tanto, la expresión "teoría política" no dilucida de por sí si la teoría en cuestión es filosófica o científica; precisa únicamente que se requiere un alto nivel de elaboración mental. Una teoría podrá ser de naturaleza filosófica o de naturaleza científica; no obstante, la "estatura teorética" es una capacidad o talento de unos pocos. Si la denotación de "teoría" es generalísima, su connotación es aristocrática; la teoría está por encima de las cosas que están debajo, de los productos mentales de menor valor. En el dominio político se dice con frecuencia que lo que está por deba lo de la teoría es la "doctrina". Una doctrina política tiene menor categoría intelectual o heurística que una teoría política. Ello es así también porque la etiqueta suele referirse a propuestas o programas en los que importa menos el fundamento teorético que el proyecto concreto. Pero por más que una doctrina política no se pueda jerarquizar necesariamente en clave heurística, posee de todos modos su rango intelectual. De lo que se deduce que también la doctrina política se encuentra por sobre cosas que están deba lo de ella; por un lado, las meras "opiniones" y por otro la "ideología", caracterizadas ambas por su falta de valor cognoscitivo. Es verdad que el término ideología se usa, en la tradición marxista, no como una especie que está por debajo, sino como una imputación omnicomprensiva. En esta última acepción todo se vuelve ideología, salvo la ciencia cuando es realmente ciencia, vale decir cuando no es ciencia declarada burguesa o capitalista. Pero esta acepción se sale del problema considerado, que es el de utilizar las etiquetas disponibles para lograr una clasificación ordenada del saber. Con este fin sirve en cambio la acepción no marxista, que se vale de "ideología" para designar el subproducto simplificado y emotivamente desgastable de determinadas filosofías o doctrinas políticas. Cuando se toma en consideración el conglomerado completo, en primer lugar se desprende que la filosofía y la ciencia se pueden configurar como los extremos de un continuo cuya zona intermedia tiende hacia esos dos "tipos ideales"; y que mucho depende, en segundo lugar, de este dilema: si debemos incluir enteramente la teoría en la filosofía o en la ciencia según los casos, o mantener la teoría como un tertium genus que existe de por sí. Se sobreentiende que los contenidos y el radio que abarcan la filosofía y la ciencia cambian, y mucho, según cómo se resuelva este dilema. Y para resolverlo hay que aclarar un último punto previo: la diferencia que existe entre el encasillamiento de lo ya pensado y el pensar en función de un encasillamiento. Al decir de Benedetto Croce, toda historia es contemporánea: un pasado visto con los ojos del presente. Ello no impide que sea absurdo encasillar a la fuerza, dentro de la alternativa filosofía-o-ciencia, a autores que ignoraban esta división. En cambio es útil efectuar una reconstrucción ex post, vale decir una historia del pensamiento político dirigida a clasificar a los autores como filósofos o no; entendiéndose por no filósofos a quienes no pretendían serlo y que no pensaban en la construcción de ningún "sistema". Es el caso de Maquiavelo; pero también, y entre otros, de Burke, de Montesquieu, de los autores de los Federalist Papers, de Benjamín Constant y de Tocqueville. Repito, la alternativa filosofía-o-ciencia no debe ser atribuida al pasado; es una alternativa que nos planteamos hoy mirando hacia el futuro, ya para eliminar híbridos infecundos o para buscar la división del traba lo cognoscitivo que más nos convenga. La distinción entre "retrospección" y "prospección", entre reconstrucción ex post y programación ex ante, permite aclarar también la ubicación de la teoría. Retrospectivamente me parece indudable que la teoría política es un tertium gemís; el género que prepara y sirve de puente en la prolongada transición de la filosofía política a la ciencia política entendida estrictamente. De tal modo, podríamos definir la teoría política en lo que tiene de irreductible, como el modo autónomo (ni filosófico ni científico) de "ver" la política en su propia autonomía. Pero en cuanto mira hacia el futuro, la teoría política como tercer género parece destinada a ser reabsorbida. E11 la medida en que una disciplina científica se consolida, desarrolla una teoría endógena, fruto de la reflexión que la ciencia realiza sobre sí misma. Sólo con un sentido transitorio se tiene una filosofía de la ciencia a la cual atienden los filósofos. Con carácter definitivo, en cambio, son los cultores de la ciencia "pura" los que producen la teoría de esa misma ciencia. Y no hay ciencia completa que no sea a la vez ciencia aplicada y ciencia teórica. Para resumir, podemos establecer estos tres puntos. Primero, a todo lo largo del continuo cuyos extremos están caracterizados por los tipos ideales "filosofía" y "ciencia", encontramos teorías políticas que no se pueden asimilar ni a uno ni a otro, aunque se las pueda aproximar más a uno que a otro. Segundo, entre la filosofía y la ciencia, quedará siempre una zona intermedia, ocupada por "doctrinas políticas". Tercero, las teorías, doctrinas e ideologías se sitúan entre sí en un orden jerárquico que va de un máximo a un mínimo de valor cognoscitivo, y a la inversa, de un mínimo a un máximo de valor voluntarista. Por último, debe quedar claro que la dicotomía filosofía- ciencia no tiene validez retrospectiva sino proyectiva. Si la hacemos retroceder, tendremos que hacerlo con cautela y medida. Como decía Leibniz, on recule pour mieux saulex. Vale decir, la reconstrucción ex post se dirige sobre todo a servir el proyecto ex ante. Y es la advertencia a tener muy presente cuando se busca el filo separador entre filosofía y ciencia. VIII.2. Investigación y aplicabilidad Aunque la filosofía genera un saber científico que termina por repudiarla, hay siempre en el filosofar una carencia o una insuficiencia constitutiva, es decir un vacío que ningún filosofar llega a colmar en ninguna de sus tantísimas variedades. ¿Cuál es este vacío? Si se considera que la ciencia apunta a "transformar" la realidad, a dominarla con la acción -interviniendo- y no solamente con el pensamiento, la respuesta es obvia: la filosofía carece de operatividad, o más sencillamente, de aplicabilidad. No existe la ciencia sin la teoría. Pero la ciencia, a diferencia de la filosofía, no es solamente teoría. La ciencia es teoría que remite a la indagación, una indagación (experimento, o adquisición de datos) que a su vez reopera sobre la teoría. Pero esto no es todo; la ciencia es también aplicación, traducción de la teoría en práctica. Es verdad que la polémica metodológica de las ciencias sociales ha planteado sobre todo la relación entre la teoría y la investigación, dejando en penumbra la relación entre la teoría y la práctica (o praxis). Pero basta dirigir la mirada hasta la más avanzada de las ciencias del hombre -la economía- para advertir que la ciencia no es teoría que se agote en la investigación, sino también teoría que se prolonga en la actuación práctica; un proyectar para intervenir, una "praxis- logia"» Son dos, pues, los elementos que la ciencia, al diferenciarse, le agrega al filosofar, o sustituye en él: 1) la investigación como instrumentó de validación o de fabricación de la teoría; 2) la dimensión operativa, es decir, la posibilidad de traducir la teoría en práctica No es necesario profundizar más la relación, o mejor la circularidad, entre la teoría y la investigación. En cambio es importante aclarar en cuanto a la relación entre la teoría y la práctica, la noción de operatividad o de aplicabilidad. Una teoría operativa o aplicable es una teoría que se traduce en práctica in modo conforme, es decir cómo fue previsto y establecido por el trazado teórico. Se debe entender entonces por aplicabilidad la correspondencia entre el resultado y el propósito, de lo que se obtiene con lo que se previó. En pocas palabras, la aplicabilidad es la aplicación que "tiene éxito", no la aplicación que fracasa produciendo resultados no previstos o no queridos. La filosofía no es, pues, un pensar para aplicar, un pensar en función de la traducibilidad de la idea en acto, y por lo tanto dirigido y proyectado hacia la actuación. ¿Cómo hacer? Ésta no es la pregunta del filósofo, o al menos no es la pregunta a la que sabría responder. Si vemos la filosofía, y en particular la filosofía política, como programa de acción, ella resulta un programa inaplicable. No porque desde hace milenios el hombre no haya intentado aplicar a su sociedad programas y derivaciones especulativas, sino porque desde Platón a Marx, estos "programas filosóficos" han fracasado; su resultado no fue el previsto ni el deseado. Esta tesis está expuesta a una objeción específica y a una perplejidad general. La objeción específica se vincula con Marx -que teorizó al "filósofo revolucionario" dirigido, no a comprender el mundo, sino a cambiarlo- y al marxismo entendido como filosofía de la praxis, y más precisamente de la "praxis subvertidora". Como veremos, esta objeción no procede. Queda en pie la perplejidad más general, según la cual la tesis de la inaplicabilidad del filosofar es válida para las filosofías de alto nivel ele abstracción -propiamente metafísicas- y acaso para las filosofías fuertemente racionalistas; pero no para las filosofías de ba lo nivel de abstracción las filosofías empiristas- y especialmente para el pragmatismo, para ese filosofar que teoriza la dependencia del pensamiento con respecto a la acción, y que incluso hace de la aplicación la demostración o la prueba de la verdad. Quien sostiene la no convertibilidad práctica del filosofar, estará en lo cierto mientras se refiera -hoy- a Hegel y a sus Esta perplejidad vuelve a plantear la consabida dificultad: la enorme variedad y no "reglabilidad" del filosofar. Hay filosofías de todas las especies, a todos los niveles; y no se puede generalizar, no se puede hablar de filosofía en bloque, a menos que encontremos un mínimo común denominador que las mancomune a todas. Y éste es realmente el punto que importa. VIII.3. La línea divisoria lingüística Los filósofos y los hombres de ciencia no se entienden; el lenguaje de los primeros les resulta incomprensible o inutilizable a los segundos, así como, viceversa, el lenguaje de los científicos les resulta oscuro o en todo caso trivial a los filósofos. En verdad que también en las ciencias, o entre las ciencias, hay poca o ninguna comunicación. Pero en este caso la razón es clara: toda ciencia crea su lenguaje especializado propio, que resulta comprensible por eso mismo solamente a los iniciados. En cambio no está clara la razón por la cual el filósofo y el hombre de ciencia no se comprenden o comunican ni siquiera cuando adoptan los mismos vocablos. Volvamos a partir de la consideración de que el saber científico encuentra su razón de ser distintiva en el presentarse como un saber aplicable, como un "conocer para intervenir". No es una empresa de poca monta. Pero es una empresa que no puede avanzar si no camina sobre las piernas adecuadas. Dejando la metáfora, todo saber pasa a través del instrumento de un lenguaje ad hoc, de un lenguaje apropiado para "servir" a los objetivos de ese saber. Por lo tanto, debemos fijar nuestra atención en el instrumento lingüístico. Y me parece que éste es el asidero que estábamos buscando. Después que se ha dicho todo, queda todavía por decir que la filosofía y la ciencia son usos lingüísticos diferentes, que se separan en función de sus respectivas preguntas de fondo. La interrogación perenne del filósofo se resume en un por qué; por supuesto, en un porqué" último, metafísico o metafenoménico, que involucra la ratio essendi. Por el contrario, la interrogación prioritaria del hombre de ciencia se resume en un cómo. Es obvio que en el porqué del filósofo va incluido un cómo; y viceversa, que en el cómo del científico va sobrentendido un porqué. No es que la filosofía "explique" y que la ciencia "describa". Es que en la filosofía, la explicación subordina a la descripción, mientras que en la ciencia, la descripción condiciona a la explicación. Todo saber "explica". La diferencia está dada por la investigación. La explicación filosófica no comprueba los hechos; los sobrepasa y los transfigura; la explicación científica, que presupone la investigación, emerge de los hechos y los representa. En este sentido, la filosofía puede caracterizarse como un "comprender ideando", mientras que la ciencia resulta típicamente un "comprender observando". Se infiere de aquí que la filosofía es tendencialmente un "comprender justificador", una explicación dada por la justificación; mientras que la ciencia es un "comprender causal", una explicación en términos de causalidad. Una primera consecuencia de esta división de fondo se aprecia en la distribución diferente -entre la filosofía y la ciencia- del conceptum con respecto al perceptum. En el vocabulario del filósofo predomina el concebir en el sentido de que no se le presta gran atención al percibir, a la afinación de los términos observables; mientras que la ciencia requiere y desarrolla un meticuloso vocabulario observadorperceptivo. Por supuesto que el percibir de la ciencia no debe hacernos pensar con una inmediatez sensorial. El perceptum no viene antes sino después del conceptum. Primero concebimos, y después [tasamos lo "concebido" por el filtro del redimensionamiento y la disposición de observación. No por azar la filosofía de la naturaleza precede a las ciencias de la naturaleza, así como la filosofía política precede a la ciencia política. Este cambio del conceptum al perceptum queda evidenciado y se consolida cuando una ciencia entra en la fase de las denominadas definiciones operacionales, es decir, cuando tiende a definir sus propios términos en función de las "operaciones" que permiten su comprobación empírica." El operacionismo obsérvese bien- es un requisito inherente a la relación entre la teoría y la investigación, y por lo tanto no es la operatividad la que inviste la relación entre la teoría y la práctica. Pero es claro que un cierto tipo de definición operacional le allana el camino, o en todo caso se lo facilita, a la aplicabilidad, a la conversión de la teoría en acción. Ello hace que la filosofía y la ciencia sean necesariamente diferentes, y por lo tanto determina en último análisis la diversidad de sus respectivos instrumentos lingüísticos. Podríamos decir también que la filosofía es tal por el hecho de basarse en un uso metaempirico del lenguaje, en el cual las palabras tienden a asumir -como diría Croce- un significado "ultrarrepresentativo". Significado ultra o metarrepresentativo, que da fundamento al predominio del conceptum y que aborda precisamente un mundus intelligibilis del cual busca el "sentido", la "esencia" y la justificación última. Por el contrario, la ciencia desarrolla un vasto vocabulario denotativo, es decir observador-descriptivo, en el cual las palabras significan lo que representan. De ahí el predominio del perceptum, de un comprender describiendo que aborda precisamente un mundus sensibilis del que busca las reglas de funcionamiento. Ello permite entender también cómo nunca el problema de la aplicabilidad se resuelve en el dominio de la filosofía sino en el de la ciencia. Para operar sobre la realidad hay que saber cómo es. Y para determinar cómo es, se requiere un lenguaje de observación, adaptado a las finalidades descriptivas y de relevamiento empírico, es decir, un uso lingüístico en el cual las palabras "están en lugar de" lo que representan. Es este uso descriptivo-perceptivo del lenguaje el que lo hace idóneo para la conversión de la teoría en práctica. El principio de diferenciación que aquí se ha propuesto no ha presidido la construcción del saber; es una "reconstrucción" de esa construcción. Una reconstrucción tanto más útil cuanto más se complica la construcción; y que ciertamente no es necesario hacer retroceder hasta los griegos. No tiene mucho sentido establecer la división entre filosofía y no filosofía cuando el árbol del saber era un único tronco. Pero en cambio esa división se hace tanto más pertinente cuanto más el árbol del saber se desarrolla y diversifica en múltiples ramas. Si no tiene mucho sentido clasificar a Aristóteles, sí lo tiene clasificar a Rousseau. Y tampoco es inconducente discutir si Marx fue filósofo o no, y si realmente llegó a liberarse de la filosofía hegeliana convirtiéndose en un sociólogo y un economista, de lo que personalmente tengo grandes dudas. Decía que Marx teoriza al filósofo revolucionario en base a una "unidad dialéctica" entre la teoría y la praxis caracterizada por la idea de una praxis subvertidora.19 Pero también el pragmatismo argumenta que es verdad en teoría sólo lo que es igualmente verdadero en la práctica. Así como Kant había sostenido, por el contrario, que lo que es verdad en teoría debe ser verdadero también en la práctica.29 Sí, ¿pero lo es realmente? Una cosa es teorizar el hacer y otra muy diferente saber hacer. Una cosa es teorizar la unidad dialéctica entre la teoría y la praxis, y otra cosa es actuarla. La prueba de la aplicabilidad reside en los hechos. Si una teoría es factible, lo debe demostrar en su hacerse. Y el hacerse del marxismo ha demostrado, de medio siglo a esta parte, no la unidad sino la disyunción entre la teoría y la praxis; que la praxis se vierte exactamente como no debería hacerlo, como la teoría no preveía y no quería. La inaplicabilidad de la filosofía de la praxis sólo puede sorprender a quien no se sitúa, y no sabe situarse, en el terreno operativo. No es que la sociedad de Marx no se realice porque su teoría se ha aplicado mal o no se ha aplicado; es que su teoría no es constitutivamente una teoría dirigida a afrontar problemas de actuación y capaz de resolverlos. No lo es, en primer lugar, porque el marxismo es todo fines y nada medios; todo prescripciones y ninguna instrumentación; todo exhortaciones y nada de ingeniería. Y no lo es, aun antes que eso, por la siguiente razón: que el lenguaje de Marx sigue siendo hasta el final un lenguaje metaempírico y metaobservador a despecho de sus intenciones; un lenguaje caracterizado por el "forzamiento del concepto" en el que Hegel había adiestrado a sus discípulos, ya fueran rebeldes o complacientes. El Estado cuya desaparición vaticinaba Marx no es el Estado del que hablan los politólogos; el valor-traba lo que él trata no es el valor del que hablan los economistas; su noción de clase no se puede identificar con la estratificación social a que aluden los sociólogos. Y así sucesivamente. El marxismo querría ser una filosofía de la praxis; pero para el consenso histórico resulta ser lo que es: una filosofía sin praxis, una teoría sin actuación. Si hay un ejemplo macroscópico de la inaplicabilidad constitutiva del filosofar, ese ejemplo es precisamente el marxismo. El "filósofo revolucionario" pudo, sí, desencadenar una revolución; pero fue desmentido por ella. De ese modo, su peripecia ilustra y confirma la distancia que va de la teoría del hacer a su factibilidad. Pasemos ahora a la objeción general: que la tesis de la inaplicabilidad del filosofar se demuestra fácilmente con las filosofías de alta elaboración abstracta, como el idealismo y sus derivados (no sólo el marxismo, sino también el existencialismo); pero que en cambio se hace difícil de demostrar en el caso del empirismo filosófico y de todas las filosofías de ba lo nivel de abstracción. Podemos convenir en que el salto o la discontinuidad entre la filosofía empírica y la ciencia empírica es sin duda menor; pero la discontinuidad sigue en pie; y ello porque la transformación del lenguaje -sea operacional u operativa -es una empresa de largo aliento, que no puede cumplirse, hasta que no se plantean los problemas de la investigación y las interrogantes propias del "comprender para operar". Tomemos una filosofía de escasa elaboración abstracta, como la de Bentham y los utilitaristas. No es difícil demostrar que de las premisas filosóficas del utilitarismo se pueden extraer los programas más opuestos de acción política. Lo mismo vale para el darwinismo político de Herbert Spencer. La cuestión reside en que la empiria no es de por sí aplicabilidad. Un nivel empírico de conocimiento facilita la conversión del pensamiento en acción, o la hace más próxima; pero un saber empírico no es por ello un saber operativo. Cuando León Bautista Alberti discurría sobre las "herramientas", el nivel de su discurso no podía ser más empírico, pero no por ello anunciaba la ciencia de la economía. No se me entienda mal; la tesis de que no se puede deducir la política de la filosofía, no constituye de ninguna manera un impedimento para enfrentarse a la filosofía como tal. Lo que critico es únicamente el abuso y el mal uso del filosofar; y sobre todo el error de quien se ejercita -a los fines de una ingeniería de la historiacon textos en los que no encuentra lo que debería buscar, y se engaña con lo que encuentra. El filósofo como tal no merece ningún reproche, salvo el de dejar de actuar corno filósofo. En una época científica, también la filosofía está llamada a hacer un examen de conciencia; pero sólo para reencontrarse a sí misma y retomar su propio camino. Que no es superponerse a la ciencia ni ser únicamente su momento mayéutico y metodológico. Reducir la filosofía a la epistemología de la física, o limitarla al análisis del lenguaje, es traficar una parte por el todo. La filosofía ha sido acusada de constituir un "saber infecundo"; pero quien acepta esta crítica es en verdad la víctima de un comple lo de la ciencia. No se trata únicamente de que el saber fecundo germina en el seno mismo del que se considera infecundo; se trata de que la filosofía crea las ideas, crea los valores; y no puedo concebir fecundidad mayor. Con esto también queremos dejar establecido que la tesis de la inaplicabilidad del filosofar no debe ir acompañada por una subestimación, de la "eficacia práctica" del filosofar. Sería absurdo, dado que es la filosofía la que elabora las visiones del mundo. Marcar los límites del filosofar significa al mismo tiempo delimitar también la ciencia. Así como el filósofo no puede subrogar al hombre de ciencia, el hombre de ciencia no puede suplantar al filósofo. Con esto no quisiera que se entendiera mal mi insistencia sobre la relación entre la ciencia y la práctica. Decir que la ciencia nace de la exigencia de observar una realidad sobre la que se quiere "operar", no equivale a afiliarse a una visión mezquinamente practicista de la ciencia. La ciencia es básicamente ciencia "pura" que sirve a una finalidad científica; y por lo tanto la finalidad científica no es de por sí una finalidad práctica. Lo que no quita que la finalidad científica y la finalidad práctica sean como dos líneas destinadas a converger, aun a despecho de fricciones puramente incidentales. Basta considerar que la aplicación es sustitutiva del experimento en aquellas ciencias que no son experimentales. Recapitulemos. He sostenido que todo filosofar encuentra su mínímo común denominador en un lenguaje metaobservador dirigido a "explicar ideando", un lenguaje determinado, por el concebir mucho más que por el percibir. De ello se infiere que el saber filosófico se diferencia siempre del conocer científico cuando menos en este aspecto: por una instrumentación lingüística que no satisface el requisito operacional (la investigación) y mucho menos las exigencias operativas. Dicho de otro modo, la ciencia se caracteriza por una aplicabilidad que la filosofía no posee. Obviamente, ese fundamentum divisionis indica sólo una línea tendencial, señala predominancias. Tratándose de una reconstrucción ex post, no refleja una división de objetivos y de competencias que los interesados busquen conscientemente. Pero por esto mismo no es válido argüir que la filosofía y la ciencia -tal como aquí las hemos separado- suelen encontrarse mezcladas. Aceptar esta comprobación equivale a santificar el pasado y perpetuar sus errores. Podrá ser verdad que la literatura ofrece híbridos en abundancia y que seguimos programando soluciones filosóficas para los problemas prácticos; pero si entendemos que éste es un error, entonces hay que separar los dos elementos y encontrar un criterio válido de reconstrucción en vistas al futuro, que divida de ahora en adelante lo que hemos mezclado en el pasado. VIII.4. Cientificidad y no valorabilidad Habíamos quedado en la ciencia política en sentido lato; un modo autónomo de estudiar la política en su autonomía. Una acepción que se va precisando a medida que tiene lugar su separación de la filosofía política. Pero de este modo vemos a la ciencia política desde fuera, sobre todo por lo que no es. Veámosla ahora desde dentro, por la forma como se viene haciendo y "cientifizando". Esto es, examinemos cómo se pasa de la acepción lata a la acepción estricta de la disciplina. Las fases y los aspectos del procedimiento científico son múltiples. Algunos son comunes a todas las ciencias; otros no. Un elemento común y de punto de partida, sobre el cual nunca se insistirá bastante, es la elaboración de un lenguaje. A este respecto, la regla general es que toda ciencia se presenta a un mismo tiempo: 1) como un lenguaje conceptualizado, que se construye a partir de la reflexión sobre la propia instrumentalidad; 2) un lenguaje crítico, en el sentido de que nace por la corrección de los defectos o carencias del lenguaje común u ordinario; 3) un lenguaje especializado que desarrolla un vocabulario técnico y esotérico, y 4) un lenguaje que permite la acumulabilidad y la repetibilidad. En concreto, un conocimiento del tipo "ciencia" requiere y presupone estas operaciones onomatológicas: primero, la definición y por consiguiente, la estabilización (relativa) de los propios conceptos que maneja; segundo, la creación de palabras nuevas con el fin de disponer de un vocabulario adecuadamente preciso y articulado; tercero, la adopción de una sintaxis lógica precisa. Establecidos los requisitos onomatológicos, las diversas etapas y momentos del procedimiento científico se pueden resumir de este modo: a) construcción de conceptos empíricos; b) construcción de clasificaciones y taxonomías; c) formulación de generalizaciones y leyes tendenciales, de regularidad o probabilística; d) teoría entendida como conjunto de generalizaciones interconectadas, como esquema conceptual ordenador y unificador. En sustancia, en el comienzo predomina el momento del relevamiento descriptivo (la fase clasificatoria de toda ciencia), al que sigue el momento de la explicación causal y de la sistematización teórica. En conjunto, la ciencia se configura como una "explicación empírica" que se basa en el relevamiento de hechos, dirigida a alcanzar "previsiones" del tipo si-entonces, que constituyen su comprobación y su dimensión operativa. Hasta aquí los requisitos comunes -satisfechos de modo más o menos adecuado-, de todo conocer que pretenda ser científico. Pero donde las ciencias se separan obligadamente es en sus procedimientos y técnicas de control. Un saber científico no es tal si sus hipótesis y generalizaciones no pueden comprobarse (o darse por falsas), es decir si no se puede controlar. En el plano de los principios está claro que todas las ciencias se hallan igualmente interesadas en la totalidad de los modos de control posibles. Pero en el plano de los hechos, toda ciencia se debe conformar con los controles de que es capaz. No por azar la diferencia fundamental se estableció entre ciencias experimentales y no experimentales, es decir entre las ciencias que pueden utilizar el control del experimento o no. Grosso modo, la comprobación del acierto o el error de las afirmaciones de hecho puede efectuarse de cuatro maneras diferentes: el experimento, el control estadístico, el control comparado, el control histórico. No parece necesario explicar por qué el método de control más eficaz -el experimento- resulta casi inaccesible para las ciencias del hombre, con excepción de la psicología. El control estadístico se utiliza ampliamente en economía, y en medida bastante menor en sociología. También la ciencia política recurre cuando puede al tratamiento estadístico; pero los datos cuantificadores de que dispone suelen ser insuficientes, o muchas veces triviales, y a menudo de dudosa validez. Se infiere de ello que en la mayoría de las ocasiones el politólogo no tiene opción; debe recurrir al control comparado y, como hipótesis subordinada, al control histórico (que en sustancia es una comparación longitudinal o diacrónica). En el ámbito de estas premisas, ¿cuándo apareció una ciencia política en sentido estricto, que nos permitió diferenciar entre una fase precientífica de la disciplina y su fase propiamente científica? La transición entre una y otra tuvo lugar alrededor de los años cincuenta, en función de la denominada "revolución behaviorista". Naturalmente, esta revolución se incubaba desde hacía tiempo. La introducción de las técnicas cuantitativas se remonta a Stuart Rice y a Harold Gosnell, y muchas premisas las habían planteado entre 1908 y 1930 Bentley, Merriam y Lasswell. Pero recién se puede hablar de un viraje de la disciplina en su conjunto, a partir de la segunda Guerra Mundial. Al decir de David Easton, el comportamentismo (behavioralism) modifica la ciencia política tradicional en ocho aspectos distintos. Entre ellos pueden señalarse: 1) la búsqueda de la regularidad y la uniformidad; 2) la subordinación de toda afirmación a la comprobación empírica; 3) la adopción de métodos y técnicas de investigación precisos; 4) la cuantificación; 5) la no valoratividad. Dicho en pocas palabras, la revolución behaviorista es la aplicación efectiva del "método científico" al estudio de la política. Las características distintivas de esta cientificación se reflejan sobre todo en tres desarrollos: la investigación, la cuantificación, la matematización. Como ya he señalado, es demasiado pronto para discernir si esta vez será fecunda la confluencia entre la matemática y la política, y hasta qué punto lo será. Por lo demás, importa advertir que en este desarrollo no se produce solamente la adopción de un modelo o paradigma "fisicalista"; también pesa la influencia de los economistas, y sobre todo la exigencia de introducir en la disciplina una síntesis lógica rigurosa y precisa, es decir el "poder deductivo" propio de la formalización matemática. Y mientras la adopción del modelo fisicalista justifica la acusación de perfeccionismo indebido, en cambio es indudable que la ciencia política tiene mucho que aprender del desarrollo matemático de la economía y que el rigor lógico de un adiestramiento matemático constituye una adquisición positiva. En mérito a la cuantificación o mensurabilidad, y por consiguiente al tratamiento estadístico de los datos, el problema no reside en saber si la ciencia política debe convertirse o no en cuantitativa. El problema es si los datos cuantitativos disponibles, o cuya adquisición podemos prever razonablemente, son "relevantes" a los fines de los problemas que se plantea el politólogo. Nadie cuestiona que una medición es mejor que una estimación puramente impresionista, hecha a ojo. Lo que se cuestiona es que la ciencia política pueda remitirse y reducirse al dominio de lo cuantificable. En la medida en que la naturaleza de los datos (si serán cuantitativos o no) determina cuáles son los problemas, la ciencia política corre el riesgo de descubrir "más y más" en mérito al "menos y menos"; de volverse precisa, incluso exacta, pero sobre cosas triviales. Bienvenidos sean, pues, los datos cuantitativos que se prestan para un tratamiento estadístico; pero el hecho de que sean datos expresables en números no los hace de por sí importantes, no constituye un criterio de relevancia. El desarrollo indiscutible y central de la revolución behaviorista es, pues, el indicado en primer término; la investigación entendida como una conjunción complementaria entre el traba lo de escritorio y el traba lo de campo. Es allí donde e! behaviorismo deja su impronta decisiva. La investigación no es solamente adquisición de datos, sean cuantificables o cualitativos, y por lo tanto adquisición de nuevas informaciones y elementos de comprobación. La investigación modifica en primer lugar la naturaleza de la información, que ya no es suministrada por la experiencia histórica sino por la observación directa mediante el traba lo de campo. En segundo lugar, la investigación termina por transformar el lenguaje, aunque sea inadvertidamente, pues requiere que los conceptos sean llevados a sus propiedades observables; es decir que exige definiciones operacionales. Es esta operacionalización la que nos dice qué podemos y debemos buscar. Y por lo tanto los frutos de la investigación no se contabilizan únicamente en el plano de la información, sino mucho más en el plano de la creación de un lenguaje observadorperceptivo, capaz de una verdadera disposición empírica. Entre los contenidos distintivos de la ciencia política behaviorista, sólo me he referido hasta ahora a la Wertfreiheit, al "liberarse del valor"; y esto no sólo porque debamos atribuirle a Max Weber lo que le corresponde, sino también porque el principio de la no valoratividad se aprecia mejor al final, después de haber examinado todo lo demás. Por lo menos desde hace treinta años, la Wertfreiheit es el gran caballito de batalla, no sólo entre filósofos y no filósofos, sino también dentro de las ciencias sociales. En cuanto al primer aspecto, ya señalé el límite entre la filosofía que "prescribe valores" y la ciencia que "afirma hechos". En cuanto al segundo, indiqué el límite entre los tradicionalistas, tachados de ser valorativos, y los jóvenes turcos del behaviorismo. Es curioso observar que hoy los papeles se han invertido; son los behavioristas los acusados de "no valoratividad conservadora", mientras que la nueva izquierda predica y reclama la "libertad de valorar". Pero antes debe establecerse que el status lógico y epistemológico de la cuestión está todavía muy lejos de nosotros. En primer lugar, no tenemos claro qué son los "valores"; y mucho menos la diferencia entre valores y "valoraciones". En segundo lugar, el nexo "valores-prescripciones" es frágil; porque no se puede afirmar que una prescripción está siempre en función de una valoración. De este modo se confunden los imperativos axiológicos con los imperativos técnicos, es decir con las reglas de concordancia entre los medios y los fines. En tercer lugar, queda por resolver el nudo de la Wertbeziehung, de la weberiana "relación con el valor". Aun suponiendo que el observador no sea valorador, los observados sí lo son; y no sólo porque "valoran", sino porque usan un lenguaje embebido hasta la médula de connotaciones que aprueban o que reprueban, de filia o de fobia. Ello le plantea al observador el problema de cómo "recibir" el lenguaje de los observados. Si no lo recibe, resultará un mal observador. Si lo recibe tal cual, recibirá un lenguaje valorativo que lo expone a la acusación de no ser rvertfrei. Quizás la solución consista en establecer reglas de transformación, que estamos muy lejos de haber encontrado. El problema es realmente intrincado. Con tanta mayor razón, pues, conviene verlo en perspectiva, en las proporciones debidas y distinguiendo entre los dos casos: el que se ocupa de la delimitación entre la filosofía y lo que no lo es, y el que se centra en la polémica intestina entre los politólogos. En cuanto a la relación entre la filosofía y la ciencia, la dicotomía entre los valores y los hechos no merece un lugar preeminente; como tal debe considerarse fuera de lugar. Más bien conviene volver a verla en función de la diferenciación in itincre entre un uso metaempírico y un uso empírico del lenguaje. Los valores y las connotaciones valorativas, le guste o no a la filosofía analítica, son un elemento constitutivo de un lenguaje dirigido a captar el sentido de la vida, la esencia de las cosas y la razón de ser (teleológica, no causal) del mundo; es decir, del lenguaje filosófico. Por el contrario -se quiera o no-, el discurso valorativo no encuentra un vehículo adecuado en el lenguaje científico. Un saber dirigido a atenerse a las causas y a explicar describiendo, no posee un genuino potencial axiológico; a lo sumo declara o da por sobrentendido valores que son harina de otro costal. En esta perspectiva, la separación entre el discurso teleológico, normativo y axiológico de un lado, y el discurso etiológico y no valorativo del otro, se resuelve a la larga en una separación entre lenguaje filosófico y lenguaje científico, en función de esta regla de máxima: que el potencial axiológico del lenguaje se vuelve tanto menor cuanto mayor se vuelve su potencial empírico, la disposición de observación. Es así que el lanzamiento de una "ciencia valoradora" por parte de los cuestionadores y de la nueva izquierda, no se manifieste en formulaciones filosóficas o de sociología filosofante, es decir volviendo a aquel lenguaje "poético" que caracterizó desde siempre al pensamiento especulativo. Vayamos ahora a la polémica sobre la Wertfreiheit, que desgarra por dentro a la ciencia política y también a la sociología. Aquí debemos distinguir entre dos interpretaciones, cuando menos: la tesis de quienes recomiendan la neutralización y la tesis de quienes propugnan la cancelación de los valores. La primera escuela se configura en torno a estas recomendaciones: 1) separar los juicios de hecho de los juicios de valor; 2) explicitar los valores que se incluyen en sus premisas, o afirmar y describir antes de valorar, y 3) atenerse a reglas de imparcialidad, como la de presentar con equidad los diferentes puntos de vista de valor. Es claro, estas reglas no eliminan los valores; se limitan a neutralizarlos. Para esta interpretación lo importante es no confundirse, no cambiar el "deber ser" por el ser, y no contrabandear preferencias de valor ba lo la apariencia de hechos. Esto equivale a decir que los valores y las valoraciones no constituyen un obstáculo para un saber científico, siempre que se les identifique como tales, que estén en su lugar, y que no perturben los relevamientos descriptivos. La segunda escuela aspira a algo más y algo diferente, aunque de una manera dispersa y más confusa: a un verdadero "vacío de valor". Los valores no deben desaparecer solamente a parte subiecti, como valoraciones del observador, sino también a parte obiecti, en el registro de las cosas observadas. En definitiva, se debe poner el acento sobre la "purificación" del lenguaje, es decir sobre la construcción de un lenguaje aséptico, de un vocabulario que cancele todas las connotaciones de valor. La objeción consiste en que de este modo generamos problemas gigantescos que no sabemos resolver. Por ejemplo, la "caza del valor" deja realmente sin resolver el problema de la Werlbeziehung, de cómo el observador se relaciona con los valores de los observados. A ojos vistas se debe comprobar también que lo que se gana en no valoratividad por la esterilización del vocabulario, se paga en pérdida de precisión; el gravamen que recae sobre la "lengua neutra" es una menor capacidad de individualización, un menor poder discriminativo. Lo cual se explica, dado que el modo más simple de depurar un concepto es hacerlo más "abstracto" u omnicomprensivo. Pero a todas estas críticas se puede responder diciendo que un programa de difícil traducción en actos no es por esto un programa equivocado, y que lo que no se logra de inmediato se puede lograr a la larga. Como quiera que sea, lo que debe quedar establecido es que las dos tesis son diferentes, muy diferentes, y que no sirve defender o atacar la Wertfreiheit sin precisar de qué no valoratividad estamos hablando. En definitiva, la primera tesis -la de la neutralización de los valores— se resuelve en un puro y simple "principio regulador", en regias dirigidas a fundar la imparcialidad, y en este sentido la objetividad de la ciencia. En sustancia, esta Wertfreiheit se presenta como una ética profesional. Bobbio lo dice muy bien: "la no valoratividad es la virtud del hombre de ciencia, así como la imparcialidad es la virtud del juez". Pero si el juez no puede ser siempre perfectamente imparcial, no se deduce de ello que haya que recomendar no serlo. Del mismo modo, reconocer los límites de la objetividad científica no autoriza a teorizar el derecho a la subjetividad sectaria, ¿Y cómo desconocer la importancia de una ética profesional para una disciplina "politizable" como la ciencia política? La segunda tesis -la de la tabula rasa- no se presenta en cambio como un principio regulador, sino como un "principio constitutivo". El impacto es grande, y para justificar sus inconvenientes y dificultades se debe demostrar que la purificación del vocabulario -porque hay que llegar a esto- es una condición taxativa de cientificidad. Esta Wertfreiheit se justifica, en suma, sólo si demostramos que es un requisito epistemológico, y hasta la línea divisoria entre lo que es y lo que no es ciencia. Y queda perfectamente claro, por lo tanto, que quien defiende la primera tesis no puede defender la segunda; así como que el rechazo de la segunda tesis no implica necesariamente la primera. Concluyo. En el dominio epistemológico, me parece difícil sostener que un saber científico depende en primerísimo y determinante lugar de su no valorabilidad. Quien eleva la Wertfreiheit a la categoría de requisito primario y sine qua non de la cientificidad, peca de exageración y hasta de simplismo. Los requisitos que presiden la formación de un lenguaje científico son bastante más determinantes. Ciencias como la psicología y la economía hicieron su camino persiguiendo y presuponiendo de modo más o menos implícito fines de valor. La medicina no se perjudicó por considerar que la salud es un bien. De aquí parece desprenderse que la no valorabilidad es un "principio regulador" y no un principio constitutivo. Conclusión que no sólo le devuelve a la discusión sus debidas proporciones, sino que además clarifica sus términos. Mientras la neutralización de los valores resulta, cuando menos para la ciencia política, un principio regulador de fundamental importancia, la elisión de los valores se presenta como un principio constitutivo que está por demostrarse. Quien suscribe la primera Wertfreiheit, no está obligado a suscribir la segunda. Y es la segunda Wertfreiheit, en mayor medida que la primera, la que le brinda argumentos a quien predica una "ciencia valoradora" que es a la vez mala filosofía y pésima ciencia. VIII.5. Un balance ¿Cuál es el balance de la cientifización del politólogo en el transcurso de los años setenta? La mayoría se lamenta de que la ciencia política no sea bastante "ciencia"; pero es más interesante preguntarse qué habría ganado con esa cientifización. Los excesos de la revolución behaviorista fueron reconocidos y corregidos en buena parte por los mismos culpables. Así, la fase hiperfactualista y crudamente cientificista quedó en vasta medida superada. Más tarde las perplejidades se dirigieron al tecnicismo excesivo y el abuso de fórmulas matemáticas cuyo mucho ruido oculta las pocas nueces. También el exceso de operacionismo provoca fundadas perplejidades. Se debe alabar la operacionalización del lenguaje en la medida en que produce ese lenguaje observador-perceptivo sin el cual no hay verdadera disposición empírica; pero también hay que darse cuenta de los límites del operacionismo, del hecho de que las definiciones operacionales desarrollan la extensión o denotación de los conceptos en perjuicio de su extensión o connotación. De aquí se infiere que un operacionismo obsesivo y mal dirigido atrofia a la teoría, daña la fecundidad teórica de los conceptos. A pesar de estas reservas y de otras más, se puede convenir con Easton en la siguiente conclusión: que en los años sesenta tuvo lugar la transición de la ciencia política "sintética" a la ciencia política "teorética", Lo que queda por demostrar es si los excesos del operacionismo, la cuantificación y el matematismo impidieron el desarrollo paralelo de la construcción teórica. Es cierto que, teóricamente hablando, la disciplina se encuentra en plena diáspora. Son incontables los esquemas conceptuales y las aproximaciones entre las que se puede optar: desde la teoría general de los sistemas a las teorías cibernéticas, estructural-funcionales, decisionales, estocásticas, del grupo, de los papeles, del conflicto, del desarrollo, del poder y otras más; y el conjunto, especificado y entretejido de maneras muy diversas. Pero debe subrayarse que este estado de confusión refleja el nacimiento endógeno de la teoría, esto es, la afirmación de una teoría que no es ya un préstamo o un tertium genus, sino el fruto de la reflexión que efectuaron los politólogos sobre las cosas que afirman y que buscan. De hecho, también la teoría está aprendiendo a utilizar el "lenguaje de las variables", signo característico y caracterizador de una reflexión teórica que surge ab inlus. Y por lo tanto parece lícito ver esta multiplicidad de aproximaciones y teorizaciones como una crisis fecunda, como una crisis de crecimiento. Obviamente es muy difícil generalizar. La dificultad no reside solamente en la fase altamente dinámica de la disciplina; se encuentra también en el número de sus cultores. En los Estados Unidos, las entidades dedicadas a la ciencia política son más numerosas que las dedicadas a la sociología, y el número de politólogos de profesión puede estimarse aproximadamente en ocho mil. No puede sorprender entonces que tales números produzcan de todo un poco, en extraordinaria variedad de contenidos, indicaciones y direcciones. Eso sin contar la tradición inglesa, y en general de la Europa continental, que refleja el impulso dado a la disciplina por su renovación norteamericana, pero que mantiene -para bien y para mal- sus características propias. En general, y generalizando, en Europa la ciencia política está retrasada en la medida en que todavía no ha incorporado la dimensión de la investigación. Además, su cientifización es sin duda menor. Pero no quiere decir que esto constituya solamente un déficit. En seguida pasaremos a ver, volviendo a la pregunta inicial, qué ganó hasta hoy la ciencia política con su cientifización behaviorista. Porque también en el ganar se puede perder. Si los méritos y frutos científicos de la revolución behaviorista son innegables, la otra cara de la medalla reside en que el progreso de la ciencia se ve contrabalanceado por el retroceso del objeto, es decir de la política. Pues la manera de enfocar behaviorista conduce a una percepción "difusa" y "horizontal" de la política, y por consiguiente a la dilución y periferización de la politicidad. Hay que recordar que el behaviorismo es en su origen un movimiento interdisciplinario, es decir el "método común" de todas las ciencias del hombre. In primis, pues, el behaviorismo es la ciencia común a todas las ciencias que aportan sus preceptos. Todas estas ciencias son behavioral sciences antes de ser ciencia política, sociología, psicología, y hasta si se quiere economía de tipo comportamentalista. Hasta aquí no habría nada que objetar. Los métodos y técnicas de indagación son por definición un patrimonio interdisciplinario, un reservorio al que recurren todas las ciencias en la medida en que un método o una técnica resultan idóneos y utilizables. El problema reside en determinar si esta unidad metodológica de las ciencias comportamentalistas debe entenderse como una superación de la división del traba lo cognoscitivo, y por consiguiente de las especializaciones disciplinarias; o hasta qué punto ello es así. Ello nos transporta a la vexata quaestio de la unidad de la ciencia. ¿Esta unidad reside en una plataforma metodológica común desde el punto de partida, o bien debe darse también en el plano de las ramificaciones disciplinarias? El movimiento behaviorista se proclama interdisciplinario, no "reduccionista"; pero contiene, lo quiera o no, un potencial reduccionista. Por ejemplo, es indudable que el behaviorismo contribuyó a la "sociologización de la política", es decir a la reducción de la ciencia política a la sociología política; y esto porque los fenómenos a cuya observación le otorga preferencia, son los mismos fenómenos observados por el sociólogo. Pero por esto mismo el behaviorismo plantea una cuestión de principio aunque sea sin proponérselo. Si hemos de creer a la solución reduccionista, no se ve por qué el tema debe detenerse en este punto: que la ciencia política es parte de la sociología. Porque de la misma manera, también la economía podría considerarse parte de un contexto más amplio, y entonces habría que reducirla a la sociología de la economía. Después de lo cual habría que pasar a sostener que también la noción de sociedad es una construcción teórica en el aire, pues en realidad lo que existe son únicamente "relaciones sociales", vínculos intersubjetivos que se remiten a esas unidades últimas -indescomponibles, concretas y observables- que son los individuos particulares. Al final, si nos sujetamos a esta lógica, también la sociología tendría que desaparecer, reabsorbida en la psicología, por ejemplo; o en todo caso, en la psicología social. Lo que queda por demostrar es si de este modo nuestro saber sería mayor y más completo que hoy. Dudo firmemente de que lo fuera. Con esto no se pretende sostener que la actual subdivisión disciplinaria entre las ciencias del hombre sea intocable. Lo que sigue siendo irreversible -a despecho de las ironías fáciles sobre las barreras disciplinarias- es la división y especialización del traba lo cognoscitivo. La ratio de esta especialización puede ser diferente de la que es; pero tiene que ser exactamente una ratio. Y mientras se espera encontrarla, importa ver en concreto cómo funciona la "recuperación interdisciplinaria" sugerida por el behaviorismo. Decíamos que a impulsos de los cánones y de la perspectiva que le son propias, el behaviorismo se ve inducido a ver la política en su difusión horizontal mucho más que en su verticalidad. Para comprobarlo, basta comparar la behaviorización con la juridización de la política, esto es, con la escuela institucional-legalista que fue en su origen la Staatslehre, la doctrina del Estado. Como reacción ante el "legalismo" los behavioristas tenían razón, así como tenían razón cuando decían que la política no es coextensiva con el ámbito del Estado, y mucho menos encasillable en él. Pero su polémica va más lejos. Puesto que las estructuras formales (jurídicas) no son las estructuras reales, ¿qué son y cómo se identifican las estructuras que interesan al politólogo? Almond, y con él la mayoría de los behavioristas, definen la "estructura" de este modo: "actividades observables que componen el sistema político"; actividades que son estructuras en cuanto "se comprueban con una cierta regularidad". La preocupación comportamentalista se ve muy claramente. Pero de este modo, las estructuras políticas quedan vaporizadas. En definitiva, las estructuras se ven reducidas a "funciones", lo que da bien la idea de las estructuras sociales, pero no de las estructuras políticas determinadas por el ordenamiento jurídico-constitucional. El enfoque que se adecúa al modo como se estructura la vida social -la esfera de los sponte acta- no se adecúa en cambio al modo como se estructura deliberadamente un sistema político. Por lo tanto, la ciencia política behaviorista termina por girar en torno a algo que no apresa nunca; pues sólo puede apresar la periferia, pero deja escapar el epicentro de la política. ¿Cuál es entonces el sector, el ancho sector, de los fenómenos políticos, que desaparece de la visual del behaviorista ortodoxo? Es todo lo que acontece en la denominada "caja negra"; negra, precisamente, para quienes quedan fuera de ella y la miran desde el exterior. Lo que el behaviorista ve poco y mal es todo el trayecto que va desde los inputs, lo que está dentro del sistema político, hasta los autputs, lo que sale fuera de él. Desde la perspectiva behaviorista, este trayecto se resuelve en un proceso de "transformación" de los inputs en outputs. Pero lo que se les escapa es cómo el sistema político puede consistir también, y tal vez sobre todo, en un sistema de producción de decisiones políticas. Por supuesto, estas observaciones valen para la ciencia "normal". Autores como David Easton y Karl Deutsch lanzan la acusación de haber ocultado la "caja negra". Por el contrario, lo que sabemos de la mecánica del sistema político, lo obtuvimos sobre todo de ellos. Easton, y con él muchos otros, saben muy bien cuántas decisiones, con frecuencia determinantes, son withinputs, están dentro "del dentro", es decir son generadas por las interacciones entre los actores que se encuentran en el vértice del sistema político. Sin embargo, la idea más recibida y apreciada por la ciencia normal es que el sistema político consiste en un sistema de transformación de inputs, no de autónoma producción de decisiones. Entendámonos, no es que la "crisis de identíficabilidad" de la política sea totalmente imputable al behaviorismo. Ya hemos señalado que la dilución horizontal de la política refleja su masificación, y más todavía su democratización. Queda por recordar que la idea de política se vuelve difusa y evanescente también en función de su "globalización", como consecuencia de la extensión global que caracteriza a la nueva política comparada. En el Tercer Mundo y en los denominados países en vías de desarrollo, encontramos sociedades que, comparadas con las nuestras, resultan sociedades "sin Estado", vale decir, con una estructura política informe, o en todo caso difusa y no especializada. De aquí proviene una dilución de la política, que refleja la tentativa de dar una definición mínima de ella, que pueda valer para cualquier conglomerado humano (incluyendo al denominado sistema político de los esquimales). Pero si la crisis de identidad de la política es el producto de toda una serie de circunstancias concomitantes, quizás el factor particular de mayor peso sigue siendo el tipo de cientificidad del behaviorismo, que lleva a una ciencia guiada por la retroalimentación de los datos. Necesitamos datos; si están cuantificados, mejor; y si consisten en grandes números, todavía mejor. Ahora bien, el grueso de los datos de esta naturaleza, está constituido por datos socioeconómicos tomados de las estadísticas. De aquí se deriva la difusión horizontal y periférica de la política, que nos lleva a ver de dónde nace, en perjuicio del dónde cristaliza. Pero hay más. La cuestión reside en que si los datos a los que atendemos son datos económicosociales, de ellos debemos extraer la explicación. Este tipo de información precondiciona la interpretación; de datos económico-sociales es forzoso extraer explicaciones de tipo económico-social. No se deduce de ello que los politólogos behavioristas estén obligados a explicar la política mediante la sociología o la economía; pero sí ciertamente se desprende que la política se vuelve un explanandum, cuyo explanas es suministrado y condicionado por datos que podríamos llamar hipopolíticos, de ba lo tenor de politicidad, y a menudo de discutible e indirecta relevancia política. Y de este modo la retroalimentación de los datos -de los datos privilegiados por el behaviorismo- nos remite a la heteronomía de la política, a la política explicativa ab extra. La behaviorización de la ciencia política, pues, con todos sus méritos, vuelve a cuestionar la autonomía de la política. El tratamiento se refleja sobre el objeto. Si la ciencia es el cómo, ese cómo desenfoca e incluso sofoca el qué. De ahí la acusación que se le dirige al behaviorismo, si llevamos las cosas al extremo, de propender a la desaparición de lo que es político.36 No hay nada de paradójico en este desarrollo. Por el contrario, es lógico que una ciencia política stricto sensu, que quiere ser ciencia a toda costa, deba dejar fuera lo "no cientificable". Esta conclusión refuerza la previsión de que el navegar futuro de la ciencia política seguirá siendo peligroso y difícil. En la medida en que se descuida a la política -ya sea porque se la deja en la periferia o se la declara heterónoma- la política escapa de las manos y se convierte en una fuerza "fuera de control". En un extremo, es la ciencia la que devora a la política; en el extremo contrario, es la política la que devora a la ciencia. Los dos extremos se tocan y se convierten uno en otro. Es función del politólogo impedirlo, si de vera es tal. IX. EL MÉTODO DE LA COMPARACIÓN Y LA POLÍTICA COMPARADA En cierto sentido, es verdad que en toda la ciencia política subyace, aunque sea de modo implícito, un marco de referencia comparado. El politólogo que examina un caso particular debe tener presente el contexto general, o cuando menos debería tener presente otros casos. De otro modo, su análisis del caso particular resultará desubicado. Sin duda es así. Pero ésta es sólo una verdad trivial. Partamos de la siguiente premisa: que cualquier discurso se vale de conceptos que, bien mirados, son "generalizaciones disfrazadas". No es excepción de esta regla ni siquiera el discurso del historiador. Por más que se sostenga que el conocimiento histórico es conocimiento de lo individual, o individualizador, y que la historiografía no es una disciplina nomotética, sigue siendo verdad que también el historiador generaliza, lo quiera o no. Pero si todos generalizan en alguna medida, el problema de la validez de nuestras generalizaciones se le plantea únicamente a quienes generalizan a sabiendas y a propósito. La cuestión es la siguiente: ¿cómo comprobar, o demostrar que es falsa, una generalización? Y mi discurso comienza a partir de aquí. Será también verdad que no se puede estudiar la política sin comparar; pero la política comparada se presenta como tal, sólo cuando las comparaciones se vuelven, de implícitas y casuales que eran, explícitas y sistemáticas. Procediendo por orden, la primera pregunta es: ¿por qué comparar La segunda, ¿qué es comparable? Después de lo cual entramos en lo más vivo del tema, y entonces se puede pasar a la pregunta: ¿cómo comparar? IX.1. Control comparado y control histórico ¿Por qué comparar? ¿Para qué sirve? La respuesta es simple: la comparación es un método de control de nuestras generalizaciones, previsiones o leyes del tipo "si... entonces...". Digo un método de control porque obviamente no es el único. No es ni siquiera un método de control poderoso. Pero el método comparado tiene de su parte el llegar hasta donde otros instrumentos de control no llegan. Grosso modo, las ciencias del hombre se valen de cuatro instrumentos o técnicas de comprobación. Siguiendo un orden de "fuerza de control" decreciente, ellas son: 1) el método experimental; 2) el método estadístico; 3) el método comparado; 4) el método histórico.37 Por descontado que el método experimental es el más seguro, el más satisfactorio. Pero sólo de una manera intuitiva puede utilizarse este método (con mucha aproximación) para problemas de micro- análisis. Ampliamente aplicado en psicología, es de difícil aplicación en ciencia política y sociología, más allá del ámbito de los pequeños grupos. También es obvio, en segundo lugar, que el instrumento estadístico constituye una técnica de control a utilizar toda vez que sea posible. A este respecto, la dificultad no reside únicamente en que se requieren grandes números. La gran dificultad posterior es que, en materia política y social, los datos susceptibles de un tratamiento estadístico son de validez y atendibilidad sospechosa.38 La comparación es, pues, el método de control en el cual estamos obligados a refugiarnos las más de las veces. Cuando el experimento es imposible, y cuando faltan datos pertinentes y suficientes para un tratamiento estadístico, no tenemos opción; debemos comprobar (o verificar si es falso) comparando. De todo lo anterior se deduce también que no debemos confundir el "método comparado" con la "comparación estadística". Es evidente que también con los datos estadísticos hacemos comparaciones, o podemos hacerlas. Pero una cosa son las reglas de control estadístico, y otra las reglas de control comparado. También podemos decirlo de este modo, cuando hablamos de método comparado, se entiende que estamos ante problemas que no se pueden resolver por la vía estadística. El método histórico viene último en mi lista, porque es el más débil. Tan débil a los fines del control, que muchos sociólogos y políticos ni siquiera lo toman en cuenta. Pero si hacen eso se equivocan, o son desagradecidos. Después de todo, la historia es un inmenso depósito de experiencias, experiencias (no experimentos) de las que extraemos o podemos extraer confirmaciones o desmentidos. Por lo tanto, "negar la historia" por principio resulta absurdo y es dañarse a. sí mismo. El problema no consiste en si la historia es una fuente preciosa de datos que se pueden alcanzar; no hay duda de que lo es. Las perplejidades surgen sobre el cómo-, cómo utilizar el material histórico para nuestros fines, que son -recordémoslo- fines de control. Queda claro que una cosa es el método historiográfico del que se vale el historiador para conocer la historia, es decir, para hacer historiografía; y otra muy distinta es el control histórico que interesa al politólogo para hacer ciencia política (y al sociólogo para hacer sociología). El politólogo no es un historiador, y no hace historiografía. Le interesa únicamente el control histórico, vale decir un "tratamiento de la historia" apropiado para comprobar las leyes o para generar hipótesis generalizadoras. Por esto resulta ociosa toda polémica entre historiadores y politólogos. A lo sumo, el historiador podrá dudar de que el politólogo llegue a obtener éxito en su empresa, y en esto podemos estar de acuerdo. Pero si decimos que el control histórico es el método de control más débil, el que ofrece menos garantías, importa comprender bien por qué. Tomemos el caso de Gaetano Mosca, que representa bastante fielmente la fase precientífica de la ciencia política. Si lo que se le reprocha a Mosca es utilizar como elemento de prueba la historia, la verdad es que se trata de un reproche infundado. La historia puede "enseñar", como decía Mosca.39 Y también puede probar. Lo malo era que el control histórico de Mosca carecía de método; consistía en una secuela de ejemplos al azar, tomados un poco a la buena de Dios. Con este no método se puede probar lo que se quiera; porque nada le impide a un autor ocultar todos los casos históricos que no se adecúan a las leyes que le interesa probar. Esto no se refiere a Mosca, quien usó con inteligencia y capacidad los elementos de prueba que existían entonces y en los que entonces se creía. Pero así como sería antihistórico juzgar a Mosca con los criterios de nuestro tiempo, sería igualmente antihistórico juzgar a nuestro tiempo con los criterios de Mosca. Por lo tanto importa afirmar que hoy el método histórico de Mosca (y de Pareto) no puede aceptarse como un "control histórico" capaz de satisfacer los cánones de un control científico. ¿Cuáles son, entonces, las dificultades? Conviene verlas a la luz de la diferencia entre el método histórico y el método comparado. El control comparado suele hacerse a lo largo de una división horizontal, es decir, en términos sincrónicos. En política comparada, confrontamos casi siempre unidades geopolíticas, o procesos e instituciones, en un tiempo igual, o mejor, que se considera igual. Al proceder de este modo, dejamos de lado la variable "tiempo". Esta simplificación no queda impune, sobre todo cuando los estudiosos desprevenidos no advierten que una cosa es el sincronismo "cronológico" (del calendario) y otra muy diferente el sincronismo "histórico" (de tiempos históricos equivalentes). Es así que la comparación sincrónica simplifica por demás los problemas, porque autoriza un uso excesivo de la expresión ceteris paribus. Si los tiempos son realmente iguales (es decir, si son tiempos históricos bastante equivalentes), entonces es lícito presumir que toda una serie de condiciones que se dan en ellos son también similares. De modo que podemos dejarlas de lado. Por el contrario, el control histórico es tal, precisamente porque cuestiona una división vertical, es decir, diacrónica. Si el método comparado se despliega horizontalmente, el histórico asume en cambio, típicamente, una dimensión longitudinal. De aquí parece desprenderse que no podemos ya postular la "paridad de las condiciones"; por el contrario, las más de las veces debemos presumir un ceteris non paribus. Ello introduce una complicación, y una complicación de entidad, en lugar de una ventajosa simplificación. Se objetará que esta primera diferencia no demuestra todavía que el control histórico sea más débil que el comparado; sólo demuestra que el primero es más arduo que el segundo. Y eso es verdad. Pero no lo es menos que, en la medida en que aquellas mayores dificultades no se superan, el control histórico sigue siendo un control más imperfecto, o menos satisfactorio, que todos los demás. Conclusión reforzada por una segunda diferencia. La segunda diferencia se refiere a la facilidad para encontrar los datos. En política comparada lamentamos con razón que los datos que nos hacen falta no existen o son insuficientes e inadecuados. Y ello es indudable. Pero como trabajamos "con el presente", nada impide obtener los datos de que carecemos. Es cierto que nos faltan informaciones, pero estamos a tiempo de buscarlas. La documentación histórica, en cambio, es la que es. No es sólo cuestión de volver a hurgar en los archivos con una visión nueva; es que cada época hace sus propios registros según como se ve, con la sensibilidad y los intereses cognoscitivos que posee. Por lo tanto, a este efecto el control histórico choca contra un obstáculo que resulta insuperable, y que por cierto limita en gran medida su aplicabilidad. Esta vez se trata realmente de un límite in re. Quiero referirme de paso a un problema posterior, o mejor a un elemento de perplejidad que transfiero -esperando respuesta- a los historiadores. Asistimos a un vertiginoso aumento de la aceleración histórica, que provoca la crisis de los postulados de continuidad en los cuales se ha apoyado hasta ahora -más o menos a sabiendas- la historiografía de todos los tiempos. Al historiador se le plantea cada vez más un problema inédito de filosofía de la historia. Historia facit saltus. Al menos, la soldadura entre las generaciones tiende a debilitarse, y aumenta la separación entre ellas; lo cual supone sospechar que la historia procede ahora "por separaciones" (lo que no equivale a decir dialéctica o adversativamente). ¿Cuánto gravita, entonces, e! pasado sobre el presente? ¿Cuál es el elemento de continuidad en esa discontinuidad? ¿Existe un "hombre perenne" capaz de escapar al desgaste de cualquier velocidad de cambio? No pretendo responder a estas preguntas. De lo indicadas estas interrogantes solamente para hacer notar que el método histórico tendría mayores títulos para brindársele últimamente a las ciencias sociales si los historiadores pusieran en condiciones sus propias credenciales. Hasta ahora los historiadores tuvieron razón al acusar a los sociólogos, y en parte a los politólogos, de ignorancia histórica. Pero si fingen no ver que la aceleración histórica constituye una "variable perturbadora" con la que se debe contar, serán los historiadores quienes se verán enfrentados a una crisis de credibilidad. Vale la pena concluir con algunas anotaciones constructivas. La primera me viene de Lijphart cuando advierte que también el case study, el estudio de un caso particular, puede concebirse y utilizarse por quien compara como un instrumento de control de la hipótesis. También el estudio del caso, dice, puede generar hipótesis y servir para comprobarlas. Quisiera agregar que este argumento es perfectamente aplicable a los casos históricos (y no sólo a casos que están todavía por estudiarse). A partir de un esquema teórico, y de las leyes o generalizaciones que de él se derivan, podernos perfectamente encontrar una documentación histórica suficiente para iluminar "casos pasados", oportunamente aislados y reconstruidos. Otro sector de utilización del método histórico se refiere a la teoría que podría llamarse, para entendernos, de las secuencias y las sobrecargas. El desarrollo político ha sido analizado por muchos politólogos como una secuencia de "crisis", de grandes nudos a desatar. Se afirma que si estas crisis están lo bastante distanciadas unas de otras, y si siguen un determinado "orden de secuencia", el sistema político las puede digerir, las puede resolver. En cambio, si estas crisis se acumulan y estallan de acuerdo con un orden de secuencia indebido, entonces tenemos una "sobrecarga" y todo el sistema político entra en crisis. Es evidente que éste es un discurso longitudinal. Y asimismo es evidente que la teoría en cuestión ha sido deducida de la experiencia histórica y que necesita el apoyo de pruebas históricas. El esquema de las crisis -crisis de secularización, de legitimidad, de sufragio, de industrialización, de penetración, de urbanización, de distribución y similares- está más o menos delineado. La dificultad a los fines del control histórico es de "periodización". Si la definición de cada una de estas crisis no se puede transformar en una adecuada delimitación histórica, es decir, en una periodización satisfactoria, la tesis queda suspendida en el aire. Por ejemplo, ¿cómo se periodiza -para establecer una equivalencia entre los países- la denominada crisis de industrialización? He ahí una de las tantas interrogantes que se le plantean a la teoría del desarrollo político, y que requieren el control histórico para ser enfrentadas y resueltas. No hace falta extenderse en más ejemplos de cómo el politólogo y el sociólogo tratan la historia para sus fines. Recuerdo solamente los nombres de Eisenstadt, de Lipset y de Rokkan, así como el del último Almond. No hay duda; no debemos ni podemos renunciar al control histórico, aunque se trate de un control difícil e inseguro. Por las razones ya señaladas; un control que se integra con los métodos de control más fuertes, pero que por cierto no los sustituye. IX.2. ¿Qué es "comparable"? A la pregunta "¿por qué comparar?", he contestado que la comparación es el menos satisfactorio de los métodos de control accesibles; accesibles, entendámonos, para la ciencia política, y sobre todo para el politólogo impregnado de problemas de macroanálisis. Queda una segunda pregunta preliminar, ¿qué es comparable? Solemos decir que determinada comparación es errónea, y que lo es porque no se puede hacer. No tiene sentido comparar rocas con peras, y quizás ni siquiera hombres con caballos. A simple vista, esto es verdad; pero ¿cuáles son los criterios que nos llevan a declarar que dos o más cosas son comparables o no comparables? ¿Cuándo dos o más elementos pueden ser confrontados, y cuándo no? Muchos autores declaran que comparar equivale a "asimilar", en el sentido de que la comparación se basa en operaciones de asimilación, en hacer similar lo disímil. Pero esta tesis termina autorizando cualquier arbitrariedad; con un poco de virtuosismo verbal, es posible aproximarlo todo, o casi todo. No obstante, suele rectificarse o aminorarse los alcances de esta tesis, observando que no se trata de "inventar" semejanzas (ficticias), sino de "descubrir" semejantes (in re). Pero esta barrera es frágil; la diferencia, demasiado sutil. Por mi parte, no acepto la premisa de que comparar equivale a asimilar. Este planteamiento me parece cuando menos extraviado, y debe rectificárselo. En primer lugar, no está inscripto en ningún texto sagrado que quien compara debe buscar semejanzas en vez de diferencias. Además, las dos operaciones, en todo caso, son complementarias. Para encontrar una semejanza es preciso aislarla de todo lo que no es similar. Vale decir, el símil debe ser "extraído" de lo disímil. Si las diferencias no quedan bien individualizadas, las semejanzas pueden resultar fraudulentas o confundirse. Una tesis más técnica o sofisticada es la siguiente: que declaramos semejantes las características que queremos mantener constantes (o sea, tratar como parámetros), mientras que lo de semejante está dado por las características que queremos tratar como variables, esto es, que hacemos variar. Pero ésta es una subtesis, que vale únicamente para algunos aspectos de una fase avanzada de manipulación de los datos. Quien se conforma con una respuesta de este tipo, es que no ve el problema en sus raíces, o trata de eludirlo. Repetimos la pregunta, ¿cuáles son los criterios que permiten declarar que dos o más cosas (o atributos) se pueden comparar; o dicho de otro modo, que se las puede tratar conjuntamente? Insisto en hablar de "criterios" porque la política comparada puede crecer aditiva o acumulativamente, sólo con la condición de estabilizar de alguna manera el tratamiento de la similitud y de la disimilitud. Precisamente, los criterios son reglas impersonales, y como tales un elemento objetivo, estabilizador. Y si buscamos criterios, éstos son a ojos vistas solamente los proporcionados por la lógica clasificatoria, por el análisis per genus et differentiam. Reflexionemos sobre esto. Cuando afirmamos que ciertas cosas o características se pueden comparar, lo que damos por sobrentendido es que pertenecen al mismo género, especie o subespecie; en suma, que pertenecen a una misma "clase". Viceversa, cuando sostenemos que dos o más cosas no son comparables, lo que damos por sabido es precisamente que son "heterogéneas", es decir, que no pertenecen al mismo género. La posibilidad de comparación se basa entonces en la homogeneidad. Por el contrario, la imposibilidad de comparación está dada por la heterogeneidad. Por supuesto que homogeneidad y heterogeneidad no son in natura; son clases fabricadas por la lógica clasificatoria, o si se quiere por nuestros criterios de clasificación. No obstante, el fundamento taxonómico de la comparabilidad impone un freno formidable a la arbitrariedad subjetiva. Quien se aventura en comparaciones audaces desemboca en la perentoria objeción del alienum genere. Y para superar esta objeción, la magnitud de la prueba no puede ser pequeña. Quien somete a confrontación lo que no es comparable (o que se presenta como tal a la luz de las clasificaciones al uso) tiene el deber de construir una nueva clasificación de la que surja la homogeneidad de lo que de otro modo resultaba heterogéneo. Dejemos bien puntualizado este aspecto. "Comparable" equivale a decir cosa que pertenece al mismo género, especie, subespecie, y así sucesivamente. Por lo tanto, el elemento de similaridad que legitima la comparación es la identidad de clase. Correlativamente, las disimilaridades se presentan primariamente como lo que diferencia a la especie de su género, a la subespecie de su especie, y en general a cualquier subclase de la clase a que pertenece. Es cierto que también registramos otras diferencias; pero como veremos, estas diferencias ulteriores son secundarias, en el sentido de que se limitan a registrar las variaciones internas de una misma clase. Hasta aquí pisamos terreno seguro. Quiero decir que en la medida en que nos atenemos a la lógica clasificatoria, al tratamiento "por género próximo y diferencia específica", sabemos establecer qué es comparable y qué no lo es. Se objetará que la taxonomía y la lógica clasificatoria están pasando de moda. Pero si ello es así, se requiere sustituir lo que se repudia. De otro modo -esto es, si no se presenta una alternativa adecuada-, nuestras comparaciones corren el riesgo de oscilar peligrosamente entre dos extremos: un exceso de asimilación -que haría inútil el control- y un exceso de diferenciación, que haría innecesaria la comparación. Vamos a verlo de inmediato. IX.3. La comparación global El interés por la política comparada nace cuando extendemos nuestra mirada extra moenia. Digo el interés porque "extender el conocimiento" no es todavía comparar. El hecho de que alguien estudie "más de un solo país" no quiere decir que por ello sea un comparador. Lo era indudablemente Cari Friedrich cuando publicó, en 1937, la primera versión de su clásico estudio Constitutional Government and Democracy. La era también, y en el mismo año, Hermán Einer, cuyo tratado Theory and Practice of Modern Government sigue siendo un clásico de la escuela institucional.40 Pero en cambio no lo eran, y no lo son, esos autores que se limitan a estudiar yuxtaponiendo, uno junto a otro, a dos o más países. Obviamente, nada impide que un grupo de países sea analizado por separado. Pero en tal caso se requiere por lo menos un esquema conceptual unitario, un análisis efectuado con el mismo patrón para cada país. No hace falta recapitular los varios desarrollos y el rápido crecimiento de los conocimientos comparados que ha caracterizado en especial al último veintenio. A mí me interesa únicamente, en este campo, el más audaz e innovador de estos desarrollos: la tentativa de construir, mediante el instrumento comparado, una "teoría probabilística de la política". Esta tentativa, encabezada especialmente por Almond y la escuela del desarrollo político, se presenta como una renovado ab imis. En cuanto tal, merece ser identificada con el sello de "nueva" política comparada. Quede claro que lo nuevo no es necesariamente mejor que lo que lo precede, y por lo tanto ese sello de novedad no tiene -al menos para mí- ninguna connotación apreciativa. Distinguir entre lo nuevo y lo menos nuevo (o tradicional) suele ser sólo un modo expeditivo de orientarse. Pero en el caso que estamos tratando, se intentan caminos nuevos porque efectivamente acontecen, y se registran, grandes novedades, Mencionaré sólo dos: 1) el ensanchamiento o expansión de la política; 2) la globalidad o globalización de la política. La expansión de la política. La política se va volviendo "más glande" en dos sentidos, objetivo y subjetivo. Desde el punto de vista objetivo, asistimos a un crecimiento de la politización, correlativo a la creciente penetración y difusión de los credos políticos, de las ideologías. Por un lado aumenta la esfera de la intervención del Estado; por el otro, aumenta la movilización o participación de las masas. Vivimos, pues, en un mundo cada vez más empapado e imbuido de politicidad. Además decimos que la política se agranda también en un sentido subjetivo, es decir, porque la vemos de una manera ampliada. La política no coincide ya con la doctrina del Estado. Hoy incluimos también en la noción de política una "periferia" que antes era considerada extrapolítica. Hasta hemos llegado al exceso de estudiar todo lo que manifiesta una "potencialidad política". Lo que ya es demasiado, probablemente. La política se vuelve literalmente global. No se trata sólo de que el eurocentrismo haya caducado; se trata de que el área occidental ya no es el epicentro de un mundo que se ha vuelto policéntrico. Obviamente, la política comparada es la disciplina más empeñada en esta apertura global. De los estudios intraárea, internos a un área (las más de las veces al área occidental) se pasa o se trata de pasar a estudios cross-area, interárea. Es un paso muy largo que se quiere dar, y plagado de dificultades; pero hay que intentarlo, hasta por la razón metodológica. Cuando más advertimos que la comparación es un instrumento de control, y cuanto más "comparamos para controlar" y lo hacemos deliberadamente, tanto menos podemos excluir casos. No se trata sólo de que cuantos más casos haya, mejor; es también, y sobre todo, que un control con lagunas no es un buen control. El salto a la globalidad es realmente un salto de mucha monta. Suponiendo que las unidades consideradas sean los Estados, en 1946 existían alrededor de ochenta de ellos. Los hemos más que duplicado, al punto de que somos hoy unos 150 Estados independientes, o cuando menos reconocidos como tales desde el punto de vista jurídico. Pero este número, aisladamente, resulta inexpresivo; para que alcance su máxima expresividad, debemos atender a la extraordinaria variedad y frecuentemente a la fluidez no menos extraordinaria de esta proliferación de entidades políticas. Lo concomitante a la globalidad es en efecto una extraordinaria amplificación del "espectro de los sistemas políticos". En este espectro encontramos también -en la horizontalidad sincrónica- una longitudinalidad diacrónica, es decir, sistemas políticos que pertenecen a estadios diferentes de consolidación y estructuración; sistemas embrionarios e indiferenciados, a la vez que sistemas extraordinariamente sedimentados y complicados (al menos para el observador de Occidente). Era inevitable, e incluso necesario, que estas novedades retroalimentaran a la ciencia política en general y a la política comparada en particular. El problema de revisar el propio aparato conceptual es hoy un problema general de toda la ciencia política. Pero la exigencia de "reconceptualizar" -no sólo de volver a examinar sino también de inventar ex novo las propias categorías- se presenta de manera especial en el ámbito de la política comparada. Es sobre todo la política comparada la que ha perdido sus viejas fronteras y la que debe buscar, por lo tanto, su "nueva frontera". Basta esta consideración: que no es posible una política comparada global sin categorías y conceptos capaces de viajar; de viajar más allá del área occidental. Y es muy evidente que nuestro vocabulario político, en muy alta medida, es un vocabulario que refleja las experiencias del mundo occidental y está hecho para interpretar ese mundo que ha fabricado. Este esfuerzo de reconceptualización suele entenderse mal. La nueva ciencia política ha sido acusada de usar neologismos para volver a decir cosas ya dichas, y de refugiarse en la innecesaria oscuridad de una jerga esotérica. Indiscutiblemente ha habido abusos; en el mundo pululan intelectuales que, por no ser originales en su pensamiento, procuran serlo de otras maneras. Y esa onda de novedad a ultranza, ese querer ser nuevo a toda costa, no excluye a nadie, ni siquiera a la ciencia política. Pero esos abusos no impiden que la exigencia de reconceptualización sea legítima. En primer lugar, no se puede negar que el vocabulario de la política resulta en alta medida insuficiente, y que el progreso de todo conocimiento científico como probablemente a la exigencia de un vocabulario más preciso y mejor articulado. En segundo lugar, no es cuestión de que se deban inventar nombres únicamente para las cosas innominadas. Quien sostiene esta tesis no está actualizado en semántica. Toda palabra sugiere también un modo de percibir, un modo de interpretar- Por lo tanto, dos o más palabras que tengan la misma denotación (que ayudan a la misma cosa), pueden no tener por ello la misma connotación. No es lícito declarar superfluo un neologismo porque, según se dice, existe ya una palabra para mencionar la misma cosa. No. Con frecuencia, dos palabras que tienen el mismo referente no aluden necesariamente a lo mismo, es decir, no son homologas. Por ejemplo, decir "tarea" no es lo mismo que decir "oficio" (por más que la palabra "tarea" pueda designar también un oficio); así como decir "estructura" no equivale a decir "institución" (aun cuando la palabra estructura puede designar a una institución). ¡Y cuántas veces acertamos con la respuesta justa porque acertamos con la palabra justa! Nomina numina. Por lo tanto, la innovación terminológica está condenada a la superfluidad cuando no innova en la directio interpretationis. En síntesis, la nueva política comparada es tal porque afronta nuevos problemas, problemas que parecen requerir una renovatio ab imis de nuestro aparato conceptual. A la nueva política comparada se le plantea en particular el problema de adquirir conceptos "capaces de viajar" a través de categorías transcontinentales, por decir así. Éste es el problema de fondo. Y es el problema que me propongo profundizar en este ensayo. IX.4. Etnocentrismo y universalidad Debemos apresurarnos a advertir que cuando reconocemos la exigencia de adquirir "categorías viajeras", no me adhiero a esa variedad de la caza de brujas que acusa a nuestros conceptos de ser culture-baund, de estar viciados de etnocentrismo occidental, y que extrae de ello una especie de doctrina del repudio, es decir, el programa de sustituir los conceptos etnocéntricos por conceptos "culturalmente incondicionados". Por esta vía, corremos el riesgo de vernos trasladados a una etérea tierra de nadie. Y a mí no me parece que del concepto de un condicionamiento cultural se derive la necesidad de hacer una masacre y volver a partir de una tabula rasa. Del hecho de que un concepto sea etnocéntrico, se desprende únicamente que su aplicabilidad debe circunscribirse al ethnos de que se trata. En cambio, nos liemos ido al África (valga como ejemplo), y hemos descubierto que África no puede interpretarse con categorías occidentales (lo que es una gran verdad); pero después regresamos a Occidente y descubrimos (esta vez erróneamente) que ni siquiera nosotros mismos debemos interpretarnos con nuestras categorías, con las categorías que crearon y que reflejan nuestro modo de ser. Y esto es realmente absurdo. Si de la concepción de los condicionamientos culturales debemos extraer el respeto a los etnocentrismos ajenos, y por consiguiente el deber de tomarlos en cuenta sin desnaturalizarlos, ¿cómo vamos a cancelar el etnocentrismo que nos atañe directamente; lo que equivale a decir que desnaturalizaremos así la interpretación de nosotros mismos? Queda en pie, entonces, la exigencia de una política comparada global; pero tenemos que ver ahora cómo se encarará la empresa y se llevará a término. Me apresuro a decir que si la exigencia es válida, el modo de viajar no convence. Salvo elogiables excepciones, la mayoría tiende a seguir la línea de menor resistencia, el camino que llamo del estiramiento de los conceptos. El hallazgo es vie lo como el mundo; se amplía el radio de un concepto esfumando su definición. Pero es un hallazgo que enseguida deja ver su falla; lo que se gana en amplitud comprensiva se pierde en precisión. En el afán de abarcar más terreno, terminamos por decir poco, y por decir poco de un modo cada vez menos preciso. Llegamos así a conceptos cada vez mas vaporosos, diluidos, amorfos, indefinidos. Y ésta no es ninguna solución Formulemos el problema. No se niega que una política comparada global deba llegar a categorías o conceptos "universales", válidos para todo lugar y tiempo. Pero éstos tendrán que ser universales empíricos, es decir, que no se sustraigan a la comprobación empírica. El universal filosófico —el concepto puro que Croce definía como "ultrarrepresentativo"- no nos sirve; y no nos sirve precisamente porque su pureza es supraempírica. Pero por su parte, el problema del universal empírico se aparece erizado de dificultades. Por eso mismo asombra que no se lo haya encarado frontalmente. ¿Por qué? La pregunta puede generalizarse en esta forma: ¿cómo es posible que se le preste una atención tan inadecuada al cómo de la comparación, es decir a la metodología de la comparación? Señalo rápidamente dos atenuantes, para luego detenerme en la razón de fondo. La primera atenuante es que hasta ahora no se ha entendido que el politólogo necesite un adiestramiento lógico y metodológico. Su preparación se limita por lo común a las técnicas de investigación y de manipulación estadística. Y el politólogo -al igual que el sociólogo- no advierte esta laguna por dos razones. La primera es el abuso de la llamada "metodología de las ciencias sociales". Abuso porque en los tratados que así se intitulan, suele faltar lo propio del método lógico, esto es, falta el pensar sobre el pensar.41 Digámoslo de este modo: si la metodología en dominar la estructura y el procedimiento lógico del conocer científico, ese dominio le falta tanto al politólogo como al sociólogo. Y los interesados tienen dificultad en darse cuenta de ello también por una segunda razón, porque hasta ahora no se vieron obligados a moverse en un terreno virgen con el solo apoyo de sus propias piernas. En este aspecto, los cultores de las ciencias sociales "han vivido de renta", es decir, han aceptado implícitamente que sus problemas metodológicos fueran resueltos -o resueltos por otros. Fue recién desafío de la comparación global lo que los obliga a salir a la descubierta, lo quisieran o no. Pero no se abandona de golpe un refugio secular. Y por ello no debe sorprender que las primeras salidas hayan sido ingenuas e incautas desde el punto de vista metodológico. Una segunda atenuante, en cambio, se refiere al problema de la Wertfreiheit, de la weberiana "libertad con respecto al valor". Sin entrar en esta controversia (tampoco resuelta, o mal resuelta) es incuestionable que la connotación valorativa de un concepto constituye a menudo su elemento calificador. Por lo tanto, la tentativa de neutralizar nuestros conceptos suele aproximarse, tout court, a un vaciamiento de su significado; lo que se gana en no valoratividad, se pierde en pérdida de connotación. También aquí tenemos, pues, un "caer en lo genérico", una vaporización de los conceptos. Y antes de cubrir de reproches a los comparadores, la equidad exige recordar que ellos encontraron la vía expedita. Si los comparadores pecan de generalidad excesiva para poder "viajar", su pecado tiene desde hace tiempo el autorizado aval de una Wertfreiheit probablemente mal entendida y con seguridad mal aplicada. Si éstos son los atenuantes, ¿cuál es la razón de fondo? Mi pregunta era cómo la política comparada pudo caer ingenuamente en la trampa del "estiramiento del concepto", en vez de afrontar de plano el problema metodológico del cómo, cómo comparar a escala global. La justificación de este descuido puede resumirse así: que no se trata ya de perfeccionar el "discurso cualitativo"; se trata de sustituirlo por un "discurso cuantitativo". No debemos preguntarnos, ¿qué es? Debemos preguntarnos ¿cuánto? En sustancia, la solución de los problemas deberá recurrir a la cuantificación, y en último análisis a la matematización de las ciencias sociales. Se trata en el fondo, más que de una respuesta, de una propuesta; la propuesta de cambiar de terreno, y por lo tanto de jugar un juego nuevo con nuevas reglas. Como quiera que sea, lo cierto es que la "receta cuantitativa" ha adquirido credibilidad. Tenemos que entendernos muy bien sobre este punto. IX.5. Cuantificación y formación de los conceptos La propuesta cuantificadora y matematizadora se apoya, grosso modo, en los siguientes argumentos. En la medida en que nuestros conceptos indican diferencias de género (cualitativas), y en que usamos una lógica dicotómica de identidaddiferencia, o de inclusión-exclusión, desembocamos en dificultades insuperables. Pero si nuestros conceptos indican diferencias de grado (cuantitativas), y si usamos una lógica del-más-o-del-menos, entonces nuestras dificultades pueden resolverse por la medición, y el verdadero problema se convierte entonces en cómo medir. Mientras esperamos las medidas, los "conceptos de género" (y las clasificaciones) deben ser dejadas de lado o cuando menos miradas con sospecha, desde que representan "una vieja lógica de propiedades y atributos que no se adecúan al estudio de las cantidades y de las relaciones".42 La propuesta, indudablemente, es seductora; y no menos, indudablemente, ayuda a comprender cómo los problemas metodológicos planteados en primer término -y otros que ir exponiendo pudieron eludirse tan fácilmente, o cuando menos descuidarse. Pero no es una propuesta que convenza. Para verlo más claro, en primer lugar hay que limpiar el terreno del abuso de un verbalismo cuantitativo que no pasa de ser tal. Se ha puesto de moda utilizar con cualquier pretexto las palabras "grado" y "medición". Pero como se ha observado acertadamente, las más de las veces empleamos estos vocablos "no solamente sin disponer de alguna forma de medición efectiva, sino incluso sin tener ninguna, y peor aún- sin ningún conocimiento de lo que hay que hacer para que una medición se haga posible". Este abuso idiomático se ha difundido hasta el punto de que lo recogen los propios textos técnicos, los textos ad hoc\ como cuando encontramos que las llamadas escalas nominales aparecen registradas como "escalas de medida". No, esto no; porque una escala nominal es solamente una clasificación -una clasificación cualitativa- y por lo tanto no es en absoluto una escala que mida algo. Se entiende que los términos de una clasificación puedan ser numerados; pero esto es sólo un expediente de codificación que no tiene nada que ver con una cuantificación. A lo sumo, lo que se puede conceder es que la medición comienza en la práctica con las escalas ordinales, aun cuando en teoría (es decir, a los efectos de sus propiedades matemáticas) las primeras escalas que verdaderamente miden son las escalas a intervalos.43 De manera análoga, el uso incesante de la frase "es cuestión de grado", así como el muy frecuentado recurso a la imagen del continuum, no nos acercan ni un milímetro a la cuantificación; nos dejan exactamente donde estábamos, es decir, en un discurso cualitativo que sólo confía en estimaciones aproximativas. También hablamos todo el tiempo de "variables" que no son tales, o que lo son impropiamente, desde el momento que no se refieren a atributos graduables y mucho menos a atributos posibles de medición. No habrá nada de malo mientras digamos variable por estar de moda, pero sabiendo que también podríamos decir "concepto". El mal comienza cuando no se capta esa diferencia entre el modo de decir y el significado técnico. Quede, pues, muy claro: no basta con decir "variable" para que la haya. Despejado el campo de ese verbalismo cuantitativo, pasemos a la cuantificación que realmente lo es. El límite entre el uso correcto y el abuso del término cuantificación es nítido, y nada difícil de precisar; la cuantificación comienza con los números, y cuando los números se usan por y con sus propiedades aritméticas. Pero la dificultad reside en orientarse más allá de este límite, vale decir, en seguir los múltiples desarrollos posibles de la cuantificación. Con este fin, conviene distinguir -a despecho de sus nexos estrechísimos y sin pararnos demasiado en sutilezas- entre tres áreas de aplicación, es decir entre una cuantificación entendida como: 1) medición; 2) tratamiento estadístico, y 3) formalización matemática. En la ciencia política, la mayoría de las cuantificaciones se refiere a la primera acepción, es decir a alguna forma de medición. Más precisamente, la cuantificación de la ciencia política se resuelve las más de las veces en una de estas tres operaciones: a) la atribución de valores numéricos (medición pura y simple; b) el rank ordering, o sea la determinación de las posiciones en la escala (escalas ordinales), y c) la medición de distancias o intervalos (escalas a intervalo). Es perfectamente cierto que a esta primera era de cuantificación se aplican y se incorporan poderosas técnicas de tratamiento estadístico; y no sólo con el fin de protegerse de errores de muestreo y de medición, sino con el fin de establecer correlaciones y sobre todo relaciones significativas entre variables. El salto adelante consiste en el descubrimiento de "relaciones". Pero precisamente en este punto es donde el instrumento estadístico encuentra sus grandes limitaciones de aplicación en la ciencia política. Para proceder estadísticamente no se requieren solamente grandes números; hacen falta sobre todo variables "relevantes", que midan las cosas que nos interesa medir, y variables que midan estas cosas de una manera "válida". Y estas dos últimas condiciones son difíciles de satisfacer. Si revisamos nuestros llamados descubrimientos estadísticos a la luz de su relevancia teórica, encontraremos una desoladora coincidencia entre la habilidad manipuladora y la irrelevancia. Coincidencia que no es nada casual. En cuanto a la tercera arca de aplicaciones y acepciones -la cuantificación que se convierte en una formalización matemática-, el estado de la cuestión, hasta ahora, es que entre la ciencia política y la matemática sólo tiene lugar una "conversación ocasional". " El diálogo más avanzado se desarrolla en el terreno de la teoría de los juegos, y por refle lo en el terreno de la teoría de las coaliciones y de las decisiones.27 El ejercicio tiene interés y resulta estimulante. Pero tanto las premisas como los resultados son altamente irreales. El hecho es que no logramos establecer una correspondencia isomórfica de las relaciones empíricas entre las cosas por un lado, y las relaciones formales entre números por el otro. Quizá sea ésta una dificultad pro tempore; y tal es la tesis que sustenta y prevé la matematización de la ciencia política. Pero observemos lo que ocurre en la economía, la más cuantitativa de las ciencias sociales. En el caso del desarrollo matemático de la economía, la matematización no ha precedido, sino que "siempre ha seguido los progresos cualitativos y conceptuales". Se podrá alegar que las analogías son siempre riesgosas, y en particular que las matemáticas de hoy han superado a las de ayer, de tal modo que nada impide que la matematización que hace medio siglo iba a rastras de la evolución, hoy sea la fuerza arrastradora. Y también se puede admitir que la secuencia que caracterizó al desarrollo de la economía, no tiene por qué ser igual para las demás ciencias sociales. La cuestión consiste en determinar si esta secuencia -primero los conceptos, después la matematización— tuvo su ratio; razón de ser que a mí me parece que reside en lo siguiente. Lo que escapa a la matematización propuesta es el problema de la formación de los conceptos. Nosotros pensamos, o al menos estamos adiestrados para pensar, mediante un lenguaje cualitativo, un lenguaje natural. Y no hay manera de dejar de lado el hecho de que nuestra forma de comprender -la forma cómo funciona la mente humana- está constitutivamente condicionada desde el comienzo por los "cortes" que corresponden a las articulaciones de un lenguaje natural determinado. Nuestro intelligere capta lo finito, no lo infinito; lo que está dividido y articulado, no lo indiviso e indiferenciado. Y no se puede sostener que estos "cortes", estos puntos de división, puedan obtenerse estadísticamente, esto es, dejando que sean los datos los que digan dónde están. Ésta es, en verdad, una tesis corta de vista, en la cual el punto de llegada oscurece al punto de partida: los "mapas conceptuales" que establecen de qué cosas se compone el mundo. Es así que antes de llegar a los datos que hablan por sí solos, hay que tomar en cuenta una articulación fundamental del lenguaje y del pensamiento (del pensamiento que es onomatología), que ha sido construida y reconstruida lógicamente, mediante el afinamiento conceptual de la semántica de los lenguajes naturales -y no por cierto mediante mediciones. ¿Mediciones de qué"? No podemos medir si no sabemos primero qué estamos midiendo. "Antes de poder graduar objetos o medirlos en razón de una variable cualquiera, debemos formar el concepto de esa variable",44 Por lo tanto, la formación de los conceptos está antes que la cuantificación (medición) y la condiciona. De ahí que no tenga mucho sentido construir sistemas formalizados de relaciones bien definidas (es decir, de modelos matemáticos) mientras vagamos en una nebulosa de conceptos cualitativos mal definidos. Tal la ratio del orden de secuencia que caracterizó al desarrollo de la economía. Y de ahí por qué resulta poco plausible que las ciencias sociales puedan progresar cuantitativamente -y por una vía cuantitativa- sin antes haber alcanzado un estadio satisfactorio de sistematización conceptual. Repito, la materia prima de la cuantificación -las cosas a las cuales les adjudicamos números- no puede ser suministrada por el quantum, por el cuantificar. De ahí se deduce que las reglas que presiden la formación de los conceptos no pueden extraerse de las reglas que presiden el tratamiento de las cantidades y de las relaciones cuantitativas. Esto es, se deduce de aquí que las reglas que gobiernan la formación de los conceptos son independientes y prioritarias con respecto a las reglas de otras fases del procedimiento heurístico. Según la propuesta matematizadora, habría que sustituir los conceptos de género por conceptos de grado, así como deberíamos pasar por alto la pregunta "¿qué?", para insistir cada vez más y solamente en la pregunta "¿cuánto?". Pero no existe un quantum que no sea de algo. La cuestión básica es siempre cuánto de qué, es decir, de qué recipiente conceptual. Lo que me lleva a decir, como conclusión, que la denominación lógica de la gradación (del-más-o-del-menos) es solamente un elemento interno de la lógica de lo similar-disímil, o de la identidad-diferencia, base de la lógica clasificatoria.45 IX.6. Clasificaciones, datos e investigación La lógica clasificatoria y las clasificaciones constituyen -ahora se ve más claroun motivo insistente y un pasaje obligado de mi tema. En este punto, será útil que me explique mejor. En primer lugar, una clasificación no es una mera enumeración, una simple lista de términos. Para pasar de una mera nómina de este tipo a una clasificación genuina, se necesita un criterio; precisamente, un criterio de clasificación. En segundo lugar, una clasificación o una taxonomía son tales a condición de que estén compuestas por clases totalmente exhaustivas y particularmente exclusivas. Con la primera condición es posible ser tolerante; pero la segunda es taxativa. Las clases deben ser recíprocamente exclusivas, lo que implica que los conceptos de clase representan características que un elemento debe tener o no tener. Por lo tanto, cuando comparamos dos objetos, es preciso establecer antes que nada si pertenecen o no a la misma clase, si poseen o no un mismo atributo. Si lo poseen, y únicamente si lo poseen, los podemos comparar en términos de más o de menos, es decir, podemos pasar a indagar cuál de los dos objetos posee ese atributo en medida mayor o menor. Se ve así que la gradación es un elemento interno de la clasificación. Primero se tienen que dar las clases; después, dentro de cada clase, intervienen las mediciones. Pasando de una clasificación a una gradación, pasamos de los signos "igualdiferente" a los signos "igual-mayor-menor". Por lo tanto, la identidad que aplica la lógica clasificatoria es la condición de aplicabilidad de los signos más-menos. Es verdad, pues, que la gradación completa e integra la clasificación. Pero también es verdad que la gradación presupone la clasificación. No todos los cuantitativistas incurren en el error de rechazar la lógica clasificatoria. Blalock, por ejemplo, sostiene una tesis más flexible: "que mientras es técnicamente posible pensar siempre en términos de atributos y de dicotomías, el problema es si esto resulta práctico". Adviértase que Blalock da por descontada la plena convertibilidad del cuantificar con respecto al clasificar. Aquí me basta con dejar constancia de mi disentimiento. Más bien vale la pena recoger el otro punto; en qué medida es "práctico" proceder clasificando. En último análisis, y hablando en términos generales, el ejercicio clasificatorio es un ejercicio de "desenredar" conceptos. Proceder por género y diferencia equivale a deshilar las tramas conceptuales, a desovillar las madejas de las ideas. En sustancia, pues, clasificar es una técnica de desplegamiento de conceptos. No sólo los descompone en una serie ordenada y manejable de términos (atributos, características), sino que, a lo largo de esta descomposición, desarrolla sus potencialidades. Y puesto que no disponemos de técnicas de despliegue alternativas, no veo cómo se podrá negar la utilidad "práctica" del ejercicio clasificatorio. Establecido esto, vayamos a los problemas específicos de la política comparada. Ya he señalado cómo la comparabilidad presupone una "homogeneidad" que se establece procediendo per genus el differentiam. Dos o más cosas pueden compararse en la medida en que pertenecen -por las características que las hacen tales- a una misma clase. Por el contrario, dos o más cosas heterogéneas -que no pertenecen al mismo género- no son comparables. Los cuantitativistas no le dan demasiada importancia a este aspecto del problema. Su argumento -cuando lo exponen- parece ser que los estudiosos se dedican desde hace mucho tiempo a la comparación, y que siempre han demostrado que saben orientarse a ojo, intuitivamente, sin preocuparse demasiado por definir "lo comparable". Es verdad, pero la situación ha cambiado en dos aspectos muy importantes: la globalidad de la nueva política comparada y la entrada en escena de los elaboradores electrónicos. Después de establecer que el estudioso que quedaba confinado al área occidental estaba culturalmente condicionado, debemos agregar que al estarlo comprendía, o podía comprender mejor, las cosas de que trataba. El comparador tradicional "viajaba" poco, de acuerdo; pero adonde llegaba, llegaba realmente. Agreguemos que no disponía de datos cuantitativos, o en todo caso no era un "cuantómano". Por todas estas razones -o limitaciones- el comparador preglobal pisaba un terreno relativamente sólido, es decir que estaba respaldado por un saber personal, por un conocimiento de causa. Conocimiento sustantivo que disminuye a medida que aumenta el número de países comparados, y que realmente se vuelve inútil con el advenimiento de los elaboradores y con el tratamiento mecánico de la información, que se resuelve en un tratamiento cuantitativo. Algunos años atrás, Karl Deutsch preveía que para 1975 la ciencia política podría contar con un depósito de informaciones equivalente a cerca de 50 millones de fichas ibm, "con una tasa de crecimiento anual de alrededor de 5 millones". Millones más, millones menos, la indicación demuestra con seguridad una cosa: que ya no nos podemos orientar a ojo. La revolución electrónica es un hecho irreversible, que también revoluciona, nos guste o no, nuestra manera de trabajar. Pero por eso mismo corremos el riesgo de vernos inundados, y hasta superados, por aluviones de cifras incontrolables; incontrolables a la luz de un filtro intelectual elaborado por una mente humana. Y si no queremos que estos hechos nos transformen, tenemos que tomar medidas en input, en la etapa de entrada; pues en output, a la salida, ya no hay saber personal que valga. Esto es, el problema consiste en disciplinar la alimentación del elaborador. Nuestros predecesores poseían, pues, una guía que nosotros hemos perdido, ya que en la actualidad no podemos seguir confiando en la familiaridad del estudioso con las cosas que estudia. Por lo tanto resulta paradójico que los requisitos clasificatorios de la comparabilidad se descuiden precisamente en el momento en que la globalización de la política, y aún más la "computarización" de los datos, requieren explicaciones taxativas. Retomando la cuestión que planteaba Blalock, diría que el desdoblamiento de los conceptos per gemís el differentiam se convierte en una necesidad "práctica" vital, también y precisamente con el fin de disciplinar y estandarizar la información que alimenta a los elaboradores. Y esto se verá todavía mejor cuando se pase a considerar cómo se recoge esta información. Hasta ahora me he ocupado del procedimiento de formación de los conceptos, sosteniendo que el ejercicio clasificatorio constituye un pasaje obligado de tal procedimiento. Ello puede inducir a pensar que mi interés es más teórico que empírico. Pero no es así, desde el momento que los conceptos de las ciencias sociales no son únicamente elementos de un sistema teórico; también son, y contextualmente contenedores de datos. Los denominados datos no son otra cosa que información distribuida en, y afinada por, "contenedores conceptuales". En este sentido, la teoría y la investigación son dos caras de una misma moneda. Y ha llegado el momento de profundizar esta segunda cara, la cara del fact-jinding. Desde el momento que las ciencias no experimentales se basan, no en observaciones de laboratorio, sino en observaciones de hechos (en el sentido etimológico de "cosas hechas"), el problema empírico se centra en último análisis en esta pregunta: ¿cómo convertir un concepto en un recolector de hechos válido? Pregunta a la cual se puede responder diciendo que cuanto menor es el poder discriminador de una categoría, tanto peor se recoge la información; vale decir, tanto mayor es la desinformación. Viceversa, cuanto mayor es el poder discriminador de un recolector conceptual, tanto menor será la información obtenida. Se aducirá que la respuesta es vaga. Sí y no. Es vaga si nos quedamos cínicamente con la recomendación de que, en el ámbito de la investigación, conviene exagerar las diferencias más que las similitudes, cuando se trata de recoger datos sueltos, menudos. Recomendación que, aunque sea vaga, resulta valedera, pues nunca insistiremos bastante en que se requieren datos para agregar, no "agregados" ya hechos. Además, la respuesta no es vaga si se tiene presente que el poder discriminativo de una categoría no queda confiado al arbitrio del investigador, sino que está estabilizado -si lo queremos estabilizar con un metro estandarizado- por el análisis per genere et differentiam. A medida que profundizamos este análisis, es decir, cuanto más descendemos en el desovillamiento taxonómico hacia clases y subclases de creciente sutileza, nos encontramos con mayor número de categorías cada vez más discriminativas. Y por lo tanto, no sólo disponemos de una brújula para orientarnos, sino que también disponemos de un procedimiento para convertir los conceptos en instrumentos de investigación, es decir, en recolectadores valederos de datos. De cuanto queda dicho resulta que el ejercicio clasificatorio no es tan sólo un momento constitutivo de la formación de los conceptos; es también, correlativamente, un momento constitutivo de la investigación. De hecho, es precisamente en el ámbito de la investigación donde podemos comprobar mejor los inconvenientes, por no decir los daños, producidos por la moda cuantitativizadora, y como consecuencia, por el abandono de la lógica y de la sistematización clasificatoria. Hace tiempo que los institutos estadounidenses de sociología y de ciencia política envían a sus candidatos al doctorado en investigación a recorrer el mundo "en expediciones indiscriminadas de pesca de datos". Estas expediciones de pesca son "indiscriminadas" precisamente porque carecen de redes adecuadas; y las redes son defectuosas porque no son redes taxonómicas, es decir, por falta de desbrozamiento clasificatorio. Estos investigadores parten con el solo bagaje de una checklist, de una nómina de términos a chequear, que en el mejor de los casos equivale a una agujereada red de pesca personal. De este modo, cada investigador quizás vea facilitada su tarea. Pero para una disciplina que sólo puede crecer en forma acumulativa y que necesita desesperadamente datos comparables y adicionales, los frutos no pueden ser más magros. Al hacer el balance final, la empresa colectiva de una política comparada global se ve amenazada por un creciente popurrí de informaciones dispersas, separadas, poco adicionales y probablemente engañosas. Se observará que nuestros datos no provienen sólo de las investigaciones en el campo de los estudiosos de las ciencias sociales. Veamos más de cerca este aspecto. Siguiendo a Karl Deutsch, podemos distinguir entre los siguientes sectores de documentaciones relevantes o más prometedoras para la ciencia política: 1) datos agregados, es decir datos de los censos, de las estadísticas económicas, sociales, demográficas y similares; 2) datos de opinión (recabados por los sondeos de opinión) y de actitud (recogidos en entrevistas); S) datos electorales y de votaciones (incluyendo aquí los comportamientos de los votos legislativos); 4) datos sobre las élites (su extracción, reclutamiento y poder); 5) datos secundarios o regenerados mediante elaboraciones estadísticas de datamaking, y (>) datos históricos. Lo primero que nos llama la atención en este conjunto son sus lagunas; lagunas que precisamente nos hacen pensar en la necesidad de las expediciones de investigación antes mencionadas. En segundo lugar, paso por alto los datos volumétricamente menores, como los datos históricos (numeral 6) y otros que no he transcrito. En tercer lugar, podemos dejar de lado los datos "generados por datos" (mineral 5), ya que los datos regenerados presuponen siempre datos primarios. Además, no hace falta insistir en los datos electorales o del voto (numeral 3) y sobre los datos de élite (numeral 4), que son los más notorios. En fin, en lo referente a la masa ingente de los datos de opinión (numeral 2), bastará observar que en el conjunto son poco comparables y de dudosa credibilidad. Se ve así que —aparte de los estudios electorales, de voto y de élites-, para todo el resto terminamos por basarnos inevitablemente en los datos que Deutsch denomina agregados (numeral 1), y que son datos estadísticos en el sentido de que son recogidos por los estadísticos. Son éstos, pues, los datos sobre los que es preciso entenderse. Dentro de la clase generalísima, de los datos estadísticos, deben dejarse de lado los datos recogidos directamente por los economistas, o por esa estadística ad hoc que es la estadística económica. Éstos son, sin comparación posible, los datos más satisfactorios. Pero deben dejarse de lado por dos razones: la primera es que sirven a fines diferentes de un diferente usuario; y la segunda es menos obvia pero más importante, el sociólogo y el politólogo no pueden delegar la búsqueda de sus propios datos de la misma manera y con la misma facilidad que el economista. Por algo la estadística económica es tan diferente a la llamada estadística social. La diferencia consiste en que sólo el economista aprovecha de los valores cuantitativos que expresan e incluso encarnan los comportamientos de los propios observados (dado que los actores económicos se guían por criterios cuantitativos); mientras que los valores cuantitativos sobre los que trabajan las otras ciencias del hombre, son "reconstrucciones" y "atribuciones" del observador. La diferencia es fundamental. Y con esto llegamos finalmente a la documentación que nos interesa más de cerca: las estadísticas denominadas genéricamente económico-sociales, cuyas variables más corrientes son la escolarización y la instrucción, las ocupaciones y profesiones, la distribución social del ingreso, la urbanización y la industrialización. Documentación que navega en aguas poco recomendables, y lo digo sin perífrasis. Por más que se diga que la estadística es un instrumento abierto, a disposición de todos los posibles usuarios, la verdad es que los estadísticos sirven sólo a determinados usuarios y no a otros, empezando por ellos mismos (a veces sub specie de demógrafos). No es el caso de entrar en diatribas y recriminaciones recíprocas entre estadísticos y estudiosos de las ciencias sociales. La situación actual puede describirse diciendo que los criterios y las clases de relevamiento de los institutos de estadística (nacionales o no) son generalmente anticuados, burdos, y no estandarizados a nivel internacional. Se entiende, pues, que cuando combinamos las estadísticas de los distintos países, nos acose de pronto la sospecha de que los mismos términos (cuando son los mismos) no miden realmente los mismos fenómenos. Sospecha destinada a seguir siendo tal, por cuanto los datos obtenidos son lo que son; poco y nada discriminativos. Poco discriminativos a los fines de la estadística comparada; nada discriminativos a los fines del análisis sociológico y politológico. Al decir esto no negamos que las estadísticas se pongan al servicio de las ciencias sociales. Negamos que suministren "datos desagregados" multi-purpose -es decir, utilizables a los fines de una pluralidad de usuarios- en lugar de "datos agregados", que inevitablemente son agregados a los fines de un solo usuario, y por lo tanto resulta single-parpóse, válidos para un solo destino. Señalado esto, debe decirse que, en cambio, los estadísticos tienen a su vez razón cuando se lamentan de que son los usuarios -en este caso, sociólogos y políticos- los que no aclaran bien sus pedidos. No tengo más remedio que aceptar que es así, dado que ese lamento es mi propio lamento. Decía que la empresa colectiva de una política comparada global se ve amenazada por una confusión de informaciones heterogéneas, poco adicionables y probablemente engañosas. Como hemos visto, este diagnóstico no cambia -más bien se ve reforzado- cuando tomamos en cuenta, además de los datos de la investigación, la documentación estadística corriente. Cabe agregar -y aclarar- que para este diagnóstico no significa ninguna diferencia el que la información sea cualitativa o cuantitativa. En cualquiera de los dos casos, la terapia es la misma, construir "categorías de investigación" dotadas de un adecuado poder discriminador. Si nuestros contenedores de datos son conceptualmente indefinidos y confusos, resultarán de ellos datos ambiguos y falsos, datos que mezclan en una misma masa lo semejante y lo diferente. La diferencia reside en que los perjuicios producidos por una "desinformación cuantitativa" son mayores y más insidiosos que los producidos por una desinformación cuantitativa. Infinitamente mayores gracias a la "computarización"; e infinitamente más insidiosos porque una desinformación cuantitativa a escala global rompe la valla de nuestro saber sustantivo y termina por ser utilizada sin ningún conocimiento de causa. Concluyamos, pero primero recapitulemos todo el discurso de los dos últimos apartados. He sostenido que la lógica de la identidad-diferencia, o de la inclusiónexclusión, no puede ser sustituida por los signos de más o de menos; se trata de dos sintaxis lógicas complementarias, y que se integran en un orden que va de la primera a la segunda. Correlativamente, he sostenido que el repudio a las clasificaciones tiene graves repercusiones negativas, y resulta totalmente injustificado. Hempel admite que los conceptos de clase se prestan para una descripción de las observaciones y para la primera formulación de generalizaciones empíricas aproximativas. Pero pasa por alto que el ejercicio clasificatorio desempeña un papel insustituible en la formación de los conceptos, desde que constituye su técnica de 'desbrozamiento". Eso sin contar con que las clasificaciones introducen una preciosa claridad y una ordenación analítica en el discurso, desde el momento que nos inducen a proceder con orden, discutiendo una cosa por vez y cosas diversas en distintos momentos. A lo que se debe agregar que tenemos absoluta necesidad de tramas clasificatorias y de reticulados taxonómicos con el fin de resolver nuestros problemas de fact-finding y de fact-storing, de investigación y de almacenamiento de datos. En conclusión, ninguna sociología o politología es viable a escala global si carecen de amplias informaciones lo bastante precisas como para permitir un control comparado válido y significativo. Con este fin, necesitamos antes que nada un sistema de fichado que sea muy articulado, relativamente estable y por eso mismo acumulable a los fines del incremento y de la actualización de los datos. Pero la paradoja consiste en que cuanto más nos orientamos hacia el tratamiento electrónico de la información, menos estamos en condiciones de sustituir informaciones recogidas con criterios lógicos estandarizados. Es así que la época de la informática amenaza con transformarse en la edad de las seudoinformaciones. A mi juicio, en el origen de esta desviación se encuentra una desvalorización injustificada de la lógica aristotélica de las categorías y el indebido perfeccionismo epistemológico y metodológico de quienes, como Hempel, reconocen un solo modelo de "ciencia": el de las ciencias físico-experimentales. De este modo, nos vemos llevados a caminar con piernas inadecuadas, o incluso con piernas que son casi insuficientes para caminar. Pondere et mensura ¿de qué? En las ciencias experimentales -una vez que se constituyen como tales- el experimento mismo es el que aísla y circunscribe el "qué" en las denominadas ciencias formalizadas, o en las matemáticas, el "qué" es irrelevante. Pero en las ciencias de observación, el "qué" está antes que nada. Y lo está igualmente en esas ciencias de observación sólidas y consolidadas que son la mineralogía, la botánica y la zoología. Con mayor razón, el "qué" estará antes que ninguna otra cosa en las ciencias de observación todavía fluidas, y de lo fluido: las ciencias del hombre. De ese modo, el conse lo hempeliano y matematizador de preocuparnos por las cantidades y por las relaciones, desconfiando del análisis por género y diferencia, por las propiedades y los atributos, se resuelve en un verdadero usteron próteron, en el poner la carreta delante de los bueyes. De este modo, corremos el riesgo de repudiar una "ciencia de especies" a cambio de nada. Las consecuencias de estos errores de origen, aparecen a la vista después. En primer lugar, se los ve en una actividad de investigación altamente dispersiva y trivial por no estar guiada ni apoyada por "recolectores conceptuales" congruentes. Y surgen todavía más espectacularmente cuando atendemos al estado de la documentación. El estado de los datos es caótico; y lo será cada vez más si no nos convencemos de cuán necesarios son el análisis y la estandarización clasificatoria. Sin el auxilio de reticulados taxonómicos refinados, y sin un sistema correlativo de fichaje estabilizado, no nos hagamos ilusiones; los elaboradores nos harán más mal que bien. Se convertirán -y ya se están convirtiendo- en el opio del estudioso. IX.7. La escala de abstracción Volvamos a partir de esta consideración: la nueva política comparada ha desembocado, alternativamente o conjuntamente, en dos callejones sin salida; de un lado, un "estiramiento del concepto" que nos lleva a la noche hegeliana en que todos los gatos son pardos; por el otro, a una "medición sin concepto", que nos deja más débiles y desamparados que nunca. Dos callejones sin salida, sí; pero con respeto a dos exigencias válidas: adquirir universales empíricos capaces de "viajar", y llegar a variables mensurables. ¿Cuál es, entonces, el camino a seguir? El problema sigue siendo un problema de formación de conceptos. Y la perspectiva en que ahora me sitúo es la de disposición vertical de los elementos de una estructura conceptual a lo largo de una escala de abstracción. Debemos formular dos advertencias. La primera es que digo "concepto" sólo por razones de brevedad; es decir, en el entendido de que vinculo al elemento conceptual toda una serie de elementos que en un tratamiento más vasto y mejor ordenado pertenecen en rigor al término "proposiciones". Más exactamente, al decir formación del concepto aludo en forma implícita a una actividad formadora de proposiciones y capaz de resolver problemas. La segunda advertencia es que mi discurso versa implícitamente sobre una clase particular de conceptos; los que se expresan por términos de observación más que por formulaciones teóricas. Al mismo tiempo es obvio que no me intereso por todos los conceptos de esta clase, sino sólo por los conceptos clave de la disciplina; conceptos que suelen coincidir con las "generalizaciones disfrazadas" de Bendix. La noción de escala de abstracción va unida a la existencia de diferentes niveles de análisis; pero un alto nivel de abstracción no es necesariamente el resultado de un proceso de ladder climbing, de "escalada abstractora", es decir, de ascensión a lo largo de una escala de abstracción. Lo que equivale a decir que no se extrae, no se "abstrae" una serie de universales de las cosas observables. En tal caso, tenemos que operar precisamente, con las formulaciones teóricas, o términos teoréticos, definidos por su colocación en el sistema conceptual al que pertenecen. Por ejemplo, el significado de términos como isomorfismo, homeostasis, feedback, entropía y similares, se define en último análisis por el papel que asumen dentro de la teoría general de los sistemas. En cambio, llegamos en otros casos a altos niveles de abstracción mediante una "escalada abstractora", subiendo a lo largo de una escala de abstracción. En tal caso tenemos que operar con términos de observación, vale decir, con términos extraídos de cosas observables, o mejor, extraídos por medio de inferencias de abstracción que se refieren de alguna manera a observaciones directas o indirectas. Por ejemplo, términos como grupos, comunicación, conflicto, decisión y similares, pueden entenderse de un modo muy concreto (con referencia a grupos reales, comunicaciones emitidas o recibidas realmente, conflictos y decisiones que tienen lugar aquí y ahora), o bien pueden usarse con un alcance altamente rarificado, es decir abstracto (erróneamente llamado por los politólogos "analítico"); pero también en el segundo caso se trata de términos que se pueden referir de alguna manera a sucesos y cosas observables. En este sentido, y como antítesis a las formulaciones teóricas, los términos de observación pueden denominarse también conceptos empíricos, En ese caso se dirá que los conceptos empíricos son tales porque pueden ser referidos a observables, aun cuando un concepto empírico se puede colocar a muy diferentes niveles de abstracción, e incluso caracterizarse por el hecho de moverse a lo largo de una escala de abstracción. Por lo tanto, nuestro problema se formula de este modo: 1) establecer a qué nivel de abstracción queremos colocar los conceptos empírico-observativos, y 2) conocer las reglas de transformación relativas, es decir las reglas para reconocer una escala de abstracción. De hecho, el problema de fondo de la política comparada es el de poder ganar en extensión, o en radio de comprensión (subiendo a lo largo de la escala de abstracción), sin sufrir pérdidas innecesarias o irrecuperables en términos de precisión y controlabilidad. Para enfrentar este problema, hay que empezar por dejar bien establecida la distinción-relación entre extensión (o denotación) e intensión * (o connotación) de un término. La definición estándar diría: "La extensión de una palabra es la clase de cosas a las que se aplica; la intensión de una palabra es el conjunto de las propiedades que establecen a qué cosas es aplicable esa palabra." De manera análoga, por denotación se entiende la "totalidad de los objetos", o acontecimientos, a los que se aplica la palabra; mientras que por connotación se entiende la "totalidad de las características" que algo debe poseer para entrar dentro de la denotación de esa palabra. Establecido esto, se hace más fácil comprender cuál es el modo correcto de ascender por una escala de abstracción. La regla es simple: para aumentar la extensión de un término se debe reducir su connotación. Procediendo de este modo, obtenemos cada vez un término más "general", o más inclusivo, que por ello no se convierte en un término impreciso. Está claro que cuanto mayor sea el radio comprensivo de un concepto, tanto menores serán las diferencias -propiedades o atributos que de él se captan: pero el poder de diferenciación que le queda, queda tal cual, esto es, mantiene la precisión que tenía. Pero esto no es todo. Procediendo de esta manera, obtenemos también conceptualizaciones que, aunque sean omnicomprensivas, pueden remitirse siempre -haciendo el camino inverso, o sea volviendo a descender por la escala de abstracción- a "específicos" posibles de comprobaciones de acierto o error empíricos. Con esto hemos identificado también la naturaleza del error en el que incurren los comparativistas en su empeño por obtener universales capaces de "viajar", más allá de la urbe, por todo el orbe. El "estiramiento del concepto" no es más que la tentativa por aumentar la extensión de los conceptos sin disminuir su intensión; de ese modo, la denotación se extiende al precio de ofuscar la connotación. Con el resultado de obtener, no conceptos más generales, sino su desfiguración, es decir, meras generalidades, o mejor aún, meras genericidades. La diferencia estriba en que un concepto general (que incluye una multiplicidad de especies dentro de un género más amplio) antecede a las "generalizaciones" científicas; mientras que ele las meras generalidades, de los conceptos "genéricos", sólo se obtienen discursos vagos y confusos. Las reglas para ascender o descender a lo largo de una escala de abstracción son, pues, reglas bastante simples. Volvemos más abstracto y general a un concepto, reduciendo sus propiedades y atributos. Viceversa, un concepto se hace más específico si agregamos o desplegamos calificaciones, es decir, si aumentamos sus propiedades o atributos. Y éstas son las reglas, no sólo de transformación de los conceptos empírico-observativos, sino también las reglas de construcción de una escala de abstracción. Establecido esto, tratemos de precisar su esquema. Resulta de por sí evidente que a lo largo de una escala de abstracción se pueden ubicar muchísimos niveles de inclusividad, o a la inversa, de especificidad. A los fines de una esquematización, bastará distinguir tres franjas o zonas altimétricas: 1) alto nivel de abstracción (an); 2) nivel medio de abstracción (nm), y 3) ba lo nivel de abstracción (bn). Son conceptos an, de alto nivel, las categorías universales aplicables a todo lugar (geográfico) o tiempo (histórico); en este caso, la connotación queda drásticamente sacrificada al requisito de una denotación global u omnitemporal. En la franja de los conceptos nm (nivel medio), encontramos categorías generales (pero no universales); en este caso, la extensión es balanceada por la intrusión, aun cuando la exigencia es de "generalizar", y por lo tanto de destacar las semejanzas en detrimento de las diferencias. Por último, son conceptos bn, de nivel bajo, las categorías específicas que se desarrollan en concepciones llamadas configurativas (quizás traducible por el término ideográficas) y en definiciones contextuales; en este caso, la denotación queda sometida al requisito de una connotación muy precisa (individualizadora), donde las diferencias predominan sobre las semejanzas. Conviene explicarlo mejor con un ejemplo. En un ensayo que estudia los problemas de la economía comparada (que desde el punto de vista conceptual no son diferentes de los de la política comparada), Smelser observa que, a los fines de una comparación global, "staff es mejor que administración [...] y administración mejor que civil service". En efecto, y según Smelser, la noción de civil service no es aplicable a los países que no poseen un aparato estatal estructurado; la noción de administración es relativamente "superior, pero está culturalmente condicionada"; de modo que staff termina por ser el término "apropiado para abarcar sin dificultad los más variados ordenamientos políticos". "Suponiendo que sea aceptable esta propuesta terminológica, en el mejor de los casos el argumento de Smelser podría desarrollarse de la siguiente manera. En el contexto de la administración pública comparada, la categoría universal es staff. El concepto de administración tiene una buena aplicabilidad general, pero no universal, a través de las asociaciones que lo ligan a la idea de burocracia. Todavía más limitada es la denotación de civil service, calificada por los atributos del Estado moderno. Si después queremos descender por la escala hasta el ba lo nivel de abstracción, un examen comparado del civil service inglés y francés, por ejemplo, revela profundas diferencias entre ambos y exige definiciones contextúales. Cabe agregar que en el ejemplo que estamos examinando, el discurso se ve simplificado por la existencia de una gama de vocablos que nos permite identificar (cualquiera sea la opción) cada nivel de abstracción, o casi, mediante una denominación propia. Pero existen casos desafortunados en los que, por carencia de vocabulario, nos vemos obligados a recorrer toda la escala de abstracción con un mismo término. Por supuesto que el número de las "capas" de una escala de abstracción depende de hasta cuánto queramos hacerla sutil; es decir, depende de la meticulosidad de nuestro análisis. Es igualmente obvio que las varias "capas" de una estructura conceptual vertical, no están divididas necesariamente por límites precisos. Muchas transiciones verticales son realmente esfumadas y graduales. Por lo tanto, si mi esquema induce a pensar en los límites, y si los refiere a tres, y sólo a tres, niveles de abstracción, ello obedece a que esta división parece suficiente y significativa a los fines de un análisis lógico. Lo que me interesa es, pues, la "lógica" de las operaciones que tienen lugar a lo largo de una escala de abstracción. A este efecto, el problema más espinoso es el del movimiento ascendente; vale decir, un problema que se sitúa en la línea que divide los conceptos generales (nm) y las categorías universales (an), y que se formula de este modo: ¿hasta qué punto podemos hacer ascender un término de observación sin qué sucumba ante un exceso de "esfuerzo de abstracción"? Como norma general, una clase no debería ampliarse más allá del punto en el que perdería por entero su connotación (propiedad o atributo) precisable. Pero de este modo, se pide demasiado, ya que se pide una identificación positiva. En la práctica, a las categorías universales terminamos por pedirles mucho menos, sólo una identificación negativa, a contrario. Está bien; pero algo menos de eso ya no lo estaría. Debemos, pues, establecer una distinción capital entre: 1) conceptos calificados ex adverso, declarando qué no son, y 2) conceptos sin contrario, y por lo tanto sin término. Esta distinción responde al conocido principio según el cual omnis determinatio est negatio. Principio del que se deriva que un universal provisto de contrario es siempre un concepto determinado, mientras que un universal sin negación se convierte en un concepto indeterminado. Y esta distinción lógica es de fundamental importancia empírica. Un universal determinado a contrario será siempre un concepto del que se puede afirmar o negar su aplicabilidad al mundo real; mientras que un universal indeterminado se aplica per definizione; no habiendo término o delimitación, no tenemos modo de comprobar su aplicabilidad al mundo real. Y ésta es, precisamente, la diferencia entre los universales empíricos y los universales que no son tales, y que por lo tanto son seudouniversales desde el punto de vista de un conocimiento empírico. Un universal empírico es tal porque está en lugar de "algo"; mientras que la indeterminación del universal no empírico convoca indiscriminadamente "cualquier cosa". Una ilustración apropiada de lo dicho la proporciona la denominada "teoría del grupo", vale decir un concepto de grupo que se representa como la unidad primaria de toda la fenomenología política. El ejemplo es apropiado también porque la nueva política comparada se inaugura a escala mundial precisamente en esta clave; es decir, traduciendo la teoría del grupo en investigación sobre los "grupos de presión". En la teoría en cuestión, "grupo" es claramente una categoría universal. El grupo es la clave de todo, y todo es grupo. Lo que pasa es que no se ha precisado qué no es grupo. Por lo tanto no encontramos no grupos, sino algo que es menos o más que un grupo. Según los criterios que acabamos de exponer, pues, "grupo" no es un universal empírico. Cuando examinamos las investigaciones sobre los grupos de interés, o de presión, es fácil encontrar que estas investigaciones no están orientadas por el "grupo indeterminado" de la teoría, sino por el "grupo intuitivo", es decir, por las ideas intuitivas deducidas de la observación de los grupos concretos. En el mejor de los casos, la teoría y la investigación siguen cada una por su lado. En el peor de los casos, la teorización ha desmantelado lo que la investigación estaba descubriendo. Y en todos los casos nos quedamos con una literatura que lo dice todo y que no dice nada, o sea, que ha quedado debilitada en gran medida por la insuficiencia de nervadura teórica, y particularmente por un insuficiente encuadramiento taxonómico. De ese modo, no puede asombrar que a la euforia inicial haya seguido la frustración, y que hoy la gran caza global a los grupos de interés se haya casi abandonado. En conclusión, el esfuerzo de abstracción hacia una inclusividad universal encuentra su punto de ruptura fuera del cual queda sólo una nulificación del problema, o en todo caso una vaporización empírica. Este punto de ruptura se caracteriza por una disminución de la misma determinación ex adverso. En tal caso, tenemos un universal empíricamente inutilizable. Con esto no quiero decir inútil o desprovisto de sentido. Lo que quiero decir es que de la transformación de conceptos como "grupo" -o como pluralismo, integración, participación y movilización-, en universales "sin término", indeterminados, sólo extraemos "letreros". Letreros y rótulos que no son inútiles, porque sirven para iniciar el tema, o precisar un enfoque; pero que de ningún modo constituyen un instrumento de trabajo, una herramienta de conocimiento. Pasemos -o mejor, descendamos- del alto nivel de abstracción al medio. La franja media, o intermedia, de los conceptos "generales" debería ser una franja muy nutrida. Debería, digo, porque de hecho no lo es; y no lo es porque corresponde a ese nivel de abstracción -hoy atrofiado- en el que tenemos que desplegar y ordenar los conceptos per gemís el differentiam. David Apter tiene razón cuando se lamenta de que "nuestras categorías analíticas son demasiado generales cuando son teóricas y demasiado descriptivas cuando no lo son". Su lamento traduce el vacío que existe entre las observaciones descriptivas y las categorías universales, y por consiguiente la naturaleza acrobática de nuestros saltos entre el ba lo y el alto nivel de abstracción. Y para llenar este vacío, para pasar realmente de las observaciones a las generalizaciones -y viceversa- hay que desarrollar el nivel medio de abstracción; lo que equivale a decir que hay que volver al ejercicio clasificatorio, al desbrozamiento taxonómico. No me detengo en ello, porque es un discurso que ya vimos. Discurso del cual se infiere que la franja intermedia de los géneros, de las especies y de las subespecies, es la estructura que sostiene a toda una escala de abstracción. El grueso del traba lo tiene lugar en ella, como es fácil comprender. Nos queda el ba lo nivel de abstracción, que podría parecer un nivel de escaso interés para el comparador. Pero no es así. Decíamos que si el problema más espinoso se presenta -al menos en la etapa de los hechos- en el ámbito ascendente, esto no quita que exista también un problema de movimiento descendente. Problema que se sitúa ahora en la línea que divide los conceptos generales (nm) de las concepciones "contextúales" (bn). También el comparador es llevado a hacer investigaciones, e incluso las debe hacer para procurarse los datos que necesita. Ahora bien, es verdad que la investigación del comparador no debe ser individualizadora ni un fin en sí misma; y por lo tanto es verdad que al comparador se le pide que salga a investigar sobre el terreno llevando consigo un armazón conceptual generalizador. Pero el hecho es que las investigaciones se hacen aquí y ahora, y que lo propio de la investigación consiste en observaciones (directas o indirectas). Y por lo tanto, al comparador se le presenta el problema de descender del medio al ba lo nivel de abstracción. Hasta ahora la exposición ha sido más deductiva que inductiva, en el sentido de que la construcción de la escala de abstracción no tomó el camino del nivel más ba lo (en mi exposición). Por una vez que hemos llegado a él, debemos reconstruir el camino inductivamente. Y ello porque de este modo, la importancia del ba lo nivel de abstracción aparece con toda evidencia. Decía que los reticulados taxonómicos desarrollados en el nivel medio de abstracción son la clave de todo el edificio. Queda por decir que si una clasificación se deduce de reglas lógicas, la lógica no tiene nada que ver con la utilidad y validez de una clasificación. Los botánicos y los zoólogos no han impuesto sus clases a las plantas o a los animales, así como las plantas y los animales no se las impusieron a sus clasificadores. Vale decir que las clasificaciones valen en la medida en que superan la prueba de la investigación; esto es, en que superan en último análisis la comprobación inductiva. Un edificio taxonómico, de por sí, es solamente un conjunto de casilleros vacíos; casilleros de los que a priori no sabemos si se prestan o no para contener hechos. Lo podremos descubrir sólo de una manera inductiva, es decir, en el momento en que debemos transferir una descripción ideográfica y contextual -o sea de ba lo nivel de abstracción- en clases y, correlativamente, en procedimientos de abstracción y generalización del nivel medio de abstracción. Una observación importante que me urge hacer, es la de que la escala de abstracción parece basarse en la conocida frivolidad del dicho: "todas las diferencias son cuestión de grado". Esta forma de metamorfosis cuantitativizadora se resuelve en una drástica pérdida de ordenación lógica, y genera toda una secuela de errores que podemos seguir paso a paso. En primer lugar, es claro que en el alto nivel de abstracción, el problema es la relevancia y determinación teórica del concepto. No es menos claro que en el tramo superior del nivel medio de abstracción, las determinaciones iniciales son necesariamente determinaciones de género. A partir de allí, comenzamos a descender en la escala con la técnica del desplegamiento taxonómico, lo que equivale a decir que tampoco en este tramo el problema es de grado, sino más bien de especie. Recordemos que las diferencias se vuelven de grado sólo después de haber establecido que dos o más objetos tienen las mismas propiedades o atributos. Y estas propiedades o atributos suelen aparecer aislados en el nivel de las clases de una especie, no en el de las clases de un género. Por lo tanto, la cuestión de qué componentes de una clase tienen las mismas propiedades en medida mayor o menor, es la más de las veces una cuestión que se plantea en el nivel que podríamos llamar medio-bajo. El error básico es, pues, el de ignorar la disposición vertical de los conceptos. Pero si sabemos que los conceptos tienen una organización vertical y que para aumentar la extensión de un término debemos reducir su connotación (y viceversa), surge de ello que mientras nos manejemos a lo largo de una escala de abstracción, tanto ascendiendo como descendiendo, la cuestión es si determinadas propiedades o atributos están presentes o ausentes; y éste no es un problema de grado, sino de identificar el nivel de abstracción. Es sólo después —después de haber determinado en qué nivel de abstracción estamos situados— cuando intervienen las consideraciones de más-o- de-menos. Y la regla a tomar en cuenta parece ser que cuanto más elevado es el nivel de abstracción, tanto menos se aplica la óptica de los grados; mientras que cuanto más ba lo es el nivel de abstracción, tanto más pertinente se hace dicha óptica. Una segunda observación, de carácter muy general, se refiere a la tesis que suele aparecer en la literatura metodológica, según la cual "cuanto más universal es una proposición, es decir cuanto mayor es el número de acontecimientos considerados en ella, tanto más aumentan las posibilidades de error y tanto más informativa es la proposición".46 La idea expresada por esta tesis es la de que, en sustancia, entre la universalidad, el falseamiento y el contenido informativo existe una progresión concomitante, de tal suerte que el progreso de uno de los elementos es también, automáticamente, un progreso de los demás. Pero a la luz de la escala de abstracción no es así. En rigor, en cada punto de la escala debemos elegir entre radio explicativo y precisión descriptiva, entre lo que se gana en abarcamiento IX.8. Función y estructura Hasta aquí el discurso metodológico inicial - -sobre la formaciónmalformación del concepto-, que suele ser el discurso que no se hace. Quedaría por desarrollar el discurso metodológico posterior, que ése sí se hace, y que por lo tanto puede remitirse a la literatura existente. Me parece preferible apoyar mi tema en el hecho, y después desarrollarlo a través de ejemplos. Aquí la dificultad reside en la elección. Pero los conceptos de "estructura" y de "función" -mi elección- son recomendables por dos razones; no sólo porque pertenecen al número de macroconceptos de frecuente uso y abuso; sino sobre todo porque constituyen un apostadero desde el cual actuar: el análisis estructural-funcional. En la presentación del libro que más que ningún otro abrió camino a la nueva política comparada, Almond resume su planteamiento de este modo: "Lo que hemos hecho es dividir la función política de la estructura política." La división es realmente importante. Pero entre el dicho y el hecho hay mucho trecho. Tanto es así que todavía estamos enfrascados en la cuestión básica de qué se debe entender por "función", ya sea tomando el término en sí mismo, ya en su relación con "estructura". Por supuesto que en este campo, la noción de función no interesa por sí misma, sino en su relación con la de estructura. Por decirlo así, el concepto de función entra en mi discurso "en función de". Pero la madeja debe desenredarse siempre a partir de una punta, y entonces conviene comenzar por "función". Para un matemático, cuando el elemento y varía con el elemento x, decimos que y es función de x; por lo tanto, función es aquí tan sólo una relación. Pero solemos decir que la función de una cierta estructura es, queriendo decir: esta estructura tiene esta función. Obviamente, esta última frase no debe tomarse al pie de la letra; no se pretende afirmar que las funciones son "cosas poseídas" por las estructuras. Más ampliamente, el punto debe desarrollarse así: que las estructuras están hechas para hacer algo; que ciertos aspectos considerados fundamentales de ese "hacer", son calificados de funciones; de lo que se deduce que las funciones son atribuciones (del observador), tendientes a caracterizar la razón de ser de las estructuras. Establezcamos de inmediato dos puntos. El primero, que salvo errores de ingenua cosificación, no es nada impropio decir que las estructuras tienen funciones; e incluso puede tener mucho sentido decirlo. El segundo punto es que no basta establecer que las funciones son actividades de las estructuras. Lo son, por supuesto; pero los partidos, las burocracias, las Iglesias, los ejércitos, las legislaturas, los gobiernos, y otras estructuras más, despliegan miles de actividades -algunas importantes- que no se pueden considerar funciones (y mucho menos disfunciones). Por lo tanto, aun cuando las funciones son actividades, no todas las actividades son funciones. Y para sortear este obstáculo no es válido definir las funciones como consecuencias, como efectos. Los efectos son "efectos de actividades". Y la objeción es que muchas actividades de las estructuras tienen efectos, y efectos relevantes, sin que por ello se nos ocurra caracterizarlas como funciones. El estado de la cuestión en la doctrina más reciente es, pues, en síntesis, que "función" puede ser definida de modo diferente como: 1) relación; 2) actividad, y 3) efecto. Lo que pasa es que ninguna de estas definiciones parece plasmar cabalmente la idea. Nadie duda de que la función es una formulación relacional; pero la acepción matemática no nos ayuda a emplazar la función en la estructura. Tampoco nadie duda de que las funciones sean actividades; y hasta podemos admitir que tales actividades deben registrarse en el campo de las consecuencias o efectos; ¿pero qué actividades, y por qué tales efectos y no otros? Reconozcamos que el problema no es simple. Y para afrontarlo hay que diferenciar los contextos, afirmando la idea de que el término función es usado legítimamente con significados diferentes según los contextos. A nuestros fines, los contextos a distinguir son tres: 1) el partial system analysis; es decir el análisis de las estructuras (o subsistencias) consideradas particularmente; 2) el whole system analysis, o análisis de los "sistemas enteros", y 3) el sistems analysis que deriva o se vincula con la llamada teoría general de los sistemas, con la general systems theory. Y la distinción que debe establecerse es sobre todo entre análisis general systems (numeral 3) y análisis whole system (numeral 2). Cuestión que suele mezclarse. En el contexto del systems analysis, lo que interesa no es la actividad de las estructuras, sino la interacción entre todos los elementos del sistema considerado. En esta perspectiva, no decimos que las estructuras tienen funciones; decimos que un sistema (político) se compone de elementos en equilibrio recíproco (dinámico), que varían uno en función del otro. Lo que equivale a decir que el sistema es un conjunto de interrelaciones funcionales; relaciones recíprocas que -si se lo sabe hacer- podrían expresarse mediante ecuaciones. Está claro, pues, que en el contexto del systems analysis, "función" se usa en su acepción matemática del término; función equivale a "relación". Todo muy bien, salvo que aquí no cabe el análisis estructural-funcional; y no cabe porque no hiy estructuras; o mejor, son la x y la y de la ecuación. En el whole system analysis sí, lo que interesa es el sistema entero; pero el discurso es diferente.08 Tan diferente que en este contexto se habla de "funciones del sistema", es decir, que se le atribuyen al sistema (al conjunto de las estructuras que componen el sistema político) funciones que son tales en el mismo sentido en que hablamos de "funciones de las estructuras" en el análisis parcial o segmentario. Es cierto que el análisis del sistema entero se interesa también por las interacciones entre estructuras. Pero esta analogía con el systems analysis no debe llamarnos a engaño y hacernos pensar que también en el caso que estamos examinando las funciones son "relaciones". No; las funciones del sistema son "actividades" (aun cuando pueda concebirse que estas actividades funcionales constituyen el producto de interrelaciones funcionales), y más precisamente, esas actividades que resultan relevantes para el mantenimiento, adaptación o incluso transformación del sistema político. De ello se desprende, a mi parecer, que a despecho de las apariencias y de las polémicas intestinas, el whole system analysis está mucho más próximo al análisis parcial que al general systems. Conclusión reforzada por esta otra consideración: que el sistema entero es visto siempre como un conjunto interactivo de "estructuras" (no de incógnitas). Si no fuera así, el estudio del sistema entero desbordaría del ámbito del estructural- funcionalismo. Pero si es así -y en la medida en que lo sea- la conclusión pasa a ser que el sistema entero presupone el sistema segmentado, es decir, el conocimiento efectivo de las estructuras de que se trata. Después de todo, lo que el análisis whole system sabe de las estructuras que recombina juntas, lo sabe a través de quien se dedica al estudio de las estructuras individualmente consideradas. Llegamos así al partial system analysis, al análisis parcial o segmentario de los subsistemas del sistema completo. Y vayamos directamente al punto: qué se entiende en este contexto por función. No es un misterio que cueste mucho descifrar; pero lo que lo convierte en tal es sobre todo una desubicada preocupación no valorativa. Si en este campo de la indagación estructural-funcional no hacemos más que girar en redondo y en el vacío, ello se debe más que nada a que tenemos miedo de admitir que el nuestro es un discurso de Zíveckrationalitat, como diría Max Weber, es decir de racionalidad y racionalización de los fines. Sin embargo no puede haber dudas. Entendemos que las estructuras existen para; para algún destino, tarea o finalidad. Cualquiera sea su definición oficial, y a despecho de cualquier disfraz terminológico, la sustancia reside en que la función es aquí un concepto teleológico que expresa una relación entre medios y fines. Más exactamente, la función y la actividad de una estructura -el medio- frente a sus fines. Estos fines pueden entenderse en forma descriptiva, es decir, provenir de la dinámica endógena de la estructura considerada, y referirse sólo a las tareas cumplidas efectivamente; o bien puede entenderse prescriptivarnente, a la luz de los denominados fines institucionales, o también de los fines que una estructura "debería" perseguir. 47 Pero en todos los casos la actividad de una estructura está dirigida hacia una finalidad, hacia un destino; de otra manera no sería una actividad-función, sino una actividad cualquiera. Correlativamente, cuando decimos disfunción, no funcionalidad y similares, entendemos que los fines en cuestión no han sido satisfechos. Hasta aquí, "función" está referida a las estructuras particulares, es decir, en el contexto de la partial system analysis. Pero ya hemos visto que el análisis segmental constituye también el sustrato del whole system analysis; al menos en la medida en que esta última aspira a ser estructural, y no solamente funcional.48 De igual modo, ya hemos visto que las "funciones del sistema" no son tales en una acepción irreductiblemente diferente de la que vale para los subsistemas. Si podemos atribuirles funciones a los subsistemas, de la misma manera y en igual sentido podemos atribuirles funciones al sistema sobreordenado. La diferencia no es de concepto, sino de nivel de abstracción (de tal modo que el problema de ligar el nivel de análisis subsistémico al sistémico, puede reducirse a un problema de ascenso en la abstracción a lo largo de una escala). Las funciones sistémicas son, sí funciones "sintéticas" altamente abstractas; pero siguen siendo actividades mediatas de las estructuras -los medios y dirigidas a determinados fines. Y por lo tanto, el discurso funcional a nivel sistémico es análogo al subsistémico; sigue siendo un discurso de Zweckrationalitdt. El prólogo ha sido necesariamente largo. Pero ahora -pasando a las estructuraspodemos proceder de manera más expeditiva. En efecto, las dificultades con "estructura" son un refle lo de cuánto hemos dicho. Dado que la función es la razón de ser de las estructuras, se infiere de ello que el modo más fácil de identificar una estructura es calificarla en nombre de su ratio essendi. Pero entonces aparece la dificultad: que la mayor parte de las estructuras políticas se identifican, o por una denominación funcional, o por una definición funcional. En el primer aspecto, nuestro vocabulario funcional (teleológico) es mucho más rico que nuestro vocabulario estructural (descriptivo), Y en cuanto al segundo, las estructuras no se definen casi nunca en los términos debidos, es decir como estructuras. Por más que preguntemos, a propósito de una estructura política, "qué es", invariablemente terminamos respondiendo en términos de "para qué sirve"; y por lo tanto, por no decir nada sobre el cómo es, al que se lo sustituye por una explicación sobre el para que es. ¿Qué es una elección? Un modo para elegir. ¿Qué es una legislatura? Una asamblea para producir leyes. ¿Qué es un gobierno? Un ordenamiento para gobernar. ¿Qué son los partidos? Instrumentos para hacer elegir. Y así sucesivamente. Elecciones, legislaturas, gobiernos, partidos, etc., son estructuras; pero no es fácil, ni mucho menos expeditivo, caracterizarlas como tales. Por lo tanto, es comprensible que las estructuras se perciban y califiquen a la luz de sus funciones preeminentes. Para el ciudadano y para quien hace política, está muy bien que así sea; pero estará muy mal para quien estudia la política, y todavía peor para quien atiende a la ingeniería política. En concreto, las reformas se hacen sobre las estructuras; y si no estamos en condiciones de establecer con suficiente precisión a qué estructuras corresponden determinados efectos (funcionales), la ingeniería política se verá realmente en dificultades. Almond tenía razón cuando basaba su enfoque en la exigencia de separar la estructura de la función, Igualmente indica con exactitud la importancia de ese enfoque para la política comparada: "Todos los sistemas políticos pueden compararse en términos de relaciones entre funciones y estructuras." Pero Almond sobrestima las dificultades. Porque es evidente que el estructuralfuncionalista no camina hoy sobre dos piernas, sino sobre una sola; y para peor, sobre una pierna enferma. Metáforas a un lado, el hecho es que Almond no trabaja sobre dos términos que sean realmente dos -la estructura que a su vez opera sobre la función- sino más bien sobre estructuras que quedan enredadas inextricablemente en sus atribuciones funcionales. De este modo se genera un círculo vicioso. Para ver más claro este círculo vicioso, basta pensar en las tres conclusiones a las que llega todo estructural-funcionalista que se respete: I) que ninguna estructura es unifuncional, es decir, que ninguna estructura absorbe una sola función; 2) que la misma estructura puede ser multifuncional, en el sentido de que puede cumplir en distintos países funciones bien diferentes, y 3) de tal modo la misma función encuentra alternativas estructurales, es decir, puede ser cumplida por diversas estructuras. Estas tesis son sin duda plausibles. Pero no se trataba de tesis que hubiera que descubrir; ya sabíamos, a ojo, que era así. Se trataba más bien de tesis para determinar, porque no sabíamos hasta qué punto era así. Pero interviene el análisis estructural-funcional, y en vez de determinarlos, los analiza, y hasta las absolutiza; todo puede fusionarse. La estructura no vincula a ninguna función, y viceversa, las funciones no se ligan a ninguna estructura. La paradoja reside en que si la tesis multifuncional fuese verdadera, sería suicida, es decir, demostraría que el análisis estructural es por lo menos superfluo. Si una misma estructura funciona de una manera totalmente diferente en cada país, y si para cada función hay alternativas estructurales, ¿para qué ocuparse y preocuparse de las estructuras? ¿Pero es realmente la misma estructura la que funciona de manera diferente? ¿O bien el funcionamiento es diferente porque, si bien miramos, la estructura no es la misma? Tomemos el caso de las elecciones. Las elecciones pueden servir también -lo sabemos perfectamente- para legitimar a un déspota. Pero no se desprende de ello que las elecciones sean "multifuncionales". Para el estructuralista las elecciones son una estructura, y deben precisarse sub specie de estructuras en plural, de estructuras que resultan muy diferentes. Por ejemplo, las "elecciones libres" no están estructuradas como las elecciones no libres (las que plebiscitan y legitiman a los despotismos). La estructura de las elecciones libres requiere, entre otras condiciones, que haya libertad de propaganda y de expresión, una opción electoral por lo menos, un efectivo secreto del voto, así como todos los actos tendientes a impedir fraudes electorales y un recuento tramposo de los votos. Ahora bien, en todos los países donde el elector puede elegir, los candidatos pueden competir y los resultados no pueden falsearse, las elecciones libres son "monofuncionales", es decir, que cumplen una misma función primaria: permitirle al electorado designar o sustituir a sus gobernantes. Pero donde las elecciones sirven para otros fines, no están estructuradas de la misma manera. Ergo no es cierto que las elecciones sean multifuncionales; al contrario, para funcionar de manera diferente, requieren una diferente estructura. El veredicto no es, pues, que el estructural-funcionalismo, por llegar a conclusiones suicidas, haya demostrado su propia superfluidad. Más bien es que su enfoque está girando en el vacío; ya sea porque no hay diada, ya porque no apresó lo que se había propuesto especialmente: las estructuras. Reconozcamos que hasta aquí hemos estado arando surcos en el mar. Pero la empresa no debe abandonarse; hay que proseguirla, sólo que ahora con las dos piernas y con piernas mejores. Y con esto voy, o retorno, al problema de la formación-malformación de los conceptos. Hasta ahora he procurado poner en claro las imperfecciones que la escuela estructural-funcional heredó del contexto más general del funcionalismo. Veamos ahora las dificultades que la escuela se creó por sí misma, es decir, por un mal tratamiento de los conceptos que maneja. Volvamos a empezar por la "función". Aunque se puede considerar que este concepto es de por sí una fórmula teórica, la determinación y clasificación de las funciones -las funciones en concreto- deben relacionarse con la escala de abstracción y con una correcta técnica clasificatoria. Pero no es eso lo que encontramos acá. Para verlo con mayor claridad, basta tomar el único conjunto de funciones sistémicas de Almond, reagrupadas en: a) funciones de conversión (ordenación de intereses, agregación de intereses, comunicación política y formación, aplicación y suministro de las normas); b) capacidad (extractiva, reguladora, distributiva, simbólica y sensitiva, y c) funciones de mantenimiento y adaptación (reclutamiento y socialización política); y después ver cómo este disperso montón de funciones se distribuye y emplaza concretamente a nivel subsistémico, es decir, en los tres mayores subsistemas considerados por Almond: grupos de interés, partidos, gobierno. El revolti lo es inimaginable y no podemos ponerlo en orden aquí, por cierto. Me limito a extraer del montón, el caso de la función que he indicado expresamente en cursivas: la función comunicativa o función de "comunicación política". Salta a la vista que ésta es la categoría más abstracta y omnicomprensiva de toda la serie. Almond mismo reconoce, hasta cierto punto, que es el "prerrequisito necesario" de todas las otras funciones. Por lo tanto, se presentan dos casos; o se hace de la "comunicación" la categoría universal por excelencia que descifra todo el resto, como en Deutsch y en general en el enfoque cibernético; o bien se la deja subyacente y se la convoca de vez en cuando a título de variable interviniente. Pero lo que no se puede hacer es justamente lo que Almond hizo: yuxtaponerlas a funciones alienum genere que evidentemente pertenecen a otro nivel de abstracción.49 Prescindiendo de Almond, tomemos un ejemplo más manejable, vale decir, que se encuentre a nivel subsistémico: las funciones de los partidos (de los subsistemas partidarios). En otro lugar conté veintisiete (y sin ninguna pretensión de haber agotado el punto); y eso para un solo "segmento". Sin embargo, y pensándolo bien, una treintena de funciones no son demasiadas teniendo en cuenta la gran variedad de los sistemas partidarios, es decir, la multiplicidad de las "estructuras partidarias" a las que estas funciones responden.50 ¿Cuál es el problema? Obviamente, una mera enumeración casual de unas treinta funciones no sirve para nada, y hasta agrega más confusión. Hay que sistematizarlas y circunscribirlas a la luz de tres criterios, por lo menos: 1) organización vertical; 2) correspondencia entre funciones y estructuras, y 3) fusionabilidad. El primer criterio -vertical- nos impone la necesidad de situar las categorías funcionales en los diferentes niveles de abstracción que les compete. De este modo descubrimos, por ejemplo, que la función de comunicación (de los partidos) peca de generalidad (en el alto nivel), y por lo tanto hay que especificarla, descendiendo por toda la escala de abstracción: ¿qué tipo, y después qué subespecie de comunicación? De este modo, descubrimos también que, en segundo lugar, tales funciones se encastran verticalmente, de modo que no van yuxtapuestas una junto a la otra (como si fuesen "otras"), sino que van unidas o separadas según la especificidad del análisis. Se trata en definitiva de una misma función que varía -inversamente- por denotación y connotación. Por ejemplo, las funciones de "hacer participar" y /o de "movilizar" a un electorado son subclases de la clase electioneering, esto es, de la función de activación electoral; de modo que esta última está encima y no junto a las otras dos. En fin, en tercer lugar, una taxonomía que se despliega a lo largo de una escala de abstracción nos ayuda a separar funciones demasiado contiguas, que se sobreponen sin ser por ello coextensivas. Es el caso de la función de integración, que se sobrepone a las llamadas de cohesión y de mantenimiento del consenso. Es también el caso de las funciones llamadas diferentemente de mediación, moderación, reconciliación; si son tres, dejémoslas como tales; si no, hagámoslas homologas y contémoslas por una. El segundo criterio —buscar las correspondencias- presupone que tanto las funciones como las estructuras están debidamente ordenadas y clasificadas, cada una por su lado. Después de lo cual, las dos series deben ponerse en correspondencia mutua para establecer cómo se ensamblan; qué funciones corresponden a qué estructuras partidistas, y viceversa. Y mi conjetura es que en este punto descubriremos que nuestras treinta funciones no bastan. El tercer criterio -el de fusionabilidad— proviene del segundo y permite sistematizar la cuestión pendiente de la multifuncionalidad. ¿Cuáles son las funciones realmente multiestructurales, es decir, cumplidas por cualquier estructura? Y en el otro extremo, ¿cuáles son las funciones uniestructurales, es decir que no se fusionan, ligadas a una sola estructura? Por último, ¿cuáles son -ahora en la gama de los casos intermedios- las funciones compatibles con cinco estructuras, digamos, pero incompatibles con otras cinco? De este modo, a las funciones se les puede aplicar una escala según un orden de menor o mayor fusionabilidad. Diría aproximadamente, para presentar tres ejemplos, que la función más fusionable -es decir, la que se cumple de un modo que puede ser asimilada en forma tolerable por todas las estructuras partidistas-sería la de canalización. La función expresiva (de la demanda) se situaría hacia la mitad de la escala, ya que aparece en todas las estructuras pluralistas y competitivas, pero no en las monísticas. Y una función como la de simplificación de las alternativas corre el riesgo de estar entre las menos fusionables, o sea de quedar confinada a las estructuras bipartidistas, Decíamos que no es eso lo que encontramos, a los efectos de la determinación y clasificación de las funciones. De hecho, en la literatura sobre el tema no aparecen casi rastros de un tratamiento del tipo que hemos delineado: ni para las funciones de los partidos, ni para las funciones de los otros subsistemas. En la literatura reina un caos de enumeraciones a troche y moche, de denominaciones funcionales que se superponen, de saltos acrobáticos entre funciones omnicomprensivas, abstraídas hasta el punto de vaporizárselas, y funciones de detalle. Y cuando pasamos al otro término de la diada, es decir al campo de las estructuras, las cosas no van mucho mejor. En la zona de las estructuras, son mayores las dificultades, y por consiguiente los atenuantes objetivos. De todos modos el problema reside en que el concepto de estructura ha sido "mal tratado'', vale decir, mal construido. En primerísimo lugar, ¿estructura a qué nivel? La cuestión vertical no ha sido resuelta, y de ello proviene que el concepto se halla altamente indefinido, o realmente mal definido. Veremos en seguida qué se podría decir con respecto a una proyección a lo largo de la escala de abstracción. Si se desarrolla el concepto de "estructura" de arriba hacia abajo, se pueden identificar a primera vista cuatro niveles de utilización del término, por lo menos; estructura entendida como 1) principios estructurales (por ej. pluralismo); 2) condiciones estructurales (por ej. la estructura económica de clase y similares; 3) módulos estructurales, como la estructuración de los procesos electorales, de oposición, de presión, y similares, y 4) estructuras organizativas específicas de los membership systems (que más o menos corresponden al organigrama y los estatutos). En el primer sentido, el más rarificado, las estructuras son solamente los "principios" que presiden la convivencia y la ordenación de los conjuntos humanos dentro de una determinada forma política. También el segundo sentido es, para el análisis estructural-funcional, una condición de fondo -un parámetro- más que una estructura de interés primario. En concreto, las estructuras que debemos afirmar son las del tercero y cuarto grados de abstracción. Porque si no las afirmamos, se nos escapa lo más. Como se nos ha escapado hasta ahora. Por supuesto, el relevamiento de los módulos estructurales que dan forma a los procesos políticos, tales como los procesos de oposición y de presión, suele ser una empresa sumamente difícil, ya que por cierto la materia es de por sí evasiva.51 Pero tampoco debe entenderse que el relevamiento de la estructura real de los membership systems es una empresa sencilla, dado que la estructura legal de las organizaciones no nos dice todo, y nos puede dejar totalmente al margen de la cuestión. Pero aunque nadie niega las dificultades de llegar a una "descripción estructural" adecuada y suficiente, el hecho es que esta determinación se nos escapa por una razón básica: por defecto de concepto, vale decir, porque ni siquiera se nos ha pedido que lo busquemos. En el origen de todo, se encuentra la malformación del concepto de estructura. Mi conclusión viene a unirse de este modo con mi premisa mayor: que el punto de mayor debilidad de la política comparada -sub specie del análisis funcionalestructural- es ignorar los procedimientos de abstracción, de suerte que no sólo se desconoce la escala de abstracción, sino que se la destruye inadvertidamente por querer treparse demasiado precipitadamente hacia categorías omnicomprensivas.52 IX.9. Recapitulación La ciencia política que hoy consideramos precientífica tenía -con todos sus errores y defectos- una fecundidad teórica que la ciencia política "cientifizada" de inspiración behaviorista ha perdido en gran medida, o al menos ha dejado atrofiar. En el afán de decir mejor -con mayor rigor y exactitud- decimos menos. A los grandes problemas considerados científicamente imposibles de tratar, se han sumado los microproblemas, que a su vez generan el puro virtuosismo técnico: el microanálisis sin problema. Es un precio demasiado alto. ¿Hay que pagarlo realmente? Quizás no. Y por cierto, no hay que pagarlo en la medida en que el macroanálisis, o sea también el análisis de los grandes problemas, es reductible a hipótesis, generalizaciones y previsiones comprobables en su acierto o error. De aquí la importancia creciente de la política comparada, que hoy se sitúa en el centro de la ciencia política contemporánea. Comparar es controlar. Por lo tanto es en la política comparada donde la ciencia política recupera los grandes problemas, a un nivel más elevado de conocimiento científico y de validez empírica, y en ellos reencuentra su fecundidad teórica. Pero la empresa de una política comparada a escala mundial, que se sirva de la globalidad con fines de control, es realmente una empresa de gran aliento; inédita e innovadora, tentativa y arriesgada. Por lo tanto, no puede sorprendernos que los frutos sean todavía amargos y a menudo indigestos. En nuestro caso, no es tampoco verdad que "la comparación es la base de la creatividad y del crecimiento acumulativo de la ciencia". Pero no debemos desalentarnos por ello. Y si mi examen crítico de la "nueva" política comparada, a la luz de sus premisas lógicas y metodológicas, resulta un examen severo, mi crítica quiere ser constructiva, no por cierto negativa o negadora. Las ambiciones globales de la política comparada plantean problemas metodológicos de fondo, espinosos e inéditos, problemas que deben afrontarse pero que ni siquiera han sido percibidos adecuadamente. Y si el enfoque de este ensayo es conceptual -sobre conceptos-, se debe entender que los conceptos en cuestión no son solamente elementos de un sistema teórico, sino que son también, a la vez, instrumentos de investigación y contenedores de datos. El problema empírico se plantea de este modo: nos faltan informaciones suficientemente precisas para que pueda comparárselas de un modo significativo y seguro. Por consiguiente, tenemos una extrema, urgente necesidad de un sistema estandarizado de relevamiento-fichaje, constituido por contenedores conceptuales discriminadores, que se conviertan en tales mediante una técnica de descomposición taxonómica. El problema teórico, o teorético, se plantea correlativamente de este modo: necesitamos reglas apropiadas para disciplinar el vocabulario y los procedimientos de comparación. De lo contrario, corremos el riesgo de naufragar en el caos y en la frivolidad de asimilaciones y generalizaciones vacías. El hilo conductor de una muy necesaria disciplina de este género fue indicado por mí como formado por la escala de abstracción, las propiedades lógicas de los niveles de abstracción respectivos, y reglas de recorrido, composición y descomposición; reglas de recorrido que nos permiten aunar un fuerte poder explicativo y generalizador a un contenido descriptivo que admite la comprobación empírica. Por supuesto que no se trata de una receta mágica. Pero ciertamente el esquema de referencia de la escala de abstracción introduce el orden en ese caos, nos salva del "estiramiento del concepto", e incluso nos lleva a desarrollar con método un vocabulario más analítico. Se podrá aducir que, en rigor, los niveles de análisis no parecen convertibles uno en otro sin residuos; y que pollo tanto, al subir o bajar a lo largo de la escala de abstracción, hay siempre algo que se pierde o que se adquiere. De hecho, la disposición vertical de los conceptos no es continua; y si decimos escala, es también para convocar la imagen de los grados. Pero aun admitiendo una irreductibilidad última, es indudable que la disciplina impuesta por la escala de abstracción y por sus reglas, hacen que las aserciones teóricas generadas por un nivel particular, encuentren en los niveles que están inmediatamente por deba lo y por arriba, aserciones capaces de confirmarlos o de contradecirlos. Una última consideración. Puede parecer que mi discurso combinó y reunió dos defectos: el de ser demasiado aproximativo y superficial para quienes entienden de filosofía analítica y de metodología de la ciencia, y al revés, el de ser demasiado exigente y filosófico para el contexto en que se sitúa, es decir para el politólogo. Pero si éstos son defectos, los cultivé a conciencia. Porque mi propósito fue propiamente el de aproximar dos posiciones extremas que considero igualmente perniciosas, y en medio de las cuales se encuentra un inmenso vacío protegido por un muro de incomunicabilidad. Escribía Wright Mills: "Dominar la 'teoría' y el 'método' equivale a convertirse en un pensador que conoce, un hombre que trabaja sabiendo cuáles son los presupuestos y las implicaciones de lo que hace. Ser dominados por la 'teoría' y por el 'método' equivale a no empezar nunca a trabajar." Mi línea es la de Mills. Creo como él en el "pensador que conoce", ajeno por igual al perfeccionismo hiperconocedor y al simplismo sin conceptos. Al perfeccionista (a la manera de Hempel), que se niega a considerar el calor y el frío hasta que no dispone de un termómetro, 1c reprocho que le aplique a las ciencias sociales un metro no pertinente y contraproducente. Nos guste o no, las ciencias del hombre navegan hasta ahora en un mar de ingenuidades; y el más ingenuo de todos es en definitiva el que cree que está pisando tierra firme. Con lo cual -y esto ya debe haber quedado claro- no pretendo redimir al "pensador que no conoce", el que piensa sin estar adiestrado para pensar. X. POLÍTICA Y PREVISIÓN TECNOLÓGICA X.I. La sociedad posindustrial (Codicilo de Bell) Sin un criterio de desciframiento, sin una clave explicativa, el pasado y el futuro sólo serían zonas de oscuridad. La búsqueda de este "descifrador" pertenece tradicionalmente a ese capítulo de la filosofía denominado "filosofía de la historia". Pero entendámonos, historia no es sólo el pasado. Una vez efectuada la elección del criterio explicativo, este criterio debe valer indistintamente tanto para el pasado como para el futuro, para la retrospección y para la previsión, hacia atrás y hacia adelante. En la práctica, quien procura descifrar el futuro se siente mejor con determinadas claves explicativas y no con otras. Y no es una coincidencia el que los futurólogos opten las más de las veces por un tipo de explicación tecnológica y tecnoestructural. Si las causas últimas del cambio residen en la tecnología y en el hábitat técnico, entonces nuestras conjeturas y profecías se apoyan en un terreno relativamente sólido, es decir sobre datos "duros". Por el contrario, cuanto más dejamos de lado las "determinaciones objetivas", y más nuestro principio de desciframiento proviene de "factores subjetivos", más incómodo se siente el futurólogo. Lo que equivale a decir que el sociólogo y el economista que trabajan sobre datos "duros", no tienen dificultades para pasar a la previsión, mientras que ese pasaje le resulta muy arduo al historiador y al politólogo que trabajan con datos "blandos". De aquí proviene la diferencia entre las previsiones tecnológicas que se apoyan en fundamentos económico sociológicos, y la incertidurnbre predictiva que debe recurrir a elementos de prueba de tipo histórico-cultural. Los escritos recientes de Daniel Bell, que anticipan su volumen sobre La sociedad posindustrial/ representan a mi entender lo mejor que se haya escrito en clave tecnológica, en el sentido más amplio y sutil del concepto. Aun cuando basa sus profecías en proyecciones de tipo tecnológico, Bell es perfectamente consciente de los límites de estas proyecciones. En su escrito sobre La sociedad posindustrial: tecnocracia y política, Bell se preocupa expresamente de cómo la concepción tecnocrática -que responde a una acepción particular de la racionalidad- se relaciona con la política. Al decir de este autor, "la visión tecnocrática está destinada a difundirse. Pero no se infiere de ello que los tecnócratas constituirán una clase dominante, a la vez que sigue en pie el problema de cómo se irá a cuestionar la visión tecnocrática". A lo largo de su discurso, Bell señala que "en las próximas décadas, la arena política será más decisiva que nunca, por dos motivos fundamentales: las decisiones cruciales [...] deberán ser tomadas por los gobiernos mucho más que por medio del mercado; y serán cada vez más numerosos los grupos que formularán y tratarán de imponer sus reivindicaciones a la sociedad, a través del ordenamiento político". Y Bell concluye con esta observación: la política "precede siempre a la racionalidad, y a menudo perturba a la racionalidad". No hay duda de que Bell advierte que la previsión tecnológica con respecto a la política es de corto alcance. ¿Se puede superar esta dificultad? Bell parece pensar o esperar que sí. Me parece entender que su idea es la siguiente: que el factor cultural, la "cultura", es un elemento intermedio, y en alguna medida determinante, entre la tecnología y la política. Su razonamiento parece indicar entre líneas que si estuviésemos en condiciones de explicar las diversidades culturales, también estaríamos en condiciones de controlar mejor las "incertidumbres" de la política. En las notas introductorias a la convención de Zurich, Bell se pregunta si "los módulos de valor y las tradiciones culturales no servirán para explicar las diferencias entre las sociedades, en mayor y mejor medida que el factor económico y tecnológico". A la vez. Bell observa que mientras "la cultura se internacionaliza y los valores (cuando menos los valores expresados por la ciencia y el saber) se vuelven cada vez más universales", nada semejante parece acontecer en el sector político; en política, las diferencias siguen en pie. Y entonces Bell termina por volver a la cuestión: "Si las diferencias políticas son la fuente de las divergencias entre las distintas sociedades, ¿cómo explicar estas diferencias?" El problema que atormenta a nuestro autor se podría formular de la siguiente manera: el interés de Bell se dirige en último análisis a la relación entre la tecnología y la política; pero él trata de ver si la política puede insertarse y establecerse en la "cultura", es decir vincularse a algo menos elusivo e inconstante que la política tomada en sí misma. X.2. Tecnología, cultura y comunicación de masas Comencemos por ver cómo el imperativo tecnológico se relaciona con la cultura y con la diversidad cultural. Aquí desembocamos en el problema que al comienzo llamaba de filosofía de la historia, es decir, la elección de la clave explicativa. Una elección que nos coloca en terrenos opuestos, aunque tratamos de mantener un pie en ambas orillas. Bell, por ejemplo, le atribuye gran peso a la que denomina "cultura adversativa". Sin embargo, está claro que todo su discurso sobre la sociedad posindustrial depende de indicadores y predicciones "objetivos" de tipo tecnocientífico y tecnoestructural. Para él, la política y el establecimiento de una "cultura adversativa" constituye una variable interviniente, e incluso una variable perturbadora. Mientras, en la orilla opuesta -la de la "crisis cultural" de Michel Crozier, o de la "revuelta psicológica" de la que habla Stanley Hoffman- el factor cultural resulta ser la variable independiente. No debe deducirse de esto que el estudioso que adopta el hilo explicativo cultural (o de las ideas), no puede aceptar el discurso de Bell. Lo que le otorga primacía a la fuerza de las ideas no tiene ninguna necesidad de dar respuesta a los argumentos sobre el imperativo industrial, sobre la "inevitabilidad" de la ciencia y sobre la mentalidad tecnocrática. Todos estamos convencidos de que la revolución tecnológica modifica profundamente la estructura ocupacional, y de que esta transformación modifica a su vez la estructura social y en definitiva nuestro modo de vivir y de concebir la vida. Pero todos estos argumentos no resultan concluyentes para quien acepta como factor explicativo la cultura y las ideas. En la medida en que no creemos en las "determinaciones objetivas", la objeción es: cuando se ha dicho todo sobre el ambiente, queda mucho por decir del hombre. El hombre tiene la capacidad de "determinar las determinaciones", y por lo tanto no reacciona mecánicamente al habitat. Es aquí donde nos encontramos ubicados en orillas opuestas. ¿En qué medida pueden aproximarse y adecuarse entre sí estas dos posiciones explicativas, la tecnoestructural y la cultural? Para responder, hay que hacer más manejable la enredada madeja de las muchas cosas que subyacen en el término "tecnología". La pregunta es la siguiente: en el comple lo de los múltiples factores tecnológicos, ¿cuáles son los elementos o factores que afectan de modo más frontal al hombre e inciden más profundamente sobre él? A este efecto, conviene distinguir entre: 1) factores indirectos de cambio, es decir, aquellos cambios que transforman al hombre a través del ambiente, y 2) factores directos de cambio, en el sentido de que constituyen el último eslabón de una cadena tecnológica que llega directamente hasta el hombre. En particular, conviene distinguir entre la tecnología de la producción y una verdadera "tecnología del hombre", una tecnología que termina por generar un "hombre nuevo"; nuevo -entiéndase bien- en el sentido de que no se asemeja a sus predecesores, no en el sentido de que sea un hombre mejor, deliberadamente regenerado. Cuando menos hay dos razones para desplazar la atención desde la tecnología de la producción a la tecnología del hombre. La primera es que en este terreno confluyen el argumento tecnológico y el argumento cultural. La segunda razón es su simplicidad. Si nuestro enfoque se centra en el destino del hombre, los factores a considerar pueden reducirse a dos: la aceleración histórica por un lado, y la revolución de las comunicaciones de masas por el otro. Con respecto al primero, el problema es lo vertiginoso de la velocidad; para el segundo, el bombardeo del mensaje. La aceleración de la historia no es un hecho nuevo, en el sentido de que se hizo apreciable ya con la Revolución francesa, y en otro sentido con la romántica. Desde entonces, la "máquina del tiempo" se hizo cada vez más veloz; y seguramente existe un límite de velocidad más allá del cual el hombre no puede adaptarse. Hoy por hoy, el individuo se siente "obsoleto" antes de que se agote su ciclo biológico. No sólo los oficios de los padres ya no son transmisibles a sus hijos, sino que nosotros mismos estamos sometidos a la necesidad del "reciclaje". La velocidad del cambio y de la innovación es tal, que la vida de una generación está cada vez más marcada por una discontinuidad traumatizante. Pero no vale la pena insistir en un problema cuyos términos son evidentes desde hace tiempo. Más bien conviene enfocar con mayor cuidado el otro problema: el bombardeo del mensaje. La tecnología de las comunicaciones de masa supone la "victoria del cartón". En todo el transcurso de la historia existió la pugna entre el arma y la armadura, entre el proyectil y la coraza, entre el carro de asalto y la Línea Maginot. Durante milenios el resultado fue variable: a veces predominó el instrumento ofensivo, a veces el defensivo. En la actualidad es claro que ha vencido el cañón, ya sea en la guerra (la bomba, el germen), ya en la paz; la ofensiva del mensaje supera nuestras posibilidades de defensa. El hombre en cuanto animal mental no ha estado nunca tan expuesto ni ha sido tan vulnerable como hoy. Es tal el poder de la tecnología de las comunicaciones de masas, que puede llegar a alterar -si se lo emplea realmente a fondo- nuestros mecanismos de defensa mental. Quien sostenga lo contrario no irá muy lejos, y es evidente que está aquejado de una visión "parroquial". Es cierto que hoy, en el mundo libre, el consumidor del mensaje se puede defender, puede reaccionar con su falta de interés, e incluso "retroactuar" sobre el transmisor del mensaje. De modo análogo, el mundo libre establece un parámetro y un punto de referencia para el mundo que no lo es. Lo que no impide que el poder de la tecnología del mensaje sea el que es, y sancione la victoria definitiva del cañón sobre la coraza. El segundo punto que debe establecerse es que la tecnología de las comunicaciones de masas está reestructurando las líneas de convergencia y divergencia entre los conglomerados humanos. Vale decir que los medios de comunicación de masas están erosionando al mundo longitudinal de las naciones (es decir históricamente fijado y diversificado), al cual se le superpone cada vez más un mundo horizontal y sincrónico de "movimientos de masas" que lo va penetrando. El Estado nacional es cada vez menos una unidad de análisis significativa. Los sistemas sociales se hacen cada vez más transnacionales, no sólo en el campo económico, sino también en el sentido antropológico, es decir, en razón de lo que Eisenstadt llama la "destrucción de los nichos" y que Bell denomina la "pérdida del espacio aislante". Si las comunicaciones de masas destruyen los nichos eliminan los espacios aislantes y derriban las barreras verticales opuestas por la historia y las tradiciones culturales, lo que surge de ello es un mundo horizontal cuya unidad organizativa y de análisis son la "imagen" y el "mensaje". De un modo muy aproximativo podríamos trazar la hipótesis de tres grandes redes de comunicación, y por consiguiente, de tres mundos: a) un mundo de comunicaciones de masas policéntricas y erráticas; b) mundos totalitarios y unicéntricos de adoctrinamiento de masas (URSS, China y sus respectivos satélites), y c) un mundo residual y embrionario de comunicaciones de masas basadas en las radios de transistores -es decir, mensajes sin imágenes-, que incluye las áreas de pobreza crónica de África, América Latina y el Sureste Asiático. Una caracterización más precisa de estos "conglomerados comunicantes" puede estar dada por la estructura abierta o cerrada de las variadas redes de comunicación, y medida por índices de densidad radiotelevisiva. Como quiera que sea, la cuestión consiste en que el epicentro de nuestro "habitat simbólico" se ha modificado radicalmente, pasando de la palabra escrita y hablada a la imagen visual; que la centralidad de la imagen visual marca cada vez más profundamente nuestra existencia; y que el habitante de la sociedad tecnológica se está convirtiendo cada vez más en un ser unidimensional, no en el sentido marcusiano, sino el sentido de que cada vez más está siendo plasmado según la única dimensión de un instantáneo tiempo presente. Por lo tanto, mi conjetura es que el impacto de las líneas errantes de comunicaciones horizontales "libera" al hombre nuevo de su pasado, de sus raíces culturales y de cualquier arraigo preexistente, para bien y para mal. En este sentido, los hombres con seguridad, están "convergiendo"; es decir, haciéndose más monótonos, más parecidos, a través de las fronteras nacionales (pero no entendámonos- a través de todo el mundo, dado que las redes de comunicación crean nuevas fronteras a las que pertenecen las comunidades comunicantes particulares). La convergencia de la que hablo no crea amistad ni acercamiento político entre los pueblos, así como no cancela -aunque las pueda modificar- las áreas de hostilidad y de afinidades ideológicas. Es una convergencia que acrecienta la imprevisibilidad. Porque un mundo estructurado por flujos cambiantes y erráticos de comunicaciones de masas -y por lo tanto fijado a ellos- es un mundo que fluctúa según movimientos relámpago de opinión y de pasión. Y esto en dos aspectos. En un primer aspecto, cuanto más impera la "voz del mensaje", tanto más se hace posible excitar, manipular y movilizar a las masas humanas en una dirección u otra. Y en un segundo aspecto, los "efectos demostrativos" y los efectos de contagio y reforzadores de las comunicaciones audiovisuales pueden producir accesos, histerismos o explosiones imposibles de prever y que escapan a todo control. En síntesis, el aumento de la aceleración histórica, combinado con los fenómenos de refuerzo y de contagio instantáneo producidos por la comunicación de masas, no sólo socavan los fundamentos históricos de la previsión -la previsión como proyección del pasado en el futuro-, sino también las previsiones basadas en el imperativo racional y en la racionalidad del imperativo tecnológico. Y si, como aquí sostenemos, la revolución de la comunicación de masas es la revolución decisiva, la pregunta que más condiciona nuestro futuro es ésta: ¿quién controlará y de qué manera el bombardeo del mensaje? Lo que nos lleva de nuevo a la política. X.3. Dificultad y necesidad de la previsión política A primera vista, y desde distintas perspectivas, la política es el elemento menos fácil de tratar o más áspero del problema. En primer lugar, no existe un "imperativo político" en el mismo sentido en que existe un "imperativo tecnológico". En el sentido pleno de la expresión, el imperativo político supone la Vida Feliz o la Sociedad Feliz; pero no estamos de acuerdo sobre los valores y prioridades concretas de la Ciudad Ideal. Aunque todos declaran que quieren la democracia, todos la quieren diferente. En esta materia, la unanimidad es ficticia. Sin embargo, es legítimo hablar del imperativo político en un sentido más limitado de la expresión, es decir, dejando de lado la dimensión y la disputa sobre los valores. En este sentido más restringido, e! imperativo político está dado por esos mecanismos políticos que se requieren "imperativamente" como vis á vis técnico o instrumental de una sociedad que postula un grado muy alto de interdependencia de sincronización, y por eso mismo de fragilidad tecnológica: la sociedad que Brezinski llama "tecnotrónica".53 La organización tecnotrónica supone un mundo de altísima precisión, un mundo regulado como un aparato de relojería, y precisamente regulado por los elaboradores electrónicos. ¿Cuál es el imperativo político que emerge de ello y le sirve de sustentación? ¿Es ésta, en verdad una cuestión "que no se pueda tratar"? No me parece. La futurología política no está en auge, sobre todo porque requiere el coraje de decir verdades impopulares. No nos gusta mucho, por ejemplo, admitir y predecir que el mundo tecnotrónico no será un mundo de autogestión por medio de asambleas, un mundo sin "represión", sin órdenes a cumplir y hasta sin Estado. Pero volvamos a la cuestión ad hoc; ¿quién controlará y de qué modo los instrumentos de comunicación de masas? Una pregunta que se encuadra dentro de la cuestión de fondo sobre la suerte y posibilidades de supervivencia de la democracia. ¿De qué democracia? Cualesquiera sean nuestras ideas normativas sobre qué debiera ser la democracia, lo que efectiva e indiscutiblemente llega a ser -en la teoría y en la práctica occidental- es un "sistema protector" de la libertad individual. No será éste un ideal entusiasmante para los jóvenes corrompidos de nuestro tiempo. Pero es el ideal que van redescubriendo quienes han tenido la mala suerte de vivir a merced de los déspotas. Y cualesquiera sean los demás elementos o atributos de la democracia que más apreciemos, éste es el elemento irrenunciable, el sine qua non de la democracia, su elemento característico. En los hechos, el "mensaje" podrá ser neutralizado, y el "arma simbólica" mantenida ba lo control, sólo con esta condición: que sobreviva la democracia como sistema protector, e incluso que se la refuerce. De otro modo, la profecía es fácil: la alternativa es una tiranía perfecta y perfeccionada precisamente por la tecnología del hombre. La contrautopía de Orwell, 1984, con su lenguaje esterilizado y su o lo televisivo que escruta cada ángulo y cada momento de nuestra existencia, constituye una prefiguración perfectamente posible de adonde puede llevar un "control simbólico" totalitario. Desde el punto de vista de la instrumentación técnica, nada impide que se llegue a eso. La cuestión es política, es decir depende de las condiciones políticas que llevan o pueden llevar desde nuestras democracias populistas -cada vez más miopes e irresponsables- al régimen [orwelliano] del Gran Hermano. Entendámonos sobre la verdadera dificultad de las profecías políticas. La previsión politológica es extremadamente difícil en el aspecto constructivo, o digamos si se prefiere ingenieril. Pero mientras que la pars construens del discurso requiere realmente visión y genialidad profética, la pars destruens de la prognosis requiere sólo un ordenado "análisis de las condiciones". Dicho de modo más llano: no es difícil prever las "crisis". Nos podemos equivocar en cuanto al tiempo, al cuándo llega a su punto de maduración la crisis de un régimen o de una civilización. Pero desde que el mundo es mundo las crisis fueron previstas y estallaron por las razones enunciadas de antemano, es decir por esas razones cuya validez reconocieron los historiadores después, ex post. Así como Tocqueville previó en su época la mecánica interna del desenvolvimiento de los sistemas democráticos, del mismo modo se puede prever hoy si la democracia que vio nacer Tocqueville y cuyo transcurrir predijo, tiene o no futuro. En verdad, calcular de antemano las posibilidades de supervivencia de la democracia no ofrece mayores dificultades intrínsecas que calcular de antemano las condiciones de operatividad de una megalópolis de 10 millones de habitantes. La diferencia radica sobre todo decíamos- en que la previsión política está bastante menos en auge que la proyección tecnológica. Importa profundizar por qué. Un primer motivo es la novedad de la previsión tecnológica, que la hace por ello un futurible más excitante que los que se vienen empleando de hace tiempo. Esto sin contar con que la velocidad del progreso y de la invención tecnológica ofrece en todo momento elementos posteriores de novedad. Otro orden de motivos es que la "cientifización" del estudio de la política no deja de producir pérdidas, una de las cuales es la atrofia de la imaginación politológica. Hay que agregar también, como ya señalábamos, la diferencia entre las proyecciones de datos "blandos" y las extrapolaciones de datos "duros", tangibles y medibles. Todos estos motivos no impiden que cualquier previsión a largo plazo esté viciada de irrealidad si no toma en cuenta los "futuros posibles" de la política. Tomemos por caso la previsión de Bell, según la cual la clase dominante del futuro será una clase tecnológica dotada de un elevado saber teórico; una clase que podría llamarse -siguiendo a Shonfield- la "clase teórica". Una clase teórica corroborada por la concomitante profecía de Bell, según la cual las "instituciones dominantes" del futuro serán las instituciones intelectuales en las que se desarrolle y transmita el saber científico: universidades, laboratorios científicos, centros de investigación y similares. Ahora bien, llegado Bell a este punto, no me arriesgo a seguirlo más. Porque en este punto Bell, y en general las previsiones de fundamento socioeconómico y tecnocientífico, se olvidan de la política, o la dejan de lado con demasiada facilidad. X.4. Políticos, intelectuales y tecnócratas En esencia, el problema consiste en cómo el saber (el que sabe) se relaciona con el poder (el que manda). Las combinaciones posibles son cuatro: 1) poder sin saber; 2)saber sin poder; 3) los que saben tienen también el poder, y 4) los que tienen el poder también saben. Hasta el advenimiento de la sociedad industrial, las coincidencias entre la clase política y la clase teórica fueron esporádicas, y sus connubios marginales. Los que tenían el poder, poco o nada sabían; y los que sabían, poco o nada podían. Esta separación disminuye con el advenimiento de la sociedad tecnológica y mucho más con la sociedad tecnotrónica. Ello supone que el poder se ve ahora multiplicado por el saber, o viceversa, que el saber está dotado de poder. Pero los casos son diferentes: ¿gobierno de la ciencia (hipótesis 3) o gobierno mediante la ciencia (hipótesis 4)? La teoría de la "clase teórica" prevé que serán los que saben quienes ejercerán el poder. Es la vieja ilusión platónica del filósofo rey, revestida con nuevos y actualizados ropajes. Digo ilusión, porque considero que seguirá siendo tal. Aun cuando gobernaran los hombres de ciencia, quedaría por demostrar que gobernarían como científicos. Pienso que en cualquier caso el poder seguirá en manos de los "especialistas del poder", de aquellos que hacen de la conquista y el ejercicio del poder el objetivo primario, si no exclusivo, de su existencia. Dicho de otro modo, la noción de poder nos remite a la existencia de una clase potestativa por antonomasia, que es tal porque posee y ejerce ese poder que va sobreordenado a todo otro y que se identifica como poder "político", como el poder de mandar sobre la colectividad en su conjunto. Ahora bien, en la medida en que los intelectuales son intelectuales y los científicos hombres de ciencia, no pueden calificárseles de clase potestativa "soberana", es decir política. Una clase teórica tiene poder en su propio ámbito, que es el de las instituciones científicas, y no en el ámbito de las instituciones políticas. Mi previsión es, pues, que también en la sociedad tecnológica más avanzada, el gobierno seguirá siendo un gobierno de políticos, si bien se convertirá cada vez más en un gobierno orientado y reforzado por expertos. Es lo que indica la cuarta combinación o hipótesis que ya dejamos indicada. No es que los poderosos que tienen el poder sean también, literalmente, los que saben. Es que los que cuentan con el poder político se valdrán de los que saben como de un recurso adicional y necesario de su poder. El brazo secular se reforzará con el brazo intelectual. De hecho es así cómo el político moderno entiende y aprovecha a la clase teórica; como un recurso estratégico. Debemos entendernos bien sobre cómo se pueden combinar el gobierno y la ciencia. En la versión y visión tecnocrática, el argumento es que en la medida en que la clase potestativa tendrá necesidad de la clase teórica, será condicionada por ésta y deberá compartir con ella su poder. Esta previsión se ha visto confirmada en el ámbito industrial, en la medida en que el poder es un "poder propietario". Pero la llamada revolución de los gerentes no es más que un caso donde opera el principio según el cual el poder no consiste tanto en la titularidad como en el ejercicio del mismo. El manager de la gran industria o de las corporaciones gigantes es el que ejerce un poder cuya titularidad se ha pulverizado, o al que le falta un titular técnicamente idóneo. Pero el caso del poder político es completamente diferente. El poder político no es una propiedad, una "cosa que se posee", y no requiere bases patrimoniales. El poder político es un "poder relacionar', que pertenece a quien lo ejerce. El argumento válido para la relación entre managers y propietarios, ya no lo es para la relación entre hombres de ciencia y políticos. Por lo tanto, el aspecto relevante del gobierno mediante la ciencia no reside en la translación del poder -que es modesta-, sino en la fantástica multiplicación de las potencialidades del poder. Un poder sin saber es un poder limitado y circunscrito por su propia falta de conocimientos. Pero un poder asistido por el saber -y por ese saber tecnológico que se resuelve en una tecnología del control sobre el hombre- se convierte eo ipso en un poder potencialmente ilimitado. A menos, por supuesto, que no se le limite de otro modo. Se dirá que esta interpretación da por sobreentendido que los intelectuales se prestan a "servir". En efecto, es así. No veo por qué la nueva "clase teórica" irá a ser diferente en este aspecto a los intelectuales de todos los tiempos. El intelectual vive sobre márgenes sutiles, carece de independencia económica, opera en invernaderos y en torres de marfil. Salvo muy nobles pero numéricamente escasas excepciones, no tiene vocación de guerrero ni temperamento de combatiente. El intelectual protesta, ataca al poder y hasta quizá llega a ocupar un puesto en las barricadas, pero en las sociedades más suaves, cuando gobiernan "los zorros", como diría Pareto, es decir, cuando rebelarse no entraña demasiados riesgos, y hasta acaso rinde. Pero en las sociedades que Pareto llamaría gobernadas por "leones", por cada diez intelectuales que resisten noventa ceden. Los trabajadores mentales son más maleables que los trabajadores manuales; su mente es ágil, actúa de prisa, y encuentra rápidamente maneras y motivos para adaptarse. El tema de la trahison des clercs se repite ba lo todos los cielos en todas las tiranías. Y en verdad no se trata necesariamente de "traición". El humanismo que repudia hoy los valores que había profesado hasta ayer, puede ser tachado de traidor; pero una clase teórica de tipo técnico-científico actúa en su traba lo sujeta a quien le suministra los instrumentos para trabajar. Y a la vez sería un error que el Gran Hermano se apoyara en una ciencia que se niega a colaborar, que no se convierte en instrumentum regni. Es muy posible que las instituciones intelectuales se vuelven dominantes; pero también es posible que los intelectuales se vuelvan, al mismo tiempo, dominados. La proyección tecnológica da por descontado que las actuales condiciones políticas -una sociedad abierta, pluralista, tolerante-están destinadas a mantenerse aproximadamente igual. Pero la condición tácita de las profecías tecnocientíficas es: a igualdad de condiciones políticas. Y cada día que pasa confirma hasta qué punto esta condición es poco plausible. Dejemos de lado la contracultura. Aun así, sigue en pie el hecho de que una "política estática" es muy poco verosímil en un mundo en el que todo cambia a una velocidad traumatizante. De ahí mi preocupación por dejar en evidencia cuánto le agrega al poder del poder un habitat tecnológico, al menos potencialmente. No nos dejemos engañar y adormecer por el vacío de poder que caracteriza en este momento al mundo occidental. El hecho es que con la "tecnología del hombre", el poder de algunos hombres sobre otros alcanza -cuando se desencadena- proporciones, o mejor desproporciones, de crecimiento potencial. Y ello, a mi parecer, hace urgente un desplazamiento de la atención desde la previsión tecnológica hacia la previsión política. Es notorio que las profecías se autodestruyen en virtud de un 'efecto reflejado", es decir porque el futuro rebota sobre el presente. Es así como también el mero prever ayuda a proveer. Bell se pregunta si la política debe entenderse como una fuente autónoma, o exactamente como la fuente última, irreductible, de las diferenciaciones y conflictos entre las sociedades. Diré resueltamente que sí; aunque más no sea porque en última instancia la política se alimenta y es alimentada por un juego entre personas. Por supuesto, ese juego entre personas es parte de la vida de todos, en todas las esferas; pero la política es el juego entre personas por excelencia; la apuesta está toda allí. En la "ganancia" (ganancia de poder), el político no encuentra sólo su máxima gratificación, sino su propia condición de supervivencia (como político). No me parece dudoso, pues, que el juego del poder constituya una fuente independiente y que se autoalimenta de diversificaciones y antagonismos entre las sociedades humanas. La política quedará. Lo que no es seguro que quede es ese animal doméstico, domesticado por los sistemas protectores. Cómo "neutralizar" el poder de la política en la sociedad posindustrial o tecnotrónica, es en verdad un motivo de suprema preocupación. Extrañamente, si no absurdamente, no damos demasiadas muestras de ocuparnos de ello. notes Notas a pie de página 1 La definición de política será examinada infra, cap. vil. 2 Por semántica se entiende el estudio del significado de los signos lingüísticos. Sin embargo, mi énfasis está puesto sobre el peso semántico, es decir sobre el peso significante de los signos. 3 El carácter de observación del lenguaje es un desarrollo que viene con la investigación y con las definiciones operativas. Véase infra Tercera Parte, § VIII.2. 4 Véase infra § VI.3. 5 El punto está examinado infra, capítulo vra. 6 La discusión sobre la disponibilidad de la ciencia vuelve a ocupamos en la Tercera Parte, § VIII.4. 7 La noción de escala de abstracción es tratada con mayor amplitud en la Tercera Parte, § IX.7. 8 E1 punto será desarrollado en la Tercera Parte, especialmente infra, IX. 1 9 Kant, Scritti Politici, Turín, UTET, 1 9 5 6 , p . 237 10 Volveremos a este tema injra § IV.5. Cf. R. K. Merton, Social Theory and Social Structure, Free Press, 1 V, pp. 457, 458-460. [Hay traducción al español del fce.] 11 Cf. G. Lukács, Geschichte und Klassenbewusstsein (Historia y conciencia de clase), Viena, Malik Verlag, 1923, p. 145. Las cursivas son mías. 12 M . Weber , II Lavoro Intellectuale come Professione, Einaudi, 1948. 13 Storia del Partito Comunista della URSS, p. 131. El pasaje se le atribuye oficialmente a Stalin. 14 Jean Maquet, La Sociologie de la Connaissance, Lovaina, 1949, pp. 69-70. 15 Con el artículo "Wissenssoziologie", recogido como último capítulo en la edición inglesa de Ideología y utopía, que es de 1931; mientras que el volumen es de 1929. 16 Karl Popper, The Open Society and it.t Enemics, Londres. 1952, vo!. II, pp. á15-216. 17 F- A. Hayek, The Counter-Reuolution of Science, Free Press, 1952, pp. 8990. 18 G. Benhtam, Sofismi Politici, Borapiani, 1947, p. 215, 19 Recientemente, porque la idea viene a la ciencia política de la ciencia económica. Para una ilustración y discusión a los efectos de esta derivación, cfr. David Easton, The Political System, Knopf, 1953, pp. 266-306. Pero a m¡juicio el autor limita excesivamente la utilidad del modelo. 20 No existe una historia de la ciencia política enfocada como un encuentro entre la ciencia y la política. El material sobre ese punto debe buscarse en los textos de filosofía, epistemología y metodología de la ciencia, así como en la historia del pensamiento político. Para esta última, véase infra, nota 12. 21 De Regimine Principum, Lib. I, cap. i, 22 Ibid., III, I, 2.De RePublica. I, 25. 23 entre la idea horizontal y ¡a idea vertical de la política debe entenderse, pues, con 24 este alcance: que la verticalidad griega era extremadamente reducida en comparación con la de los Estados territoriales. Por ello resulta engañoso traducir polis por ciudad-Estado, y mucho menos todavía por Estado. 25 La palabra gubernaculuni es característica de Bracton, autor del siglo xm, particularmente estimado por McUwain (infra nota 12), cuando establece una contraposición entre gubernacidum y iurLdictin. En cambio, no he encontrado rastros de ellos en los glosadores y en la bibliografía jurídica italiana de la época. 26 Defensor Pacis, capítulo XHI de la Dictio Prima. Para obtener un acertado panorama de conjunto en que se vea la diferencia entre estas variadas fases, cf. A. Passerin d'Entrtves, Natural J.aw, Londres, Hutchinson, 1951. 11 [27] No existe un estudio dedicado a seguir la idea de política en su complicada pero no menos reveladora evolución terminológica. Entre las no muchas enciclopedias que registran la voz "política", señalo la de M. Albertini en el Grande Dizionario Enciclopédico dell'UTET (ahora en su vol. Política e altri saggi, Milán, Ciuffré, 1963). Salvo la búsqueda autor por autor, las historias del pensamiento político que me han resultado más provechosas son: A. J. y R. W. Carlyle, A History of Medieval Politi- cal Theory in the West.. Nueva York, llames & Noble, 6 vol., 1903-1936; C. H. Mac Ilwain, The Growlh of Political Thoughl in the West; G. H. Sabine, A History o¡Political Theory [Historia de la teoría política, ICE], Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1961; Wolin, Polilics and Vision: Coniinuity and Innovation in Western Political Thought, Boston, Little Brown, 1960; W. Ullmann, Principies oj Government and Politics in the Middle Ages, Londres, Methuen, 1961; O. Gierke, Das Deutsche Genossenschaftsrecht (1881), que fue por lo menos consultado en su compendio (a cargo de F. W. Maitland), Political Theories of the Middle Age, Cambridge University Press. 1900. También son muy aconsejables C. H. Mcllwain, Constitu- tionalism: Ancient and Modern, y del misino, ConstituIionalism artd the Changing World, Cambridge, Cambridge University Press, 1939. 28 Sobre el punto cf. N. Abbagnano, "Machiavelli político", en Rivista di Filosofía, LX (1969), pp. 5-23; L. Olschki, "Machiavelli scienziato", en II Pensiero Político, II (1969), pp. 509-535; N. Matteucci, "Niccoló Machiavelli politologo", en Resegna Italiana di Sociología, XI (1970). pp. 169-206. Entre la bibliografía más reciente; Genaro Sasso, Niccoló Machiavelli, Istituto Italiano per gli Studi Storici, Nápoles, 1958, y Studi su Machiavelli, Murano, Nápo!e3, 1967. 29 Si nos referimos a la física, su primer desarrollo se basa en pondere et mensura; la fase axiomática y matemática es extraordinariamente posterior. El tema será tratado ir.]ra íj Cap. VIH. 30 Sobre este punto, cf.: A. Gargajji, Hobbes e la setenza, Eiuaudi, Turón, 1971. 31 Para la complejidad de la génesis de las ciencias a partir de la tradición filosófica, vease especialmente a E. Cassirer, Storia delta filosofía moderna, 4 vol., Einaudi, Turín, 1952-1958. 32 Cf, L. Brunschwieg, Les étapes de la philosophie mathémalique, Presscs Universitaires de France, París. 1912, y H. Weyl, Philosophy of Mathematics and Natural Science, Princeton Universily Press, Princeton, 1919. Los epistemólogos contemporáneos se pueden clasificar según su mayor o menor adhesión al modelo fisicalista. En este plano, me limito a invocar los nombres de Rudolph Carnap, Cari G. Hempel, Ernst Nagel, KarI Popper, y en extremo opuesto a Carnap el de Michael Polanyi. A título introductorio y esclarecedor el ágil libro de T. S. Kubn, The Struclure o¡Scientific Revolutions, University of Chicago Press, 1952. En el aspecto metodológico, el mejor texto específico es A. Kaplan, The Conduct of 33 Sobre Pareto, véase los cinco escritos recogidos ahora en N. Bobbio, Saggi sulla scienza política in Italia, cit.; y para la bibliografía más reciente, C. Busino, "Storia, economía, sociología e política nelle ricerche recenti sull'opera di V. Pareto", en: Rivista Storica Italiana, LXXX (1968), pp. 938-963. Busino tuvo a su cargo las Oeuvres completes de V. Pareto y la revista Cahiers Vilfre.do Párelo, de la cual véase especialmente núms. 1 (1963), 5 (1965), 12 (1967). Por último, el cap. sobre Pareto de R. Aron, Les étapes de la petuée sociologique, Gallimard, París, 1967. En cuanto a Michels, la mejor interpretación crítica es la Inlroduzione de Juan Linz a la nueva edición de la Sociología del partito político, II Mulino, Bolonia, 1966. El retorno del politólogo a la historia constituye el motivo de fondo de la colaboración de N. Matteuccí, La scienza política, en AA. W., Le scienze umane in Italia oggt, II Mulino, Bolonia, 1971, pp. 219-253. AI tiempo que comparto el espíritu del texto de Mattcucci, queda en pie la diferencia de que al politólogo no le corresponde tratar la historia a la manera del historiador. El punto es retomado infra § IX. 1. Véase también nota 24. 34 Considerazioni sulla filosofía política, cit., pp. 370-371. 35 Para una conciliación sensata, véase R. J. Pennock, "Political Plitlosophy and Political Science", en: O. Garceau (ed.), Political Research and Political Theory, Harvard University Press, Cambridge, 1968. Pero mejor véase infra, y nota 30. 36 Por lo demás, la acusación se basa en una gran diversidad de premisas. Cf- la distancia, por un lado, entre B. Cricfc, Dífensa dclla política, cit., y por el otro Apoli- tical Politics: A Critique of Behavioralism. Las críticas que más se aproximan a rru texto (mejor desarrolladas en el escrito "Alia ricerca della sociología política", en: Rassegna Italiana di Sociología, IX, 1968, pp. 597-639), son los de R. Macridis, "Coro- parative Politics and the Study of Government", en: Comparative Politics, I, 1968, espec. pp. 81 y 84-87; y de G. D. Paige, "The Rediscovery of Politics", en: J. D. Montgomery y W. J. Síffin (eds.), Approach.es to Development, McGraw-Hil!, Nueva York, 1966. 37 Cf. Arend Lijphart, "II método della comparazione", en: Rii:i.:la italiana di Scienza Política, 1, 1971. El autor desarrolla solamente los tres primeros numerales. 38 Para el primer punto, remito a las observaciones de Lijphart, loe. cit. El segundo punto —la dudosa validez— será profundizado infra en los parágrafos IX.4. y IX.6. 39 Cf. Ció che la storia potrebbe insegnare, que es el ensayo introductorio que da también titulo a ¡a recopilación de los escritos menores de Mosca, editado por Guif- fré, Milán 1958. Pero véase Elementi di scienza política, Laterza, Bari, 1939, vol. I, cap. i, espec. p. 69. 40 Cf. especialmente la edición condensada en un volumen de 1950 y vuelta a 41 Como observan A. Przeworski y H. Teune: "muchos libros [...] están tan absorbidos en la presentación de procedimientos y técnicas específicas que no discuten ni siquiera sus justificaciones e implicaciones" (The Logic of Comparative Social Inquiry, Wiley, Nueva York, 1970, p. X). 42 Don Martindale, "Sociological Theory and the Ideal Type", en el vol. a cargo de L. Gross, Symposium on Sociotogical Theory, Harper Row, Nueva York, 1959. Este pasaje resume la posición de Cari Hempel. 43 Para las consideraciones que autorizan esta disminución del umbral a las escalas ordinales, véase Edward R. Tufte, "Improvíng Data Analysis in Political Science", en: World Politics, XXI, 1969, espcc. p. 645. También se debe tener presente, a los fines 44 Paul F. Lazarsfeld y Alien H. Barton, "Qualitative Measurcment in the Social Sciences: Classifications, TypoSogies and Indices", en: D. Lerner, H. D. Lasswell (eds.), The Policy Sciences, Stanford Univ. Press,, 1951, p. 155 (Las cursivas son mías). Los autores definen "variahle" de este modo: "un atributo pasible de cualquier número de gradaciones, lo que implica como máximo la posibilidad de ser medido en el sentido más exacto de la palabra" (ibidem, p. 170). Esta definición rigurosa puede ser atenuada en cuanto al último requisito; pero ciertamente el significado técnico de variable no se puede aplicar —como ya lo hice notar — a los atributos que no sean ni siquiera graduables. 45 Joseph J. Spengler, Quantification in Econo?nics: Jts History, in Quantity and Quality, cit., p. 176. Spengler agrega que "la introducción en economía de los métodos cuantitativos no ha producido descubrimientos sorprendentes". Por más que la teoría económica formal sea hoy altamente isomórfica con el álgebra, la economía matemática no le ha agregado mucho a\ poder predictivo de la disciplina, y con frecuencia se tiene la impresión de un cañón que mata a un mosquito. 46 Citado por Erik Allardt, "The Merger of American and European Traditions of Sociological Research: Contextual Analysis", en Social Science Information, VII. 1968, p. 165.comprensivo y lo que se pierde en detalle. Por lo tanto, nos debemos entender sobre lo que Allardt llama "contenido informativo" de una proposición. Una proposición más general, o más abstracta, explica más pero describe menos, y en este sentido informa menos. De lo que se infiere que no hay concomitancia necesaria entre la mayor abstracción y el mayor falseamiento. Sin contar con que, por querer ascender demasiado, terminamos por aproximarnos a universales que ya no son falseables. 47 Las denominadas "funciones inintencionales", no previstas y quizá ni siquiera queridas, pueden ser absorbidas como una subclase de las funciones entendidas en forma descriptiva, es decir efectivamente cumplidas. En cuanto a las "funciones latentes", ellas plantearían un problema sólo a quien las quisiera registrar en el campo de los efectos. 48 Un ejemplo de funciones sistemáticas extraídas de las estructuras subsistémicas, y claramente referidas a ellas, está dado por las tres originarias "funciones de input" de Almond —rule makin, rule application y rule adjudication —, que se pueden referir nítidamente a las estructuras gubernativo-legislativa, administrativa y judicial (The Politics of the Developing Areas, cit., p. 17). Estas tres funciones fueron ahora clasificadas nuevamente entre las "funciones de conversión" (cf. Almond y Powell, Politica comparata, cit., espec. pp. 51 y 69). 81[49] Basta observar que las combinaciones y sumas de intereses se definen por exclusión recíproca, mientras que "comunicación" parece no tener contrario. En efecto,¿qué sería no comunicación? 50 En mi "Tipología dei sistema di partíto':, en: Quaderni di Sociología, XVII (1968), pp. 187-226, propongo una taxonomía basada en siete términos [sistemas: 1) de partido único; 2) de partido hegemónico; 3) de partido predominante; 4) bipartidario: 5) de multipartidismo moderado; 6) de muítipartidismo extremo; 7) atomizador], que por lo demás llega rápidamente a diez términos si incluimos las subclases (véase espec. pp. 225-226). Agrego que esta tipología no incluye las situaciones fluidas de gran parte del Tercer Mundo. Pero véase G. Sartori, Parties and Party Systems — A Frame- work for Analysis. cit. 51 Pero se verá con sumo provecho el análisis del Dahl sobre las condiciones, sitios y estrategias de las oposiciones, vuelta a transcribir en clave de "estructuración de las oposiciones". Cfr. en el vol. a su cargo, Political Oppositions ít¡Western Democracies, Yale Llniversity Press, Nueva Haven, 1966, caps. 11-1213. Análogamente, sería provechoso volver a ver en clave estructural las numerosas investigaciones sobre los grupos de presión. Sobre la más general debilidad metodológica y lógica del enfoque, y para otras críticas severas, cfr. Robert E. Dowse, "A Functionalist's Logic", en: World Politics, XVIII (1966), pp. 607-622; y Arthur L. Kalleberg, "The Logic of Comparison", en: World Politics, XIX, 1966, pp. 69-82. 52 Por supuesto que no siempre, y no necesariamente. Para el reverso de la medalla, cfr. el vol. cit., a cargo de Easton, Varié lies of Political Theory, y la sección "Political Theory" en el vol. cit. Approuches to the Study of Political Science (pp. 51-121). Pero véase sobre todo el caso de Robert A. Dahl, un autor que respetando plenamente los cánones del behaviorismo, e incluso en clave operacional, logró darnos el libro más puntual y penetrante desde el punto de vista teórico de toda la bibliografía sobre la democracia: A Preface to Democratic Theory, University of Chicago Press, 1956. A nuestros fines, no deja de tener interés hacer notar que también Dahl incursionó en 53 Cf. Z. Brezinski, Between Two Ages: America's Role in The Technetronic Era, Viking Press, Nueva York, 1970. El autor declara que prefiere "tecnotrónica" a "posindustrial" por cuanto esa denominación pone en evidencia "los impulsos del cambio" (p. 9). A mí me gusta sobre todo porque subraya las características de muy alta