Subido por Andrés Angel Mengascini

Sociedad estamental previa a la Revolución francesa

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Historia Social General Profesorado de Artes Visuales - Prof. Andrés A. Mengascini
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Vivir la Historia de la Francia de la Ilustración, Francia 1660 – 1800, Folio, 2009
FRANCIA ANTE EL ABISMO
E
l jefe de la policía de París, Nicolas-René Berryer, sonreía satisfecho mientras leía el
informe que tenía sobre el escritorio. Este documento sobre Louis-Charles Fougeret de
Montbron señalaba: «El hijo del director de correos de Péronne es un imprudente»,
culpable de «usar palabras impías» y «autor de un escrito sobre placeres sensuales». Peor aún,
Montbron escribía sátiras y otros libelos sobre el Gobierno francés, muchos de los cuales
hacían referencia a Berryer. La sonrisa del jefe de policía se amplió todavía más cuando leyó la
entrada del 7 de noviembre de 1748: «Arrestado por escribir una mala novela. El manuscrito le
ha sido confiscado al ser detenido».
Al igual que todos los informes de la policía sobre los escritores de París este había sido
escrito por Joseph D´Hérmery, el inspector del gremio de libreros de Berryer. Su trabajo
consistía en seguir la pista de todos los autores, desde los más respetables pero controvertidos
como Jean-Jacques Rousseau, hasta los más desconocidos (más de 400, es decir, un tercio del total de los
escritores de Francia). El objetivo de este control era
eliminar cualquier libro, panfleto o incluso canción que
pudiera poner en peligro la moral pública, la Iglesia o la
autoridad del rey.
A partir de sus expedientes, llenos de recortes de
periódicos, cartas, mensajes de confidentes y notas de
los interrogatorios en la Bastilla, D'Hémery redactaba
informes notables tanto por su sensibilidad literaria
como por su minuciosidad burocrática. D' Hémery
elaboró un verdadero «quién es quién», lleno de
observaciones y opiniones, sobre el mundo de las letras
francesas del siglo XVIII. Aunque apreciaba a los que
poseían «genio», «talento», «ingenio», «inteligencia» y
«buen gusto», también sabía ser implacable: «Escribe
toscamente y con muy poco gusto», concluyó sobre un
escritor; «insoportablemente pretencioso» fue el
veredicto sobre otro.
Las descripciones de los rasgos físicos de los
protagonistas de sus informes eran muy vividas, sin
duda influidas por la entonces popular seudo ciencia de
Apodado Monsieur Beurrier, o la fisiognomía: «gordo, de cara rellena y con algo en la
"Señor Mantequero," Nicolas-René
mirada»; «feo, con cara de sapo y muerto de hambre»;
Berryer se convirtió en jefe de la
policía de París en 1747, cuando «moreno, pequeño, sucio y repugnante»; «mal
tenía 44 años. Antes de eso, trabajó proporcionado, aspecto de sátiro y con la cara llena de
como intendente, o administrador granos». La descripción de Montbron era la de alguien
real, de Poitou, una provincia «alto, fornido, de tez morena y fisonomía ruda».
situada en la zona oeste de Francia
Su especialidad era la descripción del carácter de los
escritores. Sobre Montbron, por ejemplo, subrayó que
había sido guarda del Tribunal Real, pero «había
tenido que abandonar el cargo por su mal carácter».
Del enciclopedista Denis Diderot escribió: «Joven inteligente, orgulloso de su irreligiosidad;
muy peligroso; habla de los sagrados misterios con desdén».
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Por una pequeña cantidad de dinero, una
mujer a pie es llevada a hombros para no
pisar las aguas que corren en medio de
una calle de París. Proyectadas para
encauzar las aguas residuales de las
casas, las alcantarillas se atascaban con
las basuras y los excrementos y se
desbordaban cuando llovía mucho.
Controlar escritores era sólo una de las muchas responsabilidades de los 3 000 hombres
que formaban el departamento dirigido por Nicolás Berryer, cuyo título formal era el de
teniente general de la policía. Es decir, había un policía por cada 200 parisinos, una fuerza, en
términos relativos, mayor que la de muchas ciudades actuales. Dado el trabajo que llevaban a
cabo, Berryer necesitaba a todos y cada uno de ellos. Sus hombres patrullaban las calles,
vigilaban las cárceles de la ciudad, combatían los incendios, regulaban el comercio, fijaban los
precios, controlaban la milicia ciudadana, supervisaban la seguridad de los edificios, emitían
los pasaportes, hacían un seguimiento de sospechosos potenciales como los extranjeros, e
incluso proporcionaban nodrizas a niños abandonados. En pocas palabras, según un
diccionario de la época, la policía era responsable de «todo lo que afecta la seguridad y el
bienestar de los habitantes».
Aquella mañana, de camino al trabajo, Berryer recordó otra de las obligaciones de la
policía: mantener limpias las calles de París. Como siempre a esas horas del día, las basuras
acumuladas en las calles de la ciudad apestaban. Unas cuadras más allá, oyó unas campanillas.
Los agentes de policía recorrían regularmente los barrios de París haciendo sonar estas
campanillas para recordar a los vecinos que debían amontonar las basuras para ser recogida
por los basureros. Antes de llegar a su oficina, Berryer vio cómo un par de carretas tiradas por
caballos recogían la basura para llevarla a los vertederos de las afueras de la ciudad. Cada una
de las 130 carretas que había en la ciudad era guiada por dos hombres con una pala y una
escoba. Estos hombres solían ser campesinos procedentes de campos cercanos que ofrecían
sus servicios y alquilaban sus caballos para la recogida de basuras.
Por la noche, los hombres de Berryer se encargaban de que las calles estuvieran bien iluminadas. París contaba con unos 6 500 faroles de cristal con velas; suspendidos a unos 4,5
metros del suelo y separados entre sí algo menos de 15 metros, eran atendidos por unos 435
faroleros, cada uno de los cuales era responsable de unos 15 faroles. Cuando llegaba la hora
de encenderlos, momento de nuevo señalado por la campanilla de un policía, se iluminaba
toda la ciudad en media hora. Las velas duraban, más o menos, hasta las dos de la madrugada,
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pero ya habían hecho suficiente servicio como para frenar a la mayoría de los delincuentes
durante gran parte de la noche.
Hoy, Berryer se dio cuenta, mientras cerraba el informe sobre Montaron, de que era
viernes, un día duro para el teniente general de la policía. Tras una mañana de reuniones y
trabajo administrativo, se preparó para limpiar las calles en otro sentido. Cada viernes por la
tarde entre tres y seis ejercía de magistrado en el Chátelet, el tribunal más ajetreado de la
capital. Allí debía juzgar casos muy diversos, unos 200 en cada sesión. Muchos casos era
fáciles: el miembro de un gremio acusado de violar las disposiciones de su grupo; un hombre
que había vertido vino sobre la ropa y la peluca de un cirujano y los había dejado inservibles;
un tendero culpado de no haber cerrado por la noche a la hora debida, el propietario de una
taberna procesado por haber servido alcohol después de las 10 de la noche; unos padres
acusados de no pagar a la nodriza; un ciudadano que había vertido orina a la calle desde la
ventana de un piso superior; tres propietarios de una tienda de ultramarinos acusados de
vender mantequilla a un precio superior al establecido.
Para Berryer todo eso era simple rutina, pero dos días después de la sesión en el Chátelet
se le esperaba en una corte muy diferente. Los domingos por la mañana debía entregar su
informe semanal a sus superiores en Versalles.
Mientras el carruaje viajaba en dirección oeste hacia el palacio. Berryer podría haberse
cruzado con carros llenos de mujeres en dirección opuesta. Eran nodrizas reclutadas por la
policía para ocuparse de los niños abandonados. Cada año, la policía se hacía cargo de la
custodia de 4000 niños abandonados en las calles de París o a las puertas de las iglesias. Para
poder darles leche materna, periódicamente la policía llevaba a París amas de cría. Las
mujeres de los alrededores que querían amamantar a un segundo o tercer niño a cambio de
dinero recibían un bebé y luego eran devueltas a sus casas. Pero a pesar de los esfuerzos de la
policía y de las nodrizas, la mortalidad era alta. Un 30 por ciento de los pequeños que eran
recogidos no sobrevivía al primer año.
El cuidado de los niños abandonados era sólo una de las funciones desarrolladas por el
programa de bienestar social del departamento de policía para los residentes en París. Con el
dinero concedido por la Corona, la Iglesia y otras fuentes privadas, la policía trataba de hacer
frente a los momentos de escasez de alimentos que tantas veces provocaban disturbios y revueltas. En tiempos de escasez, repartían arroz, pescado y carbón a los pobres, buscaban
trabajo para los parados e incluso daban una pequeña cantidad de dinero cada mes a los más
necesitados. Ahora que diciembre estaba a punto de llegar, Berryer debía enviar unos cuantos
hombres a las provincias para incrementar las provisiones de grano, vegetales y pescado
durante la Cuaresma, período durante el cual no se comía carne.
De camino hacia Versalles Berryer reflexionaba sobre la única ventaja que tenía el cargo
de jefe de policía en relación a los dos extremos de la sociedad francesa. Pocos, cavilaba, han
tenido la oportunidad de conocer tanto la miseria del reino como el esplendor de la corte de
Versalles. En esta última poco gozaban de una situación tan envidiable como la del teniente
general de policía.
Berryer, principal instrumento de la voluntad del rey en la capital, disfrutaba de mucho
poder y prestigio, y se dirigían a él como Monseigneur, tratamiento reservado a los obispos o
miembros de la familia real. Durante sus visitas semanales se reunía con los ministros y, en
ocasiones, con Luis XV en persona. Su poder se amplió aún más cuando la amante oficial del
rey, Madame de Pompadour, lo eligió como protegido y le garantizó el puesto en 1747, cuando
tenía 44 años y trabajaba como abogado. Según un contemporáneo, Berryer era su agente
confidencial, su “criatura” en todos los sentidos.
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Ya
fuera
estudiar
o
para
como
entretenimiento, los
libros
fueron
bien
preciado
durante
Ilustración.
un
la
A
izquierda,
la
un
escolar estudia sus
lecciones, mientras
la otra imagen nos
muestra a un grupo
de mujeres jóvenes
que se reúnen en
una biblioteca para
leer y conversar.
EL MUNDO
EDITORIAL
A pesar de que no todos fueran miembros de la muy reputada república de las letras o no
hubieran frecuentado los salones literarios de París, millones de franceses y francesas del siglo
XVIII eran ávidos lectores. Las tasas de alfabetización habían aumentado considerablemente a
lo largo del siglo -alcanzaban el 47 por ciento de los hombres y el 27 por ciento de las mujeresy el incremento de la demanda de libros supuso una explosión del mundo editorial.
El grueso de la producción eran las publicaciones periódicas cuyo principal contenido
fueran los escándalos y las noticias sensacionalistas de carácter político. Pero también se leían
libros sobre filosofía, artes y ciencias. Se vendían muy bien, por ejemplo, la Enciclopedia de
Diderot, la Historia natural de Buffon y las obras completas de Voltaire. En el terreno de la
ficción, tenían gran aceptación las novelas. A los lectores les apasionaban las historias trágicas
y románticas en las que virtuosas heroínas eran finalmente salvadas por el matrimonio o la
muerte. Las memorias ficticias de viajeros eran otro género popular que permitía a los
escritores ocultar críticas políticas y sociales en entretenidos relatos sobre lugares y
personajes exóticos. Y, a pesar de que los libros eran caros, muchos de ellos podían tomarse
prestados en las bibliotecas (un invento del siglo XVIII) dispersas por las ciudades y pueblos de
todo el país.
Tanto Pompadour como Luis XV consideraban a la policía como el mejor instrumento para
aplastar la sedición. En consecuencia, Berryer dedicaba mucho tiempo a vigilar a la población
de París. Una parte de esta vigilancia la llevaban a cabo unos 1 500 hombres uniformados de
azul que recorrían las calles a pie o montados a caballo. Sólo ellos estaban autorizados a
portar arma de fuego. Berryer también dirigía un grupo no uniformado de hombres. El núcleo
de esta fuerza lo formaba un contingente de 20 inspectores o más que examinaban cada día
los registros de huéspedes de los hoteles y pensiones; visitaban tiendas y puestos de
comerciantes de bienes de segunda mano para vigilar que no hubieran sido robados;
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controlaban las listas de pacientes de los médicos y cirujanos que habían tratado heridas; y se
informaban de los nuevos nacimientos que las parteras habían atendido.
Controlar todo suponía una fuerza clandestina adicional de casi mil informadores entre los
que trabajaban a tiempo parcial y a tiempo completo. Los parisienses pensaban que esta
fuerza estaba por todas partes y la policía fomentaba esta creencia. Los inspectores les
llamaban subinspectores o agentes secretos; la gente se refería a ellos como mouches
(moscas). La mayoría provenían de las capas más bajas de la sociedad, incluso de dentro de la
cárcel; se desconfiaba de ellos y eran detestados. Una de estas «moscas» se paseaba por las
tabernas y restaurantes durante la Cuaresma para asegurarse de que sólo los enfermos y las
embarazadas comieran carne. Los domingos estaba prohibido todo tipo de comercio, excepto
la venta de comida, y se vigilaba que los asistentes a la iglesia fueran vestidos y se
comportaran de conformidad a la solemnidad del acto.
Uno de los locales favoritos de los espías de la policía eran las tabernas. Tanto hombres
como mujeres de las clases más bajas frecuentaban las tabernas más próximas para comer,
beber vino, confraternizar y jugar al billar, al ajedrez, a los dardos, a los dados y a las cartas. En
ellas también encontraban trabajo y se hacían negocios. Pero además ocurrían cosas que le
interesaban mucho a la policía: peleas, prostitución, planes de sedición, negociación de
objetos robados. «Si dejamos sueltas a las clases bajas de París, nunca más conseguiremos
detenerlas. Sin el control habitual [de la policía] el populacho se lanzará a una violencia cada
vez mayor porque no sabrá donde parar», advirtió el escritor y crítico social Louis-Sébastien
Mercier.
Berryer puso en marcha una campaña para mantener a las prostitutas fuera de las
tabernas y de las calles. Aunque la prostitución era técnicamente ilegal, se toleraba si las
mujeres la ejercían en burdeles estrictamente regulados. Los dueños de lo burdeles tenían que
certificar que las prostitutas que reclutaban tuvieran experiencia sexual y no fueran vírgenes;
para ello, las enviaban a los inspectores de policía para ser examinadas. Los propietarios
debían asimismo elaborar informes semanales sobre los clientes. Los nombres de personajes
prominentes proporcionaban a la policía la posibilidad de hacer chantaje o promocionarse
políticamente. Berryer se enteró, por ejemplo, de que el nuncio del papa en Francia se había
encariñado de una prostituta del burdel de Madame Boudouin. La muchacha, embarazada, le
visitaba dos veces por semana en su residencia y quería hacerle creer que «el embarazo era
cosa suya».
Los inmigrantes de las provincias eran los principales objetivos de los espías de Berryer.
Eran fáciles de distinguir; a diferencia de los residentes de hacía tiempo, que tendían a ser
rollizos y pálidos, los recién llegados eran en general delgados y tenían la tez quemada por las
horas de trabajo bajo el sol y la ropa ajada y sucia. Cerca de dos tercios ele los que
comparecían ante los tribunales de justicia de la ciudad eran oriundos de otras partes del país.
Muchos acababan por ser vagabundos y mendigos, y cientos ele policías tenían como principal
tarea asignada sacarlos de la calle.
La determinación de Berryer de eliminar a todos esos vagabundos se acentuó con el nuevo
edicto real de noviembre de 1749. La hambruna en el campo había llevado a la ciudad a un
número inusualmente grande de personas famélicas. Al año siguiente, París ya tenía unos
15.000 pedigüeños. «Su majestad ordena detener y enviar a la cárcel a todos los vagabundos y
mendigos encontrados en las calles de París, con independencia de su edad o sexo», dictaba el
edicto. El director de la policía tomó lo de la edad al pie de la letra y realizó una redada de
jóvenes, sobre todo aquellos que apostaban o vagabundeaban por la calle en grandes grupos.
Ofrecía recompensas por cada joven vagabundo capturado, advirtiendo: «Sólo pago cuando
recibo la mercancía».
Los adolescentes y los niños pronto empezaron a desaparecer de las calles. Policías de
paisano se les acercaban y se los llevaban en coches cerrados a la cárcel, sin tener en cuenta
los procedimientos de arresto habituales, como presentar al detenido ante el comisario de
policía del distrito para saber si había alguna orden de arresto contra él. Ávidos por aumentar
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sus escasos ingresos con la recompensa, los policías actuaban indiscriminadamente y recogían
no sólo a niños vagabundos, sino a hijos de mercaderes y comerciantes respetables. Muchos
de estos detenidos trabajaban de aprendices o dependientes. Berryer no estaba descontento
del trabajo de sus hombres. Se justificaba diciendo que, durante meses, había recibido quejas
de padres cuyos hijos delincuentes les robaban dinero para apostarlo por las calles, y estos
padres deseaban que sus hijos fueran detenidos, escarmentados y sirvieran de ejemplo para
los demás.
En mayo de 1750, ya habían sido secuestrados unos cuantos cientos de niños, y las
mujeres de París se levantaron en armas. Berryer se convirtió en el objetivo de invectivas, en
parte por su conexión con Madame de Pompadour, que era conocida en las tabernas de París
como «la puta del rey». Los rumores empezaron a recorrer la ciudad. Una de las historias
contaba que los niños eran llevados a Norteamérica para poblar las colonias francesas; otra
más increíble señalaba que los niños eran desangrados para que príncipes o princesas
leprosos, o incluso el rey en otras versiones, se pudieran bañar en su sangre y curarse.
Primero, las mujeres lanzaron sus peticiones a los comisarios de policía de sus distritos por los
arrestos arbitrarios. Pero cuando todo siguió igual, la preocupación y la rabia se desbordaron.
El 16 de mayo, una madre con su hijo de la mano sospechó de un coche lleno de policías. Se
aferró al niño y llamó la atención sobre el carruaje; la multitud se abalanzó sobre él y atacó a la
policía. Hubo un muerto y varios heridos.
Una semana más tarde, la violencia estalló en toda la ciudad. El 22 de mayo hubo
enfrentamientos con agentes de la policía en seis zonas de París. A la menor provocación,
cientos, y a veces miles, de ciudadanos atacaban a la policía a puñetazos, con palos o piedras,
o asaltaban tiendas en busca de armas. Los manifestantes eran tanto mujeres, comerciantes o
artesanos como vagabundos o simples alborotadores. Llegaron a morir una veintena de ellos
en medio de la confusión.
Al día siguiente, los disturbios resurgieron; esta vez en la parroquia de Saint-Roch, en la
orilla derecha del Sena, entre el Palacio Real y el mercado de Saint-Honoré. Hacia las nueve de
la mañana de aquel día se detectó a un policía de paisano, llamado Lebbé, que intentaba
arrestar a un niño de 11 años. Un grupo de ciudadanos se abalanzó sobre el policía para liberar
al pequeño. Herido, Lebbé huyó al mercado. Sus perseguidores le vieron correr a través de los
puestos y entrar en un edificio que daba al mercado; este edificio de la calle Bout du Monde
era la vivienda de su amante, una lavandera y espía. Estaba acorralado. Le encontraron en el
desván escondido debajo de una cama y lo arrastraron por las escaleras hasta la calle.
La llegada de la policía le salvó de ser linchado. Una vez liberado de la creciente multitud,
se lo llevaron a casa de un comisario cuya residencia estaba cerca de la calle de Saint-Honoré.
La muchedumbre les siguió ignorando las protestas de Lebbé de que «sólo era un vendedor de
vino», afirmación que intentaba justificar mostrando un sacacorchos.
Cuando Lebbé fue introducido en la casa del comisario, el gentío intentó seguirles, pero un
grupo de agentes los mantuvo a raya con sus bayonetas. Alguien de entre la multitud disparó
una pistola, a lo que siguió un intercambio de tiros, y la muchedumbre consiguió entrar por la
fuerza en la casa. Lebbé fue capturado Aunque logró escapar una vez más, fue finalmente
apresado delante de la iglesia de Saint-Roch, donde fue apaleado y apedreado hasta la muerte.
Los alborotadores no dieron su trabajo por concluido. Cogieron el cadáver de Lebbé y lo
llevaron a la residencia del responsable de los raptos de niños, el teniente general de la policía,
Nicolás Berryer. Pero antes de que pudieran rodear la casa, éste se escapó por el jardín.
Entonces llegó un numeroso grupo de policías, que liberaron el cuerpo de Lebbé y lo llevaron a
la morgue sobre una escalera.
La noche siguiente, un pequeño grupo de personas se reunió en la calle Bout du Monde
frente a la vivienda de la amante de Lebbé. Encendieron una hoguera en la calle, debajo
mismo de sus ventanas, y llevaron a cabo un simulacro de ceremonia religiosa. Alguien le cortó
el cuello a un gato; el cuerpo del animal fue bendecido con «agua bendita» de las alcantarillas,
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y luego, al son de varios himnos, lanzado a la hoguera. La muchedumbre se reía y gritaba que
la misma suerte aguardaba a los espías de la policía.
Se abrió una investigación judicial sobre todo este asunto de los niños desaparecidos en
París. Berryer recibió una amonestación oficial: se le ordenó cambiar los métodos y asegurarse
de que sus hombres cumplieran con el reglamento que establecía presentar a los detenidos
ante un comisario para saber si debían abrirse procedimientos legales contra ellos. Cuatro policías fueron obligados a pagar pequeñas multas y forzados a acatar los castigos en la Gran Sala
del Parlamento, el Tribunal Supremo. Sin embargo, los alborotadores se llevaron la peor parte.
Tres de ellos fueron colgados. Pero durante las ejecuciones en la plaza de Grève el 3 de agosto,
el pueblo llevó a cabo un último acto de desafío abalanzándose hacia delante hasta que los
soldados les hicieron retroceder a punta de bayoneta. Al igual que las revueltas por los niños
desaparecidos, era más una explosión de rabia contra la creciente presión de la policía, el
Parlamento y el rey. A partir de entonces, Luis XV y Madame de Pompadour, más odiados que
nunca, evitarían atravesar las calles ele París.
A
pesar de que Nicolás Berryer había perjudicado a los niños de París al implementar la
voluntad del rey, otra persona a su servicio sólo intentaba mejorar sus vidas. Se
llamaba Madame du Coudray y, como partera oficial del rey, se vio otra vez surcando
los pedregosos caminos rurales de las provincias francesas, lejos de su París natal. Su carruaje,
tirado por cuatro caballos, daba bandazos mientras se abría camino entre los chirriantes carros
ele los campesinos, los burros sobrecargados o los rebaños de ovejas. Los polvorientos
caminos también estaban llenos de gente, la mayoría de ella perteneciente a la llamada
population flotante (población flotante), cientos de miles de campesinos que ya no podían vivir
de la tierra y que anclaban a la deriva por el campo hurgando la tierra en busca de comida, o
simplemente robando.
Madame du Coudray no les prestaba atención. Esta mujer de 48 años, cuyas amplias
proporciones amortiguaban las sacudidas del viaje, estaba acostumbrada a la vida en la
carretera y había resuelto cumplir su misión. Luis XV creía que la población de Francia estaba
disminuyendo y había encargado a Du Coudray que estimulase el crecimiento demográfico con
una reducción de la mortalidad infantil. El trabajo consistiría en enseñar a las mujeres pobres e
inexpertas del campo a dar a luz con seguridad. Aquel día de finales de la primavera de 1763,
su destino era Limoges, la capital del Lemosín, una remota y retrasada provincia del centro de
Francia.
Nadie hubiese culpado a Madame du Coudray por reflexionar, mientras viajaba, sobre lo
lejos que había llegado. Su verdadero nombre era Angélique Marguerite Le Boursier y nunca
contó demasiadas cosas sobre sus orígenes, que serán siempre un misterio; se llegó incluso a
especular sobre si había sido una niña abandonada. Su historia documentada se remonta a
1740, año en que terminó los tres años de prácticas obligatorias para comadronas de París y
aprobó los exámenes del Colegio de Cirujanos; luego tuvo que esperar cinco meses para que la
policía realizara las entrevistas necesarias con el párroco de su parroquia y otras personas de
referencia. Durante la siguiente década se dedicó a enseñar su oficio a aprendices y a traer al
mundo unos cien nuevos parisienses al año. También desarrolló amistades influyentes.
Uno de sus amigos, el bien relacionado e inconformista cirujano y monje Frére Come, se
convirtió en unos de sus mayores apoyos. Gracias a él, su vida experimentó un cambio radical.
En 1751, la entusiasta recomendación de Come le sirvió para ser contratada por un rico
filántropo para enseñar técnicas de parto a las campesinas que vivían en sus propiedades de
Auvernia.
En esta provincia del sur, la partera se enfrentó por primera vez a la cruda realidad del
campo francés. Muchos campesinos pasaban hambre, ya que subsistían con una sopa de agua
y pan a la que a veces añadían alguna verdura cultivada en sus diminutas parcelas, o frutos
secos y bayas, recogidos en los bosques. Casi nunca comían carne. Los hombres conseguían sus
escasos medios de subsistencia arañando la tierra con arados que habían cambiado poco
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desde la época de los romanos. Atrapados en un círculo vicioso, no podían obtener suficientes
cereales para alimentar el ganado y, por tanto, no conseguían suficiente estiércol para
fertilizar los campos y aumentar la producción.
Así pues, un nacimiento no era siempre considerado un acontecimiento feliz en las zonas
rurales. Significaba una boca más que alimentar y a menudo el peso de otro hijo bastaba para
desarraigar una familia y sumarla al resto de la población flotante. Para disminuir el número de
hijos, las mujeres tendían a casarse tarde, hacia los 25 años. La reducción del período de
fertilidad ayudaba a reducir el tamaño de las familias hasta una media de seis hijos, sólo la
mitad de los cuales vivía hasta la edad adulta. Se ha estimado que al menos el 45 por ciento de
los nacidos en Francia en el siglo XVIII moría antes de los diez años.
La comadrona de París también pudo comprobar de primera mano cómo la ignorancia
contribuía a estos sombríos resultados. En las zonas rurales, los partos eran generalmente
asistidos por matronas del pueblo, mujeres con experiencia pero sin mucha formación, que
utilizaban métodos tradicionales, a menudo con resultados trágicos. En el proceso de «hacer
nuevos pies», como se llamaba al parto, preocupaban más cuestiones, como el arreglo
cuidadoso del pelo de la madre (se creía que esta práctica conducía a un final feliz), que fomentar la higiene y el uso de técnicas apropiadas. La matrona podía causarle ceguera al niño
con una uña sucia y mal cortada, o provocarle lesiones cerebrales irreversibles si intentaba
cambiar la forma maleable de la cabeza del bebé para darle un aspecto más atractivo. Si el
parto no progresaba, podía pedir a la madre que diese saltos para sacar al bebé. En algunas
regiones, era costumbre hacer andar a las mujeres cuando la cabeza del niño ya había salido,
una práctica que a menudo terminaba con el estrangulamiento del bebé.
En Auvernia, donde daba clases gratis financiadas por el gobierno provincial, Du Coudray
escribió un manual titulado Compendio sobre el arte de dar a luz. Se trataba de un manual
práctico con dibujos anatómicos para intentar disipar el aura de superstición que envolvía a los
nacimientos, y enfocar el acontecimiento como un problema corriente que solventar. Pero
como pocas campesinas sabían leer, el libro acabó siendo un objeto de propaganda para la
élite ilustrada. Aparecieron reseñas favorables en los periódicos y el libro ayudó a incrementar
el estatus profesional de su autora entre los médicos y los burócratas que necesitaba
impresionar.
Su principal herramienta pedagógica era un maniquí obstétrico, que inventó en 1756 y
que le permitía simular partos. De este modo, «mentes que sólo estaban acostumbradas a
entender los conceptos a través de los sentidos» podían comprender sus lecciones. El maniquí
maleable, realizado con lino de color beige, cuero suave, relleno y huesos humanos,
representaba una mujer de tamaño real con matriz y otros órganos, todos ellos
convenientemente numerados. Además, tenía una muñeca atada por un cordón umbilical. La
alumna podía maniobrar la muñeca flexible y extraerla de todas las maneras posibles según su
posición, preparándose así para cualquier eventualidad. Madame du Coudray llamaba a su maniquí máquina, nombre que pone en evidencia la pasión de la Ilustración por los autómatas.
Su trabajo pedagógico en Auvernia, junto con su máquina y su libro, coincidieron con la
preocupación del monarca sobre la despoblación de su reino. En 1759, Francia se hallaba en
medio de una contienda que sería conocida como guerra de los Siete Años, y el Gobierno
estaba obsesionado con la necesidad de reclutar más soldados. El rey, confiando en que la
capacidad de esta extraordinaria partera permitiera incrementar el número de nacimientos de
bebés sanos, emitió un brevet rojal, o real orden, para movilizar el reino contra la mortalidad
infantil. El rey ordenó que Madame du Coudray gozara del patrocinio y la protección reales
para viajar libremente por todo el país con la misión ele enseñar «sin ser incomodada por
nadie ni bajo pretexto alguno».
Cuando llegó a Limoges, en la primavera de 1763, tenía las mejores credenciales. «El bien
infinito que nos ha traído sobrepasa con mucho nuestras esperanzas», escribió el intendente
del Borbonesado, uno de los 30 administradores provinciales nombrados por el rey. Por el
camino, la partera se convirtió en Madame du Coudray, dando así a entender que estaba
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casada y provenía de una familia noble, lo que le permitía moverse más libremente entre los
hombres.
Había pasado casi tres años yendo de un sitio para otro y había desarrollado su propia
rutina. Su curso duraba dos meses, con interrupciones de dos o tres semanas entre cada uno
de ellos. La provincia o comunidad le pagaba 300 libras al mes y le compraba varios maniquís a
300 libras cada uno. El curso solía tener lugar en el hotel de trille, o ayuntamiento. Du Coudray
tenía derecho a transporte, alojamiento, leña, velas y los utensilios domésticos. En aquellos
días todavía viajaba sola, pero con el tiempo sus anfitriones tuvieron que proporcionarle una
casa para cinco personas, entre ellas una camarera, una cocinera y un criado.
Al parecer, Du Coudray se llevó bien con sus anfitriones en Limoges. Anne-Robert-Jaques
Tuirot era el intendente de la provincia de Lemosín y compartía con la partera su preocupación
por los pobres. Turgot, un prometedor reformador de 36 años que más tarde sería ministro de
Finanzas de Francia, hacía todo cuanto podía para mejorar la provincia. Hizo arreglar los
caminos y los puentes, y redujo el peso de los impuestos sobre los pobres. También intentó
introducir un nuevo producto alimentario, la papa, para suplir las escasas cosechas de
cereales, pero chocó con la resistencia de los campesinos conservadores. «En el Lemosín raros
son los campesinos que saben leer y escribir, y pocos son los que puedan considerarse
inteligentes y honestos; son una raza testaruda, y se oponen incluso a cambios pensados para
beneficiarles», escribió desesperado.
El reclutamiento de alumnas —mes femmes, como las llamaba Du Coudray—iba muy
lento de cara al curso en Limoges, una ciudad vieja con unos 14.000 habitantes que vivían en
su mayoría en casas de adobe. Como en las demás provincias, muchas de las potenciales
alumnas no disponían de dos meses para asistir a los cursos. La comunidad o la Iglesia les
pagaban para que pudieran mantenerse durante el curso, y se encargó a los curas la selección
de las candidatas más listas y más jóvenes. Pero sus familias se mostraban reticentes ante una
ausencia tan larga, ya que eran indispensables en las pequeñas explotaciones familiares,
donde desarrollaban todo tipo de tareas, desde echar estiércol y arar hasta transportar agua,
ordeñar las vacas, cocinar, coser, limpiar los suelos y cuidar de los hermanos menores.
La profesora y el jefe provincial estaban decepcionados por los resultados de Limoges,
muy por debajo de las 70 u 80 estudiantes que solían inscribirse, terminaban de cursar. Turgot
amonestó a sus funcionarios por el escaso empeño en anunciar el curso. Cuando en noviembre
Du Coudray se trasladó a la cercana ciudad de Tulle, aún más pequeña y conocida por su
conservadurismo y frugalidad, Turgot ofreció un incentivo a las estudiantes: sus futuras ganancias como parteras estarían exentas de impuestos. Quería que el curso tuviera éxito, tanto
para su futuro político como para el bien de la ciudad.
A las alumnas descalzas, el curso debía parecerles una maravillosa representación teatral.
Los maniquís de trapo y los carteles anatómicos parecían formar parte del escenario y
Madame de Coudray, con su doble barbilla bien alta, era la actriz principal. El curso consistía
en 40 sesiones de todo el día. Para empezar, Du Coudray recordaba a sus pupilas su deber de
asistir a todas las mujeres con independencia de su situación económica y marital. Luego
proseguía con lecciones básicas de anatomía y fisiología. Insistía, de acuerdo con las
costumbres médicas de la época, en la necesidad de sangrar a las mujeres embarazadas a
intervalos regulares en la pierna, brazo y cuello para eliminar los líquidos corporales sobrantes.
Y después ponía a cada estudiante a practicar intensivamente con la máquina para aprender a
efectuar «todas las formas imaginables de parto», como a Du Coudray le gustaba señalar.
El curso terminaba con un consejo destinado a apaciguar las instituciones con las que
tendrían que tratar: los estamentos médicos, la Iglesia y el Estado. Se esforzaba en describir y
demostrar las situaciones de emergencia en las cuales se debería llamar a un médico o
cirujano, y recalcaba la necesidad de bautizar al bebé. La misma partera debería llevar a cabo
la ceremonia si la vida del bebé corría peligro. En caso contrario, en cuanto la madre se
encontrara en condiciones de viajar, la partera se pondría de acuerdo con el cura para llevar al
recién nacido a la iglesia con el tradicional traje de bautismo de muselina y encajes.
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Para terminar, consciente de sus obligaciones con el Estado y de su misión de incrementar
la natalidad del país, advertía a sus estudiantes sobre la selección de nodrizas, en el caso de
que fueran necesarias. Muchas de ellas, comentaba, sólo ofrecían sus servicios porque eran
pobres, pero no se alimentaban de forma adecuada ni tomaban suficientes medidas higiénicas.
Tampoco ejercían convenientemente sus funciones y llevaban a los niños a la cama con ellas,
con el consiguiente riesgo de asfixiarlos. « ¿Cuántos niños mueren o terminan lisiados por la
negligencia de sus nodrizas?», preguntaba de manera retórica. «Es realmente vergonzoso el
modo como el Estado pierde a tantos de sus súbditos». Al salvar a estos «preciados tesoros»,
decía, sus estudiantes enriquecerían el país.
El intendente Turgot no disimulaba su gran admiración por Du Coudray. Sin embargo, le
sorprendían sus modales un tanto arrogantes. Según le contó al intendente de Burdeos, su
trabajo era «muy útil» y el dinero invertido en su curso estaba «bien empleado». Pero no
perdió la oportunidad de señalarle «la gran estimación que sentía por sí misma». Otro
funcionario provincial expuso su opinión de forma más cruda al referirse a «su insoportable
arrogancia».
Parte del problema era que los hombres con cargos oficiales no estaban acostumbrados a
una mujer fuerte, competente y capaz de reconocer su propia valía. Pero lo cierto es que Du
Coudrav no dejaba de ser algo fanfarrona cuando se refería a sí misma como «un bien para la
humanidad» y a su libro de texto y a sus maniquís como «monumentos para la posteridad».
Debía creer en la necesidad de ser de esa manera para continuar su extraordinaria misión al
margen de las vicisitudes políticas y el cambio de personal en Versalles. No le bastaba con ser
una buena profesora. Necesitaba el apoyo entusiasta de los intendentes provinciales allí donde
iba y recordarle a todo aquel que quisiera escucharla la singularidad de su cometido. «Mi celo
me enseñó el camino», escribió en una ocasión.
Al mismo tiempo, Du Coudray procuraba ser amable con los cirujanos y médicos que la
podían tomar por una intrusa en el terreno de la medicina. Tenía grandes dificultades para «no
parecer un doctor». Con independencia de sus verdaderos sentimientos, evitaba la retórica
anti machista de Elisabeth Nihell, la controvertida partera inglesa. Ambas habían estudiado en
París y publicado un libro sobre su oficio. Pero el de Nihell sólo era un apasionado ataque
contra los hombres cirujanos que asistían en los partos. Según ella, las mujeres estaban mucho
más capacitadas para esta tarea por estar dotadas de una «extrema sensibilidad».
Du Coudray y otras parteras francesas se encontraban en medio del fuego cruzado entre
cirujanos y médicos. A principios del siglo XVIII, se relacionaba profesionalmente a los
cirujanos con los barberos y fabricantes de pelucas ya que también afeitaban. Pero, bajo la
protección del rey, habían conseguido alzarse a la prestigiosa plataforma hipada por sus
grandes rivales, los médicos. Ahora, los cirujanos se estaban metiendo no sólo en el terreno
de éstos, sino también en el de las parteras; debido a su influencia, se impidió a las parteras
formar su propio gremio profesional, e incluso se les llegó a prohibir la utilización de técnicas e
instrumental más modernos en el campo de la obstetricia.
En 1766, tres años después de su curso en el Lemosín, Du Coudray debió sentirse muy
satisfecha cuando la invitaron a enseñar obstetricia a los cirujanos de la Marina de su
majestad, muchos de los cuales desempeñarían sus funciones en las colonias. El curso tuvo
lugar en Rochefort, un importante puerto marítimo en la costa Atlántica. En sus clases,
resaltaba la importancia de la cesárea y el empleo de fórceps, técnica y herramientas
prohibidas a las parteras. Para que sus demostraciones fueran más realistas para los cirujanos
de la Marina, equipó su maniquí con unas esponjas embebidas en unos líquidos claros y
opacos para simular la acción de la sangre y del líquido amniótico. Once de sus alumnos
estaban tan impresionados por sus conocimientos y técnicas de enseñanza que le escribieron
una carta oficial de agradecimiento: «Sin duda merece los brillantes elogios que recibe por su
bien merecida reputación».
Enseñar a los cirujanos constituyó un momento cumbre de la carrera de Du Coudray, pero
apenas llegaba a cubrir gastos. Las cuotas pagadas por los cursos, los ingresos por la venta de
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su manual y de sus maniquíes le proporcionaban lo justo para vivir. Durante años esperó obtener una pensión real, es decir, un salario anual del Gobierno, pero éste nunca llegó. Un plan
gubernamental preveía que cada provincia contribuyera a pagarle un salario anual, pero una
revuelta contra la autoridad del rey lo impidió.
Sin embargo, en agosto de 1767 llegó una nueva real orden para Madame du Coudray.
«Su majestad dispone y ordena que, siempre que dé cursos públicos de instrucción en
cualquier lugar del reino, se le otorgue una suma anual de 8 000 libras». También le fue
concedida una pensión de jubilación, que luego ascendería a la misma cantidad. Cuando dejó
de viajar, a principios de la década de 1780, con 67 años, había enseñado en más de 40
ciudades de Francia y a unos 10.000 alumnos. Gracias a la mejora de la sanidad pública, al
incremento de la producción agrícola y a la pericia e insistencia de esta extraordinaria mujer
de la Ilustración, la población de Francia, que tanto preocupaba al rey, ya no disminuía.
A
principios de 1760, cuando madame Du Coudray lanzaba su importante misión en la
Francia rural, es muy probable que se cruzara con otro peripatético parisiense.
Jacques Louis Ménétra tenía la mitad de su edad y no pretendía ser noble ni salvar la
humanidad. En lugar de viajar con toda comodidad en un carruaje, andaba a pie de ciudad en
ciudad con paso confiado y ofrecía sus servicios como vidriero. Vestía chaleco y pantalón de
cuero y llevaba su delantal enrollado y atado alrededor del pecho como una bandolera donde
escondía la pistola que le protegía de bandidos y lobos. El saco que colgaba de su espalda
contenía todo lo que poseía y, en especial, todo lo necesario para ejercer su oficio: un martillo,
clavos y el diamante para cortar el vidrio.
Ménétra estaba a la mitad de su vuelta a Francia, un rito tradicional de paso para artesanos jóvenes. Para perfeccionar su destreza y lograr el estatus de maestro del gremio, todos los
artesanos jóvenes, desde cristaleros y carpinteros a zapateros y cerrajeros, pasaban varios
años viajando y trabajando por todo el país. En sus siete años por los caminos de Francia,
Ménétra había recorrido unos 2 500 kilómetros, sobre todo por el sur del país, parando
durante largos períodos en lugares donde encontraba trabajo o que simplemente le gustaban.
Bajo la supervisión de los maestros vidrieros de las provincias, aprendió a instalar los grandes
paneles de cristal, que se estaban poniendo de moda, y los tradicionales cristales pequeños.
Fabricaba faroles para la iluminación de las calles, instalaba los cristales de los barcos del rey y
reparaba elaborados vitrales de conventos y castillos.
Pero la vuelta a Francia de los aspirantes a artesanos no sólo era una oportunidad para
trabajar, sino también para aprender a vivir. Ménétra y otros como él se lanzaban a las
carreteras para salir de casa y realizar la transición entre la adolescencia y las responsabilidades de la vida adulta. Ménétra destacaba de entre sus compañeros, un grupo poco
convencional. Era de estatura pequeña, pero poseía un enorme apetito por los placeres de la
vida, por beber y divertirse con sus camaradas y seducir a las mujeres. Estos fueron «años de
placer. Y cada año fue un siglo de felicidad», escribiría más tarde.
Como la mayoría de los artesanos franceses de la época, Ménétra estaba predestinado a
ejercer el oficio de vidriero. Entregado a una nodriza al nacer, perdió a su madre antes de
cumplir los dos años, y su abuela materna se hizo cargo de él cuando descubrió que la última
ama de cría le obligaba a mendigar a la puerta de la iglesia, haciéndolo pasar por su hijo
adoptivo. Aprendió el oficio con su padre, propietario de una tienda, y los cuatro hermanos de
su madre, todos ellos vidrieros. La relación con su padre era compleja y tormentosa. Su
progenitor le quería suficientemente como para formar parte de las escoltas de vecinos que
protegían a sus hijos en el regreso de la escuela a casa durante los famosos secuestros
policiales de 1750, cuando el niño tenía 11 años. Pero se dio a la bebida y le daban ataques de
cólera. En cierta ocasión, dislocó la pierna de su hijo, y en otra, le rompió la mandíbula y algunos dientes.
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Los
marcos
de
ventanas construidos
en la carpintería aquí
representada
irán
luego al cristalero,
que les colocará sus
correspondientes
cristales. A principios
del siglo XVIII, las
ventanas de tela o
papel
encerado
fueron
progresivamente
sustituidas por las de
cristal, que mejoraban
la iluminación de los
edificios
El joven Jacques estaba encantado de marcharse. En marzo de 1757, cuando empezó su
vuelta a Francia, tenía 18 años y había terminado sus cuatro años de aprendizaje para
convertirse en compagnon (compañero) o jornalero, un estatus que exigía como mínimo seis
años de trabajo antes de poder ser elegido maestro vidriero. Cientos de otros jornaleros,
pertenecientes casi todos a una asociación de obreros conocida como compagnonnage,
viajaban, como él, por los caminos de Francia. Había tres de estas asociaciones en todo el país,
y habían sido fundadas en el siglo XVI para proteger los intereses de los trabajadores frente a
los maestros de los diversos gremios. Al principio fueron clandestinas, pero ya no lo eran en el
siglo XVIII. Cada grupo mantenía sus propios ritos secretos y un fuerte orgullo grupal.
Ménétra entró en el compagnonnage hacia 1758, un año después de iniciar su gira. Su
ceremonia de iniciación consistió en copiar lo estatutos de la organización y hacer una lista de
todos los compañeros llegados a la ciudad. De este modo se comprobaba el grado de
instrucción de todos los compañeros. Habiendo crecido en París, Ménétra había ido al colegio,
como la mayoría de los niños de esa ciudad. En cambio, las niñas parisienses y los niños de
provincias tenían muchas menos oportunidades de escolarizarse. Mientras estuvo fuera, Ménétra escribió cartas a su abuela, mantuvo la necesaria correspondencia comercial, leyó
periódicos y, de vez en cuando, algún libro. Hizo además algo más sorprendente todavía: más
tarde escribiría una autobiografía de 500 páginas, Diario de mi vida.
El compagnonnage se convirtió en su familia En cada ciudad, los miembros de la
asociación encontraban alojamiento en posadas dirigidas por mujeres llamadas, de forma muy
apropiada, madres. Junto a su marido, el «padre», informaban a los miembros sobre
oportunidades de trabajo y adelantaban dinero en caso necesario. Los compañeros se
juntaban con regularidad para jugar o a veces pelearse. En ocasiones había batallas campales
entre miembros de grupos rivales que luchaban entre sí a puñetazos, con piedras o con palos.
Pero la mayoría de las veces se dedicaban a bailar, hacer carreras y jugar al tenis. Cada noche
se reunían en la posada para comer, beber, cantar, gastarse bromas y compartir historias —y
a veces también mujeres—, y así expresar su hermandad. Si un compañero enfermaba, le
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llevaban al hospital, y si le enviaban a la cárcel, le iban a visitar y le ofrecían apoyo económico.
Cuando uno de ellos abandonaba la ciudad, lo escoltaban hasta las afueras formando una
procesión ceremonia] con música.
Ménétra tenía buena voz, memoria para recordar las canciones aprendidas en el coro del
colegio y dotes para improvisar melodías. Una noche, en Carpentras, bajo los efectos del vino,
inventó una canción sobre esta ciudad del sudeste del país. Al día siguiente, todos los
compañeros abandonaron el trabajo e invadieron las calles. Como recordaría Ménétra,
llevaron violines y oboes y todo el mundo tenía una botella y un vaso en la mano. Abría la
marcha un jornalero herrero con el poema escrito con tiza en la espalda. «Cantamos la
canción una y otra vez, los residentes, encantados, nos siguieron por toda la ciudad», escribió
Ménétra en su Diario.
En tres ciudades diferentes, Ménétra tuvo ocasión de presidir tanto el trabajo serio como
la diversión del compagnonnage, ras ser elegido por su hermandad para ocupar el cargo le
primer compañero por el plazo de un año. La vida social le la asociación llegaba a su punto
culminante con la celebración del día del santo patrón de los vidrieros. El festival organizado
por Ménétra en Lyon el 18 de octubre de 1762, día de San Lucas, fue uno de los momentos
más álgidos de su vida. Como primer compañero organizó una fiestas que durarían una
semana, algo nunca visto por los ciudadanos. Durante los preparativos, los compañeros de la
hermandad insistieron en trasladarle a todas partes sobre una silla para asegurarse de que
todos los maestros vidrieros habían cubierto sus tiendas de flores. En cada parada, él y sus
porteadores se refrescaban con las bebidas que les ofrecían. Tanto es así, relató, que «sus
caballos» vacilaron, volcaron la silla y el primer compañero se vino ignominiosamente al suelo.
Entre los actos de las festividades destacaron un baile, un banquete y una misa especial
en la catedral. Pero los instantes de los cuales Ménétra se sentía más orgulloso sucedieron durante la procesión. Cuatro aprendices llevaban un gran pan bendecido cocido para la ocasión.
Los compañeros vestían trajes grises y guantes y medias blancos. Su pelo ensortijado estaba
adornado con lazos blancos. Cada uno llevaba un bastón y un ramillete. «Todo Lyon salió a ver
cómo desfilábamos, conmigo al frente con dos lazos en el tercer ojal».
El grandioso festival ponía de manifiesto la extravagancia de los jóvenes compañeros
deseosos de compartir su riqueza y gastar hasta el último céntimo. Para financiarlo,
contribuyeron con el equivalente a 300 días de salario, 100 solo de Ménétra. Pero las
celebraciones de también demostraban sus fuertes lazos de hermandad. Sin saberlo, Ménétra
anticipó el sentimiento de la Revolución Francesa, cuando brindó con sus compañeros
vidrieros: “Amigos míos, hoy todos somos camaradas y todo lo hacemos al unísono”.
Pero el derroche no eral único vicio de los compañeros. Para muchos de aquellos jóvenes
la vuelta a Francia también era la ocasión para juergas. EL Diario de Ménétra menciona
alrededor de 50 relaciones sexuales en menos de una década, sin contar con encuentros
ocasionales con prostitutas. Dichas visitas están descritas en el libro con eufemismos muy
coloridos del tipo “nos sacrificamos a Cupido”. Ménétra menciona aventuras amorosas con
viudas, casadas, criadas e incluso, monjas o “novias del niño Jesús”, cómo él las llamaba. Lejos
de querer sentar cabeza o responsabilizarse de sus acciones, el joven se marchaba corriendo
en cuanto una novia empezaba con exigencias, o peor aún, le mostraba “un bulto bajo las
enaguas”.
Al joven vidriero y a sus compañeros le gustaba tener aventuras con las mujeres de sus
patrones. Ménétra contó un episodio grotesco acaecido en Auch, cerca de Tolouse, cuando
trabajaba en los vitrales de la catedral. Contagió la sífilis a la mujer de su jefe y ésta a su
marido, quien a su vez consultó a su empleado, Ménétra, porque tenía conocimientos de
medicina popular. Ménétra le recomendó Ménétra le recomendó «una receta para los
cuernos», como llamaba a la enfermedad. El remedio casero, probablemente a base de
mercurio, curó a los tres, y el joven se marchó sin que su patrón sospechara de nada.
El Diario de Ménétra revela también una sensibilidad que sorprende al lector moderno
por retorcida y cruel. No todas las conquistas sexuales eran consentidas por las mujeres, por
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ejemplo; incluso admitió haber violado a varias de ellas. El y sus compañeros encontraban con
frecuencia placer en atormentar a los demás. En Lyon, cuando un funcionario reunió a todos
los jorobados en una casa donde estaban siendo ridiculizarlos, Ménétra consideró el acto
como una «deliciosa farsa». En Carpentras, dónde los judíos estaban recluidos en un gueto, él
y varios compañeros robaron «dos hermosas gallinas» y lo justificaron diciendo que la víctima
judía no llevaba el gorro amarillo exigido por ley para distinguir a los de su religión. En Bayona,
el cristalero se rió cuando un grupo de prostitutas fue encerrado en una jaula de hierro lanzada varias veces al río. Luego, fue a preguntarles «a otras prostitutas si no se querían bañar
también».
Esta cruel indiferencia era bastante corriente en un mundo lleno de violencia. Desde la
infancia, Ménétra y sus compañeros estaban acostumbrados a convivir con este lado oscuro de
la vida, y la lista de amigos desaparecidos era tan impresionante como la de de sus
seducciones. Uno de ellos se cayó al río y se ahogó. El primo de Ménétra mató por accidente a
una empleada de la cocina mientras jugaba con su pistola. Un colega de juergas ebrio se bebió
una botella de veneno que confundió con coñac. En una posada, su compañero de habitación
se levantó en mitad de la noche y tropezó con un cadáver. Las disputas se resolvían casi
siempre recurriendo a la violencia. No había desavenencia provocada por un insulto personal,
una mujer o una disparatada jugarreta que no terminara en bronca o, en ocasiones, incluso en
duelo, para el cual debían pedir espadas prestadas.
Cuando Ménétra regresó definitivamente a París en el verano de 1764, intentó continuar
con el tipo de vida de los siete años anteriores. Rehusó trabajar en la tienda de su padre y fue
cambiando de empleo y dirección una media docena de veces en menos de dos años. Bebió, se
peleó, fue con mujeres y bailó en los cafés al aire libre llamados guinguettes. Como no había
perdido su antigua fascinación por los fuegos artificiales, que eran ilegales y habían dejado
ciegos y mutilados a varios de sus amigos, hacía alguna exhibición al tiempo que trabajaba
como bombero voluntario. Era el primer vidriero del cuerpo de bomberos, compuesto sobre
todo por zapateros y fabricantes de arneses, que percibían un pequeño salario anual. A veces,
el peligro que corría daba sus frutos: un día entró en un edificio en llamas, encontró a una
madre y su hijo durmiendo en un desván lleno de humo y los bajó a la calle con una cuerda.
En 1765, Ménétra por fin se estableció. Se casó y, tras pagar mil libras por el título de
maestro, abrió su propio negocio cerca de la tienda de su padre. Tenía 27 años, la edad media
de los franceses al casarse. Su mujer, Marie Elisabeth Hénin, hija de un cardador de Picardía, es
decir, técnicamente inferior a él desde el punto de vista social, aportó como dote mil libras al
matrimonio, suficiente para colocar sólidamente a la pareja en las filas de la pequeña
burguesía. Tuvieron cuatro hijos, de los cuales sólo dos, un niño y una niña, sobrevivieron a los
cuidados de las nodrizas. Al contrario que su propio progenitor, Ménétra era un padre
dedicado a sus hijos; se ocupaba de su educación, los llevaba a pasear y a conciertos. El hijo
también sería vidriero; la hija se casaría con un pastelero del cual se divorciaría tras entrar en
vigor las nuevas leyes en 1792 que lo permitían.
Durante un tiempo, Ménétra fue también un buen marido. La gran ansiedad que sufrió
durante las revueltas de mayo de 1770, cinco años después de su matrimonio, es una buena
muestra de su afecto. La ciudad celebraba la boda entre el nieto del rey, el futuro Luis XVI, y
María Antonieta con unos espectaculares fuegos artificiales cerca del río. La multitud era tanta
que quedó atrapada en la plaza conocida como de Luis XV y empezó a empujarse y darse
codazos frenéticamente. En medio del caos, en el que murieron 132 personas, Ménétra y su
mujer se perdieron de vista.
«Al final ele la calle Saint-Honoré —escribió— vi a unos hombres transportando a una
mujer vestida como la mía. Dudé, pero no era ella. Me fui a casa. No había nadie. Estaba
realmente preocupado.» Vio a sus vecinos volver a casa descalzos, «algunas mujeres con las
orejas arrancadas... Por fin, mi mujer regresó a casa sana y salva, pero no pudimos por más
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que lamentar esta celebración fatal que fue como un preludio de la infelicidad de los
franceses».
El negocio de Ménétra crecía al igual que lo hacía París. Su mujer, a pesar de ser
analfabeta, era una gestora eficiente y frugal. Abrieron una segunda tienda en la vecindad para
hacer y vender «pequeños objetos de cristal manufacturados» que él mismo había diseñado.
Con todo, pronto empezaron a surgir conflictos sobre el control de los niños y el dinero ganado
por el matrimonio. «Su principal preocupación era prosperar; la mía, divertirme. Era imposible
conciliar ambas», escribió. La actitud supuestamente avariciosa y dominante de su mujer le
sirvió de excusa perfecta para sus aventuras extramatrimoniales. Marie Elisabeth lo abandonó
dos veces. En su Diario, Ménétra admitió una docena de aventuras extraconyugales: «Sólo
buscaba formas de no aburrirme», recordaría más tarde.
También le divertía conocer a hombres interesantes y prominentes. París era hasta cierto
punto una ciudad igualitaria, en cuyas calles y lugares de diversión públicos podían codearse
hombres de distintas clases y poder económico. Ménétra adoraba el teatro y con frecuencia
asistía a espectáculos en los amplios bulevares que se extendían desde el norte de la ciudad a
los elegantes barrios del oeste. Conoció las figuras destacadas, como el actor Gaspard
Taconnet, el productor Jean Baptiste Nicolet y el payaso Pierre Gourlin, con quienes se
encontraba entre bastidores o en la taberna más próxima para impartir una botella. Llegó
incluso a relacionarse con el verdugo público, Henri Samson, que resultó ser algo así como un
erudito y un curandero. Cuando Ménétra sufrió una especie de parálisis, Samson lo curó con
una poción extraída del cuerpo de un criminal recién ejecutado. También trató la sífilis de una
antigua amante de Ménétra y su querido actual, un cura. “Sin tener en cuenta su profesión,
era amable, simpático y bondadoso”, escribió el vidriero sobre él.
Pero su relación más notable fue con el filósofo Jean-Jacques Rousseau. Al parecer,
conoció al escritor en 1770 cuando trabajaba en la vieja pensión del escritor en la calle
Platriére. Hacía poco que Rousseau había regresado del exilio en Inglaterra, al que había sido
condenado por el Parlamento de París por sus escritos de 1762. Por orgullo, había renunciado
a la práctica habitual entre los hombres de letras de vivir de los donativos de benefactores
privados, y ganaba algo de dinero copiando música para clientes aristocráticos.
Los dos hombres empezaron a conversar y comparar su situación. Ambos eran hijos de
artesanos modestos —Rousseau de un relojero de Ginebra— y ambos habían perdido a su
madre de niños. Los dos se habían rebelado contra sus padres y habían pasado años en la
carretera. Ambos habían sembrado un reguero de niños ilegítimos por el mundo, pero,
mientras Rousseau se sentía culpable, Ménétra no paraba de alardear de ello.
En sus escritos, Rousseau presentaba una visión romántica de los artesanos de la clase
trabajadora como Ménétra. Por su parte, éste veía en el primero un compañero afable y poco
pretencioso. Se hicieron amigos y salían a pasear juntos. «Vi en él a un hombre pensativo y
preocupado, que se paraba a examinar cada árbol y hablaba muy poco conmigo», comentó
Ménétra.
Un domingo salieron a los Campos Elíseos a ver un partido de tenis, un juego, que por
aquel entonces, constaba de hasta cinco jugadores en cada equipo y se practicaba con
raquetas de madera maciza llamadas battoirs. Luego se detuvieron en el Café Régence a tomar
unas cervezas. Los dos hombres vestían igual, pero sus rostros reflejaban una diferencia de
edad de 26 años. Ménétra recordó: «Los dos llevábamos trajes grises y pelucas redondas con
tres hileras de rizos. La única diferencia era que él llevaba el sombrero en la mano y yo tengo la
costumbre de llevarlo siempre puesto. Los dos llevábamos la misma ropa, pero, desde luego,
no teníamos los mismos conocimientos. Éramos como la noche y el día».
En el café, Rousseau pidió una jarrita de cerveza y desafió a su joven amigo a una partida
de ajedrez, un juego que empezaba a estar de moda. Como Ménétra no sabía jugar, lo
sustituyeron por una partida de damas. Rousseau ganó. La gente del bar se arremolinó a su
alrededor para ver al famoso escritor, e incluso llegó a subirse a las mesas de mármol para
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observarlo mejor. El domingo siguiente les prohibieron la entrada porque, con todo el revuelo,
muchas mesas se habían roto.
Ménétra compartía la hostilidad de Rousseau hacia muchas cosas del Antiguo Régimen.
Ambos detestaban la jerarquía establecida por los ricos y privilegiados, y eran ferozmente
anticlericales. En la época en que recorrió el país, Ménétra estuvo en contacto con el judaísmo
y el protestantismo, y cuestionaba el derecho de la Iglesia católica a juzgarlos. Consideraba
todas las religiones igualmente válidas, o inválidas. Seguía creyendo en un Ser Supremo, pero
rechazaba todo el aparato teológico y ceremonial que había aprendido cuando era un niño de
coro. «Yo... nunca creeré que un ser en la Tierra sea capaz ele llamar a un Dios a un altar
cuando le convenga», declaró.
Como los iconoclastas ele la Ilustración, creía en la razón. La hostia de la Eucaristía era pan
nada más. «Incluso veneramos y comemos una masa de harina con el convencimiento de que
es Dios. Después de rezarle y rendirle culto para satisfacerle, nos lo tenemos que comer»,
escribió Ménétra. Recordaría con cariño la época en que viajaba y en la que había inventado
una especie de compagnonnage llamado compañeros de la hogaza, en una versión satírica del
bautismo y de la eucaristía. «Todo consistía en beber, cortar trozo» de pan, reír y pasarlo
bien.»
En 1789, justo cumplidos los 50, empezó a tomarse la vida «con un poco más de tranquilidad». La libertad y fraternidad, de la cual siempre había disfrutado Ménétra, se pusieron a
prueba. Aquel año, él, sus vecinos y todo París fueron arrastrados por el torbellino de la Revolución francesa. «La palabra libertad, tantas veces repetida, tenía un efecto casi sobrenatural,
nos daba nuevo aliento.» El cristalero se convirtió en ciudadano-soldado, participó en el derrocamiento de Luis XVI en 1792 y escapó por poco a la muerte bajo la espada de un guarda suizo.
Militó en la Asamblea de su sección local, una de las 48 unidades electorales y políticas en que
se dividía París en 1790. Sin embargo, su entusiasmo pronto empezó a disminuir. «Los
franceses respiraban sangre. Eran como caníbales, eran verdaderos devoradores de hombres.
Lo vecinos denunciaban a los vecinos y los lazos de sangre fueron olvidados. Fui testigo ele
todos esos días de horror», escribió.
Ménétra, como muchas otras personas, fue acusado por su mejor amigo de
«moderación» tuvo que aparecer ante la Asamblea de su sección. Absuelto, sobrevivió a sus
propios excesos y a los del Terror. «He visto la Revolución de cerca y fue una lección terrible»,
reflexionó más tarde.
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¡Libertad!
Una
serie
de
acontecimientos e injusticias
puso fin al reinado de Luis XVI.
El pueblo se sentía cada vez más
resentido
con
el
poder
arbitrario del monarca, que
seguía gravando con pesados
impuestos a las clases más
pobres,
al
tiempo
que
aumentaba las cargas fiscales de
los ricos incluidos el clero y la
nobleza
Los
filósofos
consideraban la monarquía
absoluta
francesa
y
los
privilegios
de
clase,
incompatibles con su visión
racional del mundo. Pero quizás
el desencadenante fue que Francia se encontraba al borde de la bancarrota y el rey no podía
hacer nada para reunir fondos.
Luis y sus consejeros decidieron que el único recurso que tenían era introducir reformas
radicales como gravar con impuestos a todos los terratenientes, incluída la nobleza. No resulta
sorprendente que los nobles no estuvieran de acuerdo, y tras varios enfrentamientos, el rey
aceptó convocar los Estados Generales, la asamblea general que no se había reunido desde
1614 para tratar el tema.
Impaciente, el pueblo anticipó la reunión de los Estados Generales. Representaba a la
mayorái de la población francesa, pero no tenía poder político alguno; esperaba que la reunión
convocada para el 5 de mayo de 1789 diera la oportunidad de introducir auténticas reformas.
Pero pronto descubrió que la concreción de sus objetivos de libertad, igualdad y fraternidad,
exigían una revolución.
El fin del
despotismo
Los
Estados
Generales estaban dividos
en tres estamentos: el
clreo, la nobleza y el
pueblo. Esto significaba
que el tercer estado, el
pueblo, siempre podía
ser derrotado en las
votaciones por los otros
dos, que, naturalmente,
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estaban dispuestos a defender sus privilegios. El pueblo decidió tomar el asusnto en sus
manos. El 17 de junio de 1789, los representantes del tercer estado aprobaron una resolución
declarando que sólo ellos formaban la Asamblea General del Pueblo Francés. De este modo
ponían en entredicho no sólo al primer y segundo estado, sino también a la autoridad mismoa
del rey, quien ordenó la disolución inmediata de la Asamblea. Pero no cedieron a la presión, y
reunidos de nuevo en una cancha de tenis cubierta, juraron permanecer allí hasta la redacción
de una nueva Constitución (página anterior)
A pesar de que el rey se vió obligado a
reconocer la nueva Asamblea y a ordenar a
los representantes de la nobleza y del clero
integrarse a ella, no tenía intención alguna
de renunciar a sus poderes. Ordenó el envío
de tropas a Versalles y a París, cuyos
ciudadanos no tardaron en organizar una
milicia (la Guardia Nacional) y recorrer la
ciudad en busca de armas y municiones. El
14 de julio, una multitud que iba en busca de
pólvoda invadió la Bastilla, la odiada cárcel
simbolo de la tiranía real. A las órdenes del
gobernador de la cárcel, los defensores de la
fortaleza abrieron fuego, matando o
hiriendo a unas 200 personas. Un grupo de
amotinados del ejército, armados con
cañones se unió a la milicia y el gobernador
de la cárcel se rindió. Cuando la noticia llegó
a oídos de Luis XVI se deice que preguntó “
¿Es una revuelta?” a lo que su ayudante de
cámara contestó: “No, majestad, es una
revolución”.
El 26 de agostos de 1789 la Asamblea
aprobó la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano, que fue la base de
una nueva Constitución
La caída de la monarquía
El 5 de octubre de 1789, las mujeres de
París estaban furiosas porque el rey había
rechazado las reformas de la Asamblea y
porque, a pesar de que la cosecha había sido
buena, escaseaba el pan. No existen evidencias
de que María Antonieta, al enterarse de la
escasez, dijera con indiferencia “Que coman
tortas” pero la historia muestra el desprecio
del pueblo por la realeza. Una multitud de
mujeres enfurecidas gritaba “¿Cuándo
Ataque a las Tullerías
tendremos pan?”. La Guardia Nacional se unió
a la muchedumbre de unas 6000 personas que
se dirigía a Versalles pidiendo pan y el regreso del rey a París. El monarca accedió a sus
demandas, pero la multitud mató a dos guardias e insertó sus cabezas en picas con las que
escoltó a la familia real.
La familia real se estableció como pudo en la Tullerías, mientras la Asamblea empezaba a
redactar una nueva Constitución, que fue aprobada en 1791 y que transformaba al gobierno
de Francia en una monarquía constitucional. Pero surgieron nuevos conflictos y el 10 de
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agosto de 1792 una muchedumbre armada atacó el palacio. La Asamblea votó la monarquía y
envío a la familia real a la prisión del Temple.
Una nueva Convención constitucional abolió la monarquía y declaró la República francesa.
En enero, Luis XVI fue acusado de conspiración contra la libertad nacional. Fue guillotinado el
21 de enero de 1793, y su esposa, corrió la misma suerte en octubre.
Un verdugo muestra la cabeza de Luis XVI. La guillotina fue adoptada al principio de la Revolución
como una forma humanitaria de ejecución.
Un periodo de disturbios
Desde abril de 1792, Francia estaba en guerra con Austria, cuyo gobernante parecía
fomentar una contra revolución. En febrero de 1793, Francia le declaró la guerra a Inglaterra,
Holanda y España. La Convención reclutó 300.000 hombres para combatir, pero muchos
oficiales veteranos habían abandona do el ejército al principio de la Revolución; además las
nuevas tropas estaban poco entrenadas y el Comandante General, descontento con las
órdenes que se le daban por las cuales, su poder se veía disminuido, por lo que se pasó al
bando austríaco en abril de 1793. En resumen, el ejército francés estaba en pleno caos.
El Gobierno revolucionario también tenía que luchar dentro de sus propias fronteras. La
situación económica había empeorado en algunas partes del país, incluida la región de
Vendeé, al oeste de de Francia cuyos habitantes se oponían a muchos de los objetivos
revolucionarios y no estaban dispuestos a combatir por una causa que no compartían. En
marzo de 1793 iniciaron el enfrentamiento con la Guardia Nacional.
Sin embargo, pese a los reveses de la Revolución, en algunas partes del país, en París y en
muchas otras partes, sus partidarios se mantenían fuertes, espoleados por periodistas
radicales como Jean Paul Marat y por los trabajadores llamados sans-culottes.
Estos,
llamados así porque usaban pantalones largos en lugar de las calzas cortas o culottes de las
clases acomodadas, empezaron a tomar justicia por su mano y, gradualmente, pasaron a ser
contralados por los extremistas.
El régimen del terror
Como respuesta al caos causado por la guerra y la oposición a la Revolución, se aprobaron
leyes para fortalecer al Gobierno y se crearon comités para establecer el orden. Uno de éstos,
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el Comité de Salvación Pública, dominado por Maximilien Robespierre, controlaba el esfuerzo
de guerra, Abogado y miembro de la Asamblea Nacional, Robespierre había sido uno de los
líderes de la Revolución.
La Convención también instituyó el Tribunal Revolucionario para juzgar a los
contrarrevolucionarios sospechosos. Entre abril de 1793 y mayo de 1794, este tribunal
condenó y ejecutó a unas 2.750 personas en París. Durante el invierno de 1793-1794, los
celosos tribunales provinciales ejecutaron a otras 40.000 personas.
Antes de la llegada de la primavera, Robespierre se volvió contra sus antiguos partidarios
e hizo arrestar a los líderes de los sans-culotte, que se habían quejado de los precios elevados
y de los bajos salarios. El siguiente fue el Ministro de Justicia, Danton, y sus seguidores porque
“intentaban detener la acción de la guillotina que iba a caer sobre sus propias cabezas”,
escribió un observador. En junio de aquel mismo año, en medio del frenesí de lo que se
conoció como el Gran Terror, Robespierre llevó a cabo otra ronda de ejecuciones, que, en seis
semanas se cobró la vida de casi 1.400 hombres y mujeres en París. Dicen que una mujer,
camino a la guillotina gritó ¡Oh, libertad, cuantos crímenes se cometen en tu nombre!
El fin de la Revolución
El Gran Terror fue responsable de unas 200 ejecuciones por semana bajo unas leyes
claramente injustas y vagamente formuladas. Hacia mediados del verano, los miembros de la
Convención se enfrentaron con Robespierre, que fue públicamente denunciado el 27 de julio.
Fue arrestado, intentó escapar y se tiró un tiro en la mandíbula. Al día siguiente, vendado, fue
ejecutado junto a 80 de sus seguidores. Se había puesto fin a la vida del líder, pero el Terror no
había terminado. Siguió un periodo de inestabilidad. Grupos de jeunesse doree (clase media)
recorrían las calles enfrentándose a los sans-culotte (pobres). En 1795 una nueva Convención
formó un Directorio, compuestos por cinco hombres. También se estableció un nuevo poder
legislativo, cuyos integrantes eran elegidos, pero como en los días del Antiguo Régimen, sólo
las clases acomodadas podían votar. En 1799, Napoleón Bonaparte pondrá fin a la corrupción,
disolviendo al directorio y dando por terminada una fase le Revolución Francesa para dar paso
a otra no menos trascendental.
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