Subido por angel

Varios - Trece Historias Breves

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Este libro intenta ser un escaparate de la narrativa española de 1995. Trece relatos escritos por trece
autores españoles. Por orden alfabético: Juan Bonilla, Jesús Ferrero, Javier García Sánchez, Sonia
García Soubriet, Irene Gracia, Manuel de Lope, José Carlos Llop, Juan Madrid, José Angel Mañas,
Daniel Múgica, Sara Rosenberg, Enrique Vila-Matas y Pedro Zarraluki.
En estos relatos, tan dispares como estimulantes, los autores indagan sobre las fuerzas ocultas que
determinan nuestros actos: el destino, el azar, el sexo, la ambición, la supervivencia, la locura… El
lector encontrará una curiosa galería de personajes, magistralmente recreados, que se desplazan en un
extravagante itinerario, algunos en trayectos cortos, otros en largos viajes, pero todos atropellados por
insospechados designios que determinarán su desarrollo vital. En muchos casos es la voz la que define a
los protagonistas, en otros las circunstancias, pero en todos se muestra la extrañeza del ser humano ante
su entorno inmediato y los avatares que le ha tocado vivir.
AA. VV.
Trece historias breves
ePub r1.0
Titivillus 06-06-2019
Título original: Trece historias breves
AA. VV., 1995
Relatos de: Juan Bonilla; Jesús Ferrero; Javier García Sánchez; Sonia García Soubriet; Irene Gracia; Manuel de Lope; José
Carlos Llop; Juan Madrid; José Angel Mañas; Daniel Múgica; Sara Rosenberg; Enrique Vila-Matas; Pedro Zarraluki
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
CUENTO CHINO
por Juan Bonilla
CAMINO DE XIÁN me detuve en una aldea para aliviarme la sed y aprovisionarme de frutas que me
permitieran no volver a detenerme. Era mediodía y el sol esgrimía en el aire sus alfileres calcinantes con
la saña de un enemigo impío. Me entré en la primera taberna del poblado y me asistió la única persona
que se encontraba en su interior, fomentándose un poco de brisa con un abanico de proporciones
gigantescas. Solicité agua y el anciano que se refugiaba tras el mostrador me dijo que lo mejor para
eliminar la sed era el kanji. Ignoraba ese brebaje, pero como estaba recorriendo China para apilar datos
y coleccionar detalles que enriquecieran mis reportajes, obedecí ciegamente la sugerencia y me hice
servir un vaso de kanji. La orina del demonio no puede resultar tan repulsiva como aquel líquido
transparente que bajó por mi garganta como un tren en llamas que explosionó en mi hígado. Efectivamente
la sed desapareció, a cambio de lo cual tuve que sentarme para no perder la conciencia. Por unos
segundos la vista se me averió, y solo recuerdo haber visto al viejo tabernero sirviéndome otro vaso del
brebaje, acompañando la acción con unas palabras que venían a informarme que el segundo disparo del
veneno producía mejores efectos que el primero. Ni que decir tiene que esa afirmación quedó de
momento por lo que a mí respecta, aunque solo de momento, sin prueba que la avalara. Cuando me repuse
exigí un buen tarro de agua, no para matar una sed cuyo cadáver ya se había descompuesto, sino
simplemente para despejar mi boca de la llama que la seguía calentando. El agua disolvió algo el sabor
del kanji, pero mi lengua siguió durante un buen rato tan anestesiada como si la hubiera pisoteado un
pelotón de militares.
Pedí indicaciones al anciano acerca de la situación del mercado, y el anciano me informó que todas
las calles desembocaban en el recinto donde a aquella hora se congregaba todo el pueblo. Evidentemente
que su taberna padeciera el desasosiego del vacío, impelía al tabernero a guardarle rencor al mercado.
Le rogué que cuidara de mis bártulos y el anciano sonrió por toda respuesta. Prometí volver en menos de
una hora.
La muchedumbre atestaba en efecto el mercado. Sin embargo no producía el estruendo propio de las
muchedumbres. Hablaba en susurros. Levantaba un leve rumor que contradecía el número de asistentes.
Me puse a buscar los puestos de frutas y en uno de ellos dilapidé casi todo lo que llevaba. El resto de mi
capital lo había desapercibido en un cinturón que viajaba en un bolsillo interior de una de las carteras
que custodiaba el anciano. De repente sentí desconfianza hacia él. Iba a apresurarme a regresar a la
taberna cuando unos gritos sobrecogedores se impusieron al rumor de la muchedumbre. Los gritos
procedían de la zona donde se comerciaban las telas y los vestidos. Lo que más me sorprendió en
aquellos momentos era que el rumor de la muchedumbre no se apagara, como debería haber sucedido,
para luego elevarse con más fuerza como síntoma de la inquietud nacida ante los gritos aquellos. Siguió
en el mismo tono, como si aquellos gritos no hubieran sido escuchados por ninguno de los componentes
de la multitud, como si a nadie afectaran. Y sin embargo, los gritos continuaron. Yo los oía acercándose
hacia donde yo estaba, sin distinguir aún qué proclamaban, aunque determinando ya que los arrojaba una
mujer. Poco a poco pude ir distinguiendo algunas de las palabras que emergían de su garganta rota.
Imploraba que la mataran. Estaba pidiendo que alguien la favoreciera hincándole un puñal. Exigía
clemencia a los vecinos. Debía tratarse de una loca. Pronto la vi. Una mujer de unos cuarenta años.
Cadavérica de aspecto, sucia, con la ropa rebajada a harapos, descalza. Se clavaba las uñas en los
pechos y se arañaba la cara mientras avanzaba pidiendo que la matasen. De vez en vez se detenía ante
algún vecino, lo llamaba por su nombre y le rogaba que fuera él el que la librara de su condena. Vino
hacia mí y me llamó extranjero. Nunca he visto un gesto que sintetice con tal exactitud lo que entiendo por
horror. El tipo que se encontraba a mi lado me ordenó: no le haga caso. Pero yo no pude apartar mis ojos
de los suyos: en su fondo vi un abismo de pánico y soledad en el que se había abolido el tiempo.
Comprendí que su condena era eterna, y que nadie estaba capacitado para vulnerar la eternidad terrible
que le aguardaba. La mujer siguió corriendo, clamando a los cielos que le cediera un poco de compasión,
nombrando a sus vecinos, dejando sus huellas en las calles de aquella aldea de fantasmas que continuaron
realizando sus compras, mercadeando frutas y telas, como si nada hubiera sucedido. Cuando los gritos de
la mujer fueron apagados por la distancia, recuperé el aliento y regresé hacia la taberna, demudado el
rostro por la impresión, tembloroso el pulso. Ahora sí que me procuraría un kanji que me sosegase.
El tabernero me preguntó:
—¿Ha visto a Sui Yan? Seguro que la ha visto. Si no no necesitaría kanji para soportarlo.
—¿Quién es? —quise saber después de zaherirme el estómago con aquel veneno calcinante.
—Es una historia muy larga y muy trágica.
—Estupendo. Colecciono historias y hace demasiado calor como para reemprender la marcha.
—Pues entonces sirvámonos más kanji.
Y sirvió más kanji antes de contarme la historia de Sui Yan.
—Como debe saber, extranjero, se nos prohibió hace años concebir más de un hijo por matrimonio,
con lo cual hemos acabado prescindiendo de la palabra hermano, pues todos los niños que nacen en
China son ya hijos únicos. Esto lleva aparejado diversos problemas que afectan a la propia
supervivencia de una familia. Aquí vivimos del campo, y por lo tanto necesitamos mano de obra para
recaudar lo suficiente como para cumplir con lo que nos exige el gobierno. Necesitamos hijos, y
necesitamos sobre todo varones. Toda la tragedia que usted ha presenciado tiene que ver con esto, no
crea que estoy mareándole y extraviándome en aledaños con tal de hacer visible mi protesta para que
usted la copie y la reproduzca allá donde vaya a hablar de nosotros. Toda la tragedia de esa mujer tiene
que ver con esto que le cuento.
El anciano hizo una pausa, tragó su kanji y se volvió a servir. Yo me sentía intrigado porque no
vislumbraba qué relación podía haber entre el exordio que acababa de oír y la mujer derrotada que había
visto atravesar el mercado ante la indiferencia absoluta de los vecinos, para los que se había convertido
en una costumbre, una mera costumbre que habían digerido y aceptado, que por lo tanto habían anulado
sometiéndola al más insobornable de los desdenes.
El anciano prosiguió:
—Cuando un matrimonio concibe a una hija el cielo se vuelca sobre su futuro, porque su porvenir
peligra. De ahí que de toda hembra que da a luz a un varón se dice que está bendita. Sui Yan no fue
bendecida. Concibió una hija, una hija preciosa que no satisfizo los deseos de sus padres. El marido de
Sui Yan, Tai Li, después de reflexionarlo durante semanas le propuso a su esposa matar al bebé para
darse la oportunidad de concebir en un segundo embarazo al hijo deseado que les garantizara el futuro.
Las hembras no garantizan el futuro, ya sabe. Se casan, se contraen en matrimonio, y se van. Cambian de
padres. Las cosas son así, extranjero, son así.
Sentía arrugas en el cielo de mi boca, como efecto del kanji que me asolaba. Aún así solicité un poco
más, y el anciano vertió de nuevo veneno en mi vaso.
—Llevaron a cabo el asesinato. La arrojaron de cabeza, desde la cama hasta el suelo, y a la criatura
se le abrió el cráneo como una pera. Un accidente, ya se sabe. Suele ocurrir. Han muerto miles de niñas
recién nacidas en China de forma similar. Si algo nos falta aquí, por lo que se ve, es eso, difuntos.
Cuantos más muertos haya mejor para todos los demás. No peligrará nuestra supervivencia. Somos
demasiados y sobramos muchos. Los ancianos deberíamos ser un poco más patriotas y deberíamos
arrebatarnos la existencia por propia voluntad. Un gesto de generosidad que pocos tienen. De esa manera
los matrimonios jóvenes no precisarían deshacerse de sus criaturas recién nacidas cuando estas son
niñas. Dentro de veinte años los varones multiplicarán a las hembras. Es un augurio. Ya verá. Puede
decirlo tal como lo digo yo. Es un augurio que no fallará.
Poco a poco se me iba diezmando la visión. El kanji me hacía ingresar lentamente en un sopor grato
que colgaba pequeñas piedras invisibles de mis párpados obligándome a hacer un esfuerzo para que no
se me cayeran. Intenté reducir los efectos del veneno con un poco de agua, pero sirvió de poco. Las
pausas con que el anciano salpicaba su relato ayudaban a que se acentuara mi ataraxia.
—Sui Yan y Tai Li no esperaron un solo mes para producir la nueva criatura. Esta vez tenía que ser
niño, por fuerza, no podían ser castigados por lo que habían hecho, el destino no podía depararles tal
condena. Pero el destino también se equivoca, y de nuevo les infligió una hembra. Tai Li llegó a pensar
en suicidarse. Se pasaba las horas ahí, donde está usted, empapándose de kanji, y el kanji es leal y
honorable cuando le muestras respeto, pero cuando se lo pierdes se convierte en la peor de las
serpientes, se te enrosca en la garganta y te inyecta su veneno consiguiendo que ya no puedas prescindir
de él. Yo trataba de no suministrarle todo el kanji que me pedía, pero cuando un hombre cava día tras día
su propia fosa, cuando con sus propias manos decide abrir un agujero en el tiempo donde encerrarse, uno
no puede hacer nada, le fallan las convicciones, se siente impotente para declararle sus errores, porque
¿quiénes somos nosotros para declarar como errores lo que tal vez no sea sino única salida?
Yo intentaba imaginarme a aquel hombre ocupando el mismo lugar en el que yo me encontraba.
Intentaba dibujar su rostro recreando al anciano tabernero, haciéndolo más joven. Tal vez fuera como él.
Tal vez fuera su propio hijo y por eso conocía con tanto detalle la historia. Tal vez fuera él mismo,
aventajado en unos pocos años, convertido en un anciano que había olvidado incluso quién había sido.
—Matar a la segunda criatura ya sería excesivo. La justicia le reclamaría explicaciones que no sería
capaz de dar. Se hundiría en la miseria y su mujer quedaría atrapada como cómplice del asesinato. Así
que optó por una segunda salida, también peligrosa, pero al menos legal. Pagar la excesiva, inalcanzable
multa que se les impone a quienes se atreven a concebir un segundo hijo. Cuando una hembra está
embarazada por segunda vez puede optar por abortar a costa del Gobierno, o concebir a la criatura,
después de lo cual se la operará para que no vuelva a tener hijos cuando se levante la veda y se recupere
la palabra hermano (dicen que para dentro de diez o quince años se permitirá un segundo hijo sin multas,
ya veremos). Tai Li hizo cuentas y resolvió que merecía la pena arriesgarse, someterse a la justicia y
satisfacer la multa que se les impone a quienes conciben un segundo hijo y mantienen viva la palabra
hermano. Yo tenía dos hermanos. Murieron ya. Cada uno tuvo tres hijos. Yo no tuve hijos. Solo una hija
que se marchó hace ya mucho tiempo. Se casó con un hombre que le prohíbe venir a visitarme. Su madre,
mi mujer, se murió de cansancio o de tristeza, no sé. Lo último que me dijo fue: si hubiéramos tenido un
hijo. Sí. Si hubiéramos tenido un hijo… Pero ya sabe, el destino. Sencillamente el destino.
Busqué en mi bolso y saqué un paquete de cigarrillos. Ofrecí uno al anciano que lo rechazó, y encendí
el mío. Tras el humo el tabernero parecía un santón en cuya cabeza estuvieran dispuestas a alumbrarse
todas las verdades o la única verdad.
—Durante meses ahorró Tai Li. Trabajaba día y noche, apenas gastaban nada. La niña padeció
hambre, sacrificada de esa manera a la urgente necesidad del hermano. Cuando reunieron el dinero
suficiente para pagar la multa que les impondría en cuanto se denunciara el embarazo, decidieron retar
otra vez al destino y fabricarse una esperanza. Habían pasado cuatro años desde el nacimiento de la niña.
Una niña escuchimizada, que apenas podía mantenerse en pie dada la escasa alimentación con que la
cuidaban. Tai Li me contaba, en aquellos meses, que si nacía otra hembra se mataría después de matar a
su mujer y a las dos niñas. Pero no hizo falta. Por fin nació el crío deseado. Un niño precioso que
llamarían Sing Pei, aunque él nunca llegaría a saber el nombre que había elegido para él. Es curioso,
verdad, nadie sabe su nombre hasta que no lo oye en boca de otro.
Ya había adelantado algo del carácter trágico de la historia. Así que el niño murió pronto, pero ¿fue
esa muerte la que provocó la locura de la mujer que había visto, medio desnuda, implorando que le
hicieran el favor de matarla? El tabernero escupió al suelo y continuó:
—Cuando nació el niño, Tai Li, ufano de haberse salido con la suya, haber retado al Gobierno y
haber vencido a pesar del alto coste que esa victoria le había producido, no supo aguantarse su alegría y
tomó al bebé, lo desnudó y salio a las calles de la aldea mostrándolo a todos. De su mano caminaba la
pequeña, que lo observaba todo con aquellos ojos a punto de salírsele de las órbitas. Tai Li llevaba al
recién nacido con un solo brazo, y con la barbilla señalaba el sexo del recién nacido y decía a todos
aquellos con quienes se cruzaba: 550 me ha costado esa cosita que le cuelga ahí al mocoso, 550, el
trabajo de tres años, pero merece la pena, esa cosita tan diminuta vale 550, tres años de trabajo, pero ahí
está, la salvación de mi futuro. Y todos le felicitaban y le vitoreaban, y pronunciaban su nombre
francamente felices, y se llegaron a la taberna a celebrar la victoria de Tai Li, mientras su esposa se
recuperaba de la pesadilla postrada en la cama. Quinientos cincuenta le había costado aquel pene
minúsculo, en efecto, el trabajo de tres años, los lentos ahorros de tres años, el hambre padecida durante
tres años, la endeblez y decrepitud de la hija y la esposa durante tres años de insomnio. Brindemos por
Tai Li que retó al destino, sí, brindemos.
El tabernero amagó un brindis pero mi vaso estaba vacío. Lo volvió a llenar y entonces sí brindamos
por aquel hombre que estuvo sentado donde yo me encontraba y un nuevo tren ardiendo me arrasó la piel
de la boca, descendió por mi garganta y estalló en mi hígado, subiéndome hasta el cerebro la temperatura
infernal que me obligó a cerrar los ojos y exhalar un suspiro.
—Pero con el destino no se juega. El destino tiene las cartas marcadas y es un bromista. O a lo mejor
no es un bromista y también comete sus equivocaciones, quién sabe. Yo no lo sé, y no me quejo de no
saberlo. No me quejo por nada. Siempre es mejor no quejarse, más saludable para la higiene de uno. No
se queje nunca, extranjero, no se queje que quejándose es poco lo que va a conseguir. Es mejor aceptar
las cosas como vienen y cuando el destino comete un error piense que ya lo corregirá el futuro. Tai Li le
quiso corregir el error al destino, pero el destino es como el kanji: si lo respetas te adula, y si no, te
destroza. Tai Li volvió a su faena alegre porque vislumbraba un futuro en el que no le faltaría el socorro
del hijo. Trabajaban él y su mujer de sol a sol, y en la casa quedaban la pequeña de cuatro años y el
recién nacido. La madre se acercaba de vez en cuando a vigilar a sus hijos. También le ayudaba en esa
tarea la hija de una vecina, un poco mayor que su primogénita. Una mañana las dos niñas se arrimaron a
la cuna prohibida donde descansaba el bebé, y la mayor le dijo a la otra:
—¿Quieres que le toquemos eso que le ha costado a tu padre 550?
—No me deja mi madre.
—Pero no va a enterarse. El bebé vale 550 porque tiene eso ahí colgándole, y como tú no tienes no
vales nada.
—Pero si le tocamos se darán cuenta.
—¿Cómo van a darse cuenta?
—Llorará y mi madre escucha cuando el bebé llora y se presenta enseguida a callarlo.
—No llorará, y si llora nos retiramos y cuando llegue tu madre decidimos que no sabemos porqué
llora.
Y las niñas destaparon al bebé y le desnudaron, y observaron aquello que valía 550, y luego lo
depositaron de nuevo en la cuna. Pero al día siguiente, estando sola la hija de Tai Li, se dirigió a la cuna
de su hermano, le destapó de nuevo y le volvió a mirar el pene. Lo tocó entonces. Estiró un poco. Luego
fue a por un cuchillo y le tajó aquello que había costado 550 a su padre, tres años de agonía. Y el recién
nacido empezó a desangrarse, mudo, sin emitir un solo grito, con los ojos abiertos, mirando a su hermana,
pero sin emitir un solo grito. No tardó en morir. La niña tapó al bebé y se fue a su catre a seguir
dibujando. Le gustaba dibujar. Yo tengo algún dibujo que me regaló Tai Li. Dibujaba frutas sobre todo,
aunque en una ocasión me hizo un retrato que conservo. Es un garabato claro, pero yo lo conservo como
si fuera un tesoro. Me emocionó que quisiera dibujarme, ya ve, y eso que yo nunca fui especialmente
cariñoso con ella, nunca le regalé una manzana siquiera, y ella sin embargo me hizo un retrato, es un
garabato, sí, pero bueno, lo hizo ella.
La tragedia ya estaba descrita, pero ¿y la madre?, ¿y el padre?
Encendí otro cigarrillo mientras llegaban las respuestas a esas preguntas.
—Cuando llegó Tai Li y fue a besar a su pequeño vio horrorizado el charco de sangre que empapaba
las mantas que lo protegían. Corrió hacia él y sostuvo el cadáver de su hijo durante un buen rato, incapaz
de llorar. Ese detalle acerca de su incapacidad para llorar en aquel momento no sé de donde proviene,
pero así nos lo hemos ido contando todos y así lo legaremos a los herederos. Tai Li volvió a depositar el
cadáver del bebé en su cuna, y luego se acercó a su hija. Nadie oyó gritos ni escándalo de ningún tipo. Le
quebró el cuello de un golpe. La chica debió morir en el instante. Luego Tai Li cogió el cuchillo
ensangrentado con el que su hija había arrancado el pene al bebé, y se tajó su propio pene. Después se
ahorcó de una viga de la casa. Así lo encontró su mujer cuando llegó. El destino, ya ve. Siempre llegaba
ella antes a la casa, pero aquella tarde invirtió el orden de llegada. Tal vez si ella hubiera llegado antes
la niña aún estaría viva, y el mismo Tai Li también, borracho y destrozado, pero vivo. El destino es así.
Llegó él antes. Mató a la hija, se cercenó el pene y se ahorcó. Cuando Sun Yin llegó a su casa creyó
haberse introducido en el sueño de un demonio. El bebé inundado de sangre, la hija con los ojos ya
extraviados en el infinito, y el marido, desnudo, sin pene chorreando sangre, y colgado de una viga. Los
dioses deberían haberla favorecido con una amnesia, un golpe de olvido que la librase del presente en
aquel momento, que le extirpase la identidad, que la anulase. Pero no, su corazón fue demasiado fuerte y
no tuvo la fortuna de que un infarto la premiase. Cuando recobró la conciencia, cuando se dio cuenta de
que aquello que estaba viendo no era una pesadilla, cuando supo que su hijito de veras ya no existía, su
hija y su marido tampoco, salió a la calle gritando, implorando que alguien la matase, arrancándose las
ropas, clavándose las uñas, golpeándose la cara contra las paredes, arañándose, ayúdenme, ayúdenme, y
en su desesperación iba de vecino en vecino reclamando esa caridad que ninguno supimos darle.
Recorrió casa por casa la aldea, miró los ojos de todos los vecinos, nos sacudió a todos, aporreó todas
las puertas, y nadie la ayudó. Se perdió en el bosque aquella mañana por comprobar si alguna alimaña le
ofrecía el auxilio que nosotros no podíamos darle. Y a la mañana siguiente, a la misma hora en que se
congrega toda la aldea en el mercado, oímos espantados los gritos de Sun Yin acercándose de nuevo,
repitiendo sus suplicas y marchándose otra vez sin obtener lo que pedía. Hace ya doce años de esto. Y
Sun Yin sigue surcando las calles de la aldea a la hora del mercado, procedente del bosque en el que
mora, y en el que se pierde después del mediodía. Es una costumbre de la aldea. Ya ve, así hemos
admitido ese horror. Hasta que algún extranjero quiera hacerle el favor de librarla de su condena, una
condena que le ha impuesto el destino nadie sabe porqué. Pero a lo mejor el destino le tiene asignado un
final dichoso. Quién sabe, a lo mejor algún día, un extranjero se atreve y la libra del castigo. Pero hasta
ese día, seguirá cruzando la aldea cada mañana, pidiéndoles a los vecinos que la maten. Pero aquí somos
cobardes y preferimos verla cada mañana. Sí.
No supe qué decir. Pregunté cuánto debía por el kanji y el tabernero me dijo que nada. Me fui sin
agradecer siquiera la gratuidad del veneno.
—Vuelva alguna vez, extranjero, o mande a compatriotas suyos a esta aldea maldita. Tal vez alguno
de ellos sea una de esas erratas del destino que corrija nuestro pasado.
Puse rumbo a Xián, pero al bordear el bosque experimenté una inquietud extraña, un desasosiego
pungente que fue sometiéndome hasta convertirse en una certidumbre: yo había detenido mis pasos en la
aldea, había llegado a conocer la historia de aquella mujer, su tragedia, había sido emponzoñado por el
soporífero alcohol del tabernero, porque ocupaba un papel en esa historia. Yo sería el encargado de finar
la tristeza perturbadora de aquella mujer, de acabar con sus súplicas, de dedicarle un poco de
comprensión y liberarla de la onerosa pesadilla que la había hundido. Tendría que adentrarme en el
bosque, sombrío y espeso como suelen ser los bosques de los sueños, encontrarla y, sin aguardar a que de
nuevo me perturbara con sus ruegos, arrebatarle una existencia que hacía mucho la había abandonado,
que se había convertido sin más en el movimiento inerte al que a veces nos fuerza la cobardía.
Avancé pues por el suelo de sombras, crujiendo mis pasos al quebrar ramas y hojas, oyendo el
festival de clamores con que los pájaros ocupaban el aire verde, mirando a una y otra parte por ver si
adivinaba dónde podía guarecerse la mujer a la que iba a liberar del futuro. No tuve que encontrarla. La
vi acercárseme lenta, sin que sus pasos quebraran ramas ni hojas secas, fijos los ojos en mi mirada fija,
tenso el gesto como el de una máscara de piedra.
—¿Qué buscas extranjero en este camino?
—He venido a obedecer tus súplicas.
—¿Quieres decir que estás dispuesto a matarme?
Y sonrió, y entonces vi que le faltaban tres dientes, y me pareció más vieja que en el mercado.
—Sí, si sigues queriéndolo.
—Yo hace mucho que no tengo más deseo que el de morir. Pero no me preguntes porqué entonces he
seguido viva, si al fin y al cabo, una de nuestras capacidades es la de adelantarnos a la muerte
provocándonosla nosotros mismos. No sabría qué contestar. Cada mañana al despertar me horrorizo al
sentir que aún estoy viva, y entonces corro a la aldea a implorar ayuda, una ayuda que nadie me ha
querido conceder nunca.
—Por eso estoy aquí. He venido de muy lejos, y ahora sé que nuestros destinos se cruzaban en este
bosque.
—¿Sabes por qué me he atenazado tantas veces en que yo misma iba a concederme la muerte?
—¿Por qué?
—Por temor a que luego de muerta recuperase la conciencia en un lugar donde volviera a reunirme
con mi esposo. Lo he detestado tanto durante estos años, que no soporto la idea de volver a verlo. Confío
ciegamente en que en el lugar al que parto no hay nada, solo inconsciencia, solo vacío, ninguna imagen,
ninguna voz.
—En el vacío no se propagan las voces, amiga. No te preocupes. Allá donde te diriges se perderá
todo lo que eres y todo lo que has sido.
Ni yo mismo valoraba las palabras que emergían de mi interior como si una convicción firme,
religiosa, las hubiera aprehendido de sabias y antiguas doctrinas hacía tiempo. Sentí que esas palabras no
me dejaban hablar, que las palabras, en efecto, a veces no nos dejan hablar, y acudimos a ellas como una
tabla de madera el náufrago, sin reparar en que hay olas cuya potencia no puede soportar ninguna harca
improvisada, aunque resulta inevitable pensar que cuando se ha alcanzado un trozo de madera tras el
naufragio se está más cerca de la salvación, se alimentan las esperanzas por haber retrasado la hora del
fin. Pero la hora del fin había llegado. La mujer se me acercó y en su susurro me exigió:
—Hazlo ya.
Creo, aunque esta impresión debe haber sido embaucada posteriormente por uno de esos artificios a
lo que tan propensa es la memoria, que todo cuanto recrea lo quiere convertir en mero cine, creo, en fin,
que el clamor de pájaros se quebró silencio cuando hundí mi puñal en su corazón. Luego he soñado a
menudo con ese instante y a veces, en el momento de adentrar mi arma en su pecho, la mujer se desinflaba
como si fuese un muñeco. Humedecidas por su sangre, mis manos la sostuvieron un momento, mis ojos
sostuvieron su última mirada, y mi mejilla recogió su beso agradecido. La dejé allí, tumbada en el suelo,
mientras los pájaros, si es que de verdad interrumpieron sus cánticos, reanudaron el festival. En pocas
horas las alimañas darían cuenta de su escualidez. Salí del bosque y me fui a Xián, con los ojos aún
nublados por el kanji, la memoria empañada por los ojos de la mujer, y el corazón saltándome en el
pecho como una pelota.
FIN
A Enrique Vila-Matas
MI HERMANA Y YO
por Jesús Ferrero
VENGO DE UN país líquido, de fronteras muy difuminadas; vengo de una comarca donde la tierra se
confunde con el agua y el cielo, el incesto se confunde con el amor, el pasado con el futuro, el abuelo con
el padre, la madre con la novia, la locura con la cordura, el pecado con la redención, y la perversión con
la pureza. Vengo de un país donde unos símbolos se disuelven en otros. Pero los que un día me lean no
querrán entenderlo, ni comprenderán por qué en mí la inocencia se diluye tan narcóticamente en la culpa.
Para Tales de Mileto el agua era el principio de todas las cosas, forma arcaica de decir que, en el
origen, todos somos líquidos, y especialmente cuando flotamos en el limitado y a la vez infinito vientre
materno. Sin saberlo, Tales hacía referencia al estadio acuático y femenino anterior a la primera herida
de la luz, anterior a todo.
Para mí, que nací en la costa del Bajo Languedoc, en un pueblo limitado al sur por el mar, al este por
las interminables salinas, y al oeste por un laberinto de pútridos canales, la opinión de Tales siempre ha
tenido mucho más sentido que para los demás, pues durante toda mi infancia la región acuática en la que
viví sustituyó, con su humedad y su calor, la ausencia de mi madre, muerta cuando yo acababa de cumplir
los cuatro años. Como todos los habitantes de países líquidos, de olor a embalses, a pantanos, a limo de
río o a limo de mar, con aguas que suben y bajan como por arte de magia, fui desarrollando una fantasía
peculiar, vaporosa y a la vez llena de matices, esencialmente melancólica y poblada de fogonazos súbitos
y fulminantes revelaciones. Mi padre era también así, y mi hermana Solange. Todos teníamos en casa el
alma demasiado húmeda y resbaladiza, y continuamos siendo húmedos y resbaladizos en París, ciudad a
la que nos trasladamos cuando yo tenía nueve años. Pero he de advertir que, durante mucho tiempo, luché
contra la mórbida humedad de mi alma, a diferencia de mi hermana, que se dejaba llevar. Prueba de ello
es que a los veinte años la vaguedad de su moral era muy preocupante. A Solange le gustaban las mujeres,
y concedía a sus amigas no pocos favores. Pero también acostumbraba a ser muy complaciente con cierta
tribu de hombres de carácter débil y cuerpos más bien quebradizos, y que a mí me parecían
encarnaciones de la estupidez parisina llevada a límites intolerables. Aquellos novios de Solange me
herían en los ojos, quizá porque oscuramente me veía reflejado en ellos. Pero también me molestaban sus
novias, y especialmente una, de origen español, que se llamaba Desdémona y que la estaba volviendo
loca. ¿Por qué un año después me casé con ella, siguiendo el consejo de mi hermana? Ah, no lo sé. Y
recurrir a la fatalidad o al destino para explicar mi proceder me parece demasiado fácil. Y sin embargo,
nuestro matrimonio fue feliz durante tres meses y medio. Desdémona parecía quererme, y me había
prometido, con lágrimas en los ojos, que nunca más, mientras le durase la vida, volvería a admitir a
Solange en su cama. No mintió, y en eso Desdémona me demostró un punto de nobleza. No, con Solange
ya nunca se acostó, pero como compensación a tan terrible mutilación, lo hizo con mi padre.
2
Sentado en uno de los sillones de mimbre de la terraza del manicomio, observo a los locos que pasean
por el jardín y pienso en la noche que los descubrí en la cabina de un expreso nocturno.
Desdémona y yo llevábamos casados cuatro meses y de pronto ella me dijo que le urgía ir a
Barcelona, donde residía su familia, pues su madre estaba enferma. Acepté a regañadientes su viaje,
pero, no fiándome de ella, la seguí hasta la estación. Vi cómo subía al tren con mi padre, al que había
conocido en las frecuentes cenas familiares. El expreso acababa de ponerse en marcha cuando también yo
me subí a él y vi cómo se metían los dos en la misma cabina, la número 7 del vagón azul. Esperé aterido
en el bar durante una hora, tomando un par de whiskies, y a eso de media noche me acerqué a la cabina y
pegué la oreja a la puerta. ¡Qué explosión de gemidos, qué júbilo compartido, qué pasión! Comencé a
aporrear la puerta hasta que abrieron y me vieron, temblando de pies a cabeza y con los ojos ardiendo.
Volvieron a cerrar la puerta, tan aterrorizados como yo, y me dejaron en el pasillo. Me alejé del vagón
con la vaga intención de arrojarme del tren y estrellarme contra uno de los postes de hierro. Pero lo
pensé mejor y me apeé en Limoges, desde donde volví a París.
Una semana después, Desdémona regresó a casa, llorosa y abatida. En esa ocasión me dijo que mi
padre había tenido que ir a Lyon, pero que esperaba poder hablar conmigo. También me comentó que el
asunto estaba más que cantado, y que cometí una equivocación al presentarle a un hombre que era casi
idéntico a mí, pero más maduro. Me pareció que «más maduro» era para Desdémona sinónimo de más
perfecto, y le estrellé la mano en el rostro y la arrastré hasta la puerta. Me negué a volver a verla y, a la
semana siguiente, temiendo volverme loco de insomnio y de ansiedad, comencé a psicoanalizarme e
intenté superar aquella enfermedad que había empezado a convertirme en una especie de inquilino de mi
propio cadáver.
3
Dos años después moría mi padre víctima de un accidente de aviación en el que quedó irreconocible, sin
haber hablado conmigo ni haberme dado su versión de la historia con Desdémona, que desde hacía
algunos meses residía en Barcelona. Fue por aquel entonces cuando conocí a Berta, cuyos ojos me
parecieron de una pureza casi escandalosa, y en los que vi el mejor fármaco para mi morbidez, mi
insomnio y mi desdicha.
Berta no tenía nada que ver con Desdémona; pensaba yo. Aquella dependienta de unos conocidos
grandes almacenes de la rue Rivoli, de curvas perfectas, piernas muy seductoras y mirada verde y
líquida, no era una resabiada, ni intelectualizaba la perversión por la sencilla razón de que no era una
perversa. Berta era, pensé, la mujer que yo me merecía y la única capaz de deshumedecer un poco mi
alma y librarme de las dolencias congénitas de toda mi familia.
Y durante un año no fue otra cosa para mí. Un año feliz, saturado de delicias ciertas, en el que tuve la
sensación de estar habitando más que antes la entraña de la vida.
Pero algunas noches, tras hacer el amor, miraba sus ojos y me preguntaba si no me habría vuelto a
equivocar. Se lo consulté a mi psicoanalista, y lo invité a cenar una noche para que la conociera. Al día
siguiente, mi terapeuta me dijo que mi nueva esposa le parecía una mujer muy fiable, y que debía estar
tranquilo e intentar ser feliz de una maldita vez. Le hice caso, y volví a sentirme muy unido a ella, hasta la
tarde en que, al entrar inesperadamente en el gabinete del que hasta entonces me parecía mi salvador, lo
descubrí poseyendo a Berta sobre el diván. Según supe después, se veían desde el día siguiente a la
noche en que se conocieron, y desde entonces eran amantes.
4
Sobre la mesa había un cortaplumas, que brillaba a la luz de la lámpara. El objeto empezó a cobrar vida.
Me llamaba, me seducía con su brillo cegador. Lo empuñé y me acerqué a ellos. Mi salvador chillaba
como una rata acorralada. Mi salvador se desenmascaraba con aquel grito injustificable. Sé que si no
hubiese gritado así, yo habría dado un paso atrás, y en lugar de matarlo me hubiese agredido a mí mismo.
Pero no soportaba ver a Dios reducido a una alimaña que me pedía clemencia, con una voz
espantosamente femenina, y con unos gestos tan despojados de coraje y de dignidad. Me parecía un deber
hacerlo callar de la manera más violenta posible.
Dos días antes, había estado leyendo Mi hermana y yo de Nietzsche, y me había aprendido de
memoria un párrafo, que ahora acudía a mí y que resonaba cruelmente en mi cabeza, con mi propia voz
interior: «Si la “vida” nos ultraja, en cierto modo nosotros hemos ultrajado a la “verdad”. Nuestro
primeros errores se ocultan y nos esperan, y estamos emboscados para la ruina. Todos los nacidos
luchan por convertir la verdad en una unidad redentora, en la idea de Dios, “justicia”, “amor” y
“poder”. Mi dios era el “poder”, y por mi impotencia me doy cuenta de que he construido sobre
cimientos de arena».
Y mientras avanzaba hacia ellos con el afilado cortaplumas, que brillaba en mi mano más que sobre
la mesa, no podía olvidarme de aquel párrafo. La vida me había vuelto a ultrajar porque yo había
ultrajado a la verdad, pensé. Mis primeros errores con mi hermana y Desdémona me estaban aguardando
en aquel despacho y en él me tendían ahora una emboscada. Había luchado por convertir la verdad de mi
desdicha en mi redención, y había convertido a aquel hombre que chillaba en un dios, justo amable y
poderoso. Tan justo amable y poderoso como la mujer de ojos verdes que estaba junto a él. Pero sus
chillidos me revelaban que había construido mi nueva felicidad sobre un pantanal maloliente, como los
de la tierra encharcada y vaporosa que me vio nacer, y ya no podía aguantar su mirada de alimaña, ni
tenía fuerzas suficientes para soportar un instante más su estremecedora transformación. Así que le clavé
la hoja en el pecho y en el cuello ante la mirada de pánico de Berta. Después salí del despacho y corrí a
entregarme a la policía.
5
Las tardes plomizas, llenas de nubes fantasmales y grises, son las que más me gustan. Las praderas y los
bosques que rodean el asilo se diluyen ante mí, y me creo el último habitante del país de agua donde
murió mamá. Tardes narcóticas en las que el alma es consciente, pero consciente de nada. Tardes en las
que la culpa se licua y finalmente se evapora entre las arboledas y la hierba de color mercurio.
Las nubes se alejan a velocidades de pesadilla, y con ellas parecen huir también los árboles, que de
pronto se elevan del suelo con todas sus raíces y desaparecen entre las brumas trasparentes. Y con las
nubes y los árboles los enfermos que pasean por el jardín, que también se alzan del suelo arrastrados por
el huracán de mi mente, y vuelan como cometas sin hilo…
Con ellos se van también mis recuerdos. Las imágenes borrosas de aquel atardecer en la estación,
cuando me subí al tren en marcha; los ojos de Desdémona, sorprendida en la cabina; los ojos de Berta en
el gabinete; y los chillidos hirientes de mi salvador, reducido a su mínima esencia. Todos se alejan con
los vendavales de la tarde gris y negra; todos se van en un perpetuo y narcótico atardecer que parece
anterior a mi nacimiento y posterior a mi muerte…
Pero de pronto todos vuelven. Vuelven los árboles a enraizarse, vuelve la hierba de color mercurio,
vuelve mi mano a empuñar el cortaplumas, vuelven los locos a pasear por el jardín, y de nuevo me miran
extrañados, envidiando y a la vez aborreciendo mi inmovilidad. Y sé que al mirarme piensan: «Acabó
con lo más sagrado; mató a un hombre de la misma raza que nuestro doctor Gaber, sin cuya ayuda no
podríamos sobrevivir. Mató a Dios; y por eso ahora medita, y todas las tardes son para él la misma
tarde desde que acuchilló al Señor y lo suplantó en el trono situado en medio de la eternidad». Así
piensan mis hermanos en la tribulación y así me hablan con el pensamiento. Yo agradezco sus palabras y
añado: «Pero no estoy aquí, nunca estuve. Os equivocáis conmigo, os equivocaréis siempre. Mi trono
ahora está situado en mitad de las salinas infinitas del Bajo Languedoc, en mitad del agua. Y mi
inocencia es tan extensa como mi culpa, y mi desdicha tan grande como mi felicidad…».
FIN
UN RINCÓN HAWAIANO
por Javier García-Sánchez
LA AMABILIDAD DE aquel tipo tan jovial le exasperaba, pero no había podido evitar la invitación
a su casa, «para conocer a mi mujer y tomar una copa». Pablo era su compañero de trabajo y no podía
negarse. Había insistido a menudo. Además, se ofreció a llevarle en coche dejándole luego nuevamente
donde quisiese.
Tras deambular unos minutos por calles que le resultaron desconocidas aparcaron el auto en un garaje
subterráneo y, sin salir prácticamente al exterior, se encontró con su insistente anfitrión en el rellano de la
vivienda. Estaba todo a oscuras, pero al apretar aquel el aplique de la luz de la escalera llamó su
atención un felpudo con forma oval en el que podía leerse Welcome, palabra dirigida a los visitantes en
un idioma que no era el suyo e inscrita en un tono rosa tan escandaloso que sin duda habría sido
comentario mordaz de toda la escalera.
La segunda sorpresa fue cuando el tipo, después de rebuscar unos segundos en los bolsillos, dijo
haber olvidado la llave y pulsó el timbre. Al punto resonó desde dentro una musiquilla de cadencia
tropical. Debía tratarse de una samba o algo así. Aun antes de apercibirse de su mirada interrogante,
Pablo le dio toda una explicación sobre las características de aquel timbre de sonido tan peculiar.
—Nos lo trajeron unos amigos de un viaje a Jamaica —manifestaría, visiblemente orgulloso y
apoyando el codo derecho en el marco de la puerta—. Reggae puro, tío. Así ya te dan ganas de entrar
bailando en casa. Es un poco vacilón, de acuerdo, pero los otros timbres parecen cornetas de cuartel, ¿no
crees?
Él asintió con la cabeza. Le parecía una horterada integral, pero no era cuestión de llevarle la
contraria, en su propio terreno, a alguien tan seguro de sus gustos. Les abrió la puerta una muchacha rubia
de bote, pelo escarolado y una cinta color fucsia en la frente, enfundada en unos ceñidos leotardos rojo
coca-cola. Dio un brinco a modo de salutación. Luego se colgó alborozadamente del cuello de su marido.
—Esta es Vicky —dijo el anfitrión dirigiéndose a él para presentársela.
El living-recibidor tenía el suelo recubierto por una estera de esparto y al caminar crujían las pisadas
de modo escandaloso. Dos ficus de plástico verde chillón parecían ser la prolongación del enorme póster
de la pared, reproducción fotográfica a todo color de una playa de lo más exótico, con sus palmeras y
veleros.
Una vez hubieron entrado en el salón, todavía en penumbras, Vicky, sin perder su jovial e inmaculada
sonrisa, preguntó si querían tomar algo.
—Estaba en la cocina y por eso prefiero que no se gaste energía —dijo mientras se agachaba para
buscar el interruptor, cosa que finalmente haría antes de ponerse de pie de otro alegre saltito.
Lo que se descubrió repentinamente ante los ojos del visitante estuvo a punto de arrancarle una
exclamación de incredulidad.
Aquello parecía la casa de los siete enanitos de Blancanieves. Sus dimensiones eran irrisorias y
probablemente molestas, incluso, para dos personas que intentaran hacer vida allí sin tropezarse varias
veces por minuto. Los objetos de adorno se agolpaban unos junto a otros de manera que aún quedaban
algunos huecos por donde deslizarse con el cuerpo ladeado. Cualquier decorador con cierto sentido del
gusto y una pequeña dosis de alucinógenos encima habría pensado, horrorizado, que se trataba de la
antesala del infierno.
Tres sillones de mimbre estilo «Emmanuelle», cuyas ostentosas orejeras ya se comían casi la mitad
del espacio total, eran lo más visible del salón. Sobre los sillones colgaban varias bombillas
fluorescentes a las que no se podía mirar directamente si uno no quería ser deslumbrado. En medio de
ellas caía un flexo en forma de serpiente.
—Es el último grito en diseño —dijo Vicky claramente satisfecha de lo que debía ser una reciente
adquisición.
Un poco más a la izquierda quedó también encendida una potente lámpara halógena que no dejaba
otra opción que mirar entornando los ojos aquella especie de sofá situado frente a los sillones de mimbre
y recubierto por un edredón en el que alguna mano desafortunada bahía dibujado unas apocalípticas
escenas representando la probable batalla aérea entre sofisticadas cacatúas, garzas, faisanes y pavos
reales.
Amontonados sobre el edredón descansaban unos almohadones llenos de espuma. Eran de color
amarillo, a vetas granate y azul metalizado. Allí se sentó Pablo, feliz y charlatán, mientras Vicky cogía al
invitado del brazo y lo llevaba hasta uno de los sillones, que al soportar de pronto su peso rugió de
manera exagerada pese a tener colocado encima un cojín de plumas con la bandera americana y unos
flecos totalmente desproporcionados.
Se sentó modosamente, apretadas ambas manos a las rodillas, sin saber qué decir, mientras Vicky,
luego de encender una espantosa tulipa en forma de abanico, se dirigía al mueble-bar. Este se hallaba,
evidentemente, a un par de pasos del sofá, pero la manera de llegar a él tuvo para el invitado todas las
características de una visión. Allí donde creía terminaba la estancia habían colocado un biombo de
cáñamo. Pintados sobre su superficie, en una atrevida mezcla de estilos romántico y neorrealista,
aparecían varios caballos blancos de enervadas crines chapoteando con sus patas en las aguas de un lago.
Todo bajo una luna de plata.
Con un preciso movimiento Vicky apartó el biombo, que quedaría recogido al instante sobre las
bisagras centrales. Luego se introdujo en la más mínima expresión de mueble-bar que nunca hasta
entonces hubiese visto.
—¿Te apetece un batido polinesio? —preguntó la chica con aire desenfadado y dándole a su gesto la
típica solicitud del barman.
Él permaneció callado, completamente cautivo su interés por comprobar si de aquella especie de
gran caja puesta al revés podían salir vasos y botellas.
—Es como un Irish cofee pero en Oceania; demasiado para el cuerpo, te lo aseguro —apostilló el
marido.
Él asintió mansamente, pese a no tenerlas todas consigo.
—Oye, quizá prefieres un ron con limón, o una piña colada. Too much for el body, muchacho —le
animó Pablo.
—No, gracias, lo de antes ya está bien —dijo.
Al punto la mujer abrió una puertecilla del mueble mágico. Dentro el filamento axial de un linolito
alumbraba varias botellas con un segmento de luz opaca similar al que producen las linestras cilíndricas
de un lavabo cuando el aparato comienza a fallar y mengua su potencia.
Pablo lo observaba sonriente y no había pasado más de un minuto cuando Vicky apareció de nuevo
empujando un carrito plegable de té con ruedas de goma. Lo conducía con destreza, obviamente, por los
escasos centímetros de pasillo que quedaban.
—Es de metacrilato —dijo con orgullo refiriéndose al carro, sobre el que descansaban tres vasos, al
ver que él lo miraba como quien descubre a un extraterrestre—. Comodísimo para cuando hay visitas.
Probó su correspondiente batido fingiendo que atendía las explicaciones al respecto que Pablo le iba
dando. Vicky se ventiló con la palma de la mano y luego dijo ir a conectar el termostato. Después
charlaron de problemas de la oficina por espacio de media hora.
—¿Queréis que ponga un poco de música? —preguntó de pronto en actitud indecisa.
—Pues no sé —se apresuró a decir él, que se había sentido súbitamente melómano visceral,
conocedor de la suerte que podía correr si aquella pareja se decidía a colonizarlo también musicalmente
—. A estas horas de la tarde a lo mejor se quejan los vecinos…
—No te preocupes —repuso Pablo mirando a su esposa con tácita satisfacción—. Tenemos
completamente insonorizado el piso. Bueno…, este salón, ¿verdad, Vicky? Las paredes están forradas de
corcho y una cosa rarísima que se llama no sé qué de poliestereno. Puedes meterle cuanta marcha quieras
sin temor a molestar.
Viendo que la pareja deliberaba ya el disco a poner, decidió no insistir en el tema. Poco después,
confirmando sus sospechas, empezaría a sonar una empalagosa música a base de bombos, maracas y toda
clase de percusión.
Vicky agitó el trasero, que parecía ir a salírsele de un momento a otro dada la estrechez de sus
leotardos. A él, personalmente, tanta alegría a las ocho de la tarde le provocaba un cierto sentimiento de
desasosiego. No habían transcurrido ni dos minutos de canción cuando el techo vibró a causa de unos
golpes fortísimos. Los plafones allí colocados, como huevos de avestruz pero en tono violeta,
amenazaron con venirse abajo.
—Ese metementodo del quinto ya nos está haciendo la vida imposible —protestó Vicky, puños en las
caderas y mirando hacia arriba con un mohín de colegiala enfadada a la que no le ha sido concedido su
capricho.
—Quizá sí lo hemos puesto demasiado alto —se excusó el marido. Su rostro denotaba contrariedad
al bajar el volumen del estereofónico.
—¡Uuuuaaauuu!, era divino —añadió Vicky.
Aquello era como el Caribe pero en claustrofóbico. La sensación de ahogo fue creciendo por
momentos. Estaban amontonados unos sobre otros, aprovechando el espacio como podían. Tal era el caso
de Vicky, que permanecía apoyada en la barra del mueble-bar sin apenas poder mantener el equilibrio.
—Tengo una idea —sugirió de repente Pablo—, vayamos a la terraza con las bebidas. Allí al menos
estaremos frescos.
Su mujer acogió la sugerencia batiendo palmas, como si le hubiesen ofrecido la posibilidad de pasar
gratuitamente y a bordo de un lujoso yate unas vacaciones en las Seychelles.
Él, intrigado, no veía terraza por ninguna parte y empezaba a pensar que aquello era cosa de locos.
Con ademán grave Pablo le rogó que se apartase un poco. Él, que asía fuertemente su vaso en la
mano, apartó unos centímetros los pies para dejarle paso al otro. Estaba literalmente encajonado.
Entre la mujer y el tipo, en un derroche de pericia, arrastraron una mampara de cristal ahumado que
hasta ese instante el invitado había creído pared.
Se quedó quieto donde estaba, azorado y no dando crédito a lo que veía. La «terraza», desde la que
ahora la pareja le invitaba a acercarse, era lo más semejante que hubiera visto a un cuarto trastero. Sus
dimensiones no iban más allá de dos metros y medio de largo por uno y medio de ancho. Frente a ella,
como única vista posible, se erguía un monumental muro de ladrillo perteneciente a un edificio en
proceso de construcción. Mirando hacia lo alto, y con una buena parte del cuerpo suspendida en el vacío,
lograba divisarse un pequeño fragmento de cielo. Y eso cuando no lo oscurecía la humareda de una
fábrica cercana. Deseó que se lo tragase la tierra al pensar que sin duda ellos esperaban una opinión suya
sobre aquella celda mediocremente ventilada.
—Bueno, no es una pista de baile pero en verano se está aquí estupendamente —reconoció Pablo con
una sonrisa que denotaba modestia.
—Y a la sombra —recalcó Vicky, siempre oportuna y brillante, señalando con la mirada hacia la
pared de ladrillo. A pesar del matiz utilitarista con que había dicho su frase podría pensarse que en las
cláusulas del contrato de la vivienda ellos exigieron que esa pared estuviera ahí y no en otra parte. Luego
siguieron charlando de frivolidades.
Al principio no supo distinguir qué eran ese montón de cuerdas sostenidas entre dos barras de acero
inoxidable. Casi se le cae el vaso al suelo cuando se dio cuenta que se trataba de una hamaca de
macramé. Vicky cabría en ella bastante encogida y su marido, desde luego, hecho un ovillo, desvió la
vista para no reírse y sus ojos tropezaron con un toldo de lona semienrollado en el techo, tal vez puesto
ahí para protegerse de la poca claridad que la pared de ladrillo dejase filtrar en los días más soleados.
Se sentaron en tres sillas rozándose las piernas pese a los esfuerzos que él hizo por dirigirlas en otro
sentido. Aquello era acrobacia pura. Finalmente, Pablo, y para que los demás cupiesen allí de mala
manera, se sentó sobre un bulto cubierto por una manta.
—Es la barbacoa —dijo señalando el bulto—, y cuando no la usamos nos hace las veces de sillón.
Hay que ser prácticos.
—Ya, la barbacoa… —repitió él maquinalmente.
—Sí, hombre —se irguió hasta poder levantar la manta. Un largo cable quedaba recogido en forma de
espiral sobre varios leños de aspecto tan tumefacto como extraño.
—Bueno, las brasas no son reales —siguió el hombre—. No sé de qué materia están hechas. Van con
corriente eléctrica pero la verdad es que no lo notas. Salen unos asados para chuparse los dedos.
Vicky dijo algo sobre unas salsas de la Martinica ideales para esos asados. Aunque bastante difíciles
de conseguir, matizó.
El invitado se encogió de hombros. Era ya un poco tarde y debía irse, si no su mujer le echaría la
bronca por no llegar a la hora de la cena. Pablo insistió en llevarle en coche, pero él aseguró conocer un
autobús que lo dejaba en la misma puerta de casa, lo cual era falso. Se despidió agradeciéndoles todas
las atenciones y no sin asegurar que volvería otra noche con más calma.
Ya libre y en la calle dio una rápida mirada a los alrededores. Ante él se levantaba una sombría
hilera de edificios colmena sin apenas luz ni ventilación, de estrechos tabiques y sórdida construcción.
De una de esas madrigueras había salido. Los monstruos de hormigón poblaban con grotesca solemnidad
la zona que antes no pudiese ver claramente. Parecían reclutas ateridos de frío a los que un simulacro de
alarma hace formar y cuadrarse en el patio del campamento, en pleno invierno y para deleite de algún
oficial atacado de insomnio y por el regusto de lo bélico.
Inacabables escaleras pintadas de verde parecían subir hasta las nubes sin ningún orden. Era una
nueva Babel de oxidados hierros a modo de esqueletos somnolientos. Varios niños jugueteaban a la
pelota, aún con las batas de colegio puestas, los mocos petrificados en la nariz y ennegrecidas las
rodillas. Lejos se oyó ladrar a un perro. Las vecinas se hablaban a gritos de una ventana a otra. Toda la
parte frontal del bloque era un amasijo multicolor de ropa tendida.
Cogió un taxi, convencido de que ciertos lujos merecen la pena en determinadas ocasiones. El taxista
le dijo algo, pero él no le oyó, pues iba pensando que la gente no cesa de inventar diversas formas de
consuelo, incluso en condiciones desfavorables. Y el asunto no dejaba de tener su lado conmovedor.
Durante el trayecto todavía pensó en la lámpara de la terraza. A causa de su sorpresa inicial no había
reparado en ella hasta ahora. Recordaba a la de algunas discotecas. Era una esfera de lentejuelas de
colores que, pendiente de un hilo, giraba intermitentemente, produciendo curiosos destellos sobre el
único objeto ornamental que viese en aquel lugar: unos primorosos colibrís de plástico pisoteando con
imbécil delectación varias flores hechas de idéntico material.
Poco rato después había abandonado esa parte periférica de la ciudad y se encontraba junto a su
mujer. Estaban uno frente a otro en la mesa, pero seguía ausente y sin apetito.
—¿Puede saberse entonces de una vez dónde has estado? —preguntó ella mientras se colocaba la
servilleta al lado del plato, aburrida de su inútil monólogo.
—Ya te lo dije, querida —respondió él en un tono cansino que, a pesar de todo, pretendía ser
convincente—. Surf, he estado haciendo surf.
FIN
LA HERMOSA BOCA CARMESÍ
por Sonia García Soubriet
AL ACABAR EL invierno, cuando las gentes de la Venerada, la Única, la Sagrada Benarés se
preparaban para recibir la primavera, un suceso inesperado conmovió la ciudad. Bajó en una lluvia de
programas de cine que, en aquellos días de viento, sobrevolaron sin rumbo los tejados y las azoteas y
arremetieron como pájaros furiosos contra las cúpulas doradas de los templos y los altos minaretes de las
mezquitas. Inmediatamente alborotaron a los monos que se lanzaron a por ellos descolgándose por los
balcones y corriendo por los cables de la luz, pero al descubrir que solo se trataba de simples papeles
los estrujaron con desprecio y los devolvieron al aire. Cuando el viento cesó, cayeron como nieve y
desparramándose por las callejas irrumpieron en las casas, cuyas puertas permanecían siempre abiertas,
y en los comercios distrayendo la concentrada atención de los clientes que, recostados en colchones,
elegían tejidos para la llegada del Holi, la gran fiesta del color. Al final desaparecieron, algunos entre el
polvo y las basuras, otros acabaron en el río (flotaron brevemente enredados en los collares de flores y
después se hundieron junto con las cenizas de los muertos en las turbias aguas del Ganges).
Empezaron los días de sol radiante, de cielos amplios y despejados y con ellos llegaron los polvos
de colores que vendían en los puestos ambulantes apilados en grandes montones y que los niños ya se
llevaban en cucuruchos de papel para estrenarse con las vacas y los perros. Animados, los adultos, entre
sus quehaceres, rebuscaban en el fondo de los armarios la ropa vieja reservada durante todo el año para
esas fechas en las que, armados con pistolas de agua, perfumeros de plástico o, tirándoselos a puñados
unos a otros, se embadurnarían de color. También se ideaban trajes nuevos para la hora del paseo de
aquellos atardeceres festivos, complicados postres y sabrosos curris que se comerían en familia y con los
amigos para homenajear a la primavera. Tan ensimismados andaban en sus preparativos, que cada gesto,
cada paso o llamada, resultaba armonioso y pausado como si el compás de una ilusión marcase a cada
uno de ellos colmándolos de una ancha y plácida felicidad. Y así era. En los aparatos de radio, en los
pequeños transistores de los comercios y los puestos, sonaba a cada rato una misma canción que ellos,
absortos en sus cosas, canturreaban distraídos; sin embargo cuando acababa o la interrumpía la monótona
voz del locutor, una extraña desolación les invadía e imprevisiblemente caían en la cuenta del pacífico
desorden de sus vidas, en las sombras de sus noches, en la fugacidad de su dicha, las mujeres perdían el
interés por los platos que cocinaban, los comerciantes su poder de persuasión y las ágiles manos de los
barberos resbalaban torpes por las caras enjabonadas. Hasta que la canción volvía a sonar y se sumían
de nuevo en aquella desconcertante emoción.
Mientras tanto las temperaturas aumentaban presagiando una apresurada y calurosa primavera.
Durante el día las ventanas se abrían de par en par para que el sol se llevase la última humedad del
invierno y, como las noches eran tibias, la gente conversaba hasta tarde sentados en las puertas de sus
casas mientras los niños jugaban preparando sus aguas de colores bajo el resplandor de los comercios.
Fue una de aquellas noches cuando, en los aparatos de radio, la voz del locutor se interrumpió de repente
y tras unas interferencias empezó a sonar la canción. Prisionera de aquel caprichoso vaivén de zozobra y
alegría, la gente enmudeció y olvidándose de sus palabras y sus manos, la escuchó atentamente mientras,
con mucho brillo en los ojos, los hombres advirtieron la súbita belleza de sus mujeres y ellas el elegante
porte de sus hombres y unos y otros la incomparable gracia de sus hijos y estos la insólita diversión de
sus juegos y todos descubrieron a la vez el asombroso poder de aquella misteriosa canción, que cruzaba
sus vidas breve y luminosa como el rastro de una estrella fugaz. Inmediatamente quisieron apropiarse de
aquella «canción estrella» para poder escucharla a todas horas del día y, como un secreto a voces corrió
el rumor de que quienes la cantaban eran la pareja de enamorados que, desde su apasionado mundo,
habían atravesado en aquellos días de viento toda la ciudad, desde la sagrada altura de los templos hasta
las profundas y oscuras entrañas del mismísimo Ganges. Entonces se buscaron con afán aquellos
olvidados programas de cine y en lo más hondo de las habitaciones, bajo los colchones de las tiendas,
escondidos entre los gruesos rollos de tela y apresados entre los cajones de los mostradores, se
encontraron algunos arrugados y polvorientos que la gente, pasándoselos de mano en mano, contempló
con inusitado interés reconociendo en ellos la soberbia imagen a todo color de dos enamorados que
brillaban en íntima actitud: ella —con abundante y rizada melena negro azabache, labios carnosos color
carmesí, cutis de perla y ojos rasgados fantásticamente verdes— levantaba con gesto coquetamente
mohíno una mano felina que amenazaba una suave torta mientras él —carrilludo, con enérgica y brillante
dentadura, fino bigote, corte de pelo moderno— la miraba embelesado simulando un tremendo y
sonriente susto. El misterio se resolvió y la curiosidad de todos se satisfizo porque en aquellas letras
desiguales y rojas desparramadas muy artísticamente a un lado y otro de la pareja se comunicaba que
ellos eran los principales protagonistas de la película de moda que se proyectaba en el Chanakya, uno de
los principales cines de Benarés, y que ella era Madhabi, la bellísima y famosa actriz, la diosa
cinematográfica de la India y él un atractivo y desconocido actor que prometía ser la revelación del año.
Fue desde ese mismo instante cuando ambos, Madhabi y el «actor revelación» se convirtieron en los
eternos enamorados de aquella exhuberante y agitada primavera.
Para entonces la «canción estrella» ya se había apoderado de la ciudad. De cualquier esquina surgían
estrepitosas ráfagas de aquella música frenética que todos tarareaban y que los jóvenes ensayaban por las
noches en improvisados escenarios montados en las calles principales, para el concurso del holi, con
altas tarimas de madera e iluminados por lámparas de tubos fluorescentes enganchadas a un generador.
Por turno riguroso iban subiendo de uno en uno y ante un corro atento y entusiasmado, que acompañaba
con palmas la música de un gigantesco radiocasete, bailaban la «canción estrella» imitando los gestos y
contorsiones del actor que todos querían ser.
Ramés era uno de ellos. Se pasaba gran parte de la noche bailando en las tarimas entre el polvo y el
olor a fritanga de las calles que ya empezaban a adornar con temblorosos banderines de papel y
guirnaldas luminosas. Tenía una poderosa y secreta ambición: ganar la banda de colores del primer
premio. Había tomado aquella decisión después de ver múltiples veces la película que tras muchos años
de sesión casi diaria de cine consideraba la mejor de todas. Como otros jóvenes, se había aprendido de
memoria todas las canciones, trozos enteros de diálogos, nombres, vidas y anécdotas de los actores del
reparto. Con ellos había repasado en largas y entusiasmadas conversaciones sus escenas, intercambiado
revistas, comentado críticas. Sin embargo a pesar de aquella intensa euforia, la película le había llenado
de desasosiego, había hecho nacer en él una dolorosa incertidumbre. Por primera vez Ramés era
consciente de la insubstancialidad de su vida no solo pálida, insignificante, casi mezquina, si se la
comparaba con la del «actor revelación» sino también repleta de ignorancia ante lo extenso,
insospechado y fascinante que podía llegar a ser el mundo. Fue como si de repente una gran luz hubiese
esclarecido su entorno y con pavor se hubiese descubierto encerrado en un cuarto oscuro al que solo
llegaban destellos lejanos de una magnífica fiesta. Lo que él deseaba ardientemente era ser como el
protagonista glorificado, sufrir y luchar como él y al igual que él, ganar. A partir de ese momento fijó ante
sus ojos aquella borrascosa vida como un modelo a seguir y, como si fuese un aparatoso y brillante
espejo, cargaba con ella a todas partes, mirándose en él, ciñendo a esa imagen ideal sus palabras y
gestos, acoplándose a sus actos y emociones mientras la banda sonora de la película retumbaba
secretamente en su cabeza.
Por aquellos días andaba pletórico de optimismo de un lado a otro, el pitillo en la comisura de los
labios y luciendo su nuevo corte de pelo igual al del protagonista, estrechos pantalones vaqueros, camisa
de flecos entreabierta y botas de cuero puntiagudas, esperando la llegada del holi que, además de sus
cinco días de libertad y diversión le brindaban su gran oportunidad con el concurso de baile. Como el
«actor revelación» ya se veía vencedor y estremecido imaginaba por milésima vez la escena de su
triunfo, justo en el supremo momento en que aclamado por todos le entregaban el ansiado galardón.
Después vendría todo lo demás: lluvia de contratos, viajes, fama, dinero… la visión de aquel sueño ya
tan cercano y real lo mantenía en tal estado de agitación que sin poder estarse quieto ni un solo momento,
se lanzaba a las calles y eufórico vagaba por ellas durante horas. Fue entonces cuando abrumado se
percató de que el «actor revelación» también se paseaba por toda la ciudad pero multiplicado en un
número indefinido y desconcertante de imprecisos retratos: altos y bajos, gordos y flacos, huesudos,
corpulentos, desgarbados y rechonchos, con narices chuscas, bocas risueñas, pieles macilentas, pero
todos con exacto corte de pelo, camisa de flecos entreabierta y vaqueros ajustados.
Como él, todos fumaban con ansiedad, el pitillo entre el índice y el pulgar, a caladas cortas y rápidas
y al acabar daban el mismo capirotazo a la colilla y la apagaban retorciéndola con la punta de la
chancleta a falta de la soberbia bota puntiaguda. Todos habían adoptado su lento y desafiante andar, su
risa estruendosa, su jerga insolente y dura. Fastidiado los fue reconociendo; con muchos de ellos había
esperado mañanas enteras, apretados unos contra otros, en una cola zigzagueante y desordenada que daba
la vuelta a toda la manzana para conseguir una entrada en el Chanakya.
El Chanakya era el cine preferido de Ramés. Estaba en una de las calles principales de la ciudad. Era
un edificio grande y destartalado, vagamente señorial con amplia escalinata y entrada con columnas de un
rosa desvaído, llena de desconchones y chorretadas de bétel estrelladas violentamente contra sus
paredes. Una inmensa cartelera de colores chillones y gruesos titulares en negro ocultaban su fachada. En
el centro había un dibujo gigantesco de los dos protagonistas, un poco desfigurados, en la misma actitud
que en la foto de los programas, la de la suave torta y el gesto mohíno. Formando un amplio abanico en
torno suyo, en tamaño más reducido habían pintado distintas y desaliñadas escenas de la película. Ramés
había contemplado tan intensamente aquella cartelera que si cerraba los ojos podía reproducirla con todo
detalle. Cada una de las escenas ordenadas tan artísticamente alrededor de las caras enormes y pálidas
de los actores principales eran como piezas sueltas de un rompecabezas que él se divertía en reconstruir
siguiendo el intrincado laberinto de las tres horas y pico de acción en las que después de raptos, robos,
tiroteos mafiosos, asesinatos, bailes, peleas y reconciliaciones, los enamorados cogidos de la mano
conseguían huir por un campo verde, para casarse cantando la «canción estrella». Pero lo que más le
fascinaba era cuando el viento hacía ondear aquella gruesa tela del cartelón y los personajes animados
por un perezoso movimiento parecían hablarse lentamente, guiñarse los ojos y pasar sin preámbulos del
llanto a la risa. Era entonces, en medio de un silencioso entendimiento cuando Madhabi, la heroína,
acercaba una mano ondulante, sin llegar a rozar el carrillo del «actor revelación» que crispado encogía
el gesto como si hiciese pucheros y ella, con mirada cómplice al espectador, fruncía levemente su boca
sensual de color carmesí como si estampase suaves besos en el aire.
Ramés soñaba con esa lluvia de besos rojos hinchados de viento que resbalaban de la cartelera del
Chanakya.
Desde la primera vez que vio la película se había quedado prendado de los ojos verdes de Madhabi,
de su cara dulce y perversa, de su piel de terciopelo, tanto que hubiese dado cualquier cosa por poder
estrecharla entre sus brazos, perderse en su mirada, rozar sus labios carmesí. Madhabi era la auténtica
luz de esa grandiosa fiesta de la que solo le llegaban destellos lejanos. Si deseaba ardientemente
apropiarse de la vida del «actor revelación», era porque, siempre, al lado de un hombre así había una
Madhabi con la que se vivía un intenso y apasionado amor. Fijo en la cartelera, con los ojos
desmesuradamente abiertos, Ramés fantaseaba su amor, mientras un leve cosquilleo de besos le recorría
el cuerpo, hasta que el viento cesaba de repente, el cartelón se remansaba y la gran boca de Madhabi
volvía a una desoladora rigidez y su mirada perdía ese aire cómplice, concentrándose enfurruñada y
coqueta en la del «actor revelación» que ya sin ninguna crispación recuperaba su tiesa y asustada sonrisa.
Entonces Ramés aturdido como el que se ve en el suelo después de una vertiginosa caída, volvía en sí
descubriéndose embobado en las dos caras acartonadas de sus héroes.
Aquel día en su recorrido por la ciudad, al ver todas esas toscas imitaciones del «actor revelación»
que apostadas en las esquinas contemplaban la calle o merodeaban en pequeños grupos cerca del
Chanakya, sintió por un momento, además de fastidio, la misma caída vertiginosa que lo enfrentaba
desconcertado a la realidad, pero inmediatamente se recompuso y considerándolos solo como intrusos
inofensivos, incapaces de entorpecer su camino, se olvidó de ellos y afianzando el paso los dejó atrás.
Por fin una tarde montaron las tarimas para que empezasen los ensayos del concurso de baile, uno de
aquellos días en que la ciudad vivía ya la euforia de una fiesta anticipada. Por las calles atestadas
cruzaban bandas de música (uniformadas de rojo y blanco con tiesos galones dorados y relucientes
instrumentos) desperdigadas entre el tráfico denso y tocando desaforadamente sin orden ni compás. Como
era el tiempo de los matrimonios, muchas casas adornadas con largas guirnaldas de bombillas, esperaban
al cortejo nupcial con las puertas y las ventanas abiertas de par en par, mostrando a todo el mundo el
secreto de sus comedores y la intimidad de sus alcobas de donde salían murmullos y risas nerviosas de
mujeres que recorrían las habitaciones arrastrando sus crujientes saris. Grandes barcazas llenas de luces
atravesaban el río al que se hacían ofrendas dejando flotar, en sus aguas oscuras y mansas, lamparillas y
collares de flores y la gente paseaba hasta más tarde de lo habitual embriagada repentinamente por su
ciudad como si por primera vez descubriesen la profundidad de sus portales, la arquitectura destartalada
de sus edificios, la redondez de sus plazas y la perfección de sus balcones. Satisfechos saboreaban los
dulces, bebían parsimoniosos tés y refrescos, o admiraban extasiados y sin prisas las maravillas de los
escaparates igual que si vagasen a través de una rara y plácida espera de radiantes mañanas, amplísimos
atardeceres y claras noches de luna blanca y crecida, como si su única preocupación fuese la hechura de
sus trajes nuevos que todos los sastres de la ciudad andaban atareados en confeccionar.
En medio del estruendo de las bandas, Ramés, pletórico, con los ojos chisporroteantes de alegría y
una ancha sonrisa en la cara, caminó sin prisas por las calles abarrotadas en dirección al lugar donde
habían montado las tarimas. Conmovido por la exaltación que reinaba en todas partes, se detenía de vez
en cuando para mirar esa tarde ruidosa, única, casi festiva con un furioso deseo de apresarla, pero luego
se olvidaba y ensimismado volvía a un montón de presurosas y rutilantes imágenes que pasaban por su
cabeza como una hermosa y desordenada historia. Tan pronto se veía pirueteando en la tarima al son de
enfervorecidos aplausos como recorriendo del brazo de su Madhabi el largo y acolchado pasillo del más
famoso cine de Bombay el día del estreno de su película o pintado en un insinuante perfil en la cartelera
del Chanakya mientras abajo, desde los apretones de la cola, cientos de ojos llenos de admiración se
clavaban en él. De repente el atasco o la bullanga de una esquina lo retenía y tras un violento tirón se
descubría en medio de la gente, junto a un puesto de comida o esperando en medio de la calzada entre
bocinazos y gritos, pero al recuperar el paso, enseguida, como quien retoma un vuelo alto y ligero, se
desplazaba radiante y etéreo a la lujosa suite del mejor hotel de Delhi o firmando un millonario contrato
en un importante despacho de Nueva York. Así absorto en esas dulces visiones, dejándose 1 levar por los
empujones de la multitud, vagó sin rumbo un buen rato esperando la hora de los ensayos hasta que en las
calles impregnadas de densos y agrios olores se encendieron las farolas, las festivas guirnaldas de
bombillas, las pequeñas lámparas de queroseno de los puestos ambulantes y cayó una noche agitada,
polvorienta y azul, con gritos de vendedores, timbrazos de bicicletas, mientras los comercios
desparramaban sus vistosas mercancías ante sus clientes y las estrechas barberías se llenaban de
adormecidas conversaciones. Entonces Ramés con el corazón palpitante, sacó un pequeño peine de su
bolsillo y se peinó cuidadosamente, satisfecho de su rostro anguloso, sus grandes ojos oscuros, su nariz
aguileña y sonrió al infinito mostrando su blanca y perfecta dentadura. Luego, el pitillo en la comisura de
los labios, acomodó el paso al de su héroe, las piernas separadas, los brazos calculadamente caídos para
facilitar así el suave balanceo de los flecos de su camisa y ya ajeno a las espléndidas vitrinas de las
confiterías, a los sabios mensajes de los altavoces y a los loritos verdes que por una moneda desvelaban
el destino de los transeúntes, se dirigió triunfal a las tarimas.
Mientras tanto el «actor revelación» también había dejado de recorrer la ciudad y encarnado en un
grupo de fieros rivales esperaba ansioso su gran oportunidad disputándose desde las primeras horas de la
tarde el turno para exhibir ante el mundo entero su destreza con los enrevesados pasos de la «canción
estrella».
La «canción estrella» la cantaban Madhabi y el «actor revelación» contestándose el uno al otro en el
momento cumbre de la película. Era esa canción como un chorro de alegría después de casi dos horas en
las que el público, en medio de un silencio sepulcral, contemplaba fascinado y sobrecogido un mundo de
tinieblas y dramas donde restallaban a un volumen ensordecedor, tiros, gritos de dolor y pasiones
incomprendidas. Con la cara encendida y los ojos clavados en la pantalla, todos los de la cola,
devoraban de nuevo la intrincada vida de los protagonistas en grandes cantidades de pipas y
sobrellevaban por décima vez los momentos de mayor tensión espachurrando con manos sudorosas los
cucuruchos de papel y soltando risotadas de desconcierto. Por ello cuando por fin llegaba la esperada
escena en la que Madhabi y el «actor revelación» se desafiaban cantando y bailando, los espectadores se
abandonaban en sus destartaladas butacas con inmenso júbilo y se ponían a cantar con ellos, al principio
tímidamente y en voz baja, pero luego, animados unos por otros, iban subiendo el tono hasta cu minar en
una ovación entusiasmada que acompañaba con silbidos y nerviosos gestos la reconciliación de sus
héroes y el casto beso final. Inmediatamente después de aquella explosión de dicha todos, con el corazón
palpitante, se sumergían de nuevo en otra hora y media de inquietante penumbra en la que sus héroes
erraban otra vez separados por montañas de rencor y abismos insalvables de celos. El publico, ante ese
torbellino de desgracia y abrumadora riqueza contemplaba anonadado, entre inmensas bocanadas de
humo, de dulces sorbos de «Campacola», la lujosa mansión donde sufría Madhabi, el deportivo que
desesperado conducía el «actor revelación», atónitos ante las sofisticadas sillas que soportaban el peso
de su drama, el derroche de escaleras por donde bajaban y subían sus desdichas y las relucientes
bandejas de plata donde se depositaban vasos llenos de veneno y pasión que a veces les era bruscamente
arrebatada cuando la luz se iba y la pantalla quedaba negra, total y absoluta. Entonces un estremecimiento
feroz recorría el Chanakya y el público gritaba y pataleaba un buen rato al descubrirse en medio de un
vacío desolador de viejas butacas, cucuruchos destripados y botellas pegajosas; hasta que por fin tras
unos rechinamientos y algunos rayajos ese mundo volvía a surgir milagrosamente, aunque más
descolorido y gastado, con las voces más dudosas y las caras más confusas y así, a trompicones, llegaban
al apoteósico final de la película con la «canción estrella» coronando la felicidad de Madhabi y el «actor
revelación» que definitivamente reconciliados huían bailando por un campo verde para casarse. Todos
los del cine cantaban a voz en grito y aplaudían entusiasmados el aplastante triunfo del amor sobre todas
las cosas y así permanecían hasta que sus héroes, como dos puntos diminutos, se perdían en un amplio
horizonte sobre el cual flotaban las palabras «the end». Entonces encendían las luces y la pantalla
recuperaba su aspecto de colgante sábana. Cortaban la música. Quedaba la sala llena de aire viciado con
sus tristes butacas de raído terciopelo y el suelo inundado de cáscaras de pipas, cigarrillos, papeles y
botellas vacías que rodaban por los pasillos. Mientras tanto los de la cola iban saliendo del Chanakya en
tropel con la expresión atolondrada de quienes han vuelto de un largo viaje y no reconocen nada, y se
lanzaban a las calles ciegos de pasión, saturados de lujo, borrachos de exaltación contenida.
Así los encontró Ramés la tarde en que montaron las tarimas.
Rígidamente clavado sobre sus crujientes botas nuevas, la sonrisa contraída en una mueca de estupor,
presencio como aquellas caricaturas de su héroe con las que había compartido a voz en grito el éxtasis de
la «canción estrella», trituraban su esplendoroso sueño, lo reducían entre pirueta y pirueta a pura
inmundicia. Mientras los veía bailar uno tras otro, sintió el mismo desasosiego que ante los apagones de
luz del Chanakya. A pesar de la fuerte claridad de los focos, Ramés flotaba en un vacío de confusión. Una
distancia más real y aterradora que la pantalla apagada lo separaba de la suite del hotel de Delhi, del
pasillo acolchado de Bombay, del importante despacho de Nueva York. Apresado en una cola de
contrincantes con chancletas, esperó su turno, insensible a los empujones y nerviosas sacudidas, la
mirada fija en las tarimas. Sobre ellas se desmoronaba su hermosa y desordenada historia. Caían en
deslumbrantes pedazos la lujosa mansión de Madhabi y el despampanante deportivo del «actor
revelación». Como piezas sueltas de un rompecabezas caían las doradas escenas de su triunfo, el ansiado
galardón, su perfil seductor pintado en la cartelera del Chanakya, la gran fiesta de la vida, todo fue
cayendo como el frágil decorado de un inmenso drama sobre el cual se elevaban vaporosas y amargas las
palabras «the end». Ramés las miró con la desesperada incredulidad con la que hubiese contemplado la
sala vacía del Chanakya la noche del estreno de la película, después de haber esperado un día entero en
la cola para conseguir una entrada y hubiese llegado al final, cuando el público salía ya en tropel y
reclamado por el golpeteo de cucharas de los vendedores ambulantes, se encaminara a los puestos para
comer algo y comentar entusiasmado las mejores escenas. Mientras él con su entrada bien apretada en la
mano, se dirigía a la puerta entreabierta y, al traspasarla, para su sorpresa, se hubiese encontrado con un
espacio desolado de pasillos largos y rígidas hileras de butacas solitarias, cuando en la penumbra
resonaba todavía un eco de gritos, aplausos y risas y el aire espeso y viciado daba testimonio de la gran
fiesta, del intenso viaje que él, allí plantado, intentaba arrancarle a la pantalla donde, solo escrito con
grandes letras quedaba un «the end» que puso fin a su sueño. Vencido, Ramés se disponía ya a abandonar
la cola cuando de esa ingrata palabra, surgió lentamente una bellísima boca de radiantes labios color
carmesí y entreabriéndose perezosa, derramó una lluvia de besos hinchados de viento que cayeron sobre
él como un torrente de suaves cosquillas. Con un impulso feroz, Ramés se abalanzó sobre ella,
tropezando con varios de la cola y rodando con ellos por el suelo. Preso de una furia incontrolada, se
levantó de un salto y a empujones, se abrió paso entre esa confusión de héroes que olvidando su papel se
retiraron espantados; se lanzó contra los pocos que intentaron retenerlo, les arrancó los flecos, pisoteó
sus chancletas y tirando violentamente de sus vaqueros, los apartó de su camino hasta alcanzar las
empinadas escaleras de la tarima que subió precipitadamente a cuatro patas en su afán de acariciar
aquellos labios carnosos que suspendidos en el aire, sonreían cómplices y perversos. Entonces, callando
el estruendo de silbidos y protestas, se elevó vibrante y estremecedora la «canción estrella» por
centésima vez aquella noche y Ramés desconcertado se descubrió subido en la tarima, con los brazos en
alto, ante un público que, estupefacto y burlón, le contemplaba dar grandes y esforzados saltos para
atrapar la nada. Pero no le importó. Una inmensa alegría se apoderó de él y dejándose arropar por la
suave voz de su Madhabi, bajó los brazos, estiró las piernas, dio dos fuertes taconazos en el suelo y
empezó a bailar.
FIN
A Paula de Parma
LA CAMA MÁGICA
por Irene Gracia
1
ELISA ERA LA adolescente más bonita que han visto las niñas de mis ojos (que siempre fueron un
poco sáficas, pero solo un poco). ¡Elisa era tan guapa con sus pecas guapas y su guapa trenza rozándole
las nalgas…! Cuando teníamos la misma edad, es decir: cuando éramos adolescentillas tontas, yo solía
quedarme a dormir en su casa. Nos acostábamos juntas, en la cama de su abuela, que había sido una
célebre mundana, y que había vivido en París y en Roma, y que había tenido muchos novios y novias,
según las buenas y las malas lenguas. Era una cama muy alta, altísima. Cinco colchones tenía aquella
cama, de ese modo convertida en altar santísimo al que había que subir por una escalera de caoba situada
junto al dosel. Y por esa escalera subíamos Elisa y yo como quien sube a un cielo de mullidas nubes de
guata. Solíamos quedarnos despiertas hasta el amanecer, llenas de asombro ante todo lo que nos ocurría
en la cama mágica, como nosotras la llamábamos. Y es que en la cama mágica éramos poseídas por los
sueños, los recuerdos y las fantasías de la mujer que bahía dormido en ella, y de pronto nos
sorprendíamos contándonos la una a la otra escabrosas historias de mujeres que se despedían
apasionadamente al alba, en el andén de alguna estación de París. Y mientras nos deleitábamos con
aquellas escenas que surgían de nuestra memoria como si nuestra memoria se hubiese vuelto loca y en
lugar de recordar inventara, sentíamos hondos escalofríos, que nos obligaban a emitir gemidos bruscos, y
que nos hacían sentirnos muy extrañas, y a la vez muy hermanadas, y a la vez muy divertidas, y a la vez
muy enloquecidas. Otras veces nos reíamos: risas contenidas bajo la almohada, para que no nos oyeran
los otros de la casa, para que los otros no pudiesen participar de nuestra alegría, y nuestro temblor, y
nuestras pasión por aquellas historias que no eran nuestras y al mismo tiempo lo eran, pues mientras las
contábamos íbamos sintiéndonos del todo poseídas por las palabras y las imágenes. Nuestros cuerpos
desaparecían y solo éramos dos bocas hablando en la noche.
—Ahora recuerdo aquel amanecer junto a Isadora… —susurraba Elisa.
—Fue dos días antes de que Isadora tuviese el accidente… —le decía yo.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo también lo recuerdo.
—No me lo creo… Vamos a ver… ¿Qué ocurría aquel amanecer?
—Estaba lloviendo.
—Caliente, muy caliente. ¿Y dónde llovía?
—En Niza.
—Más caliente todavía. Pero ¿en qué lugar de Niza?
—En una casa antigua y rosada, no lejos de una pequeña playa en la que había un embarcadero de
madera… —le decía yo.
—Cada vez más caliente…
—Estaba lloviendo, y yo estaba con Isadora en el invernadero. Las gotas gordas estallaban sobre los
cristales… Isadora me dio un beso…
—Te equivocas, me lo dio a mí.
—Mientes. Fue a mí.
—Mentira. Fue a mí, fue a mí… —gritaba Elisa.
—Qué raro. Fue a las dos. Las dos éramos una misma persona, tú y yo éramos un mismo cuerpo.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—Sí, éramos el mismo cuerpo, por lo menos yo lo siento así.
—Y yo.
—Isadora estaba llorando… Se sentía gorda y fea, pero yo le decía que no. Le decía: tú, Isadora,
estás gorda de pura humanidad… —susurraba Elisa.
—No, me respondía Isadora secándose las lágrimas con aquel largo pañuelo que tanta culpa iba a
tener en el accidente. No estoy gorda de humanidad, estoy gorda de tanto beber. Soy una alcohólica…
—Que no, Isadora, que no… Bebes porque tienes que beber, porque tu espíritu siempre fue un
espíritu báquico, un espíritu borracho, enamorado profundamente de la vida. Y ese espíritu fue quien te
inspiró en tus noches más gloriosas, cuando bailabas con una túnica roja… —decía Elisa.
—Ah, Moscú, Moscú… Sus noches rojas, mi túnica roja, la revolución… —susurraba
evocadoramente yo.
—En la ciudad flotaba un aire parecido al amor…
—Y había una chica, de la que me hice muy amiga, que cantaba una canción…
—«Y la revolución de octubre, / se acabó la pesadumbre. / En las calles de ayer / hemos vuelto a
nacer / y hemos vuelto a conocer / el furor de vivir, / el furor de vivir…» —cantaba Elisa.
—«Y tus labios saben / a absenta y carmín…» —continuaba yo.
—«A absenta y carmín…» —remataba Elisa.
—Oye, qué locura… —le decía yo—. Estábamos hace unos minutos en Niza, y de pronto aparecemos
en Moscú, con Isadora y aquella chica que cantaba… «Y la revolución de octubre…».
2
Otros días eran otras historias. Besos a alguien entre el vaho de un sofocante cuarto de algún balneario de
Baden-Baden. Besaba a alguien que parecía no tener sexo, o tener los dos a la vez… Después un
desmayo, y una inyección de morfina en un hospital de Niza. Isadora ha muerto… Se ahorcó con el
pañuelo cuando iba en el coche. El pañuelo se enroscó a la rueda… Pero esa seguía siendo la misma
historia, había otras: Un hombre de traje negro esperando en un andén de la estación de Austerlitz… El
tren llega de Madrid, y ya es verano en París. El hombre me besa. El hombre besa a una mujer que baja
del tren. Y esa mujer soy yo, y esa mujer es también Elisa, y es también la abuela de Elisa, que va vestida
de blanco, que vamos vestidas de blanco, las tres dentro de un solo cuerpo de mujer rubia y sonriente,
con ojos de bruja y manos de bruja… La mujer sale al bulevar con el hombre. Al fondo se ven los
árboles del Jardin des Plantes. Y por el cielo discurre lento, solemne, un zepelín. El hombre aquel le
hablaba, nos hablaba, de un suicidio. Su hermano se había suicidado. Siempre había sido un poco raro,
pero parecía feliz, y sobre todo el día en que se mató…
—Quiero casarme contigo —le decía él.
Ella le miraba, yo le miraba, Elisa le miraba. Cogía su mano y susurraba:
—¿Por qué quieres casarte?
—Necesito vivir contigo, tenerte en mi casa…
—¿Para qué? ¿Solo como compañía?
—¿Te parece poco?
—Sabes de sobra cómo soy…
—Podrás hacer lo que quieras, salir cuando quieras. Pero vivirás en mi casa, seremos como
hermanos.
—De acuerdo.
3
Nos dormíamos al amanecer, cansadas de tanta vida vivida en tan poco tiempo, fatigadas de recorrer
calles y más calles de Viena, de Baden-Baden, de Moscú. Y luego, cuando nos despertábamos, nos
mirábamos al espejo y temblábamos al imaginar cómo seríamos a la edad de las mujeres cuyas memorias
se apoderaban de nosotras en la cama mágica.
Uno de aquellos días, Elisa empezó a salir con David. Ah, David, tenía unos ojos salvajes y negros, y
a veces, cuando estábamos en la playa, salía de sus largas inmersiones con un pulpo enrollado al brazo.
Una vez me saco a bailar y confieso que, de haber durado algo más la canción, habría acabado riñendo
muy seriamente con mi amiga.
Yo maldecía a David. Todas maldecíamos a David, y de paso también a Elisa. Elisa y David se
enamoraron. Él tenía dieciséis y ella catorce, y formaban una pareja de una perfección turbadora. Daba
envidia verlos juntos con las bicicletas, por la carretera del molino, y desaparecer en el bosque. Ellos
gozaban y yo sufría, y una tarde le eché a David una terrible maldición. Por eso me sentí tan culpable
cuando, dos meses después, David fue arrollado por un camión cuando iba en bicicleta hacia su casa tras
haber pasado la tarde con mi amiga.
4
Todos habíamos envidiado su suerte, todos lloramos en el entierro, todos nos sentimos culpables, pero yo
mucho más, por eso temblaba tanto cuando al año siguiente nos volvimos a acercar y volvimos a subir a
la cama mágica.
En el lecho de los cinco colchones todo había cambiado. Ya no nos poseían mujeres mundanas y
antiguas, que se besaban al alba, ahora nos poseían sueños de muerte, y Elisa me transmitía sueños de
muerte, y veía una y mil veces a David en el instante en que el camión se arrojaba sobre él como un
monstruo metálico y rencoroso, enamorado de su belleza.
5
Al tercer día de haber dormido aterida junto a ella, soñando aquellos sueños de muerte, pensé en la
posibilidad de no volver a subir a la cama mágica. Fue un amanecer en que estaba lloviendo, y las gotas
gordas estallaban contra la ventana como aquella mañana en un invernadero de una casa de Niza. Íbamos
a subir a la cama cuando me detuve y le dijo a Elisa:
—No quiero subir.
—¿Por qué? —me dijo ella aterrada.
—Porque ahora solo tengo sueños de muerte…
Elisa me miró fijamente y me dijo:
—Te pareces a David.
—Mientes.
—Mírate al espejo.
Corrí hasta el espejo del tocador y me miré. Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Cómo me había
mirado los últimos días? ¿O ni siquiera me había mirado para no comprobar el enorme parecido que mi
rostro y mis ojos tenían con los de David? Empecé a gemir. Entonces Elisa se acercó a mí por detrás y,
mientras me acariciaba, empezó a decir:
—Tú eres una bruja, pero yo también, y has caído en mi trampa como yo caí en la tuya…
—¿Qué quieres decir?
—Sé que echaste a David una horrible maldición. Sé lo que le dijiste con el pensamiento; lo oí tres
días antes de su muerte, y no me lo podía creer. Lo oí en sueños. Tú le decías: «Ojalá te destruya algo
más bestial que tu deseo hacia Elisa: algo más mortal. Ojalá te vayas pronto de su lado…». ¿Le decías
eso o no se lo decías?
—Se lo decía.
—Mereces lo peor.
—Lo sé.
—Durante estos tres días, he ido apoderándome de tu conciencia, con conjuros que me enseñó mi
abuela, y he conseguido que se apodere de ti el fantasma de David. Ahora eres él para mí, solo para mí.
Y cuando te toco es como si tocara a David, y cuando te huelo es como si oliera a David, y cuando te
beso es como si besara a David.
Me di la vuelta, cerré los ojos, y le ofrecí mis labios. La muy bruja ignoraba que a mí me estaba
ocurriendo lo mismo. Y cuando la tocaba era como si tocase a David, y cuando la olía era como si oliese
a David, y cuando la besaba era como si besase a David.
Elisa seguía tan hermosa como antes, con sus cabellos larguísimos cubriendo su torso como un manto,
pero sus ojos se habían transformado, como si mirasen hacia adentro, como si mirasen como había
mirado siempre David.
6
Todavía continuaba el verano, y en la casa de Elisa nadie se preocupaba en averiguar lo que hacíamos en
la cama mágica. Una de aquellas noches en que su madre nos dio una tila muy narcótica y muy pesada
tuvimos las dos un viaje astral. En un estado a medio camino entre el sueño y la vigilia, sentimos que nos
separábamos de nuestros cuerpos y, cogidas de la mano, nos elevábamos por encima de los edificios más
altos y las montañas más altas y las nubes más altas, y llegábamos al cielo. Nos parecía un lugar como
otro cualquiera, aunque más aristocrático y más bonito. Había muchos jardines: jardines inmensos que
iban a morir al campo que también parecía un jardín. Y había, por aquí y por allí, palacios en los que
vivían los ángeles y las almas buenas, y también había un palacio muy grande, de una materia parecida al
cristal, donde vivía Dios.
Elisa y yo íbamos por uno de aquellos jardines y llegábamos a una pradera rodeada de avellanos
donde varios ángeles jugaban a bridge. Estaban de pícnic, y tenían junto a ellos cestas de pícnic y se
reían mucho, con sus risas angélicas.
En esto nos encontramos con David, que llevaba una hermosa túnica blanca y transparente y unas alas
muy grandes, en realidad ostentosas. O era muy bueno o se creía muy bueno. Le miramos, nos miró, pero
no nos reconoció.
—¡David! —exclamamos a la vez.
—¿Me conocéis? —dijo él, con una voz saturada de vanidad—. Oh, no me extraña. Todos me
conocen en el cielo, ya desde antes de llegar… ¿Cómo os llamáis?
—¿Pero no nos reconoces? —le gritamos llenas de ira.
—Pues no…
—¡Pero si hiciste el amor conmigo! —clamaba Elisa.
—¿Dónde? —le preguntaba él.
—En un pinar junto al río…
—¿En la tierra?
—Sí.
—No lo recuerdo. Todo lo que me ocurrió en la tierra, absolutamente todo, no tuvo el más mínimo
interés y hace tiempo que decidí olvidarlo. Una de las ventajas de la condición celeste es que puedes
olvidar, siempre que quieras, siempre que lo desee tu voluntad… Y lo olvidado, olvidado está… Pero
decidme, ¿qué hacéis aquí? Estáis muertas.
—No —le dije yo—. Estamos de viaje astral.
—Eso está muy bien. Pero tened cuidado y no permanezcáis demasiado tiempo fuera de vuestro
cuerpo, pues podéis daros un buen susto. ¿Hace cuánto tiempo que empezasteis el viaje?
—No lo recordamos… ¿Tú lo recuerdas? —le pregunté a Elisa, que seguía mirando con odio a
David.
—No —musitó.
—¿Estáis locas? —rugió David—. No se puede estar de viaje astral más de una hora. ¡Pero qué
inconscientes!
Fue lo último que oímos. Un instante después amanecíamos dentro de nuestros cuerpos, en la cama
mágica, con la piel llena de sudor y las pupilas muy dilatadas.
7
Fue como volver a nacer. Las huellas de David habían desaparecido de nuestras caras y nuestros cuerpos.
Éramos otras: las de antes de la aparición de David, pero en más amable y en más reposado.
—¡Mira que no acordarse de mí…! —murmuró Elisa, cuando ya descendíamos desde la cama al
suelo de los otros.
—Ni de mí…
—De ti lo entiendo…
—¿Ah, sí?
—No te ofendas. Durante algún tiempo solo tuvo ojos para mí…
—¿Estás segura?
—Bueno, ahora no…
—Siento como si se hubiese muerto por segunda vez…
—Y yo. Lo matamos las dos.
—¿Tú crees?
—Sí, lo matamos una vez y después otra…
—Vas a conseguir resucitar la culpa.
—No. Ahora está muy a gusto en el cielo, jugando al bridge con los ángeles. ¿No te pareció que
exhalaba felicidad, con aquellas alas tan enormes que casi le impedían caminar, con aquella vanidad y
con aquel olvido…?
8
Ha pasado el tiempo… Tres años desde entonces, pero Elisa y yo seguimos siendo dos chicas graciosas,
por lo menos eso es lo que dicen de nosotras, además de otras cosas menos nombrables pero igualmente
seductoras.
Ahora recuerdo, con tanta nostalgia como afecto, los últimos días de aquel verano del viaje astral.
Elisa y yo volvimos a viajar por la Europa de entreguerras, en trenes nocturnos que silbaban y silbaban,
ahogando los susurros y los besos. Recuerdo amaneceres en Berlín, las dos paseando por el Tiergarten.
Recuerdo Madrid, un año antes de la guerra, en un café en penumbra, junto al novio de una amiga,
hablando de Isadora, hablando de otras y de otros. Algunos habían desaparecido…
Recuerdo muchas historias más, vividas junto a Elisa y junto a su abuela. Las tres en un solo cuerpo
viviendo un tiempo de vino y de rosas. Y recuerdo también viajes en los que creíamos estar
adelantándonos a nuestro propio presente. Viajes extraños, más oscuros y menos literarios, viajes muy
extraños…
9
Ha pasado el tiempo, tres años, decía antes. Elisa y yo hemos iniciado los estudios universitarios, y ahora
estamos en Madrid, viviendo juntas en un piso de la calle Ilustración. A sus padres y los míos les
parecían muy buena idea el que viviésemos juntas en un piso. Son tan amigas, suelen decir, son como
hermanas. Y además así no tendrán que soportar las miserias de los colegios mayores. Ese hacinamiento
tan insano y tan perverso. Yo creo que en esos centros salen todas medio raras. No, mejor que nuestras
chicas vivan en su pisito, independientes y tranquilas…
Y fue así como empezamos a vivir juntas. Prefiero no hablar de los viajes que hemos tenido
últimamente. ¡Empiezan a ser tan especiales, tan destilados, tan…! A veces abrimos los ojos, miramos
por la ventana, y no nos lo creemos. A veces nos da miedo, y a veces no. La calle es nuestra, la casa es
nuestra, la vida es nuestra. Ah, y nos hemos traído la cama mágica. Es pesada como un muerto, pero
luego, cuando te subes a ella, es más ligera que la alfombra de Aladino, y sobrevuela los abismos del
cuerpo y el deseo, para depositarnos una vez más sobre la tierra, con los poros bien abiertos y los ojos
dilatados, en medio de un algo que se escapa a la conciencia.
FIN
EL EMPLEADO VARGAS
por José Carlos Llop
—¡Y AHORA LAS alfombras!
Manuel Vargas decidió no mirar. Cuando Manuel Vargas oyó la satisfecha exclamación del agente
judicial —¡y ahora las alfombras!, como el mercachifle de un zoco—, optó por salir al jardín, sentarse en
la fuente y dibujar con la punta de su zapato en la grava. Sobre aquellas alfombras había aprendido a
andar, sobre aquellas alfombras había tocado por primera vez unos pechos de mujer, los de su prima
Marta Valenzuela, y le había bajado las bragas a Chiquita, una criada de Segovia que tenía las nalgas más
duras que el alabastro y el coño como una fruta al sol.
Sobre aquellas alfombras que tapizaban el suelo del salón, había encontrado el cadáver de su padre
con un tiro en la sien y las zapatillas puestas, una semana antes de la llegada del agente judicial y su
camarilla de transportistas municipales. Y ahora la Savonnerie y las dos Aubusson rodaban por la
escalinata de granito entre los pies de un grupo de orangutanes capitaneados por una hiena, feliz en el
cumplimiento de su deber. A saber dónde irían a parar aquellas alfombras.
Fue a la salida del funeral cuando se lo comunicó el notario Gálvez.
—Varguitas, estás arruinado. No heredas más que deudas. Pásate mañana por mi despacho y
tranquilo, que no voy a cobrarte la minuta. Ya sabes que tu padre y yo hicimos la guerra juntos. Si nos
hubieras visto de uniforme después de tomar Madrid: los amos de Chicote, chico. ¡Qué tiempos,
Varguitas!
Efectivamente: qué tiempos. El testamento, más que un legado, encerraba una condena a cadena
perpetua. Manuel Vargas Anglada, el nieto de Lola Anglada, condesa de Aiguafort, e hijo de Ricardo
Vargas, antiguo señor absoluto de no sé cuántas patentes y concesionarias del Estado, estaba en la calle.
En la puta calle. Manuel Vargas tendría que trabajar para vivir.
—No hay peor ordinariez que tener que ganarse el pan —le había dicho su abuela antes de morir—,
no sabes la de vilezas que pueden llegar a cometerse, hijo. Se vende el cuerpo, el alma, la mente y lo que
es peor, se le arruinan a uno las manos.
La abuela Anglada tenía unas manos finas, largas y marfileñas, unas manos obtenidas a base de
generaciones y generaciones entregadas a contemplar el paso de las estaciones, hoy en París, mañana en
Roma y pasado en San Sebastián. Manuel Vargas había heredado esas manos, unas manos que ahora
estaban muertas, mientras el agente judicial sellaba la cancela del jardín y dos grúas se llevaban los
coches de la casa.
Vargas contempló ambas maniobras como quien va al cine. Pero los nervios acabaron traicionándole:
él nunca iba al cine; se derrumbó sobre el asfalto. Mientras caía, sufrió una ilusión óptica: la mansión
familiar se venía abajo con él, envuelta en humo y polvo.
Ilusiones ópticas. Aquel cuartucho húmedo, la fabada en conserva, las cajeras del supermercado, la vida
lejos del Paseo de La Bonanova sí que eran ilusiones ópticas. Pensión La Flor de Loto, calle Comercio,
como una broma de revista de varietés, esas a las que su padre y el notario Gálvez habían sido tan
aficionados. Amos de Chicote y dueños del Paralelo y él, Manuel Vargas Anglada, esclavo de una
pesadilla.
Se vació los bolsillos: un par de pañuelos sucios, unas monedas, las llaves de una casa que ya no le
pertenecía, que, bien mirado, no le había pertenecido nunca, y un mechero y unos gemelos de oro que
había salvado del desastre. Abrió la cartera: veinte mil pesetas, el DNI —se había olvidado el pasaporte
en el secreter de su dormitorio—, y tres tarjetas de crédito que ya no le servían de nada. El juez había
embargado también los restos bancarios de la familia Vargas.
Volvió a enfrascarse en la lectura de los anuncios por palabras, sección bolsa de trabajo. Vargas era
un especialista en esos anuncios, pero solo en la sección de contactos. Recordó las palabras de su
abuela. Leyó: se necesita vendedor, grandes posibilidades; imprescindible buen aspecto. El aspecto lo
tenía: por Vargas la altura y mandíbulas y espaldas anchas; por Anglada, los ojos verdes, el pelo negro y
las manos. Se miró las manos. A la mañana siguiente iría a empeñar el mechero y los gemelos y después
se pasaría por aquella oficina de la calle Casanova.
Eran las dos de la mañana y en el bar de abajo, Isabel Pantoja seguía cantando sus penas. Las hay que
saben hacer negocio de la desgracia, pensó Vargas antes de dormirse.
La insana servidumbre del trabajo debía de ponerle a uno la cara de idiota, porque desde el primer día
de trabajo tuvo que aguantar que sus compañeros le llamaran Varguitas, como el notario Gálvez.
¡Hombre, Varguitas! ¡Qué pasa, Varguitas! ¡Eres un león, Varguitas! ¡Menuda vida Varguitas, soltero y
solo en la vida, con la de chochitos hambrientos que hay por ahí!
Manuel Vargas había salido exento del servicio militar —pies planos alegó ante el comandantemédico— y todo ese lenguaje de barra masculina, todos esos molestos golpes en la espalda, toda esa
camaradería igualitaria, o peor aún, teñida de cierto tonillo de superioridad, le tenía estupefacto, al borde
casi de otro derrumbe. Por lo menos la dueña de la pensión seguía llamándole señor Vargas por la
mañana y don Manuel por las noches.
Su primer destino fue el aeropuerto. Vendedor de libros en el aeropuerto. No en un stand o en un
kiosco, no, sino al pie de las escaleras, a pelo, deambulando con el maletín de la editorial como una
zancuda al acecho de su presa. Como Vargas jamás había estado en un aeropuerto —viajar en avión,
habiendo barcos y trenes, no era viajar, sino volar en metro o en autobús, una ordinariez— y su
curiosidad por la arquitectura contemporánea era menos que nada —a partir del XIX, otra ordinariez— el
travertino bofillesco y sus monumentales galerías translúcidas lo dejaron atónito. De hecho, aquella
primera semana no vendió ni un maldito manual de bricolage, dedicando todo su horario laboral a pasear
por el aeropuerto de Barcelona como quien pasea por el interior de una tumba egipcia. Vargas se sintió
un hombre diferente por culpa de Ricardo Bofíll. ¡Lo que hace la arquitectura, se dijo, hasta comprender
a Hitler puedo ahora!
La segunda semana fue distinto. Intentó colocarle una enciclopedia de cine a Terenci Moix —sabía
quién era porque le había visto en televisión—, pero fue en vano: no se dejó. Le guiñó un ojo y lo dejó
plantado mientras por los altavoces llamaban a los pasajeros del puente aéreo, puerta 27. Sin embargo, el
escritor catalán le trajo suerte: al cabo de diez minutos vendía las obras completas de un tal Wilhem
Reich a una pareja de recién casados y un atlas del mundo a una ecologista militante —todo eran
pegatinas— que no llevaba ropa interior. Por la noche le regaló a la Teresa, la dueña de La Flor de Loto,
una muestra de perfume de una revista que había comprado para entretenerse a la hora de comer.
Dos meses después de haber empezado a trabajar, empezó a sentirse parte de aquel aeropuerto. Lo mismo
que sus columnas y sus chaquetas rojas; lo mismo que las azafatas y las maletas, que las colas de
japoneses con La Pedrera y la Sagrada Familia grabadas en la retina. Y empezó, también, a sentirse mal:
mareos, náuseas y sudores fríos. Pero siguió vendiendo a buen ritmo. Sin embargo, un nuevo síntoma se
añadió a los padecidos, en forma de impulso irrefrenable que le hacía dirigirse hacia cualquier cabina
telefónica y marcar el numero de su oficina, en la calle Casanova. No recordaba muy bien cuáles eran los
mensajes que dejaba en el contestador, pero sí que después de hacerlo recuperaba la calma y podía
acercarse con naturalidad a un nuevo cliente. Las ventas iban estupendamente, pero al llegar por las
mañanas a la oficina, antes de dirigirse al aeropuerto, notaba cómo sus compañeros le rehuían, lo miraban
de refilón y le llamaban Vargas a secas, sin diminutivo, ni señor tampoco. El jefe de ventas le abroncó en
dos ocasiones por llevar los puños de la camisa como un pordiosero. Se miró los puños: estaban
impolutos y planchados como solo la Teresa sabía plancharlos. Vargas prefirió no replicar: jamás había
replicado a nadie. Por su cabeza solo desfilaban estrofas de la Pantoja, de Rocío Jurado y de Julio
Iglesias.
Aquella mañana, con el auricular del teléfono resbalándole por la palma sudorosa, se oyó decir:
Varguitas se tira a la mujer del jefe. Era su voz la que hablaba al tiempo que le inundaba una rara
sensación de bienestar. Colgó y volvió a marcar el mismo número: Varguitas roba lo que gana. Mejor aún.
Lo hizo una tercera vez: los compañeros de Varguitas son unos soplapollas. Estaba entrando en el
paraíso. Pensó en su abuela, y mientras se dirigía hacia un nuevo cliente —una viuda con liguero que le
compró tres colecciones de decoración y le dejó carmín hasta en el ombligo— notó la mirada de aquel
individuo que desde hacía días le observaba sin ocultarse siquiera detrás de un periódico.
Cuando la policía detuvo a Vargas, este estaba chupándosela al ejecutivo de una empresa farmacéutica en
los lavabos del Prat. Sobre la taza del WC donde estaba sentado Vargas para la maniobra de succión,
había un contrato firmado de una enciclopedia de cocina. El ejecutivo empezó a tartamudear y Vargas
intentó darle un sopapo al inspector. El sopapo lo recibió él, dándose en la sien contra el mármol
travertino de Bofill. Entre el ámbar de las vetas, le pareció ver el dibujo de una lira: la lira dorada de la
Savonnerie de su casa.
A la misma hora, en la oficina de la calle Casanova, el jefe de ventas dudaba entre despedir al
empleado Vargas u ofrecerle una cena por ser el mejor vendedor del mes.
FIN
DIARIO CORRUPTO
por Manuel de Lope
LA SEÑORA CASTRO prefirió terminar sus vacaciones en la costa. Así pues, el equipaje fue
recogido en Logroño y enviado a la playa de Linces, ella se encargó de señalar la hora de partida y esta
es la razón por la que el pobre Félix Castro, su marido, se encuentra en el automóvil, contemplando el
paisaje sin verlo realmente, mientras ella, con la cara estirada en un gesto severo que le es habitual, se
absorbe en cálculos horarios. Cierra los ojos sumando las horas. A menos que esté durmiendo.
Desde Logroño a la playa de Linces hay tres horas y media de camino. Se puede imaginar al doctor
Castro, con el espíritu completamente vacío, que deja pasar el tiempo sin apartar la mirada sea de la
ventanilla, que le sirve un paisaje lleno de alicientes, sea de la nuca espesa del chófer, delante de él, que
se desborda sobre el rígido cuello del uniforme. El doctor Castro es un monigote de trapo,
cuidadosamente acicalado, con su chaqueta gris sujeta con alfileres, lo mismo que el pantalón blanco, la
cabeza ligeramente ladeada e inmóvil, las manos sobre las rodillas y las piernas rígidas, mantenidas en
esa posición por la osamenta interior. Si se le cambia de lugar no por eso altera su postura. Alguna idea
puede cruzar fugazmente por su cabeza, pero supongamos que pronto el obediente ronroneo del motor le
adormece. Esa otra figurita que corresponde a su mujer, no más grande pero sí más ceñuda, no pronuncia
una sola palabra durante todo el trayecto. Hay que decir que ella está colocada ahí, en el asiento trasero
del automóvil, solamente para suministrar una compañía al doctor Castro y producir el contrapunto
necesario, si es que puede imaginarse un contrapunto en semejante pareja.
La señora de Félix Castro sería mucho más interesante vista en Logroño, donde los Castro pasan la
mayor parte del año. Violeta, que ese es el humilde nombre que ella lleva con tanto orgullo, aparece
siempre con los trapos bien puestos, y sin descuidar nunca un pañuelo de seda en torno al cuello, por
coquetería y por la tos, paseando en los atardeceres bajo los soportales lluviosos de la ciudad. Un verano
podrido. Queda la esperanza de que paradójicamente en la costa sea mejor. Violeta representa muy bien
el papel de una mujer entre dos edades, desencantada y por ello severa, mirando hacia su pasada
juventud con el mismo desengaño que a los terribles años que se acercan, el amenazador cortejo de las
arrugas y las patas de gallo. Es interiormente coqueta, aunque no quiera parecerlo, por ser ello una
condición imprescindible a la verdadera elegancia. Dentro del automóvil, con los ojos cerrados, su
pañuelo se estremece con el aire de la ventanilla, lo cual le da un épico ademán de sirena deslavada en la
proa de un barco. Dejémosla como es. Con un brillo mortecino en los ojos el doctor Castro mide el perfil
de su esposa, y luego, con los párpados caídos, se sumerge en la contemplación de la nuca del chófer, una
masa de carne tierna y excitante que vibra imperceptiblemente. Es un contraste con el cuerpo nudoso y
estirado que está sentado a su lado y permite toda clase de ensoñaciones. ¿Por qué no acercar la mano y
rozar esa nuca con la yema de los dedos? No es de esperar por parte del chófer una reacción airada, sino
una embarazosa sorpresa. Si la mujer percibe la maniobra el estupor le cerrará la boca, a menos que
pueda hacer una brusca observación y quien sabe qué sarcasmos, y ahí queda pues ese rodillo de carne
inútilmente erótica que desborda sobre el cuello de la chaqueta. La mano izquierda del doctor, que inició
el movimiento, se limita a calmar sus tendencias en el pomo niquelado de la ventanilla, y sin embargo, la
carne temblorosa de aquel cuello de toro sigue agitándose descaradamente delante de sus ojos durante
todo el viaje como el vientre de una mujer sensual.
El doctor y la señora de Castro llegaron a la casa de Linces a las siete de la tarde. Véase cómo
descienden simultáneamente del automóvil, ella por la puerta que el chófer mantiene abierta, él por el
lado opuesto, estirándose las mangas de la chaqueta, dirigiendo una pequeña orden antes de subir las
escaleras, y el automóvil de delicado color crema se desliza sobre los adoquines mojados cuando el
chófer rodea el jardín, se detiene frente a la gran verja y se dispone a estacionarlo con una sola maniobra,
algo que el doctor Castro secretamente envidia, porque nunca lo supo hacer. Desde el balcón principal de
la fachada se contempla toda la plaza rectangular, refrescada por los vapores de una tormenta de verano.
El doctor Castro se detiene un momento antes de cruzar la estrecha banda de jardín que separa, por
delante, el edificio de la calzada, levanta la mirada y ofrece maquinalmente el brazo a su mujer cuando
esta se aproxima, ambos son de la misma estatura, ambos caminan con el mismo paso corto, y como una
ceremonia nupcial demasiadas veces repetida comienzan a subir los cuatro peldaños delante de la puerta
principal. En realidad, La serie de movimientos realizados desde la llegada del automóvil hasta que se
cierra la puerta de entrada haciendo resonar el enorme llamador de latón, corresponde a una escena que
ya se inició el día de su boda. El interior de la casa es lujoso y algo solemne, oscuro y fresco, y también,
por decirlo todo, evocador de catástrofes íntimas que a Castro le congelan el deseo, la memoria y hasta
las ganas de merendar.
Desde lo alto del balcón la plaza, en aquella hora, despliega el espectáculo de sus terrazas vacías,
sobre cuyos veladores brilla aún el agua del chaparrón. Es un dibujo de círculos de mármol satinados.
Probablemente los veraneantes matan su indolencia en el interior de los cafés, jugando al billar, o
deambulan en pequeños grupos por aquellas calles que conducen al puerto en suave pendiente. Toda la
plaza está bordeada por una hilera de árboles de Venus, un tipo de arbusto con talla de árbol y hojas
tiernas con forma de corazón. En los bares de la localidad se sirven cupidos, pequeños pinchos que
ensartan en un palillo de dientes dos pequeños corazones de pichón. No solamente la plaza es un lugar
agradable, centro apropiado de toda pequeña ciudad de veraneo, sino que la proximidad del puerto
contribuye a darle, por las noches, una animación particular. La gente masca hojas del árbol de Venus y se
atiborra de vino tinto con cupidos. Las callejuelas transversales se agitan con el hormigueo de
transeúntes. Lejos de las elegantes farolas modernistas se encienden los cálidos neones de las tabernas, y
el espeluznante rojo infernal de un cabaret delante del cual se detiene un grupo de marineros griegos
desembarcados en Pasajes, y el doctor Castro puede pasar tanto más desapercibido, o así se lo figura él,
cuanto que mantiene el mismo andar indolente, la misma curiosidad indecisa delante de las fotografías
chicheteadas en la puerta que exhiben carnes y plumas de aves del paraíso. Sin embargo, reconoce
perfectamente a la mujer que ha sido fotografiada en una pose banal, ni siquiera francamente obscena,
apenas más provocadora que una publicidad de yogur rodada en el Caribe, para la cual, por otra parte,
pudiera haber servido de modelo. Normalmente ella ejecuta unos pasos de baile en un número de fábula
oriental, con danza del vientre y ceremonia de los siete velos, cada cual más lascivo y angustioso que el
anterior, el doctor Castro conoce de memoria el espectáculo, e incluso el momento en que ella le dirige
un guiño de connivencia especial, entre el cuarto y quinto velo, cuando ella descubre unos pechos
suntuosos con oscuros y misteriosos pezones, antes de guiñar el ojo, entre los velos quinto y sexto, a un
sujeto de callosas facciones que al parecer del doctor Castro es armador.
Supongámoslo así. Dentro del mal gusto general encontramos un placer en el encanallamiento, ¿eh,
doctor?, sobre todo cuando una vez concluido el número se tiene autorización para pasar detrás de esas
ridículas bambalinas que representan el palacio de un califa. Una empinada escalera permite subir a los
camerinos, dos sórdidas habitaciones junto a un torrencial retrete que Castro solo recuerda con la puerta
abierta, y a todo ello se añade el placer de golpear con los nudillos la miserable puerta donde con todo
brillan dos estrellas de purpurina, y unos minutos más tarde contemplar de cerca esos pezones, y
admirarlos sin demasiado entusiasmo, porque han perdido el encanto inaccesible que poseían en la sala y
se asemejan a dos garbanzos tostados, aparte de que por las escaleras parece que resuenan los pasos del
armador. El cuerpo sin gracia se desviste y se viste. El rostro maquillado conversa tontamente y se ríe a
cada momento. La realidad supera escasamente las fotografías expuestas a la entrada del cabaret. Ella se
limita a disimular mediante cremas adecuadas una carne demasiado blanca, que dentro de poco tiempo
comenzará a formar rodillos de grasa, como la nuca del chófer, allí donde todavía se muestra
sospechosamente lisa. Cualquiera diría que el doctor Castro es impotente y busca pretextos que
justifiquen sus escasos deseos. Supongamos que no sube a los camerinos después del número oriental por
no rebajarse a rivalizar con el armador. En medio de la animada asistencia que llena el cabaret prefiere
adoptar un aire de indiferencia y pasar desapercibido, aunque exagera manteniendo ese rostro inalterable
donde solo se dibujan dos rayitas libidinosas en la comisura de los labios, mientras el sexo se eriza como
si llevara un arma corta en el bolsillo del pantalón. Finalmente el doctor Castro se inhibe frente a ese
cuerpo de cera para sultanes de cartón, frente a la postura ni siquiera obscena que atrae a los marineros a
la puerta del cabaret, y lo más probable es que el doctor no se decida a entrar esa noche, cede el paso, y
únicamente lanza una ojeada al interior en el momento en que se abre la puerta, se descorre la espesa
cortina, y un antro tibio y rojizo de donde escapa la música se muestra a sus ojos. Por otra parte el doctor
Castro puede encontrar elementos de comparación, una posibilidad poco comprometida de ver y admirar,
con solo continuar su paseo por la calle, observando los portales de dos o tres hoteles y las esquinas bien
situadas. Esas muchachas poseen otro atractivo, el gesto familiar y dulce, el deseo aparente, ¿eh, doctor?
Hasta la caída del sol, y más tarde, cuando ya empieza a oscurecer, los niños corretean por la plaza.
Se persiguen y se cruzan como bandos de pichones, a los que todavía no se ha extraído el corazón, y
como pájaros emiten pequeños gritos confusos y sonoros. En ese momento diríase que las horas pasan
con calma para el doctor Castro, a pesar de que la mirada se siente irremediablemente atraída hacia el
lugar donde un grupo de niñas juega a la soga, la inocencia es un aliciente más, y por fuerza se produce
ese vaivén de falditas de todos los colores, ligeras y temblorosas, también, como un pájaro atrapado en
la mano que se estremece al acariciarlo y transmite las palpitaciones aterradas de su corazón. La mirada
se detiene en una o en otra de las chiquillas, es indiferente, cualquiera de ellas pudiera ser un objeto fácil
de ceñir o de sujetar. Una se separa del grupo.
¡Anita!, le llama su amiga, y Castro abandona el balcón para entrar en casa.
¡Ana!, grita su mujer. En el gran comedor oscuro Castro encuentra a la verdadera Anita que en ese
momento se ocupa de preparar la mesa para la cena. Es una muchacha corta de luces, apenas una
adolescente, a quien la señora Castro proporciona ese trabajo y otras menudas ocupaciones. El doctor
Castro la observa tímidamente unos instantes, antes de atreverse a decirle, llame usted a la señora.
En el salón que sirve de comedor la mesa se halla instalada en el ángulo opuesto al balcón, por una
satánica tendencia de la señora Castro a huir de la luz. El doctor ocupa uno de los extremos de la mesa,
frente a la puerta, desde donde puede observar las entradas y salidas de la muchacha. En realidad quien
entra es su mujer. Ella se sienta en el otro extremo. Naturalmente se ha cambiado de vestido para la cena.
Igual que en el momento de la llegada a la casa ambos observan el comportamiento de dos comensales
habituales, dentro de una representación en la cual el telón se levanta, el doctor Castro sonríe torpemente
y su mujer, sin decir una sola palabra, hace sonar la campanilla y por el foro entra Anita con una bandeja.
Tiene el cabello castaño, el doctor lo sabe, aunque con la escasa luz parezca moreno, aparte de la cofia
que lo oculta recogiéndolo por delante para derramarlo en una especie de cola. El delantal almidonado
no llega a disimular dos pechitos de adolescente tímida que se inclina sobre el plato para servirle.
Rodeando la mesa se dirige hacia la señora, y allí la lámpara ilumina la mitad de su cara, suave, los dos
ojos inquietos y casi líquidos que se agitan sabiéndose observada, hasta su salida, donde se aprecia su
silueta aún infantil desapareciendo por el pasillo. Ya nos conocemos, doctor. El muñeco que representa al
doctor es una figura tripuda y redonda como un pote de tabaco, con una faja ele raso negro que le ciñe la
barriga, por encima se levantan cinco botones nacarados hasta la corbata de pajarita, en esa obligada
etiqueta que la señora Castro ha visto en las películas coloniales y que exige para las cenas más íntimas
que desde luego, y por esa razón dejan de serlo. Entre ellos apenas cambian unas frases que se ven
interrumpidas cada vez que entra la muchacha. Ya vuelve. Sobre la tarima se alarga la sombra deseada
que proyecta la lámpara moldeando su cuerpo, no ya de adolescente, sino por un misterio de la luz, una
silueta de mujer. Esa silueta se acerca al doctor y le turba.
Ya. El problema consiste en no descubrir la turbación y manejar adecuadamente el cubierto de
pescado como si nada pasara, mientras el rostro inexpresivo de la señora Castro distiende sus arrugas y,
largado la mano, toma el pan de la cestilla que la muchacha le acerca. Anita acerca igualmente la cestilla
al doctor, todo ello dentro del ritual acostumbrado de la cena. Cuando la muchacha sale su cuerpo queda
enmarcado un instante en la penumbra de la puerta, y se borra bruscamente por una frase banal de la
señora comentando el tiempo que hace, aquí en la costa. Todo es tan aburrido y falto de interés que el
doctor termina por bostezar y levanta una mirada llena de escusas. Al poco rato podríamos colocarlo en
una de las butacas tomando una infusión con una copita de licor al alcance de la mano, es muy probable
que él mismo no baga ningún gesto para moverse, y así, el resto de la velada transcurre apacible en el
mismo salón. Un mínimo impulso vital le empujaría a encontrar un pretexto cualquiera para salir a dar un
paseo, estirar las piernas pongamos por caso, y echar un ojo a lo que ya hemos contado anteriormente, las
tentadoras fotografías del cabaret, las muchachas que se pasean delante de los hoteles con la sonrisa
procaz, y con quienes solo faltaría acercarse discretamente y quedar acordados. Pero al doctor Castro le
faltan las palabras. ¿Qué palabras? No tienes nada que decir, seguir a la muchacha adonde te lleve, que
no será lejos, y allí puedes desabrochar su camiseta y ver todo lo que ella apenas te oculta. El muñeco
que representa al doctor permanece indeciso. Estúpidamente indeciso. Es tan irritante que el autor siente
deseos de darle un manotazo y precipitarle en brazos de alguien, que lo abra, que lo rasgue. Su
inmovilidad solo se altera para responder con un movimiento de cabeza a su mujer que da las buenas
noches y se retira a su alcoba. Luego cae otra vez en la inmovilidad.
Quizás hubiera sido mejor empezar el juego con Violeta, la señora de Castro, que a pesar de las
apariencias seguramente está llena de posibilidades. ¿No observa también ella la nuca del chófer? Este
individuo, algo obeso, puede ser transformado adecuadamente, alzarle la estatura, acomodarle los gestos
y tornearle la mirada. Escogeríamos a Violeta paseándose en automóvil, ella sola, por esas callejuelas
por las que el vehículo casi no puede pasar, junto a lóbregos portales que sin duda algo deben sugerir y
no precisamente obras de caridad. Y por otra parte nada más fácil que acostar a la señora en su alcoba y
mantenerla allí despierta con los ojos abiertos en la oscuridad, esperando los tres golpecitos en clave
antes de que el chófer se deslice en el dormitorio entreabriendo la puerta, mitigando en la noche sus
jadeos.
¿Eh, doctor? Finalmente nos hemos quedado solos en el salón. Entonces, ¿a qué esperamos? Con un
pequeño sobresalto de energía puede uno acercarse hasta el corredor y, procurando no hacer ruido, bajar
las escaleras, porque la habitación de Anita se encuentra en la planta baja, justamente al lado de la puerta
de servicio. Por el agujero de la cerradura se ve prácticamente todo el cuarto, y más precisamente el
armario de luna frente al cual se desnuda la muchacha. Eso mismo ya lo hemos pensado muchas veces.
Probablemente ella se cierra por dentro, aunque nunca lo haya osado comprobar. No. Prefiere la retirada.
En un último impulso, antes de iniciar el regreso, y subir la escalera, vuelve la vista atrás, hacia la puerta
cancelada de la que ya ha desaparecido el minúsculo pincel de luz. La lámpara del salón, en el primer
piso, ha quedado encendida. Se escucha un rumor apagado en la alcoba donde duerme Violeta. El doctor
pasa de largo y se encierra en su propia alcoba. Al cabo de un rato se encuentra en la cama, y allí es de
nuevo la quietud abúlica, los ensueños fálicos, las figuraciones nocturnas a las que falta siempre un
pequeño matiz de realidad para que se lleven a cabo. Decididamente este hombre no sirve para nada.
FIN
CRÓNICA BASTANTE EXTRAÑA
por Juan Madrid
EL NEGRO SONRÍE con dentadura de latigazo, nunca llueve y la niña sin ropa interior se pincha la
vena de las tetas detrás de la parroquia. El sueño está seco, la tierra de la Plaza seca y el polvo que
produce la gente al caminar o moverse llega hasta mis balcones y entra en la casa y mancha el suelo y la
ropa tendida y hace toser.
¿Qué fue de aquella niña?
Va a morirse.
¿Qué fue del negro bailón?
Estará en la cárcel por llevar a destiempo heroína en un bolsillo.
¿Qué fue de la Plaza?
Ahí sigue. Y yo sigo tomando café y copa de anís dulce y seco —a partes iguales— después de
comer. También fumo una Faria de la Coruña, del número Uno y veo lo que ocurre. A veces pongo los
pies en una silla, otras, en el suelo.
La niña que se pincha en las venas de las tetas se acerca. No tiene dientes delanteros.
—¿Juan, quieres caballo? —me pregunta.
El que quiere ser actor de moda relincha de gusto en la otra esquina de la misma Plaza. Ahora el
caballo se fuma, parece que ha bajado lo de clavarse agujas en las arterias. Eso dicen. El negocio sigue
pero de otra forma.
Bebo un sorbito de anís. La Faria de la Coruña del número Uno es un buen puro si se atiende a lo que
cuesta. Pero es mejor el Montecristo del Cuatro. El precio es un termómetro que se equivoca poco.
Medio gramo de caballo, siete mil quinientas. Un gramo, doce. Por mil quinientas un pinchazo o una
china para fumar. Uno tiene amigos o enemigos, gente conocida, gente que va y viene. Que hace su vida.
La niña sin dientes que se pincha las tetas es una candidata a algo. Probablemente a palmarla. Dicen
por ahí que ha pescado el tétanos. ¿Quién sabe? La vida está achuchada para todos.
—¿Cuánto me das por una historia, Juan?
—No tengo dinero. ¿Qué historia es esa?
—Mi marido se ha ahorcado en la comisaría. Va a salir en los papeles y en Telemadrid. Te puedo
contar la historia por dos talegos.
—No.
—Estuvo media hora muriéndose. Parece que los inspectores lo quisieron salvar pero no pudieron.
Lo llevaron al hospital. ¿No me puedes dar un taleguito?
—Ya veremos.
—No seas rácano, tío. ¿Cuánto te sacas tú por una historia? ¿Cuarenta papeles, cincuenta? Venga, tío.
Un talego.
Se lo doy.
—¿Y un café? ¿Me puedes invitar a un café?
La niña sin dientes delanteros que se pincha en las tetas y cuyo marido se ahorcó en comisaría pudo
ser guapa. El café con leche alimenta bastante. Al menos es algo calentito que entra en el cuerpo. Lo que
entra en el cuerpo a determinada temperatura parece que sienta bien. Eso dicen.
Me acuerdo de una historia.
Julián, el trilero de la calle Valverde, le abrió la puerta de su casa una noche a Ricardo Tejerina,
alias «El Pechos», que entró de sopetón y se quedó en el vestíbulo.
Ese era el secreto del éxito de Ricardo Tejerina, alias «El Pechos». La rapidez. Mientras los otros no
salían de su sorpresa, él ya estaba dentro, mostrándose amistoso. Lo de mostrarse amistoso era muy
importante, por lo menos al principio. Cuando salían de su estupefacción solían cabrearse, por eso era
mejor sonreír antes.
Gracias a esa estratagema, Ricardo Tejerina, alias «El Pechos» tenía una media de diez éxitos por
cada derrota. Y cada uno de los fracasos se debían a que había gente inesperada en la casa.
—¿Julián Gómez? —preguntó «El Pechos».
—Sí, yo soy —contestó Julián que se llamaba igual que su hijo—. ¿Qué quiere?
—Quiero ver su nevera, la que han comprado a Almacenes Eladio y aún no han pagado.
Ricardo Tejerina, alias «El Pechos» sacó un martillo de la gabardina.
—Mire —dijo Julián—. No hemos pagado la nevera porque mi hijo está en el paro y yo tengo una
mierda de curro que no vale para nada.
—¿El truco del paro? No me fastidie con esas. Su hijo debe catorce plazos. ¿Dónde está la nevera?
Julián observó el martillo.
—Oiga, ¿usted trabaja en una agencia de impagados?
Ricardo Tejerina, «El Pechos» movió el martillo.
—Eso es. Y si no pagan en este mismo momento, le destrozo la nevera.
—No está bien, no señor. Mi hijo tiene intención de pagarla. Pero con eso de la recogida de cartones
no saca mucho. Tiene dos hijos pequeños —el viejo Julián sonrió—. Mis nietecitos.
La tranquilidad obsesiva del viejo Julián debió poner sobre aviso a «El Pechos». Pero la confianza
en sí mismo, los años que llevaba en el oficio y el aspecto del viejo Julián le engañaron. Fue su
perdición.
Ricardo Tejerina, «El Pechos» hizo intención de pasar a la cocina donde se figuraba que estaría la
nevera. Nunca supo que el viejo Julián Gómez no era otro que «Cañonazo Gómez» Campeón Olímpico de
boxeo en la Olimpiada Obrera de 1936, en la categoría del peso ligero, instructor de gimnasia y defensa
personal en el Quinto Regimiento y sparring de Fred Galiana entre 1947 y 1958.
Ricardo Tejerina, «El Pechos» creyó que le había pateado un mulo o que la casa se le había venido
encima. El viejo Julián Gómez, «Cañonazo Gómez» le arrastró fuera y le arrojó escaleras abajo como si
fuera un saco. Sus nietecitos ni se despertaron.
La niña bonita, sin dientes etc., se fue y yo me dispuse a saborear en paz mi anís, mitad seco, mitad
dulce.
En esto que veo avanzar por la Plaza a Arturo Molledo.
La última vez que lo vi fue en una extraña fiesta que dio en su casa una actriz argentina que se tintaba
el pelo de rojo y se empeñaba en demostrar que era cantante.
La fiesta fue un desastre. Los espaguetis se pegaron al fondo de la sartén formando una bola
incomestible y sosa y la anfitriona insistió en poner nada más que discos de ópera. Apenas si me
acordaba de Arturito Molledo. De quien más me acordaba era de su mujer, una morena de grandes pechos
que fruncía mucho la boca al hablar y que se pasó la noche diciendo que ellos eran una pareja abierta y
moderna y que le había costado mucho trabajo y dedicación tener orgasmos. Según decía, ahora los tenía
multiples y en cadena.
Arturito Molledo se sentó a mi lado sin esperar siquiera que yo le diera permiso.
—¿Te has acostado con mi mujer? —me preguntó.
—¿Estás loco? —le respondí—. ¿A qué viene eso?
—No me importa que te hayas acostado con ella. Eso no tiene importancia. Ella es la mujer que tiene
más orgasmos seguidos del mundo… Bueno, eso ya lo sabes tú.
—¿Un café, una copita?
—No, gracias, no tomo alcohol ni cafeína. Mira, estoy hablando con todos los que se han acostado
con mi mujer.
—¿Te refieres a la chica aquella que hablaba de los orgasmos?
—Esa misma. Mi mujer. La que se sentó en tus rodillas y dijo que no le gustaban tus novelas.
—Se sentó en las piernas de todo el mundo.
—Bueno, por eso estoy intentando ver a todos los que se han acostado con ella.
—Oye, espera un momento, Arturo. Yo no me he acostado con tu mujer. Es así de sencillo. Se sentó
en mis piernas, es cierto, pero nada más. Y dijo que mis novelas eran sencillamente deprimentes.
—No dijo nada de deprimentes, me acuerdo muy bien. Dijo que eran facilonas y vulgares.
—Lo que sea, Arturo, pero yo no me he acostado con tu mujer.
—Quiero hablar con todos los que han estado con ella, ¿sabes? Dile que vuelva, ¿lo harás?, dile que
a mí no me importa que se vaya con quien quiera, pero que esté conmigo. Ella me quiere, Juan, lo sé. Los
dos nos queremos. Dile que la quiero. ¿Se lo dirás?
Le dije que sí, que se lo diría y se levantó y se marchó. Yo continué leyendo el libro.
La verdad es que el libro que me había llevado a la Plaza era interesante. Contaba historias.
Como esta:
Volvió a mirar otra vez a la mujer. Parecía una chica de esas de revista, de las que salen en las
portadas con esos cuerpos perfectos y abiertos y estaba con él en la habitación de aquel hotel de cinco
estrellas. No se lo podía creer.
Se quitó los zapatos, sentado en la cama y, de pronto, la chica le pareció familiar, como si la hubiera
visto en otro lugar. Se acarició la papada.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó ella.
—Nada —contestó él—. Que me parece haberte visto antes.
—¿Sí? A lo mejor es que lo has soñado.
—¿Cuánto es lo tuyo? —sacó la cartera—. Lo primero es lo primero.
—Quince mil, te lo dije antes, en la cafetería. Siempre cobro quince.
Separó tres billetes de cinco mil y se los tiró. Los billetes volaron muy poco. Cayeron casi a sus pies.
Ella se quedó rígida y su rostro anguloso se contrajo, pero, sonrió y recogió el dinero.
—¿Dónde te he visto antes? —sus ojillos la escuadriñaron—. Seguro que te he visto antes. A mí no se
me olvida una cara.
Ella guardó los tres billetes en el bolso y abrió los brazos, acogiéndole.
—Venga, ven… te voy a hacer feliz.
El sujeto se puso en pie trabajosamente y resopló. Luego miró el Rolex de oro y calculó el tiempo
que estaría con ella: veinticinco minutos. Tenía que volver a su casa para cenar y ducharse antes para
quitarse el olor a mujer.
—Quítate la ropa de una vez. No puedo estar toda la tarde.
Ella se abrazó a su barriga y le echó el aliento al cuello. Olía a alguna extraña fragancia a limones. Le
besó con fuerza, su lengua le recorrió los labios y comenzó a excitarse. Su mujer nunca le besaba así.
Sintió como los dientes de la mujer aprisionaban su labio inferior y se estremeció.
La mujer comenzó a morderle con fuerza y trató de separarse, las lágrimas saltaron de sus ojos. La
empujó, pero ella continuó apretando y apretando. La sangre le corría barbilla abajo.
El dolor hizo que casi perdiera el conocimiento. Empezó a golpear el cuerpo de la mujer ciego de
furia, pero los agudos dientes se iban clavando más y más. El labio comenzó a desgajarse y entonces, de
pronto, se acordó.
Aquella era la mujer de Arturo, la de los orgasmos, la mujer de su contable, el imbécil que despidió
la semana pasada. Pero ya no pudo pensar en nada más, el labio se desprendió de su boca al tiempo que
distinguía el brillo en los ojos de la mujer y el despojo sanguinolento que colgaba de su boca.
El jefe de Arturo tendría que pasarse la vida riéndose.
Pero una cosa es la risa y otra las pizzas de Sandoz, en la esquina de la Plaza, por ejemplo. Al
camarero iraní —chico bueno, no traficante— un día le dio un ataque de risa y tiró la comanda sobre el
traje de un cliente. Qué risa.
Lo despidieron.
Una historia puede empezar en cualquier momento en esta Plaza. Por ejemplo, a mi lado, chico
conoce chica. O viceversa.
El ejemplo vale.
Ella dice:
—No me beses en la boca, tío. Me da asco.
Después, uno se puso enfrente del otro. Él se la machacó. Ella se metió el dedo. Él terminó primero.
Ella después. Más tarde cada uno se fue por donde habían venido. Fin.
—¿En qué curras, tío? —le pregunto a otro.
—Ya ves, aquí, pasando el rato. Antes estaba en la jamonería de la calle Jesús del Valle. Me echaron.
¿Tienes tabaco?
Un deporte bonito que no hace daño a nadie consiste en derribar cubos de basura a patadas. En
destrozarlos con odio y saña. A veces hace falta diez minutos para destrozar un buen cubo de basura.
Qué risa.
Me contaron que el Lolo, el Antonio y Socorrito le inyectaron en la puerta del ambulatorio una
inyección de aguarrás a un perro.
El perro creía que le iban a dar comida. Le acariciaron un poco para que se confiara.
¿Conocen a Rosendo, el de la disco?
Va y me dice:
—La cerveza no es alcohol, tío. Alcohol es coñá, güisqui, ponche…, esas cosas. Yo paso del alcohol,
tío. ¿Y tú? Mira, de jovencito, de chaval, me dio por querer ser madero, ya ves. Pero me suspendieron en
la oposición. Cantidad de difícil que era tío. Para mí que era cosa de enchufe. Si no vas bien colocado,
pues ya ves. Luego terminé la mili y le dije a mi vieja que me iba de paraca… no de Lejía, de Paraca y
tampoco pude. Ahora a ver si consigo lo de vigilante aquí en la disco. Ya casi soy. O sea, ayudo a Martín,
quiero decir, él me deja y me paga las birras, un poco de tabaco y el vacile. Vacilo a tope aquí, colega.
Cuando el Martín se tiene que ir, va y me dice, Rosendo echa un vistazo y entonces yo soy el vigilante. Si
hay que dar unas hostias, pues se dan. Yo estoy aquí para proteger al débil. Un suponer, usted don Juan va
con una chaval a de bandera, ¿me comprende?, y van unos gambas y se meten con usted, vamos que le
faltan al respeto y esas cosas, ¿no? Pues ahí entro yo. Y ya le digo, no tomo alcohol, me cuido… Unos
canutitos para eso de las risas con las titis y ya está… ¿Que si farda esto? Oiga, esto es serio, es un curro.
¿Quién sabe dónde coño empieza una historia y dónde termina? ¿Y desde dónde se cuenta, eh? ¿Desde
qué punto de vista?
En Madrid han puesto una academia para aprender literatura y saber escribir. Todo muy fino. El curso
dura seis meses y cuesta trescientas y pico mil al año. A lo mejor ahí se aprende esto.
Julián Gómez, «Cañonazo Gómez» ahora es trilero en la Gran Vía y va maqueado elegante al trabajo.
La academia de literatura y escritura tiene un gran éxito. También tienen previsto becas. «Cañonazo
Gómez» trabaja con cuatro personas: Inchausti, Venancio, el Clisos y Rebeca, su señora. A esos se les
llama tangas, en el argot.
La Plaza es un buen sitio para intentar leer una buena historia, fumarse una Faria del número Uno,
beberse una copita de anís mitad dulce y mitad seco y hablar con el que quiera acercarse.
¿Y el negro bailón? ¿Y la niña que se pinchaba en las tetas? Uno estará en el trullo y la otra se morirá.
Otro día que tenga más tiempo, contaré la historia de su marido que se ahorcó en comisaría.
FIN
LAS PEROLAS DE DIANA
por José Angel Mañas
DIANA SE SENTABA en segunda fila. Tenía el pelo negro y rizado y un buen cuerpo. Tato, que
también estaba en mi clase, decía que tenía las mejores perolas de la facultad. Cuando venía en camiseta
se la podían ver bien marcadas y respingonas, «mirando al cielo como tienen que mirar todas las
perolas», según Tato.
Yo siempre la miraba cuando entraba en clase y cuando salíamos al pasillo procuraba introducirme
en el grupo en el que estuviera ella. Me apoyaba contra la pared, cigarro en mano, y aportaba mi pequeño
grano de arena a las conversaciones. Diana se reía mucho y cuando se reía, yo miraba sus perolas.
Un día le pregunté si se quedaba a comer. Ella le dio una calada a su cigarrillo y dijo que sí. Su
camisa abierta dejaba ver a ratos un sujetador blanco.
—Yo también me quedo. ¿Vamos al pabellón B? —pregunté.
—Espera que recoja mi carpeta.
Diana se metió en el aula y volvió a salir con una carpeta forrada de fotos de Tom Cruise bajo el
brazo. Se despidió sonriendo de otros compañeros de clase.
Mientras caminábamos por el pasillo, Tato se nos acercó corriendo.
—¿Vais a comer?
Diana se dio la vuelta. Yo me mordí el labio.
—Esperad que os acompaño —dijo Tato—. Qué calor, ¿eh? Cómo se nota que ya estamos en verano.
Tato nunca se daba cuenta de cuando estaba de más. Mientras atravesábamos la franja de verde que
nos separaba del pabellón B, no dejó de hablar de gilipolleces de clase. Sonreía cada dos por tres y
gesticulaba sin parar. Parecía que le hubiesen dado cuerda.
—El de última hora es deplorable. No hace más que dictar y dictar apuntes. Un profesor así no
debería estar en la Universidad. Es deplorable. Además no nos da más que fechitas y datos. Y eso para
mí no es Historia.
—¿Y qué es para ti Historia? —preguntó Diana.
Tato la miró a los ojos. Era su gran momento.
—¿Para mí? —dijo—. Para mí Historia son las grandes síntesis, las teorías que dan una visión de
conjunto. Siempre son subjetivas, claro, y los conceptos no son más que herramientas teóricas pero…
La conversación se estaba poniendo insoportable. Cosa inevitable, por otra parte, con un
intelectualoide de tercera como Tato. Pero a mí sus grandes teorías no me engañaban. Yo sabía que estaba
intentando deslumbrar a Diana. Una vez oí decir a un escritor en la tele que todo lo que se hace en esta
vida se hace para fornicar y me quedé con la frase.
Aprovechando que pasábamos delante de la pizarra donde estaba escrito con tiza el menú, interrumpí
el discurso de Tato.
—¿Qué vais a comer?
Diana miró el tablón y entornó los ojos. En clase llevaba gafas pero fuera nunca se las ponía.
—Siempre que vengo hay macarrones, no sé cómo lo hago.
Yo me reí sin saber muy bien por qué.
Subimos por las escaleras y entramos en el comedor. No había demasiada gente haciendo cola.
—Es el mejor sitio para comer en la Uni. Yo he comido en casi todas las Facultades y salvo la de
Económicas el pabellón B es el mejor. Por cierto, ¿tenéis vales? —preguntó Tato, metiéndose una mano
en el bolsillo.
Diana y yo dijimos que no.
—Hacéis bien. Es barato pero es una putada que caduquen tan pronto. Yo, porque como aquí todos
los días, si no…
—¿Tú qué días te quedas a comer en la facultad, Diana? —pregunté.
—Yo solo los miércoles porque después me quedo a jugar al baloncesto.
Diana jugando al baloncesto, perolas arriba y abajo, boing, boing.
—¿Baloncesto? —inquirió Tato.
—Sí. Baloncesto.
—Qué gracia. Yo cuando era pequeño jugaba al baloncesto. Era muy bueno. Estuve a punto de…
Cogí una bandeja y miré hacia otro lado.
Me serví un primer plato de macarrones y un segundo de pollo. Pagué y me dirigí hacia una mesa
desocupada al lado de la ventana. Tato y Diana venían detrás mío, hablando de baloncesto.
—A mí Sabonis no me acaba de convencer nada. De verdad. Me parece que…
—Voy a por agua —me levanté de la mesa con la jarra en la mano.
Cuando volví, seguían hablando de baloncesto.
—Pues a mí el baloncesto me parece un coñazo —dije—. Es un espectáculo deplorable ver a diez
energúmenos corriendo por una pista para meter una pelota en una cesta.
—Pero si a ti te encanta el baloncesto —dijo Tato. Se había quitado la chupa vaquera y su camisa
abrochada hasta el último botón no podía impedir que algún que otro pelo peleón se escapase por el
cuello.
—Aba.
—¿Cómo que «aba»?
—Me gustaba. Ya no.
—Y tu novia también juega al baloncesto.
Miré a Tato y engullí unos cuantos macarrones.
—Por eso estoy harto de oír hablar del tema.
Diana me miró sonriendo y hubo un pequeño silencio.
Cuando terminó la comida, Tato dijo que se tenía que ir a clase y cogió su carpeta.
—Hasta mañana —dijo, y se fue.
Yo miré a Diana.
—¿Quieres tomar un café? —propuse.
Dijo «bueno», dejamos nuestras bandejas y bajamos de nuevo por las escaleras hasta el bar. Dos
cafés, uno con leche y otro cortado. El camarero me cogió el ticket y nos puso los cafés.
—No sabía que tuvieras novia —comentó Diana, apoyando el codo sobre su carpeta encima de la
barra.
—Sí. Bueno. Nada serio. Un rollo. Ya sabes.
—A mí no me gustan los rollos —dijo ella, y le dio un sorbo al café.
Hubo unos momentos de silencio. Yo le daba vueltas al coco buscando la manera de aprovechar al
máximo la situación.
—¿Sabes? —dijo Diana en tono de confidencia—. Yo he tenido un rollo durante un año. Estaba
casado. Siempre me juraba que iba a dejar a su mujer, que no la quería, que a quien de verdad quería era
a mí. Pero nunca la dejó —otro sorbo de café, acompañado de una sonrisa—. Era un cobarde. Una vez
hasta quedamos para irnos juntos. Le estuve esperando en Chamartín. Nunca apareció.
Di un sorbo al café y asimilé la información. La confidencia me hizo sentir más seguro. Decidí
tirarme a la piscina.
—Escucha —dije—. ¿Te apetece quedar esta tarde para tomar algo?
Ella me miró. Yo temblé, esperando su respuesta.
Cuando llegué a casa, mi novia estaba sentada en el sofá-cama que habíamos comprado unas semanas
antes para comenzar a amueblar el apartamento. Eso, la mesa con las sillas y la televisión eran los únicos
muebles del salón.
—¿Dónde has estado? —preguntó de nuevo—. Te he estado esperando para comer. Habíamos
quedado.
Dejé mi carpeta encima de la mesa y evité mirarla. La cara llena de pecas me pareció entonces
especialmente insulsa.
—He comido en la facultad —murmuré.
—Ah. Ya veo.
Me fui a la habitación y me tumbé en la cama, cogiendo uno de mis cómics preferidos de Spiderman.
Mi novia se había quedado en la puerta, cruzada de brazos. La falda larga que llevaba le sentaba
francamente mal. Y no pegaba nada con la camisa roja. No tenía ningún gusto.
—¿Te parece bonito? Yo aquí, esperándote, cocinando para los dos, y tú pasas ampliamente de venir
y te quedas tan tranquilo en la Facultad, y cuando vienes te tumbas en la cama sin decirme nada.
—Estoy cansado.
—Ya te veo. Yo también estoy cansada, pero estoy cansada de ti y de todo esto. Estoy harta de este
piso y de las caras que pones cuando llegas. Como si entraras en una cárcel.
—Escucha —me incorporé—. El piso te lo ha regalado tu padre.
—«Nos» lo ha regalado. Nos. Tú estuviste de acuerdo. Íbamos a…
—No lo digas.
—Tú querías.
Me levanté de la cama y miré la bombilla que colgaba del techo.
—Menos mal que no.
Pausa. Miré por la ventana. Las persianas estaban bajadas porque a esas horas de la tarde pegaba
mucho el sol.
—No digas eso, por favor. Sabes que no lo dices en serio, que lo dices solo para hacerme daño.
Salí de la habitación sin hacerle caso y entré en la cocina. Abrí la nevera y miré dentro. Lleno. Por lo
menos se preocupaba de hacer la compra.
Mi novia me siguió y me miró desde la puerta.
—Dime que no lo dices en serio.
Saqué un botellín de cerveza y lo abrí.
—Lo que ha pasado ha sido lo mejor que podía pasar. Yo estoy estudiando, tú tienes un curro
mediano. Era una complicación.
Mi novia me miró de nuevo. Tenía la voz alterada.
—Tú no me quieres, ¿verdad? Nunca me has querido.
—Pero qué tonterías dices. No seas melodramática.
Salí de la cocina, encendí la tele y me senté en el sofá. Mi novia se acercó y me dijo algo pero seguí
mirando la tele, sin contestar, hasta que ella la apagó.
—¡He dicho que me contestes!
—Que te conteste a qué —le di otro trago al botellín.
—Te he preguntado si me quieres.
—Deja de preguntar tonterías —me levanté e intenté encender la tele.
Pero ella me empujó, me quitó el botellín y gritó:
—¡Dímelo de una vez! ¡Atrévete! ¡Atrévete a decirlo, aunque solo sea una vez!
—Escucha…
—¡He dicho que te atrevas!
Yo la miré a los ojos.
—¡Dilo, venga!
—Está bien. Tú lo has querido, no yo. No te quiero y no te he querido nunca.
Las palabras salieron cortantes y frías. La seguí mirando. Ella se tapó la cara. Se dio la vuelta y se
dirigió hacia la habitación.
Portazo.
Yo me acerqué a la puerta y la llamé por su nombre.
—¡Vete! —me gritó con voz ronca.
—Escucha…
—¡He dicho que te vayas! ¡VETE! ¡Y no vuelvas!
Está bien. Ella lo ha querido. Apagué la luz, le di un último trago al botellín y salí a la calle. Tráfico,
gente. Al principio estaba un poco alterado y me quedé un buen rato parado en mitad de la calle. Era la
primera vez en mucho tiempo que me había atrevido a decir lo que sentía. Me sentí orgulloso de mí
mismo y decidí ir a casa de Tato, aunque pensé que mejor no se lo iba a contar. No, todavía no. Más
tarde.
Llegué al café comercial a las nueve. Diana todavía no había llegado, así que pedí una coca-cola.
Ruido, la gente sentada a mi alrededor hablaba muy alto, los espejos enfrente mío hacían que el café
pareciera inmenso. Cuando el camarero me trajo mi coca-cola cogí el limón con los dedos y le di un
mordisco.
A las nueve y media Diana seguía sin haber llegado.
A las diez tampoco. Mierda.
Empecé a ponerme nervioso y decidí llamar a una amiga de clase para pedirle su teléfono. Y luego la
llamé a ella.
—Hola, ¿Diana?
—Sí, ¿quién eres?
—Soy yo. Hemos quedado a las nueve. Te estoy esperando.
—Ah —gélido—. No creo que sea una buena idea que nos veamos.
Perolas. No quise escuchar más. Colgué y me fui a la barra. Un whisky con coca-cola, por favor. El
camarero sonreía. Me entraron ganas de borrarle la sonrisa a hostias.
Volví a casa hacia las tres, completamente borracho.
Mi novia estaba en la cama cuando entré y se levantó.
—Estás borracho —dijo. Yo solo le veía los pies descalzos encima del parqué.
—Lo siento. Lo que te he dicho esta tarde era mentira. No lo pensaba.
Levanté la cabeza y ella me abrazó. Sentí su calor, su aliento cerca de mi cara.
—Ya lo sé, cariño. Lo sé.
Me llevó al cuarto de baño y me ayudó a desnudarme. Qué asco, como huele tu camiseta. Abrió el
grifo y el agua salió fría pero no protesté. Después de ducharme me ayudó a ponerme el pijama y me
metió en la cama y ella se metió conmigo. Empecé a besarla y la susurré al oído que la quería.
—Ya lo sé, cariño. Ya lo sé —me dijo mientras me ayudaba a quitarme los pantalones del pijama.
Luego se puso encima mío y empezó a moverse.
—Dímelo otra vez —me murmuró al oído—. Dímelo otra vez.
FIN
EL ACCIDENTE
por Daniel Múgica
RECUERDO ESTAR BORRACHO. La madrugada supuraba y Madrid se abría como una peonza,
giraba sobre mi cabeza. El alcohol era una vaharada donde jugaba al escondite, temiendo al invierno que
se presentaría. El invierno estaba a la vuelta de la esquina. El alcohol creaba ilusiones que desbarataban
los problemas. Su artificio suplantaba la realidad, que a ratos se me antojaba una quimera o una mujer no
correspondida. Recuerdo la tibieza de un cielo de alas de fantasma, nubes disipadas en una oscuridad
premonitoria. Apretaba el acelerador; la calle, como un videojuego, palpitaba detrás; el ruido de las
ruedas en el asfalto, los derrapes. Volaba en una burbuja de tristeza, borracho, solo y desahuciado en la
ciudad inhóspita. Los edificios estaban borrosos, los semáforos, el mundo se desdibujará como una
película a cuyo final se llega con una sensación de indiferencia. Pensaba que los discos estaban en verde
y que yo los gobernaba, en una nave espacial. La calle bien podría representar un cosmos particular,
edificado con cristal, hormigón y penas. Hay personas que se sumergen en una ilusión y que se quedan
colgados de ella como de una soga. Recuerdo también que hacía frío y que no me molestaba y que el
coche irradiaba un calor de mentira. La ciudad comenzaba a abrir los comercios, a desjarretar del
calendario otra fecha que nada tendría de especial, en la que alguien moriría de amor; o porque se
encontraba en un atasco, o en la puerta de una discoteca, y un niñato, aburrido, le apuñalaba con una saña
aprendida en los tebeos, la televisión y las malas novelas. Madrid siempre ha sido una metrópolis
violenta, una mujerzuela que te arrastra hasta que hueles a vicio. Madrid es la capital del desaliento, por
muchas razones, variadas como la gente que llega aquí a buscar un sitio donde orinar y no halla ni un
lugar por donde escapar. Siempre se ve la puerta del tanatorio entornada, a los familiares llorando. La
ciudad, últimamente, se ha poblado de vagabundos del insomnio, de gente que se ha golpeado contra la
misma piedra, y que no ha aprendido que la piedra es impenetrable. Madrid es una ciudad repleta de
muñecos de goma y niñas de carmín, de salivazos de gallina, de retruécanos y salidas falsas, donde las
victorias se cifran como escozores y los fracasos como gotas de lluvia. La tierra está seca. De aquí al
cielo hay un trecho largo como una lágrima o un escupitajo de rencor… Yo también he visto a las grandes
cabezas del siglo mendigar una copa, un rato intenso de droga. He visto cómo esos tipos nacidos del
talento desaparecían con su historia a cuestas, sin desarrollar, ya quemados en lo que podría haber sido.
El tiempo, entonces, se detiene y se remansa como una estatua de sal, y uno le da vueltas a la idea de la
muerte, que tal vez adopta el aspecto de un niño triste sentado al final de un túnel. Se recuerda a la gente
con la que se compartió la nostalgia de una existencia mejor, que te mostraron el boceto de un viaje sin
rumbo para ocultar su agonía. Tú los contemplabas rotos y geniales, rodeados de halagos fatuos y
promesas de un futuro imposible, consumidos por la peste del siglo. Transcurridos unos meses alguien te
llama, diciendo: «Se ha muerto, que bueno era». La ciudad de abajo se lamenta, rindiendo tributo al
finado, a su magisterio, a su pericia con una sustancia hecha de sueños, a su manera de crear, en
definitiva. El muerto ya está sepultado bajo toneladas de insomnio, y le da igual, la verdad, lo que se
largue.
Era un coche pequeño, que le regalaron a mi mujer, una mujer hermosa como el amanecer del mundo.
Era un coche endeble y rojo, con años, donde suspendía su aroma. Siempre he pensado que he existido
para esperarla, y que conocerla fue un acto insólito, pues ya había inventado a demasiadas mujeres,
hembras de un rato que se acostaban con uno a cambio de un par de chistes y una copa; hembras de
pupilas desabridas, vidas solitarias y sueños rotos; hembras que urgían compañía más que una caricia,
que se habían levantado hartas de estar guapas cada día, cansadas de ser feas por dentro, de no encontrar
al príncipe azul, y de haberlo encontrado en un pozo de basura, de la que respiramos, a la que nos hemos
acostumbrado, desde el irónico respeto del esclavo; hembras que cantaban una milonga tristísima… Mi
mujer tenía la madrugada en los talones y orzaba como un barco mecido por la brisa, los ojos rematados
de una eternidad de lecho marino y una historia de supervivencia. Sigue siendo una mujer dura,
inabarcable, inacabable, demasiado perfecta para mí, que he perdido algunas cosas sin darme cuenta,
acaso hermosas, cuando mi vida aún era vertiginosa y la noche obedecía a un instinto de máscara. A
veces, cuando se toca fondo, aparece un ángel que te guía hacia la luz. A mi mujer, que yo sepa, no le han
crecido alas en la espalda. Sería horrible que las necesitara para volar. El coche no estaba en un estado
óptimo, yo tampoco. Me salte un semáforo. Las imprudencias se pagan. Ja.
Fue cuando ocurrió.
No sentí nada ni escuché el golpe. De repente estaba fuera, sentado en el bordillo de la acera,
rodeado por una multitud que me había sacado de allí y que me contemplaba con pena y espanto. Los
accidentes de tráfico congregan a las personas, les liberan de su monotonía y les recuerdan que el destino
o la casualidad son cosas tan ciertas como un dolor de muelas. Les arrancan de su cotidianidad
funcionarial y les proporcionan un tema de conversación en las horas de oficina, cuando negocian desde
las mesas un dinero invisible que jamás acariciarán. Resulta vergonzoso la cantidad de millones con los
que trapichean esos tipos que se cepillan a sus secretarias entre reuniones, hablando de los negritos de
África. Suelen viajar con una profesional, conducir mirándose el ombligo, enorme como el centro de un
universo donde parasitan aguardando morir gordos, cumplimentados y encantados de haberse conocido.
Me palpé la cara, sangre, afluentes rojos y espesos, en la parte derecha, nublando las luces de red de
la mañana. Miré la calle. Un autobús estaba montado sobre el coche, que ya parecía el resto de un
emparedado, o, para ser más exactos, el lugar dónde había podido quedarme, donde finalizaba esta razón
de escritor, una de las pocas inquietudes que merecen la pena. El autobús se lo había tragado, devorando
el asiento contiguo al conductor, la parte contigua al conductor, el motor contiguo al conductor, el espíritu
custodio que seguramente estaba a mi lado, bebido también, y que ahora brindará y se recuperará en el
paraíso. Dios, de existir, debía andar cerca. Hierros retorcidos y la certidumbre de un milagro o una
suerte perra. Sangre en la ropa, en la acera, en el cielo de ceniza y olvido. Todavía estaba borracho. La
luz de la mañana era tibia. Una sensación de desconcierto, casi irreal. Reconocí la encrucijada, frente a
un bar que frecuentaba. Alguien me preguntó por mi salud. Estuve a punto de decir una estupidez como
«he tenido mejores momentos», pero opté por pedir un cigarrillo y una ambulancia. Ya se habían
ocupado. Lo siguiente fue el sonido de una sirena, y el conductor del autobús, un instante antes, que se
avalanzaba sobre mí para reclamar los papeles del coche. Me desmayé.
Desperté durante unos minutos o unos segundos, no estoy seguro, en el cubículo de la ambulancia. El
rostro afable de un enfermero y máquinas y tubos y suero, recorriendo mis venas. Allí dentro la sirena
apenas se percibe. Se flota, de veras, sobre la camilla y la penumbra. Todo va suave y uno se sabe
protegido. Perdí el conocimiento de nuevo. Tal vez a causa de los sedantes, o la tristeza, o el tiempo sin
dormir.
Ahora estoy en el pasillo de un hospital monstruo. Empujan la camilla, la aparcan en una sala
circular, separándola del resto de los heridos por una mampara de plástico. Un médico joven me
reconoce entre risas. La enfermera que le asiste es bonita y agradable. Me abandonan, me tocará esperar
a los especialistas. Me levanto, me han limpiado la cara, ya no hay sangre. Me dirijo a tientas,
arrastrando la percha de la que cuelga mi bolsa de suero, a un baño. La enfermera me dice que regrese a
la camilla, me niego. Me amenaza con llamar a seguridad. Me hace gracia la idea de una paliza
improbable, que es la causa por la que se contratan gorilas de seguridad, incluso en los centros de salud.
Despisto su mirada de ojos verdes y grandes, su simulado enfado y al cabo su sonrisa cómplice. Estoy
frente al espejo y lo que veo es un rostro cruzado por la zarpa de un tigre, una nariz que aún chorrea
goterones de sangre, un ojo magullado que se infla, mi vida a través de una cueva, de la que recelo. Es la
primera vez que medito sobre el accidente, aparte de padecerlo; ha sido fruto de un exceso, y lo más
serio del asunto es que me ha partido, me enteraré luego, un viaje literario, de un mes apetecible, de frío
e infierno, con los gastos pagados y la seguridad de traer una buena aventura, a la vuelta. Vuelve a
parpadear el semáforo rojo, en esta ocasión en el espejo. Lo recuerdo con una claridad etílica que se ha
ido evaporando, sustituida por la gravedad del accidente; no la física, sino la vital. He estado en un tris
de enterrar el futuro, por no parar un taxi o por disfrutar a lo bestia tras unas horas fructíferas frente al
ordenador, este juguete. Me doy lastima, magullado, quebrantado por la tontería, a mis veintiocho años
bien vividos, de pretender robarle a la noche algo que me hurtó hace tiempo, que ya obtuve y saboreé con
el instinto suicida de un maldito. Un par de años después de reconstruir, al fin, mi historia, de salir por la
noche cada quince días, observo mi pasado en el espejo, de nuevo aquí, cuando pensaba que aquello, lo
de todos los ayeres, estaba asimilado, reconvertido en experiencia. No he logrado, lo confirma el
accidente, ser tan magnífico, adulto y responsable como se hubiera deseado. Pista idea me complace,
Peter Pan. Lo que sí he conseguido es conocer la ternura. Mi mujer viene de camino.
Estaba tendido en la camilla, reposando, despierto a medias, con la memoria inmediata tejiendo,
igual que el mapa de una contienda, mi rostro. Llegó el médico de antes, el joven recién salido de la
universidad, o expulsado de una patada, porque era presuntuoso y muy pero que muy imbécil. Conversaba
con la preciosa enfermera o hablaba solo, con una risa hilarante, de hombre que ha vivido entre libros,
solo entre libros y las faldas de mamá y una novia a la que el sexo se avecinó con la primera vejez. La
enfermera, sin embargo… Se pusieron unas mascarillas, me cosieron la nariz, no dolió, la habían
dormido; el hombro, donde tengo tatuadas cuatro rosas rojas y un corazón negro. Remataron la faena con
un pespunte, otra bonita herida de guerra ¡Mierda, que tonto he sido!
Mis gemelos no se han enterado, aún. Tienen tres años, son maravillosos. Un mes después entenderán
que un hombre malo me ha golpeado por detrás.
Me dejan de nuevo en la esquina. Escucho a unos metros la risa pedante del médico, fundiéndose con
el llanto de una anciana, junto a su nieto, que sufre un mono terrible y que finge locura, para que le seden.
Está en una silla de ruedas, con el rostro, lo sé bien, machacado a puñetazos. Es una expresión que no se
olvida. La abuela tiene un pañuelo en la mano izquierda, aprieta con crispación la derecha. Intento
conciliar el sueño. Se presentan los especialistas. El neurocirujano me despacha con un ilustrativo
comentario sobre los efectos del alcohol al volante, el maxilofacial tuerce el gesto. Algo va mal, no me
gusta. Me trasladan a la sala de radiografías y disparan.
Urgencias, diez minutos más tarde, se ha despejado. De la abuela y el nieto permanece un aire de
fracaso, impregna el ámbito viciado de antiséptico y dolor. Entonces aparecen mi mujer y mi hermano. Es
un hombre estupendo, se comenta que uno de los mejores abogados. Ha llegado con su traje impecable,
por si acaso, y su sonrisa que me disculpa como otras veces. Se ríe, lo agradezco hasta un punto que no
sospecha. Mi mujer me dispensa una mirada severa, y tediosa, harta en ese momento de haberme
conocido; me pregunta qué tal. Se ha vestido con prisa, pero está más guapa que nunca. Respondo con una
falsa caída de ojos que no enternece. Tras unos segundos, cuando advierte que estoy entero, me abronca
con una dulzura que supongo característica de los hospitales. Está enfadada. Cuando está enfadada le
sube un poco el color a las mejillas.
Me trasladan a una silla, necesitan la camilla.
Espero con mi mujer, leyendo el periódico. Mi hermano, al comprobar que no se abrirá una causa
penal, que soy un tipo con estrella y que me quiere como de costumbre, se marcha. Él y mi mujer se
parecen en que son como rocas, inabatibles. El maxilofacial le entrega al médico —el que me ha cosido
afortunadamente ha terminado su guardia— las radiografías. El diagnóstico: fracturas múltiples en la
cara, la mandíbula, el espíritu. Me recomiendan que me encamine a un clínica, a la que me corresponde
por el seguro privado. La seguridad social no funciona tan mal: hay médicos idiotas que te tratan como a
un bastardo, pero te curan. Mi mujer me mete en un taxi y murmura la dirección de la clínica, a las
afueras de Madrid. El día ha crecido, es luminoso y está limpio.
Otra sala de espera. Parece que la vida está formada por inevitables y sucesivas salas de espera que
no conducen a ninguna parte, y que se diluyen unas sobre otras, al alcanzar una meta que no es tan
importante como, por ejemplo, mis calzoncillos de lunares, un pollo frito, olas, amor, mar, mis palabras
de viento y las novelas que he escrito, también las buenas, que las tengo, mis libros de Salgari, la
libertad, las caricias de mi mujer y los besos de mis hijos. La libertad, puede que España y la izquierda y
mi mujer y mis hijos.
La primera que llega es Susi, una princesita morena que consiguió al hombre de su vida. Es una de las
mejores amigas de mi mujer. Me sorprende su aparición. Lo bueno de Susi es que siempre se preocupa
por los demás sin hacer preguntas. Luego aparece y desaparece mi padre, con una expresión de enojo
terrible. Estoy bien, lo ve. Prefiero no contarle ningún chiste. Susi y Victoria, mi mujer, aguardan a que
me realicen las mismas pruebas. El neurocirujano que me toca en suerte dice que he bebido un poco.
Tardaría horas en relatarle cómo transcurrió la noche, de áspera, la sensación del alcohol que se repite
en la garganta, que se desliza hacia abajo ocupando un vacío que no tenía que estar allí. Una editora me
comentó en una ocasión que estoy lleno de rabia y de tristeza; me encantaría transmitirle lo del vacío,
aunque no sé si lo comprendería.
Me fumo un cigarrillo en la puerta del hospital. El supermédico que me operará dentro de unas horas
desciende de su coche. Es un hombre serio y agradable, trajeado, alto y delgado como un personaje de
novela negra. Nuevas radiografías. La única solución es la intervención. Me fío de ese médico, inspira
confianza, así que me pongo en sus manos.
Pruebas, analíticas, preguntas. Me han instalado en una cómoda habitación de la clínica. Tiene una
televisión, un teléfono, un sofá para el acompañante y una cama que se maneja desde un mando y que vira
y se retuerce en cualquier dirección; parece un hotel. Mi mujer está ahí, sonriéndome, está preciosa. LA
QUIERO. Ella también me quiere. Le comento que no deseo ver a mis hijos en el hospital, con esta cara,
hundida en su tez derecha, descompuesta, con este ánimo, que ni siquiera sirve de escoba. Mi madre
también está por ahí, como todas las madres, guapa y atenta, preocupada. Me despido de mi mujer. Me
han puesto la bata y tumbado en la camilla que avanza sin remisión hacia el quirófano. Paso delante de
una ventana; se contempla la sierra, sus nubes de otoño a una distancia precisa del cielo y la tierra,
cortando el monte. Un sonido de puertas metálicas que se abren y se cierran, luces tenebrosas en el techo,
el quirófano, el anestesista, la simpática enfermera de turno. Me operan.
Al despertar siento que me falta el aire, que me rodean personas, amigos, familiares, de los que me
burlo con un gesto de la mano.
Me ahogo, me duermo.
Despierto al día siguiente. Me dicen que la operación ha sido un éxito. Me han reconstruido el puzle
del rostro. Enfilo el espejo. Me han suturado la boca con un armazón de hierro, prendido a las encías, en
carne viva, y con unas gomas que se cruzan como un laberinto en los dientes. Días más tarde un buen
amigo me comentaría que el tricotado es perfecto. Qué gracioso. No se lo reprocho. Debo estar un mes y
medio sin hablar, con la mordaza, alimentándome de líquidos. Hoy, después de la operación, comienza el
calvario. Mi jeta es inmensa y está deformada, hinchadísima como una calabaza. Duele una barbaridad y
me parece que explotará. Me siento, durante la semana que dura la estancia en el hospital, en la cama o
en una silla, viendo televisión, a los amigos que me visitan y a mi mujer. Aguanta la semana como si
estuviéramos de excursión, en apariencia ajena a mi drama, una opereta en verdad. He descubierto, lo
había sospechado siempre, que tengo auténticos amigos, que me aprecian. Yo les adoro. Llevan a mi lado
años, soportándome, en la risa y cuando nieva.
Me inyectan calmantes por la vena del dorso de la mano izquierda. Alguna vez el goteo no funciona.
Hay una enfermera, la del turno de tarde, muy bruta, que me horada la vena con la aguja, aduciendo una
pésima colocación de la mano. El goteo fastidia, pero luego, al anochecer, el dolor se marcha. Regresa
con el alba, como un tropel de caballos sobre la línea del horizonte, con una furia semejante,
malintencionada, además.
Nunca sospeché que Madrid acabaría por partirme la cara de una maldita vez.
Durante los siete días del hospital he pensado sobre lo que me ha sucedido, y no he llegado a
conclusiones drásticas o excluyentes; cada día estoy más convencido de que una duda metódica es el
camino.
Estoy en casa, con los labios cortados, adelgazando. Mi aspecto es lamentable. Estoy jodido,
vendido, débil, agotado de alimentarme de papillas, de haber hecho el imbécil. Resulta cómico y ridículo
verme comer. Me armo con una jeringuilla, absorbo el puré y lo introduzco por el agujero de una muela
que no existe. Es un ejercicio humillante. A ratos me sangra la nariz, y como mi rostro está tan estragado,
ni me doy cuenta y me tienen que avisar. Duermo fatal, me lo merezco. Uno se merece lo que le toca, lo
bueno y lo malo. Lo peor del asunto continua siendo el dolor.
Hoy mis amigos me han sacado a pasear. Uno de ellos pretende invitarme a cenar en Zumolandia. No
sería mala idea si no fuera una broma. Me acostumbro a ellas, mido su justa crueldad, su incontestable
afecto.
Los días transcurren, las semanas. Después de un mes aún conservo la hinchazón de la cara.
Veo a mis hijos, están enormes. Se ríen, se persiguen alrededor de la mesa. Me besan con ternura y
me acarician el zarpazo de la cara. He intentado ocultarlo con la barba, no ha dado resultado. Al regresar
del colegio me regalan dibujos. Se empeñan en que me han colocado una tirita de hierro en la boca.
Hablan a menudo del hombre malo que me ha atropellado, del autobús homicida. Y juegan, juegan,
juegan, y mi mujer está conmigo. Solo ha sido un accidente. Me queda toda una vida para arrepentirme.
FIN
MANOS CIEGAS
por Sara Rosenberg
EN EL VAGÓN no había nadie. Se sentó cómodamente, levantó las piernas y las puso sobre el asiento
de enfrente. Después sacó el libro del bolso y se preparó a pasar las seis horas que la separaban de la
costa leyendo. Deseaba ver el mar, hacía tiempo que no nadaba ni tomaba el sol sobre la arena.
El tren salió de Atocha lentamente pero cogió velocidad enseguida. Era casi directo y supuso que no
subirían más viajeros. Necesitaba estar sola algunos días.
Vio por la ventana cómo la ciudad se iba acabando y aparecían los campos dorados y secos de La
Mancha. Casi sin querer empezó a quedarse dormida.
Despertó a la media hora. Él estaba sentado enfrente, al costado de sus piernas. Se sintió incómoda.
El vagón estaba vacío, no entendió por qué había elegido estar allí, a su lado.
Le sorprendió su proximidad habiendo tantos asientos libres, no supo qué hacer. Era estúpido
cambiarse de lugar como si tuviera miedo. Era estúpido también cambiar de postura. Lo mejor era
quedarse tranquila, abrir el libro y leer.
Pero él la miraba permanentemente, sin ningún disimulo.
—Buenas tardes —le dijo, antes de permitirle reaccionar.
—Buenas tardes —le contestó mientras abría el libro.
Era un hombre alto, moreno y con el pelo largo cayéndole descuidadamente sobre la frente. La piel
oscura pegada a los pómulos. Creyó ver que los ojos eran un poco nublados, verdes o grisáceos. Le
observó de costado. Sintió que él la miraba directamente, y empezó a leer, tranquila. Le irritó su
naturalidad para permanecer allí, mirándola con indiferencia, la hacía sentir incómoda, pero no iba a
permitirse cambiar de sitio. Que se marchara él. A ella los hombres no le daban miedo, ni era fácil
abordarla, sabía como tratarlos. Desde muy joven se había acostumbrado a tener relaciones entre iguales,
sean hombres o mujeres.
Fijó la mirada en las páginas pero alcanzó a ver que cambiaba de posición su mano. Puso la mano
derecha sobre la pierna, con languidez. A ratos abría y cerraba los dedos, como para desentumecerlos.
Pudo ver como se acarició suavemente el muslo. Ella se acomodó mejor, moviendo unos milímetros
hacia el costado las piernas. Tenía unas manos grandes y huesudas, con uñas limpias y cuidadas. Pensó
que sería un tipo ordenado. No se atrevió a mirarlo a los ojos. Supuso, por la forma de mantener la
cabeza erguida, que observaba algo al frente, al asiento vacío. Pasaron minutos que se le hicieron
eternos, se sentía permanentemente observada.
Vio cómo volvía a acariciarse el muslo con naturalidad y eso le provocó otro movimiento
involuntario, torció hacia arriba una de sus piernas y volvió a bajarla con rapidez. Se irritó consigo
misma, al descubrir que se sentía turbada. Le desconcertaban su tranquilidad y su silencio. Trató de
concentrarse en Hotel Savoy, la novela que había elegido para el viaje.
Él se movió estirando una pierna sobre el asiento y al hacerlo le rozó el brazo. Sintió que se erizaba,
no sabía si molesta o placenteramente, como si un mínimo primer contacto aflojara por fin la tensión.
Pensó por primera vez que lo mejor sería cambiarse de sitio para poder concentrarse en la lectura.
Apenas había avanzado una página y tuvo que repetir las dos siguientes. Pero moverse hubiera sido para
ella una forma de reconocimiento de la molestia y no estaba dispuesta a darse por vencida.
Saltó del asiento al sentir la presión de sus dedos en el empeine, pero no retiró la pierna. Dejó, no
sabía qué le estaba pasando, que apoyara la mano tibia en su pie. Él seguía mirando fijamente el espaldar
del asiento del frente, como si no pasara nada. Entendió que los ojos y los movimientos casi
imperceptibles que los dos hacían no iban juntos. Los ojos eran como telones de una obra que se
desarrollaba en otro lugar. Le sorprendió constatar la distancia, los gestos de los dos como si fueran
ajenos. Empezó a sentirse atraída y curiosa por entender qué quería ese hombre, la mano era suave, la
tocaba con ternura, casi quieta. Podía sentir el latido de su corazón en la yema de los dedos. El
movimiento del tren los acunaba.
Estuvo así, con la mano en reposo un largo tiempo. Vio pasar los pueblos por la ventana y notó que en
el reflejo de su imagen en el cristal, él seguía mirando al frente.
Por fin movió dos dedos y le acarició el empeine. Se dejó hacer, le gustó el contacto. Tenía algo
extraño en los dedos, apoyó con una presión distinta el índice sobre el hueso de su empeine, como si
pudiera sentir a través de su piel el curso de la sangre. Otra vez se demoró y la mantuvo en vilo.
Cambió de posición la mano y sostuvo entre el pulgar y el mayor su tobillo. Como si lo estuviera
midiendo; nadie la había tocado nunca de esa forma y no supo si debía retirar inmediatamente el pie o
perderse definitivamente en ese grillete que formaba dulcemente con su mano. Lo miró de costado, pero
él siguió perdido, con la mirada fija hacia adelante, como si ella no existiera. El movimiento del tren los
mecía y los cuerpos respondían a ese ritmo.
Abrió la mano y subió con un dedo por su pantorrilla, dibujándola con lentitud. Le tocó la rodilla y se
puso a dar vueltas con el dedo formando un espiral sobre la rótula. Deseó que siguiera hasta su muslo,
pero retiró la mano y volvió a sujetarla del tobillo. No tuvo más miedo, en sus dedos empezó a perderse
y a esperar que siguiera dibujándola, deseó que le tocara de esa manera también la espalda.
Como si la hubiera escuchado dejó el tobillo y subió desde la rodilla hasta el muslo por el costado
exterior, tocándole con dedos firmes el hueso de la cadera. Allí se detuvo. Era como si la estuviera
midiendo milímetro por milímetro con las manos, sin mirarla.
Empezó a agitarse sin querer, escuchó su corazón latir más fuerte y la respiración se hizo más rápida.
La tomó del brazo y suavemente la acercó a él, estirando su cabeza hacia adelante y hundiendo la
nariz detrás de su oreja. La olió, sintió su respiración, el aire caliente bajando por su cuello. La olió
varias veces y volvió a dejarla y a sentarse apoyado en el respaldo, sin soltarla del brazo, subió hasta su
clavícula y le hundió los dedos en el hueco pequeño que se formaba allí. Y siguió hacia arriba
acariciándole con un dedo el cuello.
Le hubiera pedido que la besara, deseaba tocar sus labios, pero sabía que no podía hablar, temió que
las palabras detuvieran los movimientos.
La sujetó con más fuerza del brazo y empezó a traerla hacia él. Ella se dejó, la sentó sobre sus
piernas, abrió su falda y se quedó con la cabeza apoyada en su pecho. Tenía los pezones duros y apenas
podía sostenerse con las piernas abiertas y flexionadas a sus costados. La olió otra vez, respirando
hondo. Con una mano la tomó del culo y con la otra empezó a desprender los botones de su camisa, para
morderle suavemente el pezón. Dibujó el contorno con los labios, reconociéndola, Lo acarició con la
lengua.
Ella apretó el coño abierto sobre su pene, tenso debajo del pantalón y sintió un enorme placer al
encontrarlo. Él siguió tocándola con lentitud, llevó su mano desde el culo hacia adelante, abrió la braga
por el borde elástico y metió los dedos suavemente para acariciarle los pelos. No siguió, se dejó mover
por el tren sujetándola con fuerza con el otro brazo contra su pecho.
Ella empezó a mojarse. Sentía cómo las palpitaciones estaban ahora ubicadas en sus labios y en su
útero y no podía detenerse, un hueco que se abría y se contraía ocupaba todo el espacio entre sus caderas
tensas sobre sus piernas. No hizo nada, la mantuvo así un largo tiempo, mientras besaba sus pezones con
suavidad y ella se estremecía, arqueando la espalda y sintiendo una catarata tibia dentro.
Le puso la mano sobre el cuello y desde allí condujo sus movimientos, estaban los dos casi quietos
pero ella sentía un cataclismo aproximarse, una falla geológica moviendo la tierra. Él sacó de su bolsillo
una bolita blanca, se la acercó al oído, escuchó la campana muy suave, el sonido prolongado. Acarició la
bola en su mano haciéndola sonar, bajó con ella por su espalda y la llevó desde allí hacia sus ingles,
mecida por el tren y por sus manos, la campana le rozó los labios de la vagina. El sonido subía y se
expandía por todo su cuerpo. Ella abrió los ojos que se le habían cerrado casi sin darse cuenta mientras
la tocaba y se encontró muy cerca de su cara, sintió su aliento y su olor le gustó, lo miró a los ojos y
entonces se dio cuenta que no la veía. Se perdió adentro de una tormenta gris, le besó los párpados,
comprendió que sus manos eran ciegas y se dejó hacer. Nadie la había dibujado de esa manera.
El tren frenó, despertó de pronto, al lado del ciego que estaba todavía sentado allí. ¿En cuál estación
había subido?
Se sintió incómoda, puso las piernas hacia el costado, abrió el libro e intentó leer, afuera estaba
oscureciendo.
Él miraba fijamente el respaldo del asiento de al lado.
FIN
A la risa contagiosa de
Irene Gracia y Jesús Ferrero
ESCUELA DE EMOCIONES
por Enrique Vila-Matas
SE LLAMABA WALTER y no sabía o no se atrevía a vivir o a imaginar historias que no fueran las
que leía. Y leía muchas, tantas que tal vez por eso no le quedaba ni un minuto de tiempo para vivir o para
imaginar otras historias, historias que fueran suyas.
Era lector tan empedernido como hipócrita, pues pensaba que el máximo placer de un lector debía ser
un placer de hipócrita. Ya cuando era niño pasaba largas horas en un desván leyendo como un perfecto
hipócrita. Si, por ejemplo, leía el relato de un azaroso viaje al Polo Norte, comía, al mismo tiempo, un
trozo de pan seco que mojaba en un vaso de agua. Solo así sentía Walter que participaba de la miseria y
penalidades de sus héroes.
Ante la palabra de sus familiares, solo sentía desprecio, porque no era lenguaje que estuviera en los
libros. Y ante la alarma de esos familiares, entró en la juventud leyendo, leyendo incansablemente. Pasó
del desván de la infancia a un apartamento en el centro de la ciudad. Allí leía todo tipo de historias,
incluida la suya: la de un joven que, al igual que él, poseía un diamante tan grande como el Ritz.
Hasta que un día, hallándose él tan tranquilo leyendo en su apartamento, recibió la visita de dos
mujeres a las que él conocía muy bien. Llevaban pieles de zorra y empezaron a felicitarle y abrazarle
muy efusivamente.
Me habéis interrumpido, les dijo Walter furioso. Ellas, sonriendo, le dijeron que se sentían muy
satisfechas de saber que por fin le habían aceptado en la Escuela de Emociones.
Walter nunca había oído hablar de un sitio semejante. Se lo comentó a ellas, y ellas dijeron que
últimamente se olvidaba muy rápido de todo, que no hacía ni una hora que les había comunicado
alborozado que por fin le habían aceptado en la Escuela.
Y nos encantó la noticia, le dijeron, porque así aprenderás lo que son las emociones verdaderas, esas
que solo se dan en la vida, nunca en los libros.
Malditas zorras, pensó Walter, me toman por idiota, creen que no me doy cuenta de sus argucias, pero
lo más raro de todo es que al manicomio le hayan buscado un nombre tan sofisticado: Escuela de
Emociones.
Les dijo que no estaba loco, que ni lo soñaran, que iba a ofrecer absoluta resistencia a cualquier
traslado, que de su apartamento no le movía nadie.
Hace ya demasiados años, le dijo su madre, que de aquí no quieres moverte, y así estás que das pena,
hijo.
Los libros, apostilló su hermana Leonor, te han trastornado y han hecho que ya no tengas ni el menor
contacto con la realidad.
Les pidió por favor que se marcharan con sus pieles a otro laberinto.
Quiero pudrirme aquí, dijo en tono solemne y observándolas por encima de los lentes montados sobre
la punta de la nariz.
No, no y no, le respondieron. Y a continuación fingieron las dos un llanto desconsolado.
Walter no se dejó impresionar, pero sabía que no tardarían en reprocharle que nunca se emocionaba.
Es que nada te conmueve, le dijeron; ni tan siquiera el dolor de una madre y una hermana.
Imitó a una persona emocionada. Y le dijeron: no engañas a nadie, en la Escuela aprenderás a
emocionarte de verdad.
Cuando tras una violenta escena logró que por fin se marcharan, se encerró bajo doble llave en su
apartamento y prosiguió la lectura que ellas habían interrumpido: una historia de amor en las playas del
Índico. Al terminar el libro, Walter se quedó pensando en la similitud de la historia con la de Romeo y
Julieta. En todo eso estaba pensando cuando entraron de nuevo en el apartamento su madre y hermana,
esta vez acompañadas de refuerzos de bata blanca. Se inició una batalla campal, que concluyó con la
victoria de las camisas de fuerza sobre los libros, Walter despertó unas horas después en una espaciosa y
tétrica sala blanca, asaeteado por las miradas escrutadoras de los profesores de la Escuela de
Emociones.
Su primera y conmovedora reacción fue perdonar a aquellos profesores, luego les saludó y les contó
a bocajarro la trágica historia de amor en las playas del Índico. Todos enarcaron las cejas e
intercambiaron inequívocas miradas de complicidad. Está peor de lo que nos habían dicho, parecían
estar pensando los profesores. Falta absoluta de sensibilidad, pensó Walter. Y a partir de aquel momento
dio por hecho que en la Escuela de Emociones los profesores lo ignoraban todo sobre la emoción.
La frialdad de las salas, la extrema blancura de los pasillos, el paisaje nevado que rodeaba la
Escuela, todo remitía a ese mármol frío que era la vida para Walter. Y, sin embargo, el director, al
recibirle aquel mismo día en su despacho, se empeñó en darle una calurosa, emocionada bienvenida, una
lección de repudio absoluto de la frialdad. Le abrazó tan efusivamente como horas antes lo habían hecho
su madre y hermana. Pero entonces, Walter decidió poner a prueba al director, saber si tenía sentido del
humor, y le dijo que deseaba ser su más ferviente y emocionado discípulo. El director, tras una mirada de
absoluta desconfianza, le preguntó cómo se llamaba. Gargantúa, dijo Walter. El director, sin inmutarse,
quiso entonces saber de dónde venía. Y en ese momento, Walter comprendió que estaba perdido, porque,
de golpe, tuvo la certeza de que nunca más saldría de allí. Le contestó balbuceando que procedía de una
familia que se había asentado, desde siglos, en los tonos grises de la Montaña Mágica. Muy bien, dijo el
director, y a continuación…, le resumió, o más bien trató de resumirle, la historia de la emoción a través
de los siglos…
Pero el hombre no tenía el don de la palabra, no sabía hablar ni narrar demasiado bien, no enlazaba
del todo correctamente las frases, de modo que difícilmente podía comunicar emociones, menos aún
enseñarlas. Como introductor a las mismas, más bien parecía un cero a la izquierda. Y lo que aún era
peor: tenía una cierta tendencia a convertirse en estatua de mármol si alguien, por ejemplo, le contaba una
trágica historia de amor en las playas del Índico. En el atardecer de aquel primer día de estancia en la
Escuela y sin haber pisado todavía aula alguna, Walter pudo ver por vez primera a los alumnos. Antes de
ir a dormir, era costumbre de la dirección dejarles vagar un rato por el patio central, un sombrío patio
cuadrangular, iluminado tan solo por la débil luz de un amarillento foco. Por allí vagaban, con oscura
vocación de fugitivos, los alumnos. Walter pudo oír algunas frases sueltas, susurradas con tristeza al
atardecer: «me extraña que no exista nada cómico», «todavía he de padecer la reglas que aquí rigen»,
«me muero, no te asustes». Esta última frase, dicha poco antes de que un prolongado silbato anunciara el
fin de la función, la pronunció una mujer de extrema belleza, ojos vidriosos y sonrisa tan cristalina como
la de las heroínas de las grandes novelas rusas.
De repente, Walter recordó que en esas novelas los balnearios o manicomios eran lugares donde
invariablemente sucedía lo imprevisto: dos seres solitarios, por ejemplo, transportados allí por la
enfermedad o la desdicha, se cruzaban en su caminata vespertina, y sus miradas se encontraban al caer la
tarde y, magnetizados mutuamente, se sentaban en el mismo banco de hierro forjado e intercambiaban
unas primeras frases.
Pero la permanencia del silbato impedía tan plácida escena, de modo que Walter se acercó
apresuradamente a la bella alumna y le preguntó qué hacía allí tan triste vagando por el patio rectangular
del infinito aburrimiento. Exactamente eso, le contestó ella, vagar por este extraño mundo esperando que
pronto venga la muerte. Walter se quedó mirándola por encima de los lentes montados sobre la punta de
la nariz.
Me llamo Gianozza, dijo ella, y mi historia es muy sencilla y muy trágica al mismo tiempo. Tiempo
atrás, me enamoré de un joven llamado Mariotto y, al no poder manifestar públicamente nuestro amor, nos
casamos en secreto…
La historia quedó aquí interrumpida, porque un guardián de las emociones les separó. Y a Walter le
pareció que también él se había casado en secreto con ella. Basta por hoy, dijo el guardián. Y en esta
ocasión, el silbato sonó mucho más cerca y Gianozza, posiblemente ya algo sorda, se perdió en la noche.
Posiblemente muy sorda a causa del terrible silbato, porque Walter se cansó de llamarla para que
regresara. Al final, se quedó solo en el centro del patio y acabó recogiéndose en la minúscula celda que
le habían asignado. Sin saber todavía por qué, notaba que comenzaba a sentirse feliz. Y no pudo conciliar
el sueño pensando en las tres únicas pero contundentes certezas que le quedaban; nunca más saldría de
allí, estaba sin libros, estaba enamorado.
Se dijo para sí mismo que no estaba en una escuela, sino bajo el peso de la secuela de emociones
antiguas, y en la oscuridad de la celda reconstruyó en silencio la trágica historia de amor de Gianozza.
Con exquisita hipocresía, imaginó esto: Gianozza y Mariotto se casan en secreto. Los casa un fraile
que es amigo. Poco después, Mariotto tiene una disputa con un ciudadano, le mata, es desterrado y huye a
Alejandría; su hermano queda encargado de informarle sobre la situación de Gianozza. Entre tanto el
padre de Gianozza quiere obligarla a ella a contraer matrimonio, pero el servicial monje le hace tomar un
brebaje que le hace aparecer muerta, aunque solo está dormida, y es enterrada en la cripta familiar. Por la
noche, el monje la saca de la cripta y ella huye a Alejandría disfrazada de fraile. Entre tanto, Mariotto no
ha recibido la carta en que Gianozza le informa de sus planes, pero sí en cambio la noticia de su muerte,
a través de su hermano. Disfrazado de peregrino, regresa a su ciudad y penetra en la cripta, siendo allí
apresado, reconocido y condenado a muerte. Gianozza, que le ha buscado inútilmente en Alejandría, se
entera a su regreso de su ejecución y comienza entonces a vagar por este extraño mundo esperando que
pronto le llegue la muerte, y llega a la Escuela de Emociones, donde me encuentra a mí, que invento
historias, que nunca más podré salir de aquí, que estoy sin libros, y estoy enamorado.
Se durmió Walter sintiendo el calor de la emoción sobre el mármol frío de la vida y viendo gotas de
sangre violeta sobre la nieve que rodeaba la Escuela. Cuando a la mañana siguiente despertó, se sentía el
hombre más feliz del mundo y se preguntó qué nuevas y amables historias le depararía el nuevo día.
Luego pidió audiencia para ver al director, y cuando estuvo ante él se ofreció como guardián supremo de
las emociones. Ya que, añadió Walter, no pienso nunca más salir de aquí.
FIN
DEL JUEGO Y SUS CONSECUENCIAS
por Pedro Zarraluki
El camino hacia la derrota empieza en la ignorancia de que todas las piezas se
mueven por algo.
TODO EMPEZÓ CON una apuesta lamentable. Fue una noche que se prolongó demasiado, poco antes
de emprender un viaje por Italia. Era el tiempo en que maduran los nísperos. Endulzados los labios, que
ignoran la maquinaria infernal del estómago, lanzábamos las gruesas semillas contra las llantas de los
coches. Laura erraba sin desaliento y maldecía con constancia. Yo acumulaba aciertos inmerecidos, pues
se debían más al azar de la intuición que a un cálculo de trayectorias. No debí fiarme de la noche, que
nos cede poderes extraños. Su arcano orgullo no tolera otra cosa que lo provisorio, y por eso todo se
vuelve efímero como la oscuridad y el abrazo. También mi puntería lo era, pues se transformó de súbito
en una notoria incapacidad. Eso ocurrió nada más cruzar la apuesta.
—Tiraremos cada uno siete semillas —propuse—. De este duelo depende que, durante el viaje, yo
sea tu chófer o tú mi prostituta.
Laura aceptó de inmediato, convencida de verse sometida a mi más implacable soberanía. Hasta se
aventuró a proponer algunas vejaciones que me parecieron más propias de mi imaginación.
Definitivamente, la noche gusta de barajar los destinos, y por eso es mejor superarla durmiendo. Laura
tuvo cinco aciertos y yo tan solo uno. Mi amiga no creyó en su victoria. Hasta que nos metimos en la
cama no pudo evitar mirarme con sorpresa —incluso, quizá, con cierta sospecha de mis secretas
depravaciones—, pues creía que yo controlaba siempre la situación.
Me jacto de convertir mis derrotas en pequeños imperios personales. Creo que esta es la mejor
manera de fomentar la depresión natural del vencedor, y transformar así en hiel las mieles empalagosas
de su triunfo. Por ello pago con creces las apuestas, y me vanaglorio de la pérdida como si esta estuviera
en la causa profunda de mi fuerza. Es un método algo cruel y manifiestamente deplorable, pero no
pretendo ser motivo de ejemplo. Además, y lo que voy a contar lo demuestra, tampoco me sirve para
nada. Por mucho que se diga, cuando uno gana es siempre a pesar de sus esfuerzos.
En aquella ocasión —perdóname, Laura—, alquilé un Mercedes metalizado, un coche a la altura del
precio que pensaba pagar. También me hice confeccionar un uniforme de chófer, con gorra de plato y
botones de plata. No habíamos vuelto a hablar de la apuesta, y supongo que Laura la había olvidado.
Pero yo no. Hice los preparativos a escondidas, y la mañana en que iniciábamos el viaje me despedí de
mi amiga no sin cierta amargura. Ella me hacía callar y sonreía, pues no adivinaba mis intenciones.
Supongo que sencillamente no entendía nada, pero a Laura no le inquietaba no entender las cosas siempre
que no le hicieran daño.
Me cambié en los lavabos de un bar próximo, y estacioné el Mercedes en un lugar bien visible. La
portera, que sacudía en esos momentos la esterilla de su cubículo, me miró con asombro y olvidó
desearme los buenos días. Pulsé el interfono, y comuniqué a Laura que el coche estaba preparado. Laura
pidió que la ayudara con el equipaje sin sospechar mi nueva personalidad. Ascendí las escaleras con la
gorra en la mano. Aunque la puerta de la casa estaba abierta, la discreción me aconsejó golpearla con los
nudillos.
—¿Quién es? —gritó—. ¡Pase!
Al verme se quedó inmóvil.
—Me indicará las maletas… —insinué.
No quería herirla, ni esperaba que la broma acabase mal. Desde luego, no podía suponer que Laura
fuese tan cruel. Si llego a saberlo, hubiera simulado haber olvidado la apuesta. Pero nada había de malo
en mi postura como no fuera un excesivo celo en el cumplimiento de mis obligaciones. Por su parte,
Laura tenía el deber de soportar las consecuencias de su victoria. Solo un fondo tiránico inconfesable
pudo llevarla a abusar de una situación que ninguno de los dos podía evitar.
La obligué a acomodarse en el asiento de atrás, y creo que Laura aceptó por amortizar los enormes
gastos que me había supuesto emprender la broma. Se mostraba dispuesta a interrumpirla en cualquier
momento, pero yo no iba a tolerarlo. Pareció resignarse. Tras ponderar como una pueblerina las
comodidades del coche, se tumbó en el asiento para ver huir las copas de los árboles. Al hablarme
olvidaba mi situación, y me dirigía cariñosos epítetos que yo desoía. Mis respuestas, siempre acordes
con el respeto que le debía, no tardaron en aburrirla. Se dedicó a viajar por los planos y a proponerme
rutas. Luego se quedó dormida, y no despertó hasta que llegamos a Montpellier.
—Espero que el restaurante sea de su agrado.
Le abrí la puerta del coche, y luego me adelanté para franquearle el paso al local. Como no la seguía,
se volvió con un gesto de fastidio.
—¿Tú no vienes… chófer?
—La recogeré a la hora que me indique. Y mi nombre es Víctor, no lo olvide la Señora.
—Anda, no seas burro…
—Señora, la espera el maître.
—… Es una orden. Comerás conmigo.
En tan breve plazo comenzó a asumir su papel. Aquel era el único argumento que yo no podía ignorar,
y su intuición femenina se lo dictó al oído en la primera manifestación de su poder ilimitado. El maître
nos ofreció sitio junto a una de las ventanas, en una mesa rodeada de plantas. Comí en silencio, molesto
por los comentarios que sin duda suscitó nuestra excesiva confianza.
Esperé a la noche para contestar al insulto de su primera orden. Cruzamos Francia sin detenernos más
veces, y cuando oscurecía entramos en Génova. Habíamos viajado siempre con el mar a nuestra derecha,
y ahora lo encontrábamos de frente, dormido tras las moles impenetrables del puerto. No tardé en hallar
el hotel que había elegido. Quería ser perfecto en todos los detalles, como debe serlo el asistente de una
gran mujer.
Laura no se resistió cuando me vio reservar dos habitaciones, ni me dijo nada cuando, un rato
después, le deseé buenas noches ante la puerta de la suya. Pero cuando me encontraba ya en la cama,
cuando en el hotel se hubieron apagado los últimos rumores, alguien picó con los nudillos en mi puerta.
Deseé lo que iba a ocurrir. Me puse la bata, y abrí la puerta manteniendo el rostro inexpresivo. Laura
esperaba desnuda en el pasillo. En su cuerpo se reflejaban las débiles bombillas del hotel.
—Aunque seas un chófer —me dijo—, también eres un hombre.
—Señora —contesté—, no me parece conveniente.
Cerré la puerta con suavidad, antes de que se atreviera a ordenarme lo único que solo puede
pretender un cómplice. Génova rugía a nuestros pies, pero su llamada no alteró mi sueño. La noche
transcurrió tan plácida como una laguna estancada.
Por la mañana me levanté temprano, pues había olvidado preguntar la hora en que debíamos partir.
Quería tener el coche dispuesto para cuando ella se despertara. He de reconocer, y no me avergüenza
confesarlo, que empezaba a disfrutar con mi nueva personalidad. De todos es sabido que el amo no es
nada sin su siervo, cuando el siervo alcanza la perfección. La literatura ha tratado con creces el tema, y
yo no soy nadie para añadir nuevas consideraciones. Me limitaré a asegurar que mi carácter es el idóneo
para un mayordomo, que es lo mismo que decir que es el idóneo para tener un mayordomo. Laura, que
era una terrorista de las buenas costumbres, nunca hubiera podido entender el juego poderoso de la
servidumbre. Eso fue, sin duda, lo que desbarató mi proyecto.
A pesar de lo temprano de la hora, Laura estaba en el comedor del hotel leyendo un periódico
italiano. No alzó la mirada cuando me acerqué a saludarla.
—Salimos dentro de diez minutos —se limitó a decir—. Desayuna en otra mesa.
Como un mecanismo de relojería, nuestra relación se desarrollaba dentro de los límites posibles. He
de reconocer también, y me pesa, que no sabía cuándo debía detener la broma. Laura leía en el asiento de
atrás, obstinadamente silenciosa. Me había abandonado a mi papel, y ya no intentaba romper el hielo de
nuestra absurda representación. Su lasitud me impedía divertirme. Era como si todo fuera de súbito
cierto, como si yo pudiera empezar a maldecir mi uniforme, y a desearla. Decidí —y lo decidí
imperiosamente— que estaba pasando un momento de debilidad. Si cedía ante la frialdad de Laura, ella
habría ganado no solo la apuesta, sino también mi pago excesivo. El juego tenía un final, pero ese final no
dependía de mí. Cuanto más se aferrase Laura a ser la Señora, menos podía reprochárselo. Tampoco
podía hacerme ceder imponiéndome el retorno a la normalidad. Debía suplicarme que volviera a ser yo.
Debía reconocer que su victoria se había convertido en el peor de los castigos. Debía besar el sapo de su
triste orgullo.
Italia transcurría lenta, calurosa y bella. Conocía aquel país mejor que el mío, pero para Laura era un
descubrimiento. Me hizo parar en numerosas ocasiones, y en todas la esperé en el coche. Cada vez
estábamos más tercamente aferrados a nuestro papel. Nunca me pidió que la siguiera, y nunca le hubiera
pedido permiso para hacerlo.
Llegamos a Pisa, y Laura decidió seguir hasta Roma sin pasar por Florencia.
—Estás loca —desvarié—. Te olvidas de Miguel Ángel.
—Me gustaría saber a qué atenerme. Creo que eres mi siervo. ¿No es eso? Si me obligas a darte
órdenes, respétalas… He dicho a Roma.
Ella lo quería así. Gozaba sometiéndome al castigo de mi derrota. Nunca debí esperar que rompiera
nuestra sorda batalla, pues nunca puedes esperar de nadie que renuncie a sus privilegios. Laura empezaba
a divertirse siendo dueña de mí, ajena a mí. Mi renuncia era la más bella que existe, pues me había
negado la posibilidad de reprocharle algo. Y ella fue incapaz de seguir el mismo camino. No solo fue
incapaz de eso, sino que utilizó los poderes que le brindaba mi desapego. Que mi juicio no parezca
precipitado. Aún no ha acabado la narración.
Me obligó a conducir sin descanso hasta la capital, llegamos muy tarde —Roma está tan transitada en
sus aledaños, que parece increíble la placidez que reina en tantos de sus recovecos—, pero Laura
consiguió que nos dieran de cenar en una pequeña plaza adosada a una gran iglesia. Nos sentamos bajo
una parra increíblemente tupida. Los clientes del local se habían ido ya, aunque permanecían los restos
de su paso. El ambiente me parecía desolador, pero Laura se mostraba peligrosamente exuberante. La
dueña era una mujer oronda que gritaba como si hablara a una multitud. Y Laura no podía permanecer
sentada cuando ella aparecía. Se le colgada del brazo y bailaban un traspiés tras otro, ebrias de amistad.
Acabaron abrazadas bajo la parra, entonando las canciones de ese mar que solo existe en los sueños.
Tuve que pelearme con la dueña para pagar, y aun así el dinero quedó en el suelo. Que no se me
reproche mi falta de sensibilidad. Laura estaba demasiado entusiasmada como para ordenarme que no
pagara, y yo no hice sino cumplir con mi obligación. No se puede ser simpático a costa de la elegancia de
los demás.
Como siempre desde que nos conocíamos, mi Señora se mostraba imparable cuando yo menos la
secundaba. Fuimos a una sala de baile a la altura de lo que ella debía ser, y no de lo que era. El portero
la miró atónito cuando la vio entrar arrastrando a su chófer, y los camareros suspiraron aliviados cuando
me negué a invadir con mi uniforme la pista. Hasta Roma siente el escándalo, cuando este nace de la más
elemental inconveniencia.
Pero Laura no estaba dispuesta a aburrirse. No estaba dispuesta a hacerlo ni tan siquiera por mí. Yo
no quería bailar, y permanecí adosado a una columna como un atlante desplazado. Pensé en volver al
coche, pero no lo hice. Fue nuestra última oportunidad. Laura se acercó a mí, y cogió mis manos entre las
suyas. Me obligó a ceñirla por la cadera. Me sonreía con una lascivia intensa y distante, como si yo fuera
un desconocido al que deseara de súbito. Si hubiera insistido un poco más, tan solo un poco más…
Estaba en mi derecho de pedirle que subrayara la súplica, y lo hice con un solo gesto, un levísimo gesto
de rechazo. No pude ponérselo más fácil, pero Laura no quiso darme su orgullo. La lascivia de sus ojos
se convirtió en un desprecio intenso, que de inmediato quedó oculto tras una máscara de indiferencia.
—Un hombre hubiera hecho lo que tú haces por depravación, y me hubiera disfrutado entonces con
mayor placer.
En el fondo, Laura no me devolvía mi verdadera personalidad porque era incapaz de hacerlo. Una
gran Señora se hubiera hecho amante de su chófer sin mayores problemas, pero yo paseaba por Italia a la
más irracional de sus criadas. La nobleza y sus secretos siempre habrían de desconcertarla, pues era una
mujer metafísicamente pública. Lo más apasionante que se podía esperar de ella era una escena de sexo
en el pajar. Nunca le hubiera preocupado que aquel embalaje desbaratado, que utilizaba para apuntalar su
ninfomanía, ocultara dos Tizianos de inmenso valor. Laura siguió el juego durante nuestro breve viaje,
pero lo hizo de una manera que violaba la regla básica de todos los juegos: no buscaba ganar, pues tan
solo quería divertirse.
—De acuerdo —concluyó, poseída por la indignación más desproporcionada que he visto nunca—.
Vete al coche, y espérame. Yo iré cuando me canse.
Iba a utilizar todos sus comodines en una jugada que no podía sino condenarla. Me retire con alivio,
pero también con preocupación. Advierta el lector que fue ella la que me devolvió a mi condición de
chófer, y que lo hizo dispuesta a hacerla ya irrevocable. Laura había decidido que el juego no
encontrara nunca su fin. Dado que su culminación natural dependía de ella, al negarse a alcanzarla me
obligaba a elegir entre la sumisión incondicional o la rebeldía definitiva.
Eso ocurrió de madrugada. Estuve esperando hasta que se hizo de día, sin que el calor y la
impaciencia me permitieran dormir. Aún confiaba en que Laura no lo hiciera, pero era tan previsible
como un perro adiestrado. Cuando salió a la calle, la acompañaba un hombre. Y no culminó ahí su
obscena prevaricación: lo invitó a subir al coche.
—Me sentía muy sola en este asiento tan grande —le dijo.
Luego se volvió hacia mí: Estaba borracha.
—Víctor, he encontrado un italiano que no conoce Pompeya. Si te das prisa, llegaremos al mediodía.
Cuando salíamos de Roma hicieron el amor con gran desorden, y cayeron fulminados por los sopores
del alcohol. No deseo insistir sobre este punto, pues me resulta demasiado doloroso. Tan solo quiero
hacer una última consideración. Recuérdese que se trataba solo de un juego, que Laura hizo realidad. Mi
postura era tremendamente difícil, pero estoy convencido de que resolví el asunto sin menoscabo para el
orgullo de nadie, y de la única manera que podía hacerse. El pactar las tablas tiene siempre un precio
inaudito que ha de pagar el que debía haber perdido. Y en este caso —aunque solo fuera en este caso—,
¿qué duda cabe de que yo lanzaba las semillas de los nísperos mejor que Laura?
Utilicé toda la pulcritud de que soy capaz, y no tuvo casi repercusión. Cuatro líneas en la prensa
local, y un dígito más en la estadística de tráfico italiana. Para ello bastó con suponer que Laura era en
verdad una Señora, y que en la noche romana me había devuelto mi verdadero rostro. Desposeídos del
chófer, no dudamos en encontrar uno cualquiera para poder abrazarnos en la parte trasera del coche.
Italia invita a la lujuria, y eso nos hizo olvidar la prudencia. Para cualquiera que conozca nuestro vecino
país no le son ajenos los poderosos acantilados de la costa amalfitana. Creímos que aquel romano los
controlaba, pero no era así. Cierto es también que a Laura y a mí nos dominó la pasión, y es de suponer
que el chófer se viera de alguna forma alterado. En una curva rechinaron los frenos, y mi primera
reacción fue saltar del coche. Nada pude hacer por Laura ni por el italiano, que volaron hacia el mar en
su nave de plata.
Para que un juego no resulte una actividad peligrosa se hace imprescindible seguir las reglas. Si
alguien olvida esta norma, puede obligar a su rival a una actividad tan molesta, ridícula y complicada
como vestir de uniforme a un borracho sumido en la sospecha.
FIN
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