Subido por Oscar Rivera

Poderosas palabras - Northrop Frye

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En su discusión de las imágenes poéticas y los temas eternos encontrados en
la Biblia, Northrop Frye muestra que los simples elementos del mito han dado
a nuestra literatura occidental tanto estructura como poder evocativo a través
de los siglos. Frye cuenta de qué manera la Biblia, con su modo de expresión
verbal profético y singular, resuena a través de toda la tradición secular de la
literatura.
Con inteligencia y sagacidad, Frye logra escamotear el tema central de su
pensamiento crítico tanto a los prejuicios religiosos, que no desean ver en la
Biblia más que Verdad revelada, como a los prejuicios antirreligiosos de
ciertos sectores académicos y de la más reciente crítica literaria. De esta
manera, pone al alcance del lector culto las claves del pensamiento literario:
cruce del mito, que se escapa de lo estrictamente histórico, con la metáfora,
que reniega de las estrecheces de la lógica. En este libro, que cierra su
imponente bibliografía, pone a la consideración de sus lectores cuatro
imágenes poéticas clave encontradas en el Libro de los Libros. Se trata de la
montaña y todas sus variantes: desde la escalera de Jacob hasta las espirales
recurrentes de la poesía de Yeats; el jardín y sus connotaciones eróticas; y,
por fin, en los mundos descendentes, la cueva y la caldera.
Poderosas palabras es una combinación ganadora de autoridad, erudición y
sabiduría en la cual Northrop Frye triunfa como cartógrafo del complejo
paisaje de nuestra imaginación creadora.
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Northrop Frye
Poderosas palabras
La Biblia y nuestras metáforas
ePub r1.0
Titivillus 23.10.2023
Página 3
Título original: Words with Power
Northrop Frye, 1990
Traducción: Claudio López de Lamadrid, 1996
Diseño de cubierta: J & B
Alberto Durero, San Gerónimo (detalle)
Adaptación para epublibre de diego77
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice
Cubierta
Poderosas palabras
Introducción
PRIMERA PARTE. El galimatías de la Vulgata
1. Secuencia y modo
2. Interés y mito
3. Identidad y metáfora
4. Espíritu y símbolo
SEGUNDA PARTE. Variaciones sobre un tema
Nota preliminar
5. Primera variación: la montaña
6. Segunda variación: el jardín
7. Tercera variación: la cueva
8. Cuarta variación: el horno
Indice analítico
Indice de pasajes bíblicos
Sobre el autor
Notas
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AGRADECIMIENTOS
Tres hombres y tres mujeres en particular han contribuido en buena medida a
hacer posible este libro. Robert Denham del Roanoke College, A. C. Hamilton
de la Queen’s University y Michael Dolzani, mi ayudante de investigación en
el Baldwin-Wallace College, me han sido de enorme ayuda al coordinar la
crítica que ejerzo en este trabajo y las que este trabajo merece; los dos últimos
han leído el manuscrito completo y contribuido con sugerencias muy valiosas.
Helen Heller, mi agente literaria, asumió la tarea de corregir el estilo y editar
el manuscrito; Jane Widdicombe, mi secretaria desde hace veintidós años y la
persona a la que está dedicado el libro, ha demostrado una vez más su
ilimitada paciencia y eficacia a la hora de transcribir mis correcciones,
incorporándolas a la compleja maquinaria del proceso actual de producción
editorial; mi esposa Elizabeth ha sido esencial en innumerables sentidos
personales. Me gustaría expresar asimismo mi profundo agradecimiento al
Social Sciences and Humanities Research Council de Canadá por la
concesión de una beca para editar el manuscrito.
Lamento la casi total ausencia de notas a pie de página; pero intentar que
fueran una parte útil y funcional del libro hubiera retrasado su publicación de
forma indefinida.
NORTHROP FRYE
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A Jane
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Introducción
Este libro prosigue el estudio iniciado en otro publicado hace algunos años
que llevaba por título The Great Code, y el subtítulo «The Bible and
Literature».[*] Con la partícula and [y] quería significar que no me limitaba a
los rasgos literarios de la Biblia ni quería centrarme en «la Biblia como
literatura». Se había escrito ya demasiados libros sobre el tema. Lo que
pretendía era sugerir la relación estructural de la Biblia, tal como se
manifiesta en su narrativa y su imaginería, con las convenciones y los géneros
de la literatura occidental. Dado que la investigación preliminar de la
estructura y la tipología bíblicas ocupó, ella sola, todo un libro, prometí una
secuela. Pero luego me di cuenta de que era un error, al menos para mí,
concebir un libro como secuela de otro, y si el presente volumen se ha
retrasado ha sido sólo por mi falta de criterio al no haber querido partir
directamente de cero. En cualquier caso este libro parte de la posición general
de El gran código y hace referencia a datos contenidos en ese libro. Para
aquellos que tengan el libro anterior y quieran servirse de él, he insertado la
abreviatura GC y el número de página en los lugares de referencia.[*] De todos
modos, espero y quiero creer que lo que sigue tiene sentido en sí mismo. Es
probable que a los lectores interesados sobre todo en la Biblia les extrañe que
sean necesarios tres capítulos para llegar hasta la Biblia propiamente dicha,
pero un camino más corto habría resultado mucho más abrupto.
El gran código era un libro muy vulnerable, y lamento sus deficiencias,
pero lo importante fue la calurosa acogida de tantos lectores, un público
mucho más amplio del que cabía imaginar para un libro semejante. Fueran
cuales fuesen sus méritos o deficiencias, parecía claro que había venido a
llenar un vacío. El presente libro pone más énfasis en la teoría crítica, e
intenta reexaminar la Biblia desde una perspectiva que hace más
comprensible su conexión con la tradición literaria. Por tanto también
desciende del mucho más temprano Anatomy of Criticism (1957).[*] De
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hecho, se trata en buena medida de un compendio y un replanteamiento de
mis puntos de vista críticos.
Si la repetición de temas ya abordados en El gran código resulta
inevitable, en un principio me preocupó descubrir que este libro sonaba como
una primera (o definitiva) recapitulación. Otros factores, sin embargo,
mitigaron esa inquietud. Primero, que al tratarse de un contexto diferente, es
probable que a aquellos lectores que tuvieron dificultades con mis libros
anteriores —y la aparición de la bibliografía del profesor Denham deja
suficientemente claro las numerosas interpretaciones erróneas[1]— les resulte
más sencillo orientarse en éste. Por ejemplo, la secuencia de modos verbales
que se estudia en los capítulos iniciales cubre en buena medida el mismo
conjunto de fenómenos que la secuencia referida a Giambattista Vico en El
gran código, pero posiblemente resulta más fácil de seguir. Claro que la
reiteración[2] tal vez sólo sea el resultado secundario de haber querido dejarlo
todo claro de una vez.
Segundo, que mi posición crítica general, expuesta en Anatomía de la
crítica y otros libros, gira en torno a la identidad de mitología y literatura, y al
modo en que las estructuras del mito, los cuentos populares, las leyendas y
géneros afines, siguen dando forma a las estructuras literarias. El gran código
debía mucho a Vico, el primer pensador moderno en comprender que todas
las estructuras verbales importantes descienden históricamente de las
estructuras poéticas y mitológicas. Pero el interés de Vico por la función
social continuada de la literatura era muy limitado, y prestó poca atención al
principio que hace de ésta algo recurrente. Lo mismo cabe decir de Friedrich
Schelling, quien partió de postulados semejantes. De un tiempo a esta parte,
sobre todo a partir de sir James Frazer, han aparecido notables ensayos sobre
eso que Robert Graves, en La diosa blanca[3] denomina gramática histórica
de la lengua del mito poético. Entre éstos se cuentan los trabajos de Mircea
Eliade y Joseph Campbell, además de estudios freudianos, jungianos y
psicológicos en general. Pero como regla, estas obras siguen dedicando un
interés superficial a la literatura. Graves es una excepción, pero su actitud
personal hacia el culto de su diosa blanca tiende, en mi opinión, a desenfocar
de modo considerable su perspectiva literaria.
Para resumir brevemente mi tesis central en este punto diré que cada
sociedad humana posee una mitología heredada, transmitida y diversificada
por la literatura. La mitología comparada es un tema fascinante, pero su
estudio se agota rápidamente cuando se limita a la configuración de patrones.
Se da por supuesto que necesita cimentarse en la psicología y la antropología;
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se da mucho menos por supuesto que su principal y más importante
parentesco sea con la literatura (y la crítica de la literatura), que es la
encarnación de una mitología en un contexto histórico determinado. Por el
contrario, la crítica literaria que se desgaja de la mitología cortando sus
propias raíces culturales e históricas, se torna estéril incluso con mayor
rapidez. Existe cierta crítica que se conforma con la desintegración analítica
de textos como un fin en sí mismo; otra, estudia la literatura como fenómeno
histórico o ideológico, y las obras como documentos que ilustran un
fenómeno exterior a la literatura. Sólo que, de este modo, dejamos de lado el
principio estructural central según el cual la literatura deriva del mito, el
principio que da a la literatura su poder de comunicación a lo largo de los
siglos y a través de todos los cambios ideológicos. Tales principios
estructurales están ciertamente condicionados por factores sociales e
históricos y, sin trascenderlos, conservan una continuidad de forma que
apunta hacia una identidad del organismo literario, distinta de todas sus
adaptaciones al entorno social.
Adoptar el principio de identidad entre mitología y literatura implica
prestar mucha atención a las conexiones entre literatura y religión, sin olvidar
que la literatura es una faceta de la cultura que proviene de una época en la
que la palabra «religión» cubría una franja del espectro cultural mucho más
amplia que ahora. En Anatomía de la crítica me entretuve en separar la una de
la otra: la razón para hacerlo era que la religión siempre ha sido una estrecha
aliada de la literatura, y por eso mismo podía representar una insidiosa
amenaza a su integridad. Lo que me ha interesado, tanto en este libro como en
El gran código, no es la relación entre religión y literatura sino la que se da
concretamente entre la Biblia y la literatura occidental. En todas las culturas
pueden producirse, entre religión y literatura, conflictos excluyentes, dilemas
o, para servirme de un término elegante, aporías. Entre la literatura occidental
y la Biblia también existen conflictos, pero a mí me parecía más inmediato el
lenguaje común en que se escribieron. No se necesita insistir en el inmenso
prestigio de la Biblia como fuente de las religiones más importantes del
mundo occidental. Pero su preeminencia —como la del emperador del Japón
en la época de los shogun— ha sido en buena medida teórica: nuestras
actuales fuentes de autoridad verbal nos han llegado a través de otras formas
lingüísticas. Este es un paralelo próximo al papel tradicional de la literatura en
relación con las ideologías que la rodean en todas las épocas, donde las
estructuras lingüísticas tan distintas de la ideología y la dialéctica son
normalmente consideradas acercamientos superiores y más fiables que el de
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las nuevas palabras, hagan lo que hagan éstas por nosotros. A pesar de que
hay quien la ha cuestionado, la tendencia a subordinar lo literario a otras
formas de lenguaje no se ha modificado esencialmente.
No todo el mundo sabe que los prejuicios más fuertes con los que uno se
topa en esta área son de origen lingüístico. Por tradición, la investigación
religiosa es la más antiliteraria de todas las disciplinas verbales. Para los
estudiosos cristianos, desde los tiempos del Nuevo Testamento, y mutatis
mutandi para los judíos, poesía y fábula eran algo característico sólo de las
otras religiones: ellos, en cambio, estaban en posesión de la «verdad», y si
bien la verdad puede expresarse en lenguaje descriptivo, conceptual o
retórico, nunca puede hacerlo en lenguaje literario. Esta suposición persistía
aun ante el hecho de que, con excepciones poco importantes, la Biblia está
escrita en el lenguaje literario del mito y la metáfora: es, en resumen, más que
una obra literaria. El presente libro intenta explicar ese «más»: por qué el
principio de la respuesta a la Biblia tiene que ser literaria, y por qué, dentro de
la propia Biblia, sólo puede accederse a los valores conectados con el término
«verdad» a través del mito y la metáfora. Este motivo se repetirá en diferentes
contextos. Cuando empecé a pensar en un libro sobre el contexto literario de
la Biblia, me rodeaban todo tipo de prejuicios antiliterarios. Desde la religión,
había una réplica fundamentalista que se limitaba a negar la existencia del
mito y la metáfora en la Biblia, hasta donde esta negación fuese posible,
afirmando al mismo tiempo que la verdad de la Biblia se expresa en un
lenguaje histórico y doctrinal. Había una réplica institucional que admitía la
naturaleza poética de buena parte de la Biblia y que sacaba la conclusión de
que los comentarios doctrinales de las tradiciones sacerdotales y rabínicas
conforman la auténtica base de la religión. Otro punto de vista aceptaba, más
o menos, la cualidad mítica del lenguaje bíblico, pero lo contemplaba como
contaminación de su auténtico presupuesto de kerygma (una palabra que ya
utilicé en El gran código, por razones que se hacen extensivas a este libro).
Mi punto de vista, creo que consistentemente desarrollado, podría resumirse
con la expresión «literalidad literaria», un juego de palabras que de tan
espantoso puede resultar memorable. Deberíamos leer la Biblia tan
literalmente como lo desee un fundamentalista, aunque el auténtico
significado literal sea en esencia imaginativo y poético. Si aquellos que
sostienen los puntos de vista aquí relacionados invirtiesen sus concepciones
del lenguaje, sucederían cosas muy interesantes con los compromisos que
esas palabras les han impuesto.
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Claro que los prejuicios antiliterarios de la investigación religiosa se
complementaban con los prejuicios antirreligiosos de los críticos literarios,
pero como en esencia se trataba de los mismos prejuicios sólo que al revés, no
necesito extenderme demasiado sobre este punto. La mayoría de estos
prejuicios tienen su origen en falsas nociones sobre la importancia del
contenido, las creencias personales de un poeta y otras cuestiones similares.
Lo que un poeta «dice» no es lo que determina que sea o no poeta. La
situación que describo ha cambiado mucho en una generación o dos. No hace
mucho tiempo, los críticos literarios interesados específicamente en la Biblia
eran pocos y estaban a la defensiva; hoy en día son numerosos y eminentes.
El número de los que hacen el camino inverso, desde los estudios bíblicos a
un interés en la crítica literaria, ha aumentado también proporcionalmente.
Sin embargo, si no soy el portavoz de un prólogo en una tragedia griega,
tampoco soy miembro de un coro antiguo. El gran código fue tachado de
antihistórico porque desde el punto de vista de la Historia, a priori parecía
difícil que en la Biblia pudiera darse la unidad de narrativa e imaginería que
el libro propugnaba. Puesto que esta unidad sí existe, tanto peor para la
historia, aunque no todo el mundo esté aún preparado para semejante cambio
de paradigma.
Algo todavía más grave, en mi opinión, es la cantidad de críticos literarios
que, como los bíblicos, parece tan poco dispuesta a admitir que el mito y la
metáfora conforman el lenguaje primario de su propia disciplina. Desde la
época de Platón, la mayoría de los críticos literarios ha atribuido la palabra
«pensamiento» sólo a los lenguajes dialécticos y conceptuales, e ignorado o
negado la existencia de un pensamiento poético e imaginativo. Esta actitud
perduró hasta entrado el siglo XX, y así vemos que I. A. Richards sugería en
Science and Poetry que el pensamiento mítico había sido sustituido por el
pensamiento científico y que, en consecuencia, los poetas tienen que
confinarse al terreno de las pseudo afirmaciones. Aunque bastante más cautos
que este último, los primeros trabajos críticos de T. S. Eliot también
desplegaban una serie de nociones confusas en torno a la palabra
«pensamiento». Desde entonces ha ido creciendo lentamente la convicción de
que el pensamiento mitológico no puede ser reemplazado, porque forma el
marco y el contexto de todo pensamiento. Pero aunque de forma más
sofisticada, persisten los viejos puntos de vista y todavía hay demasiados
críticos literarios que ignoran y desprecian los procesos intelectuales que
producen la literatura.
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La preocupación por hacer de la crítica una disciplina que parezca
lingüísticamente madura supone atarla a cierta base filosófica, lo que a su vez
comporta la probable incomprensión de las más simples y primitivas
categorías del mito y la metáfora presentes en el corazón de la literatura. No
hablo de lingüística o de semiótica, en las que el punto de partida es diferente,
sino de acercamientos críticos a la literatura que se desplazan, en cuanto
pueden, a áreas no literarias.
En las dos últimas décadas se ha desarrollado una desconcertante cantidad
de nuevas teorías críticas, y si bien ninguna de ellas me inspira hostilidad —
reserva no es lo mismo que hostilidad—, existe una clara implicación teórica
en mi posición que, de no contextualizarse, podría resultar confusa. En su
forma más restringida, la teoría de Anatomía de la crítica se apoyaba en esa
continuidad e identidad de mitología y literatura a la que acabo de aludir. Y
aunque la mayoría de los críticos cuya opinión valoro se han mostrado
generosos con mi obra, otros han intentado embalsamarla en el sarcófago de
la «crítica mitológica», aislado de otros modos de la crítica. Pero en aquel
libro había una concepción más amplia, más próxima a la significación de la
palabra theoria, una concepción originalmente (1957) dirigida contra la
suposición de que la crítica es parasitaria de la literatura, o bien es una
extensión de otra disciplina. La consecuencia que yo veía era que la crítica es
un dominio coherente pero no exhaustivo. Esta conclusión puede parecer
obvia, pero está lejos de serlo. La coherencia es una intuición preliminar o
una suposición sobre la crítica; no prescribe programa alguno ni predice
logros, sino que se limita a poner el motor en marcha para que podamos
arrancar. Es lo que se llama una suposición heurística, adoptada para ver qué
sale de ahí. Y lo que sale de ahí, en cualquier caso, es crítica.
Cuando empecé a ejercer la crítica, me di cuenta de que se trataba de algo
distinto a la literatura, porque yo era un crítico y no un poeta, un novelista o
un dramaturgo. Así y todo tenía la sensación de no ser menos «creativo» que
aquellos, ya que la creatividad es un atributo de la mente del escritor y no de
los géneros en los que trabaje. En ese momento lo más importante parecía la
defensa de la crítica como disciplina por derecho propio. Desde entonces la
situación se ha invertido, como en esos dibujos engañosos que ilustran una
cosa cuando el primer plano es negro y el fondo blanco, y algo enteramente
diferente cuando la perspectiva es de blanco sobre negro. La crítica actual
parece ocupar todo el espectro verbal y es más bien la integridad de la
literatura y de otros enclaves verbales tradicionales lo que necesita ser
defendido. La crítica tiene la paradójica misión de marcar y ampliar los
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límites de la literatura a la vez, pero el diálogo constante entre la crítica y lo
que ésta critica sigue siendo igualmente necesario.
Todo profesor de humanidades contratado por una universidad debería ser
un «investigador productivo», lo que no está al alcance de cualquiera si
tenemos en cuenta el estado presente de la crítica. De ahí la necesidad de
desarrollar métodos críticos, incluido el mío en su aspecto más restringido,
para que los investigadores elaboren ejercicios académicos, que si bien es
cierto no van a aumentar la comprensión de la literatura como un todo,
demuestren al menos una cierta competencia en la materia. Resta en cualquier
caso un grupo genuinamente «productivo» que, a pesar de operar desde
«escuelas» distintas y a pesar de todos sus puntos de desacuerdo, comparte
una actitud de consenso subyacente, a partir de la cual se podría progresar
hacia una comprensión más o menos unitaria del tema y llegar a una
construcción mucho más significativa que cualquier trabajo de
deconstrucción. Esto tiene su correlato en la situación de la literatura en sí,
puesto que los escritores «originales» forman un núcleo dentro de un grupo
más amplio que sigue las convenciones de moda y las idées reçues.
Hablar de un consenso en la crítica puede parecer el colmo del absurdo,
sobre todo porque basta un simple vistazo a los extractos de recensiones para
comprobar que los acuerdos que se dan son sólo accidentales y obedecen a
una moda temporal o una ilusión ideológica. Donde sí encontramos una gran
penetración crítica, e incluso sabiduría, es en muchos de los trabajos
dedicados a un mismo autor o período histórico, que permanecen aislados, sin
conexión con otros autores o períodos. Lo que suele faltar es esa perspectiva
más amplia que vendría dada por el supuesto de coherencia global de la
crítica. De todos modos, no es extraño que muchos académicos de las
humanidades se sientan amenazados por la posibilidad de que llegue a existir
una crítica coherente: de ahí la popularidad de paradojas sin objeto que nos
llevan desde el «todo es texto» al «nada es texto», y vuelta a empezar.
En este libro he seguido mi propia senda, sin hacer referencia a otras
escuelas críticas, lo cual no excluirá, de todas formas, muchos paralelos y
ecos, al menos si estoy en lo cierto cuando afirmo que existe un consenso en
la crítica, por mucho que las divergencias dialécticas entre las escuelas lo
escondan. La tendencia pluralista tiene que agotarse antes de que pueda
reemplazarla un movimiento efectivo de unificación. Mientras esto no suceda,
cualquier escuela es capaz de realizar un buen trabajo crítico, pero el
problema es que todas están preocupadas, en parte, en promocionar su propia
posición. Esto conlleva el hecho de que, como conjunto, esas escuelas
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conforman una trabazón de disputas a partir de la cual es difícil que se dé un
auténtico avance crítico.
A este respecto, en mi libro el lector notará una tendencia —presente en
toda mi obra durante los últimos veinte años— a dirigirme menos a una
audiencia puramente académica que a un público no especializado en el que
también incluyo, por supuesto, a aquellos críticos académicos de actitud más
independiente. Sé que esta política mía ha confundido incluso a benevolentes
reseñistas académicos, mientras que ha llevado a otros a la pedantería más
histérica.
Hay dos razones para esta «vocación popular». La primera es el
convencimiento que en humanidades las orientaciones verdaderamente
nuevas sólo pueden provenir de las necesidades culturales del público lego y
no de las versiones de la teoría crítica, incluida la mía, si es que tengo una. La
segunda es que de cuando en cuando aparecen libros en los que se nos dice
que en nuestra sociedad las instancias educativas han traicionado nuestra
herencia cultural al permitir que los jóvenes crezcan en la más completa
ignorancia de su tradición. Tales libros suelen tener una calurosa acogida, y
por lo visto todo el mundo está convencido que es necesario hacer algo al
respecto. No se hace nada, sin embargo, sobre todo porque la única
recomendación implícita para la acción radica en aguijonear la burocracia
educativa. Yo creo que esto significa empezar por el lugar equivocado, aparte
de implicar suposiciones sobre la filosofía educativa quizás erróneas y, en
cualquier caso, innecesarias. Está claro que sólo si nos preocupamos por
lograr una audiencia lo más amplia posible para la investigación humanística
podremos iniciar la ruptura educacional en cuya necesidad todo el mundo
parece coincidir. Así pues, no me importa que alguien diga que mi
aproximación crítica carece de rigor, si al mismo tiempo carece también de
rigor mortis.
Ver en la teoría crítica una theoria de conjunto puede ayudar a explicar el
papel que juega la Biblia en mi desarrollo crítico. La teoría de los géneros en
Anatomía de la crítica me llevó al libro sagrado, así como a sus analogías
seculares y sus parodias, ya que, desde una perspectiva literaria, la Biblia no
deja de ser el compuesto más global que razonablemente podemos examinar.
Entonces se me ocurrió que podía invertirse la perspectiva, empezar con el
libro sagrado y trabajar hacia afuera, hacia la literatura secular. Nadie osaría
estudiar la cultura islámica sin empezar por el Corán, o la cultura hindú sin
empezar por los Vedas y los Upanishads: ¿por qué entonces no iba a ser
igualmente gratificante un estudio de la cultura occidental a partir de la
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Biblia? Al estar escrita en lenguaje poético, también debería ser posible
aproximarse a la Biblia como si se tratara de una suerte de microcosmos o
epítome de la unidad de la experiencia literaria en los países occidentales. La
autoridad de la Biblia en materia de religión no es el tema de este libro; el
tema de este libro es hasta qué punto la unidad canónica de la Biblia es
indicativa, o simboliza, una unidad imaginativa mucho más amplia en la
literatura europea secular.
El relato de Edgar Allan Poe, La carta robada, ha sido motivo de una
gran discusión crítica en los últimos tiempos. La discusión tiene que ver en
buena medida con la consideración del relato como una alegoría psicológica,
y con asuntos tales como si la carta en cuestión simboliza un falo o un clítoris.
Puestos a alegorizar, sería mejor hacerlo sin perder de vista el hecho de que
una carta es un mensaje verbal. El relato sobre el mensaje verbal que distintas
personas están interesadas en robar, que no pueden robar porque no pueden
ver, y no pueden ver precisamente porque lo tienen delante de los ojos, me
sirve también como alegoría del contenido de este libro. Para los críticos
literarios mi «carta robada» es la Biblia, un libro que no suele tocarse cuando
se discute de literatura, pero así y todo el único libro, en mi opinión, que
reúne los problemas mayores de la crítica bajo un único enfoque. Para los
investigadores bíblicos la «carta robada» es el lenguaje del mito y la metáfora,
lenguaje esencial de la Biblia, y a pesar de ello excluido, lo más posible, de
aproximaciones históricas y doctrinales. Como he señalado más arriba, estas
afirmaciones son menos ciertas ahora que hace unos pocos años, pero siguen
siendo más ciertas de lo que deberían ser.
La primera mitad de este libro expone los diferentes giros de la expresión
lingüística, e intenta acotar la pregunta: ¿cuál es la función social distintiva de
la literatura, y cuál la base de la autoridad del poeta, si es que tiene alguna?
Esta pregunta puede sonar ahora a romanticismo rancio, sobre todo si se tiene
en cuenta que el enfoque principal de la crítica ha derivado del poeta al lector,
al ser éste el primer implicado en la labor hercúlea de desentrañar y
deconstruir su texto. Pero dudo que el lector pueda adoptar un papel tan
heroico a menos que algo en la literatura se lo dé, aunque esto nos devuelva a
la vieja cuestión previa de qué es lo que da este algo a la literatura. Cualquiera
que sea la respuesta final, la autoridad del poeta está inseparablemente ligada
a la autoridad de ese lenguaje poético que comparten los poetas seculares y la
mayor parte de la Biblia.
La segunda mitad trata de una imagen de primordial importancia en la
literatura: el axis mundi o dimensión vertical del cosmos. El axis mundi me
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parecía significativo porque, en primer lugar, no tiene existencia objetiva,
sino que pertenece por entero al mundo verbal, y, en segundo término, porque
al ser tan frecuente y central tanto fuera de la Biblia como en ella, ilustra mi
principio de «gran código» según el cual las estructuras organizativas de la
Biblia y las correspondientes estructuras de la literatura «secular» se reflejan
las unas en las otras. Aunque estoy suficientemente familiarizado con
reacciones defensivas del estilo «esto es poco convincente», soy consciente
que a muchos lectores les desconcertará la abundancia de escaleras, grutas y
jardines de la segunda parte, y ya me he preguntado suficientes veces si no
habré intentado abordar un tema inabarcable y amorfo. También es cierto que
cuando la documentación disponible es tan abundante, todos los ejemplos
concretos pueden parecer poco consistentes o arbitrariamente elegidos.
Así y todo espero, primero, que a pesar de su brevedad y de su forma
elíptica, los comentarios sobre obras literarias difíciles puedan —como dice la
frase hecha— «arrojar más luz» sobre estas mismas obras, sugiriendo un
contexto que forma parte de su sentido. Segundo, que este libro ayude a
entender por qué los poetas que consideramos más serios y dignos de estudio
exhaustivo son siempre aquellos que han utilizado, de forma explícita, el tipo
de imágenes aquí estudiadas. Y por último, una vez más, también espero que
permita la percepción de principios estructurales literarios conectados con la
literatura y la experiencia de su estudio. Me falta perspectiva para saber qué
utilidad puede tener esta segunda parte, pero el éxito de un libro que no asume
riesgos apenas si vale la pena.
El principio crítico que subyace en la segunda parte se deduce del
principio de coherencia como hipótesis crítica. La imaginación poética
construye un cosmos propio, un cosmos que debe estudiarse no sólo como
mapa sino también como mundo de poderosas fuerzas en conflicto. El cosmos
de la imaginación no es el entorno objetivo estudiado por la ciencia natural ni
el espacio interior subjetivo que estudia la psicología. Es un mundo
intermedio en el cual las imágenes de alto y bajo, las categorías de belleza y
fealdad, los sentimientos de amor y odio, las asociaciones de la experiencia
sensible, sólo pueden ser expresadas mediante la metáfora y aun así no
pueden desestimarse ni reducirse a proyecciones de algo distinto. La
conciencia convencional está tan imbuida del juego de oposición entre sujeto
y objeto que le resulta difícil aceptar la noción de un orden de palabras que,
sin ser subjetivo ni objetivo, penetre en ambos dominios. Pero su presencia
confiere un aspecto muy diferente a muchos elementos de la vida humana,
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incluida la religión, que depende de la metáfora sin ser por ello menos «real»
o «cierta».
Por supuesto que «metafórico» es un concepto tan traicionero como
puedan serlo «certeza» o «realidad». Algunas metáforas son iluminadoras;
algunas son simplemente indispensables; otras son engañosas o sólo conducen
a la ilusión; algunas son socialmente peligrosas. Wallace Stevens habla de «la
metáfora que mata a la metáfora»[4]. Pero para bien o para mal la metáfora
ocupa un área central —tal vez el área central— tanto de la experiencia social
como de la individual. Es una forma primitiva de conocimiento, establecida
mucho antes de que la distinción entre sujeto y objeto se hiciera normativa,
pero cuando intentamos superarla descubrimos que no podemos hacer otra
cosa que rehabilitarla.
En este punto viene a cuento otra observación crítica reciente, esta vez de
Italo Calvino, en el ciclo de conferencias Norton publicadas póstumamente[5].
Se trata de una paradoja, pero de lo más estimulante: «La literatura permanece
viva sólo si nos proponemos objetivos inconmensurables, mucho más allá de
cualquier esperanza de logro». En realidad, el escritor no establece los
objetivos: le son impuestos por el propio espíritu formativo de la literatura, la
fuente de la capacidad de un escritor para escribir. Pero en un sentido general,
el mismo principio podría aplicarse a la crítica, pongamos por caso cuando el
crítico oye un axioma del estilo de «la crítica puede y tiene que dar sentido a
la literatura», y se niega a aspirar a menos.
Gran parte de mi pensamiento crítico se ha centrado en el significado
doble del término de Aristóteles anagnórisis, que quiere decir tanto
«descubrimiento» como «reconocimiento», según el énfasis recaiga en la
novedad de la aparición o en su reaparición. Por supuesto que todo verdadero
descubrimiento, en cierto sentido, debe relacionarse con lo que siempre ha
sido verdadero, y así todo conocimiento genuino incluye una dosis de
reconocimiento en cualquiera de sus interpretaciones. Como quiera que sea, a
la edad de setenta y cinco años los descubrimientos sólo pueden venir de una
inversión de la propia dirección, de ir contracorriente hacia los propios
orígenes, como el pescador de La torre, el poema de William Butler Yeats. La
forma negativa de la palabra griega para verdad, aletheia, que significa algo
así como «lo inolvidado», sugiere que en un cierto momento la pura búsqueda
de lo desconocido cede ante la pugna por apartar lo que impide ver aquello
que ya está allí. Espero que independientemente de su éxito, este proceso de
ascenso sea tan provechoso para algunos lectores como lo ha sido para mí.
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NORTHROP FRYE
Victoria College
Massey College
Universidad de Toronto
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Me gustaría que escribieras un libro acerca del poder de las palabras, y sobre los procesos mediante los
cuales los sentimientos humanos forman afinidades con ellas.
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE, carta a Godwin,
septiembre de 1800
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PRIMERA PARTE
El galimatías de la Vulgata[6]
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1. Secuencia y modo
UNO
Me gustaría comenzar por donde lo he hecho tan a menudo, por la evidencia
de que cuando leemos (o, en otro sentido, examinamos) una estructura verbal,
nuestra atención se desplaza en dos direcciones al mismo tiempo. Una
dirección es centrípeta, e intenta dar sentido a las palabras que leemos; la otra
es centrífuga, y rescata de la memoria los significados convencionales de las
palabras utilizadas en el mundo del lenguaje exterior a la obra que estamos
leyendo. Esta relación que va del significante al significado es variable, y las
variantes implican diferentes tipos de estructura verbal así como diferentes
énfasis de sentido. A estas variantes las llamo «modos», un término que ya he
utilizado en otro lugar y en un contexto diferente, al que volveré a hacer
referencia más adelante. Lo normal es que toda estructura verbal tenga su
centro de gravedad principal en uno de esos modos, aunque también incluirá o
implicará aspectos de todos los demás.
El término que se utiliza tradicionalmente para referirse a la variedad de
modos de una obra es «polisémico» (que tiene multiplicidad de significados),
un término que puede aplicarse a la crítica de las distintas formas en que las
palabras obran su efecto. La teoría del sentido polisémico es de origen
medieval, y en otros escritos he recurrido con frecuencia a ella, sobre todo a
la formulación de Dante. Esta teoría suele estar ligada a la metáfora de los
niveles, una metáfora jerárquica que se utiliza por conveniencia y que resulta
menos engañosa cuando recordamos que se refiere a un diagrama intelectual
impuesto mentalmente al sujeto, y no a algo inherente a él. Las metáforas
secundarias derivadas de la de «nivel», según las cuales un nivel tiene que ser
o más «alto» o más «profundo» que otro (compárese con la palabra latina
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altus, que significa tanto alto como profundo), suelen llevar a juicios de valor
irrelevantes, pero de los que con frecuencia resulta difícil prescindir.
Echaré un vistazo a una secuencia de estas variedades de categorías
verbales. Se trata, hasta cierto punto, de una secuencia de niveles, aunque los
niveles estén (con muchas reservas) más cerca de Georg Hegel que de Dante
Alighieri. Lo que significa que, en lugar de tener una jerarquía, progresan de
los menos a los más inclusivos. Pero esto también resultaría engañoso si
implicara que cada modo es una entidad autoincluida, lo que es imposible.
Todo modo es parcial e imperfecto: esa es la razón de la existencia de los
demás modos y también de que coexistan dentro de la misma obra.
La secuencia que voy a seguir no es histórica; de hecho es prácticamente
la inversa de la secuencia histórica. Lo más fácil es empezar por el modo que
históricamente ha sido el último en madurar. Me refiero al llamado modo
descriptivo, del que nos servimos para recibir información relativa al mundo
exterior al libro. En este caso contamos con dos estructuras: la estructura de
aquello que se describe y la estructura de las palabras que lo describen. (La
segunda estructura crea en buena medida a la primera, pero será mejor no
complicar las cosas antes de tiempo.) Las palabras o significantes están en
teoría subordinados a lo que significan, son servomecanismos de la
información que transmiten. La variedad de información transmitida por la
escritura descriptiva contribuye de forma natural a que se dé una variedad
igual de tipos narrativos. Algunas narraciones descriptivas, como los libros de
texto, son expositivas, conservan cierto sentido del movimiento que va de lo
más conocido a lo menos conocido, con lo que el lector sigue una suerte de
progresión iniciática. En otras, como la mayoría de los trabajos históricos, la
narración va ligada a la secuencia de acontecimientos que describe. Esta
coincidencia es posible porque tanto los acontecimientos históricos como sus
contrapuntos narrativos siguen un orden temporal. También hay trabajos de
referencia, pensados no tanto para ser leídos de forma seguida como para ser
consultados en lugares específicos. En este caso, como en la disposición
alfabética de un diccionario, la narración adopta una convención puramente
arbitraria ya conocida por el lector. Insisto en estos puntos tan obvios para
enfatizar el papel primordial de la narración o secuencia si queremos agrupar
todos los modos de expresión verbal, desde la Biblia hasta el listín telefónico.
El estilo descriptivo minimiza los aspectos de la escritura que prestan
atención a las relaciones entre las palabras, lo peculiarmente verbal o, en
expresión más vulgar, «meramente verbal». Se evita la ambigüedad, el chiste,
los sentidos múltiples de una misma palabra: nombres y verbos, al menos
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idealmente, poseen un solo significado, el que sugiere su relevancia con
respecto al tema del que trata el libro. También se evitan metáforas y demás
figuras retóricas, excepto como ejemplos o ilustraciones. De hecho, el criterio
primordial de la escritura descriptiva es la verdad objetiva. Para el lector de
una estructura verbal descriptiva, por ejemplo un periódico, es importante
saber si recibe información genuina o, por el contrario, lee algo que el autor
se ha inventado o escuchado de otros. Si esta estructura verbal nos parece una
réplica verbal satisfactoria de lo que describe, la calificamos de verdadera y
llamamos hechos a los detalles de su contenido.
El prestigio de los términos «verdadero» y «hechos» es el responsable de
que suela pensarse que el modo descriptivo de escritura es el modo
fundamental y esencial, aquel que sirve de base jerárquica a los demás. El
descriptivo es el significado literal tradicional en el que las palabras tienen la
función de transmitir lo no verbal. En numerosas ocasiones he señalado la
falta de lógica que encierra la palabra «literal», y lo absurdo que resulta
afirmar que en la Biblia, por ejemplo, el sentido literal (descriptivo) es
fundamental porque sin él la Biblia no podría ser verdadera. En la Biblia no
existe un nivel descriptivo de significado continuo o completamente
desarrollado: si lo hubiera, todo el texto sería una grotesca anomalía. La
dificultad que encerraba la palabra «literal» se vio muy pronto, si bien esa
dificultad quedó anulada por una censura preocupada por la problemática de
la verdad que acabamos de mencionar. En general, las técnicas descriptivas
continuadas en la escritura son posteriores a la Biblia, porque dependen de
ciertos desarrollos sociales y tecnológicos que tardaron mucho tiempo en
volverse plenamente funcionales.
La escritura histórica, por ejemplo, emerge de la crónica, de los rumores y
de la criba de otros libros, al tiempo que se forma la historiografía, con sus
técnicas de investigación y documentación. La arqueología, que tiene apenas
dos siglos de existencia, es esencial para su soporte, sobre todo en los
períodos más antiguos. No estoy sugiriendo que la historia, y mucho menos lo
que ahora se llama historicidad, sea sencillamente la imitación verbal de
acontecimientos externos, sino sólo que sin el doble enfoque descriptivo de
los acontecimientos verbales y ciertos no tendríamos lo que hoy en día
llamamos historia. Y, una vez más, el estudio del mundo externo no logra su
adecuada expresión verbal hasta que se desarrollan las técnicas de la ciencia.
Aristóteles, el escritor antiguo de mentalidad más descriptiva, se veía en gran
medida obstaculizado, si no imposibilitado, por la ausencia de tales técnicas,
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sobre todo en cuanto a sus observaciones biológicas, por lo que centró más su
atención en otro modo que sí podía ser descrito.
También se esconde un factor político en todo eso. El escritor descriptivo
es un escritor democrático, y su verdad depende de que ponga todas las cartas
sobre la mesa, de que en todo momento comparta su conocimiento con el
lector. Aquél que esté en desacuerdo sólo tiene que comprobar los hechos o
repetir los experimentos. No se debe en absoluto a una coincidencia el hecho
que las técnicas de la escritura descriptiva y la teoría democrática se
desarrollaran a un tiempo, dando comienzo más o menos en la época de John
Locke. Hoy en día la madurez de una democracia no está determinada por sus
procesos de votación o elección de líderes, sino por el principio de franqueza
en la escritura descriptiva. Teóricamente, tanto las sociedades democráticas
como las totalitarias reconocen la autoridad de la ciencia, pero ambas siguen
intentando controlar la franqueza en la escritura histórica escondiendo o
destruyendo documentos relevantes.
Es probable que, a corto plazo, las afirmaciones descriptivas hayan
conformado el núcleo de la comunicación humana desde el principio de los
tiempos. Me refiero a formas continuas, que en una era pretecnológica quedan
en gran medida confinadas a la memoria o a los relatos reunidos y contenidos
en la memoria del escritor. Esos relatos, en los cuales el escritor funciona
realmente como un orador, se cuentan entre las formas «logocéntricas» de
Jacques Derrida[7].
En el modo descriptivo, especialmente en los géneros no históricos, se
sigue el proceso lockeano según el cual la percepción lleva a la reflexión. Esta
incluye la percepción experimental, organizada de antemano. Se suele
empezar a escribir en el estadio de reflexión, y la palabra incluye la metáfora
del espejo: lo que se refleja en el pensamiento son los datos inarticulados de
la percepción sensible. Pero esto difícilmente puede significar que se salte a
través de la brecha que va de lo inarticulado a lo verbal. Una percepción que
lleva directamente a la reflexión tiene que ser un impulso verbalizador desde
el comienzo: la ordenación de.las palabras no surge repentinamente a mitad
del proceso. Hay gente irreflexiva que acusa a los estudiosos de cualquier
campo de encontrar sólo lo que previamente han querido encontrar, como si
los descubrimientos genuinos fueran siempre fruto de la ignorancia o del puro
azar. Pero la percepción es potencialmente verbal, parte de una hipótesis
verbalizada presente ya en la mente (por ejemplo, «me pregunto si»), y
avanza directamente hacia su propia realización como logro verbal.
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Por consiguiente, el principio de la escritura descriptiva, la fuerza que la
pone en marcha, es la ordenación de las palabras, que en el nivel de la
conciencia comprometido en esta escritura se manifiesta como ordenación
sintáctica o gramatical. Pero este principio queda, de alguna manera, excluido
de la operación descriptiva: aunque le es fundamental, debe permanecer
incuestionable si la escritura descriptiva como tal ha de mantener toda su
integridad. El escritor descriptivo suele pretender que sus hechos no verbales
«hablen por sí mismos», y desvía la atención del lector apartándolo del papel
que juega su proceso de ordenación de las palabras, tanto a la hora de
conectar datos, como al crearlos, en el sentido de transmutar algo no verbal en
una estructura verbal.
Pero las palabras no pueden transmitir directamente a nuestra mente nada
que no sea verbal. Las palabras transmiten lo no verbal sólo a su modo y
siempre según las convenciones gramaticales. En inglés, una convención
central de este tipo es la de sujeto-predicado-objeto.[*] La autoridad del hecho
no verbal queda considerablemente recortada en este proceso: podemos hacer
el intento de pretender que la relación sujeto-predicado-objeto es inherente a
la naturaleza de las cosas, pero aunque así fuera, la convención gramatical
seguiría constituyendo el límite de lo que podemos alcanzar por este camino.
Por ejemplo, todo el mundo admite hoy las dificultades para comprender una
buena parte de la ciencia contemporánea, presentes en el engorroso trazado
verbal de nombres y verbos que insiste en separar los procesos espacio
temporales y convertirlos en cosas en el espacio y acontecimientos en el
tiempo. La confianza ingenua en la perfecta transparencia del lenguaje como
comunicador de lo no verbal ha desaparecido en buena medida de nuestra
cultura.
En la escritura descriptiva, el proceso de ordenación de las palabras es,
por consiguiente, un fundamento excluido, algo que se da por supuesto sin
que llegue a convertirse en foco de atención. En cuanto se convierte en el
foco, pasamos a otro modo de escritura, un modo que denominaremos
conceptual o dialéctico. En la escritura conceptual, hay que buscar desde
dentro lo que antes llamábamos verdadero, o para decirlo de otra manera: en
el contenido de las palabras más que en lo que reflejan del entorno. El
movimiento que va de lo descriptivo a lo conceptual corre paralelo al
movimiento de imitación o mimesis en Aristóteles, cuando éste ilustra la
relación del arte con la naturaleza. Cuando decimos que «el arte imita la
naturaleza» pensamos instintivamente en una obra de arte, pongamos por caso
una pintura, como copia de un modelo natural, paisaje o lo que sea, siempre
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exterior. Hasta cierto punto es así, pero al final concluiremos que la relación
entre el arte y la naturaleza se entiende mejor como relación interna en la
cual, según la terminología de Aristóteles, el arte es la forma y la naturaleza el
contenido. La naturaleza sería, por lo tanto, algo que el arte contiene y no lo
que se refleja en él.
Esta visión amplía la perspectiva de la crítica pictórica, a pesar de todos
los artistas que afirman pintar sólo lo que ven, y a pesar de los críticos
incompetentes (un grupo bastante mermado hoy en día, pero que predominó
en otros tiempos) que piensan que el mérito de una pintura radica en la
similitud de su contenido con algo no pictórico. Pero en la fotografía, que,
como otros diversos modos descriptivos, se ha desarrollado hace
relativamente poco tiempo, se sigue poniendo el acento en la transmisión
pictórica de un modelo externo.
Al igual que el escritor descriptivo, el conceptual busca la verdad objetiva
de las palabras para lo cual sigue recurriendo a la mente consciente y a su
sentido de la objetividad. Pero lleva a cabo esa búsqueda dentro del orden
verbal que él construye, lo que no deja de traslucirse en la profunda tensión
del movimiento narrativo. Que la frase B tenga que «seguir» a la frase A es de
una gran importancia, hasta el punto que las reglas de la lógica se han
desarrollado para asegurar que tal seguimiento sea siempre correcto. La
narración se convierte en argumento, y el argumento está diseñado para
ejercer una fuerza compulsiva en el lector, evocando respuestas del estilo de
«Me veo forzado a pensar» o «Me siento compelido a aceptar» tanto en el
escritor como en el lector. Durante muchos siglos este sentido compulsivo de
la argumentación tuvo un enorme peso cultural (GC, p. 35), y se daba por
sentado que la fuerza del argumento era uno de los factores determinantes del
comportamiento. Lo que saca a relucir una cuestión implícita en el título de
este libro: la relación de las palabras con el poder.
En la escritura conceptual se pone el acento en el poder de las palabras
para coordinar elementos verbales, de ahí que este modo se concentre en los
elementos relacionados más directamente con la coordinación. Estos se
expresan en términos tales como tiempo, naturaleza, sustancia, ser, todos los
cuales son necesariamente abstractos y se relacionan de inmediato con la
construcción verbal en sí y, hasta cierto punto, están alejados del mundo
exterior.
Dos características de esta escritura nos interesan ahora. Una, que la
ambigüedad puede llegar a ser una fuerza positiva y constructiva en vez de un
simple obstáculo para el sentido. Palabras como «tiempo» en Henri Bergson o
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«sustancia» en Benedictus de Spinoza tienen que ser utilizadas en una gran
variedad de contextos, y aunque los diferentes usos pueden ser consistentes, la
consistencia no tiene por qué significar identidad. La otra característica es
que, sobre todo cuando la relación con lo concreto parece incierta, la escritura
conceptual suele ser llamada «especulativa». Aquí volvemos a encontrarnos
con la metáfora del espejo (speculum), pero de un modo distinto a la
«reflexión» de la escritura descriptiva. Si nos preguntamos qué refleja la
especulación, la respuesta tradicional es el ser, totalidad conceptual que
trasciende tanto a los seres individuales como la suma total de seres. Martin
Heidegger afirma que la primera pregunta en filosofía es: «¿Por qué hay ente
y no más bien la nada?» Pero las cosas no constituyen aquello a lo que
Heidegger se refiere cuando habla del ser, de modo que la pregunta lleva a
otra: «¿Por qué hay ser más allá de todos los seres?»
Parece claro que los logros más impresionantes del modo conceptual son
los grandes sistemas metafísicos, las estructuras que buscan mostrar el mundo
a la mente consciente. La palabra «sistema» es una metáfora espacial, y
cuando en el siglo XIX las metáforas temporales reemplazaron a las espaciales,
los géneros filosóficos se fragmentaron y el énfasis recayó en los aspectos
lineales del argumento. Paralelamente, se desarrolló el intento de integrar el
modo conceptual y el modo descriptivo, tal como sucedió en el movimiento
llamado «positivismo lógico» a principios de este siglo. En este período llegó
incluso a decirse que la metafísica era una gigantesca ilusión verbal basada en
un malentendido de las posibilidades del lenguaje. Alguien que haya leído,
pongamos por caso, la Metafísica de Aristóteles, para liberación y disfrute de
su mente, es poco probable que se tome demasiado en serio una afirmación
como ésa, sean cuales fueren sus pruritos filosóficos. En cualquier caso, el
positivismo lógico asumió una antítesis entre sentido y sinsentido que hoy ya
no compartimos. Pero sus prejuicios contra la metafísica tuvieron vigencia
durante mucho tiempo.
Todo lo que suena antiintelectual acaba por volverse popular. Por eso
oímos a menudo el pareado citado a continuación con la creencia de que
afirma la superioridad de aquellos que se conforman al sentido común, como
la gente corriente, frente a los grandes exploradores del pensamiento:
He knew what’s what, and that’s as high
As metaphysic wit can fly[*]
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Pero éste es Samuel Butler en el siglo XVII hablando de Hudibras, que no
es una persona con sentido común sino un asno pedante y pretencioso.
Hudibras ha estudiado filosofía, y sabe que una de las cuestiones centrales es
«quid est quid»: qué es el qué, o el ser. Butler no dice que Hudibras supiera la
respuesta a la pregunta, sino que sabía que la pregunta existía.
La estructura metafísica en sí misma, con su especulación reflejando el ser
como un lago refleja el cielo, lleva implícita una cualidad contemplativa,
como si los ritmos beta de la conciencia convencional se relajaran en los
ritmos alfa, más meditativos. El imponente sosiego de la Etica de Spinoza es
un ejemplo. Pero hay otros elementos en la escritura conceptual que mitigan
esta impresión. Detrás de casi todos ellos se encuentra la dialéctica
tradicional, que parte en dos toda pregunta, aceptando la deducción verdadera
y rechazando la falsa. Potencialmente se trata de un uso agresivo y militante
del lenguaje: podría decirse todo al respecto si el caballero verdadero ganara
siempre, pero el caballero derrotado puede colocarse una nueva armadura y
vencer a su vez a su contrincante. La escritura descriptiva, en cambio, intenta
escapar del argumento. Aquí están los datos, dice el escritor descriptivo: si
son ciertos funcionarán como hechos establecidos, mientras que si son falsos
no serán nada. Pero en cuanto hacemos de la ordenación de los datos el centro
de la actividad, entramos en un mundo en el que el argumento ocupa un lugar
central y sus posibilidades son ilimitadas. La ordenación significa seleccionar
poniendo de relieve, actividad que nunca es correcta o equivocada por
definición.
La cualidad impersonal y objetiva de la escritura dialéctica es un ideal, y
muy importante, pero lo impersonal deja fuera lo personal, y uno se pregunta
si lo personal puede dejarse fuera de forma indefinida. Quien como Orgon en
el Tartufo comente abiertamente: «¡Pero es que yo quiero que sea verdad!»,
se descalifica a sí mismo e impide que se le tome en serio, tanto en el modo
conceptual como en el descriptivo. La Metafísica de Aristóteles se abre con la
aseveración de que por naturaleza todo el mundo «quiere» (horgetai) saber.
Por consiguiente el estilo objetivo de la escritura conceptual tiene su
fundamento en algo que se parece más a un deseo o una energía subjetivos.
Esto sugiere la existencia de otros factores implicados, aparte de la
construcción lógicamente impecable.
Alfred Whitehead, por ejemplo, subraya: «Toda filosofía está teñida del
colorido de algún fondo imaginativo secreto, que nunca emerge
explícitamente en la sucesión de razonamientos»[8]. Una vez más volvemos a
adentrarnos en lo que parece un fundamento excluido. Al considerar la lógica
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de determinado argumento olvidamos que el argumento es la verdad de quien
lo construye. Está claro que no se puede reducir este deseo a algo puramente
subjetivo, como la obsesión en la fijación materna que siente Orgon por la
piedad de Tartufo. Existe un argumento impersonal, una vocación de
consenso y otras señales de honestidad intelectual que poseen su propia
autoridad. Así y todo, falta algo. En teoría la validez de un argumento no
tendría que depender de la persona que lo articula: el argumento, entonces,
permanecería idéntico fuera quien fuese su emisor. Pero nadie cree esto del
todo: siempre hay algún atisbo de relación con una personalidad.
En ocasiones hasta nos preguntamos si no podría desarrollarse un sistema
metafísico completo a partir de una metáfora personal. A menudo damos con
ilustraciones diagramáticas, como la línea divisoria en La república de Platón,
y otros diagramas implícitos en las locuciones conectivas utilizadas. Unas
cosas son más altas y otras más bajas; en una mano tenemos esto, en la otra,
aquello; algunos datos se encuentran dentro de nosotros y otros fuera. Este
tipo de conexiones metafóricas sugiere la orientación de un cuerpo humano en
el espacio. Posiblemente este cuerpo oculto sea el centro de toda la operación,
una personalidad que habla a través de la máscara del argumento. El mismo
escritor conceptual diría: «Sí, por supuesto, yo lo escribí y quería decir lo que
dije». Cuando este factor personal fundamentador no sólo se asume sino que
se desplaza hacia el centro y se convierte en un nuevo foco de la operación
verbal, la dialéctica se transforma en retórica, y de lo conceptual pasamos a lo
ideológico, es decir, a la estructura verbal que apela al compromiso más que a
la razón. En nuestro siglo, el movimiento existencialista puso de moda a
diversos escritores conceptuales —san Agustín, Blaise Pascal, Søren
Kierkegaard— que enfatizaban el carácter inseparable de lo personal en este
tipo de escritura.
DOS
En el primer libro de La república, durante una discusión general entre
Sócrates y algunos de sus amigos y discípulos, sale a relucir la palabra
justicia. Uno de los miembros del grupo, Trasímaco, intenta demostrar que la
justicia es siempre aquello que beneficia al más fuerte. Sócrates deshace su
argumentación con facilidad, y reduce a Trasímaco al silencio. Pero la
situación encierra un buen número de ironías, aparte del papel irónico del
propio Sócrates. Los discípulos de Sócrates no quedan satisfechos, y le urgen
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a proseguir con el discurso, lo que implica reconsiderar lo que Trasímaco
intentaba decir en un contexto más inclusivo.
Trasímaco es un sofista, alguien que, según Platón, sostiene que el bien y
el mal, la verdad y la falsedad se refieren a situaciones concretas. A los
sofistas les preocupaba la retórica, no la dialéctica, y querían adiestrar a la
gente para que hablara de un modo eficaz en los tribunales de justicia y las
asambleas. Platón demuestra que la retórica es inferior, incluso
lamentablemente inferior, a la dialéctica, con el argumento de que los sofistas
cobran por sus enseñanzas. Trasímaco advierte a los presentes que no piensa
dar su preciosa definición de la justicia a cambio de nada. Y sin embargo, la
refutación de Sócrates a Trasímaco deja claro que aunque más ágil y
generoso, el primero también es un sofista. Sócrates sólo demuestra que la
«palabra» justicia es una de las palabras buenas, y que su contexto está
próximo al de otras palabras buenas de significado admirable y virtuoso.
Trasímaco no habla de esto para nada: se refiere al mundo inarticulado del
poder. Es un precursor de Nicolás Maquiavelo, de Thomas Hobbes, de Karl
Marx y del Friedrich Nietzsche de la madurez, alguien que nos habla de un
mundo donde lo efectivo no son las palabras, sino el materialismo u otras
formas de poder, y en donde el uso de una palabra como justicia supone,
sobre todo, que alguien que detenta el poder racionaliza el hecho de que va a
seguir poseyéndolo.
Para Sócrates, la justicia real, la justicia que se alcanza mediante la
dialéctica y no la retórica, sólo puede existir en un mundo diferente. ¿Pero
dónde está ese mundo, si es que realmente está en alguna parte? ¿Se trata de
otro mundo, del mundo en el que entramos al morir, o de este mundo después
de una revolución? ¿O se refiere a la comunidad de quienes saben que es
mejor soportar la injusticia que infligirla, porque también saben que la palabra
justicia, por impotente que sea, sigue significando algo, y adquirir significado
en cierto modo es adquirir poder? La causa de la libertad no está del todo
perdida mientras alguien sea consciente de que la voz de la tiranía emplea mal
las palabras; es decir, miente.
Cualquiera de estas respuestas puede ser la correcta, o incluso todas ellas
al mismo tiempo: los diez libros de La república parecen dar cabida a todas.
Pero si a la víctima de la injusticia no le sirve de ayuda la visión de Trasímaco
—«está mal, pero así son las cosas»—, otro tanto puede decirse de la visión
socrática de la justicia, según la cual los hombres hacen lo que por naturaleza
están mejor dotados para hacer. Cuando llegamos a la «mentira piadosa» de
Sócrates, que asegura la estabilidad de su estado ideal, Sócrates y Trasímaco
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parecen encontrarse en buena medida en el mismo nivel, y hablar de lo
mismo. La república pertenece a la literatura utópica y, consecuentemente, al
mundo moral antes que al intelectual.
Cualquiera que sea el papel de la coherencia lógica o dialéctica en La
república, ésta emerge como una visión personal de la mente de Sócrates. En
este punto nos hemos desplazado a un tercer modo, basado en la
identificación del escritor con lo que escribe. Digo escritor, pero en esta área
lo ideal es el habla antes que la escritura. Las estructuras retóricas son
peculiar mente logocéntricas, y la autoría escrita apunta hacia un orador que
se dirige a una audiencia. La asociación de la escritura retórica con el discurso
es lo que ha producido la curiosa idealización del orador, el profesional
retórico de la palabra, que recorre la historia de la cultura desde Marco Tulio
Cicerón hasta los humanistas del Renacimiento, sin detenerse allí. En La
república, una vez más, se identifica al escritor Platón con el orador Sócrates;
y en la iconografía cristiana los cuatro seres del Apocalipsis 4, 7 —derivados
de Ezequiel 1, 10— se identifican con los cuatro evangelistas, Mateo, Marcos,
Lucas y Juan, quienes suministraron el vehículo escrito para las palabras de
Cristo.
A diferencia de Platón, Aristóteles no menospreciaba la retórica ni la
tachaba de arte secundario, poniéndola al mismo nivel que la cocina, pero su
tratado sobre el tema se abre con una palabra muy significativa. La retórica,
dice, es el antistrophos, el coro de respuesta de la dialéctica. Prosigue
explicando que el elemento esencial de la retórica es la persecución genuina,
lógica y objetiva de la verdad que facilita la dialéctica. Apelar a factores
subjetivos y emocionales en la audiencia resulta sospechoso: la retórica puede
avanzar mediante saltos lógicos discontinuos (entimema), pero en cualquier
caso necesita preservar la continuidad impersonal de la lógica. Por
consiguiente, Aristóteles parece argumentar que Platón, independientemente
de lo que haga en la práctica, sostiene en teoría que existe una persecución
desinteresada de la verdad moralmente superior a la retórica, y que ésta
debería imperar siempre que fuera posible. La dificultad de este argumento
radica en que la retórica representa una forma de comunicación más inclusiva
que la dialéctica. La retórica expresa una posición de la personalidad más
general que el simple argumento y apela a ella: no se trata de una imitación de
la dialéctica, sino de la incorporación de ésta a un modo distinto.
Pocos siglos después de Aristóteles se produce el ascenso del pensamiento
cristiano, y la cristiandad, al menos entonces, no creía que una dialéctica
desinteresada fuera posible o siquiera deseable. San Agustín se expresa con
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claridad cuando afirma que la persecución de la verdad por puro placer no es
sólo una ilusión sino un pecado de orgullo. En la teoría medieval del sentido
polisémico, o al menos en la exposición de Dante, no existe correspondencia
directa con nuestro modo conceptual, pero encontramos dos niveles diferentes
del que yo denomino retórico. El primero es «alegórico» (mejor llamado
analógico o tipológico), y responde a la pregunta «quid credas», qué debemos
creer; el otro, moral o tropológico, responde a la pregunta «quid agas», qué
debemos hacer. Podríamos hablar, respectivamente, de la teoría y la práctica
de la ideología cristiana. Son por supuesto inseparables: en el nivel de la mera
creencia, no es posible distinguir lo que creemos de lo que creemos que
creemos (GC, p. 257); sólo nuestras acciones muestran lo que realmente
creemos.
Sobre esta base, podemos tal vez descifrar los términos ideológico y
retórico. Los desarrollos más elaborados de nuestro tercer modo son los
grandes marcos de esas suposiciones aceptadas (la mayoría de las veces
tampoco examinadas) que conocemos como ideologías. Normalmente se trata
de estructuras de autoridad social, en la medida que las estructuras verbales
puedan articular y racionalizar la autoridad. La «estrategia» de la ideología
puede iniciarse con premisas que van más allá del argumento, pero lo normal
es que proceda respetando en mayor o menor grado la honestidad lógica e
intelectual, permitiendo incluso una cantidad limitada de diálogo con aquellos
que se encuentran fuera de la ideología. En este sentido, respeta el contenido
del principio aristotélico de controlar la retórica mediante la dialéctica. Sin
embargo, cuando una autoridad social establecida insiste en lo esencial de
ciertos postulados ideológicos y se muestra dispuesta a arremeter contra
cualquier disidente que públicamente proclame una actitud diferente, queda
claro que la dialéctica se halla subordinada a alguna otra cosa.
Las «tácticas» de la ideología están incorporadas en obras retóricas, u
oratorias, con las que se quiere persuadir y crear una respuesta «convencida».
En oratoria se pretende lograr una identificación entre orador, discurso y
audiencia. El «yo», que es el escritor o el orador, se autoidentifica con el
«nosotros», al que se dirige dentro del marco de suposiciones común,
representado por el discurso. Tal identificación sería imposible si la atención
de la audiencia se desvía hacia lo objetivo, o si adopta durante un lapso
cualquiera una dirección centrífuga: todo el énfasis tiene que recaer en el
ordenamiento interno de las palabras. Veíamos que en la teoría medieval el
nivel moral que persuade a pasar a la acción también era conocido por los
nombres de «tropológlco» o «figurativo». Esto apunta al hecho de que en
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oratoria hay que poner mucho énfasis en la lengua figurativa o puramente
verbal: metáfora, alegoría, símil, antítesis y, sobre todo, repetición.
En oratoria encontramos otro dispositivo verbal, más primitivo si cabe: un
ritmo basado no en las secuencias sintácticas de la prosa, que expresa los
ritmos del despertar de la conciencia, sino en un martilleo repetitivo y
recurrente como el del verso. El lenguaje figurativo también es literario, y
aprender los dispositivos retóricos resultaría tan útil al orador como al poeta.
Desde la época clásica hasta después del Renacimiento, lo retórico y lo
literario fueron compañeros reconocidos, dos variedades del lenguaje
figurado.
Si echamos un vistazo a situaciones retóricas típicas y positivas como la
oración de Abraham Lincoln en Gettysburg o los discursos de Winston
Churchill de 1940, comprobaremos la forma en que se sostienen las
ideologías durante una crisis histórica. La llamada a la razón no es lo
principal, aunque tampoco se descarte. El principio invocado en estos casos se
refiere a que antes de ser algo pertenecemos a algo, que nuestras lealtades y
sentido de la solidaridad deben primar sobre la inteligencia. Este sentido de la
solidaridad no es simplemente emocional, como tampoco simplemente
intelectual: podríamos llamarlo, con mayor precisión, existencial. También se
da aquí un uso del discurso figurado, basado en la repetición («del pueblo, por
el pueblo, para el pueblo»; «nos batiremos en las playas; nos batiremos en las
colinas»).
Cuando la retórica pasa de lo histórico a lo inmediato, como en los
mítines y los alegatos, empezamos a detectar los rasgos que explican la
suspicacia, el desprecio incluso con el que Platón y Aristóteles consideraron
tantas veces la retórica. Tomemos una situación retórica en la peor de sus
formas. Una retórica acusada unida a una ambición de corto alcance
pretendería adormilar al perro guardián de la conciencia, y entonces el latido
constante de la conciencia se tornaría hipnótico, como sugiere la metáfora de
«acunar» a una audiencia. La repetición de frases estereotipadas está pensada
para provocar cierta forma de disociación. El callejón sin salida que resulta de
todo ello es ese monstruo semiautónomo llamado masa, cuya vociferante
cabeza es el orador. Ante la masa, el cuestionamiento independiente que exige
la dialéctica es un acto de abierto desafío, y normalmente es tratado como tal.
Decíamos que en el área conceptual la argumentación era interminable,
pero la retórica dispone de un arma ad hominem o personal para detenerla.
Podemos decirle a alguien: «Eso lo dices porque eres ateo, comunista, judío,
cristiano, o porque tienes una madre castradora», etcétera, etcétera. Tales
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armas verbales son ilegítimas en el modo conceptual, en el que se parte de
una base impersonal. Pero desempeñan un papel importante en la ideología,
un papel que no siempre es violento o siniestro, ya que puede utilizarse para
examinar la propia posición y ver las limitaciones que conlleva.
En este punto asoma otro tema. Hasta ahora hemos hablado de lo
activamente ideológico, pero también hay un lado pasivo en la ideología, en
el que toda estructura verbal, por el simple hecho de estar condicionada por su
entorno social e histórico, refleja ese condicionamiento. Los sistemas
metafísicos, hasta Gottfried Leibniz al menos, muestran una tendencia a
presentarse de forma espacial, por decirlo así, como estructuras consagradas a
la verdad inmutable, y que por consiguiente se elevan por encima del tiempo.
Sin embargo, de hecho no se elevan por encima del tiempo, y ello resulta cada
vez más evidente con el paso del mismo. Cuanto más tiempo lleva muerto un
pensador, más posibilidades tiene su obra de ser estudiada como documento
ideológico.
Por consiguiente, la ideología parece ser el delta en que confluyen todas
las estructuras verbales. Pero, entre los otros aspectos a considerar, el más
reincidente es la tendencia de las ideologías a convertirse en tiranías o
dictaduras populares. Una ideología es más beneficiosa cuanto menos poder
tiene, cuando la gente puede cuestionar libremente sus supuestos, cuando las
terribles garras de la autoridad ideológica, las inquisiciones, las policías
secretas y demás, no son sólo reducidas sino eliminadas.
De ahí que sea tan importante la independencia de los modos descriptivo
y conceptual, así como el mantenimiento de sus normas de autoridad verbal.
Un nuevo descubrimiento científico o histórico puede socavar una ideología
en cualquier momento; y los filósofos —aun cuando en épocas difíciles pueda
parecer que tienen ciertas dificultades en demostrar su propia existencia,
como lo muestra Rene Descartes de otro modo— son capaces de desempeñar
un papel crucial a la hora de dejar oír la voz de la razón y la lógica en los
momentos en que una sociedad se vuelve presa de la histeria. La voz de la
razón, sin embargo, suele ser débil y poco efectiva, porque lo razonable y lo
racional son cosas distintas. Al ser inherentemente deductiva, la dialéctica
racional tiende a asumir un mundo euclidiano, en el que las vías de acción
deben corresponder a un argumento, por poco práctico que éste sea. Lo
razonable es tener conciencia de que todo argumento racional es una media
verdad, y que la otra mitad debería incluirse en un compromiso más flexible y
tolerante.
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Hecho y concepto no pueden separarse de la ideología, pero suele ser
posible distinguirlos. En nuestros días las reacciones a esta situación son
curiosamente extremas. Desde un extremo se habla de una «explosión de
información» como rasgo de nuestro tiempo, aparentemente sin percibir
cuánta de esta información nos llega preenlatada en envases ideológicos. El
otro extremo asegura que como nadie está libre de compromisos o
suposiciones, y que es imposible desentenderse al cien por cien, que alguien
lo logre en mayor o menor grado no es significativo; así los esfuerzos por ser
intelectualmente honestos al enfrentarse con gente comprometida con otros
ideales son en última instancia fútiles. Pero que en la vida humana sea
imposible alcanzar un logro ideal no resta importancia al hecho de dirigirse
hacia tal logro.
No podemos concluir aquí, porque las ideologías, al igual que otros
organismos humanos, son mortales: nacen, envejecen y mueren, o se
metamorfosean. En otros modos verbales, decíamos, la decadencia y la
metamorfosis eran resultado de la actividad. El ascenso de la ciencia y la
filosofía secular significó que la ideología cristiana, cimentada en un universo
geocéntrico, un inicio muy reciente y un final inminente del tiempo, un cielo
o un infierno cuasi espaciales esperándonos al morir y una organización
dedicada a sofocar cualquier manifestación de pensamiento no aceptado,
tuviera que reagrupar sus fuerzas y reordenar sus tácticas durante los últimos
siglos, al tiempo que se veía compelida a aceptar el reto de otras ideologías.
De todo ello parece desprenderse la conclusión de que existen modos verbales
aún más inclusivos que la ideología. Para echar un vistazo a esto deberemos
comenzar preguntándonos: ¿qué crea en primer lugar una filosofía? ¿Por qué
la autoridad social racionaliza el poder de sus palabras, en lugar de limitarse a
afirmar que posee ese poder, lo único que, según Trasímaco, necesita hacer?
¿No vuelve a haber aquí un fundamento excluido que en realidad es una
fuerza conformadora, algo que podría ser el centro de un cuarto modo?
TRES
La unidad ideológica entre orador, discurso y oyente es de tipo humano y
social y el entorno no humano rara vez entra allí de forma directa. Las
ideologías crecen en proporción a la convicción del hombre de ser el animal
dominante en la naturaleza, mientras que el toro, el águila o el león carecen de
espíritu, y por consiguiente son poderes que el hombre puede incorporar a su
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propio cosmos. Esta convicción tuvo que ser precedida de una sensación más
primitiva de alienación humana y desamparo en la naturaleza, sensación que
en buena medida se fue perdiendo con el fortalecimiento de la sociedad. Los
sentimientos de impotencia que, así y todo, subsistieron fueron en parte
transferidos a los dioses, y acontecimientos tan tardíos como, pongamos por
caso, el terremoto de Lisboa de 1755, aún se explicaban recurriendo a
fórmulas del estilo «Dios los castigó por sus pecados». Pero el proceso
histórico normal tiende a eliminar tales formas y a contemplar terremotos y
fenómenos semejantes como simples procesos «naturales» que no están
provocados, y en los que no interviene, ni Dios ni ningún tipo de dios.
Por consiguiente, el mundo ideológico como tal tiende a convertirse en un
mundo de lo humano y de lo no humano, y no existe nada personal fuera de lo
humano. Lo mismo puede decirse de los modos verbales previos. El científico
se encuentra mucho más a gusto si evita la sensación de la existencia de lo
espiritual o de lo personal no humano. Si es un biólogo y estudia la evolución,
será mejor para él excluir el sentido de lo teleológico, de un diseño personal
no humano; si es un astrónomo y estudia el Bing Bang, o la alternativa que
prefiera, será mejor para él evitar palabras tales como creación. Cuando digo
«mejor» me refiero a menos susceptible de caer en lo que para él serían
concepciones regresivas, que no harían más que oscurecer su ciencia. Es
cierto que en física, por ejemplo, se ha establecido el principio de que el
observador altera lo que observa mediante el proceso de observación. Pero la
palabra «observador» sigue confinada a una consciencia relacionada con lo
impersonal, y lo que está fuera de la conciencia, como las emociones,
pertenece a un mundo subjetivo que todavía no es funcional en física.
Sin embargo, los seres humanos siguen sintiéndose alienados en un
entorno no humano. El nacimiento y la muerte siguen siendo misterios
impenetrables; también lo sigue siendo lo que se ha dado en llamar «ser a mí»
(thrownness), es decir el sentimiento de que la existencia es un hecho
arbitrario. Igual que la sensación de asombro y arrebato al contemplar las
estrellas, el mar o la quietud de un bosque, que nunca se satisface del todo con
las tendencias despersonalizadoras del pensamiento descriptivo, social o
ideológico, por muy flexible que éste sea. De ahí la necesidad de un modo de
comunicación verbal más inclusivo; este tipo de comunicación que desde el
período romántico se ha venido llamando imaginativo. Un modo que rompe
los dogmas solidificados que las ideologías parecen anhelar y nos introduce
en un mundo con un final más abierto.
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Una respuesta imaginativa es aquella que sostiene la desaparición de la
diferencia entre lo emocional y lo intelectual, y en la que la conciencia
convencional es sólo uno más de los posibles elementos psíquicos, ya que la
fantasía y la ensoñación participan de un estatus semejante. El criterio de lo
imaginativo es lo concebible, no lo real, y expresa lo hipotético o supuesto, no
lo concreto. Parece claro que semejante criterio nos remite a esa área verbal
que llamamos literatura.
Las narraciones literarias descienden históricamente de los mitos o, mejor
dicho, de la suma de mitos que llamamos mitología. Un mito es un relato
(mythos), que normalmente trata de los actos de los dioses. Al ser un relato, es
potencialmente literario, y tiene la misma forma que otros tipos de relato,
como los cuentos populares y las leyendas, menos preocupadas por seres
divinos convencionales. A medida que se desarrolla la categoría que
llamamos literatura, estos relatos tipo se funden, y los mitos tradicionales
pasan a formar parte de las ficciones de novelas, romances y epopeyas,
además de entrar, de forma episódica, en la poesía lírica. A pesar de que ya lo
he tratado en algunos de mis trabajos anteriores, volveremos con más detalle
sobre esto en los dos capítulos siguientes.
Los mitos nos devuelven a un tiempo en que la distinción entre sujeto y
objeto era mucho menos continua y rígida que ahora, con los dioses como
personajes centrales del mito, puesto que suelen ser personalidades que se
identifican con aspectos de la naturaleza. Existe, por tanto, en función de la
metáfora, otro elemento literario que aún deberemos examinar. Los dioses
repueblan, por decirlo así, la naturaleza no humana: dioses solares, marinos y
de la tormenta devuelven a la naturaleza moradores personales, y la proveen
con lo que, en un contexto diferente, se ha dado en llamar una relación de «tú
a tú»[9], relación que sustituye el entorno de la conciencia convencional, en el
que todo es un «eso». Pero con el florecimiento de la literatura, la existencia
de estos dioses se da por supuesta y deja de tener importancia. Siguieron
poblando la literatura con la misma energía después de que los templos de
Júpiter y Venus fueran demolidos y los rezos y rituales dejaran de asociarse
con ellos. El poeta no necesita afirmar la realidad de lo que dice, o su
existencia ontológica. Podría parecer que esto le priva de utilidad social e
influencia, y en muchos aspectos es así.
El mito es tanto el fundamento excluido de la ideología como el asumido.
Hay un número infinito de mitos individuales, pero sólo un número finito —
de hecho, un número muy pequeño— de series de mitos. Estas series
expresan hasta qué punto les desconcierta a los hombres ignorar por qué
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estamos aquí y hacia dónde vamos, e incluyen los mitos de creación, de caída,
de éxodo y migración, de destrucción de la raza humana en el pasado (mitos
de diluvio) o en el futuro (mitos apocalípticos), de la redención en alguna fase
de la vida, ya sea en su transcurso o después, se interprete como se interprete
ese «después». Tales mitos resumen, con toda la amplitud que puedan darle
las palabras, la visión que tienen los hombres de su naturaleza y destino, su
ubicación en el universo, su sentido tanto de la inclusión como de la exclusión
respecto de un orden infinitamente mayor. Así, aunque la literatura como tal
no haga afirmaciones ontológicas, el modo imaginativo o poético de ordenar
las palabras tiene que ser el punto de partida para conferir realidad a la
personalidad no humana, ya se trate de ángeles, demonios, dioses o de Dios.
Lo primero que hace una ideología es dar una versión de lo que considera
relevante en su mitología tradicional, y utiliza esta versión para formar y
reforzar un contrato social. Una ideología es por tanto una mitología aplicada,
y sus adaptaciones míticas constituyen aquello que tenemos que creer, o decir
que creemos si formamos parte de una estructura ideológica. En su sentido
habitual, la creencia, no exige otra cosa que declarar la adhesión a una
ideología (GC, p. 257). Una ideología suele sugerir algo del siguiente estilo:
«El orden social no es siempre como te gustaría que fuese, pero es lo mejor
que puedes esperar por el momento, aparte de que es lo que los dioses te han
destinado. Obedece y trabaja». La persecución y la intolerancia son el
resultado de la decisión de una ideología —tal como viene expresada por su
clero, y apoyada por su clase, ascendente en general— para hacer de su canon
mitológico el único compromiso posible, al tiempo que sobre los otros recaen
las acusaciones de heréticos, morbosos, irreales o malignos. En esto se ve que
existe una fuerte resistencia, en el interior de una ideología, a hacer visible su
fundamento excluido, el mito que le da vida, y a examinarlo desde una
perspectiva más amplia.
Como la literatura no afirma nada y se limita a proponer símbolos e
ilustraciones, pide una suspensión del juicio, así como una serie de variedades
de reacción que, si se dejan a su aire, podrían ser más corrosivas para una
ideología que cualquier escepticismo racional. He mencionado la autoridad de
la voz de la razón en una sociedad histérica, pero la razón depende de la
conciencia, y la conciencia es un mecanismo defensivo, un filtro que deja
fuera otras formas de actividad psíquica, como la fantasía o el sueño, que en
la literatura sí cumplen una función determinada. A todo contrato social le
interesa asimismo reducir estas actividades psíquicas no racionales a la
irrealidad. Eso ofrece al poeta un campo de juego psíquico «simulado», que
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no necesita ser tomado en serio a menos que vuelva a entrar en un modo
ideológico y haga su exposición en su propio lenguaje.
Está claro que muchos poetas hacen esto, y se sentirían completamente
inseguros y carentes de función social si no lo hicieran. Durante un tiempo, en
los años treinta y cuarenta de este siglo pareció como si la literatura fuera a
convertirse en un comercio cerrado de creyentes ideológicos que se adherían a
una determinada postura religiosa o política, por lo común de tipo autoritario.
¿Qué otra opción le queda al poeta, si sólo puede juguetear en un vago mundo
mítico o aludir oscuramente a grandes misterios que nadie, ni siquiera él,
comprenderá nunca? Percy Bysshe Shelley escribió un poema de libre
asociación mítica llamado The Witch of Atlas, pero hasta su esposa creyó que
estaba comportándose de forma irresponsable. En el fondo, incluso él mismo
lo creyó, aunque defendiera su derecho a tomarse esa libertad.
Hemos visto que la sospecha que planeaba sobre el desarrollo de la
retórica era que consistiese, más que nada, en mala dialéctica, en que fuese un
reforzamiento del legítimo recurso a la razón mediante un ilegítimo recurso a
las emociones o a los intereses creados. También veíamos que en esta
sospecha había mucha verdad, que existen formas degradadas de retórica y
que la dialéctica tiene cierto poder, aunque muy limitado, para luchar contra
aquellas. De modo similar, en una época dominada por ideologías
estruendosas, sobre el mito recaen buena parte de las sospechas de ser el
inspirador de las malas ideologías. Podemos distinguir dos formas de retórica
que, si no siempre degradadas, son ciertamente sospechosas: la propaganda y
la publicidad. Son sospechosas porque su aproximación es irónica: un
publicista apenas se compromete con lo que dice, ni espera una respuesta de
compromiso por parte de su público. Dando por supuesto cierto grado de
control social, semejante práctica resulta relativamente inofensiva: sólo son
abiertamente degradadas las formas de propaganda retórica respaldadas por
amenazas y penalizaciones pensadas para eliminar la respuesta irónica.
Cuando una ideología es reforzada o promovida hasta la histeria y el
fanatismo, se capta su base mitológica con toda claridad pero de una forma
patológica. Ejemplos son el mito racista «ario» del que parte el nazismo, el
mito de un campesinado espontáneamente creativo e ideológicamente
obediente en la China de la «Banda de los Cuatro», y los mitos
«fundamentalistas» o sectarios de varias religiones, que muchas veces se
conforman en torno a un líder carismático que cercena la libertad de sus
seguidores, separándolos del resto del mundo. Así y todo, la mitología, buena
o mala, crea la ideología, buena o mala. De ahí que sea erróneo usar la
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palabra mitología para referirse únicamente a: 1) una ideología mala o trivial,
2) la ideología de los otros, convenientemente denigrada, o 3) una mitología
enferma. De aquí nace el prejuicio común hacia la literatura, que ha
convertido los términos estructura literaria, mito, fábula y ficción en
sinónimos de falso. Hay incluso quien cree que todo mito constituye una
patología verbal: esta aberración característica del siglo XIX ha llegado hasta
el XX.
Los mitos, sin embargo, tienen un rasgo que hace explicable este
menosprecio. Cuando la mitología se adapta a una ideología contribuye al
establecimiento de un contrato social, propone datos pretendidamente
históricos y acontecimientos del pasado de un modo tal selectivo que apenas
si podemos considerarlos realmente históricos. Los mitos de creación y de
diluvio en el Génesis, por ejemplo, dicen explícitamente «Esto es lo que
sucedió», e implícitamente «Es difícil que esto sucediera exactamente así».
La razón de presentar el pasado, real o legendario, de este modo se
encuentra ya en la misma palabra presentar. Puede que las primeras
sociedades no tuvieran una idea demasiado clara de su historia, pero sabían
que sus vidas acabarían en la muerte, que habían sido testigos de muchos
desastres y contratiempos, que es probable que tuvieran que ser testigos de
otros en el futuro, y que su mundo estaba lleno de crueldad e injusticia. El
mito sirve como contrapeso a esa visión de su historia, ya que sugiere que
esos avatares son una repetición de mitos ancestrales o la plasmación de su
significado. Esos mitos no son simples «cuentos paternos», como decía
Thomas Mann, sino confrontaciones con una carga de significado que exige
todas las reservas de coraje y energía necesarias para mantener una rutina o
para afrontar una crisis.
A lo largo de este libro invocaremos esa fórmula de Samuel Taylor
Coleridge según la cual donde no podemos dividir muchas veces tendremos
que distinguir: así preservaremos tanto la unidad de conjunto como los rasgos
distintivos de las partes de aquello con lo que tratamos. Si se me pregunta en
qué punto de esta búsqueda se sitúa la crítica estricta, diría que la crítica es la
teoría de las palabras y del significado verbal y, por tanto, es distinguible de
las diferentes formas de práctica verbal que hemos considerado aunque esté
íntimamente relacionada con ellas. La crítica incluye las áreas lingüística y
semántica que no se tocan aquí, puesto que lo que me preocupa es un aspecto
específico que afecta sólo a un tipo de crítica literaria. Muchos críticos siguen
hoy sin querer o poder superar el estadio ideológico a la hora de tratar con la
literatura, porque están menos interesados en ella que en su relación con otras
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cuestiones ideológicas, ya sean religiosas, históricas, radicales, feministas o
de cualquier otra modalidad. En tales ópticas la literatura se ve subordinada a
otra cosa por definición más importante y urgente. Las razones históricas para
la popularidad de esas aproximaciones será el tema principal del siguiente
capítulo. Sin embargo pienso que algún crítico debería tratar la literatura en
términos de su lenguaje mítico y metafórico; alguien para quien nada tenga un
significado prioritario a la literatura en sí. Esto no significa negar las
relaciones ideológicas de la literatura, o disminuir su importancia, sino
intentar clarificar qué es lo que se está relatando.
De un modo más general, la crítica es el lenguaje que expresa la
conciencia del lenguaje. Puesto que esto significa una conciencia común y
convencional, el acercamiento de la crítica a la literatura a veces implica
reducir la poesía a prosa expositiva: una tarea bastante pedante y poco
agradecida. Lo que se pretende con semejante reducción, sin embargo, no es
traducir el lenguaje poético a un lenguaje inadecuado e inferior, sino
establecer las relaciones de la poesía con contextos verbales más amplios. En
este punto empiezan a abrirse paso diferentes tipos de actividad crítica.
En retórica se puede separar el estilo del contenido, los trucos de la
oratoria del mensaje persuasivo, y los críticos que piensan en términos de
retórica aplican a menudo esta misma separación en la literatura. Los críticos
con frecuencia nos hablan de autores que escriben con elegancia pero no
tienen nada que decir (o sea, nada que ese crítico quiera oír), o de escritores
que escriben mal pero…, etcétera. Hemos insistido en que la literatura no dice
cosas: las obras literarias se comunican mediante agrupaciones míticas, y la
exigencia en distinguir entre estilo y contenido sólo significa que el escritor
no ha escapado de la órbita retórica.
Si la conciencia del lenguaje puede ejercerse, en un principio, desde una
conciencia convencional, pronto se ve claro que el lenguaje acaba
intensificando esa misma conciencia. Esto es cierto con los cuatro modos que
hemos estudiado. La crítica refuerza la ciencia, la filosofía, la historia o la
política mediante la creación de cánones de autenticidad: la crítica separa la
ciencia de la superstición, la historia del rumor y la leyenda, la filosofía y la
política de la propaganda, y así sucesivamente. En literatura, los cánones de lo
auténtico son mucho más elusivos y flexibles, y pueden cambiar en cualquier
momento. Pero aunque la crítica no esté imbricada en la estructura de la
literatura como lo está en la estructura de la ciencia o la filosofía, sin duda
desempeña el mismo papel. La crítica señala la dirección del avance
consciente, y clausura los desvíos y callejones sin salida que nos devuelven al
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punto de partida. En literatura la estructura creativa suele producirla un
individuo; la crítica crea un consenso social a su alrededor.
En nuestros días la intensificación del poder de la conciencia mediante
técnicas de meditación y otras semejantes, se ha convertido en toda una
industria. En cierta medida me desconcierta comprobar que esta actividad
pasa por alto o ignora el hecho de que todo lenguaje intensificado antes o
después se vuelve metafórico, y que la literatura no sólo es el guía evidente
sino inevitable a viajes de conciencia más elevados. Una vez más una carta
robada nos mira burlonamente a la cara. Cuando Dante quiso experimentar
estados más allá de la vida en la Italia del siglo XIII, el poeta Virgilio se
convirtió en su guía. Virgilio representa la literatura en la función que le
asigna Matthew Arnold como una «crítica de la vida», como la visión de la
existencia, desgajada pero no retirada de tal existencia, que adquiere su forma
más inclusiva en el modo imaginativo. Más allá de Virgilio está Beatriz, que
representa, entre otras cosas, una crítica o una conciencia más elevada por
encima de los límites de la visión de Virgilio. Parece como si la crítica fuera
la fuerza que controla y dirige cada modo verbal, así como el poder que nos
capacita para viajar entre los modos en ambas direcciones, hasta que
alcanzamos el límite de lo que las palabras pueden hacer por nosotros. Pero
aquello que desde la distancia parece un Emite, a menudo resulta ser una
puerta abierta a otra parte.
Deberemos comparar con mayor detalle las dos formas de lenguaje
retórico, el literario y el ideológico, el imaginativo y el persuasivo, y ver si de
ello podemos extraer alguna conclusión sobre qué lugar ocupa y qué función
social cumple la literatura en el cosmos verbal.
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2. Interés y mito
UNO
Nuestro punto de partida aquí es la palabra mito, en su acepción común y
popular de relato (mythos), normalmente acerca de dioses, y también
normalmente referido a un pasado remoto. Sigo subrayando (no pienso
utilizar el verbo «privilegiar») el aspecto narrativo de la literatura. Los mitos
típicos que acabamos de mencionar aparecen en los estadios tempranos del
desarrollo social, antes de que se hayan establecido del todo los controles
verbales de lógica y evidencia. La crítica literaria se limita a la era de los
documentos escritos, por lo que tendremos que pasar por alto esas culturas
orales y premíticas.
Para recapitular brevemente lo que se dijo en El gran código y en el
capítulo anterior: por su estructura los mitos se parecen a otras formas del
relato como los cuentos populares o las leyendas. Los cuentos populares, sin
embargo, tienden a ser socialmente nómadas, y viajan por el mundo
intercambiando sus temas y motivos; las leyendas acostumbran a ser relatos
asociados con algún lugar concreto o un héroe cultural. Los mitos tienen una
función social diferente y distintiva. Esa función es fundamentalmente la de
contar a la sociedad en la que se desarrollan todo lo que necesita saber sobre
sus dioses, su historia tradicional, los orígenes de sus costumbres y su
estructura de clase. Los mitos también se utilizan en conexión con los rituales,
bien como comentario, bien como dramatización de éstos.
Por consiguiente los mitos tienen dos contextos. Por su estructura se
asemejan a otros tipos de relato, y en ese sentido son potencialmente
literarios. Pero en las primeras sociedades también tienen una función social
que hemos dado en llamar ideológica. Desempeñan un papel determinante a
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la hora de definir una sociedad, al darle una posesión compartida de
conocimiento —al menos, de aquello que se supone es conocimiento— que le
es peculiar. Más que proclamar «Esto es cierto» afirman «Esto es lo que
tienes que saber». Este tipo de mitología está cerca de lo que se entiende por
el término bíblico torah: enseñanza esencial, incluidas las leyes, que nadie
está excusado de aprender. Así, una mitología crea en el corazón de su
sociedad el equivalente verbal de un temenos o suelo sagrado, una zona
delimitada y sacrosanta.
Al desaparecer su función ideológica y quedarse sólo con su estructura
literaria, los mitos se convierten en literatura pura, como sucedió con la
mitología clásica después del surgimiento del cristianismo. Los mitos de la
Biblia, por otra parte, retuvieron un peculiar estatus sacrosanto hasta
aproximadamente el siglo XVIII, y de un modo más decadente hasta nuestra
época. Pero a medida que la sociedad se desarrolla se vuelve más plural: las
palabras sirven para hacer preguntas, y se le exige más a la cultura verbal, lo
que desemboca en la creación de los otros tipos de lenguaje y narración que
hemos examinado.
Así, la cultura verbal mitológica de Grecia, que nos ha dado a Homero,
Hesíodo, los himnos homéricos y los poetas trágicos, se vio cuestionada por
los primeros filósofos, que empezaron a hacerse preguntas como: ¿de qué está
hecho el mundo? ¿Existe una substancia primaria de la que derivan las
demás? ¿Qué son realmente las estrellas? ¿Existe eso que se ha dado en
llamar átomos? Son preguntas que se mueven en la dirección de la ciencia, y
quienes las formulaban no tardaron en descubrir que la mitología carecía de
respuestas serias o relevantes. Ello se debe a que la mitología no es una
protociencia: expresa creencias humanas, miedos, inquietudes, pasiones y
agresiones en el marco de una tradición o revelación que se supone proviene
de una fuente de autoridad de origen misterioso. Claro está que muchos mitos
tienen implicaciones protocientíficas, como los relacionados con la formación
de un calendario, que concilian el año solar y el lunar, del mismo modo que
muchos mitos son narraciones oblicuas de figuras históricas o
acontecimientos. Pero la vertiente primordial de la mitología no recae en lo
especulativo, y mucho menos en lo fáctico: es una estructura de interés
práctico humano… y no tardaremos en volver a encontrarnos con la palabra
interés.
Las posibilidades lingüísticas que se abren al entrar en juego estas nuevas
vertientes hacen difícil desestimarlas. La escuela pitagórica sugirió, más allá
de su tendencia al ocultismo, que para estudiar el mundo físico tal vez fuera
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más conveniente el lenguaje matemático que el verbal. A esta idea no le llegó
su hora, por así decirlo, hasta el siglo de Galileo Galilei y René Descartes,
cuando se desplazó hasta colocarse en el centro de la reflexión. Pero la
ciencia no podía llegar muy lejos con una tecnología rudimentaria, y los
presocráticos nos han dejado principalmente intuiciones brillantes de
cosmología especulativa. Lo importante para nosotros en este punto es
comprobar que alguna de estas especulaciones tempranas chocaban con las
inquietudes de la sociedad, que como todas estaba dominada por una
ideología nacida del mito. Se nos dice que el filósofo Anaxágoras, maestro de
Pericles, fue procesado en Atenas acusado de impío y ateo[10]: por lo visto
había sugerido que el sol era una roca incandescente, posiblemente tan grande
como la mitad de Grecia. En esa época y lugar poco podía establecerse de un
modo definitivo sobre el sol, con lo que el único punto discutible —en
cualquier caso un punto de suma importancia— era el derecho de los
individuos a especular, un derecho que pocas sociedades han concedido con
facilidad.
El mucho más conocido proceso a Sócrates, acusado de los mismos
cargos, simbolizó una revolución permanente y de primer orden en la cultura
verbal. A Sócrates le preocupaba menos el mundo natural que el ético, por lo
que se enfrentaba mucho más directamente con el monopolio social de los
intereses. Por rechazable que sea la condena de Sócrates, esa revolución tuvo
la suerte de contar con un mártir como él, y, por supuesto, de que Platón fuera
testigo de su martirio desde el principio. Con la revolución empezó a
sustituirse el mythos por el logos. En este contexto logos significa una retórica
ideológica supuestamente controlada por la dialéctica y que, al menos al
principio, en Platón y en Aristóteles se identifica con esta última. Resulta
obvio decir que un libro sobre la Biblia cristiana se verá obligado a utilizar la
palabra logos en otros contextos, y se dará cumplida información siempre que
suceda. Cualesquiera que sean las limitaciones de la lengua para apresar la
realidad, la disposición de palabras en prosa, que avanza mediante
proposiciones y hace afirmaciones precisas y concretas, nos lleva más lejos
que el lenguaje constreñido por el relato narrativo y por la autocontención
poética, que ni puede ser refutada ni establecida, y que en el mejor de los
casos sólo pretende hacer afirmaciones concretas. El pensamiento del logos
surge de una mente individual, pero su fuente última es un consenso social: en
parte, Platón se sirve de la forma dialogada para simbolizarlo.
Aunque con muchas reservas, podemos citar la expulsión de los poetas de
La república de Platón y la referencia despectiva al pensamiento mitológico
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en la Metafísica de Aristóteles, como ejemplos de esa subordinación de lo
poético y lo metafórico al lenguaje dialéctico, que ha dominado la cultura
occidental desde entonces, a pesar de la frecuencia con que haya cambiado la
dirección de la dialéctica. Desde Platón y Aristóteles a las filosofías
helenísticas, de éstas a la teología cristiana y la escolástica, y de allí a las
ideologías seculares de nuestro tiempo, democráticas, marxistas o de
cualquier otro orden, el ascendente del dialéctico sobre el poeta no ha dejado
de crecer.
Por tanto el mito, como hemos explicado antes, pierde su función
ideológica excepto en aquello que el logos toma y adapta de él. Los mitos en
los que ya no se cree, aquellos que ya no están conectados con el culto o el
ritual, pasan a ser puramente literarios; los mitos que conservan un estatus
especial en la sociedad son traducidos al lenguaje del logos, y se enseñan y
aprenden en esa forma. Eso es lo que le sucedió a la Biblia en los siglos
cristianos; antes de leer la Biblia había que aprender a hacerlo a partir de una
estructura de doctrina logo-formulada. En las iglesias reformistas el
procedimiento era casi el mismo, si bien la teoría era distinta. Uno de los
puntos centrales de la Reforma fue conseguir una lectura libre de la Biblia; sin
embargo un calvinista, más que hacer una lectura personal, lee la Biblia según
la interpretación que de ella hizo Calvino.
Los mitos aceptados pronto dejan de funcionar como tales: pasa a
afirmarse que se trata de hechos históricos o recuentos descriptivos de lo que
«sucedió realmente». En su momento señalé (GC, p. 43) el pasaje del Fausto
en el que Fausto altera con toda deliberación el versículo «En el principio
existía la Palabra», cambiándolo por «En el principio fue la Acción». Tendría
que haber añadido que Fausto se limitaba a seguir la práctica cristiana de su
época. En el principio Dios hizo algo, y las palabras son servomecanismos
descriptivos que expresan su acción. Esto introduce en la religión occidental
lo que los críticos postestructuralistas denominan «significado trascendental»,
la visión de que lo cierto o auténtico es exterior a las palabras, que apuntan en
esa dirección. Me parece obvio (y abundaremos en ello más adelante) que el
arranque del Evangelio de san Juan trata expresamente de obstruir esa actitud,
y de identificar logos y mythos. Pero la actitud en sí está profundamente
enraizada en el pensamiento del hombre. En el siglo xx León Trotsky
denunció a ciertos marxistas desviacionistas de su época por creer, como
idealistas que eran, en la primacía de la palabra, cuando, según él, todo
marxista genuino sabía que en el principio fue la acción.
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De vez en cuando se afirma, se vocifera casi, que mito, fábula y ficción,
los términos de la narración literaria, son eufemismos que sustituyen a lisas y
llanas mentiras, y en siglos anteriores a este punto de vista se le sumaba la
extremista doctrina cristiana según la cual la mitología clásica y otras muchas
eran parodias demoníacas de la auténtica. Según este punto de vista, los mitos
bíblicos no eran mentiras, y por consiguiente tampoco mitos: la advertencia
contra «mitos necios» (mythous bebelous) aparece pronto: en las Epístolas
pastorales del Nuevo Testamento[11]. Si las fechas coincidieran, podría
tratarse de un ataque a la profusión de mitopoeia en las escrituras gnósticas:
de ser así, se habría pretendido excluir toda mitología ajena al canon, fuera
cual fuese el canon por esa época. Semejante actitud nos encierra en un
sistema binario de verdad-o-falsedad en el cual se pierde la flexibilidad del
mito, aunque luego, en la historia de la cultura occidental, un consenso más
liberal luchara por evadirse de tal binarismo. Hemos conocido, y seguiremos
conociendo, supervivencias y mutaciones de los prejuicios tradicionales
contra el mito.
Los mitos platónicos, elaborados por un dialéctico de genio supremo que
sigue todavía muy próximo a una mitología históricamente funcional, son los
ejemplos más claros de cómo se supone que trabaja una mitología bajo el
control del logos. En Platón los mitos entran en juego cuando la dialéctica ya
no puede avanzar más, y estamos entonces preparados para lo que en el Timeo
se denomina cuento verosímil (o, en expresión más ágil, «relato posible»)[12].
El cuento verosímil ilustra lo que se ha dicho hasta ese momento, o especula
sobre posibilidades desconocidas para la dialéctica, o, como en el Fedón, se
refiere al tipo de cosa que funciona en áreas inalcanzables mediante la
argumentación directa. Aristóteles también encuentra un lugar para la
elocución poética desde el cual poder expresar verdades universales como
particulares, y por consiguiente capaz de contener su propio tipo de verdad
hipotética.
Esto, en efecto, significa que la literatura está muy estrechamente ligada a
la retórica, y que al igual que ésta tendría que ser contemplada como un
antistrophos de la dialéctica. Este punto de vista ha tenido un gran
ascendiente desde entonces: de hecho ni siquiera hay aún suficientes críticos
capaces de distinguir el lenguaje poético de una retórica con un propósito
especial. Encontramos un ejemplo de esa actitud cultural que desciende de
Aristóteles en el tratado del siglo XVI Apologie for Poetrie, de sir Philip
Sidney, en el que se deja claro que el poeta «no afirma», queriendo decir con
ello que en literatura las afirmaciones o son hipotéticas o son pseudo
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afirmaciones. Comparada con la filosofía (moral), dice Sidney, la poesía
convierte el precepto abstracto en ejemplo concreto, mientras que si se la
compara con la historia, convierte el imperfecto ejemplo humano en el
idealizado ejemplo del héroe. Por consiguiente, la poesía ocupa un lugar
social cuya función es oficiar de poderoso fundamento entre todos los
elementos de cortesía o civilización, incluso en el ámbito militar, donde
encontramos el «compañero de armas».
Las suposiciones características que Sidney en parte acepta y en parte
matiza son entre otras: la poesía es primitiva, y por tanto al leerla debemos
tener presente cuáles de sus aspectos quedarán desfasados; la poesía es
festiva, y por tanto hay que tomarla con diferente espíritu que las estructuras
verbales discursivas; la poesía es imaginativa, y por tanto no compite en la
carrera verbal en pos de la verdad y la realidad. El ideal del poeta es deleitar e
instruir; las fuentes de deleite se encuentran dentro de su arte, pero para
instruirse necesita la guía de otra disciplina verbal. Los relatos avanzan
mediante la ilustración y el ejemplo, más fáciles de asimilar que la
argumentación, porque apelan a un nivel mental más infantil. Esto da a la
poesía una resonancia emocional, a ratos incluso una sensación de misteriosas
posibilidades inexploradas, lo que seduce a una audiencia mucho más amplia
que la simple argumentación. Da color allí donde la argumentación sólo da
blanco y negro. Su función social esencial es pues la de facilitar una analogía
retórica o una contrapartida a cualquier ideología ascendente que pueda serle
contemporánea. Esto implica que las estructuras literarias legítimas y útiles
son mitos del tipo platónico.
De las distintas maneras que tienen los poetas de ajustarse a esta situación,
dos resultan de particular importancia. La primera es el uso de la alegoría. En
la alegoría la relación entre el relato y su sentido es visible en todo momento,
y en este contexto el sentido se relaciona con la traducción al lenguaje del
logos, como cuando se dice de una fábula de Esopo que se trata de una moral
discursiva. Aquí se ve muy claro el papel de la poesía como analogía retórica
de una ideología ascendente.
Más tarde, el escritor literario empieza a desplazar sus estructuras míticas
en la dirección de lo posible o lo creíble, y de este proceso nace la ficción
realista y naturalista. Aquí, al igual que en la alegoría pero en un sentido
diferente, la función de la literatura como ilustración de la ideología es
inevitable. En poesía encontramos ajustes menos extremados; considerada en
el sentido limitado de escritura versificada, la poesía es la parte de la literatura
más resistente a adaptarse a la escritura discursiva. Pero incluso en ésta
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encontramos notables formas de lo que en los estudios bíblicos se da en
llamar «desmitologización». Tenemos un ejemplo en la ruptura de William
Wordsworth con mitologías tradicionales, como las metamorfosis de Ovidio y
otras, y en su uso de un idioma más descriptivo vinculado al de la prosa no
literaria. Ese lector Victoriano que, en la frase de Douglas Bush, creía que leía
poesía cuando en realidad buscaba «pensamientos elevados», también estaba
adoptando un punto de vista desmitologizador.
DOS
Hemos visto cómo el lenguaje ideológico apoya las preocupaciones de la
autoridad social, y cómo aun así acaban por implantarse otros tipos de
autoridad verbal, por ejemplo en la ciencia. En los enfrentamientos de Galileo
y Giordano Bruno con los funcionarios religiosos de su tiempo, asistimos al
compromiso de un científico con su ciencia y con su sociedad, que en ciertas
crisis le obliga a permanecer leal a su ciencia, aun a costa de que lo silencien
o martiricen. Puede que se trate sólo de la simple obligación moral de
apoyarse en hechos y evidencias frente a las ilusiones reaccionarias, pero
también puede encerrar algo más sutil. En la época de Galileo la evidencia de
un sistema solar heliocéntrico aún no era concluyente: la teoría geocéntrica
seguía pareciendo razonable, y Galileo ciertamente daba lo que se conoce
como salto de fe. Esta expresión se utiliza en la escritura religiosa, pero no
todo salto de fe es religioso. En cuanto a Bruno, sus saltos son tan grandes y
diferentes que hasta a los especialistas en su obra les resulta difícil seguirle.
Isaac Newton presenta un panorama igualmente desconcertante si
consideramos el conjunto de su producción y el abanico de sus intereses.
La autoridad de la ciencia, en otras palabras, crece hasta convertirse en
una autoridad más amplia y exigente en libertad social e intelectual. Esto será
relevante mientras el científico siga siendo un ser humano que desarrolla su
trabajo en un contexto personal y no sólo científico, relacionado con la
ideología aun cuando cuestione ciertas formas de ésta. En nuestros días la
confrontación entre científico y reacción social debería ir en retroceso. Una
sociedad altamente tecnológica puede reclutar a algunos de sus científicos y
hacerles trabajar para sus intereses, mientras que otros entenderán que la base
de su compromiso con la ciencia es la convicción de que ésta existe para el
beneficio de la humanidad, y no para promocionar la tiranía y el terror.
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Aunque a regañadientes, hoy en día la autoridad de la ciencia es
reconocida por todos, y a menudo viene acompañada de la persecución o el
aislamiento de aquellos científicos disidentes que no se adaptan a ciertas
inquietudes sociales establecidas. Pero la autoridad del poeta carece de
cualquier tipo de reconocimiento, o se la niega explícitamente, como ha
sucedido, por poner unos pocos ejemplos, en los manifiestos del «realismo
socialista» en la era del estalinismo en la Unión Soviética, durante la llamada
«revolución cultural» en China o en las oleadas de histerismo en la clase
media —con frecuencia llamado moralidad— que periódicamente asuelan
Estados Unidos y Canadá.
La ideología se apoya, o piensa que se apoya, en la dialéctica, y el
procedimiento tradicional de la dialéctica, decíamos, es el de demostrar que
una afirmación es verdadera y que por consiguiente la contraria tiene que ser
falsa. El cristianismo afirma la existencia de un Dios personal, y dice (o ha
dicho) de cualquiera que afirme lo contrario que comete anatema, o que ha de
maldecírselo. Pero de forma progresiva, desde Georg W. F. Hegel al menos,
hemos sabido que toda afirmación es un juicio parcial que incluye su
contrario, ligado a esa afirmación. Si decimos «Hay un Dios», no sólo
sugerimos la posibilidad de decir «No hay Dios», sino que en cierto sentido es
lo que estamos diciendo. Las ideologías más efectivas hoy en día son aquellas
que han desarrollado la suficiente flexibilidad y tolerancia como para tener
este hecho en cuenta.
Pero lo normal es que los que están en el poder, y posiblemente una gran
parte de la sociedad, consideren que la flexibilidad y la tolerancia son fuerzas
sociales peligrosas. El siglo XX ha visto a muchos poetas y novelistas
exiliados, silenciados, aislados, encarcelados, asesinados o impelidos al
suicidio por gobiernos obsesionados con la ideología. Y este martirio y
sacrificio les ha llegado fundamentalmente por insistir en la integridad de su
visión poética. Por ello la cuestión de la realidad de la visión poética, y
también de la autoridad específica que la proclama, difícilmente podrá dejarse
de lado aduciendo que carece de importancia. Esto es especialmente cierto
cuando la situación supera el terreno literario para entrar en un ideológico
punto muerto de amplitud universal, con locos y psicópatas en todas partes
del mundo alentando la guerra o el terrorismo sistemático para aplastar
cualquier ideología distinta de la suya.
Y aunque un escritor puede querer mantener la integridad de su visión
hasta el punto de poner en peligro su sustento e incluso su vida, es probable
que no sepa demasiado bien qué gana con esa integridad. Tiene en su contra
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el peso de la suposición de que las formas poéticas y mitológicas de
pensamiento son primitivas, y que sin la apropiada guía ideológica su trabajo
será en el mejor de los casos socialmente inútil. Ya en el Secretum de
Petrarca[13], un pesaroso diálogo entre el poeta y san Agustín, comprobamos
lo marginado que puede sentirse un poeta en su sociedad si se lo compara con
una figura tan central como un doctor de la Iglesia.
Tenemos asimismo la Retractación de Geoffrey Chaucer, en la que el
poeta repudia aquellas de sus obras que hayan podido «sembrar el pecado».
En este documento se percibe un fuerte aroma a «firme aquí», y a que sería
mejor no cultivar la amistad de alguien convencido de que leer a Chaucer
lleva a pecar. En cualquier caso una larga sucesión de conversiones,
arrepentimientos y repudios de trabajos previos precede y sucede a esta
retractación en la historia de la literatura. No es difícil pensar en grandes
escritores de todas las culturas —Torquato Tasso, Nikolai Gogol o Yukio
Mishima son algunos ejemplos elegidos al azar— arrastrados al colapso
mental, la esterilidad o algo peor a causa de las dudas e inseguridades
relacionadas con la función social de su obra. Es evidente que cada caso
podría ser examinado como un problema psicológico diferente de los otros,
pero eso no quita para que el número de éstos asociado a la literatura y las
demás artes sea muy significativo.
En el poema francés del siglo XIII Aucassin et Nicolette se advierte al
héroe Aucassin que su devoción por el amor y las artes le llevará al infierno.
Replica que es precisamente allí donde quiere ir, ya que parece claro que todo
lo que tiene algún valor humano se dirige en la misma dirección. Sin el fino
humor de Aucassin, muchos de sus contemporáneos habrían expresado lo
mismo con toda solemnidad, y cuando volvemos a pensar en la Retractación
de Chaucer, advertimos que en semejante sociedad no debía de ser fácil
mantener una actitud tan desafiante de forma indefinida, y menos en el lecho
de muerte. En cualquier caso las actitudes de desafío, de duda o de sumisión
recorren toda la literatura, por lo menos desde los poetas medievales hasta
nuestros días. Esto se ve muchas veces en la adopción de un estilo de vida que
parece decir: si la sociedad nos considera antisociales, seremos antisociales, o
al menos lo suficiente para sacudir su complacencia.
En el siglo XVIII la novela El sobrino de Rameau, de Denis Diderot,
anuncia un mundo en el que casi cada década verá surgir actitudes asociadas a
las artes y en contra de lo establecido. Esto incluye a los bohemios de finales
del siglo XIX y a los dadaístas en tiempos de la Primera guerra mundial.
Muchos grandes escritores, y otros de menor talla, coetáneos de los dadaístas,
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se dedicaron a coquetear con las distintas modalidades de fascismo por
tratarse de la ideología más obviamente antisocial al alcance de la mano. En
literatura inglesa podemos mencionar a William Yeats, Ezra Pound,
Wyndham Lewis y D. H. Lawrence (cuya Serpiente emplumada tiene
evidentes implicaciones protonazis). Lo que en retrospectiva se nos antojan
ideologías más blandas o menos perversas, afectaron a otros muchos en el
mismo período, por no hablar de la tendencia al obscurantismo simplista,
tanto en las izquierdas como en las derechas, que se dio en la obra de algunos
prominentes novelistas del siglo XIX y, después, en los movimientos
marginales y contraculturales del último cuarto de siglo.
La lista de escritores que en el último cuarto de siglo han buscado el
apoyo de una alianza con la religión no necesita más comentario, aparte de la
observación de que el poeta acostumbra a buscar esta conexión de modo
voluntario, decidido y distinto a como lo hubiera hecho en períodos en los que
el compromiso religioso formaba parte de la realidad cultural. Así, su
contexto es el de una protesta minoritaria más que el de una ideología
dominante. Dos elementos destacan en este cuadro: primero, que el estilo de
vida rebelde se extiende a las otras artes, en especial a la pintura, y también a
la literatura; y segundo, que el aspecto contracultural es en esencia un
antagonismo expreso y no un simple desapego.
En el discurso corriente distinguimos entre trabajo y juego (GC, p. 152): el
trabajo es energía empleada con una finalidad prevista; el juego, en cambio,
es energía empleada por sí misma. El lenguaje discursivo trabaja con
palabras, lo que significa que lo normal sería disponer las palabras en una
línea recta que lleva al centro de lo que se está diciendo. Pero hablamos de
tocar el piano o de jugar al tenis, y de los dramas, e incluso las tragedias,
como obras (plays)[*] Para hacer bien todas estas actividades es evidente que
hace falta mucho trabajo, pero la finalidad de ese trabajo está estrechamente
ligada a la energía autocontenida del juego. Parece bastante claro que la
concepción popular según la cual la prosa discursiva es más responsable y
seria que el lenguaje poético, que forma parte de la ética, es un aspecto de la
ideología lo suficientemente fuerte como para que los propios poetas sientan
su presión. Pero que la literatura incorpore la dificilísima y precisa operación
del juego de palabras, y aun garantizando que en las artes hay algo de El
juego de abalorios de Herman Hesse, este componente de juego no debería
malinterpretarse como una forma de apartarse de los asuntos serios de la
sociedad. La distinción entre trabajo y juego la simboliza Paul Valéry en el
contraste entre andar y bailar: mientras con lo primero se aspira a llegar a
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alguna parte, con lo segundo, no. Pero cuando una persona preparada ejecuta
su arte, resulta casi imposible distinguir entre ambos: el bailarín es el baile,
como sugiere Yeats[14]. ¿Qué expresa por tanto ese trabajo-juego? Esto nos
lleva de nuevo a la palabra interés, término que ya he dejado caer en un par de
ocasiones y que espero se explique por sí solo, puesto que no lo utilizo en
ningún sentido especial.
Debería distinguir entre interés primario y secundario, aunque en realidad
no existe ninguna línea divisoria entre ambos. Los intereses secundarios
nacen del contrato social, e incluyen el patriotismo y otros compromisos
como la lealtad, las creencias religiosas y las actitudes y comportamientos
condicionados por la clase. Se desarrollan a partir del aspecto ideológico del
mito, y por consiguiente para darles expresión se acostumbra a utilizar el
lenguaje de la prosa ideológica. En el estadio mítico suelen acompañar un
ritual. Al ritual, por ejemplo, pensado para que un joven entienda que va a ser
admitido en la sociedad de los hombres mediante un rito sólo para hombres;
que pertenece a esta tribu o grupo y no a aquélla, un hecho que posiblemente
determinará la naturaleza de su matrimonio; que éstos y no aquéllos son sus
tótems especiales y sus divinidades tutelares.
Hay que considerar los intereses primarios en cuatro áreas principales:
comida y bebida, con las necesidades corporales relacionadas; sexo;
propiedad (por ejemplo, dinero, posesiones, cobijo, ropa y todo aquello que
constituye propiedad en el sentido de lo que es «propio» de la vida de uno); y
libertad de movimiento. El objeto general del interés primario viene
expresado en la frase bíblica «vida más abundante». En su origen los intereses
primarios eran menos individuales o sociales que genéricos, anteriores a las
conflictivas exigencias de lo singular y lo plural. Pero a medida que la
sociedad se desarrolla esos intereses pasan a ser reclamados por el cuerpo
individual, distinguiéndose de los del cuerpo político. La hambruna es un
problema social, pero quienes se mueren de hambre son los individuos. Por
tanto los intereses primarios sólo pueden encontrar plena expresión en
sociedades en las que se ha desarrollado el sentido de la individualidad. Los
axiomas del interés primario son las obviedades más chatas y simples que
quepa formular: para todo el mundo sin excepción es mejor la vida que la
muerte, la felicidad que el sufrimiento, la salud que la enfermedad, la libertad
que la sumisión[15].
Lo que hemos venido llamando ideología está estrechamente ligado a los
intereses secundarios, y en gran medida es una racionalización de éstos. Y
cuanto más nos fijamos en mitos, o en patrones narrativos, mejor se ven sus
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vínculos con el interés primario. Al ser la vida humana lo que es, no se trata
tanto de la satisfacción de estos intereses presentados míticamente como de la
inquietud de no verlos satisfechos. Así la gran cantidad de mitos sobre
«dioses murientes» reunidos por Frazer, independientemente de la variedad
de contextos antropológicos en los que puedan encajar, parecen tener un
origen común en la inquietud por el suministro de comida, que se vincula a
inquietudes sexuales a través de una asociación casi mágica de fertilidad y
virilidad. En literatura, deberíamos disculpar a los lectores de novela
romántica por pensar a veces que el único asunto del romanticismo es la
frustración sexual, a pesar de que la frustración se resuelva en la última
página.
Toda obra de ficción escrita durante los dos últimos siglos reflejará los
intereses secundarios e ideológicos de su tiempo, pero los relacionará con los
intereses primarios de ganarse la vida, hacer el amor y luchar para mantenerse
libre y vivo. Es probable que los asuntos ideológicos se expresen mejor en un
lenguaje descriptivo o conceptual, pero nadie con un poco de sensibilidad
negará que la perspectiva de la ficción es irreemplazable. Y por muy irónica o
anhelante que sea la ficción, el impulso positivo que se esconde tras ella, el
impulso de expresar un interés por una vida más abundante, sigue siendo una
gaya scienza[16], una forma de juego o de energía autocontenida.
A lo largo de la historia los intereses secundarios han demostrado su
preeminencia sobre los primarios. Queremos vivir, pero vamos a la guerra;
queremos libertad, pero consentimos, en diferentes grados de complacencia,
una inmensa dosis de explotación, tanto sobre nosotros como sobre los
demás; queremos felicidad, pero malgastamos gran parte de nuestra vida. En
el siglo XX, con el armamento nuclear y la polución que amenaza el
suministro de aire que respiramos y de agua que bebemos, es cuando por
primera vez en la historia se ve claro que los intereses primarios deben
adquirir primacía. Algunos de los escritores de nuestros días, víctimas de una
ideología hostil, han hecho declaraciones defendiendo el valor y la relevancia
de su trabajo, y tales declaraciones suelen hacer referencia al compromiso con
la verdad. Por verdad se refieren no tanto a la fidelidad hacia esa sociedad que
les facilita gran parte de su contenido descriptivo, como a la devoción que
sienten por los intereses humanos primarios.
Al hablar de las ideologías en el capítulo anterior asumíamos que los
principios ideológicos son metonímicos: esto es, suplen a los ideales que
proyecta el interés primario. No podemos tener una sociedad perfecta, reza la
argumentación, pero contamos con la mejor de las sociedades posibles. De
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ese modo, los objetivos primarios tienden a posponerse indefinidamente. Karl
Marx debe su prestigio de pensador profético a la penetración con la que
analizó la ideología del capitalismo en relación con las necesidades primarias
e inquietudes de una clase obrera alienada. Pero las adaptaciones tácticas del
marxismo cuando llega al poder lo convierten en otra ideología defensiva, que
contrasta con el ideal marxista original de un mundo sin clases o estados. Del
mismo modo, la dinámica de la democracia descansa sobre su interés
primario, sobre lo que la Constitución norteamericana llama vida, libertad y
persecución de la felicidad. Pero la ideología democrática es muchas veces el
camuflaje de una oligarquía o de distintos grupos de presión en el seno de la
sociedad. Vemos que en poetas involucrados en situaciones revolucionarias
como Dante, John Milton o Victor Hugo, la elocuencia de la poesía, que se
relaciona con los ideales primarios, a menudo acompaña a una sorprendente
inocencia acerca de las auténticas fuerzas sociales que rodean al poeta, y que
se expresan ideológicamente.
Este enraizamiento del mito poético en el interés primario explica que, a
diferencia de lo que sucede con los mitos concretos y los relatos, sólo exista
un número limitado de temas míticos. Está claro que por lo que respecta al
interés no podemos separar el cuerpo de la mente: la curiosidad y la
imitación, los impulsos de saber y de poner en marcha las ciencias y las artes,
son también primarios, y de la libertad de movimiento se pasa a la libertad de
pensamiento y de imaginación. Pero podemos distinguir dos direcciones de
desarrollo. Una hacia la aceptación del interés secundario: y el interés por la
vida se convierte en un interés por la posteridad, por la inmortalidad o la
supervivencia del propio trabajo o del buen nombre, como se ve en el
discurso de Sarpedón en la Ilíada. Esta evolución lleva a recurrir cada vez con
mayor frecuencia a los distintos idiomas del logos. La otra dirección es hacia
lo metafórico, y así el interés por la comida y la bebida se transforma en el
simbolismo de la Eucaristía en el Nuevo Testamento. Lo que distingue un
desarrollo del otro es que se supone que la dirección metafórica o «espiritual»
va a satisfacer la necesidad física en otra dimensión de la existencia: puede
que requiera sublimación, pero no cercena o renuncia a sus raíces físicas[17].
Es probable que haya que añadir algo para que se entienda que la relación
de la literatura con el interés primario no es independiente de la situación de
los seres humanos. La primera mitad del siglo XX fue una época de conflictos
polarizados, de ideologías enfrentadas: las revoluciones comunista y fascista,
que estallaron contra el capitalismo y también los movimientos nacionalistas
independentistas, erosionaron el imperialismo. Durante la Guerra Fría, la
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Unión Soviética era famosa por los racionamientos crónicos de alimentos, la
mojigatería sexual, la reducción de la propiedad a lo más imprescindible en
cuanto a ropa y techo, y las rígidas restricciones de libertad de movimiento.
Estados Unidos ofrecía un consumismo con cantidades prodigiosas de comida
y bebida, actividad sexual indiscriminada, una anárquica acumulación de
propiedades y un nomadismo incansable. Unos subordinaban los intereses
primarios a una supuesta ideología materialista, en tanto que otros los
satisfacían hasta el exceso a un nivel puramente físico. La segunda mitad del
siglo XX ha visto cómo aumentaba la desconfianza hacia todas las ideologías y
la importancia del interés primario en contextos corporales y mentales. Más
que sistemas ideológicos alternativos, lo que tenemos son protestas en favor
de la paz, la dignidad y la libertad. Contrarrevolucionarias o anti lo que sea
son los términos que utilizan para calificar estas protestas aquellos que
ostentan el poder y están decididos a seguir ostentándolo, ya que para ellos el
poder es lo que, en frase de Mao Tsetung, sale del cañón de un arma. Está
bastante claro que si la raza humana no da con una concepción del poder
mejor que ésta, le queda poco tiempo en este mundo. El título del presente
libro (extraído de Lucas 4) sugiere un aspecto verbal del poder que nada tiene
que ver con las armas, por lo que, a diferencia del otro, es consecuente con la
supervivencia humana.
TRES
En el capítulo anterior nuestra investigación de los modos verbales nos llevó
hacia atrás, de los últimos tiempos hasta los primeros. También intentamos
dejar claro que los cuatro modos están presentes en uno u otro sentido, en
toda estructura verbal, sea cual fuere su centro de gravedad. Uno de mis
ejemplos favoritos (porque se trata de uno de mis libros favoritos) es
Decadencia y caída del Imperio romano, de Edward Gibbon. Nos
encontramos en primer lugar ante una pieza de escritura descriptiva, un
recuento de la historia del Imperio romano desde la era Antonina hasta la
caída de Constantinopla mil años más tarde. Pronto quedó anticuada y dejó de
ser la autoridad definitiva sobre el tema, pero sigue leyéndose por su gran
poder conceptual, por su visión del mundo antiguo mientras va adquiriendo
progresivamente los perfiles del moderno. Si los detalles de esta visión son
verdaderos o erróneos resulta irrelevante: es suficiente con que estén
formulados en el marco de una narración elocuente y coherente. El libro
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acaba por adentrarse en el terreno de la retórica (GC, p. 118) y se convierte en
ejemplo típico de uno de los aspectos de la ideología del siglo XVIII. Y no es
que hubiera abandonado este terreno en algún momento: hablo del orden en el
que los lectores suelen descubrir sus cualidades.
¿Pero cómo empezó todo? Tenemos a un indolente diletante del siglo XVIII
que, sentado en la colina Capitalina, medita sobre las vicisitudes de la historia
y el destino como un turista cualquiera. ¿Qué se apoderó repentinamente de él
y le llevó a sumergirse en un amasijo de fuentes y documentos, a abrirse
camino por entre ellos durante prácticamente el resto de su vida? La única
pista, pienso yo, se encuentra en la «decadencia y caída» del título. Las
meditaciones dispersas se consolidaron súbitamente en uno de los grandes
mitos conformadores de la psique humana: el mito le rozó, le dijo «Sígueme»
y eso hizo él los siguientes veinticinco años.
En el capítulo anterior tracé una secuencia de modos verbales en una
dirección opuesta a la histórica, empezando con el tipo de escritura
descriptiva que se ha hecho posible gracias a los modernos desarrollos
técnicos para retroceder hasta la mitología, de la que desciende la literatura.
Al principio de mi anterior Anatomía de la crítica tracé una secuencia de
modos literarios en el orden contrario, empezando por el mítico y siguiendo
por el romántico y el mimético hasta llegar finalmente a los modos irónicos
contemporáneos. Los personajes de los mitos suelen ser dioses; los del
romance, héroes; después vienen las figuras trágicas de William Shakespeare,
y luego los personajes menos heroicos, pero igualmente universales, más
próximos a nuestros días: Leopold Bloom, Emma Bovary, el príncipe
Mishkin. La aplicación crítica de la teoría de los modos literarios suele ser el
examen de una estructura altamente sofisticada, por ejemplo un relato de
Joseph Conrad, para ver qué patrones míticos y románticos se incluyen ahí.
La teoría de los modos tuvo su origen en una de las primeras
características de la literatura que me atrajo como crítico. Se trataba de la
fuerza y la consistencia de las convenciones literarias, el modo en que, por
ejemplo, el mismo argumento y los mismos tipos caracterológicos de la
comedia persisten con asombrosa semejanza desde Aristófanes hasta nuestros
días. Semejante persistencia sugería la importancia crucial de una historia
literaria distinta del habitual seguimiento cronológico que trata la literaria
como un departamento concreto de la historia en general. En relación con su
sociedad, me imagino al poeta situado en el centro de una cruz como un signo
sumatorio. La barra horizontal representa el condicionamiento social e
ideológico que lo hace inteligible a sus coetáneos, y de hecho a sí mismo. La
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barra vertical es la línea de descendencia en la que figuran los poetas desde
Homero (habitual punto de partida simbólico) hasta nuestros días.
Esta línea vertical de descendencia literaria es la que nos permite
comprender a poetas alejados de nosotros en el tiempo y la cultura, así como
llegar a admirarlos por muchas razones que ellos mismos, por no hablar de
sus públicos coetáneos, hubieran encontrado incomprensibles. No cabe duda
de que existe una «angustia de las influencias» en el seno de la propia
tradición literaria, especialmente desde la aparición del concepto de derecho
de autor. Pero creemos que la mayoría de las angustias realmente obsesivas
tienen su origen en la ambigua relación con la ideología del entorno. Hay
asimismo muchos modos de soslayar una influencia específicamente literaria:
un escritor de primera línea puede optar por recibir influencia de un escritor
de segundo orden sin auténtico ascendiente sobre él, o sencillamente evitar
leer a alguien cuya influencia puede llegar a convertirse en una amenaza:
James Joyce, por ejemplo, aseguraba no haber leído nunca a François
Rabelais. La auténtica descendencia literaria no es la de las personalidades
sino la de las convenciones y los géneros.
Está claro que la ideología contemporánea de un escritor es también un
fenómeno histórico: en nuestro diagrama, la barra horizontal descendería paso
a paso por la línea vertical o temporal. Esta dimensión histórica de la
ideología constituye la «historicidad» que rodea al escritor como la matriz al
embrión, y que para muchos críticos afecta al área entera de la crítica. Pero la
ideología que rodea a todo gran escritor en un pasado no muy remoto está, por
decirlo así, bastante más muerta que él, y parece evidente que es imposible
entender el poder comunicativo de ese escritor sin estudiar tanto el lugar en la
historia de la literatura que hereda y transmite, como las convenciones y
géneros que a él le pareció natural utilizar. Además de participar en la historia
general, la literatura tiene su propia historia concreta, y el centro de tal
historia no es la biografía de los autores o las fechas de publicación de sus
obras, sino la modificación de convenciones y géneros para salir al encuentro
de los cambios sociales. Salir al encuentro de estos cambios, por supuesto,
tanto puede significar adaptarse como oponerse a ellos.
Por consiguiente no siempre es posible establecer el contexto de un
escritor en el marco de la literatura mediante los procedimientos históricos
habituales. Tales procedimientos pueden examinar fuentes e influencias
siempre que se demuestre que existen, pero la tradición literaria central, como
el río Alfeo, discurre bajo tierra durante largos períodos y sale a la superficie
de forma impredecible. Las tragedias de Shakespeare nos recuerdan a los
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grandes escritores trágicos de Atenas, pero entre uno y otros sólo existe la
conexión en cierto modo desvirtuadora de Séneca. Dante sabía que Homero
era la fuente original de su propia tradición literaria, pero no lo conocía de
primera mano.
La tradición literaria tiene que establecerse en buena medida a partir de un
estudio genérico comparativo que, debido a la ausencia de evidencia
documental, podrá parecer especulativo o incluso excéntrico. Los poetas con
frecuencia no pueden leer, y con mayor frecuencia pueden pero no quieren, lo
cual no facilita las cosas a sus críticos históricos, algo a lo que aquéllos tienen
que conformarse. Y no todos quieren hacerlo: los prejuicios heredados de la
primacía del lenguaje-logos siguen siendo tan fuertes que la sola sugerencia
de que la literatura, como la ciencia, podría tener una estructura propia, y ser
algo más que un simple reflejo de las influencias sociales o un agregado
inorgánico de esfuerzos imaginativos, provoca la misma inquietud que
suscitaban hace un siglo las paradojas del «arte por el arte».
Aunque acompañada de mucha jerga irrelevante, la convicción de que la
mitología es la fuente narrativa de la literatura fue ganando terreno durante el
período romántico. En las postrimerías del siglo XVIII, y en especial en el
marco de la literatura inglesa y alemana, las afinidades «primitivas» de la
poesía de pronto se hicieron populares, a pesar de que no eran demasiado
evidentes las diferencias entre lo primitivo desde el punto de vista histórico, el
sociológico y el psicológico. Homero era primitivo porque era históricamente
lejano; las baladas y las canciones populares eran primitivas porque provenían
de gente sin instrucción; Jean-Jacques Rousseau era primitivo porque sacó a
la luz la base emocional de lo primitivo en el individuo. Decíamos que pocas
sociedades carecen por completo de poesía, mientras que la prosa se
desarrolla mucho más tarde y en civilizaciones avanzadas. Lo poético también
es más concreto y sencillo que lo racional; hallamos una recapitulación de su
afinidad con lo primitivo en la educación durante la infancia, en la que parece
claro que el aspecto más receptivo de la mente del niño es la imaginación.
La sociedad roussoniana de la naturaleza y la razón enterradas bajo el lujo
y la explotación tiene mucho que ver con el ascendiente del logos sobre el
mythos que hemos estudiado, ascendiente éste que —según la argumentación
de Rousseau— no es necesariamente deseable o inmutable. Otros, por el
contrario, sostienen que lo sencillo precede a lo complejo y está desfasado por
él, lo que vendría a significar que lo poético está o debería estar desfasado.
Esta actitud tan común —y por lo general poco meditada— fue satirizada por
Thomas Love Peacock (GC, p. 48) en su ensayo Four Ages of Poetry, y tuvo
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su réplica en el Defensa de la poesía, de Shelley. La argumentación de
Shelley se limita a invertir la relación tradicional entre mythos y logos,
reafirmando al mythos en lo más alto. Pero tal inversión fue aceptada por
pocos.
Con el estudio más sistemático de los elementos inconscientes de la
mente, que culminó en la obra de Sigmund Freud, la idea de que primitivo
quería decir históricamente desfasado se abandonó de una vez por todas.
Freud demostró que algunos de los mitos mayores, incluidos los de Edipo y
Narciso, eran revividos por todos durante la infancia como parte del proceso
de individualización. Gracias a esta constante recreación mítica, la literatura
más antigua o exótica nos resulta accesible en tanto que experiencia literaria
reconocible. El mismo proceso de exploración de la psique reveló que la
conciencia es sólo uno de los muchos elementos que contribuyen a lo
imaginativo, el complejo mental que produce la literatura y al mismo tiempo
responde a ella.
Un libro reciente[18] sugiere que la conciencia, lejos de ser el rasgo
humano característico, entra en la escena histórica bastante tarde: en la cultura
griega entre la Ilíada y la Odisea, en la hebrea entre los profetas del siglo VIII
y los escritores posteriores a la diáspora. Antes, se nos dice, el hombre
trabajaba con una mente «bicameral», una de cuyas mitades formaba parte y
participaba del mundo de su entorno. Cuando se sentía separado de este
mundo, la otra mitad recibía visiones alucinatorias y escuchaba voces de
dioses, ancestros o legisladores, que le indicaban qué debía hacer a
continuación. Con la conciencia, el sentido de lo subjetivo pasó a ser habitual,
y las visiones y voces se interiorizaron. La historia de la literatura es encajada
de forma ingeniosa dentro de esta teoría, pero el término negativo
«alucinación» y la sugerencia de que quienes hoy en día heredan una
mentalidad semejante son esquizofrénicos, demuestran que seguimos
desconfiando de cualquier estado mental distinto del consciente, actitud ésta
que ha dañado en buena medida el estatus del poeta en prácticamente todos
los períodos de la literatura.
Parece claro que la prosa discursiva y la dialéctica son lenguajes
conscientes típicos, y los poetas siempre han insistido en que para hacer
poesía no basta con la conciencia. La conciencia implica un control de la
voluntad, y aunque la voluntad controlada ha producido incontables milagros
en la civilización humana, las formas creativas entre las que se cuenta la
literatura van más allá. Desde el punto de vista de la mente creativa, la
conciencia es una unificación parcial y prematura de poderes mentales,
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mientras que para la creación se necesita una nueva mente bicameral que
incluya algo más que la simple conciencia. Sólo que esta bicameralidad, por
cuanto yo sé, sería más metafórica que la estructura mental actual. La musa
inspiradora es una concepción de la época clásica; después tenemos al Dios
del Amor que inició a Dante en su «nueva vida». Los románticos solían
pensar en el término imaginación como forma superior de razón, o como
conciencia más inclusiva. El presente siglo ha traído a los surrealistas y otros
exploradores del subconsciente o de aquellos estados mentales próximos al
sueño que se suponen muy ligados al poder creativo.
La mayoría de los escritores se queja de cuánto les cuesta concentrarse
para el trabajo de creación mediante un acto de voluntad. Shelley habla, por
ejemplo, de que resulta inútil decirse: «Voy a escribir poesía». No hay duda
que en los niveles más altos —Dante, Shakespeare, Johann Wolfgang von
Goethe— esta dificultad resulta mínima. Pero muchos de los que encuentran
fácil escribir recurriendo a un acto de voluntad consciente son aquellos que
están más interesados en decir las cosas más fáciles de aceptar en su entorno
cultural; en otras palabras, suele tratarse de «negros» de la literatura. Los
poetas capaces de versificar la moralidad convencional, la religiosidad o la
patriotería, rara vez dejan una huella profunda en la historia de la literatura.
Se pueden dar excepciones y no hay una Enea divisoria, pero parece difícil
cerrar del todo la brecha que separa el lenguaje poético del ideológico.
La conciencia supone con frecuencia que detenta el monopolio de la salud
mental y el sentido común, y es cierto que una personalidad creadora a veces
puede venir acompañada de un componente neurótico, cercano incluso a la
esquizofrenia. Pero no hay reglas a este respecto, y de hecho la mayoría de los
grandes escritores parecen apartarse del tipo de subjetividad propia del
escritor discursivo consciente y apostar por lo contrario. Muchos poetas
hablan incluso de la desaparición de la personalidad subjetiva, de la falta de
«identidad», para emplear la expresión de John Keats[19]. En su tiempo y
varias décadas después de su muerte, William Blake fue considerado loco. En
la biografía de Alexander Gilchrist leemos que en cierta ocasión, cuando
regresaba de un pub a su casa llevando unas cervezas, se encontró con un
miembro de la Royal Academy al que había conocido la noche anterior, y se
paró a saludarlo. Pero el miembro de la Royal Academy, al ver que era Blake
quien llevaba la cerveza en lugar de emplear un sirviente, volvió a meter las
manos en los bolsillos y se apresuró a alejarse sin dirigirle la palabra. El
académico se limitaba a hacer lo que se esperaba de su condición social, pero
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al obedecer la voz de la razón, el neurótico alucinado era él y no el poeta y
pintor visionario.
Si el poder verbal creador se asocia en la mente con algo más, aparte de la
conciencia convencional, hemos avanzado otro paso hacia el contexto social
del escritor. Una mente de estas características chocaría a cada momento con
las convenciones arbitrarias de comportamiento propias del elemento
consciente: a menudo el escritor manifiesta una ingenuidad que en ocasiones
lo invalida para casi cualquier otra cosa que no sea escribir. En compensación
puede estar dotado de una capacidad de percepción de los fenómenos sociales
que le daría tanto una intensa visión del presente, como una disposición
inusual para ver un posible futuro que sea la consecuencia de las tendencias
del presente. Esto a su vez puede dar el sentimiento de un tipo distintivo de
conocimiento oculto para la mayor parte de la sociedad. Se suele hablar muy
vagamente del elemento «profético» en literatura, pero es lo suficientemente
tangible para que merezca la pena echarle un vistazo. En cualquier caso esa
palabra expresa las características de la autoridad del poeta mejor que
cualquiera de las otras con las que nos hemos tropezado hasta ahora, y
también expresa el vínculo entre la literatura secular y la sagrada, que es uno
de nuestros temas principales.
Si pensamos en los escritores proféticos del Antiguo Testamento,
empezando por Amos, la asociación entre primitivo y profético surge de
inmediato. Amos no se compromete con las convenciones políticas, en el
norte de Israel lo consideran un estúpido y un loco, y tiene la habilidad de
extraer la sustancia de lo que dice de estados mentales poco corrientes,
ligados con frecuencia al trance. Para estos profetas el futuro que predicen es
el resultado inevitable de ciertas políticas estúpidas, como la del rey de Judea
hacia Babilonia que condujo a la destrucción de Jerusalén, algo que Jeremías
ya había anunciado. El principio que de esto se desprende es que una crítica
social honesta, como una ciencia honesta, aumenta el rango de predecibilidad
en la sociedad.
En los tiempos modernos, los poetas que de forma instintiva llamamos
proféticos —Blake, Fiodor Dostoievski, Arthur Rimbaud— presentan rasgos
similares. Los lectores tienen en tan profunda consideración a estos escritores
como a los oráculos griegos y hebreos: como éstos, conmocionan e inquietan;
como éstos, a pesar de sus contradicciones y ambigüedades, conservan una
autoridad curiosamente obsesiva. Ya en la época isabelina algunos críticos
sugerían que la distinción entre inspiración sagrada e inspiración secular
podía no ser tan rígida como se había supuesto hasta entonces. En la década
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de 1580, George Puttenham[20] señalaba la etimología del término poeta como
«hacedor», lo que para él implicaba una analogía entre el poder creativo del
poeta y el poder creativo de Dios al hacer el mundo. Cita la frase de Ovidio en
los Fastos: «Est deus in nobis», que tanto podía referirse a Dios como a
cualquier dios. En el siglo XVI ciertamente habría sido más seguro apostar por
una musa, un Dios del Amor u otra convención no tomada seriamente por
doctrina, pero la analogía sigue ahí, aunque en estado latente hasta los
tiempos de Coleridge. También se ha dicho muchas veces que las artes son
proféticas porque indican simbólicamente las tendencias sociales que serán
comunes varias generaciones después.
El término profético lo aplicamos a ciertos autores (Martín Lutero, el
marqués de Condorcet, Marx) que solemos situar fuera de la literatura.
Aunque un examen nos lleve a desechar muchas de sus peculiaridades, el
incómodo recurso a situar dentro o fuera no desaparecerá del todo. La
conexión con lo psicológicamente primitivo es lo que parece caracterizar al
escritor profetice que solemos situar dentro de la literatura, o que al menos
(pensemos en Rousseau, Kierkegaard o Friedrich Nietzsche) no es posible
ignorar como figura literaria.
Las afinidades proféticas del poeta en ocasiones contrarrestan la idea del
desfase histórico de la poesía y dan pie a pensar que ésta es más profunda y
sugestiva cuanto más nos remontamos en el pasado. En las leyendas de los
primeros tiempos vemos que el poeta, aun siendo tan primitivo como sus
contemporáneos, era considerado como alguien especialmente sabio.
Ejemplos de esto son los ollaves irlandeses, los bardos druidas (históricos o
legendarios) o ciertas figuras prehoméricas como Musaeus, Orfeo o Hermes
Trismegisto. Se decía que estos poetas habían sido los maestros de sus
sociedades, que recordaban en forma versificada (porque el verso es la
disposición más idónea para ser memorizada) la información mitológica que
sus sociedades más necesitaban conocer. Gracias a esta concepción, en la
época isabelina se llegó a la conclusión de que los mitos ancestrales contenían
una sabiduría inagotable. Al referirse a Homero, George Chapman sostiene
que a partir de él podemos deducir toda lección, gobierno y sabiduría, así
como todo ingenio, elegancia, disposición y juicio. Esta teoría es tan antigua
como el Ion de Platón, y podría incluir la falaz deducción de Ion, que cree
haberlo absorbido todo por ósmosis gracias a recitar a Homero con tanta
frecuencia.
No se me ocurriría negar esta intuición sobre la poesía, pero incluye
falacias muy obvias. Es cierto que los escritores han contado y reinterpretado
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los mitos de incontables maneras, y que seguirán haciéndolo mientras dure la
cultura humana tal como la conocemos. También es cierto que las grandes
interpretaciones de los propios poetas se convierten a su vez en una fuente de
estudio inagotable, y podríamos llenar toda una biblioteca con los análisis
críticos de una sola obra de Shakespeare. Esto no significa que estas
repeticiones míticas se remonten a un mito todavía más profundo en el pasado
remoto. Cuando leemos las leyendas del Grial, por ejemplo, podemos
sentirnos tentados a creer que antes de Chrétien de Troyes tuvo que haber un
tratamiento definitivo del relato del Grial en el que los fragmentos que han
llegado hasta nosotros estuvieran unificados y reconciliados. Aparte de que no
existe evidencia de semejante fuente, es más sencillo suponer que el auténtico
sentido de profundidad se deriva del proceso opuesto: de la acumulación y
constante recreación de los relatos del Grial a través de los siglos hasta llegar
a nuestros días.
El poeta de cada época domina la reserva común de conocimientos y no
un conocimiento específico que separa al experto del profano. (Este principio
se aplicaría sólo al contenido de la poesía, y no a su oficio o técnica.) En
cualquier caso un mito significa lo que se ha querido que signifique durante
siglos, y algunas de sus recreaciones más profundas son muy recientes.
Difícilmente puede darse una mitología original que, como Adán en la
teología calvinista, contenga a todos sus descendientes en un único cuerpo.
La palabra «profético» tiene el sentido popular de predicción del futuro,
pero parece claro que la perspectiva del poeta sobre el tiempo rara vez se
centra en el futuro, o, si se sirve de material histórico, en el pasado como tal.
El término desmitologizar, que ya hemos empleado, describe los esfuerzos de
algunos estudiosos de la Biblia para despojar al texto de los elementos
claramente más primitivos. Si invertimos el proceso y estudiamos el
desarrollo de la tradición mitológica en la literatura, veremos que el mito
tiende (para usar una palabra igualmente fea) a deshistorizar los elementos
históricos de su estructura. Los críticos interesados en mitología, entre los que
se cuenta el presente escritor, son descritos muchas veces como antihistóricos,
epíteto que les transfiere lo que en realidad es una característica de su tema de
estudio. Como han demostrado muchos estudiosos del tema, empezando por
Mircea Eliade, la mitología acostumbra a contemplar la historia como una
secuencia de repeticiones de modelos o patrones y no de acontecimientos
únicos.
La simetría al tratar una situación histórica —como hace Shakespeare en
Enrique IV al poner la misma edad al príncipe Hal y a Hotspur, cuando éste
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era en realidad veinte años mayor— no es una licencia poética que se toma el
autor por razones arbitrarias, sino una demostración de que en literatura el
modelado de los acontecimientos antecede a la historia. Las estructuras
míticas desarrolladas por la literatura no son antihistóricas, sino
contrahistóricas: trasladan un tema histórico al tiempo presente, y por
consiguiente modifican o alteran elementos que acentúan los rasgos pretéritos
del pasado.
Este rasgo de la literatura está conectado con la permanencia y estabilidad
de la convención. Buena parte de la popularidad de la literatura tiene que ver
con la peculiar fuerza de frenado que la convención literaria ejerce sobre la
historia. Hay, por ejemplo, miles de relatos basados en el arquetipo de la
Cenicienta, uno de los temas de cuento popular que junto con la mitología
absorbe la literatura a medida que ésta se desarrolla y pasa a ser una categoría
reconocible por sí misma. Aparece, combinada con otros rasgos míticos, en el
mito clásico (el relato de Cupido y Psique en Apuleyo) y el mito bíblico (el
Libro de Rut). Si cogemos Jane Eyre leemos cómo una chica de gran
inteligencia pero sin excesiva belleza y recursos lucha por apartarse de una
familia hostil y un ambiente escolar nauseabundo para convertirse en una
mujer que gana la amistad, y finalmente el amor, de un hombre de condición
social superior. El perfil del relato resulta conocido, pero la esposa loca, el
héroe que queda ciego en el incendio de la casa, las extraordinarias
coincidencias de la trama, son rasgos de lo primitivo que dan al relato una
cierta cualidad de cuento de hadas, y con ello la sensación de estar más
enraizado en la tradición literaria que la mayoría de sus análogos.
El poeta elige con frecuencia un tema histórico, pero le preocupa
igualmente el desorden de la historia, su mezcla de palabras valerosas y
proezas fallidas. Un modo de afrontar esto es desarrollar dos niveles de
sentido, lo que Gerard Manley Hopkins distingue con los términos de
underthought y overthought[21]. El overthought es el sentido superficial del
poema tal como nos viene dado: abarca la práctica totalidad de lo que
perciben los lectores contemporáneos del poeta y, probablemente, como regla,
la práctica totalidad de lo que el propio poeta pensaba que estaba
produciendo. Se refiere sobre todo al sentido sintáctico o consciente del
poema. El underthought es la progresión de imaginería y metáfora que añade
un contrapunto emocional al sentido superficial, que unas veces complementa
y otras contradice.
Encontramos un buen ejemplo de esto en Enrique V, de Shakespeare,
puesto que, al igual que su predecesora, técnicamente es una pieza histórica.
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Por un lado tenemos su overthought: el tema patriótico de un heroico rey
inglés que invadió y conquistó Francia. Pero si prestamos atención al impacto
emocional de todo lo dicho en la obra, pronto caemos en la cuenta de que
están sucediendo otras muchas cosas. Escuchamos el contrapunto de dos
temas muy diferentes en la primera escena, cuando el efusivo arzobispo de
Canterbury recuerda los grandes días de Eduardo III:
To fill King Edward’s fame with prisoner kings,
And make her [England’s] chronicle as rich with praise
As is the ooze and bottom of the sea
With sunken wrack and sumless treasuries. (I, n, 162-165)[*]
La sombría imagen, que asoma bajo el discurso del orador (que, por lo
que sabemos, podría ser el discurso del mismo Shakespeare) sugiere, cuando
se compara con imágenes similares en la misma escena, la injusticia y el
horror de la guerra, la desgracia que va a caer sobre Francia e Inglaterra por
culpa de un consentido joven de fortuna, y, antes que nada, la futilidad última
de toda la empresa.
Por consiguiente no podemos decir que al tratarse de una obra histórica
Enrique V «sigue» la historia, con unas pocas alteraciones permitidas sólo a
los poetas. Si nos fijamos en el mito global, o el relato completo de la obra,
percibiremos otra historia con una dimensión de sentido distinta. A medida
que avanza, Shakespeare tiende a dejar de lado la historia de Inglaterra para
ocuparse de los períodos más remotos y legendarios de Lear, Hamlet y
Macbeth, en donde las titánicas figuras de tragedia pueden emerger como no
habrían podido hacerlo de los campos de batalla de Agincourt o Tewkesbury.
Desde un punto de vista temporal estos períodos están más alejados de
nosotros; míticamente son mucho más inmediatos y presentes.
Por la misma razón la literatura se sirve en todo momento de su propia
historia. Ningún soberano inglés puede compararse en poder y esplendor al
rey Arturo, y ello precisamente por su insignificante existencia histórica.
Alfred Tennyson cierra su recuento de la última batalla de Arturo con los
versos:
The darkness of that battle in the west,
Where all of high and holy dies away. [*] [22]
Sería difícil escribir con este tipo de resonancia retrospectiva acerca de
una batalla actual, en la que nada elevado o sagrado tiene visos de
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manifestarse ni siquiera en la derrota. Cuando la poesía absorbe el material
histórico, suele combinarlo con una perspectiva histórica «elevada» (mito
pastoral), «inferior» (mito irónico o parodia demoníaca) o con ambas a la vez.
El principio crítico que nos ocupa es el de la relación de lo poético con lo
ideológico o retórico, y lo que la audiencia percibe como historia en Enrique
V es en esencia lo que está preparada para aceptar como tal. En otras palabras,
el overthought es el contenido ideológico. En este sentido, la relación del
overthpught con el underthought cubriría todo el espectro entre la aceptación
total y la no aceptación de nada. Entre 1850 y 1950, en parte como resultado
de la influencia de Poe en el symholisme francés, hubo una corriente
influyente que oponía los dos planos de Manley Hopkins: veía en el
overthought un andamiaje retórico y quería reducir lo poético a una textura
puramente metafórica. Encontramos un eco de este antagonismo en una
observación de T. S. Eliot según la cual el pretendido sentido del poema
podría tener la misma función que el pedazo de carne que un ladrón arroja a
un perro guardián: algo que sirve para aplacar la ansiedad de la audiencia
mientras el auténtico poema actúa sobre ellos. Este punto de vista de que lo
poético debería purificarse de lo retórico todo lo posible, lo encontramos
asimismo en Paul Verlaine, quien animaba a los poetas a retorcer el pescuezo
de la retórica, comentario éste de por sí bastante retórico. Sin embargo,
cultivar la separación de poesía y retórica nunca hubiera sido algo muy
distinto a un cambio temporal de énfasis: lo interesante es tener conciencia de
que se trata con dos modos verbales distinguibles.
Un ejemplo o dos pueden ilustrar otro aspecto de la relación entre el mito
y la ideología, o, como los llama Blake, la visión y la alegoría. En El
peregrino (The Pilgrim’s Progress), de John Bunyan, Cristiano se encamina
hacia la Ciudad Celestial tambaleándose bajo una carga de pecados que en
cierto momento se le cae. Esto es lo que antes llamábamos un análogo
retórico de la ideología cristiana del perdón de los pecados por la expiación de
Cristo. Mientras la ideología fue central en los hogares británicos protestantes
de clase media, El peregrino se leyó como apéndice de la Biblia. Cuando esta
ideología declinó, el libro pasó de moda; tal vez estaba demasiado ligado a la
ideología para sobrevivir al cambio.
Pero la obra de Bunyan también puede leerse como un relato, aunque es
probable que un lector moderno viera en los pecados preocupaciones bastante
desdeñables y sentimientos de culpabilidad irracionales, y una manifestación
de lucidez humana más que de gracia divina cuando Cristiano se libra de
ellos. De nuevo tenemos dos puntos de referencia, uno contemporáneo a
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Bunyan y el otro, a nosotros. Lo importante aquí es resaltar que el relato tiene
una flexibilidad que su sola referencia ideológica no permitiría. Para
parafrasear un axioma de D. H. Lawrence, más que prestar atención a las
creencias o posturas de un escritor, deberíamos centrarnos en su mito,
infinitamente más sabio y, además, el único elemento que puede llegar a
sobrevivir cuando desaparezca la ideología que lo acompaña[23].
Siguiendo con la imagen de la carga, los críticos imbuidos de una nueva
tendencia ideológica pueden sentirse oprimidos por la carga del pasado, y
preguntarse qué obligación tenemos de mantener una tradición cultural que
prácticamente ignora los intereses de esa tendencia. El siguiente paso es
establecer un sistema de valores que dé prioridad a todo lo que tenga visos de
ilustrar esa tendencia y rebaje el resto, o rebajar el conjunto de la tradición
cultural del pasado en favor de una cultura más satisfactoria que se
establecerá en el futuro. La crítica marxista de la generación anterior acentuó
tanto esta tendencia que reconocidos críticos marxistas actuales hablan de
«marxismo vulgar». Pero también hay un cristiano vulgar, un humanista
vulgar, una feminista vulgar y muchas otras formas de lo que puede llamarse
crítica topiaria, el arte de recortar la literatura para distorsionarla dándole una
forma diferente. Aquí hallamos esa tendencia ideológica capaz de convertirse
en la auténtica carga, y la tradición cultural que nos libra de ella.
En el presente, la «historicidad» es un emblema crítico de este tipo, y
muchos piensan, o afirman, que cualquier tendencia deshistorizadora, mítica o
no, corromperá el proceso crítico transformándolo en una suerte de idealismo
estático. Para mí, el mito no es un simple efecto de un proceso histórico, sino
una visión social que apunta hacia un trascender de la historia, que explica la
unión de dos períodos de la historia, el del autor y el nuestro, en
comunicación directa. Es muy difícil, tal vez imposible, sugerir la posibilidad
de una visión social con esas características, incluso en el marco de una
ideología, sin invocar algún tipo de mito pastoral, pasado o futuro. El
Manifiesto comunista utiliza ese mecanismo: si usamos, dice, el proceso
histórico para liberar a la humanidad de la lucha de clases de la historia,
seremos capaces asimismo de restaurar algunas de las relaciones personales
preburguesas. Estos rasgos míticos de la visión social no denigran la historia,
pero ayudan a clarificar su función.
Otro ejemplo nos acercará un poco más al tema central de este libro. La
crucifixión de Jesús fue un acontecimiento histórico, o al menos no veo razón
para que no lo fuera. Sin embargo encierra muchas dificultades históricas: el
momento y el lugar en que se produjo, el papel que juegan las autoridades
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romanas y el cuerpo sacerdotal judío, los acontecimientos maravillosos en
forma de eclipses, tumbas abiertas o el velo rasgado del templo, todo
claramente simbólico, sea cual fuere su relación con la actualidad.
No se trata de que el mito falsifique la historia, sino que la historia,
continuo registro de lo que hacen las ideologías ascendentes, falsifica el
interés primario. El acontecimiento histórico equipara la crucifixión de Jesús
con la de los demás que sufrieron esa muerte obscena y espantosa. El mito de
la Crucifixión misma nos recuerda que somos tan responsables de la muerte
de Cristo como sus contemporáneos. Cuando el sumo sacerdote Caifás dijo:
«Os conviene que muera uno solo por el pueblo» (Juan 11, 50), dijo algo en lo
que todos estamos de acuerdo; de hecho la misma doctrina cristiana está de
acuerdo con ello, y Caifás es una de las primeras personas de la era cristiana
en ser justificadas por la fe. Por lo tanto es sólo el mito en tiempo presente, y
no el acontecimiento pasado, el que puede dar a los demás infortunados y
víctimas de brutales injusticias un lugar en el centro de la visión humana.
Los Evangelios no son especialmente sensibles a la idea de que toda
brutalidad sea injusta: están demasiado preocupados con la inocencia de
Cristo (Lucas 23, 41). Pero esto nos lleva más allá del mito en sí. Los
escritores del Evangelio están convencidos de que los hombres intentaron
matar a Dios, y que en consecuencia el odio y el temor de Dios son aspectos
centrales de la naturaleza humana. Más allá de lo que pensemos al respecto,
existe una pregunta inevitable: si la Crucifixión fue con toda probabilidad un
acontecimiento histórico, ¿no es justamente su naturaleza histórica la base de
su auténtico poder? ¿Causaría algún impacto sin su enraizamiento en la
historia?
Me parece que la realidad no mítica característica de un acontecimiento
semejante es menos histórica que personal. No se trata de una sutileza: lo
histórico como tal se equipara a la historia, y el acontecimiento mítico como
tal se repite (como sucede el Viernes Santo, que se repite de año en año y
representa el mito puro). El acontecimiento histórico recurrente, el repetido
ritual eclesiástico, es parte del sueño histórico de la revelación. Lo personal
acontece de una vez por todas (Hebreos 9, 26), y entra en el mito y en la
historia desde otro nivel. La superación del mito y de la historia será uno de
nuestros temas centrales a partir de ahora.
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3. Identidad y metáfora
UNO
La literatura es un arte de palabras, y el interés de quien la estudia se centra,
con preferencia, bien en su componente artístico, bien en las palabras. Si su
interés se centra en éstas, y por tanto se orienta hacia la lingüística y la
semiótica, perderán consistencia los términos que solemos utilizar para
delimitar las estructuras verbales. Cada vez nos resulta más difícil separar
literatura de crítica, crítica de filosofía o historia, o filosofía e historia de
cualquier otro medio de comunicación verbal. Sólo nos quedan las relaciones
cambiantes entre significantes y significados estudiadas en el primer capítulo.
Si ponemos el énfasis en el componente artístico de la literatura más que en el
hecho de que se sirva de palabras, tendremos que empezar haciendo una
distinción práctica, de sentido común, para separar diferentes áreas de
palabras, a pesar incluso de que no existe un muro teórico que las separe.
Según esta distinción, Keats, por ejemplo, es poeta y no filósofo, e Immanuel
Kant, filósofo y no poeta. Recordemos el cuadro figurativo de René Magritte
en el que se ve una pipa y lleva por título Esto no es una pipa. Una pintura es
una pintura, y no podemos identificarla o definirla por su contexto figurativo.
De modo semejante, no podemos identificar una obra literaria con lo que dice:
en literatura lo que se «dice» pertenece a la ideología y a la retórica, no a lo
poético como tal.
En literatura, la relación centrípeta entre palabras antecede a las
filtraciones de información extra verbal. Al leer Madame Bovary, de Gustave
Flaubert, Ana Karenina, de León Tolstoi, o The Newcomes, de William
Thackeray, aprendemos mucho sobre la sociedad francesa, rusa o inglesa del
siglo XIX, pero lo principal es la composición y articulación del relato.
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Estamos ante novelas realistas que han tomado prestada parte de su técnica de
la narración descriptiva. Las características de la literatura aparecen de un
modo más centrado en el verso, que suele ser extremadamente figurado, y en
el que se da un uso funcional de todas las figuras establecidas a las que ya nos
hemos referido: metáfora, símil, metonimia y semejantes, además de rima,
aliteración, antítesis o paralelismos y repetición.
Valéry señala que mientras el compositor musical tiene la posibilidad de
trabajar con sonidos distintos de los de la experiencia corriente, el poeta
carece de semejante privilegio: se ve obligado a utilizar las mismas palabras
que todo el mundo. Esto es cierto, pero necesita una aclaración. La relación
de las palabras con lo que significan es arbitraria o, para ser más precisos,
convencional; las palabras también se caracterizan por su diferencia con otras
palabras. De ahí que consideremos cualquier parecido fonético o
superposición de sentido en una lengua dada algo accidental, una
coincidencia, o como queramos llamarlo. Pero la poesía explota estos
accidentes y les da una función: la poesía, en resumen, hace de la fonética un
sexto sentido.
Esto hace que el elemento de «resonancia» entre significantes se sitúe en
un primer plano. Las palabras son arbitrarias en relación a un referente —
caballo, horse y cheval hacen referencia al mismo animal— y una rima válida
en una lengua, como mountain y fountain en inglés, puede no servir en otra.
Al explotar las semejanzas fonéticas de una lengua se minimiza la
arbitrariedad. En su origen este procedimiento debió de ser casi mágico: la
magia suele convenir en que la conexión causal entre una palabra y una cosa,
un nombre y un espíritu, y el esfuerzo poético de colocar las palabras
apropiadas en el orden apropiado podía tener efecto en el mundo externo.
Aunque la poesía prescinda de la suposición mecánica, o de causa-y-efecto de
la magia, retiene no obstante el sentido de que existe un misterio en las
palabras, misterio que no explican las teorías que sólo se basan en la
diferenciación lingüística.
Algunos poetas recurren a lo que se conoce como armonía imitativa
(onomatopeya), en la que, en expresión de Alexander Pope, el sonido sería un
eco del sentido. Así en sir Thomas Wyatt:
The rocks do not so cruelly
Repulse the waves continually[*]
podemos oír cómo rompen y después se retiran las olas. O, del mismo poeta:
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Cracketh in sonder; and in the ayre doth roar
The shiverd pieces[*]
donde podemos oír el sonido del disparo de un arma. Muchos poetas ingleses,
incluido Edmund Spenser, hacen un uso constante de la armonía imitativa.
Tal vez siempre tenga algo de truco, pero así y todo es probable que ese
artificio, que encontramos con tanta frecuencia en Homero y Virgilio, sea
consustancial a la poesía. Su significación parece residir en la construcción de
una unidad auditiva autosuficiente que se aleja del entorno verbal al tiempo
que, en cierta medida, lo reproduce.
Otro rasgo que se da con bastante frecuencia en la experiencia poética, si
bien es muy difícil de explicar teóricamente, es el verso o pasaje
metafóricamente «mágico» que cala en la memoria, a menudo desgajado de
su contexto original. Un ejemplo es el celebrado verso de la elegía de Thomas
Nashe, «Brightness falls from the air» (el resplandor cae del aire), familiar a
muchos que lo ignoran todo de su contexto. Otro es de Andrew Marvell: «To
a green thought in a green shade» (a un pensamiento verde en una sombra
verde). En la Oda a un ruiseñor, de Keats, los versos culminantes, al decir de
la mayoría de los lectores, nos hablan de cómo la canción del ruiseñor
Charmed magic casements, opening on the foam
Of perilous seas, in faery lands forlom[*]
El estudio crítico de la poesía depende de una suerte de holismo, de la
suposición de que el poema que tenemos ante nosotros forma una unidad en la
que cada detalle se justifica por su relación con esa unidad. La suposición de
integridad, como la suposición de coherencia en la crítica, es heurística: se
adopta para ver qué resultados depara. Aun siendo muy fácil plantearle
objeciones teóricas, sin esta suposición careceríamos de un sentido de
dirección en la comprensión crítica. Al mismo tiempo la integridad no es el
objetivo del proceso crítico, sino un simple factor de éste. O sea, que mientras
nada en el pasaje de Keats viola la unidad del poema, sin embargo parece
romper esa unidad para sugerir diferentes órdenes de existencia, como los
mundos paralelos popularizados por la ciencia ficción. Lo que se deduce de
ello es que en la respuesta a la poesía puede haber una carga potencialmente
ilimitada o infinita, algo que ilumine la psique: en lugar de la oscuridad de lo
desconocido vislumbramos las sombras de otras maneras de emergencia del
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ser. Aquí sólo nos preocupa una idea: que la respuesta a un pasaje específico
de un poema puede alargarse de forma indefinida más allá del poema.
El énfasis de la poesía en las figuras retóricas también lo encontramos,
como señalábamos antes, en la oratoria, que mantiene una relación de
vecindad con la poesía. Pero como sucede con todos sus vecinos, la poesía y
la oratoria tienen estilos de vida bien diferentes. El orador afronta a su
audiencia, le habla directamente, de hecho habla para su audiencia, y con
frecuencia se deja arrastrar por ella. Retiene mejor la compulsión mágica de
las palabras porque busca un efecto cinético en su audiencia. Y su magia tiene
esa cualidad mecánica de causa-efecto, estímulo-respuesta, que
mencionábamos más arriba. Esto es así porque pretende lograr una respuesta
uniforme, y la uniformidad siempre tiene algo de mecánico.
El poeta, bien es cierto, suele imitar al retórico: no acostumbra a darse
cuenta de que qua poeta no tiene nada que «decir», y su lenguaje indirecto,
esa falta de contacto inmediato con su público del que la poesía no acaba de
desprenderse, pueden llegar a impacientarle. Pero en retórica contamos con
una presencia, un orador; en poesía el poeta se ausenta, da la espalda a su
lector y crea el poema, que servirá de intermediario. El poeta ni siquiera tiene
que estar presente. Tomemos como ejemplo una canción popular de
Newfoundland:
She’s like the swallow that files so high,
She’s like the river that never runs dry,
She’s like the sunshine on the lee shore,
I love my love and love is no more[*]
Por mucha desconfianza que le inspire la interpretación, un lector podría
escribir una serie de, digamos, ocho frases que fueran parafraseando el
posible significado del verso anterior. El noveno verso podría ser: «En
realidad no quiere decir nada: se trata sólo de un error en la transmisión oral
de un original que decía algo parecido a “Amo a mi amor cuando ya no queda
amor”». De ser cierta, esta afirmación sería importante para algunos aspectos
de la crítica, pero no tiene la menor importancia si se trata de experimentar la
frase como si fuese una frase poética. Del mismo modo, todas las objeciones a
la crítica basadas en la suposición de que el poeta efectivamente habla
(«¿Quería el poeta o pretendía o tenía en mente todo eso?») son quejas
carentes por completo de amplitud de miras.
Al igual que el discurso retórico, el poema no exige una uniformidad de
respuesta sino que apuesta por la variedad. Con el paso del tiempo la variedad
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logra cierto tipo de consenso, pero la flexibilidad permanece. El poeta utiliza
diferentes convenciones para expresar la relación indirecta con sus lectores.
Puede invocar a una musa o a un dios para que escriban el poema por él;
puede dirigirse a una dama o, en el teatro, hacer que otros personajes hablen
por él.
Otra curiosa convención, que duró siglos, afirmaba que más que servirse
de palabras el poeta canta, que no produce palabras dotadas de un sentido sino
sonidos que trascienden los significados verbales. Esta metáfora de canción a
veces se transfiere también a un instrumento musical, ya sea laúd, lira, arpa o
flauta. En el epílogo al Lycidas, de Milton, leemos:
Thus sang the uncouth swain to the oaks and rills,
When the still mom went out with sandals grey:
He touched the tender stops of various quills,
With eager thought warbling his Doric lay…[*]
que resulta de lo más encantador si no pensamos demasiado en lo que
evoca. El poeta nos dice que se ha pasado el poema cantando y tocando
simultáneamente un instrumento de viento, y de lo más tosco, por cierto: el
oat, una flauta primitiva. La imposibilidad de semejante hazaña carece de
importancia: lo que cuenta es preservar la convención. En cualquier caso la
poesía, y más concretamente la poesía lírica, como el propio adjetivo indica,
tiene una conexión próxima y constante con la organización del sonido que
comparte con la música, tanto metafórica como física.
Con su objetivo puesto en la metafísica, Derrida sostenía que en esencia
las palabras son escritas: mientras la escritura mantenga la convención de un
orador personal, se seguirá pensando que las palabras permanecen innatas en
su interior[24]. Podríamos extraer la imprevista conclusión de que la poesía
nos adentra, al menos a veces, en una especie de mundo innato. En cualquier
caso la literatura no se convierte en categoría cultural hasta que la escritura
separa el poema o el relato del cuerpo físico del recitador. Como también hay
ciertamente mucha literatura dirigida antes que nada a la vista: además del
grueso de la prosa, podemos mencionar los caligramas, los poemas concretos
o los diseños tipográficos de e. e. cummings, por ejemplo.
La forma más primitiva de poesía visual es el epitafio, en el que se
manifiesta con mucha claridad el principio de différance de Derrida. La típica
expresión del epitafio es la siguiente: detente y mírame; yo estoy muerto y tú
estás vivo (diferencia), pero tú no tardarás en estar también muerto (diferido).
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El hecho de que el orador esté muerto es otro mecanismo de comunicación
indirecta, la figura retórica técnicamente llamada prosopopeya, en la que un
objeto inanimado se dirige a nosotros para recordarnos que en poesía nada
está realmente muerto, como tampoco hay nada que hable a no ser de modo
indirecto o paródico. Muchas veces encontramos esta figura retórica en
poemas-acertijo, en los que se espera de nosotros que adivinemos o pongamos
nombre a lo que habla. Se trata de una inversión del procedimiento mágico:
resuelve el sortilegio del poema devolviéndonos a un mundo de temas y
objetos comunes. Claro está que la sensación de sentido visual es más fuerte
en idiomas no alfabéticos como el chino, donde la lengua escrita no reproduce
directamente la hablada.
El acto de leer, o su equivalente, consiste en dos operaciones que se
suceden en el tiempo. Primero seguimos la narración desde la primera página
o línea hasta la última: una vez completado el seguimiento temporal de la
narración, efectuamos un segundo acto de respuesta, una especie de Gestalt
de comprensión simultánea mediante la cual intentamos extraer el significado
completo de lo que hemos leído o escuchado. Convencionalmente, la primera
respuesta es la del oído que escucha, incluso si leemos un texto escrito. La
asociación de la segunda respuesta con metáforas visuales es casi inevitable.
Alguien que va a contar un chiste puede decir «¿Has oído éste…?» Pero
después de oírlo, «vemos» el chiste. La misma respuesta en dos niveles
también está presente en el ritual religioso, emparentado en todo momento
con la elocución mítica. En la misa, la elevación de la forma sigue a la
homilía; se nos dice que los iniciados de Eleusis escuchaban una narración del
mito de Deméter y, acto seguido, como clímax de su iniciación, se les
mostraba una mazorca de maíz. Tras eso pasaban a ser conocidos como
epoptae, o «videntes». En el budismo zen se cuenta que en cierta ocasión, tras
predicar un sermón, Buda levantó una flor dorada, y que el único miembro de
la audiencia que comprendió lo que significaba fue, cómo no, el fundador del
Zen. En las obras de ficción con títulos tales como La copa dorada, El arco
iris o Al faro, se emplea un símbolo visual que en el libro representa un modo
de captar su significado total, como una forma de sinécdoque para describir el
libro completo. La tarea del novelista, dice Conrad, «es, antes que nada, hacer
ver». Este ver metafórico lo describe mejor el término visión, que mantiene la
metáfora visual pero trasciende la distinción entre lo físicamente visible y lo
visualizado.
En la analogía visual, en cualquier caso, la palabra «estructura» funciona
como término crítico, y caracteriza una obra literaria mediante una metáfora
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espacial derivada de la arquitectura. Claro está que el grado en el que se ve la
estructura depende de la complejidad de lo que tenemos delante. En cuanto
vemos un chiste ya no queremos volver a oírlo; del mismo modo que si
leemos un relato detectivesco sólo para descubrir al asesino, lo más probable
es que no querramos volver a leerlo hasta haber olvidado la identidad de ese
asesino. Pero con la Divina comedia o El rey Lear, es imposible pensar
siquiera en percibir su estructura al completo.
En mis libros anteriores describía esta visión simultánea de una narración
como «estasis temática», y la identificaba con el término aristotélico dianoia,
«sentido» o «pensamiento». En este contexto la dianoia es la narración
contemplada como una foto fija: no tendría que ser considerada pensamiento
en el sentido de traslación al lenguaje discursivo, como sucedía con la moral
de una fábula. Lo que Maisie sabía, de Henry James, cuenta la historia de una
joven que tiene la desgracia de ser hija de unos padres estúpidos que no dejan
de pelearse y que, tras divorciarse, vuelven a casarse introduciendo con ello al
padrastro y la madrastra; la amenaza de la nueva parentela lleva a Maisie a
fugarse con su institutriz. El «qué» de Lo que Maisie sabía sólo podrá
transmitirlo la percepción simultánea de todo el relato y no un simple
recuento discursivo del «significado» de sus experiencias.
En este punto lo que nos interesa en primer lugar no es el movimiento
narrativo sino la imaginería, consistente en las unidades con las que trabaja el
escritor al acoplar la estructura, y que procuraremos ver como un
agrupamiento de imágenes, o unidad visualizada. De todas las imágenes
literarias, las más importantes son los personajes, las personalidades, los
elementos más activos en la mediación entre el autor y su público. Los relatos
literarios descienden históricamente de los mitos, que son fundamentalmente
relatos sobre dioses, y los dioses son personalidades asociadas con la
naturaleza, como los dioses solares y los marinos y los celestiales, o
vinculadas a imágenes emblemáticas, como los pavos reales de Juno o el
tridente de Neptuno. Los dioses, por tanto, son metáforas (GC, p. 18),
entendiendo por metáfora una afirmación de identidad del tipo «A es B» en
donde se dice que la personalidad y el objeto natural son la misma cosa, a
pesar de seguir siendo dos cosas diferentes. Así pues, en la cima de la
experiencia literaria, nos encontramos con el mito y la metáfora como dos
aspectos de una identidad.
De esto se derivan dos principios críticos. Uno, que la literatura es
siempre y en todas partes politeísta, por muy alejados que sus personajes nos
puedan parecer hoy de lo que solemos entender por dioses. El otro es que en
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sus metáforas, la literatura siempre asume una relación entre la conciencia
humana y su entorno natural, que sobrepasa —de hecho ultraja y viola— el
sentido común ordinario basado en una separación permanente entre sujeto y
objeto.
En la forma habitual de «A es B», la metáfora es un tropo más. Todas las
figuras retóricas tienen algún rasgo que llama la atención en que las separa de
lo que se entiende por uso del lenguaje de sentido común (descriptivo). Con el
símil, por ejemplo «Mi amor es como una rosa roja», algunos lectores
encontrarían en la palabra «como» una tranquilizadora sensación de
«realmente, no». La hipérbole llama la atención sobre la exageración de los
hechos externos, la sinécdoque sobre la comprensión de éstos, el oxímoron
sobre su paradoja, la metonimia sobre el significado que reemplaza. Pero la
metáfora transmite una afirmación explícita, basada en la palabra «es»,
además de una implícita que la contradice. Del mismo modo que el mito
afirma a la vez «Esto es lo que sucedió», y «Es difícil que esto sucediera
exactamente así», la metáfora que lleva el predicado «es» propone
explícitamente «A es B» (por ejemplo, «Un retoño es José», Génesis 49, 22) y
transmite implícitamente el sentido «Está muy claro que A no es B, y sólo un
tonto podría pensar que José realmente era un retoño», etcétera. Así como el
mito es contrahistórico, al afirmar y negar al mismo tiempo su validez
histórica, la metáfora es contralógica. Así pues, ¿qué sentido tiene una figura
retórica que incluye lo opuesto a algo que un lector u oyente supondría
verdadero?
Al fusionar con tanta frecuencia algo relativo a la personalidad humana
con algo relativo al entorno natural, la metáfora apenas si tenía peso en las
primeras sociedades, en las que la distinción entre sujeto y objeto no siempre
era clara o consistente. Se ha dicho que en Homero no hay metáforas, pero en
otro sentido todo Homero es una metáfora. Los estados anímicos o poderes
que adscribe a las diferentes partes del cuerpo, phrenes, thymos, hepar y
demás, parecen vincularse metafóricamente a sus correspondientes estados
anímicos y poderes en la naturaleza, o lo que parecen ser tales. Los dioses
también dan estabilidad a la identidad entre sujeto y objeto, edificada sobre
una base de creencia o aceptación social. La afirmación «Neptuno es el mar»
se estabiliza cuando se dedican templos o rezos a Neptuno antes de empezar
un viaje por mar.
El desarrollo del lenguaje del logos tiende a poner en un primer plano la
brecha que separa sujeto y objeto, con lo que más y más dioses pasan a ser
figuras literarias y ganan terreno la alegría verbal y el distanciamiento irónico
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frente a las incómodas afirmaciones existenciales. Cuando llegamos a las
Metamorfosis, de Ovidio, claramente dentro de la categoría de literatura, este
proceso ya lleva un tiempo en curso. De hecho, las metamorfosis de Ovidio,
en las que seres personales se convierten en objetos naturales, como Dafne en
laurel o Filomela en ruiseñor, en cierto sentido son relatos sobre la ruptura de
la metáfora, analogías clásicas de mitos de alienación como la caída de Adán
y Eva. Parece claro que una de las funciones de la poesía es mantener vivo el
hábito de pensamiento metafórico. ¿Pero por qué mantenerlo vivo, y por qué
los poetas siguen hablando con tanto entusiasmo, como Jules Laforgue, de
«aquellos relámpagos de identidad entre sujeto y objeto: el atributo del
genio»[25]?
Al basarse en la metáfora, el poético es un lenguaje concreto que pone en
un primer plano los objetos de la experiencia sensible. La diferencia entre el
lenguaje poético y el lenguaje conceptual o dialéctico la encontramos en el
vocabulario abstracto de este último, para el que la poesía tiene una tolerancia
limitada. La abstracción nace de la dificultad, en realidad de la práctica
imposibilidad de mantener un ordenamiento de palabras lógico relacionado de
forma consistente con la particularidad y la distinción del mundo de los
objetos. Puede que sea cierto que toda palabra abstracta descienda
históricamente de un ancestro concreto: «Is not your very attention stretching
to?»[*] pregunta Thomas Carlyle. De esto no se sigue que sea factible coger
una frase hecha de términos abstractos y traducirla a sus raíces concretas. En
el Jardín d’Épicure, de Anatole France, encontramos ejemplos muy
divertidos de lo que ocurre al hacerlo: así, «Los animales no tienen alma» se
reduce a «Seres que respiran no tienen respiración». Está claro que esto no
funcionaría como técnica crítica: sencillamente debemos dejar que los
términos del logos sigan su propio camino, y reconocer que, como dice
Milton, el lenguaje poético es más «sencillo, sensual y apasionado» que el
filosófico.
Lo que «vemos» cuando intentamos abarcar la totalidad de una estructura
literaria es un gran número de imágenes yuxtapuestas. Así es como el modo
literario se adapta a la pluralidad miscelánea del mundo de los objetos e
incluso se las compone para retener una base concreta para su dicción. Por lo
tanto una obra literaria siempre tiene algo de mosaico, un diseño de unidades
contiguas —para servirnos de otra expresión de Milton— más que continuas.
En una argumentación lógica seguimos un curso de palabras hasta llegar al
final; el seguimiento narrativo es menos apremiante, y lo que vemos al final
es la unidad de particularidades diferentes.
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La crítica como tal empieza por lo que vemos, con el «icono verbal»[26]
fijo que dibuja lo que hemos estado leyendo. Hay que considerar precrítica la
experiencia de seguir la narración desde esta visión crítica, como una
recolección de datos para la comprensión. No hay palabras para la experiencia
directa de la literatura, sólo sentimientos sin conformar ni examinar que
carecen de enfoque hasta que se forma una entidad, a partir del proceso
señalado por la llegada al final. Esta respuesta en dos estadios es un caso
especial de la diferencia entre experiencia y conocimiento. La experiencia
afecta lo particular y lo exclusivo, y tiene lugar en el tiempo; el conocimiento
atañe a lo universal y lo asimilado, y contiene un elemento ajeno al tiempo.
Esta concepción de una respuesta en dos estadios podrá chocar a muchos
lectores que, al no haberla experimentado, a lo mejor la encuentran tosca y
falsa. Lo cierto es que la frecuente afirmación de que no podemos salimos de
una estructura para examinarla es sólo otra metáfora engañosa, y en cualquier
caso no afecta el punto que estamos discutiendo, donde el lector puede
considerarse exterior sólo en el muy sencillo sentido de que quien contempla
una pintura está fuera de la pintura.
Lo importante es señalar que si, desde un punto de vista teórico, puede
resultar útil distinguir dos estadios, en la práctica deben asimilarse lo más
rápido posible. Roland Barthes afirma que toda lectura seria es una
relectura[27]: esto no significa necesariamente una segunda lectura, sino leer
desde la perspectiva de la estructura total, una perspectiva que transforma un
recorrido entre un laberinto de palabras en una búsqueda dirigida. Existen
diferentes modos de lograr semejante perspectiva incluso en una primera
lectura. Uno es por medio de intuiciones derivadas de una experiencia previa
de lectura; otro, con la ayuda de la crítica, bien como un simple comentario
sobre la obra o al situarla en un contexto por medio del estudio de las
convenciones, los géneros y el entorno social contemporáneos. La primera
lectura de una obra de Shakespeare es una operación que muchos de nosotros
apenas recordamos: viene seguida de muchas reexperiencias de la narración,
tanto en el texto como en la escena, lo que lleva a asimilar la experiencia y el
conocimiento de la obra hasta que se convierten en aspectos de la misma
cosa.
Podemos comentar de pasada que «releer», o unificar conocimiento y
experiencia, depende de la existencia de textos impresos, o de algo que se le
corresponda, que permanece inalterable para poder reexaminarlo y que no
cambia por mucho que se lo consulte. Con los medios electrónicos de la
sociedad actual, el mayor peligro para la educación es el torrente de
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experiencias con escasas posibilidades de facilitar un conocimiento genuino.
Las sociedades orales desarrollan asombrosos poderes de memoria, pero
incluso estos poderes son inadecuados para una red de comunicaciones tan
prolífica como la nuestra. La tecnología futura puede que acabe con este
problema, pero el pánico que inspira sigue presente.
La obra literaria, pues, no es sólo un objeto de estudio, un reto para
nosotros: antes o después tenemos que analizar nuestra propia experiencia
lectora, qué depara la fusión de la obra con nosotros. No somos observadores
sino participantes, y tenemos que guardarnos tanto de la ilusión de objetividad
desapegada como de su contrario, que sugiere que toda lectura es un acto de
narcisismo, y el texto un espejo que refleja nuestra propia psique. Un libro
que trata (o que pronto tratará) concretamente de la Biblia, no puede evitar
estos asuntos. Por ello tenemos que tener en cuenta una extensión del uso de
la metáfora, que no se limite a identificar verbalmente una cosa con otra, sino
también con rasgos nuestros: algo que, tentativamente, podríamos llamar
metáfora existencial. Ni que decir tiene que esto nos lleva mucho más allá de
la identificación personal con personajes admirables o heroicos de un relato o
parecidas inexperiencias que son ejemplos del narcisismo que acabamos de
mencionar.
Hablamos de escritores tanto como de lectores, y los primeros se dan
perfecta cuenta de que la metáfora va mucho más allá de la simple
yuxtaposición de imágenes. Como volveremos a ver dentro de un momento,
lo normal es que el escritor piense que la metáfora de la madre preñada que da
a luz una vida autónoma se encuentra más cerca de su experiencia que la
metáfora de «creación» en el sentido de invención. Esto último supone una
victoria demasiado fácil, sin ángel con el que batallar: de hecho sugiere la
irrealidad de cualquier rasgo imaginativo más allá de lo subjetivo, una
irrealidad que tantos de los que se muestran indiferentes u hostiles a la
escritura imaginativa dan por supuesta. Hemos hablado de lo mágico como
efecto accidental de lo poético, que de todas formas parece abrir nuevas
perspectivas al proceso creativo. En la magia se invoca una presencia
objetiva, o algo que se le parece. A las ideologías en ascenso les inquietan las
presencias de lo no-autorizado; de ahí la popularidad de temas como el trato
con el diablo en el Fausto de Christopher Marlowe y en otras obras. Pero más
de un novelista, por ejemplo, ha descubierto que un personaje de su creación,
tal vez porque coincide con algún rasgo de su personalidad suprimido de su
propia psique, ha emprendido una vida por su cuenta, como si algo hubiera
entrado en el libro por su propio pie. En ciertos momentos de creación puede
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haber incluso una sensación de comunicación con cierta presencia personal no
subjetiva. Un escritor que haya vivido esas sensaciones o experiencias
difícilmente podrá autoconvencerse de lo contrario, a pesar de lo que clamen
las ideologías que lo rodean.
DOS
Muchas veces se ha planteado la cuestión de los beneficios morales de
estudiar literatura. Parece claro que la relación que hemos perfilado, con el
lector como sujeto que contempla un objeto enfrentado a él, no tiene por qué
mejorar necesariamente la personalidad del lector, a no ser que éste se lo
proponga. Esto se ve más claro en el mundo de la pintura, en el que los
cuadros se compran y pasan a manos privadas dejando así de ser patrimonio
de una comunidad. El narrador del poema de Robert Browning, My Last
Duchess, que asesina a su esposa porque sonreía a otra gente, y conserva un
retrato que sólo le sonríe a él, era lo que entendemos por persona culta, pero
la cultura no había contribuido demasiado a su probidad moral.
En literatura se da una discrepancia, casi una oposición, entre el atractivo
cinético de la retórica y el atractivo imaginativo de la poesía. Como ya hemos
visto, la retórica pertenece a una moral del tipo «quid agas», o «¿qué debemos
hacer?». Por consiguiente, la retórica pretende ser un estímulo moral —
normalmente malo, por desgracia, puesto que el mecanismo más accesible es,
con mucho, el alimento del odio— pero la literatura no actúa de ese modo,
excepto por algún accidente histórico, o a no ser que (como en el verso
inspirado o las novelas propagandísticas) las obras en cuestión en realidad
sean formas disfrazadas de retórica. De todos modos pienso que si
preguntáramos qué contacto ha querido establecer con su público, la gran
mayoría de los escritores serios responderá que su intención consistía en hacer
de su lector una persona diferente de la que era antes.
Al estudiar una obra literaria entran en juego dos formas de identidad. Por
un lado la identidad «como», una de las bases del conocimiento corriente que
sirve para encasillar a los individuos en clases. Sabemos que esta criatura es
un gato, lo identificamos como gato porque reconocemos en él a un individuo
de la clase gato. Pero, se me objetará, dejamos de lado la singularidad del
gato: hay millones de gatos, cada uno diferente en apariencia y temperamento
a éste en particular. Se trata de una suerte de confusión mental que rara vez
afecta al estatus de los gatos, puesto que la distinción tradicional entre esse y
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essentia está clara, pero obscurece continuamente la teoría crítica.
Desconocemos la singularidad como tal: la singularidad pertenece a la
experiencia. La contemplación de la estructura literaria como representación,
como unidad de la clase poema, aúna experiencia y conocimiento.
Por otro lado tenemos la identidad «con», de varias dimensiones. Una
metáfora del tipo «A es B» expresa una identidad «con» que no se encuentra
en la experiencia corriente. Experimentamos, sin embargo, una forma de
identidad-con en el tiempo, como la identidad que se siente con todas las
personalidades que hemos tenido o vivido desde el nacimiento. En este
contexto la identidad significa unidad en la variedad, como la que se da en el
hecho de que mis manos, pies y cabeza se identifican por ser parte de lo
mismo. O como, en cierto sentido, el libro que acabo de leer se identifica
conmigo, puesto que ha entrado en el continuum de mi propia vida.
Exploremos un poco más esta concepción de metáfora vinculada a la
personalidad.
Nunca he encontrado una fórmula mejor para empezar con este tema que
«el lunático, el amante y el poeta» del duque Teseo de El sueño de una noche
de verano. En su opinión, estos tres grupos son núcleos de imaginación lo
cual significa que ven cosas que no están allí. En el contexto que nos ocupa
esto quiere decir que nos encontramos frente a los grupos más notorios de
quienes se toman en serio la metáfora, o la identidad-con. Empecemos con el
amante. Hay un buen número de metáforas relacionadas con dos cuerpos que
se convierten en una sola carne mediante la unión sexual, y el amante como
poeta gira en torno a estas metáforas, aunque de un modo en cierta medida
elíptico. La metáfora de una sola carne es bíblica (Génesis 2, 24), y está claro
que el punto de partida de toda vida humana es la identidad carnal fruto del
encuentro entre dos cuerpos, lo que da a todo esto una gran inmediatez.
En la época de Shakespeare se daba por supuesto que el poeta era alguien
enamorado, y que de no ser así probablemente se trataba de una pobre
criatura, y casi con toda certeza de un poeta aburrido. Por consiguiente, una
de las fuentes principales de su inspiración era lo que acabo de denominar
metáfora existencial, la unión con el amante en la que la experiencia de ser
una sola carne, de identificarse con otro, facilita el poder generativo necesario
para la poesía. Esta unión era casi siempre una «convención imaginativa»:
esto es, no tenía lugar. La gran mayoría de las amantes poéticas isabelinas
eran tan inaccesibles como la reina Isabel: remilgadas, orgullosas,
desdeñosas, «comprometidas a vivir castamente», como la Rosalina de
Romeo, casadas con otro como la Stella de Sidney, caprichosas o promiscuas.
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(Claro está que la convención en sí tenía siglos de antigüedad.) Así la poesía
amatoria, y tal vez toda la poesía, es hija de la identidad frustrada, una
presencia que ocupa el lugar de alguien o sustituye una ausencia forzada. Está
claro que el amante es el poeta, no el lector, pero se supone que el lector lee
como un amante, y que comparte algo de la experiencia en curso.
Cuando se realiza la unión en una sola carne, no desaparece la frustración,
presente ahora en la brevedad y los muchos accidentes del acto, y antes que
nada en la incapacidad de olvidar que dos personas nunca se convierten
realmente en una sola. El ejemplo clásico en la literatura inglesa es El éxtasis,
de John Donne, en el que algún que otro giro, como «Mas, no obstante, el
libro es su cuerpo» (And yet the body is his book), indica una conexión, en la
mente de Donne, entre el acto sexual y la escritura poética. La conexión es
mucho más fuerte en La canonización, en donde los dos amantes:
die and me the same, and prove
Mysterious by tbis love.[*]
Aquí el verbo morir también tiene una connotación de unión sexual y,
siguiendo con las metáforas literarias, la poesía es el resultado de imitar a los
amantes modélicos «canonizados», o santificados por el Dios del Amor.
«We’ll build in sonnets pretty rooms» (Construiremos en sonetos bellas
estancias), dice el poema, y la última palabra esconde un juego con stanza. En
El fénix y la tortuga, de Shakespeare, lo que Donne llama «el acertijo del
fénix» reaparece con un fénix femenino y una tortuga masculina como
compañeros de una unión de consumación mortal y sexual. Aquí no se
menciona libro o soneto alguno, pero la Razón, horrorizada por la unión
metafórica de dos en uno, pronuncia un «responso» y reduce el acto a una
simple muerte.
El poeta amatorio emplea la identidad metafórica asumida o hipotética,
que exige al menos que tomemos en consideración la posibilidad de que A y
B sean la misma persona aun cuando sepamos, cualquiera que sea el sentido
en que usamos el verbo saber en esta relación, que no lo son. El enamorado va
más allá que el lector en la experiencia auténtica: él ha sentido qué suerte de
verdad implícita hay en la afirmación de que dos amantes unidos sexualmente
son una sola persona, por poco que tarden en volver a la realidad de ser
nuevamente dos cuerpos. El enamorado es por tanto el garante, por decirlo
así, de la realidad de lo que habla el poeta, si aceptamos que poeta y lector,
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como ya hemos dicho, saben lo suficiente acerca del amor como para percibir
que se da algo más que un ejercicio literario.
Es como si los poetas medievales hubieran introducido el dios del Amor o
Eros en la poesía occidental para disponer de un símbolo de su estatus cultural
frente a la autoridad establecida. Por lo visto también actuaron en buena
medida por propia iniciativa, recurriendo a Virgilio y Ovidio, y está claro que
percibían la fuerza psicológica de dar por supuesto que la creatividad tiene
mucho que ver con la energía erótica, ya sea satisfecha, frustrada o sublimada.
En esta era postfreudiana es poco probable que nos sobresalte o incomode la
sugerencia de que Eros crea la identidad que subyace a las identidades
imaginativas de la metáfora en poesía, el contrapunto en música, la
composición en pintura, la proporción en escultura y arquitectura. Estas dos
últimas artes incluso nos llevan en la dirección del atractivo erótico de las
matemáticas, del que Yeats habla en Las estatuas, el poema sobre la
naturaleza erótica de la estatuaria griega que arranca con las palabras
«Pitágoras lo planeó», siendo Pitágoras el filósofo matemático por excelencia.
Detrás del amante la mente administrativa de Teseo no ve otra cosa que
locura. Pero tal como hemos dicho antes, existen infinitos tipos de locura, y
algunos son atributos tradicionales de la poesía, o de actividades próximas a
la poesía. Están los chamanes asiáticos, las sibilas y los profetas del antiguo
mundo occidental, cultos de posesión divina como el de Dionisos que nos han
dado la palabra «entusiasmo»; están los místicos y los visionarios. También
se dan identificaciones con el entorno natural, con la sociedad, con un grupo
social o con un antepasado en la tradición literaria. Todos comparten un factor
de la mayor importancia. Cada una de estas formas de identificación incluye
una renuncia a la identidad egocéntrica o subjetiva.
Hay ciertos contextos en los que uno ya no puede hablar más de sí como
sujeto. Uno no puede, por ejemplo, decir «Yo soy un hombre inteligente y
bueno», sin sugerir que no es ni lo uno ni lo otro, puesto que predicados como
la inteligencia y la bondad nunca encajan en una frase que empiece por «yo
soy». Hasta Jesús ponía reservas a que lo llamaran bueno (Mateo 19, 17). La
creación sería otro de estos contextos. Antes hemos sugerido que el estado
consciente habitual no es creativo; aparentemente se debe a que se trata de un
estado egocéntrico. Keats habla de la «capacidad negativa» del poeta; Blake
se define como «secretario» de sus poemas; Eliot se sirve de su conocida
figura del catalizador, indicando como todos los poetas que han invocado a
las musas y figuras similares, que él no es el hacedor del poema sino el lugar
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en el que adquiere realidad; Stephane Mallarmé dice que su visión se
desarrolla «a través de lo que solía ser yo».
Michel Eyquem de Montaigne, un escritor a quien pocos tacharían de
obsesivo, escribe: «He hecho mi libro como el libro me ha hecho a mí; un
libro consustancial con su autor, que sólo me atañe a mí, una parte vital de mi
vida; sin un interés ajeno y extraño, como el resto de los libros»[28]. Tal vez
tengamos que considerar la frase final con algún distanciamiento: todos los
autores consideran sus libros diferentes del resto de los libros. Pero el uso del
término «consustancial», término que utiliza Lutero para referirse a la
relación de los elementos de la Eucaristía con el cuerpo de Cristo,
difícilmente podría expresar con mayor claridad que Montaigne, en apariencia
el más personal y accesible de los escritores, no nos habla a nosotros por
mucho que se sirva de las convenciones del discurso directo. Nos da su libro
en lugar de su persona, o, para ser más precisos, nos da su libro, que es y no
es él.
El descubrimiento del principio de que toda estructura verbal tiene un
origen mitológico se debió a Vico, cuyo axioma era verum factum: lo
verdadero son nuestros actos. Pero la frase es menos sencilla de lo que este
esquema pueda sugerir. Para nosotros lo verdadero es una creación en la que
hemos participado, ya sea en su elaboración, ya en la respuesta. Solemos
pensar que cualquier cosa que se nos presenta objetivamente es real. Pero si
nos despertamos por la mañana en un dormitorio, en contraste con nuestros
sueños todo lo que nos rodea es una creación humana, y cualquier obra de los
seres humanos es susceptible de volver a ser creada. Me parece que Wallace
Stevens en parte se refiere a esto cuando habla de «ficción suprema», cuya
realidad es auténtica porque se trata de una ficción creada, y reconocida como
tal.
El tipo de identificación que hemos dado en llamar metáfora existencial es
el que, siguiendo a Heidegger, llamaríamos «extática». Por extático entiendo,
más o menos, estar fuera de uno mismo: un estado en el que el yo real,
cualesquiera sean la realidad y el yo en este contexto, entra en un orden de
cosas diferente al de ese yo ahora desposeído. En las artes se dan muchas
variedades de este estado de éxtasis: por ejemplo esperamos que un actor se
identifique extáticamente con su papel en una obra. Y parece claro que, tal
como sucede en el estado erótico, no se puede permanecer demasiado tiempo
en éxtasis. Muchos escritores que se adentran en él en sus momentos de
elevación desarrollan un ego feroz que sale a relucir en los demás períodos.
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El elemento imaginativo en lo poético significa que todas las puertas de la
percepción de la psique, las puertas del sueño y la fantasía así como las del
estado consciente, están abiertas de par en par. En este punto la metáfora de
ver un poema empieza a resultar inadecuada, mientras la palabra visión, que
sugiere una mayor intensidad de lo mismo, gana terreno. La visión también
sugiere lo fragmentario y lo temporal, no necesariamente algo fijo y
completo, para parafrasear a Arnold, sino más a menudo tan sólo un atisbo
elusivo y difuminado. ¿Atisbo de qué? Intentar responder a esta pregunta
implica llevarla a una categoría diferente de experiencia. Si supiéramos de
qué se trata, pasaría a ser un objeto percibido temporal y espacialmente. Y no
se trata de un objeto, sino de algo que une lo objetivo con nosotros.
Las metáforas referidas a que primero se oye y a continuación se ve
empiezan a agotarse en este punto, y se necesita el refuerzo de nuevas
metáforas. Podemos caracterizar el discurrir de una narración mediante la
metáfora de una línea horizontal, y la contemplación temática de la estructura
completa mediante una vertical. Al contemplar un cuadro miramos sobre todo
de arriba a abajo. Pero si la narración es metafóricamente horizontal, la ironía
está trabada en la concepción misma de la narración. El que tenga que haber
una última página y una «cadencia» final, o desaparición del lector, infunde
desde un principio la idea de que el lector está encima y la acción del texto
debajo. Este sentido de la ironía se incrementa en proporción al grado de
ironía del texto en sí: una tragedia es irónica cuando sabemos lo que va a
suceder mejor que los personajes. En una era en la que la práctica totalidad de
la narrativa, de ficción o de lo que sea, tiene un tono irónico, el lector debe
poder disponer de alguna norma de visión que supervise lo que ve. En la
crítica se dan diferentes paradojas, pensadas para mostrar cuán
profundamente se implica el lector en la ironía de lo que lee, lo cual sugiere
que en realidad no existe norma semejante. Pero sin esta norma de visión la
ironía no podría resultar irónica. Hay una conciencia que se supedita al texto
y entiende, y otra que, por decirlo así, sobreentiende. Sólo esta última hace
que merezca la pena la operación de lectura: sin ella, el lector es un pedante
que entiende pero no comprende.
En uno de sus momentos menos lúcidos, Wallace Stevens afirma que si
los grandes poemas del cielo y el infierno ya han sido escritos, todavía falta el
gran poema de la tierra. Pero es muy poco probable que llegue a escribirse,
porque el poema de la tierra sería una narración interminable en la que no
podría darse la visión de arriba abajo, y que por lo demás vendría a sugerir
otras perspectivas por encima y por debajo. Guerra y paz, de Tolstoi, acaba
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por separarse según las categorías que se enfrentan en su título, y la variedad
de significados de la palabra rusa mir, paz, acentúa el contraste entre una vida
de orden y significado y una vida sujeta a esa arbitrariedad y ese puro azar en
los que desembocan hasta la campaña militar más cuidadosamente
planificada. El descomunal repaso a los siglos de historia que traza Victor
Hugo en La légende des siècles, se abre de modo parecido a mundos
superiores e inferiores. El escritor francés dejó dos épicas adicionales sin
concluir, una sobre Satán y otra sobre Dios. Para Hugo, Satán se redime al ser
absorbido en «Liberté», pero el último poema está demasiado inacabado para
saber a ciencia cierta cuál será el destino de Dios.
Lo importante es que con independencia de las connotaciones religiosas,
estructuralmente las categorías de superior e inferior sean necesarias. En
Marcel Proust la secuencia de experiencias que concluye en el punto de
arranque de la escritura se separará en el contraste vertical entre temps perdu
y temps retrouvé. La construcción de Linnegans Wake es puramente cíclica, y
sigue el principio de que en una tierra esférica o espacio curvo una línea
horizontal debe concluir necesariamente en el punto en el que comenzó. Claro
que también ahí creemos detectar la insinuación de que el ciclo simboliza
algo más que un ciclo.
TRES
Tenemos tres aspectos de la experiencia metafórica, el imaginativo, el erótico
y el extático. En cada uno de estos aspectos se da una alternancia entre
identidad y diferencia. El imaginativo es propio de las artes, incluida la
literatura, y se plasma en el baile de metáforas de un poema, que aceptamos o
rechazamos a placer. En el erótico participamos de un acto de unión seguido
de una separación, pero no una separación similar a la que se puede dar entre
sujeto y objeto. Según Platón, y sirviéndonos de una imagen que dominará el
resto de este libro, el amante sube por una escalera de experiencia
purificadora: en lo alto de la misma se sigue dando un contraste entre
identidad y diferencia, pero esta vez él sabe de qué se trata. En el nivel más
alto de la experiencia, la identidad es amor y la diferencia es belleza. En el
estado de éxtasis sentimos una presencia, nos sentimos unidos a algo, a pesar
de que se transforme pronto en ausencia. Aquí también hay dioses, dice
Heráclito encendiendo un fuego[29]; Heidegger, dos mil quinientos años más
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tarde, levanta la jarra de agua de su mesa de conferencias y en esencia repite
lo mismo.
Lo normal es que la experiencia extática sea individual: ciertamente se
dan estados extáticos sociales o comunitarios, pero es como si una fuerte
corriente los llevara de una conciencia superior a otra inferior. Pero el
individuo no está solo o aislado: aquí también se da la alternancia entre
identidad y diferencia. Se pasa de la sensación de formar parte de un
complejo más amplio a la sensación de que ese complejo más amplio forma
parte de uno mismo.
Prosiguiendo con la imagen platónica de la escalera, parece como si la
imaginación nos hiciera viajar hacia un mundo superior en el que sujeto y
objeto están a la par. En literatura esto parece tener lugar al permutar ilusión y
realidad. La ilusión, creada por la imaginación humana, pasa a ser real; la
realidad, que tal como la experimentamos consiste en gran medida en una
creación humana fosilizada, se torna ilusoria. Para mí el ejemplo supremo de
esta permuta se encuentra en La tempestad, de Shakespeare. En la obra,
Próspero recurre a la magia para crear una obra, y en todo drama, por
supuesto, la realidad es ilusoria, es eso que vemos sobre el escenario. En La
tempestad la realidad de la acción se crea a través de las ilusiones que evoca
Próspero. Lo que llamamos realidad, nos dice Próspero, desaparece más tarde
o más temprano, como las otras ilusiones.
Al final de la acción Miranda modifica su primera impresión de la
sociedad humana, y habla de un «esplendoroso mundo nuevo». Decimos, y
Próspero dice también, que se trata sólo de otra ilusión, producto de su
inexperiencia. Y eso es, excepto por la palabra nuevo. Al poco descubrirá que
se trata de una ilusión —después de todo, la gente que tiene delante es
estúpida e insignificante— pero durante unos instantes se ha dado una
epifanía, y las cosas han sido como tendrían que ser y no como realmente son.
La visión fresca o inocente suele asociarse con los niños —Miranda sigue
siendo una niña en experiencia, si no en edad— y en el cristianismo se ha
asociado tradicionalmente con la pretendida proximidad de los niños al jardín
del Edén, la edad de la inocencia antes de la Caída, cuando los humanos,
animales y vegetales, llevaban una existencia estable y reconciliada.
En todas las religiones importantes se da un acercamiento diferente entre
quienes permanecen dentro del marco ideológico de su revelación,
observando sus leyes y rituales, y los que intentan un acercamiento más
directo a través de la metáfora extática, como hemos venido llamándola. El
segundo grupo incluye a los místicos, que aparecen tanto en las tradiciones
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bíblicas como en las no bíblicas. En la tradición cristiana se da una fuerte
influencia platónica en los interesados en este acercamiento.
Entre estos últimos se cuenta Dionisio Areopagita, el curioso cristiano
neoplatónico que se puso un nombre sacado del Nuevo Testamento, su
traductor latino Erigena y varios visionarios medievales y otros posteriores
como Meister Eckhart, Jan van Ruysbroeck, Jakob Boehme, etcétera. El
axioma que les caracteriza suele consistir en algo así como «Uno se convierte
en aquello que percibe», esto es, que una visión consistente y disciplinada
concluye en el tipo de identificación que hemos asociado con la metáfora
existencial. Este tipo de persona suele mostrar poco interés por la literatura,
aunque en algunas religiones se dan afinidades literarias, como la tradición
hagádica en el judaismo y el uso sufí de las parábolas en el Islam, que
muestran con suficiente claridad lo fundamental que puede llegar a ser la
literatura para este tipo de experiencia. El énfasis del logos en la cristiandad
nos ha confundido en este punto: solemos pensar en Jesús como si se tratara
de un profesor de doctrina que, al decir de los Evangelios sinópticos, se servía
de las parábolas a modo de ilustraciones y ejemplos. Sería al menos tan cierto,
y en este contexto más gratificante, decir que las parábolas son las
enseñanzas, y que el material doctrinal tiene que ver con su puesta en
práctica.
Esté o no esté en la Biblia, toda imagen de revelación tiene su parodia o
contraste demoníaco. El descenso de la escalera visionaria nos llevaría a un
mundo en el que sujeto y objeto se distancian cada vez más, y termina con el
sujeto convirtiéndose asimismo en objeto. La frase «Se convirtieron en lo que
percibían» aparece en un contexto demoníaco en la segunda parte del
Jerusalem de Blake, en donde el poeta recurre al comentario del salmo 135
sobre idolatría: «Como ellos serán los que los hacen». Aceptar el mundo
objetivo tal como viene dado es una parodia de creación. De nuevo Jules
Laforgue, a quien hemos citado en el contexto opuesto, nos dice que el
«Moi», el yo autoalienado, es una Galatea cegando a Pigmalión[30]. Calatea es
la estatua femenina esculpida por Pigmalión, quien la amaba tanto como para
hacer que Venus le infundiera vida, momento en que su obra le ciega por
haber sustituido un objeto por una creación.
He hablado antes de las adaptaciones de los poetas para adecuarse a otros
tipos de lenguaje. Durante el último siglo, más o menos, la literatura se ha
empapado de una perspectiva irónica que contempla sus motivos, temas,
personajes y escenarios con un distanciamiento semejante al del escritor
descriptivo. La ironía no puede alcanzar el grado de neutralidad de la ciencia,
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pero pretender lograrlo es a menudo parte de su convención. En esta situación
se ha dado un desarrollo de particular importancia. Se trata de una
intensificación de la imaginería que imita el modo descriptivo, un énfasis en
la «cosidad» del mundo objetivo, que por ejemplo encontramos en Watt, de
Samuel Beckett y Les gommes, de Alain Robbe-Grillet, y en la insistencia de
William Carlos Williams cuando sostiene que «no ideas sobre la cosa sino la
cosa en sí», asimismo título de un poema de Wallace Stevens. Encontramos
desarrollos paralelos en diferentes formas pictóricas, como el arte pop de
Andy Warhol, y en la popularidad del budismo zen, con su técnica que
prepara no para contemplar otro mundo sino este mismo mundo con una
nueva intensidad. Mucho antes Joyce hablaba de «epifanías», o fragmentos, a
menudo de experiencia actual, que parecen cargados de una peculiar
luminosidad, aunque no tengan un significado codificado adicional. Aquí el
principio parece: las cosas no se ven del todo hasta que se tornan
alucinatorias. No auténticas alucinaciones, que se limitarían a sustituir
visiones subjetivas por objetivas, sino cosas objetivas transfiguradas por la
identificación con el que las percibe. Un objeto impregnado por un perceptor,
por decirlo así, se transforma en una presencia.
Podemos resumir todo esto diciendo que cuando intentamos aproximarnos
a la literatura de una forma comprometida o participativa, nos encontramos
con que uno de sus polos se nos aparece como la revelación de un estado
paradisíaco, un mundo lunático, amoroso y poético en el que se satisfacen
todos los intereses primarios. Se trata de un mundo de individuos y no de
yoes, un mundo en el que la naturaleza ya no nos resulta extraña sino que se
nos antoja, en la expresión medieval, nuestro «entorno natural». Pero se trata
sólo de un polo: el otro polo lo forma el infierno imaginario explorado en la
tragedia, ironía y sátira. El mundo del infierno puede ser descrito como un
mundo de poder sin palabras, donde el impulso predominante es tiranizar a
los demás todo cuanto sea posible. Pero es el polo paradisíaco el que nos da
una perspectiva del mundo infernal, o, de acuerdo con nuestra imagen previa,
nos provee de la regla que hace de la ironía algo irónico. Por otro lado,
mientras no existe sociedad humana en la que no se den todos los horrores de
la humanidad psicótica, difícilmente dejamos de encontrar también elementos
de congenialidad en la cultura de una sociedad. El sentido de la
congenialidad, de una comunicación humana genuina a través de las palabras,
cuadros, telas, cerámica o lo que sea, proviene de la visión inocente que se
encuentra en el corazón de toda creación humana y de la respuesta a ésta. Tal
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visión es una presencia creada por una ausencia, una vida que permanece viva
porque ha desaparecido la muerte que también llevaba dentro.
Dos rasgos de semejante mundo nos importan aquí. El primero es la
alternancia entre dos perspectivas de existencia: por un lado la sensación
«oceánica» de inmersión en una unidad mayor, por el otro la sensación de una
individualidad distinta a la del yo, esto es, que no resulta, antes que nada,
agresiva o temible. En el Nuevo Testamento la concepción de Cristo en
relación con el resto de la humanidad tiene este doble enfoque. Pablo dice que
los cristianos son como uno en Cristo, en donde Cristo es el conjunto del que
los individuos son las partes. Pero también habla de «Cristo en mí», según lo
cual Pablo es un individuo del que Cristo es una parte, pero una parte que
tiene la capacidad de invertir los papeles en cualquier momento.
El segundo rasgo se sigue de éste. Nuestro entorno nos ofrece una visión
de la total inteligibilidad posible, que en la Biblia se simboliza con la creación
a través de la Palabra. En el Nuevo Testamento, «Palabra» se asocia con
división y discriminación (II Timoteo 2, 15). Como complemento de la
«Palabra» tenemos el impulso humano que quiere adentrarse en esa
inteligibilidad simbolizada por el Espíritu, una concepción que estudiaremos
con mayor detalle en el siguiente capítulo. Para el Nuevo Testamento, la
Palabra clarifica, el Espíritu unifica y los dos al unísono crean la única forma
genuina de sociedad humana, el reinado espiritual de Jesús, fundado en la
caritas o el amor, que para Pablo no es una virtud entre las demás virtudes
sino la única virtud.
El movimiento en dos estadios que va de la experiencia al conocimiento,
movimiento del que ya hemos hablado en este mismo capítulo, es el resultado
de una existencia temporal, ya que la experiencia viene primero y la
conciencia de haber tenido esa experiencia llega después, si es que llega. El
intervalo es lo que en The Hollow Men, de T. S. Eliot, se llama la caída de la
sombra, y el contraste entre, por un lado, la experiencia con su sombra
reflectante, y, por otro, una experiencia espontánea idealizada que lleva
implícita la conciencia de sí, recorre todo Cuatro cuartetos. Si estuviésemos
en posesión de esta última —siempre según los Cuartetos— eso daría una
realidad a la vida en el momento presente de la que normalmente carece,
puesto que para nosotros el momento presente es casi siempre un punto de
fuga entre el futuro y el pasado. La inadecuación de la experiencia corriente
es la razón que hace que propongamos estructuras analógicas de
conocimiento: la crítica literaria existe, por ejemplo, porque nuestra
experiencia de la literatura es de lo más imperfecta, aumenta hasta un cierto
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punto y luego sólo crece mediante una práctica incesante. Se suele creer que
la armonía ideal entre Palabra y Espíritu en el Nuevo Testamento es reflejo de
la conciencia característica de Adán antes de la Caída. En cualquier caso
apunta a una suerte de unión entre lo imaginativo y lo real que todavía no
hemos identificado.
El modo con el que se sigue una narración se relaciona estrechamente con
la metáfora literaria central del viaje, con una persona que efectúa el viaje, y
la carretera, senda o dirección que se toma, siendo «camino» el más simple de
estos términos. La palabra inglesa para viaje, journey, se relaciona con las
francesas jour y journée (o con la española «jornada») y la esencia metafórica
del término la encontramos en la concepción de un viaje de un día de
duración, la cantidad de espacio que podemos cubrir durante el ciclo solar.
Gracias a una muy sencilla extensión metafórica el ciclo diario pasa a ser
símbolo de toda una vida. Así, en Reveille, el poema de Alfred Edward
Housman:
Up, lad: when the journey’s over
There’ll be time enough to sleep[*]
el despertar matinal es una metáfora de la continuación del viaje de la vida, un
viaje que termina en la muerte. El prototipo de la imagen es el Libro del
Eclesiastés, que urge a los hombres a trabajar mientras sea de día, antes de
que llegue la noche y ya no puedan hacerlo. En la visión bíblica se incluye un
solapado elogio de la ética del trabajo: en Housman la ética parece
relacionarse con la guerra o la aventura más que con la simple vida en sí. En
el poema de Blake, Ah! Sunflower, el girasol, que se vuelve hacia el astro
mientras éste recorre el cielo, es el emblema de todos aquellos que han
reprimido o frustrado sus deseos hasta un punto en el que ya sólo esperan el
ocaso de la muerte:
Seeking after that sweet golden clime
Where the traveller’s journey is done[*]
En la Biblia se suele utilizar «camino» como traducción del término
hebreo derek y del griego hodos, y a lo largo de todo el libro sagrado se pone
mucho énfasis en el contraste entre un camino recto que nos lleva a nuestro
destino y un camino divergente que equivoca o confunde. Este contraste
metafórico abunda en toda la literatura cristiana: empezamos a leer la
Commedia, de Dante, y el tercer verso nos habla de un camino perdido o
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extraviado: «Che la diritta via era smarrita». Otras religiones tienen la misma
metáfora: el budismo habla de lo que en inglés se conoce como eightfold
path. Estudiosos del taoísmo chino, como Arthur Waley, traducen Tao por
«camino», aunque tengo entendido que el carácter mediante el que se
representa la palabra lo forman radicales que vienen a significar algo así
como «ir hacia adelante». El libro sagrado del taoísmo, el Tao te Ching,
empieza diciendo que el Tao del que puede hablarse no es el auténtico Tao:
en otras palabras, se nos advierte que evitemos caer en las trampas del
lenguaje metafórico, o, sirviéndonos de un conocido proverbio oriental,
confundir la luna con el dedo que la señala. Pero al leer descubrimos que
después de todo el Tao puede caracterizarse hasta sólo cierto punto: el camino
es específicamente el «camino del valle», la dirección tomada con humildad,
modestia y esa especie de relajación, o inacción, que vuelve efectiva toda
acción.
La imagen del Sermón de la Montaña, que contrasta el camino recto y
estrecho hacia la salvación con la amplia avenida que lleva a la destrucción,
ha sido la base de numerosas alegorías de gran arraigo, la más conocida de las
cuales fue El peregrino, de Bunyan. Para mantener la imagen del camino
durante todo un libro, hay que seguir una senda muy laboriosa: Bunyan lo
defiende desde un punto de vista teológico, a pesar de que podamos ver que la
dificultad del viaje es un requisito tanto técnico como religioso. Hacia el final
del segundo libro, el autor dice:
Otros han deseado asimismo encontrar aquí el siguiente camino a la morada de su Padre, no tener
que subir y bajar más colinas y montañas; pero el camino es el camino, y hay un final.
Uno se pregunta si Bunyan no estará reprimiendo también una voz que se
pregunta por qué tenemos que estar apegados a este Dios rencoroso y
malicioso que interpone una carrera de obstáculos tan increíblemente difícil
entre nosotros y El. En la gran danse macabre con la que concluye el segundo
libro, el moribundo Valiant-for-Truth dice: «A pesar de todo lo que me ha
costado llegar aquí, no lamento las dificultades que he tenido que superar»,
frase en la que la voz reprimida es casi audible. Cuando encontramos voces
disonantes, como este murmullo, en el subtexto, uno se pregunta si al autor no
le resulta difícil elegir sus metáforas.
Por supuesto que hay muchas variantes del viaje: tenemos la elección-deHércules o viaje Y, en la que hay que decidirse entre dos rutas. Como una
decisión excluye todas las otras, cada viaje conlleva la inquietante imagen de
Robert Frost de la «carretera no tomada». Tenemos la doctrina cristiana (pero
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no exclusiva del cristianismo) de que al principio nos encontramos en la
senda equivocada, y debemos hallar el camino de regreso al auténtico punto
de partida. Tenemos el viaje interrumpido, un tema presente en poemas como
Stopping by Woods on a Snowy Evening y en La tempestad de Shakespeare,
en donde se deslizan alusiones a la muerte y a una vida renovada. Tenemos el
viaje involuntario, como el de Mahoma a Jerusalén, que tiene lugar en un
sueño o visión. Tenemos el errático viaje romántico de descubrimiento
continuo, como el del Ulises de Tennyson o el caballero errante medieval que
encuentra en todo momento gigantes que matar o suplicantes heroínas en
apuros. Este último es la forma cumplida del viaje laberíntico, la trabazón del
movimiento que o impide el avance o imposibilita la escapada sin ayuda
externa.
A veces tenemos un viaje a un punto que simboliza el final de la vida
consciente, como el mar, que el alma tradicionalmente cruza al morir, o un río
sagrado, como el Ganges o el Jordán. El énfasis cristiano en el bautismo
coloca esta imagen en el principio de la vida, y así hace posible, en teoría,
evitar la senda equivocada que ciertamente va a ser atravesada en la práctica.
La iniciación en Eleusis concluía con un viaje al mar, y tal vez el gran
grito de «¡El mar!» en el Anábasis de Jenofonte deba algo de su resonancia a
ese ritual. La palabra anábasis significa «ascensión». La mayoría de los viajes
literarios tienen que ver con una u otra forma de búsqueda. La búsqueda que
emprende el héroe tras abandonar su casa —a la que acabará por regresar—
se basa en un movimiento cíclico o laberíntico, pero en muchas búsquedas el
viaje no concluye con un simple regreso a casa, ni siquiera en la Odisea, por
mucho que lo parezca. El círculo horizontal adquiere la dimensión vertical en
espiral de un movimiento dirigido, una visión de final de narración. La espiral
es entre otras cosas un laberinto convencionalizado, y el tema de salir de un
laberinto pasando de una ruta tortuosa e intrincada a otra que se va haciendo
recta, abunda en la literatura. En los viajes de Eneas al mundo inferior
pasando por la gruta de la Sibila —cuya estructura asocia Virgilio a Dédalo,
el constructor del laberinto de Creta— se recalca lo difícil e importante que es
salir de ésta. En Bizancio, Yeats habla asimismo de «desenmarañar la
enmarañada senda», un verso que en ocasiones se ha asociado a desvendar
una momia, y se ha vinculado también al oculto Hodos Chameliontos del
poeta, el camino que cambia continuamente de apariencia. El éxodo bíblico
sigue la errabunda laberíntica por el desierto hacia la conquista de Canaán.
Las metáforas del camino de Jesús provienen principalmente de las partes
más exotéricas (para todos) de su doctrina, dirigidas a un público todavía
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inmerso en un mundo temporal, un público al que no tiene por qué extrañar
que el tiempo se extienda hacia concepciones como «el mundo que viene» o
«después de la vida», a las formas desconocidas de existencia, reservando la
metáfora del viaje completado para esta vida. En cambio, en los diálogos
entre Jesús y sus discípulos en el Evangelio de san Juan parece como si nos
encontráramos en un área más esotérica.
Para quienes están familiarizados con ella, la discusión de Juan 14 resulta
tan conocida que entra por un oído y sale por el otro sin dejar apenas rastro,
con lo que se nos escapa totalmente la paralizante paradoja de lo que se está
diciendo. Jesús dice a sus discípulos que les «va a preparar un lugar», que
ellos ya saben dónde va, y que en consecuencia conocen el camino. Ellos
protestan diciendo que no tienen ni idea de adonde va, y que por consiguiente
no pueden conocer el camino. La respuesta de Jesús —«Yo soy el camino»—
pulveriza, o deconstruye, toda la metáfora del viaje, del esfuerzo de ir hasta
allí para llegar aquí. La metáfora de un viaje se adapta a la metáfora de un
cuerpo humano erecto, con una cabeza en lo alto y los pies debajo, con la que
nos identificamos nosotros. Felipe pide que le muestren al Padre, y recibe el
mismo tipo de respuesta: ahí no hay nada; todo lo que necesitas se encuentra
aquí. En los sinópticos Jesús llama la atención sobre lo mismo al contar a sus
discípulos que el reino de los cielos, la esencia de su enseñanza, se encuentra
entre ellos o dentro de ellos. Nada de lo que Jesús dice a sus seguidores les
resulta más difícil de captar que el principio de proximidad o de «lo aquí» del
aquí.
Gertrude Stein afirmaba de Estados Unidos: «Allí no hay allí» (There is
no there there), con lo que sospecho que se refería a que la expresiva llamada
al horizonte, que había expandido el país de un océano al otro durante el siglo
XIX, había acabado por fijarse en una uniformidad cultural en la que todo
lugar era igual que en cualquier otro lugar, y por consiguiente igual que
«aquí». Se trata de una suerte de parodia de la concepción de Jesús según la
cual su reino está aquí —es «de este mundo»— pero sugiere además otros
aspectos. Varias religiones (uso esta palabra de modo muy laxo), incluidos el
taoísmo y el budismo zen, insisten en que no hay lugar al cual dirigirse, con lo
que intentan transmitirnos una claustrofobia intolerable de la que no hay
escape excepto por una especie de explosión, o mejor dicho implosión, del yo
en el cuerpo espiritual que es la forma real de sí mismo. Algo parecido a lo
que ocurre con el «Yo soy el camino» de Jesucristo. En cuanto formamos
parte de un cuerpo hecho a nuestra medida y al mismo tiempo infinitamente
mayor que nosotros, la distinción entre movimiento y descanso se desvanece.
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No relaciono la metáfora de Jesús con una estructura de creencia, sino con
la respuesta de un lector a una estructura verbal. Si se está atento a una
narración se hace un viaje metafórico, y el viaje es metafóricamente
horizontal: va de aquí hasta allí. Cuando llegamos al final e intentamos
entender lo que hemos leído, entra en juego la metáfora vertical de mirar de
arriba abajo. Por eso la segunda mitad de este libro trata de la metáfora
vertical del axis mundi, el viaje de la conciencia a mundos superiores e
inferiores. Tales viajes se remontan al chamanismo primitivo, pero hasta las
sociedades primitivas parecen tener muy claro el hecho de que se trata
siempre de viajes metafóricos, en los que las actividades físicas de escalar o
cavar no son necesarias.
Lo mismo podría aplicarse a nosotros, si dejamos de lado lo que suceda
tras la muerte, momento en el que al igual que los discípulos de Jesús,
ignoramos en qué medida resulta adecuada una palabra como viaje. Así, Kent
al final de El rey Lear:
I have a journey, sir, shortly to go:
My master calls me: I must not say no. (V, ni, 323-324)[*]
En un momento anterior de El rey Lear asistimos a la confrontación entre
Lear y Edgard disfrazado de Tom o’Bedlam. No es difícil percibir la ruinosa
y abandonada forma de un chamán primitivo en Tom o’Bedlam, un extático
que se cree impelido por fuerzas que van más allá de la vida humana
corriente. La gran canción de Tom o’Bedlam no se cita en El rey Lear, pero
su última estrofa, y en especial su triunfante verso final, resume esta fase de
nuestro argumento:
By a knight of ghosts and shadows
I summoned am to tourney
Ten leagues beyond the wide world’s end,
Methinks it is no journey[*]
La literatura es una técnica de meditación, en el sentido más amplio y
flexible. Viajamos a través de una narración; luego nos paramos y
confrontamos lo que hemos leído como si se tratara de algo objetivo. No es
objetivo porque ya forma parte de nosotros. Hay un siguiente nivel de
respuesta, sin embargo, en el que se da algo parecido a un movimiento
viajero, un movimiento que bien puede llevarnos muy lejos del fin del mundo,
y que sigue sin constituir un viaje.
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4. Espíritu y símbolo
UNO
Hemos estado evitando la palabra religión, que hasta ahora ha aparecido sobre
todo en el contexto de la ideología. Las diferentes religiones del mundo se
integran en un grupo de ideologías más grande incluso: la mayoría acepta un
fondo mitológico específico que traduce en una doctrina conceptual en la que
debemos creer (quid credas). Esa creencia da sus frutos en las acciones o el
estilo de vida del creyente (quid agas). En el centro de esta creencia hay un
área sagrada de actos rituales: en el cristianismo, ir a la iglesia, recibir los
sacramentos, la oración, etcétera. Tales actos son, en palabras del obispo
Butler, «analogías» de una vida espiritual[31]. Una vida temporal impregnada
de estos actos rituales avanza hacia la vida eterna, en la que entramos tras la
muerte, que forma su «antitipo» (GC, p. 104). Una ideología puede sustituir a
las personalidades divinas por conceptos, como vemos en el marxismo. Pero
la ausencia de dioses personales no ha impedido que el marxismo desarrollara
un aparato paralelo de textos inspirados, santos, relicarios y mártires, una
jerarquía profesional que equivale a un sacerdocio, creencias ortodoxas y
heréticas, así como actitudes de compromiso con la ideología aceptada.
Este libro no trata la religión en sí: trata de la relación del mito bíblico y la
metáfora con la cultura verbal occidental, más concretamente con su
literatura. Sé de la extendida nostalgia por una religión que trascienda el
compromiso ideológico, las doctrinas de creencia estipuladas y directrices
detalladas para ordenar nuestras vidas según el ritual y los patrones morales.
Se trata de una actitud bastante menos antisocial que cualquiera de las
reacciones fundamentalistas que se dan asimismo en todas las religiones
occidentales e ideologías, y que tiene por norma excluir todo lo que
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conocemos como diálogo. Pero al mismo tiempo me doy cuenta de que
expandir el campo de diálogo es más sencillo para los más indiferentes, y que
puede ser un proceso muy doloroso para aquellos que ven cómo algunas de
sus queridas creencias y prácticas se convierten de modo inexorable en
simples inquietudes.
Tales cuestiones tienen mucho que ver con el lenguaje y los modos de
lenguaje. Hemos considerado el punto de vista tradicional (o nuestra versión
de éste) según el cual los tres modos «serios» de lenguaje se relacionan con
los aspectos perceptivos, conceptuales e ideológicos de la comunicación
verbal, y los hemos llamado respectivamente descriptivo, dialéctico y
retórico. Desde esta perspectiva, ideológico es todo lo lejos que podemos
llegar, lo que nos lleva al punto en el que toda religión es una forma de
ideología. Señalábamos también la salvedad tradicional de que para impedir
que la retórica se rebaje a pura sensiblería lo mejor es que esté lo más
controlada posible por la dialéctica. La expresión «lo más posible» indica las
limitaciones del procedimiento. Cada religión se sirve de la dialéctica, o de
algo que se le parece, para demostrar que es la apropiada… la llave que
encaja, que diría Gilbert Keith Chesterton[32]. El dialéctico es un modo de
lenguaje que expresa el dominio de una voluntad consciente, y la diferencia
entre las ideologías religiosas y las no religiosas radica en buena medida en
que las primeras atribuyen la voluntad consciente efectiva a Dios, mientras
que las no religiosas lo hacen a una forma de la «voluntad general»
rousseauniana: la sociedad humana.
Señalábamos también que más allá del retórico se daba un cuarto modo de
lenguaje, el imaginativo o poético. La retórica se encuentra entre el modo
dialéctico y el poético, y muestra tantas analogías con uno como con el otro.
El modo poético no depende de la voluntad consciente hasta el punto que
dependen los otros modos: depende de una integración medio voluntaria y
medio involuntaria de la voluntad consciente con otros factores de la psique
asociados a la fantasía, el sueño y demás. Se expresa mediante el mito y la
metáfora, siendo el mito un relato no necesariamente histórico y la metáfora
una relación verbal que no se rige por la lógica. Y si bien es cierto que hablar
de la Biblia como una obra literaria sería abusivo, no es menos cierto que en
gran medida —incluida la práctica totalidad de su parte profética— está
escrita en el lenguaje literario del mito y la metáfora.
Cuando se malinterpreta o desconfía de un modo de lenguaje no es
extraño ver cómo sus vecinos ocupan su territorio con espíritu de agresividad
imperialista. En otra parte he citado a John Henry Newman (GC, p. 110), quien
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sostenía que la Biblia no pretendía enseñar doctrina, sino sólo probarla. Es
cierto que la Biblia no puede enseñar doctrina, pero servirse de ella para
intentar probar la doctrina transforma el libro sagrado en otra cosa. Y sin
embargo es la única posibilidad que les queda a los teólogos y estudiosos de
la Biblia que desatienden o menosprecian la importancia de su componente
literario. Algunos estudiosos interesados en el marco histórico y escénico de
la Biblia se han sumergido tanto en su tema como para acabar creyendo que
sus reconstrucciones históricas son la realidad de la que la propia Biblia sólo
ofrece una distorsión mítica o polémica.
Para usar una expresión famosa en la crítica literaria: this will never do,
esto nunca funcionará. Es cierto que las técnicas de disposición de las
palabras suelen ser similares en la retórica y la poesía, que gran parte de la
Biblia es una exhortación didáctica y que resulta casi imposible distinguir
entre los dos estilos. Una vez más, se tiende a pensar que la motivación
original de la Biblia se acerca más a lo ideológico que a lo literario, un hecho
que responde al poder y la plausibilidad de sus exposiciones ideológicas.
Así y todo la Biblia está saturada de mito y metáfora, y pocos negarán que
encierra parte de la poesía más grande que ha visto el mundo. Tales rasgos no
pueden ser tratados como algo meramente ornamental, como en tantos
acercamientos del estilo «la Biblia como literatura». El elemento literario
necesita ser estudiado desde una perspectiva funcional, como parte esencial
de la Biblia, y el cómo y por qué este aspecto literario resulta esencial son los
puntos que sigo encontrando a faltar en los estudios que he leído sobre el
tema. Entre cada sermón corriente y el texto bíblico del que parte se abre el
sombreado valle de la imaginación literaria con todas sus ficciones, ilusiones
y juicios suspendidos, y, en el siglo XX, quien no esté dispuesto a atravesar
este valle tendrá pocas posibilidades de llegar al corazón de la Biblia. Aunque
siempre haya sido así, ahora resulta abrumadoramente obvio que la Biblia no
puede ser tratada como simple ilustración de una construcción histórica o
doctrinal. No tengo en cuenta aquí a los sectarios que se limitan a dos o tres
textos probatorios, pero está claro que el mismo principio se aplica a ellos.
En El gran código recurrí al extendido término de kerygma, o
proclamación (GC, p. 54) para describir un aspecto verbal de la Biblia que
presenta afinidades con los lenguajes figurados de la retórica y la poesía, sin
ser ninguno de los dos. Tras dudar lo preferí a «apocalíptico» o «profético».
La palabra kerygma se asocia sobre todo al teólogo Rudolf Bultmann, quien la
contrasta con el mito y sostiene que para que el kerygma salga a la luz,
primero hay que apartar o transmutar los elementos míticos de la Biblia. Una
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pretensión bastante difícil si tenemos en cuenta que la Biblia entera, desde el
primer capítulo del Génesis hasta el capítulo veintidós del Apocalipsis, está
escrita en lenguaje mítico y metafórico, con ocasionales incursiones en otros
modos. A ser posible, tendríamos que regresar a la vieja situación: el kerygma
sería una simple forma de retórica corriente a la que el teólogo añadiría un
esqueleto de su propia dialéctica (o pseudodialéctica), y la presencia del
elemento literario en la Biblia se debería a la inadvertencia o bien a la
necesidad, sencillamente, de la lectura. Me parece importante mantener la
palabra kerygma, pero su significado no tendría que ser el de una retórica
corriente sino un modo de lenguaje que tiene en cuenta las cualidades míticas
y literarias inseparables de la textura bíblica. En resumen, un modo de
lenguaje al otro lado de lo poético.
Claro que también puede darse otra falacia, la de suponer que la Biblia
literaria es la auténtica o esencial, y que los materiales no literarios, como los
begats en las Crónicas, son añadidos inorgánicos. Pero, primero, no existe
elemento formal unificador, como el hexámetro dactilico de la épica
homérica: de existir éste no tendría demasiado sentido buscar un modo
metaliterario. Y, de nuevo, está el hecho de que las obras literarias suelen
estar escritas o editadas por una única persona, mientras que el inmenso
panorama histórico que abarca la Biblia (Heilsgeschichte es el término
técnico para esto) hace inviable una perspectiva literaria semejante. A pesar
de que mucho de lo que hoy llamamos literatura sea anterior a la Biblia, la
misma concepción de «literatura» es postbíblica, y la literatura se dirige a la
imaginación, término sin equivalente antiguo o bíblico. Para conocer el modo
verbal de la Biblia debemos atravesar el territorio de la literatura; del mismo
modo que también debemos salir de él en nuestro camino hacia otra cosa.
Suena como si en el modo literario nuestro viejo amigo, el fundamento
excluido, llamara de nuevo a la puerta. Pero antes de abrirla deberemos
considerar otros puntos.
No ignoro o menosprecio la obra de quienes se dedican a la historia de las
formas (Formgeschichte) y de otras escuelas de análisis literario, pero no
estoy hablando de ese tipo de crítica literaria. En el capítulo anterior
comentaba que el holismo (suponer que la obra que tenemos delante nuestro
forma una unidad, en la que todas sus partes encajan y son necesarias para esa
unidad), es el punto de partida práctico de cualquier acto crítico. Suponer
semejante unidad en un libro tan misceláneo como la Biblia puede parecer
aberrante o anormal, pero no debía de ser algo tan descabellado cuando ha
sido de este modo como históricamente ha causado su impacto. El gran
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código pretendía transmitir la idea de que la unidad existe, aunque sea de un
tipo que, en lugar de cerrar, abre nuevas perspectivas.
La unidad de la Biblia viene dada por un núcleo interior de estructura
mítica y metafórica: mítica en el relato que habla de la redención del hombre
entre el principio y el final de los tiempos; metafórica en el modo en que su
imaginería se yuxtapone para formar un cuadro «apocalíptico» de un cosmos
construido según las categorías de la energía creativa humana (por ejemplo, el
mundo animal aparece como pastoral, el mineral como urbano, etcétera, como
vemos en GC, p. 194). Nunca sabremos bien cómo pudo darse esta unidad
poética. No es producto de la historia, de la autoría, de la edición o de la
«inspiración», una palabra que puede afirmar algo pero que no explica nada.
Lo único que podemos hacer es considerarlo un misterio canónico y dejarlo
de momento, reafirmándonos entre tanto en nuestro principio central: la
Biblia no es una obra literaria, pero su sentido literal es su significado mítico
y metafórico.
Con respecto a la unidad de la Biblia, encontramos una analogía en la
crítica homérica (GC, p. 234), ya que tras una buena cantidad de trabajo
analítico (y de conjeturas), los críticos regresaron a la noción de «Homero»,
aunque este nuevo Homero no sea una figura histórica específica sino una
metáfora de la unidad imaginativa de la Ilíada y la Odisea. De modo
semejante, los editores y redactores del Pentateuco lograron una continuidad
narrativa tan eficaz que estamos cerca de poder hablar de un nuevo Moisés
metafórico, de otro nuevo sea quien sea para la narración de los Reyes, de un
nuevo David para los Salmos, de un nuevo Isaías y así sucesivamente. La
leyenda dice que el Antiguo Testamento fue reescrito por Ezra en el siglo V a.
de C.; nadie presta crédito a esta leyenda, pero es fácil entender cómo surgió.
De todos modos, la auténtica unidad bíblica no es la de una autoría sino otra
cosa, algo que tal vez podamos calificar de canónico o tal vez no, pero para la
que seguimos sin tener auténticas pistas.
La recta final de la Biblia, el Apocalipsis, empieza con una epístola
general a siete iglesias de Asia que, de publicarse con independencia del
resto, Lutero bien habría podido calificar con el mismo término que utilizó
para referirse a Santiago: una epístola de paja. Rebosa de las preocupaciones
que inquietarían a una mente de segundo orden, empezando por la
preocupación de que si no pone sus opiniones en boca de Dios nadie le
prestará atención. Dentro de muy poco, dice Juan, cuando el mundo estalle,
las siete iglesias tendrán que pasar examen. La mayoría obtendrá notas bajas:
Efeso recibirá algo de crédito por despreciar la herejía de los nicolaítas, «Que
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yo [Dios] también detesto», pero Tiatira será castigada por prestar atención a
una profetisa identificada sólo por el nombre de «Jezabel». Si todo el libro se
hubiera mantenido en este nivel, es probable que nunca hubiera entrado en el
canon.
Pero a partir del capítulo cuarto se da un increíble tour de force que
desentraña sin ayuda aparente toda la dianoia o arracimamiento metafórico de
la Biblia junto con su parodia demoníaca, un logro a la altura de los más
vertiginosos vuelos técnicos de la literatura. Nunca sabremos lo que provocó
la diferencia, pero puede que tuviera algo que ver con el desvanecimiento de
la ocasión precisa, ése que señala el punto en el que la retórica se convierte en
literatura[33]. Puede que el autor se haya sentido impelido a proseguir con el
trabajo retórico emprendido, instruyendo a los pocos creyentes sobre qué
hacer cuando el sol se oscurezca y la luna se convierta en sangre. Pero el
mundo no se acabó tan pronto como pensaba Juan (o su ángel de la guarda);
la preocupación por el futuro inminente se trocó en visiones de un presente
dilatado, y el quejica supervisor de las iglesias de Asia Menor pasó a ser el
magnífico visionario de Patmos.
Es típico de la Biblia presentarnos episodios muy distintos como si
estuvieran escritos por la misma persona y formando parte del mismo libro.
La unidad literaria de la Biblia es consecuencia de otra cosa; si supiéramos
algo de los procesos mentales que entran en juego, podríamos hablar de una
consecuencia inconsciente. La primera parte del Antiguo Testamento, con sus
referencias al Libro de Jaser y semejantes, tiene todo el aspecto de haber
destilado y fermentado una literatura altamente poética para extraer una clase
diferente de esencia verbal, el mismo proceso que, a una escala menor,
podemos observar en el Nuevo Testamento. Lucas tiene el Magníficat y los
himnos Nunc Dimittis; el Prólogo de san Juan es a todas luces un poema
independiente colocado ahí por el escritor del Evangelio; en ocasiones se ha
llegado a pensar que varios pasajes famosos en san Pablo, como el de la
kenosis en Filipenses 2, 5-11, y tal vez hasta el gran panegírico sobre el amor
en I Corintios 13, formaban parte de himnos anteriores[34].
El trabajo editorial llevado a cabo con este material poético primerizo no
se basó en intentar reducir su sentido poético al más plano de la prosa
(suponiendo que tal cosa fuera posible). Este tipo de sentido implica una
llamada directa a la credulidad, al infantilismo, que es uno de los exasperantes
rasgos de las religiones populares y otras ideologías. Lo que tenemos es más
bien la absorción de una presentación poética y mítica que nos lleva más allá
del mito, hacia otra cosa. Al hacerlo despistará a aquellos que piensan que
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mito es sólo algo que no tuvo lugar. La organización del relato bíblico, sin
embargo, posibilita tanto la respuesta crédula como la de rechazo, y se
arriesga con ambas.
Uno de los rasgos más desconcertantes del Nuevo Testamento es que
históricamente los Evangelios no son los documentos más antiguos. Las
epístolas de Pablo son anteriores, y la de los Hebreos y el Apocalipsis en
ningún caso muy posteriores. Por lo visto no hubo prisa en narrar la vida de
Jesús como figura histórica hasta que realmente pasó a ser histórica, una
figura del pasado que había desaparecido dejando sólo la visión mesiánica
detrás de sí. Para Pablo, Cristo era antes que nada el héroe oculto del relato
del Antiguo Testamento y el Cristo de la resurrección postpascual. Los
Evangelios presentan a Cristo de una forma que encaja con esta concepción
preevangélica de su figura: no de manera biográfica sino como una secuencia
discontinua de apariciones en las que Jesús hace comentarios sobre el Antiguo
Testamento, como si se tratara de una serie de acontecimientos pasados, leyes
e imágenes permanentemente vivas en el contexto y cuerpo mesiánico.
El último de los Evangelios, el de san Juan, comienza con el tremendo
preludio sobre el Logos que, como ya decíamos, debía de tratarse de un
himno anterior agregado al Evangelio. Hasta ese momento, el logos había
tenido una historia larga y variada en el pensamiento griego desde Heráclito
hasta Filo de Alejandría, e implicaba que la «palabra», o unidad de conciencia
humana y comunicación, pertenecía a un orden de pensamiento vinculado a
un orden en la naturaleza. Dudo que el autor del himno o el evangelista
estuvieran demasiado impresionados por esta historia: parecían mucho más
cerca del dabhar hebreo. Pero en cualquier caso no podían ignorarla, o
ignorar la importancia de adoptar la palabra griega para las generaciones
posteriores.
Juan procede a contar el relato de Jesús con una técnica narrativa aún más
despojada de lo biográfico que la de los sinópticos. No tarda en llegar el relato
de las bodas de Canaán. Se ha hecho notar que el comportamiento de Jesús en
esta boda es difícil de comprender si no se piensa en él como el novio y por
tanto la persona que además de su madre estaba a cargo de la fiesta. Es una
impresión que se mantiene aunque en el texto se dice explícitamente que
Jesús es un convidado, y otro el novio que se menciona. Está claro que a Juan
no le interesa presentar al Jesús histórico como un hombre casado. Las bodas
de Canaán son una parábola (o algo semejante: en Juan no hay auténticas
parábolas) de la segunda venida de Cristo como el Novio: en otras palabras,
se trata de mythos, sea cual fuere la médula biográfica del relato. Por lo tanto,
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el subtexto de Juan sugiere no sólo la afirmación «Jesús es el Logos», sino
también «Hasta este momento mythos y logos formaban un contraste; a partir
de ahora son la misma cosa». Es esta identidad mythos-logos la que intento
caracterizar en el presente capítulo.
DOS
Abordemos esta cuestión desde el extremo opuesto. Los filósofos a menudo
llegan, o se sienten obligados a llegar, a un punto en el que sus meditaciones
sobre el ser o la sustancia tienen que relacionarse con el Dios tradicional de su
cultura. El Dios que aparece cuando es invocado tiene que impresionar. «Por
Dios», dice Spinoza:
Entiendo un ser absolutamente infinito, esto es, una sustancia que contiene infinitos atributos, cada
uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita.
Y el caso es que tales fórmulas verbales parecen muy alejadas del Dios
personal al que uno se dirige como «Padre» en oraciones y ruegos. La
pregunta que nos interesa es más bien: ¿cómo un ser descrito así puede
haberse convertido en personaje de un relato, que es como Dios suele ser
retratado en la Biblia? Además de los «actos extraordinarios» por los que es
celebrado en los Salmos, difícilmente podemos pasar por alto hasta qué punto
ejerce de actor en una obra. Puede que escribiera la obra y puede que tenga el
poder de destruir el teatro, como Sansón, pero entretanto es un actor, y la obra
en la que actúa nos lo muestra en una serie de papeles muy humanos.
Así pues tenemos un Dios que anega el mundo en un ataque de rabia y
que en un ataque de remordimientos lo repuebla con el mismo tipo de gente,
al tiempo que promete no volver a hacerlo; un Dios que aspira el agradable
aroma del vasto sacrificio animal que lleva a cabo Noé y que se siente lo
suficientemente gratificado por ello como para retirar la maldición que
impuso sobre la tierra en la época en que Caín mató a Abel; un Dios que se
embarca en una larga escena de regateo con Abraham acerca del número de
hombres rectos que se necesitan para salvar a Sodoma; un Dios que inspira a
Samuel para que asesine a uno de los prisioneros de Saúl diciéndole que en
lugar de perdonarlo debería habérselo ofrecido en sacrificio; un Dios que en
el monte Carmelo demuestra su superioridad sobre Baal prendiendo fuego al
altar de Elías mientras su rival permanece dormido. Tal vez se avendría mejor
a nuestra sensibilidad religiosa y a nuestra experiencia espiritual pensar que el
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adormilado Baal se encontraba más cerca de ser el auténtico Dios que un
Yahveh saltarín dedicado a los trucos de magia.
Hasta un cierto punto se puede entender la deducción gnóstica en el
sentido de que el Dios del Antiguo Testamento era un ser diabólico; uno
recuerda que la mayoría de las mitologías tienen un dios embaucador, y que
algunos episodios en la narración del Antiguo Testamento —la caída del
hombre, el endurecimiento del corazón del faraón, el tratamiento que se le da
a Saúl y tal vez a Job— parecen mostrar ese elemento embaucador
incorporado también a su Dios. Si Dios inspiró esta versión de sí mismo,
ciertamente no se esforzó en recubrirse por la armadura caracterológica, como
suele llamarse, que sus seguidores humanos ponen tanto cuidado en
facilitarle. Parece más importante presentar a Dios preocupado por la
situación humana, por muy afectada que salga la dignidad y distancia que la
convención humana suele preferentemente asociar con sus dirigentes.
El hecho esencial de la Biblia, que consiste en ilustrar el cruce del pons
asinorum entre los dioses y Dios, no es sencillo pero sí crucial. Emanuel
Swedenborg dice que los ángeles ni siquiera pueden pronunciar la palabra
«dioses», puesto que la atmósfera en la que viven es demasiado pura para
tolerar semejante solecismo gramatical[35]. Los autores y editores de la Biblia
respiraban un aire más denso. Por supuesto que las religiones bíblicas son
monoteístas, pero una de las palabras más comunes para Dios, el plural
intensivo Elohim, en ocasiones parece referirse a una pluralidad de seres, y la
Versión Autorizada inglesa la traduce, cuando lo hace, como «dioses» o
«ángeles». Sea o no correcto, un Dios monoteísta seguro que puede resolver
el problema lógico de lo uno y variado limitándose a dejar la variedad para
cuando tiene que elegir. Así en la India, Krishna podía bailar con muchas
ordeñadoras, y si todas y cada una pensaban que tenían al auténtico Krishna,
todas y cada una tenían (hasta cierto punto) razón.
La concepción de un Dios único parece relacionada con una unidad
mental que supuestamente tiene una voluntad consciente que domina todos
los humores, emociones y fantasías, por mucho que en la práctica estos
supuestos subordinados la dominen. Muchas visiones bíblicas de Dios tienen
su origen en visiones de cómo es o podría ser un Dios fruto de las pasiones y
fantasías humanas. Este estadio es seguido por otro, el impulso de abrazar la
unidad en términos de uniformidad. Si Dios es uno, tiene que ser
uniformemente bueno, sabio, generoso, etcétera. La unidad, o unicidad en
coexistencia con la variedad, es lo opuesto a la uniformidad, para la que todo
es parecido e invariable. Por tanto, los actos irascibles e impredecibles de
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Dios en la Biblia nos fuerzan a progresar hacia una visión unitaria que nos
obliga a abandonar lo fácil o uniforme. Semejante progreso repite la historia
de Job, que jamás hubiera llegado a una conclusión definitiva de no ser por la
nube que, interponiéndose entre él y su visión original de Dios, sugería un
elemento irracional en la providencia divina.
Lleva más tiempo entender una unidad que incluye una infinita variedad
de elementos, en la que muchos de éstos se encuentran en contradicción
lógica con al menos algún otro, y muchos no encajan con las normas fijas y
reacciones establecidas de las que se sirven los seres humanos cuando se
esfuerzan por volver comprensibles actos infinitos para una mente finita. No
estoy diciendo nada que no se haya reconocido siempre, incluso en la propia
Biblia. Un himno del siglo XIII incorporado a la liturgia judía dice de los
profetas:
En imágenes hablaban de ti, pero no según tu esencia: te comparaban a tus obras.
Entre tales «obras» se cuentan los estados mentales de la psique humana.
Si pensamos otra vez en el Dios de Spinoza, con su infinidad de atributos, nos
daremos cuenta que independientemente de los giros lingüísticos que
utilizaba, el filósofo entendió esto muy bien.
Pero ni siquiera un infinito número de atributos nos da el significado real
de términos que se escriben con mayúscula —como por ejemplo Dios,
Palabra y Espíritu— y se encuentran en el mismo corazón de la Biblia. Para
ser francos, no resulta demasiado sencillo decir qué naturaleza lingüística
tienen tales palabras. No son formas platónicas; en realidad tampoco son
universales, y mucho menos simples términos unificadores. En un sentido,
«Dios» incluye a todos los dioses posibles, pero también trasciende la
totalidad de los dioses. «Palabra» incluye todas las posibles palabras, como se
simboliza en «el Alfa y la Omega» de Apocalipsis 22, 13, pero es distinto que
la totalidad de las palabras; el Adán en el paraíso de Milton estaba convencido
de que «millones de criaturas espirituales caminan por la tierra», pero
«Espíritu» también es otra cosa. En filosofía, se nos recuerda que «ser»
también trasciende la totalidad de los seres. ¿Qué tipo de lenguaje es el
apropiado para palabras que no representan objetos o acontecimientos, pero
tampoco la totalidad de éstos?
La tradición visionaria a la que nos hemos referido en el capítulo anterior
—la que pasa por el pseudo Dioniso— sostenía que Dios era una divinidad
oculta, escondida, porque todo el lenguaje para referirse a ese ser se disuelve
en la paradoja o la ambigüedad (GC, p. 36). Así: no existe tal cosa como Dios,
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puesto que Dios no es ninguna cosa. En esas áreas el lenguaje lleva implícito
el sentido de su propia inadecuación descriptiva, y eso es algo que sólo
pueden hacer los lenguajes mítico y metafórico, que tanto dicen «es» como
«no es».
Echemos un vistazo a un término literario que todavía no hemos usado
demasiado: símbolo. Originalmente un símbolo era como un vale o una ficha,
la matriz de una entrada para el teatro, algo que no es la función en sí pero
nos permite acceder al lugar en donde tiene lugar la función. Conserva el
sentido de alguna cosa que puede tener un valor o interés relativo en sí, pero
que señala en la dirección de algo a lo que sólo podemos acercarnos
directamente con su ayuda. Un símbolo puede ser meramente arbitrario
(«extrínseco», lo llama Carlyle), pero como regla, tiene o desarrolla ciertas
analogías u otro tipo de conexión con lo que señala; esto posibilita que se abra
en esa dirección, llevándonos a nosotros. Por ejemplo, prácticamente todas las
técnicas de meditación trabajan con símbolos, verbales o pictóricos, que se
abren hacia una identidad más o menos definida con lo que simbolizan.
Cuanto más significativo sea el símbolo, más rápidamente se transforma,
pasando al siguiente estadio del simbolismo, el estadio de la epifanía o
manifestación de una presencia divina, una presencia real que se nos presenta
como un símbolo de sí. Si exceptuamos las grandes visiones en Isaías 6 y
Ezequiel 1, en el Antiguo Testamento éstas suelen ser aurales (GC, p. 143),
como la voz de la rama ardiendo o las llamadas a los profetas. Muy a menudo
el narrador parece dudar entre decir «Dios» o «ángel», pero —un punto
evitado con frecuencia por los comentaristas— en ese nivel de existencia
puede que no haya diferencia alguna entre una manifestación y un mensajero.
De ahí la ambigüedad de los ángeles que visitan a Abraham en Génesis 18, y
frases del tipo «el ángel de Dios» en Éxodo 14, 19 y otros lugares, que para
cualquier propósito práctico parecen significar sencillamente «Dios». Un
ejemplo más familiar es el de Jacob luchando con el ángel en Génesis 32,
descrito como «hombre» en el versículo 24, y como «Dios» en el 30. Israel, el
nombre que Jacob obtuvo en ese momento suele interpretarse como: «el que
lucha (o forcejea) con Dios».
En la Biblia, el énfasis en «palabra» implica que la voluntad de
comunicarse con los hombres forma parte de la esencia de Dios. Hablar
significa entrar en todas las convenciones y matices del lenguaje, lo que a su
vez significa que hablar y comprender son procesos altamente selectivos. Esto
se ve claro en el modo conceptual y en el retórico. El discurso del poeta
también está limitado, pero su talento mantiene un vínculo con una parte más
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involuntaria del cerebro, y puede escribir con la esperanza de sacar a la luz
algo menos inhibido y con un poder mayor de penetración. Hablaba antes del
verso mágico o pasaje que parece abrirse paso a través de su contexto
inmediato hacia otros más amplios. La elocución profética en la Biblia es
mágica en el sentido de que tiene el mayor poder de penetración posible.
El Nuevo Testamento se presenta como un evangelio, el comunicado
verbal de un Verbo hecho carne, una presencia en la que la distinción entre el
fin y los medios de comunicación ha desaparecido. Un mensaje semejante
tiene el don de lenguas, la capacidad de abrirse camino a través de todas las
barreras del lenguaje. La conocida frase «Aquel que tenga oídos para oír, que
oiga», no es una forma de elitismo que restringe el mensaje a aquellos
elegidos previamente para oírlo. Se trata más bien de una llamada para que la
respuesta dependa lo menos posible de las convenciones fruto de nuestros
condicionamientos y prejuicios.
Al examinar los modos verbales colocamos el retórico entre el conceptual
y el poético, un lugar que debería ayudarnos a entender por qué desde el
principio la retórica ha tenido dos aspectos, moral y tropológlco, uno
persuasivo y el otro ornamental. De modo similar, hemos situado lo poético
entre lo retórico y lo kerygmático, implicando que comparte características de
ambos. En los dos capítulos anteriores nos hemos preocupado de la relación
entre lo poético y lo retórico: tenemos ahora que mirar las zonas fronterizas
entre lo poético y lo kerygmático, siendo esto último algo aún sin caracterizar.
De momento utilizaremos el término más familiar de «profético» para
acompañar o sustituir el de kerygmático, dejando la distinción para más
adelante. Cuando siga resultando confuso, lo sustituiremos por
«metaliterario».
Antes que nada, necesitamos la guía de un crítico que haya comprendido
lo que llamamos estado extático de respuesta, y la diferencia, o contraste,
entre la retórica ideológica que persuade y la proclamación que saca a uno de
sí. El mejor de tales críticos es el escritor del siglo I o II al que conocemos
sólo por el nombre de Longino. El título del tratado de Longino, Peri
Hypsous, suele traducirse por Sobre lo sublime, en referencia a una
adaptación de sus ideas al siglo XVIII. La parte hoy más vigente de Sobre lo
sublime está compuesta por pasajes breves —«piedras de toque», los llamaría
Matthew Arnold— que sobresalen por encima de su contexto. Podemos
llamar a esto profética oracular o discontinua; pasajes del texto donde
repentinamente entramos en una dimensión de respuesta diferente. Los
ejemplos de Longino provienen de la literatura griega, salvo en un caso —es
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probable que él fuera judío o cristiano—, el del versículo del Génesis, «Que
se haga la luz».
Un dicho de esta clase está cargado de tal intensidad, urgencia y autoridad
que penetra las defensas del aparato receptivo humano y crea un nuevo canal
de respuesta. Puede experimentarse en trance, sueño, alucinaciones o estados
inducidos por la droga, y muchas veces es descrito como una voz o visión
sobrenatural o exteriorizada. En un famoso pasaje de Las variedades de la
experiencia religiosa, de William James, leemos que el autor salió de un
trance provocado por óxido nitroso con la sensación de que
El estado consciente, lo que llamamos conciencia racional, es sólo un tipo concreto de conciencia,
mientras que al otro lado de una delgadísima pantalla, hay formas potenciales de conciencia
enteramente diferentes.
Claro está que diferentes no significa necesariamente desarrollados, y que
el pasaje en sí podría no ser más que un anticipo de la concepción de la
ciencia ficción de los mundos paralelos, a la que nos hemos referido
previamente. Pero James prosigue afirmando que donde se da la experiencia
diferenciadora existe posibilidad de desarrollo. Sólo una persona muy rígida e
inhibida no habrá percibido alguna vez una voz que le susurra lo que e. e.
cummings expresa como «escucha; tras esa puerta se esconde un universo
maravilloso; vamos».
Pero, claro está, el universo que se encuentra al otro lado de la puerta
también podría ser sencillamente el infierno, o en cualquier caso un mundo de
terror abrumador. Según Vico, la comunicación desde un mundo desconocido
comenzó con un trueno, que los hombres primitivos (entonces gigantes)
tomaron por la voz de Dios. Se precipitaron aterrorizados a sus cuevas,
arrastrando a sus mujeres detrás suyo e instituyendo con ello la propiedad
privada. El símbolo está incorporado al Finnegans Wake, de Joyce, quien le
añade el de la tijereta (earwig, perce-oreille), como una penetración más
íntima asociada a los sueños y la poesía. El personaje principal de este libro se
llama Earwicker, un nombre que también sugiere Eire-waker, que a su vez
sugiere la alocuación kerygmática mayor de todas, la trompeta final que
despierta a los muertos.
El obsesivo poema Dies irae, dies illa, incorporado a la misa de Réquiem,
nos recuerda que el terror es inseparable de cualquier visión apocalíptica o
profética. En el presente, el miedo al exterminio de la raza humana, o a un
estado en el que sólo los afortunados están muertos, coexiste con las visiones
apocalípticas de una «era de Acuario». Pero mientras el terror paraliza, entre
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otras, las facultades verbales, no podemos decir demasiado sobre ello excepto
que se trata siempre de un aspecto de la profecía o kerygma.
A principios de este siglo, bajo la influencia de una tradición crítica que
empezó con Poe, se pensaba que los poetas más grandes eran aquellos que
más vívidamente transmitían una intensidad oracular, fragmentada. Antes que
a Tennyson, Goethe o Hugo, se prefería a Hopkins, Friedrich Hölderlin y
Rimbaud. No tengo demasiado interés en revisar juicios de valor, pero esto
encierra un principio crítico relevante. En todos los modos verbales hay una
narración que leer y un lector, y la continuidad de la narración en un principio
inhibe la apropiación personal de lo que uno lee. Lo que leemos es, por
mucho que nos canse la frase, «alimento para el cerebro», o para la
imaginación, y como cualquier otro alimento hay que tomarlo de forma
discontinua, a trozos.
Si observamos a un estudiante subrayando frases en un libro de texto
(esperemos que sea de su propiedad) vemos cómo funciona el proceso: ciertas
frases parecen encerrar la clave del significado total, y son las primeras partes
de la narración que emprenden la transición desde su contexto en la narración
a su nuevo contexto en el lector. Lo que sucede en la prosa discursiva sucede
de modo distinto en la poesía. Los lectores sentimentales sostienen que el
análisis mata a un poema, pero leer, como comer, es una actividad
depredadora, excepto, claro está, que lo que se lee existe tanto en soi como
pour soi, en sí y por sí, y, como la diosa blanca de Robert Graves, renueve
complaciente su virginidad para el siguiente lector. De hecho, puede y debe
además renovarla para la siguiente lectura del mismo lector.
La metaliterariedad comienza cuando en la lectura percibimos algún
detalle del tipo «esto se refiere mí». En literatura, esta cualidad puede estar
presente en el verso o frase mágica, a la que nos hemos referido antes, que de
repente parece ampliar nuestra visión. Otros a lo mejor la encuentran en la
sentencia, en el gran pensamiento o el epigrama que puede separarse de su
contexto para convertirse en expresión proverbial por derecho propio. Y otros
lo buscarán en asonancias y armonías internas, como en el tan admirado verso
de Poe: «the viol, the violet, and the vine» (la viola, la violeta y la vid). En la
Biblia esta última cualidad textual sería de especial significación para el
estudioso capaz de responder al guiño y baile del retruécano y la asonancia en
el texto hebreo, un rasgo sin auténtica contrapartida en el texto griego del
Nuevo Testamento. Estos son sencillos ejemplos de cómo una fórmula verbal
de repente insiste en pasar a formar parte de nosotros. A medida que los
pasajes aislados se hacen más frecuentes, el contacto pasa del destello
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oracular a la posesión o identificación con la narración, lo que quería decir
Eliot con su famosa frase sobre escuchar la música con tanta atención como
para convertirnos en la música mientras ésta dura.
Lo que leemos en la Biblia muchas veces nos es presentado como algo
que originariamente fue dicho. Esto es especialmente cierto con los
Evangelios, centrados en una figura que hablaba y no escribía. Creo que los
seguidores de Derrida que, para denigrar la escritura, afirman que se trata de
otro uso «logocéntrico», se equivocan en su enfoque. Los Evangelios son
narraciones míticas escritas. Pero si hay algo en éstos que desconcierta a un
lector con toda su fuerza kerygmática, lo que se da en el lector es una
resurrección, y uso la palabra intencionadamente, de la presencia hablada
original. El lector es el foco logocéntrico, y lo que lee está tan emancipado de
la escritura como del discurso. La dualidad entre interlocutor y oyente se ha
desvanecido en una sola área de reconocimiento verbal.
Las teorías críticas tradicionales, desde Platón y Aristóteles en adelante,
consideran la literatura dentro de un contexto mimético. Tanto en La
república como en la Poética se nos dice que el trabajo del poeta es imitativo,
aunque las deducciones extraídas de este principio son muy distintas en cada
caso. Se suele pensar que lo que el poeta imita o cae dentro del fenómeno de
la sociedad humana o en el orden de la naturaleza. Pero la teoría de Longino
de la respuesta extasiada sugiere otra dimensión imitativa.
Hemos visto sugerencias de este tipo en los críticos isabelinos, cuando se
preguntaban quién trazó la tradición poética que va de Homero a los
legendarios héroes culturales, y quién recurrió a las palabras creación y
hacedor, aplicadas con tanta frecuencia a los poetas, para indicar que a lo
mejor, después de todo, el trabajo de éstos no tiene por qué ser
exclusivamente secular o profano. Con el movimiento romántico, se
intensificó en buena medida esta asociación entre el trabajo del poeta y las
metáforas de la creación divina. Coleridge, por ejemplo, pensaba que toda su
teoría crítica cabía en un estudio más amplio del Logos. En este aspecto
resulta crucial el Areopagitica, de Milton. Si nos fijamos en las grandes líneas
que se insinúan en ese panfleto, veremos que el tema de la Reforma de la
«libertad de profesar» se extiende desde el púlpito, donde se suponía que
estaba confinado, al mercado de la publicación, y que en consecuencia lo
profético podía darse tanto en contextos seculares como sacerdotales.
Naturalmente muchos críticos, portavoces de ideologías de moda o en
plena ascensión, se muestran ansiosos por hacer saber a los poetas que no
tienen derecho alguno a la autoridad profética. Uno de estos críticos de
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principios de siglo fue T. E. Hulme, que influyó en las primeras actitudes de
T. S. Eliot y Ezra Pound, porque sus visiones antirrománticas les fueron
tácticamente útiles durante un tiempo. Pero más tarde, en los Cuartetos, Eliot
hablaba de la pretensión de ir más allá de la poesía, mientras que Pound pasó
—explotó, tal vez sería una palabra más apropiada— a dimensiones más
amplias incluso.
El movimiento existencialista de la década de 1940 también giró en torno
a un número de figuras —Dostoievski, Kierkegaard, Nietzsche, Franz Kafka,
Jean-Paul Sartre— antes que nada literarias; la palabra existencialista hacía
referencia a tendencias metaliterarias de estos autores, e intentaba superar las
limitaciones de la literatura para lograr un tipo de identificación diferente con
los lectores. Kierkegaard dividía sus obras en «estéticas» o literarias, que
publicaba bajo seudónimo, y «edificantes», en las que hablaba en nombre
propio como escritor «ético» y profesor. Vio claro que al otro lado de lo
estético había una dimensión profética, pero evidentemente no vio que sólo en
sus escritos estéticos se encontraba cerca de expresarlo. Las obras edificantes
volvían a las formas dialécticas y retóricas convencionales, y uno de sus
libros en la línea divisoria entre ambas, Sygdommen til døden (La enfermedad
hacia la muerte) es en esencia una obra sobre casuística, género retórico del
siglo xvn. Las implicaciones de la concepción kerygmática son, primero, que
la escritura kerygmática normalmente exige una base literaria, o lo que es lo
mismo, mítica y metafórica; y segundo, que a diferencia de la retórica
corriente, lo kerygmático no aflora porque sí o porque un escritor lo «diga».
La retórica convencional en realidad no proclama: da un tono emocional a
los argumentos y se sirve de figuras poéticas para colorear las llamadas a la
acción inmediata, pero rara vez se aproxima al interés primario de «¿Cómo
vivir una vida más plena?» Por otra parte esto último es el tema central de
todo lo genuinamente kerygmático, lo encontremos en el Sermón de la
Montaña, en el Sermón del Parque de Ciervos de Buda, en el Corán o en
cualquier libro secular que revolucione nuestras conciencias. En poesía todo
puede ser yuxtapuesto, o identificarse de forma implícita con cualquier otra
cosa. El kerygma lleva esto un paso más allá y dice: «Tú eres aquello con lo
que te identificas». Nos acercamos a lo kerygmático siempre que nos
encontramos con la afirmación —sorprendentemente frecuente en la escritura
contemporánea— de que parece como si el lenguaje se sirviera del hombre y
no el hombre del lenguaje.
En los tres primeros modos examinados al principio, se pone el acento en
la compulsión: la compulsión a aceptar hechos comprobados en el modo
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descriptivo; la compulsión a aceptar la lógica de un argumento en el modo
dialéctico; la compulsión a aceptar presión social y autoritaria en el modo
ideológico. En el modo poético no se da tal compulsión: mientras dure el
trabajo individual, podemos aceptar como verdadera cualquier manifestación
del mundo imaginativo. Por lo tanto lo imaginativo y su libertad para crear
tienen que ser la base de lo que va más allá. Lo que va más allá es el «mito
por el que vivir», un mito que es asimismo modelo para la acción continuada,
y rasgo distintivamente kerygmático.
Lo imaginativo por sí solo no puede facilitarnos un «mito por el que
vivir», pero su libertad es la base esencial de todos los modelos que preservan
la tolerancia y la voluntad de comprender que para los demás puede haber
modelos diferentes. No hay base individual para el kerygma, en el sentido de
que cualquiera podría elaborar una antología de escritura kerygmático, o
inventar una obra kerygmático, sin ayuda. Lo kerygmático no tiene en cuenta
el reconocimiento social, y la Biblia es kerygmático, al menos en parte,
porque como tal ha sido reconocida durante tanto tiempo. Las enseñanzas de
Jesús son kerygmáticas para los cristianos, pero el propio Jesús creía que la
confirmación de éstas se encontraba en las «escrituras», es decir, en el
Antiguo Testamento tal como llegó a sus manos.
Se puede también hablar de un kerygma secular: el Manifiesto comunista
es kerygmático en los países marxistas, y un kerygma de vida más breve
alcanzaron los axiomas de Mao Tse-tung en un período anterior del
comunismo chino. Pero el kerygma político carece de una mitología de relatos
populares y alusiones arquetípicas, así como del sentido de tradición cultural
compartida que sólo puede dar una mitología semejante. Un kerygma sin todo
el soporte de una mitología no tarda en convertirse en un vacío retórico, y el
vacío es algo que la conciencia, como la naturaleza, aborrece. Por otra parte,
ni siquiera la literatura más penetrante, ni siquiera Dante o Shakespeare,
intentan facilitar la dimensión mito-modelo, con un programa diseñado para
reorientar nuestras vidas.
En la práctica, por consiguiente, la Biblia sólo es kerygmática en la
tradición cultural de Occidente. En este punto el término profético se coloca
en su sitio al indicar una dirección metaliteraria latente dentro de la literatura
y el medio humano que transmite lo kerygmático al idioma del lenguaje
convencional. Podemos suponer que lo que hace de un profeta un auténtico
profeta no es tanto lo que dice como lo que le es dicho. Pero en cuanto
usamos esta construcción no-como, nos apartamos de la senda. Debemos
procurar ir más allá de la barrera verbal que implica: si la palabra inspiración
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significa algo, ese algo es el punto en el que la división entre discurso activo y
receptividad de discurso se unen. Al llegar aquí nos encontramos en un núcleo
kerygmático genuino.
Lo kerygmático en la Biblia, para limitarnos a ello, no es una forma de
organización verbal como las otras cuatro, aunque a veces parezca lo
contrario. Metafóricamente es la voz de Dios transmitida mediante agentes
humanos, el último de los cuales es el secretario que transcribe. Pero si nos
detenemos en la metáfora de la voz, lo que hacemos es asimilar el kerygma a
la retórica corriente, igual que la metáfora de la «voluntad soberana» de Dios
lo asimila a un orden social bárbaro. La proclamación en el sentido de un
heraldo que pronuncia una frase, es el símbolo de una manifestación que
esquiva las metáforas objetivas de oír y ver.
Puede que ahora ya tengamos alguna pista que nos ayude a explicar la
naturaleza lingüística de esos términos que se escriben con mayúscula —
Dios, Palabra, Espíritu, Padre y semejantes— y que nos resultaba confusa.
Tales términos son, en primer lugar, contrapartidas objetivas de elementos
psíquicos subjetivos en el complejo humano, y por consiguiente podemos
considerarlos puras proyecciones. Pero a medida que la división entre sujeto y
objeto se vuelve menos satisfactoria, el uno y el otro se funden en un mundo
verbal intermedio, en el que una Palabra que no es nuestra, aunque también
sea nuestra, proclama, y un Espíritu no nuestro, aunque también nuestro,
responde. Ponemos estos términos en mayúscula por la misma razón que
ponemos en mayúscula los nombres de otras personas. Para usar la
terminología del Yo y tú de Martin Buber, en la vida creativa hay un
movimiento interior que se aparta de un mundo en el que todo lo exterior a la
humanidad —y a veces hasta la misma humanidad— es un «Eso», un objeto
que nunca nos libra de seguir siendo sujetos.
Parece bastante obvio que los habituales juicios de valor críticos aplicados
a la literatura carecen de relevancia kerygmática. Que un crítico diga que,
desde una perspectiva literaria, la Biblia, el Corán, los escritos budistas o
hindúes son repetitivos, caóticos, oscuros, oscurantistas, ilógicos,
inconsistentes, poco convincentes o cualquier otro juicio negativo, carecería
por completo de sentido, por muy ciertos que puedan ser los juicios en sí. En
esta área la crítica tiene que conformarse con lo que se le ofrece.
TRES
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La orden más explícita del Nuevo Testamento con respecto a la lectura del
Antiguo es la afirmación de Pablo de que el texto debe ser «espiritualmente
juzgado» (I Corintios 2, 14). Aún tenemos que ver lo que significa espiritual
en este contexto, aunque en otra parte (GC, p. 81) ya hemos sugerido que su
significado lingüístico primario (como, por ejemplo, en Apocalipsis 11, 8) es
metafórico. En el mismo sentido, uno de los primeros padres cristianos[36] nos
dice que, además de los sinópticos, Juan escribió un evangelio espiritual o
metafórico.
Si dejamos de lado la historia, al lenguaje descriptivo le interesa sobre
todo el entorno físico; al conceptual, el entorno físico y social; al lenguaje
retórico, el entorno social. Los tres son lenguajes de la naturaleza y expresan
la relación de lo físico con su contexto en el tiempo y el espacio. Con lo
poético o imaginativo nos movemos en el área espiritual, en la que asoman
dos nuevos factores. Primero, la Palabra kerygmática de la Biblia
tradicionalmente ha tenido una relación secundaria con la naturaleza y una
relación primaria con el espíritu, el poder creativo de la humanidad. Segundo,
hay aspectos espirituales del lenguaje descriptivo, conceptual y retórico que
no existen por sí sino sólo como elementos de una estructura poética. Las
estructuras poéticas (y kerygmáticas) son por consiguiente polisémicas en un
sentido muy específico e integrado.
La descripción espiritual es la narración, ficción o mythos que hemos
venido discutiendo. No describe nada externo, pero, por el hecho de ser una
estructura, pasa a consistir en algo verbal. Wallace Stevens tiene un poema al
que me he referido con frecuencia, Description Without Place y que es lo que
más se aproxima a la noción de descripción espiritual. Según Stevens, el
principio es que vivimos secundariamente en nuestro entorno natural y
primariamente en una creación nuestra dentro del entorno natural. Como esta
creación interior no existe en cuanto lugar concreto, hay que localizarla antes
que nada dentro de la mente y los escritos del poeta, que parece el único lugar
posible. Pero en este contexto, hay que distinguir lo interiorizado de lo
subjetivo. Lo subjetivo sigue siendo un caos de humores y emociones; lo
interiorizado es una creación y como tal forma parte de la totalidad de los
esfuerzos creativos humanos. Contiene por tanto una cualidad comunicable
que se desarrolla hasta que, como dice Stevens, la descripción pasa a ser
«revelación», con una referencia explícita a la «tesis del copiosísimo Juan»
(es decir, el autor del Apocalipsis). La «descripción» espiritual desarrolla una
cultura distinta o estilo creador en el «lugar» en donde ocurre. Una pregunta
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del tenor de «¿Por qué todo en España parece español?» es una de esas
preguntas aparentemente estúpidas que abren campos de visión inesperados.
Lo espiritualmente conceptual es el underthought, o progresión de
metáforas bajo el significado explícito o ideológico. Como la segunda parte
de este libro intentará analizar con más detalle, todo sistema de pensamiento
conceptual esconde un esqueleto metafórico y diagramático. También existe
una fuerte tendencia polarizadora en el mosaico de imágenes que descubrimos
al final de una narración lo cual sugiere que, para servirnos del lenguaje
religioso convencional, las dos auténticas residencias humanas son el cielo y
el infierno, y el mundo en el que vivimos es una inconsistente e inextricable
mezcla de ambos.
Lo espiritualmente retórico es retórica a la inversa, por decirlo así. La
retórica usa el lenguaje figurativo para dirigirse directamente a una audiencia.
En el lenguaje poético no es posible dirigirse directamente: el escritor se
aparta de su audiencia y usa la convención del discurso directo en relación
con otra cosa. He citado la observación de John Stuart Mill en el sentido de
que más que escucharle, al poeta se le oye. Platón se acerca más al área
poética que la práctica totalidad de los filósofos por su uso del diálogo —en el
que otros hablan por él— porque su principal orador Sócrates es un irónico
que cuestiona más que responde y porque los diálogos que tienen que ver con
las formas platónicas (coraje, amistad, justicia) no dependen tanto de la
argumentación como de presentar el diálogo como una visión conjunta del
argumento aparente (por ejemplo, la justicia la discuten los intelectualmente
honestos, la amistad la gente amistosa, el amor los enamorados, etcétera).
Estos tres factores polisémicos de lo poético conforman una narración
descriptiva total que en otro lugar he calificado como de pérdida y
recuperación de la identidad, un argumento conceptual basado en un patrón
imaginativo que separa un mundo de unidad metafórica de su opuesto
demoníaco, y una retórica basada en el ejemplo y la ilustración más que en la
afirmación directa. La Biblia es un epítome condensado y unificado de este
universo poético, así como la proclamación del mensaje de Dios a los
hombres. Está claro que la palabra mensaje sugiere retórica convencional,
pero una llamada retórica directa que por definición proviene de una mente
infinita y se dirige a otra finita es una noción muy paradójica. El Sermón de la
Montaña fue predicado a las multitudes, pero es imposible imaginárselo
gritado al aire libre: sus cláusulas son semillas verbales plantadas en silencio
y que crecen en el silencio.
Pero ¿por qué nuestra dirección presente es «espiritual»?
Página 117
Hay dos palabras tradicionales para describir el elemento específicamente
humano de la persona como producto de la naturaleza: espíritu y alma,
términos que se distinguen en todos los idiomas significativos para la Biblia
(GC, p. 44), sólo que el contexto en el que suele darse «alma» acostumbra a
ser el del hombre como criatura, alguien que es gracias a un Dios pensado
como algo externo al hombre. Con alma no se da una forma trascendental en
mayúsculas, como con Espíritu, sino que sigue designando una pluralidad,
algo que cada persona tiene. La discusión de Pablo sobre la relación entre
alma y espíritu en I Corintios es el locus classicus para la Biblia cristiana (en
los siguientes párrafos, y a no ser que se indique lo contrario, todas las
referencias bíblicas son a esta epístola). Pablo habla de la soma psychikon, el
«alma-cuerpo», como el cuerpo «natural» o mortal que la Versión Autorizada
aparentemente equipara con el «espíritu del hombre» (2, 11). La noción de
que el alma es inmortal por naturaleza es más platónica que bíblica (GC,
p. 44). El alma-cuerpo parece pensada como una dualidad, con el alma «en»
el cuerpo, por lo que cuando el cuerpo físico muere el alma o se desvanece en
el no ser o sobrevive sin su cuerpo en un estado descarnado. Los seres que
encontramos en Dante son almas descarnadas de este tipo.
La concepción de alma empieza con el hecho, apuntado desde los
primeros tiempos, de que la psique humana se compone de distintos
elementos lingüísticamente estructurados. El hombre es un ser que puede
discutir consigo mismo, rendirse y despreciarse o congratularse por hacerlo,
burlarse de sí mismo, anularse y dejar que otra voz, también suya, tome su
lugar. En estados patológicos pueden aflorar personalidades distintas. Si la
palabra «individual» viene de «indivisible», difícilmente podría ser menos
apropiada. El modo más sencillo de normalizar este estado de cosas es dejar
las riendas a una conciencia que ha adquirido ciertos hábitos de
procedimiento y aprendido lo que es socialmente efectivo. Dejarle las riendas
significa darle el control de la voluntad. La conciencia puede entonces afirmar
que habla por toda la psique, y si temporalmente pierde el control, podría
recurrir a metáforas que hagan referencia a invasiones exteriores («No sé qué
puede habérseme metido dentro»).
En La república de Platón la sociedad justa funciona como alegoría de la
mente del hombre sabio. Se trata de una intensificación de lo mismo: la
conciencia lleva las riendas, la voluntad ejerce de guardiana, y el resto de la
población representa estados de ánimo, deseos y necesidades generales. La
menos rigurosa concepción aristotélica del alma como unidad que incorpora
las distintas percepciones e impulsos fue la que la cristiandad, a pesar del
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Nuevo Testamento, optó por adoptar. Durante la mayor parte del período
cristiano se vio en el alma algo esencial para el hombre: el alma es inmortal, y
salvarla, la primera obligación del hombre. Así pues, en cuanto se libera del
cuerpo el alma pasa a identificarse en buena medida con el espíritu. Pero
puesto que el lenguaje del Nuevo Testamento introduce una distinción que
esta visión concreta ignora, se le añadió la doctrina de que al final de los
tiempos el cuerpo se levantaría para volver a unirse con el alma descarnada.
La concepción griega de alma y cuerpo se corresponde bastante con
nuestros tres primeros modos lingüísticos; la conciencia corporal de su
entorno se expresa mediante el lenguaje descriptivo, la del alma con el
lenguaje del argumento y la ideología. En La república el poder derivado de
llevar las riendas tiene que ser filosófico porque, sin una orden dialéctica
emanada de un filósofo, la conciencia se limitaría a racionalizar impulsos o
decisiones tomadas en cualquier otra zona de la psique, que es lo que, al no
ser sabios, hacemos casi todos la mayor parte del tiempo. Desde esta
perspectiva, la valoración del lenguaje poético es escasa: si decidiéramos
tolerarlo deberíamos asegurarnos de que se limita a panegíricos sobre el alma
y la rectitud de sus puntos de vista y decisiones. Muchos poetas aceptan esta
situación, y de aquí que el «diálogo entre alma y cuerpo» se haya convertido
en un género literario corriente. En este punto, «cuerpo» funciona como
metáfora, extremadamente confusa, para referirse a otro contexto de la psique.
En tales poemas el alma condena a cualquier cosa que se le resista,
acusándola de corporal, de un modo que a menudo se nos figura en un tono
arrogante y farisaico. Encontramos una magnífica excepción en Marvell,
donde el cuerpo tiene la última palabra:
What but a soul would have the wit
To build me up for sin so fit?
So architects do square and hew
Green trees that in the forest grew.[*]
Yeats afirma que la retórica nace de la discusión con los otros, y la poesía
de la discusión con nosotros mismos[37]. Por consiguiente no es sorprendente
ver reproducirse el diálogo entre el alma y el cuerpo en poemas suyos como
Dialogue of Self and Soul, la cuarta parte de Vacillation o Ego Dominus Tuus.
El alma sale bastante mal parada en estos debates porque Yeats expresa un
siglo en el que se empezaba a pensar que con la doctrina de la inmortalidad
del alma se perpetuaba indefinidamente un superyo arisco y censor. En
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general, en su actitud social y comportamiento personal, los poetas se
muestran bastante flexibles con sus discursos internos, ya que saben por
experiencia hasta qué extremos una conciencia dictatorial inhibe las
facultades creativas.
El espíritu, por otra parte, se identifica en el Nuevo Testamento tanto con
Dios como con la respuesta comprensiva sobre Dios que se espera de
nosotros. Pablo distingue el soma psychikon, que es mortal, del soma
pneumatikon, el cuerpo espiritual (I Corintios 15, 44). Se trata asimismo de un
cuerpo (Pablo quiere decir que «es» un cuerpo, no que «tiene» un cuerpo).
También lo poseemos en esta vida, y es el elemento que nos capacita para
entender la escritura y otros aspectos de la revelación (2, 14). Es un poder
altamente individualizador, y Pablo acentúa la infinita diversidad de sus
carismas y sus ministerios (12, 4).
Recordamos nuestra discusión previa en el sentido de que la visión
paradisíaca era el polo superior de la imaginativa. En términos paulinos, el
soma pneumatikon nos capacita para vivir continuamente en el nivel
paradisíaco, como el espíritu creado a partir del «alma viviente» del primer
Adán en el Génesis (15, 45). Lo que no dice es que el espíritu es nuestro rasgo
inmortal, y que la unidad alma-cuerpo tiene que disolverse antes de
emanciparse por completo (15, 36). Es el cuerpo que tomaba Jesús en la
resurrección, y es para nosotros el «cuerpo elevado» en el que compartimos
tal estado. Los ángeles, o cualquier otra forma de existencia que se suponga
ocupa niveles más elevados que el nuestro, suelen ser llamados seres
espirituales. Además de las asociaciones tradicionales, la palabra espíritu es lo
suficientemente versátil para incluir también áreas seculares. En el rostro de
las muchedumbres que hacían cola en la Plaza Roja para contemplar el cuerpo
de Lenin podía leerse el siguiente axioma: «Lenin está muerto, pero su
espíritu sigue vivo». La única palabra que parece apropiada en este contexto
es «espíritu».
Suele pensarse en el alma como asiento de la conciencia (Génesis 2, 7), y
la conciencia incluye la voluntad de seguir estando consciente: ninguna
conciencia es separable de semejante voluntad. Las máquinas pueden hacer
muchas cosas que parezcan conscientes, pero puesto que no desean hacer
estas cosas y dependen de que se las enchufe o ponga en marcha, no las
consideramos conscientes. Por lo tanto, la unidad alma-cuerpo encierra una
jerarquía con un dominio constante del alma. Esta persistencia da a la unidad
una identidad única que, como hemos dicho, nos permite consideramos la
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misma persona a los siete y a los setenta años, a pesar de los cambios
evidentes.
La persistencia de la identidad es por tanto persistencia de una jerarquía
de autoridad, y todo orden en el soma psychikon es producto de esta jerarquía.
Lo cierto acerca de lo individual se hace extensivo a la sociedad: dentro de
una sociedad de individuos todo orden depende de la autoridad asignada, y la
dignidad del individuo se incrementa en buena medida al identificarse con
una institución social más continuada, como pueda ser una nación o iglesia.
Hemos comentado el contexto platónico de la relación alma-cuerpo, y parece
inevitable una cierta dosis de platonismo respecto a esas instituciones más
grandes: la mayoría de los estudiantes, feligreses o votantes sienten que la
Universidad, la Iglesia o el Estado encierran una forma ideal que no destruye
la pedantería, la estupidez o la falta de honradez que también puede
encontrarse en su quehacer.
En inglés la palabra cuerpo tiene dos sentidos, el individual físico y un
agregado que puede incluir una serie de individuos, como cuando hablamos
de un comité, ejército o nación como cuerpo. De hecho, metafóricamente
podríamos considerar el conjunto de la humanidad como un cuerpo único, a
pesar incluso de decir que tal unidad compleja es en realidad un agregado.
Pero el «cuerpo espiritual» parece tener cierta independencia respecto de la
identidad única y permanentemente anclada a la que está confinada el soma
psychikon. El Jesús de la historia, según la mayoría de los puntos de vista
cristianos, era una unidad cuerpo-alma como cualquier otra; el cuerpo
espiritual del Cristo elevado está en todas partes y en todos, y, como apunté
antes, tanto puede ser una parte de nosotros como nosotros una parte de él. El
soma pneumatikon, por tanto, sugiere una cierta fluidez de personalidad, en la
que metáforas tales como la erótica «una sola carne», o las que hacen
referencia a la influencia de otra personalidad o a la obra de un creador,
empiezan a cobrar mayor realidad.
En El gran código utilicé la palabra interpenetración (GC, p. 196) para
describir esta fluidez de la personalidad en su forma completa. En inglés la
palabra amor significa tal vez demasiadas cosas y para muchos tiene una
sonoridad hipersentimental, pero parece imposible disociar las concepciones
de personalidad espiritual y amor. Parece como si la capacidad de unirse con
el ser de otra persona sin violarlo se encontrara en el centro del amor, igual
que el deseo de dominar la conciencia de otro se encontrara en el centro de
toda tiranía y odio. John Donne se sirve de una hermosa imagen para describir
este vínculo con la metáfora de la vida individual como un libro[38]. El mundo
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espiritual, dice, es una biblioteca «en la que todos los libros están abiertos los
unos contra los otros».
En todas las lenguas, el núcleo metafórico de espíritu es aire o aliento.
Respirar es el más primario de todos los intereses primarios, el acto que
marca la transición entre embrión y bebé, y nuestra actividad más continuada
a partir de ese momento. Podemos pasarnos varios días sin comer, o toda una
vida sin sexo, pero diez minutos sin respirar y «expiramos». La transición
entre el mundo embrionario y el normal sugiere por analogía una segunda
transición de un mundo natural a otro espiritual, que alcanzamos si tomamos
un segundo aliento o inspiración en un tipo de aire más elevado. Este proceso
es un renacimiento o segundo nacimiento. En su forma trascendental o en
mayúsculas, el espíritu en la doctrina cristiana pasa a ser el Espíritu Santo,
pero la imaginería puede ser independiente de esta aplicación. En los Sonetos
a Orfeo, de Rainer Maria Rilke, hay un poema soberbio sobre la respiración
(II, i), que habla de ésta como un puro intercambio entre el espacio del mundo
y nuestro propio ser:
Immerfort um das eigne
Sein rein eingetauschter Weltraum.[*]
Algunas mitologías sacan buen partido de la metáfora del espíritu como
niño (puer aeternus)[39], nacido de la unión entre alma y cuerpo. En tal
contexto alma y cuerpo serían restos de un parentesco psicológico. De eso
parece deducirse que este niño espiritual escapa de los factores
condicionantes de la influencia heredada de los padres y transmitida a la
progenie. Tal vez Jesús tuviera esos elementos obstaculizantes en mente
cuando se refería a la obligación que tenían sus discípulos de «odiar» a sus
padres y allegados, incluidos ellos mismos (Lucas 14, 26), y el mismo mito
puede ser un factor en la referencia a Melquisedec, el prototipo de Cristo,
como alguien «sin padre, ni madre, ni genealogía» (Hebreos 7, 3). En otras
partes parece sugerirse que la emancipación del espíritu restituye una forma
andrógina original de la humanidad: así, la afirmación, en Apocalipsis 14, 4,
en el sentido de que los redimidos son siempre varones célibes, a la que
volveremos más adelante. Una variante del mismo mito puede acechar detrás
del versículo «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado / porque su
germen permanece en él» (I Juan 3, 9).
En cuanto al aspecto del «aire» en la metáfora, el aire que respiramos es
invisible porque si fuera visible no habría otra cosa (GC, p. 151). De ahí que el
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mundo espiritual o de un aire superior no sea un orden invisible independiente
del visible, sino una invisibilidad que permite que aparezca otro tipo de
realidad, un misterio convertido en revelación. En este aire superior la
relación entre lo divino y lo humano se vuelve recíproca, ya que el espíritu es
parte de lo humano tanto como del ser divino (6, 17). La parodia demoníaca
de este aire espiritual en la Biblia es el hebel, el vapor o «vanidad» del Libro
del Eclesiastés, que es la característica de vida normal sin visión de
renovación o deseo de ésta.
En un ensayo sobre el pensamiento de Mallarmé[40], Valéry sostiene que
su lenguaje se transforma en un instrumento de espiritualidad, que explica «la
directa transmutación de deseos y emociones en presencias y poderes que se
tornan “realidades” en ellos mismos». Para algunos, en inglés la palabra
«espiritual» puede tener un sonido hueco y resonante: suele desmarcarse del
cuerpo espiritual y se le da un sentido de sombra vacía de lo material, como
en el caso de las iglesias, que nos ofrecen alimento espiritual que no podemos
comer y riquezas espirituales que no podemos gastar. Aquí espíritu se
confunde con alma, que por tradición se enfrenta con el cuerpo y lo
contradice, en vez de extender la experiencia corporal a otras dimensiones. El
Cantar de los Cantares es una canción espiritual de amor: expresa sentimiento
erótico a todos los niveles de conciencia, pero no rehúye su base física o corta
sus raíces físicas. Debemos pensar en frases como «una interpretación con
mucho espíritu» para comprobar que el término puede referirse a la
conciencia convencional en su momento de mayor intensidad: la gaya
scienza, o vida mental como obra, que antes vimos por encima. Encontramos
alusiones semejantes en las palabras esprit y Geist. (La expresión inglesa in
good spirits es un caso distinto: proviene de una teoría médica abandonada.)
No es difícil entender que el término espiritual puede ser utilizado para
referirse a la más alta intensidad de conciencia. Pero Valéry y Mallarmé dicen
mucho más que eso, e insinúan aún más. De hecho vienen a sugerir que el
fundamento excluido hasta ahora de lo imaginativo y lo poético, el principio
que abre la senda que lleva a lo kerygmático, es el principio de la realidad de
la creación, fruto de la producción y de la respuesta a la literatura. Tal
realidad no sería ni objetiva ni subjetiva, sino esencialmente ambas cosas a la
vez, y superaría de lejos la vieja oposición entre idealismo y materialismo.
También se olvidaría de los esquizofrénicos actos de fe en el viejo sentido
dialéctico de un conocimiento simulado, en la Enea de la definición de
colegial según la cual la fe es «creer en aquello que sabes que no existe».
Página 123
Pero tal vez no en el sentido del Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento
define la fe (Hebreos 11, 1) como la hypostasis de lo que se espera, el
elenchos de lo que no se ve. Hypostasis es un término de la filosofía griega
cuyo equivalente latino es substantia, y así la Versión Autorizada, siguiendo
la Vulgata, lo traduce como «sustancia». Las traducciones modernas suelen
poner «seguridad», porque Pablo usa la palabra en ese sentido, pero Pablo no
es el autor de Hebreos, y yo sospecho que «sustancia» se acerca más a lo que
se quiere decir aquí (véase también Hebreos 1, 3). Al creyente se le dice que
tiene algo, no que con toda seguridad acabará por conseguirlo. Elenchos
significa prueba o evidencia. La verdad es que probablemente en este
contexto sustancia no signifique sustancia metafísica, ni pruebe una prueba
lógica, ni evidencie algo que un científico o historiador llamaría evidencia.
Estas palabras se refieren normalmente a procesos conceptuales, pero el
contexto no sugiere un terreno al que se ha llegado mediante argumentos
conceptuales, por poderosos que sean, y mucho menos una aceptación literal
que en realidad posee una base pseudodescriptiva.
Se piense lo que se piense de la paradoja de Tertuliano («Creo porque es
imposible»), lo contrario es la reducción de la sustancia de la creencia a lo
creíble, lo que no deja de ser una monótona desolación espiritual. Lo creíble
es, por definición, lo que ya se cree, lo que no deja lugar a aventuras
mentales. Los hermanos Wright elevando una máquina más pesada que el aire
por encima del suelo después de que los científicos contemporáneos
demostraran que se trataba de algo imposible: eso está más cerca de la fe a la
que se refería el autor de Hebreos, como muestran los ejemplos del Antiguo
Testamento que da a continuación. La creencia es más bien la energía
creadora que vuelve real lo ilusorio. Tal creencia no es ni racional ni
ideológica, sino que pertenece al otro lado de lo imaginativo. Prácticamente
podría parafrasearse el versículo de Hebreos del siguiente modo: «La fe es la
realidad de la esperanza y la ilusión». Las dos palabras necesitan ser
comentadas con mayor detalle.
La Biblia tiene por marco una gigantesca metáfora judicial, y concluye en
un juicio final, con acusador y defensor. En el Libro de Job el acusador es
Satán y Job habla de un defensor (go’el) (19, 25); en el Nuevo Testamento,
claro está, el defensor es Cristo. El acusador se centra sobre todo en el pasado
y en lo que uno ha hecho. A medida que pasa, el tiempo deja el potencial para
entrar en el perpetuo actual: la boca del infierno es el momento previo, y cada
momento hace más previsible el siguiente, hasta que la vida concluye. Las
almas en el infierno de Dante representan el aspecto vital en el que uno es
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aprisionado para siempre en la suma de las deudas pretéritas, cuando lo que
uno es y lo que uno ha hecho pasan a ser la misma cosa en el momento de la
muerte.
La esperanza que los escritores del Nuevo Testamento adscriben a la fe y
el amor se refiere al futuro y a lo potencial. Se puede perder la esperanza por
una cosa específica, pero no sería psicológicamente posible perder también la
esperanza de que el futuro pueda depararnos algo más de lo que el pasado nos
hacía prever. Al final de la vida esta esperanza residual puede rebosar en una
esperanza por una vida «futura», signifique lo que signifique el futuro en una
vida que ha de pasar al otro lado del tiempo. Todas las esperanzas, nos
recuerda Emily Dickinson[41], están escritas en el modo literario o ficticio.
Could Hope inspect her basis,
Her craft were done:
Has a fictitious charter,
Or it has none.[*]
Por lo tanto la literatura, con su sentido de que «todo es posible» y la
convención de suspensión de la incredulidad hasta en las suposiciones más
fantásticas, es un modo de lenguaje que mantiene una relación particular con
la esperanza. El Nuevo Testamento nos deja intuir que esta esperanza es una
analogía de una virtud más sustancial, la fe que en Hebreos es la sustancia de
la esperanza, el amor que en Pablo es la sustancia de ambos, el amor que
«todo lo cree, todo lo espera» (I Corintios 13, 7).
Y en cuanto a la ilusión, no es necesario poner demasiado énfasis en la
importancia central que tiene dentro de la escritura imaginativa. Sería difícil
considerar una escena como el cegamiento de Gloucester en El rey Lear sin el
convencimiento de que en realidad no está sucediendo. Pero la situación es
más complicada de lo que parece, porque lo físicamente ausente está
espiritualmente presente. Sugeríamos antes, en conexión con la imaginería
usada en La tempestad, que la obra es una realidad creada a partir de la
ilusión, desde el centro mismo, por decirlo así, de lo que solemos llamar
realidad, una realidad que acaba por disolverse en la ilusión sin dejar rastro.
Esta realidad creada no es ni objetiva ni subjetiva, aunque conserva elementos
de ambas.
Hay dos tipos de ilusión: la ilusión negativa que sencillamente no logra
constituirse en realidad objetiva, y la ilusión positiva que es un potencial, una
esperanza que puede actualizarse mediante el esfuerzo creador. Freud hablaba
Página 125
del «porvenir de una ilusión» en conexión con la religión, queriendo decir con
ello que la religión era una ilusión negativa. Si la ilusión de religión es
positiva, tenía razón sin pretenderlo. Sólo las ilusiones positivas pueden tener
futuro. La realidad es algo que obviamente sólo cambia en sus propios
términos: por lo que a nosotros se refiere, su futuro ya ha ocurrido. Realizar
una ilusión significa abolir su futuro y convertirlo en una presencia.
Alguien ha observado con perspicacia[42] que muchos poetas de nuestra
época han convertido en intransitivos verbos tradicionalmente transitivos.
Rainer Maria Rilke, por ejemplo, habla de la alabanza como algo central a la
poesía, pero no alaba a Dios, a la naturaleza, a sus congéneres o a algo
objetivo: simplemente alaba. De modo similar, muchos poetas del siglo
pasado, reflejando una actitud cada vez más habitual en la sociedad, no se
sentían obligados a creer en esto o en aquello, sino que creían de forma
intransitiva, preservando una actitud de apertura, de no cerrarse a nada
dogmáticamente, que sin embargo es lo contrario de la credulidad, la
disposición a creer en cualquier cosa de forma transitiva. En cuanto dejamos
de intentar demostrar la existencia de Dios y creer en nuestras pruebas, nos
enfrentamos con el reto de manifestar esa existencia.
Existen muchos acercamientos posibles a la fe, y uno dudaría en condenar
cualquier fe, a no ser que tenga como resultado práctico el odio y la crueldad.
Pero difícilmente podemos dejar de notar cuán a menudo fes del tipo descrito
como ortodoxo, fundamentalista, conllevan una influencia social perniciosa
cuando acceden a una posición de poder secular. Los medios de
comunicación confirman en todo momento el principio de que cuanto más
explícitamente se basa una sociedad en tales fundamentos religiosos peor es
su situación. Las sociedades basadas en dogmas estéticos y antirreligiosos
preservan el mismo contraste entre ortodoxia y herejía (o desviacionismo), de
eso acaban por obtener logros muy semejantes aunque empiecen desde
lugares opuestos. Hay muchas razones para ello, pero la que interesa a este
libro es que se basan en suposiciones lingüísticas falsas. Su acercamiento al
lenguaje tiene su propia área y su propia función, pero en una época de interés
primario, aquellos que forjan doctrinas y trazan líneas divisorias deberían ser
siempre siervos y nunca amos.
Hoy en día la teoría literaria converge en lo que en origen eran cuestiones
bíblicas, y la Biblia sigue siendo el ejemplo más claro para explicarlas. Para la
teoría literaria es como si hubiera un punto en el que se da un cambio de
elementos y se pasa de «palabras» a «Palabra». Esta Palabra no es la Biblia o
la persona de Cristo para, pongamos por caso, Mallarmé o Jacques Lacan, ni
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tiene por qué serlo para nadie. Pero aparentemente debe estar allí. Con lo que
aflora la cuestión: si nos servimos de la Biblia para ilustrar tantos problemas
críticos centrales, ¿hasta qué punto estamos comprometidos con su teísmo?
Me parece que desde el momento en que empezamos a tomarnos en serio
términos como Palabra y Espíritu, es porque ya hemos resuelto el torpe
dilema de tener que elegir entre un punto de vista religioso que incluya «un»
Dios, y un punto de vista secular o humanístico en el que sólo cuentan el
hombre y la naturaleza. Hace años la frase «Dios ha muerto» fue sacada de su
contexto en las enseñanzas de Zaratrustra, el gurú excéntrico de Nietzsche,
para incorporarla a un movimiento de la teología cristiana, donde pasó a
interpretarse como una versión extrema de la concepción de Pablo de la
kenosis (Filipenses 2, 7). Sostenía que en su encarnación Cristo «se vaciaba»
de la naturaleza divina, o al menos de una naturaleza divina separada de la
humana. Esto parece significar que lo que está realmente muerto es la
antítesis entre un sujeto humano y un objeto divino.
Hay una afirmación de Michel Foucault[43] que tiene relación con esto,
que, independientemente de las conclusiones extraídas por su autor, encuentro
de lo más clarificadora: «Tal vez Dios no sea tanto una región más allá del
conocimiento como algo anterior a nuestros enunciados». Esto sitúa en un
contexto secular lo que el arranque del Evangelio de san Juan sitúa en uno
sagrado, al relacionar la Palabra que da comienzo a todo con el poder que hay
detrás del principio que Jesús expresa con la metáfora del Hijo y el Padre.
El teísmo de la Biblia hace aflorar otro problema crítico con el que
podemos concluir esta parte de nuestro repaso. Si el Nuevo Testamento, para
no movernos de allí por el momento, está escrito en lenguaje mítico y
metafórico ¿por qué parece tan hostil con cualquier otra expresión de ese
mismo lenguaje? En el Nuevo Testamento, decíamos, la Palabra está asociada
con las metáforas de dividir y cortar (II Timoteo 2, 15), y se nos urge a atajar
cualquier exceso mítico en un cuerpo central de verdad que trasciende al mito.
Lo que trasciende al mito sigue siendo mito en los términos de este libro, pero
aquellos que originalmente respondieron al Evangelio deben de haber sentido
que se habían librado de algo fútil en la imaginación mitopoética y sus
procedimientos sin dirección. Así el Nuevo Testamento ilustra, y revive, uno
de los rasgos más primitivos del mito, al que nos hemos referido al principio
de este libro. Algunos relatos parecen tener encomendada la función concreta
de contarle a una sociedad lo que necesita saber, y por consiguiente deberían
distinguirse de otros relatos que carecen de esa misma función. Tal vez la
existencia del canon bíblico, que en tantos aspectos se oponía a la literatura
Página 127
secular, hizo algo para delimitar y perfilar la concepción de «literatura» tal
como la entendemos en la actualidad.
Aquí atisbamos rasgos de un contexto más amplio en la historia de la
cultura, que deberían clarificar el lugar que ocupa la Biblia. Podemos pensar
en cómo la imaginación verbal forma primero una edad de dioses, una vasta
espiral que asciende desde los primeros tiempos sumerios y egipcios —en
donde la detectamos por vez primera— hasta la época de Virgilio y Ovidio,
tiempo en el que otra espiral contrastada empezaba a desplegarse a partir del
Nuevo Testamento abriéndose gradualmente sobre la cultura verbal de los
siguientes dos mil años. Algo de esta concepción entró en la visión de Yeats,
y éste extrajo la conclusión de que seguiría una tercera edad, que esta tercera
edad necesitaba un profeta que la proclamara, y que él era ese profeta.
Cualesquiera que sean los méritos de esta visión, lo que hizo de Yeats un
poeta mayor fue la capacidad de imaginar su función poética (o la de
cualquiera) a tal escala, y no, como dice W. H. Auden en su poema sobre el
poeta, una suerte de vago «don» para «escribir bien».
En la época de Virgilio y Ovidio la era de los dioses se había vuelto
esencialmente monoteísta, aunque su monoteísmo (GC, p. 141) era
completamente diferente del monoteísmo revolucionario de la Biblia. Las
figuras mesiánicas de Virgilio y Ovidio eran César y Augusto. Pero hasta
estos poetas habían empezado a caer en la cuenta de que los dioses eran los
primeros frutos de la imaginación creativa humana. El contraataque cristiano
hizo de Dios el único creador, del hombre una criatura, y las creaciones
humanas ilusiones que hay que mantener en un limbo de sombras por miedo a
que se conviertan en ídolos. En el curso de los siglos la secuencia de
creaciones humanas, de dioses a personajes en las novelas y metáforas en
poesía, no ha dejado de incrementarse en significado y realidad. La dialéctica
del Dios bíblico que es lo que es y las creaciones humanas que no son lo que
son ha acabado por agotarse, lo que hace aflorar la sardónica pregunta de
Emily Dickinson sobre si el Dios celoso de la Biblia
will refund us finally
Our confiscated gods.[*]
Muchos poetas, incluido Yeats, han saludado el pronto regreso de los
dioses en distintas formas, pero los ciclos de este estilo son sólo ciclos.
Hemos invocado el axioma de Vico, verum factum, que lo cierto es lo que
damos por cierto, como axioma central de la crítica. La estructura de la Biblia
Página 128
sugiere que este axioma tiene dos caras. La Biblia arranca mostrando en su
primera página que la realidad de Dios se manifiesta en la creación, y en la
última página que la misma realidad se manifiesta en una nueva creación en la
que participa el hombre. Este se convierte en participante al ser redimido, o
separado de los elementos predatorios y destructivos, fruto de su origen en la
naturaleza. Entre estas visiones de creación viene la Encarnación, que
presenta a Dios y al hombre indisolublemente unidos en una empresa común.
Esto es cristiano, pero el «Tú» de Martin Buber[44], que responde y apoya, y
proviene de la tradición judía, no es imaginativamente demasiado distinto. La
fe, por tanto, no se desarrolla obstruyendo el aire con preguntas del tipo
«¿Existe realmente un Dios?», para acto seguido responderlas con el mismo
sinsentido. Se desarrolla trabajando, con palabras y otros medios, hacia una
paz que facilita la comprensión, no contradiciendo la comprensión, sino
revelando, detrás de la paz humana, que es una simple cesación temporal de
una guerra, el modelo proclamado o mitológico de una paz infinita tanto en su
origen como en su meta.
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SEGUNDA PARTE
Variaciones sobre un tema
Página 130
Nota preliminar
En El gran código hacía referencia a la visión cristiana tradicional del
Antiguo Testamento como serie de «tipos» de los que el Nuevo Testamento
da los «antitipos», siendo símbolos los tipos y realidades los antitipos. A estas
alturas debería estar claro que esta distinción entre tipo y antitipo es
semejante a la relación mítica-kerygmática que acabamos de exponer. Pero
obviamente no podemos decir que el Antiguo Testamento es todo tipo y el
Nuevo Testamento todo antitipo, o que sólo hay tipos en el Antiguo
Testamento y antitipos en el Nuevo. Al ser tan mítico como el Antiguo, el
Nuevo Testamento es un tipo de su propia comprensión espiritual, y los
elementos míticos de ambos testamentos están estrechamente relacionados
con analogías míticas de todas partes del mundo.
Lo que sigue es una serie de ensayos sobre mitología comparada,
organizados en torno a cuatro intereses primarios: el interés por hacer y crear,
el interés de amar, el interés de sostenerse y asimilar el entorno, que tiene su
núcleo metafórico en la comida, y el interés por escapar de la esclavitud y el
constreñimiento. Cada ensayo relaciona estos intereses con la Biblia y con
diferentes temas literarios (necesariamente elegidos en cierto modo al azar, y
con una marcada tendencia por la literatura inglesa). Los dos objetivos
principales son, en primer lugar, relacionar más la Biblia y la literatura con el
marco de la historia cultural del mundo occidental, y, en segundo, hacer más
inteligible la relación de la mitología en general con lo que suele describirse
de forma vaga como «los mitos que nos dan vida». Estos últimos son los
puntos kerygmáticos en los que parece centrarse el mito, los antitipos para los
que la mitología comparada facilita los tipos.
El capítulo anterior nos llevó al área de términos como fe y amor, palabras
que tal vez signifiquen demasiadas cosas en el lenguaje y pueden llegar a
sonar sentimentales. La palabra sentimental es uno de los numerosos
eufemismos de «ingenuo», que es, como ya hemos dicho, el pecado principal
de un acercamiento acrítico a una ideología de cualquier especie; de hecho es
Página 131
la forma más peligrosa de pecado original. Dije antes que los intereses
secundarios o ideológicos —como las lealtades sociales o las ortodoxias
religiosas— muchas veces han tenido más peso que los intereses primarios de
«vida, libertad y prosecución de la felicidad», y de ahí el que sigamos yendo a
la guerra a pesar de nuestro interés primario por la vida. Hay muchas razones
para esto: la que nos interesa aquí es que los intereses secundarios, que
dependen de la verbalización, son intereses marcadamente humanos y
refuerzan nuestra sensación de que la humanidad es el punto álgido de la
creación. La capacidad de posponer, subordinar o sublimar nuestros apetitos y
deseos es otra evidencia del ascendente humano. Sin embargo, siendo lo que
es la relación amo-esclavo, la superioridad del hombre sobre la naturaleza
tiene otra vertiente. Como el desconcertado Gulliver de Swift descubrió
gradualmente en sus viajes, el dominio humano sobre la naturaleza tiende a
equiparar lo humano con el aspecto más ferozmente depredador de lo natural,
junto a la maldad sádica característica de las especies humanas, y producto de
la verbalización. O sea, que el hombre no alcanza su nivel más bajo de
brutalidad hasta que ha racionalizado sus motivos.
Concentrándose como se concentra en los intereses primarios que los
seres humanos comparten con los animales y hasta con las plantas, el mito
está más cerca de la genuina afinidad del hombre con la naturaleza. La Biblia
habla en todo momento de la separación entre el hombre y Dios y de la
eventual redención o reconciliación de ambos. Si no nos equivocamos en
cuanto al interés primario, este último movimiento no puede lograrse sin la
correspondiente redención y reconciliación con la naturaleza, lo que
representa un avance en la dirección de la restitución del entorno paradisíaco
original. Hasta donde podemos ver, una completa redención de este tipo es
del todo imposible, por lo que resulta un buen estudio o acto de fe, tal como
los hemos definido con anterioridad.
Esta redención forma parte de la visión apocalíptica final en la que en
último extremo la vida se separa de la muerte. En ese momento la muerte
aparece en forma de parodia de lo apocalíptico, y de ahí la expresión «parodia
demoníaca», una concepción crítica esencial tanto para este libro como para
el que le precedió. En los primeros siglos del cristianismo, la principal fuente
extrabíblica de mitología era la clásica, y algunos cristianos reaccionarios
quisieron ver en todos los mitos clásicos parodias demoníacas de los
auténticos mitos, los bíblicos. Sin embargo, a medida que los poetas fueron
cayendo en la cuenta de que los «dioses» en realidad no competían con el
Dios de una religión monoteísta, puesto que tenían mucho más en común con
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los propios seres humanos, los mitos pasaron de la posición de parodia
demoníaca a la de analogía positiva: «tipos» gentiles que venían a sumarse a
los del Antiguo Testamento.
En este punto viene al caso el principio que en Anatomía de la crítica
llamo «desplazamiento», el proceso mediante el cual, en ciertas situaciones
culturales, las exigencias de verosimilitud y semejanza o la experiencia
corriente alteran las estructuras míticas y metafóricas. El grado de
encarnación de los personajes literarios varía desde el dios descarnado del
puro mito o el semidescarnado héroe romántico hasta la total inmersión en el
mundo del modo irónico que domina la literatura contemporánea. Cuando
hablo de una forma hipotética de ficción «no desplazada» me refiero a la más
concentrada estructura de mito y metáfora que forma su esqueleto
imaginativo. Las estructuras no desplazadas nos devuelven a los dioses, seres
que tienen conexiones metafóricas con la personalidad y con los objetos en el
entorno natural. Son entidades «espirituales», conscientes y corporales a un
tiempo.
En los tres primeros capítulos de este libro hemos hablado de los
diferentes tipos de narración verbal, en los que el acto de leer o escuchar es un
movimiento en el tiempo. Este movimiento se para al final, momento en el
que el tiempo se detiene metafóricamente y dirigimos nuestro esfuerzo hacia
una comprensión simultánea de lo que hemos tenido ante nosotros.
Metafóricamente todavía, nos encontramos ante una superficie plana, como
una inscripción en una roca, y no miramos hacia adelante para ver lo que
viene a continuación, sino arriba y abajo por toda la superficie.
La metáfora de una superficie plana representa el principio de la
operación crítica, después de la cual, por decirlo así, el tiempo recupera su
movimiento y el crítico deja de ser un sujeto separado para participar en una
empresa social. La falta de acuerdo en esa empresa ralentiza su desarrollo,
pero esto no tiene mayor importancia. Un ejército no es menos ejército porque
entre sus filas haya un número de soldados que preferirían disparar a sus
sargentos antes que al enemigo. La presentación de la superficie plana es,
como se había sugerido antes, una de las cosas que Derrida parece querer
decir con écriture: la emancipación del oyente metafórico en observador
metafórico.
La superficie plana de la comprensión primaria se torna tridimensional en
cuanto el crítico entra en ella, y se despliega en una diversidad de direcciones
contextuales, intertextuales, subtextuales. Entre las infinitas relaciones
posibles está claro que uno preferiría aquellas que respondieran a la pregunta
Página 133
«¿Y qué?», proponiendo una dirección definida hacia el conocimiento
genuino. La dirección que me interesa es contextual, y relaciona obras
literarias, a través de sus convenciones y géneros, con una visión coordinada
de la literatura. Tal visión desciende históricamente de la mitología, que a su
vez es el término contextual del mito. La segunda parte de este libro se
adentra en un «jardín de senderos que se bifurcan», como habría podido
llamar Jorge Luis Borges al caos de ecos y semejanzas que encontramos en
mitología comparada, a lo que he añadido la literatura como cuerpo
inseparable de ulteriores analogías.
Página 134
5. Primera variación: la montaña
UNO
Hemos sugerido que la Biblia exige la respuesta activa y creativa que la
imaginación propicia para la literatura y la mitología; reclama una fe capaz de
aceptar divergencias del hecho histórico como una de sus condiciones. La
Biblia también se concentra en la forma existencial de «mitos que dan vida»:
hay en ella un mínimo de mythopoeia especulativa, de esfuerzos para explicar
o racionalizar ciertas cosas en términos míticos. Esto lo vemos si pasamos del
Nuevo Testamento a los escritores gnósticos contemporáneos o ligeramente
posteriores, con sus catálogos de demonios y ángeles, sus eones y
emanaciones, sus Barbelos e Ialdabaoths. Contraste parecido, aunque menos
dramático, al que se da entre el Antiguo Testamento y la mayoría de los
escritos pseudoepigráficos.
No es difícil entender que en el mundo occidental los claros y precisos
resúmenes de los Evangelios dejaron una impronta de verdad muy superior a
la de los mitos. Tampoco es difícil entender el exclusivismo de la actitud
cristiana, o la sensación de que había que mantener el principio de «no más
mitos». Principio que, en esa época, sólo podía establecerse negando
cualquier atisbo mítico al relato cristiano, lo que trajo consigo toda una serie
de confusiones teóricas cuyas consecuencias seguimos pagando. Y un tema,
por otra parte, que más adelante tendría que ver con la intolerancia brutal que
suele acompañar la transformación de mitologías en ideologías ascendentes.
En la nota preliminar a esta segunda parte he aludido brevemente a la
semejanza entre las mitologías bíblicas y extrabíblicas (fundamentalmente
clásica). Si los mitos bíblicos eran verdaderos y falsos los clásicos, el único
modo de dar cuenta de los parecidos era considerar a los mitos clásicos
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parodias demoníacas de los bíblicos, o, quizá, cuentos fantásticos
engendrados por algún confuso recuerdo tras la Caída. Esta noción de parodia
demoníaca acechó desde el fondo de la visión cristiana durante siglos. Incluso
en el siglo XVII oímos hablar a Abraham Cowley de los oráculos del
«demonio Apolo»[45]. Pero una visión más liberal de la mitología clásica
como una especie de suplemento o contrapunto de la cristiana no tardaría en
ocupar su lugar. En el Renacimiento se escribieron prolijas exégesis a las
Metamorfosis de Ovidio y otras fuentes del mito clásico que acentuaban
cualquier parecido entre los mitos cristianos y bíblicos, tratándolos no como
parodias demoníacas sino como analogías positivas. Giles Fletcher,
contemporáneo de Milton, escribía[46]:
Who doth not see drown’d in Deucalions name
(When earth his men, and sea had lost his shore)
Old Noah; and in Nisus’ lock, the fame
Of Sampson yet alive; and long before
In Phaeton’s, mine own fall I deplore:
But he that conquered hell, to fetch again
His virgin widow by a serpent slain,
Another Orpheus was than dreaming poets feign.[*]
El relato del diluvio universal en Ovidio, al que sobrevivieron Deucalión
y Pirra, es una analogía positiva del relato de Noé en el Génesis; el relato de
«Nisus’ injur’d hair», como lo llama Pope en The Rape of the Lock, tiene
elementos parecidos con la saga de Sansón; el relato de la caída de Faetón es
una analogía de la caída de Adán, por lo que Fletcher puede deplorar la caída
de Faetón como emblema de su propia caída en cuanto hijo de Adán; el
descenso de Orfeo a los infiernos para reclamar a su prometida Eurídice es
una analogía de los destrozos que hace Jesús en los infiernos y de cómo
rescata a su prometida la Iglesia. El verso final es un ejemplo de la tradicional
ingratitud de los poetas cristianos, que reclaman semejante tributo a los
escritores clásicos al tiempo que oficialmente critican la verdad de sus relatos.
Claro está que Orfeo fracasó en su búsqueda, un hecho que se encuentra en la
raíz de un verso de la introducción al tercer libro de El paraíso perdido: «Con
otras notas que las de la lira de Orfeo».
Un aspecto diferente y más sutil del mismo tipo de tensión aparece en el
primer canto del Paradiso, en donde Dante usa las imágenes clásicas de
Marsyas, despellejado vivo por retar a Apolo a una competición de flauta (los
habitantes del Olimpo eran reconocidos malos perdedores, pero Apolo ni
Página 136
siquiera tenía la excusa de haber perdido), y de Glauco, que se comió una
hierba milagrosa que hizo de él un dios de los mares. Las imágenes son muy
precisas: Marsyas equivale al despojamiento del paraíso y Glauco a la
inmersión en un elemento nuevo y desconocido. Pero el toque grotesco de las
imágenes sigue conservando un atisbo de analogía negativa o parodia
demoníaca, con su contexto original en la visión cristiana.
Para los poetas era mucho más fácil evitar las barreras dogmáticas de la
cristiandad y usar los mitos clásicos en un contexto puramente literario o
imaginativo, procedimiento que se hizo habitual y que sólo requería
comprobar las alusiones cuando no resultaban familiares. Una estratagema
más elaborada fue introducir un culto a Eros —del que trataremos en el
siguiente capítulo— réplica próxima y detallada de temas cristianos, con el
Dios del Amor y Venus haciendo las veces de Cristo y la Virgen.
En otro lugar he intentado explicar la actitud crítica que encerraba el
oscuro pasaje de El paraíso recobrado, de Milton, en el que Jesús es tentado
por Satanás para que se convierta en un filósofo griego, pero él se niega a
tener nada que ver con cualquier cultura distinta a la que encierra el Antiguo
Testamento. El tema principal de El paraíso recobrado es el lado espiritual de
la tentación, cómo Jesús erradica de su mente el mundo ilusorio de Satán: una
vez lo ha hecho, y definida la naturaleza de su propia misión mesiánica, puede
empezar a redimir todo lo humano que no esté inseparablemente ligado a lo
demoníaco. Milton puede estudiar a Platón y Aristóteles porque Jesús los
excluye de la tradición profética, y lo mismo puede decirse de la literatura y
mitología clásicas.
Durante muchos siglos hubo que observar un puntilloso protocolo al tratar
de forma conjunta los temas bíblicos y clásicos. En su vigesimosegundo
soneto Amoretti, Spenser empieza con una referencia a la Cuaresma cristiana,
para acto seguido llevarnos a un edificio en el que encontramos santos,
altares, sacrificios, etcétera. El edificio que se levanta en la mente del poeta es
el templo de Venus y no una iglesia cristiana, y el icono de devoción es su
novia. Pero el sentido de dos tradiciones míticas se ve muy claro. En otra
parte Spenser escribe himnos al amor y a la belleza en el idioma de Eros,
luego explica que se trataba de obras juveniles e inmaduras, y los
complementa con himnos al amor celestial y la belleza que incorporan de
forma explícita temas cristianos.
El propio Milton envía a su amigo Diodati un poema cristiano, la
temprana Oda a la Natividad, junto con un poema en latín que perfila las
responsabilidades del poeta importante en el que acabaría por convertirse. La
Página 137
vida de ese poeta es descrita por entero en términos paganos. Va a vivir como
Pitágoras y como el profeta Tiresias, «antes de que se le nublen los ojos», y se
contemplará a sí mismo como sacerdote dedicado en cuerpo y alma a Júpiter.
Entre los falsos dioses abolidos por el nacimiento de Cristo en la Oda a la
Natividad se encuentra el pagano «Genio», el espíritu de la naturaleza; pero
en poemas anteriores de contenido menos doctrinalmente cristiano, como por
ejemplo Arcades, Lycidas y Comus, el Genio aparece como personaje
benevolente y de lo más real.
Más tarde, debido en parte a la influencia de Nicolás Boileau y críticos
similares, y con la creciente aceptación de su punto de vista en el sentido de
que la mitología cristiana era demasiado elevada para la poesía, y las otras
mitologías demasiado pobres y pueriles, empezó a darse un nuevo tipo de
secularización. Esto afectó al período de la poesía inglesa que va de John
Dryden a Samuel Johnson, pero tuvo una influencia más prolongada en la
prosa de ficción, que pasó a ser más y más realista, lo que se vio en las formas
narrativas, implícita más que explícitamente mitológicas. En el período
romántico la poesía y la prosa se separaron más aún: en la prosa de ficción las
afinidades mitológicas de los relatos habían sido en buena medida olvidadas o
ignoradas por los críticos, mientras que en poesía las mitologías cristiana y
clásica, al menos, empezaron a tener una paridad imaginativa.
He hablado de la extendida convicción de que la poesía no puede alcanzar
por sí misma los niveles más altos de significado, y de que la alegoría es una
de las estratagemas que utilizan los poetas para salir al paso de esta
convicción. En la época romántica el contraste teórico entre «alegoría» y
«símbolo», con una preferencia generalizada hacia este último, supuso el
arranque de la sensación de que la literatura crea y vive dentro de su propio
universo, y que se mueve por el interior o se aleja de otros modos verbales a
su propia manera. El desarrollo de la ficción realista, por el contrario, solía
venir acompañado por lo que suponía la misma palabra realista: que la
literatura necesitaba salir al exterior y mezclarse con el mundo no literario si
quería evitar caer en una subjetividad exagerada, autocompasiva,
ensimismada, esnob, elitista y todo lo que tan a menudo se considera males
endémicos de la literatura y la crítica. Esta actitud, que sigue muy presente en
El castillo de Axel, de Edmund Wilson, había sido rebatida tiempo atrás con
gran ingenio y encanto por Oscar Wilde, concretamente en su ensayo The
Decay of Lying.
Las obras literarias siguen, como los sueños en Freud, los principios
opuestos de condensación y desplazamiento, aunque estos procesos funcionan
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de modo muy distinto en literatura de como lo hacen en los sueños. En un
contexto literario el desplazamiento supone la alteración de una estructura
mítica en la dirección de una mayor verosimilitud y acomodo a la experiencia
corriente. Así la escena final de Un cuento de invierno, en la que una estatua
resucita, es desplazada por la explicación más plausible de que no hay tal
estatua y que Hermione sencillamente ha pasado quince años escondida,
practicando de cuando en cuando el inmovilismo. La condensación es el
movimiento opuesto, cuando las similitudes y asociaciones de la experiencia
corriente se transforman en identidades metafóricas. Un amante celoso y
posesivo aniquilando a la persona que cree amar podría recordarnos a un
parásito destruyendo una flor, pero en The Sick Rose Blake nos da ambas
cosas en una única metáfora, además de todo aquello que la operación
condensadora también hace posible. Una alusión explícita a la mitología
bíblica o clásica en un contexto por lo demás representativo constituye una
imagen condensadora. Puede tratarse de una alusión casual o incluso
deliberadamente incongruente, pero acostumbra a cumplir la función de
recordarnos que seguimos dentro de una órbita literaria.
En el movimiento del realismo socialista promovido por Josef Stalin en la
Unión Soviética, con una ideología que pretendía convertir toda literatura en
alegoría de sus propias obsesiones, se daba el principio de desplazamiento en
su forma más extrema. La forma más extremada de condensación
probablemente venga representada por Finnegans Wake, en donde tenemos
un enorme cuerpo de palabras y sonidos verbales que se hacen eco
mutuamente, sin que en apariencia se dé una narración secuencial continuada.
El lector es compelido a descubrir todo su significado en el interior de esa
estructura trabada. T. S. Eliot decía que un Finnegans Wake era
probablemente suficiente, del mismo modo que una tiranía ideológica
dedicada a unificar todo el poder creativo de primer orden que tenía a su
alcance debería bastar.
Asumiendo que la literatura, como conjunto, se encuentra en algún lugar
entre estos extremos, debería, para ser totalmente inteligible a la crítica,
presentar la apariencia de un cosmos de fenómenos humanos, algunos de ellos
pertenecientes a esa categoría especial de lo humano que llamamos el mundo
de los dioses. La Biblia, que para el mundo occidental se encuentra situada en
el centro de este cosmos, puede usarse para mostrar que el cosmos de mito y
metáfora tiene una estructura global, y no es simplemente un caos de
interminables ecos seductores y semejanzas. Nuestro siguiente paso lógico,
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por consiguiente, sería aventurarse en un área que podríamos llamar
cosmología literaria.
La cosmología acostumbra a asociarse con la filosofía. Process and
Reality, de Whitehead, lleva por subtítulo «Un ensayo sobre cosmología».
Pero hemos citado la afirmación de Whitehead acerca de que los sistemas
filosóficos suelen esconder algo mucho más simple e ingenuo, y Bertrand
Russell se muestra más explícito incluso a este respecto:
Aparte del que ofrece al mundo, todo filósofo posee otro sistema formal mucho más simple, del que
puede no ser consciente. Si es consciente, probablemente se dé cuenta de que no funciona del todo;
por consiguiente lo oculta, y desarrolla algo más sofisticado, un sistema en el que cree porque es
como el primitivo suyo, pero que pretende que los otros acepten porque piensa que lo ha hecho de
tal modo que no puede ser desaprobado.[47]
Pienso que parte de la tarea del crítico literario reside en echar un vistazo
a estos sistemas formales, indecentemente desnudados, que no funcionan del
todo: las cosmologías, por ejemplo, construidas a partir de metáforas que nos
elevan o nos hunden, que oponen una mano a la otra, miran hacia adentro o
hacia afuera, van adelante o atrás. En ocasiones son los propios poetas
quienes elaboran tales construcciones metafóricas primitivas, que
normalmente, como era de esperar, son recibidas con miradas de desconcierto
hasta por los admiradores de su poesía. Ejemplos de esto son Eureka, de Poe,
y Una visión, de Yeats.
El clarificador ensayo de Valéry sobre Eureka señala que en esta forma
estructural metafórica, la cosmología es producto de la imaginación literaria,
mientras que en tiempos pasados hasta los sistemas ingenuos tenían más
posibilidades de ser proyectados hacia su entorno como una forma de
especulación. Eureka se basa en una respiración de dentro hacia afuera o
metáfora cíclica, como el mito de la alternancia de control y relajación en El
político, de Platón, o el mito hindú de los días y las noches de Brahma.
Veíamos en nuestro tercer capítulo que el final de un mythos o
movimiento narrativo nos lleva a una «estasis temática» o aprehensión
simultánea de aquello que hemos venido siguiendo hasta el momento. En
cuanto a las estructuras literarias, decíamos, solemos usar metáforas de visión
para describir esta simultaneidad de respuesta. Y también comprobábamos
que como ya no hay una narración que nos haga seguir avanzando, nuestra
perspectiva cambia pasando a un patrón vertical. De aquí surge la metáfora
central del axis mundi, Enea vertical que recorre el cosmos desde lo más alto
hasta su base.
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En los días del universo geocéntrico, un axis mundi podía tener cierto
estatuto científico, lo que no ocurre en la actualidad, al menos en las áreas de
mi competencia. Para el propósito de este Ebro, el axis mundi se relaciona
sólo con un universo verbal, aunque las imágenes que se usan para ilustrarlo
sugieren una ascensión a los cielos o el descenso a las profundidades de la
tierra o el mar. Para la imaginación, el universo ha presentado siempre la
apariencia de un mundo medio, con un segundo mundo por encima y un
tercero por debajo. Con alguna reserva podríamos decir que las imágenes de
ascensión están conectadas con la intensificación de la conciencia, y las de
descenso con la intensificación de otras formas de conocimiento, como la
fantasía o el sueño. Las imágenes más comunes de ascenso son escaleras,
montañas, torres y árboles; las de descenso, grutas o inmersiones en el agua.
En su contexto más inmediato, el sueño de Jacob de la escalera en Génesis
28 es una más de las visiones del Génesis en la que a Israel se le promete una
descendencia rica y numerosa, pero las alusiones simbólicas van
infinitamente más allá. El relato nos cuenta que Jacob llega a un lugar
llamado Luz y se echa a dormir con la cabeza apoyada en una piedra. Está
claro que al igual que nosotros el escritor bíblico daba por sentado que los
sueños tienen lugar en el cerebro. Si debemos creer en la tradición, la piedra
sobre la que descansó la cabeza se encuentra bajo el trono en la abadía
Westminster. En su sueño Jacob tuvo la visión de una escalera, como se
afirma en la Versión Autorizada y en otras traducciones, que iba de la tierra al
cielo, con ángeles ascendiendo y descendiendo por ella. Cuando se despertó
por la mañana dijo, siempre según la misma traducción, «¡Qué temible es este
lugar!». Quería decir qué lugar más santo, por supuesto, ya que la sensación
de santidad tiene su origen en una sensación de temor o espanto. Jacob llamó
al lugar de su sueño la casa de Dios y la puerta del cielo, y prometió levantar
un altar allí. También le cambió el nombre de Luz por el de Bethel, que
significa casa de Dios.
Los antecedentes de este relato se relacionarían con un lugar sagrado
preisraelita, con una piedra sagrada o un grupo de piedras. En esta visión
temprana, la piedra puede que perteneciera a un monumento megalítico de un
tipo que aún podía encontrarse en ese lugar del mundo, como en otros. No
sabemos si las tradiciones relacionaban tales monumentos con movimientos
de los cuerpos celestiales: el narrador bíblico describe la toma de un lugar de
culto prebíblico para propósitos bíblicos, pero no muestra más interés por su
contexto original. El proceso es probable que anticipe la construcción de
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iglesias cristianas en lugares santos paganos en la Europa del Norte varios
siglos más tarde.
La escalera del sueño era una escalera del cielo más que hacia el cielo: no
se trataba de una construcción humana sino de una imagen de la voluntad
divina de llegar a los hombres. Además, si había ángeles subiendo y bajando,
en realidad era una escalinata, no una escalera de mano (GC, p. 186).[*]
Finalmente, aunque Jacob llama al lugar la casa de Dios, no construye un
templo sino un simple altar. El altar es también una imagen de la conexión
entre tierra y cielo, pero subordina el lado humano de la conexión. Con lo que
el relato, como ha llegado hasta nosotros, es la versión aceptada, tal como ve
la Biblia, de una imagen que se encuentra en la mayoría de las religiones
antiguas de Oriente Próximo. En un contexto pagano o no israelita, imágenes
similares representarían parodias demoníacas de la aceptada.
En las ciudades mesopotámicas lo normal es que el templo al dios de la
ciudad se encuentre en el centro y sea el edificio más alto: simbolizaría, por
consiguiente, el nexo entre la tierra en la que vivimos y el mundo de los
dioses, supuestamente en el cielo, o por encima del cielo. En Mesopotamia
tales templos suelen adoptar la forma de lo que se conoce como zigurat, un
edificio de varias plantas, y cada una de estas plantas suspendida sobre la que
se encuentra debajo. Las diferentes plantas estaban conectadas por escaleras,
normalmente escaleras de caracol, con lo que se ascendía en espiral. A pesar
de tener una altura de sólo tres plantas, el templo de Salomón también tenía
escaleras de caracol (I Reyes 6, 8).
Herodoto nos habla de templos más elaborados en Babilonia y Persia, con
siete plantas y siete tramos de escalones, de diferentes colores, tal vez para
simbolizar los planetas, incluidos el sol y la luna. En lo alto había una cámara
que representaba el lugar en el que la prometida del dios iba a esperar su
descendencia: este aspecto del simbolismo debemos dejarlo para más tarde.
La cámara nupcial indica que hay dos grupos de metáforas en juego, uno
principalmente cosmológico y el otro sexual, una escalera de sabiduría y una
escalera de amor. La primera es la que nos interesa en estos momentos.
En Egipto las pirámides incluían una referencia simbólica similar a los
cielos, y en los Textos de las pirámides la ascensión por una escalera era un
estadio crucial en el viaje que tras la muerte emprendía el faraón hacia el
remanso de los dioses. En Egipto el juez de los muertos era el dios Osiris, y
una de sus primeras referencias era «el dios en lo alto de la escalinata»[48]. Lo
que se quiere decir con esta expresión es que la ascensión por la escalera es el
último paso y el más importante, algo que también nos recuerda la palabra
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griega para escalera, klimax. En un ritual como el egipcio, en el que el
alzamiento de una escalera ocupaba un lugar prominente, la escalera se
identifica con la espina dorsal de un cuerpo cosmológico.
En estos mitos el énfasis parece recaer sobre todo en la construcción
humana: el hombre construye el templo, o la torre, con la forma de algo que
señala hacia el cielo y sugiere una entrada final en él. Este es el énfasis que se
ridiculiza en otro relato del Génesis 11, la historia de la Torre de Babel, cuyos
constructores querían alcanzar el cielo pero tuvieron que abandonar el
proyecto cuando la lengua común se confundió en diferentes lenguas. El
relato del Génesis hace derivar Babel de la palabra balal, confusión, pero
Babel en realidad significa lo mismo que el lugar de la visión de Jacob, la
puerta de Dios. Vemos que el contraste entre la imagen central de conexión
de cielo y tierra y su parodia demoníaca o negación irónica se vincula con el
uso del lenguaje. En estos momentos sólo nos interesa el principio de que en
la Biblia toda imagen de revelación lleva consigo una parodia demoníaca o
contrapartida. En una obra de August Strindberg, Las llaves del cielo, la
escena final pone en contraste la Torre de Babel con la escalera de Jacob, ya
que el protagonista se escapa de la primera y asciende por la segunda.
Ni Babel ni la escalera que se ve en Bethel se dice explícitamente que
sean estructuras espirales o de caracol, aunque así es como aparecen en el
cuadro de Pieter Brueghel sobre Babel y en el de Blake sobre el sueño de
Jacob. En cualquier caso tenemos un racimo de imágenes, escaleras, torres,
escaleras de caracol o espiral, y todas con el sentido simbólico general de
conectar con un estado de existencia más elevado que el corriente. La tierra
en la que vivimos parece conectar con el cielo por las montañas, y está claro
que los templos o torres de los que hablamos son montañas simbólicas. Los
peregrinajes sagrados ascendiendo montañas, normalmente en espiral, son
una práctica extendida por todo el mundo: se dice que uno de esos ascensos
en espiral fue el de Glastonbury Tor[49] en Inglaterra, y quizá los últimos
Salmos, sobre todo aquellos que en la Versión Autorizada llevan el
encabezamiento de «canción de grados», pertenezcan a la misma área ritual
(GC, p. 185). Jerusalén, en concreto, representa simbólicamente el punto más
alto del mundo: a los israelitas que regresan a su país les resultaría tan
imposible «bajar» a Jerusalén como a un estudiante en Inglaterra «bajar» a
Oxford o Cambridge.
Hay varios tipos distintos de imágenes axis mundi: una es el árbol del
mundo enraizado en el mundo inferior y con las ramas más altas en el mundo
superior, del que encontramos algún vestigio en la referencia al árbol de la
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vida en el Edén. No se dice que este árbol alcance el cielo, pero obviamente
se vincula a una conexión entre la tierra y el cielo que se rompió con la Caída.
También hay parodias demoníacas de este árbol del mundo asociadas con los
imperios del mundo de Asiria y Babilonia de Ezequiel y Daniel y que se
corresponden a la Torre de Babel (GC, p. 176), así como montañas demoníacas
en Isaías y en otros lugares.
Parece claro que las imágenes tan extendidas de escaleras y escalones y
montañas y árboles que llevan a un mundo superior deben su existencia, al
menos en parte, al hecho de que el hombre no puede volar, y encuentra que
ascender es metáfora más fácil para elevarse, ya sea física o simbólicamente.
Se dice que el antiguo Oriente Próximo conservaba en su memoria algo de
una posible raza de visitantes de otros planetas que volaban en naves
espaciales: si eso es cierto, parece una conclusión bastante débil ceñirse a una
imagen tan plana como la de subir a un árbol o por una escalera, o incluso por
una montaña. John Donne también habla del constreñimiento de los ángeles,
que a pesar de poder volar se conformaban con subir y bajar por la escalera de
Jacob[50].
Si las torres de siete pisos de Persia y Babilonia estaban pintadas de
diferentes colores para representar a los planetas, queda aún más claro que el
edificio era una escalinata hacia el cielo. Parece ser que esta escalera era un
elemento importante en el simbolismo del mitraísmo[51], el culto solar persa
que rivalizó con el primer cristianismo. En el mitraísmo, a la muerte le
seguían siete grados de ascenso asociados con los planetas. Esta asociación,
se nos dice, estaba tan profundamente arraigada que de haber triunfado sobre
el cristianismo, el mitraísmo habría tenido problemas para sobrevivir a la
revolución copernicana en astronomía. Pero de momento resulta obvio que
esta imaginería acerca de la escalinata se va a desarrollar en la dirección de un
mito de creación.
Lo realmente dramático y poderoso en relación a un mito de creación no
es la explicación de cómo nació el orden de la naturaleza, sino la explicación
de cómo se esboza en una mente consciente el sentido de naturaleza como
orden. Una vez más la creación despierta poca convicción cuando se la
presenta como un suceso ocurrido al principio de los tiempos, ya que el
tiempo de la imaginación en realidad no tiene principio. La creación es más
bien una imagen intensamente vivida del mundo objetivo como una pintura
inteligible esperando el descubrimiento y la interpretación. La religión
tradicional sostiene que la creación es producto de la Palabra de Dios, que la
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creación es en sí una segunda Palabra de Dios, una fuente infinita de lo que
resulta inteligible al hombre y puede ser respondido por él:
Coloca a la Palabra en su origen y pon al Hacedor en su lugar
aconseja el Sepher Yetzirah (Libro de formaciones)[52], una obra pionera de la
cabala judía que ve en las letras del alfabeto hebreo, y en sus números
correspondientes, los principios formativos del cosmos.
Hay dos mitos de creación en el Génesis, y se distinguen por los nombres
que utilizan para referirse a Dios. El primero va de Génesis 1, 1 a Génesis 2,
3. Aunque aparece en primer lugar es el último de los dos recuentos; usa la
palabra Elohim para referirse a Dios, probablemente es una versión posterior
al exilio y se la conoce como versión sacerdotal (S). El segundo, que empieza
en Génesis 2, 4, es conocido como versión del yahvista (J), puesto que se
refiere a Dios como Yahve Elohim (en la Versión Autorizada se puede
distinguir el «Dios» del primer capítulo del «Señor Dios» del segundo).
Aunque ambos recuentos tienen que ver con lo aquí desarrollado,
examinaremos el segundo (J) más detenidamente en el siguiente capítulo.
El recuento S, como todo el mundo sabe, encaja en la unidad de una
semana, y se dice que consiste en seis días de actos creadores y un séptimo de
descanso. Este mito ha acabado por adquirir un fuerte contenido ideológico:
el día de descanso es el modelo de la ley de no trabajar durante el sabbath, y
el sol y la luna son creados a modo de «signos» para marcar los días rituales
del año. El añadido casi entre paréntesis de que también hizo «las estrellas»
indica que este mito apenas si tiene un trasfondo zodiacal o astrológico, a
pesar de una más que probable reciente estancia en Babilonia. Por familiares
que nos resulten, sigue teniendo sentido exponer las fases del mito.
1. Creación de la luz primordial.
2. Creación del firmamento o el cielo, separando las aguas superiores de
las inferiores (GC, p. 173).
3. Creación de los árboles (en un sentido más estricto, que la tierra
produzca frutos) y separación de la tierra y los mares.
4. Creación de los cuerpos celestiales, sol, luna y estrellas.
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5. Creación de las criaturas acuáticas y aéreas.
6. Creación de los animales terrestres, incluidos los seres humanos tanto
masculinos como femeninos.
7. Institución de su séptimo día de descanso.
En este recuento se pone un fuerte acento en la jerarquía y la
diferenciación. El cosmos se separa del caos; la tierra del mar; el cielo o
firmamento de las aguas superiores e inferiores; el parentesco de los seres
humanos con los animales terrestres está claramente reconocido, pero se dice
que el hombre manda sobre toda la creación animal y vegetal. También tiene
permiso para comer las plantas y animales que quiera, pero la sensación de
que existen regulaciones divinas sigue eclipsándolo. Los cuatro elementos
también están claramente diferenciados, y la oscuridad y el caos simbolizados
por el mar son exteriores y están asimismo incorporados a la creación, con lo
que las fuerzas de la oscuridad y el caos pueden ser representadas como
enemigos de Dios y como sus criaturas (GC, p. 223).
La visión del entorno natural del recuento S es la de la natura naturata, la
naturaleza como una estructura o sistema, la naturaleza de la física. La
significación del día de descanso radica en parte eh que la creación se vuelve
objetiva para el propio Dios; en términos humanos, Dios se aparta lo
suficiente de su creación para dar la posibilidad al hombre de que la estudie
por su cuenta, y también para garantizar, por decirlo así, que mientras el
hombre y la naturaleza son finitos la cantidad de conocimiento y sabiduría
accesible al hombre es inagotable. La segunda retirada a causa de la posterior
caída del hombre vuelve a ser otra cosa.
La sensación de un universo jerárquico se refleja en la progresión de
acontecimientos. Primero tenemos cuatro elementos: luz, aire, agua y tierra,
los habitats de todas las cosas vivas. Luego tenemos una secuencia de seres
creados, árboles, pájaros y peces, animales terrestres y por último el hombre
como señor de la creación. El séptimo día atisbamos la presencia de Dios en
lo alto. La visión parece sugerir autoridad y subordinación, y la realización de
la vida consiste en ocupar «el lugar que te corresponde».
Tenemos que examinar dos temas. El primero es la cosmología jerárquica
derivada (o, en cualquier caso, fuertemente influida: una mitología distinta, en
las culturas de Oriente Próximo o en la clásica, habría producido una
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ideología muy parecida). El otro es el conjunto de imágenes que forma la
médula metafórica de la visión. Las dos imágenes bíblicas que hemos visto, la
escalera de Jacob y la Torre de Babel, no están explícitamente ligadas a mitos
de creación, pero si nos fijamos en ellas desde lejos veremos aflorar las
afinidades[53].
En un conocido relato de las tribus indias de la Columbia británica se nos
habla de una guerra original entre la Gente del Cielo y la Gente de la Tierra,
siendo estos últimos por lo visto animales. Un animal o pájaro, generalmente
el reyezuelo, dispara una flecha a la luna; otro dispara una segunda flecha que
da en la muesca de la anterior, y así hasta formar una escalera completa de
flechas que va de la tierra al cielo. Acto seguido empiezan a subir los
animales, hasta que el oso pardo rompe la escalera con su peso. En otras
versiones la escalera no se rompe. Aquí me interesan dos puntos. Primero,
que hay aspectos ideales e irónicos del tema, tanto dentro como fuera de la
Biblia, y los irónicos suelen estar conectados con la locura o soberbia de los
perdedores. Segundo, que la imagen de la escalera se relaciona con el mito de
una conexión original entre este mundo y uno superior, rota en algún punto.
Una contrapartida clásica de la versión irónica es la historia de la revuelta
de los titanes, los hijos de la tierra que apilaron una montaña encima de la otra
para llegar hasta su enemigo en el cielo. Más próximo a nosotros es el dibujo
de Blake en la serie de ilustraciones sobre la vida humana que tiene por título
The Gates of Paradise. Lleva el pie «¡Quiero! ¡Quiero!», y muestra a un
joven que empieza a subir por una escalera apoyada contra la luna. Una joven
pareja le hace un gesto, pero él los ignora, sin duda con el espíritu del héroe
escalador de montañas de Longfellow, que responde «Excelsior» cuando es
invitado a dormir con una doncella alpina. Pero la escalera tiene un defecto
escondido, y no nos sorprende descubrir que el siguiente dibujo, con el pie
«¡Ayuda! ¡Ayuda!», nos lo muestra cayendo al mar, como su prototipo Ícaro.
Todas estas imágenes tienen un lugar preeminente en la literatura
cristiana, y está claro que la Divina comedia de Dante es el gran ejemplo. El
purgatorio es el vínculo que conecta tierra y cielo, y tiene la forma de una
montaña con siete círculos principales en espiral. La ascensión al purgatorio
es seguida por un segundo ascenso a través de las esferas planetarias en el
Paradiso. En la séptima de estas esferas, la de Saturno, volvemos a
encontrarnos con la escalera de Jacob, que simboliza el resto del viaje de
Dante desde las esferas manifiestas de los redimidos al corazón de la luz
eterna.
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A los estudiosos sigue maravillándoles que Dante fuese capaz de abarcar
todo el espectro del mito, hasta el extremo que se ha llegado a sugerir que
recibió influencias[54] de fuentes islámicas que podrían haberle puesto en
contacto con concepciones como la ascensión mitraica ya mencionada. Sin
embargo, en Purgatorio y Paradiso aparecen con mucha frecuencia imágenes
de flechas, y Dante difícilmente pudo oír hablar de mitos referidos a una
escalera de flechas. El lugar de donde un poeta mayor saca sus datos
mitológicos encerrará siempre algún misterio. En cualquier caso, y dado que
el poema de Dante es cristiano, su ascensión no viene dirigida por su propia
voluntad sino por la gracia divina que se manifiesta en Beatriz.
En Milton el énfasis en la iniciativa divina es incluso mayor. En el tercer
libro de El paraíso perdido encontramos el «paraíso de los locos» en la
superficie lisa del primum mobile, o circunferencia del universo, adonde
llegan aquellos que han intentado tomar el reino del cielo mediante la fuerza o
el fraude. Una referencia a la Torre de Babel precede a esta descripción, e
indica su arquetipo. Sigue una visión de escalones que llevan del cielo a la
tierra, que, nos dice Milton, eran «como aquellos en los que Jacob» vio a los
ángeles de su visión. Estos escalones bajan desde el cielo y vuelven a subir a
voluntad de Dios: Satán, en su viaje al Edén, llega a una escalera baja, desde
la que desciende a la tierra por los planetas.
Dante y Milton prosiguen la tradición religiosa que arranca en la escalera
de Jacob, según la cual la única forma de conectar cielo y tierra es a través de
la voluntad divina. Los místicos también parecen tener una debilidad especial
por las escaleras y escalinatas en sus obras (Ladder of Perfection, de John
Hilton, es un ejemplo medieval inglés), pero siempre recuerdan que no suben
gracias a su propio poder. Y de momento debemos dejar de lado escaleras
como la del amor en El banquete de Platón.
Hace unos sesenta años cuatro escritores prominentes, T. S. Eliot, W. B.
Yeats, Ezra Pound y James Joyce convergieron en la misma imaginería. En
los primeros poemas de Eliot se pone un especial énfasis en el escalón más
alto de una escalinata, en el que Prufrock y el narrador de Portrait of a Lady
piensan en dar media vuelta, y donde la chica en La Piglia che Piange se
queda de pie «en el más alto rellano de la escalera» para conjurar al amor que
le ha abandonado. En Miércoles de ceniza, Eliot se suma a la tradición
cristiana de escaleras, y sigue el Purgatorio de Dante al colocar una escalera
de caracol en el centro del poema. Cuatro Cuartetos abunda en estas
imágenes, algunas de las cuales provienen de san Juan de la Cruz, cuya
Subida al Monte Carmelo es uno de los ascensos místicos mejor conocidos.
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En «Burnt Norton», el primero de los Cuatro Cuartetos, nos encontramos
con una visión plenamente desarrollada del axis mundi, con su cumbre entre
las estrellas circundantes, cruzando la línea de la experiencia corriente en el
«punto fijo del mundo giratorio», y bajando de un mundo asociado al metro
de Londres y el Hades de Homero a otro de muerte. En torno a las raíces de
este «eje atascado» está la gran variedad de objetos del mundo físico
simbolizados por la frase «ajos y zafiros».
En la época de Miércoles de ceniza, hacia 1930, Yeats publicaba libros de
poesía con títulos como La torre (1928) y La escalera de caracol (1933), al
tiempo que buscaba espirales y rotaciones en cada aspecto de la experiencia.
Todas las escaleras, afirma, están plantadas en la «sucia quincallería» del
corazón humano, pero, bajo la influencia de Una visión, su poesía posterior se
dedica cada vez más a girar en torno a una doble espiral como las que pueden
sugerir algunos aforismos de Heráclito o la dualidad china del ying-yang. La
imagen de la torre con una escalinata en espiral se encuentra en el centro de
esta concepción, y Yeats llegó al extremo de comprar e instalarse a vivir en
una de las torres circulares que todavía quedan en Irlanda. La doble rotación
se extiende a la visión según la cual a la vida humana que va del nacimiento a
la muerte se le añade una estancia en el purgatorio que vuelve a ir de la
muerte al nacimiento, adoptando la forma de un «sueño hacia atrás», una
especie de psicoanálisis total. Para hacer esto más gráfico a veces se recurre a
la imagen de desvendar una momia egipcia. Vemos que el tema del purgatorio
en Dante también incluye la imagen de un regreso desde la muerte al
nacimiento, ya que Dante viaja hacia el lugar de su nacimiento original como
hijo de un Adán que no ha caído.
Joyce construyó su última y más elaborada obra, Finnegans Wake, a partir
de la balada irlandesa de Finnegan, el obrero que se cae desde lo alto de una
escalera con una artesa, suceso que Joyce asocia en la primera página con la
caída del hombre. En la balada, Finnegan vuelve por sus propios medios a la
vida y pide un poco de whisky, mientras que en Joyce doce dolientes que
representan el ciclo del Zodíaco lo persuaden para que regrese a la muerte. A
partir de entonces Finnegan pasa a ser la figura conocida por las iniciales
HCE, y permanece dormido y tiene un sueño que adopta la forma de una
repetición cíclica que presenta mucho de histórica. Joyce también nos hace
ver un aspecto distinto que encierra la imaginería de escaleras y similares: la
vida humana no es una Enea recta sino una secuencia de ciclos en los que nos
«levantamos» por la mañana y «caemos» dormidos por la noche.
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Ezra Pound empieza el primero de sus Cantos con una adaptación del
relato de la Odisea en el que Ulises emplaza a los espíritus del Hades,
empezando por Elpenor, que se quedó dormido en lo alto de una escalera y al
caer se rompió el cuello, como Finnegan. Pero para su cuerpo principal de
imágenes Pound se remontaba a Herodoto y su historia de las escaleras de
Ecbatana y Babilonia. Incluso los Pisan Cantos —escritos tras la terrible
experiencia del confinamiento en una jaula tras la guerra mundial— arranca
con la resolución todavía incólume de «construir la ciudad de Dioce, cuyas
terrazas son del color de las estrellas». En los fragmentos finales que registran
la sensación de haber fracasado en sus expectativas con respecto a los Cantos,
una de las esperanzas frustradas que menciona es la de construir un «paradiso
terrestre» como el que vemos en la cumbre del purgatorio de Dante. El tema
de Babel, de la confusión de lenguas, tan marcado en Joyce, también aparece
en La tierra baldía, especialmente en los versos finales, así como a lo largo
de los Cantos de Pound.
Lo importante, claro está, no es que estos poetas estuvieran fascinados por
el mismo grupo de imágenes, sino el porqué. Eliot, por ejemplo, identifica en
«Burnt Norton» su axis mundi, en el punto en el que la línea horizontal de la
vida corriente se cruza con la Encarnación: la palabra se utiliza explícitamente
en «The Dry Salvages». Yeats, quien al igual que Pound prefería resistirse a
la imaginería bíblica siempre que podía, escribe en una carta[55] que la
confusión de los tiempos modernos proviene del abandono de la vieja
jerarquía que ascendía desde el hombre «al único». Un trasfondo bastante
parecido al de Eliot, aunque su referencia sea más neoplatónica que cristiana.
DOS
Volvamos a la escalera, a su parentesco metafórico como imagen de
comunicación entre la tierra y el cielo por medio de los ángeles, y a su
parodia demoníaca, la Torre de Babel. Lo primero se basa en la primacía de la
palabra, lo último en la primacía del acto. La torre demoníaca viene a
significar el aspecto de la historia conocido como imperialismo, el esfuerzo
para aunar recursos humanos mediante una fuerza que organiza unidades
sociales más y más grandes, y que acaba por ensalzar a un rey convirtiéndolo
en un dirigente mundial, una parodia representativa de Dios.
La Biblia surge de una cultura muy tribal cuyo origen histórico se
encuentra en una revuelta contra el poder imperial de Egipto («Caldea», para
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Abraham), una cultura que mantuvo esa organización tribal bajo varios
poderes dominantes: Asiria, Babilonia, Persia, Roma. Israel apenas si se
movió bajo el poderío imperial en parte porque sus tribus no podían dejar de
pelear entre sí, pero siguió profetizando el inminente colapso de otros
imperios, y los asoció con diferentes parodias de la imagen de la escalera,
incluidas el árbol del mundo (Ezequiel 31) y la montaña del mundo (Isaías 14;
véase GC, pp. 176, 191). En su gran período creador, la cultura griega también
era tribal, y atribuía el hecho de haber sido capaz de detener la invasión de
Jerjes —la mayor empresa militar aparecida hasta la fecha en la historia— al
hecho de que a los dioses no les gustan los grandes imperios.
La torre ascendente, pues, no tarda en convertirse en la torre caída, con su
concomitante confusión de lenguas, de aquí que Babel sea en realidad un
símbolo cíclico, un ejemplo de la ascensión y caída de grandes reinos que
forma una especie de contrapunto a la historia bíblica. Pero la imagen del
ciclo de imperios en realidad no aparece en la Biblia antes del Libro de
Daniel, escrito en vísperas de la rebelión de los macabeos. Tras la
Consolación de la filosofía, de Boecio (siglo vi d. de C.), la imagen del ciclo
de imperios se consolidó en la imagen de la rueda de la fortuna, que en los
tiempos medievales y renacentistas se convertiría en la imagen central de la
tragedia.
Es evidente que los poetas del siglo XX a los que nos acabamos de referir
conocían esta imaginería. En Finnegans Wake, tras caer de la escalera,
Finnegan se sumerge en el sueño de la historia, que se desplaza siguiendo la
rotación cíclica de la que habló Vico, uno de los principales modelos de
Joyce. Este ciclo, que incluye despertar y renacimiento pero nunca una nueva
ascensión por la escalera original, es una especie de parodia de la resurrección
o restauración del estado original, una parodia que envuelve todo el libro, ya
que la frase inacabada de la última página sigue en la primera del libro. En
Yeats también hay un movimiento cíclico en la historia, una secuencia en la
que se alternan los períodos «primarios» y los «antitéticos», uno de tendencia
democrática y el otro heroico. En la baraja de Tarot, cuya imaginería parece
tardo o posmedieval, aparecen tanto la rueda de la fortuna como la torre caída,
y ambas son mencionadas en La tierra baldía, a pesar de la confesada falta de
interés de Eliot por el simbolismo del Tarot.
El ciclo cerrado, la Torre de Babel construida y abandonada numerosas
veces, tradicionalmente viene simbolizada por la ouroboros, la serpiente que
se muerde la cola. En ocasiones se dice que la ouroboros —y en general los
ciclos cerrados— es un emblema de la eternidad, pero la imagen que
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transmite esa impresionante palabra es más bien lúgubre. Si la ouroboros de
hecho se alimenta de sí misma, presumiblemente será una espiral que se irá
reduciendo hasta quedar en nada. Ya sé que August Kekulé descubrió la
estructura circular de la molécula del benceno inspirado por un sueño de la
ouroboros, del mismo modo que sé que la molécula del ADN se parece a una
doble espiral. Pero lo cierto es que no sé muy bien qué hacer con estas
analogías.
En la visión de Jacob los ángeles subían y bajaban: los ángeles son
mensajeros de Dios, y los mensajes suelen ser verbales. La torre real o
metafórica, por consiguiente, sería lo que Dylan Thomas llama una «torre de
palabras». En el Nuevo Testamento el primer capítulo de Juan termina (1, 51)
con una profecía de Jesús expresada en la forma de una visión de la escalera
de Jacob: «Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre
el Hijo del hombre». Mientras un mensajero de Dios es tan siervo como los
hombres y no merece adoración (Colosenses 2, 18; Apocalipsis 22, 9), el
mensajero, como veíamos, simbólicamente puede ser una epifanía o
manifestación del mismo Dios. Cuando Jesús habla de su Padre como «el que
me ha enviado» (Juan 4, 34 y ss), está refiriéndose a sí mismo como un ángel.
Según Pablo, los ángeles que descienden son mensajeros de la revelación
(Gálatas 3, 19), que trajeron la Escritura al hombre. Con la Encarnación, o
transformación de la Palabra en carne, el aparato simbólico de escaleras y
semejantes se convierte en algo enteramente verbal. Escaleras, templos,
montañas y árboles del mundo pasan a ser imágenes de una revelación verbal
en la que la única metáfora proyectada es el descenso.
El interés de los poetas modernos por las escaleras y espirales no nace de
una nostalgia por anticuadas imágenes de creación, sino por haber
comprendido que al intensificar la conciencia mediante las palabras, tales
imágenes representan el interés de los intereses, por decirlo así, la conciencia
de la conciencia. Encontramos las mismas figuras en otros autores que no son
poetas[56]. En la Fenomenología, de Hegel, seguimos los argumentos
ascendiendo en espiral, y ya en el prefacio se deja caer la palabra «escalera».
El Tractatus, de Ludwig Wittgenstein, puede parecer una secuencia lógica
horizontal, pero al final se nos dice que hemos estado subiendo por una
escalera, al tiempo que se nos anima a desprendernos de ella. En una época
muy anterior, un famoso pasaje de Donne también nos da la forma de ascenso
espiral de la imagen en un contexto de palabras:
on a huge hill
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Cragg’d, and steep, Truth stands, and he that will
Reach her, about must, and about must go;
And what the hilll’s suddennes resists, win so.[*] [57]
Lo que en el capítulo anterior intentamos clarificar como «espíritu» es
fundamentalmente el movimiento de ascenso, la respuesta humana a la
revelación de inteligibilidad en los órdenes natural y social. Según Pablo el
típico mensaje del hombre a Dios es la oración, que se formula por el
Espíritu, que intercede por nosotros (Romanos 8, 26). No es difícil asociar
esta concepción de oración con la articulada expresión imaginativa de la
literatura, que tan a menudo parece adoptar una forma independientemente de
la voluntad consciente.
El movimiento de la Palabra descendente y el Espíritu ascendente se
invierte en los dos primeros capítulos de Hechos, donde primero vemos a
Jesús ascendiendo al cielo, y acto seguido al Espíritu descendiendo sobre los
apóstoles. La Ascensión es un antitipo del Nuevo Testamento (GC, p. 104) de
la objetivización de la creación el séptimo día, o visión de sabbath: el
alejamiento de la Palabra del mundo que ha creado. El Espíritu descendente
da el don de lenguas, acentuando el contraste con la parodia demoníaca, la
confusión de lenguas en Babel, al tiempo que forma una comunidad de
respuesta. Este movimiento invertido surge entre la Encarnación y el descenso
final de un nuevo cielo a una nueva tierra (Apocalipsis 21, 2-3). Las imágenes
físicas han desaparecido, pero los movimientos ascendente y descendente
siguen ahí, un movimiento doble al que se le puede aplicar el aforismo de
Heráclito: «Los inmortales se vuelven mortales, los mortales se vuelven
inmortales: viven en la muerte de los demás y mueren en la vida de los
demás»[58]. Este aforismo es citado, casi como si se tratara de una profecía,
por dos de los primeros escritores cristianos.
TRES
Decíamos antes, que el mito de creación S sugería una jerarquía de los seres,
ascendiendo a partir de los elementos, las plantas y las formas animales de
vida hasta el hombre, señor de la creación, y del hombre a Dios. En latín,
escalera es «scala», palabra que amplía la imagen de la escalera a la de la
escala, o medida por grados, fundamental en la ciencia y en algunas artes,
sobre todo en música. La escala también forma la base de una de las
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concepciones más duraderas de la historia del pensamiento, que sir Thomas
Browne expresaba con toda claridad en Religio Medici (1643): «En este
Universo hay una Escalera, o Escala manifiesta de criaturas, que no crece de
forma desordenada, o confusa, sino con método y proporción». Se trata de la
famosa «cadena del ser» de la imagen del axis mundi, una cosmología que ve
el conjunto de la creación como una escalera que se extiende entre Dios y el
caos que hay en el fondo de su creación. Lo que nos interesa especialmente
aquí es que esta cadena del ser representa la adaptación ideológica primaria
de la metáfora de la escalera a una racionalización de la autoridad.
Las categorías de pensamiento que forman parte de la cadena del ser son
muy complejas: algunas están expuestas en un capítulo fascinante de Las
palabras y las cosas, de Michel Foucault. Aquí nos ceñiremos a las tres más
elementales y mejor conocidas. Primero tenemos la cadena cosmológica,
polarizada por las concepciones aristotélicas de forma y materia, que va desde
Dios, pura forma sin sustancia material, al caos, que es lo más cerca que
podemos llegar a la materia sin forma. Los principios materiales del cosmos
eran los cuatro elementos, que son las combinaciones fijadas de cuatro
«principios»: caliente, frío, húmedo y seco. El caos, según Milton, es un
mundo en el que estos principios se combinan y recombinan de forma
aleatoria, motivo que justifica que cuando Satán atraviesa el caos no sabe si
su siguiente movimiento será un paso, un vuelo o una inmersión. Vemos que
la concepción de un orden de la naturaleza que descansa sobre una base de
aleatoriedad controlada sigue con nosotros.
Por encima de los elementos viene la jerarquía de las criaturas: primero
los ángeles, luego los seres humanos, después los animales, las plantas y los
minerales. La proporción de forma y materia determina el rango en la
jerarquía. Al encontrarse en el centro exacto, a medio camino entre la materia
y el espíritu, el hombre es un «microcosmos», un epítome del
«macrocosmos», o creación total.
El segundo aspecto de esta versión del axis mundi es la construcción
paralela del universo ptolemaico, lo que dio a la cadena del ser un estatus
cuasi científico. En esta construcción el universo se extiende a partir del
primum mobile, la circunferencia de un orden de la naturaleza pensado como
finito, sigue hacia abajo por entre el círculo de estrellas fijas, pasa a través de
la secuencia de siete esferas planetarias, de las cuales la inferior es la luna, y a
continuación entra en el mundo «sublunar» de los cuatro elementos, en el
siguiente orden: fuego, aire, agua, tierra. Desde la Caída estos elementos han
estado sujetos a corrupción y decadencia, pero su separación fue un elemento
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mayor en la creación a partir del caos, y cada elemento sigue buscando su
propia esfera. El principio de que todo en la naturaleza tiene su lugar natural y
tiende a buscar ese lugar justificaba muchos de los fenómenos que ahora
adscribimos a la gravitación. Si sostenemos un objeto sólido en el aire y lo
soltamos, caerá porque busca la esfera sólida de la tierra.
Las visiones físicas y filosóficas del axis mundi en parte reforzaban y en
parte chocaban con un tercer punto de vista; se trataba de un punto de vista
teológico y se basaba en la concepción del hombre como ser caído. Esta
visión contradice la concepción del lugar natural hasta el punto de considerar
al hombre un ser que no ocupa el lugar que le fue asignado originariamente en
la naturaleza, y adopta la forma de una secuencia de cuatro niveles que
involucra el relato bíblico más directamente en una imagen del mundo. He
expuesto esta secuencia varias veces, pero en un libro del volumen que éste
está empezando a adquirir difícilmente puedo evitar repetirla.
Desde los primeros siglos de la era cristiana hasta por lo menos hacia
finales del siglo XVIII, se daba por supuesto que el cosmos tenía cuatro
niveles. En lo alto se encontraba el cielo como lugar de la presencia de Dios.
No se trataba del cielo como solemos entenderlo, con su sol, su luna y sus
estrellas, pero los dos estaban metafóricamente relacionados. Debajo del cielo
se encontraban los dos niveles del orden de la naturaleza. Uno era el nivel
simbolizado en la Biblia como el jardín del Edén, y como la Edad de Oro en
los mitos clásicos, concretamente el nivel propio de la naturaleza humana.
Debajo de éste estaba el nivel de la naturaleza física, que, desde la Caída, es
aquel en el que ha venido naciendo el hombre, a pesar de no ser el que le
corresponde. Debajo de la naturaleza física encontramos el mundo
demoníaco, el infierno de los ángeles rebeldes, dominado por el orden de la
naturaleza, pero que aún ejerce un poder considerable sobre el tercer nivel a
consecuencia de la Caída. El jardín del Edén ha desaparecido, pero los cielos
estrellados, que se supone están hechos a partir de una sustancia inmortal más
pura que los cuatro elementos, se encuentran ahí para simbolizarlo.
Un esquema nos será útil en este punto:
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El hombre, nacido en el tercer mundo o mundo físico, está sujeto a una
dialéctica moral desde su nacimiento. O bien va hacia abajo, al pecado y la
muerte, al ser el pecado un estado demoníaco que los animales no pueden
alcanzar, o hacia arriba, de regreso, tan lejos como le sea posible, en dirección
a su hogar original. Hay muchas cosas naturales al hombre que no lo son para
nadie más, como usar la razón y la conciencia, vivir bajo una disciplina social
específica, etcétera. Pero para entender la cultura verbal, al menos hasta el
siglo XVIII, lo importante es la concepción de que desde la Caída el hombre
pertenece a un orden de la naturaleza que le es específico. Así como el
hombre lleva ropa y vive en edificios, el arte y la naturaleza son
interdependientes en un plano humano. A finales del siglo XVIII, atacando las
doctrinas revolucionarias de los derechos naturales, Edmund Burke afirmaba
que «la naturaleza del hombre es el Arte». También la pregunta «¿Qué es lo
realmente natural al hombre?» tiene una respuesta circular, porque depende
del nivel de la naturaleza del que hablemos. Si hablamos del nivel humano, y
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más teniendo en cuenta que el jardín del Edén ha desaparecido, lo
humanamente natural sólo puede ser lo que la costumbre y la autoridad
decreten como tal: nada en la naturaleza exterior puede servirnos de guía
fiable.
Lo primero que encontramos en estas cosmologías son las estructuras e
ideologías de autoridad social que tanto se esfuerzan por racionalizar. Como
las cosmologías, las estructuras sociales varían de forma, y van desde los
mitos feudales y de caballería de la Edad Media a la mística del príncipe del
Renacimiento, y de ahí a las auras verbales que rodean a los déspotas
iluminados de las últimas épocas. Pero como regla, convergen en la figura de
un soberano investido de autoridad suprema que, diga lo que diga la teología,
a propósitos prácticos es una encarnación divina. Ben Jonson sostenía que
Aniversarios, de Donne, o las elegías a la muerte de Elizabeth Drury eran
blasfemos, poemas que tendrían que haberse escrito sólo sobre la Virgen
María. Pero son aparentemente blasfemos sólo porque Elizabeth Drury era
una plebeya: en otra parte he citado al propio Ben Jonson escribiendo sobre el
rey Jacobo, apenas camuflado tras Oberón, el rey de las hadas:
He is a god, o’er kings; yet stoops he then
Nearest a man when he doth govern men…
’Tis he that stays the time from turning old
And keeps the age up in a head of gold;
That in his own true circle still doth run
And holds his course, as certain as the sun.
He makes it ever day and ever spring
Where de doth shine, and quickens every thing
Like a new nature; so that true to call
Him by his title is to say, He’s all.[*] [59]
Esto pertenece a una mascarada de corte, y la mascarada dramatiza el
paralelismo entre las estructuras sociales y cósmicas de forma muy viva. En
las mascaradas de tipo jonsoniano, se suele empezar con la escenificación de
algo que ocupa un lugar muy bajo en la cadena del ser, como por ejemplo
unas piedras. A continuación seguimos con la antimascarada, la visión del
desorden de clase baja, que solían interpretar bailarines profesionales y
recibía el grueso de los aplausos. Luego la visión asciende en la escala social
hasta los señores y señoras que se hacen cargo de la mascarada propiamente
dicha, para terminar centrándose en el personaje socialmente más prominente
(por ejemplo, el príncipe Carlos en Pleasure Reconciled to Virtue). El propio
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Donne, a pesar de sus incursiones en áreas de simbolismo menos aprobadas
por Jonson, era muy consciente de ese vínculo cósmico-social:
The earth doth in her inward bowels hold
Stuff well dispos’d, and which would fain be gold,
But never shall, except it chance to lie
So upward, that heaven gild it with his eye;
As, for divine things, faith comes from above,
So, for best civil use, all tinctures move
From higher powers; From God religion springs,
Wisdom and honour from the use of Kings.[*] [60]
Aquí la figura subyacente es la creencia de que los planetas engendran
metales a partir del mundo mineral, como por ejemplo el oro, engendrado por
el sol.
En el siglo XVIII la cadena del ser seguía contando para muchos escritores
contemporáneos. George Berkeley, por ejemplo, escribe en Siris (1744): «En
la naturaleza no hay un abismo, sino una cadena o escala de seres que
ascienden siguiendo suaves gradaciones ininterrumpidas que van de lo más
bajo a lo más alto». Pero una vez desaparecido el universo ptolemaico, la
concepción perdió gran parte de su estatus científico, y empezó a parecerse
más a una construcción puramente verbal. Voltaire, en particular, tenía
muchas dudas acerca de la échelle de l’infini, que le parecía una
racionalización de la autoridad política, y bajo el impacto de las últimas
revoluciones americana, francesa e industrial, empezó a adaptarse a otras
formas[61]. Cito a Berkeley en parte a causa del incómodo énfasis que pone en
la progresión de su versión de la gran cadena, y su total exclusión de
cualquier ruptura revolucionaria.
Estructuras metafóricas de este tipo no dejan de ser verdaderas en sentido
descriptivo, porque la verdad, en ese sentido, no se les aplica. Pasan de moda
cuando se convierten, o cuando algún rasgo de ellas se convierte, en metáfora
imaginativamente poco convincente. Entonces son reemplazadas por otras
estructuras metafóricas. Originalmente una de las funciones centrales del
poeta era celebrar al héroe, esto es, su contrapartida en el mundo de la acción.
Esta es la tradición que sobrevive en la extravagante adulación al rey Jacobo
de Jonson o la de Luis XIV por Jean Baptiste Racine, y reconocemos que
aunque nos aburra ese tipo de escritura, sigue teniendo cierta validez cultural
en el siglo XVII. Tras escuchar la Pasión según san Mateo o el Oratorio de
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Navidad, puede sorprendernos saber que la música de estas obras fue
compuesta a mayor gloria del Elector de Sajonia, pero también podemos
aceptarlo. En nuestro siglo muy pocos panegíricos han sobrevivido a su
momento, aunque algunos poetas dedicaron serviles elogios a Adolf Hitler,
Stalin, Mao y otras figuras similares. Una causa que contribuyó al salto
metafórico fue el ascenso del movimiento romántico, en el que el poeta
mismo y su arte empezaron a reemplazar al héroe como tema central de la
poesía. Como dice Hölderlin refiriéndose a Napoleón: pertenece a su propio
mundo, y los poetas deberían dejarlo allí[62].
Las ideologías derivadas del mito de creación S en cierta medida siempre
fueron contraproducentes para los poetas, porque sugerían que sólo había un
lugar muy limitado para la creación humana en un cosmos en donde, como
dice sir Thomas Browne, la «Naturaleza es el arte de Dios», en donde el
artista no puede hacer otra cosa aparte de imitaciones inferiores de lo que
Dios hace infinitamente mejor. No siempre mejor: es también Browne quien
sacude la cabeza ante el inexplicable lapsus de Dios al llenar el Nuevo Mundo
con toda variedad de animales olvidándose de poner «ese animal tan
necesario, el caballo». Pero a pesar de esto, y a pesar de las puerilidades que
demostraban lo ingenioso que había sido Dios como artesano, el prestigio de
la metáfora de creación aplicada exclusivamente a la obra de Dios ayudaba a
mantener las artes en una posición subordinada. El ejemplo más obvio es la
subordinación de la pintura a la representación.
Para muchos poetas, por supuesto, los viejos símbolos de autoridad
espiritual retienen todo su poder, por mucho que pueda haber cambiado su
contexto metafórico. Tales símbolos siguen presentes, por ejemplo, en los
Cuartetos de Eliot, en Hopkins y en Francis Thompson, quien imaginó la
escalera de Jacob emplazada entre el cielo y Charing Cross. Sin embargo
vemos que el uso poético moderno de las imágenes antiguas a menudo se
asocia con un fuerte énfasis en el poder informante de la tradición, la
continuidad de las instituciones sociales y las doctrinas, y su incorporación a
las convenciones y géneros literarios. Las instituciones humanas mediadoras,
incluida la literatura, reemplazan las antiguas figuras de autoridad.
En el Fausto de Goethe, justo antes de la entrada en escena de
Mefistófeles, se produce una significativa discusión entre Fausto y Wagner a
las puertas de la ciudad[63]. Wagner, que no por tener un temperamento
autoritario deja de ser un estudiante brillante, afirma que cuando desenrolla
un manuscrito de pergamino siente como si el cielo descendiera. Invoca una
especie de mínima adaptación bíblica de la escalera, como el manuscrito
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volador de Zacarías. La famosa respuesta de Fausto, que su pecho encierra
dos almas, una apegada a la tierra y la otra ansiosa por ascender a una
comunidad más elevada de ángeles, asocia el último mundo con espíritus
ancestrales (hoher Ahnen), donde la tradición y el descenso continuado
vuelven a estar implicados. Ahí se encuentran las mismas metáforas, pero las
ideologías que incidentalmente han inspirado se disuelven y reforman en otras
nuevas.
Las analogías míticas de la evolución que llegaron en el siglo XIX no
cambiaron demasiado ese panorama, excepto por el hecho de que recortaban
las alturas, dejando al hombre, que se suponía era el producto más elevado de
la evolución, sin más techo que esa versión reforzada de sí mismo, que
Nietzsche le impelía a alcanzar. Aquí el mito vuelve a desarrollar una
ideología: ciertos aspectos de lo que se conoce como darwinismo social, por
ejemplo, intentaron racionalizar la autoridad de las sociedades europeas sobre
las «inferiores». Esta ideología tuvo una gran influencia en la mitología
popular, pero mucho menos efecto en la literatura de imaginación.
CUATRO
Tenemos un modelo estructural de conciencia intensificada, vinculada a
distintos fenómenos físicos y transformada en una jerarquía que racionaliza
ciertos tipos de autoridad. No hay razón para que la estructura metafórica
desaparezca de la literatura cuando deja de ser aplicable a la autoridad o el
mundo físico. Sin embargo todavía tenemos que estudiar otros dos tipos de la
imagen axial que hemos venido considerando. Vemos que aunque los ángeles
ascienden y descienden por la escalera de Jacob, no se dice que lo que suba
deba bajar, que haya una rotación mecánica. Con la imaginería paródica que
arranca con la Torre de Babel sucede, como ya vimos, algo distinto: un
movimiento inevitable de ascenso y descenso lo impregna todo.
Echemos un vistazo hacia atrás, a la forma teológica de nuestro universo
con sus cuatro niveles, el cielo en el que está presente Dios, el orden incólume
o regenerado de la naturaleza, la naturaleza caída de la vida corriente y el
mundo demoníaco. Aunque no haya paraísos, perdidos u ocultos, ni ángeles,
ni presencia divina o infierno, sigue existiendo el rango de la mentalidad
humana, que podría ser inmensamente más poderoso y eficiente de lo
habitual, o encontrarse muy por debajo de sus capacidades actuales. Tal vez
lo entendamos mejor si pensamos en cada uno de los niveles de este cosmos
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imaginativo como un modo de experimentar las categorías primarias de
conciencia, tiempo y espacio.
He vuelto con frecuencia a la irrealidad de nuestra experiencia corriente
del tiempo, en la que ninguna de las tres dimensiones del tiempo —pasado,
presente y futuro— realmente parece existir, y en la que la palabra presente
significa sólo un nunca del todo que desaparece entre un no más y un todavía
no. Resulta bastante obvio por qué, en la construcción de cuatro niveles
mencionada más arriba, el nivel más alto, la presencia de Dios, debería
asociarse con un momento presente continuo y real, un momento en el que,
como dice Eliot, se reúnen el pasado y el futuro. En el período isabelino
tenemos el poema de sir John Davies, Nosce Teipsum, una maravillosa caja de
sorpresas llena de epigramas con un gran número de los axiomas míticos más
comunes de la época, y en donde leemos:
But we that measure times by first and last
The sight of things successively do take,
When God on all at once His view doth cast,
And of all times doth but one instant make.[*]
Los Cuartetos de Eliot tienen mucho que ver con la Encarnación vista
como un descenso del mundo divino a nuestro mundo temporal, donde crea la
posibilidad de experimentar un momento presente real para nosotros, aunque
a menudo se nos escape. El tiempo corriente puede representarse por una
línea horizontal, el axis mundi con una vertical, y el punto en el que el axis
mundi cruza el tiempo, el momento de la encarnación, es, como veíamos, «el
punto fijo del mundo giratorio» y el centro del eje. El punto fijo y la respuesta
a éste son claramente verbales y espirituales. La concepción de un punto fijo
verbal se repite en Pound, quien se refiere a ella como «pivote inamovible» y
la asocia a Confucio. Podríamos poner otros muchos ejemplos de un
«momento sin tiempo» al que se llega mediante la imaginación verbal, desde
la «pulsación de una arteria» de Blake, que incluye todo el tiempo, hasta la
paradoja de la urna griega en Keats.
En aquellos estados de experiencia más intensos que el habitual —el
incólume, el paradisíaco, el angélico y demás— el tiempo carecía de la
compulsión externa que sentimos al ser continuamente arrastrados hacia el
futuro con nuestros rostros vueltos hacia el pasado. Una existencia semejante
sería musical, estaría en armonía con la naturaleza, en contrapunto con otros
seres vivos, y tendría una palpitante exuberancia interna. Las imágenes de
música y de danza siempre han sido inseparables de las imágenes de los
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mundos superiores. Recordemos la danza de Paradiso, y la danza en el cielo
descrita por Rafael en El paraíso perdido. Sir John Davies, una vez más, en
su magnífico poema Orchestra nos da una visión de todo el cosmos en una
danza trabada. Davies recurre incluso al simbolismo del ritual como la
ocasión especial en la que una sociedad imita el mismo tipo de espontaneidad
disciplinada:
Since when all ceremonies, mysteries,
All sacred orgies and religious rites,
All pomps and triumphs and solemnities,
All funerals, nuptials, and like public sights,
All parliaments of peace, and warlike fights,
All learned arts, and every great affair,
A lively shape of dancing seems to bear.[*]
Orchestra nos da una visión muy amplia del hombre como homo ludens,
y expresa la energía vital dentro de un cosmos de perpetua exuberancia. Se
dice que el poema se lo canta a Penélope el principal de sus pretendientes,
Antinoo, en ausencia de Odiseo. Más que a una ironía oculta[64] creo que esto
se debe a la oportunidad de asociar esta danza cósmica con un desarrollo
mítico de la tela de Penélope:
So subtle and curious was the measure,
With such unlooked-for change in every strain,
As that Penelope, rapt with sweet pleasure,
Ween’d she beheld the true proportion plain
Of her own web, weabed and unweabed again.[*]
En el An die Freude, incorporado a la Novena Sinfonía de Ludwig van
Beethoven, Johann C. F. von Schiller también nos da una visión global de la
cadena del ser, desde el gusano en el polvo a los ángeles plantados ante Dios,
en posesión de una energía vital interior:
Wollust ward das Wurm gegeben,
Und der Cherub stets vor Gott.[*]
Quizá no sea poesía muy elevada, pero al menos es buena retórica sobre
un gran tema poético, y probablemente más que útil para un compositor
musical por ese mismo motivo.
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El tiempo demoníaco, por supuesto, sería pura duración o tiempo de reloj,
«mañana y mañana y mañana» sin alteración significativa. Normalmente este
es el aspecto del tiempo que lo barre todo hasta la aniquilación. Nuestra
experiencia del tiempo incluye un movimiento cíclico junto a uno lineal, y las
fases ascendentes del ciclo, juventud, mañana, primavera dan una imagen
temporal, o dominado por el tiempo, sobre la exuberancia y alegría del mundo
superior. De aquí el tema del carpe diem, de la urgencia de agarrarse a la
felicidad mientras estemos a tiempo, que recorre la poesía lírica desde
Horacio hasta Robert Herrick. En el tiempo demoníaco todo movimiento
cíclico es visto como cerrado y completo, y sólo tenemos repetición de la
misma cosa, o del mismo tipo de cosa. La inmensa brecha que se abre entre
nuestra experiencia corriente del tiempo, o tiempo de reloj, y nuestra
experiencia de este tiempo en las situaciones extremadas, indica lo fácilmente
que nos adaptamos a una especie de mínimo sentido de la realidad. La
leyenda de que en el momento de la muerte, o en los instantes previos, toda
nuestra vida se nos aparece ante los ojos, transmite algo de esto. Su expresión
literaria más famosa la encontramos en el último canto del Paradiso de Dante,
en donde se nos dice que un instante en presencia divina es más largo que el
tiempo transcurrido desde el primer viaje humano, el de los argonautas:
Un punto solo m’e maggior letargo,
che venticinque secoli alla impressa,
che fe’ Nettuno amminar l’ombra d’Argo.[*]
En el otro extremo de la experiencia, tenemos esa intensificación de la
conciencia del tiempo momentos antes de la ejecución, que experimentara
Dostoievski y transmite de forma tan convincente en la figura del príncipe
Mishkin, en El idiota. Esto a su vez se contrasta con el segundo de
iluminación antes de un ataque de epilepsia, que le parecía tan cargado de
significado como una vida entera.
Mientras el epicentro del tiempo es presente —es un ahora— todo
momento concreto es en parte pasado o futuro: un «entonces». De modo
similar, si el centro del espacio se encuentra aquí, cada punto espacial está
allí. En el cosmos de cuatro niveles nuestro lugar natural, la posición que nos
correspondería por nuestra situación en la cadena del ser es la de la
experiencia musical del tiempo. Los gusanos y querubines de Schiller sólo
estaban contentos en el lugar que les era propio. En el mundo demoníaco, por
supuesto, el espacio sería totalmente alienante; en el mundo divino sería una
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presencia real que se correspondería al presente real del tiempo. En el mundo
divino las palabras eterno e infinito significarían la realidad de aquí y ahora;
en el mundo demoníaco tendrían sólo sus significados vulgares de tiempo y
espacio en movimiento constante.
Una tabla volverá a sernos de utilidad:
Nivel cósmico
Tiempo
Espacio
Cielo
Tiempo como «ahora» total o
presente real
Espacio como «aquí»
total o presencia real
Mundo
incólume
Tiempo como exuberancia o
energía interior (música, danza,
teatro)
Espacio como hogar
o «lugar natural»
Mundo caído
de la
experiencia
Tiempo como «entonces» (lineal y Espacio como «ahí»
cíclico)
(entorno objetivo)
Mundo
demoníaco
Tiempo como duración pura y con
poder de aniquilación
Espacio como
alienación
Tenemos que hacer otro esfuerzo para integrar los símbolos de escalera y
rueda en el cosmos de cuatro niveles. Entre el «cielo» o aquello hacia donde
apunta la escalera de Jacob, y los mundos revelados en los viajes de descenso
que examinaremos más adelante, se encuentra el orden de la naturaleza, en el
que los objetos vivos forcejean hacia arriba buscando su lugar natural para
volver a caer en la muerte; en otras palabras, un orden cíclico. Es el mundo de
la metamorfosis, de los cuerpos que no dejan de cambiar de forma, el
principio en torno al cual Ovidio reunió tantos mitos clásicos tradicionales.
Aunque teológicamente los dos órdenes de la naturaleza, el paraíso
perdido y el mundo caído en el que habitamos, forman un contraste dialéctico,
en la práctica poética forman un ciclo trabado. Las imágenes del orden
superior derivan invariablemente de las fases tempranas del ciclo natural: los
paraísos se asocian siempre con la luz del sol, la juventud y la fertilidad, y
forman un locus amoenus o lugar agradable en donde siempre es primavera y
otoño al mismo tiempo. La oscuridad, el frío, la esterilidad, la vejez y el mar
se relacionan con el orden inferior. La imagen esencial, sin embargo, y sobre
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todo para los poetas de edad, es que el hombre está exiliado y errante en el
mundo inferior de la naturaleza, y va hacia su hogar en el mundo superior.
Spenser nos habla de este mundo superior en su descripción de los
jardines de Adonis, un lugar de simiente o locus amoenus que aparentemente
se encuentra encima del mundo y no debajo. La mayoría de los estudiosos
asocian la montaña descrita en conexión con este lugar con los genitales
femeninos, el seno de la Madre Naturaleza hecho visible. Encontramos una
imagen similar en el Dialogue of Self and Soul de Yeats, en el que el yo mira
hacia abajo, a un mundo cíclico de renacimiento y simbolismo sexuales
(espada, flores «púrpura de corazón», espejo).
Una brillante parodia de todos estos temas la encontramos en La casa de
Lama, de Chaucer. Este primer poema resume el relato de La Eneida hasta el
momento del descenso en el sexto libro, y luego nos narra cómo un águila
agarra a Chaucer y se lo lleva hacia arriba. Es evidente que va hacia una
suerte de lugar paradisíaco (locus amoenus), en recompensa por escribir tanto
sobre el amor. Sin embargo, Ovidio menciona una casa de Fama o Rumor en
el centro del orden de la naturaleza[65], y es allí donde Chaucer es llevado. El
águila es un ave sorprendentemente locuaz, y la impresión que sacamos es la
de que su pasajero, que aprieta los puños de miedo, preferiría que no le
contaran con tanto entusiasmo la historia de Ícaro y Faetón. Pero el punto
principal de la arenga del águila es que en la naturaleza el principio del
movimiento se reduce a que las cosas pesadas caen y las ligeras suben, y que
las palabras, siendo sólo «aire roto», suben en el orden de la naturaleza,
ascendiendo hacia el lugar que les es propio, o, como lo llama el águila, su
«dulce hogar». Lo que Chaucer encuentra en este lugar superior es una vasta
confusión de rumores que ilustran la total irracionalidad de la fama y la
reputación. No llega hasta lo alto del cosmos, sino a lo que Ovidio denomina
el centro del triple mundo (triplicis confinia mundi), el eje de la rueda de la
fortuna, por decirlo así.
Esto constituye una parodia irónica, por anticipación, del punto estático de
Eliot en el centro del axis mundi. E igual que el punto estático de Eliot deriva
del eje de Dante, del que la escalera de Jacob forma la parte más alta, así el
centro de ruido, rumor y confusión de Chaucer nos recuerdan a Babel.
También hay un fuerte elemento de parodia en lo que en literatura inglesa tal
vez sea la visión individual más importante del universo de cuatro niveles y la
ideología que lo acompaña. Me refiero al curioso contrapunto a The Faerie
Queene de Spenser conocido como Mutabilitie Cantos. Este poema se
imprime como si fuera un fragmento en la mitad de un séptimo libro perdido
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de la epopeya, pero no tiene nada que ver: es un poema unitario
hermosamente diseñado y completo en sí mismo que se limita a seguir la
estructura de The Faerie Queene.
La mutabilidad, una diosa demoníaca que pertenece al mundo inferior del
cambio y la decadencia (nuestros niveles tercero y cuarto), también reclama
jurisdicción sobre el mundo planetario, porque los planetas giran, y por
consiguiente cambian. Lo que sigue es el pleito interpuesto por la diosa al
dios, como lo llama Graves, siendo Jove el dios, el soberano de los cielos. La
mutabilidad rechaza desdeñosamente la reclamación de soberanía de Jove, y
apela a la Naturaleza, suprema por encima de ambos. La Naturaleza decide lo
siguiente:
I well consider all that ye have said,
And find that all things steadfastness do hate
And changed be: yet being rightly weighed
They are not changed from their first estate;
But by their change their being do dilate:
And turning to themselves at length again,
Do work their own perfection so by fate:
So over them Change doth not rule and reign;
But the reign over Change, and do their States maintain.[*]
El efecto de esta decisión es confinar la mutabilidad al mundo sublunar, y
confirmar la autoridad de Jove en «su visión imperial». Pero eso no es el
auténtico punto de la decisión de la Naturaleza, que habla de «todas las
cosas», incluidas también las cosas de este mundo. Los ciclos de la naturaleza
se engranan a dos movimientos, uno hacia abajo, a la muerte y la
aniquilación, y otro hacia arriba, a la «perfección». El primero es la dirección
de la propia mutabilidad: «Porque a causa de tu deseo buscaste tu
decadencia», le dice la Naturaleza.
Los Mutabilitie Cantos forman un apocalipsis secular, una comedia
metafísica elevada, en parte escrita deliberadamente en aleluyas, aunque
termina con dos estrofas de gran seriedad en las que se contrasta el mundo en
gestación, donde reina la mutabilidad, y el mundo del ser inmutable en la
presencia de Dios. Para este último Spenser utiliza el juego de palabras
«Sabbath-Sabbaoth», bastante adecuado en la lengua que usa Spenser, aunque
sin sentido en hebreo. La visión de inmutabilidad, de estar más allá del
cambio es una visión de Sabbath, un atisbo humano de la creación que se
corresponde a la contemplación del propio Dios el séptimo día. Es asimismo
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una visión de las multitudes (tzabaoth) que la creación divina ha llevado al
orden.
Sunday Morning, de Wallace Stevens, casi parece una réplica al poema de
Spenser: tenemos a una mujer que vuelve a casa después de misa, medita
sobre la Resurrección y llega a la conclusión de que un mundo inmutable no
es humanamente concebible: «Lo imperfecto es nuestro paraíso», dice el
poeta en alguna parte. La opinión de Spenser, sin embargo, es que sólo en el
mundo de la mutabilidad todo cambio es un desplazamiento en la dirección de
la muerte, y que por encima de su mundo hay una energía que se transforma
pero gobierna sobre el cambio y no está sujeta a la muerte.
En el poema de Spenser hay dos temas: el tema principal contrasta los
mundos primero y cuarto del cosmos de su autor; y un tema subordinado, la
grotesca metamorfosis ovidiana de Fauno, que mientras tanto se enfrenta con
el orden cíclico de la naturaleza. Fauno, el sátiro, soborna a una ninfa para
que le deje ver a Diana desnuda: la visión de las partes íntimas de Diana,
demasiado fuerte para la serenidad de quien la contempla, se corresponde al
simbolismo del útero en los jardines de Adonis, por lo que Venus resulta
intercambiable con la triple diosa Cynthia-Diana-Hecate. La mutabilidad no
es Hecate, pero está asociada con ella, y empieza su pleito metiéndose en la
esfera de Cynthia, la luna. Esto es una violación del decoro en contrapunto al
voyerismo de Fauno, y tal vez refuerza la asociación entre una epifanía de la
naturaleza y una visión de los genitales femeninos. Fauno, en la tradición de
las metamorfosis, se convierte en un arroyo de piedra, y subraya así los dos
aspectos que hicieron de los relatos de metamorfosis de Ovidio materia tan
fascinante para los poetas de la época de Spenser: la visión de la vida como
caída desde una categoría superior de conciencia y ligada a un ciclo natural
que hace que se renueve siempre de modo distinto.
Los Mutabilitie Cantos están escritos en un idioma secular, ya que la
entidad más elevada es la Naturaleza. La única referencia bíblica que indica
que para los lectores de Spenser la Naturaleza no tenía por qué ser la entidad
suprema, es una referencia a la Transfiguración:
Her [Nature’s] garment was so bright and wondrous sheene,
That my fraile wit cannot devize to what
It to compare, nor finde like stuffe to that:
As those three sacred saints, though else most wise,
Yet on Mount Thabor quite their wits forgat
When they their glorious Lord in strange disguise
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Transfigur’d sawe: bis garments so did daze their eyes.[*]
Creo que hay tres razones principales para elegir esta imagen del Nuevo
Testamento en particular. Una es que en el texto griego la palabra para
«transfiguración» es metamorfosis. Otra es que a diferencia de la
Resurrección, la Transfiguración es una epifanía cumbre. Como el pleito de la
mutabilidad, tiene lugar a una altura que sugiere la cumbre del orden de la
naturaleza, independientemente de la altura de la irlandesa «Arlo Hill» donde
tiene lugar el proceso de Spenser.
Tercero, que la Transfiguración representa la identidad entre la Palabra y
la persona de Cristo con la Palabra y la Biblia. En la Transfiguración Jesús
aparece con Moisés y Elias, la ley y los profetas, los componentes principales
de la escritura. La referencia, aunque breve, indica que la visión de Sabbath
por la que reza Spenser en el verso final del poema no es sencillamente
descansar del cambio sino comprender el orden que gobierna el cambio, un
orden para el cual, tanto en la época de Spenser como en la nuestra, la única
clave auténtica es el término Palabra.
Spenser asocia su visión de Sabbath con un descanso que es, dice, lo
contrario a la mutabilidad: resulta difícil expresar el «dominio sobre el
cambio» final si no es con imágenes que sugieran inmovilidad. En nuestros
días, el Cementerio marino de Valéry expresa una visión similar a través de
las paradójicas imágenes de muerte (la tumba), una oceánica eliminación de
la identidad (el mar) y la visión de Zenón de Elea de un mundo inmóvil. Pero
la profunda calma en el corazón de la última estrofa de los Mutabilitie Cantos
no es fruto de la inmovilidad, sino el resultado de ocupar el lugar natural en el
esquema de las cosas.
En cada una de nuestras variaciones tenemos que considerar tres
elementos: un mito auténtico, una adaptación ideológica del mito a una forma
de ascendencia social y una parodia demoníaca. Aquí la parodia demoníaca es
la Torre de Babel y el ciclo de imperios en que acaba, y la adaptación
ideológica la visión de jerarquía, a través de la cadena del ser, que racionaliza
la autoridad de reyes, dictadores y líderes semejantes. El mito auténtico es la
visión de orden inspirada por el relato de creación en S, un orden que cruza
nuestra percepción normal del transcurso del tiempo y del espacio que se aleja
hacia un presente y una presencia reales. En este contexto la autoridad es la
que aprendemos de forma gradual mediante la ciencia, la dialéctica y la
poesía, una autoridad que emancipa en lugar de subordinar a la persona que la
acepta. El auténtico mito de orden explica el hecho de que quien estudia la
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cosmología de la Commedia o El paraíso perdido antes que llenarse la cabeza
de basura obsoleta y pseudo-científica, lo que hace es analizar los principios
estructurales de poemas muy importantes. Y en los poetas del siglo XX el
recurso a una imaginería similar no lo inspira la pedantería sino, antes bien, la
misma visión de orden.
Decíamos asimismo al comienzo del libro que la imaginación poética se
enfrenta con intereses humanos primarios, que clasificábamos en cuatro
grupos: 1) intereses de integridad corporal (respirar, comer y beber); 2)
intereses de satisfacción o frustración sexual; 3) intereses de propiedad o
extensiones de poder, como dinero y maquinaria; 4) intereses de libertad de
movimiento. El interés que más informa la presente variación es la libertad de
movimiento, que se expresa en las imágenes de exuberancia, de música, baile
y teatro a las que antes nos referíamos. No tardamos en ver que las últimas
fuentes de movimiento obstaculizado son el tiempo y el espacio como
solemos experimentarlos, y en lo alto de la escalera de la sabiduría estos
elementos de tiempo y espacio desaparecen.
La imagen idealizada del movimiento libre en la Biblia es la del cordero
errante del salmo 23, que se siente en su hogar en todas partes, y que
representa una existencia pastoral cuya desaparición en la Biblia viene
simbolizada por el asesinato del pastor Abel. Caín introduce la imagen
contrastada de la vida humana como un exilio, y el exilio —la posibilidad de
ir a cualquier parte excepto al hogar— se intensifica con la diáspora judía
postbíblica, simbolizada en la leyenda por el relato del Judío Errante. Este
tipo de exilio errante lo aplica Jesús a su propia vida terrenal (Lucas 9, 58).
Otros asaltos más decididos a la libertad de movimiento, como el
encarcelamiento, las ataduras o la tortura, no requieren de mayor comentario
en este punto. Este símbolo físico se extiende al mundo espiritual, y Pablo
pone el acento en la libertad de movimientos que trae consigo la vida
espiritual (II Corintios 3, 17). Esto incluye la libertad de pensamiento y la
conciencia, como dice Pablo cuando habla del Espíritu sondeando las
profundidades de Dios (I Corintios 2, 10). El siguiente paso nos devuelve a la
imagen de un círculo o esfera, aunque de tipo muy distinto al de los ciclos
operados por el destino o la fortuna.
En los dos o tres últimos versos del Paradiso, cuando Dante ha concluido
su viaje y se encuentra en presencia de Dios, aparecen las palabras cerchio y
rota. La visión científica contemporánea de la naturaleza, a pesar de sus
millones de galaxias, sigue hablando de un universo o totalidad que forma una
circunferencia infinita que nos encierra por todos los lados. El lugar natural
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del ser humano es ser el centro de una esfera en expansión, y no flotar entre
un mundo superior y otro inferior como el hombre que coge hinojo marino en
el El rey Lear. La visión espiritual correspondiente sería una visión de
plenitud en la que cada ser humano es un centro y Dios una circunferencia, o
«todo en todo», como dice Pablo (I Corintios 15, 28). El proverbio dice que el
centro de Dios se encuentra en todos los lados y su circunferencia en ninguno,
pero bajo la perspectiva del hombre la circunferencia humana también estaría
en todas partes, del mismo modo que sin circunferencia un centro carece de
identidad.
La sensación de allness,[*] si existiese tal palabra, trasciende la totalidad
de «todas las cosas», que sugiere un número que puede contarse, por largo
que éste sea, y es la base para la concepción del mundo espiritual conocida
como panteísmo. Tradicionalmente «todas las cosas» se refiere a la totalidad
de los seres creados, como en Apocalipsis 21, 5 («Mira que hago un mundo
nuevo»). «Todo en todo» nos lleva más lejos que afirmaciones del tipo «todo
es Dios» o «todo es uno», en las que el predicado «es» reinserta la dualidad
que la afirmación en sí intenta negar. «Todo en todo» sugiere tanto
interpenetración, en la que la circunferencia es intercambiable con el centro, y
una unidad en la que ya no se piensa ni como absorción de identidad en una
uniformidad mayor ni como mosaico de metáforas.
«Más es el grito de un alma equivocada», decía Blake: «lo menos que
todo no puede satisfacer al hombre.»[66] Aquí la diferencia entre «todo» y
«todas las cosas» está muy clara. El mundo de todas las cosas, tal como lo
conocemos ahora, es el mundo material, y la materia es energía petrificada
para que podamos vivir con ella. En la visión espiritual recuperamos la
sensación de energía hasta el extremo de identificarnos con el poder creador,
y pasamos del corrompido corazón de Yeats de donde arrancan las escaleras
al lugar en el que esas mismas escaleras terminan. Pero donde termina la
escalera de escalones sucesivos, empieza la danza de movimientos liberados.
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6. Segunda variación: el jardín
UNO
Veamos ahora el segundo mito de creación, el mito yahvista, que arranca en
Génesis 2, 4. Al igual que el mito S, éste tiene siete episodios, que consisten
en seis actos y una caracterización final. Al no encajar explícitamente en el
esquema de la semana de la Creación, no se los enumera con tanta frecuencia,
pero aquí los tenemos:
1. Creación de un «vapor» («fuente» en la versión de los Setenta) de la
tierra. La tierra y los cielos parece que ya existían pero de forma más
bien caótica.
2. Creación del «adán» o unidad humana de cuerpo y alma (no recibirá la
denominación de ser masculino hasta más adelante). El cuerpo del
adán viene del polvo del suelo (adamah), y el alma (nephesh) le fue
insuflada directamente por Dios.
3. Creación del jardín y sus árboles, incluidos el árbol de la vida y el
árbol prohibido del conocimiento.
4. Creación de los cuatro ríos del jardín. Dos de éstos son el Eufrates y el
Tigris; el «Guijón» se identifica tradicionalmente con el Nilo; el
«Pisón» es desconocido, pero Josefo lo identifica con el Ganges (GC,
p. 171).
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5. Creación de todo el mundo animal (aparte de los seres humanos).
6. Creación de la mujer a partir de una costilla del adán.
7. Institución del estado de inocencia («Estaban ambos desnudos, el
hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro», Génesis 2,
25).
Los contrastes con la versión S son más obvios que las similitudes, que
son pocas y menores. Dos de éstas son que en ambas versiones los árboles
aparecen pronto, en el tercer episodio, y que en ambas el cuarto acto creador
vuelve más familiar el primero. El cuarto día en S la luz primordial pasa a ser
el sol y otras fuentes de luz humana; en el cuarto episodio del J el
«manantial» primordial se convierte en grandes ríos. Ambos paralelismos
podrían ser accidentales: según Robert Graves, los árboles aparecen pronto
porque eran las imágenes del primer alfabeto[67]. Pero aquí lo que nos interesa
son los contrastes.
Primero, en J la creación de los seres humanos está enfáticamente
separada del resto de la creación. Ya que un cuerpo masculino implica otro
femenino, para que el mito tenga sentido narrativo el adán original tuvo que
ser antes de la creación de Eva o bien andrógino o de una constitución sexual
diferente de la actual. La figura andrógina de adán sobrevive en el cabalismo
y otras partes, a pesar de que fuera rechazada por los Padres cristianos. La
mayoría de los mitos del Antiguo Testamento incluyen juegos de palabras y
etimologías populares, y el narrador del relato de creación J,
desafortunadamente, tiene dos de éstos entre sus manos. El adán fue formado
a partir del polvo del suelo (adamah), pero la palabra ish, que es
explícitamente masculina, también se aplica para etimologizar la palabra
«mujer» (ishhah) para que de este modo signifique «del varón tomada».
Tenemos aquí dos tradiciones. Una es la tradición mítica que me interesa
principalmente en este capítulo, y la otra es la racionalización de la
supremacía del varón, que en inglés y en otras lenguas ha producido la
metonimia masculina. Lo mismo sucede en español, idioma en el que la
referencia a los «hombres» incluye a los seres humanos de ambos sexos, y
«los» significa en muchos contextos «él y ella». Es probable que ante
semejantes convenciones lo mejor sea dejar que fosilicen. Si dejamos de lado
a los seres humanos, en la versión S el énfasis principal recae en los árboles,
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los ríos y el jardín paradisíaco: se supone que Adán y Eva viven de los árboles
frutales, y todos los animales son criaturas domésticas.
En la versión S, decíamos, se pone mucho énfasis en la diferenciación, ya
que primero los elementos son creados en su propia esfera, y luego se
establece un orden jerárquico de existencia que culmina en la humanidad. El
«descanso» de Dios al séptimo día, decíamos, implica que al final de la
creación el cosmos pasó a ser objetivo para su creador, y siguió así para el
hombre, una «visión de Sabbath» establecida entre otras cosas para la
contemplación y el estudio. Hablábamos de la versión S como una visión de
la naturaleza en tanto que natura naturata, la naturaleza como un sistema o un
orden. La visión del relato J es más bien la de una natura naturans[68], la
naturaleza de la vitalidad y el crecimiento.
Es coherente con este contraste que el Dios de la versión S tuviera todo el
diseño en la mente antes de comenzar, y que su creación tuviera lugar
ritualmente, como el modelo para los rituales que se le facilita al hombre en
recuerdo de ésta. El Dios de la versión J, en cambio, se aproxima a su
creación de forma desarmantemente experimental, y parece tener poco
interés, al menos en este estadio, en arroparse de omnisciencia. Reúne a los
animales y las aves delante de Adán y le dice a éste que les ponga nombres:
«para ver cómo los llamaba» (Génesis 2, 19). En El paraíso perdido es
incluso obligado a pedir disculpas por no haber podido sumar los peces a la
reunión[69]. La creación de la misma Eva también tiene todo el aspecto de una
ocurrencia tardía, la rectificación de una deficiencia original. Aunque anterior
que su predecesora, la versión J se acerca más a nuestra propia sensación de
naturaleza biológica como producto de un experimento inconsciente.
La sexualidad es de importancia primaria en este mito, e introduce el muy
intrincado y tortuoso problema de la distinción entre identidad sexual
simbólica y física. Si estamos en lo cierto al sugerir que antes de la creación
de Eva, el adán, como conciencia humana individual o alma viviente, sólo
simbólicamente pudo ser masculina, entonces lo que era simbólicamente
femenino antes de la aparición de Eva debe de haber sido el jardín en sí, con
sus árboles y sus ríos. Parece un rasgo recurrente del mito pensar en la
naturaleza como Madre Naturaleza, y las religiones prebíblicas de Oriente
Próximo solían centrarse en una diosa terrenal que representaba esta figura
femenina, con su útero ambivalente y su imaginería sepulcral, el símbolo de
lo que es a un tiempo el principio del nacimiento y el final de la muerte.
Está claro que una de las intenciones del relato del Edén es transferir toda
la ascendencia social de la diosa terrenal prebíblica a un Padre-Dios
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simbólicamente masculino asociado con los cielos. Rastros de una madre
terrenal potencialmente siniestra los encontramos en la adamah, el
gramaticalmente femenino «suelo» a partir del cual se hizo el cuerpo del
adán, y al que (o a quien) regresa tras la Caída (Génesis 3, 19). Parece que
esta adamah fue la sequedad primitiva que riega el manantial con que da
comienzo la creación J. El jardín del Edén era por tanto la compañera o novia
simbólica del adán, aunque no había forma de acoplamiento posible. Luego
surge Eva, quien, cabría decir, es la creación suprema y culminante de la
versión J. Su aparición viene acompañada del comentario de Dios en el
sentido de que lo normal es que el hombre deje a sus padres para buscar una
mujer. El comentario indica entre otras cosas que la conexión sexual de
hombre y mujer es la semilla, por decirlo así, de la comunidad humana, y de
este modo interpone la comunidad entre la conciencia individual y su entorno.
Al igual que sucede en otros muchos mitos, en el centro del relato J[70] se
suceden las transformaciones de un símbolo femenino. La forma más típica
de la transformación es la de madre a novia, ya sea como resultado de un
rejuvenecimiento o como una creación especial, que es lo que sucede aquí. El
estadio previo a la transformación con frecuencia es siniestro o indeseable.
Estas afirmaciones se comprenderán mejor a medida que avancemos.
Tras tomar Eva la iniciativa en la Caída, la supremacía de lo
simbólicamente masculino queda reflejada en la predicción divina de que la
expulsión del estado paradisíaco traerá como consecuencia principal la
supremacía de lo sexualmente masculino en la sociedad humana. Los teólogos
y comentaristas se han mostrado tan ansiosos a la hora de enfatizar este punto
que en gran medida han pasado por alto el papel central de la mujer en la
versión J, así como el hecho de que se dice explícitamente que las sociedades
patriarcales son consecuencia del pecado. El hombre cae como la mujer, esto
es, como ser sexual, de ahí que la mujer tuviera que ser la figura central en la
restauración del estado sexual y social original. Según Pablo, Cristo es un
segundo Adán, y reclama el Edén que perdió éste, y en el cristianismo
tradicional la Virgen María es una segunda Eva, responsable de la redención
del hombre al dar nacimiento al redentor. Su entrada en el cielo al frente de
las criaturas humanas completa la redención del hombre que realiza como
mujer, y establece la imaginería sexual simbólica del Nuevo Testamento en la
que sólo Cristo es varón, y el cuerpo o sociedad de los redimidos es Jerusalén,
la comunidad en la que todas las almas, con cuerpos físicos masculinos o
femeninos, son simbólicamente femeninas (GC, p. 167). En la literatura
secular encontramos temas míticos paralelos, como el papel que desempeña
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Beatriz en Dante y las figuras Ewig-Weibliche al final del Fausto. Pero lo que
éstas sugieren es sólo que el hombre es redimido por o gracias a la mujer, no
que la humanidad sea redimida como mujer.
En la Biblia lo milagroso simboliza la acción de Dios atajando la
secuencia histórica o natural de acontecimientos. El milagro de creación en J
incluye la creación antinatural de la mujer a partir de un cuerpo más o menos
masculino, en contraste deliberado con el procedimiento uniforme de la
naturaleza (I Corintios 11, 12). Sigue con que la redención vendría
simbolizada por otro acto milagroso que invierte la perversión del sexo en la
Caída, que para el Nuevo Testamento es el mito del Nacimiento del Cuerpo
Virginal, cómo Dios fue engendrado de un cuerpo de mujer. La ocasión para
este mito es la profecía en Isaías 7, 14 (véase Mateo 1, 23) según la cual «una
joven» (almah) concebirá y llevará en su seno un hijo. En la traducción griega
de los Setenta, que fue la que los escritores del Nuevo Testamento
fundamentalmente usaron, en lugar de «una joven» se lee «virgen»
(parthenos). En el texto del Nuevo Testamento no encontramos apoyo para la
virginidad continuada de María tras el nacimiento del Mesías, y mucho menos
para una Inmaculada Concepción (que supone que la misma María fue
concebida sin pecado original).
Si hemos adquirido el hábito de pensar míticamente, a nadie le
sorprenderá el lugar central que ocupa el Nacimiento Virginal en el relato de
Cristo. Los lectores de Carl Jung habrán notado su insistencia en la
importancia de la reciente proclamación de la doctrina de la Asunción de
María, ya que el añadido, como cuarto miembro, de un representante de la
humanidad, y en concreto un representante femenino, ha transformado la
Sagrada Trinidad en una todavía más sagrada Cuaternidad jungiana[71]. Por
extraña que nos parezca esta sugerencia, no deja de ser un auténtico ejemplo
de pensamiento mítico, en contraste con los ocasionales pronunciamientos de
los dignatarios eclesiásticos en el sentido de que ya no pueden creer en el
nacimiento virginal, al tiempo que todo el mundo da por supuesto que
afirmaciones de ese tipo son una herejía y no simple ignorancia. Meister
Eckhart decía a su congregación que todos eran madres vírgenes responsables
de hacer nacer la Palabra[72]; pero Eckhart entendió el lenguaje de proclama
que se puede extraer del mito, y su conexión invariable con el tiempo
presente.
De los diversos elementos en el mito de la Caída, el que nos interesa aquí
es la pérdida de la inocencia sexual. Con la Caída Adán y Eva «se dieron
cuenta de que estaban desnudos», y se taparon con ropa. D. H. Lawrence
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llamaría a esto sexo mental. En cuanto al conocimiento del bien y del mal,
está claro que es un error equipararlo al conocimiento en general. La
respuesta a la pregunta de Satán en El paraíso perdido: «¿El conocimiento
puede ser pecado?» debe ser una negativa rotunda. El conocimiento del bien y
del mal es como una suerte especial de conocimiento, peligroso en el contexto
equivocado, pero lo suficientemente auténtico en el apropiado. Aquí parece
peligroso tanto para Dios como para Adán y Eva.
En las religiones prebíblicas de Oriente Próximo encontramos a menudo
el tema de los dioses que se sienten amenazados por el rápido progreso del
hombre y temen que pueda llegar a ser inmortal. Se trata de un miedo
parecido al temor actual a que las máquinas logren tener voluntad propia, se
reproduzcan y «tomen el poder». Uno de los dioses sumerios quiere
exterminar a la humanidad sólo porque los hombres hacen mucho ruido por
las noches y perturban su sueño, pero los seres humanos sobreviven, en buena
medida porque son útiles sirvientes y libran a los dioses de la obligación de
trabajar. En Génesis 3, 22-23, momento en el que Dios se dirige a otros dioses
con tono atemorizado (GC, p. 135), es como si volviéramos a ese miedo,
asociado esta vez con el misterioso «conocer el bien y el mal» y, más incluso,
con el hecho de llegar a «tomar el árbol de la vida». Puesto que anteriormente
Adán y Eva no tenían prohibido el árbol de la vida, el peligro parece residir
en ese nuevo conocimiento.
Por lo tanto, debemos analizar con mayor detenimiento la naturaleza del
nuevo conocimiento. Lo que Adán y Eva parecen haber adquirido como
resultado de haber comido del árbol prohibido es una moralidad represiva
fundada en una neurosis sexual. El conocimiento moral resultaba desastroso
cuando venía ligado a una sensación de vergüenza y encubrimiento que
afectaba al sexo, y estaba prohibido porque en esa situación deja de ser un
conocimiento genuino de algo, ni siquiera del bien y el mal. Ligar esta
represión moral y sexual con la ingestión del fruto de un árbol parece una
metáfora innecesaria si no pensamos que ese árbol es la parodia demoníaca
del árbol de la vida, y en la versión S el árbol de la vida parece la principal
imagen axis mundi de la conexión con el mundo de los dioses antes de la
Caída.
El adán original, solo en su jardín, era involuntariamente virginal, e ilustra
el tema de el o la virgen que tiene una relación peculiarmente íntima con un
entorno natural idealizado. El término virgen suele asociarse con lo femenino,
pero mucho antes del Génesis tenemos el patético relato de Enkidu en la saga
de Gilgamesh, el salvaje de los bosques creado por los dioses para sojuzgar a
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Gilgamesh, pero tan temido por los hombres como para enviar a una
prostituta para que lo seduzca. Cuando la mujer cumple con su cometido, el
vínculo entre Enkidu y los animales, que antes respondían a su llamada,
queda roto para siempre.
La figura de Orfeo en Grecia, si no estrictamente virginal, también tiene
una afinidad mágicamente próxima con la naturaleza: él es músico, y la
música simboliza la armonía que mantiene unidos cielo y tierra en el nivel
paradisíaco de existencia. Las vírgenes femeninas, una vez más, han sido
acreditadas durante siglos con poderes mágicos sobre la naturaleza, como la
doma de las bestias salvajes, la atracción sobre los unicornios o el misterioso
conocimiento de las hierbas. La tradición continúa mucho tiempo y así, en
Wood Beyond the World (1894) de William Morris, la heroína también posee
poderes mágicos que desaparecen el día de su boda. De forma parecida,
cabría pensar que Alicia difícilmente hubiera podido controlar su País de las
Maravillas de haber sido ya púber, y mucho menos una persona adulta.
En toda esta imaginería late lo que hemos descrito como identidad
metafórica entre un ambiente paradisíaco y un cuerpo femenino, o, en el
Génesis, entre el Edén y Eva, una metáfora en la que Eva es a Adán lo que el
jardín del Edén era para el adán anterior a Eva. En la Biblia no hay imágenes
explícitas de escalera o torre de amor, aparte de la «torre de marfil» en el
Cantar de los Cantares (7, 4), pero la metáfora de «caída» sugiere el descenso
de un mundo superior a otro inferior, con la proposición implícita de un
nuevo ascenso al más alto. Por consiguiente debemos considerar los mismos
tres elementos que vimos en el capítulo anterior. Primero, la imaginería de un
ascenso a un mundo más elevado, y de un descenso del mismo, por mediación
del amor. Segundo, la estructura de autoridad que se deriva de esto, igual que
la cadena del ser, y similares imágenes autoritarias, se derivaban de la
escalera de la sabiduría y la conciencia. Tercero, la parodia demoníaca de la
situación, que en el grupo previo se correspondía con la Torre de Babel. Una
dificultad típica de este simbolismo, una vez más, es la de distinguir lo
simbólicamente masculino y femenino de los hombres y mujeres reales.
Cuánta falta nos haría una concepción semejante a la del yang y el yin chinos,
en la que las imágenes de masculino y femenino representan aspectos de
experiencia que suelen incluir lo sexual pero la superan en distintas
direcciones metafóricas.
Empezamos con la metáfora del jardín-cuerpo implícita en la versión de la
creación J, y fuertemente reforzada por el Cantar de los Cantares, en especial
en la estrofa «Huerto eres cerrado, / hermana mía, novia, / huerto cerrado, /
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fuente sellada».[*] Aquí el cuerpo de la novia («hermana» es una dicción
poética por novia) se identifica con los jardines y las aguas de un paraíso. En
la tipología bíblica posterior este paraíso será el jardín del Edén, y no cabe
duda de que existía una identificación paralela desde el principio. En
cualquier caso el Cantar de los Cantares es un grupo de poemas en forma
suelta de diálogo con coro, en el que se celebra la boda de una joven pareja de
campesinos, y de una imaginería intensamente sexual. La imaginería es del
tipo dilatado que ya hemos mencionado: la unión sexual sugiere fertilidad, y
el cuerpo de la novia se identifica metafóricamente con viñas, jardines, flores
y el despertar de la naturaleza en primavera.
Es tan poco plausible adscribir la autoría del poema al rey Salomón como
hacerlo a la bruja de Endor; pero el rey Salomón efectivamente está asociado
con el poema, y si el nombre de «Sulamita» para la novia en 7, 1 es la
contrapartida femenina de Salomón, la relación es muy estrecha. Esta
asociación dilata la imaginería hasta el punto de sugerir una boda ritual entre
el rey y su tierra fértil, personificada en su novia. Pero entre el símbolo del
rey casándose con su tierra y Dios volviendo con su pueblo sólo hay un paso.
En los llamados salmos reales, en especial el 2 y el 110, en los que el rey es el
«engendrado» o hijo elegido de Dios, la novia del rey sería una especie de
nuera, o antigua novia de Dios.
Después de que los reyes desaparecieran de la historia israelita, la
expansión siguió sublimándose en la visión judía del poema que representaba
el amor de Yahveh por su Shekhinah o presencia, personificada como
femenina, y que incluía a Israel en el rol de lo que Isaías (62, 4) llama
«Beulah» o tierra desposada (GC, p. 182). La visión cristiana, simbólicamente
casi idéntica, ve en esto el amor de Cristo por su pueblo o Iglesia. Al ser el
cristianismo en su origen una religión urbana, el énfasis en la imaginería de
una tierra fértil es menos prominente, pero al final del Libro del Apocalipsis,
el descenso de la novia de Nueva Jerusalén (21, 2) es seguido por la
restitución del árbol y el agua de la vida (22, 1).
Si nos quedamos con la estructura poética, y damos el mismo peso
metafórico a la novia y al jardín, todas estas visiones se tornan míticamente
concéntricas, esferas planetarias que rodean la unión sexual central y se
expanden a partir de ésta. Si adoptamos una visión desviacionista y decimos
«En realidad el poema no trata de esto sino de aquello», la fértil tierra
prometida se convierte en un desierto.
Echemos otro vistazo a la sugerencia de que «el conocimiento del bien y
del mal» partía de una moralidad fundada en la represión sexual. Los
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comentaristas imbuidos de esta represión no pueden decir de forma explícita
que Dios debería avergonzarse de haber inculcado en la vida de los hombres
lo que sir Thomas Browne califica de «trivial y estúpida forma de unión»,
pero en la práctica eso es en buena medida lo que piensan, por lo que no es
extraño que traten el Cantar de los Cantares como visión sublimada del amor
de Dios por su pueblo, en la que cada imagen tiene un significado alegórico
que se aparta de lo explícitamente (puahh) sexual. Bernard de Clairvaux, un
santo medieval de rango muy elevado, predicó ochenta y seis sermones sobre
el Cantar de los Cantares en este sentido; una andanada impresionante pero no
demasiado efectiva, puesto que el poema se obstina en seguir diciendo lo que
siempre ha dicho.
Hasta la frase del Génesis, «desnudos, el hombre y su mujer, pero no se
avergonzaban», ha sido masticada por los roedores mojigatos. En un
pseudoepígrafe tardío, The History of the Rechabites[73], encontramos a un
habitante del paraíso terrenal explicándole a un visitante:
Pero nuestra desnudez no es la que imaginas, puesto que nos cubre una capa de gloria; y tampoco
mostramos las partes íntimas. Nos cubre una estola de gloria semejante a la que cubría a Adán y Eva
antes de pecar.
Pero lo importante en este punto no es la mojigatería sino la diferencia
entre una estructura poética y otra metafórica, fundada entre otras cosas en el
interés primario por el sexo, y la transformación de esta estructura en una
forma de autoridad ideológica.
En general, sería deseable que los poetas tuvieran un mejor sentido de la
proporción con respecto al gran cantar: Spenser, por ejemplo, lo parafrasea en
su Epithalamion, un poema para celebrar su propia boda. Pero más
significativo incluso es el modo en que los poetas preservan y acentúan la
identidad metafórica entre el cuerpo de la novia y el huerto o jardín, lo que les
permite asociar emociones sexuales a visiones de una naturaleza renovada.
Un estudio de la imaginería de El paraíso perdido, por ejemplo, sacaría a
relucir numerosos detalles sutiles que sugerirían que Eva es, por decirlo así, la
encarnación del jardín en forma humana. La Dama en Comus, que como
Orfeo se dedica a la música, sugiere asimismo una identidad con una
naturaleza muy distinta al bosque en el que se ha perdido.
En el poema Garden, de Marvell, el poeta entra en un jardín y se mezcla
físicamente con éste de un modo que recuerda en buena medida a un acto
sexual («Entrampado de flores, caigo en la hierba»). Esta unión trae como
resultado la creación de mundos trascendentes en su mente. Su alma se
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desplaza a lo que sus lectores reconocerán como el árbol de la vida, y se
sienta allí como un pájaro, un ave del paraíso que aguarda el momento de
emprender un «vuelo más largo». A continuación el poeta sugiere que este
apareamiento de la unidad cuerpo-mente-alma del poeta con los aspectos
correspondientes del jardín equivale a la existencia paradisíaca original, antes
de que Dios la estropeara creando a Eva, un acto malicioso que hizo
inevitable la expulsión del paraíso.
Este último aspecto de la imaginería lo encontramos asimismo en Cherry
Ripe, la conocida canción de Thomas Campion:
Her eyes like angels watch them;
Her brows like hended bows stand,
Threat’ning with piercing frowns to kill
All that attempt with eyes or hand
Those sacred cherries to come nigh.
Till cherry-ripe themselves do cry.[*]
La identidad aquí es negativa: como muchas amantes en la poesía
amatoria de ese período, la dama de este poema no dice sí demasiado pronto,
y en consecuencia se la identifica con el Edén tras la Caída, cuando una
guardia de ángeles lo protegía para impedir el regreso del hombre. Palabras y
expresiones incluidas en el poema, tales como «sagrado» o «igual que
ángeles», no menos que la referencia de Marvell al «feliz estado de jardín»,
nos recuerdan que no se trata de simples metáforas, sino de metáforas
pertenecientes a uno de los armazones míticos organizativos de la literatura
occidental.
Sin embargo, es posible reconocer otros acercamientos al mismo
complejo metafórico aun siendo puramente seculares. Así, en Mujeres
enamoradas, de D. H. Lawrence, un hombre es golpeado por su amante con
un pisapapeles y él se va a un bosque, se saca la ropa, se tumba desnudo, y
entonces cae en la cuenta de que lo que quería era tener un contacto físico con
las flores y las hojas en vez de con una mujer. Al igual que en Marvell, el
acercamiento a la metáfora se da en términos de contraste.
Los poetas románticos se sirven de la misma metáfora. En Blake
encontramos la concepción de la «Emanación» o «visión convergente», el
principio femenino que se abre a la totalidad de lo amado:
He plants himself in all her nerves,
Just as a husbandman bis mould:
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And she becomes his dwelling-place
And garden fruitful seventy-fold.[*] [74]
En este simbolismo «él» significa la humanidad, sin tener en cuenta si los
individuos son varones o mujeres, y «ella» el entorno natural. Lo importante
es que la unión con el entorno, tal como se desarrolla en la actitud humana
hacia la naturaleza, no es una simple sublimación sino una expansión de
emociones sexuales. De modo semejante, en el Epipsychidion, de Shelley,
leemos:
Let us become the overhanging day,
The living soul of ibis Elysian isle,
Conscious, inseparable, one.[*]
Podríamos compararlo con la figura femenina de The Sensitwe Plant.
En nuestros días la psicología jungiana ha desarrollado la concepción del
ánima, o elemento femenino de la psique masculina, que mantiene afinidades
simbólicas con la naturaleza. Pero ya antes de que Jung clarificara su
concepción, Rilke había escrito un poema, Wendung, en el que dice que en su
obra anterior ha interiorizado un gran cuerpo de imágenes, y que estas
imágenes forman ahora una criatura única o «doncella interior». También nos
referíamos antes a uno de los fragmentos finales de Pound, aquel que
comenzaba:
M’amour, m’amour
What do I love and
Who are you?[*]
La respuesta, al menos en parte, es el «paradiso terrestre» que, dice, había
intentado construir con los Cantos.
He hablado de la tradición común según la cual el poeta es un varón que
empieza expresando su amor por una mujer, y de ahí pasa a una visión de una
naturaleza simbólicamente femenina. Por frecuente que sea, la tendencia
sexual ciertamente es reversible, aunque no lo sea la historia de la imaginería
literaria. He dicho que en la Biblia no hay una escalera de amor explícita,
pero sí que la hay en El banquete de Platón, y ahí el objeto amatorio, en el
nivel primario, no es femenino. Una fase crucial del argumento —aunque, y
no sorprendentemente, omitida a menudo— es la cuestión de cuán lejos
llegará Sócrates en la cama con Alcibíades. El proceso de sublimación
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empieza por el principio, pero va en la misma dirección general, hasta la
visión de una última unión con la forma de la belleza.
DOS
Cualquiera que se acerque al Nuevo Testamento desde fuera podría
preguntarse por qué los Evangelios nos presentan a un dios encarnado
obsesionado por el sexo hasta el extremo de que sus seguidores afirmaban que
su padre no era su padre y que su madre era virgen, un dios que recorría el
país acompañado de discípulos varones —uno de los cuales, se nos dice, era
«el discípulo que Jesús amaba»—, alguien cuyas últimas palabras a una mujer
fueron «No me toques», y alguien que al ser preguntado (realmente con poca
gracia) sobre el mundo espiritual declaró que allí no existía el matrimonio.
Pero en los Evangelios encontramos otros datos igual de evidentes que
mitigan esta impresión. Jesús tiene muchas seguidoras, y sus relaciones con
las mujeres parecen de lo más ilustradas para la cultura de su época y lugar.
Esto es algo que podemos ver en su relajada amistad con Marta y María de
Betania, la predisposición a hablar con una mujer que es tan samaritana como
promiscua o la convicción de que las rameras son seres humanos.
Cuando María de Betania le unge los pies (Juan 12, 3), Judas Iscariote se
queja del gasto, pero ni siquiera él cuestiona el derecho de la mujer a estar
ahí. Nada en los Evangelios se asemeja al episodio de la entrada de Jantipa,
en el Fedón de Platón. Jantipa es la esposa de Sócrates, y pronto se convertirá
en su viuda, con todo el terror y la miseria que comportaba la viudedad en una
sociedad semejante, pero eso parece menos importante que la incongruencia
de una mujer entrando en un lugar en el que los hombres están reunidos en
plena discusión. Sin embargo es cierto que el Evangelio, el relato del hijo
virgen de una madre virgen, está dominado por imágenes de sublimación. La
opinión de los gnósticos, y más tarde la de los maniqueos, en el sentido de
que toda relación sexual es sucia y pecaminosa —auténticamente pecaminosa
y no simplemente enraizada en el pecado original— bien habría podido
dominar la cristiandad, y la actitud de Pablo hacia el matrimonio es la de un
adicto al trabajo, que diríamos hoy en día, en contraste con las peticiones de
tiempo libre por parte de sus compañeros.
Esté punto tiene que ver con el papel del Cantar de los Cantares en la
imaginería cristiana. Los versos centrales, «huerto cerrado, / fuente sellada»
(hortus conclusus, fons signatus) tradicionalmente se identifican en la
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tipología cristiana con la Virgen María, que es una réplica metafórica, en la
forma de un cuerpo humano individual, del jardín incólume original, con su
«vapor» o fuente, por donde Dios paseaba durante las horas de frescor. Un
verso o dos más abajo (4, 16) urge a los vientos del norte y del sur (cierzo y
ábrego) a soplar en el huerto: en el comentario cristiano estos vientos
representan el espíritu impregnador masculino, el Espíritu Santo,
simbólicamente el viento en el huerto o jardín. Una vez más se trata de una
réplica metafórica de la respiración de Dios en el jardín que infundió un
espíritu en Adán.
Pero si el poema trata del amor de Cristo por su novia la Iglesia, ¿dónde
se acaba la virgen madre y comienza la novia? ¿Hay dos figuras femeninas o
una sola? Algunos comentaristas han intentado ver una segunda presencia
femenina en la «hermana pequeña» de 8, 8, pero eso en lugar de facilitar
respuestas añade nuevas preguntas. Y por encima de todo, ¿por qué tanto sexo
en el poema, aunque sea simbólico, si el amor que se describe es en realidad
asexuado?
En el Nuevo Testamento vemos dos tipos de imaginería masculinafemenina: uno tiene que ver con la virgen madre y Jesús como hijo, el otro
con la imaginería del novio y la novia. Un aspecto está vinculado a la primera
venida y la Encarnación, y el otro a la segunda venida y al Apocalipsis. He
mencionado el relato de Juan de las bodas de Canaán como tipo de la segunda
venida, y vemos que es allí donde tiene lugar la curiosa y ambigua
observación de Jesús a su madre: «¿Y qué debo hacer yo contigo?», como si
estuviera mirando por encima del hombro hacia una estructura de imágenes
diferente. La actitud de Pablo hacia el matrimonio y las relaciones sexuales
resulta más inteligible si pensamos que se da en un momento de transición
antes de un nuevo acontecimiento que sólo puede simbolizarse como una
suerte de hierogamia o matrimonio sagrado. En la forma condensada de la
metáfora pura, esto significaría el rejuvenecimiento de una figura de madre en
una figura de novia, el paso de la madre de la Palabra a la novia del Espíritu.
Esta concepción no encaja en una doctrina aceptada, pero es algo que casi
podemos ver en ciertas pinturas de la coronación de la Virgen.
Una imaginería de rejuvenecimiento similar se esconde detrás del relato J
de la creación, en el que nos desplazamos de una diosa madre prebíblica a la
figura de novia de Eva. También la encontramos en la mitología del ciclo del
grano de Deméter y Perséfone, en la que la figura maternal se vincula a la
vieja cosecha, y la hija, a la nueva. Psicológicamente el rejuvenecimiento de
la madre supone la interiorización y asimilación de la figura maternal;
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socialmente, igualar una figura de autoridad. Estos elementos están incluidos,
por poner un ejemplo, en el Prometeo desencadenado, de Shelley, en el que la
Madre-Tierra del primer acto pasa a ser la hermana-novia del tercero.
Madre, novia, virgen: no existió Concilio alguno que decidiese que se
tratara de diferentes personas de una misma substancia, y que cualquiera que
confundiera las personas o dividiese la substancia fuera… etcétera. Después
de todo se trata sólo de figuras femeninas. De ahí que, por lo que yo sé, se
haya hecho poco esfuerzo para poner en lenguaje crítico las relaciones míticas
y metafóricas de los símbolos tradicionalmente femeninos de la Biblia. Entre
los que hemos procurado tocar aquí, tenemos: a) la mujer como uno de los
dos sexos humanos, b) la mujer como representante de la comunidad humana,
c) la mujer como símbolo del hecho de que la humanidad no puede ser
redimida con independencia de la naturaleza. Algunos dichos atribuidos a
Jesús fuera del Nuevo Testamento parecen sugerir que su reinado espiritual
vuelve a la fusión total de lo masculino y femenino en los mismos términos
que se sugiere en el Génesis con el cuerpo adánico que contenía ambos sexos.
Pero están demasiado embrollados para resultar de mucha ayuda:
Jesús les dijo, «Cuando hacéis de los dos uno y hacéis el interior como el exterior y el exterior como
el interior y lo de arriba como lo de abajo, y si podéis hacer que lo masculino y lo femenino sean
uno y lo mismo, con lo que lo masculino dejaría de ser masculino y femenino lo femenino…
entonces entraréis» [en el reino espiritual].[75]
Al igual que en la de Jacob, en la escalera de amor de El banquete de
Platón hay ángeles que suben y bajan. Pero no se trata de una visión de
ascenso a un mundo más elevado mediante la unión sexual: eso se evita en un
proceso de autorrealización que comienza con el amor a la verdad en un
mundo en el que el amor es inherente a un sujeto físico y la belleza a un
objeto físico, y se eleva en un mundo de formas que culmina en la identidad
de los dos. Vislumbramos algo que desarrollará la poesía posterior, la
polarización de dos principios, uno simbólicamente masculino asociado con
la energía, el deseo, el amor, el calor, y el otro con la forma, la respuesta, la
belleza, la luz y lo simbólicamente femenino. Pero, como ya se ha dicho, la
conexión entre lo simbólicamente femenino y las mujeres es bastante débil.
Vemos asimismo la figura de la maestra de Sócrates en el arte amatorio,
Diótima, la primera en una Enea de figuras maternales que incluye a Beatriz y
a la Filosofía que consuela a Boecio en prisión. Tales figuras son
emblemáticas de una Sofía o sabiduría de la que suele hablarse como hija
virgen de Dios. Sus manifestaciones incluyen la «Sapiencia» que aparece en
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el Hymn of Heavenly Beauty, de Spenser. En la forma autoritaria de la imagen
del ascenso del amor, es inevitable que las figuras femeninas de primer plano
sugieran autoridad maternal.
Así, igual que la jerarquía de la cadena del ser se reproducía en la
jerarquía social de monarquías y aristocracias, el Dios-Padre y la madre
virgen de la cristiandad se reproducían en un clero de padres y una madre
iglesia, con órdenes célibes de hermanos y hermanas que completaban una
estructura de tabúes incestuosos. El Cantar de los Cantares nos dice (8, 6) que
el amor es tan fuerte como la muerte: el amor del que habla está claramente
arraigado en el amor sexual, y la Versión de los Setenta nos da agape por
amor. Pero en el Nuevo Testamento el agape del que Pablo habla es el amor
de Dios por la humanidad y la respuesta humana a éste, y los aspectos sexual
y erótico parecen términos dados que o son peyorativos o simplemente se
refieren al componente gregario (por ejemplo, philia).
En el Nuevo Testamento no aparece la palabra eros, ni conexión entre lo
erótico y el éxtasis, como la que podríamos encontrar en los cultos griegos a
Dioniso. Por consiguiente deberemos mirar por unos instantes la tradición
poética que acepta la imaginería de parentesco, con la estructura de autoridad
que la acompaña, y las rebeliones literarias y eróticas en su contra. En un
notable (aunque inconcluso) poema a la Virgen, Hölderlin nos habla de ella
como el símbolo central de una época tradicional de autoridad, ley y ausencia
de dioses, previa al retorno de todos los dioses, tanto los cristianos como los
clásicos, que profetiza en otros poemas[76]. Pero la escena parece seguir
estando dominada por el árbol del conocimiento, con alguna suerte de primera
escena prohibida en sus ramas más altas.
En la literatura occidental la poesía amatoria abarca un espectro que va de
la total sublimación, en la que toda la imaginería sexual «significa» o apunta a
la experiencia religiosa, a una forma más directamente erótica en la que la
experiencia sexual es el enfoque central. Los místicos nos interesan
especialmente en este punto por el lugar que ocupa el Cantar de los Cantares
en su imaginería. San Juan de la Cruz, por ejemplo, combina el tema de la
novia que busca de noche a su amante en el Cantar de los Cantares 3 con el
ascenso del alma hacia Dios por una «secreta escala» en las tinieblas de la
negación espiritual.
Un muy hermoso ejemplo inglés de un poema religioso basado en el
Cantar de los Cantares es «Regeneration», de Henry Vaughan, el primero que
aparece en su libro Sílex Scintillam, En el mismo, el narrador comienza
ascendiendo la montaña equivocada, en lo alto de la cual ve una escala que
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mide placeres y dolores. A continuación es transportado a un jardín, un «suelo
virgen» o «lecho de Jacob», donde encuentra un grupo numeroso de personas
despiertas y dormidas, que aguardan al espíritu o viento en el jardín. Al final
se cita el Cantar de los Cantares 4, 16.
En san Juan de la Cruz y Vaughan la imaginería principal es de ascenso;
las imágenes de descenso se conectan a menudo con la disposición
característica que coloca lo masculino encima y lo femenino debajo, y
consecuentemente asocia el cielo con lo masculino y la tierra con lo
femenino. La imaginería de El paraíso perdido está plagada de pasajes que
asocian a Adán con la lluvia y a Eva con flores. Un tema central en esta
imaginería es el del descenso de la Palabra a la Virgen, como en el exquisito
poema medieval:
He cam al so still
Ther bis moder was
As dew in Aprill
That falleth on the grass.[*]
Decíamos que según Herodoto los grandes templos de Babilonia y
Ecbatana tenían una cámara en lo alto, donde era colocada la novia del dios
para esperar el descenso de su amante divino. Los estudiosos de mitología
vinculan esto al relato de Danae, aprisionada en una alta torre pero cortejada
por Zeus en forma de una cascada de oro, o resplandor metafórico. Así Danae
podría ser un tipo de Virgen, como lo es en el poema de Francis Thompson,
María Assumpta:
I am the four Rivers’ Fountain
Watering Paradise of old;
Cloud down-raining the Just One am
Danaë of the Shower of gold.[*]
En su Canto cuarto, Ezra Pound hace una referencia a Danae con una
explicación del transporte de una pintura medieval de la Virgen en una
procesión, identificando por tanto a las dos según su principio de metáfora por
yuxtaposición (GC, p. 81). Por otro lado, el verso «Danae, la tierra, yace
echada hacia las estrellas», en The Princess, de Tennyson, nos devuelve al
mito primordial de un cielo masculino y una tierra femenina.
Esa notable convención que conocemos habitualmente por el nombre,
quizá no demasiado apropiado, de Amor Cortés, también abarca un espectro
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que va de lo sublimado a lo más cándidamente erótico. En su forma
sublimada, el amante se une a una muchacha que le exige plena e
incuestionada devoción, pero sin contacto sexual alguno ni nada que ver con
el matrimonio. La Beatriz de Dante y, de forma algo modificada, la Laura de
Petrarca establecieron en buena medida este modelo. El aspecto central del
tema en ambos poetas es el triunfo del amor sobre la muerte, ya que el amante
sigue queriendo a su novia con la misma intensidad una vez muerta.
Encontramos una relación similar, en lo que parece un contexto de padre-hija,
en el poema inglés del siglo XIV The Pearl.
Pero hay asimismo una buena cantidad de poesía amatoria relativamente
no sublimada y The Romaunt of the Rose, por ejemplo, concluye con un asalto
a una torre tan explícito en su tono general que un traductor victoriano
suprimió lo que dice el poema en favor de una conclusión más amortiguada.
De hecho puede decirse que fueron los poetas medievales quienes insistieron
en añadir Eros a una tradición cultural que a lo mejor hubiera preferido no
tenerlo: se apoyaban antes que nada en Virgilio y Ovidio, y en Platón después
de que sus diálogos de amor hubieran sido explorados por Marsilio Ficino y
otros en el siglo XV. Temas eróticos y de éxtasis en el compendio inglés de los
isabelinos: mencionábamos a Donne, cuyo poema El éxtasis es
probablemente el ejemplo más claro a nuestro alcance de la paradoja
inherente en la poesía erótica, la fusión de dos cuerpos en la carne única de la
que se habla en Génesis 2, 24, y su separación final de nuevo en dos cuerpos.
En la poesía de este período suele hablarse de la unión sexual como «muerte»,
y una muerte similar en El fénix y la tortuga, de Shakespeare, tiene lugar
según la voz de la Razón, aunque el lector puede sospechar que sucede algo
distinto a una muerte corriente.
Las dos aves de Shakespeare son una roja y la otra blanca, y copulan (o lo
que sea) presumiblemente el día de san Valentín. Encontramos una imagen
paralela (invirtiendo los colores) en la literatura alquimista, donde uno de los
procesos culminantes es la unión sexual de un rey rojo y una reina blanca. No
presumo de entender demasiado de literatura alquimista, pero el énfasis
puesto en un «mysterium conjunctionis» parece lo suficientemente claro, y
sobrevive en diferentes formas disimuladas. Por ejemplo en A través del
espejo, de Lewis Carroll, cuando pregunta al lector si el relato es el sueño que
tiene el Rey Rojo sobre Alicia, o el sueño de Alicia, la rejuvenecida Reina
Blanca, sobre el Rey Rojo. También nos referíamos más arriba al erotismo de
la canción en The Princess, de Tennyson, que empieza con el verso: «Ahora
duerme el pétalo escarlata, ahora el blanco».
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La versión J de la creación, decimos, sugiere una escalera de amor y
belleza —como aquella que se menciona de forma explícita en Platón— entre
este mundo y uno superior. El relato prosigue hablando de una caída o
descenso a un mundo inferior de moralidad y timidez sexual. Uno de los
rasgos de esta caída, decíamos, es la institución de una sociedad patriarcal
(«Gobernará sobre ti»). Otro es el descenso de una forma de vida paradisíaca
a una agrícola. Y una vez más, de las muchas ramificaciones de la imaginería
sexual de la Biblia, en este momento nos interesan dos en concreto: aquella
imagen según la cual lo individual es simbólicamente masculino y lo comunal
simbólicamente femenino, y aquella en la que el centro es simbólicamente
masculino y la circunferencia simbólicamente femenina.
Un claro ejemplo de lo primero es la representación del pueblo cristiano,
la comunidad redimida y la forma cristiana de Jerusalén o Israel, como la
novia de Cristo. Aunque habitualmente sea el hijo de Dios (Éxodo 4, 22), en
el Antiguo Testamento, Israel también es a veces novia, o, como en Oseas y
Ezequiel 16, una prostituta desleal a la que hay que perdonar (GC, p. 168). En
clara vinculación con el relato del Edén —en el que Eva es la esposa
arquetípica y al mismo tiempo proviene del cuerpo adánico— en esta relación
no se diferencia entre esposa e hija. Milton hace que Adán se dirija a Eva
como «hija de Dios y el Hombre». También es de Milton el célebre verso: «El
sólo por Dios, ella por Dios en él». Se trata de una descripción muy atinada de
la relación de Cristo con su Novia redimida, y aparentemente Milton creía que
antes de su caída, Adán estaba en la misma posición hacia Eva y tal vez
también hacia la incólume familia adánica que nunca llegó a materializarse.
La imaginería de centro y circunferencia aparece con toda claridad en la
visión final del Apocalipsis, en la que la Novia es la ciudad de la Nueva
Jerusalén y el Novio el templo en el centro, excepto que a estas alturas no
existe un lugar llamado templo, sino sólo el cuerpo de Cristo. Algo parecido
ocurre con el jardín y el árbol de la vida en su centro.
El proceso de edición pudo ocultar otras imágenes del mismo tipo. En el
relato de la Resurrección que hace Juan en el capítulo 20, Pedro y otro
discípulo, aparentemente el propio Juan, corren a la tumba de Cristo y la
encuentran vacía. Este episodio tiene todo el aspecto de un añadido, obra tal
vez del mismo escritor que añadió el capítulo 21, que parece igual de ansioso
por hacer mención de Pedro y de un adorado discípulo que evidentemente se
identifica con Juan. Si se trata de un añadido, en los cuatro relatos de la
Resurrección las mujeres se reúnen ante la tumba el primer día de Pascua
como descendencia, en nuestra imagen anterior, de la comunidad representada
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como Novia. Cuando en el verso 15 María Magdalena habla a Jesús
«pensando que era el encargado del huerto», el modelo de imaginería que
hemos estado trazando sugiere que al ser ella parte del huerto o jardín, su
suposición era correcta.
Cierto es que cuando empezamos a leer la Biblia por el principio del
Génesis, y nos encontramos con un Dios simbólicamente masculino que crea
una criatura humana aparentemente masculina para a continuación extraer de
él un ser femenino, invirtiendo todos los otros nacimientos, y después
prescribe el dominio masculino sobre el femenino por el hecho de que fue
Eva quien primero sucumbió a la serpiente, tenemos la sensación de
encontrarnos ante un patriarcalismo enloquecido. También habría que
considerar el contexto histórico, y más si es cierto que el Génesis representa
en parte una reacción patriarcal contra los cultos a la diosa-tierra que
probablemente le precedieron. Pero bajo la perspectiva global de la Biblia las
cosas empiezan a parecer muy diferentes.
En primer lugar porque la Caída representó el paso de un modo de vida
paradisíaco a otro agrícola. En El gran código tracé una tabla de imágenes
apocalípticas de la Biblia en la que los árboles y el agua, la imaginería del
oasis, pertenecían a una categoría de existencia paradisíaca, y las imágenes de
cosecha y vendimia a una agrícola. Las imágenes asociadas con la novia del
Cantar de los Cantares forman parte de la imaginería de oasis; para imágenes
de cosecha deberíamos volver al Libro de Rut, en el que se tratan tantos de los
principales temas bíblicos relativos a las mujeres.
En el relato vemos cómo la mujer israelita Noemí sigue a su marido a
Moab, pierde a dos de sus hijos y regresa entristecida a su lugar de origen,
cerca de Belén. Su nuera Rut, que es moabita, insiste en acompañarla: un acto
de lealtad y coraje excepcionales dadas las circunstancias. Rut «espiga» en los
campos de Booz, un granjero local pariente de Noemí: las leyes israelitas
permitían a los indigentes recoger las espigas en los campos. Booz se siente
atraído de inmediato por Rut, y, para acortar más un relato de por sí corto,
acaba casándose con ella. Con el paso del tiempo Rut se convertirá en la
bisabuela del rey David, con lo que este libro está vinculado a David del
mismo modo que el Cantar de los Cantares lo está a Salomón, sólo que de
modo mucho más tenue.
Las imágenes de fertilidad asociadas a la cosecha son más concretas y
próximas a las situaciones humanas que las del Cantar de los Cantares.
Cuando Booz se tumba borracho en el campo, y Rut se pone a dormir a su
lado y le pide que la tape con su manto, se da un deslizamiento de la primitiva
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costumbre de la copulación en el campo como rito de fertilidad. La estrecha
relación entre mito de fertilidad y ritual es una parte de la evolución cultural
de tal relato, y no necesariamente una señal de descendencia histórica directa
(GC, p. 60). Así y todo sugiere un tipo de relato más primitivo en el que lo
femenino busca a su amante, aunque la acometida principal del relato que
tenemos es en la dirección opuesta. En una de sus cartas Keats habla del
placer que le deparó descubrir que Helena era una granuja, Cleopatra una
gitana, y Rut «una artera»[77]. El placer proviene en parte de atisbar una forma
más sencilla y anterior por debajo de su adaptación a una cultura de
predominio masculino.
Uno de los temas del relato de Rut es la costumbre del matrimonio
levirato, prescrito en el código mosaico para proteger a las viudas en una
sociedad patriarcal. El hermano de un muerto, o en su defecto el pariente más
cercano, estaba obligado a casarse con una viuda de la familia para que la
mujer pudiera conservar su estatus de femme couverte, para decirlo con la
expresiva fórmula francesa. El relato más famoso de todos los que ilustran
esta cuestión es el de Tamar (Génesis 38), la nuera de Judá hijo de Jacob y
ancestro epónimo de la tribu de ese nombre. Se nos dice que Er, el marido de
Tamar, era tan malo que Dios lo mató; a continuación la mujer fue dada en
matrimonio al siguiente hijo, Onán, que ha dado al idioma la palabra
«onanismo» por el método que empleaba para mostrar su desacuerdo con el
procedimiento. Sólo que como Dios sí que aprobaba el procedimiento, Onán
también perdió la vida. Tamar debía casarse con un tercer hijo, pero el arreglo
se retrasó, tal vez debido a la poca fortuna que parecía tener ella como esposa.
Lo que hizo fue disfrazarse de ramera para llamar la atención del propio Judá.
Judá cayó en el engaño, pero al descubrir más tarde que Tamar se había hecho
pasar por ramera, mandó quemarla en una hoguera. Tamar desvela el engaño;
la ley del levirato justificaba su disfraz, y la convertía en esposa legítima de
Judá, entrando de este modo, como Rut más tarde, en la línea directa de
sucesión del rey David.
Es evidente que Booz se siente obligado hacia Noemí en razón del
levirato, y transmite esta obligación a Rut, con la que se casará sólo después
de haber despejado los posibles requerimientos por parte de parientes más
próximos. Por lo visto, hacía esto para darle a una extranjera, Rut, el estatus
de una viuda israelita. La relevancia de la situación para la historia de Tamar
sale a relucir gracias al comentario de la comunidad: «Sea tu casa como la
casa de Peres, el que Tamar dio a Judá» (Rut 4, 12).
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Un segundo tema del relato de Rut es el del nacimiento tardío, o cómo una
mujer demasiado anciana para quedarse preñada por causas naturales recibe el
favor especial de dar a luz a un hijo varón (no se registra un interés semejante
por una hija). Tenemos los ejemplos de Isaac, el hijo de Sara y Abraham, de
Samuel, nacido de Ana tras incontables oraciones, y, en el Nuevo Testamento,
de Juan el Bautista, el hijo de Isabel nacido también tardíamente (Lucas 1).
Sara se muestra tan incrédula ante la idea de convertirse en madre a su edad
que se ríe, y su hijo recibe un nombre que sugiere la risa; el marido de Isabel,
Zacarías, inquiere al ángel anunciador «¿En qué lo conoceré?», y es castigado
con la mudez hasta que nace su hijo. (Algunos versículos más adelante el
arcángel Gabriel le dice a María que tendrá un hijo a pesar de ser virgen; ella
inquiere «¿Cómo será esto?», pero no le ocurre ninguna desgracia. Está claro
que los ángeles tienen temperamentos distintos.)
Rut es una mujer joven, pero cuando nace su hijo los vecinos la felicitan
con una frase curiosa: «Le ha nacido un hijo a Noemí» (4, 17). Un aspecto del
relato, por consiguiente, es la secuencia de aflicción, exilio, retorno y
rehabilitación en la vida de Noemí, cuya historia pasa a ser la de Israel en
miniatura. En un sentido paralelo la propia Rut sería una Noemí rejuvenecida,
una madre que rejuvenece al crecer y vuelve a ser novia. De hecho todo relato
de un milagroso nacimiento tardío implica un tema paralelo de
rejuvenecimiento.
Un tercer tema sería el de la eliminación de las manchas reales o
implícitas del carácter de la novia. Tamar es acusada de adulterio y a duras
penas evita morir en una hoguera, Daniel defiende con éxito a Susana de las
difamaciones de los mayores, y un tema similar se esconde detrás del
Nacimiento Virginal (Mateo 1, 19). Si tenemos en cuenta la ambivalencia en
la consideración de los matrimonios mixtos en el Antiguo Testamento, la
nacionalidad moabita de Rut equivale prácticamente a una mancha. En el
tiempo de Ezra y Nehemías, todos los judíos que regresaban casados con una
extranjera eran compelidos a deshacerse de ellas, y muchas veces se ha dicho
que el relato de Rut acentúa su significación política y liberal al situarla en la
línea de David. Tanto Moisés como José se casaron con mujeres extranjeras;
incluso Raquel, la madre simbólica de Israel, robó al casarse los al parecer no
demasiado israelitas ídolos familiares de su casa (Génesis 31). Pero el
matrimonio de Moisés fue condenado por aquellos que le rodeaban, y uno de
los pseudoepígrafes[78] lava el matrimonio de José con la egipcia Asenath
recurriendo de antemano a la milagrosa conversión de la mujer. Presente
tenían siempre el horrible ejemplo de Salomón, cuyas mujeres lo persuadieron
Página 191
para que construyera templos a Moloch y otros dioses falsos. El salmo 45, que
aparentemente celebra la boda entre un rey israelita y una princesa tiria,
exhorta seriamente a la princesa para que olvide su linaje tirio.
Los moabitas, además de los amonitas, ocupaban un puesto muy elevado
en la interminable lista de pueblos odiados por los israelitas, y fueron
excluidos de su comunidad durante siete generaciones (Deuteronomio 23, 3).
Una parodia del tema del levirato la encontramos en el relato de las uniones
incestuosas de Lot con sus dos hijas (Génesis 19), que trajeron como
resultado a los moabitas y a los amonitas. De ahí que la nacionalidad moabita
de Rut resultara tan subversiva, aunque después de que el libro pasara a ser
canónico, los inevitables comentaristas se apresuraron a explicar que la ley
deuteronómica no se aplicaba a las mujeres.
En el mismo Cantar de los Cantares, algunas de las afirmaciones de la
novia o asociadas a ésta parecen difíciles de explicar sin pensar en referencias
a la extranjería y otros asuntos no demasiado recomendables para los patrones
aceptados. Uno se pregunta, por ejemplo, sobre la afirmación de la novia
«¡Mi propia viña no la había guardado!», o por el sueño en el que es golpeada
por los vigilantes cuando va en pos de su amado. Dice «negra soy pero
graciosa»: puede que eso sólo signifique que ha pasado tiempo expuesta al
sol, y que por consiguiente ha adquirido, por decirlo así, una pátina de
fertilidad. También es vagamente posible que «negra soy pero graciosa»
realmente signifique «negra soy pero graciosa» y pretenda sugerir un origen
sureño. En la dimensión salomónica del poema a la novia siempre se la ha
asociado con la reina de Saba, la «reina del sur», como la llama Jesús. En
Números 12, se dice que Seforá, la mujer de Moisés, es una «kusita», término
que independientemente de lo que signifique en este contexto, se aplicaba a
los etíopes (así aparece en la Versión Autorizada).
El tema del origen étnico extranjero para simbolizar algún tipo de tara
moral se vincula con el de la ramera perdonada que he mencionado en otro
lugar (GC, p. 169). En la genealogía de Jesús con la que se abre el Evangelio
de Mateo, se nos dice —por primera y única vez— que el nombre de la madre
de Booz era Rajab (1, 15). Si, como muchos comentaristas piensan, se trata de
la celebrada ramera de Jericó, se la menciona dos veces aprobadoramente en
el Nuevo Testamento como un modelo de fe y buenas obras (Hebreos 11, 31;
Epístola de Santiago 2, 25). En Paradiso IX, Rajab aparece en el círculo de
Venus, en el Emite de sombra de la tierra.
El reverso de este tema es el de la mujer israelita que derrota a los
enemigos de Israel. El relato más conocido de este tipo es el de Ester —la
Página 192
reina, o más probablemente una concubina del rey de Persia— quien libra a
su pueblo de la amenaza de genocidio y triunfa sobre sus enemigos. La
historia de Judit, y por extensión de Jael, en la canción de Débora, representa
versiones más crudas pero pictóricamente más interesantes del mismo tipo de
historia.
La literatura secular, desde los cuentos populares hasta nuestro tiempo,
abunda en temas de rejuvenecimiento o referidos a la eliminación de rasgos
indeseables, relacionados, por regla general, con la heroína. El relato La
comadre de Bath, de Chaucer, es un ejemplo conocido, y el mismo principio
explica el éxito que sigue teniendo La fierecilla domada, de Shakespeare, por
ridícula que sea su ideología sexista (que ni siquiera se tomó demasiado en
serio en su día). Me he referido muchas veces al tema de la nueva comedia
griega —crucial en Un cuento de invierno— de la heroína que puede casarse
con el héroe porque en realidad no es una prostituta-esclava o una zagala sino
una joven de familia noble que fue abandonada o secuestrada. Pero creo que
un aspecto aún más importante de tales motivos se esconde en la canción de
triunfo de Ana cuando por fin nace su hijo Samuel:
Yahveh enriquece y despoja,
abate y ensalza.
Levanta del polvo al humilde,
alza del muladar al indigente
para hacerle sentar junto a los nobles…
(I Samuel 2, 7-8).
Este tema se repite en el Magníficat (Lucas 1, 52-53), que en parte tiene
su origen en la canción de Ana (GC, p. 211).
Lo que aquí se sugiere es que los temas reunidos en el Libro de Rut y
otros lugares, temas conectados con la posición de las mujeres en la historia
bíblica, como el levirato y los nacimientos tardíos, tienen una dimensión en la
que la mujer se abre a una especie de humanidad proletaria, resistente,
continua, explotada, a la espera de la emancipación en un mundo hostil: en
resumen, un Israel liberado de Egipto.
El énfasis puesto en el levirato, y las frecuentes referencias a viudas,
refuerzan la suposición de que la viuda es en cierta medida una imagen de
Israel en el exilio (Lamentaciones 1, 1) o, más universalmente, de la
humanidad en el curso de la historia. Figuras de mujeres solas y amenazadas,
en peligro constante de ser privadas de protección, recorren la Biblia desde
Página 193
Agar, en Génesis 21, a la mujer coronada de estrellas, en Apocalipsis 12. En
estas dos instancias la vida del hijo es asimismo un daño inminente. Este
aspecto revolucionario de las relaciones sexuales entre hombres y mujeres
sugiere que el linaje patriarcal acaba por invertirse, pasando a ser no un
matriarcado sino una sociedad en la que el amor vuelve a todos iguales. La
metáfora del cuerpo-jardín sigue resultando apropiada en este contexto,
porque la naturaleza también es explotada, fértil y paciente.
Me refería antes a la pregunta sobre el matrimonio que los saduceos
hicieron a Jesús, en realidad una pregunta sobre el levirato en el mundo
espiritual. Supóngase que una mujer ha tenido siete maridos: «En la
resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete
la tuvieron por mujer». La respuesta de Jesús es: «Cuando resuciten de entre
los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como
ángeles en los cielos» (Marcos 12, 25). Aquí hay que resaltar tres puntos.
Primero, que los saduceos sostienen que la resurrección no existe, y su
escepticismo es contemplado obviamente con desaprobación; pero como
Jesús aún está vivo tienen toda la razón según la doctrina cristiana que dice
que no hubo resurrección hasta que tuvo lugar la de Jesús. Tal vez el escritor
de los Evangelios tenga una concepción de la resurrección que la doctrina no
ha entendido. Segundo, que es posible que la médula de la respuesta de Jesús
sea una negativa a aceptar la suposición implícita en la palabra «tuvieron».
Tercero, que aunque para muchos lo obvio era pensar que los ángeles eran
asexuados —«ángeles estériles», los llamaría Donne— la deducción no es
obligatoria.
En El paraíso perdido Adán le pregunta a bocajarro a Rafael si los
ángeles tienen relaciones sexuales, y aunque Rafael se sonroja y sale
corriendo sin responder queda bastante claro que ni Adán ni el propio Milton
están convencidos de la esterilidad de la vida angélica. Según el mismo
poema los espíritus pueden cambiar de sexo siempre que quieran (I, 423), y
puesto que parece haber ángeles jóvenes y ancianos (III, 636), versiones
como, por ejemplo, la de Ursula K. Le Guin en La mano izquierda de la
oscuridad recuerda a Milton. Blake, tal vez pensando en alguna especulación
o visión de Swedenborg, subraya sardónicamente que en la eternidad
Embracings are comminglings from the head
even to the feet,
And not a pompous high priest entering by a secret place.[*] [79]
Página 194
Yeats es autor de especulaciones semejantes, así como de un delicioso
poema titulado Solomon and the Witch, en el que sostiene que una relación
sexual perfecta restauraría la Edad de Oro. Sin embargo, hay algo que aún
parece imperfecto, y el último verso es el grito de la reina: «¡Oh, Salomón!
intentémoslo de nuevo». Fijémonos en dos cosas. En primer lugar, que
estamos ante la misma divergencia de visión de siempre entre los que
incluyen y los que excluyen la experiencia sexual de la escalera de amor. Y,
en segundo lugar, que la afirmación de Blake, al menos, parece sugerir que el
sexo espiritual tiene más de polimorfo que de estrictamente genital.
Esto último roza el tema del ascenso del amor como una vuelta a un
estado infantil de unión extática con la madre, o, en un lenguaje religioso más
tradicional, como una nostalgia por el paraíso perdido del Edén. En Vaughan
y Thomas Traherne, y con más fuerza incluso en la Oda: indicios de
inmortalidad, de Wordsworth, la infancia representa un estado de inocencia
más próximo al edénico que el que podamos alcanzar durante la vida adulta.
Recordemos que al ascender por la montaña del Purgatorio, Dante viaja hacia
atrás en el tiempo, hacia su propia infancia como hijo del incólume Adán. Un
poema moderno que se sirve de una convención paralela es Fern Hill, de
Dylan Thomas, en el que, a la vista de imágenes como aquellas con las que
hemos venido tratando, no nos sorprende oír ecos de la Anunciación y el
Magníficat, el Cantar de los Cantares y, por supuesto, el propio relato del
Edén. Sólo un oído muy atento captará los ecos de Lucas 1, 28 y del Cantar
de los Cantares 2, 5 en el verso «And honored among wagons I was prince of
the apple towns», pero los ecos se encuentran ahí, porque wagons rima con el
flagons de la Versión Autorizada del verso del Cantar de los Cantares.
Por consiguiente una forma coherente de la búsqueda de amor parece ser
el viaje para identificarse con el niño dios del amor, ya sea el niño Jesús en
los brazos de su madre o el niño Cupido jugueteando en torno a Venus. Ya
Sócrates nos decía que Eros es tanto el más joven como el más anciano de los
dioses. En otro lugar he hablado (GC, p. 183) de la búsqueda edípica como la
versión trágica de la cristiana: un punto de vista que sirve de base a buena
parte del simbolismo de Yeats. El Edipo que mata a su padre y posee
sexualmente a su madre es la figura contrastada del Cristo que apacigua al
Padre y rescata a una novia que, como acabamos de ver, simbólicamente está
muy próxima a la madre.
TRES
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El contraste entre Cristo y Edipo plantea otra dimensión de imaginería sexual.
En el capítulo anterior veíamos que la escalera de Jacob y las imágenes
paralelas que conectaban la tierra y el cielo tenían su parodia demoníaca en la
Torre de Babel. De esto pasábamos al ciclo de ascensión y caída de los
imperios, representado en épocas más recientes por la rueda de la fortuna. La
ascensión en pos del amor y la belleza también tiene su parodia demoníaca: el
ciclo sadomasoquista, en el que lo femenino tiraniza a lo masculino y
viceversa. Aquí también suele conservarse el vínculo metafórico entre la
naturaleza y lo femenino.
En este libro y en el que le precedió se sugiere que, en la Biblia, Dios es
simbólicamente paternal en parte porque la naturaleza es simbólicamente
maternal, y la madre es el pariente del que debemos desprendernos para
nacer. Cuando la madre es madre naturaleza, tenemos un culto a la diosa
tierra, indicativo de una sociedad humana en un estado embrionario,
aprisionada de forma distinta en un ciclo natural de la vida, la muerte y el
renacimiento. Cuando Adán cae, deshace al menos medio camino en el ciclo
de la naturaleza, y dos episodios en el relato del Génesis señalan en esta
dirección: la maldición del suelo (adamah) que da origen al adán, y la
maldición de la serpiente, cuya capacidad para mudar la piel la convierte en
un emblema admirable del ciclo de la muerte y la renovación.
La diosa blanca de Robert Graves subraya la imaginería del culto cíclico
a la diosa tierra resconstruyéndolo a partir de fuentes clásicas. En un poema
estrechamente relacionado, To Juan at the Winter Solstice, el «auténtico rey»
es elegido por la diosa blanca, que se aparea con él en primavera. Al llegar el
otoño lo abandona y lo convierte en una víctima sacrificial, después de lo cual
la diosa blanca renueva su juventud y virginidad con el invierno y, tras borrar
los recuerdos del año anterior, está lista para un nuevo amor en la primavera
siguiente. Parece claro que el mito se basa en la continuidad de la fertilidad en
el interior de la tierra en contraste con lo que cada cierto tiempo crece de ella,
que es cortado durante la cosecha y la vendimia.
Los grandes poemas referidos a matrimonios reales, como el Cantar de los
Cantares, pertenecen, según Graves, a un episodio de este ciclo; los poemas
sobre sirenas escurridizas y tentadoras, a otro; los poemas sobre crueles
amantes que matan de desdén a sus pretendientes, como la balada de Barbara
Alien o los cuentos de hadas con madrastras siniestras, a otro distinto. La
poesía amatoria isabelina es en buena media un coro de lamentaciones sobre
la crueldad y el desdén de las amantes. Hay amantes que lo inundan todo —
todo lo que pueden— con su elusividad, como la amante «esquiva» de
Página 196
Marvell. Mientras que alguna de estas mantis religiosas míticas llegan al
extremo de coleccionar amantes muertos, como la amante de la que se habla
en la canción de Campion, When thou must borne to shades of underground.
El retrato más obsesionante de esa figura en la literatura de ese período —y
tal vez en toda la historia de la literatura— es la Cleopatra de Shakespeare, a
quien al final vemos aparentemente muerta con la minúscula serpiente en el
pecho, pero tal vez sólo dormida y presta para «atrapar a otro Antonio».
Los poetas románticos y los posteriores también se interesaron por las
figuras de femme fatale: la Medusa en Shelley y la Salomé que sostiene la
cabeza cortada de Juan el Bautista en Oscar Wilde y otras fuentes, dramatizan
las tendencias castradoras. La Belle Dame sans Merci de Keats, que toma su
título, aunque no su tema, de un poema medieval de lo más inofensivo, nos
habla de un infierno de amantes malditos en el escenario de un desnudo
yermo. Las oscuras y gigantescas mujeres de Charles Baudelaire asimilan la
figura a la vasta inconsciencia del entorno natural. El poema Horus de Gérard
de Nerval nos devuelve al contexto mitológico de Graves: cuando la diosa Isis
descubre que su compañero de lecho es un rey anciano, lo deja y sale en
busca de un compañero más joven. Como cabría esperar, la femme fatale a
veces se asocia con la Eva posterior a la Caída: esa asociación aparece en el
largo poema de Valéry, Ébauche d’un serpent (y es asimismo una de las
hebras del complejo entramado de La jeune parque). Tampoco aquí serviría
ver rasgos psicológicos individualizados de misoginia en ello.
La diosa blanca se representa muchas veces como una forma triple de
fatalidad, al igual que las parcas griegas y los norns escandinavos, que se
identifican con el pasado, el presente y el futuro del tiempo. El espacio cubre,
como dice Keats[80], cielo, tierra e infierno, como la «Triple Voluntad», en la
expresión de Graves, formada por Cynthia, la luna; Diana, la cazadora virgen
de los bosques; y Hecate, la reina del infierno. Sus colores son el rojo y el
blanco del amor, y el negro de la muerte. En la literatura inglesa encontramos
una evocación muy obsesiva de la «triple voluntad» en el poema de
Tennyson, The Hesperides, que, arrepintiéndose más tarde, omitió de la
recopilación de sus poemas, tal vez porque le asustaba. Tenemos a tres
hermanas que en compañía de un dragón y un «Padre Hesper», guardan la
manzana dorada de un invasor oriental aparentemente vinculado a algún
avance del progreso humano. Las hermanas están aterrorizadas pensando que
si roban la manzana «el mundo será demasiado sabio» y se regocijará en el
misterio que mantiene bajo sujeción a la raza humana:
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The world is wasted with fire and sword,
But the apple of gold hangs over the sea.[*]
Pero la luz que parece avanzar a paso firme desde el este los llena de
consternación.
Blake llama a la diosa blanca la «voluntad femenina», y en su poema The
Mental Traveller encontramos un ciclo que difiere en algo del de Graves, un
ciclo más ajustado a una visión cíclica de la historia semejante a la de Vico.
En este poema se nos habla de los ciclos de la civilización sirviéndose de una
imaginería en la que la humanidad viene representada por una figura
masculina y la naturaleza por una femenina. Pasan por lo que parece una
relación madre-hijo, novio-novia y padre-hija, con la figura masculina
envejeciendo al tiempo que la femenina rejuvenece; pero ninguna de estas
relaciones es genuina. La madre es una vieja enfermera que en los libros
proféticos recibe el nombre de Tirzah: es la madre natural, el aspecto de la
naturaleza que estrecha los límites de la percepción hasta el extremo de ver el
nacimiento en este mundo como una mutilación. La novia no es tanto una
novia como alguien «destinado» al placer del héroe, en una vaga parodia del
Cantar de los Cantares; la hija no es tal hija y se va del hogar. En ese punto la
figura femenina rompe el ciclo, y la masculina sale en busca de otra, que
completará el ciclo devolviéndolo a su inicio.
La misteriosa segunda parte de este poema se entenderá mejor si
recurrimos al tratamiento más detallado que recibe en los libros proféticos.
Blake no sólo creía que la explotación del trabajo humano era moralmente
mala; le parecía igual de mala la explotación ilimitada de la naturaleza, en la
que también veía operar las mismas paradojas amo-esclavo. Cuanto mayor
«dominio» adquiere el hombre sobre la naturaleza, más esclavo se convierte
de un orden natural cerrado que probablemente traerá como consecuencia, en
la frase de Blake, «engañar a la infancia»; y dar comienzo una vez más al
elusivo y frustrante ciclo. En Blood and the Moon, de Yeats, una torre circular
irlandesa pasa a ser una suerte de falo que señala a una luna sin tacha, fuera
del alcance de un ciclo compuesto por el poder manchado de sangre del
guerrero, que tan a menudo muere en plena madurez, y la sabiduría, que es
«la propiedad de los muertos».
Muy vinculado a este complejo mítico está el tema de los héroes que son
traicionados o caen en desgracia por una mujer. El gran ejemplo bíblico es
Sansón traicionado por Dalila. La razón mitológica para esta convención es
que los héroes carecen de alguna cualidad de madurez esencial, lo que viene
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simbolizado por esa desgracia de inspiración femenina. Tanto Hércules como
Aquiles viven episodios en los que caen bajo el dominio de las mujeres, y la
dependencia curiosamente infantil de Aquiles por su madre Tetis es descrita
de forma explícita en la Ilíada. Coriolano, el más «macho» de los héroes de
Shakespeare, también depende en buena medida de su madre. La agresividad
en la guerra parece ir acompañada de una debilidad en el amor que antes o
después transforma la destructividad en autodestructividad, la valkiria que
escoge los muertos y se esconde detrás del campo de batalla.
Sin embargo, el ciclo sadomasoquista es fácilmente reversible, y si
tenemos a Dalila y Deianeira, también tenemos a Ifigenia y a la hija de Jefté,
mujeres sacrificadas a lo que resultaría lícito tildar de antojos masculinos. La
conclusión del episodio de la hija de Jefté (Jueces 11, 40) nos dice que su
tumba se convirtió en un lugar de culto para las mujeres, que iban allí a
lamentarse cuatro veces al año. La tradición literaria occidental, tan dominada
por los hombres, está salpicada de heroínas cuyas vidas han sido traicionadas
y arruinadas por amantes insensibles. Sus reacciones van desde la ferocidad
de Medea hasta la práctica autodestrucción de Ofelia.
La literatura moderna en su conjunto parece confirmar la conclusión del
brillante análisis de Kierkegaard[81] sobre el Don Giovanni, de Wolfgang
Amadeus Mozart, en el sentido de que lo estético-erótico se apoya en una
limitación inherente, que la búsqueda sexual como fin en sí mismo parece
tender a la posesión más que a la unión, por lo que inevitablemente acaba en
el ciclo sadomasoquista. La propuesta de algunos freudianos (entre los que no
se contaba el propio Freud) de regresar al estado de inocencia liberándose del
sentido de culpa inherente al acto sexual parece una fruslería simplista, puesto
que la sensación de inadecuación de la relación sexual como fin en sí mismo
está demasiado arraigada para que un remedio semejante pueda surtir efecto.
El Cantar de los Cantares nos dice que el amor es tan fuerte como la muerte,
pero añade a continuación que los celos son tan crueles como la tumba, y las
relaciones sexuales en sí parecen inseparables, según el testimonio de los
poetas, de la tensión de los yoes, la sensación de propiedad y posesión, los
miedos del estatus.
En el mito del amor, como en el mito de la sabiduría en el capítulo
anterior, tenemos tres elementos. Uno es la parodia demoníaca, ciclo de celos
posesivos dramatizado en todas las convenciones de amantes crueles o femme
fatale, en las que las mujeres suelen tiranizar a los hombres, al menos cuando
son estos quienes escriben los poemas. Otro elemento es la adaptación
ideológica del mito, que tradicionalmente adopta la forma de una institución
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social dominada por la imaginería del incesto-tabú y las metáforas de
autoridad paternal y maternal, en las que se aparta del sexo físico tanta
actividad espiritual como sea posible. La vida sexual permitida viene regulada
por la estricta monogamia y su función primaria es la de traer niños al mundo
(aunque en ocasiones también admita la repulsiva expresión «para liberar la
concupiscencia»). El interés primario de la variación que nos ocupa es, claro
está, el sexual; desde el punto de vista de ese interés lo realmente importante
es la experiencia sexual en sí, y traer niños al mundo es sólo una consecuencia
incidental. Esto nos deja con el mito auténtico, simbolizado por la hierogamia
o matrimonio sagrado, que tiene varios aspectos distinguibles.
El primero de estos aspectos es la hierogamia de Adán y Eva en el Edén,
puesto que, naturalmente, allí no había nadie aparte de ellos. En los
Evangelios, Jesús propone este compromiso de por vida como el modelo
mítico para el matrimonio entre hombres (Mateo 19, 6). Este modelo
distingue entre encuentros sexuales ocasionales fundados en el puro reflejo
mecánico y las uniones sexuales que individualizan a ambos amantes. En la
vida real las uniones sexuales dependen fundamentalmente del azar, y el ideal
de que todo matrimonio debe ser un matrimonio sagrado, fuerza las leyes del
azar hasta un punto intolerable (ésta es al menos la base de la argumentación
de Milton en defensa del divorcio). En literatura el modelo monógamo
sobrevive en la convención de las comedias antiguas según la cual una vez
superados los problemas que plantea la acción cómica en sí, los jóvenes
amantes vivirán juntos para siempre.
Pero la auténtica hierogamia del Nuevo Testamento sería la del Cristo de
la ascensión, como Novio, y su pueblo redimido, la Novia. En la literatura
mística esta relación está tan presente como la relación monógama. Los
escritos de los santos y místicos del amor divino tienen un componente
altamente erótico, algo que cobra especial relieve cuando se trata de una
mujer. Cuando el impacto de Freud aún era reciente, se pensaba que este
componente erótico en cierta medida devaluaba las experiencias, en lugar de
establecer el principio de que el amor espiritual no evita el erótico sino que
parte de él. Así, también la compenetración espiritual parte de la unión
simbolizada por la carne única del estado matrimonial (Génesis 2, 24).
En el Apocalipsis, sin embargo, el simbolismo es diferente: el Novio tiene
numerosas novias, masculinas y femeninas, y Cristo (el Novio) es el principio
de unidad o individualidad, mientras que la Novia representa el principio de
comunidad. El tipo del Antiguo Testamento es el amor de Salomón por la
sulamita, ligado a un Salomón histórico relacionado con mil y una mujeres:
Página 200
setecientas esposas, trescientas concubinas (I Reyes 11, 3) y la reina de Saba.
Si anteriormente en este capítulo he aludido a algunas despreocupadas
especulaciones poéticas sobre uniones sexuales en el mundo espiritual, era
para dejar constancia de la fluidez de la personalidad en un mundo semejante,
en el que la paradoja de El éxtasis de Donne, de dos cuerpos esforzándose por
convertirse en una carne sin lograrlo nunca, ya no funciona. El amor de los
niños o los jóvenes, como parte de la comunidad, es un aspecto esencial de
esto, ya que aquí lo relevante no es sólo su cuidado y crianza sino también su
educación, o integración en el grupo. La solicitud de Sócrates con los jóvenes
de Atenas forma parte de un ideal educativo, pero también se ve con bastante
claridad el impulso erótico que se esconde detrás.
Detrás de la hierogamia del individuo y la comunidad está la metáfora de
la novia-jardín (o huerto) en la que el Novio representa a la humanidad y la
Novia a la naturaleza. En los próximos dos capítulos nos aguardan algunas de
las complejidades de esta concepción de la naturaleza. Lo que aquí nos
importa es el oasis-paraíso de jardines y fuentes derivadas del Edén bíblico y
del Cantar de los Cantares. Puede que se trate de una visión imposible
idealizada de un aspecto muy domesticado de la naturaleza, sobre todo
cuando en Isaías se hace extensivo a un mundo en el que el leopardo duerme
junto al cabrito (11, 6). Pero se trata del núcleo imaginativo mediante el cual
se intenta expresar que habría que amar y cuidar la naturaleza; el primer paso
para pensar que explotar la naturaleza es casi tan malo como explotar a otros
seres humanos. Cierto es que, por razones históricas que ya hemos visto, la
propia Biblia es en buena medida responsable de promover una concepción de
la naturaleza presta a ser dominada por la arrogancia humana. En tiempos más
modernos, el contacto con sociedades supuestamente primitivas, y la
comprobación del extremo cuidado con el que tratan la tierra que los
mantiene, ha servido para ver lo sesgada que resulta en muchos puntos
nuestra ideología tradicional a este respecto. Pero es que en la Biblia ni
siquiera la metáfora de la novia-jardín se dirige a asociar la naturaleza con el
amor, y me pregunto si será accidental que el feminismo y la ecología se
situaran en un primer plano de las inquietudes sociales aproximadamente al
mismo tiempo. La «Introducción» a las Songs of Experience, de Blake, se
centra en una «Tierra» femenina que recibe el nombre de «Alma extraviada»
porque incluye al primer adán y al jardín del Edén. Toda la literatura está
salpicada de patrones románticos en los que un héroe masculino libera a una
figura femenina que a veces, como en el arquetipo de la bella durmiente,
incluye asociaciones de fertilidad. Como también hay una secuencia de mitos,
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entre los que se incluye el relato de Isis, en la que el poder de redención es
femenino. Nuestra tradición, dominada por lo masculino, tiene mucho que ver
con esa extendida asociación del cielo con lo masculino y la tierra con lo
femenino, que ya habíamos resaltado en El paraíso perdido. Esta tradición es
en parte un accidente de una cultura específica: si los pueblos semíticos
occidentales hubieran tenido una mitología que, al igual que la egipcia,
empezara con un cielo femenino y una tierra masculina, es probable que las
convenciones hubieran diferido en consecuencia.
Otro aspecto simbólico de la hierogamia se basa en el hecho de que Eros
es el creador de todas las artes, y los poderes procreadores del hombre se han
asociado con sus poderes creadores durante siglos. La convención conocida
como Amor Cortés, que ya hemos mencionado, adoptaba el ideal monógamo
del Nuevo Testamento pero (al menos en sus primeros estadios) separándolo
del matrimonio. La amante del Amor Cortés, en este modelo, es el foco de
todo esfuerzo creador, el florecimiento del amor en la energía y el esfuerzo de
creación, como en el famoso pasaje de Chaucer:
The lyf so short, the craft so long to lerne,
Th’assay so hard, so sharp the conquerynge,
The dredful joye, alwey that slit to yeme:
Al this mene I by Love.[*] [82]
La escalera del amor, como la escalera de la sabiduría, lleva a un mundo
que no es ni el mundo objetivo de la ciencia ni el mundo subjetivo de la
psicología, aunque se interpenetra con ambos. El cosmos del amor es un
cosmos que nos recuerda su vínculo etimológico con «cosmético»: esto es,
contiene las categorías de belleza y fealdad. Estas categorías, una vez más, no
son objetivas ni pueden ser cuantificadas, pero tampoco son subjetivas, como
en el fácil axioma de que la belleza se encuentra en el ojo del espectador,
axioma que pasa por alto el papel del consenso social en este tipo de orden.
Como señalaba Matthew Arnold, hay muchas cosas que no son vistas en toda
su realidad hasta que son vistas en toda su belleza. A lo que John Ruskin y
William Morris añadían que gran parte de la civilización humana —y en
especial, para ellos, la civilización victoriana— no podía ser vista en toda su
realidad hasta ser vista en toda su fealdad.
El término «belleza» siempre está sujeto a fuertes presiones ideológicas, y
en todo momento es confinado a lo superficialmente atractivo, a lo que nos
recuerda algo agradable o se conforma a reglas de moda. El progreso de la
crítica tiene mucho que ver con el reconocimiento de la belleza en una
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variedad cada vez mayor de fenómenos, situaciones y obras de arte. Lo feo,
en proporción, tiende a convertirse en aquello que viola un interés primario.
Incluso entonces, por supuesto, tenemos que hacer alguna distinción
elemental: un niño que pasa hambre no es algo feo, mientras que sí lo es el
hambre en sí. Hay otras categorías semejantes del cosmos imaginativo —el
sentido del humor, por ejemplo, también forma parte del sentido de la
realidad— que no se alinearán con una antítesis subjetivo-objetivo. Una
perspectiva aún más amplia se abre en la Crítica del juicio, de Immanuel
Kant, que vincula la experiencia de la belleza y esa misteriosa sensación de lo
teleológico, la intuición de un propósito en la creación, que no podemos
demostrar pero que nos sigue remordiendo la conciencia con la sensación de
que dejamos algo fuera.
En todo caso, la percepción de una hierogamia en la que el Novio es amor
y la Novia belleza, nos lleva a descubrir la realidad de la belleza. Por
incongruente que pueda parecer aplicar la palabra belleza a una obra de arte, a
un campo de flores y a una joven hermosa en biquini, lo cierto es que la
belleza es algo que, como sostenía Wordsworth, en parte percibimos y en
parte creamos, algo tan propio del arte como de la naturaleza. Y mientras en
nuestras concepciones del amor y de la belleza el vínculo central de descenso
es platónico, encontramos marcados atisbos de un mundo de belleza
semejante en los profetas del Antiguo Testamento y en los Evangelios (GC,
p. 101). Como sucede con otros mitos, pronto nos vemos pasando de la Biblia
a la gran escena de reconocimiento del mito que se oculta detrás de la
totalidad de la creación humana. Señalábamos antes, que los dioses,
personalidades y al mismo tiempo fuerzas naturales, se encontraban entre las
primeras creaciones humanas, y que fueron borrados de la Biblia porque el
hombre los trasladó a poderes externos. Pero sobrevivieron en las artes y
están prestos a volver en cualquier momento con renovados modos de ampliar
la expresión de nuestras energías y visión. A su cabeza se encontrará Eros, el
más anciano y más joven de los dioses, a quien en el relato de Apuleyo la
Psique humana aparta de sí, pero que sigue presentándose cada vez que los
pájaros empiezan a trinar.
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7. Tercera variación: la cueva
UNO
Hemos visto dos aspectos importantes de la relación entre este mundo y otro,
metafóricamente más elevado, de conciencia y experiencia intensificadas.
Uno de estos aspectos pone el acento en la sabiduría y la palabra, el otro en el
amor y el espíritu. Considerada como un todo, esta relación podría
representarse recurriendo a un tipo de axis mundi, una de las metáforas que
informan y disponen la realidad a partir de los intereses humanos primarios.
Ahora tenemos que considerar las imágenes que ilustran la relación entre este
mundo y otro inferior. Nos encontramos una vez más con una conciencia
engrandecida y expandida, correspondiente a la escalera de Jacob, con
adaptaciones ideológicas de ésta como la cadena del ser y con parodias
demoníacas que se corresponderán a la Torre de Babel.
Conectábamos asimismo los dos tipos de escalera a mundos superiores
con los dos mitos de creación del Génesis. En el relato de la caída de Adán y
Eva en la versión J, la metáfora de «caída» sugiere un descenso del tipo
equivocado. Al observar las imágenes contrastadas de la escalera de Jacob y
la Torre de Babel, veíamos que la última se modulaba en una visión cíclica de
la historia, conocida más tarde como rueda de la fortuna. En la literatura
medieval, tragedia era sobre todo la caída de un héroe desde lo alto de la
rueda de la fortuna, o de una altura similar. La imagen persiste, sin apenas
cambio mítico esencial, hasta tan tarde como en La pirámide, de William
Golding. La ascensión a montañas y torres, normalmente para caer de ellas, es
también un tema central en Henrik Ibsen, desde la temprana Brand hasta El
maestro constructor Jan Gabriel Borkman y Cuando los muertos
despertemos. A decir del monje de Chaucer, esta tragedia es una repetición de
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la caída original de Adán (más estrictamente de Lucifer, un tema diferente
que examinaremos en el siguiente capítulo). El hombre cae a un mundo
cíclico en el que toda vida termina en la muerte, renovándose sólo mediante
una metamorfosis.
Desde los tiempos del Nuevo Testamento hasta el siglo XVIII, los temas
literarios de descenso han visto obstaculizado su desarrollo metafórico
completo por derivaciones ideológicas —como la cadena del ser— que
apenas si dejan lugar para los descensos creadores. Los temas de descenso, tal
como los encontramos en Dante y Milton, son simples descensos a la muerte
y el infierno.
El infierno posmortem de tormento eterno creado por la cristiandad —en
el que eterno significa interminable en el tiempo— ha desaparecido en buena
medida de nuestro cosmos metafórico, por mucho que algunos racionalistas
desesperados insistan en que sigue estando en su sitio a pesar de que allí no
haya nadie. Más bien deberíamos imaginar el infierno como una construcción
humana en la superficie de esta tierra, en cuyo interior tiene lugar gran parte
de nuestra historia. Al igual que el infierno de Dante, tiene unos suburbios
relativamente confortables y espiritualmente solitarios, pero en la literatura
irónica ni siquiera éstos perviven. Un infierno semejante es inferior pero sólo
por el simple hecho de parecerse tanto al mundo en que vivimos.
Sartre dice que el infierno son los otros, y Blake que es el encierro en la
prisión de los deseos insatisfechos. Las dos afirmaciones no son
incompatibles: relacionan respectivamente el aspecto social y el individual del
mismo estado. El infierno es el mundo de la muchedumbre solitaria, o, de
forma más virulentamente infernal, la masa. Hay otra gente, pero no hay
comunidad; hay soledad pero no hay espacio individual. El Satán de Milton
cae hacia abajo, a un mundo que él sabe que tiene que ser el infierno por la
presencia de otros ángeles rebeldes, pero al mismo tiempo cae hacia dentro, a
un estado claustrofóbico que Kierkegaard llama cerrazón. Se refiere a esto
cuando dice «yo mismo soy el infierno». Una vez caemos en la cuenta de que
el infierno es el mundo en que nos vemos obligados a vivir por nuestra
perversidad o la locura y crueldad de los otros, queda abierto el camino para
descensos creadores que nos llevan mucho más abajo que el infierno. Hay dos
variedades principales de descenso creador: de nuevo la social y la individual.
Una obra comúnmente aceptada sobre la religión prebíblica de
Mesopotamia[83] señala que durante ese período los dos temas míticos más
prominentes eran el matrimonio sagrado y el descenso al mundo inferior. El
mundo inferior es el mundo de los muertos, pero no de una simple muerte:
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siempre se da cierta sensación de supervivencia y una forma continuada de
existencia; un reino de los muertos, por vago o carente de sustancia que éste
sea. En el Antiguo Testamento existe un mundo inferior similar llamado Seol
y que suele traducirse por «sepultura», aunque su concepción es mucho más
amplia. Se parece más al Hades griego que al infierno desarrollado con
posterioridad en la teología cristiana.
La invocación de Tiresias desde el Hades en la Odisea XI tiene su
paralelo bíblico en el relato de la invocación de Samuel por la pitonisa de
Endsor a requerimiento del rey Saúl (I Samuel 28). Sorprende más el
contraste con la escena homérica que el parecido. Se ve claro que la pitonisa
está acostumbrada a las vagas entidades que flotan por su mundo, lista para
reclamarles la presencia de la identidad deseada, y hay un humor sardónico al
mostrar cuánto le desmoraliza ver a «dioses» reales o espíritus que se elevan
desde las profundidades de la tierra, incluyendo lo que parece ser el auténtico
fantasma de Samuel.
En los escritos de los profetas encontramos poderosas escenas en las que
los grandes reyes del mundo pagano entran en un mundo de sombras, para
recibir las burlas de los que ya se encuentran allí, que los acusan de haberse
vuelto «débiles como nosotros» (Isaías 14, 10), y en los salmos penitenciales
(por ejemplo, el 69) se representa al recitador en un mundo subterráneo o
submarino que es en realidad un estado de alienación de Dios. Este Seol
también se identifica con el «gran pez» que se tragó a Jonás (Jonás 2, 2).
Uno de los mitos mesopotámicos del mundo inferior nos habla de cómo la
diosa Inanna descendió llevando puestos todos sus atributos reales y cómo a
medida que bajaba los iba perdiendo, hasta llegar al remanso de la muerte,
desvalida y desnuda. Uno de los numerosos elementos de este mito tan
obsesivo es que en ese mundo no puede poseerse nada. Esto anticipa el tema
conocido más tarde como la katabasis o danse macabre, un género basado en
la concepción de la muerte como un nivelador total que borra todas las
distinciones sociales. Particularmente, en las sátiras del más allá de Luciano
vemos a gente con grandes posesiones o privilegios en el mundo superior,
que, una vez convertidos en sombras, ruegan e imploran poder volver a ser
ellos al menos durante una hora. El cínico Menipo, héroe de la mayoría de
estas sátiras, es el único que no tiene inquietudes, ya que cuando estaba vivo
no poseía nada. El tema de la katabasis incluye un motivo revolucionario
latente que nos interesa de modo especial en estos momentos.
Citábamos a Yeats cuando decía que todas las escaleras están plantadas en
la «sucia quincallería» del corazón humano, excelente cimiento metafórico
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para las escaleras. Pero la escalera de Jacob parece plantada en el cerebro del
mismo Jacob en medio de su sueño, razón por la cual se extiende a un mundo
inferior que se encuentra debajo de la piedra en la que apoya la cabeza: el
mundo de las energías «sub» conscientes. Cuando hablo de conciencia me
refiero más o menos a aquello que tenemos cuando nos despertamos por las
mañanas. El hecho de despertarnos indica que la conciencia se extiende a
elementos «inferiores» en la psique individual como el sueño y la fantasía.
Tal vez podamos visualizar esto más claramente si pensamos en la imagen del
axis mundi como un árbol del mundo. El tronco que se extiende desde la
superficie de la tierra hacia el cielo se alimenta por las raíces de debajo, y la
intensificación de la conciencia representada por imágenes de ascenso es
ininteligible sin su contrapartida oscura e invisible, que diversifica y amplía la
conciencia con otras actividades psíquicas.
Los descensos creadores al mundo de los sueños llegan más abajo que el
infierno, que se encuentra, como acabamos de decir, en la superficie de la
tierra. Por eso alcanzan mayor profundidad que las relativamente superficiales
sepulturas de la muerte, y son mucho más antiguos que cualquier religión
existente. Si echamos un vistazo a un corpus de cuentos populares como el de
los hermanos Grimm, vemos cómo la mayoría de estos relatos se agrupan
alrededor de un mundo «inferior» de sueño, fantasía, ilusiones satisfechas y
poderes naturales ocultos. Animales solícitos y agradecidos, además de
espíritus de los muertos, resuelven cometidos tan imposibles como los
encomendados a Psique en el relato de Apuleyo, o se conforman con dar
orientaciones para viajar por lo desconocido. Los objetos mágicos ayudan a la
gente buena o son desvirtuados por la mala. Un hombre se olvida de su mujer
y pierde la memoria, que sólo recupera al reconocerla por una suerte de
talismán o por una marca de nacimiento. Se pierde algo precioso en el océano,
símbolo evidente de sueño o recuerdo inconsciente, y después es recuperado,
en muchas ocasiones, al pescar el pez que se ha tragado el objeto. Seres
misteriosos, benévolos o malignos, se esconden en el bosque, otro de estos
símbolos naturales. En ocasiones contemplamos panoramas del mundo más
primitivos: así, tesoros de oro o héroes con el pelo dorado pueden reflejar de
forma desdibujada al sol que atraviesa el mundo inferior en su recorrido de
oeste a este.
El más notable de los ejemplos de descenso en la Biblia es el relato de
Tobit y de su hijo Tobías. Tobit se queda ciego por accidente tras enterrar a
un mártir israelita, y el ángel Rafael acompaña a su hijo en un viaje a otra
ciudad, donde vive su prometida Sara, una figura de bella durmiente adorada
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por el demonio Asmodeo, quien ya ha matado a todos sus amantes anteriores.
Siempre se ha visto[84] en Rafael a un representante del tema de cuento
popular de los «muertos agradecidos», y es probable que en una versión
anterior del relato fuera el fantasma del hombre enterrado por Tobit. A Tobías
y Rafael los acompaña un perro, imagen común del mundo inferior. El olor a
pescado frito aleja al demonio, que se exilia en Egipto, un mundo ciertamente
inferior en la Biblia, y Tobías y Sara se unen en el mismo momento en que
Tobit es curado de la ceguera, llevado de las tinieblas a la luz. El tema del
pescado frito parece un recurso grotesco, pero la eficacia del olor y el sabor, y
la comida y bebida mágicas para recuperar la memoria y producir milagros
semejantes recorre toda la literatura. Los pasteles mágicos pueden hacer
mayor o más pequeña a Alicia en el País de las Maravillas, y una magdalena
sin otra magia que su conexión con el tiempo puede transformar al diletante
Marcel en el novelista Proust.
En muchos de los mitos de descenso hay algún enemigo formidable —
Minotauro, dragón, o un demonio como Asmodeo— contra el que luchar y al
que batir, un enemigo que suele obstaculizar la incursión. El objetivo —
especialmente en la literatura popular— suele consistir en un tesoro de oro o
joyas, como en La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, Las aventuras
de Tom Sawyer, de Mark Twain o El escarabajo de oro, de Poe. Encontramos
el mismo tema en Nostramo, de Conrad, y, en un contexto de parodia
demoníaca, en el primer libro de El paraíso perdido. La comunidad que busca
estos tesoros es muy selectiva. En la literatura popular los buscadores pueden
ser muchachos o grupos antisociales (piratas y demás) con los que los jóvenes
se identificarán fácilmente. Las reglas de admisión a menudo son las
contrarias a las de las sociedades convencionales. Los capítulos que abren
Moby Dick abundan en imágenes de descenso, con un Ismael que se une a la
selectiva comunidad de los balleneros, que van a la caza de los tesoros
submarinos del cachalote. El punto crucial de la iniciación es su amistad con
Queequeg, quien, si hemos de juzgar por los estándares sociales de Ismael en
el momento en que da comienzo el relato, apenas si era un ser humano. La
obsesión de Ahab desviará la persecución ballenera transformándola en un
tipo diferente de persecución que veremos más adelante. Muy a menudo, sin
embargo, el tesoro que guarda un dragón hace las veces de metáfora de una
forma de sabiduría o fertilidad que es el objeto real del descenso.
La famosa caída de Adán le privó de inmortalidad e hizo de la muerte la
única condición cierta e inevitable de la existencia humana. Pero también está
la muerte temporal en la que «caemos» dormidos para luego despertar y
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«levantarnos», un estado que nos depara recompensas imaginativas a las que
no tenemos acceso en los momentos conscientes. La más notable de estas
recompensas es el mayor control sobre la experiencia del tiempo que el sueño
parece traer consigo, o al menos representa.
El énfasis puesto en los sueños y la sensación de un mayor control sobre
el tiempo lo vemos en la historia de José y en cómo llevó a Israel al, por ese
entonces, más fértil Egipto. Los patriarcas del Génesis suelen ser descritos
tanto conversando o comunicándose con Dios, como en un estado de sueño o
trance. Su sucesor, José, era un soñador de diferente tipo. El tenía sueños
agresivos y ambiciosos de ascendencia sobre sus hermanos; carecía del tacto
suficiente para contarles sus sueños, lo que no ayudó a aumentar su
popularidad; tramaron matarlo y lo arrojaron al fondo de un pozo. La escena
cambia a una prisión de Egipto, en donde José da un giro y pasa de soñador a
intérprete de sueños. En uno de los sueños que interpreta para el Faraón
propone adecuar el aprovisionamiento de alimentos al ciclo de siete años
dominante en la vida de Oriente Próximo. Mucho tiempo más tarde Daniel
interpreta los sueños y presta un servicio similar a Nabucodonosor de
Babilonia acompañándolos de profecías sobre la historia futura.
Esta visión engrandecida del futuro también se da en los profetas, quienes
suelen estar rodeados por un ambiente hostil o, en el mejor de los casos,
indiferente, y cuyas predicciones de desastres o martirio son casi
autoinclusivas. En otra parte ya he dicho que el conocimiento que viene de
«arriba» suele asociarse con la luz del día y el momento presente; el
conocimiento del futuro acostumbra a proceder de un mundo «inferior»
asociado con la oscuridad que a veces rodea al sueño. Ejemplos de esto
último son la nekyia o invocación de Tiresias desde las sombras en la Odisea
XI; el descenso de Eneas en La Eneida VI; la revelación del arcángel Miguel
en El paraíso perdido; un sumario de la historia futura, tal como se expone en
la Biblia; y el hecho de que la gente del Inferno de Dante conoce mejor el
futuro que el presente.
Aunque para nuestro punto de vista se trate del descenso desde un mundo
superior (descendit de coelis, según el credo), lo cierto es que en el Nuevo
Testamento la Encarnación es el descenso de Cristo a un mundo inferior. Se
lee como una secuencia soñada: encontramos los temas del tesoro y la
sabiduría entre los Reyes Magos de Mateo, quienes llegan de países lejanos
con suntuosos regalos, y la sensación del arranque del tiempo, y un cambio en
la dirección de la historia, en las profecías de Simeón y Ana. El tipo
tradicional[85] del Antiguo Testamento del viaje de los Reyes Magos para ver
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a Cristo es la visita de la reina de Saba a Salomón, y el mítico Salomón es
antes que nada una figura de mago con unas dotes de magia, sabiduría y
conocimiento de los aspectos misteriosos de la naturaleza, sin paralelo en el
Antiguo Testamento.
La conciencia que se despierta es considerablemente más dócil que otras
formas más reprimidas de conciencia, y en consecuencia la mayoría de las
estructuras de autoridad tienden a centrarse en aquélla, procurando asegurarse
que los impulsos reprimidos sigan estándolo. Como siempre, entre los poetas
se dan movimientos de resistencia. Hablábamos del Amor Cortés y de la
convención de Eros en la poesía medieval como una evidencia de la
determinación de los poetas medievales de mantener una tradición
imaginativa propia, estuviera o no oficialmente aprobada. Otra de esas
convenciones es la de la visión del sueño. El viaje del sueño medieval no es
siempre a un mundo inferior, sino que sube (o baja) con tanta frecuencia
como para dar la impresión de que los poetas de la época veían en el sueño y
la fantasía una parte esencial del cosmos imaginativo que salvaguardaban.
Recurrían asimismo a una reprimida tradición literaria oral, reprimida en
buena medida porque la escritura estaba controlada por una autoridad más
oficial.
En el período de Shakespeare y el drama contemporáneo, cabría resaltar
otros dos temas de descenso y regreso. Uno es la sociedad que se forma en
torno a los amantes en las distintas variantes de nueva comedia, que
permanece sumergida bajo el yugo paternal durante gran parte de la historia,
pero emerge renacida hacia el final. El otro es el tema del ascenso demoníaco,
representado por los fantasmas en Hamlet y The Spanish Tragedy de Thomas
Kyd, que ascienden desde el mundo inferior de los muertos reclamando
venganza. Este tipo de fantasma constituye un paralelo literario de una
conciencia reprimida freudiana, que ha sido empujada a un mundo inferior
con la esperanza de que permanezca allí, pero se niega hacerlo.
En la caída de Adán encontramos otro tipo de descenso potencialmente
creador de referencia más social y política que psicológica. La caída de Adán
fue antes que nada un exilio, una forma de privación del hogar o lugar de
origen. El tema del exilio se repite en su hijo Caín, símbolo del desarrollo de
los reinos paganos que rodeaban Israel. Desplazarse de Israel a Egipto o
Babilonia significaría un claro descenso, y si estos reinos se asocian
regularmente con monstruos o dragones, el tesoro enterrado —ya sea salud,
sabiduría o fertilidad— puede valer la pena. Alabando la política de tolerancia
de Ciro, Isaías hace que Dios le diga: «Te daré los tesoros ocultos / y las
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riquezas escondidas» (45, 3). Ezequiel habla del esplendor original de Tiro,
cuando «toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto» (28, 13); y en el
tiempo del Éxodo los israelitas «despojaron» a los egipcios en beneficio
propio con la colaboración de éstos (Éxodo 12, 25-26).
Bajo José y su Faraón, Israel se vuelve, aparentemente, una comunidad
relativamente feliz y próspera dentro de Egipto; al final, sin embargo,
tenemos a un Faraón «que no conocía a José», e Israel entra en un estado en el
que vivía, como más tarde en Siria, amenazado de persecución o genocidio u
obligado bajo presión a adecuarse a otras costumbres religiosas. Dos
tendencias de imaginería se siguen de estas situaciones contrastadas. Una, la
más profética de las dos, ve en Israel una especie de microcosmos de la
humanidad. En el capítulo anterior veíamos la significación de la ascendencia
moabita de Rut, y también pertenece a este grupo Jonás, que sugería que
Nínive se encuentra bajo la supervisión y el cuidado de Dios tanto como
Israel. Una visión particularmente fascinante, que por lo visto proviene de un
tiempo en el que se pensaba que el judaismo tenía una misión activa frente los
gentiles, es la siguiente:
Aquel día habrá una calzada desde Egipto a Asiria. Vendrá Asur a Egipto y Egipto a Asiria, y
Egipto servirá a Asur.
Aquel día será Israel tercero con Egipto y Asur, objeto de bendición en medio de la tierra, pues
le bendecirá Yahveh Seobat diciendo: «Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y
mi heredad Israel». (Isaías 19, 23-25).
En la otra tradición se piensa en un Israel aislado de todas las sociedades
que lo rodean, y la resistencia que esto engendra se ve en el ya mencionado
punto de vista tan rígidamente exclusivo de Ezra y Nehemías. El aislamiento
hace de Israel una suerte de proletariado, o de grupo excluido de los
beneficios de la sociedad y situado en lo más bajo del orden social. En
tiempos de persecución podía formarse un cuerpo conspiratorio, o, en
diferentes condiciones sociales, una resistencia de guerrillas como las que se
agrupaban en torno a los macabeos. La mayoría de los profetas del Antiguo
Testamento dan por supuesto un Israel en el exilio o bajo la dominación de un
poder extranjero y hablan de su eventual restablecimiento; a medida que pasa
el tiempo, la profecía se vuelve apocalíptica, y un grupo oprimido y
perseguido emerge triunfante después de un vuelco repentino del poder social.
En esta situación nos encontramos en el otro extremo del espectro del
sueño, la pesadilla del aprisionamiento, la vida en un infierno del que sólo
podremos liberarnos con la muerte. El arquetipo proletario, sin embargo, se
basa en la suposición de que lo que es excluido o expulsado del orden social
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acaba regresando más pronto o más tarde. El descenso original se
complementa con un ascenso creador, con la liberación revolucionaria de
elementos reprimidos, ya sean políticos o psicológicos. La exploración de
mundos reprimidos, y el estudio de técnicas para liberarlos, son, por supuesto,
lo que hicieron de Freud y Marx figuras tan portentosas del mundo
contemporáneo. En el Antiguo Testamento la imagen central de esta revuelta
emancipadora es el Éxodo; en el Nuevo Testamento es la Resurrección, la
huida de Cristo tanto de la muerte como del infierno. La Resurrección se
presenta en el contexto individual de Cristo; la leyenda posterior añadió el
Descenso a los Infiernos, la liberación de una comunidad del mundo inferior.
Esta leyenda era a su vez una alegoría de las tácticas revolucionarias de la
Iglesia cristiana en la historia, que en el transcurso de siglos derrocó al
oficialmente pagano Imperio romano.
DOS
En el siglo XVIII, a medida que los valores sociales y las proyecciones
científicas de la antigua mitología autoritaria de cuatro niveles empieza a
desaparecer, el movimiento revolucionario se da a un ritmo histórico más
pronunciado. Para, pongamos por caso, una mente medieval los cuerpos
celestiales eran las imágenes de todo lo que quedaba de la creación original de
Dios previa a la caída: estaban hechos de quintaesencia, una sustancia más
pura que los elementos; giraban en círculos perfectos (o al menos se hacían
denodados esfuerzos matemáticos para que fuese así); eran la manifestación
del arte inteligente de Dios en la creación; eran inmunes al cambio y a la
decadencia. Cuando después de Newton estas teorías empezaron a evaporarse,
los movimientos de los cielos estrellados fueron vistos cada vez como más
mecánicos, lo que dejó el organismo, el cuerpo vivo, como entidad más
«elevada» del cosmos visible.
En este clima de opinión metafórica, el Dios más anciano, a quien se
considera providencia gobernadora en los cielos, es muy vituperado por los
poetas. Tenemos al Nobodaddy de Blake, que se regocija de la crueldad y
represión en Francia, el Júpiter de Shelley, un «tirano del mundo», el «vieux
et méchant plumage» de Mallarmé, el «Ladrón-Banquero-Padre» de Emily
Dickinson, el «bruto y sinvergüenza» de Alfred Edward Housman, el medio
idiota de Thomas Hardy que, haciéndose eco del Génesis, se arrepiente de
haber empezado por la creación. En resumen, que para éstos y otros muchos
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poetas, el mundo celestial ha pasado de simbolizar el cielo a simbolizar una
forma de alienación. Esto nos deja sólo con los dos mundos interiores del
antiguo cosmos, los mundos que forman el orden de la naturaleza tal como se
entendía antes, y nuestro próximo tema será la relación alterada en los dos
niveles del orden-jardín y el orden-yermo. No hay mitos nuevos, pero cuando
una ideología pierde su ascendente imaginativo puede ser reemplazada por el
nuevo énfasis en un mito complementario. Y esto, claro está, traerá consigo
una nueva ideología.
Jardín y oasis, imágenes de una naturaleza asimilada a las necesidades y
gustos humanos, así como a las concepciones humanas del arte, abundan en la
Biblia y durante la mayor parte de la era cristiana. El lado más salvaje e
indómito de la naturaleza, con sus humores destructivos y su entusiasmo por
la copulación, solía confinarse a convenciones específicas, como la
convención del «arrebato primaveral» en la Quinta elegía (Latina) de Milton,
en la que el poeta se identifica con el revivir de las energías naturales en
primavera. Con el siglo XVIII, sin embargo, la dualidad representada por las
palabras «sublime» y «hermoso» empezó a dar cabida en la panorámica
cósmica a un aspecto de la naturaleza que podría ser austero, inhóspito e
incluso alienante hasta un cierto punto, pero que en cualquier caso
representaba algo que complementaba la naturaleza humana con un aspecto
de la naturaleza que la humanidad no podía dominar por completo. Tal
naturaleza incluiría «las malas hierbas y el yermo» celebrados por Hopkins
junto con las montañas y el mar.
Según la famosa cita de Horacio, si expulsamos a la Naturaleza con una
horca, ésta siempre se las arregla para regresar; y lo que empezó a regresar en
el siglo XVIII fue una sensibilidad por un aspecto más autónomo de natura
naturans, algo secundario y en lo que apenas se había creído durante muchos
siglos. Veíamos que las metáforas del cielo se tornaron mecánicas, y fueron
sustituidas por metáforas orgánicas. Tenemos aquí un ejemplo histórico del
principio de exclusión y retorno que acabamos de mencionar.
En el temprano ensayo de Rousseau sobre si las artes habían mejorado o
corrompido a los hombres, así como en su tratado posterior sobre el origen de
la desigualdad, se sugería que la corrupción que plagaba la civilización tenía
su origen en la ostentación y el lujo de una clase sobreprivilegiada. Sea o no
el arte algo connatural al hombre, en el decir de Burke, las artes rebosan de
elementos profundamente antinaturales. Nadie ha negado nunca esto: lo
novedoso era sugerir que lo natural provenía del entorno humano en la
naturaleza física, que la razón no era una facultad que separaba al hombre de
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esta naturaleza, sino que la unía a él, que el hombre debería recuperar la
perspectiva en la que era tanto un hijo de la naturaleza como un hijo de Dios,
y que el viejo nivel superior de naturaleza a alcanzar mediante la virtud, la
religión y los beneficios de la civilización no era en realidad un estadio
superior de naturaleza, como se pretendía, sino un empobrecimiento de
elementos importantes dentro de ésta. Por la época de El contrato social
(1762), esta tesis se había convertido en un programa revolucionario tanto en
un frente político como en un frente psicológico.
En los términos del presente libro, Rousseau es un heraldo del colapso de
la vieja estructura dominante de cuatro niveles, representa la adaptación
ideológica del simbolismo de un mundo «elevado» y el nacimiento de un
cosmos más revolucionario en el que la energía motriz viene desde abajo, y
empuja hacia arriba a partir de elementos erradicados de la naturaleza del
hombre. Entre estos elementos erradicados tenemos una sociedad natural
personificada en una «voluntad general» bloqueada por la mayoría de los
sistemas de gobierno existentes; psicológicamente, las jerarquías tradicionales
producen un racionalismo estrecho y árido, que, como sugiere la palabra, hace
poco aparte de racionalizar su propia dominación.
Para Rousseau, la auténtica sociedad humana, o la reprimida, contiene
ambos aspectos de la naturaleza: la naturaleza como estructura o sistema y la
naturaleza como energía de crecimiento y desarrollo. En Emilio en particular,
cuyo tema es la educación, o el desarrollo de la personalidad del niño, se
sugiere que los poderes creadores y de recuperación de la naturaleza no
simplemente nos rodean sino que se encuentran debajo, en el sentido de haber
sido subordinados en el pasado. Sin embargo, la superioridad de lo orgánico
sobre lo mecánico, y el ascendente de la natura naturans sobre todas las
aproximaciones sistemáticas y jerárquicas a la naturaleza, los encontramos
tanto en Rousseau como en otros románticos: la hallamos también en
Coleridge, por ejemplo, que difícilmente podía ser menos roussoniano.
La parte política de la construcción de Rousseau acabaría consolidándose
con el marxismo, en el que, en un contexto revolucionario, se cree que los
valores civilizados tradicionales están en posesión, con una apariencia de
legitimidad, de una clase explotadora en ascenso, que obtiene sus privilegios
y poder de la represión de una clase trabajadora alienada. La parte psicológica
de la estructura tardó en desarrollarse, y sólo a partir de Freud empezó a
reconocerse, a un nivel general, la existencia en la psique de conceptos como
represión, censura, superyo y demás sombras de la monarquía de los
Habsburgo.
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Marx y Freud son sólo los ejemplos mejor conocidos y más seguidos de
un patrón mítico que se extiende por todo el siglo XIX. En Arthur
Schopenhauer tenemos un mundo-como-representación (Vorstellung) en lo
alto, que es un mundo distintivamente humano, y un mundo-como-voluntad
debajo de éste, que abarca no sólo el entorno natural sino también el origen
natural del hombre. Aquí el poder creador de la civilización que produce el
mundo representado flota como el arca de Noé en un revuelto mar existencial
que amenaza constantemente con destruirlo.
En el pensamiento darwiniano, tal como viene expresado en ensayos
como Evolution and Ethics, de Thomas Huxley, también se da un orden
humano y moral desarrollado durante el proceso de evolución natural, pero
que debe ser consciente de sus limitaciones por la precariedad de su situación
en lo alto de este proceso. La fuerza evolucionista es competitiva y la
organización de la moralidad humana cooperativa; pero si la cooperación va
demasiado lejos, superpoblará el mundo y los ritmos competitivos de la
naturaleza forzarán su regreso. Se trata del elemento malthusiano del
darwinismo que fue tan condenado en un cierto estadio del marxismo. En
Kierkegaard, un pensador más revolucionario que Schopenhauer, las
estructuras humanas, estéticas y metafísicas, de pensamiento e imaginación
vuelven a flotar en un mar de «terror» existencial. En Nietzsche se da una
«voluntad de poder» que al principió muestra afinidades con el mundo-comovoluntad de Schopenhauer, pero Nietzsche acabaría por invertir la actitud
pesimista de Schopenhauer, haciendo de su voluntad de poder una fuerza
trascendental que capacita al hombre a superarse a sí mismo.
Lo siento si estos resúmenes desnudos de pensadores tan complejos
suenan a palabras sin más, pero ello es hasta cierto punto lo que se pretende.
No sugiero que todos se refieran a lo mismo: lo que me interesa es la similitud
de las formas míticas y metafóricas subyacentes, y resulta difícil discutir
formas míticas sin recurrir a lo que el cliché de la visión del túnel académico
llama generalizaciones aplastantes. Nuestras formas míticas parecen abarcar
dos niveles de naturaleza, uno superior que incluye los valores humanos
tradicionales, y uno inferior relacionado más de cerca con la naturaleza física,
con aquella parte de la naturaleza humana que está subordinada en las
estructuras tradicionales. Esto se aplica fundamentalmente al lado natura
naturans de la naturaleza, a los aspectos de fertilidad y sexualidad. El viejo y
simplista ascendente moral de lo humano sobre la naturaleza física, derivado
directamente de la creación divina original, ha desaparecido. Para los
diferentes pensadores, los dos niveles se relacionan de modo muy distinto,
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pero, como regla, la iniciativa viene de abajo, sobre todo en los pensadores
revolucionarios, y la respuesta a ello suele ser un viaje de exploración hacia
abajo. Vemos asimismo que nuestra lista de pensadores abarca el espectro
completo de respuesta emocional al mundo inferior, desde el optimismo
revolucionario al pesimismo de Schopenhauer y otros.
Desde el punto de vista de nuestro libro fue William Blake quien dio en el
centro de esta diana cultural. Lo que primero me atrajo de Blake fue que,
hasta donde yo sabía y sigo sabiendo, se trataba de la primera persona del
mundo moderno que contemplaba los acontecimientos de su época en su
contexto mítico e imaginativo. Vio que el viejo universo mítico, en su forma
ideológica como racionalización de la autoridad tradicional, estaba muerto, y
que había llegado el momento de poner un nuevo acento en la mitología para
acomodar los movimientos revolucionarios que veía alzarse a su alrededor. Al
ser un poeta y no un dialéctico, Blake también entendió mejor que muchos
otros la forma metafórica de la nueva construcción. Mucha gente se
preguntaba con Rousseau por qué si el hombre había nacido libre, en todas
partes se le veía aherrojado con cadenas; y se preguntaban también por qué
los oprimidos tenían que aguantar tanta tiranía cuando, al decir de Shelley,
saben muy bien que «sois muchos; y ellos pocos». Blake vio que mientras el
hombre viva dentro de un mito jerárquico sin ser consciente de ello, todo su
comportamiento estará condicionado más allá del punto de resistencia: la
rebelión contra una jerarquía lo único que logrará es provocar una segunda.
Blake empieza con las categorías de inocencia y experiencia. Asocia la
inocencia con los niños, y no porque éstos sean superiores moralmente, sino
porque para el niño el mundo tiene sentido. Al crecer, el niño se vuelve adulto
y descubre que el mundo no es así para nada. ¿Qué sucede entonces con su
visión infantil? Hoy en día la respuesta puede parecemos sencilla, pero lo
cierto es que nadie dio con ella antes de Blake. La visión infantil se entierra
en lo que ahora llamamos inconsciente o subconsciente donde, a medida que
la vida sexual crece en intensidad e insistencia, pasa a convertirse en un horno
de deseo frustrado, igual que Egipto se convirtió para Israel en un «horno de
hierro».
La vida humana, por tanto, adopta la forma de una fuerza de la
experiencia, esto es, de compromiso con la «realidad» (ideología ascendente),
que se asienta sobre un deseo que no tiene salida. En la mitología de Blake
estos dos elementos reciben los nombres, respectivamente, de Urizen y Orc.
Urizen significa, entre otras cosas, «horizonte», la sensación de las
limitaciones del poder humano cuando se ve limitado por sus propias
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suposiciones ideológicas, mientras que Ore significa, entre otras cosas, orco o
infierno, siendo el infierno precisamente la condición de la vida humana en un
estado de interminable frustración. Ore se remueve bajo Urizen como un
Titán bajo un volcán, vengándose cada noche en el sueño, y explotando
periódicamente en revoluciones. Así, la relación Urizen-Orc tiene un aspecto
psicológico que anticipa en un perfil mítico la descripción freudiana de la
psique, y un aspecto político que anticipa, en perfil mítico, la descripción
marxista de la sociedad. Blake expone esta visión de la vida humana con
mayor claridad (aunque sin usar los nombres de Urizen y Orc) en El
matrimonio del cielo y el infierno, grabado en 1793, pero tal vez escrito antes,
justo tras la caída de la Bastilla. Aproximadamente por esa misma época,
Blake escribía poemas en los que celebraba las revoluciones americana y
francesa.
Blake nos da dos versiones de la relación entre Urizen y Ore. En la
primera, juventud y rebeldía están perpetuamente enfrentadas a la edad y la
reacción, mientras que en la segunda, la forma de vida individual (igual que
en The Mental Traveller) pasa de un polo al otro con el envejecimiento. El
espíritu de rebelión en sí, que Blake vino a llamar Luvah (idéntico a Ore, pero
acentuando el aspecto sacrificial), que cíclicamente se eleva para volver a ser
reprimido, viene a simbolizar el martirio continuo del hombre bajo las
miserias de la guerra y los males que la acompañan.
Por obstinado que pudiera ser en algún aspecto, la importancia de Blake
como pionero de la imaginación moderna es potencialmente mucho mayor
que la de Rousseau, hasta el punto de que he llegado a preguntarme si existe
en la historia otro paralelo tan importante y tan totalmente ignorado. Como
dice el amargo verso de The Four Zoas: «La sabiduría se vende en el
desolado mercado al que nadie acude a comprar». Blake no sólo fue ignorado
en su tiempo, sino que hoy en día sigue habiendo muy poca gente que
entienda que gran parte de lo sucedido en los dos últimos siglos se debe al
cambio en la descripción mitológica y metafórica de la realidad.
Un aspecto que nos interesa en particular es que la perspectiva de Blake es
tan sólidamente bíblica como la de sus predecesores. La suposición de que la
Biblia sólo respalda a la autoridad establecida olvida la importancia central
del Éxodo y la Resurrección. He hablado en otra parte (GC, p. 211) del tema
del culbute o derrocamiento social asociado con un nacimiento milagroso,
como en la canción de Ana y el Magníficat, y hay varios elementos en las
enseñanzas de los Evangelios, como la parábola de Lázaro, relacionados con
el mismo tema. El final de la historia, llamado «Día del Señor» en el Antiguo
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Testamento y Apocalipsis en el Nuevo, es una repetición de este tipo de
inversión social.
Lo cierto es que la adscripción de Blake a la Biblia lo aisló, en muchos
aspectos, de otros campeones de la nueva mitología. Al poner tanto acento en
la capacidad creadora humana, la asimilación imaginativa de la naturaleza, la
«religión natural» que proclama el vicario Savoyard en el Emilio^ de
Rousseau, le parecía descabellada. De la naturaleza sólo puede aprenderse lo
que es natural, y Blake desconfiaba de actitudes motivadas por impresiones
recibidas de una naturaleza externa que podía llevar a la pasividad y al
aumento de la vieja sumisión. Así, aunque en sus primeros poemas aclamaba
a Rousseau, en quien veía a un luchador por la libertad, en su trabajo posterior
lo denunciaba; del mismo modo que estaba en total desacuerdo con
Wordsworth en la cuestión de la «influencia de los objetos naturales». Veía,
en resumen, una ambivalencia en la concepción de la naturaleza que muchos
de sus contemporáneos ignoraban.
La desaparición del dios celestial del cosmos metafórico de tantos poetas,
hace que ya sólo quede la humanidad y su entorno natural. Pero en lo que
llamamos naturaleza se siguen dando muchas ambigüedades. Para
Wordsworth, que no tenía pensado romper con ningún corpus establecido de
creencias religiosas, la humanidad está rodeada por su propia civilización,
pero en el plano individual, y a un nivel más profundo, es posible la
comunicación con una naturaleza distinta pero complementaria: una
naturaleza que contiene, para Wordsworth, aspectos de lo sublime y de lo
hermoso que discutíamos arriba.
¿Pero qué tiene que ver la gentil diosa de Wordsworth, que nunca
traicionó al corazón que la amaba, con la naturaleza de uñas y dientes, con la
lucha feroz y salvaje por la supervivencia? Más aún, ¿qué tiene que ver con
los personajes del marqués de Sade, quienes, tras una orgía de crueldad y
violencia particularmente nauseabunda, recurren a la naturaleza para justificar
el placer que les produce este tipo de cosas? ¿Hay dos naturalezas distintas, y
en ese caso son separables? Es obvio que la de Wordsworth es una naturaleza
intensamente humanizada, en la que hasta la región de los Grandes Lagos y
los Alpes están dominados por el artificio humano. Y así y todo uno siente
que sería simplificar demasiado hablar de la naturaleza de Wordsworth como
una mera proyección de emociones humanas sobre la naturaleza. Algo que,
sin embargo, a veces parece más evidente en la visión de Sade de la
naturaleza.
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Aquí nos encontramos una vez más con el contraste paulino entre el
cuerpo-alma o cuerpo natural, y el cuerpo espiritual. Para Wordsworth la
naturaleza tiene una otredad genuina, pero se trata de una otredad del espíritu
y no del entorno objetivo. El hecho de que el hombre empiece como hijo de la
naturaleza significa que se encuentra equipado con lo que se ha dado en
llamar el gen egoísta[86], agresivo, competitivo y rapaz. Extrae su poder para
crear y vivir en el infierno de la misma fuente de la naturaleza de la que saca
sus capacidades creativas e imaginativas, o eso al menos parece. Pero la
visión tradicional de la naturaleza semeja apropiada, hasta el punto de que el
hombre no vive directamente en la naturaleza como los animales —los
buenos salvajes no existen— sino dentro de una envoltura cultural que
condiciona su acercamiento a la naturaleza. Wordsworth habla de un
reconstruido mito paradisíaco de la naturaleza. Para acceder a él debemos
llevar a cabo un descenso creador en nuestra mente hasta alcanzar unas
profundidades que nos permitan rodear el infierno que también se encuentra
dentro de la naturaleza.
Varios poetas románticos utilizan el mito de la Atlántida para simbolizar
esta naturaleza paradisíaca más profunda que se esconde dentro de la
humanidad. La Atlántida aparece en Blake como el mundo de la imaginación
hundido bajo el «mar de tiempo y espacio», y en Shelley aparece de forma
inopinada al final del Prometeo desencadenado, cuando Prometeo es liberado
y derrocada la tiranía de Júpiter. En el famoso fragmento de Wordsworth
conocido por The Recluse, se describe la Atlántida no como «una mera
ficción de lo que nunca fue», sino como algo que hubiera tenido que ser «un
simple producto de cada día». He dado ejemplos en otro lugar[87]. En el Sea of
Time and Space de Blake resuena el simbolismo de los monstruos marinos de
la Biblia (Leviatán, Rahab, Tannin, etcétera), que metafóricamente son el
mar, el caos del que se separó la creación original. En la nueva creación del
Apocalipsis ya no hay mar (Apocalipsis 21, 2), lo que significa que tampoco
hay muerte (GC, p. 173). En la Ballad of the Long-Legged Bait, de Dylan
Thomas, una chica arrojada por la borda desde un barco se lleva consigo todo
el mar, y el poema termina con un eco del pasaje del Apocalipsis y una visión
de «sólo tierra». Tal imaginería nos recuerda los mitos primitivos de creación
que arrancan con un puñado de tierra cogido del fondo del mar, que crece
hasta conformar un mundo completo.
Lo que empieza a aflorar aquí es un cosmos de cuatro niveles muy
parecido al antiguo, pero invertido. Una tabla puede sernos nuevamente de
ayuda:
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En la literatura inglesa son dos los poetas que más clara y completamente
ofrecen este cosmos de cuatro niveles: Blake y Shelley. En Blake las dos
instancias intermedias son la represión cíclica y la rebelión contra la
represión, respectivamente los mundos de Urizen y Ore. Bajo Orc
encontramos a Los, espíritu creativo de la profecía y héroe de los últimos
poemas de Blake. Por encima de Urizen está el alienante dios celestial del
espacio exterior, el principio-muerte Satán.
En el Prometeo desencadenado, de Shelley, el dios celestial Júpiter se
corresponde al Satán de Blake; debajo está Prometeo, el esclavizado espíritu
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de la humanidad, y su Madre Tierra. Más por debajo se encuentra la cueva de
Demogorgon, un misterioso titán hijo de Júpiter, pero que, a la hora señalada,
sube desde el cuarto nivel al primero y destrona a Júpiter, destruyendo todas
las jerarquías tiránicas al hacerlo.
Júpiter, que en Shelley es idéntico al Zeus griego, pretende ser un diospadre, pero, a pesar del «piter» de su nombre, es en realidad un hijo
usurpador[88], destronado a su vez por su hijo. Pertenece por tanto a la
secuencia de Edipo mencionada con anterioridad. Otro tema con el que ya
hemos topado es que, en el curso de la emancipación final, la Madre Tierra
rejuvenece y pasa a ser una hermana-novia. Y otro es el hecho de que la
liberación de Prometeo tiene lugar en un momento de tiempo expandido.
Prometeo se lamenta del paso interminable de las horas, todas idénticas en el
dolor y la miseria que traen consigo, pero está convencido de que al final una
de estas horas se separará de las demás y provocará una gigantesca mutación
en el tiempo. Lo que sucede es lo siguiente: Demogorgon se eleva desde su
cueva a los cielos para destronar a Júpiter cuando llega el «Carro de la Hora».
Esta «hora» es un momento de kairos o tiempo expandido que viene desde
abajo, un acontecimiento como el de la Encarnación desplazándose en
dirección contraria.
La Atlántida es una concepción algo especializada para un rol tan crucial,
por lo que necesitamos algunas imágenes suplementarias que redondeen este
mito de un paradisíaco centro espiritual de naturaleza humana y física.
Hablábamos de los «tesoros de oscuridad» de los reinos paganos, lo que se ve
muy bien en los inmensos tesoros colocados en las tumbas de los faraones
muertos de Egipto; y también hablábamos del tesoro enterrado como tema
romántico, que más que un simple tesoro muchas veces parece simbolizar
algo por lo que bien valía la pena asumir los riesgos del descenso. El
movimiento romántico alrededor del cual tomó forma la nueva cosmología
coincidió con el nacimiento de la arqueología y el descubrimiento de una
civilización enterrada debajo de otra.
Las pinturas paleolíticas descubiertas un poco más tarde todavía nos
acercan más a nuestro tema del mundo enterrado. Cuando uno piensa en la
maestría y precisión de estos trabajos, y las dificultades casi insuperables de
iluminación y posicionamiento para llevarlos a cabo, empezamos a intuir algo
de la intensidad que ha unido la conciencia humana con sus propias
percepciones, una intensidad difícilmente imaginable hoy en día.
Motivaciones mágicas, como la convicción de que si pintaban animales en las
paredes de la cueva se aseguraban la continuidad de la caza, parecen
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totalmente inadecuadas: sobre todo porque se ve claro que muchas de las
figuras representadas son seres humanos recubiertos con pieles de animal. En
cualquier caso tales cuevas son las entrañas de la creación; allí las
distinciones conscientes no tienen relevancia y sólo queda la identidad pura.
Las pinturas rupestres posteriores en Etruria, Anatolia, India y otras
partes, así como los frescos de las catedrales, parecen indicar alguna afinidad
entre la pintura, la fantasmal representación bidimensional de una experiencia
tridimensional y una suerte de mundo innato. Pero los equivalentes verbales
de un mundo semejante son más difíciles de definir. Fue, decíamos, durante el
período romántico y el de sus predecesores del Sturm und Drang en Inglaterra
y Alemania que los poetas y otros estudiantes de literatura descubrieron la
cualidad primitiva de la poesía, y empezaron a comprender que siempre que
una sociedad es reducida a los más desnudos requerimientos primarios de
comida, sexo y cobijo, las artes, incluida la poesía, resaltan con fuerza al ser
comparadas con esas desnudas exigencias primarias.
En el fondo de lo primitivo, en literatura hay un mundo totalmente
metafórico sin una distinción consistente entre sujeto y objeto. En ese mundo
el espacio es, como espacio del sueño, cualquier lugar pero ninguno en
particular. En cuanto al tiempo, hablábamos de la expansión del tiempo
asociado con el sueño en el Antiguo Testamento, y veíamos cómo el mismo
tema se reproducía en el «Carro de la Hora» que lleva a Prometeo en el
poema de Shelley. En los de Blake también es un profeta del tiempo
expandido, y constantemente tiene que aplacar a un colega conocido como el
Espectro de Urthona, que representa el terror y la desesperación que inspiran
el tiempo corriente o del reloj.
La unidad verbal de este mundo de la Atlántida es el oráculo, que suele
ser visto o empleado objetivamente como voz de un dios o como agente de
dios que aconseja, normalmente sobre el futuro, tal como vemos con el
oráculo de Apolo en Delfos o el de Jehová en Jerusalén (II Samuel 21, 1).
Tales oráculos tienen una curiosa peculiaridad de doble vertiente: se supone
que son aceptados acríticamente, y sin embargo también tienen la
peculiaridad de encerrar un acertijo, una burla, como un mal chiste, como
cuando a Creso le dicen que si ataca Ciro destruirá un gran reino, refiriéndose
al suyo. Sólo hay que fijarse en Macbeth para darse cuenta de toda la malicia
que pueden llegar a encerrar semejantes bromas.
Parece bastante claro que Delfos no se limitaba a simples consejos
versificados ofrecidos por una sacerdotisa más o menos narcotizada. El lema
de Delfos era «Conócete a ti mismo», y se supone que se buscaba un yo muy
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distinto al del ego con todos sus anhelos egoístas, con sus condicionamientos
sociales y culturales, o lo que es lo mismo, el yo espiritual. Para ese yo, el
«conócete» constituiría la unidad de Palabra y Espíritu en la que toda
conciencia empieza y termina. Un espíritu semejante podía producir sus
propios oráculos, y no sólo serían genuinamente proféticos sino también
genuinamente ingeniosos. Finnegans Wake es el único libro que conozco
dedicado por entero a esta escondida intercomunión entre Palabra y Espíritu,
que no aflora al mundo exterior en punto alguno. Claro que la energía creativa
implícita en esta intercomunión es la que ha producido toda la literatura.
TRES
Si he dedicado tanto espacio a la revolución mitológica romántica es porque
el impacto del mito y sus cosmologías en la historia ha sido muy poco
estudiado, y fue aquí donde tuvo resonancia histórica más visible. Claro que
las metáforas habituales no desaparecen del lenguaje cuando pasa de moda su
referencia original, sino que duran mientras parezcan apropiadas. No dejamos
de usar expresiones como «a todo trapo» sólo porque ya no existan las
carabelas; seguimos hablando de amanecer y atardecer sin encomendarnos
por ello a un sistema solar geocéntrico, y de modo similar en el lenguaje
religioso Dios sigue estando por encima nuestro en el cielo en incontables
expresiones tradicionales que continúan siendo tan inteligibles como siempre.
Pero ideológicamente es evidente que un nuevo tipo de alianza con la
naturaleza, cimentado hace dos siglos, ha variado la concepción del hombre,
que ha pasado de ser razonante o consciente, que crea imitando la creación de
Dios, a un ser dotado de voluntad cuyas creaciones se ligan a energías
naturales, como las mutaciones de la evolución.
Al no haber nuevas especies de mito, el romántico ponía renovado acento
en el mito de la muerte, desaparición y retorno, presente desde las culturas
prebíblicas. Las metáforas de ascenso y descenso son tan frecuentes como
siempre, aunque con menos escaleras. En su forma más común este mito es
cíclico, y como tal suele tener los mismos aspectos siniestros y pesimistas de
otros mitos cíclicos estudiados en los dos capítulos anteriores. También posee
una forma revolucionaria, al abrirse paso desde un mundo inferior a otro
superior, liberando con ello energías largamente reprimidas o aprisionadas.
Ya hemos visto alguna de las confusiones derivadas de los aspectos cíclico y
revolucionario del mito, y otras están por llegar.
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Nuestra «variación» anterior se basaba en el interés sexual y sus
sublimaciones y proyecciones en el mundo espiritual; puede resultar
sorprendente decir que por lo que se refiere a su núcleo metafórico, el interés
de la presente radica en la comida y la bebida. Pero si observamos la
secuencia de decadencia, desaparición y retorno veremos que el foco
emocional surge en el intervalo entre los dos últimos, y que esto nos retrotrae
a un tiempo en el que —sobre todo en sociedades agrícolas— la energía
emocional se centraba en buena medida en la provisión de comida durante la
primavera o el otoño.
El ciclo del orden de la naturaleza, el ciclo del descenso y retorno, muerte
y vida nueva, el paso del invierno a la primavera y de la oscuridad al
amanecer, domina la mitología del «dios muriente», crucial para tantas
culturas. Algunos estudiosos piensan[89] que el ciclo de la luna, con su
período central de tres días en los que mengua, desaparece y regresa,
equivalía al núcleo metafórico del ritual de tres días en el que un dios
asociado con la vegetación muere el primer día, es enterrado y desaparece, su
ausencia es llorada durante el segundo día, y vuelve a alzarse el tercero. Para
los pueblos agrícolas lo importante es la continuidad de este ciclo. Proserpina
es secuestrada por Plutón y llevada al mundo inferior; mientras su madre la
llora y busca, el mundo se vuelve estéril; al final es liberada, y su reaparición
es ocasión de gran regocijo. Pero debe volver al mundo inferior, puesto que
de otro modo al año siguiente no habrá nada que comer.
En el diluvio del Antiguo Testamento el mundo entero desaparece bajo el
agua, y cuando emerge se establece un ciclo agrícola de siembra y cosecha
cuya permanencia viene garantizada por el propio Dios. Los principales
productos agrícolas de los países bíblicos son el grano y el vino, y Noé
celebra la ocasión descubriendo el vino, con resultados previsibles. Sin
embargo, antes de esto tuvo que haber un ciclo agrícola, como se desprende
del ofrecimiento que Caín hace de primeros frutos. La «maldición del suelo»
entre la muerte de Abel a manos de Caín y el final del diluvio (Génesis 4, 12
y 8, 21) quizá señala hacia una economía de plantación anterior y más
aventurada. Las promesas de regularidad en el ciclo anual, sin embargo, no
excluyen frecuentes hambrunas, incluida la que lleva a Israel a Egipto al final
del Libro del Génesis.
Sugeríamos que los tesoros enterrados de la literatura popular podían ser
metáforas de otros motivos de descenso, como la sabiduría oracular o una
fuente de fertilidad. En el relato de John Ruskin, El rey del río de oro, el
rumor del oro lleva a la muerte a dos hermanos malvados, mientras que para
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el hermano bueno el oro real resulta ser un río de fertilidad. La fertilidad
enterrada aparece en algunos mitos celtas de calderos con comida y bebida sin
fin, que algunos estudiosos han intentado conectar con las narraciones del
Grial. En cualquier caso, el cuerno de la abundancia es una espiral ascendente
de vida del mismo modo que el maëlstrom o remolino mortal es lo contrario.
El tema de la vasija de comida o bebida inagotable aparece como parodia en
la botella sagrada de Rabelais, donde la palabra «oráculo» vincula el descenso
—por supuesto también de forma paródica— a la búsqueda de la sabiduría o
de un conocimiento secreto.
No sería extraño que en el punto más bajo del descenso, tras acabar con
un monstruo amenazante o salvar un obstáculo semejante, diéramos un giro
crucial y pasáramos de la muerte a una nueva vida. El amanecer y la
liberación de las aguas revitalizantes de la lluvia primaveral suelen conectarse
con victorias sobre poderes siniestros que intentan prolongar la oscuridad o el
invierno, como aquellos que «maldicen el día» en Job 3, 8. Un hermoso
aunque algo grotesco ejemplo lo encontramos en Beowulf[90], en donde el
héroe se sumerge en el agua para matar a la madre de Grendel y el veneno de
su sangre derrite su espada, suceso que en seguida se asocia con la imagen de
los carámbanos derritiéndose con la llegada de la primavera. El descenso en
pos de una fertilidad renovada no es el tema del relato, pero la imagen está
muy relacionada.
El ritmo del ciclo natural tiene muchas analogías míticas en la vida
humana. En la historia vemos ciclos de imperios que se levantan, declinan y
son sustituidos por nuevos imperios; tenemos ciclos de regímenes autoritarios
seguidos por revoluciones, que son a su vez seguidas por una nueva forma de
autoridad; tenemos los ciclos de conversión e inversiones de movimiento
semejantes en la psique individual; o imágenes del ciclo natural actuando
sobre los seres humanos, como el despertar de la primavera que lanza a los
peregrinos de Chaucer a la senda que lleva a Canterbury. Los ciclos humanos
de la historia son mucho más irregulares e impredecibles que los naturales,
aunque en Una visión de Yeats se esbocen unos, supuestamente muy precisos,
a partir de las fases de la luna.
Pero Una visión de Yeats no tiene demasiado que ver con el pensamiento
mítico de su poesía, del que sería una distorsión obsesiva, del mismo modo
que la idea del «eterno retorno» de Nietzsche me parece una distorsión
obsesiva del mito del Superhombre. En cualquier caso, para la mayoría de las
religiones e ideologías la noción de una vida humana dominada por la
repetición cíclica es demasiado pesimista, y necesita ser mitigada por lo que
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el propio Yeats llama «el crimen de la muerte y el nacimiento»[91], frase que
evoca conceptos de karma y reencarnación. Al igual que en las otras
variaciones, de nuestras tres versiones del mito —la parodia demoníaca, la
adaptación ideológica y el mito auténtico— el ciclo interminable es un
elemento de la parodia demoníaca.
Por otro lado, la continuidad del ciclo vegetal es la base de la adaptación
ideológica del mito. De la preocupación por poder seguir comiendo el pan
nuestro de cada día pasamos a la preocupación por sobrevivir, por preservar
una identidad consistente hasta la muerte o incluso más allá de ésta. De esto
pasamos a su vez a la continuidad indirecta de las instituciones sociales o
causas ideológicas que sobrevivirán a lo individual. En este punto lo lógico es
pensar que todas las formas profundas de dignidad y autoestima tienen que
ver con una identificación de lo individual con una iglesia, una nación, una
revolución social, el avance del saber, o todo aquello que aparentemente
conecte el pasado con el futuro, o dé cuenta del contrato, según Burke, de los
muertos, los vivos y los nonatos. La senilidad social tiene su origen en el
olvido de las tradiciones de nuestra herencia cultural; el repudio de las
obligaciones con la posteridad es un acto de irresponsabilidad.
El núcleo metafórico en relación con la comida y la bebida incluye dos
rasgos significativos. Primero, que si bien la identidad con la naturaleza es
mucho más inmediata en el acto de la comida que en el mito sexual de la
novia-jardín (o huerto) que acabamos de examinar, ello no implica
necesariamente amor a la naturaleza. Tiende más bien hacia la integración de
la sociedad, y se sirve en buena medida del juego que da la palabra «cuerpo»,
que expresa tanto unidad individual como social. Y mientras hay muchos
cuerpos sociales que no se relacionan directamente con la comida, en las
sociedades humanas, igual que entre los animales y los pájaros, la etiqueta de
la comida conjunta está estrictamente regulada[92], y tiene mucho que ver con
el hecho de que los seres humanos son animales sociales. Hasta los más
exaltados vuelos de la filosofía platónica tienen lugar en medio de banquetes.
Así, mientras esta parte del axis mundi sea, como su predecesora, una
escalera de amor, el énfasis cae en philia más que en eros, en el amigo,
vecino, líder o (por lo general pequeña) comunidad más que en el compañero
sexual. En un sentido negativo, uno de estos géneros centrales es la elegía por
el amigo perdido (Lycidas, Adonais), que históricamente desciende del
lamento por Adonis.
Puede que el ritual hipotético que se estudia en La rama dorada, de
Frazer, sea muy vulnerable desde diferentes perspectivas antropológicas pero
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como estructura mítica resulta tan sólida como las pirámides. Vemos cómo un
rey considerado divino es ejecutado cuando se encuentra en la cumbre de su
poderío, por miedo a que su debilitamiento físico traiga consigo el
consiguiente agotamiento de la tierra sobre la que gobierna. El motivo del
ritual, por consiguiente, es la inquietud por el suministro de alimentos y la
necesidad de un liderazgo fuerte. Al ser sacrificado, el rey divino es sustituido
de inmediato por un sucesor, y su cuerpo es comido y su sangre bebida en una
ceremonia ritual. Tenemos que hacer un violento esfuerzo de visualización
para percatarnos de que ahora tenemos dos cuerpos del rey divino: uno
encarnado en el sucesor y el otro escondido en el estómago de sus adoradores.
De ahí que tras comer y beber a la persona, la sociedad pase a estar integrada
en un cuerpo único: el suyo y el de él.
En el poema prebíblico de Mesopotamia Enuma elish, se nos dice que la
humanidad se formó a partir de la sangre del dios Kingu, al que asesinaron
como traidor por tomar el partido equivocado en el conflicto cosmológico de
Marduk y Tiamat (GC, p. 173). Este aspecto del mito de creación se omite en
el recuento del Génesis, aunque tiene profundas analogías con el mito
cristiano según el cual para redimir al mundo que ha creado, Cristo debe
morir. Vemos mitos semejantes en otras partes (por ejemplo, el relato de
Ymir en el Edda), pero en el Antiguo Testamento el tema se reemplaza por el
énfasis puesto en la continuidad de la sociedad de Israel. Vuelve a aparecer en
el centro del Nuevo Testamento, donde su conexión con la secuencia de
renovación que se produce con la recogida del grano, siembra y grano nuevo
parece lo suficientemente clara.
Sin duda les resultaba lo suficientemente clara a los escritores del Nuevo
Testamento, quienes ponen el acento en la analogía entre la pasión de Cristo y
la semilla que tras ser enterrada vuelve a salir. Parece tan importante como
para insistir en la muerte de la semilla (Juan 12, 24; I Corintios 15, 36). Por
tanto Cristo es en todo momento asociado con la provisión milagrosa de
alimentos. En los cuatro Evangelios se registran milagros en los que se
alimenta a multitudes con cantidades muy pequeñas de comida, y a veces más
de una vez, milagros que son antitipos explícitos de la provisión de maná en
el desierto (Juan 6, 49-51). La imaginería de comer la carne de Cristo y beber
su sangre la encontramos en los Evangelios antes incluso de la institución de
la Eucaristía. Que el cuerpo de Cristo es una fuente infalible de alimento y
bebida se afirma tanto a nivel físico como espiritual (el «pan nuestro de cada
día» [epiousion] del padrenuestro también podría ser contemplado como pan
«supersustancial»). El cuerpo de Cristo no es sólo «para ser comido, para ser
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dividido, para ser bebido», según leemos en el Gerontion, de Eliot, sino que
también es la fuente de la continuidad de la vida de su pueblo escondida en el
interior de sus cuerpos. Lo mismo sucedía en los tiempos del Antiguo
Testamento, según Pablo, quien dice que en el desierto los israelitas comen
todos el mismo alimento espiritual y beben la misma bebida espiritual, esta
última proveniente de una roca que era Cristo (I Corintios 10, 3). La
Resurrección consigue lo que en la primitiva eucaristía frazeriana resulta
imposible: el Dios-Hombre enterrado en el seno de su comunidad de repente
se reintegra, reaparece e imprime un giro a su sociedad convirtiéndola en un
único cuerpo.
El sucesor que sigue al rey muerto sería metafórica o espiritualmente su
hijo, y a veces asistimos al sacrificio de un hijo para prolongar la vida o
fortuna del padre (GC, p. 212). En la mitología clásica parece no haber padre
que a su vez no tenga padre. Zeus, padre de los dioses y los hombres, es hijo
de Cronos, que a su vez era hijo de Urano, y algunos especialistas en
mitología serían capaces de llevar aún más lejos el parentesco. En Yeats,
Edipo —al matar a su padre y vivir incestuosamente con su madre—
simboliza un período (o fase) trágico y heroico de la historia, al que seguirá
un período cristiano más tranquilizador en el que Cristo apacigua a su padre y
reconcilia a su madre con su novia-iglesia. Que Edipo represente para la
tragedia lo que Cristo representa para la comedia es una idea de gran
profundidad, pero yo creo que Yeats malinterpretó el auténtico contraste entre
Cristo y Edipo, tanto por su tendencia a idealizar lo heroico y lo trágico como
por la vaguedad de la doctrina cristiana al respecto. Los teólogos afirman que
Cristo se ofreció como víctima propiciatoria para aplacar la sed de venganza
que su padre sentía por el primer Adán. Lo que Jesús dice a sus discípulos es
bastante más coherente: hace referencia al día en que «con toda claridad os
hablaré del Padre» (Juan 16, 25). Su misión no es la de hacer algo en
compañía de su Padre, sino la de presentarlo como la figura que, al ser el
poder que dio comienzo a la antigua creación, puede acabar con ésta mediante
una nueva creación.
En los Evangelios Jesús habla de que será sucedido por una figura
identificada más tarde como el Espíritu Santo. Esto forma parte de un modelo
que va desde el arranque de los Evangelios sinópticos a los dos primeros
capítulos de los Hechos de los Apóstoles. En la Encarnación el Espíritu es el
padre de Cristo; la Palabra desciende y el Espíritu, que ya ha cumplido su
misión, asciende. Al final del relato del Evangelio, en Hechos, encontramos la
Ascensión, en la que a la ascensión de la Palabra le sigue el descenso del
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Espíritu, que pasa a ser un «hijo» o sucesor de la Palabra. Esta sucesión es
interpretada de forma diferente por las distintas corrientes de la cristiandad:
para nuestros propósitos baste con decir que a la Palabra, que apunta hacia su
propia comprensión espiritual, sólo puede seguirle su forma espiritual.
Si en toda sociedad el rey es de hecho un líder, difícilmente podremos
asimilar tan rigurosamente patrones sociales a míticos: un rey semejante
debería poseer auténticos poderes, y en este caso, a la sociedad no le resultará
fácil librarse de él en la cumbre de su poderío. De ahí el recurrir a figuras
sustitutorias que no amenazan la continuidad de la secuencia —como
prisioneros o criminales— a quienes se otorga privilegios de rey divino
durante un breve tiempo antes de ejecutarlos. O puede que el rey simplemente
vea renovado su poder de año en año en una ceremonia que reafirme el poder
y la protección de su dios, como aparentemente ocurre en varios de los
salmos. O sea que la concepción del rey legítimo o «ungido por el Señor»,
cuya persona es sagrada mientras viva, reemplaza la supuesta concepción
anterior. Esto es algo que ya encontramos establecido en el Antiguo
Testamento: Saúl muere en el campo de batalla y es sucedido por su yerno
David, quien —es importante señalarlo— nada tiene que ver con la muerte de
Saúl.
La ideología de la unción del Señor prosigue en la mística de los Tudor
sobre la realeza que tan central resulta en Shakespeare. Macbeth, por ejemplo,
no es tanto una obra sobre el asesinato —aunque se asesine a un rey— como
sobre el parricidio y el sacrilegio. En todas las sociedades que aceptan esta
mística, cuando el rey muere de forma natural se hace necesaria una
transición suave hacia el legítimo heredero. En Shakespeare, el tratamiento
más notable a este respecto lo encontramos en la conclusión de El rey Juan,
donde el bribón Juan, que ha logrado ser rey sólo porque ha apartado de su
camino al legítimo heredero, Arturo, es sucedido de forma pacífica por el
infante (y débil mental) Enrique III, mientras que el auténtico líder,
Falconbridge, se abstiene de intentar hacerse con el poder. Una generación o
dos después de Shakespeare, sin embargo, los ingleses ejecutaron a un rey
legal, y la cabeza del rey Carlos se convirtió en el paladín mitológico que
ayudó a que Inglaterra se mantuviera a la vanguardia mundial durante
aproximadamente un siglo. Tras eso, la ideología del derecho divino fue
desplazando gradualmente su centro de gravedad hacia la voluntad del pueblo
y el proceso democrático, y el líder de jure pasa a ser el elegido, en contraste
con el dictador, que proviene del ejército, única área social en la que sigue
funcionando la autoridad suprema y es gobernada por la ley marcial. Vemos
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que en cuanto a su divinidad o estatus de jure, el rey divino más que ejercer
supremacía sobre su sociedad constituye su posesión compartida. Es, en
primer lugar, una figura-víctima, y Jesús es un rey divino arquetípico porque
ni siquiera se le reconoce su condición de rey, excepto en son de burla.
El Antiguo Testamento da cuenta de la petición divina de sustituir las
ofrendas de animales y vegetales por sacrificios humanos (GC, p. 212); el
Nuevo Testamento introduce la Eucaristía, la comunión sin sangre con el pan
y el vino, que espiritualmente siguen siendo el cuerpo y la sangre de Cristo.
Uno y otro asimilan el mito al ciclo temporal, aunque introduciendo siempre
algún elemento que se sustrae al ciclo en sí. Otro elemento de la parodia
demoníaca, el opuesto al dios de la fertilidad que comemos y bebemos, es el
demonio que se nos come y nos bebe, la figura de muerte que acecha detrás
de todos los gigantes caníbales y glotones monstruos marinos de tantos mitos
y cuentos populares. Lo encontramos en una especie diferente de parodia en
Rabelais, donde la mayoría de los personajes desaparecen en el cuerpo de
Pantagruel al final del Libro segundo, y de forma más seria en el Satán del
Inferno. Condensando su estructura metafórica podemos ver el infierno de
Dante como el cuerpo de Satán, y al poeta entrando por la boca de éste (como
hace Jesús en los cuadros del Descenso a los Infiernos), atravesando las
entrañas y emergiendo por el ano. La cosecha y la vendimia como imagen de
la ira de Dios, como la escena del lagar en Isaías 63, que se repite en
Apocalipsis 14, es un ejemplo bíblico del mismo tipo de imaginería invertida.
CUATRO
En la Biblia, al igual que en la literatura imaginativa, hay dos grandes
patrones organizativos. Uno es el del ciclo natural, y el otro es el que hemos
dado en llamar apocalíptico, la separación final de la vida y la muerte: en ésta
el renacimiento de la primavera tras el invierno no se limita a dar comienzo a
otro ciclo que lleva a otro invierno, y tampoco la muerte se limita a ser
seguida por un nuevo nacimiento. La Pascua es una festividad que asimila la
Resurrección al ciclo del tiempo, pero la Resurrección en sí misma no es un
acontecimiento cíclico sino el comienzo de la separación apocalíptica. Puesto
que una separación así no se hace visible en el mundo físico, la conciencia
apocalíptica se convierte en una esperanza futura, ya sea un futuro histórico o
un más allá personal. En el Nuevo Testamento el apocalipsis es proyectado
hacia el futuro, por cercano que éste se encuentre (Apocalipsis 1, 3); una
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segunda venida que adquiere la forma de una revolución cuando el presente
orden social sea derrocado y tome el poder una minoría ahora oprimida. Este
tipo de lenguaje-inversión se usa mucho en los Evangelios (véase, por
ejemplo, la parábola de Lázaro), así como en el Libro del Apocalipsis y la
posterior leyenda del Descenso a los Infiernos. Se da por supuesto que sólo un
grupo muy selecto disfrutará de vida eterna; y si el cielo, como ciertos
emplazamientos turísticos, es un lugar bien conservado esto se debe sólo a
que en él no hay demasiada gente. Las visiones de un final inminente de la
historia tal como la conocemos siempre han inspirado ocasionales
movimientos sociales y religiosos. A veces, como en la Cuarta égloga de
Virgilio, la visión de una nueva edad mantiene, en segundo plano, un ciclo de
continuación al que de momento no se presta atención.
Está bastante claro que las primeras generaciones de cristianos veían la
segunda venida como un acontecimiento que tendría lugar en un futuro
próximo y sería un despertar final de la pesadilla de la historia. Puesto que el
siglo XX ha sido testigo de numerosas visiones similares cruelmente
traicionadas, tal vez valga la pena concluir que una fijación tan intensa en el
futuro representa una forma incompleta de mitología. En el Nuevo
Testamento, al morir y ser enterrado, Cristo desciende al mundo inferior,
regresa a la superficie de la tierra con la Resurrección, asciende por la
escalera superior hacia el cielo en la Ascensión, y desciende desde allí en el
Apocalipsis. En su peregrinación atraviesa todo el axis mundi, y una segunda
venida sólo puede aumentar nuestra visión interior.
Veíamos que los rituales frazerianos incluían la costumbre de designar a
un gobernante temporal o rey de pacotilla: tal figura se asocia a veces con el
período de carnaval y su relajamiento característico. El punto mitológico
principal con respecto a un carnaval es que recuerda una Edad de Oro original
de libertad e igualdad, como el reino de Saturno en el mito romano.
Precisamente en las saturnalias, el más conocido de estos carnavales en el
mundo antiguo, aparece de forma explícita la visión de una sociedad en la que
los esclavos son equiparados a sus amos. Una vez más Jesús no es sólo un
rey-víctima de la línea de David, como se lee en la inscripción de la cruz
(«Rey de los judíos») sino también un rey de pacotilla o carnaval, con una
corona de espinas, sólo que prometiendo un paraíso al buen ladrón a pesar de
los poderes seculares. Si preguntamos por qué el rey de pacotilla o el así
llamado «interrex» tendría que ser asociado con una Edad de Oro, podríamos
responder que porque representa una ruptura de la angustia por la
continuidad, la esperanza por el final de la dependencia al ciclo natural y de
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una eventual transformación de la vida humana en tiempo. Una vez más, el
ritual cíclico no puede excluir del todo la esperanza apocalíptica, la esperanza
de la revolución que más que revolverlo, lo invierta todo.
Puede que parezca poco elegante sacar a relucir la imagen de los
excrementos cuando se están discutiendo visiones apocalípticas, pero lo
excrementicio tiene que ver con los alimentos, y sospecho que se trata del
núcleo metafórico de la última separación entre el cielo y el infierno que
acabo de mencionar. El filósofo que dijo que la suciedad es materia en un
sitio equivocado no llevó a cabo un análisis demasiado exhaustivo: la nieve
que cae en nuestra acera en invierno es materia en el lugar equivocado, pero
la diferencia entre la nieve limpia y la sucia vuelve a ser otra cosa. La
suciedad tiene siempre alguna conexión psicológica con lo excrementicio, y
está vinculada a todo aquello de lo que queremos librarnos. Este es el quid de
la puntualización de Jesús (Mateo 15, 11) en el sentido de que lo que
contamina al hombre es lo que sale de su boca y no lo que le entra dentro;
puntualización a la que uno desearía prestaran más atención aquellos que
ponen tanto empeño en censurar y prohibir libros y otras obras de arte. La
gente con prejuicios asombrosamente estúpidos hacia grupos sociales
diferentes al suyo siente un gran apego por la palabra «sucio». La ambigüedad
de actitudes sexuales que hemos trazado en el capítulo anterior tiene mucho
que ver con la interrelación de órganos sexuales y excretorios en el cuerpo, y
la noción consecuente en el sentido de que el acto sexual es «vergonzoso», lo
que no deja de ser una modulación de «sucio», como vemos, por ejemplo, en
el término histérico «asqueroso», tan frecuentemente utilizado por la
pretendida gente moralista para describir lo explícitamente sexual. Muchas
religiones también desarrollan patrones de lo ritualmente no limpio para
levantar barreras excluyentes que les ayuden a definirse sobre la base
primitiva de la náusea. Igual que en la cristiandad la Eucaristía se funda en la
base metafórica del alimento y la bebida, así el bautismo pasa a ser la imagen
física de la limpieza espiritual, la separación de lo auténticamente individual
de lo excrementicio del pecado original.
Lo excrementicio también tiene una conexión mítica muy próxima a la
muerte, siendo el cuerpo muerto para muchas mitologías lo que Blake llama
la «cáscara excrementicia», algo a desechar y dejar detrás. Muchos de los
eufemismos empleados para referirnos a la muerte encierran una metáfora
excretoria. Como la muerte es algo que acontece a todo el mundo, solemos
verla como el único principio imparcial e irrespetuoso con la gente. De ahí la
popularidad, ya mencionada, de la forma conocida como danse macabre, en
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la que con el mismo fin visita al rey y al mendigo por igual. Y es por una
razón parecida por lo que la imaginería escatológica y excrementicia resulta
tan esencial a la literatura, y en especial a la sátira. Se ha hablado mucho, por
ejemplo, de la visión excrementicia de Swift[93]. Pero la visión de Swift era
niveladora: al igual que la muerte, lo excrementicio equipara a la humanidad,
y el falso idealismo que intenta ignorarlo es una forma del pecado de orgullo.
En el célebre Ladies’ Dressing-Room, por ejemplo, que concluye con un
«Celia caga», podemos pensar que Celia es menospreciada porque se ve
rebajada a ciertas funciones impropias de un organismo del mundo humano o
animal, y que por consiguiente el propio Swift es un retorcido. Pero yo
sospecho que el auténtico ridículo recae sobre Strephon, el amante de Celia,
por intentar envolver a su amada en una nube de pureza y refinamiento que no
puede coexistir con la vida humana. Por supuesto que desear tal pureza puede
ser genuinamente imaginativo: uno piensa en el exquisito poema de Marvell
sobre la gota de rocío, que cae sobre un polucionado mundo inferior para
acabar volviendo al mundo más puro del que provenía. Pero este poema de
Marvell no es una sátira.
Entre los mitos examinados por Frazer encontramos muchos en los que se
aparta o «mata» alguna figura o símbolo identificado con la muerte. La
paradoja de la muerte reposa en lo que bien podría considerarse un suelo
virgen en el cerebro de los hombres, la sensación de que, a pesar de todas las
evidencias en un sentido contrario, la muerte en realidad no es inevitable, sino
que siempre está causada por alguien o algo. Matar la muerte es traer a la
vida, y servirse de un chivo expiatorio es otro ritual que expresa la esperanza
de una vida permanentemente nueva, de la que la muerte está excluida, o, una
vez más, excretada.
Si echamos un vistazo a uno de los relatos detectivescos de misterio tan de
moda hace una o dos generaciones, nos encontraremos para empezar con una
muerte que, según las convenciones, no puede deberse a causas naturales,
sino que presupone un asesino (suposición ésta que en algunas sociedades
primitivas se mantiene de todas las muertes). Una vez se ha resuelto la muerte
al final del libro, se forma un nuevo grupo social entre los personajes del que
queda excluido el asesino, chivo expiatorio o figura muerta. Si el relato está
bien construido, todas aquellas observaciones y episodios entre paréntesis, sin
importancia aparente en su momento, cobran un significado nuevo y siniestro.
El relato detectivesco también se sirve del recurso técnicamente conocido
como catastasis, la solución plausible pero falsa que ofrece normalmente la
policía, justo antes de que el gran detective llegue y lo ponga todo en su sitio.
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En Mademoiselle de Scudéry, de E. T. A. Hoffmann, probablemente uno de
los primeros relatos detectivescos, encontramos un ejemplo desarrollado en su
totalidad. Este recurso también lo encontramos en la imaginería bíblica, en la
que la catastasis es la visión convincente pero falsa en última instancia del
poder de Babilonia y Roma. Cuando es rechazada, su contrario, la
apocatastasis o restitución de todas las cosas (Hechos 3, 21) toma su lugar
tras la destrucción del último enemigo, como llama Pablo a la muerte.
El ciclo de la fertilidad celebrado en la Pascua no se incluye sólo en el
mito de la Pasión en los Evangelios, ya que en el relato de Lucas de la
Natividad, con sus pastores y su pesebre además de los tradicionales buey y
asno, también encontramos el tema de una renovada intensidad de contacto
con la naturaleza. De todos modos la Resurrección representa la ascensión de
un mundo inferior a otro superior, y tiene poco que ver con temas de fertilidad
como el de Adonis, en los que las nuevas vidas de primavera son diferentes a
las del año anterior. Este alzamiento se completa con la segunda venida o
Apocalipsis. En los Evangelios, las narraciones sobre la Resurrección son
deliberadamente plácidas y serenas, están llenas de la misteriosa tranquilidad
de un acontecimiento espiritual. Pero en un segundo plano encontramos el
poder de un Dios infinitamente más fuerte que cualquier Sansón o Hércules
liberándose de todo el hedor a muerte y con el rostro tiznado por el humo del
infierno.
El siguiente paso es examinar lo que trae consigo. En el tradicional
Descenso a los Infiernos, la comunidad en alza es la formada por aquellos de
los que se habla en contextos favorables en el Antiguo Testamento (y en Juan
el Bautista). Pero si echamos un vistazo al patrón de la imaginería bíblica nos
encontraremos con un panorama más amplio. Mencionábamos la
significación del ascendiente moabita de Rut y el interés de Dios por Nínive
en el Libro de Jonás, y en el Nuevo Testamento se nos habla de recibir con los
brazos abiertos a los cojos y ciegos, o de avisar antes a los pecadores que a los
cumplidores; se nos habla también del regreso de hijos pródigos, de la
amistad de Jesús con publicanos y pecadores, de la existencia de celotas
(extremistas políticos) entre sus discípulos. Un discípulo recibe la orden
expresa de viajar al desierto para bautizar a un eunuco etíope (Hechos 8), y
Pablo habla de eliminar toda diferencia de estatus social, sexual o religioso
(Gálatas 3, 28). Parece referirse tanto al proletariado como a los héroes
precristianos convencionales: un cuerpo tan grande, de hecho, como para
sugerir que la Resurrección representa la liberación de todo aquello injusta o
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innecesariamente reprimido, bien sea en la sociedad o en la mente de los
hombres.
Para armonizar todo lo dicho necesitamos otro principio estructural, y
para encontrarlo debemos volver a los temas de descenso en la literatura de
ficción.
La gran mayoría de los temas de descenso incluyen alguna variedad o
mutación de dos motivos concretos: amnesia y dobles o gemelos. Un
descenso a un mundo por debajo de la conciencia implica una ruptura en la
continuidad de la memoria consciente, o una aniquilación de las condiciones
previas de existencia, lo que viene a equivaler a caer dormido. El mundo
inferior suele ser un mundo de tiempo muy expandido, en el que unos pocos
momentos se corresponden a muchos años en el mundo superior. El motivo
de los gemelos es un aspecto del inmensamente complejo tema del doble o
Doppelgänger, que recorre todo el folclore, la literatura y la religión
comparativa, pero que estuvo particularmente de moda en la literatura del
período romántico entre Hoffmann y Dostoievski.
Un aspecto especialmente interesante del doble es la relación entre el yo
soñador y el yo soñado, el personaje principal del sueño. Aquí se sigue el
patrón de un observador y un actor dentro de la misma psique, de la que otras
formas son los mitos de la conciencia, del ángel de la guarda, del daimon de
Sócrates, y semejantes. En la literatura de este siglo tenemos la relación entre
el Finnegan de Joyce, gigante soñador que es todos los hombres, y HCE, el
mismo hombre como héroe del sueño, que pasa por una experiencia cíclica de
la historia. Cualquier dualidad derivada de una sensación de conflicto dentro
de uno puede adoptar una forma de Doppelgänger: la dualidad alma-cuerpo,
la de malo-bueno, la de consciente-inconsciente, o el lado subjetivo y el
objetivo de la personalidad, son sólo unos pocos ejemplos. En el contexto de
la literatura norteamericana, a Poe y a Mark Twain les fascinaban los temas
de doble. Huck Finn y Tom Sawyer mantienen casi la misma relación que
Esaú y Jacob en el Génesis, el hombre peludo de los bosques y el civilizado
de piel tersa, pero en el último capítulo de Huckleberry Finn Huck no sólo se
pone a las órdenes de Tom Sawyer sino que llega incluso a adoptar su
nombre. Muestras literarias más complejas como Las cabezas trocadas, de
Thomas Mann, El ministerio del miedo, de Graham Greene o Solid Mandala,
de Patrick White, nos darán una idea de lo variado y recurrente que llega a ser
el tema del doble.
La imagen del doble más simple es la del espejo doble, que puede
ampliarse hasta abarcar sombras o retratos como el de Dorian Gray de Wilde.
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He dicho en otra parte que sólo podemos objetivizar nuestra existencia en el
tiempo y el espacio si miramos la faz de un reloj o nuestra propia faz en un
espejo. La frecuencia con que aparecen relojes y espejos en Poe, pongamos
por caso, indica un mundo en el que la distinción entre sujeto y objeto ha ido
tan lejos como para que el propio sujeto se haya convertido en objeto. O el
doble puede representar un contraste moral, como el ángel bueno y el ángel
malo del Fausto de Marlowe. El relato de Poe, William Wilson, y los
personajes de Jekyll y Hyde de Stevenson son ejemplos conocidos. La ciencia
ficción también ha contribuido con diferentes formas de doble, sobre todo los
creados por los viajes en el tiempo y aquellos que se deben a la concepción de
mundos paralelos. Tanto una forma como la otra fueron anticipadas por
Henry James. En el inconcluso The Sense of the Past, de James, un hombre
del siglo XX viaja cien años atrás en el tiempo, mientras su doble viaja al
futuro haciendo el recorrido inverso. En The Jolly Corner, un americano que
ha pasado su vida en Europa vuelve a América para confrontarse y ver qué
hubiera sido de él de haber permanecido en ese lado del Atlántico.
Parece claro que muchos relatos de doble tienen que ver con las disputas
que consideramos antes sobre los conceptos de alma y cuerpo, con las
conflictivas exigencias de la conciencia y de algo que la elude. En esos relatos
cada aspecto del doble le resulta necesario al otro, y, como en William Wilson
de Poe, destruir al doble implica destruirse a uno mismo. En Los elixires del
diablo, de Hoffmann, encontramos a un monje santo que se ve arrastrado por
su doble a cometer violaciones y crímenes. Si no nos sentimos identificados
con las implicaciones religiosas del relato, o al menos con las implicaciones
de los personajes, podríamos pensar que la vida austera y célibe del héroe no
deja de ser otro esfuerzo para luchar contra la naturaleza, con los inevitables
resultados.
Un estado de vida tan dividido podría simbolizarse mediante una cabeza
separada del resto del cuerpo que vive una existencia descarnada. En uno de
los relatos de Poe, A Predicament, leemos cómo una mujer que está atrapada
en una torre de reloj sufre la sección de la cabeza por una de las manecillas
del reloj, y tanto la cabeza como el tronco están convencidos de ser la
auténtica psique (la mujer se llama Psique). En la obra de Yeats, The King of
the Great Clock Tower, volvemos a encontrar una torre de reloj y una cabeza
seccionada. La presencia de un reloj sugiere una vez más que la brecha que
separa lo consciente de lo subconsciente tiene mucho que ver con nuestra
forma de contemplar el tiempo. Este último aspecto de la situación aparece en
muchos poemas y relatos y es un reflejo de la curiosa fascinación del siglo
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por la historia de Salomé, Herodías y la cabeza cortada de Juan el
Bautista. En uno de los poemas más condensados que se hayan escrito, el
Cantique de Saint-Jean, de Mallarmé, la imagen de la cabeza cortada se
vincula con la posición del sol en el cénit, lo que sugiere el paradójico
momento intemporal que nunca llega a existir.
Pero no todos los temas de doble son tan irónicos, como demuestra Otto
Rank en su estudio del motivo[94]: la forma más metafóricamente condensada
del mito es la de los aspectos inmortales y mortales de la misma identidad: el
grano como doble de la semilla. El tema de un yo elevado y su doble inferior
lo encontramos en variedad de formas: tratado despreocupadamente en el
relato de Hoffmann sobre el pintor Salvatore Rosa, en el que un avaro es
curado de su avaricia y libertinaje al ver a su doble en escena, papel éste
representado por el pintor. En otro relato de Hoffmann, La jarra de oro, un
joven poeta está enamorado de una muchacha que quiere casarse con un
concejal (Hofrath), pero también se relaciona con una misteriosa muchacha
serpiente asociada tanto con Atlantis como con un jardín paradisíaco. La
superficie narrativa del relato parece decirnos que el poeta, retirándose a su
propio mundo de imaginación, al final se queda con un hada, mientras que la
otra heroína, que sigue viviendo en el mundo real, se casa con otro que acaba
por convertirse en concejal. Pero la concepción del doble es lo
suficientemente flexible como para que sintamos que de hecho el mismo
hombre puede conseguir a ambas heroínas, una en su imaginación y la otra en
la realidad.
El dramaturgo francés Jean Giraudoux escribió una obra llamada
Amphitryon 38, con lo que afirmaba que el mito en el que se basaba había
sido dramatizado (por lo menos) treinta y siete veces con anterioridad. En la
mitología griega Zeus se siente fuertemente atraído por Alcmena, la mujer de
Anfitrión, y tras adoptar la forma de este último se acuesta con ella. Se cuenta
una historia similar referida al linaje del rey Arturo. Alcmena dio a luz
gemelos, el inmortal Heracles, hijo de Zeus, y el mortal Ificles, hijo de
Anfitrión. En la adaptación que hizo Plauto del relato (y en la de Moliere)
encontramos sirvientes gemelos así como la figura divina-humana doble. El
tema de los gemelos dobles aparece en La Comedia de las equivocaciones, de
Shakespeare, en la que la misteriosa atmósfera parece más próxima a
Anfitrión que a Los menecmos, la fuente citada con más frecuencia.
En el Nuevo Testamento el padre de Jesús es el Espíritu Santo, no José,
pero se comenta que Jesús tuvo un hermano, cuyo padre habría sido José, y
una leyenda cristiana anterior también asociaba a Jesús con una figura gemela
XIX
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llamada «Judas Tomás», identificado con el apóstol Tomás (cuyo nombre
significa gemelo) y con el autor de la Epístola de san Judas. La leyenda
también atribuye la fundación de Roma a los gemelos Rómulo y Remo,
quienes fueron engendrados por el dios Marte de una virgen vestal. Aquí
ambos gemelos parecen arrancar con el mismo estatus, aunque Remo no tarda
mucho en ser borrado. Un ejemplo más cercano del doble como yo inmortal
es Heracles en la Odisea, de quien se dice, en un verso interpolado[95] que
fascinaba a Yeats, que es simultáneamente una sombra en el Hades y un
espíritu inmortal entre los dioses.
Nos acercamos aquí a una forma de imaginería doble en la que una figura
central se eleva al mundo superior como cuerpo espiritual integrado. Puede
tratarse de un doble sexual e incluir una hierogamia como la del capítulo
anterior, en la que sólo la escena es diferente. Dos poemas de las Songs of
Innocence, de Blake, «The Little Girl Lost» y «The Little Girl Found», nos
hablan de una niña llamada Lyca que es llevada por un león guardián a una
cueva protegida. El preludio al primer poema indica que el relato simboliza el
intervalo hasta el despertar de una tierra femenina unida a su creador y
transformada en un paraíso. El preludio es seguido por la narración, y el
primer verso incluye la expresión «clima sureño», que recuerda el «salvaje
sureño» de «The Little Black Boy» en el mismo libro, y tal vez sugiere que
Lyca es en realidad una niña negra, lo que la vincularía tanto con la
Proserpina del mundo inferior como con la heroína negra del Cantar de los
Cantares. En cualquier caso representa una visión interiorizada de una
Naturaleza regenerada a la espera de entrar en su reino legítimo. Lyca
también se vincula a la oscura Tierra ya mencionada de la «Introducción» a
las Songs of Experience, «Alma extraviada» que no es ni Adán ni Eva sino
una entidad femenina que los contiene a los dos y mucho más, y que es urgida
a dejar de volver a la oscuridad cada noche y a salir al eterno mundo de luz.
Aquí rozamos el tema de lo masculino y lo femenino unido en un único
ser andrógino. En A Winters Tale, de Dylan Thomas, un pájaro hembra de
color rojo y blanco como la tortuga-fénix del poema de Shakespeare
desciende sobre un viejo que se está muriendo en invierno, uniéndose con él
en un punto en el que la muerte, la consumación de una unión sexual, un
nuevo nacimiento y la transformación del invierno en primavera representan
todos el mismo acontecimiento en el mismo lugar y tiempo. Otros ejemplos
van desde la comedia romántica incluida en Noche de Reyes, en la que los
gemelos hermano-hermana cimentan un matrimonio doble, hasta la forma
condensada y explícitamente metafórica de la figura central del andrógino
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Séraphita, de Honoré de Balzac. En un contexto de parodia, las uniones
estériles de La tierra baldía, de Eliot, son observadas por el andrógino
Tiresias, «anciano de arrugadas ubres», como lo llama el poeta.
Los más irónicos temas del doble convergen en lo que podríamos llamar
la prisión de Narciso[96], el hermoso joven paralizado por su reflejo y
consiguientemente incapaz de enamorarse. Los mitólogos no tardaron en
hacer de Narciso un tipo de la caída de Adán, puesto que Adán, como
Narciso, se identificaba con su propia parodia-reflejo en un mundo inferior.
La concepción paulina de Cristo como segundo Adán hace de Cristo el doble
del Narciso-Adán que facilita el original de lo que Lacan llama el stade du
miroir y Eliot a wilderness of mirrors. En el ensayo de Buber Yo y tú, leemos
que estamos todos aprisionados en un mundo «Eso» que en realidad es un
reflejo de nosotros. El mundo de «Eso» incluye la naturaleza y el entorno
físico, pero también incluye el mundo social, siendo «él» y «ella» aspectos de
«Eso» en este contexto. La creación, según esta visión, es inteligible porque
refleja nuestra mente; el mundo es hermoso porque refleja nuestras
emociones. Sólo un «Tú», que es tanto otra persona como nuestra propia
identidad, libera la capacidad de amar que nos saca del mundo de sombras y
ecos (Eco era la amante de Narciso, y su contrapartida aural) para llevarnos al
mundo de la luz solar y la libertad.
Página 239
8. Cuarta variación: el horno
UNO
Hemos perfilado tres grupos de imágenes de axis mundi. Dos de ellos,
relacionados con la Biblia, parecen vincularse respectivamente con los relatos
de creación S y J. El tercero, la imaginería de descenso desde la superficie de
la tierra, arranca con la caída de Adán y Eva ligada al relato J, en el que la
humanidad desciende a un orden cíclico de la naturaleza y a un ciclo político
de opresión y revuelta. El ciclo político empieza simbólicamente con el
asesinato de Abel y el exilio de Caín. Es como si faltara un cuadrante, una
imaginería de caída ligada al relato S. No lo encontramos en el lugar que en
principio le corresponde, el primer capítulo del Génesis, pero si apareciera
contradiría el tono de satisfacción general de Dios hacia los esfuerzos
creadores. Sin embargo, con el desarrollo de la narración la historia avanza.
Es la historia de los ángeles rebeldes, la guerra en el cielo y su expulsión: el
relato que Milton incorporó a El paraíso perdido reconstruyéndolo a partir de
alusiones bíblicas.
Una caída demoníaca, tal como Milton la presenta, implica desafío y
rivalidad con Dios más que simple desobediencia; de ahí que la sociedad
demoníaca sea una parodia sostenida y sistemática de la divina, asociada con
demonios o ángeles caídos porque en sus poderes parece muy alejada de las
capacidades humanas normales. Leemos sobre ángeles que ascienden y
descienden por las escaleras de Jacob y de Platón, y de modo similar parece
como si en la vida pagana existieran refuerzos demoníacos que explican la
casi sobrehumana grandeza de los imperios paganos, en especial justo antes
de su caída.
Página 240
Dos interesantes pasajes del Antiguo Testamento vinculados a este tema
son la condena de Babilonia en Isaías 14 y la de Tiro en Ezequiel 28.
Babilonia se asocia al Lucero de la Aurora, que se dice a sí mismo: «Me
asemejaré al Altísimo»; Tiro se identifica con un «querubín protector de alas
desplegadas», una criatura espléndida que vivía en el jardín del Edén «hasta el
día en que se halló en ti iniquidad». En el Nuevo Testamento (Lucas 10, 18)
Jesús habla de cómo Satán cae del cielo, de ahí la tradicional identificación de
Satán con el Lucifer (Lucero) de Isaías y cómo fue creciendo su leyenda de
gran adversario de Dios; anteriormente el príncipe de los ángeles, y también,
antes de ser desplazado, el primer hijo nacido de Dios. En la cristiandad, la
fuerza demoníaca sobrehumana que se esconde detrás de los reinos paganos
es llamada Anticristo, gobernante terrenal que reclama honores divinos (GC,
p. 95).
Mucha de esta demonología es tardía: sólo muy al final del Nuevo
Testamento (Apocalipsis 12) se nos habla de forma explícita de una guerra en
el cielo y de la revuelta de un tercer ángel. El Libro del Apocalipsis parece
por tanto no una simple coda a la Biblia, sino una escena de reconocimiento,
en la que afloran los misterios latentes en la imaginería anterior. En sus
esfuerzos por reconciliar el Génesis 1, 27 y 5, 1 con la versión J, la leyenda
posterior desarrolló la figura de Lilit, primera mujer de Adán y madre de
demonios (GC, p. 167). Una vez más, la maldición de la serpiente en la versión
J —que en ese contexto es presentada sencillamente como una serpiente— se
explica por la suposición posterior de que la serpiente era el portavoz de
Satán.
Los inicios del relato demoníaco, sin embargo, aparecen muy pronto en el
Génesis. Primero tenemos el recuento de la progenie de Caín en Génesis 4:
los descendientes de Caín establecieron las artes, en especial la música, la
metalurgia y otras formas de la vida urbana, así como una renovación del
mundo pastoral de Abel. Pero el episodio de Lamek, al final del relato, parece
indicar la resolución de una tendencia maligna que dio comienzo con la
muerte de Abel a manos de Caín. Otro punto de arranque es el misterioso
pasaje en Génesis 6, 1-4 que habla de cómo los «hijos de Dios» fueron
atraídos por las «hijas de los hombres», descendieron a la tierra y procrearon
en ellas una raza de gigantes. Al parecer, estos gigantes fueron uno de los
factores que provocaron el Diluvio, aunque por lo visto sobrevivieron a éste,
ya que sus descendientes siguieron aterrorizando a los israelitas en la frontera
misma de la Tierra Prometida (Números 13, 33). Seguimos con «Nemrod el
bravo cazador» y el vasto proyecto de Babel en Génesis 10-11.
Página 241
Lo que según todos los indicios encontramos en estos pasajes del Génesis
es un paralelo bíblico o contraste con la edad de los héroes en Hesíodo
(aunque Josefo haga una comparación con el relato de los titanes). En el
relato del origen de los gigantes se representa a Dios diciendo, con aire más
bien fatigado:
No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne; que sus días
sean ciento veinte años.
Entre las distintas cosas que esto podía significar, una tal vez sea que Dios
rechaza el mito griego del héroe, el ser de origen divino y humano, el fruto de
(normalmente) un padre divino y una madre humana. En el Génesis no se
registra nada comparable a semejante raza de héroes semidivinos, aunque en
los dos primeros libros de El paraíso perdido queda claro que Milton asocia
diversos aspectos del heroísmo clásico, tal como los encontramos en Áyax,
Odiseo y Aquiles, con los ángeles rebeldes.
El pasaje del Génesis era la base del Libro de Enoch, que amplía en buena
medida el relato de la caída de los espíritus lascivos. El Libro de Enoch tuvo
alguna influencia en los posteriores y más decadentes libros del Nuevo
Testamento (Judas 14; II Pedro 2, 4). Esa influencia tal vez también se refleje
en el Libro del Apocalipsis. Apuntábamos antes la afirmación en Apocalipsis
14, 4 en el sentido de que todos los redimidos de la tierra —ciento cuarenta y
cuatro mil, según se decía— son hombres célibes que no se «mancharon con
mujeres». Una forma de dar sentido a esta frase tal vez sea la de tomarla
como un antitipo (GC, p. 104) de los ángeles que tanto se mancharon en el
relato de Enoch, y ello a pesar de que en una lectura superficial el pasaje
parece referirse al poder de destrucción patriarcal[97].
Los paralelos clásicos del relato de Enoch, los descensos de los dioses, y
en especial de Júpiter, en pos de apetitosas mujeres —normalmente
disfrazados de animal— son muy populares en la literatura occidental, en la
pintura y en la música. Naturalmente estos relatos son de tono más festivo que
el de Enoch, aunque debido a la desigualdad entre los miembros de la pareja
despiertan poco afecto hacia los dioses. Descubriremos la razón cuando nos
detengamos en versiones más humanizadas, como el tema del droit de
seigneur en Las bodas de Fígaro, que saca a relucir con mucha claridad un
resentimiento subyacente contra los privilegiados. Otro paso nos lleva al
antagonismo de clase casi protomarxista de la extraordinaria obra de Félix
Lope de Vega, Fuenteovejuna, en la que los campesinos se alzan contra los
nobles, que se benefician de sus mujeres[98].
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Está claro que el héroe con un padre divino y otro humano —aunque la
divinidad progenitora haya sido sólo un ángel—, no tiene cabida en una
religión estrictamente monoteísta como el judaísmo, o, mucho más tarde, el
Islam. Presentar a un Cristo engendrado por Dios en una madre humana era
por tanto una suerte de escándalo, una recaída en la mitopoesis helenizante. El
relato del Nuevo Testamento sugiere sin embargo un aspecto más positivo del
mito de Enoch. El héroe clásico suele ser una figura trágica, dividida por su
combinación de divina y humana; el parentesco mixto de Cristo al menos
señala hacia una reconciliación de lo divino y lo humano, y es por
consiguiente cómico (en el sentido de Dante, que ve a la cristiandad como una
commedia). En la mitología de Yeats, a la que antes hemos hecho referencia,
nos encontramos con una concepción cíclica de la historia en la que a una
civilización trágica y heroica le sigue otra cómica y social. Cada uno de estos
ciclos comienza de forma mítica con la conjunción de un pájaro divino y una
mujer humana: Leda y el cisne para el ciclo clásico, la paloma (Espíritu
Santo) y la Virgen para el cristiano. En su pieza teatral, The Herne’s Egg,
Yeats profetiza un tercer ciclo que dará comienzo en Irlanda. Tras la muerte
de Yeats afloró una mitología popular de apariencia similar, con relatos de
carros de dioses al principio de la historia y platillos voladores en su final. Lo
que aquí nos interesa es el hecho de que el mito del Génesis amplificado en
Enoch tiene un aspecto positivo y creador y otro siniestro.
El mundo de los titanes, gigantes primitivos y demonios, suele
contemplarse siempre como maligno, y la palabra «demoníaca» normalmente
se usa, como sucede en este libro, para hacer referencia a una parodia de la
vida humana centrada en la muerte. Pero lo que ahora buscamos es una zona
de imaginería axis mundi con aspectos tanto creativos como destructivos,
igual que en los otros tres casos. En literatura encontramos ascensos y
descensos desde y hacia los malvados y siniestros mundos inferiores, y
podemos reservar la palabra demoníaco para ello. Sin embargo también
podemos encontrar ascensos y descensos de orden creativo, y para referirme a
ellos utilizaré la palabra «titánico». La imaginería de lo titánico nos lleva a las
profundidades inferiores de la imaginería del descenso y regreso que trazamos
en el capítulo anterior, y nos devuelve a los orígenes de la sabiduría humana y
el poder.
La Biblia, como indicábamos, no se muestra demasiado amable con lo
heroico o lo trágico, y mucho menos con lo titánico, y el ascendiente de la
Biblia en nuestra cultura es la razón principal de que se identifique lo titánico
con lo demoníaco. Desde una perspectiva más inclusiva, no hay razón para
Página 243
establecer semejante contraste entre el daimon de Sócrates y un ángel de la
guarda cristiano, o entre lo que Wordsworth sentía cuando hablaba de
«inmensas y extraordinarias formas»[99] en la naturaleza y lo que un griego
debía de haber experimentado al pensar en Dioniso o Artemisa. Hasta los
poderes titánicos que hicieron de Egipto y Babilonia imperios mundiales son
considerados con una gran dosis de respeto por los profetas del Antiguo
Testamento.
Cada uno de nuestros repasos axiales puede estar vinculado a un dios o
presencia informante: la deidad dominante de la escalera de sabiduría
superior, esbozada en el capítulo quinto, es el descabellado Hermes, y Eros es
la deidad de la escalera del amor superior, en tanto que la deidad del tema de
descenso y regreso del mundo inferior (es decir, de la fertilidad), es Adonis.
El héroe de sabiduría inferior que nos ocupa ahora es Prometeo, el titán que
en algunos relatos creó al hombre, que desafió a los dioses y destruyó (o
redujo al absurdo) el culto sacrificial para traer al hombre el fuego que hizo
posible la civilización. Tradicionalmente Dios crea al hombre y su Palabra se
vuelve carne; en el contexto prometeico el hombre crea a sus dioses, y su
carne se convierte en palabra: esto es, su cuerpo o cuerpos creados desarrollan
conciencia. Este Prometeo es uno de los patrocinadores de la actitud —que
aparece esporádicamente en literatura desde la época de Lucrecio— de
ignorar a los dioses porque aunque éstos existan, sólo son seres extraños a los
que no interesa la vida humana. El poema de Goethe sobre Prometeo hace que
el héroe diga que forma a los hombres según su imagen para que sean como
él, para que se lamenten y regocijen y sobre todo ignoren a los dioses, tal
como hace él:
Hier sitz ich, forme Menschen
Nach meinem Bilde,
Ein Geschlecht, das mir gleich sei,
Zu leiden, zu weinen,
Zu geniessen und zu freuen sich
Und dein nicht zu achten
Wie ich![*]
Sin embargo, la representación más familiar de Prometeo es la del titán
crucificado y torturado por un malvado dios celestial; en otras palabras, una
figura trágica como el Jesús de la Pasión. La Biblia rechaza la concepción del
héroe sobrehumano, en buena medida pasa por alto el aspecto de la
imaginación que llamamos tragedia, en la que los esfuerzos de un héroe
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pueden acabar en desastre no sólo a pesar de su grandeza, sino a menudo por
culpa de ésta. El héroe trágico hace demasiadas preguntas incómodas sobre
las virtudes morales de los dioses y los conflictos irreconciliables de la
naturaleza humana y la divina. Las tragedias griegas, por otra parte, formaban
parte del culto a Dioniso, que, con sus sufrimientos de muerte y
desmembramiento, es otra forma del poder prometeico que se esconde detrás
de lo que venimos llamando energía creadora titánica.
Dioniso y no Prometeo es la figura central en Nietzsche, con su
Superhombre, su Herrnmoral que celebra el orgullo heroico y aristocrático y
la identificación final con Dioniso, a quien considera una figura de
«Anticristo». El interés por Dioniso arranca del temprano El nacimiento de la
tragedia. Yeats también contrasta los ideales paganos y dionisíacos con los
cristianos, con una marcada preferencia por los primeros. Pero es menos
rigurosamente anticristiano que Nietzsche: de hecho está enterrado en un
camposanto cristiano.
En cuanto Nietzsche, es probable que viera en el Dioniso perpetuamente
en trance de morir a una figura de afirmación vital, y al Cristo de la
Resurrección como una figura que negaba la vida. Pero esto difícilmente hace
de Nietzsche un Anticristo, el cual es descrito en el Nuevo Testamento (II
Tesalonicenses 2, 4) como alguien que «se eleva sobre todo lo que lleva el
nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en
el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios». Esta figura combina
el estatuto o presencia pagana que profana los Santos Lugares (Mateo 24, 15)
con una especie de Narciso demoníaco que afirma ser el mismísimo Dios. Tal
figura poco tiene que ver con Nietzsche, y sí mucho con Hitler y los
prototipos ficticios de Hitler, como el Kurtz de El corazón de las tinieblas, de
Contad, tal como veremos más adelante.
Con anterioridad Blake había trazado los perfiles de otro tipo de
Anticristo en El matrimonio del cielo y el infierno, donde contrastaba el bien
—«lo pasivo que obedece a Razón»— y el mal —«lo activo emanado de
energía»—, y prometía explicarlo en una «Biblia del infierno». En el posterior
Everlasting Gospel contrasta al verdadero Jesús, que actúa con «orgullo
honesto y triunfal», con el «Jesús que se arrastra», el auténtico Anticristo, que
se adapta a la pasividad y la mediocridad. Encontramos paralelos con
Nietzsche, como proponer una Herrnmoral asociada a Jesús, aunque Blake es
consciente de que rebelarse contra la moralidad convencional no significa
apoyar al maligno, como también sabe que no ataca al auténtico mito
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cristiano, sino la distorsión institucional de éste, que Kierkegaard llamaba
«Cristiandad».
El hecho de que Prometeo y Dioniso sean figuras trágicas saca a relucir
todos los aspectos ambivalentes conectados con la tragedia; y el que nos
interesa en estos momentos es el de la dualidad dentro de la naturaleza,
discutido en el capítulo anterior, el contraste entre la naturaleza de
Wordsworth y la de Sade. Esta dualidad es lo que vincula lo titánico y lo
demoníaco. Un gato sabe cuándo se siente a gusto y satisfecho; si a esa
sensación le añadimos conciencia humana, tendremos el inicio de la visión de
Wordsworth de la naturaleza. La comadreja es un feroz depredador, y si a su
ferocidad le añadimos conciencia humana tendremos algo parecido a un
placer psicópata y malvado por la crueldad. Se trataría de una fusión de razón
y naturaleza a un nivel genuinamente demoníaco, del tipo que sugiere el
maestro Houyhnhnm de Gulliver:
Aunque detestaba a los Yahoos de su país, no les reprochaba sus odiosas cualidades más que a un
ave de presa su crueldad… Pero saber que una criatura pretendidamente razonable era capaz de tales
atrocidades, le llevaba a creer que la corrupción de esa facultad podía ser peor que la brutalidad en
sí. Llegó por tanto a la conclusión de que en lugar de ayudarnos a razonar, nuestras cualidades
incrementaban nuestros vicios naturales.
En El rey Lear, el hecho de que Lear fuera rey volvía irrelevantes sus
flaquezas y bastaba para que el público de Shakespeare creyera encontrarse
ante una sociedad «natural», en la que la autoridad y la lealtad son virtudes
que funcionan. Con la abdicación de Lear, se abre un nivel inferior de
naturaleza, una parodia de sociedad natural en la que los líderes son
depredadores, y que ha sido establecida fundamentalmente para su beneficio.
La intromisión de animales en la imaginería da la sensación de que el mundo
animal simboliza la total decadencia de la vida humana, que se convierte en
algo inferior.
Humanity perforce must prey upon itself
Like monsters of the deep (IV, II, 52-53)[*]
decía Albany, dando a entender un descenso mucho más profundo que el de
cualquier animal, como muestra la escena en la que Gloucester queda ciego.
En los mundos demoníacos se da una curiosa combinación entre lo deliberado
y lo automático: así, en cuanto Duncan es asesinado, Macbeth se encuentra
inmerso en una espiral de maldad, en la que se ve compelido a matar más y
más gente para sentirse seguro.
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Con Macbeth pasamos del descenso demoníaco al ascenso demoníaco, en
otras palabras a la tiranía, el emplazamiento de la maldad en una posición de
poder social supremo. Los escritores del siglo XX están, como cabría esperar,
profundamente interesados en este tema, y Conrad lo estudia en la mayoría de
sus obras importantes. El Kurtz de El corazón de las tinieblas es un ejemplo
particularmente notable, puesto que es el prototipo de todas las figuras de
tirano que han hecho del siglo XX tal vez el más espantoso de la historia.
El tirano saca su fuerza de la histeria social, que es lo que le da el aura de
estar en posesión de un poder sobrenaturalmente maligno. Al Kurtz de
Conrad le gustaría «exterminar a todos los brutos» que le rodean, sin caer en
la cuenta de que ello no deja de ser una‘forma pervertida de primitivismo, de
absorber las tinieblas de las que él se ha convertido en el corazón. Las
tinieblas no son la sociedad de los negros, sino una fusión de esa sociedad con
los «mezquinos y codiciosos fantasmas» del mundo blanco y el tráfico de
marfil, la tiranía imperial que se degrada a sí misma junto con sus víctimas.
Kurtz también desarrolla la paranoia inevitable en su situación, trazando
vastos y grandiosos planes e inspirando devoción fanática (uno de sus
admiradores subraya que habría sido un maravilloso líder político, siempre
que se tratara de un partido extremista). Un hombre así parece inmune a la
muerte, como el Gran Hermano en 1984, de George Orwell, y cuando muere,
el acontecimiento es comunicado con desdén.
La maldad motivada podemos comprenderla hasta cierto punto, pero la
maldad inmotivada encierra algo desconcertantemente inescrutable. Cuando
le preguntan a Yago por qué destruyó de modo deliberado las vidas y la
felicidad de Otelo y Desdémona, que confiaban en él y nunca le habían hecho
daño alguno, se limita a responder con un silencio obstinado. Y es que ni
siquiera él conoce la respuesta. Cierto es que en un momento dado, en medio
de un soliloquio, sugiere que Otelo pudo ponerle los cuernos con Emilia, pero
no se lo cree: está intentando emponzoñar las mentes del público
predisponiéndolo en contra de Otelo. Villanos más imaginativos, en ocasiones
nos transmiten la sensación de estar atrapados en una ilusión que justificaría
la falta de conciencia. Cuando al final de La duquesa de Amalfi, de John
Webster, le preguntan a Bosola cómo murió Antonio, responde:
In a mist: I know not how:
Such a mistake as I have often seen
In a play.[*]
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Para Shakespeare o Webster sugerir inspiración diabólica para sus
villanos, creyeran ellos o su público lo que creyeran de los demonios, era un
golpe de efecto dramático. La cristiandad nunca ha descubierto algo mucho
mejor que la metáfora del «alma perdida» para dar cuenta de los Yagos del
mundo: a esa gente sencillamente les falta algo esencial a la humanidad, y no
puede decirse nada más al respecto.
La concepción moderna del Angst o angustia, sin embargo, al menos nos
da un nombre para el misterio. En El concepto de angustia Kierkegaard
define lo demoníaco como «angustia por lo bueno», y conecta lo bueno con lo
que él llama libertad ética o constructiva. En este tipo de libertad se
desvanece la antítesis entre libertad y compulsión: lo que quiere hacer un
artista creador y lo que tiene que hacer son la misma cosa. Pero el libro
también sugiere que en el paraíso Adán estaba en un estado de libertad
abstracta separada de la compulsión, y en tal estado sólo hay una cosa que el
hombre pueda hacer con su libertad: deshacerse de ella. La concepción de
André Gide del acte gratuit[100] representa otro acercamiento a la paradoja de
la libertad abstracta: cualquiera que se encuentre en este estado, o piense que
se halla en él, es como un hombre privado de presión atmosférica. El sueño de
un hombre ridículo, de Dostoievski, añade un paralelo al argumento de
Kierkegaard en una parábola que nos muestra cómo, enfrentado a una
situación paradisíaca, el hombre sólo puede jugar el rol de la serpiente y
destruir todo lo que encuentra. Aunque de forma mucho menos incisiva,
Aldous Huxley defiende en La isla una opinión semejante.
En la tragedia, lo titánico y lo demoníaco aparecen en el contexto de un
impulso autodestructivo o antisocial, del tipo expresado en la tragedia griega
por la palabra hybris, la acción excesiva tanto consciente como mecánica, el
resultado de una hamartia o «imperfección», que no constituye un defecto
moral sino una situación tan desafortunada que hace imposible la acción
prudente o temperada. La razón de esta inadaptación suele ser la simple
presencia del propio heroísmo, que por definición resulta demasiado grande
como para encajar en la situación en la que se encuentra. La respuesta
primaria a una acción trágica no es la simpatía por los personajes principales
o la condenación de éstos, sino entender lo inevitable de la acción. No es lo
mismo que una sensación de fatalidad, aunque están muy emparentados, y a
menudo se confunden. Es sin embargo la escondida conexión con la fatalidad
lo que ayuda a mantener la Biblia a distancia de los temas trágicos: incluso en
Job la acción trágica emplea a Satán a modo de pararrayos para desviar la
voluntad divina.
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En el período romántico la visión trágica se adaptó a un tema diferente
aunque relacionado. En el Antiguo Testamento (GC, p. 209) vemos una serie
de figuras potencialmente trágicas: Caín, Ismael, Esaú, Saúl, que parecen
encontrarse en primera línea de la sucesión divina y sin embargo son
superados por sucesores más jóvenes, a menudo por misteriosas o
inescrutables razones. En la literatura romántica encontramos una simpatía
renovada por tales figuras; algunos ejemplos son el Caín de Byron y el
narrador Ismael en Moby Dick. Pero el tipo también es muy común en la
literatura victoriana sin conexiones bíblicas explícitas, en la que la trama del
«falso heredero», el relato del sucesor legítimo que regresa para reclamar su
herencia, es un recurso convencional.
En el libro quinto de El paraíso perdido vemos cómo Lucifer se
desentiende de Dios Padre y se dedica al recién concebido Cristo. Por
supuesto que este relato no se encuentra en la Biblia, pero encaja muy bien en
el patrón mítico bíblico que estamos trazando. El romanticismo incluyó un
movimiento de diabolismo que hizo de Lucifer una figura heroica y digna de
simpatía, o incluso el auténtico Dios. Encontramos numerosos ejemplos en La
agonía romántica, de Mario Praz, que traza varias tendencias subsidiarias
como la inversión de los conceptos de bueno y malo entre los seguidores de
Sade. El sentimiento suele estar dirigido contra el dios celestial de la
cristiandad autoritaria, e idealiza una figura que participa de la naturaleza
humana, incluidos sus aspectos malignos, bajo el presupuesto de que la
conformidad moral exigida por el dios celestial priva a la humanidad de sus
energías creadoras esenciales.
Este titanismo medio bíblico del período romántico es en parte una
nostalgia por una aristocracia que se desvanece, pero hay algo más que eso.
Volvamos con el relato del origen de los gigantes en el Génesis, ampliado en
el Libro de Enoch: encontramos una resistencia vigorosa a la lectura
uniformemente demoníaca de este relato en Shirley, una novela de Charlotte
Brontë, donde hallamos un capítulo titulado, de modo irónico, «La media
azul». Este capítulo contiene un ensayo pretendidamente escrito por Shirley
como ejercicio de francés, y trata el encuentro entre un ángel y una mujer
como el encuentro del Genio y la Humanidad; en otras palabras, como una
espiritualización titánica de los seres humanos, y en concreto de los
femeninos.
Shirley había hablado en su ejercicio, previamente, de la Eva de El
paraíso perdido de Milton tachándola de insípida, y afirmaba que la auténtica
madre de la humanidad tuvo que ser una figura de diosa inspiradora de pavor
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mucho más parecida a la tradicional Lilit. Se ha dicho que el personaje de
Shirley se basa en parte en Emily Brontë, aunque, considerando que Shirley
tiene más dinero y una posición social más elevada que su prototipo, es
probable que pudiera expresar sus pensamientos en una conversación vulgar y
corriente. Heaven and Earth, de Byron, toca el mismo pasaje del Génesis,
pero evidentemente (se trata de Byron) no contiene enzima feminista alguna.
En el nivel de conciencia que sea, es como si Charlotte Brontë hubiera
reconstruido una inversión del relato de Enoch, en el que el «hombre», en la
forma de una mujer, se reúne con su naturaleza divina. En el propio relato de
Enoch y sus contrapartidas clásicas, la subordinación de la compañera
femenina es el signo de una vuelta de la rueda del tiempo, no un movimiento
exterior a éste, de ahí el uso que hace Yeats de la unión pájaro-mujer como
imagen de los ciclos históricos.
Los temas de descenso suelen centrar la lucha entre lo titánico y lo
demoníaco dentro de la misma persona o grupo. Es probable que la
persecución de Ahab a la ballena en Moby Dick sea loca y «monomaníaca»
como suele describírsela, o incluso diabólica en tanto que por ella Ahab
sacrifica tripulación y barco, pero la maldad y la venganza no son el quid de
la persecución. La ballena puede ser un «estúpido bruto», como dice el piloto,
y aunque estuviera malignamente determinada a matar a Ahab, su actitud
sería comprensible si tenemos en cuenta hasta qué punto es acorralada. Lo
que obsesiona a Ahab se encuentra en una dimensión de la realidad mucho
más profunda que cualquier ballena, en un mundo amoral y alienante que la
psique humana no puede confrontar directamente.
Se nos dice que lo que se persigue es matar a Moby Dick, pero a medida
que crecen los augurios de desastre empieza a verse claro que lo que
realmente empuja a Ahab es una voluntad de identificarse con lo que Conrad
llama el elemento destructivo. Ahab, dice Melville, se ha convertido en un
«Prometeo» con un buitre que se alimenta de él. La imagen del axis aparece
en el maelstrom o espiral descendente («torbellino») de las últimas páginas, y
quizá en la puntualizaron de uno de los miembros de la tripulación de Ahab:
«Es como si se estuviera soltando el eje del mundo». Pero el descenso no es
puramente demoníaco, o simplemente destructivo: como otros descensos
creadores, es en parte una persecución de la sabiduría, por fatal que la
obtención de semejante sabiduría pueda ser. Al final se entabla una relación
entre Ahab y el pequeño mozo de cabina negro Pip —quien se ha vuelto loco
de tanto nadar en el mar—, que nos recuerda a la que mantienen Lear y el
bufón. De Pip se dice que ha sido «arrastrado vivo a maravillosas
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profundidades, donde extrañas formas del mundo primario se deslizaban de
un lado para otro… y el avaro tritón, la Sabiduría, revelaba todos sus
tesoros».
En Moby Dick se da el tratamiento más profundo que la literatura
moderna permite del simbolismo del leviatán en la Biblia, la fuerza titánicademoníaca que lleva a Egipto y Babilonia a la grandeza para acto seguido
arrojarlos a la nada; que es un enemigo externo a la creación, y, como se ve
sobre todo en Job, también una criatura dentro de ésta, de la que Dios se
siente bastante orgulloso. El leviatán se le revela a Job como el último
misterio de los modos de Dios, el «rey de todos los hijos del orgullo» (41,
34), de quien el mismo Satán es un simple instrumento. El aspecto de este
poder depende de nuestro acercamiento. Cercado por el Kurtz de Conrad
mediante su psicosis de Anticristo, constituye un horror inimaginable: pero
también podría ser una fuente de energía reconducible por el hombre en
beneficio propio. Claro está que el intentar hacerlo encierra riesgos
considerables: riesgos de los que hablaba Rimbaud en su celebrada lettre du
voyant como un «dérèglement de tous les sens» (desajuste de los sentidos). La
frase indica la estrecha conexión entre lo titánico y lo demoníaco que
Verlaine quería significar con la expresión poète maudit, la actitud de poetas
que, como Ahab, sienten que el culto real a los poderes que invocan es el
desafío.
Verlaine retrata, en su poema Crimen Amoris, a un poeta muy parecido a
Rimbaud, que sobresale de un grupo de diablos comprometidos con los siete
pecados capitales con el grito luciferino de que se convertirá en alguien
semejante a Dios («O je serai celui-là qui sera Dieu!»; ¡Oh, yo seré aquel que
será Dios!). Propone la unión de Cristo y Satán en un amor que trasciende la
antítesis de lo bueno y lo malo, y abrasa el infierno sirviéndose de una
antorcha. Entonces es destruido por el dios celestial, que no aprueba ese tipo
de amor. Esto nos da el lado inverso de la propia actitud de Rimbaud en la
época que escribía su poesía, su convicción de que para un genuino poète
maudit el estado reprobable es también el regenerado. Rimbaud, sin embargo,
escapó de su «temporada en el infierno» mediante el abandono, y, en última
instancia, el repudio de toda su poesía, y hacia el final de su vida tal vez se
había dejado llevar por el masoquismo de la visión de Paul Verlaine.
Un dérèglement más minucioso que el que intentó Rimbaud está recogido
en Aurelia, de Gérard de Nerval, cuya primera parte está formada por el
repaso casi clínico de una mente que desciende a un mundo de fuerzas
primordiales del sueño y la fantasía que son a un tiempo iluminadoras y
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destructivas. Cubre en buena medida un territorio que ya hemos visto: el del
doble, la corriente de ancestros, las «capas» (couches) de civilizaciones
enterradas. En la segunda parte —la más abiertamente enfermiza— la
imaginería es más confusa, pero pervive la determinación de alcanzar una
fuente de sabiduría psíquica y energía que dará una función definitiva tanto al
mundo de los sueños como al consciente.
Al principio de Aurelia, De Nerval se refiere a sus predecesores
visionarios: entre éstos se cuentan Swedenborg y Apuleyo, además de Dante.
Swedenborg, con sus visiones «hypnagógicas» de un infierno debajo y un
cielo encima del mundo medio de la conciencia convencional, es una
influencia de primer orden en la literatura del período entre 1750 y 1850. En
cualquier caso, se dice que nunca se dejó llevar por los poderes demoníacos
que entrevió y que siempre observó las cosas con distancia. Apuleyo registra
un descenso a un estado inferior del ser simbolizado por la metamorfosis en
un asno, de la que el narrador es rescatado, o mejor dicho redimido, por la
diosa Isis, que también aparece en De Nerval. El relato de Cupido y Psique en
Apuleyo no es un mero episodio insertado, sino una contravisión de la
auténtica relación entre amor y alma, la relación eliminada por el
encantamiento diabólico que empuja al narrador al infierno de brutalidad que
el asno soporta.
Si sólo conociéramos el Inferno de Dante, nos faltaría la clave para
descifrarlo: la Vita Nuova, centrada en la figura de Beatriz a quien, como es
natural, no encontraremos en el infierno, pero que reaparece al final de
Purgatorio, precedida por Lucia y Matelda. De modo similar, hallamos la
clave de Aurelia en otra obra de De Nerval, el delicioso idilio pastoral Silvia,
canción de inocencia que precede a la posterior canción de experiencia. En
Silvia los elementos masculinos y femeninos se encuentran equilibrados en
una base presexual, de hermano-hermana; en Aurelia, lo que hace del
descenso algo tan destructivo para el narrador es sobre todo la extrusión de las
figuras femeninas, que aparecen en papeles juiciosos y desaprobadores. Silvia
empieza con una referencia a Apuleyo y a la expresión «torre de marfil»
(Cantar de los Cantares 7, 4) que aquí se utiliza como símbolo de visión
ascendente, lo que tiene muy poco que ver con el estúpido y vulgar cliché en
que se ha convertido desde entonces.
Próximo a De Nerval está el tema de una búsqueda de la sabiduría que
territorios más misteriosos en la psique puedan revelar a la conciencia.
Desconocemos qué tenía la sabiduría del inframundo para que Odín perdiera
un ojo, pero conocemos la directriz que escuchó el Endymion de Keats en el
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fondo del mar, y la cifra que el Arthur Gordon Pym, de Poe, descubre en el
fondo del mundo (el Polo Sur). Pero las búsquedas interiores están expuestas
a todos los peligros de lo demoníaco: pueden llevarle a uno al infierno de la
City of Dreadful Night, de James Thomson, o al interior de la oscura torre del
poema de Browning Childe Roland, pero es como si se diera un empeño en
hacer de todas maneras estos viajes.
En el Phantastes, de George Macdonald, también encontramos una
búsqueda interior: el nombre del héroe es Anodos, pero su aventura en
realidad es un kathodos, un descenso a lo que un lector postfreudiano
reconocería de inmediato como situación edípica en la que el héroe cede la
posesión de la heroína a un padre subrogado. Teniendo en cuenta la
importancia crucial de las experiencias infantiles en la formación de la
estructura del inconsciente, no es demasiado sorprendente encontrar
elementos infantiles en narraciones de descenso del estilo de Phantastes o en
la segunda parte de Aurelia. Pero lo infantil tiende a obstruir la búsqueda de la
renovación de sabiduría y energía, auténtico objeto del descenso, y sustituirla
por una nueva dependencia en las proyecciones paternas.
En muchas de estas narraciones de descenso, así como en la mayoría de
las tragedias, una de las convenciones más persistentes es la utilización de
profecías, portentos u otra imagen que anticipe la catástrofe venidera. Pero
por maligno que sea, en lo ominoso está presente algo que participa en el
interés humano. En principio el hombre necesita de una cierta autorreferencia:
si le falla la sensación de que el mundo fue creado o diseñado para él, quedará
convencido de que una maldición pesa sobre su persona, de que es el chivo
expiatorio de la creación. Es la sensación de que no hay nada exterior a él
consciente de su existencia que le lleve a lo alto del muro… esto es, que le
lleve a lo alto de la escalera del axis mundi en busca de algo que se adecúe a
su paranoia.
Hasta ahora hemos hablado sobre todo de un descenso a la psique
individual, una búsqueda que, como la muerte en sí, debe llevarse a cabo en
solitario. Tenemos que examinar un descenso creador aún más radical para
hacer del todo inteligible este tipo de imaginería.
¿A partir de qué hizo Dios el mundo? La respuesta ortodoxa es «a partir
de nada» (ex nihilo), con su corolario de que la nada es coeterna con Dios. En
De doctrina christiana, Milton cuestiona esta formulación aduciendo que el
producto de algo y de nada sigue siendo nada, y que tiene más sentido pensar
que la creación es producto de Dios (de Deo). La doctrina del ex nihilo resulta
aún más desconcertante cuando se piensa hasta qué punto la idea de creación
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es una metáfora extraída de un proceso humano, ya que está bastante claro
que los seres humanos no pueden crear a partir de nada.
La palabra nada —que en su forma inglesa, nothing, presenta como
primera lectura: no thing (thing signfica cosa)— tiene el doble significado de
«ninguna cosa» y «eso que llamamos nada». Esta última acepción necesita del
artículo «la» para distinguir lo no existente de una existencia negativa. Porque
algo siempre es algo, aun cuando ese algo sea la nada. Por consiguiente, si
decimos que nada aparte de Dios es eterno, hacemos una afirmación de lo
más inocua, por no decir tautológica, mientras que si decimos que «la nada
(ese algo que llamamos nada) aparte de Dios es eterna», afirmamos algo muy
distinto e incómodo para mucha gente. La frase de Henri Bergson: «La
existencia es una conquista sobre la nada», necesita del artículo ya que de otro
modo significa que no hay conquista alguna. «El terror no revela nada» nos
dice que el terror, sea lo que sea, no puede tener importancia; pero «el terror
revela la nada» de Heidegger significa lo contrario y sitúa al terror en el
centro. O dicho de otro modo:
A. No hay nada que temer.
B. Falso. Tememos a la Nada.
El paso de cero como nada, a cero como base numérica ha quedado
incorporado en diferentes contextos literarios y filosóficos. En los de la
tradición teológica cristiana posiblemente sea Boehme el más minucioso al
mostrar que la concepción de Dios esencialmente está conectada con la nada,
que la presencia de Dios aparece en un Urgrund del que han sido apartadas
todas las condiciones y atributos del ser. La visión de la creación de Boehme
anticipa a Hegel al negar una negación, con la transformación de Dios, que
pasa de la nada a un algo infinito, que deja detrás la nada como una suerte de
succión de aspiradora, relegando a la no existencia todo lo que se encuentra a
su alcance. La nada abandonada es el principio del mal, el Lucifer o portador
de la luz que se convierte en el enemigo de la luz, o Satán, tras la liberación
de la luz o Palabra. Todo esto puede sonar difícil, pero es que Boehme es
difícil[101]. Lo esencial es la asociación de negación y creación divina, una
asociación que fascinó a Yeats, quien en su pieza The Unicorn form the Stars
hace referencia a Boehme con su frase culminante: «Dios está en la nada».
En «Burnt Norton», de Eliot, la influencia es san Juan de la Cruz más que
Boehme, pero ahí también se nos urge a descender mucho más allá de la
muerte o el infierno, a un mundo descrito exclusivamente en términos
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negativos, aunque en él sigamos encontrando la presencia de Dios. Una
versión más irónica la tenemos en La bestia en la jungla, un relato de Henry
James sobre un hombre al que nunca le ha sucedido nada pero vive
obsesionado con la idea de que le espera una experiencia sobrecogedora. La
obsesión le lleva a ignorar el significado de todo lo que ocurre en realidad,
hasta que finalmente lo destruye el que no pase Nada.
Mencionábamos a Hegel, quien nos dice que por el simple hecho de
afirmar, toda afirmación incluye su propia negación como parte de sí, una
negación que a su vez es negada y se convierte en positiva. Como es habitual,
las contrapartidas literarias de la negación no son analizadas con tanto detalle,
pero se encuentran todas allí para ser estudiadas. Está el uso corriente de las
palabras mito, ficción o fábula, como relatos de acontecimientos que en
realidad nunca sucedieron. Y está la concepción de Teseo, de la imaginación
en el sentido de ver cosas que no están allí. Está también el hecho de que los
personajes de ficción no tienen existencia, lo que nos compele, como
señalábamos antes, a considerar la ausencia de existencia física como garantía
de verdad espiritual. Y está la nada del tiempo y el espacio, con sus
dimensiones que nunca parecen acabar de existir. A estas alturas todo esto ya
nos resulta familiar.
En la segunda parte de Fausto[102] se nos dice que el propio Fausto, sin
ayuda de Mefistófeles, debe descender al reino de las «Madres» y regresar
con los arquetipos míticos más profundos, como Helena de Troya, que pueden
extenderse hasta configurar la noche de Walpurgis clásica. No se dan detalles
sobre el viaje de Fausto, pero las frases que se utilizan para referirse a éste
son interesantes, en especial su esperanza de encontrar el Todo en la Nada:
«En tu nada espero encontrar el todo». En las conversaciones con Eckermann,
Goethe rodea a sus «Madres» de mistificación, y quizás, si se puede decir con
el debido respeto, es probable que no tuviera una idea demasiado clara de lo
que decía sobre sí mismo. Se ha señalado que Mütter y Mythe en alemán son
casi un juego de palabras, y tal vez el mundo de las «Madres» sea asimismo el
mundo en el que los relatos que tratan sobre nada, energía verbal sin
contenido, adquieren forma en el umbral justo debajo de la conciencia. Si
llegan a tener contenido, se trata de un contenido de otredad, una evocación
de poderes misteriosos y fuerzas tan alejadas del control humano que parece
justo situarlas en algún tipo de entorno metafórico por debajo de los mundos
subjetivo y objetivo.
El poeta humano no crea a partir de nada; crea a partir de su experiencia
literaria. Pero mira fijo hacia nada, por decirlo así, y se niega a sí mismo
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como sujeto del mismo modo que niega el entorno objetivo. Se encuentra en
la posición del observador de Wallace Stevens que contempla al «hombre de
nieve», que es «nada en sí», y ve «la nada que no hay allí y la nada que hay».
Por consiguiente, como el geógrafo de Donne que pinta un mapa del mundo
en un globo, «rápidamente puede hacer todo de lo que no era nada»[103], o
como mínimo un todo en potencia. También es Donne quien en su Nocturno
sobre el día de santa Lucía introduce el tema de la negación de la nada en un
contexto alquímico. Mallarmé, que estaba fascinado por palabras como aboli,
es el gran poeta de la nada del mundo al que desciende el poeta. El famoso
poema conocido por Soneto en yx describe cómo la Angustia o Angst
(L’angoisse) vive en una habitación abandonada, abandonada porque quien la
habita ha salido hacia el mundo inferior («Styx»), llevando consigo ce seul
objet dont le Néant s’honore (el único objeto del que la Nada se honra), a
«ptyx» que podría significar cincuenta cosas, como también significa nada.
En Igitur el personaje central desciende por una escalera para cumplir el
encargo de sus antepasados de llevar una vela que sopla al llegar la
medianoche, recordando la imagen de la literatura medieval; luego tira (o
quizá sólo agita) los dados, y se acuesta sobre las cenizas de sus antepasados,
descritas como «cenizas de estrellas», y ello porque las estrellas aparecen en
la obra de Mallarmé con una insistencia dantesca. En La balada del viejo
marinero, de Coleridge, una jugada de dados acompaña la victoria de la Vidaen-la-Muerte sobre la Muerte; en Mallarmé los dados representan un mundo
en el que, según la expresión de Yeats, elección y azar (choice and chance)
[104] son lo mismo. Tirar los dados implica un compromiso con el azar que no
abole el azar, pero es en sí un acto libre, y de este modo comienza una
negación de la negación que trae algo, tal vez todo en última instancia, de
nuevo al ser. Se ha sugerido una conexión entre la palabra de Mallarmé
«Igitur» y el texto de la edición vulgata de Génesis 2, 3, «igitur perfecti sunt
coeli». La falta de evidencia ha llevado a desestimar esta opinión, pero en
cualquier caso se trata de una apreciación muy penetrante. Porque Mallarmé
también estaba preocupado por el contrario de su mundo «Néant», y hablaba
de una suerte de libro definitivo que contendría el cosmos verbal al completo
y sería, en literatura, lo que la «Gran Obra» era para «nuestros antepasados
los alquimistas»[105]. Volveremos en breve a esta metáfora de la alquimia.
Para regresar con la conexión sugerida entre Mütter y Mythe, diré que
siempre me ha fascinado el arranque y la puesta en escena de El paraíso
terrenal, de William Morris. El preludio en verso a esta recopilación de
relatos nos habla de dos grupos de viajeros que se encuentran en una isla
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solitaria en medio del océano Atlántico tras haber visitado diferentes
sociedades que intentaron entronizarlos como reyes o dioses. Una vez en la
isla, empiezan a contar relatos, dos por cada mes del año, uno de origen
clásico y el otro nórdico. Independientemente de lo que uno piense del nivel
de capacidad poética desplegada en estas narraciones, poseen cierta cualidad
de notable importancia para la teoría de la crítica.
Como poeta, Morris mostró durante toda su vida una tendencia a traducir
o recontar los relatos tradicionales de la literatura, y su intento de adecuar los
grandes relatos conformándolos a una estructura clásica-nórdica
complementaria nos recuerda a Goethe y el modo en que el simbolismo
clásico de la segunda parte del Fausto complementa el escenario nórdico de la
primera parte. Hay una cualidad relajada y soñadora sobre el escenario de
Morris (quien se llama a sí mismo «el cantante ocioso de un día vacío») que
le hace sonar demasiado plano e ineficaz para un escritor tan vigoroso. Pero la
sugerencia tal vez sea que nos encontramos en el fondo de la mente creadora
humana, contemplando cómo emergen las grandes formas narrativas, con sus
vastos poderes latentes todavía sin usar.
Morris, por supuesto, sigue a Chaucer y otros muchos escritores a la hora
de utilizar el artificio de un grupo o sociedad de narradores en la que cada uno
contribuye con un relato a una serie. Dotado de una mente regidora en
marcha, Morris transmite la sensación de mito expandiéndose en mitología,
un cuerpo de relatos que se corresponde a un cuerpo social latente y
embrionario, y que perfila una tradición cultural. El título «paraíso terrenal»
también sugiere algo considerablemente más positivo que un mero retiro de
ancianos en una isla desierta. De hecho sugiere la consecución de un viaje de
ascenso creador.
Los tres elementos de esta variación, parodia demoníaca, adaptación
ideológica y mito auténtico, deberían estar bastante claros a estas alturas. La
parodia demoníaca es el descenso a la nada, y sólo implicaría una vida
individual o una sociedad completa. El Anticristo puede descender al infierno,
liberarlo incluso, pero al regresar a la tierra sólo trae consigo un infierno. La
adaptación ideológica sería la comprobación de que el poder siempre
corrompe, pero que no puede hacerse nada con el ascendente de semejante
poder corrupto en la sociedad humana. Los defensores de la doctrina del
derecho divino de los reyes sostenían que la tiranía de los reyes era sólo la
voluntad de castigo de Dios, y hasta el revolucionario Milton emplaza al
arcángel Miguel para que le explique a Adán que la tiranía es inevitable
porque las víctimas del tirano se tiranizan a ellos mismos. El descenso creador
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en pos de una sabiduría inferior constituye un descenso a las fuentes del poder
humano genuino, y el ascenso desde allí, el mito auténtico del que nos
ocuparemos durante el resto de este capítulo. Las dificultades y heroicidad
necesarias para este ascenso nos las cuenta la Sibila en La Eneida VI, en uno
de los pasajes más citados de toda la historia de la literatura:
facilis descensus Averno:
noctes atque dies patet atri ianua Ditis;
sed revocare gradum superasque evadere ad auras,
hoc opus, hic labor est. (126-129)[*]
En un poema de Robert Frost, West-Running Brook, asistimos al diálogo
entre un orador masculino y otro femenino en una montaña desde donde todos
los arroyos fluyen hacia el este, excepto uno que ha decidido hacerlo en la
dirección opuesta. A pesar de su originalidad, sin embargo, no puede evitar
fluir hacia abajo en dirección al mar, como todos los arroyos. Pero en ese
momento el hombre percibe un movimiento de remolino en su curso que
detiene el fluir y parece levantarse contra la corriente. Ve en esto un arquetipo
de la imaginación, la conciencia humana que a pesar de haber nacido de la
naturaleza, se resiste a ésta con toda su energía natural:
It is from this in nature we are from.
It is most us.[*]
Concluimos con la prosecución del tema del ascenso creador que sugiere
el arroyo de Frost, que, como el río del Edén, se divide en cuatro brazos: el
del purgatorio, el tecnológico, el educativo y el utópico. Se corresponden a los
cuatro aspectos principales de Prometeo: el atormentado campeón de la
humanidad, el portador del fuego a los hombres, el dios de la premeditación
(significado tradicional de su nombre) y en última instancia el creador de la
humanidad.
DOS
Empecemos con la imaginería tecnológica, de la que en la Biblia hay una
sorprendente cantidad, empezando con el relato de los descendientes de Caín,
en Génesis 4. Caín era un granjero, pero su nombre podía sugerir herrero, y,
según hemos visto, sus descendientes desarrollaron modos de vida urbanos y
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pastoriles, incluida la metalurgia. Los desarrollos tecnológicos se contemplan
con ambivalencia tanto dentro como fuera de la Biblia, en parte porque ese
desarrollo se inspira en buena medida en la guerra, y tiene por objetivo
mejorar las armas letales. Milton recurría a un tema muy arraigado en su
época cuando representaba a los diablos inventando la pólvora y la artillería
durante la guerra en el cielo. El mismo principio de destrucción, como madre
de la invención, resurge en nuestro tiempo, cuando tantos desarrollos
científicos se ven desplazados a un segundo plano por las exigencias
militares.
Hasta los inventos claramente progresistas tienen que superar muchas
veces la resistencia del conservadurismo. Así, cuando hacia el final del Fedro,
de Platón, el dios Thoth expone orgulloso su invención de la escritura,
reaccionan diciéndole que ha descubierto un medio de destruir la memoria de
los hombres. El «pecado» de Prometeo al transmitir a la humanidad los
medios primarios de la tecnología, el fuego, también inquietó sobremanera a
los habitantes del Olimpo. En el Libro de Enoch se nos dice que tras
convertirse en demonios, los ángeles caídos enseñaron a la humanidad las
artes, por lo que apenas nos sorprende descubrir que la respuesta del mismo
libro a su cultura es un horrorizado adónde-va-a-ir-a-parar-el-mundo. La
liberación de los poderes titánicos en el hombre gracias a la invención es
temida en todos los estadios de la historia, en parte por el entrelazamiento de
lo titánico y lo demoníaco, y en parte porque al carecer de voluntad propia, la
tecnología se proyecta como una fuerza misteriosa, externa y siniestra. Así la
invención de la rueda sugirió el simbolismo de las ruedas del destino y la
fortuna.
La metalurgia, y más concretamente el trabajo con hierro, que aparece
muy tarde, no tarda en adquirir una dudosa reputación en el simbolismo del
mundo antiguo. En el Antiguo Testamento la construcción de altares a Dios a
veces viene acompañada por tabúes relativos al uso del hierro en su
construcción (Josué 8, 31), no sólo porque el hierro era nuevo y el
conservadurismo religioso lo rechazaba, sino también porque las alusiones a
la «edad de hierro» sugieren una desvalorización de la cultura.
De modo similar, en la mitología, el herrero suele tener una reputación
siniestra: sus espadas y escudos muchas veces tienen propiedades mágicas,
motivo por el que recae sobre ellos la sospecha de la magia. Los herreros,
incluidos Hefesto y el Weyland anglosajón, suelen ser cojos, recordando tal
vez la costumbre de cortar el tendón de los herreros esclavos para evitar que
se fueran con otros amos. De todo esto se deduce que los herreros, sea cual
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fuere la imagen que se tenga de ellos, eran artesanos poco frecuentes y muy
útiles, motivo por el que cuando los filisteos, y más tarde los babilonios,
ocuparon Israel (después Judea), se los llevaron a todos a sus propios centros
(I Samuel 13, 19; Jeremías 24, 1).
El herrero suele representar una fuerza destructiva, como parece
desprenderse de Zacarías 1, 20. En este versículo, la Versión Autorizada pone
«carpinteros»: en hebreo bíblico a veces resulta difícil distinguir al trabajador
en madera del trabajador en metal, excepto por el contexto. Pero igual que
puede haber carpinteros benévolos, como el José del Nuevo Testamento y
tradicionalmente el propio Jesús, también puede haber herreros creadores,
como el forjador de la nueva Jerusalén en Isaías 54, 16. Este herrero, que crea
una nueva ciudad resplandeciente de gemas y oro, representa tal vez el
paralelo bíblico más próximo al simbolismo de la alquimia, y es la base
bíblica para la concepción del héroe cultural de Blake: el herrero Los
trabajando en sus hornos.
La imagen del horno puede usarse tanto para los aspectos negativos del
mundo inferior como para los positivos. El mundo negativo o demoníaco es el
infierno tradicional, un horno de calor sin luz. El positivo es purgativo, un
crisol del que los redimidos emergen purificados como metal tras su
fundición. Así, se habla varias veces del Egipto del que Israel se ha liberado
como un «horno de hierro», y la pureza del cuerpo espiritual en ocasiones
viene simbolizada por el metal (Apocalipsis 1, 15). Las imágenes de
refinamiento y purificación en un horno reaparecen en conexión con el
lenguaje (Salmos 12, 6) así como en las aflicciones de la vida (Proverbios 17,
3; Isaías 48, 10). El más conocido de estos hornos purgativos es el que
construyó Nabucodonosor para intentar martirizar a los tres judíos creyentes
en el Libro de Daniel. La canción de éstos en los Apócrifos es toda una
alabanza a Dios por la belleza y gloria de la creación original, que su
purificación en el horno evidentemente les ha permitido comprobar.
Obviamente, en esta extensión del simbolismo del horno hemos pasado de lo
tecnológico a lo purgativo, y el horno ahora es el cuerpo humano.
En la versión de los Setenta, la palabra «horno» (kaminos) identifica
diversas palabras distintas en hebreo (podemos comparar [GC, p. 206] el
kibotos de los Setenta, arca o cajón, que identifica el arca de Noé y el arca de
la alianza). En Isaías 31, 9 «horno» es una metáfora para el fuego en el altar, y
en la visión de Abraham en Génesis 15, Dios pone un «horno» entre los
pedazos de los animales que Abraham ha cortado en dos. El uso del horno en
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este contexto le sugería a Christopher Smart en Jubilate Agno una profecía
apocalíptica:
Porque según la visión de Abraham, el horno acabará dejándose ver.
Tenemos que considerar dos aspectos de esta imaginería relativa a hornos
y demás: un entorno maligno del que debemos escapar, o imperfecto y
necesitado de transformación por medio del fuego interior. El fuego interior
transformador es, decíamos, la energía del cuerpo humano, y el cuerpo físico
es un crisol metafórico para el cuerpo espiritual que surge de éste. La
adopción de la expresión «lámpara de Yahveh» del Libro de los Proverbios
(20, 27), por parte de Jesús al urgimos a dejar que brillen las luces interiores
de nuestros cuerpos y no cubrirlas con inercia o con una visión
deliberadamente oscurecida (Mateo 5, 15), y la asociación de la revelación
apocalíptica con el fuego y la luz al final del relato bíblico pertenecen a esta
misma esfera de cosas. Estrechamente vinculada se encuentra la parábola de
los talentos, que de una palabra que significaba una medida de metal precioso
se ha transformado en otra que significa poder creador interior.
Es un paso metafórico muy sencillo pensar en el cuerpo del poeta como
un crisol purgativo en el que se forja su trabajo. Tales imágenes son, como era
de esperar, más frecuentes en el período romántico, con un Blake que
empieza Milton invocando la inspiración que fluye desde el jardín del Edén a
su cerebro y de ahí a su brazo, con Keats recreando a la diosa Psique y su
culto en su propia cabeza, con Coleridge describiendo al poeta alimentándose
de la leche y la miel del paraíso y reviviendo en su interior la canción de la
amante en Abisinia (que para algunos, según Milton, era el emplazamiento
del Paraíso).
El cuerpo creador también puede estar vinculado a dos imágenes de la
Odisea: las dos entradas a la cueva de las ninfas, una para mortales y la otra
para inmortales (XIII, 110 y ss.), y las dos puertas de los sueños, la puerta de
marfil para los sueños ilusorios y la puerta de cuerno para los genuinos (XIX,
562 y ss.: véase también La Eneida y VI, 893 y ss.). Como producto de la
naturaleza, la psique humana chupa de un vasto cuerpo de datos en bruto para
la imaginación a través de sueños, fantasías, impresiones sensoriales del
mundo exterior, reacciones emocionales a otras psiques y demás. Buena parte
de esto lo consideramos real, pero desde el punto de vista de la creación
humana todo es ilusorio. Su contenido puede ser creador o demoníaco, noble
o vicioso, tierno o cruel: lleva implícitos tanto los males como las virtudes de
su origen natural. Este material ilusorio es procesado por la conciencia, y la
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conciencia vive en un mundo que considera real, aunque todo su núcleo
central sea un artefacto construido por esta misma conciencia.
Un pensamiento metafórico similar desarrolló la doctrina posterior del
purgatorio como un mundo de purificación después de la muerte, simbolizado
normalmente con el fuego. El Purgatorio de Dante es la sección central de las
tres partes que componen la Divina comedia, pero en otro sentido más amplio
las visiones del infierno y el cielo forman parte de la visión purgativa para
Dante en cuanto narrador del poema, y consecuentemente para nosotros como
lectores de éste. En el Inferno, Dante describe lo que es un purgatorio, ya que
consigue escapar de éste, mientras que el Paradiso completa el proceso de
educación y purificación iniciado en el Purgatorio.
El patrón bíblico de la visión purgativa es el Éxodo, que se desarrolla en
tres partes principales. Primero la estancia en Egipto, el «horno de hierro»,
mundo visitado por las plagas en el que la pretensión de los egipcios de
exterminar a los hebreos encuentra su inversión en la muerte de los
primogénitos egipcios. Este episodio concluye con el paso del mar Rojo, la
separación de Israel y Egipto, y la muerte bajo el agua de las huestes egipcias.
El segundo episodio es la andadura por el desierto, período laberíntico sin
rumbo fijo, en el que una generación tiene que desaparecer antes de que una
nueva pueda entrar en la Tierra Prometida (Salmos 95, 11). Es un rasgo más
que indica que nos encontramos en un mundo que trasciende la historia, y que
el significado auténtico o simbólico de Egipto, desierto y Tierra Prometida
sólo se percibe con claridad en el lenguaje poético de los profetas.
El tercer estadio es la entrada en la Tierra Prometida, y la muerte de
Moisés —que personificaba a la generación mayor— ante sus puertas. En la
tipología cristiana (GC, p. 201; El paraíso perdido XII, 307 y ss.) esto viene a
significar que la ley, simbolizada por Moisés, no puede redimir a la
humanidad: sólo su sucesor Josué, que lleva el mismo nombre que Jesús,
puede invadir y conquistar Canaán. Y así y todo Canaán parece una forma
más bien reducida y anticlimática de la paradisíaca tierra de promisión de la
que fluye leche y miel, que originalmente fue prometida a Israel. Tal vez en
realidad Moisés fue el único que vio la Tierra Prometida: quizá la montaña
que se encontraba a sus puertas, a la que subió en sus últimas horas, era el
único lugar desde el que podía ser vista.
En Dante el Inferno se corresponde al confinamiento en Egipto, y la
aproximación al purgatorio al paso del mar Rojo (los que efectúan esa
aproximación cantan el apropiado salmo 114). El Purgatorio propiamente
dicho se corresponde a la andadura por el desierto, y el elemento laberíntico
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se representa mediante la ascensión en espiral a una montaña; y los gigantes y
demás enemigos en las fronteras de la Tierra Prometida corresponden a la
polarización de las visiones del bien y el mal al final del Purgatorio. Tenemos
el descubrimiento del rostro de Beatriz en contraste con el ventre expuesto de
la Sirena; el carro del grifo de la fe en contraste con la progresión de la Bestia
y la Ramera; la consecución de la libre voluntad de Dante, que se convierte en
su propio Papa y Emperador, contra su condenación por Beatriz como alguien
que ha olvidado y abandonado la visión divina personificada en ella. Aquí el
Purgatorio sigue la estructura de la Biblia, que tiende a una similar
polarización apocalíptica, y también encajona la función de la literatura en sí,
como producto histórico que nos permite ver la historia desde arriba y abajo.
En el Faerie Queene de Spenser el mundo «de las hadas» representa un
nivel de naturaleza superior, un mundo de realización moral en el que las
virtudes y los vicios están separados. La concepción de la vida humana como
repetición del mito del Éxodo se ve clara en el primer libro, en el que el
Caballero de la Cruz Roja recorre una secuencia de visiones purgativas hasta
la batalla final con el dragón de la muerte y el infierno en los Emites de la
Tierra Prometida o Edén recobrado, batalla que gana para la heroína Una. La
expresión «valle forjador de almas», que encontramos en una de las cartas de
Keats haciendo referencia a la vida de los hombres, implica asimismo una
visión purgativa, que, sin embargo, no encontramos en ninguno de sus
poemas largos. Las últimas obras de Strindberg, en concreto la serie de
«Damasco» y La gran carretera, también asimilan la vida de los hombres a
una visión purgativa, y si incluyen imágenes de ascensos subyacentes, lo
cierto es que el dramaturgo acaba volviendo siempre a la tradicional
concepción penal del purgatorio.
En cualquier caso el derrumbe del cosmos jerárquico de la cadena del ser
permitió a los poetas tratar con mayor libertad el simbolismo prometeico y la
emergencia de poderes titánicos en el hombre. Al final de la segunda parte, el
Fausto de Goethe es arrastrado a los cielos con tanta arbitrariedad como su
prototipo era arrastrado a los infiernos, porque todo se le perdona al hombre
que no deja de esforzarse, como le explica Dios o Mefistófeles en el prólogo
original. La primera parte recibe el nombre de tragedia aun sin ser demasiado
trágica para el propio Fausto, quien se las compone para trasladar el
sufrimiento a Gretchen. Pero así y todo la imaginería de un ascenso está muy
bien preservada al principio y al final de la segunda parte.
En las últimas Profecías de Blake el tema principal es la caída y redención
de Albión, el cuerpo humano gigante en el que se da la totalidad y unidad de
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los seres humanos. La caída de Albión era lo mismo que la aparición de la
creación en el Génesis tal como ahora la vemos, y su redención es obra de
Los, dios herrero cuyo machacón martillo representa el latir del corazón
humano y cuyos hornos son los poderes creadores de un animal de sangre
caliente. Que Los trabaje el hierro parece curioso si tenemos en cuenta la
actitud marcadamente antitecnológica de Blake, pero él piensa en su propio
tiempo como una «edad de hierro», revolucionaria por tratarse de una época
en la que sólo se puede ir hacia arriba. Los es asimismo el espíritu de la
profecía, que se equipara a las artes y el tiempo creador. En «The Tyger»
asistimos a una poderosa fusión de imaginería tecnológica y purgativa
asociada con la creación, y la visión prometeica sale a relucir en el verso
«¿Qué mano se atrevió a tomar el fuego?».
En el más tradicional esquema mítico de Eliot el proceso purgativo no
surge de forma natural desde las profundidades de la psique, sino que es una
respuesta humana a un Espíritu divino que desciende en lenguas de fuego. El
descenso divino y la respuesta humana informan las dos estrofas en la cuarta
sección de Little Gidding, y la última en concreto está asociada con la pira
funeraria de Hércules: Hércules, porque él fue uno de los escasos seres
humanos que consiguieron entrar en la comunidad de dioses de la mitología
griega. Escrito durante el bombardeo de Londres, Little Gidding encierra una
parodia demoníaca de bombas que caen y fuegos que estallan en las calles. Es
el escenario de un diálogo entre el narrador y un «espectro familiar
compuesto» que representa la tradición poética. El escenario recuerda
deliberadamente una escena del Inferno de Dante, pero cuando el fantasma
discute la función social del poeta, él da un giro purgativo a una frase de
Mallarmé: la tarea del poeta, dice, es «purificar el dialecto de la tribu».
Bizancio, de Yeats, también describe un misterioso mundo tecnológicopurgativo-alquímico en el que «espíritus engendrados por la sangre», al morir,
franquean las aguas para ser procesados en «herrerías», y tienen que pasar por
una operación purgativa que incluye baile, fuego y transformación en «gloria
de metal inmutable». En Yeats, como en Eliot, el ascenso purgativo lo
complementa un movimiento descendente del viejo tipo cadena-del-ser. Eliot
conserva sus rasgos cristianos más tradicionales; mientras que en el Sailing to
Byzantium de Yeats damos con una visión más paradójica de los elementos
divinos, espirituales, humanos y naturales en la cadena, como,
respectivamente, el «somnoliento emperador», los sabios erguidos en el
«fuego divino», los caballeros y las damas de Bizancio, y un pájaro de juguete
en un árbol dorado que representa a la naturaleza transfigurada en «artificio
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de eternidad». No se trata de la visión de autoridad o gracia divina sino de la
de un orden elevado por encima del tiempo, con el poeta cantando el pasado,
presente y futuro en el verso final. Los dos poemas bizantinos pueden
llevarnos a preguntar si Yeats habla de la vida después de la muerte o de la
transformación imaginativa de la realidad del poeta. No tardamos en caer en
la cuenta de que ésta es una de esas preguntas que hay que contestar en ambos
sentidos para entenderla del todo.
Este último punto indica que los procesos purgativos ya trazados incluyen
el tema de la autoeducación del poeta, el perfeccionamiento de su técnica y la
función social de su arte. Vemos lo prominente que resulta en el Purgatorio
de Dante la figura de Statius, el discípulo poético de Virgilio que a diferencia
de su maestro acepta la revelación cristiana, convirtiéndose en un prototipo,
casi una especie de doble, del propio Dante. Statius es uno de los muchos
poetas y pintores del Purgatorio que forman parte de una tradición cultural
que se clarifica y mejora a medida que transcurre, mejoría que se comprueba
en su efectividad como fuerza civilizadora más que en la calidad del trabajo.
Las implicaciones del término «civilizadora» no son puramente seculares:
como subrayábamos antes, no hay sociedad tan maligna como para no poder
producir algo culturalmente atractivo, y el logro cultural es el centro de una
visión de inocencia, un paraíso perdido pero recuperado en parte.
Al final del Paradiso Dante ha alcanzado la cumbre del axis mundi, y es
en presencia de Dios cuando la pregunta «¿Qué viene a continuación?» carece
de respuesta y significado. El objetivo del ascenso creador es trascender el
tiempo y el espacio tal como los conocemos, así como obtener un presente y
una presencia en otra dimensión. El presente es un momento expandido de
conciencia tan largo como la historia humana de la que se tenga memoria; la
presencia es el amor que mueve el sol y las otras estrellas. Pero queda claro
que el viaje transcurre cuando Dante está vivo, y en ese contexto «¿Qué viene
a continuación?» tiene un significado. Con el siguiente tictac del reloj retoma
el viaje horizontal de su existencia de hombre del siglo XIV. Como la tradición
decía de Jesús, con Dante tiene que darse una segunda venida, y la visión
final puede sugerir que Dante confía en su salvación tras la muerte. Pero
sobre todo significa que confía en la salvación de su visión poética como
ofrenda a Dios.
La imagen de ofrenda sugiere algunas afinidades genéricas entre la
literatura y la oración. Independientemente de que otros puedan oírla y
constituya, en parte, un diálogo con uno mismo, un modo de conocimiento sin
introversión, la oración no se dirige directamente a nadie en este mundo. Se
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relaciona por tanto con la elocución de poetas que alaban sin alabar a nada ni
a nadie, que escriben desafiando la respuesta contemporánea, que reclaman
una autoridad espiritual que nada en la naturaleza o la sociedad parece
justificar.
El interés primario de esta cuarta variación es la propiedad, en el sentido
aristotélico de lo que resulta propio a la humanidad, como extensión del poder
humano que sigue formando parte de la identidad humana. La posesión,
primero de la tierra y luego de dinero, es la forma tradicional de propiedad, y
la mayoría de los grandes profesores de moral, incluyendo ciertamente a los
bíblicos, se las han visto y deseado para mostrar que tales posesiones, que se
pierden tan fácilmente o se ganan con las pérdidas de otros, no poseen un
interés genuino de por sí, sino que, al igual que el sexo y la comida, antes
deben encontrar su desarrollo en otras dimensiones de existencia[106]. Para
aclarar esto distinguiremos entre la propiedad social y la individual. La
controle quien la controle, la propiedad social se basa en lo que solemos
llamar instrumentos de producción, que son los avances tecnológicos que dan
a los seres humanos dominio sobre el entorno. Cuando es una extensión
genuina de la identidad humana, la propiedad individual será la de las
facultades verbal, matemática, pictórica y demás aptitudes creadoras.
El miedo a la tecnología se vincula a un miedo a algo anticreador en la
mente, algo que produce el acto mecánico que se repite sin saber por qué, el
aferrarse a establecer patrones de comportamiento por destructivos o
disparatados que éstos sean. El principio creador opuesto se encuentra en la
repetición estabilizadora de la práctica, lo que en latín se conoce por habitus y
hexis en griego, la repetición que gradualmente desarrolla una técnica. Este
contraste nos devuelve a la distinción de la Naturaleza en los Mutabilitie
Cantos de Spenser entre los dominados por el cambio y aquellos que ejercen
su dominio sobre el cambio. La repetición creativa es uno de los temas
centrales de la literatura sapiencial del Antiguo Testamento, y reaparece en
fórmulas repetitivas que se proclaman en san Pablo (Romanos 1, 9, etcétera) y
en otras partes del Nuevo.
La práctica que desarrolla una técnica creadora es asimismo un viaje de
descenso, una asimilación de lo consciente a lo inconsciente, situado
metafóricamente por debajo de aquél. Un ejemplo típico es el de un músico
tocando miles de notas deprisa y con precisión: no atiende de forma
consciente a cada nota, aunque es probable que tiempo atrás atravesara por
esa fase. Por supuesto que existe un elemento mecánico en este progreso a
través de la práctica, y pueden construirse máquinas de una eficacia que va
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mucho más allá de los poderes de la conciencia humana. Pero en la mente las
dos partes de la psique se asimilan en los mismos términos, y un músico que
toca de forma mecánica resulta tan aburrido como un músico que no ha
desarrollado la suficiente técnica mecánica. En cualquier caso no puede darse
un ascenso consciente sin antes echar raíces en lo inconsciente mediante la
práctica.
Los dos tipos de repetición, la repetición automática y la repetición de
hábito o práctica, están estrechamente conectadas con dos tipos de memoria.
Hay una memoria mecánica que se limita a proyectar el pasado en el presente,
y una memoria acumulativa que construye un presente a partir del pasado.
Exhortaciones como la de Henry W. Longfellow, «actúa en el presente vivo»,
significan bien poco si por presente entendemos un presente abstracto; el
presente genuino se encuentra siempre al final del pasado, cuando damos por
concluida nuestra narración (hasta ese punto) y miramos arriba y abajo. De
modo similar, la memoria mecánica que da vueltas en torno a un pasado
inalterable se encuentra en un estado de esclavitud con respecto a éste,
mientras que la práctica-repetición es una técnica de liberación. Practicar el
piano significa liberarse para tocarlo.
El tema de la práctica-repetición está, por supuesto, presente en la
metáfora de la escalera, con su progresión paso-a-paso. La forma espiral en la
que la escalera aparece con tanta frecuencia añade la imagen de movimiento
cíclico a la de avance ascendente. El ciclo en sí puede simbolizar una
constante frustración de energía, «el mismo giro aburrido», en expresión de
Blake, o su contrario, la energía autocontenida en el vértice de la espiral, en el
que ya no cabe un símbolo de avance posterior. Hablábamos antes del cerchio
y la rota al final del Paradiso.
La doctrina del purgatorio[107] se basa en la concepción de una vida
«posterior», en la presuposición de que ningún esfuerzo humano puede
completarse en una sola vida, que tiene que terminarse en otra, bajo una guía
divina más explícita. Pero las metáforas de una vida posterior pueden llegar a
resultar confusas porque sólo sugieren una extensión de nuestra experiencia,
presente en lo desconocido. Toda vida posterior se relaciona estrictamente
con el futuro de la vida individual o con el de la humanidad en la historia. En
el Nuevo Testamento los Evangelios nos hablan de la primera venida del
Mesías, que tiene lugar en el tiempo, y por consiguiente no es la apocalíptica
segunda venida, o separación final del cielo y el infierno. Elementos en las
enseñanzas de Jesús como pueden ser la parábola del trigo y la cizaña (Mateo
13, 24 y ss.) nos advierten que la vida sigue siendo una mezcla inseparable de
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bondad y maldad, o, para decirlo con mayor exactitud, de vida y muerte. Todo
en la primera venida parece un tipo de la segunda, y la misma palabra
segunda sugiere un futuro. Pero el futuro sigue emplazado en el tiempo, y al
llegar a él descubrimos que sólo hay más futuro. De ello parece seguirse que
todas las revoluciones históricas impulsadas por una visión apocalíptica
dirigida hacia un futuro son ilusorias, incluida la revolución cristiana.
Así pues, en cuanto conectada con el esfuerzo creador humano, la visión
purgativa parece señalar directamente hacia lo alto, al mundo paradisíaco, tal
como sucede en Dante, hacia un mundo por encima del tiempo en el que el
poeta «ve presente, pasado y futuro» con Blake, o canta con Yeats «lo que
pasó, está pasando o pasará». Para Browning se trataba de un argumento
irrefutable desde la perspectiva teísta de que todo esfuerzo humano es algo
parcial, y el papel de Dios es completar lo que los seres humanos sólo pueden
ofrecer en parte. En su poema A Grammarian’s Funeral un pedante, como
muchos lo calificarían, que se había pasado la vida analizando la gramática
griega hasta en sus más diminutas minucias, es llevado a hombros por sus
estudiantes por una montaña purgativa hasta una ciudad en lo alto «abarrotada
de cultura», que se encuentra más cerca de ser la Ciudad de Dios que
cualquier población renacentista revitalizada por el renacer del conocimiento,
como indica el verso al final del poema («más elevada de lo que quepa
imaginar al mundo»). Puede que nos recuerde el epigrama de Blake: «La
Eternidad ama las obras del tiempo».
TRES
Los aspectos técnicos, purgativos y educativos de la visión prometeica tienen
una vertiente social. Los intereses físicos primarios de la humanidad: comida,
sexo, posesiones y libertad de movimiento, son elementos de la vida humana
que compartimos con los animales. Los específicamente humanos son los
intereses secundarios, por lo que si el siglo XX constituye una era en la que los
intereses primarios deben pasar a ser nuevamente primarios, esto no significa
una abolición de los intereses secundarios sino una integración renovada de la
humanidad en la naturaleza. El énfasis puesto en los intereses secundarios ha
creado la ley, con todos sus mecanismos para posponer una gratificación
inmediata, y las artes, que se basan en los distanciados sentidos de la visión y
el oído, reduciendo los sentidos de contacto directo, en especial el olfato, a un
papel de segundo orden. A la sublimación de esos sentidos se debe la creación
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de una nueva especie de animal, con conciencia de comunidad. La futilidad
de intentar lograr algo haciendo caso omiso del contexto social demuestra que
la individualidad humana es también un producto social enraizado en la ley, y
no algo anterior a la sociedad.
En el cristianismo lo tradicional es pensar en Dios como trinidad de poder,
sabiduría y amor. Pero dejando de lado las definiciones asociadas con la
palabra trinidad, esta concepción no se limita al cristianismo. En este libro
hemos puesto un acento especial en la sabiduría y el amor, que el cristianismo
siempre ha vinculado con la Palabra, el Hijo de Dios y el Espíritu Santo
respectivamente. Pero la base primitiva de la idea de Dios es la tendencia
humana a proyectar los misterios o recovecos escondidos de la vida humana,
y en especial, todo aquello que parezca escaparse al poder humano. La última
fuente de la sensación de poder misterioso es la naturaleza, con sus terremotos
e inundaciones, sus sequías y tormentas, sus animales depredadores. El
aspecto arbitrario y caprichoso de la naturaleza se desvanece de forma
progresiva a medida que vamos conociéndola mejor, lo que no sucede con el
comportamiento humano, que sigue manifestándose arbitrario y caprichoso, a
pesar de formar parte de la naturaleza.
A lo largo de la era cristiana se dio una incómoda ambigüedad entre las
concepciones de la autoridad, que siempre es personal, y el orden, que es
impersonal. Los dos significados de la palabra ley, en la vida de los hombres
y en la ciencia, conservan esta ambigüedad lingüística. Al ser personal, Dios
tiende a asociarse con el significado moral y humano de la ley como
autoridad, pero en la práctica la autoridad es ejercida por las instituciones
humanas de iglesia, estado y familia, todo lo cual sugiere la metáfora de
«Padre», que también se aplica a Dios. En esta situación Dios pasa a ser, en
expresión de Blake, el fantasma del sacerdote y el rey, a lo que podemos
añadir la cabeza de la tradicional familia patriarcal.
El título de este libro, tomado de Lucas 4, 32, alude a diversas referencias
misteriosas al poder de Jesús. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la
tierra», les dice a sus discípulos (Mateo 28, 18). Se trata del Cristo de la
Resurrección postpascual, cuyo poder se afirma en llamativo contraste
dramático con su rechazo a ejercitar poder de cualquier tipo, espiritual o
físico, durante la Pasión. El poder divino sólo puede actuar en su propio
contexto de sabiduría y amor: en medio de la locura humana sus operaciones
debían ser por completo inescrutables. El poder fuera de ese contexto sólo
opera en el infierno. Nietzsche creía que al fundar la naturaleza humana en la
voluntad de poder completaba la revolución prometeica contra el dios
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celestial. Pero la voluntad de poder de Nietzsche no distingue el poder
demoníaco, que se sirve de las palabras sólo para racionalizar su brutalidad,
del poder titánico o creador, que se articula en las artes y ciencias y
transforma el mundo a través de ellas. Siendo como era una persona altamente
articulada, Nietzsche no tenía demasiada idea de hasta dónde podía llevar una
voluntad de poder inarticulada. De ahí que aunque él no fuera antisemita o
racista, su influencia social sólo podía producir una especie de nazismo.
Con la aparición, en este siglo, de figuras de poder para quienes las
matanzas, los campos de concentración y el abuso sobre la población son
instrumentos necesarios de su política, el aspecto creador del poder
desaparece, y la sociedad empieza un recorrido antiintelectual y anticultural,
senda que lleva al infierno en la tierra. Esto no sucede porque los intelectuales
o los creadores sean mejores que los demás, sino porque tal política es
siempre el preludio de la mayor desgracia para el mayor número de personas.
La degeneración de la sociedad comienza con el sacrificio de los intereses
primarios en favor de los intereses secundarios de una ideología. En cuanto
una sociedad se encuentra en este punto, se descubre que tampoco puede
mantener una ideología consistente, y se acaba en la brutalidad y la barbarie
más burdas. El estadio final es un genocidio que acaba por volverse en su
contra.
Puesto que ninguna sociedad en el mundo puede permitirse mostrarse
complaciente con tales peligros, no hay género literario más útil que el
sermón referido a las llamas del infierno, en cuanto el auténtico infierno es el
que estamos construyendo nosotros, y en cuanto nuestra respuesta es una
preocupación genuina y no un histerismo o contra histerismo. Una forma
convencional del sermón del fuego del infierno es lo que se da en llamar
«distopía», sátira utópica o visión social irónica, representada en este siglo
por el 1984, de George Orwell y El primer círculo, de Alexander
Solzhenitsyn. Pero lo opuesto a la distopía difícilmente es la utopía en sí, que
tan a menudo no es sino un producto del agobio y la ansiedad, forma que si
dejamos de lado a Platón y a Tomás Moro apenas si ha logrado auténtico
cumplimiento literario.
El verdadero opuesto de la distopía es más bien la sensación de una norma
social ya mencionada, la sensación que permite a la ironía ser irónica. Un
público que contempla una comedia reconoce el absurdo y lo grotesco de los
personajes que suelen dominar la acción, porque ya posee la visión de una
sociedad más sensible, y muchas comedias tienden a la visualización de una
sociedad semejante en sus momentos finales. La misma presunción de norma
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social funciona fuera de la literatura: uno difícilmente puede imaginar,
pongamos por caso, médicos o trabajadores sociales desmotivados por la
visión de una sociedad más rica o libre que la que contemplan a su alrededor.
La norma de la que estamos hablando tiene dos niveles. En el nivel
inferior nos encontramos con una visión de intereses secundarios realizados,
la sensación de una ideología política con ciertas conexiones con los procesos
actualmente en marcha en la sociedad, o una comunidad religiosa que en la
práctica tiene alguna relación con sus logros teóricos. En el nivel superior se
da una visión de intereses primarios realizados: libertad, salud, igualdad,
felicidad, amor. Si esta visión desaparece o es reemplazada por la ideológica,
entonces, por muy admirable que teóricamente pueda ser la ideología, lo más
probable es que se torne algo obsesivo, dando comienzo de ese modo a la
senda de descenso ya indicada. Si la visión primaria persiste tenemos el
modelo del paraíso terrenal que Dante, con su infalible penetración para
semejantes asuntos, colocaba en lo alto de la montaña del esfuerzo creador y
purgativo.
Quien se interese por la Biblia y la literatura acabará dando vueltas en
torno al Libro de Job como un satélite. Aquí pretendo hablar de él en relación
al tema que nos ocupa (GC, pp. 222 y ss.). Job se debate en una situación
humana tan irónica como para sentirse totalmente confundido. Asume el
contexto de un proceso, con juez, fiscal y abogado defensor. A diferencia del
lector, desconoce el papel fiscalizador de Satán y su «¿Job teme a Dios por
nada?». Pero naturalmente, como a cualquier otra persona maltratada, le
gustaría conocer la causa que se le imputa (31, 35). Al mismo tiempo está
obligado a defenderse a sí mismo, y a pesar de todas sus protestas en el
sentido de estar seguro de su propio caso, tiene claro que hablar en defensa
propia no es lo adecuado. Sin embargo confía en que antes o después dará con
un «redentor», término con el que la Versión Autorizada se refiere a él (19,
25), un vindicador, vengador, o lo que sea que le permita, curiosamente, no
comprender su situación, ni siquiera dar marcha atrás, sino lograr una visión
directa de Dios (19, 27). Y esto es de hecho lo primero que sucede (42, 5),
aunque también recupera sus propiedades.
Job tampoco sabe que hay dos tipos de proceso, el proceso purgativo que
es una operación de prueba y refinado, y encaminado hacia lo que uno aún
puede ser, y un proceso de acusación, como el «Juicio final», que se
pronuncia sobre el pasado. Es en el primero en el que está realmente
implicado, y no en el último, como él piensa. De ahí que el repentino giro del
relato, que pasa de tragedia a comedia, representa una inversión total de las
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expectativas de Job, por no hablar de las de sus amigos. El propio Dios
responde a Job en medio del torbellino: el mismísimo juez baja del estrado.
Dios ignora todas las cuestiones relativas a la culpabilidad o inocencia de
Job y la justicia o injusticia de sus propios medios. No volvemos a oír hablar
de apuestas con Satán. Dios empieza por los rasgos más obvios de la
situación: el hecho de que Job no entienda. Responde a Job haciendo una
recapitulación de su creación original como una visión puesta ante Job en el
presente. A Job no se le permite mirar hacia atrás, a una cadena causal en el
pasado. Ha alcanzado el final de su narración en su situación presente, y ahora
debe mirar arriba y abajo. Lo que ve es la creación buena en su forma original
y sin estropear: en un polo se encuentra la armonía inteligible cuando las
estrellas de la mañana cantan juntas; en el otro se encuentra el leviatán que
reina sobre todos los hijos del orgullo (41, 43). Después de esta visión de un
cosmos polarizado, Job puede ser restituido a su estado original porque Dios
se ha restituido a sí mismo, por decirlo así a su estado original.
Lo que se restituye al final del relato, sin embargo, es una sociedad. Job
puede que no esté implicado en un proceso de tipo judicial, pero sí lo están
sus tres amigos: han difamado a Dios «por no haber hablado con verdad» de
El. Son ellos los acusados y perdonados, y la situación de Job no es restaurada
hasta que intercede en favor de sus amigos (42, 10). Tras esto reaparece la
familia de Job; sus amigos le llevan dinero y regalos, símbolos de una
sociedad en funcionamiento, y «no había en todo el país mujeres tan bonitas
como las hijas de Job». El toque de fantasía de esto último nos recuerda que
la nueva sociedad de Job se mantiene unida gracias a su revitalizada visión, o
renovada individualidad, que es tanto su centro como su circunferencia.
El gran discurso de Job con el que concluye el capítulo 31 en realidad no
está dirigido a sus amigos, difícilmente siquiera a Dios, pero tampoco se trata
simplemente de un soliloquio. Tomado como retórica, como un intento de
justificar ante Dios las costumbres humanas, es enteramente fútil. Los amigos
consideran que el discurso es farisaico (32, 1), tal vez incluso blasfemo o
ateo, a pesar de que esas respuestas sean naturales en la situación de Job. Pero
se equivocan: lo que expresa el discurso es puro interés humano primario, un
interés por la libertad y en contra de la servidumbre, la felicidad contra la
miseria, la salud contra la enfermedad. Es la voz del poeta cuya imaginación
sigue insistiendo, contra todas las virtudes de resignación y obediencia e
incluso sentido común, que en su mayor parte el mundo que está allí no tiene
por qué estar allí.
Página 272
La respuesta de Dios, el movimiento invertido de la voz de la profecía o
kerygma, en realidad no responde a nada: como la retórica corriente resulta
elocuente pero insustancial. Lo que hace es poner los intereses primarios de
Job en el contexto más amplio de lo que Paul Tillich llama interés último. Los
misterios representados en la metáfora por la primera creación en el Génesis,
los misterios de nacimiento y muerte y «thrownness», no pueden ser
entendidos porque no pueden ser objetivados. Pero hay una creación que
mistifica y una creación que revela, y ésta es idéntica a aquélla. Excepto que
la creación misteriosa, infinitamente lejana en el pasado, es la que Job conoce
de oídas pero no puede ver directamente (42, 5). Cuando la creación
infinitamente remota le es re-presentada, pasa a participar en ella: esto es, se
vuelve creador, puesto que cielo y tierra son hechos nuevos para él. No
descubre nada nuevo pero aprehende mejor lo que ya se encuentra allí. Esta
aprehensión más profunda no es simplemente mayor sabiduría, sino un acceso
de poder.
Los mitos de un paraíso perdido en el pasado o un infierno que nos
amenaza después de la muerte son mitos corrompidos por las angustias del
tiempo. El infierno se encuentra delante nuestro porque lo hemos colocado
allí; el paraíso no está porque no hemos sabido ponerlo allí. La perspectiva
bíblica de iniciativa divina y respuesta humana pasa a su contrario, donde la
iniciativa es humana, y donde una respuesta divina, simbolizada por la
respuesta a Job, está garantizada. La unión de estas perspectivas sería el
siguiente paso, excepto que donde tiene lugar no hay siguientes pasos.
Entre el final del discurso de Job y el comienzo de la respuesta de Dios
tenemos a Elihú (Job 32 y ss.) tal vez una inserción posterior de algún
redactor que compartía las características de Elihú, engreído, seguro de sí,
orgulloso de su estrecha relación con lo contemporáneo, afianzado en la
convicción de su capacidad para defender a Dios y condenar a Job. Sus
credenciales son de lo más ambiguas, pero ocupa un sitio que le es propio en
el relato. Cuando nos sentimos intolerablemente oprimidos por el misterio de
la existencia humana y por lo que parece la total impotencia de Dios para
hacer algo o siquiera preocuparse por el sufrimiento humano, entramos en el
estadio de la «palabra en el desierto» de Eliot, y escuchamos toda la retórica
de ideólogos, expurgando, revisando, enderezando, racionalizando,
proclamando el tiempo de la renovación. Después de eso, tal vez podamos oír
la voz aterradora y bienvenida que aniquila todo lo que creíamos saber, y
restaura todo lo que nunca hemos perdido.
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Indice analítico
A la amante esquiva (Marvell), 279
A través del espejo (Carroll), 266
A Winter’s Tale (Thomas), 336
Abel, 150, 240, 340
Abraham, 150, 154, 214, 367
Adán, 153, 171, 194, 243-251, 264, 267, 275, 278, 295, 298, 337, 349; véase
además Caída
Adonis, 320, 330, 343
afirmaciones, 72-73, 359
agape, 262
Agar, 274
agonía romántica, La (Praz), 351
agrícola, 266, 268
agricultura, 316-37
Agustín, san, 45, 48, 73
Ah! Sunflower (Blake), 132-133
Alcibíades, 258
Alcmena, 335
alegoría, 70, 197
Allen, Barbara, 279
alma, 168-172, 174, 175, 243
alquimia, 361, 366
amnesia, 331
amonitas, 272
Amor Cortés, 265, 286
Amoretti (Spenser), 195
Amos, 89
Amphitryon 38 (Giraudoux), 335
An die Freude (Schiller), 230
Página 274
Ana, 270, 274, 308
Anábasis (Jenofonte), 135
Anatomía de la crítica (Frye), 14, 16, 20, 23-24, 82, 189
Anaxágoras, 65
androginia, 336-337
ángeles, 338-339, 341-342; de la guarda, 343; Jacob luchando con el, 154;
rebeldes, 338, 339, 365; relaciones sexuales y, 275, 341-342
Ana, 297
Ana Karenina (Tolstoi), 102
Aniversarios (Donne), 222, 223-224
Anunciación, 277
Anticristo, 345-346, 353, 362
Antiguo Testamento, 154, 176, 187, 291, 297, 299, 300, 314, 321, 331, 350,
375
antirrománticos, 160
Apocalipsis, el, 308, 326-330, 377; Libro del, 146-147, 148, 284, 326, 339,
341; visión del, 267, 377
apocatastasis, 330
Apócrifos, 367
Apolo, 194
Apologie for Poetry (Sidney), 69
Apuleyo, 288, 293, 355
árbol: de la vida, 204, 250; del conocimiento, 263; del mundo, 204, 214, 216,
293
Arcades (Milton), 196
Areopagitica (Milton), 160
ario, mito racista, 59
Aristóteles, 37, 39, 47, 48-49, 66-67, 69; concepción del alma en, 168-169;
conceptos de forma y materia en, 218
—, obras de: Metafísica, 42, 43; Poética, 160
armonía imitativa (onomatopeya), 103
Arnold, Matthew, 123, 156, 287
Arturo, rey, 95, 335
Asenath, 272
Asiria, 204, 214, 299
Asunción, 217, 323, 326
Aquiles, 341
Atlántida, mito de la, 310, 314
Página 275
Auden, W. H., 182
Aurelia (Nerval), 354-356
autoridad, 239, 379; racionalización de la, 218, 222-227, 239
aventuras de Tom Sawyer, Las (Twain), 295
Áyax, 341
axis mundi, 25, 137, 200-242, 250, 293, 342-343, 357
Baal, 150
Babel, Torre de, 203, 208, 210, 213, 214, 217, 227, 235, 239, 251, 289, 340;
como símbolo cíclico, 214, 289
Babilonia, 204, 214, 296, 339, 343; templos de, 202
balada del viejo marinero, La (Coleridge), 361
Ballad of the Long-Legged Bait (Thomas), 310
Balzac, Honoré de, 337
banquete, El (Platón), 210, 257, 261
bautismo, 135, 328
Barthes, Roland, 114
Baudelaire, Charles, 279
Beckett, Samuel, 129
Beethoven, Ludwig van, 230
Belle Dame sans merci, La (Keats), 279
belleza, 288
Beowulf, 318
Bergson, Henri, 41, 357-358
Berkeley, George, 224
bestia en la jungla, La (Henry James), 358-359
Biblia, 16-19, 23-25, 66-67, 133, 142-385; marco histórico de la, 142; sentido
de la, 36; doctrina Zogo-formulada de la, 67; mitos y metáforas en la,
véase mitos y metáforas específicos; teísmo de la, 181; cultura tribal y
orígenes de la, 214; unidad de la, 145; véase también libros individuales
de la Biblia
Blake, William, 88, 90, 97, 122, 132-133, 197-198, 203, 209, 242, 256, 276,
280-281, 291, 301, 305-312, 314, 328, 366, 376, 378
—, obras de: Ah! Sunflower, 132-133; Everlasting Gospel, 345-346; Eour
Zoas, The, 307; Gates of Paradise, The, 209; Jerusalem, 128; matrimonio
del cielo y el infiemo, El, 307, 345; Mental Traveller, The, 280, 307;
Página 276
Milton, 368; Profecías, 371-372; Sea of Time and Space, A, 310; Sick
Rose, The, 197; Songs of Experience, 286, 336; Songs of Innocence, 336
Blood and the Moon (Yeats), 281
bodas de Fígaro, Las (Mozart), 341
Boecio, 214
Boehme, Jakob, 127, 358
bohemios, 75
Boileau, Nicolás (crítico), 196
Booz, 269, 270
Borges, Jorge Luis, 191
Brand (Ibsen), 290
Brönte, Charlotte, 351-352
Browne, sir Thomas, 218, 225, 253
Browning, Robert, 117, 356, 377
Brueghel, Pieter, 203
Bruno, Giordano, 71
Buber, Martin, 164, 183, 337
budismo, 133
budismo zen, 109, 129, 137
Bultmann, Rudolf, 143-144
Bunyan, John: peregrino, El (The Pilgrim’s Progress), 97, 134
Burke, Edmund, 221-222, 302, 319
«Burnt Norton», véase Cuatro cuartetos (Eliot)
Bush, Douglas, 71
Butler, Samuel, 42
Byron, George Gordon, 350, 352
Bizancio (Yeats), 136, 372
cabalismo, 161, 244
cabezas trocadas, Las (Mann), 332
cadena: cosmológica, 218; del ser, 218, 219, 224, 239, 251, 262, 371, 372373
Caída: del hombre, 193, 219-221, 247, 248, 249, 250, 268; metáfora de la,
289; original, 112, 290, 298, 337
Caifás, 99
Caín, 150, 240, 298, 317, 340, 350, 364
Caín (Byron), 350
Página 277
Campbell, Joseph, 15
Campion, Thomas, 255, 279
Canaán, 369-370; las bodas de, 149, 260
canonización, La (Donne), 119-120
Cantar de los Cantares, 175, 251-254, 262-263, 268-269, 272, 277, 281, 283,
285, 336
Cantique de Saint-Jean (Mallarmé), 334
Cantos (Pound), 212-213, 257, 264-265
caos, 218-219
capitalismo, 79
Carlyle, Thomas, 113, 154
Carroll, Lewis, 266
carta robada, La (Poe), 24
casa de Fama, La (Chaucer), 234
castillo de Axel, El (Wilson), 197
catastasis, 330
celos, 283
celotas, 331
cementerio marino, El (Valéry), 239
Cenicienta, arquetipo de la, 93
Chapman, George, 91
Chaucer, Geoffrey, 273, 286-287, 290, 318
—, obras de: casa de Fama, La, 234-235; Retractación, 74
Cherry Ripe (Campion), 255
Childe Roland (Browning), 356
China, 59, 72
Churchill, Winston, 50
cielo, 220-221, 227, 233
ciencia, 52, 65, 71, 72
ciencia ficción, 333
City of Dreadful Night (Thomson), 356
Clairvaux, Bemard de, 253-254
Clemens, Samuel, véase Mark Twain
Cleopatra, 279
Coleridge, Samuel Taylor, 60, 90, 160, 303, 368
—, obra de: balada del viejo marinero, La, 361
comadre de Bath, La (Chaucer), 273
comedia, 381
Página 278
Comus (Milton), 196, 254
comedia de las equivocaciones, La (Shakespeare), 335
Commedia, véase Divina Comedia (Dante)
concepto de angustia, El (Kierkegaard), 349
conceptual o dialéctico, modo, 39-45, 51, 66-67, 72, 141, 155, 161-162;
subordinación de lo poético al, 66-67, 73
condensación, 197, 198
Condorcet, marqués de, 90-91
Confucio, 229
Conrad, Joseph, 83, 109, 295, 345, 347, 352, 353
conciencia, 87, 88-89, 122, 171, 293, 295, 297, 333-334, 368; reprimida,
véase subconsciente
conocimiento del bien y del mal, 249, 250, 253
Consolación de la filosofía (Boecio), 214
contrato social, 56-57, 59, 76-77
contrato social, El (Rousseau), 303
Corán, 161
corazón de las tinieblas, El (Conrad), 345, 347, 353
Coriolano, 282
cosecha, imágenes de la, 268-269
cosmología, 199; literaria, 198
cosmos, cuatro niveles del, 220-222, 227, 233-238, 300, 303; invención del,
311
Cowley, Abraham, 193
creación, 237, 337, 357, 384; mitos de la, 59, 205, 320-321; en el Génesis,
206-225; contrastes entre versiones, 244-246; versión del yahvista (J),
206, 243-248, 260, 266, 289, 339-340; versión sacerdotal (S), 206-208,
218, 225, 239, 243, 245
criaturas, jerarquía de las, 219
Crimen amoris (Verlaine), 354
Cristo, véase Jesús
cristiana: doctrina, 68, 99, 134, 275, 322; Iglesia, 300; imágenes de axis
mundi en la literatura, 209-210
cristiandad, 48, 52, 64, 97, 128, 140, 244, 247, 351, 378-379; afirmación de,
72; «alma perdida» en, 349; Anticristo en la, 339; infierno en la, 290;
jerarquía de la iglesia, 262; primer cristianismo, 205; sexualidad en, 259260, 262-263
Crítica del juicio (Kant), 288
Página 279
crítica literaria, 19-25, 60-62, 63, 113-114; consenso en la, 22; definición, 60
Cuando los muertos despertemos (Ibsen), 290
Cuatro cuartetos (Eliot), 131, 160, 211, 226, 228
—, poemas de los: «Burnt Norton», 211, 213, 358; «The Dry Salvages», 213
cuento de invierno, Un (Shakespeare), 197, 215
cuentos populares, 63, 293, 325
cummings, e. e., 107-108, 157
Cupido y Psique, 93, 355
dadaístas, 75
Dalila, 282
Danae, 264-265
Daniel, 271, 296; Libro de, 204, 214, 367
danse macabre, tema de la, 292, 328
Dante, 34, 48, 62, 79, 85, 88, 163, 210-211, 265, 290, 355, 377, 381; véase
además Divina Comedia
darwinismo, 304; social, 227
David, rey, 269, 270, 323, 327
Davies, sir John, 228, 229
Débora, la historia de, 273
De doctrina christiana (Milton), 357
Decadencia y caída del Imperio romano (Gibbon), 81
Defensa de la poesía (Shelley), 86
Delay of Lying, The (Wilde), 197
Delfos, código de, 314
Deméter, 260
democracia, 37, 79
demoníaco, lo, 365; la lucha entre lo titánico y, 352-353; en la tragedia, 350;
véase además mundo demoníaco
Denham, profesor, 14
derecho divino de los reyes, 323-324, 363
Derrida, Jacques, 37, 107, 159, 190
Descartes, Rene, 52, 65
descenso: a los infiernos, 300, 326, 330; temas de, 289-364
Description Without Place (Stevens), 165
descriptivo, modo, 34-39, 51, 162
desmitologizador, 71, 92
Página 280
desplazamiento, principio de, 197
Deucalion, 193, 194
Dialogue of Self and Soul (Yeats), 170, 234
Dickinson, Emily, 177, 182, 301
Diderot, Denis: sobrino de Rameau, El, 75
Dies irae, dies illa, 157
diluvio, 317
Dioniso Areopagita, 127
Dioniso (deidad), 344-346
Dios, 150-153, 225, 241-242, 267, 300, 301, 357, 358, 378, 379; de la Biblia,
150-152, 182; en el cristianismo, 72; en las versiones S y J de la creación,
245; Job y, 382-385; monoteísmo, 151-152, 182, 342; movimiento «Dios
ha muerto», 180; símbolos de, 154
dios celestial, 351, 354, 380
diosa blanca, La (Graves), 15, 278
diosas, 246; culto a la diosa tierra, 268, 278-280
dioses, 55-56, 110, 235, 249; en tanto que metáfora, 110
Diótima, 262
distopía, 381
Divina comedia (Dante), 133, 209, 240, 248, 276, 342, 369
—, partes de la, Inferno, 296, 325, 355, 369, 370, 372; Paradiso, 194, 209210, 229, 231, 241, 273, 369, 373, 376; Purgatorio, 210, 211, 355, 369,
370
dobles o gemelos, 331-337
Doctor Jekyll y Mister Hyde (Stevenson), 333
don de lenguas, 217
Don Giovanni (Mozart), 282
Donne, John, 119, 120, 173, 205, 216-217, 265, 275, 285
—, poemas de: Aniversarios, 222, 223-224; canonización, La, 119-120;
éxtasis, El, 119, 265, 285; Nocturno sobre el día de santa Lucía, 360
Doppelganger, 331-332
Dostoievski, Fiodor, 90, 161
—, obras de: idiota, El, 232; sueño de un hombre ridículo, El, 349
Drury, Elizabeth, 222
«Dry Salvages, The», véase Cuatro cuartetos (Eliot)
duquesa de Amalfi, La (Webster), 348
Página 281
Ébauche d’un serpent (Valéry), 220
Ecbatana, templos de, 264
Eco, 337
Eckhart, Meister, 127, 249
Edad dorada, 220
Edén, jardín del, 127, 204, 210, 220, 246, 267, 276, 277, 283; en el mito
yahvista de la creación, 243, 339-340; Eva asociada al, 246, 251; metáfora
de la mujer y el, 252-255
Edipo, 86, 277, 312, 322 edípica, situación, 356
Egipto, 203, 296, 298, 343, 366, 369; pirámides de, 202
Ego Dominus Tuus (Yeats), 170
Eliade, Mircea, 15, 93
Elías, 151, 239
Elihú, 385
Eliot, T. S., 19, 96, 122, 159, 160, 198, 228, 385; imaginería del axis mundi
en, 210-211, 213, 235
—, obras de: Cuatro cuartetos, 131, 160, 211, 213, 226, 228, 358; Gerontion,
321; Little Gidding, 372; Miércoles de ceniza, 211; tierra baldía, La, 213,
215, 337
elixires del diablo, Los (Hoffmann), 333
Emilio (Rousseau), 303, 308
Eneas, 296
Eneida, La (Virgilio), 234, 296, 363, 368
Encarnación, 297, 323
Enkidu, 250
Enoch, Libro de, 341-342, 351, 365
Enrique III, rey, 324
Enrique IV (Shakespeare), 93
Enrique V (Shakespeare), 94-96
Enuma elish, 320
Epipsychidion (Shelley), 256-257
Epístolas pastorales del Nuevo Testamento, 68
epitafio, 108
Epithalamion (Spenser), 254
Er, 270
Erigena, 127
eros, 262
Eros (deidad), 121, 265, 277, 286, 288, 343; culto a, 195
Página 282
erótico, 125, 126
Esaú, 350
escala, imagen de la, 218
escalera de caracol, La (Yeats), 211
escalera, simbolismo de la, 202-203, 204-205, 208-217, 218, 226, 227, 233,
242, 261, 289, 293, 376
escarabajo de oro, El (Poe), 295
escuela pitagórica, 65
escritores proféticos, 89-91, 92, 160, 163
Esopo, 70
espacio, 233, 240, 314
espada, símbolo de la, 234
espíritu, 170-175, 217
Espíritu, 131, 153, 217, véase además Espíritu Santo
Espíritu Santo, 259, 322, 379; véase además espíritu
Estados Unidos, 72, 81
estatuas, Las (Yeats), 121
Ester, 273
Ética (Spinoza), 43
Eucaristía, 80, 122, 321, 324, 328
Éufrates, río, 243
Eureka (Poe), 199
Eurídice, 194
Eva, 244-258, 260, 264, 267, 279, 283, 351
Everlasting Gospel, The (Blake), 345-346
evolución, 226, 304
Evolution and Ethics (Thomas Henry Huxley), 304
exilio, tema del, 298, 299
existencialista, movimiento, 45, 161
Éxodo, 300, 308, 370
éxtasis, estado de, 123, 126, 127, 156
éxtasis, El (Donne), 119, 265, 285
Ezequiel, 204
Ezra, 146, 299
Evangelios, 148, 159, 192, 258, 308, 330, 377
fábula, 68
Página 283
Faerie Queene, The (Spenser), 235, 370
Faetón, 194
fascismo, 75, 84
Fastos (Ovidio), 90
fatalidad, 350
Fausto (Goethe), 67, 226, 248, 359, 371
Fausto (Marlowe), 116, 333
fe, 175, 176-179, 183, 189
Fedón (Platón), 69, 258
Fedro (Platón), 365
femme fatale, figura de la, 279, 283
fénix y la tortuga, El (Shakespeare), 120, 266
Fenomenología (Hegel), 216
Fem Hill (Thomas), 277
fertilidad, 252, 269, 278, 305, 317
Ficino, Marsilio, 265
ficción realista y naturalista, 70, 197
fierecilla domada, la, 273
filosofía secular, 52
Figlia che Piange, La (Eliot), 211
figuras retóricas, veáse metáfora, símil, etcétera
Finnegans Wake (Joyce), 125, 157, 198, 212, 214, 315
Fletcher, Giles, 193, 194
forma y materia, concepción aristotélica de, 218
Foucault, Michel, 218
Four Ages of Poetry (Peacock), 86
Four Zoas, The (Blake), 307
France, Anatole, 113
Frazer, sir James, 15, 78, 320
Freud, Sigmund, 86, 178, 284, 300, 304
freudianos, 282
Frost, Robert, 134, 363
Frye, Northrop, obras de: véase Anatomía de la crítica, El gran código
Fuenteovejuna (Lope de Vega), 341
fuego, 365, 372
Gabriel, arcángel, 271
Página 284
Galileo, 65, 71
Ganges, río, 243
Garden (Marvell), 255
Gates of Paradise, The (Blake), 209
Génesis, 194, 254, 261, 268, 340, 341, 342, 351; versión sacerdotal (S) de la
creación, 206-208, 218-219, 225, 239, 243, 245; versión yahvista (J) de la
creación, 206, 243-248, 260, 266, 289, 339
gemelos, véase dobles
Gerontion (Eliot), 321
Gettysburg, 50
Gibbon, Edward, 81
Gide, André, 349
Gilchrist, Alexander, 88
Gilgamesh, poema épico de, 250
Giraudoux, Jean, 335
Glastonbury Tor, 204
Glauco, 194
gnósticas: escrituras, 68; deducción, 151
gnósticos, 259; escritores, 192
Goethe, Johann Wolfgang von, 88, 158, 344
—, obra de: Fausto, 67, 226, 248, 359-360, 371
Gogol, Nikolai, 74
Golding, William, 290
Gommes, Les (Robbe-Grillet), 129
Grial, leyendas del, 92
Grammarian’s Funeral, A (Browning), 377-378
gran carretera, La (Strindberg), 371
gran código, El (Frye), 13-16, 18-19, 63, 143, 145, 172, 187, 268
Graves, Robert, 15, 158, 235, 244, 278, 279, 280
Greene, Graham, 332
Grimm, cuentos de los, 293
Guerra y paz (Tolstoi), 125
Hardy, Thomas, 301
Heaven and Earth (Byron), 352
Hebreos, epístola a los, 148, 176
Hechos de los apóstoles, 323
Página 285
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 34, 72, 290, 358
—, obra de: Fenomenología, 216
Heidegger, Martin, 41, 123, 126, 358
Heilsgeschichte, 144
Heracles, 335
Heráclito, 126, 211, 217
Hércules, 372
Hermes, 343
Hermes Trismegisto, 91
Herne’s Egg, The (Yeats), 342
Herodías, 334
Herodoto, 202, 264
Herrnmoral, 345
Hesíodo, 64, 340
Hesperides, The (Tennyson), 280
Hesse, Hermann, 76
Hilton, John, 210
historia: movimiento cíclico de la, 215, 229, 342, 376; mitología e, 92-99
historia literaria, 83; mitología transmitida a través de, 15; moralidad e, 116
History of the Rechabites, The, 254
Hitler, Adolf, 225, 345
Hodos Chameliontos (Yeats), 136 Hoffmann, E. T. A., 330, 333, 334
Hölderlin, Friedrich, 158, 225, 263
holismo, 145
Hollow Men, The (Eliot), 131
Homero, 64, 83, 85, 91, 103, 111, 160, 146; épica homérica, 144
—, obras de: Ilíada, 80, 87, 146, 282; Odisea, 87, 135, 146, 291, 296, 335,
368
Hopkins, Gerard Manley, 94, 158, 226, 302
Horacio, 302
Horus (Nerval), 279
Housman, A. E., 132, 301
Huckleberry Finn (Twain), 332
Hudibras, 42
Hugo, Victor, 79, 125, 158
Hulme, T. E., 160
Huxley, Aldous, 350
Huxley, Thomas Henry, 304
Página 286
Hymn of Heavenly Beauty (Spenser), 262
Isabel, 270, 271
Ibsen, Henrik, 290
identidad, 117-125
ideologías, 48-53, 56-58, 59, 72-76, 80-81; grado de flexibilidad en las, 73;
intereses secundarios e, 78, 380; mitología e, 56-57, 58-59, 64, 77;
persecución e, 57, 73; religión como una forma de, 140-142
idiota, El (Dostoievski), 232
Ificles, 335
Ifigenia, 282
Igitur (Mallarmé), 360-361
Ilíada (Homero), 80, 87, 146, 282
ilusión, 126-127, 178-179
imaginación, 88, 125
imperialismo, 80, 213-214
Imperio romano, 300
incesto-tabú, imaginería del, 283
inconsciente, véase subconsciente
infancia como un estado de la inocencia, la, 276-277
Inferno, véase Divina comedia (Dante)
infierno, 290-291, 296, 300, 325, 384
Inmaculada Concepción, 248
Innana, diosa, 292
interés, 63, 76-81; primario, 76-81, 99, 188-189, 240, 287, 313-314, 374, 378,
380, 381-382, 384; secundario, 76, 78, 378, 380, 381
invención, 365
Ion (Platón), 91
ironía, 124, 129, 130, 381
Isaac, 270
Isaías, 204
Isis, 279, 286, 355
isla, La (Aldous Huxley), 350 isla del tesoro, La (Stevenson), 295
Islam, 128, 342
Ismael, 350
Israel, 90, 214, 253, 267, 273, 296, 298, 299, 366, 369, 370; enemigos de,
derrotados por mujeres israelitas, 273
Página 287
Jacob: luchando con el ángel, 154; sueño de la escalera de, 200-202, 203, 208,
209, 215-216, 226, 227, 233, 235, 289, 293
Jacobo, rey, 222, 225,
Jael, 273
James, Henry, 110, 333, 291
James, William, 156
Jantipa, 258
Jane Eyre, (Brontë), 93-94
Jardín d’Épicure (France), 113 jardín-cuerpo, metáfora del, 246, 252-257,
259, 275
jardín del Edén, véase Edén
jarra de oro, La (Hoffmann), 334
Jaser, Libro de, 147
Jefté, la hija de, 282
Jenofonte, 135
—, obra de: Anábasis, 135
Jeremías, 90
Jerjes, 214
Jerusalén, 204, 247
Jerusalem (Blake), 128
Jesús, 47, 122, 128, 130, 136-137, 162, 172, 174, 177, 180, 181, 194, 195,
239, 240, 247, 248, 261, 275, 277, 283, 321, 322, 323, 326, 327, 337, 354,
367, 377, 379; ascensión de, 217, 326; crucifixión de, 99; en las bodas de
Canaán, 149, 260; Encarnación de, 297, 323; hermano de, 335; Natividad
de, 330; origen divino y humano de, 342; presentación en los Evangelios,
148-149, 258-259; resurrección, 267, 275, 300, 308, 322, 325, 326, 330
Job, 151, 152, 350, 382-385; Libro de, 177, 382-385
Juan, san, 47, 146, 260, 267; Evangelio según, 68, 136, 148, 165, 267
Juan de la Cruz, san, 211, 263, 358
Juan el Bautista, 270, 279, 331; cabeza cortada de, 334
Jolly Corner, The (Henry James), 333
Jonás, 292, 299
Jonás, Libro de, 331
Jonson, Ben, 222-223, 225
José (hijo de Jacob), 271-272, 296
José, san, 335
Josefo, 340
Página 288
Josué, 369
Joyce, James, 84, 129, 210
—, obra de: Finnegans Wake, 125, 157, 198, 212, 214, 315
Jubilate Agno (Smart), 367
Judá (hijo de Jacob), 270
judaísmo, 342; tradición hagádica en el, 128
Judas Iscariote, 258
Judas, Epístola de san, 335
Judas Tomás, 335
Judío Errante, 240
Judit, 273
juego de los abalorios, El (Hesse), 76
Jung, Cari Gustav, 248, 257
Júpiter, 312, 341
justicia, 45-46
Kant, Immanuel, 101, 288
katabasis, 292
Keats, John, 88, 101, 104, 122, 229, 269, 279, 280, 356, 368, 371
Kekulé, Friedrich August (científico), 215
kerygma, 143-144, 155-158, 161-163, 164; secular, 162
Kierkegaard, Søren, 45, 91, 161, 282, 291, 304, 346, 349
King of the Great Clock Tower, The (Yeats), 334
Kingu, dios, 320
Krishna, 152
Lacan, Jacques, 180, 337
Ladder of Perfection (Hilton), 210
Ladies’ Dressing-Room, 328-329
Laforgue, Joles, 112, 128
Lawrence, D. H., 75, 249, 256
—, obras de: Mujeres enamoradas, 256; Serpiente emplumada, 75
Lázaro, parábola de, 308, 326
Legende des siècles, La (Hugo), 125
leyendas, 63, 91
Le Guin, Ursula K., 276
Página 289
Leibniz, Gottfried Wilhelm von, 51
levirato, 269-270, 274, 275
Lewis, Wyndham, 75
libertad: abstracta, 349; de movimiento, 240-241; ética o constructiva, 349
Lilit, 339, 351
Lincoln, Abraham, 50
Little Gidding (Eliot), 372
llaves del cielo, Las (Strindberg), 203
Lo que Maisie sabía (Henry James), 110
logos, 66-67, 68, 69, 86, 128, 149, 160
Longfellow, Henry Wadsworth, 305
Longino, 156, 160
Lope de Vega, Félix, 341
Lot, 272
Lucas, san, 47, 147; Evangelio según, 330
Luciano, 292
Lucifer, 290, 339, 351, 358
Luis XIV, 225
luna, ciclo de la, 316
Lutero, Martín, 90, 122
Lycidas (Milton), 107, 196
maestro constructor Jan Gabriel Borkman, El (Ibsen), 290
macabeos, rebelión de los, 214, 299
Macbeth (Shakespeare), 314, 323, 347
Macdonald, George, 356
—, obra de: Phantastes, 356
Madame Bovary (Flaubert), 102
Mademoiselle de Scudéry (Hoffmann), 330
Madre Naturaleza, 246, 278, 234
Madre Tierra, 260
magia, 103, 116
Magnificat, 277, 308
Magritte, René, 101
mal, conocimiento del, 249-250, 253
Mallarmé, Stephane, 122, 174-175, 180, 301, 334, 360, 361, 372
malthusiano, 304
Página 290
Manifiesto comunista (Marx), 98-99, 162
maniqueos, 259
Mann, Thomas, 60, 332
—, obra de: cabezas trocadas, Las, 332
mano izquierda de la oscuridad, La
(Le Guin), 276
Mao Tse-tung, 81, 162, 225
Marcos, san, 47
María, Virgen, 222, 247, 259, 263, 271
Maria Assumpta (Thompson), 264
María de Betania, 258
María Magdalena, 268
Marlowe, Christopher, 116, 333
—, obra de: Fausto, 116, 333
Marsyas, 194
Marta, 258
Marte, dios, 335
Marvell, Andrew, 104, 170, 255, 279, 329
Marx, Karl, 79, 90, 300
marxismo, 79, 98, 140, 303
marxistas, 68
masculino: asociación del cielo con lo, 286; como símbolo, 266
Mateo, san, 47; Evangelio según, 273; los Reyes Magos en, 297 matrimonio,
259; con una extranjera, 271-273; levirato, 269-270, 274, 275; sagrado,
284, 291
matrimonio del cielo y el infiemo, El (Blake), 307, 345
Medea, 282
meditación, técnicas de, 138, 154
Melville, Herman: Moby Dick, 295, 350, 352-353
menecmos, Los (Plauto), 335
Menipo, 292
Mental Traveller, The (Blake), 280, 307
mente bicameral, 87
Mesopotamia: religión prebíblica en, 291; templos de, 202
Metafísica (Aristóteles), 42, 43, 66
metafísicos, sistemas, 51
metáfora, 26-27, 108-116, 118-120, 123-138, 142; dioses como, 110;
existencial, 115, 119, 123; visual, 108-110
Página 291
metaliterario, 156, 158, 161, 163 metalurgia, 364, 365-366
Metamorfosis (Ovidio), 112, 193 metamorfosis, relatos de, 237
metonimia, 111
Miércoles de ceniza (Eliot), 211
Mill, John Stuart, 166
1984 (Orwell), 348, 381
Milton (Blake), 368
Milton, John, 79, 107, 113, 153, 219, 267, 284, 363, 364; temas de descenso
en, 290
—, obras de: Anades, 196; Areopagitica, 160; Comus, 196, 254; De doctrina
christiana, 357; Lycidas, 196; Oda a la Natividad, 196; paraíso perdido,
El, 194, 210, 229, 240, 245, 249, 254, 264, 275, 295, 296, 338, 341, 351;
paraíso recobrado, El, 195; Quinta elegía (Latina), 301
ministerio del miedo, El (Greene), 332
Mishima, Yukio, 74
místicos, 127, 210, 263
mitología: clásica, 64, 68, 93, 189, 193-195, 196, 208, 220, 233, 322, 335,
340, 341; de Oriente Próximo, 208; griega, 64, 335; protociencia y, 65;
transmitida por la literatura, 15-20
mitos: celtas, 317; del diluvio, 59; en tanto que hechos, 67; función de los, 6364; «fundamentalistas» o sectarios, 59; ideología y, 56, 58, 59, 64, 77, 97;
irónico, 96; pastoral, 96; poético, 80; series de, 56; sobre dioses
murientes, 78, 316; véase también creación
mitraísmo, 205, 210
moabita, 268, 271, 272, 331
modos verbales, 33-62, 81-83, 162; véase además conceptual o dialéctico,
descriptivo, poético o imaginativo, retórico
muerte, 233, 239, 278, 290, 295, 300, 328; como símbolo de unión sexual,
265-266
Moisés, 239, 271, 272, 273, 369, 370
Molière, 335
monogamia, 283, 284, 286
monoteísmo, 151, 182, 342
Montaigne, Michel Eyquem de, 122
montañas, simbolismo de las, 200, 204, 205, 209, 216, 234,
moralidad y literatura, 116
Moro, Tomás, 381
Morris, William, 251, 287, 361-362
Página 292
Mozart, Wolfgang Amadeus, 282
Mujeres enamoradas (Lawrence), 256
mundo: caído, 221, 227, 233; demoníaco, el nivel del, 220, 227; el espacio en
el, 232, 233; el tiempo en el, 231, 233
música, 159, 299
Mutabilitie Cantos (Spenser), 235-239, 375
My Last Duchess (Browning), 117
Nabucodonosor, 296, 367
nacimiento de la tragedia, El (Nietzsche), 345
nacimiento: tardío, 270; virginal, 248, 271
nada, 357-359
Napoléon, 225
Narciso, mito de, 86, 337
Nashe, Thomas, 104
Natividad, 330
naturaleza: comer y beber en comunión con la, 319-320; orden de la, 220,
221-222, 227, 233, 301
nazismo, 59, 380
Nehemías, 299
Nerval, Gérard de, 279
—, obras de: Aurelia, 354, 355, 356; Silvia, 355
Newcomes, The (Thackeray), 102
Newman, John Henry, 142
Newton, Isaac, 71
Nietzsche, Friedrich Wilhelm, 91, 161, 180, 226, 304, 318, 345, 380
Nilo, río, 243
Nínive, 299, 331
Noche de Reyes (Shakespeare), 337
Nocturno sobre el día de santa Lucía (Donne), 360
Noé, 150, 194, 317
Noemí, 268-269, 271
Nosce Teipsum (Davies), 228
Nostromo (Conrad), 295
novia, 260, 264, 267-268, 271-272, 281, 284-285, 288; metáfora del jardín y
la, 285; eliminación de las manchas de carácter de la, 271
novio, 284, 288
Página 293
Nuevo Testamento, 147, 148, 155, 169, 170, 176, 181, 187, 297, 300, 321,
331, 375
oasis, imaginería del, 268
Oda a la Natividad (Milton), 196
Oda a un ruiseñor (Keats), 104
Oda: indicios de inmortalidad (Wordsworth), 276
Odisea (Homero), 87, 135, 146, 291, 296, 335, 368
Odiseo, 341
Ofelia, 282
Onán, 270
onomatopeya, 103
oración, 217, 374
oráculos, 314; de Apolo, 314; de Jehová, 314
oratoria, 49, 105
Oratorio de Navidad, 225
Orc, 306-307, 311
Orchestra (Davies), 229-230
Orfeo, 91, 194, 250
Orwell, George, 348, 381
Oseas, 267
Osiris, 203
Otelo, 348
ouroboros, 215
overthought, 94, 96
Ovidio, 121, 182, 233, 234, 235, 237, 265
—, obras de: Fastos, 90; Metamorfosis, 112, 193
oxímoron, 111
Pablo, san, 168, 170, 171, 176, 178, 216, 241, 247, 259, 260, 262, 330, 331;
concepción de Cristo en, 337; Epístolas de, 148
Palabra, la, 131, 153, 180, 205, 217, 239, 249, 323, 379, 343
palabras y las cosas, Las (Foucault), 218
parábolas, 128; del trigo y la cizaña, 377; véase también Lázaro
paraíso perdido, El (Milton), 194, 210, 229, 240, 245, 249, 254, 264, 275,
295, 296, 338, 341, 351
Página 294
paraíso recobrado, El (Milton), 195
paraíso terrenal, El (Morris), 361-362
Pascal, Blaise, 45
Pasión según san Mateo, 225
Peacok, Thomas Love, 86
Pearl, The, 265
pecado, 221
Pedro, san, 267
peregrino, El (Bunyan), 97, 134
Peri Hypsous, véase Sobre lo sublime (Longino)
Perséfone, 260
Persia, 205, 214; templos de, 202
Petrarca, 265
—, obra de: Secretum, 73
Phantastes (Macdonald), 356
pinturas rupestres, 313
pirámide, La (Golding), 290
pirámides: simbolismo de las, 202; Textos de las, 202
Pirra, 194
Pisan Cantos (Pound), 212-213, 257, 264
Pitágoras, 121; véase además escuela pitagórica
Platón, 66-67, 126, 166-167, 265, 266, 381
—, obras de: banquete, El, 210, 257, 261; Fedón, 69, 258; Fedro, 365; Ion,
91; político, El, 199; república, La, 44-47, 66, 160, 168, 169; Timeo, 69
Plauto, 335
Pleasure Reconciled to Virtue (Jonson), 223
Plutón, 316
Poe, Edgar Allan, 24, 96, 158, 159, 199, 295, 332, 333, 356
—, obras de: carta robada, La, 24; escarabajo de oro, El, 295; Eureka, 199;
Predicament, A, 333; William Wilson, W
poesía, 69-70, 86, 91, 92, 102-105, 107-108, 119, 225, 313; armonía imitativa
en la, 103; como canción, 106-107; lenguaje de la, 112-113; verso
«mágico» en la, 104, 116
poeta, 75, 79, 83, 85, 87-92, 94, 102, 103, 105-107, 119-121, 160, 225, 226,
313, 368; autoridad del, 72, 89; estatus del, 87, 91; persecución del, 73-74
Poética (Aristóteles), 160
poético o imaginativo, modo, 55, 56, 67, 73, 142, 155-156, 162
polisémico, teoría del sentido, 33-34, 48
Página 295
político, El (Platón), 199
Pope, Alexander, 103, 194
—, obra de: Rape of the Lock, The, 194
Portrait of a Lady, 211
Pound, Ezra, 75, 160, 210, 229, 257
Praz, Mario, 351
—, obra de: agonía romántica, La, 351
Predicament, A (Poe), 333
primer círculo, El (Solzhenitsyn), 381, 274
Princess, The (Tennyson), 265, 266
Process and Reality (Whitehead), 199
profetas, 296, 299
Prometeo, 312, 343-344, 345, 364, 365, 314
Prometeo desencadenado (Shelley), 260, 310, 312
prometeica, revolución, 380
prometeico, simbolismo, 371
propaganda, 58
propiedad, 374-375
Proserpina, 316, 336
prosopopeya, 108
protociencia, 65
protomarxista, 341
protonazi, 75
Psique, 288, 293, 368; Cupido y, 93, 355
purgatorio, 209, 212, 369, 370
Puttenham, George, 90
Rabelais, François, 84, 317, 325
Racine, Jean Baptiste, 225
Rajab, 273
rama dorada, La (Frazer), 320
Rank, Otto, 334
Rape of the Lock, The (Pope), 194
Raquel, 271
razón, 57, 58
Recluse, The (Wordsworth), 310 redención, 189
Reforma, 67, 160
Página 296
Regeneration (Vaughan), 263
Religio Medici (Browne), 218
religión, 140, 141; como una forma de ideología, 140, 141; de Oriente
Próximo, 246, 249; monoteísta, 189
repetición, 376
república, La (Platón), 44-47, 66, 160, 168, 169
Réquiem, misa de, 157
resonancia, 102-103
resurrección, 275, 330; de Jesús, 267, 275, 300, 308, 322, 325, 326, 330
retórico, modo, 47-51, 58, 105, 106, 155, 161, 166
Retractación (Chaucer), 74
Reveille (Housman), 132
revolución: americana, 224, 307; francesa, 224, 307; industrial, 224
rey del río de oro, El (Ruskin), 317
rey Juan, El (Shakespeare), 324
rey Lear, El (Shakespeare), 138, 178, 241, 346-347
Richards, I. A., 19
Rilke, Rainer María, 173, 179, 257
Rimbaud, Arthur, 90, 158, 353, 354
rituales, 64, 77, 140
Robbe-Grillet, Alain, 129
Roma, 214, 335, 330
Romanticismo: movimiento, 160, 225, 313; período, 85, 196, 197, 332, 350,
368
románticos, 88, 303; poetas románticos, 256, 279, 310; véase además
antirrománticos
Romaunt of the Rose, The, 265
Rómulo y Remo, 335
Rousseau, Jean-Jacques, 85-86, 91, 142, 303, 306, 307, 308
—, obras de: contrato social, El, 303; Emilio, 303, 308
rueda: de la fortuna, 365, 214, 215, 290; del destino, 365
Ruskin, John, 287, 317
Russell, Bertrand, 199
Rut, 268-271, 299, 331; Libro de, 93, 269-271
Ruysbroeck, Jan van, 127
Saba, reina de, 273, 284, 297
Página 297
sabiduría: inferior, 343; oracular, 317
Sade, marqués de, 309, 346, 351
saduceos, 275
Sailing to Byzantium (Yeats), 372-373
Salomé, 279, 334
Salomón, rey, 252, 272, 284
Samuel, 150, 270, 274, 291, 292
Sansón, 150, 193, 194, 282
Sara, 270
Sartre, Jean Paul, 161, 291
Satán, 125, 195, 210, 219, 249, 291, 312, 339, 340, 350, 353, 354, 358, 382
Satanás, véase Satán
saturnalias, fiestas, 327
Saúl, 150, 151, 291, 323, 350
Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph von, 15
Schiller, Johann Christoph Friedrich von, 230, 232
Schopenhauer, Arthur, 304, 305
Science and Poetry (Richards), 19
Sea of Time and Space, A (Blake), 310
Secretum (Petrarca), 73
Seforá, 273
Séneca, 85
Sense of the Past, The (Henry James), 333
Seol, 292
Sepher Yetzirah (Libro de formaciones), 206
Séraphita (Balzac), 337
sermón: de la Montaña, 161, 167; de las llamas del infierno, 380; del Parque
de los Ciervos, 161
serpiente, 339
Serpiente emplumada (Lawrence), 75
Setenta, versión de la Biblia de los, 367
sexualidad, 246-266, 269, 276, 283-284, 305, 328; ángeles y, 275, 341;
pérdida de la inocencia sexual, 249; unión sexual, 119-120, 252, 253, 259,
261, 265-266, 276, 284
Shakespeare, William, 83, 85, 88, 94-95, 119, 163, 279, 282, 297
—, obras de: comedia de las equivocaciones, La, 335; Enrique IV, Enrique V,
94-96; fénix y la tortuga, el, 120, 266; fierecilla domada, la, 273;
Macbeth, 314, 323, 347; Noche de Reyes, 337; Otelo, 348; rey Juan, El,
Página 298
324; rey Lear, El, 138, 178, 241, 346-347; sueño de una noche de verano,
El, 118; tempestad, La, 126-127, 134
Shelley, Percy Bysshe, 58, 86, 256-257, 279, 3001, 306, 311, 312, 314
—, obra de: Prometeo desencadenado, 260, 310, 312
Shirley (Brontë), 351-352
Sick Rose, The (Blake), 197
Sidney, sir Philip, 69
Silex Scintillans (Vaughan), 263 símbolo: concepto de, 153-154; contraste
entre alegoría y, 197
Silvia (Nerval), 355
Simeón, 297
símil, 111
sinécdoque, 111
Siria, 298
Siris (Berkeley), 224
Smart, Christopher, 367
Sobre lo sublime (Longino), 156
sobrino de Rameau, El (Diderot), 75
sociedad: descripción marxista de la, 307; patriarcal, 266
Sócrates, 45-47, 167, 258, 277, 285, 343; juicio a, 66
sofistas, 45
Solid Mandala (White), 332
Solomon and the Witch (Yeats), 276
Solzhenitsyn, Alexander, 381
soma pneumatikon (cuerpo espiritual), 170, 171, 172
soma psychikon (cuerpo mortal), 168, 170, 171, 172
Soneto en yx (Mallarmé), 360
Sonetos a Orfeo (Rilke), 173
Songs of Experience (Blake), 286, 336
Songs of Innocence (Blake), 336
Spanish Tragedy, The (Kyd), 298
Spenser, Edmund, 103, 195, 234
—, obras de: Amoretti, 195; Epithalamion, 254; Faerie Queene, The, 235,
370; Hymn of Heavenly Beauty, 262; Mutabilitie Cantos, 235-239, 375
Spinoza, Benedictas de, 41, 150, 153
—, obra de: Ética, 43
Stalin, José, 198, 225
Stein, Gertrude, 137
Página 299
Stevens, Wallace, 27, 123, 124, 129, 165-166, 237, 360
—, obras de: Description Without Place, 165; Sunday Morning, 237
Stevenson, Robert Louis, 295, 333
Stopping by Woods on a Snowy Evening, 134
Strindberg, August, 203, 371
subconsciente, 88, 293, 306, 334, 356
Subida al monte Carmelo (san Juan de la Cruz), 211
sueños, 296-297, 314, 332, 368
sueño de un hombre ridículo, El (Dostoievski), 349
sueño de una noche de verano, El (Shakespeare), 118
sufí, 128
Sunday Morning (Wallace), 237
Susana, 271
Swedenborg, Emanuel, 151, 276, 355
Swift, Jonathan, 188, 329
—, obra de: viajes de Gulliver, Los, 346
Sygdommen til døden (Kierkegaard), 161
symbolisme francés, 96
talentos, parábola de los, 368
Tamar, 269-270, 271
Tao te Ching, 113
taoísmo, 133, 137
Tartufo (Molière), 43
Tasso, Torquato, 74
tecnología: imaginería de la, 364-368, 372; miedo a la, 375
tempestad, La (Shakespeare), 126-127, 134
templos, simbolismo de los, 202-203, 216
Tennyson, Alfred, 96, 135, 158
—, obras de: Hesperides, The, 280; Princess, The, 265, 266
Teseo, 359
Tetis, 282
Thomas, Dylan, 215, 277, 310, 336
Thompson, Francis, 226, 264
—, poema de: Maria Assumpta, 264
Thomson, James, 356
—, obra de: City of Dreadful Night, 356
Página 300
tiempo, 227-233, 240, 314; demoníaco, 231; «momento sin tiempo», 229
tierra baldía, La (Eliot), 213, 215, 337
Tierra Prometida, 369, 370
Tigris, río, 243
Tillich, Paul, 384
Timeo (Platón), 69
tirano, 347-348
tiranía, 348, 363
Tiresias, 291, 296, 337
Tiro, 339
titán, 344, 340, 342; revuelta de los, 209
titánicos, poderes, 350, 365, 371
titanismo, 351
To Juan at the Winter Solstice, 278
Tobías, 294
Tobit, 294
Tolstoi, León, 102, 125
—, obras de: Ana Karenina, 102; Guerra y paz, 125
Tomás, apóstol, 335
torah, 64
torre, La (Yeats), 28, 211
torre: de Babel, 203, 208, 210, 213, 214, 217, 227, 235, 239, 251, 289, 340;
simbolismo de la, 200, 203, 213-214
Tractatus (Wittgenstein), 216
tragedia: 346-350; griega, 344-345
Traherne, Thomas, 276
transfiguración, 238-239
Trasímaco, 45-46, 53
tribus indias (Columbia británica), 208
Trinidad, 378
Trotsky, León, 68
Twain, Mark, 295, 332
underthought, 94, 96, 166
Unicorn from the Stars, The (Yeats), 358
Unión Soviética, 72, 800, 198
universo jerárquico, 208, 218-219, 245; véase además cadena de seres
Página 301
universo ptolemaico, 219, 224
Urizen, 306-307, 311-312 utopía, 381
Vacillation (Yeats), 170
Valéry, Paul, 76, 102, 174, 175, 199, 239
—, obras de: cementerio marino, El, 239, 279; Ébauche d’un serpent, 279
variedades de la experiencia religiosa, Las (William James), 156-157
Vaughan, Henry, 263, 276
—, obras de: «Regeneration», 263; Silex scintillans, 263
Venus, 195
verdad, 79
Verlaine, Paul, 97, 354
viajes de Gulliver, Los (Swift), 346
Vico, 15, 122, 157, 183, 281, 215
vida posterior, 376-377
Virgilio, 103, 121, 135, 182, 265, 326, 373
—, obras de: Cuarta égloga, 326; Eneida, La, 234, 296, 363, 368
virgen, 250-251, 264
Virgen María, 264
visión, Una (Yeats), 199, 211, 318
viuda, simbolismo de la, 274
Voltaire, 224
Waley, Arthur, 133
Warhol, Andy, 129
Watt (Becket), 129
Webster, John, 348
—, obra de: duquesa de Amalfi, La, 348
West-Running Brook (Frost), 363
When thou must horne to shades of underground (Campion), 279
White, Patrick, 332
—, obra de: Solid Mandala, 332
Whitehead, Alfred North, 44, 199
Wilde, Oscar, 197, 279, 332
—, obra de: Decay of Lying, The, 197
Williams, William Carlos, 129
Página 302
William Wilson (Poe), 333
Wilson, Edmund, 197
—, obra de: castillo de Axel, El, 197
Witch of Atlas, The (Shelley), 58
Wittgenstein, Ludwig, 216
—, obra de: Tractatus, 216
Wood Beyond the World, The (Morris), 251
Wordsworth, William, 71, 276, 288, 308-310, 343, 346
Wyatt, sir Tilomas, 103
Yeats, William Butler, 28, 76, 121, 16, 170, 182, 183, 213, 215, 234, 242,
276, 277, 293, 322, 335, 342, 352, 361, 377
—, obras de: Bizancio, 136, 372; Blood and the moon, 281; Dialogue of Self
and Soul, 170, 234; Ego Dominus Tuus, 170; escalera de caracol, La,
211; estatuas, Las, 121; Herne’s Egg, The, 342; Hodos Chameliontos,
136; King of the Great Clock Tower, 334; Sailing to Byzantium, 372-373;
Solomon and the Witch, 276; tone, La, 28, 211; Unicorn from the Stars,
The, 358; Vacillation, 170; visión, Una, 199, 211, 318
Yo y tú (Buber), 164, 337
Zaratrustra, 180
Zeus, 264, 312, 322, 335
zigurat, 202
Página 303
Indice de pasajes bíblicos
ANTIGUO TESTAMENTO
Génesis
1, 1 - 2, 3
1, 27
2, 3
2, 4
2, 7
2, 19
2, 24
2, 25
3, 19
3, 22-23
4
4, 12
5, 1
6, 1
8, 21
10-11
11
15
15, 36
15, 45
18
19
21
p. 206
p. 339
p. 361
p. 243, 296
p. 171
p. 245
pp. 118, 265, 284
p. 244
p. 246
p. 249
pp. 340, 364
p. 317
p. 339
p. 340
p. 317
p. 340
p. 203
p. 367
p. 171
p. 171
p. 154
p. 272
p. 274
Página 304
28
31
32
38
49, 22
p. 200
p. 272
p. 154
p. 269
p. 111
Éxodo
4, 22
12, 25-26
14, 19
p. 267
p. 298
p. 154
Números
12
13, 33
p. 273
p. 340
Deuteronomio
23, 3
p. 272
Josué
8, 31
p. 365
Jueces
11, 40
p. 282
Rut
4, 12
4, 17
p. 270
p. 271
I Samuel
2, 7-8
13, 19
28
p. 274
p. 366
p. 291
II Samuel
21, 1
p. 314
I Reyes
6, 8
p. 202
Página 305
11, 3
p. 284
Job
3, 8
19, 25
19, 27
31
31, 35
32, 1
41, 34
41, 43
42, 5
42, 10
32 ss.
p. 318
pp. 177, 382
p. 382
p. 383
p. 382
p. 384
p. 353
p. 383
pp. 382, 384
p. 383
p. 385
Salmos
2
12, 6
45
69
95, 11
110
114
135
p. 253
p. 366
p. 272
p. 292
p. 369
p. 253
p. 370
p. 128
Proverbios
17, 3
20, 27
p. 366
p. 367
Cantar de los Cantares
2, 5
p. 277
4, 12
p. 252
4, 16
pp. 259, 263
3
p. 263
7, 1
p.252
7, 4
pp. 251, 355
8, 6
p. 262
8, 8
p. 259
Página 306
Isaías
6
7, 14
11, 6 ss.
14
14, 10
19, 23-25
31, 9
45, 3
48, 10
54, 16
62, 4
63
p. 154
p. 248
p. 285
pp. 214, 339
p. 292
p. 299
p. 367
p. 298
pp. 366-367
p. 366
p. 253
p. 325
Jeremías
24, 1
p. 366
Ezequiel
1
1, 10
16
28
28, 13
31
p. 154
p. 47
p. 267
p. 339
p. 298
p. 214
Jonás
2, 2
p. 292
Zacarías
1, 20
p. 366
NUEVO TESTAMENTO
Mateo
1, 5
1, 19
1, 23
p. 273
p. 271
p. 248
Página 307
5, 15
13, 24 ss.
15, 11
19, 6
19, 17
24, 15
28, 18
p. 367
p. 377
p. 327
p. 284
p. 122
p. 345
p. 379
Marcos
12, 25
p. 275
Lucas
1
1, 28
1, 52-53
4, 32
9, 58
10, 18
14, 26
23, 41
p. 270
p. 277
p. 274
pp. 81, 379
p. 240
p. 339
p. 174
p. 99
Juan
4, 34
6, 49-51
11, 50
12, 24
14
16, 25
20
p. 216
p. 321
p. 99
p. 321
p. 136
p. 322
p. 267
Hechos de los Apóstoles
3, 21
p. 330
8
p. 331
Romanos
8, 26
1, 9
p. 217
p. 375
Página 308
I Corintios (p. 168)
2, 10
p. 241
2, 14
pp. 165, 170
10, 3
p. 322
11, 12
p. 248
12, 4
p. 171
13
p. 147
13, 7
p. 178
15, 28
p. 241
15, 36
p. 321
15, 44
p. 170
II Corintios
3, 17
p. 241
Gálatas
3, 19
3, 28
p. 216
p. 331
Filipenses
2, 5-11
2, 7
p. 147
p. 180
Colosenses
2, 18
p. 216
II TEsalonicenses
2, 4
p. 345
II Timoteo
2, 15
p. 181
Hebreos
1, 3
7, 3
9, 26
11, 1
p. 176
p. 174
p. 100
p. 176
Página 309
11, 31
p. 273
Santiago
2, 25
p. 273
II Pedro
2, 4
p. 341
I Juan
1, 51
3, 9
6, 17
p. 215
p. 174
p. 174
Apocalipsis
1, 3
1, 15
4, 7
12
14
14, 4
21, 2
21, 2-3
21, 5
22, 1
22, 9
22, 13
11, 8
p. 325
p. 366
p. 47
pp. 274, 339
p. 325
pp. 174, 341
pp. 253, 310
p. 217
p. 242
p. 253
p. 246
p. 153
p. 165
Página 310
Northrop Frye (Quebec, 1912 - Toronto, 1992) ha sido definido como
«canadiense, cristiano, sacerdote y una especie de sabio». Estudió filosofía y
literatura inglesa en la Universidad de Toronto, y teología en el Emmanuel
College. Educado en la religión anglicana, recibió las órdenes en la Iglesia
presbiteriana del Canadá. Fue profesor emérito del Victoria College y la
Universidad de Toronto.
Durante casi
influyente en
aquellos años
literatura era
oprimía.
quince años, desde 1957 a 1972, Frye fue el crítico más
el mundo anglosajón y fuera de él. Su influencia durante
se debió en parte a que el público animaba la idea de que la
un mundo antagónico, un rival de la mundanidad que los
El relativo eclipsamiento de su visión neoteológica de la literatura estuvo
ligado al ascenso del estructuralismo y de críticos como Roland Barthes, que
declararon que los mitos eran ideologías, instrumentos de represión. Veinte
años más tarde y en un mundo de realidades virtuales y ficticias, es hora de
restablecer la erudición y la sabiduría de Frye como una de nuestras guías en
el mundo del imaginario.
Frye es autor de numerosas y reconocidas obras de teoría y crítica literaria,
entre las que cabe destacar Anatomía de la crítica, El gran código, El camino
crítico, Estructura inflexible de la obra literaria y La escritura profana.
Página 311
Notas
Página 312
[*]
El gran código. Una lectura mitológica y literaria de la Biblia, traducción
de Elizabeth Casals, Gedisa, Barcelona, 1988. (N. del E.) <<
Página 313
[*]
En esta edición se remite al lector a las páginas de la edición de Gedisa. (N.
del E.) <<
Página 314
[*]
Anatomía de la crítica, traducción de Edison Simons, Monte Ávila,
Caracas, 1991. (N. del E.) <<
Página 315
[*]
En castellano: sujeto-verbo-predicado. (N. del T.) <<
Página 316
[*]
Sabía qué es qué, y eso es tan alto / como lo que el ingenio metafísico
puede alcanzar. (N. del T.) <<
Página 317
[*]
En inglés, el verbo to play significa tanto «jugar», como «tocar» (por
ejemplo, un instrumento musical) o, como sustantivo, «juego» o «pieza
teatral». (N. del T.) <<
Página 318
[*]
Para aumentar la gloria del rey Eduardo con otros reyes prisioneros, y
enriquecer sus crónicas de alabanza, como el fango del fondo del mar con
naves naufragadas y tesoros incalculables. (Traducción de José María
Valverde.) <<
Página 319
[*]
La oscuridad de esa batalla en el oeste, / donde se desvanece todo lo
elevado y sagrado. (N. del T.) <<
Página 320
[*]
Ni las rocas rechazan las olas / con tanta crueldad. (N. del T.) <<
Página 321
[*]
Rompe en truenos, y en el aire gruñen / las diminutas partes. (Traducción
de Lucrecia Coll.) <<
Página 322
[*]
Ha encantado mágicas ventanas, abiertas sobre la espuma / de peligrosos
mares, olvidados en tierras encantadas. (Traducción de José María Martín
Triana.) <<
Página 323
[*]
Ella es como la golondrina que tan alto vuela, / ella es como el río que
nunca se seca, / ella es como la luz del sol al abrigo de la costa, / amo a mi
amor y ya no queda amor. (N. del T.) <<
Página 324
[*]
Así les cantó el ignorante zagal a los robles y riachuelos, / cuando la
apacible mañana se fue con sandalias grises: / sirviéndose de los sensibles
registros de diferentes plumas / gorjeando ansioso su dórica balada. (N. del T.)
<<
Página 325
[*]
¿Acaso no se vuelca tu atención en ello? (N. del T.) <<
Página 326
[*]
… morimos y resurgimos lo mismo, y nos mostramos / misteriosos por el
amor. (Traducción de Luis. C. Benito Cardenal.) <<
Página 327
[*]
Arriba, muchacho: cuando el viaje haya terminado / habrá tiempo de
sobras para dormir. (N. del T.) <<
Página 328
[*]
Buscando el dulce clima dorado / donde concluye el viaje del peregrino.
(N. del T.) <<
Página 329
[*]
Voy a partir para un largo viaje muy pronto, señor. Mi amo me llama y no
debo decirle que no. (Traducción de Luis Astrana Marín.) <<
Página 330
[*]
Un caballero de espíritus y sombras me convoca a un torneo. Diez leguas
más allá del fin del mundo empiezo a pensar que no se trata de un viaje. (N.
del T.) <<
Página 331
[*]
¿Qué si no un alma tendría el ingenio / de crearme dejando sitio para el
pecado? / Así los arquitectos igualan y talan / árboles verdes que crecen en el
bosque. (Traducción de E. Muñiz.) <<
Página 332
[*]
Puro, incesante intercambio / de nuestro ser y los espacios. (Traducción de
Carlos Barral.) <<
Página 333
[*]
Si la Esperanza pudiera inspeccionar su base, / su trabajo estaría hecho: / o
tiene un estatuto ficticio, / o no tiene ninguno. (Traducción de S. Ocampo.)
<<
Página 334
[*]
Acabará restituyéndonos / los dioses que nos fueron confiscados. (N. del
T.) <<
Página 335
[*]
Quién no ve ahogado en nombre de Deucalión / (cuando la tierra ha
perdido a sus hombres y el mar su costa) / al viejo Noé; y en el mechón de
Nisus / sigue viva la fama de Sansón; y mucho antes / en la de Faetón, mi
propia caída lamento: / pero el que conquistó el infierno para recuperar de
nuevo / su virgen viuda muerta por una serpiente, / fue un Orfeo diverso al
que los poetas soñadores inventaron. (N. del T.) <<
Página 336
[*]
La distinción es pertinente puesto que las traducciones inglesas de la Biblia
hablan de Jacob’s ladder, que propiamente significa la «escala» o «escalera
de mano» de Jacob. (N. del T.) <<
Página 337
[*]
En una elevada colina / peñascosa y empinada, se alza la verdad / y quien
la alcance, vueltas y vueltas tendrá que dar / y así la brusca resistencia de la
colina se rendirá (N. del T.) <<
Página 338
[*]
Es un dios de reyes; lo que no le impide gobernar a los hombres en
estrecho contacto con los hombres… Detiene el tiempo del envejecimiento y
guarda la edad en una cabeza de oro; recorre su órbita y mantiene un rumbo,
tan fijo como el del sol. Hace lo mismo cada día y cada primavera, brillando y
dando vida a todo como una naturaleza nueva. Si hubiera que llamarlo por su
nombre, habría que decir: El lo es todo. (Traducción de Alba Filella.) <<
Página 339
[*]
En sus entrañas la Tierra guarda / materia bien dispuesta, y que gustosa
sería oro, / mas que no lo será nunca a menos que se hallara / tan alto que el
cielo la dorase con su ojo; / así como en las cosas divinas la fe proviene de
arriba / también para un uso civil mejor, todos los matices proceden / de los
poderes supremos: la religión emana de Dios; / la sabiduría y el honor, del uso
de los reyes. (N. del T.) <<
Página 340
[*]
Nosotros que medimos el tiempo en antes y después / vemos las cosas de
forma sucesiva / mientras que Dios con Su vista lo abarca todo a un tiempo, /
y todos los tiempos los convierte en un único instante. (N. del T.) <<
Página 341
[*]
Desde cuando todas las ceremonias, misterios, / todas las orgías sagradas y
ritos religiosos, / todas las pompas y triunfos y solemnidades, / todos los
funerales, nupcias y otros actos públicos, / todos los parlamentos de paz, y
peleas belicosas, / todas las artes, y todo gran asunto, / parecen conformarse al
baile. (N. del T.) <<
Página 342
[*]
Tan sutil y extravagante era la medida / en cada hilo cambios tan
involuntarios / como los cambios de Penélope cuando llena de dulce placer /
sentía que respetaba la verdadera proporción de su madeja, tejida y destejida
una y otra vez. (N. del T.) <<
Página 343
[*]
El placer le ha sido dado al gusano / y el querubín se halla ante Dios. (N.
del T.) <<
Página 344
[*]
Un punto sólo me es mayor letargo / que veinticinco siglos a la ardida /
empresa, que admiró a Neptuno, de Argo. (Traducción de Angel Crespo.) <<
Página 345
[*]
Tras considerar lo dicho, / veo que las cosas odian la inmovilidad / y
cambian: sólo que tras sopesarlo correctamente / me doy cuenta de que su
estado original no cambia; / el cambio dilata su ser: / y volviendo sobre sí
mismos / dejan su perfeccionamiento en manos del destino; / sobre ellos el
cambio ni rige ni reina; / antes bien, son ellos los que reinan sobre el cambio,
al mantener su estado. (Traducción de Lucrecia Coll.) <<
Página 346
[*]
Su vestimenta [de la Naturaleza] era tan reluciente y maravillosamente
brillante, / que mi frágil razón no puede imaginar a qué / compararla, ni
encontrar materia similar: / como esos tres santos sagrados, a pesar de toda su
sabiduría / en el monte Tabor casi pierden la razón / al ver a su glorioso Señor
transfigurado en extraño / disfraz: hasta tal punto les cegó su vestimenta.
(Traducción de Lucrecia Coll.) <<
Página 347
[*]
Sustantivización del adjetivo all, que significa «todo». (N. del T.) <<
Página 348
[*]
A diferencia de las ediciones inglesas de la Biblia de las que se sirve Frye,
nuestra Biblia de Jerusalén, en el Cantar de los Cantares prefiere «huerto» a
«jardín», términos ambos que, por razones prácticas, consideramos sinónimos
en el contexto de esta Segunda Variación. (N. del T.) <<
Página 349
[*]
Sus ojos vigilantes como ángeles; / sus cejas tensadas como arcos / en un
ceño que amenaza con matar / todo aquello que con ojos o mano / trata de
acercarse a aquellas cerezas sagradas / hasta que una vez maduras ellas
mismas lo piden a gritos. (N. del T.) <<
Página 350
[*]
Él se siembra por todas las nervaduras de ella / como el labrador lo hace en
sus surcos / y ella se convierte en su hogar / y en su jardín cuajado de frutos.
(N. del T.) <<
Página 351
[*]
Convirtámonos en el día sobresaliente, / el alma viva de esta isla Elisia, /
consciente, inseparable, única. (N. del T.) <<
Página 352
[*]
M’amour, m’amour, / ¿qué amo y / quién eres tú? (N. del T.) <<
Página 353
[*]
Se quedó quieto / junto a su madre / como el rocío en abril / que cae sobre
la hierba. (N. del T.) <<
Página 354
[*]
Soy la fuente de los cuatro ríos / que riega el paraíso; / soy Danae la Justa /
la de la Lluvia de Oro. (Traducción de J. Albiñana.) <<
Página 355
[*]
Los abrazos son combinaciones de cabezas / y hasta de pies, / y no un
pomposo sumo sacerdote entrando por una puerta secreta. (N. del T.) <<
Página 356
[*]
El mundo está agostado por el fuego y la espada, / pero la manzana de oro
flota sobre el mar. (N. del T.) <<
Página 357
[*]
La vida es tan corta y el oficio se tarda tanto en aprender, / el esfuerzo es
tan duro, tan aguda la conquista, / la terrible alegría, siempre anhelante del
pecado: / todo esto quiero decir por amor. (N. del T.) <<
Página 358
[*]
Aquí me quedo, forjo hombres / a imagen mía, / una raza semejante a mí, /
que sufra, llore, / goce y se alegre, / y que no te respete, / como yo.
(Traducción de J. Manuel López de Abiada.) <<
Página 359
[*]
La humanidad forzosamente hace presa en sí misma / como los monstruos
del abismo. (N. del T.) <<
Página 360
[*]
En una bruma: no sé cómo: / un error como los que muchas veces he visto /
en las piezas teatrales. (N. del T.) <<
Página 361
[*]
Fácil es la bajada al Averno: / noche y día la puerta del negro Dite bosteza;
/ pero tornar el paso y salir al aire de arriba, / tal el afán y la pena.
(Traducción de Agustín García Calvo.) <<
Página 362
[*]
De esto provenimos en la naturaleza. / Es en buena medida nosotros. (N.
del T.) <<
Página 363
[1]
Documentado en Robert D. Denham, Northrop Frye: An Annotated
Bibliography of Primary and Secondary Sources, 1987. <<
Página 364
[2]
Me refiero a que he saqueado varios ensayos míos escritos durante la
última década, especialmente en el caso de las citas. <<
Página 365
[3]
Robert Graves, The White Goddess: A Historical Grammar of Poetic Myth,
1948. [Hay versión castellana: La diosa blanca, traducción de Luis Echévarri,
Alianza Editorial, Madrid, 19935.] <<
Página 366
[4]
The Necessary Angel, 1951, p. 84. [Hay versión castellana: El ángel
necesario. Ensayos sobre la realidad y la imaginación, Visor, Madrid, 1994.]
<<
Página 367
[5]
Italo Calvino, Six Memos for the Next Millenium, 1988, p. 112. [Hay
versión castellana: Seis propuestas para el próximo milenio, traducción de
Esther Benítez, Siruela, Madrid, 1993.] <<
Página 368
[6]
El título general de la primera parte está tomado de Wallace Stevens, Notes
toward a Supreme Fiction, p. ix. <<
Página 369
[7]
Véase Jacques Derrida, Of Grammatology, traducción inglesa de G. C.
Spivak, 1976. <<
Página 370
[8]
Science in the Modern World, 1926, cap. 1. <<
Página 371
[9]
Más adelante nos referiremos al Yo y tú de Buber. No estoy sugiriendo que
Buber considerase a los dioses parte del mundo del «tú». <<
Página 372
[10]
Por supuesto que la «impiedad» de Anaxágoras no se limita a este caso.
En la Apología de Platón, Sócrates sólo piensa en desmarcarse de él. Véase
Philip Wheelwright, The Pre-Socratics, 1966, p. 154. <<
Página 373
[11]
Tito 3, 9. <<
Página 374
[12]
«Cuento inverosímil» está sacado de Jowett; «relato posible» es de
H. D. P. Lee, Penguin Books, 1965. <<
Página 375
[13]
También conocido como De contemptu mundi. <<
Página 376
[14]
«Poetry and Abstract Thought», Collected Works, 7, traducción inglesa de
Denise Folliot, 1958, 69 y ss. La frase de Yeats es el verso final de Among
School Children. <<
Página 377
[15]
Me refiero a que todo el mundo necesita estas cosas y no necesariamente
que las quieran o que sepan qué hacer con ellas cuando las tienen. <<
Página 378
[16]
Expresión utilizada por los poetas provenzales para referirse a su poesía, y
que Nietszche traducía por fröhliche Wissenschaft. <<
Página 379
[17]
En otras palabras, los intereses primarios tienen una dimensión tanto
espiritual como física. Si preguntamos cuál es la diferencia entre los intereses
primarios espirituales y los intereses secundarios ideológicos, la respuesta es
que los primeros están ligados a sociedades maduras, en las que se presupone
que la sociedad existe en beneficio de los individuos que la integran, mientras
que los segundos se relacionan con sociedades jerárquicas o autoritarias
donde el individuo está subordinado al grupo, representado aquél por su casta.
<<
Página 380
[18]
Julian Jaynes, The Origin of Conciousness in the Breakdown of the
Bicameral Mind, 1976. <<
Página 381
[19]
En una carta a Woodhouse, fechada el 27 de octubre de 1818. <<
Página 382
[20]
Véase Elizabethan Critical Essays, edición a cargo de Gregory Smith,
vol. II, p. 8. Para Chapman, véase op. cit., vol. I, p. 299. <<
Página 383
[21]
Véase A Hopkins Reader, edición a cargo de John Pick, 1966, pp. 29-30.
<<
Página 384
[22]
los versos concluyen «To the Queen» (A la Reina), el epílogo a Idylls of
the King. <<
Página 385
[23]
La expresión exacta de Lawrence es «trust the tale» (confía en el relato).
<<
Página 386
[24]
Writing and Difference, traducción inglesa de Alan Bass, 1978. [Hay
versión castellana: La escritura y la diferencia, traducción de Patricio
Peñalver, Anthropos, 1989.] <<
Página 387
[25]
He tomado la cita de la introducción a Moral Tales, traducción inglesa de
William Jay Smith, 1956, p. xi. <<
Página 388
[26]
Véase W. K. Wimsatt y Monroe C. Beardsley, The Verbal Icon, 1954. <<
Página 389
[27]
Véase Writing Degree Zero, traducción inglesa de Annette Lavers y Colin
Smith, 1977. <<
Página 390
[28]
Ensayos, volumen II. He utilizado la traducción inglesa de Charles
Cotton. <<
Página 391
[29]
Véase Philip Wheelwright, Heraclitus, 1959, p. 63; en cuanto a
Heidegger, véase Poetry, Language, Thought, traducción inglesa de Albert
Hofstadter, 1971, pp. 163 y ss. <<
Página 392
[30]
«Dimanches», en Dernier Vers. <<
Página 393
[31]
Joseph Butler, Analogy of Religion, 1736. <<
Página 394
[32]
G. K. Chesterton, The Everlasting Man, n, iv. <<
Página 395
[33]
Otra posibilidad es que copiara el apocalipsis de otro autor, tal vez de un
judío. <<
Página 396
[34]
Walter Kasper, Jesus the Christ, traducción inglesa de V. Green, 1976,
p. 126. <<
Página 397
[35]
True Christian Religion, vol. I, p. 8. <<
Página 398
[36]
Clemente, según Ensebio. Véase R. H. Lightfoot, St. John’s Gospel: A
Commentary, 1956, p. 31. <<
Página 399
[37]
«Anima Hominis», en Per Arnica Silentia Lunae. <<
Página 400
[38]
Devotions on Emergent Ocassions, meditación 17. <<
Página 401
[39]
C. G. Jung y C. Kerenyi, Essays on a Science of Mithology, traducción
inglesa de R. F. C. Hull, 1949. <<
Página 402
[40]
Obras completas, vol. 8, traducción inglesa de Malcolm Cowley y James
R. Lawler, pp. 294 y ss. <<
Página 403
[41]
The Poems of Emily Dickinson, edición a cargo de Thomas H. Johnson,
1958, vol. III, p. 1283. <<
Página 404
[42]
Eric Heller, The Disinherited Mind, 1952, p. 126. <<
Página 405
[43]
The Order of Things, 1971, vol. II, p. v. <<
Página 406
[44]
I and Thou, traducción inglesa de Ronald Gregor Smith, 1958. [Hay
versión castellana: Yo y tú, traducción de Carlos Díaz, Caparros Editores,
1993.] <<
Página 407
[45]
On the Death of Mr. Crashaw, p. 22. <<
Página 408
[46]
Christ’s Triumph over Death, st. 7. <<
Página 409
[47]
Historia de la filosofía occidental, 1945, cap. 23. <<
Página 410
[48]
The Book of the Dead, traducción inglesa de sir E. A. Wallis Budge, 1953,
cap. xxxv. Para el «ritual egipcio», más abajo, véase Theodor H. Gaster,
Thepsis, Anchor Books, 1961, p. 396. <<
Página 411
[49]
Véase Geoffrey Ashe, Avalonian Quest, 1982. <<
Página 412
[50]
Devotions on Emergent Ocassions, meditación 2. <<
Página 413
[51]
véase The Labyrinth, edición a cargo de S. H. Hooke, 1935, p. 45 y ss. <<
Página 414
[52]
Citado a partir de Origins: Creation Texts from the Ancient
Mediterranean, 1976, traducción inglesa de Charles Dorria y Harris
Lenowitz, p. 58. Para la interpretación del título, véase Cario Suares, The
Qabala Trilogy, 1985. Para las técnicas cabalísticas de gematria, notarikon y
temura, véase Gershom G. Scholem: Major Trends in Jewish Mysticism,
1941, p. 100. <<
Página 415
[53]
Véase Apolodoro: The Library, traducción inglesa de sir J. G. Frazer,
Loeb Classical Library, vol. II, p. 318 y ss. [Hay versión castellana: Biblioteca
mitológica, traducción de Julia García Moreno, Alianza Editorial, 1993.]
Véase asimismo Mircea Eliade, Chamanismo, 1964, cap. 4. <<
Página 416
[54]
Dante"s Divina Commedia, edición a cargo de C. H. Grandgent, 1933,
cap. xxx. <<
Página 417
[55]
Carta a Joseph Hone, 24 (?) de septiembre de 1927. <<
Página 418
[56]
G. W. F. Hegel, Phenomenology of the Spirit, traducción inglesa de A. V.
Miller, 1977, p. 14 [hay versión castellana: Fenomenología, traducción de
Carlos Díaz, Alhambra, 1987]; Ludwig Wittgenstein, Tractatus LogicoPhilosophicus, traducción de D. F. Pears y B. F. McGuiness, 1961, p. 6.54
[hay varias versiones en castellano]. <<
Página 419
[57]
Sátira 3. <<
Página 420
[58]
Philip Wheelwright, op. cit., pp. 68 y 147; los dos escritores del
cristianismo temprano son Hipólito y Clemente de Alejandría. <<
Página 421
[59]
Critical Essays of the Seventeenth Century, edición a cargo de J. E.
Spingarn, vol. II, p. 210 y ss. <<
Página 422
[60]
«Ecclogue 1613.» <<
Página 423
[61]
Dictionnaire philosophique: «Chaîne des Êtres crées». <<
Página 424
[62]
Buonaparte, 1797. <<
Página 425
[63]
Verso 1117. <<
Página 426
[64]
Se da la circunstancia de que mnester significa «pretendiente». <<
Página 427
[65]
Metamorfosis, Libro 12, p. 43 y ss. <<
Página 428
[66]
«There is no Natural Religion», vol. II, p. v. <<
Página 429
[67]
La diosa blanca, op. cit. caps. 19 y ss. <<
Página 430
[68]
Soy consciente de que esta distinción posee otras dimensiones de
significado; pero lo que me interesa en este punto es el contraste simplificado.
<<
Página 431
[69]
«El paraíso perdido»: VIII, 345-346. <<
Página 432
[70]
Este capítulo está en buena medida dedicado a lo que podríamos
denominar mito del segundo estadio edípico, en el que el hijo se convierte en
padre y la madre rejuvenece pasando a ser una novia. Este tema también
aparece en el trasfondo de la comedia griega: véase F. M. Cornford, The
Origin of Attic Comedy Anchor Books, 1961, pp. 41 y 162. <<
Página 433
[71]
C. G. Jung, Psychology and Religion, traducción inglesa de R. F. C. Hull,
1958. [Hay versión castellana: Psicología y religión, Paidós Ibérica, 1991.]
Jung habla del «problema del cuarto» como «un ingrediente de totalidad
absolutamente esencial» <<
Página 434
[72]
Meister Eckhart, The Essential Sermons, traducción inglesa de Edmund
Colledge y Bernard McGinn, pp. 177 y ss. <<
Página 435
[73]
The Old Testament Pseudoepigrapha, edición a cargo de James H.
Charlesworth, 1985, vol. II, pp. 443 y ss. <<
Página 436
[74]
The Mental Traveller, citado de nuevo más adelante. <<
Página 437
[75]
The Gnostic Scriptures, traducción inglesa de Bentley Layton, 1987,
p. 384. <<
Página 438
[76]
An die Madonna, 1803. <<
Página 439
[77]
Carta a Fanny Keats, 2-4 de julio de 1818. <<
Página 440
[78]
The Old Testament Pseudoepigrapha, vol. II, pp. 177 y ss. <<
Página 441
[79]
Jerusalem, p. 69. <<
Página 442
[80]
Sonnet (to Homer). <<
Página 443
[81]
Either/Or, traducción inglesa de David F. y Lillian Marvin Swenson,
1949, pp. 35 y ss. <<
Página 444
[82]
Se trata de los versos iniciales de El Parlamento de los locos. <<
Página 445
[83]
Thorkild Jacobsen, The Treasures of Darkness, 1976, cap. 2. El
matrimonio sagrado fue el tema central del capítulo anterior; la fertilidad que
se supone mana de él sigue la temática de descenso y regreso del presente
capítulo. <<
Página 446
[84]
Stith Thompson, The Folk Tale, 1946, pp. 50 y ss. <<
Página 447
[85]
Coryat’s Crudities, reimpresión de 1905, vol. II, p. 328. <<
Página 448
[86]
Richard Dawkins, The Selfish Gene, 1978. <<
Página 449
[87]
Northrop Frye, ed., Romanticism Reconsidered, 1963. <<
Página 450
[88]
F. W. J. Schelling, Philosophie der Mythologie (s.w. xi). <<
Página 451
[89]
Mircea Eliade, Patterns in Comparative Religion, traducción inglesa de
Rosemary Sheed, 1958, cap. 4. <<
Página 452
[90]
«Beowulf»: versos 1605 y ss. <<
Página 453
[91]
Véase A Dialogue of Self and Soul, en donde el yo regresa al ciclo y el
alma se eleva hacia un mundo de auto aniquilación. <<
Página 454
[92]
John N. Bleibtreu, The Parable of the Beast, 1968, segunda parte. <<
Página 455
[93]
Norman Brown, Life against Death, 1959, cap. 13. <<
Página 456
[94]
Beyond Psychology, 1941, cap. 1. Véase también el pasaje del
«Zoroastro» en el poema de Shelley Prometeo desencadenado, I, i, 192 y ss.
<<
Página 457
[95]
Odisea, XI, 602-604. Véase el párrafo final de Una visión, de Yeats. <<
Página 458
[96]
Me siento en deuda con el inteligente seguimiento de la temática de
Narciso que puede leerse en el libro de Jay Macpherson, The Spirit of
Solitude, 1982. <<
Página 459
[97]
El pasaje probablemente se refiere también a la prescripción de castidad
en el ejército israelita de Deuteronomio 20, 7. <<
Página 460
[98]
La inversión sexual es muy frecuente en el mito: diosas que seducen a
varones mortales aparecen en los relatos de Gilgamesh e Ishtar, Ulises y
Calipso, Venus y Adonis, Febo y Endymion, etcétera. <<
Página 461
[99]
Prelude, Libro I, p. 398 (edición de 1850). <<
Página 462
[100]
Véase, sobre todo, Las grutas del Vaticano. <<
Página 463
[101]
Jacob Boehme, Six Theosophic Points, traducción inglesa de John
Rolleston Earle, 1958. Véase sobre todo la introducción de Nicolás Berdyaev.
<<
Página 464
[102]
Segunda parte, v. 6256. Véase la traducción inglesa de Walter Arndt, en
la edición de Cyrus Hamlin, 1976, p. 358. <<
Página 465
[103]
A Valediction: Of Weeping. <<
Página 466
[104]
Una visión. <<
Página 467
[105]
Carta a Cazalis del 14 de mayo de 1867. <<
Página 468
[106]
En este punto estoy en deuda con el libro de Lewis Hyde, The Gift:
Imagination and the Erotic Life of Property, 1979. <<
Página 469
[107]
Véase Hans Kíing, Eternal Life?, traducción inglesa de Edward Quinn,
1985, p. 139. («Purgatory is God Himself»). [Hay versión castellana: ¿Vida
eterna?, traducción de José María Bravo, Cristiandad, 1983.] <<
Página 470
Página 471
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