Y de pronto, absurdos. Y de pronto -sin saber bien como- estaba allí. En mí. Rondando por mis imágenes, con la ropa mojada al cuerpo, tironeado sobre los músculos cansados; y la mirada perdida. Rondás, hecha todo un misterio, indescifrable, no sé ni qué, ni cuando, ni cómo o por qué, pero de pronto, estás allí. Y eso que me había prometido no interesarme, no pensar, no volver, no volver a ser vulnerable, “no acá”, “no ahora”. Pero de pronto, estábamos yendo a mirar ropa una tarde libre, recorriendo la feria de la plaza con amigues comunes que fueron quedando atrás uno a uno, perdidos entre las chucherías de bazar; cantimploras de plástico en colores pastel, con forma de cámara analógica, buzos de temporada, promociones de remerones con esos estampados absurdos de los pueblos de la costa -apelando a la irracional necesidad de comunicar yo estuve aquí-. Yo me compre un buzo de pludge oliva un talle más grande y vos una minifalda adolescente y un cinto que podría envolverte varias veces. Nos reímos enredados entre tatuadores de aerógrafo pintando la tercer estrella, bailarines, magos, payasos acróbatas, fichines (y los niños a los que intentan robarles todo su dinero). Todos festejan, todo el tiempo. Y vos sos puro deseo, todo el tiempo. Yo te sigo entre la gente, sigo tu pelo colorado, recién teñido por vos misma antes de salir. Y de pronto atardece, salimos de la peatonal triunfantes con las bolsitas en la mano y las pavadas en la boca, en pocas cuadras dejamos de ser turistas para ser nativos, vamos a los lugares que no conocen, pero yo sí. Llegamos a los médanos ocultos, al borde del precipicio, al costado del sendero y nos sentamos en una piedra de sedimento, hecha por el peso de todo el océano y la persistencia del tiempo, nos sentamos ahí, frente al mar. Charlamos de nuestros rodajes, de poesías comunes, nos mostramos nuestras fotos y proyectos. Compartimos cuadernos, y el fuego oblicuo del sol cayendo, tras las olas, nos incendia los ojos, las pieles y tus labios de manzana. Somos todo un deseo secreto, un deseo del tiempo. Yo te espero, me obligo con cada musculo y neurona disponilbe a retenerme. Pero una brisa cálida me empuja por la espalda y, de pronto, todo. Alquilamos unas bicicletas de montaña, son asombrosas, robustas y livianas. Corren solas entre las dunas y el ripio. Nosotros también vamos por inercia, como empujados por el viento. Nos grabamos impunes, jugando, fingiendo accidentes, todo se vuelve una excusa para ser nosotros en la pavada. No nos importa nada, ni nadie, somos más que irresponsables, somos inimputables porque todo es tan intenso como el sol. Espiamos a otros escapistas en secreto, pedaleamos kilómetros y kilómetros por la reserva natural, nos metemos en una casona abandonada y espelúznate, recorremos escenas tenebrosas, solo para descubrir que no estaba tan abandonada y correr como idiotas, nos retratarnos con el ultimo rollo, el más preciado, allí entre los muros de la ruina mientras jugamos a hacernos gestos obscenos a escondidas como si alguien pudiera vernos. Seguimos, y de pronto, nos encontramos la nueva cabaña y nos pedimos un chocolate caliente, la degustación de tortas caseras, tomamos el chocolate caliente como dos señoras pitucas de recoleta, sentadas frente al ventanal que se despliega del piso al techo con vista a la reserva. De pronto, sin decir nada, como un nado sincronizado, nos retratamos mutuamente, nos fotografeamos fotografeandonos el uno al otro. Todo se nos devela así, generoso en el azar, tan etéreo y autentico como absurdo. Correteamos por la granja de la reserva, nos asusta una criatura escondida entre el laberinto del lugar, pero seguimos, siempre, seguimos. Arrastrados por la brisa sobre la piel, jugamos a retratar a todos los animales de la granja, descubrimos las gallinas japonesas –que son rarísimas-, nos adentramos en la nada del lugar, en lo profundo, corremos desnudos al sol en medio del desierto arenoso, atacados por un pajarraco que cuida su nido, jugamos a posarnos, veo uno a uno los granitos de arena pegados a tu piel de manteca anaranjada, mientras mis yemas juegan a despegarlos. En detalle ninguno es igual al otro, algunos son negros, otros rojos, blancos, traslucidos, rosados… y de pronto nos besamos frente al mar oscurecido por la noche. Sobre la arena húmeda y brillante, se dibujan como senderos, las luces de la ciudad, y las risas lejanas de los festejos -que continúan día tras día- nos llegan con el viento, llegan salpicadas por las olas. Tu oído sobre mi pecho, los dos respiramos juntos, fundidos en un abrazo pesado, en un latido conjunto, un cuerpo tumbado sobre el otro, y la respiración profunda, lenta, con olor a mar. Miles y miles y miles y miles y miles de toneladas de agua se doblan sobre sí en un arrullo que marca nuestro compás. Somos ese murmullo grave, es rugido intenso que no se detiene jamás. Y de pronto, no hubo más días, no volvió a amanecer -nunca jamás en ningún lado-. Ahora los dos, somos arena porque nos quedamos allí en aquel instante.