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365 días con San Agustín de Hipona (Spanish Edition) (José María Fernández Lucio [Fernández Lucio etc.) (Z-Library)

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365 días con
Agustín de Hipona
Edición a cargo de
José María Fernández Lucio
Versión electrónica
SAN PABLO 2012
(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: [email protected]
[email protected]
ISBN: 9788428542081
Realizado por
Editorial San Pablo España
Departamento Página Web
Presentación
Agustín nació el 13 de noviembre del 354 en Tagaste (Numidia) actual
ciudad argelina de Souk-Ahras. Todo el norte de África estaba dividido en
dos grandes zonas: la oriental, bajo el influjo de Alejandría y la occidental,
bajo Cartago, romanizada. Hacía excepción Numidia, cuyos habitantes eran
bereberes del desierto y por tanto poco, por no decir nada, civilizados. Su
padre, Patricio, era un pequeño terrateniente que tenía que compaginar el
trabajo del campo con el de empleado municipal para sacar adelante la
familia. Su madre, Mónica, era una cristiana muy virtuosa que acompañará,
sobre todo con la oración, el itinerario espiritual de su hijo hasta que lo vea
hecho hijo de la Iglesia. El coloquio con sus hijos en Ostia, poco antes de
morir ella, es una página magnífica de su hondura religiosa.
San Agustín es el hombre siempre actual porque en él se dan las grandes
inquietudes humanas, el que busca y al fin encuentra el camino que puede
conducirlo a aquella paz que él mismo expresó con estas palabras: «Nos
hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse
en ti». Benedicto XVI nos dice: «Su vida fue una búsqueda continua de la
belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios» (Porta
fidei, 7).
Un ejemplo de la situación en que se encontraba Agustín, en su tiempo
de búsqueda, podemos hallarlo reflejado en el Sermón 346, predicado por él
hacia el año 405, donde dice: «Todo hombre que aún no cree en Cristo no se
halla ni siquiera en el camino; está extraviado, pues. También él busca la
patria, pero no sabe por dónde ha de ir ni conoce dónde se halla. ¿Qué
quiero decir al afirmar que busca la patria? Toda alma busca el descanso y
la felicidad. Nadie, a quien se le pregunte si quiere ser feliz duda en
responder afirmativamente; todo hombre grita que quiere serlo; pero los
hombres ignoran por dónde se llega a la felicidad y dónde se la encuentra;
por tanto están extraviados. Nadie que no esté en marcha se encuentra
extraviado; el extravío surge cuando se inicia la marcha y no se sabe por
dónde hay que ir. El Señor te reconduce al camino; al hacernos fieles,
creyentes en Cristo, no podemos decir que estamos ya en la patria, pero
hemos
comenzado
ya
a
caminar
por
el
camino».
Él mismo se define con estas palabras: «He aquí mi anhelo. Soy un
peregrino sediento, la sed me abrasa en la carrera, corre, pues, a la fuente,
desea el agua viva. Desea esta iluminación, esta fuente, esta luz. Corre a la
fuente, desea el agua viva» (Enarraciones in Psalmos 42, 1). Ardua tarea
puesto que no le resultó fácil llegar a esa fuente y a esa luz, dado que tuvo
que probar el fracaso de otras aparentes fuentes que, lógicamente, no
saciaron su sed ni le proporcionaron la verdadera luz.
Durante su largo recorrido en busca de la verdad pasó a través de las
grandes corrientes filosóficas de su tiempo: maniqueísmo, donatismo,
pelagianismo. En el pelagianismo estuvo encerrado desde el 377 al 383. El
motivo principal era que esta doctrina, por sus enseñanzas de las dos
realidades: el bien y el mal, justificaban su vida licenciosa ya que según la
misma no era él el que pecaba, sino el mal que residía en él y le eximía de
su propia responsabilidad. Cuando Agustín escriba sus Confesiones
descubrirá la falacia de esta herejía enfrentándose con la totalidad de sus
recursos teológicos y dialécticos. Por su parte, el donatismo pretendía
construir una Iglesia sin pecadores. Más tarde, cuando escriba sobre las
herejías, arremeterá contra ellos y su doctrina. A su vez, el pelagianismo
negaba la gratuidad del amor de Dios a los hombres. También en sus
Confesiones dará un mentís a esta teoría.
Tanto él, como cualquier cristiano sabe de la gratuidad de la gracia de
Dios por mediación de su Hijo Jesucristo. Ya san Pablo, escribiendo a los
romanos, les había dicho: «Pues bien, Dios nos demostró su amor en que,
siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5,8).
Agustín era un gran amante de la estética como se ve en sus Confesiones.
Cuando su padre, pequeño terrateniente y empleado municipal, haciendo un
gran esfuerzo, le envía a estudiar a Madaura, tendrá la oportunidad de leer
la Eneida de Virgilio que dejó en él una huella profunda. Más tarde, en el
año 370, encuentra un bienhechor, Romaniano, que le costea los estudios de
Elocuencia (retórica, filosofía, derecho y estética). Se halla perdido en la
gran ciudad y enfrentado consigo mismo, deseoso de verdad y de amor.
Dirá de sí mismo: «Aún no amaba yo, pero quería ser amado» (Confesiones
III, 1). Es entonces, y en esa ciudad corrompida, cuando vive un
concubinato que le dio un hijo: Adeodato, al que él llamará el «hijo del
pecado».
A simple vista, la vida de Agustín puede parecernos la de un gran
pecador, pero no hemos de olvidar que lo que se descubre en él es la actitud
de un inconformista con la vida que arrastra. Se da cuenta de su situación,
trata de buscar y encontrar una salida, pero los caminos que emprende no le
llevan a ninguna parte y se halla como en un laberinto. Por otra parte, sabe
que con las propias fuerzas no le es posible porque lo intenta una y otra vez
pero vuelve a las andadas. Demuestra una gran dignidad y que, como dirá
más tarde Benedicto XVI, existe «una invitación permanente, inscrita
indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar
a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido» (Porta fidei, 10). Por
otra parte, su actitud de búsqueda sincera demuestra que quien busca
termina encontrando lo que busca.
Caerá en sus manos la obra de Cicerón: Hortensio, que invitaba a la
búsqueda de la verdadera sabiduría, le ayudó a cambiar sus afectos y
deseos, despertó en él el ansia de la inmortalidad, la sabiduría y el deseo de
salir del abismo en que se encontraba. Ya no le importaban ninguna de
aquellas sectas sino buscar, amar y retener la Sabiduría misma, estuviese
donde estuviese. Solo una cosa no había encontrado en el libro: el nombre
de Cristo. Desilusionado por no haberlo encontrado, lo buscó en la Sagrada
Escritura y no lo halló. «Desde que el año decimonono de mi edad leí en la
escuela el libro de Cicerón llamado Hortensio, inflamose mi alma con tanto
ardor y deseo de la filosofía, que inmediatamente pensé en dedicarme a ella.
Pero no faltaron nieblas que entorpecieron mi navegación y durante largo
tiempo vi hundirse en el océano los astros que me extraviaron porque cierto
terror infantil me retraía de la misma investigación» (De la vida feliz, I, 4).
La vida le había proporcionado éxitos. En el año 385 quiso ir a Roma,
capital del Imperio. Esperaba encontrar allí alumnos menos indisciplinados.
Su madre quiso acompañarle pero, fingiendo que iba a despedir a un amigo
al puerto, en realidad el que se embarcó fue él.
A la edad de treinta años ganó, en concurso, la cátedra imperial de
elocuencia de Milán, convocada por Símaco, prefecto de la ciudad donde
entonces residía el emperador. A partir de este momento puede decirse que
llega a lo que sus aspiraciones humanas tendían. Pero también fue allí
donde Dios se le hizo encontradizo.
La lectura fue un vehículo por donde se fue acercando, casi sin darse
cuenta, a Dios. La lectura de los platónicos Plotino y Porfirio le abren una
ráfaga de luz e hicieron estallar en su interior «un incendio increíble». El
neoplatonismo le abría el camino de la interioridad haciéndole descubrir el
mundo incorpóreo y trascendente de la verdad y liberándole del golpe del
materialismo maniqueo. Ellos le invitan, en sus escritos, a elevarse hacia el
Unum. Después, el sacerdote Simpliciano le hará conocer la identidad
divino-humana de Cristo y la verdadera naturaleza de la religión cristiana
(Confesiones VII, 21.27). Por entonces escucha a Ambrosio, la gran figura
de la Iglesia católica. Pero no le resultaba fácil soltar las amarras que le
tenían atado a la vida anterior, como al otro gran convertido, Pablo, al que
había comenzado a leer. Como él, sentía en su interior: «No hago el bien
que quiero, sino que practico el mal que no quiero» (Rom 7,19). Es la
condición pecadora que Agustín sentía con gran fuerza, como lo demuestra
con esta frase: «Lo que me retenía eran frivolidades de frivolidades,
vanidades de vanidades, antiguas amigas mías que me sacudían la vestidura
carnal diciéndome: “¿Con que nos vas a dejar? ¿Desde este momento no
vas a tenernos contigo por toda la eternidad? ¿Nunca más va a serte lícito
esto y lo otro?”» (Confesiones VIII, 11). Y antes había escrito: «Iba
cargando mi alma destrozada y sangrante, que no se dejaba cargar, y yo no
sabía en dónde ponerla» (Confesiones IV, 7).
El golpe definitivo en el encuentro con Dios de Agustín se debe a
Ambrosio, obispo de Milán. Es él quien le ofrece ideas, le aconseja y le
soluciona los problemas, el que le instruye y le ilumina, el mediador de
Dios, hasta que llegue al seno de la Iglesia católica. Las grandes
conversiones son como un gran maremoto y hay que esperar a que las aguas
vuelvan a su cauce. Se requiere el desierto, la tranquilidad, la reflexión y la
oración.
Agustín ya había renunciado a la persona que durante tanto tiempo había
sido su compañera. También había renunciado a su cátedra de elocuencia,
dejando de ser «vendedor de palabras», según su propia expresión, para
darse por entero a Cristo. Junto con su madre, que ya había llegado a Milán,
su hijo, Adeodato, con su hermano Navigio y Alipio, «el hermano de su
corazón», se retira a una finca, Casiciaco, que le regaló un amigo rico de
Milán, Verecundo. «Allí –escribe Agustín– disertábamos de todo lo que nos
parecía provechoso, recogiéndolo por escrito por ver si esto favorecía a mi
salud» (De Ordine I, 2.5). Allí se prepararon al bautismo, mediante el
catecumenado: Agustín, Adeodato y Alipio recibieron este sacramento la
vigilia de Pascua del año 387 de manos de Ambrosio.
Una vez convertido, pudo decir en el Sermón 360: «Demos gracias a la
paciencia y misericordia del Señor nuestro Dios; a la paciencia que soportó
mis tardanzas, y a la misericordia, porque se dignó acogerme al volver. Esta
es la viña en que no he trabajado, habiendo consumido mis fuerzas en otra...
Llego tarde, pero no pierdo la esperanza de recibir el denario».
Durante el verano del 386, atravesó una grave crisis, que maduró en él la
decisión de abandonar la enseñanza y darse por entero a Cristo. En el año
387, después de un breve retiro en Casiciaco, donde ya había empezado a
escribir los primeros diálogos, inició el viaje que debía llevarlo de regreso a
su patria. Pero los planes de Dios eran otros. Fue entonces cuando se
desarrolló el célebre éxtasis de Ostia. Esa ascensión del alma hacia Dios, a
través de las criaturas, que el santo repetirá varias veces, es una oración del
hombre interior muy querida y vivida por Agustín.
De ahora en adelante tendremos que contemplar a Agustín en sus
escritos. En primer lugar, en las Confesiones, además de pertenecer a la
literatura universal, el autor expresa en ellas su experiencia religiosa honda
y sincera. En ellas se tratan las más variadas cuestiones filosóficas y
teológicas, como puede ser la naturaleza del pecado, la necesidad que el
hombre tiene, aunque a veces no se dé cuenta, de que Dios le ame y, como
consecuencia, de que este amor le salve. Agustín escribe las Confesiones
diez años después de ser cristiano y en ellas trata de demostrar cuáles
fueron las circunstancias y razones, el porqué se decidió por la Iglesia
católica, naturalmente con la gracia de Dios como agente principal.
En este camino hacia la Iglesia, la Escritura
desempeña un papel importante, aquel «toma y lee». Esa lectura le irá
despejando poco a poco sus prejuicios sobre la misma. Más tarde será un
gran impulsor de la lectura tanto personal como comunitaria y en ella
cotejará la propia existencia. En la Biblia tienen también su lugar la
Creación y los Salmos. Los Salmos representan para él como un
devocionario, son la iniciación para la oración, como él mismo reconoce:
«¡Qué exclamaciones las mías con aquellos salmos que me inflamaban de
ti; cómo me enardecía su recitación; me gustaría poder recitarlos ante todo
el mundo para luchar contra el orgullo del género humano!» (Confesiones
IX, 4). Los sucesos, los personajes, los gritos o quejas, las alabanzas y
plegarias explican y nutren todos los aspectos y etapas de la existencia de
los bautizados. Son sobre todo una confesión de cómo su creador va
tejiendo un texto de alabanza y agradecimiento donde se muestra que todo
viene de Dios. Muestra en ellas cómo ha pasado de la altivez a la confesión,
al reconocimiento de Dios y de sus acciones en él y a favor de él. Es la
actitud correcta de todo cristiano.
Cuando Agustín escribe las Confesiones, a la vez que piensa en su vida,
entabla un diálogo con Dios, le sirve para afianzar su fe en él y a la vez
seguir su búsqueda. Dada su antigua situación, lo acontecido en su vida no
puede reconocerse nada más que como pura gracia y misericordia. «Narro
esto para que yo y quienes esto leyeren meditemos en la posibilidad y la
necesidad de clamar a ti desde los más hondos abismos» (Confesiones II,
3). Las Confesiones pertenecen, desde el punto de vista literario, no solo a
la literatura universal sino que es experiencia religiosa, filosofía, teología,
poema sinfónico. Es una lucha contra el error, la ignorancia, la frivolidad y
la adoración de uno mismo.
Otra gran obra de Agustín es La Ciudad de Dios. Corre el año 410
cuando Alarico y sus mercenarios arrasan la ciudad de Roma. No se trató
solo de un desastre sino que encerraba un gran interrogante. La ruina de
Roma despierta entre la nobleza romana una gran pregunta: ¿Es un castigo
de los dioses por el avance del cristianismo? Agustín nos da la respuesta en
su obra La Ciudad de Dios, que es la primera filosofía y teología de la
historia. Para combatir la acusación, Agustín ideó esa obra colosal en la que
no solo entra lo sucedido en Roma sino que envuelve al Señor de la
historia: Dios, quien es el que la conduce, a pesar de la maldad de los
hombres. Es una apología, una advertencia, una invitación de fe para el
futuro. La idea no es nueva, pues ya se hallaba en los Salmos, Agustín la
toma como sinónimo del reino de Dios que tiene dos momentos claves: uno,
terreno y temporal, envuelto en el mal y el pecado del mundo; otro, eterno,
cuando será purificada definitivamente en la Jerusalén celestial. La Ciudad
de Dios parte de la convicción de que un misterio permanente atraviesa la
historia humana, que la ciudad de Dios se construye con los materiales que
proporciona la realidad histórica presente.
Los dos polos sobre los que gira la investigación agustiniana son Dios y
el hombre como queda expresado en aquella frase: «Que te conozca a ti y
que me conozca a mí». Los dos misterios: el de Dios y el del hombre, hecho
a imagen y semejanza de Dios. Él mismo dirá que «se había convertido para
sí mismo en un misterio». Ese abismo que no puede salvarse sino con la luz
de lo alto. Agustín es el más profundo filósofo de la realidad humana. Es
pensador y escritor por una auténtica vocación universal; es filósofo y
teólogo; teólogo en cuanto filósofo leal y ávido de recorrer todo el itinerario
de la verdad.
El conocimiento del hombre madura en su interior. Conocerse a uno
mismo es el principio de salvación. Para eso no hace falta salir de uno
mismo, sino entrar dentro, puesto que dentro de nosotros habita la verdad.
Hay que trascenderse a sí mismo. Lo expresará lapidariamente en aquella
expresión: «más íntimamente que mi misma interioridad» para narrar su
búsqueda durante tantos años en las cosas exteriores.
A Agustín le atraía la estética. Sintió gran curiosidad por la creación de
la que se sentía partícipe y rodeado. Sentía la atracción por la belleza
humana hasta quedar como ensimismado y encantado, lo que a su vez le
impedía llegar hasta la fuente de toda belleza.
En la mente de Agustín «nada humano le resultaba ajeno», tanto es así
que encontramos en sus escritos los más variados temas: la educación, la
solidaridad humana, la realidad política, la justicia humana, las cuestiones
morales, la cultura, la razón y la fe... La lista podría alargarse. Escogió todo
lo aprovechable del saber y del quehacer antiguos y lo cristianizó de manera
única siempre bajo la inspiración de la Sagrada Escritura.
Al ser ordenado obispo deja aparte la filosofía que había ocupado
muchos años de su vida y se dedica, por imperativo pastoral, al estudio de
la Sagrada Escritura, que le llevó a descubrir un tipo de ciencia diferente de
la filosófica. Solo se podría llegar a la sabiduría progresando en el
conocimiento de la Sagrada Escritura. Siguiendo una idea de Aristóteles
distingue dos funciones en la razón humana: una se refiere a las actividades
necesarias para la vida terrena; la otra, contempla las realidades eternas e
inmutables. La primera lleva a la ciencia y la segunda a la sabiduría. La
ciencia es el conocimiento de las cosas temporales y cambiantes necesarias
para llevar a cabo las actividades de la vida. Por el contrario, la sabiduría es
la contemplación de las realidades eternas, es limitada y tiene su
fundamento en la fe. Para encontrar a Dios son siempre necesarias la
purificación de la mente y la oración.
En su estudio de la Escritura, donde espera encontrar todos los remedios
útiles para la salvación, los puntos más importantes son el Sermón de la
Montaña, al que califica como la carta magna de la moral cristiana, y las
cartas paulinas a los romanos y a los gálatas. Sin olvidar el comentario
incompleto del Génesis, debido a las dificultades que encuentra, así como el
comentario al evangelio de Juan, a la primera Carta de Juan y a los Salmos.
Agustín amó profundamente la oración de los Salmos desde que, estando
en Casiciaco captó su belleza y no los abandonó. Los Salmos son el canto
de la creación, la voz del universo, la voz de la Iglesia y la voz de los
cristianos.
Agustín es un creador de civilización y un generador de épocas
luminosas. Es más actual hoy de lo que lo haya sido en su tiempo; será más
actual mañana que hoy, como afirma Jean Guitton. Hay que leerlo con
avidez, porque basta una sola centella para encender el motor de nuestra
mente, haciéndola correr por el camino de la meditación y de la
contemplación, en los espacios que nos acercan a Dios. Nos traza un
programa al concebir el cristianismo como una lucha continua y con
resultados alternos, entre el bien y el mal, hasta que no llegue el tiempo que
la Providencia ha establecido a la dramática historia del hombre sobre este
planeta.
Agustín fue un hombre interior, un santo, un místico experimental en el
sentido más riguroso de la palabra. Ojalá también, como él, nosotros un día
podamos decir: «Cierto estoy y ninguna duda me cabe, Señor, de que te
amo. Con el dardo de tu palabra heriste mi corazón y te amé (...). Y a todas
las cosas que están fuera de las puertas de mi carne les dije: “Pero, ¿qué me
podéis decir acerca de Él?”. Y todas respondieron clamando en voz alta: “Él
nos hizo”» (Confesiones X, 6).
Las lágrimas de Mónica, su madre, como le dijo Ambrosio: «No es
posible que se pierda un hijo de tantas lágrimas», no solo dieron un santo a
la Iglesia sino también una lumbrera que con su luz ha iluminado y sigue
iluminando a todo hombre que se acerque a él a través de sus escritos,
«escritos en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, y
que permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual,
consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el
sendero justo para acceder a la puerta de la fe» (BENEDICTO XVI, Porta fidei,
7).
JOSÉ MARÍA FERNÁNDEZ LUCIO, SSP
El papa Pablo VI era un enamorado de san Agustín y compuso la oración
que a continuación reproducimos. La ofrecemos a nuestros lectores para
que, o bien antes de la lectura, o bien después, puedan rezarla.
Oración
Agustín, ¿no es verdad que nos has llamado
a la vida interior?
¿Aquella vida que nuestra educación moderna,
toda proyectada sobre el mundo externo
y toda inspirada por las dominantes impresiones
del mundo externo,
deja languidecer y casi nos causa cansancio?
Ya no sabemos recogernos,
no sabemos ya meditar,
ya no sabemos rezar.
Hemos conquistado el mundo
y hemos perdido nuestra alma.
Si entramos en nuestro espíritu,
nos cerramos dentro
y perdemos el sentido de la realidad exterior,
de la realidad total;
si salimos fuera, perdemos el sentido
y el gusto de la realidad interior,
de la verdad, que solo la ventana de la vida interior
nos descubre.
Ya no sabemos establecer la relación justa
entre inmanencia y trascendencia;
ya no sabemos encontrar el sendero de la verdad
y de la realidad
puesto que hemos olvidado el punto de partida
que es la vida interior,
y su punto de llegada que es Dios.
Haznos volver, san Agustín, a nosotros mismos;
enséñanos el valor de la amplitud del reino interior;
recuérdanos aquellas palabras tuyas:
«a través de mi alma yo subiré...»;
infunde en nuestro ánimo tu pasión:
«¡Oh verdad, oh verdad,
qué profundos suspiros subían... hacia Ti
de lo más íntimo de mi alma!».
Agustín, sé para nosotros un maestro
de vida interior;
haz que nos recuperemos con ella
a nosotros mismos,
y que volviendo a la posesión de nuestra alma
podamos descubrir interiormente el reflejo,
la presencia, la acción de Dios,
y que, dóciles a la invitación
de nuestra verdadera naturaleza,
más dóciles aún al misterio de su gracia,
podamos alcanzar la sabiduría, o sea,
con el pensamiento la Verdad,
con la Verdad el Amor,
con el Amor la plenitud de la Vida
que es Dios. Amén.
Siglas y abreviaturas de las obras de san Agustín
CdeD La Ciudad de Dios, en Obras Completas, BAC, Madrid.
Conf. Las Confesiones, San Pablo, Madrid 2007.
Com. Sal Comentario a los Salmos, en Obras Completas, BAC, Madrid.
DeOrd.
De Ordine, en Obras Completas, BAC, Madrid.
Ev. Jn. Trat.
Tratado sobre el evangelio de Juan, en
Obras Completas, BAC, Madrid.
Serm. Sermones, en Obras Completas, BAC, Madrid.
Sol. Soliloquios, en Obras Completas, BAC, Madrid.
VF Vida Feliz, en Obras Completas, BAC, Madrid.
Enero
•
1 de enero
El Verbo es inefable
Dilatad vuestros corazones; suplid la pobreza de mi palabra. Oíd lo que yo
pueda deciros, y lo que no pueda decir, pensadlo vosotros. ¿Quién
comprenderá el Verbo permaneciente? Todas nuestras palabras suenan y
pasan. ¿Quién comprenderá la Palabra permaneciente sino el que
permanezca en ella? ¿Quién comprenderá la Palabra permaneciente? No
sigas el río de la carne. Esta carne es un río, porque nunca está quieta.
Nacen los hombres como de una fuente oculta de la naturaleza; viven y
mueren, y no sabemos de dónde vienen ni adónde van. Está escondida el
agua hasta que brota el manantial; corre y aparece el río, y luego se oculta
en el mar. No hagamos caso del río este que mana, se desliza y corre a
desaparecer; despreciémosle. Toda carne es heno; y todo el honor de la
carne, como la flor del heno. El heno se secó, la flor se cayó. ¿Quieres ser
inmutable? Pero el Verbo de Dios permanece para siempre.
(Serm. 119, 3)
•
2 de enero
Diferencia entre el catecúmeno y el cristiano
Ven a la gracia del bautismo. Poder recibiste de hacerlo, porque está escrito:
Dios les dio el poder ser hechos hijos de Dios. Empieza a ser hijo tú, que ya
eras un mal siervo (pues habías comenzado a pertenecer a la gran familia).
Habiendo comenzado a ser siervo, procura ser hijo; séante perdonados los
pecados que llevas encima. ¿Por qué temes lo que aún no hay en ti y no
temes lo que hay en ti ya? Y cuando hayas sido renovado por la remisión de
los pecados, una vez que todos los pasados han sido perdonados, se te
concede un largo espacio de vida en este mundo, para que a tu fe le sigan
buenas obras; como hijo que has sido hecho de la familia de un tal Padre,
vive cual conviene a uno sobre quien se invoca el nombre del Señor. Vive
así; avanza, desprecia lo presente, espera lo futuro, séate de ninguna calidad
lo temporal, y cobre a tus ojos estimación lo eterno. Cumplamos los
preceptos del Médico para merecer el gozo de una eterna salud, pues quien
hiciere la voluntad de Dios permanecerá por siempre, lo mismo que Dios
permanece por siempre.
(Serm. 2, 4)
•
3 de enero
Tres modos de nombrar a Jesucristo
Por cuanto he podido vislumbrar en las páginas sagradas, hermanos, a
nuestro Señor Jesucristo se le considera y nombra de tres modos cuando es
anunciado tanto en la ley y los profetas como en las cartas apostólicas o en
los hechos merecedores de fe que conocemos por el Evangelio. El primero
de ellos, anterior a la asunción de la carne, es en cuanto Dios y en referencia
a la divinidad, igual y coeterna a la del Padre. El segundo se refiere al
momento en que ha asumido ya la carne, en cuanto se lee y se entiende que
el mismo que es Dios es hombre y el mismo que es hombre es Dios, según
una cierta propiedad de su excelsitud, por la que no se equipara a los
restantes hombres, sino que es mediador y cabeza de la Iglesia. El tercer
modo es lo que en cierta manera denominamos Cristo total, en la plenitud
de su Iglesia, es decir, cabeza y cuerpo, según la plenitud de cierto varón
perfecto, de quien somos miembros cada uno en particular. Tal es lo que se
proclama a los creyentes y se ofrece como cognoscible a los sabios. En tan
breve espacio de tiempo no me es posible ni recordar ni explicar los
numerosos testimonios de la Escritura con que probar los tres modos
mencionados; pero no puedo dejar todo sin probar. Así, pues, trayendo a la
memoria algunos de esos testimonios, vosotros mismos podéis ver y
encontrar en las Escrituras los restantes, que la premura del tiempo no me
permite mencionar.
(Serm. 341, 1)
•
4 de enero
Nadie busca sin hallarte
A ti vuelvo y torno a pedirte los medios para llegar hasta ti. Si tú
abandonas, luego la muerte se cierne sobre mí; pero tú no abandonas,
porque eres el sumo Bien, y nadie te buscó debidamente sin hallarte. Y
debidamente te buscó el que recibió de ti el don de buscarte como se debe.
Que te busque, Padre mío, sin caer en ningún error; que al buscarte a ti,
nadie me salga al encuentro en vez de ti. Pues mi único deseo es poseerte;
ponte a mi alcance, te ruego, Padre mío; y si ves en mí algún apetito
superfluo, límpiame para que pueda verte. Con respecto a la salud corporal,
mientras no me conste qué utilidad puedo recabar de ella para mí o para
bien de los amigos, a quienes amo, todo lo dejo en tus manos, Padre
sapientísimo y óptimo, y rogaré por esta necesidad, según oportunamente
me indicares. Solo ahora imploro tu nobilísima clemencia para que me
conviertas plenamente a ti y destierres todas las repugnancias que a ello se
opongan, y en el tiempo que lleve la carga de este cuerpo, haz que sea puro,
magnánimo, justo y prudente, perfecto amante y conocedor de tu sabiduría
y digno de la habitación y habitador de tu beatísimo reino. Amén, amén.
(Sol. I, 1, 6)
•
5 de enero
El bien del hombre
Me congratulo contigo y doy gracias a nuestro Dios y Señor por tu fe,
esperanza y caridad, y también te doy gracias a ti ante el Señor, porque tan
honestamente me estimas, creyendo que soy un fiel siervo de Dios y
amando ese bien en mí con un purísimo corazón. Más bien que dar gracias,
debemos felicitar a tu benevolencia por ello. A ti te beneficia el amar mi
supuesta bondad; ama la bondad todo aquel que ama a quien cree bueno, ya
lo sea de veras, ya sea distinto de lo que parece. En este punto solo ha de
evitarse un posible error: nadie debe sentir, no respecto del hombre, sino
respecto del bien del hombre, otra cosa que la que pide la verdad. Mas tú,
hermano amadísimo, no yerras, ni en tu creencia ni en tu ciencia, cuando
estimas que es un gran bien el servir a Dios espontánea y castamente;
cuando amas a cualquier hombre porque le crees participante del tal bien, tú
ganas tu futuro aunque él no sea tal. Por eso tengo que felicitarte por ello;
en cambio, al otro hay que felicitarle no cuando es amado por tal motivo,
sino cuando es tal cual le pinta el que le ama. Cuál sea yo y cuánto me haya
acercado a Dios, Él lo sabe, pues su juicio no puede equivocarse ni acerca
del bien del hombre ni acerca del hombre mismo.
(Carta a Antonino, 20, 2)
•
6 de enero
La Epifanía
A la solemnidad que celebramos hoy se le da el nombre de Epifanía en
atención a la manifestación del Señor. En efecto, al manifestarse en el día
de hoy, se ofrece a los magos, primicias de los gentiles, que lo adoran, el
que hace pocos días se les entregaba al nacer. Él es la piedra angular que
juntó en su unidad a las dos como paredes que traían dirección contraria, es
decir, la de la circuncisión y la del prepucio; con otras palabras: la de los
judíos y la de los gentiles, y se convirtió en nuestra paz, él que hizo de los
dos pueblos uno solo. Para dar el anuncio a los pastores judíos, bajaron los
ángeles del cielo, y para que los paganos gentiles lo adorasen, ya mediante
la estrella, los cielos pregonaron la gloria de Dios, para que por la gracia del
nacido la pregonasen también los apóstoles, llevando al Señor como si
fueran cielos, y su sonido llegase a toda la tierra, y sus palabras, al confín
del orbe de la tierra. Palabras que llegaron también a nosotros; las creímos,
y por eso hablamos.
Hay muchas cosas, hermanos, en la lectura evangélica que merecen
consideración. Llegan los magos del Oriente, buscan al rey de los judíos
quienes nunca antes habían buscado a tantos otros reyes judíos como hubo.
Pero buscan no a alguien en edad viril o entrado en años, visible a los ojos
humanos en un trono elevado, poderoso por sus ejércitos, terrorífico por sus
armas, resplandeciente por su púrpura, de brillante diadema, sino a un
recién nacido que yace en la cuna, ansía el pecho materno; que no destacaba
ni por los adornos de su cuerpo, ni por la fuerza de sus miembros, ni por la
riqueza de sus padres, ni por su edad, ni por el poder de los suyos. Y
preguntan al rey de los judíos por el rey de los judíos, a Herodes por Cristo,
al grande por el pequeño, al ilustre por el oculto, al elevado por el humilde,
al que habla por el que no habla, al rico por el necesitado, al fuerte por el
débil, y, no obstante, al que lo desprecia, por el que ha de ser adorado.
Efectivamente, en él no se veía ninguna pompa, pero se adoraba la auténtica
majestad.
(Serm. 373, 1-2)
•
7 de enero
Velaba meditando
Velaba yo una noche, según costumbre, meditando en silencio sobre unas
ideas que no sé de dónde me venían, pues por amor a la investigación de la
verdad solía estar desvelado la primera o la segunda parte de la noche,
reflexionando sobre lo que fuera. No quería distraerme discutiendo con los
jóvenes, porque durante el día ellos trabajaban tanto que me parecía
demasiado hurtarles algo del sueño, por razón de estudio, si bien me tenían
encargado que, fuera de los libros, les mandase otros trabajos con el fin de
habituarse al recogimiento interior.
Yo, pues, como digo, velaba aquella noche, cuando me obligó a aplicar
el oído y prendió más fuertemente que de costumbre mi atención el rumor
del agua que corría junto a los baños. Me causaba mucha admiración que la
misma agua, al precipitarse sobre las piedras, unas veces resonaba con más
claridad y otras más amortiguadamente. Púseme a averiguar la causa, y lo
confieso, no atinaba en ella, cuando Licencio andaba a golpes en la cama
con una tabla contra unos ratones molestos, y esto me dio a entender que
estaba despierto. Yo le dije:
—¿Has notado, Licencio, pues parece que tu musa te ha encendido la
lámpara para que poetices, cómo el agua de ese canal discurre con sonido
irregular?
—Esto no es nuevo para mí –contestó él–. Pues algunas veces, al
despertarme con el deseo de saber si se ha engrosado con la lluvia su
caudal, me ha hecho aplicar el oído y advertir el mismo fenómeno.
También Trigecio dio señal de aprobación, pues, aunque recostado en su
lecho del mismo aposento, velaba sin saberlo nosotros. Había obscuridad,
cosa que en Italia es necesaria aun para los ricos.
(DeOrd. I, 3, 6)
•
8 de enero
Quién posee a Dios
Al día siguiente, también después de comer, pero un poco más tarde que el
anterior, nos reunimos y sentamos todos en el mismo lugar.
—Tarde habéis venido al banquete –les dije yo–, lo cual creo se debe no
a una indigestión, sino a la seguridad que tenéis de que serán escasos los
manjares; por lo cual me ha parecido que no debíamos entrar tan pronto en
la materia, pues tan luego pensáis acabar. No hay que creer que quedaron
muchas sobras, cuando no hubo abundancia de platos, en el día mismo de la
solemnidad. Y todo tiene sus ventajas. Qué se os ha preparado, ni yo mismo
puedo decirlo. Pero hay quien ofrece a todos la copia de sus alimentos,
mayormente los especiales de que aquí tratamos. Si bien, nosotros nos
abstenemos de tomarlos o por debilidad, o por estar ahítos, o por la
ocupación, pues ayer piadosa y firmemente convinimos en que Dios,
permaneciendo en nosotros, hace bienaventurados a los hombres que lo
poseen. Habiendo ya probado razonadamente que es bienaventurado el que
tiene a Dios (sin rehusar ninguno de vosotros esta verdad), se propuso la
cuestión: ¿quién os parece que posee a Dios? Tres definiciones o pareceres
se dieron acerca de este punto, si la memoria me es fiel. Según algunos,
tiene a Dios el que cumple su voluntad; según otros, el que vive bien goza
de esa prerrogativa. Plúgoles a los demás decir que Dios habita en los
corazones puros.
Pero quizá todos con diversas palabras dijisteis lo mismo. Pues si
consideramos las dos primeras definiciones, el que vive bien hace la
voluntad divina y quien cumple lo que Él quiere vive bien. Vivir bien es
hacer lo que a Dios agrada, ¿no estáis conformes? Asintieron todos.
(VF III, 17, 18)
•
9 de enero
La barca batida por las olas
La lección evangélica recién oída es para nuestra humildad una invitación a
ver y comprender dónde nos hallamos y adónde hemos de dirigirnos a toda
prisa. Porque su significación tiene la nave aquella donde van los
discípulos, fatigada por vientos contrarios en medio de las olas. Y el haber
el Señor despachado a las turbas y subídose al monte para orar en soledad, y
el venir después a los discípulos y hallarlos en peligro, y el andar sobre la
mar, y el darles ánimo con su entrada en el barco, y el apaciguar el oleaje,
no fue sin algún motivo. ¿Es maravilla pudiera sosegarlo todo el Criador de
todo? Sin embargo, fue después de haber subido a la nave cuando los
tripulantes se llegaron a Él y le dijeron: Verdaderamente tú eres el Hijo de
Dios. Antes de la evidencia esta perdieron la serenidad viéndole venir sobre
la mar, pues dijeron: Es un fantasma. Mas, en subiendo Él al navío, les
quitó la fluctuación interior de sus corazones, donde la duda estaba
poniendo a riesgo mayor las almas que a sus cuerpos las olas.
(Serm. 75, 1)
•
10 de enero
Todos deseamos la felicidad
Todo hombre, quienquiera que sea, desea ser feliz. No hay nadie que no lo
desee ni que no lo desee por encima de las demás cosas; más aún, todo el
que desea cualquier otra cosa, la desea con la mirada puesta en aquella. Los
hombres son arrastrados por diversos deseos; uno ambiciona esto, otro
aquello. Dentro de la raza humana hay distintos estilos de vida. Y, dentro de
esa multitud de estilos de vida, cada uno elige y se apodera de una cosa; sin
embargo, cualquiera que sea el estilo de vida elegido, nadie hay que no
desee la vida feliz. Por tanto, la vida feliz es posesión común a todos; pero
la división de pareceres comienza a propósito de por dónde se va a ella,
cómo se tiende a ella y por qué camino se llega a ella. Por esta misma
razón, ignoro si podremos encontrar la vida feliz si la buscamos en la tierra;
no porque sea malo lo que buscamos, sino porque no la buscamos en el
debido lugar. Unos dicen: «Felices son los hombres de armas». Lo niega el
otro, que dice a su vez: «Felices son los que cultivan el campo». También
esto es negado por un tercero, que añade: «Felices son quienes viven en el
foro en medio de la gloria popular, defienden las causas, y con sus palabras
disponen sobre la vida y la muerte de los hombres». Esto lo niega otro, y
dice: «Felices, sí, pero los jueces, que tienen poder de oír y sentenciar».
Otro, negando lo anterior, dice: «Felices son los marineros, que conocen
muchas regiones y adquieren grandes fortunas». Veis, amadísimos, que
dentro de esta gran multitud de estilos de vida no hay una sola cosa que
agrade a todos. Pero la vida feliz, sí. ¿Qué significa que a todos agrade la
vida feliz, siendo así que no a todos agrada cualquier vida?
(Serm. 306, 3)
•
11 de enero
Tuviste misericordia
Tú, Señor, permaneces eternamente, pero no es eterno tu enojo contra
nosotros, porque tuviste misericordia del polvo y la ceniza y te agradó
reformar mis deformidades. Con vivos estímulos me agitabas para que no
tuviera reposo hasta alcanzar certidumbre de ti por una visión interior. Y
así, el toque secreto de tu mano medicinal iba haciendo ceder mi fatuidad, y
la agudeza de mi mente conturbada y entenebrecida se iba curando poco a
poco con el acre colirio de mis saludables dolores.
(Conf. VII, 8.12)
•
12 de enero
El Precursor
Así, pues, Juan precedió al Señor no como el maestro al discípulo, sino
como el heraldo al juez; no para imponerle su autoridad, sino para cumplir
una función. El testimonio del mismo Juan a este respecto suena así: Quien
viene detrás de mí ha sido hecho antes que yo, porque era anterior a mí. El
Señor vino después que Juan por lo que se refiere a su nacimiento de la
virgen María, no al de la sustancia del Padre. Conocemos dos nacimientos
del Señor, uno divino y otro humano, pero ambos admirables; aquel sin
madre, este sin padre; aquel eterno, para crear el temporal; este temporal,
para manifestar el eterno. Aquel del que dice Juan, no el bautista, sino el
evangelista, que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba
junto a Dios, y la Palabra era Dios, y que por ella se hicieron todas las
cosas, y sin ella nada se hizo; aquel tan grande e igual al Padre en la forma
de Dios, aquel que carece de tiempo y es creador de los tiempos, que es juez
del que hasta nació de una mujer, pero permaneció tan grande que no se
separó del Padre. Obsequiosos ante él, como lámparas ante el día, y
ofreciéndole su testimonio, todos los profetas que lo anunciaron le
precedieron en el nacer, y, al creer y unirse a él, él les precedió. Convenía
que anunciasen su venida y milagros; milagros que a los buenos
entendedores le mostrarían como Dios, aunque a quienes se limitasen a
mirar con ojos humanos lo viesen como hombre, pequeño para los
pequeños, pero humilde para los soberbios, enseñando al hombre, con su
pequeñez, a reconocerse pequeño y a no creerse grande por hallarse
hinchado sin haber crecido. La soberbia, en efecto, no es grandeza, sino
hinchazón. Para sanar esta hinchazón del género humano, siendo él mismo
médico y medicina, es decir, no solo mostrando la medicina, sino
convirtiéndose él mismo en ella, apareció ante los hombres como hombre,
ofreciendo su ser humano a quienes le veían y reservando su ser divino para
quienes creyeran en él. La mirada de su humanidad sanó a los débiles; la
contemplación de su divinidad requiere gente fuerte. Aún no había hombres
que pudieran ver a Dios en el hombre, no podían ver más que al hombre;
con todo, no deben poner su esperanza en el hombre. ¿Qué hacer, pues? El
hombre puede ver al hombre, pero no puede seguir al hombre. Había que
seguir a Dios, al que no se podía ver, y no seguir al hombre, al que se podía
ver. Así, pues, Dios se hizo hombre a fin de mostrarse al hombre para que el
hombre lo viera y lo siguiera. ¡Oh hombre, por quien Dios se hizo hombre!
Debes creerte grande en verdad; pero desciende para ascender, puesto que
también Dios se hizo hombre descendiendo. Adhiérete a tu medicina, imita
a tu maestro, reconoce a tu Señor, abraza a tu hermano, comprende a tu
Dios. Esto era aquel, tan grande y tan pequeño: un gusano, no un hombre;
mas por él fue hecho el hombre. Esto es él; ¿qué es Juan sino lo que dice de
él quien es veraz, lo que dice de él la verdad? En efecto, si debemos creer a
Juan hablando de la verdad, ¿no hemos de creer a la verdad hablando de
Juan?
(Serm. 380, 2)
•
13 de enero
Una cosa me faltaba
¡Qué incendios los míos, Señor, por volar hacia ti lejos de todo lo terrenal!
No sabía yo lo que estabas haciendo conmigo tú, que eres la Sabiduría.
«Filosofía» llaman los griegos al amor de la sabiduría; y en ese amor me
hacían arder aquellas letras. Cierto es que no faltan quienes engañan con la
filosofía, cubriendo y coloreando sus errores con ese nombre tan digno, tan
suave y tan honesto. Pero todos estos seductores, los de ese tiempo y los
que antes habían sido, eran en ese libro censurados y mostrados por lo que
en verdad son; y se manifiesta en él, además, aquella saludable admonición
que tú nos haces por medio de tu siervo bueno y pío: Cuidaos de que nadie
os engañe con la filosofía y una vana seducción según las tradiciones y
elementos de este mundo y no según Cristo, en quien habita corporalmente
la plenitud de la divinidad (Col 2,8-9).
Bien sabes tú, luz de mi corazón, que en esos tiempos no conocía yo aún
esas palabras apostólicas, pero me atraía la exhortación del Hortensius a no
seguir esta secta o la otra, sino la sabiduría misma, cualquiera que ella
fuese.
Esta sabiduría tenía yo que amar, buscar y conseguir y el libro me
exhortaba a abrazarme a ella con todas mis fuerzas. Yo estaba enardecido.
Lo único que me faltaba en medio de tanta fragancia era el nombre de
Cristo, que en él no aparecía. Pues tu misericordia hizo que el nombre de tu
Hijo, mi Salvador, lo bebiera yo con la leche materna y lo tuviera siempre
en muy alto lugar; razón por la cual una literatura que lo ignora, por
verídica y pulida que pudiera ser, no lograba apoderarse de mí.
(Conf. III, 4.8)
•
14 de enero
Cómo vivir santamente
El Doctor de las Gentes dice también que todos los que quieran vivir
santamente según Cristo, han de sufrir persecuciones. Es preciso, pues,
hacerse a la idea de que no pueden faltar en ningún tiempo. Porque, cuando
parece reinar la paz por parte de los enemigos de fuera, y en realidad reina,
y esta brinda un gran consuelo sobre todo a los débiles, dentro no faltan,
más aún, son muchos los enemigos que atormentan el corazón de los
hombres de bien en sus rotas costumbres. Estos son la causa de que el
nombre cristiano y católico sea blasfemado, y cuanto más aman ese nombre
las almas piadosas, anhelantes de vivir según Cristo, tanto más sienten que
hagan esa injuria los malos cristianos, y sea por eso menos amado de lo que
ellos desean. Otro objeto de dolor para los piadosos es pensar que los
herejes, que se dicen también cristianos y tienen los mismos sacramentos, y
las mismas Escrituras, y la misma profesión, enviscan con sus disensiones
en la lucha a muchos dispuestos a abrazar el cristianismo. Y dan lugar a
blasfemias contra el nombre cristiano, nombre que también ellos ostentan.
Estas y parecidas posturas y desviaciones de los hombres son una
persecución callada para los que quieren vivir santamente en Cristo aun sin
que nadie atormente y veje su cuerpo. Es una persecución interior, cordial,
no corporal. Esto arrancó aquel grito: A proporción de los muchos dolores
que atormentaron mi corazón, pues no dice mi cuerpo. Pero además, como
es sabido que las promesas de Dios son inmutables y que el Apóstol dice:
El Señor conoce a los suyos, pues a .los que tiene previstos, también los
predestinó para ser conformes a la imagen de su Hijo, y, por lo tanto, de
estos no puede perecer ninguno, el Salmo añade: Tus consuelos han llenado
de alegría mi alma. El dolor que roe el corazón de los piadosos perseguidos
por las costumbres de los cristianos malos o falsos es útil a los que lo
sienten, porque nace de la caridad, que se alarma por estos miserables y por
quienes impiden la salud de otros. En fin, los fieles reciben grandes
consuelos de la enmienda de los malos, y su conversión esparce sobre sus
almas un riego de tanta fecundidad cuanto fue el dolor que los atormentó
antes. La Iglesia en este siglo, en estos tristes días, no solo desde Cristo y
los apóstoles, sino desde el primer justo Abel, a quien dio muerte su impío
hermano, y hasta el fin del mundo, camina su jornada entre las
persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios.
(CdeD XVIII 51, 2)
•
15 de enero
Autoridad divina y humana
La autoridad puede ser divina y humana; la divina es la verdadera, firme y
suprema. Y al buscarla se ha de temer la maravillosa potencia de engañar
que tienen los demonios, pues por medio de la adivinación de cosas
relativas a la percepción sensible y por algunas obras han logrado engañar
fácilmente a las almas amigas de sortilegios, ambiciosas de mando o
temerosas de milagros vanos.
Aquella es la verdadera autoridad divina que no solo trasciende con
signos sensibles toda humana potestad, sino que, actuando sobre el hombre,
le manifiesta cómo se abatió por él y le manda librarse de la tiranía de los
sentidos y aun de los mismos milagros sensibles elevarse a su interpretación
espiritual, demostrándole a la par cuánto puede él obrar aquí y por qué
puede todo esto y lo poco que lo estima. Ha de descubrir con sus milagros
el poder, y con la humildad su clemencia, y su naturaleza con mandatos,
cosas todas que se nos enseñan más íntima y seguramente en las verdades
sagradas en que estamos iniciándonos, pues por ellas la vida de los buenos
se purifica muy fácilmente, no con rodeos de disputas, sino con la autoridad
de los misterios.
La autoridad humana, en cambio, engaña muchas veces; y en ella
aventajan particularmente, según el aprecio de los ignorantes, los que dan
muchos indicios de la verdad de su doctrina, conformando su enseñanza
con el ejemplo. Y si a esto se agrega que tienen algunos bienes de fortuna,
cuyo uso los engrandece y les granjea reverencia, será muy difícil que quien
dé crédito a sus preceptos de buen vivir sea digno de censura.
(DeOrd. II, 9, 27)
•
16 de enero
Andaba en busca
Andaba yo en busca de alguna manera de adquirir la energía necesaria para
gozar de ti, pero no pude encontrarla mientras no pude admitir que
Jesucristo es mediador entre Dios y los hombres; que está sobre todas las
cosas y es Dios bendito por todos los siglos (1Tim 2,5; Rom 9,5). Y Cristo
me llamaba diciendo: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). El
alimento que yo no podía alcanzar no era otro que tu propio Verbo por
quien hiciste todas las cosas, el cual al hacerse hombre y habitar en nuestra
carne (Jn 1,14) se hizo leche para nuestra infancia.
Pero yo no era humilde y por eso no podía entender a un Cristo humilde,
ni captar lo que Él nos enseña con su debilidad. Porque tu Verbo, eterna
verdad y excelente sobre lo más excelso que hay en tu creación, levanta
hacia sí a quienes se le someten. Siendo la excelsitud misma, quiso
edificarse acá en la tierra una humilde morada de nuestro barro por la cual
deprimiese el orgullo de los que quería atraer a sí y los sanara nutriéndolos
en su amor; para que no caminaran demasiado lejos apoyados en su propia
confianza, sino que más bien se humillaran al ver a sus pies a una persona
divina empequeñecida por su participación en la vestidura de nuestra piel
humana; para que sintiéndose fatigados se postraran ante ella y ella,
levantándose, los levantara.
(Conf. VII, 18.24)
•
17 de enero
Antonio, el monje egipcio
Y un día sucedió que estando Nebridio ausente por no recuerdo qué motivo,
vino a visitarnos a Alipio y a mí un cierto Ponticiano, paisano nuestro de
África, que desempeñaba un alto cargo en la corte; quería pedirnos un
favor, no recuerdo cuál. Nos sentamos pues a conversar. Y en un momento
dado sus ojos se fijaron sobre la mesa de juegos, en la cual estaba por pura
casualidad un libro. Lo tomó, lo abrió, y con sorpresa advirtió que no se
trataba de ninguna materia literaria de las que yo enseñaba sino de las cartas
de san Pablo. Me miró sonriendo y muy admirado me felicitó de que
semejante libro fuera el único que yo tenía allí. Porque él era un cristiano
fiel que con frecuencia se postraba ante ti, Dios nuestro, en largos tiempos
de oración. Y cuando le dije que tenía gran interés por esas escrituras, se
inició una conversación en la cual empezó a hablarnos de Antonio, el monje
egipcio, de glorioso nombre entre tus hijos pero desconocido para nosotros
en aquellos días. Cuando se dio cuenta de nuestra ignorancia se extendió
más en la narración, admirado de que pudiéramos desconocer a tan
conocido personaje.
Quedamos atónitos de oír estos hechos de memoria reciente, casi de
nuestro tiempo, maravillas bien documentadas que se dan en la recta fe de
tu Iglesia católica. Y estábamos admirados los tres: Alipio y yo, de que
sucedieran cosas tan grandes; y él, de que nosotros no las conociéramos.
(Conf. VIII, 6.14)
•
18 de enero
¿Cómo era el Paraíso?
Se cuestiona, y no sin razón, si el primer hombre, o los primeros hombres
(pues el matrimonio era de dos), antes del pecado, estaban sujetos en este
cuerpo animal a esos afectos, de los que nos veremos libres en el cuerpo
espiritual una vez purgado y finido todo pecado. Si estaban sujetos a ellos,
¿cómo eran felices en aquel celebrado lugar de beatitud, es decir, en el
paraíso? ¿Quién puede llamarse absolutamente feliz estando afectado de
temor o de dolor? Por otra parte, ¿qué podían temer o de qué se podían
doler aquellos hombres, que nadaban en tanta afluencia de bienes, en un
estado en que no teman la muerte ni enfermedad corporal alguna, en un
lugar en que no faltaba nada a su buena voluntad y en que no había cosa
que ofendiera la carne o el ánimo del hombre que vivía en felicidad?
Reinaba allí un amor imperturbable a Dios, y los cónyuges entre sí vivían
en una familiaridad fiel y sincera, y de este amor fluía un grande gozo, sin
faltar un objeto de amor digno de disfrute. Evitaban el pecado sin inquietud
alguna, y al esquivarlo no irrumpía en ellos otro mal que les angustiara. ¿O
es que ardían en deseos de acercarse al árbol prohibido para comer de él y
temían morir, y por eso el deseo y el miedo turbaban a aquellos hombres ya
en el paraíso? Lejos de nosotros pensar que sucediera esto cuando no existía
el pecado, ya que no carece de pecado desear lo que la ley de Dios prohíbe
y abstenerse de ello por temor a la pena, no por amor a la justicia. Lejos de
nosotros –repito– pensar que antes de todo pecado existiera ya allí ese
pecado, el admitir aplicando al árbol lo que el Señor dice de la mujer: Si
alguien mirare a una mujer con mal deseo, ya adulteró en su corazón.
Así, pues, toda la humanidad sería tan feliz como lo eran los primeros
hombres, cuando ni las perturbaciones anímicas les inquietaban ni las
incomodidades corporales les hacían mella, si ni ellos hubieran hecho el
mal que transmitieron a sus descendientes, ni sus descendientes la
iniquidad, merecedora de condenación. Y esta felicidad perduraría hasta
que, en virtud de la bendición: Creced y multiplicaos, se colmara el número
de los santos predestinados y se concediera otra felicidad mayor, cual se da
a los muy bienaventurados ángeles. En ese estado sería ya cierta la
seguridad de que nadie ha de pecar y nadie ha de morir, y la vida de los
santos, sin haber probado el dolor, el trabajo y la muerte, sería tal cual será
después de todo esto, en la incorrupción de los cuerpos, llegada la
resurrección de los muertos.
(CdeD XIV, 10)
•
19 de enero
El agua convertida en vino
El milagro de nuestro Señor Jesucristo de la conversión del agua en vino no
es una maravilla a los ojos de quienes saben que lo ha hecho Dios. El que,
con ocasión de las bodas, hizo el vino en seis ánforas, aquellas que mandó
llenasen de agua, es el mismo que todos los años hace eso mismo en las
vides. Lo que los servidores echaron en las hidrias fue convertido en vino
por la acción del Señor. Esta misma acción convierte en vino lo que echan
las nubes. Esto no nos admira, porque sucede todos los años y por la
frecuencia ha dejado de ser admirable, y, sin embargo, es más digno de
reflexión que lo que hizo en las hidrias de agua. ¿Quién que piense
detenidamente en las obras de Dios, por las que rige y gobierna todo el
mundo, no se pasma de asombro y queda como aplastado por el peso
abrumador de tantos milagros? La potencia de un grano de semilla
cualquiera es cosa de tanta grandeza, que estremece de espanto a quien lo
considera. Pero, como los hombres, atentos a otras cosas, no consideran las
maravillas de Dios, por las que sin cesar glorificaran al Creador, se reservó
Dios el hacer prodigios no ordinarios para que los hombres, que están como
aletargados, despierten con estas maravillas y le rindan adoración. Resucita
a un muerto, y el hombre se admira. Nacen miles todos los días, y nadie se
extraña. Sin embargo, si bien se examina, mayor milagro es comenzar a ser
lo que no era que resucitar al que ya había sido. El mismo Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo hace estas maravillas por su Verbo y las gobierna
el mismo que las realiza. Los primeros milagros los obra por su Verbo, que
es Dios con Él; y los segundos, por el mismo Verbo suyo encarnado y hecho
hombre por nosotros. Del mismo modo que se admira lo realizado por Jesús
hombre, se debe admirar lo realizado por Jesús Dios. Por Jesús Dios se hizo
el cielo y la tierra, y toda la hermosura de los cielos, y toda la opulencia de
la tierra, y la fecundidad de los mares, y todo lo que se ofrece a nuestra
vista, todo se hizo por Jesús Dios. Contemplamos estas cosas, y, si se tiene
su Espíritu, nos agradan de tal forma, que alabamos al Artífice. No nos
alejamos de Él mirando sus obras, dando la cara a lo que hizo y volviendo
las espaldas a su Hacedor.
(Ev. Jn. Trat. VIII, 1)
•
20 de enero
La pasión de los mártires
Dichosos los santos en cuyas memorias celebramos el día de su martirio: A
cambio de la salud temporal recibieron la corona eterna, la inmortalidad sin
fin, y a nosotros nos dejaron en estas fiestas solemnes una exhortación.
Cuando escuchamos la pasión de los mártires, nos alegramos y en ellos
glorificamos a Dios, sin sentir pena por su muerte. En efecto, de no haber
muerto por Cristo, ¿seguirían, acaso, hoy en vida? ¿Por qué no podía
realizar la confesión lo mismo que iba a hacer la enfermedad? Cuando se
leía la pasión de los santos, escuchasteis las preguntas de los perseguidores
y las respuestas de los confesores. Entre otras, ¡qué bella fue la del
bienaventurado obispo Fructuoso! Cuando alguien le dijo y le suplicó que
lo tuviese en su recuerdo y orase por él, respondió: «Es necesario que ore
por la Iglesia católica, extendida de oriente a occidente». ¿Quién puede orar
por cada uno en particular? Pero quien ora por todos no olvida a nadie en
concreto. De ningún miembro se olvida aquel que ora por todo el mundo.
¿Cuál os parece que fue la advertencia hecha a quien le pedía que orase por
él? ¿Cuál pensáis? Sin duda alguna, ya la habéis captado, pero os la voy a
recordar. Le suplicaba que orase por él. «También yo, dijo, oro por la
Iglesia católica, extendida de oriente a occidente». Si quieres que ore por ti,
no te apartes de la Iglesia por la que oro.
¿Qué decir de la respuesta del santo diácono que sufrió y fue coronado
con su obispo? Le pregunta el juez: «¿También tú adoras a Fructuoso?». Y
él respondió: «Yo no adoro a Fructuoso, sino al Dios que adora también
Fructuoso». De esta forma nos exhortó a honrar a los mártires y a adorar a
Dios en su compañía.
(Serm. 273, 2-3)
•
21 de enero
Inés, virgen mártir
Dichosos aquellos cuya pasión hemos leído. Dichosa Santa Inés, que sufrió
su pasión en el día de hoy. Esta virgen era lo que indicaba su nombre. Inés,
Agnes, en latín significa «cordera», y en griego, «casta». Era lo expresado
por el nombre. Con razón, pues, fue coronada. Por tanto, hermanos míos,
¿qué puedo deciros de aquellos hombres a quienes los paganos adoraron
como dioses y a quienes ofrecieron templos, sacerdotes, altares y
sacrificios? ¿Qué puedo deciros? ¿Qué no admiten comparación con
nuestros mártires? El mismo decirlo es ya una injuria. ¡Lejos de nosotros
comparar a esos sacrílegos con cualquiera de los mártires; más aún, con
cualquiera de los fieles, aunque sean débiles, aunque sean aún carnales y
hayan de ser alimentados con leche y no con alimento sólido! ¿Qué vale
Juno al lado de una fiel viejecita cristiana? ¿Qué Hércules al lado de un
anciano débil y tembloroso en todos sus miembros, pero cristiano? Hércules
venció a Caco, venció al león, al cancerbero; Fructuoso venció a todo el
mundo. Compara hombre con hombre. Inés, niña de trece años, venció al
diablo. Esta niña venció a quién engañó a tantos respecto a Hércules.
(Serm. 273, 6)
•
22 de enero
La victoria de san Vicente
Con los ojos de la fe hemos contemplado un grandioso espectáculo: la
victoria total del santo mártir Vicente. Venció en el interrogatorio, venció en
los tormentos, venció en la confesión, venció en la tribulación, venció al ser
quemado por las llamas y venció al ser sumergido en las olas; finalmente,
venció siendo torturado y venció muerto. Cuando su cuerpo, en el que
estaba el trofeo de Cristo vencedor, era arrojado desde una barquichuela al
mar, él decía en silencio: Se nos arroja, pero no perecemos. ¿Quién otorgó
esta paciencia a su soldado sino el que antes derramó su sangre por él?
Aquel a quien se dice en el salmo: Porque tú eres mi paciencia, Señor;
Señor, tú eres mi esperanza desde mi juventud. Combate grande que trae
consigo gloria no menor, no humana ni temporal, sino divina y eterna. Es la
fe quien lucha, y, cuando ella combate, nadie vence a la carne; pues, aunque
sea desgarrada y despedazada, ¿cuándo perece quien fue redimido con la
sangre de Cristo? Un hombre poderoso no puede perder lo que compró con
su oro, y, ¿va a perder Cristo lo que compró con su sangre? Pero todo esto
ha de parar en la gloria de Dios, no en la del hombre. De él procede, en
verdad, la paciencia, la verdadera, la santa, la devota y recta paciencia; la
paciencia cristiana es un don de Dios. En efecto, también muchos
salteadores sufren con gran paciencia los tormentos; no ceden y vencen a
sus verdugos, pero son castigados después con el fuego eterno.
La causa es lo que distingue al mártir de la paciencia, mejor, de la
resistencia de los criminales. El castigo es el mismo, pero distinta es la
causa. Con la voz de los mártires hemos cantado estas palabras que Vicente
había repetido en sus oraciones: Júzgame, ¡oh Dios!, y discierne mi causa
de la gente no santa. Su causa está ya discernida, puesto que luchó por la
verdad, por la justicia, por Dios, por Cristo, por la fe, por la unidad de la
Iglesia, por la caridad única. ¿Quién le otorgó esta paciencia? ¿Quién?
Indíquenoslo el salmo. En él se lee y se canta: ¿No se someterá mi alma a
Dios? De él procede mi paciencia. Quien piense que san Vicente pudo todo
eso por sus fuerzas, cae en un grave error. Quien presuma de poderlo por
los propios recursos, aunque parezca que vence con la paciencia, es vencido
por la soberbia. Vence tú completamente, es decir, destruye todas las armas
del enemigo. Si él se vale de los placeres, se le vence por la continencia; si
aplica castigos y torturas, se le vence con la paciencia; si sugiere errores, se
le vence con la sabiduría. Y cuando, destruidas todas esas armas, como
último recurso halaga al alma, diciéndole: «¡Brava, brava! ¡Qué fuerza, qué
combate el tuyo! ¿Quién puede comparársete? ¡Qué victoria más pulcra!»,
respóndale el alma santa: Sean confundidos y avergonzados quienes me
dicen: «¡Brava, brava!». Pues, ¿cuándo vence sino cuando dice: Mi alma se
gloriará en el Señor; escúchenlo los mansos y alégrense? Los mansos, en
efecto, saben lo que digo, porque en ellos moran las palabras y los hechos.
Quien no es manso ignora a qué saben estas palabras: Mi alma se gloriará
en el Señor. Todo el que no es manso es soberbio, áspero, orgulloso; busca
la gloria en sí, no en el Señor. Quien, en cambio, dice: Mi alma se gloriará
en el Señor, no dice: Escuchen los pueblos y alégrense; escuchen los
hombres y alégrense, sino: Escuchen los mansos y alégrense. Escúchenlo
quienes pueden saborearlo. Manso era Cristo: Fue llevado como una oveja
al sacrificio. Fue manso porque fue llevado al sacrificio como una oveja.
Escuchen los mansos y alégrense, puesto que saborean estas palabras:
Gustad y ved qué suave es el Señor; dichoso el varón que espera en él. La
lectura escuchada fue larga y el día es corto; no debemos abusar de vuestra
paciencia con un largo sermón. Sé que me habéis escuchado pacientemente,
y, al estar de pie durante largo tiempo, habéis sufrido juntos cual si fuerais
mártires. El que os escucha, él os ame y os corone.
(Serm. 274)
•
23 de enero
Amor a la vida
Amamos, pues, la vida, y de ello no nos queda ninguna duda. En ningún
modo podremos negar que la amamos. Elijámosla, pues, si es que la
amamos. ¿Qué elegimos? La vida. Primeramente, una vida santa aquí;
después de esta, la eterna. Primero una vida santa aquí, pero aún no feliz.
Vívase ahora una vida santa, a la que está reservada para después la feliz. El
llevar una vida santa es la tarea; la vida feliz, la recompensa. Lleva una vida
santa, y recibirás la vida feliz. ¿Hay algo más justo, algo mejor ordenado?
¿Dónde estás, amador de la vida? Elige la vida santa y buena. Si quieres
tener mujer, solo la quieres si es buena; amas la vida, ¿y la eliges mala?
Muéstrame algo malo que te agrade. Cualquier cosa que sea lo que quieres
o amas, quieres un bien. Con toda certeza, no quieres ni un jumento malo,
ni un siervo malo, ni un vestido malo, ni una villa mala, ni una casa mala, ni
una esposa mala ni malos hijos. Solo quieres cosas buenas; sé bueno tú que
eso quieres. ¿Qué tienes contra ti para querer ser el único malo entre tantas
cosas como quieres buenas? Amas tu finca, tu mujer, tu vestido y, para
descender hasta lo último, tus cáligas. ¿Y te resulta despreciable tu alma?
Esta vida está ciertamente llena de fatigas, preocupaciones, tentaciones,
miserias, dolores y temores. De todo ello está llena esta vida. Es demasiado
evidente que abunda en todos estos males. Y, con todo, llena de males como
está, si alguien nos la concediese eterna tal cual es, ¡cuántas gracias no le
daríamos por ser miserables para siempre! No es así la que nos prometió no
un hombre cualquiera, sino el Dios verdadero. La verdad verdadera nos
promete la vida, una vida no solo eterna, sino también feliz, donde no habrá
ninguna molestia, ninguna fatiga, ningún temor y ningún dolor. Allí la
seguridad será plena y asegurada. Una vida bajo la mano de Dios, una vida
con Dios, una vida de Dios, una vida que es el mismo Dios: esta vida eterna
es la que se nos promete; ¡y se le antepone una vida temporal; y una vida
temporal como esta, es decir, miserable y llena de preocupaciones! ¿Se le
antepone, repito, o no? Se le antepone cuando estás dispuesto a cometer un
homicidio con tal de no morir. Temes que te dé muerte tu siervo, y se la das
tú a él. Temes que te mate tu mujer, sobre la que alimentas, quizá, falsas
sospechas, y tú, abandonando tu mujer, deseas unirte adúlteramente con
otra. Ve cómo, amando la vida, perdiste la vida. Preferiste la vida temporal
a la eterna, la miserable a la feliz. ¿Y qué has conseguido? Quizá, mientras
guardas tu vida, expiras sin quererlo. Ignoras cuándo vas a salir de aquí.
¿Con qué cara vas a presentarte ante Cristo? ¿Con qué cara rehúsas el
tormento? Por no decir, ¿con qué cara reclamas el premio? Serás condenado
a la muerte eterna tú que eliges la vida temporal, cuya sola elección es un
desprecio de la eterna.
(Serm. 297, 8)
•
24 de enero
Vida y costumbres
En realidad no importa nada a esta ciudad el género de vida que adopta el
que abraza la fe que lleva a Dios, con tal de que no vaya contra los
preceptos divinos. Por eso, a los filósofos que se hacen cristianos no se les
obliga a cambiar su tren de vida si no lo impide la religión, sino sus
doctrinas falsas. Así, le da de lado la diferencia señalada por Varrón en los
cínicos, con tal de que no se haga nada contra la honestidad y la templanza.
En cuanto a los tres géneros de vida, el ocioso, el activo y el mixto, aunque,
salva la fe, cada uno puede elegir el que le plazca y llegar por él a los
premios eternos, interesa, sin embargo, cuál se abraza por amor a la verdad
y cuál por deber de caridad. No se debe uno entregar al ocio
desentendiéndose de ser útil al prójimo, ni a la acción olvidando la
contemplación de Dios. En el ocio no se debe amar la inacción, sino la
búsqueda y hallazgo de la verdad, a fin de que cada cual avance en ese
conocimiento y no envidie a nadie. Y en la acción no debe amarse el honor
o la potencia en esta vida, porque cuanto hay bajo el sol es vanidad, sino el
trabajo que acompaña al honor o a la potencia si se obra recta y útilmente,
es decir, contribuyendo a la salud de los que nos están sometidos según
Dios. De esto ya hemos hablado más arriba. Esto hace decir al Apóstol:
Quien desea el obispado, desea un buen trabajo. Su intención era dar a
entender que el episcopado era un nombre de trabajo, no de honor. La
palabra es griega, y significa que el que está al frente es superintendente de
sus subordinados, es decir, tiene el cuidado de ellos. Epí significa sobre, y
kopos, intención; por tanto, si se nos antoja, podemos traducir epíscopos
por superintendente. Según esto, no es obispo el que ama presidir, no el ser
útil. Así, pues, todos pueden aplicarse a la búsqueda y al estudio de la
verdad, en que consiste el ocio loable; pero el lugar superior, sin el cual el
pueblo no puede ser gobernado, aunque sea como es debido, es indecoroso
desearlo. Por eso, el amor a la verdad busca el ocio santo, y la necesidad de
la verdad carga con el negocio justo. Si nadie nos impone esta carga,
debemos entregarnos a la búsqueda y a la contemplación de la verdad. Y si
alguien nos la impone, debemos aceptarla por necesidad de la caridad. Aun
en este caso no deben abandonarse de plano las dulzuras de la verdad, no
sea que, privados de esa suavidad, nos oprima la necesidad.
(CdeD XIX, 19)
•
25 de enero
La conversión del apóstol Pablo
Acabamos de oír las palabras del Apóstol, o mejor, las de Cristo, que habla
por la boca de aquel a quien hizo, de perseguidor, predicador; hiriéndolo y
sanándolo, dándole muerte y vida a la vez; cordero degollado por los lobos,
hace de los lobos corderos. Estaba ya vaticinado en una célebre profecía.
Cuando el santo patriarca Jacob bendecía a sus hijos poniendo sus manos
sobre los presentes y la mirada en el porvenir, predijo lo que aconteció en
Pablo. Según su propio testimonio, Pablo era de la tribu de Benjamín.
Cuando Jacob, en el acto de bendecir a sus hijos, llegó a Benjamín, dijo de
él: Benjamín es un lobo rapaz. ¿Qué decir? Si es lobo rapaz, ¿lo será por
siempre? En ningún modo. ¿Qué entonces? Por la mañana hará presa y por
la tarde repartirá el botín. Esto se cumplió en Pablo, porque a él se refería
la profecía. Si os place, considerémosle ya haciendo presa por la mañana y
repartiendo el botín por la tarde. Los términos «mañana» y «tarde»
equivalen aquí a «antes» y «después». Entendámoslo, pues, de esta manera:
primero hará presa y después repartirá el alimento. Vedle como raptor:
Saulo, según atestiguan los Hechos de los apóstoles, habiendo recibido
cartas de los príncipes de los sacerdotes para que, dondequiera que
encontrase seguidores del camino de Dios, los detuviese y los llevase para
ser castigados, se puso en camino anhelando y ansiando muertes. Este es el
que de mañana hace presa. También, cuando fue lapidado Esteban, el
primero en sufrir el martirio por el nombre de Cristo, estaba Saulo presente
en primera fila. Y en tal modo se asociaba a los que lo apedreaban que no le
parecía bastante el arrojar piedras con sus propias manos. Para estar él
mismo en las manos de todos, les guardaba la ropa, mostrándose más cruel
con esta ayuda a los demás que con las piedras que arrojaban sus propias
manos. Hemos escuchado: Por la mañana hará presa. Veamos ahora lo
otro: Por la tarde repartirá el botín. La voz de Cristo desde el cielo lo
derribó, y, al serle prohibido su ensañamiento cruel, dio de bruces en tierra.
Primero había de ser postrado en tierra, para ser luego levantado; primero
herido, luego sanado. Pues Cristo no viviría en él si antes no moría su mala
vida anterior. ¿Qué oyó cuando yacía en tierra? Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? Dura cosa es para ti el dar coces contra el aguijón. Él
respondió: ¿Quién eres, Señor? Y la voz de lo alto: Yo soy Jesús Nazareno,
a quien tú persigues. La cabeza, desde el cielo, levantaba su voz en favor de
sus miembros aún presentes en la tierra; pero no decía: «¿Por qué persigues
a mis siervos?», sino: ¿Por qué me persigues? Él replica: ¿Qué quieres que
haga? El que antes se ensañaba en la persecución, se dispone ya a obedecer.
El perseguidor va tomando ya forma de predicador; el lobo, de oveja; el
enemigo, de soldado. Escuchó lo que debía hacer. Ciertamente quedó ciego;
para que en su corazón resplandeciese la luz interior, se le privó
temporalmente de la exterior; se le quitó al perseguidor para serle devuelta
al predicador. Y durante el tiempo en que no veía nada veía a Jesús. De esta
forma, hasta en su misma ceguera se manifestaba el misterio de los
creyentes, puesto que quien cree en Cristo es a él a quien debe mirar,
considerando las demás cosas como no existentes; para que la criatura
aparezca como vil y el creador se muestre dulce al corazón.
(Serm. 279, 1)
•
26 de enero
Riqueza y soberbia
Escribiendo a su discípulo Timoteo, entre otros avisos le dice: Mándales a
los ricos de este mundo... La palabra de Dios hallolos ya ricos; de haberlos
hallado pobres, hubiérales dicho lo ya mencionado. Manda, pues, a los ricos
de este mundo que no sean orgullosos ni esperen en las riquezas caducas,
sino en Dios vivo, que nos provee abundantemente de todo para nuestro
uso. Sean ricos en buenas obras, den con facilidad, comuniquen sus bienes,
atesoren un buen fondo para lo porvenir, a fin de alcanzar la vida eterna.
Ponderemos algo estas breves palabras. Ante todo, dice, mándales a los
ricos no sean soberbios. Nada engendra tanta soberbia como las riquezas. Si
el rico no fuere soberbio, pondrá debajo de sus pies las riquezas, asírase a
Dios; el rico soberbio no posee, más bien es poseído. El rico soberbio es
semejante al diablo. El rico soberbio, ¿qué tiene si no tiene a Dios?
También añadió: Ni pongan la esperanza en las riquezas caducas. Tenga sus
riquezas como quien sabe lo perecedero de cuanto tiene. Tenga, pues, lo que
no puede perder. Habiendo dicho: Ni en las riquezas caducas, añadió: sino
en Dios vivo. Porque las riquezas ciertamente pueden perderse, y plegue a
Dios se pierdan de modo que no te pierdan a ti. Habla el salmista y se burla
del rico que pone su esperanza en las riquezas. Aunque el hombre lleve la
imagen de Dios. Cosa es averiguada el haber sido hecho el hombre a
imagen de Dios; reconozca, pues, en sí el hombre aquello que él fue hecho;
pierda lo hecho por él, quede lo hecho por Dios. Pues aunque el hombre
lleva la imagen de Dios, con todo, se inquieta vanamente. ¿Qué significa se
inquieta vanamente? Atesora, y no sabe para quién junta sus tesoros. Los
vivos pueden echarlo de ver en los muertos; vean cómo los bienes de
muchos muertos no están en manos de sus hijos, sino que o los derrocharon
disolutamente o los perdieron a efecto de alguna calumnia; y lo que aun es
más grave, cómo andan otros por hacerse con lo que tiene, y el que lo tiene
perece; que muchos son muertos a causa de sus riquezas. Ved, pues, cómo
dejaron aquí sus bienes; no habiendo hecho con ellos lo mandado por Dios,
¿con qué rostro se habrán presentado a Él? Sean, pues, las tuyas riquezas
verdaderas, sea tu riqueza el mismo Dios, que nos provee de todo
abundantemente para nuestro uso.
(Serm. 11, 4)
•
27 de enero
Fe en la Escritura
A veces lo creía con fuerza, y otras con debilidad; pero siempre creía que
existes y que diriges la marcha de las cosas del mundo, aunque no sabía qué
es lo que se debe pensar de tu sustancia o de los caminos que llevan a ti o
apartan de ti. Por eso, siendo yo débil e incapaz de encontrar la verdad con las
solas fuerzas de mi razón, comprendí que debía apoyarme en la autoridad de
las Escrituras, y que tú no habrías podido darle para todos los pueblos
semejante autoridad si no quisieras que por ella te pudiéramos buscar y
encontrar.
En los últimos días había yo oído explicaciones muy plausibles sobre
aquellas necias objeciones que antes me habían perturbado; y me
encontraba dispuesto a poner la oscuridad de ciertos pasos de la Escritura a
la cuenta de la elevación de los misterios; y por eso mismo tanto más
venerable y digna de fe me parecía la Escritura cuanto que, por una parte,
quedaba accesible a todos y, por otra, reservaba la intelección de sus
secretos a una interpretación más profunda. A todos está abierta con la
simplicidad de sus palabras y la humildad de su estilo, con el cual ejercita,
sin embargo, el entendimiento de los que no son superficiales de corazón; a
todos acoge en su amplio regazo, pero a pocos encamina a ti por angostas
rendijas. Pocos, que serían muchos menos si ella no tuviera ese alto ápice
de autoridad ni atrajera a las multitudes al seno de su santa humildad.
Tú estabas a mi vera cuando pensaba yo todo esto; yo suspiraba y tú me
oías; yo andaba fluctuando y tú me gobernabas, sin abandonarme cuando
iba yo por el ancho camino de este siglo.
(Conf. VI, 5.8)
•
28 de enero
Qué es la sabiduría
Mas convinimos al principio de nuestra discusión de hoy que si lográbamos
identificar la miseria y la indigencia, estimaríamos bienaventurado al no
indigente. Pues bien: ya hemos llegado a este resultado.
Luego ser dichoso es no padecer necesidad, ser sabio. Y si me preguntáis
qué es la sabiduría (concepto a cuya exploración y examen se consagra la
razón, según puede, ahora), os diré que es la moderación del ánimo, por la
que conserva un equilibrio, sin derramarse demasiado ni encogerse más de
lo que pide la plenitud. Y se derrama en demasía por la lujuria, la ambición,
la soberbia y otras pasiones del mismo género, con que los hombres
intemperantes y desventurados buscan para sí deleites y poderío. Y se
coarta con la avaricia, el miedo, la tristeza, la codicia y otras afecciones,
sean cuales fueren, y por ellas los hombres experimentan y confiesan su
miseria. Mas cuando el alma, habiendo hallado la sabiduría, la hace objeto
de su contemplación; cuando, para decirlo con palabras de este niño, se
mantiene unida a ella e, insensible a la seducción de las cosas vanas, no
mira sus apariencias engañosas, cuyo peso y atracción suele apartar y
derribar de Dios, entonces no teme la inmoderación, la indigencia y la
desdicha. El hombre dichoso, pues, tiene su moderación o sabiduría.
(VF IV, 33)
•
29 de enero
La sabiduría que no ayuda
¿De qué me sirvió, pues, siendo como era esclavo de mis malos apetitos, el
haber leído y entendido por mí mismo todos aquellos libros de las llamadas
artes liberales? Mucho me alegraba con ellas, pero no sabía cuál era el origen
de cuanto hay en ellas de cierto y verdadero. Tenía vuelta la espalda a la luz, y
la cara a las cosas por ella iluminadas, por lo cual mi propio rostro, que veía
iluminadas las cosas, no era él mismo iluminado.
Todo lo que entendí sin mayor trabajo y sin maestro alguno acerca del
arte de hablar y de disertar, sobre las dimensiones de las figuras, sobre la
música y acerca de los números, lo entendí porque tú, Dios mío, me habías
dado el don de un entendimiento vivaz y agudo para discutir; pero siendo
dones tuyos no los usaba yo para tu alabanza. Por eso mis conocimientos
me resultaban más que útiles, perniciosos. Me empeñé en conservar para mí
la mejor parte de mi herencia y no te consagré a ti mis energías, sino que
me marché lejos de tu presencia a una región remota para malbaratarlo todo
con las meretrices de mis malos apetitos.
¿De qué podía servirme una cosa buena si la usaba mal? Pero de la
dificultad con que tropezaban personas estudiosas e inteligentes para
entender esas artes no me percataba yo sino cuando me ponía a
explicárselas; y el mejor de mis discípulos era el que con menor tardanza
me podía seguir.
(Conf. IV, 16.30)
•
30 de enero
La ciencia verdadera
¿Acaso, Señor, el que sabe estas cosas te agrada con solo saberlas? Pobre del
hombre que sabiendo todo esto no te sabe a ti; y dichoso del que a ti te conoce
aunque tales cosas ignore. Pero el que las sepa y a ti te conozca no es más
feliz por saberlas, sino solamente por ti, si conociéndote te honra como a
Dios y te da gracias y no se envanece con sus propios pensamientos.
El que posee un árbol y te da las gracias por sus frutos sin saber cuán
alto es y cuánto se extienden sus ramas está en mejor condición que otro
hombre que mide la altura del árbol y cuenta sus ramas, pero ni lo posee ni
conoce ni ama a su creador; y de manera igual, un hombre fiel –cuyas son
todas las riquezas del mundo y que sin tener nada todo lo posee (2Cor
6,10), con solo apegarse a ti, a quien sirven todas las criaturas– aunque no
conozca los giros de la Osa Mayor, en mejor condición se encuentra que el
que mide el cielo y cuenta los astros y pesa los elementos, pero no se
esmera por ti, que todo lo hiciste en número, peso y medida (Sab 11,20).
(Conf. V, 4.7)
•
31 de enero
Enseñanza a los jóvenes
Esta disciplina es la misma ley de Dios, que, permaneciendo siempre fija e
inconcusa en Él, en cierto modo se imprime en las almas de los sabios; de
modo que tanto mejor saben vivir y con tanta mayor elevación, cuanto más
perfectamente la contemplan con su inteligencia y la guardan con su vida. Y
esa disciplina a los que desean conocerla les prescribe un doble orden, del que
una parte se refiere a la vida y otra a la instrucción.
Los jóvenes dedicados al estudio de la sabiduría se abstengan de todo lo
venéreo, de los placeres de la mesa, del cuidado excesivo y superfluo ornato
de su cuerpo, de la vana afición a los espectáculos, de la pesadez del sueño
y la pigricia, de la emulación, murmuración, envidia, ambición de honra y
mando, el inmoderado deseo de alabanza. Sepan que el amor al dinero es la
ruina cierta de todas sus esperanzas. No sean ni flojos ni audaces para obrar.
En las faltas de sus familiares no den lugar a la ira o la refrenen de modo
que parezca vencida. A nadie aborrezcan. Anden alerta con las malas
inclinaciones. Ni sean excesivos en la vindicación ni tacaños en perdonar.
No castiguen a nadie sino para mejorarlo, ni usen la indulgencia cuando es
ocasión de más ruina. Amen como familiares a todos los que viven bajo su
potestad. Sirvan de modo que se avergüencen de ejercer dominio; dominen
de modo que les deleite servirles. En los pecados ajenos no importunen a
los que reciban mal la corrección. Eviten las enemistades con suma cautela,
súfranlas con calma, termínenlas lo antes posible. En todo trato y
conversación con los hombres aténganse al proverbio común: «No hagan a
nadie lo que no quieren para sí». No busquen los cargos de la
administración del Estado sino los perfectos. Y traten de perfeccionarse
antes de llegar a la edad senatorial, o mejor, en la juventud. Y los que se
dedican tarde a estas cosas no crean que no les conciernen estos preceptos,
porque los guardarán mejor en la edad avanzada. En toda condición, lugar,
tiempo, o tengan amigos o búsquenlos. Muestren deferencia a los dignos,
aun cuando no la exijan ellos. Hagan menos caso de los soberbios y de
ningún modo lo sean ellos. Vivan con orden y armonía; sirvan a Dios; en Él
piensen; búsquenlo con el apoyo de la fe, esperanza y caridad. Deseen la
tranquilidad y el seguro curso de sus estudios y de sus compañeros; y para
sí y para cuantos puedan, pidan la rectitud del alma y la tranquilidad de la
vida.
(DeOrd. II, 8, 25)
Febrero
•
1 de febrero
Existe una Providencia
Cosa muy ardua y rarísima es, amigo Cenobio, alcanzar el conocimiento y
declarar a los hombres el orden de las cosas, ya el propio de cada una, ya
sobre todo el del conjunto o universalidad con que es moderado y regido este
mundo. Añádase a esto que, aun pudiéndolo hacer uno, no es fácil tener un
oyente digno y preparado para tan divinas y oscuras cosas, ya por los méritos
de su vida, ya por el ejercicio de la erudición.
Y con todo, tal es el ideal de los mejores ingenios, y hasta los que
contemplan ya, como quien dice con la cabeza erguida, los escollos y
tempestades de la vida, nada desean tanto como aprender y conocer cómo,
gobernando Dios las cosas humanas, cunde tanta perversidad por doquiera,
de modo que, al parecer, ha de atribuirse su dirección no ya a un régimen y
administración divinos, pero ni siquiera a un gobierno de esclavos, al que se
dotara de suficiente poder. Por lo cual, los que se inquietan por estas
cuestiones se ven casi en la necesidad de creer que o la divina Providencia
no llega a estas cosas últimas e inferiores o ciertamente todos los males se
cometen por voluntad de Dios.
Impías ambas soluciones, pero sobre todo la última. Porque, aunque es
propio de gente muy horra de cultura y además peligrosísimo para el alma
creer que hay algo dejado de la mano de Dios, con todo, entre los hombres,
nunca se censura a nadie por su impotencia; pero el vituperio por
negligencia es también mucho menos denigrante que el reproche por
malicia y crueldad. Y así, la razón, moviéndose por piedad, se ve como
forzada a reconocer que las cosas humanas no están regidas por la
Providencia divina, o son objeto de desatención y menosprecio antes que de
un gobierno donde toda queja contra Dios sería benigna y disculpable.
(DeOrd. I, 1)
•
2 de febrero
Los testigos del Señor
Los profetas pregonaron que el creador de cielo y tierra iba a aparecer en la
tierra entre los hombres; el ángel anunció que el creador de la carne y del
espíritu vendría en la carne. Juan saludó desde el seno al Salvador, que estaba
también en el seno; el anciano Simeón reconoció a Dios en el niño que no
hablaba; la viuda Ana, a la virgen madre. Estos son los testigos de tu
nacimiento, señor Jesús, antes de que las olas se te sometiesen cuando las
pisabas y las mandabas calmarse; antes de que el viento se callase por orden
tuya, que el muerto volviese a la vida ante tu llamada, que el sol se
oscureciese al morir tú, que la tierra se estremeciese al resucitar, que el cielo
se abriese en tu ascensión; antes de que hicieses estas y otras maravillas en la
edad juvenil de tu cuerpo. Aún te llevaban los brazos de tu madre y ya eras
reconocido como Señor del orbe. Tú eras un niño pequeño de la raza de
Israel, y tú también el Emmanuel, el Dios con nosotros.
(Serm. 369, 1)
•
3 de febrero
Fe y esperanza
La fe no desfallece, porque la sostiene la esperanza. Elimina la esperanza, y
desfallecerá la fe. ¿Cómo va a mover, aunque solo sea los pies, para caminar
quien no tiene esperanzas de poder llegar? Si, por el contrario, a la fe y a la
esperanza les quitas el amor, ¿de qué aprovecha el creer, de qué sirve el
esperar, si no hay amor? Mejor dicho, tampoco puede esperar lo que no ama.
El amor enciende la esperanza, y la esperanza brilla gracias al amor. Pero,
¿qué fe habrá que elogiar cuando lleguemos a la posesión de aquellas cosas
que hemos esperado creyendo en ellas sin haberlas visto? Porque la fe es la
prueba de lo que no se ve. Cuando veamos, ya no se hablará de fe. Entonces
verás, no creerás. Lo mismo sucederá con la esperanza. Cuando se haga
presente la realidad, ya no la esperarás. Pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera?
Ved que, cuando hayamos llegado, dejará de existir la fe y la esperanza. Y,
¿qué pasará con el amor? La fe aboca en la visión; la esperanza, en la
realidad. Allí existirá ya la visión y la realidad, no ya la fe o la esperanza. Y el
amor, ¿qué? ¿Acaso puede desaparecer también él? Si ya se inflamaba ante lo
que no se veía, cuando lo vea, sin duda, se inflamará más. Con razón, pues, se
dijo: Pero el amor es la mayor de todas, porque a la fe le sucede la visión; a
la esperanza, la realidad; pero al amor nada le sigue: el amor crece, el amor
aumenta, y alcanza su perfección mediante la contemplación.
(Serm. 359A, 4)
•
4 de febrero
Virtud y religión
Por más dichoso que parezca el imperio del alma sobre el cuerpo y de la
razón sobre las pasiones, si el alma y la razón no están sometidas a Dios y no
le rinden el culto que Él manda, ese imperio no es justo y verdadero. ¿Cómo
una mente que desconoce al Dios verdadero y que, en lugar de estarle sujeta,
se prostituye a los más infames demonios, que la violan, puede ser señora del
cuerpo y de los vicios? Las virtudes que cree tener, al mandar al cuerpo y a
las pasiones, para el logro y conservación de algo, si no las refiere a Dios, son
más bien vicios que virtudes. Y es que, aunque algunos piensen que las
virtudes son verdaderas y honestas cuando son referidas a sí mismas y puestas
como fin propio son hinchadas y soberbias. Por ende, no son virtudes, sino
vicios, y por tales deben tenerse. Así como no procede del cuerpo, sino que es
superior al cuerpo, lo que hace vivir al cuerpo, así no procede del hombre,
sino que es superior al hombre, lo que hace vivir al hombre felizmente, y no
solamente al hombre, sino también a toda otra potestad y virtud celestial.
(CdeD XIX, 25)
•
5 de febrero
Hermosura de la castidad
Si quieres ver algo de la hermosura espiritual de la castidad, si tienes ojos,
cualesquiera que sean, capaces de verla, te voy a proponer algo a modo de
ejemplo. Tú amas la castidad en tu esposa. No odies en la ajena lo que amas
en la tuya. ¿Qué amas en la tuya? La castidad. Esa castidad que amas en tu
mujer la odias en la ajena. La odias en la mujer ajena, cuya castidad quieres
echar a perder yaciendo con ella. ¿Quieres dar muerte en la mujer ajena lo
que amas en la tuya? ¿Quieres echar a perder en la mujer ajena lo que amas
en la tuya? ¡Cómo vas a tener el argumento de la piedad tú, asesino de la
castidad! Salvaguarda, pues, en la mujer ajena lo que quieres ver
salvaguardado en la tuya. Ama, más bien, la castidad en sí. Pero quizá piensas
que amas la carne de tu esposa, no su castidad. Pensamiento a todas luces
sórdido, pero no te dejo sin ponerte un ejemplo. Yo, en efecto, pienso que tú
amas en tu esposa más la castidad que la carne. Mas para mostrarte que tú
eres de todo punto amante de la castidad, te digo que la amas en tu hija. ¿Qué
hombre hay que no quiera que sus hijas sean castas? ¿Qué hombre no se goza
de la castidad de sus hijas? ¿Acaso amas en ellas su carne también? ¿Acaso
deseas su cuerpo hermoso, que, si no es casto, te causa horror? Ve que he
mostrado que tú eres amante de la castidad. Si, pues, he mostrado que tú eres
amante de la castidad, ¿qué ofensa te has hecho para no amarla también en ti?
Aquí tienes una breve síntesis: ama en ti mismo lo que amas en tu hija.
Ámalo en la mujer ajena, puesto que también tu hija será mujer de otro. Ama,
pues, la castidad también en ti. Si llegas a amar a una mujer de otro, no la
tendrás indefinidamente; pero, si amas la castidad, la tendrás al instante. Ama,
por tanto, la castidad para poseer la eterna felicidad.
(Serm. 343, 7)
•
6 de febrero
Juicios humanos
¿Qué decir de los juicios que los hombres dan sobre los hombres, actividad
que no puede faltar en las ciudades por más en paz que estén? ¿Hemos
pensado alguna vez en cuáles, cuán miserables y cuán dolorosos son? Juzgan
quienes no pueden leer en las conciencias de quienes son juzgados. De aquí
nace con frecuencia la necesidad de recurrir con tormentos a testigos
inocentes para declarar la verdad de una causa ajena. Y, ¿qué diré del
tormento que se hace sufrir al acusado en su propia causa? Y, ¿qué cuando
para saber si es culpable le atormentan, y, siendo inocente, se le imponen
penas ciertas por un crimen incierto, no porque se descubre que lo ha
cometido, sino porque se ignora que no lo ha cometido? La ignorancia del
juez es, con frecuencia, la desdicha del inocente. Y lo que es más intolerable,
más de llorar y más digno, si fuera posible, de un riego abundoso de lágrimas
es que, ordenando el juez atormentar al reo para no hacer morir a un inocente
por ignorancia, sucede, por la miseria de esa ignorancia, que mata al
atormentado e inocente, a quien había atormentado para no matarle inocente.
Si, según la doctrina de estos filósofos, el reo amara más huir de la vida que
sufrir por más tiempo esos tormentos, diría que ha cometido un crimen que no
cometió. Y lo he ya condenado y muerto, y el juez aún no sabe si ha dado
muerte a un culpable o a un inocente, habiéndolo atormentado para no matar
por ignorancia a un inocente. Lo atormentó para conocer su inocencia y lo
mató sin conocerla. En estas tinieblas de la vida civil, un juez que sea sabio,
¿se sentará o no en el tribunal? Se sentará, sin duda, porque le constriñe a eso
y le obliga la sociedad humana, a la que considera crimen abandonar. ¡Y no
considera crimen atormentar a testigos inocentes en causas ajenas, y que los
acusados, a menudo vencidos por la vehemencia del dolor, declarando de sí
mismos cosas falsas, sean condenados siendo inocentes, después de haber
sido atormentados inocentes! ¡Y no considera crimen tampoco que a veces
los acusadores, quizá con el deseo de ser útiles a la sociedad humana y con el
fin de que no queden impunes los crímenes, mintiendo los testigos, y el reo
haciendo con bravura frente a los tormentos, no confesando, sin poder probar
aquellas sus declaraciones, aunque sean verdaderas, son condenados por un
juez ignorante! Estos no creen pecados tantos y tan enormes males, porque el
juez sabio no los hace con voluntad perversa, sino por ignorancia invencible,
y como le fuerza a ello la sociedad humana, lo hace también obligado por su
oficio. Pero, si esto no puede achacarse a malicia del todo, sí merece el
nombre de miseria humana. Y si la necesidad, es decir, su ignorancia y su
oficio de juez le constriñen a castigar y a atormentar a los inocentes, ¿es poco
no ser reo si no es además feliz? ¡Ah! ¡Cuánto más cuerda y dignamente
obraría reconociendo su miseria en esta necesidad y odiándola en sí mismo, y,
si tiene algún sentimiento de piedad, clamando a Dios: Líbrame de mis
necesidades!
(CdeD XIX, 6)
•
7 de febrero
Somos peregrinos
Recordad conmigo, amadísimos hermanos, que el Señor dijo: Mientras
vivimos en el cuerpo somos peregrinos lejos del Señor, pues caminamos en la
fe, no en la visión. Jesucristo nuestro Señor, que dijo: Yo soy el camino, y la
verdad, y la vida, quiso que camináramos no solo por él, sino hacia él. ¿Por
dónde caminamos sino por el camino? ¿Y adónde caminamos sino a la
verdad y a la vida, es decir, a la vida eterna, la única que merece llamarse
vida? En efecto, esta vida mortal en que nos encontramos, comparada con
aquella, aparece ser, más bien, una muerte, pues cambia con tan grande
mutabilidad y se termina en un brevísimo espacio de tiempo. Por eso el
Señor, al rico que le había dicho: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para
alcanzar la vida eterna?, le respondió: Si quieres llegar a la vida, guarda los
mandamientos. Se encontraba, pues, en alguna otra vida, dado que no hablaba
a un cadáver o a un hombre carente de ella. Mas, cuando él le preguntó sobre
la consecución de la vida eterna, el Señor no le respondió: «Si quieres llegar a
la vida eterna», sino: Si quieres llegar a la vida, queriendo dar a entender que
la vida que no es eterna no merece llamarse vida, puesto que vida verdadera
no lo es más que la eterna. De aquí que también el Apóstol, aconsejando a los
ricos dar limosnas, dijera: Sed ricos en buenas obras, dad con facilidad,
repartid, atesoren un buen fundamento para el futuro, a fin de alcanzar la
vida verdadera. ¿A qué llama vida verdadera sino a la vida eterna, la única
que merece llamarse vida, porque es la única que es feliz? En efecto, aquellos
ricos a quienes decía el Apóstol que había que ordenarles que alcanzaran la
vida verdadera, vivían esta vida en medio de abundantes riquezas; pero, si el
Apóstol la hubiese considerado como vida verdadera, no hubiera dicho:
Atesorad un buen fundamento para el futuro, a fin de alcanzar la vida
verdadera, no indicando otra cosa sino que no es verdadera vida la de los
ricos; vida que los necios no solo consideran verdadera, sino hasta feliz. Mas,
¿cómo puede ser vida feliz si no es verdadera? No se ha de llamar vida feliz
sino a la verdadera; ni es vida verdadera sino la eterna, vida que los ricos se
dan cuenta que no tienen todavía, cualesquiera que sean los placeres de que
dispongan; razón por la cual se les exhorta a que la alcancen mediante las
limosnas para que puedan oír al final: Venid, benditos de mi Padre; recibid el
reino que está preparado para vosotros desde el comienzo del mundo; pues
tuve hambre, y me disteis de comer. Cómo el mismo reino es la vida eterna lo
mostró con lógica el mismo Señor poco después al decir: Aquellos irán al
fuego eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna.
(Serm. 346, 1)
•
8 de febrero
Divinidad y humildad
Esta lección del santo Evangelio nos enseña la excelencia de la divinidad de
nuestro Señor Jesucristo y la humildad de aquel hombre que mereció ser
llamado el amigo del Esposo, para que así sepamos la diferencia que hay
entre un hombre que es solo hombre y un hombre que es Dios también.
Porque el hombre Dios, nuestro Señor Jesucristo, Dios antes de todos los
siglos y hombre en nuestro siglo, Dios que nace del Padre y hombre que nace
de la Virgen, es, sin embargo, uno solo y mismo Señor Jesucristo, Hijo de
Dios, Dios y hombre. Mas Juan, sobremanera agraciado, es enviado delante
de Él e iluminado por el que es la luz misma. De Juan se dice: No es la luz él,
sino quien da testimonio de la luz. Puede llamarse, sin duda, luz y con razón
se lo llama él mismo. Pero luz iluminada, no luz que ilumina; porque una
cosa es la luz que ilumina, y otra muy distinta la luz que es iluminada.
Luceros se llaman nuestros ojos, y, sin embargo, están abiertos en la
oscuridad y no ven nada. La luz que ilumina es luz por sí misma, y es luz de
sí misma, y es luz que no necesita de otra luz para lucir, mientras que todas
las demás necesitan de ella para lucir.
(Ev. Jn. Trat. XIV, 1)
•
9 de febrero
Palabra viva
El evangelio es la palabra viva de Dios, que penetra hasta el fondo de nuestras
almas y busca el quicio del corazón se nos ofrece saludablemente a todos
nosotros y a nadie pasa la mano adulatoriamente, si el hombre no se la pasa a
sí mismo. He aquí que se nos ha propuesto como un espejo en que podemos
mirarnos todos; si tal vez advertimos una mancha en nuestro rostro,
lavémosla con esmero para no tener que avergonzarnos cuando volvamos a
mirarnos en el espejo. Una muchedumbre seguía al Señor, según escuchamos
cuando se leyó el evangelio; él, volviéndose, le dirigió la palabra. En efecto,
si lo que les dijo lo hubiera dicho solamente a los doce apóstoles, cada uno de
nosotros podía decir: «Se lo dijo a ellos, no a nosotros. Unas cosas parece que
cuadran a los pastores y otras al rebaño». El Señor lo dijo a la muchedumbre
que lo seguía; por tanto, a todos nosotros y a todos vosotros. No debemos
pensar que no nos lo dijo a nosotros por el hecho de que entonces aún no
existíamos; nosotros creemos en aquel a quien ellos vieron; tenemos presente
por la fe a quien ellos contemplaron con sus ojos. Ni fue gran cosa el ver a
Cristo con los ojos de la carne; si ello significase algo grande en verdad, el
pueblo judío hubiese sido el primero en encontrar la salvación. Ciertamente,
ellos lo vieron, pero lo despreciaron, y además, visto y despreciado, le dieron
muerte; nosotros, en cambio, no lo vimos, y, sin embargo, hemos creído y
hemos acogido en nuestro corazón a quien no vimos con los ojos. Razón por
la cual dijo a uno de los suyos que formaba parte entonces del grupo de los
Doce: Porque has visto has creído; dichosos quienes no ven y creen. En
efecto, si ahora se hiciese presente en su carne Jesucristo, nuestro Señor y
Salvador, pero se quedase callado de pie ante nosotros, ¿de qué nos
aprovecharía? Si, pues, fue provechoso por su palabra, también ahora sigue
hablando cuando se lee el Evangelio. Cierto, también su presencia, en cuanto
Dios, es muy provechosa. Pero ¿dónde no está presente Dios o cuándo está
ausente? No te alejes tú de Dios, y Dios estará contigo. Sobre todo, teniendo
en cuenta que lo prometió él mismo y que poseemos lo que podemos llamar
la firma autógrafa de su promesa: He aquí que yo estoy con vosotros hasta el
fin del mundo: a nosotros nos tenía en su mente, a nosotros nos lo prometía.
(Serm. 301A, 1)
•
10 de febrero
Cómo pagar al Señor
¿Cómo pagar a mi Señor el que mi memoria recuerde todo esto sin que mi
alma sienta temor? Te pagaré con paga de amor y de agradecimiento.
Confesaré tu Nombre, pues tantas obras malas y abominables me has
perdonado. Fue obra de tu gracia y de tu misericordia el que hayas derretido
como hielo la masa de mis pecados; y a tu gracia también soy deudor de no
haber cometido muchos otros; pues ¿de qué obra mala no habría sido capaz
uno que pecaba por gusto?
Pero todo me lo has perdonado: lo malo que hice con voluntad, y lo malo
que pude hacer, y por tu providencia no hice. ¿Quién podría, conociendo su
innata debilidad, atribuir su castidad y su inocencia a sus propias fuerzas?
Ese te amaría menos, como si le fuera menos necesaria esa misericordia
tuya con que condenas los pecados de quienes se convierten a ti.
Ahora: si hay alguno que llamado por ti escuchó tu voz y pudo evitar los
delitos que ahora recuerdo y confieso y que él puede leer aquí, no se burle
de mí, que estando enfermo fui curado por el mismo médico a quien él le
debe el no haberse enfermado; o por mejor decir, haberse enfermado menos
que yo. Ese debe amarte tanto como yo, o más todavía; viendo que quien
me libró a mí de tamañas dolencias de pecado es el mismo que lo ha librado
a él de padecerlas.
(Conf. II, 7.15)
•
11 de febrero
Dualismo maniqueo
De aquella enfermedad me hiciste volver a la vida y salvaste al hijo de tu
sierva para que pudiera más tarde recibir otra salud mucho mejor y más
cierta. Y en Roma me juntaba yo todavía con aquellos santos falsos y
engañadores; y no solo con los simples oyentes de cuyo número formaba
parte el dueño de la casa en que estuve enfermo, sino que también oía y servía
a los elegidos.
Todavía pensaba yo que no somos nosotros los que pecamos, sino que
peca en nosotros no sé qué naturaleza distinta; y mi soberbia sentía
complacencia en no considerarme culpable ni confesar, cuando algo malo
había hecho, mi pecado para que tú sanases mi alma, porque contra ti era
contra quien yo pecaba. Me complacía en excusarme y en acusar no sé qué
otra cosa que estaba en mí y no era yo. Y, no obstante, yo formaba un todo,
y era mi impiedad la que me había dividido contra mí mismo. Y este pecado
era más incurable porque yo no me tenía por pecador, deseando más mi
execrable iniquidad que tú fueras vencido por mí en mí para mi perdición,
que no serlo yo por ti para mi salvación. Porque todavía no habías tú puesto
una guarda a mi boca ni puerta de comedimiento a mis labios para
impedirme la palabra maliciosa y que mi corazón se excusara de los
pecados junto con hombres obradores de la iniquidad (Sal 140,3-4); por eso
seguía yo tratando con aquellos electos sin esperanza ya de aventajar en la
secta, pues había determinado quedarme provisionalmente en ella mientras
no diera con cosa mejor; y su doctrina la retenía aún, pero cada vez con
mayor tibieza y negligencia.
(Conf. V, 10.18)
•
12 de febrero
Tradiciones y prácticas
Todo lo que observamos por tradición, aunque no se halle escrito; todo lo que
observa la Iglesia en todo el orbe, se sobrentiende que se guarda por
recomendación o precepto de los apóstoles o de los concilios plenarios, cuya
autoridad es indiscutible en la Iglesia. Por ejemplo, la pasión del Señor, su
resurrección, ascensión a los cielos y venida del Espíritu Santo desde el cielo,
se celebran en el aniversario. Lo mismo diremos de cualquier otra práctica
semejante que se observe en toda la Iglesia universal.
Hay otras prácticas que varían según los distintos lugares y países. Así,
por ejemplo, unos ayunan el sábado y otros no. Unos comulgan cada día
con el cuerpo y sangre del Señor, otros comulgan solo en ciertos días. Unos
no dejan pasar un día sin celebrar, otros celebran solo el sábado y el
domingo, otros solo el domingo. Si se consideran estas prácticas y otras
semejantes que pueden presentarse, todas son de libre celebración. En todo
esto, la mejor disciplina para el cristiano es acomodarse al modo que viere
observar en la iglesia en la que se encontrare. Pues lo que no va contra la fe
ni contra las buenas costumbres, hay que tenerlo por indiferente y
observarlo por solidaridad con aquellos entre quienes se vive.
(Carta a las consultas de Jenaro, 54, 1-2)
•
13 de febrero
La penitencia
Tres son los actos penitenciales que vuestra erudición reconoce conmigo. Son
habituales en la Iglesia de Dios y conocidos de los que miran atentamente. El
primero es aquel que engendra al hombre nuevo hasta que el bautismo
salvador produzca el lavado de todos los pecados pasados; de forma que,
como si ya hubiera nacido el niño, desaparezcan los dolores que presionaban
a las vísceras para que se produjese el parto, y a la tristeza suceda la alegría.
En efecto, todo el que se ha constituido ya en árbitro de su voluntad no puede
iniciar una nueva vida, al acercarse al sacramento de los fieles, si no se
arrepiente de su vida pasada. De esta penitencia contemporánea al bautismo
solo se hallan libres los niños pequeños, pues aún no pueden hacer uso de su
libre voluntad. A los cuales, sin embargo, les aprovecha la fe de quienes los
presentan, en orden a su consagración y remisión del pecado original. De esta
forma, cualquier mancha delictiva que hayan contraído por medio de sus
padres es lavada mediante las preguntas y respuestas de otros. Con mucha
verdad se llora en el salmo: He aquí que he sido concebido en la iniquidad y
en pecado me alimentó mi madre en su seno. También está escrito que ni
siquiera el niño que lleva un día de vida sobre la tierra está limpio en la
presencia de Dios. Exceptuados ellos, sobre cuyo rango y méritos en la suerte
futura de los santos que se nos ha prometido es inútil querer hacer
averiguaciones, pues supera la medida humana, aunque es piadoso creer que
les aprovecha para su salud espiritual lo que la autoridad de la Iglesia custodia
con tanta firmeza en todo el orbe de la tierra; exceptuados ellos, repito,
ningún otro hombre pasa a Cristo, para comenzar a ser lo que no era, si no se
arrepiente de haber sido lo que fue. Esta primera penitencia es la que el
apóstol Pedro ordena a los judíos al decirles: Haced penitencia y que cada uno
de vosotros se bautice en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Es esa
también la que ordenó el mismo Señor al decir: Haced penitencia, pues se ha
acercado el reino de los cielos. De ella dijo también Juan el bautista, lleno del
Espíritu Santo; el precursor que preparaba el camino al Señor: Raza de
víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira que ha de llegar? Haced, pues,
frutos dignos de penitencia.
(Serm. 351, 2)
•
14 de febrero
Amar gratuitamente
Amemos, amemos gratuitamente, pues amamos a Dios mejor que el cual nada
podemos encontrar. Amémosle a él por él mismo y amémonos a nosotros en
él, pero por él. Ama verdaderamente al amigo quien ama a Dios en el amigo o
porque ya está o para que esté en él. Este es el verdadero amor. Si nuestro
amor tiene otras motivaciones, más que amor, es odio. Quien ama la maldad,
¿qué odia? ¿Tal vez a su vecino o a su vecina? Espántese: odia a su alma.
Amar la maldad y odiar el alma son la misma cosa. Por tanto, lo contrario es;
odio a la maldad y amor al alma se identifican. Quienes amáis al Señor, odiad
el mal. Dios es bueno, malo lo que amas, y te amas a ti mismo, que eres malo.
¿Cómo puedes amar a Dios, si aún amas lo que odia Dios? Has escuchado
que Dios nos amó; y es verdad que nos amó; y, si miramos cómo éramos
cuando nos amó, enrojeceremos de vergüenza. Pero, si eso no se da, se debe a
que, al amarnos como éramos, nos hizo distintos de como éramos. Nos
avergüenza el recordar nuestro pasado y nos llena de gozo lo que esperamos
para el futuro. ¿Por qué, pues, avergonzarnos de lo que fuimos y no más bien
confiar en que en esperanza hemos sido salvados? Además, hemos oído:
Acercaos a él, y seréis iluminados y vuestros rostros no se ruborizarán. Si se
va la luz, caes otra vez en la confusión. Acercaos a él y seréis iluminados. Él
es luz, y nosotros, sin él, tinieblas. Si te alejas de la luz, permanecerás en las
tinieblas; pero, si te acercas a ella, darás luz; pero no tuya, pues fuisteis en
otro tiempo tinieblas, dice el Apóstol a los fieles que antes fueron infieles:
Fuisteis en otro tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Si, pues,
sois luz en el Señor, sin el Señor sois tinieblas. Por tanto, si sois luz en el
Señor y tinieblas sin él, acercaos a él y seréis iluminados.
(Serm. 336, 2)
•
15 de febrero
Amar en Dios
Entonces, si te agradan los cuerpos, alaba a Dios por ellos y endereza al
artífice tu amor; no sea que en las cosas que a ti te placen a él le desagrades.
Pero si te agradan las almas ámalas en Dios; porque ellas también son
inestables, pero en Dios se estabilizan y sin Él pasan y perecen. Han de ser,
pues, amadas en Dios. Arrastra hacia Él a cuantas puedas, y diles: «A Él y
solo a Él debemos amar; Él lo hizo todo, y no está lejos. Porque no hizo las
cosas para marcharse luego, sino las hizo, y están en Él. Donde Él está, la
verdad adquiere sabor; Él está muy adentro del corazón, pero el corazón se
aparta de Él.
Volveos, prevaricadores, a vuestro propio corazón (Is 46,8), y abrazad
allí al que os creó. Estad con Él y seréis estables; descansad en Él y vuestro
descanso será verdadero. ¿Adónde vais por fangosos caminos? Lo que
amáis, de Él procede, y no es bueno y suave sino por cuanto a Él se refiere.
Pero lo dulce se volverá amargo si se le ama con injusticia, con abandono
de Aquel que lo creó». ¿Adónde vais pues, una y otra vez, por caminos
difíciles e impracticables? Buscad la paz que queréis encontrar; pero la paz
no está donde la andáis buscando. Pues, ¿cómo hablar de una vida feliz
cuando ni siquiera es vida?
(Conf. IV, 12.18)
•
16 de febrero
El camino angosto
Como había comenzado a decir, son dos las cosas que hacen angosto y
estrecho el camino de los cristianos: el desprecio del placer y la tolerancia del
sufrimiento. Quien luche, sepa que ha de luchar con todo el mundo, y si en su
lucha con el mundo entero vence estas dos cosas, ha vencido también al
mundo. Venza los halagos y venza las amenazas; el placer es un falso placer y
las penas son pasajeras. Si quieres entrar por la puerta estrecha, cierra las
puertas del deseo y del temor. De ellas se sirve el tentador para abatir al alma.
La puerta del deseo tienta con sus promesas; la del temor, con sus amenazas.
Hay otras cosas que desear para no desear estas; hay otras cosas que temer
para no temer estas. No hay que aniquilar el deseo, hay que cambiar su
objeto; tampoco hay que eliminar el temor, pero ha de transferirse a otro
objeto. ¿Qué deseabas cuando cedías a los halagos del mundo? ¿Qué
deseabas? El placer de la carne, la concupiscencia de los ojos y la ambición
mundana. Ignoro lo que es este perro infernal de tres cabezas. Pero escucha al
apóstol Juan, que reposó su cabeza sobre el pecho del Señor y eructaba en
este evangelio lo que había bebido en el banquete de Cristo. Escucha lo que
dice: No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama el
mundo, no reside en él la caridad del Padre, porque todo lo que hay en el
mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición
mundana. Se entiende por «mundo» este cielo y tierra. Pero no vitupera al
mundo quien dice: No améis el mundo, pues quien vitupera este mundo,
vitupera al artífice del mundo. Escucha cómo en un texto se menciona la
palabra «mundo» con dos significados diversos. De Cristo el Señor se dijo
Estaba en este mundo, y el mundo fue hecho por él y el mundo no lo conoció.
El mundo fue hecho por él: Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo
el cielo y la tierra. El mundo fue hecho por él: He elevado mis ojos a los
montes de donde me vendrá el auxilio; el auxilio me viene del Señor que hizo
el cielo y la tierra. Este mundo fue hecho por Dios, pero el mundo no lo
conoció. —¿Qué mundo no lo conoció? —El que ama el mundo; el que ama
la obra y desprecia al artífice. Tu amor ha de emigrar; rompe los cables que te
unen a la criatura y únete al creador. Cambia de amor y de temor; las
costumbres no las hacen buenas o malas más que los buenos o malos amores.
—¡Gran hombre este! –dice alguien–; bueno y grande. —¿Por qué? –
pregunto–. —Sabe muchas cosas. —Pregunto por lo que ama, no por lo que
sabe. No améis, pues, al mundo ni lo que hay en el mundo; si alguien ama al
mundo no reside en él la caridad del Padre, porque todo lo que hay en el
mundo –es decir, en los que aman al mundo–, lo que hay en los amantes del
mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición
mundana. La concupiscencia de la carne se identifica con el placer; la
concupiscencia de los ojos, con la curiosidad, y la ambición mundana, con la
soberbia. Quien vence estas tres cosas no le queda absolutamente ningún
deseo que vencer. Muchas son las ramas, pero raíces no hay más que tres.
¡Cuántos males conlleva, cuántos males causa el deseo del placer carnal! De
él proceden los adulterios, las fornicaciones; de él la lujuria y las borracheras;
de él cuanto de ilícito solicita los sentidos y penetra en la mente con una
suavidad pestilente; cuanto entrega la mente a la carne, desaloja de su
fortaleza al gobernante y somete al que manda a las órdenes del servidor. ¿Y
qué podrá hacer recto el hombre, si él mismo está torcido?
(Serm. 313A, 2)
•
17 de febrero
Gente fuerte
Por consiguiente, hermanos, como había comenzado a decir, estamos en
camino; corramos con el amor y la caridad, olvidando las cosas temporales.
Este camino quiere gente fuerte; no quiere perezosos. Abundan los asaltos de
las tentaciones; el diablo acecha en todas las gargantas del camino, por
doquier intenta entrar y hacerse dueño. Y a aquel de quien se adueña, o bien
le aparta del camino o bien le retarda; le vuelve atrás y hace que no avance, o
le saca del camino para sujetarle con los lazos del error y de las herejías o
cismas y llevarle a otros tipos de supersticiones. Él tienta o mediante el temor
o mediante la codicia; primero mediante la codicia, sirviéndose de promesas y
buenas palabras o de la seducción de los placeres; cuando se encuentra con
que el hombre desprecia tales cosas y que en cierto modo ha cerrado contra él
la puerta de la codicia, comienza a tentarle por la puerta del temor, porque, si
ya no deseabas adquirir nada en este mundo, cerrando así la puerta de la
codicia, aún no has cerrado la del temor si aún temes perder lo que has
adquirido. Permaneced fuertes en la fe; que nadie os induzca al engaño
mediante ningún tipo de promesa, que nadie os fuerce a engañar bajo ninguna
amenaza. Cualquier cosa que sea lo que te promete el mundo, mayor es el
reino de los cielos; cualquiera que sea la amenaza del mundo, mayor es la
amenaza del infierno. En consecuencia, si quieres superar todo temor, teme
las penas eternas con que te amenaza Dios. ¿Quieres pisotear todos los deseos
de la concupiscencia? Desea la vida eterna que te promete Dios. Aquí cierras
la puerta al diablo, aquí se la abres a Cristo.
(Serm. 346B, 4)
•
18 de febrero
La esperanza de los cristianos
Nuestra esperanza, hermanos, no se cifra en el tiempo este, ni en este mundo,
ni en la felicidad conque se ciegan los hombres que se olvidan de Dios. Lo
primero que debe saber y defender un alma cristiana es que nosotros no
hemos venido al cristianismo para el disfrute de los bienes de acá, sino para
otro no sabido bien, que Dios nos ha prometido ya, pero del que no pueden
los hombres hacerse idea todavía. Del cual bien, en efecto, ha dicho: Lo que
ojo no vio, ni oído oyó, ni a corazón de hombre se antojó; tal preparó Dios a
los que le aman. De bien tan magnífico, hermoso e inefable, ningún hombre
ha podido, en consecuencia, dar noción; mas tiene a su favor la promesa
divina. El hombre ahora, ciego de corazón como es, resulta inhábil para
concebir promesa semejante, ni hay modo de hacerle palmario qué será
mañana el hombre mismo a quien tal promesa se le hace. He ahí un niño
recién nacido; puede, supongamos, entender lo que se le dice; mas, como
sucede por lo común en los niños, no puede hablar, andar ni hacer nada.
Débil, siempre acostado, necesitado siempre de una mano ajena, no puede
sino, por hipótesis, entender al que le habla. Si este le dijera: «Mira, dentro de
algunos años tú serás como yo, un hombre que anda, que hace cosas, que
habla...», el niño, poniendo los ojos en sí mismo y en quien se lo dice, aunque
viera lo que se le promete, no le creyera. ¡Se halla tan desvalido! No lo
creería ni aun teniendo delante de los ojos lo que se le promete. También a
nosotros, como a infantes acostados en esta carne, una calamidad toda ella, se
nos promete una cosa grande, y, bien que ahora invisible, la fe, merced a la
cual creemos lo que no vemos, se mantiene firme; gracias a ella veremos
mañana lo que creemos hoy. Quien de la fe se burle, porque, a su juicio, no se
ha de creer sin ver, se llenará de vergüenza en llegando lo que rehusó creer;
tras la confusión vendrá la separación, y tras la separación la condenación;
pero al que hubiere creído se le apartará a la derecha mano y allí estará de pie,
con grande confianza y alegría, entre aquellos a quienes se dirá: Venid,
benditos de mi Padre, a recibir el reino que os está apercibido desde el
principio del mundo. Cuando el Señor dijo estas palabras, las cerró así: Irán
estos a la combustión eterna, mas los justos a la eterna vida. Esta es la vida
eterna que a nosotros se nos promete.
(Serm. 127, 1)
•
19 de febrero
¿Por qué pedir?
¿Pensáis, hermanos, que ignora Dios lo que nos falta? Conoce nuestra
pobreza y se anticipa a nuestros deseos. Así, cuando los enseña a orar y los
avisa que no sean palabreros, les dice: Orando, no seáis habladores; porque
vuestro Padre sabe lo que habéis menester antes de que se lo pidáis. Pero el
Señor dice además otra cosa. ¿Cuál? Para que no hablemos mucho en la
oración, nos dijo: Orando, no seáis habladores; porque sabe vuestro Padre de
qué tenéis necesidad antes de pedírselo. Mas, si antes de pedírselo sabe ya
nuestro Padre lo que habemos menester, ¿a qué hablar, poco que sea? Y aun,
¿para qué la oración, si ya conoce nuestro Padre nuestra necesidad? Le dice a
uno: «No te alargues cuando me pides, porque sé lo que te hace falta».
«Señor, pues si lo sabes, ¿por qué voy a pedírtelo? No quieres una petición
prolongada; ¿qué digo?, me ordenas reducirla casi a nada». Pero, ¿qué nos
enseña en otro lugar? El mismo que dice: Orando, no seáis habladores, en
otro pasaje dice: Pedid, y se os dará; y añadió, por que no fueses a imaginarte
que había recomendado la oración como de pasada: Buscad, y hallaréis. Y
porque ni aun esto pensaras lo dijo de corrida, mira qué añadió para concluir:
Llamad, y se os abrirá. Quiere, pues, se pida para recibir, y se busque para
hallar, y que para entrar se llame. Pero si ya el Padre sabe de qué tenemos
necesidad, ¿por qué pedimos? ¿Por qué buscamos? ¿Para qué llamamos? ¿Por
qué, pidiendo, y buscando, y llamando, fatigarnos en hacerle saber lo que
sabe antes que nosotros? Palabras del Señor en otro pasaje: Es de precisión
orar en todo tiempo y no desfallecer. Si es preciso rogar en todo tiempo,
¿cómo dice: No multipliquéis las palabras? ¿Cómo he de orar siempre si he
de acabar en seguida? Acá me ordenas –Señor– acabar pronto, allá me
ordenas orar siempre y no desmayar, ¿a qué atenernos? Pide, busca y llama
también para comprender esto. Si la puerta se halla cerrada, no es para decirte
le dejes en paz, sino para estimularte. Así que, mis hermanos, debemos
exhortaros a la oración y a nosotros con vosotros. Entre los muchos males del
siglo este, nuestra única esperanza está en llamar por la oración y creer y
tener fijo en el corazón que tu Padre solo te rehúsa lo que sabe no te conviene.
Tus deseos, sí, los conoces; lo que te conviene, solo él lo sabe. Figúrate
hallarte enfermo y entre las manos de un médico; lo que verdaderamente así
es, ya que toda nuestra vida es enfermedad sobre enfermedad, y una larga
existencia no es sino una enfermedad larga. Imagínate, pues, enfermo y
sometido a médico. Y te ha venido en voluntad pedirle al doctor que te deje
tomar vino, y vino nuevo. No se te prohíbe pedirlo, porque a lo mejor no te
perjudica, antes puede hacerte bien. No temas; pídeselo sin miedo y sin
tardanza, pero no te enfades si te lo rehúsa, ni te aflijas. Si esta confianza
muestras en el hombre que tiene cuidado de tu cuerpo, ¿no has de tenerla
mayor en Dios, médico a la vez, criador y reparador de tu cuerpo y de tu
alma?
(Serm. 80, 2)
•
20 de febrero
El Dios de Abrahán
¿Cómo se ven estas cuatro categorías de hombres en estos tres nombres: Yo
soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? Es que, para
mí, las esclavas representan los malos, y las libres, los buenos. Las libres
paren los buenos: Sara parió a Isaac. Las esclavas paren los malos: Agar parió
a Ismael. En Abrahán solo se dan aquellas dos categorías: los buenos nacen
de los buenos y los malos nacen de los malos. Pero, ¿dónde está figurado que
los malos nacen de los buenos? Rebeca, esposa de Isaac, era libre y, como se
lee, parió dos gemelos, uno bueno y otro malo. La Escritura dice abiertamente
por boca de Dios: Amé a Jacob, mas odié a Esaú. Estos son los dos gemelos
que engendró Rebeca: Jacob y Esaú. Uno de ellos es el elegido, y el otro el
reprobado; uno es el heredero, y el otro el desheredado. No forma su pueblo
Dios de Esaú, sino de Jacob. Una semilla, pero distintas concepciones; un
solo y mismo vientre, pero distintos alumbramientos. La libre que parió a
Jacob, ¿no es la misma que parió a Esaú? Luchaban en el vientre de su madre,
y fue dicho a Rebeca cuando esto sucedía: Hay en tu vientre dos pueblos. Dos
hombres, dos pueblos: el pueblo malo y el pueblo bueno, que luchan en un
mismo vientre. ¡Cuántos malos hay en la Iglesia y uno solo es el vientre que
los lleva hasta que en el último día se haga la separación! Los buenos se
quejan de los malos, y los malos de los buenos, y en las entrañas de una
misma madre hay estas luchas intestinas. ¿Permanecerán siempre juntos? En
el último día saldrá a la luz y se verá claramente el nacimiento que en este
misterio se representa, y entonces aparecerá la verdad de estas palabras: Amé
a Jacob, mas odié a Esaú.
(Ev. Jn. Trat. XI, 10)
•
21 de febrero
Pedid y recibiréis
Sabéis, como hijos que sois de la Iglesia, enraizados y fundados en la fe
católica, que los misterios de Dios no se ocultan por substraerlos a los
ganosos de instruirse, sino por no declararlos más que a los que los buscan.
Porque los misterios encerrados en las Sagradas Escrituras son leídos para
levantar el ánimo a investigarlos. Ahora se nos ha recitado la lección
evangélica donde el Señor manda no echar las perlas a los cerdos. Quiso el
Señor que sus siervos y discípulos lo tuvieran presente, por lo cual se lo avisa
diciendo: No deis a los perros las cosas santas ni echéis las perlas a los
cerdos; mas, no pudiendo ellos saber fácilmente quiénes son perros y quiénes
puercos, a los que no se han de arrojar las perlas y dar lo santo, a fin de no
excluir también a los dignos, añadió: Pedid, y recibiréis; buscad, y hallaréis;
llamad, y os abrirán; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y
al que llama se le abrirá. Luego no queráis dar lo santo a los perros ni echar
perlas a los puercos se lo mandó a sus ministros, a sus discípulos, a los que
hacía predicadores del Evangelio. Y la añadidura: Pedid, y recibiréis; buscad,
y hallaréis; llamad, y os abrirán, se lo dice al pueblo, a fin de que, pidiendo,
llamando y buscando, dé a entender que ya no es perro ni cerdo, a los que no
deben echárseles perlas.
(Serm. 26, 1)
•
22 de febrero
Fortaleza y debilidad en Pedro
En Pedro, pues, aparece toda la fortaleza de la Iglesia, porque sigue al Señor
en su pasión. No obstante, deja ver cierta debilidad; pues, al ser interrogado
por una sirvienta, negó al Señor. Ved cómo aquel amador se convierte de
repente en el negador. Quien había presumido de sí, se encontró a sí mismo.
Como sabéis, había dicho: Señor, iré contigo hasta la muerte, y, si es preciso
que muera, entregaré mi vida por ti. Y el Señor respondió a ese presuntuoso:
¿Que vas a entregar tu vida por mí? En verdad te digo que antes que cante el
gallo me habrás negado tres veces. Se cumplió lo que había anticipado el
médico, y no pudo hacerse realidad la presunción del enfermo. Pero, ¿qué
pasó? Luego le miró el Señor. Así está escrito, lo refiere el Evangelio: Lo
miró el Señor, salió fuera y lloró amargamente. Salió fuera, es decir, confesó
su pecado. Lloró amargamente el que sabía amar. Siguió la dulzura del amor
sustitución de la amargura del dolor.
Con razón, pues, el Señor, después de su resurrección confió al mismo
Pedro el cuidado de apacentar sus ovejas. Fue, ciertamente, el único entre
los discípulos que mereció apacentar las ovejas del Señor; pero, cuando
Cristo habla a uno solo, está encareciendo la unidad; habló primero a Pedro,
por ser el primero de los apóstoles. Simón, hijo de Juan, le preguntó el
Señor, ¿me amas? Él respondió: Te amo. Por segunda vez le preguntó, y por
segunda vez respondió él. Al interrogarle por tercera vez, como si no le
diese crédito, Pedro se entristeció. Pero, ¿cómo no iba a creerlo quien
estaba viendo su corazón? Por último, después de tal tristeza, le respondió
así: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Tú que lo sabes todo, solo
eso no sabes. No te pongas triste, ¡oh apóstol responde una, dos y tres
veces! Venza tres veces la confesión en el amor, porque tres veces fue
vencida la presunción por el temor. Hay que desatar tres veces lo que tres
veces fue atado. Desata con el amor lo que habías atado por temor. Y el
Señor confió sus ovejas a Pedro una, dos y tres veces.
(Serm. 295, 3,4)
•
23 de febrero
Un precepto oneroso
Entre los preceptos magníficos y saludables, a la vez que divinos y altísimos,
que nuestro Señor dio a sus discípulos, el que a los hombres parece más
pesado es el mandato de amar a los enemigos. El precepto es oneroso, pero
grande el premio que se le asocia. Además, ved lo que dijo al intimar ese
precepto: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os odian y orad
por quienes os persiguen. Acabas de escuchar la tarea; espera la recompensa
y mira lo que añade: Para que seáis, dijo, hijos de vuestro Padre que está en
los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos y envía la lluvia sobre
justos e injustos. Esto lo estamos viendo y no podemos negarlo. ¿Se ha dicho,
acaso, a las nubes: «Lloved sobre los campos de mis adoradores y alejaos de
los de aquellos que blasfeman contra mí»? ¿Se ha dicho, acaso, al sol:
«Véante mis adoradores y no te vean quienes me maldicen»? Beneficios del
cielo, beneficios de la tierra: corren las fuentes, los campos están fértiles y los
árboles se adornan de frutos. Estas cosas son comunes a buenos y malos; a los
agradecidos y a los ingratos.
(Serm. 317, 1)
•
24 de febrero
Condescendencia del Señor
Ved cuán grande fue la condescendencia de nuestro Señor. Quien nos hizo
descendió hasta nosotros, puesto que habíamos caído de él. Mas, para venir a
nosotros, él no cayó, sino que descendió. Por tanto, si descendió hasta
nosotros, nos elevó. Nuestra cabeza nos ha elevado ya en su cuerpo; adonde
está él le siguen también los miembros, puesto que adonde se ha dirigido
antes la cabeza han de seguirle también los miembros. El es la cabeza,
nosotros somos los miembros. Él está en el cielo, nosotros en la tierra. ¿Tan
lejos está él de nosotros? En ningún modo. Si te fijas en el espacio, está lejos;
pero, si te fijas en el amor, está con nosotros. En efecto, si él no estuviese con
nosotros, no hubiese dicho en el Evangelio: Ved que yo estoy con vosotros
hasta la consumación del mundo. Si él no está con nosotros, somos unos
mentirosos cuando decimos: «El Señor esté con vosotros». Tampoco hubiese
gritado desde el cielo cuando Saulo perseguía no a él, sino a sus santos, a sus
siervos, o, para usar un término más familiar, a sus miembros: Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues? He aquí que yo estoy en el cielo, y tú en la tierra y
entre los perseguidores. ¿Por qué dices me? Porque persigues a mis
miembros, a través de los cuales yo estoy aquí. En efecto, si se pisa a alguien
el pie, no se queda callada la lengua. Así, pues, aquel por quien fue hecho el
cielo y la tierra descendió a la tierra por aquel que hizo de la tierra, y elevó a
la tierra de aquí al cielo. Esperemos para el final lo que ya nos ha anticipado
él. Él nos dará lo prometido; tenemos esa certeza porque nos dejó una
garantía. Escribió el Evangelio; nos dará lo prometido. Más es lo que nos ha
dado ya. ¿Acaso vamos a pensar que no nos dará la vida futura quien ya nos
dio su muerte? Por nosotros tomó en la tierra la humillación de la pasión, las
injurias, las burlas y cuanto había de vil, y, ¿no nos dará el reino, la felicidad,
la inmortalidad y la eternidad? Habiendo sufrido nuestros males, ¿no nos
donará sus bienes? Caminemos confiados hacia esa esperanza, porque es
veraz quien la ha prometido; pero vivamos de tal manera que podamos decirle
con la frente bien alta: «Cumplimos lo que nos mandaste; danos lo que nos
prometiste».
(Serm. 395, 2)
•
25 de febrero
Corrección caritativa
Volviendo a la disciplina de la que íbamos hablando, ¿por ventura el Señor
nuestro Dios no nos perdona cuando con fe le decimos: Perdónanos nuestras
deudas? Y, con todo eso, aunque nos perdone, ¿qué se ha dicho de Él? ¿Qué
está escrito de Él? Dios corrige al que ama. ¿Acaso de palabra? Azota a todo
el que recibe por hijo. Y para que no se despreciara el hijo pecador de ser
azotado, el mismo Hijo único de Dios se dignó serlo también, no teniendo
pecado alguno. Aplica, pues, el correctivo, mas arroja del corazón la ira. Tal
nos dijo el mismo Señor, hablando del siervo a quien reclamó toda la deuda
por haber sido inhumano hacia su compañero. Así lo hará con vosotros
vuestro Padre celestial si cada uno no perdona a su hermano de corazón.
Perdona donde lo ve Dios, en el corazón; no salga de allí la caridad, pero
ejerce una saludable severidad; ama y pega, ama y azota; algunas veces la
blandura es verdadera crueldad. ¿Cómo? Porque no atajas los pecados que
han de darle la muerte a quien, perdonándole, muestras un amor perverso.
Reprende a veces con aspereza, a veces con dureza; aunque hieran, tú repara
en que son provechosas. El pecado asuela el corazón, arruina lo interior,
ahoga el alma y la pierde; muéstrate compasivo hiriendo. Y por que mejor
entendáis mi pensamiento, figuraos a dos hombres. Un niño, incauto, quiere
sentarse sobre la hierba, donde saben ellos se oculta una serpiente. Si se
sienta, será mordido y morirá. Esto lo saben aquellos dos hombres. Dícele
uno: «No te sientes ahí»; mas el niño no le hace caso y corre a sentarse, corre
a la muerte. El otro dice: «Este chiquillo no quiere oírnos, menester será le
riñamos, le sujetemos, le quitemos de ahí, le demos unos azotes; cualquiera
cosa antes de que se pierda». Replica el primero: «Déjale hacer, no le pegues,
no le hagas daño, no le molestes». ¿Cuál de los dos se muestra compasivo?
¿El que con su blandura permite al niño ir a la muerte o el que se muestra
cruel para librarle del veneno? Entended por ahí vuestra obligación respecto a
vuestros súbditos; imponed la disciplina a las costumbres. Mostraos
benévolos, perdonad de corazón, no dejéis dentro la ira, por ser ella una pajita
menuda y baladí. La ira reciente turba la vista como la paja el ojo. Mi ojo ha
sido turbado por la cólera, y esa ira, nutriéndose de prejuicios, en poco viene
a ser robusta, y aun se trocará en viga. Una ira inveterada será odio, y el odio
es homicidio: El que a su hermano aborrece es homicida. A las veces,
hombres que alimentan el odio en su corazón reprenden a los airados; mas...
tú, que odias, ¿reprendes al colérico? Ves la paja en el ojo de tu hermano y no
ves la viga en el tuyo. Terminemos el sermón rogando al Señor se digne
otorgarnos el cumplir su mandamiento: Perdonad, y se os perdonará; dad, y
se os dará.
(Serm. 9, 6)
•
26 de febrero
No todo es malo
Posiblemente alguno de vosotros diga: ¿Cómo ha de poder un hombre malo
decir algo bueno?; porque se halla escrito, y es el mismo Señor quien lo dice:
El hombre bueno saca del tesoro de su corazón cosas buenas, y el hombre
malo saca del tesoro de su corazón cosas malas. Hipócritas, ¿cómo podéis
vosotros hablar cosas buenas, siendo malos como sois? Allí dice: ¿Cómo
podéis hablar cosas buenas siendo malos?; y ahora: Lo que os dicen, hacedlo;
mas lo que hacen, no queráis hacerlo, porque dicen y no hacen. Si dicen y no
hacen, son malos; si malos, no pueden hablar cosa buena; ¿cómo, pues, hacer
lo que les oímos decir, no pudiéndoles oír cosa buena? Mire vuestra santidad
la solución. Todo lo que saca el hombre malo de sí, malo es; todo lo que saca
el hombre malo del tesoro de su corazón, es malo; allí, en efecto, está el
tesoro malo. Todo lo que saca el hombre bueno de su corazón, es bueno: allí
está el tesoro bueno. ¿De dónde, pues, sacaban aquellos malos las cosas
buenas? De sentarse sobre la cátedra de Moisés. A no haber dicho antes: Se
sientan en la cátedra de Moisés, nunca el Señor habría ordenado escucharlos.
Uno era lo que sacaban del mal tesoro de su corazón, y otro lo que sacaban de
la cátedra de Moisés, donde levantaban la voz como los heraldos de un juez;
lo que un pregonero dice, sí lo dice a presencia del juez, nunca se atribuye al
pregonero. Uno es lo que habla el pregonero en su casa, otro lo que dice al
dictado del juez. Quiera o no quiera, el pregonero publica el castigo aun de su
amigo, y también, quiera o no quiera, publica la absolución de su mismo
enemigo. Figúrate habla de su propio corazón: amigo absuelto, enemigo
condenado. Figúrate habla al dictado del juez: amigo condenado, enemigo
absuelto. Suponte a los escribas hablando de su propio corazón: Comamos y
bebamos, que mañana moriremos; supóntelos hablando desde la cátedra de
Moisés: No matarás, no adulterarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio,
honra a tu padre y a tu madre; amarás al prójimo como a ti mismo. Haz, pues,
lo que la cátedra te dice por labios de los escribas, no por conducto del
corazón de los escribas; y así, abrazando ambos preceptos del Señor, no serás
aquí obediente y allí culpable; porque ya estás viendo se armonizan ambos y
cómo es verdad que, sacando el hombre bueno cosas buenas de su buen
corazón, y el malo malas del malo suyo, lo bueno que hablaban los escribas
no lo sacaban del mal tesoro de su corazón, pero bien podían sacarlo del
tesoro de la cátedra de Moisés.
(Serm. 74, 3)
•
27 de febrero
Sobre la prudencia
¿Qué diremos de la virtud que se llama prudencia? Toda su vigilancia, ¿no se
encamina a discernir los bienes de los males para buscar sin error unos y huir
otros? Ella misma es una prueba de que estamos en el mal y de que el mal
está en nosotros. Ella nos enseña que es un mal consentir en la libido
pecaminosa y que es un bien no consentir en ella. Y ese mal que la prudencia
nos enseña a no consentir y la templanza nos hace combatir, ni la prudencia ni
la templanza lo descartan en esta vida.
¿Qué decir de la justicia, cuyo objeto es dar a cada uno lo suyo? (Así, en
el hombre hay un orden justo y procedente de la naturaleza, según el cual el
alma está sometida a Dios, y la carne al alma, y el alma y la carne a Dios).
¿No es verdad que también esta virtud prueba que aún trabaja en esa obra y
que todavía no ha llegado al fin de la misma? El alma está, en efecto, tanto
menos sometida a Dios cuanto menos piensa en Él. Y la carne está tanto
menos sometida al espíritu cuanto más desea contra el espíritu. Y mientras
arrastremos esta debilidad, este morbo, esta tara, ¿cómo osaremos decir que
estamos ya salvados? Y si no estamos todavía salvados, ¿cómo nos
llamaremos felices con la bienandanza final? La fortaleza, vaya
acompañada de cualquier sabiduría que sea, es el testigo más irrefragable de
los males del hombre, que ella se ve obligada a tolerar con paciencia. Me
maravilla que los estoicos hayan tenido la osadía de negar la existencia de
esos males y de aconsejar al sabio que, si son tan fuertes que o no pueden o
no deben soportarlos, se suicide y emigre de esta vida. Tal es la estupidez y
el orgullo de estos hombres que pretenden hallar el principio de la felicidad
en esta vida y en sí mismos. Y tal es su desvergüenza, que llaman feliz al
sabio, según lo describe su vanidad, aunque quede ciego, sordo, mudo,
físicamente imposibilitado, o esté atormentado con aquellos crueles dolores,
o le sobrevenga otro mal que se vea precisado a darse la muerte, finalizando
así esta vida. ¡Oh vida dichosa, que recurre a la muerte para dejar de ser! Si
es feliz, siga viviendo, y si huye de ella movido por estos males, ¿cómo es
feliz? ¿No son males acaso los que triunfan sobre la fortaleza y la obligan
no solamente a la rendición, sino también al disparate de considerar feliz
una vida que debe huirse? ¿Quién es tan ciego que no vea que, si es feliz,
no debe huirse? Y si admiten que debe huirse por el peso de la enfermedad
que la oprime, ¿por qué no reconocen que es miserable, allanando su
soberbia cerviz? Una pregunta: ¿Catón se mató por paciencia o más bien
por impaciencia? Yo creo que no lo hubiera hecho de haber sufrido
pacientemente la victoria de César. ¿Dónde está su fortaleza? Cedió, se
rindió, fue tan vencido, que abandonó y desertó de la vida feliz. ¿O es que
ya no era feliz? Entonces era miserable. Y, ¿cómo no serían males los que
hacían la vida miserable y digna de huirse?
(CdeD XIX, 4, 4)
•
28 de febrero
La limosna
El rico y el pobre, dijo, se encontraron en el camino; el Señor es el creador
de ambos. Así, pues, hermanos, como está escrito: El rico y el pobre se
encontraron en el camino. ¿En qué camino sino en esta vida? ¡Ea, rico,
puedes aligerar tu carga dando a los pobres lo que adquiriste a base de fatigas!
Da algo a quien no tiene, puesto que también tú careces de algo. ¿Acaso
tienes la vida eterna? Da, pues, de lo que tienes para adquirir lo que no tienes.
Llame el mendigo a tu puerta; llama también tú a la puerta de tu Señor. Dios
hace contigo, su mendigo, lo que haces tú con el tuyo. Da, por tanto, y se te
dará; pero si no quieres dar, ¡allá tú! Clama el pobre y te dice: «Te pido pan, y
no me lo das; tú pides la vida, y no la recibirás. Veamos quién de nosotros
sufre mayor daño: yo, que me veo defraudado en un bocado, o tú, que te verás
privado de la vida eterna; yo, que soy castigado en el estómago, o tú, que lo
eres en la mente; por último, yo, que ardo de hambre, o tú, que has de ser
entregado al fuego y llamas voraces». Ignoro si la soberbia del rico podrá dar
respuesta a estas palabras del pobre. Da, dice el Señor, a todo el que te pida.
Si a todos, cuánto más al necesitado y al mísero, cuya flaqueza y palidez están
mendigando, cuya lengua calla, a la vez que piden limosna su suciedad y
gemidos. Escúchame, ¡oh rico!, y sea de tu agrado mi consejo. Redime tus
pecados con la limosna. No incubes el oro; desnudo saliste del seno de tu
madre, desnudo has de volver a la tierra. Y si has de volver desnudo a la
tierra, ¿para quién atesoras en ella? Pienso que, si pudieses llevarte algo de
ella, hubieses devorado hombres vivos. He aquí que has de salir desnudo;
¿por qué no das de tu dinero acumulado justa o injustamente? Da de aquello
que te hace ser admirado, llénate de cosas más admirables para llegar al reino
de los cielos. Si dieras a un hombre diez sólidos, por los cuales te restituyera
después trescientos, ¡cuál sería tu alegría, cómo exultaría de gozo tu alma! Si
te producen gozo los intereses, presta a tu Dios. Da a tu Señor de lo suyo, y te
lo devolverá con intereses multiplicados. ¿Quieres saber por cuánto lo va a
multiplicar? A cambio de un bocado, de una moneda, de una túnica, recibes la
vida eterna, el reino de los cielos, la bienaventuranza sin fin. Compara el
valor del bocado con la vida eterna, con las riquezas sempiternas. Él es
nuestro premio, sin el cual el rico es un mendigo y con el cual el pobre es
extremadamente rico. Pues, ¿qué tiene el rico si no tiene a Dios? ¿Qué no
tiene el pobre si tiene a Dios? Por tanto, hermanos, como vigía del pueblo,
habiendo dicho esto y habiéndoos exhortado, yo me encuentro libre, me lavo
las manos, cumplo mi oficio. Hay quien os pida cuentas y examine vuestra
conducta. Habéis gemido; por tanto, estáis dispuestos para dar limosna.
Gracias a Dios. El Señor, que os dio el entenderlo, es poderoso para
concederos el fruto de la limosna.
(Serm. 350B)
Marzo
•
1 de marzo
Cuatro categorías de los cristianos
Entre los cristianos, los buenos o nacen de los malos, o los malos nacen de los
buenos, o los buenos de los buenos, o los malos de los malos. No hay más
categorías que estas cuatro. Os lo repetiré: mas estad alerta y retenedlo bien.
Sacudid la pereza de vuestros corazones y comprended el bien para que no se
os engañe que son cuatro las categorías de los cristianos. Entre los cristianos,
o los buenos nacen de los buenos, o los malos de los malos, o los buenos de
los malos, o los malos de los buenos. Creo que está claro que los buenos
nacen de los buenos, como, por ejemplo, cuando los que bautizan son buenos
y los bautizados tienen una fe recta, y con razón son parte de los miembros de
Cristo. Los malos nacen de los malos, como, por ejemplo, cuando los que
bautizan son malos y los que reciben el bautismo se llegan a Dios con doblez
de corazón y carecen de aquellas buenas costumbres que exige la Iglesia para
no ser en ella paja, sino grano. Vuestra caridad sabe cuántos hay de estos. Los
buenos nacen de los malos cuando el que bautiza es adúltero y el que recibe el
bautismo es justificado. Y los malos de los buenos, como cuando los que
bautizan son santos, pero los que reciben el bautismo rehúsan seguir el
camino del Señor.
(Ev. Jn. Trat. XI, 8)
•
2 de marzo
Infeliz el necesitado
Nadie pone en duda que es infeliz el que está necesitado, sin que nos
amedrenten aquí algunas necesidades corporales de los sabios, pues el alma,
sujeto de la vida feliz, está libre de ellas. El ánimo es perfecto, y no le falta
nada. Lo que le parece necesario para el cuerpo, lo toma si lo tiene a mano, y
si le falta, no sufre quebranto alguno por ello. Porque todo sabio es fuerte, y
ningún fuerte cede al temor. No teme, pues, el sabio ni la muerte corporal ni
los dolores para cuyo remedio, supresión o aplazamiento con menester todas
aquellas cosas cuya falta le puede afectar. Sin embargo, no dejar de usar bien
de ellas si las tiene, porque es muy verdadera aquella sentencia: «Cuando se
puede evitar un mal es necedad admitirlo». Evitará, pues, la muerte y el dolor
cuanto puede y conviene, y si no los evita, no será infeliz porque le sucedan
esas cosas, sino porque pudiéndolas evitar no quiso; lo cual es señal evidente
de necedad. Al no evitarlas, será desgraciado por su estulticia, no por
padecerlas. Y si no puede evitarlas a pesar del empeño que ha puesto, esos
males inevitables tampoco le harán desgraciado, por ser no menos verdadera
la sentencia del mismo cómico: «Pues no puede verificarse lo que quieres,
quiere lo que puedas». ¿Cómo puede ser infeliz cuando nada le sucede
contrario a su voluntad? No puede querer lo que a sus ojos se ofrece como
imposible, tiene la voluntad puesta en cosas que no le pueden faltar. Sus
acciones van moderadas por la virtud y ley de la sabiduría divina, y nadie es
capaz de arrebatarle su íntima satisfacción.
(VF IV, 25)
•
3 de marzo
Los pecados de mi infancia
Escúchame, Señor. ¡Ay del hombre y de sus pecados! Cuando alguno admite
esto tú te apiadas de él; porque tú lo hiciste a él, pero no sus pecados.
¿Quién me recordará los pecados de mi infancia? Porque nadie está libre
de pecado ante tus ojos, ni siquiera el niño que ha vivido un solo día.
¿Quién, pues, me los recordará? Posiblemente un pequeñuelo en el que veo
lo que de mí mismo no recuerdo. Pero, ¿cuáles podían ser mis pecados?
Acaso, que buscaba con ansia y con llanto el pecho de mi madre. Porque si
ahora buscase con el mismo deseo no ya la leche materna sino los alimentos
que convienen a mi edad, sería ciertamente reprendido, y con justicia. Yo
hacía, pues, entonces cosas dignas de reprensión; pero como no podía
entender a quien me reprendiera, no me reprendía nadie, ni lo hubiera
consentido la razón. Defectos son estos que desaparecen con el paso del
tiempo. Ni he visto a nadie tampoco, cuando está limpiando algo, desechar
advertidamente lo que está bueno.
Es posible que en aquella temprana edad no estuviera tan mal el que yo
pidiese llorando cosas que me dañarían si me las dieran; ni que me
indignara contra aquellas personas maduras y prudentes, y contra mis
propios padres porque no se doblegaban al imperio de mi voluntad; y esto,
hasta el punto de quererlas yo golpear y dañar según mis débiles fuerzas,
por no rendirme una obediencia que me habría perjudicado. Por lo cual
puede pensarse que un niño es siempre inocente si se considera la debilidad
de sus fuerzas, pero no necesariamente si se mira la condición de su ánimo.
(Conf. I, 7.11)
•
4 de marzo
No me gustaba estudiar
Durante mi niñez (que era menos de temer que mi adolescencia) no me
gustaba estudiar, ni soportaba que me urgieran a ello. Pero me urgían, y eso
era bueno para mí; y yo me portaba mal, pues no aprendía nada como no
fuera obligado. Y digo que me conducía mal porque nadie obra tan bien
cuando solo forzado hace las cosas, aun cuando lo que hace sea bueno en sí.
Tampoco hacían bien los que en tal forma me obligaban; pero de ti, Dios mío,
me venía todo bien. Los que me forzaban a estudiar no veían otra finalidad
que la de ponerme en condiciones de saciar insaciables apetitos en una
miserable abundancia e ignominiosa gloria.
Pero tú, que tienes contados todos nuestros cabellos, aprovechabas para
mi bien el error de quienes me forzaban a estudiar y el error mío de no
querer aprender lo usabas como un castigo que yo, niño de corta edad pero
ya gran pecador, ciertamente merecía. De este modo sacabas tú provecho
para mí de gentes que no obraban bien, y a mí me dabas retribución por mi
pecado. Es así como tienes ordenadas y dispuestas las cosas: que todo
desorden en los afectos lleve en sí mismo su pena.
(Conf. I, 12.19)
•
5 de marzo
¿Cuántas veces hay que perdonar?
Pero veamos si no hay en este mandamiento, claro de suyo, alguna cosa
chocante. En la remisión, para obtener la cual es el pedir indulgencia y
deberla quien perdona, puede acuciarnos como a Pedro el deseo de saber
cuántas veces hemos de perdonar. ¿Bastan siete veces? No es bastante, le dijo
el Señor. No te digo siete, sino setenta y siete veces. Echa la cuenta tú ahora
de las veces que ha tu hermano pecado contra ti; si pudieres llegar a la
septuagésima octava, rebasando así las setenta y siete veces, apercíbete a la
venganza. Pero, ¿tan verdad es lo que dice, es ello tan verdaderamente así,
que, si pecare setenta y siete veces, has de perdonarle; mas, si pecare setenta y
ocho veces, ya puedes no perdonarle? Me atrevo, me atrevo a decir que, si
pecare setenta y ocho, le perdones. Setenta y ocho veces, digo, que pecare,
perdónale. Y si pecare cien veces, perdona. ¿Diré que también tantas cuantas
veces? En absoluto; tantas cuantas veces pecare, perdona. ¿Heme, pues,
atrevido yo a sobrepasar el limite de mi Señor? Él fijó en el número
septuagésimo séptimo el límite del perdón, ¿presumiré yo saltar por encima
de la raya esta? No es verdad que me haya yo atrevido a algo más. He oído a
mi Señor hablando en su Apóstol, donde no se fija número ni límite; porque
dice: Perdonándoos recíprocamente siempre que uno tuviere queja contra
alguien, igual que os perdonó Dios en Cristo a vosotros. Oído habéis la regla.
Si te perdonó a ti Cristo en setenta y siete pecados, si usó contigo de la
benignidad hasta ese límite y después te la negó, fija también tú ese límite y
no lleves tu perdón más allá; pero si Cristo halló en los pecadores millares de
pecados y, con todo eso, les perdonó todos, no encojas la misericordia y pide
al Señor entender qué significa su número. Porque no sin causa dijo Él setenta
y siete veces, no habiendo culpa alguna en absoluto que no debas perdonar.
Ahí están el siervo que debía unos denarios, y el otro, deudor de diez mil
talentos. Entiendo son diez mil talentos, a poco echar, diez mil pecados. No
digo sea un talento solo cifra de todos los pecados. Y el otro siervo, ¿cuánto
le debía a él? Le debía cien denarios. ¿No es ya eso más de setenta y siete
veces? Sin embargo, el Señor se irritó por no habérselos perdonado. No solo
son cien más que setenta y siete, sino que cien denarios quizá valen mil ases;
pero, ¿qué son mil ases para diez mil talentos?
(Serm. 83, 3)
•
6 de marzo
Todo lo administras con orden
—¿Quién negará, ¡oh Dios grande!, que todo lo administras con orden?
¡Cómo se relacionan entre sí en el universo todas las cosas y con qué
ordenada sucesión van dirigidas a sus desenlaces! ¡Cuántos y cuán varios
acontecimientos no han ocurrido para que nosotros entabláramos esta
discusión! ¡Cuántas cosas se hacen para que te hallemos a ti! ¿De dónde sino
del mismo orden universal mana y brota esto mismo, es decir, que nosotros
estuviésemos despiertos y tú atento al sonido del agua e indagando la causa
de un fenómeno tan ordinario, sin atinar en ella?
Intervino también un ratoncito para que yo saliera a la escena.
Finalmente, tu mismo discurso, tal vez sin intención tuya –nadie es dueño
de que alguna idea le venga a la mente–, no sé cómo me revolotea en el
magín, inspirándome la respuesta que debo dar. Pues yo te pregunto: si la
disputa que tenemos aquí la escribes, como te has propuesto, y se divulga
algún tanto, llegando a la fama de los hombres, ¿no les parecerá una cosa
tan grave, digna de la respuesta de algún gran adivino o caldeo, que,
preguntado sobre ella, hubiese respondido antes de verificarse? Y si hubiera
respondido, se hubiera considerado una cosa tan divina; tan digna de
celebrarse con aplauso universal, que nadie se atrevería a preguntar por qué
cayó una hoja de árbol o un ratón inquieto fue molesto para un hombre que
descansaba en su lecho. Pues, ¿acaso estas predicciones de lo futuro las
hizo alguno de ellos por cuenta propia o fue requerido por el consultor a
decirlas? Y si adivinare que ha de publicarse un libro de importancia y viese
que era necesario aquel hecho, pues de otro modo no podría adivinarlo,
luego tanto la caída de las hojas en, el campo como todo lo que hace en casa
ese animalito, todo se hallaría enlazado con el orden, lo mismo que este
escrito: Porque con estas palabras estamos haciendo unos razonamientos
que, de no haber precedido aquellos hechos tan insignificantes, no nos
hubieran ocurrido ni se hubieran expuesto ni tomado en cuenta para legarlos
a la posteridad. Así que nadie me pregunte ya por qué suceden cada una de
estas cosas. Baste con saber que nada se engendra, nada se hace sin una
causa suficiente, que la produce y lleva a su término.
(DeOrd. I, 5, 14)
•
7 de marzo
Santas Perpetua y Felicidad
El aniversario que celebramos hoy nos trae a la memoria y en cierto modo
reproduce ante nosotros el día en que las santas siervas de Dios Perpetua y
Felicidad, adornadas con la coronas del martirio, florecieron en felicidad
perpetua, siendo fieles al nombre de Cristo en el combate y hasta hallando sus
nombres unidos en el premio. Hemos oído las exhortaciones que recibieron
en revelaciones de Dios y los triunfos en la pasión cuando fue leída. Todas
esas cosas, expresadas e iluminadas por la luz de la palabra, las hemos
escuchado con el oído; contemplado con la mente, honrado con devoción y
alabado con amor. En tan piadosa celebración nos creemos deudores de un
sermón solemne, el cual, aunque resulte inadecuado para sus méritos,
mostrará, al menos, mi entusiasta sentimiento de gozo con motivo de tan gran
festividad. ¿Hay algo más glorioso que estas mujeres, a las que los varones
están más dispuestos a admirar que a imitar? Pero ello ha de redundar en
alabanza, sobre todo, de aquel en quien creyeron. Quienes con noble afán
compiten en su nombre, considerando el hombre interior, superan la
distinción de los sexos. De manera que en quienes corporalmente son
mujeres, la fortaleza de su mente ha de ocultar el sexo de su carne y se ha de
evitar pensar de sus miembros lo que no pudo manifestarse en sus hechos.
Con su pie casto y pisada victoriosa fue pisoteado el dragón cuando se le
mostró levantada la escalera mediante la cual la bienaventurada Perpetua
subiría hasta Dios. De este modo, la cabeza de la serpiente antigua, precipicio
para la mujer que cayó, se convirtió en peldaño para la que subía.
¿Hay espectáculo más dulce? ¿Hay combate más valeroso? ¿Hay victoria
más espléndida? Entonces, cuando los cuerpos santos eran arrojados a las
bestias, la masa rugía en todo el anfiteatro y los pueblos tramaban locuras.
Pero el que habita en los cielos se mofaba de ellos y el Señor los escarnecía.
Ahora, en cambio, los sucesores de aquellos cuyas voces se ensañaban sin
piedad contra el cuerpo de los mártires, proclaman con piadosas palabras
los méritos de estos. Entonces no acudió tanta muchedumbre al antro de
crueldad para presenciar su muerte cuanta concurre ahora a la iglesia de la
piedad para honrarlos. Año tras año contempla con devoción la caridad lo
que en un solo día cometió sacrílegamente la impiedad. También ellos lo
contemplaron, pero con intenciones muy distintas. Ellos hacían con sus
gritos lo que las fieras no hacían con sus dientes. Nosotros, en cambio, nos
compadecemos de lo que hicieron los malvados y veneramos lo que
sufrieron los piadosos. Ellos vieron con los ojos de la carne lo que revertía
sobre la crueldad del corazón; nosotros miramos con los ojos del corazón lo
que a ellos les fue quitado para que no lo vieran. Ellos se alegraron de los
cuerpos muertos de los mártires; nosotros sentimos dolor porque sus
propias mentes estaban muertas. Ellos, al carecer de la luz de la fe, pensaron
que los mártires se habían apagado; nosotros, mirando desde la fe, los
vemos coronados. Finalmente, sus mismos insultos son nuestro gozo; este,
piadoso y eterno; aquellos, entonces malvados, ahora inexistentes.
(Serm. 280, 1, 2)
•
8 de marzo
Qué es lo que amo
Cierto estoy y ninguna duda me cabe, Señor, de que te amo. Con el dardo de
tu palabra heriste mi corazón y te amé. El cielo y la tierra con todo lo que
contienen me dicen que te ame, y a todos se lo dicen tan claro, que si no te
aman no pueden disculparse. Tú compadecerás más altamente a quien ya
compadeciste y le concederás tu misericordia a quien ya se la concediste,
porque si así no fuera los cielos y la tierra cantarían tus alabanzas ante un
mundo de sordos.
¿Y qué es lo que amo cuando te amo a ti? No ciertamente una belleza
corporal, ni las complacencias del tiempo; no el candor de la luz, alimento
de los ojos, ni la dulzura de las más melodiosas cantilenas. Tampoco la
fragancia embalsamada de las flores y los perfumes, ni el maná, ni la miel,
ni los miembros hechos para el abrazo carnal. Nada de esto es lo que amo
cuando amo a mi Dios; y sin embargo, al amarlo amo alguna luz y alguna
voz, algún alimento y algún olor, alguna manera de abrazo, porque mi Dios
es luz y voz, manjar y olor, alimento y abrazo del hombre interior que hay
en mí. Allí refulge para mi alma una luz que no cabe en un lugar y suenan
voces que no se lleva el tiempo; lugar donde hay aromas que no se disipan
en el aire y sabores que no se destruyan al comer el alimento. Allí la unión
es tan firme que no es posible el hastío. Todo esto es lo que amo cuando
amo a mi Dios.
(Conf. X, 6.8)
•
9 de marzo
Honores y lisonjas humanos
Mucho es ya no alegrarse de los honores y lisonjas humanos, desechando
cualquiera pompa vana, y dirigir totalmente a la utilidad y salud de los que
nos honran lo que se considere necesario aceptar. Porque no en vano se dijo:
Dios quebrantará los huesos de los que tratan de complacer a los hombres.
¿Hay cosa más débil, más sin fundamento y fortaleza, simbolizada en los
huesos, que un hombre reblandecido por la lengua de los aduladores, cuando
sabe que es falso lo que le dicen? No llegaría el dolor un día a atormentar las
entrañas del alma si no quebrantase ahora sus huesos el apetito de lisonjas.
Estoy seguro de la fortaleza de tu espíritu, y así me digo a mí mismo todo esto
que te confío a ti; mas creo que te dignarás meditar conmigo cuán graves y
difíciles son estos males. Solo quien declara la guerra a este enemigo podrá
apreciar sus fuerzas. Porque para todos es fácil renunciar a la alabanza cuando
se nos niega; pero es muy difícil complacerse en ella cuando se nos brinda.
No obstante, nuestra dependencia de Dios debe ser tal, que hemos de corregir
a cuantos podamos, siempre que no se nos alabe con verdad, para que nadie
piense que tenemos lo que no tenemos o que es nuestro lo que es de Dios, o
alabe lo que no es laudable, aunque lo tengamos y aun en abundancia, pongo
por ejemplo, todos los bienes que tenemos comunes con los brutos o con los
impíos. Si se nos alaba con verdad por Dios, congratulémonos con aquellos
que se complacen en el bien verdadero, pero no con nosotros mismos, porque
agradamos a los hombres. Se supone que delante de Dios somos tales cuales
nos pintan, y eso no se nos atribuye a nosotros, sino a Dios, cuyo don es todo
lo que es en verdad y con razón laudable. Estas cosas recito cada día para mí,
o mejor, me las recita Aquel cuyos son los laudables preceptos que se
encuentran en las divinas lecciones o que son sugeridos interiormente al alma.
Lucho fuertemente contra mi adversario, y con frecuencia recibo heridas,
cuando no puedo reprimir la complacencia ante la lisonja que me ofrecen.
(Carta a Aurelio, 22, 8)
•
10 de marzo
Ser hijos de Dios
Levanta el corazón, raza humana; respira el aire de la vida y de la libertad
llena de seguridad. ¿Qué escuchas? ¿Qué se te promete? Les dio el poder.
¿Qué poder? ¿Acaso aquel con el que se hinchan los hombres, el poder de
juzgar sobre las vidas de los hombres, de proferir sentencias sobre inocentes y
culpables? Les dio el poder, dice, de ser hijos de Dios. Antes no eran hijos y
se convertían en hijos, puesto que aquel gracias al cual se hacían hijos era ya
desde antes Hijo de Dios y se hizo hijo del hombre. Ellos, pues, eran ya hijos
de los hombres y se tornaron en hijos de Dios. Descendió hasta lo que no era,
porque era otra cosa; te elevó a ti a lo que no eras, puesto que eras otro.
Levanta, por tanto, tu esperanza. Gran cosa es lo que se te ha prometido, pero
te lo ha prometido quien es grande. Parece demasiado e increíble y como
imposible el que los hijos de los hombres se conviertan en hijos de Dios. Pero
por ellos se ha hecho algo más: el Hijo de Dios se hizo hijo del hombre.
Levanta, pues, tu esperanza, ¡oh hombre!; arroja la incredulidad de tu
corazón. Por ti se ha realizado ya algo más increíble que lo que se te ha
prometido. ¿Te extrañas de que el hombre posea la vida eterna? ¿Te admiras
de que el hombre llegue a la vida eterna? Extráñate, más bien, de que Dios
llegó hasta la muerte por ti. ¿Por qué dudas de la promesa habiendo recibido
tal garantía? Considera, pues, cómo te afianza, cómo te robustece la promesa
de Dios. A cuantos la recibieron, dice, les dio el poder ser hijos de Dios.
¿Mediante qué nacimiento? No mediante el nacimiento habitual, viejo,
transitorio o carnal. No de la carne, ni de la sangre, ni de la voluntad de
varón, sino que han nacido de Dios. ¿Te causa extrañeza? ¿No lo crees? La
Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. He aquí de dónde ha salido el
sacrificio vespertino. Adhirámonos a él: sea ofrecido con nosotros quien se
ofreció por nosotros. Así, con el sacrificio vespertino, se da muerte a la vida
vieja y al amanecer surge la nueva.
(Serm. 342, 5)
•
11 de marzo
Qué es un pueblo
Y si descartamos esa definición de pueblo y damos esta otra: «El pueblo es un
conjunto de seres racionales asociados por la concorde comunidad de objetos
amados», para saber qué es cada pueblo, es preciso examinar los objetos de su
amor. No obstante, sea cual fuere su amor, si es un conjunto, no de bestias,
sino de seres racionales, y están ligados por la concorde comunión de objetos
amados, puede llamarse, sin absurdo ninguno, pueblo. Cierto que será tanto
mejor cuanto más nobles sean los intereses que los ligan, y tanto peor cuanto
menos nobles sean. Según esto, el pueblo romano es un pueblo, y su
gobierno, una república. La historia da fe de lo que amó este pueblo en su
origen y en las épocas siguientes y de cómo se han ido infiltrando las más
sangrientas sediciones, las guerras civiles, y de cómo se rompió y se
corrompió la concordia, que es en cierta manera la salud del pueblo. En los
libros precedentes hay muchos datos a este respecto. Por eso, yo no diría que
no es un pueblo o que su gobierno no es república mientras subsista un
conjunto de seres racionales unidos por la comunión concorde de objetos
amados. Lo dicho de este pueblo y de esta república hágase extensivo al
pueblo de los atenienses o de otros griegos, al de los egipcios, a la primera
Babilonia de los asirios, cuando en sus repúblicas sostuvieron imperios
grandes o pequeños, y de cualesquiera otras naciones. Porque, en general, la
ciudad de los impíos, refractaria a las órdenes de Dios, que prohíbe sacrificar
a otros dioses fuera de Él, y por eso incapaz de hacer prevalecer el alma sobre
el cuerpo y la razón sobre los vicios, desconoce la verdadera justicia.
(CdeD XIX, 24)
•
12 de marzo
La caridad, plenitud de la Ley
¿Quién cumple la ley sin caridad? Pregúntaselo al Apóstol: La plenitud de la
ley es la caridad. Toda la ley, en efecto, se cifra en una palabra sola, aquella
de la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Mas el precepto de la
caridad es doble: Amarás a tu Señor Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, totalmente. He aquí el gran precepto. El otro es semejante a este:
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo». En estos dos mandamientos están
contenidos la ley toda y los profetas. Sin este doble amor es imposible
cumplir la ley. El incumplimiento de la ley es una enfermedad. Por eso estaba
enfermo el hombre aquel de la piscina; llevaba treinta y ocho, faltándole dos.
¿Qué significa esto de faltarle dos? No cumplía los dos mandamientos dichos.
¿Qué importa cumplir los demás, si estos no se cumplen? ¿Tienes treinta y
ocho? De nada te vale, si los dos te faltan. Tienes dos de menos, sin los cuales
no aprovechan nada los otros. Porque los dos preceptos dichos son los que
llevan a la salud. Si yo hablare las lenguas de los hombres y de los ángeles,
mas no tuviere caridad, no soy sino un bronce resonante o un címbalo
estrepitoso. Y si conociere todos los misterios y toda la ciencia y tuviere toda
la fe hasta trasladar las montañas, mas no tuviere caridad, nada soy. Y si
repartiere toda mi hacienda entre los pobres y entregase mi cuerpo a las
llamas, pero no tuviere caridad, ningún provecho me trae. Son palabras del
Apóstol. Todas esas cosas que dijo son, valga la frase, treinta y ocho años;
mas, porque faltaba la caridad, había enfermedad. ¿Quién, pues, curará esta
enfermedad, sino quien vino a dar la caridad? Un mandamiento nuevo os doy,
que os améis los unos a los otros. Y porque vino a dar la caridad, y la caridad
es la perfección de la ley, dijo con mucha razón: Yo no he venido a derogar la
ley, sino a perfeccionarla. Sanó, pues, al enfermo, y le dijo que llevase
consigo su camilla y se fuese a su casa. Lo mismo le dijo al paralítico que
sanó. ¿Qué significa llevarnos nuestra camilla? La sensualidad de nuestra
carne. Ella es como el lecho donde yacemos enfermos; mas los curados la
enfrenan y llevan ellos, no son ellos los enfrenados por la carne. (Quien, pues,
esté sano, es decir, quien ya cumpla la ley de Dios, amándole a Él sobre todas
las cosas y al prójimo como a sí mismo, persevere en refrenar la fragilidad de
su carne, refrenamiento simbolizado por el ayuno de cuarenta días, para que
le añada el denario de la recompensa, y le conduzca al quincuagenario,
símbolo de la vida futura, nuestro Señor Jesucristo, que sanó al enfermo de la
piscina, y no vino a derogar la ley, sino a darle su máxima perfección).
(Serm. 125, 10)
•
13 de marzo
Las Escrituras
Señor y Dios mío, escucha mi oración y que tu misericordia atienda a mi
deseo, que no arde solamente por mí sino también, con fraterna caridad, por
el bien de mis hermanos. Tú penetras en mi corazón y sabes que es así.
Es para ti un sacrificio aceptable el servicio de mi lengua y de mi
pensamiento. Dame pues lo que tú mismo quieres que te ofrezca. Porque yo
soy pobre e indigente mientras que tú eres rico para quienes te invocan; y,
seguro tú mismo de cuidados, cuidas de nosotros. Circuncida mis labios por
dentro y por fuera de toda temeridad y mentira. Que mis castas delicias
estén puestas en tus santas Escrituras. Haz que no me engañe al leerlas ni
engañe a otros al explicarlas. Atiende, Señor, y compadécete, tú que eres la
luz de los ciegos y la fortaleza de los débiles pero también la luz de los que
ven y la fuerza de los fuertes. Escucha los clamores que mi alma levanta
desde sus profundidades; pues, ¿adónde iríamos si tú no oyeras lo que dicen
los abismos?
Tuyo es el día, tuya es la noche y los instantes de nuestro tiempo vuelan
a tu albedrío; concédeme pues la holgura necesaria para meditar en los
secretos de tu ley y no cierres su puerta a quienes la llaman. Pues no en
balde y para nada quisiste que se escribieran tantas páginas tan densas de
misterios. La Escritura es como una vasta selva adonde acuden y se
amparan los ciervos, caminan y se apacientan, sestean y rumian.
Descúbreme, Señor, la verdad que hay en sus páginas y llévame a
perfección. Tu voz es para mí una alegría superior a la de todos los deleites.
Dame eso que amo porque tú me concediste amarlo; no descuides tus
propios dones ni te olvides de la hierba sedienta. Confesaré pues en tu
presencia todo lo que encuentre en tus libros; oiré sus voces de alabanza,
beberé de ti y meditaré en las maravillas de tu ley desde el principio en que
hiciste el cielo y la tierra hasta el fin que es el reino perpetuo de su santa
ciudad.
(Conf. XI, 2.3)
•
14 de marzo
Profundidad de las Escrituras
¡Qué admirable es la profundidad de tus Escrituras, Señor! En la superficie es
blanda y atractiva para los pequeños; pero ¡cuánta es su profundidad!
Asomándome a ella me sobrecoge un sacro temor hecho de reverencia y de
amor. Aborrezco grandemente a quienes la aborrecen. Ojalá les des muerte
con una espada de dos filos, para que no sean ya sus enemigos, sino que
muertos para sí mismos vivan para ti.
Pero otros hay que no son detractores sino entusiastas del libro del
Génesis y que me dicen: «El Espíritu de Dios que movió a su siervo Moisés
para que escribiera no quiso dar a entender lo que tú pretendes, sino lo que
nosotros decimos». A esos, Señor, ante tu presencia como árbitro, les
respondo de esta manera.
(Conf. XII, 14.17)
•
15 de marzo
Cristo en la Escritura
Por tanto, Cristo aparece en las Escrituras en forma que has de entenderlo, a
veces, como la Palabra igual al Padre; a veces, como mediador, cuando la
Palabra se hizo carne para que habitase entre nosotros; cuando el Unigénito,
por quien fueron hechas todas las cosas, no juzgó una rapiña el ser igual a
Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; a veces, como la
cabeza y el cuerpo, explicando el mismo Apóstol con toda claridad lo que se
dijo en el Génesis del varón y la mujer: Serán dos en una sola carne. Ved que
es él quien lo expone, no parezca que soy yo quien osa presentar propias
conjeturas. Serán, dijo, dos en una sola carne; y añadió: Esto encierra un
gran misterio. Y para que nadie pensase todavía que hablaba del varón y de la
mujer, refiriéndose a la unión natural de ambos sexos y a la cópula carnal,
dijo: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Lo dicho: Serán dos en una sola
carne, no son ya dos, sino una sola carne, se entiende según esa realidad que
se da en Cristo y la Iglesia. Como se habla de esposo y esposa, así también de
cabeza y cuerpo, puesto que el varón es la cabeza de la mujer. Sea que yo
hable de cabeza y cuerpo, sea que hable de esposo y esposa, entended una
sola cosa. Por eso, el mismo Apóstol, cuando aún era Saulo, escuchó: Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues?, puesto que el cuerpo va unido a la cabeza. Y
cuando él, ya predicador de Cristo, sufría, de parte de otros, lo mismo que él
había hecho sufrir cuando era perseguidor, dice: Para suplir en mi carne lo
que falta a la pasión de Cristo, mostrando que cuanto él padecía pertenecía a
la pasión de Cristo. Esto no puede aplicarse a él en cuanto cabeza, puesto que,
presente ya en el cielo, nada padece; sino en cuanto cuerpo, es decir, la
Iglesia; cuerpo que con su cabeza forma el único Cristo.
(Serm. 341, 12)
•
16 de marzo
La soberbia, peor que el pecado
La soberbia es peor y más condenable, porque busca el recurso de la excusa
aun para los pecados más evidentes. Así hicieron los primeros hombres. Ella
dijo: La serpiente me engañó y comí, y él a su vez: La mujer que me diste por
compañera me dio del fruto y comí. Nunca suena la petición del perdón,
nunca la impetración del remedio. Aunque, como Caín, no nieguen que lo han
cometido, con todo, la soberbia busca descargar sobre otro la responsabilidad
de sus malas obras. La soberbia de la mujer culpa a la serpiente, y la del
varón, a la mujer. Mas, cuando se da una transgresión formal del mandato
divino, hay una auténtica acusación más bien que una excusación. Y no se
vieron libres de pecado, porque la mujer lo cometió aconsejada por la
serpiente, y el varón a instancias de la mujer, como si hubiera de creerse o de
ceder a algo antes que a Dios.
(CdeD XIV, 14)
•
17 de marzo
La mujer adúltera
¡Oh Señor, cómo heriste los corazones de los hombres crueles cuando dijiste:
Quien esté sin pecado arroje contra ella la primera piedra! Punzados en sus
corazones con esta palabra dura y afilada, reconocieron sus conciencias y se
ruborizaron ante la justicia que estaba presente; marchándose uno tras otro,
dejaron sola a aquella mujer digna de compasión. Pero no estaba sola la
acusada; con ella estaba también el juez; no para juzgarla, sino para otorgarle
misericordia. Una vez alejados los demás, quedaron solos la miserable y la
misericordia. Y el Señor le dice: —¿Nadie te ha condenado? Le respondió:
—Nadie, Señor. —Tampoco yo, le dijo, te condeno; vete y en adelante no
peques más.
(Serm. 302, 14)
•
18 de marzo
Cómo conocer a Dios
Y ahora, según nos permite el tiempo, recibe sobre Dios alguna enseñanza
derivada de aquella analogía de las cosas sensibles. Inteligible es Dios, y al
mismo orden inteligible pertenecen aquellas verdades o teoremas de las artes;
con todo difieren mucho entre sí. Porque visible es la tierra, lo mismo que la
luz; pero aquella no puede verse si no está iluminada por esta. Luego tampoco
lo que se enseña en las ciencias y que sin ninguna hesitación retenemos como
verdades certísimas, se ha de creer que podemos entenderlo sin la radiación
de un sol especial. Así, pues, como en el sol visible podemos notar tres cosas:
que existe, que esplende, que ilumina, de un modo análogo, en el secretísimo
sol divino a cuyo conocimiento aspiras, tres cosas se han de considerar: que
existe, que se clarea y resplandece en el conocimiento que hace inteligibles
las demás cosas. Atrévome, pues, a llevarte a la noticia de las dos cosas: de
Dios y del alma, pero antes respóndeme qué te parece de lo dicho. ¿Lo
consideras como probable o como cierto?
(Sol. I, 8, 15)
•
19 de marzo
Varón justo
Las burlas, pues, de quienes intentan minar la autoridad del Evangelio, como
para sugerirnos a nosotros el haberles dado crédito sin razón, van contra esto:
Desposada María, su madre, con José, hallose antes de vivir juntos que María
había concebido del Espíritu Santo. Pero José, su marido; como era justo, no
quiso difamarla y trató de abandonarla clandestinamente. Sabía, en efecto, no
estar ella encinta de él, y, en consecuencia, túvola por adúltera. Como era
justo, dice la Escritura, no quiso difamarla, o sea, divulgar el hecho, según
traen muchos códices; y pensó dejarla clandestinamente. Túrbase como
esposo; mas, como justo, no se muestra cruel. Tanta santidad se le atribuye a
este varón, que ni le place tener consigo a una adúltera ni osó castigarla
publicando su deshora. Pensó, se dice, dejarla clandestinamente, pues ni quiso
castigarla ni sacar el hecho a luz. Ponderad bien lo genuino de su santidad. No
la perdonaba, en efecto, porque desease tenerla consigo; muchos perdonan a
sus mujeres adúlteras, y siguen con ellas, adúlteras y todo, para satisfacción
de la carnal concupiscencia. Este varón justo, al revés, no quiere tenerla
consigo; luego no la quiere carnalmente; pero rehúsa castigarla, se compadece
de ella y la perdona. ¿Dónde reluce su santidad? En no seguir con la adúltera,
porque no se piense la perdona con miras sensuales, y en no castigarla y
delatarla. ¡Maravilloso testigo, a fe, de la virginidad de su esposa!
(Serm. 51, 9)
•
20 de marzo
¿Qué había allí?
He podido decir lo que no habrá allí; en cambio, lo que allí habrá, ¿quién
puede decirlo? Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni subió al corazón del
hombre. Con razón, pues, dijo el Apóstol: Los sufrimientos de este tiempo no
admiten comparación con la gloria futura que se revelará en nosotros. Sábete,
¡oh cristiano!, que sufras lo que sufras, no es nada en comparación con lo que
has de recibir. Es certeza que nos procura la fe: nunca se aparte de tu corazón.
No puedes comprender ni ver lo que serás tú; ¿cómo será, pues, lo que no
puedes comprender ni siquiera quien lo va a recibir? Nosotros seremos lo que
seremos, pero no podemos comprender eso que seremos. Supera nuestra
debilidad, sobrepasa todo nuestro pesar, excede nuestro entendimiento; pero
seremos eso. Amadísimos, dice Juan, seremos hijos de Dios; evidentemente,
ya lo somos por adopción, por la fe, por la prenda que tenemos. Hemos
recibido como prenda, hermanos, al Espíritu Santo. ¿Cómo puede engañar
quien nos ha dejado tal prenda? Somos hijos de Dios, dijo, y aún no se ha
manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Dijo que aún no se ha
manifestado, pero no dijo qué es lo que aún no se ha manifestado. Aún no se
ha manifestado lo que seremos. Si hubiese dicho: «Seremos esto y seremos
así», ¿a quién se lo hubiese dicho de haberlo dicho? No me atrevo a decir
quién, pero sí a quién lo hubiese dicho. Y quizá él pudiera haberlo dicho,
porque él es quien descansó sobre el pecho del Señor y en aquel banquete
bebía la sabiduría del pecho del Señor. Repleto de aquella sabiduría, eructó:
En el principio existía la Palabra. Esto es, pues, lo que dijo: Sabemos que,
cuando se manifieste lo que seremos, seremos semejantes a él, porque le
veremos tal cual es. ¿Semejantes a quién? Sin duda alguna, semejantes a
aquel de quien somos hijos. Amadísimos, dijo, somos hijos de Dios y aún no
se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a aquel de quien somos hijos, porque le veremos tal cual
es. Y ahora, si quieres ser aquello a lo que serás semejante, si quieres conocer
a aquel a quien serás semejante, mírale, si puedes. Aún no puedes. Así, pues,
desconoces a quién serás semejante; en consecuencia, desconoces en qué
medida serás semejante a él. Desconociendo todavía lo que es él, desconoces
lo que serás también tú.
(Serm. 305A, 9)
•
21 de marzo
La fe de Abrahán
Justo es, hermanos míos, que demos fe a Dios, porque no puede en modo
alguno engañarse o mentir. Es Dios. Así le dieron fe nuestros padres. Así lo
creyó Abrahán. Nada había recibido de Él cuando creyó en sus promesas, y
nosotros, ¿no creeremos habiendo ya recibido tanto? ¿Por ventura pudo
decirle Abrahán: «Te creeré porque habiéndome prometido tal cosa me la
diste»? ¿Creyó desde el primer momento, cuando aun no había recibido nada
semejante? Sal de tu tierra, se le dijo, y de entre tus parientes, y vete a la
tierra que yo te daré. Y habiendo creído al punto, ¿no le dio la tierra que le
había prometido, o la guardó para sus descendientes, o fue a sus
descendientes a quienes hizo la promesa: Y en un descendiente tuyo serán
benditas todas las naciones? Ese descendiente fue Cristo; de Abrahán nació
Isaac; de Isaac, Jacob; de Jacob, los doce patriarcas; de los doce, el pueblo
judío; del pueblo judío, la Virgen María; de la Virgen María, nuestro Señor
Jesucristo. Así fue Jesucristo descendiente de Abrahán, y lo prometido a
Abrahán lo hallamos cumplido en nosotros. En un descendiente tuyo, dijo,
serán benditas todas las naciones. Lo creyó antes de haber visto cosa alguna;
lo creyó, y no vio lo que se le prometía; pero lo prometido había de realizarse.
¿Qué le resta, por tanto, al Señor que no haya pagado? También predijo que
habría en este siglo muchos males y que sus fieles y santos pasarían por ellos
y darían fruto sobrellevándolos. Los anunció, los estamos viendo, nos
trituran. ¿Hay suerte alguna de trabajos no predichos por Él? No penséis,
hermanos míos, que no están anunciados en la Escritura los sucesos que
hacen ahora gemir al mundo; todo está escrito, y a los cristianos se les ordenó
la tolerancia; y, habiendo llegado ya los males anunciados, podremos creer
mejor que habrán de venir todos los bienes. Porque, si estos anunciados males
no hubieran venido, ello nos quitaría la fe en los bienes futuros; por eso han
venido antes los males a confirmarnos en la esperanza de los bienes.
(Serm. 24, 10)
•
22 de marzo
La gracia de Dios y sus efectos
Sin embargo, el pesado yugo impuesto a los hijos de Adán, desde el día de su
nacimiento hasta el día de su entierro en el seno de la madre común; entraña
otro mal asombroso. Nos enseña a ser sobrios y a comprender que esta vida
penal es una secuela del pecado nefando cometido en el paraíso y que todo lo
que se nos promete en el Nuevo Testamento atañe únicamente a la nueva
heredad del siglo futuro. Una vez aceptada aquí esa prenda, lograremos a su
tiempo el trueque de la misma. Ahora caminemos en esperanza y,
adelantando de día en día, mortifiquemos por el espíritu las obras de la carne.
Porque el Señor conoce quiénes son de Él, y todos los que son conducidos
por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios, pero por gracia, no por
naturaleza. Por naturaleza solo hay un Hijo de Dios, que, por su bondad, se
hizo por nosotros hijo del hombre, a fin de que nosotros, hijos del hombre por
naturaleza, nos tornáramos en hijos de Dios por gracia por su mediación. Él,
siempre inmutable, vistió nuestra naturaleza para salvarnos, y asido a su
divinidad, se hizo partícipe de nuestra debilidad con el fin de que nosotros,
cambiados en mejores, perdamos lo que tenemos de pecadores y de mortales,
participando de su inmortalidad y de su justicia, y conservemos lo bueno que
ha hecho en nuestra naturaleza en la plenitud de su bondad.
Como caímos por el pecado de un solo hombre en una miseria tan
deplorable, así arribaremos por la gracia de un solo hombre, que a la vez es
Dios, a la posesión de nuestro bien soberano. Y nadie debe confiar que pasó
del primer estado al segundo hasta que arribe al puerto en que no habrá ya
tentación y logre la paz que persigue a través de los combates que la carne
libra contra el espíritu, y el espíritu contra la carne. Una guerra semejante
no tendría lugar si el hombre, usando del libre albedrío, se hubiera
conservado en la rectitud en que fue creado. Ahora el hombre feliz que se
negó a tener paz con Dios lucha infeliz consigo mismo, y, siendo este mal
miserable, es mejor que su vida precedente. Mejor es combatir los vicios
que dejarse dominar sin ningún choque. Mejor es, digo, la guerra con la
esperanza de la vida eterna que el cautiverio sin esperanza de libertad.
Verdad es que ansiamos vernos también libres de esta guerra y nos
abrasamos en el fuego del amor divino por conseguir esa paz ordenadísima
que trae consigo la estabilidad y el sometimiento de lo inferior a lo superior.
Mas, aunque –lo que Dios no permita– no esperáramos tamaño bien,
deberíamos siempre preferir el combate, aunque sea duro, a ceder a los
vicios y a arrojarnos en sus brazos.
(CdeD XXI, 15)
•
23 de marzo
Temor al pecado
Hermanos, tengamos un corazón sabio; temamos a Dios; Él promete cosas
grandes y amenaza con otras terribles. Algún día finará la vida esta. Veis a
diario salir hombres del mundo; la muerte puede dilatarse, ahuyentarse no. De
grado, a la fuerza, la vida concluirá; suspiramos por la que no tiene fin,
adonde no se pasa sino por la muerte. No temamos, pues, lo que de todos
modos ha de venir; temamos lo que, si viene y nos toma en pecado, nos
arrastrará, no a la muerte temporal, sino a la eterna, de la que Dios nos libre a
todos nosotros. Hombre que obras como para ser castigado y morir
eternamente, ¿no recelas morir para siempre? Ese tu miedo a la muerte de acá
enséñate cuánto debes temer la venidera. Temes la muerte; ¿por ventura
hurtarás el cuerpo a la muerte? Lo quieras o no, necesario es que venga.
Temes la muerte; más debes temer el pecado; por el pecado muere el alma, el
pecado es el enemigo del alma. Del pecado serás desatado alguna vez, el
pecado se absuelve; pero desatado de los grillos corruptibles de la carne, mira
no seas atado con los grillos del fuego eterno. Desatado, debes ser libre, no
esclavo. Huid los fraudes, hijos de la concupiscencia, que se dice avaricia;
huid los negocios torpes; la codicia es raíz de todos los males, según dice la
Escritura. Guardaos de la embriaguez, guardaos del adulterio, del hurto, de la
mentira, de los falsos testimonios. Guardaos de las blasfemias, de las
hechicerías, de los encantamientos y de toda suerte de supersticiones.
Guardaos de la usura y del interés; no tengáis compañía con quienes dan su
dinero a rédito, dejadlos. Día vendrá en que se les diga: Que vuestro dinero
sea con vosotros para muerte. Vendrá el día del juicio, cuando con el dinero y
por causa del dinero arderán en el fuego inapagable, donde habrá llanto y
desesperación. Aquel dinero dará testimonio contra ellos. No deis ni recibáis
de modo que el día del juicio hayáis de dar mala cuenta de vosotros. ¿Qué les
aprovecha el dinero, que vivos han de perder o muertos han de dejar, si no es
para perder el alma, que de ningún modo podrán rescatar? Como dice el santo
Evangelio: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si su alma
sufre detrimento? ¿O qué dará el hombre por su alma? Guardaos, pues,
hermanos míos, de la usura y del interés, y no digáis: ¿De qué viviremos?
Hay otros medios de negociación. Lo que prohíbe el decoro no queráis
hacerlo, ni vivir de ello. ¡Oh miserable, oh digno de lástima, oh desdichado,
atiendes a que vives de ahí y no atiendes a que mueres por ahí! ¿Y de dónde,
dices, voy a vivir? Eso me lo puede también decir un alcahuete, eso puede
también decírmelo un ladrón; ¿por ventura se ha de ejercer el robo o el
lenocinio por vivir de ahí quienes lo ejercen? ¡Ay de los miserables que de ahí
viven, pues por ahí mueren! Es preferible mendigar a vivir de lo ilícito. Y en
último caso, mejor fuera morir que, viviendo de lo ilícito, hacer lo que le ha
de producir el eterno tormento. Esta muerte acaba con el dolor, aquella
muerte perdura entre dolores eternos. Creed, atended, temed, absteneos de
toda cosa mala, aplicaos a la palabra de Dios, gustad de oír lo que Dios quiere
y lo que Dios promete a los hacedores de su voluntad. Y para hacer lo que
manda, ruéguese a Dios, porque Dios ayuda.
(Serm. 33, 4)
•
24 de marzo
La humildad de Jesús
Os encarezco, amadísimos hermanos, la humildad de nuestro Señor
Jesucristo, o, mejor, él mismo nos la encarece a todos nosotros. Ved qué gran
humildad. El profeta Isaías clama: Toda carne es heno y todo el esplendor de
la carne es como la flor del heno; el heno se secó, la flor cayó, mas la
palabra del Señor permanece para siempre. ¡Cómo despreció y rebajó la
carne! ¡Qué forma de anteponer y alabar la palabra de Dios! Vuelvo a decirlo:
renovad vuestra atención, contemplad lo abyecto de la carne: Toda carne es
heno y todo el esplendor de la carne es como la flor del heno. ¿Qué es el
heno? ¿Qué es la flor del heno? Lo dice a continuación. ¿Quieres oír lo que es
el heno? El heno se secó, la flor cayó. ¿Qué es la palabra de Dios? Permanece
para siempre. Reconozcamos la Palabra que permanece para siempre;
escuchemos al evangelista que alaba la Palabra. En el principio existía la
Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios; ella estaba
al principio junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada.
Lo que fue hecho era vida en ella, y la vida era la luz de los hombres. Grande
alabanza, digna de la Palabra eterna; alabanza excelsa, adecuada a la palabra
de Dios que permanece para siempre. ¿Y qué dice luego el evangelista? Y la
Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Con solo que la Palabra que es
Dios se hubiera hecho carne, tal humildad sería ya increíble. ¡Y dichosos
quienes creen esta realidad increíble! En efecto, nuestra fe consta de cosas
increíbles: la Palabra de Dios se hizo heno, un muerto resucitó, Dios fue
crucificado: cosas increíbles todas para sanarte a base de realidades
increíbles, puesto que tu enfermedad había adquirido dimensiones enormes.
He aquí que vino el médico en humildad, encontró en cama al enfermo,
participó con él en la enfermedad, llamándolo a su divinidad. El que destruye
todo sufrimiento aceptó vivir en sufrimientos y murió suspendido en la cruz
para dar muerte a la muerte. Nos dio un alimento para que lo comiéramos y
sanáramos. ¿De dónde procede y a quiénes alimenta ese manjar? A los que
imiten la humildad del Señor. Tú que no imitas ni siquiera su humildad,
¡cuánto menos su divinidad! Imita, si puedes, su humildad. ¿Cuándo, en qué
se humilló él? Él, siendo Dios, se hizo hombre; tú, hombre, reconoce que eres
hombre. ¡Ojalá te reconocieras como lo que él se hizo por ti! Conócete a ti a
través de él; advierte que eres hombre, y, sin embargo, es tan grande tu valor,
que por ti Dios se hizo hombre. No lo eches en el saco de tu soberbia, sino en
el de Nuestro Dios y Señor nos redimió con su sangre, y quiso que el precio
de nuestras almas fuese su sangre, sangre inocente.
(Serm. 341A, 1)
•
25 de marzo
Modestia de María
Y ante todo, hermanos, no se nos vaya por alto la grande y santa modestia de
la Virgen María, para que aprendan las mujeres, nuestras hermanas. Había
dado a luz a Cristo, un ángel había venido a ella y le había dicho: Mira,
concebirás en tu seno y parirás un hijo, al que llamarás Jesús. Este será grande
y será llamado Hijo del Altísimo. Pues, aun con haber merecido alumbrar al
Hijo del Altísimo, era ella humildísima, y al nombrarse no se antepone, a su
esposo, diciendo: «Yo y tu padre», sino: Tu padre y yo. No tuvo en cuenta la
dignidad de su seno, sino la jerarquía conyugal. La humildad de Cristo, en
efecto, no había de ser para su madre una escuela de soberbia. Tu padre y yo
te andábamos buscando apenados. Tu padre, dice, y yo: el varón es cabeza de
la mujer. ¡Cuánto menos deben mostrarse orgullosas las otras mujeres!
También a María se la llamó mujer, no porque no fuera virgen, sino por
acomodarse al uso de su nación. Hablando, en afecto, el Apóstol del Señor
Jesucristo, dice: Nacido de «mujer», sin abrir por ello brecha en el articulado
dogmático del símbolo de la fe, donde le confesarnos nacido del Espíritu
Santo y de la Virgen María, que virgen le concibió, virgen le parió y virgen
permaneció. Se ha de tener en cuenta que los hebreos llamaron mujeres a
todas las hembras, según la propiedad de su lengua. Ejemplo evidentísimo:
Antes de yacer con varón, lo que, según está escrito, no tuvo lugar sino
después que salieron del paraíso, a la primera hembra; hecha por Dios del
costado del hombre, ya se la llama mujer, pues dice la Escritura: Y la
transformó
en
mujer.
(Serm. 51, 18)
•
26 de marzo
El primer pecado
Si a alguien sorprende por qué no se cambia la naturaleza humana con otros
pecados como se cambió con la prevaricación de los dos primeros padres,
causa originaria de corrupción tan grande cual es la que vemos y sentimos;
y de estar sometidos a la muerte y padecer perturbaciones y oscilaciones
procedentes de afectos tan contrarios entre sí, cosas que ciertamente no
existieron en el paraíso antes del pecado, a pesar de que vivían también en
cuerpo animal; si a alguien le sorprende esto, repito, no debe estimar que lo
cometido fue leve y de poca monta, porque se redujo a un bocado no malo
ni nocivo, sino prohibido. Dios no creó ni plantó nada malo en aquel lugar
de delicias. En el mandato se encareció la obediencia, virtud que es, en
cierto modo, la madre y la tutora de todas las demás virtudes de la criatura
racional, cuya creación se acomodó a esta norma: Le es útil estar sometida,
y nocivo hacer su voluntad y no la de su Creador. Y, puesto que no comer
de ciertos árboles, donde había tanta abundancia, era un precepto tan
sencillo de observar y tan breve para retener en la memoria, máxime cuando
la concupiscencia aún no ofrecía resistencia a la voluntad, que es
consecuencia de la pena de la transgresión, su violación fue tanto más
injusta cuanto más fácil era su observancia.
(CdeD XIV, 12)
•
27 de marzo
Por no haber querido lo que pudo, quiere ahora lo que no puede
En puridad, y para decirlo en pocas palabras, ¿qué se retribuyó como pena
al pecado de desobediencia sino la desobediencia? Y, ¿qué miseria hay más
propia del hombre que la desobediencia de sí mismo contra sí mismo, de
forma que, por no haber querido lo que pudo, quiera ahora lo que no puede?
Aunque es verdad que en el paraíso antes del pecado no lo podía todo, sin
embargo, solo quería lo que podía, y, por tanto, podía todo lo que quería.
Empero, ahora, como vemos en su descendencia y nos atestigua la divina
Escritura, el hombre se ha hecho semejante a la vanidad. ¿Quién podrá
contar las cosas que quiere y no puede, en tanto que el ánimo es contrario a
sí mismo, y la carne, inferior a él, no obedece a su voluntad? Verdad es que
el ánimo se turba frecuentemente aun contra su voluntad y que la carne se
duele, envejece y muere, y, ¡ay, cuánto padecemos que no padeciéramos si
nuestra naturaleza obedeciera en todo y sin medida a nuestra voluntad! Mas
la carne está sujeta a una enfermedad que no le permite obedecer. ¿Qué
importa el porqué de que, mientras nuestra carne, que nos había estado
sujeta, nos es una carga al no obedecernos, por la justicia del Dios
dominador, a quien no hemos querido rendir nuestros servicios, nos
hayamos convertido en una carga para nosotros, no para Él? Él no necesita
de nuestro servicio, como nosotros necesitamos del servicio del cuerpo, y
por eso es pena nuestra lo que recibimos y no es pena de Él lo que hicimos.
Además, los dolores que se dicen de la carne son propios del alma que los
sufre en la carne y por medio de ella. Pues, ¿qué? ¿Puede sentir dolor o
deseo la carne por sí misma sin el alma? Cuando se dice que la carne siente
dolor o deseo, o es el mismo hombre, como hemos ya apuntado, o alguna
parte del alma, en que la carne imprime su pasión, pasión que, si es molesta,
causa dolor, y si agradable, placer. Así el dolor de la carne no es más que un
pinchazo del alma debido a la carne y una especie de resistencia que ofrece
a su pasión, como el dolor del alma, llamado tristeza, es un no conformarse
con las cosas que nos han sucedido sin quererlas. A la tristeza con
frecuencia precede el miedo, que radica también en el alma, no en la carne.
Sin embargo, al dolor de la carne no precede miedo alguno carnal que se
sienta en la carne antes del dolor. Al placer precede un cierto apetito que se
siente en la carne y es una especie de deseo suyo. Así el hambre y la sed y
la libido –término empleado con más propiedad para los órganos de la
generación, aunque sea término general para toda pasión–. Los antiguos han
definido la ira como libido de venganza, aunque a veces el hombre, aun sin
haberse sentido capaz de percibir la venganza, se irrita contra los seres
inanimados, como cuando tira de rabia el estilete que escribe mal o rompe
la pluma. Por eso, aunque este deseo sea más irracional que los otros, sin
embargo, no deja de ser una libido de venganza y de estar fundada sobre no
sé qué especie umbrosa de justicia, por decirlo así, que quiere que los que
obran mal sufran males. Hay, pues, una libido de venganza, que se llama
ira; hay una libido de dinero, que se llama avaricia; hay una libido de
victoria, llamada pertinacia, y hay una libido de gloria, llamada jactancia.
Hay otras muchas y variadas libidos, unas con nombres propios y otras sin
ellos. Por ejemplo, ¿quién dará un nombre fácil y apropiado a la libido de
dominio, de cuyo enorme peso en el alma de los tiranos dan fe las guerras
civiles?
(CdeD XIV, 15, 2)
•
28 de marzo
Cristo, médico
Sobre la cruz, en efecto, no se olvidó de quién era, antes nos mostró su
paciencia y nos enseñó con su ejemplo cómo se ha de amar a los enemigos.
Porque, viendo bramar en torno suyo a estos desgraciados, cuya enfermedad
conocía, pues era su médico, y sabiendo les había su delirio furioso cegado el
espíritu, comenzó por decirle al Padre: Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen. ¿Pensáis vosotros no eran los judíos aquellos malvados, fieros,
sanguinarios y turbulentos enemigos del Hijo de Dios? Y, ¿pensáis no tuvo
efecto la súplica hecha al Padre: Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen? Los veía él a todos, y veía entre ellos a los que habían de ser suyos. Él
murió, es verdad, pues había con su muerte de dar muerte a la muerte. Murió
Dios para realizar un negocio enteramente celestial: el de lograr en
compensación que no muriera jamás el hombre. Cristo es, en efecto, Dios;
pero no murió en cuanto Dios. Es a la vez Dios y hombre; el mismo Cristo es
al mismo tiempo hombre y Dios. Se hizo hombre para trocarnos en mejores;
mas Dios no se hizo peor. Porque al tomar lo que no era, no perdió lo que era.
Siendo, pues, Dios y hombre, murió en nuestra naturaleza para hacernos vivir
en la suya. No tenía él en su naturaleza el poder morir, ni facultad nosotros en
la nuestra de vivir. ¿Quién era, pues, él si no podía morir? En el principio era
el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Busca en Dios cómo
pueda morir, y no lo hallarás; pero nosotros morimos porque somos carne;
hombres que llevan encima la carne de pecado. ¿Cómo puede vivir el
pecado? ¡Imposible! Cristo, por ende, ni podía hallar en su naturaleza la
muerte, ni nosotros vida en la nuestra; mas como nosotros tomamos la vida en
la suya, tomó él la muerte en nosotros. ¡Oh, qué cambio! ¡Lo que dio y lo que
recibió! Los comerciantes hacen cambios, y el comercio en la antigüedad fue
trueque de mercancías. Daba uno lo que tenía, y recibía lo que necesitaba.
Tenía, por ejemplo, trigo, pero no tenía cebada; tenía otro cebada y no tenía
trigo; daba, pues, aquel su trigo y recibía la cebada, que no tenía. La
diferencia de precio se igualaba con la mayor cantidad de la especie inferior.
Uno daba cebada para recibir trigo, otro daba plomo a cambio de plata:
mucho plomo por escasa plata; otro, en fin, lanas por telas. ¿Cómo
especificarlo todo? Nadie, sin embargo, da su vida para recibir la muerte. La
oración del Médico en el lecho de la cruz no fue baldía. Como el Verbo no
podía morir por nosotros, hízose, para lograrlo, carne, y moró entre nosotros.
Estuvo colgado de la cruz, pero en su carne. Allí –en la cruz– estaba la
humilde naturaleza despreciada por los judíos, y allí la caridad liberadora de
otros judíos. Que por estos fue dicho: Padre, perdónalos, pues no saben lo
que hacen. Y este grito no fue vano. El Salvador, efectivamente, murió, fue
sepultado, resucitó, subió al cielo después de haber pasado cuarenta días entre
sus discípulos, y envió el Espíritu Santo que les había prometido a los que
esperaban. Después de haberle recibido con plenitud, comenzaron a
expresarse en los idiomas de todas las naciones. Oyendo hablar en nombre de
Cristo todas las lenguas a hombres zafios, sin instrucción, a quienes habían
conocido de andar entre ellos sin conocimiento de otra lengua sino la única
que habían mamado, los judíos allí presentes se maravillaron y llenaron de
terror. Pedro les habló e hizo saber de dónde procedía este don. Se lo había
otorgado aquel que había estado pendiente del madero; se lo había otorgado
aquel que sufrió ser ultrajado en la cruz a fin de enviarles el Espíritu Santo
desde los cielos. Y aquellos por quienes había el Señor dicho: Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen, oyeron a Pedro y creyeron.
Creyeron, pues, y fueron bautizados y se convirtieron. Pero, ¡qué conversión!
¡Con qué fe bebían la sangre que, frenéticos, habían derramado!
(Serm. 80, 5)
•
29 de marzo
El arca de Noé y la Iglesia
El mandar Dios a Noé, hombre justo y, según la certera expresión de la
Escritura, perfecto en su generación (no con la perfección con que los
ciudadanos de la Ciudad de Dios han de igualar en la inmortalidad a los
ángeles de Dios, es verdad, pero sí con la perfección de que en esta
peregrinación son capaces), construir un arca para escapar en ella a la
devastación del diluvio con los suyos, con su mujer, sus hijos y sus nueras y
con los animales que por mandato de Dios hizo entrar también en el arca, es,
sin duda, figura de la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo, es decir,
de la Iglesia, que se salva por el leño en que pendió el Mediador entre Dios y
los hombres, el hombre Cristo Jesús. Las medidas de su longitud, altura y
anchura son un símbolo del cuerpo humano, en cuya realidad vino a los
hombres, como había sido predicho. En efecto, la longitud del cuerpo humano
desde la coronilla a los pies es seis veces tanta como la anchura que hay desde
un costado al otro, y diez veces tanta como la altura que se mide en el costado
desde la espalda al vientre. Así, si mides a un hombre tendido boca abajo o
boca arriba, es seis veces más largo desde la cabeza a los pies que ancho de
derecha a izquierda o de izquierda a derecha y diez veces más que alto desde
el suelo. Por eso el arca se hizo de trescientos codos de larga, cincuenta de
ancha y treinta de alta.
La puerta abierta en un costado del arca significa, indudablemente, la
herida que la lanza abrió al atravesar el costado del Crucificado. Los que
vienen a Él entran por ella, porque de ella manaron los sacramentos, con los
que son iniciados los creyentes. El mandar construirla de maderos
cuadrados significa la vida plenamente estable de los santos, porque lo
cuadrado, a cualquier parte que lo vuelvas, siempre queda firme. En una
palabra, todas las cosas que se hacen notar en la estructura del arca son
signos de realidades futuras en la Iglesia.
(CdeD XV, 26, 1)
•
30 de marzo
Murió por nosotros
Acabamos de escuchar el evangelio; se leyó la resurrección de nuestro Señor
Jesucristo. Si Cristo resucitó, es que murió. La resurrección atestigua la
muerte, pero la muerte de Cristo significa la destrucción del temor. No
temamos morir, pues Cristo murió por nosotros; muramos con la esperanza de
la vida eterna, pues Cristo resucitó para que resucitemos. En su muerte y
resurrección tenemos la tarea asignada y el premio prometido; la tarea
asignada es la pasión, y el premio prometido, la resurrección. Esta tarea la
realizaron los mártires; realicémosla nosotros con la piedad si no podemos
con la pasión, pues no a todos les acontece el poder sufrir y morir por Cristo;
pero el morir les sobreviene a todos. Felices aquellos a quienes les sobrevino
por Cristo lo que les había de sobrevenir necesariamente; el morir era una
necesidad para ellos, pero no el morir por Cristo. La muerte ha de sobrevenir
a todos, pero no a todos la muerte por Cristo. Aquellos a quienes les cupo en
suerte morir por Cristo, en cierto modo le devolvieron lo que él les había
dado. El Señor les había dado el morir por ellos; ellos se lo devolvieron
muriendo por él. Pero, ¿qué le iba a devolver un pobre desdichado si no se lo
hubiese dado el dichoso Señor? Así, pues, Cristo concedió a los mártires el
que pudiesen devolverle lo que él les había dado. Este es el grito de los
mismos: Si no hubiera sido porque el Señor estaba con nosotros, quizá nos
hubiesen tragado vivos; quizá nos hubiesen tragado vivos los perseguidores,
dijo. ¿Qué significa vivos? Si, a pesar de conocer el mal que hacemos
negando a Cristo, obramos ese gran mal vivos, es decir, con plena conciencia,
en tal caso nos hubiesen tragado vivos, no muertos. ¿Qué significa vivos?
Sabiéndolo, no en la ignorancia. Y, ¿en virtud de qué fuerza no hicieron lo
que los perseguidores le obligaban a hacer? Preguntémoselo a ellos; sean
ellos quienes nos lo digan. Ved lo que responden: Si no hubiera sido porque
el Señor estaba con nosotros. Entonces, él les dio lo que iban a devolverle.
Démosle gracias. Era rico, y, según está escrito de él, se hizo pobre para
enriquecernos a nosotros; su pobreza nos ha enriquecido, sus heridas nos han
sanado, su humildad nos ha exaltado, su muerte nos ha vivificado.
(Serm. 375B, 1)
•
31 de marzo
La resurrección
Cuando se leyó la carta del Apóstol, pude advertir un encomiable movimiento
de vuestra fe y amor, que mostraba cuánto horror os causan quienes piensan
que no hay más vida que esta que tenemos en común con las bestias y que
tras la muerte no queda rastro del hombre ni hay esperanza alguna de otra
vida mejor. Torciendo la picazón de los malos oídos, dicen: Comamos y
bebamos, pues mañana moriremos. Tome inicio de aquí mi discusión y sea
ello como el quicio de mi sermón, punto de referencia para todo lo que el
Señor se digne sugerirme.
Nuestra esperanza no es otra que la resurrección de los muertos, y
también nuestra fe. La resurrección de los muertos es igualmente nuestro
amor, que se inflama con la predicación de las cosas que aún no se ven y se
enciende con su deseo, cuya grandeza hace a nuestros corazones capaces de
la felicidad que se nos promete que ha de venir, mientras se cree lo que aún
no se ve. Así, pues, nuestro amor no debe ocuparse de estas cosas
temporales y visibles, esperando que hayamos de tener en la resurrección
algo como aquello que, si lo despreciamos ahora, vivimos mejor y somos
mejores, es decir, los placeres y delicias carnales. Eliminada la fe en la
resurrección de los muertos, se derrumba toda la doctrina cristiana. En
cambio, bien cimentada la fe en ella, la seguridad no se produce
automáticamente para el alma cristiana si no se distingue la vida futura de
esta, que pasa. En consecuencia, hay que plantear el problema del siguiente
modo: si los muertos no resucitan, ninguna esperanza nos queda de vida
futura; si, en cambio, resucitan, habrá ciertamente vida futura. Pero la
segunda cuestión se refiere a cómo será esa vida. Así, pues, la primera
discusión se centra sobre si habrá resurrección de los muertos; la segunda,
sobre cuál será la vida de los santos después de la resurrección.
(Serm. 361, 1-2)
Abril
•
1 de abril
Brevedad de la vida
El Señor Jesucristo, con esto de haberse hecho carne, abrió a la esperanza la
carne nuestra. Porque tomó lo que ya conocíamos en esta tierra, donde tanto
abunda: el nacer y el morir. Abundaba eso: el nacer y el morir; el resucitar y
vivir eternamente no lo había acá. Halló aquí viles mercaderías terrestres, y
trajo consigo los peregrinos géneros celestes. Ahora, si el morir te causa
espanto, ama la resurrección. Hizo de su tribulación socorro para ti, porque
tu salud no valía para nada. Aprendamos, por tanto, hermanos, a conocer y
amar esa Salud, que no es de este mundo, es decir, la Salud eterna, y
vivamos en este mundo como peregrinos. Pensemos que vamos de paso, y
pecaremos menos. Demos, más bien, gracias a nuestro Dios por haber
dispuesto que sea el día de esta vida corto e inseguro. Entre la primera
infancia y la decrepitud solo hay un breve espacio. Si hoy hubiera muerto
Adán, ¿qué le aprovecharía el haber vivido tanto? ¿Qué tiempo es largo, si
tiene fin? No hay quien vuelva atrás el día de ayer, y el de mañana viene
urgiendo el paso al de hoy. Vivamos bien en este corto espacio, para que
vayamos al término de donde nunca pasamos. Ahora mismo, mientras
hablamos, estamos pasando. Las palabras pasan corriendo y las horas pasan
volando, y así nuestra edad, nuestras acciones, nuestros honores, nuestra
miseria y nuestra felicidad. Todo pasa; pero no temblemos, porque el Verbo
del Señor es permanente. Vueltos al Señor, etc.
(Serm. 124, 4)
•
2 de abril
Confesión y alabanza
Y, si bien lo pensamos, el acusarte a ti redunda en alabanza de Él. Porque,
¿adónde mira esa confesión acusatoria de tus pecados? ¿Qué significa esa
confesión acusatoria en ti sino que te hallabas muerto y has revivido? La
Escritura, en efecto, dice: El muerto, como el que no existe, ya no confiesa.
Luego, si el muerto ya no confiesa, el que confiesa vive; y si confiesa el
pecado, cierto estaba muerto y resucitó. Y si el pecador de su pecado volvió
de muerte a vida, ¿quién le trajo a la vida? Porque ningún muerto se resucita a
sí mismo; solo pudo resucitarse a sí mismo quien, muerta la carne, no estaba,
sin embargo, muerto él, pues lo traído de muerte a vida no fue sino lo que
había muerto. Se resucitó, en fin, a sí mismo quien, siendo la vida por
esencia, estaba muerto en el cuerpo, que había de resucitar. El Señor, en
efecto, se resucitó también Él a sí mismo, o digamos a su cuerpo, según lo
que había dicho: Destruid este templo y en tres días le alzaré de nuevo. No
fue, por ende, solo a resucitar al Hijo su Padre, de quien había dicho el
Apóstol: Por lo cual le resucitó Dios. Semejante a Lázaro en el sepulcro, el
pecador está muerto, y más todavía quien yace bajo la losa de la costumbre.
Lázaro, a la verdad, no solo estaba muerto, estaba ya sepultado. Y
quienquiera se halle oprimido por la mole de una costumbre mala, de un vivir
culpable, por la losa, digamos, de las concupiscencias humanas, hasta el
punto de realizar en su persona lo de cierto salmo: Dijo el necio en su
corazón: «No hay Dios» (desgracia suma); este tal se parece al otro de quien
se dijo: El muerto, como quien no existe, no confiesa. ¿Quién le hará surgir de
la tumba si no le alza quien, apartada la losa, gritó diciendo: Lázaro, sal
fuera? Y, ¿qué significa sal fuera sino sacar fuera lo oculto? Quien confiesa,
saca fuera, y mal podría sacar fuera si no viviese, y vivir sin antes haber
resucitado. Luego en la confesión acusatoria de sí va implícita la glorificación
de Dios.
(Serm. 67, 2)
•
3 de abril
Resurrección y juicio final
San Juan, después de haber hablado de la última persecución, resume en
pocas palabras cuanto ha de padecer en el juicio el diablo y la ciudad enemiga
de la que es príncipe. Dice así: Y el diablo, que los traía engañados, fue
precipitado en un estanque de fuego y azufre, donde lo fueron también la
bestia y el falso profeta. Y allí serán atormentados día y noche por los siglos
de los siglos. Ya hemos hecho notar que por la bestia puede muy bien
entenderse la ciudad impía. Ese pseudoprofeta, o es el anticristo o la imagen,
es decir, la simulación, de que he hablado antes. Luego, como el epílogo versa
sobre el último juicio, que tendrá lugar con la segunda resurrección de los
muertos, con la resurrección de los cuerpos, narra cómo le fue revelado. Vi –
dice él– un trono grande y reluciente y al que se sentaba en él, a cuya vista
desapareció el cielo y la tierra y no quedó nada de ellos. No dice: «Vi un
solio grande y reluciente y al que, se sentaba en él, y a su vista desapareció el
cielo y la tierra», porque esto no sucedió entonces, es decir, antes de ser
juzgados los vivos y los muertos, sino dijo: Vi al que se sienta en el trono, a
cuya vista desapareció el cielo y la tierra. Pero después, una vez efectuado el
juicio, deja de existir este cielo y esta tierra, y entonces comenzará a existir un
cielo nuevo y una tierra nueva. Este mundo no pasará por aniquilación, sino
por mutación, Por eso escribe el Apóstol: La figura de este mundo pasa. Yo
deseo, por ende, que viváis sin cuidados ni inquietudes. Pasa, por tanto, la
figura del mundo, no su naturaleza. En habiendo dicho san Juan que vio al
que se sentaba en el trono, a cuya vista desapareció el cielo y la tierra –lo cual
sucederá después–, añade: Y vi a los muertos, grandes y pequeños, y se
abrieron los libros. Se abrió además otro libro, el libro de la vida de cada
uno. Y los muertos fueron juzgados por lo que estaba escrito en esos libros,
cada uno según sus obras. Dice que se abrieron los libros y un libro. Y
agregó la cualidad de este libro, que es –dijo– el de la vida de cada uno. Los
primeros libros son, sin duda, los Libros santos, tanto del Antiguo como del
Nuevo Testamento, para mostrar los mandamientos que Dios había ordenado
cumplir. Y el otro, el libro de la vida de cada uno, estaba mostrando los
mandamientos cumplidos o violados por cada cual. Si este libro nos lo
imaginamos materialmente, ¿quién podrá medir su grandor y su grosor? O,
¿cuánto tiempo se empleará para leer ese libro, que contiene la vida de todos
y cada uno de los hombres? ¿Presenciarán acaso el acto tantos ángeles como
hombres, y cada uno oirá el relato de su vida de boca del ángel a él asignado?
Ese libro no será, pues, para todos, sino que cada uno tendrá el suyo. La
Escritura da a entender esto al decir que se abrió además otro libro.
Es preciso entender aquí la virtud divina, que traerá a la recordación de
cada cual todas sus obras, buenas o malas, y las hará ver rapidísimamente
de un vistazo mental, con el fin de que la ciencia acuse o excuse a la
conciencia. De este modo serán juzgados todos a la vez. Esta virtud divina
recibió el nombre de libro, porque en ella se lee en cierto modo cuanto se
recuerda merced a ella. Y para mostrar qué muertos deben ser juzgados, los
pequeños y los grandes, añade a modo de recapitulación y tornando a los
que había omitido, o mejor, diferido: El mar presentó sus muertos, y la
muerte y el infierno entregaron los suyos. Esto sucedió, sin duda, antes de
que los muertos fueran juzgados, y, sin embargo, lo refirió después. Por eso
he dicho que es una especie de recapitulación y de retorno a lo omitido.
Mas ahora observa el orden y para explicarlo repite lo que había dicho ya
antes sobre el juicio, Después de estas palabras: El mar presentó sus
muertos y la muerte y el infierno entregaron los suyos, agregó en seguida: Y
juzgó a cada uno según sus obras. Justamente es lo que había dicho antes: Y
fueron juzgados los muertos según sus obras.
(CdeD XX, 14)
•
4 de abril
El temor de Dios
Muchos son, hermanos, los preceptos que se nos han dado respecto al temor
de Dios; innumerables pasajes de la Escritura pregonan cuán útil es temer a
Dios. Prestad atención, pues entre tanta abundancia voy a recordar y comentar
unos pocos, según me lo permita la brevedad del tiempo. ¿Quién no se alegra
de ser sabio y, si aún no lo es, no desea serlo? Mas, ¿qué dice la Escritura? El
principio de la sabiduría es el temor del Señor. ¿A quién no agrada reinar?
Escuchemos lo que nos advierte el Espíritu en el salmo: Y ahora, reyes,
comprended; instruíos los que juzgáis la tierra; servid al Señor con temor y
exultad ante él con temblor. A propósito de lo cual dice también el Apóstol:
Obrad vuestra salvación con temor y temblor. También leemos que está
escrito: Deseaste la sabiduría; guarda la justicia y el Señor te la concederá.
Hemos encontrado a muchos hombres despreocupados al máximo de la
justicia y avidísimos de la sabiduría. A los tales enseña la divina Escritura que
no pueden llegar a lo que desean si no es guardando lo que desprecian.
Guarda, dijo, la justicia, y el Señor te concederá la sabiduría que deseaste.
Mas, ¿quién puede guardar la justicia si no teme a Dios? Pues dice en otro
lugar: Quien no tiene temor no podrá ser justificado. Por tanto, si el Señor no
concede la sabiduría más que a quien guarda la justicia, quien carece de temor
no podrá ser justificado; basta recurrir a aquella sentencia: El principio de la
sabiduría es el temor del Señor.
(Serm. 347, 1)
•
5 de abril
Temor y esperanza
La ley se caracteriza por el temor, la gracia por la esperanza. Mas, ¿qué
diferencia existe entre la ley y la gracia, siendo uno mismo el dador de la ley
y de la gracia? Aterra la ley al que presume de sí mismo; a quien espera en
Dios, la gracia le ayuda. La ley, digo, aterra; no despreciéis esta afirmación;
aunque breve, su peso es grande. Fijaos en mis palabras, tomad lo que os
servimos, ved de dónde lo tomamos. Atemoriza la ley a quien presume de sí
mismo; la gracia favorece al que tiene su esperanza en Dios, ¿Qué dice la ley?
Muchas cosas; ¿quién puede numerarlas? Traigo a la memoria un precepto
solo, pequeño, conciso, ya citado por el Apóstol; una nimiedad; veamos si
hay hombros que le sustenten: No codiciarás. Una futesa, ¿verdad,
hermanos? Esa es la ley; pero, si la gracia no viene en tu ayuda, eso que has
oído es tu sentencia de muerte. Tú, que tal oyes y de ti presumes, no me
saques a relucir tu inocencia. ¡Tu inocencia! ¿Cómo puedes ufanarte de ser
inocente? Puedes bien decir: «Yo no hurté a nadie nada». Bien, te lo creo;
quizá soy de dijo un testigo ocular: sí, no has hurtado a nadie nada; pero has
oído: No codiciarás. —Yo no me llego a la mujer de otro. —Bien, te lo creo,
lo veo; pero has oído decir: No codiciarás. ¿Para qué miras alrededor de ti y
no vuelves los ojos adentro de ti? Mírate bien por dentro, y hallarás en tus
miembros otra ley. Mírate bien por dentro, no salgas fuera de ti mismo.
Desciende a tu intimidad, y hallarás en tus miembros una ley en pugna con la
ley de tu razón, y que te tiene amarrado como cautivo a la ley del pecado, que
está en tus miembros. No sin causa se te oculta la dulzura de Dios; porque te
tiene cautivo la ley que está en tus miembros, ley en pugna con .la ley de tu
razón. Y la dulzura que a ti se te oculta, es la dulzura que beben los ángeles;
dulzura que tú no puedes beber ni gustar mientras vivas cautivo. Tú ni la
concupiscencia conocieras si la ley no dijera: No codiciarás. Tal, pues, oíste y
temiste, y quisiste luchar, mas no pudiste triunfar. Pero, con ocasión del
precepto –irritada la concupiscencia por la prohibición de la ley–, dio el
pecado lugar a la muerte. Sin duda reconoceréis en estas palabras el lenguaje
del Apóstol: Con ocasión del precepto obró el pecado toda concupiscencia.
¿De qué te jactabas en tu soberbia? Ahí lo tienes; con tus propias armas te ha
vencido el enemigo. Tú querías una ley donde atrincherarte, y ahí ves cómo el
enemigo halló en la ley un portillo por donde asaltarte. Tomando del precepto
la ocasión, el pecado hizo del precepto una emboscada, dice el Apóstol,
donde me dio la muerte. ¿No es esto lo que antes dije: «Con tus mismas
armas te venció el enemigo»? Oye al mismo Apóstol proseguir en su
razonamiento: Así que la ley es santa, y el mandamiento es santo y justo y
bueno. Ahora respóndeles a los maniqueos, reprensores de la ley; cítales este
pasaje del Apóstol: Así que la ley es santa, el mandato es santo y justo y
bueno. Luego, ¿lo bueno vino a ser muerte para mí? ¡Eso, no! Mas el
pecado, para que se mostrase pecado, por medio de una cosa buena me
acarreó la muerte. Y, ¿por qué todo esto? Porque no tuviste para el recibido
mandato sino temor en vez de amor. Temiste la sanción en vez de amar la
justicia; y quien teme la sanción, querría, de ser posible, hacer el propio gusto
sin miedo de castigo alguno. Prohíbe Dios el adulterio; tú, empero, que
codiciaste la mujer de otro, no te vas a ella, no haces nada, aunque la
oportunidad es buena, y tienes tiempo, hay dónde y falta testigo. Con todo
eso, no lo haces, ¿por qué? Porque temes el castigo. —No lo sabrá nadie. —
¿No ha de saberlo Dios? Sí, si; y porque Dios ha de saber lo que hagas, no lo
haces. Mas a quien temes es a Dios amenazador, no a Dios legislador. ¿Por
qué no lo haces? Porque, de hacerlo, serás enviado al fuego eterno. Temes el
fuego. Si amaras la castidad, no lo harías aun habiendo de quedar
absolutamente impune. Si Dios te dijese: «Hazlo si quieres; yo no te
condenaré; no te condenaré al fuego eterno, mas te esconderé mi rostro»; si, a
consecuencia de tal amenaza, no lo hicieras, dejarías de hacerlo por amor a
Dios, no por temor a la condenación. Pero... lo harías; quizá, quizá lo harías
en este supuesto; no soy quién para afirmarlo rotundamente. Mas, si en esa
hipótesis no lo haces, labor es de la gracia, que hace los santos; favor suyo el
horror a la impureza del adulterio, favor suyo el amor al Preceptor, para
requerirle como promisor, no por miedo a su rigor. Todo es fruto de la gracia;
no te lo achaques a ti, no lo atribuyas a tus fuerzas. Te abstienes con placer:
está bien; lo haces por amor: bien está; lo apruebo; estoy de acuerdo; pero es
la caridad quien te inspira esa buena voluntad, y la confianza en Dios te hace
gustar su dulzura.
(Serm. 145, 3)
•
6 de abril
El fardo del mundo
El fardo del mundo me oprimía como en un deleitoso sueño, y los
pensamientos que de ti me venían eran como esos intentos por despertar que a
veces tenemos y que son vencidos por la pesadez del sueño. Nadie hay que
quiera vivir siempre dormido, y la vigilia le parece siempre mejor a quien esté
en su sano juicio; pero con frecuencia se resiste la gente a sacudir el sueño
cuando una pesada somnolencia grava sobre los miembros, y así vuelve a
dejarse arrullar aun cuando esté ya harto de dormir y haya sonado la hora de
levantarse. Así tenía yo por cierto que era mejor entregarme a tu amor que
ceder a mis apetitos; pero si tu amor me atraía no llegaba a vencerme y el
apetito, porque me agradaba, me tenía vencido.
No tenía respuesta que darte cuando me decías: ¡Levántate, hombre
dormido, álzate de entre los muertos y Cristo te iluminará! (Ef 5,14). Y
mientras tú me rodeabas con la verdad por todas partes y de ella estaba
totalmente convencido, no tenía para responderte sino lentas palabras llenas
de sueño: «Sí, ya voy, ahora voy; pero, ¡aguárdame un poquito!». Y
mientras tanto pasaba el tiempo. En vano me deleitaba en tu ley según el
hombre interior, cuando la ley de mis miembros resista a la ley de mi razón
y me mantenía cautivo en la ley del pecado que estaba en mis miembros
(Rom 7,22-23). Porque la ley del pecado está en la fuerza de un hábito que
arrastra y sojuzga al hombre contra su voluntad con una tiranía bien
merecida, pues por su propio querer fue a dar en él. ¡Miserable de mí!
¿Quién sino tu gracia podía liberarme de este cuerpo de muerte por
Jesucristo Señor nuestro?
(Conf. VIII, 5.12)
•
7 de abril
Si no veis signos
Pues aunque uno de los doce elegidos y santos, fue, sin duda, israelita, es
decir, del pueblo del Señor, aquel Tomás que quiso introducir sus dedos en
las aberturas de las llagas. El Señor le reprende lo mismo que al cortesano.
Le dice a este: Si no veis signos y prodigios, no creéis. Le dice a aquel:
Porque has visto, has creído. Jesús había vuelto a Galilea después de haber
dejado a los samaritanos, que creyeron por sus palabras sin hacer en su
presencia milagro alguno; y los deja tan pronto, seguro de su firmeza en la
fe, porque no dejaba de estar en ellos con la presencia de la divinidad.
Cuando, pues, el Señor decía a Tomás: Acércate e introduce tu mano y no
seas ya incrédulo, sino fiel; y cuando él, después de tocar el lugar de las
heridas, exclama diciendo: ¡Señor mío y Dios mío!, le increpa con estas
palabras: Porque has visto, has creído; ¿por qué esto, sino porque el profeta
no tiene honor en su patria? En cambio, porque entre los extranjeros es
honrado este profeta, se dice a continuación: Bienaventurados los que no
vieron y creyeron. La predicción mira a nosotros. Lo que con tanta
anticipación elogió el Señor, se ha dignado realizarlo en nosotros. Los que
lo crucificaron lo vieron y palparon, y aun así creyeron tan pocos. Nosotros
ni lo hemos visto ni lo hemos tocado. Nosotros oírnos hablar de Él y
creímos. Cúmplase en nosotros y reálcese con perfección en nosotros la
felicidad que prometió: Aquí abajo, porque se nos ha preferido a su patria, y
en el siglo futuro, porque se nos ha injertado en el lugar de los ramos
cortados.
(Ev. Jn. Trat. XVI, 4)
•
8 de abril
Sacrificio vespertino
Mi sermón va a tratar sobre el sacrificio vespertino. En efecto, cantando
hemos orado y orando hemos cantado: Suba mi oración como incienso en tu
presencia; el alzarse de mis manos es mi sacrificio vespertino. En la oración
vemos significado al hombre, y en las manos extendidas, la cruz. Se trata,
pues, de la señal que llevamos en la frente, la señal por la que hemos sido
salvados. Una señal que fue objeto de irrisión, para ser luego honrada; objeto
de desprecio, para ser luego glorificada. Dios se deja ver para que el hombre
le suplique y se oculta para que el hombre muera. Pues, si lo hubiesen
conocido, nunca hubiesen crucificado al Señor. Este sacrificio, en el que el
sacerdote es a la vez víctima, nos redimió con la sangre derramada del
Creador. No solo nos creó con sangre, sino que nos redimió con sangre. Nos
creó la Palabra que existía en el principio, la Palabra que estaba junto a
Dios, y la Palabra era Dios. Por ella fuimos creados. El texto continúa: Todas
las cosas fueron creadas por ella, y sin ella no se hizo nada. He aquí por
quién hemos sido creados. Escucha ahora lo que nos ha redimido: Lo que fue
hecho era vida en ella, y la vida era la luz de los hombres; y la luz brilla en
las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron. Todavía nos hallamos ante Dios;
todavía se habla de lo que permanece siempre inmutable, de lo que requiere la
purificación de los corazones para ser visto; pero aún no dice cómo han de ser
purificados. La luz, dice, brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la
acogieron. Mas para que no sean tinieblas y puedan acogerla –pues las
tinieblas son los pecadores y los infieles–, para que no sean tinieblas, repito, y
puedan acogerla, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Ved la
Palabra, ved la Palabra-carne, la Palabra anterior a la carne. En el principio
existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios;
todas las cosas fueron hechas por ella. ¿Dónde está aquí la sangre? Aquí
aparece ya quien te hizo, pero aún no tu precio. ¿Con qué has sido, pues,
redimido? La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
(Serm. 342, 1)
•
9 de abril
La luz y las tinieblas
Y el juicio es este: que la luz vino al mundo y los hombres amaron más las
tinieblas que la luz, pues sus obras eran malas. ¿En quiénes, hermanos míos,
halló el Señor buenas obras? En ninguno: en todos malas. ¿Cómo es que
algunos practicaron la verdad y llegaron a la luz? Se ve en lo que sigue: El
que practica la verdad viene a la luz para que se muestren sus obras, pues
están hechas en Dios. ¿Cómo es que unos hicieron obras buenas y vinieron a
la luz, esto es, a Cristo, y, por el contrario, otros amaron las tinieblas? Pies si
los halló a todos pecadores y a todos sana de los pecados: si la serpiente
aquella, que era figura de la muerte del Señor, cura a los que estaban
mordidos, y por las mordeduras de la serpiente y por los hombres mortales
que encontró injustos se levantó en alto la serpiente, es decir, la muerte del
Señor, ¿qué sentido tiene lo que sigue: El juicio es este: que la luz vino al
mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras
eran malas? ¿Qué es esto? ¿Quiénes tenían buenas obras? ¿No viniste para
justificar a los impíos? Pero amaron, dice, las tinieblas más que la luz. Ahí
está precisamente la razón. Muchos hay, pues, que aman sus pecados y
muchos también que los confiesan. Quien confiesa y se acusa de sus pecados
hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te
unes a Dios. Hombre y pecador son como dos cosas distintas; cuando oyes,
hombre, oyes lo que hizo Dios: cuando oyes, pecador, oyes lo que el mismo
hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es
preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios. Cuando
empiezas a detestar lo que hiciste, entonces empiezan tus buenas obras,
porque repruebas las tuyas malas. El principio de las buenas obras es la
confesión de las malas. Practicas la verdad y vienes a la luz. ¿Qué es practicar
tú la verdad? No halagarte, ni acariciarte, ni adularte tú a ti mismo, ni decir
que eres justo, cuando eres inicuo. Así es como empiezas tú a practicar la
verdad; así es como vienes a la luz, para que se muestren las obras que has
hecho en Dios. Porque esto mismo que te hace aborrecer tus pecados no lo
habría en ti si no te alumbrara la luz de Dios, si no te lo mostrara su verdad.
Mas el que después de advertido ama sus pecados, este odia la luz que le
advierte y huye de ella para que no le reprenda las obras malas que ama. Mas,
en cambio, quien hace la verdad reprende en sí sus malas obras; no se
contempla, no se perdona, para que Dios le perdone. Lo que quiere que Dios
le perdone, lo reconoce él mismo, y así, viene a la luz y da gracias a la luz
porque le muestra el objeto de su odio. Dice a Dios: Aparta tu vista de mis
pecados. ¿Con qué cara diría esto si no dijera a renglón seguido: Porque yo
reconozco mis crímenes y tengo siempre delante de mí mis pecados? Ten
siempre en tu presencia lo que no quieres que esté en presencia de Dios.
Porque, si echas tú a la espalda tus pecados, Dios te los volverá a poner en
presencia de tu vista cuando ya la penitencia será sin fruto alguno.
(Ev. Jn. Trat. XII, 13)
•
10 de abril
Yo soy la luz del mundo
Luego, mis hermanos, puesto que dice brevemente el Señor: Yo soy la luz del
mundo, y el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la
vida; y en estas palabras manda una cosa y promete otra distinta, cumplamos
lo que manda para que no deseemos con desvergonzada temeridad lo que
promete y no nos diga en el día de su juicio: ¿Cumpliste lo que te mandé para
que puedas reclamar lo que te prometí? ¿Qué es, pues, lo que mandaste,
Señor, Dios nuestro? Respuesta del Señor: Que me siguieras. Pediste un
consejo de vida, y, ¿de qué vida sino de aquella de la que se dijo: En ti mismo
está la fuente de la vida? Un hombre oyó de Jesús: Anda, vete y vende todo lo
que tienes y se lo das a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y luego
vienes y me sigues. Aquel hombre se fue triste de allí, no le siguió. Buscó al
buen Maestro, preguntó al Doctor, y le desprecia cuando le estaba enseñando:
se fue de allí triste con las ligaduras de sus concupiscencias; se fue de allí
triste, llevando sobre sus hombros el peso abrumador de la avaricia. Sentía
gran fatiga, le hacía sudar la fiebre, y creyó que no debía seguir, sino
abandonar a aquel que quería quitarle la carga. Pero después que el Señor
llamó a voces por el Evangelio: Venid a mí todos los que estáis fatigados y
cargados y yo os aliviaré; tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón, ¡cuántos practicaron, oído el Evangelio,
lo que no practicó aquel rico oyéndolo de labios del mismo Jesús!
Practiquémoslo, pues, nosotros y sigamos al Señor y librémonos de las
cadenas que nos impiden seguirle. Y, ¿quién podrá desligarnos sin el auxilio
de aquel de quien fue dicho: Tú has roto mis cadenas? De Él mismo habla así
otro salmo: El Señor libra a los que están encadenados y el Señor levanta a
los caídos.
Y, ¿qué es lo que siguen los que están libres de sus cadenas y levantados
del polvo de la tierra, sino la luz que les habla así al oído: Yo soy la luz del
mundo, y quien me sigue no andará en tinieblas, ya que el Señor es el que
da vista a los ciegos? Nosotros somos ahora iluminados, si es que tenemos
el colirio de la fe. Precedió, pues, la mezcla de su saliva con la tierra con la
que había de ungir los ojos del que nació ciego. Nosotros nacemos de Adán
ciegos también y tenemos necesidad de que Cristo nos ilumine. Hizo una
mezcla de saliva y tierra: El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
Mezcló su saliva con tierra; por eso estaba ya predicho: La verdad salió de
la tierra. Él, en cambio, dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Nosotros gozaremos con plenitud de la verdad cuando le veamos a Él cara a
cara; esto también se nos promete. Pues, ¿quién tendría la audacia de
esperar lo que Dios no hubiese tenido la dignación de prometernos o de
darnos? Le veremos a Él cara a cara. Dice el Apóstol: Yo ahora conozco
solo en parte, ahora solo en espejo y enigma, pero después yo le veré a Él
cara a cara. El apóstol Juan dice también en una de sus cartas: Amadísimos,
ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha mostrado lo que seremos;
cuando se muestre, seremos semejantes a Él, pues le veremos como es. ¡Qué
promesa esta tan inmensa!: Si le amas, vete detrás de Él. Le amo, contestas;
mas, ¿por qué camino seguirle? Si el Señor Dios tuyo te hubiese dicho: «Yo
soy la verdad y la vida», tu deseo de la verdad y tu amor a la vida te
llevarían ciertamente a la búsqueda del camino que te pudiera conducir a
ellas, y te dirías a ti mismo: Magnífica cosa es la verdad y magnífica cosa
es la vida, si existiera el medio de llegar a ellas mi alma. ¿Buscas el
camino? Oye lo primero que te dice: Yo soy el camino. Te dice primero por
dónde se va que adónde se va. Yo soy, dice, el camino. ¿Adónde lleva este
camino? Yo soy también la verdad y la vida. Dice primero por dónde has de
ir y luego a dónde has de ir. Yo soy el camino, y soy la verdad, y soy la vida.
En el seno del Padre está la verdad y la vida; vestido de nuestra carne, es el
camino. No se te dice: Suda trabajando en la búsqueda del camino por el
que llegues a la, verdad y a la vida; no se te dice eso. Levántate, perezoso:
el camino mismo ha venido a tu encuentro y te despertó del sueño a ti que
estabas dormido (si es que te despertó): Levántate y anda. Tal vez hagas
esfuerzos para andar y no puedas, porque te duelen los pies. ¿Por qué te
duelen? ¿Es, por ventura, porque anduvieron caminos difíciles bajo el
tiránico imperio de la avaricia? Pero también el Verbo de Dios sanó a los
cojos. Yo tengo los pies sanos, dices tú: lo que no veo es el camino.
También el Verbo de Dios dio vista a los ciegos.
(Ev. Jn. Trat. XXXIV, 8, 9)
•
11 de abril
Cuánto nos has amado
¡Cuánto nos has amado, Padre bueno, que a tu propio Hijo unigénito no
perdonaste sino que lo entregaste por nosotros, impíos como éramos! (Rom
8,32). ¡Y cuál fue tu manera de amarnos! Nos diste a tu Hijo, quien no tuvo
por usurpación ser igual a ti, obediente hasta la muerte de cruz (Flp 2,6-8).
Él fue el único libre entre los muertos (Sal 87,5) que tuvo potestad para dar
su vida y la tuvo también para recuperarla (Jn 10,18). Él fue para ti y para
nosotros vencedor y víctima, y fue vencedor porque fue víctima. Fue para
nosotros sacerdote y sacrificio, y fue sacerdote porque fue sacrificio. Nos
convirtió para ti de siervos en hijos naciendo de ti y sirviéndonos a
nosotros.
Razón me sobra para fundar en él una sólida esperanza, seguro como
estoy de que tú vas a sanar mis dolencias por Aquel que está sentado a tu
diestra para interceder por nosotros (Rom 8,34). Si no fuera por él me
hundiría en la desesperación. Porque si muchas y graves son mis dolencias,
mayor todavía es la medicina que me das. Podríamos los hombres pensar
que tu Verbo era remoto y ajeno a todo contacto con nosotros si él no se
hubiera hecho carne para habitar entre nosotros.
(Conf. X, 43.69)
•
12 de abril
No es la pena sino la causa
Una cosa, sobre todo, se os ha de advertir, que debéis recordar asiduamente y
en la que debéis pensar siempre: no es la pena, sino la causa, lo que hace al
mártir de Dios. Dios se deleita con nuestra justicia, no con nuestros
tormentos. Y en el momento del juicio de Dios omnipotente y veraz no se
preguntará lo que uno haya sufrido, sino por qué lo ha sufrido. El que
podamos signarnos con la cruz del Señor no lo debemos al sufrimiento del
Señor, sino a la causa del mismo. Pues si ello se debiese a la pena, hubiese
valido lo mismo al efecto la pena de los ladrones. En el mismo lugar estaban
crucificados tres; en el medio estaba el Señor, que fue contado entre los
malhechores. A un lado y otro le pusieron dos ladrones, pero su causa no era
la misma. Se hallaban a ambos lados del crucificado, pero les separaba una
gran distancia. A ellos los crucificaron sus crímenes; al Seños los nuestros.
Pero, con todo, hasta en uno de ellos se manifestó suficientemente cuánto
vale no ya el tormento del crucificado, sino la piedad del confesor. En medio
del dolor, el ladrón obtuvo lo que Pedro había perdido lleno de temor.
Reconoció su crimen, subió a la cruz; cambió su causa y compró el paraíso.
Mereció cambiar totalmente su causa quien no despreció a Cristo por sufrir su
misma pena. Los judíos despreciaron a quien hacía milagros, él creyó en
quien pendía de un madero. Reconoció como Señor al compañero de cruz, y
creyendo hizo violencia al reino de los cielos. El ladrón creyó en Cristo
cuando tembló la fe de los apóstoles. Justamente mereció escuchar: Hoy
estarás conmigo en el paraíso. Ni siquiera él mismo se había forjado
esperanzas al respecto; se confiaba ciertamente a una gran misericordia, pero
pensaba también en sus merecimientos. Señor, dijo, acuérdate de mí cuando
llegues a tu reino. Esperaba sufrir el castigo hasta que llegase el Señor a su
reino y deseaba alcanzar su misericordia, al menos, en el momento de su
venida. El ladrón, conocedor de los propios méritos, lo difería; pero el Señor
le ofrecía lo que él no esperaba, como diciéndole: «Tú me pides que me
acuerde de ti cuando llegue a mi reino. En verdad, en verdad te digo que hoy
estarás conmigo en el paraíso. Reconoce a quién te confías. Piensas que he de
venir; pero antes de venir estoy en todas partes. Por tanto, aunque vaya a
descender a los infiernos, hoy te tengo en el paraíso; no confiado a otro, sino
conmigo. Mi humildad se abajó hasta los hombres mortales y hasta los
mismos muertos, pero mi divinidad nunca se alejó del paraíso». Había, pues,
tres cruces y tres causas. Un ladrón insultaba a Cristo; el otro, confesando sus
maldades, se confiaba a la misericordia de Cristo. La cruz de Cristo en el
medio no fue un suplicio, sino un tribunal; desde la cruz, en efecto, condenó
al que lo insultaba y libró a quien creyó en él. Temed, si le insultáis, y gozad,
si creéis en él. Revestido de gloria, hará lo mismo que revestido de humildad.
(Serm. 285, 2)
•
13 de abril
Pedro camina sobre las aguas
¿Qué significa también el haberse Pedro atrevido a ir a Él sobre las aguas? A
menudo Pedro personifica a la Iglesia. Aquello, pues, que dijo: Señor, si eres
tú, mándame ir a ti sobre las aguas, ¿qué sentido juzgamos pueda tener sino
este: Señor, si tú eres veraz y nunca dices mentira, glorifica también a tu
Iglesia en este mundo, según lo anunció el salmista proféticamente? Luego,
ande también ella sobre las aguas y vaya sobre las aguas a ti, puesto que a ella
se le dijo: Todos los ricos del pueblo te ofrecerán humildes ruegos. Mas,
porque nada tiene el Señor que temer de las humanas alabanzas, pero en la
Iglesia las alabanzas y los honores son frecuentemente para los mortales
motivo de tentación y aun de hundimiento casi, Pedro tembló en el mar,
aterrado por la extremada violencia de la tempestad. ¿A quién, en efecto, no
infunde pavor aquella voz del profeta: Los que os llaman felices, os extravían
y hacen zozobrar las sendas por donde vais? Ahora bien, en esta peligrosa
lucha del alma contra el apetito de alabanza debe quien siente la caricia de los
aplausos humanos recurrir a la oración y a la plegaria, para no verse derribado
y sumergido cuando le vituperen. Al titubear, pues, sobre las olas, alce su voz
y diga: Sálvame, Señor; y aunque le reproche, diciendo: Hombre de poca fe,
¿por qué dudaste, por qué, sin apartar los ojos de aquel a quien ibas, no
pusiste toda confianza en solo el Señor?, sin embargo, le tenderá la mano, se
lo arrebatará a las olas y no le dejará perecer, porque reconoció su debilidad e
imploró su ayuda. Cuando el Señor entró en la nave, y renació la confianza, y
cesaron las dudas, y la tempestad del mar se calmó, y, llegando al seguro de la
tierra firme, todos le adoraron diciendo: Verdaderamente que tú eres el Hijo
de Dios... Es el eterno gozo, donde se conoce y se ama la contemplación de la
Verdad manifiesta, del Verbo divino, de la Sabiduría, por cuyas manos fueron
hechas todas las cosas, y de su misericordia soberana.
(Serm. 75, 10)
•
14 de abril
Las tempestades
Bueno, hermanos; se precisa concluir el sermón. Imaginad este mundo bien
así como un océano, un recio huracán y una borrasca grande. Para cada cual,
su borrasca es su inclinación al mal. Si amas a Dios, caminarás sobre las
aguas del mar y hollarán tus pies la hinchazón del siglo. ¿Amas el mundo? Te
sorberá, porque a sus amigos los devora, no los soporta. Cuando tu corazón
zozobra por efecto de una pasión, para vencer tu sensualidad invoca la
divinidad de Cristo. ¿Pensáis vosotros que son los huracanes las adversidades
del siglo? Porque, en habiendo que hay guerras, motines, hambre, peste;
cuando a un hombre cualquiera le aflige un contratiempo, que a él solo le
toca, dícese que hay viento de proa, y entonces se piensa en invocar a Dios;
pero si a este siglo le sonríe la felicidad temporal, ¿qué ha de ser de proa el
viento? No averigües por ahí la bonanza del tiempo; averíguala por tus
pasiones, mira si hay sosiego dentro de ti, mira y remira si no te zarandea un
vendaval interior. Fortaleza insigne se necesita para luchar contra la felicidad
del siglo, por que no seduzca y pervierta; esa felicidad puede dar al través con
la verdadera felicidad. Insigne fortaleza, digo, es menester para luchar contra
la felicidad, y felicidad grande no ser vencido por la felicidad. Aprende a
hollar el siglo, acuérdate de confiar en Cristo y, si tu pie vacila, si titubeas, si
no te mantienes a flote, si empiezas a hundirte, di: Perezco, Señor, sálvame.
Di: Perezco, para que no perezcas. Solo, en efecto, puede salvarte de la
muerte de la carne quien por ti murió en su carne. Vueltos al Señor, etc.
(Serm. 77, 9)
•
15 de abril
Distribución de naturalezas
Hay una naturaleza que cambia en el espacio y en el tiempo, como es el
cuerpo. Hay otra naturaleza que no cambia en el espacio, pero sí en el tiempo,
como es el alma. Y hay otra naturaleza, finalmente, que no puede cambiar ni
en el espacio ni en el tiempo: esta es Dios. Lo que aquí señalo como mudable
en cualquier modo, se llama criatura. Lo que designo inmutable, Creador. Y,
pues todo lo que decimos que es, lo decimos en cuanto permanece y en
cuanto es uno, se sigue que la unidad es forma de cualquier hermosura.
En esta distribución de naturalezas puedes advertir lo que es sumamente,
lo que es ínfimamente, pero es, y lo que es medianamente, y es mayor que
lo ínfimo y menor que lo máximo. Lo sumo es la misma bienaventuranza.
Ínfimo es lo que no puede ser ni bienaventurado ni mísero. Lo mediano,
finalmente, vive míseramente por la inclinación a lo ínfimo,
bienaventuradamente por conversión hacia lo sumo. Quien cree a Cristo, no
ama lo ínfimo, no se enorgullece en lo mediano, y así se hace capaz de
adherirse a lo sumo. Y esto es todo lo que se nos manda, se nos amonesta y
se nos encarece que hagamos.
(Carta a Celestino, 18, 2)
•
16 de abril
El pan cotidiano
El pan nuestro de cada día, prosigue, dánosle hoy. Puede bien entenderse que
la oración esta la decimos para que nos abunde la vianda de cada día; y, si no
abunda, no falte. Llamó de cada día al día que se llama hoy. Cada día
vivimos, cada día nos levantamos, cada día nos saciamos, cada día
hambreamos. Dénos el pan cotidiano. ¿Por qué no dijo también el abrigo?
Nuestro sustento lo hacen dos cosas: comida y bebida; el abrigo lo hacen la
ropa y el hogar. No vayan más allá los deseos del hombre, pues el Apóstol
dice: Nada hemos traído a este mundo ni podemos llevarnos nada de él;
contentémonos de tener comida y abrigo. Perezca la avaricia, y será rica la
naturaleza. Luego si esta petición: El pan nuestro de cada día dánosle hoy, se
refiere al cotidiano mantenimiento, y así es la verdad, no extrañe que bajo el
nombre de pan se cifre todo lo necesario. Cuando José invitó a sus hermanos,
dijo: Estos hombres comerán pan conmigo. ¿No iban a comer nada más?
Pero, diciendo pan, se entendían las otras viandas. No de otro modo, cuando
pedimos el pan de cada día, pedimos todo lo que habemos menester para
nuestro cuerpo en la tierra. ¿Qué dice, no obstante, el Señor Jesús? Buscad
primero el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Y
cuadra muy bien entender así el pan nuestro cotidiano dánosle hoy; a saber,
danos la Eucaristía, manjar de cada día. Los fieles saben qué reciben en este
sacramento y cuán bueno es para ellos recibir este pan cotidiano, sin el que no
puede sustentarse la vida esta. Ruegan por sí, para ser buenos y perseverar en
esta bondad, en esta fe, en esta vida santa. Y lo desean y lo piden, porque, si
no perseveran en esta vida buena, serán separados del pan aquel. ¿Qué
significa, por tanto, la petición: el pan nuestro de cada día dánosle hoy? Esto:
vivamos de modo que no se nos separe de tu altar. Y la palabra de Dios que
todos los días se os explica, y en cierta manera se reparte, es pan cotidiano:
pan este que desean comer las mentes, como el otro lo desean los vientres. Si
pedimos pan concretamente o en singular, es debido a encerrar en el término
pan todo lo necesario para el sustento de la vida cotidiana: la espiritual y la
del cuerpo.
(Serm. 58, 5)
•
17 de abril
La Eucaristía se come por partes
¿Qué voz es esa del Señor que os convida? ¿Quién os convida y a quiénes y
qué os tiene preparado? Convida el Señor a sus siervos, y de manjar se les ha
preparado a si mismo. ¿Quién osará comer a su Señor? Y, sin embargo, dice:
El que me come, vive en mí. Comer a Cristo es comer la vida. Ni es muerto
para ser comido, antes vivifica El a los muertos. Cuando es comido, restaura,
pero no mengua. No recelemos, pues, hermanos míos, comer este pan por
miedo a concluirle y no hallar después qué comer. Sea comido Cristo; comido
vivo, porque de la muerte ya resucitó. Ni cuando le comemos le dividimos en
partes. Esto sucede con las especies sacramentales, ciertamente; los fieles
saben cómo se come la carne de Cristo; cada cual recibe su parte; por eso la
gracia misma –la Eucaristía– se llama partes. Se le come a partes y
permanece todo entero; todo entero se halla en tu corazón. Todo Él estaba en
el Padre cuando vino a la Virgen; la llenó a ella y no se apartó de Él. Venía a
la carne para que los hombres le comieran, y permanecía todo entero en el
cielo para ser alimento de los ángeles. Porque habéis de saber, hermanos –los
que lo sabéis, y los que no lo sabéis debéis saberlo–, que, cuando Cristo se
hizo hombre, comió el hombre el pan de los ángeles. ¿Por dónde, cómo, por
qué medio, por qué merecimientos, por qué dignidad había el hombre de
comer el pan de los ángeles, si no se hiciera hombre el Criador de los
ángeles? Comámosle tranquilamente; no por comerle se termina, antes
debemos comerle para que no terminemos nosotros. ¿Qué cosa es comer a
Cristo? No es solo recibir su cuerpo en el sacramento, porque también le
reciben muchos indignos, de los que dice el Apóstol: El que come el pan y
bebe el cáliz del Señor indignamente, se come y bebe su propio juicio.
(Serm. 129, 1)
•
18 de abril
Temores y escrúpulos para comulgar
Pues, ¿cómo ha de ser comido Cristo? Como Él mismo dice: Quien mi carne
come y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Esto es comerle, esto es
beberle; porque si alguien no permanece en mí ni yo en él, aunque reciba el
sacramento, solo es para su tormento. Y quién sea el que permanece en él,
dícelo en otro lugar: El que cumple mis mandamientos, ese permanece en mí
y yo en él. Ved, pues, hermanos, que, si los fieles os separáis del cuerpo del
Señor, es de temer que muráis de hambre. Él mismo, en efecto, ha dicho: El
que no come mi carne ni bebe mi sangre, no tendrá en sí la vida. Por donde,
si os abstenéis de comer el cuerpo y la sangre del Señor, es de temer
perezcáis; y si lo coméis indignamente o indignamente lo bebéis, se ha de
temer que comáis y bebáis vuestra propia condenación. Aprieto grande, por
cierto. Vivid bien, y los aprietos se aflojan. No queráis prometeros la vida
viviendo mal; lo que no promete Dios, engáñase cuándo se lo promete a sí
mismo el hombre. Testigo malo, te prometes lo que la Verdad te niega. La
Verdad dice: «Si vivís mal, moriréis eternamente», y ¿dices tú: «Yo vivo mal,
y viviré eternamente con Cristo»? ¿Cómo puede suceder que mienta la
Verdad y digas tú la verdad? Todo hombre es mentiroso. Luego no podéis
vivir bien si Él no os ayuda, si Él no os diere la gracia de vivir bien. Pedid
esto en la oración, y comed. Orad, y os veréis libres de estos aprietos. Porque
Él os llenará, tanto en el bien obrar como en el bien vivir. Examinad vuestra
conciencia. Vuestra boca se llenará de alabanza de Dios y de regocijo, y,
libres de las grandes angustias, le diréis: Fuísteme abriendo paso por
doquiera que iba, y no flaquearon mis pies.
(Serm. 129, 2)
•
19 de abril
El cuerpo y la sangre de Cristo
Acabamos de oír al Maestro de la verdad, Redentor divino y Salvador
humano, encarecernos nuestro precio: su sangre. Nos habló, en efecto, de su
cuerpo y de su sangre: al cuerpo le llamó comida; a la sangre, bebida. Los
fieles saben que se trata del sacramento de los fieles; para los demás oyentes,
estas palabras tienen un sentido vulgar. Cuando, por ende, para realzar a
nuestros ojos una tal vianda y una tal bebida, decía: Si no comiereis mi carne
y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros (y, ¿quién sino la Vida
pudiera decir esto de la Vida misma? Este lenguaje, pues, será muerte, no
vida, para quien juzgare mendaz a la Vida). (Cuando, para realzar a nuestros
ojos una tal vianda y una tal bebida, decía esto), se escandalizaron los
discípulos; no todos, a la verdad, si no muchos, diciendo entre sí: ¡Qué duras
son estas palabras! ¿Quién puede sufrirlas? Y habiendo el Señor conocido
esto dentro de sí mismo, sin decirle nadie nada, y habiendo percibido el
runrún de los pensamientos, respondió a los que tal pensaban, bien que nada
decían con la boca, para que supieran que los había oído y desistiesen de
seguir pensando lo que pensaban... ¿Qué les respondió, pues? ¿Os
escandaliza esto? Pues, ¿qué será viendo al Hijo del hombre subir a donde
primero estaba? ¿Qué significa Os escandaliza esto? ¿Pensáis que del cuerpo
este mío, que vosotros veis, he de hacer partes y seccionarme los miembros
para dároslos a vosotros? Pues, ¿qué será viendo al Hijo del hombre subir a
donde primero estaba? Claro es; si pudo subir íntegro, no pudo ser
consumido. Así, pues, nos dio en su cuerpo y sangre un doble alimento, y, a la
vez, en dos palabras resolvió la cuestión de su integridad. Coman, por ende,
quienes le comen, y beban los que le beben; tengan hambre y sed; coman la
vida, beban la vida. Comer esto es rehacerse; pero en tal modo te rehaces, que
no se deshace aquello con que te rehaces. Y beber aquello, ¿qué cosa es sino
vivir? Cómete la vida, bébete la vida; tú tendrás vida sin mengua de la Vida.
Entonces será esto, es decir, el cuerpo y la sangre de Cristo será vida para
cada uno, cuando lo que en este sacramento se toma visiblemente, el pan y el
vino, que son signos, se coma espiritualmente, y espiritualmente se beba lo
que significan. Porque se lo hemos oído al Señor decir: El espíritu es el que
da vida, la carne no aprovecha de nada. Las palabras que yo os he hablado,
son espíritu y son vida. Pero hay entre vosotras, dice, algunos que no creen.
Eran los que decían: ¡Cuán duras palabras son estas!; ¿quién las puede
aguantar? Duras, sí, mas para los duros; es decir, son increíbles, mas lo son
para los incrédulos.
(Serm. 131, 1)
•
20 de abril
Señor, ¿a quién iremos?
Y Él se dirige a los pocos que se habían quedado con Él. Dijo Jesús a los
doce, es decir, a los que se quedaron con Él: ¿Queréis por ventura vosotros
huir también de mi compañía? No se fue nadie, ni Judas siquiera. Pero el
Señor ya sabía por qué no se iba, y nosotros lo supimos después. Pedro
contesta, en nombre de todos, uno por muchos, la unidad por la universalidad.
Contestó, pues, Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? ¿Nos alejas de ti?
Danos otro igual que tú. ¿A quién iremos? Si nos vamos de tu compañía, ¿a
quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Mirad cómo comprendió
esto Pedro con la ayuda de Dios y confortación del Espíritu Santo. ¿De dónde
le vino esta inteligencia sino de su fe? Tú tienes palabras de vida eterna.
Porque tú das la vida eterna en el servicio de tu cuerpo y sangre, y nosotros
hemos creído y entendido. No entendimos y creímos, sino que creímos y
entendimos. Creímos, pues, para llegar a comprender; porque, si quisiéramos
entender primero y creer después, no nos hubiera sido posible entender sin
creer. ¿Qué es lo que hemos creído y qué es lo que hemos entendido? Que tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios; es decir, que tú eres la misma vida eterna y
que no comunicas en el servicio de tu carne y sangre sino lo que tú eres.
(Ev. Jn. Trat. XXVII, 9)
•
21 de abril
Un solo pastor bueno
¿Por qué, pues, habláis a estos buenos pastores de un solo pastor bueno, sino
para recomendarles así la unidad? El Señor va en persona a exponeros esto
más claramente por ministerio nuestro, recordando a vuestra caridad el mismo
lugar del Evangelio. Escuchadle. Deciros tan encarecidamente: Yo soy el buen
pastor, fue deciros: Todos los demás, todos los pastores buenos, son
miembros míos, porque no hay sino una sola cabeza y un solo cuerpo: un
solo Cristo. Solo hay, por tanto, un cuerpo, un rebaño único, formado por el
Pastor de los pastores, los pastores del Pastor y las ovejas, con sus pastores,
bajo el cayado del Pastor supremo. ¿No enseña eso el Apóstol? Porque lo
mismo que, siendo uno el cuerpo, tiene muchos miembros, y todos los
miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así también
Cristo. Luego si también Cristo es así, y si tiene incorporados a él todos los
pastores buenos, con razón no habla sino de uno solo, al decir: Yo soy el buen
pastor. Yo, el único; todos los demás forman conmigo una sola unidad. Quien
apacienta fuera de mí, apacienta contra mí; quien conmigo no recoge
desparrama. Oídle ahora recomendar la unidad con mayor vehemencia
todavía. Tengo, dice, otras ovejas que no son de este aprisco. Este aprisco, en
efecto, al que hablaba, era de israelitas según la carne; mas había otros
israelitas según la fe, que aun estaban fuera, entre los gentiles, ya
predestinados, todavía no congregados. Los conocía él, que los había
predestinado; los conocía él, que había venido para redimirlos por la efusión
de su sangre. Ellos no le veían a él, pero él veíalos a ellos; aun no habían ellos
creído en él, y él ya los conocía. Tengo, dice, otras ovejas que no son de este
aprisco, pues que no pertenecen al linaje carnal de Israel; no quedarán, sin
embargo, fuera del aprisco; es necesario traerlas a mí, para que sea un solo
rebaño y un solo pastor.
(Serm. 138, 5)
•
22 de abril
Entrad por Cristo
Oísteis cuando se leía el Evangelio: Quien entra por la puerta, ese es el
pastor; mas el que sube por otra parte, es ladrón y salteador, y su intención
desunirlas, desperdigarlas y llevárselas. ¿Quién entra por la puerta? Quien
entra por Cristo. Y ¿quién es este? Quien imita la pasión de Cristo, quien
conoce la humildad de Cristo; y, pues Dios se hizo por nosotros hombre, bien
claro está que no es Dios el hombre, sino hombre. Quien, en efecto, quiere
dárselas de Dios no siendo más que hombre, no imita ciertamente al que,
siendo Dios, se hizo hombre. A ti no se te dice: «Sé algo menos de lo que
eres», sino: «Conoce lo que eres». Conócete enfermo, conócete hombre,
conócete pecador, conoce ser Dios quien justifica, conócete manchado. Pon al
raso en la confesión la mancha de tu corazón, y pertenecerás al rebaño de
Cristo; la confesión de los pecados suscitará en el Médico ganas de sanarte. El
enfermo que dice: «Yo no tengo nada», no se preocupa del médico.
(Serm. 137, 4)
•
23 de abril
Tres suertes de personas que van al aprisco
Habla el Señor en el evangelio este de tres suertes de personas, que debemos
estudiar: el pastor, el mercenario y el ladrón; y entiendo que, al sernos leído,
advertisteis las características con que designó al pastor, las del mercenario y
las propias del ladrón. Del pastor dijo que daba la vida por sus ovejas y
entraba por la puerta; del salteador o ladrón, que subían por otra parte; del
mercenario afirmó que, en viendo que ve al lobo o al ladrón, huye, porque no
tiene amor a las ovejas: es mercenario, no pastor verdadero. Entra este por la
puerta, por ser pastor; el ladrón sube por otra parte, por ser ladrón; el
mercenario, viendo a los que tratan de llevarse las ovejas, teme y escapa, por
ser mercenario, porque le tienen sin cuidado las ovejas: al fin es mercenario.
Si diésemos con estas tres personas, habría vuestra santidad hallado a quiénes
ha de amar, a quiénes tolerar y a quiénes esquivar. Ha de ser amado el pastor,
tolerado el mercenario, esquivado el ladrón. Hay en la Iglesia hombres que,
según decir del Apóstol, anuncian el Evangelio ex occasione, buscando de los
hombres su propia medra, ya en dinero, ya en honores, ya en alabanzas
humanas. Buscando a toda costa sus personales ventajas, no miran, al
predicar, tanto a la salud de aquellos a quienes predican como a sus
particulares emolumentos. Mas quien oye la salud a quien no tiene salud, si
creyere en aquel a quien ese tal anuncia, sin poner la esperanza en aquel por
quien la salud le es anunciada, quien anuncia, saldrá perdiendo; aquel a quien
se anuncia, saldrá ganando.
(Serm. 137, 5)
•
24 de abril
Yo soy la puerta
Torna, pues, a lo que yo decía, porque quizá sea ese el verdadero modo de
entenderlo, para salir los dos de la dificultad propuesta. Desde luego, yo,
según la fe católica, veo la salida sin daño y sin tropiezo alguno; pero tú,
cerrado por todas partes, andas buscando la salida. Tienes que ver primero por
dónde entraste. Tal vez tú no te has dado cuenta de lo que te acabo de decir:
que mires primero por dónde entraste. Óyele a Él mismo, que dice: Yo soy la
puerta. No sin razón andas buscando la salida y no das con ella, porque no
entraste por la puerta, sino que te caíste por el muro. Tienes que rehacerte de
tu descalabro como puedas y entrar por la puerta, para que no te hagas daño y
salgas sin extraviarte. Entra por Cristo y no digas lo que tu corazón te inspira,
sino lo que Él te da a conocer. Eso es lo que tienes que decir. Ahora mira
cómo la fe católica sale de esta dificultad: el Hijo anduvo sobre las aguas y
puso sobre ellas sus plantas de carne; la carne andaba y la divinidad la
gobernaba, ¿estaba el Padre ausente? Si estaba ausente, ¿cómo es que el Hijo
mismo dice: El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace sus obras?
Luego, si el Padre permanece en el Hijo y Él mismo hace sus obras, aquel
caminar de la carne sobre las olas del mar lo hacía el Padre; por medio del
Hijo lo hacía. Luego aquel caminar es obra inseparable del Padre y del Hijo:
estoy viendo obrar allí a los dos. Ni el Padre deja solo al Hijo ni el Hijo se
aleja del Padre; y así todo lo que hace el Hijo, no lo realiza sin el Padre,
porque todo lo que hace el Padre no lo hace sin el Hijo.
(Ev. Jn. Trat. XX, 6)
•
25 de abril
Id al mundo entero
Pero vosotros, estirpe escogida, que sois débiles según el mundo y lo habéis
dejado todo por seguir al Señor, id en pos suya para confundir a los fuertes.
Corred, hermosos pies, en seguimiento suyo y brillad en el firmamento para
que los cielos canten la gloria de Dios haciendo la diferencia entre la luz de
los perfectos que no es todavía como la de los ángeles, y las tinieblas de los
que aún son párvulos pero no desechados. Brillad sobre la tierra para que un
día candente de sol le diga al que le sigue palabras de sabiduría; y la noche
iluminada por la luna le anuncie a la otra noche palabras de ciencia. La luna y
las estrellas brillan de noche y la noche no las oscurece, porque ellas la
iluminan según su capacidad.
Y un día, como si Dios hubiera dicho de nuevo: «Háganse luminarias en
el firmamento», vino repentinamente del cielo un ruido como de viento
impetuoso y se vieron lenguas de fuego repartirse y posarse sobre la cabeza
de cada uno de aquellos hombres; y con esto se encendieron en el
firmamento luminarias llenas de palabras de vida. Difundíos pues por todas
partes vosotros, fuegos santos, llamas hermosas. Porque vosotros sois la luz
del mundo, y no estáis bajo el celemín. Por vosotros es glorificado aquel a
quien os consagrasteis, y Él a su vez os ha glorificado. Difundid y dadle a
conocer a todos los pueblos.
(Conf. XIII, 19.25)
•
26 de abril
Creer para caminar
Todo hombre que aún no cree en Cristo no se halla ni siquiera en el camino:
está extraviado, pues. También él busca la patria, pero no sabe por dónde ha
de ir ni conoce dónde se halla. ¿Qué quiero decir al afirmar que busca la
patria? Toda alma busca el descanso y la felicidad; nadie a quien se le
pregunte si quiere ser feliz duda en responder afirmativamente; todo hombre
grita que quiere serlo; pero los hombres ignoran por dónde se llega a esa
felicidad y dónde se la encuentra; por tanto, están extraviados. Nadie que no
esté en marcha se encuentra extraviado; el extravío surge cuando se inicia la
marcha y no se sabe por dónde hay que ir. El Señor te reconduce al camino; al
hacernos fieles, creyentes en Cristo, no podemos decir que estamos ya en la
patria, pero hemos comenzado ya a caminar por el camino. De esta manera,
recordando que somos cristianos, exhortamos y amonestamos a todos los que
nos son amadísimos, a quienes yerran en las vanas supersticiones y herejías, a
que vengan al camino y caminen por él; así también, quienes ya están en el
camino deben exhortarse mutuamente. Nadie llega sino quien está en el
camino; mas no todo el que está en el camino llega. Se hallan, por tanto, en
mayor peligro quienes aún no poseen el camino; mas quienes ya están en él
no deben sentirse todavía seguros, no sea que, retenidos por los encantos del
camino mismo, no tengan suficiente amor para sentirse arrastrados hacia
aquella patria, la única en que existe el descanso. Nuestros pasos en él son el
amor de Dios y del prójimo. Quien ama corre, y cuanto más intensamente
ama uno, tanto más velozmente corre; al contrario, cuanto menos ama uno,
tanto más lentamente se mueve por el camino. Y si carece de amor, se ha
parado del todo; en cambio, si ansía el mundo, ha invertido la dirección y ha
dado la espalda a la patria. ¿De qué le aprovecha el estar en el camino si no
avanza, sino que, al contrario, da marcha atrás? Es decir, ¿de qué sirve ser
cristiano católico –esto es estar en el camino–, si al amar el mundo marcha
por el camino, pero retrocediendo? Vuelve al punto de donde partió. Si alguna
emboscada del enemigo que le tienta y le asalta en este camino lo separa de la
Iglesia católica o lo arrastra a la herejía, o hacia algunos ritos paganos, o a
cualesquiera otras supersticiones o maquinaciones del diablo, ya ha perdido el
camino y vuelto al error.
(Serm. 346B, 2)
•
27 de abril
Muéstranos al Padre
Pues los discípulos, que todavía estaban en la creencia de que el Padre es algo
mayor que el Hijo, porque veían la carne, pero no veían la divinidad, le
dijeron: Señor, muéstranos al Padre y esto nos basta. Es como decir:
Tenemos ya noticia de ti y te bendecimos quienes ya hemos adquirido ese
conocimiento, y te damos gracias porque te mostraste a nosotros; pero del
Padre aún no tenemos la menor noticia. Por eso nuestro corazón se abrasa y
arde en deseos santos de ver a tu Padre, que te envió. Muéstranosle; ya no te
pediremos más nunca; basta que nos muestre Aquel cuya grandeza no puede
ser mayor. ¡Qué buen deseo y qué anhelo tan legítimo, pero qué inteligencia
tan pobre!... Felipe, ¿hace tanto tiempo que estoy con vosotros y no me
conocéis todavía? El que me ve a mí, ve a mi Padre. ¿Por qué ellos no le
veían? Le veían a Él, pero al Padre no le veían. Veían la carne, mas la
majestad estaba oculta. Lo que veían los discípulos, que le amaban, eso
mismo vieron los judíos que le crucificaron. Todo Él estaba dentro, y de tal
modo dentro de la carne, que no dejaba por eso de estar con el Padre. No
dejó, pues, al Padre cuando vino a la carne.
(Ev. Jn. Trat. XIV, 12)
•
28 de abril
Plenitud de la Ley, el amor
Quien tiene su corazón lleno de amor, hermanos míos, comprende sin error y
mantiene sin esfuerzo la variada, abundante y vastísima doctrina de las
Sagradas Escrituras, según las palabras del Apóstol: La plenitud de la ley es el
amor; y en otro lugar: El fin del precepto es el amor que surge de un corazón
puro, de una conciencia recta y de una fe no fingida. ¿Cuál es el fin del
precepto sino el cumplimiento del mismo? ¿Y qué es el cumplimiento del
precepto sino la plenitud de la ley? Lo que dijo en un lugar: La plenitud de la
ley es el amor, es lo mismo que dijo en el otro: El fin del precepto es el amor.
No puede dudarse en modo alguno que el hombre en el que habita el amor sea
templo de Dios, pues dice también Juan: Dios es amor. Al decirnos esto los
apóstoles y confiarnos la excelencia del amor, están indicando que no
comieron otra cosa sino lo que manifiestan esos eructos. El mismo Señor que
los alimentó con la palabra de la verdad y del amor que es el mismo pan vivo
que ha bajado del cielo, dijo: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis
los unos a los otros. Y también: En esto conocerán todos que sois mis
discípulos: si os amáis los unos a los otros. El que vino a dar muerte a la
corrupción de la carne a través de la ignominia de la cruz y a desatar con la
novedad de su muerte la cadena vetusta de la nuestra, creó un hombre nuevo
con el mandamiento nuevo. Que el hombre muriera era, efectivamente, algo
muy antiguo; para que no siempre fuese realidad en el hombre, aconteció algo
nuevo: que Dios muriera. Mas como murió en la carne, pero no en la
divinidad, mediante la vida sempiterna de su divinidad no permitió que fuese
eterna la perdición de la carne. Y así, como dice el Apóstol, murió por
nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Por tanto, quien adujo
la novedad de la vida contra la vetustez de la muerte, él mismo opone al
pecado viejo el mandamiento nuevo. En consecuencia, quienquiera que seas
tú que quieres extinguir el viejo pecado, apaga con el mandamiento nuevo la
concupiscencia y abrázate al amor. Como la concupiscencia es la raíz de
todos los males, así también el amor es la raíz de todos los bienes.
(Serm. 350, 1)
•
29 de abril
Que te alabe mi corazón
¡Oh Dios! Yo soy tu siervo e hijo de tu sierva. Te ofreceré un sacrificio de
alabanza porque has roto mis cadenas (Sal 115,16). Que te alaben mi
corazón y mi lengua; que mis huesos todos clamen: Señor, ¿quién hay que sea
semejante a ti? (Sal 34,10). Tú, en cambio, respóndeme: Yo soy tu salvación
(Sal 34,3).
¿Quién era y cómo era yo? ¿Qué pecados no hice; o si no los hice, los
dije; o si no los dije los pensé? Pero tú, Señor, eres misericordioso, y tu
diestra, mirando en la hondura de mi muerte, de mi corazón sacó y agotó
todo un abismo de corrupción. Y esta miseria no estaba en otra cosa que en
no querer yo lo que tú querías y querer en cambio lo que tú no querías.
¿Dónde estuvo durante tan largos años mi libre albedrío? ¿Y de qué
profundidades me sacaste para que doblara mi cerviz a tu yugo suave y
aceptara sobre mis hombros tu carga ligera, ¡oh Cristo!, auxiliador y
redentor, mío?
¡Cuán suave me pareció desde el primer momento el carecer de las
suavidades de la vanidad, las que tanto miedo había tenido de perder y que
perdidas ahora me llenaban de gozo! Porque tú, suavidad suprema y
verdadera, las arrancabas de mí y en su lugar entrabas tú, que eres más
dulce que todos los placeres superiores a la carne y a la sangre; más claro
que la luz y más interior que toda intimidad y más sublime que todo honor,
pero no de ese honor con que muchos se sienten en sí mismos
encumbrados.
Ya era libre mi ánimo de toda sujeción a los cuidados de la ambición de
honores y bienes; la de revolcarme en el fango y de rascarme las leprosas
escamas de la concupiscencia. Ya podía cantarte como te cantan los
pajarillos al amanecer; a ti, mi Señor y mi Dios, que eres mi claridad, mi
riqueza y mi salvación.
(Conf. IX, 1.1)
•
30 de abril
Tener paz
Tened la paz, hermanos. Si queréis atraer a los demás hacia ella, sed los
primeros en poseerla y retenerla. Arda en vosotros lo que poseéis para
encender a los demás. El hereje odia la paz, como el enfermo de ojos la luz.
¿Acaso es mala la luz porque el enfermo no pueda soportarla? El enfermo de
ojos odia la luz; pero, con todo, el ojo fue creado para la luz. Quienes aman la
paz quieren que otros la posean con ellos, y se entregan a la tarea de aumentar
los posesores para que aumente la posesión. Esfuércense, pues, por curar los
ojos de los enfermos por cualquier medio, de cualquier forma. Se le cura
contra su voluntad; mientras dura la cura, no la quiere; mas, cuando vea la
luz, se deleitará. Imagínate que se enfada; tú no te canses de insistirle.
Amante de la paz: mira y deléitate tú primero en la hermosura de tu amada y
hazte llama para atraer al otro. Vea él lo que ves tú, ame lo que tú amas y
posea lo que tú posees. Tu amada a la que tanto quieres te dice: «Ámame y al
instante me poseerás». Trae contigo a cuantos puedas a mi amor: seré casta, y
casta permaneceré. Trae a cuantos puedas; que ellos me encuentren, me
posean y disfruten de mí. Si los muchos videntes no desgastan esta luz, ¿me
corromperán a mí los muchos amantes? Pero no quieren venir porque no
tienen con qué verme; no quieren venir porque el resplandor de la paz hiere la
enfermedad de la disensión. Escucha la voz lastimera de esos enfermos de
vista. Se les anuncia: «Pareció bien que los cristianos tengan paz». Nada más
escuchar este anuncio, se dicen entre sí: —¡Ay de nosotros! —¿Por qué? —
Llega la unidad. —¿Qué significa eso? ¿Qué significan esas palabras: «¡Ay de
nosotros, que llega la unidad!»? Cuánto más justamente debíais haber dicho:
«¡Ay de nosotros, que llega la disensión!». Lejos de nosotros el que llegue la
disensión: es como las tinieblas para los videntes. Pero llega la unidad: hay
que saltar de gozo, hermanos. ¿Por qué te has asustado? Lo dicho es: «Llega
la unidad». ¿Se ha dicho acaso: «Llega una fiera, llega el fuego»? Llega la
unidad, llega la luz. Si quisiera responderos verdaderamente, os diría: «No me
asusté porque llegara alguna fiera, pues no soy miedoso; pero me espanté de
que llegara la luz, pues tengo enfermos los ojos». Hay que esforzarse, pues,
en lograr su curación. En la medida de nuestras fuerzas, en cuanto podamos y
Dios nos conceda, hemos de participar con ellos de lo que no mengua por la
participación misma.
(Serm. 357, 3)
Mayo
•
1 de mayo
Que te alaben tus obras
Que todas tus obras te alaben, Señor, para que nosotros te amemos; y que te
amemos nosotros para que te alaben tus obras, esas obras que tienen en el
tiempo un principio y un fin, una aurora y un atardecer, crecimiento y
mengua, hermosura e imperfección; y todo esto, en parte de manera
manifiesta y en parte de modo oculto, fueron hechas por ti, pero no de ti sino
de la nada. No de una materia preexistente no tuya, sino de una materia
concreada, esto es, creada por ti informe y simultáneamente, formada sin
intersticio temporal alguno. Diferentes como son la materia del cielo y de la
tierra y la hermosura del cielo y la de la tierra, tú creaste la materia de la nada
absoluta y a esta materia, en un solo acto, le diste la forma de la hermosura;
sin intervalo de tiempo la forma acompañó a la materia.
(Conf. XIII, 33.48)
•
2 de mayo
Un doble camino
Un doble camino, pues, se puede seguir para evitar la obscuridad que nos
circuye: la razón o la autoridad. La filosofía promete la razón, pero salva a
poquísimos, obligándolos, no a despreciar aquellos misterios, sino a
penetrarlos con su inteligencia, según es posible en esta vida. Ni persigue otro
fin la verdadera y auténtica filosofía sino enseñar el principio sin principio de
todas las cosas, y la grandeza de la sabiduría que en Él resplandece, y los
bienes que sin detrimento suyo se han derivado para nuestra salvación de allí.
A este Dios único, omnipotente, tres veces poderoso, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, nos lo dan a conocer los sagrados misterios, cuya fe sincera e
inquebrantable salva a los pueblos, evitando la confusión de algunos, y el
agravio de otros. Y la sublimidad del misterio de la encarnación, por la que
Dios tomó nuestro cuerpo, viviendo entre nosotros, cuanto más vil parece,
tanto mejor ostenta la clemencia divina, y resulta más remota e inasequible a
la soberbia de los hombres de ingenio.
(DeOrd. II, 5, 16)
•
3 de mayo
El ojo del corazón
Felipe, ¿hace tanto tiempo que estoy con vosotros y no me habéis conocido
todavía? Felipe habría podido responderle: A ti ya te conocemos; ¿te hemos
pedido acaso a ti que te nos muestres? Lo que queremos es conocer a tu
Padre. Jesús añadió inmediatamente: El que me ve a mí ve también a mi
Padre. Si el enviado es igual al Padre, no le juzguemos por la flaqueza de la
carne, sino consideremos la majestad en la vestidura de la carne, no ahogada
por la carne. Porque, subsistiendo como Dios con el Padre, se hizo hombre
entre los hombres con la finalidad de que tú, gracias a aquel que por ti se hizo
hombre, llegues a ser tal como el que ve a Dios. El hombre no podía ver a
Dios. El hombre podía ver al hombre, pero ver en el hombre a Dios no podía.
¿Por qué no podía ver a Dios? Es que le faltaba el ojo del corazón para verle.
Tenía dentro algo que estaba enfermo y algo fuera que estaba sano. Estaban
sanos los ojos del cuerpo, pero enfermos los ojos del corazón. El Hijo de Dios
se hizo hombre visible a los ojos del cuerpo para que, creyendo en Aquel que
podían ver los ojos del cuerpo, fueses curado para ver al que no podías ver
espiritualmente.
(Ev. Jn. Trat. XIV, 12)
•
4 de mayo
Desprecio de la dádiva del Señor
Permíteme, Señor decir algo sobre mi ingenio, dádiva tuya y de los devaneos
en que lo desperdiciaba. Me proponían algo que inquietaba mucho mi alma.
Querían que por amor a la alabanza y miedo a ser enfrentado y golpeado
repitiera las palabras de Juno, iracunda y dolida por no poder alejar de Italia al
rey de los teucros (Virgilio, Eneida 1,38). Pues nunca había oído yo que Juno
hubiese dicho tales cosas. Pero nos forzaban a seguir como vagabundos los
vestigios de aquellas ficciones poéticas y a decir en prosa suelta lo que los
poetas decían en verso. Y el que lo hacía mejor entre nosotros y era más
alabado era el que según la dignidad del personaje que fingía con mayor
vehemencia y propiedad de lenguaje expresaba el dolor o la cólera de su
personaje.
Pero, ¿de qué me servía todo aquello, Dios mío y vida mía? ¿Y por qué
era yo, cuando recitaba, más alabado que otros coetáneos míos y
compañeros de estudios? ¿No era todo ello viento y humo? ¿No había por
ventura otros temas en que se pudieran ejercitar mi lengua y mi ingenio?
Los había. Tus alabanzas, Señor, tus alabanzas como están en la Santa
Escritura, habrían sostenido el gajo débil de mi corazón; y no habría yo
quedado como presa innoble de los pájaros de rapiña en medio de aquellas
vanidades.
(Conf. I, 17.27)
•
5 de mayo
Confianza en Dios
Cuando se leyó el Apóstol, habéis oído: Sabemos que la ley es espiritual, pero
yo soy carnal. Ved quién lo dice. La ley es espiritual, pero yo soy carnal,
esclavo del pecado; porque lo que obro, lo ignoro. ¿Qué significa lo ignoro?
No lo acepto, no lo apruebo. Pues no hago el bien que amo, antes el mal que
aborrezco, ese lo hago. Mas, por lo mismo que hago lo que no amo, consiento
a la ley como buena. ¿Qué significa consiento a la ley? Pues no hago lo que
quiero, esto que no quiero no lo quiere la ley; luego cuando hago lo que no
quiero, y no quiero lo que la ley no quiere, consiento a la ley, o reconozco a la
ley como buena. Pero ella es espiritual, yo carnal; ¿qué sucederá? Hacemos lo
que no queremos; luego, si hacemos todos los males, ¿quedaremos impunes?
¡Nunca! No te lo prometas, hombre; atiende a lo que sigue: Pero si lo que no
quiero eso hago, ya no soy el que lo obra, sino el pecado que habita en mí. ¿A
qué llama pecado sino a la concupiscencia de la carne? Y porque, a lo mejor,
no fueras a decir que la concupiscencia no es cosa relacionada contigo, por
eso dijo: El pecado que habita en mí. Y ¿qué significa no soy yo el que obra?
Apetezco con la carne, no consiento con la mente. La carne apetece, la mente
no consiente; he aquí la lucha. Persevera, ¡oh mente!, en tu combate, y pide
socorro a tu Dios y Señor. Persevera, ¡oh mente!, en tu combate, y pide a
gritos lo que pedía la mujer aquella: Señor, ayúdame. Persevera, ¡oh mente!,
en tu combate, y clama lo que cantaste: Ten piedad de mí, Señor, ten piedad
de mí. He ahí el sacrificio: En ti ha confiado mi alma. En el bautismo se borra
la iniquidad, pero queda la enfermedad; en la resurrección no habrá iniquidad
alguna, y la enfermedad será consumida. Cuando esto mortal se vistiere de
inmortalidad y esto corruptible se vistiere de incorrupción, entonces se
cumplirá la palabra escrita: La muerte ha sido absorbida por la victoria.
¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Y si
el aguijón de la muerte es nuestro combate, ya no soy yo el que lo hago, sino
el pecado que habita en mí. Llamó pecado a la concupiscencia o apetito de la
carne; apetezco, mas no consiento con la mente, y la concupiscencia no deja
de estimular a la maldad. Este es el aguijón de la muerte. Cuando el enemigo
interior, la concupiscencia, fuere sanada, el enemigo exterior, el diablo, será
acoceado, y entonces viviremos en paz. ¿En qué paz? En la paz que ni el ojo
vio ni el oído oyó. ¿En qué paz? En esa paz que ningún corazón puede
presentir, y a la que no sigue discordia alguna. ¿En qué paz? En aquella de la
que dijo el Apóstol: Y la paz de Dios, que supera a todo entendimiento,
guarde vuestros corazones. De la paz esa dice el profeta Isaías: Señor, Dios
nuestro, danos la paz, porque todas las cosas nos las cumpliste ya. Prometiste
el Cristo, y nos le diste; prometiste su cruz y su sangre, que había de ser
derramada por la remisión de los pecados, y nos la diste; prometiste su
ascensión y el Espíritu Santo, que había de ser enviado desde el cielo, y lo
diste; prometiste una Iglesia difundida por toda la redondez de la tierra, y la
diste; prometiste que había de haber herejes para ejercicio y probación
nuestra, y la victoria de la Iglesia sobre los errores, y se cumplió; prometiste
que habían de ser abolidos los ídolos de los gentiles, y lo cumpliste. Señor,
Dios nuestro, danos la paz, porque todo lo demás ya nos lo diste.
(Serm. 33, 2)
•
6 de mayo
¿Callaba Dios?
¡Ay! ¿Me atreveré a decir que tú permanecías callado mientras yo más y más
me alejaba de ti? ¿Podré decir que no me hablabas? Pero, ¿de quién sino
tuyas eran aquellas palabras que con la voz de mi madre, fiel sierva tuya, me
cantabas al oído? Ninguna de ellas, sin embargo, me llegó al corazón para
ponerlas en práctica.
Ella no quería que yo cometiera fornicación, y recuerdo cómo me
amonestó en secreto con gran vehemencia, insistiendo sobre todo en que no
debía yo tocar la mujer ajena. Pero sus consejos me parecían debilidades de
mujer que no podía yo tomar en cuenta sin avergonzarme. Mas sus consejos
no eran suyos, sino tuyos, y yo no lo sabía. Pensaba yo que tú callabas,
cuando por su voz me hablabas; y al despreciarla a ella, sierva tuya, te
despreciaba a ti, siendo yo también tu siervo.
Pero yo nada sabía. Iba desbocado, con una ceguera tal, que no podía
soportar que me superaran en malas acciones aquellos compañeros que se
jactaban de sus fechorías tanto más cuanto peores eran. Con ello pecaba yo
no solo con la lujuria de los actos, sino también con la lujuria de las
alabanzas. ¿Hay algo que sea realmente digno de vituperación fuera del
vicio? Pero yo, para evitar el vituperio me fingía más vicioso; y cuando no
tenía un pecado real con el que pudiera competir con aquellos perdidos
inventaba uno que no había hecho, no queriendo parecer menos abyecto que
ellos ni ser tenido por tonto cuando era más casto.
(Conf. II, 3.7)
•
7 de mayo
Hurtar por hurtar
El hurto lo condena la ley, Señor; una ley que está escrita en los corazones
humanos y que ni la maldad misma puede destruir. Pues, ¿qué ladrón hay que
soporte a otro ladrón? Ni siquiera un ladrón rico soporta al que roba movido
por la indigencia. Pues bien, yo quise robar, y robé; no por necesidad o por
penuria, sino por mero fastidio de lo bueno y por sobra de maldad. Porque
robé cosas que tenía yo en abundancia y otras que no eran mejores que las
que poseía. Y ni siquiera disfrutaba de las cosas robadas; lo que me interesaba
era el hurto en sí, el pecado.
Había en la vecindad de nuestra viña un peral cargado de frutas que no
eran apetecibles ni por su forma ni por su color. Fuimos, pues, rapaces
perversos, a sacudir el peral a eso de la medianoche, pues hasta esa hora
habíamos alargado, según nuestra mala costumbre, los juegos. Nos
llevamos varias cargas grandes no para comer las peras nosotros, aunque
algunas probamos, sino para echárselas a los puercos. Lo importante era
hacer lo que nos estaba prohibido.
Este es, pues, Dios mío, mi corazón; ese corazón del que tuviste
misericordia cuando se hallaba en lo profundo del abismo. Que él te diga
qué era lo que andaba yo buscando cuando era gratuitamente malo; pues
para mi malicia no había otro motivo que la malicia misma. Detestable era,
pero la amé; amé la perdición, amé mi defecto. Lo que amé no era lo
defectuoso, sino el defecto mismo. Alma llena de torpezas, que se soltaba
de tu firme apoyo rumbo al exterminio, sin otra finalidad en la ignominia
que la ignominia misma.
(Conf. II, 4.9)
•
8 de mayo
Promesa a Abrahán
Hora es ya de considerar las promesas hechas por Dios a Abrahán. En ellas
brillan con más claridad los oráculos de nuestro Dios, que es decir del Dios
verdadero, sobre el pueblo de los piadosos, pronunciados por la autoridad
de los profetas. La primera está expresada en estos términos: Y dijo el Señor
a Abrán: Sal de tu tierra, y de tu parentela, y de la casa de tu padre, y ve a
la tierra que yo te mostraré. Y yo te haré cabeza de una nación grande, y te
bendeciré y ensalzaré tu nombre, y serás bendito. Bendeciré a los que te
bendigan y maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las
naciones de la tierra. Es de notar que aquí se prometen dos cosas a
Abrahán; una, que su descendencia poseerá la tierra de Canaán, y se
expresa en estas palabras: Ve a la tierra que te mostraré, y te haré cabeza
de una nación grande; y otra mucho más excelente, y que debe entenderse
no de su descendencia carnal, sino espiritual, por la cual es padre, no de una
nación, la israelítica, sino de todas las naciones que marchan por las veredas
de su fe. Esta promesa comienza así: Y serán bendecidas en ti todas las
naciones de la tierra. Eusebio piensa que esta promesa fue hecha el año
setenta y cinco de la vida de Abrahán, como si hubiera salido de Harrán tan
pronto como la recibió. Y se funda en que la Escritura no puede
contradecirse en este pasaje: Abrán tenía setenta y cinco años cuando salió
de Harrán. Mas, si esta promesa fue hecha ese año, Abrahán moraba ya en
Harrán con su padre, porque no podría salir si no hubiera estado allí antes.
¿Está en contradicción esto con lo que dice san Esteban: El Dios de la
gloria se apareció a nuestro padre Abrahán cuando estaba en
Mesopotamia, antes que habitara en Harrán? Debe, pues, entenderse que
acaecieron el mismo año todos estos sucesos: la promesa de Dios antes que
Abrahán habitara en Harrán, su estancia en Harrán y su salida. Y esto no
solo porque Eusebio en sus Crónicas comienza a contar desde el año de esta
promesa, y muestra que salió de Egipto después de cuatrocientos treinta
años, época en que se dio la ley, sino también porque el apóstol san Pablo
expresa eso mismo.
(CdeD XVI, 16)
•
9 de mayo
El sacrificio de Isaac
Todo eso sucedió y se dijo en visión, pero por inspiración de Dios. Explicar
al detalle cada punto de estos sería largo y excedería la humilde pretensión
de la presente obra. Basta saber lo imprescindible. La fe de Abrahán, por la
que creyó a Dios y le fue reputado a justicia, no sufrió menoscabo al decir
después de haberle sido prometida la herencia de aquella tierra: Señor
dominador, ¿según qué signos sabré que seré su heredero? Él no dice:
¿Cómo lo sabré?, como si aún no creyera, sino: ¿Según qué signos lo
sabré?, como pidiendo una semejanza de la realidad con la que pudiera
conocer el modo de la misma. A este tenor, no implica desconfianza la
actitud de la Virgen María cuando dijo: ¿Cómo será eso, pues yo no
conozco varón alguno? Ella, que estaba cierta de lo que había de suceder,
pedía una explicación, el cómo de la obra. Y esa pregunta halló eco: El
Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra. Aquí también se dio un signo, el de animales, de una novilla, una
cabra y un carnero, y de dos aves, una tórtola y una paloma. Y según esa
figura conocía ya lo venidero, que no dudaba que sucedería. Quizá esté
significado por la novilla el pueblo sometido al yugo de la ley, y por la
cabra, ese mismo pueblo, futuro pecador, y por el carnero, ese pueblo que
había de reinar. (Y se añade que esos animales son de tres años justamente
por las tres épocas notables: desde Adán hasta Noé, desde Noé hasta
Abrahán y desde este hasta David, que, reprobado Saúl, es el primero
sentado por voluntad de Dios en el trono de Israel. En esta tercera época,
que corre desde Abrahán hasta David, como quien anda en la tercera edad
de su vida, llegó aquel pueblo a su mocedad). Y, aunque no significan eso,
sino otra cosa más apta, yo no dudo lo más mínimo que los espirituales
están prefigurados por la tórtola y la paloma. Y esta es la razón de aquella
cláusula: Y las aves no las dividió, porque los carnales se dividen entre sí, y
los espirituales, no, bien se aparten de las conversaciones negociosas de los
hombres, como la tórtola, bien vivan entre ellas, como la paloma. Estas dos
aves son simples e inofensivas, y con ello daba a entender que en el pueblo
israelita, futuro posesor de aquella tierra, los hombres serían hijos de la
promesa y herederos de un reino permanente con una felicidad eterna. Las
aves que descendían sobre los cuerpos divididos no indican nada bueno; son
sencillamente los espíritus del aire, que buscan, como propio pasto, la
división de los carnales. Abrahán las posó, y esto significa que los fieles
auténticos han de perseverar hasta el fin entre las guerrillas de los carnales.
El pavor y el temor grande y tenebroso que se apoderó de Abrahán hacia la
puesta del sol significan que al fin del mundo sufrirán los fieles grandes
quebrantos y tribulaciones. De estas dijo el Señor en su Evangelio:
Entonces habrá una terrible tribulación cual no la ha habido desde el
principio.
(CdeD XVI, 24, 2)
•
10 de mayo
¿A quién dirijo mis ruegos?
¿Quién eres pues tú, Dios mío, y a quién dirijo mis ruegos sino a mi Dios y
Señor? ¿Y qué otro Dios fuera del Señor nuestro Dios? Tú eres Sumo y
Óptimo y tu poder no tiene límites. Infinitamente misericordioso y justo, al
mismo tiempo inaccesiblemente secreto y vivamente presente, de inmensa
fuerza y hermosura, estable e incomprensible, un inmutable que todo lo
mueve. Nunca nuevo, nunca viejo; todo lo renuevas, pero haces envejecer a
los soberbios sin que ellos se den cuenta. Siempre activo, pero siempre
quieto; todo lo recoges, pero nada te hace falta. Todo lo creas, lo sustentas y
lo llevas a perfección. Eres un Dios que busca, pero nada necesita.
Ardes de amor, pero no te quemas; eres celoso, pero también seguro;
cuando de algo te arrepientes, no te duele, te enojas, pero siempre estás
tranquilo; cambias lo que haces fuera de ti, pero no cambias consejo. Nunca
eres pobre, pero te alegra lo que de nosotros ganas. No eres avaro, pero
buscas ganancias; nos haces darte más de lo que nos mandas para
convertirte en deudor nuestro. Pero, ¿quién tiene algo que no sea tuyo? Y
nos pagas tus deudas cuando nada nos debes; y nos perdonas lo que te
debemos sin perder lo que nos perdonas.
¿Qué diremos pues de ti, Dios mío, vida mía y santa dulzura? Aunque
bien poco es en realidad lo que dice quien de ti habla. Pero, ¡ay de aquellos
que callan de ti! Porque teniendo el don de la palabra se han vuelto mudos.
(Conf. I, 4.4)
•
11 de mayo
Escucha, Señor, mi súplica
Escucha, Señor, mi súplica para que mi alma no se quiebre bajo tu
disciplina, ni desmaye en confesar las misericordias con las que me sacaste
de mis pésimos caminos. Seas tú siempre para mí una dulzura más fuerte
que todas las mundanas seducciones que antes me arrastraban. Haz que te
ame con hondura y estreche tu mano con todas las fuerzas de mi corazón, y
así me vea libre hasta el fin de todas las tentaciones. Sírvate pues, Dios y
Señor mío, cuanto de útil aprendí siendo niño; y sírvate cuanto hablo,
escribo, leo o pongo en números. Porque cuando aprendía yo vanidades, tú
me dabas disciplina y me perdonabas el pecaminoso placer que en ellas
tenía. Es cierto que en ellas aprendí muchas cosas que me han sido de
utilidad; pero eran cosas que también pueden aprenderse sin vanidad
alguna. Este camino es el mejor, y ojalá todos los niños caminaran por esta
senda segura.
(Conf. I, 15.24)
•
12 de mayo
La Ascensión, esperanza nuestra
Resucitando y subiendo a los cielos se completó la glorificación de nuestro
Señor Jesucristo. Hemos celebrado la resurrección el domingo mismo de
Pascua; hoy celebramos su ascensión. Estos dos días son para nosotros de
fiesta; porque resucitó para mostrarnos cómo habremos de resucitar nosotros
y subió a los cielos para protegernos desde arriba. Jesucristo es Señor y
Salvador nuestro, ya pendiente de la cruz, ya reinante en el cielo. Sobre la
cruz estipuló nuestro rescate, en el cielo reúne lo que ha comprado, y, en
congregando que congregue a los que ha de congregar en la sucesión de los
tiempos, vendrá, y, como está escrito, vendrá Dios manifiestamente, no
desapercibido como antes, sino manifiestamente. Era de necesidad viniera
disfrazado para poder ser juzgado; mas para juzgar vendrá de manifiesto.
¿Quién se hubiese atrevido a juzgarle de no venir sin majestad? Dícelo el
apóstol Pablo: Si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Rey de
la gloria; pero si él no muriera, no moriría la muerte. Fue su triunfo el
vencimiento del diablo. El diablo, en efecto, se deshacía de gozo cuando
sedujo y derrocó en la muerte al primer hombre; por la seducción mató al
hombre primero; mas, dando muerte al segundo, rompió las cadenas con que
sujetaba al primero. La resurrección y ascensión de nuestro Señor Jesucristo
coronaron la victoria, sacando verdadero lo que oísteis cuando se leía el
Apocalipsis: Venció el león de la tribu de Judá. Llevó nombré de león y fue
inmolado como cordero: león por su fortaleza, cordero por su inocencia; león
por lo invencible, cordero por lo manso; y este cordero, muerto, con su
muerte derribó al león que nos ronda, buscando presa; que también al diablo
se le llama león, no por fuerte, sino por feroz. En efecto, el apóstol Pedro
dice: Os importa andar ojo avizor contra las tentaciones, pues el diablo,
enemigo vuestro, ronda, buscan do presa. Pero, ¿cómo ronda? Ronda, dice,
como león rugidor, buscando a quién devorar. ¿Quién no daría en los dientes
de ese león si el León de la tribu de Judá no hubiera vencido? León contra
león, cordero contra lobo. A la muerte de Cristo, el diablo se llenó de júbilo;
pero con la muerte misma de Cristo fue vencido el diablo; comió el cebo de
su ratonera. Satisfecho de la muerte, cómo rey de la muerte, esto que le
llenaba de gozo, sirviole de cepo: la cruz del Señor fue la ratonera del diablo,
y fue la muerte del Señor el cebo que sirvió para cazarle. Ya resucitó nuestro
Señor Jesucristo. ¿Dónde está la muerte que pendió del madero? ¿Dónde los
denuestos de los judíos? ¿Dónde la arrogancia y el orgullo de los que
meneaban la cabeza delante de la cruz y decían: Si eres hijo de Dios,
desciende de la cruz? Más allá fue de cuanto le pedían los burladores, pues
mucho más significa levantarse del sepulcro que bajarse de la cruz.
(Serm. 263, 1)
•
13 de mayo
El Rey de la gloria
Amadísimos hermanos: ¿quién podrá pronunciar una palabra digna de la
Palabra eterna? ¿Puede bastar lo ínfimo para hablar de lo grande? La alaban
los cielos, la alaban las virtudes, la alaban las potestades del aire, la alaban
los astros del cielo, la alaban las estrellas y la alaba también, en cuanto
puede, la tierra; tal alabanza no es la que se merece, pero evita la
condenación por ingratitud. ¿Quién puede explicar, o hablar, o conocer a
quien se extiende con poder de un confín al otro y dispone todo con
suavidad, y salta de gozo para correr el camino, saliendo de un extremo de
los cielos y haciendo su carrera hasta el otro extremo? Si está por doquier,
¿cómo es que sale? Si está en todas partes, ¿adónde se encamina? Ni
cambia de lugar, ni varía en el tiempo, ni sufre avances y regresos;
permaneciendo en sí mismo, rodea todo en su plenitud. ¿Qué espacios hay
que no contengan al omnipotente, que no contengan al que es inmenso, que
no acojan al que viene? Si piensas en la Palabra, no he dicho nada. Mas
para enseñar a los humildes a decir algo sobre sí, se humilló, tomando la
forma de siervo. En esta forma descendió; en esta forma progresó, como
dice el evangelio, en el deseo de la sabiduría; en esta forma fue paciente, en
esta forma luchó con valentía, en esta forma murió, en esta forma venció a
la muerte y resucitó, en esta forma regresó al cielo quien nunca se había
alejado de allí. Bendito es, por tanto, en el firmamento del cielo quien,
según el Apóstol, se hizo maldito por nosotros para que los gentiles
alcanzasen la bendición de Abrahán. Saltó de gozo como un gigante.
Gigante, ¿por qué? Superó a la muerte con su muerte. Gigante, ¿por qué?
Derribó las puertas del infierno, salió y ascendió. ¿Quién es este rey de la
gloria por quien se dijo a ciertos príncipes: Retirad, ¡oh príncipes!, vuestras
puertas y elevaos, puertas eternas? Elevaos, pues él es grande; sois
estrechas, no tenéis capacidad; elevaos. ¿Para qué? Para que entre el rey de
la gloria. Se llenan de pavor: ¿Quién es este rey de la gloria? No lo
reconocen. No solo es Dios, también es hombre; no es solo hombre, es
también Dios. Sufre la pasión: ¿es, en verdad, Dios? Resucita: ¿es
realmente hombre? ¿O es Dios y hombre a la vez? Pues su pasión y su
resurrección son auténticas. Esto se dice hasta dos veces en un mismo
salmo: Retirad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas; elevaos, puertas eternas, y
entrará el rey de la gloria. Y después de estas palabras repite lo mismo.
Podría pensarse que se trata de algo superfluo y no necesario; mas
considera el fin que se pretende con la repetición de idénticas palabras y
advierte por qué se repitieron dos veces. Se abren dos veces las puertas, es
decir, las del infierno y las del cielo, para quien ha resucitado una sola vez y
una vez ha ascendido al cielo. Se dan cita dos novedades: que Dios se
presente en los infiernos y que un hombre sea asumido en los cielos. En
ambos momentos, en ambos lugares, se estremecen los príncipes. ¿Quién es
este rey de la gloria? ¿Cómo podemos saberlo? Escucha lo qué ese les
responde; a sus preguntas se les contesta: El Señor fuerte y poderoso, el
Señor poderoso en la guerra. ¿En qué guerra? En el sufrir la muerte por los
mortales, el sufrir él solo por todos, no oponer resistencia siendo
omnipotente, y, no obstante, vencer muriendo. Grande es, pues, este rey de
la gloria incluso en los infiernos. Esto mismo se repite a las potestades
celestes: Retirad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas; elevaos, puertas eternas.
¿O acaso no son eternas aquellas puertas cuyas llaves recibió Pedro? Mas
como lleva consigo al hombre, no se le reconoce allí, y se pregunta: ¿Quién
es este rey de la gloria? Pero como allí ya no combate, sino que es
vencedor; ya no lucha, sino que cosecha el triunfo, no se les responde: El
Señor poderoso en la guerra, sino: El Señor de los ejércitos es el rey de la
gloria.
(Serm. 377, 1)
•
14 de mayo
Una amistad dulcísima
En aquellos años en que comencé a enseñar en el municipio en que nací me
había ganado, por los estudios de ambos, un amigo extraordinariamente
querido, de mi misma edad, que florecía conmigo en el verdor de una misma
adolescencia. Juntos habíamos crecido, juntos habíamos jugado y asistido a la
escuela. Pero todavía no era amigo como lo fue más tarde; y ni siquiera
entonces lo fue con esa amistad verdadera con que tú aglutinas las almas que
viven unidas a ti por esa caridad difundida en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom 5,5).
Con todo, esa amistad era dulcísima, inspirada como estaba por el fervor
de idénticos ideales. Yo lo había desviado de su fe, que no la tenía ni muy
honda ni muy firme hacia aquellas supersticiosas y perniciosas fábulas por
las que me lloraba mi madre. Su mente y la mía erraban juntas y yo no
podía vivir sin él.
Pero tú, el Dios de las venganzas y también de las grandes misericordias,
era como si cabalgaras sobre los lomos de dos siervos tuyos que huían de tu
lado. ¡De cuán admirables maneras nos conviertes a ti! Entonces sacaste de
este mundo a ese hombre apenas cumplido un año de nuestra amistad, suave
para mí como ninguna otra cosa en aquel tiempo de mi vida.
El dolor ensombreció mi corazón y cuanto veían mis ojos tenía el sabor
de la muerte. Mi patria era mi suplicio, la casa paterna era una inmensa
desolación, y todo cuanto había tenido en comunión con él era para mí un
tormento inenarrable. Por todas partes lo buscaban mis ojos, pero no podían
verlo, todo me parecía aborrecible porque en nada estaba él. Nadie podía
decirme «va a volver», como cuando estaba ausente pero existía. Me
convertí en un oscuro enigma para mí mismo. Le preguntaba a mi alma,
¿por qué estás triste y así me conturbas? (Sal 41,6), pero ella no me
respondía. Y si yo le decía: «Alma, espera en Dios», ella se negaba a
obedecerme, pues tenía por mejor y más verdadero al hombre que había
perdido que no el fantasma en que yo le mandaba esperar. Mi única dulzura
la hallaba en llorar sin fin. Las lágrimas ocuparon el lugar de mi amigo,
delicia de mi alma.
(Conf. IV, 4.7.9)
•
15 de mayo
Vidas ajenas
¿Qué me importan los hombres y qué interés puedo tener en que oigan mis
confesiones como si fueran ellos los que me pueden sanar? Porque la gente
suele ser curiosa por conocer las vidas ajenas y desidiosa para corregir la suya
propia. ¿Para qué quieren que les diga quién soy los que no quieren oír de ti
quiénes son ellos? Y, ¿cómo sabrán que digo la verdad cuando hablo de mí
mismo, si nadie sabe lo que pasa en el hombre sino el espíritu del hombre
que en él está? (1Cor 2,11). En cambio, si de tus labios oyen quiénes son, no
podrán decir que mientes. Ahora bien: el conocimiento de sí mismo viene de
tu voz, que le dice al hombre quién es. Y nadie puede sin mentira conocerse y
decir que es falso lo que de sí conoció.
Pero como la caridad todo lo cree (1Cor 13,7), cuando menos en
aquellos que por ella se sienten ligados, yo también me confieso a ti de
modo que me oigan los hombres a quienes no puedo demostrar que mi
confesión es verdadera. Me creerán cuando menos los que tengan abiertos a
mí los oídos por la caridad.
(Conf. X, 3.3)
•
16 de mayo
Lo único necesario
Reflexionad despacio, hermanos míos, sobre la unidad y ved cómo aun la
sensación placentera de lo múltiple procede de la unidad. ¡Cuántos sois
vosotros, gracias a Dios! ¿Quién os podría gobernar si no tuvierais el sentido
de la unidad? ¿De dónde viene la paz esta que reina entre tantos como sois?
Donde hay unidad hay pueblo; quita la unidad, y eso es la turba. ¿Qué cosa
es, en efecto, la turba, sino una multitud turbada? Pero escuchad al Apóstol:
Os ruego, hermanos... Eran a los que hallaba una gran cantidad, de la que
deseaba él hacer una unidad. Os ruego, hermanos, digáis todos una misma
cosa y no haya escisiones entre vosotros, sino que estéis perfectamente unidos
en un mismo pensamiento y en un mismo sentir. Y en otro lugar: Sed un alma
sola, sentid una misma cosa; nada por rivalidad ni por vanagloria. Y el Señor,
rogando al Padre por los suyos: A fin de que sean unidad, como nosotros
somos Unidad. Y en los Hechos de los apóstoles: La muchedumbre de los
que habían creído tenían un solo corazón y un alma sola. Cantad, pues,
conmigo la grandeza del Señor; ensalcemos en unidad (al unísono) su nombre
(formemos todos juntos una unidad de alabanza), pues el unum necessarium
es aquella unidad celeste, la unidad aquella donde son unidad el Padre y el
Hijo y el Espíritu Santo: Ved hasta qué punto se nos encarece la unidad:
nuestro Dios es ciertamente una Trinidad, donde el Padre no es el Hijo, el
Hijo no es el Padre, el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo, sino el
Espíritu de ambos; mas, con todo eso, tales tres cosas no son tres dioses ni
tres omnipotentes, sino un solo Dios omnipotente; y la Trinidad es un Dios
único, porque la unidad es de absoluta necesidad. Ahora bien, para llegar a
esa Unidad solo hay un camino: no tener, aun siendo muchos, sino un solo
corazón.
(Serm. 103, 4)
•
17 de mayo
Pastores buenos
Interroguemos al Señor, si tal sufre decirse, y, en tono de controversia
humildísima, dialoguemos ahora con este divino Padre de familia. ¿Qué
dices, oh Señor y pastor bueno? (Porque tú eres buen pastor y buen cordero;
pasto a la vez y pastor; cordero y león en una pieza...) ¿Qué dices?
Oigámoste, y ayúdanos a entenderte. Yo, dice, soy el buen pastor. ¿Y Pedro?
¿Acaso no fue pastor o lo fue malo? Veamos si no fue pastor: ¿Me amas?, le
dijiste tú; ¿me amas?; y él respondió: Te amo. Y tú a él: Apacienta mis
ovejas. Tú, Señor, tú, con ese mismo interrogarle y por la autoridad de tu
boca, al amador hicístele pastor. Es pastor, en consecuencia, y a él le confiaste
pacer las ovejas que tú mismo le encomendaste; es pastor... Mas veamos si no
lo fue bueno. Esto lo hallamos en la misma pregunta y en la respuesta. Le
preguntaste si te amaba, y respondió: Te amo. Tú le veías el corazón y sabes
que respondió verdad. ¿No es, por ende, bueno quien ama al Gran Bueno?
¿Quién le puso en los labios aquella, respuesta salida de las entretelas del
corazón? ¿Por qué, si no, aquel Pedro, cuyo pecho tenía por testigos los ojos
tuyos, se atristó cuando una vez y otra más le preguntaste –para que borrase
con una triple confesión de amor el pecado triple de sus negaciones–, por qué,
digo, se atristó de veras, interrogado insistentemente por quien sabía la verdad
de lo que preguntaba y le había dado el amor que le protestaba; por qué,
atristado, prorrumpió en aquellas palabras: Señor, tú, que lo sabes todo, sabes
también que te amo? Siendo esto así, ¿podía él mentir al confesar lo que
confesaba, o más bien, profesar lo que profesaba? Dijo, pues, verdad al
responder que te amaba; aquella su voz, que le salía del fondo del alma, era la
voz de un amante; pues tú dijiste: El hombre bueno saca de su buen tesoro
cosas buenas. Luego era pastor, y buen pastor. Su poder y bondad eran,
ciertamente, nada junto al poder y bondad del Pastor de los pastores; con
todo, era pastor también y bueno, y los demás, pastores buenos igualmente.
(Serm. 138, 4)
•
18 de mayo
Lo que le preocupa
Muchas son, Señor, las cosas que en la pobreza de mi vida preocupan mi
corazón sacudido por las palabras de tu santa Escritura. Por eso es frecuente
que al hablar se manifieste la copiosa indigencia de la mente humana, pues
más habla la investigación que el descubrimiento, más larga es la petición que
la consecución, y más trabaja la mano cuando golpea con la aldaba que
cuando se alarga para recoger lo que pedía.
Pero contamos con una promesa que no puede fallar. Si Dios está con
nosotros ¿quién será nuestro adversario? (Rom 8,31). Pedid y recibiréis,
buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; pues todo el que pide recibe,
el que busca encuentra y al que llama se le abre (Mt 7,7-8).
Promesas tuyas son estas: ¿quién podrá vacilar cuando es la Verdad la
que promete?
(Conf. XII, 1.1)
•
19 de mayo
Pentecostés
Grata es para Dios esta solemnidad, en la que la piedad recobra vigor y el
amor ardor como efecto de la presencia del Espíritu Santo, según enseña el
Apóstol al decir: El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones
mediante el Espíritu Santo que se nos ha dado. La llegada del Espíritu Santo
significó que los ciento veinte hombres reunidos en el lugar se vieron llenos
de él. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles escuchamos que estaban
reunidos en una sala ciento veinte personas que esperaban la promesa de
Cristo. Se les había dicho que permanecieran en la ciudad hasta que fuesen
revestidos del poder de lo alto. Pues yo, les dijo el Señor, os enviaré mi
promesa. Él es fiel prometiendo y bondadoso cumpliendo. Lo que prometió
en la tierra, lo envió después de ascendido al cielo. Tenemos una prenda de la
vida eterna futura y del reino de los cielos. Si no nos engañó en esta primera
promesa, ¿va a defraudarnos en lo que esperamos para el futuro? Todos los
hombres, cuando hacen un negocio y difieren el pago, la mayor parte de las
veces reciben o dan unas arras, que dan fe de que luego llegará aquello a lo
que anteceden como garantía. Cristo nos dio las arras del Espíritu Santo; él,
que no podía engañarnos, nos otorgó la plena seguridad cuando nos entregó
esas arras, aunque cumpliría lo prometido aun sin habérnoslas dejado. ¿Qué
prometió? La vida eterna, dejándonos las arras del Espíritu. La vida eterna es
la posesión de los moradores, mientras que las arras son un consuelo para los
peregrinos. Es más apropiado hablar de arras que de prenda. Estas dos cosas
parecen idénticas, pero entre ellas hay una diferencia no despreciable. Si se
dan las arras o una prenda es con vistas a cumplir lo prometido; mas, cuando
se da una prenda, el hombre devuelve lo que se le dio; en cambio, cuando se
dan las arras, no se las recupera, sino que se le añade lo necesario hasta llegar
a lo convenido. Tenemos, pues, las arras; tengamos sed de la fuente misma de
donde manan las arras. Tenemos como arras cierta rociada del Espíritu Santo
en nuestros corazones para que, si alguien advierte este rocío, desee llegar a la
fuente. ¿Para qué tenemos, pues, las arras sino para no desfallecer de hambre
y sed en esta peregrinación? Si reconocemos ser peregrinos, sin duda
sentiremos hambre y sed. Quien es peregrino y tiene conciencia de ello, desea
la patria, y, mientras dura ese deseo, la peregrinación le resulta molesta. Si
ama la peregrinación, olvida la patria y no quiere regresar a ella. Nuestra
patria no es tal que pueda anteponérsele alguna otra cosa. A veces, los
hombres se hacen ricos en el tiempo de la peregrinación. Quienes sufrían
necesidad de regresar. Nosotros hemos nacido como peregrinos lejos de
nuestro Señor, que inspiró el aliento de vida al primer hombre. Nuestra patria
está en el cielo, donde los ángeles. Desde nuestra patria nos han llegado cartas
invitándonos a regresar, cartas que se leen a diario en todos los pueblos.
Resulte despreciable el mundo y ámese al autor del mundo.
(Serm. 378)
•
20 de mayo
Entender para creer
y creer para entender
Cuando ha poco se os leía el Evangelio, habéis oído decir: Si puedes creer,
le decía Jesucristo al padre del muchacho, si puedes creer, al que cree todas
las cosas le son posibles. Y mirándose a sí mismo y poniéndose en
presencia de sí mismo, sin confianza temeraria, examina este hombre su
conciencia y observa en sí algo de fe, pero al mismo tiempo ve ser ella fe
vacilante; como vio lo uno, vio lo otro. Y, confesando tener una de las dos,
pide ayuda para la otra: Creo, dice, Señor. ¿No parece que hubiera debido
añadir: «Ven en ayuda de mi fe»? Pues no lo dijo, antes bien dice: «Creo,
Señor; yo veo en mi algo, no miento; creo, digo la verdad; mas veo también
aquí un algo que me desagrada. Quiero tenerme de pie, mas vacilo aún. En
pie estoy hablando; no he caído, pues creo; pero vacilo todavía: Ayuda mi
incredulidad». De donde se infiere que mi supuesto adversario, de cuya
oposición ha nacido la controversia, para dirimir la cual pedí un profeta de
juez, lleva su parte de razón cuando dice: «Entienda yo y creeré». Pues,
ciertamente, lo que ahora voy hablando háblolo para que crean quienes no
creen todavía; y, sin embargo, sin entender lo que hablo, no pueden creer.
Luego es en parte verdad lo que dice: «Entienda yo y creeré»; y también lo
que yo digo con el profeta: «Más bien cree para que entiendas». Y pues los
dos llevamos razón, pongámonos de acuerdo, diciendo: «Entiende para
creer y cree para entender». En dos palabras os diré cómo habemos de
entenderlo, sin controversia: Entiende –mi palabra– para creer; cree –la
palabra de Dios– para entender.
(Serm. 43, 9)
•
21 de mayo
Vanidad por sobresalir
Al umbral de semejantes costumbres yacía yo infeliz mientras fui niño. Y tal
era la lucha en esa palestra, que más temía yo cometer un barbarismo que
envidiar a los que lo cometían.
Ahora admito y confieso en tu presencia aquellas pequeñeces por las
cuales recibía yo alabanza de parte de personas para mí tan importantes que
agradarles me parecía la suma del bien vivir. No caía yo en la cuenta de la
vorágine de torpezas que me arrastraba ante tus ojos. ¿Podían ellos ver
entonces algo más detestable que yo? Pues los ofendía engañando con
incontables mentiras a mi pedagogo, a mis maestros y a mis padres; y todo
por la pasión de jugar y por el deseo de contemplar espectáculos vanos para
luego divertirme en imitarlos.
Cometí muchos hurtos de la mesa y la despensa de mis padres, en parte
movido por la gula, y en parte también para tener algo que dar a otros
muchachos que me vendían su juego; trueque en el cual ellos y yo
encontrábamos gusto. Pero también en esos juegos me vencía con
frecuencia la vanidad de sobresalir, y me las arreglaba para conseguir
victorias fraudulentas. Y no había cosa que mayor fastidio me diera que el
sorprenderlos en alguna de aquellas trampas que yo mismo les hacía a ellos.
Y cuando en alguna me pillaban prefería pelear a conceder. ¿Qué clase de
inocencia infantil era esta? No lo era, Señor, no lo era, permíteme que te lo
diga. Porque esta misma pasión, que en la edad escolar tiene por objeto
nueces, pelotas y pajaritos, en las edades posteriores, para prefectos y reyes,
es ambición de oro, de tierras y de esclavos. Con el paso del tiempo se pasa
de lo pequeño a lo grande, así como de la férula de los maestros se pasa más
tarde a suplicios mayores.
Fue, pues, la humildad lo que tú, Rey y Señor nuestro, aprobaste en la
pequeñez de los niños cuando dijiste que de los que son como ellos es el
Reino de los Cielos (Mt 19,14).
(Conf. I, 19.30)
•
22 de mayo
La ambición busca honores
La soberbia remeda a la excelencia, siendo así que solo tú eres excelso; y la
ambición busca los honores y la gloria, cuando solo tú eres glorioso y
merecedor de eternas alabanzas. Los poderosos de la tierra gustan de hacerse
temer por el rigor; pero, ¿quién sino tú, Dios único, merece ser temido?
¿Quién, qué, cuándo y dónde pudo jamás substraerse a tu potestad? Los
amantes se complacen en las delicias de la lascivia; pero, ¿qué hay más
deleitable que tu amor?, ¿qué puede ser más amado que tu salvífica verdad,
incomparable en su hermosura y esplendor? La curiosidad gusta interesarse
por la ciencia, cuando tú eres el único que todo lo sabe. La ignorancia misma
y la estupidez se cubren con el manto de la simplicidad y de la inocencia
porque nada hay más simple ni más inocente que tú, cuyas obras son siempre
enemigas del mal. La pereza pretende apetecer la quietud; pero, ¿qué quietud
cierta se puede encontrar fuera de ti? La lujuria quiere pasar por abundancia y
saciedad; pero eres tú la indeficiente abundancia de suavidades incorruptibles.
La prodigalidad pretende hacerse pasar por desprendimiento; pero tú eres el
generoso dador de todos los bienes. La avaricia ambiciona poseer muchas
cosas, pero tú lo tienes todo. La envidia pleitea por la superioridad; pero, ¿qué
hay que sea superior a ti? La ira busca vengarse; pero, ¿qué venganza puede
ser tan justa como las tuyas? El temor es enemigo de lo nuevo y lo repentino
que sobreviene con peligro de perder las cosas que se aman y se quieren
conservar; pero, ¿qué cosa hay más insólita y repentina que tú; o quién podrá
nunca separar de ti lo que tú amas? ¿Y dónde hay fuera de ti seguridad
verdadera? La tristeza se consume en el dolor por las cosas perdidas en que se
gozaba la codicia y no quería que le fueran quitadas; pero a ti nada se te
puede quitar.
(Conf. II, 6. 13)
•
23 de mayo
La verdadera vida
A un cierto mozo le dijo el Señor: Si quieres llegar a la vida, guarda los
mandamientos. No le dice: «Si quieres llegar a la vida eterna», sino: Si
quieres llegar a la vida, llamando vida solo a la eterna. Pongamos nosotros lo
primero de resalte cuánto se ama la vida. Porque también es amada esta vida
tal como es en sí; y tal como es en sí, trabajosa y miserable, los hombres el
perderla lo temen hasta el espanto. Por ahí se ha de ver y estimar hasta qué
punto ha de ser amada la vida eterna, cuando así es amada esta vida, que,
sobre miserable, debe tener fin algún día. Considerad, hermanos, qué amor no
se merece la vida donde nunca des fin a la vida. Amas, pues, esta vida, donde
tanto te trabajas, corres, te fatigas, acezas; donde a malas penas tienen número
las necesidades del triste vivir: sembrar, arar, plantar, navegar, moler, cocinar,
tejer, y, al cabo de todo ello, haber de morir. Mira lo que padeces en esta vida
desdichada que tanto aprecias, donde ¿acaso piensas vivir siempre y no morir
jamás? Templos, rocas, mármoles, aun reforzados por el hierro y el plomo,
caen, y, ¿piensa el hombre no morir nunca? Aprended, hermanos, a buscar la
vida eterna, donde ninguna de estas cosas aguantaréis, antes reinaréis para
siempre con Dios. Porque, según expresión de un profeta, quien ama la vida,
quiere ver días buenos; en los días malos más desea la muerte que la vida.
¿No estamos oyendo y viendo cómo los hombres, cuando son víctimas de
algunas tribulaciones o se hallan en algunos aprietos, conflictos y
enfermedades, donde todo es padecer, no dicen otra cosa sino Envíame, ¡oh
Dios!, la muerte; acelera mis días? Y cuando al fin llega la enfermedad,
corren a traer médicos, y les prometen el oro y el moro. Pero la muerte, que no
mucho ha pedías a Dios, te dice: Aquí estoy, ¿por qué ahora tratas de huirme?
Hete hallado mentiroso y enamorado del vivir este calamitoso.
(Serm. 84, 1)
•
24 de mayo
Somos cristianos
Somos cristianos y no creo que se necesite mucho tiempo para que vuestra
caridad se convenza de esto. Si somos cristianos, el nombre mismo dice que
somos de Cristo. Llevamos en nuestra frente la señal de Cristo y no nos
ruboriza con tal de que la llevemos también en el corazón. Su señal son sus
humillaciones. Los Magos lo conocieron por la estrella. Era un signo para
conocer al Señor, y signo celestial y magnífico. No es la estrella, es su cruz el
signo que ha querido lleven los fieles en la frente. Sus humillaciones fueron el
principio de su gloria. Levantó a los humildes del abismo adonde sus
humillaciones le hicieron descender. Somos del Evangelio, somos del Nuevo
Testamento. La ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad nos han venido
por Jesucristo. Preguntamos al Apóstol y oímos que nos dice que no estamos
bajo el dominio de la ley, sino bajo el de la gracia. Envió, pues, a su Hijo,
formado de una mujer y sometido a la ley, para libertar a quienes estaban
bajo el yugo de la ley y pudieran así recibir la adopción de hijos. He aquí el
objeto de la venida de Cristo, el rescate de quienes estaban bajo la ley, con el
fin de que ya no estén bajo la ley, sino bajo la gracia. ¿Quién dio, pues, la ley?
Dio la ley el mismo que dio la gracia. La ley nos la dio por medio de un
servidor suyo; la gracia nos la vino a traer Él mismo. ¿Cómo se han hecho los
hombres esclavos de la ley? No cumpliéndola. Quien cumple la ley no está
bajo ella, está con ella. El que está bajo la ley, esa misma ley, en vez de
levantarle, le oprime con su peso. La ley, pues, hace reos a cuantos están bajo
ella. Está precisamente sobre sus cabezas para mostrar los pecados, no para
quitarlos. La ley manda, el autor de la ley endulza por su misericordia lo que
manda la ley. El empeño obstinado del hombre de cumplir la ley por sus
propias fuerzas le hizo caer víctima de su temeraria e imprudente presunción.
No están ya con la ley; están, como reos, bajo la ley. No podían, pues, sus
fuerzas cumplir la ley y eran culpables bajo la ley. Entonces es cuando piden
el auxilio del libertador. Por las transgresiones de la ley llegaron los soberbios
a conocer su enfermedad. Las enfermedades de los soberbios se convirtieron
en confesión de los humildes. Ahora ya los enfermos confiesan que están
enfermos. Que venga, pues, el médico y que los sane.
(Ev. Jn. Trat. III, 2)
•
25 de mayo
La Trinidad
Y aquí se me empieza a aparecer como en un atisbo la Trinidad que eres, Dios
mío; porque tú, Padre, en el principio que es la sabiduría nacida de ti, igual a
ti y coeterna contigo; es decir, en tu Hijo, hiciste el cielo y la tierra.
Mucho es ya lo que llevo dicho del cielo y de la tierra invisible y
desorganizada y del abismo tenebroso, que no sería sino un fluir vagabundo
de informidad espiritual, de no convertirse hacia Aquel de quien procede
toda vida y por su iluminación se hiciera «hermosa vida» y fuera «cielo del
cielo» para Dios, que luego lo puso entre unas aguas y otras.
Ya entendía yo al Padre bajo la palabra Dios, el que esto hacía; y al Hijo
lo entendía bajo la palabra «Principio», en el cual lo hizo; creyendo ya
como cristiano que mi Dios es una Trinidad, buscaba en las palabras santas,
y he aquí que el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Aquí está tu
Trinidad, Dios mío, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de la totalidad de
cuanto existe.
(Conf. XIII, 5.6)
•
26 de mayo
Tres cosas
¿Quién podrá entender a la Trinidad omnipotente? Y, ¿quién no habla de ella
si es realmente de ella de lo que habla? Pues raro es el que de ella habla
sabiendo lo que dice. Hay sobre ella contiendas y disputas; pero nadie que no
tenga paz tiene acceso a esta visión.
Tres cosas querría yo que en sí mismos pensaran los hombres; tres cosas
muy diferentes de la Trinidad de Dios; pero solo las digo para que ellos se
ejerciten, se pongan a prueba y comprendan lo lejos que están. Esas tres
cosas que digo son el ser, el conocer y el querer. Porque yo soy, conozco y
quiero. Tengo conocimiento y tengo voluntad; sé que existo y que quiero, y
quiero existir y saber. El que pueda entenderlo, que entienda hasta qué
punto es inseparable y una la vida en estas tres cosas: una vida, una mente,
una esencia, con una distinción que no es separación, pero que ciertamente
es distinción. Entiéndalo quien pueda; póngase en presencia de sí mismo,
atienda a lo que él mismo es, vea y respóndame. Y si hace sobre sí mismo
algún descubrimiento no por eso crea que ya encontró al ser inmutable que
existe sin cambio, conoce sin cambio y quiere sin cambio.
¿Quién podrá entender con facilidad si a estas tres cosas se debe el que
haya Trinidad en Dios; o si las tres tienen asiento en cada una de las divinas
personas; o si lo uno y lo otro se dan al mismo tiempo en simplicidad y en
multiplicidad, ya que la Trinidad es infinitamente fin para sí misma en una
inmensa magnitud de unidad? ¿Cómo pensar fácilmente estas cosas y cómo
expresarlas sin riesgo de temeridad?
(Conf. XIII, 11.12)
•
27 de mayo
La caridad como base
Ya puede uno tener cuanto quiera y jactarse de cuanto guste. Si hablare las
lenguas de los hombres y de los ángeles, mas no tuviere caridad, no soy
sino un bronce resonante o un címbalo estruendoso. ¿Hay más sublime don
que el don de la lengua? Bronce resonante, címbalo estruendoso sin la
caridad. Oye otros dones: Si conociere todos los misterios. ¿Qué hay más
excelente? Oye todavía otro: Si poseyere toda la profecía y toda la fe hasta
trasladar las montañas, mas no tuviere caridad, nade soy. Aun sube más,
hermanos. ¿Qué más dijo? Si repartiere todos mis haberes a los pobres...
¿Puede haber cosa de más perfección? A un rico, para ser perfecto, le
mandó el Señor diciendo: Si quieres ser perfecto, vete, vende cuanto tienes
y dáselo a los pobres. Ahora bien, ¿ya es perfecto quien vendió todos sus
haberes y se los dio a los pobres? No; por eso añade: Y ven y sígueme.
Vende, le dice, todos los bienes, dáselos a los pobres y ven y sígueme. —
¿Para qué voy a seguirte? Vendidos ya todos mis bienes y distribuidos a los
pobres, ¿no soy perfecto? ¿Qué necesidad hay de seguirte? —Sígueme, para
que aprendas que soy manso y humilde de corazón. Puede uno vender toda
su hacienda, puede repartirla entre los pobres, ¿acaso es ya por eso manso y
humilde de corazón? Sin duda puede. Si repartiere a los pobres todos mis
haberes. Oye todavía. Aun después de haberlo dejado todo y seguido al
Señor, bien que no perfectamente (seguirle perfectamente es imitarle), no
pudieron algunos sobrellevar la tentación de la pasión. Pedro, hermanos, era
uno de los que habían dejado todas las cosas y seguido al Señor. Viendo, en
efecto, al joven rico alejarse triste, y habiéndole preguntado con emoción al
Señor, que los consoló, quién podría ser perfecto, le dijeron: Mira tú;
nosotros lo hemos dejado todo para seguirte, ¿qué saldremos ganando? El
Señor les dice lo que habría de darles aquí y lo que les reservaba para
después. Con todo eso, Pedro, ya del número de los que habían hecho esto,
cuando llegó la hora de la pasión, le negó hasta tres veces a la voz de una
sirvienta... ¡Y había prometido morir por Él!
(Serm. 142, 13)
•
28 de mayo
Mentira y error
La diferencia entre engañarse y mentir, con dos palabras se dice. Se engaña
quien juzga verdad lo que dice, y por eso lo dice. Si lo que dice fuera
verdadero, no se engañaría; para no mentir no basta sea verdad lo que se dice;
requiérese además que lo sepa quien lo dice. El engañarse consiste, pues, en
tomar por verdadero lo falso y en no decirlo sino porque se lo juzga
verdadero. Es la flaqueza del hombre de donde el error dimana; no yerra,
empero, la conciencia sana. Estimar que una cosa es falsa y darla por
verdadera, es mentir. Abrid, hermanos míos, los ojos y discernid bien, porque
vosotros habéis sido criados a los pechos de la Iglesia, tenéis conocimiento de
la Escritura del Señor y no sois gente sin desbastar, palurdos e idiotas; hay
entre vosotros varones doctos, de no mediana cultura en todo género de saber;
y, aunque algunos no aprendisteis esas que llaman artes liberales, tenéis algo
mejor: el haberos criado con la palabra de Dios. Si, pues, yo me trabajo en
explicar lo que siento, debéis vosotros ayudarme oyendo con atención y
discurriendo con juicio; bien que no podréis ayudarme si, a la vez, no sois
ayudados por Dios. En consecuencia, oremos unos por otros y demandemos
el favor que todos necesitamos. Se engaña quien tiene por verdadero lo falso
que dice; miente quien, pensando ser falso lo que dice, lo da como verdadero,
sea ello verdadero, sea falso. Fijaos en esta añadidura: sea verdadero, sea
falso; quien tiene por falsa una cosa y la da por verdadera, miente: hay
propósito de engañar. ¿De qué le aprovecha el ser verdadero? Por de pronto,
él lo juzga falso, y lo dice cual si fuera verdadero. En sí es verdad lo que dice;
es verdadero en sí, pero es falso .en él; su conciencia desmiente sus palabras;
da por verdadera una cosa distinta de la que tiene por verdadera él. Este no es
hombre sencillo, tiene un corazón doblado; no expresa lo que tiene dentro.
Corazón doble ya reprobado en la antigüedad: Labios engañosos: han dicho
males en el corazón y el corazón. ¿No era suficiente: Han dicho males en el
corazón? ¿Por qué añadir: Labios engañosos? ¿En qué consiste el engaño?
En aparentar se hace lo que no se hace. Los labios dolosos denuncian, pues,
un corazón no sencillo; y por no ser sencillo el corazón, dijo el Salmista: En
el corazón y el corazón. En el corazón dos veces, o sea, corazón doble.
(Serm. 133, 4)
•
29 de mayo
Lo que es verdadero
Durante esos nueve años escasos en que con inmenso deseo de verdad pero
con ánimo vagabundo escuché a los maniqueos, estuve esperando la llegada
del dicho Fausto. Porque los otros maniqueos con que casualmente me
encontraba no eran capaces de responder a mis objeciones y me prometían
siempre que cuando él llegara, con su sola conversación daría el mate a mis
objeciones y aun a otras más serias que yo pudiera tener.
Cuando Fausto por fin llegó me encontré con un hombre muy agradable
y de fácil palabra; pero decía lo que todos los demás, solo que con mayor
elegancia. Mas no era lo que mi sed pedía a aquel magnífico escanciador de
copas preciosas. De las cosas que decía estaban ya hartos mis oídos y no me
parecían mejores porque él las dijera mejor, ni verdaderas por dichas con
elocuencia; ni sabia su alma porque fuera su rostro muy expresivo y muy
elegante su discurso. Los que tanto me lo habían ponderado no tenían buen
criterio: les parecía sabio y prudente solo porque tenía el arte del buen decir.
Conozco también otro tipo de hombres, que tienen la verdad por sospechosa
y se resisten a ella cuando se les presenta en forma bien aliñada y con
abundancia.
Pero tú ya me habías enseñado (creo que eras tú, pues nadie fuera de ti
enseña la verdad dondequiera que brille y de donde proceda), me habías
enseñado, digo, que nada se ha de tener por verdadero simplemente porque
se dice con elocuencia, ni falso porque se diga con desaliño y torpeza en el
hablar. Pero tampoco se ha de tener por verdadero algo que se dice sin
pulimento, ni falso lo que se ofrece con esplendor en la dicción. La
sabiduría y la necedad se parecen a los alimentos, que son buenos unos y
malos otros, pero se pueden unos y otros servir lo mismo en vasijas de lujo
que en vasos rústicos y corrientes. La sabiduría y la necedad pueden
ofrecerse lo mismo con palabras cultas y escogidas que con expresiones
corrientes y vulgares.
(Conf. V, 6.10)
•
30 de mayo
Amar a Dios
Amad a Dios, puesto que nada encontráis mejor que él. Amáis la plata porque
es mejor que el hierro y el bronce; amáis el oro más todavía, porque es mejor
que la plata; amáis aún más las piedras preciosas, porque superan incluso el
precio del oro; amáis, por último, esta luz que teme perder todo hombre que
teme la muerte; amáis, repito, esta luz igual que la deseaba con gran amor
quien gritaba tras Jesús: Ten compasión de mí, Hijo de David. Gritaba el
ciego cuando pasaba Jesús. Temía que pasara y no lo curara. ¿Cómo gritaba?
Hasta el punto de no callar, aunque la muchedumbre se lo ordenaba. Venció
oponiéndose a ella, y obtuvo al Salvador. Al vocear la muchedumbre y
prohibirle gritar, se paró Jesús, lo llamó y le dijo: —¿Qué quieres que te
haga? —Señor, le dijo, que vea. —Mira, tu fe te ha salvado. Amad a Cristo;
desead la luz que es Cristo. Si aquel deseó la luz corporal, ¡cuánto más debéis
desear vosotros la del corazón! Gritemos ante él no con la voz, sino con las
costumbres. Vivamos santamente, despreciemos el mundo; consideremos
como nulo todo lo que pasa. Si vivimos así, nos reprenderán, como si lo
hicieran por amor nuestro, los hombres mundanos, amantes de la tierra,
saboreadores del polvo, que nada traen del cielo, que no tienen más aliento
vital que el que respiran por la nariz, sin otro en el corazón. Sin duda, cuando
nos vean despreciar estas cosas humanas y terrenas, nos han de recriminar y
decir: «¿Por qué sufres? ¿Te has vuelto loco?». Es la muchedumbre, que trata
de impedir que el ciego grite. Y hasta son cristianos algunos de los que
impiden vivir cristianamente; en efecto, también aquella turba caminaba al
lado de Cristo y ponía obstáculos al hombre que vociferaba junto a él y
deseaba la luz como regalo del mismo Cristo. Hay cristianos así; pero
venzámoslos, vivamos santamente; sea nuestra vida nuestro grito hacia
Cristo. Él se parará, puesto que ya está parado.
(Serm. 349, 5)
•
31 de mayo
María, Isabel y Zacarías
En verdad hay entre ellos una gran diferencia, no solo en lo referente a las
madres por el hecho de que la de uno fuera virgen y la de otro estéril, pues
aquella dio a luz a nuestro Señor, el Hijo de Dios, del Espíritu Santo; esta, al
precursor del Señor de un varón anciano. Prestad atención también a esto.
Zacarías no creyó. ¿Cómo no creyó? Pidió al ángel una prueba que le
permitiese conocer la verdad de la promesa, porque él era anciano y su mujer
ya entrada en años. El ángel le dijo: Quedarás mudo, y no podrás hablar
hasta el día en que se cumpla, por no haber creído a mis palabras, que se
realizarán en el momento oportuno. El mismo ángel vino a María, le anuncia
que Cristo iba a nacer de su carne, y María le dirigió algunas palabras.
Zacarías preguntó: ¿Cómo conoceré esto? Yo soy anciano, y mi mujer
entrada en años. Se le contesta: Quedarás mudo, y no podrás hablar hasta el
día en que esto se cumpla, por no haber creído mis palabras. Y recibió el
castigo de la mudez en pago de su incredulidad. ¿Qué había dicho el profeta
de Juan? Voz del que clama en el desierto. Zacarías, que ha de engendrar a la
voz, calla. Calló por no haber creído; con razón enmudeció hasta que naciese
la voz. Si, pues, se dice con motivo, o, mejor, puesto que se dijo con todo
motivo en el salmo santo: Creí, por lo cual hablé, dado que no creía, era justo
que no hablase. Pero te suplico, Señor, llamo a tus puertas en compañía de
quienes me escuchan, ábrenos, exponnos el significado de esta cuestión.
Zacarías busca saber del ángel algo que le permita conocer lo que se le acaba
de anunciar, porque él era anciano y su mujer entrada en años, y se le
responde: Por no haber creído quedarás mudo. Se anuncia a la virgen María el
nacimiento de Cristo, y, preguntando el modo, dice al ángel: ¿Cómo sucederá
eso, pues no conozco varón? Y el ángel le responde: El Espíritu Santo vendrá
sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. He aquí cómo
sucederá lo que deseas saber; he aquí cómo darás a luz sin conocer varón; he
aquí cómo darás a luz sin conocer varón; he aquí cómo el Espíritu Santo
vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. No temas el
ardor de la concupiscencia estando a la sombra de tan grande santidad. ¿A
qué se debe esto? Si prestamos atención a las palabras, o ambos creyeron a
ambos dudaron, tanto Zacarías como María. Pero nosotros solo podemos
escuchar las palabras; Dios puede interrogar también el corazón.
(Serm. 290, 4)
Junio
•
1 de junio
Tres clases de hombres
Pues paréceme que se distinguen en tres clases los hombres que, como
navegantes, pueden acogerse a la filosofía. La primera, es de los que en
llegando a la edad de la lucidez racional, con un pequeño esfuerzo y leve
ayuda de los remos, cambian ruta de cerca y se refugian en aquel apacible
puerto, donde para los demás ciudadanos que puedan, levantan la espléndida
bandera de alguna obra suya, para que, advertidos por ella, busquen el mismo
refugio. La segunda clase, opuesta a la anterior, comprende a los que,
engañados por la halagüeña bonanza, se internaron en alta mar atreviéndose a
peregrinar lejos de su patria, con frecuente olvido de la misma. Si a estos, no
sé por qué secreto e inefable misterio, les da viento en popa, y tomándolo por
favorable se sumergen en los más hondos abismos de la miseria engreídos y
gozosos, porque por todas partes les sonríe la pérfida serenidad de los deleites
y honores, ¿qué gracia más favorable se puede desear para ellos que algún
revés y contrariedad en aquellas cosas, para que, arrojados por ellas, busquen
la evasión? Y si esto es poco, reviente una fiera tempestad, soplen vientos
contrarios, que los vuelvan, aun con dolor y gemidos, a los gozos sólidos y
seguros. Pero algunos de esta clase, por no haberse alejado mucho, no
necesitan golpes tan fuertes para el retorno. Tales son los que por las trágicas
vicisitudes de la fortuna o por las torturas y ansiedades de los vanos negocios,
instigados por el ocio mismo, se han visto constreñidos a refugiarse en la
lectura de algunos libros muy doctos y sabios, y al contacto con ellos se ha
despertado su espíritu como en un puerto, de donde no les arrancará ningún
halago y promesa del mar risueño. Todavía hay una clase intermedia entre las
dos, y es la de los que en el umbral de la adolescencia o después de haber
rodado; mucho por el mar, sin embargo, ven unas señales, y en medió del
oleaje mismo recuerdan su dulcísima patria; y sin desviarse ni detenerse, o
emprenden derechamente el retorno, o también, según acaece otras veces,
errando entre las tinieblas, o viendo las estrellas que se hunden en el mar, o
retenidos por algunos halagos, dejan pasar la oportunidad de la buena
navegación y siguen perdidos largo tiempo, con peligro de su vida.
Frecuentemente a estos los vuelve a la suspiradísima y tranquila patria alguna
calamidad o borrasca, que desbarata sus planes.
(VF 1, 2)
•
2 de junio
Aligerad mi carga
Aligerad, pues, hermanos; aligerad mi carga ayudándome a llevarla: vivid
bien. Hoy tengo que dar de comer a quienes son pobres como yo, y he de
comportarme humanitariamente con ellos; a vosotros os ofrezco como manjar
mi palabra. Me es imposible dar de comer a todos con pan palpable y visible;
de donde saco para alimentaros a vosotros, de allí saco para alimentarme yo;
soy un siervo, no un padre de familia. Os sirvo de lo mismo de lo que yo
vivo: del tesoro del Señor, del banquete de aquel padre de familia que, siendo
rico, se hizo pobre por nosotros para que nos enriqueciésemos con su
pobreza. Si os sirviera pan, habría que partirlo; cada uno tomaríais un pedazo,
y, por mucho que sirviese, no llegaría más que una mínima porción a cada
uno. En cambio, lo que digo lo tienen todo todos y cada uno en particular.
¿Acaso habéis dividido entre vosotros las sílabas de mis palabras? ¿Acaso os
lleváis cada uno una palabra de este largo sermón? Cada uno de vosotros lo
oyó en su totalidad. Pero esté atento a cómo lo oyó; yo soy solo quien os lo
da, no quien os pedirá cuentas. Si no lo doy y me reservo el dinero, el
Evangelio me aterroriza. Podría decir: «¿Por qué tengo yo que hastiar a los
hombres y decir a los malvados: No obréis mal, vivid así, obrad de esta otra
forma, dejad de hacer eso?». ¿Quién me manda a mí ser un peso para los
hombres? Se me ha indicado ya cómo debo vivir; viviré como me han
mandado y como me han ordenado. Me responsabilizo de lo que yo he
recibido; ¿por qué voy a tener que dar cuenta de los demás? El Evangelio me
aterroriza. En efecto, nadie me superaría en ansias de vivir en esa seguridad
plena de la contemplación, libre de preocupaciones temporales; nada hay
mejor, nada más dulce, que escrutar el divino tesoro sin ruido alguno; es cosa
dulce y buena; en cambio, el predicar, argüir, corregir, edificar, el preocuparte
de cada uno, es una gran carga, un gran peso y una gran fatiga. ¿Quién no
huiría de esta fatiga? Pero el Evangelio me aterroriza. Se acercó cierto siervo
y dijo a su señor: «Sabía que tú eras un hombre duro, que cosechas donde no
sembraste. Guardé tu dinero, no quise darlo; toma lo que es tuyo, juzga si
falta algo; si está todo, no me molestes».
(Serm. 339, 4)
•
3 de junio
La paciencia
Guardaos, pues, hermanos míos, de poner mal rostro a Dios cuando azota; no
sea que os deje y vayáis a perecer para siempre; antes bien, roguémosle que
temple su cólera y ponga tino en las heridas para no sucumbir a su rigor; y
pidámosle también que nos corrija en salud y con medida y nos otorgue lo
que ha prometido a sus santos. Ha dicho la Escritura: El pecador ha irritado a
Dios. Según la grandeza de su ira, no le buscará. ¿Qué significa eso de por
la grandeza de su ira, no le buscará? En llegando que llegue la ira de Dios a
su extremo límite, los dejará correr a su perdición. Luego, si el no buscarnos
es señal de su irritación suma, el probarnos es indicio claro de su
misericordia. Nos prueba cuando nos azota, y por la tribulación atrae nuestro
corazón a sí; es una enseñanza suya, es un aviso suyo, es el medio que usa
para edificarnos. Su mismo Hijo, que vino a nosotros para consuelo nuestro,
¿probó algo bueno en el mundo? ¿No fue Él quien, echando los demonios,
oyó denuestos tales como este: Tú tienes el demonio? ¡Al Hijo de Dios, que
arrojaba los demonios, le decían los judíos: Tú tienes el demonio! Peores eran
que los mismos demonios, pues los demonios le proclamaban Hijo de Dios, y
los judíos no. Y era tanto su poder, tanta su grandeza, tanta su paciencia, que
lo sufrió todo en silencio. Fue azotado, escuchó insultos, diéronle de
bofetadas, escupiéndole en el rostro, coronándole de espinas, se mofaron de él
y, finalmente, le colgaron de un madero, y fue sepultado. ¡Y quien ha sufrido
tanto era el Hijo de Dios! Y si por ahí pasó el Maestro, ¿por dónde no debe
pasar el discípulo? Si tanto sufrió el Criador, ¿qué no ha de sufrir la criatura?
El cual, para darnos ejemplo, nos legó su paciencia. ¿Por qué nosotros
perdemos la paciencia como si hubiéramos perdido la cabeza, que nos ha
precedido en el cielo? Él fue delante de nosotros al cielo, como diciéndonos:
«He ahí el camino, venid a él por la senda de las tribulaciones; venid a él por
la paciencia. Este camino os enseño, el paradero del cual es el cielo; y quien
rehúya entrar por esta senda, no quiere llegar al mismo fin que yo. Si alguien
quiere llegar a mí, entre por el camino que le mostré, el cual no es sino el
camino de las molestias, tribulaciones, dolores y angustias». Así llegarás al
reposo que nadie te ha de quitar; mas si prefieres este reposo del mundo y te
sales del camino de Cristo, pon los ojos en el suplicio de aquel rico
atormentado en los infiernos, porque, prefiriendo el sosiego de la vida
presente, halló en el fin las penas inacabables. Echad, pues, hermanos míos,
por el camino más áspero; sus postrimerías son el reposo eterno de la gloria.
Vueltos al Señor, etc.
(Serm. 24, 14)
•
4 de junio
Donación de sí mismo
Dad, pues, lo que habéis prometido: se trata de vosotros mismos, y os dais a
aquel cuyos sois. Lo que dais no disminuirá con la donación, más bien será
conservado y aumentado. Benigno es el acreedor y no indigente. No crece Él
con lo que recupera, sino que hace crecer dentro de sí a los deudores. Lo que
no se le devuelve a Él, se pierde; lo que se devuelve, se añade al deudor. Es
más, el deudor mismo se conserva en aquel a quien se reintegra. El que da y
su don son una misma cosa, porque la deuda y el deudor no eran sino una
cosa. El hombre se debe a Dios, y para ser feliz ha de donarse al mismo de
quien recibió el ser. Esto es lo que significan las palabras que el Señor dice en
el Evangelio: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Las pronunció cuando le mostraron una moneda; preguntó qué imagen
ostentaba, y le contestaron que la del César. Por aquí habían de entender que
Dios exige del hombre esa imagen divina que ostenta el hombre, como el
César exigía su imagen acuñada en la moneda. Pues si se le debe antes de
prometer, ¿cuánto más habrá que pagar después de la promesa?
(Carta a Armentario y Paulina, 127, 6)
•
5 de junio
La imagen de Dios en el alma
He ahí, hermanos míos, por qué Dios busca su imagen en nosotros. Tráeselo
a la memoria a los judíos que le ofrecieron una moneda. Primero quisieron
tentarle, diciéndole: Señor, ¿es lícito pagar el tributo al César? A decir que
sí, tuvieran ellos asidero para calumniarle, diciendo que Israel, según
Jesucristo, debía estar bajo la maldición, pues le quería tributario y
sojuzgado. Y, al revés, si hubiera contestado: «No es lícito pagar los
tributos», le acusarían de alzar bandera contra el César, prohibiendo pagar
los tributos a que venían sujetos por su calidad de pueblo tributario. Vio
Cristo a los tentadores, como la verdad al error, y echó por tierra el engaño
con las palabras mismas de los engañadores. No pronunció Él sentencia
contra ellos por sus propios labios; antes les hizo pronunciarla contra sí
mismos, según lo que está escrito: Por tus palabras habrás de ser
justificado y por tus palabras condenado. ¿Por qué me tentáis, hipócritas?,
les dijo. Mostradme una moneda. Se la mostraron. ¿De quién es, les
preguntó, esta imagen y esta inscripción? Y respondiéndole que del César,
repuso él: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Al modo como el César busca su imagen en sus monedas, Dios busca la
suya en tu alma. Dad, les dice, al César lo que es del César. ¿Qué exige el
César de ti? Su imagen. ¿Y Dios? También su imagen. Solo que la imagen
del César está en una moneda, y la imagen de Dios está impresa en ti. Si
cuando pierdes una moneda te lamentas de haber perdido la imagen del
César, cuando adoras un ídolo, ¿no lloras la injuria que infieres a la imagen
de Dios en ti?
(Serm. 24, 8)
•
6 de junio
Amor al enemigo
¿Quieres, por tanto, guardar el mandamiento de los antiguos? Ama a tu
prójimo, es decir, a todos los hombres. Nacidos, a la verdad, todos de los dos
padres primeros, somos todos prójimos, sin lugar a duda. Es un hecho,
además, que Jesucristo mismo, Señor nuestro, que mandó fueran amados los
enemigos, atestiguó hallarse toda la Ley y los Profetas contenidos en los dos
preceptos aquellos: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, con toda tu
alma, totalmente; y amarás al prójimo como a ti mismo. Nada se dice aquí de
amar al enemigo. ¿Es que, realmente, no se cifra todo en esos dos
mandamientos? ¡Ni pensarlo! Porque diciendo: Amarás a tu prójimo, ya dice
todos los hombres, aun los enemigos. Desde un punto de vista espiritual,
además, tú ignoras qué suerte de parentesco te liga en la presencia de Dios
con ese hombre que ahora juzgas enemigo. La paciencia de Dios, en efecto, le
conduce a penitencia, y es posible caiga en ello y se acomode dócilmente a
los designios de su Conductor. Si el mismo Dios, que sabe de antemano
quiénes han de perseverar en sus delitos y quiénes han de abandonar la senda
de la justicia para hundirse definitivamente en la iniquidad, hace, con todo
eso, nacer su sol para buenos y malos y llueve para justos e injustos; si la
divina paciencia los está convidando a penitencia, y amenaza, en fin, con los
rigores de su justicia a los menospreciadores de su bondad, ¿cómo no ha de
procurar muy mucho el hombre amansarse, para no exponerse a odiar,
ignorante de lo porvenir, a quien tendrá de compañero en la felicidad eterna?
Cumple, de consiguiente, el óptimo precepto antiguo: Ama a tu prójimo, que
es todo hombre, y aborrece a tu enemigo, el diablo. Cumple también el
segundo: Amarás a tus enemigos, por cuanto son hombres; ruega por quienes
te persiguen (por los hombres, se entiende) y haz bien a los que te odian (a los
hombres, digo).
(Serm. 149, 18)
•
7 de junio
Cómo buscarte
¿Cómo pues, Señor, te he de buscar? Porque cuando te busco como a mi
Dios, lo que busco es la vida feliz. Haz que así te busque siempre, para que
viva mi alma. Porque así como mi cuerpo vive de mi alma, así también mi
alma vive de ti. ¿De qué manera, pues, busco yo la vida feliz? Porque no
podré poseerla mientras no diga: «Allí está», diciendo que está donde
realmente está. ¿Y cómo la busco? ¿Acaso como se busca algo olvidado pero
no totalmente perdido? ¿O tal vez como cuando deseo conocer algo que no
conozco, que nunca supe; o si alguna vez lo supe quedó totalmente borrado
del recuerdo hasta el punto de no poder ni siquiera recordar que lo olvidé?
¿No es verdad que lo que todos desean y buscan es la vida feliz y que no
existe hombre alguno que no la desee? Pero, ¿dónde la conocieron para
desearla así? ¿Dónde la vieron y se encendieron de amor por ella? Porque
nadie desea lo que no conoce. Pero, ¿cómo supieron de ella? Existe sin
embargo otra manera de poseer la felicidad, y quienes la siguen son en
cierta manera felices: son aquellos que viven en la esperanza de la felicidad.
Es cierto que estos conocen la beatitud en una medida inferior a la de los
que actualmente la poseen; mas están en mejor situación que los que ni la
tienen ni esperan tenerla algún día.
(Conf. X, 20.29)
•
8 de junio
Limpios de corazón
Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios. Hágase, lo
arriba dicho, y se limpia el corazón: Tiene limpio el corazón quien no pone
cara de amigo cuando anida la enemistad en su corazón. Dios pone la corona
donde la mirada; Dios premia lo interior, porque mira al corazón. Sea
cualquiera el placer que llame a tu corazón, recházale, no le lisonjees; y si la
concupiscencia titila malamente, no se la consienta; y si el ardor es mucho,
ruéguese a Dios contra ella, para que actúe la gracia interiormente y quede
limpio ese corazón donde al mismo Dios se invoca. Si quieres venga Dios a
morar en ti, aderézale antes el aposento; limpia la cámara donde Dios te
escuche. Alguna vez calla la lengua y llora el alma; en lo interior de tu cámara
estase llamando a Dios; no haya en él nada desapacible a los divinos ojos, no
haya cosa que le ofenda. Si quieres tener un corazón puro, invócale, y Él no
se despreciará de aderezarle y morar en ti. ¿Tienes acaso miedo de albergar a
un tan poderoso magnate, cuya presencia te avergüence, cual suelen temer los
hombres de poco viso y encogido ánimo cuando la necesidad los obliga a
recibir en su casa a ciertos superiores que van de paso? Cierto, nada es mayor
que Dios; mas no te apenen las estrecheces; recíbele, y Él te ensanchará: ¿No
tienes qué ponerle a la mesa? Recíbele, y Él te alimentará a ti; y, cosa más
dulce aún para tus oídos, te alimentará de sí. Él mismo será tu alimento,
porque dijo: Yo soy el pan vivo que bajé del cielo, pan que restaura, y no
mengua. Luego, bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a
Dios.
(Serm. 11, 11)
•
9 de junio
Incapaz de amar humanamente
¡Oh demencia, incapaz de amar humanamente a los hombres! ¡Insensato de
mí, que me dejaba llevar sin moderación de las pasiones humanas! Así era yo
en aquel tiempo. Me enardecía, suspiraba, lloraba y me turbaba, sin descanso
ni consejo. Así iba cargando mi alma destrozada y sangrante, que no se
dejaba cargar, y yo no sabía en dónde ponerla. Ni en los bosques más amenos
ni en los juegos y los cantos, ni en los olorosos jardines, ni en los brillantes
convites, ni en los placeres del lecho ni en los libros y poemas hallaba reposo.
Todo me era aborrecible, la luz misma y todo cuanto no era él me era tedioso
e insoportable; y mi único consuelo, bien relativo, eran las lágrimas y los
gemidos. Y cuando desistía de llorar me aplastaba un enorme peso de miseria.
A ti, Señor, debía ser elevada para ser curada. Yo sabía esto, pero ni
quería ni podía; cuando pensaba en ti no eras para mí algo firme y sólido,
sino un vacío fantasma. Pero eso, fantasma era, no tú; y mi error era mi
dios. Y cuando quería poner mi alma en mi dios, como en un lugar de
descanso, se me resbalaba en el vacío y de nuevo caía sobre mí. Era yo para
mí mismo un lugar de desdicha en el cual no podía estar y del cual no me
podía evadir. ¿Cómo podía mi corazón huir de sí mismo, y adónde iría yo
que él no me siguiera?
(Conf. IV, 7.12)
•
10 de junio
Te amaba a Ti
Y me admiré entonces de ver que te amaba a ti y no ya a un fantasma. Pero no
era estable este mi gozo de ti; pues si bien tu hermosura me arrebataba,
apartábame luego de ti la pesadumbre de mi miseria y me derrumbaba
gimiendo en mis costumbres carnales. Pero aun en el pecado me acompañaba
siempre el recuerdo de ti, y ninguna duda me cabía ya de tener a quien
asirme, aun cuando carecía yo por mí mismo de la fuerza necesaria. Porque el
cuerpo corruptible es un peso para el alma, y el hecho mismo de vivir sobre
la tierra deprime la mente agitada por muchos pensamientos (Sab 9,15).
Segurísimo estaba yo de que tus perfecciones invisibles se hicieron, desde la
constitución del mundo, visibles a la inteligencia que considera las criaturas
y también tu potencia y tu divinidad (Rom 1,20).
Buscando pues un fundamento para apreciar la belleza de los cuerpos
tanto en el cielo como sobre la tierra, me preguntaba qué criterio tenía yo
para juzgar con integridad las cosas mudables diciendo: «Esto debe ser así y
aquello no». Y encontré que por encima de mi mente mudable existe una
verdad eterna e inmutable. De este modo, y procediendo gradualmente, a
partir de los cuerpos pasé a la consideración de que existe un alma que
siente por medio del cuerpo, y esto es el límite de la inteligencia de los
animales, que poseen una fuerza interior a la cual los sentidos externos
anuncian sobre las cosas de afuera. Pero luego de esto, mi mente,
reconociéndose mudable, se irguió hasta el conocimiento de sí misma y
comenzó a hurtar el pensamiento a la acostumbrada muchedumbre de
fantasmas contradictorios para conocer cuál era aquella luz que la inundaba,
ya que con toda certidumbre veía que lo inmutable es superior y mejor que
lo mudable. Alguna idea debía de tener sobre lo inmutable, pues sin ella no
le sería posible preferirlo a lo mudable. Por fin, y siguiendo este proceso,
llegó mi mente al conocimiento del ser por esencia en un relámpago de
temblorosa iluminación.
Entonces «tus perfecciones invisibles se me hicieron visibles a través de
las criaturas», pero no pude clavar en ti fijamente la mirada. Como si
rebotara en ti mi debilidad, me volvía yo a lo acostumbrado, y de aquellas
luces no me quedaba sino un amoroso recuerdo, como el recuerdo del buen
olor de cosas que aún no podía comer.
(Conf. VII, 17.23)
•
11 de junio
Dos preceptos contrarios
Suele, carísimos, desazonarles a muchos que, habiendo dicho en el Evangelio
nuestro Señor Jesucristo: Luzca vuestra luz ante los hombres, para que,
viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre celestial, dijera
después: Mirad de no hacer vuestras buenas obras delante de los hombres,
para que os vean. Inquiétase; digo, el espíritu de pocas luces y, deseando muy
de veras obedecer a uno y otro precepto, fluctúa entre pensamientos diversos
y adversos. Porque tan imposible resulta obedecer a un señor, si ordena cosas
opuestas, como a dos señores, según lo testificó el Señor mismo en la misma
plática. ¿Qué salida, pues, hay para el ánimo indeciso, cuando piensa, con
temor, que ni puede obedecer ni dejar de obedecer? Si, en efecto, saca las
obras buenas a luz; donde las vean los hombres, en cumplimiento del
precepto: Así ha de brillar vuestra luz ante los hombres, para que vean
vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre celestial, se juzgará
culpable de haber ido contra el otro que dice: Mirad de no hacer obras buenas
a presencia de los hombres, para ser vistos de ellos. Y si, al contrario, por
temor y cautela, tapa lo bueno, juzgará no servir a quien imperativamente le
dice: Luzca vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras obras
buenas.
Esas palabras del Evangelio, a la verdad, llevan en sí mismas la
explicación; con todo, no cierran las bocas de los hambrientos, porque
siempre tienen manjar nuevo para los corazones de los hombres que llaman.
Hase, pues, de ver adónde se endereza y mira la intención del corazón
humano. Si quien desea vean sus obras buenas los hombres se propone la
gloria propia y la propia utilidad y busca eso en ser visto de ellos, no
cumple nada de lo mandado por el Señor en este particular; porque, cierto,
se propone hacer sus buenas obras delante de .los hombres, mas su luz no
luce delante de los hombres para que, viendo sus obras buenas, glorifiquen
al Padre celestial. Lo que sin duda va pretendiendo es glorificarse a sí
mismo, no a Dios, y, buscando la propia utilidad, desama la divina
voluntad. De los tales dice el Apóstol: Todos buscan sus conveniencias, no
las de Jesucristo. El pasaje no concluye donde dice: Tal ha de lucir vuestra
luz, delante de los hombres para que vean vuestras obras buenas, pues
añadió en seguida la intención con que se han de hacer: Para que
glorifiquen, dice, a vuestro Padre celestial, por manera que, al hacer uno el
bien a presencia de los hombres, no se proponga interiormente otro fin que
hacer el bien; mas el fin de la publicidad ha de ser la gloria que a Dios le
resulta del provecho que hay para los sabedores en saberlo; porque a estos
les trae ventaja saber que Dios se complace de las buenas obras, cuyo autor
es Él mismo; y así no deben desconfiar de poder también ellos agradarle, si
quieren, por la merced del Señor. Y el otro pasaje, donde dice: Mirad de no
hacer vuestra justicia delante de los hombres, le terminó donde dijo: para
ser visto de ellos. Aquí no añade: y glorifiquen a vuestro Padre celestial,
sino: De otro modo no tendréis recompensa en vuestro Padre celestial;
dándonos a entender que buscan, quienes tal hacen, su recompensa en ser
vistos de los hombres, y en eso ponen su bien y allí se recrea la vanidad de
su corazón, que los vacía de Dios para llenarlos de viento, y los engríe y los
consume. No quiere, pues, tales a sus fieles. Mas, ¿por qué no bastó decir:
Mirad de no hacer vuestra justicia delante de los hombres, antes bien
añadió: para ser vistos de ellos, sino por haber algunos que hacen sus obras
buenas delante de los hombres, no para ser .vistos ellos de ellos, sino para
que sean vistas las obras y glorificado el Padre celestial, que se dignó darles
a los pecadores justificados el poder hacerlas?
(Serm. 54, 1, 3)
•
12 de junio
Libertad y servidumbre
Esto es prescripción del orden natural. Así creó Dios al hombre. Domine,
dice, a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a todo reptil que se mueve
sobre la tierra. Y quiso que el hombre racional, hecho a su imagen, dominara
únicamente a los irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre a la
bestia. Este es el motivo de que los primeros justos hayan sido pastores y no
reyes. Dios con esto manifestaba qué pide el orden de las criaturas y qué
exige el conocimiento de los pecados. El yugo de la fe se impuso con justicia
al pecador. Por eso en las Escrituras no vemos empleada la palabra siervo
antes de que el justo Noé castigara con ese nombre el pecado de su hijo. Este
nombre lo ha merecido, pues, la culpa, no la naturaleza. La palabra siervo, en
la etimología latina, designa los prisioneros, a quienes los vencedores
conservaban la vida, aunque podían matarlos por derecho de guerra. Y se
hacían siervos, palabra derivada de servir. Esto es también merecimiento del
pecado. Pues, aunque se libre una guerra justa, la parte contraria guerrea por
el pecado. Y toda victoria, aun la conseguida por los malos, humilla a los
vencidos, por juicio divino, o corrigiendo los pecados o castigándolos.
Testigo es de ello Daniel, ese hombre que en la cautividad confiesa a Dios sus
pecados y los pecados de su pueblo y reconoce, con piadoso dolor, que esta es
la razón de aquel cautiverio. La primera causa de la servidumbre es, pues, el
pecado, que somete un hombre a otro con el vínculo de la posición social.
Esto es efecto del juicio de Dios, que es incapaz de injusticia y sabe imponer
penas según los merecimientos de los delincuentes. El Señor supremo dice:
Todo aquel que comete pecado, es esclavo del pecado. Y por eso muchos
hombres piadosos sirven a amos inicuos, pero no libres, porque quien es
vencido por otro, queda esclavo de quien le venció.
A la verdad que es preferible ser esclavo de un hombre que de una
pasión, pues vemos lo tiránicamente que ejerce su dominio sobre el corazón
de los mortales la pasión de dominar, por ejemplo. Mas en ese orden de paz
que somete unos hombres a otros, la humildad es tan ventajosa al esclavo
como nociva la soberbia al dominador. Sin embargo, por naturaleza, tal
como Dios creó al principio al hombre, nadie es esclavo del hombre ni del
pecado. Empero, la esclavitud penal está regida y ordenada por la ley, que
manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo. Si no se obrara
nada contra esta ley, no habría que castigar nada con esa esclavitud. Por eso,
el Apóstol aconseja a los siervos el estar sometidos a sus amos y servirles
de corazón y de buen grado. Es decir, que, si sus dueños no les dan libertad,
tornen ellos, en cierta manera, libre su servidumbre, no sirviendo con temor
falso, sino con amor fiel, hasta que pase la iniquidad y se aniquilen el
principado y la potestad humana y sea Dios todo en todas las cosas.
(CdeD XIX, 15)
•
13 de junio
La justicia y el dominio
Así vemos que nuestros patriarcas, aunque tenían esclavos, administraban la
paz doméstica, distinguiendo a los hijos de los esclavos solamente en lo
relativo a los bienes temporales. En lo referente al culto a Dios, del que se
deben esperar los bienes eternos, miraban con igual amor a todos los
miembros de su casa. Y esto es tan conforme con el orden natural, que el
nombre de padre de familia trae de aquí su origen, y está tan divulgado, que
aun los señores injustos se precian de él. Los auténticos padres de familia
miran a todos los miembros de su familia como a hijos en lo tocante al culto y
honra de Dios. Y desean y anhelan llegar a la casa celestial, donde no sea
necesario mandar a los hombres, porque en la inmortalidad no será preciso
subvenir a necesidad alguna. Hasta allí deben tolerar más los señores, que
mandan, que los siervos, que sirven. Si alguno en casa turba la paz doméstica
por desobediencia, es corregido para su utilidad con la palabra, con el palo o
con cualquier otro género de pena justa y lícita admitido por la sociedad
humana para acoplarle a la paz de que se había apartado. Como no es
bienhechor el que viene en ayuda de otro para hacerle perder un bien, así no
es inocente el que permite, perdonando, que se incurra en un mal más grave.
La inocencia exige, pues, no solamente no hacer mal a nadie, sino retraer al
prójimo del pecado o castigar el pecado. Y esto con el fin de que el castigado
se corrija en cabeza propia y otros escarmienten en la ajena. La casa debe ser
el principio y el fundamento de la ciudad. Todo principio dice relación a su
fin, y toda parte a su todo. Por eso es claro y lógico que la paz doméstica debe
redundar en provecho de la paz cívica; es decir, que la ordenada concordia
entre los que mandan y los que obedecen en casa debe relacionarse con la
ordenada concordia entre los ciudadanos que mandan y los que obedecen. De
donde se sigue que el padre de familia debe guiar su casa por las leyes de la
ciudad, de tal forma que se acomode a la paz de la misma.
(CdeD XIX, 16)
•
14 de junio
Sentido de la «libido»
Es verdad que hay muchas clases de libido; pero, cuando se dice libido a
secas, sin más, suele casi siempre entenderse la que excita las partes sexuales
del cuerpo. Y es tan fuerte, que no solo señorea al cuerpo entero ni solo fuera
y dentro, sino que pone en juego a todo el hombre, aunando y mezclando
entre sí el afecto del ánimo con el apetito carnal, produciendo de este modo la
voluptuosidad, que es el mayor de los placeres corporales. Tanto es así, que,
en el preciso momento en que esta toca su colmo, se ofusca casi por completo
la razón y surge la tiniebla del pensamiento. ¿Quién, amigo de la sabiduría y
de los goces santos, llevando vida matrimonial, pero consciente, según el
consejo del Apóstol, de que posee su vaso en santificación y honor, no en la
enfermedad del deseo, como los gentiles, que desconocen a Dios, no
preferiría, si le fuera posible, engendrar hijos sin esta libido? Así, en la acción
generativa, los miembros destinados a la generación servirían a la mente,
como los demás, cada uno en sus funciones respectivas, se mueven bajo la
acción del albedrío de la voluntad, no bajo la excitación del fuego libidinoso.
Es que aun los buscadores de este placer en los goces matrimoniales o en las
impurezas vergonzosas no sienten a su antojo esas conmociones. A veces ese
movimiento les importuna sin quererlo y a veces les deja con el caramelo en
la boca. El alma chirría por el calor de la concupiscencia, y el cuerpo tirita de
frío. Y así, ¡cosa extraña!, la libido no solo rehúsa obedecer al deseo legítimo
de engendrar, sino también al apetito lascivo. Ella, que de ordinario se opone
al espíritu que la enfrena, a veces se revuelve contra sí misma, y, excitando el
ánimo, se niega a excitar el cuerpo.
(CdeD XIV, 16)
•
15 de junio
Confesión
¿Qué podría yo tener que te fuera oculto, Señor, a ti ante cuya mirada están
desnudos y patentes los abismos de la conciencia humana? Aunque yo no
quisiera confesarlo tú lo sabrías. Si pensara en esconderme de ti, tú quedarías
oculto para mí, pero no yo para ti. Pero ahora, cuando mis gemidos dan
testimonio de lo desagradable que soy para mí mismo, tú resplandeces y me
agradas y yo te amo y te deseo. Me avergüenzo de mí mismo y me rechazo
para escogerte a ti y no agradar ni a ti ni a mí sino por ti.
En tu presencia pues, Señor, me manifiesto tal y como soy; y los frutos
de esta confesión ya los he dicho. Porque esta confesión no la hago con las
voces y las palabras de la carne sino con las voces del alma y los clamores
del pensamiento que tu oído percibe. Cuando soy malo, mi confesión ante ti
consiste en el desagrado que a mí mismo me causo, y cuando soy bueno, mi
confesión está en no atribuirme a mí mismo la piedad; porque tú, Señor,
bendices al justo, pero solo después de haberlo justificado del pecado que
tenía.
Entonces, Señor, la confesión que hago en tu presencia es al mismo
tiempo silenciosa y no silenciosa, pues mientras cesa el sonido clama el
corazón. Nada de bueno les digo a los hombres que no me hayas dicho
antes.
(Conf. X, 2.2)
•
16 de junio
Por qué contar tantas cosas
¿Acaso ignoras tú, Señor, siendo tuya la eternidad, lo que yo te puedo decir; o
conoces en el tiempo lo que acontece en el tiempo? ¿Por qué, pues, te he
venido contando tantas cosas con todos sus pormenores? Ciertamente no
porque tú tengas necesidad de que yo te las diga para saberlas; pero mi amor a
ti se enciende conforme te las cuento. Pienso además en todos los que van a
leer este libro. Es preciso que todos a una digamos que grande es el Señor y
dignísimo de toda alabanza (Sal 47,2). Lo dije y lo repito, es tu amor el que
me mueve a todo esto.
Nosotros hacemos oración, y la verdad nos dice que nuestro Padre sabe
cuánto necesitamos aun antes de que se lo pidamos (Mt 6,8). Entonces, lo
que puedo hacer es manifestarte mi amor y confesarte mis muchas miserias
y tus grandes misericordias para conmigo, para que termines la obra de mi
liberación, puesto que ya la has comenzado, y deje yo de ser miserable en
mí y empiece a ser feliz en ti. Nos has llamado a ser pobres de espíritu,
mansos, llorosos, hambrientos y sedientos de tu justicia, misericordiosos,
pacíficos y limpios de corazón.
Y yo te he venido contando todo lo que he podido y querido porque tú
fuiste el primero en querer estas confesiones mías; tú Señor Dios mío,
porque eres bueno, porque tu misericordia es eterna (Sal 117,1).
(Conf. XI, 1.1)
•
17 de junio
Fruto de mis confesiones
Este será el fruto de mis Confesiones. Mostrar no ya lo que fui sino lo que ya
soy. Conviene que todo esto lo confiese no solo en tu presencia con una
secreta exultación mezclada de un temor y una esperanza igualmente secreta,
sino también ante los hijos de los hombres que participan conmigo en la
misma fe y son mis amigos tanto en la alegría como en la mortalidad;
conciudadanos míos que peregrinan conmigo, unos antes que yo y otros
después, pero todos ellos compañeros míos de camino en mi viaje terrenal.
Estos son tus siervos, hermanos míos a quienes tú quisiste hacer hijos tuyos y
señores míos y a quienes me has mandado servir si es que quiero vivir
contigo y de ti.
Pero no sería suficiente si tu Verbo me lo mandara de palabra sin
precederme con el ejemplo. Y lo mandado lo hago yo con palabras y
acciones bajo la sombra de tus alas; pero el peligro sería grande si mi alma
no estuviera bajo tus alas y sujeta a ti, que tan bien conoces mi flaqueza.
Soy un pequeñuelo, pero tengo un Padre siempre vivo y un tutor
cabalmente digno de confianza: tú mismo, que me engendraste y me
defiendes. Tú, mi Dios omnipotente, eres todo mi bien; tú, que estás
conmigo desde antes de que yo estuviera contigo.
A esos hermanos míos a quienes me mandas servir voy a declararles no
ya lo que fui, sino lo que ya he llegado a ser y aún soy. Pero no quiero
juzgarme a mí mismo. Sea, pues, escuchado así.
(Conf. X, 4.6)
•
18 de junio
¿Es este nuestro espíritu?
Pero, ¿es este vuestro espíritu? ¡No sabéis cuán pesada carga de vicios nos
oprime y qué tenebrosa ignorancia nos envuelve! ¿Dónde está aquella vuestra
atención y ánimo levantado a Dios y a la verdad, de que poco ha me gloriaba
yo ingenuamente? ¡Oh si vierais, aun con unos ojos tan turbios como los
míos, en cuántos peligros yacemos y de qué demente enfermedad es indicio
vuestra risa! ¡Oh si supierais, cuán pronto, cuán luego la trocaríais en llanto!
¡Desdichados! ¡No sabéis dónde estamos! Es un hecho común que todos los
necios e ignorantes están sumidos en la miseria: mas no a todos los que así se
ven, alarga de un mismo y único modo la sabiduría su mano. Y creedme:
unos son llamados a lo alto, otros quedan en lo profundo. No queráis, os pido,
doblar mis miserias. Bastante tengo con mis heridas, cuya curación imploro a
Dios con llanto casi cotidiano, si bien estoy persuadido de que no me
conviene sanar tan pronto como deseo. Si algún cariño me tenéis, si algún
miramiento de amistad; si comprendéis cuánto os amo, cuánto estimo y el
cuidado que me da vuestra formación moral; si soy digno de alguna
correspondencia de parte vuestra; si, en fin, como Dios es testigo, no miento
al desear para vosotros lo que para mí, hacedme este favor. Y si me llamáis de
buen grado maestro, pagadme con esta moneda; sed buenos.
(DeOrd. I, 10, 29)
•
19 de junio
Es posible la felicidad
¡Lejos de mí, Señor; lejos del corazón de este siervo tuyo, que se confiesa a ti,
el pensar que en un gozo cualquiera es posible alcanzar la felicidad! Porque
hay una alegría que se niega a los impíos y se concede a los que te sirven de
buen grado y cuya felicidad eres tú mismo. La vida feliz consiste en gozar de
ti, por ti y para ti; eso es, y no otra cosa. Y los que esto no piensan andan
buscando un bien que no es el verdadero bien y por tanto no puede brindarles
el gozo verdadero. De todos modos, su voluntad permanece orientada hacia
una imagen de la alegría.
(Conf. X, 22.32)
•
20 de junio
La conquista de la felicidad
¿Quieres oír conmigo el consejo de quien sabe dónde están los días buenos
de la vida? Pues oídlo, no a mí, sino conmigo; acudamos todos a este
llamamiento, permanezcamos en pie, abramos los oídos y entendamos con
el corazón al Padre, que dijo: Venid, hijos, a oírme y os enseñaré el temor
de Dios. Y qué sea lo que enseña y para quién sea útil, lo dice a
continuación. Escuchemos: ¿Quién es el hombre que ama la vida y desea
ver los días buenos? Respondemos todos: «Nosotros». Oigamos ahora lo
que sigue: Reprime tu lengua del mal y no hablen mentira tus labios. Di
ahora: «Yo». Cuando poco ha os decía: ¿Quién es el hombre que ama la
vida y desea ver los días buenas?, respondíamos todos: «Yo». ¡Ea!,
respóndame ahora cualquiera de vosotros: «Yo». Pues guárdate del mal y
no hable mentiras tu lengua. Di ahora: «Yo». Luego, ¿amas la vida y los
días buenos y no quieres reprimir la lengua del mal ni que tus labios dejen
de hablar mentira? ¡Ligero eres para correr al premio y perezoso para el
trabajo! ¿A quién se le paga sin haber trabajado? Ojalá pagues tú a quien
trabaja en tu casa siquiera, pues bien sé que no pagas a quien no trabaja.
¿Por qué? Porque nada le debes a quien no hace nada. También Dios ha
señalado un salario. ¿Cuál? La vida y los días buenos que todos deseamos y
a donde todos queremos llegar. Y el salario prometido lo pagará fielmente.
¿Qué salario? La vida y los días buenos. Y, ¿qué son los días buenos? Vida
sin fin y descanso sin trabajo.
(Serm. 108, 6)
•
21 de junio
Otra vida existe
Existe otra vida, hermanos míos; después de esta vida hay otra, creedme.
Preparaos para ella; despreciad todo lo presente. Si tenéis bienes, haced el
bien con ellos; si no los poseéis, no os abrase la ambición. Enviadlos,
hacedlos llevar delante de vosotros; trasladad lo que tenéis aquí al lugar
donde habéis de disfrutar de seguridad. Escuchad el consejo de vuestro
Señor: No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre
los corrompen y donde los ladrones excavan y los roban; antes bien,
acumulad tesoros en el cielo, donde el ladrón no entra ni la polilla
corrompe, pues donde está tu tesoro, allí está tu corazón. A diario escuchas,
¡oh hombre fiel!, estas palabras: «En alto el corazón»; pero tú, como si
escucharas lo contrario, lo hundes en la tierra. Cambiad de lugar.
¿Disponéis de bienes? Haced el bien con ellos. ¿No disponéis de ellos? No
murmuréis de Dios. Escuchadme, ¡oh pobres!: «¿Qué no tenéis, si tenéis a
Dios?». Escuchadme, ¡oh ricos!: «¿Qué tenéis, si no tenéis a Dios?».
(Serm. 311, 15)
•
22 de junio
Vanidad de vanidades
Salomón, el rey más sabio de Israel, que reinó en Jerusalén, comenzó de la
siguiente manera el libro que titula Eclesiastés, incluido por los judíos en el
canon de las Sagradas Letras: Vanidad de vanidades, dijo el Eclesiastés,
vanidad de vanidades y todo vanidad. ¿Qué provecho saca el hombre de todo
ese trabajo que desarrolla bajo el sol? Y, ligando a esta idea la tabla de las
miserias humanas, menciona los errores y las tribulaciones de esta vida, y
prueba por el huir del tiempo que no hay nada estable ni sólido aquí abajo. En
medio de esta vanidad de cosas terrenas lamenta, sobre todo, que,
aventajando la sabiduría a la insipiencia como la luz a las tinieblas y siendo
tan avizor el sabio como ciego el necio, todos corren la misma suerte en esta
vida. Con ello da a entender que los males son comunes a los buenos y a los
malos. Y añade que los buenos sufren como si fueran malos y que los malos
gozan como si fueran buenos. He aquí sus palabras: Hay todavía otra vanidad
sobre la tierra: hay justos a quienes vienen males como a impíos y hay impíos
que son tratados como justos. Y a esto también lo llamé vanidad.
Este varón tan sabio consagró todo su libro a intimarnos esa vanidad, sin
duda para hacernos desear la vida donde no exista la vanidad bajo el sol,
sino la verdad bajo el Hacedor del sol. ¿Se desvanecerá, por ventura, el
hombre, hecho semejante a la vanidad, en esas vanidades sin un justo juicio
de Dios? No obstante, mientras está sujeto a ella, es de gran importancia
saber si resiste u obedece a la verdad, y si es verdaderamente piadoso o no.
Esto importa no precisamente para adquirir los bienes de esta vida o para
evitar los males, que pasan como sombra, sino para virar nuestra mirada
hacia el juicio final, en el que se darán para siempre los bienes a los buenos
y los males a los malos.
En fin, el Sabio concluye su libro con estas palabras: Teme a Dios –dice–
y guarda sus mandamientos, porque esto es todo el hombre. En efecto, todo
hombre no es más que un guarda fiel de los mandamientos de Dios, y quien
no es esto no es nada. Porque toda obra, es decir, lo hecho por el hombre en
esta vida, buena o mala, por vil o despreciable que sea, Dios la pondrá en
tela de juicio. En otros términos, toda obra aparentemente despreciable y,
por tanto, ni aparente, Dios la ve y no la desprecia ni se olvida de ella
cuando juzgue.
(CdeD XX, 3)
•
23 de junio
Dejar las vanidades
Me dije: «Que todo se pierda, si se ha de perder; pero tengo que dejar todas
estas vanidades para consagrarme al estudio de la verdad. Esta vida es
miserable, la muerte es algo incierto; si se me viene encima de repente,
¿cómo saldré de todo esto, y dónde aprenderé lo que no aprendí en esta vida?
¿No tendría yo que pagar por semejante negligencia? ¿Y qué, si la muerte da
fin a todos nuestros cuidados amputándonos el sentimiento? Todo esto lo
tengo que averiguar. Pero no es posible semejante anulación, pues las cosas,
tantas y tan grandes, que Dios ha hecho por nosotros no las hiciera si con la
muerte del cuerpo viniera también la aniquilación del alma; ni es cosa vana y
sin sentido la gran autoridad del cristianismo por todo el orbe. ¿De dónde me
viene pues esta vacilación para dejar de lado las esperanzas del mundo y
consagrarme a la búsqueda de Dios y de la vida feliz?
Pero vayamos despacio: todas estas cosas mundanas son agradables y
tienen su encanto; no sería prudente cortarlas con precipitación, ya que
existe el peligro de tener que volver vergonzosamente a ellas. No me sería
difícil conseguir algún puesto honorable y más cosas que pudiera desear;
tengo muchos amigos influyentes que podrían fácilmente conseguirme una
presidencia. Podría yo también casarme con una mujer que tuviera algún
patrimonio, para que no me fuera gravosa con sus gastos; y con esto tendría
satisfechos todos mis deseos. Hay, además, muchos varones ilustres y
dignos de imitación, que no obstante vivir casados han podido consagrarse
a la sabiduría».
(Conf. VI, 11.19)
•
24 de junio
Solemnidad de san Juan Bautista
Hoy celebramos la solemnidad de san Juan Bautista, cuyo nacimiento
escuchamos llenos de admiración cuando se leyó el Evangelio. ¡Cuál no será
la gloria del juez si es tanta la del heraldo! ¡Cómo será el camino que ha de
venir si es tal quien lo prepara! La Iglesia considera, en cierto modo, sagrado
el nacimiento de Juan. No se encuentra ningún otro entre los Padres cuyo
nacimiento celebremos solemnemente. Celebramos el nacimiento de Juan y el
de Cristo, lo cual no puede carecer de significado, y, aunque quizá yo sea
incapaz de explicarlo como merece la grandeza del asunto, da origen a
pensamientos fructíferos y profundos. Juan nace de una anciana estéril, y
Cristo de una jovencita virgen. A Juan lo da a luz la esterilidad, y a Cristo la
virginidad. En el nacimiento de Juan, la edad de los padres no era la
adecuada, y en el de Cristo no hubo abrazo marital. Juan es anunciado por un
ángel que lo proclama; Cristo es concebido por el anuncio del ángel. No se da
crédito al nacimiento de Juan, y su padre queda mudo; se cree el de Cristo, y
es concebido por la fe. Primero llega la fe al corazón de la virgen; luego le
sigue la fecundidad en el seno de la madre. Y, sin embargo, son casi las
mismas palabras de Zacarías y las de María. Aquel, cuando el ángel le
anunció a Juan, le dijo: ¿Cómo conoceré esto? Yo soy anciano y mi mujer ya
está entrada en años. Esta dijo al ángel que le anunció su futuro parto:
¿Cómo sucederá esto, pues no conozco varón? Palabras casi idénticas. A
Zacarías se le responde: Quedarás mudo, sin poder hablar, hasta que
acontezca lo dicho, por no haber creído mis palabras, que se realizarán a su
tiempo. A María, en cambio: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso lo que nazca de ti será santo y
será llamado Hijo de Dios. Él es reprendido, ella aleccionada. A él se le dice:
Por no haber creído a ella: «Recibe lo que pediste». Las palabras son casi las
mismas: ¿Cómo conoceré eso? y ¿Cómo sucederá eso? Pero quien es capaz
de escuchar las palabras y ver el corazón no le ocultaba este. Un pensamiento
se ocultaba debajo de cada una de estas expresiones; se ocultaba a los
hombres, no a ángeles; mejor, no se le ocultaba a quien hablaba por medio del
ángel. Por último, nace Juan cuando la luz del día comienza a disminuir y a
crecer la noche; Cristo nace cuando las noches decrecen y los días se alargan.
Y como si el mismo Juan hubiese advertido el simbolismo de los dos
nacimientos, dijo: Conviene que él crezca y yo mengüe. He aquí lo que
propuse para investigar y discutir. Os he anticipado esto; pero, si soy incapaz
de escrutar toda la profundidad de tan gran misterio por falta de luces o de
tiempo, mejor os enseñará quien habla dentro de vosotros incluso en ausencia
mía, en quien pensáis devotamente, a quien recibisteis en el corazón,
convirtiéndoos en templos suyos.
(Serm. 293, 1)
•
25 de junio
La medicina de la humildad
Hinchado por la soberbia, esta misma hinchazón le estorbaba para volver por
la estrechura. Quien, en efecto, se hizo por nosotros camino, dice altamente:
Entrad por la puerta estrecha. Hace conatos para entrar, mas la hinchazón se
lo impide; y cuanto más la hinchazón se lo impide, tanto más perjudiciales le
resultan los esfuerzos. Porque, para un hinchado, la estrechura es un
tormento, que contribuye a hincharle más; y, si aun aumenta de volumen,
¿cómo ha de poder entrar? Tiene, pues, que deshincharse. ¿Cómo? Tomando
el medicamento de la humildad; que beba esta pócima amarga, pero
saludable, la pócima de la humillación. ¿Por qué tratar de encogerse? No se lo
permite la masa, no grande, sino hinchada. Porque la magnitud o corpulencia
es indicio de solidez, la hinchazón es inflamiento. Quien, pues, esté hinchado,
no se tenga por grande; deshínchese para ser de grandeza auténtica y sólida.
No ambicione estas cosas de acá; no le ufane la pompa esta de las cosas
huidizas y corruptibles; oiga la voz del que dijo: Entrad por la puerta
angosta, y también: Yo soy el camino. Como si el tímido le preguntase: «¿Por
dónde voy a entrar?», le responde: Yo soy el camino, entra por mí. Para entrar
por esta puerta tienes que andar por este camino; porque si dijo: Yo soy el
camino, dijo también: Yo soy la puerta. ¿Qué te preocupas del por dónde
volver, adónde volver y por dónde entrar? Para que no andes descarriado, Él
se hizo todo eso para ti: camino y entrada. En dos palabras lo dice: Sé
humilde, sé manso. Pero que nos lo diga con la máxima diafanidad, para que
veas por vista de ojos por dónde va el camino, cuál es el camino y adónde va
el camino. ¿Adónde quieres ir? Eres, muy posiblemente, un ambicioso que
todo lo querría para sí. Pues... Todas las casas las puso el Padre en mis
manos. Dirás quizá: «Bien; las puso en las manos de Cristo, pero no en las
mías...». Escucha lo que dice el Apóstol; escucha, según te dije hace rato, no
te quiebre la desesperación las alas del ánimo; oye cómo fuiste amado cuando
no eras amable; oye cómo eras amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin,
de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te
hicieras digno de ser amado. Pues bien, Cristo, dice el Apóstol, murió en
beneficio de los impíos. ¿Acaso merecía el impío ser amado? Te ruego me
digas qué merecía el impío. —La condenación, respondes tú. —Pues, con
todo eso, Cristo murió por los impíos. Ahí ves lo que hizo por ti cuando
impío; ¿qué reserva para el pío? ¿Qué se hizo a favor del impío? Por los
impíos murió Cristo. Tú, que deseabas poseerlo todo, ahí tienes modo de
hallarlo todo; no lo busques por el camino de la avaricia, búscalo por el
camino de la piedad. Si por ahí vas, lo poseerás, porque poseerás al Hacedor
de todas las cosas, y, poseyéndole a Él, todo con Él será tuyo.
(Serm. 142, 5)
•
26 de junio
Aspiración suprema: la paz
Quienquiera que repare en las cosas humanas y en la naturaleza de las
mismas, reconocerá conmigo que, así como no hay nadie que no quiera gozar,
así no hay nadie que no quiera tener paz. En efecto, los mismos amantes de la
guerra no desean más que vencer, y, por consiguiente, ansían llegar
guerreando a una paz gloriosa. Y, ¿qué es la victoria más que la sujeción de
los rebeldes? Logrado este efecto, llega la paz. La paz es, pues, también el fin
perseguido por quienes se afanan en poner a prueba su valor guerrero
presentando guerra para imperar y luchar. De donde se sigue que el verdadero
fin de la guerra es la paz. El hombre, con la guerra, busca la paz; pero nadie
busca la guerra con la paz. Aun los que perturban la paz de intento, no odian
la paz, sino que ansían cambiarla a su capricho.
Su voluntad no es que haya paz, sino que la paz sea según su voluntad. Y
si llegan a separarse de otros por alguna sedición, no ejecutan su intento si
no tienen con sus cómplices una especie de paz. Por eso los bandoleros
procuran estar en paz entre sí, para alterar con más violencia y seguridad la
paz de los demás. Y si hay algún salteador tan forzudo y enemigo de
compañías que no se confíe y saltee y mate y se dé al pillaje él solo, al
menos tiene una especie de paz, sea cual fuere, con aquellos a quienes no
puede matar y a quienes quiere ocultar lo que hace. En su casa procura vivir
en paz con su esposa, con los hijos, con los domésticos, si los tiene, y se
deleita en que sin chistar obedezcan a su voluntad. Y si no se le obedece, se
indigna, riñe y castiga, y si la necesidad lo exige, compone la paz familiar
con crueldad. Él ve que la paz no puede existir en la familia si los miembros
no se someten a la cabeza, que es él en su casa. Y si una ciudad o pueblo
quisiera sometérsele como deseaba que le estuvieran sujetos los de su casa,
no se escondiera ya como ladrón en una caverna, sino que se engallaría a
vista de todos, pero con la misma codicia y malicia. Todos desean, pues,
tener paz con aquellos a quienes quieren gobernar a su antojo. Y cuando
hacen la guerra a otros hombres, quieren hacerlos suyos, si pueden, e
imponerles luego las condiciones de su paz.
(CdeD XIX 12, 1)
•
27 de junio
El gran bien de la caridad
¡Qué gran bien no es la caridad hermanos! ¿Qué hay más valioso? ¿Qué más
brillante? ¿Qué hay más firme? ¿Qué más útil? ¿Qué hay más seguro?
Muchos bienes de Dios tiénenlos también los malos; ellos dirán un día: Señor,
en tu nombre hemos profetizado, en tu nombre hemos arrojado los demonios,
en tu nombre hemos hecho milagros... La respuesta no será: «No es verdad
eso», porque a presencia de tal Juez no se atrevieran a mentir lo que no
hicieron; por no haber tenido caridad, la respuesta para todos ellos será: No os
conozco. Y ¿cómo ha de tener un ápice de caridad quien a sabiendas desama
la unidad? Para recomendar esta unidad a los buenos pastores, evitó el Señor
hablar de los pastores en plural. Como ya dije, pastor bueno era Pedro, éralo
Pablo, lo fueron los demás apóstoles, los bienaventurados que vinieron
después, el bienaventurado Cipriano... Todos ellos fueron pastores buenos; sin
embargo, el Señor no les pone delante pastores buenos, sino un buen pastor.
Yo, dice, soy el buen pastor.
(Serm. 138, 3)
•
28 de junio
El hombre, superior a los animales
Con muchos materiales dispersos desordenadamente antes, pero reunidos,
construyo una casa. Yo valgo más que ella, porque soy su causa y ella es mi
hechura; tengo más aventajada naturaleza, porque la fabrico; por eso no
puede dudarse de que valgo más que la casa. Mas mirando a esta luz, no sería
mejor que una golondrina o una abejita, pues la primera ingeniosamente
construye su nido y la segunda su panal; mas yo aventajo a las dos, porque
soy animal racional. Pero si la razón se manifiesta en las medidas bien
calculadas, ¿acaso las aves miden con menor exactitud y proporción el nido
que construyen? Ciertamente, es proporcionadísimo. Luego yo soy superior,
no por fabricar cosas bien proporcionadas, sino por conocer las proporciones.
Y, ¡cómo!, ¿los pájaros sin conocer los números pueden construir nidos con
toda proporción? Sin duda alguna. ¿Cómo puede explicarse esto? Con el
hecho que también nosotros adaptamos la lengua con los dientes y el paladar
para formar las palabras, sin pensar al hablar en los movimientos que hemos
de hacer con la boca. Además, ¿no hay buenos cantores sin saber música,
porque con el sentido natural observan al cantar el ritmo y la melodía que
conservan en la memoria? ¿Puede darse una cosa mejor proporcionada? El
ignorante no sabe esto, pero lo hace con el impulso de la naturaleza. Mas,
¿cuándo es mejor el hombre y aventaja a los animales? Cuando sabe lo que
hace. Luego no hay en mí ningún fundamento de superioridad sobre los
animales, sino este: que yo soy un animal racional.
(DeOrd. II, 19, 49)
•
29 de junio
San Pedro y san Pablo
La pasión de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo ha hecho sagrado
este día para nosotros. No estamos hablando de mártires desconocidos. Por
toda la tierra salió su sonido y sus palabras llegaron hasta los confines del
orbe de la tierra. Estos mártires vieron lo que anunciaron, siguieron la equidad
confesando la verdad y muriendo por ella. Uno es el bienaventurado Pedro, el
primero de los apóstoles, amador impetuoso de Cristo, de quien mereció
escuchar: Y yo te digo que tú eres Pedro. Él le había dicho: Tú eres Cristo, el
Hijo de Dios vivo. Cristo le replicó: Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia. Sobre esta piedra edificaré la fe que acabas de
confesar. Sobre lo que acabas de decir: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo,
edificaré mi Iglesia. Tú eres, pues, Pedro. Pedro viene de «piedra», no
«piedra» de Pedro. Pedro viene de «piedra», como «cristiano» de Cristo.
¿Quieres saber cuál es la piedra de la que recibe el nombre Pedro? Escucha a
Pablo: No quiero que ignoréis, hermanos; es el apóstol de Cristo quien lo
dice: No quiero que ignoréis, hermanos, que todos nuestros padres se hallaron
bajo la nube, todos pasaron el mar y todos fueron bautizados con Moisés en la
nube y en el mar; todos comieron el mismo alimento espiritual y bebieron la
misma bebida espiritual. Bebían, en efecto, de la piedra espiritual que los
seguía. La piedra era Cristo. He aquí de dónde viene Pedro.
(Serm. 295, 1)
•
30 de junio
La fuerza de los mártires
El Señor Jesús no solo instruyó con su doctrina a los mártires; también los
afianzó con su ejemplo. Para que los condenados al suplicio tuviesen a quién
seguir, fue él delante sufriendo por ellos: les mostró el camino recorriéndolo
él mismo. La muerte o es del alma o es del cuerpo. Del alma podemos afirmar
que no puede morir y que puede morir: no puede morir, porque nunca perece
la conciencia de sí; pero puede morir, si pierde a Dios. Como el alma es la
vida del propio cuerpo, así Dios es la vida de la propia alma. Como el cuerpo
muere cuando lo abandona el alma, es decir, su propia vida, así también el
alma muere si la abandona Dios. Para evitar que Dios abandone al alma, viva
siempre en la fe, sin temer el morir por Dios; de esa forma no morirá porque
la haya abandonado Dios. Solo queda, pues, admitir que la muerte ha de ser
temible solo en atención al cuerpo. Pero también a este respecto tranquilizó
Cristo el Señor a sus mártires. En efecto, ¿cómo podían estar intranquilos,
temiendo por la integridad de sus miembros, quienes habían adquirido
garantías hasta sobre el número de sus cabellos? Vuestros cabellos, dijo, están
contados. Y en otro lugar lo repite más claramente aún: Os digo que no
perecerá ni un solo cabello de vuestra cabeza.
(Serm. 273, 1)
Julio
•
1 de julio
Hay que avanzar
¿Quién es el que no avanza? Quien se cree sabio; quien dice: «Me basta con
lo que soy»; quien no pone atención a quien dijo: Olvidando lo de atrás y en
tensión hacia lo que está delante, en mi intención persigo la palma de la
suprema vocación de Dios en Cristo Jesús. Dijo que corría, que perseguía
algo; no quedó parado, no miró atrás; y ¡lejos de nosotros pensar que se salió
del camino quien lo enseñaba, quien lo conservaba y lo mostraba! Para que
imitásemos su velocidad, dijo: Sed imitadores míos, como yo lo soy de
Cristo. Pienso, hermanos amadísimos, que vosotros vais en el camino
conmigo. Si soy lento, adelantadme; no sentiré envidia de vosotros; busco a
quiénes seguir. Si, por el contrario, pensáis que voy yo más rápido, corred
conmigo. Única es la meta a la que todos nos apresuramos por llegar, tanto
los más lentos como los más veloces. Esto dijo el mismo Apóstol: Olvidando
lo de atrás y en tensión hacia lo que está delante, en mi intención persigo una
sola cosa: la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús. El núcleo
de la frase es este: persigo una sola cosa. Para llegar a esto, ¿qué ha dicho
antes? Hermanos, yo no creo haberla alcanzado. He aquí quien no se queda
parado: quien no cree haberla alcanzado; he aquí quien no quiere ser
peregrino: quien no se queda en el camino, quien gozará en la patria. Yo, dijo.
¿Quién es ese «yo»? Yo, quien trabajé más que todos ellos. Sin embargo,
cuando dijo: trabajé más que todos ellos, no expresó el «yo». Yo no creo
haberla alcanzado. Está bien el «yo» cuando se refiere a algo humilde, no a
algo motivo de orgullo. Yo, dijo, por lo que a mí se refiere, no creo haberla
alcanzado. Eso él. Pero cuando dijo: Trabajé más que todos ellos, continúa:
pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo. ¿Acaso la gracia de Dios no la
alcanza? Con razón, pues, dijo allí: Yo. El no alcanzarla es resultado de
nuestra debilidad; el alcanzarla es resultado de la ayuda de la gracia divina, no
de la debilidad humana. ¿Quién hay, pues, que nos muestre; quién hay que
nos enseñe; quién hay que pueda enseñarnos de manera digna cómo es verdad
–lo que, sin duda alguna, es así– que nada hay en nosotros más que el
pecado? Sepa esto la piedad, acúsese de ello la debilidad y desee ser sanada
de lo mismo la caridad. No que ya la haya recibido o que ya sea perfecto. Y
entonces añadió: Hermanos, yo no creo haberla alcanzado. Y, exhortando a
correr y a tender el corazón hacia lo que está delante, dijo: Cuantos somos
perfectos pensemos así. Antes había dicho: No que ya la haya recibido o que
sea ya perfecto; y luego dice: Cuantos somos, perfectos pensemos así. Habías
dicho que tú mismo, tan gran apóstol, eras imperfecto; ahora ya encuentras
muchos perfectos y dices: Cuantos somos perfectos pensemos así. Hay, pues,
diversas clases de perfección.
(Serm. 306B, 2)
•
2 de julio
El Señor y la tempestad, incompatibles
Con todo eso, hermanos, nunca en esta nave llega el pánico a su colmo, sino
por ausencia del Señor. ¡Cómo! ¿Puede tener ausente al Señor quien está
dentro de la Iglesia? ¿Cuándo tiene ausente al Señor? Cuando se deja vencer
de alguna mala pasión. Hase dicho en cierto lugar y puede tomárselo en
sentido figurado: No se ponga el sol sobre vuestra ira y no deis lugar al
diablo. Sol aquí no se le dice al sol ese que tiene una cierta sublimidad
especial entre los cuerpos visibles del firmamento y puede ser visto igual por
nosotros y los animales, sino a la luz solo visible para los corazones limpios
de los fieles, según aquello: Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo. Esta luz del sol corpóreo puede iluminar aun a los
insectos más diminutos y efímeros. La luz verdadera, por tanto, es la justicia y
la sabiduría, que deja de verse cuando la irritación de la ira la obscurece como
una nube; y es entonces cuando el Sol se pone sobre la ira del hombre. No de
otro modo, en esta nave, ausentándose Cristo, se ve uno zarandeado por las
tempestades de sus propias iniquidades y apetitos desordenados. La ley, te
dice: No dirás falso testimonio. Si conoces la verdad en lo que has de
testimoniar, brilla la luz en tu mente; mas si, vencido por el afán de torpe
lucro, te resuelves a dar un falso testimonio, empezarás entonces mismo a ser
agitado de la borrasca por ausencia de Cristo y zozobrarás en las olas de tu
avaricia; las concupiscencias te pondrán en peligro, como una tempestad, y,
ausente Cristo, andarás, vamos al decir, al borde del naufragio.
¡Cuán de temer es que la nave vuelva los ojos atrás y vire en redondo!
Esto sucede cuando se da de lado a la esperanza de los premios celestiales
porque le tuerzan sus pasiones hacia lo visible y transitorio. No es, en
afecto, caso perdido el de quien, agitado por las solicitaciones pasionales,
pone la vista, sin embargo, en las cosas interiores e implora, con el perdón
de sus delitos, la gracia de vencer y atravesar la rabia del enfurecido mar;
pero quien de tal manera da en el extravío de decir en su corazón: «Dios no
ve; no piensa en mí ni se cura si peco», este vira en redondo, y a golpes de
temporal es arrastrado al punto de salida. ¡Son, a la verdad, tantos los
pensamientos que se levantan en el pecho de los hombres! Así que, ausente
Cristo, se halla la nave batida por muchas olas y tempestades del siglo.
(Serm. 75, 5, 6)
•
3 de julio
Tomás, el incrédulo
¿Qué oísteis ahora que dijo Tomás en la lectura que acaba de sonar en
vuestros oídos? «No creeré si no toco». Y el Señor dijo al mismo Tomás:
«Ven, tócame; introduce tus manos en mi costado, y no seas incrédulo, sino
creyente. Si piensas, dijo, que es poco el que me presente a tus ojos, me
ofrezco también a tus manos. Quizá seas de aquellos que cantan en el salmo:
En el día de mi tribulación busqué al Señor con mis manos, de noche, en su
presencia». ¿Por qué buscaba con las manos? Porque buscaba de noche. ¿Qué
significa este buscar de noche? Que llevaba en su corazón las tinieblas de la
infidelidad. Mas esto se hizo no solo por él, sino también por aquellos que
iban a negar la verdadera carne del Señor. Cristo podía efectivamente haber
curado las heridas de su carne sin que hubiesen quedado ni las huellas de las
cicatrices; podía haberse visto libre de las señales de los clavos en sus manos
y de la llaga en su costado; pero quiso que quedasen en su carne las cicatrices
para eliminar de los corazones de los hombres la herida de la incredulidad y
que las señales de las heridas curasen las verdaderas heridas. Quien permitió
que continuasen en su cuerpo las señales de los clavos y de la lanza sabía que
iban a aparecer en algún momento herejes tan impíos y perversos que dirían
que Jesucristo nuestro Señor mintió en lo referente a su carne y que a sus
discípulos y evangelistas profirió palabras mendaces al decir: «Toca y ve». He
aquí que Tomás duda. ¿Es verdad que duda? «Si no toco, no creeré». El creer
se lo confía al tacto. Si no toco, no creeré. ¿Qué opinamos que dijo Manés?
Tomás lo vio, lo tocó, palpó los lugares de los clavos, y, no obstante, su carne
era falsa. Por tanto, de haberse hallado allí, ni aun tocando hubiese creído.
(Serm. 375C, 2)
•
4 de julio
Confieso tus misericordias
Recuerdo yo mi vida, Señor, dándote gracias, y confieso tus muchas
misericordias para conmigo. Que se impregnen mis huesos de tu amor y que
te digan: «Señor, ¿quién hay que sea semejante a ti?». «Tú has roto mis
cadenas y ofreceré en tu honor un sacrificio vespertino» (Sal 34,10; 115,16).
Y voy a contar ahora cómo las rompiste, de modo que cuantos te adoran
digan al oírme: «Bendito sea el Señor en el cielo y en la tierra, grande y
admirable es su nombre».
Tus palabras se habían adherido a mis entrañas y tú me tenías cercado
por todas partes. Cierto estaba yo de tu eterna existencia, aunque no la
alcanzaba sino en enigma y como en un espejo (1Cor 13,12). Con todo,
habíase ya apartado totalmente de mí la más mínima duda sobre que eres
una sustancia incorruptible y de que de ti proceden todas las criaturas, y mi
deseo no era tanto el de estar más cierto de ti, sino el de estar más firme y
estable en ti.
(Conf. VIII, 1.1)
•
5 de julio
Sanos y enfermos
No han menester de médico los sanos, sino los enfermos. Yo he venido para
exhortar a la penitencia no a los justos, sino a los pecadores. Es palabra del
Señor; mas a los pecadores llámalos para que no sean pecadores siempre; no
se imaginen los hombres que Dios amó a los pecadores, y quieran tener
pecados siempre, y así los ame Cristo. Cristo a los pecadores los ama como el
doctor al enfermo; esto es, para matar la fiebre y sanarle. No le quiere siempre
enfermo por el gusto de visitarle; quiere que sane. A ese modo, no vino Cristo
a llamar a los justos, sino a los pecadores, para justificar al impío. Y de
idólatra le hizo fiel; de bebedor, sobrio; parco, de inmoderado; de avaro,
dador (y no a los cazadores del circo), ni aplaudidor del diablo, sino
socorredor de los pobres, a fin de ser coronado por Cristo y adquirir lo
intransitorio. ¿No era más difícil este cambio realizado por Cristo que lo son
las hazañas de los atletas circenses? Habiendo, pues, hecho el Señor lo más
difícil: mudar al impío en piadoso, ¿no tendrá para este piadoso una corona?
Reparad, hermanos míos, atentamente; ¿qué cosa es más increíble: hacer del
impío un hombre bueno o hacer del hombre bueno un ángel? Hombre bueno
y hombre malo son extremos que se oponen mutuamente; hombre bueno y
ángel no son extremos contrarios; antes bien, se avecinan. Quien, pues, te
hizo pasar de un extremo a otro, ¿no acabará su obra haciéndote ángel, un sí
es, no es tu vecino? Ya cuando empiezas a ser bueno, empiezas a copiar la
vida de los ángeles; cuando eras malo, en cambio, tu vida y la de los ángeles
se oponían entre sí. Por el camino de la fe llegas a la justificación, y entonces
tú, que blasfemabas de Dios, te rindes humildemente; tú, que andabas de
rostro a las criaturas, le vuelves al Criador.
(Serm. 2, 1)
•
6 de julio
Salvar los valores
No te dejes, pues, vencer en la lucha. Ved qué difícil guerra nos ha puesto
ante los ojos del espíritu, qué refriega, qué discordia dentro de ti mismo. La
carne codicia contra el espíritu. Ahora bien, si el espíritu a su vez no
codicia contra la carne, adulterio seguro; mas, si el espíritu codicia contra la
carne, surge la lucha, hay combate, no hay derrota. La carne codicia contra
el espíritu; el adulterio es agradable; confieso que produce deleite. Mas el
espíritu codicia contra la carne, porque también tiene su deleite la castidad.
¡Ojalá prevalezca el espíritu sobre la carne, o, a lo menos, que no se deje
vencer por la carne! El adulterio ama la obscuridad, desea la luz la castidad.
Vive, pues, cual deseas la fama; vive, cuando los ojos de los hombres no te
ven, como a la luz del día; pues quien te hizo, en las tinieblas te ve también.
¿Por qué la castidad es pública y generalmente alabada? ¿Por qué ni aun los
adúlteros hacen gala del adulterio? Luego la verdad está de parte de la luz.
Pero, ¡cuán dulce es el adulterio! Hay que irle a la mano, hay que resistirle,
hay que volver golpe por golpe. No te faltan medios de lucha, porque Dios
está dentro de ti y se te ha dado el Espíritu del bien. Con todo, se le permite
a la carne codiciar contra el espíritu con sugestiones perversas, con
verdaderos deleites. Hágase lo del Apóstol: No reine el pecado en vuestro
cuerpo mortal. No dijo: «No haya pecado»; ya está dentro: es la
concupiscencia, y se le llama pecado por haber sido fruto del pecado. En el
paraíso, en efecto, no codiciaba la carne contra el espíritu, ni había esta
pugna donde solo había paz; fue únicamente después de la transgresión,
después de haber el hombre rehusado servir a Dios y haberle Dios hecho
donación al hombre del hombre mismo (no donación tal, que, a lo menos,
fuera dueño de sí propio, sino posesión de quien le había engañado), cuando
empezó la carne a codiciar contra el espíritu. Y este codiciar contra el
espíritu tiene lugar en los buenos solo; en los malos no tiene contra quién
codiciar. Solo codicia contra el espíritu donde se halla el Espíritu.
(Serm. 128, 8)
•
7 de julio
Caminamos en la fe
Hasta que no alcancemos tal vida somos peregrinos lejos del Señor, puesto
que caminamos en la fe, no en la visión. El dijo, en efecto: Yo soy el
camino, y la verdad, y la vida. En la fe tenemos el camino; en la visión, la
verdad y la vida. Ahora vemos como por un espejo, ocultamente: esta es la
fe; pero luego veremos cara a cara, y eso será la visión. Dice además: En el
hombre interior habita Cristo por la fe en vuestros corazones: este es el
camino, el conocimiento parcial. Pero poco después añade: Conocer
también la sobreeminente ciencia de la caridad de Cristo para venos llenos
de toda la plenitud de Dios: tal será la visión cuando, al llegar lo perfecto,
lo parcial sea eliminado por la plenitud. Dice también: Pues estáis muertos
y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios: esta es la fe. Luego
añade: Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también
vosotros apareceréis con él en la gloria: esta es la visión. Dice Juan a su
vez: Amadísimos, ahora somos ya hijos de Dios y aún no se ha manifestado
lo que seremos: esta es la fe. Luego continúa: Sabemos que cuando se
manifieste seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es: he aquí
la visión. Al respecto, el mismo Señor, que dijo: Yo soy el camino, y la
verdad, y la vida, hablando a los judíos, entre los que se encontraban
algunos que habían creído ya en él y dirigiendo a ellos sus palabras, dijo: Si
permanecéis en mis palabras, seréis en verdad discípulos míos, conoceréis
la verdad, y la verdad os hará libres. Estos ya habían creído, pues el
evangelista se expresó así: Decía Jesús a quienes ya habían creído en él:
«Si permanecéis en mi palabra, seréis, en verdad, discípulos míos,
conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Así, pues, ya habían
creído y habían comenzado a caminar en Cristo como camino. Les exhorta,
por tanto, a que, permaneciendo en él, lleguen. ¿Adónde sino a lo que dice:
La verdad os hará libres? ¿De qué liberación se trata sino de la liberación
de toda la mutabilidad de la vanidad, de toda corrupción de la mortalidad?
En consecuencia, esa es la vida verdadera, la vida eterna, que aún no hemos
alcanzado mientras dura nuestra peregrinación lejos del Señor; pero la
alcanzaremos, porque, mediante la fe, caminamos en el mismo Señor, si
permanecemos con toda constancia en su palabra. Pues con lo que dice: Yo
soy el camino, se corresponde esto otro: Si permanecéis en mi palabra,
seréis, en verdad, discípulos míos. Y a estas palabras: Y la verdad y la vida
corresponden estas otras: Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.
Así, pues, en esta peregrinación y en esta vida, es decir, en la fe, ¿con qué
os puedo exhortar sino con las palabras del Apóstol, que dice: Teniendo
estas promesas, amadísimos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y
del espíritu, llevando a perfección la santificación en el temor del Señor?
Pues quienes desean que le sea otorgada, antes de creer, aquella luz de la
purísima e inmutable verdad, al no poder contemplarla sino mediante la fe,
una vez purificado el corazón –dichosos los limpios de corazón, pues ellos
verán a Dios–, son semejantes a hombres ciegos, que desean ver primero la
luz corpórea de este sol para curarse de la ceguera, siendo así que no
pueden verla si antes no son sanados.
(Serm. 346, 2)
•
8 de julio
La hemorroísa
Esta como ausencia de su cuerpo y presencial virtud entre la gentilidad
simbolizada también en el hecho de preguntar: ¿Quién me tocó?, cuando una
mujer le había tocado la orla del vestido. Indaga como ausente, sana como
presente. La muchedumbre, responden sus discípulos, está estrujándote, y
¿todavía dices quién te ha tocado? Pregunta quién le ha tocado, como si
anduviese libre de todo posible contacto corporal; ellos le dicen: «Las turbas
te estrujan». Parece como si el Señor dijera: «Quiero saber quién me toca, no
quién me presiona». Tal sucede ahora también con su cuerpo, es decir, con la
Iglesia. Le toca la fe de pocos, presiónale la muchedumbre. Ser la Iglesia el
cuerpo de Cristo, vosotros, hijos suyos, lo habéis ya oído; o mejor, vosotros
mismos lo sois. Dícelo el Apóstol en muchos lugares: Por su cuerpo, que es
la Iglesia. Y otra vez: Vosotros sois el cuerpo de la Iglesia y sus miembros. Si,
pues, somos el cuerpo de la Iglesia, lo que padeció entonces de las turbas el
Señor, eso mismo padece ahora su Iglesia. Es presionada de las turbas, tócanla
pocos. La estruja de la carne, la toca la fe. Levantad, pues, los ojos, por favor,
los que tenéis ojos para ver. Que ver sí lo tenéis. Levantad los ojos de la fe y
tocad el ruedo del vestido divino, y esto será bastante para sanar.
(Serm. 62, 5)
•
9 de julio
Conviértenos a ti
¡Que se vayan y huyan de ti los inquietos y los impíos! Pero tú los ves y los
distingues muy bien entre las sombras. Y tu creación sigue siendo hermosa,
aunque los tenga a ellos, que son odiosos. ¿Qué daño te han podido causar,
o en qué han menoscabado tu imperio, que desde el cielo hasta lo más
ínfimo es íntegro y justo? ¿Adónde fueron a dar cuando huían de tu rostro,
o en dónde no has hallado a los fugitivos? Huyeron de ti para no verte, pero
tú sí los veías; en su ceguera toparon contigo, pues tú no abandonas jamás
las cosas que has creado. Siendo injustos chocaron contigo, y justo fue que
sufrieran por ello. Quisieron sustraerse a tu benignidad, y fueron a chocar
con tu rectitud, y cayeron abrumados bajo el peso de tu rigor. Es que no
saben que en todas partes estás y que ningún lugar te circunscribe; y que
estás presente también en aquellos que huyen de ti.
Conviértanse pues a ti; que te busquen, pues tú, el creador, no abandonas
jamás a tus criaturas como ellas te abandonan a ti. Entiendan que tú estás en
ellos: que estás en lo hondo de los corazones de los que se confiesan, y se
arrojan en ti, y lloran en tu seno tras de sus pasos difíciles. Tú enjugas con
blandura sus lágrimas, para que lloren todavía más y en su llanto se gocen.
Porque tú, Señor, no eres un hombre de carne y sangre; eres el creador que
los hiciste y que los restauras y consuelas.
¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas delante de mí; pero yo
me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar. ¡Cuánto menos a
ti!
(Conf. V, 2.2)
•
10 de julio
Contra la falsedad maniquea
Me apliqué entonces con todas mis fuerzas a investigar si había algunos
documentos definitivos en los cuales pudiera yo encontrar un argumento
decisivo contra la falsedad de los maniqueos. Pensé que si llegaba yo a
concebir una sustancia espiritual con solo eso quedarían desarmadas sus
maquinaciones y yo las rechazaría definitivamente. Pero no podía
conseguirlo.
Considerando sin embargo, con una atención cada vez mayor lo que del
mundo y su naturaleza conocemos por los sentidos, y comparando las
diferentes sentencias llegué a la conclusión de que eran mucho más
probables las explicaciones de varios otros filósofos. Y entonces, dudando
de todo –como es, según se dice, el modo de los académicos– y fluctuando
entre nubes de incertidumbre, decidí que mientras durara mi dubitación, en
ese tiempo en que les anteponía yo a otros filósofos, no podía ya
ciertamente seguir con los maniqueos. Pero aun a tales filósofos me negaba
yo a confiarles la salud de mi alma, pues andaba aún bien lejos de la
doctrina saludable de Cristo.
En consecuencia resolví quedarme como catecúmeno en la Iglesia
católica, la que mis padres me habían recomendado, mientras no brillara a
mis ojos alguna luz cuya certeza me diera seguridad.
(Conf. V, 14. 25)
•
11 de julio
Lucha entre dos amores
En esta vida, toda tentación es una lucha entre dos amores: el amor del
mundo y el amor de Dios; el que vence de los dos atrae hacia sí, como por
gravedad, a su amante. A Dios llegamos con el afecto, no con alas o con los
pies. Y, al contrario, nos atan a la tierra los afectos contrarios, no nudos o
cadena alguna corporal. Cristo vino a transformar el amor y hacer, de un
amante de la tierra, un amante de la vida celestial; por nosotros se hizo
hombre quien nos hizo hombres; Dios asumió al hombre para convertir los
hombres en dioses. He aquí el combate que tenemos delante: la lucha contra
la carne, contra el diablo, contra el mundo. Pero tenemos confianza, puesto
que quien concertó el combate es espectador que aporta su ayuda y nos
exhorta a que no presumamos de nuestras fuerzas. En efecto, quien presume
de ellas, en cuanto hombre que es, presume de las fuerzas de un hombre, y
maldito todo el que pone su esperanza en el hombre. Los mártires,
inflamados en la llama de este piadoso y santo amor, hicieron arder el heno
de su carne con el roble de su mente, pero llegaron íntegros en su espíritu
hasta aquel que les había prendido fuego. En la resurrección de los cuerpos
se otorgará el debido honor a la carne que ha despreciado esas mismas
cosas. Así, pues, fue sembrada en ignominia para resucitar en gloria.
Ardiendo en este amor, o, mejor, para que ardamos en él, dice: Quien
ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí, y quien no
toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. No ha eliminado el amor a los
padres, a la esposa, a los hijos, sino que lo ha colocado en el lugar que le
corresponde. No dijo: «Quien ama», sino: quien ama más que a mí. Es lo
que dice la Iglesia en el Cantar de los Cantares: Ordenó en mí el amor. Ama
a tu padre, pero no más que al Señor; ama a quien te ha engendrado, pero
no más que a quien te ha creado. Tu padre te ha engendrado, pero no fue él
quien te dio forma, pues él al hacerlo ignoraba quién o cómo ibas a nacer.
Tu padre te alimentó, pero no sacó de sí el pan para saciarte. Por último, sea
lo que sea lo que tu padre te reserva en la tierra, él muere para que tú le
sucedas, y con su muerte te hace sitio en la vida. En cambio, Dios es Padre,
y lo que reserva, lo reserva juntamente consigo, para que poseas la herencia
junto con el mismo padre y no tengas que esperar a que él muera para
sucederle, sino que, permaneciendo siempre en él, te adhieras a quien
permanece siempre. Ama, pues, a tu padre, pero no por encima de Dios;
ama a tu madre, pero no por encima de la Iglesia, que te engendró para la
vida eterna. Finalmente, deduce del amor que sientes por tus padres cuánto
debes amar a Dios y a la Iglesia. Pues si tanto ha de amarse a quienes te
engendraron para la muerte, ¡con cuánto amor han de ser amados quienes te
engendraron para que llegues a la vida eterna y permanezcas por la
eternidad! Ama a tu esposa, ama a tus hijos según Dios, inculcándoles que
adoren contigo a Dios. Una vez que te hayas unido a él, no has de temer
separación alguna. Por tanto, no debes amar más que a Dios a quienes con
toda certeza amas mal si descuidas el llevarlos a Dios contigo. Llegará,
quizá, la hora del martirio. Quieres confesar a Cristo. Quizá te sobrevenga,
por confesarlo, un tormento temporal; quizá la muerte. Tu padre, o tu
esposa, o tu hijo te halagarán para que no mueras, y con sus halagos te
procurarán la muerte. Para que así no suceda, ha de venirte a la mente:
Quien ama al padre, o a la madre, o a la esposa más que a mí, no es digno
de mí.
(Serm. 344, 1-2)
•
12 de julio
La serpiente astuta
Por esto, amadísimos, vamos a exponeros, no obstante haberlo hecho ya
cantidad de veces, qué significa ser sencillos como las palomas y astutos
como las serpientes. ¿Hay modo de aliar la astucia de la serpiente y la
sencillez de la paloma, que se nos inculca primero? Me gusta que la paloma
no tenga hiel; tengo miedo a las serpientes, porque tienen veneno. Mas no
todo en la serpiente es pavoroso; tiene parte aborrecible y alguna, cosa
imitable. La serpiente, cuando ya por la vejez se entumece y los años la
cargan en demasía, se introduce por hendiduras estrechas de una cueva,
dejando, al pasar, constreñida, la camisa vieja para exudar otra nueva.
Imítala, pues, ¡oh cristiano!, que oyes a Cristo decir: Entrad por la puerta
estrecha. Y el apóstol Pablo te dice: Despojaos del hombre viejo con sus
obras y vestíos del nuevo. Tienes, por ende, qué imitar en la serpiente: no
morir por la ancianidad, sino por la novedad. Quien por cualquiera ventaja
temporal muere, por lo viejo muere; cuando te hayas desnudado de toda esa
vetustez, habrás imitado la prudencia de la serpiente. Imítala tan bien en
esto: en guardar la cabeza. ¿Qué significa guardar la cabeza? Tener en sí a
Cristo. ¿No ha observado alguien de entre vosotros alguna vez, tratando de
matar una serpiente, cómo, para guardar la cabeza, expone todo el cuerpo a
los golpes? No quiere ser herida donde sabe que tiene la vida. Cristo es
nuestra vida, según Él mismo lo dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la
vida. Oye también al Apóstol: La cabeza del varón es Cristo. Quien, pues, a
Cristo guarda en sí, la cabeza se guarda.
(Serm. 64, 3)
•
13 de julio
La sencillez de la paloma
Y ahora, ¿qué menester hay de ponderar en muchas palabras la sencillez de
las palomas? En la serpiente había que evitar el veneno; la imitación era
peligrosa por haber en ella cosa dañosa; en cambio, a la paloma puedes
imitarla con seguridad. Mira cómo las palomas viven en alegre sociedad;
juntas vuelan, juntas comen, no quieren estar solas, aman la vida común, se
guardan afecto mutuo, sus arrullos son arrullos de amor y procrean
besándose a sus polluelos. Algunas veces observamos riñen las palomas
entre sí por razón de sus celdillas; es, digamos, un reñir pacífico. ¿Acaso
este pelearse las hace separarse? Juntas vuelan, juntas comen y aun las riñas
entre ellas son pacíficas. Observad una riña entre palomas. El Apóstol dice:
Si alguien desobedeciere las palabras de nuestra epístola, señaladle con el
dedo y no tengáis trato alguno con él. Ved ahí la riña; pero advierte cómo
es riña de palomas, no de lobos. Añadió de seguida: Pero no le tengáis por
enemigo, antes le corregiréis fraternalmente. Las palomas aman aun
cuando están riñendo; el lobo mata cuando riñe y cuando halaga.
Adornados, pues, vosotros con la sencillez de las palomas y la astucia de las
serpientes, celebrad las fiestas de los mártires sobriamente, no con
hartazgos de vientre. Alabad en ellos a Dios, porque no es otro el Dios de
los mártires y el nuestro: Él es quien ha de coronarnos. Si; luchemos bien, y
seremos coronados por quien los coronó a ellos, cuya imitación es el objeto
de nuestros más vivos deseos.
(Serm. 64, 4)
•
14 de julio
Sabiduría y necedad
Con vistas a estas dos cosas necesarias en este mundo: la salud y el amigo,
vino en condición de peregrina la Sabiduría. Encontró a todos hechos unos
necios, extraviados, entregados al culto de cosas superfluas, amantes de lo
temporal y desconocedores de lo eterno. Esta sabiduría no trabó amistad
con los necios. Y, a pesar de no ser amiga de los necios y estar a distancia
de ellos, asumió a nuestro prójimo y se hizo cercana a nosotros. Tal es el
misterio de Cristo. ¿Hay algo más distante de la sabiduría que la necedad?
¿Qué hay más cercano al hombre que otro hombre? ¿Hay, repito, algo más
distante de la sabiduría que la necedad? Así, pues, la sabiduría tomó al
hombre, y se hizo cercana al hombre mediante lo que le era cercano. Puesto
que la misma sabiduría dijo al hombre: He aquí que la piedad es sabiduría,
y dado que es pertinencia de la sabiduría del hombre el dar culto a Dios –no
otra cosa es la piedad–, se nos han dado dos preceptos: Amarás al Señor tu
Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Y el otro:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Quien escuchó estas palabras
preguntó: ¿Y quién es mi prójimo? Pensaba que el Señor le iba a decir: «Tu
padre y tu madre, tu esposa, tus hijos, hermanos y hermanas». Pero no
respondió así; antes bien, queriendo encarecer que todo hombre es prójimo
de todo otro hombre, le presentó el siguiente relato. Cierto hombre, dijo.
¿Quién? Un cualquiera, pero hombre. Cierto hombre. ¿Quién es, pues, ese
hombre? Un cualquiera, pero ciertamente un hombre. Bajaba de Jerusalén
a Jericó y cayó en manos de los ladrones. Se llama ladrones a los mismos
que nos persiguen a nosotros. Herido, despojado, dejado medio muerto en
el camino, fue despreciado por los transeúntes, por un sacerdote, por un
levita; pero reparó en él un samaritano que pasaba por allí. Se acercó a él;
con todo cuidado lo cargó sobre su jumento y lo llevó a la posada,
mandando que se le prestase el cuidado necesario, pagando el importe. Al
que había preguntado, se le pregunta, a su vez, quién era el prójimo de ese
hombre medio muerto. Como lo habían despreciado dos, precisamente sus
próximos, llegó el extraño. Este hombre de Jerusalén consideraba como
próximos a los sacerdotes y levitas, y como extraños a los samaritanos.
Pasaron de largo los próximos, y el extraño se acercó. ¿Quién, pues, fue
prójimo para este hombre? Dilo tú que habías preguntado: ¿Quién es mi
prójimo? Responde ya la verdad. Había preguntado la soberbia; hable la
naturaleza. ¿Qué respondió, pues? Creo que el que hizo misericordia con él.
Y el Señor le replicó: Vete y haz tú lo mismo.
(Serm. 299D, 2)
•
15 de julio
Los aspirantes a la Sabiduría
Tales deben ser los aspirantes a la Sabiduría. A tales busca ella para su casto
e inmaculado desposorio. Pero no es único el camino que allí conduce, pues
cada cual, según su estado de salud y de fuerza, abraza aquel singular y
verdadero bien. Ella es cierta luz inefable e incomprensible de las
inteligencias. Nuestra luz ordinaria nos ayude en lo posible a elevarnos a
ella. Hay ojos tan sanos y vigorosos que, después de abrirse, pueden mirar
de hito en hito sin parpadear la lumbre del sol. Para ellos, la luz es la
sanidad, sin que necesiten de magisterio, y sí tan solo de alguna
amonestación. Bástales creer, esperar y amar. Otros, al contrario, se
deslumbran con la misma luz que desean contemplar tan ardientemente, y
sin conseguir lo que quieren, muchas veces tornan a la sombra con deleite.
A estos, aunque se mejoren, hasta considerarse sanos, es peligroso
mostrarles lo que no pueden ver aún. Hay que ejercitarlos antes,
hornagueando su amor con provechosa dilación. Primero se les mostrarán
objetos opacos, pero bañados con la luz, como un vestido, un muro, algo
semejante. Han de pasar después a fijar la vista en cosas que brillan con
mayor belleza no por sí mismas, sino con el reverbero solar, como el oro, la
plata y cosas similares, cuyo reflejo no dañe a los ojos. Entonces, con
moderación, se les podrá mostrar el fuego terreno, y sucesivamente los
astros, la luna, el rosicler de la aurora y el cándido resplandor celeste.
Habituándose cada cual más pronto o más tarde según su disposición a este
orden de cosas en su integridad o parcialmente, podrá ya carearse con el
mismo sol sin titubeo y con gran deleite. Así proceden algunos muy buenos
maestros con los muy amantes de la sabiduría, capaces ya de ver, pero faltos
de agudeza. A la buena disciplina toca ir a ella por grados, pero llegar sin
orden es de una inefable dicha. Mas hoy bastante hemos escrito, según creo;
hay que mirar también por la salud.
(Sol. I. 13, 23)
•
16 de julio
¿No hay que saludar?
Ahora tú, que rehúsas dar a estas palabras la verdadera significación con
que fueron dichas, viéndote, por consecuencia, rigurosamente constreñido a
tacharle al Señor mismo de inconsecuente por haber tenido bolsa y usado
zapatos; tú, digo, ¿qué me dices? ¿Te parece bien que, si, yendo de camino,
topamos con alguien de nuestro singular afecto, no nos adelantemos a
saludarlos, siendo superiores nuestros, o no les devolvamos el saludo,
siendo inferiores? ¿Cumples el Evangelio cuando, saludado, te callas? Te
parecerías entonces, no a un viajero, sino a la piedra miliaria que le señala
la ruta al viandante. Dejémonos, pues, de boberías; entendamos a derechas
las palabras del Señor, y no saludemos a nadie en el camino. Porque no a
humo de pajas se nos manda esto; o, ¿es que el Señor, al mandarlo, no
quería lo hiciésemos? ¿Qué significa, por tanto: A nadie saludéis en el
camino? Puede, sin duda, tomarse a lo llano, como significándonos en este
mandato la prisa en hacer lo mandado. Entonces las palabras a nadie
saludéis en el camino valdrían igual que decir: «Dejad aparte cualquiera
ocupación mientras no hagáis lo prescrito»; y fuera ello un modo de
encarecimiento muy ordinario en el lenguaje vulgar. Para no ir más lejos, el
Señor, en la misma plática, dice algo después: Y tú, Cafarnaún, que te alzas
hasta el cielo, serás abatida hasta el infierno. ¿Qué significa te alzas hasta
el cielo? ¿Acaso las murallas de la ciudad atravesaban las nubes y daban en
el firmamento? ¿Qué se quiere, pues, decir con eso de hasta el cielo te
levantas? Te juzgas feliz en demasía, y en demasía poderosa; eres soberbia
en extremo. Luego a la manera como se le dijo por vía de hipérbole: Hasta
el cielo te levantas, a la ciudad aquella, que no se alzaba hasta el cielo, es
decir, que no subía, tal fue dicho lo de no saludéis a nadie, a fin de
encarecer la prisa. O digamos: «Apresuraos a realizar mis órdenes en tal
modo, que ni un segundo perdáis en saludar a los viajeros; antes bien
echadla todo a un lado, acabad a toda prisa el negocio que se os
encomienda».
(Serm. 101, 8)
•
17 de julio
Cómo leer la Sagrada Escritura
Si otros, más agudos y dignos, pueden sacar algo más de las honduras y
tesoros estos de los misterios divinos, Nos ya hemos dicho lo que pudimos,
según nuestra capacidad y las premuras de tiempo. Si alguno de vosotros
tiene mayor entendimiento, llame también a las puertas de aquel de quien
Nos recibimos la inteligencia de lo que decimos. Con una cosa,
principalmente, debéis quedaros: No os inquietéis cuando no entendéis las
Escrituras Sagradas, y los que las entendéis, no os hinchéis; procurando los
unos diferir reverentemente para otro tiempo lo que no entendéis y guardar
los otros con amor las cosas entendidas.
(Serm. 51, 35)
•
18 de julio
El poder del amor
Todas estas cosas, sin embargo, las hallan difíciles los que no aman; los que
aman, al revés, eso mismo les parece liviano. No hay padecimiento, por
cruel y desaforado que sea, que no le haga llevadero y casi nulo el amor. Y
si esto es así, ¿no ha de ser verdad mucho más cierta que la caridad, en
tratándose de la felicidad verdadera, vuelve fácil lo que una pasión
miserable facilita en tal manera? ¡Cuán bien se tolera cualquier adversidad
temporal por huir del eterno castigo y granjearse el eterno reposo! No
estaba descabalado quien dijo alborozado: No hay proporción entre los
padecimientos de ahora y la gloria venidera que se ha de manifestar en
nosotros. Ved ahí de dónde le viene la suavidad al yugo de Cristo y la
ingravidez a su carga. Pocos la toman por hallarla gravosa; mas a ningún
amador se le hizo penosa. El salmista dice: Por amor a las palabras de tus
labios, yo he seguido caminos duros. Mas lo duro para los delicados se les
suaviza a los enamorados. Por eso Dios, con piadosa economía, dispuso
que, colocado fuera de la ley y exonerado por la gracia de las infinitas
observancias, que hacían del yugo divino un yugo verdaderamente pesado,
aunque a la medida de aquellas cervices rebeldes, el hombre interior, que se
renueva de día en día, halle aligeradas, por la interior alegría, por la
facilidad de la fe pura, la buena esperanza y la caridad santa, todas las
vejaciones producidas contra el hombre exterior por el príncipe rebelde, que
ha sido echado fuera. Nada le pesa menos a la buena voluntad que lo que
ella se pesa a sí misma, y con ella se contenta Dios. Sean, pues,
cualesquiera las persecuciones que nos traiga el mundo este, ello es
verdadero de toda verdad que los ángeles clamaron cuando el Señor nació
en carne: Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena
voluntad, por ser suave el yugo y ligera la carga del recién nacido. Y, como
dice el Apóstol, fiel es Dios, que no permite seamos tentados sobre nuestras
fuerzas; antes bien dará modo de salir adelante dándonos el poder resistir.
(Serm. 70, 3)
•
19 de julio
La misericordia
Deseo traer algo a la memoria de vuestra santidad; aunque con frecuencia
he experimentado que estáis dispuestos para toda obra buena, no obstante es
preciso que os dirija un sermón esmerado sobre ello. Se trata de lo
siguiente: ¿qué es la misericordia? No otra cosa sino una cierta miseria
contraída en el corazón. La misericordia trae su nombre del dolor por un
miserable: la palabra incluye otras dos: miseria y cor, miseria y corazón. Se
habla de misericordia cuando la miseria ajena toca y sacude tu corazón. Por
tanto, hermanos míos, considerad que todas las obras buenas que
realizamos en esta vida caen dentro de la misericordia. Por ejemplo: das pan
a un hambriento: ofrécele tu misericordia de corazón, no con desprecio; no
consideres a un hombre semejante a ti como a un perro. Así, pues, cuando
haces una obra de misericordia, si das pan, compadécete de quien está
hambriento; si le das de beber, compadécete de quien está sediento; si das
un vestido, compadécete del desnudo; si ofreces hospitalidad, compadécete
del peregrino; si visitas a un enfermo, compadécete de él; si das sepultura a
un difunto, lamenta que haya muerto; si pacificas a un contencioso, lamenta
su afán de litigar. Si amamos a Dios y al prójimo, no hacemos nada de esto
sin dolor del corazón. Estas son las buenas obras que confirman nuestro ser
cristiano, pues dice el santo Apóstol: Mientras tengamos tiempo, hagamos
el bien a todos. Y, ¿qué dice además, en el mismo lugar, sobre las mismas
obras buenas? Esto os digo: quien siembra escasamente, escasamente
recogerá.
(Serm. 358A, 1)
•
20 de julio
Lo que nos atrae
Todo esto no lo sabía yo entonces; amaba las bellezas de orden inferior, me
iba a lo profundo, y decía a mis amigos: «¿Amamos algo, acaso, que no sea
bello? Pero, ¿qué es la hermosura y qué cosas la tienen? ¿Qué es lo que
atrae nuestro ánimo hacia las cosas cuando las amamos? Pues si ninguna
gracia ni hermosura tuvieran no nos moverían».
Bien advertía yo que en los cuerpos se da una integridad en que reside su
hermosura; pero algo muy distinto es su aptitud y la decencia con que se
acomodan a algo, como los miembros del cuerpo, que se acomodan y
proporcionan al todo. Y muchas otras cosas hay que así son. Esta
consideración brotó en mi ánimo desde muy hondo, y escribí sobre el tema
de lo bello y de lo apto dos o tres libros, no lo recuerdo con exactitud. Tú,
Señor, sabes cuántos fueron; yo no los conservo, pues no sé cómo se
extraviaron.
(Conf. IV, 13. 20)
•
21 de julio
Dos vidas
En estas dos mujeres, ambas amigas del Señor, amables ambas y discípulas
suyas una y otra, ya vosotros, carísimos, habréis descubierto algo cuya
suma entidad no se pasa de vuelo, me figuro, a vuestra comprensión; mas
también debéis oírlo y saberlo quienes aun no caísteis en ello; a saber: cómo
estas dos mujeres son emblema de dos vidas: la presente y la futura, la
trabajada y la holgada, la infeliz y la dichosa, la temporal y la eterna. Tales
son las dos vidas; sometedlas vosotros mismos a una ponderación
minuciosa. Ponderad vosotros, repito, minuciosamente las características de
la vida esta, no digo la mala, la inicua, la perversa, la desenfrenada, la
impía, sino la trabajosa, la llena de sinsabores, la rodeada de temores y
agitada de tentaciones: vida inocente, cual convenía fuese la vida de Marta;
esta, examinadla, digo, a todo vuestro poder y más a fondo que lo hacemos
aquí. La vida inicua estaba lejos de aquella casa; no estaba ni con Marta ni
con María, y si alguna vez estuvo allí, huyó al entrar el Señor. Quedaron,
pues, en aquella casa donde se alojó el Señor, en sendas mujeres, dos vidas,
ambas inocentes, ambas laudables: una laboriosa, la otra ociosa; ninguna
pecaminosa, ninguna desidiosa. Ambas, digo, inocentes, ambas laudables:
una laboriosa, otra ociosa; ninguna de las dos pecaminosa (de lo que ha de
guardarse la laboriosa), ninguna de las dos desidiosa (de lo que ha de
guardarse la ociosa). Estaban, pues, en aquella casa estas dos vidas, y allí
también la Fuente misma de la vida. Estaba en Marta la imagen de lo actual,
en María la de lo futuro; nosotros ahora estamos en los quehaceres de
Marta, esperando la ocupación de María. Hagamos esto de ahora con
solicitud, para conseguir lo de allá con plenitud. Mas, ¿no tiene la vida
nuestra algo común a la de María? ¿Qué hay en ambas de parecido?
Mientras estamos aquí, en el templo, ¿no se asemeja un poco a la suya
nuestra ocupación? Sí, en efecto; algo hacemos de lo que hacía ella cuando,
lejos del tráfago, y en olvido los cuidados familiares, os reunís aquí para
escucharme de pie. En este quehacer os parecéis a María. Y aun podéis
vosotros copiar a María más fácilmente que yo, por ser yo quien hace el
gasto; entonces lo hizo Cristo. Pero, al fin, si algo de sustancia digo, de
Cristo es: por eso alimenta, por ser de Cristo. Pan de todos del que yo vivo
lo mismo que vosotros. Ahora, pues, vivimos si os mantenéis vosotros
firmes en el Señor. Firmes en el Señor no en Nos; porque ni quien planta es
algo ni quien riega, sino el que da el crecimiento: Dios.
(Serm. 104, 4)
•
22 de julio
Tarde de amé
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas
dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era me
lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo,
pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si
no existieran en ti. Pero tú me llamaste y clamaste hasta romper finalmente
mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu
fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y
por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con
tu tacto me encendiste en tu paz.
(Conf. X, 27.38)
•
23 de julio
El lugar de la paz
No seas vana, alma mía, ni permitas que se ensordezca el oído de tu
corazón con el tumulto de tus vanidades. Es el Verbo mismo quien te llama
para que vuelvas a Él. Él es el lugar de la paz imperturbable donde el amor
no es abandonado sino cuando él mismo abandona. Mira cómo se retiran las
cosas para dejar lugar a otras cosas y que así se integre este inferior
universo. «Pero yo –dice el Verbo– no me retiro ni cedo mi lugar».
Establece en Él tu mansión, alma mía, ahí encomienda todo lo que tienes,
aun cuando no sea más que por la fatiga de tanto engaño. Encomienda a la
Verdad todo lo que de ella has recibido, segura de que nada habrás de
perder: florecerá en ti lo que tienes podrido, quedarás sana de todas tus
dolencias. Lo que hay en ti de fugaz y perecedero será reformado y
adecuado a ti; las cosas no te arrastrarán hacia donde ellas se retiran, sino
que permanecerán contigo y serán siempre tuyas, en un Dios estable y
permanente.
(Conf. IV, 11.16)
•
24 de julio
A punto de ser inmolado
Escuchasteis la palabra de la carta de Pablo a su discípulo Timoteo: Yo
estoy ya a punto de ser inmolado. Veía la inminencia de su pasión; la veía,
pero no la temía. ¿Por qué no la temía? Porque antes había dicho: Deseando
ser desatado y estar con Cristo. Yo, dijo, estoy ya a punto de ser inmolado.
Nadie dice que va a comer, que va a disfrutar de un gran banquete, con
tanto gozo como él dice que va a padecer. Yo estoy ya a punto de ser
inmolado. —¿Qué significa que estás a punto de ser inmolado? —Que seré
un sacrificio. —¿Sacrificio para quién? —Para Dios, puesto que es preciosa
a los ojos del Señor la muerte de sus santos. —Yo, dijo, estoy a punto de ser
inmolado. Me encuentro seguro: arriba tengo al sacerdote que me ofrecerá a
Dios. Tengo como sacerdote al mismo que antes fue víctima por mí. Estoy
ya a punto de ser inmolado y está cerca el tiempo de mi partida. Se refiere a
la partida del cuerpo. El cuerpo es como un dulce lazo con el que está atado
el hombre, y no quiere ser desatado. El que decía: Deseando ser desatado y
estar con Cristo, se alegraba de que alguna vez hubiesen de desatarse estos
lazos, los lazos de los miembros carnales, para recibir la vestimenta y los
adornos de las virtudes eternas. Tranquilo se despojaba de su carne el que
iba a recibir la corona. ¡Trueque dichoso! ¡Viaje feliz! ¡Dichosa morada! Es
la fe quien la ve, no aún el ojo, puesto que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni
subió al corazón del hombre lo que Dios ha preparado para quienes le
aman. ¿Dónde pensamos que están estos santos? Allí donde se está bien.
¿Qué más quieres saber? No conoces tal lugar, pero piensa en sus méritos.
Dondequiera que estén están con Dios. Las almas de los justos están en las
manos de Dios, y no los tocará ningún tormento. Fue pasando por
tormentos como llegaron al lugar sin tormento; pasando estrecheces
llegaron al lugar espacioso. Quien desee tal patria no tema el camino
fatigoso. El tiempo de mi partida, dijo, está cerca, he combatido el buen
combate, he concluido la carrera, he mantenido la fe; por lo demás, ahora
me aguarda la corona de justicia. Con razón tienes prisa; con razón te gozas
de ser inmolado: te está reservada la corona de justicia. Aún queda la
amargura de la pasión, pero el pensamiento de quien ha de sufrirla pasa por
ella pensando en lo que hay detrás de ella; no le preocupa el por dónde, sino
el adónde se va. Y como es grande el amor con que se piensa en el lugar
adonde se va, se pisotea con gran fortaleza el camino por donde se va.
(Serm. 298, 3)
•
25 de julio
El deseo de ser grande
Dos discípulos suyos que eran hermanos e hijos del Zebedeo, Juan y
Santiago, desearon aventajar a los demás en grandeza, y, como a ellos les
daba reparo, se sirvieron de su madre para expresar sus deseos. La enviaron
para que le dijese: Haz, Señor, que en tu reino uno de mis hijos se siente a
tu derecha y otro a tu izquierda. El Señor les respondió a ellos, no a ella: No
sabéis lo que pedís. Y añadió: ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?
¿Qué cáliz sino aquel del que dice en la cercanía de la pasión: Padre, si es
posible, pase de mí este cáliz? ¿Podéis, les dijo, beber el cáliz que yo he de
beber? Y ellos en seguida, ávidos de grandeza y olvidándose de su
debilidad, dijeron: Podemos. Y él: Mi cáliz lo beberéis, pero el sentaros a
mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concedéroslo; mi Padre lo
tiene preparado para otros. ¿Para quiénes está preparado si no lo está para
los discípulos? ¿Quiénes se sentarán allí si no van a sentarse los apóstoles?
Está preparado para otros, no para vosotros; para otros, no para los
soberbios. Y justamente echa delante su humildad al decir: Mi Padre lo
tiene preparado para otros; siendo él personalmente quien lo prepara, dijo
que estaba preparado por su Padre, para que tampoco aquí diese la
impresión de ser vanidoso y, en consecuencia, no edificase la humildad, que
motivaba cuanto había dicho.
(Serm. 340 A, 5)
•
26 de julio
La miseria del alma
Luego la miseria del alma –continué yo– es la estulticia, contraria a la
sabiduría como la muerte a la vida, como la vida feliz a la infeliz, pues no
hay término medio entre las dos. Así como todo hombre no feliz es infeliz y
todo hombre no muerto vive, así todo hombre no necio es sabio. De lo cual
puede colegirse que Sergio Orata no era solo desdichado por el temor de
perder los bienes de su fortuna, sino también por ser necio. De donde
resulta que sería más miserable, si, aun en medio de tan fugaces y
perecederas cosas, que él reputaba bienes, hubiese vivido sin temor alguno,
porque su seguridad le hubiera venido no de la vigilancia de la fortaleza,
sino del sopor mental, y, por tanto, se hallaría sumergido en una más
profunda insipiencia. Pues si todo hombre falto de sabiduría es un indigente
y el que la posee de nada carece, síguese que todo necio es desgraciado y
todo desgraciado necio. Quede, pues, asentado esto: toda necesidad
equivale a miseria y toda miseria implica necesidad.
(VF IV, 28)
•
27 de julio
Dios no quiere los males
No quiere Dios los males, porque no pertenece al orden que Dios los ame.
Por eso ama mucho el orden, porque Él no ama los males, los cuales, ¿cómo
no han de estar dentro del orden cuando Dios no los quiere? Mira que esto
mismo pertenece al orden del mal, el que no sea amado de Dios. ¿Te parece
poco orden que Dios ame los bienes y no ame los males? Así, pues, ni los
males están fuera del orden, porque Dios no los quiere y ama, en cambio, el
orden. Él quiere amar los bienes y aborrecer los males, lo cual es un orden
acabado y de una divina disposición. Orden y disposición que conservan
por medio de distintos elementos la concordia de todas las cosas, haciendo
que los mismos males sean en cierto modo necesarios. De este modo, como
con ciertas antítesis, por la combinación de cosas contrarias, que en la
oratoria agradan tanto, se produce la hermosura universal del mundo.
(DeOrd. I, 7, 18)
•
28 de julio
El pacto de la oración
Quiero verte perdonando porque te veo forzado a solicitar perdón. ¿Te lo
piden? Perdona; que si alguien ha de pedírtelo a ti, no menos tú has de
pedirlo también. ¿Te piden perdón? Perdona, porque tú habrás de pedir que
se te perdone a ti. Mira, en llegando el tiempo de la oración, en lo mismo
que tú has de decir, te verás cogido. Dirás, en efecto: Padre nuestro, que
estás en el cielo; si no dices «Padrenuestro», no pertenecerás al número de
sus hijos. Luego tendrás que decir: Padre nuestro, que estás en los cielos.
Sigue: Santificado sea tu nombre. Continúa: Venga a nosotros tu reino.
¡Adelante! Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Atención
ahora a lo que vas a añadir: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. ¿Qué se
ha hecho de tus riquezas, pues te veo mendigando? Mas vayamos a lo
nuestro. Habiendo, pues, dicho: El pan nuestro de cada día dánosle hoy, di
lo que sigue todavía: Perdónanos nuestras deudas. Por fin llegaste a las
palabras que me interesan: Perdónanos nuestras deudas. ¿Qué derecho al
perdón invocas? ¿Qué pacto? ¿Qué concierto? ¿Qué escritura de obligación
hay extendida? Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Donde,
sobre no perdonar, mientes a Dios. Hay puesta una condición, se ha fijado
una ley: Perdona tú como perdono yo. Luego Él no perdona si no perdonas
tú. Perdona como perdono; pides que se te perdone, perdona tú a quien te lo
pide. Estas preces las ha dictado el Jurisconsulto del cielo; no hay engaño
en ellas, toma sus mismas palabras al pedir; di: Perdónanos como también
nosotros perdonamos..., y haz lo que dices. A quien miente en la
suplicatoria, o instancia que se le dirige al emperador, no se le hace caso;
quien miente en la suplicatoria pierde su pleito y es sancionado. Ahora bien,
a quien miente al emperador cuando recurre a él en súplica, se le prueba con
testigos la mentira; pero, si tú al orar mientes, la misma oración te descubre.
No ha Dios, en efecto, para convencerte, necesidad de testigos; quien te
dictó las preces es tu abogado: si mientes, él es testigo; si no te corriges, él
será tu juez. Luego dilo y hazlo. Si no lo dices, no lo alcanzas, pues la
petición carece de forma legal; si lo dices y no lo haces, serás reo de
mentira. No hay por donde saltarse este versillo si no se cumple al dedillo.
¿Podríamos borrar de nuestra oración este versículo? O bien, ¿queréis
dejarle donde está y borrar lo que sigue: Así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores? No borres nada para que no seas borrado tú. Así, pues,
en la oración dices: Danos; dices: Perdónanos, para recibir lo que no tienes
y ser perdonado de tus delincuencias. Si, por ende, quieres recibir, da; si
quieres ser perdonado, perdona. Es un dilema en dos palabras. Oye a Cristo
mismo en otro pasaje: Perdonad, y se os perdonará; dad, y se os dará.
Perdonad, y se os perdonará. ¿Qué habéis de perdonar? Lo que otros han
pecado contra vosotros. ¿Qué se os perdonará a vosotros? Lo que vosotros
habéis pecado. Perdonad, dad, y se os dará a vosotros lo que deseáis, la vida
eterna. Apuntalad la vida temporal del pobre, sostened su vida actual, y por
esta poquita semilla terrena recogeréis la mies de la vida eterna.
(Serm. 114, 5)
•
29 de julio
Marta y María
Habiendo ya dicho algo sobre alimentar en su carne al Señor, que, a su vez,
alimentaba en espíritu (muy poco por falta de tiempo), vengamos al tema
que propuse: la unidad. Marta, en su empeño de aderezarle al Señor de
comer, andaba muy ocupada en multitud de quehaceres; María, su hermana,
prefirió le diese a ella de comer el Señor. Se olvidó, pues, en cierto modo de
su hermana, tan ajetreada por la complicación del servicio, y se sentó a los
pies del Señor, donde, sin hacer nada, escuchaba su palabra. Con oído
discretísimo había oído decir: Estaos quedos, y ved que yo soy el Señor. La
otra se consumía, esta comía; la otra disponía muchas cosas, esta solo
miraba una cosa. Buen quehacer el uno, buen quehacer el otro; pero cuál
sea el mejor, ¿vamos a decirlo nosotros? Tenemos a quien preguntárselo;
oigámoslo vosotros y yo a la vez. Qué sea preferible ya lo hemos visto en la
lectura evangélica; voy a recordarlo, escuchémoslo de nuevo. Interpela
Marta a su huésped y coloca en manos del Juez el pliego de sus piadosas
quejas: su hermana la tiene desayudada y no se cura de ayudarla, con verla
tan fatigada. Sin responder a ella, mas a presencia suya, el Señor falla.
María, un si es no es despreocupada, quiso más dejar su razón en manos del
Juez, y no se trabajó en responder; en efecto, el preparar la respuesta la
distraería de oír lo que gastara en discurrir. Respondió, pues, el Señor, a
quien nada le costaba el uso de la palabra por ser Él mismo la Palabra
(Verbum). Y, ¿qué dijo? Marta, Marta... Repetir el nombre es aquí señal de
aprecio o, tal vez, un medio de avivar la atención; sí, para que le oyera más
atentamente, llámale dos veces: Marta, Marta, oye: Tú andas afanada en
muchas cosas; unum autem opus est; donde opus est, significa «una sola es
necesaria». No dice opus solo, palabra que, aisladamente, significa obra,
sino que dice opus est, sinónimo de expedit, conviene; necessarium est, es
necesario... Esa cosa única habíala escogido María.
(Serm. 103, 3)
•
30 de julio
Malos y buenos mezclados
En labios de nuestro Señor Jesucristo hemos oído ayer y hoy las parábolas
del sembrador. Los que asististeis, traedlas a la memoria. Versó la lectura de
ayer sobre aquel sembrador que, al esparcir la semilla, una parte cayó en el
camino, donde se la cogieron las aves; otra, en lugares pedregosos, donde se
agostó por el calor; otra, entre maleza, que la sofocó sin dejarla madurar, y,
en fin, otra en tierra buena, donde trajo un ciento tanto, un sesenta y un
treinta. El Señor cuéntanos hoy una segunda parábola: la del sembrador que
sembró semilla buena en su campo y, durmiendo los hombres, llega el
enemigo y sobresiembra cizaña. La cual, mientras estuvo verde, no se la
conocía; mas empezando a granar la semilla buena, apareció bien
claramente allí la cizaña también. Se enfadaron los siervos del amo viendo
tanta cizaña entre la buena mies, y quisieron desarraigarla, pero no se les
permitió, antes bien se les dijo: Dejad crecer ambas semillas hasta la siega.
Y exponiendo el Señor Jesucristo la parábola está, dice que de la semilla
buena el sembrador era él; y el hombre malvado que sobresembró la cizaña,
el diablo, su enemigo; y el tiempo de la siega, el fin del siglo; y su campo,
todo el mundo. Pero mirad qué dice: Al tiempo de la siega diré a los
segadores: «Coged primero la cizaña para quemarla, y el trigo metedlo en
mi panera». Es decir, ¿qué prisas son esas, celosos siervos míos? Veis
cizaña en medio del trigo, veis cristianos malos mezclados a los buenos;
queréis descuajar a los malos...; estaos quietos, aun no es hora de segar. Que
cuando venga os halle trigo. ¿A qué irritaros? ¿Por qué sufrir a
regañadientes esa mezcla de malos y buenos? Pueden estar con vosotros en
la era, mas no irán a la panera.
(Serm. 73, 1)
•
31 de julio
Haced todo a la gloria de Dios
Asimismo, cuando obráis con solicitud y valentía y trabajáis con diligencia
en orar, ayunar y hacer limosnas; cuando socorréis a los indigentes y
perdonáis las injurias, como Dios os perdonó a vosotros en Cristo; cuando
reprimís los malos hábitos inveterados y castigáis vuestro cuerpo y lo
reducís a servidumbre; cuando toleráis la tribulación, y, sobre todo, cuando
os toleráis recíprocamente en el amor (pues ¿qué podrá tolerar quien no
tolera a su hermano?); cuando descubrís las astucias y asechanzas del
tentador y rechazáis y apagáis con el escudo de la fe sus dardos encendidos;
cuando cantáis y salmodiáis al Señor en vuestro corazón, hacedlo todo a la
gloria de Dios, quien lo ejecuta todo en todos. Sed fervientes de espíritu, de
modo que vuestra alma sea loada en el Señor. La actividad del camino recto
es la que tiene siempre los ojos colocados en el Señor, pues Él libra del lazo
nuestros pies. Una tal actividad espiritual no se mengua en la ocupación ni
se enfría en el ocio; no es turbulenta ni floja, ni audaz ni fugaz, ni
precipitada ni negada. Obrad así y el Señor de la paz será con vosotros.
(Carta a Eudosio, 48, 3)
Agosto
•
1 de agosto
Paz de justos y pecadores
El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo perverso,
reconoce que la paz de los pecadores, en comparación con la paz de los
justos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es perverso o contra el orden,
necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna y con alguna parte
de las cosas en que es o de que consta. De lo contrario, dejaría de ser.
Supongamos un hombre suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación
del cuerpo y el orden de los miembros es perverso, porque está invertido el
orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe estar
naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso es
molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por su salud, y
por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las dolencias, se
separara, mientras subsista la trabazón de los miembros, hay alguna paz
entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El cuerpo terreno tiende a
la tierra, y al oponerse a eso su atadura, busca el orden de su paz y pide en
cierto modo, con la voz de su peso, el lugar de su reposo. Y, una vez
exánime y sin sentido, no se aparta de su paz natural, sea conservándola,
sea tendiendo a ella. Si se le embalsama, de suerte que se impida la
disolución del cadáver, todavía une sus partes entre sí cierta paz, y hace que
todo el cuerpo busque el lugar terreno y conveniente y, por consiguiente,
pacífico. Empero, si no es embalsamado y se le deja a su curso natural, se
establece un combate de vapores contrarios que ofenden nuestro sentido. Es
el efecto de la putrefacción, hasta que se acople a los elementos del mundo
y retorne a su paz pieza a pieza y poco a poco. De estas transformaciones
no se sustrae nada a las leyes del supremo Creador y Ordenador, que
gobierna la paz del universo. Porque, aunque los animales pequeños nazcan
del cadáver de animales mayores, cada corpúsculo de ellos, por ley del
Creador, sirve a sus pequeñas almas para su paz y conservación. Y aunque
unos animales devoren los cuerpos muertos de otros, siempre encuentran las
mismas leyes difundidas por todos los seres para la conservación de las
especies, pacificando cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el
lugar, la unión o las transformaciones que hayan sufrido.
(CdeD XIX 12, 3)
•
2 de agosto
¿Qué tengo que hacer?
Hemos visto a un rico pedirle al buen Maestro consejo para alcanzar la vida
eterna. Deseaba una grandeza, rehusaba menospreciar una vileza; por lo
cual, oyendo con mala disposición a quien había llamado ya Maestro
bueno, lo rastrero de sus afectos le llevó a perder el tesoro de la caridad. De
no haber deseado la vida eterna, no habría buscado los medios de lograrla.
¿Cómo entender, de consiguiente, hermanos míos, rehusara la doctrina
saludable de aquel a quien había llamado Maestro bueno? ¿Era buen
Maestro antes de enseñar y malo después? Habíais llamado bueno antes de
oírle; no escuchó lo que deseó, sino lo que debió oír; vino deseoso, se alejó
triste. ¿Qué fuera de haberle dicho: «Pierde cuanto tienes», si bastó a
entristecerle que le dijera: «Guarda bien lo que tienes»? Anda, vende cuanto
tienes, dáselo a los pobres. ¿Temes perderlo? Mira lo que sigue...: y tendrás
un tesoro en el cielo. Quizá pones en manos de un pobre siervo las llaves de
tus riquezas; Dios mismo guardará tu oro; él, que lo da en la tierra, vela por
ello en el cielo. Tal vez no habría dudado en confiar sus caudales a Cristo;
mas, en oyendo decir: Dáselos a los pobres, se le plegaron las alas del
corazón. Por ventura se dijo entre sí: «De haber dicho: Dámelos, y yo te los
pondré a buen recaudo en el cielo», no dudara un punto en dárselos a este
mi Señor y buen Maestro; pero como dice: Dáselos a los pobres...».
(Serm. 86, 2)
•
3 de agosto
La universalidad no justifica
¿Hay por ventura un tiempo o un lugar en que sea o haya sido injusto «amar
a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas y con toda el alma, y al
prójimo como a uno mismo»? De manera semejante, las torpezas que van
contra naturam, como las de los sodomitas, han de ser siempre aborrecidas
y castigadas. Y aun cuando todos los pueblos se comportaran como ellos, la
universalidad del delito no los justificaría; serían todos ellos reos de la
misma culpa ante el juicio de Dios, que no creó a los hombres para que de
tal modo se comportaran. Se arruina y se destruye la sociedad, el trato que
con Dios debemos tener cuando por la perversidad de la concupiscencia se
mancilla esa naturaleza cuyo autor es él mismo.
Pero cuando se trata de costumbres humanas los delitos han de evitarse
conforme a la diversidad de esas costumbres; de manera que ningún
ciudadano o extranjero viole según el propio antojo lo que la ciudad ha
pactado con otros pueblos o que está en vigor con la firmeza de la ley o de
la costumbre. Siempre es algo indecoroso la no adecuación de una parte con
el todo a que pertenece.
Pero cuando Dios manda algo que no va con la costumbre o con los
pactos establecidos hay que hacerlo, aunque nunca antes se haya hecho; hay
que instituirlo aunque la institución sea del todo nueva.
(Conf. III, 8.15)
•
4 de agosto
El sacerdocio de Cristo
Así ocurre en este salmo, en que se declara abiertamente a Cristo sacerdote,
como allí Rey: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha mientras
pongo a tus enemigos por escabel de tus pies. Que Cristo se sienta a la
diestra es de fe, no opinión. En cambio, aún no se ve a sus enemigos
puestos bajo sus pies. Esta es la cuestión, y aparecerá al fin del mundo.
Ahora lo creemos y después lo veremos. Y estas palabras: De Sión hará
salir el Señor el cetro de tu poder y que domines en medio de tus enemigos,
son tan claras, que negar su contenido es no solo infidelidad, sino
desvergüenza. Los enemigos son los primeros en confesar que de Sión salió
la Ley de Cristo que nosotros llamamos Evangelio, y esa viene designada
por cetro de su poder. Que él domina en medio de sus enemigos, los
mismos dominados, rechinando y castañeteando los dientes, pero no
pudiendo hacer nada contra él, lo atestiguan. A continuación añade: Juró el
Señor, y no se arrepentirá. Esta expresión está indicando la inmutabilidad
de esto: Tú eres sacerdote sempiterno según el orden de Melquisedec. Y lo
será justamente, porque ya en adelante no existirá el sacerdocio ni el
sacrificio según el orden de Aarón, pues se ofrecerá en todas partes, bajo el
sacerdocio de Cristo, la ofrenda ofrecida por Melquisedec cuando bendijo a
Abrahán. ¿Quién se permitirá dudar sobre la persona a quien se refiere esto?
La alusión es clara. Se alude, si se entiende bien, a las cosas apuntadas
quizá más oscuramente en el mismo salmo, como hemos notado ya en
nuestros sermones al pueblo. Así, Cristo habla en otro salmo por boca del
profeta de su humillante pasión, y dice: Han taladrado mis manos y mis
pies y han contado mis huesos uno a uno. Y ellos se pusieron a mirarme y
observarme. Estas palabras están señalando su cuerpo, tendido en la cruz;
sus pies y sus manos, taladradas con clavos, y que de este modo brindó a los
curiosos y observadores un grato espectáculo. Y añade: Se repartieron entre
sí mis vestidos y sortearon mi túnica, profecía cuyo cumplimiento literal
narra el Evangelio. A esta luz, las cosas menos claras que en él se dicen, se
entienden perfectamente haciéndolas concordar con estas, cuya claridad
deslumbra. Máxime teniendo en cuenta que los hechos que no creemos
pasados y los vemos presentes fueron predichos mucho antes en el salmo, y
ahora se cumplen en el mundo entero. Así lo que sigue en ese salmo: Se
acordarán y se convertirán al Señor todos los confines de la tierra y se
postrarán ante su acatamiento todas las naciones, porque el reino es del
Señor y él señoreará las naciones.
(CdeD XVII, 17)
•
5 de agosto
La Iglesia, fortaleza y refugio
Hermanos, por aquellos que se refugian en la fortaleza de la madre Iglesia,
por nuestro refugio común, no seáis perezosos ni holgazanes para visitar
con frecuencia a vuestra madre. No os alejéis de la Iglesia. Le preocupa el
que una multitud alborotada se atreva a hacer algo. Por lo demás, y en
cuanto se refiere a las autoridades, sabed que hay leyes promulgadas por los
emperadores cristianos en el nombre de Dios que la protegen con
suficiencia y hasta abundantemente y que dichas autoridades parecen ser
tales que no se atreverán a actuar contra su madre, lo que les acarrearía el
reproche de los hombres y el juicio de Dios. Eso está lejos de su intención;
ni creo que puedan hacerlo ni veo que lo hagan. Mas para que la multitud
alborotada no ose hacer nada, debéis acudir a la madre Iglesia, puesto que,
como dije, no es refugio para uno o dos hombres, sino para todos.
(Serm. 302, 21)
•
6 de agosto
La transfiguración
Acabamos de asistir, durante la lectura del santo evangelio, al gran
espectáculo de la montaña, cuando el Señor Jesús se reveló a tres de sus
discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Su rostro brilló como el sol, lo cual
significa la resplandeciente luz del Evangelio; sus vestidos hiciéronse de
blancura de nieve, lo cual representa la limpieza de la Iglesia, por la que
dijo un profeta: Aunque fueran vuestros pecados como la escarlata, yo los
dejaré blancos como la nieve. Hablaban con Él Elías y Moisés, porque la
Ley y los Profetas testifican la gracia del Evangelio: en Moisés la Ley, los
Profetas en Elías. Abreviamos tanto por habérseos de leer los favores
dispensados por Dios a ruegos de un santo mártir: san Esteban.
Oigámoslos... (Hácese la lectura del libelo y sigue la plática). Quería Pedro
se hicieran allí tres pabellones, uno para Moisés, uno para Elías y otro para
Cristo. Se le hacía gustosa la soledad de la montaña y enfadoso «el
mundanal ruido». Mas, ¿por qué tres pabellones, sino por no saber que la
Ley, los Profetas y el Evangelio forman una sola unidad? En fin, una nube
vino a sacarle del error. Diciendo esto él, ved ahí que una nube luminosa los
envolvió. Mira cómo la nube hizo una sola tienda o pabellón: ¿por qué
deseabas tú tres? Y una voz desde la nube: Este es mi Hijo bien amado, en
quien me complací; oídle a él. Habla Elías, pero escuchad a este; habla
Moisés, pero escuchad a este; hablan los Profetas, habla la Ley, pero
escuchad a este, por ser este la voz de la Ley y la lengua de los Profetas. En
ellos oíase su voz, la voz de Cristo; cuando le plugo, se mostró Él
personalmente. Oídle a él; oigámosle a Él. Cuando el Evangelio hablaba,
figuraos era la nube: de allí vino el sonido de su voz. Oigamos a este;
hagamos lo que dice, esperemos lo que promete.
(Serm. 79)
•
7 de agosto
La cananea
Ello se ve clarísimamente en otro testimonio del Evangelio, cuando el
Señor se trasladó a las partes de Tiro y Sidón. Una mujer cananea salió de
aquel territorio y comenzó a pedir la salud de su hija. El Señor no la
escuchaba; parecía despreciarla para que se descubriera su fe. Mira cómo le
da largas; el don que, sin embargo, quiere hacerle, ocúltaselo para que
sacara de su corazón ella la voz que la hiciese digna de recibirle. Porque
diciéndole también los discípulos al Señor: Despáchala, porque viene
gritando detrás de nosotros, les replicó Él: No es justo tomar el pan de los
hijos y echarlo a los perros. Ved; es semejante al precepto: No queráis dar lo
santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos. No he
sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel, y ella era
de los gentiles. El Evangelio había de ser también predicado a los gentiles.
A ellos fue Pablo enviado principalmente; mas a predicar el Evangelio a los
gentiles habíase de ir después de la pasión y resurrección del Señor. Pero el
Señor, en cuanto a la presencia corporal, había venido a las ovejas perecidas
de la casa de Israel, porque también allí creyeron muchos. De cuyo número
fueron los apóstoles; de cuyo número eran los ciento veinte sobre quienes el
día de Pentecostés vino el Espíritu Santo, que les había el Señor prometido
en el Evangelio, diciendo: Os enviaré el Espíritu de la verdad, y cuanto les
prometió acerca del mismo Espíritu se lo mostró después de su pasión y
ascensión el día de Pentecostés. Estos sobre quienes vino el Espíritu Santo y
los llenó, eran ciento veinte, y, cierto, del número de los judíos. Os estoy
mostrando someramente cómo fueron elegidas las ovejas perecidas de la
casa de Israel. Dice también el Apóstol que Cristo resucitado fue visto por
más de quinientos hermanos, del número de los judíos igualmente. Y
cuando el Señor fue predicado después de la ascensión, fueron muchos los
miles de hombres que creyeron. Les fue dada la sangre del Señor a los que
le crucificaron; crueles, derramaron esta sangre; por la misma sangre que
vertieron fueron redimidos. Y porque la voz de quien había dicho en el
suplicio: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen, no era voz sin
contenido, derramaron ellos primero el precio de su rescate, la sangre de
Cristo, que más adelante bebieron. Era, pues, a estas ovejas a las que dijo
no había sido enviado, pero también había predicho la fe de los gentiles.
Nada nuevo acontecía que antes no hubiera sido vaticinado. Porque también
los profetas anunciaron la fe de los gentiles; y Él, estando aún aquí, dijo
antes de su pasión: Tengo otras ovejas que no son de este rebaño; es
necesario traerlas a mí para que haya un solo rebaño y un solo pastor. Por
eso a Cristo se le llamó piedra angular; en el ángulo se juntan dos paredes,
si vienen en direcciones contrarias. Porque, si las dos traen la misma
dirección, no forman ángulo. Venía la plebe de los judíos, o digamos de la
circuncisión, y como los gentiles venían de la parte contraria, o sea, de los
ídolos, cierto venían en dirección contraria; mas se juntaron en una misma
Piedra. La piedra que desecharon los arquitectos, esa misma fue hecha
piedra angular del edificio. Aun, pues, no habían venido los gentiles,
cuando aquella también gentil cananea prefiguró a la Iglesia de la
gentilidad.
(Serm. 26, 2)
•
8 de agosto
La verdad de las cosas
A ti invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas
todas las cosas verdaderas. Dios, Sabiduría, en ti, de ti y por ti saben todos
los que saben. Dios, verdadera y suma vida, en quien, de quien y por quien
viven las cosas que suma y verdaderamente viven. Dios bienaventuranza,
en quien, de quien y por quien son bienaventurados cuantos hay
bienaventurados. Dios, Bondad y Hermosura, principio, causa y fuente de
todo lo bueno y hermoso. Dios, luz espiritual, en ti, de ti y por ti se hacen
comprensibles las cosas que echan rayos de claridad. Dios, cuyo reino es
todo el mundo, que no alcanzan los sentidos. Dios, que gobiernas los
imperios con leyes que se derivan a los reinos de la tierra. Dios, separarse
de ti es caer; volverse a ti, levantarse; permanecer en ti es hallarse firme.
Dios, darte a ti la espalda es morir, convertirse a ti es revivir, morar en ti es
vivir. Dios, a quien nadie pierde sino engañado, a quien nadie busca sino
avisado, a quien nadie halla sino purificado. Dios, dejarte a ti es ir a la
muerte; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dios, a quien nos despierta
la fe, levanta la esperanza, une la caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien
vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros
totalmente. Dios que nos exhortas a la vigilancia. Dios, por quien
discernimos los bienes de los males. Dios, con tu gracia evitamos el mal y
hacemos el bien. Dios, por quien no sucumbimos a las adversidades. Dios, a
quien se debe nuestra buena obediencia y buen gobierno. Dios, por quien
aprendemos que es ajeno lo que alguna vez creímos nuestro y que es
nuestro lo que alguna vez creímos ajeno. Dios, gracias a ti superamos los
estímulos y halagos de los malos. Dios, por quien las cosas pequeñas no nos
empequeñecen. Dios, por quien nuestra porción superior no está sujeta a la
inferior. Dios, por quien la muerte será absorbida con la victoria. Dios, que
nos conviertes. Dios, que nos desnudas de lo que no es y vistes de lo que es.
Dios, que nos haces dignos de ser oídos. Dios, que nos defiendes. Dios, que
nos guías a toda verdad. Dios, que nos muestras todo bien, dándonos la
cordura y librándonos de la estulticia ajena. Dios, que nos vuelves al
camino. Dios, que nos traes a la puerta. Dios, que haces que sea abierta a
los que llaman. Dios, que nos das el Pan de la vida. Dios, que nos das la sed
de la bebida que nos sacia. Dios, que arguyes al mundo de pecado, de
justicia y juicio. Dios, por quien no nos arrastran los que no creen. Dios, por
quien reprobamos el error de los que piensan que las almas no tienen
ningún mérito delante de ti. Dios, por quien no somos esclavos de los
serviles y flacos elementos. Dios, que nos purificas y preparas para el
divino premio, acude propicio en mi ayuda.
(Sol. I, 1, 3)
•
9 de agosto
Medicina de la tribulación
No todo el que perdona es amigo, ni todo el que castiga es enemigo:
Mejores son las heridas del amigo que los voluntarios ósculos del enemigo.
Mejor es amar con severidad que engañar con suavidad. Mejor es que se le
quite el pan al hambriento, cuando por la seguridad de su pitanza olvida los
fueros de la justicia, que ofrecerle el pan para que con él se acomode a la
injusticia. Quien ata al frenético y quien despierta al letárgico, a ambos los
molesta, a ambos los ama. ¿Quién podrá amarnos más que Dios? Pues bien,
Dios no cesa, no solo de adoctrinarnos con suavidad, sino también de
espantarnos para nuestra salud. A los que consuela con socorros agradables,
con frecuencia les envía la áspera medicina de la tribulación: ejercita con el
hambre a los patriarcas, aunque son buenos y religiosos; inquieta con
terribles castigos al pueblo obstinado; no le quita al Apóstol el aguijón de la
carne, aunque se lo pide tres veces, para que la virtud se perfeccione en la
enfermedad. Amemos aun a nuestros enemigos, porque es justo y lo manda
Dios, para que seamos hijos de nuestro Padre, que está en los cielos, el cual
hace salir el sol sobre buenos y malos y llueve sobre justos e injustos. Pero,
así como alabamos estos divinos dones, meditemos también los azotes que
proporciona a los que ama.
(Carta a Vicente, rogatista, 93, 4)
•
10 de agosto
Lorenzo, archidiácono mártir
San Lorenzo fue un archidiácono. Según se cuenta, el perseguidor le
reclamó las riquezas de la Iglesia; motivo por el cual sufrió lo que nos causa
horror oír. Tendido sobre una parrilla, fue quemado en todos sus miembros
y torturado con el tormento atrocísimo de las llamas. Sin embargo, superó
todos los sufrimientos corporales con la enorme fortaleza de la caridad,
ayudándole quien lo había hecho así. Pues somos hechura suya, creados en
Cristo Jesús para realizar las buenas obras que preparó Dios para que
caminemos en ellas. Para inflamar la cólera del perseguidor no con el deseo
de encenderla, sino deseando encarecer a la posteridad su propia fe y
mostrar cuán tranquilo iba a la muerte, dijo: «Acompáñenme vehículos para
traer en ellos las riquezas de la Iglesia». Le llegaron los vehículos, los llenó
de pobres y los mandó volver, diciendo: «He aquí las riquezas de la
Iglesia». Y así es, hermanos; las grandes riquezas de los cristianos son las
necesidades de los pobres, si es que comprendemos dónde debemos guardar
lo que poseemos. Ante nuestros ojos están los necesitados; si lo guardamos
en ellos, no lo perdemos. No tememos que nadie nos lo quite, pues lo
guarda el mismo que nos lo dio. No podemos encontrar mejor guardián ni
más fiel promisor.
(Serm. 302, 8)
•
11 de agosto
Atráenos a Ti
Obra, Señor, en nosotros. Muévenos y atráenos a ti; enciéndenos y
arrebátanos; haz que te sintamos como dulce y fragante perfume para que te
amemos y corramos hacia ti.
¿No están volviendo a ti muchos otros, liberados de un abismo de
oscuridad peor que el de Victorino? Vuelven a ti y se te acercan, y son
iluminados por tu luz, y si la aceptan, reciben también de ti la potestad de
ser hijos de Dios.
Pero menor es la alegría que da la conversión de personas menos
conocidas, aun a aquellos que las conocieron. Es que una alegría
compartida por muchos es mayor en cada uno, pues mutuamente se
inflaman y encandecen. Y el hecho mismo le presta mayor autoridad y le
permite encaminar a muchos rumbo a la salvación, y grande es la alegría
que se tiene por él y por cuantos le precedieron.
¡Ojalá nunca sean en tu casa recibidos los pobres con menor atención
que los ricos, o los nobles mejor recibidos que los plebeyos! Porque tú has
elegido lo que en el mundo pasa por débil para confundir a los fuertes; y lo
que es en el mundo tenido por bajo y despreciable; lo que nada parece ser,
eso lo elegiste para destruir lo que es (1Cor 1,27-28).
(Conf. VIII, 4.9)
•
12 de agosto
Tenemos el bautismo
Pero, ¿qué es lo que dicen? Nosotros tenemos el bautismo. Lo tienes, pero
no es tuyo. Una cosa es tener y otra ser dueño. Tienes el bautismo porque lo
recibiste para que estés bautizado. Lo recibiste como el que recibe la luz
para estar iluminado, si por tu causa no te has quedado en tinieblas. Cuando
lo das, lo das como ministro, no como dueño; clamas como pregonero, no
como juez. El juez habla por boca del pregonero, y en las actas, sin
embargo, no se escribe: Dijo el pregonero, sino: Dijo el juez. Así que mira
si por derecho es tuyo lo que das; mas si lo has recibido, confiesa con el
amigo del Esposo: No puede hombre alguno recibir nada si no se le da del
cielo. Confiesa con el amigo del Esposo: El que tiene la esposa, es el
esposo; mas el amigo del esposo está en pie para oírle. Pero, ¡oh qué bien
si estuvieras tú en pie y le oyeras y no cayeras para oírte a ti! Oyéndole a Él
estarías en pie y le escucharías; pero te pones tú a hablar y te llenas la
cabeza de humo. Yo, que soy la esposa, dice la Iglesia, y que recibí las
arras, y que fui redimida con el precio de su sangre, soy la que oigo la voz
del Esposo; y oigo también la voz del amigo cuando da gloria no a sí
mismo, sino a mi Esposo. Que hable el amigo: El que tiene la esposa es el
esposo; mas el amigo del esposo está en pie para oírle y se regocija por su
voz. Tú dices que tienes los sacramentos; te lo concedo. Lo que tienes es la
forma; pero tú eres un sarmiento cortado de la vid. Tú muestras la forma,
pero yo indago la raíz. De la forma no sale fruto, sino donde hay raíz. Mas,
¿dónde está la raíz sino en la caridad? Oye lo que vale la forma o figura de
los sacramentos. Que lo diga Pablo: Aunque sepa todos los misterios, y
conozca todas las profecías, y posea toda la fe (¿cuánta?) hasta poder
trasladar todas las montañas, si no tengo caridad, nada soy.
(Ev. Jn. Trat. XIII, 16)
•
13 de agosto
El precepto de la humildad
Quisiera, mi Dióscoro, que te sometieras con toda tu piedad a este Dios y
no buscases para perseguir y alcanzar la verdad otro camino que el que ha
sido garantizado por aquel que era Dios, y por eso vio la debilidad de
nuestros pasos. Ese camino es: primero, la humildad; segundo, la humildad;
tercero, la humildad; y cuantas veces me preguntes, otras tantas te diré lo
mismo. No es que falten otros que se llaman preceptos; pero si la humildad
no precede, acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones, para que
miremos a ella cuando se nos propone, nos unamos a ella cuando se nos
allega y nos dejemos subyugar por ella cuando se nos impone, el orgullo
nos lo arrancará todo de las manos cuando nos estemos ya felicitando por
una buena acción. Porque los otros vicios son temibles en el pecado, mas el
orgullo es también temible en las mismas obras buenas. Pueden perderse
por el apetito de alabanza las empresas que laudablemente ejecutamos. A
un nobilísimo retórico le preguntaron cuál era el primer precepto que se
debía observar en la elocuencia. Contestó, según dicen, que era la
pronunciación. Preguntáronle por el segundo precepto, y dijo que era la
pronunciación. Le volvieron a preguntar por el tercero, y solo contestó que
era la pronunciación. Del mismo modo, si me preguntas, y cuantas veces
me preguntes, acerca de los preceptos de la religión cristiana, me gustaría
descargarme siempre en la humildad, aunque la necesidad me obligue a
decir otras cosas.
(Carta a Dióscoro, 118, 22)
•
14 de agosto
Perdonar las injurias
Ayer el santo evangelio nos recomendaba no mostrarnos indiferentes a los
pecados de nuestros hermanos: Pero si tu hermano pecare contra ti, dice,
repréndele a solas con él. Si te oyere, habrás ganado a tu hermano. Y si no
te hiciere caso, lleva contigo a uno o dos, para que por la palabra de dos o
tres testigos sea fallado todo negocio. Si también a ellos los menosprecia,
díselo a la Iglesia; y si a la Iglesia desprecia, trátale como a gentil y
publicano. El pasaje que viene después, y cuya lectura hoy hemos
escuchado, tiene relación con este mismo asunto. Habiendo, en efecto,
dicho lo anterior el Señor Jesús a Pedro, tomó este la palabra e interrogó al
Maestro cuántas veces había de perdonar al hermano si pecaba contra él; y
preguntándole si bastaban siete veces, el Señor le respondió: ¡Siete veces!
¡Y también setenta y siete veces!, refiriendo a continuación una parábola
terrible por demás. El reino de los cielos es semejante a un amo que,
tomando cuentas a sus siervos, halló entre ellos a uno que adeudaba diez
mil talentos; y, como hubiese ordenado se vendieran todos sus bienes y toda
su familia y aun él mismo para saldar la deuda, se dejó, caer sobre las
rodillas de su señor y, pidiéndole dilación, obtuvo la condonación. En
efecto, su amo se apiadó, según hemos oído, y le perdonó la deuda
completamente. Mas él, libre de la deuda, pero esclavo de la iniquidad, así
como salió de la presencia de su amo, halló a uno que le debía también a él,
no ya diez mil talentos, cuantía de su deuda, sino cien denarios; y
echándosele al cuello, empezó a decirle: Paga lo que debes. Él, pues, le
pedía a su compañero de servidumbre lo mismo que había este pedido al
amo; pero no halló en su camarada lo que había su camarada encontrado en
su señor, porque no solo no quiso perdonarle la deuda, mas ni siquiera le
otorgó una prórroga. Quito él de la deuda a su señor, arrastraba
furiosamente al torturado compañero al pago. Disgustó esto a los
consiervos, y denunciaron a su amo lo sucedido; hizo el señor al siervo
venir a su presencia, y le dijo: Siervo malvado, que, debiéndome tanto, por
compasión te lo perdoné todo, ¿no era, pues, de ley tuvieras tú piedad de tu
compañero, como yo la tuve de ti? Y ordenó exigirle cuanto le había
condonado.
(Serm. 83, 1)
•
15 de agosto
Jesucristo, modelo de virginidad fecunda
Ayúdenos Cristo, hijo de la Virgen, esposo de las vírgenes, nacido
corporalmente de un seno virginal y unido espiritualmente en virginal
desposorio. Siendo también la Iglesia universal virgen desposada con un
solo varón, que es Cristo, como dice el Apóstol, ¿cuán dignos de honor no
han de ser sus miembros, que guardan en su carne lo que toda ella guarda
en su fe? La Iglesia imita a la madre de su Esposo y Señor; porque la Iglesia
también es virgen y madre. Pues, si no es virgen, ¿por qué celamos su
virginidad? Y, si no es madre, ¿a qué hijos hablamos? María dio a luz
corporalmente a la Cabeza de este Cuerpo; la Iglesia da a luz
espiritualmente a los miembros de esa Cabeza. Ni en una ni en otra la
virginidad ha impedido la fecundidad; ni en una ni en otra la fecundidad ha
ajado la virginidad. Por tanto, si la Iglesia universal es santa en el cuerpo y
en el espíritu, y, sin embargo, no es toda virgen en el cuerpo, aunque sí en el
espíritu, ¿cuánto más santa sería en aquellos miembros en los que es virgen
a la vez en el cuerpo y en el espíritu?
(Sobre la santa Virginidad, II, 2)
•
16 de agosto
Concédeme la castidad
Yo, adolescente bien miserable desde el principio mismo de mi
adolescencia, te había pedido la castidad. Pero te había dicho: «Concédeme
la castidad y la continencia, pero no ahora». Temía que me escucharas
demasiado pronto y presto me sanaras del morbo de mi concupiscencia,
pues más quería verla satisfecha que apagada. Más tarde me extravié en la
sacrílega superstición del maniqueísmo no por estar cierto de que era
verdad sino porque me parecía preferible a otras doctrinas que ciegamente
combatía en vez de estudiarlas con piedad y atención.
Y me imaginaba que el motivo de diferir un día y otro también el
propósito de seguirte a ti con desprecio del mundo era que no alcanzaba a
ver una luz clara que pudiera dirigir mis pasos. Ahora, sin embargo, había
llegado el momento de verme desnudo ante mí mismo y de escuchar las
vivas reclamaciones de mi conciencia. Su voz me decía a gritos: «¿Qué
pasa con tu lengua? ¿Por qué has dicho que por ver incierta la verdad
diferías aventar de ti el fardo de la vanidad? Pero la certeza, ahora ya la
tienes, y sin embargo la carga te sigue oprimiendo y no das un paso. Otros,
sin carga sobre los hombros, vieron brotar en ellos alas para volar a la
verdad, cuando ni se han fatigado en buscarla ni han meditado en ella, como
tú, por más de diez años».
(Conf. VIII, 7.17-18)
•
17 de agosto
La continencia
En ninguna parte pongo mi confianza, Señor, sino en la inmensidad de tu
misericordia. Dame lo que me mandas y mándame lo que quieras. Y tú me
mandas la continencia. Y sabiendo yo –dijo alguien– que nadie puede ser
continente si Dios no se lo concede, comprendí que era ya una sabiduría el
mero hecho de saber de dónde procede este don (Sab 8,21).
Pues la continencia nos recoge y nos reduce a la unidad que perdimos al
derramarnos sobre la multitud de las cosas. Menos te ama el que ama otra
cosa junto contigo en lugar de amarla por ti. ¡Oh Amor, que siempre ardes y
nunca te apagas! ¡Enciéndeme, Dios mío, que eres Amor! Entonces, tú me
mandas la continencia. ¡Dame pues lo que me pides, y pídeme lo que
quieras!
(Conf. X, 29.40)
•
18 de agosto
Lucha contra las pasiones
Mas, entre tanto llegamos a la paz donde no tendremos enemigo alguno,
luchemos sin tregua, fielmente y con brío, para merecer ser coronados de
Dios. El apóstol Santiago dice: Ninguno, cuando, es tentado, diga que Dios
le tienta. Refiérese a la tentación que nos induce al mal. Dios, dice, no
puede inducirnos al mal; y así, a ninguno tienta, sino que cada uno es
tentado, atraído y halagado por la concupiscencia propia. Después la
concupiscencia, en llegando a concebir –los malos deseos–, pare el
pecado; el cual, una vez consumado, engendra la muerte. Luego cada cual
es tentado por la propia concupiscencia; por lo cual debe pelear, resistir, no
consentir, no dejarse arrastrar, no permitirla concebir, que dé a luz. La
concupiscencia halaga, estimula, insta, exige hagas alguna cosa mala; si no
consientes, no concibe. Concibe si te deleitas con el pensamiento, y
alumbrará tu muerte. Mira lo del Apóstol: El pecado, en llegando a ser
consumado, engendra la muerte. El pecado es dulce, pero es amarga la
muerte; guárdate de la dulzura del pecado para no sentir la amargura de la
muerte; huye de la concupiscencia, si no en cuanto al hecho, sí en cuanto a
la palabra. Oyes con agrado algo que no debes oír, dices lo que no debes
decir, piensas lo que no debes pensar. Nada más veloz que el pensamiento;
tiene unas alas increíbles; despréndese del corazón, pasa a la lengua; antes
de que se diga lo malo, ya está pensado. No te detengas en el pensamiento.
¿Se te filtró una imaginación? Vete de allí, vete a otra parte, no te quedes en
ella. Si no estás dispuesto a ejecutar lo malo, ¿a qué pensar con gusto lo que
no quieres hacer? Hermanos míos, quien no tiene grandes pecados siéntese
flojo para perseverar en aquello que dice el Señor: Decid: Perdónanos
nuestras deudas. Por mucho que avancéis, la concupiscencia siempre la
tenéis en vosotros; luego hasta tanto sea la muerte absorbida en la victoria,
decid: Perdónanos nuestras deudas. No levantéis orgullosamente la cabeza,
temed a Dios; vivimos necesitados de perdón. Decid de todas veras:
Perdónanos nuestras deudas. ‘Esto dice relación a lo pasado: dichos, obras,
pensamientos; sobre lo venidero, ¿qué? Oíd decid lo que sigue: No nos
dejes entrar en la tentación. ¿Qué cosa es no entrar en la tentación? No
consentir en la mala concupiscencia. ¿Consentiste? Entraste; sal cuanto
antes. Antes de llegar al pecado, mata el consentimiento; alégrate de no
haberlo hecho, duélete de haberlo pensado.
(Serm. 33, 3)
•
19 de agosto
La vida eterna, galardón del trabajo
Nuestra vida es Cristo, y en Él has de poner los ojos. Vino a padecer, mas
también a ser glorificado; a sufrir desprecios, mas también a ser exaltado; a
morir, mas también a resucitar. Si te asusta la faena, mira la recompensa.
¿Cómo, siendo flojo, vas a conseguir lo que solo se consigue a fuerza de
sudores? Tienes miedo a perder la plata, esa plata que tanto sudaste por
allegar; mas si a poseer esa plata que un día habrás de dejar no llegaste sino
en fuerza de trabajo, ¿quieres sin trabajo llegar a la vida eterna? Ama con
preferencia esa vida, adonde llegarás, sí, con grandes fatigas, pero no
dejarás nunca. Si tanto amas esto en cuyo logro pusiste todos tus afanes y lo
dejarás un día, ¿cuánto más no hemos de poner los deseos en la vida
perpetua?
(Serm. 62, 16)
•
20 de agosto
Vida eterna y contemplación
Que aquella vida consistirá en la contemplación permanente no solo
inefable, sino también deleitosa de la verdad, lo atestiguan multitud de
textos de la Escritura, que no puedo citar en su totalidad. A eso se refieren
aquellas palabras: Quien me ama guarda mis mandamientos, y yo le amaré
y me mostraré a él. Como si alguien le hubiera preguntado qué fruto y qué
recompensa obtendría por haber guardado sus mandamientos, dijo: Me
mostraré a él, cifrando la felicidad perfecta en conocerlo como es. Y
también estas otras: Amadísimos, somos hijos de Dios, pero aún no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Por eso dijo también el
apóstol Pablo: Entonces le veremos cara a cara, que en otro lugar había
dicho: Nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, como
llevados por el Espíritu del Señor. En los Salmos se dice también: Vacad y
ved que yo soy el Señor. Le veremos plenamente cuando vaquemos
plenamente. ¿Cuándo será eso sino cuando hayan pasado los tiempos
fatigosos, los tiempos plenos de necesidades que nos atan ahora, mientras la
tierra produce al hombre pecador espinas y abrojos para que coma su pan
con el sudor de su rostro? Pasados, pues, totalmente los tiempos del hombre
terreno y cumplido plenamente el día del hombre celeste, le veremos
plenamente, porque vacaremos plenamente. Desaparecida la corrupción y la
indigencia en la resurrección de los fieles, no habrá ya nada que cause
fatiga. Como si se dijera: «Recostaos y comed», así se dijo: Vacad y ved.
Vacaremos, pues, y veremos a Dios como es, y viéndole le alabaremos. Esta
será la vida de los santos, esta la actividad de los que reposan: la alabanza
incesante. Nuestra alabanza no durará solo un día; mas como aquel día no
tendrá término temporal, nuestra alabanza tampoco tendrá término, y así le
alabaremos por los siglos de los siglos. Escucha a la Escritura, que dice a
Dios lo que nosotros deseamos: Dichosos los que habitan en tu casa; te
alabarán por los siglos de los siglos. Vueltos al Señor, supliquémosle por
mí y por todo su pueblo santo que me acompaña en los atrios de su casa, y
que se digne guardarla y protegerla por Jesucristo, su Hijo nuestro Señor,
que vive y reina con él por los siglos de los siglos.
(Serm. 362, 31)
•
21 de agosto
El denario es la vida eterna
Cuanto a la retribución, pues, seremos todos iguales, los primeros y los
últimos, los últimos y los primeros; el denario es la vida eterna, y la vida
eterna es igual para todos. Según la diversidad del merecimiento, brillará
uno más que otro; pero en sí la vida eterna será para todos la misma; no más
larga para unos y más breve para otros, porque de suyo es eterna, y donde
no hay fin no le hay ni para ti ni para mí. De diferente modo lucirán la
castidad conyugal y la integridad virginal, tanto las buenas obras cuanto la
aureola del martirio; uno así y otro así; pero, en lo de vivir eternamente, ni
vivirá este más que otro, ni otro más que este; porque todos viven sin fin;
cada cual con su propia gloria. No zahiera, pues, quien la recibió tras
mucho tiempo a quien la recibió tras poco. Al uno se le paga, al otro se le
regala; a todos, con todo, se les da una cosa misma.
(Serm. 87, 6)
•
22 de agosto
La dignidad virginal
Siendo necesario que hasta Cristo fuera copiosa la propagación en aquel
pueblo, cuya densa población había de ser figura de lo que después había de
realizarse con la Iglesia, tenían allí a norma tomar varias mujeres para
crecimiento del pueblo, imagen anticipada del crecimiento de la Iglesia.
Mas, en naciendo que nació el Rey de todas las naciones, empezó a ser
tenida en honra la virginidad, y esto desde la Madre del Señor, merecedora
de tener un hijo sin detrimento de su integridad. Lo mismo, pues, que su
enlace con José era verdadero matrimonio, y matrimonio sin desintegridad
alguna, ¿por qué, a ese modo, la castidad del esposo no había de recibir lo
que había producido la castidad de la esposa? Porque, si ella era esposa
íntegra, él era también esposo íntegro; y si ella unía la maternidad a la
integridad, ¿por qué no habría de ser él padre y permanecer intacto? Quien
diga, por tanto: «No se le ha de llamar padre, porque no le tuvo como los
demás padres», coloca en la libídine la esencia de la paternidad y no en el
afecto de la caridad. Mejor llevó él a efecto la paternidad del corazón que
otro cualquiera la de la carne. En efecto, los que adoptan hijos engendran en
el corazón (y más castamente) a los adoptados, aunque no sea factible
darles una paternidad material. Ved, si no, hermanos, los derechos de la
adopción y cómo un hombre viene a ser hijo de aquel de quien no nació,
fundando sobre él la voluntad del adoptante derechos superiores a los del
padre natural. Siendo, pues, ello así, a José no solo se le debe título de
padre; se le debe más que a otro alguno. Porque también de las mujeres no
esposas tienen los hombres hijos, a quienes se los llama hijos naturales;
mas los conyugales o legítimos tienen preferencia. Si, pues, cuanto a la
función de la carne, todos nacen igual, ¿de dónde les viene ser preferidos
sino de ser más puro al amor de la mujer madre de los legítimos? No se
tiene allí en cuenta la conmistión de la carne, idéntica en ambas mujeres.
¿Dónde hallar la primacía de la esposa, sino en aquella su amorosa fidelidad
conyugal y en aquel su afecto, tanto más sincero cuanto más puro? Luego si
alguien pudiera tener de su esposa hijos sin ayuntamiento carnal, ¿no
debería recibirlos con gozo tanto mayor cuanto más casta es ella y más
hondo el amor que la tiene?
(Serm. 51, 26)
•
23 de agosto
Dos mandamientos de Cristo
¿Qué estudios, qué doctrina de cualesquiera filósofos, qué leyes de
cualesquiera ciudades se podrán comparar con estos dos nuestros
mandamientos de los que dice Cristo que penden la ley y los profetas:
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda
tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo? Aquí está toda la
cosmología, ya que todas las causas de todas las criaturas residen en Dios.
Aquí también la ética, ya que la vida buena y honesta se forma cuando se
ama a las cosas que deben ser amadas y como deben ser amadas, es decir, a
Dios y al prójimo. Aquí está la lógica, puesto que la verdad y la luz del
alma racional no es sino Dios. Aquí está igualmente la salvación de la
república laudable, porque no puede fundarse ni mantenerse la ciudad
perfecta sino sobre el fundamento y vínculo de la fe, de la concordia
garantizada, cuando se ama el bien común, que no es otro que Dios, y en Él
se aman sincera y recíprocamente los hombres cuando se aman por aquel a
quien no pueden ocultar con qué intención se aman.
(Carta a Volusiano, 137, 17)
•
24 de agosto
Que te conozca
¡Oh Dios que todo lo sabes! Haz que yo te conozca como tú me conoces a
mí. ¡Oh fuerza de mi alma! Penetra en ella y adáptala a ti para que la poseas
sin mancha ni arruga.
Esta es mi esperanza y por eso hablo; en ella me gozo cuando mi gozo es
sano. Las demás cosas de esta vida son tanto menos dignas de ser lloradas
cuanto más se las suele llorar, y tanto más dignas de llorarse cuanto menos
se llora por ellas.
Mas he aquí que amaste la verdad (Sal 50,8), y quien obra según ella
viene a la luz. Yo quiero obrarla en mi corazón y en tu presencia con una
confesión muy íntima, pero quiero también hacerla por escrito delante de
muchos testigos.
(Conf. X, 1.1)
•
25 de agosto
Qué es amar a Dios
¿Y qué es amar a Dios? Le pregunté a la tierra, y me dijo: «No soy Dios»; y
todas las cosas que hay en ella confesaron lo mismo. Interrogué al mar y a
los abismos y a los reptiles y otros seres animados, y me respondieron: «No
somos tu Dios, busca por encima de nosotros». Pregunté entonces a las
suaves brisas; y el aire con sus habitantes me dijeron: «Anaxímenes se
engaña, no somos Dios». Pregunté luego al sol, a la luna y a las estrellas, y
a coro me dijeron: «No somos el Dios que andas buscando».
Y a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne les dije:
«Todas vosotras habéis proclamado que no sois mi Dios; bien está. Pero,
¿qué me podéis decir acerca de Él?». Y todas respondieron clamando en
alta voz: «Él nos hizo». Yo las interrogaba con mi contemplación; ellas me
contestaban con su hermosura.
Entonces me volví a mí mismo y me pregunté: «¿Y tú quién eres?». Y
contesté: «Soy un hombre, y tengo un cuerpo que mira al exterior y un alma
que está en mi interior». ¿En cuál de los dos debí buscar a mi Dios, a quien
anduve buscando con mi cuerpo por la tierra y por el cielo hasta donde
pudieron llegar investigando los rayos de mis ojos? Pero la parte mejor del
hombre es, sin duda, la parte interior. Y a mí como a presidente que había
de juzgar de su mensaje sobre el cielo y la tierra con todo lo que contienen,
me anunciaban mis sentidos corporales: «No somos Dios, sino que Él nos
creó». El hombre interior en mí fue quien conoció esto a través del servicio
del hombre exterior y sus sentidos.
De esta manera, pues, interrogué a toda la ingente máquina del mundo, y
su respuesta siempre fue: «No soy Dios, Él me hizo».
(Conf. X, 6.9)
•
26 de agosto
Tiempos difíciles
Soléis decir: «Los tiempos son difíciles, los tiempos son duros, los tiempos
abundan en miserias». Vivid bien, y cambiaréis los tiempos con vuestra
buena vida; cambiaréis los tiempos y no tendréis de qué murmurar. En
efecto, hermanos míos, ¿qué son los tiempos? La extensión y sucesión de
los siglos. Nace el sol; transcurridas doce horas, se pone en la parte opuesta
del mundo. Al siguiente día vuelve a salir por la mañana, para ponerse otra
vez. Enumera cuántas veces acaece lo mismo: he ahí lo que son los tiempos.
¿A quién hirió la salida del sol? ¿A quién dañó su puesta? En consecuencia,
a nadie ha dañado el tiempo. Los dañados son los hombres; los que dañan
son también hombres. ¡Oh gran dolor! Son hombres los dañados, los
despojados, los oprimidos. ¿Por quién? No por leones, no por serpientes o
escorpiones, sino por hombres. Los que sufren el daño se lamentan de ello;
si les fuera posible, ¿no harían ellos lo mismo que reprochan a otros?
Llegaremos a conocer al hombre que murmura en el momento en que le sea
posible hacer eso mismo contra lo que murmuraba. Lo alabo, vuelvo a
alabarlo si deja de hacer lo que él reprochaba.
Amadísimos, aquellos que parecen ser poderosos en el mundo, ¡cómo
son alabados cuando hacen menos daño del que pueden hacer! A uno de
esos alabó la Escritura: Quien pudo pecar y no pecó; quien no marchó tras
el oro. Es el oro quien debe seguirte a ti, no tú al oro. Buena cosa es el oro,
pues Dios no creó nada malo. No seas tú malo, y el oro será bueno. He aquí
que entre un hombre bueno y otro malo pongo al oro. Suponte que se lo
apropia el malo; los pobres son oprimidos; los jueces, corrompidos; las
leyes, violadas, y la vida social, perturbada. ¿Por qué todo ello? Porque fue
el malo quien se apropió el oro. Supón que lo toma el bueno: los pobres
reciben alimento, los desnudos vestido, los oprimidos liberación y los
cautivos redención. ¡Cuántos bienes produce el oro en manos del bueno y
cuántos males en manos del malo! ¿Por qué, pues, decís, a veces llenos de
mal humor: «¡Oh, si no existiese el oro!»? No ames el oro. Si eres malo tú,
vas tras él; si eres bueno, va él tras de ti. ¿Qué significa que va él tras de ti?
Que lo gobiernas tú a él, no él a ti; que lo posees tú a él, y no él a ti.
(Serm. 311, 8,9)
•
27 de agosto
Con su madre Mónica
Entretanto había llegado mi madre, que llevada de su inmenso amor me
seguía por tierra y por mar, y que en todos los peligros estaba segura de ti; y
tanto, que durante los azares de la navegación confortaba ella a los
marineros mismos, que están habituados a animar en sus momentos de
zozobra a los viajeros novatos. Les prometía con seguridad que llegarían a
buen puerto, pues tú así se lo habías revelado en una visión.
Me encontró cuando me hallaba yo en sumo peligro por mi
desesperación de alcanzar la verdad. Cuando le dije que no era ya maniqueo
pero tampoco todavía cristiano católico, no se dio en extremos al júbilo
como quien oye algo inesperado. Segura estaba de que de la miseria en que
yacía yo como muerto, habías tú de resucitarme por sus lágrimas; y como la
viuda de Naín, me presentaba a ti en el féretro de sus pensamientos, para
que tú le dijeras al hijo de la viuda: Joven, yo te lo mando: levántate (Lc
7,14), y él reviviera y comenzara a hablar y tú se lo devolvieras a su madre.
Así pues, su corazón no se estremeció con ninguna turbulenta exultación
cuando vio que ya estaba hecho en parte lo que ella a diario con lágrimas te
pedía: pues me vio no ganado todavía para la verdad, pero sí liberado de la
falsedad. Y esperaba con firmeza que tú, que se lo habías prometido todo,
hicieras lo que faltaba todavía. Con el pecho lleno de segura placidez me
respondió que no dudaba en absoluto de que antes de morir había de verme
católico fiel.
(Conf. VI, 1.1)
•
28 de agosto
Toma y lee
¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar enojado conmigo para siempre?
¡Olvídate ya de nuestras viejas iniquidades! (Sal 6,3; 12,2; 128,8). Porque
me sentía aún amarrado a ellas y lanzaba gemidos llenos de miseria:
¿Cuándo, cuándo acabaré de decidirme? ¿Lo voy a dejar siempre para
mañana? ¿Por qué no dar fin ahora mismo a la torpeza de mi vida?
Esto decía con lágrimas de amarga contrición. Y mientras tanto se oyó
una voz, de niño o de niña, no lo sé, que desde la casa vecina decía y repetía
cantando: «Toma y lee toma y lee». Al punto se mudó mi ánimo y comencé
a preguntarme con mucha atención si había oído alguna vez cantar a los
niños en el juego una letrilla semejante. Y comprimiendo el ímpetu de mis
lágrimas me levanté en seguida, seguro de que en aquella voz había para mí
un divino mandato de tomar el libro y leer lo primero que vieran mis ojos.
Porque de Antonio acababa de oír que una lectura del Evangelio lo había
amonestado, como si con palabras le hablara, diciéndole: Anda, vende todo
los que tienes y dalo a los pobres, con lo cual tendrás un tesoro en el cielo,
y luego, ven y sígueme (Mt 19,21). Y Antonio siguió este oráculo y se
convirtió a ti.
Volví entonces apresuradamente al lugar en que estaba sentado Alipio,
pues allí había dejado el libro del apóstol. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio
el capítulo en que habían caído mis ojos. Decía: No andéis en comilonas ni
embriagueces; no en las recámaras y en la impudicia ni en contiendas y
envidias; sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no os dejéis llevar de
las concupiscencias de la carne (Rom 13,13-14).
No quise leer más, ni era menester. Porque al terminar de leer la última
sentencia una luz segurísima penetró en mi corazón disipando de golpe las
tinieblas de mi duda. Cerré entonces el libro, señalando el pasaje no
recuerdo si con el dedo o con otra señal; y serenado ya le conté a Alipio
cuanto me había pasado.
...Y en tal forma me convertiste a ti, que no busqué ya mujer y abandoné
todas las esperanzas de este mundo.
(Conf. VIII, 12.28-30)
•
29 de agosto
No puedo ser mártir
Nadie diga, por tanto: «Yo no puedo ser mártir, porque ahora no son
perseguidos los cristianos». Ya se te dice que Juan fue mártir, y mirando a
su propia luz las cosas, murió por Cristo. ¿Cómo por Cristo, dices, si no se
le interrogó acerca de Cristo ni se le forzó a negar a Cristo? Oye al mismo
Cristo, que dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Si Cristo es la
verdad, quien padece por la verdad padece por Cristo y es legítimamente
coronado. Nadie, por tanto, se excuse; todos los tiempos son de martirio. Ni
se diga que los cristianos no sufren persecución; no puede fallar la sentencia
del Apóstol, por ser verdadera; Cristo habló en él, no mintió. Dice, pues:
Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán
persecución. Todos, dice, a nadie excluyó, a nadie exceptuó. Si quieres
probar ser cierto ese dicho, empieza tú a vivir piadosamente y verás cuánta
razón tuvo para decirlo. Porque cesó la persecución de los reyes del mundo,
¿no atormenta el diablo? Siempre está ojo avizor contra nosotros el
enemigo antiguo; no nos durmamos. Sugiere halagos, pone celadas,
introduce malos pensamientos y, para llevarnos a dolorosa ruina, pone
delante lucros y amenaza con perjuicios. Si llégase a trance de caer y a
duras penas se rechaza el mal sugerido, hasta el punto de preferir la muerte
con gusto e incontinenti. Entendedme, hermanos. Si alguien, por ejemplo,
un noble, tiene a su mano tu vida y te urge a decir un falso testimonio,
aunque no te diga: «Reniega de Cristo», ¿qué prefieres, la falsedad o morir
por la verdad? Ello vale tanto como si el perseguidor te dijera que renegases
de Cristo, porque si, conforme a lo dicho, Cristo es la verdad, sin duda
reniega de Cristo quien de verdad reniega. Ahora bien, niega la verdad todo
el que habla la mentira. Y, ¿por qué dice un falso testimonio quien le dice?
Ciertamente por temor. ¿No padecen persecución los cristianos cuando
luchan por la verdad? Todos ahora y cada uno son probados, cada cual a su
modo.
(Serm. 6, 2)
•
30 de agosto
Confusión de lenguas
Y descendió el Señor –está escrito– a ver la ciudad y la torre que habían
edificado los hijos de los hombres, es decir, no los hijos de Dios, sino la
sociedad que vive según el hombre, y que llamamos ciudad terrena. Dios,
que está todo en todas partes, no se mueve con movimiento local. Se dice
que desciende cuando hace algo en la tierra. Y como hecho maravilloso y
ajeno al curso ordinario de la naturaleza, muestra, en cierto modo, su
presencia. Del mismo modo, Dios, que nunca y nada puede ignorar, no
aprende con ver, sino que se dice que ve y conoce temporalmente porque
hace ver y conocer. No se veía, pues, aquella ciudad como Dios hizo que se
viera después, cuando mostró cuánto le desagradaba. No obstante, puede
entenderse también que Dios descendió a aquella ciudad, porque
descendieron sus ángeles, en quienes habita, de forma que estas palabras: Y
dijo el Señor Dios: Ve aquí un solo pueblo y una misma lengua, etc., y las
agregadas luego: Venid y descendiendo confundamos allí sus lenguas, no
sea más que una recapitulación para explicar cómo sucedió lo que había
dicho: Descendió el Señor. Porque, si ya había descendido, ¿qué quiere
decir: Venid y descendiendo confundamos (lo cual se entiende dicho a los
ángeles), sino que descendía, por ministerio de los ángeles, el que estaba en
los ángeles que descendían? Es de notar que no dice: Venid y descendiendo
confundid, sino: Confundamos allí su lenguaje, mostrando que Dios obra
por sus ministros, de forma que son sus cooperadores, según las palabras
del Apóstol: Pues somos los cooperadores de Dios.
(CdeD XVI, 5)
•
31 de agosto
Más pobre cuanto más se quiere abarcar
Y la causa principal de este error es que el hombre se desconoce a sí
mismo. Para conocerse necesita estar muy avezado a separarse de la vida de
los sentidos y replegarse en sí y vivir en contacto consigo mismo. Y esto lo
consiguen solamente los que o cauterizan con la soledad las llagas de las
opiniones que el curso de la vida ordinaria imprime en ellos, o las curan con
la medicina de las artes liberales.
Así, el espíritu, replegado en sí mismo, comprende la hermosura del
universo, el cual tomó su nombre de la unidad. Por tanto, no es dable ver
aquella hermosura a las almas desparramadas en lo externo, cuya avidez
engendra la indigencia, que solo se logra evitar con el despego de la
multitud. Y llamo multitud, no de hombres, sino de todas las cosas que
abarcan nuestros sentidos.
Ni te admires de que sea tanto más pobre uno cuanto más cosas quiere
abrazar. Porque así como en una circunferencia, por muy grande que sea,
solo hay un punto adonde convergen los demás, llamado por los geómetras
centro, y aunque todas las partes de la circunferencia se pueden dividir
infinitamente, solo el punto del centro está a igual distancia de los demás, y
como dominándolos por cierto derecho de igualdad. Mas si quieres salir de
allí a cualquier parte, cuanto de más cosas vayas en pos tanto más se
pierden todas: así el ánimo, desparramado de sí mismo, recibe golpes
innumerables y se ve extenuado y reducido a la penuria de un mendicante
cuando toda su naturaleza lo impulsa a buscar doquiera la unidad y la
multitud le pone el veto.
(DeOrd. I, 2,3)
Septiembre
•
1 de septiembre
Entrar en sí mismo
Advertido quedé con todo esto de que debía entrar en mí mismo, y pude
conseguirlo porque tú, mi auxiliador, me ayudaste. Entré pues, y de algún
modo, con la mirada del alma y por encima de mi alma y de mi
entendimiento, vi la luz inmutable del Señor. No era como la luz ordinaria,
accesible a toda carne; ni era más grande que ella dentro del mismo género
como si la luz natural creciera y creciera en claridad hasta ocuparlo todo
con su magnitud. Era una luz del todo diferente, muchísimo más fuerte que
toda luz natural.
No estaba sobre mi entendimiento como el aceite está sobre el agua o el
cielo sobre la tierra, era superior a mí, porque ella me hizo, y yo le era
inferior porque fui hecho por ella. Quien conoce esta luz conoce la Verdad,
y con la Verdad la eternidad. Y es la caridad quien la conoce.
¡Oh Verdad eterna, oh verdadera caridad y amable eternidad! Tú eres mi
Dios y por ti suspiro día y noche. Y cuando por primera vez te conocí tú me
tomaste para hacerme ver que hay muchas cosas que entender y que yo no
era todavía capaz de entenderlas. Y con luz de intensos rayos azotaste la
debilidad de mi vista y me hiciste estremecer de amor y de temor. Entendí
que me hallaba muy lejos de ti, en una región distante y extraña; y sentí
como si oyera tu voz que desde el cielo me dijera: «Yo soy el alimento de
las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como
asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí».
(Conf. VII, 10.16)
•
2 de septiembre
Modestia y moderación
Modestia o moderación se dijo de modo, y templanza, de temperies. Donde
hay moderación y templanza, allí nada sobra ni falta. Ella, pues, comprende
la plenitud, contraria a la pobreza, mucho mejor que la abundancia, porque
en esta se insinúa cierta afluencia y desbordamiento excesivo de una cosa.
Y cuando esto ocurre, falta allí la moderación, y las cosas excesivas
necesitan medida o modo. Luego la abundancia supone cierta pobreza,
mientras la medida excluye lo excesivo y lo defectuoso. La opulencia
misma, examinada bien, comprende el modo, pues se deriva de ope, ayuda.
Pero, ¿cómo lo excesivo puede servir de ayuda, si muchas veces es más
molesto que lo escaso? Tanto lo excesivo como lo defectuoso carecen de
medida, y en este sentido se muestran indigentes y faltos. La sabiduría es,
pues, la mesura del alma, por ser contraria a la estulticia, y la estulticia es
pobreza, y la pobreza, contraria a la plenitud. Conclúyese que la sabiduría
es plenitud. Es así que en la plenitud hay medida. Luego la medida del alma
está en la sabiduría. De donde aquel dicho célebre de máxima utilidad para
la vida: En todo evita la demasía.
(VF IV, 32)
•
3 de septiembre
Enemigos invisibles
Adviértenos, pues, el Apóstol que nuestra lucha no es contra la carne y la
sangre, sino contra los principados y potestades. Alguien podría imaginar
que se refiere a los principados de la tierra y a las potestades del siglo. ¿Por
qué no? Porque son carne y sangre. Y ya lo dijo de una vez: No contra la
carne y la sangre. Luego si quitas los ojos de toda suerte de hombres,
¿quiénes son los enemigos restantes? Los principados y potestades de la
maldad espiritual, gobernadores del mundo. Parece hacer mucho favor al
diablo y a sus ángeles; parece demasiado llamarlos gobernadores del
mundo, y para que no lo eches a mala parte, aclara quién sea el mundo cuya
rectoría tienen. Gobernadores del mundo, de estas tinieblas. ¿Qué significa
del mundo, de estas tinieblas? Sus amadores y los incrédulos, de los que
rebosa el mundo y cuya dirección lleva el diablo. A estos llama tinieblas el
Apóstol, y rectores suyos al diablo y a sus ángeles. No son tinieblas por
naturaleza incapaces de mudanza; cambian y se hacen luz, creen y creyendo
son iluminadas. Y cuando esto se haya verificado en ellas, oirán decirles:
Fuisteis tinieblas en otro tiempo, mas ahora sois luz en el Señor. Cuando
eras tinieblas, lo eras en ti, no en el Señor; mas cuando fuiste luz, en el
Señor lo fuiste, no en ti. Pues, ¿qué tienes no recibido? Siendo, pues, ellos
enemigos invisibles, con armas invisibles se los ha de impugnar. Al
enemigo visible le derrotas hiriendo, al invisible se le vence creyendo. Es el
hombre enemigo visible, y el herir es también cosa visible; el diablo es
enemigo invisible, e invisible también la fe. Trátase, por tanto, de una pelea
invisible contra invisibles enemigos.
(Serm. 67, 5)
•
4 de septiembre
Refugio contra el enemigo
Alguien dijo estar él muy a salvo de tales enemigos, ¿cómo? Había yo
empezado a decir el cómo, pero tuve necesidad de hablar de estos enemigos
con algún espacio. Conocidos ya, veamos qué refugio hay contra ellos.
Invocaré al Señor alabándole, y seré salvo de mis enemigos. Ahí ves qué
has de hacer: invocar alabando, pero invocar alabando al Señor. Porque, si
te alabas a ti mismo, no te verás a salvo de tus enemigos. Invoca al Señor
alabándole, y te verás libre de tus enemigos. ¿No es eso mismo lo que dice
el Señor? Sacrificio de alabanza me honrará, y ahí está el camino por
donde le mostraré mi Salud. ¿Dónde está el camino? En el sacrificio de
alabanza. No saques los pies del camino este; vete por él, no te desvíes de
él; del camino de alabanza, no digo un pie, mas ni lo negro de la uña. Si
quisieres andar fuera de este camino y alabarte a ti en vez de alabar a Dios,
no te librarás de tus enemigos, porque de ellos se ha dicho: A la vera de la
senda me pusieron tropiezos. Si, pues, entiendes poseer de tu caudal cosa
buena, te pones fuera de la alabanza de Dios. ¿Es maravilla te seduzca el
enemigo, si a ti mismo te seduces tú? Oye al Apóstol: Si alguien piensa ser
algo, siendo como es un nada, a sí mismo se engaña.
(Serm. 67, 6)
•
5 de septiembre
Seducido y seductor
Durante un lapso de nueve años, desde mis diecinueve hasta mis veintiocho,
era yo seducido y seductor; engañado, pero también, bajo el impulso de
variados apetitos, engañaba yo abiertamente en la profesión de las llamadas
disciplinas liberales que en lo oculto llevaban falsamente el nombre de
religión. Soberbio aquí y supersticioso allá y vanidoso en todas partes;
ávido de gloria popular, corría yo tras los aplausos del teatro y las bagatelas
de los espectáculos, los certámenes poéticos y las luchas por aquellas
coronas de hierba perecedera. Mas con todo eso pretendía yo purificarme de
mis sórdidas intemperancias llevando a los que eran llamados justos y
santos determinados manjares para que ellos en el laboratorio de su vientre
me fabricaran ángeles y dioses que luego me liberaran. Es que entonces
creía yo en tales aberraciones y las ponía en práctica con mis amigos, a
quienes había yo arrastrado en mi propio engaño.
Búrlense de mí y sea en hora buena esos arrogantes a quienes tú no has
postrado todavía en saludable humillación; pero yo tengo que confesarte
mis deshonras en alabanza de tu gloria. Ruégote me concedas recorrer
ahora con el recuerdo todos los meandros de mis pasados yerros,
ofreciéndote así un jubiloso sacrificio (Sal 26,6).
Pues, ¿qué soy yo sin ti para mí mismo sino un guía ciego que me lleva
al precipicio? ¿O qué soy, cuando me va bien, sino un bebé que bebe la
leche que tú le das y encuentra en ti un alimento incorruptible? ¿Y qué es y
cuánto vale un hombre cualquiera solo por ser hombre?
Ríanse pues de mí los fuertes y los potentes; que yo, débil y pobre, me
confieso ante ti.
(Conf. IV, 1.1)
•
6 de septiembre
Tú eres la verdad
Pero ahora, Señor, todo eso ya pasó y el tiempo ha cicatrizado mi herida.
¿Será posible que aplicando a tu voz el oído de mi alma entienda yo de ti,
que eres la verdad, por qué el llanto es un consuelo para los que sufren? ¿Es
acaso que tú, presente como estás en todas las cosas, echas a un lado
nuestra miseria? Porque tú permaneces siempre estable en ti mismo,
mientras nosotros nos revolvemos en toda clase de experiencias. Y sin
embargo, ni rastro quedaría de nuestra esperanza si no llorásemos delante
de ti.
¿De dónde viene pues el que del amargor de la vida podamos sacar
frutos tan dulces como el gemir y llorar, suspirar y quejarnos? ¿Nos es
dulce todo esto porque esperamos que tú nos escuches? Esto es clara verdad
de la plegaria, pues con ella nos proponemos llegar hasta ti; pero, ¿qué
había en el fondo de aquel dolor mío por el bien perdido; en aquel luto que
pesadamente me oprimía? Porque yo no esperaba hacer con mis lágrimas
revivir a mi amigo; simplemente me dolía y lloraba por una alegría
irremisiblemente perdida.
El llanto en sí mismo es amargo; pero acaso nos llega a deleitar cuando
nos cansamos de las cosas que antes teníamos.
(Conf. IV, 5.10)
•
7 de septiembre
El sábado
Este sabatismo aparecerá más claro si se computa el número de edades
como otros tantos días, según las Escrituras, pues que se halla ser
justamente el día séptimo. La primera edad, como el primer día, se cuenta
desde Adán hasta el diluvio; la segunda, desde el diluvio hasta Abrahán,
aunque no comprende igual duración que la primera, pero sí igual número
de generaciones, que son diez. Desde Abrahán hasta Cristo, el evangelista
san Mateo cuenta tres edades, que abarca cada una catorce generaciones:
una, desde Abrahán hasta David; otra, desde David hasta la cautividad de
Babilonia, y la tercera, desde la cautividad hasta el nacimiento temporal de
Cristo. Tenemos ya cinco. La sexta transcurre ahora y no debe ser coartada
a un número determinado de generaciones, por razón de estas palabras: No
os corresponde a vosotros conocer los tiempos que el Padre tiene
reservados a su poder. Tras esta, Dios descansará como en el día séptimo y
hará descansar en sí mismo al día séptimo, que seremos nosotros.
Sería muy largo tratar ahora al detalle de cada una de estas edades. Baste
decir que la séptima será nuestro sábado, que no tendrá tarde, que concluirá
en el día dominical, octavo día y día eterno, consagrado por la resurrección
de Cristo y que figura el descanso eterno no solo del espíritu, sino también
del cuerpo. Allí descansaremos y veremos; veremos y amaremos;
amaremos y alabaremos. He aquí la esencia del fin sin fin. Y, ¡qué fin más
nuestro que arribar al reino que no tendrá fin!
Estoy en que ya he saldado, ayudado por Dios con esta inmensa obra, la
deuda contraída. Quienes con esta tengan poco o demasiado, que me
perdonen. Y quienes estén satisfechos, agradecidos, den gracias no a mí,
sino a Dios conmigo. Así sea.
(CdeD XXXII, 5, 6)
•
8 de septiembre
Por qué nació Cristo de mujer
Para ello hízose hombre nuestro Señor Jesucristo, e hízose naciendo de
mujer. ¿Fuéralo acaso menos no naciendo de la Virgen María? Alguien dirá:
«Plúgole ser hombre; mas, ¿para qué venir de mujer, si no hizo así al primer
hombre que hizo?». Ved el modo de replicar a esto. Dices, pues: «¿Por qué
prefirió nacer de mujer?». A lo cual respondo: Y, ¿por qué no había de
nacer de mujer? Figúrate no puedo yo mostrarte la causa de haberla
escogido; muéstrame tú si había en ella razón para rehusarla. Ya, empero,
hemos dicho alguna vez que, si hubiese rehuido el nacimiento de mujer,
parecería significarnos la posibilidad de contagiarse de ella; y,
verdaderamente, tanto menos temor cabía en él a una maternidad carnal,
como si entrara en lo posible contagiarse, cuanto que, por esencia, era
incontaminable; luego en nacer de mujer algún gran misterio se propuso
revelarnos. Cierto, hermanos; también nosotros reconocemos serle a su
Majestad fácil hacer hombre al Señor, si tal fuera su voluntad, sin nacer de
mujer; como pudo nacer de mujer sin varón, igual podría no nacer de mujer;
mas, naciendo de mujer, vino a significarnos que ninguno de los dos sexos,
en efecto, estorbaba la esperanza de la humana criatura. El sexo humano le
constituyen el de los varones y el de las hembras; luego si, haciéndose
varón él (y convenía lo fuese), no naciera de mujer, las mujeres, con la
memoria de su pecado primero, desesperarían de salvarse, ya que por la
mujer fue seducido el primer hombre; y pensarían no haber para ellas en
Cristo esperanza ninguna. Tomó, pues, el sexo masculino para él, y fue
varón, y nació de mujer para consuelo del femenino, como diciendo: —Por
que veáis no ser mala la hechura de Dios (a la que un mal apetito descarrió),
cuando yo, al principio, hice al hombre, hícelo macho y hembra. Ni repudio
ahora mi hechura, pues ahí veis como nazco varón y nazco de mujer. No
condeno, pues, mi hechura, sino los pecados, hechura no mía. Estime cada
sexo su dignidad, confiesen ambos la propia iniquidad, y ambos esperen de
mí la salud. Para seducir al varón, la mujer propinó el veneno; para la
reparación del hombre sea, pues, la mujer quien le propine la salud, y así
engendrando a Cristo, compensará el mal hecho al hombre. Por eso fueron
mujeres también las primeras en anunciar a los apóstoles la resurrección de
Dios. Si una mujer dio a conocer la muerte a su esposo en el paraíso, las
mujeres dieron a conocer a los varones la salud en la Iglesia. Habían los
apóstoles de anunciar a los gentiles la resurrección de Cristo; a los apóstoles
se la anunciaron mujeres. Nadie, por tanto, recrimine a Cristo el haber
nacido de mujer, porque, sobre no poder recibir mancha de este sexo el
Liberador, convenía le honrara el Criador.
(Serm. 51, 4)
•
9 de septiembre
El recuerdo de la felicidad
¿Se dirá acaso que el recuerdo de la felicidad es como el recuerdo que de
Cartago tiene una persona que estuvo allí? No. Porque la felicidad no es un
cuerpo que se pueda percibir por los sentidos. ¿O diremos que se recuerda
al modo como se recuerdan los números? Tampoco, pues quien ya conoce
los números no necesita saber más sobre ellos, mientras que todos nosotros
deseamos llegar un día a la vida feliz porque la amamos, y la amamos
porque de ella tenemos noticia.
¿O será, acaso, que recordamos la vida feliz como recordamos la alegría?
Esto sí puede ser. Porque mis alegrías pasadas las recuerdo estando triste,
así como muchas veces en que me siento miserable me acuerdo de la vida
bienaventurada. Pero estas alegrías nunca me vinieron por los sentidos
corporales: nunca las vi ni las oí, nunca las olí ni las gusté ni las toqué, sino
que tuve su experiencia en el alma misma cuando me sentí alegre, su
recuerdo quedó impreso en mi memoria, y de ella la evoco cuando quiero.
Unas veces lo hago con menosprecio, otras con añoranza, según la calidad
de las cosas que en otro tiempo fueron para mí motivo de gozo.
Pero también hubo ocasiones en que sentí gozo por cosas torpes cuyo
recuerdo ahora me causa vergüenza y repugnancia; así como otras veces por
cosas honestas y buenas, cuyo recuerdo es el más puro de los deseos;
aunque tal vez uno y otro estén ausentes, y por eso recuerde estando triste el
pasado gozo.
(Conf. X, 21.30)
•
10 de septiembre
Todos quieren gozar
Así pues, ¿cuándo y dónde tuve la experiencia de la vida bienaventurada
para poder de este modo recordarla con amor y deseo? Y no soy solamente
yo ni un grupo reducido quien desea la vida feliz, sino el mundo entero. Y
nadie podría desear con tan firme voluntad si no tuviéramos una noción
cierta de lo que esto significa.
¿Qué es lo que hay en el fondo de todo esto? Porque si a dos personas se
les pregunta si quieren ir a la guerra es posible que una diga que sí y la otra
conteste que no; pero interrogadas sobre si quieren ser felices responderán a
una que sí. El uno busca la felicidad en la guerra y el otro la pone en no ir a
la guerra. Es verdad que unos ponen la felicidad en esto y otros en aquello,
pero el deseo de ser felices es del todo universal; todos quieren gozar y
como gozo conciben la felicidad. Y diversas como son las maneras de
concebirla, todos se esfuerzan por llegar a ella. Por otra parte, el gozo es
algo que está en la experiencia de todos; por eso saben de qué se trata
cuando la oyen nombrar.
(Conf. X, 21. 31)
•
11 de septiembre
La vida bienaventurada
Quizá me preguntes aquí qué es la vida bienaventurada. En esta cuestión se
han atormentado los ingenios y ocios de muchos filósofos, los cuales tanto
menos la pudieron hallar, cuanto menos honraron a la Fuente de esa vida y
no le dieron gracias. Mira, pues, primero si hemos de atender a los que
dicen que es feliz aquel que vive según su voluntad. Líbrenos Dios de
pensar que eso es verdad. ¿Y si uno quiere vivir inicuamente? ¿No
demostrará que es tanto más mísero cuanto mayor facilidad halla su
capricho para lo malo? Con motivo desecharon esa opinión aun aquellos
mismos que filosofaron sin adorar a Dios. Uno de ellos, varón
elocuentísimo, dijo: «Otros que no son filósofos, pero que están dispuestos
a discutir, afirman que son felices los que viven como quieren. Es una
falsedad, porque el querer lo que no conviene es la misma miseria. No es
tan triste el carecer de lo que quieres como el querer conseguir lo que no
conviene». ¿No te parece que esas palabras han sido dichas por la misma
Verdad por medio de un hombre cualquiera? Podemos afirmar aquí lo que
el Apóstol dice de cierto poeta cretense al aceptarle una frase: Este
testimonio es verdadero.
(Carta a Proba, 130, 10)
•
12 de septiembre
La persona bienaventurada
Aquel es bienaventurado que tiene cuanto quiere y no quiere nada malo. Si
esto es así, busca qué hombres no quieren el mal. Uno quiere casarse; otro,
libre del matrimonio, prefiere pasar en continencia su viudez; otro, renuncia
a toda unión carnal aun dentro del matrimonio. Se ve que en esto unos son
mejores que otros, pero podemos decir que ninguno de ellos quiere
indecentemente su objeto. Así también el desear tener hijos, que es el fruto
de las bodas, o el desear que esos hijos gocen de vida y de salud. Este deseo
lo tienen y viven también todas las viudas continentes. Porque, aunque
desdeñen su anterior matrimonio y ya no deseen tener hijos, desean que se
conserven incólumes los que antes tuvieron. De todas estas preocupaciones
está libre la virginidad integral. Pero todos tienen allegados, a quienes aman
y a quienes decentemente desean una salud templada. ¿Podemos decir que
son ya
bienaventurados los hombres cuando han logrado salud en su persona y en
la de aquellos a quienes aman? He aquí, en efecto, algo que pueden desear
decentemente. Sin embargo, están aún muy distantes de la vida
bienaventurada si no poseen otros bienes mayores ni mejores, más
henchidos de utilidad y de nobleza.
(Carta a Proba, 130, 11)
•
13 de septiembre
Hechos y palabras
Vuestra caridad ha oído como Nos el santo Evangelio; préstenos ahora el
Señor su ayuda para deciros algo sobre lo leído, y así nuestra palabra os sea
de provecho y fructifique en vuestras costumbres. El oyente de la palabra de
Dios ha, en efecto, de pensar su obligación de conducirse al talle de lo que
oye; no alabar la palabra divina con la lengua y despreciarla con la vida.
Nosotros, los predicadores, nos asemejamos al sembrador; vosotros sois el
campo del Señor; no muera la semilla, fructifique la mies. Con nosotros
oísteis como, habiéndose llegado sus discípulos a nuestro Señor Jesucristo,
Él, abriendo su boca, los enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos, etc. El único verdadero
Maestro les enseñaba a los discípulos, puestos a la redonda, esto de que
habemos hecho mención brevemente; y vosotros, con su ayuda, os habéis
llegado a Nos para que os hablemos y enseñemos. ¿Podemos hacer algo
mejor que deciros lo que un tal Maestro expuso y dijo?
(Serm. 11, 1)
•
14 de septiembre
La figura de la cruz
En este misterio se presenta la figura de la cruz. Si Él murió porque quiso,
murió también como quiso. No eligió en vano tal género de muerte, sino
para constituirse maestro de la anchura y longitud, altura y profundidad. La
anchura es el palo transversal que se clava en lo alto; se refiere a las buenas
obras, porque en él son clavadas las manos. La longitud es el palo que baja
desde el anterior hasta la tierra; en él, se está, se permanece, se persevera, y
eso es propio de la longanimidad. Altura es la parte del leño que va desde el
palo transversal hacia arriba y corresponde a la cabeza del crucificado: es la
expectación de los que esperan bien de las cosas superiores. En fin, la parte
del leño que no aparece, porque se oculta en la tierra y desde donde surge la
cruz, significa la profundidad de la divina gracia. Muchos ingenios se
agotaron, tratando de investigar este misterio, y al fin se les dijo: ¡Oh
hombre!, ¿quién eres tú para responder a Dios?
(Carta a Honorato, 140, 64)
•
15 de septiembre
Las lágrimas de una madre
Pero tú, Señor, hiciste sentir tu mano desde lo alto y libraste mi alma de
aquella negra humareda porque mi madre, tu sierva fiel, lloró por mí más de
lo que suelen todas las madres llorar los funerales corpóreos de sus hijos.
Ella lloraba por mi muerte espiritual con la fe que tú le habías dado, y tú
escuchaste su clamor. La oíste cuando ella con sus lágrimas regaba la tierra
ante tus ojos; ella oraba por mí en todas partes, y tú oíste su plegaria. Pues,
¿de dónde sino de ti le vino aquel sueño consolador en que me vio vivir con
ella, comer con ella a la misma mesa, cosa que ella no había querido por el
horror que le causaban mis blasfemos errores?
Se vio de pie en una regla de madera; y que a ella, sumida en la tristeza,
se llegaba un joven alegre y espléndido que le sonreía. No por saberlo sino
para enseñarla, le preguntó el joven por la causa de su tristeza, y ella
respondió que lloraba por mi perdición. Le mandó entonces que se
tranquilizara, que pusiera atención y que viera cómo en donde ella estaba,
también estaba yo. Miró ella entonces y, junto a sí, me vio de pie en la
misma regla.
¿De dónde esto, Señor, sino porque tu oído estaba en su corazón? ¡Oh
Señor omnipotente y bueno, que cuidas de cada uno de tus hijos como si
fuera el único, y que de todos cuidas como si fueran uno solo!
(Conf. III, 11.19)
•
16 de septiembre
Imitar la virtud del mártir
La pasión del bienaventurado mártir Cipriano ha hecho de hoy un día de
fiesta para nosotros; la fama de su victoria nos ha reunido con devoción en
este lugar. Pero la celebración de la festividad de los mártires debe consistir
en imitar sus virtudes. Es cosa fácil honrar a un mártir; lo grande es imitar
su fe y paciencia. Hagamos lo uno de forma que deseemos lo otro;
celebremos de tal forma lo primero que amemos, sobre todo, lo segundo.
¿Qué alabamos en la fe del mártir? Que luchó por la verdad hasta la muerte,
y por eso venció. Despreció los halagos del mundo y no cedió ante su
crueldad; en consecuencia, se presentó como vencedor ante Dios. En este
mundo abundan los errores y los terrores; el dichosísimo mártir superó con
la sabiduría los errores, y con la paciencia los terrores. Grandiosa hazaña la
suya: siguiendo al cordero, venció al león. La crueldad del perseguidor era
como rugido del león; mas, mirando al cordero que está arriba, pisoteaba
abajo al león; al cordero que con su muerte destruyó la muerte, que colgó
del madero, que derramó su sangre y redimió al mundo.
(Serm. 311, 1)
•
17 de septiembre
¿Cuándo no hubo dolor?
¿Cuándo, pues, le fue bien al género humano? ¿Cuándo no experimentó el
temor, el dolor? ¿Cuándo gozó de la felicidad asegurada, cuándo no de la
verdadera infelicidad? Si nada tienes, ardes en deseos de poseer. ¿Posees
algo? Tiemblas ante la posibilidad de perderlo y, el colmo de la miseria, te
consideras sano a pesar de aquel ardor y de este temor. ¿Has de tomar
mujer? Si es mala, será tu tormento; si buena, hay que cuidar que no se
muera. Los hijos no nacidos atormentan con dolores; los nacidos, con
temores. ¡Cuánto gozo causa al nacer! E inmediatamente se teme que haya
que llorarlo muerto. ¿Dónde se hallará la vida tranquila? ¿No es esta tierra
como una gran nave de viajeros bamboleada por las olas, en peligro, y
expuesta a tantas tormentas y tempestades? Temen naufragar, suspiran por
llegar al puerto, habiéndose hecho conscientes de que son peregrinos.
Entonces, ¿son buenos los días inciertos, los días volátiles, los días que se
van antes de haber venido, días que vienen precisamente para dejar de
existir? ¿Quién es quien quiere la vida y ama el ver días buenos? Mas aquí
no hay ni vida ni días buenos, pues los días buenos son la misma eternidad.
Se llama propiamente días a los que carecen de fin. Habitaré, dice, por
siempre, por la longitud de los días. Igualmente se ha dicho: Porque mejor
es un día solo en tu casa que mil: mejor uno solo que no tenga fin.
Deseemos, por tanto, algo semejante. Algo semejante se nos promete con
palabras ordinarias, pero de contenido distinto. ¿Quién es el hombre que
quiere la vida? A diario se habla de la vida; pero, ¿qué decir de aquella otra
vida? Y ama ver días buenos. A diario se habla también de días buenos;
pero, si bien se examinan, no se les encuentra. «Hoy he tenido un buen
día». Si hubieras encontrado a un amigo, lo considerarías como un día
bueno si hubiera querido estar contigo; ¿no se queja siempre el hombre de
que su amigo lo ve y pasa de largo? Así es, pues, ese día bueno: te ve y pasa
de largo. —He tenido un día bueno. —¿Dónde está? Traémelo acá. —He
pasado un día bueno. —Si gozas de haberlo pasado bien, llora porque se ha
ido. ¿Quién es el hombre que quiere la vida y ama el ver días buenos?
Todos respondemos: «Yo»; mas después de esta vida, después de estos días.
Si, pues, se nos difieren, ¿qué se nos manda para llegar a lo diferido? ¿Qué
he de hacer en esta vida, sea como sea, para llegar a la vida y a los días
buenos? Lo que sigue en el mismo salmo: Refrena tu lengua del mal y no
hablen tus labios engaño; apártate del mal y haz el bien. Haz lo que se te
manda, y recibirás lo que se te promete. Si lo consideras fatigoso y te
sientes hundido por el peso de la tarea, te levante el resplandor de la
recompensa.
(Serm. 346C, 2)
•
18 de septiembre
Malos tiempos
Hermanos míos, alguien murmura contra Dios, diciendo: «Estos tiempos
son malos, son duros, son molestos». Sin embargo, se celebran numera,
(juegos de anfiteatro), ¡y dice que los tiempos son duros! ¡Cuánto más duro
eres tú, que no te corriges ni siquiera en estos tiempos duros! Todavía está
en pleno auge la locura de las pompas, todavía se suspira por tantas cosas
superfluas y la avaricia no conoce límites. ¡Cuántas enfermedades surgen
del ambiente! ¡Cómo prolifera la lujuria a causa de los teatros, los
instrumentos músicos, las flautas y los comediantes! Quieres servirte mal de
aquello que deseas, y por eso no lo recibes. Escucha la palabra del Apóstol:
Ambicionáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, sin poder conseguir lo
que deseáis; litigáis, pedís, y no recibís, porque pedís mal, para consumiros
en vuestras concupiscencias. Sanemos, hermanos; corrijámonos. El juez ha
de venir, y todavía se toma a risa su venida; ha de venir, y no quedará
tiempo para chanzas. Hermanos míos amadísimos, corrijámonos, puesto
que han de llegar tiempos mejores, mas no para quienes vivan mal. El
mundo está en declive y entró ya en la senectud. ¿Podemos volver a la
juventud? ¿Qué esperamos aquí? Busquemos ya otra cosa. No esperéis
tiempos distintos de los mencionados en el Evangelio; no son malos por el
hecho de que haya venido Cristo; al contrario, dado que eran malos y duros,
vino para aportarnos el consuelo.
(Serm. 346A, 7)
•
19 de septiembre
Muchas preguntas
Y nos proponíamos muchas cuestiones: ¿Por qué hacen todos lo mismo?
¿Por qué siempre obran así para dominar las hembras, que les están
sumisas? ¿Por qué el aspecto mismo de la lucha, además de llevarnos a esta
alta investigación, nos producía el deleite de un espectáculo? ¿Qué hay en
nosotros que nos impele a buscar en lo sensible cosas que caen fuera del
ámbito de los sentidos? ¿Y qué tenemos que se detiene como preso con el
halago de los mismos? Y nos decíamos a nosotros mismos: ¿Dónde no
rigen las leyes y a los mejores no se debe el imperio? ¿Dónde falta una
sombra de regularidad? ¿Dónde no se imita a la verdaderísima Hermosura?
¿Dónde no reina la medida? Al fin, advertidos por aquel mismo hecho para
que nos moderásemos en la contemplación del espectáculo, seguimos
adonde nos guiaba nuestro propósito. Y allí, tan pronto como se pudo, por
ser tan recientes y notables estos episodios que difícilmente se podían
borrar de la memoria de los tres estudiosos, con la debida diligencia
ajustando todos los apuntes de nuestra conversación, formamos esta parte
del libro. Y mirando por mi salud, nada hice más aquel día; solo antes de la
cena tenía costumbre de escuchar con ellos todos los días la lectura de
medio volumen de Virgilio, y era nuestra ocupación considerar el admirable
modo de ser de las cosas. El cual nadie deja de reconocerlo; pero el sentirlo,
cuando se hace algo con empeño, es muy difícil y raro.
(DeOrd. I, 8, 26)
•
20 de septiembre
La vida social
Nuestra más amplia acogida a la opinión que sostiene que la vida social es
propia del sabio. Porque, ¿de dónde se originaría, cómo se desarrollaría y
cómo lograría su fin la Ciudad de Dios –objeto de esta obra, cuyo libro XIX
estamos escribiendo ahora– si la vida de los santos no fuera vida social?
Mas, ¿quién será capaz de enumerar la infinidad y gravedad de los males a
que está sujeta la sociedad humana en esta mísera condición mortal? ¿Quién
bastará a ponderarlos? Escuchen a uno de sus poetas cómicos, que pone en
boca de un personaje, con la aprobación de todo el auditorio, estas palabras:
«Tomé esposa, y allí experimenté toda miseria. Me nacieron los hijos, y
otro cuidado más». Y, ¿qué decir de los choques de amor descritos por el
mismo Terencio, injurias, sospechas, enemistades, guerra hoy y mañana
paz? ¿No es verdad que las copas humanas rebosan de estos licores? ¿No es
verdad que esto sucede también con frecuencia en los amores honestos
entre amigos? ¿No es verdad que los hombres sentimos por doquier
injurias, sospechas, enemistades y guerras? Estos son males ciertos, pero la
paz es un bien incierto, porque desconocemos los corazones de aquellos con
quienes queremos tenerla, y, aunque los conozcamos hoy, no sabemos qué
serán mañana. ¿Quiénes suelen o, al menos, deben tener más amistad entre
sí que quienes se cobijan bajo un mismo techo, en una misma casa? Y, sin
embargo, ¿quién de esos está seguro cuando ve los males acaecidos por
ocultas maquinaciones, males tanto más amargos cuanto más dulce fue la
paz considerada como verdadera, siendo una astuta ficción? Esto hizo decir
a Cicerón estas palabras, que hieren el corazón y arrancan lágrimas: «No
hay traiciones más peligrosas que aquellas que se cubren con la máscara del
afecto o con nombre de parentesco. Porque es fácil ponerse en guardia
contra el enemigo declarado; pero, ¡ay, cuán difícil es dar con el medio de
romper una trampa secreta, interior y doméstica, que encadena antes de
poderla reconocer y descubrir!». Por este motivo no puede oírse tampoco
sin dolor en el corazón aquella voz divina: Los enemigos del hombre serán
los habitantes de su propia casa. Porque, aun cuando alguien sea tan fuerte
que aguante con paciencia, o tan vigilante que se guarde con prudencia de
las maquinaciones que hace contra él una amistad fingida, necesariamente
ha de ser para él un grave tormento el mal de esos pérfidos hombres, si él es
bueno, al darse cuenta de que ellos son pésimos. Y esto, bien fueran
siempre malos y se fingieran tales, bien hayan trocado su bondad en
malicia. Si la casa, refugio común en estos males que acechan a los
hombres, no está segura, ¿qué será de la ciudad? ¿Qué será de la ciudad,
tanto más llena de pleitos, civiles y criminales, cuanto mayor es, aunque
escape a las turbulentas sediciones, con frecuencia sangrientas, y a las
guerras civiles, sucesos de los que a veces se ven libres las ciudades, pero
de los peligros nunca?
(CdeD XIX, 5)
•
21 de septiembre
Dos clases de enfermos
Suponte dos enfermos: uno que suplica, llorando, al médico; otro que,
perdido el juicio por el exceso de su mal, se burla del doctor; este da
esperanza del primero y deplora la suerte del segundo. ¿Por qué? Porque la
enfermedad del último es tanto más peligrosa cuanto más sano se imagina.
Así eran los judíos. Cristo vino a visitar a los enfermos, y todos los hombres
lo estaban. Nadie presuma de sano, por que no le deje el médico a un lado.
A todos, pues, los halló enfermos; es dicho del Apóstol: Porque todos
pecaran y necesitan de la gloria de Dios. Enfermos todos, hubo, sin
embargo, dos categorías entre ellos. Unos iban al médico, se adherían a
Cristo, le escuchaban, le honraban, le seguían, se convertían. Él, para
sanarlos a todos, a todos recibía sin repugnancia y los sanaba de balde, pues
curaba en virtud de su omnipotencia. Y porque los acogía y les comunicaba
su propia salud, ellos saltaban de gozo. Cuanto a la otra categoría de
enfermos, a quienes la dolencia de su iniquidad había privado de juicio y no
se tenían por enfermos, estos le acusaron de recibir a los desgraciados, y les
decían a los discípulos: «¡Vaya maestro, que come con los pecadores y
publicanos!». Y él, que sabía quiénes eran y qué eran, les respondió: No los
sanos, sino los enfermos han necesidad de médico; dándoles a entender a
quiénes llamaba sanos y a quienes enfermos. No he venido, les dice, a
llamar a los justos, sino a los pecadores. En otros términos: «Si los
pecadores no vienen a mí, ¿a qué y por quiénes vine yo?». Si todos gozan
de salud, ¿era menester que bajara del cielo un tal médico? Porque la
medicina que nos dio no era medicina de su recetario, sino la propia sangre.
Así, pues, los menos enfermos, los que sentían su mal, se adhirieron al
médico para obtener la salud, mientras los más graves denostaban al médico
y zaherían a los enfermos. Y, ¡a qué extremos llegó su delirio!; a echarle
mano, y atarle, y flagelarle, y coronarle de espinas, y suspenderle en un
madero y darle muerte de cruz. ¿De qué te admiras? El enfermo mató al
médico; pero el médico, por su muerte, curó de su frenesí al enfermo.
(Serm. 80, 4)
•
22 de septiembre
Nacemos iguales
A ver, rico, trae a la memoria tus primeros días y ve si trajiste algo al
mundo. Cuando tú llegaste, ¡cuántas cosas no hallaste! Dime, te ruego, qué
trajiste tú; di qué trajiste, y si el decirlo te avergüenza, oye al Apóstol: Nada
trajimos a este mundo. ¡Nada! Mas, si no trajiste nada, ¿podrás quizá
llevarte algo de lo mucho que aquí hallaste? Tal vez ese tu amor a las
riquezas te hace temblar de confesarlo; oye, pues, también esto. Dígalo
también el Apóstol, que no te adula. Nada introdujimos en este mundo al
nacer: cosa evidente; ni tampoco nos llevaremos algo al salir de aquí;
también es evidente. Nada metiste, nada sacarás; ¿a qué pavonearte delante
del pobre? Cuando un niño nace, quítense de su vera los padres, los criados,
los familiares; quítese la turba felicitadora para dejar oír al niño, que llora.
Alumbren a la vez el rico y el pobre, la mujer rica y la mujer pobre, y no
miren lo que dan a luz. Apártense un poquito; vuelvan y vean si conocen al
hijo propio. Vedlo, ricos; nada trajisteis al mundo ni podréis llevaros cosa.
Lo dicho de los que nacen, lo digo de los que mueren. A la verdad, cuando
por algún accidente se rajan las sepulturas viejas de los ricos, ¿quién allí
reconocerá los huesos de un rico? Oye, rico, pues, al Apóstol: Nada
metimos en este mundo. Reconoce que dice la verdad; mas tampoco se
puede sacar cosa alguna; reconoce que también esto es verdad.
(Serm. 61, 9)
•
23 de septiembre
La Providencia y el mal
No por verse trastornadas las cosas humanas ha de parecernos a nosotros
que las cosas humanas no tienen gobernación. Porque a todos los hombres
se les señala un puesto, si bien a cada uno de los hombres les parece que no
hay orden. Tú mira solamente lo que te gustaría ser, porque, según lo que
quieras ser tú, el Artífice ya sabe dónde colocarte. Mira al pintor. Tiene
delante de sí variedad de colores, y él sabe dónde ha de poner cada color.
Cierto, el pecador ha querido ser color negro; ¿no sabrá el orden del
Artífice dónde ha de ponerle? ¡Qué de cosas no hace el color negro! ¡Qué
primores no hace con él un pintor! De allí hace los cabellos, la barba, hace
las cejas; la frente no la hace sino con el blanco. Tú mira qué quieres ser; no
cures del lugar donde ha de ponerte el infalible Artista; Él se lo sabe muy
bien. Eso mismo sucede, como vemos, en las legislaciones humanas. Un
fulano ha querido ser efractor; el código penal registra esta ilegalidad y sabe
dónde ponerle; dispone de él admirablemente. Él, en efecto, ha obrado mal,
pero la ordenación de la ley no es mala: hará del efractor un minero, y,
¡cuántas cosas no se hacen con el trabajo del minero! Las penas de estos
condenados son los ornamentos de los poblados. Así sabe también Dios
dónde ha de ponerte. No te imagines perturbar los planes de Dios si te da
por andar torcido; pues el que supo crearte, ¿no ha de saber ordenarte? En
beneficio tuyo redunda el esfuerzo para ocupar un buen puesto. ¿Qué dijo
de Judas el apóstol Pedro? Se fue a su lugar. Así lo dispuso la divina
Providencia por haber él escogido voluntariamente ser malo, no que Dios le
hubiera ordenado al mal. Mas porque, malo él, quiso ser pecador hizo lo
que quiso y padeció lo que no quiso. Su pecado se echa de ver en que hizo
su voluntad; en padecer lo que no quiso es alabado el orden de Dios.
(Serm. 125, 5)
•
24 de septiembre
Su madre toma parte en sus coloquios
Pasados pocos días, vino Alipio, y después de una espléndida salida del sol,
la claridad y la pureza del cielo, la temperatura benigna para el rigor de la
estación invernal, nos convidaron a bajar a un prado que frecuentábamos y
nos era muy familiar. Con nosotros también se hallaba nuestra madre, cuyo
ingenio y ardoroso entusiasmo por las cosas divinas había observado yo con
larga y diligente atención. Pero entonces, en una conversación que sobre un
grave tema tuvimos con motivo de mi cumpleaños y asistencia de algunos
convidados, y que yo redacté y reduje a volumen, se me descubrió tanto su
espíritu que ninguno me parecía más apto que ella para el cultivo de la sana
filosofía. Y así, había ordenado que cuando estuviese libre de ocupaciones
tomase parte en nuestros coloquios, como te consta por el libro primero.
(De Ord. II, 1, 1)
•
25 de septiembre
Las dos ciudades
Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el
desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí
propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios,
porque aquella busca la gloria de los hombres, y esta tiene por máxima
gloria a Dios, testigo de su conciencia. Aquella se engríe en su gloria, y esta
dice a su Dios: Vos sois mi gloria y el que me hace ir con la cabeza en alto.
En aquella, sus príncipes y las naciones avasalladas se ven bajo el yugo de
la concupiscencia de dominio, y en esta sirven en mutua caridad, los
gobernantes aconsejando y los súbditos obedeciendo. Aquella ama su
propia fuerza en sus potentados, y esta dice a su Dios: A ti he de amarte,
Señor, que eres mi fortaleza. Por eso, en aquella, sus sabios, que viven
según el hombre, no han buscado más que o los bienes del cuerpo, o los del
alma, o los de ambos, y los que llegaron a conocer a Dios, no le honraron ni
dieron gracias como a Dios, sino que se desvanecieron en sus
pensamientos, y su necio corazón se oscureció. Creyéndose sabios, es decir,
engallados en su propia sabiduría a exigencias de su soberbia, se hicieron
necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de
imagen de hombre corruptible, y de aves, y de cuadrúpedos, y de
serpientes. Porque o llevaron a los pueblos a adorar tales simulacros, yendo
ellos al frente, o los siguieron, y rindieron culto y sirvieron a la criatura
antes que al Creador, que es bendito por siempre. En esta, en cambio, no
hay sabiduría humana, sino piedad, que funda el culto legítimo al Dios
verdadero, en espera de un premio en la sociedad de los santos, de hombres
y de ángeles, con el fin de que Dios sea todo en todas las cosas.
(CdeD, XIV, 28)
•
26 de septiembre
Alegría del corazón
Entre todas las divinas palabras que habemos oído, discurramos, con la
ayuda del Señor, sobre las últimas: Alégrese el corazón de las que buscan al
Señor. Nuestro corazón se alegrará si nuestras almas sienten hambre, como
la sienten nuestros estómagos, pues a la sazón estamos en ayunas. Cuando
al comer nos penen delante algún manjar gustoso, se regocija el apetito de
los que tienen hambre; cuando se ofrecen a nuestras miradas cuadros de
colorido vario y suave, alégranse los ojos que aman la luz, y el oído se
deleita en el canto armonioso, Y el olfato en las fragancias delicadas.
Alégrese, pues, también el corazón de los que buscan a Dios.
(Serm. 28, 1)
•
27 de septiembre
Pedir la bondad
¿Qué cosa es, pues, la que todos los suyos piden y reciben, buscan y hallan,
por la que llaman y se les abre? Si no fuese algo, no diría la Verdad: Todo el
que pide recibe. ¿Qué cosa es? ¿Dónde lo averiguaremos? Busquemos en el
mismo capítulo, tal vez lo hallemos en él. Allí lo tienes, sí, allí lo tienes. Y
donde se dice que somos malos, reconozcámonos tales. Dice Cristo: Si
vosotros, siendo como sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos,
¿cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a los
que se las piden? Llama bueno a nuestro Padre y malos a nosotros. Luego,
¿qué?; Dios, Bien sumo, ¿es Padre de los malos? No podemos negarlo
aunque nos parezca absurdo. Habla la Verdad: Si vosotros, siendo malos
como sois, ¿vamos a darle un mentís a la Verdad?, sabéis dar cosas buenas
a vuestros hijos. Damos a nuestros hijos cosas buenas, que, sin embargo, no
los hacen buenos. Si, pues, nosotros podemos dar cosas buenas, que no los
hacen buenos, pero son buenas, ¿qué resta sino pedirle a Dios cosas buenas
merced a las cuales seamos buenos? Se nos ha dado en rostro con las
palabras siendo como sois malos; con todo, aparece ahí que tenemos en el
cielo un Padre. ¿Cómo no ruborizarnos de ser malos, teniendo un Padre tan
bueno? ¿Hubiera querido Cristo que su Padre fuese padre de los malos, si
quisiera dejarnos malos, si quisiera que permaneciéramos eternamente
malos? Si, pues, nosotros somos malos, pero tenemos un Padre bueno,
busquemos, llamemos, pidamos nos haga buenos, y así no tenga el Bueno
hijos malos. Y, ¿cómo se hace ahora uno bueno? Hácese uno bueno si, por
mucho que avance en el camino de la virtud, no cesa de pelear contra sus
pasiones. Adelante lo que adelante, habrá de guerrear contra los apetitos
desordenados, y, si tiene paz con los de su casa o los extraños, tendrá la
guerra en sí mismo; él mismo será su propio campo de batalla; mas luchará
en presencia de Dios, apercibido a socorrer al fatigado y coronar al
vencedor. Cuando haya pasado esta nuestra discordia y contienda, ya no
tendremos enemigo que vencer, como lo es ahora nuestra mal inclinada
naturaleza. No fue así en el paraíso; nada en nosotros luchaba contra
nosotros; pero dejamos a aquel de quien nos viene la paz, y comenzamos a
tener guerra en nosotros. Ved ahí nuestra gran miseria, y grande cosa es no
ser vencido en esta batalla. Carecer de enemigo en esta vida no es posible;
será la vida última donde no tendremos enemigo alguno ni fuera ni dentro,
porque la muerte será el último enemigo destruido. Entonces habitaremos
felices en la casa de Dios y le alabaremos por los siglos de los siglos.
(Serm. 12, 7)
•
28 de septiembre
Dios de la victoria
Al admirar la fortaleza de los santos mártires en su martirio, hemos de
ensalzar la gloria de Dios. En efecto, tan poco ellos quisieron ser alabados
en sí mismos, sino en aquel a quien se dice: Mi alma será glorificada en el
Señor. Quienes comprenden esto no se ensoberbecen. Piden con temor lo
que acogen con gozo; perseveran en ello, y ya no lo pierden. Pues que no se
ensoberbecen, son humildes. Por eso, después de haber dicho: Mi alma será
glorificada en el Señor, añadió: Escúchenlo los humildes y alégrense. ¿Qué
sería esta carne débil, qué sería este gusano y podredumbre, de no ser cierto
lo que hemos cantado: Mi alma se someterá al Señor, puesto que de él me
viene la paciencia? La virtud gracias a la cual los mártires sufrieron tantos
males por la fe se llama paciencia. Dos son las cosas que atraen o empujan
al pecado a los hombres: el placer o el dolor. El placer atrae, el dolor
empuja. Al placer hay que oponer la continencia; al dolor, la paciencia. He
aquí cómo se solicita al pecado a la mente humana: A veces se le dice:
«Haz esto y tendrás aquello»; y otras veces: «Haz esto v no sufrirás
aquello». Al placer le antecede la promesa; al dolor, la amenaza. Los
hombres pecan o bien para alcanzar el placer, o bien para esquivar el dolor.
He aquí por qué Dios se dignó prometer y atemorizar: para contrarrestar
ambas cosas, la suave promesa y la terrible amenaza. Él prometió el reino
de los cielos y atemorizó con las penas del infierno. Dulce es el placer, pero
más dulce es Dios; malo es el dolor temporal, pero peor es el fuego eterno.
Tienes que amar en vez de los amores del mundo o, mejor, de los amores
inmundos. Tienes qué temer en vez de los tormentos del mundo.
(Serm. 283, 1)
•
29 de septiembre
Las promesas de Dios
Dios estableció el tiempo de sus promesas y el momento de su
cumplimiento. El período de las promesas se extiende desde los profetas
hasta Juan Bautista. El del cumplimiento, desde este hasta el fin de los
tiempos. Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque
haya recibido nada de nosotros, sino por lo mucho que nos ha prometido.
La promesa le pareció poco, incluso; por eso, quiso obligarse mediante
escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento de sus promesas para
que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en el escrito el
orden sucesivo de su cumplimiento. El tiempo profético era, como he dicho
muchas veces, el del anuncio de las promesas.
Prometió la salud eterna, la vida bienaventurada en la compañía eterna
de los ángeles, la herencia inmarcesible, la gloria eterna, la dulzura de su
rostro, la casa de su santidad en los cielos y la liberación del miedo a la
muerte, gracias a la resurrección de los muertos. Esta última es como su
promesa final, a la cual se enderezan todos nuestros esfuerzos y que, una
vez alcanzada, hará que no deseemos ni busquemos ya cosa alguna. Pero
tampoco silenció en qué orden va a suceder todo lo relativo al final, sino
que lo ha anunciado y prometido.
Prometió a los hombres la divinidad, a los mortales la inmortalidad, a los
pecadores la justificación, a los miserables la glorificación. Sin embargo,
hermanos, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por Dios –
a saber, que los hombres habían de igualarse a los ángeles de Dios, saliendo
de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza–, no solo
entregó la escritura a los hombres para que creyesen, sino que también,
puso un mediador de su fidelidad. Y no a cualquier príncipe, o a un ángel o
arcángel, sino a su Hijo único. Por medio de este había de mostrarnos y
ofrecernos el camino por donde nos llevaría al fin prometido.
Poco hubiera sido para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del
camino. Por eso, le hizo camino, para que, bajo su guía, pudiera caminar
por él.
Debía, pues, ser anunciado el unigénito Hijo de Dios en todos sus
detalles: en que había de venir a los hombres y asumir lo humano, y, por lo
asumido, ser hombre, morir y resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha
del Padre y cumplir entre las gentes lo prometido. Y, después del
cumplimiento de sus promesas, también cumpliría su anuncio de una
segunda venida, para pedir cuentas de sus dones, discernir los vasos de la
ira de los de misericordia, y dar a los impíos las penas con que amenazó, y a
los justos los premios que ofreció. Todo esto debió ser profetizado,
anunciado, encomiado como venidero, para que no asustase si acontecía de
repente, sino que fuera esperado porque primero fue creído.
(Com. Sal 109)
•
30 de septiembre
La Sagrada Escritura
Por todo esto me decidí a leer las Sagradas Escrituras, para ver cómo eran.
Y me encontré con algo desconocido para los soberbios y no comprensible
a los niños: era una verdad que caminaba al principio con modestos pasos,
pero que avanzaba levantándose siempre más, alcanzando alturas sublimes,
toda ella velada de misterios. Yo no estaba preparado para entrar en ella, ni
dispuesto a doblar la cerviz para ajustarme a sus pasos. En ese mi primer
contacto con la Escritura no era posible que sintiera y pensara como pienso
y siento ahora; como era inevitable, me pareció indigna en su lenguaje,
comparada con la divinidad de Marco Tulio. Mi vanidosa suficiencia no
aceptaba aquella simplicidad en la expresión; con el resultado de que mi
agudeza no podía penetrar en sus interioridades. Era aquella una verdad que
debía crecer con el crecer de los niños, pero yo me negaba resueltamente a
ser niño. Hinchado de vanidad, me sentía muy grande.
(Conf. III, 5.9)
Octubre
•
1 de octubre
Te amo a ti solo
Ahora te amo a ti solo, a ti solo sigo y busco, a ti solo estoy dispuesto a
servir, porque tú solo justamente señoreas; quiero pertenecer a tu
jurisdicción. Manda y ordena, te ruego, lo que quieras, pero sana mis oídos
para oír tu voz; sana y abre mis ojos para ver tus signos; destierra de mí
toda ignorancia para que te reconozca a ti. Dime adónde debo dirigir la
mirada para verte a ti, y espero hacer todo lo que mandares. Recibe, te pido,
a tu fugitivo, Señor, clementísimo Padre; basta ya con lo que he sufrido;
basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de
ser juguete de las apariencias falaces. Recíbeme ya siervo tuyo, que vengo
huyendo de tus contrarios, que me retuvieron sin pertenecerles, cuando
vivía lejos de ti. Ahora comprendo la necesidad de volver a ti; ábreme la
puerta, porque estoy llamando; enséñame el camino para llegar hasta ti.
Solo tengo voluntad; sé que lo caduco y transitorio debe despreciarse para ir
en pos de lo seguro y eterno. Esto hago, Padre, porque esto solo sé y
todavía no conozco el camino que lleva hasta ti. Enséñamelo tú,
muéstramelo tú, dame tú la fuerza para el viaje. Si con la fe llegan a ti los
que te buscan, no me niegues la fe; si con la virtud, dame la virtud; si con la
ciencia, dame la ciencia. Aumenta en mí la fe, aumenta la esperanza,
aumenta la caridad. ¡Oh cuán admirable y singular es tu bondad!
(Sol. I, 1, 5)
•
2 de octubre
Los ángeles de Dios
Otras aguas hay, sin embargo, puestas sobre este firmamento; aguas que
según creo son inmortales y exentas de toda humana corrupción. Que te
alaben y canten a tu nombre las eximias legiones de tus ángeles, que no
necesitan recibir su firmeza de las Escrituras para conocer mediante su
lectura a tu Verbo. Porque ellos ven siempre tu faz, y allí leen sin tiempos ni
sílabas lo que quiere tu eterna voluntad. Leen, eligen y aman; siempre están
leyendo y nunca pasa lo que leen; porque eligiendo y amando leen en la
inmutabilidad misma de tu querer. No se cierra su códice, no se enrolla su
libro; porque su libro eres tú mismo, para toda la eternidad. Tú los formaste
por encima de este firmamento al que diste solidez para beneficio de la
debilidad de pueblos inferiores que en él podían recibir y conocer tu
misericordia, puesto que las Escrituras hablan en el tiempo de ti, que hiciste
todos los tiempos. Porque en el cielo está, Señor, tu misericordia, y tu
verdad se encumbra sobre las nubes. Las nubes pasan, pero el cielo queda.
Pasan los predicadores de tu palabra de una vida a otra vida, pero tu
Escritura se proyecta sobre todos los pueblos hasta el fin de los tiempos.
Los cielos y la tierra pasarán, pero tus palabras no pasarán. El firmamento
será doblado, y la hierba sobre la cual se extendía pasará con todo su
esplendor; pero tu Palabra permanecerá eternamente.
(Conf. XIII, 15.18)
•
3 de octubre
En qué consiste el mal
Desconocía yo entonces la existencia de una realidad absoluta; y estimulado
por una especie de aguijón me fui a situar entre aquellos impostores que me
preguntaban en qué consiste el mal, si Dios tiene forma corporal, cabellos y
uñas, si pueden tenerse por justos los hombres que tienen muchas mujeres y
matan a otros hombres y sacrifican animales. Dada mi ignorancia, estas
cuestiones me perturbaban; pues no sabía yo entonces que el mal no es sino
una privación de bien y se degrada hasta lo que no tiene ser ninguno. ¿Y
cómo podía yo entender esto si mis ojos no veían sino los cuerpos y mi
mente estaba llena de fantasmas?
Totalmente ignoraba yo que Dios es un ser espiritual; que no tiene ni
masa ni dimensiones ni miembros. La masa de un cuerpo es menor en
cualquiera de sus partes que en su totalidad; y aun cuando se pensara en una
masa infinita, ninguna de sus partes situadas en el espacio igualaría su
infinidad; y así, un ser que no sea espiritual como Dios, no puede estar
totalmente en todas partes.
Ignoraba también qué es lo que hay en nosotros por lo cual tenemos
alguna semejanza con Dios, pues fuimos creados, como dice la Escritura, a
su imagen y semejanza.
(Conf. III, 7.12)
•
4 de octubre
La riqueza no da seguridad
Sed, por ende, pobres de espíritu, y será vuestro el reino de los cielos. ¿Por
qué teméis la pobreza? Traed al pensamiento las riquezas del reino de los
cielos. Témese la pobreza, y lo temible es la iniquidad, porque tras la
pobreza de los justos vendrá una felicidad inmensa, una seguridad perfecta;
mas entre nosotros, a proporción que aumentan esas que llaman riquezas, y
no lo son, crece el temor, sin menguar la codicia. Ricos puedes darme
muchos; ¿puedes darme uno seguro?
Arde por adquirir, tiembla de perder. ¿Cuándo es libre un tal esclavo?
Esclavo es quien sirve a cualquier señora, ¿será libre quien sirve a la
avaricia? Bienaventurados los pobres de espíritu. ¿Qué significa los pobres
de espíritu? Los pobres en deseos, no en bienes. El pobre de espíritu es
humilde, y Dios, que oye los gemidos de los humildes, no desoye sus
ruegos. Por ahí, por la humildad, o digamos por la pobreza, comenzó el
Señor su sermón. Hállanse hombres religiosos, abundantes de los bienes
estos de la tierra, mas no hinchados por el orgullo, y se hallan menesterosos
sin un maravedí, pero también sin resignación; este no tiene más esperanza
que aquel; aquel es pobre de espíritu por ser humilde, este segundo es
pobre, mas no de espíritu. Por eso, habiendo dicho nuestro Señor Cristo
bienaventurados los pobres, añadió de espíritu. Luego los oyentes pobres
no debéis ambicionar las riquezas.
(Serm. 11, 2)
•
5 de octubre
A Dios creador
Dios, Creador de todas las cosas, dame primero la gracia de rogarte bien,
después hazme digno de ser escuchado y, por último, líbrame. Dios, por
quien todas las cosas que de su cosecha nada serían, tiende al ser. Dios, que
no permites que perezca ni aquello que de suyo busca la destrucción. Dios,
que creaste de la nada este mundo, el más bello que contemplan los ojos.
Dios, que no eres autor de ningún mal y haces que lo malo no se empeore.
Dios, que a los pocos que en el verdadero ser buscan refugio les muestras
que el mal solo es privación de ser. Dios, por quien la universalidad de las
cosas es perfecta, aun con los defectos que tiene. Dios, por quien hasta el
confín del mundo nada disuena, porque las cosas peores hacen armonía con
las mejores. Dios, a quien ama todo lo que es capaz de amar, sea consciente
o inconscientemente. Dios, en quien están todas las cosas, pero sin afearte
con su fealdad ni dañarte con su malicia o extraviarte con su error. Dios,
que solo los puros has querido que posean la verdad. Dios, Padre de la
Verdad, Padre de la Sabiduría y de la vida verdadera y suma, Padre de la
bienaventuranza, Padre de lo bueno y hermoso. Padre de la luz inteligible,
Padre, que sacudes nuestra modorra y nos iluminas; Padre de la Prenda que
nos amonesta volver a ti.
(Sol. I, 1, 2)
•
6 de octubre
Hiciste cielo y tierra
En este Principio, Señor, que es tu Verbo, tu Hijo, tu sabiduría, tu potencia y
tu verdad, hiciste el cielo y la tierra: maravillosa Palabra en el decir,
maravillosa en el obrar. ¿Quién podrá comprender esto y expresarlo? ¿Qué
otra cosa sino ella es lo que luce en mí y hiere mi corazón sin lastimarlo
llenándolo de temor y de ardor? Una especie de horror me invade cuando
me siento tan desemejante a ella; pero un inmenso amor me colma, por lo
que reconozco en mí semejante a ella. Es la sabiduría misma, ella es, la que
a intervalos brilla rompiendo mi niebla; pero esta supera de nuevo mi
debilidad y me vuelve a cubrir con la mole de mis miserias. Porque de tal
manera ha venido a menos mi vigor a causa de ellas, que no soporto mi
propio bien mientras tú, Señor, que tan propicio has sido para con mis
pecados, no me sanes de mi debilidad. Tú librarás mi vida de la corrupción
y me darás la corona de la piedad y la misericordia saciando con tus bienes
todos mis deseos; y mi juventud se renovará como la del águila. Por la
esperanza fuimos salvos, y aguardamos en la paciencia el cumplimiento de
tus promesas.
Oiga quien pueda tus exhortaciones interiores; que yo, confiado en tu
palabra, clamaré: ¡Cuán magníficas son tus obras, Señor! Todas ellas vienen
de tu sabiduría, que es el principio, y en este principio hiciste el cielo y la
tierra.
(Conf. XI, 9.11)
•
7 de octubre
El cielo nuevo y la tierra nueva
San Juan, después de haber hablado del juicio de los malos, debía decir algo
también del juicio de los buenos. Ya explicó estas breves palabras del
Señor: Estos irán al suplicio eterno. Ahora faltaba explicar estas otras: Y los
justos, a la vida eterna. Vi –dice– un cielo nuevo y una tierra nueva. Porque
el primer cielo y la primera tierra desaparecieron y ya no hay mar. El orden
de estos sucesos será el notado más arriba a propósito de aquel pasaje en el
que dice que vio al que se sentaba en el trono, a cuya vista desaparecieron
el cielo y la tierra. Una vez juzgados los que no están escritos en el libro de
la vida y arrojados al fuego eterno (y pienso que la naturaleza y el lugar de
ese fuego no los conocerá ningún hombre, a menos que se lo revele el
Espíritu de Dios), pasará la figura de este mundo por la conflagración del
fuego mundano, como el diluvio se debió a la inundación de las aguas del
mundo. La conflagración de los elementos corruptibles hará desaparecer,
como he dicho, las cualidades propias de nuestros cuerpos corruptibles. La
sustancia, en cambio, gozará de las cualidades conformes con los cuerpos
inmortales en virtud de ese maravilloso trueque; es decir, que el mundo
renovado estará en armonía con los cuerpos de los hombres igualmente
renovados. Por estas palabras: Y ya no hay mar, no es fácil colegir si se
secará por ese incendio o si más bien también él se transformará.
Leemos que habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, pero no recuerdo
haber leído en parte alguna algo sobre un mar nuevo. Es verdad que en este
libro se habla de un como mar vidrioso semejante al cristal; pero el pasaje
no trata del fin del mundo, amén de que no dice mar, sino una especie de
mar. Aunque, a usanza de los profetas, que gustan de emplear metáforas
para velar su pensamiento, pudo muy bien, al decir que ya no hay mar,
hablar de aquel mar del que había escrito: Y el mar presentó sus muertos.
La razón es que entonces ya no existirá este mundo turbulento y proceloso
que es la vida de los mortales, presentada bajo la imagen del mar.
(CdeD XX, 16)
•
8 de octubre
Anhelo de vida eterna
Ved, hermanos míos; ved, hijos míos; ved, hijos de Dios; mirad lo que os
digo. Guerread contra vuestro corazón hasta más no poder. Y si viereis
alzarse vuestra cólera contra vosotros, rogad a Dios contra ella. Hágate Dios
vencedor de ti mismo; hágate Dios vencedor de tus ojerizas, el gran
enemigo, no exterior a ti, sino interior a ti. Suplícaselo, y lo hará. Más desea
Él le pidamos esto que la lluvia. ¿Veis, amadísimos, cuán varias peticiones
nos enseñó el Señor Cristo? Pues a malas penas se halla una que miente el
pan cotidiano, para que todos nuestros pensamientos se enderecen a la vida
eterna ¿Por qué recelar nos rehúse algo quien nos hizo aquella promesa:
Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os
darán por añadidura? Porque sabe vuestro Padre, antes de pedírselo, que
habéis necesidad de todo eso. Buscad primero el reino de Dios y su justicia,
y todas estas cosas se os darán por añadidura. Es verdad; muchos fueron
sometidos a tentación del hambre, que los halló de oro puro, y Dios no los
abandonó. Habrían perecido de hambre si el cotidiano pan interior hubiese
faltado a su corazón. Anhelamos nosotros ese pan singularmente.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
hartos. Él puede bien volver a nuestra miseria sus ojos de misericordia y
vernos, según aquello: Acuérdate de que somos polvo. Quien al hombre
hizo del polvo y le dio un alma, entregó a la muerte al Único por este barro.
¿Quién es bastante a decir ni aun formarse una idea digna de lo mucho que
nos ama?
(Serm. 57, 13)
•
9 de octubre
Hermanos de Jesús
Esta oración nos la enseñó el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo; y,
siendo este Señor, como en el símbolo lo habéis aprendido y profesado, el
Hijo de Dios, no quiso, empero, ser solo. Es único; y no tuvo a bien ser
solo, antes se dignó tener hermanos. Pues, ¿a quién, si no, dijo: Decid:
Padrenuestro, que estás en los cielos? ¿Qué Padre es ese a quien él quiere
llamemos Padre nuestro, sino su Padre? Padres hay que, habiendo ya tenido
un hijo, dos, tres, recélanse de tener más por no echar los otros a pedir. ¿Se
receló él de nosotros? Al contrario. Siendo la herencia que nos promete una
herencia sin mengua por muchos que vengan a ella, trajo a ser hermanos
suyos los pueblos de la infidelidad, y ahora el Único tiene infinitos
hermanos que dicen: Padre nuestro, que estás en los cielos; palabras que
pronunciaron quienes vivieron antes de nosotros, y las dirán quienes vengan
después. ¡Cuántos hermanos, por su bondad, tiene el Único, para hacerlos
partícipes de su herencia, tras de haber sufrido por ellos la muerte!
Teníamos en la tierra un padre y una madre, camino este para venir a los
trabajos y a la muerte, y hemos hallado aquí otros Padres: el Padre Dios y la
Madre Iglesia, camino para la vida eterna. Ponderemos, amadísimos, de
quién hemos empezado a ser hijos, para que nuestro vivir sea cual conviene
a hijos de un tal Padre: El Criador se ha dignado ser Padre nuestro;
pensadlo bien.
(Serm. 57, 2)
•
10 de octubre
Dos clases de pan
Vienen de seguida las peticiones que hacen a esta vida de peregrinación.
Sigue, pues: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Danos lo eterno,
danos lo temporal. Tú, que todo un reino nos prometiste, ¿puedes negarnos
lo necesario para vivir? Tú, que nos darás junto a ti un inacabable y glorioso
asiento, danos en la tierra el temporal alimento. Eso quiere decir cada día, y
por eso decimos hoy, es decir, en esta vida. Cuando la vida esta sea pasada,
¿pediremos el pan de cada día? No se dirá entonces cada día, se dirá hoy.
Cada día llámase ahora el pasar un día y venir otro; ¿cómo ha de haber
cada día donde solo habrá un día eterno? Ha de tomarse, por ende, la
petición esta en dos maneras: del pan cotidiano, digamos la necesidad del
mantenimiento corporal; y del manjar espiritual; el alimento corporal, por
haber de comer todos los días, cosa indispensable para vivir. En el alimento
inclúyese también el vestido; tórnase la parte por el todo. Cuando pedimos
pan, entendemos por él todas las cosas. Los fieles conocen, además, un
alimento espiritual, que también vosotros, los competentes, vais luego a
recibir del altar de Dios. Será también pan cotidiano e indispensable.
¿Habremos, en efecto, de recibir la Eucaristía en llegando que lleguemos al
Cristo mismo y empecemos a reinar con él, para siempre? Luego la
Eucaristía es pan nuestro cotidiano, pan del tiempo; y hemos de recibirle no
solo como vianda que alimenta el vientre, sino también la mente. La virtud
que dicho pan encierra es la unidad, para que nosotros mismos seamos lo
que recibimos: miembros de Cristo integrados en su cuerpo. Solo entonces
será pan nuestro cotidiano. Y esto que con vosotros estoy hablando es pan
cotidiano; y las lecturas que a diario escucháis en la iglesia son pan
cotidiano; y pan cotidiano igualmente los himnos que oís y decís: cosas
todas ellas de necesidad a nuestra peregrinación. Porque, ¿vamos, cuando
allá lleguemos, a oír la lectura del sagrado libro? Entonces veremos al
Verbo mismo, oiremos al Verbo mismo, le comeremos a Él mismo; Él
mismo le beberemos, como los ángeles ahora. ¿Tienen los ángeles
necesidad de los libros ni de quien se los exponga o lea? En modo alguno.
Su leer es ver, porque ven la Verdad misma y se sacian en aquella Fuente de
donde nosotros nos llegan unas gotas solo.
(Serm. 57, 7)
•
11 de octubre
Doble tentación
No nos metas en la tentación, mas líbranos de mal. ¿También esto nos ha de
ser necesario en la otra vida? Huelga decir: No nos dejes caer en la
tentación, donde no pueda haberla. Leemos en el libro del santo Job:
¿Acaso no es tentación la vida humana sobre la tierra? ¿Qué pedimos, de
consiguiente? ¿Qué? Oídio. El apóstol Santiago dice: Nadie, cuando es
tentado, diga que le tienta Dios. Refiérese a las tentaciones malas; llama
tentación a esa donde uno cae en engaño y bajo el yugo del demonio.
Porque hay otra tentación que también se llama prueba, de la cual se ha
escrito: Os tienta Dios, Señor vuestro, para saber si le amáis. ¿Qué significa
ese para saber? Para haceros saber, pues Él ya lo sabe. La tentación donde
uno da en engaño y es seducido, en esa no mete Dios a nadie; pero ello es
verdad que, por alto y oculto juicio, abandona en ella a algunos. Y como
Dios abandone, ya el tentador tiene hecha su obra; pues no halla luchador
que le haga frente, e incontinenti se adueña y señorea. Digo si Dios le
abandona. Y por que a nosotros no nos abandone, decimos: No nos metas
en tentación. Cada uno, dice el mismo apóstol Santiago, es tentado,
arrastrado y halagado de su concupiscencia; y después la concupiscencia
concibe y pare el pecado; y el pecado, una vez consumado, engendra la
muerte. Enseñanza: luchemos contra nuestras pasiones. Porque dejaréis en
el bautismo santo los pecados, mas os quedarán las pasiones, con quienes,
ya regenerados, habéis de pelear. La batalla seguirá dentro de vosotros
mismos. No hay fuera enemigo alguno temible; véncete a ti, y el mundo
está vencido. ¿Qué puede hacerte un tentador externo, sea el diablo, sea
quien haga sus veces? Un hombre te propone ganancias ilícitas; si no halla
en ti avaricia, ¿qué más da que hable de lucro? Pero si halla en ti avaricia, la
vista del lucro te inflama y, llevado del cebo, das en el lazo. Si no halla en ti
codicia, allí quedará, vacía, la ratonera. Si el tentador te pone delante una
hermosísima mujer y hay en ti castidad, vencida (y sin tocarte) será la
iniquidad. Si no quieres dar en las redes del tentador cuando pone delante
de tus ojos la belleza de la mujer ajena, combate tu libídine interior. Eso que
sientes no es la mano de tu enemigo, es la de tu concupiscencia. No ves al
diablo; ves, sí, lo que te mueve a deleite. Vence dentro de ti lo que sientes.
Pelea, pelea, pues quien te ha regenerado es tu Juez; Él te da ocasión de
luchar y te adereza la corona. Mas como sin duda serás vencido si Él no te
socorre, si te desampara, de ahí que pongas en la oración: No nos metas en
tentación. La cólera del Juez entregó a algunos en manos de sus
concupiscencias; el Apóstol lo ha dicho: Los dejó el Señor al arbitrio de las
concupiscencias de su corazón. ¿Cómo los dejó? No empujándolos a ellas,
sino desamparándolos en ellas.
(Serm. 57, 9)
•
12 de octubre
¿Qué es el tiempo?
No hubo pues tiempo alguno en que algo no hicieras, porque tú hiciste el
tiempo; y ningún tiempo es coeterno contigo, pues tú eres permanente, y el
tiempo no sería tiempo si no fuera fugitivo. ¿Quién podrá explicar con
claridad y concisión lo que es el tiempo? ¿Quién podrá comprender en su
pensamiento para poder luego decir sobre él una palabra? Y sin embargo,
nada en nuestro lenguaje nos es tan conocido y familiar como él;
entendemos muy bien lo que decimos o lo que nos dicen hablando del
tiempo. Pero, ¿qué es él en sí? Cuando nadie me lo pregunta, lo sé; pero si
me lo preguntan y quiero explicarlo, no lo sé. No obstante, me es posible
decir confiadamente que si nada pasara no habría tiempos pretéritos; y si
nada pudiera suceder, no habría tiempos futuros. Pero estos dos tiempos, el
pretérito y el futuro, ¿cómo son, si el pasado ya no existe y el futuro todavía
no ha llegado? En cuanto al presente, si siempre lo fuera no pasaría a
pasado, y ya no sería tiempo, sino eternidad. Y si el presente es tiempo
porque aboca hacia el pretérito, ¿cómo podemos decir que el tiempo es,
cuando la razón de que sea tiempo es que va a dejar de ser? En realidad,
cuando decimos que el tiempo existe queremos decir que tiende a dejar de
existir.
(Conf. XI, 14.17)
•
13 de octubre
Tiempo pasado
Siempre que padecemos alguna estrechez o tribulación hemos de ver en
ellas un aviso y, al mismo tiempo, una corrección. En efecto, ni siquiera las
mismas Sagradas Letras nos prometen paz, seguridad y descanso, pues el
Evangelio no deja de hablar de tribulaciones, estrecheces y escándalos; mas
el que persevere hasta el final, ese se salvará. ¿Qué cosa buena tuvo esta
vida, a partir del primer hombre, desde que él mereció la muerte y recibió la
maldición, maldición de la que nos libró Cristo? Por tanto, hermanos, no
hay que murmurar como murmuraron algunos de ellos, según dijo el
Apóstol, y perecieron a causa de las serpientes. ¿Qué sufre ahora,
hermanos, el género humano de nuevo que no hayan sufrido nuestros
padres? O, ¿cuándo vamos a padecer nosotros algo semejante a lo que
sabemos que padecieron ellos? Te encuentras con hombres que murmuran
de los tiempos en que les ha tocado vivir, afirmando que fueron buenos los
de nuestros padres. ¡Qué no murmurarían si pudieran volver al tiempo de
sus padres! Piensas que los tiempos pasados fueron buenos porque no son
los tuyos; por eso son buenos. Si ya has sido librado de la maldición, si ya
has creído en el Hijo de Dios, si ya estás imbuido o instruido en las Letras
Sagradas, me maravilla que tengas por buenos los tiempos en que vivió
Adán. También tus padres llevaron a Adán. Ciertamente fue a Adán a quien
se dijo: Comerás el pan con el sudor de tu frente y trabajarás la tierra de la
que has sido sacado, y ella te dará espinas y abrojos. Eso es lo que
mereció, lo que recibió, lo que consiguió por justo juicio de Dios. ¿Por qué,
pues, piensas que los tiempos pasados fueron mejores que los tuyos? Desde
aquel Adán hasta el Adán de hoy ha habido fatiga y sudor, espinas y
abrojos. ¿Vino sobre nosotros el diluvio? ¿Nos han sobrevenido aquellos
tiempos lastimosos de hambre y guerras, que fueron escritos precisamente
para que no murmuremos contra Dios por lo que sucede en nuestros días?
¿Nos ha tocado vivir una época como aquella de nuestros padres, muy
lejanos ya de vuestros tiempos, cuando la cabeza de un asno muerto se
vendía a peso de oro, cuando la palomina se compraba por una cantidad no
pequeña de plata, cuando dos mujeres pactaron comerse a sus hijos y
cuando, después de haber matado y comido uno, la otra no quería dar
muerte al suyo; y la causa pasó al juez, al rey, y él mismo se encontró más
bien reo que juez? ¿Y quién es capaz de mencionar las guerras y hambres
de aquella época? ¡Qué tiempos aquellos! ¿No sentimos todos horror ante lo
oído y leído? Ello ha de conducirnos a congratularnos antes que a murmurar
de nuestros tiempos.
(Serm. 346C, 1)
•
14 de octubre
Los años han sido siempre iguales
Pasemos ahora a ensayar el modo de evidenciar que aquellos años no eran
tan breves que diez de ellos completen uno nuestro, sino que los años de la
larga vida de aquellos hombres eran tan largos como los actuales (regulados
también por el curso del sol). En primer lugar está escrito que el año
seiscientos de la vida de Noé tuvo lugar el diluvio. ¿Por qué, si aquel año
tan reducido, diez de los cuales hacen uno nuestro, tenía treinta y seis días,
se lee en este lugar: Y el agua del diluvio vino sobre la tierra en el año
seiscientos de la vida de Noé, el mes segundo, el día veintisiete del mes? Si
ese año tan breve tomó nombre de la antigua usanza, o no tiene meses o su
mes es de tres días, para tener doce meses. ¿Cómo o por qué se dijo el año
seiscientos del mes segundo, el día veintisiete del mes sino porque los
meses entonces eran tales cuales son ahora? De otra suerte, ¿a qué viene el
decir que el diluvio comenzó el día veintisiete del mes segundo? De igual
modo, al fin del diluvio se lee: Y el arca el mes séptimo, el día veintisiete
del mes, enquilló sobre los montes de Ararat. Y el agua iba descendiendo
hasta el mes undécimo, y en el mes undécimo, el primer día del mes,
aparecieron las cumbres de los montes. Luego, si los meses eran iguales
que los nuestros, también lo eran, sin duda, los años, puesto que meses de
tres días no pueden tener veintisiete días. Y si se llamaba día a la trigésima
parte de tres días, diminuyendo así todo proporcionalmente, síguese que
aquel enorme diluvio que, según la Escritura, duró cuarenta días y cuarenta
noches, se redujo a cuatro días no completos de los nuestros. ¿Quién
aguantará tal absurdo y disparate?
En consecuencia, deséchese este error, que de tal forma pretende
construir sobre una conjetura falsa el edificio de la fe en nuestras Escrituras,
que lo destruye. El día era evidentemente entonces igual que ahora,
constaba de veinticuatro horas, y el mes lo mismo que el actual, y se
contaba por el principio y el fin de la luna; el año era también igual, y se
componía de doce meses lunares, a los que había que añadir cinco días y
seis horas para ajustarse al curso solar. Según esto, es cierto también que el
diluvio comenzó el mes segundo del año seiscientos de la vida de Noé, el
día veintisiete de ese mismo mes. Además, el diluvio se prolongó durante
cuarenta días con inmensas lluvias, y estos días no tenían dos horas o poco
más, sino veinticuatro.
Como conclusión, diremos que los antiguos vivieron más de novecientos
años y que los años eran todos iguales, tanto los ciento setenta y cinco que
vivió Abrahán, como los ciento cincuenta que vivió Jacob, como los ciento
veinte que vivió Moisés, como los setenta u ochenta o no muchos más que
viven los hombres, de quienes está escrito: Y lo que pasa de eso, trabajo y
dolor.
(CdeD XV, 14, 1)
•
15 de octubre
Se rebajó
Ese Verbo, pues, hacedor de todo, ¿qué les dice a los enfermos para que,
recobrada la vista del corazón, puedan alcanzarle, siquiera en parte? Venid a
mí todos los atribulados y abrumados, que yo os aliviaré. Echaos al cuello
mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. ¿Qué nos
predica el Maestro, el Hijo de Dios, la sabiduría de Dios, por quien todas las
cosas fueron hechas? A todo el linaje humano encamina su voz y dice:
Venid a mí todos los que sufrís y aprended de mí. Quizá te figurabas que iba
la sabiduría de Dios a decirte: Aprended cómo hice los cielos y los astros;
todas las cosas igualmente se hallaban contadas en mí antes de ser hechas,
como en la virtud de las razones inmutables vuestros cabellos están
asimismo contados. ¿Pensabas te diría eso? No; lo que dijo fue aquello
primero: Que soy manso y humilde de corazón. Lo que habéis, hermanos,
de aprender, ya lo estáis viendo, es lo pequeño. Nosotros apetecemos las
cumbres; para ser grandes aprendamos lo pequeño. ¿Quieres aprehender la
excelsitud de Dios? Aprende antes la humildad de Dios. Dígnate ser
humilde por ti, que Dios se dignó ser humilde por ese mismo ti, no por sí.
Aduéñate de la humildad de Cristo, aprende a ser humilde, no seas
orgulloso. Confiesa tu enfermedad, déjate con paciencia tratar del Médico.
Cuando hayas hecho tuya la humildad suya, te levantarás con Él; no
digamos que se levante Él en su calidad de Verbo, sino que te levantarás tú
para que más y más sea el Verbo presa tuya. Si al principio tus ideas eran
irresolutas y vacilantes y son después más resistentes y claras, no es Él
quien se agranda, eres tú quien progresa; y entonces parece como que se
levanta contigo. Esa es la verdad, hermanos. Sed fieles a los divinos
mandamientos, ponedlos en obra, y Dios vigorizará vuestros conocimientos.
No seáis petulantes anteponiendo, digamos, el saber a los preceptos de
Dios; sería inferiorizaros en vez de fortificaros. Observad el árbol: echa
primero hacia abajo para crecer después hacia arriba, clava su raíz en lo
humilde para lanzar al cielo su picota. ¿Dónde, sino en la humildad, se
afianza? ¿Quieres, pues, tú, sin caridad, subir a las alturas? Buscas sin raíz
el espacio, y ese no es crecimiento, sino derrumbamiento. More Cristo por
la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y fundados en la caridad,
seáis llenos de toda la plenitud de Dios.
(Serm. 117, 17)
•
16 de octubre
Puros sonidos
Entonces fui a dar entre hombres de una soberbia delirante, muy carnales y
excesivamente locuaces en cuya boca se mezclaban en diabólico mejunje
las voces de tu nombre, del de tu Hijo Jesucristo y las del Espíritu Santo.
Estos nombres no se les caían de la boca, pero no eran sino sonido puro,
modulación de la lengua, pues su corazón estaba árido y vacío.
«¡Verdad, verdad!», gritaban siempre, y a mí me lo dijeron muchas
veces, pero no había en ellos verdad alguna. Decían cosas aberrantes no tan
solo de ti que eres la verdad, sino también de los elementos de este mundo
que tú creaste. Debí dejar de lado a filósofos que no todo lo equivocaban, y
lo hice por amor a ti, Padre mío, Sumo Bien, hermosura ante quien palidece
toda hermosura.
(Conf. III, 6.10)
•
17 de octubre
Yo vagaba lejos de Ti
¿Dónde estabas entonces, Señor, tan lejos de mí? Pues yo vagaba lejos de ti
y de nada me servían las bellotas de los cerdos (Lc 15,16) que con bellotas
apacentaba yo. ¡Cuánto mejores eran las fábulas de los gramáticos y los
poetas que todos esos engaños! Porque los versos y los poemas, como
aquella Medea que volaba en carro tirado por dragones (Ovidio,
Metamorfosis VII 219-236), son de cierto más útiles que aquellos cinco
elementos de diversa manera coloreados para luchar con los cinco antros de
las tinieblas, que ninguna existencia tienen y dan la muerte a quien en ellos
cree. Porque los versos y los poemas alguna relación tienen con lo real; y si
yo cantaba a Medea volante, no afirmaba lo que cantaba; y cuando otros lo
cantaban yo no lo creía. En cambio, sí que creí en aquellas aberraciones.
¡Ay! ¡Por qué escalones fui bajando hasta lo profundo del infierno! Te lo
confieso ahora a ti, que tuviste misericordia de mí cuando aún no te
confesaba: acongojado y febril en mi indigencia de verdad, yo te buscaba;
pero no con la inteligencia racional que nos hace superiores a las bestias,
sino según los sentimientos de la carne. Y tú eras interior a mi más honda
interioridad, y superior a todo cuanto había en mí de superior. Entonces
tropecé con aquella hembra audaz y falta de seso, enigma de Salomón, que
sentada a su puerta decía: «Comed con gusto mis panes ocultos, bebed de
mi agua furtiva y sabrosa». Tal hembra me pudo seducir porque me
encontró fuera de mí mismo, habitando en el ámbito de mis ojos carnales,
pues me la pasaba rumiando lo que con los ojos había devorado.
(Conf. III, 6.11)
•
18 de octubre
La paz
Que tales apóstoles de Cristo y tales predicadores del Evangelio (los que no
saludan por el camino, es decir, nada más buscan y nada más hacen, si no es
anunciar el Evangelio con caridad genuina) vengan a casa y digan: Paz a
esta casa. Estos no lo dicen de boca solamente; escancian lo que los llena;
predican la paz y poseen la paz. No son de quienes se ha dicho que dicen:
Paz, paz, y no había paz. ¿Qué significa Paz, paz, y no había paz? La
predican, mas no la tienen; la ensalzan, pero la desaman; dicen, y no hacen.
Por lo que hace a ti, recibe la paz, sea de través, sea con verdad el anunciar
a Cristo. Mas, cuando uno está lleno de la paz y saluda diciendo: La paz sea
con esta casa, entonces, si hubiere allí algún hijo de la paz, la paz del
saludante reposará en él; y si por acaso no hubiese allí un hijo de la paz,
quien saluda nada pierde; volverá, dice, a vosotros. Tornará a ti la paz esa,
que no se había ido de ti. Quiso decir esto: En bien tuyo cederá el habérsela
brindado, ni perderás tu salario por haberla él rehusado. Se te pagará en la
medida de tu buena voluntad; se te pagará en proporción a tu caridad, y te
pagará el mismo que te lo aseguró por la voz del ángel: Paz en la tierra a
los hombres de buena voluntad.
(Serm. 101, 11)
•
19 de octubre
Temor contra temor
Las divinas palabras leídas nos enseñan a no temer, temiendo y a temer no
temiendo. Y echasteis de ver, cuando se leía el evangelio, cómo nuestro
Señor Dios, antes de morir por nosotros, quiso darnos fortaleza
encareciéndonos que temamos y avisándonos que no temamos. Porque dijo:
No queráis temer a los que matan el cuerpo, mas son incapaces de dar
muerte al alma. Ahí nos aconseja no temer, según veis. Ved dónde nos
aconseja el temor: Temed, sí, a quien tiene facultad de mandar al infierno el
alma y el cuerpo. Luego temamos para que no temamos. El temor parece de
cobardes; el miedo parece de flojos, no de valientes; pero mirad qué dice la
Escritura: El temor del Señor, esperanza de fortaleza. Temamos, pues, para
que no temamos; o sea, temamos sabiamente para que no temamos
neciamente. Los santos mártires, por razón de cuya celebridad se tomó esto
del evangelio, temiendo no temieron; porque a Dios le temieron y de los
hombres se rieron.
(Serm. 65, 1)
•
20 de octubre
Cómo orar
Se dice que los hermanos de Egipto se ejercitan en oraciones frecuentes,
pero muy breves y como lanzadas en un abrir y cerrar de ojos, para que la
atención se mantenga vigilante y alerta y no se fatigue ni embote con la
prolijidad, pues es tan necesaria para orar. De ese modo nos enseñan que la
atención no se ha de forzar cuando no puede sostenerse; pero tampoco se ha
de retirar si puede continuar. Alejémonos de la oración los largos discursos,
pero mantengamos una duradera súplica si persevera ferviente la atención.
El mucho hablar es tratar en la oración un negocio necesario con palabras
superfluas. En cambio, la súplica sostenida es llamar con una sostenida y
piadosa excitación del corazón a la puerta de aquel a quien oramos. Por lo
general, este negocio se resuelve con gemidos más que con palabras, con
llanto más que con charla. Y pone nuestras lágrimas en su presencia, y
escucha nuestros gemidos Aquel que todo lo creó por su Verbo y no
necesita del verbo humano.
(Carta a Proba, 130, 20)
•
21 de octubre
¿Cómo invocar a mi Dios?
¿Y cómo habré de invocar a mi Dios y Señor? Porque si lo invoco será
ciertamente para que venga a mí. Pero, ¿qué lugar hay en mí para que a mí
venga Dios, ese Dios que hizo el cielo y la tierra? ¡Señor Santo! ¿Cómo es
posible que haya en mí algo capaz de ti? Porque a ti no pueden contenerte
ni el cielo ni la tierra que tú creaste, y yo en ella me encuentro, porque en
ella me creaste. Acaso porque sin ti no existiría nada de cuanto existe,
resulta posible que lo que existe te contenga. ¡Y yo existo! Por eso deseo
que vengas a mí, pues sin ti yo no existiría.
Yo no he estado en los abismos, pero tú estás también allí. Si descendiere
a los infiernos, allí estás tú.
Y yo no sería, absolutamente no podría ser, si tú no estuvieras en mí. O,
para decirlo mejor, yo no existiría si no existiera en ti, de quien todo
procede, por el cual y en el cual existe todo. Así es, Señor, así es. ¿Y cómo,
entonces, invocarte, si estoy en ti? ¿Y cómo podrías tú venir si ya estás en
mí? ¿Cómo podría yo salirme del cielo y de la tierra para que viniera a mí
mi Señor pues Él dijo: «yo lleno los cielos y la tierra»?
(Conf. I, 2. 2)
•
22 de octubre
Vaivenes de la vida
¿Qué caudal de elocuencia bastaría para describir las miserias de esta vida?
Cicerón lo ha ensayado a su modo en Acerca de la consolación, a la muerte
de su hija; pero, ¡qué corto queda! Los principios de la naturaleza, ¿cuándo,
cómo, dónde pueden poseerse en esta vida sin que estén sujetos a vaivenes
sin cuento? ¿A qué dolor y a qué inquietud, afecciones opuestas al placer y
a la quietud, no está expuesto el cuerpo del sabio? La amputación o
debilidad de miembros es contraria a la integridad del hombre; la
deformidad, a la belleza; la enfermedad, a la salud; la laxitud, a las fuerzas;
la flojedad o pesadez, a la agilidad. Y, ¿de cuál de estos males está exenta la
carne del sabio? El equilibrio y el movimiento del cuerpo, cuando son
propios y adecuados, se cuentan también entre los principios de la
naturaleza. Pero, ¿qué sucederá si alguna mala disposición hace temblar los
miembros? ¿Qué sucederá si la espina dorsal se curva hasta que arrastre las
manos por el suelo, haciendo, en cierto modo, cuadrúpedo al hombre? ¿No
dará esto al traste con la belleza y el decoro del equilibrio y del movimiento
corporal? ¿Qué decir de los bienes primarios del alma, el sentido y el
intelecto, uno dado para percibir la verdad y otro para comprenderla? Mas
en cuanto a lo primero, ¿qué tal quedará o a qué se reducirá el sentido, si,
por no decir otra cosa, el hombre se torna ciego y sordo? Y en cuanto a lo
segundo, ¿adónde irá a parar la razón y la inteligencia, dónde serán
sepultadas, si por alguna enfermedad se torna loco el hombre? Cuando los
frenéticos dicen absurdos sin cuento y hacen extravagancias ajenas y hasta
contrarias a su buen plan de vida y a sus costumbres, si lo consideramos
seriamente, bien lo hayamos visto, bien lo imaginemos, apenas podemos
contener las lágrimas y lloramos. Y, ¿qué diré de quienes sufren la posesión
de los demonios? ¿Dónde está sepultada su inteligencia cuando el espíritu
maligno usa a su capricho del alma y del cuerpo de ellos? Y, ¿quién asegura
que este mal no puede sobrevenir al sabio en esta vida? Aún hay más: ¡cuán
defectuosa es la percepción de la verdad en esta carne, según las palabras de
la Sabiduría: El cuerpo corruptible agrava al alma, y la morada terrena
deprime el sentido, que imagina muchas cosas! El ímpetu o apetito de
acción, si es que la expresión traduce fielmente la palabra griega ímpetu,
contado también entre los primeros principios de la naturaleza, ¿no es acaso
en los furiosos causa de sus movimientos y de esas acciones que nos
horrorizan, al pervertirse el sentido y trastornarse la razón?
(CdeD XIX 4, 2)
•
23 de octubre
Sobre la virtud
En fin, la misma virtud, que no entra en el número de los principios de la
naturaleza, pues que es fruto tardío de la ciencia, pero que reclama para sí el
primer puesto entre los bienes humanos, ¿qué hace sobre la tierra sino
guerra continúa contra los vicios, no contra los exteriores, sino contra los
interiores; no contra los ajenos, sino contra los propios y personales? Esta
guerra la libra sobre todo la virtud, llamada en griego y en castellano
templanza, que tiene por objeto frenar la libido carnal, a fin de que esta no
lleve la mente a consentir, despeñándose en mil crímenes. Y no pensemos
que no hay en nosotros vicio, cuando la carne, como dice el Apóstol, desea
contra el espíritu. A ese vicio se opone directamente una virtud, señalada
por él en estos términos: Y el espíritu desea contra la carne. Son principios,
añade él, contrarios entre sí, y por eso vosotros no hacéis cuanto queréis.
¿Qué queremos hacer cuando queremos llegar a la perfección del sumo bien
sino que la carne no desee contra el espíritu ni cree en nosotros este vicio
contra el que desea el espíritu? Mas, aunque queramos hacer esto en la
presente vida, como no podemos, procuremos siquiera, con la ayuda de
Dios, no ceder rindiendo el espíritu a la carne, que desea contra él, y no
consentir en la perpetración del pecado. Dios nos libre de creer que,
desgarrados y luchando aún en esta guerra intestina, hemos logrado ya la
felicidad sin la posesión de la victoria. ¿Hay algún sabio que no sostenga
este combate interior contra sus pasiones?
(CdeD XIX, 4, 3)
•
24 de octubre
Lo que das al necesitado lo das a Cristo
Estaba, pues, (Lázaro) tendido a la puerta todo llagado, y el rico le
despreciaba; deseaba con ansia saciarse de las migajas caídas de su mesa;
él, que con sus llagas alimentaba a los perros, no era alimentado del rico.
Pensad, hermanos, en el pobre necesitado: Bienaventurado, dice la
Escritura, quien piensa en el necesitado y el pobre; mirad, hermanos, no le
despreciéis como fue despreciado el cubierto de llagas tendido a la puerta
del rico. Da socorro al pobre, porque lo recibe quien tuvo a bien necesitar
en la tierra y enriquecer con el cielo. El Señor dice: Tuve hambre, y me
disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui huésped, y me
recibisteis, etc. Y ellos: ¿Cuándo te vimos con hambre, o sed, o desnudo, o
sin albergue? Lo que hicisteis con uno de estos mis pequeñuelos, conmigo
lo hicisteis. Quiso, por su misericordia verse representado en sus
pequeñuelos, que sufren en la tierra; Él, que desde el cielo acude a todos los
que sufren. Por tanto, das a Cristo cuando das al pobre; o, ¿temes te pierda
tal guardián algo, o tal rico no te lo pague? Todopoderoso es Dios,
todopoderoso es Cristo; nada puede perder; déjalo en sus manos, y nada
perderás. ¿Cuándo lo dejas en sus manos? Cuando se lo das al pobre. Esas
riquezas no pasarán cuando pasare la carne como el heno y el esplendor del
hombre como la flor del heno. Así, pues, hermanos míos, si hemos
temblado al pensamiento de que, pasada la vida esta, nos toque padecer
castigos y tormentos en la ardiente llama, tales como los padeció el rico
soberbio y sin entrañas de misericordia, ahora estamos a tiempo,
enmendémonos; después ya no hay lugar a ser socorridos, no hay lugar a la
enmienda; el socorro dásele a uno cuando se corrige. Esta es la vida de la
corrección, y del auxilio, y del socorro.
(Serm. 13, 4)
•
25 de octubre
La verdadera limosna
Si esto es así, ¿qué significa lo que antes les dijo: Haced limosna, y todo
será puro para vosotros? ¿Qué significa: Haced limosna? Haced
misericordia. ¿Qué significa: Haced misericordia? Si eres hombre discreto,
comienza por ti mismo. ¿Cómo has de ser misericordioso para otro, si eres
cruel para ti? Dad limosna, y todo es puro para vosotros; haced la
verdadera limosna. ¿Qué cosa es la limosna? Una misericordia. Pues
entonces oye la Escritura: Ten misericordia de tu alma para ser grato a
Dios. Haz esta limosna; ten misericordia de tu alma, y serás grato a Dios.
Tu alma está delante de ti como un mendigo; recógete a tu interior. Tú, que
vives mal; tú, que llevas una vida desleal a tu fe, entra en tu conciencia,
donde hallarás a tu alma mendicante, desproveída, pobre, arrastrada; y si no
la ves necesitada, es que, de puro depauperada, ya no puede decir nada. Si
tu alma mendiga, tiene hambre de justicia. Cuando, pues, hallares así tu
alma (dentro, en el corazón, tienen asiento estas mendigueces), comienza
por darle a ella limosna, dale pan. ¿Qué pan? Si un fariseo le hubiera
preguntado, el Señor le hubiera dicho: «Da limosna a tu alma». Realmente
lo dijo, pero no lo entendieron; se lo dijo cuando les refirió las limosnas que
hacían, ignoradas, según ellos, de Cristo. Se lo dijo a todos: Sé que las
hacéis; diezmáis la menta y el eneldo; el comino y la ruda; pero yo hablo de
otras limosnas: el juicio y la caridad, que os tienen sin cuidado. Hazle a tu
alma una limosna en juicio y en caridad. ¿Qué significa en juicio? Mira y lo
hallarás: Desplácete a ti mismo, falla contra ti. Y en caridad, ¿qué significa?
Ama al Señor Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, totalmente; ama
a tu prójimo como a ti mismo, y habrás hecho primero misericordia con tu
alma dentro de ti. Si esta limosna no haces, ya puedes dar lo que gustes y en
la cantidad que gustes; ya puedes substraer a tus bienes, no digamos la
décima parte, sino la mitad; ya puedes dar, de diez partes, nueve,
reservándote una sola para ti, porque todo es nada; cuando contigo no lo
haces, eres avaro contigo. Si oyeres, y entendieres, y creyeres al Señor, Él te
diría: Yo soy el pan vivo que bajé del cielo. ¿No fuera justo darle, ante todo,
este pan a tu alma y hacerla esta limosna? Si, pues, tienes fe, lo primero que
has de hacer es alimentar a tu alma. Cree en Cristo, y lo interior y lo
exterior, todo quedará limpio.
(Serm. 106, 4)
•
26 de octubre
Provocar a la emulación
¿Y todavía no reconoces tu pecado? ¿No sabes lo mucho que me disgustaba
en la escuela que a los jóvenes se provocase a la emulación, no mirando la
utilidad y excelencia de las artes, sino el amor a una vanísima gloria, hasta
el punto de que no se ruborizan de recitar discursos ajenos y recibir
aplausos, ¡qué vergüenza!, de los mismos cuya composición recitan?
Vosotros, si bien no incurrís en semejante fragilidad, no obstante os
empeñáis en traer aquí e infestar la filosofía y el nuevo género de vida que
gozosamente he emprendido con aquella mortífera jactancia de la
vanagloria, la última, pero la más funesta de las pestes; y tal vez porque os
quiero apartar de esa morbosa vanidad, os haréis más pigres para el estudio
de la doctrina, y repelidos por el deseo ardiente de la fama, que se lleva el
viento, os volveréis carámbanos de torpor y desidia. Desdichado de mí si
aún tengo que lidiar con tales enemigos, en quienes no es posible expulsar a
unos vicios sino con la alianza de otros.
(DeOrd. I, 10, 30)
•
27 de octubre
Elegidos por gracia
Guárdate, ¡oh cristiano!, guárdate de la soberbia; y aunque sea tu vida
trasunto de la vida de los santos, piensa lo debes todo a la gracia; porque, si
eres una partecilla del residuo, de que habla el Apóstol, esto es obra de la
gracia de Dios en ti; en modo alguno de tus méritos. Refiriéndose a este
residuo, había dicho igualmente Isaías profeta: Si el Señor de Sebaot no nos
hubiera dejado un resto, seríamos ya como Sodoma, nos asemejaríamos a
Gomorra. También en el tiempo presente, dijo el Apóstol, ha quedado un
residuo según la elección de la gracia. Y prosigue: Ahora bien, si por
gracia, ya no es por obras; es decir, ya no tienes por qué ufanarte; que, si no,
la gracia ya no es gracia. En efecto, si echas por delante tus buenas obras,
salario es que se te paga, no merced que se te hace. Porque, siendo gracia,
se da de gracia. Y ahora pregunto: Pecador, ¿crees en Cristo? Creo, me
dices. ¿Crees que todos los pecados, sin excepción, te pueden ser
perdonados por medio de él? Tienes lo que creíste. ¡Oh gracia dada
verdaderamente de gracia! Y tú, ¡oh justo!, qué, ¿crees que sin Dios es
imposible para ti conservar la gracia? Entonces pon el ser justo a la cuenta
de su piedad, y el ser pecador a la de tu propia maldad. Sé tú mismo fiscal
tuyo, y Él será tu indultor. Todo crimen, todo delito, todo pecado es obra de
nuestra negligencia; la virtud, la santidad, es obra de la divina indulgencia.
Vuelto a Dios, etc.
(Serm. 100, 4)
•
28 de octubre
Me adherí a Ti
Cuando llegue a adherirme a ti con todas las fuerzas de mi ser no tendré ya
ni dolores ni trabajos; mi vida será en verdad viva, llena de ti. Mas por
ahora, como todavía no me llenas tú que aligeras la carga de aquellos a
quienes llenas de ti, soy para mí mismo una carga pesada.
Dentro de mi alma batallan deplorables alegrías con tristezas de las que
debería alegrarme, y no sé hacia dónde se cargará la victoria. ¡Ay! ¡Ten,
Señor, misericordia de mí!
Mis malas tristezas contienden con mis buenas alegrías sin que yo sepa
quién va a ganar la batalla; pero bien ves que no te escondo mis llagas. Tú
eres el médico, yo soy el enfermo. Yo soy miserable y tú eres
misericordioso. Y, ¿acaso no es tentación la vida del hombre sobre la
tierra? (Job 7,1). ¿A quién pueden gustarle las molestias y las dificultades?
Tú nos mandas soportarlas pero no nos mandas amarlas. Nadie ama lo que
tolera aun cuando ame la tolerancia, que es una virtud. Pero si se alegra de
tenerla, mucho más le gustaría no tener nada que tolerar.
Yo deseo la prosperidad en los tiempos adversos y temo la adversidad en
los días prósperos. ¿Existe acaso entre estos dos extremos un lugar
intermedio donde la vida humana no sea una continua tentación?
¡Ay de las prosperidades de este siglo! Una y mil veces, porque el temor
a la adversidad acaba con la alegría. Y ¡ay! también, mil veces ¡ay!, de las
adversidades de este mundo, pues se nos agigantan por el deseo de la
prosperidad. Y como la adversidad es por sí misma dura y la paciencia
puede a cada momento naufragar, ¿no hay motivo sobrado para decir que la
vida del hombre sobre la tierra es una larga tentación sin momento de
reposo?
(Conf. X, 28.39)
•
29 de octubre
Dios, más cercano
A ti la alabanza y la gloria, ¡oh Dios, fuente de las misericordias! Yo me
hacía cada vez más miserable y tú te me hacías más cercano. Tu mano
estaba pronta a sacarme del cieno y lavarme, pero yo no lo sabía. Lo único
que me apartaba de hundirme todavía más en la ciénaga de los placeres
carnales era el temor a la muerte y a tu juicio después de ella, que nunca, no
obstante la volubilidad de mis opiniones, llegué a perder.
Y conversaba con Alipio y Nebridio, mis amigos, sobre los confines del
bien y del mal y en mi ánimo le hubiera dado la palma a Epicuro si no
creyera lo que él nunca quiso admitir, que muerto el cuerpo, el alma sigue
viviendo. Y me decía a mí mismo: «Si fuéramos inmortales y viviéramos en
una continua fiesta de placeres carnales sin temor de perderlos, ¿no
seríamos, acaso, felices? ¿Qué otra cosa podríamos buscar?». Ignoraba yo
que pensar de este modo era mi mayor miseria. Ciego y hundido, no podía
concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal
sino solamente con la mirada interior. Ni consideraba, mísero de mí, de qué
fuente manaba el contento con que conversaba con mis amigos aun sobre
cosas sórdidas; ni que me era imposible vivir feliz sin amigos, ni siquiera en
el sentido de abundancia carnal que la felicidad tenía entonces para mí.
Pues a estos amigos los amaba yo sin sombra de interés, y sentía que de este
modo
me
amaban
también
ellos
a
mí.
¡Oh tortuosos caminos! ¡Desdichada el alma temeraria que se imaginó
que alejándose de ti puede conseguir algo mejor! Se vuelve y se revuelve de
un lado para otro, hacia la espalda y boca abajo; y todo le es duro, pues la
única paz eres tú. Y tú estás ahí, para librarnos de nuestros desvaríos y
hacernos volver a tu camino; nos consuelas, y nos dices: «¡Vamos! ¡Yo os
aliviaré de peso, os conduciré hasta el fin y allí os liberaré!».
(Conf. VI, 16.26)
•
30 de octubre
Constancia en la adversidad
No desfallezcamos, por tanto, hermanos; a todas las cosas terrenas les
llegará su hora última. Si es esta, allá Dios lo sabe. Quizá no lo es, y un
cierto género de cobardía, o la piedad, o nuestra miseria nos hacen desear
vehementemente que no lo sea; pero, si no esta, ¿dejará de serlo otra?
Hincad la esperanza en Dios, apeteced las cosas eternas, esperad las eternas
cosas. Sois cristianos, hermanos; somos cristianos. No bajó Cristo a la carne
para regalarla; más que amar lo presente, debemos tolerarlo. El infortunio
hiere de frente; la prosperidad lisonjea traidoramente. ¡Ojo al mar aun
estando como una balsa de aceite! «¡Arriba el corazón!». No hagamos a
estas palabras oídos de mercader. ¿Para qué le ponemos en la tierra, si la
vemos patas arriba? Yo no puedo menos de estimularos al acopio de
razones para defender vuestra esperanza contra los insultadores y
blasfemadores del nombre cristiano. Nadie con sus críticas os desvíe de la
expectación de lo futuro. Todos los que por estas calamidades blasfeman de
nuestro Cristo, son la cola del escorpión. Coloquemos nosotros nuestro
huevo al abrigo de las alas de la gallina que clama en el Evangelio:
Jerusalén, Jerusalén (se lo dice a la pérfida y perdida Jerusalén aquella),
¡cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus
polluelos, y no quisiste! No se nos diga también a nosotros: ¡Cuántas veces
quise, y no quisisteis! Aquella gallina es la divina Sabiduría, que tomó
carne para acomodarse a sus polluelos. Ved la gallina, erizadas las plumas,
caídas las alas, entrecortada la voz, floja, desmazalada, ¡cuán a tono con sus
pollitos! Pongamos, en consecuencia, nuestro huevo, es decir, nuestra
esperanza, bajo las alas de la gallina esta.
(Serm. 105, 11)
•
31 de octubre
Me congratulo al ver la concurrencia
Me congratulo al ver vuestra concurrencia. Habéis sido más diligentes de lo
que esperaba. Esta es mi alegría y consuelo en todos los trabajos y peligros
de esta vida: vuestro amor a Dios, vuestra piadosa diligencia, vuestra firme
esperanza, vuestro fervor de espíritu. Oísteis, cuando se leyó el salmo, que
el pobre y desvalido dan voces a Dios en este mundo. Voz es esta oída ya
con frecuencia y que debéis recordar, y voz no de un solo hombre y sí
también de un hombre solo; no de uno solo, porque los fieles son muchos,
mucho el grano que gime entre la paja, sembrado por todo el mundo; y sí
también de uno solo, y es que todos son miembros de Cristo, y por eso son
un cuerpo solamente. Este pueblo, pobre y desvalido, ignora las alegrías del
mundo; sus dolores, lo mismo que sus alegrías, están en lo interior, donde
no penetra nadie, sino, aquel que oye al que gime y corona al que espera.
Son vanidad las alegrías del siglo. Se esperan con gran expectación antes de
que lleguen, pero se van de las manos nada más llegar. El día de hoy, día de
alegría en esta ciudad para los malvados, mañana ya no lo es. Ni ellos
mismos serán mañana lo que hoy son. Todo pasa, todo vuela, todo se
desvanece como el humo. ¡Ay de los que de tales cosas se enamoran! Toda
alma sigue la suerte de lo que ama. Toda cosa es heno; todo brillo de la
carne, como flor del campo. Secose el heno y se cayó la flor, mas la palabra
del Señor permanece eternamente. Mira lo que debes amar si ansías
permanecer eternamente. Pero tal vez dirás: ¿Cómo puedo yo poseer al
Verbo de Dios? El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
(Ev. Jn. Trat. VII, 1)
Noviembre
•
1 de noviembre
La felicidad eterna
¡Cuánta será la dicha de esa vida, en la que habrá desaparecido todo mal, en
la que no habrá bien oculto alguno y en la que no habrá más obra que alabar
a Dios, que será visto en todas las cosas! No sé qué otra cosa va a hacerse
en un lugar donde no se dará ni la pereza ni la indigencia. A esto me induce
el sagrado Cántico, que dice: Bienaventurados los que moran en tu casa,
Señor; por los siglos de los siglos te alabarán. Todas las partes del cuerpo
incorruptible, destinadas ahora a ciertos usos necesarios, no tendrán otra
función que la alabanza divina, porque entonces ya no habrá necesidad, sino
una felicidad perfecta, cierta, segura y eterna. Todos los números de la
armonía corporal, de que he hablado y que se nos ocultan, aparecerán
entonces a nuestros ojos maravillosamente ordenados por todos los
miembros del cuerpo. Y, justamente, las demás cosas admirables y extrañas
que veremos, inflamarán las mentes racionales con el deleite de la belleza
racional a alabar a tan gran Artífice. No me atrevo a determinar cómo serán
los movimientos de los cuerpos espirituales, porque no puedo ni imaginarlo.
Pero de seguro que el movimiento, la actitud y la misma especie, sea cual
fuere, serán armónicos, pues allí lo que no sea armónico no existirá. Es
cierto también que el cuerpo se presentará al instante donde el espíritu
quiera, y que el espíritu no querrá lo que sea contrario a la belleza del
cuerpo o a la suya. La gloria allí será verdadera, porque no habrá ni error ni
adulación en los panegiristas. Habrá honor verdadero, que no se negará a
ninguno digno de él ni se dará a ningún indigno, no pudiendo ningún
indigno merodear por aquellas mansiones, exclusivas del que es digno. Allí
habrá verdadera paz, donde nadie sufrirá contrariedad alguna, ni de parte de
él ni de otro. El premio de la virtud será el Dador de la misma, que
prometió darse a sí mismo, superior y mayor que el cual no puede haber
nada. ¿Qué significa lo que dijo por el profeta: Yo seré su Dios y ellos serán
mi pueblo, sino: Yo seré el objeto que colmará sus ansias, yo seré cuanto los
hombres pueden honestamente desear: vida, salud, comida, riqueza, gloria,
honor, paz y todos los bienes? Este es el sentido recto de aquello del
Apóstol: A fin de que Dios sea todo en todas las cosas. Él será el fin de
nuestros deseos, y será visto sin fin, amado sin hastío y alabado sin
cansancio. Este don, este afecto, esta ocupación, será común a todos, como
la vida eterna.
(CdeD XXX, 1)
•
2 de noviembre
Solo un ruego
«Poned mi cuerpo en el lugar que sea. Me es indiferente. No quiero que os
conturbe el cuidado por mi sepultura. Solo os ruego que me recordéis
siempre ante el altar del Señor». Y habiendo expresado este último deseo
con las palabras que pudo concertar, se hundió en el silencio, y su
enfermedad se agravó.
Yo mientras tanto pensaba en tus dones, ¡oh Dios invisible!, en esas
gracias que pones en lo íntimo de los corazones de tus fieles y que tan
admirables frutos producen. Lleno de gozo te daba las gracias recordando la
gran preocupación que ella había siempre mostrado por las condiciones de
su sepultura, pues de tiempo atrás la había preparado para yacer junto al
cuerpo de su esposo. Habían vivido en grande y estable concordia; y ella,
según suelen pensar las gentes que son muy humanas y con escasa
capacidad para lo divino, quería añadir a esa felicidad el que los hombres la
recordaran y supieran cómo, tras una larga peregrinación transmarina, le
había sido concedido que los cuerpos de ambos esposos fueran cubiertos
por la misma tierra.
Ignoro en qué tiempo comenzó este pensamiento vano a ceder bajo la
plenitud de tu gracia, y me dejaba admirado y alegre el que hubiera
manifestado ese pensamiento y deseo. Aunque es verdad que en aquel
coloquio nuestro junto a la ventana, cuando había dicho: «¿Qué estoy ya
haciendo aquí?», no había manifestado deseo alguno de morir en su tierra
natal.
Más tarde supe también, cuando ya estábamos en Ostia, que hablando
ella con maternal confianza, durante una ausencia mía, con algunos de mis
amigos, había despreciado los bienes de este mundo y alabado el bien de la
muerte. Y como ellos se asombrasen de aquella fortaleza que tú ponías en
una mujer y le preguntaran si no temía dejar su cuerpo tan lejos de su
ciudad natal, ella respondió: «Nada está lejos de Dios, y no hay peligro de
que Él no reconozca mis huesos para resucitarme en el último día».
(Conf. IX, 11.27-28)
•
3 de noviembre
Ensancha mi alma
¿Quién me dará reposar en ti, que vengas a mi corazón y lo embriagues
hasta hacerme olvidar mis males y abrazarme a ti, mi único bien? ¿Qué eres
tú para mí? Hazme la misericordia de que pueda decirlo. ¿Y quién soy yo
para ti, pues me mandas que te ame, y si no lo hago te irritas contra mí y me
amenazas con grandes miserias? ¡Ay de mí! ¿No es ya muchísima miseria
simplemente el no amarte? Dime pues, Señor, por tu misericordia, quién
eres tú para mí. Dile a mi alma: Yo soy tu salud (Sal 34,3). Y dímelo de
forma que te oiga; ábreme los oídos del corazón, y dime: Yo soy tu salud. Y
corra yo detrás de esa voz, hasta alcanzarte. No apartes de mí tu rostro, y
muera yo, si es preciso, para no morir y contemplarlo.
Angosta morada es mi alma; ensánchamela, para que puedas venir a ella.
Está en ruinas: repárala. Sé bien y lo confieso, que tiene cosas que ofenden
tus ojos. ¿A quién más que a ti puedo clamar para que me la limpie?
Límpiame Señor, de mis pecados ocultos y líbrame de las culpas ajenas.
Creo y por eso hablo. Tú Señor, lo sabes bien. Ya te he confesado mis
culpas, Señor, y tú me las perdonaste (Sal 18,13-14). No voy a entrar en
pleito contigo, que eres la Verdad; no quiero engañarme, para que mi
iniquidad no se mienta a sí misma (Sal 26,12). No entraré, pues, en
contienda contigo, pues si te pones a observar nuestros pecados, ¿quién
podrá resistir? (Sal 129,3).
(Conf. I, 5.5-6)
•
4 de noviembre
Lo superfluo... necesario
Dad, pues, hermanos míos, a los pobres. En teniendo para comer, vestirnos,
estemos contentos. ¿Qué saca el rico de sus riquezas, sino lo que le pide el
pobre, a saber, comida y vestido? ¿Sacas de tus riquezas algún otro
provecho? Ellas te dan el mantenimiento y el necesario vestido. Digo el
necesario, no el inútil, no el superfluo. ¿Qué otra cosa más sacas de tus
riquezas? Dímelo. Todo lo demás es superfluo. Lo superfluo para ti sea lo
necesario de los pobres. «Yo, me dices, tomo viandas exquisitas, platos de
grandes precios». Y, ¿el pobre? Ordinarios. «El pobre, dices, come viandas
vulgares; yo, suculentas». Os pregunto a los dos, cuando ambos a dos estáis
ahitos: Entra en ti un manjar caro; pero allá dentro, ¿en qué se muda? Si
tuviéramos en la barriga una vidriera, ¿no sería de ruborizarse ver allí los
preciosos manjares de que te saciaste? Hambrea el pobre, hambrea el rico;
hace por saciarse el pobre y hace por saciarse el rico; el pobre, de manjares
viles; el rico, de manjares raros; la saciedad es igual: un logro adonde
ambos desean llegar, el pobre por un atajo, el rico por un rodeo. «Mas las
viandas exquisitas me saben mejor a Mí que a él las vulgares». ¡Si apenas
comes de puro desganado! ¡Tú no sabes cómo sabe todo con el sainete del
hambre! Y no digo esto para obligar a los ricos a comer como los pobres;
váyanse los ricos con el uso, pues es gente delicada; lamenten, empero, no
valer para más; saldrían ganando mucho. Luego si el pobre no se ufana de
su mendicidad, ¿por qué te engríes tú de tu debilidad? Usas manjares
selectos, costosos; hecho a ellos, ya no puedes cambiar; si mudas
costumbres, te pones malo. Condescendamos contigo: sean para ti esas
superfluidades y dale al pobre lo necesario; usa tú los manjares costosos y
dale al pobre los baratos. Él espera en ti, como tú en Dios; espera él la mano
hecha cuando él; esperas tú la mano que te hizo a ti. Ella os trazó a los dos
una ruta misma: la vida esta; os habéis encontrado, andáis el mismo
camino. Él no lleva nada encima, tú llevas demasiado; él no lleva nada
consigo, tú llevas contigo más de lo preciso. Y pues vas cargado, dale de lo
que tienes; con ella le alimentas a él y te ahorras peso a ti.
(Serm. 61, 12)
•
5 de noviembre
El escándalo
¿Hay, hermanos, algo por decir? Sois cristianos y habéis oído que, pecando
contra los hermanos, hiriendo su conciencia débil, pecáis contra Cristo. No
lo echéis a barato, si no queréis ser borrados del libro de la vida. ¡Cuántas
veces nos proponemos deciros exquisita y suavemente lo que después nos
obliga nuestro dolor a deciros de cualquier modo y nos veda silenciar!
Quienes tengan a bien no hacer caudal de estas cosas, pecan contra Cristo;
vean, pues, qué han de hacer. Nosotros hacemos por atraernos los paganos
que hay todavía, y vosotros sois piedras en el camino; algunos desean venir,
tropiezan y dan la vuelta. Porque se dicen ellos entre sí: «¿A qué dejar los
dioses, si los cristianos les dan culto como nosotros?». «¡Líbreme Dios,
dice el cristiano, de venerar las divinidades gentílicas!». Lo sé, lo
comprendo, lo creo; pero, ¿y eso que haces sobre la conciencia de un débil,
que hieres? ¿Y ese desprecio del precio a que fue adquirido? Piensa en lo
mucho que costó. ¿Perecerá, dice el Apóstol, el flaco por tu ciencia?; por
la ciencia que dices tener, porque sabes que un ídolo es nada, y porque, si te
sientas a la mesa en un ídolo, tienes el pensamiento en Dios. Por esa tu
ciencia perece el flaco. Y por que no tomes a broma su debilidad, añadió:
Por quien fue muerto Cristo. Si te sientes movido a despreciarle, mira su
precio, y pon a un lado de la balanza el mundo todo y a otro lado la muerte
de Cristo. Y para que no fueras a pensar que pecas contra el flaco y no
tuvieses a niñería este pecado, aun añadió: Contra Cristo pecaste. Porque
suelen decir los hombres: Yo peco contra un hombre, ¿es ello pecar contra
Dios? Niega, pues, que Cristo es Dios. ¿Osarías negar la divinidad de
Cristo? ¿O es que aprendiste otra cosa en esos festines idolátricos adonde
fuiste? Esa doctrina no se aviene con la doctrina de Cristo. Dime dónde has
aprendido que Cristo no es Dios. Los paganos suelen decirlo. ¿No ves ahí
dónde paran esos detestables festines? ¿No ves cómo las malas
conversaciones pudren las costumbres buenas? Allí no puedes tú hablar del
Evangelio, y oyes hablar de los ídolos. Allí pierdes la fe en Cristo Dios, y lo
que allí bebes lo vomitas en la Iglesia. Porque tal vez aquí, entre los fieles,
te atrevas a esas pláticas, y quizá entre la gente sencilla te arrojas a
murmurar: ¿Acaso no fue Cristo un hombre? ¿No fue crucificado, por
ventura? Eso lo aprendiste de los paganos; perdiste la salud y no tocaste la
fimbria. Tócala, pues, ahora; recobra la salud. Al modo que te mostramos a
tocarla en aquel lugar de la Escritura: Quien viere a un hermano a la mesa
en un ídolo, tócale para creer en la divinidad de Cristo. De los judíos
escribió la misma fimbria, el Apóstol: Cuyos son los patriarcas y de quienes
desciende el Mesías en cuanto a la carne, quien es sobre todas las cosas
Dios bendito por los siglos. Mira el Dios verdadero, contra quien pecas
yendo a los banquetes de los dioses falsos.
(Serm. 62, 9)
•
6 de noviembre
Paz y guerra
La ciudad terrena, que no será eterna (pues, una vez condenada al último
suplicio, no será ya ciudad), tiene aquí abajo su bien y se goza en su
posesión con ese gozo que pueden brindar tales cosas. Y porque ese bien no
es tal que excluya de sus amadores las angustias, por eso esta ciudad con
frecuencia se divide contra sí misma, pleiteando, batallando, luchando y
buscando victorias mortíferas o al menos mortales. Porque, sea cualquiera
la parte de ella que se levante en guerra contra otra, pretende ser vencedora,
siendo ella cautiva de los vicios. Si vence y se engalla más soberbiamente,
su victoria es mortífera; pero si, pesando la condición y las consecuencias
comunes, es mayor su aflicción por las desgracias que pueden sobrevenir
que su hinchazón por las ventajas que reporte, la victoria es solamente
mortal. Porque no siempre puede señorear, subsistiendo, a quienes pudo
someter venciendo.
No es acertado decir que los bienes que desea esta ciudad no son bienes,
puesto que ella misma es un bien, y el mejor en su género. Por causa de
estos bienes ínfimos, desea cierta paz terrena y anhela llegar a ella por la
guerra. Si vence y no hay quien resista, nace la paz de que carecían los
partidos contrarios entre sí, que luchaban con infeliz miseria por cosas que
no podían poseer a la vez. Esta es la paz que persiguen las penosas guerras,
esta es la paz que logran las victorias pretendidamente gloriosas. Cuando
vencen los que lucharon por la causa más justa, ¿quién duda que la victoria
debe acogerse con aplauso, y la paz con gozo? Son bienes, y los bienes son
dones de Dios. Mas si, abandonados los bienes supremos, posesión de la
Ciudad soberana, donde habrá una victoria seguida de una paz eterna y
suma, se ansían estos bienes de manera que o se crea que son únicos o se
amen más que los superiores, inevitablemente sigue la miseria y se acrece la
existente.
(CdeD XV, 4)
•
7 de noviembre
El gozo del encuentro
¡Oh Dios de bondad! ¿Qué es lo que se agita en el pecho de los hombres?
Porque de la salvación de alguno que tenía todas las esperanzas perdidas
nos alegra mucho más que si nunca hubiera pasado peligros ni perdido la
esperanza. Y en esto también tú, Padre de las misericordias, eres como
nosotros; más te hace gozar un solo pecador que hace penitencia que
noventa y nueve justos que no lo necesitan (Lc 15,7). Nuestra alegría es
inmensa cuando oímos con cuánto gozo lleva el pastor sobre sus hombros a
la oveja descarriada; y que la moneda perdida se reintegra a tus tesoros por
la mujer que la encontró y recibió por ello la felicitación de sus vecinas. Y
nuestros ojos derraman lágrimas de alegría cuando en una solemne
celebración dentro de tu casa se nos lee que el hijo menor había muerto y
revivió, que se había perdido y lo volvieron a encontrar (Lc 15,24).
Es que tú gozas de nosotros como gozas de la santa caridad de tus
ángeles. Porque tú eres siempre el mismo y desde siempre conoces a los
seres que no siempre son ni son siempre del mismo modo.
(Conf. VIII, 3.6)
•
8 de noviembre
Cómo alejar el temor
Tú que quieres no temer ya, examina tu conciencia. No te quedes en la
superficie; desciende a ti mismo, penetra en el interior de tu corazón.
Escudriña con esmero y mira si no hay ninguna vena envenenada que aspire
y absorba el amor ponzoñoso del mundo, si no te sientes movido y apresado
por ningún deleite o placer carnal, si no te hinchas y ensoberbeces con vana
jactancia, si ningún cuidado vanidoso te tiene en llamas; atrévete a afirmar
que te ves puro y transparente, que examinas cuanto de oculto hay en tu
conciencia, ya sea en hechos, en dichos o pensamientos perversos; si ya no
te fatiga la preocupación de evitar el mal, mira si no se desliza ninguna
negligencia en practicar la equidad. Si ese es tu estado real, goza por vivir
sin temor. Lo habrá excluido el amor de Dios, a quien amas con todo tu
corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Lo habrá excluido
también el amor al prójimo, a quien amas como a ti mismo, y por eso te
esfuerzas para que también él ame a Dios contigo con todo el corazón, con
toda el alma y con toda la mente, puesto que no tienes otra manera de
amarte rectamente a ti mismo si no es amando a Dios de tal forma que no le
ames menos por el hecho de volverte hacia ti mismo. Si, por el contrario,
aunque ninguna pasión te sacuda interiormente –¿quién se atreverá a
gloriarse de ello?–, si te amas a ti mismo en ti mismo y te complaces en ti
por ti, debes sentir gran temor precisamente porque nada temes. El temor no
ha de ser arrojado fuera con cualquier amor, sino con el amor recto por el
que amamos a Dios con toda la mente y, en consecuencia, al prójimo, de
manera que también él ame a Dios. El amarse en sí mismo y el agradarse
uno a sí mismo no es amor recto, sino vana soberbia. Por eso, el Apóstol
zahirió con justa reprensión a quienes se aman y se agradan a sí mismos. La
caridad perfecta arroja fuera el temor. Mas no ha de llamarse caridad a lo
que es baratura. ¿Qué hay más sin valor que un hombre sin Dios? Ved lo
que ama quien se ama a sí mismo; no en Dios, sino en sí mismo. Con razón
se dice a ese tal: No te engrías, antes bien teme. Puesto que se engríe, y por
eso no teme, le es ciertamente pernicioso el hecho de no temer a él, que no
está sólidamente cimentado, sino que es llevado por el viento de la
soberbia. Tampoco es manso y piadoso quien se ama y se alaba en sí
mismo; al contrario, orgulloso y feroz, no sabe decir: Mi alma será alabada
en el Señor; escúchenlo los humildes y alégrense. ¿Qué ama de bueno quien
tal vez ama el no temer por el no temer mismo? Puede convencerse de que
eso no procede de la salud, sino de crueldad. Por ejemplo, existe un
salteador audaz en extremo, tanto más peligrosamente cruel cuanto más
perversamente fuerte, quien por ese amor suyo por el que ama el no temer
maquina atrocidades ingentes para ejercitar lo que ama, y ejercitándolo,
robustecerlo; cuanto mayores sean las barbaridades cometidas, tanto mayor
será la audacia de quien no teme. Así, pues, no ha de amarse como un gran
bien lo que puede hallarse incluso en un hombre pésimo.
(Serm. 348, 2)
•
9 de noviembre
Dedicación de una Iglesia
La fiesta que nos congrega es la dedicación de esta casa de oración. Esta es,
en efecto, la casa de nuestras oraciones, pues la casa de Dios somos
nosotros mismos. Si nosotros somos la casa de Dios, somos edificados en
este mundo para ser dedicados al fin del mundo. Todo edificio, mejor, toda
edificación, requiere trabajo; la dedicación pide alegría. Lo que acontecía
aquí cuando se levantaba este edificio, sucede ahora cuando se congregan
los fieles en Cristo. El creer equivale, en cierto modo, a arrancar las vigas y
piedras de los bosques y montes; el ser catequizados, bautizados y formados
se equipara a la tarea de tallado, pulido y ajustamiento por las manos de los
carpinteros y artesanos. Sin embargo, no edifican la casa de Dios más que
cuando se ajustan unos a otros mediante la caridad. Si estas vigas y estas
piedras no se unen entre sí dentro de un orden, si no se combinan
pacíficamente, si en cierto modo no se amasen estrechándose entre sí, nadie
entraría aquí. Además, cuando veis que las piedras y las vigas se ajustan
bien en algún edificio, entras tranquilo sin temer que se caiga. Así, pues,
queriendo Cristo el Señor entrar y habitar en nosotros, como si estuviera
edificándonos, decía: Os doy un mandamiento nuevo que os améis unos a
otros. Os doy, dijo, un mandamiento nuevo. Erais viejos, aún no me
construíais esta casa, yacíais entre vuestras ruinas. Por tanto, para libraros
de la vetustez de vuestra ruina amaos los unos a los otros. Considere, pues,
vuestra caridad que, como fue predicho y prometido, esta casa está aún en
construcción en todo el orbe de la tierra. Cuando se edificaba el templo
después de la cautividad, se decía, según indica otro salmo: Cantad al
Señor un cántico nuevo; cantad al Señor toda la tierra. Las palabras: un
cántico nuevo, equivalen a las otras del Señor: un mandamiento nuevo.
¿Qué tiene de peculiar el cántico nuevo sino un nuevo amor? Cantar es
propio del que ama. La voz de este cantor es el fervor del amor.
(Serm. 336, 1)
•
10 de noviembre
El peso de ser obispo
El día de hoy, hermanos, me invita a reflexionar más detenidamente sobre la
carga que llevo encima. Aunque debo pensar día y noche sobre su peso, no
sé cómo esta fecha de mi aniversario la arroja sobre mis sentidos, de modo
que no puedo evitar el pensar en ella. Y en la medida en que los años
progresan, o, mejor, regresan, y nos acercan más al último día, que, sin
duda, ha de llegar alguna vez, el pensamiento sobre la cuenta que he de dar
a Dios nuestro Señor por todos vosotros me resulta cada vez más vivo y
penetrante y más doloroso. Entre cada uno de vosotros y yo, esta es la
diferencia: vosotros casi no tenéis que dar cuenta más que de vosotros
mismos, mientras que yo tengo que darla de mí y de todos vosotros. En
consecuencia, es mayor la carga, que, bien llevada, comporta una mayor
gloria; pero, ejercida sin fidelidad, precipita en el más terrible de los
suplicios. ¿Qué es lo que, ante todo, debo hacer hoy, a no ser el confiaros el
peligro en que me encuentro, para que seáis mi gozo? El peligro en que me
hallo no es otro que el fijarme en cómo me alabáis, sin preocuparme de
cómo vivís. Aquel bajo cuya mirada hablo, mejor aún, bajo cuya mirada
pienso, sabe que las alabanzas del pueblo me deleitan menos de lo que me
atormenta e inquieta el cómo viven quienes me alaban. No quiero alabanzas
de quienes viven mal; las aborrezco, las detesto; me causan dolor, no placer.
Si dijera que no quiero las alabanzas de quienes viven bien, mentiría; si
digo que las quiero, temo apetecer más la vanidad que la solidez. ¿Qué he
de decir, pues? Ni plenamente las quiero ni plenamente las dejo de querer.
No las quiero plenamente, para que las alabanzas humanas no me pongan
en peligro; no las dejo de querer del todo, para no ser ingrato para con
aquellos a quienes predico.
(Serm. 339, 1)
•
11 de noviembre
El yugo de Cristo
El Apóstol pasaba por las graves, frecuentes y abundantes asperezas de que
hizo memoria; le asistía, empero, no hay duda, el Espíritu Santo, y, mientras
se gastaba el hombre exterior, se le remozaba el interior de día en día, y con
la gran abundancia de los divinos deleites y la esperanza de una felicidad
futura, saboreados en quietud espiritual, se le suavizaban las amarguras
actuales y todo peso hacíase liviano. Tan dulcemente llevaba el yugo de
Cristo y con tanta facilidad su carga, que todo eso que arriba contó, bastante
por su aspereza y atrocidad a poner espanto en cualquier oyente, lo llamaba
él tribulación ligera, porque veía con los ojos interiores, iluminados de fe, a
qué precio se ha de comprar la vida de allá, huir el cuerpo a los dolores
eternos de los impíos y gozar sin inquietud la inacabable dicha de los justos.
Sufren los hombres el bisturí y el cauterio por librarse, aun a costa de otro
más agudo, no del eterno dolor, sino del dolor algo más largo de una úlcera.
Con la esperanza bien aleatoria de gozar al final de la vida un breve y
enfermizo reposo, se desgasta el soldado en cruelísimas guerras, expuesto a
pasar más años de agitación penosa que de sosegado retiro. ¿Con qué
tempestades y borrascas, con qué horrible y tremenda furia del cielo y del
mar no tropiezan los activos mercaderes para granjearse unas riquezas
inestables como el viento y preñadas de mayores riesgos y temporales que
los sufridos en allegarlas? ¿Qué calores y fríos y peligros no soportan los
cazadores? Caballos, hondonadas, precipicios, ríos, fieras. ¡Cómo afrontan
el hambre y la sed! ¡Cuán apurados de agua y de comida, con ser esta de lo
más vil y grosero! Y todo para cazar una bestia, cuya carne a las veces, a
tanto precio cobrada, no necesitan para comer. Mas, aunque la pieza sea un
venado o un jabalí, para el cazador el gusto de haberla cazado es superior al
placer del paladar al comerle aderezado. Y la tierna edad de los niños, ¿a
cuántos sinsabores no está sujeta en razón de los azotes casi diarios? Y,
¿cuántas fatigas de insomnios y abstinencias no maceran a los escolares, no
por la sabiduría, sino por aprender el cálculo, las letras, las elegantes
falacias de la elocuencia, con miras todo a las riquezas y vanos
encumbramientos?
(Serm. 70, 2)
•
12 de noviembre
Unidos en la paz y el amor
Dejemos ya a un lado todo esto. Amemos la paz. Todos, doctos e
ignorantes, saben que hay que anteponerla a la discordia. Amemos y
mantengamos la unidad. Eso es lo que mandan los emperadores y lo que
manda también Cristo. Porque, cuando ellos ordenan el bien, es Cristo el
que manda por ellos. Asimismo nos ruega Cristo por medio del Apóstol que
todos digamos la misma cosa, que no haya entre nosotros cismas, que no
digamos: «Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Céfas, yo de Cristo».
Seamos todos a la vez solo de Cristo, porque ni Cristo se ha dividido ni ha
sido crucificado por nosotros Pablo. ¡Cuánto menos Donato! Ni hemos sido
bautizados en el nombre de Pablo. ¡Cuánto menos en el de Donato! Eso es
lo que dicen los emperadores cristianos, porque son cristianos y católicos,
no siervos de los ídolos, como vuestro Juliano; no son herejes, como lo
fueron otros que persiguieron a la Iglesia católica. Durante la persecución,
los verdaderos cristianos padecían, no penas justísimas por un error
herético, como vosotros, sino martirios gloriosísimos por la verdad católica.
(Carta a los donatistas, 105, 11)
•
13 de noviembre
Gracia por gracia
¿Qué significan las palabras gracia por gracia? Por la fe merecemos a Dios.
No hemos merecido nosotros la remisión de los pecados. De ahí que don
tan grande que hemos recibido, a pesar de nuestra indignidad, se llame
gracia. ¿Qué es la gracia? Un don gratuito. ¿Qué es un don gratuito? Una
simple donación, no una retribución. Si se debiera como recompensa, no
sería gracia. Si realmente se te debía, es que fuiste bueno; pero lo cierto es
que fuiste malo, pero creíste en Aquel que justifica al impío, es decir, en
Aquel que de un impío hace un hombre piadoso. Piensa, pues, en los
castigos que por ley se te debían y en lo que por gracia has conseguido. Una
vez que recibes esta gracia de la fe, serás justo en virtud de esta fe, porque
el justo vive de la fe. Por tu vida de fe te harás digno de Dios, y una vez
hecho digno de Dios, recibirás como premio la inmortalidad y la vida
eterna. Esta vida es también una gracia. Pues, ¿por qué méritos recibes la
vida eterna? Por la gracia. Si la fe es una gracia y la vida eterna es como
premio de la fe, parece que Dios da la vida eterna como debida. Pero, ¿a
quién? Al fiel que por la fe la mereció. Pero, como la fe es una gracia, la
vida eterna es también una gracia por la otra gracia.
(Ev. Jn. Trat. III, 9)
•
14 de noviembre
Las formas corporales
Pero yo no entendía aún la capital importancia de tu acción providencial,
¡oh Dios omnipotente!, que obras maravillas tú solo. Mi ánimo vagaba por
las formas corporales, y distinguía lo bello, que parece bien por sí mismo,
de lo apto o conveniente, que lo parece porque se acomoda a algo; y esto lo
fundaba en ejemplos sacados del mundo corporal...
Ya amaba en la virtud la paz, y odiaba en el vicio la discordia; advertía
en aquella la unidad y en este la división. Y en aquella unidad me parecía
que estaba la mente racional, la naturaleza de la verdad y del sumo bien; al
paso que en la división del vicio veía yo la vida irracional, no sé qué
naturaleza y sustancia del sumo mal, que no era solo sustancia, sino
también vida. Y no solo vida, mísero de mí, sino vida absoluta e
independiente de ti, de quien todo procede. Y a la primera, concebida por
mí como «mente sin sexo», la llamaba «mónada», y al otro lo llamaba
«díada», de que proceden la ira en el crimen y la sensualidad en los vicios.
Así hablaba yo sin saber lo que decía.
Ignoraba yo, pues de nadie lo había aprendido, que el mal no es una
sustancia, y que la mente humana no es tampoco el bien sumo e inmutable.
(Conf. IV, 15.24)
•
15 de noviembre
Las artes elevan el espíritu
Quien no se deje seducir de ellas y cuanto halla disperso en las varias
disciplinas lo unifica y reduce a un organismo sólido y verdadero, merece
muy bien el nombre de erudito, dispuesto para consagrarse al estudio de las
cosas divinas, no solo para creerlas, sino también para contemplarlas,
entenderlas y guardarlas. Al contrario, el que vive esclavizado de los
apetitos, sediento de las cosas transitorias, o también el que se ha libertado
ya de ese cautiverio y vive en continencia, pero no sabe lo que es la nada, la
materia informe, lo que está formado y no tiene alma, el cuerpo la forma en
el cuerpo, el espacio y el tiempo, la localización y temporalidad; el que
ignora qué es el movimiento local y el cambio, el movimiento estable y la
inmortalidad; el que no tiene idea de lo que es trascender todo lugar y todo
tiempo y existir siempre, lo que es no hallarse en ninguna parte, siendo
inmenso, el encerrado en ningún límite de tiempo, siendo eterno; quien no
sepa esto y se mete a investigar, no la naturaleza de Dios, a quien se conoce
mejor ignorando, sino la naturaleza de la misma alma, caerá en toda clase
de errores. Y más fácilmente responderá a esta clase de problemas el que
tuviere conocimiento de los números abstractos e inteligibles, para cuya
comprensión se requiere vigor de ingenio, madurez de edad, ocio, bienestar
y vivo entusiasmo para recorrer suficientemente el orden indicado de las
disciplinas liberales. Pues como esas artes se ordenan en parte al provecho
de la vida, en parte a la contemplación y conocimiento de las cosas, es
dificilísimo adquirir su ejercicio, si no se emplea desde niño mucho ingenio,
mucho entusiasmo y perseverancia.
(DeOrd. II, 16, 44)
•
16 de noviembre
La perseverancia
¿Qué dice, pues, el Señor? Servid al Señor con temor y regocijaos en él con
temblor. Lo mismo el Apóstol: Con temor y temblor obrad vuestra propia
salvación, por ser Dios quien en vosotros obra. Luego, regocijaos con
temblor. No sea que se irrite el Señor... (Aclamaciones del auditorio). Veo
ya en vuestras aclamaciones que os habéis adelantado; ya sabéis lo que voy
a decir; esos gritos lo anuncian con anticipación. Y, ¿cómo lo sabéis, sino
por habéroslo enseñado aquel a quien os condujo la fe? Dice, pues...: oíd lo
que ya sabéis: no os enseño nada nuevo, me limito a recordároslo en esta
plática; o mejor dicho, ni enseño ni recuerdo nada; lo uno, porque ya lo
sabéis; lo otro, porque ya lo habéis recordado; así, pues, repitamos juntos lo
que sabéis lo mismo que yo. Esto dice el Señor: Asid la enseñanza y
regocijaos, pero con temblor, guardando siempre con humildad lo que
habéis recibido. No sea que se enoje alguna vez el Señor, contra los
soberbios, desde luego, que se atribuyen a sí mismos lo que tienen y no dan
las debidas gracias al autor de quien lo tienen. No sea que alguna vez se
enoje el Señor y seáis arrojados del camino justo. ¿Por ventura, dice: «No
sea que se enoje alguna vez el Señor y no lleguéis al camino justo»? ¿Dice
acaso: «No sea que se enoje alguna vez el Señor y no os conduzca o guíe al
camino justo, o bien, os impida el acceso al camino justo»? Ya vais por él;
no queráis ensoberbeceros, para no ser echados de ahí. Y perezcáis, dice, del
camino justo, cuando en breve se enardeciere su cólera sobre vosotros. No,
no irás muy lejos. En el punto y hora donde te hayas ensoberbecido, pierdes
lo recibido. Un sí es, no es, aterrado el protagonista del salmo, y diciendo,
supongamos, «¿Qué hacer?», prosigue: Bienaventurados los que confían en
él; no en sí mismos, sino en él. Por la gracia hemos sido salvados; y esto
no de nosotros, por ser ello don de Dios.
(Serm. 131, 5)
•
17 de noviembre
El lobo convertido en oveja
Venga también Saulo, convertido en Pablo; el lobo convertido en oveja, el
que primero fue enemigo, luego apóstol; primero perseguidor, luego
predicador. Venga, reciba cartas de los príncipes de los sacerdotes para
conducir al tormento, encadenados, a los cristianos que encuentre por
doquier. Recíbalas, recíbalas; póngase en camino, marche, ansíe muertes,
esté sediento de sangre; el que habita en los cielos se reirá de él. Marchaba,
pues, según está escrito, ansiando muertes, y ya estaba cerca de Damasco.
Entonces le dice el Señor desde el cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? Yo estoy aquí y estoy ahí; en el cielo tengo la cabeza, en la tierra
el cuerpo. No nos extrañemos, hermanos, de pertenecer al cuerpo de Cristo.
Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa es para ti dar coces contra
el aguijón. A ti mismo te haces daño, pues mi Iglesia crece con las
persecuciones. Y él, lleno de pavor y temblor, respondió: ¿Quién eres tú,
Señor? Y él: Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Transformado al
instante, espera órdenes. Depone el odio y se dispone a obedecer. Se le
indica lo que ha de hacer. Antes de ser bautizado Pablo, dice el Señor a
Ananías: Vete a tal aldea, a un hombre llamado Saulo, y bautízalo, porque
es para mí vaso de elección. El vaso debe contener algo, pues no debe estar
vacío. El vaso ha de ser llenado. ¿De qué sino de gracia? Pero Ananías
respondió a Jesucristo nuestro Señor: Señor, he oído que este hombre ha
hecho mucho mal a tus santos. Incluso ahora trae cartas de los príncipes de
los sacerdotes para que, dondequiera que encuentre hombres de este
camino, los lleve encadenados. Y el Señor le respondió: «Yo le mostraré lo
que le conviene padecer por mi nombre». Con solo oír el nombre de Saulo,
Ananías se puso a temblar; la fama del lobo hacía temblar a la oveja flaca,
incluso estando bajo el cayado del pastor.
(Serm. 295, 6)
•
18 de noviembre
Me aguarda la corona
Después de haber dicho: Me aguarda la corona de justicia, añadió: que en
aquel día me dará el Señor, juez justo. Siendo justo, la dará como
retribución, cosa que no hizo antes. Pues, ¡oh Pablo!, antes Saulo, si,
cuando perseguías a los santos de Cristo, cuando guardabas los vestidos de
los lapidadores de Esteban, hubiera ejercitado sobre ti su justo juicio el
Señor, ¿dónde estarías? ¿Qué lugar podría encontrarse en lo más hondo del
infierno proporcionado a la magnitud de tu pecado? Pero entonces no te
retribuyó como merecías para hacerlo ahora. En tu carta hemos leído lo que
dices sobre tus primeras acciones; gracias a ti las conocemos. Tú dijiste:
Pues yo soy el último de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado
apóstol. No eres digno, pero él te hizo. No te retribuyó como merecías,
puesto que concedió un honor a quien era indigno de él, merecedor más
bien del suplicio. No soy digno, dice, de ser llamado apóstol. ¿Por qué?
Porque perseguí a la Iglesia de Dios. Si perseguiste a la Iglesia de Dios,
¿cómo es que eres apóstol? Por la gracia de Dios soy lo que soy. Yo no soy
nada. Lo que soy, lo soy por la gracia de Dios. Lo que soy ahora: apóstol,
pues lo que era antes lo era yo: Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la
gracia de Dios no fue estéril en mí, sino que trabajé más que todos ellos.
¿Qué es esto, apóstol Pablo? Das la impresión de haberte envanecido;
parece que lo dicho procede de la presunción: Trabajé más que todos ellos.
Reconócelo, pues. «Lo reconozco, dijo; pero no yo, sino la gracia de Dios
conmigo». No se le olvidaba, sino que reservaba para los últimos lo que les
iba a agradar en él, el último: Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.
(Serm. 298, 4)
•
19 de noviembre
Justo castigo
Tan pronto como el hombre despreció el mandato de Dios, de ese Dios que
lo había creado, que lo había hecho a su imagen y antepuesto a los demás
animales, que lo había constituido en el paraíso y le había dado abundancia
de todas las cosas y de salud, que, lejos de imponerle muchos preceptos
graves y difíciles, le había provisto, para encarecer la obediencia, de uno
muy ligero y breve, con el que advertía a la criatura que Él era su Señor y
que le convenía servirle libremente, siguió una justa condenación. Y esta
condenación fue tal, que el hombre, que, guardando el mandamiento, había
de ser espiritual aun en la carne, se trocó en carnal aun en la mente. Como
él, por su soberbia, se complació en sí mismo, la justicia de Dios le entregó
a sí mismo, y no para vivir en su pura independencia, sino para arrastrar,
luchando contra sí mismo, en lugar de la libertad que deseó, una
servidumbre dura y miserable bajo el poder de aquel a quien dio su
consentimiento pecando. Muerto voluntariamente en espíritu, había de
morir contra su voluntad en el cuerpo, y, desertor de la vida eterna, quedaba
condenado también a una muerte eterna si la gracia no le librara. Quien
estime esta condenación excesiva o injusta, no sabe ciertamente pesar cuál
fue la injusticia de un pecado cometido en circunstancias en que era tan
fácil no pecar. Así como la obediencia de Abrahán se encomia
merecidamente, porque el matar a su hijo era un mandato muy duro y
difícil, así la desobediencia del paraíso se acrece tanto más cuanto que el
mandato carecía en absoluto de dificultad. Y como la obediencia del
segundo Adán es más admirable, por haberse hecho obediente hasta la
muerte, así la desobediencia del primero es más detestable, porque se hizo
desobediente hasta morir. Y siendo tan grande la pena impuesta a la
desobediencia, y el mandamiento del Creador tan fácil, ¿quién explicará
sobradamente el mal que entraña no obedecer en cosa tan fácil y a un
precepto de tan grande poder y que aterra con tamaño suplicio?
(CdeD XIV, 15, 1)
•
20 de noviembre
La ira de Dios
La ira de Dios no es en Él una turbación del ánimo, sino el juicio por el que
castiga el pecado. Su pensamiento y su reflexión es la razón inmutable de
las cosas mudables. Porque Dios, que tiene sobre todos los seres un sentir
tan estable como cierta es su presciencia, no se arrepiente de sus obras
como el hombre. Si la Escritura no usara estas expresiones, su forma no
sería familiar hasta cierto punto y a tono con toda clase de hombres, cuyo
aprovechamiento pretende. De esta suerte aterra a los soberbios y despierta
a los negligentes, ejercita a los investigadores y alienta a los inteligentes,
cosa que no hiciera de no inclinarse y abajarse primero a dar su mano a Dos
tendidos. El anunciar la muerte de todos los animales terrenos y volátiles es
una imagen de la grandeza de la catástrofe venidera, no una amenaza de
muerte hecha a los animales privados de razón, como si también ellos
hubieran pecado.
(CdeD XV, 25)
•
21 de noviembre
Dio fe al mensaje
Os pido que atendáis a lo que dijo Cristo, el Señor, extendiendo la mano
sobre sus discípulos: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la
voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ese es mi hermano, y mi
hermana, y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la
Virgen María ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que
fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser
nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado
en ella?
Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección, la voluntad del
Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo
que la de madre de Cristo. Por eso, María fue bienaventurada, porque, antes
de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno.
Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes
y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el vientre que te llevó. Y el
Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades
de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Mejor, dichosos los que
escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa
también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el
cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo.
Cristo es la verdad, Cristo tuvo cuerpo; en la mente de María estuvo Cristo,
la verdad: en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más
importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno.
María fue santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que
la misma Virgen María. ¿En qué sentido? En cuanto que María es parte de
la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro
supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es parte de
la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus miembros.
La cabeza de este cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo constituyen la
cabeza y el cuerpo. ¿Qué más diremos? Tenemos, en el cuerpo de la Iglesia,
una cabeza divina, tenemos al mismo Dios por cabeza.
Por tanto, amadísimos hermanos, atended a vosotros mismos: también
vosotros sois miembros de Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor
de manera equivalente, cuando dice: Estos son mi madre y mis hermanos.
¿Cómo seréis madre de Cristo? El que escucha y cumple la voluntad de mi
Padre del cielo, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. Podemos
entender lo que significa aquí el calificativo que nos da Cristo de hermanos
y hermanas: la herencia celestial es única, y, por tanto, Cristo, que siendo
único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y
coherederos suyos.
(Serm. 25, 7, 8)
•
22 de noviembre
Cantad a Dios
Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez
cuerdas; cantadle un cántico nuevo. Despojaos de lo antiguo, ya que se os
invita a un cántico nuevo. Nuevo hombre, nuevo Testamento, nuevo
cántico. El nuevo cántico no responde al hombre antiguo. Solo pueden
aprenderlo los hombres nuevos, renovados de su antigua condición por obra
de la gracia y pertenecientes ya al nuevo Testamento, que es el reino de los
cielos. Por él suspira todo nuestro amor y canta el cántico nuevo. Pero es
nuestra vida, más que nuestra voz, la que debe cantar el cántico nuevo.
Cantadle un cántico nuevo, cantadle con maestría. Cada uno se pregunta
cómo cantará a Dios. Cántale, pero hazlo bien. Él no admite un canto que
ofenda sus oídos. Cantad bien, hermanos. Si se te pide que cantes para
agradar a alguien entendido en música, no te atreverás a cantarle sin la
debida preparación musical, por temor a desagradarle, ya que él, como
perito en la materia, descubrirá unos defectos que pasarían desapercibidos a
otro cualquiera. ¿Quién, pues, se prestará a cantar con maestría para Dios,
que sabe juzgar del cantor, que sabe escuchar con oídos críticos? ¿Cuándo
podrás prestarte a cantar con tanto arte y maestría que en nada desagrades a
unos oídos tan perfectos?
Mas he aquí que él mismo te sugiere la manera cómo has de cantarle: no
te preocupes por las palabras, como si estas fuesen capaces de expresar lo
que deleita a Dios. Canta con júbilo. Este es el canto que agrada a Dios, el
que se hace con júbilo. ¿Qué quiere decir cantar con júbilo? Darse cuenta
de que no podemos expresar con palabras lo que siente el corazón. En
efecto, los que cantan, ya sea en la siega, ya sea en la vendimia o en algún
otro trabajo intensivo, empiezan a cantar con palabras que manifiestan su
alegría, pero luego es tan grande la alegría que los invade que, al no poder
expresarla con palabras, prescinden de ellas y acaban en un simple sonido
de júbilo.
El júbilo es un sonido que indica la incapacidad de expresar lo que siente
el corazón. Y este modo de cantar es el más adecuado cuando se trata del
Dios inefable. Porque, si es inefable, no puede ser traducido en palabras. Y,
si no puedes traducirlo en palabras y, por otra parte, no te es lícito callar, lo
único que puedes hacer es cantar con júbilo. De este modo el corazón se
alegra sin palabras y la inmensidad del gozo no se ve limitada por unos
vocablos. Cantadle con maestría y con júbilo.
(Serm. 32, I, 7.8)
•
23 de noviembre
Paz y discordia
Mas los hombres que no viven de la fe buscan la paz terrena en los bienes y
comodidades de esta vida. En cambio, los hombres que viven de la fe
esperan en los bienes futuros y eternos, según la promesa. Y usan de los
bienes terrenos y temporales como viajeros. Estos no los prenden ni los
desvían del camino que lleva a Dios, sino que los sustentan para tolerar con
más facilidad y no aumentar las cargas del cuerpo corruptible, que apesga al
alma. Por tanto, el uso de los bienes necesarios a esta vida mortal es común
a las dos clases de hombres y a las dos casas; pero, en el uso, cada uno tiene
un fin propio y un pensar muy diverso del otro. Así, la ciudad terrena, que
no vive de la fe, apetece también la paz, pero fija la concordia entre los
ciudadanos que mandan y los que obedecen en que sus quereres estén
acordes de algún modo en lo concerniente a la vida mortal. Empero, la
ciudad celestial, o mejor, la parte de ella que peregrina en este valle y vive
de la fe, usa de esta paz por necesidad, hasta que pase la mortalidad, que
precisa de tal paz. Y por eso, mientras que ella está como viajero cautivo en
la ciudad terrena, donde ha recibido la promesa de su redención y el don
espiritual como prenda de ella, no duda en obedecer estas leyes que
reglamentan las cosas necesarias y el mandamiento de la vida mortal. Y
como esta es común, entre las dos ciudades hay concordia con relación a
esas cosas. Pero resulta que la ciudad terrena tuvo ciertos sabios
condenados por la doctrina de Dios, que, o por sospechas o por engaño de
los demonios, dijeron que debían amistar muchos dioses con las cosas
humanas. Y encomendaron a su tutela diversos seres, a uno el cuerpo, a otro
el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la cabeza y a otro la cerviz; y de las
demás partes, a cada uno la suya. Y de igual modo en el alma: a uno
encomendaron el ingenio, a otro la doctrina, a otro la ira, a otro la
concupiscencia; y en las cosas necesarias a la vida, a uno el ganado, a otro
el trigo, a otro el vino, a otro el aceite, a otro las selvas, a otro el dinero, a
otro la navegación, a otro las guerras y las victorias, a otros los
matrimonios, a otro los partos y la fecundidad, y a otro los seres. La ciudad
celestial, en cambio, conoce a un solo Dios, único al que se debe el culto y
esa servidumbre, que en griego se dice latría y piensa con piedad fiel que
no se debe más que a Dios. Estas diferencias han motivado el que esta
ciudad no pueda tener comunes con la ciudad terrena las leyes religiosas. Y
por estas se ve en la precisión de disentir de ella y ser una carga para los
que sentían en contra y soportar sus iras, sus odios y sus violentas
persecuciones, a menos de refrenar alguna vez los ánimos de sus enemigos
con el terror de su multitud, y siempre con la ayuda de Dios. La ciudad
celestial, durante su peregrinación, va llamando ciudadanos por todas las
naciones y formando de todas las lenguas una sociedad viajera. No se
preocupa de la diversidad de leyes, de costumbres ni de institutos, que
resquebrajan o mantienen la paz terrena. Ella no suprime ni destruye nada,
antes bien lo conserva y acepta, y ese conjunto, aunque diverso en las
diferentes naciones, se flecha, con todo, a un único y mismo fin, la paz
terrena, si no impide la religión que enseña que debe ser adorado el Dios
único, sumo y verdadero. La ciudad celestial usa también en su viaje de la
paz terrena y de las cosas necesariamente relacionadas con la condición
actual de los hombres. Protege y desea el acuerdo de quereres entre los
hombres cuanto es posible, dejando a salvo la piedad y la religión, y
supedita la paz terrena a la paz celestial. Esta última es la paz verdadera, la
única digna de ser y de decirse paz de la criatura racional, a saber, la unión
ordenadísima y concordísima para gozar de Dios y a la vez en Dios. En
llegando a esta meta, la vida ya no será mortal, sino plenamente vital. Y el
cuerpo ya no será animal, que, mientras se corrompe, apesga al alma, sino
espiritual, sin ninguna necesidad, sometido de lleno a la voluntad. Posee
esta paz aquí por la fe, y de esta fe vive justamente cuando refiere a la
consecución de la paz verdadera todas las buenas obras que hace para con
Dios y con el prójimo, porque la vida de la ciudad es una vida social.
(CdeD XIX, 17)
•
24 de noviembre
Oseas, Amós y el Evangelio
El profeta Oseas pone tal profundidad en sus palabras, que es muy costoso
sondear en ellas. Sin embargo, lo prometido es deuda. Y sucederá –escribe–
que en el lugar en que se les dijo: Vosotros no sois mi pueblo, serán
llamados hijos del Dios vivo. Los apóstoles mismos han entendido este
texto de la vocación de los gentiles, que antes no pertenecían a Dios. Y
como los gentiles son también espiritualmente hijos de Abrahán, y por eso
se les llama, con razón, Israel, el profeta añade: Y los hijos de Israel
vendrán a formar una unidad, y se elegirán un solo caudillo, y se elevarán
sobre la tierra. Querer explicar esto sería desvirtuar las palabras del profeta.
Recuérdese solamente la piedra angular y las dos paredes, compuestas una
de los judíos y otra de los gentiles; aquella, bajo el nombre de hijos de Judá,
y esta, de hijos de Israel, apoyándose las dos sobre un mismo caudillo y
elevándose sobre la tierra. El mismo profeta atestigua que estos israelitas
carnales que ahora no quieren creer en Cristo han de creer en él un día, no
ellos, pues pasarán con la muerte, sino sus hijos, cuando dice: Los hijos de
Israel estarán mucho tiempo sin rey, sin caudillo, sin sacrificio, sin altar,
sin sacerdocio y sin profecías ¿Quién no ve que este es el estado actual de
los judíos? Mas oigamos lo que añade: Y después, los hijos de Israel
volverán y buscarán al Señor su Dios y a su rey David, y se maravillarán
del Señor y de sus bienes en los últimos tiempos. No hay nada más claro
que esta profecía, en la que el rey David está significando a Cristo, que
nació –como dice el Apóstol–, según la carne, del linaje de David.
Este mismo profeta ha predicho la resurrección de Cristo al tercer día,
pero con una profundidad misteriosa, profética, donde dice: Nos sanó
después de dos días, y al tercer día resucitaremos. En este sentido habla
aquí el Apóstol: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de
arriba. Amós profetiza estos misterios en los siguientes términos:
Prepárate, Israel –dice–, para invocar a tu Dios. He aquí que yo soy el que
forma los truenos y crea los vientos y el que anuncia a los hombres su
Cristo. Y en otro pasaje: Ese día restauraré el tabernáculo de David, que
está por tierra, y restableceré lo igualado con la tierra, y reharé lo
destruido, y lo reedificaré como en tiempos pasados. De suerte que me
busquen el resto de los hombres y todas las naciones en que se invocó ml
nombre, dice el Señor, hacedor de tales maravillas.
(CdeD XVIII, 28)
•
25 de noviembre
La vida eterna
Las riquezas se buscan con la mirada puesta en la vida, no la vida con la
mirada puesta en las riquezas. ¡Cuántos han pactado con sus enemigos,
aunque le arrebatasen todo, con tal que les dejasen la vida! Compraron su
vida a precio de todo lo que tenían. ¡Cuánto ha de darse por la vida eterna si
tan valiosa es la perecedera! Da algo a Cristo para vivir feliz, tú que das
todo al enemigo para vivir en la mendicidad. Por tu vida temporal, que
rescatas a precio tan alto, valora cuánto vale la vida eterna, que descuidas
para vivir unos pocos días, aun en el caso de que llegues a la senectud.
Pocos son los días del hombre desde su infancia hasta la vejez; y, aunque el
mismo Adán hubiese muerto hoy, habría vivido pocos días, puesto que eran
limitados. ¿Pagas, pues, un rescate por estos escasos días vividos en la
fatiga, en tanta miseria y tentación? ¿Cuánto pagas? Estás dispuesto a
quedarte sin nada con tal de quedarte contigo mismo. ¿Quieres conocer
cuánto vale la vida eterna? Súmate a ti mismo a todo lo demás. He aquí que
el enemigo que te había tenido cautivo te dijo: «Dame cuanto tienes si
quieres vivir»; y tú, con tal de vivir, se lo entregaste todo; tú, que hoy te has
visto liberado, pero que quizá morirás mañana; liberado de uno y mañana
quizá degollado por otro. Estos peligros, hermanos míos, han de
aleccionarnos. ¿Cómo es posible ser tan ignorantes en medio de las palabras
de Dios y la experiencia humana? He aquí que entregaste todo y saliste
gozoso, porque aún vives; aunque pobre, necesitado, desnudo, mendigo, te
sientes gozoso, porque vives y sientes la dulzura de la luz. Hágase presente
Cristo; haga un trato con él; él, que no te cautivó, sino que fue cautivo por
ti; que no busca el darte muerte, sino que se dignó morir por ti. Quien se
entregó a sí mismo por ti –¡qué gran precio!–, quien te hizo, te dice: «Ven a
un pacto conmigo. ¿Quieres tenerte a ti a costa de perderte? Si quieres
tenerte a ti, es preciso que me poseas a mí; que te odies a ti para poseerme a
mí, y, perdiendo tu vida, la halles, para no perderla poseyéndola. Ya te he
dado un consejo saludable a propósito de esas tus riquezas que posees con
amor, y que, sin embargo, estás dispuesto a entregar por tu vida presente. Si
las amas, no las pierdas; pero donde las amas, allí han de perecer contigo.
También respecto a ellas te doy un consejo. ¿Las amas? Envíalas adonde
has de ir tú después, no sea que, amándolas en la tierra, o las pierdas en vida
o tengas que dejarlas una vez muerto. También a este respecto te he dado un
consejo. No dije: «Piérdelas», sino: «Guárdalas». ¿Quieres atesorar? No te
digo que no lo hagas, antes bien te indico el dónde. Acógeme como a quien
te da un consejo, no como a uno que te lo prohíbe. ¿Dónde, pues, te digo
que has de atesorar? Acumulad vuestro tesoro en el cielo, donde el ladrón
no entra y donde ni la polilla ni la herrumbre lo echan a perder».
(Serm. 345, 2)
•
26 de noviembre
El tiempo no descansa
Pero el tiempo no descansa ni pasa en balde sobre nuestros sentidos, y
puede obrar en nosotros cambios admirables. El tiempo venía y pasaba con
el sucederse de los días; y al venir y pasar me iba trayendo otras imágenes y
otros recuerdos; me devolvía poco a poco a mis primeros deleites, y mi
dolor iba cediendo. En lugar suyo venían no otros dolores, pero sí los
gérmenes de otros dolores. ¿Por qué había podido aquel dolor penetrar en
mí tan hondo y con tanta facilidad, sino porque yo había derramado mi
alma en la arena amando a un ser mortal como si nunca hubiera de morir?
Particular consuelo y recreación hallaba yo en la compañía de otros amigos
con los cuales amaba yo lo que amaba en lugar tuyo. Ese fantasma era una
enorme fábula y una larga mentira con cuyo contacto adulterino se
corrompía nuestra mente, que sentía prurito por oírlas. Pero esta fábula no
se moría en mí porque un amigo se muriera.
Otras cosas eran las que cautivaban mi ánimo: como conversar y reír
juntos, obsequiarnos con mutuas benevolencias; bromear unos con otros y
leer en compañía libros agradables; disentir a veces sin odio ni querella,
como cuando el hombre discute consigo mismo, y condimentar con esos
raros disentimientos una estable concordia; enseñarnos algo unos a otros, o
aprender algo unos de otros; echar de menos con dolor a los ausentes y
recibirlos con alegría a su regreso. Con estos y otros parecidos signos de
afecto, de esos que salen del corazón cuando las gentes se quieren bien y
que se manifiestan por los ojos, por la palabra, por la expresión del rostro y
de mil otros modos gratísimos, las almas se funden como al fuego, y de
muchas se hace una.
(Conf. IV, 8.13)
•
27 de noviembre
Lo que se ama en los amigos
Esto es lo que se ama en los amigos; y de tal manera ama que la conciencia
se siente culpable cuando no se corresponde el amor con amor, sin buscar
del cuerpo del amigo otra cosa que signos de benevolencia. De aquí el luto
cuando se muere un amigo; de aquí los sombríos dolores, y el corazón
empapado en una dulzura que se trocó en amargura; y la vida que se perdió
en los que mueren es muerte para los que siguen viviendo.
Dichoso el que te ama a ti, y a su amigo en ti, y a su enemigo en ti; pues
el único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en
Aquel que no se pierde. ¿Y quién es este, sino tú, nuestro Dios, el que hizo
el cielo y la tierra y los llena, pues llenándolos los hizo? A ti no te pierde
sino el que te abandona. Y el que te deja, ¿adónde va, adónde huye sino de
ti, benévolo a ti enojado? ¿Y en dónde no encontrará tu ley en su propia
pena? Pues tu ley es la verdad, y la Verdad eres tú.
(Conf. IV, 9.14)
•
28 de noviembre
Hacerse amigos
Haceos, pues, amigos. Hágalos cada cual con lo que tenga. Que nadie diga:
«Soy pobre». Nadie diga: «Que se los hagan los ricos». Quienes más tienen,
hagan más con su mayor caudal. ¿Acaso los pobres no tienen también con
qué hacérselos? Zaqueo fue rico, Pedro pobre. El primero compró el reino
de los cielos con la mitad de sus riquezas; el segundo lo compró solamente
con una red y una barquichuela. Ni del hecho de haberlo comprado el
primero se sigue que no le quedara al segundo qué comprar. El reino de
Dios no se vende, de forma que, cuando uno lo adquiere, se queda el otro
sin tener qué comprar. Ved que los padres lo adquirieron y nos dejaron qué
comprar nosotros. ¿Acaso ellos compraron una cosa y nosotras otra? No, es
lo mismo. Siempre es comprado, y hasta el fin del mundo sigue en venta.
No has de temer quedar excluido por el aumento de compradores. No hay
razón para decir: «Lo va a comprar aquel, pues dispone de cierta cantidad
de la que no dispongo yo». Te responde quien te lo propuso a la venta:
«Trae lo que tienes; tendrás íntegro, también tú, lo que compres». Dije que
Pedro lo obtuvo íntegro a cambio de la única navichuela que poseía. Íntegro
lo obtuvo aquella viuda que echó dos pequeñas monedas en el cepillo del
templo. Echó dos monedas y lo compró íntegro, pues mucho echó quien
nada se reservó. Y lo que dije poco ha: ¿qué hay más barato que un vaso de
agua fría? Ese es también el precio del reino de los cielos. Quien no tenga
ni una barca ni redes, quien no tenga las riquezas de Zaqueo, quien no tenga
ni siquiera aquellas dos monedas de que disponía aquella viuda, tiene, al
menos, un vaso de agua fría. Pienso que hasta añadió el adjetivo fría para
que no te turbaras pensando en la leña. Pero hasta puede darse en un
momento dado que no tengas o encuentres ni siquiera un vaso de agua fría
que dar a un sediento. No lo encuentras y te compadeces de ese sediento;
Dios ve lo que tienes dentro; no ve en tu mano el poder, pero ve en tu
corazón el querer. También tú lo has comprado, estate seguro. Lo que tú
posees se llama paz: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
(Serm. 359A, 12)
•
29 de noviembre
Inseguridad de la amistad
Y si no se da esa ignorancia rayana en la demencia, frecuente, por cierto, en
la mísera condición de esta vida, que nos hace creer al amigo enemigo, o al
enemigo amigo, ¿qué consolación mejor hallamos, entre las agitaciones y
penalidades de la sociedad humana, que la fe sincera y el mutuo amor de los
buenos y auténticos amigos? Pero cuantos más y en más lugares los
tenemos, tanto más tememos que les suceda algún accidente de esos que
llenan el mundo. Porque no nos preocupa solamente que no sean afligidos
por el hambre, las guerras, las enfermedades, la cautividad y los males que
esto lleva consigo, imposibles de imaginar, sino que además tememos –y es
temor mucho más amargo– que se tornen pérfidos y malvados. Y cuando
esto sucede (evidentemente tanto más cuanto más y más diferentes son
nuestros amigos) y llega a nuestro conocimiento, ¿quién podrá darse cuenta
de las llamas en que arde nuestro corazón sino el que siente tales reveses?
Preferiríamos saber a nuestros amigos muertos, aunque aun esto no
podríamos saberlo sin dolor. ¿Cómo es posible que la muerte de personas
cuya vida nos deleitaba con los solaces de la amistad no nos inyecte la
tristeza en el alma? Quien proscribe esta tristeza, proscriba, si puede, las
charlas entre amigos. Interrumpa o corte el hilo del afecto amigable, rompa
los lazos más dulces de las relaciones humanas, y esta no lo hará sin cruel
estupor. O, si no, crea que es preciso usar de ellos sin que la amistad aliente
en el espíritu ese aire de dulzura. Y si todo esto es imposible, ¿cómo no nos
ha de ser amarga la muerte de aquel cuya vida nos es dulce? De aquí nace
esa melancolía, esa especie de herida o llaga del corazón, no inhumana, que
solo halla curación en los dulzones de las consolaciones. Decir que esas
heridas se restañan tanto más pronto y fácilmente cuanto mejor es el alma,
no es decir que no hay llaga en el alma. Aunque la muerte de los seres más
queridos, sobre todo si son forjadores de los lazos sociales, pinche más
blanda o más duramente en la vida de los mortales, sin embargo, preferimos
verlos morir a verlos desertar de la fe o de las buenas costumbres, que es
morir en el alma. De esta inmensa cantidad de males está llena la tierra. Por
eso está escrito: ¿No es verdad que la vida del hombre sobre la tierra es
tentación? Y por eso dice el Señor: ¡Ay del mundo por los escándalos! Y
asimismo: Porque abundó la iniquidad se enfriará la caridad de muchos. He
aquí por qué debemos felicitarnos por la muerte de nuestros mejores
amigos. Y cuando nuestro corazón sea presa de la angustia, consolémonos y
pensemos que la muerte ha librado a los amigos de los males que hieren,
depravan o, al menos, ponen en peligro en esta vida aun a los hombres
buenos.
(CdeD XIX, 8)
•
30 de noviembre
Dios escogió a los pecadores e ignorantes
Y ¡cuánta no ha sido la bondad de Cristo! Este Pedro que así habla fue
pescador, y es ahora para un orador gran motivo de gloria poder
comprender al pescador. Por lo cual, hablando el Apóstol a los primeros
cristianos, les decía: Considerad, hermanos, quiénes son los llamados de
entre vosotros; cómo no sois muchas los sabios según la carne, ni muchos
los poderosos, ni muchos los nobles; antes ha Dios escogido a los necios
según el mundo para confundir a los sabios, y ha Dios escogido a los flacos
del mundo para confundir a los fuertes; y a las cosas miles y despreciables
del mundo y aquellas que eran nada, para destruir a las que son. De haber
Cristo echado mano del orador, el orador habría dicho: «He sido elegido por
mi elocuencia»; si del senador, el senador habría dicho: «He sido elegido
por el mérito de mi dignidad»; en fin, si hubiera empezado eligiendo al
emperador, el emperador habría dicho: «He sido elegido en atención a mi
poder». Estense quedos los tales y aguarden todavía un poco; no se los
olvida, no se los menosprecia, difiere un tanto la elección de quienes
pueden ver en sus méritos alguna razón de gloriarse de sí mismos en sí
mismos. Dadme antes, dice Cristo, ese pescador, ese idiota, ese analfabeto;
dadme aquel con quien el senador tiene a mengua cruzar la palabra, ni aun
en el momento de comprarle el pescado; dádmele, pues cuando le haya
llenado de mí mismo, será manifiesto que lo hago yo todo. También he de
llamar al orador, y al senador, y al emperador; sí; alguna vez echaré mano
del senador, pero mi acción resaltará más en el pescador. El senador puede
gloriarse de sí mismo, y también el orador y el emperador; el pescador no
puede gloriarse sino de Cristo. Venga primero el pescador a enseñar la
saludable virtud de la humildad; por medio de él será mejor atraído el
emperador.
(Serm. 43, 6)
Diciembre
•
1 de diciembre
Verbo de Dios
Nosotros decimos que Cristo es el Verbo de Dios, por quien todo fue hecho.
Es Hijo, porque es Verbo. Y no es verbo que se pronuncia y pasa, sino
Verbo, que permanece inmutablemente y sin alteración en el Padre,
inmutable, bajo cuyo régimen es gobernada toda la creación espiritual y
corporal. Él tiene la sabiduría y la ciencia. Él determina qué, cuándo y
dónde a la criatura le conviene algo conforme a su fin. Por eso en todos los
tiempos, tanto antes de multiplicar el linaje de los hebreos, en el cual
prefiguró con símbolos convenientes la manifestación de su venida, como
más tarde en el reino israelítico, y más tarde, cuando apareció a los mortales
en su carne mortal, tomada de una Virgen, y más tarde hasta el momento
actual, en que cumple lo que antiguamente anunció por los profetas, y,
finalmente, hasta el fin del mundo, en que separará a los santos de los
impíos, para dar a cada uno lo suyo, ese Verbo es el mismo Hijo de Dios,
coeterno al Padre, inmutable Sabiduría, por la que fue creada toda la
creación y por cuya participación es bienaventurada toda alma racional.
(Carta a Deogracias, 102, 11)
•
2 de diciembre
El centurión, un gentil
Yo soy, dice, hombre sujeto a poder extraño, que tengo debajo de mí
soldados; y digo a este: «Vete», y va; y a otro: «Ven», y viene; y a mi
siervo: «Haz esto», y lo hace. Soy un mando para los subordinados míos, y
subordinado a otro mando superior. Si, pues, yo, que soy un subordinado,
tengo facultad de mandar, ¿qué no podrás tú, a quien todos los poderes
están sujetos? Era gentil este hombre, pues era centurión. Ya entonces los
judíos tenían guarnición del Imperio romano. Y este, de guarnición allí,
tenía la autoridad correspondiente al grado de centurión, que obedece, como
súbdito, y tiene súbditos. Mas donde principalmente ha de fijarse vuestra
caridad es en que, si bien el Señor se hacía su vida en el pueblo judío,
hablaba ya de la Iglesia, que había de difundirse por toda la redondez del
globo, adonde había de mandar a sus apóstoles. Los gentiles no le vieron,
pero creyeron; los judíos le vieron y le mataron. A la manera, pues, que no
entró el Señor en la casa del centurión corporalmente y, sin embargo
(ausente su cuerpo, presente su Majestad), les dio a él y a los suyos la fe y
la salud; así el mismo Señor, corporalmente solo estuvo en el pueblo judío,
porque no nació en otro lugar alguno de la gentilidad de una virgen, ni
padeció, ni anduvo de un lado a otro, ni sufrió nada de los hombres, ni llevó
a cabo sus divinos milagros. Nada de todo esto hizo entre los gentiles; con
todo eso, en ello se vio realizada la profecía: Un pueblo que no conocía, me
sirvió. ¿Cómo le sirvió, si no le conoció? In auditu aurium: en un oír de
oídos (al primer anuncio del Evangelio) me obedeció. Los judíos le vieron
y le crucificaron; el orbe le oyó y creyó.
(Serm. 62, 4)
•
3 de diciembre
Humildad y fe
Oye, pues, la confesión del Señor: Te confieso, Padre, Señor del cielo y de
la tierra. ¿Qué te confieso? ¿Por qué te alabo? Esta confesión, he dicho, es
confesión de alabanza. Porque celaste a los sabios y discretos estas cosas y
se las descubriste a los pequeñuelos. Hermanos, ¿qué significa esto? Por la
antítesis lo comprenderéis. Celaste, dice, estas cosas a los sabios y
discretos y se las revelaste, no dice a los necios e indiscretos, sino: Celaste
estas cosas a los sabios y discretos, pero se las descubriste a los
pequeñuelos. Donde a los ridículos sabios y discretos y a los arrogantes de
grandeza ficticia (su arrogancia es hinchazón) contrapone los pequeñuelos,
y no los necios e indiscretos. ¿Quiénes son los pequeñuelos? Los humildes.
Celaste, pues, estas cosas a los sabios y discretos. Que bajo el nombre de
sabios y discretos han de ser entendidos los soberbios. Él mismo lo pone de
manifiesto al decir: Se las descubriste a los pequeñuelos. Luego se las
escondiste a los no pequeñuelos. ¿Qué significa a los no pequeñuelos? A los
no humildes. Y decir a los no humildes, ¿no es decir a los soberbios? Este
camino del Señor, o bien no existía o estaba oculto, y nos fue revelado a
nosotros. ¿De qué se regocijó el Señor? De haberles sido revelado a los
pequeñuelos. Hemos, pues, de ser pequeñuelos; que, si diéremos en ser
grandes a la manera de los sabios y discretos, no se nos descubrirá.
¿Quiénes son los grandes? Los sabios y discretos que, dándose a sí mismos
nombre de sabios, hiciéronse necios. El remedio está en hacer lo contrario;
porque si, diciéndote sabio, paraste en necio, diciéndote necio darás en
sabio. Dilo, pues, dilo; dilo de corazón, porque no dices sino la verdad.
Dilo, y si lo dices ante los hombres, no lo calles delante de Dios. Porque,
verdaderamente, de ti, de tu caudal, eres una pura tiniebla. ¿Qué significa
ser necio sino haber en tinieblas el corazón? De ellos, en fin, dice el
Apóstol: Diciéndose sabios, dieron en necios. Antes de lo cual había dicho:
Y se les obscureció el necio corazón. Di, pues, tú que no hay luz en ti. ¿De
qué aprovecha un ojo abierto y sano si falta la luz? Di, pues, que no hay luz
alguna en ti de tu cosecha y pide a voces lo que dice la Escritura: Tú, Señor,
encenderás mi antorcha; con tu luz, Señor, alumbrarás mis tinieblas. De
mío no tengo sino tinieblas; pero tú eres la luz que ahuyenta las tinieblas y
me iluminas. No hay en mí de mí luz alguna, ni habrá luz en mí si no la
tomo de ti.
(Serm. 67, 8)
•
4 de diciembre
En el principio
Cuando fijo mi atención en el texto del Apóstol cuya lectura se acaba de oír,
que el hombre animal no penetra en las cosas que son del espíritu de Dios, y
me doy cuenta después que en este auditorio hay muchos que solo gustan
las cosas en un sentido carnal y que no tienen todavía alas para elevarse a la
inteligencia del espíritu, dudo mucho cómo podré exponer, con la ayuda de
Dios, o explicaros, según mi capacidad, lo que se ha leído del Evangelio:
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era
Dios. En esto no penetra el espíritu animal. ¿Qué decisión será la mejor en
esta angustiosa perplejidad, hermanos? ¿La del silencio? Pero, ‘si me callo,
la lectura ha sido vana, y lo mismo si no se explica. La exposición misma es
también estéril si no se entiende. Sé también, por el contrario, que hay entre
vosotros personas de suficiente capacidad para calar el asentido de la
lectura sin previa explicación. Temo perder el tiempo empleándolo
especialmente con las que no entienden. Mi confianza está en la asistencia
de la misericordia divina, que hará que satisfaga las necesidades de todos y
que cada uno comprenda lo que se le alcance. La misma ley sigue quien
habla sobre estos misterios: no dice más de lo que puede. Explicarlos como
en realidad son supera toda capacidad. No temo afirmar, mis hermanos, que
ni el mismo Juan lo dijo como es, sino como pudo decirlo. Es un hombre el
que habla de Dios. Dios le inspiraba, es verdad, pero no dejaba de ser
hombre. La inspiración le hizo decir algo; sin ella del todo hubiera
enmudecido. Porque recibió la inspiración un hombre, no dijo todo lo que el
misterio es, sino lo que puede decir el hombre.
(Ev. Jn. Trat. I, 1)
•
5 de diciembre
Grande eres, Señor
Grande eres, Señor, e inmensamente digno de alabanza; grande es tu poder
y tu inteligencia no tiene límites.
Y ahora hay aquí un hombre que te quiere alabar. Un hombre que es
parte de tu creación y que, como todos, lleva siempre consigo por todas
partes su mortalidad y el testimonio de su pecado, el testimonio de que tú
siempre te resistes a la soberbia humana. Así pues, no obstante su miseria,
ese hombre te quiere alabar. Y tú lo estimulas para que encuentre deleite en
tu alabanza; nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto
mientras no descanse en ti.
Y ahora, Señor, concédeme saber qué es primero: si invocarte o alabarte;
o si antes de invocarte es todavía preciso conocerte. Pues, ¿quién te podría
invocar cuando no te conoce? Si no te conoce bien podría invocar a alguien
que no eres tú. ¿O será, acaso, que nadie te puede conocer si no te invoca
primero? Mas por otra parte, ¿cómo te podría invocar quien todavía no cree
en ti? ¿Y cómo podría creer en ti si nadie te predica?
Alabarán al Señor quienes lo buscan, pues si lo buscan lo habrán de
encontrar, y si lo encuentran lo habrán de alabar.
Haz pues, Señor, que yo te busque y te invoque; y que te invoque
creyendo en ti, pues ya he escuchado tu predicación. Te invoca mi fe. Esa fe
que tú me has dado, que infundiste en mi alma por la humanidad de tu Hijo,
por el ministerio de aquel que tú nos enviaste para que nos hablara de ti.
(Conf. I, 1.1)
•
6 de diciembre
Por las criaturas a Dios
Así, pues, como se define en otro lugar, es la fe seguridad de los que
esperan, convicción de las cosas que no se ven. Si no se ven, ¿cómo
persuadir su existencia? Y, ¿de dónde procede lo que ves, sino de un
principio invisible? Sí, en efecto; tú ves algo para llegar por ahí a creer en
algo; la fe en lo invisible se apoya en lo que vemos. No seas desagradecido
a quien te dio los ojos, por donde puedes llegar a creer lo que todavía no
ves. Dios te puso en la cara los ojos, y la razón en el alma; despierta esta
razón, despierta al que mora dentro de tus ojos, asómese a esas sus ventanas
y mire por ellas la creación divina. Porque alguien hay que mira por los
ojos. ¿No te sucede alguna vez que, ocupado ese que dentro de ti mora en
otros pensamientos, no ves lo que tienes delante de los ojos? En vano están
de par en par las ventanas, ausente quien por ellas mira. No son, pues, los
ojos quienes ven, sino que alguien ve por los ojos; levántale, despiértale.
No, no te fue rehusado; te hizo Dios animal racional, te antepuso a las
bestias, te formó a su imagen. ¡Qué! Esos tus ojos, ¿no van a servirte sino
para ver de hallar, como los animales, cebo para el vientre, y nada para la
mente? Levanta, pues, la mirada de la razón, usa de los ojos cual hombre,
ponlos en los cielos y en la tierra; en las bellezas del firmamento, en la
fecundidad del suelo, en el volar de las aves, en el nadar de los peces, en la
vitalidad de los semillas, en la ordenada sucesión de los tiempos; pon los
ojos en las hechuras, y busca al Hacedor; mira lo que ves, y sube por ahí al
que no ves. No creas son exhortaciones mías estas; óyele al Apóstol, que
dice: Los atributos invisibles de Dios se hacen visibles por la creación del
mundo.
(Serm. 126, 3)
•
7 de diciembre
De Roma a Milán
Fue entonces cuando Símaco, prefecto de Roma, recibió de Milán una
solicitud para que enviara allá a un maestro de Retórica, a quien se le
ofrecía a costa del erario público todo cuanto necesitara para su traslado.
Yo, valiéndome de aquellos amigos míos ebrios de la vanidad maniquea, y
de los cuales ansiaba yo separarme sin que ni yo ni ellos lo supiéramos, me
propuse al prefecto para pronunciar en su presencia una pieza oratoria, para
ver si le gustaba y era yo el designado.
Lo fui, y se me envió a Milán, donde me recibió tu obispo Ambrosio,
renombrado en todo el orbe por sus óptimas cualidades. Era un piadoso
siervo tuyo que administraba vigorosamente con su elocuencia la grosura de
tu trigo, la alegría de tu óleo y la sobria ebriedad de tu vino. Sin que yo lo
supiera me guiabas hacia él para que por su medio llegara yo, sabiéndolo
ya, hasta ti.
Me acogió paternalmente ese hombre de Dios, y con un espíritu
plenamente episcopal se alegró de mi llegada. Y yo empecé a quererlo y a
aceptarlo. Al principio no como a un doctor de la verdad, pues yo
desesperaba de encontrarla en tu Iglesia, sino simplemente como a un
hombre que era amable conmigo. Con mucha atención lo escuchaba en sus
discursos al pueblo; no con la buena intención con que hubiera debido, sino
para observar su elocuencia y ver si correspondía a su fama, si era mayor o
menor de lo que de él se decía. Yo lo escuchaba atentamente, pero sin la
menor curiosidad ni interés por el contenido de lo que predicaba. Me
deleitaba la suavidad de su palabra, que era la de un hombre mucho más
docto que Fausto, aunque no tan ameno ni seductor en el modo de decir.
Pero en cuanto al contenido de lo que el uno y el otro decían no había
comparación posible: Fausto erraba con todas las falacias del maniqueísmo
mientras que Ambrosio hablaba de la salvación de manera muy saludable.
La salvación, empero, está siempre lejos de los pecadores como lo era yo
entonces; y sin embargo, se acercaba a mí sin que yo lo supiera.
(Conf. V, 13.23)
•
8 de diciembre
Salve, llena de gracia
¿Qué eres tú que vas a dar a luz? ¿Cómo lo has merecido? ¿De quién lo
recibiste? ¿Cómo va a formarse en ti quien te hizo a ti? ¿De dónde, repito,
te ha llegado tan gran bien? Eres virgen, eres santa, has hecho un voto; pero
es muy grande lo que has merecido; mejor, lo que has recibido. ¿Cómo lo
has merecido? Se forma en ti quien te hizo a ti; se hace en ti aquel por quien
fuiste hecha tú; más aún, aquel por quien fue hecho el cielo y la tierra, por
quien fueron hechas todas las cosas; en ti, la Palabra se hace carne
recibiendo la carne, pero sin perder la divinidad. Hasta la Palabra se junta y
se une con la carne, y tu seno es el tálamo de tan gran matrimonio; vuelvo a
repetirlo: tu seno es el tálamo de tan gran matrimonio, es decir, de la unión
de la Palabra y de la carne; de él procede el mismo esposo como de su lecho
nupcial. Al ser concebido te encontró virgen, y, una vez nacido, te deja
virgen. Te otorga la fecundidad sin privarte de la integridad. ¿De dónde te
ha venido? Quizá parezca insolente al interrogar así a la virgen y pulsar casi
inoportunamente con estas mis palabras a sus castos oídos. Mas veo que la
virgen, llena de rubor, me responde y me alecciona: «¿Me preguntas de
dónde me ha venido todo esto? Me ruborizo al responderte acerca de mi
bien; escucha el saludo del ángel y reconoce en mí tu salvación. Cree a
quien yo he creído. Me preguntas de dónde me ha venido esto. Que el ángel
te dé la respuesta». —Dime, ángel, ¿de dónde le ha venido tal gracia a
María? —Ya lo dije cuando la saludé: Salve, llena de gracia.
(Serm. 291, 6)
•
9 de diciembre
Juan Bautista y Jesús
Quien viene detrás de mí es mayor que yo. Son palabras de Juan: Él es
mayor que yo. Si es mayor que tú, ¿qué significa lo que hemos escuchado
de boca de quien es mayor que tú: Entre los nacidos de mujer, nadie ha
habido mayor que Juan Bautista? Si ningún hombre es mayor que tú, ¿qué
es quien es mayor que tú? ¿Quieres oír quién es? En el principio existía la
Palabra, y la Palabra estaba junto Dios, y la Palabra era Dios.
Y la palabra de Dios, Dios ella misma, por quien fueron hechas todas las
cosas, nacida sin comienzo temporal, autora de los tiempos, ¿cómo halló en
el tiempo un día para nacer? ¿Cómo, repito, encontró en el tiempo un día
para nacer la Palabra por la que fueron hechos los tiempos? ¿Buscas el
cómo? Escucha el Evangelio: La Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros. El nacimiento de Cristo se refiere al nacimiento de carne, no de la
Palabra; y por eso mismo se habla del nacimiento de la Palabra, puesto que
la Palabra se hizo carne. Nació la Palabra, pero no en sí misma, sino en la
carne. En sí misma procede ciertamente del Padre, pero carece de
nacimiento temporal.
Nació Juan, nació Cristo. Tanto el nacimiento de Juan como el de Cristo
lo anunció un ángel. En ambos casos, el milagro es grandioso. Una mujer
estéril da a luz, de un anciano varón, al siervo precursor, mientras que al
Dueño y Señor alumbra una virgen sin obra de varón. Gran hombre es Juan
pero Cristo es más que hombre, puesto que es hombre y Dios. Gran
hombre, pero que como hombre había de ser humillado para ser exaltado
como Dios. Finalmente, puesto era hombre que iba a ser humillado, escucha
al mismo hombre: No soy digno de desatar la correa de su calzado. Si se
hubiese declarado digno, ¡qué humildad sería la suya! Pero ni de esto se
consideró digno. Se prosternó completamente y se ocultó bajo la piedra. Era
una lámpara, y temía que la apagase el viento de la soberbia.
(Serm. 287, 1, 2, 3)
•
10 de diciembre
El que quita el pecado
Esto acaeció en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba. Al
día siguiente ve Juan a Jesús venir hacia él y dice: Mirad, es el Cordero de
Dios, el que quita los pecados del mundo. Que nadie, pues, se atribuya y
diga que él es el que quita los pecados del mundo. Fijaos ahora contra qué
insolentes personas extendía Juan su dedo. No habían nacido todavía los
herejes y ya se les señalaba con el dedo. Desde las riberas del Jordán
levanta la voz contra los mismos que la levanta hoy desde el Evangelio.
Jesús se le acerca, y, ¿qué dice Juan? He aquí el Cordero de Dios. Si es
cordero, es inocente. Juan es también cordero. Luego, ¿es también
inocente? Pero, ¿quién es inocente? ¿Hasta dónde se extiende su inocencia?
Todos venimos de aquella semilla y vástago de que habla David con
sollozos y gemidos: Yo he sido concebido en la iniquidad y en el pecado me
alimentó mi madre en su seno. Cordero, pues, es solamente Aquel que no
ha venido en estas condiciones. No fue concebido en iniquidad, ya que no
fue concebido por obra de mortal, ni lo alimentó en la iniquidad su madre
cuando lo tuvo en su vientre, porque virgen lo concibió y virgen lo dio a
luz. Lo concibió por la fe y por la fe lo crió. He aquí, pues, el Cordero de
Dios. No hay en Él la semilla de Adán. Toma de Adán la carne, no el
pecado. Solo este, que no toma de nuestra masa el pecado, es el que borra
nuestros pecados. He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que borra los
pecados del mundo.
(Ev. Jn. Trat. IV, 10)
•
11 de diciembre
La verdadera felicidad
La verdad es que, si nos fijamos un poco, vemos que no vive como quiere
sino el que es feliz, y que solo el justo es feliz. Pero, a su vez, el justo no
vive como quiere si no arriba a un estado en que no pueda morir ni ser
engañado ni ofendido, y esto con la certeza de que será así siempre. Tal es
el estado que desea la naturaleza, que no será plena y perfectamente feliz si
no logra colmar sus deseos. Ahora bien, ¿qué hombre puede vivir como
quiere, si el mismo vivir no está en su mano? Quiere vivir y se ve
constreñido a morir. ¿Cómo, pues, vivirá como quiere quien no vive hasta
que quiere? Y si quisiere morir, ¿cómo puede vivir como quiere el que no
quiere vivir? Y si quiere morir, no porque no quiere vivir, sino para vivir
mejor después de la muerte, todavía no vive como quiere. Vivirá así cuando
arribe, muriendo, a lo que quiere. Está bien. Supongamos que vive como
quiere, porque se violentó y se obligó a no querer lo que no puede y a
querer lo que puede, siguiendo el consejo de Terencio: «Porque no puedes
hacer lo que quieres, quiere lo que puedes», pregunto: ¿Es acaso feliz por
ser pacientemente miserable? Si realmente no se ama la vida feliz, no se la
posee. Por tanto, si se ama y se posee, necesariamente se ama más que todas
las demás cosas, puesto que cuanto se ama, debe amarse por ella. Por ende,
si se la ama cuanto merece (y no es dichoso quien no ama la vida feliz
cuanto merece), es imposible que el que la ama no desee que sea eterna.
Luego será feliz cuando sea eterna.
(CdeD XIV, 25)
•
12 de diciembre
Te alaba toda la creación
Recibe, Señor, el sacrificio de estas confesiones por medio de esta lengua
que me diste y que moviste para que alabe tu nombre. Sana todos mis
huesos, y digan: ¿Quién hay, Señor, que sea semejante a ti? (Sal 34,10).
Pues el que se confiesa a ti no te enseña lo que pasa en él, sino que te lo
confiesa, pues el corazón más cerrado es patente a tu mirada y tu mano no
pierde poder por la dureza de los hombres, ya que tú la vences cuando
quieres, o con la venganza o con la misericordia: No hay quien pueda
esconderse a tu calor (Sal 18,7). Alábete mi alma, para que pueda llegar a
amarte; que te confiese todas tus misericordias y por ellas te alabe. No cesa
en tu loor ni calla tus alabanzas la creación entera; ni se calla el espíritu,
que habla por la boca de quienes se convierten en ti; ni los animales, ni las
cosas inanimadas que hablan por la boca de quienes las conocen y
contemplan, para que nuestra alma se levante de su abatimiento hacia ti
apoyándose en las cosas creadas y pasando por ellas hasta llegar a su
admirable creador, en quien alcanza su renovación y una verdadera
fortaleza.
(Conf. V, 1.1)
•
13 de diciembre
Fe, esperanza y caridad
Asimismo, en esta vida, aun siendo el alma bienaventurada con el
conocimiento de Dios, no obstante padece muchas molestias y espera que
todas se acabarán con la muerte. Luego también la esperanza acompaña al
alma mientras peregrina por este mundo. Y cuando después de la vida
presente toda se recogiera en Dios, quedará la caridad con que se
permanece allí. Pues no puede llamarse fe aquella adhesión a la verdad,
libre ya de todo peligro de error, ni se ha de esperar algo, donde todo se
posee. Luego tres condiciones son necesarias al alma: que esté sana, que
mire, que vea. Las otras tres, fe, esperanza y caridad, son indispensables
para lo primero y segundo. Para conocer a Dios en esta vida, igualmente las
tres son necesarias; y en la otra vida solo subsiste la caridad.
Indaguemos también si las tres cosas le serán necesarias al alma una vez
lograda la visión o intelección de Dios. La fe, ¿cómo puede serle necesaria,
pues lo ve? Ni la esperanza, cuando ya posee. En cambio, la caridad, lejos
de perecer, está robustecida grandemente. Pues contemplando aquella
hermosura soberana y verdadera le crecerá el amor, y si no fijare sus ojos
con poderosa fuerza, sin retirarlos de allí para mirar a otra parte, no podrá
permanecer en aquella dichosísima contemplación. Pero mientras el alma
habite en este cuerpo mortal, aun viendo o entendiendo perfectamente a
Dios, con todo, porque también los sentidos se emplean en sus operaciones,
si bien no le seduzcan, aunque sí le hagan vacilar, puede llamarse todavía fe
la que se resiste a sus halagos y se adhiere al sumo Bien.
(Sol. I, 7, 14)
•
14 de diciembre
Todos atraídos
Todos estos hombres, pues, son atraídos por diversos modos a la tierra firme
de la vida feliz, pero han de temer mucho y evitar con suma cautela un
elevadísimo monte o escollo que se yergue en la misma boca del puerto y
causa grandes inquietudes a los navegantes. Porque resplandece tanto, está
vestido de una tan engañosa luz, que no solo a los que llegan y están a
punto de entrar se ofrece como lugar de amenidad y dichosa tierra, llena de
encantos y atracciones, sino que muchas veces a los mismos que están en el
puerto los invita y alucina con su deliciosa altura, provocándoles a desdén
de los demás. Pero estos frecuentemente hacen señales a los navegantes
para que no se engañen, ni den en la oculta trampa, ni crean en la facilidad
de la subida a la cima; y con suma benevolencia indican por dónde deben
entrar sin peligro, a causa de la proximidad de aquella tierra. Así, mirando
con torvos ojos la vanísima gloria, enseñan el lugar del refugio seguro.
Pues, ¿qué otro monte han de evitar y temer los que aspiran o entran en la
filosofía sino el orgulloso afán de vanagloria, porque es interiormente tan
hueco y vacío que a los hinchados que se arriesgan a caminar sobre él,
abriéndose el suelo, los traga y absorbe, sumergiéndoles en unas tinieblas
profundas, después de arrebatarles la espléndida mansión que ya tocaban
con la mano?
(VF I, 1, 3)
•
15 de diciembre
Profecía sobre Cristo
Hacer ver que cuanto de esta laya se dice en los tres libros, que ciertamente
son de Salomón, y que los judíos reconocen como canónicos, conviene a
Cristo y a la Iglesia, sería muy penoso, y de abordarlo nos llevaría más allá
de lo justo. Sin embargo, este discurso de los varones impíos, que leemos en
los Proverbios: Escondamos injustamente en la tierra al varón justo y
traguémosle vivo como lo hace el infierno. Borremos su memoria de la
tierra y echemos mano a su preciosa heredad, no es tan oscuro como para
no poder fácilmente entenderlo de Cristo y de su Iglesia. Algo semejante
puso Jesús en boca de los malos colonos en la parábola evangélica: He aquí
el heredero; venid, matémosle, y será nuestra la heredad, han sido
entendidas siempre de Cristo y de la Iglesia quienes conocieron que Cristo
es la sabiduría de Dios. La Sabiduría se fabricó una casa y labró siete
columnas. Inmoló sus víctimas, escanció su vino en la copa y preparó su
mesa. Envió a sus siervos a convocar con excelente encomio al banquete,
diciendo: Si hay algún necio, que venga a mí. Y a los carentes de juicio les
dijo: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que os tengo preparado.
Estas palabras nos dejan entrever que la sabiduría de Dios, o sea, el Verbo,
coeterno al Padre, se edificó una casa en el seno de la Virgen, el cuerpo
humano, y que a él, como los miembros a la cabeza, sujetó su Iglesia; que
inmoló las víctimas de los mártires, que preparó la mesa con vino y pan –
clara alusión al sacerdocio según el orden de Melquisedec– y que llamó a
los insensatos y destituidos de juicio, pues, según la expresión del Apóstol,
escogió a los débiles para confundir a los fuertes. A los débiles se dirige en
este lugar: Dejad la estulticia para vivir y buscad la prudencia para tener
vida. Hacerse partícipe de su mesa es comenzar a tener vida. Y, ¿qué
significación más propia puede darse a aquellas palabras del Eclesiastés: El
hombre no tiene más bien que lo que come y bebe, que aplicarlas a la
participación de esta mesa, que el Mediador del Nuevo Testamento,
sacerdote según el orden de Melquisedec, brinda de su cuerpo y sangre?
Este sacrificio sucedió a los sacrificios del Antiguo Testamento, que no eran
más que un símbolo del futuro.
(CdeD XVII, 20, 2)
•
16 de diciembre
La antorcha de la fe
En medio de las tinieblas de esta vida alumbra todos nuestros pasos la
antorcha de la fe. Cojamos en nuestras manos también nosotros esta
antorcha, que es Juan, y por ella confundamos a los enemigos de Cristo;
mejor, que Él mismo les confunda con su antorcha. Hagámosles nosotros la
misma pregunta que hizo el Señor a los judíos. Hagámosla y
preguntémosles. ¿De dónde es el bautismo de Juan? ¿Del cielo o de los
hombres? ¿Qué responderá? Ved cómo estos, que son también enemigos,
son humillados por la antorcha. ¿Qué respuesta darán? Si dicen que es de
los hombres, los suyos mismos les apedrearían. Si contestan que del cielo,
les diremos nosotros: ¿Por qué, pues, no les disteis crédito? Tal vez digan:
Nosotros creemos en Él. ¿Cómo, según eso, decís que vosotros bautizáis, si
Juan dice que este es el que bautiza? Pero es necesario, dicen ellos, que los
ministros de un Juez tan augusto, y de quienes se sirve para bautizar, sean
santos. Y yo también lo digo, y estamos de acuerdo en que los ministros de
Juez tan augusto deben ser santos. Que los ministros sean santos, si es que
quieren serlo. Pero, si los que ocupan la cátedra de Moisés no son justos,
entonces quien me da seguridad es mi Maestro, de quien su Espíritu
testifica que Él es quien bautiza. ¿Cómo me da esta seguridad? Los
escribas, dice, y los fariseos ocupan la cátedra de Moisés; haced lo que
ellos dicen, pero no hagáis lo que hacen. Dicen y no practican. Si el
ministro es justo, es como un Pablo, un Pedro; así son los ministros que son
justos. Porque quienes verdaderamente lo son, no buscan su gloria; son
simplemente ministros, no quieren que se les tenga por jueces y miran con
horror que pongan en ellos la esperanza. Como Pablo es, pues, el ministro
que es justo. ¿Qué dice Pablo? Yo planté y Apolo regó; el crecimiento lo da
Dios. Nada es quien planta ni quien riega, sino Dios, que es el que da el
crecimiento. El ministro que, al contrario, es soberbio, es como Zabulón;
pero no por eso sufre contaminación el don de Cristo. Lo que corre y pasa
por él limpio y cristalino viene a caer sobre tierra fértil. Piensa que, como es
de piedra, él no puede por la influencia del agua producir fruto. El agua
pasa por un canal de piedra y va a los jardines. Ella no produce nada en el
canal, pero es, sin embargo, fertilísima en los jardines. La virtud espiritual
del sacramento es como la luz, y la reciben pura quienes han de ser
iluminados y sin mancharse aunque pase por medios inmundos. Que sean
ministros enteramente justos y que no busquen su gloria, sino la gloria de
Aquel de quien son ministros ellos; pero que no digan: El bautismo es mío,
porque no es verdad, porque no es de ellos. Fijen la mirada en Juan mismo.
Mirad que Juan estaba lleno del Espíritu Santo, y el bautismo lo tenía del
cielo y no de los hombres. Pero, ¿hasta cuándo lo tuvo? Lo dice él mismo:
Preparad el camino del Señor. Mas, luego que el Señor fue conocido, él
mismo vino a ser el camino. No había ya necesidad del bautismo de Juan
para preparar el camino.
(Ev. Jn. Trat. V, 15)
•
17 de diciembre
El número de las generaciones
Cierto llama la atención el número de 40 en las generaciones enumeradas
por Mateo. Suelen las divinas Escrituras no tomar algunas veces en cuenta
lo que pasa de cierta expresión numérica. Dícese, v. gr., que salió de Egipto
el pueblo israelita después de cuatrocientos años, siendo así que fueron
cuatrocientos treinta. De igual modo, si una generación excede los cuarenta
años, déjase campear este número, que significa la trabajosa vida esta de la
tierra, durante la cual peregrinamos lejos del Señor y necesitamos
provisionalmente se nos predique la verdad. Y el número 10, emblema de la
beatitud perfecta, multiplicado por 4, en atención a ser cuatro las estaciones
del año y cuatro las partes del mundo (norte, sur, este, oeste), da el número
de 40. Por eso ayunaron 40 días Moisés, Elías, y aun el mismo Señor
Jesucristo, nuestro Mediador, por ser necesario en este tiempo abstenerse de
los regalos corporales. Cuarenta fueron también los años que vagó por el
desierto el pueblo israelita, y el diluvio duró cuarenta días; cuarenta días
trató el Señor igualmente con sus discípulos después de resucitar, al objeto
de persuadirles la resurrección del cuerpo; dándonos a entender cómo en
esta vida, donde peregrinamos lejos del Señor, significada, según hemos
dicho, por el número 40, nos es necesaria la memoria del cuerpo del Señor
que hacemos en la Iglesia en tanto llega él. Habiendo, pues, bajado a esta
vida nuestro Señor y héchose carne el Verbo para ser entregado por
nuestros delitos y resucitar para nuestra justificación, adoptó Mateo el
número 40, para que la generación que pasa de las 40 no sea obstáculo a su
perfección simbólica, lo mismo que los treinta años dichos antes no
empecen a la perfección de los cuatrocientos; o bien para significar cómo el
Señor, incluyendo al cual son 41 las generaciones, aunque descendió a esta
vida para sobrellevar nuestros pecados, forma un ser aparte en esta vida por
su excelencia singular, ya que, a la vez, es hombre y Dios. Porque solo de
este hombre se dice lo que no se ha podido decir de ningún otro, fuere cual
fuera la perfección de su sabiduría y santidad: El Verbo hízose carne.
(Serm. 51, 32)
•
18 de diciembre
Por qué la encarnación
Han, pues, nacido de Dios; mas, ¿por dónde les vino ese nacer de Dios los
que habían primero nacido de los hombres? ¿Cómo, cómo fue? Y el Verbo
se hizo carne y moró entre nosotros. ¡Trueque admirable! Él se hace carne,
y estos se hacen espíritu. ¿Qué significa esto? ¡Oh bondad, hermanos míos!
Levantad el ánimo, sin embargo, a esperar y recibir cosas mayores. No
queráis entregaros a las malas pasiones del siglo. Fuisteis comprados a
mucho precio; por vosotros se hizo el Verbo carne; por vosotros, quien era
el Hijo de Dios, hízose hijo del hombre, a fin de que los hijos del hombre
fuerais hechos hijos de Dios. ¡Lo que era Él y lo que se ha hecho! ¡Lo que
erais vosotros y lo que habéis sido hechos! Era Él Hijo de Dios, e hízose
hijo del hombre; erais vosotros hijos del hombre, y fuisteis hechos hijos de
Dios. Tomó de nosotros nuestros males para comunicarnos sus bienes. Pero
aun en su calidad de hijo del hombre está muy sobre nosotros. Porque
nosotros somos hijos del hombre, o debemos nuestra vida humana a la
concupiscencia de la carne; Él debe la suya a la fe de una Virgen. Las
madres todas de los hombres han concebido por unión sexual; todos los
hombres han nacido de hombre padre y hombre madre; Cristo nació del
Espíritu Santo y de la Virgen María. Acercose a nosotros sin apartarse, con
todo, mucho de sí mismo; o mejor, nunca se apartó de su propia divinidad,
sino que juntó a ella lo propio de nuestra naturaleza. Acercose, pues, a lo
que no era, sin dejar de ser lo que era; hízose hijo del hombre sin dejar de
ser el Hijo de Dios. Y así es Él mediador, por estar en el medio. ¿Qué
significa en el medio? Ni arriba ni abajo. ¿Cómo ni arriba ni abajo? Ni
arriba, por ser carne; ni abajo, por no ser pecador. Sin embargo, en cuanto
Dios, siempre arriba. Porque, al venir a nosotros, no dejó al Padre. Se fue de
entre nosotros y no nos dejó; a nosotros volverá y a Él no le dejará.
(Serm. 121, 5)
•
19 de diciembre
Juan, límite entre los dos Testamentos
Juan parece ser como línea de separación entre ambos Testamentos: el
Antiguo y el Nuevo. El Señor mismo enseña que lo es en algún modo, al
afirmar: La Ley y los profetas hasta Juan Bautista. Es, por ende,
personificación de la antigüedad y anuncio de los tiempos nuevos. Como
representante de la antigüedad, nace de padres ancianos, y como quien
preludia los tiempos nuevos, muéstrase ya profeta en el seno de su madre.
Aun no había nacido, cuando, a la llegada de María, salta de gozo dentro de
su madre. Antes, pues, de venir al mundo hallábase revestido del carácter
profético, y muestra bien cuyo es precursor aun antes de haberle visto. Todo
lo cual excede, por divino, a los alcances de la fragilidad humana. En fin, él
nace, recibe un nombre y se desata la lengua de su padre. Busquemos el
simbolismo del suceso este, pues yéndonos a indagar la significación de la
realidad, en modo alguno se niega la realidad en sí. Busquémosle, pues, y
veamos cuán hondo misterio encierra. Guarda Zacarías silencio, pierde el
uso de la lengua hasta que, nacido el precursor del Señor, recobra la voz.
¿Qué significa este silencio de Zacarías sino que hasta la predicación de
Cristo se hallaban veladas y como encerradas y ocultas las profecías,
mientras que se abren a su advenimiento y se iluminan venido aquel de
quien ellas hablan? El recobrar Zacarías el uso de la lengua y el rasgarse el
velo del templo al expirar Cristo en la cruz tienen un mismo sentido. Si
Juan se hubiese anunciado simplemente a sí mismo, no hubiera recobrado
Zacarías su lengua; desátase la lengua porque nace la voz. Cuando ya Juan
predicaba, en efecto, a Jesucristo, vinieron a preguntarle: ¿Tú quién eres? Y
él respondió: Yo soy la voz de aquel que clama en el desierto.
(Serm. 293, 2)
•
20 de diciembre
María, virgen por una libre elección de amor
Su virginidad es también más grata y bien amable porque Cristo no la
apartó, una vez concebido, de la posible violación del varón para
conservarla, sino que antes de ser concebido la eligió para nacer de ella
cuando ya la tenía consagrada a Dios. Así lo indican las palabras que maría
respondió al ángel que le anunciaba su concepción: ¿Cómo se podrá hacer
esto –dijo–, si no conozco varón? Y ciertamente no lo hubiera dicho si
antes no tuviera consagrada su virginidad a Dios. Mas como las costumbres
de los israelitas rechazaban todavía esto, fue desposada con un varón justo,
que, lejos de ajarla violentamente, había de custodiar contra toda violencia
su voto. Y aunque solamente hubiera dicho: Y cómo podrá hacerse esto, sin
añadir porque no conozco varón, estaría igualmente claro, pues ciertamente
no iba a preguntar cómo una mujer había de dar a luz a un hijo prometido si
es que se hubiera casado con la intención de usar del matrimonio. Pudo
también haber recibido orden de permanecer virgen para que el Hijo de
Dios tomase en ella la forma de siervo por un apropiado milagro. Pero
consagró su virginidad a Dios aun antes de saber que había de concebir,
para servir de ejemplo a las futuras santas vírgenes y para que no estimaran
que solo debía permanecer virgen la que hubiera merecido concebir sin el
carnal concúbito. Imitó así la vida celeste en el cuerpo mortal por medio del
voto y sin estar obligada; lo hizo por elección de amor y no por obligación
de servidumbre. Por ello, Cristo al nacer de una virgen prefirió aprobar a
imponer la santa virginidad en una virgen que, aun antes de saber quién
había de nacer de ella, había ya determinado permanecer virgen. Y así quiso
que fuese libre la virginidad hasta en la mujer en la que Él tomó forma de
siervo.
(Sobre la santa Virginidad, IV, 4)
•
21 de diciembre
A los humildes les da las gracias
Y en primer lugar: queriendo mostrarme cómo a los soberbios les resistes y
a los humildes les das tu gracia (Sant 4,6) y cuánta misericordia has hecho
a los hombres por la humildad de tu Verbo, que se hizo Carne y habitó entre
nosotros (Jn 1,14), me procuraste, por medio de cierta persona
excesivamente hinchada y fatua, algunos libros platónicos traducidos del
griego al latín.
En ellos leí, no precisamente con estos términos pero sí en el mismo
sentido, que «en el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el
Verbo era Dios. Que todo fue hecho por Él y sin Él nada fue hecho. Y lo
que fue hecho es vida en Él. La Vida era la Luz de los hombres y la Luz
brilló en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron». Decían también
esos libros que el alma del hombre, aun cuando «da testimonio de la luz, no
es la luz»; porque solo el Verbo de Dios, que es Dios Él mismo, es también
«la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y
estuvo en este mundo y el mundo fue hecho por Él, y el mundo no lo
conoció».
(Conf. VII, 9.13)
•
22 de diciembre
La Palabra y el Verbo
Estoy hablando del Verbo, y tal vez la palabra humana pueda serviros de
algo. Bien que la palabra de Dios y la humana sean muy desiguales, muy
distintas y sin punto de comparación, por cierta semejanza, sin embargo,
puede sugerirnos alguna cosa. Ved cómo la palabra que os hablo la tuve
primero en mi corazón, y llegó de mí a ti, y no se apartó de mí; comenzó a
estar en ti lo que en ti no estaba, y permaneció conmigo al salir para ti. Lo
mismo, pues, que mi palabra llegó a tu sentido sin apartarse de mi corazón,
llegó a nuestro sentido el Verbo sin apartarse de su Padre. Mi palabra estaba
en mí y salió por medio de la voz; el Verbo de Dios estaba en el Padre y
salió de Él por medio de la carne. Pero, ¿acaso puedo hacer yo de mi voz lo
que pudo Él de su carne? Yo no puedo adueñarme de la voz que lleva el
viento; Él no solamente conservó su carne para nacer, vivir y obrar, sino
que resucitó y llevó al Padre este modo de carruaje donde vino a nosotros.
Ya llames vestidura a la carne de Cristo, ya carruaje, ya su jumento, como
tal vez Él mismo se dignó significarla, pues sobre su jumento puso Él al que
había sido malherido por ladrones; bien le llames templo, según lo expresó
Él con mucha claridad, este templo ya pasó por la muerte, y se sienta a la
diestra del Padre; y en este templo mismo ha de venir a juzgar a los vivos y
a los muertos. Lo que nos enseñó por medio de sus preceptos, lo mostró en
su ejemplo; lo que te mostró en su carne, debes esperarlo para la tuya. Esta
es la fe; sostén lo que no ves todavía. Es necesario permanezcas ligado por
la fe a lo que no ves, para no haber de avergonzarte cuando llegues a verlo.
(Serm. 119, 7)
•
23 de diciembre
El Verbo se hizo carne...
...Y su nacimiento es el colirio que limpia los ojos de nuestro corazón, y así
ya pueden ver su grandeza a través de sus humillaciones. El Verbo hecho
carne, que vivió entre nosotros, es quien nos curó los ojos. ¿Qué es lo que
dice a continuación el evangelista? Y vimos su gloria. Nadie puede ver su
gloria si no es curado por las humillaciones de su carne. ¿Por qué no
podíamos verla? Atención, mis hermanos, y comprenderéis lo que quiero
decir. El polvo y la tierra que en los ojos del hombre cayera, fue lo que les
lesionó y obstaculizó la contemplación de la luz. A estos ojos se les da
después una untura con el polvo de la tierra para que sanen, porque también
fue la tierra la causa de sus heridas. Los colirios y las medicinas no son más
que tierra. El polvo hizo perder la vista y el polvo se la devolverá. La carne
fue la causa de tu ceguera y la carne será la que la haga desaparecer. El
consentimiento en los afectos carnales hizo que el alma fuese carne, y de
ahí vino la ceguera del corazón. El Verbo se hizo carne: he aquí el médico
que te preparó el colirio. Vino el Verbo de esta manera para extinguir por su
carne los vicios de la carne y destruir con su muerte el imperio de la muerte.
Por eso, gracias a lo producido en ti por el Verbo hecho carne, puedes decir
tú: Hemos visto su gloria. ¿Qué gloria es esta? ¿Es la gloria de ser hijo del
hombre? Esto más bien es humillación que gloria. ¿Hasta dónde alcanza la
vista del hombre curado por la carne? Hemos visto, dice, su gloria, la gloria
del que es el Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. En otro lugar
del mismo Evangelio se tratará con más extensión, si nos lo concede el
Señor, de la gracia y de la verdad. Por ahora lo dicho basta. Transformaos
en Cristo y que se fortalezca vuestra fe, y permaneced siempre en vela y en
el ejercicio de las buenas obras. No os separéis nunca del leño, que es el
único medio de pasar el mar.
(Ev. Jn. Trat. II, 16)
•
24 de diciembre
Nacido de virgen
Tal hizo, y fue menospreciado por muchos, que reparabais menos en la
grandeza de sus obras que en la pequeñez de su Autor; como si dijeran para
sí: «Estas cosas son divinas, mas él no es sino un hombre». Tú, pues, tienes
delante dos cosas: un hombre y hechos divinos; pero, si lo divino solo
puede hacerlo Dios, ¿no estará Dios oculto en este hombre? Observa, digo,
lo que ves, y cree lo que no ves. Quien te llamó a la fe, no te dejó a la
deriva; porque, si te ordenó creer lo que no puedes ver, no te dejó tan sin
ver nada, que no puedas por ahí creer lo que no ven tus ojos. Pues qué, ¿son
tan borrosas las huellas que ha dejado en la creación el Criador? Vino
también, hizo milagros. No podías ver a Dios, al hombre sí podías; Dios,
pues, se hizo hombre para que tuvieras en un solo ser qué ver y qué creer.
Al principio existía ya el Verbo y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era
Dios. Oyes, pero no ves; mas he ahí que viene, que nace; procede de mujer
quien hizo al varón y a la mujer. Si le desprecias por verle nacer, no es
posible menosprecies el ver nacer a quien existía primero de nacer. Ha,
pues, según digo, tomado un cuerpo, se ha revestido de carne, ha salido de
un seno materno. ¿Ya le ves totalmente? Mira lo que te pregunto. Tú ves,
como digo, carne; es carne lo que te señalo con el dedo; pero en ese
nacimiento hay algo que ves y algo que no ves. Primeramente, hay en el
parto mismo dos cosas, una que te da en los ojos y otra que no; mas esto
que ves debe llevarte a creer lo que no ves. El hecho de nacer te movió a
desestimarle, pero si crees que crees lo que no ves, sabrás que nació de
virgen. Un niño, dices, ¡qué poquita cosa! Un niño nacido de virgen, digo
yo, ¡qué cosa tan grande! Ahí tienes delante un milagro visible: ese mismo
nacer de virgen. Ha nacido de carne y, sin embargo, no ha nacido de padre,
quiero decir de padre humano. No se te haga imposible haber nacido de sola
madre, pues Él fue quien hizo al hombre antes de haber madres.
(Serm. 126, 5)
•
25 de diciembre
Nacimiento del Señor
Nuestro Salvador, por quien fue hecho todo día y nacido del Padre sin día,
quiso que este día que hoy celebramos fuera la fecha de su nacimiento en la
tierra. Quienquiera que seas tú que te admiras de este día, admírate, más
bien, del día eterno que permanece ante todo día, que crea todo día, que
nace en el día y libra de la malicia del día. Admírate aún más: la que lo dio
a luz es madre y virgen; el nacido no habla, siendo la Palabra. Con razón
hablaron los cielos, se congratularon los ángeles, se alegraron los pastores,
se transformaron los magos, se turbaron los reyes y fueron coronados los
niños. Amamanta, ¡oh madre!, a nuestro alimento; amamanta al pan que
viene del cielo y ha sido puesto en un pesebre como vianda para los
piadosos jumentos. Allí conoció el buey a su dueño, y el asno el pesebre de
su amo, o sea, la circuncisión y el prepucio, uniéndose en la piedra angular,
cuyas primicias fueron los pastores y los magos. Amamanta a quien te hizo
tal que él mismo pudo hacerse en ti; a quien te otorgó el don de la
fecundidad al concebirlo sin privarte al nacer de la honra de la virginidad; a
quien ya antes de nacer eligió el seno y el día en que iba a nacer. Él mismo
creó lo que eligió, para salir de allí como esposo de su tálamo a fin de poder
ser contemplado por ojos mortales y atestiguar, mediante el aumento de la
luz en esos días del año, que había venido como luz de las mentes.
(Serm. 369, 1)
•
26 de diciembre
El culto a los mártires
El pueblo cristiano celebra la conmemoración de sus mártires con religiosa
solemnidad, para animarse a su imitación, participar de sus méritos y
ayudarse con sus oraciones, pero nunca dedica altares a los mártires, sino
solo en memoria de los mártires.
¿Pues quién es el obispo que, al celebrar la misa sobre los sepulcros de
los santos, haya dicho alguna vez: Te ofrecemos a ti, Pedro, o: a ti Pablo, o,
a ti Cipriano? La ofrenda se ofrece a Dios, que coronó a los mártires, junto
a los sepulcros de aquellos a los que coronó, para que la amonestación, por
estar en presencia de los santos lugares, despierte un afecto más vivo para
acrecentar la caridad con aquellos a los que podemos imitar, y con aquel
cuya ayuda hace posible la imitación.
Damos culto a los mártires con un culto de amor y participación, con el
que veneramos, en esta vida, a los santos, cuyo corazón sabemos que está
ya dispuesto al martirio como testimonio de la verdad del Evangelio. Pero a
aquellos los honramos con mucha más devoción, por la certeza de que han
superado el combate, y por ello les confesamos vencedores de una vida
feliz, con una alabanza más segura que aquellos que todavía luchan en la
vida.
Pero aquel culto que se llama de latría, y que consiste en el servicio
debido a la divinidad, lo reservamos a solo Dios, pero no tributamos este
culto a los mártires ni enseñamos que haya que tributárselo.
(Contra Fausto, XX, 21)
•
27 de diciembre
Hubo un hombre
Sigo el texto sagrado: Hubo un hombre enviado por Dios que se llamaba
Juan. El día pasado, hermanos carísimos, se habló de la inefable divinidad
del Verbo, pero de una manera casi inefable también. ¿Quién podrá, en
efecto, penetrar en la inteligencia de estas palabras: En el principio existía
el Verbo, y el Verbo estaba en Dios? El uso habitual de las palabras puede
hacer que desestiméis la palabra verbo, y por eso el evangelista añade: Y el
Verbo era Dios. Mucho se dijo ayer de este mismo Verbo. Dios habrá
querido que haya penetrado algo en el interior de vuestros corazones. En el
principio existía el Verbo. Es siempre el mismo y de la misma manera;
como es ahora, así permanece siempre; es inmutable. Este es el sentido de
la palabra existencia. Este es su nombre propio, que reveló a su siervo
Moisés: Yo soy el que soy, y me ha enviado el que es. ¿Quién habrá que
entienda esto? Lo que está a la vista de todos es la mutación de lo que es
perecedero; el cambio aparece lo mismo en las cualidades de los cuerpos
(se ve que nacen y crecen y se debilitan y mueren) que en las almas; es la
diversidad de afectos como unos movimientos que se dan en ellas de
acercamiento o de separación; se ve que los hombres pueden conocer la
Sabiduría si se acercan a su luz y calor, como la pueden perder si se alejan
de ella por un deseo o afecto malo. Todas estas cosas, como veis, son
mudables. ¿Qué será, pues, la existencia misma sino el Ser que está sobre la
cima de todo aquello cuyo ser es un continuo caminar al no ser? ¿Quién,
vuelvo a repetir, será capaz de ver esto? ¿O quién, por mucho que
despliegue el poder de su inteligencia con la intención de vislumbrar, del
modo que le es posible, la existencia misma, podrá llegar eso mismo que la
inteligencia, sea como sea, vislumbró? Es como el que ve de lejos la patria,
pero separada por el mar. Ve adónde ir, pero no tiene medios de arribar allá.
Anhelamos llegar a la perpetua estabilidad, a la Existencia misma, ya que
ella es siempre lo mismo. Está por medio el mar de este siglo, que es por
donde caminamos. Nosotros nos damos cuenta del término de nuestro viaje:
muchos ni siquiera saben adónde dirigirse. Para que existiese el medio de ir,
vino de allá a quien queremos ir. ¿Qué hizo? Nos proporcionó el navío que
sirve para atravesar el mar. Nadie puede pasar el mar de este siglo si no le
lleva la cruz de Cristo. Muchos, aun enfermos de los ojos, se abrazan a la
cruz. Quien no ve la distancia adonde va, no deja la cruz; ella lo llevará.
(Ev. Jn. Trat. II, 2)
•
28 de diciembre
Vino el Niño y fueron los niños
Herodes, turbado, preguntó a los judíos dónde tenía que nacer Cristo. Le
respondieron: En Belén de Judá, y adujeron el testimonio del profeta.
Herodes se turbó como si Cristo hubiera venido a buscar y hallar un reino
terreno. Nació el león del cielo y se turbó la ruin zorra de la tierra. El Señor
dijo refiriéndose a Herodes: Id y decid a esa zorra. ¿Qué hizo al sentirse
turbada? Dio muerte a los niños de pecho. ¿Qué hizo? Dio muerte a los
niños aún sin habla queriendo darla a la Palabra sin habla. Al derramar su
sangre, pasaron a ser mártires antes de que pudiesen confesar al Señor con
la boca. Estas primicias envió Cristo al Padre. Vino el niño y fueron los
niños; el niño vino a nosotros y los niños fueron a Dios. De la boca de los
niños sin habla y de los niños de pecho has hecho perfecta la alabanza.
Gocémonos, el día ha brillado para nosotros. Los magos, en cuanto
primicias de los gentiles, fueron figura nuestra. Los judíos le conocieron
cuando nació; los gentiles, en el día de hoy. Como paredes distintas, se
juntaron en la piedra angular: de un lado, los judíos; de otro, los gentiles; de
distinta, pero no hacia distinta dirección. Veis y sabéis que las paredes tanto
más distan de sí cuanto más alejadas están del ángulo. A medida que se van
acercando al ángulo, se van acercando entre sí; cuando llegan al ángulo, se
juntan. Esto es lo que hizo Cristo. Los judíos y los gentiles, la circuncisión
y el prepucio, los de la ley y los sin ley, los adoradores del único Dios
verdadero y los de muchos dioses falsos, estaban distantes entre sí. ¡Y qué
distancia! Pero él es nuestra paz, que hizo de los dos uno. Los que vinieron
del pueblo judío se cuentan entre los componentes de la pared buena, pues
quienes vinieron no permanecieron en la ruina. Nos hemos constituido en
unidad ellos y nosotros; pero en el que es único, no en nosotros. ¿De dónde
procede Cristo? De los judíos. Está escrito: La salud viene de los judíos,
pero no para solo los judíos. No dijo: «La salud es para los judíos», sino: La
salud viene de los judíos. Ellos le apresaron y ellos le perdieron; ellos le
ataron y a ellos ahuyentó; ellos le vieron y le dieron muerte; nosotros no le
apresamos, pero le tenemos; no lo vimos, pero creemos en él; somos
posteriores, y les llevamos delantera. Los que nos precedieron perdieron el
camino; nosotros, en cambio, lo hemos encontrado, y, caminando por él,
llegaremos a la patria.
(Serm. 375, 1)
•
29 de diciembre
Invocación
Quiero invocarte, Señor, misericordia mía, que me creaste y no olvidaste al
que se olvidó de ti. Ven a mi alma, que tú preparas para recibirte con el
deseo que le inspiras.
Ahora que te invoco no me abandones, pues antes de que te invocara me
previniste con variadas e insistentes voces para que de la lejanía en que
andaba me convirtiera a ti y a mi vez llamara a quien me llamaba. Tú
borraste los malos merecimientos con que me aparté de ti y no quisiste
castigarme con la mano que me creó, pues antes de que yo fuera tú eres, y
no era yo quien pudiera merecer que me dieses el ser.
Sin embargo, aquí estoy porque tu bondad me previno en todo lo que soy
y en aquello de lo cual me hiciste. Y no me hiciste porque tuvieras
necesidad de mí o yo en algo te pudiera ayudar. Si debo servirte no es para
evitar que tú te fatigues en tu operación ni para que no parezca menor tu
poder si no te ofrezco mis obsequios. Ni el culto que te doy se parece al
cultivo de la tierra, de modo que tú quedaras como inculto si yo no te
cultivara. Pero debo servirte y darte culto para que todos los bienes me
vengan de ti, a quien debo el ser y la capacidad de bien.
(Conf. XIII, 1.1)
•
30 de diciembre
Juicio de Dios y juicio final
Ya que voy a hablar, con la gracia de Dios, del juicio final y a afirmar su
existencia contra los impíos y los incrédulos, debo poner como cimiento de
este edificio los testimonios divinos. Los que rehúsan creerlos, se afanan
por contravenirlos con razonamientos humanos, llenos de errores y de
mentiras, sosteniendo, bien que esos testimonios de las Sagradas Letras
tienen otro sentido, bien negando autoridad divina a esas palabras. Porque
estoy en que no hay mortal que, entendiendo eso en su verdadero sentido y
creyendo que es la palabra del Dios sumo y verdadero, no se rinda a ella y
la admita. Y esto bien lo confiese de palabra, bien se avergüence o tema
confesarlo por vanos escrúpulos, bien se empeñe en defender
contenciosamente, con terquedad rayana en la locura, la falsedad de lo que
sabe o cree que es falso, contra la verdad de lo que cree o sabe que es
verdadero.
Así, lo que la Iglesia universal del Dios verdadero confiesa y profesa, a
saber, que Cristo ha de venir del cielo a juzgar a los vivos y a los muertos, a
eso llamamos nosotros último día del juicio, es decir, el último tiempo. Es
incierto cuántos días durará ese juicio, pero nadie que haya leído las
Escrituras Sagradas, por más a la ligera que lo haya hecho, desconoce que
es usanza de esas Letras emplear el término día por el de tiempo. Por eso,
cuando decimos día del juicio, añadimos último o final, porque Dios juzga
también ahora y ha juzgado desde el principio del género humano, cuando
arrojó del paraíso y apartó del árbol de la vida a nuestros primeros padres,
perpetradores de un enorme pecado. Más aún: puede decirse que juzgó
cuando no perdonó a los ángeles prevaricadores, cuyo príncipe, pervertido
por sí mismo, engañó por envidia a los hombres. Y a su juicio, justo y
profundo, se debe que la vida de los demonios en el aire y la de los hombres
en la tierra sea tan mísera y esté tan llena de errores y de lacras. Pero,
aunque nadie hubiera pecado, el conservar a todas las criaturas racionales
unidas a su Señor en eterna bienandanza sería debido a un juicio justo y
recto de Dios. Y no se contenta con someter a los demonios y a los hombres
a un juicio universal, ordenando que sean miserables en premio a sus
primeros pecados, sino que juzga, además, de las obras propias de cada uno
hechas con libertad. Porque también los demonios le piden que no los
atormente, y no injustamente les perdona o les castiga según su ruindad.
Los hombres pagan por sus acciones las penas, a veces abiertamente y
siempre en secreto, sea en esta vida, sea después de la muerte, aunque nadie
puede obrar bien sin la ayuda divina ni obrar mal si un justo juicio de Dios
no lo permite. Ya que, como dice el Apóstol, en Dios no cabe injusticia; y
en otra parte: Sus juicios son inescrutables, y sus caminos incomprensibles.
(CdeD XX, 1-2)
•
31 de diciembre
Breve espacio de tiempo
Pero ahora camina en la fe, ordena tu vida. Él está muy en lo alto, fortalece
tus alas. Cree lo que aún no puedes ver para merecer ver lo que crees.
Vivamos como peregrinos, pensemos que estamos de paso, y no pecaremos.
Antes bien, demos gracias al Señor Dios nuestro, que quiso que el último
día de esta vida esté cercano y sea incierto. Corto es el tiempo que va desde
la tierna infancia hasta la ancianidad decrépita. ¿Qué le aprovecharía a
Adán el haber vivido hasta hoy, si al fin hubiera muerto? ¿Hay espacio
largo si tiene un fin? El día de ayer nadie lo hará volver; el mañana está
urgiendo al día de hoy para que pase. Vivamos bien en este breve espacio
de tiempo y vayamos allí donde no estemos de paso. También ahora,
cuando os hablo, pasamos ciertamente. Las palabras corren y se escapan
volando de la boca; de idéntica manera, nuestras acciones, nuestros
honores, nuestra miseria y esta nuestra felicidad. Todo pasa, pero no hemos
de asustarnos: La palabra del Señor permanece para siempre.
(Serm. 301, 9)
Índice
Presentación
Siglas y abreviaturas de las obras de san Agustín
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