Subido por Loubna Bouchakri

Metsy Hingle - Serie Novia correcta, novio equivocado 4 - Demasiado perfecto

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Demasiado perfecto
Después de que un beso inocente se tornara abrasador, Sean Fitzpatrick
descubrió que su amiga de toda la vida se había convertido en una mujer
apasionada... ¡Y ella quería que la ayudase a encontrar a un hombre adecuado para
quedarse embarazada!
Katie había renunciado a encontrar al hombre perfecto. Le bastaba con tener
un bebé para ser madre y, a pesar del beso tan intenso que Sean le había dado, sólo
podía verlo como el gran amigo que siempre había sido para ella. Entonces, ¿por qué
le gritaba su corazón que Sean era el hombre ideal para convertirse en el padre de
sus hijos?.
Capítulo Uno
—Voy a tener un bebé.
Sean Fitzpatrick se agarró a la silla en la que estaba sentado para no caerse del
susto.
— ¿Cómo dices? —le preguntó asombrado a Katie Malloy, su mejor amiga desde
hacía más años de los que podía recordar.
—Que voy a tener un bebé —repitió ella, con calma, con la misma expresión
inocente con la que, hacía casi veinte años, le había tirado una bola de nieve a través
de la valla, golpeándole en toda la cara.
—Déjate de bromas —dijo Sean mientras alcanzaba su taza de café—. Por un
momento casi me engañas... Inténtalo con Michael o Ryan. Ellos son más ingenuos
—añadió, en referencia a los dos hermanos de él, a su vez socios de la agencia de
detectives que dirigían.
—No es broma. Voy a tener un bebé. Y quiero contratarte para que me ayudes a
encontrar al padre —replicó Katie. Sean se atragantó y manchó de café algunas
carpetas que había sobre su escritorio—. ¿Estás bien? —añadió ella.
—Sí, sí. Se me ha ido el café por el otro lado —contestó Sean entre dos golpes
de tos. No podía creérselo: ¿Katie estaba embarazada?
— ¿Seguro que estás bien?
—Sí, sí —la tranquilizó Sean. Luego, mientras limpiaba la mesa, miró a Katie a los
ojos y notó cierto nerviosismo en su expresión. Pero, ¿cómo no iba a estar nerviosa? La
pobrecilla debía de estar aterrorizada, pensó él, al tiempo que decidía que asesinaría
al miserable que la había dejado embarazada.
—Entonces, ¿me vas a ayudar?
—No te preocupes, lo encontraré —le aseguró Sean.
—Sabía que podía contar contigo —dijo Katie, esbozando esa sonrisa fabulosa
que tanto le gustaba a Sean.
—Ya lo puedes creer.
Después de todo, Katie era casi de la familia. Se habían conocido de pequeños,
cuando la madre de ella se había mudado a Chicago y se había comprado la casa vecina
a la de los padres de Sean. Habían sido amigos desde entonces y día a día su relación
se había ido fortaleciendo, hasta que, hacía dos años, independizados ambos, él se
había instalado en el apartamento contiguo al de Katie. Sin duda, la consideraba su
mejor amiga.
Y ahora estaba embarazada. Casi no podía creérselo. Ni siquiera sabía que
hubiera estado viéndose con ningún hombre... No al menos hasta que él se había ido de
la ciudad el mes anterior a investigar un fraude. Pero un mes podía dar mucho de sí, se
dijo mientras miraba el estómago aún liso de Katie.
—No sabes cómo me alivia. No estaba segura de cómo reaccionarías.
— ¿Pensabas que no te ayudaría? —preguntó Sean, dolido—. ¿Que te daría la
espalda ahora que me necesitas?
Una mirada turbia veló los ojos de Katie. Sean recordó entonces que su padre la
había abandonado, que sus padrastros se habían marchado después de divorciarse...
recordó a todos los hombres que le habían hecho daño, incluido el gusano que había
desaparecido tras dejarla en estado.
—Tienes razón. No debería haber dudado de ti. Perdona.
—Yo siempre estaré a tu lado —le prometió Sean—. ¿Está claro?
—Sí —Katie suspiró—. Bueno, ¿qué información necesitas para ponerte en
marcha?
Sean calló un par de segundos, tratando de encontrar una manera delicada de
expresarse:
—Yo... antes de eso, ¿estás segura de que quieres seguir adelante con esto,
cariño?
—Totalmente. Hace años que quiero tener un bebé.
Lo que no lo sorprendía. Con lo mucho que le gustaban los niños, lo habría
extrañado que Katie hubiera pensado, siquiera un sólo segundo, en abortar.
—Bien —Sean agarró un lápiz y un cuaderno—. Lo primero que necesito es el
nombre del padre.
—Todavía no estoy segura. Al principio había cinco hombres posibles, pero ya lo
he reducido a tres —repuso ella. Sean rompió el lápiz en dos. Sabía que Katie podía ser
imprevisible y temeraria, pero nunca había sido estúpida. ¿Cinco amantes?, ¡por todos
los santos!—. Toma, te he anotado los nombres —añadió ella, al tiempo que sacaba un
papel de su bolso.
Sean se quedó atónito al ver a su amiga entregarle una lista con los nombres de
sus amantes. Como hombre, siempre había disfrutado con el sexo opuesto; pero su
relación con Katie siempre había sido fraternal. En ese momento, en cambio, no pudo
evitar mirarla como mujer: no podía decirse que fuera guapa, pero era imposible que
un hombre no se fijara en sus grandes ojos marrón claro ni deseara quitarle las
horquillas que sujetaban su rizado cabello entre moreno y rojizo.
Mientras Katie comentaba algo acerca de los candidatos, él se detuvo en su boca,
sintió un nudo en la parte baja de su cuerpo y supo que no era la primera vez que
fantaseaba con esos labios...
Luego deslizó la mirada hacia su cuerpo: por sus pequeños senos, cubiertos por
un top blanco; por sus caderas estrechas, bajo una falda con motivos florales. Pero no
era su tipo, decidió Sean.
Aunque había que reconocer que tenía unas piernas endiabladamente
sugerentes...
—Así que éstos son los hombres —concluyó Katie. Luego cruzó esas piernas de
fantasía y Sean vislumbró su lencería negra. Tragó saliva, trató de no dar rienda
suelta a los impuros pensamientos que lo asaltaron y cerró los ojos... con lo que sólo
consiguió imaginársela en la cama, desnuda para él, esperando a que la poseyera—.
¿Sean?, ¿estás bien?
—Sí, sí —reaccionó éste con voz rugosa.
«Relájate, Fitzpatrick. Es Katie, tu amiga del alma, tu hermana casi», se recordó
Sean. «Es la misma que llevaba coletas de pequeña y te tiraba bolas de nieve hasta que
la tiraste al suelo y le diste un beso».
Aunque el hecho cierto era que no eran hermanos y que, en algún momento, Katie
Malloy había cambiado las coletas por un rostro seductor y un cuerpo estudiado para
hacer que los hombres sudaran, se dijo Sean, el cual notó que los vaqueros le
apretaban entre las piernas.
—Bueno, ¿cuál crees que es el padre? —inquirió él.
—Todavía no lo tengo claro. Por eso estoy aquí. Necesito que me ayudes a decidir
cuál será el mejor.
—Un momento, un momento —Sean denegó con la cabeza—. ¿Estás o no estás
embarazada?
—Pues claro que no —Katie parpadeó—. Al menos, no todavía. Por eso te lo
comento. Necesito tu ayuda.
— ¿Qué?
— ¡No, no! —aclaró ella—. ¿Pensabas qué...? —añadió para echarse a reír acto
seguido.
—No tiene gracia, Malloy —dijo Sean. Lo encantaban las mujeres, incluida Katie;
pero de ninguna manera iba a atarse a ninguna...
—Perdona, es que has puesto una cara —volvió a romper a reír.
—Katie.
—Vamos, Fitzpatrick, relájate. No quería tu ayuda en ese sentido — aseguró ella,
sonriente—. Sólo quería que echaras un vistazo a mis candidatos para ayudarme a
tomar una buena decisión.
— ¿Y qué se supone que debo hacer? —gruñó Sean—. ¿Mirar la calidad del
esperma?
—No seas ridículo —repuso Katie—. Si sólo quisiera un donante de semen, me
habría ido a un banco, no a una agencia de detectives. Quiero elegir personalmente al
padre de mi bebé; no dejarlo todo al azar.
Sean sintió ganas de pegarle una bofetada para que dejase de decir tonterías.
Agarró un puñado de chocolatinas y se las metió en la boca para no soltar ninguna
barbaridad.
— ¿Y qué quieres que haga exactamente? —le preguntó por fin.
—Ya sabes, investigar su pasado. Hacer un seguimiento como los que os piden las
empresas cuando se plantean admitir a un nuevo socio.
—Cielo, me parece que has esnifado mucha laca de uñas en la guardería en la que
trabajas —se burló él.
—Lo digo en serio, Sean —afirmó Katie, indignada—. Quiero contratarte para
que investigues a mis candidatos.
—Se me ocurre una idea mejor: ¿por qué no te ahorras el dinero y les pides que
rellenen un formulario?
—Muy gracioso —se quejó Katie.
—O mejor todavía: prueba a casarte primero. ¿Recuerdas lo que es casarse? Esa
cosa anticuada que hace la mayoría de la gente antes de tener hijos.
—Estamos en los noventa, Fitzpatrick —repuso Katie, sofocada—. Ya no hace
falta casarse para que una mujer tenga un bebé.
— ¿No? Pues quizá debería ser así.
—No se trata de lo que tú pienses, sino de lo que yo quiero. Y he decidido que
quiero tener un bebé —afirmó Katie—. En serio, Sean, es muy importante para mí. Lo
más importante que haré en toda mi vida. Así que no quiero equivocarme. Necesito
tener toda la información posible antes de decantarme por un hombre u otro.
—Vale —dijo él—, entonces acércate al Banco Nacional y consulta sus cuentas
corrientes.
— ¡Me importan un pito sus cuentas corrientes! —exclamó Katie—. Lo que me
interesa es saber si tienen buen corazón. Los dos sabemos que no tengo una gran
intuición para elegir a mis hombres —añadió, en alusión a los dos hombres que la
habían dejado después de haber estado prometidos.
—Eras demasiado buena para esos dos idiotas —comentó Sean.
—Es posible; pero esta vez quiero estar segura de que el hombre que elija será
un padre cariñoso y no se marchará.
Sean percibió el eco de la niñita solitaria que Katie había sido, la que tanto había
echado de menos la presencia de un padre que la quisiera, y sintió que el pecho se le
desgarraba.
—Cariño, los hombres de esta lista podrían ser unos santos y aun así seguiría
pensando que te equivocas —repuso él con delicadeza—. ¿De verdad estás dispuesta a
someterte a una inseminación artificial y a tener el bebé de un hombre, basándote en
el informe de una agencia de detectives?
—No exactamente...
—Menos mal. Empezaba a pensar que...
—Mi seguro no cubre la inseminación artificial —lo interrumpió Katie—. Tendría
que quedarme embarazada... al estilo tradicional.
— ¿Al estilo tradicional? —repitió Sean, el cual trató de borrar de su cabeza la
imagen de Katie desnuda sobre una cama—. ¿Cómo puedes ser tan idiota?
—Heather Harrison en la línea dos —irrumpió la voz de la secretaria, a través
del interfono.
—Hablando de idiotas... —dijo Katie.
—Dígale que ya la llamaré luego —respondió Sean—. Quiero que te olvides de
esta idea descabellada —le pidió luego a Katie, en tono intimidatorio.
—Ni hablar.
—Lo digo en serio.
—Y yo. Y viendo la mente tan estrecha que tienes —añadió Katie con frialdad—,
es evidente que hice bien en tachar tu nombre de la lista.
—Mi... ¿Tenías mi nombre en la lista? —no estaba seguro de si se sentía furioso o
halagado porque Katie hubiera pensado en él.
—Por supuesto: estaba desesperada.
— ¿Y qué ibas a hacer? —replicó Sean, irritado—. ¿Llamar a mi puerta y pedirme
si no me importaba acostarme contigo para que pudieras quedarte embarazada?
—Eso mismo, sí, ¿qué pasa? —contestó ella, alzando la barbilla.
Sean no pudo evitar imaginarse a Katie debajo de su cuerpo, ambos sudorosos y
calientes después de haber hecho el amor. Sintió una presión bajo el cinturón y, con
gran esfuerzo, se recordó que estaba hablando con su amiga Katie.
—No pongas esa cara —prosiguió ésta—. No pienso suplicarte que te acuestes
conmigo. Ya digo que al principio estaba desesperada. Habría sido un error elegirte,
como ha sido un error venir a pedirte ayuda —añadió dolida, al tiempo que se metía la
lista en el bolso.
—Katie, espera, yo no quería...
—Sean —la voz de su hermano Michael sonó por el interfono. Adam Stevens está
esperando.
—Sólo un minuto —respondió Sean, al tiempo que bloqueaba el paso de Katie—.
Por favor, dame un segundo para que te explique...
—No hace falta que me expliques nada. Además, he cambiado de opinión: ya no
quiero contratarte. Haz el favor de apartarte y déjame salir —añadió cuando Sean le
bloqueó el paso.
—No —se opuso éste, enfadado consigo mismo por haber herido los sentimientos
de ella.
—Muy bien. No te muevas. Ya lo haré yo —repuso Katie mientras lo sorteaba.
—De eso nada —Sean se adelantó, echó el cerrojo y atrapó a Katie entre los
brazos—. De aquí no te vas hasta que no aclaremos esto —añadió, convencido de que, si
la dejaba marchar, nada volvería a ser igual entre los dos.
—No hay nada que aclarar.
— ¡Sean! —Gritó Michael, al tiempo que golpeaba la puerta—. Saca tu trasero de
ahí ahora mismo. Stevens se va a poner impaciente.
—He dicho que estaré en un minuto. Empieza sin mí —contestó Sean—. Mírame
—le pidió luego a Katie.
Ésta, después de unos segundos, alzó la vista: sus ojos estaban llenos de rabia,
orgullo, dolor...
—Lo siento —se disculpó Sean.
—No importa...
—A mí sí me importa. Me cortaría un brazo antes de hacerte daño — repuso él. Y
así como en tantas otras ocasiones, se acercó para darle un beso amistoso. Sólo que
esa vez sus labios se posaron sobre la boca de Katie y ambos notaron un calor que se
expandió por sus cuerpos como un relámpago. Vio que su mirada se hacía más intensa y
ya no pudo seguir pensando. Profundizó el beso mientras le acariciaba el pelo y, cuando
ella separó los labios, sus lenguas se entrelazaron...
—Sal de una maldita vez o te juro que rompo la puerta y te parto en dos —lo
amenazó Michael.
—Creo que está hablando en serio —susurró ella con la respiración entrecortada.
—Yo también —Sean la soltó y dio un paso atrás. ¿Qué demonios había hecho?,
se preguntó mientras la observaba con cautela—. ¿Todo bien? —añadió mirándola a la
cara.
—Sí —respondió Katie, aunque parecía, en realidad, a punto de desmayarse—.
Será mejor que salgas antes de que Michael se enfade. Siento haberte molestado.
—Respecto al tema del bebé...
—No te preocupes. Ya encontraré a otro que me ayude.
—Vamos, Katie, ahora no tengo tiempo para discutirlo. Prométeme que no harás
nada hasta que no hayamos hablado.
—De verdad, Sean, no creo que...
—Esta noche —la interrumpió él—. Sólo dame hasta esta noche. Charlaremos
cuando vuelva a casa. Hasta llevaré un pizza de anchoas —la sobornó.
— ¿De anchoas?
—Sí —le prometió, a pesar de que las detestaba.
—Está bien.
Sean quitó el cerrojo y Michael abrió hecho una furia.
—Perdona, Katie, voy a cortarle la cabeza a mi hermano.
—Corta, corta —repuso ella—. Yo ya me iba.
—Debería darte un puñetazo —le dijo Michael a Sean.
— ¿Sí? Pues ponte a la cola —contestó éste, enojado consigo mismo. Tenía el
terrible presentimiento de que besar a Katie había sido un error gravísimo.
Besar a Sean había sido un error, se dijo Katie por enésima vez. Se sujetó el
pelo sobre la cabeza con una horquilla, sacó el neceser, se dio sombra de ojos y se
aplicó un pintalabios rosa pasión. Luego se puso los pendientes que su último padrastro
le había regalado las navidades anteriores al divorcio y se miró en el espejo de su
dormitorio para comprobar los resultados.
Corriente y moliente, del montón, nada especial, pensó desilusionada. Su cara no
tenía ni un solo rasgo sobresaliente. De hecho, nada en ella era sobresaliente, a no ser
su altura. Volvió a mirarse con severidad y suspiró.
¿Sería por eso por lo que nadie había aguantado a su lado?, ¿porque no era lo
suficientemente guapa?, ¿no era lo suficientemente especial ni entrañable?
Entonces pensó en las bonitas pelirrojas y rubias que entraban y salían de la vida
y de la cama de Sean; mujeres de ojos azules o verdes... mujeres que no se parecían a
ella en nada.
Aunque tampoco quería ser una de las mujeres de Sean. A pesar de la tensión
sexual que a veces se advertía entre ambos, hacía tiempo que había decidido que Sean
Fitzpatrick no estaba a su alcance. Y aunque no hubiera acertado en sus anteriores
relaciones, no era tan tonta como para no adivinar que ese hombre podría romperle el
corazón... Claro que tampoco pasaba nada por soñar un poco e imaginarse qué se
sentiría siendo la destinataria de sus profundas miradas azules y su picara sonrisa.
Kate se estremeció al recordar el beso de esa tarde, el roce de su boca sobre la
de ella, el calor de sus manos, la presión de su erección contra los muslos. La había
besado como si hubiera deseado absorberla entera y, por unos segundos de locura, ella
se había sentido a gusto entre sus brazos... aunque, por supuesto, Sean se había
arrepentido de inmediato.
Abrió los ojos, esbozó una sonrisa triste y se dirigió hacia el salón. Ése era el
problema de conocer a Sean tan bien: se había dado cuenta en seguida de que éste se
había asustado. Y había sido tan bochornoso su intento de restablecer la normalidad
entre ambos, que se habría echado a reír... de no haberle dolido tanto.
Sin duda, besar a Sean había sido un error, y no podía repetirse. Sean era su
amigo y se negaba a arriesgar dicha amistad por un beso. Era muy importante para
ella. Demasiado.
Esa noche compartirían una pizza y lo convencería de que aquel beso, por
apasionado que hubiese sido, no significaba nada. Sean podía volver a citarse con
Heather Harrison y demás mujeres despampanantes, y ella... bueno, ella podría
recordar el placer de haber saboreado aquellos labios.
Puso un compacto de música y encendió las distintas velas de la pieza. De pronto
recordó su décimo tercer cumpleaños, cuando comprendió que ella sólo atraía a
hombres irresponsables, incapaces de asumir un compromiso; que nunca habría un
Príncipe Encantado en su vida. Desde entonces, se había olvidado de los caballeros de
brillante armadura; pero nunca había podido renunciar a su deseo de tener un bebé.
Lo quería con toda su alma. Que ella recordara, llevaba toda la vida esperando
ser madre. Por eso se había puesto a trabajar en una guardería: porque la encantaba
levantar en brazos a los pequeños, cuidarlos y mimarlos... por mucho que le doliera
tener que despedirse de ellos al final de cada día. De ahí que necesitara tener su
propio bebé: para poder mecerlo en la cuna y cantarle nanas por las noches; para darle
todo el amor que rebosaba en su interior. Y, pensara Sean lo que pensara, su plan no
era descabellado. La lástima era que no pudiera pedirle a él ser el padre. Porque eso sí
que sería perfecto.
Llamaron a la puerta y, antes de abrir, se obligó a esbozar la mejor de sus
sonrisas. Como siempre que estaba cerca de Sean, el pulso se le aceleró. Seguía
llevando unos vaqueros gastados y se había subido las mangas de la camisa hasta los
codos, lo cual dejaba al descubierto sus musculosos y bronceados brazos. El pelo,
negro, estaba más revuelto que de costumbre, pero, sobre todo, fue la preocupación
de sus ojos lo que la inquietó.
—El hombre de la pizza —dijo Katie en cualquier caso, tratando de parecer
alegre.
—Siento lo del beso —soltó Sean sin preámbulos.
—No importa —repuso ella—. ¿Así que de verdad la has traído de anchoas?
—Me pasé de la raya. Lo siento —insistió Sean, mientras la seguía a la cocina.
—Está bien —Katie abrió la caja y aspiró el olor de la pizza—. ¡Umm! Huele de
maravilla. ¿Quieres que saque los platos? —preguntó mientras ponía unas servilletas en
la mesa de la cocina.
—Fue un error —prosiguió Sean, al tiempo que colocaba dos platos en la mesa—.
No debería haber ocurrido.
—Lo que tú digas —Katie se sirvió un vaso de leche y sacó una cerveza para
Sean—. ¿Quieres una jarra?
— ¡Maldita sea, Katie! ¿Me estás oyendo?
—Palabra por palabra: te has pasado de la raya, lo sientes, ha sido un error, no
debería haber ocurrido, ¿se me olvida algo? —no esperó a obtener respuesta—. Y
ahora, ¿te importa si comemos antes de que se enfríe la pizza?
— ¿Por qué no te olvidas de la maldita pizza? Estoy tratando de disculparme.
—Como quieras, Sean —Katie suspiró—. Vamos, discúlpate.
—Siento haberme aprovechado de ti esta tarde. No sé lo que me pasó ni en qué
estaría pensando... —Sean le ofreció un lado de la cara—. Si quieres pegarme un
puñetazo, adelante. Tienes todo el derecho.
— ¿De verdad piensas que te has aprovechado de mí? —preguntó ella, irritada.
—Yo...
—No soy ninguna de tus muñequitas de pechos grandes. Tú a mí no me manejas:
puede que me hayas besado, pero yo también te he besado a ti. No ha ocurrido nada
que yo no quisiera que ocurriese, ¿está claro?
—Como el agua.
—Bien, ¿comemos ya?
—Sí, por favor. A ver si la comida suaviza ese genio tan dulce que tienes
—ironizó Sean—. ¿Nunca te han dicho que tienes mucho carácter?
—Creo que tú me lo has comentado un par de veces —Katie partió la pizza en
porciones y ambos empezaron a comer. No dijo nada al principio, pero las constantes
miradas de Sean acabaron poniéndola nerviosa—. Está bien, di lo que tengas que decir.
— ¿Qué?
—No te hagas el inocente, Fitzpatrick. Te conozco hace demasiado. Suelta de
una vez por qué me estás mirando como si fuera una de las pruebas de tus
investigaciones.
—Sólo estaba pensando en lo que has dicho —repuso él con una sonrisa
seductora—. Eso de que no había pasado nada que no quisieras que pasase.
— ¿Y?
—Nada, me preguntaba si... —Sean la miró a los labios—, me preguntaba si no me
habrás provocado adrede para que te besara.
— ¿Cómo?
—Ya sabes, con toda esa locura de que necesitabas que te ayudara para
encontrar a alguien que te dejase embarazada.
—No es ninguna locura. Te aseguro que voy a quedarme embarazada. Y ya te digo
que no hace falta que me ayudes. Seguro que elegiré a un buen padre entre los tres
candidatos que ya tengo —replicó Katie—. Y, por cierto, no te molestes en hacer
ninguna investigación. He decidido que las haré yo misma.
— ¿Tú sola? ¡Dios nos salve!
—Muy gracioso. ¿Qué pasa? Lo único que tengo que hacer es conseguir unas
huellas dactilares, echar un vistazo a sus tarjetas de crédito, hacer un par de
llamadas a algún antiguo jefe, a alguna ex novia...
—No seas payasa —la interrumpió él—. La idea de verte en plan Mata Hari me
produce escalofríos.
—Lo digo en serio. Estoy segura de que sería una buena detective — insistió ella.
—Tan buena como yo atendiendo en una guardería.
—Es posible... Fijo que las niñitas estarían encantadas contigo; y estarías
monísimo cambiando pañales —se burló Katie, sonriente.
— ¿De verdad estás decidida a quedarte embarazada?
—Sí.
—Entonces me encargaré de las investigaciones... Con una condición.
— ¿Cuál? —preguntó ella, con cautela.
—Si descubro algo que demuestre que tus candidatos no son aptos, tienes que
prometerme que te olvidarás de todo esto.
Katie vaciló. Lo cierto era que si ninguno de esos candidatos cuajaba, no estaba
segura de qué podría hacer.
—Sean, quiero tener un bebé. De verdad.
—Ése es el trato. Lo tomas o lo dejas.
—Si ninguno de los candidatos es apto —arrancó Katie—, te prometo que me
replantearé el asunto, ¿de acuerdo?
— ¿Tengo otra opción mejor? —repuso él tras suspirar.
Katie saltó de la silla, abrazó a Sean por el cuello y le cubrió la cara de besos.
—Gracias, gracias, gracias.
—No es que me importe que se me lance una mujer al cuello; pero no te
precipites con lo de darme las gracias. Igual no te gusta lo que descubra.
—Seguro que sí me gustará. Lo sé.
—Ya veremos —dudó Sean—. ¿Dónde está la lista?
—Voy por ella —Katie corrió a su dormitorio y sacó la lista del bolso. Cuando
regresó, Sean ya había recogido los restos de la pizza y la estaba esperando en el
salón. Por un momento se permitió contemplarlo: había arrellanado sus ciento noventa
centímetros sobre el sofá y estaba con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos
entornados. Tenía los pómulos marcados y un mentón igualmente prominente. Por no
hablar de esa boca, capaz de reblandecer el cerebro y las rodillas de cualquier mujer.
El hecho de que además tuviera un buen corazón, hacía que fuese un hombre casi
perfecto... No lo era del todo, porque ella no creía en cuentos de hadas y, aunque así
fuese, Sean no la vería jamás como a una princesa.
De pronto, como si hubiera advertido que Katie lo observaba, abrió los ojos y le
lanzó una mirada cargada de electricidad.
—Aquí está la lista —dijo ella. Sean le rozó la palma con los dedos al entregarle
el papel—. Ésos son los nombres. Lógicamente, puedo darte toda la información
personal de que dispongo. El primero, Eric, es un vendedor que... ¿qué pasa? —se
detuvo Katie, al notar un súbito cambio en la expresión de Sean.
— ¿Pusiste el nombre de Michael en la lista?
—Bueno, al principio sí... —admitió ella, confundida por el tono acusador de
Sean—. Ya te dije que empecé con cinco candidatos y luego lo dejé en tres. Michael y
tú fuisteis los que descarté.
— ¿De verdad te planteaste acostarte con mi hermano?
—No en el sentido en que tú estás pensando; pero sí, supongo que me lo planteé.
En fin, si hubiera elegido a Michael, habría tenido que... conseguir que me dejara
embarazada.
—Me sorprende que no hayas incluido a Ryan y a Connor —espetó Sean, en
referencia a sus otros dos hermanos.
—Ryan está casado y no quiero saber nada más de hombres casados. Pero si
supiese dónde está Connor, te aseguro que lo habría incluido —replicó Katie,
desafiante—. Además, si besa igual que Michael y tú, seguro que sería todo un placer
hacerle el amor.
— ¿Igual que Michael y yo? —repitió él, estupefacto—. ¿Has besado a Michael?
—No es asunto tuyo, pero sí. Michael y yo nos besamos un par de veces cuando
salimos juntos.
—No puedo creerlo —Sean se puso de pie—. ¿Has estado saliendo con mi
hermano?
—Sí —respondió Katie con dulzura—. ¿Por qué?, ¿hay algún motivo por el que no
debería?
—Pues claro que hay un motivo. Michael es... es...
—Es mi amigo. Igual que tú, ¿no es cierto? Pero, a diferencia de ti, él no me besa
y luego se arrepiente y me insulta pidiéndome disculpas por haberlo hecho.
Capítulo Dos
—Hola, Sean —lo saludó Michael tras colgar el auricular—. Estaba a punto de
llamarte para darte la noticia: ¡hemos cerrado el contrato con Stevens! —celebró
mientras su hermano cerraba de golpe la puerta del despacho.
—Debería arrancarte la cabeza —dijo éste, colocando ambas manos sobre el
escritorio y mirando a Michael a la cara.
—Inténtalo, hermanito. Pero antes de que te haga morder el polvo, ¿te importa
decirme por qué estás enfadado?
— ¿Cómo has podido aprovecharte de Katie? —explotó Sean, el cual llevaba
conteniendo la rabia desde que ella le había contado lo suyo con Michael.
— ¿Katie?
—Sí, Katie Malloy —murmuró Sean—. Ya sabes, la pelirroja delgadita a la que
conocemos desde que éramos pequeños.
—Ah... esa Katie —dijo Michael. Luego sonrió y a Sean le entraron ganas de
ahorcarlo con la corbata—. No creo que me haya aprovechado de ella por haberla visto
a solas alguna que otra vez. ¿Cuál es el problema?
— ¿Te crees que por invitarla a comer dos días tienes derecho a seducirla?
— ¿Quién dice que me la he seducido? —replicó Michael, indignado—. Sólo la
besé en un par de ocasiones.
El hecho de descubrir que había habido más de un beso no contribuyó
precisamente a que Sean se serenara:
—Así que lo reconoces: has intentado cazarla.
—Yo no reconozco nada —repuso Michael, extrañado—. No es asunto tuyo, pero
no creo que compartir un par de besos, en los que Katie participó gustosamente, por
cierto, tenga nada que ver con ir de caza.
Sean se había negado a creer que Katie tenía realmente una relación con su
hermano. Después de que ella se lo dijera mientras comían la pizza de anchoas, se
había pasado casi toda la noche en vela.
— ¿Qué pasa? —insistió Sean—. ¿Es que no hay otras mujeres en la ciudad?
—Alto ahí —dijo Michael—. Yo salgo con quien me da la gana. Y, sobre todo, no es
asunto tuyo. ¿O acaso te digo yo algo de las mujeres que te llevas a la cama?
—Pero no son Katie.
— ¿Ése es el problema?, ¿Katie te ha dado calabazas? —preguntó Michael. Sean
le sugirió adonde podía irse y su hermano prosiguió—. Parece que he tocado una fibra
sensible.
— ¡Maldito hijo de...!
—Antes de que hagas alarde de tu riqueza expresiva, permíteme que te recuerde
que somos hermanos y, por tanto, tenemos los mismos padres.
—No me lo recuerdes.
—Bueno, ¿me quieres explicar por qué te molesta tanto que haya salido con
Katie?, ¿o prefieres que lo suponga?
—Métete tus suposiciones donde te quepan.
— ¿Puede ser que, después de tantos años, sientas algo romántico hacia ella?
—Katie y yo somos amigos —zanjó Sean. Pero el recuerdo del beso que se habían
dado el día anterior lo hizo vacilar—. Estoy enfadado porque Katie... es casi como de la
familia. No está bien que vayas detrás de ella.
—Eso es una tontería. Puede que Katie parezca de la familia porque hace mucho
que la conocemos; pero no llevamos la misma sangre y nada impide que tengamos una
relación si queremos.
—Corta el rollo —espetó Sean—. Dime, ¿vas en serio con ella?
— ¿Por qué?, ¿te preocupa competir conmigo?
—Tú estás loco. Créeme, si estuviera interesado en Katie, no serías el menor
obstáculo. Ya te he dicho que ella y yo somos amigos. Nada más.
—Ya.
—No quiero que le hagas daño, ¿está claro?
— ¿Y qué te hace pensar que voy a hacérselo?
—Que... que ella no es tu tipo.
—Yo no tengo ningún tipo —lo informó Michael—. Y si lo tuviera, ¿qué tiene de
malo Katie? Es una mujer interesante, agradable, tiene sentido del humor...
Todo lo cual era cierto. Pero oírselo decir a Michael le dolía como si una zarpa
estuviera rasgándole el pecho.
—Bueno, ¿vas en serio o no?
—Lo pensé en su momento —admitió Michael tras unos segundos en silencio—. Y
supongo que Katie también lo pensó. Pero, sea por lo que sea, supongo que los dos nos
dimos cuenta de que no sería buena idea compartir nuestras vidas. Quedamos en que
seríamos amigos.
Sean sintió un inmenso alivio, la expresión de la cara se le relajó un momento,
pero, al ver la sonrisa de su hermano, volvió a enfurecerse:
— ¡Eres un...! —Prefirió ahorrarse el insulto—. ¿Por qué no has empezado por ahí?
—Porque era mucho más divertido ver cómo te ponías morado, pensando que
Katie y yo estábamos juntos.
—Vete al infierno —le indicó Sean—. Tengo trabajo que hacer — añadió, para
darse media vuelta y salir del despacho de su hermano, rumbo al suyo.
Diez minutos después, Sean examinó toda la información que había reunido
acerca de una investigación sobre un niño al que habían secuestrado. Pero, mientras
veía unas fotos de la madre, comenzó a imaginarse a Katie, la cual le decía que quería
tener un bebé e iba a quedarse embarazada...
—Heather Harrison por la línea tres —se oyó a través del interfono.
—Hola, cariño —la saludó Sean, deseoso de olvidarse de Katie. Pero, después de
diez minutos de charla, no fue en aquella mujer de ojos azules en la que se quedó
pensando, sino en una pelirroja vulnerable y de ojos marrón claro.
—La puerta está abierta —informó Sean al oír que llamaban. Después de
telefonear a Katie para disculparse por su comportamiento del día anterior, se había
pasado casi todo la mañana intentando comprender su súbita atracción hacia ella.
Había decidido que no debía preocuparse y, para ponerse a prueba, la había invitado a
cenar...
Pero nada más verla comprendió que quizá sí debía preocuparse, pues, con ese
top rosa sobre sus pechitos y aquellos pantaloncitos blancos, Katie estaba irresistible.
Después de deslizar la mirada por sus interminables piernas, notó que llevaba las uñas
de los pies del mismo color que los labios. A decir verdad, la estaba mirando como si ya
hubieran cenado y ella fuese el postre... ¿Cómo demonios iba a pensar en Katie como
amiga si sus hormonas lo traicionaban de esa manera?
—Hola —lo saludó ella con normalidad, al tiempo que le daba un beso en la mejilla;
un beso fugaz, pero lo suficientemente duradero para que él aspirara la fragancia de
su perfume... ¿Desde cuándo lo excitaban los perfumes?, se preguntó Sean—. No
estaba segura de qué ibas a preparar; así que he traído tinto y blanco —dijo en alusión
a las botellas de vino que le ocupaban sendas manos.
—¡Guau! —exclamó Sean—. Cada día entiendes más de vinos, Malloy.
—¿Me estás llamando borracha? —bromeó Katie—. Tú sí que sabes hacer
piropos.
—Tomaremos unos filetes —comentó él tras sonreír—. Así que abriré la de vino
tinto, para que vaya respirando. Siéntate, en seguida vuelvo.
— ¿Necesitas ayuda?
— ¿Bromeas?, ¿acaso piensas que te permitiría acercarte a mi cocina otra vez?
Tardé una semana en librarme de los restos de pasta quemada —dijo Sean, en alusión
a una cena anterior—. Será mejor que esperes. Lo tengo todo bajo control.
Lo que era cierto, se repitió más adelante mientras servía vino para los dos.
Sentado frente a la silla de ella, Sean se felicitó por lo bien que estaba yendo todo:
estaba siendo una velada relajada, agradable, divertida... ¿Qué más daba que se fijara
en lo suave que parecía su piel a la luz de la luna?, ¿que advirtiera el brillo de sus ojos
cuando Katie reía?
— ¡Es preciosa! —comentó ésta, en referencia a la caja de música que Sean le
había dado como regalo atrasado de cumpleaños. El tono rugoso de su voz hizo que él
volviera a imaginársela desnuda sobre la cama...
—Siento dártela con tanto retraso.
—No seas tonto. Sé que no estabas en la ciudad el día de mi cumpleaños.
Además, no tenías por qué comprarme nada. Ya recibí un ramo de flores maravilloso de
parte de todos los Fitzpatrick.
—Las flores eran de mi familia —puntualizó Sean—. Quería hacerte un regalo
personal —añadió luego, mirándola a la cara.
—Gracias...
El destello amistoso que había iluminado sus ojos toda la velada dio paso a un
brillo melancólico que lo desgarró.
— ¿Quieres más vino? —le ofreció Sean, confundido por la profundidad de sus
sentimientos.
—No, gracias —rehusó ella. Luego se levantó y le dio un nuevo beso en las
mejillas—. La guardaré como un tesoro, Sean —añadió, llevándose la caja al pecho.
Después se retiró para volver a sentarse sobre la mecedora. Un silencio
incómodo los atrapó durante varios segundos, hasta que, por fin, Katie le lanzó una
mirada traviesa:
— ¿Sabes, Fitzpatrick? Se me acaba de ocurrir que esta cena y la maravillosa
caja de música podrían ser un soborno.
— ¿Un soborno? —repitió Sean, contento del tono ligero que había empleado
ella—. ¿Y por qué iba a querer sobornarte, Malloy?
—Bueno, sabiendo lo retorcido que eres, igual has pensado que si me ofrecías una
buena cena y me hacías un regalo estupendo podrías librarte de hacer las
investigaciones que me prometiste.
—Ni se me había ocurrido.
—Mejor, porque no te voy a dejar escapar.
—Katie —dijo entonces él en tono serio—, sobre el tema del niño...
—Esta noche, cuando me dijiste que soplara las velas y pidiera un deseo, ¿sabes
lo que pedí? Pedí que el año que viene a estas alturas tuviera ya un bebé. Sé que no
estás de acuerdo con esto, Sean, pero toda la vida he querido tener un marido, hijos...
formar una familia. Seguro que un psicólogo lo atribuiría al divorcio de mis padres, al
abandono de mis padrastros y esas cosas. Y es probable que tuviera razón. Pero lo
cierto es que siempre he deseado tener una familia —se adelantó Katie—. Bueno, ya sé
que no tendré marido, pero no voy a renunciar a lo de los bebés. A veces creo que me
convencí de que estaba enamorada de mis ex novios por las ganas que tenía de ser
madre.
Le partía el corazón oír la tristeza de su voz, verla en sus ojos reflejada.
—Cariño, entiendo lo que dices, pero...
—Sigues sin estar de acuerdo. Ya lo sé, y lo entiendo. De verdad que lo entiendo.
Pero sé lo que estoy haciendo.
—Eres muy joven, Katie. Te mereces el sueño entero: enamorarte, casarte, tener
hijos...
—Todo eso son cuentos de hadas. Hace tiempo que dejé de creer en ellos.
—Puede que tu Príncipe Encantado no haya aparecido todavía.
—Créeme, he besado muchos sapos; hasta he estado prometida con dos de ellos
—repuso Katie con tristeza—. Pero ninguno se convirtió en príncipe. Me niego a
posponer mi vida y esperar a alguien que quizá no exista.
— ¿Qué fue de la niña pequeña? —preguntó Sean con ternura—. ¿La niña que
creía en la magia de los príncipes y los cuentos de hadas?
—Creció.
Y como ya era una mujer mayor, sabía que no debía dejarse engañar por la
tensión sexual que corría entre ambos... Aunque ella siempre se había sentido atraída
hacia Sean. Era muy difícil no fantasear con un hombre como aquél, por mucho que
fuera consciente de que éste no estaba interesado en ella como pareja formal.
Él sólo se estaba portando como el buen amigo que era, motivo por el cual, media
hora más tarde, seguía intentando disuadirla de su idea:
—No me gusta, Katie. Lo más mínimo.
—Ya lo has dicho más de una vez —Katie suspiró cansinamente—. Pero voy a
hacerlo, con o sin tu ayuda. Sólo dime si necesito encargarle las investigaciones a otra
persona.
— ¿No te he dicho que las haré yo? —espetó Sean—. A ver, dime todo lo que
puedas sobre cada uno de estos hombres.
Un vaso de vino después, Katie se recostó sobre la silla:
—Y eso es todo lo que sé —finalizó.
—No es mucho —comentó Sean tras mirar las notas que había tomado—. Sobre
todo, teniendo en cuenta lo que tienes en mente.
—Sean —lo advirtió ella.
—Vale, vale.
— ¿Es suficiente para empezar a trabajar? —preguntó Katie.
—Tendrá que serlo, ¿no?
—Tú sabrás. El detective eres tú —replicó ella—. ¿Tendré que conseguirte sus
carnés de identidad?
—En tal caso, ¿cómo pretendes conseguirlos?, ¿robándoles la cartera como
habías amenazado?
Katie le arrebató la lista con los nombres de los candidatos y se puso de pie.
—Olvídalo. No debería haberte pedido que me ayudaras.
— ¡Vamos, Katie! —Sean la agarró por una muñeca antes de que ésta hubiera
dado dos pasos—. Lo siento. Venga, devuélveme la lista... Siéntate conmigo, sólo un
minuto —añadió al ver que ella no contestaba.
Pero, como Katie permaneció de pie, tuvo que tirar de su muñeca para que
tomase asiento a su lado.
—La mayoría de los datos que necesito los podré conseguir sin problemas
—prosiguió Sean—. Obtendré muchos por Internet; además, tengo contactos con la
policía, por si alguna vez han sido detenidos, o algo así.
Oírlo hablar de antecedentes penales la hizo sentir un escalofrío. No podía
imaginarse a ninguno de los candidatos como un criminal, pues, si bien era cierto que
sólo había salido con ellos en un par de ocasiones, los tres le habían parecido
agradables y daban la impresión de estar de acuerdo sobre cómo debía educarse a un
hijo.
—Tengo suficiente información para empezar —insistió Sean—. Así que ni se te
ocurra ponerte a hacer de Mata Hari, ¿estamos?
—Sí.
Sean dio un pequeño impulso con los pies a la mecedora y ambos quedaron
balanceándose con suavidad. Todavía no le había soltado la muñeca y el tacto de sus
dedos le estaba acelerando el ritmo cardiaco. El sol ya se había puesto, las estrellas
salpicaban el cielo y la luna los envolvía con su luz.
— ¿Cuánto tiempo tardarás? —quiso saber Katie.
—Los datos oficiales no me llevarán mucho tiempo. Pero conseguir información
sobre el carácter de una persona, y más si es discreta, no siempre es sencillo.
—Sé que no es fácil lo que te pido...
—Pero tampoco demasiado complicado —la tranquilizó Sean, sonriente—. Supongo
que habría sido mucho más sencillo para los dos si hubieras dejado mi nombre en la
lista, ¿no? Al menos, ya sabes todos mis secretos.
Quizá no sólo ella sintiera algo especial, pensó Katie. Y quizá el deseo que había
apreciado en los ojos de Sean no eran fantasías suyas...
—Si ésta es la manera más sutil que se te ocurre para intentar librarte de las
investigaciones, olvídalo; no me engañas —rió ella.
— ¿No? —preguntó Sean, al tiempo que le pasaba un brazo por los hombros.
—No —susurró ella.
— ¿Por qué no? —inquirió él mientras le acariciaba el cuello.
—Porque... porque nosotros somos amigos
—respondió Katie. Pero Sean siguió acariciándole el cabello—. No creo que sea
buena idea
—se resistió ella.
—Cierto, es una idea espantosa —susurró Sean, a escasos centímetros de los
labios de Katie—. Nunca deberíamos hacer esto.
—Cierto —murmuró ella.
Pero el hecho de saber que no debía hacerlo no pareció ser suficiente. Katie no
supo quién de los dos se movió primero, pero, de repente, la boca de Sean estuvo
sobre la suya y, sin más, todos los deseos que había estado conteniendo desde el
anterior beso se desbordaron con ansiedad.
Cuando Sean la abrazó e intensificó la presión de los labios, Katie entreabrió la
boca para dar la bienvenida a su lengua. Se aferró a él y se atrevió a saborearlo: sabía
a chocolate dulce, a riesgo, a pecado... a magia y a sueños. Sabía a Sean. Nadie podía
saber igual. Nadie podía hacerla sentir así.
Katie comenzó a concebir esperanzas, pero se recordó que ya había abandonado
todos sus sueños de casarse. Sean no podía ser el caballero que la iba a salvar de su
soledad. Y ella era su amiga, no una damisela en apuros que necesitaba ser rescatada.
La culpa era de las hormonas, de la luz de la luna, del vino...
Porque ella nunca había sido el tipo de mujer que le gustaba a Sean. Era
demasiado lista como para creerse que de veras la estaba besando como si la deseara
y la necesitara; como si no hubiera en el mundo otra mujer.
Con todo, cuando él le acarició la espalda de arriba abajo, Katie se apretó,
pidiendo más, y notó la erección de Sean, el cual susurró el nombre de ella con un
gemido ronco.
El cuerpo le temblaba de deseo. Se sentía como si estuviera desafiando a un
tornado.
—Katie —susurró él.
— ¿Sean? —Katie se quedó helada al oír la voz de otra mujer—. Sean, cariño. Soy
Heather.
Capítulo Tres
Sean se quedó sin aire al oír la voz de Heather. No podía haber sido más
inoportuna... Miró a Katie y vio que la horquilla que le sujetaba el pelo se le había
caído; tenía las mejillas encendidas, los ojos iluminados, la boca sin pintalabios...
parecía que acabara de salir de la cama de un hombre.
—¡Dios mío!, ¿qué estoy haciendo? —se preguntó en voz alta.
—¿Sean? —volvió a llamarlo Heather, ya más cerca.
—Lo siento —Sean se arrepintió nada más decirlo, pero ya no podía remediarlo—.
Quiero decir que no había planeado que esto ocurriera. No sé por qué...
—Está bien —lo cortó Katie, al tiempo que se ponía de pie.
—No está bien —denegó él, mirando preocupado la expresión asustada de Katie.
—Supongo que es lo que pasa cuando se bebe tanto vino —comentó ésta,
obligándose a fingir una sonrisa.
—No creo que haya sido por el vino. Yo...
—Aquí estás —irrumpió Heather finalmente—. Llamé al timbre, pero no
contestabas. Como estaba tu furgoneta aparcada fuera, probé a ver si estabas en
casa... No me has llamado en todo el día —lo acusó.
—Lo... lo siento. He estado liado.
—Bueno, por esta vez te perdono —dijo Heather, avanzando hacia Sean con
sensualidad—. Hola, Katie. ¿Te importa sujetarme este plato mientras saludo a este
tipo? —le pidió sin apenas mirarla.
Katie agarró el plato de comida preparada que Heather había llevado y se dio
media vuelta.
Sean, más pendiente de Katie que de las palabras de Heather, no se dio cuenta
de cuándo comenzó a besarla ésta. Reaccionó nada más tomar conciencia, se apartó y
se preguntó cómo era posible que esa rubia voluptuosa, monitora de un gimnasio, lo
hubiera excitado tanto durante tres meses.
—Veo que sigues en forma —comentó Katie, de pie junto a la mesa en la que
había dejado el plato de Heather.
—Gracias. Estoy impartiendo seis clases a la semana en el gimnasio. Deberías
venir algún día para tonificar un poco el cuerpo.
—Lo pensaré —repuso Katie. Sean, en cambio, sintió ganas de estrangular a
Heather. ¿Qué tenían de malo las curvas de Katie?
—Espero no haber interrumpido nada —dijo entonces la monitora, al advertir el
vino y los platos con restos de tarta.
—Katie y yo estábamos cenando —contestó Sean.
—Vaya, no sabía que ya habías hecho otros planes —lamentó Heather, poniendo
cara de puchero—. Había traído unas verduras...
—La verdad es que ya hace un rato que habíamos terminado —intervino Katie—.
Y ya conoces a Sean... siempre tiene hambre. Seguro que le apetecerá tomar un plato.
—Están muy ricas —aseguró Heather—. Las he cocinado yo.
—Bueno, será mejor que me vaya y os deje a solas —anunció Katie, mientras
metía el papel de regalo en la caja de música.
—No hay prisa —apuntó él.
—Ya llevo aquí toda la tarde. Y seguro que Heather y tú tenéis mucho que
contaros. Gracias de todos modos. La cena estaba estupenda y el regalo me ha
encantado.
— ¿Regalo? —repitió Heather—. ¿Sean te ha hecho un regalo?
—Sí, una caja de música, por mi cumpleaños.
— ¡Qué detalle! —repuso la monitora—. Tienes suerte: mi hermano nunca se
acuerda de mi cumpleaños.
—Yo no soy hermano de Katie —indicó Sean, irritado.
—Ya, ya; pero sois tan buenos amigos... Y tú mismo me has dicho que habéis
crecido juntos. Es como si fuerais hermanos.
—En serio, me tengo que ir —insistió Katie.
—No, no tienes por qué —sorprendió Sean a ambas mujeres—. Quiero decir,
seguro que Heather ha traído verduras suficientes para los tres.
—Estoy llena —rehusó Katie—. Y mañana tengo un día muy largo. Quiero
acostarme pronto esta noche.
—Si no son ni las nueve —objetó Sean, para disgusto de Heather.
—Es pronto, sí; pero estoy cansada, de verdad.
—No te preocupes, lo entendemos —terció Heather—. Me alegro de haberte
visto. Feliz cumpleaños.
—Gracias —repuso Katie—. No te molestes en acompañarme a la salida. Conozco
el camino
—añadió luego, dirigiéndose a Sean. —Disculpa —le dijo éste a Heather—.
Todavía tenemos que discutir un par de cosas sobre eso que estábamos hablando
—añadió tras dar alcance a Katie.
— ¿Por qué no me llamas y me dices qué más necesitas? Si no estoy en casa,
puedes dejar un mensaje.
—¿Y el resto de la tarta?, ¿no la quieres?
—preguntó de pronto, sin poder ocultar la irritación en el tono de voz.
—Termínatela con Heather.
—Katie...
Pero ya había salido y estaba entrando en su casa, en la puerta de al lado. Sean
se quedó mirando el vacío y decidió que necesitaba hablar con Katie para que las cosas
entre ambos volvieran a ser como siempre.
— ¿Sean?
Vaciló unos segundos y, después de suspirar, se dispuso a enfrentarse a la otra
mujer.
Media hora más tarde, después de deshacerse de Heather de mala manera, miró
por la terraza hacia la casa de Katie, pero ésta estaba totalmente a oscuras.
Se mesó el cabello y miró al cielo. La luna estaba oculta por las nubes y la noche,
en fin, se presentaba tan sombría .como su propio ánimo.
¿Cómo podía haberla avasallado de ese modo? Porque debía reconocer que la
había avasallado. Después de la bronca que le había echado a Michael, había sido él
quien la había vuelto a besar. Todavía no podía creerse que hubiera sucedido...
¡Y menudo beso había sido! No había tenido nada amistoso o fraternal. De no
haber sido por la inoportuna irrupción de Heather, las cosas no se habrían quedado
ahí.
Tenía que solucionar aquello cuanto antes. Katie le importaba mucho y no quería
estropear su amistad con ella porque sus hormonas se hubiesen vuelto locas. Después
de comprobar una última vez que no había luz en el apartamento de ella, se rindió y
regresó al salón. Luego se desvistió y se acostó desnudo. Colocó las manos tras la
cabeza y trató de no pensar en el dolor que sentía en las ingles... del que Heather lo
habría curado encantada.
¡Menudo desastre! Llevaba persiguiendo a esa mujer desde hacía meses y justo
cuando ella parecía dispuesta a acostarse con él, Sean se había dado cuenta de que, en
realidad, era con Katie con la que quería estar.
—Va a ser una noche muy larga —murmuró contra la almohada. Al día siguiente, si
volvía a sentirse excitado, llamaría a Heather. Si conseguía volver a interesarse por
ella, le resultaría más sencillo reconducir su relación con Katie.
Sí, al día siguiente lo arreglaría todo, se repitió sonriente. Todo iba a salir tal
como planeaba.
Nada estaba saliendo como había planeado. Katie había salido del apartamento
antes de que él se despertara y, por la noche, al regresar a casa, ella ya se había
dormido. Ver a Heather no le había servido de nada, pues cada vez que la había
besado, al cerrar los ojos, había sido la imagen de Katie la que se le había presentado
en la cabeza.
Por eso, impelido por su conciencia, no la había dejado continuar. Lamentaba
haber decepcionado a Heather, pero lo cierto era que así había sido. Y todo por culpa
de Katie.
Descubrir que Katie se había marchado antes del amanecer al día siguiente
tampoco había contribuido a mejorar el humor de Sean. Hizo una pelota con las notas
que había ido apuntando en un papel, la tiró a la papelera del despacho... y volvió a
fallar.
—Estás perdiendo muñeca —le dijo Michael de pronto—. Hasta un niño de dos
años lo haría mejor.
—Cuando quieras jugamos un partido y te demuestro quién ha perdido muñeca
—lo desafió Sean.
—Si no estuviera de trabajo hasta las cejas, aceptaría encantado — repuso
Michael. Luego le dejó un sobre encima de la mesa, en el que ponía confidencial
—Sea lo que sea, no me interesa. Ya puedes llevártelo —espetó Sean.
— ¿Qué mosca te ha picado? —preguntó el hermano—. ¿Es que Miss Gimnasia se
ha vuelto lista y te ha plantado por otro con más cerebro?
—No es mi cerebro lo que le interesa —repuso Sean. Luego, a regañadientes,
abrió el sobre y frunció el ceño al ver que le habían denegado la información que había
solicitado sobre Eric Hartmann, uno de los candidatos de Katie.
—Bueno, ¿entonces qué es?, ¿qué te pasa? —insistió Michael.
—Nada —aseguró Sean.
—Perfecto. ¿Por eso parece que has perdido a tu mejor amigo? — preguntó el
hermano con inocencia.
—Ha sido una noche muy larga, eso es todo.
— ¿Cuándo vas a sentar la cabeza? —Le preguntó entonces Michael—. ¿No eres
un poco mayorcito para andar de cama en cama cada dos por tres? Puede que Katie
tenga razón. Creo que está pensando en casarse y ser madre...
Debía habérselo imaginado. Si Katie le había contado a su madre sus intenciones,
ésta se lo habría dicho a la de ellos... Estaba claro que era imposible mantener un
secreto en esa familia.
—Quiere quedarse embarazada, no casarse.
—Yo creo que si se queda embarazada, acabará cambiando de opinión y se casará.
—Ella dice que no; que ría renunciado al matrimonio porque ya ha besado muchos
sapos y ninguno se ha convertido en príncipe.
—Bueno, espera y verás. Lo único que sé es que si yo fuera el hombre al que elige
para dejarla embarazada, me aseguraría de convencerla de que se casara conmigo.
—Pero no serás tú quien la deje embarazada —espetó Sean, acalorado.
—En fin, así son las cosas —comentó Michael, sonriente.
—Déjate de sonrisitas —lo advirtió Sean—. Katie y yo sólo somos amigos.
— ¿Acaso he dicho lo contrario? —preguntó el hermano con falsa ingenuidad.
—Vete a la porra.
Luego agarró el sobre que Michael le había dado y se fue del despacho para no
seguir soportando a su hermano.
—Señorita Katie —la llamó la pequeña Sarah Evers desde el parque.
— ¿Qué quieres, cariño? —le preguntó Katie, agachándose para acariciar el pelo
rubio de la pequeña.
— ¿Nos ayudas a construir un castillo de arena?
—Claro, preciosa.
Katie se sentó junto a Sarah y a Missy y, media hora más tarde, entre palada y
palada, terminó de contarles su versión particular de un cuento de hadas... en la que
era la princesa la que salvaba al príncipe.
—Otro cuento, señorita Katie —le pidió Spencer.
—Hoy no, cielo. Tenemos que terminar el castillo.
— ¿Así está bien, señorita Katie?
—Muy bien, Allie. Sólo asegúrate de poner un poco más de tierra alrededor de la
torre.
Entre los de arena y los que se construía ella en el aire, era toda una experta en
castillos. Sin embargo, debía reconocer que ése les estaba quedando fatal.
—Nick, el foso ya es muy profundo. Si sigues excavando, vas a llegar a China.
—Vaya, supongo que esto explica que la mitad de los niños no hayan entrado a la
hora del cuento —intervino de pronto Anna O'Neill, la dueña de la guardería.
—La señorita Katie nos está ayudando a construir un castillo — explicó Sarah.
—Así que es un castillo —bromeó Anna, mirando sonriente a Katie.
—Terminad vosotros, pequeños —les dijo ésta mientras se ponía de pie—. Y daos
prisa: Anna tiene un cuento nuevo.
— ¿La Cenicienta?
—Obedeced a la señorita Katie y ya lo veréis —respondió Anna.
—Perdona, no me había dado cuenta de que llevábamos tanto tiempo.
—Eres la única profesora que se mete en la arena y juega con ellos —comentó
Anna, sonriente.
—Me gusta —Katie se encogió de hombros—. Además, siempre me ha encantado
hacer castillos de arena.
— ¿Y contar cuentos de hadas? —preguntó Anna—. He oído parte de tu versión.
Un giro interesante.
—Quería ofrecerles algo distinto a los cuentos con los que yo crecí; sobre todo a
las niñas.
— ¿Desencantada?, ¿o sólo me lo parece?
—Puede que un poco.
Pero los niños llegaron e interrumpieron la conversación.
—Se te dan de maravilla, Katie —comentó Anna mientras la primera les cambiaba
la ropa—. Es una pena que no tengas tus propios hijos. Sé que has tenido dos
desencuentros, pero espero que eso no te haya quitado la idea de formar una familia
en algún momento.
—No —respondió Katie. Al menos, no había renunciado a tener un bebé, motivo
por el cual tendría que verse de nuevo con Sean, para ver la información que éste
había recabado.
Pero ver a Sean suponía arriesgarse a alimentar los sentimientos y sueños que se
habían despertado en su interior; sueños locos en los que Sean se casaba con ella y era
el padre de sus hijos.
Ese hombre la hacía perder el sentido común. Y el poco que le quedaba le decía
que tuviera cuidado, porque estaba a punto de enamorarse de él. Porque aún no lo
estaba, trató de convencerse. Puede que hubiera cometido algún error en su vida, pero
enamorarse de Sean Fitzpatrick sería el mayor de todos, y no estaba dispuesta a caer
en él.
Aunque quizá fuera demasiado tarde, se dijo cuando lo divisó, sentado en las
escaleras que daban acceso a su casa. El mero hecho de verlo hizo que el corazón le
diera un vuelco.
Recordó la noche anterior, cuando él la había besado apasionadamente, y deseó
que aquel beso se repitiera. Salió del coche, cargada de libros de cuentos para los
niños de la guardería y avanzó hacia Sean con el pulso acelerado.
—Hola —lo saludó con una sonrisa amistosa.
—No sabía que las guarderías estuvieran abiertas hasta medianoche —la
reprendió él.
—No lo están.
—Entonces, ¿dónde demonios estabas? —le preguntó Sean mientras ella abría la
puerta de su casa—. Estaba preocupadísimo.
—No es asunto tuyo —contestó, sorprendida por el interés de él—, pero estaba
en clase —añadió mientras encendía la luz y dejaba los libros sobre una silla.
— ¿Hasta estas horas?
— ¿Qué es esto?, ¿la Inquisición? Tenía una cita después de clase — respondió
Katie, la cual había retardado su regreso para posponer lo máximo posible su
encuentro con Sean.
—Tienes razón. No tengo derecho a hablarte así. Lo siento —se disculpó éste—.
Yo... de verdad, Katie, estaba preocupado por ti. Pensaba que habías tenido un
accidente o algo así.
—Vamos, chaval, que ya soy mayorcita —repuso ella con más jovialidad de la que
sentía, conmovida por la preocupación de Sean—. Gracias, pero no hace falta que te
preocupes. Hace tiempo que sé cuidar de mí sólita.
—Lo sé, pero... el problema es que sí me preocupo. Tú me importas, Malloy. No
quiero que te pase nada... que nos pase nada.
— ¿Nos pase?
—No quiero perderte ni que te enfades conmigo por... por mi estúpido
comportamiento de la otra noche.
— ¿Lo dices por ese beso de nada?
—Sí, reconozco que me propasé. No sé que me ocurrió...
— ¡Por favor!, ¿qué importancia puede tener un beso inofensivo entre dos viejos
amigos? No puedo creerme que estés tan agobiado por eso. Bebimos demasiado vino,
nada más —respondió Katie.
—No bebimos tanto —replicó Sean.
—Puede que no, pero eso unido a la luz de la luna, a un poco de química y a que
tendrías el ego un poco resentido, por lo mucho que Heather se ha hecho de rogar... de
alguna manera, tenía que suceder. Vale, nos dimos un beso. Nada más. Y tampoco es
que fuera el primer beso de nuestras vidas —dijo ella, tratando de restarle una
importancia que en verdad sí le concedía.
—Te recuerdo que cuando teníamos trece años, en uno de esos juegos tontos
adolescentes, me pediste que te enseñara lo que era un beso francés.
—No me lo recuerdes —murmuró Katie—. Estaba en la edad del pavo y quería
convertirme en una mujer a toda costa. Pero sólo te elegí a ti porque Maryjo
Pemberton decía que eras el que mejor besaba de los chicos de la panda.
— ¡Maryjo! —exclamó Sean—. Me pregunto que habrá sido de ella. Era una
estudiante excelente —añadió con una sonrisa picara.
— ¿Estudiante?
—Sí... Y tú también lo eres —dijo Sean, mirándola a la boca—. De hecho, debo de
ser un profesor estupendo, porque besas de maravilla —añadió en broma.
—No será gracias a ti.
—Por supuesto que es gracias a mí. Te vuelvo a recordar que fui yo quien te
enseñó el beso francés.
—Sólo has sido uno de tantos —repuso Katie, alzando la barbilla.
— ¡Serás creída! —exclamó él, haciéndose el ofendido, al tiempo que la rodeaba
por la cintura.
Katie rió y colocó las manos sobre el pecho de Sean, cuyo corazón comenzó a
latir con violencia. Luego levantó la cabeza y lo miró a los ojos. De pronto, el ambiente
relajado de segundos antes se desvaneció y Katie tuvo el presentimiento de que él la
iba a besar... Lo que no sucedió.
—Entonces, ¿amigos? —le preguntó ella después de que Sean la soltara.
—Amigos.
—Muy bien, pues si no necesitas nada, me voy a dormir. Es casi la una de la
mañana.
—Se me olvidaba: he empezado a investigar a tus candidatos —arrancó Sean—.
Estoy a la espera de algunas respuestas, pero, en general, todo parece correcto. Sólo
estoy teniendo dificultades con Eric Hamilton. Voy a necesitar que me des algún dato
más para poder seguir adelante. ¿Lo hacemos ahora?, ¿o prefieres esperar a mañana?
—Si no es mucho tiempo, podemos verlo ahora.
—Sólo un par de minutos, para asegurarme de que no me equivoqué al apuntar los
datos.
—De acuerdo. ¿Quieres tomar algo? Tengo té helado, si te apetece.
—Perfecto.
Cuando regresó de la cocina con el té, Sean estaba en la terraza. Era una noche
de verano perfecta: cálida, con una suave brisa y el cielo constelado de estrellas. Los
jardines habían florecidos y amenizaban la vista con sus rosales, lilas y violetas. La
luna iluminó a Sean con sus rayos plateados y Katie sintió la tentación de robarle un
nuevo beso...
—Espero que te guste —dijo, en cambio, mientras colocaba la bandeja con las
tazas de té en la mesa de la terraza.
—Seguro —repuso Sean mientras llenaba las tazas de ambos.
—Bueno, ¿qué quieres saber de Eric?
—Sólo un par de cosas: decías que era representante comercial y que viajaba
mucho, ¿no?
—Sí.
— ¿Tiene algún lugar de residencia, aparte de la dirección que me diste de
Chicago?
—No que yo sepa. ¿Por qué?
—Porque he verificado esa dirección, y el piso no está a su nombre. ¿Es posible
que esté viviendo con algún amigo?
—No lo creo. Nunca me ha comentado nada.
— ¿Tal vez esté a nombre de su empresa?
—Eso es posible. Trabaja para una compañía muy grande, con muchas sucursales.
El es de Houston, creo que la central está allí... ¿Qué pasa? —le preguntó Katie, al ver
que Sean fruncía el ceño.
—Cariño, ya sé que tú conoces a ese hombre y yo no; pero hay algo que me da
mala espina.
— ¿El qué?
—No lo sé —Sean suspiró—. Pero no quiero que vuelvan a hacerte daño. Sólo
quiero que seas feliz.
—Lo seré. Tú ayúdame a encontrar al padre de mi bebé.
— ¿Será suficiente con un bebé, Katie?
—Para mí sí: será más de lo que nunca he tenido.
Capítulo Cuatro
¡Estaba casado!
Sean miró los documentos que estaban desperdigados sobre la mesa de su
despacho, entre los cuales se encontraba el certificado de matrimonio. Lo cual
confirmaba sus sospechas sobre el candidato número uno de Katie, Eric Alan
Hartmann, con el cual se había visto tres noches esa misma semana. El muy
desgraciado celebraría el sexto aniversario de boda en menos de dos meses.
Por no hablar de las partidas de nacimiento de sus dos hijos: Alan y Ashley
Harrison.
Pero lo que más lo enfurecía de todo era que el cerdo asqueroso se había
realizado una vasectomía hacía un año, tras el nacimiento de su hijo.
No lo extrañaba que le hubiera dicho a Katie que le encantaban los niños y que
quería ser padre. El muy mentiroso ya era padre... y esposo. Y sabía que podía
acostarse con Katie sin la menor preocupación de dejarla embarazada.
Lo iba a matar; pero antes... antes tenía que comunicarle las malas noticias a
Katie.
— ¡Qué sorpresa encontrarte aquí! —dijo Katie al ver aparecer a Sean en la
cafetería en la que había quedado con Eric.
—He tenido una entrevista cerca y pensé en tomarme un café antes de volver a
casa —respondió Sean, el cual sabía de sobra que la encontraría allí. Ahora sólo tenía
que lograr quedarse a solas un segundo con ella para hablarle sobre Hartmann en
privado.
El muy canalla era todo apariencias, decidió Sean mientras miraba a aquel
hombre rubio de ojos verdes... Seguro que se teñía el pelo y que llevaba lentes de
contacto de color. El hecho de que fuera totalmente trajeado y ni siquiera se hubiera
aflojado la corbata contribuía a aumentar la antipatía de Sean hacia el farsante.
Él, en cambio, iba con unos vaqueros y una camisa remangada hasta los codos. Y,
desde luego, el color de su pelo era natural... ¿Qué demonios veía Katie en aquel
hombre?, ¿lo compararía con él?, ¿acaso se había quedado ciega?
—Un poco tarde para una entrevista de trabajo, ¿no? —repuso Katie con
desconfianza.
—En absoluto. En mi trabajo, hay que estar al pie del cañón a cualquier hora.
— ¿En qué trabajas? —intervino Eric, esbozando una estúpida sonrisa.
—Soy detective privado —repuso Sean—. Descubro los trapos sucios de la gente
—añadió.
—Tiene una agencia de detectives con sus hermanos —informó Katie.
—Debe de ser un trabajo interesante —comentó Eric, ya sin sonreír—. ¿Qué tipo
de investigaciones haces exactamente?
—Bueno, un poco de esto, un poco de aquello —repuso Sean con ambigüedad, para
poner nervioso a Hartmann. Quería hacerlo sufrir antes de aplastarlo. Algo feroz lo
atacaba cada vez que pensaba en cómo había jugado con Katie y lo cerca que ésta
había estado de pedirle que la dejara embarazada.
— ¿Verdad, Sean?
—Perdona, ¿qué decías? —le preguntó éste a Katie tras salir de su
ensimismamiento.
—Le decía que has descubierto a muchas personas que han defraudado a sus
aseguradoras.
—A algunas. También me ocupo de examinar contratos de trabajo, de buscar a
personas que han desaparecido... o de investigar el pasado de la gente. Ahí es cuando
sale a relucir más basura. Por ejemplo, si alguien intenta ocultar, no sé, que está
casado y tienes hijos, ahí estoy yo para descubrirlo —respondió Sean, quien sonrió
satisfecho al ver que Hartmann se quedaba pálido.
—Eric dice que su empresa acaba de ascenderlo —comentó Katie, tras lanzar una
mirada acusadora a Sean.
—Enhorabuena —lo felicitó éste.
—Gracias. Lo malo es que con el nuevo puesto voy a tener que viajar más incluso
que ahora; así que no voy a poder ver a Katie tanto como quisiera —dijo Eric mientras
le daba un beso en la punta de los dedos—. Casi me estoy planteando rechazar el
puesto.
—Ni lo pienses —dijo Katie.
Sean creía que le iba a dar una úlcera. Estaba deseando meterle un buen
puñetazo al muy gusano, pero antes debía explicarle a Katie por qué. Hasta entonces,
tendría que soportar que la estuviera devorando con los ojos.
—Supongo que un hombre que viaja tanto como tú se parecerá a los marineros
—dijo Sean entonces—. Ya sabes, con una novia en cada puerto.
Sin soltar la mano de Katie, Hartmann se giró hacia Sean y se obligó a sonreír:
—Bueno, se conoce a mucha gente, sí. Hoy día hay muchas mujeres que se
dedican a la medicina, interesadas en los equipos que vende mi empresa —respondió
Eric—. Pero es un trabajo duro. A veces te sientes solo... aunque luego vuelvo a casa y
ver a Katie lo compensa todo.
— ¡Qué amable! —exclamó Katie.
—Es verdad —aseguró Eric—. Siempre cuento los segundos que faltan para
volver a verte.
— ¿Qué piensas de la idea de Katie de quedarse embarazada? —preguntó Sean a
bocarrajo.
—Sean, no creo que...
—Déjale que conteste, Katie —la interrumpió él, aun siendo consciente de que la
estaba haciendo sentirse incómoda.
—La verdad es que al principio me sorprendió —repuso Eric, tenso por la notable
hostilidad de Sean—. Me halagó que pensara en mí para ser el padre de su bebé; pero
tenía algunas reservas.
— ¿Y ahora?
—Bueno, como le he dicho a Katie —Hartmann se aclaró la garganta—, me gustan
mucho los niños; pero es difícil formar una familia con un trabajo como el mío, en el
que se viaja tanto.
—Entonces, ¿estás dispuesto a ayudarla a quedarse embarazada?
—Por supuesto —aseguró Hartmann.
— ¿No te importa dejar embarazada a una mujer y que se quede sola con tu hijo?
—Sean —advirtió Katie.
—No pasa nada —atajó Eric—. Está claro que Sean es tu amigo y es lógico que se
preocupe por ti. En respuesta a tu pregunta, no, no me gusta la idea de dejarla
embarazada y que luego eduque sola a mi hijo. Pero Katie me ha explicado que
compartiríamos la custodia del niño, con lo cual no habría ningún problema. Estuvo a
punto de estallar. ¿Cómo podía mentir de esa manera?, se preguntó Sean.
— ¿Te casarías con Katie si se quedara embarazada?
— ¡Ya basta, Sean!
— ¿Lo harías? —insistió éste, haciendo caso omiso de la protesta de ella.
Una gota de sudor resbaló por la frente de Eric. Tragó saliva, a duras penas, y
trató de responder:
—Eso es algo de lo que todavía tenemos que hablar. Pero quédate tranquilo, Sean.
Te aseguro que si la dejo embarazada, haré todo lo posible por convencerla de que se
case conmigo.
—Pero no la dejarás embarazada, ¿verdad, Hartmann? —Sean se puso de pie,
rodeó la mesa y levantó a Eric, agarrándolo por las solapas de la camisa—. Sabes que
no te casarás con ella porque es imposible que la dejes embarazada... Claro que a ti no
te importa mentirla con tal de meterte en la cama con ella, ¿verdad? —añadió,
apretándole el cuello.
—No sé de qué estás hablando —protestó Eric.
— ¿Ah, no?, ¿ya no te acuerdas de que el año pasado te hiciste la vasectomía?
Por no hablar de que...
— ¡Basta!
Sean oyó que Katie corría su silla. Vio de reojo que había varias personas
mirándolos. Luego, ella se interpuso entre ambos, en un intento de separarlos.
—No sé si lo que dice Sean es verdad —arrancó Katie, mirando a Eric
furiosamente.
—Lo es —insistió Sean.
—Lo sea o no, supongo que no pensarías que soy tan idiota como para acostarme
contigo sin exigir primero una prueba de esperma.
Sean se atragantó. No se le había ocurrido que Katie hubiera podido pensar algo
así y, a juzgar por la cara de Hartmann, tampoco él lo había imaginado.
—Y, por cierto, quiero un bebé, no un marido. No tengo intención de casarme
contigo ni con nadie —prosiguió ella, para dirigirse a Sean acto seguido—. Respecto a
ti, cuando quiera que me des tu opinión sobre cómo debo conducir mi vida, ya te lo
pediré. Mientras tanto, no metas las narices.
—Katie —intervino Eric—, lo que Fitzpatrick ha dicho...
—Creo que ya he pasado demasiada vergüenza por una noche —cortó Katie—.
Quiero irme a casa. Ahora.
Nunca la había visto tan enfadada. Katie agarró su bolso y echó a andar hacia la
salida sin mirar a ninguno de los dos hombres.
Hartmann echó a correr tras ella y Sean, tras dejar dinero en la mesa para la
cuenta, los siguió a paso ligero. De ninguna manera dejaría que Eric la llevara a casa.
—Lárgate, Hartmann —le dijo cuando les dio alcance—. Yo me encargo de que
llegue a casa.
—Por si no te has dado cuenta, Katie está conmigo —repuso Eric.
—Ya no. Vamos, Katie.
— ¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó ésta.
—Pasa que este tipo...
—Este tipo es mi cita y está claro que tenemos que discutir unas cuantas cosas
—dijo Katie mientras se encaminaba al Porsche de Hartmann.
—Te equivocas —Sean la agarró por la cintura y luego se la subió a un hombro.
— ¿Qué haces?
—Te llevo a casa.
—Un momento, Fitzpatrick —terció Hartmann—. Ya la has oído: Katie y yo
tenemos que hablar.
—Escríbele una carta —repuso Sean mientras abría la puerta de su furgoneta.
— ¡Bájame ahora mismo!
—Lo que tú digas —Sean la dejó caer sobre el asiento del pasajero y cerró de
un portazo.
—No puedes impedir que vea a Katie —dijo Hartmann.
— ¿Estás seguro? —preguntó éste, justo antes de plantarle el puño en la cara.
— ¡Sean! —gritó Katie, la cual le agarró un brazo antes de que volviera a golpear
a Eric.
—Estás loco —lo acusó éste—. Creo que me has roto la mandíbula.
—Como vuelvas a acercarte a ella —le advirtió Sean, al tiempo que ponía un pie
sobre el pecho de Hartmann—, te romperé hasta el último hueso del cuerpo.
Al llegar a la altura de su casa, Katie se bajó de la furgoneta sin esperar siquiera
a que Sean hubiera frenado del todo.
— ¿Estás loca? —exclamó éste—. ¡Katie!, ¡espera un segundo!
Pero ella subió las escaleras que daban a su casa, introdujo las llaves en la
cerradura y, justo cuando Sean llegaba, cerró, dándole con la puerta en las narices.
— ¡Katie! —Sean golpeó con un puño—. Abre, Katie. Tengo que hablar contigo.
—Haberlo hecho antes de convertirme en el hazmerreír de la cafetería.
—Eso es lo que quiero explicarte —contestó él, desesperado—. Yo...
—No me interesan tus explicaciones, Fitzpatric. Y no quiero verte —añadió, al
tiempo que apagaba las luces de casa.
— ¡Maldita sea, Katie!
Ésta se dirigió a su cuarto, todavía furiosísima por lo que había sucedido. Nunca
había pasado tanta vergüenza en toda su vida. ¿Por qué no le había contado Sean lo de
la vasectomía, sin más, en vez de montarle aquella escena?
—Porque es un estúpido. Por eso mismo —murmuró mientras se descalzaba.
Por más años que viviera, jamás comprendería a los hombres. Y el hombre al que
menos entendía era Sean Fitzpatrick. Toda la vida la había enloquecido, pero lo de esa
noche... esa noche había ido demasiado lejos. Estuviera de acuerdo o no con sus
intenciones, no tenía derecho a interferir de esa manera, a tratarla como si fuera una
marioneta indefensa. Él no era su hermano, y mucho menos su amante. Puede que le
hubiera pedido que investigara a sus candidatos, de acuerdo; pero de ahí a interrumpir
la cita...
«Aunque, sinceramente», se dijo Katie: «¿de verdad lo estabas pasando bien con
Eric?», se preguntó a su pesar.
Pero y qué. Aunque la velada no hubiese sido tan fabulosa como había esperado,
aunque estuviera algo cansada de oír hablar a Eric sobre su ascenso y el sueldo tan
maravilloso que tendría... aunque reconociera que no había habido tanta química como
en los encuentros anteriores, Hartmann era un hombre brillante, educado,
responsable, guapo...
Y ella había estado comportándose como una idiota, riéndole todas las gracias,
hasta que Sean se había presentado.
¿A santo de qué aparecía, comportándose como el guardián de su virtud?
Ella no necesitaba proteger su virtud y, desde luego, no necesitaba que Sean se
comportara como... como un amante celoso.
Katie se estremeció al pensar en Sean como su amante. No, el hecho de haber
compartido un par de besos no variaba nada: ellos eran amigos, nada más. ¿No era eso
lo que se habían dicho mil veces en los últimos tiempos?
Sean sólo estaba interesada en ella como amiga, lo cual era perfecto, pues a ella
le ocurría lo mismo...
« ¿Estás segura, Katie?», le preguntó una vocecilla dentro de su cabeza. Él
estómago se le encogió y sintió un escalofrío al recordar el tórrido beso que se habían
dado la noche de la cena de cumpleaños. Nadie la había besado así jamás, de un modo
tan hambriento y posesivo... Pero no, no podía permitirse enamorarse de él. De ninguna
manera.
Se bajó la cremallera del vestido de un tirón decidido, lo dejó caer al suelo en
torno a sus tobillos y suspiró, como si, de alguna manera, pudiera liberarse también del
bochorno que había pasado.
— ¡Maldita sea, Katie! Casi me rompes la nariz —dijo Sean mientras entraba
desbocado en su dormitorio... justo antes de frenar en seco.
Capítulo Cinco
Sean se quedó sin respiración al ver a Katie sin más ropa que unas medias negras
y unas braguitas a juego. La luz de la luna la iluminaba y parecía haberla paralizado.
Sólo sus ojos se movían encendidos, con la misma pasión que había consumido a Sean
desde que la había encontrado esa noche en la cafetería, con aquel vestido tan
sugerente.
El deseo lo golpeó a la velocidad del sonido y desbocó el ritmo de sus latidos.
Quería tocarla, memorizar su cuerpo con las manos, con la boca, igual que la estaba
recorriendo con los ojos.
— ¡Sean! —gritó Katie al ver que éste daba un paso al frente—. ¿Qué... qué haces
aquí?, ¿cómo has entrado? —le preguntó mientras se agachaba para recoger el vestido
y cubrirse con él, a modo de escudo.
Sean se obligó a mirar hacia una maceta que había detrás de Katie, a fin de no
avivar el fervor insano que a punto había estado de llevarle a cometer una locura.
—He entrado con la llave que me diste —repuso cuando por fin logró hablar—.
¿Recuerdas que nos intercambiamos una copia de las llaves hace mucho? —añadió.
Pero, mientras que Katie había usado la suya con frecuencia para regar las plantas de
Sean en su ausencia, éste nunca había tenido ocasión de emplearla... hasta esa noche.
—No deberías haber venido. ¿No te parece que ya has hecho suficiente?
Era verdad, reconoció él, apesadumbrado. Había manejado muy mal la situación.
—Yo... tenemos que hablar.
—Ya te he dicho que no quiero hablar más esta noche. Quiero que te vayas. Ya...
ya hablaremos más adelante.
—No es posible. Tenemos que hablar ahora —insistió él. De nuevo la miró al
cuerpo y sintió las garras de la lascivia al verla casi desnuda y ruborizada—. No puedo
esperar.
—Está bien —accedió Katie con voz trémula—. Pero haz el favor de esperarme en
la otra habitación mientras me visto.
—Vale, te espero fuera —contestó Sean. Y quizá, mientras tanto, conseguiría
controlar sus hormonas y descubrir qué demonios le ocurría para radiografiar a Katie
de ese modo tan lujurioso.
Cinco minutos después, recuperada cierta serenidad, miró por la ventana hacia
las nubes que cubrían el horizonte. Nubes que poblaban también su cabeza y que le
impedían comprender la química que se desataba cada vez que Katie y él estaban
cerca.
—Bueno, ¿qué es eso tan importante que tienes que decirme? — preguntó ésta de
pronto.
—Yo... ¿te importa sentarte, por favor? Katie tomó asiento en un sofá y miró a
Sean con reservas.
—Ya estoy sentada.
Sean se sentó en un silla frente a ella y le mantuvo la mirada.
—Antes que nada, te pido disculpas por mi comportamiento de esta noche
—arrancó él, sin obtener respuesta alguna por parte de Katie—. Parece que
últimamente no hago otra cosa que pedirte perdón por una cosa o por otra. Supongo
que estarás cansándote de oírme decirte que lo siento, ¿no?
—Sí, me estoy cansando. ¿De verdad crees que con eso compensas la vergüenza
que me has hecho pasar? Me has humillado en medio de una cafetería llena de gente,
delante de un hombre que me interesa.
—Nunca fue mi intención incomodarte —repuso Sean, apesadumbrado.
—Pero eso no cambia las cosas. ¿Por qué elegiste la cafetería para contarme lo
de la vasectomía de Eric?
—Porque no tenía otra opción —repuso Sean—. No estaba seguro de lo serio que
ibas con Hartmann. Llevabas saliendo tres noches seguidas con él y decías que le ibas
a pedir que te dejara embarazada... a pesar de que te había dicho que esperaras a que
terminase de investigarlo.
—No quería esperar —Katie se encogió de hombros—. Además, ibas muy
despacio.
—No quería precipitarme.
—Y no tenías ninguna prueba contra Eric: ni multas de tráfico ni detenciones
policiales, deudas... —replicó Katie—. Reconozco que no sabía lo de la vasectomía, pero
deberías habérmelo dicho en privado.
—No lo he descubierto hasta esta tarde, y tú ya te habías ido con tu Romeo
—contestó Sean—. Mira, no sirve de nada que discutamos ahora si debería o no
haberme enfrentado a Hartmann. Lo cierto es que lo he hecho y volvería a hacerlo si
con ello te ahorrara hacer algo de lo que más tarde te arrepentirías.
—Quizá no me habría arrepentido.
— ¡Por Dios, Katie!, ¡está casado!
— ¿Casado? —repitió ella, súbitamente pálida.
—Sí —Sean se acercó a Katie, se arrodilló a su lado y le agarró las manos con
cariño—. Tiene mujer y dos hijos en Houston.
— ¡Dios! —exclamó ella—. ¿Cómo he podido ser tan tonta? —añadió cubriéndose
la cara con las manos.
—No has sido tonta —Sean le levantó la barbilla y la miró a los ojos—. Es
Hartmann el que ha sido muy listo.
—No, debería haberme dado cuenta. Era evidente: todos esos viajes de negocios
los fines de semana o los días de vacaciones. Siempre hemos quedado entre semana...
Sólo una idiota no sabe sumar dos más dos. Tenía que haber intuido que había gato
encerrado.
—Bueno, los gatos saben esconder sus uñas...
—Gracias —repuso Katie, esbozando una débil sonrisa—. Pero he sido demasiado
ingenua.
—No seas tan dura contigo, Malloy. Piensa que podría haber sido peor. Imagínate
que te acuestas con ese cerdo y luego te enteras de que tiene familia.
—Es verdad —Katie se estremeció—. Pobre esposa. Cuando pienso lo cerca que
he estado de...
—Pero no lo has hecho —Sean, conmovido por el dolor de Katie, la estrechó entre
sus brazos—. Lo importante es que no has hecho nada de lo que tengas que
avergonzarte —añadió mientras le acariciaba la espalda y le daba un beso en el pelo
para consolarla.
—Gracias a ti —susurró ella.
Se acurrucó en el pecho de Sean, el cual no pudo evitar que el deseo volviese a
azotarlo. Con todo, siguió haciéndole caricias con dulzura y dándole besitos en el pelo.
—Tranquila, cariño —trató de consolarla cuando ella empezó a agitar los
hombros.
Pero Katie continuó emitiendo sonidos sollozantes. Incapaz de soportar su
sufrimiento, Sean la apretó con más fuerza, le dio otro beso en el pelo, y luego otro en
la oreja, en la mejilla...
— ¿Estás mejor? —le preguntó entonces—. Bien. Si no le he roto la mandíbula a
ese gusano, se la romperé más adelante por haberte hecho tanto daño —añadió
después de que Katie asintiera.
—Sean...
— ¿Sí?
—Eric no me ha roto el corazón.
—Tranquila, cielo. A mí no me tienes que mentir —repuso él, sin dejar de
abrazarla—. Y tampoco tienes que ocultar tus lágrimas delante de mí.
—No te miento —aseguró Katie tras echarse un poco hacía detrás, para poder
mirarlo bien a la cara—. Y no estaba llorando. Me estaba riendo.
— ¿Riendo?
—Sí. Aunque pensaba que Eric era un hombre agradable, era más aburrido que un
funeral. Ya no sabía cómo animarme para acostarme con él y quedarme embarazada.
—Creía que estabas enamorada de él —confesó Sean.
— ¿Enamorada?, ¿de dónde te sacas esa idea?
— ¿De dónde crees? De ti —repuso él—. No has tenido un segundo libre para mí
en la última semana, y cada vez que conseguía verte un momentito, no hacías otra cosa
que hablarme de Hartmann.
—No me había dado cuenta de que me estabas echando de menos —dijo Katie,
sonriente.
Y, por mucho que le costara reconocerlo, lo cierto era que así había sido... Katie
Malloy llevaba siendo su amiga desde hacía años, pero había empezado a despertar
otros sentimientos más peligrosos, relacionados con el hecho de que ella era una mujer
y él, un hombre.
Katie lo miró con lascivia y, animado por el brillo que había destellado en sus
ojos, Sean la besó con fuerza e introdujo la lengua para saborearla, como llevaba
deseando toda la tarde. Se retiró un segundo y, al ver que ella no se apartaba, volvió a
buscar su boca con pasión y ternura al mismo tiempo.
Sus labios se unieron con facilidad y cuando Katie gimió de placer, Sean terminó
de perder el control, liberó sus labios y bajó hacia la barbilla, hacia el cuello...
La miró de nuevo y advirtió en los ojos de ella el reflejo de su propia necesidad.
De hecho, fue Katie la que, en esa ocasión, volvió a apretar los labios contra los de
Sean. Éste, por su parte, no comprendía cómo no era capaz de detenerse, para que
todo quedara en un simple beso. Tenía treinta y dos años y hacía tiempo que había
dejado de ser un adolescente impulsivo, pero sus manos no paraban de acariciarle la
cintura, las caderas, los pechos...
Oyó un ruido. A pesar de la confusión, notó que algo iba mal y, un segundo
después, una de las patas del sofá crujió y ambos terminaron en el suelo.
— ¿Estás bien? —le preguntó Sean, el cual se había hecho sangre al morderse un
labio en la caída.
—Sí, no... —vaciló Katie, tratando de tomar aire—. Sabía que debería haber
usado un pegamento más fuerte para arreglar esa pata —añadió.
—Yo te la arreglaré.
—No te preocupes —repuso ella, de pronto asustada como un conejillo ante un
zorro—. ¿Tú estás bien? —agregó al tiempo que se ponía de pie.
—Sí —Sean se incorporó y frunció el ceño—. ¿Qué pasa, Katie? —le preguntó,
tomándole las manos.
—Yo... tú... tú sabes que esto es una locura, ¿verdad? Ninguno de los dos
queremos que un poco de química estropee nuestra relación y, bueno, sí, yo lo que creo
es que debemos olvidar lo que ha pasado, aunque no ha pasado nada, porque no ha
pasado nada, ¿verdad? ¡Dios!, ¿ya son las doce? —dijo Katie, nerviosa, a todo correr.
—Sí, pero...
—Y mañana tenemos que madrugar —lo interrumpió ella—. Será mejor que nos
acostemos ya... Quiero decir que durmamos... que cada uno se vaya a su cama... sin el
otro —añadió balbuceante.
—Katie, cielo...
—Gracias por todo, Sean. Eres el mejor amigo que una chica puede tener —lo
cortó ella.
Y, antes de que pudiera contestar, le plantó un beso fugaz en los labios y lo echó
de casa.
Como no se rebanara el pescuezo, no veía ninguna excusa para librarse de la
barbacoa anual que los Fitzpatrick preparaban cada verano. Había conseguido esquivar
a Sean durante los pasados diez días, en parte gracias a un encargo que lo había hecho
salir de la ciudad; pero ahora había regresado y tendría que encararlo...
Aunque quizá no fuera demasiado tarde para aceptar la invitación de Scott para
salir a bailar, o para llamar a Paul y pedirle que tomaran un café. Pero no: después del
patinazo que se había dado con Eric, había decidido no apresurarse con los otros dos
candidatos. Además, cada vez le resultaba más difícil pensar en proponerles que la
dejaran embarazada, pues era a Sean al que quería tener como padre de su bebé.
Finalmente, consciente de que antes o después tendría que hacerle frente, se
resignó a asistir a la barbacoa a la que la habían invitado el señor y la señora
Fitzpatrick.
Por otra parte, algunos de los mejores recuerdos de su infancia estaban ligados
a aquellas barbacoas veraniegas. Para una hija única que había crecido sin su padre, sin
recibir el cariño de sus padrastros, aquellas reuniones eran una de las pocas ocasiones
en las que se sentía parte de una gran familia. No había faltado a ni una sola barbacoa
desde que conocía a los Fitzpatrick, y si llamaba diciendo que estaba enferma, seguro
que los hermanos se presentarían con cualquier jarabe extraño para sacarla de casa.
No, tenía que acudir y, de alguna manera, haría lo posible por no mostrarle a
Sean lo mucho que la habían afectado los besos y caricias de su último encuentro.
Debía reconocer que, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, Sean había logrado
abrirse un camino hacia su corazón. Y lo peor de todo era que cada vez que se besaban,
oía campanas de boda, veía bebés que se parecían a él y soñaba con finales felices de
cuentos de hadas.
En cualquier caso, apreciaba su amistad lo suficiente como para no confesarle
sus sentimientos y hacerlo sentirse culpable por tener que rechazarla...
Por fin, después de vestirse y arreglarse, agarró las llaves y salió de casa,
determinada a afrontar sus temores y a continuar relacionándose con Sean como los
amigos que siempre habían sido.
Relacionarse con Sean como si sólo fueran amigos no iba a resultar sencillo,
comprendió Katie dos horas más tarde, mientras bebía una limonada y lo miraba jugar
al fútbol con sus hermanos. Los tres eran hombres fuertes, morenos, de ojos azules y
mirada seductora; pero, para ella, el más letal de todos era Sean. Llevaba camiseta y
pantalones de deporte, y el mero hecho de ver sus músculos contraerse y estirarse le
aceleraba el ritmo cardiaco.
— ¡Sean!, ¡Sean!, ¡quiero caballito! —lo llamó una de sus primas pequeñas. Un
segundo después, Sean se agachó y se colocó a la pequeñaza sobre los hombros... lo
cual contribuyó a que el corazón de Katie diera otro salto mortal. Como si necesitara
ayuda. Su traicionero corazón estaba intentando convencerla de que el hecho de que
Sean hubiera ido sin Heather podía significar que quizá, sólo quizá, tuviera razón al
pensar que no podía haberla besado con tanta ternura y necesidad sin sentir por ella
un afecto más profundo al de la mera amistad.
—Por fin a salvo —dijo de pronto Molly. Amiga de Katie desde la infancia, se
había mudado a Chicago hacía sólo un año y toda la familia se había volcado con ella
para que se sintiera como en casa—. No veas la charla que me ha echado el tío Keegan
por intentar ocuparme de la parrilla.
—Ya me imagino —repuso Katie, sabedora de lo tradicionales que eran los
hombres de la familia Fitzpatrick.
—Menos mal que la tía sabe cómo ponerlos firmes —comentó Molly, en alusión a
la madre de Sean y sus tres hermanos—. Desde luego, es admirable. Muy pocas
mujeres serían capaces de mantener el tipo en una familia con tantos hombres... De lo
único que se queja es de que sólo esté embarazada la mujer de Ryan. Según ella, los
cuatro deberían estar casados, para darle todos los nietos que se merece. No le gusta
nada que Michael y Sean hayan pasado de los treinta y sigan los dos solteros.
— ¡Qué curioso! Mi madre me ha dado la barrila con lo mismo hace un ratito.
¿Cómo haces tú para que te dejen tranquila? —preguntó Katie.
—Muy fácil: les he dicho a mis padres que estoy viéndome con un hombre.
— ¿Es verdad?
—Lo estaba —Molly se encogió de hombros—. Pero las cosas no han salido
adelante. Estoy pensando en irme a trabajar a Louisiana... ¿Y qué me dices de ti?,
¿cómo va la Operación Bebé?
—Despacio —Katie frunció el ceño—. No está siendo tan sencillo como creía. ¿Te
acuerdas del representante del que te hablé? Pues resulta que estaba casado y tenía
dos hijos —añadió después de que Molly asintiera.
— ¡Qué asqueroso!
—Exacto —dijo Katie, indignada—. Pero aún me quedan Paul y Scott. Espero que
alguno de los dos me sirva.
— ¿El profesor de español y el corredor de Bolsa?
—Sí. He salido con ellos una o dos veces, pero quiero esperar a que Sean termine
de investigarlos.
—Me parece prudente —afirmó Molly—. Pero sigo pensando que deberías
escoger a alguien a quien ya conozcas, en quien confíes... como mi primo.
—No digas tonterías —contestó Katie.
— ¿Por qué tonterías? Os conocéis de toda la vida. Además, mi tía me ha
comentado que tenéis una relación medio seria.
—No sé por qué te habrá dicho algo así la señora Fitzpatrick — repuso Katie,
ruborizada—. Todo el mundo sabe que Sean y yo sólo somos amigos.
—En realidad me refería a Michael —dijo Molly tras permanecer unos segundos
callada—. Tengo entendido que habéis estado saliendo.
Katie le dio un sorbo a su limonada para librarse del escrutinio de su amiga.
—Michael y yo salimos un par de veces, pero no llegó a ser nada serio. Decidimos
que estábamos mejor como amigos. No había la química...
—Que existe entre Sean y tú —completó Molly.
— ¿De qué hablas? Estás totalmente equivocada.
—¿Seguro?
—Sí —afirmó Katie con énfasis—. Sean y yo sólo somos amigos.
—Lo siento, pero mientes fatal —insistió Molly—. Vamos, Katie, que estás
hablando conmigo. ¿Tengo que recordarte cuando llorabas sobre mi hombro con trece
años, porque habías decidido casarte con él después de que te enseñara lo que era un
beso francés, y luego se pusiera a salir con Kimberley?
—Molly...
—Dime la verdad: ¿estás enamorado de él?
—No quiero hablar del tema —se resistió Katie.
—Vamos, puedes decírmelo. Siempre nos los hemos contado todo — siguió
acosándola Molly—. ¿Acaso no te dejé que me hicieras el agujero para mis primeros
pendientes?
—Sí, y recuerdo que las dos acabamos en el médico con la oreja llena de sangre.
—Lo que nos hizo hermanas de sangre —Molly sonrió—. Y como soy tu hermana
de sangre, no hay nada que no puedas contarme.
—Lamento interrumpir esta fascinante conversación —intervino Sean con tono
divertido—. ¿Te importa dejarnos solos, prima? Tengo que hablar con Katie —añadió.
—Por mí adelante —contestó Molly encantada—. No me importa escuchar.
—Pero a mí sí —repuso Sean—, Vamos, quiero hablar con ella a solas.
Capítulo Seis
— ¡Sean! —exclamó Katie—. No hace falta que te vayas, Molly —añadió,
dirigiéndose a su amiga.
—No pasa nada. De todos modos, quería hablar con Michael un momento. Pórtate
bien, primito —le dijo a Sean mientras se ponía de pie.
—Yo siempre me porto bien, ¿no?
— ¿De verdad quieres que responda? —Lo desafió Molly—. Si tienes algún
problema, grita —le dijo luego a Katie, para marcharse en busca de Michael a
continuación.
—Muy interesante la conversación que tenías con mi prima —la provocó Sean.
—Es de mala educación escuchar las conversaciones de los demás — protestó
Katie, sonrojada.
—Pero muy divertido —le susurró al oído—. ¿Alguna vez te he dicho lo guapa que
estás cuando te ruborizas? —añadió, sabedor de que sus mejillas se encarnarían aún
más. La miró a los ojos y, como tantas otras veces, deseó saber qué estaría pensando
Katie. Sabía que la había asustado al acosarla de aquel modo la noche del sofá; pero lo
extrañaba que, desde ese día, Katie lo hubiera esquivado, pues ella siempre había
encarado con valentía todos sus problemas.
—Has sido muy grosero diciéndole a Molly que se perdiera —lo recriminó Katie.
—Pero ha funcionado, ¿verdad que sí? —contestó él sonriente.
—Muy grosero —insistió Katie.
—Bueno, que me meta en la cárcel —bromeó Sean.
—Cuidado, que es policía —dijo ella, esbozando una débil sonrisa—. Conociéndola,
es capaz de hacerlo.
—Es posible, pero valdría la pena. Después de todo, he conseguido lo que quería:
te tengo toda para mí.
— ¿Has mirado a tu alrededor, Fitzpatrick? —preguntó Katie tras soltar una
carcajada—. Estamos unas setenta y cinco personas en esta barbacoa.
— ¿Qué quieres que te diga? Estoy desesperado. Si lo más que puedo conseguir
es una conversación de diez minutos en el patio de la casa de mis padres, tendré que
conformarme con eso.
— ¿De qué demonios estás hablando? Somos vecinos, ¿recuerdas? Nos vemos y
hablamos todo el tiempo.
—Últimamente no —repuso él—. De hecho, tengo la sensación de que estás
evitándome.
—No sé de dónde te sacas esa idea —contestó Katie después de dar un sorbo a
su limonada.
—Quizá tenga que ver con que no te he visto ni cinco minutos en los últimos diez
días.
—Has estado fuera de la ciudad —le recordó Katie—. Y yo... bueno, he estado
ocupada.
—Sí, ya me he dado cuenta —Sean frunció el ceño—. Has estado ocupadísima
desde la noche en que te besé en el sofá. Para tu información, Malloy, es muy duro
para el ego de un hombre que una mujer se derrita entre sus brazos y luego lo rehuya
como la peste.
—En primer lugar —objetó ella—, haría falta una explosión nuclear para herir tu
ego. Pero que quede claro que no te estoy evitando. Y aunque no te lo creas, no me
estaba derritiendo entre tus brazos —añadió sin mucha convicción.
—No me dio esa impresión cuando te apretabas contra mi pecho medio desnuda
—repuso Sean, sonriente.
—Eres despreciable.
— ¿Por eso me besabas en el sofá? —replicó él, para hacerla ruborizarse—.
Vamos, dime la verdad: ¿por qué me has estado evitando?
— ¡Por Dios, Fitzpatrick!, ¡te aseguro que no te he evitado! Solamente he estado
ocupada.
— ¿Día y noche?
—Sí.
—Anoche estabas en casa cuando yo llegué. Vi tu coche. Pero no contestaste
cuando llamé a la puerta.
—Me habría quedado dormida. He estado yendo muy temprano a la guardería y
llego rendida por las noches. Supongo que por eso no te oí.
—Entonces, ¿son imaginaciones mías?
—Totalmente.
— ¿Y cómo es que has venido aquí hoy sin mí? Normalmente venimos juntos a la
barbacoa.
— ¿Cómo iba a saber que querías que fuéramos juntos?
—Siempre lo hacemos —insistió Sean.
—Siempre no. Puede que la mayoría de las veces, pero no siempre — repuso ella,
desafiante—. Además, podías haber tenido otros planes y mi presencia habría sido una
molestia.
—No le he pedido a nadie que me acompañe, si es eso lo que quieres saber
—contestó Sean—. Pero aunque lo hubiera hecho, tú presencia no me habría molestado
nunca. Se supone que somos amigos.
—Y los somos —reforzó ella—. Y precisamente por eso, las cosas no van a
cambiar, ¿no es cierto?
—Sí.
—Quiero decir, ninguno de los dos va a dejar que un par de besos fastidien
nuestra amistad, ¿verdad?
—En absoluto.
—Vamos, que no fue para tanto. De verdad, bueno, en realidad no sucedió nada
—dijo Katie, acelerada—. Quiero decir, que yo no le doy importancia a lo que pasó esa
noche y estoy segura de que tú tampoco.
—Está bien —contestó él, desconcertado por el nerviosismo de Katie.
—Bueno, pues ahora que eso está claro —arrancó ésta, sonriente—, cuéntame:
¿cómo te fue por Nueva Orleans?
—El viaje estuvo bien. Hacía calor y había mucha humedad. Katie...
—Algún día me gustaría ir allí —comentó ésta—. Seguro que merece la pena
visitar esa ciudad. Tiene tanta historia y...
—Algún día te llevaré.
— ¿Sí? Muchas gracias, Sean —dijo Katie, para, sin apenas darse tiempo a
respirar, seguir hablando atropelladamente de todas las cosas que quería ver en Nueva
Orleans—. Ahora que has vuelto, espero que tengas tiempo de terminar con mis
investigaciones. Sé que lo de Eric fue un fracaso, pero tengo muy buenas vibraciones
con Paul y Scott. ¿Crees que acabarás pronto? Estoy ansiosa por seguir adelante con
mi plan —añadió finalmente.
La mención a su plan fue como un jarro de agua fría para Sean, el cual dejó de
jugar con la pajita de la limonada de Katie y la miró a los ojos fijamente:
— ¿Has terminado ya? —le preguntó impacientado—. ¿Por qué no me dices qué te
pasa?
—No sé a qué te refieres...
—Vamos, Malloy. Me refiero a que llevas diez minutos seguidos cotorreando sin
parar y sólo estás así de nerviosa cuando algo te preocupa.
—Yo no cotorreo —repuso Katie, ofendida—. Y no hay nada que me preocupe.
—Entonces, ¿por qué no me miras a la cara?, ¿y por qué demonios finges que no
pasó nada entre nosotros cuando sabes de sobra que sí ha pasado?
—Claro que sé que pasó algo. ¿Acaso no lo he dicho ya?
—No. Tú sólo hablas de química, de vino, de hormonas... pero no me lo creo —la
informó Sean.
—Es la verdad —insistió ella—. Si parezco nerviosa, es porque... porque somos
amigos y no quiero que la fastidiemos.
—Katie, cariño —dijo Sean, exasperado, al tiempo que le agarraba de la barbilla y
la obligaba a que lo mirase—. Haznos un favor y deja de decir que somos amigos.
—Pero somos amigos.
—Katie —la advirtió él.
— ¿Qué? —preguntó ésta con suavidad.
—Que dejes de decir que somos amigos o te abrazo ahora mismo y te doy un
beso delante de toda mi familia.
—Pero somos amigos...
— ¿A ti te basta con la amistad? —le preguntó Sean.
—Me tiene que bastar —contestó tras unos segundos en silencio—. Quiero...
necesito que seas mi amigo.
Su respuesta le impactó como una bofetada. Sean pensó que quizá no se había
equivocado Katie al decirle que tenía mucho ego, pues se negaba a creer que ésta sólo
lo veía como a un amigo.
El problema era que, por mucho que afirmara haber renunciado a los finales
felices de los cuentos de hadas, Katie quería encontrar a su príncipe encantado. Se lo
merecía... y él nunca había tenido madera de príncipe, aunque, por ella, estaba
dispuesta a intentarlo.
—De acuerdo, si es lo que quieres —respondió Sean por fin.
—Entonces, ¿amigos? —repuso Katie, tratando de sonar alegre, a pesar de
sentirse decepcionada por la contestación de él.
Pero, ¿acaso no era eso lo que quería?, ¿o es que prefería lanzarse a sus brazos y
decirle que había cambiado de idea?
No, no podía ser tan tonta de cometer esa equivocación. No podía confundir la
atracción sexual con el amor... y Sean no la amaba, eso era evidente.
—Sean —lo llamó Michael, al tiempo que le hacía señas para que fuera hacia él.
—Adelante —le permitió Katie—. Será mejor que veas que quiere.
—Sí. De lo contrario, podría ponerse un poco desagradable.
— ¿Michael desagradable? Me extraña.
—Créeme —repuso él—. ¿Nos vemos luego?
—Seguro —afirmó Katie, justo antes de que Sean se marchara a reunirse con su
hermano. Luego se levantó y fue en busca de Molly, convencida de que había hecho
bien no exponiendo su amistad con Sean.
— ¿Estás bien, Katie? —le preguntó la señora Fitzpatrick.
—Sí —mintió aquélla. ¿Cómo iba a estar cuando se había enamorado de Sean? Era
tan patente como las pecas que le salpicaban la nariz. ¿Por qué, si no, cuando su propia
madre, la de Sean, Molly y la esposa de Ryan, Clea, habían empezado a hablar de tener
bebés la mirada de ella se había girado hacia Sean automáticamente?
— ¿Es verdad o no, Katie? —le preguntó Molly de pronto.
—Sí, claro —repuso, aunque no sabía qué acababan de decir.
— ¿Pero no decías que una mujer no necesita casarse para ser feliz?
—Eh... sí, sí, exacto —rectificó Katie—. No es que tenga nada en contra del
matrimonio. Puede que esté bien para algunas personas; pero no veo por qué ha de
renunciar una mujer a tener un hijo por el mero hecho de no estar casada.
—Tonterías —intervino la señora Fitzpatrick—. Un niño necesita a un padre y a
una madre. ¿Cómo te crees que habrían salido mis chicos si no hubieran crecido con su
padre y conmigo?
—Supongo que bien. Además, no todo el mundo tiene tanta suerte como tú y el
señor Fitzpatrick. No todos los matrimonios son tan sólidos como el vuestro.
—Más tonterías. El matrimonio es duro. Siempre es duro. ¿O acaso te crees que
mi Keegan y yo no teníamos discusiones? Seguimos teniéndolas, de hecho —contestó la
señora Fitzpatrick—. La clave de cualquier matrimonio es saber cuándo y dónde hacer
las paces. Yo he llegado a la conclusión de que la cama es el lugar más adecuado.
— ¿Qué estás, presumiendo, tía Isabel? —le preguntó Molly con descaro.
Katie sonrió y miró con cariño a la mujer que había dado a luz a cuatro
estupendos hijos, y que aún mantenía una relación apasionada con su esposo.
—Como digo, no todo el mundo tiene tanta suerte con el matrimonio como tú
—insistió Katie, dirigiéndose, a la señora Fitzpatrick.
—Yo, desde luego, no la he tenido —intervino la madre de Katie—. Sólo pasé unos
pocos años con Henry, antes de que me dejara. Y no me fue mejor con Adam ni Peter.
Lo único positivo de mi primer matrimonio fue Katie. No la cambiaría por el mejor
marido del mundo... Es una chica lista. Confío en ella y en lo que decida.
—Deberías haberle pegado una patada en el trasero a Henry antes de que se
fuera, Alice —comentó la señora Fitzpatrick—. Y no deberías haberte casado nunca
con los otros: eran dos perdedores.
—Los quería —objetó Alice.
—Lo sé, cariño —la señora Fitzpatrick suspiró—. Y por eso mismo tengo razón
cuando digo que lo importante es el amor. Katie es el fruto del amor que compartías
con Henry. Y eso tienen que ser los bebés: la creación del amor entre dos personas; no
un medio para satisfacer los instintos maternales de una mujer.
¿Era eso lo que pretendía ella?, ¿satisfacer sus instintos maternales?, se
preguntó Katie. Porque lo cierto era que nunca había pensado en los bebés como el
fruto del amor entre dos personas...
Sin duda, ella había echado de menos tener a un padre a su lado, pero siempre se
había sentido querida por su madre. Por otra parte, los Fitzpatrick siempre habían
estado a su lado: Molly, ofreciéndole el hombro para llorar; Sean y sus hermanos, para
defenderla y evitar que sus novios se propasaran con ella; hasta el señor Fitzpatrick la
había aconsejado como si fuera su propio padre... ¿Cometería una injusticia si traía al
mundo a un bebé sin darle a un padre que lo amara?
—Lo que Katie necesita es encontrar un buen hombre, casarse y tener hijos con
él. Eso es lo que mi Ryan ha hecho —prosiguió la señora Fitzpatrick—. Ojalá que el
resto de mis hijos sienten la cabeza pronto y me den nietos mientras pueda disfrutar
de ellos.
—Si tus hijos tienen dos dedos de frente, alguno debería ver que mi Katie es una
joya. Así tendríamos nietos las dos —comentó Alice.
—Si ella le diera pie a alguno...
—Me voy por una limonada —decidió Katie, incómoda por el cariz que estaba
tomando la conversación.
—Te acompaño —dijo Molly.
—Y yo —se unió Clea.
—Parece que vas a estallar —le comentó Molly a ésta mientras iban hacia el bar.
—Y siento que voy a estallar —confirmó Clea.
Katie miró a la mujer que le había robado el corazón al menor de los Fitzpatrick.
No era despampanante, pero irradiaba una belleza serena, multiplicada desde que se
había quedado embarazada... Katie pensó lo maravilloso que debía de ser casarse con el
hombre al que una amaba y tener un hijo suyo.
—No he podido evitar fijarme en Sean y en ti antes —dijo Clea después de
tomar asiento—. Parecíais muy... unidos.
—Somos buenos amigos —repuso Katie.
—Conociéndolo como lo conozco, me extraña que Sean mire a una mujer como a
una amiga —terció Molly.
—Pues así es. Sean y yo sólo somos amigos.
—Perdona, no quería incomodarte. Pero parece tan obvio que os atraéis —insistió
Clea.
—A Sean lo atraen todas las mujeres —repuso Katie.
— ¿Seguro? Me consta que le gusta coquetear. Pero nunca me ha parecido que
sea un hombre mujeriego.
—No, no —dijo Katie—. Estoy seguro de que nunca se aprovecharía de ninguna
mujer. Le gustan demasiado...
— ¿Y a ti, Katie? —Le preguntó Clea—. ¿Te gusta Sean?
—Por supuesto —reconoció ella—. Pero a él le gustan las rubias con un
coeficiente de inteligencia inferior a la talla de su sujetador, y yo... yo prefiero a un
hombre que no se sienta amenazado por una mujer capaz de pensar por sí sola.
—No es por defender a mi cuñado, pero no creo que Sean sea uno de esos
hombres que se dedica a coartar la libertad de las mujeres.
—No lo es, pero sí es muy testarudo, y no paramos de discutir.
—Eso es verdad —intervino Molly—. Estos dos llevan peleándose desde que eran
niños. Claro que yo siempre he pensado que Sean hacía rabiar a Katie porque estaba
enamorado de ella.
—Traidora —acusó ésta a Molly—. Sabes tan bien como yo que a Sean le gusta
darle su opinión a todo el mundo. Siempre cree que sabe mejor que yo lo que más me
conviene.
—Eso me suena —comentó Clea, sonriente—. A Ryan le pasa lo mismo. Debe de
ser un rasgo de la familia.
—Es posible —murmuró Katie—. Lo único que sé es que cuando Sean empieza a
decirme lo que debería hacer o por qué no tengo razón en algo, acabamos tarifando.
— ¿No has oído a la señora Fitzpatrick? La mejor parte de pelearse con un
hombre es hacer las paces. Quizá deberías intentarlo con Sean.
— ¡Todo el mundo atento! —gritó de pronto Michael, liberando a Katie de tener
que contestar al comentario de Clea—. Ha llegado el momento de la verdad; el
momento por el que todos hemos venido — añadió con solemnidad.
—Vamos, chaval —le gritó Keegan a su hijo—. Corta el rollo y empecemos con el
partido. Me estoy haciendo mayor y no tengo tiempo para discursos.
—Ya habéis oído —dijo Michael, tras reír con todos los presentes—. Todo aquel
que quiera jugar, que esté en el roble dentro de diez minutos. Sean y yo seremos los
capitanes y elegiremos los equipos.
—Malloy —la llamó Sean—. Vamos.
— ¿Te importa? —le preguntó ella a Clea—. No me he perdido este partido desde
que tenía dieciséis años.
—Tranquilas, id las dos.
— ¿Seguro? —inquirió Molly.
—Totalmen... ¡Dios!, ¿quién es ésa?
Katie giró la cabeza hacia donde estaba mirando Clea y notó que una espada le
atravesaba el pecho... al ver a Heather Harrison, aplastada contra el cuerpo de Sean,
besándolo delante de todos los Fitzpatrick.
Capítulo Siete
Sean agarró a Heather por la muñeca y le apartó los brazos del cuello:
— ¿Se puede saber qué haces?
—Saludarte.
—No, me refiero a qué haces aquí —aclaró Sean.
— ¿Sorprendido? —repuso Heather, sonriente—. Llamé a tu madre y le expliqué
que me habías invitado, pero que tuve que decirte que no, porque se suponía que iba a
tener que dar una conferencia sobre aeróbic en la Costa Oeste.
Sean recordó haberle mencionado la reunión familiar dos meses atrás. Pero eso
había sido antes de que su relación con Katie hubiera cambiado. Porque ya no quería
que fuera Heather quien lo abrazara, sino Katie...
¡Katie! Miró hacia el lugar donde la había visto por última vez y supuso que lo
estaría acusando, al igual que su hermano Michael, de cambiar de mujer como de
calcetines.
Lo que no era cierto. Claro que había estado enamorado en más de una ocasión,
¿pero qué hombre con más de treinta años no lo había estado? Además, él siempre se
había entregado por completo y se había asegurado de que cada mujer recibiera tanto
o más como él de ella. Lo que nunca había hecho era jugar con los sentimientos de
nadie y, por eso, debía dejarle las cosas claras a Heather.
—Tenemos que hablar —le dijo Sean.
— ¿Estás enfadado conmigo por haber venido? —preguntó Heather, poniendo
cara de puchero.
—No —repuso Sean, al tiempo que la llevaba donde no pudiera observarlos
nadie—. No estoy enfadado, cariño; pero quiero que nos entendamos.
Quince minutos después, Sean le había expuesto sus razones para acabar con la
relación... aunque no se había atrevido a pedirle que se marchara de la fiesta y tenía el
presentimiento de que Heather tramaría algo para intentar recuperarlo.
—Casanova —lo llamó Michael—, ¿vas a jugar o no?
—En seguida —repuso Sean, contento por aquella oportunidad para escaparse de
Heather.
—Muy bien, cara o cruz —le dijo su hermano mientras lanzaba una moneda al
aire, sujetando la pelota de rugby con la otra.
—Cara.
—Ha salido cruz. Yo elijo primero —Michel esbozó una sonrisa malévola que no le
gustó nada a Sean—. Conmigo, Malloy.
—Un momento —protestó Sean—. Sabes que Katie siempre ha jugado en mi
equipo.
—Hoy no —repuso Michael—. Ven, cariño. ¿Quieres ayudarme a pegarle una
paliza al equipo de mi hermano?
—Encantada —dijo ella, sonriente—. ¿Y Heather? —añadió Katie después de que
hubieran seleccionado a todos los jugadores.
— ¿Con esa ropa? —preguntó Ryan.
Una vez más, Sean no pudo evitar comparar a las dos mujeres: Heather llevaba
unos pantaloncitos cortos y un top diminuto que haría sudar a cualquier hombre; pero
era Katie, con su camiseta gastada, la que de veras lo excitaba.
—Tienes razón, primo —terció Molly—. Me parece que la dama no ha venido a
jugar al rugby.
— ¿Tú qué dices, Sean? —insistió Katie—. ¿Quieres preguntarle si le apetece
jugar?
—No, Heather era animadora. Animará a mi equipo para que os zumbemos.
Pero dos horas más tarde, los ánimos de Heather no parecían estar funcionando
demasiado. Estaban empatados a veinte y, en vez de concentrarse en la jugada, Sean
no paraba de mirar a Katie, cuya ropa estaba toda manchada de césped... De pronto,
vio que ésta echaba a correr para interceptar un misil que le había lanzado Michael.
Reaccionó, salió disparado para dar alcance a Katie, la cual avanzaba con decisión
para atrapar la pelota. La atajó entre los gritos de todos los presentes y siguió hacia
el final del campo. Entonces, justo al atravesar la línea, Sean se tiró encima de ella y
ambos cayeron al suelo.
Y el mundo entero desapareció. De pronto, sólo estaban Katie y él, la una debajo
del otro. Podía sentir su respiración entrecortada, el olor a sudor y césped... su propia
erección contra el trasero de ella.
Era evidente que no la estaba contemplado como a una amiga, pensó él, deseoso
de desnudarla y poseerla allí mismo, en ese preciso instante.
—Ya puedes levantarte, Sean —susurró Katie—. Sean, suéltame —añadió al ver
que éste no se movía.
—Sí, perdona —murmuró. Luego se puso de pie y le ofreció una mano para que se
incorporara—. Un gran tanto —la felicitó sin apartar la mirada de su boca.
—Gracias...
— ¡Has estado increíble! —exclamó Michael, dándole un fuerte abrazo.
— ¡Genial! —reforzó Ryan cuando su hermano la hubo soltado—. Si no estuviera
felizmente casado, te pediría ahora mismo que te casaras conmigo.
— ¿Seguimos jugando o qué? —rezongó Sean.
Y siguieron. Lo cual no hizo sino multiplicar su frustración, pues jugada tras
jugada era Michael quien lanzaba, Katie quien recibía la pelota y él quien acababa
tirándola y terminaba encima de ella, con los nervios a flor de piel.
El partido concluyó, con el triunfo del equipo de Michael, cuando la señora
Fitzpatrick los llamó para tomar el helado que ella misma había preparado. Durante
media hora, Katie pareció radiante, pero Sean advirtió que, de vez en cuando, lo
miraba de reojo.
—Katie, espera un momento —le dijo después de que ésta anunciara que se
marchaba.
— ¿Qué pasa? —preguntó ella mientras abría la puerta de su coche.
—Me preguntaba si te apetecería cenar conmigo esta noche.
—Me encantaría, en serio; pero ya tengo planes —se excusó Katie.
— ¿Una cita?
—Sí.
— ¿No será con Hartmann?
— ¿Estás loco? Jamás saldría con ese mentiroso de nuevo.
— ¿Con quién entonces?
—Con Paulo Santiago, el profesor de español del que te hablé.
—Uno de tus candidatos —comentó Sean con el ceño fruncido—. Creía que ibas a
esperar hasta que lo hubiera investigado.
—Sólo vamos a cenar, Sean. Creo que podré arreglármelas sin tus informes.
—Sí, claro —dijo él, mesándose el cabello—. Sólo quería charlar un rato contigo...
para explicarte lo de Heather.
—No tienes que explicarme nada. Me alegra ver que por fin has conseguido lo que
querías.
—Bueno, se trata de eso: Heather y yo... nosotros... en realidad no estamos
juntos.
—Tranquilo, estoy segura de que acabará cediendo. No conozco a ninguna chica
que no se haya rendido a tu encanto —replicó Katie—. Pero si quieres hablarme luego
del tema, ya sabes que puedes. Ahora tengo que poner una lavadora antes de que me
venga a recoger Paulo.
Y se marchó. Se marchó dejándolo plantado, preguntándose cómo era posible que
un hombre que jamás había tenido problemas para hablar con las mujeres, no
conseguía explicarle a Katie que Heather no le interesaba... Porque la única mujer que
de veras le importaba era ella.
— ¿Sabes, Katherine? Con un poco más de práctica, podrías hablar español como
una nativa —le dijo Paulo tres noches después.
— ¿De verdad? —preguntó Katie, tratando de mostrarse entusiasmada por los
halagos y la compañía de aquel hombre. Porque, en realidad, por más que lo intentara,
era a Sean a quien no lograba quitarse de la cabeza.
—Seguro. De hecho, estoy pensando en viajar a España el mes que viene y me
gustaría que me acompañaras —le ofreció de repente.
— ¿Quieres que vaya a España contigo?
—Sí, a España por lo menos —respondió Paulo, al tiempo que le tomaba las manos
para besárselas—. También me gustaría ir a Italia; a Venecia, sobre todo. Es una
ciudad muy romántica, el sitio ideal para dos amantes.
Katie miró a Paulo. Seis semanas atrás había pensado en pedirle que fuera el
padre de su bebé. Seguía siendo igual de guapo, amable, paciente, y estaba segura de
que era soltero. Sabía hablar tres idiomas y, por lo que contaba de sus sobrinos, era
obvio que le gustaban los niños pequeños. Con todo, no la ilusionaba lo más mínimo
verse con él; mucho menos compartir unas vacaciones por Europa.
—Te agradezco la invitación, pero no puedo ir —rehusó Katie.
— ¿Te preocupa guardar las apariencias? Te aseguro que por mí no habrá ningún
problema.
—No es eso —repuso Katie.
— ¿Es por tu trabajo en la guardería? Seguro que podrás tomarte unos días de
vacaciones, ¿no?
—Sí, tengo unos días libres dentro de poco. Pero no puedo, de verdad.
—Claro que sí. Iremos juntos. España te va a encantar —Paulo volvió a besarle las
manos—. Te prometo que no olvidarás este viaje.
—Estoy segura de que será un viaje inolvidable para ti —Katie retiró las manos—.
Pero no para mí. No voy a ir.
— ¿Pero por qué? Creía que sentías algo por mí.
—Me gustas, Paulo. Pero es que... —vaciló unos segundos, en busca de alguna
excusa, y, finalmente, optó por confesar la verdad—... estoy enamorada de otro
hombre.
—Eso no importa, mi vida. Yo también estoy enamorado de otra mujer. Pero eso
no impide que nos sintamos atraídos y que actuemos en consecuencia.
—No te importará a ti, pero a mí no me da igual —espetó Katie, desconcertada
por la desfachatez de él.
—No te entiendo.
—Pues a ver si entiendes esto —repuso ella, justo antes de volcarle un vaso de
agua sobre la camisa, levantarse y darse media vuelta.
—Los atraigo con imán —murmuró malhumorada—. Primero el cerdo de Eric y
luego el Casanova de Santiago —añadió mientras entraba en casa.
Después de dejar las llaves y el bolso sobre una mesa, se descalzó y fue hacia su
dormitorio. Allí se cambió la falda y la blusa por una camiseta y unos pantalones
cómodos. Abrió la nevera y, tras descartar las pizzas y la lasaña, optó por una tarrina
de helado de chocolate y un frasco de guindas.
Luego fue al salón, puso un compacto en el equipo de música y salió a la oscuridad
de la terraza.
Para cuando se hubo sosegado un poco, ya había terminado la mitad del helado y
había mandado a todo el género masculino a freír espárragos. Pero ni todo el helado
del mundo habría aliviado el dolor que le producía pensar en Sean.
Miró hacia su casa y suspiró. Era obvio que se sentía físicamente atraído hacia
ella; pero desear a alguien no era lo mismo que amarlo. Y ella lo amaba, aunque Sean no
correspondiese sus sentimientos. Y precisamente porque lo amaba quería que fuese
feliz... por más que eso implicara tener que verlo con Heather.
Aunque la mujer no podía ser más superficial. No hacía más que mirarse al espejo
para contemplar lo guapa que era. Heather se quería demasiado a sí misma para amar
de veras a Sean... el cual estaba cegado por la lujuria y no veía que con aquella mujer
jamás podría ser feliz.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida de enamorarse de él?, se preguntó,
disgustada consigo misma, mientras se apoyaba en la barandilla de la terraza. Una
noche más, la luna brillaba en medio del cielo constelado. Divisó por el rabillo del ojo
una estrella fugaz y cruzó los dedos, bajó los párpados y pidió un deseo en silencio.
Cuando volvió a abrir los ojos, la estrella había desaparecido.
— ¿Has pedido un deseo? —la sorprendió, de repente, la voz de Sean.
—Está claro que no me escuchas —replicó Katie con fingido desenfado—. ¿No te
he dicho que la nueva Katie Malloy no cree en cuentos de hadas?
—Sigo pensando que la vieja Katie no tenía nada de malo —comentó Sean—. Y me
parece perfecto pedir deseos. Es una lástima desperdiciar una estrella fugaz sin pedir
uno —agregó después de cruzar la división que separaba las terrazas de ambos.
—Vuelves pronto —dijo Katie para cambiar de tema.
—No tanto, ya son las diez.
—Seguro que a Heather le parece pronto.
—No lo sé, no he estado con ella —Sean suspiró—. Acabo de terminar una
investigación con la que he estado liado los dos últimos días... ¿qué hacías tú tan a
oscuras? —le preguntó entonces.
—Oxigenarme.
— ¿Has tenido un mal día? —inquirió tras ver los restos de helado de chocolate y
el bote de guindas.
—Los he tenido mejores.
— ¿Quieres hablar?
—No —denegó Katie. Luego miró hacia el cielo para no encontrarse con Sean. La
luna había desaparecido momentáneamente tras unas nubes pasajeras. Las estrellas
parecían haber perdido parte de su esplendor. Hasta el aire estaba más cargado, como
si presagiara una tormenta.
—Quizá te sientas mejor si me cuentas qué te pasa —insistió Sean.
—No me pasa nada. Estoy bien.
—Mientes fatal, Malloy —dijo él tras soltar una breve risotada, girándola por los
hombros para que lo mirara.
—No estoy mintiendo.
— ¿No?, ¿y qué hace entonces la tarrina de helado por la mitad y el frasco de
guindas casi vacío?
—Me apetecía darme un capricho, nada más
—contestó ella, alzando la barbilla.
—Vamos, Katie, que te conozco hace mucho
—Sean le acarició el pelo y sonrió—. Sólo te entran estos ataques de gula cuando
estás preocupada. Venga, cuéntamelo —insistió él mientras apoyaba la espalda de
Katie contra su propio pecho.
Ésta comenzó a fantasear sobre por qué no había estado Sean con Heather; por
qué la estaba abrazando en esos momentos... y le contó que se le habían pegado las
sábanas y había llegado tarde a la guardería; que un niño enfermo le había vomitado
encima de sus zapatos nuevos; que se había tenido que ir corriendo a casa para
cambiarse de ropa... y que había dejado plantado a Paulo en la cafetería.
— ¿Paulo?
—Sí, uno de mis candidatos, ¿recuerdas?
—Paulo Santiago —confirmó Sean.
—Sí.
— ¿Qué te ha hecho? —le preguntó mientras le masajeaba los hombros.
—En realidad no me ha hecho nada... aparte de pedirme que me fuera con él a
España.
—No vas a ir —dijo Sean con firmeza.
—Ni loca. El muy cerdo ha tenido el morro de reconocer que estaba enamorado
de otra...
—arrancó Katie, nuevamente indignada—. ¿Y tú por qué dices que no vaya? —le
preguntó de pronto.
—Tú misma lo has dicho: ese tipo es un cerdo.
—Sí, pero tú no lo sabías. A no ser... a no ser que hayas terminado de
investigarlo.
—Sí.
— ¿Y? —Katie se separó y se dio media vuelta para poder mirar a Sean a los ojos.
—Que es un cerdo. Dejémoslo así.
—No. Quiero saber lo que has descubierto... O me lo dices, o lo averiguo por mi
cuenta
—insistió al ver que Sean vacilaba.
—Tiene fama de ser muy ligón. No eres la única mujer con la que se ve, ni eres la
primera a la que la invita a irse con él de viaje. No ha hecho nada ilegal...
—Pero sí inmoral.
—Exacto. Todas las alumnas con las que ha tenido relaciones eran mayores de
edad y, que yo sepa, nunca ha aprobado a ninguna a cambio de favores sexuales.
— ¡Ojalá le hubiera tirado café hirviendo en vez de agua! —exclamó de pronto
Katie.
—Lo siento...
—No es culpa tuya. Simplemente, tengo un gusto desastroso con los hombres.
—Por lo menos te has enterado antes de que la cosa fuera a más.
—Sí. Si me paro a pensarlo, hasta he tenido suerte. Podría haber aceptado su
invitación, haberme quedado embarazada de él y descubrir después que era un
donjuán.
— ¿Quieres que le dé una paliza?
—No merece la pena —contestó ella, esbozando una débil sonrisa—. Y gracias por
ofrecerme tu hombro de consuelo.
—Puedes usarlo cuando quieras.
—Tomo nota —aceptó ella—. Y ahora deja de preocuparte por mí y aprovecha lo
que queda de noche.
— ¿Y tú?
— ¿A qué te refieres? —preguntó Katie.
— ¿Qué vas a hacer tú?, ¿te vas a acostar ya?
—Dentro de poco. Creo que estaré un ratillo más en la terraza.
— ¿Y qué tal si te hago compañía? —le propuso, mirándola a los ojos fijamente.
—Gracias, prefiero estar sola un poco —rehusó Katie—. En serio, quiero estar
sola —repitió al ver que Sean no se marchaba.
—Pues es una lástima, porque he decidido que no me voy a marchar.
Capítulo Ocho
—No necesito que me cuiden como si fuera una niña pequeña —protestó Katie,
exasperada.
—Me alegro, porque yo sería espantoso como niñera —repuso él, al tiempo que
posaba las manos sobre los hombros de Katie—. Relájate —añadió.
—Estoy relajada.
—Chorradas: estás muy tensa.
Era verdad. Sentir el calor de Sean tan próximo a su cuerpo le producía un
cosquilleo electrizante en el estómago.
Un relámpago surcó el cielo y, en algún lugar lejano, explotó el ruido de un
trueno. El viento, cargado con olor a lluvia, ahuecó el cabello de Katie. La tormenta
estaba cerca, muy cerca; tanto que casi podía palparla...
Debía pedirle que se fuera, entrar en casa y analizar sus sentimientos con calma;
pero resultaba difícil seguir los consejos de aquella vocecilla interior cuando Sean le
estaba aflojando los músculos de los hombros y del cuello.
Finalmente, en vez de poner distancia entre los dos, accedió a cerrar los ojos y
se abandonó al placer de aquellas caricias.
—Así está mejor —comentó Sean.
—Sí... —ronroneó Katie mientras él le masajeaba con fuerza y delicadeza al
mismo tiempo.
Cuando Sean comenzó a acariciarle circularmente el pelo y las sienes, un nuevo
rayo incendió el cielo. Entonces notó la boca de Sean, posándosele en el cuello, y el
deseo disparó la temperatura de su sangre hasta hacerla hervir.
—Katie... —murmuró él mientras deslizaba las manos por los flancos de sus senos.
Katie notó la firme y cálida erección de Sean, se mordió el labio inferior y deseó que
éste le hiciera el amor sin más dilación—. Katie... —repitió él con voz ronca. Luego
desplazó las manos hacia su estómago, las introdujo bajo su camiseta y ascendió hasta
detenerlas en la base de los pechos.
Katie contuvo el aliento, deseosa de que la tocara y aliviase el dolor de su piel.
Entonces, como si hubiera escuchado su súplica silenciosa, Sean abarcó sus pechos, le
rozó los pezones, los pellizcó...
—Deberíamos parar —susurró ella, en medio de aquella marea de sensaciones
placenteras.
—Cierto —musitó Sean sin dejar de colmar de atenciones los senos de ella, al
tiempo que le besaba y lamía el cuello.
—En serio, somos amigos hace demasiado tiempo como para fastidiarla haciendo
esto. Deberíamos parar.
—Tienes razón —convino él, de nuevo, mientras hacía descender una mano hasta
ocultarla bajo los pantalones de Katie.
Ésta intentó recordar los motivos por los que no debían seguir adelante; pero en
ese momento sólo pudo disfrutar de las diabluras de esos dedos que la estaban
explorando bajo las bragas, rozándole los rizos del pubis, entre los muslos... Esperó un
segundo y, cuando notó el dedo dentro de ella, gimió de placer.
—Tengo... tengo que irme a dormir.
—Por supuesto —repuso Sean sin parar de meter y sacar el dedo, restregándolo
por el centro de su feminidad hasta enloquecerla.
Un nuevo rayo iluminó el cielo. A pesar de la lluvia, Sean continuó tocándola con
intimidad, excitándola, llevándola al borde de un precipicio glorioso—. Vamos, relájate,
disfruta...
—Yo... —balbuceó Katie. Entonces notó el dedo más hondo todavía y una ola de
placer la recorrió, la desbordó, la consumió hasta hacerla gritar el nombre de Sean.
Éste se situó frente a ella para mirarla a los ojos y Katie lo atrajo por el cuello
para besarlo. Se mordieron los labios, cruzaron las lenguas y se devoraron
insaciablemente hasta que Sean se apartó, la presionó contra la barandilla,
colocándose entre las piernas de ella, y comenzó a lametearle los pezones.
Katie le sacó la camisa, llevó las manos hacia su cinturón, lo desabrochó, alcanzó
su sexo, lo rodeó y se apretó a Sean para que volviera a besarla.
—Está lloviendo demasiado —comentó éste de pronto, sin resuello, como si
hubiera corrido una maratón.
Katie, también con la respiración entrecortada, apenas había advertido la
violencia de la tormenta que se había desatado. Quiso preguntarle por qué se había
detenido, por qué no había llegado hasta el final... pero un nuevo trueno la despertó de
su aturdimiento y la hizo recordar que eran amigos y que él estaba saliendo con
Heather.
—Estás empapada —dijo Sean, al tiempo que las luces de todo el vecindario se
fundían.
—Tú también.
—Sí, pero a mí no me castañetean los dientes. Será mejor que entres mientras
veo que pasa con la luz —repuso él. Pero a Katie le daba igual que se hubieran quedado
a oscuras. Le daba igual la lluvia. Sólo quería saber por qué se había parado Sean
cuando estaba segura de que había deseado hacerle el amor—. Katie, yo...
—Fitzpatrick, ¿estás ahí? —le preguntó de pronto Tom Drummon.
—Sí —le respondió Sean a su vecino.
—Gracias a Dios. Necesito que me ayudes —dijo Tom con voz ansiosa—. Erin ha
empezado el trabajo de parto. Necesito que la lleves al hospital mientras yo voy por mi
suegra para que se quede con Tommy.
—Yo me quedo con Tommy —se ofreció Katie.
—Dile a Erin que aguante. Voy por el móvil un momento. Llamaremos al hospital
de camino —dijo Sean. Momentos después, Katie se había instalado en la casa de los
Drummon y Tom y Sean se disponían a marcharse—. No sé cuánto tardaré, pero
tenemos que hablar cuando vuelva.
—Sí —convino ella—. Ahora vete, no vaya a dar a luz Erin en el coche.
Acto seguido, Sean salió a todo correr y Katie no supo si sentirse aliviada o
triste.
Luego, tras unos segundos para serenarse, llegaron las preguntas: ¿era Sean
consciente de que había sido a ella a quien había estado besando?, ¿se había entregado
tanto porque se había dejado llevar por el ardor del momento, o acaso sentía algo
más?
Sean tamborileó los dedos por el escritorio y pensó en dejarle otro mensaje a
Katie.
— ¿Para qué? —murmuró disgustado. No había respondido a ninguno de los seis
anteriores—. Me está esquivando otra vez —gruñó exasperado. Aunque no la culpaba.
Después de prometerle que hablarían, se había pasado doce horas en el hospital,
oyendo los gritos de dolor de Erin, y se había jurado que él y Katie adoptarían un bebé
antes de hacerla sufrir tanto. El hecho de pensar en casarse y tener un bebé con ella
lo había dejado paralizado. Luego, ya más tranquilo, se había imaginado el ataque de
risa que le habría entrado a Katie de comentarle aquella locura...
Pero no había tenido oportunidad de hacerlo. Porque, al regresar a casa, Katie se
había marchado a trabajar después de que la abuela de Tommy fuera a cuidar a su
nieto; luego había dormido diez horas de tirón y, a la mañana siguiente, había tenido
que salir de la ciudad durante varios días, pues había descubierto una pista sobre el
paradero de su hermano Connor.
Lo cierto era que había transcurrido más de una semana y aún no había hablado
con Katie... Y no lo extrañaba que ésta lo rehuyera, después de haber estado a punto
de hacerle el amor en la terraza.
Nunca había tenido intención de que las cosas llegaran tan lejos, pero, desde el
día en que ella le había comunicado su decisión de tener un bebé, no había dejado de
desearla. Quería ser el hombre que devolviera la magia a su vida; pero, ¿cómo iba a
lograrlo si no conseguía verla?, se preguntó frustrado, al tiempo que revolvía entre los
papeles de su escritorio para encontrar algún dulce que llevarse a la boca.
— ¿Se te ha perdido algo? —le preguntó Michael tras entrar en el despacho—.
Tienes que estar desesperado para comerte eso —añadió al ver que Sean se disponía a
hincarle el diente a una chocolatina.
— ¿Por qué?
—Porque, por el aspecto del envoltorio, yo diría que lleva un tiempecillo encima
del escritorio.
— ¿Y qué? El chocolate no se estropea —Sean le quitó el envoltorio y vio el color
desgastado del chocolate—. ¿O sí?
—Eso parece —repuso Michael mientras le entregaba una carpeta llena de
papeles.
—Un momento, ya estoy hasta arriba de trabajo —protestó Sean—. Sea lo que
sea, pásaselo a Ryan.
—Quedamos en que él no se encargaría de ningún caso que lo obligara a salir de la
ciudad hasta que Clea tenga el bebé.
—Entonces ocúpate tú —Sean miró el envoltorio de la chocolatina. Nueve meses
no era tanto tiempo, se dijo mientras le daba un mordisquito.
—No. Esto te corresponde a ti. Yo también estoy muy liado.
—Pues contrata a otro detective. Yo no doy más de mí.
— ¿Hace falta que te recuerde que esto es un negocio familiar? Aparte de papá,
que está retirado, no hay ningún Fitzpatrick más disponible.
—Connor —repuso Sean sin querer. Como siempre que nombraban a su hermano
mayor, la tristeza se apoderó del ambiente. Injustamente acusado de ser un policía
corrupto, había desaparecido, después de que se demostrara su inocencia, enfadado
con su padre por haber dudado de él—. ¿Crees que hablaba en serio cuando dijo que
nunca volvería?
—Empieza a parecer que sí —Michael exhaló un profundo suspiro—. Pero una
cosa está clara: Connor no tiene que ocuparse de este caso. Tú sí.
— ¿Por qué no echamos una partida de billar y el que pierda se encarga del caso?
—sugirió Sean.
— ¿Y dejar que me zurres otra vez? Ni hablar.
—Bueno, pues nos lo jugamos a las cartas —propuso entonces, tras dar un nuevo
mordisco a la chocolatina.
—Olvídalo. Y no te creas que vas a librarte por mucho que te envenenes con
comida caducada.
— ¿Y Molly? —insistió Sean mientras saboreaba la chocolatina—. Tengo
entendido que está pensando en aceptar un puesto de policía en Nueva Orleans. Quizá
le interese investigar con nosotros en vez de mudarse.
—No es mala idea. Luego se lo comento —accedió Michael mientras Sean daba
cuenta del resto de la chocolatina.
—Aparte de machacarme con más trabajo, ¿querías decirme algo? — preguntó
éste.
—De hecho, quería hablarte de Katie.
— ¿Qué pasa?
—He hablado antes con mamá y quiere que cenemos con ella el domingo —dijo
Michael mientras jugueteaba con un lápiz.
— ¿Me quieres explicar qué tiene que ver eso con Katie? —inquirió Sean tras
arrebatarle el lápiz a su hermano.
—Mientras charlábamos, mamá me comentó que Alice le había dicho que Katie
iba en serio con un hombre —respondió Michael—. Supuse que te interesaría. Según
mamá, el tipo la está colmando de lujos: cenas caras, ópera, teatro... Hasta le ha
enviado flores a su madre en una ocasión.
— ¿Ese tipo tiene un nombre? —preguntó Sean, celoso.
—Mamá dijo que Scott —lo informó Michael. Scott Brennan, el corredor de
Bolsa. El tercer candidato de Katie. ¿De veras creía que la iba a permitir seguir
adelante con ese estúpido plan después de lo que había ocurrido entre ambos?—.
Parece ser que mamá los vio paseando juntos por casualidad y es un hombre muy guapo
—añadió Michael.
—Vale —dijo Sean, convencido de que el encuentro de su madre con Katie y
Scott no había sido casual en absoluto—. ¿Alguna noticia alegre más que compartir?
—No, eso es todo. ¿Adónde vas? —le preguntó Michael al ver a su hermano
levantarse.
—A hablar con Katie para que recupere el juicio.
—No sé, hermanito. ¿Te puedo sugerir algo?
— ¿Qué? —preguntó Sean.
—Yo que tú haría algo más aparte de hablar.
Capítulo Nueve
Sean tomó la curva a toda velocidad, frenó derrapando y aparcó junto a un
Toyota deportivo. Luego miró el reloj, vio que eran las cuatro de la tarde y se dispuso
a esperar. Esa vez no la iba a dejar escapar: se negaba a intercambiar más mensajes
telefónicos con Katie. Iban a tener una conversación y la iban a tener tan pronto como
pudiera secuestrarla del trabajo.
Sin apartar la vista de la puerta de la guardería, Sean repasó mentalmente todo
lo que quería decirle. No tenía sentido andarse con rodeos, decidió. Pondría sus cartas
sobre la mesa, le explicaría el malentendido con Heather y le diría, sin más, que era en
ella en quien estaba interesado... y no como amigo.
Respecto a Brennan, tendría que buscarse a otra mujer, pues él no estaba
dispuesto a compartir a Katie con nadie, decidió Sean, acosado por la insania de los
celos. Lo sorprendía lo posesivo que se estaba mostrando con ella. ¿Acaso se había
estado engañando todos esos años, interpretando su comportamiento protector hacia
Katie como meramente amistoso?
Seguía pensando en todo lo que quería decirle cuando, de pronto, notó que el
tráfico aumentaba. Consultó el reloj del salpicadero y vio que ya casi eran las cinco.
Miró hacia la entrada de la guardería y contempló el entrar y salir de diversos
matrimonios, todos ellos acompañados de sus respectivos hijos. Pasaron varios
minutos, y muchos más padres y madres, pero Katie seguía sin aparecer.
Permaneció con la vista clavada en la puerta y, por fin, la vio. Llevaba una falda
larga, en tonos verdes y dorados, así como una blusa a juego. Se colocó el bolso sobre
un hombro y levantó a un pequeñín en brazos mientras una niñita de no más de cuatro
años se agarraba a sus faldas.
Katie le dio un besito al niño y luego, riendo, se agachó para acariciar a la
pequeña. Parecía un ángel, pensó Sean. Por más que le hubiera dicho que quería tener
un bebé, y por más que siempre había sabido lo mucho que los niños le gustaban, nunca
se la había imaginado como madre. Ahora, en cambio, no le costaba nada figurársela
embarazada con un bebé... con su bebé, se dijo asombrado.
Entonces, después de que se despidiera de los pequeños, Sean salió del coche y
avanzó hacia Katie... la cual se quedó petrificada. A pesar de la sonrisa que se obligó a
esbozar, Sean notó que las manos le temblaban. No la culpaba por estar nerviosa, pues
era consciente de que había muchas cosas pendientes entre ambos desde la noche de
la tormenta. Pero no pudo evitar sentirse afectado por la preocupación que observó en
la mirada de Katie.
— ¡Qué sorpresa! —lo saludó ésta cuando estuvieron juntos.
Sean le agarró las manos y le dio un beso fugaz en la mejilla, cuando lo que
deseaba era abrazarla y devorarle la boca con fiereza.
—Hola —saludó él.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó Katie tras dar un paso atrás.
—Esperarte.
— ¿Por qué? —Katie pestañeó—. ¿Ha pasado algo?
—Sí. Pasa que te he echado de menos. No he dormido bien desde hace más de
una semana porque no hago otra cosa que pensar en ti — contestó Sean—. Increíble.
Esto sí que es nuevo: Katie Malloy se ha quedado sin habla —añadió al ver la cara de
asombro de ella.
—Con piropos así, no entiendo cómo se te dan tan bien las mujeres —repuso
Katie.
—No creo que mis piropos tengan nada que ver con eso. Pero me gustaría
enseñarte en qué se basa mi éxito —la provocó él.
—Bueno, ¿cuándo has vuelto? —preguntó Katie sin hacer caso de la sugerencia de
Sean.
—Esta mañana.
—En uno de los mensajes decías que tenías una pista sobre Connor. ¿Ha habido
suerte?
—No —reconoció Sean, algo decepcionado—. Pero no he venido a hablar de
Connor, ni a jugar a las Veinte Preguntas contigo.
— ¿Las Veinte Preguntas?
—Sí, ya sabes, ese truco tuyo de preguntarme por el trabajo, por la familia y
recordarme lo buenos amigos que somos para poder distraerme. Bueno, esta vez no te
vas a salir con la tuya.
—No sé qué mosca te habrá picado —contestó Katie—. Sólo intentaba ser
educada. Respecto a lo de ser amigos, puede que esté equivocada, porque ningún
amigo...
—No sigas —la interrumpió él, al tiempo que la apretaba contra sí—. Estoy harto
de que ocultemos lo que está ocurriendo entre nosotros y te aseguro que no estoy aquí
porque sea tu amigo.
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Porque te deseo. No puedo pensar más que en ti desde hace semanas. No puedo
comer. No puedo dormir. Casi no puedo ni pensar en lo mucho que te deseo.
—Sean, yo...
—Quiero hacerte el amor —prosiguió él—. Te quiero tener desnuda y caliente
debajo de mí, en mi cama, en la tuya, en tu sofá, en la terraza. Te quiero en cualquier
parte y en todas partes. Quiero terminar lo que empezamos la noche de la tormenta y
esta vez no pararé hasta que me haya hundido tan dentro de ti, que grites mi nombre
de placer. Y quiero que sea mi nombre el que grites, Katie. El mío.
Se estremeció. Los ojos se le oscurecieron. Se quedó sin saliva...
—Y si sigues mirándome así —prosiguió Sean—, puede que no lleguemos a mi
furgoneta.
—Señorita Katie, señorita Katie —los interrumpió una niña.
— ¿Sí, Lisa? —preguntó Katie con la voz quebrada—. ¿Qué pasa, cariño?
Sean tomó aliento y se fijó en los alrededores: había coches por todos lados,
chicos y adultos iban de un lado a otro y, sin embargo, había estado tan absorto por la
presencia de Katie que no había reparado más que en ella hasta ese momento. Para
considerarse un hombre delicado con las mujeres, no había mostrado demasiado tacto
que se dijera.
—Mamá me ha dicho que podía decirte adiós —la chiquilla le dio un beso a Katie
en la mejilla—. Te quiero.
—Yo también te quiero, cielo —repuso, Katie, sonriente—. Nos vemos el lunes,
¿vale?
—Vale —aceptó Lisa.
Katie se quedó mirando a la pequeña, casi con lágrimas en los ojos, y Sean le dio
una mano afectuosamente. Todavía quería hacerle el amor, pero también quería aliviar
el vacío que había notado en Katie al despedirse de Lisa. Y, sobre todo, quería
quedarse a solas con ella.
— ¿Podemos irnos? —preguntó, guiándola directamente hacia su furgoneta.
— ¿Y mi coche? No puedo dejarlo aquí.
—De acuerdo. Yo dejo la furgoneta y vamos en tu coche. ¿Dónde has aparcado?
—No puedo hacerlo, Sean —dijo ella, camino del aparcamiento—. No puedo
acostarme contigo así, sin más.
—Katie —Sean la atrajo hacia sí.
—No, no puedo pensar cuando me estás tocando —se resistió ella—. Vas
demasiado rápido para mí.
—Teniendo en cuenta que nos conocemos hace veinte años, no me parece que
estemos batiendo ningún récord de velocidad.
—Ya sabes a qué me refiero. Hasta hace muy poco no te habías fijado en mí
como mujer. ¿O me vas a decir que llevas veinte años intentando acostarte conmigo?
Ya tendría tiempo de decirle más adelante que sí se había fijado en ella hacía
mucho, aunque el miedo a perder la amistad que los unía lo había mantenido distante.
—Está claro que he sido un idiota.
—En eso estamos de acuerdo.
—Nos deseamos mutuamente, Katie. Y estoy harto de que nos pongamos excusas
para no hacer algo al respecto —prosiguió él—. ¿O es que tú no me deseas? Si estoy
equivocado, dímelo ahora.
—No lo estás —susurró Katie—. Te deseo.
—Ah, cariño —Sean le acarició el cuello.
—No —Katie le apartó la mano—. Ya te he dicho que no puedo pensar cuando me
tocas.
—Está bien —Sean se metió las manos en los bolsillos para evitar tentaciones—.
¿Qué hacemos aquí todavía?, ¿es que no hemos perdido suficiente tiempo
preguntándonos qué sentimos el uno por el otro?
— ¿Y qué sientes por mí, Sean? Dímelo.
—Siento que estoy vivo cuando tú estás cerca —respondió él—. Que estoy
muerto cuando no estamos juntos. Me haces sentir pleno y realizado, como nadie me
ha hecho sentir jamás.
—Te amo —dijo Katie entonces, rodeándole el cuello con los brazos—. Ve a tu
furgoneta. Yo llevo mi coche. Nos encontraremos en casa.
Sean no tuvo tiempo de oponerse, pues Katie se metió en su coche y salió
disparada. De modo que caminó hacia su furgoneta, sonriente, convencido de que había
llegado el momento de descorchar la botella de champán que llevaba reservando tanto
tiempo.
Cuando dobló la esquina que conducía a la calle de ambos, Katie lo estaba
esperando en las escaleras de su casa. Sean estaba tan ocupado observándola, que no
se fijó en la arrebatadora morena vestida de azafata que se le lanzó al cuello.
—Sean, cariño. Tengo una noche libre en Chicago y se me ha ocurrido que
podíamos aprovecharla —anunció la azafata de irresistibles curvas.
—Por mí no te preocupes —intervino Katie, humillada—. Puedes largarte con ella
y hacer... lo que te dé la gana.
— ¡Katie, espera!
Y el suave click de la puerta de su apartamento fue diez veces más ensordecedor
que si hubiera cerrado de un portazo.
—Se llama Melody —le explicó Sean a Katie mientras la perseguía por el salón y
el dormitorio de ésta—. La conocí en un vuelo hace un año y... bueno, fue hace mucho
tiempo.
Katie se miró al espejo mientras se echaba unas gotas de perfume detrás de las
orejas, en las muñecas y en la parte trasera de las rodillas. Le había costado un
esfuerzo sobrehumano darse media vuelta y dejar a Sean con aquella morena en sus
brazos; pero lo había hecho. Luego había aceptado la invitación a cenar de Scott, se
había duchado y cambiado de ropa y, ahora, después de que Sean llamara a su puerta,
lo estaba atendiendo con una calma que no sentía en absoluto.
—No la esperaba —explicó él—. Se presentó de repente y...
—Ya te he dicho que no tienes que darme ninguna explicación —lo interrumpió
Katie.
—Ya lo sé. Te lo cuento para que entiendas lo que ha pasado.
—Lo entiendo perfectamente —repuso ella mientras se ponía unos pendientes.
— ¿Seguro?
—Segurísimo —contestó Katie, justo antes de que sonara el timbre—. Y también
entiendo que no es asunto mío con quién lo hagas lo que quieras hacer. Y ahora, si me
disculpas, creo que es mi cita.
— ¿Tu cita?
—Exacto —Katie fue hacia la puerta sin molestarse en mirar a Sean y pensó que
el enfado de éste al ver a Scott debería haberle producido cierta satisfacción. Pero
no fue así. Y a pesar de todos los esfuerzos de éste por alegrarla, Katie siguió
sintiéndose vacía y apenada toda la velada.
—Llamando a Katie, llamando a Katie.
— ¿Perdona? —despertó ésta.
—No hace falta que te disculpes —dijo Scott, sonriente—. Aunque si fuera un
hombre más vulnerable, el hecho de que no hayas escuchado nada de cuanto te he
dicho en los últimos diez minutos le habría hecho mucho daño a mi ego.
—Lo siento, Scott —volvió a disculparse Katie—. No es por ti.
—Ya lo sé, pero no creas que te voy a dejar escapar tan fácilmente —susurró
él—. ¿Sabes? He estado a punto de enamorarme de ti; pero luego me di cuenta de que
tú no me correspondes.
—Lo siento, de verdad... —insistió ella. ¿Cómo podía ser tan idiota? Scott era
atractivo, encantador, amable, divertido... pero no era Sean, y era a éste a quien
amaba.
—Yo también lo siento. Todavía no entiendo cómo una mujer inteligente como tú
puede preferir a alguien como Fitzpatrick antes que a un tipo tan ideal como yo
—bromeó Scott.
—Yo tampoco lo entiendo —aseguró Katie—. Pero supongo que el corazón no
siempre está de acuerdo con la cabeza. Alguien dijo una vez que no se elige a la
persona a la que se ama, sino que el amor nos elige a nosotros... Supongo que es verdad.
— ¿Estás segura de que él no siente lo mismo por ti? —le preguntó Scott.
—Sé que no le soy indiferente; que me desea incluso. Pero eso no es lo mismo que
amar a una persona.
—Es posible que acabe amándote.
—Tal vez. Pero no quiero que tenga que aprender a amarme sólo para
corresponderme. El amor debería ser tan grande que uno no pudiera elegir si sentirlo o
no. Simplemente se apodera de ti y no te suelta. Es lo que me pasa a mí con Sean.
—Puede que si le das una oportunidad a otro hombre, puedas olvidarlo —propuso
Scott, acariciándole las manos.
—Gracias, pero me temo que no es tan sencillo. No hay ninguna receta mágica
para dejar de amar a quien se quiere. Tendré que vivir con ello.
— ¿Puedo hacer algo por ti?
Katie pensó en el bebé que tanto ansiaba tener, pero comprendió que la señora
Fitzpatrick había tenido razón: los bebés debían ser el fruto del amor de dos
personas; y el único hombre a quien ella amaba era Sean.
—Ya has hecho más que suficiente escuchándome... ¿Te importaría que diéramos
por terminada la velada? No tengo ganas de ir al teatro — le pidió finalmente.
—No hay problema —convino Scott, al tiempo que hacía una señal al camarero
para pagar la factura.
—Siento no haber sido una buena compañía esta noche —dijo ella treinta minutos
después, tras salir del coche de Scott.
—Siempre es agradable estar contigo, Katie
—replicó él—. Aunque estés llorando por el tipo equivocado.
—Gracias... No sé qué habría hecho sin ti
—dijo Katie mientras iban hacia la casa de ésta.
—Llámame cuando quieras. Y si recuperas el juicio y te das cuenta de que no me
puedes dejar escapar, ya sabes dónde estoy.
—Eres un cielo —Katie le dio un beso en la mejilla—. Alguna chica afortunada te
echará el lazo en seguida.
—A ver si es verdad y cambias de opinión —dijo Scott, mirándola a los ojos—. Te
advierto que ya había elegido el nombre de nuestros hijos —bromeó.
— ¿Ah sí? —preguntó Katie tras soltar una risotada, mientras sacaba la llave de
la puerta.
—Sí. Y no te creas que fue sencillo escoger los seis nombres.
— ¿Quieres tener seis hijos?
—Sí.
—Pues búscate a otra mujer —irrumpió Sean con voz letal.
—Sean, no.
Pero éste se acercó a Scott y lo apartó de Katie a empujones.
—Aquí el señor Scott Brennan está prometido —dijo Sean.
— ¿Qué? —Scott se soltó de Sean y lo miró a los ojos—. No sé qué habrás
bebido, pero te aseguro que no tengo novia.
— ¿Y qué me dices de Laura Baker?
—Laura Baker... —repitió Scott, pensativo—. La única Laura Baker que conozco
es una chica con la que salí en el instituto.
—La misma —exclamó Sean—. ¿No recuerdas que le diste un anillo y que le
pediste que se casara contigo cuando terminaras la universidad?
— ¿Estás de broma? —preguntó Scott, asombrado—. Eso fue hace más de quince
años. Yo era un chiquillo.
—Tenías dieciocho años; eras mayor de edad y nunca rompiste el compromiso.
— ¿Y?
—Y dado que ella sigue soltera, Laura y tú seguís prometidos.
—Estás loco.
—No, eres tú el que está loco si piensas que voy a permitir que dejes
embarazada a Katie cuando ya estás prometido.
— ¿Dejarla embarazada?, ¿has perdido la cabeza?
—Tú, tú la vas a perder como vuelvas a acercarte a ella —lo amenazó Sean.
— ¿Katie? —preguntó Scott, sin dejarse intimidar por Sean.
—Tranquilo, Scott —dijo ella, encantada por el ataque de celos de aquél—. Será
mejor que te vayas. Está claro que Sean y yo tenemos que hablar.
—De acuerdo. Te llamaré luego para asegurarme de que estás bien — anunció
Scott tras mirar a Sean con desagrado.
Éste, después de que Katie entrara en casa, la siguió sin esperar a que lo invitara
a pasar:
—Supongo que estarás enfadada conmigo otra vez.
— ¿No crees que tengo motivos?
—Creo que deberías estarme agradecida.
—No lo tengo tan claro —Katie se quitó la chaqueta y fue a la cocina—. ¿Quieres
un poco de té?
—No.
—Tú mismo —Katie se encogió de hombros—. No tenías derecho a tratar así a
Scott. No eres mi protector, Sean.
—Bueno, pues puede que necesites uno.
—Y supongo que te ofreces para el puesto, ¿no? —se atrevió a desafiarlo, a
pesar del peligroso destello que advirtió en sus ojos.
— ¿Qué pasaría si me ofreciera?
—No, gracias. Creo que es mejor que sigamos siendo amigos.
— ¡Ya está! —explotó Sean—. Tenías que llamarme amigo otra vez, ¿verdad?
—añadió mientras ella se apartaba, hasta toparse con la nevera.
—Sean...
Este la agarró por los hombros, la atrajo hacia sí y tomó posesión de su boca.
Luego le plantó las manos en el trasero y la apretó contra su cuerpo.
—Ya estoy harto de jueguecitos, Katie Malloy —jadeó él—. Y estoy harto de que
uses la palabra amigo como un escudo para protegerte de mí.
Luego volvió a besarla y el calor y la urgencia de sus labios la hicieron perder el
juicio.
—No quiero ser tu maldito amigo —prosiguió Sean entre dos besos—. Quiero ser
tu amante, ¿te enteras?
—Yo... sí, no —balbuceó Katie. ¿Cómo iba a poder pensar si las piernas le
temblaban y el cerebro se le estaba derritiendo como si fuera mantequilla?
Sean le quitó el vestido y cuando empezó a lamerle los pezones, ella le
desabrochó la camisa y deslizó la mano por su pecho velludo, por su estómago, bajo el
cinturón, hasta rodear la fuente de su calor y acariciar su erección de extremo a
extremo.
Sean gimió, la levantó en brazos y salió de la cocina para llevarla al dormitorio.
—Yo... Sean, tenemos que hablar de lo que estamos haciendo. Tenemos que
hablar —se resistió Katie.
— ¡Ya está bien de hablar y pensar! Yo lo que quiero es... —pero se detuvo al ver
la cara de susto de Katie—. ¿Quieres que pare? — preguntó frustrado.
—No —respondió Katie después de unos segundos eternos, consciente de que, en
realidad, tampoco ella quería hablar—. No quiero que pares; quiero que te des prisa.
No tuvo que decírselo dos veces. Sean conquistó sus labios nuevamente y, con
increíble destreza, la desnudó y la tumbó sobre la cama en cuestión de segundos.
Antes de que pudiera darse cuenta, Sean se había situado entre sus muslos y la
estaba lamiendo y mordisqueando mientras le acariciaba los senos y le pellizcaba los
pezones con las manos...
Nunca había estado en medio de un tornado; pero estaba segura de que ningún
huracán tendría tanta fuerza y velocidad como la boca de Sean, el cual se apartó un
segundo... para quitarse los zapatos y los calzoncillos, mientras Katie terminaba de
sacarle la camisa y recorría su torso con la lengua.
Sean se estremeció, extendió un brazo en busca de un preservativo y, después
de protegerse, la tumbó de espaldas y se colocó sobre ella.
—Rápido —le suplicó Katie—. No puedo esperar más.
Y, de golpe, la penetró profundamente, una y otra vez, al tiempo que la besaba
con una urgencia que la hizo concebir esperanzas de cjue Sean la amara.
Este incrementó el ritmo y la profundidad de sus arremetidas, incapaz de pensar
en nada más que en Katie, y, cuando ésta le rodeó la cintura con las piernas y arqueó la
espalda para recibirlo aún más adentro, Sean se desbordó a la vez que ella y ambos
gritaron sus nombres hasta desplomarse exhaustos sobre la cama.
Capítulo Diez
Había hecho el amor en otras ocasiones, pero nunca había experimentado algo
parecido. Le había bastado mirar la cara de satisfacción de Katie, después de
penetrarla, para consumir el acto salvajemente, rápido y violento.
Se recostó sobre un codo y la miró a los ojos.
—¿Estás bien?
—Mucho mejor que bien. Estoy en la gloria
—ronroneó Katie, esbozando una sonrisa seductora.
—Yo... tenía miedo de haberte hecho daño
—comentó él—. He sido muy brusco. He ido demasiado rápido.
—Creo recordar que yo también tenía prisa —dijo Katie entre risas.
—Eso es verdad —repuso Sean, más relajado. Luego la abrazó, le apartó un rizo
que le caía sobre la cara y le acarició una mejilla. Jamás había estado tan a gusto junto
a una mujer, pensó con el pecho henchido.
—Eres fantástico en la cama —murmuró Katie mientras le daba un beso en los
dedos de una mano—. Nunca había tenido una experiencia tan... intensa.
—Yo tampoco —reconoció Sean.
—Tienes un cuerpo perfecto —susurró ella mientras volvía a introducirse los
dedos en la boca, provocativamente.
—Cielo santo, necesito tiempo para recuperarme —jadeó Sean.
— ¿Cuánto tiempo?
—No mucho —respondió Sean, cada vez más acalorado.
Katie se incorporó, lo empujó contra el colchón y se colocó a horcajadas sobre él.
—Avísame cuando estés listo —le dijo mientras le besaba el pecho.
—Ya estoy listo, ya —contestó Sean, excitado.
—Te recuperas rápido, Fitzpatrick —comentó Katie, con una sonrisa perversa.
—Será porque tengo genes irlandeses —murmuró Sean mientras alcanzaba un
nuevo preservativo.
—Así que por eso me gustan tanto los irlandeses —comentó ella después de
arrebatarle el preservativo y ponérselo con la boca—. Desde luego, tenéis grandes
genes —añadió con picardía.
—Y somos muy resistentes, te lo aseguro.
— ¿Por qué no me lo demuestras? —lo desafió —Y se lo demostró. Una y otra
vez. Y otra.
Dios, la vida era bella, se dijo Sean mientras pensaba en Katie. Llevaban un mes
de novios y, a pesar de los temores iniciales, también seguían siendo amigos.
Todavía no podía creerse lo afortunado que era. Jamás había deseado tanto a
ninguna mujer, de ese modo tan insaciable...
— ¿De qué demonios te ríes?
—Nada, pensaba en esta tarde —respondió Sean al advertir que Michael había
entrado en su despacho.
—Bueno, pues sea lo que sea lo que hayas planeado, cancélalo. Acabas de heredar
un buen puñado de clientes —le anunció, al tiempo que dejaba sobre su escritorio un
montón de papeles.
— ¡Ni hablar! —Sean se levantó y detuvo a su hermano, antes de que éste saliera
del despacho—. Olvídate. No pienso ocuparme de más casos. Ya tengo de sobra.
—Pues que te sobren unos pocos más.
—No, no voy a hacerlo —insistió Sean—. Si necesitas a alguien, que se ocupe
Ryan.
—Es que son casos de Ryan —Michael suspiró—. Clea va a dar a luz cualquier día
de éstos y el pobre está nerviosísimo. Se lleva unos sustos de muerte cada vez que
suena el teléfono... así que lo he mandado a casa. Claro que entre Ryan hecho un
histérico y tú suspirando como un idiota enamorado no sé qué es peor.
—Yo no estoy suspirando como un idiota.
—Bueno, ¿y qué nacías cuándo he entrado?, ¿me vas a decir que no estabas
pensando en una mujer?
—Ya te he dicho que estaba pensando en los planes que tengo para esta tarde
—repuso Sean.
—Que vas a cancelar —insistió Michael—. Nuestros clientes nos pagan para algo,
y dado que no podemos contar con Ryan hasta que nazca el bebé, tú eres el elegido.
— ¡Ni hablar! —protestó Sean.
—Está bien, yo me ocupo de la mitad y tú de la otra —propuso Michael.
—Hecho —aceptó Sean a regañadientes.
—Bueno, ¿me vas a decir quién es ella? —preguntó entonces Michael.
Sean vaciló, no se avergonzaba en absoluto de estar viéndose con Katie, pero,
hasta la fecha, ésta había preferido mantener su relación en secreto. Se habían
limitado a ver alguna película de vídeo y a cenar juntos en casa, para entregarse a los
placeres de la carne cuando el deseo los acuciara.
—Es Katie —admitió finalmente.
— ¿Katie Malloy?, ¿nuestra Katie? —preguntó Michael, para echarse a reír acto
seguido.
—Mi Katie —matizó Sean—. ¿Haces el favor de explicarme el chiste? —añadió
irritado.
—El chiste eres tú —dijo Michael, con lágrimas en los ojos—. Estaba seguro de
que alguna mujer te haría sentar la cabeza tarde o temprano; pero te juro que jamás
pensé que esa mujer fuera Katie.
—Yo no he sentado la cabeza —se defendió Sean.
— ¿Ah, no? Te apuesto lo que quieras: tus días de soltero están contados.
—Te echas demasiado whisky al café.
—Vamos, Sean, tienes todos los síntomas.
— ¿Qué síntomas?
—Los mismos que tenía Ryan antes de que Clea lo atrapara. La misma mirada
entre atontada y soñadora, el mismo despiste... ¿A qué no has pensado en ninguna otra
mujer desde que estás con Katie? —le preguntó Michael—. ¿Lo ves? Estás enamorado
—añadió, al ver que Sean no respondía.
—No sabes de qué hablas —protestó Sean, temeroso de reconocerse a sí mismo
que se había enamorado.
— ¿Entonces estás usando a Katie para satisfacer tus impulsos sexuales? —lo
provocó Michael.
— ¡No!, ¡claro que no! —exclamó Sean. Luego bajó la cabeza y la apoyó sobre las
manos—. ¡Dios!, ¡estoy enamorado!
— ¿Y Katie?, ¿qué siente ella?
— ¿Cómo quieres que lo sepa? —repuso Sean, angustiado—. No le he pedido que
se case conmigo.
—No hace falta, chaval. Las mujeres te lo hacen saber a su manera —contestó
Michael—. ¿Nunca te ha insinuado que podíais vivir juntos?
—No —respondió Sean, disgustado.
— ¿Va dejando cosas suyas en tu casa? Ya sabes, ropa, maquillaje, esas cosas...
—Ni el cepillo de dientes —contestó Sean, desolado.
—Pues me temo que tienes un problema —dijo entonces Michael—. Está claro que
Katie es una chica inteligente y no se ha enamorado de ti. Yo que tú la olvidaría y me
buscaría a otra mujer.
— ¡Y un cuerno! —repuso Sean, para salir del despacho hecho una furia acto
seguido.
Puede que no hubiera sido nunca un Príncipe Encantado, pero sí era eso lo que
Katie necesitaba para rendirse a sus pies, se convertiría en príncipe... o moriría en el
intento.
Katie entró en casa y se encontró con un nuevo ramo de rosas rojas. Se sentó en
el sofá y se dijo que había llegado el momento de la verdad. Porque era obvio que Sean
la estaba colmando de detalles porque quería cortar con ella y se sentía culpable.
Después de un mes de tardes y fines de semana maravillosos, aquellas cenas
recientes en restaurantes de lujo, así como las salidas al cine y al teatro eran
muestras evidentes de que el cuento de hadas se iba a acabar.
Sólo que ella no quería a ningún príncipe. Quería al viejo Sean, en cuya compañía
se sentía tan a gusto; el Sean que prefería comprar comida para llevar y tomar
palomitas mientras veían una película de vídeo en casa.
Cerró los ojos y se obligó a no llorar cuando llegara el momento definitivo de la
ruptura. Tenía que asumir que todo había acabado; prolongar aquella situación
resultaría más doloroso para ella y más pesado para Sean.
Y, para que éste no se sintiera mal, esa noche, cuando regresaran de cenar, le
diría que su relación había concluido. Seguro que él lo comprendería. Hasta se sentiría
aliviado...
— ¿Te importa explicármelo otra vez? —exclamó Sean, colérico, en absoluto
aliviado por la iniciativa de ella.
—Lo que intento decirte es que estas últimas semanas han sido... fabulosas
—repuso Katie—. Nunca olvidaré lo que hemos compartido. Pero los dos sabíamos que
cuando...
— ¿Que cuando qué, Katie?, ¿cuando estábamos juntos?, ¿cuándo nos
revolcábamos como locos? —la interrumpió él, rabioso.
—Cuando hacíamos el amor —replicó ella, forzándose a mirarlo a la cara—. Yo
creía que eras mi amigo. Un amigo que se había convertido en amante. Y ahora que ya
no somos amantes, espero que podamos seguir siendo amigos —añadió.
— ¿Amigos? —espetó Sean—. Me he acostado contigo. Te he hecho el amor. He
tocado y saboreado cada centímetro de tu cuerpo, ¿y pretendes que vuelva a ser sólo
tu amigo?
—Esperaba que...
— ¿Crees que es fácil para mí? De repente decides que ya no me quieres, ¿y yo
tengo que ser tu amigo como si nada hubiera ocurrido?
—Yo no he dicho que no te quiera —contestó Katie, desconcertada—. Siempre te
querré: eres mi mejor amigo.
— ¿Quieres que rompamos? De acuerdo. Pero olvídate de tu maldita amistad,
porque yo no la quiero para nada. No la necesito y te aseguro que tampoco te necesito
a ti —explotó Sean.
—Siento que te lo tomes así —dijo Katie, a punto de romper a llorar—. Yo
esperaba...
—Me importa un pito lo que esperaras —la interrumpió Sean—. Ya sabes dónde
está la puerta. ¿Te importa usarla y salir de mi vida de una maldita vez? —añadió a
gritos.
Katie se dio media vuelta, destrozada, y la habitación comenzó a darle vueltas.
Entonces, justo cuando ya había alcanzado el pomo de la puerta, las rodillas le fallaron
y todo se oscureció... y cayó desplomada sobre el suelo.
Capítulo Once
— ¡Katie!, ¡por Dios, Katie! Lo siento, cariño. No lo decía en serio. ¿Quieres que
seamos amigos? Lo seremos —dijo Sean, desesperado, suplicando que Katie
reaccionara—. Vamos, pequeña, abre los ojos —le rogó mientras la abrazaba contra el
pecho.
— ¿Sean? —susurró ella.
—Estoy aquí, amor mío. Lo siento, te juro que no lo decía en serio —repitió Sean,
dispuesto a prometerle cualquier cosa con tal de que Katie se recuperara.
— ¿Qué... qué ha pasado?
— ¿Qué ha pasado? Pasa que te has desmayado y casi me muero del susto
—contestó Sean, todavía aterrorizado.
—No es posible —dijo ella mientras se incorporaba—. Yo nunca me desmayo.
— ¿No? Pues te juro que la imitación ha sido estupenda —repuso Sean, mirando
la cara de Katie, todavía pálida—. No te muevas. Voy por las llaves y te llevo al
hospital.
—No hace falta, Sean. Estoy bien.
— ¿Bien?, ¿Te parece que desmayarse es estar bien? —gritó él, nervioso.
—En serio, Sean. Estoy bien.
— ¿Cómo puedes saberlo? No eres médico.
—Tú tampoco.
—Sí, pero sé que no eres la misma —dijo Sean—. Te has estado portando de una
forma muy rara la última semana.
— ¿Yo he estado rara?
—Sí —contestó él, al tiempo que la levantaba en brazos y la llevaba al dormitorio.
— ¿Adonde me llevas?
—A la cama, a dormir... Quiero cuidar de ti hasta que venga a verte un médico
mañana.
—Es absurdo. Sólo me he mareado un poco. Vamos, bájame, me voy a casa.
—Ni lo sueñes —repuso Sean mientras entraba en el dormitorio y la colocaba
sobre la cama.
—Te digo que estoy perfectamente.
—Y yo te digo que esta noche duermes aquí y mañana vas al médico.
—Sean...
—No discutas —la interrumpió mientras la descalzaba y le quitaba el vestido.
Luego, después de meterla en la cama, apagó la luz, se desvistió, se metió bajo las
sábanas y se acercó a ella—. Intenta dormir un poco —le susurró luego, al tiempo que
le daba un beso en la nuca.
Pero él no podría dormir. ¿Cómo iba a dormirse cuando aún seguía muerto de
miedo?, ¿cuándo lo único que quería era hacerle el amor hasta que se diera cuenta de
que no podía abandonarlo?
Katie se dio media vuelta y sus pechos rozaron accidentalmente la mano de Sean.
Éste, incapaz de soportarlo, se alejó para no dar rienda suelta al deseo que lo estaba
consumiendo.
—Sean.
—Vuelve a dormir, Katie.
— ¿Adónde vas?
—Al sofá.
— ¿Por qué?
—Porque no puedo estar junto a ti y no desearte, ¿satisfecha? — repuso Sean,
frustrado.
—No lo suficiente —replicó Katie. Luego sonrió, se acercó a él y lo besó con todo
su corazón.
— ¿Estás segura de que estás en condiciones? —le preguntó Sean tras separar
los labios para tomar aire—. ¿Estás bien?
—Mejor que bien.
—Gracias a Dios —murmuró él. Luego la besó de nuevo y le lamió los pezones
mientras le bajaba las bragas con una mano—. Sé que tenemos que hablar... pero ya lo
haremos luego, ¿de acuerdo? —añadió, para descender con los labios hasta el pubis e
internarse entre sus muslos con la lengua.
—No pares —gimió Katie—. Por favor, no pares...
—Katie —dijo él entonces, dispuesto a declararle su amor. Pero ella le tocó el
pecho, bajó la mano hasta rodear su sexo y Sean perdió el habla, perdió el control... y
la penetró hasta que los dos cayeron por un precipicio de placer inenarrable.
— ¡Ha roto aguas! —exclamó Ryan nada más descolgar el teléfono Sean—. Clea...
el hospital... llama a papá y a mamá —añadió nervioso, antes de colgar.
Sean salió de la cama con cuidado de no despertar a Katie, se vistió, avisó a sus
padres y a Michael y fue a la cocina a prepararse un café.
—Me pareció oír el teléfono —le sorprendió Katie diez minutos más tarde.
—Era Ryan. Clea ha entrado en trabajo de parto.
—Si me das un minuto para que me vista, te acompaño.
—No, es mejor que te quedes en casa hasta que te vea un médico.
—Pero...
—Nada de peros —atajó él.
— ¿Me permite el doctor tomar un poco de café? —preguntó Katie, resignada.
—A cambio de un beso...
Katie se acercó con aire seductor y posó los labios en la boca de Sean, el cual se
excitó tanto que la levantó en brazos y la llevó a la cama para hacerle de nuevo el
amor.
—Sean, tienes que ir al hospital.
—Luego...
—Vamos, Ryan te está esperando —susurró Katie con voz rugosa.
—Está bien, tienes razón —suspiró Sean, frustrado. Y, haciendo un esfuerzo
sobrehumano, se separó de ella y se fue hacia el hospital.
— ¡Enhorabuena, Katie!, ¡estás embarazada! —le dijo la doctora Virginia Ramsey,
después de examinarla horas más tarde.
— ¿Embarazada? —repitió ella, emocionada—. ¿Estás segura?
—Totalmente.
—No... No puedo creérmelo —balbuceó Katie, rebosante de alegría—. ¿De cuánto
tiempo estoy?
—Yo calculo que de unas seis semanas —respondió la doctora. Seis semanas. Eso
significaba que se había quedado embarazada la primera noche con Sean, después de
ponerle el preservativo con los dientes. ¿Lo habría roto llevada por la emoción del
momento?—. Y ahora vístete mientras te receto unas vitaminas.
Quince minutos después, Katie salió del hospital con una sonrisa inmensa en los
labios. ¡Iba a ser mamá!, gritó para sus adentros, emocionada.
Entró en el coche, arrancó y se dirigió a casa, ansiosa por ver a Sean: primero le
diría que lo amaba y luego le contaría que iban a tener un bebé... Pero cuando entró en
casa de Sean para comunicarle la buena nueva, el corazón se le rompió en tres mil
pedazos.
—Katie, espera —la llamó él, después de deshacerse de Heather—. Déjame que
te explique —gritó en vano.
Porque Katie ya había entrado en el coche y, tras arrancar a toda velocidad,
desapareció por un extremo de la calle.
—Muy bien, Molly, ¿dónde está Katie? —preguntó Sean, desesperado, después de
cinco días sin saber de ella—. Por favor, dímelo.
—Le has hecho mucho daño —objetó Molly.
— ¿Crees que no lo sé? —espetó él. Si tan sólo le hubiera dado la oportunidad de
explicarse... Había vuelto a casa, deseoso de verla para decirle que la amaba y pedirle
que se casara con él y, en vez de a ella, se había encontrado a Heather. Por más que
había intentado explicarle que lo suyo se había terminado, que había otra persona en
su vida, ella se había negado a aceptarlo y en un intento desesperado por recuperarlo,
se había lanzado a sus brazos y lo había besado... justo cuando Katie había
aparecido—. Por favor, Molly. La amo. Nunca he suplicado a nadie en mi vida, pero te lo
ruego —insistió, poniéndose de rodillas.
— ¡Levántate, por Dios! —exclamó Molly—. Está en la playa, en un apartamento
de una amiga mía. Pero te lo advierto, Fitzpatrick: como vuelvas a hacerle daño, te
juro que te las tendrás que ver conmigo.
Era un castillo perfecto para un príncipe y una princesa, pensó Katie mientras
contemplaba su obra, sentada en la arena de la playa.
Lo malo era que ella no era la princesa a la que Sean amaba, se lamentó. Sabía
que él la había querido y el bebé que creía en sus entrañas era la mejor prueba del
amor que habían compartido; pero no le quedaba más remedio que aceptar que, para
Sean, todo había sido un romance pasajero.
—No me extraña que no te localizara —le sorprendió de repente la voz de
Sean—. Ese castillo no tiene teléfono.
—Ya veo que Molly me ha traicionado —susurró Katie mientras él se sentaba a su
lado.
—No la culpes. La torturé hasta que reveló tu paradero.
—Siento haber huido de esa manera —comentó Katie, al ver la expresión
angustiada de él.
—Amor mío, soy yo el que tiene que pedirte perdón. Por no haber hablado contigo
antes. Por lo de Heather...
—No tienes que darme ninguna explicación —atajó Katie.
—Claro que sí, cariño. Y tienes que creerme, por favor —le pidió él, con ansiedad,
para pasar a referirle lo que había sucedido en realidad—. Hace semanas que le dije a
Heather que había otra persona en mi vida. Intenté dejarla con delicadeza, pero ella
se negaba a aceptarlo. Ese día se lanzó a mi cuello y tú entraste justo cuando me
estaba besando... Pero te juro que sólo hay una mujer con la que quiero estar el resto
de mi vida... y esa mujer eres tú, Katie.
—Sean —lo llamó ésta, con el pecho henchido de felicidad—, antes tengo que
decirte una cosa. Te la iba a contar cuando fui a tu casa.
—No, necesito que sepas lo que tenía pensado decirte esa mañana, antes de que
Ryan llamase —dijo Sean—. Te amo, Katie Malloy. Te amo desde la primera vez que te
vi, cuando me pegaste aquel bolazo de nieve.
—Yo también te amo —aseguró Katie, esbozando una sonrisa radiante.
—Sé que no soy ningún príncipe, pero te quiero con todo mi corazón; no puedo
vivir sin ti —prosiguió Sean—. Quiero que te cases conmigo —le pidió con el corazón en
un puño.
—Sean —Katie lo abrazó con fuerza y luego se separó un poco—. Todavía tengo
que decirte una cosa: ¿recuerdas el deseo que pedí cuando soplé las velas de mi tarta?
—Sí...
—Pues estoy embarazada —le dijo ella, entusiasmada.
— ¿Estás... estás segura? —preguntó Sean, estupefacto.
—Totalmente. Estoy de seis semanas.
—Entonces tendremos que construir un castillo más grande para que quepamos
todos. Vamos, princesa, es hora de volver a casa.
Metsy Hingle - Serie Novia correcta, novio equivocado 4 - Demasiado perfecto
(Harlequín by Mariquiña
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