Suscríbete a DeepL Pro para poder traducir archivos de mayor tamaño. Más información disponible en www.DeepL.com/pro. EL DILEMA DEL DETERMINISMO Por William James Prevalece la opinión común de que el jugo de la controversia sobre el libre albedrío ha sido exprimido hace mucho tiempo, y que ningún nuevo campeón puede hacer más que c a l e n t a r argumentos rancios que todo el mundo ha oído. Esto es un error radical. No conozco ningún tema menos desgastado, o en el que el genio inventivo tenga una mejor oportunidad de abrir nuevos caminos -no, tal vez, de forzar una conclusión o de coaccionar el asentimiento, sino de profundizar nuestro sentido de lo que realmente es la cuestión entre las dos partes, de lo que implican las ideas de destino y de libre albedrío. A nuestro lado casi, en los últimos años, hemos visto caer en rápida sucesión de la prensa obras que presentan la alternativa en luces totalmente nuevas. Por no hablar de los discípulos ingleses de Hegel, como Green y Bradley; por no hablar de Hinton y Hodgson, ni de Hazard aquí -- vemos en los escritos de Renouvier, Fouillée y Delbœuf cuán completamente cambiada y refrescada está la forma de todas las viejas disputas. No puedo pretender rivalizar en originalidad con ninguno de los maestros que he nombrado, y mi ambición se limita a un pequeño punto. Si consigo haceros más claros que antes dos de los corolarios necesariamente implícitos del determinismo, habré hecho posible que os decidáis a favor o en contra de esa doctrina con una mejor comprensión de lo que o s ocupa. Y si preferís no decidiros en absoluto, sino seguir siendo escépticos, al menos veréis más claramente cuál es el objeto de vuestras vacilaciones. Renuncio así abiertamente en el umbral a toda pretensión de probaros que la libertad de la voluntad es verdadera. Lo más que espero es inducir a algunos de ustedes a seguir mi propio ejemplo, asumiéndolo como cierto y actuando como si lo fuera. Si es verdad, me parece que esto está implicado en la estricta lógica del caso. Su verdad no debe ser impuesta a la fuerza en nuestras gargantas indiferentes. Debe ser libremente abrazada por hombres que pueden igualmente darle la espalda. En otras palabras, nuestro primer acto de libertad, si somos libres, debería ser, con toda propiedad interior, afirmar que somos libres. Esto debería excluir, me parece, del lado del libre albedrío de la cuestión toda esperanza de demostraciones coercitivas, una demostración de la que, por mi parte, estoy perfectamente satisfecho de prescindir. Una vez entendido todo esto, podemos avanzar. Pero no sin entender también un punto más. Todos los argumentos que voy a esgrimir parten de dos supuestos: primero, cuando elaboramos teorías sobre el mundo y las discutimos entre nosotros, lo hacemos para alcanzar una concepción de las cosas que nos 1 proporcione satisfacción subjetiva; y, segundo, si existen dos concepciones, y 2 una nos parece, en conjunto, más racional que la otra, tenemos derecho a suponer que la más racional es la más verdadera de las dos. Espero que todos ustedes estén dispuestos a hacer estas suposiciones conmigo; porque me temo que si hay alguno de ustedes aquí que no lo esté, encontrará poca edificación en el resto de lo que tengo que decir. No puedo detenerme a discutir el punto; pero yo mismo creo que todos los magníficos logros de la ciencia matemática y física -nuestras doctrinas de la evolución, de la uniformidad de la ley y demás- proceden de nuestro indomable deseo de dar al m u n d o una forma más racional en nuestras mentes que la forma a la que es arrojado allí por el crudo orden de nuestra experiencia. El mundo se ha mostrado, en gran medida, flexible a nuestra exigencia de racionalidad. Nadie puede decir cuánto más se mostrará plástico. Nuestro único medio de averiguarlo es probar; y yo, por mi parte, me siento tan libre de probar concepciones de la racionalidad moral como de la mecánica o de la lógica. Si una determinada fórmula para expresar la naturaleza del mundo viola mi exigencia moral, me sentiré tan libre de arrojarla por la borda, o al menos de dudar de ella, como si defraudara mi exigencia de uniformidad de secuencia, por ejemplo; siendo una exigencia, por lo que puedo ver, tan subjetiva y emocional como lo es la otra. El principio de causalidad, por ejemplo, ¿qué es sino un postulado, un nombre vacío que cubre simplemente una exigencia de que la secuencia de los acontecimientos manifieste algún día un tipo más profundo de pertenencia de una cosa con otra que la mera yuxtaposición arbitraria que ahora aparece fenomenalmente? Es tanto un altar a un dios desconocido como el que San Pablo encontró en Atenas. Todos nuestros ideales científicos y filosóficos son altares a dioses desconocidos. La uniformidad lo es tanto como el libre albedrío. Si se admite esto, podemos debatir en términos parejos. Pero si alguien pretende que mientras la libertad y la variedad son, en primera instancia, exigencias subjetivas, la necesidad y la uniformidad son algo completamente diferente, no veo cómo podemos debatir en absoluto. Para comenzar, entonces, debo suponer que usted está familiarizado con todos los argumentos usuales sobre el tema. No puedo detenerme en las viejas pruebas de la causalidad, de la estadística, de la certeza con que podemos predecir la conducta de los demás, de la fijeza del carácter y todo lo demás. Pero hay dos palabras que suelen estorbar estos argumentos clásicos, y que debemos eliminar inmediatamente si queremos hacer algún progreso. Una es la elogiosa palabra libertad, y la otra es la oprobiosa palabra azar. Quiero conservar la palabra "azar", pero quiero deshacerme de la palabra "libertad". Sus asociaciones elogiosas han eclipsado hasta tal punto todo el resto de su significado que ambas partes reclaman el derecho exclusivo a utilizarla, y los deterministas insisten hoy en día en que sólo ellos son los campeones de la libertad. El determinismo de antaño era lo que podemos llamar determinismo duro. No se arredraba ante 3 palabras como fatalidad, esclavitud de la voluntad, necesidad y similares. Hoy en día, tenemos un determinismo blando que aborrece las palabras duras, y, 4 repudiando la fatalidad, la necesidad e incluso la predeterminación, dice que su verdadero nombre es libertad; porque la libertad no es más que la necesidad entendida, y la servidumbre al más alto es idéntica a la verdadera libertad. Incluso un escritor tan poco acostumbrado a sacar provecho de palabras suaves como el Sr. Hodgson vacila en no llamarse a sí mismo "determinista del libre albedrío". Ahora bien, todo esto es un lodazal de evasión bajo el que se ha ocultado por completo la verdadera cuestión de hecho. La libertad en todos estos sentidos simplemente no presenta ningún problema. No importa lo que el determinista blando entienda por ella, ya sea que se refiera a actuar sin coacción externa; ya sea que se refiera a actuar correctamente, o ya sea que se refiera a aceptar la ley del todo, ¿quién no puede responderle que a veces somos libres y a veces no lo somos? Pero hay un problema, una cuestión de hecho y no de palabras, una cuestión de la más trascendental importancia, que a menudo es decidida sin discusión en una frase, más aún, en una cláusula de una frase, por aquellos mismos escritores que extienden capítulos enteros en sus esfuerzos por mostrar lo que es la "verdadera" libertad; y es la cuestión del determinismo, de la q u e v a m o s a hablar esta noche. Afortunadamente, ni esta palabra ni su opuesta, indeterminismo, encierran ambigüedad alguna. Ambas designan una manera externa en que las cosas pueden suceder, y su sonido frío y matemático no tiene asociaciones sentimentales que puedan sobornar de antemano nuestra parcialidad en uno u otro sentido. Ahora bien, las pruebas de tipo externo para decidir entre determinismo e indeterminismo son, como he insinuado hace un rato, estrictamente imposibles de encontrar. Examinemos la diferencia entre ambos y veámoslo por nosotros mismos. ¿Qué profesa el determinismo? Profesa que las partes del universo ya establecidas designan y decretan absolutamente lo que serán las demás partes. El futuro no tiene posibilidades ambiguas ofrecidas en su seno; la parte que llamamos presente sólo es compatible con una totalidad. Cualquier otro complemento futuro que el fijado desde la eternidad es imposible. El todo está en todas y cada una de las partes, y las suelda con el resto en una unidad absoluta, un bloque de hierro, en el que no puede haber equívoco ni sombra de giro. Con la primera arcilla de la tierra amasó el último hombre, Y allí de la última cosecha sembró la semilla. 5 Y la primera mañana de la creación escribió 6 Lo que se leerá en el último amanecer del juicio final. El indeterminismo, por el contrario, dice que las partes tienen u n cierto juego suelto entre sí, de modo que el establecimiento de una de ellas no determina necesariamente lo que serán las demás. Admite que las posibilidades pueden ser superiores a las realidades, y que las cosas aún no reveladas a nuestro conocimiento pueden ser realmente ambiguas en sí mismas. De dos futuros alternativos que concebimos, ambos pueden ser ahora realmente posibles; y uno se vuelve imposible sólo en el momento en que el otro lo excluye al volverse él mismo real. Así pues, el indeterminismo niega que el mundo sea una unidad de hecho inflexible. Afirma que existe en él un cierto pluralismo último y, al decirlo, corrobora nuestra visión ordinaria y poco sofisticada de las cosas. Desde ese punto de vista, las realidades parecen flotar en un mar más amplio de posibilidades entre las que son elegidas; y, en algún lugar, dice el indeterminismo, tales posibilidades existen y forman parte de la verdad. El determinismo, por el contrario, afirma que no existen en ninguna parte y que la necesidad, por un lado, y la imposibilidad, por otro, son las únicas categorías de lo real. Las posibilidades que no llegan a realizarse son, para el determinismo, puras ilusiones: nunca fueron posibilidades en absoluto. No hay nada incipiente, dice, en este universo nuestro, todo lo que fue o es o será real en él ha estado desde la eternidad virtualmente allí. La nube de alternativas con que nuestras mentes escoltan esta masa de actualidad es una nube de puros engaños, a la que "imposibilidades" es el único nombre que le corresponde. La cuestión, como se verá, es perfectamente nítida, y ninguna terminología elogiosa puede difuminarla o borrarla. La verdad debe estar de un lado o del otro, y el hecho de que esté de un lado hace que el otro sea falso. La cuestión se refiere únicamente a la existencia de posibilidades, en el sentido estricto del término, como cosas que pueden, pero no tienen por qué, ser. Ambos bandos admiten que, por ejemplo, se ha producido una volición. Los indeterministas dicen que otra volición podría haber ocurrido en su lugar: los deterministas juran que nada podría haber ocurrido en su lugar. Ahora bien, ¿se puede llamar a la ciencia para que nos diga cuál de estos dos contradictores a quemarropa tiene razón? La ciencia profesa no sacar más conclusiones que las que se basan en hechos, en cosas que han sucedido realmente; pero, ¿cómo puede la certeza de que algo ha sucedido realmente darnos la más mínima información sobre si otra cosa podría o no haber sucedido en su lugar? Sólo los hechos pueden ser probados por otros hechos. Con las cosas que son posibilidades y no hechos, los hechos no tienen nada que ver. 7 Si no tenemos más pruebas que la evidencia de los hechos existentes, la cuestión de la posibilidad debe seguir siendo un misterio que nunca se aclarará. Y la verdad es que los hechos prácticamente no tienen nada que ver con hacernos deterministas o indeterministas. Por s u p u e s t o , hacemos una f l o r i t u r a citando los hechos de una u otra manera; y si somos deterministas, hablamos de la infalibilidad con la que podemos predecir la conducta de los demás; mientras que si somos indeterministas, hacemos gran hincapié en el hecho de que es precisamente porque no podemos predecir la conducta de los demás, ya sea en la guerra o en el estado o en cualquiera de las grandes y pequeñas intrigas y negocios de los hombres, que la vida es un juego tan intensamente ansioso y peligroso. Pero, ¿quién no ve la desdichada insuficiencia de este llamado testimonio objetivo por ambas partes? Lo que llena los vacíos de nuestras mentes es algo no objetivo, no externo. Lo que nos divide en hombres posibilistas y antiposibilistas son diferentes creencias o postulados, postulados de racionalidad. A este hombre el mundo le parece más racional con posibilidades en él, a aquel hombre más racional con posibilidades excluidas; y hablemos como hablemos de tener que rendirnos a la evidencia, lo que nos hace monistas o pluralistas, deterministas o indeterministas, es siempre en el fondo algún sentimiento como éste. El baluarte del sentimiento determinista es la antipatía hacia la idea del azar. Tan pronto como empezamos a hablar de indeterminismo a nuestros amigos, nos encontramos con que muchos de ellos sacuden la cabeza. Esta noción de posibilidades alternativas, dicen, esta admisión de que cualquiera de varias cosas puede suceder, es, después de todo, sólo un nombre indirecto para el azar; y el azar es algo cuya noción ninguna mente sana puede tolerar por un instante en el mundo. ¿Qué es, se preguntan, sino una loca sinrazón, la negación de la inteligibilidad y de la ley? Y si la más mínima partícula de ella existe en alguna parte, ¿qué va a impedir que todo el tejido se desmorone, que las estrellas se apaguen y que el caos reinicie su alocado reinado? Comentarios de este tipo sobre el azar pondrán fin a la discusión tan rápidamente como cualquier otra cosa que se pueda encontrar. Ya les he dicho que "azar" era una palabra que deseaba conservar y utilizar. Examinemos, pues, qué significa exactamente y veamos si debe ser tan terrible para nosotros. Creo que apretando el cardo con valentía le quitaremos su aguijón. El aguijón de la palabra "casualidad" parece residir en la suposición de que significa algo positivo, y que si algo ocurre por casualidad, debe ser necesariamente algo intrínsecamente irracional y absurdo. Ahora bien, el azar no significa nada de eso. Es un término puramente negativo y relativo, que no nos 8 da ningún 9 No hay información sobre aquello de lo que se predica, excepto que resulta estar desconectado de otra cosa, no estar controlado, asegurado o necesitado por otras cosas antes de su propia presencia real. Como este punto es el más sutil de toda la conferencia, y al mismo tiempo el punto sobre el que gira todo el resto, les ruego que le presten especial atención. Lo que digo es que no nos dice nada sobre lo que una cosa puede ser en sí misma llamarla "azar". Puede ser algo malo, puede ser algo bueno. Puede ser lucidez, transparencia, aptitud encarnada, coincidir con todo el sistema de otras cosas, cuando ha ocurrido una vez, de una manera inimaginablemente perfecta. Lo único que quieres decir al llamarlo "azar" es que esto no está garantizado, que también puede ocurrir de otra manera. Pues el sistema de las otras cosas no tiene ningún asidero positivo en la cosa-casual. Su origen es en cierto modo negativo: se escapa, y dice, ¡manos fuera! viene, cuando viene, como un don gratuito, o no viene. Sin embargo, esta negatividad y esta opacidad de la cosa-casual cuando se la considera así ab extra, o desde el punto de vista de las cosas anteriores o distantes, no impiden que tenga alguna cantidad de positividad y luminosidad desde dentro, y en su propio lugar y momento. Todo lo que su carácter fortuito afirma sobre él es que hay algo en él realmente propio, algo que no es propiedad incondicional del todo. Si el todo quiere esta propiedad, el todo debe esperar hasta que pueda obtenerla, si se trata de una cuestión de azar. Que el universo pueda ser en realidad una especie de sociedad anónima de este tipo, en la que los accionistas tienen tanto responsabilidades limitadas como poderes limitados, es por supuesto una noción simple y concebible. Sin embargo, muchas personas hablan como si la más mínima dosis de desconexión de una parte con otra, la más pequeña pizca de independencia, el más leve temblor de ambigüedad sobre el futuro, por ejemplo, arruinaría todo, y convertiría este buen universo en una especie de montón de arena loco o nulo universo, ningún universo en absoluto. Puesto que las voluntades humanas futuras son, de hecho, las únicas cosas ambiguas en las que estamos tentados a creer, detengámonos un momento para asegurarnos de si su carácter independiente y accidental tiene que estar cargado de consecuencias tan nefastas para el universo como éstas. ¿Qué significa decir que mi elección de qué camino tomar para volver a casa después de la conferencia es ambigua y cuestión de azar en lo que se refiere al momento presente? Significa que tanto la Avenida de la Divinidad como la calle Oxford están llamadas; pero que sólo una, y ésa cualquiera de las dos, será elegida. Ahora, les pido seriamente que supongan que esta ambigüedad de mi elección es real; y luego que hagan la hipótesis imposible de que la elección se hace dos veces, y cada vez recae en una calle diferente. En otras palabras, 10 imagina que primero camino por Divinity 11 Avenue, y luego imaginar que los poderes que gobiernan el universo aniquilan diez minutos de tiempo con todo lo que contenía, y me devuelven a la puerta de este vestíbulo tal como estaba antes de hacer la elección. Imaginen entonces que, siendo todo lo demás igual, ahora hago una elección diferente y atravieso Oxford Street. Ustedes, como espectadores pasivos, miran y ven los dos universos alternativos, uno de ellos conmigo caminando por la Avenida de la Divinidad, el otro con el mismo yo caminando por la calle Oxford. Ahora bien, si sois deterministas, creéis que uno de estos universos ha sido desde la eternidad imposible: creéis que ha sido imposible debido a la irracionalidad intrínseca o a la accidentalidad en alguna parte implicada en él. Pero mirando exteriormente estos universos, ¿podéis decir cuál es e l i m p o s i b l e y accidental, y cuál e l racional y necesario? Dudo que el más férreo determinista de entre vosotros pueda tener el menor atisbo de luz sobre este punto. En otras palabras, cualquiera de los dos universos, a posteriori y una vez allí, parecería, a nuestros medios de observación y comprensión, tan racional como el otro. No habría absolutamente ningún criterio por el que pudiéramos juzgar uno necesario y el otro materia de azar. Supongamos ahora que relevamos a los dioses de su hipotética tarea y asumimos que mi elección, una vez hecha, está hecha para siempre. Paso por la Avenida de la Divinidad para siempre. Si, como buenos deterministas, empiezan ahora a afirmar, lo que todos los buenos deterministas afirman puntualmente, que en la naturaleza de las cosas no podría haber pasado por Oxford Street, -si lo hubiera hecho habría sido casualidad, irracionalidad, locura, una horrible laguna en la naturaleza-, simplemente les llamo la atención sobre esto, que su afirmación es lo que los alemanes llaman un Machtspruch, una mera concepción fulminada como un dogma y basada en ningún conocimiento de los detalles. Antes de mi elección, cualquiera de las dos calles le parecía a usted tan natural como a mí. Si por casualidad hubiera tomado Oxford Street, Divinity Avenue habría figurado en su filosofía como la brecha en la naturaleza; y usted lo habría proclamado así con la mejor conciencia determinista del mundo. Pero, ¡qué grito tan hueco es éste contra una casualidad que, si se nos presentara, no podríamos distinguir por ningún carácter de una necesidad racional! He tomado el más trivial de los ejemplos, pero ningún ejemplo posible podría conducir a un resultado diferente. Porque, ¿cuáles son las alternativas que, de hecho, se ofrecen a la volición humana? ¿Cuáles son esos futuros que no parecen fruto del azar? ¿No son todos y cada uno como la Avenida de la Divinidad y la calle Oxford de nuestro ejemplo? ¿No son todos ellos tipos de cosas que ya están aquí y se basan en el marco existente de la naturaleza? ¿Acaso hay alguien tentado de producir un accidente absoluto, algo totalmente irrelevante para el resto del mundo? ¿No surgen todos los motivos que nos asaltan, todos los futuros que se ofrecen a nuestra elección, igualmente del suelo del pasado; y no se 12 realizaría cualquiera de ellos, ya sea por casualidad o por necesidad, en el momento en que fuera 13 ¿nos parecen encajar en ese pasado, y de la manera más completa y continua interdigitarse con los fenómenos ya existentes? Cuanto más se piensa en el asunto, más se maravilla uno de que una algarabía tan vacía y gratuita como este grito contra el azar haya encontrado tanto eco en el corazón de los hombres. Es una palabra que no nos dice absolutamente nada sobre lo que ocurre, o sobre el modus operandi del azar; y su uso como grito de guerra sólo muestra un temperamento de absolutismo intelectual, una exigencia de que el mundo sea un bloque sólido, sujeto a un control único, temperamento y exigencia que el mundo no satisface en absoluto. En todos los aspectos externos verificables y prácticos, un mundo en el que las alternativas que ahora distraen su elección fueran decididas por pura casualidad no se distinguiría en absoluto del mundo en el que vivo ahora. Estoy, por tanto, totalmente dispuesto a llamarlo, en lo que a vuestras elecciones se refiere, un mundo de azar para mí. Para ustedes, es verdad, esos mismos actos de elección, que para mí son tan ciegos, opacos y externos, son lo opuesto de esto, porque ustedes están dentro de ellos y los efectúan. Para vosotros aparecen como decisiones; y las decisiones, para quien las toma, son hechos psíquicos totalmente peculiares. Auto-luminosas y auto-justificativas en el momento vivo en que ocurren, no apelan a ningún momento exterior para poner su sello en ellas o hacerlas continuas con el resto de la naturaleza. Son más bien ellos mismos quienes parecen hacer continua la naturaleza; y en su extraña e intensa función de conceder el consentimiento a una posibilidad y negárselo a otra, de transformar un futuro equívoco y doble en un pasado inalterable y simple. Pero esta tarde no nos ocuparemos de la psicología del asunto. La disputa que el determinismo tiene con el azar afortunadamente no tiene nada que ver con este o aquel detalle psicológico. Es una disputa totalmente metafísica. El determinismo niega la ambigüedad de las voluntades futuras, porque afirma que nada futuro puede ser ambiguo. Pero hemos dicho lo suficiente para resolver la cuestión. Las voliciones futuras indeterminadas significan azar. No temamos gritarlo a los cuatro vientos si es necesario, porque ahora sabemos que la idea de azar es, en el fondo, exactamente lo mismo que la idea de don, siendo una simplemente un nombre despectivo y la otra un nombre elogioso para cualquier cosa sobre la que no tenemos ningún derecho efectivo. Y que el mundo sea mejor o peor por tener azar o dones dependerá totalmente de lo que resulten ser estas cosas inciertas e imposibles de reclamar. Y esto nos lleva por fin a nuestro tema. Hemos visto lo que significa el determinismo: hemos visto que el indeterminismo se describe correctamente como el azar; y hemos visto que el azar, el mismo nombre del que estamos 14 de la que se nos insta a huir como de una peste metafísica, significa sólo el hecho negativo de que ninguna parte del mundo, por grande que sea, puede pretender controlar absolutamente los destinos de la totalidad. Pero aunque, al hablar de la palabra "azar", haya podido parecer en algunos momentos que defendía su existencia real, no he pretendido hacerlo todavía. Todavía no hemos determinado si éste es un mundo de azar o no; a lo sumo, hemos convenido en que lo parece. Y ahora repito lo que dije al principio, que, desde cualquier punto de vista teórico estricto, la cuestión es insoluble. Profundizar nuestro sentido teórico de la diferencia entre un mundo con azar y un mundo determinista es lo máximo que puedo esperar hacer; y esto es lo que por fin puedo empezar a hacer, después de todo nuestro tedioso despeje del camino. En primer lugar, quiero mostrarles lo que implica la noción de que éste es un mundo determinista. Las implicaciones a las que quiero llamar su atención están relacionadas con el hecho de que es un mundo en el que constantemente tenemos que hacer lo que, con su permiso, llamaré juicios de arrepentimiento. Apenas pasa una hora sin que deseemos que algo sea de otro modo; y felices son aquellos de nosotros cuyos corazones nunca han hecho eco del deseo de Omar Khayam... Para que podamos abrazar, antes de cerrar, el libro del destino, Y hacer que el escritor en una hoja más bella Inscribir nuestros nombres, o borrarlos del todo. ¡Ah! Amor, ¿podríamos tú y yo conspirar con el destino Para arreglar por completo este triste esquema de cosas, No lo romperíamos en pedazos, y luego lo reharíamos más cerca del deseo del corazón? Ahora bien, es innegable que la mayoría de estos arrepentimientos son tontos, y bastante a la par en punto de valor filosófico con las críticas sobre el universo de aquel amigo de nuestra infancia, el héroe de la fábula "El ateo y la bellota"... ¡Idiota! si esa rama hubiera sido una calabaza, 15 Tus caprichos no habrían funcionado más, etc. 16 Incluso desde el punto de vista de nuestros propios fines, probablemente haríamos una chapuza remodelando el universo. ¡Cuánto más desde el punto de vista de fines que no podemos ver! Por eso, los sabios se arrepienten lo menos posible. Pero aún así, algunos remordimientos son bastante obstinados y difíciles de reprimir, por ejemplo, los remordimientos por actos de crueldad gratuita o traición, ya sean realizados por otros o por nosotros mismos. Difícilmente alguien puede permanecer totalmente optimista después de leer la confesión del asesino en Brockton el otro día: cómo, para deshacerse de la esposa cuya existencia continua le aburría, la llevó a un lugar desierto, le disparó cuatro veces, y luego, cuando ella yacía en el suelo y le dijo: "No lo hiciste a propósito, ¿verdad, querida?", respondió: "No, no lo hice a propósito", mientras levantaba una piedra y le rompía el cráneo. Semejante suceso, con la leve sentencia y la autosatisfacción del reo, es campo abonado para una cosecha de lamentaciones, que no es necesario abordar en detalle. Sentimos que, aunque encaja mecánicamente a la perfección con el resto del universo, es un mal encaje moral, y que otra cosa habría sido realmente mejor en su lugar. Pero para la filosofía determinista, el asesinato, la sentencia y el optimismo del prisionero eran todos necesarios desde la eternidad; y nada más, ni por un momento, tenía la más mínima posibilidad de ser puesto en su lugar. Admitir tal posibilidad, nos dicen los deterministas, sería suicidar la razón; así que debemos endurecer nuestros corazones contra ese pensamiento. Y aquí nuestra trama se complica, porque vemos la primera de esas difíciles implicaciones del determinismo y el monismo, que es mi propósito hacerles sentir. Si este asesinato de Brockton era requerido por el resto del universo, si tenía que producirse a la hora señalada, y si ninguna otra cosa hubiera sido coherente con el sentido de la totalidad, ¿qué debemos pensar del universo? ¿Debemos aferrarnos obstinadamente a nuestro juicio de arrepentimiento y decir que, aunque no pudo ser, habría sido un universo mejor con algo diferente a este asesinato de Brockton? Eso, por supuesto, parece lo más natural y espontáneo que podemos hacer; y, sin embargo, no es más que abrazar deliberadamente una especie de pesimismo. El juicio de arrepentimiento califica el asesinato de malo. Calificar una cosa de mala significa, si es que significa algo, que la cosa no debería ser, que debería haber otra cosa en su lugar. El determinismo, al negar que otra cosa pueda ser en su lugar, prácticamente define el universo como un lugar en el que lo que debería ser es imposible, en otras palabras, como un organismo cuya constitución está afectada por una mancha incurable, un defecto irremediable. El pesimismo de un Schopenhauer no dice más que esto: que el asesinato es un síntoma; y que es un síntoma vicioso porque pertenece a un todo vicioso, que no puede expresar su naturaleza de otro modo que produciendo precisamente un síntoma como el de este lugar en particular. El pesar por el asesinato debe 17 transformarse, si somos deterministas y sabios, en un pesar mayor. Es absurdo lamentar 18 sólo el asesinato. Siendo otras cosas como son, no podría ser diferente. Lo que debemos lamentar es todo ese marco de cosas del que el asesinato es un miembro. No veo escapatoria alguna a esta conclusión pesimista si, siendo deterministas, nuestro juicio de arrepentimiento ha de mantenerse. La única salida determinista del pesimismo es abandonar en todas partes el juicio del arrepentimiento. Que esto puede hacerse, la historia demuestra que no es imposible. El diablo, quoad existentiam, puede ser bueno. Es decir, aunque sea un principio del mal, el universo, con tal principio en él, puede ser prácticamente un universo mejor de lo que podría haber sido sin él. Por todas partes, de una m a n e r a pequeña, encontramos que una cierta cantidad de mal es una condición por la cual una forma más alta de bien es traída. No hay nada que impida a nadie generalizar este punto de vista, y confiar en que si pudiéramos ver las cosas de la mayor de todas las maneras, incluso asuntos como este asesinato de Brockton parecerían ser pagados por los usos que siguen a su paso. Un optimismo quand même, un optimismo sistemático e infatuado como el ridiculizado por Voltaire en su Cándido, es una de las posibles formas ideales en que un hombre puede entrenarse para ver la vida. Desprovisto de dureza dogmática e iluminado con la expresión de una esperanza tierna y patética, ese optimismo ha sido la gracia de algunos de los personajes más religiosos que han existido. Tócate con el pecho palpitante de la Naturaleza, Y todo está claro de este a oeste. Incluso la crueldad y la traición pueden estar entre los frutos absolutamente benditos del tiempo, y reñir con cualquiera de sus detalles puede ser una blasfemia. La única blasfemia real, en resumen, puede ser ese temperamento pesimista del alma que le permite dar paso a cosas tales como arrepentimientos, remordimientos y dolor. Así, nuestro pesimismo determinista puede convertirse en un optimismo determinista al precio de extinguir nuestros juicios de arrepentimiento. Pero, ¿no nos lleva esto inmediatamente a un curioso aprieto lógico? Nuestro determinismo nos lleva a calificar de erróneos nuestros juicios de arrepentimiento, porque son pesimistas al implicar que lo que es imposible debería serlo. Pero, ¿qué ocurre entonces con los propios juicios de arrepentimiento? Si son erróneos, otros juicios, presumiblemente juicios de 19 aprobación, deberían ocupar su lugar. Pero como son necesarios, nada más puede estar en su lugar; y el universo es exactamente lo que era antes, es decir, un lugar en el que lo que debería ser parece imposible. Nosotros 20 hemos sacado un pie del pantano pesimista, pero el otro se hunde aún más. Hemos rescatado nuestras acciones de las ataduras del mal, pero nuestros juicios están ahora sujetos. Cuando los asesinatos y las traiciones dejan de ser pecados, los remordimientos son absurdos y errores teóricos. La vida teórica y la vida activa juegan así una especie de balancín entre sí en el terreno del mal. El ascenso de una de ellas hace caer a la otra. El asesinato y la traición no pueden ser buenos sin que el arrepentimiento sea malo: el arrepentimiento no puede ser bueno sin que la traición y el asesinato sean malos. Ambos, sin embargo, se supone que han sido predestinados; así que algo debe ser fatalmente irrazonable, absurdo y equivocado en el mundo. Debe ser un lugar en el que el pecado o el error forman parte necesaria. De este dilema no parece haber escapatoria a primera vista. ¿Tan pronto volveremos a caer en el pesimismo del que creíamos haber salido? ¿Y no hay manera posible de que podamos, con buena conciencia intelectual, llamar a las crueldades y a las traiciones, a las reticencias y a los remordimientos, todo bueno junto? Ciertamente existe tal camino, y es probable que la mayoría de ustedes estén dispuestos a formularlo por sí mismos. Pero, antes de hacerlo, observen cómo inevitablemente la cuestión del determinismo y el indeterminismo nos desliza a la cuestión del optimismo y el pesimismo, o, como la llamaban nuestros padres, "la cuestión del mal". La forma teológica de todas estas disputas es la más simple y la más profunda, la forma de la que hay menos escapatoria; no porque, como algunos han dicho sarcásticamente, el remordimiento y el arrepentimiento se nos aferren con un cariño morboso por los teólogos como lujos espirituales, sino porque son hechos existentes del mundo, y como tales deben ser tenidos en cuenta en la interpretación determinista de todo lo que está destinado a ser. Si están destinados al error, ¿no sigue proyectando su sombra sobre el mundo el ala de murciélago de la irracionalidad? El refugio del dilema se encuentra, como he dicho, no muy lejos. Los actos necesarios que erróneamente lamentamos pueden ser buenos, y sin embargo nuestro error al lamentarlos también puede ser bueno, con una simple condición; y esa condición es la siguiente: El mundo no debe ser considerado como una máquina cuyo fin último es la realización de un bien exterior, sino más bien como un artificio para profundizar la conciencia teórica de lo que son el bien y el mal en su naturaleza intrínseca. A la naturaleza no le interesa hacer el bien o el mal, sino conocerlos. La vida es un largo comer del fruto del árbol del conocimiento. Tengo la costumbre, al pensar para mí mismo, de llamar a este punto de vista el punto de vista gnóstico. Según él, el mundo no es ni optimismo ni pesimismo, sino gnosticismo. Pero como este término puede quizá dar lugar a algunos malentendidos, lo utilizaré aquí lo menos posible, y hablaré más bien de 21 subjetivismo, y del punto de vista subjetivista. 22 El subjetivismo tiene tres grandes ramas: el cientificismo, el sentimentalismo y el sensualismo, respectivamente. Todas coinciden esencialmente acerca del universo, en estimar que lo que allí sucede es subsidiario de lo que pensamos o sentimos acerca de él. El crimen justifica su criminalidad despertando nuestra inteligencia de esa criminalidad y eventualmente nuestros remordimientos y arrepentimientos; y el error incluido en los remordimientos y arrepentimientos, el error de suponer que el pasado podría haber sido diferente, se justifica a sí mismo por su uso. Su uso es acelerar nuestro sentido de lo que es lo irremediablemente perdido. Cuando pensamos en ello como lo que podría haber sido ("las palabras más tristes de la lengua o la pluma"), la calidad de su valor nos habla con una dulzura más salvaje; y, a la inversa, la insatisfacción con la que pensamos en lo que parece haberlo expulsado de su lugar natural nos produce la punzada más severa. Admirable artificio de la naturaleza! podríamos estar tentados de exclamar, engañándonos para iluminarnos mejor, y no dejando nada sin hacer para acentuar ante nuestra conciencia la enorme distancia de esos polos opuestos del bien y del mal entre los que oscila la creación. De este modo, hemos revelado claramente lo que podría llamarse el dilema del determinismo, en la medida en que el determinismo pretende pensar las cosas. Un determinismo meramente mecánico, es cierto, más bien se regocija en no pensarlas. Está muy seguro de que el universo debe satisfacer su postulado de una continuidad y coherencia físicas, pero sonríe a cualquiera que presente también un postulado de coherencia moral. Puedo suponer, sin embargo, que el número de deterministas puramente mecánicos o duros entre ustedes esta noche es pequeño. El determinismo a cuyas seducciones están ustedes más expuestos es lo que he llamado determinismo blando, el determinismo que permite que las consideraciones sobre el bien y el mal se mezclen con las de causa y efecto a la hora de decidir qué clase de universo puede considerarse racionalmente que es éste. El dilema de este determinismo es uno cuyo cuerno izquierdo es el pesimismo y cuyo cuerno derecho es el subjetivismo. En otras palabras, si el determinismo quiere escapar del pesimismo, debe dejar de considerar los bienes y los males de la vida de una manera simplemente objetiva, y considerarlos como materiales, indiferentes en sí mismos, para la producción de la conciencia, científica y ética, en nosotros. Escapar del pesimismo no es, como todos sabemos, tarea fácil. Vuestros propios estudios os han mostrado suficientemente la dificultad casi desesperada de hacer rimar la noción de que existe un principio único de las cosas, y que ese principio es la perfección absoluta, con nuestra visión cotidiana de los hechos de la vida. Si la perfección es el principio, ¿cómo puede haber imperfección aquí? Si Dios es bueno, ¿cómo es que creó -o, si no creó, cómo es que permitió- al diablo? Los 23 hechos malignos deben ser explicados como aparentes: el diablo debe ser blanqueado, el universo debe ser desinfectado, si ni la bondad de Dios ni Su unidad y poder han de permanecer 24 impugnada. Y de todas las formas de desinfectar y hacer que lo malo parezca menos malo, la del subjetivismo es, con mucho, la mejor. Porque, después de todo, ¿no hay algo bastante absurdo en nuestra noción ordinaria de que las cosas externas sean buenas o malas en sí mismas? ¿Pueden los asesinatos y las traiciones, considerados como meros sucesos externos, o movimientos de la materia, ser malos sin que nadie sienta su maldad? ¿Y podría el paraíso ser bueno en ausencia de un principio sensible por el que se percibiera la bondad? Los bienes y los males externos parecen prácticamente indistinguibles, excepto en la medida en que dan lugar a que se emitan juicios morales sobre ellos. Pero entonces los juicios morales parecen lo principal, y los hechos exteriores meros instrumentos perecederos para su producción. Esto es subjetivismo. Todo el mundo debe haberse preguntado alguna vez sobre esa extraña paradoja de nuestra naturaleza moral, que, aunque la búsqueda del bien exterior es el aliento de sus narices, la consecución del bien exterior parecería ser su asfixia y muerte. ¿Por qué la pintura de cualquier paraíso o utopía, en el cielo o en la tierra, despierta tales bostezos por el nirvana y la evasión? El cielo de túnicas blancas que toca el arpa en nuestras escuelas sabáticas, y el elíseo de la mesa de té, representado en los Datos de Ética del Sr. Spencer, como la consumación final del progreso, están exactamente a la par en este aspecto: son pura y simplemente paraísos. Los contemplamos desde este delicioso amasijo de locuras y realidades, de esfuerzos y muertes, de esperanzas y temores, de agonías y exultaciones, que forma nuestro estado actual, y el tedium vitae es el único sentimiento que despiertan en nuestros pechos. Para nuestras naturalezas crepusculares, nacidas para el conflicto, el claroscuro moral Rembrandtesco, la lucha cambiante del rayo de sol en la penumbra, tales cuadros de luz sobre luz son vacuos y sin expresión, y ni se disfrutan ni se comprenden. Si este es todo el fruto de la victoria, decimos; si las generaciones de la humanidad sufrieron y entregaron sus vidas; si los profetas confesaron y los mártires cantaron en el fuego, y todas las lágrimas sagradas se derramaron sin otro fin que el de que una. Si los profetas se confesaron y los mártires cantaron en el fuego, y todas las lágrimas sagradas se derramaron con el único fin de que una raza de criaturas de tal insipidez sin parangón tuviera éxito y prolongara in saecula saeculorum sus vidas contentas e inofensivas, entonces, a tal paso, mejor perder que ganar la batalla, o en todo caso mejor bajar el telón antes del último acto de la obra, para que un negocio que comenzó de manera tan importante pueda salvarse de un final tan singularmente plano. Todo esto es lo que yo diría inmediatamente, si se me pidiera que defendiera el gnosticismo; y sus verdaderos amigos, entre los cuales usted percibirá en seguida que yo no soy uno, dirían sin dificultad mucho más. Considerado como una 25 finalidad estable, todo bien exterior se convierte en una mera fatiga para la carne. Debe ser amenazado, perderse ocasionalmente, para que su bondad sea plenamente sentida como tal. No, más que ocasionalmente perdido. Nadie conoce el valor de la inocencia hasta que sabe que se ha ido para siempre, y que 26 el dinero no puede comprarlo. No es el santo, sino el pecador que se arrepiente, aquel a quien se revela todo el largo y ancho, alto y profundo significado de la vida. No la ausencia de vicio, sino el vicio allí, y la virtud sosteniéndolo por la garganta, parece ser el estado humano ideal. Y no parece haber razón para suponer que no sea un estado humano permanente. Hay una profunda verdad en lo que insiste la escuela de Schopenhauer: lo ilusorio de la noción de progreso moral. Las formas más brutales del mal que desaparecen son sustituidas por otras más sutiles y venenosas. Nuestro horizonte moral se mueve con nosotros a medida que nos movemos, y nunca n o s acercamos a la lejana línea donde las olas negras y el azul se encuentran. El propósito final de nuestra creación parece más plausible que sea el mayor enriquecimiento posible de nuestra conciencia ética, mediante el más intenso juego de contrastes y la más amplia diversidad de caracteres. Por supuesto, esto obliga a algunos de nosotros a ser vasos de ira, mientras que a otros los llama a ser vasos de honor. Pero el punto de vista subjetivista reduce todas estas distinciones externas a un denominador común. El desgraciado que languidece en la celda del delincuente puede estar bebiendo tragos del vino de la verdad que nunca pasarán por los labios del llamado favorito de la fortuna. Y la conciencia peculiar de cada uno de ellos es una nota indispensable en el gran concierto ético que los siglos, a medida que ruedan, van moliendo en el corazón vivo del hombre. ¡Adiós al subjetivismo! Si el dilema del determinismo es elegir entre él y el pesimismo, veo poco margen para la vacilación desde el punto de vista estrictamente teórico. El subjetivismo parece el esquema más racional. Y es posible que el mundo, por lo que sé, no sea otra cosa. Cuando el sano amor de la vida está en uno, y todas sus formas y sus apetitos parecen tan inconfesablemente reales; cuando las cosas más brutales y las más espirituales están iluminadas por el mismo sol, y cada una es parte integrante de la riqueza total, entonces parece una manera rencorosa y enfermiza de enfrentarse a un universo tan robusto el encogerse ante cualquiera de sus hechos y desear que no sean. Es preferible adoptar el punto de vista estrictamente dramático, y tratar todo el asunto como un gran romance interminable que el espíritu del universo, esforzándose por realizar su propio contenido, está eternamente pensando y representándose a sí mismo. Espero que nadie me acuse, después de haber dicho todo esto, de subestimar las razones a favor del subjetivismo. Y ahora que procedo a decir por qué esas razones, por fuertes que sean, no convencen a mi propia mente, confío en que la presunción sea que mis objeciones son aún más fuertes. Confieso francamente que son de orden práctico. Si asumimos prácticamente el subjetivismo de manera sincera y radical y seguimos sus consecuencias, nos encontramos con algunas que nos hacen detenernos. Que un subjetivismo 27 comience en nunca tan severo 28 y de una manera intelectual, se ve obligada por la ley de su naturaleza a desarrollar otro lado de sí misma y a terminar con la curiosidad más corrupta. Una vez desechada la noción de que ciertos deberes son buenos en sí mismos, y que estamos aquí para cumplirlos, no importa cómo nos sintamos acerca de ellos; una vez consagrada la noción opuesta de que nuestras actuaciones y nuestras violaciones del deber son para un propósito común, el logro del conocimiento y sentimiento subjetivos, y que la profundización de éstos es el fin principal de nuestras vidas, --¿y en qué punto de la pendiente descendente hemos de detenernos? En teología, el subjetivismo desarrolla como su "ala izquierda" el antinomianismo. En literatura, su ala izquierda es el romanticismo. Y en la vida práctica es un sentimentalismo sin nervio o un sensualismo sin límites. En todas partes fomenta el fatalismo. Hace aún más pasivos a los que ya son demasiado inertes; vuelve totalmente imprudentes a aquellos cuya energía ya es excesiva. A lo largo de la historia vemos cómo el subjetivismo, en cuanto tiene una carrera libre, se agota en toda clase de licencias espirituales, morales y prácticas. Su optimismo se convierte en indiferencia ética, que infaliblemente trae c o n s i g o la disolución. Es perfectamente seguro decir ahora que si el gnosticismo hegeliano, que ha comenzado a mostrarse aquí y en Gran Bretaña, se convirtiera en una filosofía popular, como una vez lo fue en Alemania, ciertamente desarrollaría su ala izquierda aquí como allá, y produciría una reacción de disgusto. Ya he oído a un graduado de esta misma escuela expresar en el púlpito su disposición a pecar como David, con tal de arrepentirse como David. Ustedes me dirán que sólo estaba sembrando su avena silvestre, o más bien su avena mansa; y tal vez lo estaba haciendo. Pero la cuestión es que en la filosofía subjetivista o gnóstica la siembra de avena, silvestre o mansa, se convierte en una necesidad sistemática y en la función principal de la vida. Después de las verdades puras y clásicas, deben experimentarse las excitantes y rancias; y si las estúpidas virtudes del rebaño filisteo no entran entonces a salvar a la sociedad de la influencia de los hijos de la luz, una especie de putrefacción interior se convierte en su inevitable perdición. Mirad los últimos coletazos de la escuela romántica, tal como los vemos en esa extraña literatura parisiense contemporánea, con la que nosotros, los de los países menos inteligentes, nos vemos tan a menudo empujados a enjuagar nuestras mentes después de que se hayan atascado con la torpeza y la pesadez de nuestras actividades nativas. La escuela romántica comenzó con el culto de la sensibilidad subjetiva y la revuelta contra la legalidad de la que Rousseau fue el primer gran profeta; y a través de varios flujos y reflujos, alas derechas y alas izquierdas, se mantiene hoy con dos hombres de genio, M. Renan y M. Zola, como sus principales exponentes, uno hablando con su voz masculina y el otro con lo que 29 podría llamarse su voz femenina. Prefiero no pensar ahora en miembros menos nobles de la escuela, y el Renan que tengo en mente es por supuesto 30 el Renan de las últimas fechas. Como he usado el término gnóstico, tanto él como Zola son gnósticos de la clase más pronunciada. Ambos están sedientos de los hechos de la vida, y ambos piensan que los hechos de la sensibilidad humana son, de todos los hechos, los más dignos de atención. Ambos están de acuerdo, además, en que la sensibilidad no parece estar ahí para un propósito más elevado, y ciertamente no, como dicen los filisteos, por el bien de llevar a cabo meros derechos externos y frustrar males externos. Uno se detiene en la sensibilidad por su energía, el otro por su dulzura; uno habla con voz de bronce, el otro con la de un arpa eolia; uno ignora rudamente la distinción entre el bien y el mal, el otro juega a la coqueta entre la cobardía de sus Diálogos filosóficos y el optimismo de mariposa de sus Recuerdos de juventud. Pero bajo las páginas de ambos suena incesantemente el bajo ronco de vanitas vanitatum, omnia vanitas, que el lector puede oír, cuando quiera, entre líneas. Ningún escritor de esta escuela romántica francesa tiene una palabra de rescate de la hora de la saciedad con las cosas de la vida, la hora en que decimos: "No siento placer en ellas", o de la hora del terror ante la vasta molienda sin sentido del mundo, si acaso tales horas llegaran. Porque el terror y la saciedad son hechos de la sensibilidad como cualquier otro, y a su hora reinan por derecho propio. El corazón de las expresiones románticas, ya sean poéticas, críticas o históricas, es este remedio interior, lo que Carlyle llama este lejano gemido de lamento y aflicción. Y de este estado de ánimo romántico no hay escapatoria teórica posible. Ya sea que, como Renan, veamos la vida de una manera más refinada, como un romance del espíritu; o ya sea que, como los amigos de M. Zola, nos mofemos de nuestro carácter "científico" y "analítico", y prefiramos ser cínicos, y llamemos al mundo un roman expérimental a escala infinita, en cualquier caso el mundo se nos aparece potencialmente como lo que el mismo Carlyle llamó una vez, un vasto, sombrío y solitario Gólgota y molino de muerte. La única salida es la vía práctica. Y ya que he mencionado el hoy tan denostado nombre de Carlyle, permítanme mencionarlo una vez más, y decir que es el camino de su enseñanza. No importa la vida de Carlyle, no importa gran parte de sus escritos. ¿Qué fue lo más importante que nos dijo? Dijo: "¡Cuelguen sus sensibilidades! ¡Dejad vuestras lloronas quejas, y vuestros igualmente llorosos arrebatos! Dejad vuestras payasadas emocionales en general y poneos a TRABAJAR como hombres". Pero esto significa una ruptura total con la filosofía subjetivista de las cosas. Dice que la conducta, y no la sensibilidad, es el hecho último para nuestro reconocimiento. Con la visión de ciertas obras a realizar, de ciertos cambios exteriores a realizar o resistir, dice que nuestro horizonte intelectual termina. No importa cómo consigamos hacer estos deberes exteriores, si con gusto y espontáneamente, o pesadamente y de mala gana, hacerlos de alguna manera debemos; porque el dejarlos sin hacer es la perdición. No importa 31 cómo nos sintamos; si sólo somos fieles en el 32 y nos neguemos a hacer el mal, el mundo estará a salvo y nosotros saldaremos nuestra deuda con él. Tomemos, entonces, el yugo sobre nuestros hombros; doblemos nuestro cuello bajo la pesada legalidad de su peso; consideremos algo más que nuestro sentimiento como nuestro límite, nuestro amo y nuestra ley; estemos dispuestos a vivir y morir a su servicio, y, de un golpe, habremos pasado de la filosofía subjetiva a la objetiva de las cosas, de la misma manera que uno despierta de un sueño febril, lleno de malas luces y ruidos, para encontrarse bañado en la sagrada frescura y quietud del aire de la noche. Pero, ¿cuál es la esencia de esta filosofía de la conducta objetiva tan anticuada y finita, pero tan casta y sana y fuerte, cuando se la compara con su rival romántico? Es el reconocimiento de límites, ajenos y opacos a nuestro entendimiento. Es la voluntad, después de lograr algún bien externo, de sentirnos en paz; porque nuestra responsabilidad termina con el cumplimiento de ese deber, y la carga del resto podemos dejarla en manos de poderes superiores. Mírate a ti mismo, oh Universo, Tú eres mejor y no peor, podemos decir en esa filosofía, en el momento en que hemos dado nuestro golpe de conducta, por pequeño que sea. Pues, desde el punto de vista de esa filosofía, el universo pertenece a una pluralidad de fuerzas semiindependientes, cada una de las cuales puede ayudar o entorpecer, y ser ayudada o entorpecida por las operaciones del resto. Pero esto nos devuelve, después de un rodeo tan largo, a la cuestión del indeterminismo y a la conclusión de todo lo que he venido a decir esta noche. Porque la única manera coherente de representar un pluralismo y un mundo cuyas partes pueden afectarse mutuamente mediante una conducta que puede ser buena o mala es la manera indeterminista. ¿Qué interés, entusiasmo o emoción puede haber en alcanzar el camino correcto, a menos que se nos permita sentir que el camino equivocado es también un camino posible y natural, más aún, un camino amenazador e inminente? ¿Y qué sentido puede tener condenarnos a nosotros mismos por tomar el camino equivocado, a menos que no tuviéramos que haber hecho nada por el estilo, a menos que el camino correcto también estuviera abierto para nosotros? No puedo entender la voluntad de actuar, independientemente de cómo nos sintamos, sin la creencia de que los actos son realmente buenos y malos. No puedo entender la creencia de que un acto es malo, sin el arrepentimiento de que haya sucedido. No puedo entender el 33 arrepentimiento sin la admisión de posibilidades reales y genuinas en el mundo. Sólo entonces es otra cosa que una burla sentir, después de haber fracasado en hacer lo mejor, que una irreparable 34 la oportunidad ha desaparecido del universo, cuya pérdida deberá lamentar para siempre. Si insistes en que todo esto es superstición, que la posibilidad es a los ojos de la ciencia y la razón imposibilidad, y que si actúo mal es que el universo estaba predestinado a sufrir este defecto, vuelves a caer de lleno en el dilema, el laberinto, del pesimismo y el subjetivismo, de cuyos vericuetos acabamos de salir. Ahora bien, por supuesto somos libres de retroceder, si nos place. Por mi parte, sin embargo, cualesquiera que sean las dificultades que pueda plantear la filosofía del bien y el mal objetivos, y el indeterminismo que parece implicar, el determinismo, con su alternativa de pesimismo o romanticismo, contiene dificultades aún mayores. Pero recordarán que hace tiempo repudié expresamente la pretensión de ofrecer argumentos que pudieran ser coercitivos de una manera llamada científica en este asunto. Y, en consecuencia, me veo obligado, al final de esta larga exposición, a exponer mis conclusiones de un modo totalmente personal. Este método personal de apelación parece estar entre las condiciones mismas del problema; y lo más que cualquiera puede hacer es confesar tan cándidamente como pueda los fundamentos de la fe que hay en él, y dejar que su ejemplo actúe sobre los demás como pueda. Permítanme, entonces, sin circunloquios, decir sólo esto. El mundo es suficientemente enigmático en conciencia, cualquiera que sea la teoría que adoptemos sobre él. El indeterminismo que defiendo, la teoría del libre albedrío del sentido popular basada en el juicio del arrepentimiento, representa ese mundo como vulnerable y susceptible de ser dañado por algunas de sus partes si actúan mal. Y representa su actuación errónea como una cuestión de posibilidad o accidente, ni inevitable ni aún a evitar infaliblemente. Por todo ello, es una teoría sin transparencia ni estabilidad. Nos da un universo pluralista e inquieto, en el que ningún punto de vista puede abarcar toda la escena; y para una mente poseída por el amor a la unidad a cualquier precio, seguirá siendo, sin duda, inaceptable para siempre. Un amigo con una mente así me dijo una vez que pensar en mi universo le ponía enfermo, como la visión del horrible movimiento de una masa de gusanos en su lecho de carroña. Pero aunque admito libremente que el pluralismo y la inquietud son repugnantes e irracionales en cierto mo d o, encuentro que toda alternativa a ellos es irracional de un modo más profundo. El indeterminismo con sus gusanos, si se me permite hablar así de él, sólo ofende al absolutismo nativo de mi intelecto, un absolutismo que, después de todo, tal vez merezca ser desairado y mantenido a raya. Pero el determinismo con su carroña necesaria, por seguir con la figura retórica, y sin 35 gusanos posibles que se la c o m a n , viola mi sentido de la realidad moral de cabo a rabo. 36 a través de. Cuando, por ejemplo, imagino una carroña como el asesinato de Brockton, no puedo concebirlo como un acto por el cual el universo, como un todo, expresa lógica y necesariamente su naturaleza sin rehuir la complicidad con tal todo. Y me niego deliberadamente a mantenerme en términos de lealtad con el universo diciendo sin más que el asesinato, puesto que fluye de la naturaleza del todo, no es carroña. Hay algunas reacciones instintivas que yo, por mi parte, no manipularé. La única alternativa que me queda, la actitud del romanticismo gnóstico, desgarra mis instintos personales de un modo igualmente violento. Falsifica la simple objetividad de su liberación. Hace de la carne de gallina que el asesinato excita en mí una razón suficiente para la perpetración del crimen. Transforma la vida de una trágica realidad en una insincera exhibición melodramática, tan sucia o tan chabacana como la curiosidad enferma de cualquiera quiera llevarla a cabo. Y con su consagración del estado de ánimo de los naturalistas romanos, y su entronización de la más vil tripulación de literatos parisinos entre los órganos eternamente indispensables por los que el espíritu infinito de las cosas alcanza esa iluminación subjetiva que es la tarea de su vida, me deja en presencia de una especie de carroña subjetiva considerablemente más hedionda que la carroña objetiva que le pedí que se llevara. No! mejor mil veces, que esa corrupción sistemática de nuestra cordura moral, el pesimismo más llano, para que sea franco; pero mucho mejor que eso el mundo del azar. Hagan todo el alboroto que quieran sobre el azar, yo sé q u e e l azar significa pluralismo y nada más. Si algunos de los miembros del pluralismo son malos, la filosofía del pluralismo, cualesquiera que sean los amplios puntos de vista que me niegue, me permite, al menos, volverme hacia los otros miembros con un pecho limpio de afecto y un sentido moral poco sofisticado. Y si todavía quiero pensar en el mundo como una totalidad, me permite sentir que un mundo con una posibilidad de ser bueno, aunque esa posibilidad nunca se cumpla, es mejor que un mundo sin ninguna posibilidad. Ese "azar" cuya noción misma se me exhorta y conjura a desterrar de mi visión del futuro como suicidio de la razón que lo concierne, ese "azar" es... ¿qué? Sólo esto: la posibilidad de que en aspectos morales el futuro sea distinto y mejor de lo que ha sido el pasado. Esta es la única posibilidad que tenemos motivos para suponer que existe. Más bien, ¡qué vergüenza su repudio y su negación! Porque su presencia es el aire vital que hace vivir al mundo, la sal que lo mantiene dulce. Y aquí podría detenerme legítimamente, después de haber expresado todo lo que me interesa que los demás admitan esta noche. Pero sé que si me detengo aquí, quedarán malentendidos en las mentes de algunos de ustedes, e impedirán que todo lo que he dicho surta su efecto; así que juzgo que es mejor añadir algunas palabras más. 37 En primer lugar, a pesar de todas mis explicaciones, la palabra "azar" seguirá dando problemas. Aunque vosotros mismos estéis en contra de la doctrina determinista, desearíais una palabra más agradable que "azar" para nombrar la doctrina opuesta; y es muy probable que consideréis mi preferencia por tal palabra como una especie de parcialidad perversa por mi parte. Ciertamente es una mala palabra p a r a hacer conversos, y desearíais que no o s la hubiera lanzado tan a la cara, o que hubiera utilizado un término más suave. Bueno, admito que puede haber una pizca de perversidad en su elección. El espectáculo del mero juego de acaparamiento de palabras jugado por los deterministas blandos me ha llevado quizá demasiado violentamente hacia el otro lado; y, antes que encontrarme discutiendo con ellos por las buenas palabras, estoy dispuesto a tomar la primera mala que se presente, siempre que sea inequívoca. La cuestión es de cosas, no de nombres elogiosos para ellas; y la mejor palabra es la que permite a los hombres saber más rápidamente si están en desacuerdo o no sobre las cosas. Pero la palabra "azar", con su singular negatividad, es justo la palabra para este propósito. Quien la usa en lugar de "libertad", renuncia de lleno y resueltamente a toda pretensión de controlar las cosas que dice que son libres. Para él, confiesa que no son mejores de lo que sería el mero azar. Es una palabra de impotencia, y es por tanto la única palabra sincera que podemos usar, si, al conceder libertad a ciertas cosas, la concedemos honestamente, y realmente arriesgamos el juego. "Quien me elige debe dar y perder todo lo que tiene". Cualquier otra palabra permite argucias, y nos permite, a la manera de los deterministas blandos, hacer como que devolvemos la libertad al pájaro enjaulado con una mano, mientras con la otra le atamos ansiosamente una cuerda a la pata para asegurarnos de que no se escapa de nuestra vista. Pero ahora planteará usted su duda final. La admisión de tal azar o libertad no garantizados, ¿no excluye totalmente la noción de una Providencia que gobierne el mundo? ¿No deja el destino del universo a merced de las posibilidades del azar, y hasta ahora inseguro? ¿No niega, en suma, el anhelo de nuestra naturaleza de una paz última detrás de todas las tempestades, de un cenit azul por encima de todas las nubes? A esto mi respuesta debe ser muy breve. La creencia en el libre albedrío no es en absoluto incompatible con la creencia en la Providencia, siempre que no restrinjas la Providencia a fulminar nada más que grados fatales. Si le permitís que proporcione posibilidades así como actualidades al universo, y que lleve a cabo su propio pensamiento en esas dos categorías tal como nosotros hacemos el nuestro, las posibilidades pueden estar ahí, incontroladas incluso por él, y el curso del universo ser realmente ambiguo; 38 y, sin embargo, el fin de todas las cosas puede ser justo lo que él quiso que fuera desde toda la eternidad. Una analogía aclarará su significado. Supongamos dos hombres ante un tablero de ajedrez, uno novato y otro experto en el juego. El experto pretende vencer. Pero no puede prever exactamente cuál será la jugada de su adversario. Sin embargo, conoce todas las jugadas posibles de su adversario y sabe de antemano cómo hacer frente a cada una de ellas con una jugada propia que le lleve a la victoria. Y la victoria llega infaliblemente, por tortuoso que sea el recorrido, en la forma predestinada de jaque mate al rey del principiante. Supongamos que el novato representa a los agentes libres finitos y el experto a la mente infinita en la que se encuentra el universo. Supongamos que este último piensa su universo antes de crearlo. Supongamos que dice: "Llevaré las cosas a un fin determinado, pero no decidiré ahora todos los pasos para llegar a él". En varios puntos, se dejarán abiertas posibilidades ambiguas, cualquiera de las cuales, en un instante dado, puede convertirse en real. Pero cualquiera que sea la rama de estas bifurcaciones que se haga realidad, sé lo que haré en la siguiente bifurcación para evitar que las cosas se desvíen del resultado final que pretendo." El plan del creador del universo quedaría así en blanco en cuanto a muchos de sus detalles reales, pero todas las posibilidades estarían marcadas. La realización de algunas de ellas se dejaría absolutamente al azar; es decir, sólo se determinaría cuando llegaran los momentos de la realización. Otras posibilidades se determinarían de forma contingente; es decir, su decisión tendría que esperar hasta que se viera cómo se resolvían las cuestiones de azar absoluto. Pero el resto del plan, incluido su resultado final, estaría rigurosamente determinado de una vez por todas. De este modo, el propio creador no necesitaría conocer todos los detalles de la realidad hasta que llegaran; y en cualquier momento su propia visión del mundo sería una visión en parte de hechos y en parte de posibilidades, exactamente como lo es la nuestra ahora. De una cosa, sin embargo, podría estar seguro, y es de que su mundo estaba a salvo, y que por mucho que zigzaguease, seguramente podría llevarlo a casa al final. Ahora bien, es totalmente irrelevante, en este esquema, si el creador deja que las posibilidades de azar absoluto sean decididas por él mismo, cada una cuando llega su momento adecuado, o si, por el contrario, aleja este poder de sí mismo, y deja la decisión fuera y fuera a criaturas finitas como somos los hombres. La gran cuestión es que las posibilidades están realmente aquí. Tanto si somos nosotros quienes las resolvemos, como si es Él quien actúa a través de nosotros, en esos momentos de prueba para el alma en los que la balanza del destino parece temblar, y el bien arrebata la victoria al mal o se encoge sin fuerzas 39 de la lucha, es de poca importancia, siempre y cuando admitamos que la cuestión se decide en ningún otro lugar que aquí y ahora. Eso es lo que da la palpitante realidad a nuestra vida moral y la hace vibrar, como dice el Sr. Mallock, con una excitación tan extraña y elaborada. Esta realidad, esta excitación, son lo que los determinismos, duros y blandos por igual, suprimen con su negación de que algo esté decidido aquí y ahora, y su dogma de que todas las cosas estaban predestinadas y decididas hace mucho tiempo. Si es así, puede que usted y yo hayamos sido condenados al error de seguir creyendo en la libertad. Es una suerte para la conclusión de la controversia que en cada discusión con el determinismo este argumentum ad hominem pueda ser la última palabra de su adversario. 40