La medicina de Hildegarda de Bingen Esaúl R. Álvarez La salud como estado de diálogo entre el hombre y el cosmos. Siguiendo la profundamente arraigada tradición de magisterio medieval –de corte platónico- Hildegarda de Bingen establece una íntima relación entre el universo (macrocosmos) y el hombre (microcosmos), entre ambos existe una correspondencia profunda que pone ambas realidades en mutua interacción, esta interacción posibilitaría el estado de salud – cuando la relación es correcta, armónica- o de enfermedad –cuando la interacción entre macrocosmos y microcosmos es imperfecta e inadecuada. Hildegarda sostiene una concepción del hombre multidimensional y holística, no lo reduce (ni tampoco sus dolencias) a un nivel exclusivamente mecánico o biológico, sino que todo lo refiere a un entramado de interacciones entre cuerpo, alma y espíritu, y de éstas partes a su vez con el mundo exterior. Se trata por tanto de una visión relacional de la salud humana donde poseen gran importancia dos factores a menudo olvidados desde la lógica puramente mecanicista: el contexto en que se da la enfermedad - aspectos como el clima, la estación del año, la alimentación, y otros... Por ejemplo Hildegarda insiste en muchas ocasiones en que las enfermedades del otoño son distintas en síntomas y naturaleza a las enfermedades propias de la primavera. el enfermo - al tener la enfermedad una parte importante de expresión del alma y el cuerpo de ese sujeto, toda enfermedad se expresa de manera única y personal en cada ser y debe analizarse en ese sujeto particular. Como vemos estamos ante una visión extraordinariamente holística de la medicina que tiene muy en cuenta tanto variables internas -por ejemplo el estado de ánimo del sujeto- como variables externas dependientes del contexto (el clima, por ejemplo, que puede favorecer o perjudicar ciertos estados). El mantenimiento de la salud del cuerpo debe acometerse por el debido uso y cuidado de las capacidades físicas (una dieta adecuada, ejercicio adecuado) así como de las espirituales (hacer el bien y estar en paz con Dios); y, por supuesto, de lo anímico que media entre ambos (el estudio y trabajo adecuados, el estado alegre y en paz consigo mismo y con el resto de las criaturas, el cantar alabanzas a Dios, etc…). Se comprueba que a pesar de obedecer a una lógica diferente, como iremos viendo, es una visión de la salud que no tiene nada de simplificadora o infantil. De este modo para Hildegarda, siguiendo toda la tradición médica medieval, existen diferentes niveles en que puede asaltar la enfermedad: el corporal, el anímico y el espiritual. Cada uno de estos niveles requerirá de diferentes remedios. Además esto supone que una de las primeras cosas que el terapeuta debe discernir es si la enfermedad, pongamos por ejemplo física, tiene su origen en ese mismo nivel en que se manifiesta o si la enfermedad visible es únicamente la manifestación exterior de un trastorno a otro nivel. Esta apreciación es importante porque el tratamiento variará enormemente en uno u otro caso: irá específicamente dirigido al cuerpo o se dirigirá a uno de los otros niveles. Se entiende por tanto que en ocasiones la perdida de la salud proviene de una alteración a niveles más profundos. Esta es una consideración particularmente relevante pues la ciencia moderna no ha sido hasta tiempos relativamente recientes que ha tomado en consideración factores ambientales y psicológicos como agentes que influyen en el desarrollo de una patología. Pero a pesar de esta aparente coincidencia respecto a las relaciones entre alma y cuerpo -o psico-somáticas en terminología moderna- hay que decir que las concepciones medieval y moderna no son a este respecto exactamente equivalentes. Nos encontramos aquí una vez más con una oposición fundamental entre las dos visiones de la realidad. La ciencia moderna se esfuerza aún hoy por encontrar no ya un simple correlato físico entre ambas dimensiones -mente y cuerpo- sino una causa material con la que explicar los fenómenos y/o trastornos psicológicos o mentales del tipo que sean –un gen, una alteración hormonal, una intoxicación química, un fallo funcional...- dando con ello prioridad siempre en la escala causal a lo material sobre lo psíquico/anímico. Además de este hecho existe una constante indefinición respecto a qué entra en lo psíquico, dado que la psicología moderna siempre ha buscado correlato biológico para todo fenómeno psíquico, lo cual sumado a la confusión mente-alma termina más por confundir que por aclarar cuando la psicología moderna se refiere a 'mecanismos' o relaciones de tipo psicosomático. El pensamiento medieval por su parte no aceptaría de ninguna manera semejante predominio de lo físico sobre lo sutil, es decir del cuerpo y sus mecánicas sobre el alma: para toda metafísica tradicional lo grosero esto es la manifestación material y extensa- proviene siempre de lo sutil que es su fundamento -Yesod-. Lo sutil es entonces por tanto más principial, empleando la terminología de Guénon, más cercano al origen y por tanto previo en la cadena causal. Por tanto para la lógica medieval la relación de dependencia entre alma y cuerpo se invierte respecto de la lógica moderna: es el desequilibrio en el alma el que causa con más facilidad un efecto físico -temporal o permanente-, el cual a su vez puede expresar dicho desequilibrio profundo del alma bajo dos aspectos: bien a modo de advertencia o llamada de atención1 -es decir, como un signoo bien convertirse propiamente una patología cuando el desequilibrio es muy sostenido en el tiempo. Por supuesto la relación también se puede producir al revés, del cuerpo hacia el alma. Así la medicina medieval abunda en consejos sobre la alimentación dirigidos al efecto que ciertos alimentos tienen en el alma. Vemos entonces cuánto dista la concepción medieval de la salud completa como equilibrio y armonía entre el alma y el cuerpo de la concepción actual puramente mecánica y simplificadora de la medicina moderna donde, si hubiera que creer estrictamente su lógica mecánica, una misma causa habría de tener siempre un mismo efecto, lo que a todas luces es falso. La Salud y el equilibrio Como hemos dicho para Hildegarda microcosmos y macrocosmos forman idealmente un conjunto armónico. Ambos debieran estar en estado de mutuo equilibrio. En este estado de perfección ideal el hombre es de algún modo un instrumento del cosmos, resuena con él como lo hace un instrumento musical. Cuando se perturba dicho equilibrio hombre-mundo se altera el complejo multidimensional humano y se enferma tanto física como mentalmente. El equilibrio entre ambos órdenes -hombre y mundoforma parte del orden natural inscrito en el universo, el cual fue estipulado dado por Dios. Si la salud se entiende como un estado de equilibrio y armonía, no solo del cuerpo sino del hombre completo -entendido en sus dimensiones corporal, anímica y espiritual- con el universo que le rodea, la enfermedad es percibida como la pérdida de este equilibrio. Acorde a su idea del hombre como un sistema complejo encontramos que la salud para Hildegarda no consiste en un equilibrio físico o químico del 1 Es precisamente en esta correlación entre alma y cuerpo en la que se basaba la ciencia tradicional de la fisiognómica. cuerpo como unidad aislada sino un equilibrio complejo entre cuerpo, alma, espíritu y el medio en que el hombre vive. En los trabajos de Hildegarda se destaca siempre la naturaleza como instrumento para el mantenimiento de ese equilibrio y como lugar donde buscar el remedio para restablecerlo, de modo que la naturaleza es de algún modo una herramienta puesta a disposición del hombre para ser usada convenientemente. La naturaleza es vista como una vía para mantener y para recuperar la salud. Se hace evidente la estrecha relación que vincula al hombre con la naturaleza y la dependencia mutua que existe entre ambos. Puede parecer extraño desde la mirada moderna pero para el pensamiento medieval, los dos se necesitan mutuamente. Del mismo modo que el hombre busca su re-equilibrio, su cura, en la naturaleza, también tiene la misión de re-equilibrar y purificar a esta. El hombre evidentemente no puede vivir sin la naturaleza: la naturaleza es el contexto en que el hombre está situado, del que no puede ni debe salir. La naturaleza le dota de todo lo necesario para su vida, su bienestar y su perfeccionamiento, pero más allá de esto es incluso instrumento de salvación pues le ofrece un camino que le religa con su creador. Por su parte la naturaleza carecería de sentido sin el hombre, que la dota de sentido y la pone en la senda de la redención. La naturaleza sin el hombre estaría mermada. Para la lógica de Hildegarda ambas realidades, hombre y naturaleza, se necesitan mutuamente y es inimaginable una parte sin la otra. Enfermedad y pecado. “La enfermedad será para Hildegarda, no un proceso, sino un modo deficiens, un error, un defecto, una merma existencial y un déficit ontológico”2 Si la salud es vista para Hildegarda como la consecuencia natural del equilibrio entre el hombre (microcosmos) y el universo (macrocosmos), y si dicho equilibrio se consigue actuando en consonancia y armonía con el orden cósmico [2], es decir acometiendo las acciones justas, la 2 H. Schipperges (1981). Los conceptos médicos de Hildegarda. enfermedad entonces no puede ser sino la pérdida o alteración de dicho equilibrio, proveniente de acciones humanas erróneas e injustas. Desde esta perspectiva en que todo está profundamente espiritualmente- relacionado e imbricado todo desequilibrio en la naturaleza conlleva y manifiesta una injusticia a nivel metafísico, sea este desequilibrio social (la guerra por ejemplo) u orgánico (l a enfermedad). Pero paralelamente toda injusticia dejará su marca en la naturaleza misma por el poder que posee el hombre -otorgado por Dios- para reordenar la naturaleza. Dicho de otro modo, cuando el hombre no cumple la misión que Dios le ha encomendado no es él el único perjudicado, sino toda la naturaleza la que se desequilibra y agoniza por dicha causa. Esta lógica es la que subyace a la relación que a menudo se establecía entre las epidemias y los pecados de los hombres, aunque en el caso de una epidemia se entendía que el pecado era de orden social e implicaba de algún modo a toda la colectividad. El ejemplo más famoso de esta relación tuvo lugar durante la gran epidemia de peste negra del siglo XIV, aunque para entonces hay que matizar que el pensamiento simbólico y analógico medieval estaba en franca decadencia, falto del rigor lógico interior que había poseído y contaminado ya por abundantes desviaciones que tomaban la forma de supersticiones. Inevitablemente el concepto de enfermedad de Hildegarda es deudor de su concepción cosmológica y teológica. Concretamente el origen cósmico de la enfermedad en sí no es otro que la caída del hombre por su pecado original. El pecado se originó por no respetar la ley divina, de modo que la desobediencia del hombre provocó la caída y la aparición de la enfermedad y la muerte en el mundo. De ahí la relación constante en la edad media entre enfermedad y pecado, así como entre pecado y desobediencia a los dictados del espíritu. A su vez, la desobediencia a lo que sugería el Espíritu era entendida como un egoísmo, una muestra de soberbia, de resistencia y de acedia. La enfermedad entonces queda unida a conceptos tales como desorden, caos, soberbia, avaricia y muy en particular injusticia. Desde esta perspectiva, la enfermedad a nivel individual aparece cuando el hombre se aleja del camino correcto para él3. Este alejamiento del camino correcto produce un desequilibrio. El estado del hombre enfermo es análogo al de Adán expulsado del paraís o. Desde un punto de vista ontológico la enfermedad es inseparable del hombre en tanto que posibilidad pues es consecuencia del pecado original, por lo tanto está inserta en su naturaleza caída. La enfermedad 3 El Swadharma. forma parte indisoluble de la vida humana post-edénica, en tanto que el hombre vive su existencia alejado del paraíso. A este propósito Hildegarda da datos simbólicos enormemente significativos, por ejemplo que antes del pecado original los cielos no giraban, por lo que no había tiempo ni muerte en la esfera humana. Desde entonces la enfermedad puede ser inherente a la condición humana pero dadas sus connotaciones negativas no debe ser asumida de modo indiferente sino que hombre y sociedad deben responder contra la misma. La enfermedad se debe afrontar. Tales planteamientos tienen aplicaciones muy prácticas para la cura de las enfermedades. Para que la enfermedad se supere el hombre tiene que ser curado a nivel espiritual, es decir redimido. La curación física es al cuerpo lo mismo que la remisión espiritual es al alma. Por tanto recuperar la salud física es de algún modo volver al equilibrio original y primigenio del Edén. La conclusión de esta teoría espiritual de la enfermedad se hace evidente: cuanto más cercanos nos encontremos respecto al estado ideal del hombre, que es el estado edénico primordial, menos propensos y vulnerables seremos a la enfermedad. Pero qué significa estar cerca del estado edénico. Para Hildegarda es inevitablemente estar en paz con Dios, seguir sus caminos y sus preceptos, obedecer su Voluntad y guardar el equilibrio divino. La enfermedad es de algún modo causa y a la vez consecuencia de la maldad humana, de su rebeldía y su soberbia. La maldad humana, en cualquiera de sus aspectos (pensamiento, obra, o palabra) genera desequilibrio y por tanto es causa de enfermedad en alguna de sus formas. Solo la bondad, el amor y la caridad, protegen y conservan el equilibrio y evitan la enfermedad. Una curiosa lección de cómo el bienestar psicológico es la mejor defensa contra la enfermedad. Para recuperar la salud el hombre debe ante todo reconciliarse con Dios, volver al camino correcto, a la acción justa. Según sea la desviación, más superficial o más profunda, el hombre puede reconciliarse bien por medio de su relación con la naturaleza misma -que es un camino lógico de reconciliación con el creador-, o bien, cuando el desequilibrio es muy profundo, mediante métodos más específicamente espirituales. De qué dependa el uso de un camino y otro queda en manos del terapeuta que debe reconocer como ya dijimos el origen profundo de la enfermedad, es decir en qué nivel se encuentra la raíz de la misma: en el cuerpo, en el alma o en el nivel más profundo, cuando se trata de un mal espiritual. El remedio a la enfermedad: la medicina. Según lo dicho hasta ahora la medicina no será para Hildegarda un conocimiento 'humano' en el sentido en que lo es ahora, es decir un saber elaborado por el hombre en base a su razón, sino más bien un conjunto de saberes que están inscritos en la naturaleza y que el ser humano debe saber encontrar o descubrir. La naturaleza para el hombre medieval siempre fue un libro divino que había que saber leer e interpretar (san Buenaventura). Este es otro detalle que acerca la visión médica de Hildegarda a las tradiciones de los chamanes y los hombres-medicina de muchos pueblos pues el mejor médico tampoco será el más sabio en sabiduría humana sino el que reconozca mejor la naturaleza del mal del paciente, dicho de otro modo, aquel que sea mejor observador. Tampoco será ya el médico quien cure desde la supuesta superioridad de su saber humano al paciente, sino que desde esta perspectiva de restitución del equilibrio del paciente con su naturaleza el médico será visto más bien como una especie de facilitador o intermediario que hace que el equilibrio se restablezca. Toda estas ideas como decimos parecen emparentar la medicina medieval -al menos la que Hildegarda exponecon la medicina practicada por los pueblos de tradición chamánica. Algo contradictorio a este respecto es que es sabido que el chamán es visto por su comunidad como un sacerdote o como un mediador con otras fuerzas, en todo caso como una persona dotada de un halo sagrado, sin embargo no hay constancia de este rasgo en la medicina medieval, al menos en la medicina más normativa, sin duda sí en algunos santos que eran visitados por enfermos. Esto puede deberse a que existían diferentes especialidades médicas de muy diferente valoración social, hasta el punto de poderse considerar casi profesiones distintas, por ejemplo los cirujanos eran un grupo social muy alejado de los curanderos que usaban plantas medicinales. La práctica médica de Hildegarda. En consonancia con la teoría holística de la salud que hemos expuesto, la medicina es considerada por Hildegarda como una terapia integral, muy completa, que debe ir dirigida a cuerpo, mente y espíritu, que ayuda a vivir al hombre y a restablecer el necesario equilibrio para estar en armonía con el mundo y también con Dios. La medicina es verdaderamente un arte del equilibrio vital, la ciencia que conoce cómo reconciliar al hombre con su entorno. Y se puede entender que posea un papel teológico ya que enseña a vivir al hombre en la armonía con la ley divina. Estamos entonces ante una disciplina sagrada suyos fundamentos últimos remiten inevitablemente a Dios. Un detalle particularmente interesante de su visión sistémica de la persona lo encontramos en el modo en que se dirige a sus monjas. Hildegarda hace énfasis en la condición social y la educación de la persona, algo que supone una atención a los aspectos más psico-sociales de la personalidad. Parece desprenderse de ello que las enfermedades afecten de modo distinto dependiendo no solo del estilo de vida más material sino también del pensamiento y del carácter de la persona. Y en el fondo estilo de vida y de pensamiento van inseparablemente unidos. Otro ejemplo de la atención que presta a los aspectos psicológicos, es decir aquellos relativos al alma, son los famosos pasajes en que se refiere al 'mal melancólico' como uno de los grandes males del alma en las personas dotadas de un cierto temperamento, aquel en que domina la bilis negra. Sus estudios sobre esta enfermedad suponen -como aseguran Fernando Pagés y María Rebok- una de las concepciones más originales de la melancolía en la Edad Media. En cuanto a su práctica terapéutica, Hildegarda usará a menudo remedios externos como agentes para recuperar la salud. Todo lo que el cuerpo recibe afecta a los humores internos transformándose en salud o enfermedad, del mismo modo los pensamientos o deseos del individuo producen cambios en el alma que provocan bienestar y felicidad o confusión y malestar. Abundan asimismo en sus terapias médicas prácticas que podrían denominarse de magia simpática, cuya concepción ha sido recuperada solo teóricamente- por la homeopatía moderna: “lo semejante cura lo semejante”. Sabemos que la magia simpática está basada en la analogía y que se presenta como un desarrollo natural del pensamiento simbólico. Es esta una de las mayores diferencias con respeto al pensamiento analítico y abstracto de la ciencia moderna en general y la medicina en particular. Los argumentos de Hildegarda para justificar sus remedios 'simpáticos' encajan perfectamente en el universo mental medieval dado que cualquier realidad particular es tomada como parte de un conjunto más amplio, ninguna ser o fenómeno es entendido como independiente o imaginado 'en el vacío'. Toda realidad está interconectada con otras y mediante esas otras podemos alcanzar la primera: correspondencias entre lo superior inferior, lo general y lo particular, cosmos y hombre, macrocosmos y microcosmos. Aparte de estas reflexiones, Hildegarda nos propone cuatro principios básicos para el mantenimiento de la salud: el descanso, el ejercicio, una dieta equilibrada (con períodos de ayuno) y una conducta moral adecuada. Medicina, magia y brujería. Hildegarda rechazó enérgicamente el uso de la magia en diversas ocasiones. Sus argumentos contra la magia se encuentran en su libro Physica y en su obra más importante Scivias, concretamente en el libro primero de ésta: Scivias I, 3. Allí Hildegarda establece la frontera que para ella separa medicina y magia. Es necesario no traducir a la mentalidad moderna la crítica de Hildegarda a la magia ni sus argumentos. Hildegarda no rechaza la magia desde la presunta superioridad científica moderna. Su crítica a la magia es sobre todo de orden espiritual pero también moral, y en ningún caso epistemológica. Esto quiere decir que -sorprendente e incomprensiblemente para la mentalidad moderna- no niega ni su existencia ni su efectividad, no la tacha de superstición como haría la mentalidad racionalista-positivista, sino que ante todo nos pone en guardia contra ella. Sin embargo esta es una frontera muy difícil de entender para el punto de vista -mermado en su reduccionismo ontológico y epistemológico- de la modernidad. Su crítica a la magia nunca se basa en descalificarla por falsa, ilusoria o superstición estúpida, sino de inmoral e ilegítima. Especificamos esto porque desde el punto de vista racionalista moderno muchas de las prácticas que Hildegarda realizaba y aconsejaba (uso de piedras preciosas, uso de invocaciones y sortilegios, rituales sobre el enfermo, etc.) podrían considerarse mágicas o brujeriles, y de hecho es difícil para la mentalidad moderna aceptar que no lo sean y no tacharlas directamente de mera superstición. Incluso la propia preparación de los preparados medicinales, desde amuletos con símbolos grabados hasta brebajes con hierbas medicinales, suponían para Hildegarda -y seguramente para toda la 'medicina espiritual' de la época- el empleo de rituales en su elaboración y aplicación. Como sostiene J. C. Aguirre al respecto de la importancia del ritual en el chamanismo: El rito -y las influencias que el rito dinamice- será pues lo que otorgue el carácter medicinal y sanador a cualquier brebaje visionario o fármaco que pueda ser empleado. El rito desde su radical intimidad con la conciencia humana y desde las influencias que acoge.4 Veamos en primer lugar los argumentos espirituales contra la magia que aporta Hildegarda. Para la Doctora sus prácticas médicas no son de ningún modo mágicas, no pueden serlo, porque son sagradas, es decir, están santificadas y vinculadas a un orden espiritual superior, guardan una relación de parentesco con el Espíritu Santo -el cual posee una importancia enorme en la teología de la santa y al que se refiere frecuentemente, aspecto al que se le ha dado muy poca importancia-. El Espíritu Santo es para ella quien cura al enfermo, a través o por medio de otras causas secundarias, y es así porque Él es quien sostiene la relación entre el hombre como criatura y Dios. Las prácticas mágicas sin embargo flotan para Hildegarda en un vacío espiritual, son prácticas meramente instrumentales y no están vinculadas a lo divino, no están consagradas ni conectadas con una potencia espiritual real. En cuanto a su dimensión ontológica no son por tanto verticales -no apuntan al Principio-, sino horizontales -se dan en el nivel de los entes-. Esto es lo que las hace, a ojos de Hildegarda, profundamente peligrosas. Como vemos su concepción de los límites de la magia y la ciencia está radicalmente alejada de la concepción positivista moderna. Pero aún hay más razones por las que rechazar por principio el uso de la magia, y a continuación podemos referirnos a los argumentos más específicamente morales, aunque ya pueden intuirse en base al citado vínculo que debe guardar la medicina legítima con lo divino. Para Hildegarda la frontera -y la diferencia fundamental- entre ambas materias era una cuestión de fines y objetivos: la medicina debe servir y obedecer ante todo a Dios y buscar a través suyo el bienestar del hombre, no servir al hombre para la consecución de sus fines particulares y egoístas -los cuales pueden incluir perfectamente la curación del cuerpo en un momento dado-, olvidando y dando la espalda a Dios. Este matiz es verdaderamente notable. Lo importante para ella no es solo el cómo curar sino el para qué. Así ella rechaza absolutamente usar los 'poderes naturales' para fines egoístas como seducción, fornicación, asesinato o cualquier otro deseo individual pues todos esos deseos están 4 J. C. Aguirre, 'Chamanismo: rastros y ecos distantes'. El artículo completo puede leerse aquí: https://culturatransversal.wordpress.com/2012/12/13/chamanismorastros-y-ecos-distantes/ regidos por las pasiones, los vicios capitales (lujuria, envidi a, avaricia…) y conducen al pecado. El pecado en sentido ontológico y cósmico como ya hemos explicado, es decir, tales actos egoístas incluso produciendo lo que aparentemente sería un bien particular, aumentarían sin embargo el desequilibrio y la distancia entre hombre y naturaleza produciendo un mal general. La visión holística de Hildegarda marca una vez más la diferencia con respecto a la visión actual, lo que nos demuestra claramente que estamos ante otro 'paradigma' de pensamiento; una visión global que otorga el valor supremo al equilibrio del todo, del conjunto, que no estaría mal que tomara en consideración siquiera alguna vez la medicina moderna en particular y la tecno-ciencia moderna más en general. La medicina es entendida por tanto un camino para reconciliar al hombre con Dios. El uso de los 'poderes naturales' para otros fines aleja al hombre de este sano y santo objetivo y por tanto para Hildegarda son procedimientos contra-natura que deshumanizan al hombre, rebajándolo moralmente, privándole de su libertad y esclavizándolo a los poderes del pecado. Hemos dicho que algunas de las prácticas de Hildegarda serían consideradas como indudablemente mágicas por parte de nuestros contemporáneos. El uso de sortilegios o encantamientos verbales dichos durante la producción de la medicina o durante su aplicación al paciente es también algo sobre lo que merece la pena decir unas palabras, siquiera brevemente. Para ello es necesario referirse a la importancia simbólica del lenguaje en el pensamiento tradicional. El lenguaje es lo que diferencia al hombre de los animales y más concretamente lo que le otorgó el poder sobre la naturaleza. Adán “nombró a cada animal con su nombre” según el Génesis. Pero la fuerza del lenguaje humano (nivel microcósmico) le viene una vez más de Dios que es su dador. Por tanto el lenguaje humano es un pequeño reflejo del Verbo creador de Dios por el cual fue creado el mundo. Aún así y pese a la distancia que le separa de su origen, el lenguaje aún contiene como un destello de ese poder creador y teúrgico. Por eso la palabra posee poder para ordenar y para cambiar el mundo material y por eso puede ser utilizada con propiedad en los actos curativos pues también transmite poder y vida. En ocasiones los sortilegios o fórmulas eran escritos como amuletos y eran prescritos en esta forma como remedios. Es decir la palabra tenía un poder teúrgico y apotropaico incluso aunque no fuera pronunciada, con su simple escritura que es un modo de presencia. Tanto el uso de sortilegios y fórmulas como de rituales o acciones en la preparación y aplicación de los remedios fue muy habitual en la Edad Media para tratar las enfermedades de causas invisibles (consideradas de origen espiritual), pero aparece también en prácticas tachadas de magia y condenadas por la Iglesia de aquel entonces. Se ha sostenido a menudo que dichas costumbres provengan de las tradiciones médicas ajenas al Imperio romano (celtas, germánicas y escandinavas, de tradición druídica). Una vez más, el esfuerzo de la iglesia cristiana por desterrar esas costumbres paganas no las negaba ni implicaba no creer en ellas sino que pretendía más bien que tales rituales tuvieran lugar dentro de un contexto cristiano. Todo parece indicar que lo que Iglesia rechazaba no eran las prácticas en sí sino el contexto pagano que en algunos casos conllevaban. La Iglesia pretendía ante todo cristianizar esas prácticas. Prueba de ello es el uso de santos cristianos y de sus reliquias como mediadores a los que rezar para lograr la curación. En este sentido las reliquias son un inmejorable ejemplo de medicina espiritual. El problema para la iglesia no eran por tanto las prácticas que ahora llamaríamos mágicas sino el paganismo que implicaban y el peligro que originaban de propagación de falsas creencias y falsos dioses. ¿Chamanismo en Hildegarda? ¿El chamanismo?, una canción muy especial, un ritmo que nos devuelve la memoria de nuestra forma y salud, un estado propio –no ajeno- que, irrumpiendo, nos desvela nuestra forma, nuestros desequilibrios y el viático hacia la salud. A todo esto se añadirán unos importantes conocimientos de herboristería y, también, un conocimiento preciso en el manejo del tempo ritual, de los cánticos, símbolos, representaciones y demás cifras de vida que vengan a convocarse. José Carlos Aguirre, 'Chamanismo: Rastros y ecos distantes'.5 Más allá de la visión holística de la salud humana -que es correlato inevitable de una visión compleja y comprehensiva del del ser humano 5 El artículo completo puede leerse aquí: https://culturatransversal.wordpress.com/2012/12/13/chamanismo-rastros-yecos-distantes/ así como de la medicina entendida como un 'arte del equilibrio', dirigida a restituir la armonía perdida entre cuerpo y alma tanto como entre el ser y la existencia, la parte y el todo, restan dos aspectos de la práctica médica de Hildegarda relativamente conocidos por el gran público que sorprenden muy especialmente a la mentalidad moderna: el empleo de piedras preciosas y el uso terapéutico de la música. Y sorprenden aún más cuando constatamos que para Hildegarda eran dos prácticas consideradas centrales en el desempeño de su labor médica. Medicina y música. Comprender el papel que la música desempeñaba en la sociedad medieval y el extraordinario valor que se le otorgaba -valor del que es consecuencia directa la importancia y el uso que le diera Hildegardasupondría desarrollar una 'teología de la música' que expusiera el nivel ontológico superior que era atribuido en la edad media al arte musical. Tal cosa está más allá de las pretensiones de este breve ensayo, a pesar de lo cual creemos imprescindible una exposición breve de cómo se concebía la música de modo general en la edad media, a fin de situar razonablemente bien al menos el contexto cultural en que Hildegarda prestó atención a este arte y lo empleó como herramienta terapéutica de sanación. No debe olvidarse que ella misma compuso una serie de obras musicales admirables destinadas a la liturgia y los ritos de su comunidad religiosa que, aunque son cada vez más frecuentemente interpretadas, son muy rara vez explicadas y comprendidas en su dimensión más profunda. En cuanto al papel social que jugaba la música en la civilización medieval, este no puede ser de ningún modo infravalorado, no debe pasarse por alto que la música tenía una enorme presencia a lo largo de la existencia de las personas ya que ocupaba un lugar privilegiado en todos los acontecimientos más importantes de la vida, desde el nacimiento a la muerte pasando por el trabajo cotidiano o la guerra, de manera que puede decirse que el hombre medieval crecía, vivía, amaba y moría inmerso en un ambiente sorprendentemente musical, rodeado de todo tipo de músicas, en plural, pues la variedad de estilos y tipos musicales estaba en relación directa con los usos a que esta era destinada. Es decir existían unos modos de música normativos dirigidos a cada uso particular: ceremonias seculares, ceremonias religiosas, fiestas populares, la guerra, etc... Intérpretes -músicos, bailarines, etc.- e instrumentos musicales ocupaban un lugar central en el arte, e incluso resultan frecuentes en las representaciones medievales del cielo y el infierno. La profanación del arte musical por parte de la sociedad de consumo. Difícil de imaginar convenientemente un entorno tal desde la mirada del hombre moderno, que ve como la música invade espacios y momentos para los que no está destinada y cómo a medida que se oye más música en todo tiempo y en todo lugar paradójicamente ésta es cada vez menos escuchada. En la sociedad de la tecnología y la impermanencia la música pasa a ser un ruido más entre otros muchos, imposible de escuchar durante el tiempo necesario para comprenderla, un ruido que colabora a aumentar el festival de confusión y sobre-estimulación en que transcurre la vida del hombre moderno, entre la embriaguez y el esperpento, lo cual es especialmente lamentable, pues es lo contrario al sentido original del fenómeno musical, dirigido ante todo a celebrar y sacral izar el momento presente. Convertir la música en un ruido es, dicho sin ambages, la perversión absoluta del valor y el alcance espirituales de la música -tal y como tendremos ocasión de detallar a continuación-; una perversión muy acorde al signo de los tiempos y al vaciamiento de sentido de todas las artes que acompaña de manera inevitable a la secularización -que es equivalente a decir profanación- de la vida humana por parte de la modernidad. Todo ello es consecuencia de la profunda des -contextualización que ha padecido la música en el último siglo, des-contextualización propiciada en especial por la tecnología. Parece una simpleza decir que, en la edad media, para escuchar música tenía que haber intérpretes, hombres y mujeres que supieran tocarla y cantarla, pero así es, siendo que ahora no se necesita a nadie para hacer sonar "música". Y tal realidad, pese a lo obvio que pudiera parecer, cambia por completo la percepción y la experiencia musical por parte del oyente que la veía personalizada en aquellos que la interpretaban, y podía otorgarle su justo valor como creación original del genio humano. La mecanización de la escucha musical que propicia la tecnología distorsiona nuestra percepción, invisibiliza a quien hay detrás de ese arte, y le roba val or y dignidad al propio hecho musical, le roba el alma -como a todo lo demás- porque la banaliza al convertirla en una mercancía más entre todas, por tanto la música deja de ser percibida como un producto del esfuerzo y el saber humanos... Todo esto sin referirnos a las cada vez más abundantes músicas que en su extremada simpleza y maquinización no necesitan prácticamente de nadie para ser producidas y consumidas, acercándose peligrosamente a la producción de mercancías en serie.6 Todo esto posee profundas consecuencias psicológicas a nivel de percepción y construcción del sentido de la propia vida humana, aunque semejantes reflexiones se escapan al cometido de este artículo. Baste decir que la banalización del arte, unida a la desaparición de la idea de un original propiciada por la replicabilidad y el consumo de las copias, supone un modo de ver el mundo en que el tiempo es cada vez más fragmentado y discontinuo, donde la acumulación de fenómenos y la recolección de experiencias posee superioridad frente a la calidad, especificidad y unicidad del momento vivido. Se pierde la concepción del tiempo cualitativo, el kairós de los griegos. Por tanto, el hecho innegable de que en la sociedad actual suene más música, y que esta suene casi en todas partes y sin parar, resulta enormemente perjudicial para la propia música pues le roba su potencia transformadora como instrumento del espíritu, así como su dignidad y su especificidad a un fenómeno considerado sagrado por tantos pueblos como es el hecho musical, que es intrínseco como pocos a la naturaleza humana. Las anteriores reflexiones nos ponen en la pista de cómo la importa ncia otorgada a la música en la edad media superaba sobradamente la dimensión sensual y el objetivo del entretenimiento. Para una mentalidad tan profundamente simbólica como la medieval la música no podía quedar fuera del sistema cosmológico y de correspondencias, de corte pitagóricoplatónico, de modo que la música era mucho más que un divertimento e incluso trascendía su valor como lenguaje, en tanto que modo de discurso mediante el cual transmitir unos contenidos o unos valores determinados 6 Queremos advertir que no estamos pensando aquí en ciertas músicas 'electrónicas' de carácter experimental, calificadas generalmente como ruido por el gran público -el cual consume a la orden y carente de todo criterio por lo demás-. Pensamos más bien en las músicas destinadas al consumo masivo, que tanto por cómo son producidas como por cómo son consumidas -sería impropio decir escuchadas-, sin criterio de excelencia sino de rentabilidad, impiden cualquier experiencia de conocimiento, éxtasis o catarsis, que están en la base misma del hecho musical. Por lo demás el mismo gran público que tacha de ruido la música experimental electrónica descalificaría con igual vehemencia la exquisita arquitectura de la polifonía medieval, es decir es el arte de la sutileza, en sentido literal, aquello que se dirige a lo sutil, lo que desprecian del modo más visceral. -piénsese por ejemplo en su uso como vehículo de enseñanzas religiosas o como propaganda política-. Es decir la música era en sí misma, un arte simbólico. La justificación de este carácter simbólico es doble: por una parte la naturaleza eminentemente sutil de la música, algo sobre lo que ya habían reflexionado Boecio y san Agustín al final de la época clásica y comienzo de lo que llamamos edad media. Dicha naturaleza sutil sitúa a la música en un nivel intermedio entre los mundos superiores y los mundos terrestres. Es decir por su misma naturaleza la música es intermediaria entre ambas realidades y su lugar propio es el 'mundo intermedio', lo que en la tradición simbólica occidental se representa por el elemento Aire y la atmósfera -situada entre el cielo y la tierra-. Tal idea es confirmada por el hecho evidente de que la música se transmite por el aire y no deja huella material en el mundo de su presencia, se desvanece casi al mismo momento de existir. Por tanto la música fue entendida como el lenguaje natural del 'mundo intermedio', el mundo aéreo. por otra parte la música es un arte matemático, hecho de ritmo y proporción, como la arquitectura, lo cual la dota de un carácter de ciencia -decisivo como más adelante veremos- para la mentalidad medieval y la sitúa junto con otras ciencias medievales como la geometría o la arquitectura misma, y muy en particular emparenta la ciencia musical con la astrología, en tanto ambas son 'ciencias del ritmo'. El vínculo entre ambas ciencias era profundo y no pocos compositores de polifonía medievales eran astrólogos y matemáticos. Sabemos además de la importancia del ritmo y la respiración en la práctica de numerosas tradiciones espirituales y la edad media no es una excepción. Se ha comentado a menudo acerca del ritmo respiratorio que suponía el canto gregoriano, cuyo ritmo y armonía posibilitarían estados de conciencia 'especiales', que facilitarían ciertas sensibilidades, pero existieron otras escuelas musicales en la edad media que no fueron menos extraordinarias, como el Ars Antiqua o la misma obra musical de Hildegarda. En definitiva y en cuanto a su importancia simbólica, será suficiente indicar que la música era considerada, desde el punto de vista del simbolismo sagrado medieval, un puente natural entre este mundo y los otros mundos, entre la criatura y el creador. Además la música estaba presente en la naturaleza en los pájaros, que poseían a su vez un simbolismo muy concreto en el universo medieval en tanto que, siendo habitantes de la tierra a la vez que del aire, eran símbolos perfectos de los seres que habitaban en los dos mundos e intermediaban entre ellos básicamente las potencias angélicas-. El hombre medieval no podía dejar de ver una relación providencial entre la capacidad de los pájaros de cantar y producir música y la suya propia.7 Por último hemos de indicar el hecho de que la música considerada superior a todas era la música puramente vocal, aquella en que solo intervenía la voz humana. Esto está muy relacionado con lo anterior: la voz humana es un don divino y es el medio más adecuado para alabar y dar gracias al creador porque además hace uso del lenguaje, es decir aporta un significado. Dios creó el mundo a través del Verbo, la Palabra, y la cualidad humana de la voz acerca al hombre a ese Sacrum Misterium, el sonido inefable de la Palabra primordial por la que el mundo fue creado. Por lo demás, aunque no podemos extendernos sobre ello aquí, es adecuado matizar que existía toda una escala o jerarquía estricta acerca de los instrumentos musicales según su pureza o proximidad al Principio espiritual, de tal modo que aún siendo considerados todos inferiores a la voz humana, instrumento musical por antonomasia, algunos eran permitidos ocasionalmente en el acompañamiento y el ornamento de la música sagrada, podían embellecerla, mientras otros en cambio no eran permitidos, ni siquiera su presencia, en el templo o en suelo sagrado. Todo ello obedecía a la ordenación jerárquica propia del universo 7 Sobre este tema sería posible extenderse mucho más pero nos alejaría del presente artículo. Así por ejemplo, los pájaros cantan principalmente al alba y al ocaso, es decir nada más despertar y justo antes de dormir, lo cual coincide con los dos momentos centrales en que deben ser entonadas alabanzas a Dios por parte de los fieles -en todas las religiones, por cierto- en agradecimiento al nuevo día que comienza y al día que concluye. Para el hombre medieval este hecho no era una simple coincidencia, era una imagen de cómo las criaturas -particularmente las criaturas más elevadas y cercanas al cielo, los pájaros- adoraban y cantaban al Creador y suponía por ello también una enseñanza, un exempla para los hombres acerca de cómo debían proceder al empezar el día y al acabarlo: ofreciendo su canto -toda su creatividad en realidad- a Dios. Este hecho era algo más que una idea vaga o teórica, era una vivencia, un sentimiento vivo para el hombre medieval. Abundan las historias de santos que han hablado con los pájaros o entendido su lengua -san Francisco, san Serafín, etc.- pero quizá la más sorprendente de todas sea la de Santa Rosa de Lima, quien cada tarde oraba a Dios en su celda acompañada de un pájaro que venía a visitarla y cantaba con ella. medieval concebido como un cosmos ordenado no solo en la dimensión horizontal sino también en la vertical. La música como arte curativo. Volviendo a las cualidades metafísicas de la música hay que decir que, al ser el arte humano más inmaterial -no deja huella de su paso en el mundo físico- es por ello mismo el más elevado y sutil de todos, el más cercano al mundo superior a la vez que el más vinculado al alma humana. Por ello el efecto principal de la música en el hombre no es físico sino anímico. Y, si como arte -o ciencia en el sentido medieval- posee una cualidad restauradora o re-ordenadora del equilibrio cósmico perdido, entonces la música será la forma idónea de curar las afecciones más específicas del alma -como la melancolía, de la que se ocupa concretamente Hildegardafrente a otras herramientas que por ser más densas o bajas irán más específicamente dirigidas al cuerpo. Ahora bien, el hecho de ser un arte eminentemente sutil que enlaza la realidad física con el mundo intermedio y potencialmente con los mundos superiores, no dota automáticamente a la música de un carácter divino, celestial e incluso simplemente curativo, siempre y en toda circunstancia. Pensar esto supondría una grosera simplificació n del complejo pensamiento simbólico medieval. Más bien, en cierto modo, resulta ser al revés, la música, como todo aquello que hunde sus raíces en el mundo intermedio, posee un carácter ambivalente e incluso contradictorio que puede servir para sanar pe ro también para dañar. Recordemos que el mundo sutil es el ámbito de los ángeles pero también la región de los demonios. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en el aire. (Ef. 6:12) (La cursiva es nuestra) En esta cita de san Pablo queda bien expresado el peligro que se esconde en el 'mundo sutil': el 'aire' o 'atmósfera', es decir el espacio simbólico que media entre la tierra -morada de los hombres- y el cielo -morada divina-. Resulta por tanto que, debido a su situación intermedia entre lo superior y lo inferior el hombre que quiera alcanzar las moradas o mundos superiores -el cielo- debe atravesar ese mundo intermedio, pues parte del mundo terrenal. Si las artes establecen vínculos entre los mundos superiores y el mundo terrenal de los hombres atravesando ese 'mundo intermedio', un mal uso de las mismas -de cualquiera de las artes- podrá suponer un enlace con las potencias inferiores contra las que nos advierte san Pablo. Es decir el arte si degenera en su forma y pierde de vista su misión salvífica y reparadora de la naturaleza profunda del ser humano puede ponerse al servicio de los demonios, en cuyo caso sería más adecuado denominarlo 'contra-arte' o 'anti-arte'. Tal razonamiento, lejos de ser una hipótesis forzada o improbable es confirmada por la propia Hildegarda cuando nos advierte que la música como actividad podía ser empleada para atraer a los ángeles o a los demonios, y por tanto para sanar o para enfermar. Y no debemos olvidar que la brujería, en tanto inversión de los ritos sagrados normales, tenía sus propios himnos, conjuros y músicas, a imitación grotesca de los que poseía la medicina normal. Recordemos los argumentos de Hildegarda contra la magia y la brujería. Tras semejantes reflexiones no se puede evitar entender la distancia radical que media entre la delicada música medieval -de estructura grácil y ordenada- y la espantosa y repetitiva música moderna -prefabricada y dirigida al consumo de las masas y que en sus ritmos repetitivos recuerda a la misma cadena industrial de producción- como algo más que una simple diferencia en los gustos, la sensibilidad o el modo de hacer música. Se hace evidente que hay algo más que una diferencia en las formas. Aquí la diferencia formal -exterior- entre ambos universos musicales implica consecuencias a niveles sutiles -del alma y también del cuerpo, y seguramente a nivel celular y molecular- de una profundidad tal que a los hombres modernos, sumidos en su querida mentalidad materialista y profana, les resulta difícil de aceptar, y siquiera de imaginar. La pregunta que surge es evidente ¿cómo debe ser la música para servir al Bien? La respuesta es clara, la música -hablamos ahora de la música sagrada, puramente vocal, dejando a un lado la música secular de corte básicamente instrumental-, para cumplir su función de ordenación y armonización de la realidad interior del hombre, es decir del alma, debe seguir y cumplir unas reglas estrictas definidas por unos principios superiores. Y aquí es donde adquiere toda su relevancia la dimensión matemática de la música medieval. A partir de unos principios muy concretos, extraídos de la observación pausada y metódica de la naturaleza -los planetas, las estaciones, los animales y los vegetales- son deducidas unas reglas de elaboración musicales, es decir la estructura rítmica y formal que debe contener la propia música. Es curioso a este respecto que se haya llegado a decir que rítmicamente no ocurrió nada apenas relevante entre el Ars Nova y el siglo XX. Aunque tal afirmación supone una cierta simplificación lo cierto es que la denominada 'música clásica' -en particular nos referimos al paradigma musical burgués del siglo XIX- poseía una concepción rítmica mucho menos elaborada que la música medieval, sagrada o profana. Repetimos, los ritmos musicales eran tomados de modelos naturales considerados magistrales, en el sentido medieval del término, es decir que señalaban el camino. Sin embargo frente a esta teoría matemática aparentemente demasiado cerrada la música medieval no resulta en absoluto árida, pues ese respeto a las reglas no es castrante del genio del músico sino que por el contrario es combinado con la intuición, la facultad intelectiva del mismo músico, la inspiración. Hildegarda reconoce haber escuchado sus músicas en sus visiones, así como la famosa lingua ignota en que estas son cantadas. Si la medicina busca restablecer el equilibrio perdido entre criatura y creador la música puede servir al mismo fin, pues permite al hombre un vínculo directo e intuitivo con los mundos sutiles y con su creador. Si la música es en sí misma un puente o una vía natural que conecta la criatura con el creador puede ser empleada, siempre que se sepa, para retornar al orden armónico y para recuperar el equilibrio y la salud perdidos. Todo esto no debe ser separado del hecho de que el uso terapéutico de la música se daba en entornos rituales muy definidos. Es decir, era una suma de circunstancias lo que promovía la activación de ciertas regiones del alma del paciente como condición previa a la posterior catarsis y sanación, si bien es cierto que entre estas circunstancias la música era un elemento crucial. Esperamos que tras estas reflexiones sea posible vislumbrar siquiera levemente el inmenso valor que, al menos como testimonio, ya que no nos es posible recuperar el contexto curativo completo de este arte, posee la música medieval que ha sobrevivido hasta nosotros, pues es el testimonio de una auténtica sabiduría perdida.