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DICCIONARIOS «MC»
Diccionario
de San Josemaría
Escrivá de Balaguer
Coordinador
JOSÉ LUIS ILLANES
2ª edición
Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer
Monte Carmelo
1ª Edición: Septiembre 2013
2ª Edición: Diciembre 2013
© 2013 by Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer
© 2013 by Fundación Studium
© 2013 by Editorial Monte Carmelo
Paseo del Empecinado, 1; Apdo. 19 – 09080 – Burgos
Tfno.: 947 25 60 61; Fax: 947 25 60 62
http://www.montecarmelo.com
[email protected]
Impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 978 – 84 – 8353 – 592 – 9
Depósito Legal: BU – 347 – 2013
Impresión y Encuadernación:
“Monte Carmelo” – Burgos
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley,
cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública
y transformación de esta obra sin contar con la autorización
de los titulares de la propiedad intelectual.
La infracción de los derechos mencionada puede ser constitutiva
de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y s. del Código Penal).
Diccionario
de San Josemaría
Escrivá de Balaguer
Comité Editorial
José Luis Illanes Maestre
Lucas Francisco Mateo-Seco
Mercedes Alonso de Diego
Inmaculada Alva Rodríguez
José Luis González Gullón
Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer
Monte Carmelo
PRESENTACIÓN
El 6 de octubre de 2002, con motivo de la canonización de san Josemaría
Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, se congregó en Roma una multitud
de personas, que llenaba la plaza de San Pedro y toda la via della Conciliazione
hasta el Castel Sant’Angelo: fieles del Opus Dei, hombres y mujeres, sacerdotes
y seglares; cooperadores y simpatizantes con sus apostolados; personalidades
de la Iglesia y de la cultura; representantes de gobiernos o de Estados; personas atraídas por la magnitud del acontecimiento… Todos ellos, cada uno a su
modo, testimoniaban la importancia de la vida y la obra de quien, en ese día, era
declarado santo por el Papa Juan Pablo II. Los miembros del Opus Dei, que en
aquel momento superaban la cifra de 80.000, rozan hoy en día los 90.000 y pertenecen a más de un centenar de países. En este contexto se sitúa el presente
Diccionario.
Los carmelitas residentes en Burgos dirigen en esa ciudad la Editorial Monte
Carmelo, entre cuyas colecciones se encuentra una, muy acreditada, dedicada
a Grandes Diccionarios sobre personalidades y temas cristianos. En 2006 el director de esa casa editorial, el P. Fernando Domingo O.C.D., consideró que sería
coherente con las intenciones y el nivel de la colección dedicar uno de sus volúmenes a la figura de san Josemaría. Después de madurar la idea y de escuchar
a algunos de sus asesores, decidió, en junio de ese año, plantear formalmente
su propuesta. Unos años antes, en el 2001, el Prelado del Opus Dei, Mons.
Javier Echevarría, había erigido en Roma el Instituto Histórico San Josemaría
Escrivá de Balaguer, que agradeció y acogió la propuesta, pues concordaba
con las finalidades para las que había sido creado: promover investigaciones,
estudios y publicaciones que dieran a conocer la vida, el mensaje y la obra del
fundador del Opus Dei.
Se iniciaron enseguida los trabajos encaminados a la concreción del proyecto. La naturaleza de la colección determinaba las líneas básicas a las que
tendría que ajustarse la obra: un diccionario de alta divulgación, y por tanto
con nivel científico, que pudiera servir como libro de referencia general, ocu9
PRESENTACIÓN
pándose en consecuencia no sólo de la vida de san Josemaría, sino también
de su mensaje y doctrina, y de la institución a la que había dado vida. Supuesto
ese marco, había que dar un paso más, precisando y perfilando la fisonomía y
el contenido de la obra. Se decidió pronto la orientación hacia un diccionario
alfabético –como lo son la mayoría de los incluidos en la colección– en el que
las voces de contenido histórico-biográfico se alternaran con las teológicas,
canónicas o espirituales, sin perjuicio de incluir, junto al índice alfabético, otro
de carácter sistemático, que permitiera captar la estructura que vertebra el Diccionario. Se consideró conveniente además –hacia esa conclusión orientaba el
elevado número de voces que se preveía– dirigirse como a posibles autores a
un amplio conjunto de personas que, por la variedad de su condición –mujeres y
hombres, sacerdotes y seglares– y por la diversidad de sus nacionalidades y de
sus dedicaciones profesionales, contribuyeran, ya desde el principio, a poner de
manifiesto uno de los rasgos más característicos del espíritu de san Josemaría:
la universalidad del mensaje de santificación en medio del mundo.
Con la elaboración del proyecto de las voces y de los posibles autores concluyó la fase preparatoria. Había, pues, que pasar a la realización. Al llegar a
este punto se consideró oportuno, teniendo en cuenta que la lengua original del
Diccionario iba a ser el castellano y que la Editorial tenía su sede en Burgos, que
toda esta fase de los trabajos recayera sobre la sección que el Instituto Histórico
tiene en España, el Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de
Balaguer, de la Universidad de Navarra, con cuya colaboración se había contado, por lo demás, desde el principio. A ese efecto, se constituyó un Comité Editorial, compuesto por las siguientes personas: el Prof. José Luis Illanes,
director; el Prof. Lucas Francisco Mateo-Seco, subdirector; el Prof. José Luis
González Gullón, secretario general; y las Dras. Mercedes Alonso e Inmaculada
Alva, vocales. Misión del Comité Editorial ha sido la asignación de las voces, la
correspondencia con los posibles autores y con los consultores o referees (dos
por cada una de las voces), la valoración de los dictámenes recibidos, el trato
con los autores hasta llegar a la versión final, y la revisión de conjunto para,
manteniendo las características y la personalidad de cada voz y de cada autor,
garantizar la necesaria unidad, tanto formal como de contenido, que debía tener
la obra.
La Introducción general del Diccionario aspira a dar una visión de conjunto
de la persona de san Josemaría y a facilitar así el acceso a las voces pormenorizadas. Incluye tres artículos. El primero –redactado por el actual Prelado
del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, quien colaboró estrechamente con san
Josemaría desde 1953, cuando fue nombrado su secretario, hasta su muerte en
1975– está dedicado a esbozar la personalidad del fundador del Opus Dei, en el
contexto de la misión que Dios le encomendó. El segundo ofrece los aspectos
más relevantes de su biografía; y el tercero, una somera descripción de la naturaleza, apostolado y estructura del Opus Dei.
10
PRESENTACIÓN
A continuación viene el Diccionario propiamente dicho, que está formado
por 288 voces que corresponden a dos grandes áreas temáticas: 158 voces son
de carácter teológico-espiritual, y 130 son histórico-biográficas. Estas voces
están, como ya se señaló más arriba, ordenadas alfabéticamente y tienen una
extensión variada, de acuerdo con la importancia del tema en la vida y en las
enseñanzas de san Josemaría. Han colaborado 226 autores; su variada cualificación profesional y su también diversa procedencia geográfica pueden comprobarse en el índice de colaboradores con que se cierra el libro.
Completan la obra, en efecto, tres índices. Destaca un índice analítico que
recoge las 288 voces que componen el Diccionario, así como, con un tipo de
letra diverso, otros conceptos que, aunque no tengan voz propia, son tratados
con cierta amplitud en las voces propiamente dichas a las que se remiten; estas
“voces vacías” o “voces de remisión”, como a veces suelen ser designadas,
alcanzan la cifra de 267. También aparecen otros dos índices: uno de voces
ordenadas de acuerdo con un criterio sistemático, y otro de colaboradores.
Esta obra, como es obvio, no es exhaustiva. Hay algunos aspectos de la
vida y de las enseñanzas de san Josemaría que son tocados sólo tangencialmente. Y son muchos los que, apuntados o no en el Diccionario, darán ocasión
a estudios y reflexiones en el futuro. Confiamos en que el Diccionario ayude a
los lectores a un mejor conocimiento de la vida y de las enseñanzas de quien fue
una de las personalidades más relevantes de la historia de la Iglesia en el siglo
XX, y guía para la vida de personas de muy diversas condiciones y países, un
santo de lo ordinario –según lo calificó Juan Pablo II el día siguiente a su canonización–, es decir, un promotor de un camino de santidad y de apostolado, de
una existencia cristiana sincera y profunda, en las variadas circunstancias de la
vida ordinaria en medio del mundo.
Sólo nos queda manifestar nuestra gratitud. En primer lugar, a Mons. Javier
Echevarría, Prelado del Opus Dei, que ha seguido nuestro trabajo no sólo con
su estímulo, sino con su colaboración. También a quienes han dirigido la Editorial Monte Carmelo, desde el P. Fernando Domingo hasta su actual director,
el P. Pedro Ángel Deza. Así como, y muy especialmente, a todos los autores y
a cuantos, sabiendo encontrar tiempo a pesar de sus diversas ocupaciones,
aceptaron la función de referees o asesores. Sin la disponibilidad y el esfuerzo
de todos ellos –y sin el impulso que viene del espíritu y de la intercesión del
propio san Josemaría–, el presente Diccionario no habría podido llegar a puerto.
El Comité Editorial
Pamplona, 26 de junio de 2013,
38º Aniversario del dies natalis de san Josemaría
11
SUMARIO
ÍNDICE DE VOCES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
SIGLAS Y ABREVIATURAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
INTRODUCCIONES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
VOCES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
COLABORADORES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1319
ÍNDICE ALFABÉTICO DE VOCES Y REMISIONES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1335
ÍNDICE ESQUEMÁTICO DE VOCES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1351
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ÍNDICE DE VOCES
Abandono . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Academia y Residencia DYA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Acciones de gracias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Actividad del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Administración de la Residencia de La Moncloa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Albás, Familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Albás Blanc, Dolores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Alegría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Alemania . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Alma sacerdotal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Amigos de Dios (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Amistad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Amor a Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Amor Misericordioso, Obra del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ángeles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Apostolado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Apostolado ad fidem . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Apostolado de la opinión pública . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Apuntes íntimos (obra inédita) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Argentina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Atención a enfermos y visitas a hospitales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Audacia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Australia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Austria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
57
61
63
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Barbastro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bautismo y Confirmación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bélgica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Botella Raduán, Enrica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Botella Raduán, Francisco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Brasil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Burgos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153
157
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15
ÍNDICE DE VOCES
Camino (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Canadá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Canonización de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Carácter, Formación del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Caridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Carismas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cartas (obra inédita) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Casciaro Ramírez, Pedro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Castidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Catequesis, Labor y viajes de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Celibato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Centros ELIS y SAFI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Chile . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Colegio Romano de la Santa Cruz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Colegio Romano de Santa María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Colombia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Comunión de los santos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Conciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Concilio Vaticano II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Consagraciones del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Contemplación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Contemplativos en medio del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Contrición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . Conversión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cooperadores del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cosas pequeñas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Costa Rica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cruz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175
184
188
190
195
199
204
212
214
219
223
230
231
235
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259
263
265
268
271
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277
279
284
289
292
300
Deberes de estado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Defectos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dell’Acqua, Angelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Desagravio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Descanso. Santificación de las fiestas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Desprendimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Devoción, devociones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Devoción a san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Diego de León, Centro de Estudios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dios Padre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dirección espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dolor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 305
308
312
314
316
320
325
331
332
334
339
345
Echevarría Rodríguez, Javier . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Economía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ecuador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Educación y enseñanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 351
353
357
360
16
ÍNDICE DE VOCES
Eijo y Garay, Leopoldo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ejemplo, Apostolado del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El Salvador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Enfermedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Epistolario de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Es Cristo que pasa (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escatología-Novísimos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escritos de san Josemaría: Descripción de conjunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escrivá, Familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escrivá Corzán, José . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escrivá de Balaguer y Albás, Carmen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escrivá de Balaguer y Albás, Santiago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . España . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Esperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Espíritu del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Espíritu Santo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estados Unidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estatutos del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estilo literario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estudio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estudios y títulos académicos de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Eucaristía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Evangelización y catequesis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Examen de conciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Expansión apostólica del Opus Dei: Visión sintética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 364
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479
Familia, Santificación de la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fernández Vallespín, Ricardo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fidelidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fieles cristianos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fieles del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Filiación divina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Filipinas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fisac Serna, María Dolores (Lola) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Forja (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Formación: Consideración general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fortaleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Francia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fraternidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fundación del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 485
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552
García Escobar, María Ignacia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . García Lahiguera, José María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Gloria de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . González Guzmán, Narcisa (Nisa) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Gordon Picardo, Luis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Grabaciones audiovisuales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Gracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 563
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ÍNDICE DE VOCES
Gran Bretaña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Guatemala . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 585
589
Hernández Garnica, José María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Holanda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Hoyo Alonso, Salvadora (Dora) del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Humildad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 593
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599
Identificación con Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Incardinación sacerdotal de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Infancia espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Inhabitación trinitaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Iniciación cristiana de san Jose­­­maría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Instituto General y Técnico de Logroño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Institutos seculares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Instrucciones (obra inédita) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Irlanda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Italia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Itinerario jurídico del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 609
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Jaculatorias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Japón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jenner, Residencia Universitaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jesucristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jiménez Vargas, Juan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jorge Manrique, Centro de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Juan Pablo I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Juan Pablo II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Juan XXIII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Justicia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 673
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704
Kenya . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 711
La Abadesa de Las Huelgas (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Laboriosidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Laicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lectura espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Legación de Honduras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Libertad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Libertad en las cuestiones temporales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Liturgia: Visión general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Liturgia de las horas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Liturgia y vida espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Logroño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los Rosales, Centro de formación y casa de retiros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lucha ascética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 717
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ÍNDICE DE VOCES
Madrid (1927-1936) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Madrid (1936-1937) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Madrid (1939-1946) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Magnanimidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María Santísima . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María Santísima, Devoción a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Matrimonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Medios de comunicación social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mentalidad laical . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . México . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mística . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Molinoviejo, Casa de retiros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Moncloa, Colegio Mayor Universitario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Moral cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mortificación y penitencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mujeres en el Opus Dei. Inicio del apostolado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Múzquiz de Miguel, José Luis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 777
783
788
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798
807
812
822
829
833
837
841
843
845
854
860
868
875
Naturalidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Nigeria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Nombramientos y distinciones de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 879
884
888
Obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Oración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ordenación sacerdotal de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Organización y gobierno del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ortega Pardo, Encarnación (Encarnita) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ortiz de Landázuri, Guadalupe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 893
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914
917
924
926
Pablo VI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Palazzini, Pietro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Paraguay . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Paso de los Pirineos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Patriotismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Patronato de Enfermos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Patronos e intercesores del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Paz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pecado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Penitencia, Virtud y sacramento de la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Perdiguera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Perú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Piedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pío XII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Plan de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Portillo y Diez de Sollano, Álvaro del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Portugal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pou de Foxá, José . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 929
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19
ÍNDICE DE VOCES
Poveda Castroverde, Pedro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Predicación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Predicación de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Prelado del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Prelaturas personales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Presencia de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Primeros cristianos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Promoción social y desarrollo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Proselitismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Prudencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Puerto Rico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 993
995
999
1007
1012
1016
1021
1024
1029
1033
1038
Recogimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Responsabilidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Retiro espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Roma (1946-1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Roma (1956-1965) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Roma (1965-1975) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Romano Pontífice . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Romerías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1041
1043
1045
1048
1055
1063
1071
1075
Sacerdocio común . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sacerdocio ministerial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sacramentos: Exposición de conjunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Sagrada Escritura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sagrada Familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . San José . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sánchez Ruiz, Valentín María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santa Isabel, Real Patronato de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santidad. Llamada universal a la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santo Rosario (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santuarios y lugares marianos, Peregrinaciones de san Josemaría a . . . . . . . . Secularidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Seminario Conciliar de Logroño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Seminario Conciliar de Zaragoza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Seminario de San Francisco de Paula . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Serenidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Servicio, Espíritu de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sinceridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sociedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, Historia de la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sociedad Sacerdotal de la San­ta Cruz. Naturaleza y régimen . . . . . . . . . . . . . Solidaridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Somoano Berdasco, José María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Suiza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Surco (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1079
1084
1092
1097
1102
1105
1108
1110
1113
1123
1126
1130
1136
1142
1143
1146
1148
1153
1158
1162
1166
1171
1175
1180
1181
1183
Templanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1187
20
ÍNDICE DE VOCES
Teología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Tibieza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Torreciudad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Trabajo, Santificación del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Trinidad Santísima . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1191
1194
1198
1202
1210
Unidad de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad de Madrid . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad de Navarra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad de Piura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad de Zaragoza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Uruguay . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1217
1223
1231
1232
1234
1235
1238
Varón y mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Venezuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Veracidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Via Crucis (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Viajes apostólicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vida interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vida ordinaria, Santificación de la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Villa delle Rose . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Villa Tevere . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Virtudes: Consideración general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vocación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vocación de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Voluntad de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1243
1247
1250
1253
1255
1259
1264
1273
1274
1278
1287
1296
1300
Yauyos, Prelatura de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1307
Zaragoza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Zorzano Ledesma, Isidoro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Zurbarán, Colegio Mayor Universitario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1311
1315
1316
21
SIGLAS Y ABREVIATURAS
1. ABREVIATURAS DE LAS OBRAS DE SAN JOSEMARÍA
C
Camino, Valencia, Gráficas Turia, 1939
AH
La Abadesa de Las Huelgas, Madrid, Luz, 1944
CONV
Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1968
ECP
Es Cristo que pasa, Madrid, Rialp, 1973
AD
Amigos de Dios, Madrid, Rialp, 1977
VC
Via Crucis, Madrid, Rialp, 1981
AIG
Amar a la Iglesia, Madrid, Palabra, 1986
S
Surco, Madrid, Rialp, 1986
F
Forja, Madrid, Rialp, 1987
Statuta
Statuta Operis Dei o Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae
Sanctae Crucis et Operis Dei, en OIG, pp. 309-346 y en IJC, pp. 628-657
2. ABREVIATURAS DE LA BIBLIOGRAFÍA SOBRE SAN JOSEMARÍA
AGP Archivo General de la Prelatura
AVPAndrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei. Mons. Josemaría
Escrivá de Balaguer (1902-1975), 3 vols., Madrid, Rialp, 1997-2002
CCEDEJ
Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá
de Balaguer, Pamplona, 1997-2003
CECH
Camino. Edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez,
Madrid, Rialp, 20043
GVQ
La grandezza della vita quotidiana, Roma, Edizioni Università della
Santa Croce, 2002-2003, 13 vols.
23
SIGLAS Y ABREVIATURAS
IJCAmadeo de Fuenmayor - Valentín Gómez-Iglesias - José Luis Illanes,
El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma,
Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1989
OIGPedro Rodríguez - Fernando Ocáriz - José Luis Illanes, El Opus Dei en la
Iglesia. Introducción eclesiológica a la vida y el apostolado del Opus
Dei, Madrid, Rialp, 1993
SetD
Studia et Documenta. Rivista dell´Istituto Storico San Josemaría
Escrivá, Roma, 2007SRECH
Santo Rosario. Edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de
Pedro Rodríguez (dir.), Constantino Ánchel y Javier Sesé, Madrid, Rialp,
2010
3. ABREVIATURAS DE LOS LIBROS DE LA SAGRADA ESCRITURA
Antiguo Testamento
Ct Cantar de los cantares
GnGénesis
SbSabiduría
ExÉxodo
Si (Sirácida) Eclesiástico
LvLevítico
IsIsaías
NmNúmeros
JrJeremías
DtDeuteronomio
LmLamentaciones
JosJosué
BaBaruc
JcJueces
EzEzequiel
RtRut
DnDaniel
1 S 1 Samuel
OsOseas
2 S 2 Samuel
JlJoel
1 R 1 Reyes
AmAmós
2 R 2 Reyes
AbAbdías
1 Cro 1 Crónicas
JonJonás
2 Cro 2 Crónicas
MiMiqueas
EsdEsdras
NaNahum
NeNehemías
HaHabacuc
TbTobías
SoSofonías
JdtJudit
AgAgeo
EstEster
ZaZacarías
1 M 1 Macabeos
MlMalaquías
2 M 2 Macabeos
Nuevo Testamento
JbJob
SalSalmos
MtMateo
PrProverbios
McMarcos
Qo (Qohelet) Eclesiastés
LcLucas
24
SIGLAS Y ABREVIATURAS
JnJuan
2 Tim 2 Timoteo
Hch Hechos de los Apóstoles
TtTito
RmRomanos
FlmFilemón
1 Co 1 Corintios
HbHebreos
2 Co 2 Corintios
StSantiago
GaGálatas
1 P 1 Pedro
EfEfesios
2 P 2 Pedro
FlpFilipenses
1 Jn 1 Juan
ColColosenses
2 Jn 2 Juan
1 Ts 1 Tesalonicenses
3 Jn 3 Juan
2 Ts 2 Tesalonicenses
JdsJudas
1 Tim I Timoteo
ApApocalipsis
4. DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO
AA
Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 1965
AG
Concilio Vaticano II, Decr. Ad gentes, 1965
CA
Juan Pablo II, Cart. Enc. Centesimus annus, 1991
CCE
Catecismo de la Iglesia Católica, 1992
ChL
Juan Pablo II, Exhort. Ap. Christifideles laici, 1988
CIC
Código de Derecho Canónico, 1983
CN
Congregación para la Doctrina de la Fe, Cart. Communionis notio, 1992
CV
Benedicto XVI, Cart. Enc. Caritas in veritate, 2009
DCe
Benedicto XVI, Cart. Enc. Deus caritas est, 2005
DD
Juan Pablo II, Cart. Ap. Dies Domini, 1998
DF
Concilio Vaticano I, Const. Dogm. Dei Filius, 1870
DH
Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1965
DM
Juan Pablo II, Cart. Enc. Dives in misericordia, 1980
DN
Pío XI, Cart. Enc. Dilectissima nobis, 1933
DV
Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, 1965
DVi
Juan Pablo II, Cart. Enc. Dominum et vivificantem, 1986
EN
Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 1975
ES
Pablo VI, Motu Pr. Ecclesiae Sanctae, 1966
EV
Juan Pablo II, Cart. Enc. Evangelium vitae, 1995
GD
Pablo VI, Exhort. Ap. Gaudete in Domino, 1975
GS
Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, 1965
HV
Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 1968
IM
Concilio Vaticano II, Decr. Inter mirifica, 1963
25
SIGLAS Y ABREVIATURAS
LE
Juan Pablo II, Cart. Enc. Laborem exercens, 1981
LG
Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, 1964
MC
Pablo VI, Exhort. Ap. Marialis cultus, 1974
MD
Juan Pablo II, Cart. Ap. Mulieris dignitatem, 1988
MDe
Pío XII, Cart. Enc. Mediator Dei, 1947
MR
Pío XI, Cart. Enc. Miserentissimus Redemptor, 1928
NA
Concilio Vaticano II, Decl. Nostra aetate, 1965
NMI
Juan Pablo II, Cart. Ap. Novo millennio ineunte, 2001
PD
Pablo VI, Motu Pr. Pontificalis Domus, 1968
PDV
Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, 1992
PO
Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 1965
PP
Pablo VI, Cart. Enc. Populorum progressio, 1967
PT
Juan XXIII, Cart. Enc. Pacem in terris, 1963
RH
Juan Pablo II, Cart. Enc. Redemptor hominis, 1979
RMi
Juan Pablo II, Cart. Enc. Redemptoris missio, 1990
RP
Juan Pablo II, Exhort. Ap. Reconciliatio et paenitentia, 1984
SaC
Benedicto XVI, Exhort. Ap. Sacramentum caritatis, 2007
SC
Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 1963
SpS
Benedicto XVI, Cart. Enc. Spes salvi, 2007
UR
Concilio Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, 1964
VC
Juan Pablo II, Exhort. Ap. Vita consecrata, 1996
VD
Benedicto XVI, Exhort. Ap. Verbum Domini, 2010
VS
Juan Pablo II, Cart. Enc. Veritatis splendor, 1993
5. OTRAS OBRAS
AHIg
Anuario de Historia de la Iglesia, Pamplona, 1992 ss.
AnTh
Annales Theologici, Roma, 1987 ss.
BAC Biblioteca de Autores Cristianos
CDSI
Compendio de la Doctrina social de la Iglesia
DSpMarcel Viller et al. (eds.), Dictionnaire de spiritualité ascétique et
mystique. Doctrine et histoire, II, Paris, Beauchesne, tomo, año, pp.
DH
Heinrich Denzinger, Enchiridion Symbolorum, Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum, P. Hünermann (dir.), Freiburg, 199137 ss.,
Barcelona, 1999. Los números marginales coinciden con los de Heinrich
Denzinger, Enchiridion Symbolorum, Definitionum et Declarationum de
rebus fidei et morum, A. Schönmetzer (dir.), Freiburg, 196332 ss.
GERAntonio Millán Puelles et al. (dirs.), Gran Enciclopedia Rialp, Madrid,
1971 ss.
ScrdeM Scripta de Maria, Torreciudad (Huesca), 1978-82, 2004 ss.
26
SIGLAS Y ABREVIATURAS
ScrTh Scripta Theologica, Pamplona, 1969 ss.
S.Th.
Santo Tomás De Aquino, Summa Theologiae, y a continuación, I, q.2,
a-3; (o lo que corresponda)
ThWNTGerhard Kittel (dir.), Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament,
continuado por Gerhard Friedrich (dir.), Stuttgart, 1933 ss.
27
INTRODUCCIONES
La personalidad de san Josemaría y su respuesta a la misión que Dios le encomendó.
Exposición sintética de la vida de san Josemaría.
Descripción general del Opus Dei.
La personalidad de san Josemaría
y su respuesta a la misión que Dios le encomendó
1. Personalidad de san Josemaría en lo humano. 2. Perfil espiritual como cristiano y como
sacerdote. 3. Su conciencia de fundador.
“Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte
o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (C, 2). En esta línea reaccioné cuando
conocí y comencé a trabajar junto a san Josemaría, en los años cincuenta del pasado
siglo. Fui consciente de que me encontraba ante una persona con grandes cualidades
humanas, que le hacían amable, cariñoso, servicial, pendiente de los demás, con capacidad de percibir las necesidades o los momentos duros de quienes atravesaban una
prueba; también ante un maestro que sabía alentar y corregir; ante un superior que daba
confianza a los colaboradores; y, sobre todo, ante un sacerdote y un Padre que, día a día,
a través de su trabajo, se dedicaba con entereza a servir a Dios y a las almas, metido en
un diálogo muy intenso con el Señor.
Este entrelazamiento de cualidades humanas y sobrenaturales –fruto del favor divino y de su correspondencia a la gracia– constituyó una característica muy marcada del
fundador del Opus Dei, que se esmeró en perfeccionar cotidianamente con el exclusivo
deseo de ponerlas al servicio de la misión recibida.
Al bosquejar el perfil de su rica y atractiva personalidad, me detengo, primero, en
el aspecto humano; paso luego a exponer sumariamente su enfoque sobrenatural de
cristiano y de sacerdote, para terminar haciendo algunas reflexiones sobre su actitud en
cuanto fundador del Opus Dei.
1. Personalidad de san Josemaría en lo humano
“Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas
pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres
o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer
a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos
quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que
29
INTRODUCCIONES
es perfectus Deus, perfectus homo” (AD, 75). Así escribió en una de sus homilías, subrayando la importancia del elemento humano como base de la vida cristiana. “Si nuestra
vida es deshumana –explicaba en otra ocasión–, Dios no edificará nada en ella, porque
ordinariamente no construye sobre el desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia”
(ECP, 182).
El Señor, al elegir a quien había de ser instrumento para recordar a los hombres el
valor divino de las realidades humanas, dotó a san Josemaría de las cualidades convenientes para cumplir esa misión. Le concedió, en efecto, dotes de inteligencia, de voluntad y de corazón, de simpatía y garra humana, de reciedumbre y perseverancia fuera de
lo común. Se sirvió además de la esmerada educación que había recibido en el seno de
su familia y bendijo también su constante esfuerzo personal para sacar partido a esos
talentos.
Desde niño mostró una gran capacidad para asumir y asimilar todo lo que recibía
dentro del clima espiritual y humano que respiraba. Con normalidad, fue aprendiendo la
necesidad de practicar las virtudes humanas y las virtudes cristianas, en las que arraigaría la vida interior propia de un niño, de un muchacho, de un adolescente, de un universitario. Sorprenden muy de veras sus dotes de observación y de intuición. No ve en
el mundo que le rodea algo que se le impone o simplemente le favorece o le ayuda, sino
el marco en el que se desarrolla su existencia. Contempla cómo se realizan las diversas
tareas en el hogar, en el parvulario, en el colegio, y va concretando consecuencias.
No olvidará jamás la sonrisa amable de su padre, que nunca pierde la paz, y se interesa por las personas que se hallan a su lado como algo que pertenece a su propia vida.
Le hemos escuchado muchas anécdotas que muestran la amistad y lealtad de don José
Escrivá, proyectadas con más fuerza aún, en el ambiente de familia, con su esposa y sus
hijos. Josemaría descubrió en su padre el sentido humano y divino de la amistad y de la
justicia. Desde que empieza a darse cuenta de lo que le rodea, observa la puntualidad y
la responsabilidad en el trabajo de sus padres. Cumplidores del deber, cada uno en su
ámbito, desempeñan esas tareas con generosidad, con alegría, sin pérdidas de tiempo.
Procuran siempre acabarlas bien, con el estímulo de servir a los de arriba y a los de abajo.
Ese desvelo corre parejo con un profundo sentido de la libertad. Precisamente por
el clima de confianza del hogar, que luego trasladará a los ambientes donde habrá de
moverse, afronta el cumplimiento de las propias obligaciones y consulta voluntariamente
a quienes pueden aconsejarle. A la vez, descubre en ese ambiente la necesidad de la
sinceridad verdadera, y adquiere el hábito de no dejarse llevar por la crítica o la murmuración, el resentimiento o el rencor. En la medida en que crece en libertad, sabe contagiarla
a los demás, sin mostrarse jamás desconfiado.
Se desenvuelve en una atmósfera que cultiva la educación, el pudor, los buenos modales. Se esfuerza por escuchar, aprender de los demás, ayudar en la convivencia. Observa la comprensión que los suyos tienen con los ancianos, los enfermos y los pobres;
va atesorando ese comportamiento, con la conciencia de que nadie le puede resultar
indiferente.
No es posible describir la amplia gama de su carácter recio, que le empujaba a tomarse en serio –como hombre, como cristiano y como sacerdote– la propia vida y la de
los demás. Por eso, hasta el final de su paso por la tierra, se distinguió por su afán recto
de asimilar, en los países donde se encontraba, los sanos intereses de los otros. Aquí señalaré algunos rasgos sobresalientes de esa rica personalidad humana, sin la pretensión
de ser exhaustivo.
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INTRODUCCIONES
En primer lugar, el carácter amable, espontáneo, de persona que sabía querer. Experimenté este aspecto personalmente poco después de pedir la admisión en la Obra,
cuando acompañé a san Josemaría –junto con otros jóvenes– en un viaje a las cercanías
de Madrid. Me mareé en el trayecto y hubo que hacer un alto para limpiar el interior del
automóvil y mi ropa. Me ayudó sin ninguna repugnancia, poniendo tanto cariño en ese
detalle que enseguida me hizo superar la vergüenza que había experimentado inicialmente. Siempre le vi así, atento a las necesidades de los demás, poniendo el corazón hasta
en los más pequeños servicios. “Os quiero –solía comentar– como una madre y como
un padre” (AVP, III, p. 732). Recuerdo otra ocasión en la que le habían comunicado que
un fiel del Opus Dei, al que iban a hacer una arriesgada operación quirúrgica, podía quedarse en la mesa de operaciones. Mientras estábamos trabajando, brotó de su alma este
comentario: “Me han dicho que ese hijo mío se puede morir en la operación ¡y no vivo!”.
Este cariño se compenetraba con una gran fortaleza y energía de carácter para cumplir los deberes; en primer lugar los propios. Era un sacerdote recio, fuerte, comprensivo
y optimista. Actuaba siempre de modo responsable, generoso, lleno de celo por los demás, santamente intransigente con la doctrina de la fe y santamente transigente con sus
hermanos los hombres. Había escrito, siendo aún muy joven: “Más que en «dar», la caridad está en «comprender»” (C, 463). Se mostraba atento, afectuoso, condescendiente,
pendiente de las necesidades de los otros. Al referirse a esta cualidad de su carácter –la
constancia para alcanzar los objetivos propuestos–, solía comentar que se debía a su
ascendencia aragonesa. Sin embargo, se esforzó por elevar esa “tozudez” –así la llamaba– al plano sobrenatural. El temple enérgico que el Señor le había concedido, le sirvió
para insistir en la propia lucha ascética y en la de los demás, sin mortificar a nadie. No
ocultaba ese temperamento fuerte, pero se esforzaba por rectificar la intención y reconocía con buen humor: “El Señor se ha servido también de mi caratteraccio, de mi tozudez,
para sacar adelante el Opus Dei”.
A estas cualidades hay que añadir la alegría y el buen humor. Quienes le trataron en
la infancia refieren que su alegre simpatía arrastraba. Puso también esa faceta humana al
servicio de la misión recibida de Dios, y supo ser desde los comienzos un apóstol lleno
de gozo, que transmitía la necesidad de una fe operativa, la firmeza de una esperanza
segura, y el tesoro de la capacidad de amar a Dios y a sus hermanos por Dios. Con esta
misma fuerza llegó al final de su paso por la tierra, acercándose a los corazones de las
gentes de muchos países, para descubrirles con vigor y cercanía la riqueza de la amistad
con Dios. No era un optimismo simplemente natural, porque en su capacidad de hacer
fiesta y de entonar canciones alegres, se manifestaba lo que anidaba en lo más profundo
de su alma en gracia: la conciencia de ser hijo de Dios.
Justamente porque se fijaba en el bien que operaban los demás –de todos aprendía–, era muy agradecido, persuadido de que todos le enriquecían. A la vez, precisamente porque poseía una acentuada capacidad de advertir la bondad, la belleza, la nobleza,
los grandes ideales, percibía con prontitud las necesidades del prójimo. Desde niño fue
acrisolando un afán grande de crecer en doctrina y preparación humana, cultural, profesional, que se fue acentuando al recibir las exigencias del Señor.
Hombre de genio vivo y rápido, puso toda su categoría humana al servicio de la
misión que Dios le confió. No se dejó llevar de preferencias. Amplió continuamente sus
horizontes, hasta alcanzar un temple acogedor, que aceptaba y valoraba lo positivo de
cada alma. Su naturalidad –noble, normal, con señorío– traslucía una personalidad realmente excepcional. Jamás había en su comportamiento el más mínimo ademán de comedia, ni buscaba ningún tipo de protagonismo. Y, sin embargo, se movía en público, sin
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INTRODUCCIONES
pretenderlo, como un artista consumado. No representaba, pero estaba dotado de una
amplia riqueza de comunicación. Atraía su sonrisa permanente y su mirada inteligente,
penetrante, comprensiva.
Al hablar, en sus gestos o en el tono de su voz, reforzado por el movimiento o la
quietud de sus manos, creaba un ambiente de amistad, de interés cristiano por sus interlocutores: he sido testigo de cómo personajes del ámbito civil y del mundo eclesiástico
manifestaban que su afán de santidad, su interés por las almas, se traslucía en la viveza
de sus ojos y de sus manos, que eran –a mi parecer– la expresión de su mirar y de su
tratar a Cristo en la Sagrada Eucaristía.
Una característica más de su perfil humano era el amor al trabajo bien acabado,
hasta el último detalle, sin espacio para las “chapuzas”, las cosas mal terminadas. Una
laboriosidad impregnada de espíritu de servicio y de amor a las “cosas pequeñas”, que
quedó de manifiesto ya en su juventud, cuando ayudaba a los compañeros a sacar adelante los estudios de Bachillerato o en el Seminario. Esta laboriosidad se habría de convertir en otro de los rasgos definitorios del espíritu del Opus Dei.
Resumiendo estos esbozos del carácter de san Josemaría, la Positio sobre la heroicidad de su vida y sus virtudes afirma: “No basta decir que (...) fue un hombre dotado de
inteligencia, voluntad y corazón; es preciso reconocer la armónica fusión de estas grandes capacidades en una vigorosa identidad personal bien marcada”. Y más adelante: “Al
trazar el perfil humano del joven Josemaría, hemos de reconocer que era una persona
siempre jovial –y así permaneció con el transcurrir de los años– y que, al mismo tiempo,
estaba dotado de una energía espiritual intensísima, templada por una gran sencillez
en el trato. Claramente educado en el dominio de sí y en la nobleza de ánimo. Elegante
sin afectación (la elegancia era para él un modo de manifestar el respeto de sí mismo y
del prójimo). Estaba dotado de una simpatía y una cordialidad excepcionales, sobre las
que se basaban no sólo la caridad heroica sino todas aquellas pequeñas (pero grandes)
virtudes humanas que, como fundador, supo incluir en la espiritualidad del Opus Dei,
consciente de que constituyen el fundamento de las virtudes sobrenaturales. Poseía además una gran afabilidad, una evidente sinceridad de palabra y de comportamiento, una
lealtad a toda prueba, un espíritu de servicio que llegaba a la abnegación y, finalmente,
una espontaneidad y una naturalidad tales, que le hacían aparecer como uno de tantos,
como una persona común. Sobre estas amables virtudes humanas se basa el carisma de
la normalidad que reivindicó siempre para su fundación” (Positio sobre la vida y virtudes:
Informatio, Heroísmo en general, pp. 4 y 11).
2. Perfil espiritual como cristiano y como sacerdote
Las cualidades humanas de san Josemaría fueron potenciadas por la gracia, hasta
hacer de él un cristiano ejemplar y un sacerdote santo.
Entre las actitudes espirituales que se desvelan ya en su infancia y adolescencia,
y que conservará y desarrollará a lo largo de los años, destaca un hondo sentido de la
filiación divina, manifestado en una confianza inquebrantable en nuestro Padre Dios y en
la atención llena de caridad a las necesidades espirituales y materiales del prójimo; una
piedad encendida hacia Jesús en el sacramento de la Eucaristía; una devoción tierna a la
Virgen nuestra Madre, a san José y a los Ángeles Custodios; una esperanza y un optimismo sobrenaturales, que le impulsaron siempre a descubrir el lado bueno de los sucesos
y le empujaron a no desanimarse ante las contrariedades; siempre con un gran amor a la
libertad personal de todas las criaturas y un ardiente celo por la salvación de las almas.
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INTRODUCCIONES
Consideraba el sacerdocio como don excelso. Sus padres le habían educado en el
respeto y veneración hacia los presbíteros, representantes de Cristo en la tierra. El joven
Josemaría tenía el convencimiento de que ese camino requería una llamada expresa de
Dios y reclamaba una correspondencia plena y un total olvido de sí, para dedicarse por
entero al ejercicio del ministerio. Pero no pensaba que ésa fuera su senda. Sin embargo,
aunque no lo esperaba, no dudó en seguir esa llamada con prontitud y alegría, en cuanto
comprendió que era lo que Dios quería de su persona. No ignoraba los sacrificios que
esa decisión llevaba consigo: el abandono de las ilusiones humanas y profesionales que
por entonces se estaban gestando en su alma y, sobre todo, lo que suponía para su familia el desprendimiento de los proyectos forjados sobre su futuro. Pero ninguna de estas
consideraciones fue obstáculo para su disponibilidad ante la Voluntad de Dios.
Muchas veces le oí referirse a los barruntos de su llamada al sacerdocio, a sus quince o dieciséis años. Comprendió que Dios se había metido en su corazón, y se apoderó
de su alma la intranquilidad sobrenatural de buscarle, de mirarle, de tratarle, de amarle
siempre más. Al referirse a este enamoramiento que inundó su ser, reconocía con naturalidad que era el primero y único amor de su existencia, que fue creciendo sin acostumbramientos y sin cansancios.
Se esforzó por adquirir la preparación necesaria y las características propias de un
buen sacerdote: piadoso, culto, docto, identificado con su ministerio; fue gran predicador y director de almas; estudioso, mortificado, sin pensar en sí mismo; ordenado y con
gran visión sobrenatural; humilde, rezador, apasionado por cuanto se refería a Dios, a la
Virgen, al Papa y a la Iglesia; obediente, seguro en la doctrina, practicante de las virtudes
teologales y cardinales, y cada día más enamorado de su vocación, para acercarse más
al Señor y, por el Señor, a las almas. Era consciente de que Dios le llevaba por el camino
del sacerdocio con un objetivo preciso, que no se le desvelaría hasta el 2 de octubre de
1928, con la iluminación sobre su tarea como fundador del Opus Dei. Perseveró durante
unos diez años en una oración incesante, invocando las luces del Cielo –Domine, ut
­videam!– y la intercesión de la Virgen –Domina, ut sit!– para que se cumpliera ese querer
divino. Por eso, desde el momento de la ordenación sacerdotal, se ocupó enteramente
de hacer realidad existencial la nueva configuración con Cristo que había recibido por el
sacramento del Orden.
“Sed, en primer lugar, sacerdotes; después, sacerdotes; siempre y en todo, sólo
sacerdotes”. Solía dar este consejo a los recién ordenados, porque trataba de cumplirlo
personalmente en las más diversas circunstancias. Tan firme era su identificación con
Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, que su único timbre de gloria, al lado del cual palidecían todos los honores de la tierra, era sencillamente ser “sacerdote de Jesucristo”. En
una homilía de 1973, cuando se difundían en la Iglesia voces confusas sobre la identidad
del sacerdote y el valor del sacerdocio ministerial, resumía así su pensamiento: “Esta es
la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que
Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo silencio de la
oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia? Es una ganancia que no es posible calcular. Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas -más que Ella sólo
Dios- trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro
cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos,
para ser, ya desde ahora, prenda de la vida futura” (AIG, p. 72).
Al trazar las líneas maestras del perfil sacerdotal de san Josemaría, conviene subrayar, ante todo, su fe profunda, como señalaba el cardenal Joseph Ratzinger en la homilía
pronunciada en 1992, con motivo de la beatificación. “Fue consciente muy pronto de
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INTRODUCCIONES
que un plan divino le rondaba de cerca, de que Dios contaba con él para una tarea muy
particular. Pero no sabía cuál era. ¿Cómo encontrar una respuesta, dónde buscarla?”,
se preguntaba el futuro Benedicto XVI. Y respondía: “Se puso a buscar sobre todo en la
escucha de la palabra de Dios, en la Sagrada Escritura. No leyó la Biblia como un libro
del pasado, ni como un libro de problemas sobre los que discutir, sino como una palabra
actual, que habla al hombre de hoy; como una palabra en la que estamos nosotros, cada
uno de nosotros, y en la que debemos buscar nuestro sitio, para encontrar nuestro camino” (Ratzinger, Homilía, 19-V-1992: Capucci, 2009, pp. 108-109).
Esa fe, que en los años de preparación al sacerdocio se expresaba con las palabras
del ciego Bartimeo, creció a lo largo de su caminar terreno. Una fe que era adhesión a
la Palabra de Dios con todas las energías de su inteligencia, de su voluntad y de su corazón. Una fe contagiosa, que creaba en quienes le trataban una viva conciencia de la
cercanía de Dios. Y, con la fe, la esperanza: no hay santidad si no se desarrolla una fe omnicomprensiva de la realidad, si no se fomenta –como la fuerza que impulsa el peregrinar
de la criatura– la virtud de la esperanza. Apenas vislumbró su vocación, san Josemaría
fue consciente de que la misión recibida era inmensamente superior a sus fuerzas. Por
eso acudió con insistencia, sin abandonarlos jamás, a los únicos medios capaces de
poner a nuestro alcance la omnipotencia divina: la oración y el sacrificio, y esto aun antes
de fundar el Opus Dei. Innumerables testimonios documentan cómo fue mendigando,
por los hospitales y los suburbios más abandonados de Madrid, las oraciones y el ofrecimiento a Dios del dolor de muchas gentes abandonadas, a las que llevaba el consuelo
y el aliento de su asistencia sacerdotal.
Nos sale al encuentro, de este modo, la virtud más característica de la vida cristiana,
que constituye un trazo de especial trascendencia en el perfil espiritual de san Josemaría:
la caridad, que en el sacerdote adquiere los contornos precisos de la caridad pastoral,
pues nace de la conciencia de ser representante de Jesucristo, el Pastor supremo de las
almas, que ha dado su vida por sus ovejas (cfr. Jn 10). Esta convicción sobrenatural le
llevó a gastarse hasta el extremo en el ejercicio del ministerio, pues le urgía el Amor de
Cristo (cfr. 2 Co 5, 14), el celo por la salvación de cada persona y de la humanidad entera;
virtud pastoral, fuerte y perseverantemente alimentada en la Eucaristía y en la oración,
que dio fecundidad de frutos a su ministerio.
Este poderoso edificio teologal se apoyaba sobre el firme fundamento de la humildad,
que, con la Tradición cristiana, consideró como medio y condición de eficacia. El apoyo
en una fe recia, como base de la respuesta cristiana, soslaya el error de presentar la humildad como falta de aplomo o de iniciativa, como renuncia al ejercicio de derechos que
son deberes. “Ser humildes –predicaba en una ocasión– no es ir sucios, ni abandonados;
ni mostrarnos indiferentes ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, en una continua dejación de derechos. Mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No
puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad”
(Notas de una meditación, 25-XII-1972: AGP, Biblioteca, P09, 1995, 190-191).
El perfil espiritual del sacerdote Josemaría quedaría incompleto si no señaláramos
también –con palabras del decreto pontificio sobre la heroicidad de sus virtudes– que
consideró el Sacrificio del Altar “como centro y raíz de la vida cristiana. Fue apóstol incansable del sacramento de la Penitencia (...). Aunque la fecundidad de su apostolado
estaba a la vista de todos, se consideraba sólo un instrumento inepto y sordo, un fundador sin fundamento, un pecador que ama con locura a Jesucristo” (Congregación de las
Causas de los Santos, Decreto, 9-IV-1990: Capucci, 2009, p. 83).
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INTRODUCCIONES
San Josemaría fue ante todo un cristiano y un sacerdote que asumió íntegramente su
vocación cristiana y sacerdotal. El obispo de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo y Garay,
a quien se debe la primera aprobación canónica del Opus Dei y que trató personalmente
a san Josemaría durante años, escribía en 1943 unas líneas que resumen la figura sacerdotal del fundador de la Obra: “El Dr. Escrivá es un sacerdote modelo, escogido por Dios
para santificación de muchas almas, humilde, prudente, abnegado, dócil en extremo a
su Prelado, de escogida inteligencia, de muy sólida formación doctrinal y espiritual, ardientemente celoso, apóstol de la formación cristiana de la juventud estudiosa, y sin más
mira ni afán que preparar para utilidad de la Patria, y servicio y defensa de la Iglesia, muchedumbre de profesionales intelectuales, que aun en medio del mundo no sólo lleven
vida de santidad sino también trabajen con alma de apóstoles” (AVP, II, p. 716).
3. Su conciencia de fundador
Desde el 2 de octubre de 1928, fecha de fundación del Opus Dei, la biografía de san
Josemaría se identifica con la historia de la institución que ese día nació en el seno de
la Iglesia. Si hasta entonces su oración había discurrido por los cauces marcados por
dos jaculatorias –Domine, ut videam!, Domina, ut sit!–, una vez conocida la Voluntad de
Dios, sus ansias se resumían en otras frases: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!,
Regnare Christum volumus!, Deo omnis gloria! A las tres aspiraciones se refiere el papa
Juan Pablo II en las Litterae Decretales para la canonización del fundador del Opus Dei,
donde escribió: “Su ardiente celo por las almas iba unido a una firme voluntad de servicio a la Iglesia y a una profunda devoción a la Virgen María. Regnare Christum volumus!:
estas palabras resumen su constante preocupación pastoral por difundir, entre todos
los hombres y mujeres, la llamada a participar, en Cristo, de la dignidad de los hijos de
Dios. Hijos que viven sólo para servirle: Deo omnis gloria! Y todo esto en el contexto de
las ocupaciones normales de cada día, por lo que con razón se le puede definir como «el
santo de la vida ordinaria». En efecto, su vida y su mensaje han enseñado a una multitud
inmensa de fieles –sobre todo laicos que trabajan en las más diversas profesiones– a
convertir las tareas más comunes en oración, en servicio al prójimo y en camino de santidad” (Juan Pablo II, Litterae Decretales, 6-X-2002: Capucci, 2009, p. 130).
“Un fundador sin fundamento”: así se definió personalmente cuando, en ocasiones,
retornaba a la fecha fundacional. Y en los raros casos en que se refirió a sí mismo públicamente, no tenía reparo en afirmar: “Os abro mi alma, en la presencia de Dios, con
la persuasión más absoluta de que no soy modelo de nada, de que soy un pingajo, un
pobre instrumento –sordo e inepto– que el Señor ha utilizado para que se compruebe,
con más evidencia, que Él escribe perfectamente con la pata de una mesa” (AD, 117).
Una característica esencial de la figura del fundador, junto con el sentimiento de la
más profunda indignidad, se revela en su honda convicción de hallarse en la tierra sólo
para realizar la misión que el Señor le había encomendado. Desde el primer momento,
se sabe patriarca de una gran familia sobrenatural que había de durar hasta el fin de los
tiempos, a la que –con el paso de siglos– vendrían muchedumbres de hombres y de mujeres de todos los continentes, de todas las razas y condiciones sociales, movidos por
el deseo de encarnar en sus vidas el espíritu que Dios le había entregado. No existía en
su alma sombra de orgullo, sino una gratitud inmensa a Dios y una confusión ilimitada
ante su bondad; por eso escribió al cabo de algunos años: “No puedo dejar de levantar
el alma agradecida al Señor, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra (Ef
3, 15-16), por haberme dado esta paternidad espiritual, que, con su gracia, he asumido
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INTRODUCCIONES
con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso, os quiero con
corazón de padre y de madre” (Carta 6-V-1945, n. 23: AGP, serie A.3, 92-4-2).
De esta aparente paradoja –saberse llamado a fundar el Opus Dei y considerar sinceramente que carecía de virtudes y de medios para cumplir la tarea– hizo mención el
cardenal Joseph Ratzinger en la homilía antes citada. “Su fundación se llama Opus Dei, no
Opus nostrum. No quiso crear una obra suya, la obra de Josemaría Escrivá; no pretendió
construirse un monumento a sí mismo. «Mi obra no es mía», podía y quería decir en sintonía con Cristo, identificándose con Él (cfr. Jn 7, 16). No quería hacer algo propio, sino dejar
sitio a Dios para que hiciera la Obra. Con certeza era también consciente de las palabras
que Jesús nos dirige en el evangelio de San Juan: ésta es la obra de Dios, la fe (cfr. Jn 6,
29); es decir, sumergirse en Dios, para que Él pueda actuar a través de nosotros”.
“De esta manera –continuaba el cardenal– se lleva a cabo una postrera identificación
con otra frase de la Escritura. Las palabras de Pedro en el Evangelio de hoy se hacen
suyas: «Homo peccator sum», soy un hombre pecador. Cuando nuestro Beato fue consciente de la pesca abundante de su vida, se asustó –como Pedro– al ver su miseria en
comparación con lo que Dios había querido hacer en él y a través de él. Se llamaba a sí
mismo «un fundador sin fundamento» y «un instrumento inepto»: bien sabía que no era él
quien había hecho todo eso, que no podía haberlo hecho él, sino que era Dios quien había actuado, sirviéndose de un instrumento claramente inadecuado” (Ratzinger, Homilía,
19-V-1992: Capucci, 2009, p. 110).
Después del 2 de octubre de 1928, no dejó el Señor de iluminar a san Josemaría con
claridades nuevas, que le confirmaban en la misión recibida. En los primeros años, esas
luces están relacionadas con aspectos basilares del espíritu del Opus Dei y del apostolado de sus fieles; por ejemplo, las que –en los primeros años treinta– se refieren a la
conciencia profunda de ser hijos de Dios, a la tarea de poner a Cristo en la cumbre de las
actividades humanas, a la seguridad de que la Obra saldrá siempre adelante afirmando
el reinado de Jesucristo, etc. Tampoco faltaron gracias especiales encaminadas a fortalecer al fundador y a estimularle en su dedicación a la Obra, o para ayudarle a resolver
aspectos concretos de la organización apostólica del Opus Dei.
La iluminación del Cielo que “vio” el 2 de octubre de 1928 abarcó desde entonces
toda la persona de san Josemaría, en sus componentes humanos y sobrenaturales. Las
virtudes teologales y morales, que eran sustento de su vida de fiel cristiano y de sacerdote, se convirtieron en el sólido fundamento de su tarea como fundador, hasta la hora
de su fallecimiento; de modo que toda la vida de san Josemaría tuvo carácter fundacional. “Hasta que yo muera –afirmó repetidas veces– la fundación está abierta”. Y así, la
fe y la esperanza teologales se traducen en una seguridad plena de que el Opus Dei se
hará como Dios quiere, obtendrá la configuración jurídica plenamente conforme a sus
características y durará hasta el final de los tiempos; la caridad pastoral se reforzará a
impulsos de una fecunda y dilatada paternidad; la humildad será la condición que permitirá al fundador “ocultarse y desaparecer”, para que sólo Jesús se luzca a través de su
figura, de su ejemplo y de sus palabras; su devoción a la Sagrada Eucaristía, al Espíritu
Santo, a la Santísima Virgen y a San José, a los Ángeles Custodios, conocerá nuevas
y estupendas manifestaciones, en un crescendo de intimidad que le conducirá a los
umbrales de la eternidad; y las virtudes morales que practicó, en su rica articulación al
servicio de la santidad y del apostolado en medio del mundo, desplegarán con plenitud
sus virtualidades, abriendo la senda que recorrerán innumerables personas a lo largo y a
lo ancho de la historia.
En esta línea, el primer sucesor de san Josemaría afirmaba: “La historia del Opus Dei
es la historia de la expansión de esa realidad espiritual. Así empezó en 1928, y así es en
36
INTRODUCCIONES
nuestros días. La Obra, esparcida hoy por los cinco continentes, nació ya con entraña
universal. Su historia es (...) una trayectoria de fidelidad a Dios. Éste es también el resumen de la vida de nuestro Fundador, que supo transmitir esta llamada de Dios a muchos
miles de hombres y de mujeres en todo el mundo” (Del Portillo, “El camino del Opus
Dei”, en Rodríguez - Alves de Sousa - Zumaquero, 1985, p. 37).
Concluyo esta breve introducción recurriendo a la Positio elaborada como paso previo a la beatificación y canonización de san Josemaría. Allí se resume su figura humana
y sobrenatural con las siguientes palabras: “Enérgico y lleno de mansedumbre; muy humano y muy sobrenatural; dotado de una inteligencia brillante, de una voluntad operativa, de un corazón grande. Un hombre de vastos horizontes, siempre atento a valorar
la importancia de las cosas pequeñas cotidianas; protagonista de experiencias místicas
extraordinarias y, al mismo tiempo, fundamentado enteramente en la vida ordinaria; capaz de grandes sueños y, al mismo tiempo, sabiamente realista; con un ritmo increíble en
el camino fundacional y paciente al mismo tiempo con las personas, cuidando las almas
una a una; profundamente sacerdotal pero también «anticlerical». Aragonés típico, pero
con espíritu universal; tan amante de la obediencia cuanto de la libertad; tradicional en
ciertos aspectos, innovador y hasta revolucionario en otros. Éstas son algunas de las
paradojas que caracterizaron el carácter vigorosamente unitario de Mons. Escrivá de
Balaguer, que puede ser definido como un hombre heroicamente enamorado de Dios”
(Positio sobre la vida y virtudes: Informatio, Heroísmo en general, p. 13).
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Escrivá de Balaguer, Pamplona, EUNSA, 1994; Aa.Vv., Die Welt, eine Leidenschaft: Charme und
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1983; Hugo de Azevedo, Uma luz no mundo. Vida do Servo de Deus Monsenhor Josemaría Escrivá
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carisma, Pamplona, EUNSA, 1989, pp. 25-47; Michele Dolz, San Josemaría Escrivá. Un profilo biografico, Milano, Ares, 2002; Id., Mia madre la Chiesa. Vita di san Josemaría Escrivá, Cinisello Balsamo
(Milano), San Paolo, 2008; François Gondrand, Au pas de Dieu, Paris, France-Empire, 1982; César
Ortiz (Hrsg.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln, Adamas Verlag, 2002; Erik Kennet Palsson, Vagen till Opus Dei. Om grundaren och verket, Helsingborg, Catholica, 1989; Eugueny
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Fondatore dell’Opus Dei, Casale Monferrato (Milano), Piemme, 2002; Andrés Vázquez de Prada, El
Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, I-III, Madrid, Rialp, 1997-2003.
+ Javier ECHEVARRÍA
37
INTRODUCCIONES
Exposición sintética de la vida de san Josemaría
1. Primeros años. 2. Formación y ordenación sacerdotales; primeros años de actividad pastoral. 3. La fundación del Opus Dei. 4. Primeros pasos en la fundación del Opus Dei. 5. Los inicios
de la expansión del Opus Dei. 6. La marcha a Roma. 7. La expansión internacional del Opus
Dei. 8. Últimos años. 9. Beatificación y canonización.
En una de las primeras semblanzas biográficas publicadas sobre san Josemaría se
señala que su vida viene a identificarse con la historia del Opus Dei: “el desarrollo de la
Obra en todos los aspectos –escribe el autor– es la biografía misma de su Fundador”
(Florentino Pérez-Embid, Forjadores del mundo contemporáneo, IV, Barcelona, Planeta,
1963, p. 621). En un acto In memoriam celebrado en el primer aniversario de su fallecimiento, su sucesor al frente del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, hacía una declaración similar, con un tono netamente teológico: “La entera biografía de Monseñor Escrivá
de Balaguer sólo puede explicarse y entenderse en el ámbito de un designio divino que,
al atravesar toda su existencia, le configura como instrumento de Dios, escogido precisamente para recordar a la humanidad lo que, en su misma alma, Dios fue grabando
de modo inequívoco”: la llamada universal a buscar la santidad personal en medio del
mundo (Del Portillo, 1992, p. 19).
El conjunto de las voces contenidas en el presente Diccionario, tanto las de carácter
biográfico, como las de enfoque teológico y espiritual, contribuirán a dar razón de las
afirmaciones que preceden. Los párrafos que siguen aspiran sólo a ofrecer una visión de
conjunto de la vida de san Josemaría, a modo de punto de referencia, que ayude a situar
históricamente lo que, con más detenimiento y detalle, será analizado y considerado en
cada momento.
1. Primeros años
Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás nació en Barbastro (Huesca, España) el 9 de
enero de 1902. Su familia entronca, por ambas ramas, con la historia cultural y cristiana
de España, así como con la personalidad y las tradiciones de Aragón. Encontró en sus
padres –José Escrivá y Corzán y María de los Dolores Albás y Blanc– un claro ejemplo de
fe y de piedad recia y sincera. En Barbastro recibió el Bautismo y completó su iniciación
cristiana. Fue alumno del colegio de los Padres Escolapios, donde cursó la Enseñanza
Primaria y comenzó los estudios de Bachillerato, que terminó en el Instituto Nacional de
Logroño, ciudad a la que, en 1915, se trasladó su familia.
José Escrivá y Dolores Albás tuvieron una primera hija, Carmen, nacida en 1899,
a la que siguieron Josemaría y luego otras tres hermanas. Los inicios de la década de
1910 constituyeron un periodo de prueba para la familia, marcado por el fallecimiento
de las tres hijas menores y por un fuerte revés económico que provocó la marcha desde
Aragón a la cercana Rioja. Todo ello dejó huella en Josemaría, pero no agrió su carácter.
Continuó siendo un joven de manera de ser espontánea y abierta, que prosiguió con
aplicación sus estudios. A la edad de quince o dieciséis años, al contemplar un día de un
crudo invierno las huellas dejadas por un carmelita descalzo en su camino por las calles
nevadas de Logroño, sintió como un aldabonazo en lo más profundo de su alma.
Comenzó entonces a sentir que Dios quería algo de él, pero no sabía lo que era. En
esa tesitura decidió abandonar los proyectos profesionales que había venido considerando –estudiar Arquitectura–, para hacerse sacerdote, persuadido de que así podría ser
instrumento plenamente disponible para el cumplimiento del querer de Dios. Siguió un
38
INTRODUCCIONES
largo periodo de fe y de oración intensas, pidiendo a Dios que le manifestara ese querer
que había barruntado, pero sin alcanzar todavía a percibirlo del todo. “¡Señor, que vea!”,
“¡Señor, que sea!”, “!Señora, que sea!”, fueron durante años jaculatorias repetidas de
continuo, bien expresivas de su vida de oración y de su firme determinación de poner
por obra lo que Dios quisiera.
2. Formación y ordenación sacerdotales; primeros años de actividad pastoral
En 1918 inició los estudios eclesiásticos, como alumno externo, en el Seminario de
Logroño, y los prosiguió a partir de 1920 –ya como alumno interno– en Zaragoza, residiendo en el Seminario de San Francisco de Paula y acudiendo a las aulas del Seminario
Conciliar, que tenía en aquel momento rango de Universidad Pontificia. En 1922 el cardenal arzobispo de Zaragoza, Mons. Juan Soldevilla, que apreció pronto sus cualidades
espirituales y humanas, le confirió el cargo de Inspector en el Seminario de San Francisco
de Paula, en el que ejerció durante dos años funciones de Superior. Paralelamente a los
estudios teológicos, se cimentó su formación espiritual, con la frecuente lectura de grandes clásicos de la literatura espiritual y sobre todo con su oración personal: más de una
noche pasó largas horas ante el sagrario de la iglesia del Seminario, en diálogo íntimo y
sentido con el Señor; y sus visitas a la Virgen del Pilar, tan unida a la piedad zaragozana,
fueron prácticamente diarias.
Ya avanzados los estudios teológicos y obtenida la oportuna autorización de sus superiores, comenzó en 1923 los estudios de Derecho Civil en la Universidad de Zaragoza,
que cursó aprovechando, primero, los periodos de vacaciones estivales y, después, el
tiempo disponible una vez atendidas sus ocupaciones pastorales. La realización de los
estudios de Derecho obedecía a un deseo manifestado por su padre, años atrás, cuando
Josemaría le dio a conocer la decisión de hacerse sacerdote. La presencia en las aulas
de la Facultad de Derecho y el trato con profesores y alumnos de ese centro docente,
constituyeron, sin duda, una experiencia que contribuyó a enriquecer su personalidad y a
prepararle para la orientación que posteriormente debería dar a su vida y a su actividad.
Ordenado diácono el 20 de diciembre de 1924, recibió el presbiterado el 28 de marzo
de 1925. Poco antes de su ordenación, en noviembre de 1924, había fallecido su padre.
La familia –constituida por su madre, su hermana Carmen y un hermano pequeño, Santiago, nacido en 1919– dejó Logroño para trasladarse a Zaragoza, quedando a su cargo.
Josemaría inició su ministerio sacerdotal en la parroquia de Perdiguera (de la diócesis de
Zaragoza), y lo continuó luego en Zaragoza.
Completada la licenciatura en Derecho, el deseo de obtener el doctorado –reservado
entonces a la Universidad de Madrid, que tenía en aquel tiempo la condición de Universidad Central– le llevó, junto a otros factores, a trasladarse con su familia a la capital de
España. En la primavera de 1927 se instaló definitivamente en Madrid, donde se hizo
cargo de la capellanía del Patronato de Enfermos, labor asistencial de una congregación
religiosa de reciente fundación, pero muy conocida en Madrid: las Damas Apostólicas
del Sagrado Corazón.
La preparación de miles de niños para la primera Confesión y la primera Comunión
y los recorridos por las barriadas populares de un Madrid en plena expansión, con los
problemas sociales consiguientes, le ocuparon muchas horas de su intensa dedicación
al ejercicio del ministerio. De hecho, desarrolló una incansable labor sacerdotal de atención a pobres y desvalidos de los barrios extremos de Madrid, así como a los incurables
y moribundos de diversos hospitales de la ciudad.
39
INTRODUCCIONES
Realizó a la vez los estudios necesarios para la obtención del doctorado en Derecho,
llegando hasta la concreción, y recogida de algunos materiales, para la tesis doctoral.
La necesidad de allegar fondos para sostener a su familia –en situación económica muy
precaria–, le llevó a colaborar como profesor en una academia universitaria, la Academia
Cicuéndez, especializada en los estudios jurídicos. Todo esto, unido a una oración perseverante y a una durísima mortificación y penitencia, hizo que aquellos años constituyeran
una verdadera “prehistoria” del Opus Dei, es decir, un periodo de profundización espiritual que le preparaba para acoger lo que Dios se disponía a manifestarle.
3. La fundación del Opus Dei
El 2 de octubre de 1928, durante unos ejercicios espirituales, el Señor le hizo ver con
claridad lo que hasta ese momento sólo había barruntado. Nació así el Opus Dei, como
realidad marcada a fuego en el alma de un joven sacerdote, que dedicó desde entonces
a ese fin todas sus energías. En un primer momento, su natural humildad y una cierta
prevención ante el proliferar de fundaciones, le llevaron a preguntarse si no existiría ya
una institución que realizara los ideales que Dios le había mostrado. No obstante, desde
el mismo 2 de octubre, comenzó a buscar a quienes pudieran entenderlo. Movido siempre por el Señor, el 14 de febrero de 1930 comprendió que debía extender también entre
mujeres el espíritu y el apostolado que Dios le había dado a entender cuando le inspiró
el Opus Dei. En esas mismas fechas percibió además que no había nada que correspondiera a lo que Dios deseaba de él.
Se abría así en la Iglesia un nuevo camino, dirigido a promover, entre personas de
todas las condiciones sociales, la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado,
mediante la santificación del trabajo ordinario, en medio del mundo y sin cambiar de
estado. También en 1930, el comentario incidental de una de las personas con las que
hablaba (“¿cómo va esa obra de Dios?”, fue la pregunta que le dirigieron) le llevó a pensar
que ese podría ser el nombre de la empresa apostólica que estaba llamado a promover.
La expresión “Obra de Dios”, que él mismo había puesto por escrito anteriormente, manifestaba, de una parte, su profunda convicción de estar cumpliendo un querer divino, a la
par que expresaba muy bien su contenido: vida ordinaria, trabajo profesional, convertido,
por la oración y la entrega personales, en obra de Dios, en Opus Dei, operatio Dei, trabajo
hecho cara a Dios y en servicio de todos los hombres.
El núcleo del mensaje transmitido por el fundador del Opus Dei está constituido por
el anuncio de la llamada universal a la santidad y, más concretamente, por el de la llamada a la plenitud de la vida cristiana (santidad y apostolado) en el ejercicio del trabajo
profesional ordinario. Treinta años antes del Concilio Vaticano II, hablando de la plenitud
de la vida cristiana, formulaba con sobrenatural audacia este juicio: “Tienes obligación
de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes
y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto»” (C, 291). La llamada universal a la santidad en el propio trabajo no
supone –lo repitió muchas veces– una disminución de las exigencias y de los horizontes
que evoca, en la conciencia cristiana, el vocablo “santidad”. Al contrario, implica recordar
a todos y a cada uno de los hijos e hijas de la Iglesia, que a todos ellos, estén donde
estén, sean cuales sean sus cualidades, les están dirigidas las palabras del Evangelio y
la invitación a seguir a Cristo que deriva del Bautismo. La plenitud de vida cristiana habrá
de alcanzarla, por tanto, el fiel corriente en el lugar y situación que tiene en la sociedad
terrena, haciendo de su trabajo y de su vivir ordinarios –a imitación de la vida oculta de
Cristo– ocasión de santidad y de servicio a Dios y a sus hermanos.
40
INTRODUCCIONES
4. Primeros pasos en la fundación del Opus Dei
Ese fue el mensaje que, desde el 2 de octubre de 1928, difundió el fundador del
Opus Dei entre las personas que había ido conociendo: de muchos y variados estratos
sociales y culturales. Mientras tanto el contexto social en que desarrollaba su vida experimentó cambios y tensiones. La situación económica familiar continuaba siendo difícil,
y España –y muy particularmente Madrid– conocía situaciones turbulentas y, en más de
un aspecto, prerrevolucionarias.
Cambiaron también sus encargos pastorales. En 1931, dejó el Patronato de Enfermos y asumió la función, primero de capellán y después, en 1934, de rector del Patronato
de Santa Isabel. Allí, en la sacristía de la iglesia de Santa Isabel, después de celebrar la
santa Misa, haciendo una oración personal especialmente viva, puso por escrito unos
comentarios a los misterios del Rosario, que, con algunos retoques, se publicaron, primero a velógrafo en 1932 y luego, ya en imprenta, en 1934, con el título de Santo Rosario.
Desde muy pronto (1930) había ido recogiendo, en algunos cuadernos, conclusiones
o retazos de su oración personal, junto con experiencias surgidas de su labor apostólica.
Reuniendo algunos de esos apuntes íntimos, compuso en 1932 una colección de pensamientos o puntos de meditación a los que puso por título Consideraciones espirituales;
publicados a velógrafo y posteriormente (1934) a imprenta, constituyeron un apoyo eficaz para su apostolado y el de quienes le seguían. Revisados y completados con otros,
esos puntos de meditación dieron lugar a una de sus obras más conocidas: Camino. Fue
publicada por primera vez en 1939 y ha sido traducida a cincuenta idiomas, alcanzando
una tirada que sobrepasa los cinco millones de ejemplares.
Ya en 1935, aunque los miembros del Opus Dei eran todavía muy pocos (superaban
apenas la docena), san Josemaría pensaba en la expansión desde Madrid a otras ciudades. El comienzo de la Guerra Civil española en julio de 1936 hizo imposible la realización
de esos planes. Durante el tiempo que duró la contienda, ejerció su ministerio sacerdotal
primero en Madrid –incluso con grave riesgo para su vida–, y más tarde, desde 1938, en
Burgos, a donde llegó tras cruzar, a pie y no sin peligros –se estaba en plena guerra–, el
Pirineo catalán. Ya en esta ciudad castellana se prodigó en esfuerzos para reanudar el
contacto con quienes pertenecían al Opus Dei o participaban en sus medios de formación espiritual, y en otras actividades sacerdotales.
Aprovechando las escasas posibilidades de tiempo de que disponía, decidió retomar el proyecto de la tesis doctoral en Derecho, pero centrándola no en el tema antes
previsto –la documentación había quedado en Madrid y en gran parte se perdió–, sino
sobre una interesante realidad eclesial referida precisamente a Burgos: la jurisdicción
cuasi episcopal que ejerció la abadesa del monasterio de Las Huelgas durante siglos. En
diciembre de 1939 presentó y defendió la tesis doctoral. Poco después decidió reanudar
el trabajo de investigación, hasta llegar a una extensa monografía sobre el mismo tema,
pero distinta de lo que había sido la tesis doctoral: el libro La Abadesa de Las Huelgas:
estudio teológico-jurídico, aparecido en 1944, fue así la tercera de sus obras publicadas.
5. Los inicios de la expansión del Opus Dei
La dura situación bélica había supuesto un freno al desarrollo apostólico, pero había
contribuido a que se consolidara la vocación de sus primeros seguidores. La década de
1940 presencia una fuerte expansión del Opus Dei que, en poco tiempo, se implanta en
algunas de las más importantes ciudades españolas. San Josemaría dedica parte principal de sus energías y de su tiempo a impulsar esa expansión y a cuidar de los que van lle41
INTRODUCCIONES
gando, haciendo compatible con esa labor la predicación de numerosas tandas de ejercicios espirituales a sacerdotes: en esos tiempos de reconstrucción del tejido eclesial y
de renovación espiritual, cuando hay que restañar las heridas que trajo consigo la guerra,
diversos obispos, conocedores de su hondura sacerdotal, le pidieron su colaboración.
No faltaron, sin embargo, desde entonces, duras contradicciones que san Josemaría
sobrellevó con serenidad y acendrado espíritu sobrenatural. Contó siempre, en aquellas
difíciles circunstancias, con el aliento y la bendición del Ordinario diocesano, el obispo
de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo y Garay, que había seguido el desarrollo del Opus
Dei desde su mismo inicio. Para mostrar públicamente ese apoyo, don Leopoldo otorgó
al Opus Dei una primera aprobación escrita en 1941 y, en 1943, previa la conformidad de
la Santa Sede, procedió a su erección canónica.
6. La marcha a Roma
La conclusión en 1945 de la Segunda Guerra Mundial hizo posible pensar en la
expansión universal del Opus Dei, iniciada ya, aunque limitadamente (Portugal e Italia),
durante el conflicto. Esa expansión requería pasar del régimen diocesano al pontificio.
Fue así como, en junio de 1946, san Josemaría viajó por primera vez a Roma, donde
poco después, y hasta el final de sus días, fijó su residencia.
En 1947 y 1950 Pío XII otorgó al Opus Dei las oportunas aprobaciones canónicas
que permitieron no sólo su difusión universal, sino también que pudieran incorporarse
al Opus Dei personas casadas, y que sacerdotes incardinados en muy diversas diócesis
pudieran formar parte, con pleno respeto de la dependencia del propio obispo, de la
Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, asociación intrínsecamente unida al Opus Dei. En
1982, ya fallecido el fundador, pero siguiendo un camino jurídico preparado y acariciado
por él durante muchos años, el Opus Dei fue erigido por el Romano Pontífice como Prelatura personal, alcanzando así una configuración jurídica plenamente acorde a la realidad
de su espíritu y de su actividad.
7. La expansión internacional del Opus Dei
A lo largo de sus prolongados años romanos –desde 1946 a 1975–, san Josemaría
estimuló y guió la expansión del Opus Dei en todo el mundo, prodigando sus energías
para dar a sus fieles, hombres y mujeres, una sólida formación doctrinal, ascética y apostólica, que les permitiera santificar sus diversas profesiones y difundir, desde dentro de
los más variados ambientes, el mensaje cristiano. La expansión fue de hecho muy rápida.
En 1946 el Opus Dei se extiende a Gran Bretaña, Irlanda y Francia, llegando en años
sucesivos a la mayoría de los países de la llamada entonces Europa Occidental (siendo
la Oriental la que había quedado más allá del telón de acero). En 1948 comienza la labor
en México y en Estados Unidos, y poco después en gran parte del resto de las naciones
americanas. A finales de la década de 1950 y comienzos de los sesenta se inicia la presencia estable en Asia y en África: Japón, Filipinas, Kenya, Nigeria.
La erección en 1948 y 1953 de dos Centros de formación con sede en Roma, uno
para hombres y otro para mujeres –los Colegios Romanos de la Santa Cruz y de Santa
María, respectivamente– había hecho posible la llegada a esa ciudad, para periodos más
intensos de formación, de fieles de la Prelatura de todos los países. Ambos Colegios
Romanos facilitaron un conocimiento directo e inmediato del fundador a amplios sectores de las primeras generaciones del Opus Dei; conocimiento del que también pudieron
participar otras muchas personas, que acudieron –los viajes, sobre todo a partir de la
42
INTRODUCCIONES
década de 1960, resultaban cada vez más fáciles– a la Ciudad Eterna y tuvieron así la
posibilidad de encontrarle. Nombrado Prelado de Honor de Su Santidad –que implica el
tratamiento de Monseñor– en 1947, san Josemaría fue Consultor de la Comisión Pontificia para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico y de la Sagrada
Congregación de Seminarios y Universidades, así como Académico ad honorem de la
Pontificia Academia Romana de Teología.
Como fruto de su actividad sacerdotal y de su impulso espiritual y apostólico, numerosas personas se habían acercado a la fe católica o intensificado su vida cristiana.
En el momento de su muerte, el Opus Dei contaba con más de 60.000 miembros de 80
nacionalidades y de las más variadas profesiones y condiciones sociales. Habían surgido
además, siguiendo su inspiración y, en más de una ocasión, su consejo personal, diversas iniciativas apostólicas docentes, benéficas o asistenciales, entre las que cabe destacar las Universidades de Navarra (España) y de Piura (Perú), de las que san Josemaría
fue el primer Gran Canciller.
8. Últimos años
En 1959, Juan XXIII, que había sido elegido Romano Pontífice unos meses antes,
anunció la convocatoria de un concilio ecuménico: el que sería el Vaticano II, cuya celebración se inició en 1962 para concluir en 1965. San Josemaría acompañó con su interés, su oración y su participación personal, los trabajos conciliares así como la publicación de los documentos que fueron aprobados y promulgados, de gran importancia para
la vida de la Iglesia, en los cuales se recogían en diversos lugares aspectos centrales del
espíritu del Opus Dei. Siguió también con intensidad, y en más de un momento con dolor,
la crisis del período post-conciliar, especialmente a partir de 1968.
La expansión del Opus Dei atrajo la atención hacia su fundador no sólo en los ambientes cristianos, sino también del conjunto de la sociedad y en consecuencia por parte
de los medios de comunicación. En los años 1966 y siguientes, diversos periodistas de
Francia, Estados Unidos, España e Italia, acudieron a san Josemaría solicitando entrevistas. Se trató en todos los casos de entrevistas amplias, que san Josemaría contestó
con detenimiento. Uniendo esos textos, junto con una homilía pronunciada en 1967, se
publicó, en 1968, otra de sus obras: Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Ese
mismo año, consideró oportuno preparar, partiendo de las meditaciones que había predicado a lo largo de los años, de muchas de las cuales se conservaban transcripciones,
diversas homilías, que entregó a la publicación. Ese es el origen de dos nuevos libros: Es
Cristo que pasa, aparecido en 1973, y Amigos de Dios, publicado póstumo (1977) pero
con textos ya preparados por él. Un origen análogo tienen otras obras editadas también
poco después de su fallecimiento: Via Crucis (1981), Surco (1986) y Forja (1987).
En la década de 1970, san Josemaría, que a lo largo de toda su vida había concebido la actividad del Opus Dei como una gran catequesis, desarrolló una intensa labor
en esa línea: recibió en Roma numerosas visitas y realizó diversos viajes, que llamó de
catequesis, por Europa y América (1970, 1972, 1974, 1975). Estos desplazamientos le
permitieron reunirse con millares de personas, a las que, con palabra vibrante, procuraba
trasmitir el amor a Dios, a Cristo, a la Virgen y a la Iglesia, que llenaba su propio corazón.
Todo esto le supuso un esfuerzo considerable –su cuerpo llevaba las huellas de una vida
larga y muy trabajada, cargada además de enfermedades–, pero no vaciló en dedicar
todas sus energías al servicio de la Iglesia y de las almas.
43
INTRODUCCIONES
El 26 de junio de 1975 entregó santamente su alma a Dios, después de una visita
realizada al Colegio Romano de Santa María, desplomándose, como consecuencia de
un ataque repentino al corazón, al entrar en la habitación donde habitualmente trabajaba.
Moría así con la misma sencillez que había caracterizado toda su existencia.
9. Beatificación y canonización
La fama de las virtudes heroicas del fundador del Opus Dei se ha extendido por todo
el mundo y son innumerables las personas que acuden a su intercesión en petición de
favores tanto materiales como espirituales. El 12 de mayo de 1981 se inició en Roma su
causa de beatificación y canonización. Después del estudio riguroso de su vida y de sus
escritos, y de la prueba de un milagro obrado por su intercesión, Juan Pablo II lo beatificó
el 17 de mayo de 1992 en Roma, ante una muchedumbre que llenaba la plaza de San
Pedro. Después de la aprobación de un nuevo milagro, fue canonizado solemnemente
por el Papa, el 6 de octubre de 2002, ante una muchedumbre que superaba a la anterior,
alcanzando casi el medio millón de personas, cifra que venía a rubricar la amplitud de
la devoción a san Josemaría Escrivá en todo el mundo; y, realidad aún más importante,
el eco alcanzado por la predicación de la llamada universal a la santidad en todos los
ambientes y en todas las latitudes, a la que el fundador del Opus Dei había dedicado la
totalidad de su vida.
En su predicación, san Josemaría Escrivá –son palabras, pronunciadas por Juan
Pablo II el 6 de octubre de 2002, durante la solemne Misa de canonización– no cesaba
de invitar a que “la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios y la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino
que constituyeran una única existencia «santa y llena de Dios»” (Romana. Boletín de la
Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 35 [2002], p. 204). Estas afirmaciones constituyen
un buen resumen del mensaje de san Josemaría y, a la vez, de su figura, ya que mensaje,
actividad sacerdotal y figura humana estuvieron en él fundidas en unidad. Constituyen,
por eso, un buen colofón para la síntesis biográfica que precede.
Bibliografía: Nos limitamos a indicar algunos de los escritos de carácter testimonial o biográfico publicados hasta ahora; en las diversas voces del Diccionario podrá encontrarse una bibliografía más
detallada: Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid,
Rialp, 20026; Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976; Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá.
Entrevista con Salvador Bernal, Madrid, Rialp, 2000; François Gondrand, Al paso de Dios. Josemaría
Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 19926 ampl. y rev.; Ana Sastre, Tiempo
de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá, Barcelona, Plaza & Janès,
1995; Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer,
I-III, Madrid, Rialp, 1997-2003.
José Luis ILLANES
44
INTRODUCCIONES
Descripción general del Opus Dei
1. Naturaleza y fines. 2. El espíritu. 3. Los fieles y sus compromisos. 4. Actividad. 5. Organización y gobierno. 6. Algunos hitos históricos.
“El Opus Dei es una Prelatura personal compuesta a la vez de clérigos y laicos, para
realizar peculiares tareas pastorales bajo el régimen de su propio Prelado” (Statuta, 1 §
1), que se rige por el derecho común de los cánones 294-297 del Codex Iuris Canonici
(en adelante CIC) y por las normas de la Constitución Apostólica Ut sit, del 28 de noviembre de 1982. Esta configuración canónica corresponde al deseo del fundador, san
Josemaría, que desde los inicios de la Obra buscó un marco jurídico que se acomodara
plenamente al espíritu y a los modos apostólicos del Opus Dei. Una prelatura personal
está dotada de estatutos propios (c. 295 § 1 CIC), que, en el caso que nos interesa, se
denominan Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei
(Statuta). Han sido dados por la Santa Sede, y rigen la organización de la Prelatura y sus
relaciones con las Iglesias particulares y las Conferencias Episcopales de los lugares en
los que desempeña sus tareas pastorales. En cuanto estructura jerárquica erigida por la
Santa Sede, tiene como cabeza a un Prelado que es su Ordinario propio; es decir, goza
de jurisdicción ordinaria y propia que abarca los aspectos y personas –clérigos y laicos–,
que constituyen el ámbito de la misión específica de la Prelatura. La praxis seguida por
la Santa Sede en relación con la Prelatura del Opus Dei ha implicado la ordenación episcopal del Prelado.
1. Naturaleza y fines
El 2 de octubre de 1928, mientras estaba haciendo unos ejercicios espirituales en
Madrid, Josemaría Escrivá de Balaguer recibió de Dios un nuevo carisma para el bien de
la Iglesia. El Opus Dei, según sus palabras, nació “para contribuir a que esos cristianos,
insertos en el tejido de la sociedad civil –con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles–, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser
ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida de un cristiano
corriente –que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina– puede y debe ser una vida
santa y santificante” (CONV, 60). Con ocasión de una Misa que celebró en el Campus de
la Universidad de Navarra, en octubre de 1967, reafirmaba: “debéis comprender ahora
con una nueva claridad que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en
el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar
de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo
bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a
cada uno de vosotros descubrir” (CONV, 114).
El núcleo del mensaje del Opus Dei, tal como san Josemaría lo “vio” y lo entendió,
es la proclamación de la llamada a la santidad en medio de los quehaceres de la vida
ordinaria, vivida con naturalidad, sin estridencias, permaneciendo cada uno en su sitio.
Este programa hunde sus raíces en el Evangelio. Jesucristo nos invita: “Sed vosotros
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Por eso, san Josemaría
decía del espíritu del Opus Dei que “es viejo como el Evangelio y como el Evangelio
nuevo” (CONV, 24). La santidad en las mil circunstancias diarias es un camino real, accesible a gente de todas las condiciones sociales, que ennoblece la vida del hombre y
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INTRODUCCIONES
le traza una vía segura de encuentro con el Señor: “No hay otro camino, hijos míos: o
sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por
eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver a la materia y a las situaciones
que parecen más vulgares su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de
Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo
con Jesucristo” (CONV, 114).
La vida cristiana supone seguir a Cristo tan de cerca como le siguieron sus apóstoles, procurar imitarle en la aceptación amorosa de la Voluntad de su Padre, que le llevó
a compartir las condiciones ordinarias de la existencia humana en los largos años de
Nazaret y, finalmente a entregar su vida por nosotros en la Cruz. Esta imitación supone
familiarizarse con la vida del Señor, que nos enseña cómo amar y servir a su Padre en
una entrega que hace referencia a todas las incidencias de la vida cotidiana. San Josemaría enseñó a meterse en las escenas del Evangelio para ser un personaje más; por
ejemplo, al referirse a la casa de Betania, el hogar de las hermanas de Lázaro, decía:
“os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os
atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas”
(AD, 222). Vista así, “la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa
de cada día” (CONV, 116), realizando lo normal y cotidiano con amor, atención al detalle
y al servicio, ofreciéndolo a Dios. De esa manera el cristiano llegará a ser contemplativo
en medio del mundo.
La misión del Opus Dei consiste en fomentar en sus fieles y en todos los que participan en sus actividades apostólicas el deseo de vivir plenamente su vocación cristiana
en el mundo, sabiendo que Dios los llama allí donde se encuentran. De ese modo descubrirán “la grandeza de la vida corriente” (título de una de las homilías recogidas en
Amigos de Dios) y aspirarán a hacer bien, con perfección humana, la labor profesional
y afrontarán con serenidad y presencia de Dios los afanes de cada día y, de esa forma,
podrán santificarse y contribuir con el ejemplo y con la palabra a “santificar a los demás”
(AD, 18), aspecto éste último decisivo, ya que la santidad no puede darse sin un afán
apostólico constante.
Desde el comienzo de su actividad fundacional, san Josemaría estuvo en estrecha
unión con la Jerarquía eclesiástica, concretamente, por lo que a los primeros años se
refiere, con el obispo de Madrid, al que tuvo siempre informado. Su hondo sentido teológico y jurídico le hacía percibir con claridad que la novedad que implicaba el Opus Dei
no tenía fácil acomodo en la legislación canónica entonces vigente, de modo que para
llegar a una solución jurídica adecuada sería necesario proceder mediante pasos sucesivos. De hecho, el itinerario jurídico fue largo: aprobación diocesana en 1941; erección
diocesana en 1943; aprobaciones pontificias en 1947 y 1950; y nuevo planteamiento de
la cuestión a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta con vistas a adquirir
una configuración plenamente conforme a la naturaleza secular del Opus Dei. Fue lo que
acabó ocurriendo el 28 de noviembre de 1982 con la erección de la Obra como Prelatura
personal, momento que el fundador no pudo ver en la tierra, pero que había preparado
con su oración y con su trabajo. En esa nueva fecha quedó confirmada la aprobación de
la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como asociación intrínsecamente unida al Opus
Dei, a la que pueden pertenecer sacerdotes incardinados en diversas diócesis, manteniendo la plena dependencia respecto del propio obispo diocesano.
46
INTRODUCCIONES
2. El espíritu
El Opus Dei tiene un espíritu específico, plenamente secular, que impulsa a hombres
y mujeres, solteros y casados, laicos y sacerdotes seculares, en unidad de vocación y
con los mismos medios ascéticos, a santificar las condiciones ordinarias de su vida en
el mundo, convirtiéndolas en medio y ocasión –más aún, en materia– de santidad y de
apostolado. Lo propio de los fieles del Opus Dei, repitió muchas veces el fundador, consiste en santificar la vida ordinaria, santificarse en la vida ordinaria y santificar a los demás con la vida ordinaria. No es por eso sorprendente que Juan Pablo II, el día siguiente
a su canonización, calificara a san Josemaría como “el santo de lo ordinario”.
Ese espíritu implica algunos rasgos característicos, de los que a continuación, y de
forma muy breve, enumeramos algunos:
– Un hondo sentido de la filiación divina que, con palabras del fundador, “llena toda
nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez
confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios,
esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las
cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos
contemplativos en medio del mundo, amando al mundo” (ECP, 65).
– Vida contemplativa, es decir, de trato con Dios en medio del mundo y de los afanes
diarios. La vida contemplativa es un don de Dios, pero también gracia a la que el
alma se dispone con un plan de vida que implique orden, momentos de oración,
esfuerzo para purificar los sentidos, las potencias y las facultades. De esa forma, “la
oración se hace continua, como el latir del corazón, como el pulso” (ECP, 8), y llega
un momento en que la “vida interior –contemplativa, en mitad de la calle– toma ocasión y aliento de la misma vida externa, del trabajo de cada uno” (Carta 15-X-1948:
OIG, p. 267).
– Santificación del trabajo profesional. “El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima (…) de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino” (CONV, 55); “vuestra vocación profesional, hijos míos, es
parte de vuestra vocación divina, porque Dios Nuestro Señor quiere que santifiquéis
la profesión, os santifiquéis en la profesión y santifiquéis a los demás con la profesión. Esta ha sido mi enseñanza desde 1928” (Carta 6-V-1945, n. 16: AGP, serie A.3,
92-7-2).
– La consideración del matrimonio como vocación divina y la santificación de la vida
familiar. La mayoría de los fieles del Opus Dei “viven en el estado matrimonial y, para
ellos, el amor humano y los deberes conyugales son parte de la vocación divina. El
Opus Dei ha hecho del matrimonio un camino divino, una vocación (…). El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a
través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra
en ese estado –con la gracia de Dios– todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con
las que convive” (CONV, 91).
– Unidad de vida. Unir el trabajo y todas las demás actividades (u obligaciones) en el
esfuerzo por alcanzar la santidad y en el empeño apostólico contribuye a crear lo que
san Josemaría calificó como “unidad de vida”. “La santidad y el apostolado forman
una sola cosa con la vida de los socios de la Obra, y por eso el trabajo es el quicio
47
INTRODUCCIONES
de su vida espiritual. Su entrega a Dios se injerta en el trabajo” (CONV, 70). Oración,
familia, profesión, distracciones, apostolado, relaciones sociales, etc., llegan a ser
vasos comunicantes. Oración, trabajo y apostolado forman una unidad que tiene
como elemento unificador el amor de Dios y el espíritu de servicio a los demás.
– Secularidad, es decir, el modo de comportarse propio de quien vive en el mundo,
en las condiciones de la vida ordinaria, uno más entre los hombres, sus iguales. La
secularidad, tal y como la entiende el espíritu del Opus Dei, “no se queda en una táctica pastoral o apostólica; es concretamente el lugar donde nos coloca el Señor, bien
metidos en su Corazón, para hacer su Obra, para santificar este mundo, en el que
compartimos las alegrías y las tristezas, los trabajos y las distracciones, las esperanzas y las faenas cotidianas de los demás ciudadanos, nuestros iguales”; significa
por tanto “una connatural participación en lo más serio de la vida: en el trabajo bien
realizado, en el buen cumplimiento de las obligaciones familiares y sociales, en la
participación en los dolores de los hombres y en los esfuerzos por construir en paz y
de cara a Dios la ciudad terrena” (Del Portillo, Carta 28-XI-1982, n. 47: IJC, p. 445).
– Libertad personal en todas las cuestiones profesionales, sociales, culturales, políticas
y temporales en general. “Cada fiel de la Prelatura, dentro de los límites de la doctrina
católica en materia de fe y costumbres, goza de la misma plena libertad de la que
gozan los demás ciudadanos católicos” (Statuta, 88 § 3). Ese amor y defensa de la libertad es una consecuencia de la mentalidad secular inherente al Opus Dei, que lleva
a cada fiel a formar rectamente su conciencia y a determinarse libremente y bajo su
responsabilidad. “El Opus Dei no interviene para nada en política; es absolutamente
ajeno a cualquier tendencia, grupo o régimen político, económico, cultural o ideológico. Sus fines (…) son exclusivamente espirituales y apostólicos. (…) El respeto de la
libertad de sus socios es condición esencial de la vida misma del Opus Dei” (CONV,
28). En consecuencia “el pluralismo [en las cuestiones temporales] es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado” (CONV, 67).
– Amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, característica fundacional que san Josemaría resumía en la jaculatoria Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! (“todos con
Pedro –el Papa– a Jesús por María”). Resaltaba así el carácter fuertemente eclesial
del Opus Dei, cuyo único deseo es “servir a la Iglesia, como Ella quiere ser servida,
dentro de la peculiar vocación que hemos recibido de Dios” (citado en IJC, p. 564).
Amor y servicio a la Iglesia que se traducen en el conocimiento y estudio del dogma
y de la moral católica, y en la adhesión al magisterio eclesiástico, para estar así en
condiciones de desempeñar la propia tarea de forma que contribuya a la santificación de los demás y a la difusión del espíritu cristiano. “Con nuestro trabajo laical y
secular –afirmaba el fundador–, contribuimos al servicio de cada diócesis, y a mejorar la vida espiritual de los fieles. (…) Trabajamos en las diócesis en la misma dirección que los Revmos. Ordinarios, y en las diócesis queda el fruto de nuestro trabajo”
(citado en IJC, p. 410).
– Amor vivo a Cristo y a Santa María. “Considerad conmigo esta maravilla del amor de
Dios: el Señor que sale al encuentro, que espera, que se coloca a la vera del camino,
para que no tengamos más remedio que verle (…). Cristo nos quiere con el cariño
inagotable que cabe en su Corazón de Dios” (ECP, 59). Y a ese amor debe corresponder el cristiano con la meditación de la vida de Cristo, la participación en la santa
Misa, la devoción a la Eucaristía… Y el trato confiado con María Santísima, bajo cuyo
manto –gustaba recordar el fundador– “ha nacido y ha crecido” el Opus Dei.
48
INTRODUCCIONES
– Amor a la Cruz y espíritu de mortificación. “En la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo
de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y
nuestra resurrección” (VC, II Estación). Por eso es propio del cristiano amar la Cruz,
aceptar con fe y visión sobrenatural el dolor y el sufrimiento que, de una forma u otra
se hacen presentes en toda vida humana, y practicar el espíritu de mortificación, que
san Josemaría sitúa no tanto en las grandes penitencias, cuanto en las pequeñas renuncias que suelen pasar desapercibidas: “una sonrisa puede ser, a veces, la mejor
muestra del espíritu de penitencia” (F, 149); perseverar “en el trabajo comenzado:
cuando se hace con ilusión, y cuando resulta cuesta arriba” (F, 409), etc.
– Alegría. El que se deja conducir por el Espíritu Santo nota “el gozo y la paz, la paz
gozosa, el júbilo interior con la virtud humana de la alegría. Cuando imaginamos
que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi
fortaleza (Sal 42 [Vg 41], 2). (…) El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a
considerarnos con certeza hijos de Dios. Y los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar
tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos
faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias” (AD,
92). Una alegría y una paz que, lógicamente, tienden a manifestarse, comunicándose
a los demás; de ahí que san Josemaría dijera que los fieles del Opus Dei deben ser
“sembradores de paz y alegría” (ECP, 168).
3. Los fieles y sus compromisos
¿Quiénes pertenecen al Opus Dei? Contesta el mismo fundador: una gran variedad
de cristianos, “hombres y por mujeres –de diversas naciones, de diversas lenguas, de
diversas razas– que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros
muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más
humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad repito, experimentando con los demás hombres, codo con codo,
éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales
y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin mentalidad
de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos
divinos que reverberan en las realidades más vulgares” (CONV, 119).
Todos los que se incorporan al Opus Dei lo hacen “movidos por la misma vocación
divina” (Statuta, 6). Esta llamada a la santidad en medio del mundo es igual para todos:
hombres y mujeres, casados y célibes, laicos y sacerdotes, jóvenes y ancianos… No
existen “clases” o “niveles” de entrega en el Opus Dei. Existen solamente diversos modos de vivir una misma vocación según las condiciones y circunstancias de cada uno:
solteros o casados, jóvenes o menos jóvenes, etc. Todos se comprometen por igual
a vivir con plenitud su vocación bautismal según el carisma del Opus Dei, asumiendo
con libertad personal y responsabilidad también personal las obligaciones que supone
su entrega en este camino de santidad en la Iglesia. En suma, la vocación al Opus Dei
es una concreción o determinación de la vocación cristiana: “hemos sido llamados a la
Obra, para dar doctrina [la enseñanza de la Iglesia] a todos los hombres, haciendo un
apostolado laical y secular, por medio y en el ejercicio del trabajo profesional de cada
uno, en las circunstancias personales y sociales en que se encuentra, precisamente en el
ámbito de esas actividades temporales, dejadas a la libre iniciativa de los hombres y a la
responsabilidad personal de los cristianos” (Carta 2-X-1939, n. 3: AGP, serie A.3, 91-5-2).
49
INTRODUCCIONES
La incorporación al Opus Dei se realiza por una declaración formal de un representante de la Prelatura y del interesado ante dos testigos (cfr. Statuta, 27). El interesado
manifiesta libremente su firme decisión de buscar la santidad con todas sus fuerzas y de
hacer apostolado según el espíritu del Opus Dei, y se compromete, por una parte, a permanecer bajo la jurisdicción del Prelado y de los que le asisten en el gobierno en lo que
se refiere al fin de la Prelatura y, por otra parte, a cumplir todos los deberes de su condición de fiel del Opus Dei y a observar las normas de la Prelatura en materia de espíritu y
de apostolado. Por su parte, la Prelatura se compromete a proporcionarle una formación
doctrinal, espiritual, ascética y apostólica continua, a facilitar la ayuda específica de los
sacerdotes de la Prelatura, y a cumplir las demás obligaciones derivadas de las normas
referidas a sus fieles (cfr. Le Tourneau, 2006, pp. 98-99).
El Opus Dei tiene carácter universal e internacional: su mensaje no conoce fronteras;
“No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color:
el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y
a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos
amemos los unos a los otros” (ECP, 106). Esto hace también que la Obra sea como una
gran familia: “Somos una familia de vínculo sobrenatural” (Carta 29-IX-1957, n. 76: OIG,
p. 296). Los fieles del Opus Dei tienen un numerador variadísimo y amplísimo –todas las
cuestiones opinables–, y un denominador común decisivo –la fe y el espíritu del Opus
Dei–. “Se han unido sólo para seguir un camino de santidad, bien definido, y colaborar
en determinadas obras de apostolado. Sus compromisos recíprocos excluyen cualquier
tipo de interés terreno, por el simple hecho de que en este campo (…) son libres, y por
tanto cada uno va por su propio camino, con finalidades e intereses distintos y en ocasiones contrapuestos” (CONV, 67). Un pequeño porcentaje del total de los fieles célibes
de la Prelatura recibe la ordenación sacerdotal; ejercen su ministerio sacerdotal principalmente en servicio de los fieles de la Prelatura, sin detrimento de colaborar, de la manera
oportuna, con las necesidades de las iglesias locales en las que se encuentran. Todos
ellos forman parte, desde el momento de su ordenación, de la Sociedad Sacerdotal de
la Santa Cruz, a la que también pueden asociarse, como ya quedó dicho, los sacerdotes
diocesanos para recibir ayuda espiritual según el espíritu del Opus Dei y, por tanto, estímulo en su vocación sacerdotal, amor a la diócesis, unión con el propio obispo, sentido
de fraternidad con los demás sacerdotes.
4. Actividad
“Dentro de la llamada universal a la santidad –escribía san Josemaría–, el miembro
del Opus Dei recibe además una llamada especial, para dedicarse libre y responsablemente, a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo, comprometiéndose
a vivir un espíritu específico y a recibir, a lo largo de toda su vida, una formación específica” (CONV, 61). En coherencia con esta realidad, la actividad fundamental del Opus Dei
consiste en ofrecer a sus fieles y a las otras personas que se acercan a su labor apostólica los medios de los que precisa cada uno para santificarse y santificar a los demás; un
hondo conocimiento de la fe y de la moral católica y una ayuda espiritual que impulsa a
buscar la identificación con Cristo y a sentir la responsabilidad de darlo a conocer.
San Josemaría otorgaba la primacía al apostolado personal y más específicamente
al “apostolado de amistad y de confidencia” (CONV, 62), es decir, a la acción apostólica
que brota del interés sincero por el bien de cada persona, y se basa en el ejemplo y en
la palabra que abre nuevos horizontes de vida. “Vive tu vida ordinaria; trabaja donde
estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión
50
INTRODUCCIONES
o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y, sin
que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con
una conversación natural, sencilla –a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en
el autobús, en un paseo, en cualquier parte– charlaréis de inquietudes que están en el
alma de todos” (AD, 273). “Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo
que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el
consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te
hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es «apostolado de la confidencia»” (C, 973).
De este apostolado personal nace una pluralidad de iniciativas evangelizadoras promovidas por los fieles del Opus Dei, los cooperadores –católicos o no– y otras gentes
deseosas de colaborar en la promoción humana, intelectual y espiritual de la persona.
El espíritu del Opus Dei sensibiliza y recuerda a todos la necesidad de ofrecer una respuesta cristiana a los problemas de nuestro mundo. Se trata de iniciativas de ciudadanos
responsables en aplicación de sus derechos en la sociedad humana y eclesial. La Prelatura, mediante acuerdos con los promotores, puede ofrecer ayuda espiritual y atención
sacerdotal, e incluso asumir la vivificación cristiana de la iniciativa, pero no interviene en
la dirección de estas actividades, que corresponde a los que las promueven y llevan a
cabo. Para que la Prelatura facilite esa ayuda, debe tratarse de iniciativas de claro interés
social y apostólico. Por lo demás, estas iniciativas se regulan a través del régimen legal y
fiscal de los respectivos países. Su financiación es la misma que la de otras instituciones
semejantes.
5. Organización y gobierno
Aun cuando el Opus Dei concede una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de sus fieles, un mínimo de organización es necesario, más aún
tratándose de una circunscripción eclesiástica, es decir, de una parte de la organización
de la misma Iglesia. La finalidad peculiar de la Prelatura del Opus Dei –la promoción de
la santidad y el apostolado en medio del mundo– determina toda su organización: el impulso, las actividades apostólicas, etc.
El Prelado, como ordinario propio de la Prelatura, y sus Vicarios, desempeñan su
cargo de gobierno con la cooperación de los correspondientes Consejos (a nivel internacional o regional), formados en su mayoría por laicos. La Prelatura se distribuye en áreas
llamadas Regiones. Al frente de cada Región se encuentra un Vicario Regional con distintos Consejos para las mujeres y los hombres. Algunas Regiones se subdividen, a su vez,
en Delegaciones con idéntica estructura. Finalmente, a nivel local existen los Centros de
la Prelatura, que organizan los medios de formación y la ayuda espiritual de los fieles de
la Prelatura de ese ámbito. El Prelado, o sus Vicarios, designan uno o varios sacerdotes
de su presbiterio para la atención pastoral de los Centros.
La labor del Opus Dei no va en detrimento de las diócesis en las que está presente,
sino que, al contrario, promueve y refuerza las orientaciones de los respectivos obispos.
En efecto, la potestad del Prelado no entra en colisión con la de los obispos diocesanos,
sino que facilita que los fieles laicos del Opus Dei, que siguen siendo fieles de sus correspondientes diócesis al igual que los demás fieles, estén unidos al Obispo diocesano, de
modo que profundicen en el conocimiento de sus disposiciones y orientaciones para que
cada uno las lleve a la práctica en sus circunstancias familiares, profesionales y sociales.
51
INTRODUCCIONES
Los Estatutos de la Prelatura del Opus Dei establecen el modo de la armónica coordinación de su labor con las diócesis en cuyo ámbito territorial se inserta. Entre otros
aspectos, no se inicia la labor del Opus Dei ni se procede a la erección canónica de un
Centro sin el consentimiento previo del obispo diocesano. Además, las autoridades regionales de la Prelatura informan regularmente de esa labor a los obispos y mantienen
relaciones habituales con ellos, así como con los miembros y con los cargos directivos
en la Conferencia Episcopal.
6. Algunos hitos históricos
1928. 2 de octubre: San Josemaría recibe la inspiración divina para fundar el Opus
Dei.
1930. 14 de febrero: Mientras celebra la Misa, Dios le hace entender que en el Opus
Dei pueden ser admitidas también las mujeres.
1933. En Madrid se abre el primer Centro del Opus Dei, la Academia DYA, dirigida
especialmente a estudiantes, donde se imparten clases de Derecho y Arquitectura. En 1934 se convierte en residencia universitaria.
1936. Guerra Civil española: la persecución religiosa obliga a san Josemaría a refugiarse en diversos lugares. El proyecto de extensión de la labor a otras ciudades (concretamente Valencia y París) se ve frenado.
1937. El fundador, junto con algunos fieles del Opus Dei, cruza los Pirineos por Andorra, huyendo de la persecución religiosa. En 1938 fija su residencia en Burgos, donde reanuda el trabajo apostólico.
1939. San Josemaría regresa a Madrid y comienza la expansión del Opus Dei por
otras ciudades de España.
1941. 19 de marzo: El obispo de Madrid, Mons. Leopoldo Eijo y Garay, concede la
primera aprobación diocesana del Opus Dei.
1943. 14 de febrero: De nuevo durante la Misa –como en 1930– Dios hace ver a san
Josemaría una solución jurídica que permitirá la ordenación sacerdotal de fieles laicos provenientes del Opus Dei: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
1944. 25 de junio: El obispo de Madrid ordena a los tres primeros miembros del
Opus Dei que acceden al sacerdocio: Álvaro del Portillo, José María Hernández Garnica y José Luis Múzquiz.
1945. Acabada la Segunda Guerra Mundial, comienza la expansión fuera de España,
concretamente por Europa: Portugal, Italia y Gran Bretaña (1946), Francia e
Irlanda (1947), Alemania (1952), Suiza (1956), Austria (1957), Holanda (1959) y
Bélgica (1965).
1946. Josemaría Escrivá de Balaguer se traslada a vivir a Roma, donde fijará la sede
central del Opus Dei.
1947. 24 de febrero: La Santa Sede otorga la primera aprobación pontificia.
1948. Se prepara la expansión apostólica por América: México y Estados Unidos
(1949), Chile y Argentina (1950), Colombia y Venezuela (1951), Guatemala y
Perú (1953), Ecuador (1954), Uruguay (1956), Brasil y Canadá (1957), El Salvador (1958), Costa Rica (1959), Paraguay (1962) y Puerto Rico (1969).
52
INTRODUCCIONES
1948. 29 de junio: El fundador erige el Colegio Romano de la Santa Cruz por el que
pasarán a partir de entonces numerosos fieles varones del Opus Dei, que reciben una profunda formación en el espíritu del Opus Dei, al tiempo que realizan
estudios en diversos ateneos pontificios romanos.
1950. 16 de junio: Pío XII concede la aprobación definitiva del Opus Dei como instituto secular. Esta aprobación permite que sean admitidas en el Opus Dei
personas casadas y que se adscriban a la Sociedad Sacerdotal de la Santa
Cruz sacerdotes del clero diocesano.
1952. Creación en Pamplona (España) del Estudio General de Navarra, que luego se
convertirá en Universidad de Navarra.
1953. 12 de diciembre: Erección del Colegio Romano de Santa María, Centro dedicado a proporcionar una intensa formación espiritual, teológica y apostólica a
mujeres del Opus Dei de todo el mundo.
1956. En el Congreso General celebrado en Einsiedeln se decide que el Consejo General –que hasta entonces, con autorización de la Santa Sede, se encontraba
en Madrid– se traslade a Roma.
1958. Comienza la expansión por Asia, África y Oceanía: Japón y Kenya (1958), Australia (1963) y Filipinas (1964).
1963-1965. Se celebra el Concilio Vaticano II, cuyo desarrollo san Josemaría siguió
muy de cerca con su oración y colaboración, pues recibió a numerosos Padres
conciliares, y facilitó nombres de fieles del Opus Dei con los que se pudiera
contar si fuera necesario (de hecho, don Álvaro del Portillo desempeñó, como
perito, un papel destacado).
1965. 21 de noviembre: Pablo VI inaugura el Centro ELIS, una iniciativa para la formación profesional de jóvenes en la periferia de Roma, con una parroquia
confiada por la Santa Sede al Opus Dei.
1969. Congreso General Especial del Opus Dei en Roma, con objeto de estudiar su
transformación en prelatura personal, figura jurídica prevista por el Concilio
Vaticano II y que parecía adecuada al fenómeno pastoral del Opus Dei.
1970. San Josemaría viaja por primera vez a América, concretamente a México, a
donde acude para rezar en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe.
1972. Mons. Escrivá de Balaguer recorre España y Portugal en un viaje de catequesis de dos meses de duración.
1974. Viaje de catequesis del fundador del Opus Dei a seis países de América del
Sur: Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela.
1975. Viaje de catequesis del fundador a Venezuela y Guatemala.
26 de junio: Josemaría Escrivá de Balaguer fallece en Roma. En ese momento
pertenecen al Opus Dei unas 60.000 personas de los cinco continentes.
A la muerte de san Josemaría es elegido como sucesor don Álvaro del Portillo, el
15 de septiembre de 1975. El 28 de noviembre de 1982 el Opus Dei es erigido como
prelatura personal y Álvaro del Portillo es nombrado su primer prelado; el 6 de enero de
1991 es ordenado obispo. Durante su mandato tuvo lugar la beatificación (17-V-1992) de
Josemaría Escrivá de Balaguer, realizada por Juan Pablo II.
53
INTRODUCCIONES
En 1994 fallece en Roma Mons. Álvaro del Portillo. El 20 de abril de 1994 es nombrado prelado Mons. Javier Echevarría; es ordenado obispo el 6 de enero de 1995. El 6 de
octubre de 2002 Juan Pablo II procedió a la solemne ceremonia de canonización de san
Josemaría, en la plaza de San Pedro, en Roma.
Durante todos estos años ha proseguido la expansión internacional del Opus Dei:
Bolivia (1978), Congo, Costa de Marfil y Honduras (1980), Hong-Kong (1981), Singapur
y Trinidad-Tobago (1982), Suecia (1984), Taiwan (1985), Finlandia (1987), Camerún y República Dominicana (1988), Macao, Nueva Zelanda y Polonia (1989), Hungría y Checoslovaquia (1990), Nicaragua (1992), India e Israel (1993), Lituania (1994), Estonia, Eslovaquia, Líbano, Panamá y Uganda (1996), Kazakhstán (1997), Sudáfrica (1998), Croacia y
Eslovenia (2003), Letonia (2004), Rusia (2007), Indonesia (2008), Corea del Sur y Rumanía
(2009) y Sri Lanka (2011).
Bibliografía: Statuta Operis Dei o Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et
Operis Dei, en OIG, pp. 309-346 y en IJC, pp. 628-657; IJC, passim; OIG, passim; Peter Berglar,
Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1984; Rafael
Gómez Pérez, El Opus Dei. Una explicación, Madrid, Rialp, 1992; Dominique Le Tourneau, El Opus
Dei, Barcelona, Oikos-Tau, 1986; Id., El Opus Dei. Informe sobre la realidad, Madrid, Rialp, 2006;
Vittorio Messori, Opus Dei. Una investigación, Barcelona, Ediciones Internacionales Universitarias,
1994; Beat Müller, Datos informativos sobre la Prelatura del Opus Dei, Oficina de Información de
la Prelatura del Opus Dei en España, Madrid, 2005; Giuseppe Romano, Chi, come, perché, Cinisello
Balsamo (Milano), San Paolo, 1994.
Dominique LE TOURNEAU
54
A
ABANDONO
Confianza y convicción de que Dios
Padre coloca a cada uno donde le conviene: “A lo largo de los años, he procurado
apoyarme sin desmayos en esta gozosa
realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos
diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has
puesto aquí; Tú me has confiado eso o
aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi
Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus
padres. Mi experiencia sacerdotal me ha
confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir
una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención” (AD, 143).
1. Confianza plena en Dios. 2. Abandono
en su Voluntad aceptándola por entero. 3.
Abandono y medios humanos.
En las enseñanzas de san Josemaría el
abandono proviene de la seguridad de que
Dios es un Padre que nos ama y lo puede
todo (cfr. ECP, 128). Supone, de una parte,
reconocer la sabiduría y el poder de Dios,
y, respecto a nosotros, tener conciencia de
nuestra nada y nuestras miserias (cfr. Urbano, 1994, p. 389). Por tanto, por grandes
que sean las propias limitaciones, y justamente porque se tienen, el cristiano debe
abandonarse en Dios y confiar en Él: “Espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no
vales nada, no puedes nada. –Él obrará, si
en Él te abandonas” (C, 731).
2. Abandono en su Voluntad aceptándola por entero
En los escritos de san Josemaría, se
muestra con claridad que el abandono exige fortaleza, reciedumbre, humildad; no es
un mero dejarse llevar, actitud pasiva, sino
que como se lee en la cita anterior, empuja
a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, y exige “rendir la inteligencia y el corazón” (Artículos del Postulador, 425).
1. Confianza plena en Dios
Como toda la Tradición cristiana, san
Josemaría une el abandono a la humildad:
“Le decías: “No te fíes de mí... Yo sí que me
fío de ti, Jesús... Me abandono en tus brazos: allí dejo lo que tengo, ¡mis miserias!”
–Y me parece buena oración” (C, 113). Y
lo relaciona con la filiación divina y la vida
de infancia. Es el abandono y la confianza
del niño que considera que su Padre es la
mayor defensa y seguridad ante cualquier
peligro. San Josemaría, maestro de la infancia espiritual, dirá que la oración sencilla y confiada es “demostración evidente
de confiado abandono” (AD, 296).
El abandono conduce a aceptar y
cumplir la Voluntad de Dios. Hay dos jaculatorias muy repetidas por san Josemaría,
que reflejan esta actitud, en especial cuando ese abandono se hace particularmente
difícil. De la primera da testimonio un punto de Camino: “¿Estás sufriendo una gran
55
ABANDONO
tribulación? –¿Tienes contradicciones? Di,
muy despacio, como paladeándola, esta
oración recia y viril: “Hágase, cúmplase,
sea alabada y eternamente ensalzada la
justísima y amabilísima Voluntad de Dios,
sobre todas las cosas. –Amén. –Amén.”
Yo te aseguro que alcanzarás la paz” (C,
691). El uso de esta oración está atestiguado desde 1928. El propio autor explicó en
alguna ocasión el lugar que ocupaba en su
vida interior: “me da gozo y paz la recitación del «hágase» o «fiat», esa jaculatoria
solidísima que nos hace identificarnos con
la Voluntad de Dios”; y hay diversos textos
en los que se manifiesta cómo acudía a su
recitación para aceptar las penas: “¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o
el otro?... ¿No ves que lo quiere tu PadreDios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti
solo!– más que todas las madres juntas del
mundo pueden amar a sus hijos?” (F, 929).
dono, así serán siempre todas mis Cruces”
(Apuntes íntimos, n. 429: AVP, I, p. 400).
Su aguda conciencia de la importancia
de la aceptación y abandono en la cruz le
lleva a decir que si no hay alegría en la cruz
es que ha fallado el abandono: cuando flaquea el abandono, “perdida entonces la
alegría, siento el peso de la Cruz” (CECH,
p. 791). “Ese abandono es precisamente la
condición que te hace falta para no perder
en lo sucesivo tu paz” (C, 767), y “el abandono en la Voluntad de Dios es el secreto
para ser feliz en la tierra. –Di, pues: “meus
cibus est, ut faciam voluntatem ejus” –mi
alimento es hacer su Voluntad” (C, 766).
San Josemaría fundamenta el abandono en el sentido de la filiación divina, que,
íntimamente ligado a la identificación con
la cruz, es el rasgo en el que se apoyan
los diferentes aspectos característicos de
su figura humana y sacerdotal (cfr. Echevarría, 2005, p. 101). Como recoge un documento pontificio, san Josemaría “puso en
el sentido de la filiación divina en Cristo el
fundamento de una espiritualidad en la que
la fortaleza de la fe y la audacia apostólica
de la caridad se conjugan armónicamente
con el abandono filial en Dios Padre” (Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo
de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, p.
1453).
Otra oración abundantemente repetida por san Josemaría está recogida en un
texto de Via Crucis: “Me has dicho: Padre,
lo estoy pasando muy mal. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una
partecica de esa cruz, sólo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella,
... déjala toda entera sobre los hombros
fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite
conmigo: Señor, Dios mío: en tus manos
abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo
mucho, lo temporal y lo eterno. Y quédate
tranquilo” (VC, VII Estación).
3. Abandono y medios humanos
El abandono exige lucha interior, desprendimiento del propio yo; no es, como
ya decíamos, un simple dejarse llevar, pasivo, o una especie de providencialismo
quietista: “Hasta llegar al abandono hay
un poquito de camino que recorrer. Si aún
no lo has conseguido, no te preocupes: sigue esforzándote. Llegará el día en que no
verás otro camino más que Él –Jesús–, su
Madre Santísima, y los medios sobrenaturales que nos ha dejado el Maestro” (VC,
IV Estación).
El abandono que enseña es un abandono que lleva a aceptar la Voluntad de
Dios, también cuando implica cruz, y a
amarla; es decir, que exige reciedumbre,
fortaleza, para confíar en Dios, y para que
el sufrimiento que pueda experimentarse,
no sólo no inquiete o angustie, sino que dé
paz y alegría. “Jesús, ahora que realmente
la Cruz es sólida, de peso, arregla las cosas de modo que nos llena de paz. Señor,
¿qué Cruz es ésta? Una Cruz sin Cruz. Con
tu ayuda, conociendo la fórmula del aban-
En algunos momentos de su vida san
Josemaría consideró como muestra de
56
ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA
ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA
confianza contar a Dios sus problemas sin
pedirle nada y dejarle hacer: “ya no debo
pedir nada a Jesús: me limitaré a darle
gusto en todo y a contarle las cosas, como
si Él no las supiera, lo mismo que un niño
pequeño a su padre” (Apuntes íntimos, n.
416: AVP, I, p. 400). Sin embargo, en otra
etapa de su vida espiritual, en su enseñanza habitual recalcaba que abandonarse no
era dejar de luchar –una actitud así llevaría,
no al abandono sino a la acedia–, e insistía
en la importancia de la oración de petición
y en el deber de poner todos los medios
humanos, todo el empeño posible, abandonando el resultado, el éxito o el fracaso
en las manos de Dios: “Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a
contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de
haber puesto todo tu empeño y los medios
oportunos– no salen a tu gusto... Porque
habrán “salido” como le conviene a Dios
que salgan” (S, 860). Vio siempre un ejemplo de esta actitud en san José, que, como
manifiestan los Evangelios, “se abandonó
sin reservas en las manos de Dios”, fue
dócil a los planes que Dios le iba comunicando, poniendo a su servicio el entendimiento, y una actitud activa (cfr. ECP, 42).
1. Precedentes. 2. La Academia. 3. La Academia y Residencia.
DYA –siglas de “Derecho y Arquitectura”– es el nombre que dio san Josemaría Escrivá de Balaguer a la primera obra
corporativa o iniciativa apostólica de carácter institucional del Opus Dei. Comenzó
en diciembre de 1933 con la apertura de
una academia de preparación universitaria
en la calle Luchana de Madrid. En octubre
de 1934 se trasladó a la calle Ferraz, 50,
donde se amplió con una residencia universitaria. Allí permaneció dos cursos académicos hasta que, en el mes de julio de
1936, cambió de sede, esta vez al número
16 de la misma calle Ferraz. Ese mismo
mes estalló la Guerra Civil española y DYA
fue clausurada.
1. Precedentes
San Josemaría difundió el mensaje de
la llamada universal a la santidad desde el
comienzo del Opus Dei. Lo llevó a cabo a
través de la amistad, la dirección espiritual
y la predicación. Sus primeros destinatarios fueron las personas que se acercaban
a él: alumnos que frecuentaban la Academia Cicuéndez, donde san Josemaría daba
clases de Derecho Romano; sacerdotes
seculares, conocidos por motivos pastorales en Madrid; y jóvenes profesionales
que acudían a su encuentro buscando una
orientación espiritual.
Voces relacionadas: Filiación divina; Infancia espiritual; Voluntad de Dios.
Bibliografía: AD, 142-153; ECP, 39-56; VC, passim; AVP, passim; CECH, passim; Congregación
para las Causas de los Santos, “Decreto sobre
las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer”, 9-IV-1990, AAS,
LXXXII (1990), pp. 1450-1455; Javier Echevarría,
“El Santo de la vida ordinaria. La figura de San
Josemaría Escrivá de Balaguer en los textos
magisteriales”, Romana. Boletín de la Prelatura
de la Santa Cruz y Opus Dei, 40 (2005), pp. 101129; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere. Los
años romanos de Josemaría Escrivá, Barcelona,
Plaza & Janès, 1994.
El crecimiento de su trabajo sacerdotal
hizo que fuese muy conveniente la adquisición de un local donde pudiera formar
mejor a las personas que se mostraban
interesadas en conocer y vivir el espíritu
del Opus Dei. A esta necesidad se unieron
otras razones que dieron lugar al proyecto
de DYA. Por una parte, san Josemaría llegó a la conclusión de que, para alcanzar
lo antes posible el horizonte universal del
Opus Dei, debía prestar mayor atención a
la labor apostólica con universitarios. Por
Ana DE ZABALLA BEASCOECHEA
57
ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA
otra, deseaba que las personas que recibieran formación cristiana a través de la
Obra lo hicieran a título personal, sin constituir parte de una asociación religiosa o
grupo; sólo les uniría el deseo de formar su
conciencia en las verdades de la fe y del
espíritu de santidad en medio del mundo
que difundía el Opus Dei.
El alquiler mensual de la Academia
se cubrió gracias al dinero aportado por
san Josemaría, los primeros del Opus Dei
que eran profesionales –sobre todo Isidoro
Zorzano y José María González Barredo– y
los donativos de alguna familia conocida.
La Academia estaba formada por seis
habitaciones –una sala de estudio, un aula,
una sala de visitas y tres despachos– más
una cocina y un baño. San Josemaría llevó allí algunos muebles de la casa de su
madre y unos cuantos enseres más que
le dio una amiga de su familia. También
se buscaron muebles de segunda mano
y otros objetos en el Rastro de Madrid. El
despacho que utilizaba el sacerdote tenía
una mesa-buró pequeña, una lámpara y
dos o tres asientos; sobre la pared había
una cruz de palo, sin crucifijo y, cercano a
esta pared, un reclinatorio. Allí recibía a los
estudiantes que deseaban conversar con
él o confesarse.
En el verano de 1932, san Josemaría
consideró la idea de abrir una academia
privada de preparación universitaria. Sería
una iniciativa secular, no eclesiástica. Y se
registraría civilmente, de modo que no provocara alarma el hecho de que un grupo
de universitarios se reuniese en un local,
cosa que podía ser vista con suspicacia
por la autoridad civil debido a la convulsa
situación que atravesaba España en ese
momento.
A lo largo del curso 1932-1933, san
Josemaría impulsó la apertura de esa academia universitaria. El comienzo de su labor de formación con gente joven a través
de clases o círculos de formación cristiana,
y la participación de dichos jóvenes en las
catequesis para niños le ayudaron a conocer personas que más tarde acudirían a la
academia. El nombre que pensó para el
centro académico fue DYA: las siglas, que
hacían referencia a las clases de “Derecho
y Arquitectura”, fueron para san Josemaría
y para los primeros miembros del Opus Dei
un acto de fe. DYA –les dijo Escrivá– significaba para ellos “Dios y Audacia”.
La Academia pronto comenzó sus actividades. Se dieron clases particulares de
algunas asignaturas de los cursos preparatorios de Arquitectura. Los estudiantes
que acudían escucharon con frecuencia
que, si deseaban colaborar para que reinase el espíritu cristiano en la sociedad, necesitaban una sólida preparación profesional. A eso debían aspirar los católicos que
se dedicasen al desarrollo de la cultura y
la ciencia: “Antes, como los conocimientos
humanos –la ciencia– eran muy limitados,
parecía muy posible que un solo individuo
sabio pudiera hacer la defensa y apología
de nuestra Santa Fe. Hoy, con la extensión
y la intensidad de la ciencia moderna, es
preciso que los apologistas se dividan el
trabajo para defender en todos los terrenos científicamente a la Iglesia. –Tú... no
te puedes desentender de esta obligación”
(C, 338, que recoge un texto de junio de
1932). Es más, debían entender que su
actividad académica era el campo donde
Dios les llamaba a dar lo mejor de sí mismos: “Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación
2. La Academia
Después de numerosas búsquedas,
san Josemaría encontró un local adecuado
en un bajo de la calle Luchana, 33, esquina
a la de Juan de Austria. El inmueble se alquiló a nombre de Isidoro Zorzano, uno de
los primeros fieles del Opus Dei. La bendición de la sede de la Academia DYA tuvo
lugar el 8 de diciembre de 1933. Ricardo
Fernández Vallespín, estudiante del último
año de Arquitectura, fue nombrado director de esta iniciativa.
58
ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA
3. La Academia y Residencia
grave” (C, 336, que cita un texto de enero
de 1934).
Al poco tiempo de abrir la Academia,
san Josemaría propuso a los miembros de
la Obra que iniciasen una residencia de estudiantes en el siguiente curso académico.
Con fe en Dios y en sus palabras, asintieron a este nuevo reto apostólico. En el mes
de septiembre de 1934, alquilaron tres pisos de la calle Ferraz, 50, al propietario del
inmueble, Javier Bordiú, un ingeniero de
Minas que vivía en la planta principal del
mismo edificio. Dos de los pisos se destinaron a la Residencia y el tercero a albergar
la Academia. Las dificultades económicas
para sacarlo adelante fueron enormes. San
Josemaría consultó y consiguió que su familia destinara una parte de su patrimonio
–la herencia recién recibida de un hermano
de don José Escrivá– para sufragar este
proyecto. Los pocos miembros de la Obra
que trabajaban, como Ricardo Fernández
Vallespín, Isidoro Zorzano o José María
González Barredo, aportaron el dinero que
les fue posible. Con todo, la ropa de cama
para la Residencia se tuvo que comprar a
crédito en unos grandes almacenes, y los
muebles se fueron adquiriendo a medida
que iban llegando los residentes y pagaban sus matrículas de ingreso.
San Josemaría coordinó y muchas
veces dirigió la formación cristiana que se
impartía en la Academia. Dio numerosas
clases de formación cristiana –varias cada
semana– e impulsó a los asistentes a participar en actividades de carácter social y
obras de misericordia como las catequesis
o las visitas a enfermos. Un sacerdote amigo suyo, Vicente Blanco, impartió un curso sobre apologética para universitarios.
Además, Escrivá repartió entre los chicos
dos folletos que había redactado. Uno se
titulaba Consideraciones espirituales, el
precedente de Camino. Tenía 246 máximas espirituales a las que añadió 87 más
en junio de 1933. El otro folleto era Santo
Rosario, que había editado por primera vez
en febrero de 1932.
San Josemaría creó un ambiente familiar que resultaba agradable a quien pasaba por la Academia. Pedía a los chicos que
acudían que estuviesen unidos en el amor
de Jesucristo. Hizo poner en un cuadro las
palabras de la Última Cena: “Un Mandamiento nuevo os doy: que os améis unos
a otros; como yo os he amado, amaos
también unos a otros. En esto conocerán
todos que sois mis discípulos, si os tenéis
amor entre vosotros” (Jn 13, 34-35). Unos
amigos fueron trayendo a otros, y llegaron a ser más de ochenta los chicos que
participaron en alguna reunión de carácter
formativo, tanto profesional como religioso,
durante los nueve meses en los que la Academia estuvo abierta en la calle Luchana.
Los acontecimientos políticos y sociales también hicieron mella en la Residencia
DYA. La Revolución de Octubre de 1934
paralizó Madrid los primeros días de ese
mes, y retrasó el inicio de las clases en la
Universidad. Cuando comenzaron, sólo un
estudiante había pedido plaza en la Residencia. En el mes de enero de 1935, los
residentes eran ocho. Ricardo Fernández
Vallespín, que era el director, tuvo que
cancelar el alquiler del piso de la Academia porque no podían afrontar ese gasto,
y ésta pasó a los locales de la Residencia.
En el mes de abril las cosas comenzaron
a mejorar, pues llegaron a los catorce residentes.
Cuando llegó el verano de 1934, san
Josemaría quiso continuar el trato con los
que frecuentaban la Academia. Nació así la
idea de Noticias, unas hojas multicopiadas
que se distribuían entre los estudiantes
que iban por DYA y que daban noticias de
unos y otros. De este modo, se mantenía
el contacto entre todos durante la pausa
estival. Esta idea se volvió a repetir el año
siguiente, cuando ya estaba en marcha la
Residencia.
La mejora coincidió con la realización
de un sueño acariciado largamente por san
Josemaría: por primera vez iba a tener a Je59
ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA
sús Sacramentado en un Centro del Opus
Dei. Después de conseguir los oportunos
permisos en el obispado de Madrid-Alcalá,
se erigió un oratorio en la Residencia. El 31
de marzo de 1935, san Josemaría celebró
la Misa y se dejó reservado el Santísimo.
Fue un día de gran alegría. Mes y medio
más tarde, comentaba: “Desde que tenemos a Jesús en el Sagrario de esta Casa,
se nota extraordinariamente: venir Él, y
aumentar la extensión y la intensidad de
nuestro trabajo” (AVP, I, p. 546).
tudiantes que hacían cursos preparatorios
en Arquitectura, Ingeniería o Medicina.
Un folleto impreso ese curso explicaba
que la Residencia “pretende dar a los estudiantes una eficaz formación religiosa, profesional y física” (Martín de la Hoz - Revuelta
Somalo, 2008, p. 301). La formación religiosa se realizó a través de diversos medios
como las clases de formación cristiana,
las meditaciones o los retiros mensuales.
Más de cien jóvenes participaron en estas
actividades. Con la experiencia que iba adquiriendo, a la que se unía su vida de oración, san Josemaría redactó la Instrucción
sobre la obra de San Rafael, destinada al
trabajo apostólico con la juventud; está
fechada el 9 de enero de 1935. También
hubo encuentros formativos con jóvenes
profesionales con la idea de comenzar la
obra de San Gabriel, destinada a personas
que ya iniciaban su actividad profesional;
en muchos casos con el matrimonio como
horizonte.
El comienzo del curso académico
1935-1936 en DYA fue diferente al del año
anterior. Las veinte plazas de la Residencia
se ocuparon desde el principio, y los amigos y conocidos que iban y venían fueron
numerosos. Se hizo necesario habilitar un
piso para la Academia y, al no encontrarse
libre el que había alquilado el año anterior,
Ricardo Fernández Vallespín encontró otro
en la misma calle Ferraz, 48. Más de ciento
cincuenta chicos participaron a lo largo de
ese año académico en cursos de formación profesional o cristiana. De entre éstos,
algunos se habían acercado a la Obra en el
verano de 1935, como Álvaro del Portillo o
José María Hernández Garnica, y otros lo
hicieron antes de fin de año, como Pedro
Casciaro o Francisco Botella.
El 2 de mayo, san Josemaría, Ricardo
Fernández Vallespín y José María González Barredo fueron a Ávila para agradecer
a Dios, a través de la Virgen, los favores
que habían recibido ese año. Hicieron una
romería al santuario de Sonsoles. Ese día,
san Josemaría estableció que fuese una
costumbre del Opus Dei que todos sus
fieles hicieran una romería cada mes de
mayo.
Los universitarios que iban por DYA
tenían ideas políticas diversas, sin que
hubiese entre ellos personas que defendieran a partidos contrarios a la Iglesia. El
contraste entre la agitada situación política
del momento y la calma de la Residencia
les llamaba la atención. Por indicación expresa de san Josemaría, en las reuniones
colectivas de los residentes no se hablaba
de política. Emiliano Amann, un chico de
Bilbao de dieciséis años que estudiaba el
curso preparatorio de Arquitectura y vivía
en DYA, recordaba tiempo después “la
verdadera vida de familia que existía en
aquella Residencia de Ferraz 50; el modo
extraordinario de vivir la fraternidad entre
todos, superando las diferencias regionales y políticas propias de aquellos años en
La vida académica fue un punto de
apoyo firme, tanto para los residentes
como para los amigos y conocidos, que
pasaban numerosas horas estudiando en
las habitaciones o en la biblioteca de la
Academia. Tenían muy presente lo que san
Josemaría había publicado en Consideraciones espirituales: “Una hora de estudio,
para un apóstol moderno, es una hora de
oración” (texto inspirado en uno anterior
que san Josemaría había redactado en
julio de 1932; luego pasó a ser el número
335 de Camino). También se dieron clases
en la Academia, sobre todo a jóvenes es60
ACCIONES DE GRACIAS
España; el ambiente de estudio que reinaba en la Residencia y la ayuda y consejo
que nos proporcionaban los que estaban
en cursos superiores” (Martín de la Hoz Revuelta Somalo, 2008, p. 313). Los residentes aprendieron a convivir, y disfrutaron de momentos de esparcimiento, sobre
todo con las excursiones –la primera de
ese curso fue al monasterio de El Escorial–
y algunos ratos de deporte.
diante en la Residencia DYA. Cartas de Emiliano
Amann a su familia (1935-1936)”, SetD, 2 (2008),
pp. 299-358.
José Luis GONZÁLEZ GULLÓN
ACCIONES DE GRACIAS
1. El reconocimiento de los dones divinos,
condición del progreso espiritual. 2. Importancia de las acciones de gracias.
Después del triunfo del Frente Popular
en las elecciones generales de febrero de
1936, la inestabilidad social creció. El “pistolerismo” –asesinatos a sangre fría perpetrados en la calle y a plena luz del día– se
hizo tristemente frecuente. Aunque la situación exigía prudencia, san Josemaría
no dejó de impulsar el desarrollo del Opus
Dei. Concretamente pensó que había llegado el momento de abrir dos Centros
más, uno en París y otro en Valencia. En
el mes de junio, Isidoro Zorzano fue nombrado director de DYA, y Ricardo Fernández Vallespín se fue a Valencia para empezar una residencia semejante en aquella
ciudad. También durante ese mes –el día
17– se firmó la escritura de compra de la
que iba a ser la nueva sede de DYA: el inmueble de la calle Ferraz, 16. Pero, cuando
estaban acabando de trasladarse de la antigua sede a la nueva, comenzó la Guerra
Civil. Los posteriores destrozos que sufrió
el edificio, que se encontraba muy cerca
de la primera línea de defensa del frente de
Madrid, hicieron imposible que DYA volviese a la vida después del conflicto armado.
Acabada la Guerra, en 1939 fue sustituida
por la Residencia Universitaria Jenner.
En la teología moral, el agradecimiento se considera como parte potencial de la
virtud de la justicia. Según san Josemaría,
la justicia nos lleva a considerar nuestra
dependencia de Dios y a reconocer los
abundantes bienes que nos concede, para
llenarnos de agradecimiento y de deseos
de responder a un Padre que nos ama
hasta la locura; esto suscita el espíritu de
piedad filial que nos hará tratar a Dios con
ternura de corazón (cfr. AD, 167). Sintetiza
así su honda comprensión de las relaciones entre agradecimiento, amor de Dios y
filiación divina. Y, a la vez, ayuda a percibir
que, como consecuencia de la universal
paternidad de Dios, la virtud cristiana de la
justicia nos empuja a mostrarnos agradecidos, afables, y generosos con los demás
(cfr. AD, 169).
1. El reconocimiento de los dones divinos, condición del progreso espiritual
Los escritos de san Josemaría destacan que la persona agradecida posee una
honda humildad personal (cfr. ECP, 3) y la
conciencia de su propia pequeñez (cfr. F,
174), que le hace recibir todo como un don
inmerecido (cfr. F, 365), ya sea una alegría o
una pena, venga de Dios o, aparentemente, de los hombres (cfr. C, 658 y C, 894).
Al percibir el don recibido, esta persona es
consciente del amor que el don expresa, y
responde con un amor agradecido que se
vierte en acciones de gracias (cfr. F, 904).
La clave, por tanto, de las acciones de gracias propias de la virtud del agradecimien-
Voces relacionadas: Actividad del Opus Dei;
Fernández Vallespín, Ricardo; Instrucciones
(obra inédita); Madrid (1927-1936).
Bibliografía: AVP, I, pp. 508-594; Constantino
Ánchel, “Fuentes para la historia de la Academia
y de la Residencia DYA”, SetD, 4 (2010), pp. 45101; John F. Coverdale, La fundación del Opus
Dei, Madrid, Ariel, 2002; José Carlos Martín de
la Hoz - José María Revuelta Somalo, “Un estu-
61
ACCIONES DE GRACIAS
to es el amor; el amor humano que responde al Amor divino (cfr. VC, V Estación).
favorable y ante lo adverso: «¡Qué bueno
eres! ¡Qué bueno!...». Esa frase, bien sentida, es camino de infancia, que te llevará a
la paz, con peso y medida de risas y llantos, y sin peso y medida de Amor” (C, 894).
La Tradición cristiana concede gran
importancia a las acciones de gracias en
la liturgia. San Josemaría se hace eco de
esa praxis invitando a agradecer el don
que Dios hace de sí mismo en la Eucaristía
(cfr. F, 27; F, 304; ECP, 88) y en los demás
sacramentos (cfr. F, 11; C, 521); y llama incluso a romper a cantar (cfr. C, 523-524)
en unión con la liturgia celestial (cfr. Ap 1,
6; 4, 11; 5, 13). Subraya especialmente la
importancia de la acción de gracias después de la Comunión: “El amor a Cristo,
que se ofrece por nosotros, nos impulsa
a saber encontrar, acabada la Misa, unos
minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del
corazón esa otra acción de gracias que es
la Eucaristía” (ECP, 92).
La invitación a agradecer y a amar
la Cruz como don de Cristo (cfr. C, 773,
776) tiene un profundo sentido, pues pone
de relieve un elemento importante en el
progreso espiritual, la identificación con
Cristo: “Ut in gratiarum semper actione
maneamus! Dios mío, gracias, gracias por
todo: por lo que me contraría, por lo que
no entiendo, por lo que me hace sufrir.
Los golpes son necesarios para arrancar
lo que sobra del gran bloque de mármol.
Así esculpe Dios en las almas la imagen de
su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas!” (VC, VI Estación; cfr. F, 609).
El agradecimiento, la acción de gracias a Dios, debe expresarse en un amor
manifestado en obras y verdad (cfr. F, 866),
en obras de servicio (cfr. F, 891), en propósitos eficaces de mejora (cfr. C, 298;
F, 279), y en apostolado (cfr. S, 2, 184; F,
27). Sólo así se corresponde sinceramente y de veras al gran amor que Dios nos
tiene como hijos suyos. Hemos de agradecer, con nuestro amor, el amor que llevó
a Cristo a encarnarse, a vivir y a morir por
todos los hombres (cfr. S, 813). “¿Quieres
saber cómo agradecer al Señor lo que ha
hecho por nosotros?... ¡Con amor! No hay
otro camino. Amor con amor se paga. Pero
la certeza del cariño la da el sacrificio. De
modo que ¡ánimo!: niégate y toma su Cruz.
Entonces estarás seguro de devolverle
amor por Amor” (VC, V Estación).
Diversos autores espirituales han relacionado el agradecimiento con el don de
la piedad y la acción del Espíritu Santo en
el alma, destacando la llamada oración de
agradecimiento, también fuera de la liturgia. En esa línea, san Josemaría anima a
fomentar la actitud constante de acción de
gracias, poniendo el fundamento de esta
práctica de piedad en el sentido de la filiación divina. El cristiano que se sabe hijo de
Dios Padre en el Hijo, movido por el Espíritu
Santo, es capaz de vivir en constante agradecimiento filial y humilde hacia su Padre,
y manifiesta así su conciencia de la presencia amorosa de su Padre y de los dones
divinos en todo lo que le acontece (cfr. AD,
44-45, 149; F, 173, 221, 365; C, 608).
En los escritos de san Josemaría se
enumeran muy diversos motivos para dar
gracias a Dios, desde lo más humano y fácil (cfr. F, 16, 19, 174; S, 85; AD, 247), hasta
la vocación a la santidad (cfr. ECP, 32; F,
279, 904; S, 454; C, 913), e incluso la tentación (cfr. F, 313) o el fracaso (cfr. C, 404);
o como hacen los niños: “¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? –Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo
2. Importancia de las acciones de gracias
El crecimiento en santidad presupone el agradecimiento, el reconocimiento
efectivo de los dones de Dios, percibiendo
su amor en todo lo que acontece a la persona. Y ese agradecimiento está llamado
a expresarse a través de las acciones de
gracias.
62
ACTIVIDAD DEL OPUS DEI
Esa espiral continua –del Amor gratuito de Dios al amor agradecido a Dios– lleva
a la unión definitiva del hijo de Dios con
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Así se
realizó en la vida de san Josemaría como lo
atestiguan unas palabras pronunciadas el
27 de marzo de 1975, víspera del cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal,
a sólo tres meses de su fallecimiento: “Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te
las he dado; habitualmente te las he dado.
Antes de repetir ahora ese grito litúrgico
–gratias tibi, Deus, gratias tibi!– te lo venía
diciendo con el corazón… pues no tenemos motivos más que para dar gracias…
un cántico de acción de gracias tiene que
ser la vida de cada uno… dar gracias, que
es una obligación capital. No es una obligación de este momento… es un deber
constante, una manifestación de vida sobrenatural, un modo humano y divino a la
vez de corresponder al Amor tuyo, que es
divino y humano” (citado en Bernal, 1976,
pp. 116-118).
ACTIVIDAD DEL OPUS DEI
Voces relacionadas: Contemplativos en medio
del mundo; Oración; Presencia de Dios.
1. Una actividad doble
1. Una actividad doble. 2. Actividades para
hombres y para mujeres. 3. Actividad relativa a la formación individual. 4. Actividad
relativa a los apostolados asociados.
Al erigir el beato Juan Pablo II en 1982,
con la Constitución Apostólica Ut sit, el
Opus Dei en Prelatura personal, compuesta de clérigos y laicos (cfr. Statuta, 1 § 1), la
suprema autoridad de la Iglesia le ha otorgado unos Estatutos, que hacen referencia
a una misión pastoral claramente definida:
promover la santificación de sus fieles, según una espiritualidad esencialmente secular (cfr. Statuta, 2 § 1); y trabajar, comenzando con los intelectuales, para que haya
hombres y mujeres de todos los estratos y
estados civiles de la sociedad, que vivan
coherentemente su fe, se santifiquen en
su profesión y ordenen según la voluntad
del Creador todas las cosas, ejerciendo un
apostolado eficaz en todos los ambientes
(cfr. Statuta, 2 § 2).
En 1981, la Congregación para los
Obispos, en una nota informativa sobre
el Opus Dei, había acudido, para describir la actividad de la futura prelatura, a la
expresión “finalidad reduplicativamente
pastoral”, comentándola en los siguientes términos: “el Prelado y su presbiterio
desarrollan una peculiar labor pastoral en
servicio del laicado –bien circunscrito– de
la Prelatura, y toda la Prelatura –presbiterio
y laicado conjuntamente– realiza un apostolado específico al servicio de la Iglesia
universal y de las Iglesias locales” (IJC, p.
467 s.).
Bibliografía: Salvador Bernal, Mons. Josemaría
Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del
Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 19763;
Francisco Fernández-Carvajal - Pedro Beteta López, Hijos de Dios. La filiación divina que vivió
y predicó el Beato Josemaría Escrivá, Madrid,
Palabra, 19963; Fernando Ocáriz, Naturaleza,
gracia y gloria, Pamplona, EUNSA, 20012; Alexis
Riaud, La acción del Espíritu Santo en las almas,
Madrid, Palabra, 19832.
Catherine DEAN
Cuando se habla de “actividad del
Opus Dei” se hace referencia a que el Opus
Dei como tal se dedica a difundir la llamada universal a la santidad y al apostolado
y a atender pastoralmente a sus miembros
y a los hombres y mujeres que se acercan a los medios que para este fin ofrece.
Como fruto de esa labor de formación y de
63
ACTIVIDAD DEL OPUS DEI
aliento, de índole principalmente espiritual,
doctrinal y apostólica, contribuye a que
esas personas, cada vez más conscientes de las exigencias de la vida en Cristo
recibida en el Bautismo, luchen por ejercer las virtudes cristianas en su existencia
ordinaria y se esfuercen por desarrollar un
intenso apostolado entre personas de toda
condición.
nes liberales o que trabajan en instituciones oficiales, etcétera”. Y a continuación,
dirigiéndose directamente al entrevistador
preguntaba: “¿Ha pensado en el poder de
irradiación cristiana que representa una
gama tan amplia y tan variada de personas,
sobre todo si se cuentan por decenas de
millares y están animadas de un mismo espíritu apostólico (…)?” (CONV, 18).
“La actividad principal del Opus Dei
consiste en dar a sus miembros, y a las
personas que lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos
cristianos en medio del mundo” (CONV,
27), afirma san Josemaría, y añade que,
como consecuencia de esta actividad formativa de la Obra, nace lo que se puede
considerar el servicio específico que la
Prelatura presta a la Iglesia: un apostolado espontáneo, multiforme y capilar que
escapa a las pretensiones de un registro
sociológico porque es “un mar sin orillas”
(CONV, 57). En esa línea, el fundador explicaba que el apostolado esencial del Opus
Dei es el que desarrolla individualmente
cada fiel “en el propio lugar de trabajo, con
su familia, entre sus amigos. Una labor que
no llama la atención, que no es fácil traducir en estadísticas, pero que produce frutos
de santidad en millares de almas, que van
siguiendo a Cristo, callada y eficazmente,
en medio de la tarea profesional de todos
los días” (CONV, 71). “¿Quién puede medir
la eficacia sobrenatural de este apostolado
callado y humilde? No se puede valorar la
ayuda que supone el ejemplo de un amigo
leal y sincero, o la influencia de una buena
madre en el seno de la familia” (CONV, 31).
Efectivamente, es imposible calibrar el impacto evangelizador que tiene la presencia
de cristianos coherentes, y así lo subrayaba
san Josemaría respondiendo a la pregunta
que le formulaba un periodista; al Opus Dei
pertenecen “personas de todas las condiciones sociales, profesiones, edades y estados de vida: mujeres y hombres, clérigos
y laicos, viejos y jóvenes, célibes y casados, universitarios, obreros, campesinos,
empleados, personas que ejercen profesio-
Supuesta la primacía del apostolado
personal, nada impide, sin embargo, que a
esa labor evangelizadora individual se añadan actividades con fines apostólicos, que
sería difícil o imposible alcanzar por un solo
individuo y en las que, por tanto, colaboran
diversas personas, miembros del Opus Dei
o no. “Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado
en virtud del bautismo y de la confirmación
y por eso tienen la obligación y gozan del
derecho, individualmente o agrupados en
asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y
recibido por todos los hombres y en toda
la tierra” (CCE, n. 900). Este criterio básico
para el apostolado individual y asociado,
que el Catecismo expresa recomendando las enseñanzas del Concilio Vaticano
II sobre la misión de los laicos, se refleja
en la actividad del Opus Dei, que no sólo
fomenta y encauza el apostolado personal,
sino que promueve, “con el concurso de
una gran cantidad de personas (…) labores corporativas, con las que procura contribuir a resolver tantos problemas como
tiene planteados el mundo actual. Son
centros educativos, asistenciales, de promoción y capacitación profesional, etc.”
(CONV, 84; cfr. Statuta, 121 § 1).
Situándonos a otro nivel, no en el del
apostolado, sino en el que podríamos denominar institucional, la Prelatura desarrolla, además, otras actividades. Es, en efecto, una institución jerárquica que depende
del Romano Pontífice, de la Congregación
para los Obispos y de los demás organismos de la Santa Sede competentes en
cada caso; mantiene estrecha comunión
64
ACTIVIDAD DEL OPUS DEI
con los obispos de las diócesis en las que
desarrolla su tarea pastoral; está sujeta a
las leyes justas de los diversos Estados
donde viven sus fieles; necesita medios
económicos para el desarrollo de sus iniciativas apostólicas, aunque la Prelatura
misma sea propietaria sólo de un mínimo
de bienes; ha de explicar su labor a la
gente y debe defender su buen nombre
cuando es atacado; etc. Las actividades
correspondientes –tanto de los órganos
directivos de la Prelatura como de sus
miembros– son naturalmente variadísimas
y múltiples. Para cada uno de los cinco
campos que se acaban de destacar, san
Josemaría designó a un santo intercesor,
concretamente a: san Pío X, para las relaciones de la Obra con la Santa Sede; san
Juan Bautista María Vianney –el Cura de
Ars–, para las relaciones con los obispos
diocesanos; santo Tomás Moro, para las
relaciones con las autoridades no eclesiásticas; san Nicolás de Bari, para los asuntos
económicos; y santa Catalina de Siena,
para el apostolado de la opinión pública.
asociado, hay que mencionar un punto característico común a ambos tipos de actividad: el hecho, fijado en los Estatutos de
la Prelatura (cfr. Statuta, 4 § 3), de que las
dos Secciones del Opus Dei, de hombres
y de mujeres, tienen cada una sus apostolados propios.
Se trata de un principio fundacional
inamovible, que san Josemaría ha subrayado siempre con claridad, también con referencia a una de sus manifestaciones más
significativas: la atención espiritual por separado de personas casadas. Vale la pena
citarle extensamente: “Sé que hay grupos
católicos que organizan retiros espirituales
y otras actividades formativas para matrimonios. Me parece perfectamente bien
que, en uso de su libertad, hagan lo que
consideren oportuno; y también que acudan a esas actividades los que encuentran
en ellas un medio que les ayuda a vivir mejor su vocación cristiana. Pero considero
que no es ésa la única posibilidad, y tampoco es evidente que sea la mejor.
Hay
muchas facetas de la vida eclesial que los
matrimonios, e incluso toda la familia, pueden y a veces deben vivir juntos, como es
la participación en el sacrificio eucarístico
y en otros actos de culto. Pienso, sin embargo, que determinadas actividades de
formación espiritual son más eficaces si
acuden a ellas separadamente el marido y
la mujer. De una parte, se subraya así el
carácter fundamentalmente personal de la
propia santificación, de la lucha ascética,
de la unión con Dios, que luego revierte
en los demás, pero en donde la conciencia de cada uno no puede ser sustituida.
De otra parte, así es más fácil acomodar
la formación a las exigencias y a las necesidades personales de cada uno, e incluso
a su propia psicología. Esto no quiere decir que, en esas actividades, se prescinda
del estado matrimonial de los asistentes:
nada más lejos del espíritu del Opus Dei
(…). Repito que en esto no pretendemos
tampoco que nuestro modo de actuar sea
el único bueno, o que deba adoptarlo todo
el mundo. Me parece simplemente que da
Se podrían también añadir a esas manifestaciones de la “actividad del Opus
Dei”, el ejercicio de la sagrada potestad
por parte del Prelado como Ordinario de la
Prelatura –cuando erige nuevas Regiones
o llama a algunos miembros laicos a recibir
las sagradas órdenes, por ejemplo– o las
disposiciones de sus Vicarios Regionales
con sus Consejos respectivos sobre la incorporación de los fieles, etc. Todo eso,
sin embargo, está siempre de algún modo
relacionado con la finalidad “reduplicativamente pastoral” del Opus Dei, que sirve,
por tanto, para exponer lo que realmente
es esencial en su actividad.
2. Actividades para hombres y para mujeres
Antes de seguir adelante y analizar la
actividad de la Obra relativa a la formación
individual de sus miembros y de las personas que la desean, así como su actividad
dirigida a orientar labores de apostolado
65
ACTIVIDAD DEL OPUS DEI
muy buenos resultados, y que hay razones
sólidas –además de una larga experiencia–
para hacerlo así, pero no ataco la opinión
contraria” (CONV, 99).
de su vida un apostolado diario, corriente,
menudo si se quiere, pero perseverante y
divinamente eficaz. Esto es lo importante:
y para alimentar esta vida de santidad y de
apostolado, cada uno recibe del Opus Dei
la ayuda espiritual necesaria, el consejo, la
orientación. Pero sólo en lo estrictamente
espiritual. En todo lo demás –en su trabajo,
en sus relaciones sociales, etcétera– cada
uno actúa como desea, sabiendo que ése
no es un terreno neutro, sino materia santificante, santificable y medio de apostolado” (ibidem).
Lo que san Josemaría expone en el
texto citado sobre la atención diferenciada
de personas casadas, es sólo un aspecto,
característico ciertamente, de la separación de los apostolados de hombres y mujeres que se observa en la Prelatura. San
Josemaría defendió siempre ese modo
de proceder, insistiendo en la necesaria
independencia y autonomía de las labores apostólicas de las dos Secciones. Los
medios de formación que ofrece el Opus
Dei se organizan siempre o para varones
o para mujeres. Como consecuencia, también las obras de apostolado que reciben
su orientación y apoyo pastoral –residencias de estudiantes, colegios de Primera y
Segunda enseñanza, etc.– son para chicos
o para chicas, y son dirigidas por señores
o por señoras, aunque existen iniciativas
en las que, por su misma naturaleza, no es
posible aplicar el mismo criterio, como, por
ejemplo, parvularios, hospitales o universidades.
Impartir esa formación y prestar esa
continua asistencia pastoral “exige una
cierta estructura, pero siempre muy reducida: se ponen los medios oportunos para
que sea la estrictamente indispensable. Se
organiza una formación religiosa doctrinal
–que dura toda la vida–, y que conduce a
una piedad activa, sincera y auténtica, y a
un encendimiento que lleva consigo necesariamente la oración continua del contemplativo y la tarea apostólica personal
y responsable, exenta de fanatismos de
cualquier clase” (ibidem).
Al hablar de esa formación, san Josemaría insiste siempre en que el Opus Dei
no sólo respeta la libertad de sus miembros, sino que les hace tomar clara conciencia de ella. Les enseña a que “sepan
administrar la propia libertad: con presencia de Dios, con piedad sincera, con
doctrina. Esta es la misión fundamental
de los directores de nuestra Obra: facilitar en todos los socios el conocimiento y
la práctica de la fe cristiana, para que la
hagan realidad en su vida, cada uno con
plena autonomía” (CONV, 53). Se da pues
“una importancia primaria y fundamental a
la espontaneidad apostólica de la persona,
a su libre y responsable iniciativa, guiada
por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas
y planes impuestos desde el vértice, en
sede de gobierno” (CONV, 19). Un mínimo
de organización hace falta, evidentemente,
para proporcionar asistencia espiritual y
3. Actividad relativa a la formación individual
La actividad formativa que el Opus Dei
desarrolla se dirige por lo general a fieles
laicos, de modo que es fácil comprender
que, como afirmaba el propio san Josemaría, no se ponga el acento en “comités,
asambleas, encuentros, etcétera”, sino en
una atención personalizada. Por eso, continuaba: “alguna vez, ante el asombro de
alguno, he llegado a decir que el Opus Dei,
en ese sentido, es una organización desorganizada” (CONV, 63). De este modo,
seguía el fundador, la mayoría de sus fieles “viven por su cuenta, en el lugar donde
vivirían si no fuesen del Opus Dei: en su
casa, con su familia, en el sitio en el que
desarrollan su trabajo.
Y allí donde está,
cada miembro de la Obra cumple el fin del
Opus Dei: procurar ser santo, haciendo
66
ACTIVIDAD DEL OPUS DEI
formación doctrinal… “Después, ¡patos al
agua! Es decir: cristianos a santificar todos
los caminos de los hombres, que todos tienen el aroma del paso de Dios” (ibidem).
En organizar y ofrecer formación cristiana
se agota en cierto sentido la actividad del
Opus Dei, y comienza la libre y responsable
acción personal de sus fieles. “Cada uno,
con espontaneidad apostólica, obra con
completa libertad personal y formándose autónomamente su propia conciencia
de frente a las decisiones concretas que
haya de tomar, procura buscar la perfección cristiana y dar testimonio cristiano en
su propio ambiente, santificando su propio
trabajo profesional, intelectual o manual.
Naturalmente, al tomar cada uno autónomamente esas decisiones en su vida secular, en las realidades temporales en las
que se mueva, se dan con frecuencia opciones, criterios y actuaciones diversas: se
da, en una palabra, esa bendita desorganización, ese justo y necesario pluralismo,
que es una característica esencial del buen
espíritu del Opus Dei, y que a mí me ha
parecido siempre la única manera recta y
ordenada de concebir el apostolado de los
laicos” (ibidem).
celibato y que en su gran mayoría son casadas (supernumerarios y cooperadores);
san Rafael es, juntamente con san Juan,
el patrono del apostolado con la juventud.
Alusiones a esta última obra se encuentran
en Camino: “¿Te ríes porque te digo que
tienes “vocación matrimonial”? –Pues la
tienes: así, vocación. Encomiéndate a San
Rafael, para que te conduzca castamente
hasta el fin del camino, como a Tobías” (C,
27). “¡Cómo te reías, noblemente, cuando
te aconsejé que pusieras tus años mozos
bajo la protección de San Rafael!: para que
te lleve a un matrimonio santo, como al joven Tobías, con una mujer buena y guapa y
rica –te dije, bromista. Y luego, ¡qué pensativo te quedaste!, cuando seguí aconsejándote que te pusieras también bajo el patrocinio de aquel apóstol adolescente, Juan:
por si el Señor te pedía más” (C, 360).
En los tres ámbitos se ofrecen, en diversos lugares, las actividades habituales
de la labor formativa: meditaciones, retiros
mensuales, clases de doctrina, charlas o
círculos de formación ascética y apostólica, dirección espiritual personal, etc.
Análogos medios se organizan para los
sacerdotes diocesanos que se adhieren a
la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz o
buscan, sin ser socios, la ayuda espiritual
del Opus Dei para santificarse en su ministerio. Esas actividades respetan siempre y
completan las actividades formativas que
prevén los Obispos para sus respectivas
diócesis (cfr. Statuta, 72).
Para establecer aquel mínimo de organización desorganizada, san Josemaría señaló, ya en los primeros años de la
fundación, tres campos principales de la
actividad del Opus Dei, denominados respectivamente “obra de San Miguel”, “obra
de San Gabriel” y “obra de San Rafael”.
Durante un retiro espiritual que hizo, en octubre de 1932, en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, había tenido “la moción interior de invocar por vez
primera a los tres Arcángeles y a los tres
Apóstoles” (Instrucción, 8-XII-41, n. 9: AVP,
I, p. 477), y desde entonces los consideró
patronos de esos tres ámbitos del apostolado: san Miguel es, juntamente con san
Pedro, patrono de la labor formativa del
Opus Dei con los miembros célibes (numerarios y agregados); san Gabriel es, juntamente con san Pablo, patrono de la labor
con personas que no se comprometen al
4. Actividad relativa a los apostolados
asociados
Como quedó dicho, el Opus Dei no limita su actividad a tareas de formación individual, sino que admite la posibilidad de
algunas iniciativas educativas o asistenciales promovidas de común acuerdo por sus
fieles, que se asocian, para alcanzar esos
fines, con otras personas de buena voluntad. Para entender el carácter específico
de esa dimensión de la actividad del Opus
Dei, respetuosa siempre con la libertad de
67
ACTIVIDAD DEL OPUS DEI
sus fieles en el ámbito civil, es útil recordar
lo que el Concilio Vaticano II dejó apuntado: “El apostolado seglar admite varias
formas de relaciones con la Jerarquía, según las varias maneras y objetos del mismo apostolado. Hay en la Iglesia muchas
obras apostólicas constituidas por la libre
elección de los laicos y se rigen por su juicio y prudencia. En algunas circunstancias,
la misión de la Iglesia puede cumplirse mejor por estas obras y por eso no es raro que
la Jerarquía las alabe y recomiende. Ninguna obra, sin embargo, puede arrogarse el
nombre de católica sin el asentimiento de
la legítima autoridad eclesiástica” (AA, 24).
contexto más específico, que a nadie le
es lícito designar como “católica”, sin ese
consentimiento jerárquico, a una escuela,
aunque sea “reapse catholica” (CIC, cc.
803 § 3).
En los Estatutos del Opus Dei (cfr. Statuta, 121-123) se consideran dos tipos de
obras apostólicas llevadas a cabo por la libre iniciativa de sus fieles, a los que la Prelatura presta su asistencia pastoral: unas
suelen llamarse “obras corporativas”; las
otras no tienen nombre específico, aunque
con frecuencia se les designa como “labores personales”, en el sentido de que se
trata de colegios, clubs, residencias, etc.,
organizadas por varias personas en uso de
su libertad y bajo su propia responsabilidad. Mientras que el Opus Dei ofrece para
las obras corporativas una garantía moral
de su vivificación cristiana, en las labores
personales sólo presta, a petición de los
que las promueven o gestionan, una cierta
atención pastoral (capellanes, profesores
de religión, orientación doctrinal, etc.). A
continuación se hablará casi exclusivamente de las obras corporativas, porque
implican una “actividad del Opus Dei”
como tal.
Las obras apostólicas inspiradas por
el Opus Dei son llevadas a cabo por sus
miembros junto con otras personas, que
muchas veces no comparten la misma fe.
No suelen llamarse “católicas”, ni tienen
nombres de santos, etc., modo de proceder que es coherente con la vocación de
fieles laicos que buscan la santidad ejerciendo sus derechos de ciudadanos. “He
de confesar –son palabras de san Josemaría en este contexto– (…), que no simpatizo con las expresiones escuela católica,
colegios de la Iglesia, etc., aunque respeto
a los que piensan lo contrario. Prefiero que
las realidades se distingan por sus frutos,
no por sus nombres. Un colegio será efectivamente cristiano cuando, siendo como
los demás y esmerándose en superarse,
realice una labor de formación completa
–también cristiana–, con respeto de la libertad personal y con la promoción de la
urgente justicia social. Si hace realmente
esto, el nombre es lo de menos. Personalmente, repito, prefiero evitar esos adjetivos” (CONV, 81). El Código de Derecho
Canónico se mueve en esta misma línea.
Señala que todos los fieles, por participar
en la misión de la Iglesia, “tienen derecho
a promover y sostener la acción apostólica también con sus propias iniciativas,
(…) pero ninguna iniciativa se atribuya el
nombre de católica sin contar con el consentimiento de la autoridad eclesiástica
competente” (CIC, c. 216). Y añade, en un
Las “obras corporativas” reúnen, por
lo general, las siguientes características:
1) son iniciativas civiles –no eclesiásticas–,
llevadas a cabo por fieles del Opus Dei
conjuntamente con otras personas, cristianas o no, con las que se trata de satisfacer necesidades concretas de la sociedad,
de acuerdo con las leyes de cada lugar; 2)
tienen una finalidad apostólica neta, por lo
que se las llama también “obras de apostolado corporativo”, para dejar claro que
“lo corporativo” de estas empresas es solamente el apostolado; 3) de los aspectos
técnicos y económicos de cada una de
esas obras se hacen cargo los propietarios
y gestores, y no la Prelatura; 4) el Opus Dei,
en cambio, responde de la identidad cristiana de esas iniciativas, porque les presta
una diligente asistencia pastoral, de modo
que pueda garantizar que la labor que se
68
ACTIVIDAD DEL OPUS DEI
realiza en ellas es conforme a la doctrina de
la Iglesia Católica y al espíritu del Opus Dei.
apostolado. Sería absurdo pensar que
el Opus Dei en cuanto tal se pueda dedicar a extraer carbón de las minas o
a promover cualquier género de empresas de tipo económico. Sus obras
corporativas son todas actividades
directamente apostólicas: una escuela
para la formación de campesinos, un
dispensario médico en una zona o en
un país subdesarrollado, un colegio
para la promoción social de la mujer,
etc. Es decir, obras asistenciales, educativas o de beneficencia, como las
que suelen realizar en todo el mundo
instituciones de cualquier credo religioso” (CONV, 27).
Desarrollaremos a continuación esas
cuatro notas, ilustrándolas con palabras
del fundador.
1) Interesa poner de relieve, en primer
lugar, su carácter civil y profesional,
no-confesional: “no son obras eclesiásticas (…). Son obras de promoción
humana, cultural, social, realizadas
por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio
y caldearlas con el amor de Cristo”
(CONV, 119). Puede haber –y hay de
hecho– alguna excepción de este principio general: las Facultades eclesiásticas y los Seminarios internacionales
para la formación de candidatos al
sacerdocio que sostiene la Prelatura.
Pero se trata, como queda dicho, de
excepciones: lo ordinario son las actividades de carácter civil.
3) Conviene señalar además el hecho,
recogido en los Estatutos de la Prelatura (cfr. Statuta, 122), de que, por lo
que respecta a los aspectos técnicos
y económicos de una obra de apostolado corporativo –y lo mismo vale,
con mayor razón, para las “labores
personales”–, los únicos responsables son sus promotores y gestores.
La Prelatura tampoco es propietaria de
esas labores. Se trata de un principio
esencial, que no es de índole táctica,
sino que deriva del carácter secular de
la vocación al Opus Dei, que hace que
sus fieles actúen en todos los campos
de la sociedad como lo que son: ciudadanos que hacen uso de sus derechos
y cumplen a conciencia sus deberes.
Aconsejándose con los Directores del
Opus Dei sobre los aspectos apostólicos de la labor correspondiente, son
los promotores quienes gobiernan la
iniciativa, eligen los instrumentos jurídicos más oportunos para encauzarla, buscan los medios de financiación
necesarios, se ocupan de conseguir
los permisos administrativos, etc. San
Josemaría ilustraba y completaba este
cuadro: “Cualquier actividad educativa, benéfica o social tiene que servirse
de medios económicos. Cada centro
se financia del mismo modo que cualquier otro de su tipo. Las residencias
Con las obras corporativas se intenta
contribuir “a resolver cristianamente
problemas que afectan a las comunidades humanas de los diversos países” (CONV, 19). No se plantean, por
tanto, “con esquemas preconcebidos,
sino que se estudian en cada caso las
necesidades peculiares de la sociedad
en la que se van a realizar, para adaptarlas a las exigencias reales” (CONV,
31). La gama de actividades que existe
en los países donde el Opus Dei trabaja establemente va “desde un centro universitario o una residencia de
estudiantes, hasta un dispensario o
una granja-escuela para campesinos.
Como lógico resultado, tenemos un
mosaico multicolor y variado de actividades: un mosaico organizadamente
desorganizado” (CONV, 19).
2) Hay que resaltar también el carácter
apostólico de esas labores. La misión
del Opus Dei se centra en vivificar
cristianamente “aquellas actividades
que constituyen de un modo claro
e inmediato un servicio cristiano, un
69
ACTIVIDAD DEL OPUS DEI
de estudiantes, por ejemplo, cuentan
con las pensiones que pagan los residentes; los colegios con las cuotas que
satisfacen los alumnos; las escuelas
agrícolas con la venta de sus productos, etc. Está claro, sin embargo, que
estos ingresos casi nunca son suficientes para cubrir todos los gastos de un
centro, y menos cuando se considera
que todas las labores del Opus Dei están pensadas con un criterio apostólico y la mayoría se dirigen a personas
de escasos recursos económicos, que
–en muchas ocasiones– pagan por la
formación que se les ofrece cantidades
simbólicas” (CONV, 51).
to de la función social que realizan,
ahorrando dinero al erario público”
(ibidem, 33).
4) Queda por comentar la última de las
notas apuntadas arriba, que definen
las obras corporativas: la garantía
moral que ofrece la Prelatura. Aunque promueva actividades sociales,
educativas y benéficas, “no es ésa,
sin embargo, la labor principal de la
Obra”, dice el fundador: “lo que el
Opus Dei pretende es que haya muchos hombres y mujeres que procuren
ser buenos cristianos y, por tanto, testigos de Cristo en medio de sus ocupaciones ordinarias” (ibidem, 51). Precisamente a ese fin se dirigen estas
obras. En los Estatutos se señala con
claridad el papel que corresponde a la
Prelatura en esas actividades: la vivificación cristiana. Para esto el Vicario
Regional respectivo nombra, por una
parte, los profesores de religión (cfr.
Statuta, 121 § 2); y por otra, cuida de
que se preste la oportuna formación
doctrinal a las personas involucradas –profesores, alumnos, padres,
residentes, personal administrativo,
etc.– y de que se les asista sacerdotalmente. Para este fin, puede erigir
un Centro de la Obra que se ocupe de
esa labor (cfr. Statuta, 123).
En vista de la finalidad directamente
apostólica de esas obras y de la dificultad objetiva de su mantenimiento,
la Prelatura puede aconsejar a sus fieles que las apoyen, contribuyendo así
a su labor. “Para hacer posible esas
labores –aclara el fundador– se cuenta
también con las aportaciones de los
miembros de la Obra, que destinan a
ellas parte del dinero que ganan con
su trabajo profesional. Pero sobre
todo con la ayuda de muchas personas que, sin pertenecer al Opus Dei,
quieren colaborar en unas tareas de
trascendencia social y educativa” (ibidem, 51). “Algunos se sienten movidos a colaborar por razones espirituales; otros, aunque no compartan los
fines apostólicos, ven que se trata de
iniciativas en beneficio de la sociedad,
abiertas a todos, sin discriminación
alguna de raza, religión o ideología”
(ibidem, 27).
Los Estatutos mencionan expresamente, en el número al que se acaba
de hacer referencia, el respeto de la libertad de las conciencias que se vive
en las obras corporativas, resaltando
así una nota fundamental de todo el
apostolado del Opus Dei que san Josemaría ha subrayado innumerables
veces: “Las labores corporativas (...)
están abiertas a todo tipo de personas,
sin discriminación de ninguna clase: ni
social, ni cultural, ni religiosa” (CONV,
60). “El Opus Dei, desde que se fundó,
no ha hecho nunca discriminaciones:
trabaja y convive con todos, porque
ve en cada persona un alma a la que
Es lógico que los promotores acudan
también a las subvenciones y ayudas
oficiales, estatales, municipales, etc.,
que por razones de justicia distributiva
apoyan las iniciativas encaminadas al
bien común que sus ciudadanos llevan
a cabo. Para las obras corporativas del
Opus Dei “no suponen un privilegio,
sino sencillamente el reconocimien70
ADMINISTRACIÓN DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA
hay que respetar y amar. No son sólo
palabras (...). He defendido siempre la
libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta
ni para convencer ni para vencer; el
error se supera con la oración, con la
gracia de Dios, con el estudio; nunca
con la fuerza, siempre con la caridad”
(ibidem, 44).
1943 y continúa existiendo en la actualidad. Cumplió el papel de ser un Centro
pionero en este tipo de trabajos, facilitando así el tono sencillo y familiar que caracteriza a los Centros del Opus Dei.
1. Precedentes
San Josemaría consideró providencial
el hecho de que su labor de apostolado
en Madrid se desarrollara en la casa que
compartía con su madre y hermanos. Esto
facilitó que el ambiente en que se iniciaba
esa labor fuera el propio de una familia, un
ambiente que se transmitió al conjunto de
las iniciativas del Opus Dei. Al comenzar
la Residencia DYA en 1934, la atención de
los servicios de limpieza y cocina corrió a
cargo de personas contratadas, que trabajaban bajo la dependencia inmediata del
director de la Residencia; la experiencia no
fue buena. El inicio de la Guerra Civil en
1936 dejó en suspenso el problema. San
Josemaría continuó, sin embargo, pensando en la cuestión; en los meses que estuvo
refugiado en el Consulado de Honduras
(entre marzo y agosto de 1937), al reflexionar sobre la marcha del Opus Dei, llegó a
una conclusión neta: la presencia femenina era imprescindible para que los Centros
del Opus Dei, también los de varones, fueran realmente hogares de familia (cfr. AVP,
II, p. 403).
Voces relacionadas: Apostolado; Formación:
Consideración general; Patronos e intercesores
del Opus Dei.
Bibliografía: CONV, 19, 27, 31, 33, 44, 47, 51,
53, 60, 67, 71, 81, 99, 119; Statuta Operis Dei o
Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae
Sanctae Crucis et Operis Dei, en OIG, pp. 309346 y en IJC, pp. 628-657; AVP, I, pp. 474-494;
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en OIG, pp. 305-307; Ernst Burkhart - Javier
López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza
de San Josemaría. Estudio de teología espiritual,
I, Madrid, Rialp, 2010, pp. 66-79; Carlos José
Errázuriz, “Le iniziative apostoliche dei fedeli
nell’ambito dell’educazione. Profili canonistici”,
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Croce e Opus Dei, 12 (1990), pp. 279-294; Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del
Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993.
Ernst BURKHART
Después de la Guerra Civil, el fundador del Opus Dei acudió a su madre y a su
hermana solicitando su colaboración. Se
la prestaron generosamente, haciéndose
cargo no sólo de algunas tareas de administración doméstica, sino contribuyendo
a formar en estos trabajos a las mujeres
que empezaron a acercarse a la Obra a
partir de 1941. Fue así posible que pronto,
en 1943, se estuviera en condiciones de
organizar una administración completa e
independiente, y un modo de trabajar que
hiciera imposible la interferencia entre la
administración y la residencia, que se fue
consolidando con la experiencia.
ADMINISTRACIÓN DE LA
RESIDENCIA DE LA MONCLOA
1. Precedentes. 2. Instalación y primera
andadura de la Administración de La Moncloa. 3. Atención espiritual por parte de san
Josemaría. 4. Papel de la administración
doméstica en el ambiente de los Centros.
La Administración de la Residencia de
La Moncloa fue el primer Centro de mujeres dedicado a la atención doméstica de
una residencia de grandes dimensiones.
Comenzó su andadura en septiembre de
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ADMINISTRACIÓN DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA
2. Instalación y primera andadura de la
Administración de La Moncloa
tubre de 1943 se abrió oficialmente la Residencia, los obreros aún andaban por la
casa y las tres mujeres que se ocupaban
de la dirección del trabajo se encontraron
muy pronto desbordadas por las dificultades: su propia inexperiencia, el desorden y
suciedad que conllevaban las obras, averías frecuentes por la escasa calidad de los
materiales de la postguerra, la carestía de
alimentos, la falta de preparación del servicio doméstico, etc. Conocedor de esas
dificultades, san Josemaría iba a verlas
diariamente para seguir su trabajo y aportar soluciones concretas. Así, por ejemplo,
les sugirió que comieran antes del horario
fijado para la Residencia y que los residentes se repartieran en dos tandas, cuidando
siempre de que esas tandas estuvieran a
cargo de personas distintas cada vez para
evitar el cansancio. También Carmen Escrivá de Balaguer las asesoraba, aunque
no podía acudir con la frecuencia que hubiera deseado, pues se ocupaba de atender la Administración del Centro de Diego
de León.
La oportunidad de poner en funcionamiento una administración con todos sus
elementos se presentó, como se ha dicho,
en 1943, cuando hubo que cambiar la sede
de la residencia instalada en la casa de la
calle Jenner, que sucedía a la antigua Residencia DYA. La rescisión del contrato de alquiler de los pisos que se ocupaban en esa
calle obligó a buscar un nuevo inmueble y
san Josemaría pensó que era la ocasión
idónea para encontrar uno que permitiera
tener más residentes e instalar una zona
independiente para la administración. Los
edificios para la nueva residencia se encontraron en la avenida de La Moncloa, muy
cerca de la Ciudad Universitaria. Se trataba
de dos chalets en los números 3 y 4.
El 4 de enero de 1943 san Josemaría
mostró a las mujeres de la Obra, que para
entonces vivían ya en un Centro en la calle
Jorge Manrique, los planos de los dos edificios. Habían sufrido mucho por los bombardeos de la artillería durante la guerra, y
el propietario se había mostrado dispuesto
a reconstruirlos siguiendo las indicaciones
que se le dieran. Por eso, el fundador les
pidió que estudiaran en profundidad qué
aspectos debían tenerse en cuenta en la
distribución de los locales.
Quizá la dificultad más importante fue
la falta de preparación del servicio doméstico, agravada por la inexperiencia de Nisa
y Encarnita, que se esforzaban en dirigir
con acierto y orden esos trabajos. Las
empleadas contratadas al inaugurarse la
Residencia se fueron marchando y san Josemaría acudió a las Hermanas del Servicio Doméstico, una congregación fundada
en 1876 por santa María Vicenta López y
Vicuña, para que le enviaran nuevas empleadas. La madre Carmen Barrasa, que
apreciaba el interés del fundador del Opus
Dei en cualificar el trabajo doméstico (cfr.
Sastre, 2010, p. 271), pidió a Salvadora del
Hoyo (Dora) que fuera a trabajar a la Residencia. La llegada de Dora del Hoyo en
enero de 1944 supuso un hito importante
en la marcha de la administración. Aunque
acudió con la intención de marcharse al
cabo de un mes, y a pesar de que carecía
de las comodidades materiales a las que
estaba habituada en sus anteriores trabajos, se sintió atraída por el trato afable y
El 28 de septiembre de 1943 marcharon a vivir a la Administración de La
Moncloa Narcisa González Guzmán (Nisa),
Encarnación Ortega (Encarnita) y Amparo
Rodríguez Casado. Antes de dar ese paso,
san Josemaría, acompañado de su hermana y de estas tres mujeres, fue a visitar la
tumba de su madre en el cementerio de La
Almudena. Allí rezaron por la nueva tarea
que iban a afrontar y a la que con tanta generosidad se había dedicado doña Dolores
(cfr. AVP, II, pp. 584-585).
La nueva residencia tenía capacidad
para cien personas y contaba con una
zona completamente independiente para
las mujeres que iban a ocuparse de la
atención doméstica. Cuando el 1 de oc72
ADMINISTRACIÓN DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA
cordial que le dispensaban Nisa y Encarnita, y por la abnegación y alegría con que
afrontaban las tareas diarias. Contra todo
pronóstico decidió quedarse. Junto a ella
destacó enseguida Concepción de Andrés, quien había sido contratada por horas en la administración, pero que terminó
viviendo y trabajando a jornada completa
poco después de la llegada de Dora del
Hoyo. Ambas acometían los distintos servicios con iniciativa y sentido de responsabilidad, haciendo que el ambiente entre las
empleadas mejorara notablemente.
miento es el protagonizado por Encarnita
Ortega y Nisa G. Guzmán un día que el
fundador fue a visitarlas, el 23 de diciembre de 1943, para felicitarles la Navidad.
Desbordadas por el trabajo y agobiadas
por la sensación de desastre, le transmitieron su desánimo e impotencia. San Josemaría no perdió la paz al escucharlas e
intentó, como en otras ocasiones, darles
aliento y nuevas fuerzas. Pero, inesperadamente, rompió en sollozos cuando les oyó
decir que tantas ocupaciones les llevaban
a descuidar su vida espiritual. Después de
serenarse, les enumeró en un trozo de papel las dificultades objetivas que tenían y
tras trazar una raya les expuso los remedios: “1/ con mucho amor de Dios. 2/ con
toda la confianza en Dios y en el Padre. 3/
no pensar en los desastres, hasta mañana
durante el retiro”. Tanto Encarnación como
Nisa no olvidarían nunca la importancia de
mantener el horizonte sobrenatural de su
trabajo (cfr. AVP, II, pp. 586-587).
El 14 de abril de 1944 se incorporó
María Arellano para ayudar en la dirección
y organización de las tareas. Había pedido
la admisión hacía poco, después de asistir
a un curso de retiro en Jorge Manrique. Suponía un buen refuerzo porque, al contrario
de Nisa G. Guzmán o de Encarnación Ortega, tenía experiencia en llevar una casa.
La Administración de La Moncloa se convirtió de hecho en un Centro de referencia
a la hora de desarrollar el trabajo de otras
administraciones que empezaron a funcionar a partir de 1944, como la de la Residencia Abando, en Bilbao, o la de la casa
de retiros La Pililla.
San Josemaría también se ocupó personalmente de la formación de las empleadas. Cada ocho días iba a verlas y
les impartía breves charlas que les abrían
horizontes sobrenaturales, y les enseñaba
a sentirse orgullosas de su trabajo como
empleadas del hogar. Encarnación Ortega, siguiendo las indicaciones de Escrivá
de Balaguer, les daba también una clase
de catecismo de la doctrina cristiana a la
semana.
En la actualidad, la Administración del
Colegio Mayor Moncloa es un Centro de
Estudio y Trabajo (CET), conocido como La
Loma, donde se ofrece a universitarias alojamiento y capacitación para los trabajos
de la casa o relacionados con la hostelería,
de forma que resulten compatibles ambos
tipos de estudios, los universitarios y los relacionados con la administración del hogar.
Se podría afirmar que la importancia
de esta administración radica, además
de por su carácter de pionera, en haber
propiciado el ambiente en que se forjaron las primeras mujeres que vieron en
los trabajos del hogar la materia y el lugar
de su entrega cristiana, según el espíritu
del Opus Dei. De hecho, Dora del Hoyo
(el 14-III-1946) y Concepción de Andrés
(el 17-III-1946) pidieron la admisión en la
Obra como numerarias auxiliares, estando
ya en Bilbao, en la Residencia de Abando.
La tercera numeraria auxiliar, Antonia de
San Vicente, se incorporó al Opus Dei en
3. Atención espiritual por parte de san
Josemaría
Desde el inicio de la Administración de
La Moncloa, san Josemaría siguió muy de
cerca el desarrollo de la labor, animando
a quienes desempeñaban esa tarea a realizarla con ilusión humana y sobrenatural,
convirtiendo el esfuerzo y la dedicación en
el trabajo en ocasión de santificarlo y santificarse. Un suceso que ilustra este segui73
ADMINISTRACIÓN DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA
la propia Administración de La Moncloa,
donde había comenzado a trabajar de manera definitiva en febrero de 1945.
p. 25: AGP, Biblioteca, P19). Parte esencial
de ese trabajo es su contribución al ambiente de familia, característico del espíritu
del Opus Dei. El fundador de la Obra hacía
ver que el cuidado de los detalles pequeños que conlleva la formación de un hogar
era además “un ámbito particularmente
propicio para el crecimiento de la personalidad” (CONV, 87).
4. Papel de la Administración en el ambiente de los Centros
El hecho de que la Administración de
la Residencia de La Moncloa sea la primera experiencia en esta línea, y de que haya
un modo de funcionamiento que luego,
con las debidas adaptaciones, se aplicaría
a los Centros del Opus Dei, hace oportuno
que se dediquen unos párrafos a describir
sus características generales.
En una época en que, en algunos ambientes, se dudaba del valor del trabajo del
hogar y se empezaba a poner el acento
en la necesidad de que la mujer trabajara
fuera de casa para su desarrollo profesional y personal, san Josemaría no dejó de
insistir en que la dedicación al hogar era
un verdadero trabajo con una enorme trascendencia en toda la sociedad: “A través
de esa profesión –porque lo es, verdadera y noble– influyen positivamente no sólo
en la familia, sino en multitud de amigos y
de conocidos, en personas con las que de
un modo u otro se relacionan, cumpliendo
una tarea mucho más extensa a veces que
la de otros profesionales” (CONV, 88). Por
eso, impulsó que en las administraciones
de los Centros se diera una auténtica preparación profesional que capacitara a las
mujeres a crear su propio hogar trabajando
en esas tareas con perfección humana y
sobrenatural, como reflejan las siguientes
palabras en la entrevista concedida a la
revista Telva: “Y no digamos cuando ponen esa experiencia y esa ciencia al servicio de cientos de personas, en centros
destinados a la formación de la mujer,
como los que dirigen mis hijas del Opus
Dei, en todos los países del mundo. Entonces se convierten en profesoras del hogar, con más eficacia educadora, diría yo,
que muchos catedráticos de universidad”
(CONV, 88).
Una administración es un Centro de
mujeres, normalmente anejo a la residencia que atiende –sea de varones o de
mujeres–, pero completamente independiente, que se ocupa de crear el ambiente
de familia propio de los Centros del Opus
Dei a través de la atención de las tareas
domésticas de la casa. Estas tareas se
asumen como trabajo profesional y con la
generosidad propia de las madres de familia. San Josemaría dispuso que cuando
se atienda un Centro de varones, haya una
estricta separación, de forma que las personas de uno y otro Centro ni se conozcan
ni se traten. En el caso de que atienda una
residencia femenina, también se observa
una adecuada distinción de zonas y horarios.
El fundador de la Obra se refería a este
trabajo como el apostolado de apostolados porque, con esta actividad callada y
oculta, las mujeres que lo desempeñan facilitan el apostolado de los miembros del
Opus Dei, al tiempo que aportan la fuerza
sobrenatural sobre la que se apoya toda la
labor apostólica: “Hijas mías, este trabajo
vuestro, escondido, en los oficios humildes, es un gran medio de santificación y de
formación. Vuestro trabajo en las Administraciones es indispensable para la buena
marcha de vuestras casas, porque desde
él aumentáis la eficacia de todas las actividades de los miembros de la Obra” (El
trabajo de la Administración, Roma, 1993,
Efectivamente, con ese fin, algunas de
esas administraciones llevan anejas Escuelas de Hostelería en las que se imparten clases de carácter teórico y práctico
para desempeñar los trabajos relacionados con el hogar y se contribuye de este
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ALBÁS, FAMILIA
1. Albás, línea paterna de Dolores
modo a la promoción social de la mujer en
algunas partes del mundo. Ejemplos de
estas iniciativas son la Escuela de Hostelería y Turismo Altaviana (Valencia, España),
la Escuela Nogalar (Monterrey, México),
Lakefield (Hampstead, Gran Bretaña) y
otras muchas en diversos países de todo
el mundo.
Al parecer, el apellido Albás proviene
de un gentilicio toponímico, localizado en
una pequeña comarca del Mediodía francés. En España, el apellido aparece a comienzos del siglo XVI a través de una familia francesa que se asentó primero en el
Somontano de Huesca y, después, en el
Sobrarbe.
Voces relacionadas: González Guzmán, Narcisa
(Nisa); Hoyo Alonso, Salvadora (Dora) del; Moncloa, Colegio Mayor Universitario; Mujeres en el
Opus Dei. Inicio del apostolado; Ortega Pardo,
Encarnación (Encarnita).
La familia paterna de Dolores era
oriunda de Aínsa, donde muchos Albás
siguen afincados. Allí se conserva la casa
solariega. En el siglo XVIII algunos Albás se
trasladaron a Boltaña, donde acreditaron
su título de infanzones, estamento de la
baja nobleza con prebendas y exenciones
muy bien estipuladas en Aragón.
Bibliografía: AVP, II, pp. 584-592; Peter Berglar,
Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría
Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1987, pp.
209-213; Javier Medina Bayo, Una luz encendida. Dora del Hoyo, Madrid, Palabra, 2011, pp.
27-44; Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el
Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1992;
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de
Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 19914, pp. 301-308; Id., “De los Picos
de Europa a la Ciudad del Tíber. Apuntes para
una reseña biográfica de Dora del Hoyo”, SetD,
5 (2011), pp. 271-276.
El abuelo paterno, Manuel Albás Lines, nació en Boltaña en 1807. En 1830
bajó a Barbastro, en el Somontano, y en
esta ciudad contrajo matrimonio el 27 de
abril de 1830 con Simona Navarro Santías;
ambos cónyuges tenían veintitrés años en
el momento de la boda. El año de su matrimonio, Manuel Albás inició un comercio
de confitería en el centro de Barbastro,
en la calle Romero, 20. Allí nacieron y vivieron sus siete hijos y sus nietos, hasta
sumar veintitrés criaturas. Por este motivo,
la Casa Albás fue llamada la “Casa de los
chicos”, nombre con el que todavía hoy en
día se conoce en la ciudad. El matrimonio
Albás Navarro poseyó una cierta fortuna
y fue muy bien considerado en la ciudad.
Cuando Manuel Albás falleció el 7 de abril
de 1850, dejó seis hijos vivos. Pascual, el
mayorazgo, no tenía aún los veinte años y
la pequeña María había cumplido los siete.
Inmaculada ALVA
ALBÁS, FAMILIA
1. Albás, línea paterna de Dolores. 2. Blanc,
línea materna de Dolores. 3. Los Albás
Blanc.
María de los Dolores Albás Blanc, madre de san Josemaría, fue fruto del matrimonio entre Pascual Albás Navarro (nac.
27-V-1831; fall. 27-V-1886) y Florencia
Blanc y Barón (nac. 6-XI-1837; fall. 22-IV1925). Los esposos se casaron en la catedral de Barbastro, el 15 de marzo de 1856.
María de los Dolores fue la penúltima de
una larga familia, compuesta por quince
hermanos.
Pascual Albás Navarro –futuro padre
de Dolores– se vio cargado con una enorme responsabilidad que influyó en su carácter y en su comportamiento socio-político, más sereno que el del resto de sus
parientes, ante la agitada vida civil de esos
años. A los pocos años, Pascual y su primo Juan se unieron en matrimonio con dos
hermanas Blanc Barón: Florencia y Dolo75
ALBÁS, FAMILIA
res, el mismo día 15 de marzo de 1856, en
la catedral de Barbastro.
1910), María Concepción (1877), María de
los Dolores (1877-1941) y Florencio (18821966). En la “Casa de los chicos” Florencia
y su hermana Dolores se ayudaban para
sacar adelante a tanto niño. Cuatro hijos
de Florencia y seis de Dolores fallecieron al
poco de nacer.
2. Blanc, línea materna de Dolores
Joaquín Blanc Peralta –abuelo de Dolores– fue hijo de Joaquín Blanc Castillón,
cuya hermana, Alejandra Blanc Castillón,
casó con Vicente Manzana Peyron, y vivió en Fonz desde su matrimonio. Es interesante este parentesco porque Alejandra era bisabuela de José Escrivá Corzán
–padre de san Josemaría– y, por tanto, Dolores Albás y José Escrivá resultaban ser
primos lejanos.
El 27 de mayo de 1886, la vida de Florencia se vio truncada por el fallecimiento
de su marido, con sólo cincuenta y cinco
años. Pascual Albás, cofundador en 1843
de la Sociedad del Patrimonio de Nuestra
Señora del Pueyo, pasaba unos días en
ese Santuario por las facilidades que ofrecía a sus benefactores, y allí le sorprendió
la muerte. Florencia quedó viuda y todavía
con diez hijos en el hogar. En el año 1892
comienza el éxodo de los hijos: algunos se
ordenaron sacerdotes o ingresaron en una
congregación religiosa, otros contrajeron
matrimonio o fallecieron. En 1898, al finalizar las ferias de septiembre, María de los
Dolores se casó con José Escrivá.
Joaquín Blanc Peralta nació en Barbastro el 8 de mayo de 1805 y el mismo
día recibió el Bautismo. Joaquín era biznieto de Manuel Peralta Abizanda, que tenía
confirmado por el rey Fernando VI el título
de Marqués de Peralta, heredado de su tío
Tomás Peralta, primer marqués de este título. El 7 de octubre de 1829, Joaquín se
unió en matrimonio, en la catedral de Barbastro, con Isidora Barón Solsona, hija de
Mariano Barón y Abadía y de Aquilina Solsona y Torrente, bisabuelos de Dolores. El
matrimonio vivió en la plaza de Guisar, 1,
donde nacieron once hijos, de los cuales la
cuarta hija, Florencia, fue la madre de Dolores. Otro de los hijos, José María, llegó a
ser en noviembre de 1895 obispo de Ávila.
No son muchas las noticias que tenemos de doña Florencia: era aficionada a
los viajes, y los hacía, además, para ayudar
a sus hijas en los diversos partos y bautizos; en esos casos, a la comitiva se unían
los otros hijos. También viajaba, gustosa,
al convento de Las Miguelas –así se conocía a las Carmelitas Descalzas– donde
ingresó otra de las hijas, Cruz. Y también
acudió a Ávila cuando murió su hermano
José María, obispo, que había tomado posesión de la diócesis en el anterior mes de
mayo. El suceso influyó muy notablemente
en doña Florencia, tanto que el dolor le impidió atender a su hija Florencia en el tercero de sus partos.
3. Los Albás Blanc
Después de su matrimonio en 1856,
Pascual Albás Navarro y Florencia Blanc
Barón se quedaron a vivir en la “Casa de
los Chicos” de Barbastro. En la calle Romero fueron naciendo los quince hijos de
Florencia y también los nueve de su hermana, Dolores. Los hijos de Pascual y
Florencia fueron: Candelaria (1857-1920),
Pilar (1858-1867), María Dolores (18591860), Simón (1861-1895), Francisca
(1863-1882), Mauricio (1864-1924), Florencia (1866-1919), Vicente (1868-1950), Carlos (1869-1950), Práxedes (1871-1874),
María Cruz (1873-1938), Pascuala (1875-
El último dato conocido de doña Florencia es que fue madrina de su nieta Carmen, primogénita del matrimonio Escrivá
Albás. Hacia 1915, la Casa Albás se vendió,
doña Florencia abandonó Barbastro y se
fue a Burgos donde vivió con su hijo Vicente. Florencia murió el 26 de abril de 1925 y
reposa en el panteón de los Albás Blanc, de
Burgos (cfr. Coma, 2010, pp. 115-117).
76
ALBÁS BLANC, DOLORES
vida cristiana, había marcado el carácter
de Dolores desde muy niña: libertad, laboriosidad y nobleza. A María de los Dolores
–así registrada en el Libro de Bautismos–,
la llamaban, de pequeña, Lolita; y ya de
mayor, doña Lola.
Voces relacionadas: Albás Blanc, Dolores.
Bibliografía: Archivo Histórico Provincial de
Huesca, “Capitulaciones matrimoniales y relación de bienes”, Protocolo 5629 y H-598; Jaume
Aurell, “Apuntes sobre el linaje de los Escrivá:
desde los orígenes medievales hasta el asentamiento en Balaguer (siglos X-XIX)”, CCEDEJ,
VI (2002), pp. 13-35; Mª Jesús Coma, El rumor
del agua. Recorrido histórico de san Josemaría
Escrivá en Burgos, Alicante, Cobel, 2010; Ignacio Jordán de Osso, Historia de la economía política de Aragón. Colección Cartas Geográficas,
s. XVIII, reedición 1956; Esther Toranzo - Gloria
Toranzo - E. Lourdes Toranzo, Una familia del
Somontano, Madrid, Rialp, 2004.
Siguiendo una tradición de familia, Lolita pasó sus dos o tres primeros años al
cuidado de un matrimonio de confianza,
en la montaña del Pirineo aragonés. Cuando fue a la escuela en Barbastro, asistió,
como mediopensionista, al colegio de las
Hermanas de la Caridad, donde cursó las
materias básicas, completadas con Música, Dibujo y Bordado. También se decantó
su afición por la literatura. Se conserva el
dechado que presentó en la clase de bordado.
Lourdes TORANZO
Hacia 1890, motivos comerciales hicieron que José Escrivá Corzán, el padre
del futuro Josemaría, fuera a vivir a Barbastro, a la calle Río Ancho. Allí conoció a
Dolores Albás, con la que se casó. El enlace matrimonial entre José Escrivá Corzán
y Dolores Albás Blanc tuvo lugar el 19 de
septiembre de 1898. Los novios, José y
Dolores, de treinta y veintiún años de edad
respectivamente, eran parientes lejanos.
La ceremonia, celebrada en la catedral,
en la capilla del Cristo de los Milagros, fue
oficiada por don Alfredo, tío de Dolores y
canónigo de Valladolid.
ALBÁS BLANC, DOLORES
(Nac. Barbastro, Huesca, España,
23-III-1877;
fall. Madrid, España, 22-IV-1941)
1. En Barbastro. 2. La etapa de Logroño.
3. En Zaragoza. 4. En Madrid, Dolores,
ayuda fundamental. 5. Enfermedad y fallecimiento. 6. La contribución de Dolores al
Opus Dei.
El 23 de marzo de 1877 nacieron en la
calle Romero, 20, de Barbastro, dos niñas
gemelas: María Dolores y María Concepción, hijas de Pascual Albás Navarro y Florencia Blanc y Barón. Fueron bautizadas
ese mismo día en la parroquia de Nuestra
Señora de la Asunción, catedral de Barbastro. María Concepción murió dos días
más tarde.
“Mi madre –recordaba el hermano del
Fundador– era muy mujer de su casa, muy
femenina, muy cariñosa con nosotros. Trabajaba poniendo amor y primor hasta en
las cosas más pequeñas. Cuidaba los detalles, se esmeraba. La idea que tengo de
ella es la de una mujer que tenía una gran
delicadeza de alma y una gran reciedumbre para no consentirse caprichos. Ella
vivía volcada en los demás” (S. Escrivá de
Balaguer, Romana, 1992, p. 142).
1. En Barbastro
El matrimonio Albás Blanc tuvo catorce hijos, de los cuales sobrevivieron nueve. Como convivieron en el mismo hogar
con otros sobrinos, su casa era llamada en
Barbastro “la Casa de los chicos”. Los Albás Blanc procedían de antiguas familias
aragonesas. El ambiente familiar, de sólida
José Escrivá tenía un buen porvenir
asegurado en Barbastro como copropietario de la sociedad Juncosa y Escrivá,
comercio de tejidos y elaboración y venta
de chocolate. El matrimonio Escrivá Albás
77
ALBÁS BLANC, DOLORES
vivía en el edificio que don José había alquilado en el número 26 de la calle Mayor.
En el invierno de 1917-1918 Josemaría vio en la nieve las huellas que había
dejado un carmelita descalzo. Este hecho,
percibido con luz nueva, le movió a plantearse su vocación. Decidió hacerse sacerdote para estar más disponible al querer
de Dios. Como modo de suplir su ausencia
de la casa paterna, pidió a Dios, con audacia, un nuevo hijo para sus padres. En
febrero de 1919 nació Santiago, el último
hijo de José y Dolores. Josemaría empezó
sus estudios en el Seminario de Logroño, y
los continuó en el de Zaragoza a partir de
septiembre de 1920.
Fueron naciendo los hijos: Carmen
(1899); Josemaría (1902); María Asunción
(1905); María Dolores (1907) y María Rosario (1909). La esposa contó con el apoyo
incondicional de su marido y con la ayuda
de las dos abuelas, Florencia y Constancia. El matrimonio se cimentó en la profunda formación religiosa que había recibido.
Y, cuando llegó el momento del dolor –la
muerte sucesiva y prematura de las tres
niñas más pequeñas–, los padres aumentaron su confianza en Dios. Y otro tanto hicieron ante el derrumbamiento económico
de la sociedad que dirigía José Escrivá. En
esa coyuntura el padre de san Josemaría
decidió liquidar los bienes y pagar a los
acreedores, aunque eso dañara su patrimonio, a pesar de que no tenía estricta
obligación de justicia para hacerlo así.
Cuando se estaba preparando para la
ordenación de diácono, el 27 de noviembre de 1924 recibió un telegrama donde se
le comunicaba que su padre estaba gravemente enfermo. Al llegar a Logroño supo
que había fallecido. Al dolor de perder a un
padre y amigo, se unió la responsabilidad
de sacar adelante la familia; y así prometió
hacerlo delante de los restos mortales de
su padre.
2. La etapa de Logroño
Barbastro no ofrecía capacidad de
recuperación económica para la familia
Escrivá, por lo que se hizo necesario cambiar de ciudad. Aunque mantuvieron un
ambiente familiar digno y lleno de cariño,
la familia tuvo que asumir el cambio de situación social.
La etapa de Logroño había durado
diez años. A principios de 1925, Dolores
levantó la casa de nuevo, y con sus hijos
viajó a Zaragoza, donde Josemaría seguía
sus estudios e iba a iniciar su labor pastoral.
José llegó solo a Logroño a principios
de 1915 y comenzó a trabajar en La Gran
Ciudad de Londres, unos almacenes especializados en paños. Siete meses más tarde consiguió para su familia una modesta
vivienda en un cuarto piso de la calle Sagasta, muy próxima a su lugar de trabajo.
La casa tenía 80 metros cuadrados y cuarenta y ocho escalones que la separaban
de la planta baja, con el consiguiente esfuerzo para Dolores, que sufría un padecimiento reumático. A finales de diciembre
de 1918 o comienzos de 1919 la familia
pudo dejar ese piso y pasar a otro más espacioso en la calle Canalejas. Finalmente
en 1921 volvieron a la calle Sagasta, esta
vez a un segundo piso.
3. En Zaragoza
La vida de Dolores adquirió un nuevo
sentido: secundar la misión de su hijo Josemaría. Fijaron su residencia en el barrio
de Tenerías, primero en la calle Urrea, y
luego en la de Rufas. Eran en los dos casos viviendas modestas.
El 28 de marzo de 1925, Josemaría recibió la ordenación sacerdotal en la iglesia
de San Carlos, de manos de Mons. Miguel
de los Santos Díaz Gómara. En la capilla
de la Virgen de la Basílica del Pilar, a las
10,30 de la mañana del 30 de marzo –sin
solemnidades– ofreció san Josemaría su
primera Misa en sufragio por el alma de
su padre; asistieron Dolores, joven viuda,
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ALBÁS BLANC, DOLORES
con sus dos hijos y muy pocas personas
cercanas. Fue un día intenso marcado por
el dolor del recuerdo del reciente fallecimiento de José Escrivá y por la ausencia
de diversos familiares cercanos.
Isabel tenía destinada para los capellanes.
En esas fechas, san Josemaría comenzó a
instalar la Residencia DYA. Como necesitaba dinero para llevar adelante esta empresa apostólica, en el mes de septiembre
explicó el Opus Dei a su familia y les pidió
su ayuda. La respuesta fue unánime: parte
del patrimonio, recientemente heredado de
un hermano de su padre, fue utilizado para
poner en marcha esa iniciativa apostólica.
Algo después pudieron pasar a un
piso más cómodo en la calle San Miguel.
El 27 de abril de 1927, Josemaría recibió el
permiso de traslado a Madrid para cursar
el doctorado de Derecho. Viajó a la capital
el 18 de marzo de 1927. La familia esperó
en Fonz, villa cercana a Barbastro, en casa
de unos parientes, sus noticias para hacer
también ellos el traslado.
Poco antes de la Guerra Civil española, se llevaron a la nueva vivienda de
Dolores –desde febrero de 1936 se habían trasladado a la calle Doctor Cárceles,
3– papeles y documentos en los que san
Josemaría había ido poniendo por escrito la naturaleza y la historia del Opus Dei.
Se guardaron en un baúl destinado a este
fin. Al comenzar la Guerra, su madre metió algunos documentos entre la lana de
su colchón, y en cierta ocasión, cuando
los milicianos registraron su piso, aparentó
estar enferma. Al convertirse el barrio en
zona de guerra, doña Dolores y sus hijos
se trasladaron a la calle de Caracas, a la
vivienda de la familia González-Barredo.
En el traslado se llevaron consigo el baúl.
4. En Madrid, Dolores, ayuda fundamental
Al vivir más cerca del hijo, la madre
comprobó su intensa dedicación sacerdotal, su esfuerzo por allegar recursos económicos, su escaso descanso y sus privaciones en las comidas. Aunque su hijo
todavía no le había manifestado lo ocurrido
el 2 de octubre de 1928 –la luz fundacional
del Opus Dei–, Dolores se daba cuenta de
que Josemaría multiplicaba la acción apostólica y de que ofrecía a Dios una intensa
mortificación. Tras unos meses en la calle
Fernando el Católico, ocuparon la vivienda de la calle José Marañón que las Damas Apostólicas ponían a disposición del
capellán (de septiembre de 1929 a mayo
de 1931). Más tarde la familia Escrivá pasó
a la calle Viriato, a un piso interior. Desde
diciembre de 1932 y hasta mayo de 1934
vivieron en un nuevo piso más confortable,
en la calle Martínez Campos, 4. San Josemaría, con el consentimiento de su madre,
organizó allí reuniones con los jóvenes a
los que trataba. Era una vivienda de clase
media, arreglada con gusto, que mostraba,
sin palabras, lo que sería una característica
de la labor del Opus Dei: la realidad de ser
una familia. Los chicos que allí acudían se
encontraban en “su casa”, pasaban por el
comedor a merendar, y mantenían alegres
tertulias con san Josemaría.
A finales de 1937, san Josemaría dejó
Madrid para escapar de la persecución religiosa. Año y medio más tarde, el 28 de
marzo de 1939, Madrid capituló ante el
llamado Ejército Nacional. Ese mismo día
san Josemaría llegó en uno de los primeros medios de transporte que entraron en
la capital, provisto de dos maletas de comida; su primera visita fue para su madre
y hermanos. Dolores sólo tenía sesenta y
dos años, pero estaba avejentada.
San Josemaría acondicionó la vivienda en el Patronato de Santa Isabel, del que
era rector, para fijar allí su residencia madrileña. De nuevo pidió a su madre y a su
hermana Carmen que organizasen la vida
diaria. Trasportaron desde la calle Caracas
los muebles y los enseres de los Escrivá.
La Rectoral fue pareciéndose a una casa
de familia. Con escasos medios materiales
recomenzó la labor apostólica, y en agosto
En mayo de 1934, la familia se trasladó a la vivienda que el Patronato de Santa
79
ALBÁS BLANC, DOLORES
de 1939 san Josemaría animó a los miembros del Opus Dei –que tenían la experiencia de DYA– a que pusieran en marcha de
nuevo una residencia de estudiantes, en
dos pisos en la calle Jenner. Allá fueron
Dolores y su hija para encargarse de la
administración doméstica de la Residencia. Tuvieron dificultades para encontrar
alimentos. La madre de San Josemaría
padecía fuertes dolores de cabeza, pero
dedicaba tiempo y cariño a los que ya eran
del Opus Dei; arreglaba desperfectos en
la ropa, cosía botones, zurcía calcetines y
preparaba algo de merienda con restos del
almuerzo; en las fiestas, a veces, hacía helado casero con una vieja heladora de manivela. Aunque era bastante callada –tenía
la seriedad de los Albás–, sabía aderezar
su conversación con toques sobrenaturales; y sus palabras acercaban a Dios.
La enfermedad empeoró y al día siguiente –22 de abril–, a las diez de la mañana, ya había perdido el conocimiento.
Llegó Álvaro del Portillo con un sacerdote
que le dio la extremaunción. Fue instalada
en el oratorio de Diego de León, amortajada con el hábito del Carmen. Apenas ocurrido el fallecimiento se avisó por teléfono
a san Josemaría para que regresara urgentemente.
El propio san Josemaría lo narró con
las siguientes palabras: “A mitad de los
ejercicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor sobrenatural, el oficio
inigualable que compete a la madre junto
a su hijo sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla.
Casi inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que hacía también los ejercicios, y me
dijo: don Álvaro le llama por teléfono. Padre, la Abuela ha muerto, oí a Álvaro. Volví
a la capilla sin una lágrima. Entendí enseguida que el Señor mi Dios había hecho
lo que más convenía: y lloré, como llora
un niño, rezando en voz alta –estaba solo
con Él– aquella larga jaculatoria, que tantas veces os recomiendo: fiat, adimpleatur,
laudetur… iustissima atque amabilissima
voluntas Dei super omnia. Amen. Amen.
Desde entonces, siempre he pensado que
el Señor quiso de mí ese sacrificio, como
muestra externa de mi cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esa
labor” (Carta 8-VIII-1956, n. 45: AGP, serie
A.3, 94-1-2).
En el segundo curso después de la
guerra (1940-1941) se trasladaron la familia y algunos de los primeros miembros de
la Obra a la calle Diego de León, 14. Dolores vivió en una habitación del segundo
piso, donde pasaba horas dedicada a la
costura. Allí se reunían las chicas que iba
formando san Josemaría; entre otros menesteres, se ocupaban de los lienzos del
oratorio y confeccionaban ornamentos.
5. Enfermedad y fallecimiento
A principios de abril de 1941, Dolores,
con sus hijos y con Isidoro Zorzano, hizo
una excursión a El Escorial. En el coche
iban cantando el himno de la Virgen del Pilar con entusiasmo y haciendo oración; al
regreso empezó a no encontrarse bien. Dolores tenía entonces sesenta y cuatro años.
Los médicos pensaron en un simple resfriado. Cuando san Josemaría salió hacia Lérida, para predicar unos ejercicios espirituales a sacerdotes diocesanos, el estado de
Dolores no parecía alarmante: “Ofrece tus
molestias por esta labor que voy a hacer,
pedí a mi madre al despedirme. Ella asintió
pero no pudo evitar decir por lo bajo: ¡este
hijo!” (citado en Casciaro, 2006, p. 191).
Cuando san Josemaría llegó a Madrid,
de madrugada, rezó intensamente ante el
sagrario y se acercó a su madre, a la que
besó en la frente, llorando. Algunos oyeron
la oración confiada de un hijo, roto por el
dolor: “yo pensaba que mi madre les hacía falta a estas hijas mías, y me dejas sin
nada… ¡Sin nada!” (citado en Casciaro,
2006, p. 191). El entierro fue al día siguiente en el cementerio de La Almudena. Ahora José y Dolores descansan en la cripta
80
ALEGRÍA
Bibliografía: AVP, I y II (ver Índice de nombres);
Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos.
Testimonio sobre el Fundador, de uno de los
miembros más antiguos del Opus Dei, Madrid,
Rialp, 200614; John F. Coverdale, La fundación
del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002; Santiago
Escrivá de Balaguer, “Josemaría, para mí, más
que un hermano, fue un padre. Era un santo
«de carne y hueso», no un santo de «pasta flora»”, entrevista realizada por Santiago Álvarez,
Palabra, 326 (1992), pp. 243-247, publicada
también como “Un’intervista all’Avv. Santiago
Escrivá, fratello del Fondatore dell’Opus Dei”,
Romana. Bolletino della Prelatura della Santa
Croce e Opus Dei, 14 (1992), pp. 140-146; Id.,
“Mi hermano Josemaría”, 17-V-1992, ABC, Madrid; Esther Toranzo - Gloria Toranzo - Lourdes
Toranzo, Una familia del Somontano, Madrid,
Rialp, 2004.
del Centro de Diego de León, en Madrid, a
donde el 31 de marzo de 1969 se trasladaron sus restos.
6. La contribución de Dolores al Opus Dei
San Josemaría dejó claro testimonio
de la contribución que su madre había tenido en la vida del Opus Dei: “No recuerdo
haberla visto nunca desocupada; siempre
estaba atareada en alguna cosa: hacía una
labor de punto, cosía o recosía prendas de
ropa, leía…”. Recordaba su cariño, su cuidado del hogar, su laboriosidad: “No tengo
memoria de haber visto jamás a mi madre
ociosa. Y no era una persona rara: era una
persona corriente, amable. No tenía la vocación nuestra, pero era una buena madre de familia, de familia cristiana, y sabía
aprovechar el tiempo” (Carta 29-VII-1965,
n. 53: AGP, serie A.3, 94-4-1).
Gloria TORANZO
ALEGRÍA
Entre otros detalles que muestran esa
realidad, san Josemaría destacó dos. La
importancia que su madre había tenido en
su formación cristiana; cumplidos ya los
setenta años, comentaba: “Todavía hoy, a
mis siete años –ya sabéis que el cero lo he
mandado de paseo–, recito por la mañana
y por la noche las oraciones que me enseñó mi madre. De modo que le debo, a estas
alturas, la piedad de toda mi vida” (Apuntes tomados en una tertulia, 21-X-1972, en
Dos meses de catequesis, I, 1972, p. 174:
AGP, Biblioteca, P04). Y la impronta que su
madre y su hermana habían dejado en un
rasgo fundamental del espíritu del Opus
Dei, el espíritu de familia: “veo como Providencia de Dios que mi madre y mi hermana Carmen nos ayudaran tanto a tener en
la Obra este ambiente de familia: el Señor
quiso que fuera así” (Crónica, 1969, p. 402:
AGP, Biblioteca, P01).
1. Alegría, virtud cristiana. 2. Se fundamenta en la filiación divina. 3. Es factor importante para la convivencia. 4. La alegría, rasgo característico del espíritu del Opus Dei.
5. La tristeza, enemiga de la alegría.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, la alegría es un “grato y vivo
movimiento del ánimo, ya por algún motivo
fausto o halagüeño, ya a veces sin causa
determinada, y el cual, por lo común, se
manifiesta por signos exteriores”. Psicológicamente, se considera una pasión, un
sentimiento, en el cual lo que penetra en
nuestra intimidad (ya sea una cosa, una
persona, un suceso) se percibe como un
don que se nos aparece con un aspecto de
claridad y luminosidad (cfr. Lersch, 1974,
p. 203). Desde el punto de vista espiritual,
la alegría es un fruto del Espíritu Santo (cfr.
Ga 5, 22) y en ese sentido, dirá santo Tomás de Aquino, que “es una virtud no distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto
suyo” (S.Th., II-II, q. 28, a. 4).
Voces relacionadas: Albás, Familia; Escrivá Corzán, José; Escrivá de Balaguer y Albás, Carmen;
Escrivá de Balaguer y Albás, Santiago; Mujeres
en el Opus Dei. Inicio del apostolado.
Se suelen distinguir dos tipos de alegría. Una externa, relacionada con el tem81
ALEGRÍA
peramento, con la salud y con la buena
marcha de las cosas, y otra más profunda,
espiritual, que tiene que ver con el tono
vital integrador de la personalidad, y que
va creciendo al ritmo de la maduración de
toda la vida espiritual. Así lo entendió también san Josemaría: “La alegría que debes
tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y
abandonarte en los brazos amorosos de
nuestro Padre-Dios” (C, 659).
Niño Jesús (cfr. Lc 2, 29-30), es el inmenso
gozo de los Magos al encontrar de nuevo
la estrella que habían perdido en el camino
de Belén (cfr. Mt 2, 10), o el alborozo de los
Apóstoles cuando se encuentran con Cristo Resucitado (cfr. Jn 20, 20), etc.
La alegría no está en los goces de fuera: “La sociedad tecnológica ha logrado
multiplicar las ocasiones de placer, pero
encuentra muy difícil engendrar alegría.
Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la
seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la
tristeza, forman parte, por desgracia, de la
vida de muchos” (GD, 1).
Desde esta perspectiva se percibe
con claridad que la alegría es un concepto fundamental en la espiritualidad y
particularmente en el mensaje del Opus
Dei. Pertenece al perfil del hombre y de
la mujer cristianos que san Josemaría dibuja: “Quiero que estés siempre contento,
porque la alegría es parte integrante de tu
camino” (C, 665). Su enseñanza sobre esta
virtud es muy amplia, como manifiesta, digámoslo a modo de ejemplo, que en Surco haya un capítulo con cuarenta y cuatro
puntos dedicados al tema (algo parecido
ocurre en otras de sus obras).
Cristo promete a los Apóstoles hacerles partícipes de su alegría: “Yo os daré una
alegría que nadie os podrá quitar” (Jn 16,
22). Esta alegría, sin embargo, no es más
que un principio, un adelanto de aquella
otra a la que hemos sido llamados por Dios
como coronación de la vida terrena. Como
enseña santo Tomás, “el gozo de esta vida
no puede ser pleno. Lo será cuando en la
patria poseamos de modo acabado el bien
perfecto: ‘entra en el gozo de tu Señor’
(Mt 25, 21)” (Super Ev. S. Ioann. lect. 15,
1, 2). Esa es también la enseñanza de san
Josemaría: “La alegría de los pobrecitos
hombres, aunque tenga motivo sobrenatural, siempre deja un regusto de amargura.
–¿Qué creías? –Aquí abajo, el dolor es la
sal de nuestra vida” (C, 203).
1. La alegría, virtud cristiana
La alegría es una virtud de especial
relieve en el cristiano. Aunque, más que
virtud, es una consecuencia de vivir las
demás virtudes: la alegría perfecciona el
acto virtuoso, pues se presta más atención
y más celo a aquellos actos que se realizan
con alegría, según afirma santo Tomás de
Aquino (cfr. Comentario a la Ética a Nicómaco, Libro 1, Lección 13).
La alegría no se debe, pues, a que
todo salga bien, sino a que está fundada
en la confianza en Dios, que nos ayuda a
superar las dificultades. “La alegría es un
bien cristiano. Únicamente se oculta con
la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa
de la tristeza. Aun entonces, esa alegría
permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no
se olvidan nunca de los hombres. Si nos
arrepentimos, si brota de nuestro corazón
un acto de dolor, si nos purificamos en el
santo sacramento de la Penitencia, Dios
El anuncio del nacimiento del Hijo de
Dios a los pastores se llevó a cabo con estas palabras de gozo: “Vengo a anunciaros
una gran alegría…” (Lc 2, 10). El Evangelio
–que significa buena noticia– nos enseña
cómo la felicidad verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones, del
dolor y de la muerte, es la de quienes se
encontraron con Dios y supieron seguirle
en una entrega generosa: es la alegría del
anciano Simeón al tener en sus brazos al
82
ALEGRÍA
sale a nuestro encuentro y nos perdona, y
ya no hay tristeza” (ECP, 178).
de dificultades, del dolor y de la muerte:
“Esta es la diferencia entre nosotros y los
que no conocen a Dios: ellos en la adversidad se quejan y murmuran; a nosotros, las
cosas adversas no nos apartan de la virtud
ni de la verdadera fe. Por el contrario, éstas
se afianzan en el dolor” (San Cipriano, De
mortalitate, 13). Esto es así porque la santidad consiste en identificarse con Cristo y a
Cristo lo encontramos en la Cruz. Por eso,
enseñaba san Josemaría que “la alegría
tiene sus raíces en forma de Cruz” (F, 28).
La consecuencia es que “nadie es feliz, en
la tierra, hasta que se decide a no serlo.
Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!,
Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad
aquí y, después, eternamente” (S, 52).
2. Se fundamenta en la filiación divina
La alegría es fruto del Espíritu Santo,
que lleva a profundizar en la filiación divina.
Por eso, las personas más felices, también
en esta vida, han sido y son los santos, es
decir, los cristianos que han vivido a fondo
su fe. El reconocimiento de nuestra dependencia filial de Dios es “fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza”
(CCE, n. 301). Cuanto más se avanza en el
camino hacia Dios, mayor y más tangible
será la alegría.
San Josemaría enseñó siempre que
la alegría nace de la filiación divina y se
alimenta del cumplimiento de la Voluntad
de Dios: “Alégrese el corazón de los que
buscan al Señor” (1 Cro 16, 10; cfr. C, 666).
La alegría es consecuencia de la filiación
divina, de sabernos queridos por nuestro
Padre Dios que nos acoge, nos ayuda y
nos perdona (cfr. F, 332). Ese seguro anclaje en la filiación divina le llevaba a decir: “Los hijos de Dios, ¿por qué vamos a
estar tristes? La tristeza es la escoria del
egoísmo; si queremos vivir para el Señor,
no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias.
La alegría se mete en la vida de oración,
hasta que no nos queda más remedio que
romper a cantar” (AD, 92). O, con otras palabras: “Si nos sentimos hijos predilectos
de nuestro Padre de los Cielos, ¡que eso
somos!, ¿cómo no vamos a estar siempre
alegres? –Piénsalo” (F, 266).
3. Es factor importante para la convivencia
La alegría es fruto de un corazón bueno, pues como escribe Hermas: “Todo
hombre alegre obra el bien. En cambio,
el hombre triste se porta mal en todo momento” (El Pastor de Hermas, “Mandamientos”, 10, 3: Ruiz Bueno, 1974, p. 994).
De ahí que la alegría se manifieste como un
efecto de la caridad.
Por eso, la vocación cristiana, fundamentada en la filiación divina, convierte a
los hombres en “sembradores de paz y de
alegría”. Era ésta una expresión muy querida de san Josemaría, con la que deseaba
expresar que cuando se busca sinceramente la santidad, se alcanza también la
paz del corazón y, con la paz, la alegría,
que acaba desbordándose en los demás:
“Si vivimos así, realizaremos en el mundo
una tarea de paz: sabremos hacer amable
a los demás el servicio al Señor, porque
Dios ama al que da con alegría (2 Co 9,
7). El cristiano es uno más en la sociedad;
pero de su corazón desbordará el gozo
del que se propone cumplir, con la ayuda
constante de la gracia, la Voluntad del Padre” (AD, 93).
La alegría pertenece a la esencia de la
santidad. Estamos contentos porque “hemos conocido y creído en el amor que Dios
nos tiene” (1 Jn 4, 16). “Que estén tristes
los que no se consideren hijos de Dios” (S,
54). San Josemaría asociaba, pues, la alegría a la santidad. Por eso, no es obstáculo
para la verdadera alegría que las circunstancias en que se desarrolla la existencia
de una persona sean difíciles o dolorosas.
La alegría es compatible con la existencia
El cristiano proclama su testimonio
con alegría y buen humor, aprovechando
las ocasiones que le proporciona su nor83
ALEGRÍA
mal actividad en medio del mundo, para
llevar el mensaje de Cristo a las personas
que tiene cerca, de modo amable y atractivo, según el consejo del Apóstol: “Que
vuestra conversación sea siempre con gracia, sazonada con sal, de forma que sepáis
responder a cada uno como conviene” (1
Co 10, 31). Con otras palabras, lo expresaba san Josemaría: “Darse sinceramente
a los demás es de tal eficacia, que Dios lo
premia con una humildad llena de alegría”
(F, 591).
poco. ¡Ay qué lío me he hecho!” (citado en
Bernal, 1976, p. 158).
Un dato constante que señalan cuantos le conocieron fue su alegría y simpatía
arrolladora: “Yo le recuerdo –señala una
Hermana de la Caridad– siempre alegre.
Si tuviera que destacar una cualidad de
él, creo que me quedaría con ésta: la jovialidad, el gozo que emanaba su persona (...). Nos alegraba la vida con su modo
de ser. Estábamos deseando que llegara, en aquella época de inseguridad y de
probable y próxima persecución (...). No
le vi nunca contagiarse de ningún espíritu de derrotismo...” (citado en Sastre, 1989, p.
129). Y esa fue su constante enseñanza:
“Estad siempre alegres. También a la hora
de la muerte. Alegría para vivir y alegría
para morir. Con la gracia de Dios, no tenemos miedo a la vida, ni tenemos miedo
a la muerte (…). Nuestra alegría (…) tiene
un fundamento sobrenatural, que es más
fuerte que la enfermedad y la contradicción. No es una alegría de cascabeles o de
baile popular. Es algo más íntimo. Algo que
nos hace estar serenos, contentos –alegres, con contenido–, aunque a la vez, en
ocasiones, esté severo y grave el rostro”
(Instrucción, mayo 1935/14-IX-1950, n. 69:
AGP, serie A.3, 90-1-1).
Cuando falta la alegría, se entorpecen
las buenas relaciones en el ámbito de la
familia o de los grupos sociales. La experiencia enseña que toda alegría que se vive
al margen de Dios o contra Dios “no satisface, sino que introduce cada vez más al
hombre en el torbellino en el que, a la postre, ya no podrá ser verdaderamente feliz”
(Ratzinger, 1991, p. 481).
4. La alegría, rasgo característico del
espíritu del Opus Dei
“Sólo tenía yo veintiséis años, gracia
de Dios y buen humor” (CONV, 32). Así se
expresaba san Josemaría al recordar el inmenso horizonte que se había abierto ante
su mirada el 2 de octubre de 1928. En otro
momento, afirmaba: “Por temperamento,
he sabido tener habitualmente la sonrisa
en los labios y en la mirada” (CECH, p.
792). Y poco antes de morir, confesaba, en
una conversación informal: “Ser santo es
ser dichoso, también aquí en la tierra. Y me
preguntaréis quizá: Padre, y usted ¿ha sido
dichoso siempre? Yo, sin mentir, recordaba
hace pocos días (...) que no he tenido nunca una alegría completa; siempre, cuando
viene una alegría, de esas que satisfacen
el corazón, el Señor me ha hecho sentir
la amargura de estar en la tierra, como un
chispazo del Amor... Y, sin embargo, no me
he sentido nunca infeliz, no recuerdo haber
sido infeliz nunca. Me doy cuenta de que
soy un gran pecador, un pecador que ama
con toda su alma a Jesucristo. Así que infeliz, nunca; alegría completa nunca tam-
San Josemaría predicó siempre la
santidad con buen humor. Buen humor
que no es cuestión de temperamento, sino
de vida interior. Las virtudes cristianas son
virtudes alegres. Por eso previno: “De lejos
viene el empeño diabólico de los enemigos
de Cristo, que no se cansan de murmurar
que la gente entregada a Dios es de la «encapotada». Y, desgraciadamente, algunos
de los que quieren ser «buenos» les hacen
eco, con sus «virtudes tristes». –Te damos
gracias, Señor, porque has querido contar
con nuestras vidas, dichosamente alegres,
para borrar esa falsa caricatura (…)” (S,
58). Lo de santos “encapotados” proviene
de santa Teresa, que rogaba a Dios: “De
devociones necias y santos de rostro desabrido, líbranos Señor”.
84
ALEMANIA
5. La tristeza, enemiga de la alegría
Bibliografía: CECH, pp. 789-795; Pablo VI,
Exhort. Ap. Gaudete in Domino, 1975; Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del
Opus Dei, Madrid, Rialp, 19762; Ernesto Juliá
Díaz, “Alegría (I. Teología moral)”, en GER, I, pp.
514-516; Philip Lersch, La estructura de la personalidad, Barcelona, Sciencia, 1974; Joseph
Ratzinger, Cooperadores de la verdad, Madrid,
Rialp, 1991; Daniel Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, Madrid, BAC, 1974; Ana Sastre, Tiempo
de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría
Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989; José
Luis Soria, Maestro de buen humor. El Beato
Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp,
1993; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere.
Los años romanos de Josemaría Escrivá, Barcelona, Plaza & Janès, 1995.
La falta de alegría se denomina tristeza, que es una sensación desagradable, dolor o aflicción, causada por un mal
presente y no deseado. Es característico
de la tristeza apesadumbrarse ante el mal
presente, lo que denota falta de fe y de esperanza.
Según su causa, cabrían tres tipos de
tristeza. Hay una tristeza “buena”, cuando
es provocada, por ejemplo, por el pecado,
propio o ajeno. El mismo Jesucristo la padeció en el Huerto de Getsemaní: “mi alma
está triste hasta la muerte” (Mt 26, 37). Una
tristeza que podríamos también denominar
“fisiológica”, que puede ser consecuencia
de la enfermedad o del agotamiento. Y finalmente una tristeza “mala”, causada por
la falta de correspondencia a la gracia de
Dios, tristeza profunda que tiene su origen
en la “enfermedad” del alma. Santo Tomás
dirá que su origen es casi siempre la soberbia: “La tristeza mala proviene del desordenado amor a sí mismo, el cual no es
un pecado especial, sino la raíz general de
todos los pecados” (S.Th., II-II, q. 28, a. 4).
En cualquier caso, la tristeza es un enemigo que hace la vida imposible (cfr. CECH,
p. 795). De esta tristeza previene san Josemaría: “¿No hay alegría? –Piensa: hay un
obstáculo entre Dios y yo. –Casi siempre
acertarás” (C, 662).
Miguel Ángel MONGE SÁNCHEZ
ALEMANIA
1. Los inicios de la labor. 2. Los viajes de
san Josemaría a Alemania. 3. Desarrollo de
la labor apostólica.
Alemania entró muy pronto en los
planes de expansión apostólica de san
Josemaría. Con la venia y bendición del
cardenal de Colonia, comenzó en 1952
la labor estable en Bonn. La razón para
la elección de esta ciudad fue, sin duda,
que algunos fieles del Opus Dei ya habían
trabajado profesionalmente allí; otros, habían ampliado estudios, asistido a encuentros internacionales, trabado amistades, y
dado a conocer la Obra (cfr. Gutiérrez Ríos,
1969, p. 36; Thomas, 2010, p. 30). Además,
Bonn pertenecía a la diócesis de Colonia y
Álvaro del Portillo conocía a su obispo, el
cardenal Frings, que en 1946 había escrito
una carta comendaticia para la aprobación
pontificia del Opus Dei (cfr. AVP, III, p. 13);
durante su asistencia al Congreso Eucarístico de Barcelona en 1952, el cardenal
conoció una residencia universitaria del
Opus Dei y visitó al obispo de Madrid, don
Leopoldo Eijo y Garay, que le habló elogiosamente de san Josemaría. De hecho, el
El que se sabe hijo de Dios no debe
dejarse vencer por la tristeza, sea cual
sea la causa que la provoque, ni siquiera
cuando el motivo son los propios pecados
personales: “Cuando te apuren tus miserias no quieras entristecerte. Gloríate en
tus enfermedades, como San Pablo” (C,
879). “Los hijos de Dios, ¿por qué vamos
a estar tristes? La tristeza es la escoria del
egoísmo: si queremos vivir para el Señor,
no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias”
(AD, 92).
Voces relacionadas: Filiación divina; Paz.
85
ALEMANIA
cardenal Frings estimaba al fundador, en
quien veía, como escribió años más tarde en carta a Pablo VI el 21 de agosto de
1975, un pionero en la espiritualidad de los
laicos (cfr. Frings, 1973, pp. 149-150; Berglar, 2005, pp. 285, 300, 392).
En octubre de 1956, llegamos a Colonia Carmen Mouriz, que había estudiado en el Colegio Alemán de Madrid y yo
misma, Ana María Quintana, que tenía el
título de Profesor Mercantil. Esta llegada marcaba el inicio del trabajo estable
de la Obra entre las mujeres, y facilitaba
la formación a las que ya se habían incorporado. Eran Käthe Retz, psicóloga; Marlies Kücking, estudiante de Germánicas;
Hele Steinbach, farmacéutica, madre de
dos hijos y algunas más. Habían reunido
en Bonn, donde vivían, un grupo de estudiantes, escolares y señoras que asistían
a medios de formación; prepararon así la
futura labor.
1. Los inicios de la labor
Con mucha visión sobrenatural y carente de medios materiales, llegó a Bonn
el 10 de agosto de 1952 Alfonso Par, ingeniero, ordenado sacerdote en agosto
de 1951. Poco después, visitó al cardenal,
que se alegró de que la Obra comenzara
a trabajar en Alemania. El mismo año llegaron Fernando Inciarte, Fernando Echeverría y Jordi Cervós-Navarro, los tres con
sus estudios recién terminados de Filosofía, Derecho y Medicina respectivamente.
Inciarte fue después profesor de las Universidades de Colonia y Friburgo de Brisgovia y, a partir de 1975, catedrático de
la Universidad de Münster; y Cervós, catedrático del Instituto de Neuropatología de
la Universidad Libre de Berlín, decano de
la Facultad de Medicina y vicepresidente
de esta Universidad. En 1954 llegó el Dr.
Antonio Jiménez, también jurista, que acababa de ser ordenado sacerdote y en septiembre de 1955, José Arquer, arqueólogo,
y también recién ordenado.
Poco antes, en su primera visita a
Althaus, san Josemaría había expresado
su deseo de que las mujeres comenzaran
la labor precisamente en Colonia, y así
se hizo. Se había conseguido un piso en
la Hülchrather Strasse, 6 y, pocos meses
después, otro en el mismo edificio. Cuando llegaron, el piso estaba en obras, pues
había que renovarlo completamente. También ellas venían con poco bagaje, pero
sabiendo que san Josemaría rezaba intensamente por el apostolado en Alemania.
Antes de salir de Roma, donde estuvieron
un tiempo, habían recibido su bendición.
Una vez terminadas las obras, la Residencia se llenó por completo; suponía mucho
trabajo. Cuando san Josemaría se enteró
de la situación, quiso que fueran enseguida tres numerarias auxiliares: las españolas Emilia Llamas, Atanasia (Tasia) Alcalde
y la mejicana Epitacia (Pelancho) R. Gaona
llegaron a Colonia el 7 de junio de 1957.
En 1953 consiguieron un piso en la Koblenzer Strasse, 129, hoy Adenauerallee, y
cuando pudieron disponer del inmueble,
instalaron allí la Residencia de Estudiantes
Althaus. Algunos de los residentes y de los
asistentes a las actividades descubrieron
en el Opus Dei su modo concreto de vivir la
vocación cristiana: así el estudiante de Derecho Kurt Malangré, supernumerario, que
más adelante fue alcalde de Aquisgrán;
Klaus M. Becker, entonces estudiante, que
fue el primer numerario surgido de la labor
apostólica en Alemania; poco después
le siguió su amigo Peter Blank. En 1958
abrieron un Centro en Colonia; fue la sede
de la Comisión Regional.
A partir de ese momento, creció mucho la labor apostólica. En esos años se
acercaron a la Obra Franzis Niewel, estudiante, y Annemarie Leven, farmacéutica,
compañera de Hele Steinbach. Marga
Schraml y Jutta Geiger, alemanas, descubrieron el Opus Dei en el ejercicio de su
profesión en Roma. Más tarde, los miembros de la nueva generación, una vez terminados los estudios, ejercieron su profesión
86
ALEMANIA
como médicos, profesoras de Segunda
Enseñanza, arquitectos, directoras de las
Administraciónes de los Centros, etc.
Al día siguiente, 2 de mayo, estuvo de
nuevo en Althaus. El fundador se sentía feliz junto a sus hijos en Alemania y con una
gran esperanza al pensar en las muchas
personas a las que el Señor llamaría a la
Obra. Dirigiéndose a uno de los presentes,
dijo: “Hijo mío, ¿no te hace ilusión ver la
confianza que el Señor ha puesto en nosotros? Parece como si hubiera condicionado la fecundidad de la labor a que seamos
fieles. ¡Qué responsabilidad tan grande tenemos! ¡Y qué sentido de la filiación divina,
ante esta confianza que Dios nos ha manifestado! ¡Qué ilusión al pensar en la cosecha que se aproxima a esta tierra alemana...! La Obra huele ya a campo cuajado, a
cosa hecha a pesar de que veintisiete años
no son nada para un ente moral, y menos
para una familia que el Señor ha querido
promover y que ha de durar mientras haya
hombres sobre la tierra, para servir a la
Iglesia, para extender el reinado de Cristo,
para bien de las almas, para hacer dichosa
a la humanidad, llevándola a Dios” (citado
en AVP, III, p. 334).
2. Los viajes de san Josemaría a Alemania
San Josemaría preparó personalmente la futura labor del Opus Dei en Europa
Central. En su primer viaje, en noviembre
de 1949, escribió desde Milán una carta
a sus hijos de México, en la que decía:
“Estamos estos días aquí, preparando el
arreglo de esta casa, y camino de Austria y Alemania, donde vamos a echar una
ojeada con vistas a abrir un par de casas
también, cuanto antes, con la ayuda de
Dios. No dejéis de encomendar las cosas
que ahora llevamos entre manos, porque
importan mucho para toda la Obra” (AVP,
III, p. 332).
Acompañado de otras personas, san
Josemaría salió de Roma el 22 de noviembre. Estuvo varios días en Milán, y el 30 de
noviembre llegó a Múnich. Se notaba el
paso de la guerra por la capital de Baviera.
La ciudad estaba medio destruida; el fundador no olvidó nunca la impresión que le
produjo. Al día siguiente, después de celebrar la santa Misa en la catedral, visitaron
al arzobispo de München-Freising, cardenal Michael Faulhaber, y a otras personas.
El cardenal se mostró muy cordial con el
fundador, interesándose por la Obra. A los
pocos días, san Josemaría estaba de regreso en la Ciudad Eterna, poniendo fin a
este primer viaje –de 3.490 kilómetros– de
preparación de la labor de la Obra en Europa Central.
Dos días más tarde recibieron otra
corta visita del Padre. Les alentó a seguir
trabajando sin desánimo, les habló de perseverancia y de entrega recordándoles
unas palabras que repetía frecuentemente:
“¡Fieles, vale la pena!”. Durante ese viaje
visitó Colonia, Düsseldorf, Maguncia y Coblenza. Hoy en día, una placa de la cripta
de la catedral de Colonia, que enumera los
santos y beatos que han visitado la catedral, incluye el nombre de san Josemaría
Escrivá de Balaguer.
A finales de 1955, emprendió un nuevo
viaje por Suiza y Francia, y llegó a Alemania el 30 de noviembre. Celebró la santa
Misa en la catedral de Colonia. Después
estuvo en Althaus. Como siempre, fue un
encuentro lleno de cariño humano y sentido sobrenatural. Les dijo con firmeza: “Ha
acabado la prehistoria de la región alemana y ahora estamos ya en la historia. Hoy
empieza la historia de la Obra en Alemania.
Hoy, 30 de noviembre de 1955, entramos
Desde Roma, san Josemaría seguía
la labor de sus hijos en Bonn. En cuanto
pudo, los visitó. El 1 de mayo de 1955 estuvo por primera vez con ellos en Althaus.
Se interesó por cada uno de ellos. Le gustaron mucho la situación de la casa y las
posibilidades que presentaba. Por lo que
se refería a su estado, escasez de muebles
y pobreza de las habitaciones, les hizo ver
que había que superar esa etapa cuanto
antes.
87
ALEMANIA
en la historia de esta región. No será algo
inmediato, repentino. Requerirá algunos
meses… esperar. Pero vendrá gente, saldremos de Bonn, se comenzará a trabajar
en labores más diversas” (citado en AVP,
III, p. 336).
animó a poner una residencia de nueva
planta: vendrían muchas miles. Dependía
de su fidelidad y buen humor.
Luego fue a Bonn, donde le esperaba
un buen grupo de estudiantes; habían llegado de Suiza, Austria, España y Portugal
para asistir a una Ferienakademie (academia de verano) en la ciudad de Altenberg.
Les habló de la necesidad del descanso,
para poder trabajar más; del amor a la libertad propia y a la ajena; del amor a la
patria, pero sin estrechez de corazón, y de
que tenían que ser fundamento firme, saber desaparecer.
Siguió viaje a Viena y el 7 de diciembre, a su regreso de la capital austriaca,
estuvo de nuevo en Althaus. Contó que habían estado en Viena y que habían llenado
de avemarías y de canciones los caminos
del centro de Europa (cfr. Diario de Althaus,
Bonn, 7-XII-1955: AGP, serie M.2.2, 1-7).
Les recordó que tenían que ser fieles, santos... En el momento de irse repetía que
no había necesidad de despedirse, porque
siempre estaban unidos, consummati in
unum!
En septiembre de 1958, san Josemaría
estuvo de nuevo en Colonia. A sus hijas les
llevó un zueco de cerámica de Delft. Les
recomendó que, al verlo, pidieran por la
labor que pronto comenzaría en Holanda.
Habló de viajes periódicos a Amsterdam y
comentó que, aunque sabía que no tenían
medios económicos y que eran muy pocas,
le daría alegría que procurasen hacer ese
esfuerzo que redundaría en provecho de la
Obra. En este viaje visitó a sus hijos en el
Centro de la Comisión Regional de Colonia. El día 22, viajó a la abadía de Maria
Laach. También estuvo en Althaus, donde
conoció a algunos de los que recientemente habían pedido la admisión en la Obra.
En 1956, estuvo en Suiza, Francia y
Bélgica, y el 30 de junio pasó a Alemania.
En Aquisgrán hizo una corta parada para
rezar en la catedral. En Althaus pudo conocer a uno de los primeros alemanes del
Opus Dei, así como a otros estudiantes
que frecuentaban el Centro.
En octubre de ese año, las mujeres del
Opus Dei instalaron una pequeña residencia, Eigelstein, en Colonia. El 22 de agosto
de 1957, tuvieron la primera visita de san
Josemaría. Había hecho muchos kilómetros en coche para venir a verlas; estaba
contentísimo. Le dolió la extrema pobreza
del oratorio, que era provisional. Comentó que daban a Dios todo lo que tenían en
medio de esa pobreza, y así ponían el fundamento para que hubiese una gran floración en Alemania. Les entregó dos cajas
de bombones suizos. Preguntó si estaban
bien de salud y si estaban contentas. Insistió en que ser de las primeras suponía una
gracia extraordinaria y exigía también una
correspondencia extraordinaria. Se enteró
de que no tenían lavadora, e hizo las gestiones necesarias para comprarles una.
Un año más tarde, el 16 de septiembre
de 1959, estuvo otra vez en Althaus. Estaban allí unas quince personas. Uno de los
presentes, Rolf Thomas, que había pedido
la admisión en el Opus Dei el año anterior,
quedó muy impresionado por la firmeza de
la fe de san Josemaría, con la que veía al
Opus Dei al servicio de la Iglesia. Resume
su impresión en estas tres frases que más
tarde le oyó decir muchas veces al fundador: “Soñad y os quedaréis cortos; Dios
no se deja ganar en generosidad; antes,
más y mejor” (Thomas, 2010, p. 26). Por la
tarde, san Josemaría visitó a sus hijas en
la Residencia Eigelstein. Les pidió que rezaran por él, para que fuera bueno y fiel.
Les instó a que estuvieran siempre muy
contentas.
El día 24, fiesta de san Bartolomé, llegó por la mañana san Josemaría con don
Álvaro a Eigelstein para celebrar la santa
Misa. Después estuvieron hablando y las
88
ALEMANIA
Su última estancia en Colonia fue en
mayo de 1960. Estuvo en el Centro de la
Asesoría Regional del país. Preguntó a la
directora por un próximo viaje que debía
realizar a Viena y con este motivo, recordando años pasados, comentó que la
guerra era una injusticia, y que también
era una injusticia la división de Berlín. Le
contaron que seguían buscando un solar
para la nueva residencia y san Josemaría
prometió ofrecer la santa Misa para que
lo encontraran pronto. Ya a punto de dejar el piso, una de las presentes le dijo que
estaba dispuesta a irse a Rusia. Comentó
entonces san Josemaría que para trabajar
en cualquier país, se necesita un mínimo
de libertad, pues de otro modo no se puede trabajar ni desarrollar el apostolado del
Opus Dei, y añadió: “Hija mía, yo pido por
la unidad de este país vuestro; pido también por Berlín, es un deber de justicia.
Tenéis que trabajar en todas las regiones
alemanas. ¡Qué campo tan inmenso os espera!” (Berglar, 2005, p. 261).
apostolado en el país en que se encontraban y extenderlo desde ese país a otros.
Desde Alemania se colaboró en mayor o
menor escala –con viajes más o menos
regulares y después con personas que
se trasladaron– a los inicios de Holanda y
Austria, y más tarde de Suecia y Finlandia
(Berglar, 2005, pp. 283-284).
Con la fuerza de sus palabras y la seguridad en su oración, se fueron buscando
nuevos instrumentos materiales que contribuyeran a dar realce a la calidad de la
formación. Con el tiempo se pudo disponer de inmuebles donde tener cursos de
retiros y convivencias. Además, en 1963
se inauguró en Colonia la Residencia
Schweidt para universitarios y a partir de
1966 las mujeres contaron con la Residencia Müngersdorf con 119 plazas (Schellenberger, 2011, p. 53). Anexo a cada una de
las Residencias funcionaba un Centro de
Formación Profesional. Por razones profesionales, y con el deseo de llevar el mensaje del Opus Dei a todas partes en servicio
a la Iglesia, se instalaron también Centros
en otras ciudades. Aunque no faltaron dificultades, la labor apostólica continuó desarrollándose.
3. Desarrollo de la labor apostólica
Las visitas del fundador fueron siempre motivo de alegría y de renovación interior, y un estímulo para incrementar la labor
apostólica. En su primera visita a las que
vivían en la modesta Residencia Eigelstein, las animó a conseguir una residencia
de nueva planta. En su segunda visita les
propuso que instalasen otro Centro, fuera
de la Residencia; con el tiempo, ese piso
de la Asesoría Regional también acabó resultando pequeño para la creciente labor.
Adquirieron entonces, en 1963, un chalecito en Lindenthal. En 1958 les pidió que hicieran viajes a Holanda, donde empezaba
la labor. Sus iniciativas trajeron siempre un
incremento de las personas que frecuentaban los medios de formación que ofrece
la Prelatura, tanto por parte de las mujeres
como con los varones, en diversos lugares
de Alemania.
En 1975, en el momento del fallecimiento de san Josemaría, se contaba
con varios Centros en Colonia y Bonn;
además, en Aquisgrán, Berlín, Essen,
Múnich, Münster, Tréveris, Jülich; desde
esas ciudades se hacían viajes a otras:
Friburgo, Düsseldorf, Heidelberg, Mönchengladbach. La labor apostólica entre
los sacerdotes también había crecido.
Buen signo de ese desarrollo apostólico es
el hecho de que, cuando en enero de 2002,
y con motivo del centenario del nacimiento de san Josemaría, se celebró una Misa
solemne, miembros del Opus Dei y amigos
llenaron por completo la catedral de Colonia. Y algo análogo ha acontecido en años
posteriores.
Muy a menudo san Josemaría decía a
sus hijas e hijos que había que ejercer el
Voces relacionadas: Viajes apostólicos.
89
ALMA SACERDOTAL
Bibliografía: AVP, III, pp. 313-391; Peter Berglar, Josemaría Escrivá. Leben und Werk des
Gründers des Opus Dei, Köln, Adamas, 2005;
Josef Frings, Für die Menschen bestellt. Erinnerungen des Alterzbischofs von Köln, Köln,
Bachem, 1973, pp. 149-150; Enrique Gutiérrez
Ríos, José María Albareda, Madrid, Magisterio
Español, 1969; Álvaro del Portillo, Una vida
para Dios. Reflexiones en torno a la figura de
Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Discursos, Homilías y otros escritos, Madrid, Rialp,
1992; Barbara Schellenberger, “Das Studentinnenheim Müngersdorf - eine Initiative des heiligen
Josemaría: 1957-1966”, SetD, 5 (2011), pp. 5376; Rolf Thomas, Josemaría Escrivá begegnen,
Augsburg, Sankt Ulrich, 2010.
cerdocio común–, que había de continuar
en el tiempo la misión redentora y santificadora de Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico (cfr. LG, 7-8). Se sintió urgido
a dar a conocer esta verdad capital: “He
predicado constantemente esta posibilidad sobrenatural y humana, que Nuestro
Padre Dios pone en las manos de sus hijos: participar en la Redención operada por
Cristo” (AD, 263).
Las enseñanzas del fundador del Opus
Dei giran alrededor de nociones específicamente sacerdotales: mediación, salvación de las almas, sacrificio. Y la universalidad de la llamada a la corredención, que
está en la entraña misma de su mensaje,
brota como consecuencia de la claridad y
precisión teológica y jurídica con que plantea la igualdad radical de todos los fieles
cristianos en la Iglesia, fundamentándola
en su aspecto más profundo: la identificación con Cristo que conlleva la participación en su misión redentora, cada uno según su propia vocación y sus específicas
circunstancias.
Ana María QUINTANA GONZÁLEZ
ALMA SACERDOTAL
1. El alma sacerdotal del cristiano. 2. Alma
sacerdotal y mentalidad laical. 3. María
Santísima, modelo para el alma sacerdotal
del cristiano.
San Josemaría vivió de manera singular la identidad con Cristo que predicó para
todo sacerdote y para todos los bautizados. “¿Cuál es la identidad del sacerdote?
La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus,
sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo
Cristo! Pero en el sacerdote esto se da
inmediatamente, de forma sacramental”
(AIG, p. 70). Su existencia fue una vida
sacerdotal en íntima identificación con los
sentimientos de Cristo. Todos sus gestos
estaban penetrados de afán mediador: interceder continuamente a Dios por las almas, acercarse y acercarlas, una a una, al
amor paterno de Dios invitándolas a penetrar en las riquezas insondables de la vida
cristiana.
1. El alma sacerdotal del cristiano
Para comprender el contenido que
tiene la expresión “alma sacerdotal” en la
predicación de san Josemaría, parece necesario hacer referencia a sus enseñanzas
sobre el sacerdocio común, donde encuentra su fundamento.
Esta doctrina, elaborada a partir de las
fuertes expresiones de la Sagrada Escritura (cfr. Ex 19, 5-6; Is 61, 3-6; Rm 12, 1;
1 P 2, 4-5, 9-10; Flp 2, 5; Ap 1, 5-6) y de
los Padres, es una constante en sus escritos. Tiene matices en gran parte originales
como fruto de la hondura con que medita
sobre el misterio de la Redención y de su
carisma fundacional: abrir en la Iglesia un
camino de santidad, de “almas contemplativas en medio del mundo” para santificar
–redimir– el mundo desde dentro.
Contemplaba a la Iglesia como el conjunto de los fieles cristianos llamados todos a la santidad, en orgánica conjunción
de dones y funciones, jerárquicamente
estructurada –sacerdocio ministerial y sa90
ALMA SACERDOTAL
a) El sacerdocio común de los fieles, fundamento del alma sacerdotal
celebra la Eucaristía y proclama la Palabra
de Dios en nombre de la Iglesia” (CONV,
69). Hay, por eso, una íntima relación entre
ambos sacerdocios, que se presuponen y
complementan en el contexto de la común
llamada a la santidad y al cumplimiento de
la misión de la Iglesia. “Dios Nuestro Señor nos ha llamado a todos a la plenitud
de la caridad, a la santidad (…). Ni como
hombre ni como fiel cristiano el sacerdote
es más que el seglar” (AIG, pp. 68-69, 72),
sólo es diverso el modo de participar del
sacerdocio de Cristo.
Desde los inicios de su actividad pastoral, san Josemaría subraya, con un convencimiento persuasivo, que Dios ha querido hacer partícipe al cristiano del carácter
pleno y definitivo del sacerdocio de Cristo,
para seguir manteniendo su presencia redentora entre los hombres: “¡Siempre Cristo que pasa! Cristo, que sigue pasando
por las calles y por las plazas del mundo,
a través de sus discípulos, los cristianos”
(ECP, 71). Por el Bautismo todos los fieles
participan en el sacerdocio de Cristo y están llamados a compartir sus sentimientos,
su afán de almas, su entrega redentora
que ha de manifestarse en todos los ámbitos de la vida: la familia, el trabajo, las
relaciones sociales. “La gran misión que
recibimos, en el Bautismo, es la corredención” (ECP, 120). El sacerdocio común es,
pues, el sacerdocio de la propia vida, de
modo que el cristiano, todo cristiano, está
habilitado para ofrecer su propia existencia
como “hostia agradable” a Dios (Rm 13, 1;
1 P 2, 5).
Al explicar la doctrina teológica del
sacerdocio común, san Josemaría no se
limita a exponer teóricamente esta verdad,
sino que mueve a situar la totalidad de la
existencia bajo el impulso de ese sacerdocio, convirtiendo la vida entera en oración,
sacrificio, culto a Dios. En sintonía con san
Pablo afirma: “Se comprende, hijos, que
el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y
Cristo es de Dios (1 Cor 3, 22-23). Se trata
de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la
tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que
quedara claro que –en ese movimiento– se
incluía aun lo que parece más prosaico,
San Pablo escribió: ya comáis, ya bebáis,
hacedlo todo para la gloria de Dios (1 Cor
10, 31)” (CONV, 115).
El único Sacerdocio de Cristo puede
ser participado de otra manera en virtud
del sacramento del Orden, que da origen
al sacerdocio ministerial por el que el sacerdote queda configurado de modo específico con el Sumo Sacerdote y puede
obrar en la persona de Cristo-Cabeza,
confiriendo los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. La diferencia entre
ambos sacerdocios no es de grado, sino
de esencia (cfr. LG, 10; Del Portillo, 1990,
pp. 42-43). Los demás fieles están incorporados a Cristo por el Bautismo, pero
no tienen potestad para actuar in persona Christi Capitis. El poder que confiere
el Orden sacerdotal no lo poseen los fieles laicos que se encuentran ante lo que
san Josemaría llamaba de modo gráfico
el muro sacramental. “La función santificadora del laico tiene necesidad de la
función santificadora del sacerdote, que
administra el sacramento de la Penitencia,
En este contexto emplea la expresión
alma sacerdotal para expresar la disposición habitual de ejercer la propia participación en el sacerdocio eterno de Cristo. Es
un impulso interior que impregna el ser y el
actuar del cristiano de sentido apostólico y
corredentor. “Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas
espirituales, que sean agradables a Dios
por Jesucristo, para realizar cada una de
nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así
la misión del Dios-Hombre” (ECP, 96).
91
ALMA SACERDOTAL
De modo semejante a como el alma es
forma del cuerpo, el alma sacerdotal debe
informar todos los instantes y la entera actividad de la existencia cristiana. Como en
la vida de Cristo todas sus acciones estuvieron penetradas del afán redentor que
lleva en su corazón, el alma sacerdotal,
que participa de esos mismos sentimientos, tiene un vivo sentido del pecado y de
la necesidad de la expiación, así como
de la llamada a convertir toda la vida en
alabanza a Dios, en unión con Cristo y su
Sacrificio del Altar. La gracia del Espíritu
Santo trae consigo todas las virtudes necesarias que permiten fructificar en obras
el sacerdocio espiritual recibido en el Bautismo: la fe proporciona claridad para que
la actividad diaria –trabajo, relaciones familiares y sociales– se convierta en lugar
de encuentro con Dios; la caridad urge a
hacer de la propia vida ofrenda y servicios;
y la esperanza lleva a difundir en todo momento la alegría propia del que se sabe hijo
de Dios y heredero del cielo.
tido estén dirigidas precisamente a mujeres: “Vosotras, por ser cristianas, tenéis
alma sacerdotal”, afirmó unas horas antes
de dejar esta tierra (26-VI-1975, citado en
Del Portillo, 1976, p. 22), y en otra ocasión cercana en el tiempo se expresó de
modo semejante: “Yo en el altar, soy Cristo, no soy Josemaría. Tú eres mujer, pero
tienes también alma sacerdotal, lo dice
San Pedro: vosotros sois linaje escogido,
real sacerdocio, nación santa… y lo dice
a hombres y a mujeres, a todos los cristianos: por tanto eres ipse Christus, el mismo
Cristo” (Catequesis en América, I, 1974, p.
587: AGP, Biblioteca, P05).
b) Alma sacerdotal e identificación con
Cristo
Los dos textos que acabamos de citar, en los que se afirma que el cristiano
debe ser no ya “alter Christus, sino ipse
Christus” (ECP, 104), ponen de manifiesto
la interna relación entre alma sacerdotal e
identificación con Cristo. Esta identificación tiene una raíz sacramental que san
Josemaría recordó con claridad en diversas ocasiones. “El cristiano –escribe– se
sabe injertado en Cristo por el Bautismo;
habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la
participación en la función real, profética y
sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa
con Cristo por la Eucaristía, sacramento de
la unidad y del amor. Por eso, como Cristo,
ha de vivir de cara a los demás hombres,
mirando con amor a todos y cada uno de
los que le rodean, y a la humanidad entera”
(ECP, 106).
“Mirad: la Redención que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo
para los judíos, necedad para los gentiles
(1 Cor 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora
del Señor. No es compatible vivir según el
Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere
(1 Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros
mismos necesitamos confiar más cada día
en la misericordia de Dios. De ahí el deseo
vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las
almas, porque somos, queremos ser ipse
Christus, el mismo Jesucristo y Él se dio a
sí mismo en rescate por todos (1 Tm 2, 6)”
(ECP, 121).
Pero esa base o raíz sacramental debe
redundar en la vida. El cristiano debe dejar
que la vida de Cristo “se manifieste en nosotros” (ECP, 104), porque “Cristo quiere
encarnarse en nuestro quehacer, animar
desde dentro hasta las acciones más humildes” (ECP, 174). Para ello es necesario
conocer y amar a Cristo, tener sus mismos
sentimientos. “El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo, haciendo
Es significativo, tanto de la radicalidad
con que profundizó en la doctrina del sacerdocio común, como de su valoración
de la mujer, el hecho de que algunas de
sus afirmaciones más netas en este sen92
ALMA SACERDOTAL
suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo,
non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga
2, 20), no soy yo el que vive, sino que
Cristo vive en mí” (ECP, 103). Y precisa:
“para ser ipse Christus hay que mirarse en
Él. (…) hay que aprender detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar
su paso por la tierra, sus huellas (…). Así
nos sentiremos metidos en su vida” (ECP,
107), “porque hemos de reproducir, en la
nuestra, la vida de Cristo, conociendo a
Cristo” (ECP, 14).
con Él y en Él– presenta al Padre todas
sus obras y la creación entera. “Con alma
sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el
centro de nuestra vida interior, buscamos
nosotros estar con Jesús entre Dios y los
hombres” (Carta 11-III-1940, n. 11: AGP,
serie A.3, 91-6-1).
San Josemaría aconsejó renovar en
la santa Misa el ofrecimiento de la propia
vida y de la actividad diaria para que, al ser
asumidas por Cristo, reciban valor redentor. La vida de los fieles unidos a Cristo por
la gracia es toda ella verdadero culto espiritual, pero sus actos de culto interior se
consuman cuando en la santa Misa unen
sus vidas al Sacrificio de Cristo cuando,
uniéndose a cuanto está realizando el sacerdote in persona Christi, se ofrecen ellos
mismos y su vida entera. Es esa ofrenda
vivencial del Sacrificio del Altar, de la celebración litúrgica, la que permitirá vivir con
alma sacerdotal durante la jornada entera:
“Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el
pensamiento en el Señor, con la comezón
de no apartarnos de su presencia, para
trabajar como Él trabajaba y amar como Él
amaba?” (ECP, 154).
El cristiano configurado con Cristo,
que “acepta que en su corazón habite
Cristo” (ECP, 183), participará también de
su misión, de modo que “en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte–
la eficacia salvadora del Señor” (ibidem).
“No es posible separar en Cristo su ser de
Dios-Hombre y su función de Redentor. El
Verbo quiso encarnarse para salvar a los
hombres, para hacerlos con Él una sola
cosa. Ésta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación,
bajó del cielo, rezamos en el Credo” (ECP,
122). Y del mismo modo, en el cristiano
no puede haber ninguna actividad que no
esté impregnada de ese afán redentor, porque “abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de
nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro
Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos
emprender esa empresa grande, inmensa,
interminable: santificar desde dentro todas
las estructuras temporales, llevando allí el
fermento de la Redención” (ECP, 183).
d) Alma sacerdotal y amor a la Cruz
Tener alma sacerdotal implica amor a
la Cruz, anhelo de difundir por todas partes el fuego de amor que Cristo ha venido
a traer a la tierra (cfr. Lc 12, 49), afán de
almas, urgencia por la salvación de todos
los hombres, deseo de llevar a Cristo hasta el último rincón de la tierra: “El Señor
ha confiado en nosotros para llevar almas
a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas
a la Iglesia, extender el reino de Dios en
todos los corazones” (ECP, 11). Y hacerlo
con actitud sacerdotal. Es propio del alma
sacerdotal experimentar un vivo sentido
del pecado, que mueve a la expiación, al
sacrificio alegre, en una entrega que enseña a ver en todos los acontecimientos,
también en los dolorosos, una fuente de
vida, de gracia y de paz.
c) La santa Misa, punto decisivo
de referencia para el alma sacerdotal
“Gracias al Bautismo y la Confirmación, el pueblo sacerdotal se hace apto
para celebrar la liturgia” (CCE, n. 1119). La
primera manifestación del alma sacerdotal es amar el Santo Sacrificio de la Misa,
donde el cristiano une su sacrificio al de
Jesucristo, Sacerdote y Víctima, y –por Él,
93
ALMA SACERDOTAL
e) Alma sacerdotal y vida ordinaria
para santificarlo y llevarlo a Dios. El mundo
es el lugar en el que Dios le ha puesto para
santificarse, para encontrarse con sus
hermanos los hombres, para ponerle a Él
en la cumbre y en la entraña de todas las
actividades humanas (cfr. F, 678). Por eso
el cristiano ama el mundo y todo empeño
humano noble. Y se siente llamado a cumplir una específica tarea. Esa perspectiva
provoca lo que san Josemaría llamó mentalidad laical.
En conformidad con el núcleo de su
mensaje –la santificación en medio del
mundo– el fundador del Opus Dei subrayó la necesidad de que el alma sacerdotal
impregnara toda la actuación del cristiano.
“No me cansaré de repetir (…) que el mundo es santificable; que a los cristianos nos
toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que
los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al
Señor como hostia espiritual, presentada
y dignificada con la gracia de Dios y con
nuestro esfuerzo” (ECP, 120). “Mientras
desarrolláis vuestra actividad en la misma
entraña de la sociedad, participando en todos los afanes nobles y en todos los trabajos rectos de los hombres, no debéis perder de vista el profundo sentido sacerdotal
que tiene vuestra vida: debéis ser mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Dios
todas las cosas, y para que la gracia divina
lo vivifique todo: con mucho gusto gastaré
cuanto tengo y me entregaré a mí mismo
por las almas (2 Co 12, 15)”. En esa línea
se refiere al trabajo: “En manos de Jesús
el trabajo, y un trabajo profesional similar
al que desarrollan millones de hombres en
el mundo, se convierte en tarea divina, en
labor redentora, en camino de salvación”
(CONV, 55). En efecto, “al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no
sólo es el ámbito en que el hombre vive,
sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” (ECP, 47).
“Este es nuestro sitio: dentro de estos límites; aquí hemos de gastarnos diariamente
con Él, ayudándole en su labor redentora”
(AD, 49), de forma que el trabajo se convierte en altar de la ofrenda de la propia
existencia a Dios (cfr. ECP, 96).
Alma sacerdotal y mentalidad laical
aparecen así como expresiones y realidades complementarias. El alma sacerdotal
hace referencia a un espíritu, que debe
informar todas las acciones. La mentalidad laical alude más bien a un estilo, a un
modo de actuar, a un temple de alma (cfr.
Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad
de los miembros del Opus Dei”, en OIG, p.
237). De ahí que se invite a poner en práctica la misión del cristiano con mentalidad
laical, con la mentalidad propia de quien
vive en el mundo y tiene como encargo
divino sobrenaturalizarlo, divinizarlo: “Con
mentalidad plenamente laical, ejercitáis
ese espíritu sacerdotal, al ofrecer a Dios el
trabajo, el descanso, la alegría y las contrariedades de la jornada, el holocausto de
vuestros cuerpos rendidos por el esfuerzo
del servicio constante. Todo eso es hostia
viva, santa, grata a Dios: ése es vuestro
culto racional (Rm 12, 1)” (Carta 6-V-1945,
n. 27: AGP, serie A.3, 92-4-2).
San Josemaría exhorta, en suma, a
ejercitar el alma sacerdotal con mentalidad
laical, de forma que la entera existencia
se convierta en oración y en sacrificio, sin
desnaturalizarla, respetando la autonomía
de las diversas realidades terrenas y conduciéndolas, desde dentro de ellas mismas, a Dios. De ese mismo modo, alma
sacerdotal y mentalidad laical llevarán a
descubrir y a vivir la sabiduría sobrenatural
y humana que se precisa para saber estar
en el lugar que a cada uno le corresponde
en el mundo.
2. Alma sacerdotal y mentalidad laical
La secularidad es una dimensión de
la Iglesia que deriva del misterio del Verbo
Encarnado: siguiendo sus pasos, el cristiano corriente está presente en el mundo
94
AMIGOS DE DIOS (libro)
3. María Santísima, modelo para el alma
sacerdotal del cristiano
Cruz y Opus Dei, 14 (1992), pp. 134-139; Lucas
Francisco Mateo-Seco, “Temas teológicos en el
pensamiento del Beato Josemaría Escrivá sobre el sacerdocio ministerial”, ScrTh, 34 (2002),
pp. 169-194; Fernando Ocáriz, Hijos de Dios en
Cristo. Introducción a una teología de la participación sobrenatural, Pamplona, EUNSA, 1972;
María Mercedes Otero, “El «alma sacerdotal»
del cristiano”, en Pedro Rodríguez - Pio G. Alves
de Sousa - José Manuel Zumaquero (dirs.), Mons.
Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei.
En el 50 aniversario de su fundación, Pamplona,
EUNSA, 19852, pp. 293-317; Álvaro del Portillo,
Escritos sobre el sacerdocio, Madrid, Palabra,
19916 aum.; Id., Mons. Escrivá de Balaguer,
testigo del amor a la Iglesia, Madrid, Cuadernos de Mundo Cristiano, 6, 1976; Pedro Rodríguez, “«Omnia traham ad meipsum». El sentido
de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de
Mons. Escrivá de Balaguer”, Romana. Bolletino
della Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, 13
(1991), pp. 331-352, también en AnTh, 6 (1992),
pp. 5-34; Id., “Sacerdocio ministerial y sacerdocio común en la estructura de la Iglesia”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y
Opus Dei, 4 (1987), pp. 162-176.
Santa María ha recibido una alta participación en el sacerdocio de Cristo, de
rango eminente e intransmisible, en razón
de su maternidad divina y de su misión de
Madre y Tipo de la Iglesia (cfr. LG, 63). La
santísima y siempre virgen María fue corredentora en todos los momentos de su
vida, también en los ordinarios y sencillos.
“Los textos de las Sagradas Escrituras que
nos hablan de Nuestra Señora, hacen ver
precisamente cómo la Madre de Jesús
acompaña a su Hijo paso a paso, asociándose a su misión redentora, alegrándose y
sufriendo con Él, amando a los que Jesús
ama, ocupándose con solicitud maternal
de todos aquellos que están a su lado”
(ECP, 141)
Su colaboración humilde, discreta y
eficacísima en la tarea redentora, “contenta de estar allí, donde la quiere Dios” (ECP,
148), es la mejor esperanza para quienes
desean seguir las huellas que ha dejado
Cristo Redentor: “María nos muestra que
esa senda es hacedera, que es segura”
(ECP, 176).
María Mercedes OTERO TOMÉ
AMIGOS DE DIOS (libro)
Voces relacionadas: Cruz; Fieles Cristianos;
Mentalidad laical; Sacerdocio común.
1. Elaboración y contenido. 2. Características principales. 3. Difusión.
Bibliografía: AIG, passim; Antonio Aranda, “El
bullir de la Sangre de Cristo”. Estudio sobre el
cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá,
Madrid, Rialp, 2000; Manuel Belda - José Escudero - José Luis Illanes - Paul O’Callaghan
(eds.), Santidad y mundo. Actas del simposio
teológico de estudio en torno a las enseñanzas
del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de
octubre de 1993), Madrid, EUNSA, 1996; Arturo
Cattaneo, “Alma sacerdotal y mentalidad laical”,
Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz
y Opus Dei, 34 (2002), pp. 164-182; Ángel García
Ibañez, “La Santa Misa, centro y raíz de la vida
del cristiano”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 28 (1999), pp.
148-165; Javier Echevarría, “Josemaría Escrivá
de Balaguer, Sacerdote para servir a todos”,
Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa
Amigos de Dios, segundo volumen de
homilías publicado por san Josemaría –el
primero fue Es Cristo que pasa (1973), a
cuya voz en este Diccionario nos remitimos–, vio la luz en Madrid en 1977, a los
dos años y medio del fallecimiento de su
autor. Se trata, pues, de una obra póstuma, y es la primera suya de estas características entre las que ya han sido editadas. Ocupa entre éstas el séptimo lugar,
justamente detrás de Es Cristo que pasa,
con la que guarda una estrecha semejanza por razón de estilo, finalidad y contenido. Si aquélla ayuda al lector a penetrar
con profundidad en el contenido teológico
y espiritual de los misterios de la fe, y a
establecer sobre ese firme fundamento su
95
AMIGOS DE DIOS (libro)
vivir cotidiano, la que ahora consideramos
ofrece también particular ayuda para captar con agudeza las dimensiones morales
de ese mismo vivir, contemplado desde la
perspectiva de su progresivo perfeccionamiento a través del ejercicio de las virtudes
humanas y sobrenaturales, bajo el imperio
de la caridad. En todo caso, como no podía ser de otro modo, la melodía de fondo
de ambas obras es una y la misma: la llamada a la santidad personal y al apostolado en Cristo y en la Iglesia.
riqueza doctrinal y espiritual del libro además de facilitar al lector interesado una
utilización provechosa de sus contenidos
y fuentes.
Se tuvieron también en cuenta los mismos criterios técnicos de composición y
edición que se habían adoptado entonces
(tipos de letra, tamaño del libro, color y estilo de la portada, lámina clásica al comienzo de cada homilía, etc.), y se hizo asimismo constar en cada uno de los textos la
fecha en que habían sido pronunciados o
datados por el autor. La única diferencia
formal entre ambos volúmenes radica en
la ordenación sistemática del índice general, que en el primero se adecuaba a los
tiempos y festividades del calendario litúrgico, mientras que en el segundo se ajusta,
idealmente, a ciertos hitos necesarios en
el camino de la santificación del cristiano
corriente en su vida cotidiana, a través de
su progresiva identificación con Cristo con
ayuda de la gracia y mediante la práctica
de las virtudes.
1. Elaboración y contenido
Tanto desde la intencionalidad del autor como desde el servicio que prestan a
los lectores, Es Cristo que pasa y Amigos
de Dios podrían ser consideradas obras
íntimamente relacionadas aunque estén
separadas por un breve lapso de tiempo, y
cada una posea su propia génesis y desarrollo. El itinerario de la primera fue enteramente conducido por san Josemaría; en la
segunda, en cambio, lo fue sólo en parte,
pues si bien el autor había dejado preparados esos textos (y otros semejantes que
aún no han visto la luz) para su eventual
edición, sólo alcanzó a ver la publicación
de siete de ellos. Los once restantes se
difundieron tras su fallecimiento –siguiendo las indicaciones de su más cercano
colaborador, Mons. Álvaro del Portillo– en
diversos medios de comunicación, y fueron reunidos posteriormente en el volumen
que analizamos.
Las dieciocho homilías que componen
Amigos de Dios fueron publicadas separadamente por vez primera entre los años
1973 y 1977, pero todas se remontan a
meditaciones predicadas por san Josemaría entre 1941 y 1968. Las siete que fueron
editadas antes del 26 de junio de 1975, es
decir, en vida del autor son: a) en marzo
de 1973: Humildad y Virtudes humanas;
b) en mayo de 1973: El tesoro del tiempo
y Para que todos se salven; y c) en julio
de 1973: Vida de oración; Madre de Dios,
Madre nuestra y Hacia la santidad. Todas
ellas, conforme al deseo de san Josemaría
de hacer llegar su espíritu y su ayuda a muchas personas, aparecieron publicadas en
revistas y folletos de amplia difusión. Las
once restantes vieron la luz en diferentes
momentos de los años 1976 y 1977, en
publicaciones del mismo género. El libro
como tal, fue editado por vez primera en
Madrid, por Ediciones Rialp, en diciembre
de 1977.
Al preparar, bajo la dirección de Mons.
Del Portillo, la primera edición de Amigos de Dios, se procuró que la semejanza entre los dos libros –ya prevista por el
autor– quedase puesta de manifiesto en
todos los detalles. Y así, en el nuevo libro
se reunieron también dieciocho homilías,
idéntico número al de las aparecidas en Es
Cristo que pasa, precedidas como allí por
una presentación de Mons. Del Portillo y
seguidas de tres índices muy elaborados
(de textos bíblicos, de autores y documentos, y de materias), que permiten captar la
96
AMIGOS DE DIOS (libro)
2. Características principales
Josemaría quiere enseñar en estas páginas a los hijos de Dios (a quienes, siéndolo ya por la gracia, quieren serlo también
con sus obras) a tratar a su Señor con la
máxima cercanía: a convertirse en verdad
en amigos de Dios. Hijos de Dios y amigos
de Dios: hijos no sólo por el don recibido
sino también por la diligente docilidad al
Espíritu Santo, Maestro interior que conduce con suavidad –a quien activamente se
deja guiar por Él (del capítulo 8 de la Carta
a los Romanos encontramos once citas)– a
una semejanza cada vez más intensa con
Jesucristo.
En síntesis, Amigos de Dios es un libro
profundamente bíblico y de alto contenido
teológico-espiritual, que se desenvuelve
en una atmósfera de oración, de relación
cercana y filial con Dios (una relación de
amistad). Como es habitual en las obras
de su autor, ésta es también hondamente
cristocéntrica: todo gira en torno al misterio del Verbo Encarnado y Redentor, a su
amor al Padre, a su entrega por nosotros,
al Modelo vivo y actual que nos ofrece de
una existencia humana santificada y santificadora. Análogamente a lo que se advierte en Es Cristo que pasa, el perfil literario
de Amigos de Dios se caracteriza por la
atmósfera de comunicación personal, de
diálogo con los lectores que san Josemaría sabe establecer, en que se deja adivinar
también el fundamento oral de los textos.
La amistad con Dios comporta actualizar el amor: la búsqueda y la memoria renovada de su presencia, una oración confiada y continua, una lucha ascética alegre.
“No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar
o despreciar a las personas que amamos?
Evidentemente, no. A los que amamos van
constantemente las palabras, los deseos,
los pensamientos: hay como una continua
presencia. Pues así con Dios. Con esta
búsqueda del Señor, toda nuestra jornada
se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he
escrito tantas veces, pero no me importa
repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace
ver –con su ejemplo– que ése es el comportamiento certero: oración constante, de
la mañana a la noche y de la noche a la
mañana. Cuando todo sale con facilidad:
¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones!
Y ese Dios, manso y humilde de corazón
(Mt 11, 29), no olvidará nuestros ruegos,
ni permanecerá indiferente, porque Él ha
afirmado: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá (Lc 11, 9)”
(AD, 247).
El objeto del libro es promover la vida
de santidad, que está al alcance de todo
cristiano, siempre que viva de fe y sea dócil a la acción del Espíritu Santo. En esa
línea, el estilo y los modos apostólicos que
en esta obra se enseñan están engarzados
con las tareas normales de cualquier persona. Ambos aspectos, lucha por la santidad y afán apostólico en medio de la existencia cotidiana, se muestran, en fin, como
realidades fundidas y compenetradas en la
“unidad de vida”, de la que san Josemaría
repite sin cansancio que “es una condición
esencial, para los que intentan santificarse
en medio de las circunstancias ordinarias
de su trabajo, de sus relaciones familiares
y sociales” (AD, 165).
Como ha quedado incoado en párrafos anteriores, el libro contempla desde
diversas perspectivas el dinamismo de la
vida espiritual cristiana en su progresivo
desarrollo hacia la identificación con Cristo. Cada uno de los textos que lo componen ha sido escrito para enseñar a desenvolverse con soltura y profundidad en los
caminos de la vida interior, que son los
caminos de la correspondencia a la gracia
y de la creciente intimidad con Dios. San
El escenario propio de la amistad con
Dios que enseña a vivir san Josemaría es,
pues, como ya se ha indicado, la vida ordinaria del cristiano. “Me interesa confirmar
de nuevo –escribe– que no me refiero a un
97
AMIGOS DE DIOS (libro)
modo extraordinario de vivir cristianamente” (AD, 312). A la luz de su enseñanza la
normal existencia de cada día, lejos de ser
algo oscuro o intrascendente, se presenta
para los hijos-amigos de Dios como una
realidad llena de atractivo y belleza. La
primera de las homilías del libro, que lleva
el significativo título de La grandeza de la
vida corriente, es punto de partida de un
recorrido que encamina al lector, paso a
paso, hacia un encuentro cada vez más
pleno con Dios, es decir, hacia la santidad.
Éste –Hacia la santidad– es justamente el
título dado por san Josemaría a la homilía
con la que se cierra el volumen, de carácter fuertemente autobiográfico y que debe
ser tenida como una de las homilías más
importantes de cuantas ha escrito. En ella
se invita vivamente al lector a adentrarse
sin temor por el camino que Dios mismo
ha querido establecer para que lleguemos
a Él: el camino de la intimidad con la Humanidad santísima de Cristo, tan amado
por san Josemaría y por todos los santos.
“Ir junto a Jesucristo, como fueron su Madre Bendita y el Santo Patriarca, con ansia,
con abnegación, sin descuidar nada. Participaremos en la dicha de la divina amistad
–en un recogimiento interior, compatible
con nuestros deberes profesionales y con
los de ciudadano–, y le agradeceremos la
delicadeza y la claridad con que Él nos enseña a cumplir la Voluntad del Padre Nuestro que habita en los cielos” (AD, 300).
rentes, eficaces, acertadas: que tengan ese
bonus odor Christi (2 Co II, 15), el buen olor
de Cristo, porque recuerden su modo de
comportarse y de vivir” (ECP, 156).
En su desarrollo, el libro va deteniéndose en “el entramado divino de las tres
virtudes teologales, que componen el
armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la
mujer cristiana” (AD, 295); en las virtudes
cardinales, que conforman la personalidad del cristiano con la amable figura de
Jesucristo Hombre; en la santificación del
trabajo y de la actividad ordinaria conforme al Modelo que se nos ofrece en la vida
escondida del Hijo de Dios en Nazaret;
etc. Y siempre de la mano de la Santísima
Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, a
cuya protección se acoge constantemente
el autor e invita a acogerse a los lectores:
“Con el fin de que cada uno de nosotros
pueda servir a la Iglesia en la plenitud de la
fe, con los dones del Espíritu Santo y con
la vida contemplativa. Cada uno realizando
los deberes personales, que le son propios; cada uno en su oficio y profesión, y
en el cumplimiento de las obligaciones de
su estado, honre gozosamente al Señor”
(AD, 316).
En uno de los pasajes marianos del libro, que no queremos dejar de mencionar,
se lee un párrafo hermoso y profundo en
el que el autor parece abrir humildemente su alma ante el lector para decirle: “Te
aconsejo –para terminar– que hagas, si no
lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta
saber que Ella es Madre, considerarla de
este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre
y tú eres su hijo; te quiere como si fueras
el hijo único suyo en este mundo. Trátala
en consecuencia: cuéntale todo lo que te
pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por
ti, tan bien como tú, si tú no lo haces”
(AD, 293).
Entre la primera y la última de las homilías, san Josemaría va prestando atención
a diversas manifestaciones de esa creciente syngeneia o familiaridad del cristiano
–mediante su fidelidad a la gracia– con Dios
Padre, en Cristo, por el Espíritu Santo, y lo
hace fijándose en los puntos clave donde la
acción de Dios y la acción de la criatura se
entrelazan: el ejercicio de las virtudes, que
permiten al cristiano –diciéndolo con una
idea también de san Josemaría– purificar
su intención y su acción cotidianas, santificarlas y convertirlas en instrumentos de
apostolado, para que se asemejen a las del
Señor. “Que nuestras acciones sean cohe-
En esa “experiencia particular del
amor materno de María” se encierran, para
san Josemaría, grandes riquezas de san98
AMISTAD
tidad, o como venimos considerando, de
amistad con Dios. Vale la pena acabar esta
pequeña selección de contenidos transcribiendo sus palabras: “Te aseguro que, si
emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás
metido en esa vida inefable de Dios Padre,
Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás
fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de
servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras
de caridad y de justicia, alegre y fuerte,
comprensivo con los demás y exigente
contigo mismo. Ése, y no otro, es el temple
de nuestra fe” (ibidem).
Voces relacionadas: Es Cristo que pasa (libro);
Escritos de san Josemaría: Descripción de conjunto.
Bibliografía: Antonio Aranda, “El bullir de la
Sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Madrid,
Rialp, 2000; Cornelio Fabro, “«Amigos de Dios»:
Las virtudes humanas y la gracia”, en Miguel
Ángel Garrido Gallardo (coord.), La obra literaria de Josemaría Escrivá, Pamplona, EUNSA,
2002, pp. 199-214; José Mario Fernández Montes - Onésimo Díaz Hernández - Federico M. Requena, “Bibliografía general de San Josemaría
Escrivá (1934-2002): Obras de san Josemaría”,
SetD, 1 (2007), pp. 425-506; José Miguel Ibáñez
Langlois, Josemaría Escrivá como escritor, Madrid, Rialp, 2002; José Luis Illanes, “El cristiano
«alter Christus-ipse Christus». Sacerdocio común y sacerdocio ministerial en la enseñanza
del beato Josemaría Escrivá de Balaguer”, en
Gonzalo Aranda - Claudio Basevi - Juan Chapa
(eds.), Biblia, exégesis y cultura. Estudios en honor del Prof. D. José María Casciaro, Pamplona,
EUNSA, 1994, pp. 605-622; Id., “Obra escrita y
predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer”, SetD, 3 (2009), pp. 203-276; Joaquín
Paniello Peiró, Las «homilías» de san Josemaría
Escrivá, meditaciones del ministerio de Cristo.
Un análisis de forma y contenidos de Es Cristo que pasa y Amigos de Dios, Roma, Pontificia
Università della Santa Croce, 2007; Álvaro del
Portillo, “Para ser amigos de Dios”, en Una vida
para Dios. Reflexiones en torno a la figura de
Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Discursos, Homilías y otros escritos, Madrid, Rialp,
1992, pp. 121-132.
3. Difusión
Análogamente a lo que había sucedido en el caso de Es Cristo que pasa, del
que en poco más de dos años habían aparecido ediciones en seis lenguas diferentes
(castellano, italiano, portugués, inglés, alemán y francés), así también de Amigos de
Dios se multiplicaron en poco tiempo las
ediciones en esos mismos idiomas. Concretamente, las primeras ediciones en lenguas distintas aparecieron en el siguiente
orden y fecha: a) castellano: Amigos de
Dios. Homilías (diciembre de 1977); b) italiano: Amici di Dio. Omelie (1978); c) portugués: Amigos de Deus. Homilias (1979); d)
alemán: Freunde Gottes. Homilien (1979);
e) inglés: Friends of God. Homilies (1981);
f) francés: Amis de Dieu. Homelies (1981).
Más tarde fueron seguidas por nuevas ediciones en otras lenguas, en un proceso de
difusión universal que sigue abierto.
Antonio ARANDA
AMISTAD
Entre 1977 y 2009, en concreto, habían aparecido 104 ediciones, publicadas
en 26 países y en 16 lenguas diferentes,
que son –además de las antes señaladas– las siguientes: japonés (1985), catalán (1990), neerlandés (1994), finés (1994),
ruso (1995), polaco (1996), checo (1999),
chino (2003), sueco (2003) y croata (2004).
El número total de ejemplares distribuidos
era, a finales de 2009, de 463.322.
1. Idea de amistad. 2. La amistad entre Dios
y el hombre. 3. La amistad entre los hombres.
La amistad con Dios y la amistad con
los hombres son categorías y realidades
que san Josemaría cultivó de modo eminente en su vida y que enseñó a vivir. De
acuerdo con la tradición filosófica y teoló99
AMISTAD
gica, veía en la amistad el cauce adecuado
para expresar la apertura hacia los demás.
1. Idea de amistad
Para la cultura clásica, la amistad es la
relación humana por excelencia, pues en
ella se dan las condiciones para una relación libre y de plena reciprocidad entre las
personas. Por esta razón, es considerada
una condición sine qua non para la vida feliz. Según Aristóteles, la amistad es lo más
necesario para la vida; de modo que, “el
hombre feliz necesita amigos” (Aristóteles,
Ética a Nicómaco, IX, 1170 b 15-19). Sin
amigos nadie querría vivir, aunque poseyera los demás bienes, porque la prosperidad
no sirve de nada si se está privado de la
posibilidad de hacer el bien, la cual se ejercita sobre la base de la amistad: “es propio
del amigo hacer el bien” (Aristóteles, Ibidem, IX, 1171 b 14-25). Pero, además de
necesaria, la amistad es bella; y se alaba
a los que aman a sus amigos, e incluso se
equiparan los hombres buenos a los buenos amigos. De esto se sigue que la amistad requiere reciprocidad; sin algún tipo de
reciprocidad, la amistad es imposible. La
reciprocidad propia de la amistad perfecta reside en querer. La virtud del amigo es
querer. Por eso piensa Aristóteles que la
amistad va acompañada de virtudes; sin
ellas no se da verdaderamente.
En los Evangelios, Jesucristo habla de
amistad y manifestaciones de amistad. Y
en esos mismos Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles encontramos numerosos ejemplos del amor de amistad con
el que se trataban los primeros cristianos;
los discípulos hablan a sus amigos de Jesucristo, la predicación del Evangelio se
hace entre los amigos de los primeros cristianos. A través de los Padres de la Iglesia,
las enseñanzas sobre la amistad de pensadores griegos y romanos son asumidas en
la idea cristiana del hombre y de la sociedad. Pero lo que constituye una novedad,
incluso para el judaísmo, es la relación de
amistad entre Dios y el hombre, que Jesu-
cristo encarna en su vida terrena y de la
que hace partícipes a todos los cristianos.
Los autores clásicos coinciden en señalar
que la nota que distingue la amistad de
otras formas de amor es una semejanza en
la virtud, en las cualidades de los amigos.
Sin duda, entre Dios y el hombre se da la
mayor desemejanza. ¿Cómo es posible
ese amor de amistad si la distancia es inconmensurable?
La clave está en las palabras y acciones de Jesucristo. Dios hecho Hombre,
Dios que ama con corazón humano, Hombre que manifiesta el infinito amor de Dios.
En el evangelio de san Juan se encuentran
afirmaciones de Jesucristo bien explícitas:
“A vosotros os he llamado amigos” (Jn 15,
15), y refiriéndose a sí mismo: “nadie tiene
más amor que el que da la vida por sus
amigos” (Jn 15, 13). El llanto por la muerte de su amigo Lázaro, la tristeza ante la
deserción del joven rico, el diálogo con
Judas en el huerto de los olivos, son sin
duda muestras de la amistad de Jesús, de
la intimidad con sus amigos.
El cristianismo dota a la amistad de un
sentido hasta entonces desconocido en la
cultura tanto judía como greco-romana: el
hombre es capaz de relacionarse con Dios
en términos de amistad. Por su naturaleza,
el amor de amistad entraña benevolencia y
amor mutuo. La vida de los santos ofrece
un claro testimonio de la novedad en la experiencia de fe que lleva consigo saberse
amigo de Dios.
Santo Tomás de Aquino apreciaba que
la amistad tiene algo de divino: “La caridad
es la amistad del hombre con Dios principalmente, y con los seres que le pertenecen” (S.Th., II, q. 23, a. 1). En la Mística
española se encuentran magníficos ejemplos de esa amistad con la persona de
Dios-Hijo. Presentan un modelo de trato
con Dios que, por un lado, sigue fielmente
al único modelo que es Jesucristo y, por
otro, responde a los anhelos más íntimos
del corazón humano. La literatura mística
desvela facetas del amor que han traspa-
100
AMISTAD
sado el ámbito de la vivencia religiosa; sus
textos son incluidos en las antologías poéticas. Desde la distancia y radical desemejanza, la amistad entre Dios y el hombre
inspira palabras que, jugando con la contradicción y la paradoja, logran apresar lo
inefable de la unión amorosa mejor que los
grandes poemas de amor.
En esta tradición netamente cristiana
–mantenida sobre todo por la experiencia
de los místicos– se sitúa la comprensión
y vivencia de la amistad de san Josemaría. Al comentar los Evangelios, descubre
a Jesús, modelo de amigo y ejemplo de
amistad sincera. La amistad –junto con la
filiación– son las relaciones que enmarcan
la apertura personal del cristiano, no sólo
hacia las demás personas, sino principalmente hacia Dios. Mons. Álvaro del Portillo afirma en la Presentación de Amigos
de Dios: “Hijos de Dios, Amigos de Dios:
ésa es la verdad que Mons. Escrivá de Balaguer quiso grabar a fuego en los que le
trataban (…). Filiación y amistad son dos
realidades inseparables para los que aman
a Dios”. San Josemaría procuraba mover
a las almas para que no pensaran “en la
amistad divina exclusivamente como un
recurso extremo” (AD, 247). La meta de la
vida cristiana, afirma, es “la unión de amistad con Dios” (S, 665).
2. La amistad entre Dios y el hombre
Para san Josemaría, consciente de
que todo el amor procede de Dios, pues
Él nos amó primero (cfr. 1 Jn 4, 19), la
amistad del hombre con Dios no es sino
respuesta a la iniciativa de Dios, a la primera amistad que es la de Dios con el
hombre. Como afirma Benedicto XVI, amar
a Dios “ya no es sólo un «mandamiento»,
sino la respuesta al don del amor, con el
cual viene a nuestro encuentro” (DCe, 1).
Pero Dios no impone su amor; queda en
manos de cada hombre, de su libertad,
la respuesta a esa iniciativa de amistad
divina: “…en su voluntad está resolverse
a vivir como amigo o como enemigo. Así
empieza el camino” (AD, 36). Es ante todo
un camino interior, en el que el hombre se
encuentra a sí mismo al responder amorosamente a Dios: “El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la
vida y plantea preguntas decisivas sobre
quién es Dios y quiénes somos nosotros”
(DCe, 2). Para san Josemaría esta verdad
simplifica la vida del cristiano: “El principal
requisito que se nos pide –bien conforme a
nuestra naturaleza– consiste en amar (…)
sin reservarnos nada. En esto consiste la
santidad” (AD, 6).
Sin libertad no podemos amar, pero
“sólo cuando se ama se llega a la libertad
más plena” (AD, 38). Libertad y amor se reclaman mutuamente, es decir, la amistad
entre Dios y el hombre presupone la condición humana libre. Por eso, si al amor de
Dios sólo se puede responder con amor,
san Josemaría no ve contradicción alguna
entre libertad y respuesta incondicional a
Dios. Libertad y amor se fecundan entre
sí: “la libertad sólo puede entregarse por
amor” y “la libertad renueva el amor” (AD,
31). Puede decirse que san Josemaría lo
fía todo en la libertad, pues sólo la libertad
–no las cualidades personales– nos hace
capaces de la amistad con Dios. Si, como
hemos visto, sin virtudes no es posible la
amistad entre los seres humanos, de modo
que quien aspira a entablar una amistad
debe crecer en las virtudes para merecerla, en la relación con Dios las cosas son a
la inversa: Dios ofrece su amistad y si el
hombre, abriendo su corazón, la acoge, se
da en él un proceso de crecimiento progresivo en la virtud.
También aquí san Josemaría ve en Jesucristo el modelo a seguir. “Nunca podremos entender esa libertad de Jesucristo,
inmensa –infinita– como su amor” (AD, 26).
Cristo “se entrega a la muerte con la plena
libertad del amor” (VC, X Estación). En el
cristiano que sigue sus pasos, la amistad
con Dios implica una creciente identificación con la voluntad divina. Jugando con
la paradoja, san Josemaría afirma que
101
AMISTAD
“nada hay mejor que saberse, por Amor,
esclavos de Dios. Porque en ese momento
perdemos la situación de esclavos, para
convertirnos en amigos, en hijos” (AD, 35).
Para san Josemaría la amistad es camino,
el único camino hacia Dios. Si buscamos
a Jesús, “participaremos en la dicha de la
divina amistad” (AD, 300). Y esto constituye el auténtico motivo de la vida cristiana:
“No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una
amistad constante con Jesús en la Palabra
y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía”
(ECP, 154).
Los Evangelios nos presentan a Jesús, Verbo encarnado, Hijo de Dios hecho
Hombre, manteniendo una relación de
amistad con los Apóstoles, con discípulos
como Lázaro, Marta y María, a los que se
refiere claramente como amigos. Este es
un tema muy frecuente de la predicación
de san Josemaría, la cual desglosa las diversas maneras en las que Jesucristo nos
dio ejemplo de su amistad. Cuando presenta la Humanidad de Jesucristo, entre
otras características, menciona la amistad:
“el Verbo de Dios (…) ha trabajado con sus
manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor” (ECP,
112). Recuerda que “es Amigo, el Amigo:
vos autem dixi amicos (Jn 15, 15), dice.
Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo,
no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra
con el signo más claro de la amistad: nadie
tiene amor más grande que el que entrega su vida por sus amigos (Jn 15, 13). Era
amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo
vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos,
desganados, quizá con la rigidez de una
vida interior que se extingue, su llanto será
para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo
mío, levántate y anda (cfr. Jn 11, 43; Lc 5,
24), sal fuera de esa vida estrecha, que no
es vida” (ECP, 93).
San Josemaría se conmueve ante el
amor de amistad de Jesús. Se refiere a la
Eucaristía como la muestra de su infinito
amor, el signo más claro de su amistad (cfr.
ECP, 83). Conocedor de la pobre respuesta
que puede dar el cristiano a la prueba de
amistad de Jesucristo que supone la Eucaristía, le llama, desvelando las mociones
de su propio corazón, “el gran Solitario”.
Del Sagrario dice que es Betania: “Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania... –Hazte amigo de los amigos
del Maestro: Lázaro, Marta, María. –Y después ya no me preguntarás por qué llamo
Betania a nuestro Sagrario” (C, 322).
La firmeza con la que san Josemaría
afirma: “¡No hay más amor que el Amor!”
(C, 417) tiene como consecuencia que
el empeño por corresponder al amor de
amistad de Dios manifestado en Jesucristo requiera un trato íntimo, confiado, que
describe con imágenes claras: “el Señor
no será para nosotros Juez, sino amigo”
(ECP, 187). Se refiere a Dios como “el Amigo” (C, 422; ECP, 93); también le llama “mi
Amigo” (F, 913), “el gran Amigo” (C, 88),
“un Amigo grande y bueno del niño sencillo” (F, 346). Invita a tratar a Jesucristo en la
oración, “como se confía en un hermano,
en un amigo, en un padre” (AD, 245; cfr.
ECP, 116), y así “hasta que se convierta en
tu Amigo, en tu Confidente, en tu Guía” (S,
680). Un amigo al que se le da todo: “Un
amigo es un tesoro. –Pues... ¡un Amigo!...,
que donde está tu tesoro allí está tu corazón” (C, 421).
Si la vida cristiana se entiende como
un trato de amistad con Dios, no sorprende
que para crecer en el trato con el Espíritu
Santo san Josemaría hable de frecuentar
la amistad con Él. “Propósito: «frecuentar»,
a ser posible sin interrupción, la amistad y
trato amoroso y dócil con el Espíritu Santo. –Veni, Sancte Spiritus...! –¡Ven, Espíritu
Santo, a morar en mi alma!” (F, 514).
La relación de amistad es igualmente
adecuada para tratar a los santos; en Amigos de Dios, hablando de cómo hacer oración, propone: “para seguir las huellas de
Jesucristo, cambiad palabras de amistad
con los que le conocieron de cerca” (AD,
102
AMISTAD
252). Así mismo, recomienda este tipo de
relación para tratar a los Ángeles custodios
y a las almas del purgatorio (cfr. AD, 315;
C, 571).
3. La amistad entre los hombres
Si Jesucristo se hace Hombre por
amor y quiere la amistad con los hombres,
igualmente los cristianos deben acercar
las almas a Jesucristo, hacerlo presente a
los demás a través del amor y de la amistad hacia ellos: “La caridad con el prójimo
es una manifestación del amor a Dios” (AD,
232). Las dos formas de la amistad, con
Dios y con los hombres, reflejan la doble
dimensión del amor, ascendente y descendente, que san Josemaría presenta como
una unidad. Como afirma Benedicto XVI, el
hombre “no puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar
amor, debe a su vez recibirlo como don.
Es cierto –como nos dice el Señor– que
el hombre puede convertirse en fuente de
la que manan ríos de agua viva (cfr. Jn 7,
37-38). No obstante, para llegar a ser una
fuente así, él mismo ha de beber siempre
de nuevo de la primera y originaria fuente
que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios” (DCe, 7).
Precisamente el amor universal de
Dios por los hombres implica un apostolado igualmente universal: “universalidad
de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado” (AD, 230). La certeza de que todo cristiano por el Bautismo
recibe la condición de hijo de Dios queda
reflejada en una fórmula renovadora de la
misión apostólica de todo cristiano: “No
hay, pues, más que una raza: la raza de
los hijos de Dios” (ECP, 106). La igualdad
ganada por la condición de hijos de Dios
nos convierte además en hermanos: “Todos los bautizados –hombres y mujeres–
participan por igual de la común dignidad,
libertad y responsabilidad de los hijos de
Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad
fundamental que enseñaba ya San Pablo”
(CONV, 14). Esta igualdad singulariza la co-
munión de la Iglesia y, como consecuencia
de esto, prepara el terreno para una forma
de vivir su misión apostólica en la que el
punto de partida es precisamente la igual
dignidad entre los hombres. San Josemaría la denomina “apostolado de amistad y
confidencia”.
Presenta la amistad de Jesucristo con
los hombres como el modelo del apostolado del cristiano. Así precisa: “Cuando te
hablo de «apostolado de amistad», me refiero a amistad «personal», sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón” (S,
191). Las palabras y acciones de Jesucristo son el contenido del mensaje apostólico
de los primeros cristianos, de todo cristiano. La amistad como modo característico
de relación con los demás sitúa la caridad
en un plano de igualdad, en el que –como
hemos visto– la reciprocidad es una exigencia irrenunciable. San Josemaría distingue claramente el apostolado de amistad de otras formas de servicio y trato en
las que se acepte una desigualdad entre
el que ofrece y el que recibe. Si la caridad
de un hijo de Dios no se confunde “con el
poco claro afán de ayudar a los otros para
demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores” (AD, 230), mucho menos
puede suceder esto en el apostolado de
amistad, pues recibe su especificidad de
la realidad inconfundible en que consiste
la verdadera amistad.
En Jesucristo, la amistad se revela en
su plenitud y esto tiene consecuencias
para la amistad entre seres humanos. Jesucristo reina sirviendo, amando, dando la
vida por sus amigos; trae la ley del amor, la
justicia del doble mandamiento que convierte en primeros a los últimos y a todos
los hombres en hijos de Dios. El cristiano
debe vivir las relaciones de amistad con
esa misma radicalidad. Apelando a esa
forma superior de justicia, san Josemaría
aconseja: “No tengas enemigos. –Ten solamente amigos: amigos... de la derecha –si
te hicieron o quisieron hacerte bien– y... de
la izquierda –si te han perjudicado o inten-
103
AMISTAD
taron perjudicarte” (C, 838). El cristianismo
da un sentido pleno a esa inclinación a
“hacer el bien”, propia de la amistad. “Con
tu amistad y con tu doctrina –me corrijo:
con la caridad y con el mensaje de Cristo–,
moverás a muchos no católicos a colaborar en serio, para hacer el bien a todos los
hombres” (S, 753).
San Josemaría entiende que la amistad es la urdimbre en la que arraiga un
orden social justo. Sólo esa relación deja
espacio a la verdadera justicia: “En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad
forman una sola cosa” (F, 565). Porque la
caridad cristiana, que eleva la amistad, recoge las características que le son propias.
Las exigencias de la justicia no son
menores entre los amigos, sino que la virtud de la amistad es ya el ejercicio de una
forma de justicia más plena que la presente
en cualquier otra forma de sociedad humana. Se trata de una justicia que reconoce y
aprecia al otro no solo por las cualidades
y a pesar de sus defectos, sino que exige
querer a los demás con sus defectos (cfr. F,
954). La armonía y el entendimiento que se
dan entre los amigos crean un espacio de
justicia, de comprensión y ayuda mutua,
en el que no se requiere propiamente otra
ley que la del amor. Esta clase superior de
justicia es la que inaugura Jesucristo con
todos sus discípulos, es la que debe regir
entre los cristianos y en toda verdadera
amistad humana. “Te consideras amigo
porque no dices una palabra mala. –Es
verdad; pero tampoco veo una obra buena de ejemplo, de servicio... –Esos son los
peores amigos” (S, 740).
San Josemaría predica la santificación
del mundo desde las mismas entrañas de
la sociedad civil. Sabe bien que una sociedad se forja, entre otras, mediante las
relaciones de amistad. Es una experiencia
universal que la amistad es capaz de disolver el escepticismo más radical sobre
la verdad y la justicia. Para san Josemaría la amistad sincera y leal es capaz de
superar todos los obstáculos, todas las
dificultades que impiden una convivencia
justa y, sobre todo, mantienen al hombre
alejado de Dios; donde hay amistad sincera, hay alegría, amor, entrega, fidelidad (cfr.
S, 733, 746; ECP, 49). Siendo una relación
natural, anima a llevar una vida de amistad precisamente por su importancia en la
construcción de una sociedad más digna
y humana. Por su centralidad constituye
el verdadero foco de todas las relaciones
humanas. “Para que este mundo nuestro
vaya por un cauce cristiano –el único que
merece la pena–, hemos de vivir una leal
amistad con los hombres, basada en una
previa leal amistad con Dios” (F, 943). Porque para el cristiano corriente, es en la vida
social donde se despliegan las virtudes humanas y cristianas. A esa unidad vital se
refiere san Josemaría cuando afirma que
“viviendo la caridad –el Amor– se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales
del cristiano, que forman una unidad y que
no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la
justicia, la solidaridad, la responsabilidad
familiar y social, la pobreza, la alegría, la
castidad, la amistad...”. Y concluye: “se
ve en seguida que la práctica de estas virtudes lleva al apostolado. Es más: es ya
apostolado” (CONV, 62).
Para san Josemaría ningún aspecto
de la existencia humana –por muy insignificante que parezca– es indiferente en
el camino hacia el encuentro con Dios. La
amistad no puede quedar al margen de la
lucha por la santidad; la amistad cristiana
es una relación basada en la virtud y acompañada de virtudes. Del mismo modo que
san Josemaría enseñaba que las virtudes
humanas son la base de las virtudes cristianas, que sólo podemos amar a Dios con
el mismo corazón con el que amamos a los
seres humanos y las cosas buenas de este
mundo, presenta la amistad como una pieza clave en la formación humana y en la
práctica ascética del cristiano: es una manera de vivir y de relacionarse en la que se
puede y se debe crecer. Entre los consejos
que da para mejorar en la vida cristiana
104
AMOR A DIOS
aparecen junto a los tradicionalmente considerados en la ascética otros que directamente apuntan a la amistad. “No resulta
compatible amar a Dios con perfección, y
dejarse dominar por el egoísmo –o por la
apatía– en el trato con el prójimo” (S, 745).
La amistad verdadera supone también
un esfuerzo cordial por comprender, por
ayudar y servir al amigo (cfr. S, 730, 731,
740, 746). Siguiendo el modelo del Amigo,
como Él, recuerda que ser amigo implica
“dar gustosamente su vida los unos por los
otros, en la hora heroica y en la convivencia corriente” (S, 750).
Cuando enumera las virtudes sobre
las que se apoya la vida espiritual, entre
la pobreza, la alegría y la castidad, sitúa
también la amistad (cfr. CONV, 62). Los
verbos con los que se refiere a esa promoción continua de la amistad denotan el
particular peso que le otorga en la existencia plena del cristiano: cultivar, cuidar,
sembrar (cfr. ECP, 36). La amistad debe
ser leal, sincera (cfr. F, 454; S, 747; ECP,
149). Como conducta libre del hombre la
amistad está abierta a su crecimiento, pero
también a su perversión por la deslealtad,
la falta de fortaleza, etc. (cfr. C, 160). Tanto
la amistad con Dios como con los hombres
puede perderse y malograrse (cfr. F, 1043).
San Josemaría menciona virtudes que son
también dimensiones de la amistad. Por
lo que se manifiesta esa acción unitiva del
entero ser humano que el amor, la amistad, realiza. Esto se da de modo pleno en
la amistad con Dios, que configura la existencia del cristiano con unidad de vida.
Voces relacionadas: Apostolado; Ejemplo, Apostolado del; Fraternidad.
Bibliografía: C, 960-982; S, 727-768; Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970; S.Th., II, q. 23.
Lourdes FLAMARIQUE
AMOR A DIOS
1. Carácter teologal del amor a Dios. 2.
Concreciones vitales del amor a Dios. 3.
Amor a Dios y amor al prójimo. 4. María:
modelo de amor a Dios.
Afrontar el tema del amor a Dios en la
vida y en las enseñanzas de un santo implica adentrarse en el núcleo de su existencia y de su pensamiento. Todo en su vida
mana del amor a Dios que llena su corazón,
todo es expresión del mismo, todo se dirige hacia la caridad y confluye en ella. De
ahí que la consideración de esta temática
en san Josemaría abarque implícitamente
el conjunto del presente Diccionario y remita tácitamente a muchas de las voces
que lo componen. Sin la visión de conjunto
se pierden la fisonomía y su alcance.
1. Carácter teologal del amor a Dios
Un análisis, incluso somero, del amor
a Dios en el fundador del Opus Dei, pone
de manifiesto, ante todo, su carácter teologal. El amor a Dios en la vida y doctrina de
san Josemaría se enraíza en la conciencia
–propia de la persona de fe– de saberse
amado por Dios, con un amor sin medida
que se manifiesta en la creación y en la
acción redentora y santificadora de Dios.
La historia de la salvación no es vista por
el creyente de un modo impersonal, como
si consistiese en un conjunto de acontecimientos que se sitúan frente al propio yo,
sin involucrarlo ontológica y existencialmente, sino como lo que es: el actuar de
un Dios que crea, redime y santifica, implicándose con la Encarnación y el envío del
Espíritu Santo. El amor a Dios consiste en
la respuesta humana al amor de Dios, hecha posible por la acción del mismo Dios.
San Josemaría dirige la mirada hacia
el núcleo del misterio del amor de Dios, subrayando tanto su entraña trinitaria como
su cercanía a cada uno de nosotros. Lo
hace significativamente remitiendo a la
Escritura y específicamente a Cristo. “Dios
Padre se ha dignado concedernos, en el
105
AMOR A DIOS
Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis
thesauros, tesoros inagotables de amor, de
misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama
–de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta–, nos basta seguir el mismo razonamiento de San
Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó,
sino que le entregó a la muerte por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas
las cosas? (Rm 8, 32)” (ECP, 162).
mo de enviar al Verbo, Segunda Persona de
la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El
mismo Padre amoroso que ahora nos atrae
suavemente hacia Él, mediante la acción
del Espíritu Santo que habita en nuestros
corazones. (…) La Trinidad se ha enamorado del hombre” (ECP, 84). El amor de Dios
se percibe como algo muy personal porque
“nuestro Padre Dios nos ama a cada uno tal
como somos; ¡tal como somos!” (AD, 148).
La conciencia de la hondura del amor
de Dios hacia el hombre, que marcó la biografía y el pensamiento de san Josemaría,
deriva de la asunción profunda de la fe, es
decir, de la penetración en el significado
de lo que nos transmiten la Escritura y la
Tradición de la Iglesia (con su Magisterio,
su liturgia, etc.). La experiencia personal
de ese amor (espiritual, mística) no es otra
cosa que el eco en la propia existencia de
lo que Dios revela y actúa. Por eso, san
Josemaría exhorta a una lectura del Evangelio en la que lo narrado nos interpela.
“Jesús es tu amigo. –El Amigo. –Con corazón de carne, como el tuyo. –Con ojos,
de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a
ti” (C, 422). Lo objetivo de la fe cristiana
verdaderamente asimilada y lo subjetivo
de la propia vida interior poseen entonces
una autenticidad que no deja lugar ni para
un “objetivismo” frío y existencialmente
indiferente, ni para un “subjetivismo” que
antepone la interpretación individualista de
las propias vivencias a la luz de la revelación divina.
El amor a Dios surge en el hombre
como respuesta a un amor antecedente de
Dios hacia nosotros. El carácter infinito del
amor de Dios impele a edificar toda la vida
sobre su fundamento, con una esperanza llena de alegría que conduce a querer
corresponder a dicho amor. “La única norma o medida que nos permite comprender de algún modo esa manera de obrar
de Dios es darnos cuenta de que carece
de medida: ver que nace de una locura de
amor, que le lleva a tomar nuestra carne y
a cargar con el peso de nuestros pecados.
¿Cómo es posible darnos cuenta de eso,
advertir que Dios nos ama, y no volvernos
también nosotros locos de amor? Es necesario dejar que esas verdades de nuestra
fe vayan calando en el alma, hasta cambiar toda nuestra vida. ¡Dios nos ama!: el
Omnipotente, el Todopoderoso, el que ha
hecho cielos y tierra. Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas:
de las vuestras y de las mías, y nos llama
uno a uno por nuestro propio nombre. Esa
certeza que nos da la fe hace que miremos
lo que nos rodea con una luz nueva, y que,
permaneciendo todo igual, advirtamos que
todo es distinto, porque todo es expresión
del amor de Dios” (ECP, 144).
La meditación del amor de Dios, asentada en una fe vivida, abre la interioridad
del ser humano a un convencimiento que,
en san Josemaría, se expresa con términos
muy humanos –como la locución Dios se
ha enamorado del hombre– y se configura
como el eje de toda la existencia. “El Dios
de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres:
sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es
un Padre que ama a sus hijos hasta el extre-
La índole teologal del amor a Dios se
manifiesta asimismo en nuestra respuesta,
ya que su origen se encuentra en Dios. Es
Él quien concede el amor con el que le amamos, derramando el don del Espíritu Santo
(cfr. Rm 5, 5). Desde esta perspectiva, que
ese amor sea teologal significa, por un lado,
que consiste en un amor filial, porque si vivi-
106
AMOR A DIOS
mos en Cristo (cfr. Ga 2, 20), el amor a Dios
estriba en amar al Padre en el Hijo, gracias
a la acción del Espíritu que nos incorpora a
Cristo y nos lleva a clamar ¡Abbá, Padre! (cfr.
Ga 4, 4-7). Y, por otro lado, que, así como
el Hijo se encarna para cumplir la voluntad
del Padre (cfr. Jn 6, 38; Lc 22, 42; y Hb 10,
5-7), el amor a Dios del cristiano debe llevarse a cabo cumpliendo su voluntad. La
inmensidad del amor de Dios que se vuelca
sobre el hombre –“¡No hay más amor que el
Amor!” (C, 417)– conduce a orientar toda la
vida hacia su amor, con una entrega que es
respuesta a su llamada: “¡Qué poco es una
vida para ofrecerla a Dios!...” (C, 420). En
síntesis, la espiritualidad de san Josemaría
se precisa como una espiritualidad filial, en
la que el amor a Dios consiste en el amor de
un hijo de Dios, gracias a la acción divina y
a la correspondencia del hombre que busca
en su existencia dar gloria a Dios, cumpliendo su voluntad en su existencia concreta
(cfr. C, 754-778).
Entre las diferentes conclusiones que
se desprenden de lo dicho en referencia a
san Josemaría cabe destacar dos. Por una
parte, la plegaria confiada ante la constatación de las propias flaquezas: “Dile –yo
se lo digo– que Él es toda la Grandeza,
toda la Bondad, toda la Misericordia. Y
añade: por eso quiero enamorarme de Ti,
a pesar de la tosquedad de mis maneras,
de estas pobres manos mías, ajadas y
maltratadas por el polvo de los vericuetos
de la tierra” (AD, 246). Por otra, el recurso
ineludible al Espíritu Santo, tal y como se
pone de manifiesto en un punto de Forja,
de claro sabor autobiográfico: “No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! (…) –Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía,
Amor: que sepa agasajarte, y escuchar
tus lecciones, y encenderme, y seguirte y
amarte” (F, 430).
2. Concreciones vitales del amor a Dios
El amor a Dios en la espiritualidad de
san Josemaría no se recluye en la esfera
emotiva, ni se encuentra a merced de los
vaivenes de sentimientos o estados de
ánimo. Aunque se manifieste afectivamente (de no ser así, no sería humano y, por
esa razón, tampoco sobrenatural), el amor
consiste en el acto más radical de la libertad, que se ejerce en lo íntimo de la persona y la implica en todas sus dimensiones:
en la inteligencia y en la voluntad, en sus
afectos y actitudes, en su interioridad y en
sus relaciones con los demás. Nuestro autor acude a la expresión querer querer para
indicar lo dicho, refiriéndolo tanto al amor
a Dios como a la caridad con respecto al
prójimo, sobre la que habrá que volver.
“¿De qué amor se trata? La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto
sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de
electio, de elegir. Yo añadiría que amar en
cristiano significa querer querer” (AD, 231).
Ahí radica el fin de la persona, que se vive
plenamente en lo escatológico, pero que
empieza a ser ya una realidad en nuestra
vida cotidiana. Por lo demás, la expresión
“querer querer” aleja de una concepción
voluntarista del amor a Dios –es decir, de
un “querer” resultado de una presunta voluntad autosuficiente, de tenor pelagiano–,
para subrayar la necesidad de la gracia en
el ejercicio de la libertad.
El amor a Dios se configura precisamente como amor filial que se expresa en
todas las esferas de la persona y en cada
uno de los ámbitos de su existencia, generando un modo de vivir nuevo; una vida
interior que conlleva una serie de concreciones en la existencia cristiana. Detengámonos en tres de ellas.
En primer lugar, el amor a Dios conduce a percatarse de la necesidad de la lucha
espiritual –purificación y crecimiento en las
virtudes– ante la evidencia de los propios
pecados y de la distancia que media entre el amor de Dios y nuestro amor a Dios.
“Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la
envidia, de la pereza, del deseo de sojuz-
107
AMOR A DIOS
gar a los demás, no debería significar un
descubrimiento” (ECP, 75), observaba san
Josemaría. Por eso anotó sintéticamente
al concluir el año 1971, cuatro años antes
de su muerte: “Éste es nuestro destino en
la tierra: luchar por amor hasta el último
instante. Deo gratias!” (AVP, III, p. 639). El
realismo que san Josemaría recalca se refuerza con la consideración del contraste
entre un Dios que es amor y llega hasta el
extremo de la kénosis, y un ser humano
que experimenta la tendencia al egocentrismo. “Bastan unos rasgos del Amor de
Dios que se encarna, y su generosidad nos
toca el alma, nos enciende, nos empuja
con suavidad a un dolor contrito por nuestro comportamiento, mezquino y egoísta
en tantas ocasiones. (…) Al considerar
la entrega de Dios y su anonadamiento
–hablo para que lo meditemos, pensando
cada uno en sí mismo–, la vanagloria, la
presunción del soberbio se revela como
un pecado horrendo, precisamente porque
coloca a la persona en el extremo opuesto
al modelo que Jesucristo nos ha señalado con su conducta. Pensadlo despacio:
Él se humilló, siendo Dios. El hombre, engreído por su propio yo, pretende enaltecerse a toda costa, sin reconocer que está
hecho de mal barro de botijo” (AD, 112).
De ahí que una de las primeras concreciones existenciales del amor a Dios consista
en una lucha interior encaminada, con la
gracia, a despojarse del hombre viejo para
revestirse del nuevo en Cristo.
En segundo lugar, el amor a Dios implica el trato con Dios. El amor a Dios no
consiste en un ensimismamiento auto-referencial, pero tampoco en la disolución de
la propia persona en el seno de una instancia amorfa. El amor es de carácter unitivo
y dialógico o relacional, por eso –encarece
san Josemaría– el cristiano necesita concretar un plan de vida, es decir, un conjunto de prácticas de piedad en las que, a lo
largo del día, buscar a Dios, tratarle y ser
introducidos en él. La constancia en dicho
trato constituye una demanda del amor; de
ahí la exigencia de un empeño cotidiano:
“Eso de sujetarse a un plan de vida, a un
horario –me dijiste–, ¡es tan monótono! Y
te contesté: hay monotonía porque falta
Amor” (C, 77). Es por tanto comprensible la
insistencia con la que san Josemaría predicaba que, en la vida ordinaria del cristiano,
de lo que se trata es de convertir el trabajo
en oración (cfr. ECP, 48), al tiempo que insistía: lo primero son las normas, es decir,
las prácticas de piedad cotidianas. “¿No
es verdad que tú has visto la necesidad de
ser alma de oración, con un trato con Dios
que te lleva a endiosarte?” (ECP, 8), un endiosamiento que abarca todo lo humano y,
con la virtud de la gracia, lo transforma en
un acto de amor a Dios.
En tercer lugar, puesto que la espiritualidad de san Josemaría es eminentemente secular y por lo tanto se vive en lo
ordinario, el amor a Dios se concreta en un
conjunto de actitudes que permiten hacer
de la prosa diaria, endecasílabos de amor
a Dios (cfr. CONV, 116). “El trabajo nace
del amor, manifiesta el amor, se ordena al
amor” (ECP, 48). Para eso es menester la
rectitud de intención, es decir, buscar sólo
la gloria de Dios (F, 921); pero además, vivir
las virtudes humanas, el afán de servicio a
los demás, el cuidado de las cosas pequeñas, llevar a cabo bien las tareas de cada
jornada, etc.
3. Amor a Dios y amor al prójimo
San Josemaría se detiene en varias
ocasiones para poner de manifiesto el
auténtico sentido antropológico del amor,
indicando que no faltan hermenéuticas
desenfocadas. “Algunas veces –me lo has
oído comentar con frecuencia– se habla
del amor como si fuera un impulso hacia
la propia satisfacción, o un mero recurso
para completar de modo egoísta la propia
personalidad. –Y siempre te he dicho que
no es así: el amor verdadero exige salir de
sí mismo, entregarse” (F, 28). Dicho sentido
alcanza su plenitud a la luz de la enseñanza evangélica de que no cabe separar el
108
AMOR A DIOS
amor a Dios del amor al prójimo (cfr. Mt 22,
34-40; 1 Jn 4, 7-21).
El amor al prójimo no se puede limitar
a fomentar buenos sentimientos. San Josemaría lo expuso de un modo incisivo en
una ocasión: “Hoy, después de dar la sagrada Comunión a las monjas, antes de la
santa Misa, le dije a Jesús lo que tantas y
tantas veces le digo de día y de noche: (...)
«te amo más que éstas». Inmediatamente,
entendí sin palabras: «obras son amores y
no buenas razones»” (Apuntes íntimos, n.
606: AVP, I, p. 417). El requerimiento oído
aquel día no lo abandonó nunca: “Dios
mío –exclamaba don Josemaría ante el recuerdo–: ¡cuánto me duele aquel obras son
amores y no buenas razones!” (ibidem, n.
912: p. 485).
El amor al prójimo como expresión intrínseca del amor a Dios remite al carácter
teologal de éste, de ahí que san Josemaría invite a “no amar con un amor egoísta
ni tampoco con un amor a corto alcance:
debemos amar con el Amor de Dios” (ECP,
97). Un amor en el que lo humano abre el
espacio donde se muestra lo divino. “El
cristiano, al hacer presente a Cristo entre
los hombres, siendo él mismo ipse Christus, no trata sólo de vivir una actitud de
amor, sino de dar a conocer el Amor de
Dios, a través de ése su amor humano”
(ECP, 115). Dicho amor llama a no desentenderse de los demás, tanto de su situación espiritual como de su estado material,
a no conformarse con no causar daño.
La pasividad no es cristiana: obras son
amores y no buenas razones. Por eso san
Josemaría impulsa una y otra vez al apostolado personal y a comprometerse por el
desarrollo integral de los seres humanos
en nuestra vida cotidiana (en el seno de la
familia, con el trabajo, con la acción en la
sociedad, etc.).
El entrelazamiento de lo humano y lo
divino, del amor a Dios que se lleva a cabo
en el amor a los demás porque se vive la
vida de Cristo, es central en la espiritualidad de san Josemaría. Veámoslo en un úl-
timo texto sintético, entre los muchos que
podrían traerse a colación. “La caridad no
la construimos nosotros; nos invade con
la gracia de Dios: porque Él nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien
de esta verdad hermosísima: si podemos
amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Tú y yo estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos
rodean, porque hemos nacido a la fe, por
el amor del Padre. Pedid con osadía al Señor este tesoro, esta virtud sobrenatural de
la caridad, para ejercitarla hasta en el último detalle. Con frecuencia, los cristianos
no hemos sabido corresponder a ese don;
a veces lo hemos rebajado, como si se limitase a una limosna, sin alma, fría; o lo
hemos reducido a una conducta de beneficencia más o menos formularia. (…) Para
que se os metiera bien en la cabeza esta
verdad, de una forma gráfica, he predicado
en millares de ocasiones que nosotros no
poseemos un corazón para amar a Dios, y
otro para querer a las criaturas” (AD, 229).
El amor teologal lleva a poner el corazón
en el trato con Dios y con los demás, de
una manera que sea operativa humana y
sobrenaturalmente.
4. María: modelo de amor a Dios
La existencia del cristiano corriente se
entreteje en medio de los afanes cotidianos. En ella, el amor a Dios constituye el
acicate de la fidelidad al amor de Dios que
nos llama a sí. Por eso san Josemaría concluye su célebre obra Camino con un punto significativo: “¿Que cuál es el secreto de
la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y
no «le» dejarás” (C, 999).
La descripción de las enseñanzas de
san Josemaría acerca del amor a Dios
quedaría incompleta si no se recordase su
dimensión mariana. Ésta proviene de un
doble motivo: de una parte, por el evidente papel que juega María en la existencia
cristiana en su caminar hacia Cristo. Y de
otra, porque en ella san Josemaría vio un
modelo de amor a Dios en lo ordinario. “No
109
AMOR MISERICORDIOSO, OBRA DEL
olvidemos que la casi totalidad de los días
que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a
las jornadas de otros millones de mujeres,
ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas
del hogar. María santifica lo más menudo,
lo que muchos consideran erróneamente
como intrascendente y sin valor: el trabajo
de cada día, los detalles de atención hacia
las personas queridas, las conversaciones
y las visitas con motivo de parentesco o de
amistad. ¡Bendita normalidad, que puede
estar llena de tanto amor de Dios! Porque
eso es lo que explica la vida de María: su
amor. Un amor llevado hasta el extremo,
hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios,
y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal,
sino que se manifieste lleno de contenido”
(ECP, 148).
Voces relacionadas: Caridad; Dios Padre; Espíritu Santo; Jesucristo.
Bibliografía: CECH, pp. 583-604; Ernst Burkhart
- Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología
espiritual, I-III, Madrid, Rialp, 2010-2013; Johannes B. Torelló, “Aus Liebe verrückt”, en César
Ortiz (Hrsg.), Josemaría Escrivá. Profile einer
Gründergestalt, Köln, Adamas Verlag, 2002, pp.
39-55; José María Yanguas, “«Amare con tutto il
cuore» (Dt 6, 5). Considerazioni sull’amore del
cristiano negli insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá”, Romana. Bolletino della Prelatura
della Santa Croce e Opus Dei, 26 (1998), pp.
144-157.
Luis ROMERA
AMOR MISERICORDIOSO, OBRA DEL
La Obra del Amor Misericordioso
(OAM) fue un movimiento devocional muy
difundido en España durante los años
veinte y treinta del siglo XX. Sus orígenes
se sitúan en los escritos y representaciones pictóricas de la religiosa francesa
María Teresa Desandais (1876-1943), del
monasterio de la Visitación de Dreux. La
visitandina francesa –que se consideraba
continuadora de la misión de Margarita
María de Alacoque y de Teresa de Lisieux–
fue autora de una imagen de Cristo, Amor
Misericordioso, y de numerosos escritos
portadores de un vigoroso mensaje de renovación espiritual. Tanto la imagen como
los escritos se editaron por cientos de miles, en España, bajo el seudónimo de “Sulamitis”.
El papa Pío XI (1922-1939) tuvo ocasión de conocer y bendecir la OAM en
tres ocasiones. De otra parte, durante los
años veinte y treinta, numerosos obispos,
sacerdotes, religiosos y laicos sintonizaron con su doctrina. Algunos de ellos ya
están en los altares o tienen iniciados sus
procesos de canonización: san José María
Rubio, el beato Manuel González, el mártir
Buenaventura García de Paredes, el dominico Juan González Arintero o la madre
Esperanza de Jesús. San Josemaría forma
parte de ese grupo de protagonistas de
la historia espiritual del momento que supieron valorar la riqueza escondida en los
sencillos y profundos escritos de la religiosa visitandina.
San Josemaría entró en relación con la
OAM a su llegada a Madrid, en 1927. Por
aquellas fechas, la OAM estaba presente
en muchos de los lugares que el fundador
del Opus Dei frecuentaba en la capital: el
Patronato de Enfermos, el Real Patronato
de Santa Isabel, la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, la iglesia de las Esclavas
del Sagrado Corazón en la calle Martínez
Campos, el primer monasterio de la Visitación, el convento de las Reparadoras de
110
AMOR MISERICORDIOSO, OBRA DEL
la calle Torrija y algunos más. En la Navidad del año 1931, san Josemaría escribió:
“Acerca del Amor Misericordioso diré que
es una devoción que me roba el alma”
(Apuntes íntimos, n. 510, 25-XII-1931:
CECH, pp. 804-805).
La presencia de la OAM en la vida de
san Josemaría tuvo variadas manifestaciones: visitas a las imágenes del Amor Misericordioso en la Basílica de Atocha y en la
Casa del Amor Misericordioso de la calle
Ferraz; familiaridad con algunos de sus
opúsculos y oraciones; referencias al Amor
Misericordioso en sus propios escritos; difusión ocasional de la imagen, los escritos
y los cultos de la OAM y, por último, la relación personal con algunos de sus propagandistas: la madre Esperanza de Jesús y
Juana Lacasa, principalmente.
La relación de san Josemaría con la
OAM fue evolucionando entre 1927 y 1935,
distinguiéndose tres etapas. Una primera
de toma de contacto y de aprovechamiento personal: desde su llegada a Madrid
hasta septiembre de 1931. Una segunda
etapa, de gran aprecio y sintonía tanto en
su vida como en su tarea apostólica: desde septiembre de 1931 a marzo de 1932. Y,
finalmente, una tercera fase, desde marzo
1932 a septiembre de 1935, de discernimiento definitivo, en la que la presencia
de la devoción al Amor Misericordioso fue
perdiendo intensidad –al menos en lo que
se refiere a sus manifestaciones exteriores– hasta quedar como una devoción exclusivamente personal de san Josemaría,
es decir, no transmitida como fundador a
los miembros del Opus Dei.
Hasta el final de su vida, san Josemaría recitó, diariamente, la Ofrenda al
Amor Misericordioso, oración compuesta
por María Teresa Desandais, en 1902, que
rezaba así: “Padre Santo, por el Corazón
Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús,
vuestro amado Hijo y me ofrezco a mí mismo en Él, con Él, por Él, a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas”
(Del Portillo, 1993, p. 138). La OAM reco-
mendaba renovar a diario este ofrecimiento, de modo particular durante la Misa, en
el momento de la elevación de la Sagrada
Hostia; así lo hacía san Josemaría.
La relación de san Josemaría con la
OAM fue la historia de un proceso que corrió paralelo a los inicios del Opus Dei y a la
manifestación de dos dimensiones, inseparables y de gran importancia en su vida
espiritual, como fueron la filiación divina y
la infancia espiritual. Los escritos del Amor
Misericordioso fueron para san Josemaría un fructífero punto de reencuentro con
las tradiciones de san Francisco de Sales
y de santa Teresa de Lisieux. Tradiciones
que san Josemaría asumió y reinterpretó a
partir de sus personales experiencias sobrenaturales.
De hecho, a san Josemaría le ayudaron a profundizar en este aspecto central
de la vida cristiana que es la filiación divina, que forma parte del espíritu del Opus
Dei, constituyendo el fundamento de toda
la vida espiritual. La infancia espiritual la
dio a conocer, pero dejando libertad para
seguirla o no, según lo que a cada uno le
sugiriera el Espíritu Santo. Otros rasgos
más devocionales y menos universales
–como la espiritualidad victimal– no pasaron al espíritu del Opus Dei. Y, a partir
de la fecha antes mencionada, no volvió
a hablar del Amor Misericordioso, hasta
el punto de que muy pocos conocían esa
devoción en san Josemaría.
Voces relacionadas: Madrid (1927-1936).
Bibliografía: Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp,
1995; Federico M. Requena, “San Josemaría
Escrivá de Balaguer y la devoción al Amor Misericordioso (1927-1935)”, SetD, 3 (2009), pp.
139-174; Id., Católicos, devociones y sociedad
durante la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República. La Obra del Amor Misericordioso en España (1922-1936), Madrid, Biblioteca Nueva, 2008.
111
Federico M. REQUENA
ÁNGELES
ÁNGELES
1. Los ángeles y su papel en la vida del
cristiano y en la historia del Opus Dei. 2.
Los arcángeles san Rafael, san Miguel y
san Gabriel y las obras que san Josemaría
les ha encomendado. 3. La devoción a los
Ángeles Custodios.
Los ángeles son criaturas personales,
puramente espirituales e inmortales (cfr.
CCE, n. 330). La existencia de los ángeles
ha sido siempre una verdad creída por los
cristianos, heredada de la tradición hebrea
y asumida como verdad de fe por la Iglesia. Los ángeles son servidores y mensajeros de Dios (cfr. CCE, nn. 328-329). Ya
en el Antiguo Testamento aparecen como
embajadores, enviados por Dios, para
transmitir algún mandato suyo (cfr. 2 R 1,
3; Jc 6, 11-18), para instruir a los profetas
(cfr. Za 3, 4-6) o bien para proteger a los
individuos (cfr. Tb 3, 24-25) y al pueblo elegido (cfr. Dn 10, 13-29; 12, 1). En el Nuevo
Testamento, toda su misión se centra en
Cristo y su obra redentora. La vida de Cristo está señalada por intervenciones angélicas: la Encarnación (cfr. Lc 1, 11-26), el
nacimiento en Belén (cfr. Lc 2, 9; Mt 2, 13),
la infancia (cfr. Mt 2, 19), el comienzo de su
vida pública (cfr. Mt 4, 11), la agonía en el
Huerto (cfr. Lc 22, 43), y por último aparecen como testigos de su Resurrección (cfr.
Mt 28, 2-5; Jn 20, 12). Los apóstoles y los
discípulos, que deben continuar la obra de
Cristo, se encuentran protegidos por la intervención de los ángeles (cfr. Hch 5, 19;
12, 7-11; 27, 23).
1. Los ángeles y su papel en la vida del
cristiano y en la historia del Opus Dei
Los ángeles han tenido y tienen un
papel importante en la historia de la salvación. Desde el principio, Dios ha contado
con ellos en su afán de dar al hombre la
felicidad eterna para la que lo ha creado: la
misión de los ángeles se integra en el designio salvífico divino a favor de los hombres. Ellos no tienen otro fin que el adorar
a Dios y actuar a su servicio para que el
proyecto salvador llegue a plenitud, es
decir, a la unión de todos los seres creados con el Padre, en Cristo, por medio del
Espíritu Santo. Esta es la razón de ser de
su existencia y de su obrar como intermediarios entre Dios y los hombres, aspecto
que san Josemaría comprendió en profundidad: “Dios estará a nuestro lado y enviará a sus Ángeles, para que sean nuestros
compañeros de viaje, nuestros prudentes
consejeros a lo largo del camino, nuestros
colaboradores en todas nuestras empresas” (ECP, 63).
Ya en época patrística se enseñaba
que un ángel especial protege continuamente a cada hombre: es el ángel custodio
o de la guarda (nombre sugerido en Sal 90
[Vg 89], 11). La doctrina difundida por los
Padres de la Iglesia había sido persuasión
general en tiempos de Cristo (cfr. Mt 18,
10) y de la Iglesia primitiva (cfr. Hch 12, 15).
Con argumentación filosófica santo Tomás
explica por qué la presencia de los Ángeles
Custodios en el mundo es un aspecto de
la providencia divina. Entre la naturaleza
divina y la de los hombres –escribe– está
la naturaleza angélica, y como las cosas
inferiores se cuidan por medio de las superiores, es lógico que Dios en su providencia acerca de la salvación de los hombres,
haya querido servirse de los ángeles, que
ayudan a los hombres a tender a su fin y
les evitan dificultades que impedirían su
progreso (cfr. In II Sent, d 11, q. 1, a. 1, sol).
De la biografía y de los escritos del
fundador del Opus Dei, resulta clara la
honda conciencia que tenía acerca del importante papel que jugaron en su vida. San
Josemaría habla siempre de los ángeles de
un modo vivo, concreto, y precisamente
gracias a eso ha sabido indicar y brindar
elementos esenciales acerca de su realidad, naturaleza y misión, ofreciendo una
significativa aportación en el campo de la
espiritualidad y de la reflexión teológica
(cfr.Lavatori,“Gliangeli:laloropresenzaelaloro
112
ÁNGELES
azione nella vita cristiana secondo il beato
Josemaría”, en GVQ, V/I, p. 137).
Un acontecimiento de capital importancia relacionado con los ángeles está
dado por la fecha en que se fundó el Opus
Dei: precisamente el día 2 de octubre de
1928, memoria litúrgica de los Ángeles
Custodios. Esta coincidencia entre el nacimiento del Opus Dei y la fiesta de los
Ángeles permanecerá siempre como una
piedra miliar en el alma del fundador: “La
Obra de Dios no la ha imaginado un hombre (...). Hace muchos años que el Señor la
inspiraba a un instrumento inepto y sordo,
que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de
mil novecientos ventiocho (...) (Instrucción,
19-III-34, nn. 6-7: AVP, I, p. 297). “Recibí la
iluminación sobre toda la Obra (...). Aún resuenan en mis oídos –decía en 1964– las
campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, festejando a su Patrona” (Meditación, 14-II-1964: AVP, I, p. 295).
Como afirma Mons. Álvaro del Portillo, “a
partir de la fiesta de los Ángeles Custodios
de 1928, nuestro Fundador tuvo por ellos
una devoción más intensa. Enseñaba a sus
hijos: «El trato y la devoción a los Santos
Ángeles Custodios está en la entraña de
nuestra labor, es manifestación concreta de
la misión sobrenatural de la Obra de Dios»”
(Del Portillo, 1993, p. 159).
2. Los arcángeles san Rafael, san Miguel y san Gabriel y las obras que san
Josemaría les ha encomendado
El Pseudo-Dionisio habla de una jerarquía angélica, compuesta de nueve órdenes unidos entre sí de modo que cada
uno ayuda al otro a conseguir su fin, que
es la unidad y semejanza con Dios (serafines, querubines, tronos, dominaciones,
virtudes, potestades, príncipes, arcángeles, ángeles). La Sagrada Escritura, que no
es rigurosa en lo que se refiere al número
de órdenes angélicas (cfr. Ef 1, 21 y Col 1,
16), sí nos habla de la presencia y acción
de tres arcángeles: Rafael (cfr. Tb 3, 17; 4,
21; 11, 18), Gabriel (cfr. Dn 9, 21-27; Lc 1,
19.26) y Miguel (cfr. Jds 1, 9; Ap 12, 7-9),
en favor de la salvación de los hombres.
Desde el 2 de octubre de 1928, san
Josemaría, consciente de la misión que
Dios le había encomendado, comenzó a
tratar apostólicamente a gente. A medida
que pasaba el tiempo, percibía la necesidad de organizar ese apostolado personal
que desarrollaba con hombres y mujeres
de muy distintos estratos sociales y profesiones, y buscaba el modo de estructurarlo. Fue en ese contexto cuando el 6
de octubre de 1932, haciendo oración en
la capilla de San Juan de la Cruz, durante un retiro espiritual en el convento de los
Carmelitas Descalzos de Segovia, tuvo “la
moción interior de invocar por vez primera
a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles –cuya intercesión pedimos cada día todos los socios de la Obra (...)–, teniéndoles
desde aquel momento como Patronos de
las tres obras que componen el Opus Dei”
(Instrucción, 8-XII-41, n. 9: AVP, I, p. 466).
Bajo el patrocinio de san Rafael puso
la labor de formación cristiana que el Opus
Dei realiza con la juventud, considerada
como una de las fases más importantes
del desarrollo y crecimiento de la persona, previa a una integración plena en la
vida social y profesional. De ese empeño
apostólico por entusiasmar a la juventud
–la obra de san Rafael– con un ideal de
santidad y seguimiento de Cristo en medio
del mundo y a través del trabajo, surgen
muchas personas que se incorporan a la
obra de san Miguel y a la obra de san Gabriel. A la obra de san Miguel pertenecen
aquellos fieles del Opus Dei que se comprometen a vivir el celibato apostólico con
entera disponibilidad al servicio de las necesidades de formación y apostolado que
desarrolla la Obra en el mundo entero. La
obra de san Gabriel se dedica a la formación y apostolado entre cristianos adultos,
que en su gran mayoría son padres y madres de familia. A la invocación de los tres
arcángeles, san Josemaría unió la de los
113
ÁNGELES
tres apóstoles: san Juan, san Pedro y san
Pablo (cfr. Berglar, 1987, p. 140).
3. La devoción a los Ángeles Custodios
La Sagrada Escritura muestra a los
ángeles como seres activos: nos revela
que intervienen en la historia humana. En
la vida de san Josemaría se manifiesta la
naturalidad y la frecuencia con que acude
a ellos, también en detalles muy materiales: en un período de grandes apuros económicos, se le estropeó su reloj. Su reacción fue confiarse a la providencia divina,
acudiendo a su ángel custodio: “Hablando con mi Señor, le indiqué que mi Ángel
Custodio, a quien Él ha dado más talento
que a todos los relojeros, arreglara mi reloj.
Pareció oírme, puesto que volví a mover y
a tocar y retocar, en vano, el reloj estropeado. Entonces (...), me arrodillé y comencé
un padrenuestro y un ave, que me parece
no llegué a terminar, porque cogí de nuevo
el reloj, toqué las saetas... ¡y echó a andar!
Di gracias a mi buen Padre” (Apuntes íntimos, n. 892: AVP, I, pp. 478-479). A esto y
a otros momentos similares puede hacer
referencia un punto de Camino: “Te pasmas porque tu Ángel Custodio te ha hecho
servicios patentes. –Y no debías pasmarte:
para eso le colocó el Señor junto a ti” (C,
565). Una idea semejante refleja al sugerir:
“Cuando tengas alguna necesidad, alguna
contradicción –pequeña o grande–, invoca
a tu Ángel de la Guarda, para que la resuelva con Jesús o te haga el servicio de que
se trate en cada caso” (F, 931).
Al igual que san Josemaría vivió y experimentó la presencia y acción eficaz de
los ángeles, la referencia a esos seres espirituales fue también frecuente tanto en
sus consejos y sugerencias en la dirección
de almas como en su predicación. Repetidas veces exhortaba a ser confidente de
los ángeles, hasta tener con ellos una verdadera amistad y comunión íntima: “Ten
confianza con tu Ángel Custodio. –Trátalo
como un entrañable amigo –lo es– y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos or-
dinarios de cada día” (C, 562). Esta amistad que recomienda se debe claramente a
la neta conciencia que san Josemaría tiene
acerca de la naturaleza de su misión: “La
tradición cristiana describe a los Ángeles
Custodios como a unos grandes amigos,
puestos por Dios al lado de cada hombre,
para que le acompañen en sus caminos.
Y por eso nos invita a tratarlos, a acudir a
ellos” (ECP, 63).
Como se puede ver a través de las
citas expuestas, el fundador del Opus Dei
tiene una certeza conceptual y una fe indiscutida en la acción angélica en favor
de los hombres. Por eso, no sólo acude a
su ángel custodio para confiarle lo propio,
sino que además, tiene la costumbre de
saludar y acudir a los ángeles custodios
de las otras personas para pedir por ellas:
“Acostúmbrate a encomendar a cada una
de las personas que tratas a su Ángel
Custodio, para que le ayude a ser buena
y fiel, y alegre; para que pueda recibir, a su
tiempo, el eterno abrazo de Amor de Dios
Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo
y de Santa María” (F, 1012). Era tanta su fe
en la existencia y misión de los ángeles,
que siendo seminarista, leyó en un libro
de un Padre de la Iglesia que los sacerdotes tienen, además del ángel custodio,
un arcángel ministerial. Por eso, él mismo
comentaba que desde el día de su ordenación se dirigía a su arcángel ministerial
con gran sencillez y confianza, tanto que
afirmaba que estaba seguro de que, si la
opinión de ese escritor no fuese correcta,
el Señor le habría concedido uno, por la fe
con que le había invocado siempre (cfr. Del
Portillo, 1993, p. 159).
Según asegura Mons. Álvaro del Portillo, san Josemaría “adquirió el hábito de
saludar siempre al Ángel Custodio de las
personas con las que se encontraba: solía decir que saludaba primero al personaje. Un día de 1972 ó 1973 vino a verle el
arzobispo de Valencia, Mons. Marcelino
Olaechea, acompañado de su secretario.
Como eran muy amigos, el Padre le salu-
114
APOSTOLADO
dó y le dijo en broma: –Don Marcelino, ¿a
quién he saludado primero? El arzobispo
respondió: –Primero, a mí. –No, le dijo el
Padre. He saludado primero al personaje.
Don Marcelino repuso, perplejo: –Pero, entre mi secretario y yo, el personaje soy yo.
Entonces nuestro Fundador explicó: –No,
el personaje es su Ángel Custodio” (Del
Portillo, 1993, pp. 159-160).
Citemos dos manifestaciones más. En
primer lugar, su conciencia de la relación
de los ángeles con la Sagrada Eucaristía.
Tenía la firme convicción de que, a modo
de adoración y veneración, los ángeles están presentes en la celebración de la santa
Misa: “(...) la tierra y el cielo se unen para
entonar con los Ángeles del Señor: «Sanctus, Sanctus, Sanctus»... Yo aplaudo y
ensalzo con los Ángeles: no me es difícil,
porque me sé rodeado de ellos, cuando
celebro la Santa Misa. Están adorando a
la Trinidad” (ECP, 89). Fruto de una fe plena
en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, al hacer la genuflexión ante el Sagrario,
agradecía siempre a los Ángeles, allí presentes, la adoración que continuamente
prestan a Dios. Solía comentar: “Cuando
voy a un oratorio (…) donde está el tabernáculo, digo a Jesús que le amo, e invoco
a la Trinidad. Después doy gracias a los
Ángeles que custodian el Sagrario, adorando a Cristo en la Eucaristía” (Del Portillo, 1993, p. 159).
Y en segundo lugar, su confianza en la
ayuda del ángel custodio en ese momento
supremo que es el fin de la vida terrena:
“El Ángel Custodio nos acompaña siempre
como testigo de mayor excepción. Él será
quien, en tu juicio particular, recordará las
delicadezas que hayas tenido con Nuestro
Señor, a lo largo de tu vida. Más: cuando
te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Ángel presentará
aquellas corazonadas íntimas –quizá olvidadas por ti mismo–, aquellas muestras
de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo (...)”
(S, 693).
Voces relacionadas: Actividad del Opus Dei; Devoción, devociones.
Bibliografía: C, 562-570; Jean Daniélou, Les anges et leur mission d’après les Pères de l’Église,
Paris, Desclée de Brouwer, 1990; Joseph Duhr,
“Anges”, en DSp, I, 1937, cols. 580-625; Renzo
Lavatori, Gli angeli. Storia e pensiero, Genova,
Marietti, 1991; Id., “Gli angeli: la loro presenza e
la loro azione nella vita cristiana secondo il beato Josemaría”, en GVQ, V/1, pp. 137-156; Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del
Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993; George Tavard,
“Los ángeles”, en Bernard Sesboué (dir.), Historia
de los dogmas, II, 2, Madrid, BAC, 1973.
Gabriela AYBAR PERLENDER
APOSTOLADO
1. Una vocación universal. 2. “Sobreabundancia de la vida interior”. 3. “Apostolado
de amistad y confidencia”. 4. “Santificar
a los demás con el trabajo”. El ámbito del
apostolado personal. 5. “Vibración apostólica”.
“Apostolado” es el término utilizado
para designar la misión confiada por Cristo a sus discípulos, a los que el propio
Jesús llamó “apóstoles”, término que en
griego significa “enviados”. Los apóstoles,
en particular los denominados Doce en el
Nuevo Testamento, que tuvieron una llamada singular por parte de Jesús, fueron
enviados por el Maestro a “predicar la Buena Nueva y curar toda enfermedad” (Mt 9,
35), con un mandato que fue ratificado de
manera especial en la “oración sacerdotal”
de la Última Cena, cuando Jesucristo les
dijo “como Tú me has enviado al mundo,
yo también los he enviado al mundo” (Jn
17, 18) y de nuevo, cuando después de la
Resurrección, los envió a “bautizar a todas
las naciones, en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 18-20).
Este envío aparece anunciado en numerosas parábolas y episodios del Evangelio, a menudo comentados por san
115
APOSTOLADO
Josemaría, que ilustran la necesidad del
apostolado para extender el reino de Cristo
en los corazones: la cosecha, la pesca, la
luz del mundo y la sal, el fuego que Cristo
ha venido a traer a la tierra (Lc 12, 49), los
frutos que permiten reconocer el árbol (Mt
7, 17-20), el compelle intrare (“obligadlos
a entrar”) dirigido a los criados para que
llenaran la fiesta de las bodas (Lc 14, 23), o
incluso la queja de los obreros de la última
hora (“nadie nos ha contratado”: Mt 20, 7),
y la del paralítico de la piscina de Bezatha
(“no tengo a nadie que me acerque a las
aguas recién removidas”: Jn 5, 7).
San Josemaría pone de manifiesto la
importancia, junto a los sermones dirigidos
por Cristo a las muchedumbres, de los encuentros personales de Jesús, modelos de
ese apostolado de amistad y confidencia
que él no dejaba de predicar. Ante todo,
la llamada del Señor a los Apóstoles (“Ven
y sígueme”), sea directamente, sea realizada a través de algunos de ellos: Andrés
lleva a su hermano (Jn 1, 41-42), Felipe a
su amigo Natanael (Jn 1, 45) y Juan a su
hermano Santiago. Y también el encuentro con Nicodemo; con la Samaritana, que
a su vez da noticia de Jesús a todos los
habitantes de su aldea; o, en los últimos
momentos de su vida, el encuentro con el
“buen ladrón”. La actuación de Cristo, por
tanto, es el modelo de cualquier apostolado: rezuma de su amor a los hombres,
a los que Jesús llama sus “amigos”; viene
precedida por la oración se dirige a todo
tipo de personas sin restricción de edad,
de sexo, de profesión, de situación religiosa o incluso moral.
1. Una vocación universal
Se podría decir que el primer elemento de la enseñanza de san Josemaría sobre el apostolado es que se trata de una
vocación-misión (“un mandato imperativo
de Cristo”: C, 942), que es universal, ya
que nadie está excluido, aun cuando se
concreta de diversos modos. Desde muy
pronto la Iglesia, que reconoció en los
obispos a los sucesores de los apóstoles,
les atribuyó de manera eminente la misión
apostólica. Al mismo tiempo, en varios textos de san Pablo –que se llamó a sí mismo apóstol– se pone de relieve que, en
un sentido más amplio y sin referencia a
funciones de gobierno, todos los fieles son
también enviados por Cristo. Los Hechos
de los Apóstoles confirman esa misma realidad, proporcionando, además de las predicaciones multitudinarias de Pentecostés
y más tarde de Pedro o de Pablo a las gentes, episodios de encuentros apostólicos,
como el de Felipe con el intendente de
la reina de Etiopía (Hch 8, 26-40), o el de
Priscila y Aquila con Apolo, al que “le expusieron con más exactitud el camino del
Señor” (Hch 18, 26), y a los que el mismo
Pablo dirigió dos veces el elogio de “colaboradores” valientes y figuras significadas
de la comunidad cristiana (cfr. Rm 16, 3-5;
1 Co 16, 19).
Junto a la enseñanza oficial y auténtica propia del Magisterio de los Apóstoles y
de sus sucesores, el cristianismo conoció
desde los comienzos un apostolado realizado por los fieles corrientes, que contribuyeron en gran parte a difundir el Evangelio.
Algunos de los textos más antiguos de la
comunidad cristiana muestran este apostolado ejercido en todos los estratos de la
sociedad. Los cristianos se extendieron
hasta los confines del mundo conocido,
como dice Tertuliano en un texto que san
Josemaría citó algunas veces: “Somos de
ayer y ya llenamos el orbe y todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las alturas, los
municipios, los conciliábulos, los mismos
campamentos, las tribus, las decurias, la
corte, el senado, el foro. Os hemos dejado a vosotros solamente los templos” (El
Apologético, XXXVII, 4). Y también: “Convivimos con vosotros en este mundo, sin
evitar el foro, el mercado, los baños, tabernas, oficinas, albergues, vuestras ferias
y los demás lugares donde se comercia.
Con vosotros navegamos también nosotros, con vosotros hacemos la milicia,
cultivamos la tierra y comerciamos; por
116
APOSTOLADO
tanto intercambiamos nuestras artesanías
y ponemos a vuestra disposición nuestras
obras” (El Apologético, XLII, 1). Los cristianos son como la levadura en la masa o el
alma en el cuerpo, dice la Carta a Diogneto
(nn. 5-6). Las primeras comunidades consideraban que el Bautismo, por sí mismo,
implicaba una responsabilidad apostólica
con respecto a la familia (esposo, hijos),
a los allegados y a otras personas cercanas. El apostolado es una parte integrante, esencial, de la vocación cristiana y del
compromiso bautismal.
su familia, de sus colegas, de sus amigos”
(CONV, 21). Y también en referencia tanto
al varón como a la mujer: “No veo ninguna
razón por la cual al hablar del laicado –de
su tarea apostólica, de sus derechos y deberes, etc.– se haya de hacer ningún tipo
de distinción o discriminación con respecto a la mujer” (CONV, 14).
La comprensión del apostolado como
vocación cristiana universal se ha abierto camino a lo largo del siglo XX y se encuentra hoy comúnmente aceptada. Pero
en las sociedades católicas de la primera
mitad del siglo XX no lo era tanto, al igual
de lo que ocurría con respecto a la llamada
universal a la santidad. Una y otra llamada
constituyen dos caras de una misma vocación cristiana, como lo ha proclamado
el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 39-42), que
considera parte principal de su mensaje el
anuncio de la universalidad de la llamada a
la santidad y al apostolado, y que recuerda
que “lo propio del estado de los seglares
es el vivir en medio del mundo y de las
ocupaciones temporales, ellos son los llamados por Dios para que, fervientes en el
espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en
el mundo a manera de fermento” (AA, 2;
cfr. LG, 33).
San Josemaría valoró las obras de
apostolado asociado, es decir, las iniciativas, empresas o instituciones que los fieles
cristianos, por sí mismos o unidos a otras
personas de buena voluntad, pudieran promover. De hecho las impulsó en bastantes
casos. Pero, como se advierte en sus escritos y en su predicación, el “apostolado”
por antonomasia era para él la acción personal del cristiano, ejercida cada día entre
sus iguales, para exhortarles –con su palabra y su conducta– a ser discípulos de
Jesús. De ahí que, como escribió Álvaro
del Portillo, entendiera siempre “la responsabilidad apostólica de los seglares como
un mandato divino –dinamismo de la gracia sacramental–, porque el mismo Cristo
ha confiado a los bautizados el deber y el
derecho de dedicarse al apostolado, sobre
todo y primariamente, en y a través de las
mismas circunstancias y estructuras seculares –no eclesiásticas–, en las que se
desarrolla su vida cotidiana y ordinaria de
ciudadanos y cristianos corrientes” (Del
Portillo, 1992, p. 75).
Esta universalidad fue predicada por
san Josemaría en referencia a personas de
las más diversas profesiones y condiciones: “Hay que rechazar el prejuicio de que
los fieles corrientes no pueden hacer más
que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de
los seglares no tiene por qué ser siempre
una simple participación en el apostolado
jerárquico: a ellos les compete el deber de
hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son
parte de la Iglesia; esa misión la realizan
a través de su profesión, de su oficio, de
Ser apóstol es, en suma, un deber
primario de todo cristiano: “no tenemos
más remedio que trabajar, al servicio de
todas las almas. Otra cosa sería egoísmo.
(...) No imaginéis que es este afán como
una añadidura, para bordear con una filigrana nuestra condición de cristianos. Si
la levadura no fermenta, se pudre. (...) No
prestamos un favor a Dios Nuestro Señor,
cuando lo damos a conocer a los demás:
por predicar el Evangelio no tengo gloria,
pues estoy por necesidad obligado, por el
mandato de Jesucristo; y desventurado de
mí si no lo predicare (1 Co 9, 16)” (AD, 258).
117
APOSTOLADO
El apostolado prolonga la mediación
de Cristo y manifiesta que en el cristianismo juega un papel decisivo la mediación.
La narración de la conversión de san Pablo
comporta la mediación de Ananías, a quien
Jesús envía a Pablo, que le pregunta: “Qué
debo hacer” (Hch 9, 6). El relato pone de
relieve sin duda alguna la necesidad de
una dirección o de un consejo espiritual
para orientarse en la vida cristiana. Pero,
en sentido más amplio, expresa la voluntad de Dios de servirse de un intermediario
a la hora de darse a conocer o de dar a
conocer sus deseos. Se puede igualmente
llegar a la conclusión de que la dirección
espiritual es una forma del apostolado cristiano, o que el apostolado cristiano supone
una forma de consejo espiritual para con el
prójimo y en servicio del prójimo.
El apostolado personal es manifestación de la caridad, que lleva a compartir con los que amamos aquello que más
amamos. Este es ciertamente uno de los
fundamentos de la enseñanza de san
Josemaría sobre el apostolado: “Universalidad de la caridad significa, por eso,
universalidad del apostolado; traducción
en obras y de verdad, por nuestra parte,
del gran empeño de Dios, que quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4)”
(AD, 230).
Si el apostolado es manifestación de
caridad, en cierto sentido todo acto de caridad es apostólico. Aun cuando san Josemaría no se expresó nunca en estos términos, podría haber hecho suya la expresión
de Benedicto XVI cuando habla en la Cart.
Enc. Deus Caritas est de un “servicio de
la caridad”, que precede al apostolado de
la fe (la predicación, el testimonio, la conversación apostólica), y que, aunque en
ocasiones no dé lugar a una efectiva transmisión de la fe, mantiene siempre abierta
esa posibilidad. Pero si la caridad es siempre apostolado, también es cierto que el
apostolado no puede ser practicado sin
caridad, porque la caridad es su alma. “La
caridad es la sal del apostolado de los cristianos; si pierde el sabor, ¿cómo podremos
presentarnos ante el mundo y explicar, con
la cabeza alta, aquí está Cristo?” (AD, 234).
2. “Sobreabundancia de la vida interior”
San Josemaría se refirió frecuentemente a los primeros cristianos para explicar su concepción del apostolado de los
laicos tal como lo esperaba de los miembros del Opus Dei o, en términos más amplios, tal y como lo consideraba en cuanto
llamada de Dios a todos los bautizados.
Al citar en numerosas ocasiones la breve
pero profunda descripción de la vida de la
primera comunidad que nos trasmiten los
Hechos de los Apóstoles (“eran asiduos
a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a
las oraciones”: Hch 2, 42), san Josemaría
ofrecía reinterpretado el dicho de un autor
francés –J. B. Chautard–: “una superabundancia de tu vida «para adentro»” (C, 961).
Comprendemos así que el apostolado se
funde con la vida de trato con Dios, es
su prolongación natural, análogamente a
como la caridad fraterna prolonga y vuelca
en el prójimo el amor de Dios. De ahí se
deriva igualmente la conexión constante
entre la santidad y el apostolado a la hora
de definir la vocación cristiana.
“Mirad además que Dios, al fijarse en
nosotros, al concedernos su gracia para
que luchemos por alcanzar la santidad en
medio del mundo, nos impone también la
obligación del apostolado. Comprended
que, hasta humanamente, como comenta
un Padre de la Iglesia, la preocupación por
las almas brota como una consecuencia
lógica de esa elección: cuando descubrís
que algo os ha sido de provecho, procuráis
atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra
desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre
terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo ha-
118
APOSTOLADO
gáis solos (San Gregorio Magno, Homiliae
in Evangelia, 6, 6)” (AD, 5).
Se puede distinguir así entre la edificación personal en la relación con Dios y
en la virtud (santidad), y la relación con el
prójimo que recibe el nombre de caridad.
Pero estas dos dimensiones se reclaman
la una a la otra; no son dos más que en
apariencia: la santidad alcanza su plenitud
en el apostolado y el apostolado requiere
la santidad.
El primer acto de caridad con el prójimo es la oración. Es más, la razón de ser
de la actividad apostólica se enraíza en la
unión con Dios, que se alcanza en los sacramentos y en la oración: “Te diré, plagiando la frase de un autor extranjero [alude a
J. B. Chautard], que tu vida de apóstol vale
lo que vale tu oración” (C, 108). Y, en otro
lugar, “Si no tratas a Cristo en la oración y
en el Pan, ¿cómo le vas a dar a conocer?”
(C, 105). Sin vida de oración, el apostolado –la acción, aun realizada con intención
apostólica– quedaría sin fruto: “Me resulta
muy difícil creer en la eficacia sobrenatural de un apostolado que no esté apoyado, centrado sólidamente, en una vida de
continuo trato con el Señor” (AD, 271). Por
eso recomendó mantener, en toda labor
apostólica, el siguiente principio: “Primero,
oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en «tercer lugar», acción” (C, 82).
Y, a la inversa, que se pudiera afirmar que
“la santificación forma una sola cosa con el
apostolado” (ECP, 145), hasta sostener que
la vida interior puede medirse por el celo
apostólico que se posee, pues éste denota el grado de identificación con la misión
redentora de Cristo: “el afán de apostolado
es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de
las almas. No cabe disociar la vida interior
y el apostolado” (ECP, 122).
La oración agudiza el deseo de comunicar el objeto de su fe y de su amor,
y aumenta esta fe y este amor. Fe en Dios
que quiere servirse de los cristianos como
apóstoles y enviados, y fe en su ayuda
para la acción apostólica. Amor a Dios
para hacer accesible a todos al Bien Soberano y amor al deseo divino de ser secundado por las criaturas. San Josemaría pone en guardia contra toda forma de
activismo, que descuidaría los “medios
sobrenaturales” y reduciría el apostolado
a una simple propaganda para incorporarse a un movimiento, a un partido o a una
secta: “Pienso, efectivamente, que corren
un serio peligro de descaminarse aquellos
que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y
prescinden de la oración, del sacrificio y de
los medios indispensables para conseguir
una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo
con la Virgen Santísima y con los Ángeles
custodios...” (AD, 18).
Piedad a la que debe unirse, como es
obvio, la práctica de las virtudes, indispensables para mantener la “vibración apostólica”; en particular la virtud de la pureza, sin la cual “no se puede perseverar en
el apostolado” (C, 129), ya que implica la
superación de toda actitud egocéntrica y
abre el corazón al amor y al servicio. Y la
mortificación (la expiación de que habla el
punto 82 de Camino), la clara conciencia
no solo de que ninguna virtud se adquiere sin empeño y entrega (cfr. C, 175, 180),
sino del valor redentor y apostólico del dolor cuando se une a la cruz de Cristo. “Si el
grano de trigo no muere queda infecundo.
– ¿No quieres ser grano de trigo, morir por
la mortificación, y dar espigas bien granadas? – ¡Qué Jesús bendiga tu trigal!” (C,
199). “¿La Cruz sobre tu pecho?… – Bien.
Pero… la Cruz sobre tus hombros, la Cruz
en tu carne, la Cruz en tu inteligencia. –Así
vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo:
solamente así serás apóstol” (C, 929).
El apostolado cristiano consiste en dar
a conocer el Evangelio y ayudar a vivirlo,
cualquiera que sea el punto de partida del
interesado: ignorante, poco dispuesto, no
practicante o, por el contrario, ya avan-
119
APOSTOLADO
zado y deseoso de progresar en la fe. Se
apoya en la vida de oración y en la santidad personal de quien lo ejerce: es decir,
en la búsqueda de la santidad y el ejercicio
de las virtudes cristianas. El ejemplo de
vida cristiana constituye un requisito básico para el apostolado, como lo pone de relieve el resumen de la vida de Cristo que se
encuentra al comienzo de los Hechos de
los Apóstoles (1, 1), que a san Josemaría
le gustaba repetir: coepit facere et docere,
empezó a hacer y a enseñar. Ejemplo, por
supuesto, tanto en relación con las virtudes que se refieren más específicamente a
la vida social (justicia, lealtad) y las que las
completan (educación, afabilidad), como
en referencia al resto de las virtudes morales (templanza, fortaleza de ánimo).
Pero si la oración es el fundamento
de la actividad apostólica, es también su
término: “Haced de vuestros amigos almas de oración”, es el consejo, la indicación que repitió en numerosas ocasiones.
En una dedicatoria de una vida de Jesús
a uno de los primeros miembros del Opus
Dei, san Josemaría dejó escrito: “Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo:
Que ames a Cristo”. En el punto de Camino que recoge esta anécdota, añade:
“–Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?” (C,
382). Se podría ver aquí una sucesión de
los fines o etapas del apostolado cristiano:
romper la indiferencia y espolear a la búsqueda de Dios y de Jesucristo, transmitir
la doctrina, encaminar hacia la vida de piedad. Y, como para cerrar el círculo, la formación de nuevos apóstoles que a su vez
ayudarán a los que tengan a su alrededor a
recorrer esas mismas etapas (cfr. C, 809).
Junto a la vida de oración, ocupa pues
un lugar en el desarrollo del apostolado la
formación doctrinal, es decir, el deseo de
formarse en la fe con la profundidad que a
cada uno le sea dado alcanzar. “¿Y cuáles
son los medios principales para lograr que
la vocación se afiance? Te señalaré hoy
dos, que son como ejes vivos de la con-
ducta cristiana: la vida interior y la formación doctrinal, el conocimiento profundo
de nuestra fe” (ECP, 8).
De acuerdo con estas premisas se
entiende que san Josemaría definiera el
Opus Dei como una “gran catequesis” y
que viera en el deseo de promover la formación doctrinal una “pasión dominante”.
Considerando, como muchos otros, que
el primer enemigo de Cristo y de la Iglesia
es la ignorancia, san Josemaría suscitaba
constantemente formas diversas de este
“apostolado de la doctrina” (cfr. S, 172). La
piedad es fundamentalmente una actitud
del corazón, una expresión del amor, y por
tanto debe ser alimentada por el conocimiento, no sólo por medio de clases o de
conferencias para un público numeroso,
sino también en el ámbito del apostolado
de cada uno con sus amigos.
3. “Apostolado de amistad y confidencia”
Una de las expresiones más habituales de san Josemaría a propósito del apostolado es la de “apostolado de amistad y
confidencia”. Se refería esencialmente a
ese apostolado personal, sencillo y ordinario, llevado a la práctica por cada bautizado en su familia, en el ámbito profesional,
en los diferentes círculos en los que se
desenvuelve; en suma, con todas aquellas
personas con las que mantiene una relación de amistad.
El vínculo que une este apostolado de
amistad y confidencia con las consideraciones precedentes sobre la llamada universal a la santidad, sobre la caridad y la
vida de oración, sobre el ejemplo o testimonio y sobre las virtudes, está especialmente bien recogido en un punto de Conversaciones: “Querer alcanzar la santidad
–a pesar de los errores y de las miserias
personales, que durarán mientras vivamos– significa esforzarse, con la gracia de
Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley
y vínculo de la perfección. La caridad no
es algo abstracto; quiere decir entrega real
y total al servicio de Dios y de todos los
120
APOSTOLADO
hombres; de ese Dios, que nos habla en
el silencio de la oración y en el rumor del
mundo; de esos hombres, cuya existencia
se entrecruza con la nuestra. Viviendo la
caridad –el Amor– se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se
pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia,
la solidaridad, la responsabilidad familiar y
social, la pobreza, la alegría, la castidad, la
amistad... Se ve en seguida que la práctica
de estas virtudes lleva al apostolado. Es
más: es ya apostolado. Porque, al procurar
vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit
facere et docere (Hch 1, 1), que empezó a
hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la
palabra. Por eso he llamado a este trabajo,
desde hace cuarenta años, apostolado de
amistad y de confidencia” (CONV, 62).
La amistad es una virtud y un gran
bien en sí misma (el mayor de los bienes de
los hombres, según Dante), y para el cristiano la amistad es caridad. Entre la pasión
y el eros, cuyo objeto es un único ser, y el
ágape, que se extiende a todos los hombres, ha podido parecer que la philia, la
amistad, ocupaba un espacio intermedio:
más amplio que la pasión, más restringido
a un pequeño número, esos “otros yo” que
son necesarios para la vida lograda según
Aristóteles. Pero la amistad cristiana ha de
participar de la extensión universal de la
caridad, sin dejar de ser amistad, afecto,
comunidad de objetivos y de preocupaciones. No se funda necesariamente sobre
la base natural de singularidades entrelazadas, ya que la visión de fe, que permite
considerar a cada hombre como un hermano en Cristo, y el mandamiento del amor
llevan a buscar la amistad del mayor número posible de personas, a hacerse “todo
para todos, para salvar a todos” (1 Co 9,
19-22). Sin instrumentalización, el apostolado es la plenitud de la amistad, porque
“la verdadera amistad no debe ocultar lo
que siente” (San Jerónimo, Cartas, 81, 1).
Toda manifestación de caridad con el prójimo es ya, en este sentido, apostolado: “El
deber de la fraternidad, con todas las almas, hará que ejercites el “apostolado de
las cosas pequeñas”, sin que lo noten: con
afán de servicio, de modo que el camino
se les muestre amable” (S, 737).
Según san Josemaría, la amistad personal lleva naturalmente a la confidencia,
a la puesta en común de las alegrías y de
las penas, y a la posibilidad de meterse sin
violencia en la intimidad del amigo: “Esas
palabras, deslizadas tan a tiempo en el
oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar
oportunamente; y el consejo profesional,
que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle
insospechados horizontes de celo... Todo
eso es «apostolado de la confidencia»” (C,
973). En la confidencia, recibida o hecha,
el cristiano ejerce el apostolado del Señor,
haciendo las veces de su intermediario:
“Cuando te hablo de «apostolado de amistad», me refiero a amistad «personal», sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a
corazón” (S, 191).
Es en el marco de la confidencia donde un amigo, además de mover a esa conversión que solamente el Espíritu Santo
realiza en las almas, puede proporcionar
una formación personalizada y llevar por el
camino de la santidad a cualquier alma: “El
apostolado cristiano –y me refiero ahora en
concreto al de un cristiano corriente, al del
hombre o la mujer que vive siendo uno más
entre sus iguales– es una gran catequesis,
en la que, a través del trato personal, de
una amistad leal y auténtica, se despierta
en los demás el hambre de Dios y se les
ayuda a descubrir horizontes nuevos: con
naturalidad, con sencillez he dicho, con el
ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la
verdad divina” (ECP, 149).
121
APOSTOLADO
4. “Santificar a los demás con el trabajo”. El ámbito del apostolado personal
El apostolado personal de amistad y
confidencia se desarrolla en todas las circunstancias, pero principalmente en el ámbito de la vida ordinaria del cristiano: en el
de su familia y en el de su profesión. Para
san Josemaría, esta es una enseñanza de
raigambre evangélica: “Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. –¿Que te
ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu
profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a
las redes: a Mateo, sentado en el banco de
los recaudadores... Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de
los cristianos” (C, 799).
El trabajo profesional –o el oficio o
profesión que cada uno desarrolle, también para una madre de familia la administración doméstica de su hogar, o el estudio
durante la época escolar o universitaria–
constituye una ocupación que llena gran
parte de la vida y en la cual o por la cual
el cristiano debe esforzarse en “santificar
a los demás”, santificándose a sí mismo y
santificando su trabajo. “El apostolado (...)
no es algo diverso de la tarea de todos los
días: se confunde con ese mismo trabajo,
convertido en ocasión de un encuentro
personal con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con codo en los mismos
afanes con nuestros compañeros, con
nuestros amigos, con nuestros parientes,
podremos ayudarles a llegar a Cristo” (AD,
264). De ahí una de las expresiones más
conocidas de san Josemaría: “santificar
el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo”
(CONV, 55).
El prestigio profesional adquirido en el
plano humano inspira con frecuencia entre
los colegas y los compañeros de trabajo
esa confianza que facilita la iniciativa apostólica. La cumplida realización de las tareas
se convierte así en “anzuelo de pescador
de hombres” (C, 372), cuya necesidad no
ha cesado de recordar san Josemaría. Por
lo demás, no es el mero rendimiento profesional o en los estudios, que debe ser estimado, lo que hace del trabajo el ámbito
natural del apostolado, sino la práctica de
las virtudes cristianas, la alegría, la coherencia entre las obras y la fe profesada. Así
escribe: “Ojalá fuera tal tu compostura y
tu conversación que todos pudieran decir
al verte o al oírte hablar: éste lee la vida
de Jesucristo” (C, 2). Y también: “Sólo te
preocupas de edificar tu cultura. –Y es preciso edificar tu alma. –Así trabajarás como
debes, por Cristo: para que Él reine en el
mundo hace falta que haya quienes, con
la vista en el cielo, se dediquen prestigiosamente a todas las actividades humanas,
y, desde ellas, ejerciten calladamente –y
eficazmente– un apostolado de carácter
profesional” (C, 347).
En ese contexto “el apostolado resulta
connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional (...). El apostolado es
como la respiración del cristiano: no puede
vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual”
(ECP, 122). Y eso no sólo en el ambiente
de trabajo, sino en general: la familia, las
relaciones establecidas en el entorno de la
vida asociativa, de las responsabilidades
públicas, del deporte o del tiempo de ocio,
son igualmente circunstancias naturales
del apostolado personal. Realizado en medio del mundo, basándose en la amistad,
y comenzando por las relaciones surgidas
en la vida ordinaria, ese apostolado es
auténtico, no es llamativo, sino impregnado de naturalidad: “Quieres ser mártir.
–Yo te pondré un martirio al alcance de la
mano: ser apóstol y no llamarte apóstol,
ser misionero –con misión– y no llamarte
misionero, ser hombre de Dios y parecer
hombre de mundo: ¡pasar oculto!” (C, 848;
cfr. C, 648).
El capítulo “El apostolado” de Camino completa la exposición de los amplios
campos de apostolado que se les ofrecen
a los cristianos, señalando al efecto varias ocasiones propicias. San Josemaría
122
APOSTOLADO
se refiere así al apostolado epistolar (cfr.
C, 976-977); al apostolado “del almuerzo”
(“Es la vieja hospitalidad de los Patriarcas,
con el calor fraternal de Betania. –Cuando
se ejercita, parece que se entrevé a Jesús,
que preside, como en casa de Lázaro”, C,
974); al apostolado de la diversión (cfr. C,
975); al apostolado de no dar (cfr. C, 979),
para estimular la generosidad de cada uno
y la misma justicia, sin dar lugar a la menor
forma de “mercadeo” apostólico. Y, refiriéndose a la necesaria formación doctrinal
de las almas, hablaba también de “apostolado de la inteligencia”: “«Venite post me,
et faciam vos fieri piscatores hominum”
–venid detrás de mí, y os haré pescadores de hombres. –No sin misterio emplea
el Señor estas palabras: a los hombres –
como a los peces– hay que cogerlos por la
cabeza. ¡Qué hondura evangélica tiene el
“apostolado de la inteligencia»!” (C, 978).
5. “Vibración apostólica”
Entre los obstáculos, de cara al apostolado personal, reconocibles y particularmente reconocidos por san Josemaría,
figuran los “respetos humanos”, la falsa
vergüenza para hablar de Dios. Esta vergüenza es paradójica, ya que lo que se
teme mostrar, los temas que se teme abordar, no tienen nada de “vergonzosos”, y
también porque, en cambio, se actúa, en
ocasiones, con falta de vergüenza o de
pudor en numerosos asuntos que deberían avergonzar. San Josemaría lo denunció siempre: “Hay un obstáculo real para
el apostolado: el falso respeto, el temor a
tocar temas espirituales, porque se sospecha que una conversación así no caerá
bien en determinados ambientes, porque
existe el riesgo de herir susceptibilidades”
(ECP, 175).
También los fracasos pueden enfriar el
afán apostólico, si bien san Josemaría deja
claro que cuando se ha actuado con rectitud de intención, son fracasos solo aparentes. Pueden incluso ser victorias a largo plazo y, en todo caso, son siempre útiles para
el propio apóstol (a modo de lecciones de
humildad, de corrección o de caridad): “No
admitas el desaliento en tu apostolado. No
fracasaste, como tampoco Cristo fracasó
en la Cruz” (VC, XIII Estación).
Damos un paso más: “La sola presencia no basta”, dijo en más de una ocasión.
No basta con estar, ni siquiera con un estar
que pueda servir de ejemplo. El cristiano
debe hablar, haciéndose eco de san Pablo:
“¿Pero cómo invocarán a Aquél en quien
no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Y cómo oirán sin alguien
que predique? ¿Y cómo predicarán, si no
hay enviados?” (Rm 10, 14-15). Y esto a
pesar de los eventuales fracasos, ya sea
en el apostolado ad fidem o en el intento
de calentar corazones enfriados en la fe. El
modelo viene dado por Cristo y su conversación con los peregrinos de Emaús: les
da el valor y la audacia en la fe, los vuelve
capaces de creer y de predicar la Buena
Nueva: “«Nonne cor nostrum ardens erat
in nobis, dum loqueretur in via?» –¿Acaso nuestro corazón no ardía en nosotros
cuando nos hablaba en el camino? Estas
palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol, de
labios de tus compañeros de profesión,
después de encontrarte a ti en el camino
de su vida” (C, 917).
En suma, los obstáculos se reducen a
falta de fe, de una fe viva, de una fe que
desemboca en visión sobrenatural y que
se traduce, por lo que se refiere al apostolado, en audacia, o lo que es lo mismo, en
una desvergüenza a la que san Josemaría
calificó de “santa” para evitar toda ambigüedad: “Ríete del ridículo. –Desprecia el
qué dirán. Ve y siente a Dios en ti mismo y
en lo que te rodea. Así acabarás por conseguir la santa desvergüenza que precisas,
¡oh paradoja!, para vivir con delicadeza de
caballero cristiano” (C, 390).
Un concepto original subrayado por
san Josemaría para significar el estado
de espíritu y de gracia que debe tener el
apóstol es el de “vibración apostólica”:
123
APOSTOLADO AD FIDEM
una disposición siempre presente para entablar conversación, para orientarla, o simplemente para actuar de una manera o de
otra con el fin de acercar las almas a Dios.
El término de “vibración” evoca a la vez
una actividad constante y continua, y una
transmisión inmediata del estado vibratorio sin otra causa que dicho estado en sí
mismo y la puesta en contacto de objetos
(de personas) aptos para recibirlo. El respeto humano es con frecuencia una “falta
de vibración”: “Te falta «vibración». –Esa
es la causa de que arrastres a tan pocos.
–Parece como si no estuvieras muy persuadido de lo que ganas al dejar por Cristo
esas cosas de la tierra. Compara: ¡el ciento
por uno y la vida eterna! –¿Te parece pequeño el «negocio»?” (C, 791).
Confiando, es decir teniendo fe, en la
misión encomendada por Cristo a sus discípulos, y en la elección que hizo de ellos
(“no me habéis elegido vosotros a mí, sino
que yo os he elegido a vosotros, y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y
vuestro fruto permanezca”, Jn 15, 16), el
cristiano no puede privarse de practicar
este apostolado personal de amistad y
confidencia, de testimonio, de sobreabundancia de su vida interior, mandato imperativo del Señor: “«Id, predicad el Evangelio... Yo estaré con vosotros...» –Esto ha
dicho Jesús... y te lo ha dicho a ti” (C, 904).
Prolongación y profundización de la
vida de trabajo, del trato personal en el
seno de la familia y de la sociedad, “el
apostolado cristiano –y me refiero ahora en
concreto al de un cristiano corriente, al del
hombre o la mujer que vive siendo uno más
entre sus iguales– es una gran catequesis,
en la que, a través del trato personal, de
una amistad leal y auténtica, se despierta
en los demás el hambre de Dios y se les
ayuda a descubrir horizontes nuevos: con
naturalidad, con sencillez he dicho, con el
ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la
verdad divina” (ECP, 149). San Josemaría
invita, en suma, a un apostolado realizado
en la vida ordinaria, en medio de los anhelos y los desafíos que plantean el mundo y
la historia, con una labor que puede, sobre
todo en algunas ocasiones, ser lenta, pero
que posee siempre gran alcance: “Eres,
entre los tuyos –alma de apóstol–, la piedra
caída en el lago. –Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste,
otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho.
¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?” (C, 831).
Voces relacionadas: Actividad del Opus Dei;
Amistad; Ejemplo, Apostolado del.
Bibliografía: AD, 1-22, 222-237; C, 929-959,
960-999; CONV, 1-23, 58-72; S, 34-51; Luis
Alonso, “La vocación apostólica del cristiano en
la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer”, en
Pedro Rodríguez - Pío G. Alves de Sousa - José
Manuel Zumaquero (dirs.), Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei. En el 50 aniversario de su fundación, Pamplona, EUNSA,
19852; José Luis Illanes, La santificación del
trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad, Madrid, Palabra, 200110 rev. y act.; Paul
O’Callaghan, “The inseparability of holiness and
apostolate. The christian, «alter Christus, ipse
Christus», in the writings of blessed Josemaría
Escrivá”, AnTh, 16 (2002), pp. 135-164; Álvaro
del Portillo, Una vida para Dios. Reflexiones en
torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá
de Balaguer. Discursos, Homilías y otros escritos, Madrid, Rialp, 1992.
Cyrille MICHON
APOSTOLADO AD FIDEM
1. Alcance y sentido de la expresión. 2. Aspectos históricos. 3. Características generales.
San Josemaría concedió una gran
importancia a la relación con los no cristianos, o con los cristianos no católicos,
o con los católicos alejados de la Iglesia.
Respetando siempre sus creencias y su
libertad, aspiró a la vez a atraerlos hacia
la plenitud de la verdad. A este campo
124
APOSTOLADO AD FIDEM
apostólico se refirió en ocasiones con la
expresión apostolado ad fidem. Mostró
singular aprecio por este apostolado que,
en sus diversas formas, es expresión sustantiva de la misión de la Iglesia, así como
manifestación de la apertura de la Iglesia
católica a toda la humanidad y del respeto a la libertad: “Me has oído hablar muchas veces del apostolado «ad fidem». No
he cambiado de opinión: ¡qué maravilloso
campo de trabajo nos espera en todo el
mundo, con los que no conocen la verdadera fe y, sin embargo, son nobles, generosos y alegres!” (F, 944).
cristianos singulares (cfr. UR, 4), a partir del
testimonio personal que los católicos ofrecen con su ejemplo y su palabra a todos
los hombres, en el desempeño de la misión
apostólica universal de la Iglesia recibida
de Jesucristo (cfr. Mt 28, 19-20).
Las diversas formas del apostolado ad
fidem poseen como motivación común el
amor a Dios y a los hombres y, como finalidad esencial, que todos los hombres y
mujeres puedan acoger y abrazar la plenitud de verdad y de salvación “que subsiste
en la Iglesia católica y apostólica” (DH, 1).
2. Aspectos históricos
1. Alcance y sentido de la expresión
San Josemaría emplea la expresión
apostolado ad fidem para significar tanto
el apostolado con los católicos alejados
de la Iglesia como el apostolado con los
cristianos no católicos y el apostolado con
los no cristianos. En efecto, al usar la expresión con ese alcance tan general, no
desconoce, como es lógico, las diferencias
entre las situaciones; y, concretamente, al
aplicarlo tanto al apostolado con los no
cristianos como al relativo a los cristianos
no católicos, distingue la diferencia fundamental, que radica entre estar o no estar
incorporados a Jesucristo por el Bautismo.
Tanto en sus enseñanzas pastorales como
en las iniciativas apostólicas que promovió
hay una clara distinción entre lo que puede denominarse un “apostolado proprie
ad fidem”, referido a los no cristianos, y
un “apostolado ad plenitudinem fidei”, en
relación a los cristianos que no están en
plena comunión con la Iglesia católica (cfr.
Ocáriz, 2009, pp. 110, 117 ss.).
El primero se corresponde con la dimensión misionera ad extra de la Iglesia; el
segundo hace referencia al deseo de promover la unidad de los cristianos, es decir,
al ecumenismo, si bien no se refiere a las
actividades ecuménicas en cuanto tales
entre la Iglesia católica y las otras iglesias
y comunidades eclesiales, sino a la incorporación plena a la Iglesia católica de los
En el proceso que condujo a la aprobación pontificia del Opus Dei, en 1950,
san Josemaría pidió insistentemente a la
Santa Sede que cristianos no católicos y
también no cristianos pudieran ser cooperadores del Opus Dei, participando así de
sus bienes espirituales. Se trataba de una
petición sin precedentes, en una época en
la que ni el ecumenismo ni la relación con
los no cristianos poseían la fuerza y la extensión que cobraron sobre todo a partir
del Concilio Vaticano II (cfr. IJC, p. 253, nt.
63; Rodríguez, 1979, p. 67).
Recibió una negativa inicial que se
transformó luego en un dilata, hasta que
con la aprobación definitiva de 1950, apareció la figura de los “cooperadores no
católicos”, para referirse a quienes, sin
pertenecer obviamente al Opus Dei, colaboran en las labores apostólicas con sus
oraciones y limosnas y, frecuentemente,
con su trabajo (cfr. AVP, III, p. 482, nt. 61).
Refiriéndose a estos cooperadores, san
Josemaría escribió en una de sus Cartas:
“Protestantes de muy diversas denominaciones, hebreos, mahometanos, paganos,
pasan de la noble amistad con una hija o
con un hijo mío a la participación en labores de apostolado. Y, como por un plano
inclinado, tienen así ocasión de conocer la
riqueza de espíritu que encierra la doctrina cristiana. A bastantes les dará el Señor
la gracia de la fe, premiando así su buena
125
APOSTOLADO AD FIDEM
voluntad, manifestada en la leal colaboración en obras de bien” (Carta 12-XII-1952,
n. 33: AVP, III, p. 482, nt. 61).
A este respecto, recordaba una anécdota de un encuentro suyo con Juan XXIII,
al que comentó con espontaneidad y cariño: “«Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres,
católicos o no, un lugar amable: no he
aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad». Él se rió emocionado, porque sabía
que, ya desde 1950, la Santa Sede había
autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y
aun a los no cristianos” (CONV, 22).
Tras el Concilio Vaticano II san Josemaría señaló en una de sus homilías que
se había llenado de gozo cuando, durante
la Asamblea conciliar, había visto cómo tomaba cuerpo con renovada intensidad la
“preocupación por llevar la Verdad a los
que andan apartados del único Camino,
del de Jesús, pues me consume el hambre de que se salve la humanidad entera”
(AD, 226). Y añadía que esa gran alegría
estaba motivada también “porque se veía
confirmado nuevamente un apostolado tan
preferido por el Opus Dei, el apostolado ad
fidem, que no rechaza a ninguna persona,
y admite a los no cristianos, a los ateos, a
los paganos, para que en lo posible participen de los bienes espirituales de nuestra
Asociación: esto tiene una larga historia,
de dolor y de lealtad, que he contado en
otras ocasiones” (AD, 227).
3. Características generales
Según san Josemaría, el apostolado
ad fidem ha de entenderse principalmente
en el marco del “apostolado de amistad y
confidencia” (cfr. S, 191, 192), por el que
“se despierta en los demás el hambre de
Dios y se les ayuda a descubrir horizontes
nuevos: con naturalidad, con sencillez (…),
con el ejemplo de una fe bien vivida, con la
palabra amable pero llena de la fuerza de la
verdad divina” (ECP, 149). Este apostolado
personal lo realizan los fieles del Opus Dei
con sus iguales en medio de sus circunstancias familiares, profesionales y sociales,
contribuyendo así a informar el mundo entero con el espíritu de Jesús y a que todos
perciban el bonus odor Christi (cfr. ECP,
156, 105, 36; AD, 271): “Con tu amistad y
con tu doctrina –me corrijo: con la caridad
y con el mensaje de Cristo–, moverás a
muchos no católicos a colaborar en serio,
para hacer el bien a todos los hombres” (S,
753). San Josemaría dispuso además que
las iniciativas apostólicas promovidas por
los fieles del Opus Dei estuvieran abiertas
también a los no cristianos.
Un rasgo común a las diversas formas de apostolado ad fidem es el respeto
y el amor a la libertad, que san Josemaría enseñó a sus hijos como característica
fundamental de la fe cristiana. De ahí que
pudiera declarar que desde el principio de
la Obra, en esa acción apostólica, “se ha
procurado vivir un catolicismo abierto, que
defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna
a todos los hombres, sean o no católicos,
y a colaborar con todos, participando de
las diversas ilusiones nobles que mueven
a la humanidad” (CONV, 29). El respeto a
la libertad es una exigencia de la justicia y
la caridad y no una táctica para conseguir
la conversión del otro. Es precisamente la
amistad leal, unida al amor a la verdad, la
que lleva a mostrar a todos la riqueza de
la fe católica de un modo auténtico, con
sencillez y naturalidad, respetando las
conciencias y evitando una acomodación
de la doctrina que sería expresión de un
falso irenismo (cfr. F, 456).
Finalmente, san Josemaría entiende
que también al apostolado ad fidem ha de
aplicarse el principio clásico del orden de
la caridad: “El principal apostolado que los
cristianos hemos de realizar en el mundo,
el mejor testimonio de fe, es contribuir a
que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos
amamos de verdad, cuando hay ataques,
calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá
126
APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA
atraído por los que sostienen que predican
la Buena Nueva del Evangelio?” (AD, 226).
Por eso, añadía que para que el apostolado ad fidem arraigue con fuerza y no se
quede en “palabrería hipócrita”, debe venir precedido y acompañado por el amor
a los que ya son miembros de la Iglesia:
“cuando amamos en el Corazón de Cristo
a los que somos hijos de un mismo Padre,
estamos asociados en una misma fe y somos herederos de una misma esperanza
(Minucio Félix, Octavius, 31), nuestra alma
se engrandece y arde con el afán de que
todos se acerquen a Nuestro Señor” (AD,
226; cfr. S, 643, 64).
Voces relacionadas: Apostolado; Cooperadores
del Opus Dei.
Bibliografía: AD, 222-237; CONV, passim; ECP,
passim; S, 64, 181-232, 643, 753; Fernando
Ocáriz, “Evangelización, proselitismo y ecumenismo”, ScrTh, 38 (2006), pp. 617-636; Id., “La
Prelatura del Opus Dei: apostolado ad fidem y
ecumenismo”, en Eduardo Baura (ed.), Estudios
sobre la Prelatura del Opus Dei. A los veinticinco
años de la Constitución apostólica Ut sit, Pamplona, EUNSA, 2009, pp. 109-123; Pedro Rodríguez, Iglesia y ecumenismo, Madrid, Rialp, 1979.
Juan ALONSO
APOSTOLADO
DE LA OPINIÓN PÚBLICA
1. El interés de san Josemaría. 2. La difusión del mensaje cristiano. 3. Principios inspiradores. 4. La información sobre el Opus
Dei. 5. Proyección evangelizadora.
El término “opinión pública” admite
diversos enfoques y definiciones. Se trata
de la mentalidad colectiva que crean los
medios de comunicación con su labor de
difusión de informaciones y opiniones. En
la actualidad, a los medios tradicionales
habría que añadir las formas de comunicación que han aparecido gracias a la
extensión de las nuevas tecnologías, que
están dando lugar a una nueva cultura.
Con modalidades diferentes según épocas
y países, se puede hablar de la existencia
de una dinámica de formación de la opinión pública, de cómo nacen, crecen y se
extienden las ideas que configuran las formas dominantes de pensar y de actuar.
1. El interés de san Josemaría
Entre 1902 y 1975, el arco temporal de
la vida de san Josemaría, los principales
creadores de opinión eran las agencias
de noticias, los periódicos, la radio, la televisión, las productoras y distribuidoras
de películas y las editoriales, así como los
intelectuales que colaboraban con esas
empresas. A ellos se unían los líderes de
opinión de ámbito local, o incluso doméstico, a los que el fundador del Opus Dei
otorgaba gran relevancia: personas que
trabajaban en lugares como las peluquerías o los bares, donde se habla, se debate
y se crean opiniones colectivas a pequeña
escala.
Sobre todo a partir de la segunda
mitad del siglo XX, la Iglesia ha prestado
particular atención a estos fenómenos, a
medida que crecía su impacto social. Señalaba Juan Pablo II que “los medios de
comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de
orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales” (RMi, 37). En ocasiones los creadores
de opinión pública influyen de manera más
amplia y a veces incluso más profunda que
los padres y los educadores. Se comprende que el Concilio Vaticano II señalara la
necesidad de llevar a cabo un apostolado
eficaz en los medios de comunicación, que
permitiera que la doctrina de Cristo llegara
a amplios sectores de la sociedad (cfr. IM,
1-4). Desde entonces, el Magisterio de la
Iglesia ha recordado en diversas ocasiones que en la tarea de evangelización no
basta con “usar” los medios para difundir
el mensaje cristiano, sino que “conviene
127
APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA
integrar el mensaje mismo en esta «nueva
cultura» creada por la comunicación moderna” (RMi, 37).
Esa preocupación está presente en
san Josemaría desde los años treinta. Con
el tiempo, va transmitiendo su interés a las
personas que trata. A todos les recuerda la
importancia del apostolado de la opinión
pública, la necesidad de buscar nuevos
modos de ser testigos de Cristo en ese
ámbito. Además de gozar de unas extraordinarias cualidades de comunicación (cfr.
Urbano, 2008, pp. 140 ss.), san Josemaría
era consciente de la necesidad de ir más
allá de las relaciones personales inmediatas y llegar a círculos más amplios, proporcionados a la universalidad del mensaje
cristiano.
Para san Josemaría, el apostolado de
la opinión pública era la suma de esfuerzos
que los católicos están llamados a realizar,
con el fin de impregnar de dignidad humana y de sentido cristiano las actividades y
profesiones relacionadas con la comunicación. Esa conciencia nace de la secularidad que está presente en su forma de
pensar y que se resume en amar apasionadamente al mundo, participar en su dinamismo, sentirse responsable de su evolución. Innegable es además su sensibilidad
hacia la comunicación y en particular hacia
el periodismo, cualidad muy apropiada en
una persona que dedicó toda su vida a la
transmisión del evangelio.
En 1964 san Josemaría quiso que el
apostolado de la opinión pública que deberían desarrollar los fieles del Opus Dei y
quienes participan en sus actividades se
pusiera bajo la intercesión de santa Catalina de Siena, que, como comentó muchas
veces, “amó –con obras y de verdad– a la
Iglesia y al Papa” (Recuerdos de nuestro
Padre, pp. 399-400: AGP, Biblioteca, P21).
En este terreno cabe señalar la existencia de dos campos a los que san Josemaría dedicó atención: el apostolado de la
opinión pública en cuanto tal y la información sobre el Opus Dei.
2. La difusión del mensaje cristiano
Como parte de un mensaje de santificación de la realidad temporal, san Josemaría recordó que el apostolado de
la opinión pública es para los cristianos
una responsabilidad de la que no pueden
desentenderse. Cada uno en su ambiente
participa, como ciudadano libre y responsable, en la creación de la opinión pública.
Se puede decir que esa preocupación es
un eco de la invitación que está en la base
de la vocación cristiana: euntes ergo docete omnes gentes (Mt 28, 19). San Josemaría dio ejemplo de esta actitud, e intervino
–siempre en coherencia con su condición
sacerdotal– en los canales de difusión de
ideas, pero sobre todo movilizó a otras
personas. Los frutos de su predicación se
concretan en la participación activa de un
gran número de cristianos en esas tareas.
Además, animó a muchas personas a
embarcarse en proyectos profesionales relacionados con la comunicación. Son numerosos los ciudadanos que, en diversos
países, movidos por sus enseñanzas, han
decidido promover empresas en el campo
del periodismo, la publicidad, la literatura
o el cine, por mencionar solamente algunos aspectos. Cada uno de acuerdo con
sus propias inclinaciones y principios, se
ha sentido estimulado por san Josemaría
a ejercer sus derechos y a poner en marcha múltiples iniciativas (Soria, 1993, pp.
114-124). Destaca de otra parte, su papel
decisivo en la promoción de los estudios
universitarios civiles de Periodismo en España, y concretamente en el comienzo de
ese título académico en la Universidad de
Navarra (cfr. Barrera, 2008, pp. 231-257).
3. Principios inspiradores
De modo muy sintético, vale la pena
enunciar algunos criterios fundamentales
que san Josemaría sugirió para la realización del apostolado de la opinión pública:
128
– Enamorados del mundo: san Josemaría transmitía una visión positiva del
APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA
mundo, de las realidades creadas, de
las tareas humanas nobles. Esa visión
positiva alcanza también a las profesiones de la comunicación, que san
Josemaría valora hondamente, por lo
que pueden aportar a la vida social.
Pedía que toda la labor de apostolado
de la opinión pública se realizase de
modo profesional y positivo: es preciso, decía, “ahogar el mal en abundancia de bien” (S, 864).
clara y amena las verdades de la fe,
respetando las creencias y las opiniones de los demás, queriéndoles,
aprendiendo de ellos.
– Cultivadores de la amistad: el diálogo, para san Josemaría, presupone el
amor a la verdad, pero implica además
una “leal amistad con los hombres” (F,
943). La amistad posee una dimensión
racional e implica y conlleva también
empatía, generosidad y todas las virtudes que adornan la amistad. La difusión de la doctrina cristiana y la información sobre el Opus Dei se realizan
no de forma anónima, sino en el marco de una relación personal, que es
la base de todo apostolado, también
en el terreno de la opinión pública: las
personas son las que orientan las instituciones.
– Defensores de la libertad: como parte
esencial de la mentalidad laical, san
Josemaría plantea la participación en
la opinión pública siempre en un contexto de libertad y de pluralismo. La
libertad de expresión de las propias
ideas y de desarrollo de los propios
proyectos son premisas de la comunicación pública, que san Josemaría
hace suyas. No postula soluciones
corporativas en los debates públicos.
De la libertad decía que “cada día la
amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante” (ECP, 184).
– Testigos de la verdad: los cristianos
son y actúan como testigos de una
verdad que han recibido, y entienden
su misión evangelizadora como un servicio al anuncio de esa verdad, tanto
en las relaciones personales de amistad como en otros ámbitos de la vida
social, entre los que hay que destacar
la educación y la comunicación, actividades en las que se juega la transmisión de las creencias de una generación a otra. El testimonio de la verdad
lleva consigo la firmeza para ir contracorriente cuando resulte necesario.
– Orientados al diálogo: san Josemaría reiteró de diferentes maneras que
el diálogo es cauce adecuado para
la transmisión de la verdad cristiana.
Diálogo que supone buenas “entendederas” y buenas “explicaderas”, e
implica “don de lenguas” (F, 895), es
decir, capacidad de exponer de forma
– Sembradores de alegría: la comunicación más eficaz es la que se realiza
sin palabras. El mensaje cristiano es
creíble cuando se nota que quien lo
transmite es feliz: “por sus frutos los
conoceréis” (Mt 7, 16). El apostolado
de la opinión pública no se reduce a
técnicas, se desarrolla sobre todo a
través de la coherencia de vida y de la
alegría que proporciona la experiencia
cristiana. Por eso, favorece un clima de
caridad, de convivencia, que ahogue
todos los odios y rencores (cfr. F, 564).
4. La información sobre el Opus Dei
Pasemos a la segunda vertiente del
apostolado de la opinión pública a la que
antes nos referíamos, la información sobre
el Opus Dei y sus actividades.
Desde los comienzos de su actividad como fundador, san Josemaría dejó
muy claro que toda labor apostólica debe
orientarse a la gloria de Dios; principio
que, obviamente, vale también para el
Opus Dei. De ahí que, hablando de sí mismo, dijera que lo mejor era “ocultarse y
desaparecer: que sólo Jesús se luzca”; y
129
APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA
que, hablando de la Obra, subrayara también que no debía buscar gloria humana,
sino orientar todo a la gloria de Dios. La
humildad debía ser virtud que practicaran
tanto los individuos como las instituciones
(cfr. CONV, 40).
A la vez declaró también con fuerza
que abominaba de toda clandestinidad y
de todo secreteo (cfr. CONV, 30, 34, 41).
Desde su fundación en 1928 el Opus Dei
fue conocido y aprobado por las autoridades civiles y eclesiásticas; y lo mismo
ocurrió con la opinión pública en general,
lógicamente con más amplitud en la medida que iba creciendo el apostolado y,
por tanto, atrayendo más intensamente la
atención de la sociedad.
Por indicación suya se crearon, ya a fines de los años cincuenta, departamentos
de comunicación en Roma, en Madrid y
en otros lugares donde estaba presente el
Opus Dei. Desde el primer momento, además de desarrollar otras tareas de comunicación, los profesionales que trabajaban
en esos departamentos prestaron gran
atención a la relación con los periodistas y
medios de comunicación. Se puede decir
que san Josemaría fue pionero en la promoción de entidades académicas destinadas a formar profesionales en la comunicación institucional en la Iglesia. Muchas
de sus ideas sobre el modo de informar
acerca del Opus Dei tienen aplicación en
ámbitos más amplios. Esas ideas están de
alguna manera en el origen de la Facultad
de Comunicación Social Institucional de
la Universidad Pontificia de la Santa Cruz,
donde se forman profesionales que desempeñan tareas de comunicación en diferentes realidades eclesiales.
5. Proyección evangelizadora
Desde 1975, año de fallecimiento de
san Josemaría, la importancia de la comunicación no ha hecho sino crecer. En esa
misma medida puede decirse que es cada
día más clara la trascendencia del apostolado de la opinión pública. El mundo es
hoy una “conversación global”, donde los
cristianos han de participar de modo activo, encontrar su voz y proponer su mensaje, que puede llegar hasta el último rincón
del planeta, con toda su fascinante novedad, a través de los canales que ofrece el
ámbito profesional de la comunicación.
Voces relacionadas: Apostolado; Medios de comunicación.
Bibliografía: CONV, passim; ECP, 67-72; S, 290322, 416-443; Carlos Barrera, “Josemaría Escrivá de Balaguer y el Instituto de Periodismo de
la Universidad de Navarra”, SetD, 2 (2008), pp.
231-257; Francisca Greene, La opinión pública y
los medios de comunicación en el pensamiento
de San Josemaría Escrivá de Balaguer, San José
(Costa Rica), Promesa, 2004; María Teresa La
Porte, “El compromiso social del periodista”, en
Juan Manuel Matés - Alfonso Méndiz (coords.),
San Josemaría y la comunicación. Actas del II
Simposio sobre el Fundador del Opus Dei (Jaén,
27-XI-2004), Jaén, Caja Rural, 2006, pp. 39-44;
José María La Porte Fernández-Alfaro, El cristiano en los medios de comunicación según san
Josemaría Escrivá. Contexto histórico y desarrollo espiritual y pastoral (tesis doctoral), Roma,
Pontificia Università della Santa Croce, 2007;
Carlos Soria, “Un santo en la sociedad de la
información”, Nuestro Tiempo, 468 (1993), pp.
114-124; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere. Josemaría Escrivá, puertas adentro, Barcelona, Planeta, 2008.
Por lo demás, y en lo que se refiere a la
información sobre el Opus Dei a la opinión
pública no se limitó a impulsar el trabajo de
otros sino que intervino personalmente concediendo entrevistas a periodistas de diferentes países; algunas están recopiladas en
el libro Conversaciones con Mons. Escri­vá
de Balaguer, que se publicó en 1968.
130
Juan Manuel MORA
APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita)
APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita)
1. Estructura de los Apuntes íntimos. 2. De
las “cuartillas” a los “Cuadernos”. 3. El contenido de los Cuadernos. 4. Conclusión.
Con este nombre se conoce, en la
historiografía de san Josemaría Escrivá de
Balaguer, un conjunto de escritos suyos
autógrafos que el Autor dejó reunidos y
revisados en el verano de 1968, en Varese
(Italia), y que en 1985 fueron anotados por
Álvaro del Portillo, cumpliendo el encargo
recibido del Autor.
1. Estructura de los Apuntes íntimos
Del Portillo estructuró el libro en dos
partes: la primera, principal, es la transcripción de los Cuadernos en los que san
Josemaría recogió sus notas y apuntes
personales desde la fundación del Opus
Dei en 1928 hasta finales de 1940; la segunda parte, complementaria, es un conjunto de diversos manuscritos de san Josemaría, de la misma época, agrupados
en catorce apéndices. Álvaro del Portillo,
con ocasión de anotar los Apuntes íntimos,
dio una numeración marginal consecutiva
a los párrafos –o grupos de párrafos– de
todo el libro, que ha pasado a ser el modo
de referencia normal de esta fuente.
Los Cuadernos de san Josemaría son
nueve, nombrados con números romanos y
con las hojas numeradas en el anverso con
arábigos. Hoy se dispone sólo de ocho: el
Cuaderno I fue destruido por el Autor (“Yo
quemé el cuaderno nº 1”, escribió en los
años cuarenta sobre la inicial página de
respeto del Cuaderno II). Su contenido
textual no nos es del todo desconocido
(cfr. CECH, “Introducción” § 3, nt. 23). “La
razón que le movió a destruirlo –escribe
Álvaro del Portillo en la “Nota preliminar”
de su edición– fue que ahí había consignado muchos sucesos de tipo sobrenatural
y muchas gracias extraordinarias que le
concedió el Señor” y “no quería que, basándonos en esos dones extraordinarios,
le tuviésemos por santo, cuando no soy
más que un pecador”. El Cuaderno VIII se
quedó en Madrid con los otros siete cuando comenzó la Guerra Civil, y san Josemaría lo volvió a utilizar al regresar a la capital
de España, acabada la guerra; tiene, pues,
dos fases literarias separadas por tres
años: la primera, que llamamos Cuaderno
VIII/1, comprende las hojas 1 a 62 y la otra,
posterior a la guerra, es el Cuaderno VIII/2,
hojas 62v-74. San Josemaría comenzó a
escribir el último Cuaderno de la serie en
Pamplona, en diciembre de 1937, cuando
abandonó la zona republicana para trasladarse a la de Burgos, y no le dio el número
IX, como parecía lógico, sino que lo llamó
VIII duplicado.
A continuación del texto de los Cuadernos, la edición de Apuntes íntimos incluye catorce Apéndices, que transcriben
otros documentos, con notas de la vida
espiritual del Autor, de ordinario escritas
para su confesor; en varios casos se trata
de relaciones redactadas después de sus
cursos de retiro.
Detengámonos ahora en la parte principal de los Apuntes íntimos, los Cuadernos, estudiando, primero, su origen, para
pasar, después, a una descripción de sus
contenidos.
2. De las “cuartillas” a los “Cuadernos”
Recoger sus notas espirituales en
unos cuadernos tipo “Diario” no fue el proyecto inicial de san Josemaría. Para dejar
constancia de su vida de oración y de lo
que Dios le pedía, lo primero que utilizó
es lo que él solía llamar cuartillas, que con
alguna frecuencia eran sencillamente octavillas. Y eso, ya desde su juventud, en la
época de los barruntos. El evento del 2 de
octubre de 1928 tendrá lugar, precisamente, cuando trataba de recopilar con alguna
unidad las cuartillas que estaba considerando: “Recibí la iluminación sobre toda
la Obra, mientras leía aquellos papeles”
(Apuntes íntimos, n. 306). Con ocasión de
una conversación con el P. Sánchez Ruiz,
entonces su confesor, el 6 de julio de 1930,
131
APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita)
entregó algunas cuartillas que le fueron
devueltas. Entonces decidió conservar sus
notas y apuntes espirituales no en “cuartillas” (papeles sueltos), sino en “Cuadernos”, que dan más seguridad. Pero no era
aquélla una decisión sólo para el futuro,
sino que implicaba la fatigosa tarea de
trasladar a cuadernos todas las notas anteriores.
La transcripción emprendida había
ocupado todo el Cuaderno I y el Cuaderno II hasta su hoja 43. Allí, con fecha 25
de octubre de 1930, víspera de Cristo Rey,
tenemos la primera anotación escrita al
día, es decir, directamente en el Cuaderno: Apuntes íntimos, n. 96. A partir de esta
fecha, san Josemaría sigue ya el estilo
que podríamos llamar habitual en la composición de sus Cuadernos: lleva siempre
en el bolsillo de su sotana una cuartilla u
octavilla –“mi cuartilla”, escribe en alguna
ocasión–, en la que toma breves notas, o
bien apuntes más detenidos, que luego le
sirven de guión o recordatorio para recoger
el contenido en los textos de su Cuaderno.
Un solo ejemplo de lo que digo, tomado del Cuaderno IV. El Autor está hablando
de la oración que hacía “ayer, por la tarde,
a las tres”, en el “presbiterio de la Iglesia
del Patronato”: “Mi imaginación andaba
suelta, lejos del cuerpo y de la voluntad, lo
mismo que el perro fiel, echado a los pies
de su amo, dormita soñando con carreras y caza y amigotes (perros como él) y
se agita y ladra bajito... pero sin apartarse
de su dueño. Así yo, perro completamente
estaba, cuando me di cuenta de que, sin
querer, repetía unas palabras latinas, en
las que nunca me fijé y que no tenía por
qué guardar en la memoria (1): Aún ahora, para recordarlas, necesitaré leerlas en
la cuartilla, que siempre llevo en mi bolsillo
para apuntar lo que Dios quiere: dicen así
las palabras de la Escritura, que encontré
en mis labios: «et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti, firmans regnum tuum
in aeternum»: apliqué mi inteligencia al
sentido de la frase, repitiéndola despacio”
(Apuntes íntimos, n. 273).
Aquí vemos al Autor redactando directamente sobre el Cuaderno con el punto
de partida de la frase latina escrita en la
octavilla. El (1) que aparece en el texto es
la señal que san Josemaría puso allí en una
de sus relecturas del Cuaderno, en la que
escribió en el margen inferior: “(1) En esta
cuartilla, de que hablo, instintivamente,
llevado de la costumbre, anoté, allí mismo
en el presbiterio, la frase, sin darle impor­
tancia”.
3. El contenido de los Cuadernos
Ahora una palabra sobre los Cuadernos en sí mismos. El Autor llamaba a
aquellas primitivas cuartillas, y a las notas
de los Cuadernos que las sustituyeron, las
“catalinas”: “Son notas ingenuas –catalinas las llamaba, por devoción a la Santa de
Siena–, que escribí durante mucho tiempo
de rodillas y que me servían de recuerdo y
de despertador. Creo que, ordinariamente,
mientras escribía con sencillez pueril, hacía oración” (Apuntes íntimos, n. 1862).
Aparentemente los Cuadernos de
Apuntes íntimos tienen la estructura de un
diario personal, y muchas veces lo son.
Pero tienen una variedad temática que no
se ciñe al género “Diario”. Lo explicaba el
propio Autor el año mismo de su muerte:
“No he hecho nunca un diario, porque no
me gusta, pero he ido tomando apuntes,
siempre por mandato de mi confesor. Ahí
salen personas, relatos de sucesos concretos, apuntes de ejercicios de cuando
yo era joven... Hay mucha historia de la
Obra en esos apuntes. Pensaba que habían desaparecido (…). Y un buen día aparecieron esos apuntes. De modo que hay
mucho material, mucho, mucho. Algunos
papeles los rompí” (Catequesis en América, III, 1975, p. 142: AGP, Biblioteca, P04).
En la base del texto encontramos,
siempre, una vida metida en Dios. La interacción entre la “cuartilla” y el Cuaderno
132
APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita)
que hemos examinado, refleja la gran atención que el Autor presta a las mociones de
Dios en su vida. El movimiento de sacar la
cuartilla y apuntar unas palabras es una
forma de docilidad a “los toques del Paráclito” (Apuntes íntimos, n. 769; C, 130),
acompañados con frecuencia de palabras
y de luz. La cuartilla es manifestación de
su fe en la presencia y en la providencia de
Dios; una fe que le llevaba a la lectura sobrenatural de los acontecimientos, pequeños y grandes, de su alma y del mundo.
Ocupan lugar central en este movimiento
la llamada de Dios –conocida plenamente el día 2 de octubre de 1928– a promover el Opus Dei en el mundo, y las luces
sucesivas con las que el Señor le ilustra
para comprender y realizar esa misión. Los
Cuadernos son fruto de su oración y para
su oración, es decir, para dirigir su acción
y su vida. Suponen, ante todo, “recuerdo
y despertador” para el propio Autor, que
–durante los años en que los escribe– los
lee y los medita una vez y otra, los anota y
los glosa. Y los lee y comenta a los primeros que vienen a la Obra.
En el Cuaderno no escribe todos los
días. En el espacio de casi doce años
que cubren estos Apuntes, hay ritmos y
periodos muy diversos. Las anotaciones
llevan siempre la fecha del día en que se
transcriben, no la fecha de la anotación en
la “cuartilla”. Pero puede haber muchas
cuartillas acumuladas y con frecuencia
pasa el tiempo y el Autor no encuentra el
momento oportuno, y finalmente quedan
sin transcribir. Así lo hace notar a veces.
Podemos distinguir, dentro de la unidad de origen del conjunto, cuatro tipos de
anotaciones:
a) Un primer grupo está constituido por
los apuntes que se refieren de manera
directa al espíritu, misión y organización del Opus Dei. Son abundantísimos. Toman unas veces la forma de
una reflexión, otras tienen estilo de
diálogo con el Señor –en este sentido
se funden con las del segundo grupo–,
133
otras adoptan una forma de expresión
casi jurídica o normativa. Dos ejemplos tomados de los Cuadernos III y
IV: “Se verá de implantar en todas las
Casas de la O. de D. esa costumbre
de comentar el Santo Evangelio por
las noches” (Apuntes íntimos, n. 125).
“La Obra de Dios no nacerá perfecta.
Nacerá como un niño. Débil, primero.
Después, comienza a andar. Habla,
luego, y obra por su cuenta. Se desarrollan todas sus facultades. La adolescencia. La virilidad. La madurez...
Nunca tendrá la OD decrepitud: siempre viril en sus ímpetus, y prudente,
audazmente prudente, vivirá en una
eterna sazón, que le ha de dar el estar
identificada con Jesús, cuyo apostolado va a hacer hasta el fin” (Apuntes
íntimos, n. 409).
b) Un segundo grupo tiene carácter de
autobiografía espiritual: son experiencias íntimas del trato con Dios y con
los hombres: en la Eucaristía, en la oración, en el trabajo, en la mortificación,
en la acción sacerdotal y apostólica,
en las contradicciones y en la pobreza, en la forma cotidiana de expresar la
piedad filial. Un ejemplo: “Jesús: que
desde hoy nazca o renazca a la vida
sobrenatural. Ut iumentum!... Te pido
perdón de todas las infamias –innumerables– de mi vida. Que esta otra vida,
a la que quiero nacer hoy, sea una
continua infancia sobrenatural: vida de
Fe, vida de Amor, vida de Abandono.
Fiat. Madre Inmaculada, ¡Tú lo harás!”
(Apuntes íntimos, n. 805).
c) Un tercer grupo de anotaciones, en
estrecha conexión con el anterior,
está más en la línea de un Diario. Es
la actividad de una jornada, o de unos
días: visitas, trabajos, tareas, gestiones, estudio, predicación, atención a
la familia, acción pastoral aquí y allá,
planes apostólicos, caminatas de un
lado para otro en Madrid. Autobiografía, como el anterior, pero más exter-
APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita)
na, aunque vista siempre y de manera
temática en la perspectiva de Dios, de
la acción de Dios en su alma y en las
almas que le rodean. Una muestra de
ese estilo en el Cuaderno IV: “El día
de la Asunción vino Pepe R. a ayudar mi Misa y, con ese motivo, fuimos
a su casa. Bajó Guillermo Escribano
–presidente de la Confederación de
estudiantes católicos de España– y a
vueltas de una pintoresca discusión,
que tuvieron los muchachos, le animé
a prepararse para cátedras” (Apuntes
íntimos, n. 230).
d) Un cuarto y último grupo tiene una intensa profundidad espiritual: son textos que no muestran el estilo narrativo
del grupo anterior, ni la formulación autobiográfica del grupo segundo. Son
piezas autónomas, que se agregan
a las anotaciones de los dos grupos
anteriores: literariamente, “consideraciones” sobre el vivir en Cristo, sobre
el testimonio apostólico, sobre la vida
cristiana de unión con Dios y en medio
de las circunstancias ordinarias. Muchas pasarán literalmente a Camino,
a Forja y a Surco. Guardan en común
con muchas del grupo primero, desde
el punto de vista literario, el carácter
acabado y “autónomo” de cada anotación. El clima del grupo segundo es
como el hogar, el horno en que se forjan estas “consideraciones” del grupo
cuarto, que, una vez acrisoladas, se
agregan, se yuxtaponen, se distribuyen dentro de la secuencia biográfica
de los grupos segundo y tercero.
Leyendo los Apuntes íntimos, se hace
evidente que el Autor escribe en el Cuaderno siguiendo lo que indican las papeletas y cuartillas que tiene delante, y en
cada una hay o puede haber contenidos
que corresponden a estos cuatro tipos y
géneros literarios que hemos señalado. Da
la impresión de que el Autor lo que quiere
es que las cosas que ha visto en diálogo
con el Señor queden escritas, aunque eso
implique cambios bruscos de género o estilo. Este modo de redactar presta a la secuencia textual en los Cuadernos un gran
interés. “El conjunto –como anota Álvaro
del Portillo– es un documento espontáneo,
de gran belleza, de tersa frescura y ciertamente autobiográfico”.
4. Conclusión
“Los fines de estas catalinas son la
Obra y mi alma” (Apuntes íntimos, n. 263).
Este texto de septiembre de 1931 me parece importante para situar el significado
histórico de los Apuntes íntimos de san
Josemaría. El Autor escribe sus cuartillas –había ya anotado en febrero de ese
mismo año– porque se siente “impulsado
a conservar, no sólo las inspiraciones de
Dios –creo firmísimamente que son divinas
inspiraciones– sino cosas de la vida que
han servido y pueden servir para mi aprovechamiento espiritual y para que mi padre
confesor me conozca mejor” (Apuntes íntimos, n. 167).
Es casi el “Deus et anima mea”, de
san Agustín; lo inverso a la publicidad. Los
primeros Cuadernos se llenaron de luces
de Dios sobre la Obra de Dios y sobre su
misión en el seno de la Iglesia, y, junto a
esas luces y en interna relación, como reflexiones y anticipaciones suyas y profundas experiencias espirituales, que el Autor
–unas veces redacta en primera persona;
otras, las “despersonaliza”– querría retener en su intimidad orante y para su confesor: en todo caso, dirá poco después,
no son para “ponerlas a ventilar” (Apuntes
íntimos, n. 446). Por eso, es una fortuna,
para la comprensión de san Josemaría y
de su vivir en la Iglesia, que este rico texto
haya superado las idas y venidas durante
la Guerra Civil española y sobre todo que
se haya “impuesto” a la humildad de san
Josemaría, que escribió: “Quemé uno de
los cuadernos de apuntes míos personales
–hace años–, y los hubiera quemado todos,
si alguien con autoridad y luego mi propia
134
ARGENTINA
conciencia no me lo vedaran” (Apuntes íntimos, n. 1862).
Voces relacionadas: Escritos de san Josemaría:
Descripción de conjunto.
Bibliografía: AVP, I, pp. 325-422; CECH, pp.
18-27; José Luis Illanes, “Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer”,
SetD, 3 (2009), pp. 203-276.
Pedro RODRÍGUEZ
ARGENTINA
1. Inicio de la labor estable. 2. Síntesis histórica de la labor apostólica. 3. El viaje de
catequesis de 1974.
El primer contacto conocido de san
Josemaría con Argentina se remonta a
1915. Uno de los amigos que tuvo cuando estudiaba entonces el Bachillerato en
el Instituto General y Técnico de Logroño fue Isidoro Zorzano Ledesma. Isidoro
había nacido en Buenos Aires, el 13 de
septiembre de 1902. Era el tercer hijo del
matrimonio formado por Antonio Zorzano
y Teresa Ledesma de Zorzano, emigrantes
españoles, naturales de Ortigosa, en la riojana Sierra de Cameros. Vivió sus primeros
años en la capital argentina hasta que regresó a España, junto a su familia, en 1905.
Años más tarde, en 1930, Isidoro pidió la
admisión en el Opus Dei.
San Josemaría se definía a sí mismo
como hombre de ambiciones grandes, anchas y hondas, e ímpetus apostólicos que
se encuadraban en un marco de grandeza
moral; soñaba con el día –escribía ya en
la época de Burgos– “en que la gloria de
Dios nos disperse: Madrid, Berlín, Oxford,
París, Roma, Oslo, Tokio, Zúrich, Buenos
Aires, Chicago…” (AVP, II, p. 319). A finales
del mes de marzo de 1948, pidió, a Pedro
Casciaro y a otros, que se prepararan para
hacer un viaje por América. Deseaba que
conocieran in situ las diversas circunstan-
cias de cada lugar para que se pudieran
dar los primeros pasos de apostolado
estable. Durante ese recorrido, las ciudades de Buenos Aires y Rosario fueron visitadas, por primera vez, por personas del
Opus Dei (cfr. Requena - Sesé, 2002, p. 92).
1. Inicio de la labor estable
El trabajo apostólico del Opus Dei en
Argentina comenzó en 1950. En el año
1935 Mons. Antonio Caggiano había sido
nombrado obispo de Rosario y en 1946
fue creado cardenal. Viajó a Roma con la
preocupación de buscar ayudas para la labor pastoral. Le hablaron del Opus Dei y
visitó personalmente a san Josemaría para
expresar su interés por que el Opus Dei se
estableciera en su diócesis. Para atender
este deseo, san Josemaría indicó que fuera un sacerdote a Argentina. Decidió que
le acompañaran también algunos seglares
para que se pudiera entender bien el espíritu secular, laical, del Opus Dei. El viaje
tenía como objetivo estar en el país un mes
o dos, saludar al Cardenal, recoger información y regresar. El 12 de marzo de 1950
arribaron al recién inaugurado aeropuerto
de Ezeiza, en Buenos Aires, tres miembros
del Opus Dei: Ricardo Fernández Vallespín,
sacerdote, y los profesores Ismael Sánchez Bella, catedrático de la Universidad
de La Laguna y Francisco Ponz Piedrafita,
de la Universidad de Barcelona.
Al ver las buenas posibilidades que se
presentaban y, a instancias del Card. Caggiano, san Josemaría pidió a Ricardo Fernández Vallespín e Ismael Sánchez Bella
que se quedaran en la ciudad de Rosario
–que tenía setecientos mil habitantes–
donde comenzaron a desarrollar, respectivamente, su tarea pastoral y profesional.
El 31 de agosto de 1950, el mismo
Card. Caggiano dejó reservado el Santísimo Sacramento en una casa alquilada en
la calle San Juan, 865, que sería la primera
residencia universitaria, llamada Residencia Universitaria del Paraná, y que luego
pasó a denominarse Residencia Univer-
135
ARGENTINA
sitaria Litoral. Allí descubrió su vocación
Adolfo Isoardi, estudiante de Medicina, el
primero en unirse al Opus Dei como numerario, el 1 de noviembre de 1950. En diciembre de 1951 llegaron de España Ignacio Echeverría, sacerdote, y el estudiante
José Luis Gómez, de dieciocho años. A los
pocos días, en enero de 1952, arribó también de España el joven Ángel Ruiz Vallés.
Los dos estudiantes comenzaron en Rosario las carreras de Ciencias Económicas e
Ingeniería respectivamente.
En 1952, don Ricardo Fernández Vallespín se trasladó a Buenos Aires y así comenzó una nueva etapa del desarrollo del
Opus Dei en el país. Alquiló un pequeño
apartamento en la calle Cerrito. Ese mismo
año pidió la admisión en Rosario Arnaldo
Contreras, un joven médico tucumano. A
los pocos meses, Ismael Sánchez Bella regresó a España para impulsar, a petición
de san Josemaría, la creación de la futura
Universidad de Navarra, en Pamplona.
Ese mismo año, como fruto de la labor
sacerdotal de Ricardo Fernández Vallespín e Ignacio Echeverría, se incorporaron
al Opus Dei las primeras argentinas: Julia
Capón, hija de inmigrantes españoles, estudiante de Estadística y Matemática en la
Universidad Nacional del Litoral, que pidió
la admisión en el Opus Dei el 13 de agosto
de aquel año, y Ofelia Vitta, maestra, que lo
hizo en diciembre.
al Opus Dei: María Elsa Fabri y Ana María Brun, estudiantes de Lenguas; Estela
Barbero, estudiante de Historia; Alba María Blotta, de Ciencias de la Educación, y
Evangelina del Forno, de Arquitectura. El
2 de octubre de 1953 pidió la admisión,
como agregada, Teresa Pequich, que trabajaba en una importante empresa multinacional instalada en la ciudad. La casa
muy pronto resultó pequeña y, a comienzos de 1955, comenzó a funcionar Cheroga, la primera residencia universitaria, en la
calle San Luis.
2. Síntesis histórica de la labor apostólica
El desarrollo de la labor apostólica del
Opus Dei refleja las características sociológicas de la Argentina, país que se convirtió, entre finales del siglo XIX y los años
cincuenta del siglo XX, en receptor de sucesivas corrientes migratorias, provenientes sobre todo de Europa. Este proceso
creó una sociedad abierta, con tendencias
igualitarias y con pocas barreras entre clases sociales, como quedó de manifiesto
en el hecho de que los primeros numerarios de Buenos Aires procedieran de cinco
barrios –Barrio Norte, Belgrano, Almagro,
Boedo y Liniers– muy dispares desde el
punto de vista social (cfr. Lépori de Pithod,
2002, p. 131)
Por lo general, san Josemaría enviaba
a sus hijas a iniciar la labor en pequeños
grupos de dos o tres. Sin embargo, cuando tres españolas solicitaron el visado
para dirigirse a Argentina, el permiso le fue
otorgado a una sola. Así fue como, a mediados de 1952, cruzó el Atlántico Sabina
Alandes. En mayo de 1953 recibieron finalmente la autorización para entrar en el país
Rosa María Ampuero y Sofía García.
En Buenos Aires, en 1953, se alquiló
una vieja casona en la calle Chacabuco, en
el barrio de San Telmo, para instalar una
residencia de estudiantes. Al año siguiente
fue a vivir allí Miguel Gutiérrez, tucumano,
doctorado en Química por la Universidad
de Granada (España), donde había conocido el Opus Dei. Mientras tanto, en Rosario,
otros jóvenes continuaban incorporándose
a las labores de formación: Ernesto García, que por entonces cursaba Ingeniería,
y Francisco Polti.
A principios de 1953 se consiguió, en
la calle rosarina 25 de diciembre, una casa
que sería el primer Centro de las mujeres
en Argentina. Allí se desarrolló una intensa actividad y varias jóvenes se acercaron
Adolfo Isoardi, Ernesto García y Francisco Polti se incorporaron a mediados de
la década de los años cincuenta al Colegio
Romano de la Santa Cruz, Centro Internacional del Opus Dei en Roma, para realizar
136
ARGENTINA
los estudios de Filosofía y Teología. Más
tarde, los tres se ordenaron sacerdotes en
Roma. Con su posterior regreso al país, el
apostolado del Opus Dei tomó un nuevo
impulso.
A partir de septiembre de 1956, las
mujeres del Opus Dei tuvieron su primer
Centro en Buenos Aires, en la calle Beruti. Empezaron la labor en esa ciudad Tere
Zumalde y María José Vázquez, españolas que habían llegado a Rosario un par de
años atrás, y Edith Sabolo. En 1959, la Residencia de Beruti se trasladó a una nueva
casa en la calle Paraguay y muy pronto el
crecimiento hizo que se abriera Sur, en el
barrio de Belgrano.
En 1963 se inauguró la Residencia de
Estudiantes Los Aleros, para varones, en
la esquina de Amenábar, y Virrey Olaguer y
Feliú. Hasta nuestros días recibe cada año
a muchos estudiantes de diferentes puntos del país. Ese mismo año 1963, en Rosario, se consiguió una casa en la calle San
Lorenzo, 840. En Rosario, en 1957, Ignacio
Rodríguez, que trabajaba en el Ferrocarril
Urquiza, descubrió su vocación al Opus
Dei y pidió la admisión como agregado.
El cariño de san Josemaría le llevó a
seguir atentamente los pasos de sus hijos
y de sus hijas. Ignacio Echeverría recordaba que “el Padre siempre siguió muy
de cerca cada paso que la labor desarrollaba en tantas partes del mundo, ya que
estaba en todos los detalles”. Señala que
impulsaba las actividades apostólicas respetando la libertad personal a la vez que se
interesaba sobre “la vida, las ilusiones, los
problemas, la salud o las familias de sangre de sus hijos (…). Existía una relación
directa con él que se expresaba a través
de cartas colectivas, entrañables notas
personales o breves recados” (Lépori de
Pithod, 2002, p. 126).
A comienzos de 1962, llegó a Buenos
Aires el sacerdote Emilio Bonell, quien sería Vicario Regional hasta 1991. Gracias a
su impulso, creció de modo extraordinario
el trabajo apostólico del Opus Dei en Ar-
gentina. En 1964, José María Fontán, también sacerdote, junto con algunos otros
miembros de la Obra, comenzó a viajar a
la ciudad de Córdoba y, en 1971, gracias
a la generosidad de muchas personas,
pudo abrirse allí el primer Centro. En 1966
se compró en la localidad de Bella Vista,
provincia de Buenos Aires, una antigua
casona –actualmente La Chacra–, que en
adelante sería utilizada como casa de retiros y cursos de formación cristiana.
En 1961 había surgido la idea de crear
en Buenos Aires una escuela de hogar y
cultura para capacitar a la mujer. En 1967
se ampliaron los programas de estudio y
se inauguró el ICIED (Iniciativas de Capacitación Integral para Emprendimientos de
Desarrollo), en la localidad de Bella Vista.
En la Argentina, el ICIED ha venido a responder expresamente a las necesidades
que ha planteado el desarrollo de la industria de la hostelería. Acompañando los
cambios pedagógicos del país, el ICIED se
ha transformado en el ICES y es ahora un
instituto de educación formal.
A principios de los años setenta, como
fruto de iniciativas personales de fieles del
Opus Dei, con la colaboración de cooperadores y amigos, se crearon varios Centros de Formación Rural y los colegios Los
Molinos y El Buen Ayre. Estas instituciones
educativas y de promoción humana son
propiedad de asociaciones civiles y reciben
atención espiritual de sacerdotes del Opus
Dei. Con el tiempo surgieron otros colegios
en diferentes ciudades de Argentina.
3. El viaje de catequesis de 1974
El 7 de junio de 1974 san Josemaría
llegó a la Argentina, como parte de un viaje de catequesis por América. Tenía como
objetivo confirmar en la fe a sus hijos y encaminar a muchas otras almas por las sendas de la vida interior, en una siembra continua y generosa de doctrina. Permaneció
en el país hasta el 28 de junio. Durante su
estancia, conversó en animados encuentros multitudinarios con personas de toda
137
ARGENTINA
edad y condición. Se calcula que más de
veinticinco mil personas pudieron verlo y
escucharlo durante esos días en reuniones
que tuvieron lugar en La Chacra, el Colegio
de Escribanos, el Centro Cultural San Martín y el Teatro Coliseo. El 12 de junio san
Josemaría fue en peregrinación a la Basílica de Luján y allí rezó el santo Rosario,
junto a una multitud de fieles que se había
congregado en la iglesia.
La situación política y social de Argentina en los años setenta conocía duros enfrentamientos ideológicos y armados. Era
también la época de confusiones doctrinales que produjeron dolorosas divisiones.
Sin referirse en ningún caso a cuestiones
políticas, el mensaje de san Josemaría insistió en el respeto a la libertad de las personas y a un legítimo pluralismo. En el primer encuentro desarrollado en el Colegio
de Escribanos, ante la pregunta de un asistente en torno a qué quería dejarnos en el
corazón a todos sus hijos sudamericanos,
respondió: “que sembréis la paz y la alegría por todos lados, que no digáis ninguna palabra molesta para nadie, que sepáis
ir del brazo de los que no piensan como
vosotros. Que no os maltratéis jamás; que
seáis hermanos de todas las criaturas…”
(Catequesis en América, I, 1974, p. 407:
AGP, Biblioteca, P05). Y el domingo 23 junio, en el encuentro en el Teatro Coliseo
reiteró: “¡Llenad de Amor esta tierra! ¡Que
los argentinos se quieran! (…) ¡quereos
mucho!” (Catequesis en América, I, 1974,
p. 549: AGP, Biblioteca, P05).
El 26 de junio de 1974, exactamente
un año antes de su muerte y poco antes
de dejar el país, san Josemaría dijo: “Y
cuando me vaya me quedaré a los pies de
Santa María de Luján; ahí dejo mi corazón
(...). Hijos míos, gracias, gracias a Dios,
gracias a vosotros, y gracias a Santa María
de Luján: porque he venido, y porque me
iré, pero volveré; y además, me quedaré”
(Catequesis en América, I, 1974, p. 608:
AGP, Biblioteca, P05).
Después de la visita de san Josemaría a Argentina, comenzó una nueva etapa
de la historia del Opus Dei en el país. Con
el impulso de sus palabras, la labor apostólica se fue extendiendo y se comenzó a
trabajar establemente en La Plata (1980),
Tucumán (1981), Mendoza (1982), Santo
Tomé (Corrientes) y Santa Fe (1986). En
la década de los noventa, se inició la labor estable del Opus Dei en Mar del Plata
(1990), Salta y Posadas (1995), y en el año
2003, en San Juan.
En 1978, por iniciativa de un grupo
de profesionales y empresarios, se creó el
Instituto de Altos Estudios Empresariales
(IAE), que a partir de 1991 formaría parte
fundacional de la Universidad Austral. En
mayo de 2000 abrió sus puertas el Hospital
Universitario Austral.
En el presente (2013), la labor apostólica de la Prelatura se ha extendido a lo
largo y a lo ancho del territorio nacional.
Pertenecientes a todas las clases sociales, los fieles del Opus Dei llegan con su
apostolado y con las distintas iniciativas
de educación y desarrollo a innumerables
personas de toda condición social, económica y cultural. Numerosos miembros del
Opus Dei de nacionalidad argentina han
ido a otros países a iniciar o reforzar la labor apostólica, haciendo realidad la esperanza que manifestó san Josemaría en su
paso por esas tierras en 1974: había que
hacer el Opus Dei “en Argentina y desde
Argentina”.
Voces relacionadas: Catequesis, Labor y viajes de.
Bibliografía: AVP, II, p. 319 y III, pp. 694-731;
María Estela Lépori de Pithod, “El contexto histórico de la posguerra y la expansión del Opus
Dei en América Latina”, en GVQ, II, pp. 119134; José Miguel Pero-Sanz, Isidoro Zorzano
Ledesma. Ingeniero industrial (Buenos Aires,
1902-Madrid, 1943), Madrid, Palabra, 1996; Federico M. Requena - Javier Sesé, Fuentes para la
historia del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002; Ismael Sánchez Bella, Los comienzos del Opus Dei
138
ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES
en Argentina: www.conelpapa.com/historiasdelavidamisma/ sanchezbella.htm
Liliana María BREZZO
ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS
A HOSPITALES
1. El gitano moribundo. 2. Los hospitales
de Madrid. 3. Glorificado sea el dolor. 4.
Los cimientos para hacer la Obra de Dios:
oración y expiación. 5. Constante atención
a los enfermos.
Los enfermos fueron siempre objeto
de atención particular por parte de san Josemaría. Cuando estaba con ellos, trataba
de ayudarles humana y sobrenaturalmente,
con gran caridad sacerdotal. Entre 1931 y
1936, ese trato fue especialmente intenso
con enfermos hospitalizados, y tuvo lugar
en diversos centros sanitarios de Madrid.
1. El gitano moribundo
En la catedral de Nuestra Señora de
La Almudena, de Madrid, hay una capilla dedicada a san Josemaría, en el lado
derecho de la girola, junto a la capilla del
Santísimo Sacramento. En el centro de la
capilla se alza una imagen de san Josemaría, fundida en bronce, del escultor Venancio Blanco. El artista ha representado a
san Josemaría revestido con ornamentos
sacerdotales, para subrayar su carácter de
sacerdote de Jesucristo. Su gesto es recio, sonriente y amigable, con los brazos
abiertos y unas manos fuertes en actitud
de abrazar a la persona que está ante él.
Completan la capilla cuatro altorrelieves
del mismo escultor. El inferior derecho representa a san Josemaría atendiendo a un
enfermo agonizante, un gitano fallecido en
el Hospital General de Madrid.
El 16 de febrero de 1932, san Josemaría escribió en sus Apuntes íntimos que
dos días antes había visitado a un enfermo en ese Hospital. Se trataba de un moribundo que, al parecer, no quería recibir
los santos sacramentos. San Josemaría le
visitó, después de hablar con la religiosa
encargada de la sala de enfermos: “Era un
gitano, cosido a puñaladas en una riña –refiere el sacerdote–. Al momento, accedió
a confesarse. No quería soltar mi mano y,
como él no podía, quiso que pusiera la mía
en su boca para besármela. Su estado era
lamentable: echaba excrementos por vía
oral. Daba verdadera pena. Con grandes
voces dijo que juraba que no robaría más.
Me pidió un Santo Cristo. No tenía, y le di
un rosario. Se lo puse arrollado a la muñeca y lo besaba, diciendo frases de profundo dolor por lo que ofendió al Señor”
(Apuntes íntimos, n. 608: AVP, I, p. 429). El
gitano murió con muerte edificantísima, diciendo entre otras frases, al besar el Crucifijo del rosario: “Mis labios están podridos,
para besarte a ti” (cfr. ibidem). Nunca olvidó san Josemaría aquel grito sincero de
arrepentimiento. Ese hombre fue uno de
los miles de enfermos y moribundos a los
que san Josemaría atendió en los hospitales de Madrid y en sus barriadas limítrofes. Esta labor estuvo, durante varios años,
relacionada con el Patronato de Enfermos
dirigido por la Congregación de las Damas
Apostólicas. Con frecuencia las religiosas
acudían a san Josemaría para que fuera a
atender enfermos en los lugares más variados (cfr. González-Simancas, 2008, p. 147
ss.). Al dejar el Patronato de Enfermos,
el 28 de octubre de 1931, san Josemaría
cesó también en el trabajo de atención
domiciliaria de enfermos, específico de
dicha institución, pero no en las visitas a
enfermos. Al día siguiente escribió: “ayer
hube de dejar definitivamente el Patronato,
los enfermos por tanto: pero, mi Jesús no
quiere que le deje y me recordó que Él está
clavado en una cama del hospital” (Apuntes íntimos, n. 360: AVP, I, p. 425). Fue el
sacristán de Santa Isabel, Antonio Díaz,
quien le habló del trabajo que la Congregación Seglar de San Felipe Neri hacía en
el vecino Hospital General.
139
ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES
2. Los hospitales de Madrid
Entre 1931 y 1936, san Josemaría frecuentó distintos hospitales de Madrid para
atender a los enfermos internos en esos
centros. Los hospitales públicos acogían
sobre todo a quienes, por carecer de medios, no podían convalecer de su enfermedad en sus domicilios particulares. Allí se
daban cita los más pobres de la sociedad.
En los años treinta la capital de España
contaba con varios centros hospitalarios,
entre los que destacaban por sus dimensiones, el Hospital General, que dependía
de la Diputación Provincial, y el Hospital de
la Princesa, de la Beneficencia. El primero
estaba en la calle de Santa Isabel, junto a
la glorieta de Atocha, y el otro en la calle
de Alberto Aguilera. Había otros hospitales
de dimensiones más reducidas y, de algún
modo, especializados en la atención a la
infancia, como el de San Rafael, situado en
el barrio del Niño Jesús; los de Incurables,
uno para hombres y otro para mujeres,
que acogían sobre todo a ancianos y personas con enfermedades degenerativas; y
el Hospital del Rey, para enfermedades infecciosas. Este último estaba en las afueras de Madrid, en Chamartín de la Rosa, y
era de reciente construcción; respondía a
una concepción de la medicina y de la hospitalización más moderna y acorde con los
planteamientos alcanzados; y dependía
de distintas fundaciones benéficas. Hay
constancia documental abundante de la
presencia de san Josemaría en tres de estos hospitales: Hospital General, Hospital
de la Princesa y Hospital del Rey. Sólo hay
un testigo que afirma haber acompañado
a san Josemaría al Hospital de San Rafael.
San Josemaría comenzó la atención
de enfermos en el Hospital General el 8 de
noviembre de 1931, ajustándose en esa
tarea a los modos de proceder de la Congregación de San Felipe Neri, que practicaba las obras de misericordia llamadas
corporales: lavar a los enfermos, cortarles
las uñas, limpiar los vasos de noche, barrer el suelo... Los sacerdotes, además,
ejercían su ministerio con quienes lo solicitaban. Acudía allí los domingos por la tarde y mantuvo esta dedicación hasta julio
de 1936. En este hospital conoció a gente
que luego participó de la incipiente labor
del Opus Dei, como Luis Gordon, Jenaro
Lázaro, Antonio Medialdea, Saturnino de
Dios… (cfr. AVP, I, pp. 423-425).
San Josemaría comenzó a frecuentar
el Hospital del Rey en enero de 1932, gracias a su amistad con el capellán de esta
institución, José María Somoano. Al comienzo acudía para ayudar en la labor de
la capellanía. A partir de abril, una de las
mujeres internadas en este centro, María
Ignacia García Escobar, aquejada de tuberculosis, solicitó ser admitida en el Opus
Dei, y ofrecía por la Obra sus sufrimientos.
San Josemaría, tras visitarla, aprovechaba
también para atender a otros enfermos. En
julio de 1932 murió, probablemente envenenado, el capellán Somoano. Entonces
san Josemaría habló con sor Engracia
Echeverría, superiora de la comunidad de
las Hijas de la Caridad que atendía el Hospital, y se ofreció sin reservas para atender
todas las necesidades que surgieran. Hay
que tener en cuenta que, con las nuevas
leyes laicistas del momento, se había excluido de la plantilla del Hospital el puesto
de Capellán, y la normativa ponía muchas
trabas a su labor pastoral. No obstante,
desde esa fecha, bien san Josemaría, bien
algunos de los sacerdotes que colaboraban con él, como don Lino Vea Murguía o
don Saturnino de Dios, se hicieron cargo
de la atención sacerdotal del Hospital del
Rey. Los recuerdos que las religiosas escribieron sobre el trabajo del fundador del
Opus Dei en este Hospital son elocuentes
(cfr. Testimonios, 1994, pp. 315-320, 363369, 413-417).
El Hospital de la Princesa era el tercer
centro en el que san Josemaría atendía
enfermos. Agregado a la Facultad de Medicina, sus instalaciones respondían a la
concepción hospitalaria de la última mitad
del siglo XIX. Al igual que el Hospital Ge-
140
ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES
neral, estaba saturado: el número total de
enfermos era de unos dos mil, alojados en
salas de doscientas a trescientas camas,
salas aprovechadas al máximo, ya que entre cama y cama había solamente espacio
para una mesilla de noche que, en muchos
casos era sustituida por una silla. El pasillo
central, que era muy amplio, estaba casi
siempre ocupado por dos filas de camas.
No sabemos cuándo comenzó a visitar enfermos en este hospital, pues en los escritos de san Josemaría sólo hay una referencia incidental de 1933. Probablemente fue
informado y quizá introducido en este centro por el Dr. Blanc Fortacín, pariente suyo
y médico de prestigio. Hay un testimonio
expresivo del Dr. Tomás Canales, que trabajaba ahí desde diciembre de 1932. Afirma: “desde el día en que me presentaron
al Padre, lo veía con mucha frecuencia por
las mañanas en el Hospital, por los años
1933-34. Iba de sala en sala, hablando con
los enfermos, confesaba y daba la Comunión, pero con cariño y una simpatía que
encantaba al personal sanitario y a los enfermos. Lo veía a distintas horas de la mañana, por lo que deduzco que debía estar
tres o cuatro horas”. Y añade: “No temía
al contagio, porque en todas las salas que
entraba eran enfermos contagiosos y más
de una vez se le avisó del peligro que corría en el trato con los enfermos y siempre
contestaba, con simpatía y sonriendo, que
él estaba inmunizado a todas las enfermedades” (Sastre, 1989, pp. 116-117).
3. Glorificado sea el dolor
El sentido que tenían estas visitas, a
las que san Josemaría dedicaba muchas
horas, lo encontramos en unas palabras, a
primera vista tal vez desconcertantes, pero
que manifiestan su serenidad y sentido sobrenatural. El 14 de enero de 1932 escribió:
“Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor.
Santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea
el dolor!” (Apuntes íntimos, n. 563: AVP, I,
p. 443). Pudo decirlas porque su alma se
había fortalecido con el propio sufrimiento.
San Josemaría desarrollaba por aquellos
años una intensa actividad apostólica entre jóvenes, además del cumplimiento de
las obligaciones de la capellanía y de las
visitas a los enfermos, al tiempo que pedía muchas oraciones y él mismo realizaba
duras penitencias (cfr. AVP, I, p. 335). Además, san Josemaría tenía experiencia de
largas agonías, vividas con entereza junto
a los enfermos.
En un coloquio en Lisboa en el año
1972, explicó el sentido de la glorificación
del dolor, al responder a la pregunta de un
asistente: “Me has hablado de Camino. No
me lo sé de memoria, pero hay una frase
que dice: bendito sea el dolor, amado sea
el dolor, santificado sea el dolor, glorificado
sea el dolor. ¿Te acuerdas? Eso lo escribí
en un hospital, a la cabecera de una moribunda a quien acababa de administrar
la Extremaunción. ¡Me daba una envidia
loca! Aquella mujer había tenido una gran
posición económica y social en la vida, y
estaba allí, en un camastro de un hospital,
moribunda y sola, sin más compañía que
la que podía hacerle yo en aquel momento,
hasta que murió. Y ella repetía, paladeando, ¡feliz!: bendito sea el dolor –tenía todos
los dolores morales y todos los dolores
físicos–, amado sea el dolor, santificado
sea el dolor, ¡glorificado sea el dolor! El
sufrimiento es una prueba de que se sabe
amar, de que hay corazón” (CECH, p. 406).
4. Los cimientos para hacer la Obra de
Dios: oración y expiación
En los enfermos san Josemaría encontraba los medios para hacer la Obra
de Dios. Muchos años después recordaba:
“Fui a buscar fortaleza en los barrios más
pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días a pie de una
parte a otra, entre pobres vergonzantes y
pobres miserables, que no tenían nada de
nada” (Bernal, 1980, p. 188; cfr. Sastre,
1989, pp. 107 ss.). Humanamente no se
entiende que buscase donde sólo había
pobreza y miseria; sólo la perspectiva de
141
ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES
fe y de amor ilumina este comportamiento. Por eso, en otra ocasión añadió: “Fui a
buscar los medios para hacer la Obra de
Dios, en todos esos sitios. Mientras tanto
trabajaba y formaba a los primeros que
tenía alrededor. Había una representación
de casi todo: había universitarios, obreros,
pequeños empresarios, artistas… Fueron
unos años intensos, en los que el Opus
Dei crecía para adentro sin darnos cuenta.
Pero he querido deciros –algún día os lo
contarán con más detalle, con documentos y papeles– que la fortaleza humana
de la Obra han sido los enfermos de los
hospitales de Madrid: los más miserables;
los que vivían en sus casas, perdida hasta
la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas”
(Bernal, 1980, p. 189).
El 2 de julio de 1974, en el colegio Tabancura de Santiago de Chile, alguien le
pidió que explicase por qué decía que “el
tesoro del Opus Dei son los enfermos”.
Despacio, como saboreando los recuerdos, san Josemaría habló de un “sacerdote que tenía 26 años, la gracia de Dios,
buen humor y nada más. No poseía virtudes, ni dinero. Y debía hacer el Opus Dei…
¿Y sabes cómo pudo? Por los hospitales.
Aquel Hospital General de Madrid cargado
de enfermos, paupérrimos, con aquellos
tumbados por la crujía, porque no había
camas. Aquel Hospital del Rey, donde no
había más que tuberculosos, y entonces la
tuberculosis no se curaba… ¡Y ésas fueron
las armas para vencer! ¡Y ése fue el tesoro
para pagar! ¡Y ésa fue la fuerza para seguir
adelante (…). Y el Señor nos llevó por todo
el mundo, y estamos en Europa, en Asia,
en África, en América y en Oceanía, gracias a los enfermos, que son un tesoro…”
(Bernal, 1980, p. 189; cfr. Sastre, 1989,
pp. 110-111).
Consciente de la tarea apostólica que
tenía entre manos, san Josemaría plasmó
por escrito en sus Apuntes íntimos que los
cimientos de esa actividad eran la oración
y la expiación: “Así, en ese gran edificio,
que se llama «la Obra de Dios» y que llenará todo el mundo, no hay que dar importancia a la veleta brillante. ¡Eso ya vendrá!
Los cimientos: de ellos depende la solidez toda del conjunto. Cimientos hondos,
muy hondos y fuertes: los sillares de ese
cimiento son la oración; la argamasa que
unirá estos sillares tiene un nombre solamente: expiación. Orar y sufrir, con alegría.
Ahondar mucho; pues, para un edificio
gigante, se precisa una base gigante también (octubre 1930)” (n. 92: AVP, I, p. 367).
En 1934 había escrito en una de sus
Consideraciones Espirituales: “Después de
la oración del Sacerdote y de las vírgenes
consagradas, la oración más grata a Dios
es la de los niños y la de los enfermos”
(Bernal, 1980, p. 219). Aquí está el sentido
de sus visitas a los hospitales.
5. Constante atención a los enfermos
La atención a los enfermos no fue un
episodio aislado en la vida de san Josemaría, restringido a la época de los comienzos, sino que se extendió a lo largo de toda
su vida.
Durante su vida en Roma y en sus numerosos viajes por todo el mundo, se prodigó tanto en la atención de los enfermos
que le eran cercanos como de aquellos de
los que le llegaban noticias. Los testimonios sobre su cuidado y sus visitas a enfermos son numerosísimos. Limitémonos
a un ejemplo: sus visitas a la Clínica Universidad de Navarra, siempre que acudía
a Pamplona.
Uno de los médicos de la Clínica Universitaria, después de recordar las visitas
que había realizado a los enfermos y los
encuentros con médicos y enfermeras,
comenzaba sus recuerdos con estas palabras: “para comprender las dimensiones
de su cariño a los enfermos, un cariño
universal, que no distingue, que no regatea, hay que comprender previamente que
Monseñor Escrivá de Balaguer quiso para
la Universidad de Navarra y, especialmente
142
AUDACIA
para su Clínica, ese aire luminoso, ordenado y limpio, humanamente agradable que
sabe proyectar en un ambiente sólo aquel
que tiene un concepto entrañable de lo
que es un hogar” (Del Portillo - Ponz Piedrafita - Herranz, 1976, p. 165). Estas palabras encierran lo que fue la predicación y
visitas a enfermos de san Josemaría.
Voces relacionadas: Dolor; Enfermedad; García
Escobar, María Ignacia.
Bibliografía: AVP, I, passim; Aa.Vv., Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, un hombre de Dios.
Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei,
Madrid, Palabra, 1994; Peter Berglar, Opus Dei.
Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de
Balaguer, Madrid, Rialp, 19872; Salvador Bernal,
Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes
sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1980; Julio González-Simancas y Lacasa, “San Josemaría entre los enfermos de Madrid (1927-1931)”, SetD, 2 (2008), pp. 147-203;
Julio Montero - Javier Cervera Gil, “Madrid en
los años treinta. Ambiente social, político, cultural y religioso”, SetD, 3 (2009), pp. 13-39; Álvaro
del Portillo - Francisco Ponz Piedrafita - Gonzalo Herranz, En memoria de Mons. Josemaría
Escrivá de Balaguer, Pamplona, EUNSA, 1976;
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de
Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989; Pilar Urbano, El hombre de
Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría
Escrivá, Barcelona, Plaza & Janès, 1995.
Gonzalo LOBO MÉNDEZ
AUDACIA
1. Significado y contexto. 2. Dos sentidos de
la audacia. 3. Audacia e infancia espiritual.
Las referencias a la audacia, que indica la actitud de atreverse a tareas difíciles
o arriesgadas, así como a términos y expresiones semejantes (valentía, santa desvergüenza, fortaleza, santa intransigencia),
son habituales en los escritos de san Josemaría y constituyen un rasgo característico
de su espiritualidad.
1. Significado y contexto
El término “audacia” encuentra un
contexto muy apropiado para captar su
significado para san Josemaría en la expresión “Dios y audacia”, que aparece dos
veces en Camino (11 y 401) y una en Surco (96). En los comienzos del Opus Dei, la
expresión se relaciona con la historia de la
primera actividad apostólica de carácter
institucional, la Academia DYA, inaugurada
a finales de 1933 (cfr. AVP, I, pp. 508-519,
533-538). Hay testimonios que muestran
que era una expresión que san Josemaría usaba con frecuencia, para animar, a
quienes se acercaban a su apostolado, a
superar las dificultades y a comportarse
con magnanimidad y altura de miras (cfr.
Testimonios, 1994, p. 294).
La expresión “Dios y audacia” pone
de relieve que la audacia no es una actitud meramente humana, sino que se fundamenta en la confianza en Dios, de quien
el cristiano recibe la fortaleza para actuar
audazmente. Es manifestación de la fe en
Dios, que opera en el cristiano y le lleva a
evitar toda actitud apocada y a no contemporizar (cfr. C, 54), tanto en su misión apostólica como en la propia vida espiritual.
Constituye un rasgo de esa “naturalidad
sobrenatural de la ascética cristiana” (S,
559) que lleva al discípulo de Jesús a superar sus propias limitaciones, a crecerse
ante los obstáculos (cfr. C, 12) y a ampliar
sus horizontes con la “santa ambición (…)
de llevar el mundo entero a Dios” (S, 701)
–ambición que debe ser “por Cristo, por
Amor” (C, 24)–, sin caer en la falsa prudencia de quienes “han llamado locuras a las
obras de Dios” (C, 479). Al contrario, “por
la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez” (AD, 87), escribe san Josemaría.
2. Dos sentidos de la audacia
Los pasajes en los que san Josemaría
habla de la audacia aparecen en dos ámbitos principales. Por un lado, la audacia,
entendida sobre todo como sinónimo de
143
AUDACIA
valentía y fortaleza, es el contrapunto de la
cobardía, la vergüenza y los respetos humanos que retraen al cristiano y le impiden
presentarse claramente como discípulo
de Cristo: “Asusta el daño que podemos
producir, si nos dejamos arrastrar por el
miedo o la vergüenza de mostrarnos como
cristianos en la vida ordinaria” (S, 36). Es
abierto testimonio de fidelidad a Dios y a
la fe recibida: “Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a
nuestra santa fe” (S, 46). Este significado
de la audacia se encuentra ya en Camino y aparece con más frecuencia en Surco, donde hay un capítulo con este título
(S, 96-124).
La audacia no es, como se ha visto,
algo puramente humano, y no se debe
confundir con la osadía, imprudencia o
atrevimiento inconsciente de quien actúa
movido por su carácter impulsivo o como
reacción ante determinadas circunstancias. Así, escribe san Josemaría, que “audacia no es imprudencia, ni osadía irreflexiva, ni simple atrevimiento” (S, 97; cfr.
C, 401); por el contrario –continúa–, “es
fortaleza, virtud cardinal, necesaria para la
vida del alma” (S, 97). Su raíz se ancla en
la confianza en Dios: “¿Has visto? –¡Con
Él, has podido! ¿De qué te asombras?
–Convéncete: no tienes de qué maravillarte. Confiando en Dios –¡confiando de veras!–, las cosas resultan fáciles. Y, además,
se sobrepasa siempre el límite de lo imaginado” (S, 123). El cristiano audaz, que confía en Dios, se llena de optimismo: “Antes
eras pesimista, indeciso y apático. Ahora
te has transformado totalmente: te sientes
audaz, optimista, seguro de ti mismo...,
porque al fin te has decidido a buscar tu
apoyo sólo en Dios” (S, 426). Y eso con
independencia de que no se vea el fruto:
“Convéncete: cuando se trabaja por Dios,
no hay dificultades que no se puedan superar, ni desalientos que hagan abandonar
la tarea, ni fracasos dignos de este nombre, por infructuosos que aparezcan los
resultados” (S, 110). Quien es sobrenaturalmente audaz no se arredra, antes bien,
insiste (cfr. S, 107), reconociendo con humildad que la fuerza viene de lo alto, que
no procede de su propio esfuerzo: “Con
sentido de profunda humildad –fuertes en
el nombre de nuestro Dios y no, como dice
el Salmo, «en los recursos de nuestros carros de combate y de nuestros caballos»–,
hemos de procurar, sin respetos humanos,
que no haya rincones de la sociedad en los
que no se conozca a Cristo” (F, 716).
La audacia, cuando es sobrenatural,
nace del amor a Dios y se manifiesta en el
modo de relacionarse con Él. Es “chifladura
de enamorado” (S, 799), “locura de amor”
(F, 790, 825; AD, 307), “audacia de niño”
(F, 70), “divino atrevimiento” (AD, 306). Este
segundo sentido del término está presente
ya en las primeras obras de san Josemaría:
“No temas si, al discurrir por tu cuenta, se
te escapan afectos y palabras audaces y
pueriles. Jesús lo quiere” (SR, Conclusión).
Los dos sentidos se hallan íntimamente
relacionados y en el capítulo de Camino
donde se incluyen los textos que hacen
referencia al primer sentido de audacia
aparece también la audacia o atrevimiento en el trato con Dios: “No pidas a Jesús
perdón tan sólo de tus culpas: no le ames
con tu corazón solamente... Desagráviale
por todas las ofensas que le han hecho,
le hacen y le harán..., ámale con toda la
fuerza de todos los corazones de todos
los hombres que más le hayan querido. Sé
audaz: dile que estás más loco por Él que
María Magdalena, más que Teresa y Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y Javier”
(C, 402).
3. Audacia e infancia espiritual
La audacia es una actitud propia de los
niños (cfr. C, 857, 896), cuyo atrevimiento e
ingenua confianza revelan la intimidad y la
ausencia de respetos humanos: “Ten todavía más audacia y, cuando necesites algo,
partiendo siempre del «Fiat», no pidas: di
«Jesús, quiero esto o lo otro», porque así
piden los niños” (C, 403). El camino de la
144
AUSTRALIA
infancia espiritual encuentra en la audacia
un maravilloso instrumento de lo sobrenatural: “Niño audaz, grita: ¡Qué amor el
de Teresa! –¡Qué celo el de Xavier! –¡Qué
varón más admirable San Pablo! –¡Ah, Jesús, pues yo... te quiero más que Pablo,
Xavier y Teresa!” (C, 874). San Josemaría
alienta al cristiano a la audacia en la vida
interior, imitando a los grandes santos (cfr.
ECP, 83), como camino para enamorarse
de Dios, dejando que Él actúe (cfr. S, 124)
y le transforme: “Sé atrevido en tu oración,
y el Señor te transformará de pesimista en
optimista; de tímido en audaz; de apocado
de espíritu en hombre de fe, ¡en apóstol!”
(S, 118). Característico de este sentido de
audacia es su estrecha relación con la vida
de infancia espiritual: “–Y, antes de terminar la decena, has besado tú las llagas de
sus pies..., y yo más atrevido –por más
niño– he puesto mis labios sobre su costado abierto” (SR, Primer Misterio Glorioso).
En último término, la raíz y fundamento de
la audacia no es sino el amor: “Mira, las
dificultades –grandes y pequeñas– se ven
enseguida..., pero, si hay amor, no se repara en esos obstáculos, y se procede
con audacia, con decisión, con valentía”
(F, 676).
Voces relacionadas: Fortaleza; Infancia espiritual; Magnanimidad.
Bibliografía: S, 97-124; Aa.Vv., Beato Josemaría
Escrivá de Balaguer, un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid,
Palabra, 1994; José Morales, “La práctica del
cristianismo en Surco”, en Aa.Vv., La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer,
Pamplona, EUNSA, 1994, pp. 213-241.
Víctor SANZ SANTACRUZ
AUSTRALIA
1. Los comienzos en tierras lejanas. 2. La
tiranía de la distancia.
San Josemaría desde el primer momento vio el Opus Dei extendido por los
cinco continentes. Ya en el año 1935, siete años después de que en 1928 Dios le
hiciera ver el Opus Dei, escribió sobre la
necesidad de “crear el ambiente cristiano
en esos grandes territorios de América, de
Australia, de África” (Instrucción de San
Gabriel: AGP, serie A.3, 90-1-2).
Rezó intensamente por la gente de
Australia. En una peregrinación a la Virgen
de Guadalupe, en 1970, ofreció explícitamente el quinto misterio del Rosario por
este continente: “Esta última decena la
ofrecemos por los pueblos de Oceanía,
donde hay tan pocos católicos y poquísimo clero: ¡tantas islas…, y verdaderamente aislados! Sentimos la necesidad de acudir en su ayuda, porque nos interesan las
almas de todo el mundo, y porque faltan
brazos para atenderlas (…). La tarea apostólica y humana es ciertamente grande,
pero contamos con el mandato imperativo de Dios y con la intercesión de Nuestra
Señora, que es la Reina de la Victoria (…).
A nuestra Madre le encomendamos toda la
labor, para que triunfe su Hijo” (Apuntes tomados de su oración personal en la Villa de
Guadalupe, 24-V-1970, en Crónica, 1995,
p. 459: AGP, Biblioteca, P01).
1. Los comienzos en tierras lejanas
En 1959, en los Estados Unidos, pidió
la admisión en el Opus Dei el primer australiano, Ron Woodhead, un profesor de la Escuela de Ingenieros que descubrió el Opus
Dei durante un año sabático en el Massachusetts Institute of Technology, en Boston. En 1960 regresó a Australia, siendo el
único miembro en este país hasta la llegada
de otros fieles del Opus Dei en 1963.
Durante el Concilio Vaticano II, el cardenal Gilroy, arzobispo de Sydney, visitó
145
AUSTRALIA
la Residenza Universitaria Internazionale
(RUI) en Roma, que le causó muy buena
impresión. En ese momento el Gobierno australiano quería establecer colegios
mayores en la Universidad de New South
Wales, en Sydney. Ofrecieron al cardenal
la posibilidad de designar una institución
que tomara la responsabilidad de construir y administrar uno de estos colegios.
Después de haber visto la RUI, el cardenal
preguntó a san Josemaría si sería posible
que el Opus Dei se encargara de la atención espiritual de un colegio mayor. Tras
estudiar el asunto, san Josemaría aceptó
(cfr. Coverdale, 2009, p. 103; Cerda, 2010,
pp. 49-151).
Acto seguido, preguntó a algunos
miembros de la Obra si estarían dispuestos a empezar la labor apostólica estable
en Australia. Jim Albrecht y Chris Schmitt,
dos sacerdotes norteamericanos, llegaron el 19 de mayo de 1963 a Roma para
pasar unos días con san Josemaría. El 24
de mayo, fiesta de María Auxiliadora, Patrona de Australia, salieron hacia Australia, adonde llegaron el día 25. Dos seglares norteamericanos, que habían pasado
también unos días con san Josemaría en
Roma, llegaron dos meses más tarde. Eran
George Block, químico, y Owen Hughes,
ingeniero naval recién graduado.
El 16 de noviembre llegaron cuatro
españoles: Joaquín Villanueva, Javier Casadesús, el sacerdote Norberto Estarriol y
Emiliano Conejo. Como los norteamericanos, también habían pasado unos días en
Roma al lado de san Josemaría, que volcó
su afecto hacia ellos y les animó a cumplir
su plan de vida espiritual y a ser sinceros
y alegres. Como en ese momento había
personas de dos países diferentes entre
los que iban a empezar la labor apostólica,
les sugirió que evitaran hacer un grupo de
españoles y otro de americanos. También
les dijo que se perdonaran mutuamente
enseguida cualquier desavenencia. Les
llenó de esperanza en que el apostolado
se desarrollaría pronto. Como el vuelo era
largo y no habían viajado mucho, les aseguró que llegarían bien. Antes de salir de
Roma les regaló un crucifijo y un tríptico
de la Virgen con la jaculatoria: Sancta María, Stella Orientis, filios tuos adjuva! Con
visión práctica les dio también un aparato
de radio que les ayudara a aprender inglés, y tres ceniceros en forma de pez. Dos
años después de su llegada a Australia,
tres australianos se habían incorporado al
Opus Dei.
Margaret Horsch, maestra de Primaria
australiana, que había pedido la admisión
como supernumeraria en Estados Unidos
en 1955, regresó a Sydney en agosto de
1964 con el fin de ayudar a dar a los primeros Centros el aire de familia que deseaba san Josemaría. El 6 de noviembre
de 1965 llegaron Sylvia Pons, Rosemary
Salaz, Cuca Berazaluce y Janis Carroll. En
Roma habían recibido la bendición de san
Josemaría para que fueran “con el espíritu
de San Pablo”. Margaret había preparado
con donativos y ahorros todo el menaje
de la casa. Hasta mayo de 1966 siguieron
llegando el resto de las doce mujeres que
componían el primer grupo. Todas pasaron
por Roma para recibir la bendición de san
Josemaría, excepto Maruja Cavero, Julita
Fernández e Irene Rubio –las tres numerarias auxiliares– que viajaron desde Japón,
donde habían iniciado la labor en 1960.
San Josemaría les insistió en la sinceridad,
en el cumplimiento de las normas de piedad y en la fidelidad; concretamente, les
pidió que comieran y durmieran bien para
no inventarse problemas personales; también les dijo que venían ad tempus (por un
tiempo, cosa que ellas interpretaron como
llegar a tiempo).
La pequeña casa alquilada en Silver Street, en Randwick, se convirtió en
Eremeran Study Centre, un foco de labor
apostólica con bachilleres y universitarias.
Allí se incorporaron a la Obra Rosemary
Mullins –en 1968– y Josefina Díaz –en
1969–, que fueron las primeras que pidieron la admisión en suelo australiano.
146
AUSTRALIA
Un año después de haber llegado a
Australia, recibieron a modo de donativo
un solar situado enfrente de la entrada
principal de la Universidad de New South
Wales, con el fin de que lo utilizaran como
instrumento apostólico dirigido a estudiantes de esa universidad. En 1970 el edificio
construido sobre él se convirtió en Creston
College, para universitarias.
Antes de la Navidad de 1963, animaba
a los recién llegados: “mis deseos de que,
en el próximo año nuevo, Él y su Madre
Santísima – nuestra Madre – os llenen de
alegría y bendigan con frutos abundantes
y sabrosos vuestras labores apostólicas…
Que estéis siempre contentos: ¡gracia de
Dios y buen humor!” (AGP, serie A.3.4,
279-4, 631200-4).
Como se dijo más arriba, los primeros
profesionales del Opus Dei trabajaron desde el principio en el proyecto de un colegio
mayor, afiliado a la Universidad de New
South Wales. En 1964 constituyeron con
otros australianos una compañía llamada
Education Development Association, que
negoció con la universidad la obtención
de un solar dentro del campus, consiguió
un préstamo de un banco local y siguió la
construcción del edificio. En junio de 1970
el gobernador de Nueva Gales del Sur, Sir
Roden Cutler, inauguró oficialmente Warrane College, con capacidad para doscientos estudiantes. Desde entonces miles de
estudiantes han vivido en Warrane. Tras la
obtención de un título universitario han trabajado en las carreras más diversas y han
fundado familias. Muchos de ellos quieren
profundamente a la Obra y han animado a
sus hijos a residir en Warrane College durante sus estudios universitarios.
Aunque habían llegado las primeras
personas a la Obra, Father Norbert tenía la
impresión de que las cosas iban muy lentas y manifestó su impaciencia en una carta a san Josemaría. Éste le contestó: “Decidle a Norberto que no se ganó Zamora
en una hora”. La Obra necesitaba tiempo
para crecer.
2. La tiranía de la distancia
San Josemaría les escribía regularmente, sin permitir que lo que en Australia se llama “la tiranía de la distancia” (cfr.
Blainey, 1982) les hiciera perder de vista la
cercanía espiritual que tenía con ellos. A finales de noviembre de 1963 escribió: “Espero del Señor, por la intercesión de Nuestra Madre Santa María, que daréis fruto
sabroso y abundante. Siempre in gaudio et
pace” (AGP, serie A.3.4, 279-3, 631130-2).
El 5 de abril de 1964 escribió de nuevo, de
su puño y letra: “Todo andará maravillosamente, si me cumplís las normas. Contadme muchas cosas” (AGP, serie A.3.4, 2804, 640405-3).
De hecho, la distancia aumentaba
el espíritu universal de san Josemaría. Él
pensaba que el mundo era pequeño para
ofrecérselo a Dios. Le daba mucha alegría
pensar que, cuando en Europa aún no había empezado el nuevo día, había hijas e
hijos suyos que lo habrían comenzado ya,
y que habrían rezado y ofrecido la santa
Misa por los demás miembros de la Obra y
por todas las almas.
Desde el año 1975 la región de Australia continuó recibiendo abundantes
bendiciones divinas. Se abrieron Centros
en Melbourne y en Nueva Zelanda, en las
ciudades de Auckland y Hamilton. Actualmente se dan medios de formación con
regularidad en Canberra, Brisbane, Newcastle, Perth, Hobart, y Wellington (Nueva
Zelanda). En Sydney, por iniciativa de personas del Opus Dei, se empezaron cuatro colegios de segunda enseñanza, que
cuentan actualmente con 1.500 alumnos
en total.
Bibliografía: Geoffrey Blainey, The Tyranny of
Distance. How Distance Shaped Australia´s History, Sydney, Macmillan, 1982; José Manuel
Cerda, “Like a Bridge over Troubled Water in
Sydney: Warrane College and the Student Protests of the 1970s”, SetD, 4 (2010), pp. 147-181;
John F. Coverdale, Putting Down Roots. Father
147
AUSTRIA
Joseph Muzquiz and the Growth of Opus Dei,
1912-1983, New York, Scepter, 2009.
Amin ABBOUD
AUSTRIA
1. La “prehistoria” de la labor estable. 2. El
inicio del trabajo apostólico. 3. El Este de
Europa.
Austria es uno de los países en los que
san Josemaría llevó a cabo personalmente la preparación –la “prehistoria”, como le
gustaba decir– del apostolado estable del
Opus Dei mediante su oración y sacrificio,
y lo visitó ya en 1949, lo que le permitió
informarse sobre el terreno acerca de las
peculiaridades del país y contactar con diversas autoridades eclesiásticas. Austria
era –después de Portugal, Andorra, Francia e Italia– el quinto país que visitaba.
En total san Josemaría realizó cuatro
viajes a Austria: tres antes de que empezara la labor estable en 1957, y el cuarto en
1963. Durante el tercer viaje compuso, en
la catedral de San Esteban de Viena y ante
un icono oriental, una jaculatoria especial
para pedir a la Virgen que intercediera a
favor del apostolado de la Obra en Austria
y en los países sin libertad que entonces
quedaban al otro lado del llamado “telón
de acero”.
1. La “prehistoria” de la labor estable
La importancia que san Josemaría dio
a su primer viaje en 1949 se refleja en una
carta escrita desde Milán a los de la Obra
de México, diciéndoles que “estamos (…)
camino de Austria y Alemania, donde vamos a echar una ojeada con vistas a abrir
un par de casas también, cuanto antes, con
la ayuda de Dios. No dejéis de encomendar
las cosas que ahora llevamos entre manos,
porque importan mucho para toda la Obra”
(AVP, III, p. 332). Poco antes de cruzar los
Alpes escribió a sus hijos de Portugal: “al
entrar en Austria y Alemania por vez prime-
ra, recuerdo emocionado mi primer viaje
por esas tierras benditas de Portugal. Encomendad de firme las cosas, para que
el Señor no mire nuestras miserias, sino
nuestra fe, y podamos pronto emprender
definitivamente la labor en el centro de Europa” (De Azevedo, 1988, p. 225).
El lunes, 28 de noviembre, san Josemaría tuvo en Bolzano su primer contacto
con el mundo germánico. Al día siguiente
llegó a Innsbruck. Inicialmente san Josemaría había querido ir a Viena, pero renunció, por razones de prudencia, a atravesar
la zona controlada entonces por la Unión
Soviética.
A pesar de la situación política y de
que el tiempo era desapacible, la impresión que tuvo san Josemaría del país fue
muy positiva. La gran cantidad de cruceros, capillitas y humilladeros bien cuidados, y la limpieza y el orden que observó
en las iglesias dejaron huella en su memoria. Después de haber llevado a cabo algunas visitas en Innsbruck, el viaje continuó
hacia Baviera, donde san Josemaría tenía
el propósito de visitar al cardenal Michael
Faulhaber en Munich, un prelado que tenía
un gran aprecio por el fundador (cfr. AVP,
III, p. 332).
El segundo viaje tuvo lugar seis años
más tarde (1955), cuando ya había empezado la labor estable en Alemania y poco
antes de que terminara el régimen de ocupación aliada en Austria. Esa visita formó
parte de un largo recorrido de cuatro semanas, que empezó el viernes, 22 de abril,
y terminó el jueves, 21 de mayo. La ruta
en coche incluía una estancia de cuatro
días en Austria. Después de haber estado
en Suiza y Alemania, el 6 de mayo entró
en Austria. Cuando atravesó el puesto de
control soviético en la línea de demarcación de Enns, ya sabía que el país estaba
a punto de recuperar su independencia.
“Antes de llegar a la capital –contaba en
1974– viniendo por la carretera de Múnich,
se encuentra un puente con un crucifijo
muy grande. Al pie había un soldado ruso.
148
AUSTRIA
A mí, que estuve año y medio bajo la dominación comunista durante la guerra civil
española y vi asesinar tanta gente y quemar tantas iglesias, me impresionó” (citado
en Echevarría, 2002, p. 20).
Fue en este primer viaje a Viena cuando “descubrió” el magnífico monumento a
la Santísima Trinidad en el Graben, conocido como la Pestsäule o columna de la
peste por haber sido construida en el siglo
XVII en agradecimiento a la Trinidad por
el fin de la peste que había azotado a la
ciudad. Durante su estancia visitó tanto al
arzobispo coadjutor Franz Jachym como
al nuncio Giovanni Dellepiane.
La tercera visita a Austria se enmarca
en un viaje de veinticinco días en noviembre y diciembre de 1955. En Austria estuvo
cuatro días. El 29 de noviembre entraba en
Alemania y el mismo día llegó a Colonia.
San Josemaría, que quería dirigirse cuanto
antes a Viena, permaneció poco tiempo en
Colonia. El domingo, 4 de diciembre, después de celebrar la santa Misa en la catedral de Viena, daba las gracias ante un
venerado icono oriental procedente del noreste de Hungría: Maria Pötsch (en alemán)
o Mária Pócs (en húngaro). Fue entonces
cuando tuvo la inspiración de componer la
jaculatoria que a partir de entonces innumerables personas de todo el mundo han
rezado por sus intenciones: “Sancta Maria,
Stella Orientis, filios tuos adiuva!” (“Santa
María, Estrella de Oriente, ayuda a tus hijos”). Más tarde, el cardenal arzobispo de
Viena, Franz König, recordaría aquel hecho
que él había oído varias veces de los labios
de san Josemaría (cfr. AVP, III, p. 337).
La invocación tenía un triple sentido:
la Madre de Dios es invocada como estrella que señala a Jesús, como estrella de
los “hijos suyos que viven en el Oriente”
y también como estrella que tiene que encender nuestros corazones para propagar
el fuego de Cristo y atraer suavemente a
todos hacia el amor de Dios (estas ideas
aparecen en el texto de la consagración
del altar del oratorio de Sancta Maria Stella
Orientis de Villa Tevere).
Aquel mismo día san Josemaría escribió al Consejo General: “Sigo pensando
que es Viena un magnífico enclave para
el oriente, y que esos hijos darán en estas
tierras mucha gloria a Dios Nuestro Señor”
(AVP, III, p. 336). Cinco días más tarde (el 9
de diciembre de 1955, cuando estaba ya
de regreso a Roma) escribió otra carta en
la que puede leerse: “Me siento seguro al
afirmar que Dios Nuestro Señor nos va a
dar medios abundantes –facilidades, personal– para que trabajemos por Él cada día
mejor en la parte Oriental de Europa, hasta que se nos abran –que se abrirán– las
puertas de Rusia (…). Haz que digan muchas veces esta jaculatoria: Sancta Maria,
Stella orientis, filios tuos adiuva!” (AVP, III,
pp. 336-337). El mismo domingo o el lunes,
Escrivá visitó de nuevo al arzobispo coadjutor de Viena, Franz Jachym, quien recordó inmediatamente el anterior encuentro
de mayo y preguntó cuándo iba a venir el
Opus Dei a Viena. Después de aquella visita san Josemaría, con sus acompañantes,
regresó a Colonia y a Bonn, donde habló,
con los que estaban entonces en Alemania, sobre los planes en Austria.
2. El inicio del trabajo apostólico
El 5 de enero de 1955 san Josemaría escribía desde Roma al consiliario en
Alemania, Alfonso Par, diciendo que “aquí
ya hay un grupito practicando alemán, de
cara también a Austria”. El 15 de abril de
1955 reiteraba: “si las cosas de Austria se
arreglan, yéndose los rusos, será cosa de
ir pensando en Viena…”. Fue por aquellas
fechas cuando san Josemaría preguntó a
dos postgraduados (Joaquín Francés, en
Medicina, y Remigio Abad, en Economía),
que estaban terminando sus estudios de
Teología en las universidades de Roma,
si estaban dispuestos a empezar la labor
en Austria. Ambos recibieron la ordenación sacerdotal en 1956. El 30 de octubre
de 1956, durante la revolución popular en
149
AUSTRIA
Budapest y pocos días antes de la ordenación de Joaquín Francés, san Josemaría escribía otra vez a Alfonso Par que “en
cuanto se ordene Joaquín F., convendrá
precipitar la marcha a Viena” y le recomendaba: “pedid al Señor muchas vocaciones
y, con los medios sobrenaturales, no dejéis
de poner también los humanos”. Joaquín
Francés y Remigio Abad llegaron finalmente a principios de 1957 a Bonn con el fin
de ambientarse. La correspondencia de
aquellas fechas indica que san Josemaría tenía prisa por empezar en Austria. El
16 de abril siguiente era don Álvaro del
Portillo quien escribía a Alfonso Par para
decirle que “el Padre desea que se ponga
enseguida en marcha el inicio de la nueva
Región” y el 6 de mayo san Josemaría les
hacía llegar a Bonn un ejemplar de Camino
con una dedicatoria: “Para Viena – Sancta
Maria, stella orientis, filios tuos adiuva!”.
Finalmente a primera hora de la mañana
del 22 de mayo de 1957 llegaban a la Estación del Oeste de Viena los dos sacerdotes
acompañados por don Alfonso Par.
Los recién llegados pasaron las primeras noches en una residencia de estudiantes donde vivía un universitario austríaco
que había conocido la Obra en Londres.
Más tarde se alojaron en una pequeña habitación subarrendada en la Hießgasse,
10, hasta que en junio de 1957 alquilaron
otra muy modesta en la Barnabitengasse,
3/26. La primera visita de los recién llegados al arzobispo de Viena, Franz König,
nombrado poco antes, fue el comienzo de
una larga amistad del cardenal austriaco
con el santo fundador.
Cuando Remigio Abad tuvo que regresar a España por razones de salud, le
sustituyó otro de los sacerdotes de Alemania, José Arquer. Él y Joaquín Francés
consiguieron alquilar en octubre de 1957
una vivienda en la Favoritenstrasse, 24,
que hasta el año 2000 fue la sede de la
Comisión Regional. En Pascua de 1958
Joaquín pudo viajar a Roma con un grupo
de estudiantes y san Josemaría le regaló
prácticamente todo el ajuar del oratorio de
San Nicolás de Villa Tevere para que pudieran celebrar dignamente la santa Misa en
el nuevo Centro. En septiembre y noviembre llegaron otras cuatro personas a Viena:
dos sacerdotes (Luis Gorostiza y Germán
Rovira) y los dos primeros laicos (Xavier
Sellés y Ricardo Estarriol, periodista que
se especializó en la información sobre el
oriente europeo). A los que iban a Austria,
san Josemaría les había hablado de la unidad y de la necesidad de hacerse todo
para todos, de no ser cuerpo extraño en el
nuevo país y de deshacerse de la cáscara nacional. En mayo de 1959 Austria era
ya una circunscripción propia dependiente
del Consejo General en Roma.
Käthe Retz, psicóloga, diplomada en
Bonn, llegaría un año más tarde (el primero de mayo de 1960) a Viena en compañía
de Josefina Elejalde, de Bilbao, y Marga
Schramel, de Constanza. San Josemaría había pedido a uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, José María
Hernández Garnica, que las ayudara con
su aliento y consejo para la labor profesional y apostólica que iban a desarrollar en
Austria. En pocos meses las tres mujeres
consiguieron convertir una villa semiabandonada en la zona residencial de Viena, en
una agradable residencia de estudiantes
que recibió el nombre de Währing.
Muy pronto llegaron las primeras personas que pidieron la admisión, y la Obra
fue desarrollándose en Viena y fuera de
Viena. San Josemaría seguía muy de cerca el apostolado que se hacía en Austria.
Desde 1960 surgió un punto de ignición en
Graz, la capital de la Estiria, donde ocho
años más tarde se abriría un Centro.
En 1963 tuvo lugar el último viaje de
san Josemaría a Austria. Empezó un mes
después de la elección del papa Pablo VI
(21 de junio). El 19 de julio, salía de Roma,
acompañado por Álvaro del Portillo, Javier Echevarría y Javier Cotelo. Emprendía
un viaje por Italia, Austria, Liechtenstein,
150
AUSTRIA
Suiza, Francia y España que iba a durar
dos meses.
El jueves 25 de julio, Escrivá decidió –a
pesar de un enorme calor reinante– viajar a
Viena para visitar a María en la catedral de
San Esteban y encontrarse con sus hijas y
sus hijos de Austria. Pero sólo pudo conseguirlo en parte, porque sus hijos varones
estaban en un curso de formación y descanso cerca de la frontera checoslovaca.
San Josemaría –de acuerdo con su norma
de conducta habitual– no quiso que se les
avisara para evitar alterarles el ritmo normal de trabajo y descanso. Al día siguiente
(viernes 26 de julio), después de celebrar
Misa en la Favoritenstrasse, visitó a la Virgen de Maria Pötsch e hizo una breve escala en la Residencia Währing. Aprovechó
las pocas horas de su estancia en Viena
para animarles en el apostolado. Añadió
que desde Roma se acordaba mucho de
Austria, que pedía mucho por las vocaciones de allí y que estaba muy contento de lo
que habían hecho hasta entonces.
Después de la apertura de la Residencia Währing, san Josemaría había insistido
en que los varones abrieran a su vez una
residencia de estudiantes, cosa que tuvo
lugar en 1964: con el apoyo y aliento constante del fundador comenzó la residencia
Birkbrunn. En 1965 empezaron los viajes
regulares a Salzburgo. Diez años después
se fundó en Viena un club juvenil para chicos, Delphin, antes en la Hörlgasse, 10 y
después en la Mittelgasse, 17. También
existía desde 1974 un club juvenil en la
Universaumstrasse, 38, Universum, en el
distrito obrero de Brigittenau. Las mujeres
abrieron en 1978 un club juvenil para la formación cristiana de jóvenes, Stubentor, en
la Beatrixgasse, 20.
El aprecio que tuvo el cardenal König
a san Josemaría se puso de relieve cuando en 1970 confió la iglesia de Sankt Peter
a los sacerdotes de la Obra. Cuando falleció el fundador, aquella joya del barroco
austríaco en el corazón de Viena se había
convertido en un conocido centro pastoral
y litúrgico muy cercano a aquel monumento
a la Santísima Trinidad que tanto había impactado a san Josemaría en mayo de 1955.
Cuando falleció san Josemaría ya habían recibido la ordenación sacerdotal tres
austríacos fieles del Opus Dei, y otro estaba preparándose en Roma.
3. El Este de Europa
San Josemaría permaneció atento a
todas las posibilidades apostólicas que
se pudieran presentar para ayudar a cristianos perseguidos tras el telón de acero.
Con gran solicitud siguió los acontecimientos de la revolución popular en octubre y
noviembre de 1956 en Hungría (cfr. Bernal,
1996, p. 191) y la intervención soviética en
Checoslovaquia, que cortó el intento de
una cierta democratización (Urbano, 1994,
p. 401). El trágico final de esa experiencia
de liberalización le dolió, pero no perdió
su esperanza. En un momento en el que
apenas se adivinaba ninguna luz en el horizonte político de Europa del Este (1967),
animaba a los miembros de la Obra a trabajar apostólicamente con personas del
Este de Europa “para que, cuando haya
un mínimo de libertad personal, podamos
llevar a esos países el espíritu de la Obra.
Ahora no es posible, pero antes o después
los muros construidos con la violencia se
derrumban solos, como los de Jericó. Y
hemos de estar preparados para ese momento” (Echevarría, 2002, p. 24).
Junto al altar de Maria Pötsch de Viena hay una placa de bronce que recuerda
la fecha del 4 de diciembre de 1955. Fue
bendecida, con ocasión del centenario del
nacimiento de san Josemaría, por el arzobispo de Viena, cardenal Christoph Schönborn. Aquella inspiración de san Josemaría
en 1955 en la catedral de Viena era ya entonces y, en 2002, una realidad: el trabajo
apostólico del Opus Dei había comenzado
en Polonia cuando todavía el país era comunista (1989), en Hungría y en Checoslovaquia en 1990, en Lituania en 1994, en Estonia y Eslovaquia en 1996 y en Kazajstán
151
AUSTRIA
en 1997. Después empezaría en Croacia y
en Eslovenia en 2003, en Letonia en 2004,
en Rusia en 2007 y en Rumanía en 2009.
Voces relacionadas: Hernández Garnica, José
María; Jaculatorias; Romerías; Santuarios y lugares marianos, Peregrinaciones de san Josemaría a; Viajes apostólicos; María Santísima.
Bibliografía: AVP, III, passim; Hugo de Azevedo,
Uma luz no mundo. Vida do Servo de Deus Mon-
senhor Josemaría Escrivá de Balaguer fundador
do Opus Dei, Lisboa, Rei dos Livros, 1988; Salvador Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo,
Prelado del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1996; Javier Echevarría, “Auf Europas Straßen apostoliche Reisen des Opus-Dei-Gründers”, en César
Ortiz (Hrsg.), Josemaría Escrivá. Profile einer
Gründergestalt, Köln, Adamas Verlag, 2002, pp.
13-26; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere.
Los años romanos de Josemaría Escrivá, Barcelona, Plaza & Janès, 1994.
152
Ricardo ESTARRIOL
B
BARBASTRO
1. Situación geográfica e historia de la ciudad. 2. Estructura económica y social. 3.
Situación eclesiástica. 4. El hogar Escrivá
Albás. 5. Fonz. 6. El parvulario de las Hijas
de la Caridad y el colegio de los Escolapios. 7. Desventuras de su infancia. 8. Razón comercial Juncosa y Escrivá.
Barbastro es la ciudad en la que nació
san Josemaría y en la que transcurrieron
los primeros años de su vida.
1. Situación geográfica e historia de la
ciudad
Está situada en la parte oriental de la
provincia de Huesca, a unos 50 kilómetros
de esta ciudad. Es la capital de la comarca
del Somontano. Aún lejos del Pirineo, se
encuentra a unos 340 metros de altitud y
tiene clima mediterráneo continental: una
media de temperatura anual de 13,8 grados y unos 500 milímetros anuales de precipitaciones. Se la conoce como la Ciudad
del Vero, pues este río, afluente del Cinca,
atraviesa su casco urbano.
El origen de la ciudad es muy remoto. Como primer dato está el hecho, que
narran las crónicas, de que cuando los indígenas de la zona se sublevaron contra
los romanos a la muerte de Julio César, la
legión de Sexto Pompeyo los atacó y venció. Durante la dominación árabe la ciudad
fue importante, una de las principales de
la Marca (frontera musulmana), que aven-
tajaba a las demás por sus fortificaciones
y sus medios de defensa. A comienzos del
siglo IX la villa se extendía en torno a un
castillo, fortaleza señorial o zuda. En 1064
fue conquistada de manera efímera por las
fuerzas cristianas. La conquista definitiva
de la ciudad tuvo lugar el 18 de octubre de
1100 y la llevó a cabo el rey Pedro I. Después, la ciudad tuvo un papel importante
en la historia del naciente reino de Aragón.
En las cortes allí celebradas, Ramiro II el
Monje abdicó la gobernación del Reino en
su yerno Ramón Berenguer IV, casado en
1137 en Barbastro con la reina Petronila,
aún niña; así se convirtió en la cuna de
la unión de Aragón y Cataluña. Posteriormente sufrió los avatares de las guerras
que asolaron España: asedio por el conde
de Foix a la muerte de Juan I, invasión napoleónica, combates contra los “cien mil
hijos de San Luis” en 1823, primera Guerra
Carlista, y Guerra Civil de 1936.
2. Estructura económica y social
Durante los años 1902 a 1915, en los
que san Josemaría habitó allí, Barbastro
era una ciudad de 7.000 habitantes. A pesar de la fuerte emigración de 1900 a 1920,
debida a la crisis agrícola, siguió aumentando su población en un 4,7 por ciento
anual. Su estructura económica se basaba
en la agricultura, la industria y el comercio.
Los principales productos agrícolas eran
el cereal, el viñedo (aunque la plaga de la
filoxera de 1890 lo destruyó), el olivar (las
153
BARBASTRO
heladas de 1887-1888 redujeron a un 70
por ciento la riqueza olivarera de Aragón) y
la huerta. La industria era escasa: fábricas
pequeñas, y de tipo familiar, de géneros de
punto, cerveza, yeso, pasta de sopa, harinas, chocolate, hilaturas de seda y lana,
etc. Era el comercio lo que le daba vida a
Barbastro, con muchas tiendas bien provistas, que no sólo cubrían la demanda de
la ciudad sino el consumo de las próximas
comarcas del Sobrarbe y la Ribagorza. Sin
embargo, la crisis agrícola repercutió negativamente en el comercio por falta de capital, hasta el punto de que en 1914 un buen
número de establecimientos cerraron sus
puertas. No era entonces corriente acudir
a los créditos bancarios. Es significativo,
por ejemplo, que nunca aparecieran anuncios de entidades bancarias en la prensa
local. En el semanario Juventud, de fecha
5 de junio de 1914, se señalaba que de los
once establecimientos importantes dedicados al comercio de tejidos entre 1902 y
1907, sólo quedaban cinco en 1914.
Se puede decir que, en la primera década del siglo XX, en Barbastro no hubo
apenas burguesía alta, como lo demuestran la ausencia de caciquismo y el hecho
de que las familias más aristocráticas se
enlazaran matrimonialmente con las de
clase media sin que se diferenciaran de
ésta ni en gustos, ni en la educación que
les daban a sus hijos. La sociedad barbastrense tenía un tono de vida cultural muy
apreciable. Había múltiples lugares de esparcimiento, como círculos o casinos: La
Unión, El Porvenir, El Universo, El Círculo
de la Amistad, que mantenían una intensa
vida social, etc. En todos estos locales se
daban conciertos, entre los que se incluían
cuartetos de música clásica, y se celebraban bailes y banquetes. También había representaciones de teatro, zarzuela y
canto regional. Otro índice de la cultura de
la ciudad era el elevado número de publicaciones periódicas: La Cruz del Sobrarbe,
La Época, El Conservador, El País, La Defensa, El Eco del Vero, La Cámara del Alto
Aragón, El Cruzado Aragonés y Juventud.
La vida social de los Escrivá se basaba principalmente en relaciones familiares
con los numerosos miembros de la familia
Albás, con amigos de don José –que era
muy activo en la vida de los círculos y casinos ya citados– y, en general, como toda la
clase media de Barbastro, en su participación en la vida cultural de la ciudad.
3. Situación eclesiástica
La diócesis de Barbastro tiene su origen en el siglo XII, cuando se trasladó la
sede episcopal desde Roda de Isábena.
En el Concordato de 1851 fue incluida entre las que debían ser extinguidas, pero los
barbastrenses consiguieron, por suscripción popular, asegurar una renta de 10.000
pesetas anuales, condición puesta por el
Gobierno para crear una Administración
Apostólica. En 1896 fue nombrado el primer Obispo Administrador Apostólico de
Barbastro, Casimiro Piñera. Su sucesor,
Juan Antonio Ruano, hizo su entrada en la
diócesis en 1899; fue quien confirmó a san
Josemaría el 23 de abril de 1902. En 1905,
Mons. Ruano fue trasladado a Lérida y le
sucedió Isidro Badía (1907-1917).
El clero de Barbastro era muy estimado por su intenso trabajo pastoral y su
sobriedad. En la capital de la diócesis, en
1902, había sólo dos parroquias: la de La
Asunción, en la catedral, y la de San Francisco. El número de sacerdotes era suficiente para atender las necesidades de la
pequeña diócesis. Su fidelidad se demostró en 1936 con el gran número de mártires: 124 de los 140 sacerdotes que componían la diócesis, con su obispo el beato
Florentino Asensio a la cabeza, fueron asesinados por odio a la Iglesia.
También cabe destacar el apoyo de
los fieles a un buen número de iniciativas
propugnadas por sus obispos. En el primer decenio del siglo XX, se llevó a cabo la
fundación de El Cruzado Aragonés y la del
Centro Católico Barbastrense, que inmediatamente creó una Mutualidad Católica,
junto a una Caja de Socorros Mutuos y una
154
BARBASTRO
Caja de Ahorros y Monte de Piedad. Entre
los fundadores del Centro Católico estaba
don José Escrivá, padre de san Josemaría.
4. El hogar Escrivá Albás
Don José Escrivá Corzán y doña Dolores Albás y Blanc contrajeron matrimonio
el 19 de septiembre de 1898 en la capilla
del Cristo de los Milagros de la catedral de
Barbastro. Se instalaron en la calle Mayor,
26 (hoy Argensola), en una casa que hacía
esquina con la plaza del Mercado. Constituían un hogar cristiano, basado en el cariño mutuo y en su fe, que se manifestaba
de manera natural y sencilla. El ejemplo
que sus padres dieron a san Josemaría y
las enseñanzas que recibió en aquel hogar,
forjaron su alma con un temple que permitiría, años después, su respuesta a la llamada de Dios. San Josemaría, en muchas
ocasiones, dio públicamente las gracias
a Dios por haber nacido en un hogar así:
“Nuestro Señor fue preparando las cosas
para que mi vida fuera normal y corriente, sin nada llamativo. Me hizo nacer en
un hogar cristiano, como suelen ser los de
mi país, de padres ejemplares que vivían y
practicaban su fe” (Garrido, 1995, p. 36).
En ese hogar aprendió a rezar oraciones
que luego seguiría repitiendo toda su vida,
como la oración al Ángel de la Guarda, el
“Bendita sea tu pureza” o el ofrecimiento
a la Virgen que comienza con “Oh Señora
mía, oh Madre mía…”. En su casa se rezaba diariamente el rosario y los sábados
asistía con sus padres a la sabatina de
la vecina iglesia de San Bartolomé. También los sábados se repartían limosnas a
todos los pobres que se acercaban a pedir. Hay recuerdos entrañables que narró
o anotó entre sus apuntes íntimos, como
la costumbre de venerar la imagen de la
“Virgen de la Cama” el día de la Asunción:
“…en medio de una capilla lateral se alzaba el túmulo donde la imagen yacente de
Nuestra Señora descansaba… Pasaba el
pueblo, con respeto, besando los pies a
la Virgen de la Cama…” (Apuntes íntimos,
nn. 228 y 229: AVP, I, p. 36). Muchos años
después, comentó en la Villa de Guadalupe de México, que allí –ante la Virgen de
la Cama– tuvo conciencia por primera vez
de estar rezando a la Virgen. “Tenía dos o
tres años, cuando comenzó a invocar a la
Virgen en la Catedral de Barbastro, delante
de la imagen de la Dormición” (Echevarría,
2000, p. 253).
La fe y el amor de sus padres a la Virgen hicieron posible su curación, cuando,
a causa de una enfermedad infecciosa,
estuvo desahuciado por los médicos. Su
madre le prometió a la Virgen que iría con
el niño curado a dar gracias a la ermita de
la Virgen de Torreciudad. Si escogió ese lugar y no otro dedicado a la Virgen –como,
por ejemplo, la Virgen del Pueyo, más cercano a Barbastro–, fue, posiblemente, por
la gran devoción que se tenía a esta advocación en Fonz –donde había nacido su
padre y donde pasaban el verano– y por
la mayor dificultad que entrañaba la peregrinación.
5. Fonz
En Fonz vivía la abuela Constancia
Corzán con sus hijos Josefa y mosén Teodoro. Los Escrivá-Albás descansaban allí
todos los veranos. San Josemaría, pasados los años, solía referirse a aquellas
jornadas estivales: “He gozado, en mis
temporadas de verano, cuando era chico,
viendo hacer el pan. Entonces no pretendía sacar consecuencias sobrenaturales:
me interesaba porque las sirvientas me
traían un gallo, hecho con aquella masa.
Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia: era un verdadero rito preparar bien
la levadura –una pella de pasta fermentada, proveniente de la hornada anterior–,
que se agregaba al agua y a la harina cernida. (…). Que se llene de alegría vuestro
corazón pensando en ser eso: levadura
que hace fermentar la masa” (Carta 24-III1930, n. 5: AVP, I, p. 53). En Fonz disfrutaba con la naturaleza, iba al Palau, una finca
de su familia, o a la ermita de San José.
155
BARBASTRO
De aquella época recordaba a los pastores
con su borrico cargado de utensilios y los
palos con el extremo rojo para que, cuando la nieve cubriera los caminos, señalaran
la dirección al caminante. De todos esos
recuerdos sacó consecuencias sobrenaturales. También dedicaba mucho tiempo
a leer.
y fue también donde hizo su primera Confesión en el curso 1908-1909 y la primera
Comunión el 23 de abril de 1912. La Misa
diaria, la sabatina de los sábados, el rosario rezado los domingos antes de la Misa
y de la clase de doctrina cristiana, la confesión mensual y otros actos de devoción,
iban formando en Josemaría una profunda
piedad.
6. El parvulario de las Hijas de la Caridad
y el colegio de los Escolapios
Cuando terminó la Primaria tuvo que ir
a Huesca para examinarse de Ingreso de
Bachillerato (1912), aunque los años posteriores fue a Lérida a revalidar cada curso.
A los tres años Josemaría empezó a ir
al parvulario de las Hijas de la Caridad. El
local estuvo entre 1905 y 1908 en la calle
Romero y sólo tenía un aula con graderío.
Josemaría destacó en el parvulario porque
sus padres le habían dado, en casa, clase de Catecismo y Aritmética, pero fue allí
donde aprendió a escribir. Sus amigos de
la infancia, que también fueron al parvulario, se acordaban muy bien de una religiosa, sor Rosario Ciércoles, que dirigía las
clases de Catecismo. Sor Rosario murió
fusilada en 1936; san Josemaría no lo supo
hasta muchos años después, mientras leía
un libro sobre la persecución religiosa en
España, y tuvo un gran disgusto.
La gran opinión que tenían las religiosas de Josemaría, hizo que –en junio de
1908– lo propusieran para un premio en
un concurso diocesano, con motivo de los
cincuenta años de la ordenación sacerdotal de Pío X. El premio era para un niño de
cada colegio que destacara por su aplicación y buen comportamiento.
Aparte del parvulario de las Hijas de
la Caridad y sendas Escuelas Nacionales
para niños o niñas, en Barbastro el único
colegio era el de los Escolapios, por lo que
estudiaban allí niños de todas las procedencias sociales. Pero no era frecuente
que acabaran el Bachillerato y pasaran a
la universidad. Por ejemplo, de los ciento
treinta alumnos que comenzaron los estudios en los años 1909 y 1910, sólo catorce acabaron el Bachillerato (cfr. Garrido,
1995, p. 21). En septiembre de 1908 Josemaría comenzó allí la Enseñanza Primaria
7. Desventuras de su infancia
Su hermana Rosario murió en 1910
con apenas nueve meses de edad. Al regresar de Huesca de su examen, en 1912,
se encontró a su hermana Lola enferma,
que falleció el 10 de julio. Sentir el propio dolor por esas pérdidas y ver el de
sus padres le iba madurando, haciéndole
menos hablador y más reflexivo. Antes de
la muerte de su hermana Asunción –familiarmente, Chon– estando en la leonera, el
cuarto donde jugaban los niños, destruyó
un castillo de cartas de una baraja, que estaba haciendo Carmen, su hermana mayor,
con unas amigas. “Eso mismo hace Dios
con las personas: construyes un castillo
y, cuando casi está terminado, Dios te lo
tira” (AVP, I, p. 56). Chon cayó gravemente
enferma y murió el 6 de octubre de 1913.
Josemaría logró escabullirse para despedirse de su hermana y rezar. Por primera
vez veía un cadáver. En su imaginación,
consideraba una fatídica serie estas muertes consecutivas y le dijo a su madre: “El
año próximo me toca a mí” (AVP, I, p. 57),
pero su madre le contestó: “No te preocupes, a ti no te puede pasar nada, porque
estás pasado por la Virgen de Torreciudad”
(Garrido, 1995, p. 55) y más tarde, en cierta
ocasión: “Para algo grande te ha dejado en
este mundo la Virgen, porque estabas más
muerto que vivo” (ibidem).
156
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN
8. Razón comercial Juncosa y Escrivá
En abril de 1884 se constituyó la sociedad mercantil Sucesores de Cirilo Latorre
con tres socios, Juan Juncosa, José Escrivá y Jerónimo Mur, dedicada al comercio
de tejidos. Al año siguiente comenzaron
también a fabricar chocolate a brazo. El
comercio estaba situado en la calle Romero esquina a General Ricardos. En 1902 se
disolvió la sociedad, cobrando Jerónimo
Mur su parte en metálico y comprometiéndose a no ejercer el mismo comercio en
Barbastro. Desde 1911 la empresa Juncosa y Escrivá estaba en pérdidas, en parte
por la crisis económica y, en parte, por la
competencia desleal del antiguo socio. En
definitiva, a finales de 1913 se comprobó
que el negocio no podía seguir adelante.
Don José tomó una decisión heroica: hacer
frente a la quiebra con sus propios bienes,
aunque moralmente no estaba obligado a
hacerlo más que con los bienes de la empresa. Para evitar perjudicar a los acreedores, quedó arruinado. San Josemaría comentaría años después: “Tengo un orgullo
santo: amo a mi padre con toda mi alma,
y creo que tiene un cielo muy alto porque
supo llevar toda la humillación que supone
quedarse en la calle, de una manera tan
digna, tan maravillosa, tan cristiana” (AVP,
I, p. 62). Don José consiguió un trabajo en
Logroño y partió para allí, dejando a su familia en Fonz durante el verano. Volvieron
en septiembre a Barbastro, para tomar la
diligencia hacia Huesca y seguir después
a Logroño.
El amor de san Josemaría a su ciudad
natal se manifestó siempre, sobre todo a
través de la correspondencia con sus amigos y de su apoyo, ante la Santa Sede y el
Gobierno español, a la continuidad de la
diócesis. “La memoria de Barbastro y de
su gente ha estado, y está, muy cerca de
mí” (Garrido, 1995, p. 133), diría en el discurso de agradecimiento por la Medalla de
Oro de la ciudad, que recibió el 25 de mayo
de 1975.
Voces relacionadas: Albás Blanc, Dolores; Escrivá Corzán, José; Iniciación cristiana de san
Josemaría; Santuarios y lugares marianos, Peregrinaciones de san Josemaría a.
Bibliografía: AVP, I, pp. 13-64; Constantino
Ánchel, “La iniciación cristiana de Josemaría
Escrivá”, AHIg, 1 (2002), pp. 625-651; Javier
Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá. Entrevista con Salvador Bernal, Madrid,
Rialp, 2000; Manuel Garrido, Barbastro y el Beato Josemaría Escrivá, Barbastro, Ayuntamiento
de Barbastro, 1995; Martín Ibarra (coord.), Semblanzas aragonesas de San Josemaría Escrivá,
Patronato de Torreciudad, 2004.
Javier MORA-FIGUEROA
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN
1. Bautismo y vocación bautismal. 2. Bautismo y fraternidad cristiana. 3. Bautismo,
Confirmación, participación en la misión de
la Iglesia.
La dimensión sacramental de la existencia cristiana es uno de los ejes fundamentales de la doctrina contenida en los
escritos de san Josemaría. Su predicación
manifiesta la clara intención de estimular
la toma de conciencia de lo que la gracia
bautismal (y crismal) implica en la vida del
cristiano. La relevancia de este enfoque
radica en el distanciamiento de un cristianismo formal, con un planteamiento sólidamente edificado a partir de la novedad
y de la riqueza que el Bautismo introduce
en el alma (cfr. Illanes, 1994, pp. 612-613).
San Josemaría hace suyo el marco
trinitario propio en la teología bautismal. Y
así, uniendo doctrina y vida, advierte que
“en el bautismo, nuestro Padre Dios ha
tomado posesión de nuestras vidas, nos
ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo” (ECP, 128). Desde
esta perspectiva no vacila en denunciar sin
rémoras algunas deficiencias que pueden
encontrarse, en un momento o en otro, en
la praxis pastoral, remitiendo a los aspec-
157
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN
tos doctrinales de fondo. Así, en tiempos
en los cuales se difundían opiniones contrarias al bautismo de niños, san Josemaría desaprueba a quienes privan a los
recién nacidos “de la gracia de la fe, del
tesoro incalculable de la inhabitación de la
Trinidad Santísima en el alma, que viene al
mundo manchada por el pecado original”
(ECP, 78). Y frente a algunas presentaciones más psicológicas o sociales que teológicas del sacramento de la Confirmación,
recuerda la doctrina tradicional que ve en
él “un robustecimiento de la vida espiritual,
una efusión callada y fecunda del Espíritu
Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar –miles Christi,
como soldado de Cristo– en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia” (ibidem).
1. Bautismo y vocación bautismal
La evolución de la teología contemporánea ha llevado a una recuperación,
paulatina y progresiva, del concepto de
carisma, no reducido exclusivamente a fenómenos extraordinarios, haciéndolo converger con la realidad de gracia presente
en el alma. En este contexto, san Josemaría evoca frecuentemente la idea de “vocación bautismal”, remontándose a aquella
Tradición patrística que contemplaba a los
cristianos como fieles “llamados mediante
el agua” (Tertuliano, De Baptismo, p. 16).
“La llamada de Dios, el carácter bautismal
y la gracia, hacen que cada cristiano pueda
y deba encarnar plenamente la fe” (CONV,
58). Por el Bautismo, pues, todos los cristianos son tales “por vocación”, lo que
significa que, sea cual sea el número de
cristianos existentes, no lo son nunca de
un modo masificado, sino como resultado
de una elección singular por parte de Dios,
que los invita a la comunión con Él, integrándolos en su designio de salvación. En
esta vocación radica la inmensa y común
dignidad de todos los bautizados, más valiosa que cualquier otro título que pueda
recibir un hombre, y que afecta a todos por
igual: “una y la misma es la condición de
los fieles cristianos, en los sacerdotes y en
los seglares” (AIG, p. 68). Todos los cristianos están situados ante la totalidad de
las exigencias de la fe, con una radicalidad
que san Josemaría gustaba de glosar evocando a los primeros cristianos. En efecto,
esa primera generación de seguidores de
Cristo “vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la
que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo” (CONV, 24).
La raíz bautismal de la llamada a la
santidad constituye esa llamada en exigencia universal –afecta a todos los bautizados–, sin paliativos de ningún género.
“Es doctrina que se aplica a cualquier
cristiano, porque todos estamos llamados
a la santidad”; y con frase gráfica añadía
que “no hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo
una versión rebajada del Evangelio: todos
hemos recibido el mismo bautismo” (ECP,
134). Estamos ante uno de los puntos fundamentales de la doctrina de san Josemaría, que encontró en el Concilio Vaticano II
su expresión magisterial: “Todos los fieles,
de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a
la perfección de la caridad” (LG, 40).
La raíz bautismal lleva a subrayar que
la santidad es una realidad mucho más rica
que una mera “cuestión moral”; no se trata
solamente de una conducta ajustada a la
ley moral que conduce a una perfección
ética, sino de llevar a su plenitud la vida
que ya ha sido comunicada en el Bautismo. Esto se entiende mejor considerando
que, desde este punto de vista, la santidad
no es más que “la plenitud de la filiación
divina” (Carta 2-II-1945, n. 8: Ocáriz, 1996,
p. 38), y que ambas –santidad y filiación–
coinciden a partir del Bautismo. Ser santos
significa, en definitiva, ser buenos hijos de
Dios; por el Bautismo ya somos hijos de
Dios, pero a lo largo de su vida el cristiano
está llamado a crecer en su condición de
hijo, conformándose siempre más con el
158
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN
Hijo de Dios. Esto lleva también a concebir
la búsqueda de la santidad como un proceso que no mira hacia adelante en modo
voluntarista, sino que se renueva continuamente, alimentándose del don bautismal
de gracia recibido al inicio: “desde que
recibimos el Bautismo, apenas nacidos,
comenzó en el alma la vida sobrenatural.
Pero hemos de renovar a lo largo de nuestra existencia –y aun a lo largo de cada
jornada– la determinación de amar a Dios
sobre todas las cosas” (AD, 27).
2. Bautismo y fraternidad cristiana
La santidad no es una realización individualista, porque tiene lugar in Ecclesia. El
ser in Christo es siempre un ser in Ecclesia,
como dos aspectos de la única realidad
cristiana.
El cristiano tiene una relación constitutiva con la Iglesia, enraizada en el mismo Bautismo, que es como la “puerta” por
la que se entra en la comunidad cristiana
(LG, 7; cfr. LG, 11). Siguiendo los pasos de
la Tradición patrística que contempla a la
Iglesia, desde una perspectiva bautismal,
como el uterus maternus, dice el fundador del Opus Dei: “La Iglesia nos santifica,
después de entrar en su seno por el Bautismo. Recién nacidos a la vida natural, ya
podemos acogernos a la gracia santificadora. La fe de uno, más aún, la fe de toda
la Iglesia, beneficia al niño por la acción del
Espíritu Santo, que da unidad a la Iglesia y
comunica los bienes de uno a otro (S.Th.,
III, 68, 9, ad. 2). Es una maravilla esa maternidad sobrenatural de la Iglesia, que el
Espíritu Santo le confiere. La regeneración
espiritual, que se opera por el Bautismo, de
alguna manera es semejante al nacimiento
corporal: así como los niños que se hallan
en el seno de su madre no se alimentan por
sí mismos, sino que se nutren del sustento
de la madre; así también los pequeñuelos
que no tienen uso de razón y están como
niños en el seno de su Madre la Iglesia, por
la acción de la Iglesia y no por sí mismos
reciben la salvación” (AIG, pp. 34-35).
Esta simbiosis entre el cristiano y la
Iglesia no se reduce al momento inicial
de la existencia cristiana, sino que continúa y se desarrolla durante toda la vida, y
culmina en el más allá. En san Josemaría,
el sentir eclesial del cristiano toma tintes
existenciales muy concretos a través de
la fraternidad, punto en el que se remonta
una vez más a los orígenes de la Iglesia. En
su primer escrito, Camino, ya decía: “«Saludad a todos los santos. Todos los santos
os saludan. A todos los santos que viven
en Efeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos». –¿Verdad que
es conmovedor ese apelativo –¡santos!–
que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí? –Aprende
a tratar a tus hermanos” (C, 469). Y más
adelante, en una de las entrevistas recogidas en Conversaciones, recuerda que
“forma parte esencial del espíritu cristiano
(...) también sentir la unidad con los demás
hermanos en la fe. Desde muy antiguo he
pensado que uno de los mayores males de
la Iglesia en estos tiempos, es el desconocimiento que muchos católicos tienen
de lo que hacen y opinan los católicos de
otros países o de otros ámbitos sociales.
Es necesario actualizar esa fraternidad,
que tan hondamente vivían los primeros
cristianos” (CONV, 61). No se trata sin
embargo de una fraternidad “nostálgica”,
sino de una realidad fraguada a partir de
la filiación divina originada en el Bautismo,
como queda ya dicho. “El hambre de justicia debe conducirnos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el
ser y saberse hijos del Padre, hermanos”
(ECP, 157).
3. Bautismo, Confirmación, participación en la misión de la Iglesia
En la predicación oral y escrita de san
Josemaría, la condición eclesial proveniente del Bautismo y de la Confirmación se
acompaña con la referencia a la participación de todos los bautizados en la misión
de la Iglesia. El fundador del Opus Dei as-
159
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN
piró en todos los momentos a despertar la
energía apostólica potencial contenida en
la gracia bautismal y ulteriormente incrementada en la Confirmación. Hablaba así
de una misión que compete originariamente a todo cristiano a partir del sacerdocio
común conferido por estos dos sacramentos: “Apóstol es el cristiano que se siente
injertado en Cristo, identificado con Cristo,
por el Bautismo; habilitado a luchar por
Cristo, por la confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por
el sacerdocio común de los fieles, que (...)
capacita para tomar parte en el culto de
la Iglesia, y para ayudar a los hombres en
su camino hacia Dios, con el testimonio de
la palabra y del ejemplo, con la oración y
con la expiación” (ECP, 120). “En esta tarea
[la santificación de los hombres] participan
de algún modo todos los cristianos, por
el carácter recibido con los Sacramentos
del Bautismo y de la Confirmación. Todos
hemos de sentirnos responsables de esa
misión de la Iglesia, que es la misión de
Cristo” (AIG, pp. 35-36).
En esa línea, y siempre a propósito de
“los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el bautismo confiere a las personas”, no vacila
en criticar planteamientos de tipo clerical
o jerarcológico, denunciando “el prejuicio
de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en
apostolados eclesiásticos. El apostolado
de los seglares no tiene que ser siempre
una simple participación en el apostolado
jerárquico: a ellos les compete el deber de
hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son
parte de la Iglesia” (CONV, 21). Se entiende
que se haya calificado la manera de concebir la Iglesia por parte de san Josemaría
como “una comunidad espontáneamente
vital” (Alonso, 1981, p. 582).
La dimensión sacramental que enmarca la predicación del fundador del Opus
Dei sobre la llamada universal a la santidad
y al apostolado, hace converger unitaria-
mente ambos aspectos en el sacerdocio
común de los fieles, en sintonía con cuanto
se declara en el Vaticano II (LG, 10). Esta
unidad se remonta a la cristología, pues “el
cristiano está obligado a ser alter Christus,
ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo.
Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales,
que sean agradables a Dios por Jesucristo, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del
Dios-Hombre” (ECP, 96). Como, en un contexto análogo, “no es posible separar en
Cristo su ser de Dios-Hombre y su función
de redentor” (ECP, 106), tampoco en el
cristiano es posible separar la llamada a la
santidad y la invitación al apostolado. Esto
le permite decir con solidez doctrinal que
“la santificación forma una sola cosa con
el apostolado” (ECP, 145), y que “ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y
enviado a los hombres, para anunciarles
la salvación” (ECP, 131). Se toma así distancia tanto de una espiritualismo desencarnado y ajeno a las necesidades de los
hombres como de un activismo apostólico
desenfrenado y a la larga ineficaz.
Conviene añadir que este continuo
enraizar la misión apostólica de todos los
fieles en los sacramentos del Bautismo y
Confirmación, sin necesidad de encargo
oficial por parte de la Jerarquía eclesiástica, no busca suscitar “reivindicaciones
ministeriales” entre los fieles laicos, ni se
pone en conflicto con la autoridad de la
Iglesia. Si no es en “delicada comunión con
la Jerarquía”, los fieles cristianos no tienen
derecho a reclamar su legítimo ámbito de
autonomía apostólica (cfr. CONV, 21). Más
aún: se trata no sólo de estar en comunión
con la Jerarquía, sino de ser conscientes
de que el sacerdocio común de los fieles
tiene necesidad absoluta del sacerdocio
ministerial, también desde una perspectiva
apostólica, pues, en el desarrollo de su misión, llega un momento en que el fiel se encuentra con el “muro sacramental. La fun-
160
BÉLGICA
ción santificadora del laico tiene necesidad
de la función santificadora del sacerdote,
que administra el sacramento de la penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la
palabra de Dios en nombre de la Iglesia”
(CONV, 69). Se da una armonía entre ambas realidades, que se refleja en las últimas
palabras que se conservan de la predicación de san Josemaría, en el mismo día
de su muerte, cuando, dirigiéndose a un
nutrido grupo de mujeres, fieles del Opus
Dei, les dijo: “Vosotras, por ser cristianas,
tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo por aquí. Vuestros hermanos seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis trabajar con esa
alma sacerdotal; y con la gracia del Señor
y el sacerdocio ministerial en nosotros, los
sacerdotes de la Obra, haremos una labor
eficaz” (Del Portillo, 1976, p. 22).
Voces relacionadas: Alma sacerdotal; Fieles
cristianos; Filiación divina; Iglesia; Sacerdocio
común; Sacramentos: Exposición de conjunto;
Santidad; Vocación.
Bibliografía: Luis Alonso, “La vocación apostólica del cristiano en la enseñanza de Mons.
Escrivá de Balaguer”, ScrTh, 13 (1981), pp. 567628; Antonio Aranda, “El cristiano, «alter Christus, ipse Christus» en el pensamiento del beato Josemaría Escrivá de Balaguer”, en Manuel
Belda - José Escudero - José Luis Illanes - Paul
O’Callaghan (eds.), Santidad y mundo. Actas
del simposio teológico de estudio en torno a las
enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma,
12-14 de octubre de 1993), Madrid, EUNSA,
1996, pp. 129-187; Philip Goyret, L’unzione nello
Spirito. Il battesimo e la cresima, Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2004; José Luis
Illanes, “El cristiano «alter Christus-ipse Christus». Sacerdocio común y sacerdocio ministerial
en la enseñanza del beato Josemaría Escrivá de
Balaguer”, en Gonzalo Aranda - Claudio Basevi Juan Chapa (eds.), Biblia, exégesis y cultura. Estudios en honor del Prof. D. José María Casciaro,
Pamplona, EUNSA, 1994, pp. 605-622; Fernando Ocáriz, “Vocación a la santidad en Cristo y
en la Iglesia”, en Manuel Belda - José Escudero - José Luis Illanes - Paul O’Callaghan (eds.),
Santidad y mundo. Actas del simposio teológico
de estudio en torno a las enseñanzas del beato
Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de octubre de
1993), Madrid, EUNSA, 1996, pp. 35-54; Álvaro
del Portillo, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo
del amor a la Iglesia, Madrid, Cuadernos Mundo
Cristiano, 6, 1976; Pedro Rodríguez, “Bautismo
y vocación cristiana”, en Euclides Eslava Gómez
(ed.), Vocación cristiana y llamada a la santidad,
Chía, Universidad de La Sabana, 2003, pp.
7-26; Ana María Sanguineti, “Dimensión sacramental de la vida cotidiana de los hijos de Dios
en su Iglesia: un aporte teológico”, en GVQ, V/2,
pp. 215-231.
Philip GOYRET
BÉLGICA
1. Viajes de preparación de la labor apostólica. 2. Amistad de san Josemaría con
eclesiásticos belgas. 3. Inicio y desarrollo
de la labor.
San Josemaría preparó personalmente la labor apostólica del Opus Dei en Bélgica, país que visitó varias veces, durante
los recorridos que en los años cincuenta
realizó por Europa. Pero ya mucho antes la
historia y la cultura del país le habían inspirado algún punto de meditación. Entre
las notas de los ejercicios espirituales que
predicó en Vitoria en agosto de 1938 figura este apunte: “¡Él [Cristo], a la cabeza!...
Guerra europea: rey de Bélgica. Ahora:
¡qué alegría los soldados, si los jefes van
en vanguardia!” (CECH, p. 554). Se refería “al Rey de los Belgas, Alberto I (nacido
en 1875; 1909-1934), que, efectivamente,
cuando Bélgica fue invadida tomó el mando inmediato de sus tropas y estaba en los
lugares de mayor peligro” (CECH, p. 555).
También algunas referencias bibliográficas
indican que pudo haber consultado publicaciones belgas (cfr. CECH, p. 672).
1. Viajes de preparación de la labor
apostólica
Se conocen las fechas de algunos de
los viajes de san Josemaría a Bélgica (to-
161
BÉLGICA
dos anteriores al inicio de la labor estable
de la Obra en el país, en 1965). Uno de estos viajes tuvo lugar en los últimos días de
noviembre de 1955: “pasó por Lovaina y
Amberes, para hacer unas visitas”, escribía
uno de sus biógrafos (AVP, III, p. 335). El
28 de noviembre envió una tarjeta desde
Bruselas a sus hijas de Roma. El 1 de julio
de 1956 estaba en Bélgica otra vez. Volvió a enviar una tarjeta desde Bruselas el
29 de julio de 1957 y, una vez más, pasó
por Bélgica en agosto del mismo año; entre otros lugares, estuvo en Lieja, Gante,
Brujas, Namur, Saint-Hubert y Maredsous.
Durante sus viajes tomó muchas notas
sobre aspectos que le parecían importantes para la futura labor y que posteriormente transmitiría a los primeros que empezaron el apostolado de la Obra en Bélgica.
En Bruselas, en 1955, se alojó en el
boulevard Adolphe Max, 118, en el Hotel
Le Plaza, entonces muy empobrecido por
los años de ocupación militar durante la
Segunda Guerra Mundial y la posguerra.
Desde este céntrico hotel acudía a varias
iglesias cercanas. En la iglesia de Santa
Catalina, donde celebró Misa alguna vez,
solía detenerse delante de la imagen de
Santa Ana con la Virgen y el Niño. Rezó
también en la iglesia de San Nicolás, a los
pies de Nuestra Señora de la Paz; en la catedral; y en la iglesia de Notre-Dame du Finistère. Durante sus trayectos por Bélgica
rezó en otras muchas iglesias y celebró la
santa Misa en las catedrales de Amberes
y Namur.
2. Amistad de san Josemaría con eclesiásticos belgas
Los años romanos del Concilio Vaticano II tuvieron un especial relieve en la
relación de san Josemaría con Bélgica.
Entre los numerosos Padres y peritos conciliares con quienes estableció contactos
se encontraban algunos eminentes eclesiásticos belgas con los cuales mantendría
profunda amistad: entre otros, Gérard Philips, Guillaume Van Zuylen, Charles Moë-
ller, Gustave Thils, y particularmente Willy
Onclin, canonista, profesor y en su día decano de la Facultad de Derecho Canónico
de la Universidad de Lovaina, y secretario
adjunto de la Comisión Pontificia para la
reforma del Código de Derecho Canónico.
Mons. Onclin tendría un papel decisivo en
el inicio de la labor en Bélgica. En el verano
de 1964 invitó a don Julián Herranz, sacerdote de la Obra con quien había trabajado en Roma, a pasar diez días en su casa
de Lovaina. Aprovechó esa estancia para
proporcionarle abundantes contactos con
personas interesadas en conocer la Obra,
y le acompañó a visitar a algunos obispos
belgas. San Josemaría se interesó mucho
por esta visita. Las numerosas opiniones y
sugerencias recibidas en esa ocasión contribuyeron a la posterior decisión de empezar el trabajo apostólico con la apertura
de dos residencias de estudiantes, en la
ciudad universitaria de Lovaina (Leuven),
entonces bilingüe, francesa y flamenca (cfr.
Herranz, 2007, pp. 116-122).
Poco después de la muerte de san
Josemaría, escribiría Willy Onclin: “Una de
las cosas que más me han emocionado al
conversar con Monseñor Escrivá de Balaguer, aparte de su calor humano, de su
entusiasmo y su espíritu sobrenatural, es
su amor a la libertad, palabra que nunca
pronunciaba sin añadir otra: responsabilidad” (La Libre Belgique, 2-VII-1975). Por
la excelencia de su trabajo científico y docente, Mons. Onclin recibió de manos de
san Josemaría el título de Doctor honoris
causa por la Universidad de Navarra, en
1967. Fue también gran amigo de Álvaro
del Portillo, especialmente por los encuentros que mantuvieron durante los años del
Concilio Vaticano II.
3. Inicio y desarrollo de la labor
El 8 de julio de 1965 llegaron a Lovaina los primeros miembros de la Obra, para
desempeñar allí su trabajo profesional y
contribuir al desarrollo de la labor del Opus
Dei en el país. Pocas semanas después lo
162
BOTELLA RADUÁN, ENRICA
hicieron también las primeras mujeres del
Opus Dei, el 6 de septiembre. El 24 de septiembre, fiesta de la Virgen de la Merced,
se celebró por primera vez Misa en la residencia femenina de Lovaina; el celebrante,
don José María Hernández Garnica, acudió después asiduamente durante los primeros años a Bélgica.
de los años con san Josemaría y Juan Pablo II,
Madrid, Rialp, 2007.
En el momento del fallecimiento de
san Josemaría ya pertenecían al Opus Dei
un buen número de hombres y mujeres
belgas, y se realizaba una labor apostólica
intensa con personas de todas las condiciones sociales en Lovaina y Bruselas, y
por medio de viajes regulares a otras ciudades. El primer sacerdote belga, Jean
Gottigny, fue ordenado el 13 de julio de
1975, dos semanas y media después de
la muerte de san Josemaría. Un año más
tarde, en Lovaina la Nueva, se abrió la primera residencia para estudiantes universitarios, y poco después otra residencia
femenina. A esto siguieron nuevos Centros
en Bruselas y Amberes, y la entrada en
funcionamiento, en el Brabante valón, del
Centre de Rencontres de Dongelberg y del
centro de formación en hostelería anejo, Le
Chêneau. El trabajo apostólico estable se
fue extendiendo a otras ciudades, como
Lieja y Gante, y se fueron multiplicando las
actividades de formación en otros puntos
de la geografía belga.
(Nac. Alcoy, Alicante, España, 27-IX1917; fall. Barcelona, España, 26-IX-2000).
Enrica creció en Valencia, en el seno de
una familia cristiana. Era la segunda de
tres hermanos. El mayor, Francisco, conoció a san Josemaría en Madrid y pertenecía al Opus Dei desde 1935. Enrica se
incorporó a la Obra en 1941. La tercera,
Fina, también pidió la admisión en la Obra
unos años después que Enrica. Enrica realizó estudios de Perito Mercantil.
En 2005 se publicó en Bélgica un álbum ilustrado con la biografía de san Josemaría, A través de los montes, que ha sido
editado en numerosos idiomas. Algunos
fieles de la Prelatura del Opus Dei colaboraron con las editoriales De Boog (Holanda) y Le Laurier (Francia) en la edición de
libros de san Josemaría.
Voces relacionadas: Concilio Vaticano II; Hernández Garnica, José María; Universidad de
Navarra; Viajes apostólicos.
Bibliografía: AVP, passim; “Mgr. Escrivá de Balaguer”, La Libre Belgique, 2-VII-1975; Julián
Herranz, En las Afueras de Jericó. Recuerdos
Maria Ana VAN HUYLENBROECK-MARQUES
BOTELLA RADUÁN, ENRICA
En 1939, Francisco presentó a su hermana Enrica a san Josemaría. Ella sabía
que era el fundador del Opus Dei y autor
de Camino, libro que conocía muy bien.
En el primer encuentro, Escrivá les pidió a
ella y a una prima que confeccionaran ornamentos litúrgicos, a la vez que las animaba a hacer ese trabajo con delicadeza y
amor, porque esos lienzos iban a estar en
contacto con Jesús Sacramentado. Poco
tiempo después, por recomendación expresa de san Josemaría, Francisco habló
detenidamente del Opus Dei a su hermana. En abril de 1941, Enrica se encontró de
nuevo con san Josemaría, que estaba en
Valencia para dirigir unos ejercicios espirituales. Le refirió la conversación que había
tenido con su hermano y el fundador del
Opus Dei le respondió: “Yo estoy pidiendo
tu vocación, hija mía”. Desde aquel instante, se consideró miembro de la Obra (cfr.
Coverdale, 2002, p. 307). San Josemaría
le concretó un plan de vida de piedad y le
insistió en que se mostrara cariñosa con
sus padres (estaban delicados de salud y
fallecieron poco tiempo después). A Enrica
le impresionó el afecto de san Josemaría
hacia su familia.
163
BOTELLA RADUÁN, FRANCISCO
Al día siguiente se encontraron Enrica
y Encarnación Ortega: eran las primeras
mujeres del Opus Dei en Valencia (cfr. AVP,
II, p. 473). En los sucesivos viajes que san
Josemaría hizo a esa ciudad, les fue transmitiendo el espíritu del Opus Dei y les confió la administración doméstica del primer
Centro en Valencia. Junto con el encargo,
recibieron la enseñanza de cómo tenían
que santificar el trabajo, transformando todas las acciones, fueran las que fueran, en
un acto de amor a Dios.
Entre 1942 y 1945, Francisco Botella y
su hermana Fina, por motivos profesionales y de salud, respectivamente, se trasladaron a Barcelona. Enrica se fue a vivir con
ellos, para atender especialmente a Fina.
Estos años de Enrica en Barcelona contribuyeron al crecimiento de la labor apostólica de las mujeres del Opus Dei en esa
ciudad. En la distancia, mantenía una comunicación epistolar frecuente con las que
estaban en Madrid. Las cartas recogen la
influencia de las enseñanzas de san Josemaría y su conciencia de la importancia de
estar junto al fundador para impregnarse
del espíritu de la Obra.
Enrica comprendió y vivió el mensaje
transmitido por san Josemaría: la secularidad de su vocación, la necesidad de
ser muy apostólica y el afán por encontrar
mujeres que pudiesen seguir al Señor en
el Opus Dei. Realizó un intenso apostolado con personas de todos los ambientes y
condiciones sociales. Tenía una profunda
vida de piedad y manifestaba un gran amor
a la Virgen y a la Iglesia.
Siempre trabajó en la administración
doméstica de Centros del Opus Dei. Así
lo hizo en Italia, donde estuvo desde 1949
hasta 1966, residiendo en Roma, Nápoles
y Milán; y después en Barcelona, donde
pudo retomar las amistades que había entablado durante los años cuarenta. Falleció
en el año 2000 después de haber padecido
una larga enfermedad.
Bibliografía:JohnF.Coverdale,LafundacióndelOpus
Dei, Madrid, Ariel, 2002; “In pace”, Romana.
Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus
Dei,31(2000),p.290;AnaSastre,Tiempodecaminar.
Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de
Balaguer, Madrid, Rialp, 1990, pp. 275-276.
Beatriz TORRES OLIVARES
BOTELLA RADUÁN, FRANCISCO
(Nac. Alcoy, Alicante, España, 18-VI1915; fall. Madrid, España, 29-IX-1987).
Uno de los primeros miembros del Opus
Dei. Formó parte del Consejo General y fue
Consiliario durante varios años de la Región de España.
Estudió en el colegio de San José de
Valencia, de la Compañía de Jesús. Cuando cursaba Arquitectura y Ciencias Exactas en la Universidad de Madrid, su amigo
y compañero de curso, Pedro Casciaro,
le invitó y acompañó a conocer la Academia y Residencia DYA. El 13 de octubre
de 1935 le presentó al fundador del Opus
Dei, que le animó a asistir a unas clases
de formación. Después de varias conversaciones con el fundador se incorporó al
Opus Dei el 23 de noviembre de 1935. El 7
de enero de 1936 se trasladó a vivir a DYA.
Durante las vacaciones de Navidad de
1935, y por encargo de san Josemaría, visitó al obispo auxiliar de Valencia y rector
del Seminario, Mons. Javier Lauzurica, al
que explicó el Opus Dei y anunció el proyecto de abrir una residencia de estudiantes similar a DYA en Valencia. Al terminar el
curso 1935-1936 marchó a Valencia para
pasar el verano y, sobre todo, para ayudar a Rafael Calvo Serer en la búsqueda
de un sitio donde abrir la residencia. El 16
de julio, Francisco Botella mandó un telegrama al fundador, anunciando que habían
encontrado un local idóneo en la calle Calatrava, 3; al día siguiente, Ricardo Fernández Vallespín se desplazó desde Madrid
a la capital levantina para verlo. Cuando
estaban negociando el contrato de alquiler
164
BOTELLA RADUÁN, FRANCISCO
en el despacho del abogado Arturo Roig,
corrió la noticia de que algunos oficiales
del ejército español se habían sublevado
en Marruecos, lo que llevó a suspender las
gestiones.
de Arquitectura. En el curso 1939-1940 fue
profesor auxiliar de Geometría en la Facultad de Ciencias Exactas, y de Matemáticas
en la Facultad de Ciencias Químicas, ambas en la Universidad de Madrid.
Francisco Botella pasó buena parte de
la Guerra Civil en la casa de sus padres en
Valencia, trabajando en el Instituto Municipal de Higiene de Valencia y en servicios
auxiliares del ejército republicano. Visitó
a José María Hernández Garnica durante los meses de arresto que pasó en dos
cárceles de Valencia, llevándole cartas y
comida; y tras su liberación –en julio de
1937– le acogió unos días en la casa de
sus padres. El 1 de noviembre de 1937,
Francisco Botella se trasladó a Barcelona
para cruzar los Pirineos con el fundador y
otras personas. Finalizada la travesía, fue
movilizado por el ejército nacional, y fue
incorporado al Regimiento de Ingenieros
Minadores-Zapadores de Pamplona. A finales de enero de 1938, fue destinado a
Burgos, donde convivió con san Josemaría
hasta marzo de 1939.
En la residencia de la calle Jenner se
encargó con Vicente Rodríguez Casado
de las actividades con universitarios. Pocas semanas después del inicio del curso,
como la actividad del fundador iba in crescendo, san Josemaría encargó a varios del
Opus Dei –entre ellos, Francisco Botella–,
que impartieran los medios de formación
cristiana a los universitarios que vivían o
frecuentaban la Residencia de Jenner. A
partir de marzo de 1940, Botella pasó a encargarse de la labor con jóvenes profesionales. Durante las primeras “semanas de
trabajo” o convivencias de los recién incorporados al Opus Dei dio charlas sobre diversos aspectos del espíritu del Opus Dei.
Durante el curso 1939-1940 realizó viajes
de fin de semana a Valladolid, Salamanca
y Zaragoza, donde se estaba comenzando
la labor apostólica. En el verano de 1940
se trasladó a vivir a la calle Martínez Campos, a un nuevo Centro del Opus Dei en
Madrid, desde donde continuó las clases
en la Universidad y la tesis doctoral. El 25
de marzo de 1941 defendió su tesis, que
obtuvo la calificación de Sobresaliente y el
Premio Extraordinario de Doctorado.
Durante algunos periodos del año
1938 fue la única persona del Opus Dei
que se encontraba en Burgos al lado del
fundador, con el que colaboró en las tareas de ultimar la publicación de Camino.
Al terminar la Guerra Civil siguió movilizado
en Burgos hasta el verano de 1939, aprovechando los permisos de fin de semana
para pasar unos días junto a san Josemaría en Madrid.
A principios de junio de 1939 fue a
Valencia y se acercó al Colegio Mayor de
Burjasot, donde estaba predicando el fundador un curso de retiro. De nuevo, san Josemaría le pidió su ayuda en la búsqueda
de un local adecuado para comenzar la labor del Opus Dei en Valencia. En septiembre de 1939, Francisco Botella terminó la
carrera de Matemáticas y obtuvo el Premio
Extraordinario de Licenciatura; c
­omenzó
inmediatamente las asignaturas de los
cursos de doctorado en Ciencias Exactas
y dejó los estudios iniciados en la Escuela
En abril de 1942, obtuvo la cátedra de
Métrica en la Universidad de Barcelona.
Dio clases en el curso 1942-1943 y también trabajó en la sección de Matemáticas
del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas (CSIC) en Barcelona. En marzo
de 1943 realizó una estancia de investigación en el Istituto di Alta Matematica de
Roma. El 21 de mayo de 1943 fue recibido
en audiencia privada por el papa Pío XII,
con el que pudo hablar extensamente sobre el Opus Dei y su fundador.
En junio de 1945 solicitó la excedencia
de la docencia para el siguiente curso con
el fin de dedicarse a terminar la preparación para recibir el sacerdocio, que había
165
BRASIL
comenzado años antes. Se ordenó el 29
de septiembre de 1946. En enero de 1947
se reincorporó a las clases en la Universidad de Barcelona. Desde allí viajaba a
Madrid los fines de semana para trabajar
en la prefectura de estudios del Consejo
General del Opus Dei, que entonces tenía
su sede en Madrid, y del que formaba parte ya antes de ser ordenado. En 1948 ganó
la cátedra de Geometría Analítica de la
Facultad de Ciencias de la Universidad de
Madrid. En diciembre de 1948 el fundador
le nombró Consiliario del Opus Dei en España, cargo que ocupó hasta julio de 1952.
BRASIL
Participó en los primeros Congresos
Generales del Opus Dei. Durante muchos
años siguió dando clases en la Universidad
de Madrid y ejerciendo su labor sacerdotal
en la Basílica Pontificia de San Miguel. En
los años sesenta fue presidente de la Real
Sociedad Matemática Española. La última
vez que estuvo con san Josemaría fue el
13 de mayo de 1974 durante una tertulia
en el Centro de Diego de León, en la que
el fundador del Opus Dei, dirigiéndose a él,
recordó algunos sucesos de la época de
Burgos durante la Guerra Civil española.
Cuando se jubiló de la docencia universitaria, en 1985, se dedicó al ministerio pastoral, especialmente a la asistencia espiritual de enfermos, hasta el momento de su
muerte en 1987.
En marzo de 1957 llegaron a Marília,
una ciudad del interior del Estado de São
Paulo, los varones que iban a comenzar la
labor apostólica; entre ellos, el sacerdote
Jaime Espinosa Anta. Pocos meses después, el 20 de septiembre, llegaron las que
establecerían el primer Centro para la labor con mujeres: Amparo Bollaín Gómez y
otras cuatro. La historia de los comienzos
en esa ciudad está unida a la insistencia
con que lo pedía Mons. Hugo Bressane de
Araújo, arzobispo-obispo de Marília (cfr.
AVP, III, p. 354, nt. 1). Marília era entonces una pequeña ciudad con poco más de
cuarenta mil habitantes, a 440 kilómetros
de São Paulo.
Bibliografía: AVP, passim; Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos. Testimonio sobre el
Fundador, de uno de los miembros más antiguos
del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1994; John F. Coverdale, La fundación del Opus Dei, Barcelona,
Ariel, 2002; “In pace”, Romana. Bollettino della
Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, 5 (1987),
p. 307.
Onésimo Díaz-Hernández
1. Inicio de la labor apostólica y primeros
pasos. 2. El viaje de catequesis en 1974. 3.
“En el Brasil y desde el Brasil”.
La labor apostólica del Opus Dei en
Brasil, el país más extenso y poblado de
América del Sur, se inició en 1957. Fue el
primero de los países que visitó san Josemaría en el viaje de catequesis por tierras
americanas que realizó en 1974.
1. Inicio de la labor apostólica y primeros pasos
Los inicios en Marília fueron de gran
utilidad porque permitieron calar el hondo
sentido cristiano de la sociedad brasileña,
conocer despacio el alma sencilla del Brasil profundo y a la vez vislumbrar la amplitud de horizontes para la expansión de la
labor de la Obra en servicio de la Iglesia.
Pasado año y medio, se empezaron
a hacer viajes a São Paulo, la capital del
estado, y luego, en 1959, se instaló allí la
Residencia Universitaria Pacaembu, dirigida a varones. Más adelante, en 1960,
las mujeres darían inicio a la Residencia
Universitaria Jacamar. San Josemaría manifestaba siempre su gran entusiasmo por
las posibilidades apostólicas de Brasil del
que, decía, por su gran extensión, que “es
166
BRASIL
un continente”. En 1961, llegaron a São
Paulo otros hombres y mujeres, de modo
que, desde esa gran ciudad, se pudo expandir la labor apostólica por todo el país.
Ese año se trasladó a Brasil, procedente
de Portugal, el sacerdote Francisco Javier
de Ayala Delgado, que había pedido la admisión en 1940 después de conocer al fundador en Zaragoza. Fue el Consiliario del
Opus Dei en Brasil desde 1961 hasta 1994,
año de su muerte.
Bajo el aliento de san Josemaría fueron
multiplicándose las actividades de formación para personas de todas las condiciones: estudiantes, profesionales, madres de
familia, obreros, catedráticos de universidad, empleadas domésticas, etc. En 1962
ya habían pedido la admisión en la Obra el
primer supernumerario, el magistrado José
Geraldo Rodrigues de Alckmin, que fue
después ministro del Supremo Tribunal Federal, y el primer numerario brasileño que,
pasado el tiempo, en 1971, fue ordenado
sacerdote, Pedro Barreto Celestino. También en la década de los sesenta, surgieron
entre las mujeres las primeras vocaciones:
Maria Cecília Ferraz Luz, Aparecida Borba,
Anna Theresa Mendonça y otras.
Entre las personas que acudían a los
medios de formación del Opus Dei, tanto
hombres como mujeres, había nisseis, es
decir, hijos e hijas de japoneses radicados
en el país. Desde Roma, el fundador veía
con ilusión la llegada de estas personas a
la Obra porque, en el futuro, algunas podrían marchar al Japón y desarrollar allí un
intenso apostolado (cfr. AVP, III, pp. 358359). Además, en años sucesivos, se pudo
contar también con descendientes de países europeos, como Hungría, Suecia, etc.,
que ayudaron a extender la labor apostólica del Opus Dei en esos países.
2. El viaje de catequesis
En 1974, san Josemaría emprendió un
viaje apostólico por América del Sur, empezando por Brasil. Estuvo en São Paulo
del 22 de mayo al 7 de junio. Quería con-
firmar a las almas en la fe, en el amor a la
Iglesia y al Papa, y en la fidelidad al Magisterio. En ese período se sucedieron las
visitas a los Centros de varones y mujeres
de la Obra, numerosas entrevistas con familias, conversaciones en pequeños grupos y tertulias –reuniones de estilo familiar– con muchedumbres. San Josemaría
se sintió impresionado por la variedad de
razas en convivencia armoniosa, sin distinciones, con igualdad, con hermandad.
Desde el primer día, san Josemaría
quiso referirse a la tarea apostólica que
aguardaba a los brasileños, y lo hizo hablando de muchos aspectos de Brasil: de
sus dimensiones, de su fecundidad, de la
variedad de su población: “¡El Brasil! Lo
primero que he visto es una madre grande, hermosa, fecunda, tierna, que abre los
brazos a todos sin distinción de lenguas,
de razas, de naciones, y a todos los llama
hijos. ¡Gran cosa el Brasil! Después he visto que os tratáis de una manera fraterna, y
me he emocionado (…). Querría que eso se
convirtiera en un movimiento sobrenatural,
en un empeño grande de dar a conocer a
Dios a todas las almas, de uniros, de hacer el bien no sólo en este gran país, sino
de este gran país a todo el mundo” (Catequesis en América, I, 1974, p. 204: AGP,
Biblioteca, P05). Así animaba a todos los
que le escuchaban a que se multiplicaran
“por diez, por cien, por mil”.
El día 29 de mayo, al final de una reunión de familia, al dar la bendición sorprendió a los presentes por la fórmula que
empleó: “Que os multipliquéis: como las
arenas de vuestras playas, como los árboles de vuestras montañas, como las flores
de vuestros campos, como los granos aromáticos de vuestro café. En el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Fue
una auténtica “bendición patriarcal”, como
la llamó don Álvaro del Portillo ante algunos de los presentes al final de esa reunión. Después, en otras ocasiones, para
transmitir a todos su vibración sobrena-
167
BRASIL
tural, san Josemaría repitió esas palabras
con variantes muy sugestivas.
El 28 de mayo, hizo una peregrinación
a la Basílica Nacional de Nuestra Señora
Aparecida, a dos horas de São Paulo. Allí
le acompañaron centenares de personas,
con quienes recitó el santo Rosario. Ya
de vuelta a São Paulo, relató su inmensa
alegría por haber rezado a los pies de la
Patrona de Brasil: “¡Con que alegría fui a
Aparecida! ¡Con qué fe rezabais todos!
Yo le decía a la Madre de Dios, que es
Madre vuestra y mía: Madre mía, Madre
nuestra, yo rezo con toda la fe de mis hijos. Te queremos mucho, mucho… Y me
parecía escuchar, en el fondo del corazón: ¡con obras!” (Catequesis en América,
I, 1974, p. 152: AGP, Biblioteca, P05). En
recuerdo de esa romería, el arzobispo de
Aparecida, Mons. Raymundo Damasceno
Assis, el 8 de noviembre de 2008, presidió
la ceremonia de bendición de una imagen
de san Josemaría, que está colocada en
una capilla lateral de la Basílica Nacional
de Aparecida.
En los días anteriores san Josemaría
había estado en los Centros de Casa do
Moinho y Aroeira, donde hizo la dedicación de los altares. En algunos casos, los
Centros de la Obra como Sumaré, Casa do
Moinho, Casa Nova, Rio Claro, Pacaembu,
Aroeira y el Centro Social Morro Velho,
acondicionaron sus locales para las tertulias con el Padre. En otros, fue preciso utilizar grandes espacios, como el Auditorio
del Centro de Convenciones Anhembí y el
Auditorio del Palacio Mauá. Esos lugares
abrieron sus puertas a una multitud que
deseaba conocerle y oír su palabra, que
trataba sólo de Dios, del encuentro con
Cristo a través del trabajo de cada día y a
través de los sacramentos, especialmente
de la Penitencia y de la Eucaristía.
En el Auditorio del Centro de Convenciones Anhembí, ante una asistencia de
tres mil personas, respondió a un padre de
familia, ingeniero de profesión, que le preguntó sobre la posibilidad de que hubiera
también santos en Brasil: “No te quepa
duda de que este momento de locura es
momento de santidad. Y que, en esta gran
ciudad que lleva el nombre del Apóstol de
las Gentes, hay muchas almas maravillosas, ocultas y quién sabe si no querrá el
Señor, a la vuelta del tiempo y de no mucho, ponerlas en los altares para ejemplo”
(Catequesis en América, I, 1974, p. 229:
AGP, Biblioteca, P05).
3. “En el Brasil y desde el Brasil”
Desde el primer momento de su llegada al Brasil, san Josemaría repitió, como
le gustaba decir en italiano, un ritornello:
“en el Brasil y desde el Brasil”. Se refería
a la responsabilidad de sus hijos e hijas
brasileños de extender la labor de la Obra
a toda la nación brasileña y también a
otros países: “…Quiero empujaros a que
no dejéis ningún rincón de este país maravilloso sin el calor de un hogar nuestro.
Para que desde aquí, después… ¡al mundo
entero!” (Catequesis en América, I, 1974,
p. 205: AGP, Biblioteca, P05). Impulsó la
expansión del apostolado al Oriente y a
África, lo que, en los años siguientes, se
concretaría, por ejemplo, con la marcha
de algunos jóvenes nisseis a Japón para
estudiar y trabajar en aquella tierra. Con el
transcurso de los años esa consigna se sigue realizando también en relación a otros
muchos países de los cinco continentes,
como la República Checa, Hungría, Polonia, India, Kazakstán, Sudáfrica, Kenia,
Camerún, Congo, Canadá, Holanda, Costa
Rica, Puerto Rico, etc., donde hay brasileños, sacerdotes y laicos, hombres y mujeres, miembros del Opus Dei, trabajando al
servicio de Dios y de todos los hombres.
A partir de 1975 se iniciaron Centros
de la Obra en otras ciudades del país: en
algunas capitales, como Rio de Janeiro
(1975), Curitiba (1976), Brasília (1981), Belo
Horizonte (1987) y Porto Alegre (1997); y en
ciudades muy populosas, como Campinas
(1977), São José dos Campos (1979), Londrina (1991), Niterói (1988) y Ribeirão Preto
168
BURGOS
(2005). Actualmente, se hacen viajes periódicos a otras ciudades, preparando el futuro comienzo estable de la labor, como Piracicaba y Sorocaba (Estado de São Paulo)
y a algunas capitales de estados, como
Goiânia, Florianópolis, Recife y Fortaleza.
Josemaría antes transcritas: “¡El Brasil!
Una madre grande, que abre los brazos a
todos y a todos llama hijos”.
Con el aliento de san Josemaría, se
pusieron en marcha muchas iniciativas
culturales y de inserción social, de entre
las cuales se pueden destacar el Centro
Social Morro Velho, que desde 1969 organiza cursos diversos para la mejora social
y profesional de mujeres de barrios periféricos; las escuelas de Hostelería Casa do
Moinho, en São Paulo, y Pinhais, en Curitiba, que ofrecen certificados oficiales en
el sector de hostelería; el Centro de Capacitación Profesional Veleiros, una escuela
técnica de enfermería para chicas de los
suburbios de São Paulo; y el Centro Cultural y Asistencial de Pedreira, que empezó
sus actividades en 1984: se trata de una
escuela de formación profesional para jóvenes, situada en un barrio de clases menos favorecidas en la periferia de la ciudad
de São Paulo. Cuando se cumplieron veinticinco años del inicio de esta escuela, ya
pasaban de cinco mil los estudiantes que
habían concluido una carrera que les permitiera asumir trabajos profesionales de
buen nivel.
Bibliografia: AVP, III, pp. 350-365, 694-709;
Francisco Faus, São Josemaria Escrivá no Brasil,
São Paulo, Quadrante, 2007; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1991.
San Josemaría también animó a los
promotores del entonces Centro de Extensión Universitaria, fundado en 1972.
Actualmente denominado Instituto Internacional de Ciencias Sociales, promueve
cursos de extensión y posgrado con un
perfil dirigido a la formación integral de los
profesionales del área de Derecho, Ciencias de la Salud, Comunicación, Humanidades y Educación.
Llegado en diciembre de 1937 a la
zona de España en la que disponía de libertad para reorganizar el apostolado, san
Josemaría debió decidir en qué ciudad
instalarse para retomar la labor apostólica
que la Guerra Civil española había interrumpido casi por completo. Lo hizo primero en Pamplona de forma provisional,
pero pronto cambió en razón de las circunstancias del momento. El único de los
fieles del Opus Dei que le acompañaban,
ajeno a obligaciones militares, José María
Albareda, fue destinado a Burgos como
catedrático de Instituto. Otros dos tenían
allí su destino militar, y era de suponer que
la ciudad castellana, capital de la zona nacional y situada en el centro-norte penin-
En 2002, año del centenario del nacimiento de san Josemaría, la Empresa
Brasileña de Correos y Telégrafos lanzó un
sello conmemorativo: el perfil del busto de
san Josemaría, cuyo fondo era la Basílica
de Nuestra Señora Aparecida, y la siguiente leyenda, resumen de palabras de san
Voces relacionadas: Catequesis, Labor y viajes de.
Maria Theresinha DEGANI
BURGOS
1. Motivos, duración y circunstancias. 2.
“Ver a los nuestros”. 3. Con obispos, sacerdotes y religiosos. 4. Trabajos de redacción. 5. Circunstancias físicas y espirituales. 6. Preparando nuevos tiempos.
San Josemaría residió en Burgos desde enero de 1938 a marzo de 1939. Fueron unos meses intensos en los que el
fundador del Opus Dei dio nuevo impulso
al apostolado, y a la preparación y publicación del más conocido de sus escritos,
Camino.
1. Motivos, duración y circunstancias
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sular, pudiera servir como lugar estratégico
de encuentro. En un retiro espiritual realizado en Pamplona en diciembre de 1937,
el fundador concretó un plan de trabajo
que puso bajo el lema “trabajar sin ruido”:
“1) Ver a los nuestros. 2) Estar dispuesto a
acudir a ellos, donde sea, inmediatamente
que me llamen. 3) Discreta relación epistolar. 4) Apeadero: lugar de refugio, para
todos. 5) Reducidas tandas de ejercicios.
6) Proselitismo con estudiantes soldados.
7) Catedráticos que colaboren. 8) Tesis de
Derecho. 9) Libros: biblioteca. 10) Encargar trabajo a nuestros soldados”. Al final
se pregunta: “¿Los nos 4 y 5, en Burgos?”
(CECH, pp. 62-63). El 24 de diciembre de
1937 la decisión estaba tomada: irían a
Burgos y allí establecerían la sede provisional de un Centro de la Obra.
José María Albareda llegó a la ciudad
el 2 de enero y se instaló en una pensión
en la calle Santa Clara, 51. La cuestión de
la vivienda presentaba serias dificultades:
la ciudad había duplicado su población a
causa de la guerra y era muy difícil conseguir un alojamiento adecuado que permitiera cierta independencia. San Josemaría llegó el día 8 a la ciudad y se hospedó
en la misma pensión. Allí permanecieron
–junto con Francisco Botella, destinado a
finales de enero a la misma ciudad– hasta el 29 de marzo en que se trasladaron
al Hotel Sabadell, un lugar también con
grandes limitaciones, pero que les permitía
un poco más de independencia y ofrecía
algo más de espacio, ya que ese mes fue
también destinado a Burgos Pedro Casciaro. En octubre se les unieron, aunque
residiendo en su destino militar, Álvaro del
Portillo y Vicente Rodríguez Casado. El 13
de diciembre cambiaron el hotel por una
pensión, en el tercer piso de la calle Concepción, 9. La razón fue que en esa fecha
ya sólo pernoctaban dos en el hotel y el
propietario, sin preguntarles, alquilaba las
otras dos camas de la habitación a otros
clientes. San Josemaría abandonó Burgos
el 28 de marzo de 1939 para dirigirse a Ma-
drid, recién liberada, donde entró con los
primeros transportes ese mismo día.
En Burgos transcurrieron, pues, los
quince meses de la guerra en los que san
Josemaría disfrutó de libertad para ejercer
su tarea pastoral. Las circunstancias eran
muy difíciles, tanto las generales –un país
en guerra civil, con una fuerte persecución
religiosa en uno de los bandos– como las
particulares del Opus Dei: todos los medios materiales perdidos, los que participaban en la labor apostólica dispersos –en
paradero desconocido muchos de ellos,
algunos muertos– y los planes de expansión cancelados.
2. “Ver a los nuestros”
El primer objetivo de san Josemaría
en Burgos fue mantener o reanudar el contacto con los que participaban en la labor
apostólica del Opus Dei antes de la guerra. La tarea requirió grandes dosis de paciencia y espíritu de sacrificio, y la realizó
a base de un intenso intercambio epistolar
y numerosos viajes. Los desplazamientos
fueron especialmente frecuentes hasta el
otoño de 1938, en que puede considerarse
que había conseguido su objetivo.
Al mismo tiempo tenía por prioridad
mantener vías de comunicación abiertas
con los que permanecían en Madrid, su
madre y hermanos entre ellos, y en otros
lugares de la zona bajo persecución religiosa. Lo consiguió mediante cartas que
se remitían a Francia, desde donde eran
reenviadas a Madrid. Intentó también enviarles ayuda material, comida, etc., para
aliviar su penuria.
En definitiva, el primer quehacer fue
mantener unidos a quienes participaban
de la labor que venía desarrollando. La forzosa dispersión hizo que les insistiera en
que no estaban solos, sino que podían vivir
entre ellos “cada día, con especial interés,
una particular Comunión de los Santos”,
como escribió en la primera “Carta circular”, redactada en Burgos con fecha 9 de
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enero de 1938. Él siempre fue por delante
en la tarea, rezando por cada uno y actuando con una disponibilidad absoluta,
cumpliendo así a la letra el segundo punto
de su plan de trabajo. La abundante actividad epistolar, el punto tercero, da testimonio de la intensidad de este empeño.
San Josemaría no se conformó con
recuperar o mantener lo que hasta entonces se había logrado. Con arraigada fe
siguió trabajando por la expansión de la
labor del Opus Dei, con independencia de
las difíciles circunstancias que vivían. Ese
fortalecimiento pasaba por hacer más intensa y profunda la vida de trato con Dios
de los que se habían incorporado al Opus
Dei, por alimentar en ellos sueños de expansión y también por animarles a mejorar
su preparación humana, aprovechando el
tiempo para estudiar –casi todos eran estudiantes– y para prestar servicios a los
demás, especialmente de índole espiritual.
Entre las iniciativas para apoyarles estuvo una circular traducida a diversas lenguas –francés, inglés, alemán, polaco, italiano…– en la que pedía libros a personas
e instituciones extranjeras. San Josemaría
procuraba hacer llegar pequeños diccionarios a los que estaban en el frente, para
ayudarles a aprovechar el tiempo estudiando idiomas. En definitiva, para retomar la
actividad apostólica, en tiempos de grave
crisis que parecían llamar a la supervivencia en los frentes o al activismo organizativo en retaguardia, pensó en cómo ayudar
a todos a estudiar, aunque las universidades estuvieran cerradas. Parece muy significativa esta actuación, que confirma hasta
qué punto consideraba el fundador que el
trabajo y la formación sólida eran elementos fundamentales de la tarea del Opus
Dei. El trato con profesores universitarios
que colaboraran con su labor de apostolado recibió también un importante impulso
en Burgos, donde frecuentó a algunos conocidos de Madrid y a otros que éstos le
presentaron.
3. Con obispos, sacerdotes y religiosos
Una de las primeras cosas que hizo
desde Burgos fue escribir a Mons. Eijo y
Garay, obispo de Madrid-Alcalá, que residía entonces en Vigo, y a su vicario general, Francisco Morán. Otra importante tarea
que realizó fue dar a conocer la Obra a los
obispos de las diócesis por las que pasó,
a los que acudía a solicitar licencias ministeriales. En este aspecto estaba poniendo
también las bases para una futura expansión del Opus Dei cuando se recuperara
la paz: la tarea entre los miembros de la
jerarquía era importante y no siempre fácil,
ya que el Opus Dei constituía entonces una
novedad para bastantes obispos. Fueron
muchas sin embargo las muestras de cariño recibidas. Del obispo de Ávila, Mons.
Santos Moro, por ejemplo, escribe: “lo entiende todo” (AVP, II, p. 257), y del de León,
anota con motivo del envío de un presente
por su consagración episcopal: “El regalo
es modesto, pero simpático. Además él se
lo merece, ...aunque no nos comprenda
¡por ahora!” (AVP, II, p. 298). Además, mantuvo un asiduo trato de amistad con otros
sacerdotes que visitó o le visitaron cuando
pasaban por Burgos, algunos de ellos promovidos al episcopado años más tarde.
Entre los que encontró en Burgos estaba
el religioso cuyas huellas en la nieve le habían conmovido en Logroño, y que fuera
allí confesor suyo: el carmelita descalzo P.
José Miguel de la Virgen del Carmen, entonces Prior de la Comunidad de Burgos.
Su intensa dedicación al Opus Dei no
le impidió, al contrario, prestar servicios
importantes a otras instituciones. Visitó a
las Teresianas de san Pedro Poveda, amigo suyo fusilado en Madrid al comienzo
de la guerra y, de acuerdo con su directora general, Josefa Segovia, ayudó a preparar un plan para su atención espiritual.
Predicó en actos organizados por diversas
entidades religiosas, y dos tandas de ejercicios espirituales en Vitoria por encargo
del obispo, Mons. Lauzurica: una para las
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BURGOS
religiosas que atendían el palacio episcopal, y otra para los seminaristas.
de entonces sirvió de fuente para algunos
puntos añadidos al libro en ese año.
4. Trabajos de redacción
5. Circunstancias físicas y espirituales
A todo esto añadió san Josemaría su
trabajo personal en dos proyectos que
requerían concentración y empeño. El primero era la redacción de su tesis doctoral en Derecho. La guerra había destruido
el trabajo que había desarrollado en años
anteriores para su primer proyecto de tesis. El sacerdote decidió cambiar de tema
y se ocupó de estudiar la jurisdicción de
la Abadesa de Las Huelgas Reales, monasterio situado a las afueras de Burgos.
Allí se aplicó, en el Contador bajo, con los
documentos que le proporcionaban las religiosas. Cuando san Josemaría conoció
en junio que don Eloy Montero, catedrático
de Derecho Canónico en la Universidad de
Madrid, había llegado a la zona nacional,
se puso en contacto con él. Montero aprobó su nuevo tema de tesis y revisó una
primera memoria en el verano de 1938.
Corregido y completado con una nueva
investigación, fue la base del trabajo que
defendió como tesis doctoral en diciembre
de 1939 en Madrid: Estudio histórico canónico de la jurisdicción eclesiástica “Nullius
dioecesis” de la Abadesa del Monasterio
de Las Huelgas, Burgos (cfr. Rodríguez,
2008, p. 77).
Durante estos meses san Josemaría
vivió algunas circunstancias difíciles de
salud que inquietaron a quienes le acompañaban: una afección de garganta le provocó afonías, fiebre y hemoptisis a veces
frecuentes e intensas que hicieron temer
que se tratara de una tuberculosis. Personalmente aquello no le preocupaba, es
más, lo vivía como una purificación, pero
le inquietaba el hecho de que –si hubiera
sido un mal infeccioso– le habría impedido continuar con su labor apostólica. Las
consultas médicas terminaron en un diagnóstico de faringitis crónica que siguió
siendo causa de molestias. Sobre esto escribía a Juan Jiménez Vargas, hijo suyo y
médico: “Estos chicos –se refería a los que
le acompañaban en Burgos– me dan la lata
en grande, con la salud y la enfermedad.
(…) no me preocupa el tema: son las almas, lo que me preocupa: la mía también”
(AVP, II, p. 274).
El segundo proyecto fue la preparación
de dos libros: una nueva versión corregida
y ampliada de Consideraciones espirituales y un devocionario litúrgico. El segundo
no llegó a terminarlo; el primero, en cambio, le ocupó buena parte de su tiempo en
los meses finales de 1938 y lo terminó en
enero de 1939. Apareció meses más tarde
bajo el nuevo título de Camino. El estudio
histórico-crítico de Pedro Rodríguez acerca de esta redacción ofrece numerosos y
valiosos detalles sobre el proceso de dicha
redacción y sobre la vida de san Josemaría en Burgos en esos meses. Baste aquí
destacar que la frecuente correspondencia
Veía muy clara la tarea que tenía por
delante, como anota en sus Apuntes íntimos el 17 de enero de 1938: “Celebro por
mí, sacerdote pecador, el Santo Sacrificio.
Lo noto: ¡cuántos actos de Amor y de Fe!
Y, en la acción de gracias, breve y distraída
sin embargo, he visto cómo de mi Fe y de
mi Amor: de mi penitencia, de mi oración y
de mi actividad, depende en buena parte
la perseverancia de los míos y, ahora, aun
su vida terrena. ¡Bendita Cruz de la Obra,
que llevamos mi Señor Jesús –¡Él!– y yo!”
(Apuntes íntimos, n. 1493: AVP, II, p. 247).
Vivió una vida de intensa mortificación, penitencia y pobreza. Había hecho
propósito de dormir cinco horas diarias
–frecuentemente en el suelo– menos la noche del jueves al viernes, que no dormiría;
se alimentaba muy frugalmente y a veces
–cuando sus hijos no estaban– no comía,
utilizaba una dura mortificación corporal y
apenas gastaba nada en sí mismo. Esto
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BURGOS
fue en ocasiones motivo de protestas cariñosas de sus hijos más jóvenes, descritas
muy vivamente por Pedro Casciaro en sus
recuerdos. San Josemaría pedía que le dejasen en paz, convencido de que su alma
necesitaba todo eso.
Más dolorosas para él fueron otras circunstancias espirituales por las que atravesó en aquellas fechas, que le hicieron
sentir unos hondos deseos de santidad
y experimentar una profunda sequedad
espiritual. Con motivo de su primer viaje
desde Burgos, en enero de 1938, anotó:
“(...) determino emprender un viaje algo
pesado, pero necesario. Por mi gusto, me
encerraría en un convento –¡solo! ¡solo!–
hasta que acabara la guerra. Mucha hambre de soledad. Pero, no mi voluntad, sino
la del Señor: y debo trabajar y fastidiarme,
bien lejos del aislamiento. –Tengo también
deseos grandes de marcharme de Burgos
(...)” (ibidem, n. 1494, 17-I-1938: AVP, II,
pp. 255-256).
Y el 10 de marzo de 1938: “No puedo hacer oración vocal. Me hace daño,
casi físico, oír rezar en voz alta. Mi oración mental y toda mi vida interior es puro
desorden. De esto hablé con el Obispo de
Vitoria, y me tranquilizó” (ibidem, nn. 15661567: AVP, II, p. 260). Todo parece apuntar
a que vivió una etapa de intensa purificación interior: “Me veo como un pobrecito, a
quien su amo ha quitado la librea” (ibidem,
n. 1567: p. 262).
En septiembre de 1938 marchó al Monasterio de Silos para hacer unos días de
retiro espiritual. Allí escribió: “Llevo tres
días de retiro… sin hacer nada. Terriblemente tentado. Me veo, no sólo incapaz
de sacar la Obra adelante, sino incapaz de
salvarme –¡pobre alma mía!– sin un milagro
de la gracia. Estoy frío y –peor– como indiferente: igual que si fuera un espectador de
«mi caso», a quien nada importara lo que
contempla. No hago oración. ¿Serán estériles estos días? Y, sin embargo, mi Madre
es mi Madre, y Jesús es –¿me atrevo?– ¡mi
Jesús! Y hay bastantes almas santas, aho-
ra mismo, pidiendo por este pecador. ¡No
lo entiendo! ¿Vendrá la enfermedad que me
purifique?” (ibidem, n. 1588: AVP, II, p. 323).
6. Preparando nuevos tiempos
Entre los frutos de ese “llevar la cruz
de la Obra con Él” estuvo su profunda fe
en el porvenir de la empresa apostólica
que Dios le había confiado, manifiesta en
el balance que hizo en su segunda circular desde Burgos, de 9 de enero de 1939,
que recogía el mejor resumen de aquellos
meses:
“Se ha cumplido un año de nuestra
llegada a Burgos, y es justo que tenga deseos –que pongo en práctica– de hablar
con vosotros, para que, juntos hagamos
un balance de nuestra actuación y señalemos el camino de la próxima labor.
Pero, antes quiero anticiparos en una
palabra el resumen de mi pensamiento después de bien considerar las cosas en la presencia del Señor. Y esta palabra, que debe
ser característica de vuestro ánimo para
la recuperación de nuestras a
­ctividades
ordinarias de apostolado, es optimismo.
Es verdad que la revolución comunista
destruyó nuestro hogar y aventó los medios materiales, que habíamos logrado al
cabo de tantos esfuerzos.
Verdad es también que, en apariencia,
ha sufrido nuestra empresa sobrenatural
la paralización de estos años de guerra. Y
que la guerra ha sido la ocasión de la pérdida de algunos de vuestros hermanos...
A todo esto, os digo: que –si no nos
apartamos del camino– los medios materiales nunca serán un problema que no
podamos resolver fácilmente, con nuestro
propio esfuerzo: que esta Obra de Dios se
mueve, vive, tiene actividades fecundas,
como el trigo que se sembró germina bajo
la tierra helada: y que, los que flaquearon,
quizá estaban perdidos antes de estos sucesos nacionales. (...)
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BURGOS
¿Qué ha hecho el Señor, qué hemos
hecho con su ayuda, durante el año que
ha transcurrido? Se ha mejorado la disciplina de todos vosotros, innegablemente.
Se está en contacto con toda la gente de
San Rafael, que responde de ordinario mejor de lo que podíamos esperar. Se han hecho amistades que han de servir, sin prisa,
a su hora, para la formación de centros de
S. Gabriel. Los Prelados acogen con cariño
la labor nuestra que pueden conocer. Y mil
cosas pequeñas: petición de libros, hojas
mensuales, ornamentos y objetos para el
Oratorio y más: mayores posibilidades de
proselitismo; conocimiento del ambiente de
ciertas poblaciones, que facilitará la labor
de S. Gabriel; amistad –con algunos honda– con bastantes catedráticos, a quienes
antes no se trataba” (AVP, II, pp. 337-338).
En medio de la prueba de la guerra y
de otras más hondas, difíciles o imposibles de relatar, san Josemaría había continuado con su fiel respuesta a Dios para
hacer el Opus Dei: en lo que parecía objetivamente el mayor obstáculo para una
expansión, él supo encontrar el momento
para fundamentarla. Así lo resumía Mons.
Javier Echevarría en unas palabras con
ocasión de una visita a Burgos: “En esta
antigua ciudad, durante varios meses,
San Josemaría celebró a diario la Santa
Misa, tiempo de su jornada en que se unía
más intensamente al Sacrificio de la Cruz,
abrazado en aquellos años a duras privaciones y entregándose con generosidad a
la oración y a la penitencia”, que fueron
siempre el fundamento de su vida apostólica y de la expansión universal con la que
soñaba (Romana. Boletín de la Prelatura
de la Santa Cruz y Opus Dei, 40 [2005],
pp. 101-102).
Voces relacionadas: Camino (libro); Viajes apostólicos.
Bibliografía: AVP, II, pp. 227-343; Constantino
Ánchel - Federico M. Requena, “Epistolario entre
san Josemaría Escrivá de Balaguer y el obispo
de Ávila, Santos Moro Briz, durante la Guerra
Civil española (enero de 1938-marzo de 1939)”,
SetD, 1 (2007), pp. 287-325; Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos. Testimonio sobre el
Fundador, de uno de los miembros más antiguos
del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1994; María Jesús
Coma, El rumor del agua. Recorrido histórico
de san Josemaría Escrivá en Burgos, Burgos,
Cobel Ediciones, 2010; John F. Coverdale, La
fundación del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002;
Federico M. Requena - Javier Sesé, Fuentes para
la Historia del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002;
Pedro Rodríguez, “El doctorado de san Josemaría en la Universidad de Madrid”, SetD, 2 (2008),
pp. 13-103; www.sanjosemariaenburgos.net
174
Pablo PÉREZ LÓPEZ
C
CAMINO (libro)
1. El proceso de redacción. 2. Estructura
interna. 3. Un libro de aforismos espirituales. 4. La recepción de Camino en la Iglesia
del siglo XX. 5. Camino y la vocación del
laico. 6. Difusión.
Camino es el libro más difundido de
Josemaría Escrivá de Balaguer. Publicado
en 1939, cuenta con cerca de 500 ediciones en 49 idiomas distintos. La historia de
la redacción de Camino comienza en los
años veinte. El elemento originante es la
vida del propio autor en sus primeros años
de sacerdocio, y especialmente a partir de
1928, tres años después de su ordenación,
cuando entendió que Dios le llamaba a
fundar el Opus Dei.
1. El proceso de redacción
La experiencia espiritual y apostólica
de san Josemaría en los momentos germinales del Opus Dei había ido dando lugar a unas breves anotaciones que, hasta
su interrupción al final de los años treinta, llegaron a llenar nueve cuadernos. A
medio camino entre el diario y el libro de
oraciones, estos Apuntes íntimos, como él
los llamaba, recogen vivencias, mociones
del espíritu, citas de diversa procedencia
y consideraciones de muy variado género. De todo ese material, tras el inevitable
proceso de selección y corrección, salió,
en buena parte, lo que constituye hoy el
contenido de Camino.
Una primera versión, muy breve, de lo
que con el tiempo sería Camino, fue preparada, en edición multicopiada a velógrafo,
en diciembre de 1932. Su título era Consideraciones espirituales, y se presentaba
como un fascículo de 17 cuartillas con 246
máximas para la meditación. Las máximas
aparecían numeradas y procedían enteramente de los Apuntes íntimos. Los destinatarios de esos fascículos eran personas
a las que Josemaría Escrivá dirigía espiritualmente, sobre todo jóvenes.
Unos meses más tarde, en el verano
de 1933, san Josemaría distribuyó entre
esas mismas personas una segunda serie de máximas. Eran, de nuevo, cuartillas
multicopiadas: 7, con un total de 87 consideraciones de numeración consecutiva a
la anterior (de la 247 a la 333).
En 1934, Consideraciones espirituales
fue editado finalmente como libro en la Imprenta Moderna, de Cuenca, de donde era
obispo el beato Cruz Laplana, pariente del
autor, que facilitó las gestiones. Esta edición recoge las consideraciones de los dos
fascículos anteriores y otras nuevas, hasta
un total de 440, pero ahora sin numerar. El
conjunto, por primera vez, está dividido en
capítulos: 26, de acuerdo con un esquema
que, en gran parte, es ya el que se encontrará cinco años más tarde en la versión
definitiva de Camino, en la que, sin embargo, tanto el número de consideraciones
(que de 440 pasa a 999) como el de capítulos (de 26 a 46), será sensiblemente mayor.
175
CAMINO (libro)
En la fase final de la redacción de
Camino, durante la Guerra Civil española
(1936-1939), Escrivá de Balaguer acude no
sólo a sus notas personales, sino también
a otros materiales escritos: guiones de su
propia predicación, correspondencia activa y pasiva, etc. Sobre su método de trabajo en esta época, y particularmente durante su estancia en Burgos, donde residió
de enero de 1938 a marzo de 1939, han
aportado testimonios escritos quienes entonces convivieron con él (Pedro Casciaro
y Francisco Botella, por ejemplo), que recuerdan, entre otras cosas, haberle ayudado a clasificar unas octavillas extendidas
sobre una cama, cada una de las cuales
contenía uno de los futuros puntos de Camino (cfr. CECH, pp. 73-75).
La primera edición de Camino se imprimió en Valencia en abril de 1939. El
cambio en el título del libro (de Consideraciones espirituales a Camino) coincide
con la fijación de su extensión definitiva
de 999 puntos (cfr. CECH, p. 98). Esta cifra
no es casual, sino deliberada. Con un uso
simbólico de la aritmética que recuerda a
san Agustín, Escrivá de Balaguer persigue,
con esos tres nueves, rendir homenaje a la
Trinidad (9=3x3), algo que había estado ya
presente en 1933, cuando había impreso la
segunda versión a velógrafo de Consideraciones espirituales: con los 87 puntos que
se añadían a los 246 de la primera versión
se llegaba a un total de 333.
meta el ideal de la fidelidad a Dios hasta el
momento de la muerte. Se trata de un Camino de vida cristiana para el hombre que
vive plenamente inmerso en el mundo, y
de ahí que su final de trayecto se concrete
en una meta práctica, la “Perseverancia”,
más que en el objetivo extrahumano de la
vida eterna. En Camino existe también el
capítulo “Postrimerías”, pero se encuentra
en un lugar intermedio, como perspectiva
escatológica de la lucha personal del cristiano por vivir las virtudes, no como última
etapa del caminar del hombre sobre la tierra, cosa que evidentemente los llamados
novísimos no son, pues pertenecen ya al
ámbito del más allá.
Pedro Rodríguez (cfr. CECH, pp. 176191) ha propuesto una distribución de los
46 capítulos de Camino en tres bloques.
El primero, “Seguir a Cristo: los comienzos
del camino”, comprende los capítulos 1 a
21; el segundo, “Hacia la santidad: caminar «in Ecclesia»”, los 14 siguientes, hasta
el 35; y el tercero, “Plenamente en Cristo:
llamada y misión”, los 11 finales. A su vez,
subdivide cada una de esas partes en dos
apartados. El esquema de conjunto que
propone es el siguiente:
2. Estructura interna
Como se ha dicho, Camino está dividido en 46 capítulos. El primero tiene por
título “Carácter”; el último, “Perseverancia”. Aunque cada capítulo es autónomo,
esos dos títulos colocados al comienzo y
al final del libro delatan una intención de
recorrido: el Camino que el fundador del
Opus Dei plantea a sus lectores parte de
un postulado esencial, “el cultivo de las
dimensiones humanas de la personalidad
(...) como exigencia de la fe y como coherencia cristiana” (CECH, p. 216), y tiene por
176
• Primera Parte: “Seguir a Cristo: los co-
mienzos del camino”.
A) Oración, expiación, examen: capítulos
1-10 (“Carácter”, “Dirección”, “Oración”, “Santa Pureza”, “Corazón”,
“Mortificación”, “Penitencia”, “Examen”, “Propósitos”, “Escrúpulos”).
B) Vida interior, trabajo, Amor: capítu-
los 11-21 (“Presencia de Dios”, “Vida
sobrenatural”, “Más de vida interior”,
“Tibieza”, “Estudio”, “Formación”, “El
plano de tu santidad”, “Amor de Dios”,
“Caridad”, “Los medios”, “La Virgen”).
• Segunda Parte: “Hacia la santidad: ca-
minar «in Ecclesia»”.
A) Iglesia, Eucaristía, Comunión: capítu-
los 22-25 (“La Iglesia”, “Santa Misa”,
“Comunión de los Santos”, “Devociones”).
CAMINO (libro)
B) Fe, virtudes, lucha interior: capítulos
26-35 (“Fe”, “Humildad”, “Obediencia”, “Pobreza”, “Discreción”, “Alegría”, “Otras virtudes”, “Tribulaciones”, “Lucha interior”, “Postrimerías”).
• Tercera Parte: “Plenamente en Cristo:
llamada y misión”.
A) Voluntad y Gloria de Dios, Infancia es-
piritual: capítulos 36-42 (“La Voluntad
de Dios”, “La Gloria de Dios”, “Proselitismo”, “Cosas pequeñas”, “Táctica”,
“Infancia espiritual”, “Vida de infancia”).
B) Vocación y misión apostólica: capítu-
los 43-46 (“Llamamiento”, “El Apóstol”, “El Apostolado”, “Perseverancia”).
3. Un libro de aforismos espirituales
La clasificación de un libro como Camino no puede prescindir de comparaciones con ciertos modelos de literatura
espiritual en los que cabe encontrar semejanzas y afinidades. La imitación de Cristo,
por el eco que ha tenido en el pueblo cristiano; los Avisos y Cautelas de san Juan
de la Cruz y los Pensamientos de Pascal,
por su género literario; o las obras de santa
Teresa de Jesús, por su estilo, son algunas
de las referencias históricas que la crítica
ha establecido al respecto. Por lo que se
refiere al género, en el siglo XX hallamos
también obras que se encuadran perfectamente en el de Camino, como Vivir con
Dios, del francés P. Raúl Plus; En busca
del Escondido, del beato Manuel González, obispo de Palencia; o En provecho del
alma, de san Pedro Poveda, que se publicó en 1909 con el subtítulo de «Máximas,
pensamientos, avisos y consejos saludables para vivir cristianamente».
En los años cincuenta, la edición
italiana de Camino fue presentada en
L’Osservatore Romano como “el Kempis
de los tiempos modernos” (cfr. CECH, p.
157). El Kempis es La imitación de Cristo,
un texto clásico de la literatura ascética de
autor desconocido, pero tradicionalmente atribuido al alemán Tomás de Kempis
(1380-1471). Se trata de una obra que, dirigida inicialmente a los religiosos, ha tenido
a lo largo del tiempo y hasta nuestros días
una enorme aceptación: posiblemente es
el texto cristiano más difundido después
de la Biblia. Su comparación con Camino
obedece no tanto a sus rasgos formales o
a su doctrina espiritual, sino a su popularidad, pues Camino, como La imitación de
Cristo, es una guía de vida cristiana para
millones de personas de las más variadas
condiciones y está presente en la biblioteca familiar de innumerables hogares cristianos de todo el mundo.
Si las analogías se buscan con criterios de otro tipo, como el del género literario, el parecido con La imitación de Cristo, libro de pensamientos no tan concisos
como los de Camino, disminuye ante el
que hay, por ejemplo, con algunos escritos
de san Juan de la Cruz genéricamente designados como Avisos y Cautelas: los más
conocidos son los Dichos de luz y amor,
un conjunto de máximas que, como en el
caso de Camino, pertenecen a una fase
muy temprana de la producción literaria
del autor (1578-1580) y que fueron escritas
como complemento y al servicio de una
cierta labor de dirección espiritual. Desde
1992, François Gondrand, que es quien
mayor hincapié ha hecho en este paralelismo, subraya, basándose en él, el carácter
esencialmente “oral” de Camino; es decir,
su origen en el lenguaje hablado, más que
en el escrito (cfr. Gondrand, 2002, pp. 6469): se trata de una aportación que se ha
demostrado decisiva para el posterior análisis del libro por parte de la crítica literaria.
Las comparaciones se pueden buscar también en la literatura profana, y en
esta línea el chileno José Miguel Ibáñez
Langlois ha llamado la atención sobre la
plena inserción de Camino en la tradición
del género aforístico. En efecto: Camino,
“obra compuesta de fragmentos, de uno
o muy pocos párrafos –de ordinario, muy
177
CAMINO (libro)
breves–, numerados, formando cada uno
de ellos una unidad con entidad propia”
(CECH, p. 154), es literariamente una colección de aforismos. Y esos aforismos
–arguye el crítico chileno–, por su concisión, profundidad y eficacia comunicativa,
pueden medirse con los de las grandes figuras que del aforismo han hecho un vehículo privilegiado de la sabiduría, “de Heráclito a Nietzsche” (Ibáñez Langlois, 2002, p.
28). Sin embargo, Ibáñez Langlois no deja
de señalar que dentro de ese género se
ha desarrollado una veta de pensamiento
cristiano que es en la que Camino encuentra su lugar natural, con representantes
como Pascal y Kierkegaard, dos autores
en los que tanto Ibáñez Langlois como
Cornelio Fabro ven elementos en común
con el autor de Camino (cfr. Ibáñez Langlois,
2002, pp. 27-29; Fabro, 2002, p. 16).
Por lo demás, Ibáñez Langlois no ignora la conexión existente entre Escrivá de
Balaguer y los clásicos de la literatura espiritual española. Entre éstos, sin embargo,
privilegia, más que a san Juan de la Cruz,
a santa Teresa de Jesús: “Dentro del Siglo
de Oro”, ha escrito, “es con Santa Teresa con quien se evidencia un parentesco
más sensible. Porque, así como ella escribió una prosa coloquial y fulgurante muy
lejos de toda pretensión de «escritora», y
sin saber siquiera que lo fuese –por pura
obediencia, en pésimas condiciones, a
toda carrera, en la más completa inocencia
creadora–, así Josemaría Escrivá (...) poseyó el genio del idioma en forma inocente.
Hizo gran literatura considerando él mismo
que sólo escribía rápidos apuntes de conciencia, cartas de familia, anotaciones personales nacidas de su oración y transcritas en diminutos papelillos –en la agenda–,
notas fundacionales, guiones para la predicación oral y consejos bien experimentados para ayudar a otros a orar como él
lo hacía” (Ibáñez Langlois, 2002, pp. 15-16).
Aquí aparece de nuevo, como dato inicial,
el mismo presupuesto de Gondrand (la interdependencia entre misión y escritura en
san Josemaría, con lo segundo supedita-
do a lo primero), pero a partir de él Ibáñez Langlois toma otra línea de consideraciones, abriendo así nuevas perspectivas
para el análisis de Camino.
Esa escritura fulgurante y a la vez
inocente, en efecto, se manifiesta en una
coloquialidad que resulta innovadora si se
compara con otros casos de literatura espiritual, incluso con los que más analogías
muestran con Camino, como pueden ser
los ya mencionados Avisos de san Juan de
la Cruz o el Kempis (es decir, La imitación
de Cristo).
Un ejemplo puede ilustrarlo. En el punto 164 de Camino, el tema de la inclinación
al mal (o, al menos, a la propia satisfacción)
descubierta en la propia alma se afronta con las siguientes palabras: “¿Cómo
va ese corazón? –No te me inquietes: los
santos –que eran seres bien conformados
y normales, como tú y como yo– sentían
también esas «naturales» inclinaciones. Y
si no las hubieran sentido, su reacción «sobrenatural» de guardar su corazón –alma y
cuerpo– para Dios, en vez de entregarlo a
una criatura, poco mérito habría tenido. Por
eso, visto el camino, creo que la flaqueza
del corazón no debe ser obstáculo para un
alma decidida y «bien enamorada»”.
Es un modo de exhortar a la lucha cristiana muy distinto del que encontramos
en La imitación de Cristo (I, cap. XIII, 3):
“Hemos nacido inclinados al mal, y apenas superamos una tribulación o tentación,
otra sobreviene: perdimos el gran bien de
nuestra original felicidad y siempre tenemos algo por qué padecer. Muchos procuran huir de las tentaciones y vienen a caer
más gravemente en ellas, pues no basta
la huida para vencer: solo con la paciencia y con la verdadera humildad podemos
ser más fuertes que todos nuestros enemigos”. O en los Dichos de luz y amor (n.
42): “Cata que tu carne es flaca (cfr. Mc 14,
38) y que ninguna cosa del mundo puede
dar fortaleza a tu espíritu ni consuelo, porque lo que nace del mundo, mundo es, y lo
que nace de la carne, carne es; y el buen
178
CAMINO (libro)
espíritu solo nace del espíritu de Dios, que
se comunica no por mundo ni por carne”.
¿Qué diferencias hay entre Camino y
sus ilustres precedentes? De contenido,
pocas, en este caso (en otros, naturalmente, sí las hay): el binomio flaquezapaciencia, núcleo del discurso de Escrivá
de Balaguer (“la flaqueza del corazón”, “no
te me inquietes”), supone una sustancial
continuidad con el Kempis y con los Avisos. Pero la comunicación es distinta: el
arranque con una pregunta directa sobre
el corazón, la interpelación personal y estimulante, la expresión denotativa de cariño
con la que el consejo es transmitido..., son
manifestación de un sentir paternalmente
amistoso que envuelve y condiciona todo.
Y, ciertamente, en esto hay algo que suena más a santa Teresa –quien sin embargo
nunca escribió un libro parecido a Camino– que a san Juan de la Cruz o al Kempis. “Lee despacio estos consejos. Medita
pausadamente estas consideraciones. Son
cosas que te digo al oído, en confidencia
de amigo, de hermano, de padre...”, escribe propedéuticamente san Josemaría en el
prólogo de Camino.
Ese lenguaje coloquial y a la vez íntimo y penetrante ha movido a varios especialistas a investigar sus resortes comunicativos: las “marcas de la oralidad”
(cfr. Gondrand 2003, pp. 251-259), las
“estrategias apelativas” (cfr. Caballero,
2003, pp. 136-140), los “actos de habla”
(cfr. Sánchez Lanza, 2011, pp. 390-392). Por
ejemplo, el “¿cómo va ese corazón?” y el
“no te me inquietes” del punto 164 de Camino, recién citado, son ejemplos de dos
direcciones del lenguaje coloquial muy características del libro: el requerimiento y el
posesivo afectivo. Igualmente típicas son
la interrogación retórica (“¿que cuál es el
secreto de la perseverancia?”: C, 999), el
subjuntivo de deseo (“que tu perseverancia no sea consecuencia ciega del primer
impulso”: C, 983), el discurso en primera
persona (“cuanto más me exalten, Jesús
mío, humíllame más en mi corazón”: C,
591), el halago (“¡qué bien has entendido
la obediencia...!”: C, 622) o el mandato categórico (“acude a tu Custodio, a la hora
de la prueba”: C, 567); o el mismo hecho
de dirigirse al lector tuteándolo. Naturalmente, tampoco faltan en Camino otros
recursos más habituales del dialogo exhortativo, como pueden ser la sugerencia, la
argumentación, el ruego, la promesa, etc.
A la vez, esa coloquialidad no es obstáculo para que Camino presente rasgos
retóricos o poéticos interesantes, merecedores de atención por parte de lingüistas
y críticos literarios. Pedro Antonio Urbina
ha estudiado las imágenes que usa Escrivá de Balaguer, “imágenes de vida cotidiana trascendida” (Urbina, 2002, p. 51)
que atraen por su belleza, mesura y viveza
expresiva (cfr. ibidem, pp. 55-56). Otros
han destacado su léxico preciso y castizo
y su sentido del ritmo y de la sonoridad
(cfr. Gondrand, 2003, pp. 263-277). Otros,
su gusto por la hipérbole y la paradoja (cfr.
Ortiz de Landázuri Busca, “Estudio literario de Camino, Surco y Forja”, en GVQ, II,
pp. 329-331). En definitiva, como afirma
sentenciosamente Miguel Ángel Garrido,
aunque en Camino no existe una explícita voluntad de estilo, “es evidente que la
tersa prosa que se nos ofrece resulta de
sucesivas correcciones que han buscado
la máxima adecuación expresiva posible”
(Garrido, 2002, p. 252).
Por todo lo anterior, Camino ha sido
elevado, en sede académica, no sólo al
rango de libro de espiritualidad incisivo y
profundo, sino también al de obra de calidad literaria. El lingüista alemán Hans-Martin Gauger, en dos monografías (Durchsichtige Wörter: zur Theorie der Wortbildung
y Untersuchungen zur spanischen und
französischen Wortbildung, ambas publicadas en 1971), toma pasajes de Camino,
junto con citas de Azorín, José Ortega y
Gasset, Camilo José Cela y José María
Gironella, para ilustrar sus teorías sobre
el castellano y, más en general, sobre los
usos lingüísticos. Es un caso entre muchos
179
CAMINO (libro)
(cfr. CECH, p. 164): con los años, de Camino ya no sólo se dice que es un “clásico de
la espiritualidad”, sino también, sin más,
que es un “clásico”. En este sentido, Ibáñez Langlois ha señalado la presencia, en
los pensamientos de Camino, de un rasgo
propio de la literatura que cabe considerar clásica: “su inmunidad al desgaste, su
novedad permanente, el que resistan un
número indefinido de lecturas, con el poder de decir cada vez más a lo largo de los
años” (Ibáñez Langlois, 2002, p. 19).
4. La recepción de Camino en la Iglesia
del siglo XX
Camino ha tenido una amplia acogida
también en el mundo teológico y eclesiástico en general, una vez superado un primer momento, en la España de los años
cuarenta, en el que no faltaron religiosos
que lo juzgaron negativamente como un
texto peligroso, incluso subversivo, por su
audaz propuesta de espiritualidad laical.
Del libro de Escrivá de Balaguer se aprecia sobre todo, en este ámbito, su fundamentación bíblica, su hincapié en la vida
de oración y su exigencia de un alto grado
de virtud humana en el cristiano corriente.
Entre los teólogos, Hans Urs von
Balthasar se manifestó crítico con Camino en una ocasión, en el año 1963: quizá
por su énfasis en el valor de las realidades
temporales, lo consideraba, entre otras cosas, un libro de “espiritualidad insuficiente”
para una misión de alcance universal (cfr.
Allen, 2006, pp. 84-85). Sin embargo, la
positiva valoración que han hecho de Camino otros teólogos y escritores católicos
como el cardenal Martini, Thomas Merton
o Leo Scheffczyk, procedentes de muy variados ámbitos geográficos y escuelas de
pensamiento, abona más bien la tesis contraria (cfr. Burkhart - López, 2010, pp. 107112; Allen, 2006, pp. 72 y 85; Scheffczyk,
2007, pp. 214-215).
Pío XII, según él mismo dijo en una
audiencia a Carmen Escrivá de Balaguer,
la hermana de san Josemaría, tuvo en su
mesilla durante años un ejemplar de Camino que Álvaro del Portillo le había regalado
en su primer viaje a Roma, en el año 1943
(cfr. Berglar, 1988, pp. 250-251). También fue por medio de Álvaro del Portillo,
en aquel viaje de 1943, como monseñor
Montini, sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede, conoció Camino.
Muchos años después, en 1976, Montini,
siendo ya el Papa Pablo VI, confió al propio
Del Portillo que desde muchos años atrás
leía Camino y “que le hacía un gran bien
a su alma” (Del Portillo, 1993, p. 18). De
Juan Pablo II se dice que, bromeando con
el nombre de Camino en polaco, Droga,
en alguna ocasión declaró que él, como
muchos otros polacos, era “drogadicto”:
también él conocía el libro de Escrivá de
Balaguer desde antes de ser Papa.
5. Camino y la vocación del laico
Camino, explica Rodríguez, “presupone la realidad de la fe y el bautismo y, desde
ambos, se proyecta sobre la vida humana
del cristiano, que debe ser reformada radicalmente –a la letra: desde la raíz, desde
Cristo– hasta alcanzar las cimas de la santidad y de la entrega. Si hay algo que da
unidad al libro, y ya desde el punto primero, es su «cristocentrismo» total: el plano
inclinado hay que subirlo con Cristo, desde
Cristo y en seguimiento de Cristo” (CECH,
p. 187). De ahí que ni siquiera el primer capítulo (“Carácter”) sea, para Rodríguez, un
preámbulo “humano” a las sucesivas “consideraciones espirituales” (título original de
Camino, como hemos visto): “Es decisivo,
para comprender Camino, captar el sentido del capítulo primero, que el Autor titula
«Carácter». Se equivocaría el que viera en
este capítulo una especie de «introducción
humana» al cristianismo o a la vida espiritual del cristiano. Tratan muchos de sus
aforismos, es cierto, de rasgos capitales
de la personalidad humana; pero el Autor
sitúa el diálogo, desde el primer momento,
en el interior de la «economía de la gracia»,
o como él dice, de la «economía del espíri-
180
CAMINO (libro)
tu» (Camino, 234): su punto de partida es la
presencia de Cristo en el lector con el que
dialoga” (ibidem).
Ese planteamiento radicalmente cristocéntrico de Camino es lo que hace que
el libro interpele y resulte provechoso no
sólo al lector al que primariamente se dirige –el fiel católico laico, llamado a vivir su
fe en medio de las realidades temporales–,
sino también a otros. Es un hecho conocido, por ejemplo, que muchos religiosos
y religiosas meditan Camino. Asimismo,
son muy numerosas las personas no católicas que han encontrado en Camino luz
e impulso para orientar su vida, tal como
el propio autor declaró en 1966 a un periodista de Le Figaro: “Entre las personas
que por propia iniciativa lo han traducido,
hay ortodoxos, protestantes y no cristianos”. Y proseguía en aquella ocasión Escrivá de Balaguer: “Camino se debe leer
con un mínimo de espíritu sobrenatural, de
vida interior y de afán apostólico. No es un
código del hombre de acción. Pretende ser
un libro que lleva a tratar y a amar a Dios y
a servir a todos” (CONV, 36).
Algunos puntos de Camino son más
generales y contemplan la vocación cristiana básica, radical, del bautizado: por
ejemplo, “ten presencia de Dios y tendrás
vida sobrenatural” (C, 278). Otros, en cambio, se ciñen a la condición específica del
cristiano corriente, consciente de su llamada a vivir la fe en medio del mundanal
ruido: “sed hombres y mujeres del mundo,
pero no seáis hombres o mujeres mundanos” (C, 939). La articulación de aquéllos
y éstos da al conjunto un peculiar sentido
teológico y configura una precisa imagen
de Dios y del hombre (cfr. Rodríguez, 1965,
p. 86). Los primeros hablan casi por igual
al laico, al sacerdote y al religioso; al católico, al luterano y al anglicano; y también
a quien no profesa la fe de Cristo, pues
el ethos cristiano, que de modo sublime
en ellos se manifiesta, no deja de atraer
a quien busca la verdad. Los del segundo
tipo son una lectura de ese principio bási-
co y general para el caso particular del fiel
común, como se ha dicho: resultan menos
abarcantes, pero son los que en su momento hicieron de Camino una novedad en
el panorama de la literatura espiritual.
Camino, en efecto, se inscribe “en la
más genuina literatura espiritual cristiana,
de la que constituye un eslabón preclaro,
como también lo son el Itinerarium mentis in Deum, bonaventuriano; el anónimo
Contemptus saeculi, atribuido a Kempis,
y el Ejercitatorio de García de Cisneros.
Sólo que contrasta con estos tres clásicos
por su orientación doctrinal, pues Camino
muestra el modo de alcanzar la santidad,
con la ayuda de la Gracia –que sin ella
nada–, en el mundo y tomando ocasión de
él, mientras que aquellas obras más bien
enseñan cómo apartarse de la contaminación de lo terreno, para alcanzar también
la santidad” (Saranyana, 1988, p. 65). En
el momento de la aparición del libro, en la
primera mitad del siglo XX, esa novedad
escandalizó a algunos: la propuesta de
Escrivá de Balaguer de universalidad de
la vida contemplativa, de democratización
de la aspiración a la santidad, les parecía
sospechosa de herejía.
Se trataba, en realidad, de una doctrina no sólo antigua sino de raíz evangélica
(el Sermón de la montaña puede considerarse su primera formulación), pero habrían
de pasar aún algunos años para que el Magisterio de la Iglesia la recogiera. Será en
1964, en su Const. Dogm. Lumen gentium
sobre la Iglesia, cuando el Concilio Vaticano II declarará solemnemente: “A los laicos
corresponde, por propia vocación, tratar
de obtener el reino de Dios gestionando los
asuntos temporales y ordenándolos según
Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos
y cada uno de los deberes y ocupaciones
del mundo, y en las condiciones ordinarias
de la vida familiar y social, con las que su
existencia está como entretejida. Allí están
llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión y guiados por el
espíritu evangélico, contribuyan a la santi-
181
CAMINO (libro)
ficación del mundo como desde dentro, a
modo de fermento. Y así hagan manifiesto
a Cristo ante los demás, primordialmente
mediante el testimonio de su vida, por la
irradiación de la fe, la esperanza y la caridad” (n. 31).
A este reconocimiento oficial de la vocación del laico y de su papel en la misión
de la Iglesia habían contribuido diversos
factores. Importante fue, desde luego, la
reflexión de teólogos como Congar, Philips
o De Lubac sobre la condición de los laicos. En un ámbito más pastoral que teológico, sin duda fue también importante
la experiencia espiritual y apostólica de
Josemaría Escrivá de Balaguer, de la que
Camino, “un livre de pôche de los caminantes en esta tierra, de los trabajadores
de la ciudad terrestre, cualquiera que sea
su función social” (Torelló, 1965, p. 61), es
reflejo directo.
6. Difusión
Con cinco millones de ejemplares vendidos y traducciones en cincuenta idiomas, Camino es uno de los libros más difundidos del siglo XX.
Los datos de las 29 primeras ediciones españolas (anteriores a 1975, es decir,
a la muerte del autor) figuran en uno de los
apéndices de la edición crítico-histórica de
Camino preparada por Pedro Rodríguez
(cfr. CECH, pp. 1085-1087). Actualmente,
pasado el primer decenio del siglo XXI, son
ya más de ochenta las ediciones españolas del libro, entendiendo por tales sólo las
realizadas en España en lengua castellana
(se excluyen, por tanto, las ediciones en
castellano publicadas en América Latina y
las traducciones publicadas en España en
lenguas distintas del castellano: catalán,
euskera, gallego). En total, el número de
ediciones de Camino en todo el mundo se
acerca a las 500.
La relación ordenada de idiomas en
los que Camino ha sido traducido a lo largo
del tiempo refleja, en parte, el desarrollo in-
ternacional del Opus Dei. Las primeras traducciones fueron la portuguesa (1946), la
italiana (1949), la inglesa (1953), la catalana (1955), la francesa y la alemana (1957).
Luego, en 1959, 1961 y 1962, aparecieron
las primeras ediciones de Camino en árabe, japonés y croata. Empezaba así a verificarse un fenómeno que posteriormente
ha resultado cada vez más frecuente: la
difusión de Camino en ámbitos a los que la
labor del Opus Dei todavía no había llegado. El Opus Dei, en efecto, estaba presente en Japón desde el año 1957, pero no lo
estaba todavía ni en el mundo árabe ni en
las riberas orientales del Adriático: sólo en
1996 y 2003 se abrirían los primeros Centros del Opus Dei en Líbano y en Croacia.
En los años sesenta y setenta verían
también la luz ediciones en euskera (1964),
húngaro, polaco y tagalo (1966), gaélico
(1967), esperanto, gallego y maltés (1968),
checo y rumano (1969), armenio occidental, bahasa y griego (1970), ruso (1971),
chino y hebreo (1972), danés, esloveno, finés y neerlandés (1973), ucraniano (1974),
lituano y quechua (1975). En muchos casos se trataba de traducciones provisionales, realizadas por voluntarios al calor del
entusiasmo suscitado por la lectura del libro y publicadas fuera del país al que iban
primariamente dirigidas: la traducción polaca, por ejemplo, se publicó en Londres;
la húngara, en Dublín; la rusa, en Madrid;
la armenia, en Milán; la china, en Manila;
la eslovena, en Buenos Aires; la ucraniana, en Múnich. Pasados los años, ha sido
posible mejorar la calidad de muchas de
esas traducciones, trabajando con criterios profesionales, y se ha publicado una
nueva versión. Además, en algunos casos
se han hecho versiones propias para las
distintas variantes de una misma lengua:
por ejemplo, tras la primera edición en
euskera, dirigida genéricamente al público
vascoparlante, han aparecido una traducción en euskera vizcaíno y otra en euskera
unificado (el llamado “batúa”); asimismo, a
la traducción china de 1972 se ha añadido una en chino simplificado publicada en
182
CAMINO (libro)
Hong Kong; y a la armenia occidental, de
1970, una en armenio oriental.
Después de la muerte de su autor, en
1975, Camino ha seguido ganando mercados lingüísticos: coreano (1979), búlgaro (1982), birmano y swahili (1984), sueco
(1985), albanés (1988), amharico (1989),
eslovaco (1993), estonio (2000), letón
(2001), guaraní (2002), vietnamita (2003),
bretón y tigrigna (2004), hiligaynon y malayalam (2008). Los cuatro últimos son idiomas hablados en Francia, Eritrea, Filipinas
e India respectivamente. Se han publicado
también ediciones de Camino para ciegos,
en sistema braille, en castellano, inglés,
portugués y alemán.
En el año 2002, Pedro Rodríguez,
profesor de Teología de la Universidad de
Navarra y editor (en 1989) de la edición
crítica del Catecismo Romano del Concilio
de Trento, publicó Camino. Edición críticohistórica, primer volumen de la Colección
de Obras Completas del fundador del
Opus Dei, proyecto a largo plazo del Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de
Balaguer.
Voces relacionadas: Escritos de san Josemaría:
Descripción de conjunto.
Bibliografía: CECH, passim; John L. Allen,
Opus Dei. Una visión objetiva de la realidad y
los mitos de la fuerza más polémica dentro de
la Iglesia católica, Barcelona, Planeta, 2006; Antonio Aranda, “El bullir de la sangre de Cristo”.
Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Madrid, Rialp, 20012; Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1988;
Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y
santidad en la enseñanza de San Josemaría.
Estudio de teología espiritual, I, Madrid, Rialp,
2010; Guillaume Derville, “Une connaissance
d’amour. Note de théologie sur l’édition criticohistorique de «Chemin» (I)”, SetD, 1 (2007), pp.
191-220; Id., “Une connaissance d’amour. Note
de théologie sur l’édition critico-historique de
«Chemin» (II)”, SetD, 3 (2009), pp. 277-305; María Caballero Wangüemert, “Camino edición crítico-histórica: un apunte desde la literatura”, en
Constantino Ánchel (ed.), En torno a la edición
crítica de Camino, Madrid, Rialp, 2003, pp. 117144; Cornelio Fabro, El temple de un Padre de la
Iglesia, Madrid, Rialp, 2002; Miguel Ángel Garrido Gallardo, “Literatura espiritual española del
siglo XX. Sobre la obra escrita del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer”, en Antonio Lorente
- José Nicolás Romera - Ana Mª Freire (coords.),
Homenaje al profesor José Fradejas Lebrero,
II, Madrid, UNED, 1993, pp. 629-642 (también
en Miguel Ángel Garrido Gallardo [coord.], La
obra literaria de Josemaría Escrivá, Pamplona,
EUNSA, 2002, pp. 229-259); François Gondrand,
“La intención y el género literario de Camino, del
Beato Josemaría Escrivá”, ScrTh, 26 (1994), pp.
233-248 (también en Garrido [coord.], La obra
literaria de Josemaría Escrivá, cit., pp. 57-86);
Id., “Les marques de l’oralité dans Camino”, en
GVQ, II, pp. 249-278; José Miguel Ibáñez Langlois, Josemaría Escrivá como escritor, Madrid,
Rialp, 2002; Guadalupe Ortiz de Landázuri Busca,
“Estudio literario de Camino, Surco y Forja”, en
GVQ, II, pp. 317-336; Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid,
Rialp, 1993; Pedro Rodríguez, “Camino y la espiritualidad del Opus Dei”, Teología Espiritual,
26 (1965), pp. 213-245 (también en Aa.Vv., La
vocación cristiana. Reflexiones sobre la catequesis de Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid,
Palabra, 1975, pp. 79-139); Carmen Sánchez
Lanza, “Camino. Perspectiva lingüística”, SetD,
5 (2011), pp. 387-397; Josep-Ignasi Saranyana,
“Cincuenta años de historia”, en José Morales
(coord.), Estudios sobre Camino, Madrid, Rialp,
1988, pp. 59-65; Leo Scheffczyk, “La gracia en
la espiritualidad de Josemaría Escrivá”, ScrTh,
39 (2007), pp. 203-222; Juan Bautista Torelló,
“La espiritualidad de los laicos”, Nuestro Tiempo, 127 (1965), pp. 3-20 (también en Aa.Vv., La
vocación cristiana. Reflexiones sobre la catequesis de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., pp.
47-75); Pedro Antonio Urbina, “La imagen y su
sentido en Camino”, en Miguel Ángel Garrido
Gallardo (coord.), La obra literaria de Josemaría
Escrivá, cit., pp. 45-56.
183
Alfredo MÉNDIZ
CANADÁ
CANADÁ
1. Inicio de la labor apostólica estable.
2. Inicio de la labor apostólica con mujeres.
3. Regalos de san Josemaría. 4. Presencia
epistolar. 5. Traducción de Camino al hebreo y prehistoria de la labor en Israel.
A petición de san Josemaría, don Pedro Casciaro (cfr. Casciaro, 1994, pp. 200202; Gondrand, 1991, pp. 208-209) recorrió
varios países de América en 1948, acompañado de otros fieles del Opus Dei, para
explicar la Obra a los Ordinarios de algunas diócesis y recoger datos sobre dónde
sería preferible iniciar la labor apostólica
(cfr. Cano, 2007, pp. 44-45).
En Canadá, visitó a los arzobispos de
Quebec (Maurice Roy, 1947-1981, más
tarde cardenal, que otorgó la venia para
la apertura del primer Centro del Opus
Dei en esa ciudad en 1964), Montreal
(Joseph Charbonneau, 1940-1950; su sucesor, el cardenal Paul-Émile Léger, 19501968, otorgó la venia para el primer Centro
en 1957), Ottawa (Alexandre Vachon, 19401953; su sucesor Joseph-Aurèle Plourde,
1967-1989, otorgó la venia en 1982), y Toronto (James Ch. McGuigan, 1934-1971,
luego cardenal; su sucesor Philip F. Pocok,
1971-1978, concedió la venia en 1978).
A partir de 1955 don José Luis Múzquiz, que se había trasladado a Estados
Unidos para iniciar allí la labor apostólica,
hizo viajes a Quebec para atender a Jacques Bonneville (1920-2011: cfr. Romana,
2011, pp. 332-333) y a su esposa Cécile,
que habían solicitado la admisión en Boston en 1954 (cfr. Gueguen, 2007, pp. 85, 93
y nt. 84). Hubo retiros espirituales en una
propiedad de Miss Nathalie Lincoln: The
House of Studies, mansión amplia con
parque, a orillas del lago Memphremagog,
cerca de Sherbrooke. Joe Atkinson, el primer numerario canadiense (pidió la admisión en Boston en enero de 1959) recuerda
su primer curso de retiro en esa casa durante la Semana Santa de 1959.
En 1956, el cardenal Léger visitó Montelar, Centro de mujeres del Opus Dei en
Madrid, acompañado de don Amadeo de
Fuenmayor. Enseguida pidió que el Opus
Dei se estableciera en Montreal. En marzo de 1957, el cardenal recibió en Roma
a don Álvaro del Portillo y a don Juan Manuel Martín, que preparaba su traslado a
Montreal.
1. Inicio de la labor apostólica estable
Conforme al plan trazado por el fundador del Opus Dei, el sacerdote Juan
Manuel Martín iba a ir a Canadá junto con
otro sacerdote, pero este último no superó
unas pruebas médicas. Según recuerdos
de don Juan Manuel (en cuyo testimonio
se basan éste y otros detalles de la presente narración), san Josemaría le llamó y
le dijo: “Hijo mío, tendrás que ir al Canadá
solo, de momento; se nos ha abierto un
buen portón para entrar en ese gran país...
y hemos de ir allá”. Tras una larga travesía desde Nápoles a Nueva York y un par
de meses en los Estados Unidos, llegó a
Canadá, acompañado por don José Luis
Múzquiz, el 7 de junio de 1957. Celebraron
Misa en la Abadía de Saint-Benoît-du-Lac.
Don José Luis dio una charla sobre la Obra
en The House of Studies y al día siguiente
llegaron a Montreal. Visitaron al cardenal
Léger, que les acogió afectuosamente y les
propuso que se alojaran en la Maison Léon
XIII. Don José Luis regresó ese mismo día
a Boston y don Juan Manuel vivió cuatro
meses en esa residencia con un grupo
de sacerdotes, profesores y capellanes
de colegios o asociaciones; uno de ellos,
Norbert Lacoste, fue el primero que pidió
la admisión en la Sociedad Sacerdotal de
la Santa Cruz en enero de 1958.
Posteriormente el Cardenal cedió una
casa cercana a la Universidad de Montreal,
donde en octubre comenzó a funcionar
una pequeña residencia de estudiantes. La
llamaron Piedmont, por encontrarse al pie
del Mont-Royal. La residencia se amplió
y aún se conserva. En 1959 llegaron don
184
CANADÁ
Vicente Miguel Mayoral y don José María
Escribano (cuyos recuerdos se han podido
también recoger). En 1960, se sumó un ingeniero, Alfonso Bielza (que ha contribuido
igualmente con sus recuerdos).
Un residente de Piedmont, André Allaire (1934-2007; cfr. Romana, 45, 2007, p.
328), estudiante de Medicina, fue el primero que pidió la admisión como supernumerario en Canadá y luego ayudó mucho en
las tareas apostólicas. Dos estudiantes de
Bachillerato, David Sands y Paul Cormier,
pidieron la admisión en 1961. Les había
invitado a conocer la Obra un arquitecto
irlandés que ya había solicitado pertenecer
a la Obra, Jack McCabe (1935-2006). André Blais pidió plaza en Piedmont al llegar
a la Universidad y en 1962 se incorporó al
Opus Dei. En julio de1962 llegaron Joe Atkinson, de Boston, tras completar su doctorado; don Luis Carrión Sastre, de Irlanda;
y Ernest Caparrós, de España.
Desde Piedmont, en Montreal, se continuaron los viajes a Quebec. En 1963 y durante un año, se instaló otro Centro, cerca
de Loyola College, llamado Royal. En 1964
se inició el trabajo apostólico estable en
Quebec, en una casa alquilada a la Universidad Laval; el Centro se llamó Boisgomin.
En 1969, se inició Riverview Study Center,
cerca de McGill University. Desde Quebec
y desde Montreal, se hacían viajes a Drummondville para apoyar la labor apostólica
de André Allaire. En 1957 Jonathan de Villiers, un inglés, se instaló en Toronto. Hacia 1970 comenzaron los viajes periódicos
a esa ciudad. El primer Centro, hoy Ernescliff College, se puso en 1978, cuando ya
había un buen grupo de fieles de la Obra
allí. Otros miembros del Opus Dei, con sus
familias, se establecieron por razones profesionales en Ottawa, Calgary, Vancouver
y Edmonton antes de junio de 1975. Se
organizaron viajes y se tuvieron cursos de
retiro, etc., poniendo así las bases para el
futuro comienzo de la labor estable. En
2012 hay centros en Montreal, Quebec, Toronto, Ottawa, Vancouver y Calgary; y labor
estable, atendida desde otras ciudades, en
Abbotsford, Edmonton, Hamilton, Kingston, Kitchener-Waterloo y London.
2. Inicio de la labor apostólica con mujeres
La primera mujer que se acercó al
Opus Dei lo hizo gracias a una noticia de
prensa. Un artículo publicado el 8 de mayo
de 1957 en el diario Le Devoir comentaba el deseo del cardenal Léger, de que el
Opus Dei se desarrollara en Canadá. Annie
Sioui, secretaria contable de origen hurón,
que vivía en Montreal, trató de saber más y
así conoció a l’abbé Martin. Pidió la admisión como agregada el 8 de julio de 1959.
En 1959, llegaron en barco a Halifax
las tres primeras mujeres de la Obra, que
se establecieron en Canadá: Nisa González Guzmán, María de las Nieves Martín
Rueda y Mari Carmen García Grotta. Continuaron en tren hasta Montreal, donde
Annie fue a recogerlas a la estación. Annie
fue de gran ayuda para instalar la residencia Montboisé, cercana a la Universidad
de Montreal. Después, un día de verano,
recibieron la visita sorpresa del cardenal
Léger, que fue a ofrecerles ánimo y apoyo. Denyse Larrivée, de Trois-Pistoles, fue
la primera numeraria canadiense (1960) (su
testimonio ha sido muy útil para trazar la
historia de estos comienzos de la labor de
mujeres del Opus Dei en Canadá); Madeleine Saint-Maurice, de Valleyfield, fue la
primera supernumeraria (1962); y Jacinthe
Grenier, de Grande Rivière, la primera numeraria auxiliar (1973).
En 1964, se consiguió una casa de
retiros: Le Manoir de Beaujeu, con amplio
parque a las orillas del río San Lorenzo, en
Coteau du Lac. En 1965, se abrió el Centre Hudson en Montreal, y en 1968, la Residencia Trimar en la ciudad de Quebec.
En 1971, se añadió al Manoir el Pavillon
Soulanges, para ofrecer actividades a las
mujeres, jóvenes y mayores, de los alrededores. En 2012 hay Centros en Montreal,
Quebec, Coteau du Lac, Toronto, Ottawa,
185
CANADÁ
Vancouver y Calgary; una casa de convivencias, Cedarcrest, cerca de Toronto; y
también labor estable en Abbostford, Edmonton, Hamilton, Kingston, Kitchener,
London y Victoria.
3. Regalos de san Josemaría
San Josemaría daba a veces a sus
hijas e hijos algunos regalos como manifestación de cariño, con el deseo de que
fuesen recordatorios de la unidad de la
Obra. Son, en su mayoría, detalles pequeños, muy de familia, pero que testimonian
la atención y el afecto con que san Josemaría seguía todas las labores apostólicas.
En Piedmont se conservan los que
recibió don Juan Manuel: un cáliz dorado
“sencillísimo, sin adornos, con la patena”
(Don Javier Echevarría le dijo mucho después: “el primero que el fundador regalaba
para un país, sabed valorarlo”); el retablo
del oratorio (una Anunciación inspirada en
Fra Angélico, que el pintor Manolo Caballero realizó siguiendo indicaciones de san
Josemaría) y la estatua de la Virgen con
el Niño, en escayola policromada, de estilo románico, colocada en una hornacina
en chaflán a la entrada. Don Juan Manuel
cuenta que recibió también un ejemplar
de Camino de la decimotercera edición
(1956), con la dedicatoria manuscrita “Para
esos hijos del Canadá, con una bendición
del Padre, Roma 7 de febrero de 1957”,
conservado en la sede de la Comisión
Regional.
En 1958, Nisa González Guzmán recibió una taza de la vajilla utilizada por la
madre del fundador, una máquina de fotos
y un Via Crucis. En 1959, Nisa llegó a Montreal con otros recuerdos más: dos piezas
de vajilla y dos clavos del Pensionato, es
decir, de los locales de la portería en los
que se comenzó a vivir en Villa Tevere. Ese
mismo año, Mari Carmen recibió un cáliz
dorado para el oratorio de Montboisé, un
pato de cerámica rojo, un burrito de plata y un pequeño candelero de porcelana.
En 1962, don José Luis Múzquiz llevó a
Montboisé, de parte de san Josemaría, un
cofrecito de plata para la llave del sagrario.
Cuando en 1964 se consiguió Le Manoir
de Beaujeu, el fundador envió un cáliz dorado adornado de esmaltes, que se utiliza
en ese oratorio.
4. Presencia epistolar
Como se advierte por los detalles mencionados, san Josemaría siguió de cerca el
trabajo apostólico de Canadá. Además, escribió cartas a sus hijas y a sus hijos de ese
país, en diferentes circunstancias. A mediados de noviembre de 1961, don José María
Escribano, durante un curso de retiro, tuvo
unas hemoptisis que dificultaron su predicación. Uno de los asistentes, médico, le
aconsejó que hablara poco. Terminaron el
retiro leyendo Camino. A los dos días, le
diagnosticaron un tumor en el pulmón derecho y la necesidad de operar para extirparlo. Poco después (23-XI-61) don José
María recibió la carta siguiente: “Querido
José Mari: que Jesús te me guarde. Ayer
recibí tu carta, y te pongo estas líneas, para
decirte que te encomiendo especialmente y que pido al Señor que te nos pongas
pronto bueno. Espero que me deis frecuentemente noticias de tu salud. Cuídate, déjate cuidar y piensa que, al hacerlo, tienes
también el mérito de la obediencia. Estoy
muy contento de vosotros: de esa gran tierra del Canadá es seguro que el Señor hará
salir mucha buena labor y muchas almas
santas. Te recuerda siempre con cariño, te
abraza y te bendice tu Padre”.
Diez médicos de diferentes especialidades confirmaron el diagnóstico y siguieron los preparativos para la operación.
Mientras, el paciente y varias personas
de la Obra encomendaban su curación a
la intercesión del Siervo de Dios Isidoro
Zorzano. A los nueve días de comenzar las
novenas, la hemorragia cesó y al operar no
encontraron ningún tumor en los pulmones, llegándose a pensar que había habido
un error de diagnóstico.
186
CANADÁ
Cuando supo san Josemaría que en
Montreal habían encomendado la curación
a la intercesión de Isidoro, vio la posibilidad de solicitar un proceso canónico que
certificara el carácter milagroso de esa curación, y entre fines de 1963 y primeros de
1964 se hicieron las gestiones para que el
proceso pudiera hacerse more apostolico,
simplificando así los procedimientos. Don
José Luis Soria, que se encargaba por entonces de la causa de canonización de Isidoro Zorzano, se puso en relación con don
José María para preparar el proceso en la
curia archidiocesana de Montreal: de los
diez médicos sólo uno era católico y todos
aceptaron testimoniar sobre la enfermedad
y la curación. Don José Luis (en cuyos recuerdos se basa este relato concreto) vino
a Montreal con un médico de la Consulta
de la Congregación. El tribunal diocesano
presidido por el cardenal Léger recogió los
testimonios de don José María, de los médicos y de las otras personas que habían
encomendado la curación a Isidoro. Don
José Luis regresó a Roma con las actas
del proceso.
San Josemaría también envió diversas
cartas a la Asesoría regional de Canadá: “A
mis hijas de Canadá: me acuerdo siempre
de vosotras y rezo por todas, para que el
trabajo que habéis comenzado crezca de
forma segura. Sé que si continuáis fielmente de esta manera sobrenatural y ardiente,
el Señor os utilizará para hacer mucho bien
en numerosas almas y para llevar la luz y
el calor de la gracia de Jesucristo” (1964).
Años más tarde les decía: “Os tengo siempre presentes y os encomiendo, para que
vuestra labor crezca con paso firme y seguro. Sé que si continuáis así –fieles, sobrenaturales y trabajadoras–, el Señor se
va a servir de vosotras para hacer mucho
bien a tantas almas y acercarlas a la luz y al
calor de la gracia de Jesucristo” (18-II-70).
5. Traducción de Camino al hebreo y
prehistoria de la labor en Israel
Stuart Idelson (1922-2011) fue el primer cooperador no católico (era hebreo)
en Canadá. Conoció a don Juan Manuel
en 1959, a través de unas clases de español. Le pidió un libro en castellano y éste le
prestó Camino. Le gustó tanto que asumió
la tarea de traducirlo al hebreo.
En 1962 fue a Roma para saludar a
san Josemaría y quedó impresionado por
el cariño que le mostró. Envió al fundador
sugerencias para comenzar la labor apostólica en Israel. He aquí la respuesta que
recibió, en carta manuscrita: “Muy querido Stuart: unas líneas para agradecerte
el informe que me entregó D. Joe. Estoy
completamente de acuerdo, y procuraremos –con calma, pero con verdadero interés– ver si los de Navarra conectan con
los amigos de Israel. Reza por mí. Cuenta también con mis oraciones. Un abrazo
y una cariñosa bendición de Josemaría”
(Roma, 20-IV-1964).
Stuart (Sani) le respondió el 30 de
abril: “Querido Padre, Le agradezco mucho su carta que acabo de recibir. Su decisión de establecer contacto con la Universidad de Jerusalén me emociona mucho.
Unos amigos de Israel a quien hablé aquí
de este asunto, piensan que los de Jerusalén estarán encantados con el proyecto
(…). Tengo que disculparme por el retraso
en la revisión de la traducción de Camino
(…). Espero que estará listo dentro de dos
meses. Con todo cariño le pide su bendición, Sani”.
La labor estable en Israel se inició
años más tarde, en 1993, después del fallecimiento de san Josemaría.
Bibliografía: AVP, III, p. 354, nt. 111; Víctor Cano,
“Los primeros pasos del Opus Dei en México
(1948-1949)”, SetD, 1 (2007), pp. 41-64; Flavio
Capucci, “Zorzano Ledesma, Isidoro”, en Bibliotheca Sanctorum, prima appendice, Roma, Città
Nuova, 1987, cols. 1480-1481; Pedro Casciaro,
Soñad y os quedaréis cortos. Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más
antiguos del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1994;
François Gondrand, Al paso de Dios. Josemaría
Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei,
Madrid, Rialp, 1984; John A. Guegen, “The Early
187
CANONIZACIÓN DE SAN JOSEMARÍA
Days of Opus Dei in Boston. As Recalled by the
First Generation (1946-1956)”, SetD, 1 (2007),
pp. 65-112; Id., “The Early Days of Opus Dei in
Cambridge (U.S.). As Recalled by the First Generation (1956-1961)”, SetD, 4 (2010), pp. 225294; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza
de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer,
Madrid, Rialp, 1989; José Miguel Pero-Sanz,
Isidoro Zorzano Ledesma. Ingeniero industrial
(Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943), Madrid, Palabra, 1996.
Ernest CAPARRÓS
CANONIZACIÓN DE SAN JOSEMARÍA
1. La beatificación. 2. La canonización.
Inmediatamente después de la muerte de san Josemaría Escrivá, su fama de
santidad comenzó a extenderse por todo
el mundo. Las narraciones de favores,
espirituales y materiales, atribuidos a su
intercesión, se multiplicaron en muy diversos países. El 19 de febrero de 1981 fue
introducida la causa de canonización, con
el apoyo explícito de una tercera parte del
episcopado mundial. Resumiremos a continuación las dos fases, beatificación y canonización, que ese proceso implica.
1. La beatificación
Se celebraron dos procesos sobre la
vida y virtudes del fundador del Opus Dei:
uno en el Vicariato de Roma y otro en la
Curia arzobispal de Madrid, que, después
de 980 sesiones, se concluyeron en 1986.
Fueron interrogados 92 testigos, todos de
visu, es decir, presenciales. Tras un minucioso estudio, el 19 de septiembre de
1989, el Congreso Peculiar de los Consultores Teólogos decretó, por mayoría, la heroicidad de las virtudes. En el mismo sentido se expresó, el 20 de marzo de 1990,
la Congregación Ordinaria de Cardenales
y Obispos. El 9 de abril de 1990, fue promulgado el decreto sobre las virtudes heroicas.
En 1976, había llegado a la Postulación de la causa la noticia de la curación
repentina de una lipocalcinogranulomatosis tumoral, de sor Concepción Boullón
Rubio, religiosa carmelita de la caridad residente en el convento de San Lorenzo de
El Escorial, población cercana a Madrid.
En 1982 la Curia de Madrid instruyó el
correspondiente proceso super miro. El 6
de julio de 1991 fue promulgado el decreto que reconocía el carácter milagroso, es
decir científicamente inexplicable, de esa
curación.
El 17 de mayo de 1992, en la plaza de
San Pedro, Juan Pablo II celebró solemnemente la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, junto con la de la religiosa
canosiana sudanesa Josefina Bakhita. En
la homilía, entre otras cosas, el Papa dijo:
“Con sobrenatural intuición, el beato Josemaría predicó incansablemente la llamada
universal a la santidad y al apostolado.
Cristo convoca a todos a santificarse en
la realidad de la vida cotidiana; por ello, el
trabajo es también medio de santificación
personal y de apostolado cuando se vive en
unión con Jesucristo (...). En una sociedad
en la que el afán desenfrenado de poseer
cosas materiales las convierte en un ídolo
y motivo de alejamiento de Dios, el nuevo beato nos recuerda que estas mismas
realidades, criaturas de Dios y del ingenio
humano, si se usan rectamente para gloria
del Creador y al servicio de los hermanos,
pueden ser camino para el encuentro de
los hombres con Cristo (...). La actualidad
y transcendencia de su mensaje espiritual,
profundamente enraizado en el Evangelio,
son evidentes, como lo muestra también la
fecundidad con la que Dios ha bendecido
la vida y obra de Josemaría Escrivá” (Capucci, 2009, pp. 33-34).
2. La canonización
A los pocos meses de la beatificación,
llegó a la Postulación la noticia de otra curación que presentaba características extraordinarias: la desaparición de las lesio-
188
CANONIZACIÓN DE SAN JOSEMARÍA
nes típicas de una radiodermitis crónica,
debida a la exposición durante años a los
rayos X, de las manos del Dr. Manuel Nevado Rey, cirujano traumatólogo de Badajoz, tras la invocación del entonces beato
Josemaría Escrivá. Del 12 de mayo al 4 de
julio de 1994 se instruyó, en la Curia episcopal de Badajoz, el correspondiente proceso. El 26 de abril de 1996 la Congregación para las Causas de los Santos decretó
la plena validez del proceso. El 10 de julio
de 1997 la Consulta Médica de la misma
Congregación afirmó por unanimidad que
la curación del Dr. Nevado de “radiodermitis crónica grave, en el tercer estadio, en
fase de irreversibilidad”, fue “muy rápida,
completa y duradera; científicamente inexplicable”. El 9 de enero de 1998 los consultores teólogos, llamados a pronunciarse
sobre el carácter preternatural de esa curación y sobre la relación causal entre la
invocación del beato Josemaría y la desaparición de la enfermedad, emitieron voto
positivo unánime. El 21 de septiembre de
2001, la Congregación Ordinaria de Cardenales y Obispos miembros de la Congregación confirmó el carácter milagroso de
la curación del Dr. Nevado y su atribución
al beato Josemaría. La lectura del respectivo decreto super miro tuvo lugar el 20 de
diciembre, en presencia del Santo Padre.
El 20 de febrero de 2002, el Papa presidió un Consistorio Ordinario Público de
Cardenales, que estableció el 6 de octubre de 2002 como fecha de la canonización. Ese día, ante una muchedumbre
de 300.000 fieles procedentes de todo el
mundo, Juan Pablo II inscribió a san Josemaría en el Catálogo de los Santos de
la Iglesia universal. Asistían a la ceremonia más de cuatrocientos obispos. Las
imágenes, retransmitidas en directo por
veintinueve emisoras televisivas, llegaron a
todos los países del mundo.
En la homilía de la Misa, entre otras
cosas, el Santo Padre dijo: “La Providencia divina ha dispuesto que la trayectoria
terrena de San Josemaría Escrivá tuviese
lugar en el siglo XX, tiempo que ha presenciado enormes desarrollos de la ciencia
y de la técnica (...). Es preciso reconocer
que, junto a logros admirables del espíritu
humano, en este tiempo nuestro abundan
los torrentes de aguas amargas, que tratan
inútilmente de apagar la sed de felicidad
de los corazones (...). Gracias a la doctrina y al espíritu del Fundador del Opus Dei,
hasta de las piedras más áridas e insospechadas han brotado torrentes medicinales.
El trabajo humano bien terminado se ha
hecho colirio, para descubrir a Dios en todas las circunstancias de la vida, en todas
las cosas. Y ha ocurrido precisamente en
nuestro tiempo, cuando el materialismo se
empeña en convertir el trabajo en un barro
que ciega a los hombres, y les impide mirar
a Dios” (Capucci, 2009, pp. 137-138).
En la mañana del 7 de octubre, tras
una Misa de acción de gracias celebrada
por Mons. Javier Echevarría, Prelado del
Opus Dei, el Santo Padre tuvo una audiencia con los fieles llegados a Roma para la
canonización del fundador. En su discurso trazó un breve perfil del nuevo santo.
Entre otras cosas, Juan Pablo II dijo: “San
Josemaría fue elegido por el Señor para
anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los
días, las actividades comunes, son camino de santificación. Podría decirse que fue
el santo de lo ordinario. En efecto, estaba
convencido de que, para quien vive en una
perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de
un encuentro con Dios, todo se convierte
en estímulo para la oración. Vista así, la
vida diaria revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos”.
Y, a continuación: “Escrivá de Balaguer
fue un santo de gran humanidad. Todos
los que lo trataron, de cualquier cultura o
condición social, lo sintieron como un padre, entregado totalmente al servicio de
los demás, porque estaba convencido de
que cada alma es un tesoro maravilloso: en
efecto, cada hombre vale toda la sangre de
189
CARÁCTER, FORMACIÓN DEL
Cristo. (...) El Señor le hizo entender profundamente el don de nuestra filiación divina.
Él enseñó a contemplar el rostro tierno de
un Padre en el Dios que nos habla a través de las más diversas vicisitudes de la
vida. Un Padre que nos ama, que nos sigue paso a paso y nos protege, nos comprende y espera de cada uno de nosotros
la respuesta del amor. La consideración de
esta presencia paterna, que lo acompaña
a todas partes, le da al cristiano una confianza inquebrantable; en todo momento
debe confiar en el Padre celestial. Nunca
se siente solo ni tiene miedo. En la Cruz
–cuando se presenta– no ve un castigo, sino
una misión confiada por el mismo Señor. El
cristiano es necesariamente optimista, porque sabe que es hijo de Dios en Cristo”.
Más adelante, el Papa comentó la actualidad del mensaje de san Josemaría,
subrayando la sintonía de sus enseñanzas
con uno de los temas que el Papa consideraba cruciales en la pastoral en nuestros
días: la armonía entre fe y cultura. He aquí
sus palabras: “Este mensaje tiene numerosas implicaciones fecundas para la misión
evangelizadora de la Iglesia. Fomenta la
cristianización del mundo «desde dentro»,
mostrando que no puede haber conflicto
entre la ley divina y las exigencias del auténtico progreso humano. Este sacerdote
santo enseñó que Cristo debe ser la cumbre de toda actividad humana. Su mensaje
impulsa al cristiano a actuar en los lugares
donde se está forjando el futuro de la sociedad. De la presencia activa de los laicos
en todas las profesiones y en las fronteras
más avanzadas del desarrollo sólo puede derivar una contribución positiva para
el fortalecimiento de la armonía entre fe y
cultura, que es una de las mayores necesidades de nuestro tiempo” (Capucci, 2009,
pp. 141-142).
Y concluyó exhortando a los presentes
a servir a la Iglesia con una conducta coherente con el ejemplo y las enseñanzas de
san Josemaría. Palabras que todos entendieron como una llamada a la responsabi-
lidad, así como aquellas con las que Juan
Pablo II, tras la ceremonia de la canonización, se despidió de los fieles presentes:
“Saludo cordialmente al Prelado y a todos
los miembros del Opus Dei: os agradezco
todo lo que hacéis por la Iglesia” (Capucci,
2009, p. 134).
Voces relacionadas: Devoción a san Josemaría.
Bibliografía: Flavio Capucci, Josemaría Escrivá,
santo. El itinerario de la causa de canonización,
Madrid, Rialp, 2009.
Flavio CAPUCCI
CARÁCTER, FORMACIÓN DEL
1. El carácter, rasgo distintivo de la personalidad humana y cristiana. 2. Educación
del carácter.
San Josemaría habla del carácter,
conjunto de cualidades psíquicas y espirituales que configuran la manera de ser
de cada persona, desde una perspectiva
espiritual, en cuanto elemento conformador de la personalidad y, especialmente,
del temple del cristiano que está llamado
a asemejarse a Jesucristo impregnando su
personal modo de ser con la luz y la vida
que derivan del Dios hecho hombre. Plantea, pues, la formación del carácter con
una orientación humana y sobrenatural,
que es profundamente cristológica y por
tanto apostólica. A este respecto es muy
significativo que Camino se inicie con un
capítulo dedicado al carácter y que sus primeros puntos sean los siguientes: “Que tu
vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja
poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y
de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol,
la señal viscosa y sucia que dejaron los
sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el
fuego de Cristo que llevas en el corazón”
(C, 1); “Ojalá fuera tal tu compostura y tu
conversación que todos pudieran decir al
190
CARÁCTER, FORMACIÓN DEL
verte o al oírte hablar: éste lee la vida de
Jesucristo” (C, 2).
1. El carácter, rasgo distintivo de la personalidad humana y cristiana
Como el ser humano es una unidad
de cuerpo y alma, de espíritu y materia, el
carácter o modo de ser tiene una base biológica, el temperamento, es decir, aquellos
aspectos de su constitución fisiológica
que influyen en su modo de reacción. La
conjunción de carácter y temperamento
da lugar a la índole de cada persona; de
ahí que existan individuos que son temperamentalmente introvertidos o extrovertidos, inquietos o reflexivos, etc. Por eso
es preciso templar el carácter mediante el
buen uso de la inteligencia y la voluntad,
de modo que dé lugar a una personalidad
equilibrada (cfr. S, 417).
En la configuración del carácter, la
familia tiene un influjo destacado, y en
especial los padres. Así ocurre en la vida
de todo ser humano. Y así debió ocurrirle
–a san Josemaría le gustaba señalarlo– a
Cristo en cuanto hombre, cuyo modo de
ser mostraría rasgos que recordarían a
santa María y a san José: “Porque Jesús
debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en
su espíritu de observación, en su modo de
sentarse a la mesa y de partir el pan, en
su gusto por exponer la doctrina de una
manera concreta, tomando ejemplo de las
cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que
ha sido la infancia y la juventud de Jesús,
y por tanto, su trato con José” (ECP, 55).
Junto a la influencia familiar hay que
mencionar la que ejerce la cultura regional y nacional en cuyo contexto nace o se
desarrolla cada persona. San Josemaría
no vacilaba en reconocerlo respecto de sí
mismo: “Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad:
siento una repulsión instintiva por todo lo
que suponga tapujos” (ECP, 70). A la vez,
invitaba a superar toda limitación cultural,
de forma que la espontaneidad, estuviera
muy unida no sólo a la fortaleza, que lleva
a moderar las manifestaciones del propio
temperamento, sino a la magnanimidad,
que nace de un corazón grande capaz de
apreciar no sólo la propia familia o la propia cultura, sino las riquezas que se manifiesten en otras personas o en otras comunidades o civilizaciones (cfr. C, 525).
El hecho de que el carácter tenga presupuestos psíquicos y reciba el influjo de
los contextos que rodean a cada persona,
no puede hacer olvidar, sin embargo, que
todos esos factores no determinan por
entero la personalidad: la voluntad, y con
ella la libertad, juegan un papel decisivo.
De cómo actúe cada persona, de cómo
decida en las diversas circunstancias de
su vida dependerá la configuración definitiva de su carácter: “No digas «Es mi genio
así…, son cosas de mi carácter». Son cosas de tu falta de carácter” (C, 4).
En el idioma castellano la voz “carácter” puede usarse con dos sentidos o
acepciones: un sentido genérico, que remite a todo modo de ser; y un sentido más
restringido, al que se acude para designar
el hecho de que una determinada persona
posee un carácter consistente y una voluntad firme, de modo que, refiriéndose a ella,
puede decirse que es un varón o una mujer “de carácter”. En el punto de Camino
que acabamos de citar, y, en general, en
los escritos de san Josemaría, están presentes esos dos sentidos, pero el segundo
es el predominante, si no numéricamente,
al menos en cuanto objetivo o intención,
en coherencia con su aguda conciencia de
la relación entre lo cristiano y lo humano,
entre las virtudes sobrenaturales y las virtudes humanas. “«Iesus Christus, perfectus Deus, perfectus Homo» –Jesucristo,
perfecto Dios y perfecto Hombre. Muchos
son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan
como Hombre..., y fracasan en el ejercicio
de las virtudes sobrenaturales –a pesar de
todo el armatoste externo de piedad–, por-
191
CARÁCTER, FORMACIÓN DEL
que no hacen nada por adquirir las virtudes humanas” (S, 652).
De hecho puede decirse que uno de
los objetivos fundamentales de la predicación de san Josemaría –presupuesta su
proclamación de la llamada universal a la
santidad y su honda conciencia de la necesidad absoluta de la gracia divina para
responder a esa llamada– fue el deseo de
formar hombres y mujeres de carácter, en
los que una personalidad humana bien
asentada sirviera de apoyo a la vocación
divina y a su concreta realización en los
hechos. Es esta convicción de fondo lo
que explica que inicie Camino, como antes
señalábamos, con un capítulo dedicado al
carácter, y la fuerza con que, en ese capítulo y en otros muchos momentos, recalque la importancia de fortalecer y orientar
adecuadamente el propio carácter.
Sin el esfuerzo necesario para orientar y templar el carácter, la personalidad
se desdibuja e incluso se desmorona y las
metas ideales resultan inalcanzables. “No
caigas –afirma en Camino– en esa enfermedad del carácter que tiene por síntomas
la falta de fijeza para todo, la ligereza en el
obrar y en el decir, el atolondramiento…:
la frivolidad, en una palabra. Y la frivolidad –no lo olvides– que te hace tener esos
planes de cada día tan vacíos («tan llenos
de vacío»), si no reaccionas a tiempo –no
mañana: ¡ahora!–, hará de tu vida un pelele
muerto e inútil” (C, 17). Y en una de sus
homilías: “El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros,
vivirá en la indolencia –como un parásito–,
sujeto a lo que determinen los demás. Se
prestará a ser zarandeado por cualquier
viento, y otros resolverán siempre por él.
Estos son nubes sin agua, llevadas de aquí
para allá por los vientos, árboles otoñales,
infructuosos, dos veces muertos, sin raíces
(Jds, 12), aunque se encubran en un continuo parloteo, en paliativos con los que
intentan difuminar la ausencia de carácter,
de valentía y de honradez” (AD, 29). Ha-
blando positivamente, y de nuevo en Camino: “Voluntad. –Energía. –Ejemplo. –Lo
que hay que hacer, se hace … Sin vacilar
… Sin miramientos … Sin esto, ni Cisneros
hubiera sido Cisneros; ni Teresa de Ahumada, Santa Teresa …; ni Iñigo de Loyola,
San Ignacio … ¡Dios y audacia! –«Regnare
Christum volumus»!” (C, 11).
El fortalecimiento del carácter implica
empeño y lucha, pero sin olvidar –y esto es
decisivo para entender el mensaje de san
Josemaría– que ese fortalecimiento no tiene su fin en el carácter mismo. “Tienes ambiciones:... de saber..., de acaudillar..., de
ser audaz. Bueno. Bien. –Pero... por Cristo,
por Amor” (C, 24)
No se trata solamente de ser una persona de carácter, sino de fortalecer –y, en
su caso, enderezar– el propio carácter,
para así estar en condiciones de amar y de
servir. Más concretamente, de identificarse con Cristo para, en Cristo y con Cristo,
aprender a tratar a Dios como Padre y a
afrontar las situaciones y tareas que implique la propia vida con un profundo espíritu
de servicio. Esa finalidad, a la que debe
aspirar todo cristiano, reclama energía interior, firmeza de carácter, sin lo que no
puede haber ni verdadero crecimiento en
la vida espiritual: “No podemos permitir
que el trato con Jesucristo dependa de
nuestro estado de humor, de los cambios
de nuestro carácter. Esas posturas delatan
egoísmo, comodidad, y desde luego no
se compaginan con el amor” (AD, 151), ni
auténtico testimonio de fe cristiana: “–Hijo:
¿dónde está el Cristo que las almas buscan en ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los otros?, ¿en esas
pequeñeces de carácter en las que no te
quieres vencer?, ¿en esa tozudez?... ¿Está
ahí Cristo? –¡¡No!! –De acuerdo, debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo” (F, 468).
2. Educación del carácter
Cuanto hemos expuesto pone de manifiesto que en relación con el carácter
192
CARÁCTER, FORMACIÓN DEL
puede hablarse no sólo de evolución –se
modifica, por ejemplo, con la edad–, sino
de educación o formación, ya que, partiendo de la realidad psíquica de cada sujeto,
la voluntad puede orientar sus potencialidades en uno u otro sentido. De hecho,
ésta es, como decíamos al principio, la
perspectiva que adopta san Josemaría y
por tanto la que ha estado presente desde
el principio de estas páginas. Conviene, no
obstante, que, siguiendo a san Josemaría,
completemos la exposición, aunque sea a
modo de pinceladas.
Para un cristiano la formación del carácter remite no sólo a un ideal, sino a una
persona, Jesucristo, y es, por tanto, asunto de amor. “Es ese amor de Cristo el que
cada uno de nosotros debe esforzarse por
realizar, en la propia vida. Pero para ser
ipse Christus hay que mirarse en Él. No
basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender
de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo,
hay que contemplar su paso por la tierra,
sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz,
serenidad, paz” (ECP, 107).
Desde esa mirada a Cristo, se mira a la
propia persona. La formación del carácter
presupone autoconocimiento, advertencia
de las propias cualidades y de las propias
limitaciones, de forma que se potencien
los aspectos positivos y se corrijan los
negativos: “las asperezas de tu carácter,
tus egoísmos, tu comodidad, tus antipatías…” (S, 863). Y, supuesto ese conocimiento, decisión de crecer, de mejorar, de
ser más dueño de uno mismo, sin permitir
que aflore el “mal carácter”, como señala
un punto de Surco (S, 651) en referencia a
los caracteres amargos y agresivos, pero
formulando un principio que es aplicable a
cualquiera de los aspectos negativos de la
personalidad.
La formación y dirección del carácter,
la lucha contra los propios defectos, conlleva el ejercicio de las virtudes: la humildad, que modera el amor desordenado
de la propia excelencia; la templanza, que
ayuda a superar la tentación de buscar
ante todo lo placentero; la fortaleza, que
corrige tanto la irascibilidad como la abulia; la castidad que, al dominar la afectividad, “enrecia” el carácter (cfr. C, 144); la
laboriosidad, que impulsa a perseverar en
la tarea, venciendo la tentación de la comodidad; la afabilidad, que fomenta el trato amable y distendido... En suma, todo lo
que, enseñando a decir que “no” a lo que
implica egoísmo o falta de control (cfr. C,
5), coloca en condiciones de decir que “sí”
a lo que verdaderamente vale: el amor a
Dios y los demás. Esto requiere, y san Josemaría lo recuerda, que la práctica de las
virtudes sea auténtica, es decir, que vaya
más allá de un comportamiento meramente exterior, y esté acompañada de una
verdadera decisión de la voluntad. “La fachada es de energía y reciedumbre. –Pero
¡cuánta flojera y falta de voluntad por dentro! –Fomenta la decisión de que tus virtudes no se transformen en disfraz, sino en
hábitos que definan tu carácter” (S, 777).
La educación del carácter no es una
tarea que afecte sólo a algunos momentos
del día o a algunas etapas de la vida, sino
que se realiza a través de las circunstancias en las que se desenvuelve la vida ordinaria, a la que el fundador del Opus Dei
concedió siempre singular importancia: lo
de cada día. La negación de sí mismo en
las cosas ordinarias es lo que fortalece la
voluntad. “No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas –que nunca
son futilidades, ni naderías– fortalecerás,
virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo” (C,
19). Así las diversas facultades, que son
como “resortes” de la acción, constituirán
un conjunto de “teclas” bien afinadas, capaces de sonar armónicamente, sin tensiones ni disonancias, no sólo en momentos especiales, sino en cualquier situación:
“¡Esa desigualdad de tu carácter! –Tienes
el teclado estropeado: das muy bien las
notas altas y las bajas…, pero no suenan
las de en medio, las de la vida corriente,
193
CARÁCTER, FORMACIÓN DEL
las que habitualmente escuchan los demás” (S, 440).
La lectura del primer capítulo de Camino pone de manifiesto que el fundador del
Opus Dei, en relación con la formación del
carácter, concede una particular importancia, tanto a la necesidad de abrir el alma a
grandes ideales (cfr. especialmente C, 1, 7,
11, 12, 16, 17), como al trato con quienes
nos rodean y con quienes convivimos, es
decir, al dominio sobre el propio carácter
y a la finura en la caridad que se adquieren saliendo de sí mismo y, cuando llega
el caso, respetando, y apreciando, los modos de ser que son distintos del nuestro.
“A veces pretendes justificarte, asegurando que eres distraído, despistado, o
que, por carácter, eres seco, reservón. Y
añades que, por eso, ni siquiera conoces
a fondo a las personas con quienes convives –Oye: ¿verdad que no te quedas tranquilo con esa excusa?” (S, 755). Y en el
primer capítulo de Camino: “Chocas con el
carácter de aquel o del otro... Necesariamente ha de ser así: no eres una moneda
de cinco duros que a todos gusta. Además, sin esos choques que se producen al
tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las
puntas, aristas y salientes –imperfecciones, defectos– de tu genio para adquirir la
forma reglada, bruñida y reciamente suave
de la caridad, de la perfección? Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo
conviven fueran dulzones y tiernos como
merengues, no te santificarías” (C, 20).
Pensamiento que en Surco se resume con
estas palabras: “El diamante se pule con
el diamante..., y las almas con las almas”
(S, 442).
Así, en el desarrollo de la vida ordinaria, en la convivencia con los demás, en
la dedicación ilusionada a la propia tarea,
en la superación de problemas, dificultades o contradicciones, tendrá lugar un
hondo proceso de formación del carácter,
siempre que en su raíz estén ese trato con
Dios, esa conciencia de la filiación divina,
ese saberse pequeño, niño, delante de
Dios del que fluyen el crecimiento en la
fe, en la esperanza y en el amor y, como
consecuencia, la entrega. “No dejaré de
insistirte, para que se te grabe bien en el
alma: ¡piedad!, ¡piedad!, ¡piedad!, ya que,
si faltas a la caridad, será por escasa vida
interior: no por tener mal carácter” (F, 79).
Firmeza de carácter, caridad verdadera, trato filial con Dios, se funden así en
una síntesis que recorre toda la obra de
san Josemaría y de la que son expresión
acabada los dos puntos, uno de Surco y
otro de Camino, que citamos a continuación: “Sereno y equilibrado de carácter,
inflexible voluntad, fe profunda y piedad
ardiente: características imprescindibles
de un hijo de Dios” (S, 417). “Ser pequeño: las grandes audacias son siempre de
los niños. –¿Quién pide... la luna? –¿Quién
no repara en peligros para conseguir su
deseo? «Poned» en un niño «así», mucha
gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de Dios), mucho amor a Jesús, toda la
ciencia humana que su capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal como
indudablemente Dios los quiere” (C, 857).
De esa unión entre gracia divina y correspondencia humana de la que depende
la formación del carácter, encontramos –
nos lo recuerda san Josemaría– un modelo
acabado en Santa María: “«Una gran señal
apareció en el Cielo: una mujer con corona
de doce estrellas sobre su cabeza; vestida
de sol; la luna a sus pies». –Para que tú y
yo, y todos, tengamos la certeza de que
nada perfecciona tanto la personalidad
como la correspondencia a la gracia. –Procura imitar a la Virgen, y serás hombre –o
mujer– de una pieza” (S, 443).
Voces relacionadas: Defectos; Lucha ascética.
Bibliografía: CECH, passim; Aa.Vv. Un santo per
amico. Testimonianze sul Beato Josemaría Escrivá, Milano, Ares, 2001; Ernst Burkhart - Javier
López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza
de San Josemaría. Estudio de teología espiritual,
194
CARIDAD
II, Madrid, Rialp, 2011, pp. 238 ss.; Javier Echevarría, Eucaristía y vida cristiana, Madrid, Rialp,
2005; Pedro Rodríguez, Camino, una espiritualidad de vida cristiana, Madrid, Astygi, 1972.
Genara CASTILLO
CARIDAD
1. El mandatum novum. 2. Universalidad
del amor cristiano. 3. Caridad, afectividad
y cariño. 4. Caridad, comprensión, perdón
y justicia.
San Josemaría, recogiendo la tradición
bíblica, explica de muchos modos cómo el
amor a los hombres se fundamenta en el
amor a Dios. La unidad con que san Josemaría presenta estos dos aspectos del
amor es tal que cabe hablar de “un único
Amor fontal omnipresente, sencillo, inteligente, recio y tierno a la vez” (Cardona,
1988, p. 175). En este Diccionario se dedica una voz propia a su enseñanza sobre el
Amor a Dios. Por este motivo, esta voz se
centra en la doctrina de san Josemaría sobre la virtud de la caridad cuando se dirige
hacia los hombres.
La práctica de la caridad, característica esencial de la vida de san Josemaría,
constituye un elemento central de su enseñanza. Fue un sacerdote que sabía querer
del todo, sin cortapisas, y que enseñó a
amar “con el ansia de repartir calor divino
y humano, ahogando el mal en abundancia
de bien” (Echevarría, 1994, p. 251).
Su doctrina en torno a la caridad está
enfocada desde una perspectiva trinitaria
y cristocéntrica. La clave principal radica
en el amor de Cristo. “(…) El amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo
al Padre y al Espíritu Santo” (ECP, 169). El
hombre tiene así acceso en la gracia a la
“corriente de amor instaurada en el mundo
por la Encarnación, por la Redención y por
la Pentecostés” (ECP, 163). San Josemaría contempla el desbordarse de la caridad
desde su fuente en Dios, que es Amor (cfr.
AD, 228), a través de Jesucristo (cfr. ECP,
163; AD, 224, 230), como fruto del Espíritu Santo (cfr. AD, 236), para transformar al
cristiano a imagen de Cristo (cfr. AD, 236)
y hacerlo así capaz de amar a todos los
hombres como el Señor lo ha hecho (cfr.
AD, 225). Dentro de esta corriente sobrenatural, el amor a los demás queda inscrito
como parte integrante del acercamiento
del hombre a Dios: “la caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios”
(AD, 232).
En suma, a la luz de la caridad de Cristo, el amor del cristiano “se fundamenta
en una raíz sobrenatural, puesto que no se
guía por simpatías o antipatías, sino que
procede de Dios mismo, que se nos revela
–con su paso por la tierra– profundamente
humano; pone en ejercicio los resortes de
la afectividad que acompañan siempre a
la caridad auténtica” (Echevarría, 2001, p.
203). Por otra parte, como las demás virtudes, la caridad está también llamada a crecer. El progreso en la vida cristiana nunca
se puede dar por terminado (cfr. AD, 232).
De ahí que san Josemaría sostenga que
sería ingenuo pensar que las exigencias de
la caridad se cumplen con facilidad. Siempre es necesario el empeño personal (cfr.
AD, 234).
1. El mandatum novum
San Josemaría extrae su enseñanza
sobre la caridad del Evangelio mismo. Entre los textos del Nuevo Testamento que
tiene más presentes, además del referido
al doble mandamiento del amor a Dios y
al prójimo (Mt 22, 37-40), debe destacarse
por su especial importancia el relacionado
con el mandatum novum de la caridad (Jn
13, 34-35).
Por el misterio de la Encarnación, el
Verbo ha asumido una naturaleza humana
perfecta. Cristo se ha convertido así en el
verdadero modelo de todo lo humano (cfr.
AD, 74). El mandatum novum viene a ser
un puente perfecto entre el obrar de Jesús
195
CARIDAD
y su doctrina: el Señor muestra en su manera totalmente única de amar el modelo
que los discípulos han de imitar. “Sólo de
esta manera, imitando –dentro de la propia
personal tosquedad– los modos divinos,
lograremos abrir nuestro corazón a todos
los hombres, querer de un modo más alto,
enteramente nuevo” (AD, 225). En las palabras de Cristo queda claro que la caridad
mutua es el rasgo que permite reconocer
a los cristianos como sus verdaderos discípulos. Jesús enseña a vivir todas las virtudes, pero deja claro que el amor mutuo
es “la característica que distinguirá a los
apóstoles, a los cristianos auténticos de
todos los tiempos” (AD, 224). Por tanto, “la
caridad es la sal del apostolado de los cristianos; si pierde el sabor, ¿cómo podremos
presentarnos ante el mundo y explicar, con
la cabeza alta, aquí está Cristo?” (AD, 234).
La caridad es un elemento esencial
e indispensable de la vida del cristiano.
El que se une a Cristo ha quedado transformado por el amor de Dios: “pongamos
generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando
(...). Debemos comportarnos así, porque
hemos sido hechos hijos del mismo Padre,
de ese Padre que no dudó en entregarnos
a su Hijo muy amado” (AD, 228). En esa línea, establece una estrecha relación entre
el texto joánico del mandatum novum y el
de san Pablo, en el que el apóstol exhorta: “Llevad unos la carga de los otros y así
cumpliréis la Ley de Cristo” (Ga 6, 2). En
1933, al poner la Residencia universitaria
de Ferraz (DYA), quiso san Josemaría que
esta encomienda presidiera la sala de estudio de la Residencia, mediante un cuadro
con un pergamino en el que se escribió:
“Mandatum novum do vobis: ut diligatis
invicem, sicut dilexi vos, ut et vos diligatis
invicem. In hoc cognoscent omnes quia
discipuli mei estis, si dilectionem habueritis
ad invicem” (Jn 23, 34-36). “En esa palabra
de Jesús veía la síntesis del espíritu que
quería inculcar a los estudiantes: amor, fraternidad, servir a los demás, llevar la carga
de los otros. El «mandatum novum», en su
doble forma joánica y paulina, era algo que
tenía en el alma” (CECH, p. 556).
2. Universalidad del amor cristiano
San Josemaría subraya el alcance
universal de la caridad cristiana, que se
extiende a todos los hombres (Pero-Sanz,
1988, pp. 67-72), creados a imagen de
Dios y llamados a participar de la vida divina. “Esa es la gran osadía de la fe cristiana:
proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante
la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la
dignidad de hijos de Dios” (ECP, 133). El
destinatario de la caridad es cada persona en virtud de su dignidad de hombre y
de hijo de Dios: “amar al hombre por su
intrínseca dignidad –y como consecuencia respetarlo y comprenderlo–, he ahí el
claro enlace entre la dignidad humana y la
razón del amor hacia los demás” (Hervada,
1992, p. 19). La dignidad de toda persona
se percibe, en efecto, con especial claridad a la luz de la fe, porque “cada hombre
es único, insustituible. Cada uno vale toda
la sangre de Cristo” (ECP, 80). La caridad,
por tanto, ha de superar todas las barreras:
“No hay más que una raza en la tierra: la
raza de los hijos de Dios” (ECP, 13). La vida
cristiana ha de ser un testimonio de santidad y caridad, una siembra de paz y de
alegría en todos los ambientes, para llegar
a todos los hombres, sea cual sea su estatus social, su profesión o su nivel cultural
(cfr. AD, 130).
El amor cristiano no tiene límites en
cuanto a su alcance, ya que debe proceder
según una serie de círculos cada vez más
amplios. Debe dirigirse de modo particular hacia los demás cristianos. “El principal
apostolado que los cristianos hemos de
realizar en el mundo, el mejor testimonio de
fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia
se respire el clima de la auténtica caridad”
(AD, 226). Sin este testimonio, “¿quién se
sentirá atraído por los que sostienen que
predican la Buena Nueva del Evangelio?”
196
CARIDAD
(ibidem). La caridad, siendo una virtud de
horizonte universal, es una virtud ordenada. Ha de orientarse, en primer lugar, a los
más cercanos: no creo en la caridad –escribía san Josemaría– “si martirizas a los
de tu casa; si permaneces indiferente en
sus alegrías, en sus penas y en sus disgustos (…)” (AD, 227). Pero ha de extenderse
generosamente a todos, incluso hasta los
“enemigos”. San Josemaría, glosando ese
dicho evangélico, comentaba que acudía
a esa palabra para referirse así a aquellos que se sitúan a sí mismos como tales:
“yo no me siento enemigo de nadie, ni de
nada” (AD, 230). A pesar de que pueda no
sentir la atracción humana hacia aquellas
personas que le rechazan, el cristiano debe
devolver bien por mal. “Jesús nos exige
que no les devolvamos mal por mal; que
no desaprovechemos las ocasiones de
servirles con el corazón, aunque nos cueste; que no dejemos nunca de tenerlas presentes en nuestras oraciones” (AD, 231).
La difusión de la doctrina cristiana
sobre el amor de caridad presupone que
todos, cristianos o no cristianos, conozcan
mejor a Jesucristo y se acerquen más a Él
(cfr. AD, 226-227). Todo hombre es imagen
de Dios y merece ser amado. En consecuencia, es propio de la caridad cristiana
“venerar (...) la imagen de Dios que hay
en cada hombre, procurando que también
él la contemple, para que sepa dirigirse a
Cristo” (AD, 230). La caridad, que conduce
a desear y buscar el verdadero bien para
todas las almas, aspira a lograr “para ellas,
antes que nada, lo mejor: que conozcan a
Cristo, que se enamoren de Él” (AD, 231).
El eje de la enseñanza de san Josemaría radica en la vocación universal a la
santidad de todo cristiano en medio de su
vida ordinaria y de su trabajo, poniendo a
Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. “Un secreto. –Un secreto, a
voces: estas crisis mundiales son crisis de
santos. –Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana.
–Después... “pax Christi in regno Christi”
–la paz de Cristo en el reino de Cristo” (C,
301). Desde este punto de vista, la siembra de caridad que los cristianos han de
realizar supone una contribución imprescindible a la construcción de una sociedad
a la medida del amor del Corazón de Cristo
(cfr. ECP, 167). Esta idea de san Josemaría, muy alejada de planteamientos confesionalistas o restauracionistas (cfr. Illanes,
1994, pp. 589-592), es fruto de la convicción de que la sociedad humana habrá alcanzado una calidad tanto mayor cuanto
más numerosos sean los que viven según
el espíritu del Evangelio y cuanto más nítida sea su identificación con Cristo (cfr. Del
Portillo, 1995, pp. 221-223).
3. Caridad, afectividad y cariño
Un punto clave de la enseñanza de
san Josemaría sobre la caridad es “que el
amor sobrenatural, la caridad, tiene en nosotros una insuprimible dimensión humana; se trata del amor de una criatura que
no es sólo espíritu, sino cuerpo y alma en
unidad sustancial” (Yanguas, 1998, p. 145).
San Josemaría establece una adecuada
integración de lo sobrenatural y lo natural,
de lo espiritual y lo afectivo (cfr. Yanguas,
1998, pp. 151-152). Encuentra en el corazón de Cristo el modelo de caridad que es,
a la vez, humano y divino: “¡Gracias, Jesús
mío!, porque has querido hacerte perfecto
Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre;
que se llena de gozo y de dolor; que se
entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo;
que se sujeta heroicamente al deber, y se
conduce por la misericordia; que vela por
los pobres y por los ricos; que cuida de los
pecadores y de los justos... –¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida
del Tuyo” (S, 813).
Recogiendo una enseñanza de santo
Tomás (cfr. S.Th. I-II, q. 26, a. 3), recuerda
que la caridad es más que un mero afecto sensible: caridad (dilectio) expresa “una
determinación firme de la voluntad. Dilectio
197
CARIDAD
deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que
amar en cristiano significa querer querer,
decidirse en Cristo a buscar el bien de las
almas sin discriminación de ningún género” (AD, 231). Que en su esencia la caridad
sea una “elección” de la voluntad explica,
entre otras cosas, la posibilidad de que el
cristiano ame a quien o a quienes no le
atraen o le perjudican. La afectividad no es
siempre criterio válido, e incluso puede no
seguir a la valoración objetiva del bien que
realiza la inteligencia, ni a la libre elección
de ese bien que procede de la voluntad.
Son la inteligencia y la voluntad –en un
cristiano la fe y la caridad infundidas por
el Espíritu Santo– las que deben guiar la
acción. Sin olvidar que el amor cristiano es
una virtud sobrenatural que se despliega
y crece a través de los actos de la voluntad elevada por la gracia, y que acoge e
informa también todo el mundo de la afectividad, de manera que sanándola, perfeccionándola y elevándola, pueda contribuir
en su lugar al obrar humano íntegramente
bueno. “La gracia divina en efecto, está
llamada a permear todo el hombre, no
sólo la inteligencia y la voluntad; también
la afectividad. Ese amplio y variado mundo
que define y caracteriza en buena medida
a cada persona, no debe ser sofocado ni
suprimido, sino ordenado, reordenado, e
integrado en el proceso de «cristificación»”
(Yanguas, 1998, p. 145).
San Josemaría tiene siempre presente
el principio de que para ser divinos hay que
ser muy humanos (cfr. Bernal, 2002, p. 33).
Insiste en que el hombre no tiene un corazón para el amor sobrenatural y otro distinto para el amor humano (cfr. ECP, 166; cfr.
AD, 229). “No quería una caridad que no
fuera también afecto, calor humano, y no
quería «hijos sin corazón»” (Torelló, 1993,
p. 426). El amor sobrenatural, a la vez que
acoge la afectividad humana, la purifica.
Esa purificación del corazón resulta necesaria para que el amor no se corrompa: es
preciso apartarse de la insensibilidad, pero
también de los excesos del sentimentalis-
mo, o de los engaños de la sensualidad.
“Poniendo el amor de Dios en medio de la
amistad, ese afecto se depura, se engrandece, se espiritualiza; porque se queman
las escorias, los puntos de vista egoístas,
las consideraciones excesivamente carnales. No lo olvides: el amor de Dios ordena
mejor nuestros afectos, los hace más puros, sin disminuirlos” (S, 828).
La caridad verdadera no es reducible
a mero sentimiento, pero el sentimiento
también está llamado a intervenir, ordenadamente, haciendo que la caridad se exprese en cariño, ternura, atención, interés,
cuidado. No se trata de una asistencia puramente exterior o simple beneficencia. “Si
pensásemos (...) que conservar un corazón
limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos,
entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás.
Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera
caridad de Jesucristo, que es cariño, calor
humano” (ECP, 167).
En la enseñanza de san Josemaría, “se
subraya fuertemente esa dimensión humana de la virtud teologal –divina en cierto
modo– de la caridad. Quizá el ejemplo más
frecuente, de una parte, y más logrado y
bello, de otra, sea la presentación de la caridad como «cariño»: la caridad es afecto
humano, «cariño» elevado al orden sobrenatural (...). El cariño humano, si está unido
al amor de Cristo, es también sobrenatural” (Yanguas, 1998, p. 154). Por tanto, despojar a la caridad del cariño, sería quitarle
el calor humano y, en el fondo, falsificarla.
San Josemaría se sirve de una elocuente
anécdota para mostrar de forma gráfica su
doctrina: “Expresaba bien esta aberración
la resignada queja de una enferma: aquí
me tratan con caridad, pero mi madre me
cuidaba con cariño. El amor que nace del
Corazón de Cristo, no puede dar lugar a
esa clase de distinciones” (AD, 229).
198
CARISMAS
4. Caridad, comprensión, perdón y justicia
Considera también san Josemaría que
la misericordia, el perdón y la comprensión
son elementos integrantes de la caridad
sobrenatural. “–Me pondría de rodillas, sin
hacer comedia –me lo grita el corazón–,
para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano,
que os sepáis perdonar” (F, 454). Enseña
que la misericordia es más que mera compasión. “La misericordia se identifica con
la superabundacia de la caridad que, al
mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia. Misericordia significa
mantener el corazón en carne viva, humana
y divinamente transido por un amor recio,
sacrificado, generoso” (AD, 232). La capacidad de perdonar nace también como un
momento interno a la propia caridad. “Decía –sin humildad de garabato– aquel amigo nuestro: «no he necesitado aprender a
perdonar, porque el Señor me ha enseñado
a querer»” (S, 804). San Josemaría ve en la
comprensión una de las primeras manifestaciones de la caridad. “Más que en «dar»,
la caridad está en «comprender»” (C, 463).
Afirma que la forma mejor de tratar al prójimo es “la de comprender a todos, convivir
con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre!– como instrumentos de unidad” (AD,
233). A la vez, san Josemaría aclara que
la comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad (cfr. F,
282; S, 864), porque conduce también a
actuar para el auténtico bien de todos (cfr.
S, 803). Hay que tratar con afecto al que
yerra, pero sabiendo defender la verdad y
la fe (cfr. F, 863), porque la verdad salva, y
defenderla es también un reflejo del amor
de Dios (cfr. S, 764).
En resumen, la doctrina sobre la caridad presenta en san Josemaría, por así
decir, un carácter sinfónico, que integra en
una visión unitaria la pluriforme realidad
del amor humano con el amor que Cristo
nos ha manifestado y la vocación a identificarse con Él.
Voces relacionadas: Amor a Dios; Fraternidad;
Servicio, Espíritu de.
Bibliografía: AD, 222-237; C, 440-469; Salvador Bernal, “Un gran amigo”, Nuestro Tiempo,
570 (2002), pp. 30-33; Carlos Cardona, “Camino,
una lección de amor”, en José Morales (coord.),
Estudios sobre Camino, Madrid, Rialp, 1988, pp.
173-179; Javier Echevarría, Itinerarios de vida
cristiana, Madrid, Planeta, 2001; Id., “Mons. Escrivá de Balaguer, un corazón que sabía amar”,
en Aa.Vv., La personalidad del Beato Josemaría
Escrivá de Balaguer, Pamplona, EUNSA, 1994,
pp. 243-261; Javier Hervada, “El hombre y su
dignidad en palabras de Mons. Escrivá de Balaguer”, Fidelium Iura, 2 (1992), pp. 11-26; José
Luis Illanes, “Trabajo, caridad, justicia”, ScrTh,
26 (1994), pp. 571-607; José Miguel Pero-Sanz,
“Acogida universal”, en José Morales (coord.),
Estudios sobre Camino, Madrid, Rialp, 1988, pp.
67-78; Álvaro del Portillo, Rendere amabile la
verità. Raccolta di scritti di Mons. Alvaro del Portillo, pastorali, teologici, canonistici, vari, Città
del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 1995;
Giambattista Torelló, “«Pazzo d’amore». La
personalità del Beato Josemaría Escrivá”, Studi Cattolici, 389-390 (1993), pp. 420-428; José
María Yanguas, “Amar «con todo el corazón» (Dt
6, 5). Consideraciones sobre el amor del cristiano en las enseñanzas del Beato Josemaría
Escrivá”, Romana. Boletín de la Prelatura de la
Santa Cruz y Opus Dei, 26 (1998), pp. 144-157.
Juan Ignacio RUIZ ALDAZ
CARISMAS
1. Concepto de carisma. 2. Diversidad de
carismas en la Iglesia. 3. El carisma fundacional del Opus Dei.
San Josemaría recibió de Dios un carisma específico para que hiciera nacer en
la Iglesia la realidad del Opus Dei. Al servicio de ese carisma dedicó su vida.
1. Concepto de carisma
El término “carisma” viene del griego
charisma (de charis: don/gracia con el sufijo -ma que indica en griego el efecto de
199
CARISMAS
una acción). En el Nuevo Testamento es
usado dieciséis veces en las cartas de san
Pablo y una en la primera de san Pedro.
Con esta palabra, san Pablo menciona las
gracias especiales, concedidas a determinados fieles, para que contribuyan a la edificación de la Iglesia. El criterio fundamental para que los carismas sean fructíferos
se encuentra en la caridad: “Si hablara…,
tuviera…, conociera…, repartiera…, pero
no tuviera caridad, de nada me aprovecharía” (1 Co 13, 1-3).
La teología escolástica, con santo Tomás de Aquino a la cabeza, ha distinguido
la gracia gratis data (dada para el bien común), de la gracia gratum faciens (la que se
da en orden a la salvación de quien la recibe). Los carismas pertenecen a las gracias
gratis datae. En el curso de los siglos se
afianzó la tendencia a considerar los carismas como “dones extraordinarios, llamativos y transitorios, recibidos principalmente
por la Iglesia en sus orígenes” (cfr. Romano,
1992, p. 424). A partir del Concilio Vaticano I
–y, sobre todo, con Pío XII–, se inició una
superación gradual de esa postura reduccionista.
El Concilio Vaticano II, en virtud de una
mayor atención al actuar del Espíritu Santo, realzó especialmente el papel de los
carismas en la Iglesia. Enseña el Concilio
que, en el diseño de salvación del Padre,
la Iglesia “toma su origen de la misión del
Hijo y del Espíritu Santo” (AG, 2). El Paráclito, “con diversos dones jerárquicos y
carismáticos dirige y enriquece con todos
sus frutos a la Iglesia (cfr. Ef 4, 11-12; 1 Co
12, 4 y Ga 5, 22)” (LG, 4). El Concilio también ha reconocido que el Espíritu “reparte
entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que dispone
y prepara para realizar variedad de obras y
de oficios provechosos para la renovación
y una más amplia edificación de la Iglesia”
(LG, 12). El párrafo dedicado a los carismas concluye diciendo que “el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación
pertenece a los que presiden la Iglesia, a
quienes compete sobre todo no apagar el
Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con
lo bueno (cfr. 1 Ts 5, 19-21)” (LG, 12).
2. Diversidad de carismas en la Iglesia
San Pablo, a la vez que recalca la “diversidad de dones” (1 Co 12, 41), subraya que los carismas son manifestaciones
particulares del mismo Espíritu Santo, que
los distribuye “a cada uno según quiere”
(1 Co 12, 11). Sus cartas ofrecen cuatro
elencos de carismas que, sin pretender ser
exhaustivos, muestran la riqueza y la variedad de la acción del Espíritu (cfr. 1 Co
12, 8-10; 1 Co 12, 28-30; Rm 12, 6-8; Ef 4,
11). El servicio al que son destinados los
carismas mencionados por el Apóstol tiene por objeto realidades muy variadas: la
evangelización, la enseñanza, la profecía,
el gobierno, la curación, el don de lenguas
y los milagros. El criterio que regula el ejercicio de los diversos carismas está formulado en 1 P 4, 10: “Que cada uno ponga al
servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la
multiforme gracia de Dios”.
El tema de la variedad de carismas en
la unidad de la Iglesia estuvo muy presente en las reflexiones del Concilio Vaticano
II. Una de las ideas centrales del Concilio
es la de la comunión. Este asunto apareció
de nuevo en la Cart. Communionis Notio
(28-V-1992) de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, cuyo capítulo cuarto se
titula “Unidad y diversidad en la comunión
eclesial”. Comienza con unas palabras
de Juan Pablo II: “La universalidad de la
Iglesia, de una parte, comporta la más
sólida unidad y, de otra, una pluralidad y
una diversificación, que no obstaculizan
la unidad, sino que le confieren en cambio
el carácter de comunión” (CN, 15). El valor positivo de la variedad fue subrayado
por el entonces cardenal Ratzinger en su
ponencia Los movimientos eclesiales y su
colocación teológica, del 28 de mayo de
1998. Dirigiéndose a los obispos recordó
“que no les está permitido ceder a una uni-
200
CARISMAS
formidad absoluta en las organizaciones y
programas pastorales. No pueden ensalzar
sus proyectos pastorales como medida de
aquello que le está permitido realizar al
Espíritu Santo: ante meros proyectos humanos puede suceder que las Iglesias se
hagan impenetrables al Espíritu de Dios, a
la fuerza que las vivifica. No es lícito pretender que todo deba insertarse en una
determinada organización de la unidad;
¡mejor menos organización y más Espíritu
Santo!”.
Entre los diversos dones carismáticos,
el Concilio habla de las llamadas “gracias
de estado”, dadas a los fieles para ayudarles a vivir su propia vocación-misión
en la Iglesia, así como de otros carismas
relacionados con determinados ministerios y/o sacramentos, el carisma del celibato o de la virginidad, y otros dones con
los que el Espíritu Santo hace posible que
algunos fieles cumplan peculiares misiones al servicio de las almas. “Además, el
mismo Espíritu Santo no sólo santifica y
dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con
virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier
condición, distribuyendo a cada uno según
quiere (1 Co 2, 11) sus dones, con los que
les hace aptos y prontos para ejercer las
diversas obras y deberes que sean útiles
para la renovación y la mayor edificación
de la Iglesia” (LG, 12). “Los carismas –señala el Catecismo de la Iglesia Católica– se
han de acoger con reconocimiento por el
que los recibe, y también por todos los
miembros de la Iglesia. En efecto, son una
maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo
el Cuerpo de Cristo” (CCE, 800).
En el seno de esta variedad de carismas, se pueden señalar algunas grandes
líneas que se desarrollan en torno a los
tres modos diferentes con los que los fieles participan en la misión de la Iglesia: la
secularidad específica de los laicos, la ministerialidad de los pastores, y la “tensión
escatológica” de los consagrados. Durante
los siglos, se ha desarrollado notablemente
la reflexión teológica sobre la vida religiosa
y, en buena medida, la sacerdotal, así como
sobre tareas y carismas que con ellas se
relaciona. Mucho menos desarrollada estaba la vida espiritual de los fieles laicos. Y,
es justamente al servicio de su vocaciónmisión eclesial donde se sitúa el carisma
recibido por el fundador del Opus Dei.
San Josemaría recordó con frecuencia
la importancia de la docilidad a la acción
del Espíritu, exhortando a la oración personal, en la que se perciben y acogen sus
inspiraciones. Así, será posible “ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a
nuestro alrededor y en nosotros mismos:
a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los
afectos y decisiones que hace nacer en
nuestro corazón” (ECP, 130). “Él es quien
nos empuja a adherirnos a la doctrina de
Cristo y a asimilarla con profundidad, quien
nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar
todo lo que Dios espera. Si somos dóciles
al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se
irá formando cada vez más en nosotros”
(ECP, 135).
San Josemaría vio muy claro que los
carismas que cada uno recibe deben ser
vistos con profundidad y sentido eclesiales, lo que le hizo fácil amar todos los carismas en la Iglesia y también la libertad de
los cristianos, huyendo de cualquier actitud exclusivista. Al mismo tiempo señaló
que los carismas que presuponen fidelidad
y humildad, reclaman correspondencia y
poner en juego las capacidades humanas
en servicio de lo que Dios pide, de ahí que
dijera que no se debe ser “milagreros” (C,
583) y advirtiera frente a la tentación de ser
“carismáticos sin doctrina” (CONV, 2).
3. El carisma fundacional del Opus Dei
La vida de san Josemaría estuvo radicalmente marcada por un hecho sobrenatural acaecido el 2 de octubre de 1928.
201
CARISMAS
Desde ese día puso todas sus fuerzas al
servicio de la misión que el Señor le había
confiado con una “iluminación sobre toda
la Obra” (Apuntes íntimos, n. 306: AVP,
I, p. 293), según él mismo atestiguó. En
aquella luz vio la esencia de la Obra como
Dios la quería a lo largo de los siglos: un
fenómeno pastoral y apostólico destinado
a promover la santidad entre los cristianos
corrientes, para los cuales el trabajo y las
ocupaciones ordinarias se transformarían
en medio de santificación. Una luz que le
permitió ver la grandeza y las exigencias
de la vocación cristiana, vivida en las entrañas de la sociedad y –de manera especial– en el trabajo profesional.
Aquella iluminación adquirió mayores
matices y profundizaciones con otras luces que san Josemaría fue recibiendo en
años posteriores. Las más importantes, en
las siguientes fechas: el 14 de febrero de
1930, cuando Dios le hizo entender que
aquel mensaje debía extenderse también
entre las mujeres; el 7 de agosto de 1931
(fiesta entonces de la Transfiguración),
cuando en la santa Misa –levantando la
Sagrada Hostia– vino a su pensamiento
una frase de la Escritura “et ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me
ipsum” (Jn 12, 32), y entendió “que serán
los hombres y mujeres de Dios, quienes
levantarán la Cruz con las doctrinas de
Cristo sobre el pináculo de toda actividad
humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas” (Apuntes íntimos,
nn. 217 y 218: AVP, I, p. 381); el día 16 de
octubre de 1931, en el que tuvo una profunda experiencia de la filiación divina que,
según él mismo declaró, iba a constituir
“el fundamento del espíritu del Opus Dei”
(ECP, 64); y el 14 de febrero de 1943, cuando quedó configurada institucionalmente
la presencia del ministerio sacerdotal en el
Opus Dei mediante la Sociedad Sacerdotal
de la Santa Cruz.
siglos, se había difundido la idea de que la
santidad exigía un alejamiento de las realidades temporales, para abrazar el estado
religioso, definido como “estado de perfección”. De acuerdo con ese esquema,
se pensaba –al menos inconscientemente– que los laicos no podían aspirar a una
verdadera plenitud de vida cristiana, sino
sólo a una santidad de rango inferior. Esta
postura entraba en contradicción con el
hecho de que toda la Iglesia es un “pueblo
mesiánico” que “tiene por cabeza a Cristo”; que pone como condición la “dignidad
y libertad de los hijos de Dios, en cuyos
corazones habita el Espíritu Santo como
en un Templo” (LG, 9); y en la que todos
los fieles están llamados a “la misma santidad”, cultivándola en los múltiples géneros
de vida y ocupaciones (cfr. LG 31).
En uno de sus primeros escritos, san
Josemaría señala que “cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor
de los hombres, piensa primeramente en
las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias
convenientes” (Instrucción, 19-III-1934, n.
48: AVP, I, p. 576). Estas palabras, dirigidas a los primeros fieles del Opus Dei, se
aplican plenamente a su persona y misión.
Como fundador había recibido unas luces,
un carisma, que le hacían penetrar en el
misterio de Cristo con particular hondura,
mostrando con fuerza los rasgos e implicaciones del espíritu que debía transmitir.
El carisma fundacional –cuyo núcleo hemos recordado sucintamente–, le permitió
concretamente valorar de modo particular
en el misterio de Cristo aquellos aspectos
que iluminan la existencia de los cristianos
inmersos en las realidades seculares. En
síntesis, se trata de identificarse con Cristo
como:
El valor del carisma recibido por san
Josemaría puede comprenderse mejor si
se tiene presente que, durante bastantes
202
– Hijo del Padre, contemplando con
amor todas las cosas que han salido
de las manos de Dios Padre Creador,
y cumpliendo cada cosa –también el
trabajo– en el espíritu de la filiación divina y, por tanto, con todas sus carac-
CARISMAS
terísticas: fe, esperanza, caridad, paz,
serenidad, alegría…
– Verbo encarnado, descubriendo a la
luz de su Encarnación el valor de las
realidades terrenas.
– Hijo del artesano, que sigue el ejemplo
de su vida con la que ha revelado el
valor redentor de la vida ordinaria y del
trabajo.
– Sacerdote (mediador entre Dios y los
hombres), transformando todo en una
ofrenda agradable a Dios en virtud de
la participación en su sacerdocio.
– Apóstol (enviado) del Padre, reconociéndose al cristiano un apóstol con la
misión de transformar todas las realidades temporales desde dentro, para
santificar el mundo como fermento en
la masa.
Se puede además considerar parte del
carisma fundacional la integración de estos
diversos aspectos en una profunda unidad
de vida, en la cual confluyen y se unen
contemplación y acción, vida interior y
apostolado. San Josemaría lo describió en
modo sintético: “Unir el trabajo profesional
con la lucha ascética y con la contemplación –cosa que puede parecer imposible,
pero que es necesaria, para contribuir a
reconciliar el mundo con Dios–, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de
santificación personal y de apostolado.
¿No es éste un ideal noble y grande, por el
que vale la pena dar la vida?” (Instrucción,
19-III-1934, n. 33: AGP, serie A.3, 90-1-1).
Al mismo tiempo san Josemaría entendió que el carisma recibido pedía ser vivido
con naturalidad, y que no debía dispensar
del empeño para adquirir una sólida formación cristiana y de ejercitarse en las virtudes humanas, entre las cuales destacaba
la laboriosidad. Aspectos estos que tienen
especial relieve en una espiritualidad radicalmente secular como la promovida por él.
El carisma fundacional constituye la
raíz de un amplio fenómeno pastoral que
desde entonces se ha ido desarrollando y
ha dado lugar al Opus Dei como “partecica
de la Iglesia”. Desde su origen (doble misión del Hijo y de su Espíritu), en la Iglesia
todo es para la misión. Por consiguiente,
en aquel carisma se pueden distinguir dos
dimensiones: un mensaje, y una comunidad eclesial animada y al servicio de aquel
mensaje. Las dos dimensiones –profética
e institucional– están tan íntimamente implicadas, que constituyen un único evento
divino, percibido por san Josemaría “en su
total unidad y son llevadas a la práctica en
un único movimiento de su espíritu” (Rodríguez, “El Opus Dei como realidad eclesiológica”, en OIG, p. 37).
Conviene también destacar la firmeza
con la cual san Josemaría supo no sólo vivir este carisma, sino también defenderlo
de posibles incomprensiones, y transmitirlo. Lo atestigua el largo y complejo itinerario jurídico de la Obra, impulsado por su
extrema fidelidad a la luz recibida de Dios
en 1928 y por su deseo de coherencia con
aquella inspiración originaria que iba gradualmente desplegando sus virtualidades.
La novedad del carisma le obligó a abrir y
a trazar nuevos cauces jurídicos, contando siempre con la autoridad de la Iglesia,
consciente de que sólo en ella “hay garantía de verdad, y sólo en y por la Iglesia toda
concreta misión cristiana puede alcanzar
su objetivo” (IJC, p. 15).
Voces relacionadas: Formación: Consideración
general; Iglesia.
Bibliografía: AVP, passim; Antonio Aranda, “El
bullir de la sangre de Cristo”. Estudio sobre el
cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá,
Madrid, Rialp, 2001; Arturo Cattaneo, La varietà
dei carismi nella Chiesa una e cattolica, Cinisello
Balsamo, San Paolo, 2007; Fabio Ciardi, I fondatori uomini dello Spirito. Per una teologia del
carisma di fondatore, Roma, Città Nuova, 1982;
José Luis Illanes, La santificación del trabajo. El
trabajo en la historia de la espiritualidad, Madrid,
Palabra, 200210 rev. y act.; Id., “Datos para la
comprensión histórico-espiritual de una fecha”,
CCEDEJ, VI (2002), pp. 105-147; Id., Existencia
203
CARTAS (obra inédita)
cristiana y mundo. Jalones para una reflexión
teológica sobre el Opus Dei, Pamplona, EUNSA,
2003; Ramiro Pellitero, “Carisma”, en César Izquierdo (dir.) - Jutta Burgraff - Félix María Arocena, Diccionario de Teología, Pamplona, EUNSA,
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en Ermanno Ancilli - Pontificio Istituto di Spiritualità del Teresianum (eds.), Dizionario Enciclopedico di Spiritualità, Roma, Città Nuova, 19922,
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La figura e il carisma dei fondatori nella riflessione teologica contemporanea, Milano, Ancora, 1989; Antonio Sicari, Gli antichi carismi della Chiesa. Per una nuova collocazione, Milano,
Jaca Book, 2002; Albert Vanhoye, “Carisma”, en
Pietro Rossano et al. (eds.), Nuevo diccionario de
Teología Bíblica, Madrid, San Pablo, 20012, pp.
282-288.
Arturo CATTANEO
CARTAS (obra inédita)
1. Hacia la preparación del ciclo de las Cartas. 2. La redacción del ciclo de las Cartas.
3. Descripción de conjunto del ciclo de las
Cartas. 4. Las Cartas posteriores a 1965.
San Josemaría designó con el nombre
de Cartas un conjunto de escritos dedicados a la formación de los fieles del Opus
Dei. Dentro de ese conjunto cabe distinguir
dos grupos, distintos entre sí, tanto por la
fecha de su redacción como, al menos en
parte, por su tono. El primer grupo está
constituido por lo que el propio san Josemaría calificó en diversas ocasiones como
“el ciclo de las Cartas”: escritos destinados a exponer el espíritu y la labor apostólica del Opus Dei, tarea a la que puso
punto final en 1965 y, en algún caso, en
1966. El segundo grupo, formado por escritos redactados entre 1967 y 1974, está
íntimamente relacionado con la situación
de la Iglesia en esos años y con la especial intensidad con que san Josemaría,
consciente de que el fin de su vida terrena
podía encontrarse ya cercano, afrontó la
responsabilidad que en ese contexto le correspondía como fundador del Opus Dei.
De los dos grupos de Cartas nos ocuparemos en la presente voz, siguiendo un
orden cronológico, empezando, en consecuencia, por los escritos que integran
el “ciclo de las Cartas”. Advirtamos, antes
de entrar en materia, que la denominación de Cartas proviene de san Josemaría,
que acudió a ese vocablo, que tiene claras resonancias familiares, para designar
tres breves Cartas circulares que envió en
1938 y 1939 a los miembros del Opus Dei
cuando, estando cercano el fin de la Guerra
Civil española, podía pensarse en redoblar
el impulso apostólico. Consta además que
había pensado en ese término desde comienzos de la década de 1930, con vistas
a escritos provocados no por situaciones
circunstanciales sino por realidades permanentes y dando a esa palabra un significado análogo al que tiene en bastantes autores de la época clásica y, después, en la
tradición eclesiástica. Es decir, exposición
detenida y detallada de un tema, o de una
serie de temas relacionados entre sí, redactada con el tono propio del género epistolar, pero dirigida no a una persona determinada, sino a todo un conjunto de personas.
1. Hacia la preparación del ciclo de las
Cartas
En los años inmediatamente posteriores al 2 de octubre de 1928, al comenzar
la labor apostólica encaminada a poner en
práctica la misión para la que Dios le convocaba, san Josemaría preparó algunos
textos que pudieran servir de apoyo a su
acción sacerdotal. Vieron así la luz Santo
Rosario y Consideraciones espirituales,
cuyas primeras versiones datan de 1931 y
1932.
Paralelamente advirtió la necesidad de
preparar además escritos dirigidos específicamente a quienes se estaban incorporando al Opus Dei. De comienzos de la
década de 1930 datan algunos pasajes de
sus Apuntes íntimos, en los que habla de
la preparación de textos que pudieran ayudar, a quienes se iban uniendo a la Obra, a
204
CARTAS (obra inédita)
profundizar en los ideales y horizontes que
les había abierto mediante la predicación o
en charlas personales. Decisión en la que
se reafirmó al concluir los ejercicios espirituales que realizó en 1934: “Propósito: terminado el trabajo de obtención de grados
académicos, lanzarme –con toda la preparación posible– a dar ejercicios, pláticas,
etc., a quienes se vea que pueden convenir para la O. [la Obra], y a escribir meditaciones, cartas, etc., a fin de que perduren
las ideas sembradas en aquellos ejercicios
y pláticas y en conversaciones particulares” (Apuntes íntimos, n. 1723).
Fruto de ese empeño fue la redacción, en 1934 y 1935, de tres documentos
a los que califica como Instrucciones; y el
comienzo de un cuarto, al que aplicó esa
misma denominación, pero que no completó hasta 1950. Se trata de escritos que,
como indica su nombre, aspiran a ofrecer
orientaciones y normas concretas de acción. Pensaba además en textos de carácter más decididamente expositivo, a los
que en las notas o apuntes de 1930 alude
con el nombre genérico de “cartas” y a los
que terminará designando con ese título,
pero escribiendo la palabra Carta con mayúscula y dando a ese vocablo el significado al que antes nos referíamos.
Teniendo a la vista, de forma muy determinada en algunos casos, más genérica
en otros, esos posibles escritos, san Josemaría trabajó durante los años treinta
–y algo parecido continuó ocurriendo en
años sucesivos– con la metodología que
se describe en las voces destinadas a
los Apuntes íntimos y a Camino. Es decir,
considerando los temas en la oración, tomando notas –breves en unos casos, más
extensas en otros– a partir de esa oración
personal y de su experiencia, y conservando esas notas –con frecuencia guardándolas en sobres– con vistas a su posterior
utilización.
Esos materiales –muy variados: frases incisivas, párrafos largos relativamente
elaborados, esquemas más o menos de-
sarrollados, esbozos de meditaciones…–
ofrecieron la base y, en ocasiones, incluso
el esquema o estructura de las Cartas que
ahora nos ocupan. El hecho es, sin embargo, que los escritos a los que el material
reunido apuntaba, quedaron pospuestos,
hasta que, años después, san Josemaría
acometió su elaboración definitiva.
Fue, en efecto, sólo a fines de los
años cincuenta y comienzo de los sesenta
cuando san Josemaría pudo por fin dedicar tiempo a esa labor, de modo que, entre
1960 y 1965 (o, en algún caso, 1966), procedió a la redacción final del conjunto de
las Cartas. Preparó todos estos documentos de modo que pudieran ser utilizados
enseguida en la formación de los fieles del
Opus Dei, y, posteriormente –transcurrido
un tiempo después de su muerte–, publicados, cuestión que dejó a la prudencia de
quienes le sucedieran.
¿Por qué emprendió esa tarea sólo y
precisamente en la fecha indicada? Las
razones, aunque fueron varias, se pueden
reconducir a dos tipos fundamentales.
La primera está relacionada con el crecimiento de la labor apostólica del Opus
Dei y con el contexto eclesial en que esa
labor se desarrollaba. A fines de los años
cincuenta san Josemaría vio, con total
claridad, que había llegado el momento
de dar pasos en orden a un objetivo en el
que venía pensando desde tiempo atrás:
apartarse, también públicamente, de la
figura de Instituto secular y buscar por
otra vía la configuración jurídica del Opus
Dei, siguiendo lo que ya había entrevisto
en los años treinta, dentro del marco de
las figuras de jurisdicción personal. Esta
decisión, además de las imprescindibles
propuestas y estudios jurídico-canónicos,
hacía aconsejable, e incluso necesario,
proceder a exponer y describir, desde sus
núcleos más radicales y básicos, el espíritu del Opus Dei, partiendo a ese efecto
de apuntes y documentos que ahora podía
retomar, completar y glosar con mayor amplitud. Era, a la vez, el momento de comen-
205
CARTAS (obra inédita)
tar, también por escrito, para conocimiento
fehaciente de los fieles del Opus Dei, las
diversas fases de la historia de la configuración jurídico-eclesial de la Obra de Dios
y del esfuerzo que, a ese respecto, había
tenido que afrontar para proteger en todo
momento la sustancia del espíritu de la
Obra. De ahí las Cartas. Había, pues, que
releer las anotaciones y los papeles antiguos para, teniéndolos a la vista, abordar
la redacción definitiva de los documentos
que hasta entonces no había estado en
condiciones de ultimar.
El segundo tipo de motivos al que
antes aludíamos, se sitúa en un nivel muy
diverso del anterior, más aún, de rango inferior, pero a la vez, como ocurre con frecuencia con lo material, determinante para
la puesta en práctica de una tarea. Deriva
de un hecho muy sencillo: la imposibilidad de disponer, antes de mediados de
los años cincuenta, de la totalidad de los
papeles antiguos que estaban llamados a
constituir el punto de partida del trabajo
que se disponía a emprender.
que en 1956 todo el Consejo General del
Opus Dei se instalara definitivamente en
la Ciudad Eterna. Fue entonces cuando
no sólo el conjunto de los documentos de
gobierno, sino también todos los papeles
personales de san Josemaría, se enviaron
a Roma.
Durante los años sucesivos, san Josemaría acudió a esos papeles siempre que
lo estimó oportuno, e incluso, en ocasiones, los dio a conocer a quienes convivían
con él de forma más inmediata. Como es
lógico, añadió además notas o apuntes redactados durante años posteriores. A finales de la década de 1950 y comienzos de
la de 1960 estuvo por fin en condiciones
de completar las Instrucciones y dar forma
definitiva al ciclo de las Cartas.
2. La redacción del ciclo de las Cartas
Al estallar, en 1936, la Guerra Civil española, san Josemaría, al igual que el conjunto del clero madrileño, se vio obligado a
abandonar su lugar habitual de residencia.
Dejó gran parte de sus papeles al cuidado
de su madre, doña Dolores Albás, que los
conservó con extrema solicitud. Acabada
la guerra, recuperó ese material pero, ocupado en otras tareas –la expansión y los
pasos jurídicos del Opus Dei, además de
los encargos recibidos de diversos obispos españoles–, no pudo dedicarle tiempo
y preparar escritos que entregar a la imprenta, de modo que lo guardó en espera
de que llegara el momento oportuno (más
datos históricos sobre lo dicho y lo que sigue en Illanes, 2009, pp. 246-250).
Para acometer esa tarea, san Josemaría contaba con un material abundante
y variado. Los papeles sobre los que se
disponía a trabajar eran, en efecto, muy
diversos, tanto por su fecha, como por
su naturaleza. Había anotaciones breves
sobre temas varios; folios o cuartillas en
los que se desarrollaba un pensamiento o
doctrina; esquemas o esbozos de esquemas, acompañados, en algunos casos, por
textos complementarios, más o menos ordenados; ideas y resúmenes para charlas
con ocasión de la labor sacerdotal y apostólica; guiones para meditaciones y cursos
de retiro, etc. En ocasiones no incluían
fecha alguna; otros, en cambio, estaban
fechados o, al menos, ofrecían datos que
permitían fecharlos. Algunos papeles, muy
antiguos, procedían de la década de 1930
o de los inicios de la de 1940; otros, más
recientes, del resto de la década de 1940 o
de la de 1950.
Cuando, a partir de 1946, el fundador
del Opus Dei marchó a Roma y fijó allí su
residencia, pensó enseguida en trasladar
todo ese material a la capital de Italia, pero
pudo llevarse sólo una parte muy reducida.
Para disponer del resto tuvo que esperar a
Al volver sobre esos papeles para proceder a completar sus Cartas, el fundador
del Opus Dei aspiraba a glosar con amplitud y detenimiento aspectos importantes
del espíritu, el apostolado y la historia de la
Obra. No era su intención –así lo pensaba
206
CARTAS (obra inédita)
desde antiguo y lo confirma y concreta en
los años sesenta– limitarse a preparar una
o varias Cartas sueltas, sino una gama de
escritos que, de acuerdo con la expresión
que él mismo empleó, pudiera ser calificado como “el ciclo de las Cartas”. Es decir,
un conjunto orgánico de documentos en
los que se expusieran los rasgos configuradores del espíritu y del apostolado del
Opus Dei, junto con los hitos fundamentales de su historia jurídica, de modo que
quedaran como herencia o testimonio que
constituyera punto de referencia para el
futuro.
En todo momento partió, como ya hemos indicado, de las anotaciones, esbozos y esquemas que había conservado, teniendo en cuenta tanto su contenido como
su antigüedad. Actuó a la vez movido por
una honda conciencia de fundador, que le
permitía revivir las fechas y momentos en
los que su predicación había ido glosando
con especial fuerza los diversos aspectos
del espíritu del Opus Dei, y expresar ese
espíritu cada vez con más hondura, de
acuerdo con la madurez humana, espiritual e intelectual que había alcanzado. Esta
capacidad era fruto de su estudio y de su
oración, y de la experiencia adquirida gracias al desarrollo del Opus Dei. También
tuvo influencia en este proceso su meditación y consideración, a la luz del carisma
fundacional, del contexto en el que tenían
lugar su vida y la del Opus Dei: el desarrollo general de la cultura, la celebración
del Concilio Vaticano II, los avatares de la
historia de la Iglesia y del mundo, etc.
Fue –esto es lo que conviene destacar
ahora– desde esa honda madurez cristiana como san Josemaría abordó la tarea de
dar forma definitiva a las Cartas de fecha
más antigua, y la de elaborar otras nuevas,
fechadas ya en los años en los que se encontraba. En coherencia con el intento que
como fundador se había propuesto, san
Josemaría, respetando siempre la substancia de lo que en los papeles antiguos
se contenía, no vaciló, cuando así lo con-
sideró conveniente, en completar y ampliar
lo que en esas notas se afirmaba, en desarrollar cuestiones espirituales o puntos
de doctrina antes sólo incoados, etc., de
modo que la redacción final ofreciera una
exposición del mensaje del Opus Dei en
la que se reflejara la doctrina contenida
en los textos antiguos, con el lenguaje y
la precisión alcanzados por su experiencia
de fundador y su profundización en el carisma fundacional a lo largo de los años.
Esa referencia a la historia concreta
del Opus Dei motiva que las Cartas, aun
estando todas terminadas de redactar en
la primera parte de la década de 1960,
tengan fechas diversas. En las Cartas datadas a fines de los años cincuenta o en
los primeros años sesenta, esa fecha coincide con la de su redacción material. En las
Cartas de fecha antigua, es eco de la datación de los papeles que sirven de base a
la redacción que san Josemaría emprendió
en la década mencionada. Dicho con otras
palabras: las fechas de las Cartas antiguas
no son las de su última redacción –que se
sitúa, como ya se ha dicho, entre 1960 y
1965 o 1966–, sino la del tiempo en el que
la substancia de esa Carta estaba tanto en
la mente y en la predicación de san Josemaría como en los papeles antiguos a los
que nos venimos refiriendo.
A medida que iba progresando en la
preparación de las Cartas, san Josemaría
tomó además otra decisión: destruir, una
vez que había llegado a la versión final de
cada documento, los esquemas, esbozos
y borradores de los que se había servido,
dejando así como texto sólo el correspondiente a esa versión final. Esto hace que,
respecto a las Cartas de fecha antigua,
resulte imposible determinar sus diversas
capas redaccionales, es decir, qué párrafos o frases provienen de papeles antiguos, y cuáles, en cambio, del momento
en que san Josemaría procedió a completar su redacción. El texto final cobra así
una importancia decisiva.
207
CARTAS (obra inédita)
San Josemaría determinó, además,
que, a medida que iba dando por concluida la redacción de las diversas Cartas, se
fuera procediendo a su impresión –labor
que concluyó en 1967– y a su envío a las
diversas Regiones de la Obra. Esta primera edición impresa circuló, pues, aunque
limitadamente, entre los fieles del Opus
Dei. Algún tiempo después, en 1969, decidió proceder a una revisión general de
todas las Cartas, de modo que la primera edición fue en consecuencia retirada.
Esta revisión, en las primeras diecisiete
Cartas, es decir, desde la fechada el 24III-1930 hasta la fechada el 7-X-1950, fue
realizada por san Josemaría sobre textos
mecanografiados en cuartillas a doble
espacio. A partir de la Carta fechada el
9-I-1951, y hasta el final (es decir, hasta
las fechadas en 1965 o 1966), la metodología del trabajo cambió: san Josemaría
procedió a la revisión no sobre un texto
escrito a máquina, sino sobre un ejemplar
de la primera edición impresa y luego retirada. Las correcciones –tanto las hechas
sobre textos mecanografiados como sobre textos impresos–, son, por lo demás,
de detalle.
Esta variación en el modo de trabajar
la explica Mons. Echevarría en la portada
de la Carta fechada el 9 de enero de 1951,
mediante una amplia anotación manuscrita, con letra roja y fechada el 26 de mayo
de 1969, en la que se lee: “Después de
haber usado la primera edición impresa
de las Cartas, el Padre ha hecho a mano
algunas correcciones sobre el texto, que
está copiado a máquina en cuartillas: en
esas páginas queda, pues, el texto definitivo. (…) Como del texto de las Cartas
–las que van de 1951 en adelante– no se
conservaban textos escritos a máquina,
el Padre me ha ido dictando las correcciones que ha querido introducir, para que
yo las pusiera en un ejemplar tirado en la
imprenta”. En esa misma nota de 26 de
mayo de 1969, Mons. Echevarría comenta que “con el fin de evitar posibles equivocaciones en las ediciones futuras”, san
Josemaría determinó que se destruyeran
todos los ejemplares impresos que hubiera tanto en Roma como en las diversas
Regiones a las que se habían enviado.
Quedan, pues, como texto normativo los
ejemplares, mecanografiados o impresos,
tal y como fueron revisados en 1969; todos ellos se conservan en AGP, serie A-3,
leg. 91 a 96.
Añadamos un último dato. Durante
todo el proceso de redacción y revisión
de las Cartas, el fundador del Opus Dei
trabajó en su lengua nativa, es decir, en
castellano. En un primer momento pensó
en la posibilidad de que las Cartas se difundieran entre los fieles del Opus Dei, no
sólo en la lengua castellana en la que estaban redactadas, sino también en latín,
subrayando así, con el sentido de perennidad que tiene la lengua latina, la firmeza
del magisterio fundacional que en todas
se contenía. De hecho, algunas de las
primeras Cartas que dio por concluidas,
las entregó para que fueran traducidas a
ese idioma y las envió así a las diversas
Regiones del Opus Dei, si bien enseguida
completó el envío remitiendo además el
original castellano.
Pronto sin embargo abandonó la idea
de traducir sus Cartas al latín, decisión que
arrastraba consigo el abandono de una
praxis, muy relacionada con la anterior: la
de designar a las Cartas por el incipit, es
decir, por las palabras con que comenzaba
la versión latina (y, obviamente, la previa y
original redacción castellana), que estaban
escogidas, según un uso frecuente en los
documentos eclesiásticos, de modo que
resultaran expresivas del contenido del
documento. Dejada aparte la citación mediante el incipit latino, se hacía necesario
pensar en otro sistema. La decisión recayó
finalmente sobre un modo de referencia
que consiste en acudir a la palabra Carta,
seguida de la fecha que en cada caso le
corresponde. Conviene anotar, finalmente,
que para todas las Cartas, aunque no hubieran sido traducidas al latín, san Jose-
208
CARTAS (obra inédita)
maría quiso contar con una versión latina
de la frase inicial, de modo que, si en algún
caso se viera oportuno, pudieran ser citadas por un incipit en ese idioma.
3. Descripción de conjunto del ciclo de
las Cartas
Resultado de la labor que hemos
descrito es un corpus, ciclo o conjunto
de treinta y siete Cartas. La primera está
datada el 24 de marzo de 1930, fiesta en
aquel entonces del arcángel san Gabriel, y
la última el 24 de octubre de 1965, festividad del arcángel san Rafael. La Carta 24III-1930 trata de la santificación de la vida
ordinaria, del quehacer de cada día, como
lo subraya su incipit latino: Singuli dies. La
Carta 24-X-1965 trata del apostolado y de
la formación para el apostolado, puntos a
los que aluden las palabras elegidas para
su incipit: Argentum electum, tomadas de
Proverbios 10, 20, donde designan la actitud del que busca a Dios y aspira a darle
a conocer.
Analizando el contenido de los treinta y siete escritos que integran el ciclo de
las Cartas, cabe ordenarlas según diversos
criterios. El más claro, a nuestro juicio, es
el que permite distribuirlas, de acuerdo
con lo que ya hemos apuntado en párrafos
anteriores, en dos series: 1) las que describen aspectos del espíritu y del apostolado
de la Obra; y 2) las que comentan algunas
cuestiones relacionadas con su itinerario
jurídico.
1) Las Cartas destinadas a glosar aspectos del espíritu y del apostolado del
Opus Dei son veinticinco. Las detallamos a continuación, indicando, entre
paréntesis, el incipit latino. Los temas
que tratan las diversas Cartas se entrecruzan y complementan, como corresponde al género epistolar y lo reclama
la íntima unidad que se da entre todos
los elementos que configuran la realidad del Opus Dei; no obstante, para
dar una idea, aunque sea muy sintética de la amplitud de su contenido, las
209
presentamos agrupándolas según la
temática que en cada caso prevalece:
a) Cartas sobre diversos aspectos del
espíritu del Opus Dei: Carta 24-III1930 (Singuli dies); Carta 24-III-1931
(Videns eos); Carta 9-I-1932 (Res
omnes); Carta 11-III-1940 (Sincerus
est); Carta 31-V-1943 (Legitima hominum); Carta 15-X-1948 (Meum
gaudium); Carta 15-VIII-1953 (Mirabilis omnino).
b) Cartas sobre el apostolado: Carta
16-VII-1933 (Vos autem); Carta 2-X1939 (Euntes ergo); Carta 24-X-1942
(Quem per annos); Carta 30-IV-1946
(Numquam antehac); Carta 14-II1950 (Bene nostis); Carta 29-IX1957 (Multum usum); Carta 9-I-1959
(Dei amore); Carta 16-VI-1960 (Dei
voluntas); Carta 29-VII-1965 (Verba
Domini).
c) Cartas sobre el sacerdocio en el
Opus Dei: Carta 2-II-1945 (Sacerdotes iam); Carta 28-III-1955 (Divinus
seminator); Carta 8-VIII-1956 (Ad
serviendum).
d) Cartas sobre la formación: Carta
6-V-1945 (Divinus magister); Carta
9-I-1951 (Hac nostra aetate); Carta
2-X-1963 (Optime nostis); Carta 14II-1964 (In Opere Dei); Carta 15-VIII1964 (Veritatem facientes); Carta 24X-1965 (Argentum electum).
2) Las Cartas encaminadas a explicar el
alcance y el sentido de las diversas
fases del itinerario jurídico del Opus
Dei son doce. Se ocupan desde los
primeros pasos en los años cuarenta
hasta llegar, pasando por las aprobaciones pontificias de 1947 y 1950, a
la preparación de la solución jurídica,
que se alcanzará en 1982, después de
la muerte de san Josemaría, pero basándose en sus textos e indicaciones.
Teniendo en cuenta que estas Cartas
están relacionadas con las diversas
etapas de ese itinerario jurídico, cu-
CARTAS (obra inédita)
yas fechas son conocidas, no parece necesario detallar su contenido
(todas han sido por lo demás objeto
de consideración en IJC). Nos limitamos por eso a reseñarlas, indicando
entre paréntesis el incipit latino: Carta 14-II-1944 (Opus nostrum); Carta
29-XII-1947/14-II-1966 (Ascendente
eo); Carta 8-XII-1949 (Perfice gressus);
Carta 7-X-1950 (Via deflectit); Carta
14-IX-1951 (Hoc tempore); Carta 24XII-1951 (In patientia); Carta 12-XII1952 (Multa scripta); Carta 19-III-1954
(Vocationis vestrae); Carta 31-V-1954
(Sicut antea); Carta 2-X-1958 (Non ignoratis); Carta 25-I-1961 (Gratias Deo)
y Carta 25-V-1962 (Ne proiicias).
Se señalan a continuación algunas observaciones que contribuyen a completar
la descripción de las Cartas.
En primer lugar, que la extensión es
muy variada, ya que oscilan –en texto
impreso de 24x17 centímetros– entre las
siete páginas que tiene la más breve y las
casi cuatrocientas que tiene la más larga,
aunque la media se sitúa entre las sesenta
y las ochenta páginas.
En segundo lugar, que las Cartas de
fechas más antiguas (concretamente las
cuatro fechadas en los primeros años
treinta) tratan de facetas básicas del espíritu del Opus Dei. En Cartas sucesivas se da
paso a temas que desarrollan o concretan
lo ya expuesto en las Cartas anteriores o
que abren otras perspectivas (como es el
caso de las Cartas de contenido jurídico o
el de las Cartas sobre el sacerdocio, que
tienen fechas posteriores a la ordenación
sacerdotal, en 1944, de seglares que eran
ya fieles del Opus Dei).
En tercer lugar, que si bien la distinción
entre Cartas destinadas a glosar aspectos
del espíritu y del apostolado del Opus Dei
y Cartas que se ocupan de su itinerario canónico es, en sí misma, clara, la lectura de
los textos pone de manifiesto que ambas
temáticas se entrecruzan. Y esto como
fruto de una realidad substantiva. Desde la
perspectiva jurídico-canónica, la totalidad
de la historia del Opus Dei es, en efecto, el
resultado de la búsqueda, por parte de su
fundador, de una configuración que reflejara la realidad de su espíritu. De ahí que las
consideraciones histórico-jurídicas estén
acompañadas de amplios desarrollos de
carácter espiritual: referencias a la santificación y al apostolado en medio del mundo, consideraciones sobre la secularidad,
análisis de las virtudes y de las implicaciones que tienen en quienes están llamados
a poner en práctica el ideal cristiano precisamente en las condiciones propias del
ordinario existir humano y social, etc.
En cuarto y último lugar, que las Cartas, aunque procedan a desarrollar temas
de gran calado, mantienen siempre un
estilo epistolar, con un lenguaje directo y
familiar. Tienen, ciertamente, un esquema
o hilo conductor, pero evitan consciente y
decididamente –así lo advierte su Autor en
diversos momentos– la rigidez expositiva y
el tono de tratado o explicación exhaustiva, es decir, cuanto hubiera podido llevar a
aprisionar el mensaje en un esquema preconcebido, para dejar, en cambio, que el
espíritu fluya con libertad.
4. Las Cartas posteriores a 1965
En 1965 san Josemaría había dado
por terminada la tarea de preparación de
Cartas en el sentido ya mencionado: es
decir, escritos amplios y con tono expositivo dirigidos a los fieles del Opus Dei. Los
acontecimientos de años posteriores, y
más concretamente las tensiones y crisis
que conoció la Iglesia en los años siguientes a 1967 y 1968, le llevaron a cambiar de
idea. Su conciencia de la responsabilidad
que recaía sobre él como fundador y cabeza del Opus Dei en orden a la vida espiritual de sus miembros, le había llevado
en algunos de los escritos que integran el
ciclo de las Cartas a dar orientaciones que
tenían en cuenta el contexto eclesial recién
mencionado (así ocurre, concretamente,
con algunas de las Cartas fechadas entre
210
CARTAS (obra inédita)
1963 y 1965). El aumento de la situación
de crisis a partir de 1967-1968 le impulsó a redactar nuevas Cartas, que tuvieran
como objetivo predominante fortalecer la
fe y orientar la vivencia cristiana.
Con esa intención redactó a comienzos de 1967 una amplia Carta, que dató el
19 de marzo de ese año, festividad de San
José. El incipit de la Carta está formado
por las palabras Fortes in fide, tomadas de
la versión latina de la primera de las epístolas de san Pedro (1 P 5, 9), para añadir
a continuación: “así os veo, hijas e hijos
queridísimos: fuertes en la fe, dando con
esa fortaleza divina el testimonio de vuestras creencias en todos los ambientes del
mundo, movidos por el poder impetuoso
del Espíritu Santo en una renovada Pentecostés”. Esta Carta, de la que se conserva
(AGP, serie A-3, leg. 95, carp. 6) un texto
mecanografiado con abundantes correcciones de puño y letra de san Josemaría,
es muy extensa (190 páginas, en texto
impreso de formato 24x17 centímetros).
Constituye una invitación a la firmeza en la
fe, en el contexto de la compleja situación
que atravesaban durante esos años la Iglesia y la sociedad, con el deseo de adherirse al Año de la Fe convocado por Pablo
VI un mes antes, el 22 de febrero de 1967.
Desde años atrás el fundador del
Opus Dei tenía la costumbre de escribir
una carta a las promociones de fieles del
Opus Dei que iban a recibir la ordenación sacerdotal. Se trataba, de ordinario,
de cartas breves: un folio, o incluso algo
menos. En 1971 decidió enviarles un texto más largo. Determinó, a la vez, que se
imprimiera y se hiciera llegar también a los
demás miembros del Opus Dei. La Carta
fruto de esa decisión está fechada el 10
de junio de 1971, y ocupa diecinueve páginas, en texto impreso de formato 16x12
centímetros (AGP, serie A-3, leg. 96, carp.
2). Está en clara continuidad con la Carta
de 1967 recién descrita, aunque el tono y
algunos de los temas sean distintos, como
corresponde a un escrito dirigido de forma
inmediata a quienes se preparaban para la
recepción del sacramento del Orden.
La Carta a los sacerdotes de 1971 anticipa, por lo demás, de algún modo, tres
Cartas que, entre marzo de 1973 y febrero
de 1974, dirigió a todos los fieles del Opus
Dei, y a las que el propio san Josemaría,
aludiendo a la antigua costumbre de convocar al pueblo para la santa Misa mediante tres toques sucesivos de campana, calificó como “las tres campanadas”. “Salgo
otra vez a vuestro encuentro –escribe al
comienzo de la tercera–, volviendo a sonar
la campana. (…) Esta carta es como una
tercera invitación, en menos de un año,
para urgir vuestras almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la
dura prueba que soporta la Iglesia”.
La primera de estas Cartas está fechada el 28 de marzo de 1973; la segunda, el
17 de junio de ese mismo año; la tercera,
el 14 de febrero de 1974. Todas tienen
bastantes páginas, aunque de formato pequeño (16x12 centímetros): veintiocho la
primera; cincuenta y una la segunda; cuarenta y ocho la tercera (AGP, serie A-3; leg.
96, carp. 1). Las tres, aun tratando cuestiones diversas, al menos en parte, manifiestan la misma actitud de espíritu y aspiran al mismo objetivo, tal y como queda
claramente expresado en las palabras que
hemos citado en el párrafo precedente.
Voces relacionadas: Escritos de san Josemaría,
Visión de conjunto; Instrucciones (obra inédita).
Bibliografía: José Luis Illanes, “Obra escrita y
predicación de San Josemaría Escrivá de Balaguer”, SetD, 3 (2009), pp. 203-276. Para el contexto histórico y el jurídico canónico, cfr. AVP,
passim; IJC, passim.
211
José Luis ILLANES
CASCIARO RAMÍREZ, PEDRO
CASCIARO RAMÍREZ, PEDRO
(Nac. Murcia, España, 16-IV-1915; fall.
México D. F., México, 23-03-1995). Miembro del Opus Dei desde 1935, desempeñó
un papel importante en la expansión de la
Obra y difusión de su apostolado.
Fue el mayor de tres hermanos: Soledad (que murió a los pocos años) y José
María. Sus padres eran Pedro Casciaro
Parodi y Emilia Ramírez. Contrajeron matrimonio en Torrevieja (Alicante) en 1914. La
familia paterna era de origen italiano, con
ideas liberales y republicanas, de buena
posición económica y no muy practicantes. Los Ramírez, en cambio, eran una familia modesta y muy religiosos.
El padre de Pedro era catedrático de
Geografía en un instituto de Albacete, muy
culto y, al mismo tiempo, hombre de acción. En 1936, fue nombrado Presidente
Provincial del Frente Popular. Los domingos solía acompañar a su mujer a Misa,
hasta que un periódico local publicó un artículo injurioso titulado “Laicismo, pero no
para mi casa”, en el que se le criticaba por
haber celebrado la primera Comunión de
su hijo José María. Desde entonces dejó
de asistir a Misa. Posteriormente, ya acabada la Guerra Civil española, reanudó la
vida cristiana.
Pedro estudió Bachillerato en el instituto de Albacete. En 1932 se trasladó a
Madrid para preparar el examen de ingreso
en la Escuela de Arquitectura. Consiguió
ingresar en 1935, tras cursar dos años
prescritos de Ciencias Exactas y superar
exigentes exámenes de dibujo. Agustín
Thomás Moreno, amigo de la infancia, le
habló de san Josemaría y facilitó su primer
encuentro en el mes de enero de 1935. Comenzó a tener dirección espiritual con este
sacerdote. Pocos meses después, el 11 de
noviembre, se incorporó al Opus Dei. Pedro compatibilizó los estudios de Arquitectura y de Ciencias Exactas, hasta que decidió centrarse en la segunda carrera por
consejo de san Josemaría para dedicarse
más intensamente a las tareas de la Obra.
La Guerra Civil española le sorprendió
en Alicante mientras estaba en casa de sus
abuelos. Aunque al inicio de la contienda
había sido declarado inútil por enfermedad,
fue movilizado en junio de 1937, siendo
destinado a Valencia. Allí retomó contacto
con Francisco Botella, amigo, compañero
de carrera y miembro del Opus Dei.
En el mes de octubre de 1937, Juan
Jiménez Vargas los visitó en Valencia y les
anunció que, en breve, llegaría san Josemaría acompañado de algunos fieles del
Opus Dei y de otras personas. Su objetivo
era intentar pasar el frente por los Pirineos
y llegar a través de Francia a la zona de
España donde la Iglesia no era perseguida.
Pedro Casciaro se unió a la expedición.
Después de múltiples dificultades,
emprendieron la marcha desde Barcelona
el 19 de noviembre. Llegaron a Andorra el
2 de diciembre. Pasaron por el santuario
de Lourdes, donde san Josemaría celebró
una Misa en la que rezó, según le dijo a
Pedro, por la mejora de la vida cristiana del
padre de Pedro.
Ya en España, Pedro Casciaro fue destinado a Pamplona como soldado y después a Burgos (marzo de 1938), ciudad en
la que se había establecido san Josemaría,
con el que tuvo la posibilidad de convivir.
El curso 1940-41 fue director de la
Residencia Samaniego (Valencia) y profesor de la Universidad de Valencia. El curso
siguiente se trasladó a Madrid, donde fue
nombrado director del Centro de Estudios
de la calle Diego de León. En 1944 pasó
a ser director de la Residencia Universitaria La Moncloa (Madrid). Participó en los
inicios del Opus Dei en Bilbao y en otras
ciudades españolas. Entre 1942 y 1945 fue
profesor del Instituto Ramiro de Maeztu, de
Madrid. En 1946 obtuvo el doctorado en
Ciencias Exactas en la Universidad Central de Madrid con la tesis: Los espacios
n-dimensionales de Riemann. Años más
212
CASCIARO RAMÍREZ, PEDRO
tarde, en 1973, obtuvo el grado de Doctor
en Derecho Canónico por la Universidad
de Navarra.
hasta 1958, año en el que fue nombrado
Procurador General del Opus Dei y Delegado Regional de Italia.
En 1936, san Josemaría le preguntó si
estaba dispuesto a ordenarse sacerdote.
Pedro aceptó. Ya acabada la Guerra Civil, realizó los estudios necesarios para su
ordenación. Mons. Leopoldo Eijo y Garay,
obispo de Madrid, le administró el diaconado el 15 de junio de 1946 y la ordenación
sacerdotal el 29 de septiembre de 1946 en
la capilla del Palacio Episcopal. Celebró la
primera Misa solemne en el santuario de
Nuestra Señora de Begoña en Bilbao.
En 1958, san Josemaría le pidió que
se trasladase a Kenya para estudiar in situ
la sugerencia de Mons. Gastone Mojaisky
Perrelli, Delegado Pontificio en ese país,
de que el Opus Dei impulsara la creación
de una universidad. Años más tarde vieron
la luz Strathmore y Kianda College, dos colleges interraciales en Nairobi (Kenia). También participó en el comienzo del trabajo
apostólico en Nigeria.
En abril de 1948, san Josemaría le
encomendó la realización de un viaje por
diversos países de América, acompañado
por otros dos miembros del Opus Dei. El
objetivo era doble: visitar a algunos obispos que habían pedido que el Opus Dei
comenzase a trabajar en sus diócesis y estudiar sobre el terreno las posibilidades de
implantación del Opus Dei en esos países.
Estuvieron en Estados Unidos (Nueva York,
Chicago y Washington), Canadá (Toronto,
Montreal, Ottawa y Quebec), México, Perú,
Chile y Argentina (Buenos Aires y Rosario).
En cada país permanecieron entre una y
tres semanas, excepto en México, donde
estuvieron dos meses. A la vuelta de este
viaje, en septiembre de 1948 contaron sus
impresiones a san Josemaría en Molinoviejo, una casa de retiros del Opus Dei cercana a Segovia.
El 17 de diciembre Pedro Casciaro
regresó a Molinoviejo. San Josemaría le
pidió que se encargara de empezar la labor apostólica del Opus Dei en México, a
donde llegó, al puerto de Veracruz, el 18 de
enero de 1949.
A lo largo de su vida, san Josemaría le
asignó diversas funciones de gobierno en
el Opus Dei. Entre ellas, fue miembro del
Consejo General del Opus Dei desde 1946
a 1948 y Consiliario de México y Centro­
américa desde 1948 a 1956. Desde 1956
a 1958 fue Delegado Regional para Guatemala y México. Permaneció en México
Permaneció en Roma hasta mayo de
1966, cuando volvió a ser nombrado Consiliario del Opus Dei en México. Ejerció
este cargo hasta 1972 y después fue Director Espiritual de la Región de México un
año más. Impulsó la creación de diversas
actividades apostólicas del Opus Dei en
este país. Cabe destacar el IPADE (Instituto Panamericano para Alta Dirección de
Empresas), la Universidad Panamericana,
la Escuela de Montefalco, etc.
Del 15 de mayo al 22 de junio de 1970,
acompañó a san Josemaría en su primera
visita a México. En esos días participó en
la Novena que el santo hizo a la Virgen de
Guadalupe.
Después de haber cesado en los cargos de gobierno del Opus Dei, permaneció
en este país hasta su muerte, dedicándose a la atención pastoral de los fieles de la
Prelatura y a otros encargos sacerdotales.
Bibliografía: Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos. Testimonio sobre el Fundador, de
uno de los miembros más antiguos del Opus
Dei, Madrid, Rialp, 1994; José María Casciaro,
Vale la pena. Tres años cerca del Fundador del
Opus Dei, 1939-1942, Madrid, Rialp, 1998; “In
pace”, Romana. Boletín de la Prelatura de la
Santa Cruz y Opus Dei, 20 (1995), p. 217.
213
Ramón PEREIRA
CASTIDAD
CASTIDAD
1. La virtud de la castidad. 2. Importancia
para la vida humana y cristiana. 3. La castidad en el propio estado.
“Porque verán a Dios” es el título de la
homilía que san Josemaría dedica a tratar
de la virtud de la castidad o pureza (cfr. AD,
175-189), a la que, según él mismo decía,
“suelo añadir el calificativo de santa” (ECP,
5). Ese título, que remite a las palabras del
Señor en el Evangelio –“bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán
a Dios” (Mt 5, 8)–, señala con precisión la
clave para percibir la perspectiva desde la
que san Josemaría considera siempre esa
virtud, “que sin ser la única ni la primera, sin embargo actúa en la vida cristiana
como la sal que preserva de la corrupción,
y constituye la piedra de toque para el
alma apostólica” (AD, 175). Esta doctrina
resulta clara si se advierte que la vida eterna consistirá en “ver a Dios cara a cara”
(1 Co 13, 12); y que la vida cristiana, en
cuanto participación y desarrollo de la gracia santificante, es como el comienzo de
la vida eterna en la tierra. De ahí que san
Josemaría, que habla del existir de los cristianos como de un caminar en “presencia
de Dios” (C, 278) o de ser “contemplativos
en medio del mundo” (ECP, 174), subraye
con fuerza que, aunque “la santa pureza
no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para
perseverar en el esfuerzo diario de nuestra
santificación y, si no se guarda, no cabe la
dedicación al apostolado” (ECP, 5).
1. La virtud de la castidad
Creada “a imagen de Dios” (Gn 1,
27), que “es Amor” (1 Jn 4, 16), la persona
humana está llamada a hacer de su existencia una respuesta de amor, que, en el
caso del cristiano, se resume en la caridad
–“el vínculo de la perfección” (Col 3, 14)–;
y, como consecuencia, “convertir –por el
amor– el trabajo humano de nuestra jornada habitual, en obra de Dios, con alcance
eterno” (F, 742). Por eso, como “no hay
amor humano neto, franco y alegre (...) si
no se vive esa virtud de la castidad” (ECP,
25), “discurrir sobre este tema significa
dialogar sobre el Amor” (AD, 178). Lo que
comporta, entre otras cosas, que se deba
“tratar de la santa pureza con razonamientos positivos y límpidos, con palabras modestas y claras” (ibidem).
San Josemaría dijo y escribió en los
contextos más variados que la castidad es
“una corona triunfal” (C, 123), “una triunfante afirmación de amor” (S, 831; ECP,
25). Está al servicio del amor y es también
su fruto o resultado. Crea en el interior del
corazón la disposición necesaria para que
el hombre pueda “responder que sí a su
Amor, con un cariño claro, ardiente y ordenado” (AD, 178). A la vez, “la pureza es
consecuencia del amor con el que hemos
entregado al Señor el alma y el cuerpo, las
potencias y los sentidos” (ECP, 5), haciendo posible “vivir delicadamente (…) esa
finura que sólo se entiende cuando nos
colocamos junto al Corazón enamorado
de Cristo en la Cruz” (AD, 184). “Pero no
es santa, ni agradable a Dios si la separamos de la caridad. La caridad es la semilla
que crecerá y dará frutos sabrosísimos con
el riego, que es la pureza. Sin caridad, la
pureza es infecunda, y sus aguas estériles
convierten las almas en un lodazal, en una
charca inmunda, de donde salen vaharadas de soberbia” (C, 119).
“La castidad –no simple continencia,
sino afirmación decidida de una voluntad
enamorada– es una virtud que mantiene la
juventud del amor en cualquier estado de
vida” (ECP, 25). Y, según el mismo san Josemaría explica en una apretada síntesis,
conlleva que “el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo
si está unida a la Voluntad del Señor. Para
ser castos –y no simplemente continentes
u honestos–, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por
un impulso de Amor” (AD, 177). San Jose-
214
CASTIDAD
maría proclamará de muchas maneras que
la castidad no es “una negación” sin más
(cfr. ECP, 5; F, 92; AD, 177), ni su importancia se debe a la abstención de la actividad
sexual (que sí será necesaria en los que no
han sido escogidos por Dios para vivir en
el matrimonio).
Es una “afirmación”. Todo ser humano ha de “ser continente, cada uno según
su estado [… Pero] esta postura comporta un acto positivo, con el que aceptamos
de buena gana el requerimiento divino”
(AD, 182). Debido al pecado original, existe en el interior del corazón un desorden,
que hace que se rebele el “estímulo de la
carne” (cfr. 2 Co 12, 7) o “concupiscencia
de la carne” (1 Jn 2, 16). Se manifiesta de
manera particular en “la apetencia sexual,
que [por eso] debe ser ordenada” (ECP, 5).
Si no es así, cuando “las pasiones” no se
ordenan y se ponen al servicio de la “concupiscencia de la carne”, las personas se
convierten en “esclavos de la sensualidad”
(cfr. ECP, 5). Eso ocurre, comenta san Josemaría, con referencia al placer y satisfacción que “Dios ha unido a las diversas
funciones de la vida humana”, siempre
que “el hombre, invirtiendo el orden de las
cosas, busca esa emoción como valor último, despreciando el bien y el fin al que
debe estar ligada y ordenada, la pervierte y
desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o
en ocasión de pecado” (ECP, 25).
Esa “ordenación” –para san Josemaría, como para la gran teología– se identifica con la integración del bien de la sexualidad en el bien de la persona. Es fruto
del señorío de la persona sobre sí misma,
sabedora de que “el sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina
que se ordena limpiamente a la vida, al
amor, a la fecundidad” (ECP, 24), que “la
apetencia sexual (...) no es mala de suyo,
porque es una noble realidad humana santificable” (ECP, 5). Por eso, el “vencimiento” propio, necesario a fin de “someter las
pasiones” (AD, 177), no se ha de entender
como una negación o recorte de los valo-
res de la corporalidad y sensibilidad. “Es
combate, pero no renuncia (...). No ha de
reducirse de ninguna manera a una negación fría y matemática” (AD, 182). Es sólo
subordinación del instinto a la racionalidad
exigida por la misma condición de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios. La “violencia” de la castidad
combate la esclavitud que el “hombre viejo” o la “carne”, de que habla san Pablo,
quiere imponer a los hijos de Dios. Nada
de lo que pertenece al “ser” de la persona
puede considerarse como menos bueno o
infrahumano.
Es una “afirmación decidida de la voluntad”. El querer y el dominio que requiere
esa “ordenación” no viene de “la carne, ni
viene del instinto” (AD, 177), que, como tal,
sólo es capaz de percibir la dimensión útil
y placentera de la sexualidad. Es necesaria
la actuación de la voluntad racional, porque sólo la razón es capaz de percibir el
bien de la sexualidad como bien de la persona; y sólo la voluntad racional es capaz
de integrarlo en el bien de la persona, impregnándolo de racionalidad.
Pero esa integración será “virtuosa”, si
la decisión de la voluntad, supuesta siempre la actuación de la gracia, está al servicio del amor. Ha de darse, por tanto, en
el interior de “este corazón nuestro [que]
ha nacido para amar. (...) Los cristianos
estamos enamorados del Amor: el Señor
no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de
su cariño!” (AD, 183). Por eso “responder
que sí a su Amor [de Dios], con un cariño claro, ardiente y ordenado, que eso es
la castidad” (AD, 178), comporta el compromiso de la voluntad de llevar a Dios
en nuestros cuerpos, ya que, por haber
sido “comprados a gran precio” (1 Co 6,
20) y hechos “templos de Dios” (1 Co 3,
16), “pertenecemos totalmente a Dios, con
alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias”
(AD, 177). Se requiere la colaboración de la
libertad humana al don de la gracia, que,
215
CASTIDAD
teniendo lugar en el interior del corazón, se
manifiesta al exterior a través del lenguaje
de la corporalidad. “Nos revela la Escritura
Santa que esa obra grandiosa de la santificación, tarea oculta y magnífica del Paráclito, se verifica en el alma y en el cuerpo”
(AD, 178).
Como trasfondo doctrinal de la enseñanza sobre la castidad subyace, entre
otros principios de la antropología cristiana, una idea del hombre que lleva a verlo
con lo que podríamos calificar como una
“totalidad unificada” (“unidad substancial”
de cuerpo-alma, de que habla la explicación hilemórfica) y una valoración de la
sexualidad como dimensión constitutiva
de la persona humana.
2. Importancia para la vida humana y
cristiana
El papel decisivo de la castidad en la
vida humana y cristiana viene determinado
por su necesidad. Si esta virtud no se vive,
el existir de las personas no se desarrolla
de acuerdo con su dignidad, y tampoco
es posible corresponder a la gracia que el
Señor pide “a cada uno, de acuerdo con
su situación personal, [que] exige la práctica de las virtudes propias de los hijos
de Dios” (AD, 177). De la homilía “Porque
verán a Dios” son unas palabras que, de
algún modo, resumen el pensamiento de
san Josemaría sobre esta función e importancia: “Ciertamente la caridad teologal se
nos muestra como la virtud más alta; pero
la castidad resulta el medio sine qua non,
una condición imprescindible para lograr
ese diálogo íntimo con Dios; y cuando no
se guarda, si no se lucha, se acaba ciego;
no se ve nada, porque el hombre animal no
puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios” (1 Cor 2, 14)” (AD, 175).
Espiritualmente hablando, los que “se
han entregado cobardemente a la lujuria”,
“no ven, ni oyen, ni entienden nada” (AD,
181). Han abdicado de lo que es más propio del ser humano, como imagen de Dios:
“la inteligencia, que es como un chispazo
del entendimiento divino, que nos permite
–con la libre voluntad, otro don de Dios–
conocer y amar” (ECP, 24;cfr. A cfr. AD,
179). Y cuando ya no predominan “las aspiraciones de la vida espiritual”, sino que
ese horizonte es presidido por la sensibilidad, el placer o la satisfacción, se oscurece la luz de la inteligencia y se debilita la
voluntad. Si no se lucha por rechazar los
desvaríos de la impureza se puede terminar, como advertía el confesor, “un poco
rudo”: “andas ahora por caminos de vacas; luego, ya te conformarás con ir por
los de cabras; y luego..., siempre como un
animal, que no sabe mirar al cielo” (S, 843).
La necesidad de contrarrestar esas
consecuencias explica que san Josemaría
anime fuertemente a amar y vivir personalmente esta virtud: “No olvides que la pureza enrecia, viriliza el carácter” (C, 144). Y
también, a que mediante su valoración, se
contribuya a humanizar la sociedad: “Hace
falta una cruzada de virilidad y de pureza
que contrarreste y anule la labor salvaje de
quienes creen que el hombre es una bestia” (C, 121). Esa afirmación de la castidad
cobra un vigor y vibración especiales al
situarla en relación con la vida cristiana.
Después de haber enumerado los recursos
(formación de la conciencia, guarda de los
sentidos, frecuencia de sacramentos, etc.)
con que “contamos siempre los cristianos
para vencer en esta lucha por guardar la
castidad” (AD, 185), añade: “Me diréis que
todo eso resume, sin más, la vida cristiana. Ciertamente no cabe separar la pureza,
que es amor, de la esencia de nuestra fe,
que es caridad, el renovado enamorarse
de Dios que nos ha creado, que nos ha redimido y que nos coge continuamente de
la mano, aunque en multitud de circunstancias no lo advirtamos” (AD, 186; cfr.
S, 836, 837).
Una vida cristiana auténtica no se
puede separar del esfuerzo por guardar
la castidad, ya que, según se argumenta
en esta misma homilía, “Jesucristo es el
modelo nuestro, de todos los cristianos”
216
CASTIDAD
(AD, 175). [... Y] “quiere que nosotros
conservemos ese ejemplo sin sombras:
un modelo maravilloso de pureza, de limpieza, de luz, de amor que sabe quemar
todo el mundo para purificarlo” (AD, 176).
Para reflejar ese modelo o “revestirse de
Cristo”, es decir, “esa obra grandiosa de
la santificación”, necesitamos de la “tarea
oculta y magnífica del Paráclito” (AD, 178);
por tanto el cristiano ha de luchar por ser
dócil a esa acción del Espíritu Santo. Sólo
así el alma dispondrá de ese como instinto
sobrenatural para descubrir “a Jesús que
pasa quasi in occulto (Jn 7, 10) por las encrucijadas aparentemente más vulgares”
(AD, 4). Esa motivación late en Camino:
“Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de
podredumbre sensual que recubre mi corazón, para que sienta y siga con docilidad
los toques del Paráclito en mi alma” (C,
130). Y también en la invitación a poner los
medios para vencer en el combate de la
castidad. “¡Qué amor a la virtud encantadora de la santa pureza, que nos ayuda a
ser más fuertes, más recios, más fecundos,
más capaces de trabajar por Dios, más capaces de todo lo grande!” (AD, 176).
La relación entre vida cristiana vibrante
y corazones limpios, entregados al Amor,
es también la razón de que la castidad sea
necesaria en el apostolado. “Sin la santa
pureza no se puede perseverar en el apostolado” (C, 129). No es posible, porque “tu
apostolado debe ser una sobreabundancia
de tu vida “para adentro” (C, 961; cfr. F,
708; AD, 5): de “una intensa vida interior”,
que consiste “en ser, eficaz y realmente,
hombres y mujeres que hacen de su jornada un diálogo ininterrumpido con Dios”
(F, 572). Esa perspectiva hace ver que,
entre otras cosas, vale la pena esforzarse
por superar las dificultades que pudieran
presentarse y que, en ocasiones, pudieran
parecer duras y pesadas. Es una exigencia
del amor a Dios y de la ayuda que se puede y debe dar a los demás. “Comparo esta
virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por
todos los ambientes de la tierra sin temor
a quedar enlodados. Las alas –también las
de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las nubes– pesan,
y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo.
Grabadlo en vuestras cabezas, decididos
a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!,
¡arriba!, hasta el sol, a la caza del Amor”
(AD, 177). Jamás se debe olvidar que la
“carga” del Evangelio es “suave y ligera”
(Mt 11, 30).
3. La castidad en el propio estado
Valorar como se debe la importancia
de la castidad exige, junto a otras cosas,
advertir que, como recuerda san Josemaría, “vuestra vocación humana es parte,
y parte importante, de vuestra vocación
divina” (ECP, 46). Por eso, la castidad es
necesaria para todos. El ejercicio de esta
virtud no queda “reducido” a la lucha contra el desorden de la concupiscencia, que
acompaña al hombre mientras peregrina
por la tierra. Además, ha de hacerse en
todos los estados y etapas de la vida “de
acuerdo con su situación personal” (cfr.
AD, 177), es decir, conforme lo exige la
propia vocación.
“Por vocación divina unos habrán de
vivir esa pureza en el matrimonio; otros,
renunciando a los amores humanos, para
corresponder única y apasionadamente al
amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos
de la sensualidad, sino señores del propio
cuerpo y del propio corazón, para poder
darlos sacrificadamente a otros” (ECP, 5).
“Pero, en cualquier caso, cada uno en su
sitio, con la vocación que Dios le ha infundido en el alma –soltero, casado, viudo,
sacerdote– ha de esforzarse en vivir delicadamente la castidad, que es virtud para
todos y de todos exige lucha, delicadeza,
primor, reciedumbre, esa finura que sólo se
entiende junto al Corazón enamorado de
Cristo en la Cruz” (AD, 184).
Desde esa valoración positiva de la
vida matrimonial, san Josemaría anima a
217
CASTIDAD
los que se preparan para el matrimonio a
que comprendan “bien lo que es el amor:
el Amor divino, y también el amor humano
noble; y sabrán lo que es la paz, la alegría,
la fecundidad” (CONV, 105). Con esa perspectiva les recuerda que “el noviazgo debe
ser una ocasión de ahondar en el afecto y
en el conocimiento mutuo. Y, como toda
escuela de amor, ha de estar inspirado no
por el afán de posesión, sino por espíritu
de entrega, de comprensión, de respeto,
de delicadeza” (ibidem). En ese mismo
sentido se expresa el Concilio Vaticano II
cuando dice “a los novios (…) que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto
afecto” (GS, 49) y el Catecismo de la Iglesia Católica, que en la castidad propia de
esa etapa “han de ver un descubrimiento
del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el
uno y el otro de Dios” (CCE, n. 2350).
Con esa convicción san Josemaría
asegura “a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de
su vida familiar. Lo que les pide el Señor es
que se respeten mutuamente y que sean
mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia”
(ECP, 25). “Les diré también –continúa el
texto– que las relaciones conyugales son
dignas cuando son prueba de verdadero
amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos” (ibidem). Con lógica
coherencia, san Josemaría recordaba una
y otra vez que “el verdadero amor mutuo
transciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los
hijos” (CONV, 94): el amor conyugal forma
parte irrenunciable de la respuesta de los
casados a su vocación a la plenitud de la
vida cristiana, y la apertura a la fecundidad
es una dimensión constitutiva de ese amor.
En este sentido, san Josemaría alertaba de las consecuencias a que puede
conducir la desnaturalización del amor
conyugal: “Cegar las fuentes de la vida es
un crimen contra los dones que Dios ha
concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor
lo que inspira la conducta. Entonces todo
se enturbia, porque los cónyuges llegan a
contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en
esa línea, son casi siempre insanables”
(ECP, 25; cfr. CONV, 94). Ese “no cegar las
fuentes de la vida” expresa la generosidad
y la fidelidad a la vocación recibida que
debe guiar las manifestaciones de su amor.
Ésa es la razón de que san Josemaría subraye con fuerza de palabra y por escrito:
“Bendigo a los padres que, recibiendo con
alegría la misión que Dios les encomienda,
tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las fuentes de la vida, a
tener sentido sobrenatural y valentía para
llevar adelante una familia numerosa, si
Dios se la manda” (CONV, 94).
La familia numerosa no es, pues, sin
más, la que tiene muchos hijos, sino la que
es generosa con el plan de Dios: “Cuando
alabo la familia numerosa, no me refiero a
la que es consecuencia de relaciones meramente fisiológicas; sino a la que es fruto
de ejercitar las virtudes cristianas, a la que
tiene un alto sentido de la dignidad de la
persona, a la que sabe que dar hijos a Dios
no consiste sólo en engendrarlos a la vida
natural, sino que exige también toda una
larga tarea de educación: darles la vida es
lo primero, pero no es todo. Puede haber
casos concretos en los que la voluntad de
Dios –manifestada por los medios ordinarios– esté precisamente en que una familia
sea pequeña. (…). No es el número por sí
solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es suficiente para que una familia
sea más o menos cristiana. Lo importante
es la rectitud con que se viva la vida matrimonial” (ibidem). Por esa razón los esposos a los que “el Señor no les da hijos,
no han de ver en eso ninguna frustración:
han de estar contentos, descubriendo en
este mismo hecho la Voluntad de Dios para
ellos. (…) No hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza” (CONV, 96).
218
CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE
Amor conyugal y apertura a la vida conforman la castidad o constituyen la misma
realidad. Esto equivale a decir que la relación conyugal es expresión verdadera del
amor cuando se vive la castidad: “Cuando
la castidad conyugal está presente en el
amor, la vida matrimonial es expresión de
una conducta auténtica, marido y mujer se
comprenden y se sienten unidos; cuando
el bien divino de la sexualidad se pervierte,
la intimidad se destroza, y el marido y la
mujer no pueden ya mirarse noblemente a
la cara” (ECP, 25).
con la perspectiva del reino de los cielos;
el matrimonio, que la castidad del celibato
no puede quedarse en una universalidad
abstracta, ya que sólo las personas singulares pueden ser amadas. Por eso “no
hay contradicción alguna entre tener este
aprecio a la vocación matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al
celibato” (ibidem). En el fondo, porque uno
y otro son modos que expresan que “la
existencia del cristiano –la tuya y la mía–
es de Amor” (AD, 183).
Proclamando la grandeza de la vocación matrimonial, san Josemaría enseña
a la vez que a algunos Dios les pide más:
“entregarse por amor al Reino de los cielos sólo a Jesús y, por Jesús, a todos los
hombres” (AD, 184). Es el don de los que,
siguiendo la llamada del Señor, viven la
virginidad o el celibato por el reino de los
cielos, que exige, ciertamente, la continencia; pero sólo será expresión de la virtud
de la castidad si está al servicio del Amor
de Dios y de los demás. Y así “es algo más
sublime que el amor matrimonial, aunque
el matrimonio sea un sacramento y sacramentum magnum (Ef 5, 32)” (ibidem).
Voces relacionadas: Celibato; Matrimonio.
Esa sublimidad del celibato se debe
a su vinculación particular con el reino de
los cielos. Objetivamente el celibato expresa en forma más acabada la redención
del cuerpo, como será en la resurrección.
El matrimonio expresa esa misma redención mediante el sacramento, según la
condición de este mundo. Pero desde la
perspectiva de las existencias concretas,
“lo que interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es
–siempre y sólo– hacer la voluntad de
Dios” (CONV, 92). El don del celibato y el
matrimonio son dos tipos de llamada vocacional que se necesitan: ninguna expresa
completamente por sí sola el misterio del
amor de Cristo por la Iglesia. Y se complementan: el celibato “recuerda” que la castidad propia del matrimonio ha de vivirse
CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE
Bibliografía: AD, 175-189; C, 118-145; ECP,
24-26; S, 831-849; Josef Pieper, Las virtudes
fundamentales, Madrid, Rialp, 1980; Augusto
Sarmiento, “La castidad, integración del bien
de la sexualidad en el bien de la persona”, en
Id. - Tomás Trigo - Enrique Molina, Moral de la
persona, Pamplona, EUNSA, 2006, pp. 197-211;
Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, Madrid,
Razón y Fe, 1978.
Augusto SARMIENTO
1. Durante los primeros años de su sacerdocio (1925-1931). 2. Desde la fundación
del Opus Dei hasta el comienzo de la Guerra Civil española (1928-1936). 3. En los
años sucesivos (1939-1970). 4. Las grandes catequesis en los últimos años de su
vida (1970-1975).
San Josemaría afirmó siempre que “el
Opus Dei es una gran catequesis”, pues
se propone avivar en los fieles corrientes
la urgencia de la llamada a la santidad, al
tiempo que ofrece la formación doctrinal
de la fe cristiana y los medios ascéticos y
espirituales para alcanzar ese fin. El afán
del fundador por difundir la doctrina cristiana comenzó muy pronto: desde que el
Señor se cruzó en su vida, preparándole para la misión a la que le destinaba, y
219
CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE
se mantuvo vivo hasta el momento de su
muerte.
1. Durante los primeros años de su sacerdocio (1925-1931)
Durante las seis semanas que pasó
como regente auxiliar en la parroquia de
Perdiguera, adonde fue enviado a los dos
días de su ordenación sacerdotal, san Josemaría dedicó gran atención a la catequesis de niños y de adultos, con vistas a
la primera Comunión de unos y al cumplimiento del precepto pascual por parte de
los otros. De vuelta a Zaragoza, en mayo
de 1925, mientras proseguía sus estudios
de Derecho, encontró un puesto de capellán en la iglesia de San Pedro Nolasco.
Además de cumplir las obligaciones propias de ese encargo, se entregó generosamente a otros servicios pastorales no
estipulados en el contrato de la capellanía:
catequesis, atención de enfermos, ministerio de la Confesión, etc. Era una iglesia
muy frecuentada en la que siempre había
trabajo por hacer. Logró reunir un grupo de
muchachos que, en las horas libres de los
domingos, iban a enseñar la doctrina cristiana a los niños del barrio de Casablanca,
que era entonces un suburbio de la ciudad.
En 1927 se trasladó a Madrid para obtener el doctorado en Derecho. En la residencia para sacerdotes enclavada en la
calle Larra, donde se alojó al poco de llegar a la capital, conoció la intensa labor de
catequesis y asistencia a los enfermos que
llevaban a cabo las Damas Apostólicas del
Sagrado Corazón. Muy pronto fue nombrado capellán del Patronato de Enfermos.
Allí, como antes en San Pedro Nolasco, se
excedió generosamente en el cumplimiento de sus encargos sacerdotales. Además
de celebrar Misa y atender otros actos de
culto, se fue incorporando voluntariamente
a las variadas obras de misericordia que
se impulsaban en el Patronato y desde el
Patronato de las Damas Apostólicas.
Por lo que se refiere al tema que nos
ocupa, san Josemaría colaboró en la pre-
paración anual de unos cuatro mil niños
para la primera Comunión. La catequesis
eucarística consistía en darles algunas pláticas y charlar con cada uno para confirmar su capacidad de entendimiento y sus
disposiciones para recibir la Eucaristía.
En los días previos a las primeras Comuniones, se ocupaba –junto con otros sacerdotes– de confesar a los niños. Nunca
olvidó ese trabajo pastoral, del que –así
decía– aprendió tanto. “Yo tengo sobre mi
conciencia –explicaba en febrero de 1975
a un gran concurso de gente– el haber dedicado muchos, muchos millares de horas
a confesar niños en las barriadas pobres
de Madrid. Hubiera querido ir a confesar
en todas las grandes barriadas más tristes
y desamparadas del mundo” (Notas de
una reunión familiar, 14-II-1975, en Obras,
1980, p. 452: AGP, Biblioteca, P03).
Una de las primeras damas apostólicas, Asunción Muñoz González, testimonia
cómo san Josemaría iba “a los colegios
que teníamos en los barrios madrileños
que, en aquellos tiempos, eran cincuenta
y ocho, que daban educación a doce mil
niños y niñas (...). Allí daba pláticas a los
niños y charlaba amistosamente con cada
uno empleando toda su simpatía personal,
toda su energía de apóstol, en llevar los
corazones de aquellos chicos hasta el conocimiento y el amor de Jesucristo” (AGP,
serie A.5, 228-3-10).
2. Desde la fundación del Opus Dei hasta el comienzo de la Guerra Civil española (1928-1936)
En 1931 dejó de trabajar en el Patronato de Enfermos, pero continuó dando
catequesis por diversos barrios madrileños. Con frecuencia iba a confesar y a
explicar el Catecismo a los chicos recogidos en Porta Coeli, un asilo para golfillos
regentado por unas religiosas. Y, a título de
clases particulares, durante dos años consecutivos, impartió lecciones de religión a
cinco chiquillos de una familia, con asis-
220
CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE
tencia también de las personas del servicio
doméstico.
Desde que puso en marcha de forma
estructurada la obra de san Rafael, es decir, la labor del Opus Dei con la juventud,
san Josemaría invitó a participar en las catequesis a los estudiantes universitarios a
quienes trataba. La primera tuvo lugar el
22 de enero de 1933, en el Colegio Divino
Redentor, llevado por las Misioneras de la
Doctrina Cristiana y situado en la barriada
de Los Pinos, en el municipio de Tetúan.
Estaba situado en una hondonada, de
modo que, cuando llovía, aquello se convertía en un verdadero arroyo; por esto la
gente de la zona conocía a esa escuela
con el nombre de Colegio del Arroyo. Iban
cada domingo. San Josemaría atendió esa
catequesis muchos domingos desde 1933
hasta 1936, superando ingentes dificultades, entre otras las derivadas del odio
anticlerical que fue creciendo a lo largo de
aquellos años.
Se iniciaba así un medio de formación
que –en palabras del fundador– es parte
esencial en la labor que la Obra realiza
con la gente joven. Tal y como san Josemaría concebía estas catequesis, con lo
que implicaban de contribución mediante
la labor en parroquias, escuelas, etc., eran
y (siguen siendo) un medio en la formación personal de quienes se incorporaban como profesores. En efecto, no sólo
les ayudaba a conocer mejor la doctrina
cristiana, para luego explicarla a los niños,
sino que se despertaba en ellos un fuerte
sentido de responsabilidad y les facilitaba
un modo concreto de participar en la misión evangelizadora de la Iglesia.
En 1934 se comenzó una catequesis
más. Estaba a punto de abrirse la Academia y Residencia DYA, la labor apostólica
con los estudiantes universitarios iba tomando vuelo, y san Josemaría vio la necesidad de disponer de otro lugar además de
Los Pinos. Con este motivo escribió unas
letras al Vicario General de la diócesis, pidiéndole que le reservara otra catequesis
(AGP, serie A.3.4, 253, 340812-1). El lugar
designado fue Vallecas.
3. En los años sucesivos (1939-1970)
Con el final de la Guerra Civil, san
Josemaría pudo reanudar plenamente
las actividades apostólicas del Opus Dei.
Reservó una atención especial a fomentar
el desarrollo del apostolado con la gente
joven, convencido de que esta labor era
clave para el desarrollo de la Obra. Hasta
su marcha a Roma, dedicó muchas horas
a la atención espiritual de los jóvenes que
acudían a los Centros de la Obra para recibir formación cristiana y siguió impulsando
los medios específicos de esa labor, entre
ellos las catequesis y las visitas a los pobres, enfermos y necesitados.
El número de fieles fue creciendo y la
labor se hacía más amplia. Las catequesis,
siempre con el impulso de san Josemaría,
se multiplicaron. En charlas y encuentros
informales san Josemaría fue exponiendo
sus ideas acerca de las catequesis, subrayando la necesidad de que los encargados
de las clases prepararan los temas con rigor y con un mínimo de formación pedagógica, ya que solo así la labor se realizaría
según su espíritu.
Ya en Roma siguió insistiendo en esta
idea madre: la misión del Opus Dei puede resumirse en dar doctrina a todo tipo
de personas, del modo más adecuado en
cada caso. Y aunque se vio obligado a limitar mucho su actuación personal inmediata
en este campo, no por eso se sintió eximido de esa tarea. Más aún, puede afirmarse
que –espoleado por el afán de transmitir a
muchas personas la doctrina de Cristo– se
“inventó” nuevos modos de dar catequesis, como veremos a continuación.
4. Las grandes catequesis en los últimos años de su vida (1970-1975)
Desde el primer momento, san Josemaría se ocupó de transmitir formación
cristiana a las personas que reunía a su
221
CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE
alrededor. A las formas usuales de la predicación sacerdotal (pláticas, meditaciones, etc.) se unía otra que tuvo una gran
importancia: reuniones de carácter familiar
y amigable (“tertulias”, las llamaba) en las
que salían a relucir temas muy diversos,
que el fundador aprovechaba para transmitir la doctrina cristiana y el espíritu de la
Obra. Dedicó millares de horas a impartir
formación de esta manera, habitualmente
en grupos reducidos de personas. Poco a
poco, las circunstancias le impulsaron a dirigir la palabra a verdaderas multitudes, sin
que esas reuniones perdieran su carácter
profundamente familiar.
La primera ocasión se presentó en
1960, durante un viaje a España con motivo de la erección de la Universidad de Navarra. En Madrid, Zaragoza y Pamplona se
reunió con numerosos miembros del Opus
Dei que no le conocían personalmente y
estaban deseosos de ver y oír al Padre, así
como con personas que sin pertenecer al
Opus Dei participaban de algún modo de
su labor. Como el tiempo de que disponía
era muy limitado, optó por recibirlos en
ambientes de mayor capacidad, como un
salón de actos o la sala de estar de una
residencia universitaria. De este modo,
en pocos días, su palabra llegó a muchos
centenares de personas. Lo mismo sucedió en 1964 y 1967, siempre con motivo de
actos públicos de la Universidad de Navarra. En estas ocasiones hubo que recurrir a
locales alquilados, como teatros, e incluso
a reuniones masivas al aire libre.
En 1970 realizó su primer viaje a América, para rezar ante la Virgen de Guadalupe; aunque ese fue el motivo fundamental
del viaje, no dejó de reunirse con fieles y
cooperadores del Opus Dei en México, y
con otros llegados desde diversos países
americanos. El fruto espiritual de aquellos
cuarenta días –en los que estuvo con varios millares de personas– fue muy grande.
Ese viaje señaló el comienzo de una
nueva etapa en el modo de desarrollar las
“catequesis”. Este vocablo, en su raíz eti-
mológica, significa “hacer sonar” en los
oídos un mensaje. Esto es lo que siempre
había hecho san Josemaría, y esto es lo
que hizo en los últimos años de su vida,
ayudado por los medios técnicos del momento (uso de altavoces, grabaciones en
audio y en vídeo, y filmación de películas)
que nos permiten seguir beneficiándonos
ahora de su mensaje vivo.
Consciente de las dificultades por las
que atravesaba la Iglesia en la época del
inmediato post-concilio, vio con claridad
que el Señor le pedía llevar la luz de la doctrina cristiana, no sólo a sus hijas e hijos,
sino a muchas otras personas. Alentado
por el clama, ne cesses (Is 58, 1) –clama
sin cesar– que el Señor había hecho resonar en su alma, en agosto de 1970, decidió
“lanzarse al ruedo”, como él mismo decía.
Es decir, “salir al encuentro de muchas
personas para hablarles de fe, esperanza y
amor. Su decisión de presentarse ante millares de personas atenta contra su modo
de ser, más inclinado al diálogo personal,
a la reunión familiar. Se expone, al comparecer públicamente, a ser objeto de crítica
y, ¿por qué no?, también de entusiasmos,
de agradecimientos y de afecto. Pero todo
pasa rápidamente de sus manos a las de
Dios (...). Se transforman, por obra y gracia
de la humildad y el servicio de este sacerdote, en un gran ofertorio a Dios” (Sastre,
1983, p. 529).
En 1972 emprendió un viaje por España y Portugal que duró más de dos meses.
Pamplona, Bilbao, Madrid, Oporto, Lisboa,
Sevilla, Valencia y Barcelona fueron las
etapas sucesivas de esa gran catequesis.
La misma labor, esta vez en otro continente, la desarrolló en los años 1974 y 1975,
mediante dos viajes a casi todos los países de América Meridional y Central. Más
de tres meses duró el primero, que le llevó
a Brasil, Argentina, Chile, Ecuador, Perú y
Venezuela; aquí se vio obligado a interrumpirlo, a causa de algunas enfermedades
que incidieron sobre una salud ya fuertemente quebrantada. Al año siguiente, del
222
CELIBATO
4 al 15 de febrero, un nuevo viaje le llevó,
primero, a Venezuela, para proseguir la
catequesis interrumpida el año anterior, y
posteriormente a Guatemala. Pero volvió a
caer enfermo de gravedad y no tuvo más
remedio que regresar a Roma.
En todos los lugares, con las lógicas
particularidades de cada sitio, las reuniones seguían el mismo esquema: unas palabras introductorias de san Josemaría,
centradas en la liturgia del día o en algún
punto de la doctrina católica que deseaba subrayar especialmente, seguidas de
un intenso diálogo con el auditorio, hecho
de preguntas muchas veces emocionadas
y de respuestas incisivas, que servían no
sólo a quien había planteado la cuestión,
sino a todos los presentes: personas de todas las edades y razas, de cualquier clase
y condición social.
Las preguntas del auditorio abarcaban un espectro muy amplio; pero, entre
las contestaciones, según expone uno de
los biógrafos del fundador, “destacan tres
puntos capitales: 1) Un sí a la vida, don de
Dios, y a las familias numerosas; un sí que
excluye cualquier tipo de manipulación. 2)
Una fidelidad a la tradicional doctrina de fe
de la Iglesia, que tiene validez intemporal
y que no admite transformaciones, «recortes», «enmiendas» o «reinterpretaciones».
3) Una recomendación insistente, casi suplicante: hay que acudir frecuentemente al
Sacramento de la Confesión. Porque sin
Confesión no hay reconciliación con Dios,
y sin reconciliación con Dios no hay vida
interior ni frutos” (Berglar, 1987, p. 291).
Una multitud incalculable de personas
se benefició de estos viajes. La palabra
de san Josemaría les ayudó a reforzar su
fe y, en muchos casos, a reemprender el
camino de la vocación cristiana. Gracias
a las filmaciones de gran parte de estos
encuentros, emitidas posteriormente en
innumerables ocasiones, también por cadenas televisivas de muchos países, la catequesis de san Josemaría sigue llegando
a millones de personas.
Voces relacionadas: Argentina; Brasil; Chile;
Ecuador; España; Evangelización y catequesis;
Grabaciones audiovisuales; Guatemala; México;
Perú; Portugal; Predicación de san Josemaría;
Venezuela; Viajes apostólicos.
Bibliografía: AVP, I, pp. 206, 277-280, 480484; AVP, III, pp. 585-588, 646-660, 694-730,
747-753; Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra
del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer,
Madrid, Rialp, 1987; José A. Loarte, “La predicación de San Josemaría. Descripción de una
fuente documental”, SetD, 1 (2007), pp. 221231; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza
de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer,
Madrid, Rialp, 1989.
José Antonio LOARTE
CELIBATO
1. Breve panorámica histórica. 2. Celibato,
amor y misión 3. El celibato apostólico en
el Opus Dei.
La palabra “celibato” designa la condición del célibe, es decir, de la persona que
no ha contraído matrimonio. Esa definición, lingüísticamente negativa, permite intuir que se aplica a situaciones muy diversas. El celibato es la condición de quienes
no han contraído matrimonio, pero piensan
en contraerlo y ponen los medios para lograrlo mediante el trato con personas del
otro sexo, etc. Es también la de quienes, al
menos en un principio, pensaron en contraer matrimonio, pero por circunstancias
varias (dedicación absorbente a algunas
tareas, necesidad de atender a miembros
de la propia familia, etc.), no lo contraen de
hecho. Y, finalmente, la de quienes consciente y voluntariamente asumen –por una
u otra razón, ordinariamente relacionada
con la práctica de la religión– una opción
y un compromiso celibatarios. Tal es el
celibato del que aquí nos ocupamos. Más
concretamente del celibato que, partiendo
de los textos neotestamentarios, se ha vivido y se vive en la tradición cristiana, y del
223
CELIBATO
que se ocupa la presente voz para exponer la enseñanza de san Josemaría a ese
respecto.
San Josemaría predica y escribe sobre
la vocación al celibato por el reino de los
cielos (es la expresión que emplea el Evangelio), en cuanto pastor: más que proponer
una teoría del celibato, lo vive y enseña a
vivirlo. Y lo hace además en cuanto fundador y, por tanto, dirigiéndose a los fieles
del Opus Dei, cristianos corrientes que viven y se santifican en medio del mundo,
aunque, como es lógico, bastantes de
sus orientaciones tengan un alcance más
amplio. Antes de exponer esa enseñanza
resultará útil ofrecer una panorámica histórica que ayude a encuadrarla.
1. Breve panorámica histórica
Los textos neotestamentarios en los
que se habla del celibato, y en los que
aparece recomendado, son fundamentalmente dos. El pasaje del Evangelio según
san Mateo en el que Jesucristo alaba a los
que han decidido no contraer matrimonio
“por el Reino de los cielos”, propter Regnum coelorum (Mt 19, 12). Y el texto de la
Primera Carta a los Corintios en el que san
Pablo habla del celibato y del matrimonio
como dones o vocaciones divinas, señalando a la vez la excelencia de la primera
(1 Co 7, 3-7, 25-35).
Ya desde la misma época apostólica
hubo cristianos, hombres y mujeres, que
acogieron esa invitación y asumieron el
compromiso del celibato; los primeros solían ser designados como ascetas o continentes; las segundas como vírgenes. Entre
estas últimas –más numerosas– se llegó
en bastantes casos a una configuración de
tipo consecratorio, dando origen incluso
a un rito litúrgico. No faltaron sin embargo mujeres que continuaron asumiendo el
celibato sin variar su condición canónica o
eclesial.
Con la aparición y difusión del monaquismo a principios del siglo IV, ascetas y
vírgenes, tanto las consagradas como las
no consagradas, fueron integrándose en
las diversas comunidades monásticas que
se constituyeron. La realidad –e incluso la
idea– de un compromiso de celibato asumido por cristianos corrientes que seguían
viviendo en medio del mundo desapareció.
Salvo casos excepcionales, sólo hubo en
la Iglesia, durante bastantes siglos, dos figuras de celibato: el celibato sacerdotal y
el celibato monástico o, en términos más
genéricos, religioso o consagrado.
La situación cambia en la primera mitad del siglo XX, cuando se produce un
movimiento general de vuelta a las fuentes
y por tanto a la condición de los primeros
cristianos, también por lo que se refiere a
un celibato asumido por quienes mantenían su vocación laical y, por tanto, en medio del mundo y en orden a la santificación
del mundo. Este es el caso del celibato
que viven algunos miembros del Opus Dei
y el que san Josemaría tuvo presente en su
predicación.
2. Celibato, amor y misión
Las palabras propter Regnum coelorum con las que, siguiendo el hablar de
Cristo, suele definirse el celibato cristiano,
evocan el amplio y rico significado que
en la Sagrada Escritura tiene la expresión
“reino de los cielos”: el señorío que en
consonancia con su condición de Creador
corresponde a Dios sobre la totalidad del
universo; la acción poderosa, amorosa y
salvadora con la que Dios elige a Israel y
lo dirige a lo largo de la historia preparando la venida del Mesías; Cristo que con su
muerte y resurrección consuma el designio de salvación, de modo que el Reino
se hace presente en Él y, desde Él, se extiende a toda la humanidad, y a la creación
entera tal y como será renovada al final de
los tiempos.
Asumir el compromiso de celibato respondiendo a la llamada divina –es Dios, en
efecto, quien concede ese don– implica,
por tanto, quedar por entero en la esfera
224
CELIBATO
de la acción de la gracia, participando en el
amor y la misión de Cristo. En su predicación san Josemaría insistió siempre en el
amor, en el amor que Dios nos tiene, y nos
ha manifestado en Cristo, y en el amor con
que el hombre debe corresponder. “¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no
me he vuelto loco?” (C, 425); “Jesús, que
sea yo el último en todo... y el primero en
el Amor” (C, 430); “¿Que cuál es el secreto
de la perseverancia? El Amor. –Enamórate,
y no “le” dejarás” (C, 999).
Los pasajes mencionados –a los que
podrían añadirse muchos otros– se refieren
a la totalidad de los cristianos, sea cual sea
su estado o condición. Tienen pues aplicación, y muy especial, a quienes son llamados al celibato. Quienes siguen ese camino
vocacional no son personas que “no comprenden o no aprecian el amor; al contrario,
sus vidas se explican por la realidad de ese
Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda
vocación cristiana” (CONV, 92). Quien es
llamado por Dios al celibato es alguien que
sabe amar, y, porque sabe, es capaz, con
la ayuda de la gracia divina, de lanzarse por
un camino en el que el amor a Dios deberá
llenar todas las capas de su personalidad.
Esta honda comprensión de la relación
entre amor y celibato refleja por lo demás
su propia experiencia, ya que –según él
mismo ha contado– se orientó hacia el sacerdocio cuando, a la edad de dieciséis o
diecisiete años, “comencé a barruntar el
Amor, a darme cuenta de que el corazón
me pedía algo grande y que fuese amor”
(Meditación, 19-III-1975: AVP, I, p. 97).
En la contestación a la entrevista de
Conversaciones de la que acabamos de
reproducir unas palabras, san Josemaría
añade una segunda razón que fundamenta el celibato, poniendo de manifiesto su
importancia para la vida de la Iglesia. Se
trata de un pasaje en el que, después de
recordar que en la Iglesia, obispos y sacerdotes están llamados al celibato dice: “los
célibes tienen de hecho mayor libertad de
corazón y de movimiento, para dedicarse
establemente a dirigir y sostener empresas
apostólicas, también en el apostolado seglar” (CONV, 92). Esta razón puede parecer de menor peso, e incluso meramente
funcional y pragmática, pero sólo si se la
separa de su contexto, ya que en realidad
lo que hace es recordar que la llamada al
celibato es, a la vez, llamada a participar
en la misión de Cristo.
El celibato cristiano se elige y se vive
en el amor. Pero, ¿amor hacia quién? Hacia Dios y hacia los hermanos, a quienes la
misión llama a servir. “El amor de Dios y el
apostolado, como motivo del celibato, no
son inseparables, sino intrínsecos el uno al
otro. La razón de ser del celibato es el amor
a Jesucristo; y este amor al Señor necesariamente comporta la participación en su
misión” (Burkhart - López, I, 2010, p. 221).
La inseparabilidad de los dos motivos
del celibato cristiano pone de relieve el valor y la grandeza de esta condición de vida
que implica tener como horizonte radical y
pleno a Dios y a su Iglesia. De ahí las constantes declaraciones de la Tradición y del
Magisterio en ese sentido. Desde la época patrística, en la que los escritos sobre
la virginidad y el celibato son numerosos,
hasta el Concilio de Trento (cfr. Concilio de
Trento, sesión XXIV, canon 10: DS, 1810) y
el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 41; PO, 16,
etc.), por no mencionar las múltiples referencias en los documentos, alocuciones,
etc., de los pontífices recientes.
Señalemos, por lo demás, que la inseparabilidad entre esos dos motivos redunda en toda la vida celibataria. El célibe que
se abre al don de Dios recibe el impulso
“a entregar el cuerpo y el alma al Señor,
a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno” (CONV, 122). Ese
impulso, ese amor, sostendrá toda su vida
y será el motivo de la perseverancia: la auténtica caridad engendra una fuerte ternura
por Cristo, que lleva a orientar por entero,
y cada vez más hondamente los afectos
del corazón (cfr. C, 164). Y a su vez hará
225
CELIBATO
que ese corazón, delicadamente dirigido
hacia Dios, se abra cada vez más sincera
y auténticamente al amor a los hombres.
Por eso san Josemaría gustaba de unir al
substantivo “celibato” el adjetivo “apostólico”, subrayando la unidad entre los dos
motivos que el celibato cristiano implica.
Luchar por vivir la castidad, la pureza
del corazón y de los afectos, es condición
indispensable para crecer en el amor a Dios
y en la entrega y el servicio a los hermanos. “La pureza enrecia, viriliza el carácter”
(C, 144), “actúa en la vida cristiana como la
sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica” (AD, 175), para la apertura hacia
la trasmisión del don de la vida, también
de la vida espiritual. El cristiano fiel a su
compromiso de celibato puede así recibir
una fecundidad con la cual participa de la
paternidad divina: Dios “da el ciento por
uno: y esto es verdad hasta en los hijos.
–Muchos se privan de ellos por su gloria, y
tienen miles de hijos de su espíritu. –Hijos,
como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los cielos” (C, 779).
Por esto, san Josemaría se opuso
siempre a todo intento de presentar la opción por el celibato como la consecuencia
de la falta de energía o de la incapacidad
para la vida afectiva. El cristiano, todo cristiano, debe tener corazón y, con ese único corazón, amar a Dios y a los hombres:
“Los cristianos estamos enamorados del
Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere
impregnados de su cariño! El que por Dios
renuncia a un amor humano no es un solterón, como esas personas tristes, infelices
y alicaídas, porque han despreciado la generosidad de amar limpiamente” (AD, 183).
Esta realidad se aplica a todo celibato cristiano. Al celibato propio de la vida
consagrada, a la que san Josemaría siempre manifestó gran aprecio, aunque fuera
un camino muy distinto de aquél al que
Dios le había llamado. Al celibato sacerdotal, que él mismo vivía y del que siempre
subrayó la riqueza espiritual y humana:
“Mienten –o están equivocados– quienes
afirman que los sacerdotes estamos solos:
estamos más acompañados que nadie,
porque contamos con la continua compañía del Señor, a quien hemos de tratar
ininterrumpidamente” (F, 38). Al celibato de
quien, acogiendo la llamada divina, decide
permanecer célibe en medio del mundo,
precisamente para santificar desde dentro
ese mundo en el que vive; es decir, al celibato apostólico, por usar la expresión a la
que acudió con frecuencia, a veces dándole un significado genérico, pero, en otros
muchos momentos, reservándola para el
celibato vivido en medio del mundo y siendo del mundo, al que nos referiremos en el
apartado siguiente.
Añadamos ahora que la decidida afirmación de la centralidad del amor en la
vida celibataria no lleva a san Josemaría a
olvidar que el amor es esencial para todas
las vocaciones en la Iglesia. Aquí se manifiesta el sentido de comunión en el seno
de la Iglesia, que es –junto al amor– una
de las claves fundamentales de su predicación sobre el celibato y en general sobre
la diversidad de vocaciones o condiciones
cristianas. En sus obras, se encuentran frecuentes pasajes en los que acude al procedimiento de enumerar distintos estados
o condiciones –célibes, casados, viudos,
sacerdotes, hombres, mujeres, jóvenes,
ancianos, etc.– precisamente para subrayar que todos están igualmente llamados
a la santidad y al amor divino “que es la
esencia misma de toda vocación cristiana”
(CONV, 92): “Cada uno en su sitio, con la
vocación que Dios le ha infundido en el
alma –soltero, casado, viudo, sacerdote–
ha de esforzarse en vivir delicadamente
la castidad, que es virtud para todos y de
todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que sólo se entiende
cuando nos colocamos junto al Corazón
enamorado de Cristo en la Cruz” (AD, 184;
cfr. ECP, 25).
226
CELIBATO
Por eso san Josemaría reitera y hace
suya la constante predicación cristiana sobre “la excelencia y el valor del celibato”
(CONV, 45; cfr. CONV, 92, 122; AD, 184).
A la vez proclama que el matrimonio no es
una mera institución social, ni la condición
en la que son dejados los cristianos que no
reciben la llamada al celibato, sino una vocación cristiana en el sentido fuerte y pleno
de la expresión: “Llevo casi cuarenta años
–afirmaba en 1968– predicando el sentido
vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando –creyendo, ellos y ellas, incompatibles
en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio– me oían decir que el
matrimonio es un camino divino en la tierra!” (CONV, 91).
3. El celibato apostólico en el Opus Dei
Desde el principio, desde el 2 de octubre de 1928, el mensaje del Opus Dei se
dirige a todo tipo de personas, de cualquier profesión u oficio, solteros o casados. San Josemaría vio enseguida que en
el Opus Dei debía de haber “personas [...]
que, para asegurar la continuidad de las
tareas apostólicas, se comprometan a vivir
en celibato, y a las que, entre otras cosas,
por su mayor disponibilidad fáctica, se les
reserven determinadas funciones de dirección o formación” (IJC, pp. 43-44). Comprendió también que habría de comenzar
incorporando en el Opus Dei a quienes se
comprometieran al celibato: de esa forma se daría solidez a la Obra, y se sentarían las bases para que, cuando llegara el
momento oportuno, se pudieran abrir las
puertas a todo tipo de personas. “En consecuencia orientó así su labor fundacional,
invitando a comprometerse en celibato
apostólico –según la expresión que le gustaba emplear– a quienes veía que podían
tener esta vocación, al mismo tiempo que
predicaba con fuerza y claridad el valor
cristiano del matrimonio. Como fruto de
esta labor fue desarrollándose el Opus Dei,
en el que, desde el principio, se afirma la
posibilidad de que formen parte de él tanto
personas célibes como casadas, aunque
el modo de pertenencia de unos y otros recibe configuraciones diversas, de acuerdo
con lo que permitía el derecho canónico de
la época, hasta llegar al completo reconocimiento de que unas y otras podían ser
miembros del Opus Dei de pleno derecho”
(Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como
vocación en la Iglesia”, en OIG, p. 184).
Paralelamente advirtió, también desde
los inicios, que el ambiente al que antes
nos referíamos, es decir, la tendencia a unir
el celibato sólo a la condición sacerdotal o
a la vida religiosa, reclamaba poner de manifiesto la naturaleza del compromiso de
celibato que promovía. Más concretamente, la necesidad de subrayar que ese compromiso de celibato “no implica la menor
referencia de consagración o de renuncia
a las actividades seculares. Al contrario:
se sitúa en un contexto de plena y radical
afirmación del valor de lo secular” (Illanes,
“Iglesia en el mundo: la secularidad de los
miembros del Opus Dei”, en OIG, p. 293).
Supone el reconocimiento del pleno valor
cristiano de las realidades seculares y la
conciencia de que el cristiano corriente
debe santificarse en y a través de ellas. Y
surge, por tanto, en el seno de esa conciencia, y a su servicio, correspondiendo
a la invitación divina de santificarse en y a
través de la vida ordinaria, no sólo con plenitud de entrega sino con la disponibilidad,
también fáctica o material que el celibato
implica, a la difusión, con la palabra y con
el ejemplo, de la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo. El celibato en el Opus Dei es secular
y laical, porque es asumido en orden a la
personal santificación en medio del mundo
y al servicio de una misión que hace referencia a esa santificación.
En esa misma línea de explicar los
rasgos y la significación del compromiso de celibato en el Opus Dei, se sitúa el
uso (documentado ya a principios de los
años treinta –cfr. Casas Rabasa, 2009, pp.
227
CELIBATO
371-411– aunque puede ser anterior) de la
expresión “celibato apostólico” entendida
no solo en sentido genérico –todo celibato
cristiano implica, como antes se dijo, referencia a la misión–, sino específico. El celibato de los miembros del Opus Dei no sólo
tiene una dimensión apostólica, sino que
esa dimensión lo cualifica y condiciona: su
razón de ser estriba en la orientación de la
existencia a la luz de una llamada divina
que lleva a mostrar con la totalidad de la
propia vida que todas las situaciones humanas seculares son fuente y ocasión de
santidad.
Para explicar la realidad del espíritu
y de la vida del Opus Dei, san Josemaría
acudió con alguna frecuencia al ejemplo
de los primeros cristianos. “La manera
más fácil de entender el Opus Dei –afirmaba en una de sus entrevistas– es pensar
en la vida de los primeros cristianos. Ellos
vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que
estaban llamados por el hecho, sencillo y
sublime del Bautismo. No se distinguían
exteriormente de los demás ciudadanos.
Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son:
ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su
fe” (CONV, 24) Esa comparación, realizada en esa entrevista, en la que hablaba en
términos generales, la reiteró en diversos
momentos respecto al celibato, aludiendo
a “aquellos ascetas y aquellas vírgenes,
que dedicaban personalmente su vida al
servicio de la Iglesia –no se encerraban en
un convento: se quedaban en medio de la
calle, entre sus iguales” (Instrucción, 8-XII1941, n. 81: AGP, serie A.3, 90-1-2).
Como antes se decía, desde 1928 san
Josemaría percibió que el espíritu del Opus
Dei se dirigía a personas de toda condición. La decisión de iniciar su apostolado
promoviendo la incorporación a la Obra
con compromiso de celibato, connotaba,
por tanto, ya desde el comienzo, la inten-
ción de ir preparando el momento en que
personas casadas pudieran formar parte
del Opus Dei. Ese momento llegó en los
años 1948 y 1949, poco después de que el
Opus Dei hubiera recibido, el 24 de febrero
de 1947, la primera aprobación pontificia:
dos documentos de la Santa Sede, y la
posterior aprobación definitiva, otorgada el
16 de junio de 1950, lo hicieron posible. En
los años siguientes el Opus Dei se desarrolló ampliamente, de forma que en 1967 su
fundador podía pronunciar las siguientes
palabras: “Quienes han seguido a Jesucristo –conmigo, pobre pecador– son: un
pequeño tanto por ciento de sacerdotes,
que antes han ejercido una profesión o un
oficio laical; un gran número de sacerdotes
seculares de muchas diócesis del mundo
–que así confirman su obediencia a sus
respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo diocesano–, siempre con
los brazos abiertos en cruz para que todas
las almas quepan en sus corazones, y que
están como yo en medio de la calle, en el
mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre
formada por hombres y por mujeres –de
diversas naciones, de diversas lenguas,
de diversas razas– que viven de su trabajo
profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus
conciudadanos en la grave tarea de hacer
más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios,
con personal responsabilidad –repito–,
experimentando con los demás hombres,
codo con codo, éxitos y fracasos, tratando
de cumplir sus deberes y de ejercitar sus
derechos sociales y cívicos” (CONV, 119).
En la actualidad podría emplearse un lenguaje parecido, señalando que el número
de los fieles de la Obra ha aumentado hasta alcanzar los 89.000, de ellos la mayoría
unidos en matrimonio.
Conviene añadir que en el Opus Dei no
sólo hay célibes y casados, sino que esas
dos situaciones son, por lo que se refiere
a la configuración del Opus Dei, complementarias. Es decir, contribuyen a poner
de manifiesto y a realizar la misión propia
228
CELIBATO
de la Prelatura: difundir la conciencia de
la posibilidad de santificar todas las realidades terrenas, y hacerlo desde dentro
de ellas mismas, esforzándose por santificar cada uno la condición a la que Dios
le ha llamado y en la que, a través de las
circunstancias históricas, le coloca. Es por
eso connatural al Opus Dei que lo integren
personas de variadas razas y países, hombres y mujeres, solteros y casados, jóvenes y ancianos, profesionales dedicados a
las más diversas tareas y oficios.
de miembro del Opus Dei, de la que los
célibes representarían la perfección; como,
desde otra perspectiva, considerar el matrimonio como un elemento definidor de la
secularidad. Todos, célibes y casados, son
igualmente miembros del Opus Dei y todos
son plenamente seculares.
Puede por eso decirse que el modo
de pensar y de expresarse de san Josemaría “obedeció en todo momento a un
planteamiento equivalente al que hoy solemos designar como «eclesiología de comunión»: habló siempre, en efecto, de una
multiplicidad de situaciones, funciones y
tareas, todas ellas dotadas de dignidad
intrínseca, que, precisamente en su diversidad, se complementan contribuyendo a
la perfección, y a la eficacia apostólica, del
conjunto»” (Illanes, “Iglesia en el mundo:
la secularidad de los miembros del Opus
Dei”, en OIG, p. 292). En suma, “la llamada
universal a la santidad y al apostolado, con
todo lo que implica –el reconocimiento de
la apertura a una misma plenitud de vida
cristiana en y desde todas las situaciones
y condiciones humanas–, se encuentra recogida incluso en la configuración estructural del Opus Dei, haciendo posible que la
Prelatura cumpla eficazmente la misión de
proclamarla y difundirla desde el interior de
las más diversas realidades temporales”
(ibidem).
Y todo esto teniendo en cuenta una
afirmación decisiva que san Josemaría
reiteró innumerables veces: la unidad de
vocación; el hecho de que en el Opus Dei
no hay categorías o grados de miembros,
porque en todos los fieles del Opus Dei,
sea cual sea su posición en la sociedad,
se da la misma realidad espiritual –la llamada a santificar cada uno su propio estado o condición– y de que todos tienen
plena responsabilidad de contribuir a la
misión propia de la Prelatura. “En la Obra
–afirma san Josemaría– no hay grados o
categorías de miembros. Lo que hay es
una multiplicidad de situaciones personales –la situación que cada uno tiene en el
mundo– a la que se acomoda la misma y
única vocación específica y divina: la llamada a entregarse, a empeñarse personalmente, libremente y responsablemente,
en el cumplimiento de la voluntad de Dios
manifestada para cada uno de nosotros”
(CONV, 62).
Voces relacionadas: Castidad; Fieles del Opus
Dei; Matrimonio.
Dicho con otras palabras: la gran variedad de fieles cristianos que forman parte del Opus Dei, “reflejo de la que existe
en el entero Pueblo de Dios, lleva consigo
una diversidad de modos de ser miembro
del Opus Dei; modos, sin embargo, que no
son grados de mayor o menor pertenencia a la Obra, ni comportan diversidad de
vocación peculiar” (Ocáriz, “La vocación al
Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en
OIG, p. 179). De ahí que sería equivocado
considerar a los fieles casados de la Prelatura como una aproximación a la categoría
Bibliografía: Ernst Burkhart - Javier López, Vida
cotidiana y santidad en la enseñanza de San
Josemaría. Estudio de teología espiritual, I, Madrid, Rialp, 2010; Santiago Casas Rabasa, “Las
relaciones escritas de San Josemaría sobre sus
visitas a Francisco Morán (1934-1938)”, SetD, 3
(2009), pp. 371-411; José Luis Gutiérrez, “El laico y el celibato apostólico”, Ius Canonicum, 26
(1986), pp. 209-240; José Luis Illanes, “Iglesia
en el mundo: la secularidad de los miembros del
Opus Dei”, en OIG, pp. 289-295; Id., La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la
espiritualidad, Madrid, Palabra, 2001 rev. y act.;
229
CENTROS ELIS Y SAFI
Mauro Leonardi, Come Gesù. L’amicizia e il dono
del celibato apostolico, Milano, Ares, 2011;
Fernando Ocáriz, “La vocación al Opus Dei
como vocación en la Iglesia”, en OIG, pp. 179188; Álvaro del Portillo, “Celibato”, en GER, V,
cols. 450-454 (recogido en Álvaro del Portillo,
Rendere amabile la verità. Raccolta di scritti di
Mons. Alvaro del Portillo, pastorali, teologici, canonistici, vari, Città del Vaticano, Libreria Editrice
Vaticana, 1995, pp. 311-321).
Laurent TOUZE
CENTROS ELIS Y SAFI
Los Centros ELIS y SAFI son unas de
las principales obras apostólicas promovidas por fieles del Opus Dei en Roma, la
primera para varones y la segunda para
mujeres. Fueron realizadas gracias al impulso de san Josemaría y por encargo del
papa Juan XXIII.
En la concreción de este encargo del
Santo Padre, tuvo una intervención destacada Mons. Angello dell’Acqua, que, en
1959, después de haber conocido a algunos fieles y cooperadores del Opus Dei, y
de haber visto la experiencia de Tajamar en
Madrid, sugirió que se confiara la realización del nuevo centro social al Opus Dei.
Obtenida la conformidad del Santo Padre,
Mons. Dell’Acqua se dirigió a san Josemaría, en quien encontró una total disponibilidad, lo que dio inicio a una profunda
amistad entre ambos. Los terrenos para la
edificación se encontraron cerca de la Via
Tiburtina, en una zona de Roma en rápida
expansión y con muchos problemas sociales. Los trabajos comenzaron en 1962, año
en que se constituyó el Associazione Centro ELIS (Educazione, Lavoro, Istruzione,
Sport), que se convirtió sucesivamente en
propietaria del terreno y de los edificios. El
proyecto incluía una residencia para jóvenes trabajadores, un centro de formación
profesional con varias especializaciones,
una biblioteca para el barrio, un centro
deportivo con una escuela de fútbol y una
hospedería. Al mismo tiempo las mujeres
del Opus Dei organizaron la escuela hostelera SAFI (Scuola Alberghiera Femminile
Internazionale). En los años siguientes se
añadió una escuela secundaria estatal experimental, una escuela deportiva femenina y otras actividades destinadas a personas desfavorecidas.
La Santa Sede decidió erigir en el mismo complejo una iglesia parroquial que fue
confiada a sacerdotes del Opus Dei. La
nueva iglesia –San Giovanni Battista in Collatino– fue dedicada a san Juan Bautista,
nombre de pila del papa Pablo VI, que el 21
de noviembre de 1965 la inauguró a la vez
que los Centros ELIS y SAFI. De este modo
el Papa pudo mostrar a muchos cardenales, obispos y padres conciliares una labor
de la Iglesia a favor de los estratos sociales
más débiles, puesta en marcha por el Opus
Dei, hacia el cual Pablo VI mostraba gran
confianza. Era la primera vez que un Papa
se acercaba a un Centro del Opus Dei, y al
final de la tarde, saliéndose del programa
previsto, Pablo VI saludó a san Josemaría
con un cariñoso: Tutto qui è Opus Dei! y le
abrazó. La prensa y la televisión pusieron
de relieve este acontecimiento.
San Josemaría estudió personalmente
los programas formativos de ELIS. A través
de sus indicaciones y de los encuentros
con las personas de la Obra que trabajaban en el Centro, se percibía el interés que
tenía en la calidad del trabajo, en la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia, en
la deontología y en la formación humana
y doctrinal de los trabajadores. Animaba a
que se combatiese la ignorancia religiosa,
que estaba difundiéndose rápidamente por
todas las clases sociales y exponía a los
obreros al influjo del marxismo. Fue en varias ocasiones a ELIS –lo llamaba “el Tiburtino”– antes del inicio de las actividades en
octubre de 1964, e incluso después, para
estar junto a sus hijos. Manifestó su deseo,
que quedó sin realizar, de sentarse en un
confesonario de la parroquia para administrar el sacramento de la Penitencia.
230
CHILE
Esta iniciativa ha contribuido a ofrecer
un ejemplo tangible de promoción social y
de santificación del trabajo, como consecuencia del espíritu del Opus Dei, que han
podido apreciar autoridades civiles y eclesiásticas, en frecuentes visitas. El 15 de
enero de 1984 otro papa, Juan Pablo II, en
el ámbito de la visita pastoral a la parroquia
de San Giovanni Battista in Collatino, pasó
algunas horas en ELIS, donde se reunió en
el gimnasio con Mons. Álvaro del Portillo,
Prelado del Opus Dei y con un numeroso
grupo de jóvenes.
África, como la creación de escuelas y la
formación de maestros, técnicos y mujeres
microempresarias.
A lo largo de casi cincuenta años, ELIS
y SAFI han visto pasar millares de alumnos
y alumnas que han aprendido una profesión
que les ha permitido encontrar un puesto
de trabajo. El objetivo inicial de constituir
un centro internacional para la juventud
trabajadora se ha conseguido y el alcance
social ha superado ampliamente la ciudad
de Roma. Las actividades formativas se
han adecuado a las exigencias del mercado de trabajo con la constitución de una
cooperativa social y la creación en 1992 de
un consorcio estable con muchas grandes
empresas italianas y multinacionales para
personalizar las necesidades formativas y
garantizar las salidas profesionales. Esta
ampliación hace que los beneficiarios de la
formación sean desde niños de las escuelas deportivas hasta adultos de los masters empresariales, pasando por diversos
niveles y ámbitos educativos y profesionales, todos orientados a favorecer la adquisición de una verdadera competencia profesional que facilite la rápida incorporación
al mercado del trabajo. El cuerpo docente
está compuesto por profesores, técnicos
de las empresas del consorcio y directores
de empresas que colaboran gratuitamente
para transmitir a los estudiantes su experiencia y competencia.
CHILE
Desde 1987, ELIS es también una
ONG para la cooperación al desarrollo,
reconocida por el gobierno italiano. Realiza proyectos de formación profesional en
diversos países de América Latina, Asia y
Voces relacionadas: Italia; Pablo VI; Roma
(1956-1965); Roma (1965-1975).
Bibliografía: Il Centro Elis, 1965-1990, Roma,
Fratelli Palombi, 1990; http://www.elis.org
Cosimo DI FAZIO
1. Inicio de la labor estable. 2. Desarrollo de
la labor apostólica. 3. El viaje de catequesis
de san Josemaría.
La labor del Opus Dei en Chile comenzó en 1950. En 1974, como parte del viaje
de catequesis que realizó por tierras americanas, san Josemaría –que había seguido
desde Roma el crecimiento de la labor– se
detuvo en Chile durante diez días, donde
celebró diversos encuentros y reuniones.
1. Inicio de la labor estable
En 1947, Mons. Raúl Pérez Olmedo,
vicerrector de la Pontificia Universidad Católica de Chile y asesor de la Acción Católica, viajó a Roma. En la ceremonia de condecoración al embajador de Chile ante la
Santa Sede, Luis Subercaseaux Errázuriz,
le correspondió sentarse al lado de Mons.
Montini –futuro Pablo VI– con quien habló
de su preocupación por los universitarios
de provincias que estudiaban en Santiago,
a los que no sabía cómo atender bien en
una residencia a su cargo. Mons. Montini
le recomendó que se pusiera en contacto con san Josemaría, ya que el Opus Dei
por él fundado tenía gran experiencia en
residencias universitarias, y le dio una tarjeta de presentación. Mons. Pérez Olmedo visitó a san Josemaría en el Centro de
Diego de León, en Madrid, quien lo invitó
a almorzar unos días más tarde junto con
231
CHILE
Mons. Alfredo Cifuentes, arzobispo de La
Serena; estaban también Mons. Eijo y Garay, el sacerdote Pedro Casciaro –que en
1948 hizo un viaje de reconocimiento por
gran parte de los países de América, entre ellos, Chile–, Adolfo Rodríguez Vidal y
Ricardo Fernández Vallespín. Agradeció la
acogida que tuvo y visitó algunas residencias universitarias, quedando impresionado por su categoría.
El 18 de enero de 1950, san Josemaría
escribió a Adolfo Rodríguez Vidal (19202003), recién ordenado sacerdote: “Hijo
mío, ¿te atreverías a ir a Chile de Consiliario de esa Quasiregión? El viaje sería casi
inmediato. Desde luego es predilección
de Dios y mía” (AGP, serie A.3.4, 261-4,
500118-2). Secundando esa petición, Rodríguez Vidal llegó a Santiago dos meses
después, el 5 de marzo, para comenzar la
labor estable del Opus Dei en Chile. Ese
día escribió una carta a san Josemaría, a la
que el fundador del Opus Dei contestó con
estas palabras: “Dios te bendiga y te haga
el corazón cada día más grande y la cabeza cada día más clara, para que sepas
comprender y amar a ese país magnífico
donde el Señor te ha puesto para que trabajes en su viña del Opus Dei” (AGP, serie
A.3.4, 261-4, 500313-4).
El cardenal arzobispo de Santiago,
Mons. José María Caro, invitó a don Adolfo Rodríguez a permanecer en el palacio
episcopal hasta que encontrara una casa
adecuada para instalar el primer Centro del
Opus Dei en el país. Así lo hizo, pero durante pocos días, porque el 4 de abril de 1950,
don Adolfo comenzó a dirigir una residencia universitaria ya existente, que hasta entonces había estado a cargo de Mons. Pérez Olmedo, pero que le fue confiada para
que la impulsara y desarrollara. La llamó
Alameda porque estaba ubicada en la avenida Bernardo O’Higgins 2138, conocida
popularmente como La Alameda, según su
denominación en el periodo colonial. El 16
de junio de 1950 celebró por primera vez
la santa Misa en esa residencia, que fue el
primer Centro del Opus Dei en Chile, pero
por falta de sagrario no pudo dejar reservado el Santísimo. Muy contento, un mes
después, el 16 de julio, fiesta de la Virgen
del Carmen, escribía a Roma: “¡Tenemos
al Señor con nosotros desde esta mañana! (...) La Virgen del Carmen es la Patrona
de Chile y de hoy no podía pasar” (Sastre,
1990, p. 403).
A mediados de 1951, un estudiante
universitario español, José Enrique Díez
Gil, se unió a Rodríguez para trabajar en
los comienzos de los apostolados de la
Obra en Chile. Comenzó a estudiar Derecho en la Universidad Católica. En 1953
llegaron, procedentes también de España,
José Manuel Domingo Arnáiz, ingeniero
naval, y Francisco Martí, sacerdote.
Don Adolfo Rodríguez, con la ayuda de
María de Tezanos-Pinto de Infante y Laura
Prado de Dávila –a las que conoció a través
de sus maridos y que serían las primeras
mujeres chilenas del Opus Dei–, preparó
todo lo necesario con el fin acoger a Dorotea Calvo, Petra Angulo, Rosario Gómez
Antón y Patricia Ilarraz. Llegaron el 9 de noviembre de 1953, para comenzar a trabajar
profesional y apostólicamente en el país. El
Centro estaba en la calle Moneda 1847.
San Josemaría acompañó epistolarmente a las personas de la Obra en Chile,
manifestando así su cercanía espiritual.
Por ejemplo, escribía a Rodríguez en octubre de 1950: “Me doy cuenta de tu soledad, que es sólo aparente (¡te acompañamos tanto!)” (AVP, III, p. 183). El 18 de
noviembre de 1953, escribía a las mujeres recientemente llegadas al nuevo país:
“Muy contento de vuestra llegada a Chile.
Tened buen humor y, con la gracia de Dios,
serenas y adelante. La bendición más cariñosa del Padre” (AGP, serie A.3.4, 265-3,
531118-2).
2. Desarrollo de la labor apostólica
Durante los primeros años de su estancia en Chile, Rodríguez –ingeniero naval
232
CHILE
de profesión–, dio clases en las Escuelas
de Ingeniería y de Economía de la Pontificia Universidad Católica de Chile. También
empezó muy pronto a impartir docencia en
la Escuela de Ingeniería de la Universidad
de Chile. Desde allí, con su trabajo sacerdotal de formación doctrinal y dirección
espiritual, trató a numerosas personas, algunas de las cuales se acercaron al Opus
Dei. Los primeros jóvenes que pidieron la
admisión en el Opus Dei fueron Juan Cox,
José Miguel Ibáñez y Pablo Vial. También
se incorporaron pronto algunos hombres
casados como Eduardo Infante, Fernando
Dávila, Emilio Donoso y Carlos Cuevas.
Con el inicio del curso académico,
el 19 de marzo de 1954, las mujeres comenzaron la Escuela Hogar Lar con nueve
alumnas, en la casa de la calle Moneda.
Un mes antes, habían recibido una carta
fechada en Roma, el 25 de enero de 1954,
en la que san Josemaría escribía: “Que Jesús me guarde a mis chilenas. ¡Adelante!
Mucha alegría, que eso andará cada día
mejor. Encomendamos vuestra labor de
la escuela-hogar” (AGP, serie A.3.4, 2654, 540125-1). El 19 de abril de 1955, les
volvía a escribir: “Contento con vuestra
labor. Que el Señor y nuestra Madre del
Cielo sigan enviando vocaciones chilenas.
A Elena, una bendición especial. Y otra,
también muy cariñosa, para todas del Padre” (AGP, serie A.3.4, 267-2, 550419-2).
Efectivamente, poco antes había pedido
la incorporación la primera chilena: María
Elena Wielandt, a la que siguieron María
Angélica Yrarrázaval, Eugenia Armijo, Eliana Azúa, Olga Villarreal, Alicia Sandoval
y otras mujeres casadas, además de las
dos mencionadas más arriba: Paula RuizTagle, Rosa Yrarrázaval de Ríos, Isabel
Valdés, Luz María Videla de Yrarrázaval,
Yolanda Cox de Ruiz-Tagle y María Teresa
Correa de García.
En 1955, los primeros chilenos fueron
a Roma para formarse junto al fundador,
aprendiendo a su lado el espíritu de la
Obra: primero, Pablo Vial; después, José
Miguel Ibáñez, Fernando Iacobelli y Eugenio Zúñiga, quienes recibieron la ordenación sacerdotal y volvieron a trabajar pastoralmente en Chile.
El trabajo apostólico creció y se hicieron necesarias más manos. En esos primeros años llegaron otros sacerdotes: Antonio Martín, Vicente de Fuenmayor y Juan
Roselló. También llegaron otras mujeres
como Victoria Careaga, María Consolación
Pérez, Pilar de Pedro, Begoña Orúe y Teresa Zumalde.
En octubre de 1955 comenzó a construirse Antullanca, la primera casa de retiros del Opus Dei en América del Sur, que
se pudo utilizar a fines de 1959. En el año
1956, la Escuela Hogar Lar se trasladó a
una nueva sede en la avenida Colón 3296,
en la casa que perteneció a Elina Gaínza
de Gianoli, fiel del Opus Dei, natural de
Uruguay, que había regresado a su país
natal. En la casa de la calle Moneda se
inauguró, entonces, la primera residencia
universitaria de las mujeres. En 1960 se
comenzó a trabajar en el barrio El Salto,
aprovechando un establo y una lechería
adjunta, donados por una cooperadora. En
1961 se dieron los primeros pasos de lo
que pocos años después sería Fontanar,
una escuela para empleadas del hogar que
quisieran completar la enseñanza escolar
y hacer estudios profesionales. En 1963,
en Chimbarongo, Sexta Región, se abrió
la Escuela Agrícola Las Garzas. A fines de
los años sesenta, un grupo de padres de
familia comenzó los colegios Los Andes y
Tabancura, confiando la atención espiritual
de esos centros educativos al Opus Dei.
En esa década también se dio inicio a una
serie de viajes a Valparaíso, Viña del Mar,
Concepción y Rancagua para dar a conocer el mensaje del Opus Dei.
3. El viaje de catequesis de san Josemaría
San Josemaría llegó a Santiago de
Chile el 28 de junio de 1974, procedente
de Brasil y Argentina.
233
CHILE
Durante su visita quiso reunirse con
las personas de la Obra en un ambiente de
intimidad familiar y por eso les hizo saber
que prefería que los encuentros informales
–tertulias– se realizaran en sitios donde se
desarrollara una labor apostólica. Así, los
grandes encuentros (o tertulias generales)
se tuvieron en el Colegio Tabancura; y para
otros más reducidos, se utilizaron diversos
Centros, preferentemente Alameda (que en
ese momento ocupaba una sede diversa
de la de los inicios).
gró altares, visitó Centros, estuvo con el
cardenal-arzobispo de Santiago, celebró
veinticinco reuniones públicas y otras tantas más reducidas. No dio señales de agotamiento, pero su salud estaba quebrantada: le hicieron un análisis de sangre y, al
ver los resultados, el médico preguntó si
el paciente estaba haciendo reposo absoluto. No era así; tampoco en los días sucesivos el reposo fue absoluto, ya que san
Josemaría se opuso a ello; pero los que le
acompañaban extremaron su cuidado.
Los primeros días hubo un fuerte temporal, al que san Josemaría, bromeando,
sacó punta sobrenatural para hablar de
fe: “¿Dónde están los Andes?; me estáis
engañando. Yo tengo que tener fe, una
fe tremenda para tragarme que hay Andes, toda una montaña inmensa, ahí. ¡Si
no la he visto!” (AVP, III, p. 710). La lluvia
torrencial obligó a suspender la primera
tertulia general en el Colegio Tabancura,
programada para el domingo 30 de junio.
San Josemaría tuvo el detalle de reunirse
en Alameda con los que, desafiando el
temporal viajaron desde Rancagua, Viña
del Mar y Aconcagua. Advirtió desde un
comienzo que él nunca hablaba de cosas
que no fueran sobrenaturales: “hablo sólo
de Dios y del alma. De manera que no me
refiero a cosas políticas” (AVP, III, p. 711).
Aclarado este punto, pidió a los que lo oían
comprensión en la convivencia social, sin
que renunciasen a sus ideas cristianas:
“Que os comprendáis los chilenos, que os
disculpéis, que conviváis, que os queráis”
(AVP, III, p. 711). En las circunstancias políticas que vivía el país, eran unas palabras
muy necesarias.
En los encuentros celebrados en Chile
–como en otros países–, los asistentes solían hacerle preguntas variadas, manifestando así sus inquietudes de vida cristiana.
La mayoría de esas intervenciones trataban de la fe, de la práctica de los sacramentos, de la vida familiar y de la educación de los hijos. En la predicación de san
Josemaría, uno de los temas constantes
fue la necesidad de acudir al sacramento
de la Penitencia: “¡El Señor está esperando
a muchos para que se den un buen baño
en el Sacramento de la Penitencia! Y les
tiene preparado un gran banquete, el de
las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de
la alianza y de la fidelidad y de la amistad
para siempre. ¡Que vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad las almas a
la Confesión. ¡No hagáis que sea inútil mi
venida a Chile! ¡Que sea mucha gente la
que se acerque al perdón de Dios!” (AVP,
III, p. 715).
Un fuerte enfriamiento, a causa de una
avería en la instalación del aire acondicionado durante el vuelo a Santiago, le había
producido afonía y fiebre. Unos días de relativo descanso dejaron al Padre en condiciones de reanudar el plan de tertulias con
renovado brío y con voz firme. Mejoró el
tiempo y, por fin, pudo divisar la cordillera
de Los Andes. Durante esos días consa-
Uno de esos días, el 5 de julio, las religiosas Carmelitas Descalzas del Monasterio de San José de la calle Pedro de Valdivia
hicieron llegar a san Josemaría una carta
invitándolo a visitarlas, pues conocían su
amor a santa Teresa. Para conseguir su
propósito argumentaban –usando palabras de la Santa– “tanto alcanzas cuanto
esperas”. Esa misma mañana hizo el hueco para ir a verlas acompañado de don
Álvaro del Portillo, don Javier Echevarría y
don Adolfo Rodríguez. Les explicó apenas
llegó: “Yo tengo un amor muy grande a la
vocación de almas contemplativas, porque
234
COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ
en el Opus Dei somos contemplativos en
medio de la calle” (AVP, III, p. 713). Luego
les habló de la necesidad de rezar por los
sacerdotes, de ser fieles a su vocación y
de vida de piedad, con mucha persuasión
y energía (cfr. AVP, III, pp. 713-714).
El lunes, 8 de julio, víspera de la partida de san Josemaría para Lima, “fueron
muchos los que a la hora de comer se lanzaron a la carretera, para llegar a primera
hora de la tarde al santuario mariano de
Nuestra Señora de Lo Vásquez, adonde
acudiría el Padre. (...) Tan pronto llegó a
la explanada delante del templo, se emocionó al ver la multitud de personas que
habían sacrificado el almuerzo para acompañarle en el rezo del rosario. (...) Antes de
salir a la explanada se puso el Padre unas
gafas oscuras. No sólo para defenderse
del sol. Es que no vería ya más a aquellas
gentes, y le embargaba la emoción” (AVP,
III, p. 715).
La visita de san Josemaría marcó un
hito en el desarrollo de la labor apostólica.
En 1975 había Centros del Opus Dei sólo
en Santiago y Chimbarongo. Gracias a su
impulso y a su intercesión, en los años siguientes comenzó la labor estable en Viña
del Mar y Concepción, y años más tarde,
en Antofagasta y Temuco. En esas ciudades y en Santiago aumentaron los centros
culturales, las residencias universitarias,
los clubs juveniles, y otras labores educativas y de promoción social, y se consolidaron las que él conoció: las primeras
residencias universitarias –ahora llamadas
Alborada y Araucaria– contaron con sedes
construidas de planta; y también se desarrollaron las obras sociales y educativas El
Salto, Fontanar y Las Garzas.
Después de 1975, miembros de la Obra
que se han trasladado a diversos puntos del
país, han comenzado el trabajo apostólico
desde Arica, en el extremo norte, hasta
Punta Arenas, junto al Estrecho de Magallanes, incluyendo Iquique, Calama, La Serena, Ovalle, Curicó, Talca, Chillán, Los Ángeles, Valdivia, Osorno, Puerto Varas y Puerto
Montt. En 1989 se inició la Universidad de
Los Andes, con sede en la ciudad de Santiago. También hay chilenas y chilenos del
Opus Dei en países de los cinco continentes, haciendo realidad el deseo que san Josemaría manifestó frecuentemente en Santiago: “En Chile y desde Chile”.
Voces relacionadas: Catequesis, Labor y viajes de.
Bibliografía: AVP, III, pp. 709-731; Ana Sastre,
Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor
Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp,
19903, pp. 566-571.
Speria CAYO TAMBURRINO
COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ
1. Un centro de formación en Roma. 2. Los
comienzos (1948-1955). 3. Consolidación y
sede definitiva (1956-1975).
El Colegio Romano de la Santa Cruz
es uno de los Centros interregionales del
Opus Dei, directamente dependientes del
prelado, destinados a proporcionar una
intensa formación doctrinal-religiosa y espiritual a los fieles de la Prelatura, en este
caso, numerarios varones, que posteriormente pueden recibir encargos de formación en las diversas circunscripciones (cfr.
Statuta, n. 98). En este lugar reciben también su formación específica la mayoría
de los candidatos al sacerdocio del clero
incardinado en la Prelatura (cfr. Statuta, n.
102). Tiene su sede en Roma y fue erigido
el 29 de junio de 1948, fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo. También en Roma
existe un Centro paralelo para las mujeres:
el Colegio Romano de Santa María, erigido
por el fundador en 1953.
1. Un centro de formación en Roma
La mejor explicación sobre el espíritu y fines del Colegio Romano de la Santa Cruz nos la ofrecen las siguientes pa-
235
COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ
labras del fundador, dirigidas a un grupo
de nuevos alumnos: “¿Sabéis qué quiere
decir Colegio Romano de la Santa Cruz?
Colegio (...) es una reunión de corazones
que forman –consummati in unum– un solo
corazón, que vibra con el mismo amor. Es
una reunión de voluntades, que constituyen un único querer, para servir a Dios. Es
una reunión de entendimientos, que están
abiertos para acoger todas las verdades
que iluminan nuestra común vocación divina. Romano, porque nosotros, por nuestra alma, por nuestro espíritu, somos muy
romanos. Porque en Roma reside el Santo
Padre, el Vice-Cristo, el dulce Cristo que
pasa por la tierra. De la Santa Cruz, porque el Señor quiso coronar la Obra con la
Cruz, como se rematan los edificios, un
14 de febrero... Y porque la Cruz de Cristo
está inscrita en la vida del Opus Dei desde
su mismo origen, como lo está en la vida
de cada uno de mis hijos... Aquí venís (...)
para seguir estudios teológicos de altura
universitaria. Después, para convivir con
vuestros hermanos de distintos países, y
para que veáis que en las demás naciones
hay muchas cosas admirables, dignas de
ser alabadas e imitadas (...). Habéis venido a llenar de Sabiduría el vaso de vuestra
alma, poniendo mucho empeño en que no
se rompa. Si no mejorarais en vuestra vida
interior, en la piedad y en la doctrina, habríamos perdido el tiempo” (citado en Sastre, 1991, p. 343).
Como escribe Vázquez de Prada, “el
Fundador había concebido el Colegio Romano como instrumento de instrumentos,
para romanizar la Obra y mantenerla unida” (AVP, III, p. 279). Entendía por “romanizar” el amor y la lealtad al Sumo Pontífice,
la visión católica y ecuménica –que sabe
superar nacionalismos y particularidades
pueblerinas–, algo que deseaba inculcar
en todos los miembros del Opus Dei, pero
especialmente en aquellos que ocuparían
encargos de formación o de gobierno, o
servirían a los demás como sacerdotes.
Además, deseaba que el tiempo pasado
en Roma ayudara a los alumnos a refor-
zar su unión con el Padre y sus Consejos
centrales de gobierno, y con el resto de la
Obra, representada allí por personas de
países, culturas y mentalidades muy diversas. También deseaba que ese periodo
robusteciera su vida espiritual y el conocimiento teórico y práctico del espíritu del
Opus Dei. Todo esto, acompañando la realización de los estudios institucionales de
Filosofía y Teología, la licencia de grado y
el doctorado en una disciplina eclesiástica.
Se cuentan por millares los alumnos
que han pasado por este Centro. Hasta su
muerte, san Josemaría les dedicó muchas
energías y durante algunas temporadas
la convivencia con ellos fue muy estrecha. Así, varias generaciones de alumnos
pudieron beneficiarse directamente de su
ejemplo y de sus enseñanzas, que –como
tantos de ellos han declarado– fueron la
experiencia más fecunda de ese periodo
romano. La historia de la expansión internacional y consolidación institucional del
Opus Dei debe mucho al Colegio Romano,
donde el fundador pudo formar directamente a laicos y sacerdotes que protagonizarían, en muchos casos, los comienzos
y el desarrollo de la Obra en tantos lugares
e iniciativas. Ellos han sido quizá la mejor cadena de transmisión del espíritu del
Opus Dei, aprendido junto al fundador, a
las generaciones futuras de fieles.
2. Los comienzos (1948-1955)
Los comienzos de Colegio Romano
de la Santa Cruz fueron muy modestos y
estuvieron caracterizados por la pobreza,
las incomodidades materiales, y también la
alegría de convivir en Roma con el fundador y de estar cerca de la Sede de Pedro.
Durante el verano de 1947, san Josemaría
y algunos miembros del Opus Dei se habían trasladado a la portería de la actual
Villa Tevere. No pudieron ocupar la vivienda principal hasta febrero de 1949, a causa
de los antiguos inquilinos, que se negaron
a abandonarla. Los planes contemplaban
instalar allí la sede central de la Obra y
236
COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ
buscar otra sede propia para un centro de
formación al que acudirían universitarios
de distintos países, que sería el Colegio
Romano de la Santa Cruz. Había muy pocos medios, de modo que ni tan siquiera
tenían camas para todos, ni podían encender la calefacción.
En esas circunstancias, san Josemaría
tomó una decisión audaz: erigir allí mismo el Colegio Romano de la Santa Cruz,
con un decreto que firmó el 29 de junio
de 1948. Álvaro del Portillo, que fue nombrado Rector del mismo, consideraba muchos años después que “humanamente, la
erección de este Centro de formación en
1948 era una auténtica locura. En una casa
mínima –la portería de Villa Tevere–, vivíamos amontonados todos los que entonces
estábamos en Roma”. Y a pesar de todo,
sin esperar a que las circunstancias fueran
más favorables, y contando con un exiguo
número de personas –sólo cuatro alumnos
comenzaron los estudios–, redactó “un decreto en el que, con espíritu profético, afirmaba que el Colegio Romano de la Santa
Cruz estaba destinado a recibir gente ex
omni natione, de todas las naciones, y a
dar frutos cada día más copiosos. ¿No es
esto una gran manifestación de fe?” (Del
Portillo, 1988, p. 132).
Para san Josemaría se trataba de una
carrera contra el tiempo, pues estaba convencido –lo dijo muchas veces en esos
años– de que si no lograba sacar adelante
ese proyecto, la expansión y el desarrollo
de la Obra sufrirían un retraso de medio
siglo. “Se sabía depositario del espíritu
de la Obra –explicaba Mons. Del Portillo–,
con la obligación de extenderlo cuanto antes por todas partes. Para eso necesitaba
­sacerdotes y Directores, y quiso formarlos
personalmente, a su lado, al mismo tiempo
que romanizaba la Obra, haciendo que estuviera cada día más pegada al Papa” (Del
Portillo, 1988, p. 132).
Un año después, como se lee en una
nota programática de 1949, san Josemaría pensaba en organizar un gran centro
universitario en Roma, en donde cursarían
sus estudios de Filosofía y Teología los
alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz. Para que eso fuera posible, antes
tenían que formarse un número suficiente
de profesores, realizando licenciaturas y
doctorados en las facultades eclesiásticas
romanas. El centro universitario no pudo
verlo realizado en vida, pero tocaría a su
sucesor ponerlo en marcha en 1984: se
trata de la actual Pontificia Universidad de
la Santa Cruz.
Algunos de los alumnos del Colegio
Romano de la Santa Cruz que habían obtenido el doctorado en las facultades eclesiásticas romanas decidieron dedicarse
profesionalmente a la Filosofía, el Derecho
Canónico, la Pedagogía y la Teología. Con
ellos se formó con el tiempo un cuerpo de
profesores que se dedicó a impartir en la
misma sede del Colegio las asignaturas
del ciclo institucional de estudios eclesiásticos. Más tarde, varios de ellos trabajaron
en las facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra o en otras instituciones, entre otras la actual Pontificia Universidad de la Santa Cruz.
Volviendo a 1949, era urgente conseguir un edificio como sede del Colegio
Romano. Se vieron varios lugares. La posibilidad más concreta que se ofrecía –el
Oratorio del Gonfalone, junto a la Via Giulia– se desvaneció en 1950. Lo mismo ocurrió con otra posible sede, junto a la Iglesia
de los Santi Quattro Coronati. Escrivá de
Balaguer tuvo que contentarse con Villa
Tevere como sede provisional del Colegio.
En el curso 1950-51, el Centro contaba ya con más de veinticinco alumnos
“y pronto –escribía con satisfacción san
Josemaría– podremos enviar profesores y
directores de Centros de Estudios a cada
Región, con láurea en filosofía escolástica,
en Derecho canónico y en Teología. ¡Un
gran paso, para la formación de todos y
para facilitar la elección de gente que vaya
al Sacerdocio!” (AVP, III, p. 213). Ya en esos
incipientes momentos, veía proyectada en
237
COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ
el tiempo lo que hoy es una realidad: “De
aquí, del Colegio Romano, saldrán centenares –millares– de sacerdotes y de laicos
que extenderán la labor en los sitios en
que se está trabajando; la comenzarán en
otras muchas naciones que nos esperan; y
pondrán en marcha Centros de formación,
para hombres de todos los continentes y
de todas las razas, en servicio de la Iglesia” (Bernal, 1980, p. 322).
Enseguida, las dificultades económicas
motivadas por la construcción de los edificios de Villa Tevere y el mantenimiento de
los alumnos fueron agobiantes. Eran obras
de cierta envergadura y, como la penuria
económica fue tanta, representaron un auténtico desafío: “Muy apurados de dinero
[escribía en 1950 el fundador en una carta
a sus hijos del Consejo General, entonces
todavía en Madrid]. Días de no saber cómo
pagar –ni un resquicio humano se ve–, para
poder continuar estas obras de Villa Tevere” (AVP, III, p. 213). “Seguimos saliendo
adelante, cada día, de milagro” (ibidem, p.
212), se lee en otra carta de 1954. Fueron
esos primeros años “una dura prueba, un
interminable agobio en medio de una indecible pobreza” (ibidem, p. 273).
Pero estas dificultades no frenaron el
desarrollo del Centro: siguió aumentando
el número de alumnos y el ambiente iba
haciéndose cada vez más internacional.
San Josemaría lo recordaba así: “Estábamos siempre pensando en traer más gente al Colegio Romano, todos los posibles,
porque convenía: para la gloria de Dios,
para el servicio de la Iglesia, de las almas y
de la Obra, para que (...) aprendáis a amar
a otras naciones, y a ver las cosas buenas y los defectos que hay en otras tierras
como los hay en la de cada uno. Convenía,
además, para recibir una formación recia,
unitaria, en el buen espíritu de la Obra” (citado en Bernal, 1980, p. 320).
En 1951 san Josemaría aprobó el plan
de estudios para los numerarios del Opus
Dei, en el que se fijaban, en particular, los
cursos institucionales de Filosofía y Teolo-
gía que debían seguir. Los programas de
cada asignatura tenían la profundidad y
rigor que se exigían en las universidades
pontificias de Roma. A este plan de 1951
siguió otro análogo, del 14 de febrero de
1955, para las numerarias del Opus Dei.
En 1952 se incorporaron al Colegio
Romano de la Santa Cruz personas de
México, Portugal, Irlanda, Italia y España.
Ese año, la ya difícil situación económica
se hizo desesperada y fue ésta una de las
intenciones que llevaron a san Josemaría
a consagrar el Opus Dei al Sagrado Corazón, el 26 de octubre de 1952. En 1953,
los alumnos eran ya ciento veinte, y el fundador pensaba todavía en aumentar ese
número hasta un máximo de doscientos.
Las dificultades de espacio y las restricciones eran tales que fue necesario
buscar un lugar donde los alumnos pudieran tener un poco de esparcimiento,
al menos durante el verano. Gracias a los
buenos oficios de Álvaro del Portillo –que
contó con la generosidad de un amigo
suyo–, se consiguió una finca agrícola en
Salto di Fondi, cerca de Terracina, que
además de convertirse en sede del Colegio Romano en los periodos de descanso,
proporcionó comestibles muy necesarios
para los Centros de Roma: el fundador lo
veía como “el pan, el descanso y la salud
de nuestra gente del Colegio Romano”
(AVP, III, p. 250). Para su puesta en marcha fue muy valiosa la ayuda personal de
Carmen Escrivá de Balaguer, hermana del
fundador. La casa se usó desde 1953 a
1966, cuando se dejó y se buscó otra en
una zona de montaña, cerca de L’Aquila.
En 1953, con motivo del 25º aniversario de la fundación del Opus Dei, san
Josemaría recibió una carta muy elogiosa
del Prefecto de la Sagrada Congregación
de Seminarios y Universidades, el Card.
Pizzardo. Después de alabar el plan de estudios eclesiásticos para todos los miembros de la Obra, calificaba de “sabia y previsora prudencia” la decisión de erigir, en
1948, el Colegio Romano de la Santa Cruz,
238
COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ
“sin ahorrarse fatigas y sufrimientos” (IJC,
Apéndice documental, n. 39, pp. 561-563).
Ciertamente, los hechos confirmaron
la cordura de aquella “locura” inicial de
san Josemaría. Después de seis años, en
agosto de 1954, podía vislumbrar los prometedores resultados del Centro, y así lo
escribía a varios hijos suyos que estaban al
frente de las circunscripciones de la Obra:
“Si me sois fieles, si no nos dejáis solos,
desde el próximo año habrá numerosas
promociones de sacerdotes, con los grados académicos eclesiásticos obtenidos
en Roma. Esto supone que, desde diciembre del 55, podréis contar cada año con
personal... si respondéis a mis llamadas,
que son llamadas de Dios”. Les hablaba
de la improrrogable necesidad de enviar
dinero y gente para el Colegio Romano de
la Santa Cruz. “Pensad que, mientras no
lleguemos al final –hasta el último ladrillo,
hasta la última silla–, es como si la casa
de la Obra se nos quemara. Es preciso,
por encima de todo, apagar este incendio”
(AVP, III, pp. 273-274).
Un año después, el 20 de abril de
1955, se obtuvo el apoyo de una empresa
de construcción, la empresa Castelli, que
–sin solucionar el problema económico–
proporcionó serenidad, pues las obras podrían continuar sin los continuos agobios
debidos a la falta de liquidez, que amenazaban con paralizar todo. “Ese respiro
económico permitió realizar el proyecto sin
mayores retrasos. De modo que se pudo
hacer frente a la necesidad de disponer de
plazas suficientes, mejorando la situación
de los nuevos alumnos del Colegio Romano” (AVP, III, p. 256).
3. Consolidación y sede definitiva (19561975)
En el año académico 1955-56 salieron
sesenta nuevos doctores del Colegio Romano. A menos de diez años de su fundación, el Centro estaba alcanzando su
madurez y –como había previsto san Josemaría– podía ofrecer de manera continua-
da promociones de sacerdotes y seglares
debidamente formados. Pero, como se
ha dicho, san Josemaría quería aumentar
el número de alumnos hasta llegar a doscientos, y para eso era absolutamente necesario acabar los trabajos de Villa Tevere.
Además, las obras requerían una notable
dedicación de tiempo por parte de los
alumnos, que colaboraban en múltiples
tareas relacionadas con las obras sin descuidar su exigente plan de estudios y de
formación.
El tiempo escaseaba y también el espacio y los medios materiales, pero estos
inconvenientes se suplían con la cariñosa
y vigilante presencia del fundador. Sus palabras en frecuentes tertulias eran la mejor
explicación del espíritu y de la historia del
Opus Dei, como han testimoniado muchas
personas. Sabía encender a sus oyentes
en deseos de entregarse a Dios y de llevar
la luz del Evangelio a todas partes. El ambiente, muy hogareño, rebosaba alegría y
espíritu juvenil, así que las incomodidades
materiales se tomaban a modo de anécdota divertida. Era clara la conciencia del
privilegio que suponía vivir junto a un santo
auténtico, que era además un Padre, enérgico y cariñoso a la vez. Todo esto, que
procede de los relatos de quienes vivieron
esos momentos, permite concluir que la
huella que el fundador dejó en el Colegio
Romano de la Santa Cruz fue imborrable.
Con frase expresiva, lo explicaba su sucesor, cuando afirmaba que aquel Centro
era “obra de las manos, de la cabeza, del
alma, del corazón de nuestro queridísimo
Padre” (Del Portillo, 1988, p. 132).
El 9 de enero de 1960 se terminaron
por fin las obras de Villa Tevere, pero a
mediados de esa década, aquellos edificios que tanto esfuerzo habían costado se
habían quedado pequeños para albergar
el Colegio Romano. Los alumnos seguían
aumentando en número, con lo que el espacio disponible disminuía de curso en
curso. San Josemaría deseaba que esos
hijos suyos pudieran estar más tiempo al
239
COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ
aire libre y con facilidades para hacer deporte. Los órganos centrales de gobierno
de la Obra, cuyas funciones también se
habían dilatado, necesitaban más espacio.
Fue entonces –en el mes de noviembre de
1967– “cuando determinó que el Colegio
Romano no podía seguir alojado por más
tiempo en la sede central del Opus Dei. Debía trasladarse a otra parte; y rápidamente.
Así, pues, se pusieron a buscar un posible emplazamiento en el casco urbano. (...)
Después de algunas consultas, y teniendo
en cuenta el factor principal –la escasez
de dinero–, el Padre se decidió por lo más
ventajoso. Es decir, levantar edificios de
nueva planta” (AVP, III, pp. 675-676). Se
encontraron unos terrenos en las afueras
de Roma, junto a la vía Flaminia: el nombre
elegido para la sede definitiva fue “Cavabianca”.
De nuevo se embarcaba san Josemaría en una empresa demasiado audaz, otra
“locura” a los ojos humanos (de hecho la
llamaría, bromeando, una de sus “últimas
locuras”). Ciertamente la situación económica no era tan desastrosa como en los
años cincuenta, pero tampoco se contaba
con suficientes recursos para afrontar una
empresa de tal envergadura. Por otro lado,
en muchos lugares se estaban cerrando
seminarios y noviciados de religiosos, a
causa de la crisis vocacional que se desencadenó tras el Concilio Vaticano II, y
no faltaron quienes le criticaron por esto
o intentaron disuadirle: “Vienen a verme
obispos de todo el mundo –explicaba en
1972–, y me dicen: pero usted está loco...
Y les contesto: estoy cuerdísimo. Cuando hay pájaros y no se tiene jaula, lo que
hace falta es la jaula. Necesito formar allí
–teniéndolos uno, dos o tres años, todo lo
más– a hijos míos intelectuales de todos
los países” (AVP, III, p. 677).
Entre 1968 y 1970 se realizaron los estudios y proyectos previos. En 1971, anunciaba san Josemaría: “Vamos a comenzar
las obras allá arriba, en Cavabianca, con
dinero que no es nuestro, con el fruto del
trabajo de muchos hermanos vuestros, y
con la ayuda de muchas personas que ni
siquiera son cristianas”. Y más tarde añadía: “En todo el mundo hemos comenzado
a preparar instrumentos de trabajo sin dinero. Yo lo había hecho antes muchas veces; pero desde hace años tenía el propósito de no volver a obrar así. Sin embargo,
pensando que el bien de la Iglesia y el bien
de la Obra (...) hace conveniente que muchos hijos míos pasen por Roma, hemos
comenzado a construir Cavabianca con
pocas liras. No quería repetir esa locura,
pero ya estamos metidos en esta tarea”
(Sastre, 1991, p. 618).
Las obras comenzaron el 9 de enero
de 1971 y el 7 de marzo de 1974 pudieron
trasladarse a Cavabianca algunos alumnos
del Colegio Romano. Como había hecho
en Villa Tevere, san Josemaría dedicó toda
su atención a la preparación de este nuevo
instrumento, incluso a detalles arquitectónicos o de decoración, para garantizar
que cumpliera su función formativa y se
facilitaran la vida de piedad, el estudio y el
necesario descanso, junto a la práctica de
las virtudes cristianas. También los alumnos de Colegio Romano colaboraron en
muchas cuestiones materiales para agilizar
las obras y ahorrar en lo posible.
Hasta pocos días antes de morir, san
Josemaría atendió con cariño y desvelos
de buen Pastor a los alumnos del Colegio
Romano de la Santa Cruz. Siguió yéndoles a ver y a charlar con ellos a menudo,
para formarlos y transmitirles el espíritu del
Opus Dei. Cuando entregó su alma a Dios,
934 alumnos habían pasado por el Colegio
Romano.
Voces relacionadas: Colegio Romano de Santa
María; Villa Tevere.
Bibliografía: AVP, III, passim; Salvador Bernal,
Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes
sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid,
Rialp, 19806; Javier Echevarría, “Un’università
romana ideata da San Josemaría Escrivá e
240
COLEGIO ROMANO DE SANTA MARÍA
realizzata da Mons. Álvaro del Portillo. Inaugurazione dell’anno accademico 2009-2010”,
en Giovanni Tridente - Cristian Mendoza (eds.),
Pontificia Università della Santa Croce. Dono e
compito. 25 anni di attività. Pontifical University
of the Holy Cross. A Gift and a Calling. 25 Years
of Activities, Cinisello Balsamo (Milano), Silvana
Editoriale, 2010, pp. 24-33; Álvaro del Portillo,
“Homilía”, 29-VI-1988, Romana. Bolletino della
Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, 6 (1988),
p. 132; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1991.
Luis CANO
COLEGIO ROMANO DE SANTA MARÍA
1. Los comienzos del Colegio Romano. 2.
El Colegio Romano de Santa María en Villa
delle Rose. 3. El Colegio Romano en Villa
Balestra.
El Colegio Romano de Santa María
es un Centro interregional para la formación de mujeres del Opus Dei, con sede en
Roma, erigido por san Josemaría. Su prehistoria se remonta a finales de la década
de 1940.
1. Los comienzos del Colegio Romano
En junio de 1948, convencido de que
había llegado el momento de dar un nuevo impulso en la expansión del Opus Dei
por todo el mundo, san Josemaría firmó
el Decreto de erección del Colegio Romano de la Santa Cruz, para la formación de
los varones. No era posible aún empezar
un Colegio análogo para sus hijas, pues
había pocas mujeres del Opus Dei y no
podían desplazarse a Roma sin desatender la labor que se realizaba. La Guerra
Civil española (1936-39) había dificultado
el incremento de mujeres en el Opus Dei.
San Josemaría iba sin embargo preparando el comienzo de un Centro de Estudios
interregional para mujeres del Opus Dei
(cfr. AVP, III, p. 281).
Veía necesario formar bien a los fieles
del Opus Dei –tanto varones como mujeres–, para enraizar los apostolados de la
Obra en sus países y comenzar actividades en nuevos lugares. La gran diversidad
de los fieles del Opus Dei que se preveía
–de origen, raza, cultura y profesión– hacía
necesario dar una sólida formación a todos
en la doctrina cristiana y en el espíritu de
la Obra; sólo así se podía garantizar la unidad y la eficacia apostólica del Opus Dei a
lo largo del tiempo. San Josemaría inició
en aquellos años una verdadera “batalla
de formación” para proporcionar a todos
los fieles de la Obra estudios de Filosofía y Teología, adecuados a la capacidad
intelectual y al nivel cultural de cada uno.
Tenía el profundo convencimiento de que
la ignorancia es el mayor enemigo de la fe
y el obstáculo para que se dé un verdadero
desarrollo humano. Deseaba también que
todos –también las mujeres– se “hicieran
muy romanos”, es decir, que cimentasen
su amor a la Iglesia y al Papa, siendo así
universales, católicos, con corazón grande
y espíritu amplio, abiertos a todos los hombres, sin distinción de raza, lengua, cultura
o nacionalidad.
En ese contexto, el 12 de diciembre
de 1953, san Josemaría erigió el Colegio
Romano de Santa María. Su fin, como expresa el Decreto de erección del Colegio
Romano de Santa María, es fortalecer en
las mujeres del Opus Dei la unión con Dios
–vida contemplativa en medio de las actividades ordinarias– y capacitarlas para
llevar a cabo una constante y sobrenatural
actividad apostólica. El Colegio Romano
–afirma el Decreto– imparte una formación
doctrinal teológica y espiritual que contribuya a profundizar en la vida cristiana y en
el espíritu del Opus Dei, y permita transmitir la fe allá donde cada uno se encuentre.
El Decreto continúa diciendo que se constituye para mujeres procedentes de todas
las naciones, en la Urbe, centro y cabeza
de la Iglesia católica, de modo que sea,
también para el Opus Dei, instrumento de
unidad y cohesión. Recuerda finalmente
241
COLEGIO ROMANO DE SANTA MARÍA
que toda la labor está al servicio de la Iglesia, y que quienes cursen sus estudios deberán ser sembradoras de paz y de alegría,
atrayendo así a muchas almas a Dios (cfr.
IJC, pp. 557-558). Del Colegio Romano de
Santa María deberían salir promociones de
mujeres hondamente formadas, capacitadas para santificar cada una su propia profesión y para ser profesoras de los Studia
Generalia de las diversas circunscripciones del Opus Dei.
razón metido: ¡cuánta ilusión he puesto! Y
veo a la vuelta de los años la labor portentosa. Va a ser una gran sementera” (Sastre,
1989, p. 433).
El 14 de febrero de 1955 se concretaba para las mujeres un plan de estudios de
Filosofía y Teología análogo al que ya existía desde 1951 para los varones del Opus
Dei. San Josemaría habría querido que sus
hijas cursaran esos estudios en las facultades eclesiásticas –como lo hacían sus hijos–, pero las normas canónicas entonces
vigentes no lo permitían. Manifestó al Papa
su preocupación por que las mujeres, que
podían asistir a los centros superiores de
enseñanzas de ámbito civil, no pudieran
acceder a los centros del mismo nivel de
ciencias eclesiásticas. Mientras se resolvía
este problema, animó a sus hijas a que siguiesen con hondura los estudios de Filosofía y Teología en el Colegio Romano de
Santa María, y en los Centros de Estudios
regionales (cfr. AVP, III, p. 287, nt. 103).
Desde la primavera de 1948 Villa delle Rose, una edificación situada en Castel
Gandolfo, se utilizaba como casa de retiros. En 1949, después de haber cedido la
condesa Campello sus derechos sobre el
edificio, Pío XII otorgó en usufructo la propiedad al Opus Dei y, diez años más tarde,
Juan XXIII se la entregó definitivamente.
San Josemaría decidió destinar Villa delle
Rose como sede del Colegio Romano de
Santa María. Fue necesario realizar obras
de ampliación, que empezaron el 7 de julio
de 1959, con escasez de medios económicos. El fundador actuó como solía hacer:
ante lo que veía necesario para el servicio
a Dios y a las almas, no rehuía las dificultades ni los sacrificios. Se pusieron los medios: oración, mortificación y búsqueda de
recursos en todo el mundo. Los donativos
llegaron con generosidad. San Josemaría
siguió muy de cerca las obras, que duraron
casi cuatro años. Le importaba mucho que
las alumnas vieran materializado el espíritu
del Opus Dei: buen gusto, compaginado
con el espíritu de pobreza y el cuidado de
las cosas pequeñas. Quería que la residencia fuese muy clara y alegre, para que
todas pudieran disponer de un mínimo de
comodidad. Pensaba especialmente en las
alumnas que llegarían de culturas diversas
a la europea, en las que provendrían de climas tropicales luminosos.
Erigido jurídicamente el Colegio Romano, se empezó de modo modesto. En
1954, formaron parte de la primera promoción siete alumnas. Provenían de España,
Irlanda, Italia y México. Las seis primeras
promociones se alojaron en Villa Sacchetti,
Centro situado en el conjunto de edificios
de Villa Tevere, con fachada a la Via di Villa Sacchetti. La proximidad del fundador
facilitaba el seguimiento cercano de la
formación: impartía sesiones doctrinales,
dirigía meditaciones o intervenía en tertulias familiares. Y subrayaba la importancia
y el sentido de su estancia en el corazón
de la Obra; con estas palabras lo hacía a
la segunda promoción, en enero de 1955:
“No imagináis cuánto rezo por el Colegio
Romano de Santa María. Tengo aquí el co-
A medida que el Opus Dei se iba extendiendo a nuevos países, aumentaba
también el número de alumnas del Colegio
Romano de Santa María, y la variedad de
su procedencia. En 1956 ya había representantes de catorce naciones y se preveía
la necesidad de una sede propia.
De 1959 a 1963, no se incorporaron al
Colegio Romano de Santa María nuevas
promociones de alumnas. El 14 de febrero 1963, san Josemaría inauguró la nueva
sede del Colegio Romano. Consagró el
242
COLEGIO ROMANO DE SANTA MARÍA
altar del oratorio dedicado a Sancta Maria
Mater Pulchrae Dilectionis, celebró la santa
Misa y dejó el Santísimo Sacramento reservado en el sagrario. Asistieron mujeres
del Opus Dei de unos veinte países. Doce
años más tarde, en su última estancia en
Villa delle Rose, el 26 de junio de 1975, el
mismo día de su muerte, san Josemaría
tuvo un encuentro con alumnas de los cinco continentes.
2. El Colegio Romano de Santa María en
Villa delle Rose
Al poco de funcionar en Villa delle
Rose, el Colegio Romano de Santa María
vio ampliada su actividad. El 24 de octubre de 1964 se constituyó el Istituto Internazionale di Pedagogia, que impartiría
licenciatura y doctorado en Ciencias de la
Educación. El Istituto era una sección en
Roma de la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad de Navarra. Esos estudios iban dirigidos a preparar a las alumnas para realizar con nivel científico las
tareas de formación personal y la dirección
de centros educativos. El 31 de mayo de
1989 se comunicó al profesorado del Istituto que cesaban sus actividades hasta
que el Gran Canciller viera oportuno activarlo de nuevo.
Desde 1963 a 1975 san Josemaría
acudió con frecuencia a Villa delle Rose
para estar con sus hijas. Procuraba hacerlo en las fiestas más destacadas: Navidad,
Pascua, las fechas fundacionales del Opus
Dei, y cuando una promoción terminaba
sus estudios y dejaba Roma. Siempre llevaba algún detalle: objetos de decoración
para la casa, abanicos para decorar el soggiorno, o unos caramelos. Dirigió meditaciones y charlas y en ocasiones mantuvo
encuentros de tono familiar. En todo momento transmitía el amor a Dios y a las almas, y el interés por todo lo humano noble
y bello; animaba a aprovechar la convivencia con personas procedentes de naciones
distintas, para conocer y comprender mejor su cultura y sus tradiciones; y también
las impulsaba a aprender idiomas y a cultivar el propio, para poder comunicarse eficazmente con los demás, y dar a conocer
a Jesucristo. Y, entremezcladas con esas
enseñanzas, transmitía su cariño y animaba a disfrutar cantando, pasándolo bien y
haciéndolo pasar bien a las demás; le gustaba que se cantaran canciones de amor
humano “a lo divino”.
Trataba temas espirituales y apostólicos, especialmente lo que en cada
momento llevaba más en el corazón o
consideraba de más actualidad para las
oyentes, respondiendo también a las situaciones concretas de la Iglesia y del mundo.
Y hablaba del amor a la Iglesia y al Papa,
de la unidad vocacional en el Opus Dei;
de sinceridad; de humildad para buscar
en todo la gloria de Dios, para saber agradecer, para rectificar, para comprender y
perdonar, para saber pedir perdón, para
servir… Sabía que algunas de esas hijas
suyas, al terminar su estancia en Roma,
posiblemente ocuparían cargos de dirección y de formación en la Obra, e inculcaba
con fuerza que ambas son siempre tareas
de servicio a los demás.
En esos encuentros en Villa delle Rose
el fundador del Opus Dei pudo conocer
a muchas de las primeras que habían llegado al Opus Dei en los diversos países;
sabía escuchar con sonriente paciencia
a las que no conocían bien el castellano;
se interesaba por las penas, las alegrías,
la salud de todas; por las dificultades que
podían tener algunas, por el cambio de clima o de hábitos alimentarios, y preguntaba con frecuencia si estaban alegres y si se
practicaba la corrección fraterna, señal de
verdadera caridad.
Alrededor de esos temas giró también su última estancia en Villa delle Rose.
Al llegar a Castel Gandolfo el 26 de junio
1975 comentó que ya no estaba en Roma
para nadie, porque pensaba salir de viaje.
Pero Dios le permitió ausentarse de Roma
por unas horas para un breve encuentro
con las mujeres del Opus Dei de todo el
243
COLOMBIA
mundo en ese Colegio Romano en el que
tenía tan metido su corazón.
3. El Colegio Romano en Villa Balestra
Después de la muerte de san Josemaría, el Colegio Romano continuó en Villa
delle Rose diecisiete años más, aunque
pronto, como fruto de la expansión de la
Obra, se advirtió que Villa delle Rose quedaba pequeña para el Colegio Romano.
En 1983 se iniciaron las gestiones para
encontrar una nueva sede. Ya entonces,
habían pasado por Villa delle Rose más de
seiscientas personas y se preveía un crecimiento mayor.
En 1985 se pudo adquirir un inmueble
cercano a la Sede Central del Opus Dei en
Roma: Villa Balestra. Había servido durante años como colegio. Requería obras de
adaptación para constituir la nueva sede.
Las obras empezaron en 1990 y en septiembre de 1992 el Colegio Romano pudo
trasladarse definitivamente a Villa Balestra,
pocos meses después de la beatificación
de san Josemaría. Este traslado respondía
a un deseo explícito suyo.
El 12 de mayo de 1993, el Prelado del
Opus Dei, Álvaro del Portillo, celebró la
primera Misa solemne en la nueva sede.
La homilía que pronunció expresó lo que
debía ser la actitud de las que comenzaran allí sus estudios: “Hijas mías, tenéis
que santificar vuestro trabajo, con la conciencia clara de que habéis venido a este
Centro, que se encuentra en el corazón
de la Obra, en comisión de servicio, para
formaros bien, para identificaros con el
espíritu de la Obra, para ser ipse Christus.
… Lo primero que os inculco es la unidad,
para que sintáis con el corazón de la Obra.
Unidad. Y para tener unidad, caridad: alter
alterius onera portate… Servid a las demás
de todo corazón; con alma sacerdotal, sin
decir nunca “basta”. Ayudad con cariño a
vuestras hermanas, sin desear pago humano…” (Noticias, V-1993, p. 27: AGP, Biblioteca, P02).
El desarrollo de la Pontificia Università della Santa Croce, con sus facultades
de Teología, Derecho Canónico, Filosofía
o Comunicación Social Institucional de la
Iglesia, ha permitido a muchas alumnas de
Villa Balestra cursar estudios en este centro académico.
Lo que en 1953 era sólo una pequeña
semilla, ha alcanzado una madurez notable
y un alcance universal. Han pasado desde
entonces por el Colegio Romano de Santa
María muchas mujeres jóvenes de más de
sesenta nacionalidades. Unas han vuelto a
sus países de origen, otras han ido a diferentes regiones para llevar, con su trabajo
profesional y su apostolado, el espíritu del
Opus Dei a los más diversos países: China, Singapur, Suecia, Finlandia, los Países
Bálticos, India, Israel, Kazajistán, Hungría,
Croacia, Rusia, India, Sudáfrica, etc., o han
ido a reforzar la labor en naciones donde
hacía falta.
Voces relacionadas: Mujeres en el Opus Dei. Inicio del apostolado; Villa delle Rose.
Bibliografía: AVP, III, passim; Decreto de erección del Colegio Romano de Santa María, en
IJC, pp. 557-558; François Gondrand, Al paso de
Dios. Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador
del Opus Dei, Madrid, Rialp, 19854; Gertrud Lutterbach, “Jahre in Rom”, en César Ortiz (Hrsg.),
Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt,
Köln, Adamas Verlag, 2002; Ana Sastre, Tiempo
de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría
Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989.
Gertrud LUTTERBACH
COLOMBIA
1. Inicio de la labor estable. 2. Desarrollo de
la labor apostólica. 3. El paso de san Josemaría por Colombia.
La labor apostólica del Opus Dei en
Colombia se inició en 1951. Desde Roma,
san Josemaría siguió muy de cerca el co-
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COLOMBIA
mienzo y posterior desarrollo de la labor
que allí se venía realizando. Durante el viaje
de catequesis que hizo por diversos países
americanos, tenía previsto detenerse también en Colombia, pero ese proyecto no
pudo ser llevado a la práctica.
1. Inicio de la labor estable
Durante su viaje a Colombia en 1983,
el primer sucesor de san Josemaría, Mons.
Álvaro del Portillo, afirmó que ya en 1939
había oído hablar a san Josemaría de su
devoción a Nuestra Señora de Chiquinquirá, Patrona de Colombia, y también
referirse con enorme cariño a este país
(AGP, P04, 1983, p. 416). Diez años después, a finales de los años cuarenta, san
Josemaría preveía el comienzo del trabajo
apostólico del Opus Dei en Colombia. La
insistencia, ante el fundador, del nuncio en
Colombia, Mons. Antonio Samoré (19501953), y del arzobispo de Bogotá, Mons.
Crisanto Luque (1950-1959), para que se
emprendiera cuanto antes la labor, motivó
que a comienzos de 1951 se le planteara
de parte de san Josemaría al presbítero
Teodoro Ruiz Jusué (1917-2001), que residía en España, su traslado a Colombia
para iniciar allí la labor apostólica.
La tarde del 11 de octubre de 1951
san Josemaría, que se encontraba de paso
por Madrid después de haber renovado la
consagración del Opus Dei al Corazón Inmaculado de María en los santuarios de
Lourdes y de El Pilar, recibió a don Teodoro, para impartirle la bendición antes del
viaje que emprendería a Colombia. Llegó a
Bogotá, la capital de la República, el sábado 13 de octubre. Cinco días después, san
Josemaría le escribía desde Oporto (Portugal) una tarjeta en la que le manifestaba su
cercanía y cariño.
Después de cuatro meses de trabajo
apostólico, en 1952 llegaron dos nuevos
miembros del Opus Dei desde España: en
febrero don Teodoro contó con la ayuda
del presbítero Aurelio Mota; y en julio de
ese año llegó a Colombia el médico Ángel
Jolín (1925-1961).
En febrero de 1952 se estableció el
primer Centro del Opus Dei en el país, situado en la carrera 4, N. 12-47, en el actual
barrio de La Candelaria; al año siguiente,
con la llegada de José Albendea, que fue
posteriormente Profesor Titular de la Facultad de Derecho de la Universidad de La
Sabana (1932-2003), y del arquitecto Luis
Borobio (1924-2005), creció la labor apostólica y se trasladaron a una sede más amplia en la calle 35 N. 6-41, situada en el
barrio de La Merced.
Desde Roma, san Josemaría seguía
de cerca la marcha del trabajo apostólico:
acompañaba a sus hijos colombianos con
su oración, sus consejos y su cariño. En
carta a Ángel Jolín, enfermo de hemofilia, le
escribía: “me da envidia ver cómo te toma
el Señor para que le consueles con tus sufrimientos, ante el desamor y el olvido de
tantas almas” (AVP, III, p. 242). También
acudía a ellos en momentos de grandes
estrecheces económicas en Roma, donde
se construía la sede central del Opus Dei y
se impulsaba la expansión apostólica por
todo el mundo, incluso cuando faltaban
los medios materiales más imprescindibles. En carta a don Teodoro le recordaba:
“ya te he escrito varias veces, angustiado.
Por eso, haz lo que puedas y –in nomine
Domini– hasta lo que no puedas” (AVP, III,
p. 229).
San Josemaría también impulsó a don
Teodoro Ruiz a que acelerase los preparativos necesarios para la llegada de las mujeres del Opus Dei a Colombia, “porque sin
ellas las cosas van más lentas y peor (…)
estaréis siempre mancos” (AVP, III, p. 323).
De este modo, el 15 de abril de 1954, llegaron a Cartagena, para seguir después a
Bogotá, las primeras mujeres: Josefina de
Miguel (1909-2005), María Adela Tamés,
Teresa Ivars y Concha Campá, haciendo
así realidad este deseo de san Josemaría.
El 14 de febrero de 1956 abrió sus puertas
en Bogotá la Residencia Universitaria Ina-
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COLOMBIA
ya, primera iniciativa apostólica dirigida a
mujeres, desde donde se realizó una amplia labor cultural con jóvenes y señoras.
Pronto, con la gracia de Dios, algunas
personas decidieron incorporarse al Opus
Dei: en 1952 Ignacio Gómez Lecompte,
y pocas semanas después Diego Torres
Gómez. Las primeras mujeres de la Obra
en Bogotá fueron Mercedes Posada de
Gómez Tanco, Ángela Restrepo de Casas,
Mercedes Sinisterra Pombo y Anita Quiroga Fandiño; en Medellín, Lillyam Aristizábal
Correa, Cecilia Toro Villa y Esther Mejía Picón. La primera colombiana del Opus Dei
fue Rosi Escobar Henríquez, que pidió la
admisión en Irlanda y llegaría al país unos
años después.
En enero de 1955, san Josemaría escribía a don Teodoro manifestándole su
alegría ante la próxima llegada de los primeros colombianos al Colegio Romano de
la Santa Cruz. Esa alegría se trocó en duelo el 20 de agosto de 1958, cuando murió
ahogado en las playas de Terracina (Italia)
Gustavo Bedoya, que acababa de llegar
al Colegio Romano dos días antes. Para
san Josemaría, que se encontraba en Gran
Bretaña en ese momento, la noticia del
accidente, que le comunicaron ese mismo
día, fue un golpe muy duro.
2. Desarrollo de la labor apostólica
En febrero de 1954 se trasladaron a
Medellín, la segunda ciudad del país, los
primeros fieles del Opus Dei que iban a iniciar la labor apostólica en esa ciudad; las
mujeres empezaron a viajar desde Bogotá
en julio de ese año, y se establecieron en
1957 en la Residencia Universitaria Citará.
A comienzos de 1958, desde Medellín, se
empezó a realizar viajes a Manizales, hasta
que dos años después se estableció el primer Centro de la Obra en esa ciudad. Y, a
partir de 1961, algunos fieles comenzaron
a viajar periódicamente a Cali, entonces la
tercera ciudad colombiana en población,
para promover la labor apostólica. En esas
y en otras ciudades la labor fue tomando
cuerpo entre hombres y mujeres, tanto solteros como casados.
El 15 de agosto de 1959, se erigió un
Centro de Estudios en Bogotá para intensificar la formación de los colombianos que
el Señor iba enviando a la Obra. En 1964
y 1969 comenzaron Centros de Estudios
para los apostolados con mujeres. También
a comienzos de la década de los sesenta,
con el impulso de san Josemaría, se iniciaron en Bogotá actividades apostólicas con
“muchachos de la calle” y huérfanos de la
violencia que venía azotando al país desde
hacía décadas; algunos de estos muchachos vivían en una obra benéfica llamada
La Ciudad del Niño. De esa labor muchos
jóvenes se acercaron más a Dios.
San Josemaría impulsó desde el primer momento el establecimiento de casas
de retiro, para ahondar en la formación
cristiana de las personas que participaban
en las labores apostólicas de la Obra; así
nacieron Guaycoral, en Medellín, en 1955,
y Torreblanca, en Bogotá, en 1966.
A partir de 1964, algunos padres de
familia crearon la Asociación para la Enseñanza (ASPAEN), que inició sus labores
con el Gimnasio Los Cerros, para muchachos, y el Gimnasio Pinares, para niñas, en
Bogotá y Medellín, respectivamente. María Adela Tamés fue una de las principales
promotoras de los colegios para niñas.
En mayo de 1967, san Josemaría
escribió a los fieles del Opus Dei en Colombia manifestándoles su alegría ante la
posibilidad de comenzar una Facultad de
Pedagogía en el país. Ese comentario se
convirtió en la primera piedra de la que
doce años después sería la Universidad de
La Sabana, obra de apostolado corporativo del Opus Dei.
3. El paso de san Josemaría por Colombia
En 1974, durante su segunda catequesis por tierras americanas, san Josemaría
aspiraba a que se realizase algo que, casi
veinte años antes, había manifestado a un
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COMUNIÓN DE LOS SANTOS
fiel del Opus Dei colombiano: “¡Qué maja
es esa tierra tuya, hijo mío! ¡Qué deseos
tengo de conocerla!” (AGP, P04, 1983, p.
402). Sin embargo, los planes de Dios eran
diferentes: su situación de salud y la altura de Bogotá (2.650 metros sobre el nivel
del mar), aconsejaron aplazar su estancia
en Colombia. Esto no impidió que el avión
que lo trasladaba de Quito a Caracas hiciera escala en el aeropuerto de Bogotá
durante cincuenta minutos, momentos que
aprovechó para saludar al Vicario Regional
y a algunas mujeres del Opus Dei, manifestándoles que ofrecía al Señor y a su Madre
Santísima el no poder estar con sus hijas
e hijos colombianos: “muchas veces tenemos que decir fiat!”, les dijo; y los animó
a realizar una gran labor apostólica “en
Colombia y desde Colombia” (AGP, P04,
1983, p. 405).
la gracia y de la fuerza que da la unión–,
como fuente de alegría –al sentirse cada
uno integrado en una multitud, en una
familia, formando parte de una causa
común, versos de un mismo poema–, y
también como fuente de responsabilidad,
al influir la propia lucha y virtud en la lucha
y virtud de los demás. En este caso, como
en otros muchos puntos, su experiencia
espiritual y su predicación retoman la
tradición de la Iglesia y la transmiten con el
calor y la vibración con que se comunica lo
personalmente asumido y vivido. Comen­
zaremos, por eso, evocando la fe de la
Iglesia a este respecto, para pasar luego
a ver cómo reverbera en la doctrina de san
Josemaría.
San Josemaría no pudo volver físicamente a Colombia. Cuando falleció, había
labor apostólica estable del Opus Dei en
Bogotá, Medellín, Manizales, Cali y Cartagena. Existían centros educativos de hombres y mujeres en las dos primeras ciudades; se estaban colocando los cimientos
de la futura Universidad de La Sabana; y
se facilitaba formación espiritual, humana,
y profesional a personas de todas las condiciones sociales del país.
La comunión de los santos integra el
artículo IX del designado como Credo de
los Apóstoles: “Credo Sanctam Ecclesiam
Catholicam, sanctorum communionem”. El
Catecismo de la Iglesia Católica resalta que
estas dos verdades no se distinguen, pues
la comunión de los santos es precisamente
la Iglesia (cfr. CCE, n. 946). Y siguiendo la
tradición oriental y occidental desglosa
su contenido con dos palabras: sancta
sanctis (lo que es santo para los que son
santos), que expresan dos significados
estrechamente relacionados: la comunión
en las cosas santas y la comunión entre las
personas santas.
Voces relacionadas: Catequesis, Labor y viajes de.
Manuel PAREJA ORTIZ
COMUNIÓN DE LOS SANTOS
1. La comunión de los santos, artículo de
la fe. 2. De la comunión eucarística a la comunión de los santos. 3. De la comunión
con la humanidad que puebla la tierra a la
comunión con los cielos.
San Josemaría vivió de un modo
particular la comunión de los santos y
enseñó a vivirla como fuente de vida
–que hace partícipe de la abundancia de
1. La comunión de los santos, artículo
de la fe
Los fieles (sancti) se alimentan con el
cuerpo y la sangre de Cristo (sancta) para
crecer en la comunión (Koinônia) con el
Espíritu Santo y comunicarla al mundo (cfr.
CCE, n. 948). Por otra parte, la comunión
de las personas santas abarca, desde el
punto de vista teológico y dogmático, tanto
la fraternidad de los fieles que “peregrinan”
ahora en la Iglesia (Ecclesia in terris) como
la de los que ya gozan de la visión de Dios
(Ecclesia in patria) y la de los difuntos
que se purifican antes de ser recibidos
en la gloria (Ecclesia purgans). Este es el
247
COMUNIÓN DE LOS SANTOS
fundamento de la veneración a los santos,
que nos ayudan con su intercesión desde
la otra vida, y de la oración por las almas
del Purgatorio, a las que podemos ayudar
desde la tierra.
predicación y en sus escritos, expresado
no de una manera abstracta y conceptual,
sino viva: “¡Qué alegría da la comunión de
los santos!” (F, 258).
Para explicitar los bienes espirituales
–cosas santas– que se comparten, el
Catecismo acude a los primeros cristianos,
que tenían en común la fe trasmitida
por los Apóstoles, los sacramentos, los
carismas, la caridad e incluso los bienes
materiales (cfr. CCE, nn. 949-953). Por otra
parte, es significativo advertir que alude
a la comunión de personas de un modo
trasversal en las principales verdades de
la fe, tanto para referirse a la intimidad
de Dios, o a la imagen de Dios plasmada
en la Creación en el ser humano, como
para hablar de la Iglesia, descrita como
comunión de los santos y como la única
familia de Dios (cfr. CCE, n. 959; ver
Castilla de Cortázar, 1996, pp. 163-194).
2. De la comunión eucarística a la comunión de los santos
El misterio de la comunión de las
personas, distinguiéndola de la mera
comunidad en sentido sociológico, ha
despertado un creciente interés a lo
largo del siglo XX, tanto en la filosofía
–fenomenológica y personalista–, como en
la teología. A partir del Concilio Vaticano
II y de las enseñanzas de Juan Pablo II
abundan los estudios que ahondan en
que Dios es Amor, es decir, Comunión de
Personas, así como en el hecho de que la
plenitud de la imagen de Dios en el hombre
no está en cada persona aislada sino en la
comunión de personas unidas entre sí, a
imagen de la Trinidad. En consonancia, se
advierte que, entrelazada con su estructura
jerárquica, lo más nuclear del misterio de
la Iglesia es la unión –comunión– con Dios
y con los demás; de ahí que la expresión
comunión de los santos sea reconocida
por la eclesiología contemporánea como
una de las mejores, o incluso la mejor,
descripción de la Iglesia.
En san Josemaría ese gran horizonte
teologal que acabamos de describir
lo encontramos, como es usual, en su
Situado en el seno de la Iglesia san
Josemaría percibe y vive la comunión
de los santos, generada a través de
la “comunión en los sacramentos”, en
especial de la “communio eucharistica”.
La Eucaristía es para él el corazón de
la Iglesia, la autodonación de Jesús en
el Sacrificio, en la Comunión y en el
Sagrario, que genera la unión fraterna. Lo
expresa en Camino: “Comunión, unión,
comunicación, confidencia: Palabra, Pan,
Amor” (C, 535), queriendo significar que
el don por excelencia de Cristo –“Palabra,
Pan, Amor”–, es también la base de
la “comunión, unión, comunicación,
confidencia”, de los hombres con Dios y
de los hombres entre sí.
En la santa Misa, se da cita la única
Iglesia celestial y terrena: “Todos los
cristianos, por la Comunión de los Santos,
reciben las gracias de cada Misa, tanto
si se celebra ante miles de personas o si
ayuda al sacerdote como único asistente
un niño, quizá distraído. En cualquier caso,
la tierra y el cielo se unen para entonar con
los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus,
Sanctus... Yo aplaudo y ensalzo con los
Ángeles: no me es difícil, porque me sé
rodeado de ellos, cuando celebro la Santa
Misa. Están adorando a la Trinidad. Como
sé también que, de algún modo, interviene
la Santísima Virgen, por la íntima unión que
tiene con la Trinidad Beatísima y porque
es Madre de Cristo, de su Carne y de su
Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios
y perfecto Hombre. Jesucristo concebido
en las entrañas de María Santísima sin
obra de varón, por la sola virtud del
Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su
Madre: y esa Sangre es la que se ofrece
248
COMUNIÓN DE LOS SANTOS
en sacrificio redentor, en el Calvario y en la
Santa Misa” (ECP, 89).
Celebrar la Misa, participar en la Misa,
es entrar en una realidad de comunión a la
que el cristiano acude con sus realidades
y problemas, grandes o pequeños,
uniéndose a la Iglesia entera y a toda la
humanidad, tanto la que puebla ahora
la tierra como la que ha concluido ya su
caminar terreno. Todos estos aspectos
están presentes en la enseñanza de san
Josemaría, si bien de ordinario en sus
escritos la expresión “comunión de los
santos” designa de manera primaria la
gran fraternidad de los fieles en la Iglesia
(Ecclesia in terris): “«Saludad a todos
los santos. Todos los santos os saludan.
A todos los santos que viven en Éfeso.
A todos los santos en Cristo Jesús,
que están en Filipos.» –¿Verdad que es
conmovedor ese apelativo –¡santos!– que
empleaban los primeros fieles cristianos
para denominarse entre sí? –Aprende a
tratar a tus hermanos” (C, 469). Lo mismo
que en san Pablo, la expresión los “santos”
designa aquí sencillamente los fieles, los
cristianos, hombres y mujeres seguidores
de Cristo en las diversas circunstancias
de la vida, “tus hermanos”. De ahí que
las relaciones entre los cristianos sean
fraternales, familiares.
Describe esta “communio” gráfica­
mente: “Comunión de los Santos. –¿Cómo
te lo diría? –¿Ves lo que son las transfusiones
de sangre para el cuerpo? Pues así viene
a ser la Comunión de los Santos para el
alma” (C, 544). San Josemaría se une a
esa gran Comunión en la Iglesia viviendo
intensamente la comunión con quienes
dependen especialmente de él: sus hijos, a
quienes les propone: “Vivid una particular
Comunión de los Santos: y cada uno sentirá,
a la hora de la lucha interior, lo mismo que
a la hora del trabajo profesional, la alegría
y la fuerza de no estar solo” (C, 545). La
Comunión se manifiesta en esa conciencia
de estar acompañado, ayudado, seguro,
como dentro de una ciudad amurallada,
pues: “Frater qui adjuvatur a fratre quasi
civitas firma” (C, 460; Pr 18, 19). Así lo
subrayaba en una carta a una hija suya que
se encontraba lejos de otras: “Únete a las
intenciones del Padre: no olvides el valor
inmenso de la Comunión de los Santos:
de este modo no podrás decir nunca que
estás sola, puesto que te encontrarás
acompañada por tus hermanas y por toda
la familia” (AVP, II, p. 455).
La comunión de los santos es una
comunión vivificadora que trasmite
energía, fuerza, apoyo que se constata;
incluso en el mismo momento en el que
se presta la ayuda: “Hijo: ¡qué bien viviste
la Comunión de los Santos, cuando me
escribías: “ayer ‘sentí’ que pedía usted por
mí”!” (C, 546). “Comunión de los Santos:
bien la experimentó aquel joven ingeniero
cuando afirmaba: «Padre, tal día, a tal
hora, estaba usted pidiendo por mí»” (S,
472). Esa ayuda es fuente de alegría: “Qué
bonita oración, para que la repitas con
frecuencia, la de aquel amigo que pedía
por un sacerdote encarcelado por odio a
la religión: «Dios mío, consuélale, porque
sufre persecución por Ti. ¡Cuántos sufren,
porque te sirven!» –¡Qué alegría da la
Comunión de los Santos!” (F, 258).
La comunión de los santos –huelga
decirlo– es una presencia y una ayuda que
no dependen de la cercanía física y menos
aún de la materialidad de “vivir bajo un
mismo techo”: superando las distancias se
sitúa en un plano distinto al de las leyes del
espacio. Por eso se puede ayudar a todos
o ser ayudado por todos, aunque estén
físicamente lejos, como le escribían: “(…)
cuando por necesidad se está aislado,
se nota perfectamente la ayuda de los
hermanos. Al considerar que ahora todo
he de soportarlo «solo», muchas veces
pienso que, si no fuese por esa «compañía
que nos hacemos desde lejos» –¡la bendita
Comunión de los Santos!–, no podría
conservar este optimismo, que me llena”
(S, 56). Esa unidad, unión-con, es fuente
de vida y eficacia: “Ausencia, aislamiento:
249
COMUNIÓN DE LOS SANTOS
pruebas para la perseverancia. –Santa
Misa, oración, sacramentos, sacrificios:
¡comunión de los santos!: armas para
vencer en la prueba” (C, 997). “Por la
Comunión de los Santos –sigue diciendo–,
has de sentirte muy unido a tus hermanos.
¡Defiende sin miedo esa bendita unidad! –Si
te encontraras solo, las nobles ambiciones
tuyas estarían condenadas al fracaso: una
oveja aislada es casi siempre una oveja
perdida” (S, 615).
Apoyados unos en otros, como los
naipes, como eslabones de una misma
cadena, la Comunión invita a los cristianos
a sentir la responsabilidad respecto de los
demás; responsabilidad que se expresa no
solo en la oración, sino en la totalidad de la
vida: en el empeño por vivir cristianamente,
por ser fiel a Dios en todo momento,
también, e incluso especialmente en las
tareas ordinarias: “Recuerda con cons­
tancia que tú colaboras en la formación
espiritual y humana de los que te rodean,
y de todas las almas –hasta ahí llega la
bendita Comunión de los Santos–, en
cualquier momento: cuando trabajas y
cuando descansas; cuando se te ve alegre
o preocupado; cuando en tu tarea o en
medio de la calle, haces tu oración de hijo
de Dios, y trasciende al exterior la paz de
tu alma; cuando se nota que has sufrido
–que has llorado–, y sonríes” (F, 846).
La llamada a la responsabilidad, “que
tu vida no sea una vida estéril”, con la que
san Josemaría comienza Camino, enfatiza
que la propia fidelidad a Dios, a la fe, a
la personal condición cristiana, con todo
lo que implica, es la mejor ayuda que se
puede prestar a los demás, pues “de que
tú y yo nos portemos como Dios quiere
–no lo olvides– dependen muchas cosas
grandes” (C, 755). Para lograrlo enseña:
“Tendrás más facilidad para cumplir
tu deber al pensar en la ayuda que te
prestan tus hermanos y en la que dejas de
prestarles, si no eres fiel” (C, 549).
3. De la comunión con la humanidad que
puebla la tierra a la comunión con los
cielos
La comunión en la Iglesia presupone
participar en los méritos infinitos de
Jesucristo, de la Virgen y de todos los
santos. Por eso, así como supera las
distancias, también trasciende el tiempo.
En este sentido, san Josemaría escribe:
“Si sientes la Comunión de los Santos –si
la vives–,… te sentirás “aliado” de todas
las almas penitentes que han sido, son y
serán” (C, 548).
Dentro de esta dilatación, que se
actualiza y concentra en la celebración
de la santa Misa, san Josemaría vivía en
intensidad la “Communio” con la Iglesia
“in patria”. De esa realidad nos da un
buen testimonio el capítulo de Camino
titulado “Devociones”. Pedro Rodríguez,
analizando este capítulo ha señalado que
lo más original de su planteamiento es que
explica la doctrina a través de las formas de
vivirla (cfr. Rodríguez, 2004, pp. 199-212).
En efecto, no procede a declaraciones
genéricas, sino que va señalando medios
prácticos y concretos para que la relación
personal con la Iglesia del Cielo se
lleve a efecto. Sigue, además, un orden
rigurosamente teológico: primero, el trato
con “el hombre Cristo Jesús” (1 Tm 2, 5)
(cfr. C, 554-557); a continuación, los modos
o formas para establecer una comunión
viva con los hombres y mujeres que nos
han precedido en la fe, y con los ángeles:
ante todo con la Virgen María (cfr. C, 558)
y con san José (cfr. C, 559-561), después
con los Ángeles, en especial los Ángeles
Custodios (cfr. C, 562-570), finalmente con
las almas del purgatorio (cfr. C, 571).
Un ejemplo que ilustra con particular
viveza la predicación oral de san
Josemaría sobre la comunión de los
santos tuvo lugar en Buenos Aires, en el
Teatro Coliseo. Era el 26 de junio de 1974,
un año antes de su tránsito al cielo, en
la última reunión de su viaje a Argentina,
la más multitudinaria. La noche anterior
250
CONCIENCIA
se preguntaba con cierta preocupación
si era posible que se congregasen en un
local miles de personas para oír hablar
de Dios a un sacerdote –“a un cura que
no dice más que cosas archisabidas”
(AVP, III, p. 707)–. Su inquietud obtuvo
respuesta al ver el local abarrotado de
gente, lo que le llevó enseguida a pensar
en la fuerza de la oración, principalmente
de quienes, en otros lugares del mundo,
estaban encomendando su viaje, o sea
en la comunión de los santos, a la que
hizo alusión varias veces a lo largo de
ese encuentro. Seleccionamos algunos
párrafos: “Si ahora que me encuentro
yo aquí, si podemos tener estas con­
versaciones tan afectuosas –que nadie
diría que estamos aquí cuatro mil personas
por lo menos, sino una docena–, si
podemos tenerlas es porque están rezando
en todo el mundo. (…) Formamos una
gran Comunión de los Santos: nos están
enviando a raudales la sangre arterial y
llena de oxígeno, pura, limpia: por eso
podemos conversar así, por eso estamos a
gusto. Si no, no aguantaríais, hijos; diríais:
este curita que se marche a su casa. Y
en cambio me decís: Padre, quédese”
(Catequesis en América, I, 1974, pp. 606611: AGP, Biblioteca, P05).
El dogma de la comunión de los
santos nos sitúa ante la realidad de una
Iglesia que vive en virtud de la comunión
con los sancta, con los ritos santos, con
los sacramentos. Y, en consecuencia, se
constituye como comunión de los santos
(sancti), como participación de todos sus
miembros en la misma vida de Cristo.
La comunión de los santos implica que
ningún cristiano puede sentirse solo. Y a
la vez que ninguno pueda considerar que
crece como cristiano en virtud de sus solas
fuerzas, sino gracias a la ayuda que recibe
de Cristo y de su cuerpo místico. Es, por
eso, fuente de fortaleza, de esperanza y, a
la vez, de humildad.
Voces relacionadas: Devoción, devociones; Espíritu Santo; Eucaristía; Fraternidad; Iglesia.
Bibliografía: CCE, nn. 946-958; Congregación
para la Doctrina de la Fe, Cart. Communionis
notio, 1992; Blanca Castilla de Cortázar, “«Comunión de Personas» y dualidad varón-mujer”,
en Estudios sobre el Catecismo de la Iglesia
Católica, Madrid, Unión Editorial, 1996, pp.
163-194; Paul Émile Mersch, “Communion des
saints”, en DSp, II, 1995, cols. 1292-1294; Paul
O’Callaghan, “Comunión de los santos”, en César Izquierdo (dir.) - Jutta Burgraff - Félix María
Arocena, Diccionario de Teología, Pamplona,
EUNSA, 2006, pp. 142-146; Joseph Ratzinger,
Fraternidad cristiana, Barcelona, Taurus, 1962;
Pedro Rodríguez, La Iglesia. Misterio y misión,
Madrid, Cristiandad, 2007; Id., “La comprensión de la Iglesia en Camino”, en GVQ, V/1,
pp. 199-212.
Blanca CASTILLA DE CORTÁZAR
CONCIENCIA
1. La conciencia, un lugar de encuentro
con Dios. 2. La libertad de las conciencias,
una búsqueda de la verdad de Dios. 3. En
un camino de santidad: la plenitud de una
vida. 4. La formación de la conciencia y las
realidades seculares.
“Nadie se salva sin la gracia de Cristo.
Pero si el individuo conserva y cultiva un
principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido
vivir como hombre de bien” (AD, 75). Un
camino hacia Dios, así comprendía san Josemaría la vida del hombre, un camino trazado por Dios mismo, en el que se hace el
encontradizo para conducirlo hacia la casa
del Padre. Si la iniciativa es divina, pues
procede de la gracia de Cristo, tal como
lo explica el texto, la respuesta humana revela toda una verdad interior del hombre
que fue decisiva en la enseñanza de san
Josemaría.
La gran importancia concedida por el
fundador del Opus Dei a la “vida interior”
es una forma de destacar la resonancia
251
CONCIENCIA
de la presencia de Dios en la vida de cada
hombre a modo de un “Maestro interior”
que le enseña la verdad definitiva de su
vida, una vida de santidad. Este es el marco en el que hay que comprender su modo
de referirse a la conciencia y también a
las características que presenta, sobre las
cuales va a incidir en sus escritos.
1. La conciencia, un lugar de encuentro
con Dios
Lo que más llama la atención es que,
al referirse a la conciencia, san Josemaría siempre la considera desde un punto
de vista teologal, es decir, como un modo
de relacionarse con Dios. No era un modo
común de concebirla en la época de sus
estudios, donde la manualística, centrada de forma casi exclusiva en la relación
entre la ley (polo objetivo) y la conciencia
(polo subjetivo), entendía esta última sólo
como una aplicación cognoscitiva de la ley
general al caso concreto, según el modelo
del silogismo práctico racionalista que entonces se enseñaba. Era un modo sencillo
de referirse a la conciencia para resolver
los problemas morales relacionados con la
confesión, pero que ocultaba dos cuestiones fundamentales, precisamente las que
vemos resaltadas en la enseñanza de san
Josemaría.
La primera consiste en que la aplicación de la ley se comprendía de forma
casi exclusivamente deductiva, sin considerar adecuadamente el sentido propio de
la intimidad del hombre, que es siempre
esencial para que éste pueda percibir la
cuestión del sentido de la acción, que es a
su vez clave para la moralidad. El acto humano no es un simple “caso” de una norma, sino la expresión real de una persona.
La perspectiva manualística tiende a una
cierta visión “negativa” de la conciencia,
que marca exclusivamente los mínimos de
la ley en la conducta humana, y pierde la
consideración de la conciencia como guía
de un camino que conduce a la plenitud
de Dios.
La segunda, es que, ante la práctica
mecánica de la conciencia aplicativa, se
obviaba la cuestión de la conciencia como
voz de Dios, y su valor auténticamente religioso. Ya Newman había indicado con precisión que éste era el mayor problema de
una cultura moderna secularizada, y también la forma en que se estaba llevando a
cabo una emotivización de la conciencia,
que era, en definitiva, una emotivización
de la fe, reducida así a un modo romántico
de “sentir a Dios”. Para evitarlo, el cardenal
inglés defendía el valor de una conciencia
en diálogo con Dios, pues no es una simple creencia privada.
Las dos cuestiones se hicieron patentes en el debate sobre la “moral de situación”, tan importante en el periodo anterior al Concilio Vaticano II (cfr. Fernández,
1997, pp. 69-101) y que luego marcaría
las disputas morales del postconcilio. San
Josemaría, que en torno a la conciencia mantiene una postura constante en
su enseñanza, pudo, en medio de estas
confusiones, ofrecer una doctrina clara en
este tema. Habla de la conciencia, porque
“cada hombre debe libremente responder
a Dios” (CONV, 59).
Se aleja de presentar esta visión de la
conciencia como una mera opinión privada
y destaca en cambio la clave de la implicación de la persona humana en su relación
con Dios. Newman lo explica al definirla:
“no como capricho u opinión sino como
obediencia debida a la Voz Divina que habla en nosotros” (Newman, 1996, p. 79). En
el interior del hombre la conciencia es el
“lugar de encuentro con Dios”, tal como lo
describió Pío XII: “La conciencia es como
un núcleo recóndito, como un sagrario
dentro del hombre, donde tiene sus citas a
solas con Dios, cuya voz resuena en lo más
íntimo de ella” (Pío XII, 1952, p. 271; cfr. GS,
16). Este es sin duda el marco en el que se
inserta el pensamiento de san Josemaría y
es el que permite comprender los puntos
en los que insiste especialmente.
252
CONCIENCIA
2. La libertad de las conciencias, una
búsqueda de la verdad de Dios
Un punto central sobre el que vuelve
una y otra vez san Josemaría es el de la
“libertad de las conciencias”. Con tal expresión se refiere al modo como el hombre
se relaciona con Dios, que es incomprensible sin la libertad. Para esto, resalta –basándose, según los datos que se poseen,
en textos de Pío XI de 1931– su diferencia radical con una pretendida “libertad
de la conciencia”, expresión que emplea
dándole el sentido que tiene en los textos
pontificios aludidos y en otros escritos de
la época, es decir, como si el hombre no
estuviera llamado a buscar y encontrar a
Dios según verdad. Así lo explica: “no es
exacto hablar de libertad de conciencia,
que equivale a avalorar como de buena
categoría moral que el hombre rechace a
Dios. (...) Podemos oponernos a los designios salvadores del Señor; podemos, pero
no debemos hacerlo. Y si alguno tomase
esa postura deliberadamente, pecaría al
transgredir el primero y fundamental entre los mandamientos: amarás a Yavé, con
todo tu corazón”. Y enseguida añade: “Yo
defiendo con todas mis fuerzas la libertad
de las conciencias, que denota que a nadie
le es lícito impedir que la criatura tribute
culto a Dios. Hay que respetar las legítimas
ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar a Dios, de conocerle
y de adorarle, pero nadie en la tierra debe
permitirse imponer al prójimo la práctica
de una fe de la que carece; lo mismo que
nadie puede arrogarse el derecho de hacer
daño al que la ha recibido de Dios” (AD,
32). La referencia a la “libertad de las conciencias” es una constante en sus escritos
(cfr. CONV, 44, 59, 73; S, 389).
Habla de la libertad como una dimensión del obrar humano y no como una
mera elección de un objeto. El hombre
debe libremente buscar la verdad de Dios
y esto supone que se implica a sí mismo en
tal camino. Es algo muy diferente a elegir
cualquier cosa sin más referencia que el
propio parecer. El fundador del Opus Dei
integra de forma decidida el movimiento
de la libertad como reconocimiento de la
presencia de Dios en la propia vida, y el inicio real de esta búsqueda. Esto conlleva la
necesidad de un discernimiento en el cual
se percibe lo absoluto de Dios en la existencia cotidiana. Solo por esta relación libre con Dios se puede comprender el valor
absoluto que el cristianismo concede a la
conciencia y que san Josemaría defendió
con toda fuerza, desde el inicio de su labor
fundacional: “Desde el principio de la Obra
(…) se ha procurado vivir un catolicismo
abierto, que defiende la legítima libertad de
las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o
no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles
que mueven a la humanidad” (CONV, 29).
La conciencia se define por su movimiento de búsqueda de la verdad; tiene
por eso siempre un valor cognoscitivo que
se distingue, tal como Juan Pablo II aclara
en la Cart. Enc. Veritatis splendor (n. 55),
de la simple decisión subjetiva en un sentido voluntarista. La conciencia se ha de
seguir, y se ha de exigir para ella un respeto de su libertad, por su relación dinámica
hacia la verdad que busca. Los grandes
derechos de la conciencia se fundan en el
grave deber de formar la conciencia. “De
otra parte, nadie puede violar la libertad
de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano
sabe que, si quiere ser coherente con su
fe, tiene obligación grave de formarse bien
en ese terreno” (CONV, 73).
3. En un camino de santidad: la plenitud
de una vida
Si la conciencia no es solo una aplicación de la ley, sino una guía hacia Dios
al que se dirige, formar la conciencia y seguirla es ante todo un camino de santidad,
muy por encima de la seguridad que se
siente al cumplir una norma de conducta. Si san Josemaría insiste en una finura
253
CONCIENCIA
grande de conciencia, es por ver en ella
el mejor conocimiento de la voluntad de
Dios en una exigencia de amor que es la
esencia de la santidad. Así exhorta a los
fieles: “Procuremos fomentar en el fondo
del corazón un deseo ardiente, un afán
grande de alcanzar la santidad, aunque
nos contemplemos llenos de miserias. No
os asustéis; a medida que se avanza en la
vida interior, se perciben con más claridad
los defectos personales. Sucede que la
ayuda de la gracia se transforma como en
unos cristales de aumento, y aparecen con
dimensiones gigantescas hasta la mota de
polvo más minúscula, el granito de arena
casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más
pequeña molesta a la conciencia, que sólo
gusta de la limpieza de Dios” (AD, 20).
Distingue claramente la respuesta en
lo pequeño a Dios, de los escrúpulos que
encierran al hombre en la búsqueda de una
seguridad propia. Así lo deja claro en Camino en el capítulo que dedica a aquéllos y
que se puede resumir como: “los escrúpulos son una prueba que Dios puede enviar
al que le busca. El Autor la experimentó,
y transmite al lector un criterio claro: «No
es de Dios lo que roba la paz del alma» (C,
258)” (CECH, p. 439). Esta paz que nos
aparece como criterio de la rectitud de la
conciencia se ha de ver como el modo de
experimentar una auténtica concordia con
Dios, el hombre descansa en el encuentro
con Dios, porque “pierdes la paz –¡y bien lo
sabes!–, cuando consientes en puntos que
entrañan descamino” (F, 166).
La conciencia nos abre así a la consideración de las exigencias propias de cada
vocación, en la que se integran la variedad
inmensa de las circunstancias de cada
existencia y de cada día, en un camino de
santidad, y unida a la práctica del examen
diario de conciencia. Se comprende entonces cómo el gran guía de la conciencia es el Espíritu Santo, el Maestro interior,
porque es Él quien nos atrae a Cristo y nos
conforma con Él (cfr. C, 27). San Josemaría
recordaba con frecuencia que “la tradición
cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un
solo concepto: docilidad. Ser sensibles a
lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los
carismas que distribuye, a los movimientos
e instituciones que suscita, a los afectos y
decisiones que hace nacer en nuestro corazón” (ECP, 130).
4. La formación de la conciencia y las
realidades seculares
La regla interna de “formar la conciencia” desarrolla toda la potencialidad propia
de la búsqueda de la verdad. Es un aspecto esencialmente operativo y característico
de una verdad que “obra”, y el hecho de
que se denomine “formación” tiene que
ver con “dar forma”, es decir, que el hombre se configura en lo más íntimo a partir
de una verdad inicial que es su “forma”. En
este sentido, la formación requiere un buen
conocimiento de los principios morales de
la Iglesia católica en una obediencia fiel al
Magisterio; pero no basta con ello, es necesaria también la experiencia en el actuar
concreto iluminada por la prudencia. En
este ámbito el fundador del Opus Dei era
especialmente exigente: “En primer término, nos empeñaremos en afinar nuestra
conciencia, ahondando lo necesario hasta tener seguridad de haber adquirido una
buena formación” (AD, 185).
Dentro de un camino de santidad, el
imperativo de la formación afecta a todas
las realidades de la vida que esa santidad
ilumina. Una verdadera formación requiere, además de la prudencia personal, la
petición de consejo a personas instruidas;
pero el fundador del Opus Dei tenía muy
claro que había que tender a una formación
estable y suficiente para que cada persona
supiera responder a las condiciones ordinarias de su trabajo por sí mismo y fuera
capaz de ayudar a otros en tal formación
de la conciencia. Esto es lo que san Josemaría designa como “hombre de criterio”
254
CONCILIO VATICANO II
(C, 33), que no tiene miedo de “agotar la
verdad” (ibidem) y de saber obrar como
cristiano.
Se trata de una búsqueda de la verdad
que, además, une al cristiano con los hombres de buena voluntad y es una contribución muy notable en la vida social. Se le
puede aplicar a san Josemaría con exactitud la exhortación del Concilio: “Por la
fidelidad a su conciencia, los cristianos se
unen a los demás hombres en la búsqueda
de la verdad y en la acertada solución de
tantos problemas morales que surgen en la
vida individual y social” (GS, 16).
Aquí se aprecia la profundidad del valor teologal que la conciencia tiene. Es el
plan de Dios el que ilumina la verdad propia de lo secular y permite una mejor comunicación entre los hombres, respetando
siempre la propia autonomía personal en la
búsqueda de la verdad, dentro de un sano
pluralismo en lo social (cfr. Rodríguez Luño,
1997, pp. 162-181). El planteamiento del
fundador del Opus Dei es por eso mismo
expresión de lo que la Cart. Enc. Veritatis splendor denomina “justa autonomía”
(n. 40), muy diversa de lo que otros llamaron “autonomía teónoma”, que separaba a
Dios de un ámbito mundano del todo secularizado (cfr. Trigo, 2003, pp. 631-689).
La conciencia guía al hombre para que
sepa hacer presente el amor de Dios en el
mundo en todas las implicaciones que el
amor humano sabe descubrir.
Voces relacionadas: Caridad; Examen de conciencia; Formación: Consideración general; Libertad; Moral cristiana; Santidad; Secularidad.
Bibliografía: Concilio Vaticano II, Const. Past.
Gaudium et spes y Decl. Dignitatis humanae,
1965; Juan Pablo II, Cart. Enc. Veritatis splendor,
1993; Pío XII, Radiomensaje sobre la recta formación de la conciencia cristiana en la juventud
(23-III-1952), AAS, 44 (1952), pp. 270-278; Evencio Cófreces - Ramón García de Haro, Teología
Moral Fundamental, Pamplona, EUNSA, 1998,
pp. 356-410; Enrique Colom - Ángel Rodríguez
Luño, Elegidos en Cristo para ser santos, Madrid,
Palabra, 2000, pp. 397-437; Aurelio Fernández,
Compendio de Teología Moral, Madrid, Palabra,
1995, pp. 163-183; Id., La reforma de la Teología
Moral. Medio siglo de Historia, Burgos, Aldecoa,
1997; Livio Melina - José Noriega - Juan José
Pérez-Soba, Caminar a la luz del amor. Fundamentos de la moral cristiana, Madrid, Palabra,
2010, pp. 815-860; Livio Melina, “Conciencia y
verdad en la encíclica «Veritatis splendor»”, en
Gerardo del Pozo Abejón (ed.), Comentarios a
la “Veritatis splendor”, Madrid, BAC, 1994, pp.
619-650; John Henry Newman, Carta al Duque
de Norfolk, Madrid, Rialp, 1996; Joseph Ratzinger, El elogio de la conciencia, Madrid, Palabra,
2010; Ángel Rodríguez Luño, “La formación de la
conciencia en materia social y política según las
enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y
Opus Dei, 24 (1997), pp. 162-181; Tomás Trigo,
El debate sobre la especificidad de la moral cristiana, Pamplona, EUNSA, 2003.
Juan José PÉREZ-SOBA
CONCILIO VATICANO II
1. San Josemaría y los trabajos del Concilio
Vaticano II. 2. Sintonías entre el espíritu del
Opus Dei y los documentos del Vaticano II.
3. La etapa post-conciliar.
El 9 de octubre de 1958 se clausuraba el largo pontificado de Pío XII, durante
el cual la Iglesia había afrontado el tempestuoso período del segundo conflicto
mundial y de una posguerra caracterizada,
de una parte, por la amenaza de los sistemas ideológicos y totalitarios inspirados
en el marxismo-leninismo, y, de otra, por
el comienzo de la descolonización. Menos
de veinte días después, el 28 de octubre,
tras un cónclave en su conjunto bastante
rápido, era elegido papa el patriarca de Venecia, Card. Angelo Giuseppe Roncalli, de
setenta y siete años de edad, que asumía el
nombre de Juan XXIII. Tres meses después
de su elección, el 25 de enero de 1959,
fiesta de la Conversión de San Pablo, pronunció una alocución a los cardenales reunidos en la sala capitular del monasterio
255
CONCILIO VATICANO II
benedictino de San Pablo Extramuros, al
término de una Misa celebrada para rezar
por los católicos perseguidos, especialmente en China. En medio de la sorpresa
general, el pontífice pronunció en su discurso las siguientes palabras: “¡Venerables
Hermanos y queridos hijos! Pronunciamos
delante de vosotros, a la verdad temblando con un poco de conmoción, pero a la
par con humilde resolución de propósitos,
el nombre y la propuesta de una doble celebración: de un sínodo diocesano para
la Urbe, y de un concilio ecuménico de la
Iglesia universal”. Se trataba de un paso
decidido a casi noventa años de la dramática interrupción del concilio precedente, el
Vaticano I, y que ya durante los pontificados de Pío XI y Pío XII había sido tomado
en consideración, sin que se hubiera llevado a cabo. Iniciados los trabajos preparatorios, el concilio fue convocado el 25 de
diciembre de 1961 por medio de la Const.
Ap. Humanae salutis, para el año siguiente.
El Vaticano II comenzó el 11 de octubre de
1962, con la participación de unos dos mil
quinientos padres conciliares.
1. San Josemaría y los trabajos del Concilio Vaticano II
San Josemaría Escrivá no tomó parte
directamente en el Concilio, pero mostró
por este acontecimiento eclesial de extraordinaria importancia un interés y una
atención muy especiales. Siendo presidente general del Opus Dei, podría haber sido
invitado a participar en el Vaticano II como
padre conciliar: declinó de antemano este
ofrecimiento, ya que hubiera supuesto
asistir como presidente de un instituto secular, justo en un momento en el que estaba insistiendo, en los dicasterios romanos,
en que se encontrara una solución distinta
con respecto a la naturaleza jurídica del
Opus Dei: su presencia por este título en
el Vaticano II como padre conciliar habría
podido ser interpretada como un precedente en el sentido de la aceptación de la
existencia del Opus Dei dentro de la figura
canónica de instituto secular. Más adelante se le propuso participar en el Concilio
como perito, pero prefirió renunciar a esta
posibilidad. De todas formas, iban a ser
padres conciliares Ignacio de Orbegozo,
prelado de Yauyos, y Luis Sánchez-Moreno Lira, auxiliar de Chiclayo, ambos procedentes del clero del Opus Dei (a partir de
la tercera sesión participó también Alberto
Cosme do Amaral, nombrado auxiliar de
Oporto, agregado de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz).
Estas renuncias no significaron una
falta de compromiso por parte de san Josemaría ante un acontecimiento eclesial
tan importante. Al contrario, ofreció toda
la colaboración posible, suya y del Opus
Dei: organizó una comisión de trabajo
en la Obra para responder a la carta del
Card. Domenico Tardini a numerosas autoridades eclesiásticas y académicas, que
pedía sugerencias y temas con vistas al
Concilio; aceptó ser privado de gran parte
del tiempo de su principal colaborador en
el gobierno del Opus Dei, don Álvaro del
Portillo, que fue nombrado secretario de
la Commissio de Disciplina Cleri et Populi
Christiani; en una carta del 28 de junio de
1960 envió al Card. Tardini, como respuesta a una petición suya, una lista de doce
miembros de la Obra entre los cuales fuera posible elegir eventuales colaboradores para la asamblea conciliar (de hecho
fueron puestos a disposición del Concilio,
para diversas tareas, los sacerdotes Julián
Herranz Casado y Salvador Canals Navarrete, a los que se unió el trabajo de algunos profesores de Teología y de Derecho
Canónico); aconsejó a los miembros de la
Obra en todo el mundo que participaran
–como peritos, etc.– siempre que fueran
invitados por los obispos a colaborar en
los trabajos preparatorios que se desarrollaban en las Iglesias particulares; en 1963
elaboró un dictamen sobre los temas que
se podrían incluir en el manual para párrocos y en el directorio catequético. Por
lo demás, no sólo siguió con notable interés el desarrollo de los trabajos, sino
256
CONCILIO VATICANO II
que los acompañó con la oración por el
buen desenlace de los mismos. También
pidió a todos los miembros del Opus Dei
que rezaran por esta intención: el 12 de
julio de 1962, poco después de una audiencia que le había concedido Juan XXIII
(27 de junio), les escribió pidiéndoles que
ofrecieran oraciones, mortificaciones y su
trabajo cotidiano por el buen resultado del
concilio ecuménico; reiteró esa petición en
otras ocasiones y aconsejó que recitaran a
menudo, con esa intención, el himno Veni,
Sancte Spiritus.
A lo dicho se debe añadir que con frecuencia intercambió ideas con los fieles de
la Obra que eran padres conciliares. Tuvo
además muchos encuentros con padres y
peritos del Concilio, lo que le permitió conocer bien los hechos y, a la vez, transmitir
su experiencia pastoral en relación con el
apostolado de los laicos y con su misión
de evangelización en la Iglesia. Con frecuencia eran los padres o peritos los que
se acercaban a visitar a san Josemaría en
la sede central del Opus Dei, en la calle
Bruno Buozzi, 73 (Villa Tevere), en el barrio
romano de Parioli (en más de una ocasión,
la visita estaba unida a invitaciones a comer o a cenar). Entre los obispos que se
entrevistaron con el fundador de la Obra
se encuentran, por ejemplo: John Joseph
Wright, arzobispo de Pittsburgh; el Card.
Miguel Darío Miranda y Gómez, arzobispo de Ciudad de México; Octavio Antonio
Beras Rojas, arzobispo de Santo Domingo;
George Andrew Beck, arzobispo de Liverpool; el Card. José María Bueno Monreal,
arzobispo de Sevilla; el Card. Fernando
Quiroga Palacios, arzobispo de Santiago
de Compostela; François Marty, arzobispo de Reims; Guillaume-Marie van Zuylen,
obispo de Lieja; el Card. Julius Döpfner,
arzobispo de Múnich; el Card. Franziskus
König, arzobispo de Viena; el Card. Alfredo
Ottaviani, secretario de la Sagrada Congregación del Santo Oficio; el Card. Giuseppe Siri, arzobispo de Génova.
2. Sintonías entre el espíritu del Opus
Dei y los documentos del Vaticano II
El Vaticano II fue un acontecimiento
especialmente importante para el Opus
Dei, no sólo por su general relevancia en
la vida de la Iglesia, sino también porque
algunos de los aspectos basilares de la espiritualidad promovida por esta institución
fueron confirmados en la asamblea conciliar, lo que explica que san Josemaría fuera reconocido como precursor de algunos
temas conciliares por diversos participantes, como los cardenales Joseph Frings,
Franziskus König y Giacomo Lercaro. En
el capítulo IV de la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, del 21
de noviembre de 1964, estaban presentes
muchos temas que habían sido objeto de
la predicación de san Josemaría desde
los años veinte y treinta; por ejemplo, en
el número 31 de dicho documento se encuentran las siguientes palabras: “los laicos tienen como vocación propia el buscar
el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según
Dios. Viven en el mundo, en todas y cada
una de las profesiones y actividades del
mundo y en las condiciones ordinarias de
la vida familiar y social, que forman como
el tejido de su existencia. Es ahí donde
Dios los llama a realizar su función propia,
dejándose guiar por el Evangelio para que,
desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo, y de esta
manera, irradiando fe, esperanza y amor,
sobre todo con el testimonio de su vida,
muestren a Dios a los demás. A ellos de
manera especial les corresponde iluminar
y ordenar todas las realidades temporales,
a las que están estrechamente unidos”.
El capítulo V de la Const. Dogm. Lumen
gentium, por otra parte, está enteramente
dedicado a la vocación universal a la santidad en la Iglesia, otro elemento típico de
la predicación del fundador del Opus Dei.
También en el decreto sobre el apostolado
de los laicos, Apostolicam actuositatem,
del 18 de noviembre de 1965, se encuentran singulares consonancias con las en-
257
CONCILIO VATICANO II
señanzas de Mons. Escrivá y con la praxis
apostólica del Opus Dei. Y, por último, la
Const. Past. Gaudium et Spes (nn. 33-39)
proclama una doctrina sobre el trabajo que
entronca con cuanto había predicado a
ese respecto san Josemaría desde 1928.
Además de ver confirmadas ideas
centrales de su espiritualidad, la Obra encontró en el concilio la posibilidad de una
solución a la cuestión de su configuración
jurídica dentro del ordenamiento canónico:
de hecho, el decreto sobre el ministerio y
la vida sacerdotal, Presbyterorum ordinis,
del 7 de diciembre de 1965, en el número
10, preveía la creación de la figura jurídica
de la prelatura personal donde fuera necesaria para la actuación de particulares
iniciativas pastorales, lo que permitió que
el Opus Dei fuera erigido, en 1982, en un
ente jerárquico de este tipo, abandonando
la condición de instituto secular y encontrando finalmente una forma jurídica adecuada a su naturaleza.
3. La etapa post-conciliar
Pablo VI, con la Cart. Ap. In Spiritu
Sancto, del 8 de diciembre de 1965, declaraba concluido el concilio: se abría entonces la difícil etapa posconciliar. Pocos
meses antes, el 24 de octubre, san Josemaría Escrivá había dirigido una carta
a los miembros del Opus Dei, en la que
los invitaba a dedicarse a la aplicación de
los resultados del Vaticano II, por los que
mostraba su veneración; así escribía: “conocéis el amor con que he seguido durante
estos años la labor del Concilio, cooperando con mi oración y, en más de una ocasión, con mi trabajo personal. Sabéis también mi deseo de ser y de que seáis fieles a
las decisiones de la Jerarquía de la Iglesia
hasta en los menores detalles, obrando no
ya como súbditos de una autoridad, sino
con piedad de hijos, con el cariño de quienes se sienten y son miembros del Cuerpo
de Cristo” (Carta 24-X-1965: AGP, serie
A.3, 94-4-2). Al mismo tiempo el fundador
del Opus Dei no infravaloraba los proble-
mas que había que afrontar: “los años que
siguen a un Concilio son siempre años importantes, que exigen docilidad para aplicar las decisiones adoptadas, que exigen
también firmeza en la fe, espíritu sobrenatural, amor a Dios y a la Iglesia de Dios,
fidelidad al Romano Pontífice” (ibidem).
Ese realismo, que iba acompañado de una
actitud optimista, le llevaba a decir: “Hijas
e hijos míos, colocados nosotros por voluntad de Dios en medio del mundo, ciudadanos a la vez –con pleno derecho– de
la sociedad humana y de la eclesial, tenéis
en esta hora actual de la Iglesia una honda misión que realizar. Y la llevaréis a cabo
en la medida en que vuestra fe sea recia y
hunda sus raíces hasta lo más profundo de
vuestros corazones” (ibidem).
Un término muy usado durante los
trabajos del Vaticano II fue el de aggiornamento (actualización), para indicar la
actitud que debía animar los trabajos en
la asamblea conciliar; es interesante traer
aquí algunas palabras de 1967 de san Josemaría al respecto, que expresan bien
su pensamiento sobre el tema y ayudan a
entender su actitud en relación con la difícil etapa post-conciliar: “Fidelidad. Para
mí aggiornamento significa sobre todo
eso: fidelidad (...). Esa fidelidad delicada,
operativa y constante –que es difícil, como
difícil es toda aplicación de principios a la
mudable realidad de lo contingente– es
por eso la mejor defensa de la persona
contra la vejez de espíritu, la aridez de
corazón y la anquilosis mental. Lo mismo
sucede en la vida de las instituciones, singularísimamente en la vida de la Iglesia (...).
Por eso, el aggiornamento de la Iglesia –
ahora, como en cualquier otra época– es
fundamentalmente eso: una reafirmación
gozosa de la fidelidad del Pueblo de Dios
a la misión recibida, al Evangelio. Es claro
que esa fidelidad –viva y actual ante cada
circunstancia de la vida de los hombres–
puede requerir, y de hecho ha requerido
muchas veces en la historia dos veces milenaria de la Iglesia, y recientemente en el
Concilio Vaticano II, oportunos desarrollos
258
CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI
doctrinales en la exposición de las riquezas del Depositum Fidei, lo mismo que
convenientes cambios y reformas que perfeccionen –en su elemento humano, perfectible– las estructuras organizativas y los
métodos misioneros y apostólicos. Pero
sería por lo menos superficial pensar que
el aggiornamento consista primariamente
en cambiar, o que todo cambio aggiorna”
(CONV, 1).
Voces relacionadas: Apostolado; Fieles cristianos; Iglesia; Laicos; Prelaturas personales; Sacerdocio ministerial; Santidad.
Bibliografía: AVP, III, pp. 473-496; IJC, pp. 365371; Hugo de Azevedo, Uma luz no mundo. Vida
do Servo de Deus Monsenhor Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador do Opus Dei, Lisboa,
Prumo - Rei dos Livros, 1988, pp. 282-294;
Peter Berglar, Opus Dei. Leben und Werk des
Gründers Josemaría Escrivá, Salzburg, Otto Müller, 1983, pp. 267-278; Ernst Burkhart - Javier
López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza
de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, I, Madrid, Rialp, 2010, pp. 93-105; Julián
Herranz, Nei dintorni di Gerico. Ricordi degli
anni con san Josemaría Escrivá & con Giovanni
Paolo II, Milano, Ares, 2005, pp. 13-119; Javier
Medina Bayo, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel,
Madrid, Rialp, 2012; César Ortiz (Hrsg.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln,
Adamas, 2002, pp. 98-103, 105-121; Carlo Pioppi, “Alcuni incontri di san Josemaría Escrivá con
personalità ecclesiastiche durante gli anni del
Concilio Vaticano II”, SetD, 5 (2011), pp. 165228; Álvaro del Portillo, Intervista sul Fondatore
dell’Opus Dei (a cura di Cesare Cavalleri), Milano, Ares, 1992, pp. 181-183.
Las consagraciones personales y colectivas –tanto de diócesis y demás instituciones religiosas como de entidades
civiles– tienen una tradición secular en la
Iglesia católica. Entre las de mayor arraigo
popular pueden señalarse las realizadas
a la Santísima Virgen y al Sagrado Corazón de Jesús. Países enteros, ciudades,
iglesias particulares, órdenes y congregaciones religiosas, familias y hogares... y
naturalmente personas singulares, se han
consagrado a la Virgen, al Sagrado Corazón o a otras advocaciones para pedir la
protección divina ante peculiares necesidades. Al mismo tiempo, ese acto ha conllevado siempre un compromiso de vida
cristiana: desde practicar un acto de devoción, hasta identificar la propia vida con el
significado espiritual de aquella particular
consagración, buscando un efecto permanente y conformador de la propia espiritualidad. Por esta razón, las consagraciones suelen renovarse con periodicidad, a
menudo todos los años, o en aniversarios
particulares.
El Opus Dei fue consagrado por su
fundador en cuatro ocasiones: a la Sagrada Familia (1951), al Corazón Dulcísimo de
María (1951), al Corazón Sacratísimo de Jesús (1952) y al Espíritu Santo (1971). En todos los casos, san Josemaría dio ese paso
para pedir la ayuda divina ante necesidades concretas. Al mismo tiempo, esas consagraciones –y la indicación de que se renovaran año tras año–, sirvieron al fundador
para reforzar algunos aspectos de la vida
de piedad de los miembros del Opus Dei.
1. Consagración a la Sagrada Familia
(1951)
Carlo PIOPPI
CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI
1. Consagración a la Sagrada Familia
(1951). 2. Consagración al Corazón Dulcísimo de María (1951). 3. Consagración
al Corazón Sacratísimo de Jesús (1952).
4. Consagración al Espíritu Santo (1971).
La primera consagración tuvo lugar
el 14 de mayo de 1951, en el oratorio dedicado a la Sagrada Familia –todavía en
construcción– en Villa Tevere. La decisión
de realizarla fue rápida, al poco de regresar
a Roma el fundador, tras un viaje por España en el que se había enterado de que
algunas personas habían hecho llegar al
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CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI
Papa una queja contra el Opus Dei, firmada por los padres de cinco miembros de la
Obra italianos. Ese escrito contenía quejas
sobre la decisión de sus hijos de pedir la
admisión en el Opus Dei, que libremente
habían realizado. Enseguida, san Josemaría escribió: “Roma, 14 de mayo, 1951.
Poner bajo el patrocinio de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, a las familias de
los nuestros: para que logren participar del
gaudium cum pace de la Obra, y obtengan del Señor el cariño para el Opus Dei”
(AVP, III, p. 194).
Esta reacción del fundador no se debió sólo a ese episodio aislado. En otras
ocasiones, años atrás, algunas familias de
personas de la Obra habían sido prevenidas contra el Opus Dei por algunos religiosos –algo parecido a lo que acababa de
suceder en Italia– y no habían faltado otras
incomprensiones por parte de padres que,
por diversos motivos, no aceptaban con
agrado la vocación de sus hijos. Al mismo
tiempo, la mayoría de las familias habían
acogido con alegría esa elección e incluso se habían acercado al Opus Dei, hasta el punto de que pedían la admisión en
los años sucesivos. Pero san Josemaría,
que profesaba un cariño y simpatía especial por las familias de los miembros del
Opus Dei, hasta decir que debían a sus
padres no sólo el don de la vida sino también “el noventa por ciento de la vocación”
(AVP, III, p. 188), tuvo una gran pena con
esta nueva contradicción, sobre todo porque sabía que habían sido confundidos y
obraban de buena fe. Siempre le dolió la
falsa acusación de que el Opus Dei separaba a los hijos de sus familias, porque
deseaba precisamente lo contrario: que las
familias participaran del calor de hogar y
de la ayuda de la Obra, sobre todo si las
exigencias del servicio de Dios implicaban
que un hijo o una hija tuviera que irse lejos
para trabajar. Por otra parte, sabía que ese
reproche lo habían sufrido muchas instituciones a lo largo de la historia y la biografía de los santos está llena de ejemplos
de oposición familiar a la vocación de una
hija o un hijo. El mismo Jesucristo antepuso el seguimiento de la llamada de Dios a
la cercanía con los propios parientes con
palabras tajantes (cfr. Lc 9, 59-62; 14, 26)
y en su conducta se encuentran claros
ejemplos en ese sentido (cfr. Mt 12, 46-49;
Lc 2, 49).
En la fórmula –que se repite en el Opus
Dei en la fiesta de la Sagrada Familia–, se
pide por los familiares de los miembros del
Opus Dei: “Concédeles, Señor, que conozcan mejor cada día el espíritu de nuestro
Opus Dei, al que nos llamaste para tu servicio y nuestra santificación; infunde en
ellos un amor grande a nuestra Obra; haz
que comprendan cada vez con luces más
claras la hermosura de nuestra vocación,
para que sientan un santo orgullo porque
te dignaste escogernos, y para que sepan agradecer el honor que les otorgaste.
Bendice especialmente la colaboración
que prestan a nuestra labor apostólica, y
­hazles siempre partícipes de la alegría y de
la paz, que Tú nos concedes como premio
a nuestra entrega” (AVP, III, p. 195).
Con esta consagración realizada a la
Sagrada Familia, san Josemaría reforzaba
la presencia de la Familia de Nazaret (la
“trinidad de la tierra”, como la solía llamar)
en la vida espiritual de los fieles del Opus
Dei, tanto célibes como casados. Años
después, les decía: “que busquéis con
mayor esfuerzo la presencia, la conversación, el trato y la intimidad con Dios Señor
Nuestro, Trino y Uno, a través de la devoción familiar a la trinidad de la tierra: que
esta habitual confianza con Jesús, María
y José sea para nosotros y para quienes
nos rodean como una continua catequesis,
un libro abierto que nos ayude a participar
en los misterios, misericordiosamente redentores, del Dios hecho Hombre” (Carta
14-II-1974, n. 1: AVP, III, p. 687). Al final
de su vida, presentaba esa devoción y la
contemplación de ese misterio, que él mismo practicaba, como una vía maestra para
llegar a Dios: “Trato de llegar a la Trinidad
del Cielo por esa otra trinidad de la tierra:
260
CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI
Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y
perfectus Homo. María, que es una mujer,
la más pura criatura, la más grande: más
que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío!; ¡Qué modelos!” (“Oración”, 28-III-1975: Bernal, 1976, p. 319).
2. Consagración al Corazón Dulcísimo
de María (1951)
La segunda consagración tuvo lugar el
15 de agosto de 1951, en el santuario de
Loreto. En los meses anteriores, el fundador tuvo el presentimiento de que una grave amenaza se cernía sobre la Obra debido
a un conjunto de indicios que, en distinta
medida, apuntaban en esa dirección. Pero
como no tenía pruebas concluyentes ni sabía a quién dirigirse para actuar y debelar
ese peligro, su zozobra interior no encontraba salida. Al fin, pidió a todos los miembros del Opus Dei que rezaran la jaculatoria Cor Mariæ dulcissimum, iter para tutum!
(“¡Corazón dulcísimo de María, prepáranos
un camino seguro!”), y tomó la decisión de
consagrar la Obra al Corazón Dulcísimo de
María. Eligió el santuario de Loreto, donde
se venera la Santa Casa, para realizar la
consagración, con palabras espontáneas,
mientras celebraba la Misa. Después compuso una fórmula e indicó que se renovara
todos los años el 15 de agosto.
Meses más tarde, salió a la luz la amenaza que san Josemaría había presentido,
gracias a varias circunstancias, entre otras,
al aviso del beato Cardenal Schuster, arzobispo de Milán. Según los datos que se
poseen, se trataba de un intento de revisar
el estatuto jurídico del Opus Dei (que acababa de ser aprobado en modo definitivo
por el Papa, un año antes) para modificarlo sustancialmente, prescindiendo incluso
del fundador. Tras una protesta decidida
por parte de Mons. Escrivá, dirigida por
carta al Papa, Pío XII puso fin a cualquier
procedimiento que estuviera en curso, y la
cuestión terminó ahí.
Esta consagración armoniza con el
profundo espíritu mariano que caracteriza la vida espiritual de los miembros del
Opus Dei, y vino a corroborar algo que ya
se vivía desde el principio: poner la Obra y
sus apostolados bajo la protección de la
Santísima Virgen. Situándola en su contexto histórico, hay que recordar que Pío
XII consagró la entera humanidad al Corazón Inmaculado de María en 1942 y que,
en 1948, invitó a todas las diócesis, parroquias y familias católicas a realizar esa
misma consagración (Enc. Auspicia Quaedam, 1-V-1948). Aunque san Josemaría
no estableció una ligazón directa con esa
petición pontificia –relacionada con la paz
del mundo–, la idea estaba en el ambiente
y pudo inspirar al fundador, ante la grave
necesidad que atravesaba la Obra. Por
otro lado, el 15 de agosto de 1951 estaba
reciente la proclamación del dogma de la
Asunción de María, realizada por Pío XII,
el 1 de noviembre de 1950, lo que la convertía en una fecha doblemente apropiada
para realizar la consagración del Opus Dei.
3. Consagración al Corazón Sacratísimo
de Jesús (1952)
El 26 de octubre de 1952, solemnidad de Cristo Rey, san Josemaría realizó
la consagración del Opus Dei al Sagrado
Corazón de Jesús. Era la tercera consagración en el lapso de año y medio. Sabemos
que uno de los motivos tenía puntos en común con los dos anteriores: una “contradicción de los buenos” (cfr. AVP, III, p. 227),
relacionada también con el estatuto jurídico del Opus Dei. Otro era la grave situación económica en la que se encontraba la
Obra, para sacar adelante la construcción
de la sede central y de la sede provisional
del Colegio Romano de la Santa Cruz, en
Roma. Las obras no se podían parar sin
grave quebranto económico y apostólico,
pero no había dinero para hacer frente a
las deudas. Un tercero era la petición por
la paz de las almas y del mundo. De ahí
que uniera a esta consagración la jacula-
261
CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI
toria Cor Iesu Sacratissimum, dona nobis
pacem!, que posteriormente, ya en los
años setenta, completó con las palabras et
misericors (“¡Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz!”).
La decisión de llevar a cabo la consagración debió de tomarla el fundador entre
los meses de abril y mayo de 1952. En junio tenía ya preparada la fórmula que usaría en la fiesta de Cristo Rey y que –desde
el año siguiente– se renovaría en todos los
Centros del Opus Dei (cfr. documentos en
AGP, A-85-2-01). El 26 de octubre de 1952,
por la mañana, durante la acción de gracias de la Comunión, consagró el Opus Dei
ante una imagen del Sagrado Corazón, en
el llamado Oratorio-biblioteca, contiguo al
despacho del entonces Presidente General, ahora Prelado, del Opus Dei. El oratorio
estaba todavía en construcción y la imagen
no era la que lo preside en la actualidad.
También esta consagración suponía
un refuerzo del amor y devoción a la santísima Humanidad de Cristo que caracteriza la vida espiritual de los miembros del
Opus Dei. La fórmula evidencia el carácter
interior, de entrega personal a Cristo, que
Escrivá de Balaguer quiso dar a esa consagración. En efecto, indica que, al consagrar el Opus Dei “con todas sus obras
apostólicas, te consagramos también
nuestras almas con todas sus facultades;
nuestros sentidos; nuestros pensamientos, palabras y obras; nuestros trabajos y
nuestras alegrías. Especialmente te consagramos nuestros pobres corazones, para
que no tengamos otra libertad que la de
amarte a Ti, Señor”. En las peticiones finales se ponen de relieve el amor a Cristo y a
su Madre, el servicio a la Iglesia y al Papa,
y el celo apostólico. Incluye, además, una
doble petición por la unidad: “mantennos
siempre unidos, por el amor, a la Obra, al
Padre y a nuestros hermanos (...) establece
en nuestros corazones el lugar de tu reposo, para permanecer así íntimamente unidos: a fin de que un día te podamos alabar,
amar y poseer por toda la eternidad en el
Cielo” (cfr. AVP, III, p. 233).
La elección de la fiesta de Cristo Rey
era la adecuada, porque en ese día se renovaba cada año la consagración de la
Humanidad al Sagrado Corazón, que León
XIII había realizado en 1899. Así lo había
dispuesto Pío XI al crear la nueva fiesta en
1925 (cfr. Enc. Quas primas, 11-XII-1925).
Era, por tanto, un día dedicado a la renovación del afán de identificarse con Cristo
y participar en la misión evangelizadora de
la Iglesia para edificar su Reino, objetivos
con los que el Opus Dei se identifica plenamente y que la consagración de 1952 vino
a reforzar.
4. Consagración al Espíritu Santo (1971)
La última consagración del Opus Dei la
realizó el fundador el 30 de mayo de 1971,
en el oratorio del Consejo General en Villa
Tevere, que tiene como retablo una vidriera
que representa la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. El motivo de
esta consagración fue múltiple. Ante todo,
san Josemaría quería implorar la ayuda
de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad para inspirar y guiar toda la acción
de la Obra y su expansión “en almas de
toda raza, lengua y nación” y acrecentar
la santidad de sus miembros en medio de
la crisis doctrinal y disciplinar que estaba
abatiéndose sobre muchas instituciones
católicas, en los años del post-concilio. La
fórmula –la más larga y elaborada de las
cuatro– incluye, además, una especial petición por la Iglesia, por el Papa y por los
pastores. Es muy posible que también tuviera presente en esa consagración el nuevo estatuto jurídico para el Opus Dei, de
cuya consecución dependía, en definitiva,
la defensa del genuino carisma de la Obra.
Por último, este acto es un reflejo de un
nuevo reverdecer de la devoción al Paráclito en el alma del fundador –muy antigua
en san Josemaría– que en esos años se
presentó en su alma como un “nuevo des-
262
CONTEMPLACIÓN
cubrimiento”, especialmente de la acción
del Paráclito en la Misa (cfr. AVP, III, p. 609).
Con esta consagración, san Josemaría no estaba simplemente recomendando una devoción más a los miembros del
Opus Dei. Era su propósito fomentar una
vida espiritual más pneumática, acrecentar
en quienes por vocación están llamados a
buscar la santidad un mayor trato con el
Santificador, a quien solía llamar “el Gran
Desconocido”, ya que así lo era al menos
en la devoción popular y también en parte
de la reflexión teológica-espiritual. De esos
años data una homilía dedicada al Espíritu Santo, que tituló precisamente El Gran
Desconocido (recogida posteriormente en
Es Cristo que pasa), y en la que se subraya
la constante acción del Paráclito en las almas y en la Iglesia.
Voces relacionadas: Espíritu Santo; Jesucristo;
Roma (1946-1956); Roma (1965-1975); Sagrada
Familia; María Santísima.
Bibliografía: AVP, III, pp. 189-195, 195-202,
227-233,609-611;SalvadorBernal,Mons.Josemaría
Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del
Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976;
FedericoRequena-JavierSesé,Fuentesparalahistoriadel
Opus Dei, Madrid, Ariel, 2002, pp. 99-101.
Luis CANO
CONTEMPLACIÓN
1. Distinción del concepto. 2. La doctrina
de san Josemaría.
El lenguaje común identifica el término
“contemplación” con la operación física de
centrar la mirada en un objeto o espacio
material, y también con su derivado espiritual de fijar la atención sobre un asunto.
En el ámbito religioso, “la contemplación
es el acto con que la mente del creyente
penetra y saborea la esfera luminosa de las
verdades divinas” (Álvarez - Ancilli, 1983,
p. 472).
1. Distinción del concepto
El lenguaje cristiano asumió el término
“contemplación” de la reflexión filosófica
del pensamiento grecorromano y lo dotó
de nuevos elementos: el pasar del mundo
de la contemplación de las ideas o de la
belleza a saberse en comunión vital con la
Trinidad; la exclusión de todo panteísmo y
la afirmación de un Dios creador y trascendente que llama al hombre a participar de
su vida divina, y que sitúa la contemplación como una realidad nueva, de donde
derivan el mutuo influjo entre conocimiento
y amor en el proceso de acercamiento a
Dios; y el desembocar de la contemplación
en la acción, en el amor a Dios y al prójimo
manifestado en obras (cfr. Illanes, 2003,
pp. 308-309).
En la historia de la espiritualidad la
contemplación ha sido objeto de estudio
por parte de los teólogos y –en el caso
particular de la contemplación mística– de
descripción fenomenológica por parte de
los místicos, ofreciendo una gran riqueza
de reflexiones, aunque sin llegar, como es
lógico ante un tema tan profundo, a dar
respuesta plena a todas las cuestiones
que su noción plantea. De la amplitud de
esas aportaciones dan testimonio las más
de quinientas apretadas columnas que el
Dictionnaire de Spiritualité dedica al tema.
Esa misma amplitud nos exime de intentar
ofrecer aquí ni siquiera una brevísima síntesis. Podemos por eso limitarnos a señalar, situándonos ya en nuestros días, que
en los primeros cuatro decenios del siglo
XX –y contemporáneamente al afirmarse la
teología espiritual como disciplina científica– diversos autores dieron vida al debate
sobre la llamada “cuestión mística”: “los
problemas planteados por la polémica se
podrían reducir, esencialmente, a la llamada universal a la contemplación y las relaciones entre lo ascético y lo místico en la
vida cristiana” (Bosch, 2007, p. 477). Este
debate y la doctrina de la llamada universal
a la santidad, recordada y enfatizada por
el Concilio Vaticano II, condujeron a la ge-
263
CONTEMPLACIÓN
neralizada aceptación de la contemplación
como dimensión connatural de la vocación
cristiana: todo bautizado debe aspirar a
ser contemplativo, a lograr una unión íntima de conocimiento y amor con Dios que
impregne todo su actuar. En esa línea se
mueve el Catecismo de la Iglesia Católica, como lo demuestran el número 2014
y los relativos a la oración contemplativa
(nn. 2709-2719). Y ese mismo principio se
encuentra en el corazón de la doctrina espiritual de san Josemaría.
2. La doctrina de san Josemaría
En las obras publicadas de san Josemaría aparecen con cierta frecuencia el
sustantivo “contemplación” (15 ocasiones)
y el adjetivo “contemplativo/a” (25), así
como también, con mayor frecuencia, el
verbo “contemplar” (116). Llama la atención el uso repetido del verbo en comparación con el que se hace del sustantivo y del
adjetivo. En parte se puede justificar por
su empleo con el significado genérico de
“mirar”, “ver”, “presenciar”; un reciente estudio señala, sin embargo, que en ochenta
pasajes se acude al verbo “contemplar”,
precisamente para aconsejar que en la
oración o meditación “se consideren y
revivan en la presencia de Dios, las escenas del Evangelio” (Illanes, 2003, p. 313),
lo que también explicaría esa diferencia
numérica. En tales casos, san Josemaría
usó con frecuencia la expresión “contemplativos en medio del mundo” para indicar
que el cristiano crece en vida de oración,
se abre a la contemplación también “en las
actividades de la vida ordinaria y a través
de ella, constituyendo, por tanto, un modo
específico secular de vivir la oración contemplativa” (Belda, 2007, p. 175). Dejando
un estudio más detenido del tema para
otras voces del Diccionario, subrayemos,
no obstante ya desde ahora, que para san
Josemaría, la conciencia de la filiación divina, es decir, el saberse hijo de Dios, lleva
al cristiano a “contemplar con amor y con
admiración todas las cosas que han sali-
do de las manos de Dios Padre Creador”
(ECP, 65). Y también, en consecuencia, a
ver a Dios en todas las cosas, con sus implicaciones prácticas. Escribe, por ejemplo: “Contempla al Señor detrás de cada
acontecimiento, de cada circunstancia,
y así sabrás sacar de todos los sucesos
más amor de Dios, y más deseos de correspondencia” (F, 96). Y, en el mismo sentido, como algo propio de los hijos de Dios,
alude a un hablar “la lengua de las almas
contemplativas, la de los hombres que son
espirituales, porque se han dado cuenta de
su filiación divina” (ECP, 13).
La santidad cristiana, que se apoya necesariamente en la oración, busca
traducirse en vida contemplativa. Al ser
universal la llamada de los bautizados a
la santidad, cabe también decir que, por
lo mismo, están todos llamados a la contemplación amorosa de Dios, sean cuales
fueren las circunstancias en que se desenvuelve su existencia. San Josemaría, que
dirige su enseñanza a todos los cristianos,
y de manera particular al fiel cristiano que
denomina “cristiano corriente”, escribe:
“La oración es el fundamento de toda labor
espiritual; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiéramos de este recurso, no lograríamos nada” (AD, 238).
San Josemaría enseña también –como
quien lo tiene bien experimentado– que en
la base de esa actitud contemplativa u oración continua han de hallarse algunos momentos especialmente dedicados cotidianamente a la oración mental. Se une así a
la Tradición cristiana, de la que es también
eco el Catecismo de la Iglesia Católica: “no
se puede orar «en todo tiempo» si no se
ora con particular dedicación, en algunos
momentos: son los tiempos fuertes de la
oración cristiana, en intensidad y duración” (CCE, n. 2697). La más alta expresión de la oración es, en efecto, la oración
de contemplación (cfr. CCE, n. 2699), cuyo
inicio se encuentra, con ayuda de la gracia,
en la búsqueda constante de la presencia de Dios. San Josemaría lo refleja, por
264
CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO
ejemplo, entre otros lugares, en el itinerario
espiritual que presenta en su homilía Hacia
la santidad: “Empezamos con oraciones
vocales, que muchos hemos repetido de
niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, (…) ¿No es
esto –de alguna manera– un principio de
contemplación, demostración evidente de
confiado abandono?” (AD, 296).
La oración progresa por medio de los
actos de fe, esperanza y amor, que informan la propia existencia; y la meditación –
segunda expresión de la oración (cfr. CCE,
n. 2699)– tiene en el Evangelio, actualizado
y revivido, su alimento preferido: “Quieres
aprender de Cristo y tomar ejemplo de su
vida? –Abre el Santo Evangelio, y escucha el diálogo de Dios con los hombres…,
contigo” (F, 322). Es en este contexto en
el que san Josemaría emplea más veces
la noción de contemplar, con el significado
de revivir y hacer presentes las escenas de
la vida de Jesús y de María: “La Iglesia nos
anima a la contemplación de los misterios:
para que se grabe en nuestra cabeza y en
nuestra imaginación, con el gozo, el dolor
y la gloria de Santa María, el ejemplo pasmoso del Señor, en sus treinta años de oscuridad, en sus tres años de predicación,
en su Pasión afrentosa y en su gloriosa
Resurrección” (AD, 299).
Y del trato con la Humanidad Santísima de Jesús, con María y José se pasa al
trato con las Personas divinas: “de la trinidad de la tierra a la Trinidad del cielo”,
según una expresión que san Josemaría
gustaba repetir. “El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de
las Personas divinas. De algún modo, es
un descubrimiento, el que realiza el alma
en la vida sobrenatural, como la de una
criaturica que va abriendo los ojos a la
existencia” (AD, 306). San Josemaría era
perfectamente consciente de la gratuidad
de la contemplación, y, al mismo tiempo,
consideraba que era meta y horizonte de
todo cristiano, pues comporta unión con
Dios: “Si tú procuras meditar, el Señor no
te negará su asistencia. Fe y hechos de fe,
porque el Señor (…) es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión;
ésta ha de ser la vida de muchos cristianos
(…)” (AD, 308).
Voces relacionadas: Contemplativos en medio
del mundo; Filiación divina; Mística; Oración;
Presencia de Dios; Santidad; Vocación.
Bibliografía: AD, 238-366, 294-316; CCE, nn.
2697-2699; Tomás Álvarez - Ermanno Ancilli,
“Contemplación”, en Ermanno Ancilli (dir.), Diccionario de Espiritualidad, I, Barcelona, Herder,
1983, pp. 472-480; Manuel Belda, “La contemplazione in mezzo al mondo nella vita e nella
doctrina di San Josemaría Escrivá de Balaguer”,
en Laurent Touze (a cura di), La contemplazione
cristiana. Esperienza e dottrina, Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2007, pp. 151176; Vicente Bosch, “La noción de contemplación en el Catecismo de la Iglesia Católica”, en
Laurent Touze (a cura di), La contemplazione, op.
cit., pp. 477-492; José Luis Illanes, “Contemplación y acción cristiana en el mundo”, en Id.,
Existencia cristiana y mundo. Jalones para una
reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona,
EUNSA, 2003, pp. 301-331; Jean-Hervé Nicolas,
Contemplation et vie contemplative en christianisme, Fribourg-Paris, Éditions Universitaires de
Fribourg-Beauchesne, 1980.
Vicente BOSCH
CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL
MUNDO
Con la expresión “contemplativos en
medio del mundo”, san Josemaría resumía
uno de los rasgos esenciales del espíritu
del Opus Dei, afirmando que el cristiano
corriente, llamado a santificarse en medio
del mundo, puede alcanzar la plenitud de la
contemplación sin necesidad de apartarse
de su condición secular, sino precisamente
en y a través de las realidades temporales.
Esta doctrina no es fruto de una reflexión abstracta, sino consecuencia de
algo que san Josemaría había encarnado
265
CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO
en su propia existencia, como se lee en el
Decreto sobre la heroicidad de sus virtudes: “Los rasgos más característicos de su
personalidad no hay que buscarlos tanto
en sus egregias cualidades para la acción
como en su vida de oración, y en la asidua experiencia unitiva que hizo verdaderamente de él un contemplativo itinerante”
(Congregación, 1990, p. 24).
San Josemaría proclamó abiertamente
la contemplación en medio del mundo: “La
contemplación no es cosa de privilegiados. Algunas personas con conocimientos
elementales de religión piensan que los
contemplativos están todo el día como en
éxtasis. Y es una ingenuidad muy grande.
Los monjes, en sus conventos, están todo
el día con mil trabajos: limpian la casa y se
dedican a tareas, con las que se ganan la
vida. Frecuentemente me escriben religiosos y religiosas de vida contemplativa, con
ilusión y cariño a la Obra, diciendo que rezan mucho por nosotros. Comprenden lo
que no comprende mucha gente: nuestra
vida secular de contemplativos en medio
del mundo, en medio de las actividades
temporales” (citado en Belda, 1998, p. 331).
Según san Josemaría, el cristiano
corriente debe ser contemplativo precisamente –como ya decíamos– en y a través
de su vida ordinaria, ya que la contemplación no se ha de limitar a unos momentos
concretos durante el día: ratos dedicados
expresamente a la oración personal y litúrgica, participación en la santa Misa, etc.,
sino que ha de abarcar toda la jornada,
hasta llegar a ser una oración continua,
donde el alma “se siente y se sabe también
mirada amorosamente por Dios, a todas
horas” (AD, 307). Por eso afirma: “Quisiera
que hoy (…) nos persuadiésemos definitivamente de la necesidad de disponernos
a ser almas contemplativas, en medio de
la calle, del trabajo, con una conversación
continua con nuestro Dios, que no debe
decaer a lo largo del día. Si pretendemos
seguir lealmente los pasos del Maestro,
ése es el único camino” (AD, 238).
En su enseñanza, la posibilidad de alcanzar la plenitud de la contemplación en
medio del mundo está unida a una realidad
que constituye el núcleo de su mensaje espiritual: la santificación del trabajo y de las
actividades ordinarias, pues la clave para
ser contemplativos en medio del mundo
consiste en transformar el trabajo en oración: “Trabajemos, y trabajemos mucho
y bien, sin olvidar que nuestra arma es la
oración. Por eso, no me canso de repetir
que hemos de ser almas contemplativas en
medio del mundo, que procuran convertir
su trabajo en oración” (S, 497); y también:
“Nuestra vida es trabajar y rezar, y al revés,
rezar y trabajar. Porque llega un momento en que no se saben distinguir estos dos
conceptos, esas dos palabras, contemplación y acción, que terminan por significar lo
mismo en la mente y en la conciencia” (citado en Rodríguez, 1986, p. 212). En estos
textos se apunta la idea de que el trabajo
puede transformarse no sólo en oración,
sino además en oración contemplativa.
Afirma así san Josemaría que es posible alcanzar la contemplación “en las
ocupaciones diarias, que no me son estorbo; que son –al contrario– vereda y motivo
para amar más y más, y más y más unirme a Dios” (AD, 310). Es más, cuanto más
inmerso esté un cristiano corriente en las
realidades temporales, más hondamente ha de sentir la necesidad de crecer en
presencia de Dios, pues de otro modo no
podría santificar esas realidades. “Nuestra condición de hijos de Dios nos llevará
–insisto– a tener espíritu contemplativo en
medio de todas las actividades humanas
–luz, sal y levadura, por la oración, por
la mortificación, por la cultura religiosa y
profesional–, haciendo realidad este programa: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios”
(F, 740).
Siguiendo la tradición espiritual cristiana, considera que la contemplación consiste esencialmente en “un mirar a Dios sin
descanso y sin cansancio” (AD, 296), y a
266
CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO
la vez enseña que Dios concede su gracia
para que pueda alcanzarse también en una
existencia secular y laical: “Nunca compartiré la opinión –aunque la respeto– de
los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles. Los hijos
de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio
del alma en coloquio permanente con el
Señor: y mirarle como se mira a un Padre,
como se mira a un Amigo, al que se quiere
con locura” (F, 738). El cristiano corriente
puede reconocer a Dios en su trabajo cotidiano: “El trabajo nace del amor, manifiesta
el amor, se ordena al amor. Reconocemos
a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de
nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo”
(ECP, 48). La actitud contemplativa está
unida a una revalorización con sentido teologal de la actividad diaria: “Dios os llama a
servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un
laboratorio, en el quirófano de un hospital,
en el cuartel, en la cátedra universitaria,
en la fábrica, en el taller, en el campo, en
el hogar de familia y en todo el inmenso
panorama del trabajo, Dios nos espera
cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo,
divino, escondido en las situaciones más
comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir (...). Realizad las cosas con
perfección, os he recordado, poned amor
en las pequeñas actividades de la jornada,
descubrid –insisto– ese algo divino que en
los detalles se encierra” (CONV, 114 y 121).
La enseñanza de san Josemaría puede sintetizarse con estas palabras: “«Contemplativos en medio del mundo», unidos
a Dios y reconociendo su realidad en y a
través de las variadas ocupaciones y situaciones del mundo, éste es, en suma, el ideal
que Mons. Escrivá propone como meta de
la vida de oración” (Illanes, “Iglesia en el
mundo: la secularidad de los miembros del
Opus Dei”, en OIG, pp. 269-270). Con la
expresión “contemplativos en medio del
mundo”, san Josemaría plantea a los cris-
tianos corrientes que crezcan con su vida
de oración, llegando a esa meta que es
la contemplación. La segunda parte de la
expresión, “en medio del mundo”, debe,
pues, entenderse en un pleno sentido
teológico-espiritual, presuponiendo que el
mundo es no sólo un ámbito sociológico,
sino también el medio o instrumento para
poder santificarse y alcanzar la plenitud de
la comunión con Dios. En definitiva, la afirmación de la contemplación en medio del
mundo lleva a sus últimas consecuencias
la valoración, a la vez, de la oración contemplativa y de la vida secular que caracteriza la enseñanza de san Josemaría.
Voces relacionadas: Contemplación; Oración;
Presencia de Dios; Unidad de vida.
Bibliografía: AD, 294-316, 238-255; CONV,
113-123; ECP, 39-56; F, 678-749; S, 482-531;
Congregación para las Causas de los Santos, “Decreto pontificio sobre el ejercicio heroico de las
virtudes del Siervo de Dios Josemaría Escrivá
de Balaguer, 9-IV-1990”, Romana. Boletín de la
Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 10 (1990),
pp. 22-25; Manuel Belda, “Contemplativos en
medio del mundo”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 27 (1998),
pp. 326-340; Id., “La contemplazione in mezzo
al mondo nella vita e nella dottrina di San Josemaría Escrivá de Balaguer”, en Laurent Touze (a cura di), La contemplazione cristiana. Esperienza e dottrina, Città del Vaticano, Libreria
Editrice Vaticana, 2007, pp. 151-176; José Luis
Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de
los miembros del Opus Dei”, en OIG, pp. 199300; Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona, EUNSA, 1986; Laurent
Touze, “La contemplation dans la vie ordinaire. À
propos de Josémaria Escrivá”, Esprit et Vie, 67
(2002), pp. 9-14.
267
Manuel BELDA
CONTRICIÓN
CONTRICIÓN
1. Necesidad de la conversión y la contrición cristianas. 2. Volver a Dios, nuestro
Padre, mediante el sacramento de la Penitencia. 3. Dolor de amor.
En muchas ocasiones san Josemaría
decía que la mejor de las devociones son
los actos de contrición. “La vida espiritual
es –lo repito machaconamente, de intento– un continuo comenzar y recomenzar.
– ¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces
un acto de contrición –y a diario deberíamos hacer muchos–, recomienzas, porque
das a Dios un nuevo amor” (F, 384). La
doctrina sobre la contrición ocupa un lugar
importante en su mensaje; la analizaremos
partiendo de su conexión con otra cuestión decisiva: la conversión.
1. Necesidad de la conversión y la contrición cristianas
Jesucristo comenzó su predicación
del anuncio del reino de Dios con la llamada a la contrición, al arrepentimiento y,
como consecuencia, a la conversión: “El
tiempo se ha cumplido y el reino de Dios
está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). La conversión supone un
profundo reconocimiento de nuestra condición de pecadores, de nuestras miserias,
una específica humildad que deteste el pecado y sepa dejar todas las insuficiencias
que arrastramos –aquellas que son consecuencia del pecado original y las causadas
por nuestra propia culpa– en manos del
Señor mediante actos verdadera y profundamente contritos. Esto es necesario al
comenzar a vivir una vida auténticamente
cristiana. Pero es igualmente necesario
después de años de una rigurosa lucha ascética, ya que con el paso del tiempo se
ven los propios defectos con más claridad,
y pesan más. Esa experiencia no es motivo
de sorpresa, más bien es algo muy normal
en la vida interior. Ningún santo se sentía
santo porque conocía perfectamente la
discrepancia que hay entre el amor afecti-
vo y el amor efectivo a Dios (el tema es recurrente en Tratado del amor a Dios de san
Francisco de Sales, en Práctica del amor a
Jesucristo de san Alfonso María de Ligorio
y en otras obras similares). Hay que reaccionar con una visión sobrenatural, ver las
cosas bajo la luz de la fe, que nos dice: una
de las consecuencias del pecado original
es nuestra constante inclinación al pecado
y al error. A pesar de la lucha ascética, darse cuenta de esa inclinación puede llevar
a la tentación de perder la paz y la alegría,
cayendo en escrúpulos que no ven los propios defectos como faltas de amor a Dios.
La salida a esta situación está únicamente
en la verdadera humildad. “Si has cometido un error, pequeño o grande, ¡vuelve corriendo a Dios! –Saborea las palabras del
salmo: «cor contritum et humiliatum, Deus,
non despicies» –el Señor jamás despreciará ni se desentenderá de un corazón contrito y humillado” (F, 172).
A san Josemaría le gustaba tener
siempre muy presente la parábola del hijo
pródigo (Lc 15), “que nunca nos cansaremos de meditar” (ECP, 178), pues “la vida
humana es, en cierto modo, un constante
volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión
del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra
vida, y que, por tanto, se manifiesta en
obras de sacrificio y de entrega” (ECP, 64).
2. Volver a Dios, nuestro Padre, mediante el sacramento de la Penitencia
Este volver tiende por su propia naturaleza al sacramento de la Penitencia.
“Volver hacia la casa del Padre, por medio
de ese sacramento del perdón en el que,
al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios.
(...) No importa nuestra deuda. Como en el
caso del hijo pródigo, hace falta sólo que
abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos
maravillemos y nos alegremos ante el don
268
CONTRICIÓN
que Dios nos hace de podernos llamar y
ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente
hijos suyos” (ibidem). La contrición tiene,
pues, una estrecha relación, por un lado,
con la filiación divina, que, según la enseñanza de san Josemaría, constituye el fundamento de toda la vida espiritual, y, por
otro, con el sacramento de la Penitencia.
Consideremos primero su relación con
la filiación divina: “La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo
hacia la casa del Padre” (ibidem). El hombre necesita convertirse mediante la contrición, dándose cuenta del regalo inmenso
y gratuito de su filiación divina. La gracia
nos empuja a esa conversión siempre que,
de un modo u otro, nos hemos apartado
de Dios. “Si obraras conforme a los impulsos que sientes en tu corazón y a los que
la razón te dicta, estarías de continuo con
la boca en tierra, en postración, como un
gusano sucio, feo y despreciable... delante
de ¡ese Dios! que tanto te va aguantando”
(C, 597). Pero esta situación no nos debe
quitar la paz y la confianza en el Señor. “La
indulgencia es proporcional a la autoridad.
Un simple juez ha de condenar –quizá reconociendo los atenuantes– al reo convicto y confeso. El poder soberano de un
país, algunas veces, concede una amnistía
o un indulto. Al alma contrita, Dios la perdona siempre” (S, 763). “Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto
de dolor, si nos purificamos en el santo
sacramento de la Penitencia, Dios sale a
nuestro encuentro y nos perdona; y ya no
hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado (Lc
15, 32)” (ECP, 178).
Los actos de contrición deben respirar
el aire de la filiación divina auténticamente vivida: “Un hijo de Dios trata al Señor
como Padre. Su trato no es un obsequio
servil, ni una reverencia formal, de mera
cortesía, sino que está lleno de sinceridad
y de confianza. Dios no se escandaliza de
los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del cielo
perdona cualquier ofensa, cuando el hijo
vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente
y pide perdón” (ECP, 64).
Pero si san Josemaría insiste en la filiación divina, subraya también que está en
relación con el sacramento de la Penitencia,
como lo señala la Tradición cristiana. Según
la enseñanza del Concilio de Trento, “son
quasi-materia de este sacramento los actos del penitente, es decir: contrición, confesión y satisfacción” (DH, 1673). Doctrina
que se precisa añadiendo a continuación
que la contrición ocupa entre los tres actos
del penitente el primer lugar (cfr. DH, 1674).
Dejando claro que este sacramento es
absolutamente necesario para el perdón
de los pecados graves, san Josemaría va
más allá recomendando el uso frecuente, incluso semanal, de este sacramento.
Ese consejo parte de una razón teológica:
la importancia del perdón, también de las
faltas leves, y el hecho de que todos los
sacramentos implican una específica configuración con Cristo, también el sacramento de la Penitencia. La configuración
con Cristo en este sacramento hace al penitente partícipe de Cristo crucificado en
cuanto que Cristo, al asumir la condición
humana, se sometió al juicio de Dios Padre sobre el pecado. Recibiendo este sacramento, el penitente cobra una especial
dignidad al quedar incorporado, mediante
su contrición, a la obra redentora de Jesús,
a esa reconciliación obrada por la Cruz de
Cristo, que alcanza la humanidad entera.
Dice san Josemaría: “Jesús: que nunca
más te pierda (...). Y entonces la desgracia
y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos
de profunda contrición y frases ardientes,
que la pluma no puede, no debe estampar” (SR, Quinto Misterio Glorioso); “Acaba
siempre tu examen con un acto de Amor
–dolor de Amor–: por ti, por todos los pecados de los hombres...” (C, 246).
269
CONTRICIÓN
3. Dolor de amor
San Josemaría repite con frecuencia
que la santidad personal consiste en identificarse con Cristo, en “ser otro Cristo, el
mismo Cristo”; tarea que dura toda la vida
y que lleva a mantener el deseo de conversión de forma constante. Puede darse el
caso de que la conversión inicial parta de
un gran alejamiento de Dios, pero aún entonces no se debe desesperar: “¡Muy honda es tu caída! –Comienza los cimientos
desde ahí abajo. –Sé humilde. –“Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies”.
–No despreciará Dios un corazón contrito y
humillado” (C, 712). “Padre: ¿cómo puede
usted aguantar esta basura? –me dijiste–,
luego de una confesión contrita. –Callé,
pensando que si tu humildad te lleva a sentirte eso –basura: ¡un montón de basura!–,
aún podremos hacer de toda tu miseria
algo grande” (C, 605). Siempre se debe ir
adelante por el camino cristiano con plena confianza en Dios: “El Señor convirtió
a Pedro –que le había negado tres veces–
sin dirigirle ni siquiera un reproche: con una
mirada de Amor. –Con esos mismos ojos
nos mira Jesús, después de nuestras caídas. Ojalá podamos decirle, como Pedro:
“¡Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te
amo!”, y cambiemos de vida” (S, 964).
Pero en la vida espiritual ordinaria no
se trata siempre de un comienzo completamente nuevo. “En la vida nuestra, en la
vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno
recuerda, en el que se advierte claramente
todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más
difíciles, son las sucesivas conversiones.
Y para facilitar la labor de la gracia divina
con estas conversiones sucesivas, hace
falta mantener el alma joven, invocar al
Señor, saber oír, haber descubierto lo que
va mal, pedir perdón. (…) Él nos oye, y no
desatenderá lo que pide un corazón contrito y humillado” (ECP, 57; las palabras finales son una cita del Salmo 51, que san
Josemaría meditaba a diario). Justamente
cuando uno ya lleva años de lucha ascética, viendo sus propias faltas de correspondencia al amor a Dios, se puede caer
en la tentación de calibrar las deficiencias
como algo inevitable. Precisamente entonces hay que mantener el alma joven y
profundamente humilde, y temer cualquier
forma de aburguesamiento espiritual. “Advierte la Escritura Santa que hasta el justo
cae siete veces (Pr 24, 16). Siempre que he
leído estas palabras, se ha estremecido mi
alma con una fuerte sacudida de amor y de
dolor” (AD, 215).
El dolor de los pecados es perfecto
cuando es un “dolor de amor”, cuando es
expresión de un amor que nace de lo más
hondo del alma. Así lo recalcó con fuerza
san Josemaría: “Dolor de Amor. –Porque Él
es bueno. –Porque es tu Amigo, que dio
por ti su Vida. –Porque todo lo bueno que
tienes es suyo. –Porque le has ofendido
tanto... Porque te ha perdonado... ¡Él!...
¡¡a ti!!–Llora, hijo mío, de dolor de Amor”
(C, 436; cfr. C, 503). “¿Lloras? –No te dé
vergüenza. Llora: que sí, que los hombres
también lloran, como tú, en la soledad y
ante Dios. –Por la noche, dice el Rey David, regaré con mis lágrimas mi lecho. Con
esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes
purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu
vida actual” (C, 216). “Lo que debo a Dios,
por cristiano: mi falta de correspondencia,
ante esa deuda, me ha hecho llorar de dolor: de dolor de Amor. ‘Mea culpa!’” –Bueno es que vayas reconociendo tus deudas:
pero no olvides cómo se pagan: con lágrimas... y con obras” (C, 242).
En ese contexto se entiende bien que,
como ya hemos visto, para san Josemaría,
la vida espiritual sea un continuo comenzar y recomenzar. “Vivía, con esperanza,
el hoy y ahora” (Bernal, 1976, p. 215). El
estar aquí y ahora en la presencia de Dios
es fundamental en toda la enseñanza del
fundador del Opus Dei. “Que los tropiezos
y derrotas no nos aparten ya más de Él.
Como el niño débil se arroja compungido
en los brazos recios de su padre, tú y yo
270
CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro)
nos asiremos al yugo de Jesús. Sólo esa
contrición y esa humildad transformarán
nuestra flaqueza en fortaleza divina” (VC,
VII Estación). Como el amor no tiene límites, cada momento presenta –en cierto
modo– una nueva apertura al amor a Dios,
y “no olvides que el Dolor es la piedra de
toque del Amor” (C, 439). Por lo tanto el
“dolor de Amor” debe ser algo constante
en la vida interior. “Alimenta en tu alma el
afán de reparación, para conseguir cada
día una contrición mayor” (F, 198).
El dolor y la contrición se convierten
aquí en desagravio, que se extiende a los
pecados de todos los hombres. “Renueva
durante el día tus actos de contrición: mira
que a Jesús se le ofende de continuo y, por
desgracia, no se le desagravia con ese ritmo. Por eso vengo repitiendo desde siempre: los actos de contrición, ¡cuantos más,
mejor! Hazme tú eco, con tu vida y con tus
consejos” (S, 480). Esta solidaridad con el
género humano es una consecuencia de la
íntima unión con Cristo que se ofrece por
todos los hombres en la Cruz. Así el fundador del Opus Dei aconseja: “Acaba siempre tu examen con un acto de Amor –dolor
de Amor–: por ti, por todos los pecados de
los hombres... –Y considera el cuidado paternal de Dios, que te quitó los obstáculos
para que no tropezases” (C, 246).
Finalmente, un texto que nos sitúa
ante el horizonte mariano de la contrición:
“Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga
el regalo –prueba de su cariño por ti– de
la contrición, de la compunción por tus
pecados, y por los pecados de todos los
hombres y mujeres de todos los tiempos,
con dolor de Amor. Y, con esa disposición,
atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si
algo hay ahora en mí que desagrada a mi
Padre-Dios, concédeme que lo vea y que,
entre los dos, lo arranquemos. Continúa
sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa,
oh dulce Virgen Santa María!, ruega por
mí, para que, cumpliendo la amabilísima
Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar
y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús” (F, 161).
Voces relacionadas: Amor a Dios; Conversión;
Desagravio; Filiación divina; Lucha ascética; Pecado; Penitencia, Virtud y sacramento de la.
Bibliografía: F, 158-215, 377-474; Juan Pablo II, Exhort. Ap. Reconciliatio et paenitentia,
1984; Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976; Leo
Scheffczyk, “Die spezifische Heilswirkung des
Bußsakraments”, en Klaus M. Becker (ed.), Sinn
und Sendung, III Erneuerung durch Buße, St.
Augustin, Wort und Werk, 1978, pp. 17-45.
Klaus M. BECKER
CONVERSACIONES CON MONS.
ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro)
1. El ciclo de las entrevistas. 2. La homilía
Amar al mundo apasionadamente. 3. De la
prensa periódica al libro. 4. Tipo de entrevistas. 5. Contexto, temas, ideas. 6. Repercusión y fortuna editorial.
En 1968 se publicó en castellano, y
también, casi simultáneamente, en inglés,
portugués e italiano, Conversaciones con
monseñor Escrivá de Balaguer, un libro
con algunas entrevistas que san Josemaría había concedido a la prensa en los dos
años anteriores.
1. El ciclo de las entrevistas
A mediados de los años sesenta, en
efecto, san Josemaría se había dado cuenta, según explica Illanes, de “que la concesión de entrevistas a la prensa podía ser
un vehículo adecuado para trasmitir su
testimonio como fundador sobre la realidad del Opus Dei y, eventualmente, para
tratar temas doctrinales hacia los que la
opinión pública, recién celebrado el Concilio Vaticano II, estaba particularmente
sensibilizada” (Illanes, 2009, p. 259). Y en
271
CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro)
consecuencia fue entrevistado por varios
medios de comunicación.
En la primavera de 1966, pocos meses
después de la clausura del Concilio Vaticano II, san Josemaría concede su primera
entrevista. Se la hace Jacques GuilleméBrûlon, corresponsal de Le Figaro, y aparece publicada en el diario parisino el 16
de mayo. Ese mismo año, en otoño, recibe a Tad Szulc, del New York Times, y
en abril del año siguiente a Peter Forbath,
de Time: ambos le entrevistan, pero luego
publican sólo una parte muy reducida de
las respuestas, cada uno en el marco de
un reportaje sobre el Opus Dei. En el libro
Conversaciones con monseñor Escrivá de
Balaguer, en cambio, las dos entrevistas
serán reproducidas íntegramente.
En octubre de 1967, con ocasión de
un viaje a España, san Josemaría concede
un par de entrevistas a dos publicaciones
promovidas por personas del Opus Dei y
dirigidas a un público sectorial: Palabra,
revista atenta sobre todo a dar información
católica a los sacerdotes, y Gaceta Universitaria, un semanario estudiantil. Los entrevistadores son, respectivamente, Pedro
Rodríguez y Andrés Garrigó.
En enero de 1968, una revista femenina española, Telva, envía a Roma a su directora, Pilar Salcedo, que hace una nueva
entrevista a san Josemaría. Publicada en
Telva el 1 de febrero, la entrevista aparecerá también, en marzo, con algún pequeño
añadido que quiso introducir san Josemaría, en Mundo Cristiano, una revista familiar
muy popular en España en aquel momento. Para entonces también L’Osservatore
della Domenica, semanario vaticano, había
solicitado una entrevista al fundador del
Opus Dei, que de nuevo había accedido.
La harán el director, Enrico Zuppi, y un colaborador, Antonino Fugardi. Se publicará,
con abundantes fotografías, en tres entregas, los días 19 y 26 de mayo y 2 de junio
de 1968. Será la última de lo que se puede
llamar el “ciclo de las entrevistas” de san
Josemaría.
Tras la de L’Osservatore della Domenica, en efecto, el fundador del Opus Dei
deja de dar entrevistas a la prensa: más
adelante, sólo en un par de ocasiones, por
circunstancias muy particulares, volverá a
concederlas.
2. La homilía Amar al mundo apasionadamente
Cuando se publicó Conversaciones
con monseñor Escrivá de Balaguer, a las
siete entrevistas para la prensa se añadió,
como último capítulo del libro, el texto de
una homilía que san Josemaría había pronunciado en la Universidad de Navarra
durante su viaje a España en octubre de
1967. A esa homilía, que tocaba temas afines al mensaje que las entrevistas transmitían –lo que justificaba su inclusión en el
libro–, se le puso por título Amar al mundo
apasionadamente.
San Josemaría pronunció la “homilía
del campus”, como hoy es popularmente
conocida, el domingo 8 de octubre, en una
misa al aire libre para los participantes (decenas de miles de personas) en la II Asamblea General de la Asociación de Amigos
de la Universidad de Navarra.
3. De la prensa periódica al libro
Las entrevistas de Conversaciones
con monseñor Escrivá de Balaguer se difundieron ampliamente no sólo desde los
órganos de prensa a los que habían sido
concedidas, sino también desde otros que
las reprodujeron posteriormente, e incluso
por medio de folletos, separatas, etc., tanto en su lengua original como en otras.
Al reunirlas en libro, las entrevistas
fueron dispuestas según un orden no cronológico, sino temático. En primer lugar,
una entrevista sobre la Iglesia, la de Palabra, como marco de las cuatro siguientes,
centradas en el Opus Dei (Time, New York
Times, Le Figaro y L’Osservatore della Domenica), y al final las de Gaceta Universita-
272
CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro)
ria y Telva, que se ocupan de temas monográficos (la universidad y la mujer).
4. Tipo de entrevistas
Las entrevistas de que se compone el
libro fueron contestadas por escrito. San
Josemaría prefería este tipo de entrevista,
más adecuada para comunicar mensajes
perennes. Por lo demás, como escribe Illanes, este modo de trabajar implicó que san
Josemaría fuera “a la vez persona entrevistada y protagonista; dicho de otro modo,
autor de un texto que responde por entero a su autoría. Las preguntas, en efecto,
no sólo fueron contestadas por escrito,
sino que al elaborar esas respuestas san
Josemaría, aun ateniéndose a las normas
sobre extensión y a la brevedad de plazos que reclaman la naturaleza y el ritmo
propios de los medios de comunicación
social, expuso con detenimiento sus ideas
y procedió con calma, revisando varias
veces –hasta siete u ocho en más de un
caso– lo escrito, a fin no sólo de precisar
los conceptos, sino también de pulir el estilo” (Illanes, 2009, p. 260).
Los entrevistadores estuvieron de
acuerdo en atenerse a la metodología señalada: es decir, enviaron siempre un cuestionario y, en el momento de su encuentro
con san Josemaría (o, en algún caso, en
otro momento), recibieron las respuestas
por escrito.
5. Contexto, temas, ideas
De lo dicho en los párrafos anteriores
se sigue que los grandes temas de Conversaciones no son simplemente los que
sugieren con sus preguntas los entrevistadores, sino también los que intencionadamente plantea san Josemaría en sus
respuestas. Lógicamente, en buena parte
unos y otros son coincidentes.
El Opus Dei, y su papel y significado
en la Iglesia y en la sociedad, es un primer
tema de las entrevistas con san Josemaría.
Se trata de un tema obvio en un diálogo
con el fundador, pero además viene exigido por algunas circunstancias entonces
muy vivas: por una parte, la provisionalidad de su estatuto canónico (en los años
sesenta el Opus Dei era todavía un Instituto secular, figura inadecuada a su realidad constitutiva); por otra, la presencia de
algunos de sus miembros en puestos relevantes de la vida pública española en un
momento histórico delicado e interesante;
y por otra, su evidente dinamismo evangelizador, que en veinte años le había llevado
a estar presente en los cinco continentes.
Otro tema fuerte es la libertad cristiana. “El vocablo que con más insistencia
aparece a lo largo de este volumen es el
de «libertad»”, escribió uno de los primeros recensores del libro (Fernández de la
Mora, 1968, p. 7). La idea de libertad que
desarrolla san Josemaría es, por supuesto, teológica: el hombre es libre porque ha
sido hecho a imagen de Dios. Pero tiene
implicaciones muy concretas en el orden
temporal: es también libertad política, por
ejemplo.
Para el cristiano, la condición de hijo
de Dios y la misión apostólica son elementos constitutivos de una libertad de orden
superior que pide ser reconocida, especialmente, en el seno de la Iglesia. Esta
“reivindicación de la «autonomía apostólica» de los laicos” (García Suárez, 1970, p.
160), presentada no en términos de tensión dialéctica frente al ministerio jerárquico, sino de comunión (cfr. ibidem), es uno
de los rasgos destacados de la visión de la
Iglesia que emerge de las entrevistas a san
Josemaría y de la “homilía del campus”.
La Iglesia, naturalmente, y en particular
la Iglesia del Concilio Vaticano II, es otro
tema importante en Conversaciones.
Lo son también la universidad y la mujer, hasta el punto de merecer dos entrevistas por así decir monográficas, las dos
últimas. Es llamativo el sentido de anticipación que supone afrontar en aquel momento (otoño de 1967 e invierno de 1968) esos
dos temas, que van a ocupar enseguida un
273
CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro)
lugar destacado en la agenda de la historia:
de mayo de 1968 es la gran revuelta estudiantil de París, extendida rápidamente a
toda Europa; de julio, la encíclica Humanae
vitae, que sale al paso de la revolución sexual y desata inevitablemente la oposición
de un cierto feminismo al Magisterio católico. Muchas de las cosas que san Josemaría dice en esas dos entrevistas revelan
una profunda conciencia de los problemas
latentes y arrojan luz para darles una solución cristiana. Solución que pasa por la
aceptación de ciertas transformaciones
en curso, perfectamente legítimas (la garantía de una progresiva democratización
de la enseñanza, el acceso de la mujer al
espacio público, etc.), y por un esfuerzo de
concordia en la universidad, en la familia,
en la sociedad en general.
Las entrevistas y la homilía de Conversaciones se enmarcan en una coyuntura que tiene como puntos de fuerza,
entre otros, el Concilio Vaticano II, con
su programa de renovación de la Iglesia,
y el desfase entre la pujanza apostólica y
la provisionalidad jurídica del Opus Dei en
aquellos momentos. Entre los restantes
elementos de contexto, uno no despreciable es el régimen de Franco en España, que por una parte representaba una
anomalía en el mundo occidental, donde
la democracia parlamentaria era la norma,
y por otra, aun siendo oficialmente católico, debía adaptarse al principio de libertad
religiosa, sancionado por la Iglesia en el
Concilio.
Este último tema interesa especialmente a Le Figaro, Time y New York Times, medios más atentos a los equilibrios
y desequilibrios de la política internacional
–y, en general, a las cuestiones humanas–
que a la vida de la Iglesia. Al ser interrogado acerca de la política española, san
Josemaría, evitando juicios sobre cuestiones concretas, que considera que no
le competen, afirma siempre netamente la
libertad de que gozan en esta materia los
miembros del Opus Dei y, más en general,
todos los católicos, y deja en manos de la
jerarquía episcopal las eventuales indicaciones que, en relación con determinadas
cuestiones temporales, pueda ser preciso
dar a los fieles.
Sobre el Concilio Vaticano II hay referencias, sobre todo, en las entrevistas a
Palabra y L’Osservatore della Domenica.
La primera se abre con un revelador comentario de un término italiano entonces
en boga, aggiornamento (actualización,
puesta al día), que para él significa, sustancialmente, fidelidad: la Iglesia se pone al
día en el Concilio Vaticano II, viene a decir
san Josemaría, no por un superficial afán
de estar de moda, sino para que sea eficaz
en el momento presente, con sus características propias, su deseo de fidelidad a
la misión que Jesucristo le ha dado al fundarla. A esta hermenéutica se ajustan luego muchas otras consideraciones de san
Josemaría –siempre positivas y estimulantes– sobre la Iglesia del Concilio.
6. Repercusión y fortuna editorial
El impacto de Conversaciones fue
grande sobre todo en España, donde en
el momento de su aparición figuró durante varias semanas en las listas de libros
más vendidos. Con el paso de los años,
además, las ediciones en castellano y en
otros idiomas se han sucedido de manera
continua, lo que ha hecho del libro, como
de otros de san Josemaría, no sólo un best
seller momentáneo, sino también un long
seller.
De Conversaciones se han impreso,
hasta la fecha, unas setenta ediciones en
once lenguas. En 1968, como se ha dicho,
el libro salió casi a la vez en castellano, italiano, inglés y portugués; al año siguiente
se publicó en francés. En 1970 aparecieron las traducciones alemana y catalana.
Más recientes son las primeras ediciones
en neerlandés (1991), polaco (1993), checo
(2002) y sueco (2010). El número total de
ejemplares publicados es de algo más de
350.000.
274
CONVERSIÓN
En 2012 Ediciones Rialp (Madrid) publicó la edición crítico-histórica del libro,
preparada por José Luis Illanes y Alfredo
Méndiz. La obra, que incluye un prólogo de
Mons. Javier Echevarría, forma parte de la
Colección de Obras Completas de san Josemaría, dirigida por el Instituto Histórico
San Josemaría Escrivá de Balaguer.
Voces relacionadas: Escritos de san Josemaría:
Descripción de conjunto.
Bibliografía: CONVECH; Gino Concetti, “Colloqui con mons. Escrivá de Balaguer”, 16-IX1969, L’Osservatore Romano; Cornelio Fabro, El
temple de un Padre de la Iglesia, Madrid, Rialp,
2002; Gonzalo Fernández de la Mora, “Conversaciones de J. M. Escrivá de Balaguer”, 26XII-1968, ABC, Suplemento dominical, pp. 7-8;
Alfredo García Suárez, “Existencia secular cristiana: notas a propósito de un libro reciente”,
ScrTh, 2 (1970), pp. 145-164; José Luis Illanes,
“Obra escrita y predicación de san Josemaría
Escrivá de Balaguer”, SetD, 3 (2009), pp. 203276; André-Mutien Léonard, “Le matérialisme
chrétien de Josémaria Escrivá. Réflexions autour du livre Entretiens avec Mgr. Escrivá”, AnTh,
XVII (2003), pp. 167-184; Antonio Livi, “Conversaciones: el ideal de «amar al mundo apasionadamente»”, en Miguel Ángel Garrido Gallardo
(coord.), La obra literaria de Josemaría Escrivá,
Pamplona, EUNSA, 2002, pp. 215-217.
del don de Sí que hace Dios en Cristo por
el Espíritu Santo.
1. Enseñanzas bíblicas
La conversión implica un cambio profundo que el Nuevo Testamento describe
como paso de las tinieblas a la luz (cfr. Jn
1, 4-9; Hch 26, 18; 1 P 2, 9; Ef 5, 8), de la
vida según la carne a la vida según el espíritu (Rm 8, 1-13; Ga 5, 15-26), del poder
y esclavitud de Satanás a la libertad de los
hijos de Dios. Es, en definitiva, la muerte
del “hombre viejo” y la aparición del “hombre nuevo” resucitado en Cristo (Ef 4, 2224): un segundo nacimiento, una resurrección, una nueva creación.
1. Enseñanzas bíblicas. 2. Primera conversión y conversiones sucesivas. 3. Elementos de la doctrina de la conversión.
En el lenguaje bíblico, la idea de conversión se expresa mediante los verbos
hebreos šûb y nhm (en griego, strefô y
metánoia). El primero significa dirigirse
hacia una meta o ideal distinto del que se
tenía hasta el momento, alejarse de, volver (aunque en sí mismo no posee un valor
religioso, fue adquiriendo poco a poco el
sentido de vuelta a Yahveh, a través de la
fe, la obediencia y el rechazo de las obras
malas, tanto del pueblo elegido como del
individuo). El segundo, suspirar, sollozar,
dolerse, arrepentirse, consolar, que expresa la idea de conversión moral o religiosa,
de vuelta a Dios en su sentido más fuerte.
Si en el Antiguo Testamento, convertirse
era vivir según la ley de Yahveh, huyendo
de lo que le desagrada, en el Nuevo Testamento, la conversión adquiere un marcado
carácter cristocéntrico: consiste en escuchar y seguir a Jesucristo, es decir, creer
en Él, vivir su vida (cfr. entre otros muchos
textos Lc 9, 23 y Flp 1, 21).
En sentido religioso, se entiende por
conversión la transformación mediante la
cual el sujeto pasa de una vida pecadora
a otra virtuosa y justa. Significa también el
paso de la incredulidad a la fe, y la vuelta
a la fe después de un tiempo de distanciamiento. En su acepción teológica, consiste
en la acogida libre por parte del hombre
La Sagrada Escritura muestra claramente la primacía de la acción gratuita de
Dios en la conversión: sale al encuentro,
llama y se adelanta dando su gracia: “Ninguno puede venir a Mí, si mi Padre no lo
atrae” (Jn 6, 44). En este sentido, el Magisterio de la Iglesia ha afirmado en varias
ocasiones la necesidad de la gracia y de
los auxilios del Espíritu Santo, y ha puesto
Alfredo MÉNDIZ
CONVERSIÓN
275
CONVERSIÓN
de manifiesto también el papel de la libertad del hombre para acoger el Evangelio
(cfr. CCE, nn. 1426-1429).
2. Primera conversión y conversiones
sucesivas
Es tradicional en teología espiritual
referirse a una primera conversión, que
acontece con el Bautismo, por el que el
hombre es justificado y santificado, naciendo a la vida de la gracia; y a sucesivas
conversiones, ya que el inicio es susceptible de perfeccionamiento, en la medida en
que el creyente, con la gracia y sus buenas
obras, se identifica más con Cristo. “La liturgia de la Iglesia propone a los cristianos
unos tiempos especiales de conversión
como son los de Adviento y Cuaresma.
Sin embargo, la conversión personal ha de
ser una actitud permanente del creyente,
como respuesta a la llamada universal a la
santidad (cfr. Mt 5, 48)” (Alonso, 2006, p.
186). Por primera conversión se entiende
también el momento de toma de conciencia de la propia vocación dentro de la común llamada a la santidad que Dios dirige
a todos los hombres, o sea, la percepción
de cómo, en un modo concreto, la vocación cristiana se determina dando cauce, a
lo largo de la propia existencia, a la condición de hijos de Dios. En todo caso, puede
afirmarse, por tanto, que la vida cristiana
es conversión continua, es decir, vida que
se va edificando a través de sucesivas
conversiones o segundos nacimientos, en
el encuentro con Dios por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo, en la oración, en
la Escritura y en los sacramentos.
Esta doctrina común de la Iglesia encuentra una expresión clara y sintética en
un texto de san Josemaría: “La conversión
es cosa de un instante. –La santificación
es obra de toda la vida” (C, 285). Aquí, san
Josemaría usa el término “conversión” en
un sentido muy próximo al de “justificación”, es decir, como cambio de pecador a
justo, pero también en el del cambio por el
que una persona advierte que debe pasar
de una existencia superficial a otra comprometida y coherente. Así entendida, la
conversión acontece, efectivamente, en un
instante, aunque pueda tener actos previos
de preparación. El vocablo “santificación”,
en cambio, lo aplica al despliegue, posibilitado y guiado por la gracia de Dios, de la
“santificación” radical producida en el instante de la justificación (cfr. CECH, p. 468).
El mensaje transmitido por san Josemaría
busca precisamente difundir entre los cristianos la pujanza de la primera conversión,
y desplegar con la ayuda de la gracia, a
través de sucesivas conversiones, toda la
virtualidad de la primera: “La semilla divina
de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse
en obras, a dar frutos que respondan en
cada momento a lo que es agradable al
Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar –en
las nuevas situaciones de nuestra vida– la
luz, el impulso de la primera conversión”
(ECP, 58).
Y así en otro lugar menciona: “En la
vida nuestra, en la vida de los cristianos, la
conversión primera –ese momento único,
que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos
pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas
conversiones. Y para facilitar la labor de la
gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven,
invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón” (ECP,
57). En este sentido, las segundas conversiones vienen exigidas por la primera ya
que, en realidad, no son sino momentos
de una única y misma llamada de Dios al
hombre, y del despliegue de la respuesta
humana que busca una mayor proximidad
a Dios: “Acercarse un poco más a Dios
quiere decir estar dispuesto a una nueva
conversión, a una nueva rectificación, a escuchar atentamente sus inspiraciones –los
santos deseos que hace brotar en nuestras
almas–, y a ponerlos por obra” (F, 32).
276
COOPERADORES DEL OPUS DEI
3. Elementos de la doctrina de la conversión
La homilía La conversión de los hijos
de Dios, recogida en Es Cristo que pasa,
nos proporciona los principales elementos de la doctrina de san Josemaría sobre
nuestro tema. Ya el mismo título relaciona
la conversión con la filiación divina, característica esencial en la experiencia y
doctrina espiritual de san Josemaría: “La
conciencia de nuestra filiación divina da
alegría a nuestra conversión: nos dice que
estamos volviendo hacia la casa del Padre” (ECP, 64). La conversión implica “un
examen hondo, pidiendo ayuda al Señor,
para que podamos conocerle mejor y nos
conozcamos mejor a nosotros mismos. No
hay otro camino, si queremos convertirnos de nuevo” (ECP, 58). El humilde reconocimiento del pecado y la seguridad del
perdón divino (“Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del cielo
perdona cualquier ofensa, cuando el hijo
vuelve a Él, cuando se arrepiente y pide
perdón”: ECP, 64) desemboca en la contrición (“esa conversión del corazón que
supone el deseo de cambiar, la decisión
firme de mejorar nuestra vida, y que –por
tanto–, se manifiesta en obras de sacrificio y entrega”: ECP, 64), y se materializa
en el sacramento de la Penitencia: “volver
hacia la casa del Padre, por medio de ese
sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de
Cristo” (ECP, 64). Ese deseo de cambiar, el
propósito de enmienda, se manifiesta en la
lucha ascética. Una constante de las enseñanzas de san Josemaría es presentar
la vida del cristiano no como una acumulación de victorias, sino como un continuo
comenzar y recomenzar: “La vida espiritual
es –lo repito machaconamente, de intento– un continuo comenzar y recomenzar.
–¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces
un acto de contrición –y a diario deberíamos hacer muchos–, recomienzas, porque
das a Dios un nuevo amor” (F, 384).
En el trasfondo teológico de las enseñanzas de san Josemaría sobre la conversión no falta el recurso filial a la intercesión
de Santa María, que desde el Cielo continúa su función maternal (“Antes, solo, no
podías... –Ahora, has acudido a la Señora,
y, con Ella, ¡qué fácil!”: C, 513), y “facilitando” la conversión: “A Jesús siempre se va
y se “vuelve” por María” (C, 495).
Voces relacionadas: Contrición; Desagravio; Filiación divina; Fortaleza; Examen de conciencia;
Lucha ascética; Pecado; Penitencia, Virtud y sacramento de la; Santidad.
Bibliografía: ECP, 57-66; Juan Alonso, “Conversión”, en César Izquierdo (dir.) - Jutta Burgraff
- Félix María Arocena, Diccionario de Teología,
Pamplona, EUNSA, 2006, pp. 181-187; Jacques Guillet, “Metanoia”, en DSp, X, 1980,
cols. 1093-1099; José Luis Illanes, “Inicio de la
vida espiritual y conversión”, en Id., Tratado de
Teología Espiritual, Pamplona, EUNSA, 2007,
pp. 400-414; Fernando Ocáriz, “Vocación a la
santidad en Cristo y en la Iglesia”, en Manuel
Belda - José Escudero - José Luis Illanes - Paul
O’Callaghan (eds.), Santidad y mundo. Actas
del simposio teológico de estudio en torno a las
enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma,
12-14 de octubre de 1993), Madrid, EUNSA,
1996, pp. 35-54; Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona, EUNSA, 1986.
María Ángeles VITORIA
COOPERADORES DEL OPUS DEI
Los cooperadores del Opus Dei son
mujeres y hombres de todos los credos,
razas, culturas, países y condiciones sociales, que colaboran en las tareas de
evangelización y de promoción humana
y social que alienta la Prelatura del Opus
Dei, sin formar parte jurídicamente de ella.
“Sueño –y el sueño se ha hecho realidad–
con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y
esfuerzos con las demás criaturas” (ECP,
277
COOPERADORES DEL OPUS DEI
20). San Josemaría, consciente de la universalidad del mensaje de santidad en medio del mundo que Dios le había confiado,
comprendió que los apostolados del Opus
Dei no podían apoyarse exclusivamente
en el trabajo de los fieles de la Obra, sacerdotes y laicos, sino que debían contar
también con la colaboración de otras muchas personas, a las que movería la honda tarea de promoción humana y cristiana
que desarrolla el Opus Dei a través de esas
labores apostólicas. Desde el inicio vio en
los cooperadores una gran ayuda para extender el servicio del Opus Dei a la Iglesia
y a todas las almas.
Los cooperadores, sin ser fieles de la
Prelatura, colaboran activa y eficazmente
en sus apostolados aportando su oración,
su ayuda económica o su trabajo. Para ser
cooperador no es preciso tener vocación
al Opus Dei, sino solo la intención de colaborar en sus apostolados (cfr. Statuta,
nn. 16 §1 y 108). Los cooperadores forman
una asociación propia e inseparable de la
Obra, que también puede ser constituida
formalmente. En algunos lugares han sido
constituidas asociaciones que cuentan con
reconocimiento civil, y a las que pueden
pertenecer aquellos cooperadores que lo
deseen (así, por ejemplo, la Asociación de
Cooperadores del Opus Dei en España).
Los cooperadores pueden prestar su
colaboración de formas diversas: con su
oración, con sus limosnas y donativos, o
dedicando parte de su tiempo como servicio a una labor apostólica promovida por
fieles de la Prelatura. A su vez, los cooperadores se benefician y participan en la
medida de sus disposiciones personales
de los bienes espirituales de la Obra (cfr.
Statuta, n. 16). La Santa Sede ha concedido indulgencias que pueden ganar en
determinadas fechas del año. Y los sacerdotes de la Prelatura celebran la Eucaristía,
anualmente, en el mes de noviembre por el
eterno descanso de las almas de los cooperadores fallecidos. Además de recibir
la ayuda espiritual de la oración de todos
los fieles de la Prelatura, los cooperadores
pueden participar, si lo desean, en los medios de formación cristiana que promueve
el Opus Dei.
Pueden ser admitidas como cooperadoras las comunidades religiosas. Y también personas católicas o no católicas, o
incluso no cristianas (cfr. Statuta, nn. 108,
16 §2 y 108.
El Opus Dei ha sido la primera institución de la Iglesia en la que se ha admitido
la posibilidad de contar con cooperadores no católicos. En 1948 san Josemaría
formuló por primera vez a la Santa Sede
la petición oficial. La respuesta de la Curia fue que se trataba de una petición que
carecía de precedentes en la historia de la
Iglesia. Al insistir, ya no obtuvo una rotunda
negativa sino un dilata, dejando la cuestión
pendiente para el futuro. Tras dejar pasar un tiempo prudencial, en 1950, con la
aprobación definitiva del Opus Dei, quedó
establecida la figura de los cooperadores
no católicos (cfr. AVP, III, p. 482, nt. 61; IJC,
p. 253, nt. 63).
San Josemaría consideró la existencia
de cooperadores acatólicos del Opus Dei
como una inmediata realidad de colaboración en iniciativas apostólicas de alcance
cultural, social, etc., consciente de que la
cooperación de católicos y no católicos en
actividades de interés humano, impregnadas de espíritu cristiano, es también un
modo de dar a conocer a Cristo y la Iglesia (cfr. Ocáriz, 2009, pp. 109-110). Ésta
es precisamente una de las vías posteriormente propuestas por el Concilio Vaticano
II para el ejercicio de la actividad ecuménica (cfr. UR, 12).
De hecho, san Josemaría vio a los
cooperadores acatólicos como una posible expresión de lo que él llamaba apostolado ad fidem, es decir, como un camino
a través del cual las personas no cristianas
puedan llegar a recibir el don de la fe, y los
cristianos no católicos la plenitud de la fe
que ya poseen imperfectamente (cfr. Ocáriz, 2009, p. 109).
278
CORAZÓN
Voces relacionadas: Apostolado ad fidem; Descripción general del Opus Dei (ver Introducción);
Actividad del Opus Dei.
Bibliografía: CONV, 22, 44; ECP, 12-21; Statuta
Operis Dei o Codex iuris particularis seu S
­ tatuta
Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei, en
OIG, pp. 309-346 y en IJC, pp. 628-657; AVP,
III, passim; IJC, passim; Fernando Ocáriz, “La
Prelatura del Opus Dei: apostolado “ad fidem” y
ecumenismo”, en Eduardo Baura (ed.), Estudios
sobre la Prelatura del Opus Dei. A los veinticinco
años de la Constitución apostólica Ut sit, Pamplona, EUNSA, 2009, pp. 109-123.
Montserrat Gas Aixendri
CORAZÓN
1. El “corazón”, centro de la persona. 2.
Amar a Dios con todo el corazón. 3. Tener
corazón para todos. 4. Corazón puro. 5. En
el corazón de María.
“Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra.
Me emociona contemplar la maravilla de
un Dios que ama con corazón de hombre”
(ECP, 107). Estas palabras de san Josemaría pueden servir para exponer sus enseñanzas sobre una realidad que la teología
espiritual ha tratado con frecuencia usando el vocablo “corazón”.
“Corazón” (con sus equivalentes en
hebreo o en griego) aparece con frecuencia en la Sagrada Escritura, y no simplemente para designar a un órgano concreto
del cuerpo humano, sino para aludir a la
totalidad del ser humano, con sus pensamientos, deseos, anhelos y decisiones. El
propio san Josemaría nos ofrece, en una
homilía, un florilegio que confirma lo que
acabamos de decir, a la vez que evidencia
la raíz última de su pensamiento. “Al corazón pertenecen la alegría: que se alegre mi
corazón en tu socorro (Sal 12 [Vg 11], 6); el
arrepentimiento: mi corazón es como cera
que se derrite dentro de mi pecho (Sal 21
[Vg 20], 15); la alabanza a Dios: de mi corazón brota un canto hermoso (Sal 44 [Vg
43], 2); la decisión para oír al Señor: está
dispuesto mi corazón (Sal 56 [Vg 55], 3); la
vela amorosa: yo duermo, pero mi corazón
vigila (Cant 5, 2). Y también la duda y el
temor: no se turbe vuestro corazón, creed
en mí (Jn 14, 1). El corazón no sólo siente;
también sabe y entiende. La ley de Dios es
recibida en el corazón (cfr. Sal 39 [Vg 38],
9), y en él permanece escrita (cfr. Pr 7, 3).
Añade también la Escritura: de la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34). El
Señor echó en cara a unos escribas: ¿por
qué pensáis mal en vuestros corazones?
(Mt 9, 4). Y, para resumir todos los pecados que el hombre puede cometer, dijo:
del corazón salen los malos pensamientos,
los homicidios, adulterios, fornicaciones,
hurtos, falsos testimonios, blasfemias (Mt
15, 19)” (ECP, 164).
La tradición teológica y espiritual
cristiana ha vuelto con frecuencia a estas ideas, comentándolas desde muchas
perspectivas. En la Edad Media, sobre
todo a partir de san Bernardo, se produjo una clara acentuación de los aspectos
cristológicos, centrando la atención en el
Corazón de Jesús, del que brota un amor
que es expresión del amor infinito de Dios.
A partir de ese momento la devoción al Sagrado Corazón de Jesús se fue extendiendo, recibiendo un impulso especial con
santa Margarita María de Alacoque (16471690), hasta el punto de llegar a ser, desde
entonces hasta nuestros días, una de las
líneas devocionales más significativas de
la espiritualidad católica.
San Josemaría no sólo conoció, sino
que participó personalmente de esa devoción y contribuyó a su difusión, como
lo ponen de manifiesto, entre otras muchas cosas, la homilía que le dedicó (cfr.
ECP, 162-170) y el hecho de que, en 1952,
en momentos difíciles de la historia de la
Obra, decidiera consagrar el Opus Dei al
Sagrado Corazón de Jesús, pidiendo por
279
CORAZÓN
la paz de la Iglesia, del mundo y de todas
las almas.
1. El “corazón”, centro de la persona
El “corazón” hace referencia al “centro” de la persona desde el que brota todo
pensamiento y toda acción. Es la sede del
amor, mucho más que de los sentimientos, como a veces afirman algunos autores. San Josemaría lo señala con claridad:
“Cuando hablamos de corazón humano no
nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que
ama y trata a los demás. Y, en el modo de
expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el
corazón es considerado como el resumen
y la fuente, la expresión y el fondo último
de los pensamientos, de las palabras, de
las acciones. Un hombre vale lo que vale
su corazón, podemos decir con lenguaje
nuestro (...). Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un
sentimiento pasajero, que trae la emoción
o las lágrimas. Se habla del corazón para
referirse a la persona que, como manifestó
el mismo Jesucristo, se dirige toda ella –
alma y cuerpo– a lo que considera su bien:
porque donde está tu tesoro, allí estará
también tu corazón (Mt 6, 21)” (ECP, 164).
“Corazón”, por lo tanto, quiere decir
humanidad plena, con el espesor de la
emotividad, en armonía con todas las facultades. El propio san Josemaría ejemplificó en su vida lo que significa tener
corazón. Dotado de cordialidad, de buen
humor, de intuición profunda, de grandes
pasiones, sabía manifestar el cariño con
concreción, también material, de atención
humana. Los que lo trataron testimonian
que aquello que conquistaba de él, antes
incluso que su profundo mensaje de santificación del trabajo y en el trabajo, era percibir, de forma inmediata y clara, que recibía a cada persona con el corazón; se le
sentía aliado, amigo. Con él, ser ayudados
para mejorar, ser corregidos de cualquier
defecto, no provocaba humillación, sino
estímulo. Por lo demás, lo que traslucía
en su persona remitía a una fundamentación más honda que no dejó nunca de
explicitar: “Si no aprendemos de Jesús, no
amaremos nunca. Si pensásemos, como
algunos, que conservar un corazón limpio,
digno de Dios, significa no mezclarlo, no
contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos
insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial,
seca y sin alma, no de la verdadera caridad
de Jesucristo, que es cariño, calor humano” (ECP, 167). Y en otro lugar: el camino
de Jesús “se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que
nos rodean, saber perdonar y comprender:
sacrificarse, con Jesucristo, por las almas
todas. Si amamos con el corazón de Cristo
aprenderemos a servir, y defenderemos la
verdad claramente y con amor” (ECP, 158).
Con el racionalismo que dominó en la
filosofía durante los siglos pasados, especialmente después de Descartes, la verdad
del hombre tendió a ser referida solamente
a la esencia abstracta, a la racionalidad y
a la lógica, mientras que los sentimientos
pasaron a ser considerados fenómenos
irracionales, ciegos, superficiales, de adolescentes. Y esta actitud se hizo presente
también entre cristianos, en parte tal vez
por la influencia del rigorismo jansenista.
Pero la realidad es que la necesidad de
amor está profundamente enraizada en el
corazón del hombre, incluso más de lo que
está en la mente el deseo de verdad. Si el
corazón no se siente amado, la mente va
detrás del corazón con sus miedos, con su
necesidad irreprimible de ser reconocido y
acogido, aceptando toda idea que haga al
corazón sentirse apreciado. De ahí que el
amor da sentido a la vida, y esto tanto más
cuanto más hondo sea y más represente a
nuestros ojos a la persona que nos ama; lo
que llega a su cumbre cuando quien nos
280
CORAZÓN
manifiesta amor, y amor de Padre, es Dios,
infinito y omnipotente.
de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la
Sagrada Eucaristía” (C, 432).
2. Amar a Dios con todo el corazón
Amar a Jesús con corazón humano
quiere decir también amarlo radicalmente,
queriéndolo Señor, Rey de nuestra vida,
desde lo más hondo de nuestro ser: “Pero
el Señor sabe que dar es propio de enamorados, y Él mismo nos señala lo que desea
de nosotros. No le importan las riquezas,
ni los frutos ni los animales de la tierra, del
mar o del aire, porque todo eso es suyo;
quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón
(Pr 23, 26). ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo” (ECP, 35). “No
destruye el Señor la libertad del hombre:
precisamente Él nos ha hecho libres. Por
eso no quiere respuestas forzadas, quiere
decisiones que salgan de la intimidad del
corazón” (ECP, 100).
Como respuesta a Dios, que se encarna para amarnos con corazón de hombre,
hemos de amarle con todo nuestro ser,
con todo nuestro corazón. Es decir, no con
un amor de pura admiración o en la distancia, y menos aún con un amor que viera a
Dios como un mero dispensador de dones,
sino con un amor verdadero, apasionado,
al que se unen inteligencia, voluntad y sentimiento, y que ve en Dios al Amado hacia
el que se dirige toda la persona. “Señor:
que tenga peso y medida en todo... menos
en el Amor” (C, 427).
Para llegar a ese amor, el camino es
Cristo: contemplar a Cristo, amar a Cristo, enamorarse de Cristo, de su figura
humana en la que se nos manifiesta la divinidad. Este enamoramiento se puede alcanzar gracias a la fe. Porque Jesús está
vivo, resucitado, y quiere permanecer en
intimidad con nosotros: “Permaneced en
mi amor” (Jn 15, 9). Son numerosísimas
las expresiones de san Josemaría en este
sentido. Así, en una homilía en la fiesta de
la Epifanía, ante el Niño Jesús envuelto en
pañales al que los Magos proclaman rey
de Israel, se preguntaba: “¿Dónde está el
Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón?
Por eso se hace Niño, porque ¿quién no
ama a una criatura pequeña?” (ECP, 31). Y
para eso se queda en la Eucaristía: “Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las
otras potencias..., y lo que es recreo de la
carne y de los sentidos... Y el mundo, y los
otros mundos, que brillan en la noche: el
Universo entero. –Y eso, junto con todas
las locuras del corazón satisfechas..., nada
vale, es nada y menos que nada, al lado
de ¡este Dios mío! –¡tuyo!– tesoro infinito,
margarita preciosísima, humillado, hecho
esclavo, anonadado con forma de siervo
en el portal donde quiso nacer, en el taller
3. Tener corazón para todos
Cuando el amor de Dios anida en el
corazón, se dirige también con fuerza hacia los demás. “En esto se conocerá que
sois mis discípulos” (Jn 13, 35), ha dicho
Jesús. El amor a los demás hace visible el
amor a Dios. Pero no hay verdadera visibilidad si los demás no perciben el amor. No
es verdadero amor el actuar de quien da
cosas e incluso realiza obras sacrificadas,
al tiempo que el otro nota que se le ayuda
pero no se le ama. Quien ama, obra y se
sacrifica; pero quien hace cosas que ayudan a los demás no siempre sabe amarlos.
Este punto manifiesta propiamente el verdadero sentido de tener corazón. “Fijaos
en que Dios no nos declara: en lugar del
corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón
de carne, como el de Cristo. Yo no cuento
con un corazón para amar a Dios, y con
otro para amar a las personas de la tierra.
Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos,
con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y
al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa Ma-
281
CORAZÓN
ría. No me cansaré de repetirlo: tenemos
que ser muy humanos; porque, de otro
modo, tampoco podremos ser divinos. (...)
El amor humano, el amor de aquí abajo en
la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a
saborear el amor divino” (ECP, 166).
Podemos pensar que amamos cuando
nos sacrificamos por los demás o nos esforzamos por vivir bien las virtudes que se
refieren a la relación con los demás. Pero
no basta: el verdadero secreto es tener al
otro en el corazón, para que sienta nuestra
comprensión y amistad: “la caridad, más
que en dar, está en comprender” (ECP,
123). “Si queremos ayudar a los demás,
hemos de amarles, insisto, con un amor
que sea comprensión y entrega, afecto y
voluntaria humildad” (ECP, 167). Se puede
decir que se tiene corazón cuando se tiene
verdadero interés por quien se nos acerca,
superando categorías, barreras, fronteras
ideológicas, religiosas, de grupo. Incluso
ante la barrera que puede representar el
daño o la ofensa sufrida, el cristiano está
llamado a perdonar; y a perdonar sabiendo reconocer que toda persona, también
la que ha realizado el mal o incluso parece afirmarse en él, es capaz de arrepentimiento, pues el corazón conserva siempre,
aunque sea entre rescoldos, la capacidad
de amar. “Mi experiencia de hombre, de
cristiano y de sacerdote me enseña todo
lo contrario: no existe corazón, por metido
que esté en el pecado, que no esconda,
como el rescoldo entre las cenizas, una
lumbre de nobleza. Y cuando he golpeado
en esos corazones, a solas y con la palabra de Cristo, han respondido siempre”
(AD, 74).
El mandamiento de la caridad, el mandamiento nuevo, está más allá de nuestras
fuerzas. Como hacía notar Benedicto XVI a
los seminaristas del Seminario Romano, el
12 de febrero de 2010, se trata ciertamente de un amor que imita a Cristo hasta el
don de sí mismo, pero no en virtud de un
heroísmo personal: “en este caso el cristianismo sería un moralismo heroico. Es
verdad que debemos alcanzar esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado
y donado, pero también aquí la verdadera
novedad no es lo que hacemos nosotros,
la verdadera novedad es lo que hace Él”. El
cristiano no es un héroe que intenta poner
en práctica el Evangelio en virtud de sus
propias fuerzas, sino alguien que, consciente de su debilidad, se abre a la acción
del Espíritu Santo. Prueba de que deja
actuar al Espíritu Santo es exactamente
el corazón humano, que se abre a toda
persona que se hace prójimo, que resulta
cercana. Por eso no se debe confundir la
auténtica caridad fraterna con las “obras
de caridad” realizadas sin verdadero amor:
“Con frecuencia, los cristianos no hemos
sabido corresponder a ese don; a veces lo
hemos rebajado, como si se limitase a una
limosna, sin alma, fría; o lo hemos reducido a una conducta de beneficencia más
o menos formularia. Expresaba bien esta
aberración la resignada queja de una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi
madre me cuidaba con cariño. El amor que
nace del Corazón de Cristo no puede dar
lugar a esa clase de distinciones. (...) Para
que se os metiera bien en la cabeza esta
verdad, de una forma gráfica, he predicado
en millares de ocasiones que nosotros no
poseemos un corazón para amar a Dios,
y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con
un cariño humano que, si está unido al
amor de Cristo, es también sobrenatural”
(AD, 229).
4. Corazón puro
El corazón está hecho para amar y,
dada la limitación humana, puede descarriarse. Es necesario mantener el corazón
puro evitando que se manche como consecuencia de alguna de las tres concupiscencias de que habla san Juan: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los
ojos y soberbia de la vida (cfr. 1 Jn 2, 16).
La soberbia de la vida, el orgullo, el colocarse por encima de los demás, el hacer
282
CORAZÓN
que nuestro pensamiento gire siempre en
torno a nosotros mismos, empequeñecen
el corazón, le hacen incapaz de amar, y lo
condenan al aislamiento. “Te encuentras
solo..., te quejas..., todo te molesta. –Porque tu egoísmo te aísla de tus hermanos,
y porque no te acercas a Dios” (S, 709).
“Arrancar de cuajo el amor propio y meter
el amor a Jesucristo: aquí radica el secreto
de la eficacia y de la felicidad” (S, 696).
La concupiscencia de la carne, la impureza en el sentido moral de la palabra,
es un sucedáneo del verdadero amor, pues
es fruto del amor egoísta, que busca el
propio placer y no la unión con el otro, al
que no se ama, sino del que uno se sirve.
La virtud de la castidad, el dominio del propio cuerpo, lleva en cambio al amor verdadero. Y “para vivir la virtud de la castidad,
no hay que esperar a ser viejo o a carecer
de vigor. La pureza nace del amor y, para
el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el
corazón y el cuerpo de San José cuando
contrajo matrimonio con María, cuando
supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la
integridad que Dios quería legar al mundo,
como una señal más de su venida entre las
criaturas. Quien no sea capaz de entender
un amor así, sabe muy poco de lo que es el
verdadero amor, y desconoce por entero el
sentido cristiano de la castidad” (ECP, 40).
Es necesario mantener el corazón
puro, libre, capaz de apasionarse, también
humanamente, por los verdaderos amores,
en el matrimonio o en el celibato: “Si tu ojo
derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y tíralo lejos! –¡pobre corazón, que es el que te
escandaliza! …. Apriétalo, estrújalo entre
tus manos: no le des consuelos. –Y, lleno
de una noble compasión, cuando los pida,
dile despacio, como en confidencia: «Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en
la Cruz!»” (C, 163). “He de repetirte que la
existencia del cristiano –la tuya y la mía– es
de Amor. Este corazón nuestro ha nacido
para amar. Y cuando no se le da un afecto
puro y limpio y noble, se venga y se inunda
de miseria. El verdadero amor de Dios –la
limpieza de vida, por tanto– se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo
como de la ausencia o dureza de corazón”
(AD, 183). En este sentido, el celibato no
es renuncia al corazón, sino empeño por
amar con todo el corazón, como se ve en
esta afirmación: “El Amor... ¡bien vale un
amor!” (C, 171).
Ciertamente el corazón se deja captar
por aquello que le atrae y es necesario contemplar los amores verdaderos para aprender a enamorarse; pero con frecuencia el
ambiente rodea el corazón de atracciones
que están fuera de lugar, o de miedos; y el
cristiano, hombre o mujer, debe colaborar
siempre con la gracia divina manteniéndose alejado de las tentaciones que pueden engañar el corazón: “lucha ascética,
íntima, que cada cristiano debe sostener
contra todo lo que, en su vida, no es de
Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el
egoísmo, la superficialidad, la estrechez
de corazón. Es inútil clamar por el sosiego
exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma” (ECP, 73).
Finalmente, la concupiscencia de los
ojos, que centra el corazón en la posesión
de los bienes materiales que por sí mismos
son buenos, pero que pueden, si el corazón se centra por entero en ellos, hacer
perder el sentido de la vida: “Los bienes
de la tierra no son malos; se pervierten
cuando el hombre los erige en ídolos y,
ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen
cuando los convertimos en instrumentos
para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás
de los bienes económicos, como quien va
en busca de un tesoro; nuestro tesoro está
aquí, reclinado en un pesebre; es Cristo
y en Él se han de centrar todos nuestros
amores, porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón
(Mt 6, 21)” (ECP, 35). Todas las criaturas
están finalizadas hacia el amor. Cuando
283
COSAS PEQUEÑAS
el corazón está lleno de amor verdadero,
sabe ver en toda criatura el vehículo de su
amor. Un corazón enamorado sabe apreciar todo aquello que Dios ha creado, pero
sabe también apartarse cuando pone en
peligro su verdadero tesoro. Un cristiano
que tiende hacia la santidad, donde quiera
que sea, “es capaz de admirar todas las
bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de
amar con toda la entereza y toda la pureza
para las que está hecho el corazón humano” (ECP, 138).
Y esto se aplica no sólo al círculo de
las relaciones habituales, sino también
respecto al bien social: “Un hombre o una
sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se
esfuerce por aliviarlas, no son un hombre
o una sociedad a la medida del amor del
Corazón de Cristo” (ECP, 167). Un corazón
que sabe amar no tiene nunca un horizonte
pequeño, sino universal.
5. En el corazón de María
La Virgen María tenía siempre su corazón totalmente abierto a Jesús. Y, puesto
que el verdadero amor ama los amores de
la persona amada, María, dirigiendo en su
propio corazón todo el amor hacia Jesús,
mantenía –y mantiene– los lazos de amor
que Jesús establece con cada uno de
nosotros. Por esto aceptó la Cruz, puerta
del amor de Jesús por cada persona humana, y por eso ha llegado a ser Madre
nuestra. Innumerables son las expresiones
llenas de ternura con las que el fundador
del Opus Dei se dirigía a la Virgen; citemos
una en la que se nos muestra como maestra de amor: “La Virgen Santa María, Madre
del Amor Hermoso, aquietará tu corazón,
cuando te haga sentir que es de carne, si
acudes a Ella con confianza” (C, 504).
Voces relacionadas: Amistad; Amor a Dios; Carácter, Formación del; Caridad; Castidad; Celibato; Desprendimiento; Fraternidad; Lucha ascética.
Bibliografía: C, 146-171; ECP, 162-170; Ugo
Borghello, Liberare l’amore, Milano, Ares, 2000;
Louis Cognet, “Cor et cordis affectus”, en DSp,
II-2, 1953, cols. 2278-2307; Dietrich von Hildebrand, El corazón. Un análisis de la afectividad
humana y divina, Madrid, Palabra, 1997.
Ugo BORGHELLO
COSAS PEQUEÑAS
1. Noción. 2. Ámbito de las cosas pequeñas. 3. Relación con el mensaje fundacional. 4. Fundamento teológico.
La vida cotidiana de todas las personas se compone de hechos, circunstancias, acciones, relaciones habituales, costumbres, en su mayoría aparentemente sin
relieve, de modo que por su carácter repetitivo pueden ser vividos de modo rutinario
y superficial. Pero la mirada atenta, unida a
una motivación noble, descubre allí modos
de servir y de hacer la vida más humana.
Es el valor antropológico de lo pequeño,
que requiere el giro del interés propio hacia
el bien de los otros y se experimenta como
un vencimiento gratificante. El cristiano,
y así lo enseñó san Josemaría, por la fe y
con la ayuda de la gracia, puede encontrar
en ese entramado constantes ocasiones
de amar a Dios y al prójimo.
1. Noción
La espiritualidad cristiana, ya desde
los tiempos apostólicos, considera esa posibilidad como una dimensión ordinaria de
la vida de la gracia, aunque rara vez se detiene a comentarla con detalle. Algunos autores clásicos han destacado, con diferentes enfoques, la importancia de las cosas
pequeñas para avanzar en la práctica de
virtudes y crecer en amor de Dios, como es
el caso del jesuita Alonso Rodríguez (15381616) con su obra de amplia difusión Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, y
el de la carmelita santa Teresita del Niño
Jesús (1873-1897), que en los manuscritos
284
COSAS PEQUEÑAS
que compuso presenta las cosas pequeñas como expresión propia y adecuada de
su camino de infancia espiritual.
Esta propuesta y otras análogas tienen
de ordinario su origen y ámbito en la vida
religiosa, dejando a cada lector la aplicación a sus personales circunstancias en el
mundo (Illanes, 2003, p. 126). San Josemaría –que conocía estos escritos– entiende las cosas pequeñas en una perspectiva
nueva, como parte integrante de la santificación en la vida ordinaria en medio del
mundo, a la que están llamados la inmensa mayoría de los cristianos, y como algo
característico de la espiritualidad laical
(Illanes, 2003, pp. 127-130). La fuente más
certera para conocer el origen y contenido de las cosas pequeñas en sus escritos
es el correspondiente capítulo de Camino,
“Cosas pequeñas”. Este capítulo procede
de la época redaccional de Burgos (1938)
y no existía en su antecedente Consideraciones espirituales (Cuenca, 1934), aunque algunos puntos de esta obra (dos de
“Caridad” y cinco de “Infancia espiritual”)
pasaron a este nuevo capítulo junto con
otros once puntos de distinta procedencia.
Pedro Rodríguez, basándose en la intención y en el orden temático de Camino,
ve en esta nueva disposición el deseo del
autor de ampliar el enfoque de las cosas
pequeñas: no son en primer lugar expresión de la infancia espiritual, sino del amor
a Dios y al prójimo en la santificación de la
vida ordinaria del cristiano. Aunque personalmente el fundador del Opus Dei seguía
un verdadero “camino de infancia” y lo recomendaba (cfr. AVP, I, p. 404), veía con
claridad que esto era un don particular (cfr.
C, 852), mientras que la santificación de la
vida cotidiana es llamada divina para todos
los cristianos (cfr. CECH, p. 911).
La posición del capítulo en el conjunto de la obra, entre “Proselitismo” y
“Táctica”, advierte Pedro Rodríguez, “parece algo muy meditado”, porque cuidar
las cosas pequeñas en el trabajo y en la
vida espiritual es el presupuesto de toda
acción apostólica –así se evita la tentación
de limitar la santificación a situaciones extraordinarias–, y subraya que “la relación
personal del cristiano con Dios ha de ser
un flujo incesante, como las pequeñas realidades de cada día: un flujo de Amor y de
oración” (CECH, p. 912). Estos tres temas
enlazados entre sí –proselitismo, cosas
pequeñas y táctica– conducen a los dos
capítulos sobre infancia espiritual, un estilo
de vida cristiana con raigambre evangélica
(cfr. Mt 18, 3 ss.), que implica y realza el
valor de lo pequeño dándole un brillo especial, sin que nadie esté obligado a seguir
este camino.
2. Ámbito de las cosas pequeñas
Un bosquejo temático en los escritos de san Josemaría nos permitirá ver el
alcance de las cosas pequeñas, tanto en
profundidad como en extensión. La clave
de su valor se encuentra en el primer punto
del capítulo correspondiente de Camino:
“Hacedlo todo por Amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. –La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor,
es heroísmo” (C, 813), y en concreto: “Un
pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto
vale!” (C, 814); la mayúscula indica que
es Dios quien es amado mediante esos
actos, en apariencia insignificantes. Si el
amor humano se expresa en los detalles,
en “pequeñeces”, lo mismo el Amor divino
(cfr. C, 824). “El secreto para dar relieve a
lo más humilde, aun a lo más humillante,
es amar” (C, 418). Lo pequeño se agranda
por el Amor y éste, si es real, se expresa
en los detalles. Debido a esta relación recíproca entre el Amor y las cosas pequeñas,
se agudiza la mirada para descubrir nuevas ocasiones similares de amar. El fundador del Opus Dei lo proclamó en la homilía
de la Misa celebrada en el Campus de la
Universidad de Navarra, el 8 de octubre de
1967: “Sabedlo bien: hay un algo santo,
divino, escondido en las situaciones más
comunes, que toca a cada uno de vosotros
descubrir” (CONV, 114). “Os aseguro, hijos
285
COSAS PEQUEÑAS
míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de
las acciones diarias, aquello rebosa de la
trascendencia de Dios” (CONV, 116). Para
dar fuerza a su mensaje, san J
­osemaría
utilizaba a veces la paradoja: “intras­
cendente” - “trascendente”, “deberes pe­
que­ños” - “san­ti­dad grande” (cfr. C, 817),
no “poder vencer” en lo grande por no
“querer vencer” en lo pequeño (cfr. C, 828).
Al enseñar el valor de los detalles pequeños, siempre hacía referencia al Amor de
Dios, y por eso mismo rechazaba lo cuadriculado o maniático. Estaba convencido
de que el Amor a Dios en esos detalles
evitaba el perfeccionismo que, al nutrirse
de intereses egoístas, empequeñece y enrarece a las personas a la vez que dificulta
las relaciones con los demás.
El ámbito de las cosas pequeñas es
tan extenso como la vida misma. Consiste
ante todo en cumplir el pequeño deber de
cada momento, más en concreto “haz lo
que debes y está en lo que haces” (C, 815),
que es al mismo tiempo “oración cuajada
en obras” y fundamento para la gracia del
apostolado (cfr. C, 825). De portarse en
cada momento como Dios quiere “dependen muchas cosas grandes” (C, 755), pero
para asegurarlo hay que preguntarse con
frecuencia si realmente se está actuando
así (cfr. C, 772). El segundo momento de
la frase citada –“está en lo que haces”–
implica realizar nuestras actividades –particularmente el trabajo profesional– con
perfección humana, perseverando en el
amor hasta “poner la última piedra”, como
lo expresa san Josemaría (cfr. AD, 55). En
la homilía de Pamplona se detiene con particular interés en el matrimonio y la familia,
“un camino divino, vocacional, maravilloso”, donde es imprescindible cultivar este
estilo cristiano: “Realizad las cosas con
perfección, os he recordado, poned amor
en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino
que en los detalles se encierra: toda esta
doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor
humano” (CONV, 121). Una década antes,
había puesto a la Virgen María como ejemplo en el cuidado del hogar familiar: “María
santifica lo más menudo, lo que muchos
consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día,
los detalles de atención hacia las personas
queridas, las conversaciones y las visitas
con motivo de parentesco o de amistad.
¡Bendita normalidad, que puede estar llena
de tanto amor de Dios!” (ECP, 148).
El crecimiento en virtudes también es
fruto de cosas pequeñas y, en general, el
mismo fortalecimiento de la voluntad (cfr.
C, 19). La vida de piedad se desarrolla a
base de muchos detalles, que nunca se
convierten en rutina si se alimentan de la
filiación divina (cfr. AD, 146, 149) y, especialmente, si son expresión de infancia
espiritual (cfr. C, 876, 878, 891). En la liturgia, el cuidado de los detalles es prueba
de interés y amor (cfr. F, 833). La sobriedad (cfr. C, 681) y el desprendimiento (cfr.
AD, 119), como aspectos de la templanza, se pueden vivir en cosas pequeñas y
nada llamativas, igual que sucede con la
obediencia (cfr. C, 614, 618). La penitencia, imprescindible en la vida cristiana, se
puede ejercitar en muchos detalles que
pasan inadvertidos a los demás, pero contribuyen a mejorar las relaciones humanas
(cfr. AD, 138-139). Existe también el “apostolado de las cosas pequeñas”: “El deber
de la fraternidad, con todas las almas, hará
que ejercites el «apostolado de las cosas
pequeñas», sin que lo noten: con afán de
servicio, de modo que el camino se les
muestre amable” (C, 737).
El fundador del Opus Dei ilustra el valor de las cosas pequeñas con numerosos
ejemplos tomados de la literatura, el arte,
la naturaleza, la técnica, la industria, el deporte. Así, mediante la referencia al personaje de Tartarín de Tarascón denuncia las
inútiles hazañas imaginarias (cfr. AD, 8), el
mito del rey Midas le sirve para destacar
el valor de lo pequeño (cfr. AD, 308), unos
versos de Antonio Machado le sugieren la
286
COSAS PEQUEÑAS
perfección en las tareas (cfr. CONV, 116),
propone “hacer endecasílabos de la prosa
de cada día” (CONV, 116) y se fija en los
relatos de gestas que recogen, junto con
aventuras gigantescas, “detalles caseros
del héroe” (C, 826). La filigrana gótica en
la crestería de la catedral de Burgos, que
no se puede ver desde la calle, le parece
un paradigma de trabajo hecho con perfección y de cara a Dios (cfr. AD, 65). Un
edificio enorme se construye a fuerza de
ladrillos, sacos de cemento, barras de hierro y horas de trabajo (cfr. C, 823) y un tapiz se teje a base de numerosas tramas de
hilo (cfr. C, 826). Un pequeño tornillo que
no apriete bien o se salga de su sitio puede inutilizar toda la maquinaria (cfr. C, 830).
Las pequeñas ocasiones de penitencia
son comparables a recoger flores sencillas
para formar un ramillete que se entrega a
Dios al final del día (cfr. C, 408). Para no
prejuzgar “la pequeñez de los comienzos”, sirve el ejemplo de las semillas: “no
se distinguen por el tamaño las simientes
que darán hierbas anuales de las que van
a producir árboles centenarios” (C, 820). Y,
finalmente, para “vencer en la Olimpiada
sobrenatural” hace falta un entrenamiento
concreto y diario (C, 822).
3. Relación con el mensaje fundacional
La doctrina de san Josemaría sobre
las cosas pequeñas está presente desde
los inicios de su actividad fundacional y en
sus anotaciones personales de esa época,
como se desprende del estudio críticohistórico de Camino (cfr. CECH, pp. 883895). Su enseñanza oral y escrita refleja
continuamente la importancia de las cosas
pequeñas, y a esa repetición intencionada se refería en la mencionada homilía de
1967 (cfr. CONV, 116). Era una convicción
arraigada en su propia vida, que transmitía incansablemente a los miembros de la
Obra, tomando ocasión de incidencias corrientes y señalando siempre como motivo
el amor a Dios (cfr. AVP, III, pp. 397, 420,
424). Como ya se ha expuesto, las cosas
pequeñas tienen su lugar propio en el entramado de la vida ordinaria del cristiano
en el mundo, especialmente en el trabajo
profesional, que para san Josemaría es
“una realidad redimida y redentora: no sólo
es el ámbito en el que el hombre vive, sino
medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” (ECP, 47).
La práctica de las cosas pequeñas
guarda una relación vital con un rasgo característico del espíritu fundacional, que es
la unidad de vida: “Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que
venían junto a mí por los años treinta, que
tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación,
tan frecuente entonces y ahora, de llevar
como una doble vida: la vida interior, la
vida de relación con Dios, de una parte; y
de otra, distinta y separada, la vida familiar,
profesional y social, plena de pequeñas
realidades terrenas. ¡Que no, hijos míos!
Que no puede haber una doble vida, que
no podemos ser como esquizofrénicos, si
queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es
la que tiene que ser en el alma y en el cuerpo santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales” (CONV, 114). En efecto,
la presencia de Dios propia de la unidad
de vida hace descubrir en las circunstancias corrientes los más diversos modos de
amar a Dios, y así se fortalece a su vez la
unidad de vida.
4. Fundamento teológico
San Josemaría se dedicó plenamente a llevar a cabo el encargo recibido de
Dios el 2 de octubre de 1928: difundir por
todo el mundo y con carácter permanente
la santidad en y mediante la vida ordinaria.
Esto implicaba, sobre todo, una dedicación incansable a la tarea de formación y
de gobierno del Opus Dei. La luz fundacional, convertida en mensaje de alcance universal, ha dado lugar a una espiritualidad
laical dotada de un “dinamismo teológico”,
287
COSAS PEQUEÑAS
que Antonio Aranda explica así: “En ninguna de las obras que conocemos de su
Autor se pretende teologizar, aunque, sin
embargo, es patente que están en ellas los
elementos configuradores de la reflexión
teológica, es decir el estudio y la meditación de la Sagrada Escritura en consonancia con el sentir de la Tradición, y una
firme adhesión a la doctrina magisterial,
en una atmósfera esencialmente teologal
donde la fuerza de la fe permite descubrir
constantemente nuevos aspectos de los
misterios revelados” (Aranda, 2000, p. 68).
Estos elementos relucen también en la enseñanza de san Josemaría sobre las cosas
pequeñas, aunque aquí sólo es posible esbozarlos.
En efecto, la luz fundacional, siempre
presente en su vida, le hacía descubrir en
la Sagrada Escritura nuevas “luces” para
hacer el Opus Dei. Esto afecta también a
las cosas pequeñas en cuanto parte integrante del mensaje. En el Antiguo Testamento leía la importancia de acabar bien
las tareas: “Más vale el final de una obra
que su principio” (Qo 7, 8 [9]: AD, 55). En
las palabras “No presentaréis nada defectuoso, pues no sería digno de Él” (Lv 22,
20) ve un acicate para trabajar con perfección (cfr. AD, 55). Más numerosas son las
referencias al Nuevo Testamento, sobre
todo al Evangelio. En la escena de Jesús
resucitado que se presenta ante los Apóstoles en su realidad humana y divina, mostrando sus manos y sus pies (cfr. Lc 24,
39), ve una llamada al realismo cristiano,
para atenernos sobriamente “a la realidad
más material e inmediata, que es donde
está el Señor” (CONV, 116). Sobre la exclamación de la gente, “Bene omnia fecit”
(Mc 7, 37), comenta que Jesús, perfecto
Dios y hombre perfecto, “todo lo ha hecho
admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas,
que a nadie deslumbraron” (AD, 56). La
pequeña moneda de la viuda (cfr. Mc 12,
41-44) alegra al Señor por la intención que
implica (cfr. C, 829). La generosidad que la
mujer pecadora muestra con Jesús en el
convite del fariseo (cfr. Lc 7, 44-47) mueve
a san Josemaría a destacar los detalles de
hospitalidad y delicadeza humana que el
Señor echaba en falta en la conducta del
anfitrión (cfr. AD, 73, 122). Una referencia
frecuente es la alabanza del siervo bueno y
fiel (cfr. Mt 25, 21; Lc 16, 10) para destacar
la importancia de ser fieles en lo pequeño
(cfr. AD, 62 y 221; C, 819 S, 507). La parábola de las vírgenes necias y las prudentes
(cfr. Mt 25, 6-12) es también una llamada
a estar en los detalles, que son “el aceite” (AD, 40-41). En la multiplicación de los
panes (cfr. Jn 6, 12-13) advierte que Jesús
hizo recoger los trozos sobrantes para que
no se perdiesen (cfr. AD, 121). A propósito
de las bodas de Caná (cfr. Jn 2, 1-11), destaca cómo la Virgen María está pendiente
de los detalles de servicio (cfr. S, 63).
Es conocido el amplio uso de la patrística en los escritos de san Josemaría. En
la homilía La grandeza de la vida corriente
hay tres referencias en relación con las cosas pequeñas: a san Marcos Eremita, para
mostrar que la santidad es tarea paciente y
progresiva; a san Jerónimo, para subrayar
el realismo de aprovechar las pequeñas
ocasiones de amar a Jesucristo; y a Juan
Casiano, sobre la importancia de los pequeños descuidos en la vida espiritual (cfr.
AD, 7, 8, 15).
La vida y la enseñanza de san Josemaría son profundamente cristocéntricas,
como refleja este texto de la homilía Cristo
presente en los cristianos: “Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a
los cristianos de Efeso (Ef 1, 10); informar
el mundo entero con el espíritu de Jesús,
colocar a Cristo en la entraña de todas las
cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), cuando sea
levantado en alto sobre la tierra, todo lo
atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth,
con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el
centro de la creación, Primogénito y Señor
288
COSTA RICA
de toda criatura” (ECP, 105). La percepción
extraordinariamente intensa de estas palabras de Jesús (cfr. Jn 12, 32), el 7 de agosto
de 1931, fue una nueva faceta decisiva de
la luz fundacional (cfr. AVP, I, pp. 380-384),
como una llamada del amor redentor de
Cristo para identificarse con Él y ponerle
en la cumbre de todas las actividades humanas (cfr. ECP, 183). La corriente de Amor
que procede de Cristo en la Cruz y se hace
presente en el Sacrificio eucarístico es la
fuerza que santifica todas las actividades
humanas, grandes y pequeñas, cuando es
correspondido por el amor de quienes son
hijos de Dios en Cristo; este amor filial lleva
a imitar a Jesús –especialmente en su vida
oculta– hasta ser, con expresión paulina,
alter Christus, ipse Christus. La base y el
impulso de esta imitación transformadora es precisamente la filiación divina, que
san Josemaría experimentó como gracia
extraordinaria, también en ese mismo año
(cfr. AVP, I, p. 388). Por eso no dudó en
considerar la filiación divina como fundamento del espíritu del Opus Dei (cfr. ECP,
64). En esta percepción viva del misterio
de la Encarnación redentora se encuentra
también el arraigo teológico y sentido último de las cosas pequeñas.
Voces relacionadas: Amor a Dios; Infancia espiritual; Presencia de Dios; Vida ordinaria, Santificación de la.
Bibliografía: Antonio Aranda, “El bullir de la
sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Madrid, Rialp,
2000; Ernst Burkhardt - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, II, Madrid,
Rialp, 2011, pp. 465-471; José Luis Illanes,
Existencia cristiana y mundo. Jalones para una
reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona, EUNSA, 2003; Álvaro del Portillo, Entrevista
sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp,
1993.
Elisabeth REINHARDT
COSTA RICA
1. Inicio de la labor. 2. Algunos datos sobre
el desarrollo posterior del apostolado.
Costa Rica es el tercer país de Centroamérica en el que se inició la labor apostólica del Opus Dei, después de Guatemala
y El Salvador.
1. Inicio de la labor
En 1957, el arzobispo de San José
de Costa Rica, Mons. Rubén Odio, viajó
a Guatemala con motivo de un Congreso
Eucarístico. El arzobispo de Guatemala,
Mons. Rossell, que tenía un gran aprecio
a la Obra y había pedido a san Josemaría
que llegara el Opus Dei a Guatemala, le llevó al único Centro que había por entonces
en Centroamérica y le presentó al sacerdote Antonio Rodríguez Pedrazuela, con
quien conversó sobre la Obra y la labor
apostólica que ésta realizaba en medio del
mundo. Quedó entusiasmado y manifestó
su deseo de que el Opus Dei trabajara en
su diócesis.
Por entonces Costa Rica era un pequeño país agrícola, con una población de
un millón escaso de habitantes. La capital,
San José, ciudad rodeada de cafetales y
palmeras, tenía una sola universidad, con
unos cuatro mil alumnos, que pugnaba por
desarrollarse y ser la puerta por la que el
país se abriera al mundo y a una mayor
participación en el consorcio de naciones.
La expansión a esta nación significaba
no poco sacrificio para el Opus Dei, pues
había que consolidar la aún reciente labor
en Guatemala y en El Salvador y la expansión de la Obra –ya presente en más de
veinte países- exigía un notable esfuerzo.
El corazón de san Josemaría se dolía al
tener que enviar a sus hijos, la mayoría jóvenes, con pocos medios. Muchas veces,
sólo llevaban una imagen de la Santísima
Virgen y su bendición. Pero el amor de san
Josemaría a la Iglesia le movía a corres-
289
COSTA RICA
ponder a las solicitudes que le llegaban de
parte de las autoridades eclesiásticas.
como supernumeraria. Pronto la siguieron
Ligia Herrera, María Terán y otras.
El 8 de agosto de 1959 aterrizaron en
San José los sacerdotes Antonio Rodríguez y José Luis Masot, acompañados
por la oración de san Josemaría. Mientras
cavilaban sobre cómo se trasladarían al
centro de la ciudad y cómo lograrían una
pensión barata hasta conseguir una casa
donde instalarse, tuvieron la sorpresa de
ver que salía a su encuentro el propio arzobispo, que les saludó efusivamente. Les
anunció que se quedarían en el Palacio Arzobispal y les reiteró su deseo de ayudarles en lo que necesitaran.
San Josemaría siguió paso a paso
estas primeras andanzas. Le daba alegría
leer las noticias que le enviaba don Antonio Rodríguez, que hacía frecuentes viajes
desde Guatemala a Costa Rica. Aprovechando un viaje de Rafael Calvo Serer, lo
envió a San José para ver a don José Luis
y a don Fernando. Rafael les animó a alquilar una casa localizada a cincuenta varas al
sur de la Pulpería La Luz, conocido punto
de referencia en la ciudad. Cuando san Josemaría se enteró de la dirección, comentó en broma: “¡Parece que sólo tienen una
luz…!” Y años más tarde, de nuevo bromeando con don Antonio en Roma, le dijo
refiriéndose a las direcciones josefinas:
“Oye, hijo mío, ¿y allí no han descubierto
el número…?”
Poco más de una semana después, el
19 de agosto, don Antonio regresó a Guatemala y don José Luis se quedó viviendo
en el Palacio Arzobispal. Pasados apenas
tres días, el 22, Mons. Odio falleció repentinamente de un paro cardíaco, a los cincuenta y siete años. El golpe fue duro para
todos, también para don José Luis, pues el
afecto que Mons. Odio, había manifestado
y la ayuda que deseaba prestar, auguraban
un buen comienzo de la labor apostólica.
Su soledad duró poco, pues unas semanas
más tarde, el 15 de octubre, llegó a Costa
Rica Fernando Sáenz, también sacerdote.
La labor apostólica comenzó pronto,
tanto con los varones como con las mujeres. La primera mujer que se acercó a la
Obra fue Isabel Terán de Artiñano, a quien
acudió don José Luis en busca de ayuda
para conseguir la sede de la futura residencia universitaria. Isabel, acostumbrada
a que la visitaran muchas personas para
pedirle dinero, se impresionó de que este
sacerdote –siguiendo una enseñanza de
san Josemaría– le dijera a las claras que
“no le interesaba su plata, sino su alma”.
Prometió ayudarle y pronto le presentó a
su prima, María Terán de Rohrmoser. Entre las dos organizaron el primer curso de
retiro para señoras que se tuvo en Costa
Rica, en el Hotel Robert. El 11 de noviembre Isabel pidió la admisión en el Opus Dei
Mientras tanto, continuaba la labor de
formación humana y cristiana con los muchachos y señores que habían ido conociendo: Enrique Vargas, Roger Echeverría,
Juan Francisco Montealegre –que fue el
primer supernumerario-, etc. En marzo de
1960 comenzó a funcionar la Residencia
Miravalles. En esa época pasó por el país
don Ricardo Fernández Vallespín, uno de
los primeros fieles del Opus Dei; fue otra
muestra del cariño de san Josemaría, que
quería estar de esa manera cerca de los
que abrían brecha. El 28 de octubre de
1961 pidió la admisión en la Obra José Antonio Sauma.
San Josemaría seguía el crecimiento
del apostolado. En un viaje que don Antonio Rodríguez hizo a Roma a finales de los
años cincuenta, san Josemaría le habló de
las gentes de estas tierras y del afecto que
sentía por ellas. Le dijo, con conocimiento
de la historia centroamericana, que esos
pueblos no podían vivir dándose la espalda. Sus hijos debían sembrar por doquier
el espíritu del Opus Dei: un espíritu de paz,
de amor al trabajo bien hecho, de respeto
a la libertad de los demás, de aprecio a la
justicia y de solidaridad cristiana, de en-
290
COSTA RICA
tendimiento mutuo; evocó el cariño que tenía su hermana Carmen por Centroamérica
y cómo había seguido día a día los inicios
en Guatemala (cfr. Rodríguez Pedrazuela,
1999, pp. 280-281).
El 18 de diciembre de 1960 llegaron las
primeras mujeres para establecerse en la
ciudad: Fina Ventura, Conchita Puig, Piluca Jiménez, y cuatro numerarias auxiliares: Marta Cojolón, Paulina Segura, Daría
Cifuentes y Eugenia Teque. Gracias a las
que ya pertenecían al Opus Dei desde ese
año, la casa –Veragua– ya estaba instalada
y enseguida comenzaron las actividades.
2. Algunos datos sobre el desarrollo
posterior del apostolado
Con el paso del tiempo, fueron surgiendo numerosas iniciativas apostólicas,
impulsadas personalmente por san Josemaría o inspiradas en sus enseñanzas,
como el Club Kamuk para muchachos,
en 1963. En ese mismo año, la Escuela
de Capacitación para la Mujer, en la zona
de Pavas, a la que en 1974 se agregó el
Instituto Profesional Femenino, un colegio
de secundaria; hoy ambas iniciativas están
integradas en el Proyecto Educativo Surí,
en un edificio que se comenzó a construir
en el año 2007 con la ayuda de numerosas
personas. En 1967 se abrió el Club Moyagua, para oficinistas y obreros, y el Club
Yokó, para muchachas jóvenes. Estas instituciones educativas y culturales han beneficiado a muchas personas de todos los
ambientes sociales y han echado raíces
en el país. Su influjo hizo que, en 1970, el
entonces presidente de la República, don
José Figueres Ferrer, invitara a san Josemaría a visitar la nación. Por carta, san Josemaría le contestó afectuosamente: “Le
aseguro Señor Presidente que no dejo de
importunar al Señor para que me dé pronto
la oportunidad y la alegría de conocer ese
querido país”. Ese deseo no pudo verlo
cumplido en vida, aunque fueron muchos
los costarricenses que acudieron en 1970
a México, y en 1975, a Guatemala, para
verle y escuchar sus enseñanzas.
La labor apostólica del Opus Dei en
Costa Rica siguió creciendo después del
fallecimiento de san Josemaría. El Patronato de la Residencia Universitaria Veragua adquirió en 1976 el local para la sede
definitiva. Esta sede, además de una residencia para estudiantes, es un centro cultural, en el que se desarrollan actividades
dirigidas a la formación integral de la mujer
universitaria y profesional. También están
Guaitil, Administración de la Residencia
Miravalles, que comenzó en 1978 como un
centro de capacitación profesional, dirigido a muchachas jóvenes; o el Centro de
Complementación Educativa Lari, que nació en 1987 en el oeste de San José y desde donde se desarrollan labores sociales
en zonas desfavorecidas de la ciudad. La
propia Residencia Universitaria Miravalles
cambió de sede en 1980, junto a los campos deportivos de la Universidad de Costa Rica. El Centro Cultural Caleros, desde
1989, ofrece a los profesionales del oeste
de la ciudad de San José todos los medios
de formación propios del Opus Dei.
Desde 1983, y por iniciativa de un
grupo de padres de familia interesados en
dar a sus hijos una formación completa y
personalizada, funciona la Asociación para
el Desarrollo Educativo y Cultural (ADEC),
entidad que ha promovido varias iniciativas educativas, fundamentadas en las
enseñanzas de san Josemaría: el colegio
Yorkín, para muchachos; Iribó, para muchachas; y el preescolar Los Olmos.
Bibliografía: Antonio Rodríguez Pedrazuela, Un
mar sin orillas. El trabajo del Opus Dei en Centroamérica. Recuerdos sobre los comienzos,
Madrid, Rialp, 1999.
291
Rosario DE JUANA ZUBIZARRETA
CRUZ
CRUZ
1. La Cruz en la vida de san Josemaría.
2. Abandono en Dios e identificación con
Cristo. 3. Dolor y alegría: obediencia al Padre. 4. El sentido amable y victorioso de
la Cruz. 5. La devoción a la Cruz. 6. Para
corredimir con Cristo. 7. La Cruz y la Misa.
8. El Espíritu Santo, “fruto” de la Cruz. 9.
María junto a la Cruz.
La cruz de que aquí se trata es la Cruz
de Cristo, o sea el “patíbulo” de su suplicio,
cuyo significado ha cambiado radicalmente respecto al original: dejando de indicar
la maldición, llegó a significar la bendición.
Éste, pues, es el sentido que ha cobrado
en un contexto cristiano la palabra “cruz”,
por el misterio pascual de Jesús, que fue
la obra de nuestra Redención. En toda la
Tradición de la Iglesia, la cruz no se refiere
sin más al sufrimiento, sino también, inseparablemente, a la manera de recibirlo
así como al horizonte de esperanza que
abre en aquel que lo acoge. Se trata, en
definitiva, de la disposición de conformidad alegre con la Voluntad de Dios, con lo
que Dios quiere o permite, especialmente
cuando conlleva dificultad.
Fue en ese sentido como san Josemaría usó la palabra “Cruz”, escribiéndola frecuentemente con mayúscula para subrayar que se trata de la Cruz de Cristo a la
que se une el cristiano. En coherencia con
ese planteamiento, san Josemaría edificó
su vida y su enseñanza en coherencia con
la vivencia de la Cruz ampliamente desarrollada por la Tradición cristiana aunque,
como acontece en toda experiencia profunda, con matices propios. Por esa razón
desarrollamos el tema siguiendo una perspectiva fuertemente biográfica.
1. La Cruz en la vida de san Josemaría
La vida de san Josemaría “muestra
una visión serena y recia, sencilla y amable
de la cruz; se trata de la visión que brota
de la cercanía al Crucificado” (Mateo-Seco,
1992, p. 420). Muy temprano supo de la
Cruz, no sólo porque oyó hablar de ella al
ser educado como cristiano, sino también
por los acontecimientos que fueron afectando a su familia. Sufrió por la muerte de
sus tres hermanas pequeñas, que murieron en años sucesivos –comenzando por
la más pequeña hasta la más cercana a él
en edad– y pudo percibir, en estas circunstancias, la entereza cristiana con la que
sus padres sobrellevaron esas desgracias.
Después, les vio llevar con serenidad la
ruina del negocio familiar, ocasionada por
actuaciones desleales de un antiguo socio.
En lo físico, además de la enfermedad
grave que tuvo a los dos años, san Josemaría padeció a lo largo de su vida diversas
dolencias de cierta entidad, que soportó
con reciedumbre. Había aprendido, pues,
a integrar el momento del dolor en el horizonte de la totalidad de la vida, transida de
esperanza sobrenatural. Es más, supo dar
sentido positivo al dolor, precisamente a la
luz de la Cruz de Cristo.
San Josemaría fue ahondando en la
comprensión del Misterio de la Cruz conforme se fue fortaleciendo su vida de oración y de penitencia, especialmente desde
que vio el Opus Dei, el 2 de octubre de
1928. En el momento en que entendió que
Dios quería algo de él, supo también que
el camino que debía recorrer implicaba
penitencia y expiación, o sea, sufrimiento
serenamente aceptado, vivido y buscado.
Así lo expresó: “El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente
inocentes, de las que se valía para meter
en mi alma esa inquietud divina. Por eso he
entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús,
que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con
la mano herida del Redentor. También a mí
me han sucedido cosas de este estilo, que
me removieron y me llevaron a la comunión
diaria, a la purificación, a la confesión… y
a la penitencia” (Meditación, 14-II-1964:
AVP, I, p. 92).
292
CRUZ
Tuvo algunas contradicciones en los
años del Seminario de Zaragoza y en los
comienzos de su ministerio sacerdotal: la
hostilidad de ciertos compañeros, la incomprensión de algún formador…; y, en
el ámbito familiar, la inopinada muerte de
su padre, pocos meses antes de la ordenación diaconal, y el rechazo por parte de
algunos parientes. Fueron momentos vividos junto a Jesucristo, presente en el sagrario; a veces, pasando la noche en vela
de oración ante el Santísimo.
Ya después del 2 de octubre de 1928,
frecuentó los hospitales para atender enfermos a los que pedía que ofrecieran su
sufrimiento a Dios. Su trato con María Ignacia García Escobar, una mujer enferma
de tuberculosis, que sería una de las primeras en pedir la admisión en el Opus Dei,
se sitúa precisamente en este marco. Fue
asimismo en el trato con varios de estos
enfermos cuando sucedió un hecho que le
impresionó: una mujer, ya a las puertas de
la muerte, después de que le fueran administrados los últimos auxilios espirituales, a
sugerencia del sacerdote, repetía a voces
esta letanía del dolor: “Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el
dolor… ¡Glorificado será el dolor!” (Apuntes íntimos, n. 563: AVP, I, p. 443; cfr. C,
208). Este descubrimiento de la Cruz como
gloria (cfr. F, 1020, 1022) se enraizó en su
propia experiencia personal: “Fiesta de la
Exaltación de la Santa Cruz: 1931. – ¡Cómo
me hizo gozar la epístola de este día! En
ella el Espíritu Santo, por S. Pablo, nos enseña el secreto de la inmortalidad y de la
gloria (...). Este es el camino seguro: por la
humillación, hasta la Cruz: desde la Cruz,
con Cristo, a la Gloria inmortal del Padre”
(Apuntes íntimos, n. 284: AVP, I, p. 387).
Siguiendo el recorrido de la vida de
san Josemaría, se llega a la Guerra Civil
en 1936, año en el que se desató una sangrienta persecución religiosa en España.
San Josemaría mantuvo una actitud de serenidad frente a los graves acontecimientos a pesar de las mil vejaciones que so-
portó en estas circunstancias, pero, como
es lógico, no dejó de sufrir por todo eso.
Después de la guerra, cuando recomenzó
el normal desarrollo la labor apostólica del
Opus Dei –también fuera de Madrid–, arreció la “contradicción de los buenos”, es
decir la hostilidad de aquellos que, siendo
hermanos en la fe, combatían la novedad
de la Obra porque no la entendían. El sufrimiento que suponía semejante situación
fue moralmente mayor que el de la guerra.
En esos primeros años cuarenta, a
causa de las calumnias contra su persona,
una noche el fundador del Opus Dei le dijo
a Jesús, presente en el sagrario: “Jesús, si
Tú no necesitas mi honra, ¿yo para qué la
quiero?” (Carta 29-XII-1947/14-II-1966, n.
38: AVP, II, p. 480). En una homilía en la que
aludía a este tipo de contrariedades, san
Josemaría comenzaba diciendo: “no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente,
toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente
que Él permita que saboreemos el dolor,
la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza” (AD, 301).
Y termina explicando: “Así esculpe Jesús
las almas de los suyos, sin dejar de darles
interiormente serenidad y gozo” (ibidem).
2. Abandono en Dios e identificación con
Cristo
San Josemaría aceptó la Cruz en su
vida, según estas palabras del Señor que
meditó muchas veces: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí
mismo, que tome su cruz cada día y que
me siga” (Lc 9, 23, cfr. Mt 16, 24 y Mc 8,
34). Llegó muy lejos en esta vía del abandono confiado y alegre en las manos de
Dios: “Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala
por Jesús. Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz,
así llevada, no será una Cruz cualquiera:
será... la Santa Cruz. No te resignes con la
Cruz. Resignación es palabra poco gene-
293
CRUZ
rosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la
quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz”
(SR, Cuarto Misterio Doloroso). Acostumbraba a anotar en la epacta o calendario
litúrgico anual: “In laetitia, nulla dies sine
cruce!” (¡Con alegría, ningún día sin cruz!),
y comentaba que lo hacía “para animarme a llevar con garbo la carga del Señor,
siempre con buen humor –aunque sea a
contrapelo tantas veces–, siempre con alegría” (Carta 2-II-1945, n. 21: AGP, serie A.3,
92-3-2).
El breve recorrido biográfico deja ver
una progresiva identificación de san Josemaría con Cristo en la Cruz. Desde la interpretación serena de los acontecimientos
adversos, que aprendió por la educación
recibida, hasta asumir el dolor como camino de penitencia y de identificación con la
Voluntad de Dios, más aún, de identificación con Cristo.
Es así también como lo entiende Flavio
Capucci, cuando habla de las pruebas que
sufrió san Josemaría en el arco de tiempo
que va de 1931 a 1935: “Se trata de una
serie de pruebas duras y prolongadas, que
cada día y durante varios años le hicieron
sentirse incapaz de proveer con sus solas
fuerzas incluso a sus deberes más básicos, como el sostenimiento de la familia.
Una sola de aquellas pruebas habría bastado para desanimar a cualquiera que no
estuviera llevado de la mano y guiado por
Dios para enfrentarse con ellas (…). En la
vida del Fundador, éstas se sobrepusieron
una sobre otra hasta evidenciar el heroísmo de su aceptación de la Cruz. (…) La
Cruz no aparece sólo como el precio que
pagar para conseguir fruto sobrenatural,
sino también y sobre todo como camino
de purificación, de desasimiento interior,
de aquel abandono total en Dios que permite al Señor obrar según su beneplácito.
En otras palabras: en cada uno de estos
acontecimientos, se asiste a un desarrollo que va de una aceptación radical, ya al
comienzo de las dificultades interpuestas
por el Señor en el camino del Opus Dei, y
avanza, a través de un abandono cada vez
más completo, hasta llegar a un hito donde
se presencia una identificación ya plenamente gozosa con la lógica de Dios, que
es la lógica de Cristo. El proceso de identificaciónconCristoculminaenlaCruz”(Capucci,
2003, pp. 165-166).
3. Dolor y alegría: obediencia al Padre
Santo Tomás –que se apoya en Juan
Damasceno– explica que, en Cristo, el dolor es compatible con la alegría (cfr. S.Th.
III, q. 46, a. 8). San Josemaría prolonga
esta consideración en el sentido de que,
por la fe, cualquier cristiano está unido a
Cristo: “La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y
la paz: la felicidad en la Cruz. – Entonces
se ve que el yugo de Cristo es suave y que
su carga no es pesada” (C, 758). Es esta
la sorprendente experiencia de los santos:
“Tú has hecho Señor que yo comprendiera
que tener la Cruz es encontrar la felicidad,
la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es
identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por
eso, ser hijo de Dios” (Apuntes tomados en
una meditación, 28-IV-1963).
Es más, el amor y la alegría encuentran su fundamento en la Cr
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