En su discusión de las imágenes poéticas y los temas eternos encontrados en la Biblia, Northrop Frye muestra que los simples elementos del mito han dado a nuestra literatura occidental tanto estructura como poder evocativo a través de los siglos. Frye cuenta de qué manera la Biblia, con su modo de expresión verbal profético y singular, resuena a través de toda la tradición secular de la literatura. Con inteligencia y sagacidad, Frye logra escamotear el tema central de su pensamiento crítico tanto a los prejuicios religiosos, que no desean ver en la Biblia más que Verdad revelada, como a los prejuicios antirreligiosos de ciertos sectores académicos y de la más reciente crítica literaria. De esta manera, pone al alcance del lector culto las claves del pensamiento literario: cruce del mito, que se escapa de lo estrictamente histórico, con la metáfora, que reniega de las estrecheces de la lógica. En este libro, que cierra su imponente bibliografía, pone a la consideración de sus lectores cuatro imágenes poéticas clave encontradas en el Libro de los Libros. Se trata de la montaña y todas sus variantes: desde la escalera de Jacob hasta las espirales recurrentes de la poesía de Yeats; el jardín y sus connotaciones eróticas; y, por fin, en los mundos descendentes, la cueva y la caldera. Poderosas palabras es una combinación ganadora de autoridad, erudición y sabiduría en la cual Northrop Frye triunfa como cartógrafo del complejo paisaje de nuestra imaginación creadora. Página 2 Northrop Frye Poderosas palabras La Biblia y nuestras metáforas ePub r1.0 Titivillus 23.10.2023 Página 3 Título original: Words with Power Northrop Frye, 1990 Traducción: Claudio López de Lamadrid, 1996 Diseño de cubierta: J & B Alberto Durero, San Gerónimo (detalle) Adaptación para epublibre de diego77 Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 Página 4 Índice Cubierta Poderosas palabras Introducción PRIMERA PARTE. El galimatías de la Vulgata 1. Secuencia y modo 2. Interés y mito 3. Identidad y metáfora 4. Espíritu y símbolo SEGUNDA PARTE. Variaciones sobre un tema Nota preliminar 5. Primera variación: la montaña 6. Segunda variación: el jardín 7. Tercera variación: la cueva 8. Cuarta variación: el horno Indice analítico Indice de pasajes bíblicos Sobre el autor Notas Página 5 AGRADECIMIENTOS Tres hombres y tres mujeres en particular han contribuido en buena medida a hacer posible este libro. Robert Denham del Roanoke College, A. C. Hamilton de la Queen’s University y Michael Dolzani, mi ayudante de investigación en el Baldwin-Wallace College, me han sido de enorme ayuda al coordinar la crítica que ejerzo en este trabajo y las que este trabajo merece; los dos últimos han leído el manuscrito completo y contribuido con sugerencias muy valiosas. Helen Heller, mi agente literaria, asumió la tarea de corregir el estilo y editar el manuscrito; Jane Widdicombe, mi secretaria desde hace veintidós años y la persona a la que está dedicado el libro, ha demostrado una vez más su ilimitada paciencia y eficacia a la hora de transcribir mis correcciones, incorporándolas a la compleja maquinaria del proceso actual de producción editorial; mi esposa Elizabeth ha sido esencial en innumerables sentidos personales. Me gustaría expresar asimismo mi profundo agradecimiento al Social Sciences and Humanities Research Council de Canadá por la concesión de una beca para editar el manuscrito. Lamento la casi total ausencia de notas a pie de página; pero intentar que fueran una parte útil y funcional del libro hubiera retrasado su publicación de forma indefinida. NORTHROP FRYE Página 6 A Jane Página 7 Introducción Este libro prosigue el estudio iniciado en otro publicado hace algunos años que llevaba por título The Great Code, y el subtítulo «The Bible and Literature».[*] Con la partícula and [y] quería significar que no me limitaba a los rasgos literarios de la Biblia ni quería centrarme en «la Biblia como literatura». Se había escrito ya demasiados libros sobre el tema. Lo que pretendía era sugerir la relación estructural de la Biblia, tal como se manifiesta en su narrativa y su imaginería, con las convenciones y los géneros de la literatura occidental. Dado que la investigación preliminar de la estructura y la tipología bíblicas ocupó, ella sola, todo un libro, prometí una secuela. Pero luego me di cuenta de que era un error, al menos para mí, concebir un libro como secuela de otro, y si el presente volumen se ha retrasado ha sido sólo por mi falta de criterio al no haber querido partir directamente de cero. En cualquier caso este libro parte de la posición general de El gran código y hace referencia a datos contenidos en ese libro. Para aquellos que tengan el libro anterior y quieran servirse de él, he insertado la abreviatura GC y el número de página en los lugares de referencia.[*] De todos modos, espero y quiero creer que lo que sigue tiene sentido en sí mismo. Es probable que a los lectores interesados sobre todo en la Biblia les extrañe que sean necesarios tres capítulos para llegar hasta la Biblia propiamente dicha, pero un camino más corto habría resultado mucho más abrupto. El gran código era un libro muy vulnerable, y lamento sus deficiencias, pero lo importante fue la calurosa acogida de tantos lectores, un público mucho más amplio del que cabía imaginar para un libro semejante. Fueran cuales fuesen sus méritos o deficiencias, parecía claro que había venido a llenar un vacío. El presente libro pone más énfasis en la teoría crítica, e intenta reexaminar la Biblia desde una perspectiva que hace más comprensible su conexión con la tradición literaria. Por tanto también desciende del mucho más temprano Anatomy of Criticism (1957).[*] De Página 8 hecho, se trata en buena medida de un compendio y un replanteamiento de mis puntos de vista críticos. Si la repetición de temas ya abordados en El gran código resulta inevitable, en un principio me preocupó descubrir que este libro sonaba como una primera (o definitiva) recapitulación. Otros factores, sin embargo, mitigaron esa inquietud. Primero, que al tratarse de un contexto diferente, es probable que a aquellos lectores que tuvieron dificultades con mis libros anteriores —y la aparición de la bibliografía del profesor Denham deja suficientemente claro las numerosas interpretaciones erróneas[1]— les resulte más sencillo orientarse en éste. Por ejemplo, la secuencia de modos verbales que se estudia en los capítulos iniciales cubre en buena medida el mismo conjunto de fenómenos que la secuencia referida a Giambattista Vico en El gran código, pero posiblemente resulta más fácil de seguir. Claro que la reiteración[2] tal vez sólo sea el resultado secundario de haber querido dejarlo todo claro de una vez. Segundo, que mi posición crítica general, expuesta en Anatomía de la crítica y otros libros, gira en torno a la identidad de mitología y literatura, y al modo en que las estructuras del mito, los cuentos populares, las leyendas y géneros afines, siguen dando forma a las estructuras literarias. El gran código debía mucho a Vico, el primer pensador moderno en comprender que todas las estructuras verbales importantes descienden históricamente de las estructuras poéticas y mitológicas. Pero el interés de Vico por la función social continuada de la literatura era muy limitado, y prestó poca atención al principio que hace de ésta algo recurrente. Lo mismo cabe decir de Friedrich Schelling, quien partió de postulados semejantes. De un tiempo a esta parte, sobre todo a partir de sir James Frazer, han aparecido notables ensayos sobre eso que Robert Graves, en La diosa blanca[3] denomina gramática histórica de la lengua del mito poético. Entre éstos se cuentan los trabajos de Mircea Eliade y Joseph Campbell, además de estudios freudianos, jungianos y psicológicos en general. Pero como regla, estas obras siguen dedicando un interés superficial a la literatura. Graves es una excepción, pero su actitud personal hacia el culto de su diosa blanca tiende, en mi opinión, a desenfocar de modo considerable su perspectiva literaria. Para resumir brevemente mi tesis central en este punto diré que cada sociedad humana posee una mitología heredada, transmitida y diversificada por la literatura. La mitología comparada es un tema fascinante, pero su estudio se agota rápidamente cuando se limita a la configuración de patrones. Se da por supuesto que necesita cimentarse en la psicología y la antropología; Página 9 se da mucho menos por supuesto que su principal y más importante parentesco sea con la literatura (y la crítica de la literatura), que es la encarnación de una mitología en un contexto histórico determinado. Por el contrario, la crítica literaria que se desgaja de la mitología cortando sus propias raíces culturales e históricas, se torna estéril incluso con mayor rapidez. Existe cierta crítica que se conforma con la desintegración analítica de textos como un fin en sí mismo; otra, estudia la literatura como fenómeno histórico o ideológico, y las obras como documentos que ilustran un fenómeno exterior a la literatura. Sólo que, de este modo, dejamos de lado el principio estructural central según el cual la literatura deriva del mito, el principio que da a la literatura su poder de comunicación a lo largo de los siglos y a través de todos los cambios ideológicos. Tales principios estructurales están ciertamente condicionados por factores sociales e históricos y, sin trascenderlos, conservan una continuidad de forma que apunta hacia una identidad del organismo literario, distinta de todas sus adaptaciones al entorno social. Adoptar el principio de identidad entre mitología y literatura implica prestar mucha atención a las conexiones entre literatura y religión, sin olvidar que la literatura es una faceta de la cultura que proviene de una época en la que la palabra «religión» cubría una franja del espectro cultural mucho más amplia que ahora. En Anatomía de la crítica me entretuve en separar la una de la otra: la razón para hacerlo era que la religión siempre ha sido una estrecha aliada de la literatura, y por eso mismo podía representar una insidiosa amenaza a su integridad. Lo que me ha interesado, tanto en este libro como en El gran código, no es la relación entre religión y literatura sino la que se da concretamente entre la Biblia y la literatura occidental. En todas las culturas pueden producirse, entre religión y literatura, conflictos excluyentes, dilemas o, para servirme de un término elegante, aporías. Entre la literatura occidental y la Biblia también existen conflictos, pero a mí me parecía más inmediato el lenguaje común en que se escribieron. No se necesita insistir en el inmenso prestigio de la Biblia como fuente de las religiones más importantes del mundo occidental. Pero su preeminencia —como la del emperador del Japón en la época de los shogun— ha sido en buena medida teórica: nuestras actuales fuentes de autoridad verbal nos han llegado a través de otras formas lingüísticas. Este es un paralelo próximo al papel tradicional de la literatura en relación con las ideologías que la rodean en todas las épocas, donde las estructuras lingüísticas tan distintas de la ideología y la dialéctica son normalmente consideradas acercamientos superiores y más fiables que el de Página 10 las nuevas palabras, hagan lo que hagan éstas por nosotros. A pesar de que hay quien la ha cuestionado, la tendencia a subordinar lo literario a otras formas de lenguaje no se ha modificado esencialmente. No todo el mundo sabe que los prejuicios más fuertes con los que uno se topa en esta área son de origen lingüístico. Por tradición, la investigación religiosa es la más antiliteraria de todas las disciplinas verbales. Para los estudiosos cristianos, desde los tiempos del Nuevo Testamento, y mutatis mutandi para los judíos, poesía y fábula eran algo característico sólo de las otras religiones: ellos, en cambio, estaban en posesión de la «verdad», y si bien la verdad puede expresarse en lenguaje descriptivo, conceptual o retórico, nunca puede hacerlo en lenguaje literario. Esta suposición persistía aun ante el hecho de que, con excepciones poco importantes, la Biblia está escrita en el lenguaje literario del mito y la metáfora: es, en resumen, más que una obra literaria. El presente libro intenta explicar ese «más»: por qué el principio de la respuesta a la Biblia tiene que ser literaria, y por qué, dentro de la propia Biblia, sólo puede accederse a los valores conectados con el término «verdad» a través del mito y la metáfora. Este motivo se repetirá en diferentes contextos. Cuando empecé a pensar en un libro sobre el contexto literario de la Biblia, me rodeaban todo tipo de prejuicios antiliterarios. Desde la religión, había una réplica fundamentalista que se limitaba a negar la existencia del mito y la metáfora en la Biblia, hasta donde esta negación fuese posible, afirmando al mismo tiempo que la verdad de la Biblia se expresa en un lenguaje histórico y doctrinal. Había una réplica institucional que admitía la naturaleza poética de buena parte de la Biblia y que sacaba la conclusión de que los comentarios doctrinales de las tradiciones sacerdotales y rabínicas conforman la auténtica base de la religión. Otro punto de vista aceptaba, más o menos, la cualidad mítica del lenguaje bíblico, pero lo contemplaba como contaminación de su auténtico presupuesto de kerygma (una palabra que ya utilicé en El gran código, por razones que se hacen extensivas a este libro). Mi punto de vista, creo que consistentemente desarrollado, podría resumirse con la expresión «literalidad literaria», un juego de palabras que de tan espantoso puede resultar memorable. Deberíamos leer la Biblia tan literalmente como lo desee un fundamentalista, aunque el auténtico significado literal sea en esencia imaginativo y poético. Si aquellos que sostienen los puntos de vista aquí relacionados invirtiesen sus concepciones del lenguaje, sucederían cosas muy interesantes con los compromisos que esas palabras les han impuesto. Página 11 Claro que los prejuicios antiliterarios de la investigación religiosa se complementaban con los prejuicios antirreligiosos de los críticos literarios, pero como en esencia se trataba de los mismos prejuicios sólo que al revés, no necesito extenderme demasiado sobre este punto. La mayoría de estos prejuicios tienen su origen en falsas nociones sobre la importancia del contenido, las creencias personales de un poeta y otras cuestiones similares. Lo que un poeta «dice» no es lo que determina que sea o no poeta. La situación que describo ha cambiado mucho en una generación o dos. No hace mucho tiempo, los críticos literarios interesados específicamente en la Biblia eran pocos y estaban a la defensiva; hoy en día son numerosos y eminentes. El número de los que hacen el camino inverso, desde los estudios bíblicos a un interés en la crítica literaria, ha aumentado también proporcionalmente. Sin embargo, si no soy el portavoz de un prólogo en una tragedia griega, tampoco soy miembro de un coro antiguo. El gran código fue tachado de antihistórico porque desde el punto de vista de la Historia, a priori parecía difícil que en la Biblia pudiera darse la unidad de narrativa e imaginería que el libro propugnaba. Puesto que esta unidad sí existe, tanto peor para la historia, aunque no todo el mundo esté aún preparado para semejante cambio de paradigma. Algo todavía más grave, en mi opinión, es la cantidad de críticos literarios que, como los bíblicos, parece tan poco dispuesta a admitir que el mito y la metáfora conforman el lenguaje primario de su propia disciplina. Desde la época de Platón, la mayoría de los críticos literarios ha atribuido la palabra «pensamiento» sólo a los lenguajes dialécticos y conceptuales, e ignorado o negado la existencia de un pensamiento poético e imaginativo. Esta actitud perduró hasta entrado el siglo XX, y así vemos que I. A. Richards sugería en Science and Poetry que el pensamiento mítico había sido sustituido por el pensamiento científico y que, en consecuencia, los poetas tienen que confinarse al terreno de las pseudo afirmaciones. Aunque bastante más cautos que este último, los primeros trabajos críticos de T. S. Eliot también desplegaban una serie de nociones confusas en torno a la palabra «pensamiento». Desde entonces ha ido creciendo lentamente la convicción de que el pensamiento mitológico no puede ser reemplazado, porque forma el marco y el contexto de todo pensamiento. Pero aunque de forma más sofisticada, persisten los viejos puntos de vista y todavía hay demasiados críticos literarios que ignoran y desprecian los procesos intelectuales que producen la literatura. Página 12 La preocupación por hacer de la crítica una disciplina que parezca lingüísticamente madura supone atarla a cierta base filosófica, lo que a su vez comporta la probable incomprensión de las más simples y primitivas categorías del mito y la metáfora presentes en el corazón de la literatura. No hablo de lingüística o de semiótica, en las que el punto de partida es diferente, sino de acercamientos críticos a la literatura que se desplazan, en cuanto pueden, a áreas no literarias. En las dos últimas décadas se ha desarrollado una desconcertante cantidad de nuevas teorías críticas, y si bien ninguna de ellas me inspira hostilidad — reserva no es lo mismo que hostilidad—, existe una clara implicación teórica en mi posición que, de no contextualizarse, podría resultar confusa. En su forma más restringida, la teoría de Anatomía de la crítica se apoyaba en esa continuidad e identidad de mitología y literatura a la que acabo de aludir. Y aunque la mayoría de los críticos cuya opinión valoro se han mostrado generosos con mi obra, otros han intentado embalsamarla en el sarcófago de la «crítica mitológica», aislado de otros modos de la crítica. Pero en aquel libro había una concepción más amplia, más próxima a la significación de la palabra theoria, una concepción originalmente (1957) dirigida contra la suposición de que la crítica es parasitaria de la literatura, o bien es una extensión de otra disciplina. La consecuencia que yo veía era que la crítica es un dominio coherente pero no exhaustivo. Esta conclusión puede parecer obvia, pero está lejos de serlo. La coherencia es una intuición preliminar o una suposición sobre la crítica; no prescribe programa alguno ni predice logros, sino que se limita a poner el motor en marcha para que podamos arrancar. Es lo que se llama una suposición heurística, adoptada para ver qué sale de ahí. Y lo que sale de ahí, en cualquier caso, es crítica. Cuando empecé a ejercer la crítica, me di cuenta de que se trataba de algo distinto a la literatura, porque yo era un crítico y no un poeta, un novelista o un dramaturgo. Así y todo tenía la sensación de no ser menos «creativo» que aquellos, ya que la creatividad es un atributo de la mente del escritor y no de los géneros en los que trabaje. En ese momento lo más importante parecía la defensa de la crítica como disciplina por derecho propio. Desde entonces la situación se ha invertido, como en esos dibujos engañosos que ilustran una cosa cuando el primer plano es negro y el fondo blanco, y algo enteramente diferente cuando la perspectiva es de blanco sobre negro. La crítica actual parece ocupar todo el espectro verbal y es más bien la integridad de la literatura y de otros enclaves verbales tradicionales lo que necesita ser defendido. La crítica tiene la paradójica misión de marcar y ampliar los Página 13 límites de la literatura a la vez, pero el diálogo constante entre la crítica y lo que ésta critica sigue siendo igualmente necesario. Todo profesor de humanidades contratado por una universidad debería ser un «investigador productivo», lo que no está al alcance de cualquiera si tenemos en cuenta el estado presente de la crítica. De ahí la necesidad de desarrollar métodos críticos, incluido el mío en su aspecto más restringido, para que los investigadores elaboren ejercicios académicos, que si bien es cierto no van a aumentar la comprensión de la literatura como un todo, demuestren al menos una cierta competencia en la materia. Resta en cualquier caso un grupo genuinamente «productivo» que, a pesar de operar desde «escuelas» distintas y a pesar de todos sus puntos de desacuerdo, comparte una actitud de consenso subyacente, a partir de la cual se podría progresar hacia una comprensión más o menos unitaria del tema y llegar a una construcción mucho más significativa que cualquier trabajo de deconstrucción. Esto tiene su correlato en la situación de la literatura en sí, puesto que los escritores «originales» forman un núcleo dentro de un grupo más amplio que sigue las convenciones de moda y las idées reçues. Hablar de un consenso en la crítica puede parecer el colmo del absurdo, sobre todo porque basta un simple vistazo a los extractos de recensiones para comprobar que los acuerdos que se dan son sólo accidentales y obedecen a una moda temporal o una ilusión ideológica. Donde sí encontramos una gran penetración crítica, e incluso sabiduría, es en muchos de los trabajos dedicados a un mismo autor o período histórico, que permanecen aislados, sin conexión con otros autores o períodos. Lo que suele faltar es esa perspectiva más amplia que vendría dada por el supuesto de coherencia global de la crítica. De todos modos, no es extraño que muchos académicos de las humanidades se sientan amenazados por la posibilidad de que llegue a existir una crítica coherente: de ahí la popularidad de paradojas sin objeto que nos llevan desde el «todo es texto» al «nada es texto», y vuelta a empezar. En este libro he seguido mi propia senda, sin hacer referencia a otras escuelas críticas, lo cual no excluirá, de todas formas, muchos paralelos y ecos, al menos si estoy en lo cierto cuando afirmo que existe un consenso en la crítica, por mucho que las divergencias dialécticas entre las escuelas lo escondan. La tendencia pluralista tiene que agotarse antes de que pueda reemplazarla un movimiento efectivo de unificación. Mientras esto no suceda, cualquier escuela es capaz de realizar un buen trabajo crítico, pero el problema es que todas están preocupadas, en parte, en promocionar su propia posición. Esto conlleva el hecho de que, como conjunto, esas escuelas Página 14 conforman una trabazón de disputas a partir de la cual es difícil que se dé un auténtico avance crítico. A este respecto, en mi libro el lector notará una tendencia —presente en toda mi obra durante los últimos veinte años— a dirigirme menos a una audiencia puramente académica que a un público no especializado en el que también incluyo, por supuesto, a aquellos críticos académicos de actitud más independiente. Sé que esta política mía ha confundido incluso a benevolentes reseñistas académicos, mientras que ha llevado a otros a la pedantería más histérica. Hay dos razones para esta «vocación popular». La primera es el convencimiento que en humanidades las orientaciones verdaderamente nuevas sólo pueden provenir de las necesidades culturales del público lego y no de las versiones de la teoría crítica, incluida la mía, si es que tengo una. La segunda es que de cuando en cuando aparecen libros en los que se nos dice que en nuestra sociedad las instancias educativas han traicionado nuestra herencia cultural al permitir que los jóvenes crezcan en la más completa ignorancia de su tradición. Tales libros suelen tener una calurosa acogida, y por lo visto todo el mundo está convencido que es necesario hacer algo al respecto. No se hace nada, sin embargo, sobre todo porque la única recomendación implícita para la acción radica en aguijonear la burocracia educativa. Yo creo que esto significa empezar por el lugar equivocado, aparte de implicar suposiciones sobre la filosofía educativa quizás erróneas y, en cualquier caso, innecesarias. Está claro que sólo si nos preocupamos por lograr una audiencia lo más amplia posible para la investigación humanística podremos iniciar la ruptura educacional en cuya necesidad todo el mundo parece coincidir. Así pues, no me importa que alguien diga que mi aproximación crítica carece de rigor, si al mismo tiempo carece también de rigor mortis. Ver en la teoría crítica una theoria de conjunto puede ayudar a explicar el papel que juega la Biblia en mi desarrollo crítico. La teoría de los géneros en Anatomía de la crítica me llevó al libro sagrado, así como a sus analogías seculares y sus parodias, ya que, desde una perspectiva literaria, la Biblia no deja de ser el compuesto más global que razonablemente podemos examinar. Entonces se me ocurrió que podía invertirse la perspectiva, empezar con el libro sagrado y trabajar hacia afuera, hacia la literatura secular. Nadie osaría estudiar la cultura islámica sin empezar por el Corán, o la cultura hindú sin empezar por los Vedas y los Upanishads: ¿por qué entonces no iba a ser igualmente gratificante un estudio de la cultura occidental a partir de la Página 15 Biblia? Al estar escrita en lenguaje poético, también debería ser posible aproximarse a la Biblia como si se tratara de una suerte de microcosmos o epítome de la unidad de la experiencia literaria en los países occidentales. La autoridad de la Biblia en materia de religión no es el tema de este libro; el tema de este libro es hasta qué punto la unidad canónica de la Biblia es indicativa, o simboliza, una unidad imaginativa mucho más amplia en la literatura europea secular. El relato de Edgar Allan Poe, La carta robada, ha sido motivo de una gran discusión crítica en los últimos tiempos. La discusión tiene que ver en buena medida con la consideración del relato como una alegoría psicológica, y con asuntos tales como si la carta en cuestión simboliza un falo o un clítoris. Puestos a alegorizar, sería mejor hacerlo sin perder de vista el hecho de que una carta es un mensaje verbal. El relato sobre el mensaje verbal que distintas personas están interesadas en robar, que no pueden robar porque no pueden ver, y no pueden ver precisamente porque lo tienen delante de los ojos, me sirve también como alegoría del contenido de este libro. Para los críticos literarios mi «carta robada» es la Biblia, un libro que no suele tocarse cuando se discute de literatura, pero así y todo el único libro, en mi opinión, que reúne los problemas mayores de la crítica bajo un único enfoque. Para los investigadores bíblicos la «carta robada» es el lenguaje del mito y la metáfora, lenguaje esencial de la Biblia, y a pesar de ello excluido, lo más posible, de aproximaciones históricas y doctrinales. Como he señalado más arriba, estas afirmaciones son menos ciertas ahora que hace unos pocos años, pero siguen siendo más ciertas de lo que deberían ser. La primera mitad de este libro expone los diferentes giros de la expresión lingüística, e intenta acotar la pregunta: ¿cuál es la función social distintiva de la literatura, y cuál la base de la autoridad del poeta, si es que tiene alguna? Esta pregunta puede sonar ahora a romanticismo rancio, sobre todo si se tiene en cuenta que el enfoque principal de la crítica ha derivado del poeta al lector, al ser éste el primer implicado en la labor hercúlea de desentrañar y deconstruir su texto. Pero dudo que el lector pueda adoptar un papel tan heroico a menos que algo en la literatura se lo dé, aunque esto nos devuelva a la vieja cuestión previa de qué es lo que da este algo a la literatura. Cualquiera que sea la respuesta final, la autoridad del poeta está inseparablemente ligada a la autoridad de ese lenguaje poético que comparten los poetas seculares y la mayor parte de la Biblia. La segunda mitad trata de una imagen de primordial importancia en la literatura: el axis mundi o dimensión vertical del cosmos. El axis mundi me Página 16 parecía significativo porque, en primer lugar, no tiene existencia objetiva, sino que pertenece por entero al mundo verbal, y, en segundo término, porque al ser tan frecuente y central tanto fuera de la Biblia como en ella, ilustra mi principio de «gran código» según el cual las estructuras organizativas de la Biblia y las correspondientes estructuras de la literatura «secular» se reflejan las unas en las otras. Aunque estoy suficientemente familiarizado con reacciones defensivas del estilo «esto es poco convincente», soy consciente que a muchos lectores les desconcertará la abundancia de escaleras, grutas y jardines de la segunda parte, y ya me he preguntado suficientes veces si no habré intentado abordar un tema inabarcable y amorfo. También es cierto que cuando la documentación disponible es tan abundante, todos los ejemplos concretos pueden parecer poco consistentes o arbitrariamente elegidos. Así y todo espero, primero, que a pesar de su brevedad y de su forma elíptica, los comentarios sobre obras literarias difíciles puedan —como dice la frase hecha— «arrojar más luz» sobre estas mismas obras, sugiriendo un contexto que forma parte de su sentido. Segundo, que este libro ayude a entender por qué los poetas que consideramos más serios y dignos de estudio exhaustivo son siempre aquellos que han utilizado, de forma explícita, el tipo de imágenes aquí estudiadas. Y por último, una vez más, también espero que permita la percepción de principios estructurales literarios conectados con la literatura y la experiencia de su estudio. Me falta perspectiva para saber qué utilidad puede tener esta segunda parte, pero el éxito de un libro que no asume riesgos apenas si vale la pena. El principio crítico que subyace en la segunda parte se deduce del principio de coherencia como hipótesis crítica. La imaginación poética construye un cosmos propio, un cosmos que debe estudiarse no sólo como mapa sino también como mundo de poderosas fuerzas en conflicto. El cosmos de la imaginación no es el entorno objetivo estudiado por la ciencia natural ni el espacio interior subjetivo que estudia la psicología. Es un mundo intermedio en el cual las imágenes de alto y bajo, las categorías de belleza y fealdad, los sentimientos de amor y odio, las asociaciones de la experiencia sensible, sólo pueden ser expresadas mediante la metáfora y aun así no pueden desestimarse ni reducirse a proyecciones de algo distinto. La conciencia convencional está tan imbuida del juego de oposición entre sujeto y objeto que le resulta difícil aceptar la noción de un orden de palabras que, sin ser subjetivo ni objetivo, penetre en ambos dominios. Pero su presencia confiere un aspecto muy diferente a muchos elementos de la vida humana, Página 17 incluida la religión, que depende de la metáfora sin ser por ello menos «real» o «cierta». Por supuesto que «metafórico» es un concepto tan traicionero como puedan serlo «certeza» o «realidad». Algunas metáforas son iluminadoras; algunas son simplemente indispensables; otras son engañosas o sólo conducen a la ilusión; algunas son socialmente peligrosas. Wallace Stevens habla de «la metáfora que mata a la metáfora»[4]. Pero para bien o para mal la metáfora ocupa un área central —tal vez el área central— tanto de la experiencia social como de la individual. Es una forma primitiva de conocimiento, establecida mucho antes de que la distinción entre sujeto y objeto se hiciera normativa, pero cuando intentamos superarla descubrimos que no podemos hacer otra cosa que rehabilitarla. En este punto viene a cuento otra observación crítica reciente, esta vez de Italo Calvino, en el ciclo de conferencias Norton publicadas póstumamente[5]. Se trata de una paradoja, pero de lo más estimulante: «La literatura permanece viva sólo si nos proponemos objetivos inconmensurables, mucho más allá de cualquier esperanza de logro». En realidad, el escritor no establece los objetivos: le son impuestos por el propio espíritu formativo de la literatura, la fuente de la capacidad de un escritor para escribir. Pero en un sentido general, el mismo principio podría aplicarse a la crítica, pongamos por caso cuando el crítico oye un axioma del estilo de «la crítica puede y tiene que dar sentido a la literatura», y se niega a aspirar a menos. Gran parte de mi pensamiento crítico se ha centrado en el significado doble del término de Aristóteles anagnórisis, que quiere decir tanto «descubrimiento» como «reconocimiento», según el énfasis recaiga en la novedad de la aparición o en su reaparición. Por supuesto que todo verdadero descubrimiento, en cierto sentido, debe relacionarse con lo que siempre ha sido verdadero, y así todo conocimiento genuino incluye una dosis de reconocimiento en cualquiera de sus interpretaciones. Como quiera que sea, a la edad de setenta y cinco años los descubrimientos sólo pueden venir de una inversión de la propia dirección, de ir contracorriente hacia los propios orígenes, como el pescador de La torre, el poema de William Butler Yeats. La forma negativa de la palabra griega para verdad, aletheia, que significa algo así como «lo inolvidado», sugiere que en un cierto momento la pura búsqueda de lo desconocido cede ante la pugna por apartar lo que impide ver aquello que ya está allí. Espero que independientemente de su éxito, este proceso de ascenso sea tan provechoso para algunos lectores como lo ha sido para mí. Página 18 NORTHROP FRYE Victoria College Massey College Universidad de Toronto Página 19 Me gustaría que escribieras un libro acerca del poder de las palabras, y sobre los procesos mediante los cuales los sentimientos humanos forman afinidades con ellas. SAMUEL TAYLOR COLERIDGE, carta a Godwin, septiembre de 1800 Página 20 PRIMERA PARTE El galimatías de la Vulgata[6] Página 21 1. Secuencia y modo UNO Me gustaría comenzar por donde lo he hecho tan a menudo, por la evidencia de que cuando leemos (o, en otro sentido, examinamos) una estructura verbal, nuestra atención se desplaza en dos direcciones al mismo tiempo. Una dirección es centrípeta, e intenta dar sentido a las palabras que leemos; la otra es centrífuga, y rescata de la memoria los significados convencionales de las palabras utilizadas en el mundo del lenguaje exterior a la obra que estamos leyendo. Esta relación que va del significante al significado es variable, y las variantes implican diferentes tipos de estructura verbal así como diferentes énfasis de sentido. A estas variantes las llamo «modos», un término que ya he utilizado en otro lugar y en un contexto diferente, al que volveré a hacer referencia más adelante. Lo normal es que toda estructura verbal tenga su centro de gravedad principal en uno de esos modos, aunque también incluirá o implicará aspectos de todos los demás. El término que se utiliza tradicionalmente para referirse a la variedad de modos de una obra es «polisémico» (que tiene multiplicidad de significados), un término que puede aplicarse a la crítica de las distintas formas en que las palabras obran su efecto. La teoría del sentido polisémico es de origen medieval, y en otros escritos he recurrido con frecuencia a ella, sobre todo a la formulación de Dante. Esta teoría suele estar ligada a la metáfora de los niveles, una metáfora jerárquica que se utiliza por conveniencia y que resulta menos engañosa cuando recordamos que se refiere a un diagrama intelectual impuesto mentalmente al sujeto, y no a algo inherente a él. Las metáforas secundarias derivadas de la de «nivel», según las cuales un nivel tiene que ser o más «alto» o más «profundo» que otro (compárese con la palabra latina Página 22 altus, que significa tanto alto como profundo), suelen llevar a juicios de valor irrelevantes, pero de los que con frecuencia resulta difícil prescindir. Echaré un vistazo a una secuencia de estas variedades de categorías verbales. Se trata, hasta cierto punto, de una secuencia de niveles, aunque los niveles estén (con muchas reservas) más cerca de Georg Hegel que de Dante Alighieri. Lo que significa que, en lugar de tener una jerarquía, progresan de los menos a los más inclusivos. Pero esto también resultaría engañoso si implicara que cada modo es una entidad autoincluida, lo que es imposible. Todo modo es parcial e imperfecto: esa es la razón de la existencia de los demás modos y también de que coexistan dentro de la misma obra. La secuencia que voy a seguir no es histórica; de hecho es prácticamente la inversa de la secuencia histórica. Lo más fácil es empezar por el modo que históricamente ha sido el último en madurar. Me refiero al llamado modo descriptivo, del que nos servimos para recibir información relativa al mundo exterior al libro. En este caso contamos con dos estructuras: la estructura de aquello que se describe y la estructura de las palabras que lo describen. (La segunda estructura crea en buena medida a la primera, pero será mejor no complicar las cosas antes de tiempo.) Las palabras o significantes están en teoría subordinados a lo que significan, son servomecanismos de la información que transmiten. La variedad de información transmitida por la escritura descriptiva contribuye de forma natural a que se dé una variedad igual de tipos narrativos. Algunas narraciones descriptivas, como los libros de texto, son expositivas, conservan cierto sentido del movimiento que va de lo más conocido a lo menos conocido, con lo que el lector sigue una suerte de progresión iniciática. En otras, como la mayoría de los trabajos históricos, la narración va ligada a la secuencia de acontecimientos que describe. Esta coincidencia es posible porque tanto los acontecimientos históricos como sus contrapuntos narrativos siguen un orden temporal. También hay trabajos de referencia, pensados no tanto para ser leídos de forma seguida como para ser consultados en lugares específicos. En este caso, como en la disposición alfabética de un diccionario, la narración adopta una convención puramente arbitraria ya conocida por el lector. Insisto en estos puntos tan obvios para enfatizar el papel primordial de la narración o secuencia si queremos agrupar todos los modos de expresión verbal, desde la Biblia hasta el listín telefónico. El estilo descriptivo minimiza los aspectos de la escritura que prestan atención a las relaciones entre las palabras, lo peculiarmente verbal o, en expresión más vulgar, «meramente verbal». Se evita la ambigüedad, el chiste, los sentidos múltiples de una misma palabra: nombres y verbos, al menos Página 23 idealmente, poseen un solo significado, el que sugiere su relevancia con respecto al tema del que trata el libro. También se evitan metáforas y demás figuras retóricas, excepto como ejemplos o ilustraciones. De hecho, el criterio primordial de la escritura descriptiva es la verdad objetiva. Para el lector de una estructura verbal descriptiva, por ejemplo un periódico, es importante saber si recibe información genuina o, por el contrario, lee algo que el autor se ha inventado o escuchado de otros. Si esta estructura verbal nos parece una réplica verbal satisfactoria de lo que describe, la calificamos de verdadera y llamamos hechos a los detalles de su contenido. El prestigio de los términos «verdadero» y «hechos» es el responsable de que suela pensarse que el modo descriptivo de escritura es el modo fundamental y esencial, aquel que sirve de base jerárquica a los demás. El descriptivo es el significado literal tradicional en el que las palabras tienen la función de transmitir lo no verbal. En numerosas ocasiones he señalado la falta de lógica que encierra la palabra «literal», y lo absurdo que resulta afirmar que en la Biblia, por ejemplo, el sentido literal (descriptivo) es fundamental porque sin él la Biblia no podría ser verdadera. En la Biblia no existe un nivel descriptivo de significado continuo o completamente desarrollado: si lo hubiera, todo el texto sería una grotesca anomalía. La dificultad que encerraba la palabra «literal» se vio muy pronto, si bien esa dificultad quedó anulada por una censura preocupada por la problemática de la verdad que acabamos de mencionar. En general, las técnicas descriptivas continuadas en la escritura son posteriores a la Biblia, porque dependen de ciertos desarrollos sociales y tecnológicos que tardaron mucho tiempo en volverse plenamente funcionales. La escritura histórica, por ejemplo, emerge de la crónica, de los rumores y de la criba de otros libros, al tiempo que se forma la historiografía, con sus técnicas de investigación y documentación. La arqueología, que tiene apenas dos siglos de existencia, es esencial para su soporte, sobre todo en los períodos más antiguos. No estoy sugiriendo que la historia, y mucho menos lo que ahora se llama historicidad, sea sencillamente la imitación verbal de acontecimientos externos, sino sólo que sin el doble enfoque descriptivo de los acontecimientos verbales y ciertos no tendríamos lo que hoy en día llamamos historia. Y, una vez más, el estudio del mundo externo no logra su adecuada expresión verbal hasta que se desarrollan las técnicas de la ciencia. Aristóteles, el escritor antiguo de mentalidad más descriptiva, se veía en gran medida obstaculizado, si no imposibilitado, por la ausencia de tales técnicas, Página 24 sobre todo en cuanto a sus observaciones biológicas, por lo que centró más su atención en otro modo que sí podía ser descrito. También se esconde un factor político en todo eso. El escritor descriptivo es un escritor democrático, y su verdad depende de que ponga todas las cartas sobre la mesa, de que en todo momento comparta su conocimiento con el lector. Aquél que esté en desacuerdo sólo tiene que comprobar los hechos o repetir los experimentos. No se debe en absoluto a una coincidencia el hecho que las técnicas de la escritura descriptiva y la teoría democrática se desarrollaran a un tiempo, dando comienzo más o menos en la época de John Locke. Hoy en día la madurez de una democracia no está determinada por sus procesos de votación o elección de líderes, sino por el principio de franqueza en la escritura descriptiva. Teóricamente, tanto las sociedades democráticas como las totalitarias reconocen la autoridad de la ciencia, pero ambas siguen intentando controlar la franqueza en la escritura histórica escondiendo o destruyendo documentos relevantes. Es probable que, a corto plazo, las afirmaciones descriptivas hayan conformado el núcleo de la comunicación humana desde el principio de los tiempos. Me refiero a formas continuas, que en una era pretecnológica quedan en gran medida confinadas a la memoria o a los relatos reunidos y contenidos en la memoria del escritor. Esos relatos, en los cuales el escritor funciona realmente como un orador, se cuentan entre las formas «logocéntricas» de Jacques Derrida[7]. En el modo descriptivo, especialmente en los géneros no históricos, se sigue el proceso lockeano según el cual la percepción lleva a la reflexión. Esta incluye la percepción experimental, organizada de antemano. Se suele empezar a escribir en el estadio de reflexión, y la palabra incluye la metáfora del espejo: lo que se refleja en el pensamiento son los datos inarticulados de la percepción sensible. Pero esto difícilmente puede significar que se salte a través de la brecha que va de lo inarticulado a lo verbal. Una percepción que lleva directamente a la reflexión tiene que ser un impulso verbalizador desde el comienzo: la ordenación de.las palabras no surge repentinamente a mitad del proceso. Hay gente irreflexiva que acusa a los estudiosos de cualquier campo de encontrar sólo lo que previamente han querido encontrar, como si los descubrimientos genuinos fueran siempre fruto de la ignorancia o del puro azar. Pero la percepción es potencialmente verbal, parte de una hipótesis verbalizada presente ya en la mente (por ejemplo, «me pregunto si»), y avanza directamente hacia su propia realización como logro verbal. Página 25 Por consiguiente, el principio de la escritura descriptiva, la fuerza que la pone en marcha, es la ordenación de las palabras, que en el nivel de la conciencia comprometido en esta escritura se manifiesta como ordenación sintáctica o gramatical. Pero este principio queda, de alguna manera, excluido de la operación descriptiva: aunque le es fundamental, debe permanecer incuestionable si la escritura descriptiva como tal ha de mantener toda su integridad. El escritor descriptivo suele pretender que sus hechos no verbales «hablen por sí mismos», y desvía la atención del lector apartándolo del papel que juega su proceso de ordenación de las palabras, tanto a la hora de conectar datos, como al crearlos, en el sentido de transmutar algo no verbal en una estructura verbal. Pero las palabras no pueden transmitir directamente a nuestra mente nada que no sea verbal. Las palabras transmiten lo no verbal sólo a su modo y siempre según las convenciones gramaticales. En inglés, una convención central de este tipo es la de sujeto-predicado-objeto.[*] La autoridad del hecho no verbal queda considerablemente recortada en este proceso: podemos hacer el intento de pretender que la relación sujeto-predicado-objeto es inherente a la naturaleza de las cosas, pero aunque así fuera, la convención gramatical seguiría constituyendo el límite de lo que podemos alcanzar por este camino. Por ejemplo, todo el mundo admite hoy las dificultades para comprender una buena parte de la ciencia contemporánea, presentes en el engorroso trazado verbal de nombres y verbos que insiste en separar los procesos espacio temporales y convertirlos en cosas en el espacio y acontecimientos en el tiempo. La confianza ingenua en la perfecta transparencia del lenguaje como comunicador de lo no verbal ha desaparecido en buena medida de nuestra cultura. En la escritura descriptiva, el proceso de ordenación de las palabras es, por consiguiente, un fundamento excluido, algo que se da por supuesto sin que llegue a convertirse en foco de atención. En cuanto se convierte en el foco, pasamos a otro modo de escritura, un modo que denominaremos conceptual o dialéctico. En la escritura conceptual, hay que buscar desde dentro lo que antes llamábamos verdadero, o para decirlo de otra manera: en el contenido de las palabras más que en lo que reflejan del entorno. El movimiento que va de lo descriptivo a lo conceptual corre paralelo al movimiento de imitación o mimesis en Aristóteles, cuando éste ilustra la relación del arte con la naturaleza. Cuando decimos que «el arte imita la naturaleza» pensamos instintivamente en una obra de arte, pongamos por caso una pintura, como copia de un modelo natural, paisaje o lo que sea, siempre Página 26 exterior. Hasta cierto punto es así, pero al final concluiremos que la relación entre el arte y la naturaleza se entiende mejor como relación interna en la cual, según la terminología de Aristóteles, el arte es la forma y la naturaleza el contenido. La naturaleza sería, por lo tanto, algo que el arte contiene y no lo que se refleja en él. Esta visión amplía la perspectiva de la crítica pictórica, a pesar de todos los artistas que afirman pintar sólo lo que ven, y a pesar de los críticos incompetentes (un grupo bastante mermado hoy en día, pero que predominó en otros tiempos) que piensan que el mérito de una pintura radica en la similitud de su contenido con algo no pictórico. Pero en la fotografía, que, como otros diversos modos descriptivos, se ha desarrollado hace relativamente poco tiempo, se sigue poniendo el acento en la transmisión pictórica de un modelo externo. Al igual que el escritor descriptivo, el conceptual busca la verdad objetiva de las palabras para lo cual sigue recurriendo a la mente consciente y a su sentido de la objetividad. Pero lleva a cabo esa búsqueda dentro del orden verbal que él construye, lo que no deja de traslucirse en la profunda tensión del movimiento narrativo. Que la frase B tenga que «seguir» a la frase A es de una gran importancia, hasta el punto que las reglas de la lógica se han desarrollado para asegurar que tal seguimiento sea siempre correcto. La narración se convierte en argumento, y el argumento está diseñado para ejercer una fuerza compulsiva en el lector, evocando respuestas del estilo de «Me veo forzado a pensar» o «Me siento compelido a aceptar» tanto en el escritor como en el lector. Durante muchos siglos este sentido compulsivo de la argumentación tuvo un enorme peso cultural (GC, p. 35), y se daba por sentado que la fuerza del argumento era uno de los factores determinantes del comportamiento. Lo que saca a relucir una cuestión implícita en el título de este libro: la relación de las palabras con el poder. En la escritura conceptual se pone el acento en el poder de las palabras para coordinar elementos verbales, de ahí que este modo se concentre en los elementos relacionados más directamente con la coordinación. Estos se expresan en términos tales como tiempo, naturaleza, sustancia, ser, todos los cuales son necesariamente abstractos y se relacionan de inmediato con la construcción verbal en sí y, hasta cierto punto, están alejados del mundo exterior. Dos características de esta escritura nos interesan ahora. Una, que la ambigüedad puede llegar a ser una fuerza positiva y constructiva en vez de un simple obstáculo para el sentido. Palabras como «tiempo» en Henri Bergson o Página 27 «sustancia» en Benedictus de Spinoza tienen que ser utilizadas en una gran variedad de contextos, y aunque los diferentes usos pueden ser consistentes, la consistencia no tiene por qué significar identidad. La otra característica es que, sobre todo cuando la relación con lo concreto parece incierta, la escritura conceptual suele ser llamada «especulativa». Aquí volvemos a encontrarnos con la metáfora del espejo (speculum), pero de un modo distinto a la «reflexión» de la escritura descriptiva. Si nos preguntamos qué refleja la especulación, la respuesta tradicional es el ser, totalidad conceptual que trasciende tanto a los seres individuales como la suma total de seres. Martin Heidegger afirma que la primera pregunta en filosofía es: «¿Por qué hay ente y no más bien la nada?» Pero las cosas no constituyen aquello a lo que Heidegger se refiere cuando habla del ser, de modo que la pregunta lleva a otra: «¿Por qué hay ser más allá de todos los seres?» Parece claro que los logros más impresionantes del modo conceptual son los grandes sistemas metafísicos, las estructuras que buscan mostrar el mundo a la mente consciente. La palabra «sistema» es una metáfora espacial, y cuando en el siglo XIX las metáforas temporales reemplazaron a las espaciales, los géneros filosóficos se fragmentaron y el énfasis recayó en los aspectos lineales del argumento. Paralelamente, se desarrolló el intento de integrar el modo conceptual y el modo descriptivo, tal como sucedió en el movimiento llamado «positivismo lógico» a principios de este siglo. En este período llegó incluso a decirse que la metafísica era una gigantesca ilusión verbal basada en un malentendido de las posibilidades del lenguaje. Alguien que haya leído, pongamos por caso, la Metafísica de Aristóteles, para liberación y disfrute de su mente, es poco probable que se tome demasiado en serio una afirmación como ésa, sean cuales fueren sus pruritos filosóficos. En cualquier caso, el positivismo lógico asumió una antítesis entre sentido y sinsentido que hoy ya no compartimos. Pero sus prejuicios contra la metafísica tuvieron vigencia durante mucho tiempo. Todo lo que suena antiintelectual acaba por volverse popular. Por eso oímos a menudo el pareado citado a continuación con la creencia de que afirma la superioridad de aquellos que se conforman al sentido común, como la gente corriente, frente a los grandes exploradores del pensamiento: He knew what’s what, and that’s as high As metaphysic wit can fly[*] Página 28 Pero éste es Samuel Butler en el siglo XVII hablando de Hudibras, que no es una persona con sentido común sino un asno pedante y pretencioso. Hudibras ha estudiado filosofía, y sabe que una de las cuestiones centrales es «quid est quid»: qué es el qué, o el ser. Butler no dice que Hudibras supiera la respuesta a la pregunta, sino que sabía que la pregunta existía. La estructura metafísica en sí misma, con su especulación reflejando el ser como un lago refleja el cielo, lleva implícita una cualidad contemplativa, como si los ritmos beta de la conciencia convencional se relajaran en los ritmos alfa, más meditativos. El imponente sosiego de la Etica de Spinoza es un ejemplo. Pero hay otros elementos en la escritura conceptual que mitigan esta impresión. Detrás de casi todos ellos se encuentra la dialéctica tradicional, que parte en dos toda pregunta, aceptando la deducción verdadera y rechazando la falsa. Potencialmente se trata de un uso agresivo y militante del lenguaje: podría decirse todo al respecto si el caballero verdadero ganara siempre, pero el caballero derrotado puede colocarse una nueva armadura y vencer a su vez a su contrincante. La escritura descriptiva, en cambio, intenta escapar del argumento. Aquí están los datos, dice el escritor descriptivo: si son ciertos funcionarán como hechos establecidos, mientras que si son falsos no serán nada. Pero en cuanto hacemos de la ordenación de los datos el centro de la actividad, entramos en un mundo en el que el argumento ocupa un lugar central y sus posibilidades son ilimitadas. La ordenación significa seleccionar poniendo de relieve, actividad que nunca es correcta o equivocada por definición. La cualidad impersonal y objetiva de la escritura dialéctica es un ideal, y muy importante, pero lo impersonal deja fuera lo personal, y uno se pregunta si lo personal puede dejarse fuera de forma indefinida. Quien como Orgon en el Tartufo comente abiertamente: «¡Pero es que yo quiero que sea verdad!», se descalifica a sí mismo e impide que se le tome en serio, tanto en el modo conceptual como en el descriptivo. La Metafísica de Aristóteles se abre con la aseveración de que por naturaleza todo el mundo «quiere» (horgetai) saber. Por consiguiente el estilo objetivo de la escritura conceptual tiene su fundamento en algo que se parece más a un deseo o una energía subjetivos. Esto sugiere la existencia de otros factores implicados, aparte de la construcción lógicamente impecable. Alfred Whitehead, por ejemplo, subraya: «Toda filosofía está teñida del colorido de algún fondo imaginativo secreto, que nunca emerge explícitamente en la sucesión de razonamientos»[8]. Una vez más volvemos a adentrarnos en lo que parece un fundamento excluido. Al considerar la lógica Página 29 de determinado argumento olvidamos que el argumento es la verdad de quien lo construye. Está claro que no se puede reducir este deseo a algo puramente subjetivo, como la obsesión en la fijación materna que siente Orgon por la piedad de Tartufo. Existe un argumento impersonal, una vocación de consenso y otras señales de honestidad intelectual que poseen su propia autoridad. Así y todo, falta algo. En teoría la validez de un argumento no tendría que depender de la persona que lo articula: el argumento, entonces, permanecería idéntico fuera quien fuese su emisor. Pero nadie cree esto del todo: siempre hay algún atisbo de relación con una personalidad. En ocasiones hasta nos preguntamos si no podría desarrollarse un sistema metafísico completo a partir de una metáfora personal. A menudo damos con ilustraciones diagramáticas, como la línea divisoria en La república de Platón, y otros diagramas implícitos en las locuciones conectivas utilizadas. Unas cosas son más altas y otras más bajas; en una mano tenemos esto, en la otra, aquello; algunos datos se encuentran dentro de nosotros y otros fuera. Este tipo de conexiones metafóricas sugiere la orientación de un cuerpo humano en el espacio. Posiblemente este cuerpo oculto sea el centro de toda la operación, una personalidad que habla a través de la máscara del argumento. El mismo escritor conceptual diría: «Sí, por supuesto, yo lo escribí y quería decir lo que dije». Cuando este factor personal fundamentador no sólo se asume sino que se desplaza hacia el centro y se convierte en un nuevo foco de la operación verbal, la dialéctica se transforma en retórica, y de lo conceptual pasamos a lo ideológico, es decir, a la estructura verbal que apela al compromiso más que a la razón. En nuestro siglo, el movimiento existencialista puso de moda a diversos escritores conceptuales —san Agustín, Blaise Pascal, Søren Kierkegaard— que enfatizaban el carácter inseparable de lo personal en este tipo de escritura. DOS En el primer libro de La república, durante una discusión general entre Sócrates y algunos de sus amigos y discípulos, sale a relucir la palabra justicia. Uno de los miembros del grupo, Trasímaco, intenta demostrar que la justicia es siempre aquello que beneficia al más fuerte. Sócrates deshace su argumentación con facilidad, y reduce a Trasímaco al silencio. Pero la situación encierra un buen número de ironías, aparte del papel irónico del propio Sócrates. Los discípulos de Sócrates no quedan satisfechos, y le urgen Página 30 a proseguir con el discurso, lo que implica reconsiderar lo que Trasímaco intentaba decir en un contexto más inclusivo. Trasímaco es un sofista, alguien que, según Platón, sostiene que el bien y el mal, la verdad y la falsedad se refieren a situaciones concretas. A los sofistas les preocupaba la retórica, no la dialéctica, y querían adiestrar a la gente para que hablara de un modo eficaz en los tribunales de justicia y las asambleas. Platón demuestra que la retórica es inferior, incluso lamentablemente inferior, a la dialéctica, con el argumento de que los sofistas cobran por sus enseñanzas. Trasímaco advierte a los presentes que no piensa dar su preciosa definición de la justicia a cambio de nada. Y sin embargo, la refutación de Sócrates a Trasímaco deja claro que aunque más ágil y generoso, el primero también es un sofista. Sócrates sólo demuestra que la «palabra» justicia es una de las palabras buenas, y que su contexto está próximo al de otras palabras buenas de significado admirable y virtuoso. Trasímaco no habla de esto para nada: se refiere al mundo inarticulado del poder. Es un precursor de Nicolás Maquiavelo, de Thomas Hobbes, de Karl Marx y del Friedrich Nietzsche de la madurez, alguien que nos habla de un mundo donde lo efectivo no son las palabras, sino el materialismo u otras formas de poder, y en donde el uso de una palabra como justicia supone, sobre todo, que alguien que detenta el poder racionaliza el hecho de que va a seguir poseyéndolo. Para Sócrates, la justicia real, la justicia que se alcanza mediante la dialéctica y no la retórica, sólo puede existir en un mundo diferente. ¿Pero dónde está ese mundo, si es que realmente está en alguna parte? ¿Se trata de otro mundo, del mundo en el que entramos al morir, o de este mundo después de una revolución? ¿O se refiere a la comunidad de quienes saben que es mejor soportar la injusticia que infligirla, porque también saben que la palabra justicia, por impotente que sea, sigue significando algo, y adquirir significado en cierto modo es adquirir poder? La causa de la libertad no está del todo perdida mientras alguien sea consciente de que la voz de la tiranía emplea mal las palabras; es decir, miente. Cualquiera de estas respuestas puede ser la correcta, o incluso todas ellas al mismo tiempo: los diez libros de La república parecen dar cabida a todas. Pero si a la víctima de la injusticia no le sirve de ayuda la visión de Trasímaco —«está mal, pero así son las cosas»—, otro tanto puede decirse de la visión socrática de la justicia, según la cual los hombres hacen lo que por naturaleza están mejor dotados para hacer. Cuando llegamos a la «mentira piadosa» de Sócrates, que asegura la estabilidad de su estado ideal, Sócrates y Trasímaco Página 31 parecen encontrarse en buena medida en el mismo nivel, y hablar de lo mismo. La república pertenece a la literatura utópica y, consecuentemente, al mundo moral antes que al intelectual. Cualquiera que sea el papel de la coherencia lógica o dialéctica en La república, ésta emerge como una visión personal de la mente de Sócrates. En este punto nos hemos desplazado a un tercer modo, basado en la identificación del escritor con lo que escribe. Digo escritor, pero en esta área lo ideal es el habla antes que la escritura. Las estructuras retóricas son peculiar mente logocéntricas, y la autoría escrita apunta hacia un orador que se dirige a una audiencia. La asociación de la escritura retórica con el discurso es lo que ha producido la curiosa idealización del orador, el profesional retórico de la palabra, que recorre la historia de la cultura desde Marco Tulio Cicerón hasta los humanistas del Renacimiento, sin detenerse allí. En La república, una vez más, se identifica al escritor Platón con el orador Sócrates; y en la iconografía cristiana los cuatro seres del Apocalipsis 4, 7 —derivados de Ezequiel 1, 10— se identifican con los cuatro evangelistas, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, quienes suministraron el vehículo escrito para las palabras de Cristo. A diferencia de Platón, Aristóteles no menospreciaba la retórica ni la tachaba de arte secundario, poniéndola al mismo nivel que la cocina, pero su tratado sobre el tema se abre con una palabra muy significativa. La retórica, dice, es el antistrophos, el coro de respuesta de la dialéctica. Prosigue explicando que el elemento esencial de la retórica es la persecución genuina, lógica y objetiva de la verdad que facilita la dialéctica. Apelar a factores subjetivos y emocionales en la audiencia resulta sospechoso: la retórica puede avanzar mediante saltos lógicos discontinuos (entimema), pero en cualquier caso necesita preservar la continuidad impersonal de la lógica. Por consiguiente, Aristóteles parece argumentar que Platón, independientemente de lo que haga en la práctica, sostiene en teoría que existe una persecución desinteresada de la verdad moralmente superior a la retórica, y que ésta debería imperar siempre que fuera posible. La dificultad de este argumento radica en que la retórica representa una forma de comunicación más inclusiva que la dialéctica. La retórica expresa una posición de la personalidad más general que el simple argumento y apela a ella: no se trata de una imitación de la dialéctica, sino de la incorporación de ésta a un modo distinto. Pocos siglos después de Aristóteles se produce el ascenso del pensamiento cristiano, y la cristiandad, al menos entonces, no creía que una dialéctica desinteresada fuera posible o siquiera deseable. San Agustín se expresa con Página 32 claridad cuando afirma que la persecución de la verdad por puro placer no es sólo una ilusión sino un pecado de orgullo. En la teoría medieval del sentido polisémico, o al menos en la exposición de Dante, no existe correspondencia directa con nuestro modo conceptual, pero encontramos dos niveles diferentes del que yo denomino retórico. El primero es «alegórico» (mejor llamado analógico o tipológico), y responde a la pregunta «quid credas», qué debemos creer; el otro, moral o tropológico, responde a la pregunta «quid agas», qué debemos hacer. Podríamos hablar, respectivamente, de la teoría y la práctica de la ideología cristiana. Son por supuesto inseparables: en el nivel de la mera creencia, no es posible distinguir lo que creemos de lo que creemos que creemos (GC, p. 257); sólo nuestras acciones muestran lo que realmente creemos. Sobre esta base, podemos tal vez descifrar los términos ideológico y retórico. Los desarrollos más elaborados de nuestro tercer modo son los grandes marcos de esas suposiciones aceptadas (la mayoría de las veces tampoco examinadas) que conocemos como ideologías. Normalmente se trata de estructuras de autoridad social, en la medida que las estructuras verbales puedan articular y racionalizar la autoridad. La «estrategia» de la ideología puede iniciarse con premisas que van más allá del argumento, pero lo normal es que proceda respetando en mayor o menor grado la honestidad lógica e intelectual, permitiendo incluso una cantidad limitada de diálogo con aquellos que se encuentran fuera de la ideología. En este sentido, respeta el contenido del principio aristotélico de controlar la retórica mediante la dialéctica. Sin embargo, cuando una autoridad social establecida insiste en lo esencial de ciertos postulados ideológicos y se muestra dispuesta a arremeter contra cualquier disidente que públicamente proclame una actitud diferente, queda claro que la dialéctica se halla subordinada a alguna otra cosa. Las «tácticas» de la ideología están incorporadas en obras retóricas, u oratorias, con las que se quiere persuadir y crear una respuesta «convencida». En oratoria se pretende lograr una identificación entre orador, discurso y audiencia. El «yo», que es el escritor o el orador, se autoidentifica con el «nosotros», al que se dirige dentro del marco de suposiciones común, representado por el discurso. Tal identificación sería imposible si la atención de la audiencia se desvía hacia lo objetivo, o si adopta durante un lapso cualquiera una dirección centrífuga: todo el énfasis tiene que recaer en el ordenamiento interno de las palabras. Veíamos que en la teoría medieval el nivel moral que persuade a pasar a la acción también era conocido por los nombres de «tropológlco» o «figurativo». Esto apunta al hecho de que en Página 33 oratoria hay que poner mucho énfasis en la lengua figurativa o puramente verbal: metáfora, alegoría, símil, antítesis y, sobre todo, repetición. En oratoria encontramos otro dispositivo verbal, más primitivo si cabe: un ritmo basado no en las secuencias sintácticas de la prosa, que expresa los ritmos del despertar de la conciencia, sino en un martilleo repetitivo y recurrente como el del verso. El lenguaje figurativo también es literario, y aprender los dispositivos retóricos resultaría tan útil al orador como al poeta. Desde la época clásica hasta después del Renacimiento, lo retórico y lo literario fueron compañeros reconocidos, dos variedades del lenguaje figurado. Si echamos un vistazo a situaciones retóricas típicas y positivas como la oración de Abraham Lincoln en Gettysburg o los discursos de Winston Churchill de 1940, comprobaremos la forma en que se sostienen las ideologías durante una crisis histórica. La llamada a la razón no es lo principal, aunque tampoco se descarte. El principio invocado en estos casos se refiere a que antes de ser algo pertenecemos a algo, que nuestras lealtades y sentido de la solidaridad deben primar sobre la inteligencia. Este sentido de la solidaridad no es simplemente emocional, como tampoco simplemente intelectual: podríamos llamarlo, con mayor precisión, existencial. También se da aquí un uso del discurso figurado, basado en la repetición («del pueblo, por el pueblo, para el pueblo»; «nos batiremos en las playas; nos batiremos en las colinas»). Cuando la retórica pasa de lo histórico a lo inmediato, como en los mítines y los alegatos, empezamos a detectar los rasgos que explican la suspicacia, el desprecio incluso con el que Platón y Aristóteles consideraron tantas veces la retórica. Tomemos una situación retórica en la peor de sus formas. Una retórica acusada unida a una ambición de corto alcance pretendería adormilar al perro guardián de la conciencia, y entonces el latido constante de la conciencia se tornaría hipnótico, como sugiere la metáfora de «acunar» a una audiencia. La repetición de frases estereotipadas está pensada para provocar cierta forma de disociación. El callejón sin salida que resulta de todo ello es ese monstruo semiautónomo llamado masa, cuya vociferante cabeza es el orador. Ante la masa, el cuestionamiento independiente que exige la dialéctica es un acto de abierto desafío, y normalmente es tratado como tal. Decíamos que en el área conceptual la argumentación era interminable, pero la retórica dispone de un arma ad hominem o personal para detenerla. Podemos decirle a alguien: «Eso lo dices porque eres ateo, comunista, judío, cristiano, o porque tienes una madre castradora», etcétera, etcétera. Tales Página 34 armas verbales son ilegítimas en el modo conceptual, en el que se parte de una base impersonal. Pero desempeñan un papel importante en la ideología, un papel que no siempre es violento o siniestro, ya que puede utilizarse para examinar la propia posición y ver las limitaciones que conlleva. En este punto asoma otro tema. Hasta ahora hemos hablado de lo activamente ideológico, pero también hay un lado pasivo en la ideología, en el que toda estructura verbal, por el simple hecho de estar condicionada por su entorno social e histórico, refleja ese condicionamiento. Los sistemas metafísicos, hasta Gottfried Leibniz al menos, muestran una tendencia a presentarse de forma espacial, por decirlo así, como estructuras consagradas a la verdad inmutable, y que por consiguiente se elevan por encima del tiempo. Sin embargo, de hecho no se elevan por encima del tiempo, y ello resulta cada vez más evidente con el paso del mismo. Cuanto más tiempo lleva muerto un pensador, más posibilidades tiene su obra de ser estudiada como documento ideológico. Por consiguiente, la ideología parece ser el delta en que confluyen todas las estructuras verbales. Pero, entre los otros aspectos a considerar, el más reincidente es la tendencia de las ideologías a convertirse en tiranías o dictaduras populares. Una ideología es más beneficiosa cuanto menos poder tiene, cuando la gente puede cuestionar libremente sus supuestos, cuando las terribles garras de la autoridad ideológica, las inquisiciones, las policías secretas y demás, no son sólo reducidas sino eliminadas. De ahí que sea tan importante la independencia de los modos descriptivo y conceptual, así como el mantenimiento de sus normas de autoridad verbal. Un nuevo descubrimiento científico o histórico puede socavar una ideología en cualquier momento; y los filósofos —aun cuando en épocas difíciles pueda parecer que tienen ciertas dificultades en demostrar su propia existencia, como lo muestra Rene Descartes de otro modo— son capaces de desempeñar un papel crucial a la hora de dejar oír la voz de la razón y la lógica en los momentos en que una sociedad se vuelve presa de la histeria. La voz de la razón, sin embargo, suele ser débil y poco efectiva, porque lo razonable y lo racional son cosas distintas. Al ser inherentemente deductiva, la dialéctica racional tiende a asumir un mundo euclidiano, en el que las vías de acción deben corresponder a un argumento, por poco práctico que éste sea. Lo razonable es tener conciencia de que todo argumento racional es una media verdad, y que la otra mitad debería incluirse en un compromiso más flexible y tolerante. Página 35 Hecho y concepto no pueden separarse de la ideología, pero suele ser posible distinguirlos. En nuestros días las reacciones a esta situación son curiosamente extremas. Desde un extremo se habla de una «explosión de información» como rasgo de nuestro tiempo, aparentemente sin percibir cuánta de esta información nos llega preenlatada en envases ideológicos. El otro extremo asegura que como nadie está libre de compromisos o suposiciones, y que es imposible desentenderse al cien por cien, que alguien lo logre en mayor o menor grado no es significativo; así los esfuerzos por ser intelectualmente honestos al enfrentarse con gente comprometida con otros ideales son en última instancia fútiles. Pero que en la vida humana sea imposible alcanzar un logro ideal no resta importancia al hecho de dirigirse hacia tal logro. No podemos concluir aquí, porque las ideologías, al igual que otros organismos humanos, son mortales: nacen, envejecen y mueren, o se metamorfosean. En otros modos verbales, decíamos, la decadencia y la metamorfosis eran resultado de la actividad. El ascenso de la ciencia y la filosofía secular significó que la ideología cristiana, cimentada en un universo geocéntrico, un inicio muy reciente y un final inminente del tiempo, un cielo o un infierno cuasi espaciales esperándonos al morir y una organización dedicada a sofocar cualquier manifestación de pensamiento no aceptado, tuviera que reagrupar sus fuerzas y reordenar sus tácticas durante los últimos siglos, al tiempo que se veía compelida a aceptar el reto de otras ideologías. De todo ello parece desprenderse la conclusión de que existen modos verbales aún más inclusivos que la ideología. Para echar un vistazo a esto deberemos comenzar preguntándonos: ¿qué crea en primer lugar una filosofía? ¿Por qué la autoridad social racionaliza el poder de sus palabras, en lugar de limitarse a afirmar que posee ese poder, lo único que, según Trasímaco, necesita hacer? ¿No vuelve a haber aquí un fundamento excluido que en realidad es una fuerza conformadora, algo que podría ser el centro de un cuarto modo? TRES La unidad ideológica entre orador, discurso y oyente es de tipo humano y social y el entorno no humano rara vez entra allí de forma directa. Las ideologías crecen en proporción a la convicción del hombre de ser el animal dominante en la naturaleza, mientras que el toro, el águila o el león carecen de espíritu, y por consiguiente son poderes que el hombre puede incorporar a su Página 36 propio cosmos. Esta convicción tuvo que ser precedida de una sensación más primitiva de alienación humana y desamparo en la naturaleza, sensación que en buena medida se fue perdiendo con el fortalecimiento de la sociedad. Los sentimientos de impotencia que, así y todo, subsistieron fueron en parte transferidos a los dioses, y acontecimientos tan tardíos como, pongamos por caso, el terremoto de Lisboa de 1755, aún se explicaban recurriendo a fórmulas del estilo «Dios los castigó por sus pecados». Pero el proceso histórico normal tiende a eliminar tales formas y a contemplar terremotos y fenómenos semejantes como simples procesos «naturales» que no están provocados, y en los que no interviene, ni Dios ni ningún tipo de dios. Por consiguiente, el mundo ideológico como tal tiende a convertirse en un mundo de lo humano y de lo no humano, y no existe nada personal fuera de lo humano. Lo mismo puede decirse de los modos verbales previos. El científico se encuentra mucho más a gusto si evita la sensación de la existencia de lo espiritual o de lo personal no humano. Si es un biólogo y estudia la evolución, será mejor para él excluir el sentido de lo teleológico, de un diseño personal no humano; si es un astrónomo y estudia el Bing Bang, o la alternativa que prefiera, será mejor para él evitar palabras tales como creación. Cuando digo «mejor» me refiero a menos susceptible de caer en lo que para él serían concepciones regresivas, que no harían más que oscurecer su ciencia. Es cierto que en física, por ejemplo, se ha establecido el principio de que el observador altera lo que observa mediante el proceso de observación. Pero la palabra «observador» sigue confinada a una consciencia relacionada con lo impersonal, y lo que está fuera de la conciencia, como las emociones, pertenece a un mundo subjetivo que todavía no es funcional en física. Sin embargo, los seres humanos siguen sintiéndose alienados en un entorno no humano. El nacimiento y la muerte siguen siendo misterios impenetrables; también lo sigue siendo lo que se ha dado en llamar «ser a mí» (thrownness), es decir el sentimiento de que la existencia es un hecho arbitrario. Igual que la sensación de asombro y arrebato al contemplar las estrellas, el mar o la quietud de un bosque, que nunca se satisface del todo con las tendencias despersonalizadoras del pensamiento descriptivo, social o ideológico, por muy flexible que éste sea. De ahí la necesidad de un modo de comunicación verbal más inclusivo; este tipo de comunicación que desde el período romántico se ha venido llamando imaginativo. Un modo que rompe los dogmas solidificados que las ideologías parecen anhelar y nos introduce en un mundo con un final más abierto. Página 37 Una respuesta imaginativa es aquella que sostiene la desaparición de la diferencia entre lo emocional y lo intelectual, y en la que la conciencia convencional es sólo uno más de los posibles elementos psíquicos, ya que la fantasía y la ensoñación participan de un estatus semejante. El criterio de lo imaginativo es lo concebible, no lo real, y expresa lo hipotético o supuesto, no lo concreto. Parece claro que semejante criterio nos remite a esa área verbal que llamamos literatura. Las narraciones literarias descienden históricamente de los mitos o, mejor dicho, de la suma de mitos que llamamos mitología. Un mito es un relato (mythos), que normalmente trata de los actos de los dioses. Al ser un relato, es potencialmente literario, y tiene la misma forma que otros tipos de relato, como los cuentos populares y las leyendas, menos preocupadas por seres divinos convencionales. A medida que se desarrolla la categoría que llamamos literatura, estos relatos tipo se funden, y los mitos tradicionales pasan a formar parte de las ficciones de novelas, romances y epopeyas, además de entrar, de forma episódica, en la poesía lírica. A pesar de que ya lo he tratado en algunos de mis trabajos anteriores, volveremos con más detalle sobre esto en los dos capítulos siguientes. Los mitos nos devuelven a un tiempo en que la distinción entre sujeto y objeto era mucho menos continua y rígida que ahora, con los dioses como personajes centrales del mito, puesto que suelen ser personalidades que se identifican con aspectos de la naturaleza. Existe, por tanto, en función de la metáfora, otro elemento literario que aún deberemos examinar. Los dioses repueblan, por decirlo así, la naturaleza no humana: dioses solares, marinos y de la tormenta devuelven a la naturaleza moradores personales, y la proveen con lo que, en un contexto diferente, se ha dado en llamar una relación de «tú a tú»[9], relación que sustituye el entorno de la conciencia convencional, en el que todo es un «eso». Pero con el florecimiento de la literatura, la existencia de estos dioses se da por supuesta y deja de tener importancia. Siguieron poblando la literatura con la misma energía después de que los templos de Júpiter y Venus fueran demolidos y los rezos y rituales dejaran de asociarse con ellos. El poeta no necesita afirmar la realidad de lo que dice, o su existencia ontológica. Podría parecer que esto le priva de utilidad social e influencia, y en muchos aspectos es así. El mito es tanto el fundamento excluido de la ideología como el asumido. Hay un número infinito de mitos individuales, pero sólo un número finito — de hecho, un número muy pequeño— de series de mitos. Estas series expresan hasta qué punto les desconcierta a los hombres ignorar por qué Página 38 estamos aquí y hacia dónde vamos, e incluyen los mitos de creación, de caída, de éxodo y migración, de destrucción de la raza humana en el pasado (mitos de diluvio) o en el futuro (mitos apocalípticos), de la redención en alguna fase de la vida, ya sea en su transcurso o después, se interprete como se interprete ese «después». Tales mitos resumen, con toda la amplitud que puedan darle las palabras, la visión que tienen los hombres de su naturaleza y destino, su ubicación en el universo, su sentido tanto de la inclusión como de la exclusión respecto de un orden infinitamente mayor. Así, aunque la literatura como tal no haga afirmaciones ontológicas, el modo imaginativo o poético de ordenar las palabras tiene que ser el punto de partida para conferir realidad a la personalidad no humana, ya se trate de ángeles, demonios, dioses o de Dios. Lo primero que hace una ideología es dar una versión de lo que considera relevante en su mitología tradicional, y utiliza esta versión para formar y reforzar un contrato social. Una ideología es por tanto una mitología aplicada, y sus adaptaciones míticas constituyen aquello que tenemos que creer, o decir que creemos si formamos parte de una estructura ideológica. En su sentido habitual, la creencia, no exige otra cosa que declarar la adhesión a una ideología (GC, p. 257). Una ideología suele sugerir algo del siguiente estilo: «El orden social no es siempre como te gustaría que fuese, pero es lo mejor que puedes esperar por el momento, aparte de que es lo que los dioses te han destinado. Obedece y trabaja». La persecución y la intolerancia son el resultado de la decisión de una ideología —tal como viene expresada por su clero, y apoyada por su clase, ascendente en general— para hacer de su canon mitológico el único compromiso posible, al tiempo que sobre los otros recaen las acusaciones de heréticos, morbosos, irreales o malignos. En esto se ve que existe una fuerte resistencia, en el interior de una ideología, a hacer visible su fundamento excluido, el mito que le da vida, y a examinarlo desde una perspectiva más amplia. Como la literatura no afirma nada y se limita a proponer símbolos e ilustraciones, pide una suspensión del juicio, así como una serie de variedades de reacción que, si se dejan a su aire, podrían ser más corrosivas para una ideología que cualquier escepticismo racional. He mencionado la autoridad de la voz de la razón en una sociedad histérica, pero la razón depende de la conciencia, y la conciencia es un mecanismo defensivo, un filtro que deja fuera otras formas de actividad psíquica, como la fantasía o el sueño, que en la literatura sí cumplen una función determinada. A todo contrato social le interesa asimismo reducir estas actividades psíquicas no racionales a la irrealidad. Eso ofrece al poeta un campo de juego psíquico «simulado», que Página 39 no necesita ser tomado en serio a menos que vuelva a entrar en un modo ideológico y haga su exposición en su propio lenguaje. Está claro que muchos poetas hacen esto, y se sentirían completamente inseguros y carentes de función social si no lo hicieran. Durante un tiempo, en los años treinta y cuarenta de este siglo pareció como si la literatura fuera a convertirse en un comercio cerrado de creyentes ideológicos que se adherían a una determinada postura religiosa o política, por lo común de tipo autoritario. ¿Qué otra opción le queda al poeta, si sólo puede juguetear en un vago mundo mítico o aludir oscuramente a grandes misterios que nadie, ni siquiera él, comprenderá nunca? Percy Bysshe Shelley escribió un poema de libre asociación mítica llamado The Witch of Atlas, pero hasta su esposa creyó que estaba comportándose de forma irresponsable. En el fondo, incluso él mismo lo creyó, aunque defendiera su derecho a tomarse esa libertad. Hemos visto que la sospecha que planeaba sobre el desarrollo de la retórica era que consistiese, más que nada, en mala dialéctica, en que fuese un reforzamiento del legítimo recurso a la razón mediante un ilegítimo recurso a las emociones o a los intereses creados. También veíamos que en esta sospecha había mucha verdad, que existen formas degradadas de retórica y que la dialéctica tiene cierto poder, aunque muy limitado, para luchar contra aquellas. De modo similar, en una época dominada por ideologías estruendosas, sobre el mito recaen buena parte de las sospechas de ser el inspirador de las malas ideologías. Podemos distinguir dos formas de retórica que, si no siempre degradadas, son ciertamente sospechosas: la propaganda y la publicidad. Son sospechosas porque su aproximación es irónica: un publicista apenas se compromete con lo que dice, ni espera una respuesta de compromiso por parte de su público. Dando por supuesto cierto grado de control social, semejante práctica resulta relativamente inofensiva: sólo son abiertamente degradadas las formas de propaganda retórica respaldadas por amenazas y penalizaciones pensadas para eliminar la respuesta irónica. Cuando una ideología es reforzada o promovida hasta la histeria y el fanatismo, se capta su base mitológica con toda claridad pero de una forma patológica. Ejemplos son el mito racista «ario» del que parte el nazismo, el mito de un campesinado espontáneamente creativo e ideológicamente obediente en la China de la «Banda de los Cuatro», y los mitos «fundamentalistas» o sectarios de varias religiones, que muchas veces se conforman en torno a un líder carismático que cercena la libertad de sus seguidores, separándolos del resto del mundo. Así y todo, la mitología, buena o mala, crea la ideología, buena o mala. De ahí que sea erróneo usar la Página 40 palabra mitología para referirse únicamente a: 1) una ideología mala o trivial, 2) la ideología de los otros, convenientemente denigrada, o 3) una mitología enferma. De aquí nace el prejuicio común hacia la literatura, que ha convertido los términos estructura literaria, mito, fábula y ficción en sinónimos de falso. Hay incluso quien cree que todo mito constituye una patología verbal: esta aberración característica del siglo XIX ha llegado hasta el XX. Los mitos, sin embargo, tienen un rasgo que hace explicable este menosprecio. Cuando la mitología se adapta a una ideología contribuye al establecimiento de un contrato social, propone datos pretendidamente históricos y acontecimientos del pasado de un modo tal selectivo que apenas si podemos considerarlos realmente históricos. Los mitos de creación y de diluvio en el Génesis, por ejemplo, dicen explícitamente «Esto es lo que sucedió», e implícitamente «Es difícil que esto sucediera exactamente así». La razón de presentar el pasado, real o legendario, de este modo se encuentra ya en la misma palabra presentar. Puede que las primeras sociedades no tuvieran una idea demasiado clara de su historia, pero sabían que sus vidas acabarían en la muerte, que habían sido testigos de muchos desastres y contratiempos, que es probable que tuvieran que ser testigos de otros en el futuro, y que su mundo estaba lleno de crueldad e injusticia. El mito sirve como contrapeso a esa visión de su historia, ya que sugiere que esos avatares son una repetición de mitos ancestrales o la plasmación de su significado. Esos mitos no son simples «cuentos paternos», como decía Thomas Mann, sino confrontaciones con una carga de significado que exige todas las reservas de coraje y energía necesarias para mantener una rutina o para afrontar una crisis. A lo largo de este libro invocaremos esa fórmula de Samuel Taylor Coleridge según la cual donde no podemos dividir muchas veces tendremos que distinguir: así preservaremos tanto la unidad de conjunto como los rasgos distintivos de las partes de aquello con lo que tratamos. Si se me pregunta en qué punto de esta búsqueda se sitúa la crítica estricta, diría que la crítica es la teoría de las palabras y del significado verbal y, por tanto, es distinguible de las diferentes formas de práctica verbal que hemos considerado aunque esté íntimamente relacionada con ellas. La crítica incluye las áreas lingüística y semántica que no se tocan aquí, puesto que lo que me preocupa es un aspecto específico que afecta sólo a un tipo de crítica literaria. Muchos críticos siguen hoy sin querer o poder superar el estadio ideológico a la hora de tratar con la literatura, porque están menos interesados en ella que en su relación con otras Página 41 cuestiones ideológicas, ya sean religiosas, históricas, radicales, feministas o de cualquier otra modalidad. En tales ópticas la literatura se ve subordinada a otra cosa por definición más importante y urgente. Las razones históricas para la popularidad de esas aproximaciones será el tema principal del siguiente capítulo. Sin embargo pienso que algún crítico debería tratar la literatura en términos de su lenguaje mítico y metafórico; alguien para quien nada tenga un significado prioritario a la literatura en sí. Esto no significa negar las relaciones ideológicas de la literatura, o disminuir su importancia, sino intentar clarificar qué es lo que se está relatando. De un modo más general, la crítica es el lenguaje que expresa la conciencia del lenguaje. Puesto que esto significa una conciencia común y convencional, el acercamiento de la crítica a la literatura a veces implica reducir la poesía a prosa expositiva: una tarea bastante pedante y poco agradecida. Lo que se pretende con semejante reducción, sin embargo, no es traducir el lenguaje poético a un lenguaje inadecuado e inferior, sino establecer las relaciones de la poesía con contextos verbales más amplios. En este punto empiezan a abrirse paso diferentes tipos de actividad crítica. En retórica se puede separar el estilo del contenido, los trucos de la oratoria del mensaje persuasivo, y los críticos que piensan en términos de retórica aplican a menudo esta misma separación en la literatura. Los críticos con frecuencia nos hablan de autores que escriben con elegancia pero no tienen nada que decir (o sea, nada que ese crítico quiera oír), o de escritores que escriben mal pero…, etcétera. Hemos insistido en que la literatura no dice cosas: las obras literarias se comunican mediante agrupaciones míticas, y la exigencia en distinguir entre estilo y contenido sólo significa que el escritor no ha escapado de la órbita retórica. Si la conciencia del lenguaje puede ejercerse, en un principio, desde una conciencia convencional, pronto se ve claro que el lenguaje acaba intensificando esa misma conciencia. Esto es cierto con los cuatro modos que hemos estudiado. La crítica refuerza la ciencia, la filosofía, la historia o la política mediante la creación de cánones de autenticidad: la crítica separa la ciencia de la superstición, la historia del rumor y la leyenda, la filosofía y la política de la propaganda, y así sucesivamente. En literatura, los cánones de lo auténtico son mucho más elusivos y flexibles, y pueden cambiar en cualquier momento. Pero aunque la crítica no esté imbricada en la estructura de la literatura como lo está en la estructura de la ciencia o la filosofía, sin duda desempeña el mismo papel. La crítica señala la dirección del avance consciente, y clausura los desvíos y callejones sin salida que nos devuelven al Página 42 punto de partida. En literatura la estructura creativa suele producirla un individuo; la crítica crea un consenso social a su alrededor. En nuestros días la intensificación del poder de la conciencia mediante técnicas de meditación y otras semejantes, se ha convertido en toda una industria. En cierta medida me desconcierta comprobar que esta actividad pasa por alto o ignora el hecho de que todo lenguaje intensificado antes o después se vuelve metafórico, y que la literatura no sólo es el guía evidente sino inevitable a viajes de conciencia más elevados. Una vez más una carta robada nos mira burlonamente a la cara. Cuando Dante quiso experimentar estados más allá de la vida en la Italia del siglo XIII, el poeta Virgilio se convirtió en su guía. Virgilio representa la literatura en la función que le asigna Matthew Arnold como una «crítica de la vida», como la visión de la existencia, desgajada pero no retirada de tal existencia, que adquiere su forma más inclusiva en el modo imaginativo. Más allá de Virgilio está Beatriz, que representa, entre otras cosas, una crítica o una conciencia más elevada por encima de los límites de la visión de Virgilio. Parece como si la crítica fuera la fuerza que controla y dirige cada modo verbal, así como el poder que nos capacita para viajar entre los modos en ambas direcciones, hasta que alcanzamos el límite de lo que las palabras pueden hacer por nosotros. Pero aquello que desde la distancia parece un Emite, a menudo resulta ser una puerta abierta a otra parte. Deberemos comparar con mayor detalle las dos formas de lenguaje retórico, el literario y el ideológico, el imaginativo y el persuasivo, y ver si de ello podemos extraer alguna conclusión sobre qué lugar ocupa y qué función social cumple la literatura en el cosmos verbal. Página 43 2. Interés y mito UNO Nuestro punto de partida aquí es la palabra mito, en su acepción común y popular de relato (mythos), normalmente acerca de dioses, y también normalmente referido a un pasado remoto. Sigo subrayando (no pienso utilizar el verbo «privilegiar») el aspecto narrativo de la literatura. Los mitos típicos que acabamos de mencionar aparecen en los estadios tempranos del desarrollo social, antes de que se hayan establecido del todo los controles verbales de lógica y evidencia. La crítica literaria se limita a la era de los documentos escritos, por lo que tendremos que pasar por alto esas culturas orales y premíticas. Para recapitular brevemente lo que se dijo en El gran código y en el capítulo anterior: por su estructura los mitos se parecen a otras formas del relato como los cuentos populares o las leyendas. Los cuentos populares, sin embargo, tienden a ser socialmente nómadas, y viajan por el mundo intercambiando sus temas y motivos; las leyendas acostumbran a ser relatos asociados con algún lugar concreto o un héroe cultural. Los mitos tienen una función social diferente y distintiva. Esa función es fundamentalmente la de contar a la sociedad en la que se desarrollan todo lo que necesita saber sobre sus dioses, su historia tradicional, los orígenes de sus costumbres y su estructura de clase. Los mitos también se utilizan en conexión con los rituales, bien como comentario, bien como dramatización de éstos. Por consiguiente los mitos tienen dos contextos. Por su estructura se asemejan a otros tipos de relato, y en ese sentido son potencialmente literarios. Pero en las primeras sociedades también tienen una función social que hemos dado en llamar ideológica. Desempeñan un papel determinante a Página 44 la hora de definir una sociedad, al darle una posesión compartida de conocimiento —al menos, de aquello que se supone es conocimiento— que le es peculiar. Más que proclamar «Esto es cierto» afirman «Esto es lo que tienes que saber». Este tipo de mitología está cerca de lo que se entiende por el término bíblico torah: enseñanza esencial, incluidas las leyes, que nadie está excusado de aprender. Así, una mitología crea en el corazón de su sociedad el equivalente verbal de un temenos o suelo sagrado, una zona delimitada y sacrosanta. Al desaparecer su función ideológica y quedarse sólo con su estructura literaria, los mitos se convierten en literatura pura, como sucedió con la mitología clásica después del surgimiento del cristianismo. Los mitos de la Biblia, por otra parte, retuvieron un peculiar estatus sacrosanto hasta aproximadamente el siglo XVIII, y de un modo más decadente hasta nuestra época. Pero a medida que la sociedad se desarrolla se vuelve más plural: las palabras sirven para hacer preguntas, y se le exige más a la cultura verbal, lo que desemboca en la creación de los otros tipos de lenguaje y narración que hemos examinado. Así, la cultura verbal mitológica de Grecia, que nos ha dado a Homero, Hesíodo, los himnos homéricos y los poetas trágicos, se vio cuestionada por los primeros filósofos, que empezaron a hacerse preguntas como: ¿de qué está hecho el mundo? ¿Existe una substancia primaria de la que derivan las demás? ¿Qué son realmente las estrellas? ¿Existe eso que se ha dado en llamar átomos? Son preguntas que se mueven en la dirección de la ciencia, y quienes las formulaban no tardaron en descubrir que la mitología carecía de respuestas serias o relevantes. Ello se debe a que la mitología no es una protociencia: expresa creencias humanas, miedos, inquietudes, pasiones y agresiones en el marco de una tradición o revelación que se supone proviene de una fuente de autoridad de origen misterioso. Claro está que muchos mitos tienen implicaciones protocientíficas, como los relacionados con la formación de un calendario, que concilian el año solar y el lunar, del mismo modo que muchos mitos son narraciones oblicuas de figuras históricas o acontecimientos. Pero la vertiente primordial de la mitología no recae en lo especulativo, y mucho menos en lo fáctico: es una estructura de interés práctico humano… y no tardaremos en volver a encontrarnos con la palabra interés. Las posibilidades lingüísticas que se abren al entrar en juego estas nuevas vertientes hacen difícil desestimarlas. La escuela pitagórica sugirió, más allá de su tendencia al ocultismo, que para estudiar el mundo físico tal vez fuera Página 45 más conveniente el lenguaje matemático que el verbal. A esta idea no le llegó su hora, por así decirlo, hasta el siglo de Galileo Galilei y René Descartes, cuando se desplazó hasta colocarse en el centro de la reflexión. Pero la ciencia no podía llegar muy lejos con una tecnología rudimentaria, y los presocráticos nos han dejado principalmente intuiciones brillantes de cosmología especulativa. Lo importante para nosotros en este punto es comprobar que alguna de estas especulaciones tempranas chocaban con las inquietudes de la sociedad, que como todas estaba dominada por una ideología nacida del mito. Se nos dice que el filósofo Anaxágoras, maestro de Pericles, fue procesado en Atenas acusado de impío y ateo[10]: por lo visto había sugerido que el sol era una roca incandescente, posiblemente tan grande como la mitad de Grecia. En esa época y lugar poco podía establecerse de un modo definitivo sobre el sol, con lo que el único punto discutible —en cualquier caso un punto de suma importancia— era el derecho de los individuos a especular, un derecho que pocas sociedades han concedido con facilidad. El mucho más conocido proceso a Sócrates, acusado de los mismos cargos, simbolizó una revolución permanente y de primer orden en la cultura verbal. A Sócrates le preocupaba menos el mundo natural que el ético, por lo que se enfrentaba mucho más directamente con el monopolio social de los intereses. Por rechazable que sea la condena de Sócrates, esa revolución tuvo la suerte de contar con un mártir como él, y, por supuesto, de que Platón fuera testigo de su martirio desde el principio. Con la revolución empezó a sustituirse el mythos por el logos. En este contexto logos significa una retórica ideológica supuestamente controlada por la dialéctica y que, al menos al principio, en Platón y en Aristóteles se identifica con esta última. Resulta obvio decir que un libro sobre la Biblia cristiana se verá obligado a utilizar la palabra logos en otros contextos, y se dará cumplida información siempre que suceda. Cualesquiera que sean las limitaciones de la lengua para apresar la realidad, la disposición de palabras en prosa, que avanza mediante proposiciones y hace afirmaciones precisas y concretas, nos lleva más lejos que el lenguaje constreñido por el relato narrativo y por la autocontención poética, que ni puede ser refutada ni establecida, y que en el mejor de los casos sólo pretende hacer afirmaciones concretas. El pensamiento del logos surge de una mente individual, pero su fuente última es un consenso social: en parte, Platón se sirve de la forma dialogada para simbolizarlo. Aunque con muchas reservas, podemos citar la expulsión de los poetas de La república de Platón y la referencia despectiva al pensamiento mitológico Página 46 en la Metafísica de Aristóteles, como ejemplos de esa subordinación de lo poético y lo metafórico al lenguaje dialéctico, que ha dominado la cultura occidental desde entonces, a pesar de la frecuencia con que haya cambiado la dirección de la dialéctica. Desde Platón y Aristóteles a las filosofías helenísticas, de éstas a la teología cristiana y la escolástica, y de allí a las ideologías seculares de nuestro tiempo, democráticas, marxistas o de cualquier otro orden, el ascendente del dialéctico sobre el poeta no ha dejado de crecer. Por tanto el mito, como hemos explicado antes, pierde su función ideológica excepto en aquello que el logos toma y adapta de él. Los mitos en los que ya no se cree, aquellos que ya no están conectados con el culto o el ritual, pasan a ser puramente literarios; los mitos que conservan un estatus especial en la sociedad son traducidos al lenguaje del logos, y se enseñan y aprenden en esa forma. Eso es lo que le sucedió a la Biblia en los siglos cristianos; antes de leer la Biblia había que aprender a hacerlo a partir de una estructura de doctrina logo-formulada. En las iglesias reformistas el procedimiento era casi el mismo, si bien la teoría era distinta. Uno de los puntos centrales de la Reforma fue conseguir una lectura libre de la Biblia; sin embargo un calvinista, más que hacer una lectura personal, lee la Biblia según la interpretación que de ella hizo Calvino. Los mitos aceptados pronto dejan de funcionar como tales: pasa a afirmarse que se trata de hechos históricos o recuentos descriptivos de lo que «sucedió realmente». En su momento señalé (GC, p. 43) el pasaje del Fausto en el que Fausto altera con toda deliberación el versículo «En el principio existía la Palabra», cambiándolo por «En el principio fue la Acción». Tendría que haber añadido que Fausto se limitaba a seguir la práctica cristiana de su época. En el principio Dios hizo algo, y las palabras son servomecanismos descriptivos que expresan su acción. Esto introduce en la religión occidental lo que los críticos postestructuralistas denominan «significado trascendental», la visión de que lo cierto o auténtico es exterior a las palabras, que apuntan en esa dirección. Me parece obvio (y abundaremos en ello más adelante) que el arranque del Evangelio de san Juan trata expresamente de obstruir esa actitud, y de identificar logos y mythos. Pero la actitud en sí está profundamente enraizada en el pensamiento del hombre. En el siglo xx León Trotsky denunció a ciertos marxistas desviacionistas de su época por creer, como idealistas que eran, en la primacía de la palabra, cuando, según él, todo marxista genuino sabía que en el principio fue la acción. Página 47 De vez en cuando se afirma, se vocifera casi, que mito, fábula y ficción, los términos de la narración literaria, son eufemismos que sustituyen a lisas y llanas mentiras, y en siglos anteriores a este punto de vista se le sumaba la extremista doctrina cristiana según la cual la mitología clásica y otras muchas eran parodias demoníacas de la auténtica. Según este punto de vista, los mitos bíblicos no eran mentiras, y por consiguiente tampoco mitos: la advertencia contra «mitos necios» (mythous bebelous) aparece pronto: en las Epístolas pastorales del Nuevo Testamento[11]. Si las fechas coincidieran, podría tratarse de un ataque a la profusión de mitopoeia en las escrituras gnósticas: de ser así, se habría pretendido excluir toda mitología ajena al canon, fuera cual fuese el canon por esa época. Semejante actitud nos encierra en un sistema binario de verdad-o-falsedad en el cual se pierde la flexibilidad del mito, aunque luego, en la historia de la cultura occidental, un consenso más liberal luchara por evadirse de tal binarismo. Hemos conocido, y seguiremos conociendo, supervivencias y mutaciones de los prejuicios tradicionales contra el mito. Los mitos platónicos, elaborados por un dialéctico de genio supremo que sigue todavía muy próximo a una mitología históricamente funcional, son los ejemplos más claros de cómo se supone que trabaja una mitología bajo el control del logos. En Platón los mitos entran en juego cuando la dialéctica ya no puede avanzar más, y estamos entonces preparados para lo que en el Timeo se denomina cuento verosímil (o, en expresión más ágil, «relato posible»)[12]. El cuento verosímil ilustra lo que se ha dicho hasta ese momento, o especula sobre posibilidades desconocidas para la dialéctica, o, como en el Fedón, se refiere al tipo de cosa que funciona en áreas inalcanzables mediante la argumentación directa. Aristóteles también encuentra un lugar para la elocución poética desde el cual poder expresar verdades universales como particulares, y por consiguiente capaz de contener su propio tipo de verdad hipotética. Esto, en efecto, significa que la literatura está muy estrechamente ligada a la retórica, y que al igual que ésta tendría que ser contemplada como un antistrophos de la dialéctica. Este punto de vista ha tenido un gran ascendiente desde entonces: de hecho ni siquiera hay aún suficientes críticos capaces de distinguir el lenguaje poético de una retórica con un propósito especial. Encontramos un ejemplo de esa actitud cultural que desciende de Aristóteles en el tratado del siglo XVI Apologie for Poetrie, de sir Philip Sidney, en el que se deja claro que el poeta «no afirma», queriendo decir con ello que en literatura las afirmaciones o son hipotéticas o son pseudo Página 48 afirmaciones. Comparada con la filosofía (moral), dice Sidney, la poesía convierte el precepto abstracto en ejemplo concreto, mientras que si se la compara con la historia, convierte el imperfecto ejemplo humano en el idealizado ejemplo del héroe. Por consiguiente, la poesía ocupa un lugar social cuya función es oficiar de poderoso fundamento entre todos los elementos de cortesía o civilización, incluso en el ámbito militar, donde encontramos el «compañero de armas». Las suposiciones características que Sidney en parte acepta y en parte matiza son entre otras: la poesía es primitiva, y por tanto al leerla debemos tener presente cuáles de sus aspectos quedarán desfasados; la poesía es festiva, y por tanto hay que tomarla con diferente espíritu que las estructuras verbales discursivas; la poesía es imaginativa, y por tanto no compite en la carrera verbal en pos de la verdad y la realidad. El ideal del poeta es deleitar e instruir; las fuentes de deleite se encuentran dentro de su arte, pero para instruirse necesita la guía de otra disciplina verbal. Los relatos avanzan mediante la ilustración y el ejemplo, más fáciles de asimilar que la argumentación, porque apelan a un nivel mental más infantil. Esto da a la poesía una resonancia emocional, a ratos incluso una sensación de misteriosas posibilidades inexploradas, lo que seduce a una audiencia mucho más amplia que la simple argumentación. Da color allí donde la argumentación sólo da blanco y negro. Su función social esencial es pues la de facilitar una analogía retórica o una contrapartida a cualquier ideología ascendente que pueda serle contemporánea. Esto implica que las estructuras literarias legítimas y útiles son mitos del tipo platónico. De las distintas maneras que tienen los poetas de ajustarse a esta situación, dos resultan de particular importancia. La primera es el uso de la alegoría. En la alegoría la relación entre el relato y su sentido es visible en todo momento, y en este contexto el sentido se relaciona con la traducción al lenguaje del logos, como cuando se dice de una fábula de Esopo que se trata de una moral discursiva. Aquí se ve muy claro el papel de la poesía como analogía retórica de una ideología ascendente. Más tarde, el escritor literario empieza a desplazar sus estructuras míticas en la dirección de lo posible o lo creíble, y de este proceso nace la ficción realista y naturalista. Aquí, al igual que en la alegoría pero en un sentido diferente, la función de la literatura como ilustración de la ideología es inevitable. En poesía encontramos ajustes menos extremados; considerada en el sentido limitado de escritura versificada, la poesía es la parte de la literatura más resistente a adaptarse a la escritura discursiva. Pero incluso en ésta Página 49 encontramos notables formas de lo que en los estudios bíblicos se da en llamar «desmitologización». Tenemos un ejemplo en la ruptura de William Wordsworth con mitologías tradicionales, como las metamorfosis de Ovidio y otras, y en su uso de un idioma más descriptivo vinculado al de la prosa no literaria. Ese lector Victoriano que, en la frase de Douglas Bush, creía que leía poesía cuando en realidad buscaba «pensamientos elevados», también estaba adoptando un punto de vista desmitologizador. DOS Hemos visto cómo el lenguaje ideológico apoya las preocupaciones de la autoridad social, y cómo aun así acaban por implantarse otros tipos de autoridad verbal, por ejemplo en la ciencia. En los enfrentamientos de Galileo y Giordano Bruno con los funcionarios religiosos de su tiempo, asistimos al compromiso de un científico con su ciencia y con su sociedad, que en ciertas crisis le obliga a permanecer leal a su ciencia, aun a costa de que lo silencien o martiricen. Puede que se trate sólo de la simple obligación moral de apoyarse en hechos y evidencias frente a las ilusiones reaccionarias, pero también puede encerrar algo más sutil. En la época de Galileo la evidencia de un sistema solar heliocéntrico aún no era concluyente: la teoría geocéntrica seguía pareciendo razonable, y Galileo ciertamente daba lo que se conoce como salto de fe. Esta expresión se utiliza en la escritura religiosa, pero no todo salto de fe es religioso. En cuanto a Bruno, sus saltos son tan grandes y diferentes que hasta a los especialistas en su obra les resulta difícil seguirle. Isaac Newton presenta un panorama igualmente desconcertante si consideramos el conjunto de su producción y el abanico de sus intereses. La autoridad de la ciencia, en otras palabras, crece hasta convertirse en una autoridad más amplia y exigente en libertad social e intelectual. Esto será relevante mientras el científico siga siendo un ser humano que desarrolla su trabajo en un contexto personal y no sólo científico, relacionado con la ideología aun cuando cuestione ciertas formas de ésta. En nuestros días la confrontación entre científico y reacción social debería ir en retroceso. Una sociedad altamente tecnológica puede reclutar a algunos de sus científicos y hacerles trabajar para sus intereses, mientras que otros entenderán que la base de su compromiso con la ciencia es la convicción de que ésta existe para el beneficio de la humanidad, y no para promocionar la tiranía y el terror. Página 50 Aunque a regañadientes, hoy en día la autoridad de la ciencia es reconocida por todos, y a menudo viene acompañada de la persecución o el aislamiento de aquellos científicos disidentes que no se adaptan a ciertas inquietudes sociales establecidas. Pero la autoridad del poeta carece de cualquier tipo de reconocimiento, o se la niega explícitamente, como ha sucedido, por poner unos pocos ejemplos, en los manifiestos del «realismo socialista» en la era del estalinismo en la Unión Soviética, durante la llamada «revolución cultural» en China o en las oleadas de histerismo en la clase media —con frecuencia llamado moralidad— que periódicamente asuelan Estados Unidos y Canadá. La ideología se apoya, o piensa que se apoya, en la dialéctica, y el procedimiento tradicional de la dialéctica, decíamos, es el de demostrar que una afirmación es verdadera y que por consiguiente la contraria tiene que ser falsa. El cristianismo afirma la existencia de un Dios personal, y dice (o ha dicho) de cualquiera que afirme lo contrario que comete anatema, o que ha de maldecírselo. Pero de forma progresiva, desde Georg W. F. Hegel al menos, hemos sabido que toda afirmación es un juicio parcial que incluye su contrario, ligado a esa afirmación. Si decimos «Hay un Dios», no sólo sugerimos la posibilidad de decir «No hay Dios», sino que en cierto sentido es lo que estamos diciendo. Las ideologías más efectivas hoy en día son aquellas que han desarrollado la suficiente flexibilidad y tolerancia como para tener este hecho en cuenta. Pero lo normal es que los que están en el poder, y posiblemente una gran parte de la sociedad, consideren que la flexibilidad y la tolerancia son fuerzas sociales peligrosas. El siglo XX ha visto a muchos poetas y novelistas exiliados, silenciados, aislados, encarcelados, asesinados o impelidos al suicidio por gobiernos obsesionados con la ideología. Y este martirio y sacrificio les ha llegado fundamentalmente por insistir en la integridad de su visión poética. Por ello la cuestión de la realidad de la visión poética, y también de la autoridad específica que la proclama, difícilmente podrá dejarse de lado aduciendo que carece de importancia. Esto es especialmente cierto cuando la situación supera el terreno literario para entrar en un ideológico punto muerto de amplitud universal, con locos y psicópatas en todas partes del mundo alentando la guerra o el terrorismo sistemático para aplastar cualquier ideología distinta de la suya. Y aunque un escritor puede querer mantener la integridad de su visión hasta el punto de poner en peligro su sustento e incluso su vida, es probable que no sepa demasiado bien qué gana con esa integridad. Tiene en su contra Página 51 el peso de la suposición de que las formas poéticas y mitológicas de pensamiento son primitivas, y que sin la apropiada guía ideológica su trabajo será en el mejor de los casos socialmente inútil. Ya en el Secretum de Petrarca[13], un pesaroso diálogo entre el poeta y san Agustín, comprobamos lo marginado que puede sentirse un poeta en su sociedad si se lo compara con una figura tan central como un doctor de la Iglesia. Tenemos asimismo la Retractación de Geoffrey Chaucer, en la que el poeta repudia aquellas de sus obras que hayan podido «sembrar el pecado». En este documento se percibe un fuerte aroma a «firme aquí», y a que sería mejor no cultivar la amistad de alguien convencido de que leer a Chaucer lleva a pecar. En cualquier caso una larga sucesión de conversiones, arrepentimientos y repudios de trabajos previos precede y sucede a esta retractación en la historia de la literatura. No es difícil pensar en grandes escritores de todas las culturas —Torquato Tasso, Nikolai Gogol o Yukio Mishima son algunos ejemplos elegidos al azar— arrastrados al colapso mental, la esterilidad o algo peor a causa de las dudas e inseguridades relacionadas con la función social de su obra. Es evidente que cada caso podría ser examinado como un problema psicológico diferente de los otros, pero eso no quita para que el número de éstos asociado a la literatura y las demás artes sea muy significativo. En el poema francés del siglo XIII Aucassin et Nicolette se advierte al héroe Aucassin que su devoción por el amor y las artes le llevará al infierno. Replica que es precisamente allí donde quiere ir, ya que parece claro que todo lo que tiene algún valor humano se dirige en la misma dirección. Sin el fino humor de Aucassin, muchos de sus contemporáneos habrían expresado lo mismo con toda solemnidad, y cuando volvemos a pensar en la Retractación de Chaucer, advertimos que en semejante sociedad no debía de ser fácil mantener una actitud tan desafiante de forma indefinida, y menos en el lecho de muerte. En cualquier caso las actitudes de desafío, de duda o de sumisión recorren toda la literatura, por lo menos desde los poetas medievales hasta nuestros días. Esto se ve muchas veces en la adopción de un estilo de vida que parece decir: si la sociedad nos considera antisociales, seremos antisociales, o al menos lo suficiente para sacudir su complacencia. En el siglo XVIII la novela El sobrino de Rameau, de Denis Diderot, anuncia un mundo en el que casi cada década verá surgir actitudes asociadas a las artes y en contra de lo establecido. Esto incluye a los bohemios de finales del siglo XIX y a los dadaístas en tiempos de la Primera guerra mundial. Muchos grandes escritores, y otros de menor talla, coetáneos de los dadaístas, Página 52 se dedicaron a coquetear con las distintas modalidades de fascismo por tratarse de la ideología más obviamente antisocial al alcance de la mano. En literatura inglesa podemos mencionar a William Yeats, Ezra Pound, Wyndham Lewis y D. H. Lawrence (cuya Serpiente emplumada tiene evidentes implicaciones protonazis). Lo que en retrospectiva se nos antojan ideologías más blandas o menos perversas, afectaron a otros muchos en el mismo período, por no hablar de la tendencia al obscurantismo simplista, tanto en las izquierdas como en las derechas, que se dio en la obra de algunos prominentes novelistas del siglo XIX y, después, en los movimientos marginales y contraculturales del último cuarto de siglo. La lista de escritores que en el último cuarto de siglo han buscado el apoyo de una alianza con la religión no necesita más comentario, aparte de la observación de que el poeta acostumbra a buscar esta conexión de modo voluntario, decidido y distinto a como lo hubiera hecho en períodos en los que el compromiso religioso formaba parte de la realidad cultural. Así, su contexto es el de una protesta minoritaria más que el de una ideología dominante. Dos elementos destacan en este cuadro: primero, que el estilo de vida rebelde se extiende a las otras artes, en especial a la pintura, y también a la literatura; y segundo, que el aspecto contracultural es en esencia un antagonismo expreso y no un simple desapego. En el discurso corriente distinguimos entre trabajo y juego (GC, p. 152): el trabajo es energía empleada con una finalidad prevista; el juego, en cambio, es energía empleada por sí misma. El lenguaje discursivo trabaja con palabras, lo que significa que lo normal sería disponer las palabras en una línea recta que lleva al centro de lo que se está diciendo. Pero hablamos de tocar el piano o de jugar al tenis, y de los dramas, e incluso las tragedias, como obras (plays)[*] Para hacer bien todas estas actividades es evidente que hace falta mucho trabajo, pero la finalidad de ese trabajo está estrechamente ligada a la energía autocontenida del juego. Parece bastante claro que la concepción popular según la cual la prosa discursiva es más responsable y seria que el lenguaje poético, que forma parte de la ética, es un aspecto de la ideología lo suficientemente fuerte como para que los propios poetas sientan su presión. Pero que la literatura incorpore la dificilísima y precisa operación del juego de palabras, y aun garantizando que en las artes hay algo de El juego de abalorios de Herman Hesse, este componente de juego no debería malinterpretarse como una forma de apartarse de los asuntos serios de la sociedad. La distinción entre trabajo y juego la simboliza Paul Valéry en el contraste entre andar y bailar: mientras con lo primero se aspira a llegar a Página 53 alguna parte, con lo segundo, no. Pero cuando una persona preparada ejecuta su arte, resulta casi imposible distinguir entre ambos: el bailarín es el baile, como sugiere Yeats[14]. ¿Qué expresa por tanto ese trabajo-juego? Esto nos lleva de nuevo a la palabra interés, término que ya he dejado caer en un par de ocasiones y que espero se explique por sí solo, puesto que no lo utilizo en ningún sentido especial. Debería distinguir entre interés primario y secundario, aunque en realidad no existe ninguna línea divisoria entre ambos. Los intereses secundarios nacen del contrato social, e incluyen el patriotismo y otros compromisos como la lealtad, las creencias religiosas y las actitudes y comportamientos condicionados por la clase. Se desarrollan a partir del aspecto ideológico del mito, y por consiguiente para darles expresión se acostumbra a utilizar el lenguaje de la prosa ideológica. En el estadio mítico suelen acompañar un ritual. Al ritual, por ejemplo, pensado para que un joven entienda que va a ser admitido en la sociedad de los hombres mediante un rito sólo para hombres; que pertenece a esta tribu o grupo y no a aquélla, un hecho que posiblemente determinará la naturaleza de su matrimonio; que éstos y no aquéllos son sus tótems especiales y sus divinidades tutelares. Hay que considerar los intereses primarios en cuatro áreas principales: comida y bebida, con las necesidades corporales relacionadas; sexo; propiedad (por ejemplo, dinero, posesiones, cobijo, ropa y todo aquello que constituye propiedad en el sentido de lo que es «propio» de la vida de uno); y libertad de movimiento. El objeto general del interés primario viene expresado en la frase bíblica «vida más abundante». En su origen los intereses primarios eran menos individuales o sociales que genéricos, anteriores a las conflictivas exigencias de lo singular y lo plural. Pero a medida que la sociedad se desarrolla esos intereses pasan a ser reclamados por el cuerpo individual, distinguiéndose de los del cuerpo político. La hambruna es un problema social, pero quienes se mueren de hambre son los individuos. Por tanto los intereses primarios sólo pueden encontrar plena expresión en sociedades en las que se ha desarrollado el sentido de la individualidad. Los axiomas del interés primario son las obviedades más chatas y simples que quepa formular: para todo el mundo sin excepción es mejor la vida que la muerte, la felicidad que el sufrimiento, la salud que la enfermedad, la libertad que la sumisión[15]. Lo que hemos venido llamando ideología está estrechamente ligado a los intereses secundarios, y en gran medida es una racionalización de éstos. Y cuanto más nos fijamos en mitos, o en patrones narrativos, mejor se ven sus Página 54 vínculos con el interés primario. Al ser la vida humana lo que es, no se trata tanto de la satisfacción de estos intereses presentados míticamente como de la inquietud de no verlos satisfechos. Así la gran cantidad de mitos sobre «dioses murientes» reunidos por Frazer, independientemente de la variedad de contextos antropológicos en los que puedan encajar, parecen tener un origen común en la inquietud por el suministro de comida, que se vincula a inquietudes sexuales a través de una asociación casi mágica de fertilidad y virilidad. En literatura, deberíamos disculpar a los lectores de novela romántica por pensar a veces que el único asunto del romanticismo es la frustración sexual, a pesar de que la frustración se resuelva en la última página. Toda obra de ficción escrita durante los dos últimos siglos reflejará los intereses secundarios e ideológicos de su tiempo, pero los relacionará con los intereses primarios de ganarse la vida, hacer el amor y luchar para mantenerse libre y vivo. Es probable que los asuntos ideológicos se expresen mejor en un lenguaje descriptivo o conceptual, pero nadie con un poco de sensibilidad negará que la perspectiva de la ficción es irreemplazable. Y por muy irónica o anhelante que sea la ficción, el impulso positivo que se esconde tras ella, el impulso de expresar un interés por una vida más abundante, sigue siendo una gaya scienza[16], una forma de juego o de energía autocontenida. A lo largo de la historia los intereses secundarios han demostrado su preeminencia sobre los primarios. Queremos vivir, pero vamos a la guerra; queremos libertad, pero consentimos, en diferentes grados de complacencia, una inmensa dosis de explotación, tanto sobre nosotros como sobre los demás; queremos felicidad, pero malgastamos gran parte de nuestra vida. En el siglo XX, con el armamento nuclear y la polución que amenaza el suministro de aire que respiramos y de agua que bebemos, es cuando por primera vez en la historia se ve claro que los intereses primarios deben adquirir primacía. Algunos de los escritores de nuestros días, víctimas de una ideología hostil, han hecho declaraciones defendiendo el valor y la relevancia de su trabajo, y tales declaraciones suelen hacer referencia al compromiso con la verdad. Por verdad se refieren no tanto a la fidelidad hacia esa sociedad que les facilita gran parte de su contenido descriptivo, como a la devoción que sienten por los intereses humanos primarios. Al hablar de las ideologías en el capítulo anterior asumíamos que los principios ideológicos son metonímicos: esto es, suplen a los ideales que proyecta el interés primario. No podemos tener una sociedad perfecta, reza la argumentación, pero contamos con la mejor de las sociedades posibles. De Página 55 ese modo, los objetivos primarios tienden a posponerse indefinidamente. Karl Marx debe su prestigio de pensador profético a la penetración con la que analizó la ideología del capitalismo en relación con las necesidades primarias e inquietudes de una clase obrera alienada. Pero las adaptaciones tácticas del marxismo cuando llega al poder lo convierten en otra ideología defensiva, que contrasta con el ideal marxista original de un mundo sin clases o estados. Del mismo modo, la dinámica de la democracia descansa sobre su interés primario, sobre lo que la Constitución norteamericana llama vida, libertad y persecución de la felicidad. Pero la ideología democrática es muchas veces el camuflaje de una oligarquía o de distintos grupos de presión en el seno de la sociedad. Vemos que en poetas involucrados en situaciones revolucionarias como Dante, John Milton o Victor Hugo, la elocuencia de la poesía, que se relaciona con los ideales primarios, a menudo acompaña a una sorprendente inocencia acerca de las auténticas fuerzas sociales que rodean al poeta, y que se expresan ideológicamente. Este enraizamiento del mito poético en el interés primario explica que, a diferencia de lo que sucede con los mitos concretos y los relatos, sólo exista un número limitado de temas míticos. Está claro que por lo que respecta al interés no podemos separar el cuerpo de la mente: la curiosidad y la imitación, los impulsos de saber y de poner en marcha las ciencias y las artes, son también primarios, y de la libertad de movimiento se pasa a la libertad de pensamiento y de imaginación. Pero podemos distinguir dos direcciones de desarrollo. Una hacia la aceptación del interés secundario: y el interés por la vida se convierte en un interés por la posteridad, por la inmortalidad o la supervivencia del propio trabajo o del buen nombre, como se ve en el discurso de Sarpedón en la Ilíada. Esta evolución lleva a recurrir cada vez con mayor frecuencia a los distintos idiomas del logos. La otra dirección es hacia lo metafórico, y así el interés por la comida y la bebida se transforma en el simbolismo de la Eucaristía en el Nuevo Testamento. Lo que distingue un desarrollo del otro es que se supone que la dirección metafórica o «espiritual» va a satisfacer la necesidad física en otra dimensión de la existencia: puede que requiera sublimación, pero no cercena o renuncia a sus raíces físicas[17]. Es probable que haya que añadir algo para que se entienda que la relación de la literatura con el interés primario no es independiente de la situación de los seres humanos. La primera mitad del siglo XX fue una época de conflictos polarizados, de ideologías enfrentadas: las revoluciones comunista y fascista, que estallaron contra el capitalismo y también los movimientos nacionalistas independentistas, erosionaron el imperialismo. Durante la Guerra Fría, la Página 56 Unión Soviética era famosa por los racionamientos crónicos de alimentos, la mojigatería sexual, la reducción de la propiedad a lo más imprescindible en cuanto a ropa y techo, y las rígidas restricciones de libertad de movimiento. Estados Unidos ofrecía un consumismo con cantidades prodigiosas de comida y bebida, actividad sexual indiscriminada, una anárquica acumulación de propiedades y un nomadismo incansable. Unos subordinaban los intereses primarios a una supuesta ideología materialista, en tanto que otros los satisfacían hasta el exceso a un nivel puramente físico. La segunda mitad del siglo XX ha visto cómo aumentaba la desconfianza hacia todas las ideologías y la importancia del interés primario en contextos corporales y mentales. Más que sistemas ideológicos alternativos, lo que tenemos son protestas en favor de la paz, la dignidad y la libertad. Contrarrevolucionarias o anti lo que sea son los términos que utilizan para calificar estas protestas aquellos que ostentan el poder y están decididos a seguir ostentándolo, ya que para ellos el poder es lo que, en frase de Mao Tsetung, sale del cañón de un arma. Está bastante claro que si la raza humana no da con una concepción del poder mejor que ésta, le queda poco tiempo en este mundo. El título del presente libro (extraído de Lucas 4) sugiere un aspecto verbal del poder que nada tiene que ver con las armas, por lo que, a diferencia del otro, es consecuente con la supervivencia humana. TRES En el capítulo anterior nuestra investigación de los modos verbales nos llevó hacia atrás, de los últimos tiempos hasta los primeros. También intentamos dejar claro que los cuatro modos están presentes en uno u otro sentido, en toda estructura verbal, sea cual fuere su centro de gravedad. Uno de mis ejemplos favoritos (porque se trata de uno de mis libros favoritos) es Decadencia y caída del Imperio romano, de Edward Gibbon. Nos encontramos en primer lugar ante una pieza de escritura descriptiva, un recuento de la historia del Imperio romano desde la era Antonina hasta la caída de Constantinopla mil años más tarde. Pronto quedó anticuada y dejó de ser la autoridad definitiva sobre el tema, pero sigue leyéndose por su gran poder conceptual, por su visión del mundo antiguo mientras va adquiriendo progresivamente los perfiles del moderno. Si los detalles de esta visión son verdaderos o erróneos resulta irrelevante: es suficiente con que estén formulados en el marco de una narración elocuente y coherente. El libro Página 57 acaba por adentrarse en el terreno de la retórica (GC, p. 118) y se convierte en ejemplo típico de uno de los aspectos de la ideología del siglo XVIII. Y no es que hubiera abandonado este terreno en algún momento: hablo del orden en el que los lectores suelen descubrir sus cualidades. ¿Pero cómo empezó todo? Tenemos a un indolente diletante del siglo XVIII que, sentado en la colina Capitalina, medita sobre las vicisitudes de la historia y el destino como un turista cualquiera. ¿Qué se apoderó repentinamente de él y le llevó a sumergirse en un amasijo de fuentes y documentos, a abrirse camino por entre ellos durante prácticamente el resto de su vida? La única pista, pienso yo, se encuentra en la «decadencia y caída» del título. Las meditaciones dispersas se consolidaron súbitamente en uno de los grandes mitos conformadores de la psique humana: el mito le rozó, le dijo «Sígueme» y eso hizo él los siguientes veinticinco años. En el capítulo anterior tracé una secuencia de modos verbales en una dirección opuesta a la histórica, empezando con el tipo de escritura descriptiva que se ha hecho posible gracias a los modernos desarrollos técnicos para retroceder hasta la mitología, de la que desciende la literatura. Al principio de mi anterior Anatomía de la crítica tracé una secuencia de modos literarios en el orden contrario, empezando por el mítico y siguiendo por el romántico y el mimético hasta llegar finalmente a los modos irónicos contemporáneos. Los personajes de los mitos suelen ser dioses; los del romance, héroes; después vienen las figuras trágicas de William Shakespeare, y luego los personajes menos heroicos, pero igualmente universales, más próximos a nuestros días: Leopold Bloom, Emma Bovary, el príncipe Mishkin. La aplicación crítica de la teoría de los modos literarios suele ser el examen de una estructura altamente sofisticada, por ejemplo un relato de Joseph Conrad, para ver qué patrones míticos y románticos se incluyen ahí. La teoría de los modos tuvo su origen en una de las primeras características de la literatura que me atrajo como crítico. Se trataba de la fuerza y la consistencia de las convenciones literarias, el modo en que, por ejemplo, el mismo argumento y los mismos tipos caracterológicos de la comedia persisten con asombrosa semejanza desde Aristófanes hasta nuestros días. Semejante persistencia sugería la importancia crucial de una historia literaria distinta del habitual seguimiento cronológico que trata la literaria como un departamento concreto de la historia en general. En relación con su sociedad, me imagino al poeta situado en el centro de una cruz como un signo sumatorio. La barra horizontal representa el condicionamiento social e ideológico que lo hace inteligible a sus coetáneos, y de hecho a sí mismo. La Página 58 barra vertical es la línea de descendencia en la que figuran los poetas desde Homero (habitual punto de partida simbólico) hasta nuestros días. Esta línea vertical de descendencia literaria es la que nos permite comprender a poetas alejados de nosotros en el tiempo y la cultura, así como llegar a admirarlos por muchas razones que ellos mismos, por no hablar de sus públicos coetáneos, hubieran encontrado incomprensibles. No cabe duda de que existe una «angustia de las influencias» en el seno de la propia tradición literaria, especialmente desde la aparición del concepto de derecho de autor. Pero creemos que la mayoría de las angustias realmente obsesivas tienen su origen en la ambigua relación con la ideología del entorno. Hay asimismo muchos modos de soslayar una influencia específicamente literaria: un escritor de primera línea puede optar por recibir influencia de un escritor de segundo orden sin auténtico ascendiente sobre él, o sencillamente evitar leer a alguien cuya influencia puede llegar a convertirse en una amenaza: James Joyce, por ejemplo, aseguraba no haber leído nunca a François Rabelais. La auténtica descendencia literaria no es la de las personalidades sino la de las convenciones y los géneros. Está claro que la ideología contemporánea de un escritor es también un fenómeno histórico: en nuestro diagrama, la barra horizontal descendería paso a paso por la línea vertical o temporal. Esta dimensión histórica de la ideología constituye la «historicidad» que rodea al escritor como la matriz al embrión, y que para muchos críticos afecta al área entera de la crítica. Pero la ideología que rodea a todo gran escritor en un pasado no muy remoto está, por decirlo así, bastante más muerta que él, y parece evidente que es imposible entender el poder comunicativo de ese escritor sin estudiar tanto el lugar en la historia de la literatura que hereda y transmite, como las convenciones y géneros que a él le pareció natural utilizar. Además de participar en la historia general, la literatura tiene su propia historia concreta, y el centro de tal historia no es la biografía de los autores o las fechas de publicación de sus obras, sino la modificación de convenciones y géneros para salir al encuentro de los cambios sociales. Salir al encuentro de estos cambios, por supuesto, tanto puede significar adaptarse como oponerse a ellos. Por consiguiente no siempre es posible establecer el contexto de un escritor en el marco de la literatura mediante los procedimientos históricos habituales. Tales procedimientos pueden examinar fuentes e influencias siempre que se demuestre que existen, pero la tradición literaria central, como el río Alfeo, discurre bajo tierra durante largos períodos y sale a la superficie de forma impredecible. Las tragedias de Shakespeare nos recuerdan a los Página 59 grandes escritores trágicos de Atenas, pero entre uno y otros sólo existe la conexión en cierto modo desvirtuadora de Séneca. Dante sabía que Homero era la fuente original de su propia tradición literaria, pero no lo conocía de primera mano. La tradición literaria tiene que establecerse en buena medida a partir de un estudio genérico comparativo que, debido a la ausencia de evidencia documental, podrá parecer especulativo o incluso excéntrico. Los poetas con frecuencia no pueden leer, y con mayor frecuencia pueden pero no quieren, lo cual no facilita las cosas a sus críticos históricos, algo a lo que aquéllos tienen que conformarse. Y no todos quieren hacerlo: los prejuicios heredados de la primacía del lenguaje-logos siguen siendo tan fuertes que la sola sugerencia de que la literatura, como la ciencia, podría tener una estructura propia, y ser algo más que un simple reflejo de las influencias sociales o un agregado inorgánico de esfuerzos imaginativos, provoca la misma inquietud que suscitaban hace un siglo las paradojas del «arte por el arte». Aunque acompañada de mucha jerga irrelevante, la convicción de que la mitología es la fuente narrativa de la literatura fue ganando terreno durante el período romántico. En las postrimerías del siglo XVIII, y en especial en el marco de la literatura inglesa y alemana, las afinidades «primitivas» de la poesía de pronto se hicieron populares, a pesar de que no eran demasiado evidentes las diferencias entre lo primitivo desde el punto de vista histórico, el sociológico y el psicológico. Homero era primitivo porque era históricamente lejano; las baladas y las canciones populares eran primitivas porque provenían de gente sin instrucción; Jean-Jacques Rousseau era primitivo porque sacó a la luz la base emocional de lo primitivo en el individuo. Decíamos que pocas sociedades carecen por completo de poesía, mientras que la prosa se desarrolla mucho más tarde y en civilizaciones avanzadas. Lo poético también es más concreto y sencillo que lo racional; hallamos una recapitulación de su afinidad con lo primitivo en la educación durante la infancia, en la que parece claro que el aspecto más receptivo de la mente del niño es la imaginación. La sociedad roussoniana de la naturaleza y la razón enterradas bajo el lujo y la explotación tiene mucho que ver con el ascendiente del logos sobre el mythos que hemos estudiado, ascendiente éste que —según la argumentación de Rousseau— no es necesariamente deseable o inmutable. Otros, por el contrario, sostienen que lo sencillo precede a lo complejo y está desfasado por él, lo que vendría a significar que lo poético está o debería estar desfasado. Esta actitud tan común —y por lo general poco meditada— fue satirizada por Thomas Love Peacock (GC, p. 48) en su ensayo Four Ages of Poetry, y tuvo Página 60 su réplica en el Defensa de la poesía, de Shelley. La argumentación de Shelley se limita a invertir la relación tradicional entre mythos y logos, reafirmando al mythos en lo más alto. Pero tal inversión fue aceptada por pocos. Con el estudio más sistemático de los elementos inconscientes de la mente, que culminó en la obra de Sigmund Freud, la idea de que primitivo quería decir históricamente desfasado se abandonó de una vez por todas. Freud demostró que algunos de los mitos mayores, incluidos los de Edipo y Narciso, eran revividos por todos durante la infancia como parte del proceso de individualización. Gracias a esta constante recreación mítica, la literatura más antigua o exótica nos resulta accesible en tanto que experiencia literaria reconocible. El mismo proceso de exploración de la psique reveló que la conciencia es sólo uno de los muchos elementos que contribuyen a lo imaginativo, el complejo mental que produce la literatura y al mismo tiempo responde a ella. Un libro reciente[18] sugiere que la conciencia, lejos de ser el rasgo humano característico, entra en la escena histórica bastante tarde: en la cultura griega entre la Ilíada y la Odisea, en la hebrea entre los profetas del siglo VIII y los escritores posteriores a la diáspora. Antes, se nos dice, el hombre trabajaba con una mente «bicameral», una de cuyas mitades formaba parte y participaba del mundo de su entorno. Cuando se sentía separado de este mundo, la otra mitad recibía visiones alucinatorias y escuchaba voces de dioses, ancestros o legisladores, que le indicaban qué debía hacer a continuación. Con la conciencia, el sentido de lo subjetivo pasó a ser habitual, y las visiones y voces se interiorizaron. La historia de la literatura es encajada de forma ingeniosa dentro de esta teoría, pero el término negativo «alucinación» y la sugerencia de que quienes hoy en día heredan una mentalidad semejante son esquizofrénicos, demuestran que seguimos desconfiando de cualquier estado mental distinto del consciente, actitud ésta que ha dañado en buena medida el estatus del poeta en prácticamente todos los períodos de la literatura. Parece claro que la prosa discursiva y la dialéctica son lenguajes conscientes típicos, y los poetas siempre han insistido en que para hacer poesía no basta con la conciencia. La conciencia implica un control de la voluntad, y aunque la voluntad controlada ha producido incontables milagros en la civilización humana, las formas creativas entre las que se cuenta la literatura van más allá. Desde el punto de vista de la mente creativa, la conciencia es una unificación parcial y prematura de poderes mentales, Página 61 mientras que para la creación se necesita una nueva mente bicameral que incluya algo más que la simple conciencia. Sólo que esta bicameralidad, por cuanto yo sé, sería más metafórica que la estructura mental actual. La musa inspiradora es una concepción de la época clásica; después tenemos al Dios del Amor que inició a Dante en su «nueva vida». Los románticos solían pensar en el término imaginación como forma superior de razón, o como conciencia más inclusiva. El presente siglo ha traído a los surrealistas y otros exploradores del subconsciente o de aquellos estados mentales próximos al sueño que se suponen muy ligados al poder creativo. La mayoría de los escritores se queja de cuánto les cuesta concentrarse para el trabajo de creación mediante un acto de voluntad. Shelley habla, por ejemplo, de que resulta inútil decirse: «Voy a escribir poesía». No hay duda que en los niveles más altos —Dante, Shakespeare, Johann Wolfgang von Goethe— esta dificultad resulta mínima. Pero muchos de los que encuentran fácil escribir recurriendo a un acto de voluntad consciente son aquellos que están más interesados en decir las cosas más fáciles de aceptar en su entorno cultural; en otras palabras, suele tratarse de «negros» de la literatura. Los poetas capaces de versificar la moralidad convencional, la religiosidad o la patriotería, rara vez dejan una huella profunda en la historia de la literatura. Se pueden dar excepciones y no hay una Enea divisoria, pero parece difícil cerrar del todo la brecha que separa el lenguaje poético del ideológico. La conciencia supone con frecuencia que detenta el monopolio de la salud mental y el sentido común, y es cierto que una personalidad creadora a veces puede venir acompañada de un componente neurótico, cercano incluso a la esquizofrenia. Pero no hay reglas a este respecto, y de hecho la mayoría de los grandes escritores parecen apartarse del tipo de subjetividad propia del escritor discursivo consciente y apostar por lo contrario. Muchos poetas hablan incluso de la desaparición de la personalidad subjetiva, de la falta de «identidad», para emplear la expresión de John Keats[19]. En su tiempo y varias décadas después de su muerte, William Blake fue considerado loco. En la biografía de Alexander Gilchrist leemos que en cierta ocasión, cuando regresaba de un pub a su casa llevando unas cervezas, se encontró con un miembro de la Royal Academy al que había conocido la noche anterior, y se paró a saludarlo. Pero el miembro de la Royal Academy, al ver que era Blake quien llevaba la cerveza en lugar de emplear un sirviente, volvió a meter las manos en los bolsillos y se apresuró a alejarse sin dirigirle la palabra. El académico se limitaba a hacer lo que se esperaba de su condición social, pero Página 62 al obedecer la voz de la razón, el neurótico alucinado era él y no el poeta y pintor visionario. Si el poder verbal creador se asocia en la mente con algo más, aparte de la conciencia convencional, hemos avanzado otro paso hacia el contexto social del escritor. Una mente de estas características chocaría a cada momento con las convenciones arbitrarias de comportamiento propias del elemento consciente: a menudo el escritor manifiesta una ingenuidad que en ocasiones lo invalida para casi cualquier otra cosa que no sea escribir. En compensación puede estar dotado de una capacidad de percepción de los fenómenos sociales que le daría tanto una intensa visión del presente, como una disposición inusual para ver un posible futuro que sea la consecuencia de las tendencias del presente. Esto a su vez puede dar el sentimiento de un tipo distintivo de conocimiento oculto para la mayor parte de la sociedad. Se suele hablar muy vagamente del elemento «profético» en literatura, pero es lo suficientemente tangible para que merezca la pena echarle un vistazo. En cualquier caso esa palabra expresa las características de la autoridad del poeta mejor que cualquiera de las otras con las que nos hemos tropezado hasta ahora, y también expresa el vínculo entre la literatura secular y la sagrada, que es uno de nuestros temas principales. Si pensamos en los escritores proféticos del Antiguo Testamento, empezando por Amos, la asociación entre primitivo y profético surge de inmediato. Amos no se compromete con las convenciones políticas, en el norte de Israel lo consideran un estúpido y un loco, y tiene la habilidad de extraer la sustancia de lo que dice de estados mentales poco corrientes, ligados con frecuencia al trance. Para estos profetas el futuro que predicen es el resultado inevitable de ciertas políticas estúpidas, como la del rey de Judea hacia Babilonia que condujo a la destrucción de Jerusalén, algo que Jeremías ya había anunciado. El principio que de esto se desprende es que una crítica social honesta, como una ciencia honesta, aumenta el rango de predecibilidad en la sociedad. En los tiempos modernos, los poetas que de forma instintiva llamamos proféticos —Blake, Fiodor Dostoievski, Arthur Rimbaud— presentan rasgos similares. Los lectores tienen en tan profunda consideración a estos escritores como a los oráculos griegos y hebreos: como éstos, conmocionan e inquietan; como éstos, a pesar de sus contradicciones y ambigüedades, conservan una autoridad curiosamente obsesiva. Ya en la época isabelina algunos críticos sugerían que la distinción entre inspiración sagrada e inspiración secular podía no ser tan rígida como se había supuesto hasta entonces. En la década Página 63 de 1580, George Puttenham[20] señalaba la etimología del término poeta como «hacedor», lo que para él implicaba una analogía entre el poder creativo del poeta y el poder creativo de Dios al hacer el mundo. Cita la frase de Ovidio en los Fastos: «Est deus in nobis», que tanto podía referirse a Dios como a cualquier dios. En el siglo XVI ciertamente habría sido más seguro apostar por una musa, un Dios del Amor u otra convención no tomada seriamente por doctrina, pero la analogía sigue ahí, aunque en estado latente hasta los tiempos de Coleridge. También se ha dicho muchas veces que las artes son proféticas porque indican simbólicamente las tendencias sociales que serán comunes varias generaciones después. El término profético lo aplicamos a ciertos autores (Martín Lutero, el marqués de Condorcet, Marx) que solemos situar fuera de la literatura. Aunque un examen nos lleve a desechar muchas de sus peculiaridades, el incómodo recurso a situar dentro o fuera no desaparecerá del todo. La conexión con lo psicológicamente primitivo es lo que parece caracterizar al escritor profetice que solemos situar dentro de la literatura, o que al menos (pensemos en Rousseau, Kierkegaard o Friedrich Nietzsche) no es posible ignorar como figura literaria. Las afinidades proféticas del poeta en ocasiones contrarrestan la idea del desfase histórico de la poesía y dan pie a pensar que ésta es más profunda y sugestiva cuanto más nos remontamos en el pasado. En las leyendas de los primeros tiempos vemos que el poeta, aun siendo tan primitivo como sus contemporáneos, era considerado como alguien especialmente sabio. Ejemplos de esto son los ollaves irlandeses, los bardos druidas (históricos o legendarios) o ciertas figuras prehoméricas como Musaeus, Orfeo o Hermes Trismegisto. Se decía que estos poetas habían sido los maestros de sus sociedades, que recordaban en forma versificada (porque el verso es la disposición más idónea para ser memorizada) la información mitológica que sus sociedades más necesitaban conocer. Gracias a esta concepción, en la época isabelina se llegó a la conclusión de que los mitos ancestrales contenían una sabiduría inagotable. Al referirse a Homero, George Chapman sostiene que a partir de él podemos deducir toda lección, gobierno y sabiduría, así como todo ingenio, elegancia, disposición y juicio. Esta teoría es tan antigua como el Ion de Platón, y podría incluir la falaz deducción de Ion, que cree haberlo absorbido todo por ósmosis gracias a recitar a Homero con tanta frecuencia. No se me ocurriría negar esta intuición sobre la poesía, pero incluye falacias muy obvias. Es cierto que los escritores han contado y reinterpretado Página 64 los mitos de incontables maneras, y que seguirán haciéndolo mientras dure la cultura humana tal como la conocemos. También es cierto que las grandes interpretaciones de los propios poetas se convierten a su vez en una fuente de estudio inagotable, y podríamos llenar toda una biblioteca con los análisis críticos de una sola obra de Shakespeare. Esto no significa que estas repeticiones míticas se remonten a un mito todavía más profundo en el pasado remoto. Cuando leemos las leyendas del Grial, por ejemplo, podemos sentirnos tentados a creer que antes de Chrétien de Troyes tuvo que haber un tratamiento definitivo del relato del Grial en el que los fragmentos que han llegado hasta nosotros estuvieran unificados y reconciliados. Aparte de que no existe evidencia de semejante fuente, es más sencillo suponer que el auténtico sentido de profundidad se deriva del proceso opuesto: de la acumulación y constante recreación de los relatos del Grial a través de los siglos hasta llegar a nuestros días. El poeta de cada época domina la reserva común de conocimientos y no un conocimiento específico que separa al experto del profano. (Este principio se aplicaría sólo al contenido de la poesía, y no a su oficio o técnica.) En cualquier caso un mito significa lo que se ha querido que signifique durante siglos, y algunas de sus recreaciones más profundas son muy recientes. Difícilmente puede darse una mitología original que, como Adán en la teología calvinista, contenga a todos sus descendientes en un único cuerpo. La palabra «profético» tiene el sentido popular de predicción del futuro, pero parece claro que la perspectiva del poeta sobre el tiempo rara vez se centra en el futuro, o, si se sirve de material histórico, en el pasado como tal. El término desmitologizar, que ya hemos empleado, describe los esfuerzos de algunos estudiosos de la Biblia para despojar al texto de los elementos claramente más primitivos. Si invertimos el proceso y estudiamos el desarrollo de la tradición mitológica en la literatura, veremos que el mito tiende (para usar una palabra igualmente fea) a deshistorizar los elementos históricos de su estructura. Los críticos interesados en mitología, entre los que se cuenta el presente escritor, son descritos muchas veces como antihistóricos, epíteto que les transfiere lo que en realidad es una característica de su tema de estudio. Como han demostrado muchos estudiosos del tema, empezando por Mircea Eliade, la mitología acostumbra a contemplar la historia como una secuencia de repeticiones de modelos o patrones y no de acontecimientos únicos. La simetría al tratar una situación histórica —como hace Shakespeare en Enrique IV al poner la misma edad al príncipe Hal y a Hotspur, cuando éste Página 65 era en realidad veinte años mayor— no es una licencia poética que se toma el autor por razones arbitrarias, sino una demostración de que en literatura el modelado de los acontecimientos antecede a la historia. Las estructuras míticas desarrolladas por la literatura no son antihistóricas, sino contrahistóricas: trasladan un tema histórico al tiempo presente, y por consiguiente modifican o alteran elementos que acentúan los rasgos pretéritos del pasado. Este rasgo de la literatura está conectado con la permanencia y estabilidad de la convención. Buena parte de la popularidad de la literatura tiene que ver con la peculiar fuerza de frenado que la convención literaria ejerce sobre la historia. Hay, por ejemplo, miles de relatos basados en el arquetipo de la Cenicienta, uno de los temas de cuento popular que junto con la mitología absorbe la literatura a medida que ésta se desarrolla y pasa a ser una categoría reconocible por sí misma. Aparece, combinada con otros rasgos míticos, en el mito clásico (el relato de Cupido y Psique en Apuleyo) y el mito bíblico (el Libro de Rut). Si cogemos Jane Eyre leemos cómo una chica de gran inteligencia pero sin excesiva belleza y recursos lucha por apartarse de una familia hostil y un ambiente escolar nauseabundo para convertirse en una mujer que gana la amistad, y finalmente el amor, de un hombre de condición social superior. El perfil del relato resulta conocido, pero la esposa loca, el héroe que queda ciego en el incendio de la casa, las extraordinarias coincidencias de la trama, son rasgos de lo primitivo que dan al relato una cierta cualidad de cuento de hadas, y con ello la sensación de estar más enraizado en la tradición literaria que la mayoría de sus análogos. El poeta elige con frecuencia un tema histórico, pero le preocupa igualmente el desorden de la historia, su mezcla de palabras valerosas y proezas fallidas. Un modo de afrontar esto es desarrollar dos niveles de sentido, lo que Gerard Manley Hopkins distingue con los términos de underthought y overthought[21]. El overthought es el sentido superficial del poema tal como nos viene dado: abarca la práctica totalidad de lo que perciben los lectores contemporáneos del poeta y, probablemente, como regla, la práctica totalidad de lo que el propio poeta pensaba que estaba produciendo. Se refiere sobre todo al sentido sintáctico o consciente del poema. El underthought es la progresión de imaginería y metáfora que añade un contrapunto emocional al sentido superficial, que unas veces complementa y otras contradice. Encontramos un buen ejemplo de esto en Enrique V, de Shakespeare, puesto que, al igual que su predecesora, técnicamente es una pieza histórica. Página 66 Por un lado tenemos su overthought: el tema patriótico de un heroico rey inglés que invadió y conquistó Francia. Pero si prestamos atención al impacto emocional de todo lo dicho en la obra, pronto caemos en la cuenta de que están sucediendo otras muchas cosas. Escuchamos el contrapunto de dos temas muy diferentes en la primera escena, cuando el efusivo arzobispo de Canterbury recuerda los grandes días de Eduardo III: To fill King Edward’s fame with prisoner kings, And make her [England’s] chronicle as rich with praise As is the ooze and bottom of the sea With sunken wrack and sumless treasuries. (I, n, 162-165)[*] La sombría imagen, que asoma bajo el discurso del orador (que, por lo que sabemos, podría ser el discurso del mismo Shakespeare) sugiere, cuando se compara con imágenes similares en la misma escena, la injusticia y el horror de la guerra, la desgracia que va a caer sobre Francia e Inglaterra por culpa de un consentido joven de fortuna, y, antes que nada, la futilidad última de toda la empresa. Por consiguiente no podemos decir que al tratarse de una obra histórica Enrique V «sigue» la historia, con unas pocas alteraciones permitidas sólo a los poetas. Si nos fijamos en el mito global, o el relato completo de la obra, percibiremos otra historia con una dimensión de sentido distinta. A medida que avanza, Shakespeare tiende a dejar de lado la historia de Inglaterra para ocuparse de los períodos más remotos y legendarios de Lear, Hamlet y Macbeth, en donde las titánicas figuras de tragedia pueden emerger como no habrían podido hacerlo de los campos de batalla de Agincourt o Tewkesbury. Desde un punto de vista temporal estos períodos están más alejados de nosotros; míticamente son mucho más inmediatos y presentes. Por la misma razón la literatura se sirve en todo momento de su propia historia. Ningún soberano inglés puede compararse en poder y esplendor al rey Arturo, y ello precisamente por su insignificante existencia histórica. Alfred Tennyson cierra su recuento de la última batalla de Arturo con los versos: The darkness of that battle in the west, Where all of high and holy dies away. [*] [22] Sería difícil escribir con este tipo de resonancia retrospectiva acerca de una batalla actual, en la que nada elevado o sagrado tiene visos de Página 67 manifestarse ni siquiera en la derrota. Cuando la poesía absorbe el material histórico, suele combinarlo con una perspectiva histórica «elevada» (mito pastoral), «inferior» (mito irónico o parodia demoníaca) o con ambas a la vez. El principio crítico que nos ocupa es el de la relación de lo poético con lo ideológico o retórico, y lo que la audiencia percibe como historia en Enrique V es en esencia lo que está preparada para aceptar como tal. En otras palabras, el overthought es el contenido ideológico. En este sentido, la relación del overthpught con el underthought cubriría todo el espectro entre la aceptación total y la no aceptación de nada. Entre 1850 y 1950, en parte como resultado de la influencia de Poe en el symholisme francés, hubo una corriente influyente que oponía los dos planos de Manley Hopkins: veía en el overthought un andamiaje retórico y quería reducir lo poético a una textura puramente metafórica. Encontramos un eco de este antagonismo en una observación de T. S. Eliot según la cual el pretendido sentido del poema podría tener la misma función que el pedazo de carne que un ladrón arroja a un perro guardián: algo que sirve para aplacar la ansiedad de la audiencia mientras el auténtico poema actúa sobre ellos. Este punto de vista de que lo poético debería purificarse de lo retórico todo lo posible, lo encontramos asimismo en Paul Verlaine, quien animaba a los poetas a retorcer el pescuezo de la retórica, comentario éste de por sí bastante retórico. Sin embargo, cultivar la separación de poesía y retórica nunca hubiera sido algo muy distinto a un cambio temporal de énfasis: lo interesante es tener conciencia de que se trata con dos modos verbales distinguibles. Un ejemplo o dos pueden ilustrar otro aspecto de la relación entre el mito y la ideología, o, como los llama Blake, la visión y la alegoría. En El peregrino (The Pilgrim’s Progress), de John Bunyan, Cristiano se encamina hacia la Ciudad Celestial tambaleándose bajo una carga de pecados que en cierto momento se le cae. Esto es lo que antes llamábamos un análogo retórico de la ideología cristiana del perdón de los pecados por la expiación de Cristo. Mientras la ideología fue central en los hogares británicos protestantes de clase media, El peregrino se leyó como apéndice de la Biblia. Cuando esta ideología declinó, el libro pasó de moda; tal vez estaba demasiado ligado a la ideología para sobrevivir al cambio. Pero la obra de Bunyan también puede leerse como un relato, aunque es probable que un lector moderno viera en los pecados preocupaciones bastante desdeñables y sentimientos de culpabilidad irracionales, y una manifestación de lucidez humana más que de gracia divina cuando Cristiano se libra de ellos. De nuevo tenemos dos puntos de referencia, uno contemporáneo a Página 68 Bunyan y el otro, a nosotros. Lo importante aquí es resaltar que el relato tiene una flexibilidad que su sola referencia ideológica no permitiría. Para parafrasear un axioma de D. H. Lawrence, más que prestar atención a las creencias o posturas de un escritor, deberíamos centrarnos en su mito, infinitamente más sabio y, además, el único elemento que puede llegar a sobrevivir cuando desaparezca la ideología que lo acompaña[23]. Siguiendo con la imagen de la carga, los críticos imbuidos de una nueva tendencia ideológica pueden sentirse oprimidos por la carga del pasado, y preguntarse qué obligación tenemos de mantener una tradición cultural que prácticamente ignora los intereses de esa tendencia. El siguiente paso es establecer un sistema de valores que dé prioridad a todo lo que tenga visos de ilustrar esa tendencia y rebaje el resto, o rebajar el conjunto de la tradición cultural del pasado en favor de una cultura más satisfactoria que se establecerá en el futuro. La crítica marxista de la generación anterior acentuó tanto esta tendencia que reconocidos críticos marxistas actuales hablan de «marxismo vulgar». Pero también hay un cristiano vulgar, un humanista vulgar, una feminista vulgar y muchas otras formas de lo que puede llamarse crítica topiaria, el arte de recortar la literatura para distorsionarla dándole una forma diferente. Aquí hallamos esa tendencia ideológica capaz de convertirse en la auténtica carga, y la tradición cultural que nos libra de ella. En el presente, la «historicidad» es un emblema crítico de este tipo, y muchos piensan, o afirman, que cualquier tendencia deshistorizadora, mítica o no, corromperá el proceso crítico transformándolo en una suerte de idealismo estático. Para mí, el mito no es un simple efecto de un proceso histórico, sino una visión social que apunta hacia un trascender de la historia, que explica la unión de dos períodos de la historia, el del autor y el nuestro, en comunicación directa. Es muy difícil, tal vez imposible, sugerir la posibilidad de una visión social con esas características, incluso en el marco de una ideología, sin invocar algún tipo de mito pastoral, pasado o futuro. El Manifiesto comunista utiliza ese mecanismo: si usamos, dice, el proceso histórico para liberar a la humanidad de la lucha de clases de la historia, seremos capaces asimismo de restaurar algunas de las relaciones personales preburguesas. Estos rasgos míticos de la visión social no denigran la historia, pero ayudan a clarificar su función. Otro ejemplo nos acercará un poco más al tema central de este libro. La crucifixión de Jesús fue un acontecimiento histórico, o al menos no veo razón para que no lo fuera. Sin embargo encierra muchas dificultades históricas: el momento y el lugar en que se produjo, el papel que juegan las autoridades Página 69 romanas y el cuerpo sacerdotal judío, los acontecimientos maravillosos en forma de eclipses, tumbas abiertas o el velo rasgado del templo, todo claramente simbólico, sea cual fuere su relación con la actualidad. No se trata de que el mito falsifique la historia, sino que la historia, continuo registro de lo que hacen las ideologías ascendentes, falsifica el interés primario. El acontecimiento histórico equipara la crucifixión de Jesús con la de los demás que sufrieron esa muerte obscena y espantosa. El mito de la Crucifixión misma nos recuerda que somos tan responsables de la muerte de Cristo como sus contemporáneos. Cuando el sumo sacerdote Caifás dijo: «Os conviene que muera uno solo por el pueblo» (Juan 11, 50), dijo algo en lo que todos estamos de acuerdo; de hecho la misma doctrina cristiana está de acuerdo con ello, y Caifás es una de las primeras personas de la era cristiana en ser justificadas por la fe. Por lo tanto es sólo el mito en tiempo presente, y no el acontecimiento pasado, el que puede dar a los demás infortunados y víctimas de brutales injusticias un lugar en el centro de la visión humana. Los Evangelios no son especialmente sensibles a la idea de que toda brutalidad sea injusta: están demasiado preocupados con la inocencia de Cristo (Lucas 23, 41). Pero esto nos lleva más allá del mito en sí. Los escritores del Evangelio están convencidos de que los hombres intentaron matar a Dios, y que en consecuencia el odio y el temor de Dios son aspectos centrales de la naturaleza humana. Más allá de lo que pensemos al respecto, existe una pregunta inevitable: si la Crucifixión fue con toda probabilidad un acontecimiento histórico, ¿no es justamente su naturaleza histórica la base de su auténtico poder? ¿Causaría algún impacto sin su enraizamiento en la historia? Me parece que la realidad no mítica característica de un acontecimiento semejante es menos histórica que personal. No se trata de una sutileza: lo histórico como tal se equipara a la historia, y el acontecimiento mítico como tal se repite (como sucede el Viernes Santo, que se repite de año en año y representa el mito puro). El acontecimiento histórico recurrente, el repetido ritual eclesiástico, es parte del sueño histórico de la revelación. Lo personal acontece de una vez por todas (Hebreos 9, 26), y entra en el mito y en la historia desde otro nivel. La superación del mito y de la historia será uno de nuestros temas centrales a partir de ahora. Página 70 3. Identidad y metáfora UNO La literatura es un arte de palabras, y el interés de quien la estudia se centra, con preferencia, bien en su componente artístico, bien en las palabras. Si su interés se centra en éstas, y por tanto se orienta hacia la lingüística y la semiótica, perderán consistencia los términos que solemos utilizar para delimitar las estructuras verbales. Cada vez nos resulta más difícil separar literatura de crítica, crítica de filosofía o historia, o filosofía e historia de cualquier otro medio de comunicación verbal. Sólo nos quedan las relaciones cambiantes entre significantes y significados estudiadas en el primer capítulo. Si ponemos el énfasis en el componente artístico de la literatura más que en el hecho de que se sirva de palabras, tendremos que empezar haciendo una distinción práctica, de sentido común, para separar diferentes áreas de palabras, a pesar incluso de que no existe un muro teórico que las separe. Según esta distinción, Keats, por ejemplo, es poeta y no filósofo, e Immanuel Kant, filósofo y no poeta. Recordemos el cuadro figurativo de René Magritte en el que se ve una pipa y lleva por título Esto no es una pipa. Una pintura es una pintura, y no podemos identificarla o definirla por su contexto figurativo. De modo semejante, no podemos identificar una obra literaria con lo que dice: en literatura lo que se «dice» pertenece a la ideología y a la retórica, no a lo poético como tal. En literatura, la relación centrípeta entre palabras antecede a las filtraciones de información extra verbal. Al leer Madame Bovary, de Gustave Flaubert, Ana Karenina, de León Tolstoi, o The Newcomes, de William Thackeray, aprendemos mucho sobre la sociedad francesa, rusa o inglesa del siglo XIX, pero lo principal es la composición y articulación del relato. Página 71 Estamos ante novelas realistas que han tomado prestada parte de su técnica de la narración descriptiva. Las características de la literatura aparecen de un modo más centrado en el verso, que suele ser extremadamente figurado, y en el que se da un uso funcional de todas las figuras establecidas a las que ya nos hemos referido: metáfora, símil, metonimia y semejantes, además de rima, aliteración, antítesis o paralelismos y repetición. Valéry señala que mientras el compositor musical tiene la posibilidad de trabajar con sonidos distintos de los de la experiencia corriente, el poeta carece de semejante privilegio: se ve obligado a utilizar las mismas palabras que todo el mundo. Esto es cierto, pero necesita una aclaración. La relación de las palabras con lo que significan es arbitraria o, para ser más precisos, convencional; las palabras también se caracterizan por su diferencia con otras palabras. De ahí que consideremos cualquier parecido fonético o superposición de sentido en una lengua dada algo accidental, una coincidencia, o como queramos llamarlo. Pero la poesía explota estos accidentes y les da una función: la poesía, en resumen, hace de la fonética un sexto sentido. Esto hace que el elemento de «resonancia» entre significantes se sitúe en un primer plano. Las palabras son arbitrarias en relación a un referente — caballo, horse y cheval hacen referencia al mismo animal— y una rima válida en una lengua, como mountain y fountain en inglés, puede no servir en otra. Al explotar las semejanzas fonéticas de una lengua se minimiza la arbitrariedad. En su origen este procedimiento debió de ser casi mágico: la magia suele convenir en que la conexión causal entre una palabra y una cosa, un nombre y un espíritu, y el esfuerzo poético de colocar las palabras apropiadas en el orden apropiado podía tener efecto en el mundo externo. Aunque la poesía prescinda de la suposición mecánica, o de causa-y-efecto de la magia, retiene no obstante el sentido de que existe un misterio en las palabras, misterio que no explican las teorías que sólo se basan en la diferenciación lingüística. Algunos poetas recurren a lo que se conoce como armonía imitativa (onomatopeya), en la que, en expresión de Alexander Pope, el sonido sería un eco del sentido. Así en sir Thomas Wyatt: The rocks do not so cruelly Repulse the waves continually[*] podemos oír cómo rompen y después se retiran las olas. O, del mismo poeta: Página 72 Cracketh in sonder; and in the ayre doth roar The shiverd pieces[*] donde podemos oír el sonido del disparo de un arma. Muchos poetas ingleses, incluido Edmund Spenser, hacen un uso constante de la armonía imitativa. Tal vez siempre tenga algo de truco, pero así y todo es probable que ese artificio, que encontramos con tanta frecuencia en Homero y Virgilio, sea consustancial a la poesía. Su significación parece residir en la construcción de una unidad auditiva autosuficiente que se aleja del entorno verbal al tiempo que, en cierta medida, lo reproduce. Otro rasgo que se da con bastante frecuencia en la experiencia poética, si bien es muy difícil de explicar teóricamente, es el verso o pasaje metafóricamente «mágico» que cala en la memoria, a menudo desgajado de su contexto original. Un ejemplo es el celebrado verso de la elegía de Thomas Nashe, «Brightness falls from the air» (el resplandor cae del aire), familiar a muchos que lo ignoran todo de su contexto. Otro es de Andrew Marvell: «To a green thought in a green shade» (a un pensamiento verde en una sombra verde). En la Oda a un ruiseñor, de Keats, los versos culminantes, al decir de la mayoría de los lectores, nos hablan de cómo la canción del ruiseñor Charmed magic casements, opening on the foam Of perilous seas, in faery lands forlom[*] El estudio crítico de la poesía depende de una suerte de holismo, de la suposición de que el poema que tenemos ante nosotros forma una unidad en la que cada detalle se justifica por su relación con esa unidad. La suposición de integridad, como la suposición de coherencia en la crítica, es heurística: se adopta para ver qué resultados depara. Aun siendo muy fácil plantearle objeciones teóricas, sin esta suposición careceríamos de un sentido de dirección en la comprensión crítica. Al mismo tiempo la integridad no es el objetivo del proceso crítico, sino un simple factor de éste. O sea, que mientras nada en el pasaje de Keats viola la unidad del poema, sin embargo parece romper esa unidad para sugerir diferentes órdenes de existencia, como los mundos paralelos popularizados por la ciencia ficción. Lo que se deduce de ello es que en la respuesta a la poesía puede haber una carga potencialmente ilimitada o infinita, algo que ilumine la psique: en lugar de la oscuridad de lo desconocido vislumbramos las sombras de otras maneras de emergencia del Página 73 ser. Aquí sólo nos preocupa una idea: que la respuesta a un pasaje específico de un poema puede alargarse de forma indefinida más allá del poema. El énfasis de la poesía en las figuras retóricas también lo encontramos, como señalábamos antes, en la oratoria, que mantiene una relación de vecindad con la poesía. Pero como sucede con todos sus vecinos, la poesía y la oratoria tienen estilos de vida bien diferentes. El orador afronta a su audiencia, le habla directamente, de hecho habla para su audiencia, y con frecuencia se deja arrastrar por ella. Retiene mejor la compulsión mágica de las palabras porque busca un efecto cinético en su audiencia. Y su magia tiene esa cualidad mecánica de causa-efecto, estímulo-respuesta, que mencionábamos más arriba. Esto es así porque pretende lograr una respuesta uniforme, y la uniformidad siempre tiene algo de mecánico. El poeta, bien es cierto, suele imitar al retórico: no acostumbra a darse cuenta de que qua poeta no tiene nada que «decir», y su lenguaje indirecto, esa falta de contacto inmediato con su público del que la poesía no acaba de desprenderse, pueden llegar a impacientarle. Pero en retórica contamos con una presencia, un orador; en poesía el poeta se ausenta, da la espalda a su lector y crea el poema, que servirá de intermediario. El poeta ni siquiera tiene que estar presente. Tomemos como ejemplo una canción popular de Newfoundland: She’s like the swallow that files so high, She’s like the river that never runs dry, She’s like the sunshine on the lee shore, I love my love and love is no more[*] Por mucha desconfianza que le inspire la interpretación, un lector podría escribir una serie de, digamos, ocho frases que fueran parafraseando el posible significado del verso anterior. El noveno verso podría ser: «En realidad no quiere decir nada: se trata sólo de un error en la transmisión oral de un original que decía algo parecido a “Amo a mi amor cuando ya no queda amor”». De ser cierta, esta afirmación sería importante para algunos aspectos de la crítica, pero no tiene la menor importancia si se trata de experimentar la frase como si fuese una frase poética. Del mismo modo, todas las objeciones a la crítica basadas en la suposición de que el poeta efectivamente habla («¿Quería el poeta o pretendía o tenía en mente todo eso?») son quejas carentes por completo de amplitud de miras. Al igual que el discurso retórico, el poema no exige una uniformidad de respuesta sino que apuesta por la variedad. Con el paso del tiempo la variedad Página 74 logra cierto tipo de consenso, pero la flexibilidad permanece. El poeta utiliza diferentes convenciones para expresar la relación indirecta con sus lectores. Puede invocar a una musa o a un dios para que escriban el poema por él; puede dirigirse a una dama o, en el teatro, hacer que otros personajes hablen por él. Otra curiosa convención, que duró siglos, afirmaba que más que servirse de palabras el poeta canta, que no produce palabras dotadas de un sentido sino sonidos que trascienden los significados verbales. Esta metáfora de canción a veces se transfiere también a un instrumento musical, ya sea laúd, lira, arpa o flauta. En el epílogo al Lycidas, de Milton, leemos: Thus sang the uncouth swain to the oaks and rills, When the still mom went out with sandals grey: He touched the tender stops of various quills, With eager thought warbling his Doric lay…[*] que resulta de lo más encantador si no pensamos demasiado en lo que evoca. El poeta nos dice que se ha pasado el poema cantando y tocando simultáneamente un instrumento de viento, y de lo más tosco, por cierto: el oat, una flauta primitiva. La imposibilidad de semejante hazaña carece de importancia: lo que cuenta es preservar la convención. En cualquier caso la poesía, y más concretamente la poesía lírica, como el propio adjetivo indica, tiene una conexión próxima y constante con la organización del sonido que comparte con la música, tanto metafórica como física. Con su objetivo puesto en la metafísica, Derrida sostenía que en esencia las palabras son escritas: mientras la escritura mantenga la convención de un orador personal, se seguirá pensando que las palabras permanecen innatas en su interior[24]. Podríamos extraer la imprevista conclusión de que la poesía nos adentra, al menos a veces, en una especie de mundo innato. En cualquier caso la literatura no se convierte en categoría cultural hasta que la escritura separa el poema o el relato del cuerpo físico del recitador. Como también hay ciertamente mucha literatura dirigida antes que nada a la vista: además del grueso de la prosa, podemos mencionar los caligramas, los poemas concretos o los diseños tipográficos de e. e. cummings, por ejemplo. La forma más primitiva de poesía visual es el epitafio, en el que se manifiesta con mucha claridad el principio de différance de Derrida. La típica expresión del epitafio es la siguiente: detente y mírame; yo estoy muerto y tú estás vivo (diferencia), pero tú no tardarás en estar también muerto (diferido). Página 75 El hecho de que el orador esté muerto es otro mecanismo de comunicación indirecta, la figura retórica técnicamente llamada prosopopeya, en la que un objeto inanimado se dirige a nosotros para recordarnos que en poesía nada está realmente muerto, como tampoco hay nada que hable a no ser de modo indirecto o paródico. Muchas veces encontramos esta figura retórica en poemas-acertijo, en los que se espera de nosotros que adivinemos o pongamos nombre a lo que habla. Se trata de una inversión del procedimiento mágico: resuelve el sortilegio del poema devolviéndonos a un mundo de temas y objetos comunes. Claro está que la sensación de sentido visual es más fuerte en idiomas no alfabéticos como el chino, donde la lengua escrita no reproduce directamente la hablada. El acto de leer, o su equivalente, consiste en dos operaciones que se suceden en el tiempo. Primero seguimos la narración desde la primera página o línea hasta la última: una vez completado el seguimiento temporal de la narración, efectuamos un segundo acto de respuesta, una especie de Gestalt de comprensión simultánea mediante la cual intentamos extraer el significado completo de lo que hemos leído o escuchado. Convencionalmente, la primera respuesta es la del oído que escucha, incluso si leemos un texto escrito. La asociación de la segunda respuesta con metáforas visuales es casi inevitable. Alguien que va a contar un chiste puede decir «¿Has oído éste…?» Pero después de oírlo, «vemos» el chiste. La misma respuesta en dos niveles también está presente en el ritual religioso, emparentado en todo momento con la elocución mítica. En la misa, la elevación de la forma sigue a la homilía; se nos dice que los iniciados de Eleusis escuchaban una narración del mito de Deméter y, acto seguido, como clímax de su iniciación, se les mostraba una mazorca de maíz. Tras eso pasaban a ser conocidos como epoptae, o «videntes». En el budismo zen se cuenta que en cierta ocasión, tras predicar un sermón, Buda levantó una flor dorada, y que el único miembro de la audiencia que comprendió lo que significaba fue, cómo no, el fundador del Zen. En las obras de ficción con títulos tales como La copa dorada, El arco iris o Al faro, se emplea un símbolo visual que en el libro representa un modo de captar su significado total, como una forma de sinécdoque para describir el libro completo. La tarea del novelista, dice Conrad, «es, antes que nada, hacer ver». Este ver metafórico lo describe mejor el término visión, que mantiene la metáfora visual pero trasciende la distinción entre lo físicamente visible y lo visualizado. En la analogía visual, en cualquier caso, la palabra «estructura» funciona como término crítico, y caracteriza una obra literaria mediante una metáfora Página 76 espacial derivada de la arquitectura. Claro está que el grado en el que se ve la estructura depende de la complejidad de lo que tenemos delante. En cuanto vemos un chiste ya no queremos volver a oírlo; del mismo modo que si leemos un relato detectivesco sólo para descubrir al asesino, lo más probable es que no querramos volver a leerlo hasta haber olvidado la identidad de ese asesino. Pero con la Divina comedia o El rey Lear, es imposible pensar siquiera en percibir su estructura al completo. En mis libros anteriores describía esta visión simultánea de una narración como «estasis temática», y la identificaba con el término aristotélico dianoia, «sentido» o «pensamiento». En este contexto la dianoia es la narración contemplada como una foto fija: no tendría que ser considerada pensamiento en el sentido de traslación al lenguaje discursivo, como sucedía con la moral de una fábula. Lo que Maisie sabía, de Henry James, cuenta la historia de una joven que tiene la desgracia de ser hija de unos padres estúpidos que no dejan de pelearse y que, tras divorciarse, vuelven a casarse introduciendo con ello al padrastro y la madrastra; la amenaza de la nueva parentela lleva a Maisie a fugarse con su institutriz. El «qué» de Lo que Maisie sabía sólo podrá transmitirlo la percepción simultánea de todo el relato y no un simple recuento discursivo del «significado» de sus experiencias. En este punto lo que nos interesa en primer lugar no es el movimiento narrativo sino la imaginería, consistente en las unidades con las que trabaja el escritor al acoplar la estructura, y que procuraremos ver como un agrupamiento de imágenes, o unidad visualizada. De todas las imágenes literarias, las más importantes son los personajes, las personalidades, los elementos más activos en la mediación entre el autor y su público. Los relatos literarios descienden históricamente de los mitos, que son fundamentalmente relatos sobre dioses, y los dioses son personalidades asociadas con la naturaleza, como los dioses solares y los marinos y los celestiales, o vinculadas a imágenes emblemáticas, como los pavos reales de Juno o el tridente de Neptuno. Los dioses, por tanto, son metáforas (GC, p. 18), entendiendo por metáfora una afirmación de identidad del tipo «A es B» en donde se dice que la personalidad y el objeto natural son la misma cosa, a pesar de seguir siendo dos cosas diferentes. Así pues, en la cima de la experiencia literaria, nos encontramos con el mito y la metáfora como dos aspectos de una identidad. De esto se derivan dos principios críticos. Uno, que la literatura es siempre y en todas partes politeísta, por muy alejados que sus personajes nos puedan parecer hoy de lo que solemos entender por dioses. El otro es que en Página 77 sus metáforas, la literatura siempre asume una relación entre la conciencia humana y su entorno natural, que sobrepasa —de hecho ultraja y viola— el sentido común ordinario basado en una separación permanente entre sujeto y objeto. En la forma habitual de «A es B», la metáfora es un tropo más. Todas las figuras retóricas tienen algún rasgo que llama la atención en que las separa de lo que se entiende por uso del lenguaje de sentido común (descriptivo). Con el símil, por ejemplo «Mi amor es como una rosa roja», algunos lectores encontrarían en la palabra «como» una tranquilizadora sensación de «realmente, no». La hipérbole llama la atención sobre la exageración de los hechos externos, la sinécdoque sobre la comprensión de éstos, el oxímoron sobre su paradoja, la metonimia sobre el significado que reemplaza. Pero la metáfora transmite una afirmación explícita, basada en la palabra «es», además de una implícita que la contradice. Del mismo modo que el mito afirma a la vez «Esto es lo que sucedió», y «Es difícil que esto sucediera exactamente así», la metáfora que lleva el predicado «es» propone explícitamente «A es B» (por ejemplo, «Un retoño es José», Génesis 49, 22) y transmite implícitamente el sentido «Está muy claro que A no es B, y sólo un tonto podría pensar que José realmente era un retoño», etcétera. Así como el mito es contrahistórico, al afirmar y negar al mismo tiempo su validez histórica, la metáfora es contralógica. Así pues, ¿qué sentido tiene una figura retórica que incluye lo opuesto a algo que un lector u oyente supondría verdadero? Al fusionar con tanta frecuencia algo relativo a la personalidad humana con algo relativo al entorno natural, la metáfora apenas si tenía peso en las primeras sociedades, en las que la distinción entre sujeto y objeto no siempre era clara o consistente. Se ha dicho que en Homero no hay metáforas, pero en otro sentido todo Homero es una metáfora. Los estados anímicos o poderes que adscribe a las diferentes partes del cuerpo, phrenes, thymos, hepar y demás, parecen vincularse metafóricamente a sus correspondientes estados anímicos y poderes en la naturaleza, o lo que parecen ser tales. Los dioses también dan estabilidad a la identidad entre sujeto y objeto, edificada sobre una base de creencia o aceptación social. La afirmación «Neptuno es el mar» se estabiliza cuando se dedican templos o rezos a Neptuno antes de empezar un viaje por mar. El desarrollo del lenguaje del logos tiende a poner en un primer plano la brecha que separa sujeto y objeto, con lo que más y más dioses pasan a ser figuras literarias y ganan terreno la alegría verbal y el distanciamiento irónico Página 78 frente a las incómodas afirmaciones existenciales. Cuando llegamos a las Metamorfosis, de Ovidio, claramente dentro de la categoría de literatura, este proceso ya lleva un tiempo en curso. De hecho, las metamorfosis de Ovidio, en las que seres personales se convierten en objetos naturales, como Dafne en laurel o Filomela en ruiseñor, en cierto sentido son relatos sobre la ruptura de la metáfora, analogías clásicas de mitos de alienación como la caída de Adán y Eva. Parece claro que una de las funciones de la poesía es mantener vivo el hábito de pensamiento metafórico. ¿Pero por qué mantenerlo vivo, y por qué los poetas siguen hablando con tanto entusiasmo, como Jules Laforgue, de «aquellos relámpagos de identidad entre sujeto y objeto: el atributo del genio»[25]? Al basarse en la metáfora, el poético es un lenguaje concreto que pone en un primer plano los objetos de la experiencia sensible. La diferencia entre el lenguaje poético y el lenguaje conceptual o dialéctico la encontramos en el vocabulario abstracto de este último, para el que la poesía tiene una tolerancia limitada. La abstracción nace de la dificultad, en realidad de la práctica imposibilidad de mantener un ordenamiento de palabras lógico relacionado de forma consistente con la particularidad y la distinción del mundo de los objetos. Puede que sea cierto que toda palabra abstracta descienda históricamente de un ancestro concreto: «Is not your very attention stretching to?»[*] pregunta Thomas Carlyle. De esto no se sigue que sea factible coger una frase hecha de términos abstractos y traducirla a sus raíces concretas. En el Jardín d’Épicure, de Anatole France, encontramos ejemplos muy divertidos de lo que ocurre al hacerlo: así, «Los animales no tienen alma» se reduce a «Seres que respiran no tienen respiración». Está claro que esto no funcionaría como técnica crítica: sencillamente debemos dejar que los términos del logos sigan su propio camino, y reconocer que, como dice Milton, el lenguaje poético es más «sencillo, sensual y apasionado» que el filosófico. Lo que «vemos» cuando intentamos abarcar la totalidad de una estructura literaria es un gran número de imágenes yuxtapuestas. Así es como el modo literario se adapta a la pluralidad miscelánea del mundo de los objetos e incluso se las compone para retener una base concreta para su dicción. Por lo tanto una obra literaria siempre tiene algo de mosaico, un diseño de unidades contiguas —para servirnos de otra expresión de Milton— más que continuas. En una argumentación lógica seguimos un curso de palabras hasta llegar al final; el seguimiento narrativo es menos apremiante, y lo que vemos al final es la unidad de particularidades diferentes. Página 79 La crítica como tal empieza por lo que vemos, con el «icono verbal»[26] fijo que dibuja lo que hemos estado leyendo. Hay que considerar precrítica la experiencia de seguir la narración desde esta visión crítica, como una recolección de datos para la comprensión. No hay palabras para la experiencia directa de la literatura, sólo sentimientos sin conformar ni examinar que carecen de enfoque hasta que se forma una entidad, a partir del proceso señalado por la llegada al final. Esta respuesta en dos estadios es un caso especial de la diferencia entre experiencia y conocimiento. La experiencia afecta lo particular y lo exclusivo, y tiene lugar en el tiempo; el conocimiento atañe a lo universal y lo asimilado, y contiene un elemento ajeno al tiempo. Esta concepción de una respuesta en dos estadios podrá chocar a muchos lectores que, al no haberla experimentado, a lo mejor la encuentran tosca y falsa. Lo cierto es que la frecuente afirmación de que no podemos salimos de una estructura para examinarla es sólo otra metáfora engañosa, y en cualquier caso no afecta el punto que estamos discutiendo, donde el lector puede considerarse exterior sólo en el muy sencillo sentido de que quien contempla una pintura está fuera de la pintura. Lo importante es señalar que si, desde un punto de vista teórico, puede resultar útil distinguir dos estadios, en la práctica deben asimilarse lo más rápido posible. Roland Barthes afirma que toda lectura seria es una relectura[27]: esto no significa necesariamente una segunda lectura, sino leer desde la perspectiva de la estructura total, una perspectiva que transforma un recorrido entre un laberinto de palabras en una búsqueda dirigida. Existen diferentes modos de lograr semejante perspectiva incluso en una primera lectura. Uno es por medio de intuiciones derivadas de una experiencia previa de lectura; otro, con la ayuda de la crítica, bien como un simple comentario sobre la obra o al situarla en un contexto por medio del estudio de las convenciones, los géneros y el entorno social contemporáneos. La primera lectura de una obra de Shakespeare es una operación que muchos de nosotros apenas recordamos: viene seguida de muchas reexperiencias de la narración, tanto en el texto como en la escena, lo que lleva a asimilar la experiencia y el conocimiento de la obra hasta que se convierten en aspectos de la misma cosa. Podemos comentar de pasada que «releer», o unificar conocimiento y experiencia, depende de la existencia de textos impresos, o de algo que se le corresponda, que permanece inalterable para poder reexaminarlo y que no cambia por mucho que se lo consulte. Con los medios electrónicos de la sociedad actual, el mayor peligro para la educación es el torrente de Página 80 experiencias con escasas posibilidades de facilitar un conocimiento genuino. Las sociedades orales desarrollan asombrosos poderes de memoria, pero incluso estos poderes son inadecuados para una red de comunicaciones tan prolífica como la nuestra. La tecnología futura puede que acabe con este problema, pero el pánico que inspira sigue presente. La obra literaria, pues, no es sólo un objeto de estudio, un reto para nosotros: antes o después tenemos que analizar nuestra propia experiencia lectora, qué depara la fusión de la obra con nosotros. No somos observadores sino participantes, y tenemos que guardarnos tanto de la ilusión de objetividad desapegada como de su contrario, que sugiere que toda lectura es un acto de narcisismo, y el texto un espejo que refleja nuestra propia psique. Un libro que trata (o que pronto tratará) concretamente de la Biblia, no puede evitar estos asuntos. Por ello tenemos que tener en cuenta una extensión del uso de la metáfora, que no se limite a identificar verbalmente una cosa con otra, sino también con rasgos nuestros: algo que, tentativamente, podríamos llamar metáfora existencial. Ni que decir tiene que esto nos lleva mucho más allá de la identificación personal con personajes admirables o heroicos de un relato o parecidas inexperiencias que son ejemplos del narcisismo que acabamos de mencionar. Hablamos de escritores tanto como de lectores, y los primeros se dan perfecta cuenta de que la metáfora va mucho más allá de la simple yuxtaposición de imágenes. Como volveremos a ver dentro de un momento, lo normal es que el escritor piense que la metáfora de la madre preñada que da a luz una vida autónoma se encuentra más cerca de su experiencia que la metáfora de «creación» en el sentido de invención. Esto último supone una victoria demasiado fácil, sin ángel con el que batallar: de hecho sugiere la irrealidad de cualquier rasgo imaginativo más allá de lo subjetivo, una irrealidad que tantos de los que se muestran indiferentes u hostiles a la escritura imaginativa dan por supuesta. Hemos hablado de lo mágico como efecto accidental de lo poético, que de todas formas parece abrir nuevas perspectivas al proceso creativo. En la magia se invoca una presencia objetiva, o algo que se le parece. A las ideologías en ascenso les inquietan las presencias de lo no-autorizado; de ahí la popularidad de temas como el trato con el diablo en el Fausto de Christopher Marlowe y en otras obras. Pero más de un novelista, por ejemplo, ha descubierto que un personaje de su creación, tal vez porque coincide con algún rasgo de su personalidad suprimido de su propia psique, ha emprendido una vida por su cuenta, como si algo hubiera entrado en el libro por su propio pie. En ciertos momentos de creación puede Página 81 haber incluso una sensación de comunicación con cierta presencia personal no subjetiva. Un escritor que haya vivido esas sensaciones o experiencias difícilmente podrá autoconvencerse de lo contrario, a pesar de lo que clamen las ideologías que lo rodean. DOS Muchas veces se ha planteado la cuestión de los beneficios morales de estudiar literatura. Parece claro que la relación que hemos perfilado, con el lector como sujeto que contempla un objeto enfrentado a él, no tiene por qué mejorar necesariamente la personalidad del lector, a no ser que éste se lo proponga. Esto se ve más claro en el mundo de la pintura, en el que los cuadros se compran y pasan a manos privadas dejando así de ser patrimonio de una comunidad. El narrador del poema de Robert Browning, My Last Duchess, que asesina a su esposa porque sonreía a otra gente, y conserva un retrato que sólo le sonríe a él, era lo que entendemos por persona culta, pero la cultura no había contribuido demasiado a su probidad moral. En literatura se da una discrepancia, casi una oposición, entre el atractivo cinético de la retórica y el atractivo imaginativo de la poesía. Como ya hemos visto, la retórica pertenece a una moral del tipo «quid agas», o «¿qué debemos hacer?». Por consiguiente, la retórica pretende ser un estímulo moral — normalmente malo, por desgracia, puesto que el mecanismo más accesible es, con mucho, el alimento del odio— pero la literatura no actúa de ese modo, excepto por algún accidente histórico, o a no ser que (como en el verso inspirado o las novelas propagandísticas) las obras en cuestión en realidad sean formas disfrazadas de retórica. De todos modos pienso que si preguntáramos qué contacto ha querido establecer con su público, la gran mayoría de los escritores serios responderá que su intención consistía en hacer de su lector una persona diferente de la que era antes. Al estudiar una obra literaria entran en juego dos formas de identidad. Por un lado la identidad «como», una de las bases del conocimiento corriente que sirve para encasillar a los individuos en clases. Sabemos que esta criatura es un gato, lo identificamos como gato porque reconocemos en él a un individuo de la clase gato. Pero, se me objetará, dejamos de lado la singularidad del gato: hay millones de gatos, cada uno diferente en apariencia y temperamento a éste en particular. Se trata de una suerte de confusión mental que rara vez afecta al estatus de los gatos, puesto que la distinción tradicional entre esse y Página 82 essentia está clara, pero obscurece continuamente la teoría crítica. Desconocemos la singularidad como tal: la singularidad pertenece a la experiencia. La contemplación de la estructura literaria como representación, como unidad de la clase poema, aúna experiencia y conocimiento. Por otro lado tenemos la identidad «con», de varias dimensiones. Una metáfora del tipo «A es B» expresa una identidad «con» que no se encuentra en la experiencia corriente. Experimentamos, sin embargo, una forma de identidad-con en el tiempo, como la identidad que se siente con todas las personalidades que hemos tenido o vivido desde el nacimiento. En este contexto la identidad significa unidad en la variedad, como la que se da en el hecho de que mis manos, pies y cabeza se identifican por ser parte de lo mismo. O como, en cierto sentido, el libro que acabo de leer se identifica conmigo, puesto que ha entrado en el continuum de mi propia vida. Exploremos un poco más esta concepción de metáfora vinculada a la personalidad. Nunca he encontrado una fórmula mejor para empezar con este tema que «el lunático, el amante y el poeta» del duque Teseo de El sueño de una noche de verano. En su opinión, estos tres grupos son núcleos de imaginación lo cual significa que ven cosas que no están allí. En el contexto que nos ocupa esto quiere decir que nos encontramos frente a los grupos más notorios de quienes se toman en serio la metáfora, o la identidad-con. Empecemos con el amante. Hay un buen número de metáforas relacionadas con dos cuerpos que se convierten en una sola carne mediante la unión sexual, y el amante como poeta gira en torno a estas metáforas, aunque de un modo en cierta medida elíptico. La metáfora de una sola carne es bíblica (Génesis 2, 24), y está claro que el punto de partida de toda vida humana es la identidad carnal fruto del encuentro entre dos cuerpos, lo que da a todo esto una gran inmediatez. En la época de Shakespeare se daba por supuesto que el poeta era alguien enamorado, y que de no ser así probablemente se trataba de una pobre criatura, y casi con toda certeza de un poeta aburrido. Por consiguiente, una de las fuentes principales de su inspiración era lo que acabo de denominar metáfora existencial, la unión con el amante en la que la experiencia de ser una sola carne, de identificarse con otro, facilita el poder generativo necesario para la poesía. Esta unión era casi siempre una «convención imaginativa»: esto es, no tenía lugar. La gran mayoría de las amantes poéticas isabelinas eran tan inaccesibles como la reina Isabel: remilgadas, orgullosas, desdeñosas, «comprometidas a vivir castamente», como la Rosalina de Romeo, casadas con otro como la Stella de Sidney, caprichosas o promiscuas. Página 83 (Claro está que la convención en sí tenía siglos de antigüedad.) Así la poesía amatoria, y tal vez toda la poesía, es hija de la identidad frustrada, una presencia que ocupa el lugar de alguien o sustituye una ausencia forzada. Está claro que el amante es el poeta, no el lector, pero se supone que el lector lee como un amante, y que comparte algo de la experiencia en curso. Cuando se realiza la unión en una sola carne, no desaparece la frustración, presente ahora en la brevedad y los muchos accidentes del acto, y antes que nada en la incapacidad de olvidar que dos personas nunca se convierten realmente en una sola. El ejemplo clásico en la literatura inglesa es El éxtasis, de John Donne, en el que algún que otro giro, como «Mas, no obstante, el libro es su cuerpo» (And yet the body is his book), indica una conexión, en la mente de Donne, entre el acto sexual y la escritura poética. La conexión es mucho más fuerte en La canonización, en donde los dos amantes: die and me the same, and prove Mysterious by tbis love.[*] Aquí el verbo morir también tiene una connotación de unión sexual y, siguiendo con las metáforas literarias, la poesía es el resultado de imitar a los amantes modélicos «canonizados», o santificados por el Dios del Amor. «We’ll build in sonnets pretty rooms» (Construiremos en sonetos bellas estancias), dice el poema, y la última palabra esconde un juego con stanza. En El fénix y la tortuga, de Shakespeare, lo que Donne llama «el acertijo del fénix» reaparece con un fénix femenino y una tortuga masculina como compañeros de una unión de consumación mortal y sexual. Aquí no se menciona libro o soneto alguno, pero la Razón, horrorizada por la unión metafórica de dos en uno, pronuncia un «responso» y reduce el acto a una simple muerte. El poeta amatorio emplea la identidad metafórica asumida o hipotética, que exige al menos que tomemos en consideración la posibilidad de que A y B sean la misma persona aun cuando sepamos, cualquiera que sea el sentido en que usamos el verbo saber en esta relación, que no lo son. El enamorado va más allá que el lector en la experiencia auténtica: él ha sentido qué suerte de verdad implícita hay en la afirmación de que dos amantes unidos sexualmente son una sola persona, por poco que tarden en volver a la realidad de ser nuevamente dos cuerpos. El enamorado es por tanto el garante, por decirlo así, de la realidad de lo que habla el poeta, si aceptamos que poeta y lector, Página 84 como ya hemos dicho, saben lo suficiente acerca del amor como para percibir que se da algo más que un ejercicio literario. Es como si los poetas medievales hubieran introducido el dios del Amor o Eros en la poesía occidental para disponer de un símbolo de su estatus cultural frente a la autoridad establecida. Por lo visto también actuaron en buena medida por propia iniciativa, recurriendo a Virgilio y Ovidio, y está claro que percibían la fuerza psicológica de dar por supuesto que la creatividad tiene mucho que ver con la energía erótica, ya sea satisfecha, frustrada o sublimada. En esta era postfreudiana es poco probable que nos sobresalte o incomode la sugerencia de que Eros crea la identidad que subyace a las identidades imaginativas de la metáfora en poesía, el contrapunto en música, la composición en pintura, la proporción en escultura y arquitectura. Estas dos últimas artes incluso nos llevan en la dirección del atractivo erótico de las matemáticas, del que Yeats habla en Las estatuas, el poema sobre la naturaleza erótica de la estatuaria griega que arranca con las palabras «Pitágoras lo planeó», siendo Pitágoras el filósofo matemático por excelencia. Detrás del amante la mente administrativa de Teseo no ve otra cosa que locura. Pero tal como hemos dicho antes, existen infinitos tipos de locura, y algunos son atributos tradicionales de la poesía, o de actividades próximas a la poesía. Están los chamanes asiáticos, las sibilas y los profetas del antiguo mundo occidental, cultos de posesión divina como el de Dionisos que nos han dado la palabra «entusiasmo»; están los místicos y los visionarios. También se dan identificaciones con el entorno natural, con la sociedad, con un grupo social o con un antepasado en la tradición literaria. Todos comparten un factor de la mayor importancia. Cada una de estas formas de identificación incluye una renuncia a la identidad egocéntrica o subjetiva. Hay ciertos contextos en los que uno ya no puede hablar más de sí como sujeto. Uno no puede, por ejemplo, decir «Yo soy un hombre inteligente y bueno», sin sugerir que no es ni lo uno ni lo otro, puesto que predicados como la inteligencia y la bondad nunca encajan en una frase que empiece por «yo soy». Hasta Jesús ponía reservas a que lo llamaran bueno (Mateo 19, 17). La creación sería otro de estos contextos. Antes hemos sugerido que el estado consciente habitual no es creativo; aparentemente se debe a que se trata de un estado egocéntrico. Keats habla de la «capacidad negativa» del poeta; Blake se define como «secretario» de sus poemas; Eliot se sirve de su conocida figura del catalizador, indicando como todos los poetas que han invocado a las musas y figuras similares, que él no es el hacedor del poema sino el lugar Página 85 en el que adquiere realidad; Stephane Mallarmé dice que su visión se desarrolla «a través de lo que solía ser yo». Michel Eyquem de Montaigne, un escritor a quien pocos tacharían de obsesivo, escribe: «He hecho mi libro como el libro me ha hecho a mí; un libro consustancial con su autor, que sólo me atañe a mí, una parte vital de mi vida; sin un interés ajeno y extraño, como el resto de los libros»[28]. Tal vez tengamos que considerar la frase final con algún distanciamiento: todos los autores consideran sus libros diferentes del resto de los libros. Pero el uso del término «consustancial», término que utiliza Lutero para referirse a la relación de los elementos de la Eucaristía con el cuerpo de Cristo, difícilmente podría expresar con mayor claridad que Montaigne, en apariencia el más personal y accesible de los escritores, no nos habla a nosotros por mucho que se sirva de las convenciones del discurso directo. Nos da su libro en lugar de su persona, o, para ser más precisos, nos da su libro, que es y no es él. El descubrimiento del principio de que toda estructura verbal tiene un origen mitológico se debió a Vico, cuyo axioma era verum factum: lo verdadero son nuestros actos. Pero la frase es menos sencilla de lo que este esquema pueda sugerir. Para nosotros lo verdadero es una creación en la que hemos participado, ya sea en su elaboración, ya en la respuesta. Solemos pensar que cualquier cosa que se nos presenta objetivamente es real. Pero si nos despertamos por la mañana en un dormitorio, en contraste con nuestros sueños todo lo que nos rodea es una creación humana, y cualquier obra de los seres humanos es susceptible de volver a ser creada. Me parece que Wallace Stevens en parte se refiere a esto cuando habla de «ficción suprema», cuya realidad es auténtica porque se trata de una ficción creada, y reconocida como tal. El tipo de identificación que hemos dado en llamar metáfora existencial es el que, siguiendo a Heidegger, llamaríamos «extática». Por extático entiendo, más o menos, estar fuera de uno mismo: un estado en el que el yo real, cualesquiera sean la realidad y el yo en este contexto, entra en un orden de cosas diferente al de ese yo ahora desposeído. En las artes se dan muchas variedades de este estado de éxtasis: por ejemplo esperamos que un actor se identifique extáticamente con su papel en una obra. Y parece claro que, tal como sucede en el estado erótico, no se puede permanecer demasiado tiempo en éxtasis. Muchos escritores que se adentran en él en sus momentos de elevación desarrollan un ego feroz que sale a relucir en los demás períodos. Página 86 El elemento imaginativo en lo poético significa que todas las puertas de la percepción de la psique, las puertas del sueño y la fantasía así como las del estado consciente, están abiertas de par en par. En este punto la metáfora de ver un poema empieza a resultar inadecuada, mientras la palabra visión, que sugiere una mayor intensidad de lo mismo, gana terreno. La visión también sugiere lo fragmentario y lo temporal, no necesariamente algo fijo y completo, para parafrasear a Arnold, sino más a menudo tan sólo un atisbo elusivo y difuminado. ¿Atisbo de qué? Intentar responder a esta pregunta implica llevarla a una categoría diferente de experiencia. Si supiéramos de qué se trata, pasaría a ser un objeto percibido temporal y espacialmente. Y no se trata de un objeto, sino de algo que une lo objetivo con nosotros. Las metáforas referidas a que primero se oye y a continuación se ve empiezan a agotarse en este punto, y se necesita el refuerzo de nuevas metáforas. Podemos caracterizar el discurrir de una narración mediante la metáfora de una línea horizontal, y la contemplación temática de la estructura completa mediante una vertical. Al contemplar un cuadro miramos sobre todo de arriba a abajo. Pero si la narración es metafóricamente horizontal, la ironía está trabada en la concepción misma de la narración. El que tenga que haber una última página y una «cadencia» final, o desaparición del lector, infunde desde un principio la idea de que el lector está encima y la acción del texto debajo. Este sentido de la ironía se incrementa en proporción al grado de ironía del texto en sí: una tragedia es irónica cuando sabemos lo que va a suceder mejor que los personajes. En una era en la que la práctica totalidad de la narrativa, de ficción o de lo que sea, tiene un tono irónico, el lector debe poder disponer de alguna norma de visión que supervise lo que ve. En la crítica se dan diferentes paradojas, pensadas para mostrar cuán profundamente se implica el lector en la ironía de lo que lee, lo cual sugiere que en realidad no existe norma semejante. Pero sin esta norma de visión la ironía no podría resultar irónica. Hay una conciencia que se supedita al texto y entiende, y otra que, por decirlo así, sobreentiende. Sólo esta última hace que merezca la pena la operación de lectura: sin ella, el lector es un pedante que entiende pero no comprende. En uno de sus momentos menos lúcidos, Wallace Stevens afirma que si los grandes poemas del cielo y el infierno ya han sido escritos, todavía falta el gran poema de la tierra. Pero es muy poco probable que llegue a escribirse, porque el poema de la tierra sería una narración interminable en la que no podría darse la visión de arriba abajo, y que por lo demás vendría a sugerir otras perspectivas por encima y por debajo. Guerra y paz, de Tolstoi, acaba Página 87 por separarse según las categorías que se enfrentan en su título, y la variedad de significados de la palabra rusa mir, paz, acentúa el contraste entre una vida de orden y significado y una vida sujeta a esa arbitrariedad y ese puro azar en los que desembocan hasta la campaña militar más cuidadosamente planificada. El descomunal repaso a los siglos de historia que traza Victor Hugo en La légende des siècles, se abre de modo parecido a mundos superiores e inferiores. El escritor francés dejó dos épicas adicionales sin concluir, una sobre Satán y otra sobre Dios. Para Hugo, Satán se redime al ser absorbido en «Liberté», pero el último poema está demasiado inacabado para saber a ciencia cierta cuál será el destino de Dios. Lo importante es que con independencia de las connotaciones religiosas, estructuralmente las categorías de superior e inferior sean necesarias. En Marcel Proust la secuencia de experiencias que concluye en el punto de arranque de la escritura se separará en el contraste vertical entre temps perdu y temps retrouvé. La construcción de Linnegans Wake es puramente cíclica, y sigue el principio de que en una tierra esférica o espacio curvo una línea horizontal debe concluir necesariamente en el punto en el que comenzó. Claro que también ahí creemos detectar la insinuación de que el ciclo simboliza algo más que un ciclo. TRES Tenemos tres aspectos de la experiencia metafórica, el imaginativo, el erótico y el extático. En cada uno de estos aspectos se da una alternancia entre identidad y diferencia. El imaginativo es propio de las artes, incluida la literatura, y se plasma en el baile de metáforas de un poema, que aceptamos o rechazamos a placer. En el erótico participamos de un acto de unión seguido de una separación, pero no una separación similar a la que se puede dar entre sujeto y objeto. Según Platón, y sirviéndonos de una imagen que dominará el resto de este libro, el amante sube por una escalera de experiencia purificadora: en lo alto de la misma se sigue dando un contraste entre identidad y diferencia, pero esta vez él sabe de qué se trata. En el nivel más alto de la experiencia, la identidad es amor y la diferencia es belleza. En el estado de éxtasis sentimos una presencia, nos sentimos unidos a algo, a pesar de que se transforme pronto en ausencia. Aquí también hay dioses, dice Heráclito encendiendo un fuego[29]; Heidegger, dos mil quinientos años más Página 88 tarde, levanta la jarra de agua de su mesa de conferencias y en esencia repite lo mismo. Lo normal es que la experiencia extática sea individual: ciertamente se dan estados extáticos sociales o comunitarios, pero es como si una fuerte corriente los llevara de una conciencia superior a otra inferior. Pero el individuo no está solo o aislado: aquí también se da la alternancia entre identidad y diferencia. Se pasa de la sensación de formar parte de un complejo más amplio a la sensación de que ese complejo más amplio forma parte de uno mismo. Prosiguiendo con la imagen platónica de la escalera, parece como si la imaginación nos hiciera viajar hacia un mundo superior en el que sujeto y objeto están a la par. En literatura esto parece tener lugar al permutar ilusión y realidad. La ilusión, creada por la imaginación humana, pasa a ser real; la realidad, que tal como la experimentamos consiste en gran medida en una creación humana fosilizada, se torna ilusoria. Para mí el ejemplo supremo de esta permuta se encuentra en La tempestad, de Shakespeare. En la obra, Próspero recurre a la magia para crear una obra, y en todo drama, por supuesto, la realidad es ilusoria, es eso que vemos sobre el escenario. En La tempestad la realidad de la acción se crea a través de las ilusiones que evoca Próspero. Lo que llamamos realidad, nos dice Próspero, desaparece más tarde o más temprano, como las otras ilusiones. Al final de la acción Miranda modifica su primera impresión de la sociedad humana, y habla de un «esplendoroso mundo nuevo». Decimos, y Próspero dice también, que se trata sólo de otra ilusión, producto de su inexperiencia. Y eso es, excepto por la palabra nuevo. Al poco descubrirá que se trata de una ilusión —después de todo, la gente que tiene delante es estúpida e insignificante— pero durante unos instantes se ha dado una epifanía, y las cosas han sido como tendrían que ser y no como realmente son. La visión fresca o inocente suele asociarse con los niños —Miranda sigue siendo una niña en experiencia, si no en edad— y en el cristianismo se ha asociado tradicionalmente con la pretendida proximidad de los niños al jardín del Edén, la edad de la inocencia antes de la Caída, cuando los humanos, animales y vegetales, llevaban una existencia estable y reconciliada. En todas las religiones importantes se da un acercamiento diferente entre quienes permanecen dentro del marco ideológico de su revelación, observando sus leyes y rituales, y los que intentan un acercamiento más directo a través de la metáfora extática, como hemos venido llamándola. El segundo grupo incluye a los místicos, que aparecen tanto en las tradiciones Página 89 bíblicas como en las no bíblicas. En la tradición cristiana se da una fuerte influencia platónica en los interesados en este acercamiento. Entre estos últimos se cuenta Dionisio Areopagita, el curioso cristiano neoplatónico que se puso un nombre sacado del Nuevo Testamento, su traductor latino Erigena y varios visionarios medievales y otros posteriores como Meister Eckhart, Jan van Ruysbroeck, Jakob Boehme, etcétera. El axioma que les caracteriza suele consistir en algo así como «Uno se convierte en aquello que percibe», esto es, que una visión consistente y disciplinada concluye en el tipo de identificación que hemos asociado con la metáfora existencial. Este tipo de persona suele mostrar poco interés por la literatura, aunque en algunas religiones se dan afinidades literarias, como la tradición hagádica en el judaismo y el uso sufí de las parábolas en el Islam, que muestran con suficiente claridad lo fundamental que puede llegar a ser la literatura para este tipo de experiencia. El énfasis del logos en la cristiandad nos ha confundido en este punto: solemos pensar en Jesús como si se tratara de un profesor de doctrina que, al decir de los Evangelios sinópticos, se servía de las parábolas a modo de ilustraciones y ejemplos. Sería al menos tan cierto, y en este contexto más gratificante, decir que las parábolas son las enseñanzas, y que el material doctrinal tiene que ver con su puesta en práctica. Esté o no esté en la Biblia, toda imagen de revelación tiene su parodia o contraste demoníaco. El descenso de la escalera visionaria nos llevaría a un mundo en el que sujeto y objeto se distancian cada vez más, y termina con el sujeto convirtiéndose asimismo en objeto. La frase «Se convirtieron en lo que percibían» aparece en un contexto demoníaco en la segunda parte del Jerusalem de Blake, en donde el poeta recurre al comentario del salmo 135 sobre idolatría: «Como ellos serán los que los hacen». Aceptar el mundo objetivo tal como viene dado es una parodia de creación. De nuevo Jules Laforgue, a quien hemos citado en el contexto opuesto, nos dice que el «Moi», el yo autoalienado, es una Galatea cegando a Pigmalión[30]. Calatea es la estatua femenina esculpida por Pigmalión, quien la amaba tanto como para hacer que Venus le infundiera vida, momento en que su obra le ciega por haber sustituido un objeto por una creación. He hablado antes de las adaptaciones de los poetas para adecuarse a otros tipos de lenguaje. Durante el último siglo, más o menos, la literatura se ha empapado de una perspectiva irónica que contempla sus motivos, temas, personajes y escenarios con un distanciamiento semejante al del escritor descriptivo. La ironía no puede alcanzar el grado de neutralidad de la ciencia, Página 90 pero pretender lograrlo es a menudo parte de su convención. En esta situación se ha dado un desarrollo de particular importancia. Se trata de una intensificación de la imaginería que imita el modo descriptivo, un énfasis en la «cosidad» del mundo objetivo, que por ejemplo encontramos en Watt, de Samuel Beckett y Les gommes, de Alain Robbe-Grillet, y en la insistencia de William Carlos Williams cuando sostiene que «no ideas sobre la cosa sino la cosa en sí», asimismo título de un poema de Wallace Stevens. Encontramos desarrollos paralelos en diferentes formas pictóricas, como el arte pop de Andy Warhol, y en la popularidad del budismo zen, con su técnica que prepara no para contemplar otro mundo sino este mismo mundo con una nueva intensidad. Mucho antes Joyce hablaba de «epifanías», o fragmentos, a menudo de experiencia actual, que parecen cargados de una peculiar luminosidad, aunque no tengan un significado codificado adicional. Aquí el principio parece: las cosas no se ven del todo hasta que se tornan alucinatorias. No auténticas alucinaciones, que se limitarían a sustituir visiones subjetivas por objetivas, sino cosas objetivas transfiguradas por la identificación con el que las percibe. Un objeto impregnado por un perceptor, por decirlo así, se transforma en una presencia. Podemos resumir todo esto diciendo que cuando intentamos aproximarnos a la literatura de una forma comprometida o participativa, nos encontramos con que uno de sus polos se nos aparece como la revelación de un estado paradisíaco, un mundo lunático, amoroso y poético en el que se satisfacen todos los intereses primarios. Se trata de un mundo de individuos y no de yoes, un mundo en el que la naturaleza ya no nos resulta extraña sino que se nos antoja, en la expresión medieval, nuestro «entorno natural». Pero se trata sólo de un polo: el otro polo lo forma el infierno imaginario explorado en la tragedia, ironía y sátira. El mundo del infierno puede ser descrito como un mundo de poder sin palabras, donde el impulso predominante es tiranizar a los demás todo cuanto sea posible. Pero es el polo paradisíaco el que nos da una perspectiva del mundo infernal, o, de acuerdo con nuestra imagen previa, nos provee de la regla que hace de la ironía algo irónico. Por otro lado, mientras no existe sociedad humana en la que no se den todos los horrores de la humanidad psicótica, difícilmente dejamos de encontrar también elementos de congenialidad en la cultura de una sociedad. El sentido de la congenialidad, de una comunicación humana genuina a través de las palabras, cuadros, telas, cerámica o lo que sea, proviene de la visión inocente que se encuentra en el corazón de toda creación humana y de la respuesta a ésta. Tal Página 91 visión es una presencia creada por una ausencia, una vida que permanece viva porque ha desaparecido la muerte que también llevaba dentro. Dos rasgos de semejante mundo nos importan aquí. El primero es la alternancia entre dos perspectivas de existencia: por un lado la sensación «oceánica» de inmersión en una unidad mayor, por el otro la sensación de una individualidad distinta a la del yo, esto es, que no resulta, antes que nada, agresiva o temible. En el Nuevo Testamento la concepción de Cristo en relación con el resto de la humanidad tiene este doble enfoque. Pablo dice que los cristianos son como uno en Cristo, en donde Cristo es el conjunto del que los individuos son las partes. Pero también habla de «Cristo en mí», según lo cual Pablo es un individuo del que Cristo es una parte, pero una parte que tiene la capacidad de invertir los papeles en cualquier momento. El segundo rasgo se sigue de éste. Nuestro entorno nos ofrece una visión de la total inteligibilidad posible, que en la Biblia se simboliza con la creación a través de la Palabra. En el Nuevo Testamento, «Palabra» se asocia con división y discriminación (II Timoteo 2, 15). Como complemento de la «Palabra» tenemos el impulso humano que quiere adentrarse en esa inteligibilidad simbolizada por el Espíritu, una concepción que estudiaremos con mayor detalle en el siguiente capítulo. Para el Nuevo Testamento, la Palabra clarifica, el Espíritu unifica y los dos al unísono crean la única forma genuina de sociedad humana, el reinado espiritual de Jesús, fundado en la caritas o el amor, que para Pablo no es una virtud entre las demás virtudes sino la única virtud. El movimiento en dos estadios que va de la experiencia al conocimiento, movimiento del que ya hemos hablado en este mismo capítulo, es el resultado de una existencia temporal, ya que la experiencia viene primero y la conciencia de haber tenido esa experiencia llega después, si es que llega. El intervalo es lo que en The Hollow Men, de T. S. Eliot, se llama la caída de la sombra, y el contraste entre, por un lado, la experiencia con su sombra reflectante, y, por otro, una experiencia espontánea idealizada que lleva implícita la conciencia de sí, recorre todo Cuatro cuartetos. Si estuviésemos en posesión de esta última —siempre según los Cuartetos— eso daría una realidad a la vida en el momento presente de la que normalmente carece, puesto que para nosotros el momento presente es casi siempre un punto de fuga entre el futuro y el pasado. La inadecuación de la experiencia corriente es la razón que hace que propongamos estructuras analógicas de conocimiento: la crítica literaria existe, por ejemplo, porque nuestra experiencia de la literatura es de lo más imperfecta, aumenta hasta un cierto Página 92 punto y luego sólo crece mediante una práctica incesante. Se suele creer que la armonía ideal entre Palabra y Espíritu en el Nuevo Testamento es reflejo de la conciencia característica de Adán antes de la Caída. En cualquier caso apunta a una suerte de unión entre lo imaginativo y lo real que todavía no hemos identificado. El modo con el que se sigue una narración se relaciona estrechamente con la metáfora literaria central del viaje, con una persona que efectúa el viaje, y la carretera, senda o dirección que se toma, siendo «camino» el más simple de estos términos. La palabra inglesa para viaje, journey, se relaciona con las francesas jour y journée (o con la española «jornada») y la esencia metafórica del término la encontramos en la concepción de un viaje de un día de duración, la cantidad de espacio que podemos cubrir durante el ciclo solar. Gracias a una muy sencilla extensión metafórica el ciclo diario pasa a ser símbolo de toda una vida. Así, en Reveille, el poema de Alfred Edward Housman: Up, lad: when the journey’s over There’ll be time enough to sleep[*] el despertar matinal es una metáfora de la continuación del viaje de la vida, un viaje que termina en la muerte. El prototipo de la imagen es el Libro del Eclesiastés, que urge a los hombres a trabajar mientras sea de día, antes de que llegue la noche y ya no puedan hacerlo. En la visión bíblica se incluye un solapado elogio de la ética del trabajo: en Housman la ética parece relacionarse con la guerra o la aventura más que con la simple vida en sí. En el poema de Blake, Ah! Sunflower, el girasol, que se vuelve hacia el astro mientras éste recorre el cielo, es el emblema de todos aquellos que han reprimido o frustrado sus deseos hasta un punto en el que ya sólo esperan el ocaso de la muerte: Seeking after that sweet golden clime Where the traveller’s journey is done[*] En la Biblia se suele utilizar «camino» como traducción del término hebreo derek y del griego hodos, y a lo largo de todo el libro sagrado se pone mucho énfasis en el contraste entre un camino recto que nos lleva a nuestro destino y un camino divergente que equivoca o confunde. Este contraste metafórico abunda en toda la literatura cristiana: empezamos a leer la Commedia, de Dante, y el tercer verso nos habla de un camino perdido o Página 93 extraviado: «Che la diritta via era smarrita». Otras religiones tienen la misma metáfora: el budismo habla de lo que en inglés se conoce como eightfold path. Estudiosos del taoísmo chino, como Arthur Waley, traducen Tao por «camino», aunque tengo entendido que el carácter mediante el que se representa la palabra lo forman radicales que vienen a significar algo así como «ir hacia adelante». El libro sagrado del taoísmo, el Tao te Ching, empieza diciendo que el Tao del que puede hablarse no es el auténtico Tao: en otras palabras, se nos advierte que evitemos caer en las trampas del lenguaje metafórico, o, sirviéndonos de un conocido proverbio oriental, confundir la luna con el dedo que la señala. Pero al leer descubrimos que después de todo el Tao puede caracterizarse hasta sólo cierto punto: el camino es específicamente el «camino del valle», la dirección tomada con humildad, modestia y esa especie de relajación, o inacción, que vuelve efectiva toda acción. La imagen del Sermón de la Montaña, que contrasta el camino recto y estrecho hacia la salvación con la amplia avenida que lleva a la destrucción, ha sido la base de numerosas alegorías de gran arraigo, la más conocida de las cuales fue El peregrino, de Bunyan. Para mantener la imagen del camino durante todo un libro, hay que seguir una senda muy laboriosa: Bunyan lo defiende desde un punto de vista teológico, a pesar de que podamos ver que la dificultad del viaje es un requisito tanto técnico como religioso. Hacia el final del segundo libro, el autor dice: Otros han deseado asimismo encontrar aquí el siguiente camino a la morada de su Padre, no tener que subir y bajar más colinas y montañas; pero el camino es el camino, y hay un final. Uno se pregunta si Bunyan no estará reprimiendo también una voz que se pregunta por qué tenemos que estar apegados a este Dios rencoroso y malicioso que interpone una carrera de obstáculos tan increíblemente difícil entre nosotros y El. En la gran danse macabre con la que concluye el segundo libro, el moribundo Valiant-for-Truth dice: «A pesar de todo lo que me ha costado llegar aquí, no lamento las dificultades que he tenido que superar», frase en la que la voz reprimida es casi audible. Cuando encontramos voces disonantes, como este murmullo, en el subtexto, uno se pregunta si al autor no le resulta difícil elegir sus metáforas. Por supuesto que hay muchas variantes del viaje: tenemos la elección-deHércules o viaje Y, en la que hay que decidirse entre dos rutas. Como una decisión excluye todas las otras, cada viaje conlleva la inquietante imagen de Robert Frost de la «carretera no tomada». Tenemos la doctrina cristiana (pero Página 94 no exclusiva del cristianismo) de que al principio nos encontramos en la senda equivocada, y debemos hallar el camino de regreso al auténtico punto de partida. Tenemos el viaje interrumpido, un tema presente en poemas como Stopping by Woods on a Snowy Evening y en La tempestad de Shakespeare, en donde se deslizan alusiones a la muerte y a una vida renovada. Tenemos el viaje involuntario, como el de Mahoma a Jerusalén, que tiene lugar en un sueño o visión. Tenemos el errático viaje romántico de descubrimiento continuo, como el del Ulises de Tennyson o el caballero errante medieval que encuentra en todo momento gigantes que matar o suplicantes heroínas en apuros. Este último es la forma cumplida del viaje laberíntico, la trabazón del movimiento que o impide el avance o imposibilita la escapada sin ayuda externa. A veces tenemos un viaje a un punto que simboliza el final de la vida consciente, como el mar, que el alma tradicionalmente cruza al morir, o un río sagrado, como el Ganges o el Jordán. El énfasis cristiano en el bautismo coloca esta imagen en el principio de la vida, y así hace posible, en teoría, evitar la senda equivocada que ciertamente va a ser atravesada en la práctica. La iniciación en Eleusis concluía con un viaje al mar, y tal vez el gran grito de «¡El mar!» en el Anábasis de Jenofonte deba algo de su resonancia a ese ritual. La palabra anábasis significa «ascensión». La mayoría de los viajes literarios tienen que ver con una u otra forma de búsqueda. La búsqueda que emprende el héroe tras abandonar su casa —a la que acabará por regresar— se basa en un movimiento cíclico o laberíntico, pero en muchas búsquedas el viaje no concluye con un simple regreso a casa, ni siquiera en la Odisea, por mucho que lo parezca. El círculo horizontal adquiere la dimensión vertical en espiral de un movimiento dirigido, una visión de final de narración. La espiral es entre otras cosas un laberinto convencionalizado, y el tema de salir de un laberinto pasando de una ruta tortuosa e intrincada a otra que se va haciendo recta, abunda en la literatura. En los viajes de Eneas al mundo inferior pasando por la gruta de la Sibila —cuya estructura asocia Virgilio a Dédalo, el constructor del laberinto de Creta— se recalca lo difícil e importante que es salir de ésta. En Bizancio, Yeats habla asimismo de «desenmarañar la enmarañada senda», un verso que en ocasiones se ha asociado a desvendar una momia, y se ha vinculado también al oculto Hodos Chameliontos del poeta, el camino que cambia continuamente de apariencia. El éxodo bíblico sigue la errabunda laberíntica por el desierto hacia la conquista de Canaán. Las metáforas del camino de Jesús provienen principalmente de las partes más exotéricas (para todos) de su doctrina, dirigidas a un público todavía Página 95 inmerso en un mundo temporal, un público al que no tiene por qué extrañar que el tiempo se extienda hacia concepciones como «el mundo que viene» o «después de la vida», a las formas desconocidas de existencia, reservando la metáfora del viaje completado para esta vida. En cambio, en los diálogos entre Jesús y sus discípulos en el Evangelio de san Juan parece como si nos encontráramos en un área más esotérica. Para quienes están familiarizados con ella, la discusión de Juan 14 resulta tan conocida que entra por un oído y sale por el otro sin dejar apenas rastro, con lo que se nos escapa totalmente la paralizante paradoja de lo que se está diciendo. Jesús dice a sus discípulos que les «va a preparar un lugar», que ellos ya saben dónde va, y que en consecuencia conocen el camino. Ellos protestan diciendo que no tienen ni idea de adonde va, y que por consiguiente no pueden conocer el camino. La respuesta de Jesús —«Yo soy el camino»— pulveriza, o deconstruye, toda la metáfora del viaje, del esfuerzo de ir hasta allí para llegar aquí. La metáfora de un viaje se adapta a la metáfora de un cuerpo humano erecto, con una cabeza en lo alto y los pies debajo, con la que nos identificamos nosotros. Felipe pide que le muestren al Padre, y recibe el mismo tipo de respuesta: ahí no hay nada; todo lo que necesitas se encuentra aquí. En los sinópticos Jesús llama la atención sobre lo mismo al contar a sus discípulos que el reino de los cielos, la esencia de su enseñanza, se encuentra entre ellos o dentro de ellos. Nada de lo que Jesús dice a sus seguidores les resulta más difícil de captar que el principio de proximidad o de «lo aquí» del aquí. Gertrude Stein afirmaba de Estados Unidos: «Allí no hay allí» (There is no there there), con lo que sospecho que se refería a que la expresiva llamada al horizonte, que había expandido el país de un océano al otro durante el siglo XIX, había acabado por fijarse en una uniformidad cultural en la que todo lugar era igual que en cualquier otro lugar, y por consiguiente igual que «aquí». Se trata de una suerte de parodia de la concepción de Jesús según la cual su reino está aquí —es «de este mundo»— pero sugiere además otros aspectos. Varias religiones (uso esta palabra de modo muy laxo), incluidos el taoísmo y el budismo zen, insisten en que no hay lugar al cual dirigirse, con lo que intentan transmitirnos una claustrofobia intolerable de la que no hay escape excepto por una especie de explosión, o mejor dicho implosión, del yo en el cuerpo espiritual que es la forma real de sí mismo. Algo parecido a lo que ocurre con el «Yo soy el camino» de Jesucristo. En cuanto formamos parte de un cuerpo hecho a nuestra medida y al mismo tiempo infinitamente mayor que nosotros, la distinción entre movimiento y descanso se desvanece. Página 96 No relaciono la metáfora de Jesús con una estructura de creencia, sino con la respuesta de un lector a una estructura verbal. Si se está atento a una narración se hace un viaje metafórico, y el viaje es metafóricamente horizontal: va de aquí hasta allí. Cuando llegamos al final e intentamos entender lo que hemos leído, entra en juego la metáfora vertical de mirar de arriba abajo. Por eso la segunda mitad de este libro trata de la metáfora vertical del axis mundi, el viaje de la conciencia a mundos superiores e inferiores. Tales viajes se remontan al chamanismo primitivo, pero hasta las sociedades primitivas parecen tener muy claro el hecho de que se trata siempre de viajes metafóricos, en los que las actividades físicas de escalar o cavar no son necesarias. Lo mismo podría aplicarse a nosotros, si dejamos de lado lo que suceda tras la muerte, momento en el que al igual que los discípulos de Jesús, ignoramos en qué medida resulta adecuada una palabra como viaje. Así, Kent al final de El rey Lear: I have a journey, sir, shortly to go: My master calls me: I must not say no. (V, ni, 323-324)[*] En un momento anterior de El rey Lear asistimos a la confrontación entre Lear y Edgard disfrazado de Tom o’Bedlam. No es difícil percibir la ruinosa y abandonada forma de un chamán primitivo en Tom o’Bedlam, un extático que se cree impelido por fuerzas que van más allá de la vida humana corriente. La gran canción de Tom o’Bedlam no se cita en El rey Lear, pero su última estrofa, y en especial su triunfante verso final, resume esta fase de nuestro argumento: By a knight of ghosts and shadows I summoned am to tourney Ten leagues beyond the wide world’s end, Methinks it is no journey[*] La literatura es una técnica de meditación, en el sentido más amplio y flexible. Viajamos a través de una narración; luego nos paramos y confrontamos lo que hemos leído como si se tratara de algo objetivo. No es objetivo porque ya forma parte de nosotros. Hay un siguiente nivel de respuesta, sin embargo, en el que se da algo parecido a un movimiento viajero, un movimiento que bien puede llevarnos muy lejos del fin del mundo, y que sigue sin constituir un viaje. Página 97 4. Espíritu y símbolo UNO Hemos estado evitando la palabra religión, que hasta ahora ha aparecido sobre todo en el contexto de la ideología. Las diferentes religiones del mundo se integran en un grupo de ideologías más grande incluso: la mayoría acepta un fondo mitológico específico que traduce en una doctrina conceptual en la que debemos creer (quid credas). Esa creencia da sus frutos en las acciones o el estilo de vida del creyente (quid agas). En el centro de esta creencia hay un área sagrada de actos rituales: en el cristianismo, ir a la iglesia, recibir los sacramentos, la oración, etcétera. Tales actos son, en palabras del obispo Butler, «analogías» de una vida espiritual[31]. Una vida temporal impregnada de estos actos rituales avanza hacia la vida eterna, en la que entramos tras la muerte, que forma su «antitipo» (GC, p. 104). Una ideología puede sustituir a las personalidades divinas por conceptos, como vemos en el marxismo. Pero la ausencia de dioses personales no ha impedido que el marxismo desarrollara un aparato paralelo de textos inspirados, santos, relicarios y mártires, una jerarquía profesional que equivale a un sacerdocio, creencias ortodoxas y heréticas, así como actitudes de compromiso con la ideología aceptada. Este libro no trata la religión en sí: trata de la relación del mito bíblico y la metáfora con la cultura verbal occidental, más concretamente con su literatura. Sé de la extendida nostalgia por una religión que trascienda el compromiso ideológico, las doctrinas de creencia estipuladas y directrices detalladas para ordenar nuestras vidas según el ritual y los patrones morales. Se trata de una actitud bastante menos antisocial que cualquiera de las reacciones fundamentalistas que se dan asimismo en todas las religiones occidentales e ideologías, y que tiene por norma excluir todo lo que Página 98 conocemos como diálogo. Pero al mismo tiempo me doy cuenta de que expandir el campo de diálogo es más sencillo para los más indiferentes, y que puede ser un proceso muy doloroso para aquellos que ven cómo algunas de sus queridas creencias y prácticas se convierten de modo inexorable en simples inquietudes. Tales cuestiones tienen mucho que ver con el lenguaje y los modos de lenguaje. Hemos considerado el punto de vista tradicional (o nuestra versión de éste) según el cual los tres modos «serios» de lenguaje se relacionan con los aspectos perceptivos, conceptuales e ideológicos de la comunicación verbal, y los hemos llamado respectivamente descriptivo, dialéctico y retórico. Desde esta perspectiva, ideológico es todo lo lejos que podemos llegar, lo que nos lleva al punto en el que toda religión es una forma de ideología. Señalábamos también la salvedad tradicional de que para impedir que la retórica se rebaje a pura sensiblería lo mejor es que esté lo más controlada posible por la dialéctica. La expresión «lo más posible» indica las limitaciones del procedimiento. Cada religión se sirve de la dialéctica, o de algo que se le parece, para demostrar que es la apropiada… la llave que encaja, que diría Gilbert Keith Chesterton[32]. El dialéctico es un modo de lenguaje que expresa el dominio de una voluntad consciente, y la diferencia entre las ideologías religiosas y las no religiosas radica en buena medida en que las primeras atribuyen la voluntad consciente efectiva a Dios, mientras que las no religiosas lo hacen a una forma de la «voluntad general» rousseauniana: la sociedad humana. Señalábamos también que más allá del retórico se daba un cuarto modo de lenguaje, el imaginativo o poético. La retórica se encuentra entre el modo dialéctico y el poético, y muestra tantas analogías con uno como con el otro. El modo poético no depende de la voluntad consciente hasta el punto que dependen los otros modos: depende de una integración medio voluntaria y medio involuntaria de la voluntad consciente con otros factores de la psique asociados a la fantasía, el sueño y demás. Se expresa mediante el mito y la metáfora, siendo el mito un relato no necesariamente histórico y la metáfora una relación verbal que no se rige por la lógica. Y si bien es cierto que hablar de la Biblia como una obra literaria sería abusivo, no es menos cierto que en gran medida —incluida la práctica totalidad de su parte profética— está escrita en el lenguaje literario del mito y la metáfora. Cuando se malinterpreta o desconfía de un modo de lenguaje no es extraño ver cómo sus vecinos ocupan su territorio con espíritu de agresividad imperialista. En otra parte he citado a John Henry Newman (GC, p. 110), quien Página 99 sostenía que la Biblia no pretendía enseñar doctrina, sino sólo probarla. Es cierto que la Biblia no puede enseñar doctrina, pero servirse de ella para intentar probar la doctrina transforma el libro sagrado en otra cosa. Y sin embargo es la única posibilidad que les queda a los teólogos y estudiosos de la Biblia que desatienden o menosprecian la importancia de su componente literario. Algunos estudiosos interesados en el marco histórico y escénico de la Biblia se han sumergido tanto en su tema como para acabar creyendo que sus reconstrucciones históricas son la realidad de la que la propia Biblia sólo ofrece una distorsión mítica o polémica. Para usar una expresión famosa en la crítica literaria: this will never do, esto nunca funcionará. Es cierto que las técnicas de disposición de las palabras suelen ser similares en la retórica y la poesía, que gran parte de la Biblia es una exhortación didáctica y que resulta casi imposible distinguir entre los dos estilos. Una vez más, se tiende a pensar que la motivación original de la Biblia se acerca más a lo ideológico que a lo literario, un hecho que responde al poder y la plausibilidad de sus exposiciones ideológicas. Así y todo la Biblia está saturada de mito y metáfora, y pocos negarán que encierra parte de la poesía más grande que ha visto el mundo. Tales rasgos no pueden ser tratados como algo meramente ornamental, como en tantos acercamientos del estilo «la Biblia como literatura». El elemento literario necesita ser estudiado desde una perspectiva funcional, como parte esencial de la Biblia, y el cómo y por qué este aspecto literario resulta esencial son los puntos que sigo encontrando a faltar en los estudios que he leído sobre el tema. Entre cada sermón corriente y el texto bíblico del que parte se abre el sombreado valle de la imaginación literaria con todas sus ficciones, ilusiones y juicios suspendidos, y, en el siglo XX, quien no esté dispuesto a atravesar este valle tendrá pocas posibilidades de llegar al corazón de la Biblia. Aunque siempre haya sido así, ahora resulta abrumadoramente obvio que la Biblia no puede ser tratada como simple ilustración de una construcción histórica o doctrinal. No tengo en cuenta aquí a los sectarios que se limitan a dos o tres textos probatorios, pero está claro que el mismo principio se aplica a ellos. En El gran código recurrí al extendido término de kerygma, o proclamación (GC, p. 54) para describir un aspecto verbal de la Biblia que presenta afinidades con los lenguajes figurados de la retórica y la poesía, sin ser ninguno de los dos. Tras dudar lo preferí a «apocalíptico» o «profético». La palabra kerygma se asocia sobre todo al teólogo Rudolf Bultmann, quien la contrasta con el mito y sostiene que para que el kerygma salga a la luz, primero hay que apartar o transmutar los elementos míticos de la Biblia. Una Página 100 pretensión bastante difícil si tenemos en cuenta que la Biblia entera, desde el primer capítulo del Génesis hasta el capítulo veintidós del Apocalipsis, está escrita en lenguaje mítico y metafórico, con ocasionales incursiones en otros modos. A ser posible, tendríamos que regresar a la vieja situación: el kerygma sería una simple forma de retórica corriente a la que el teólogo añadiría un esqueleto de su propia dialéctica (o pseudodialéctica), y la presencia del elemento literario en la Biblia se debería a la inadvertencia o bien a la necesidad, sencillamente, de la lectura. Me parece importante mantener la palabra kerygma, pero su significado no tendría que ser el de una retórica corriente sino un modo de lenguaje que tiene en cuenta las cualidades míticas y literarias inseparables de la textura bíblica. En resumen, un modo de lenguaje al otro lado de lo poético. Claro que también puede darse otra falacia, la de suponer que la Biblia literaria es la auténtica o esencial, y que los materiales no literarios, como los begats en las Crónicas, son añadidos inorgánicos. Pero, primero, no existe elemento formal unificador, como el hexámetro dactilico de la épica homérica: de existir éste no tendría demasiado sentido buscar un modo metaliterario. Y, de nuevo, está el hecho de que las obras literarias suelen estar escritas o editadas por una única persona, mientras que el inmenso panorama histórico que abarca la Biblia (Heilsgeschichte es el término técnico para esto) hace inviable una perspectiva literaria semejante. A pesar de que mucho de lo que hoy llamamos literatura sea anterior a la Biblia, la misma concepción de «literatura» es postbíblica, y la literatura se dirige a la imaginación, término sin equivalente antiguo o bíblico. Para conocer el modo verbal de la Biblia debemos atravesar el territorio de la literatura; del mismo modo que también debemos salir de él en nuestro camino hacia otra cosa. Suena como si en el modo literario nuestro viejo amigo, el fundamento excluido, llamara de nuevo a la puerta. Pero antes de abrirla deberemos considerar otros puntos. No ignoro o menosprecio la obra de quienes se dedican a la historia de las formas (Formgeschichte) y de otras escuelas de análisis literario, pero no estoy hablando de ese tipo de crítica literaria. En el capítulo anterior comentaba que el holismo (suponer que la obra que tenemos delante nuestro forma una unidad, en la que todas sus partes encajan y son necesarias para esa unidad), es el punto de partida práctico de cualquier acto crítico. Suponer semejante unidad en un libro tan misceláneo como la Biblia puede parecer aberrante o anormal, pero no debía de ser algo tan descabellado cuando ha sido de este modo como históricamente ha causado su impacto. El gran Página 101 código pretendía transmitir la idea de que la unidad existe, aunque sea de un tipo que, en lugar de cerrar, abre nuevas perspectivas. La unidad de la Biblia viene dada por un núcleo interior de estructura mítica y metafórica: mítica en el relato que habla de la redención del hombre entre el principio y el final de los tiempos; metafórica en el modo en que su imaginería se yuxtapone para formar un cuadro «apocalíptico» de un cosmos construido según las categorías de la energía creativa humana (por ejemplo, el mundo animal aparece como pastoral, el mineral como urbano, etcétera, como vemos en GC, p. 194). Nunca sabremos bien cómo pudo darse esta unidad poética. No es producto de la historia, de la autoría, de la edición o de la «inspiración», una palabra que puede afirmar algo pero que no explica nada. Lo único que podemos hacer es considerarlo un misterio canónico y dejarlo de momento, reafirmándonos entre tanto en nuestro principio central: la Biblia no es una obra literaria, pero su sentido literal es su significado mítico y metafórico. Con respecto a la unidad de la Biblia, encontramos una analogía en la crítica homérica (GC, p. 234), ya que tras una buena cantidad de trabajo analítico (y de conjeturas), los críticos regresaron a la noción de «Homero», aunque este nuevo Homero no sea una figura histórica específica sino una metáfora de la unidad imaginativa de la Ilíada y la Odisea. De modo semejante, los editores y redactores del Pentateuco lograron una continuidad narrativa tan eficaz que estamos cerca de poder hablar de un nuevo Moisés metafórico, de otro nuevo sea quien sea para la narración de los Reyes, de un nuevo David para los Salmos, de un nuevo Isaías y así sucesivamente. La leyenda dice que el Antiguo Testamento fue reescrito por Ezra en el siglo V a. de C.; nadie presta crédito a esta leyenda, pero es fácil entender cómo surgió. De todos modos, la auténtica unidad bíblica no es la de una autoría sino otra cosa, algo que tal vez podamos calificar de canónico o tal vez no, pero para la que seguimos sin tener auténticas pistas. La recta final de la Biblia, el Apocalipsis, empieza con una epístola general a siete iglesias de Asia que, de publicarse con independencia del resto, Lutero bien habría podido calificar con el mismo término que utilizó para referirse a Santiago: una epístola de paja. Rebosa de las preocupaciones que inquietarían a una mente de segundo orden, empezando por la preocupación de que si no pone sus opiniones en boca de Dios nadie le prestará atención. Dentro de muy poco, dice Juan, cuando el mundo estalle, las siete iglesias tendrán que pasar examen. La mayoría obtendrá notas bajas: Efeso recibirá algo de crédito por despreciar la herejía de los nicolaítas, «Que Página 102 yo [Dios] también detesto», pero Tiatira será castigada por prestar atención a una profetisa identificada sólo por el nombre de «Jezabel». Si todo el libro se hubiera mantenido en este nivel, es probable que nunca hubiera entrado en el canon. Pero a partir del capítulo cuarto se da un increíble tour de force que desentraña sin ayuda aparente toda la dianoia o arracimamiento metafórico de la Biblia junto con su parodia demoníaca, un logro a la altura de los más vertiginosos vuelos técnicos de la literatura. Nunca sabremos lo que provocó la diferencia, pero puede que tuviera algo que ver con el desvanecimiento de la ocasión precisa, ése que señala el punto en el que la retórica se convierte en literatura[33]. Puede que el autor se haya sentido impelido a proseguir con el trabajo retórico emprendido, instruyendo a los pocos creyentes sobre qué hacer cuando el sol se oscurezca y la luna se convierta en sangre. Pero el mundo no se acabó tan pronto como pensaba Juan (o su ángel de la guarda); la preocupación por el futuro inminente se trocó en visiones de un presente dilatado, y el quejica supervisor de las iglesias de Asia Menor pasó a ser el magnífico visionario de Patmos. Es típico de la Biblia presentarnos episodios muy distintos como si estuvieran escritos por la misma persona y formando parte del mismo libro. La unidad literaria de la Biblia es consecuencia de otra cosa; si supiéramos algo de los procesos mentales que entran en juego, podríamos hablar de una consecuencia inconsciente. La primera parte del Antiguo Testamento, con sus referencias al Libro de Jaser y semejantes, tiene todo el aspecto de haber destilado y fermentado una literatura altamente poética para extraer una clase diferente de esencia verbal, el mismo proceso que, a una escala menor, podemos observar en el Nuevo Testamento. Lucas tiene el Magníficat y los himnos Nunc Dimittis; el Prólogo de san Juan es a todas luces un poema independiente colocado ahí por el escritor del Evangelio; en ocasiones se ha llegado a pensar que varios pasajes famosos en san Pablo, como el de la kenosis en Filipenses 2, 5-11, y tal vez hasta el gran panegírico sobre el amor en I Corintios 13, formaban parte de himnos anteriores[34]. El trabajo editorial llevado a cabo con este material poético primerizo no se basó en intentar reducir su sentido poético al más plano de la prosa (suponiendo que tal cosa fuera posible). Este tipo de sentido implica una llamada directa a la credulidad, al infantilismo, que es uno de los exasperantes rasgos de las religiones populares y otras ideologías. Lo que tenemos es más bien la absorción de una presentación poética y mítica que nos lleva más allá del mito, hacia otra cosa. Al hacerlo despistará a aquellos que piensan que Página 103 mito es sólo algo que no tuvo lugar. La organización del relato bíblico, sin embargo, posibilita tanto la respuesta crédula como la de rechazo, y se arriesga con ambas. Uno de los rasgos más desconcertantes del Nuevo Testamento es que históricamente los Evangelios no son los documentos más antiguos. Las epístolas de Pablo son anteriores, y la de los Hebreos y el Apocalipsis en ningún caso muy posteriores. Por lo visto no hubo prisa en narrar la vida de Jesús como figura histórica hasta que realmente pasó a ser histórica, una figura del pasado que había desaparecido dejando sólo la visión mesiánica detrás de sí. Para Pablo, Cristo era antes que nada el héroe oculto del relato del Antiguo Testamento y el Cristo de la resurrección postpascual. Los Evangelios presentan a Cristo de una forma que encaja con esta concepción preevangélica de su figura: no de manera biográfica sino como una secuencia discontinua de apariciones en las que Jesús hace comentarios sobre el Antiguo Testamento, como si se tratara de una serie de acontecimientos pasados, leyes e imágenes permanentemente vivas en el contexto y cuerpo mesiánico. El último de los Evangelios, el de san Juan, comienza con el tremendo preludio sobre el Logos que, como ya decíamos, debía de tratarse de un himno anterior agregado al Evangelio. Hasta ese momento, el logos había tenido una historia larga y variada en el pensamiento griego desde Heráclito hasta Filo de Alejandría, e implicaba que la «palabra», o unidad de conciencia humana y comunicación, pertenecía a un orden de pensamiento vinculado a un orden en la naturaleza. Dudo que el autor del himno o el evangelista estuvieran demasiado impresionados por esta historia: parecían mucho más cerca del dabhar hebreo. Pero en cualquier caso no podían ignorarla, o ignorar la importancia de adoptar la palabra griega para las generaciones posteriores. Juan procede a contar el relato de Jesús con una técnica narrativa aún más despojada de lo biográfico que la de los sinópticos. No tarda en llegar el relato de las bodas de Canaán. Se ha hecho notar que el comportamiento de Jesús en esta boda es difícil de comprender si no se piensa en él como el novio y por tanto la persona que además de su madre estaba a cargo de la fiesta. Es una impresión que se mantiene aunque en el texto se dice explícitamente que Jesús es un convidado, y otro el novio que se menciona. Está claro que a Juan no le interesa presentar al Jesús histórico como un hombre casado. Las bodas de Canaán son una parábola (o algo semejante: en Juan no hay auténticas parábolas) de la segunda venida de Cristo como el Novio: en otras palabras, se trata de mythos, sea cual fuere la médula biográfica del relato. Por lo tanto, Página 104 el subtexto de Juan sugiere no sólo la afirmación «Jesús es el Logos», sino también «Hasta este momento mythos y logos formaban un contraste; a partir de ahora son la misma cosa». Es esta identidad mythos-logos la que intento caracterizar en el presente capítulo. DOS Abordemos esta cuestión desde el extremo opuesto. Los filósofos a menudo llegan, o se sienten obligados a llegar, a un punto en el que sus meditaciones sobre el ser o la sustancia tienen que relacionarse con el Dios tradicional de su cultura. El Dios que aparece cuando es invocado tiene que impresionar. «Por Dios», dice Spinoza: Entiendo un ser absolutamente infinito, esto es, una sustancia que contiene infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita. Y el caso es que tales fórmulas verbales parecen muy alejadas del Dios personal al que uno se dirige como «Padre» en oraciones y ruegos. La pregunta que nos interesa es más bien: ¿cómo un ser descrito así puede haberse convertido en personaje de un relato, que es como Dios suele ser retratado en la Biblia? Además de los «actos extraordinarios» por los que es celebrado en los Salmos, difícilmente podemos pasar por alto hasta qué punto ejerce de actor en una obra. Puede que escribiera la obra y puede que tenga el poder de destruir el teatro, como Sansón, pero entretanto es un actor, y la obra en la que actúa nos lo muestra en una serie de papeles muy humanos. Así pues tenemos un Dios que anega el mundo en un ataque de rabia y que en un ataque de remordimientos lo repuebla con el mismo tipo de gente, al tiempo que promete no volver a hacerlo; un Dios que aspira el agradable aroma del vasto sacrificio animal que lleva a cabo Noé y que se siente lo suficientemente gratificado por ello como para retirar la maldición que impuso sobre la tierra en la época en que Caín mató a Abel; un Dios que se embarca en una larga escena de regateo con Abraham acerca del número de hombres rectos que se necesitan para salvar a Sodoma; un Dios que inspira a Samuel para que asesine a uno de los prisioneros de Saúl diciéndole que en lugar de perdonarlo debería habérselo ofrecido en sacrificio; un Dios que en el monte Carmelo demuestra su superioridad sobre Baal prendiendo fuego al altar de Elías mientras su rival permanece dormido. Tal vez se avendría mejor a nuestra sensibilidad religiosa y a nuestra experiencia espiritual pensar que el Página 105 adormilado Baal se encontraba más cerca de ser el auténtico Dios que un Yahveh saltarín dedicado a los trucos de magia. Hasta un cierto punto se puede entender la deducción gnóstica en el sentido de que el Dios del Antiguo Testamento era un ser diabólico; uno recuerda que la mayoría de las mitologías tienen un dios embaucador, y que algunos episodios en la narración del Antiguo Testamento —la caída del hombre, el endurecimiento del corazón del faraón, el tratamiento que se le da a Saúl y tal vez a Job— parecen mostrar ese elemento embaucador incorporado también a su Dios. Si Dios inspiró esta versión de sí mismo, ciertamente no se esforzó en recubrirse por la armadura caracterológica, como suele llamarse, que sus seguidores humanos ponen tanto cuidado en facilitarle. Parece más importante presentar a Dios preocupado por la situación humana, por muy afectada que salga la dignidad y distancia que la convención humana suele preferentemente asociar con sus dirigentes. El hecho esencial de la Biblia, que consiste en ilustrar el cruce del pons asinorum entre los dioses y Dios, no es sencillo pero sí crucial. Emanuel Swedenborg dice que los ángeles ni siquiera pueden pronunciar la palabra «dioses», puesto que la atmósfera en la que viven es demasiado pura para tolerar semejante solecismo gramatical[35]. Los autores y editores de la Biblia respiraban un aire más denso. Por supuesto que las religiones bíblicas son monoteístas, pero una de las palabras más comunes para Dios, el plural intensivo Elohim, en ocasiones parece referirse a una pluralidad de seres, y la Versión Autorizada inglesa la traduce, cuando lo hace, como «dioses» o «ángeles». Sea o no correcto, un Dios monoteísta seguro que puede resolver el problema lógico de lo uno y variado limitándose a dejar la variedad para cuando tiene que elegir. Así en la India, Krishna podía bailar con muchas ordeñadoras, y si todas y cada una pensaban que tenían al auténtico Krishna, todas y cada una tenían (hasta cierto punto) razón. La concepción de un Dios único parece relacionada con una unidad mental que supuestamente tiene una voluntad consciente que domina todos los humores, emociones y fantasías, por mucho que en la práctica estos supuestos subordinados la dominen. Muchas visiones bíblicas de Dios tienen su origen en visiones de cómo es o podría ser un Dios fruto de las pasiones y fantasías humanas. Este estadio es seguido por otro, el impulso de abrazar la unidad en términos de uniformidad. Si Dios es uno, tiene que ser uniformemente bueno, sabio, generoso, etcétera. La unidad, o unicidad en coexistencia con la variedad, es lo opuesto a la uniformidad, para la que todo es parecido e invariable. Por tanto, los actos irascibles e impredecibles de Página 106 Dios en la Biblia nos fuerzan a progresar hacia una visión unitaria que nos obliga a abandonar lo fácil o uniforme. Semejante progreso repite la historia de Job, que jamás hubiera llegado a una conclusión definitiva de no ser por la nube que, interponiéndose entre él y su visión original de Dios, sugería un elemento irracional en la providencia divina. Lleva más tiempo entender una unidad que incluye una infinita variedad de elementos, en la que muchos de éstos se encuentran en contradicción lógica con al menos algún otro, y muchos no encajan con las normas fijas y reacciones establecidas de las que se sirven los seres humanos cuando se esfuerzan por volver comprensibles actos infinitos para una mente finita. No estoy diciendo nada que no se haya reconocido siempre, incluso en la propia Biblia. Un himno del siglo XIII incorporado a la liturgia judía dice de los profetas: En imágenes hablaban de ti, pero no según tu esencia: te comparaban a tus obras. Entre tales «obras» se cuentan los estados mentales de la psique humana. Si pensamos otra vez en el Dios de Spinoza, con su infinidad de atributos, nos daremos cuenta que independientemente de los giros lingüísticos que utilizaba, el filósofo entendió esto muy bien. Pero ni siquiera un infinito número de atributos nos da el significado real de términos que se escriben con mayúscula —como por ejemplo Dios, Palabra y Espíritu— y se encuentran en el mismo corazón de la Biblia. Para ser francos, no resulta demasiado sencillo decir qué naturaleza lingüística tienen tales palabras. No son formas platónicas; en realidad tampoco son universales, y mucho menos simples términos unificadores. En un sentido, «Dios» incluye a todos los dioses posibles, pero también trasciende la totalidad de los dioses. «Palabra» incluye todas las posibles palabras, como se simboliza en «el Alfa y la Omega» de Apocalipsis 22, 13, pero es distinto que la totalidad de las palabras; el Adán en el paraíso de Milton estaba convencido de que «millones de criaturas espirituales caminan por la tierra», pero «Espíritu» también es otra cosa. En filosofía, se nos recuerda que «ser» también trasciende la totalidad de los seres. ¿Qué tipo de lenguaje es el apropiado para palabras que no representan objetos o acontecimientos, pero tampoco la totalidad de éstos? La tradición visionaria a la que nos hemos referido en el capítulo anterior —la que pasa por el pseudo Dioniso— sostenía que Dios era una divinidad oculta, escondida, porque todo el lenguaje para referirse a ese ser se disuelve en la paradoja o la ambigüedad (GC, p. 36). Así: no existe tal cosa como Dios, Página 107 puesto que Dios no es ninguna cosa. En esas áreas el lenguaje lleva implícito el sentido de su propia inadecuación descriptiva, y eso es algo que sólo pueden hacer los lenguajes mítico y metafórico, que tanto dicen «es» como «no es». Echemos un vistazo a un término literario que todavía no hemos usado demasiado: símbolo. Originalmente un símbolo era como un vale o una ficha, la matriz de una entrada para el teatro, algo que no es la función en sí pero nos permite acceder al lugar en donde tiene lugar la función. Conserva el sentido de alguna cosa que puede tener un valor o interés relativo en sí, pero que señala en la dirección de algo a lo que sólo podemos acercarnos directamente con su ayuda. Un símbolo puede ser meramente arbitrario («extrínseco», lo llama Carlyle), pero como regla, tiene o desarrolla ciertas analogías u otro tipo de conexión con lo que señala; esto posibilita que se abra en esa dirección, llevándonos a nosotros. Por ejemplo, prácticamente todas las técnicas de meditación trabajan con símbolos, verbales o pictóricos, que se abren hacia una identidad más o menos definida con lo que simbolizan. Cuanto más significativo sea el símbolo, más rápidamente se transforma, pasando al siguiente estadio del simbolismo, el estadio de la epifanía o manifestación de una presencia divina, una presencia real que se nos presenta como un símbolo de sí. Si exceptuamos las grandes visiones en Isaías 6 y Ezequiel 1, en el Antiguo Testamento éstas suelen ser aurales (GC, p. 143), como la voz de la rama ardiendo o las llamadas a los profetas. Muy a menudo el narrador parece dudar entre decir «Dios» o «ángel», pero —un punto evitado con frecuencia por los comentaristas— en ese nivel de existencia puede que no haya diferencia alguna entre una manifestación y un mensajero. De ahí la ambigüedad de los ángeles que visitan a Abraham en Génesis 18, y frases del tipo «el ángel de Dios» en Éxodo 14, 19 y otros lugares, que para cualquier propósito práctico parecen significar sencillamente «Dios». Un ejemplo más familiar es el de Jacob luchando con el ángel en Génesis 32, descrito como «hombre» en el versículo 24, y como «Dios» en el 30. Israel, el nombre que Jacob obtuvo en ese momento suele interpretarse como: «el que lucha (o forcejea) con Dios». En la Biblia, el énfasis en «palabra» implica que la voluntad de comunicarse con los hombres forma parte de la esencia de Dios. Hablar significa entrar en todas las convenciones y matices del lenguaje, lo que a su vez significa que hablar y comprender son procesos altamente selectivos. Esto se ve claro en el modo conceptual y en el retórico. El discurso del poeta también está limitado, pero su talento mantiene un vínculo con una parte más Página 108 involuntaria del cerebro, y puede escribir con la esperanza de sacar a la luz algo menos inhibido y con un poder mayor de penetración. Hablaba antes del verso mágico o pasaje que parece abrirse paso a través de su contexto inmediato hacia otros más amplios. La elocución profética en la Biblia es mágica en el sentido de que tiene el mayor poder de penetración posible. El Nuevo Testamento se presenta como un evangelio, el comunicado verbal de un Verbo hecho carne, una presencia en la que la distinción entre el fin y los medios de comunicación ha desaparecido. Un mensaje semejante tiene el don de lenguas, la capacidad de abrirse camino a través de todas las barreras del lenguaje. La conocida frase «Aquel que tenga oídos para oír, que oiga», no es una forma de elitismo que restringe el mensaje a aquellos elegidos previamente para oírlo. Se trata más bien de una llamada para que la respuesta dependa lo menos posible de las convenciones fruto de nuestros condicionamientos y prejuicios. Al examinar los modos verbales colocamos el retórico entre el conceptual y el poético, un lugar que debería ayudarnos a entender por qué desde el principio la retórica ha tenido dos aspectos, moral y tropológlco, uno persuasivo y el otro ornamental. De modo similar, hemos situado lo poético entre lo retórico y lo kerygmático, implicando que comparte características de ambos. En los dos capítulos anteriores nos hemos preocupado de la relación entre lo poético y lo retórico: tenemos ahora que mirar las zonas fronterizas entre lo poético y lo kerygmático, siendo esto último algo aún sin caracterizar. De momento utilizaremos el término más familiar de «profético» para acompañar o sustituir el de kerygmático, dejando la distinción para más adelante. Cuando siga resultando confuso, lo sustituiremos por «metaliterario». Antes que nada, necesitamos la guía de un crítico que haya comprendido lo que llamamos estado extático de respuesta, y la diferencia, o contraste, entre la retórica ideológica que persuade y la proclamación que saca a uno de sí. El mejor de tales críticos es el escritor del siglo I o II al que conocemos sólo por el nombre de Longino. El título del tratado de Longino, Peri Hypsous, suele traducirse por Sobre lo sublime, en referencia a una adaptación de sus ideas al siglo XVIII. La parte hoy más vigente de Sobre lo sublime está compuesta por pasajes breves —«piedras de toque», los llamaría Matthew Arnold— que sobresalen por encima de su contexto. Podemos llamar a esto profética oracular o discontinua; pasajes del texto donde repentinamente entramos en una dimensión de respuesta diferente. Los ejemplos de Longino provienen de la literatura griega, salvo en un caso —es Página 109 probable que él fuera judío o cristiano—, el del versículo del Génesis, «Que se haga la luz». Un dicho de esta clase está cargado de tal intensidad, urgencia y autoridad que penetra las defensas del aparato receptivo humano y crea un nuevo canal de respuesta. Puede experimentarse en trance, sueño, alucinaciones o estados inducidos por la droga, y muchas veces es descrito como una voz o visión sobrenatural o exteriorizada. En un famoso pasaje de Las variedades de la experiencia religiosa, de William James, leemos que el autor salió de un trance provocado por óxido nitroso con la sensación de que El estado consciente, lo que llamamos conciencia racional, es sólo un tipo concreto de conciencia, mientras que al otro lado de una delgadísima pantalla, hay formas potenciales de conciencia enteramente diferentes. Claro está que diferentes no significa necesariamente desarrollados, y que el pasaje en sí podría no ser más que un anticipo de la concepción de la ciencia ficción de los mundos paralelos, a la que nos hemos referido previamente. Pero James prosigue afirmando que donde se da la experiencia diferenciadora existe posibilidad de desarrollo. Sólo una persona muy rígida e inhibida no habrá percibido alguna vez una voz que le susurra lo que e. e. cummings expresa como «escucha; tras esa puerta se esconde un universo maravilloso; vamos». Pero, claro está, el universo que se encuentra al otro lado de la puerta también podría ser sencillamente el infierno, o en cualquier caso un mundo de terror abrumador. Según Vico, la comunicación desde un mundo desconocido comenzó con un trueno, que los hombres primitivos (entonces gigantes) tomaron por la voz de Dios. Se precipitaron aterrorizados a sus cuevas, arrastrando a sus mujeres detrás suyo e instituyendo con ello la propiedad privada. El símbolo está incorporado al Finnegans Wake, de Joyce, quien le añade el de la tijereta (earwig, perce-oreille), como una penetración más íntima asociada a los sueños y la poesía. El personaje principal de este libro se llama Earwicker, un nombre que también sugiere Eire-waker, que a su vez sugiere la alocuación kerygmática mayor de todas, la trompeta final que despierta a los muertos. El obsesivo poema Dies irae, dies illa, incorporado a la misa de Réquiem, nos recuerda que el terror es inseparable de cualquier visión apocalíptica o profética. En el presente, el miedo al exterminio de la raza humana, o a un estado en el que sólo los afortunados están muertos, coexiste con las visiones apocalípticas de una «era de Acuario». Pero mientras el terror paraliza, entre Página 110 otras, las facultades verbales, no podemos decir demasiado sobre ello excepto que se trata siempre de un aspecto de la profecía o kerygma. A principios de este siglo, bajo la influencia de una tradición crítica que empezó con Poe, se pensaba que los poetas más grandes eran aquellos que más vívidamente transmitían una intensidad oracular, fragmentada. Antes que a Tennyson, Goethe o Hugo, se prefería a Hopkins, Friedrich Hölderlin y Rimbaud. No tengo demasiado interés en revisar juicios de valor, pero esto encierra un principio crítico relevante. En todos los modos verbales hay una narración que leer y un lector, y la continuidad de la narración en un principio inhibe la apropiación personal de lo que uno lee. Lo que leemos es, por mucho que nos canse la frase, «alimento para el cerebro», o para la imaginación, y como cualquier otro alimento hay que tomarlo de forma discontinua, a trozos. Si observamos a un estudiante subrayando frases en un libro de texto (esperemos que sea de su propiedad) vemos cómo funciona el proceso: ciertas frases parecen encerrar la clave del significado total, y son las primeras partes de la narración que emprenden la transición desde su contexto en la narración a su nuevo contexto en el lector. Lo que sucede en la prosa discursiva sucede de modo distinto en la poesía. Los lectores sentimentales sostienen que el análisis mata a un poema, pero leer, como comer, es una actividad depredadora, excepto, claro está, que lo que se lee existe tanto en soi como pour soi, en sí y por sí, y, como la diosa blanca de Robert Graves, renueve complaciente su virginidad para el siguiente lector. De hecho, puede y debe además renovarla para la siguiente lectura del mismo lector. La metaliterariedad comienza cuando en la lectura percibimos algún detalle del tipo «esto se refiere mí». En literatura, esta cualidad puede estar presente en el verso o frase mágica, a la que nos hemos referido antes, que de repente parece ampliar nuestra visión. Otros a lo mejor la encuentran en la sentencia, en el gran pensamiento o el epigrama que puede separarse de su contexto para convertirse en expresión proverbial por derecho propio. Y otros lo buscarán en asonancias y armonías internas, como en el tan admirado verso de Poe: «the viol, the violet, and the vine» (la viola, la violeta y la vid). En la Biblia esta última cualidad textual sería de especial significación para el estudioso capaz de responder al guiño y baile del retruécano y la asonancia en el texto hebreo, un rasgo sin auténtica contrapartida en el texto griego del Nuevo Testamento. Estos son sencillos ejemplos de cómo una fórmula verbal de repente insiste en pasar a formar parte de nosotros. A medida que los pasajes aislados se hacen más frecuentes, el contacto pasa del destello Página 111 oracular a la posesión o identificación con la narración, lo que quería decir Eliot con su famosa frase sobre escuchar la música con tanta atención como para convertirnos en la música mientras ésta dura. Lo que leemos en la Biblia muchas veces nos es presentado como algo que originariamente fue dicho. Esto es especialmente cierto con los Evangelios, centrados en una figura que hablaba y no escribía. Creo que los seguidores de Derrida que, para denigrar la escritura, afirman que se trata de otro uso «logocéntrico», se equivocan en su enfoque. Los Evangelios son narraciones míticas escritas. Pero si hay algo en éstos que desconcierta a un lector con toda su fuerza kerygmática, lo que se da en el lector es una resurrección, y uso la palabra intencionadamente, de la presencia hablada original. El lector es el foco logocéntrico, y lo que lee está tan emancipado de la escritura como del discurso. La dualidad entre interlocutor y oyente se ha desvanecido en una sola área de reconocimiento verbal. Las teorías críticas tradicionales, desde Platón y Aristóteles en adelante, consideran la literatura dentro de un contexto mimético. Tanto en La república como en la Poética se nos dice que el trabajo del poeta es imitativo, aunque las deducciones extraídas de este principio son muy distintas en cada caso. Se suele pensar que lo que el poeta imita o cae dentro del fenómeno de la sociedad humana o en el orden de la naturaleza. Pero la teoría de Longino de la respuesta extasiada sugiere otra dimensión imitativa. Hemos visto sugerencias de este tipo en los críticos isabelinos, cuando se preguntaban quién trazó la tradición poética que va de Homero a los legendarios héroes culturales, y quién recurrió a las palabras creación y hacedor, aplicadas con tanta frecuencia a los poetas, para indicar que a lo mejor, después de todo, el trabajo de éstos no tiene por qué ser exclusivamente secular o profano. Con el movimiento romántico, se intensificó en buena medida esta asociación entre el trabajo del poeta y las metáforas de la creación divina. Coleridge, por ejemplo, pensaba que toda su teoría crítica cabía en un estudio más amplio del Logos. En este aspecto resulta crucial el Areopagitica, de Milton. Si nos fijamos en las grandes líneas que se insinúan en ese panfleto, veremos que el tema de la Reforma de la «libertad de profesar» se extiende desde el púlpito, donde se suponía que estaba confinado, al mercado de la publicación, y que en consecuencia lo profético podía darse tanto en contextos seculares como sacerdotales. Naturalmente muchos críticos, portavoces de ideologías de moda o en plena ascensión, se muestran ansiosos por hacer saber a los poetas que no tienen derecho alguno a la autoridad profética. Uno de estos críticos de Página 112 principios de siglo fue T. E. Hulme, que influyó en las primeras actitudes de T. S. Eliot y Ezra Pound, porque sus visiones antirrománticas les fueron tácticamente útiles durante un tiempo. Pero más tarde, en los Cuartetos, Eliot hablaba de la pretensión de ir más allá de la poesía, mientras que Pound pasó —explotó, tal vez sería una palabra más apropiada— a dimensiones más amplias incluso. El movimiento existencialista de la década de 1940 también giró en torno a un número de figuras —Dostoievski, Kierkegaard, Nietzsche, Franz Kafka, Jean-Paul Sartre— antes que nada literarias; la palabra existencialista hacía referencia a tendencias metaliterarias de estos autores, e intentaba superar las limitaciones de la literatura para lograr un tipo de identificación diferente con los lectores. Kierkegaard dividía sus obras en «estéticas» o literarias, que publicaba bajo seudónimo, y «edificantes», en las que hablaba en nombre propio como escritor «ético» y profesor. Vio claro que al otro lado de lo estético había una dimensión profética, pero evidentemente no vio que sólo en sus escritos estéticos se encontraba cerca de expresarlo. Las obras edificantes volvían a las formas dialécticas y retóricas convencionales, y uno de sus libros en la línea divisoria entre ambas, Sygdommen til døden (La enfermedad hacia la muerte) es en esencia una obra sobre casuística, género retórico del siglo xvn. Las implicaciones de la concepción kerygmática son, primero, que la escritura kerygmática normalmente exige una base literaria, o lo que es lo mismo, mítica y metafórica; y segundo, que a diferencia de la retórica corriente, lo kerygmático no aflora porque sí o porque un escritor lo «diga». La retórica convencional en realidad no proclama: da un tono emocional a los argumentos y se sirve de figuras poéticas para colorear las llamadas a la acción inmediata, pero rara vez se aproxima al interés primario de «¿Cómo vivir una vida más plena?» Por otra parte esto último es el tema central de todo lo genuinamente kerygmático, lo encontremos en el Sermón de la Montaña, en el Sermón del Parque de Ciervos de Buda, en el Corán o en cualquier libro secular que revolucione nuestras conciencias. En poesía todo puede ser yuxtapuesto, o identificarse de forma implícita con cualquier otra cosa. El kerygma lleva esto un paso más allá y dice: «Tú eres aquello con lo que te identificas». Nos acercamos a lo kerygmático siempre que nos encontramos con la afirmación —sorprendentemente frecuente en la escritura contemporánea— de que parece como si el lenguaje se sirviera del hombre y no el hombre del lenguaje. En los tres primeros modos examinados al principio, se pone el acento en la compulsión: la compulsión a aceptar hechos comprobados en el modo Página 113 descriptivo; la compulsión a aceptar la lógica de un argumento en el modo dialéctico; la compulsión a aceptar presión social y autoritaria en el modo ideológico. En el modo poético no se da tal compulsión: mientras dure el trabajo individual, podemos aceptar como verdadera cualquier manifestación del mundo imaginativo. Por lo tanto lo imaginativo y su libertad para crear tienen que ser la base de lo que va más allá. Lo que va más allá es el «mito por el que vivir», un mito que es asimismo modelo para la acción continuada, y rasgo distintivamente kerygmático. Lo imaginativo por sí solo no puede facilitarnos un «mito por el que vivir», pero su libertad es la base esencial de todos los modelos que preservan la tolerancia y la voluntad de comprender que para los demás puede haber modelos diferentes. No hay base individual para el kerygma, en el sentido de que cualquiera podría elaborar una antología de escritura kerygmático, o inventar una obra kerygmático, sin ayuda. Lo kerygmático no tiene en cuenta el reconocimiento social, y la Biblia es kerygmático, al menos en parte, porque como tal ha sido reconocida durante tanto tiempo. Las enseñanzas de Jesús son kerygmáticas para los cristianos, pero el propio Jesús creía que la confirmación de éstas se encontraba en las «escrituras», es decir, en el Antiguo Testamento tal como llegó a sus manos. Se puede también hablar de un kerygma secular: el Manifiesto comunista es kerygmático en los países marxistas, y un kerygma de vida más breve alcanzaron los axiomas de Mao Tse-tung en un período anterior del comunismo chino. Pero el kerygma político carece de una mitología de relatos populares y alusiones arquetípicas, así como del sentido de tradición cultural compartida que sólo puede dar una mitología semejante. Un kerygma sin todo el soporte de una mitología no tarda en convertirse en un vacío retórico, y el vacío es algo que la conciencia, como la naturaleza, aborrece. Por otra parte, ni siquiera la literatura más penetrante, ni siquiera Dante o Shakespeare, intentan facilitar la dimensión mito-modelo, con un programa diseñado para reorientar nuestras vidas. En la práctica, por consiguiente, la Biblia sólo es kerygmática en la tradición cultural de Occidente. En este punto el término profético se coloca en su sitio al indicar una dirección metaliteraria latente dentro de la literatura y el medio humano que transmite lo kerygmático al idioma del lenguaje convencional. Podemos suponer que lo que hace de un profeta un auténtico profeta no es tanto lo que dice como lo que le es dicho. Pero en cuanto usamos esta construcción no-como, nos apartamos de la senda. Debemos procurar ir más allá de la barrera verbal que implica: si la palabra inspiración Página 114 significa algo, ese algo es el punto en el que la división entre discurso activo y receptividad de discurso se unen. Al llegar aquí nos encontramos en un núcleo kerygmático genuino. Lo kerygmático en la Biblia, para limitarnos a ello, no es una forma de organización verbal como las otras cuatro, aunque a veces parezca lo contrario. Metafóricamente es la voz de Dios transmitida mediante agentes humanos, el último de los cuales es el secretario que transcribe. Pero si nos detenemos en la metáfora de la voz, lo que hacemos es asimilar el kerygma a la retórica corriente, igual que la metáfora de la «voluntad soberana» de Dios lo asimila a un orden social bárbaro. La proclamación en el sentido de un heraldo que pronuncia una frase, es el símbolo de una manifestación que esquiva las metáforas objetivas de oír y ver. Puede que ahora ya tengamos alguna pista que nos ayude a explicar la naturaleza lingüística de esos términos que se escriben con mayúscula — Dios, Palabra, Espíritu, Padre y semejantes— y que nos resultaba confusa. Tales términos son, en primer lugar, contrapartidas objetivas de elementos psíquicos subjetivos en el complejo humano, y por consiguiente podemos considerarlos puras proyecciones. Pero a medida que la división entre sujeto y objeto se vuelve menos satisfactoria, el uno y el otro se funden en un mundo verbal intermedio, en el que una Palabra que no es nuestra, aunque también sea nuestra, proclama, y un Espíritu no nuestro, aunque también nuestro, responde. Ponemos estos términos en mayúscula por la misma razón que ponemos en mayúscula los nombres de otras personas. Para usar la terminología del Yo y tú de Martin Buber, en la vida creativa hay un movimiento interior que se aparta de un mundo en el que todo lo exterior a la humanidad —y a veces hasta la misma humanidad— es un «Eso», un objeto que nunca nos libra de seguir siendo sujetos. Parece bastante obvio que los habituales juicios de valor críticos aplicados a la literatura carecen de relevancia kerygmática. Que un crítico diga que, desde una perspectiva literaria, la Biblia, el Corán, los escritos budistas o hindúes son repetitivos, caóticos, oscuros, oscurantistas, ilógicos, inconsistentes, poco convincentes o cualquier otro juicio negativo, carecería por completo de sentido, por muy ciertos que puedan ser los juicios en sí. En esta área la crítica tiene que conformarse con lo que se le ofrece. TRES Página 115 La orden más explícita del Nuevo Testamento con respecto a la lectura del Antiguo es la afirmación de Pablo de que el texto debe ser «espiritualmente juzgado» (I Corintios 2, 14). Aún tenemos que ver lo que significa espiritual en este contexto, aunque en otra parte (GC, p. 81) ya hemos sugerido que su significado lingüístico primario (como, por ejemplo, en Apocalipsis 11, 8) es metafórico. En el mismo sentido, uno de los primeros padres cristianos[36] nos dice que, además de los sinópticos, Juan escribió un evangelio espiritual o metafórico. Si dejamos de lado la historia, al lenguaje descriptivo le interesa sobre todo el entorno físico; al conceptual, el entorno físico y social; al lenguaje retórico, el entorno social. Los tres son lenguajes de la naturaleza y expresan la relación de lo físico con su contexto en el tiempo y el espacio. Con lo poético o imaginativo nos movemos en el área espiritual, en la que asoman dos nuevos factores. Primero, la Palabra kerygmática de la Biblia tradicionalmente ha tenido una relación secundaria con la naturaleza y una relación primaria con el espíritu, el poder creativo de la humanidad. Segundo, hay aspectos espirituales del lenguaje descriptivo, conceptual y retórico que no existen por sí sino sólo como elementos de una estructura poética. Las estructuras poéticas (y kerygmáticas) son por consiguiente polisémicas en un sentido muy específico e integrado. La descripción espiritual es la narración, ficción o mythos que hemos venido discutiendo. No describe nada externo, pero, por el hecho de ser una estructura, pasa a consistir en algo verbal. Wallace Stevens tiene un poema al que me he referido con frecuencia, Description Without Place y que es lo que más se aproxima a la noción de descripción espiritual. Según Stevens, el principio es que vivimos secundariamente en nuestro entorno natural y primariamente en una creación nuestra dentro del entorno natural. Como esta creación interior no existe en cuanto lugar concreto, hay que localizarla antes que nada dentro de la mente y los escritos del poeta, que parece el único lugar posible. Pero en este contexto, hay que distinguir lo interiorizado de lo subjetivo. Lo subjetivo sigue siendo un caos de humores y emociones; lo interiorizado es una creación y como tal forma parte de la totalidad de los esfuerzos creativos humanos. Contiene por tanto una cualidad comunicable que se desarrolla hasta que, como dice Stevens, la descripción pasa a ser «revelación», con una referencia explícita a la «tesis del copiosísimo Juan» (es decir, el autor del Apocalipsis). La «descripción» espiritual desarrolla una cultura distinta o estilo creador en el «lugar» en donde ocurre. Una pregunta Página 116 del tenor de «¿Por qué todo en España parece español?» es una de esas preguntas aparentemente estúpidas que abren campos de visión inesperados. Lo espiritualmente conceptual es el underthought, o progresión de metáforas bajo el significado explícito o ideológico. Como la segunda parte de este libro intentará analizar con más detalle, todo sistema de pensamiento conceptual esconde un esqueleto metafórico y diagramático. También existe una fuerte tendencia polarizadora en el mosaico de imágenes que descubrimos al final de una narración lo cual sugiere que, para servirnos del lenguaje religioso convencional, las dos auténticas residencias humanas son el cielo y el infierno, y el mundo en el que vivimos es una inconsistente e inextricable mezcla de ambos. Lo espiritualmente retórico es retórica a la inversa, por decirlo así. La retórica usa el lenguaje figurativo para dirigirse directamente a una audiencia. En el lenguaje poético no es posible dirigirse directamente: el escritor se aparta de su audiencia y usa la convención del discurso directo en relación con otra cosa. He citado la observación de John Stuart Mill en el sentido de que más que escucharle, al poeta se le oye. Platón se acerca más al área poética que la práctica totalidad de los filósofos por su uso del diálogo —en el que otros hablan por él— porque su principal orador Sócrates es un irónico que cuestiona más que responde y porque los diálogos que tienen que ver con las formas platónicas (coraje, amistad, justicia) no dependen tanto de la argumentación como de presentar el diálogo como una visión conjunta del argumento aparente (por ejemplo, la justicia la discuten los intelectualmente honestos, la amistad la gente amistosa, el amor los enamorados, etcétera). Estos tres factores polisémicos de lo poético conforman una narración descriptiva total que en otro lugar he calificado como de pérdida y recuperación de la identidad, un argumento conceptual basado en un patrón imaginativo que separa un mundo de unidad metafórica de su opuesto demoníaco, y una retórica basada en el ejemplo y la ilustración más que en la afirmación directa. La Biblia es un epítome condensado y unificado de este universo poético, así como la proclamación del mensaje de Dios a los hombres. Está claro que la palabra mensaje sugiere retórica convencional, pero una llamada retórica directa que por definición proviene de una mente infinita y se dirige a otra finita es una noción muy paradójica. El Sermón de la Montaña fue predicado a las multitudes, pero es imposible imaginárselo gritado al aire libre: sus cláusulas son semillas verbales plantadas en silencio y que crecen en el silencio. Pero ¿por qué nuestra dirección presente es «espiritual»? Página 117 Hay dos palabras tradicionales para describir el elemento específicamente humano de la persona como producto de la naturaleza: espíritu y alma, términos que se distinguen en todos los idiomas significativos para la Biblia (GC, p. 44), sólo que el contexto en el que suele darse «alma» acostumbra a ser el del hombre como criatura, alguien que es gracias a un Dios pensado como algo externo al hombre. Con alma no se da una forma trascendental en mayúsculas, como con Espíritu, sino que sigue designando una pluralidad, algo que cada persona tiene. La discusión de Pablo sobre la relación entre alma y espíritu en I Corintios es el locus classicus para la Biblia cristiana (en los siguientes párrafos, y a no ser que se indique lo contrario, todas las referencias bíblicas son a esta epístola). Pablo habla de la soma psychikon, el «alma-cuerpo», como el cuerpo «natural» o mortal que la Versión Autorizada aparentemente equipara con el «espíritu del hombre» (2, 11). La noción de que el alma es inmortal por naturaleza es más platónica que bíblica (GC, p. 44). El alma-cuerpo parece pensada como una dualidad, con el alma «en» el cuerpo, por lo que cuando el cuerpo físico muere el alma o se desvanece en el no ser o sobrevive sin su cuerpo en un estado descarnado. Los seres que encontramos en Dante son almas descarnadas de este tipo. La concepción de alma empieza con el hecho, apuntado desde los primeros tiempos, de que la psique humana se compone de distintos elementos lingüísticamente estructurados. El hombre es un ser que puede discutir consigo mismo, rendirse y despreciarse o congratularse por hacerlo, burlarse de sí mismo, anularse y dejar que otra voz, también suya, tome su lugar. En estados patológicos pueden aflorar personalidades distintas. Si la palabra «individual» viene de «indivisible», difícilmente podría ser menos apropiada. El modo más sencillo de normalizar este estado de cosas es dejar las riendas a una conciencia que ha adquirido ciertos hábitos de procedimiento y aprendido lo que es socialmente efectivo. Dejarle las riendas significa darle el control de la voluntad. La conciencia puede entonces afirmar que habla por toda la psique, y si temporalmente pierde el control, podría recurrir a metáforas que hagan referencia a invasiones exteriores («No sé qué puede habérseme metido dentro»). En La república de Platón la sociedad justa funciona como alegoría de la mente del hombre sabio. Se trata de una intensificación de lo mismo: la conciencia lleva las riendas, la voluntad ejerce de guardiana, y el resto de la población representa estados de ánimo, deseos y necesidades generales. La menos rigurosa concepción aristotélica del alma como unidad que incorpora las distintas percepciones e impulsos fue la que la cristiandad, a pesar del Página 118 Nuevo Testamento, optó por adoptar. Durante la mayor parte del período cristiano se vio en el alma algo esencial para el hombre: el alma es inmortal, y salvarla, la primera obligación del hombre. Así pues, en cuanto se libera del cuerpo el alma pasa a identificarse en buena medida con el espíritu. Pero puesto que el lenguaje del Nuevo Testamento introduce una distinción que esta visión concreta ignora, se le añadió la doctrina de que al final de los tiempos el cuerpo se levantaría para volver a unirse con el alma descarnada. La concepción griega de alma y cuerpo se corresponde bastante con nuestros tres primeros modos lingüísticos; la conciencia corporal de su entorno se expresa mediante el lenguaje descriptivo, la del alma con el lenguaje del argumento y la ideología. En La república el poder derivado de llevar las riendas tiene que ser filosófico porque, sin una orden dialéctica emanada de un filósofo, la conciencia se limitaría a racionalizar impulsos o decisiones tomadas en cualquier otra zona de la psique, que es lo que, al no ser sabios, hacemos casi todos la mayor parte del tiempo. Desde esta perspectiva, la valoración del lenguaje poético es escasa: si decidiéramos tolerarlo deberíamos asegurarnos de que se limita a panegíricos sobre el alma y la rectitud de sus puntos de vista y decisiones. Muchos poetas aceptan esta situación, y de aquí que el «diálogo entre alma y cuerpo» se haya convertido en un género literario corriente. En este punto, «cuerpo» funciona como metáfora, extremadamente confusa, para referirse a otro contexto de la psique. En tales poemas el alma condena a cualquier cosa que se le resista, acusándola de corporal, de un modo que a menudo se nos figura en un tono arrogante y farisaico. Encontramos una magnífica excepción en Marvell, donde el cuerpo tiene la última palabra: What but a soul would have the wit To build me up for sin so fit? So architects do square and hew Green trees that in the forest grew.[*] Yeats afirma que la retórica nace de la discusión con los otros, y la poesía de la discusión con nosotros mismos[37]. Por consiguiente no es sorprendente ver reproducirse el diálogo entre el alma y el cuerpo en poemas suyos como Dialogue of Self and Soul, la cuarta parte de Vacillation o Ego Dominus Tuus. El alma sale bastante mal parada en estos debates porque Yeats expresa un siglo en el que se empezaba a pensar que con la doctrina de la inmortalidad del alma se perpetuaba indefinidamente un superyo arisco y censor. En Página 119 general, en su actitud social y comportamiento personal, los poetas se muestran bastante flexibles con sus discursos internos, ya que saben por experiencia hasta qué extremos una conciencia dictatorial inhibe las facultades creativas. El espíritu, por otra parte, se identifica en el Nuevo Testamento tanto con Dios como con la respuesta comprensiva sobre Dios que se espera de nosotros. Pablo distingue el soma psychikon, que es mortal, del soma pneumatikon, el cuerpo espiritual (I Corintios 15, 44). Se trata asimismo de un cuerpo (Pablo quiere decir que «es» un cuerpo, no que «tiene» un cuerpo). También lo poseemos en esta vida, y es el elemento que nos capacita para entender la escritura y otros aspectos de la revelación (2, 14). Es un poder altamente individualizador, y Pablo acentúa la infinita diversidad de sus carismas y sus ministerios (12, 4). Recordamos nuestra discusión previa en el sentido de que la visión paradisíaca era el polo superior de la imaginativa. En términos paulinos, el soma pneumatikon nos capacita para vivir continuamente en el nivel paradisíaco, como el espíritu creado a partir del «alma viviente» del primer Adán en el Génesis (15, 45). Lo que no dice es que el espíritu es nuestro rasgo inmortal, y que la unidad alma-cuerpo tiene que disolverse antes de emanciparse por completo (15, 36). Es el cuerpo que tomaba Jesús en la resurrección, y es para nosotros el «cuerpo elevado» en el que compartimos tal estado. Los ángeles, o cualquier otra forma de existencia que se suponga ocupa niveles más elevados que el nuestro, suelen ser llamados seres espirituales. Además de las asociaciones tradicionales, la palabra espíritu es lo suficientemente versátil para incluir también áreas seculares. En el rostro de las muchedumbres que hacían cola en la Plaza Roja para contemplar el cuerpo de Lenin podía leerse el siguiente axioma: «Lenin está muerto, pero su espíritu sigue vivo». La única palabra que parece apropiada en este contexto es «espíritu». Suele pensarse en el alma como asiento de la conciencia (Génesis 2, 7), y la conciencia incluye la voluntad de seguir estando consciente: ninguna conciencia es separable de semejante voluntad. Las máquinas pueden hacer muchas cosas que parezcan conscientes, pero puesto que no desean hacer estas cosas y dependen de que se las enchufe o ponga en marcha, no las consideramos conscientes. Por lo tanto, la unidad alma-cuerpo encierra una jerarquía con un dominio constante del alma. Esta persistencia da a la unidad una identidad única que, como hemos dicho, nos permite consideramos la Página 120 misma persona a los siete y a los setenta años, a pesar de los cambios evidentes. La persistencia de la identidad es por tanto persistencia de una jerarquía de autoridad, y todo orden en el soma psychikon es producto de esta jerarquía. Lo cierto acerca de lo individual se hace extensivo a la sociedad: dentro de una sociedad de individuos todo orden depende de la autoridad asignada, y la dignidad del individuo se incrementa en buena medida al identificarse con una institución social más continuada, como pueda ser una nación o iglesia. Hemos comentado el contexto platónico de la relación alma-cuerpo, y parece inevitable una cierta dosis de platonismo respecto a esas instituciones más grandes: la mayoría de los estudiantes, feligreses o votantes sienten que la Universidad, la Iglesia o el Estado encierran una forma ideal que no destruye la pedantería, la estupidez o la falta de honradez que también puede encontrarse en su quehacer. En inglés la palabra cuerpo tiene dos sentidos, el individual físico y un agregado que puede incluir una serie de individuos, como cuando hablamos de un comité, ejército o nación como cuerpo. De hecho, metafóricamente podríamos considerar el conjunto de la humanidad como un cuerpo único, a pesar incluso de decir que tal unidad compleja es en realidad un agregado. Pero el «cuerpo espiritual» parece tener cierta independencia respecto de la identidad única y permanentemente anclada a la que está confinada el soma psychikon. El Jesús de la historia, según la mayoría de los puntos de vista cristianos, era una unidad cuerpo-alma como cualquier otra; el cuerpo espiritual del Cristo elevado está en todas partes y en todos, y, como apunté antes, tanto puede ser una parte de nosotros como nosotros una parte de él. El soma pneumatikon, por tanto, sugiere una cierta fluidez de personalidad, en la que metáforas tales como la erótica «una sola carne», o las que hacen referencia a la influencia de otra personalidad o a la obra de un creador, empiezan a cobrar mayor realidad. En El gran código utilicé la palabra interpenetración (GC, p. 196) para describir esta fluidez de la personalidad en su forma completa. En inglés la palabra amor significa tal vez demasiadas cosas y para muchos tiene una sonoridad hipersentimental, pero parece imposible disociar las concepciones de personalidad espiritual y amor. Parece como si la capacidad de unirse con el ser de otra persona sin violarlo se encontrara en el centro del amor, igual que el deseo de dominar la conciencia de otro se encontrara en el centro de toda tiranía y odio. John Donne se sirve de una hermosa imagen para describir este vínculo con la metáfora de la vida individual como un libro[38]. El mundo Página 121 espiritual, dice, es una biblioteca «en la que todos los libros están abiertos los unos contra los otros». En todas las lenguas, el núcleo metafórico de espíritu es aire o aliento. Respirar es el más primario de todos los intereses primarios, el acto que marca la transición entre embrión y bebé, y nuestra actividad más continuada a partir de ese momento. Podemos pasarnos varios días sin comer, o toda una vida sin sexo, pero diez minutos sin respirar y «expiramos». La transición entre el mundo embrionario y el normal sugiere por analogía una segunda transición de un mundo natural a otro espiritual, que alcanzamos si tomamos un segundo aliento o inspiración en un tipo de aire más elevado. Este proceso es un renacimiento o segundo nacimiento. En su forma trascendental o en mayúsculas, el espíritu en la doctrina cristiana pasa a ser el Espíritu Santo, pero la imaginería puede ser independiente de esta aplicación. En los Sonetos a Orfeo, de Rainer Maria Rilke, hay un poema soberbio sobre la respiración (II, i), que habla de ésta como un puro intercambio entre el espacio del mundo y nuestro propio ser: Immerfort um das eigne Sein rein eingetauschter Weltraum.[*] Algunas mitologías sacan buen partido de la metáfora del espíritu como niño (puer aeternus)[39], nacido de la unión entre alma y cuerpo. En tal contexto alma y cuerpo serían restos de un parentesco psicológico. De eso parece deducirse que este niño espiritual escapa de los factores condicionantes de la influencia heredada de los padres y transmitida a la progenie. Tal vez Jesús tuviera esos elementos obstaculizantes en mente cuando se refería a la obligación que tenían sus discípulos de «odiar» a sus padres y allegados, incluidos ellos mismos (Lucas 14, 26), y el mismo mito puede ser un factor en la referencia a Melquisedec, el prototipo de Cristo, como alguien «sin padre, ni madre, ni genealogía» (Hebreos 7, 3). En otras partes parece sugerirse que la emancipación del espíritu restituye una forma andrógina original de la humanidad: así, la afirmación, en Apocalipsis 14, 4, en el sentido de que los redimidos son siempre varones célibes, a la que volveremos más adelante. Una variante del mismo mito puede acechar detrás del versículo «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado / porque su germen permanece en él» (I Juan 3, 9). En cuanto al aspecto del «aire» en la metáfora, el aire que respiramos es invisible porque si fuera visible no habría otra cosa (GC, p. 151). De ahí que el Página 122 mundo espiritual o de un aire superior no sea un orden invisible independiente del visible, sino una invisibilidad que permite que aparezca otro tipo de realidad, un misterio convertido en revelación. En este aire superior la relación entre lo divino y lo humano se vuelve recíproca, ya que el espíritu es parte de lo humano tanto como del ser divino (6, 17). La parodia demoníaca de este aire espiritual en la Biblia es el hebel, el vapor o «vanidad» del Libro del Eclesiastés, que es la característica de vida normal sin visión de renovación o deseo de ésta. En un ensayo sobre el pensamiento de Mallarmé[40], Valéry sostiene que su lenguaje se transforma en un instrumento de espiritualidad, que explica «la directa transmutación de deseos y emociones en presencias y poderes que se tornan “realidades” en ellos mismos». Para algunos, en inglés la palabra «espiritual» puede tener un sonido hueco y resonante: suele desmarcarse del cuerpo espiritual y se le da un sentido de sombra vacía de lo material, como en el caso de las iglesias, que nos ofrecen alimento espiritual que no podemos comer y riquezas espirituales que no podemos gastar. Aquí espíritu se confunde con alma, que por tradición se enfrenta con el cuerpo y lo contradice, en vez de extender la experiencia corporal a otras dimensiones. El Cantar de los Cantares es una canción espiritual de amor: expresa sentimiento erótico a todos los niveles de conciencia, pero no rehúye su base física o corta sus raíces físicas. Debemos pensar en frases como «una interpretación con mucho espíritu» para comprobar que el término puede referirse a la conciencia convencional en su momento de mayor intensidad: la gaya scienza, o vida mental como obra, que antes vimos por encima. Encontramos alusiones semejantes en las palabras esprit y Geist. (La expresión inglesa in good spirits es un caso distinto: proviene de una teoría médica abandonada.) No es difícil entender que el término espiritual puede ser utilizado para referirse a la más alta intensidad de conciencia. Pero Valéry y Mallarmé dicen mucho más que eso, e insinúan aún más. De hecho vienen a sugerir que el fundamento excluido hasta ahora de lo imaginativo y lo poético, el principio que abre la senda que lleva a lo kerygmático, es el principio de la realidad de la creación, fruto de la producción y de la respuesta a la literatura. Tal realidad no sería ni objetiva ni subjetiva, sino esencialmente ambas cosas a la vez, y superaría de lejos la vieja oposición entre idealismo y materialismo. También se olvidaría de los esquizofrénicos actos de fe en el viejo sentido dialéctico de un conocimiento simulado, en la Enea de la definición de colegial según la cual la fe es «creer en aquello que sabes que no existe». Página 123 Pero tal vez no en el sentido del Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento define la fe (Hebreos 11, 1) como la hypostasis de lo que se espera, el elenchos de lo que no se ve. Hypostasis es un término de la filosofía griega cuyo equivalente latino es substantia, y así la Versión Autorizada, siguiendo la Vulgata, lo traduce como «sustancia». Las traducciones modernas suelen poner «seguridad», porque Pablo usa la palabra en ese sentido, pero Pablo no es el autor de Hebreos, y yo sospecho que «sustancia» se acerca más a lo que se quiere decir aquí (véase también Hebreos 1, 3). Al creyente se le dice que tiene algo, no que con toda seguridad acabará por conseguirlo. Elenchos significa prueba o evidencia. La verdad es que probablemente en este contexto sustancia no signifique sustancia metafísica, ni pruebe una prueba lógica, ni evidencie algo que un científico o historiador llamaría evidencia. Estas palabras se refieren normalmente a procesos conceptuales, pero el contexto no sugiere un terreno al que se ha llegado mediante argumentos conceptuales, por poderosos que sean, y mucho menos una aceptación literal que en realidad posee una base pseudodescriptiva. Se piense lo que se piense de la paradoja de Tertuliano («Creo porque es imposible»), lo contrario es la reducción de la sustancia de la creencia a lo creíble, lo que no deja de ser una monótona desolación espiritual. Lo creíble es, por definición, lo que ya se cree, lo que no deja lugar a aventuras mentales. Los hermanos Wright elevando una máquina más pesada que el aire por encima del suelo después de que los científicos contemporáneos demostraran que se trataba de algo imposible: eso está más cerca de la fe a la que se refería el autor de Hebreos, como muestran los ejemplos del Antiguo Testamento que da a continuación. La creencia es más bien la energía creadora que vuelve real lo ilusorio. Tal creencia no es ni racional ni ideológica, sino que pertenece al otro lado de lo imaginativo. Prácticamente podría parafrasearse el versículo de Hebreos del siguiente modo: «La fe es la realidad de la esperanza y la ilusión». Las dos palabras necesitan ser comentadas con mayor detalle. La Biblia tiene por marco una gigantesca metáfora judicial, y concluye en un juicio final, con acusador y defensor. En el Libro de Job el acusador es Satán y Job habla de un defensor (go’el) (19, 25); en el Nuevo Testamento, claro está, el defensor es Cristo. El acusador se centra sobre todo en el pasado y en lo que uno ha hecho. A medida que pasa, el tiempo deja el potencial para entrar en el perpetuo actual: la boca del infierno es el momento previo, y cada momento hace más previsible el siguiente, hasta que la vida concluye. Las almas en el infierno de Dante representan el aspecto vital en el que uno es Página 124 aprisionado para siempre en la suma de las deudas pretéritas, cuando lo que uno es y lo que uno ha hecho pasan a ser la misma cosa en el momento de la muerte. La esperanza que los escritores del Nuevo Testamento adscriben a la fe y el amor se refiere al futuro y a lo potencial. Se puede perder la esperanza por una cosa específica, pero no sería psicológicamente posible perder también la esperanza de que el futuro pueda depararnos algo más de lo que el pasado nos hacía prever. Al final de la vida esta esperanza residual puede rebosar en una esperanza por una vida «futura», signifique lo que signifique el futuro en una vida que ha de pasar al otro lado del tiempo. Todas las esperanzas, nos recuerda Emily Dickinson[41], están escritas en el modo literario o ficticio. Could Hope inspect her basis, Her craft were done: Has a fictitious charter, Or it has none.[*] Por lo tanto la literatura, con su sentido de que «todo es posible» y la convención de suspensión de la incredulidad hasta en las suposiciones más fantásticas, es un modo de lenguaje que mantiene una relación particular con la esperanza. El Nuevo Testamento nos deja intuir que esta esperanza es una analogía de una virtud más sustancial, la fe que en Hebreos es la sustancia de la esperanza, el amor que en Pablo es la sustancia de ambos, el amor que «todo lo cree, todo lo espera» (I Corintios 13, 7). Y en cuanto a la ilusión, no es necesario poner demasiado énfasis en la importancia central que tiene dentro de la escritura imaginativa. Sería difícil considerar una escena como el cegamiento de Gloucester en El rey Lear sin el convencimiento de que en realidad no está sucediendo. Pero la situación es más complicada de lo que parece, porque lo físicamente ausente está espiritualmente presente. Sugeríamos antes, en conexión con la imaginería usada en La tempestad, que la obra es una realidad creada a partir de la ilusión, desde el centro mismo, por decirlo así, de lo que solemos llamar realidad, una realidad que acaba por disolverse en la ilusión sin dejar rastro. Esta realidad creada no es ni objetiva ni subjetiva, aunque conserva elementos de ambas. Hay dos tipos de ilusión: la ilusión negativa que sencillamente no logra constituirse en realidad objetiva, y la ilusión positiva que es un potencial, una esperanza que puede actualizarse mediante el esfuerzo creador. Freud hablaba Página 125 del «porvenir de una ilusión» en conexión con la religión, queriendo decir con ello que la religión era una ilusión negativa. Si la ilusión de religión es positiva, tenía razón sin pretenderlo. Sólo las ilusiones positivas pueden tener futuro. La realidad es algo que obviamente sólo cambia en sus propios términos: por lo que a nosotros se refiere, su futuro ya ha ocurrido. Realizar una ilusión significa abolir su futuro y convertirlo en una presencia. Alguien ha observado con perspicacia[42] que muchos poetas de nuestra época han convertido en intransitivos verbos tradicionalmente transitivos. Rainer Maria Rilke, por ejemplo, habla de la alabanza como algo central a la poesía, pero no alaba a Dios, a la naturaleza, a sus congéneres o a algo objetivo: simplemente alaba. De modo similar, muchos poetas del siglo pasado, reflejando una actitud cada vez más habitual en la sociedad, no se sentían obligados a creer en esto o en aquello, sino que creían de forma intransitiva, preservando una actitud de apertura, de no cerrarse a nada dogmáticamente, que sin embargo es lo contrario de la credulidad, la disposición a creer en cualquier cosa de forma transitiva. En cuanto dejamos de intentar demostrar la existencia de Dios y creer en nuestras pruebas, nos enfrentamos con el reto de manifestar esa existencia. Existen muchos acercamientos posibles a la fe, y uno dudaría en condenar cualquier fe, a no ser que tenga como resultado práctico el odio y la crueldad. Pero difícilmente podemos dejar de notar cuán a menudo fes del tipo descrito como ortodoxo, fundamentalista, conllevan una influencia social perniciosa cuando acceden a una posición de poder secular. Los medios de comunicación confirman en todo momento el principio de que cuanto más explícitamente se basa una sociedad en tales fundamentos religiosos peor es su situación. Las sociedades basadas en dogmas estéticos y antirreligiosos preservan el mismo contraste entre ortodoxia y herejía (o desviacionismo), de eso acaban por obtener logros muy semejantes aunque empiecen desde lugares opuestos. Hay muchas razones para ello, pero la que interesa a este libro es que se basan en suposiciones lingüísticas falsas. Su acercamiento al lenguaje tiene su propia área y su propia función, pero en una época de interés primario, aquellos que forjan doctrinas y trazan líneas divisorias deberían ser siempre siervos y nunca amos. Hoy en día la teoría literaria converge en lo que en origen eran cuestiones bíblicas, y la Biblia sigue siendo el ejemplo más claro para explicarlas. Para la teoría literaria es como si hubiera un punto en el que se da un cambio de elementos y se pasa de «palabras» a «Palabra». Esta Palabra no es la Biblia o la persona de Cristo para, pongamos por caso, Mallarmé o Jacques Lacan, ni Página 126 tiene por qué serlo para nadie. Pero aparentemente debe estar allí. Con lo que aflora la cuestión: si nos servimos de la Biblia para ilustrar tantos problemas críticos centrales, ¿hasta qué punto estamos comprometidos con su teísmo? Me parece que desde el momento en que empezamos a tomarnos en serio términos como Palabra y Espíritu, es porque ya hemos resuelto el torpe dilema de tener que elegir entre un punto de vista religioso que incluya «un» Dios, y un punto de vista secular o humanístico en el que sólo cuentan el hombre y la naturaleza. Hace años la frase «Dios ha muerto» fue sacada de su contexto en las enseñanzas de Zaratrustra, el gurú excéntrico de Nietzsche, para incorporarla a un movimiento de la teología cristiana, donde pasó a interpretarse como una versión extrema de la concepción de Pablo de la kenosis (Filipenses 2, 7). Sostenía que en su encarnación Cristo «se vaciaba» de la naturaleza divina, o al menos de una naturaleza divina separada de la humana. Esto parece significar que lo que está realmente muerto es la antítesis entre un sujeto humano y un objeto divino. Hay una afirmación de Michel Foucault[43] que tiene relación con esto, que, independientemente de las conclusiones extraídas por su autor, encuentro de lo más clarificadora: «Tal vez Dios no sea tanto una región más allá del conocimiento como algo anterior a nuestros enunciados». Esto sitúa en un contexto secular lo que el arranque del Evangelio de san Juan sitúa en uno sagrado, al relacionar la Palabra que da comienzo a todo con el poder que hay detrás del principio que Jesús expresa con la metáfora del Hijo y el Padre. El teísmo de la Biblia hace aflorar otro problema crítico con el que podemos concluir esta parte de nuestro repaso. Si el Nuevo Testamento, para no movernos de allí por el momento, está escrito en lenguaje mítico y metafórico ¿por qué parece tan hostil con cualquier otra expresión de ese mismo lenguaje? En el Nuevo Testamento, decíamos, la Palabra está asociada con las metáforas de dividir y cortar (II Timoteo 2, 15), y se nos urge a atajar cualquier exceso mítico en un cuerpo central de verdad que trasciende al mito. Lo que trasciende al mito sigue siendo mito en los términos de este libro, pero aquellos que originalmente respondieron al Evangelio deben de haber sentido que se habían librado de algo fútil en la imaginación mitopoética y sus procedimientos sin dirección. Así el Nuevo Testamento ilustra, y revive, uno de los rasgos más primitivos del mito, al que nos hemos referido al principio de este libro. Algunos relatos parecen tener encomendada la función concreta de contarle a una sociedad lo que necesita saber, y por consiguiente deberían distinguirse de otros relatos que carecen de esa misma función. Tal vez la existencia del canon bíblico, que en tantos aspectos se oponía a la literatura Página 127 secular, hizo algo para delimitar y perfilar la concepción de «literatura» tal como la entendemos en la actualidad. Aquí atisbamos rasgos de un contexto más amplio en la historia de la cultura, que deberían clarificar el lugar que ocupa la Biblia. Podemos pensar en cómo la imaginación verbal forma primero una edad de dioses, una vasta espiral que asciende desde los primeros tiempos sumerios y egipcios —en donde la detectamos por vez primera— hasta la época de Virgilio y Ovidio, tiempo en el que otra espiral contrastada empezaba a desplegarse a partir del Nuevo Testamento abriéndose gradualmente sobre la cultura verbal de los siguientes dos mil años. Algo de esta concepción entró en la visión de Yeats, y éste extrajo la conclusión de que seguiría una tercera edad, que esta tercera edad necesitaba un profeta que la proclamara, y que él era ese profeta. Cualesquiera que sean los méritos de esta visión, lo que hizo de Yeats un poeta mayor fue la capacidad de imaginar su función poética (o la de cualquiera) a tal escala, y no, como dice W. H. Auden en su poema sobre el poeta, una suerte de vago «don» para «escribir bien». En la época de Virgilio y Ovidio la era de los dioses se había vuelto esencialmente monoteísta, aunque su monoteísmo (GC, p. 141) era completamente diferente del monoteísmo revolucionario de la Biblia. Las figuras mesiánicas de Virgilio y Ovidio eran César y Augusto. Pero hasta estos poetas habían empezado a caer en la cuenta de que los dioses eran los primeros frutos de la imaginación creativa humana. El contraataque cristiano hizo de Dios el único creador, del hombre una criatura, y las creaciones humanas ilusiones que hay que mantener en un limbo de sombras por miedo a que se conviertan en ídolos. En el curso de los siglos la secuencia de creaciones humanas, de dioses a personajes en las novelas y metáforas en poesía, no ha dejado de incrementarse en significado y realidad. La dialéctica del Dios bíblico que es lo que es y las creaciones humanas que no son lo que son ha acabado por agotarse, lo que hace aflorar la sardónica pregunta de Emily Dickinson sobre si el Dios celoso de la Biblia will refund us finally Our confiscated gods.[*] Muchos poetas, incluido Yeats, han saludado el pronto regreso de los dioses en distintas formas, pero los ciclos de este estilo son sólo ciclos. Hemos invocado el axioma de Vico, verum factum, que lo cierto es lo que damos por cierto, como axioma central de la crítica. La estructura de la Biblia Página 128 sugiere que este axioma tiene dos caras. La Biblia arranca mostrando en su primera página que la realidad de Dios se manifiesta en la creación, y en la última página que la misma realidad se manifiesta en una nueva creación en la que participa el hombre. Este se convierte en participante al ser redimido, o separado de los elementos predatorios y destructivos, fruto de su origen en la naturaleza. Entre estas visiones de creación viene la Encarnación, que presenta a Dios y al hombre indisolublemente unidos en una empresa común. Esto es cristiano, pero el «Tú» de Martin Buber[44], que responde y apoya, y proviene de la tradición judía, no es imaginativamente demasiado distinto. La fe, por tanto, no se desarrolla obstruyendo el aire con preguntas del tipo «¿Existe realmente un Dios?», para acto seguido responderlas con el mismo sinsentido. Se desarrolla trabajando, con palabras y otros medios, hacia una paz que facilita la comprensión, no contradiciendo la comprensión, sino revelando, detrás de la paz humana, que es una simple cesación temporal de una guerra, el modelo proclamado o mitológico de una paz infinita tanto en su origen como en su meta. Página 129 SEGUNDA PARTE Variaciones sobre un tema Página 130 Nota preliminar En El gran código hacía referencia a la visión cristiana tradicional del Antiguo Testamento como serie de «tipos» de los que el Nuevo Testamento da los «antitipos», siendo símbolos los tipos y realidades los antitipos. A estas alturas debería estar claro que esta distinción entre tipo y antitipo es semejante a la relación mítica-kerygmática que acabamos de exponer. Pero obviamente no podemos decir que el Antiguo Testamento es todo tipo y el Nuevo Testamento todo antitipo, o que sólo hay tipos en el Antiguo Testamento y antitipos en el Nuevo. Al ser tan mítico como el Antiguo, el Nuevo Testamento es un tipo de su propia comprensión espiritual, y los elementos míticos de ambos testamentos están estrechamente relacionados con analogías míticas de todas partes del mundo. Lo que sigue es una serie de ensayos sobre mitología comparada, organizados en torno a cuatro intereses primarios: el interés por hacer y crear, el interés de amar, el interés de sostenerse y asimilar el entorno, que tiene su núcleo metafórico en la comida, y el interés por escapar de la esclavitud y el constreñimiento. Cada ensayo relaciona estos intereses con la Biblia y con diferentes temas literarios (necesariamente elegidos en cierto modo al azar, y con una marcada tendencia por la literatura inglesa). Los dos objetivos principales son, en primer lugar, relacionar más la Biblia y la literatura con el marco de la historia cultural del mundo occidental, y, en segundo, hacer más inteligible la relación de la mitología en general con lo que suele describirse de forma vaga como «los mitos que nos dan vida». Estos últimos son los puntos kerygmáticos en los que parece centrarse el mito, los antitipos para los que la mitología comparada facilita los tipos. El capítulo anterior nos llevó al área de términos como fe y amor, palabras que tal vez signifiquen demasiadas cosas en el lenguaje y pueden llegar a sonar sentimentales. La palabra sentimental es uno de los numerosos eufemismos de «ingenuo», que es, como ya hemos dicho, el pecado principal de un acercamiento acrítico a una ideología de cualquier especie; de hecho es Página 131 la forma más peligrosa de pecado original. Dije antes que los intereses secundarios o ideológicos —como las lealtades sociales o las ortodoxias religiosas— muchas veces han tenido más peso que los intereses primarios de «vida, libertad y prosecución de la felicidad», y de ahí el que sigamos yendo a la guerra a pesar de nuestro interés primario por la vida. Hay muchas razones para esto: la que nos interesa aquí es que los intereses secundarios, que dependen de la verbalización, son intereses marcadamente humanos y refuerzan nuestra sensación de que la humanidad es el punto álgido de la creación. La capacidad de posponer, subordinar o sublimar nuestros apetitos y deseos es otra evidencia del ascendente humano. Sin embargo, siendo lo que es la relación amo-esclavo, la superioridad del hombre sobre la naturaleza tiene otra vertiente. Como el desconcertado Gulliver de Swift descubrió gradualmente en sus viajes, el dominio humano sobre la naturaleza tiende a equiparar lo humano con el aspecto más ferozmente depredador de lo natural, junto a la maldad sádica característica de las especies humanas, y producto de la verbalización. O sea, que el hombre no alcanza su nivel más bajo de brutalidad hasta que ha racionalizado sus motivos. Concentrándose como se concentra en los intereses primarios que los seres humanos comparten con los animales y hasta con las plantas, el mito está más cerca de la genuina afinidad del hombre con la naturaleza. La Biblia habla en todo momento de la separación entre el hombre y Dios y de la eventual redención o reconciliación de ambos. Si no nos equivocamos en cuanto al interés primario, este último movimiento no puede lograrse sin la correspondiente redención y reconciliación con la naturaleza, lo que representa un avance en la dirección de la restitución del entorno paradisíaco original. Hasta donde podemos ver, una completa redención de este tipo es del todo imposible, por lo que resulta un buen estudio o acto de fe, tal como los hemos definido con anterioridad. Esta redención forma parte de la visión apocalíptica final en la que en último extremo la vida se separa de la muerte. En ese momento la muerte aparece en forma de parodia de lo apocalíptico, y de ahí la expresión «parodia demoníaca», una concepción crítica esencial tanto para este libro como para el que le precedió. En los primeros siglos del cristianismo, la principal fuente extrabíblica de mitología era la clásica, y algunos cristianos reaccionarios quisieron ver en todos los mitos clásicos parodias demoníacas de los auténticos mitos, los bíblicos. Sin embargo, a medida que los poetas fueron cayendo en la cuenta de que los «dioses» en realidad no competían con el Dios de una religión monoteísta, puesto que tenían mucho más en común con Página 132 los propios seres humanos, los mitos pasaron de la posición de parodia demoníaca a la de analogía positiva: «tipos» gentiles que venían a sumarse a los del Antiguo Testamento. En este punto viene al caso el principio que en Anatomía de la crítica llamo «desplazamiento», el proceso mediante el cual, en ciertas situaciones culturales, las exigencias de verosimilitud y semejanza o la experiencia corriente alteran las estructuras míticas y metafóricas. El grado de encarnación de los personajes literarios varía desde el dios descarnado del puro mito o el semidescarnado héroe romántico hasta la total inmersión en el mundo del modo irónico que domina la literatura contemporánea. Cuando hablo de una forma hipotética de ficción «no desplazada» me refiero a la más concentrada estructura de mito y metáfora que forma su esqueleto imaginativo. Las estructuras no desplazadas nos devuelven a los dioses, seres que tienen conexiones metafóricas con la personalidad y con los objetos en el entorno natural. Son entidades «espirituales», conscientes y corporales a un tiempo. En los tres primeros capítulos de este libro hemos hablado de los diferentes tipos de narración verbal, en los que el acto de leer o escuchar es un movimiento en el tiempo. Este movimiento se para al final, momento en el que el tiempo se detiene metafóricamente y dirigimos nuestro esfuerzo hacia una comprensión simultánea de lo que hemos tenido ante nosotros. Metafóricamente todavía, nos encontramos ante una superficie plana, como una inscripción en una roca, y no miramos hacia adelante para ver lo que viene a continuación, sino arriba y abajo por toda la superficie. La metáfora de una superficie plana representa el principio de la operación crítica, después de la cual, por decirlo así, el tiempo recupera su movimiento y el crítico deja de ser un sujeto separado para participar en una empresa social. La falta de acuerdo en esa empresa ralentiza su desarrollo, pero esto no tiene mayor importancia. Un ejército no es menos ejército porque entre sus filas haya un número de soldados que preferirían disparar a sus sargentos antes que al enemigo. La presentación de la superficie plana es, como se había sugerido antes, una de las cosas que Derrida parece querer decir con écriture: la emancipación del oyente metafórico en observador metafórico. La superficie plana de la comprensión primaria se torna tridimensional en cuanto el crítico entra en ella, y se despliega en una diversidad de direcciones contextuales, intertextuales, subtextuales. Entre las infinitas relaciones posibles está claro que uno preferiría aquellas que respondieran a la pregunta Página 133 «¿Y qué?», proponiendo una dirección definida hacia el conocimiento genuino. La dirección que me interesa es contextual, y relaciona obras literarias, a través de sus convenciones y géneros, con una visión coordinada de la literatura. Tal visión desciende históricamente de la mitología, que a su vez es el término contextual del mito. La segunda parte de este libro se adentra en un «jardín de senderos que se bifurcan», como habría podido llamar Jorge Luis Borges al caos de ecos y semejanzas que encontramos en mitología comparada, a lo que he añadido la literatura como cuerpo inseparable de ulteriores analogías. Página 134 5. Primera variación: la montaña UNO Hemos sugerido que la Biblia exige la respuesta activa y creativa que la imaginación propicia para la literatura y la mitología; reclama una fe capaz de aceptar divergencias del hecho histórico como una de sus condiciones. La Biblia también se concentra en la forma existencial de «mitos que dan vida»: hay en ella un mínimo de mythopoeia especulativa, de esfuerzos para explicar o racionalizar ciertas cosas en términos míticos. Esto lo vemos si pasamos del Nuevo Testamento a los escritores gnósticos contemporáneos o ligeramente posteriores, con sus catálogos de demonios y ángeles, sus eones y emanaciones, sus Barbelos e Ialdabaoths. Contraste parecido, aunque menos dramático, al que se da entre el Antiguo Testamento y la mayoría de los escritos pseudoepigráficos. No es difícil entender que en el mundo occidental los claros y precisos resúmenes de los Evangelios dejaron una impronta de verdad muy superior a la de los mitos. Tampoco es difícil entender el exclusivismo de la actitud cristiana, o la sensación de que había que mantener el principio de «no más mitos». Principio que, en esa época, sólo podía establecerse negando cualquier atisbo mítico al relato cristiano, lo que trajo consigo toda una serie de confusiones teóricas cuyas consecuencias seguimos pagando. Y un tema, por otra parte, que más adelante tendría que ver con la intolerancia brutal que suele acompañar la transformación de mitologías en ideologías ascendentes. En la nota preliminar a esta segunda parte he aludido brevemente a la semejanza entre las mitologías bíblicas y extrabíblicas (fundamentalmente clásica). Si los mitos bíblicos eran verdaderos y falsos los clásicos, el único modo de dar cuenta de los parecidos era considerar a los mitos clásicos Página 135 parodias demoníacas de los bíblicos, o, quizá, cuentos fantásticos engendrados por algún confuso recuerdo tras la Caída. Esta noción de parodia demoníaca acechó desde el fondo de la visión cristiana durante siglos. Incluso en el siglo XVII oímos hablar a Abraham Cowley de los oráculos del «demonio Apolo»[45]. Pero una visión más liberal de la mitología clásica como una especie de suplemento o contrapunto de la cristiana no tardaría en ocupar su lugar. En el Renacimiento se escribieron prolijas exégesis a las Metamorfosis de Ovidio y otras fuentes del mito clásico que acentuaban cualquier parecido entre los mitos cristianos y bíblicos, tratándolos no como parodias demoníacas sino como analogías positivas. Giles Fletcher, contemporáneo de Milton, escribía[46]: Who doth not see drown’d in Deucalions name (When earth his men, and sea had lost his shore) Old Noah; and in Nisus’ lock, the fame Of Sampson yet alive; and long before In Phaeton’s, mine own fall I deplore: But he that conquered hell, to fetch again His virgin widow by a serpent slain, Another Orpheus was than dreaming poets feign.[*] El relato del diluvio universal en Ovidio, al que sobrevivieron Deucalión y Pirra, es una analogía positiva del relato de Noé en el Génesis; el relato de «Nisus’ injur’d hair», como lo llama Pope en The Rape of the Lock, tiene elementos parecidos con la saga de Sansón; el relato de la caída de Faetón es una analogía de la caída de Adán, por lo que Fletcher puede deplorar la caída de Faetón como emblema de su propia caída en cuanto hijo de Adán; el descenso de Orfeo a los infiernos para reclamar a su prometida Eurídice es una analogía de los destrozos que hace Jesús en los infiernos y de cómo rescata a su prometida la Iglesia. El verso final es un ejemplo de la tradicional ingratitud de los poetas cristianos, que reclaman semejante tributo a los escritores clásicos al tiempo que oficialmente critican la verdad de sus relatos. Claro está que Orfeo fracasó en su búsqueda, un hecho que se encuentra en la raíz de un verso de la introducción al tercer libro de El paraíso perdido: «Con otras notas que las de la lira de Orfeo». Un aspecto diferente y más sutil del mismo tipo de tensión aparece en el primer canto del Paradiso, en donde Dante usa las imágenes clásicas de Marsyas, despellejado vivo por retar a Apolo a una competición de flauta (los habitantes del Olimpo eran reconocidos malos perdedores, pero Apolo ni Página 136 siquiera tenía la excusa de haber perdido), y de Glauco, que se comió una hierba milagrosa que hizo de él un dios de los mares. Las imágenes son muy precisas: Marsyas equivale al despojamiento del paraíso y Glauco a la inmersión en un elemento nuevo y desconocido. Pero el toque grotesco de las imágenes sigue conservando un atisbo de analogía negativa o parodia demoníaca, con su contexto original en la visión cristiana. Para los poetas era mucho más fácil evitar las barreras dogmáticas de la cristiandad y usar los mitos clásicos en un contexto puramente literario o imaginativo, procedimiento que se hizo habitual y que sólo requería comprobar las alusiones cuando no resultaban familiares. Una estratagema más elaborada fue introducir un culto a Eros —del que trataremos en el siguiente capítulo— réplica próxima y detallada de temas cristianos, con el Dios del Amor y Venus haciendo las veces de Cristo y la Virgen. En otro lugar he intentado explicar la actitud crítica que encerraba el oscuro pasaje de El paraíso recobrado, de Milton, en el que Jesús es tentado por Satanás para que se convierta en un filósofo griego, pero él se niega a tener nada que ver con cualquier cultura distinta a la que encierra el Antiguo Testamento. El tema principal de El paraíso recobrado es el lado espiritual de la tentación, cómo Jesús erradica de su mente el mundo ilusorio de Satán: una vez lo ha hecho, y definida la naturaleza de su propia misión mesiánica, puede empezar a redimir todo lo humano que no esté inseparablemente ligado a lo demoníaco. Milton puede estudiar a Platón y Aristóteles porque Jesús los excluye de la tradición profética, y lo mismo puede decirse de la literatura y mitología clásicas. Durante muchos siglos hubo que observar un puntilloso protocolo al tratar de forma conjunta los temas bíblicos y clásicos. En su vigesimosegundo soneto Amoretti, Spenser empieza con una referencia a la Cuaresma cristiana, para acto seguido llevarnos a un edificio en el que encontramos santos, altares, sacrificios, etcétera. El edificio que se levanta en la mente del poeta es el templo de Venus y no una iglesia cristiana, y el icono de devoción es su novia. Pero el sentido de dos tradiciones míticas se ve muy claro. En otra parte Spenser escribe himnos al amor y a la belleza en el idioma de Eros, luego explica que se trataba de obras juveniles e inmaduras, y los complementa con himnos al amor celestial y la belleza que incorporan de forma explícita temas cristianos. El propio Milton envía a su amigo Diodati un poema cristiano, la temprana Oda a la Natividad, junto con un poema en latín que perfila las responsabilidades del poeta importante en el que acabaría por convertirse. La Página 137 vida de ese poeta es descrita por entero en términos paganos. Va a vivir como Pitágoras y como el profeta Tiresias, «antes de que se le nublen los ojos», y se contemplará a sí mismo como sacerdote dedicado en cuerpo y alma a Júpiter. Entre los falsos dioses abolidos por el nacimiento de Cristo en la Oda a la Natividad se encuentra el pagano «Genio», el espíritu de la naturaleza; pero en poemas anteriores de contenido menos doctrinalmente cristiano, como por ejemplo Arcades, Lycidas y Comus, el Genio aparece como personaje benevolente y de lo más real. Más tarde, debido en parte a la influencia de Nicolás Boileau y críticos similares, y con la creciente aceptación de su punto de vista en el sentido de que la mitología cristiana era demasiado elevada para la poesía, y las otras mitologías demasiado pobres y pueriles, empezó a darse un nuevo tipo de secularización. Esto afectó al período de la poesía inglesa que va de John Dryden a Samuel Johnson, pero tuvo una influencia más prolongada en la prosa de ficción, que pasó a ser más y más realista, lo que se vio en las formas narrativas, implícita más que explícitamente mitológicas. En el período romántico la poesía y la prosa se separaron más aún: en la prosa de ficción las afinidades mitológicas de los relatos habían sido en buena medida olvidadas o ignoradas por los críticos, mientras que en poesía las mitologías cristiana y clásica, al menos, empezaron a tener una paridad imaginativa. He hablado de la extendida convicción de que la poesía no puede alcanzar por sí misma los niveles más altos de significado, y de que la alegoría es una de las estratagemas que utilizan los poetas para salir al paso de esta convicción. En la época romántica el contraste teórico entre «alegoría» y «símbolo», con una preferencia generalizada hacia este último, supuso el arranque de la sensación de que la literatura crea y vive dentro de su propio universo, y que se mueve por el interior o se aleja de otros modos verbales a su propia manera. El desarrollo de la ficción realista, por el contrario, solía venir acompañado por lo que suponía la misma palabra realista: que la literatura necesitaba salir al exterior y mezclarse con el mundo no literario si quería evitar caer en una subjetividad exagerada, autocompasiva, ensimismada, esnob, elitista y todo lo que tan a menudo se considera males endémicos de la literatura y la crítica. Esta actitud, que sigue muy presente en El castillo de Axel, de Edmund Wilson, había sido rebatida tiempo atrás con gran ingenio y encanto por Oscar Wilde, concretamente en su ensayo The Decay of Lying. Las obras literarias siguen, como los sueños en Freud, los principios opuestos de condensación y desplazamiento, aunque estos procesos funcionan Página 138 de modo muy distinto en literatura de como lo hacen en los sueños. En un contexto literario el desplazamiento supone la alteración de una estructura mítica en la dirección de una mayor verosimilitud y acomodo a la experiencia corriente. Así la escena final de Un cuento de invierno, en la que una estatua resucita, es desplazada por la explicación más plausible de que no hay tal estatua y que Hermione sencillamente ha pasado quince años escondida, practicando de cuando en cuando el inmovilismo. La condensación es el movimiento opuesto, cuando las similitudes y asociaciones de la experiencia corriente se transforman en identidades metafóricas. Un amante celoso y posesivo aniquilando a la persona que cree amar podría recordarnos a un parásito destruyendo una flor, pero en The Sick Rose Blake nos da ambas cosas en una única metáfora, además de todo aquello que la operación condensadora también hace posible. Una alusión explícita a la mitología bíblica o clásica en un contexto por lo demás representativo constituye una imagen condensadora. Puede tratarse de una alusión casual o incluso deliberadamente incongruente, pero acostumbra a cumplir la función de recordarnos que seguimos dentro de una órbita literaria. En el movimiento del realismo socialista promovido por Josef Stalin en la Unión Soviética, con una ideología que pretendía convertir toda literatura en alegoría de sus propias obsesiones, se daba el principio de desplazamiento en su forma más extrema. La forma más extremada de condensación probablemente venga representada por Finnegans Wake, en donde tenemos un enorme cuerpo de palabras y sonidos verbales que se hacen eco mutuamente, sin que en apariencia se dé una narración secuencial continuada. El lector es compelido a descubrir todo su significado en el interior de esa estructura trabada. T. S. Eliot decía que un Finnegans Wake era probablemente suficiente, del mismo modo que una tiranía ideológica dedicada a unificar todo el poder creativo de primer orden que tenía a su alcance debería bastar. Asumiendo que la literatura, como conjunto, se encuentra en algún lugar entre estos extremos, debería, para ser totalmente inteligible a la crítica, presentar la apariencia de un cosmos de fenómenos humanos, algunos de ellos pertenecientes a esa categoría especial de lo humano que llamamos el mundo de los dioses. La Biblia, que para el mundo occidental se encuentra situada en el centro de este cosmos, puede usarse para mostrar que el cosmos de mito y metáfora tiene una estructura global, y no es simplemente un caos de interminables ecos seductores y semejanzas. Nuestro siguiente paso lógico, Página 139 por consiguiente, sería aventurarse en un área que podríamos llamar cosmología literaria. La cosmología acostumbra a asociarse con la filosofía. Process and Reality, de Whitehead, lleva por subtítulo «Un ensayo sobre cosmología». Pero hemos citado la afirmación de Whitehead acerca de que los sistemas filosóficos suelen esconder algo mucho más simple e ingenuo, y Bertrand Russell se muestra más explícito incluso a este respecto: Aparte del que ofrece al mundo, todo filósofo posee otro sistema formal mucho más simple, del que puede no ser consciente. Si es consciente, probablemente se dé cuenta de que no funciona del todo; por consiguiente lo oculta, y desarrolla algo más sofisticado, un sistema en el que cree porque es como el primitivo suyo, pero que pretende que los otros acepten porque piensa que lo ha hecho de tal modo que no puede ser desaprobado.[47] Pienso que parte de la tarea del crítico literario reside en echar un vistazo a estos sistemas formales, indecentemente desnudados, que no funcionan del todo: las cosmologías, por ejemplo, construidas a partir de metáforas que nos elevan o nos hunden, que oponen una mano a la otra, miran hacia adentro o hacia afuera, van adelante o atrás. En ocasiones son los propios poetas quienes elaboran tales construcciones metafóricas primitivas, que normalmente, como era de esperar, son recibidas con miradas de desconcierto hasta por los admiradores de su poesía. Ejemplos de esto son Eureka, de Poe, y Una visión, de Yeats. El clarificador ensayo de Valéry sobre Eureka señala que en esta forma estructural metafórica, la cosmología es producto de la imaginación literaria, mientras que en tiempos pasados hasta los sistemas ingenuos tenían más posibilidades de ser proyectados hacia su entorno como una forma de especulación. Eureka se basa en una respiración de dentro hacia afuera o metáfora cíclica, como el mito de la alternancia de control y relajación en El político, de Platón, o el mito hindú de los días y las noches de Brahma. Veíamos en nuestro tercer capítulo que el final de un mythos o movimiento narrativo nos lleva a una «estasis temática» o aprehensión simultánea de aquello que hemos venido siguiendo hasta el momento. En cuanto a las estructuras literarias, decíamos, solemos usar metáforas de visión para describir esta simultaneidad de respuesta. Y también comprobábamos que como ya no hay una narración que nos haga seguir avanzando, nuestra perspectiva cambia pasando a un patrón vertical. De aquí surge la metáfora central del axis mundi, Enea vertical que recorre el cosmos desde lo más alto hasta su base. Página 140 En los días del universo geocéntrico, un axis mundi podía tener cierto estatuto científico, lo que no ocurre en la actualidad, al menos en las áreas de mi competencia. Para el propósito de este Ebro, el axis mundi se relaciona sólo con un universo verbal, aunque las imágenes que se usan para ilustrarlo sugieren una ascensión a los cielos o el descenso a las profundidades de la tierra o el mar. Para la imaginación, el universo ha presentado siempre la apariencia de un mundo medio, con un segundo mundo por encima y un tercero por debajo. Con alguna reserva podríamos decir que las imágenes de ascensión están conectadas con la intensificación de la conciencia, y las de descenso con la intensificación de otras formas de conocimiento, como la fantasía o el sueño. Las imágenes más comunes de ascenso son escaleras, montañas, torres y árboles; las de descenso, grutas o inmersiones en el agua. En su contexto más inmediato, el sueño de Jacob de la escalera en Génesis 28 es una más de las visiones del Génesis en la que a Israel se le promete una descendencia rica y numerosa, pero las alusiones simbólicas van infinitamente más allá. El relato nos cuenta que Jacob llega a un lugar llamado Luz y se echa a dormir con la cabeza apoyada en una piedra. Está claro que al igual que nosotros el escritor bíblico daba por sentado que los sueños tienen lugar en el cerebro. Si debemos creer en la tradición, la piedra sobre la que descansó la cabeza se encuentra bajo el trono en la abadía Westminster. En su sueño Jacob tuvo la visión de una escalera, como se afirma en la Versión Autorizada y en otras traducciones, que iba de la tierra al cielo, con ángeles ascendiendo y descendiendo por ella. Cuando se despertó por la mañana dijo, siempre según la misma traducción, «¡Qué temible es este lugar!». Quería decir qué lugar más santo, por supuesto, ya que la sensación de santidad tiene su origen en una sensación de temor o espanto. Jacob llamó al lugar de su sueño la casa de Dios y la puerta del cielo, y prometió levantar un altar allí. También le cambió el nombre de Luz por el de Bethel, que significa casa de Dios. Los antecedentes de este relato se relacionarían con un lugar sagrado preisraelita, con una piedra sagrada o un grupo de piedras. En esta visión temprana, la piedra puede que perteneciera a un monumento megalítico de un tipo que aún podía encontrarse en ese lugar del mundo, como en otros. No sabemos si las tradiciones relacionaban tales monumentos con movimientos de los cuerpos celestiales: el narrador bíblico describe la toma de un lugar de culto prebíblico para propósitos bíblicos, pero no muestra más interés por su contexto original. El proceso es probable que anticipe la construcción de Página 141 iglesias cristianas en lugares santos paganos en la Europa del Norte varios siglos más tarde. La escalera del sueño era una escalera del cielo más que hacia el cielo: no se trataba de una construcción humana sino de una imagen de la voluntad divina de llegar a los hombres. Además, si había ángeles subiendo y bajando, en realidad era una escalinata, no una escalera de mano (GC, p. 186).[*] Finalmente, aunque Jacob llama al lugar la casa de Dios, no construye un templo sino un simple altar. El altar es también una imagen de la conexión entre tierra y cielo, pero subordina el lado humano de la conexión. Con lo que el relato, como ha llegado hasta nosotros, es la versión aceptada, tal como ve la Biblia, de una imagen que se encuentra en la mayoría de las religiones antiguas de Oriente Próximo. En un contexto pagano o no israelita, imágenes similares representarían parodias demoníacas de la aceptada. En las ciudades mesopotámicas lo normal es que el templo al dios de la ciudad se encuentre en el centro y sea el edificio más alto: simbolizaría, por consiguiente, el nexo entre la tierra en la que vivimos y el mundo de los dioses, supuestamente en el cielo, o por encima del cielo. En Mesopotamia tales templos suelen adoptar la forma de lo que se conoce como zigurat, un edificio de varias plantas, y cada una de estas plantas suspendida sobre la que se encuentra debajo. Las diferentes plantas estaban conectadas por escaleras, normalmente escaleras de caracol, con lo que se ascendía en espiral. A pesar de tener una altura de sólo tres plantas, el templo de Salomón también tenía escaleras de caracol (I Reyes 6, 8). Herodoto nos habla de templos más elaborados en Babilonia y Persia, con siete plantas y siete tramos de escalones, de diferentes colores, tal vez para simbolizar los planetas, incluidos el sol y la luna. En lo alto había una cámara que representaba el lugar en el que la prometida del dios iba a esperar su descendencia: este aspecto del simbolismo debemos dejarlo para más tarde. La cámara nupcial indica que hay dos grupos de metáforas en juego, uno principalmente cosmológico y el otro sexual, una escalera de sabiduría y una escalera de amor. La primera es la que nos interesa en estos momentos. En Egipto las pirámides incluían una referencia simbólica similar a los cielos, y en los Textos de las pirámides la ascensión por una escalera era un estadio crucial en el viaje que tras la muerte emprendía el faraón hacia el remanso de los dioses. En Egipto el juez de los muertos era el dios Osiris, y una de sus primeras referencias era «el dios en lo alto de la escalinata»[48]. Lo que se quiere decir con esta expresión es que la ascensión por la escalera es el último paso y el más importante, algo que también nos recuerda la palabra Página 142 griega para escalera, klimax. En un ritual como el egipcio, en el que el alzamiento de una escalera ocupaba un lugar prominente, la escalera se identifica con la espina dorsal de un cuerpo cosmológico. En estos mitos el énfasis parece recaer sobre todo en la construcción humana: el hombre construye el templo, o la torre, con la forma de algo que señala hacia el cielo y sugiere una entrada final en él. Este es el énfasis que se ridiculiza en otro relato del Génesis 11, la historia de la Torre de Babel, cuyos constructores querían alcanzar el cielo pero tuvieron que abandonar el proyecto cuando la lengua común se confundió en diferentes lenguas. El relato del Génesis hace derivar Babel de la palabra balal, confusión, pero Babel en realidad significa lo mismo que el lugar de la visión de Jacob, la puerta de Dios. Vemos que el contraste entre la imagen central de conexión de cielo y tierra y su parodia demoníaca o negación irónica se vincula con el uso del lenguaje. En estos momentos sólo nos interesa el principio de que en la Biblia toda imagen de revelación lleva consigo una parodia demoníaca o contrapartida. En una obra de August Strindberg, Las llaves del cielo, la escena final pone en contraste la Torre de Babel con la escalera de Jacob, ya que el protagonista se escapa de la primera y asciende por la segunda. Ni Babel ni la escalera que se ve en Bethel se dice explícitamente que sean estructuras espirales o de caracol, aunque así es como aparecen en el cuadro de Pieter Brueghel sobre Babel y en el de Blake sobre el sueño de Jacob. En cualquier caso tenemos un racimo de imágenes, escaleras, torres, escaleras de caracol o espiral, y todas con el sentido simbólico general de conectar con un estado de existencia más elevado que el corriente. La tierra en la que vivimos parece conectar con el cielo por las montañas, y está claro que los templos o torres de los que hablamos son montañas simbólicas. Los peregrinajes sagrados ascendiendo montañas, normalmente en espiral, son una práctica extendida por todo el mundo: se dice que uno de esos ascensos en espiral fue el de Glastonbury Tor[49] en Inglaterra, y quizá los últimos Salmos, sobre todo aquellos que en la Versión Autorizada llevan el encabezamiento de «canción de grados», pertenezcan a la misma área ritual (GC, p. 185). Jerusalén, en concreto, representa simbólicamente el punto más alto del mundo: a los israelitas que regresan a su país les resultaría tan imposible «bajar» a Jerusalén como a un estudiante en Inglaterra «bajar» a Oxford o Cambridge. Hay varios tipos distintos de imágenes axis mundi: una es el árbol del mundo enraizado en el mundo inferior y con las ramas más altas en el mundo superior, del que encontramos algún vestigio en la referencia al árbol de la Página 143 vida en el Edén. No se dice que este árbol alcance el cielo, pero obviamente se vincula a una conexión entre la tierra y el cielo que se rompió con la Caída. También hay parodias demoníacas de este árbol del mundo asociadas con los imperios del mundo de Asiria y Babilonia de Ezequiel y Daniel y que se corresponden a la Torre de Babel (GC, p. 176), así como montañas demoníacas en Isaías y en otros lugares. Parece claro que las imágenes tan extendidas de escaleras y escalones y montañas y árboles que llevan a un mundo superior deben su existencia, al menos en parte, al hecho de que el hombre no puede volar, y encuentra que ascender es metáfora más fácil para elevarse, ya sea física o simbólicamente. Se dice que el antiguo Oriente Próximo conservaba en su memoria algo de una posible raza de visitantes de otros planetas que volaban en naves espaciales: si eso es cierto, parece una conclusión bastante débil ceñirse a una imagen tan plana como la de subir a un árbol o por una escalera, o incluso por una montaña. John Donne también habla del constreñimiento de los ángeles, que a pesar de poder volar se conformaban con subir y bajar por la escalera de Jacob[50]. Si las torres de siete pisos de Persia y Babilonia estaban pintadas de diferentes colores para representar a los planetas, queda aún más claro que el edificio era una escalinata hacia el cielo. Parece ser que esta escalera era un elemento importante en el simbolismo del mitraísmo[51], el culto solar persa que rivalizó con el primer cristianismo. En el mitraísmo, a la muerte le seguían siete grados de ascenso asociados con los planetas. Esta asociación, se nos dice, estaba tan profundamente arraigada que de haber triunfado sobre el cristianismo, el mitraísmo habría tenido problemas para sobrevivir a la revolución copernicana en astronomía. Pero de momento resulta obvio que esta imaginería acerca de la escalinata se va a desarrollar en la dirección de un mito de creación. Lo realmente dramático y poderoso en relación a un mito de creación no es la explicación de cómo nació el orden de la naturaleza, sino la explicación de cómo se esboza en una mente consciente el sentido de naturaleza como orden. Una vez más la creación despierta poca convicción cuando se la presenta como un suceso ocurrido al principio de los tiempos, ya que el tiempo de la imaginación en realidad no tiene principio. La creación es más bien una imagen intensamente vivida del mundo objetivo como una pintura inteligible esperando el descubrimiento y la interpretación. La religión tradicional sostiene que la creación es producto de la Palabra de Dios, que la Página 144 creación es en sí una segunda Palabra de Dios, una fuente infinita de lo que resulta inteligible al hombre y puede ser respondido por él: Coloca a la Palabra en su origen y pon al Hacedor en su lugar aconseja el Sepher Yetzirah (Libro de formaciones)[52], una obra pionera de la cabala judía que ve en las letras del alfabeto hebreo, y en sus números correspondientes, los principios formativos del cosmos. Hay dos mitos de creación en el Génesis, y se distinguen por los nombres que utilizan para referirse a Dios. El primero va de Génesis 1, 1 a Génesis 2, 3. Aunque aparece en primer lugar es el último de los dos recuentos; usa la palabra Elohim para referirse a Dios, probablemente es una versión posterior al exilio y se la conoce como versión sacerdotal (S). El segundo, que empieza en Génesis 2, 4, es conocido como versión del yahvista (J), puesto que se refiere a Dios como Yahve Elohim (en la Versión Autorizada se puede distinguir el «Dios» del primer capítulo del «Señor Dios» del segundo). Aunque ambos recuentos tienen que ver con lo aquí desarrollado, examinaremos el segundo (J) más detenidamente en el siguiente capítulo. El recuento S, como todo el mundo sabe, encaja en la unidad de una semana, y se dice que consiste en seis días de actos creadores y un séptimo de descanso. Este mito ha acabado por adquirir un fuerte contenido ideológico: el día de descanso es el modelo de la ley de no trabajar durante el sabbath, y el sol y la luna son creados a modo de «signos» para marcar los días rituales del año. El añadido casi entre paréntesis de que también hizo «las estrellas» indica que este mito apenas si tiene un trasfondo zodiacal o astrológico, a pesar de una más que probable reciente estancia en Babilonia. Por familiares que nos resulten, sigue teniendo sentido exponer las fases del mito. 1. Creación de la luz primordial. 2. Creación del firmamento o el cielo, separando las aguas superiores de las inferiores (GC, p. 173). 3. Creación de los árboles (en un sentido más estricto, que la tierra produzca frutos) y separación de la tierra y los mares. 4. Creación de los cuerpos celestiales, sol, luna y estrellas. Página 145 5. Creación de las criaturas acuáticas y aéreas. 6. Creación de los animales terrestres, incluidos los seres humanos tanto masculinos como femeninos. 7. Institución de su séptimo día de descanso. En este recuento se pone un fuerte acento en la jerarquía y la diferenciación. El cosmos se separa del caos; la tierra del mar; el cielo o firmamento de las aguas superiores e inferiores; el parentesco de los seres humanos con los animales terrestres está claramente reconocido, pero se dice que el hombre manda sobre toda la creación animal y vegetal. También tiene permiso para comer las plantas y animales que quiera, pero la sensación de que existen regulaciones divinas sigue eclipsándolo. Los cuatro elementos también están claramente diferenciados, y la oscuridad y el caos simbolizados por el mar son exteriores y están asimismo incorporados a la creación, con lo que las fuerzas de la oscuridad y el caos pueden ser representadas como enemigos de Dios y como sus criaturas (GC, p. 223). La visión del entorno natural del recuento S es la de la natura naturata, la naturaleza como una estructura o sistema, la naturaleza de la física. La significación del día de descanso radica en parte eh que la creación se vuelve objetiva para el propio Dios; en términos humanos, Dios se aparta lo suficiente de su creación para dar la posibilidad al hombre de que la estudie por su cuenta, y también para garantizar, por decirlo así, que mientras el hombre y la naturaleza son finitos la cantidad de conocimiento y sabiduría accesible al hombre es inagotable. La segunda retirada a causa de la posterior caída del hombre vuelve a ser otra cosa. La sensación de un universo jerárquico se refleja en la progresión de acontecimientos. Primero tenemos cuatro elementos: luz, aire, agua y tierra, los habitats de todas las cosas vivas. Luego tenemos una secuencia de seres creados, árboles, pájaros y peces, animales terrestres y por último el hombre como señor de la creación. El séptimo día atisbamos la presencia de Dios en lo alto. La visión parece sugerir autoridad y subordinación, y la realización de la vida consiste en ocupar «el lugar que te corresponde». Tenemos que examinar dos temas. El primero es la cosmología jerárquica derivada (o, en cualquier caso, fuertemente influida: una mitología distinta, en las culturas de Oriente Próximo o en la clásica, habría producido una Página 146 ideología muy parecida). El otro es el conjunto de imágenes que forma la médula metafórica de la visión. Las dos imágenes bíblicas que hemos visto, la escalera de Jacob y la Torre de Babel, no están explícitamente ligadas a mitos de creación, pero si nos fijamos en ellas desde lejos veremos aflorar las afinidades[53]. En un conocido relato de las tribus indias de la Columbia británica se nos habla de una guerra original entre la Gente del Cielo y la Gente de la Tierra, siendo estos últimos por lo visto animales. Un animal o pájaro, generalmente el reyezuelo, dispara una flecha a la luna; otro dispara una segunda flecha que da en la muesca de la anterior, y así hasta formar una escalera completa de flechas que va de la tierra al cielo. Acto seguido empiezan a subir los animales, hasta que el oso pardo rompe la escalera con su peso. En otras versiones la escalera no se rompe. Aquí me interesan dos puntos. Primero, que hay aspectos ideales e irónicos del tema, tanto dentro como fuera de la Biblia, y los irónicos suelen estar conectados con la locura o soberbia de los perdedores. Segundo, que la imagen de la escalera se relaciona con el mito de una conexión original entre este mundo y uno superior, rota en algún punto. Una contrapartida clásica de la versión irónica es la historia de la revuelta de los titanes, los hijos de la tierra que apilaron una montaña encima de la otra para llegar hasta su enemigo en el cielo. Más próximo a nosotros es el dibujo de Blake en la serie de ilustraciones sobre la vida humana que tiene por título The Gates of Paradise. Lleva el pie «¡Quiero! ¡Quiero!», y muestra a un joven que empieza a subir por una escalera apoyada contra la luna. Una joven pareja le hace un gesto, pero él los ignora, sin duda con el espíritu del héroe escalador de montañas de Longfellow, que responde «Excelsior» cuando es invitado a dormir con una doncella alpina. Pero la escalera tiene un defecto escondido, y no nos sorprende descubrir que el siguiente dibujo, con el pie «¡Ayuda! ¡Ayuda!», nos lo muestra cayendo al mar, como su prototipo Ícaro. Todas estas imágenes tienen un lugar preeminente en la literatura cristiana, y está claro que la Divina comedia de Dante es el gran ejemplo. El purgatorio es el vínculo que conecta tierra y cielo, y tiene la forma de una montaña con siete círculos principales en espiral. La ascensión al purgatorio es seguida por un segundo ascenso a través de las esferas planetarias en el Paradiso. En la séptima de estas esferas, la de Saturno, volvemos a encontrarnos con la escalera de Jacob, que simboliza el resto del viaje de Dante desde las esferas manifiestas de los redimidos al corazón de la luz eterna. Página 147 A los estudiosos sigue maravillándoles que Dante fuese capaz de abarcar todo el espectro del mito, hasta el extremo que se ha llegado a sugerir que recibió influencias[54] de fuentes islámicas que podrían haberle puesto en contacto con concepciones como la ascensión mitraica ya mencionada. Sin embargo, en Purgatorio y Paradiso aparecen con mucha frecuencia imágenes de flechas, y Dante difícilmente pudo oír hablar de mitos referidos a una escalera de flechas. El lugar de donde un poeta mayor saca sus datos mitológicos encerrará siempre algún misterio. En cualquier caso, y dado que el poema de Dante es cristiano, su ascensión no viene dirigida por su propia voluntad sino por la gracia divina que se manifiesta en Beatriz. En Milton el énfasis en la iniciativa divina es incluso mayor. En el tercer libro de El paraíso perdido encontramos el «paraíso de los locos» en la superficie lisa del primum mobile, o circunferencia del universo, adonde llegan aquellos que han intentado tomar el reino del cielo mediante la fuerza o el fraude. Una referencia a la Torre de Babel precede a esta descripción, e indica su arquetipo. Sigue una visión de escalones que llevan del cielo a la tierra, que, nos dice Milton, eran «como aquellos en los que Jacob» vio a los ángeles de su visión. Estos escalones bajan desde el cielo y vuelven a subir a voluntad de Dios: Satán, en su viaje al Edén, llega a una escalera baja, desde la que desciende a la tierra por los planetas. Dante y Milton prosiguen la tradición religiosa que arranca en la escalera de Jacob, según la cual la única forma de conectar cielo y tierra es a través de la voluntad divina. Los místicos también parecen tener una debilidad especial por las escaleras y escalinatas en sus obras (Ladder of Perfection, de John Hilton, es un ejemplo medieval inglés), pero siempre recuerdan que no suben gracias a su propio poder. Y de momento debemos dejar de lado escaleras como la del amor en El banquete de Platón. Hace unos sesenta años cuatro escritores prominentes, T. S. Eliot, W. B. Yeats, Ezra Pound y James Joyce convergieron en la misma imaginería. En los primeros poemas de Eliot se pone un especial énfasis en el escalón más alto de una escalinata, en el que Prufrock y el narrador de Portrait of a Lady piensan en dar media vuelta, y donde la chica en La Piglia che Piange se queda de pie «en el más alto rellano de la escalera» para conjurar al amor que le ha abandonado. En Miércoles de ceniza, Eliot se suma a la tradición cristiana de escaleras, y sigue el Purgatorio de Dante al colocar una escalera de caracol en el centro del poema. Cuatro Cuartetos abunda en estas imágenes, algunas de las cuales provienen de san Juan de la Cruz, cuya Subida al Monte Carmelo es uno de los ascensos místicos mejor conocidos. Página 148 En «Burnt Norton», el primero de los Cuatro Cuartetos, nos encontramos con una visión plenamente desarrollada del axis mundi, con su cumbre entre las estrellas circundantes, cruzando la línea de la experiencia corriente en el «punto fijo del mundo giratorio», y bajando de un mundo asociado al metro de Londres y el Hades de Homero a otro de muerte. En torno a las raíces de este «eje atascado» está la gran variedad de objetos del mundo físico simbolizados por la frase «ajos y zafiros». En la época de Miércoles de ceniza, hacia 1930, Yeats publicaba libros de poesía con títulos como La torre (1928) y La escalera de caracol (1933), al tiempo que buscaba espirales y rotaciones en cada aspecto de la experiencia. Todas las escaleras, afirma, están plantadas en la «sucia quincallería» del corazón humano, pero, bajo la influencia de Una visión, su poesía posterior se dedica cada vez más a girar en torno a una doble espiral como las que pueden sugerir algunos aforismos de Heráclito o la dualidad china del ying-yang. La imagen de la torre con una escalinata en espiral se encuentra en el centro de esta concepción, y Yeats llegó al extremo de comprar e instalarse a vivir en una de las torres circulares que todavía quedan en Irlanda. La doble rotación se extiende a la visión según la cual a la vida humana que va del nacimiento a la muerte se le añade una estancia en el purgatorio que vuelve a ir de la muerte al nacimiento, adoptando la forma de un «sueño hacia atrás», una especie de psicoanálisis total. Para hacer esto más gráfico a veces se recurre a la imagen de desvendar una momia egipcia. Vemos que el tema del purgatorio en Dante también incluye la imagen de un regreso desde la muerte al nacimiento, ya que Dante viaja hacia el lugar de su nacimiento original como hijo de un Adán que no ha caído. Joyce construyó su última y más elaborada obra, Finnegans Wake, a partir de la balada irlandesa de Finnegan, el obrero que se cae desde lo alto de una escalera con una artesa, suceso que Joyce asocia en la primera página con la caída del hombre. En la balada, Finnegan vuelve por sus propios medios a la vida y pide un poco de whisky, mientras que en Joyce doce dolientes que representan el ciclo del Zodíaco lo persuaden para que regrese a la muerte. A partir de entonces Finnegan pasa a ser la figura conocida por las iniciales HCE, y permanece dormido y tiene un sueño que adopta la forma de una repetición cíclica que presenta mucho de histórica. Joyce también nos hace ver un aspecto distinto que encierra la imaginería de escaleras y similares: la vida humana no es una Enea recta sino una secuencia de ciclos en los que nos «levantamos» por la mañana y «caemos» dormidos por la noche. Página 149 Ezra Pound empieza el primero de sus Cantos con una adaptación del relato de la Odisea en el que Ulises emplaza a los espíritus del Hades, empezando por Elpenor, que se quedó dormido en lo alto de una escalera y al caer se rompió el cuello, como Finnegan. Pero para su cuerpo principal de imágenes Pound se remontaba a Herodoto y su historia de las escaleras de Ecbatana y Babilonia. Incluso los Pisan Cantos —escritos tras la terrible experiencia del confinamiento en una jaula tras la guerra mundial— arranca con la resolución todavía incólume de «construir la ciudad de Dioce, cuyas terrazas son del color de las estrellas». En los fragmentos finales que registran la sensación de haber fracasado en sus expectativas con respecto a los Cantos, una de las esperanzas frustradas que menciona es la de construir un «paradiso terrestre» como el que vemos en la cumbre del purgatorio de Dante. El tema de Babel, de la confusión de lenguas, tan marcado en Joyce, también aparece en La tierra baldía, especialmente en los versos finales, así como a lo largo de los Cantos de Pound. Lo importante, claro está, no es que estos poetas estuvieran fascinados por el mismo grupo de imágenes, sino el porqué. Eliot, por ejemplo, identifica en «Burnt Norton» su axis mundi, en el punto en el que la línea horizontal de la vida corriente se cruza con la Encarnación: la palabra se utiliza explícitamente en «The Dry Salvages». Yeats, quien al igual que Pound prefería resistirse a la imaginería bíblica siempre que podía, escribe en una carta[55] que la confusión de los tiempos modernos proviene del abandono de la vieja jerarquía que ascendía desde el hombre «al único». Un trasfondo bastante parecido al de Eliot, aunque su referencia sea más neoplatónica que cristiana. DOS Volvamos a la escalera, a su parentesco metafórico como imagen de comunicación entre la tierra y el cielo por medio de los ángeles, y a su parodia demoníaca, la Torre de Babel. Lo primero se basa en la primacía de la palabra, lo último en la primacía del acto. La torre demoníaca viene a significar el aspecto de la historia conocido como imperialismo, el esfuerzo para aunar recursos humanos mediante una fuerza que organiza unidades sociales más y más grandes, y que acaba por ensalzar a un rey convirtiéndolo en un dirigente mundial, una parodia representativa de Dios. La Biblia surge de una cultura muy tribal cuyo origen histórico se encuentra en una revuelta contra el poder imperial de Egipto («Caldea», para Página 150 Abraham), una cultura que mantuvo esa organización tribal bajo varios poderes dominantes: Asiria, Babilonia, Persia, Roma. Israel apenas si se movió bajo el poderío imperial en parte porque sus tribus no podían dejar de pelear entre sí, pero siguió profetizando el inminente colapso de otros imperios, y los asoció con diferentes parodias de la imagen de la escalera, incluidas el árbol del mundo (Ezequiel 31) y la montaña del mundo (Isaías 14; véase GC, pp. 176, 191). En su gran período creador, la cultura griega también era tribal, y atribuía el hecho de haber sido capaz de detener la invasión de Jerjes —la mayor empresa militar aparecida hasta la fecha en la historia— al hecho de que a los dioses no les gustan los grandes imperios. La torre ascendente, pues, no tarda en convertirse en la torre caída, con su concomitante confusión de lenguas, de aquí que Babel sea en realidad un símbolo cíclico, un ejemplo de la ascensión y caída de grandes reinos que forma una especie de contrapunto a la historia bíblica. Pero la imagen del ciclo de imperios en realidad no aparece en la Biblia antes del Libro de Daniel, escrito en vísperas de la rebelión de los macabeos. Tras la Consolación de la filosofía, de Boecio (siglo vi d. de C.), la imagen del ciclo de imperios se consolidó en la imagen de la rueda de la fortuna, que en los tiempos medievales y renacentistas se convertiría en la imagen central de la tragedia. Es evidente que los poetas del siglo XX a los que nos acabamos de referir conocían esta imaginería. En Finnegans Wake, tras caer de la escalera, Finnegan se sumerge en el sueño de la historia, que se desplaza siguiendo la rotación cíclica de la que habló Vico, uno de los principales modelos de Joyce. Este ciclo, que incluye despertar y renacimiento pero nunca una nueva ascensión por la escalera original, es una especie de parodia de la resurrección o restauración del estado original, una parodia que envuelve todo el libro, ya que la frase inacabada de la última página sigue en la primera del libro. En Yeats también hay un movimiento cíclico en la historia, una secuencia en la que se alternan los períodos «primarios» y los «antitéticos», uno de tendencia democrática y el otro heroico. En la baraja de Tarot, cuya imaginería parece tardo o posmedieval, aparecen tanto la rueda de la fortuna como la torre caída, y ambas son mencionadas en La tierra baldía, a pesar de la confesada falta de interés de Eliot por el simbolismo del Tarot. El ciclo cerrado, la Torre de Babel construida y abandonada numerosas veces, tradicionalmente viene simbolizada por la ouroboros, la serpiente que se muerde la cola. En ocasiones se dice que la ouroboros —y en general los ciclos cerrados— es un emblema de la eternidad, pero la imagen que Página 151 transmite esa impresionante palabra es más bien lúgubre. Si la ouroboros de hecho se alimenta de sí misma, presumiblemente será una espiral que se irá reduciendo hasta quedar en nada. Ya sé que August Kekulé descubrió la estructura circular de la molécula del benceno inspirado por un sueño de la ouroboros, del mismo modo que sé que la molécula del ADN se parece a una doble espiral. Pero lo cierto es que no sé muy bien qué hacer con estas analogías. En la visión de Jacob los ángeles subían y bajaban: los ángeles son mensajeros de Dios, y los mensajes suelen ser verbales. La torre real o metafórica, por consiguiente, sería lo que Dylan Thomas llama una «torre de palabras». En el Nuevo Testamento el primer capítulo de Juan termina (1, 51) con una profecía de Jesús expresada en la forma de una visión de la escalera de Jacob: «Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre». Mientras un mensajero de Dios es tan siervo como los hombres y no merece adoración (Colosenses 2, 18; Apocalipsis 22, 9), el mensajero, como veíamos, simbólicamente puede ser una epifanía o manifestación del mismo Dios. Cuando Jesús habla de su Padre como «el que me ha enviado» (Juan 4, 34 y ss), está refiriéndose a sí mismo como un ángel. Según Pablo, los ángeles que descienden son mensajeros de la revelación (Gálatas 3, 19), que trajeron la Escritura al hombre. Con la Encarnación, o transformación de la Palabra en carne, el aparato simbólico de escaleras y semejantes se convierte en algo enteramente verbal. Escaleras, templos, montañas y árboles del mundo pasan a ser imágenes de una revelación verbal en la que la única metáfora proyectada es el descenso. El interés de los poetas modernos por las escaleras y espirales no nace de una nostalgia por anticuadas imágenes de creación, sino por haber comprendido que al intensificar la conciencia mediante las palabras, tales imágenes representan el interés de los intereses, por decirlo así, la conciencia de la conciencia. Encontramos las mismas figuras en otros autores que no son poetas[56]. En la Fenomenología, de Hegel, seguimos los argumentos ascendiendo en espiral, y ya en el prefacio se deja caer la palabra «escalera». El Tractatus, de Ludwig Wittgenstein, puede parecer una secuencia lógica horizontal, pero al final se nos dice que hemos estado subiendo por una escalera, al tiempo que se nos anima a desprendernos de ella. En una época muy anterior, un famoso pasaje de Donne también nos da la forma de ascenso espiral de la imagen en un contexto de palabras: on a huge hill Página 152 Cragg’d, and steep, Truth stands, and he that will Reach her, about must, and about must go; And what the hilll’s suddennes resists, win so.[*] [57] Lo que en el capítulo anterior intentamos clarificar como «espíritu» es fundamentalmente el movimiento de ascenso, la respuesta humana a la revelación de inteligibilidad en los órdenes natural y social. Según Pablo el típico mensaje del hombre a Dios es la oración, que se formula por el Espíritu, que intercede por nosotros (Romanos 8, 26). No es difícil asociar esta concepción de oración con la articulada expresión imaginativa de la literatura, que tan a menudo parece adoptar una forma independientemente de la voluntad consciente. El movimiento de la Palabra descendente y el Espíritu ascendente se invierte en los dos primeros capítulos de Hechos, donde primero vemos a Jesús ascendiendo al cielo, y acto seguido al Espíritu descendiendo sobre los apóstoles. La Ascensión es un antitipo del Nuevo Testamento (GC, p. 104) de la objetivización de la creación el séptimo día, o visión de sabbath: el alejamiento de la Palabra del mundo que ha creado. El Espíritu descendente da el don de lenguas, acentuando el contraste con la parodia demoníaca, la confusión de lenguas en Babel, al tiempo que forma una comunidad de respuesta. Este movimiento invertido surge entre la Encarnación y el descenso final de un nuevo cielo a una nueva tierra (Apocalipsis 21, 2-3). Las imágenes físicas han desaparecido, pero los movimientos ascendente y descendente siguen ahí, un movimiento doble al que se le puede aplicar el aforismo de Heráclito: «Los inmortales se vuelven mortales, los mortales se vuelven inmortales: viven en la muerte de los demás y mueren en la vida de los demás»[58]. Este aforismo es citado, casi como si se tratara de una profecía, por dos de los primeros escritores cristianos. TRES Decíamos antes, que el mito de creación S sugería una jerarquía de los seres, ascendiendo a partir de los elementos, las plantas y las formas animales de vida hasta el hombre, señor de la creación, y del hombre a Dios. En latín, escalera es «scala», palabra que amplía la imagen de la escalera a la de la escala, o medida por grados, fundamental en la ciencia y en algunas artes, sobre todo en música. La escala también forma la base de una de las Página 153 concepciones más duraderas de la historia del pensamiento, que sir Thomas Browne expresaba con toda claridad en Religio Medici (1643): «En este Universo hay una Escalera, o Escala manifiesta de criaturas, que no crece de forma desordenada, o confusa, sino con método y proporción». Se trata de la famosa «cadena del ser» de la imagen del axis mundi, una cosmología que ve el conjunto de la creación como una escalera que se extiende entre Dios y el caos que hay en el fondo de su creación. Lo que nos interesa especialmente aquí es que esta cadena del ser representa la adaptación ideológica primaria de la metáfora de la escalera a una racionalización de la autoridad. Las categorías de pensamiento que forman parte de la cadena del ser son muy complejas: algunas están expuestas en un capítulo fascinante de Las palabras y las cosas, de Michel Foucault. Aquí nos ceñiremos a las tres más elementales y mejor conocidas. Primero tenemos la cadena cosmológica, polarizada por las concepciones aristotélicas de forma y materia, que va desde Dios, pura forma sin sustancia material, al caos, que es lo más cerca que podemos llegar a la materia sin forma. Los principios materiales del cosmos eran los cuatro elementos, que son las combinaciones fijadas de cuatro «principios»: caliente, frío, húmedo y seco. El caos, según Milton, es un mundo en el que estos principios se combinan y recombinan de forma aleatoria, motivo que justifica que cuando Satán atraviesa el caos no sabe si su siguiente movimiento será un paso, un vuelo o una inmersión. Vemos que la concepción de un orden de la naturaleza que descansa sobre una base de aleatoriedad controlada sigue con nosotros. Por encima de los elementos viene la jerarquía de las criaturas: primero los ángeles, luego los seres humanos, después los animales, las plantas y los minerales. La proporción de forma y materia determina el rango en la jerarquía. Al encontrarse en el centro exacto, a medio camino entre la materia y el espíritu, el hombre es un «microcosmos», un epítome del «macrocosmos», o creación total. El segundo aspecto de esta versión del axis mundi es la construcción paralela del universo ptolemaico, lo que dio a la cadena del ser un estatus cuasi científico. En esta construcción el universo se extiende a partir del primum mobile, la circunferencia de un orden de la naturaleza pensado como finito, sigue hacia abajo por entre el círculo de estrellas fijas, pasa a través de la secuencia de siete esferas planetarias, de las cuales la inferior es la luna, y a continuación entra en el mundo «sublunar» de los cuatro elementos, en el siguiente orden: fuego, aire, agua, tierra. Desde la Caída estos elementos han estado sujetos a corrupción y decadencia, pero su separación fue un elemento Página 154 mayor en la creación a partir del caos, y cada elemento sigue buscando su propia esfera. El principio de que todo en la naturaleza tiene su lugar natural y tiende a buscar ese lugar justificaba muchos de los fenómenos que ahora adscribimos a la gravitación. Si sostenemos un objeto sólido en el aire y lo soltamos, caerá porque busca la esfera sólida de la tierra. Las visiones físicas y filosóficas del axis mundi en parte reforzaban y en parte chocaban con un tercer punto de vista; se trataba de un punto de vista teológico y se basaba en la concepción del hombre como ser caído. Esta visión contradice la concepción del lugar natural hasta el punto de considerar al hombre un ser que no ocupa el lugar que le fue asignado originariamente en la naturaleza, y adopta la forma de una secuencia de cuatro niveles que involucra el relato bíblico más directamente en una imagen del mundo. He expuesto esta secuencia varias veces, pero en un libro del volumen que éste está empezando a adquirir difícilmente puedo evitar repetirla. Desde los primeros siglos de la era cristiana hasta por lo menos hacia finales del siglo XVIII, se daba por supuesto que el cosmos tenía cuatro niveles. En lo alto se encontraba el cielo como lugar de la presencia de Dios. No se trataba del cielo como solemos entenderlo, con su sol, su luna y sus estrellas, pero los dos estaban metafóricamente relacionados. Debajo del cielo se encontraban los dos niveles del orden de la naturaleza. Uno era el nivel simbolizado en la Biblia como el jardín del Edén, y como la Edad de Oro en los mitos clásicos, concretamente el nivel propio de la naturaleza humana. Debajo de éste estaba el nivel de la naturaleza física, que, desde la Caída, es aquel en el que ha venido naciendo el hombre, a pesar de no ser el que le corresponde. Debajo de la naturaleza física encontramos el mundo demoníaco, el infierno de los ángeles rebeldes, dominado por el orden de la naturaleza, pero que aún ejerce un poder considerable sobre el tercer nivel a consecuencia de la Caída. El jardín del Edén ha desaparecido, pero los cielos estrellados, que se supone están hechos a partir de una sustancia inmortal más pura que los cuatro elementos, se encuentran ahí para simbolizarlo. Un esquema nos será útil en este punto: Página 155 El hombre, nacido en el tercer mundo o mundo físico, está sujeto a una dialéctica moral desde su nacimiento. O bien va hacia abajo, al pecado y la muerte, al ser el pecado un estado demoníaco que los animales no pueden alcanzar, o hacia arriba, de regreso, tan lejos como le sea posible, en dirección a su hogar original. Hay muchas cosas naturales al hombre que no lo son para nadie más, como usar la razón y la conciencia, vivir bajo una disciplina social específica, etcétera. Pero para entender la cultura verbal, al menos hasta el siglo XVIII, lo importante es la concepción de que desde la Caída el hombre pertenece a un orden de la naturaleza que le es específico. Así como el hombre lleva ropa y vive en edificios, el arte y la naturaleza son interdependientes en un plano humano. A finales del siglo XVIII, atacando las doctrinas revolucionarias de los derechos naturales, Edmund Burke afirmaba que «la naturaleza del hombre es el Arte». También la pregunta «¿Qué es lo realmente natural al hombre?» tiene una respuesta circular, porque depende del nivel de la naturaleza del que hablemos. Si hablamos del nivel humano, y Página 156 más teniendo en cuenta que el jardín del Edén ha desaparecido, lo humanamente natural sólo puede ser lo que la costumbre y la autoridad decreten como tal: nada en la naturaleza exterior puede servirnos de guía fiable. Lo primero que encontramos en estas cosmologías son las estructuras e ideologías de autoridad social que tanto se esfuerzan por racionalizar. Como las cosmologías, las estructuras sociales varían de forma, y van desde los mitos feudales y de caballería de la Edad Media a la mística del príncipe del Renacimiento, y de ahí a las auras verbales que rodean a los déspotas iluminados de las últimas épocas. Pero como regla, convergen en la figura de un soberano investido de autoridad suprema que, diga lo que diga la teología, a propósitos prácticos es una encarnación divina. Ben Jonson sostenía que Aniversarios, de Donne, o las elegías a la muerte de Elizabeth Drury eran blasfemos, poemas que tendrían que haberse escrito sólo sobre la Virgen María. Pero son aparentemente blasfemos sólo porque Elizabeth Drury era una plebeya: en otra parte he citado al propio Ben Jonson escribiendo sobre el rey Jacobo, apenas camuflado tras Oberón, el rey de las hadas: He is a god, o’er kings; yet stoops he then Nearest a man when he doth govern men… ’Tis he that stays the time from turning old And keeps the age up in a head of gold; That in his own true circle still doth run And holds his course, as certain as the sun. He makes it ever day and ever spring Where de doth shine, and quickens every thing Like a new nature; so that true to call Him by his title is to say, He’s all.[*] [59] Esto pertenece a una mascarada de corte, y la mascarada dramatiza el paralelismo entre las estructuras sociales y cósmicas de forma muy viva. En las mascaradas de tipo jonsoniano, se suele empezar con la escenificación de algo que ocupa un lugar muy bajo en la cadena del ser, como por ejemplo unas piedras. A continuación seguimos con la antimascarada, la visión del desorden de clase baja, que solían interpretar bailarines profesionales y recibía el grueso de los aplausos. Luego la visión asciende en la escala social hasta los señores y señoras que se hacen cargo de la mascarada propiamente dicha, para terminar centrándose en el personaje socialmente más prominente (por ejemplo, el príncipe Carlos en Pleasure Reconciled to Virtue). El propio Página 157 Donne, a pesar de sus incursiones en áreas de simbolismo menos aprobadas por Jonson, era muy consciente de ese vínculo cósmico-social: The earth doth in her inward bowels hold Stuff well dispos’d, and which would fain be gold, But never shall, except it chance to lie So upward, that heaven gild it with his eye; As, for divine things, faith comes from above, So, for best civil use, all tinctures move From higher powers; From God religion springs, Wisdom and honour from the use of Kings.[*] [60] Aquí la figura subyacente es la creencia de que los planetas engendran metales a partir del mundo mineral, como por ejemplo el oro, engendrado por el sol. En el siglo XVIII la cadena del ser seguía contando para muchos escritores contemporáneos. George Berkeley, por ejemplo, escribe en Siris (1744): «En la naturaleza no hay un abismo, sino una cadena o escala de seres que ascienden siguiendo suaves gradaciones ininterrumpidas que van de lo más bajo a lo más alto». Pero una vez desaparecido el universo ptolemaico, la concepción perdió gran parte de su estatus científico, y empezó a parecerse más a una construcción puramente verbal. Voltaire, en particular, tenía muchas dudas acerca de la échelle de l’infini, que le parecía una racionalización de la autoridad política, y bajo el impacto de las últimas revoluciones americana, francesa e industrial, empezó a adaptarse a otras formas[61]. Cito a Berkeley en parte a causa del incómodo énfasis que pone en la progresión de su versión de la gran cadena, y su total exclusión de cualquier ruptura revolucionaria. Estructuras metafóricas de este tipo no dejan de ser verdaderas en sentido descriptivo, porque la verdad, en ese sentido, no se les aplica. Pasan de moda cuando se convierten, o cuando algún rasgo de ellas se convierte, en metáfora imaginativamente poco convincente. Entonces son reemplazadas por otras estructuras metafóricas. Originalmente una de las funciones centrales del poeta era celebrar al héroe, esto es, su contrapartida en el mundo de la acción. Esta es la tradición que sobrevive en la extravagante adulación al rey Jacobo de Jonson o la de Luis XIV por Jean Baptiste Racine, y reconocemos que aunque nos aburra ese tipo de escritura, sigue teniendo cierta validez cultural en el siglo XVII. Tras escuchar la Pasión según san Mateo o el Oratorio de Página 158 Navidad, puede sorprendernos saber que la música de estas obras fue compuesta a mayor gloria del Elector de Sajonia, pero también podemos aceptarlo. En nuestro siglo muy pocos panegíricos han sobrevivido a su momento, aunque algunos poetas dedicaron serviles elogios a Adolf Hitler, Stalin, Mao y otras figuras similares. Una causa que contribuyó al salto metafórico fue el ascenso del movimiento romántico, en el que el poeta mismo y su arte empezaron a reemplazar al héroe como tema central de la poesía. Como dice Hölderlin refiriéndose a Napoleón: pertenece a su propio mundo, y los poetas deberían dejarlo allí[62]. Las ideologías derivadas del mito de creación S en cierta medida siempre fueron contraproducentes para los poetas, porque sugerían que sólo había un lugar muy limitado para la creación humana en un cosmos en donde, como dice sir Thomas Browne, la «Naturaleza es el arte de Dios», en donde el artista no puede hacer otra cosa aparte de imitaciones inferiores de lo que Dios hace infinitamente mejor. No siempre mejor: es también Browne quien sacude la cabeza ante el inexplicable lapsus de Dios al llenar el Nuevo Mundo con toda variedad de animales olvidándose de poner «ese animal tan necesario, el caballo». Pero a pesar de esto, y a pesar de las puerilidades que demostraban lo ingenioso que había sido Dios como artesano, el prestigio de la metáfora de creación aplicada exclusivamente a la obra de Dios ayudaba a mantener las artes en una posición subordinada. El ejemplo más obvio es la subordinación de la pintura a la representación. Para muchos poetas, por supuesto, los viejos símbolos de autoridad espiritual retienen todo su poder, por mucho que pueda haber cambiado su contexto metafórico. Tales símbolos siguen presentes, por ejemplo, en los Cuartetos de Eliot, en Hopkins y en Francis Thompson, quien imaginó la escalera de Jacob emplazada entre el cielo y Charing Cross. Sin embargo vemos que el uso poético moderno de las imágenes antiguas a menudo se asocia con un fuerte énfasis en el poder informante de la tradición, la continuidad de las instituciones sociales y las doctrinas, y su incorporación a las convenciones y géneros literarios. Las instituciones humanas mediadoras, incluida la literatura, reemplazan las antiguas figuras de autoridad. En el Fausto de Goethe, justo antes de la entrada en escena de Mefistófeles, se produce una significativa discusión entre Fausto y Wagner a las puertas de la ciudad[63]. Wagner, que no por tener un temperamento autoritario deja de ser un estudiante brillante, afirma que cuando desenrolla un manuscrito de pergamino siente como si el cielo descendiera. Invoca una especie de mínima adaptación bíblica de la escalera, como el manuscrito Página 159 volador de Zacarías. La famosa respuesta de Fausto, que su pecho encierra dos almas, una apegada a la tierra y la otra ansiosa por ascender a una comunidad más elevada de ángeles, asocia el último mundo con espíritus ancestrales (hoher Ahnen), donde la tradición y el descenso continuado vuelven a estar implicados. Ahí se encuentran las mismas metáforas, pero las ideologías que incidentalmente han inspirado se disuelven y reforman en otras nuevas. Las analogías míticas de la evolución que llegaron en el siglo XIX no cambiaron demasiado ese panorama, excepto por el hecho de que recortaban las alturas, dejando al hombre, que se suponía era el producto más elevado de la evolución, sin más techo que esa versión reforzada de sí mismo, que Nietzsche le impelía a alcanzar. Aquí el mito vuelve a desarrollar una ideología: ciertos aspectos de lo que se conoce como darwinismo social, por ejemplo, intentaron racionalizar la autoridad de las sociedades europeas sobre las «inferiores». Esta ideología tuvo una gran influencia en la mitología popular, pero mucho menos efecto en la literatura de imaginación. CUATRO Tenemos un modelo estructural de conciencia intensificada, vinculada a distintos fenómenos físicos y transformada en una jerarquía que racionaliza ciertos tipos de autoridad. No hay razón para que la estructura metafórica desaparezca de la literatura cuando deja de ser aplicable a la autoridad o el mundo físico. Sin embargo todavía tenemos que estudiar otros dos tipos de la imagen axial que hemos venido considerando. Vemos que aunque los ángeles ascienden y descienden por la escalera de Jacob, no se dice que lo que suba deba bajar, que haya una rotación mecánica. Con la imaginería paródica que arranca con la Torre de Babel sucede, como ya vimos, algo distinto: un movimiento inevitable de ascenso y descenso lo impregna todo. Echemos un vistazo hacia atrás, a la forma teológica de nuestro universo con sus cuatro niveles, el cielo en el que está presente Dios, el orden incólume o regenerado de la naturaleza, la naturaleza caída de la vida corriente y el mundo demoníaco. Aunque no haya paraísos, perdidos u ocultos, ni ángeles, ni presencia divina o infierno, sigue existiendo el rango de la mentalidad humana, que podría ser inmensamente más poderoso y eficiente de lo habitual, o encontrarse muy por debajo de sus capacidades actuales. Tal vez lo entendamos mejor si pensamos en cada uno de los niveles de este cosmos Página 160 imaginativo como un modo de experimentar las categorías primarias de conciencia, tiempo y espacio. He vuelto con frecuencia a la irrealidad de nuestra experiencia corriente del tiempo, en la que ninguna de las tres dimensiones del tiempo —pasado, presente y futuro— realmente parece existir, y en la que la palabra presente significa sólo un nunca del todo que desaparece entre un no más y un todavía no. Resulta bastante obvio por qué, en la construcción de cuatro niveles mencionada más arriba, el nivel más alto, la presencia de Dios, debería asociarse con un momento presente continuo y real, un momento en el que, como dice Eliot, se reúnen el pasado y el futuro. En el período isabelino tenemos el poema de sir John Davies, Nosce Teipsum, una maravillosa caja de sorpresas llena de epigramas con un gran número de los axiomas míticos más comunes de la época, y en donde leemos: But we that measure times by first and last The sight of things successively do take, When God on all at once His view doth cast, And of all times doth but one instant make.[*] Los Cuartetos de Eliot tienen mucho que ver con la Encarnación vista como un descenso del mundo divino a nuestro mundo temporal, donde crea la posibilidad de experimentar un momento presente real para nosotros, aunque a menudo se nos escape. El tiempo corriente puede representarse por una línea horizontal, el axis mundi con una vertical, y el punto en el que el axis mundi cruza el tiempo, el momento de la encarnación, es, como veíamos, «el punto fijo del mundo giratorio» y el centro del eje. El punto fijo y la respuesta a éste son claramente verbales y espirituales. La concepción de un punto fijo verbal se repite en Pound, quien se refiere a ella como «pivote inamovible» y la asocia a Confucio. Podríamos poner otros muchos ejemplos de un «momento sin tiempo» al que se llega mediante la imaginación verbal, desde la «pulsación de una arteria» de Blake, que incluye todo el tiempo, hasta la paradoja de la urna griega en Keats. En aquellos estados de experiencia más intensos que el habitual —el incólume, el paradisíaco, el angélico y demás— el tiempo carecía de la compulsión externa que sentimos al ser continuamente arrastrados hacia el futuro con nuestros rostros vueltos hacia el pasado. Una existencia semejante sería musical, estaría en armonía con la naturaleza, en contrapunto con otros seres vivos, y tendría una palpitante exuberancia interna. Las imágenes de música y de danza siempre han sido inseparables de las imágenes de los Página 161 mundos superiores. Recordemos la danza de Paradiso, y la danza en el cielo descrita por Rafael en El paraíso perdido. Sir John Davies, una vez más, en su magnífico poema Orchestra nos da una visión de todo el cosmos en una danza trabada. Davies recurre incluso al simbolismo del ritual como la ocasión especial en la que una sociedad imita el mismo tipo de espontaneidad disciplinada: Since when all ceremonies, mysteries, All sacred orgies and religious rites, All pomps and triumphs and solemnities, All funerals, nuptials, and like public sights, All parliaments of peace, and warlike fights, All learned arts, and every great affair, A lively shape of dancing seems to bear.[*] Orchestra nos da una visión muy amplia del hombre como homo ludens, y expresa la energía vital dentro de un cosmos de perpetua exuberancia. Se dice que el poema se lo canta a Penélope el principal de sus pretendientes, Antinoo, en ausencia de Odiseo. Más que a una ironía oculta[64] creo que esto se debe a la oportunidad de asociar esta danza cósmica con un desarrollo mítico de la tela de Penélope: So subtle and curious was the measure, With such unlooked-for change in every strain, As that Penelope, rapt with sweet pleasure, Ween’d she beheld the true proportion plain Of her own web, weabed and unweabed again.[*] En el An die Freude, incorporado a la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven, Johann C. F. von Schiller también nos da una visión global de la cadena del ser, desde el gusano en el polvo a los ángeles plantados ante Dios, en posesión de una energía vital interior: Wollust ward das Wurm gegeben, Und der Cherub stets vor Gott.[*] Quizá no sea poesía muy elevada, pero al menos es buena retórica sobre un gran tema poético, y probablemente más que útil para un compositor musical por ese mismo motivo. Página 162 El tiempo demoníaco, por supuesto, sería pura duración o tiempo de reloj, «mañana y mañana y mañana» sin alteración significativa. Normalmente este es el aspecto del tiempo que lo barre todo hasta la aniquilación. Nuestra experiencia del tiempo incluye un movimiento cíclico junto a uno lineal, y las fases ascendentes del ciclo, juventud, mañana, primavera dan una imagen temporal, o dominado por el tiempo, sobre la exuberancia y alegría del mundo superior. De aquí el tema del carpe diem, de la urgencia de agarrarse a la felicidad mientras estemos a tiempo, que recorre la poesía lírica desde Horacio hasta Robert Herrick. En el tiempo demoníaco todo movimiento cíclico es visto como cerrado y completo, y sólo tenemos repetición de la misma cosa, o del mismo tipo de cosa. La inmensa brecha que se abre entre nuestra experiencia corriente del tiempo, o tiempo de reloj, y nuestra experiencia de este tiempo en las situaciones extremadas, indica lo fácilmente que nos adaptamos a una especie de mínimo sentido de la realidad. La leyenda de que en el momento de la muerte, o en los instantes previos, toda nuestra vida se nos aparece ante los ojos, transmite algo de esto. Su expresión literaria más famosa la encontramos en el último canto del Paradiso de Dante, en donde se nos dice que un instante en presencia divina es más largo que el tiempo transcurrido desde el primer viaje humano, el de los argonautas: Un punto solo m’e maggior letargo, che venticinque secoli alla impressa, che fe’ Nettuno amminar l’ombra d’Argo.[*] En el otro extremo de la experiencia, tenemos esa intensificación de la conciencia del tiempo momentos antes de la ejecución, que experimentara Dostoievski y transmite de forma tan convincente en la figura del príncipe Mishkin, en El idiota. Esto a su vez se contrasta con el segundo de iluminación antes de un ataque de epilepsia, que le parecía tan cargado de significado como una vida entera. Mientras el epicentro del tiempo es presente —es un ahora— todo momento concreto es en parte pasado o futuro: un «entonces». De modo similar, si el centro del espacio se encuentra aquí, cada punto espacial está allí. En el cosmos de cuatro niveles nuestro lugar natural, la posición que nos correspondería por nuestra situación en la cadena del ser es la de la experiencia musical del tiempo. Los gusanos y querubines de Schiller sólo estaban contentos en el lugar que les era propio. En el mundo demoníaco, por supuesto, el espacio sería totalmente alienante; en el mundo divino sería una Página 163 presencia real que se correspondería al presente real del tiempo. En el mundo divino las palabras eterno e infinito significarían la realidad de aquí y ahora; en el mundo demoníaco tendrían sólo sus significados vulgares de tiempo y espacio en movimiento constante. Una tabla volverá a sernos de utilidad: Nivel cósmico Tiempo Espacio Cielo Tiempo como «ahora» total o presente real Espacio como «aquí» total o presencia real Mundo incólume Tiempo como exuberancia o energía interior (música, danza, teatro) Espacio como hogar o «lugar natural» Mundo caído de la experiencia Tiempo como «entonces» (lineal y Espacio como «ahí» cíclico) (entorno objetivo) Mundo demoníaco Tiempo como duración pura y con poder de aniquilación Espacio como alienación Tenemos que hacer otro esfuerzo para integrar los símbolos de escalera y rueda en el cosmos de cuatro niveles. Entre el «cielo» o aquello hacia donde apunta la escalera de Jacob, y los mundos revelados en los viajes de descenso que examinaremos más adelante, se encuentra el orden de la naturaleza, en el que los objetos vivos forcejean hacia arriba buscando su lugar natural para volver a caer en la muerte; en otras palabras, un orden cíclico. Es el mundo de la metamorfosis, de los cuerpos que no dejan de cambiar de forma, el principio en torno al cual Ovidio reunió tantos mitos clásicos tradicionales. Aunque teológicamente los dos órdenes de la naturaleza, el paraíso perdido y el mundo caído en el que habitamos, forman un contraste dialéctico, en la práctica poética forman un ciclo trabado. Las imágenes del orden superior derivan invariablemente de las fases tempranas del ciclo natural: los paraísos se asocian siempre con la luz del sol, la juventud y la fertilidad, y forman un locus amoenus o lugar agradable en donde siempre es primavera y otoño al mismo tiempo. La oscuridad, el frío, la esterilidad, la vejez y el mar se relacionan con el orden inferior. La imagen esencial, sin embargo, y sobre Página 164 todo para los poetas de edad, es que el hombre está exiliado y errante en el mundo inferior de la naturaleza, y va hacia su hogar en el mundo superior. Spenser nos habla de este mundo superior en su descripción de los jardines de Adonis, un lugar de simiente o locus amoenus que aparentemente se encuentra encima del mundo y no debajo. La mayoría de los estudiosos asocian la montaña descrita en conexión con este lugar con los genitales femeninos, el seno de la Madre Naturaleza hecho visible. Encontramos una imagen similar en el Dialogue of Self and Soul de Yeats, en el que el yo mira hacia abajo, a un mundo cíclico de renacimiento y simbolismo sexuales (espada, flores «púrpura de corazón», espejo). Una brillante parodia de todos estos temas la encontramos en La casa de Lama, de Chaucer. Este primer poema resume el relato de La Eneida hasta el momento del descenso en el sexto libro, y luego nos narra cómo un águila agarra a Chaucer y se lo lleva hacia arriba. Es evidente que va hacia una suerte de lugar paradisíaco (locus amoenus), en recompensa por escribir tanto sobre el amor. Sin embargo, Ovidio menciona una casa de Fama o Rumor en el centro del orden de la naturaleza[65], y es allí donde Chaucer es llevado. El águila es un ave sorprendentemente locuaz, y la impresión que sacamos es la de que su pasajero, que aprieta los puños de miedo, preferiría que no le contaran con tanto entusiasmo la historia de Ícaro y Faetón. Pero el punto principal de la arenga del águila es que en la naturaleza el principio del movimiento se reduce a que las cosas pesadas caen y las ligeras suben, y que las palabras, siendo sólo «aire roto», suben en el orden de la naturaleza, ascendiendo hacia el lugar que les es propio, o, como lo llama el águila, su «dulce hogar». Lo que Chaucer encuentra en este lugar superior es una vasta confusión de rumores que ilustran la total irracionalidad de la fama y la reputación. No llega hasta lo alto del cosmos, sino a lo que Ovidio denomina el centro del triple mundo (triplicis confinia mundi), el eje de la rueda de la fortuna, por decirlo así. Esto constituye una parodia irónica, por anticipación, del punto estático de Eliot en el centro del axis mundi. E igual que el punto estático de Eliot deriva del eje de Dante, del que la escalera de Jacob forma la parte más alta, así el centro de ruido, rumor y confusión de Chaucer nos recuerdan a Babel. También hay un fuerte elemento de parodia en lo que en literatura inglesa tal vez sea la visión individual más importante del universo de cuatro niveles y la ideología que lo acompaña. Me refiero al curioso contrapunto a The Faerie Queene de Spenser conocido como Mutabilitie Cantos. Este poema se imprime como si fuera un fragmento en la mitad de un séptimo libro perdido Página 165 de la epopeya, pero no tiene nada que ver: es un poema unitario hermosamente diseñado y completo en sí mismo que se limita a seguir la estructura de The Faerie Queene. La mutabilidad, una diosa demoníaca que pertenece al mundo inferior del cambio y la decadencia (nuestros niveles tercero y cuarto), también reclama jurisdicción sobre el mundo planetario, porque los planetas giran, y por consiguiente cambian. Lo que sigue es el pleito interpuesto por la diosa al dios, como lo llama Graves, siendo Jove el dios, el soberano de los cielos. La mutabilidad rechaza desdeñosamente la reclamación de soberanía de Jove, y apela a la Naturaleza, suprema por encima de ambos. La Naturaleza decide lo siguiente: I well consider all that ye have said, And find that all things steadfastness do hate And changed be: yet being rightly weighed They are not changed from their first estate; But by their change their being do dilate: And turning to themselves at length again, Do work their own perfection so by fate: So over them Change doth not rule and reign; But the reign over Change, and do their States maintain.[*] El efecto de esta decisión es confinar la mutabilidad al mundo sublunar, y confirmar la autoridad de Jove en «su visión imperial». Pero eso no es el auténtico punto de la decisión de la Naturaleza, que habla de «todas las cosas», incluidas también las cosas de este mundo. Los ciclos de la naturaleza se engranan a dos movimientos, uno hacia abajo, a la muerte y la aniquilación, y otro hacia arriba, a la «perfección». El primero es la dirección de la propia mutabilidad: «Porque a causa de tu deseo buscaste tu decadencia», le dice la Naturaleza. Los Mutabilitie Cantos forman un apocalipsis secular, una comedia metafísica elevada, en parte escrita deliberadamente en aleluyas, aunque termina con dos estrofas de gran seriedad en las que se contrasta el mundo en gestación, donde reina la mutabilidad, y el mundo del ser inmutable en la presencia de Dios. Para este último Spenser utiliza el juego de palabras «Sabbath-Sabbaoth», bastante adecuado en la lengua que usa Spenser, aunque sin sentido en hebreo. La visión de inmutabilidad, de estar más allá del cambio es una visión de Sabbath, un atisbo humano de la creación que se corresponde a la contemplación del propio Dios el séptimo día. Es asimismo Página 166 una visión de las multitudes (tzabaoth) que la creación divina ha llevado al orden. Sunday Morning, de Wallace Stevens, casi parece una réplica al poema de Spenser: tenemos a una mujer que vuelve a casa después de misa, medita sobre la Resurrección y llega a la conclusión de que un mundo inmutable no es humanamente concebible: «Lo imperfecto es nuestro paraíso», dice el poeta en alguna parte. La opinión de Spenser, sin embargo, es que sólo en el mundo de la mutabilidad todo cambio es un desplazamiento en la dirección de la muerte, y que por encima de su mundo hay una energía que se transforma pero gobierna sobre el cambio y no está sujeta a la muerte. En el poema de Spenser hay dos temas: el tema principal contrasta los mundos primero y cuarto del cosmos de su autor; y un tema subordinado, la grotesca metamorfosis ovidiana de Fauno, que mientras tanto se enfrenta con el orden cíclico de la naturaleza. Fauno, el sátiro, soborna a una ninfa para que le deje ver a Diana desnuda: la visión de las partes íntimas de Diana, demasiado fuerte para la serenidad de quien la contempla, se corresponde al simbolismo del útero en los jardines de Adonis, por lo que Venus resulta intercambiable con la triple diosa Cynthia-Diana-Hecate. La mutabilidad no es Hecate, pero está asociada con ella, y empieza su pleito metiéndose en la esfera de Cynthia, la luna. Esto es una violación del decoro en contrapunto al voyerismo de Fauno, y tal vez refuerza la asociación entre una epifanía de la naturaleza y una visión de los genitales femeninos. Fauno, en la tradición de las metamorfosis, se convierte en un arroyo de piedra, y subraya así los dos aspectos que hicieron de los relatos de metamorfosis de Ovidio materia tan fascinante para los poetas de la época de Spenser: la visión de la vida como caída desde una categoría superior de conciencia y ligada a un ciclo natural que hace que se renueve siempre de modo distinto. Los Mutabilitie Cantos están escritos en un idioma secular, ya que la entidad más elevada es la Naturaleza. La única referencia bíblica que indica que para los lectores de Spenser la Naturaleza no tenía por qué ser la entidad suprema, es una referencia a la Transfiguración: Her [Nature’s] garment was so bright and wondrous sheene, That my fraile wit cannot devize to what It to compare, nor finde like stuffe to that: As those three sacred saints, though else most wise, Yet on Mount Thabor quite their wits forgat When they their glorious Lord in strange disguise Página 167 Transfigur’d sawe: bis garments so did daze their eyes.[*] Creo que hay tres razones principales para elegir esta imagen del Nuevo Testamento en particular. Una es que en el texto griego la palabra para «transfiguración» es metamorfosis. Otra es que a diferencia de la Resurrección, la Transfiguración es una epifanía cumbre. Como el pleito de la mutabilidad, tiene lugar a una altura que sugiere la cumbre del orden de la naturaleza, independientemente de la altura de la irlandesa «Arlo Hill» donde tiene lugar el proceso de Spenser. Tercero, que la Transfiguración representa la identidad entre la Palabra y la persona de Cristo con la Palabra y la Biblia. En la Transfiguración Jesús aparece con Moisés y Elias, la ley y los profetas, los componentes principales de la escritura. La referencia, aunque breve, indica que la visión de Sabbath por la que reza Spenser en el verso final del poema no es sencillamente descansar del cambio sino comprender el orden que gobierna el cambio, un orden para el cual, tanto en la época de Spenser como en la nuestra, la única clave auténtica es el término Palabra. Spenser asocia su visión de Sabbath con un descanso que es, dice, lo contrario a la mutabilidad: resulta difícil expresar el «dominio sobre el cambio» final si no es con imágenes que sugieran inmovilidad. En nuestros días, el Cementerio marino de Valéry expresa una visión similar a través de las paradójicas imágenes de muerte (la tumba), una oceánica eliminación de la identidad (el mar) y la visión de Zenón de Elea de un mundo inmóvil. Pero la profunda calma en el corazón de la última estrofa de los Mutabilitie Cantos no es fruto de la inmovilidad, sino el resultado de ocupar el lugar natural en el esquema de las cosas. En cada una de nuestras variaciones tenemos que considerar tres elementos: un mito auténtico, una adaptación ideológica del mito a una forma de ascendencia social y una parodia demoníaca. Aquí la parodia demoníaca es la Torre de Babel y el ciclo de imperios en que acaba, y la adaptación ideológica la visión de jerarquía, a través de la cadena del ser, que racionaliza la autoridad de reyes, dictadores y líderes semejantes. El mito auténtico es la visión de orden inspirada por el relato de creación en S, un orden que cruza nuestra percepción normal del transcurso del tiempo y del espacio que se aleja hacia un presente y una presencia reales. En este contexto la autoridad es la que aprendemos de forma gradual mediante la ciencia, la dialéctica y la poesía, una autoridad que emancipa en lugar de subordinar a la persona que la acepta. El auténtico mito de orden explica el hecho de que quien estudia la Página 168 cosmología de la Commedia o El paraíso perdido antes que llenarse la cabeza de basura obsoleta y pseudo-científica, lo que hace es analizar los principios estructurales de poemas muy importantes. Y en los poetas del siglo XX el recurso a una imaginería similar no lo inspira la pedantería sino, antes bien, la misma visión de orden. Decíamos asimismo al comienzo del libro que la imaginación poética se enfrenta con intereses humanos primarios, que clasificábamos en cuatro grupos: 1) intereses de integridad corporal (respirar, comer y beber); 2) intereses de satisfacción o frustración sexual; 3) intereses de propiedad o extensiones de poder, como dinero y maquinaria; 4) intereses de libertad de movimiento. El interés que más informa la presente variación es la libertad de movimiento, que se expresa en las imágenes de exuberancia, de música, baile y teatro a las que antes nos referíamos. No tardamos en ver que las últimas fuentes de movimiento obstaculizado son el tiempo y el espacio como solemos experimentarlos, y en lo alto de la escalera de la sabiduría estos elementos de tiempo y espacio desaparecen. La imagen idealizada del movimiento libre en la Biblia es la del cordero errante del salmo 23, que se siente en su hogar en todas partes, y que representa una existencia pastoral cuya desaparición en la Biblia viene simbolizada por el asesinato del pastor Abel. Caín introduce la imagen contrastada de la vida humana como un exilio, y el exilio —la posibilidad de ir a cualquier parte excepto al hogar— se intensifica con la diáspora judía postbíblica, simbolizada en la leyenda por el relato del Judío Errante. Este tipo de exilio errante lo aplica Jesús a su propia vida terrenal (Lucas 9, 58). Otros asaltos más decididos a la libertad de movimiento, como el encarcelamiento, las ataduras o la tortura, no requieren de mayor comentario en este punto. Este símbolo físico se extiende al mundo espiritual, y Pablo pone el acento en la libertad de movimientos que trae consigo la vida espiritual (II Corintios 3, 17). Esto incluye la libertad de pensamiento y la conciencia, como dice Pablo cuando habla del Espíritu sondeando las profundidades de Dios (I Corintios 2, 10). El siguiente paso nos devuelve a la imagen de un círculo o esfera, aunque de tipo muy distinto al de los ciclos operados por el destino o la fortuna. En los dos o tres últimos versos del Paradiso, cuando Dante ha concluido su viaje y se encuentra en presencia de Dios, aparecen las palabras cerchio y rota. La visión científica contemporánea de la naturaleza, a pesar de sus millones de galaxias, sigue hablando de un universo o totalidad que forma una circunferencia infinita que nos encierra por todos los lados. El lugar natural Página 169 del ser humano es ser el centro de una esfera en expansión, y no flotar entre un mundo superior y otro inferior como el hombre que coge hinojo marino en el El rey Lear. La visión espiritual correspondiente sería una visión de plenitud en la que cada ser humano es un centro y Dios una circunferencia, o «todo en todo», como dice Pablo (I Corintios 15, 28). El proverbio dice que el centro de Dios se encuentra en todos los lados y su circunferencia en ninguno, pero bajo la perspectiva del hombre la circunferencia humana también estaría en todas partes, del mismo modo que sin circunferencia un centro carece de identidad. La sensación de allness,[*] si existiese tal palabra, trasciende la totalidad de «todas las cosas», que sugiere un número que puede contarse, por largo que éste sea, y es la base para la concepción del mundo espiritual conocida como panteísmo. Tradicionalmente «todas las cosas» se refiere a la totalidad de los seres creados, como en Apocalipsis 21, 5 («Mira que hago un mundo nuevo»). «Todo en todo» nos lleva más lejos que afirmaciones del tipo «todo es Dios» o «todo es uno», en las que el predicado «es» reinserta la dualidad que la afirmación en sí intenta negar. «Todo en todo» sugiere tanto interpenetración, en la que la circunferencia es intercambiable con el centro, y una unidad en la que ya no se piensa ni como absorción de identidad en una uniformidad mayor ni como mosaico de metáforas. «Más es el grito de un alma equivocada», decía Blake: «lo menos que todo no puede satisfacer al hombre.»[66] Aquí la diferencia entre «todo» y «todas las cosas» está muy clara. El mundo de todas las cosas, tal como lo conocemos ahora, es el mundo material, y la materia es energía petrificada para que podamos vivir con ella. En la visión espiritual recuperamos la sensación de energía hasta el extremo de identificarnos con el poder creador, y pasamos del corrompido corazón de Yeats de donde arrancan las escaleras al lugar en el que esas mismas escaleras terminan. Pero donde termina la escalera de escalones sucesivos, empieza la danza de movimientos liberados. Página 170 6. Segunda variación: el jardín UNO Veamos ahora el segundo mito de creación, el mito yahvista, que arranca en Génesis 2, 4. Al igual que el mito S, éste tiene siete episodios, que consisten en seis actos y una caracterización final. Al no encajar explícitamente en el esquema de la semana de la Creación, no se los enumera con tanta frecuencia, pero aquí los tenemos: 1. Creación de un «vapor» («fuente» en la versión de los Setenta) de la tierra. La tierra y los cielos parece que ya existían pero de forma más bien caótica. 2. Creación del «adán» o unidad humana de cuerpo y alma (no recibirá la denominación de ser masculino hasta más adelante). El cuerpo del adán viene del polvo del suelo (adamah), y el alma (nephesh) le fue insuflada directamente por Dios. 3. Creación del jardín y sus árboles, incluidos el árbol de la vida y el árbol prohibido del conocimiento. 4. Creación de los cuatro ríos del jardín. Dos de éstos son el Eufrates y el Tigris; el «Guijón» se identifica tradicionalmente con el Nilo; el «Pisón» es desconocido, pero Josefo lo identifica con el Ganges (GC, p. 171). Página 171 5. Creación de todo el mundo animal (aparte de los seres humanos). 6. Creación de la mujer a partir de una costilla del adán. 7. Institución del estado de inocencia («Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro», Génesis 2, 25). Los contrastes con la versión S son más obvios que las similitudes, que son pocas y menores. Dos de éstas son que en ambas versiones los árboles aparecen pronto, en el tercer episodio, y que en ambas el cuarto acto creador vuelve más familiar el primero. El cuarto día en S la luz primordial pasa a ser el sol y otras fuentes de luz humana; en el cuarto episodio del J el «manantial» primordial se convierte en grandes ríos. Ambos paralelismos podrían ser accidentales: según Robert Graves, los árboles aparecen pronto porque eran las imágenes del primer alfabeto[67]. Pero aquí lo que nos interesa son los contrastes. Primero, en J la creación de los seres humanos está enfáticamente separada del resto de la creación. Ya que un cuerpo masculino implica otro femenino, para que el mito tenga sentido narrativo el adán original tuvo que ser antes de la creación de Eva o bien andrógino o de una constitución sexual diferente de la actual. La figura andrógina de adán sobrevive en el cabalismo y otras partes, a pesar de que fuera rechazada por los Padres cristianos. La mayoría de los mitos del Antiguo Testamento incluyen juegos de palabras y etimologías populares, y el narrador del relato de creación J, desafortunadamente, tiene dos de éstos entre sus manos. El adán fue formado a partir del polvo del suelo (adamah), pero la palabra ish, que es explícitamente masculina, también se aplica para etimologizar la palabra «mujer» (ishhah) para que de este modo signifique «del varón tomada». Tenemos aquí dos tradiciones. Una es la tradición mítica que me interesa principalmente en este capítulo, y la otra es la racionalización de la supremacía del varón, que en inglés y en otras lenguas ha producido la metonimia masculina. Lo mismo sucede en español, idioma en el que la referencia a los «hombres» incluye a los seres humanos de ambos sexos, y «los» significa en muchos contextos «él y ella». Es probable que ante semejantes convenciones lo mejor sea dejar que fosilicen. Si dejamos de lado a los seres humanos, en la versión S el énfasis principal recae en los árboles, Página 172 los ríos y el jardín paradisíaco: se supone que Adán y Eva viven de los árboles frutales, y todos los animales son criaturas domésticas. En la versión S, decíamos, se pone mucho énfasis en la diferenciación, ya que primero los elementos son creados en su propia esfera, y luego se establece un orden jerárquico de existencia que culmina en la humanidad. El «descanso» de Dios al séptimo día, decíamos, implica que al final de la creación el cosmos pasó a ser objetivo para su creador, y siguió así para el hombre, una «visión de Sabbath» establecida entre otras cosas para la contemplación y el estudio. Hablábamos de la versión S como una visión de la naturaleza en tanto que natura naturata, la naturaleza como un sistema o un orden. La visión del relato J es más bien la de una natura naturans[68], la naturaleza de la vitalidad y el crecimiento. Es coherente con este contraste que el Dios de la versión S tuviera todo el diseño en la mente antes de comenzar, y que su creación tuviera lugar ritualmente, como el modelo para los rituales que se le facilita al hombre en recuerdo de ésta. El Dios de la versión J, en cambio, se aproxima a su creación de forma desarmantemente experimental, y parece tener poco interés, al menos en este estadio, en arroparse de omnisciencia. Reúne a los animales y las aves delante de Adán y le dice a éste que les ponga nombres: «para ver cómo los llamaba» (Génesis 2, 19). En El paraíso perdido es incluso obligado a pedir disculpas por no haber podido sumar los peces a la reunión[69]. La creación de la misma Eva también tiene todo el aspecto de una ocurrencia tardía, la rectificación de una deficiencia original. Aunque anterior que su predecesora, la versión J se acerca más a nuestra propia sensación de naturaleza biológica como producto de un experimento inconsciente. La sexualidad es de importancia primaria en este mito, e introduce el muy intrincado y tortuoso problema de la distinción entre identidad sexual simbólica y física. Si estamos en lo cierto al sugerir que antes de la creación de Eva, el adán, como conciencia humana individual o alma viviente, sólo simbólicamente pudo ser masculina, entonces lo que era simbólicamente femenino antes de la aparición de Eva debe de haber sido el jardín en sí, con sus árboles y sus ríos. Parece un rasgo recurrente del mito pensar en la naturaleza como Madre Naturaleza, y las religiones prebíblicas de Oriente Próximo solían centrarse en una diosa terrenal que representaba esta figura femenina, con su útero ambivalente y su imaginería sepulcral, el símbolo de lo que es a un tiempo el principio del nacimiento y el final de la muerte. Está claro que una de las intenciones del relato del Edén es transferir toda la ascendencia social de la diosa terrenal prebíblica a un Padre-Dios Página 173 simbólicamente masculino asociado con los cielos. Rastros de una madre terrenal potencialmente siniestra los encontramos en la adamah, el gramaticalmente femenino «suelo» a partir del cual se hizo el cuerpo del adán, y al que (o a quien) regresa tras la Caída (Génesis 3, 19). Parece que esta adamah fue la sequedad primitiva que riega el manantial con que da comienzo la creación J. El jardín del Edén era por tanto la compañera o novia simbólica del adán, aunque no había forma de acoplamiento posible. Luego surge Eva, quien, cabría decir, es la creación suprema y culminante de la versión J. Su aparición viene acompañada del comentario de Dios en el sentido de que lo normal es que el hombre deje a sus padres para buscar una mujer. El comentario indica entre otras cosas que la conexión sexual de hombre y mujer es la semilla, por decirlo así, de la comunidad humana, y de este modo interpone la comunidad entre la conciencia individual y su entorno. Al igual que sucede en otros muchos mitos, en el centro del relato J[70] se suceden las transformaciones de un símbolo femenino. La forma más típica de la transformación es la de madre a novia, ya sea como resultado de un rejuvenecimiento o como una creación especial, que es lo que sucede aquí. El estadio previo a la transformación con frecuencia es siniestro o indeseable. Estas afirmaciones se comprenderán mejor a medida que avancemos. Tras tomar Eva la iniciativa en la Caída, la supremacía de lo simbólicamente masculino queda reflejada en la predicción divina de que la expulsión del estado paradisíaco traerá como consecuencia principal la supremacía de lo sexualmente masculino en la sociedad humana. Los teólogos y comentaristas se han mostrado tan ansiosos a la hora de enfatizar este punto que en gran medida han pasado por alto el papel central de la mujer en la versión J, así como el hecho de que se dice explícitamente que las sociedades patriarcales son consecuencia del pecado. El hombre cae como la mujer, esto es, como ser sexual, de ahí que la mujer tuviera que ser la figura central en la restauración del estado sexual y social original. Según Pablo, Cristo es un segundo Adán, y reclama el Edén que perdió éste, y en el cristianismo tradicional la Virgen María es una segunda Eva, responsable de la redención del hombre al dar nacimiento al redentor. Su entrada en el cielo al frente de las criaturas humanas completa la redención del hombre que realiza como mujer, y establece la imaginería sexual simbólica del Nuevo Testamento en la que sólo Cristo es varón, y el cuerpo o sociedad de los redimidos es Jerusalén, la comunidad en la que todas las almas, con cuerpos físicos masculinos o femeninos, son simbólicamente femeninas (GC, p. 167). En la literatura secular encontramos temas míticos paralelos, como el papel que desempeña Página 174 Beatriz en Dante y las figuras Ewig-Weibliche al final del Fausto. Pero lo que éstas sugieren es sólo que el hombre es redimido por o gracias a la mujer, no que la humanidad sea redimida como mujer. En la Biblia lo milagroso simboliza la acción de Dios atajando la secuencia histórica o natural de acontecimientos. El milagro de creación en J incluye la creación antinatural de la mujer a partir de un cuerpo más o menos masculino, en contraste deliberado con el procedimiento uniforme de la naturaleza (I Corintios 11, 12). Sigue con que la redención vendría simbolizada por otro acto milagroso que invierte la perversión del sexo en la Caída, que para el Nuevo Testamento es el mito del Nacimiento del Cuerpo Virginal, cómo Dios fue engendrado de un cuerpo de mujer. La ocasión para este mito es la profecía en Isaías 7, 14 (véase Mateo 1, 23) según la cual «una joven» (almah) concebirá y llevará en su seno un hijo. En la traducción griega de los Setenta, que fue la que los escritores del Nuevo Testamento fundamentalmente usaron, en lugar de «una joven» se lee «virgen» (parthenos). En el texto del Nuevo Testamento no encontramos apoyo para la virginidad continuada de María tras el nacimiento del Mesías, y mucho menos para una Inmaculada Concepción (que supone que la misma María fue concebida sin pecado original). Si hemos adquirido el hábito de pensar míticamente, a nadie le sorprenderá el lugar central que ocupa el Nacimiento Virginal en el relato de Cristo. Los lectores de Carl Jung habrán notado su insistencia en la importancia de la reciente proclamación de la doctrina de la Asunción de María, ya que el añadido, como cuarto miembro, de un representante de la humanidad, y en concreto un representante femenino, ha transformado la Sagrada Trinidad en una todavía más sagrada Cuaternidad jungiana[71]. Por extraña que nos parezca esta sugerencia, no deja de ser un auténtico ejemplo de pensamiento mítico, en contraste con los ocasionales pronunciamientos de los dignatarios eclesiásticos en el sentido de que ya no pueden creer en el nacimiento virginal, al tiempo que todo el mundo da por supuesto que afirmaciones de ese tipo son una herejía y no simple ignorancia. Meister Eckhart decía a su congregación que todos eran madres vírgenes responsables de hacer nacer la Palabra[72]; pero Eckhart entendió el lenguaje de proclama que se puede extraer del mito, y su conexión invariable con el tiempo presente. De los diversos elementos en el mito de la Caída, el que nos interesa aquí es la pérdida de la inocencia sexual. Con la Caída Adán y Eva «se dieron cuenta de que estaban desnudos», y se taparon con ropa. D. H. Lawrence Página 175 llamaría a esto sexo mental. En cuanto al conocimiento del bien y del mal, está claro que es un error equipararlo al conocimiento en general. La respuesta a la pregunta de Satán en El paraíso perdido: «¿El conocimiento puede ser pecado?» debe ser una negativa rotunda. El conocimiento del bien y del mal es como una suerte especial de conocimiento, peligroso en el contexto equivocado, pero lo suficientemente auténtico en el apropiado. Aquí parece peligroso tanto para Dios como para Adán y Eva. En las religiones prebíblicas de Oriente Próximo encontramos a menudo el tema de los dioses que se sienten amenazados por el rápido progreso del hombre y temen que pueda llegar a ser inmortal. Se trata de un miedo parecido al temor actual a que las máquinas logren tener voluntad propia, se reproduzcan y «tomen el poder». Uno de los dioses sumerios quiere exterminar a la humanidad sólo porque los hombres hacen mucho ruido por las noches y perturban su sueño, pero los seres humanos sobreviven, en buena medida porque son útiles sirvientes y libran a los dioses de la obligación de trabajar. En Génesis 3, 22-23, momento en el que Dios se dirige a otros dioses con tono atemorizado (GC, p. 135), es como si volviéramos a ese miedo, asociado esta vez con el misterioso «conocer el bien y el mal» y, más incluso, con el hecho de llegar a «tomar el árbol de la vida». Puesto que anteriormente Adán y Eva no tenían prohibido el árbol de la vida, el peligro parece residir en ese nuevo conocimiento. Por lo tanto, debemos analizar con mayor detenimiento la naturaleza del nuevo conocimiento. Lo que Adán y Eva parecen haber adquirido como resultado de haber comido del árbol prohibido es una moralidad represiva fundada en una neurosis sexual. El conocimiento moral resultaba desastroso cuando venía ligado a una sensación de vergüenza y encubrimiento que afectaba al sexo, y estaba prohibido porque en esa situación deja de ser un conocimiento genuino de algo, ni siquiera del bien y el mal. Ligar esta represión moral y sexual con la ingestión del fruto de un árbol parece una metáfora innecesaria si no pensamos que ese árbol es la parodia demoníaca del árbol de la vida, y en la versión S el árbol de la vida parece la principal imagen axis mundi de la conexión con el mundo de los dioses antes de la Caída. El adán original, solo en su jardín, era involuntariamente virginal, e ilustra el tema de el o la virgen que tiene una relación peculiarmente íntima con un entorno natural idealizado. El término virgen suele asociarse con lo femenino, pero mucho antes del Génesis tenemos el patético relato de Enkidu en la saga de Gilgamesh, el salvaje de los bosques creado por los dioses para sojuzgar a Página 176 Gilgamesh, pero tan temido por los hombres como para enviar a una prostituta para que lo seduzca. Cuando la mujer cumple con su cometido, el vínculo entre Enkidu y los animales, que antes respondían a su llamada, queda roto para siempre. La figura de Orfeo en Grecia, si no estrictamente virginal, también tiene una afinidad mágicamente próxima con la naturaleza: él es músico, y la música simboliza la armonía que mantiene unidos cielo y tierra en el nivel paradisíaco de existencia. Las vírgenes femeninas, una vez más, han sido acreditadas durante siglos con poderes mágicos sobre la naturaleza, como la doma de las bestias salvajes, la atracción sobre los unicornios o el misterioso conocimiento de las hierbas. La tradición continúa mucho tiempo y así, en Wood Beyond the World (1894) de William Morris, la heroína también posee poderes mágicos que desaparecen el día de su boda. De forma parecida, cabría pensar que Alicia difícilmente hubiera podido controlar su País de las Maravillas de haber sido ya púber, y mucho menos una persona adulta. En toda esta imaginería late lo que hemos descrito como identidad metafórica entre un ambiente paradisíaco y un cuerpo femenino, o, en el Génesis, entre el Edén y Eva, una metáfora en la que Eva es a Adán lo que el jardín del Edén era para el adán anterior a Eva. En la Biblia no hay imágenes explícitas de escalera o torre de amor, aparte de la «torre de marfil» en el Cantar de los Cantares (7, 4), pero la metáfora de «caída» sugiere el descenso de un mundo superior a otro inferior, con la proposición implícita de un nuevo ascenso al más alto. Por consiguiente debemos considerar los mismos tres elementos que vimos en el capítulo anterior. Primero, la imaginería de un ascenso a un mundo más elevado, y de un descenso del mismo, por mediación del amor. Segundo, la estructura de autoridad que se deriva de esto, igual que la cadena del ser, y similares imágenes autoritarias, se derivaban de la escalera de la sabiduría y la conciencia. Tercero, la parodia demoníaca de la situación, que en el grupo previo se correspondía con la Torre de Babel. Una dificultad típica de este simbolismo, una vez más, es la de distinguir lo simbólicamente masculino y femenino de los hombres y mujeres reales. Cuánta falta nos haría una concepción semejante a la del yang y el yin chinos, en la que las imágenes de masculino y femenino representan aspectos de experiencia que suelen incluir lo sexual pero la superan en distintas direcciones metafóricas. Empezamos con la metáfora del jardín-cuerpo implícita en la versión de la creación J, y fuertemente reforzada por el Cantar de los Cantares, en especial en la estrofa «Huerto eres cerrado, / hermana mía, novia, / huerto cerrado, / Página 177 fuente sellada».[*] Aquí el cuerpo de la novia («hermana» es una dicción poética por novia) se identifica con los jardines y las aguas de un paraíso. En la tipología bíblica posterior este paraíso será el jardín del Edén, y no cabe duda de que existía una identificación paralela desde el principio. En cualquier caso el Cantar de los Cantares es un grupo de poemas en forma suelta de diálogo con coro, en el que se celebra la boda de una joven pareja de campesinos, y de una imaginería intensamente sexual. La imaginería es del tipo dilatado que ya hemos mencionado: la unión sexual sugiere fertilidad, y el cuerpo de la novia se identifica metafóricamente con viñas, jardines, flores y el despertar de la naturaleza en primavera. Es tan poco plausible adscribir la autoría del poema al rey Salomón como hacerlo a la bruja de Endor; pero el rey Salomón efectivamente está asociado con el poema, y si el nombre de «Sulamita» para la novia en 7, 1 es la contrapartida femenina de Salomón, la relación es muy estrecha. Esta asociación dilata la imaginería hasta el punto de sugerir una boda ritual entre el rey y su tierra fértil, personificada en su novia. Pero entre el símbolo del rey casándose con su tierra y Dios volviendo con su pueblo sólo hay un paso. En los llamados salmos reales, en especial el 2 y el 110, en los que el rey es el «engendrado» o hijo elegido de Dios, la novia del rey sería una especie de nuera, o antigua novia de Dios. Después de que los reyes desaparecieran de la historia israelita, la expansión siguió sublimándose en la visión judía del poema que representaba el amor de Yahveh por su Shekhinah o presencia, personificada como femenina, y que incluía a Israel en el rol de lo que Isaías (62, 4) llama «Beulah» o tierra desposada (GC, p. 182). La visión cristiana, simbólicamente casi idéntica, ve en esto el amor de Cristo por su pueblo o Iglesia. Al ser el cristianismo en su origen una religión urbana, el énfasis en la imaginería de una tierra fértil es menos prominente, pero al final del Libro del Apocalipsis, el descenso de la novia de Nueva Jerusalén (21, 2) es seguido por la restitución del árbol y el agua de la vida (22, 1). Si nos quedamos con la estructura poética, y damos el mismo peso metafórico a la novia y al jardín, todas estas visiones se tornan míticamente concéntricas, esferas planetarias que rodean la unión sexual central y se expanden a partir de ésta. Si adoptamos una visión desviacionista y decimos «En realidad el poema no trata de esto sino de aquello», la fértil tierra prometida se convierte en un desierto. Echemos otro vistazo a la sugerencia de que «el conocimiento del bien y del mal» partía de una moralidad fundada en la represión sexual. Los Página 178 comentaristas imbuidos de esta represión no pueden decir de forma explícita que Dios debería avergonzarse de haber inculcado en la vida de los hombres lo que sir Thomas Browne califica de «trivial y estúpida forma de unión», pero en la práctica eso es en buena medida lo que piensan, por lo que no es extraño que traten el Cantar de los Cantares como visión sublimada del amor de Dios por su pueblo, en la que cada imagen tiene un significado alegórico que se aparta de lo explícitamente (puahh) sexual. Bernard de Clairvaux, un santo medieval de rango muy elevado, predicó ochenta y seis sermones sobre el Cantar de los Cantares en este sentido; una andanada impresionante pero no demasiado efectiva, puesto que el poema se obstina en seguir diciendo lo que siempre ha dicho. Hasta la frase del Génesis, «desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban», ha sido masticada por los roedores mojigatos. En un pseudoepígrafe tardío, The History of the Rechabites[73], encontramos a un habitante del paraíso terrenal explicándole a un visitante: Pero nuestra desnudez no es la que imaginas, puesto que nos cubre una capa de gloria; y tampoco mostramos las partes íntimas. Nos cubre una estola de gloria semejante a la que cubría a Adán y Eva antes de pecar. Pero lo importante en este punto no es la mojigatería sino la diferencia entre una estructura poética y otra metafórica, fundada entre otras cosas en el interés primario por el sexo, y la transformación de esta estructura en una forma de autoridad ideológica. En general, sería deseable que los poetas tuvieran un mejor sentido de la proporción con respecto al gran cantar: Spenser, por ejemplo, lo parafrasea en su Epithalamion, un poema para celebrar su propia boda. Pero más significativo incluso es el modo en que los poetas preservan y acentúan la identidad metafórica entre el cuerpo de la novia y el huerto o jardín, lo que les permite asociar emociones sexuales a visiones de una naturaleza renovada. Un estudio de la imaginería de El paraíso perdido, por ejemplo, sacaría a relucir numerosos detalles sutiles que sugerirían que Eva es, por decirlo así, la encarnación del jardín en forma humana. La Dama en Comus, que como Orfeo se dedica a la música, sugiere asimismo una identidad con una naturaleza muy distinta al bosque en el que se ha perdido. En el poema Garden, de Marvell, el poeta entra en un jardín y se mezcla físicamente con éste de un modo que recuerda en buena medida a un acto sexual («Entrampado de flores, caigo en la hierba»). Esta unión trae como resultado la creación de mundos trascendentes en su mente. Su alma se Página 179 desplaza a lo que sus lectores reconocerán como el árbol de la vida, y se sienta allí como un pájaro, un ave del paraíso que aguarda el momento de emprender un «vuelo más largo». A continuación el poeta sugiere que este apareamiento de la unidad cuerpo-mente-alma del poeta con los aspectos correspondientes del jardín equivale a la existencia paradisíaca original, antes de que Dios la estropeara creando a Eva, un acto malicioso que hizo inevitable la expulsión del paraíso. Este último aspecto de la imaginería lo encontramos asimismo en Cherry Ripe, la conocida canción de Thomas Campion: Her eyes like angels watch them; Her brows like hended bows stand, Threat’ning with piercing frowns to kill All that attempt with eyes or hand Those sacred cherries to come nigh. Till cherry-ripe themselves do cry.[*] La identidad aquí es negativa: como muchas amantes en la poesía amatoria de ese período, la dama de este poema no dice sí demasiado pronto, y en consecuencia se la identifica con el Edén tras la Caída, cuando una guardia de ángeles lo protegía para impedir el regreso del hombre. Palabras y expresiones incluidas en el poema, tales como «sagrado» o «igual que ángeles», no menos que la referencia de Marvell al «feliz estado de jardín», nos recuerdan que no se trata de simples metáforas, sino de metáforas pertenecientes a uno de los armazones míticos organizativos de la literatura occidental. Sin embargo, es posible reconocer otros acercamientos al mismo complejo metafórico aun siendo puramente seculares. Así, en Mujeres enamoradas, de D. H. Lawrence, un hombre es golpeado por su amante con un pisapapeles y él se va a un bosque, se saca la ropa, se tumba desnudo, y entonces cae en la cuenta de que lo que quería era tener un contacto físico con las flores y las hojas en vez de con una mujer. Al igual que en Marvell, el acercamiento a la metáfora se da en términos de contraste. Los poetas románticos se sirven de la misma metáfora. En Blake encontramos la concepción de la «Emanación» o «visión convergente», el principio femenino que se abre a la totalidad de lo amado: He plants himself in all her nerves, Just as a husbandman bis mould: Página 180 And she becomes his dwelling-place And garden fruitful seventy-fold.[*] [74] En este simbolismo «él» significa la humanidad, sin tener en cuenta si los individuos son varones o mujeres, y «ella» el entorno natural. Lo importante es que la unión con el entorno, tal como se desarrolla en la actitud humana hacia la naturaleza, no es una simple sublimación sino una expansión de emociones sexuales. De modo semejante, en el Epipsychidion, de Shelley, leemos: Let us become the overhanging day, The living soul of ibis Elysian isle, Conscious, inseparable, one.[*] Podríamos compararlo con la figura femenina de The Sensitwe Plant. En nuestros días la psicología jungiana ha desarrollado la concepción del ánima, o elemento femenino de la psique masculina, que mantiene afinidades simbólicas con la naturaleza. Pero ya antes de que Jung clarificara su concepción, Rilke había escrito un poema, Wendung, en el que dice que en su obra anterior ha interiorizado un gran cuerpo de imágenes, y que estas imágenes forman ahora una criatura única o «doncella interior». También nos referíamos antes a uno de los fragmentos finales de Pound, aquel que comenzaba: M’amour, m’amour What do I love and Who are you?[*] La respuesta, al menos en parte, es el «paradiso terrestre» que, dice, había intentado construir con los Cantos. He hablado de la tradición común según la cual el poeta es un varón que empieza expresando su amor por una mujer, y de ahí pasa a una visión de una naturaleza simbólicamente femenina. Por frecuente que sea, la tendencia sexual ciertamente es reversible, aunque no lo sea la historia de la imaginería literaria. He dicho que en la Biblia no hay una escalera de amor explícita, pero sí que la hay en El banquete de Platón, y ahí el objeto amatorio, en el nivel primario, no es femenino. Una fase crucial del argumento —aunque, y no sorprendentemente, omitida a menudo— es la cuestión de cuán lejos llegará Sócrates en la cama con Alcibíades. El proceso de sublimación Página 181 empieza por el principio, pero va en la misma dirección general, hasta la visión de una última unión con la forma de la belleza. DOS Cualquiera que se acerque al Nuevo Testamento desde fuera podría preguntarse por qué los Evangelios nos presentan a un dios encarnado obsesionado por el sexo hasta el extremo de que sus seguidores afirmaban que su padre no era su padre y que su madre era virgen, un dios que recorría el país acompañado de discípulos varones —uno de los cuales, se nos dice, era «el discípulo que Jesús amaba»—, alguien cuyas últimas palabras a una mujer fueron «No me toques», y alguien que al ser preguntado (realmente con poca gracia) sobre el mundo espiritual declaró que allí no existía el matrimonio. Pero en los Evangelios encontramos otros datos igual de evidentes que mitigan esta impresión. Jesús tiene muchas seguidoras, y sus relaciones con las mujeres parecen de lo más ilustradas para la cultura de su época y lugar. Esto es algo que podemos ver en su relajada amistad con Marta y María de Betania, la predisposición a hablar con una mujer que es tan samaritana como promiscua o la convicción de que las rameras son seres humanos. Cuando María de Betania le unge los pies (Juan 12, 3), Judas Iscariote se queja del gasto, pero ni siquiera él cuestiona el derecho de la mujer a estar ahí. Nada en los Evangelios se asemeja al episodio de la entrada de Jantipa, en el Fedón de Platón. Jantipa es la esposa de Sócrates, y pronto se convertirá en su viuda, con todo el terror y la miseria que comportaba la viudedad en una sociedad semejante, pero eso parece menos importante que la incongruencia de una mujer entrando en un lugar en el que los hombres están reunidos en plena discusión. Sin embargo es cierto que el Evangelio, el relato del hijo virgen de una madre virgen, está dominado por imágenes de sublimación. La opinión de los gnósticos, y más tarde la de los maniqueos, en el sentido de que toda relación sexual es sucia y pecaminosa —auténticamente pecaminosa y no simplemente enraizada en el pecado original— bien habría podido dominar la cristiandad, y la actitud de Pablo hacia el matrimonio es la de un adicto al trabajo, que diríamos hoy en día, en contraste con las peticiones de tiempo libre por parte de sus compañeros. Esté punto tiene que ver con el papel del Cantar de los Cantares en la imaginería cristiana. Los versos centrales, «huerto cerrado, / fuente sellada» (hortus conclusus, fons signatus) tradicionalmente se identifican en la Página 182 tipología cristiana con la Virgen María, que es una réplica metafórica, en la forma de un cuerpo humano individual, del jardín incólume original, con su «vapor» o fuente, por donde Dios paseaba durante las horas de frescor. Un verso o dos más abajo (4, 16) urge a los vientos del norte y del sur (cierzo y ábrego) a soplar en el huerto: en el comentario cristiano estos vientos representan el espíritu impregnador masculino, el Espíritu Santo, simbólicamente el viento en el huerto o jardín. Una vez más se trata de una réplica metafórica de la respiración de Dios en el jardín que infundió un espíritu en Adán. Pero si el poema trata del amor de Cristo por su novia la Iglesia, ¿dónde se acaba la virgen madre y comienza la novia? ¿Hay dos figuras femeninas o una sola? Algunos comentaristas han intentado ver una segunda presencia femenina en la «hermana pequeña» de 8, 8, pero eso en lugar de facilitar respuestas añade nuevas preguntas. Y por encima de todo, ¿por qué tanto sexo en el poema, aunque sea simbólico, si el amor que se describe es en realidad asexuado? En el Nuevo Testamento vemos dos tipos de imaginería masculinafemenina: uno tiene que ver con la virgen madre y Jesús como hijo, el otro con la imaginería del novio y la novia. Un aspecto está vinculado a la primera venida y la Encarnación, y el otro a la segunda venida y al Apocalipsis. He mencionado el relato de Juan de las bodas de Canaán como tipo de la segunda venida, y vemos que es allí donde tiene lugar la curiosa y ambigua observación de Jesús a su madre: «¿Y qué debo hacer yo contigo?», como si estuviera mirando por encima del hombro hacia una estructura de imágenes diferente. La actitud de Pablo hacia el matrimonio y las relaciones sexuales resulta más inteligible si pensamos que se da en un momento de transición antes de un nuevo acontecimiento que sólo puede simbolizarse como una suerte de hierogamia o matrimonio sagrado. En la forma condensada de la metáfora pura, esto significaría el rejuvenecimiento de una figura de madre en una figura de novia, el paso de la madre de la Palabra a la novia del Espíritu. Esta concepción no encaja en una doctrina aceptada, pero es algo que casi podemos ver en ciertas pinturas de la coronación de la Virgen. Una imaginería de rejuvenecimiento similar se esconde detrás del relato J de la creación, en el que nos desplazamos de una diosa madre prebíblica a la figura de novia de Eva. También la encontramos en la mitología del ciclo del grano de Deméter y Perséfone, en la que la figura maternal se vincula a la vieja cosecha, y la hija, a la nueva. Psicológicamente el rejuvenecimiento de la madre supone la interiorización y asimilación de la figura maternal; Página 183 socialmente, igualar una figura de autoridad. Estos elementos están incluidos, por poner un ejemplo, en el Prometeo desencadenado, de Shelley, en el que la Madre-Tierra del primer acto pasa a ser la hermana-novia del tercero. Madre, novia, virgen: no existió Concilio alguno que decidiese que se tratara de diferentes personas de una misma substancia, y que cualquiera que confundiera las personas o dividiese la substancia fuera… etcétera. Después de todo se trata sólo de figuras femeninas. De ahí que, por lo que yo sé, se haya hecho poco esfuerzo para poner en lenguaje crítico las relaciones míticas y metafóricas de los símbolos tradicionalmente femeninos de la Biblia. Entre los que hemos procurado tocar aquí, tenemos: a) la mujer como uno de los dos sexos humanos, b) la mujer como representante de la comunidad humana, c) la mujer como símbolo del hecho de que la humanidad no puede ser redimida con independencia de la naturaleza. Algunos dichos atribuidos a Jesús fuera del Nuevo Testamento parecen sugerir que su reinado espiritual vuelve a la fusión total de lo masculino y femenino en los mismos términos que se sugiere en el Génesis con el cuerpo adánico que contenía ambos sexos. Pero están demasiado embrollados para resultar de mucha ayuda: Jesús les dijo, «Cuando hacéis de los dos uno y hacéis el interior como el exterior y el exterior como el interior y lo de arriba como lo de abajo, y si podéis hacer que lo masculino y lo femenino sean uno y lo mismo, con lo que lo masculino dejaría de ser masculino y femenino lo femenino… entonces entraréis» [en el reino espiritual].[75] Al igual que en la de Jacob, en la escalera de amor de El banquete de Platón hay ángeles que suben y bajan. Pero no se trata de una visión de ascenso a un mundo más elevado mediante la unión sexual: eso se evita en un proceso de autorrealización que comienza con el amor a la verdad en un mundo en el que el amor es inherente a un sujeto físico y la belleza a un objeto físico, y se eleva en un mundo de formas que culmina en la identidad de los dos. Vislumbramos algo que desarrollará la poesía posterior, la polarización de dos principios, uno simbólicamente masculino asociado con la energía, el deseo, el amor, el calor, y el otro con la forma, la respuesta, la belleza, la luz y lo simbólicamente femenino. Pero, como ya se ha dicho, la conexión entre lo simbólicamente femenino y las mujeres es bastante débil. Vemos asimismo la figura de la maestra de Sócrates en el arte amatorio, Diótima, la primera en una Enea de figuras maternales que incluye a Beatriz y a la Filosofía que consuela a Boecio en prisión. Tales figuras son emblemáticas de una Sofía o sabiduría de la que suele hablarse como hija virgen de Dios. Sus manifestaciones incluyen la «Sapiencia» que aparece en Página 184 el Hymn of Heavenly Beauty, de Spenser. En la forma autoritaria de la imagen del ascenso del amor, es inevitable que las figuras femeninas de primer plano sugieran autoridad maternal. Así, igual que la jerarquía de la cadena del ser se reproducía en la jerarquía social de monarquías y aristocracias, el Dios-Padre y la madre virgen de la cristiandad se reproducían en un clero de padres y una madre iglesia, con órdenes célibes de hermanos y hermanas que completaban una estructura de tabúes incestuosos. El Cantar de los Cantares nos dice (8, 6) que el amor es tan fuerte como la muerte: el amor del que habla está claramente arraigado en el amor sexual, y la Versión de los Setenta nos da agape por amor. Pero en el Nuevo Testamento el agape del que Pablo habla es el amor de Dios por la humanidad y la respuesta humana a éste, y los aspectos sexual y erótico parecen términos dados que o son peyorativos o simplemente se refieren al componente gregario (por ejemplo, philia). En el Nuevo Testamento no aparece la palabra eros, ni conexión entre lo erótico y el éxtasis, como la que podríamos encontrar en los cultos griegos a Dioniso. Por consiguiente deberemos mirar por unos instantes la tradición poética que acepta la imaginería de parentesco, con la estructura de autoridad que la acompaña, y las rebeliones literarias y eróticas en su contra. En un notable (aunque inconcluso) poema a la Virgen, Hölderlin nos habla de ella como el símbolo central de una época tradicional de autoridad, ley y ausencia de dioses, previa al retorno de todos los dioses, tanto los cristianos como los clásicos, que profetiza en otros poemas[76]. Pero la escena parece seguir estando dominada por el árbol del conocimiento, con alguna suerte de primera escena prohibida en sus ramas más altas. En la literatura occidental la poesía amatoria abarca un espectro que va de la total sublimación, en la que toda la imaginería sexual «significa» o apunta a la experiencia religiosa, a una forma más directamente erótica en la que la experiencia sexual es el enfoque central. Los místicos nos interesan especialmente en este punto por el lugar que ocupa el Cantar de los Cantares en su imaginería. San Juan de la Cruz, por ejemplo, combina el tema de la novia que busca de noche a su amante en el Cantar de los Cantares 3 con el ascenso del alma hacia Dios por una «secreta escala» en las tinieblas de la negación espiritual. Un muy hermoso ejemplo inglés de un poema religioso basado en el Cantar de los Cantares es «Regeneration», de Henry Vaughan, el primero que aparece en su libro Sílex Scintillam, En el mismo, el narrador comienza ascendiendo la montaña equivocada, en lo alto de la cual ve una escala que Página 185 mide placeres y dolores. A continuación es transportado a un jardín, un «suelo virgen» o «lecho de Jacob», donde encuentra un grupo numeroso de personas despiertas y dormidas, que aguardan al espíritu o viento en el jardín. Al final se cita el Cantar de los Cantares 4, 16. En san Juan de la Cruz y Vaughan la imaginería principal es de ascenso; las imágenes de descenso se conectan a menudo con la disposición característica que coloca lo masculino encima y lo femenino debajo, y consecuentemente asocia el cielo con lo masculino y la tierra con lo femenino. La imaginería de El paraíso perdido está plagada de pasajes que asocian a Adán con la lluvia y a Eva con flores. Un tema central en esta imaginería es el del descenso de la Palabra a la Virgen, como en el exquisito poema medieval: He cam al so still Ther bis moder was As dew in Aprill That falleth on the grass.[*] Decíamos que según Herodoto los grandes templos de Babilonia y Ecbatana tenían una cámara en lo alto, donde era colocada la novia del dios para esperar el descenso de su amante divino. Los estudiosos de mitología vinculan esto al relato de Danae, aprisionada en una alta torre pero cortejada por Zeus en forma de una cascada de oro, o resplandor metafórico. Así Danae podría ser un tipo de Virgen, como lo es en el poema de Francis Thompson, María Assumpta: I am the four Rivers’ Fountain Watering Paradise of old; Cloud down-raining the Just One am Danaë of the Shower of gold.[*] En su Canto cuarto, Ezra Pound hace una referencia a Danae con una explicación del transporte de una pintura medieval de la Virgen en una procesión, identificando por tanto a las dos según su principio de metáfora por yuxtaposición (GC, p. 81). Por otro lado, el verso «Danae, la tierra, yace echada hacia las estrellas», en The Princess, de Tennyson, nos devuelve al mito primordial de un cielo masculino y una tierra femenina. Esa notable convención que conocemos habitualmente por el nombre, quizá no demasiado apropiado, de Amor Cortés, también abarca un espectro Página 186 que va de lo sublimado a lo más cándidamente erótico. En su forma sublimada, el amante se une a una muchacha que le exige plena e incuestionada devoción, pero sin contacto sexual alguno ni nada que ver con el matrimonio. La Beatriz de Dante y, de forma algo modificada, la Laura de Petrarca establecieron en buena medida este modelo. El aspecto central del tema en ambos poetas es el triunfo del amor sobre la muerte, ya que el amante sigue queriendo a su novia con la misma intensidad una vez muerta. Encontramos una relación similar, en lo que parece un contexto de padre-hija, en el poema inglés del siglo XIV The Pearl. Pero hay asimismo una buena cantidad de poesía amatoria relativamente no sublimada y The Romaunt of the Rose, por ejemplo, concluye con un asalto a una torre tan explícito en su tono general que un traductor victoriano suprimió lo que dice el poema en favor de una conclusión más amortiguada. De hecho puede decirse que fueron los poetas medievales quienes insistieron en añadir Eros a una tradición cultural que a lo mejor hubiera preferido no tenerlo: se apoyaban antes que nada en Virgilio y Ovidio, y en Platón después de que sus diálogos de amor hubieran sido explorados por Marsilio Ficino y otros en el siglo XV. Temas eróticos y de éxtasis en el compendio inglés de los isabelinos: mencionábamos a Donne, cuyo poema El éxtasis es probablemente el ejemplo más claro a nuestro alcance de la paradoja inherente en la poesía erótica, la fusión de dos cuerpos en la carne única de la que se habla en Génesis 2, 24, y su separación final de nuevo en dos cuerpos. En la poesía de este período suele hablarse de la unión sexual como «muerte», y una muerte similar en El fénix y la tortuga, de Shakespeare, tiene lugar según la voz de la Razón, aunque el lector puede sospechar que sucede algo distinto a una muerte corriente. Las dos aves de Shakespeare son una roja y la otra blanca, y copulan (o lo que sea) presumiblemente el día de san Valentín. Encontramos una imagen paralela (invirtiendo los colores) en la literatura alquimista, donde uno de los procesos culminantes es la unión sexual de un rey rojo y una reina blanca. No presumo de entender demasiado de literatura alquimista, pero el énfasis puesto en un «mysterium conjunctionis» parece lo suficientemente claro, y sobrevive en diferentes formas disimuladas. Por ejemplo en A través del espejo, de Lewis Carroll, cuando pregunta al lector si el relato es el sueño que tiene el Rey Rojo sobre Alicia, o el sueño de Alicia, la rejuvenecida Reina Blanca, sobre el Rey Rojo. También nos referíamos más arriba al erotismo de la canción en The Princess, de Tennyson, que empieza con el verso: «Ahora duerme el pétalo escarlata, ahora el blanco». Página 187 La versión J de la creación, decimos, sugiere una escalera de amor y belleza —como aquella que se menciona de forma explícita en Platón— entre este mundo y uno superior. El relato prosigue hablando de una caída o descenso a un mundo inferior de moralidad y timidez sexual. Uno de los rasgos de esta caída, decíamos, es la institución de una sociedad patriarcal («Gobernará sobre ti»). Otro es el descenso de una forma de vida paradisíaca a una agrícola. Y una vez más, de las muchas ramificaciones de la imaginería sexual de la Biblia, en este momento nos interesan dos en concreto: aquella imagen según la cual lo individual es simbólicamente masculino y lo comunal simbólicamente femenino, y aquella en la que el centro es simbólicamente masculino y la circunferencia simbólicamente femenina. Un claro ejemplo de lo primero es la representación del pueblo cristiano, la comunidad redimida y la forma cristiana de Jerusalén o Israel, como la novia de Cristo. Aunque habitualmente sea el hijo de Dios (Éxodo 4, 22), en el Antiguo Testamento, Israel también es a veces novia, o, como en Oseas y Ezequiel 16, una prostituta desleal a la que hay que perdonar (GC, p. 168). En clara vinculación con el relato del Edén —en el que Eva es la esposa arquetípica y al mismo tiempo proviene del cuerpo adánico— en esta relación no se diferencia entre esposa e hija. Milton hace que Adán se dirija a Eva como «hija de Dios y el Hombre». También es de Milton el célebre verso: «El sólo por Dios, ella por Dios en él». Se trata de una descripción muy atinada de la relación de Cristo con su Novia redimida, y aparentemente Milton creía que antes de su caída, Adán estaba en la misma posición hacia Eva y tal vez también hacia la incólume familia adánica que nunca llegó a materializarse. La imaginería de centro y circunferencia aparece con toda claridad en la visión final del Apocalipsis, en la que la Novia es la ciudad de la Nueva Jerusalén y el Novio el templo en el centro, excepto que a estas alturas no existe un lugar llamado templo, sino sólo el cuerpo de Cristo. Algo parecido ocurre con el jardín y el árbol de la vida en su centro. El proceso de edición pudo ocultar otras imágenes del mismo tipo. En el relato de la Resurrección que hace Juan en el capítulo 20, Pedro y otro discípulo, aparentemente el propio Juan, corren a la tumba de Cristo y la encuentran vacía. Este episodio tiene todo el aspecto de un añadido, obra tal vez del mismo escritor que añadió el capítulo 21, que parece igual de ansioso por hacer mención de Pedro y de un adorado discípulo que evidentemente se identifica con Juan. Si se trata de un añadido, en los cuatro relatos de la Resurrección las mujeres se reúnen ante la tumba el primer día de Pascua como descendencia, en nuestra imagen anterior, de la comunidad representada Página 188 como Novia. Cuando en el verso 15 María Magdalena habla a Jesús «pensando que era el encargado del huerto», el modelo de imaginería que hemos estado trazando sugiere que al ser ella parte del huerto o jardín, su suposición era correcta. Cierto es que cuando empezamos a leer la Biblia por el principio del Génesis, y nos encontramos con un Dios simbólicamente masculino que crea una criatura humana aparentemente masculina para a continuación extraer de él un ser femenino, invirtiendo todos los otros nacimientos, y después prescribe el dominio masculino sobre el femenino por el hecho de que fue Eva quien primero sucumbió a la serpiente, tenemos la sensación de encontrarnos ante un patriarcalismo enloquecido. También habría que considerar el contexto histórico, y más si es cierto que el Génesis representa en parte una reacción patriarcal contra los cultos a la diosa-tierra que probablemente le precedieron. Pero bajo la perspectiva global de la Biblia las cosas empiezan a parecer muy diferentes. En primer lugar porque la Caída representó el paso de un modo de vida paradisíaco a otro agrícola. En El gran código tracé una tabla de imágenes apocalípticas de la Biblia en la que los árboles y el agua, la imaginería del oasis, pertenecían a una categoría de existencia paradisíaca, y las imágenes de cosecha y vendimia a una agrícola. Las imágenes asociadas con la novia del Cantar de los Cantares forman parte de la imaginería de oasis; para imágenes de cosecha deberíamos volver al Libro de Rut, en el que se tratan tantos de los principales temas bíblicos relativos a las mujeres. En el relato vemos cómo la mujer israelita Noemí sigue a su marido a Moab, pierde a dos de sus hijos y regresa entristecida a su lugar de origen, cerca de Belén. Su nuera Rut, que es moabita, insiste en acompañarla: un acto de lealtad y coraje excepcionales dadas las circunstancias. Rut «espiga» en los campos de Booz, un granjero local pariente de Noemí: las leyes israelitas permitían a los indigentes recoger las espigas en los campos. Booz se siente atraído de inmediato por Rut, y, para acortar más un relato de por sí corto, acaba casándose con ella. Con el paso del tiempo Rut se convertirá en la bisabuela del rey David, con lo que este libro está vinculado a David del mismo modo que el Cantar de los Cantares lo está a Salomón, sólo que de modo mucho más tenue. Las imágenes de fertilidad asociadas a la cosecha son más concretas y próximas a las situaciones humanas que las del Cantar de los Cantares. Cuando Booz se tumba borracho en el campo, y Rut se pone a dormir a su lado y le pide que la tape con su manto, se da un deslizamiento de la primitiva Página 189 costumbre de la copulación en el campo como rito de fertilidad. La estrecha relación entre mito de fertilidad y ritual es una parte de la evolución cultural de tal relato, y no necesariamente una señal de descendencia histórica directa (GC, p. 60). Así y todo sugiere un tipo de relato más primitivo en el que lo femenino busca a su amante, aunque la acometida principal del relato que tenemos es en la dirección opuesta. En una de sus cartas Keats habla del placer que le deparó descubrir que Helena era una granuja, Cleopatra una gitana, y Rut «una artera»[77]. El placer proviene en parte de atisbar una forma más sencilla y anterior por debajo de su adaptación a una cultura de predominio masculino. Uno de los temas del relato de Rut es la costumbre del matrimonio levirato, prescrito en el código mosaico para proteger a las viudas en una sociedad patriarcal. El hermano de un muerto, o en su defecto el pariente más cercano, estaba obligado a casarse con una viuda de la familia para que la mujer pudiera conservar su estatus de femme couverte, para decirlo con la expresiva fórmula francesa. El relato más famoso de todos los que ilustran esta cuestión es el de Tamar (Génesis 38), la nuera de Judá hijo de Jacob y ancestro epónimo de la tribu de ese nombre. Se nos dice que Er, el marido de Tamar, era tan malo que Dios lo mató; a continuación la mujer fue dada en matrimonio al siguiente hijo, Onán, que ha dado al idioma la palabra «onanismo» por el método que empleaba para mostrar su desacuerdo con el procedimiento. Sólo que como Dios sí que aprobaba el procedimiento, Onán también perdió la vida. Tamar debía casarse con un tercer hijo, pero el arreglo se retrasó, tal vez debido a la poca fortuna que parecía tener ella como esposa. Lo que hizo fue disfrazarse de ramera para llamar la atención del propio Judá. Judá cayó en el engaño, pero al descubrir más tarde que Tamar se había hecho pasar por ramera, mandó quemarla en una hoguera. Tamar desvela el engaño; la ley del levirato justificaba su disfraz, y la convertía en esposa legítima de Judá, entrando de este modo, como Rut más tarde, en la línea directa de sucesión del rey David. Es evidente que Booz se siente obligado hacia Noemí en razón del levirato, y transmite esta obligación a Rut, con la que se casará sólo después de haber despejado los posibles requerimientos por parte de parientes más próximos. Por lo visto, hacía esto para darle a una extranjera, Rut, el estatus de una viuda israelita. La relevancia de la situación para la historia de Tamar sale a relucir gracias al comentario de la comunidad: «Sea tu casa como la casa de Peres, el que Tamar dio a Judá» (Rut 4, 12). Página 190 Un segundo tema del relato de Rut es el del nacimiento tardío, o cómo una mujer demasiado anciana para quedarse preñada por causas naturales recibe el favor especial de dar a luz a un hijo varón (no se registra un interés semejante por una hija). Tenemos los ejemplos de Isaac, el hijo de Sara y Abraham, de Samuel, nacido de Ana tras incontables oraciones, y, en el Nuevo Testamento, de Juan el Bautista, el hijo de Isabel nacido también tardíamente (Lucas 1). Sara se muestra tan incrédula ante la idea de convertirse en madre a su edad que se ríe, y su hijo recibe un nombre que sugiere la risa; el marido de Isabel, Zacarías, inquiere al ángel anunciador «¿En qué lo conoceré?», y es castigado con la mudez hasta que nace su hijo. (Algunos versículos más adelante el arcángel Gabriel le dice a María que tendrá un hijo a pesar de ser virgen; ella inquiere «¿Cómo será esto?», pero no le ocurre ninguna desgracia. Está claro que los ángeles tienen temperamentos distintos.) Rut es una mujer joven, pero cuando nace su hijo los vecinos la felicitan con una frase curiosa: «Le ha nacido un hijo a Noemí» (4, 17). Un aspecto del relato, por consiguiente, es la secuencia de aflicción, exilio, retorno y rehabilitación en la vida de Noemí, cuya historia pasa a ser la de Israel en miniatura. En un sentido paralelo la propia Rut sería una Noemí rejuvenecida, una madre que rejuvenece al crecer y vuelve a ser novia. De hecho todo relato de un milagroso nacimiento tardío implica un tema paralelo de rejuvenecimiento. Un tercer tema sería el de la eliminación de las manchas reales o implícitas del carácter de la novia. Tamar es acusada de adulterio y a duras penas evita morir en una hoguera, Daniel defiende con éxito a Susana de las difamaciones de los mayores, y un tema similar se esconde detrás del Nacimiento Virginal (Mateo 1, 19). Si tenemos en cuenta la ambivalencia en la consideración de los matrimonios mixtos en el Antiguo Testamento, la nacionalidad moabita de Rut equivale prácticamente a una mancha. En el tiempo de Ezra y Nehemías, todos los judíos que regresaban casados con una extranjera eran compelidos a deshacerse de ellas, y muchas veces se ha dicho que el relato de Rut acentúa su significación política y liberal al situarla en la línea de David. Tanto Moisés como José se casaron con mujeres extranjeras; incluso Raquel, la madre simbólica de Israel, robó al casarse los al parecer no demasiado israelitas ídolos familiares de su casa (Génesis 31). Pero el matrimonio de Moisés fue condenado por aquellos que le rodeaban, y uno de los pseudoepígrafes[78] lava el matrimonio de José con la egipcia Asenath recurriendo de antemano a la milagrosa conversión de la mujer. Presente tenían siempre el horrible ejemplo de Salomón, cuyas mujeres lo persuadieron Página 191 para que construyera templos a Moloch y otros dioses falsos. El salmo 45, que aparentemente celebra la boda entre un rey israelita y una princesa tiria, exhorta seriamente a la princesa para que olvide su linaje tirio. Los moabitas, además de los amonitas, ocupaban un puesto muy elevado en la interminable lista de pueblos odiados por los israelitas, y fueron excluidos de su comunidad durante siete generaciones (Deuteronomio 23, 3). Una parodia del tema del levirato la encontramos en el relato de las uniones incestuosas de Lot con sus dos hijas (Génesis 19), que trajeron como resultado a los moabitas y a los amonitas. De ahí que la nacionalidad moabita de Rut resultara tan subversiva, aunque después de que el libro pasara a ser canónico, los inevitables comentaristas se apresuraron a explicar que la ley deuteronómica no se aplicaba a las mujeres. En el mismo Cantar de los Cantares, algunas de las afirmaciones de la novia o asociadas a ésta parecen difíciles de explicar sin pensar en referencias a la extranjería y otros asuntos no demasiado recomendables para los patrones aceptados. Uno se pregunta, por ejemplo, sobre la afirmación de la novia «¡Mi propia viña no la había guardado!», o por el sueño en el que es golpeada por los vigilantes cuando va en pos de su amado. Dice «negra soy pero graciosa»: puede que eso sólo signifique que ha pasado tiempo expuesta al sol, y que por consiguiente ha adquirido, por decirlo así, una pátina de fertilidad. También es vagamente posible que «negra soy pero graciosa» realmente signifique «negra soy pero graciosa» y pretenda sugerir un origen sureño. En la dimensión salomónica del poema a la novia siempre se la ha asociado con la reina de Saba, la «reina del sur», como la llama Jesús. En Números 12, se dice que Seforá, la mujer de Moisés, es una «kusita», término que independientemente de lo que signifique en este contexto, se aplicaba a los etíopes (así aparece en la Versión Autorizada). El tema del origen étnico extranjero para simbolizar algún tipo de tara moral se vincula con el de la ramera perdonada que he mencionado en otro lugar (GC, p. 169). En la genealogía de Jesús con la que se abre el Evangelio de Mateo, se nos dice —por primera y única vez— que el nombre de la madre de Booz era Rajab (1, 15). Si, como muchos comentaristas piensan, se trata de la celebrada ramera de Jericó, se la menciona dos veces aprobadoramente en el Nuevo Testamento como un modelo de fe y buenas obras (Hebreos 11, 31; Epístola de Santiago 2, 25). En Paradiso IX, Rajab aparece en el círculo de Venus, en el Emite de sombra de la tierra. El reverso de este tema es el de la mujer israelita que derrota a los enemigos de Israel. El relato más conocido de este tipo es el de Ester —la Página 192 reina, o más probablemente una concubina del rey de Persia— quien libra a su pueblo de la amenaza de genocidio y triunfa sobre sus enemigos. La historia de Judit, y por extensión de Jael, en la canción de Débora, representa versiones más crudas pero pictóricamente más interesantes del mismo tipo de historia. La literatura secular, desde los cuentos populares hasta nuestro tiempo, abunda en temas de rejuvenecimiento o referidos a la eliminación de rasgos indeseables, relacionados, por regla general, con la heroína. El relato La comadre de Bath, de Chaucer, es un ejemplo conocido, y el mismo principio explica el éxito que sigue teniendo La fierecilla domada, de Shakespeare, por ridícula que sea su ideología sexista (que ni siquiera se tomó demasiado en serio en su día). Me he referido muchas veces al tema de la nueva comedia griega —crucial en Un cuento de invierno— de la heroína que puede casarse con el héroe porque en realidad no es una prostituta-esclava o una zagala sino una joven de familia noble que fue abandonada o secuestrada. Pero creo que un aspecto aún más importante de tales motivos se esconde en la canción de triunfo de Ana cuando por fin nace su hijo Samuel: Yahveh enriquece y despoja, abate y ensalza. Levanta del polvo al humilde, alza del muladar al indigente para hacerle sentar junto a los nobles… (I Samuel 2, 7-8). Este tema se repite en el Magníficat (Lucas 1, 52-53), que en parte tiene su origen en la canción de Ana (GC, p. 211). Lo que aquí se sugiere es que los temas reunidos en el Libro de Rut y otros lugares, temas conectados con la posición de las mujeres en la historia bíblica, como el levirato y los nacimientos tardíos, tienen una dimensión en la que la mujer se abre a una especie de humanidad proletaria, resistente, continua, explotada, a la espera de la emancipación en un mundo hostil: en resumen, un Israel liberado de Egipto. El énfasis puesto en el levirato, y las frecuentes referencias a viudas, refuerzan la suposición de que la viuda es en cierta medida una imagen de Israel en el exilio (Lamentaciones 1, 1) o, más universalmente, de la humanidad en el curso de la historia. Figuras de mujeres solas y amenazadas, en peligro constante de ser privadas de protección, recorren la Biblia desde Página 193 Agar, en Génesis 21, a la mujer coronada de estrellas, en Apocalipsis 12. En estas dos instancias la vida del hijo es asimismo un daño inminente. Este aspecto revolucionario de las relaciones sexuales entre hombres y mujeres sugiere que el linaje patriarcal acaba por invertirse, pasando a ser no un matriarcado sino una sociedad en la que el amor vuelve a todos iguales. La metáfora del cuerpo-jardín sigue resultando apropiada en este contexto, porque la naturaleza también es explotada, fértil y paciente. Me refería antes a la pregunta sobre el matrimonio que los saduceos hicieron a Jesús, en realidad una pregunta sobre el levirato en el mundo espiritual. Supóngase que una mujer ha tenido siete maridos: «En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer». La respuesta de Jesús es: «Cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos» (Marcos 12, 25). Aquí hay que resaltar tres puntos. Primero, que los saduceos sostienen que la resurrección no existe, y su escepticismo es contemplado obviamente con desaprobación; pero como Jesús aún está vivo tienen toda la razón según la doctrina cristiana que dice que no hubo resurrección hasta que tuvo lugar la de Jesús. Tal vez el escritor de los Evangelios tenga una concepción de la resurrección que la doctrina no ha entendido. Segundo, que es posible que la médula de la respuesta de Jesús sea una negativa a aceptar la suposición implícita en la palabra «tuvieron». Tercero, que aunque para muchos lo obvio era pensar que los ángeles eran asexuados —«ángeles estériles», los llamaría Donne— la deducción no es obligatoria. En El paraíso perdido Adán le pregunta a bocajarro a Rafael si los ángeles tienen relaciones sexuales, y aunque Rafael se sonroja y sale corriendo sin responder queda bastante claro que ni Adán ni el propio Milton están convencidos de la esterilidad de la vida angélica. Según el mismo poema los espíritus pueden cambiar de sexo siempre que quieran (I, 423), y puesto que parece haber ángeles jóvenes y ancianos (III, 636), versiones como, por ejemplo, la de Ursula K. Le Guin en La mano izquierda de la oscuridad recuerda a Milton. Blake, tal vez pensando en alguna especulación o visión de Swedenborg, subraya sardónicamente que en la eternidad Embracings are comminglings from the head even to the feet, And not a pompous high priest entering by a secret place.[*] [79] Página 194 Yeats es autor de especulaciones semejantes, así como de un delicioso poema titulado Solomon and the Witch, en el que sostiene que una relación sexual perfecta restauraría la Edad de Oro. Sin embargo, hay algo que aún parece imperfecto, y el último verso es el grito de la reina: «¡Oh, Salomón! intentémoslo de nuevo». Fijémonos en dos cosas. En primer lugar, que estamos ante la misma divergencia de visión de siempre entre los que incluyen y los que excluyen la experiencia sexual de la escalera de amor. Y, en segundo lugar, que la afirmación de Blake, al menos, parece sugerir que el sexo espiritual tiene más de polimorfo que de estrictamente genital. Esto último roza el tema del ascenso del amor como una vuelta a un estado infantil de unión extática con la madre, o, en un lenguaje religioso más tradicional, como una nostalgia por el paraíso perdido del Edén. En Vaughan y Thomas Traherne, y con más fuerza incluso en la Oda: indicios de inmortalidad, de Wordsworth, la infancia representa un estado de inocencia más próximo al edénico que el que podamos alcanzar durante la vida adulta. Recordemos que al ascender por la montaña del Purgatorio, Dante viaja hacia atrás en el tiempo, hacia su propia infancia como hijo del incólume Adán. Un poema moderno que se sirve de una convención paralela es Fern Hill, de Dylan Thomas, en el que, a la vista de imágenes como aquellas con las que hemos venido tratando, no nos sorprende oír ecos de la Anunciación y el Magníficat, el Cantar de los Cantares y, por supuesto, el propio relato del Edén. Sólo un oído muy atento captará los ecos de Lucas 1, 28 y del Cantar de los Cantares 2, 5 en el verso «And honored among wagons I was prince of the apple towns», pero los ecos se encuentran ahí, porque wagons rima con el flagons de la Versión Autorizada del verso del Cantar de los Cantares. Por consiguiente una forma coherente de la búsqueda de amor parece ser el viaje para identificarse con el niño dios del amor, ya sea el niño Jesús en los brazos de su madre o el niño Cupido jugueteando en torno a Venus. Ya Sócrates nos decía que Eros es tanto el más joven como el más anciano de los dioses. En otro lugar he hablado (GC, p. 183) de la búsqueda edípica como la versión trágica de la cristiana: un punto de vista que sirve de base a buena parte del simbolismo de Yeats. El Edipo que mata a su padre y posee sexualmente a su madre es la figura contrastada del Cristo que apacigua al Padre y rescata a una novia que, como acabamos de ver, simbólicamente está muy próxima a la madre. TRES Página 195 El contraste entre Cristo y Edipo plantea otra dimensión de imaginería sexual. En el capítulo anterior veíamos que la escalera de Jacob y las imágenes paralelas que conectaban la tierra y el cielo tenían su parodia demoníaca en la Torre de Babel. De esto pasábamos al ciclo de ascensión y caída de los imperios, representado en épocas más recientes por la rueda de la fortuna. La ascensión en pos del amor y la belleza también tiene su parodia demoníaca: el ciclo sadomasoquista, en el que lo femenino tiraniza a lo masculino y viceversa. Aquí también suele conservarse el vínculo metafórico entre la naturaleza y lo femenino. En este libro y en el que le precedió se sugiere que, en la Biblia, Dios es simbólicamente paternal en parte porque la naturaleza es simbólicamente maternal, y la madre es el pariente del que debemos desprendernos para nacer. Cuando la madre es madre naturaleza, tenemos un culto a la diosa tierra, indicativo de una sociedad humana en un estado embrionario, aprisionada de forma distinta en un ciclo natural de la vida, la muerte y el renacimiento. Cuando Adán cae, deshace al menos medio camino en el ciclo de la naturaleza, y dos episodios en el relato del Génesis señalan en esta dirección: la maldición del suelo (adamah) que da origen al adán, y la maldición de la serpiente, cuya capacidad para mudar la piel la convierte en un emblema admirable del ciclo de la muerte y la renovación. La diosa blanca de Robert Graves subraya la imaginería del culto cíclico a la diosa tierra resconstruyéndolo a partir de fuentes clásicas. En un poema estrechamente relacionado, To Juan at the Winter Solstice, el «auténtico rey» es elegido por la diosa blanca, que se aparea con él en primavera. Al llegar el otoño lo abandona y lo convierte en una víctima sacrificial, después de lo cual la diosa blanca renueva su juventud y virginidad con el invierno y, tras borrar los recuerdos del año anterior, está lista para un nuevo amor en la primavera siguiente. Parece claro que el mito se basa en la continuidad de la fertilidad en el interior de la tierra en contraste con lo que cada cierto tiempo crece de ella, que es cortado durante la cosecha y la vendimia. Los grandes poemas referidos a matrimonios reales, como el Cantar de los Cantares, pertenecen, según Graves, a un episodio de este ciclo; los poemas sobre sirenas escurridizas y tentadoras, a otro; los poemas sobre crueles amantes que matan de desdén a sus pretendientes, como la balada de Barbara Alien o los cuentos de hadas con madrastras siniestras, a otro distinto. La poesía amatoria isabelina es en buena media un coro de lamentaciones sobre la crueldad y el desdén de las amantes. Hay amantes que lo inundan todo — todo lo que pueden— con su elusividad, como la amante «esquiva» de Página 196 Marvell. Mientras que alguna de estas mantis religiosas míticas llegan al extremo de coleccionar amantes muertos, como la amante de la que se habla en la canción de Campion, When thou must borne to shades of underground. El retrato más obsesionante de esa figura en la literatura de ese período —y tal vez en toda la historia de la literatura— es la Cleopatra de Shakespeare, a quien al final vemos aparentemente muerta con la minúscula serpiente en el pecho, pero tal vez sólo dormida y presta para «atrapar a otro Antonio». Los poetas románticos y los posteriores también se interesaron por las figuras de femme fatale: la Medusa en Shelley y la Salomé que sostiene la cabeza cortada de Juan el Bautista en Oscar Wilde y otras fuentes, dramatizan las tendencias castradoras. La Belle Dame sans Merci de Keats, que toma su título, aunque no su tema, de un poema medieval de lo más inofensivo, nos habla de un infierno de amantes malditos en el escenario de un desnudo yermo. Las oscuras y gigantescas mujeres de Charles Baudelaire asimilan la figura a la vasta inconsciencia del entorno natural. El poema Horus de Gérard de Nerval nos devuelve al contexto mitológico de Graves: cuando la diosa Isis descubre que su compañero de lecho es un rey anciano, lo deja y sale en busca de un compañero más joven. Como cabría esperar, la femme fatale a veces se asocia con la Eva posterior a la Caída: esa asociación aparece en el largo poema de Valéry, Ébauche d’un serpent (y es asimismo una de las hebras del complejo entramado de La jeune parque). Tampoco aquí serviría ver rasgos psicológicos individualizados de misoginia en ello. La diosa blanca se representa muchas veces como una forma triple de fatalidad, al igual que las parcas griegas y los norns escandinavos, que se identifican con el pasado, el presente y el futuro del tiempo. El espacio cubre, como dice Keats[80], cielo, tierra e infierno, como la «Triple Voluntad», en la expresión de Graves, formada por Cynthia, la luna; Diana, la cazadora virgen de los bosques; y Hecate, la reina del infierno. Sus colores son el rojo y el blanco del amor, y el negro de la muerte. En la literatura inglesa encontramos una evocación muy obsesiva de la «triple voluntad» en el poema de Tennyson, The Hesperides, que, arrepintiéndose más tarde, omitió de la recopilación de sus poemas, tal vez porque le asustaba. Tenemos a tres hermanas que en compañía de un dragón y un «Padre Hesper», guardan la manzana dorada de un invasor oriental aparentemente vinculado a algún avance del progreso humano. Las hermanas están aterrorizadas pensando que si roban la manzana «el mundo será demasiado sabio» y se regocijará en el misterio que mantiene bajo sujeción a la raza humana: Página 197 The world is wasted with fire and sword, But the apple of gold hangs over the sea.[*] Pero la luz que parece avanzar a paso firme desde el este los llena de consternación. Blake llama a la diosa blanca la «voluntad femenina», y en su poema The Mental Traveller encontramos un ciclo que difiere en algo del de Graves, un ciclo más ajustado a una visión cíclica de la historia semejante a la de Vico. En este poema se nos habla de los ciclos de la civilización sirviéndose de una imaginería en la que la humanidad viene representada por una figura masculina y la naturaleza por una femenina. Pasan por lo que parece una relación madre-hijo, novio-novia y padre-hija, con la figura masculina envejeciendo al tiempo que la femenina rejuvenece; pero ninguna de estas relaciones es genuina. La madre es una vieja enfermera que en los libros proféticos recibe el nombre de Tirzah: es la madre natural, el aspecto de la naturaleza que estrecha los límites de la percepción hasta el extremo de ver el nacimiento en este mundo como una mutilación. La novia no es tanto una novia como alguien «destinado» al placer del héroe, en una vaga parodia del Cantar de los Cantares; la hija no es tal hija y se va del hogar. En ese punto la figura femenina rompe el ciclo, y la masculina sale en busca de otra, que completará el ciclo devolviéndolo a su inicio. La misteriosa segunda parte de este poema se entenderá mejor si recurrimos al tratamiento más detallado que recibe en los libros proféticos. Blake no sólo creía que la explotación del trabajo humano era moralmente mala; le parecía igual de mala la explotación ilimitada de la naturaleza, en la que también veía operar las mismas paradojas amo-esclavo. Cuanto mayor «dominio» adquiere el hombre sobre la naturaleza, más esclavo se convierte de un orden natural cerrado que probablemente traerá como consecuencia, en la frase de Blake, «engañar a la infancia»; y dar comienzo una vez más al elusivo y frustrante ciclo. En Blood and the Moon, de Yeats, una torre circular irlandesa pasa a ser una suerte de falo que señala a una luna sin tacha, fuera del alcance de un ciclo compuesto por el poder manchado de sangre del guerrero, que tan a menudo muere en plena madurez, y la sabiduría, que es «la propiedad de los muertos». Muy vinculado a este complejo mítico está el tema de los héroes que son traicionados o caen en desgracia por una mujer. El gran ejemplo bíblico es Sansón traicionado por Dalila. La razón mitológica para esta convención es que los héroes carecen de alguna cualidad de madurez esencial, lo que viene Página 198 simbolizado por esa desgracia de inspiración femenina. Tanto Hércules como Aquiles viven episodios en los que caen bajo el dominio de las mujeres, y la dependencia curiosamente infantil de Aquiles por su madre Tetis es descrita de forma explícita en la Ilíada. Coriolano, el más «macho» de los héroes de Shakespeare, también depende en buena medida de su madre. La agresividad en la guerra parece ir acompañada de una debilidad en el amor que antes o después transforma la destructividad en autodestructividad, la valkiria que escoge los muertos y se esconde detrás del campo de batalla. Sin embargo, el ciclo sadomasoquista es fácilmente reversible, y si tenemos a Dalila y Deianeira, también tenemos a Ifigenia y a la hija de Jefté, mujeres sacrificadas a lo que resultaría lícito tildar de antojos masculinos. La conclusión del episodio de la hija de Jefté (Jueces 11, 40) nos dice que su tumba se convirtió en un lugar de culto para las mujeres, que iban allí a lamentarse cuatro veces al año. La tradición literaria occidental, tan dominada por los hombres, está salpicada de heroínas cuyas vidas han sido traicionadas y arruinadas por amantes insensibles. Sus reacciones van desde la ferocidad de Medea hasta la práctica autodestrucción de Ofelia. La literatura moderna en su conjunto parece confirmar la conclusión del brillante análisis de Kierkegaard[81] sobre el Don Giovanni, de Wolfgang Amadeus Mozart, en el sentido de que lo estético-erótico se apoya en una limitación inherente, que la búsqueda sexual como fin en sí mismo parece tender a la posesión más que a la unión, por lo que inevitablemente acaba en el ciclo sadomasoquista. La propuesta de algunos freudianos (entre los que no se contaba el propio Freud) de regresar al estado de inocencia liberándose del sentido de culpa inherente al acto sexual parece una fruslería simplista, puesto que la sensación de inadecuación de la relación sexual como fin en sí mismo está demasiado arraigada para que un remedio semejante pueda surtir efecto. El Cantar de los Cantares nos dice que el amor es tan fuerte como la muerte, pero añade a continuación que los celos son tan crueles como la tumba, y las relaciones sexuales en sí parecen inseparables, según el testimonio de los poetas, de la tensión de los yoes, la sensación de propiedad y posesión, los miedos del estatus. En el mito del amor, como en el mito de la sabiduría en el capítulo anterior, tenemos tres elementos. Uno es la parodia demoníaca, ciclo de celos posesivos dramatizado en todas las convenciones de amantes crueles o femme fatale, en las que las mujeres suelen tiranizar a los hombres, al menos cuando son estos quienes escriben los poemas. Otro elemento es la adaptación ideológica del mito, que tradicionalmente adopta la forma de una institución Página 199 social dominada por la imaginería del incesto-tabú y las metáforas de autoridad paternal y maternal, en las que se aparta del sexo físico tanta actividad espiritual como sea posible. La vida sexual permitida viene regulada por la estricta monogamia y su función primaria es la de traer niños al mundo (aunque en ocasiones también admita la repulsiva expresión «para liberar la concupiscencia»). El interés primario de la variación que nos ocupa es, claro está, el sexual; desde el punto de vista de ese interés lo realmente importante es la experiencia sexual en sí, y traer niños al mundo es sólo una consecuencia incidental. Esto nos deja con el mito auténtico, simbolizado por la hierogamia o matrimonio sagrado, que tiene varios aspectos distinguibles. El primero de estos aspectos es la hierogamia de Adán y Eva en el Edén, puesto que, naturalmente, allí no había nadie aparte de ellos. En los Evangelios, Jesús propone este compromiso de por vida como el modelo mítico para el matrimonio entre hombres (Mateo 19, 6). Este modelo distingue entre encuentros sexuales ocasionales fundados en el puro reflejo mecánico y las uniones sexuales que individualizan a ambos amantes. En la vida real las uniones sexuales dependen fundamentalmente del azar, y el ideal de que todo matrimonio debe ser un matrimonio sagrado, fuerza las leyes del azar hasta un punto intolerable (ésta es al menos la base de la argumentación de Milton en defensa del divorcio). En literatura el modelo monógamo sobrevive en la convención de las comedias antiguas según la cual una vez superados los problemas que plantea la acción cómica en sí, los jóvenes amantes vivirán juntos para siempre. Pero la auténtica hierogamia del Nuevo Testamento sería la del Cristo de la ascensión, como Novio, y su pueblo redimido, la Novia. En la literatura mística esta relación está tan presente como la relación monógama. Los escritos de los santos y místicos del amor divino tienen un componente altamente erótico, algo que cobra especial relieve cuando se trata de una mujer. Cuando el impacto de Freud aún era reciente, se pensaba que este componente erótico en cierta medida devaluaba las experiencias, en lugar de establecer el principio de que el amor espiritual no evita el erótico sino que parte de él. Así, también la compenetración espiritual parte de la unión simbolizada por la carne única del estado matrimonial (Génesis 2, 24). En el Apocalipsis, sin embargo, el simbolismo es diferente: el Novio tiene numerosas novias, masculinas y femeninas, y Cristo (el Novio) es el principio de unidad o individualidad, mientras que la Novia representa el principio de comunidad. El tipo del Antiguo Testamento es el amor de Salomón por la sulamita, ligado a un Salomón histórico relacionado con mil y una mujeres: Página 200 setecientas esposas, trescientas concubinas (I Reyes 11, 3) y la reina de Saba. Si anteriormente en este capítulo he aludido a algunas despreocupadas especulaciones poéticas sobre uniones sexuales en el mundo espiritual, era para dejar constancia de la fluidez de la personalidad en un mundo semejante, en el que la paradoja de El éxtasis de Donne, de dos cuerpos esforzándose por convertirse en una carne sin lograrlo nunca, ya no funciona. El amor de los niños o los jóvenes, como parte de la comunidad, es un aspecto esencial de esto, ya que aquí lo relevante no es sólo su cuidado y crianza sino también su educación, o integración en el grupo. La solicitud de Sócrates con los jóvenes de Atenas forma parte de un ideal educativo, pero también se ve con bastante claridad el impulso erótico que se esconde detrás. Detrás de la hierogamia del individuo y la comunidad está la metáfora de la novia-jardín (o huerto) en la que el Novio representa a la humanidad y la Novia a la naturaleza. En los próximos dos capítulos nos aguardan algunas de las complejidades de esta concepción de la naturaleza. Lo que aquí nos importa es el oasis-paraíso de jardines y fuentes derivadas del Edén bíblico y del Cantar de los Cantares. Puede que se trate de una visión imposible idealizada de un aspecto muy domesticado de la naturaleza, sobre todo cuando en Isaías se hace extensivo a un mundo en el que el leopardo duerme junto al cabrito (11, 6). Pero se trata del núcleo imaginativo mediante el cual se intenta expresar que habría que amar y cuidar la naturaleza; el primer paso para pensar que explotar la naturaleza es casi tan malo como explotar a otros seres humanos. Cierto es que, por razones históricas que ya hemos visto, la propia Biblia es en buena medida responsable de promover una concepción de la naturaleza presta a ser dominada por la arrogancia humana. En tiempos más modernos, el contacto con sociedades supuestamente primitivas, y la comprobación del extremo cuidado con el que tratan la tierra que los mantiene, ha servido para ver lo sesgada que resulta en muchos puntos nuestra ideología tradicional a este respecto. Pero es que en la Biblia ni siquiera la metáfora de la novia-jardín se dirige a asociar la naturaleza con el amor, y me pregunto si será accidental que el feminismo y la ecología se situaran en un primer plano de las inquietudes sociales aproximadamente al mismo tiempo. La «Introducción» a las Songs of Experience, de Blake, se centra en una «Tierra» femenina que recibe el nombre de «Alma extraviada» porque incluye al primer adán y al jardín del Edén. Toda la literatura está salpicada de patrones románticos en los que un héroe masculino libera a una figura femenina que a veces, como en el arquetipo de la bella durmiente, incluye asociaciones de fertilidad. Como también hay una secuencia de mitos, Página 201 entre los que se incluye el relato de Isis, en la que el poder de redención es femenino. Nuestra tradición, dominada por lo masculino, tiene mucho que ver con esa extendida asociación del cielo con lo masculino y la tierra con lo femenino, que ya habíamos resaltado en El paraíso perdido. Esta tradición es en parte un accidente de una cultura específica: si los pueblos semíticos occidentales hubieran tenido una mitología que, al igual que la egipcia, empezara con un cielo femenino y una tierra masculina, es probable que las convenciones hubieran diferido en consecuencia. Otro aspecto simbólico de la hierogamia se basa en el hecho de que Eros es el creador de todas las artes, y los poderes procreadores del hombre se han asociado con sus poderes creadores durante siglos. La convención conocida como Amor Cortés, que ya hemos mencionado, adoptaba el ideal monógamo del Nuevo Testamento pero (al menos en sus primeros estadios) separándolo del matrimonio. La amante del Amor Cortés, en este modelo, es el foco de todo esfuerzo creador, el florecimiento del amor en la energía y el esfuerzo de creación, como en el famoso pasaje de Chaucer: The lyf so short, the craft so long to lerne, Th’assay so hard, so sharp the conquerynge, The dredful joye, alwey that slit to yeme: Al this mene I by Love.[*] [82] La escalera del amor, como la escalera de la sabiduría, lleva a un mundo que no es ni el mundo objetivo de la ciencia ni el mundo subjetivo de la psicología, aunque se interpenetra con ambos. El cosmos del amor es un cosmos que nos recuerda su vínculo etimológico con «cosmético»: esto es, contiene las categorías de belleza y fealdad. Estas categorías, una vez más, no son objetivas ni pueden ser cuantificadas, pero tampoco son subjetivas, como en el fácil axioma de que la belleza se encuentra en el ojo del espectador, axioma que pasa por alto el papel del consenso social en este tipo de orden. Como señalaba Matthew Arnold, hay muchas cosas que no son vistas en toda su realidad hasta que son vistas en toda su belleza. A lo que John Ruskin y William Morris añadían que gran parte de la civilización humana —y en especial, para ellos, la civilización victoriana— no podía ser vista en toda su realidad hasta ser vista en toda su fealdad. El término «belleza» siempre está sujeto a fuertes presiones ideológicas, y en todo momento es confinado a lo superficialmente atractivo, a lo que nos recuerda algo agradable o se conforma a reglas de moda. El progreso de la crítica tiene mucho que ver con el reconocimiento de la belleza en una Página 202 variedad cada vez mayor de fenómenos, situaciones y obras de arte. Lo feo, en proporción, tiende a convertirse en aquello que viola un interés primario. Incluso entonces, por supuesto, tenemos que hacer alguna distinción elemental: un niño que pasa hambre no es algo feo, mientras que sí lo es el hambre en sí. Hay otras categorías semejantes del cosmos imaginativo —el sentido del humor, por ejemplo, también forma parte del sentido de la realidad— que no se alinearán con una antítesis subjetivo-objetivo. Una perspectiva aún más amplia se abre en la Crítica del juicio, de Immanuel Kant, que vincula la experiencia de la belleza y esa misteriosa sensación de lo teleológico, la intuición de un propósito en la creación, que no podemos demostrar pero que nos sigue remordiendo la conciencia con la sensación de que dejamos algo fuera. En todo caso, la percepción de una hierogamia en la que el Novio es amor y la Novia belleza, nos lleva a descubrir la realidad de la belleza. Por incongruente que pueda parecer aplicar la palabra belleza a una obra de arte, a un campo de flores y a una joven hermosa en biquini, lo cierto es que la belleza es algo que, como sostenía Wordsworth, en parte percibimos y en parte creamos, algo tan propio del arte como de la naturaleza. Y mientras en nuestras concepciones del amor y de la belleza el vínculo central de descenso es platónico, encontramos marcados atisbos de un mundo de belleza semejante en los profetas del Antiguo Testamento y en los Evangelios (GC, p. 101). Como sucede con otros mitos, pronto nos vemos pasando de la Biblia a la gran escena de reconocimiento del mito que se oculta detrás de la totalidad de la creación humana. Señalábamos antes, que los dioses, personalidades y al mismo tiempo fuerzas naturales, se encontraban entre las primeras creaciones humanas, y que fueron borrados de la Biblia porque el hombre los trasladó a poderes externos. Pero sobrevivieron en las artes y están prestos a volver en cualquier momento con renovados modos de ampliar la expresión de nuestras energías y visión. A su cabeza se encontrará Eros, el más anciano y más joven de los dioses, a quien en el relato de Apuleyo la Psique humana aparta de sí, pero que sigue presentándose cada vez que los pájaros empiezan a trinar. Página 203 7. Tercera variación: la cueva UNO Hemos visto dos aspectos importantes de la relación entre este mundo y otro, metafóricamente más elevado, de conciencia y experiencia intensificadas. Uno de estos aspectos pone el acento en la sabiduría y la palabra, el otro en el amor y el espíritu. Considerada como un todo, esta relación podría representarse recurriendo a un tipo de axis mundi, una de las metáforas que informan y disponen la realidad a partir de los intereses humanos primarios. Ahora tenemos que considerar las imágenes que ilustran la relación entre este mundo y otro inferior. Nos encontramos una vez más con una conciencia engrandecida y expandida, correspondiente a la escalera de Jacob, con adaptaciones ideológicas de ésta como la cadena del ser y con parodias demoníacas que se corresponderán a la Torre de Babel. Conectábamos asimismo los dos tipos de escalera a mundos superiores con los dos mitos de creación del Génesis. En el relato de la caída de Adán y Eva en la versión J, la metáfora de «caída» sugiere un descenso del tipo equivocado. Al observar las imágenes contrastadas de la escalera de Jacob y la Torre de Babel, veíamos que la última se modulaba en una visión cíclica de la historia, conocida más tarde como rueda de la fortuna. En la literatura medieval, tragedia era sobre todo la caída de un héroe desde lo alto de la rueda de la fortuna, o de una altura similar. La imagen persiste, sin apenas cambio mítico esencial, hasta tan tarde como en La pirámide, de William Golding. La ascensión a montañas y torres, normalmente para caer de ellas, es también un tema central en Henrik Ibsen, desde la temprana Brand hasta El maestro constructor Jan Gabriel Borkman y Cuando los muertos despertemos. A decir del monje de Chaucer, esta tragedia es una repetición de Página 204 la caída original de Adán (más estrictamente de Lucifer, un tema diferente que examinaremos en el siguiente capítulo). El hombre cae a un mundo cíclico en el que toda vida termina en la muerte, renovándose sólo mediante una metamorfosis. Desde los tiempos del Nuevo Testamento hasta el siglo XVIII, los temas literarios de descenso han visto obstaculizado su desarrollo metafórico completo por derivaciones ideológicas —como la cadena del ser— que apenas si dejan lugar para los descensos creadores. Los temas de descenso, tal como los encontramos en Dante y Milton, son simples descensos a la muerte y el infierno. El infierno posmortem de tormento eterno creado por la cristiandad —en el que eterno significa interminable en el tiempo— ha desaparecido en buena medida de nuestro cosmos metafórico, por mucho que algunos racionalistas desesperados insistan en que sigue estando en su sitio a pesar de que allí no haya nadie. Más bien deberíamos imaginar el infierno como una construcción humana en la superficie de esta tierra, en cuyo interior tiene lugar gran parte de nuestra historia. Al igual que el infierno de Dante, tiene unos suburbios relativamente confortables y espiritualmente solitarios, pero en la literatura irónica ni siquiera éstos perviven. Un infierno semejante es inferior pero sólo por el simple hecho de parecerse tanto al mundo en que vivimos. Sartre dice que el infierno son los otros, y Blake que es el encierro en la prisión de los deseos insatisfechos. Las dos afirmaciones no son incompatibles: relacionan respectivamente el aspecto social y el individual del mismo estado. El infierno es el mundo de la muchedumbre solitaria, o, de forma más virulentamente infernal, la masa. Hay otra gente, pero no hay comunidad; hay soledad pero no hay espacio individual. El Satán de Milton cae hacia abajo, a un mundo que él sabe que tiene que ser el infierno por la presencia de otros ángeles rebeldes, pero al mismo tiempo cae hacia dentro, a un estado claustrofóbico que Kierkegaard llama cerrazón. Se refiere a esto cuando dice «yo mismo soy el infierno». Una vez caemos en la cuenta de que el infierno es el mundo en que nos vemos obligados a vivir por nuestra perversidad o la locura y crueldad de los otros, queda abierto el camino para descensos creadores que nos llevan mucho más abajo que el infierno. Hay dos variedades principales de descenso creador: de nuevo la social y la individual. Una obra comúnmente aceptada sobre la religión prebíblica de Mesopotamia[83] señala que durante ese período los dos temas míticos más prominentes eran el matrimonio sagrado y el descenso al mundo inferior. El mundo inferior es el mundo de los muertos, pero no de una simple muerte: Página 205 siempre se da cierta sensación de supervivencia y una forma continuada de existencia; un reino de los muertos, por vago o carente de sustancia que éste sea. En el Antiguo Testamento existe un mundo inferior similar llamado Seol y que suele traducirse por «sepultura», aunque su concepción es mucho más amplia. Se parece más al Hades griego que al infierno desarrollado con posterioridad en la teología cristiana. La invocación de Tiresias desde el Hades en la Odisea XI tiene su paralelo bíblico en el relato de la invocación de Samuel por la pitonisa de Endsor a requerimiento del rey Saúl (I Samuel 28). Sorprende más el contraste con la escena homérica que el parecido. Se ve claro que la pitonisa está acostumbrada a las vagas entidades que flotan por su mundo, lista para reclamarles la presencia de la identidad deseada, y hay un humor sardónico al mostrar cuánto le desmoraliza ver a «dioses» reales o espíritus que se elevan desde las profundidades de la tierra, incluyendo lo que parece ser el auténtico fantasma de Samuel. En los escritos de los profetas encontramos poderosas escenas en las que los grandes reyes del mundo pagano entran en un mundo de sombras, para recibir las burlas de los que ya se encuentran allí, que los acusan de haberse vuelto «débiles como nosotros» (Isaías 14, 10), y en los salmos penitenciales (por ejemplo, el 69) se representa al recitador en un mundo subterráneo o submarino que es en realidad un estado de alienación de Dios. Este Seol también se identifica con el «gran pez» que se tragó a Jonás (Jonás 2, 2). Uno de los mitos mesopotámicos del mundo inferior nos habla de cómo la diosa Inanna descendió llevando puestos todos sus atributos reales y cómo a medida que bajaba los iba perdiendo, hasta llegar al remanso de la muerte, desvalida y desnuda. Uno de los numerosos elementos de este mito tan obsesivo es que en ese mundo no puede poseerse nada. Esto anticipa el tema conocido más tarde como la katabasis o danse macabre, un género basado en la concepción de la muerte como un nivelador total que borra todas las distinciones sociales. Particularmente, en las sátiras del más allá de Luciano vemos a gente con grandes posesiones o privilegios en el mundo superior, que, una vez convertidos en sombras, ruegan e imploran poder volver a ser ellos al menos durante una hora. El cínico Menipo, héroe de la mayoría de estas sátiras, es el único que no tiene inquietudes, ya que cuando estaba vivo no poseía nada. El tema de la katabasis incluye un motivo revolucionario latente que nos interesa de modo especial en estos momentos. Citábamos a Yeats cuando decía que todas las escaleras están plantadas en la «sucia quincallería» del corazón humano, excelente cimiento metafórico Página 206 para las escaleras. Pero la escalera de Jacob parece plantada en el cerebro del mismo Jacob en medio de su sueño, razón por la cual se extiende a un mundo inferior que se encuentra debajo de la piedra en la que apoya la cabeza: el mundo de las energías «sub» conscientes. Cuando hablo de conciencia me refiero más o menos a aquello que tenemos cuando nos despertamos por las mañanas. El hecho de despertarnos indica que la conciencia se extiende a elementos «inferiores» en la psique individual como el sueño y la fantasía. Tal vez podamos visualizar esto más claramente si pensamos en la imagen del axis mundi como un árbol del mundo. El tronco que se extiende desde la superficie de la tierra hacia el cielo se alimenta por las raíces de debajo, y la intensificación de la conciencia representada por imágenes de ascenso es ininteligible sin su contrapartida oscura e invisible, que diversifica y amplía la conciencia con otras actividades psíquicas. Los descensos creadores al mundo de los sueños llegan más abajo que el infierno, que se encuentra, como acabamos de decir, en la superficie de la tierra. Por eso alcanzan mayor profundidad que las relativamente superficiales sepulturas de la muerte, y son mucho más antiguos que cualquier religión existente. Si echamos un vistazo a un corpus de cuentos populares como el de los hermanos Grimm, vemos cómo la mayoría de estos relatos se agrupan alrededor de un mundo «inferior» de sueño, fantasía, ilusiones satisfechas y poderes naturales ocultos. Animales solícitos y agradecidos, además de espíritus de los muertos, resuelven cometidos tan imposibles como los encomendados a Psique en el relato de Apuleyo, o se conforman con dar orientaciones para viajar por lo desconocido. Los objetos mágicos ayudan a la gente buena o son desvirtuados por la mala. Un hombre se olvida de su mujer y pierde la memoria, que sólo recupera al reconocerla por una suerte de talismán o por una marca de nacimiento. Se pierde algo precioso en el océano, símbolo evidente de sueño o recuerdo inconsciente, y después es recuperado, en muchas ocasiones, al pescar el pez que se ha tragado el objeto. Seres misteriosos, benévolos o malignos, se esconden en el bosque, otro de estos símbolos naturales. En ocasiones contemplamos panoramas del mundo más primitivos: así, tesoros de oro o héroes con el pelo dorado pueden reflejar de forma desdibujada al sol que atraviesa el mundo inferior en su recorrido de oeste a este. El más notable de los ejemplos de descenso en la Biblia es el relato de Tobit y de su hijo Tobías. Tobit se queda ciego por accidente tras enterrar a un mártir israelita, y el ángel Rafael acompaña a su hijo en un viaje a otra ciudad, donde vive su prometida Sara, una figura de bella durmiente adorada Página 207 por el demonio Asmodeo, quien ya ha matado a todos sus amantes anteriores. Siempre se ha visto[84] en Rafael a un representante del tema de cuento popular de los «muertos agradecidos», y es probable que en una versión anterior del relato fuera el fantasma del hombre enterrado por Tobit. A Tobías y Rafael los acompaña un perro, imagen común del mundo inferior. El olor a pescado frito aleja al demonio, que se exilia en Egipto, un mundo ciertamente inferior en la Biblia, y Tobías y Sara se unen en el mismo momento en que Tobit es curado de la ceguera, llevado de las tinieblas a la luz. El tema del pescado frito parece un recurso grotesco, pero la eficacia del olor y el sabor, y la comida y bebida mágicas para recuperar la memoria y producir milagros semejantes recorre toda la literatura. Los pasteles mágicos pueden hacer mayor o más pequeña a Alicia en el País de las Maravillas, y una magdalena sin otra magia que su conexión con el tiempo puede transformar al diletante Marcel en el novelista Proust. En muchos de los mitos de descenso hay algún enemigo formidable — Minotauro, dragón, o un demonio como Asmodeo— contra el que luchar y al que batir, un enemigo que suele obstaculizar la incursión. El objetivo — especialmente en la literatura popular— suele consistir en un tesoro de oro o joyas, como en La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain o El escarabajo de oro, de Poe. Encontramos el mismo tema en Nostramo, de Conrad, y, en un contexto de parodia demoníaca, en el primer libro de El paraíso perdido. La comunidad que busca estos tesoros es muy selectiva. En la literatura popular los buscadores pueden ser muchachos o grupos antisociales (piratas y demás) con los que los jóvenes se identificarán fácilmente. Las reglas de admisión a menudo son las contrarias a las de las sociedades convencionales. Los capítulos que abren Moby Dick abundan en imágenes de descenso, con un Ismael que se une a la selectiva comunidad de los balleneros, que van a la caza de los tesoros submarinos del cachalote. El punto crucial de la iniciación es su amistad con Queequeg, quien, si hemos de juzgar por los estándares sociales de Ismael en el momento en que da comienzo el relato, apenas si era un ser humano. La obsesión de Ahab desviará la persecución ballenera transformándola en un tipo diferente de persecución que veremos más adelante. Muy a menudo, sin embargo, el tesoro que guarda un dragón hace las veces de metáfora de una forma de sabiduría o fertilidad que es el objeto real del descenso. La famosa caída de Adán le privó de inmortalidad e hizo de la muerte la única condición cierta e inevitable de la existencia humana. Pero también está la muerte temporal en la que «caemos» dormidos para luego despertar y Página 208 «levantarnos», un estado que nos depara recompensas imaginativas a las que no tenemos acceso en los momentos conscientes. La más notable de estas recompensas es el mayor control sobre la experiencia del tiempo que el sueño parece traer consigo, o al menos representa. El énfasis puesto en los sueños y la sensación de un mayor control sobre el tiempo lo vemos en la historia de José y en cómo llevó a Israel al, por ese entonces, más fértil Egipto. Los patriarcas del Génesis suelen ser descritos tanto conversando o comunicándose con Dios, como en un estado de sueño o trance. Su sucesor, José, era un soñador de diferente tipo. El tenía sueños agresivos y ambiciosos de ascendencia sobre sus hermanos; carecía del tacto suficiente para contarles sus sueños, lo que no ayudó a aumentar su popularidad; tramaron matarlo y lo arrojaron al fondo de un pozo. La escena cambia a una prisión de Egipto, en donde José da un giro y pasa de soñador a intérprete de sueños. En uno de los sueños que interpreta para el Faraón propone adecuar el aprovisionamiento de alimentos al ciclo de siete años dominante en la vida de Oriente Próximo. Mucho tiempo más tarde Daniel interpreta los sueños y presta un servicio similar a Nabucodonosor de Babilonia acompañándolos de profecías sobre la historia futura. Esta visión engrandecida del futuro también se da en los profetas, quienes suelen estar rodeados por un ambiente hostil o, en el mejor de los casos, indiferente, y cuyas predicciones de desastres o martirio son casi autoinclusivas. En otra parte ya he dicho que el conocimiento que viene de «arriba» suele asociarse con la luz del día y el momento presente; el conocimiento del futuro acostumbra a proceder de un mundo «inferior» asociado con la oscuridad que a veces rodea al sueño. Ejemplos de esto último son la nekyia o invocación de Tiresias desde las sombras en la Odisea XI; el descenso de Eneas en La Eneida VI; la revelación del arcángel Miguel en El paraíso perdido; un sumario de la historia futura, tal como se expone en la Biblia; y el hecho de que la gente del Inferno de Dante conoce mejor el futuro que el presente. Aunque para nuestro punto de vista se trate del descenso desde un mundo superior (descendit de coelis, según el credo), lo cierto es que en el Nuevo Testamento la Encarnación es el descenso de Cristo a un mundo inferior. Se lee como una secuencia soñada: encontramos los temas del tesoro y la sabiduría entre los Reyes Magos de Mateo, quienes llegan de países lejanos con suntuosos regalos, y la sensación del arranque del tiempo, y un cambio en la dirección de la historia, en las profecías de Simeón y Ana. El tipo tradicional[85] del Antiguo Testamento del viaje de los Reyes Magos para ver Página 209 a Cristo es la visita de la reina de Saba a Salomón, y el mítico Salomón es antes que nada una figura de mago con unas dotes de magia, sabiduría y conocimiento de los aspectos misteriosos de la naturaleza, sin paralelo en el Antiguo Testamento. La conciencia que se despierta es considerablemente más dócil que otras formas más reprimidas de conciencia, y en consecuencia la mayoría de las estructuras de autoridad tienden a centrarse en aquélla, procurando asegurarse que los impulsos reprimidos sigan estándolo. Como siempre, entre los poetas se dan movimientos de resistencia. Hablábamos del Amor Cortés y de la convención de Eros en la poesía medieval como una evidencia de la determinación de los poetas medievales de mantener una tradición imaginativa propia, estuviera o no oficialmente aprobada. Otra de esas convenciones es la de la visión del sueño. El viaje del sueño medieval no es siempre a un mundo inferior, sino que sube (o baja) con tanta frecuencia como para dar la impresión de que los poetas de la época veían en el sueño y la fantasía una parte esencial del cosmos imaginativo que salvaguardaban. Recurrían asimismo a una reprimida tradición literaria oral, reprimida en buena medida porque la escritura estaba controlada por una autoridad más oficial. En el período de Shakespeare y el drama contemporáneo, cabría resaltar otros dos temas de descenso y regreso. Uno es la sociedad que se forma en torno a los amantes en las distintas variantes de nueva comedia, que permanece sumergida bajo el yugo paternal durante gran parte de la historia, pero emerge renacida hacia el final. El otro es el tema del ascenso demoníaco, representado por los fantasmas en Hamlet y The Spanish Tragedy de Thomas Kyd, que ascienden desde el mundo inferior de los muertos reclamando venganza. Este tipo de fantasma constituye un paralelo literario de una conciencia reprimida freudiana, que ha sido empujada a un mundo inferior con la esperanza de que permanezca allí, pero se niega hacerlo. En la caída de Adán encontramos otro tipo de descenso potencialmente creador de referencia más social y política que psicológica. La caída de Adán fue antes que nada un exilio, una forma de privación del hogar o lugar de origen. El tema del exilio se repite en su hijo Caín, símbolo del desarrollo de los reinos paganos que rodeaban Israel. Desplazarse de Israel a Egipto o Babilonia significaría un claro descenso, y si estos reinos se asocian regularmente con monstruos o dragones, el tesoro enterrado —ya sea salud, sabiduría o fertilidad— puede valer la pena. Alabando la política de tolerancia de Ciro, Isaías hace que Dios le diga: «Te daré los tesoros ocultos / y las Página 210 riquezas escondidas» (45, 3). Ezequiel habla del esplendor original de Tiro, cuando «toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto» (28, 13); y en el tiempo del Éxodo los israelitas «despojaron» a los egipcios en beneficio propio con la colaboración de éstos (Éxodo 12, 25-26). Bajo José y su Faraón, Israel se vuelve, aparentemente, una comunidad relativamente feliz y próspera dentro de Egipto; al final, sin embargo, tenemos a un Faraón «que no conocía a José», e Israel entra en un estado en el que vivía, como más tarde en Siria, amenazado de persecución o genocidio u obligado bajo presión a adecuarse a otras costumbres religiosas. Dos tendencias de imaginería se siguen de estas situaciones contrastadas. Una, la más profética de las dos, ve en Israel una especie de microcosmos de la humanidad. En el capítulo anterior veíamos la significación de la ascendencia moabita de Rut, y también pertenece a este grupo Jonás, que sugería que Nínive se encuentra bajo la supervisión y el cuidado de Dios tanto como Israel. Una visión particularmente fascinante, que por lo visto proviene de un tiempo en el que se pensaba que el judaismo tenía una misión activa frente los gentiles, es la siguiente: Aquel día habrá una calzada desde Egipto a Asiria. Vendrá Asur a Egipto y Egipto a Asiria, y Egipto servirá a Asur. Aquel día será Israel tercero con Egipto y Asur, objeto de bendición en medio de la tierra, pues le bendecirá Yahveh Seobat diciendo: «Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel». (Isaías 19, 23-25). En la otra tradición se piensa en un Israel aislado de todas las sociedades que lo rodean, y la resistencia que esto engendra se ve en el ya mencionado punto de vista tan rígidamente exclusivo de Ezra y Nehemías. El aislamiento hace de Israel una suerte de proletariado, o de grupo excluido de los beneficios de la sociedad y situado en lo más bajo del orden social. En tiempos de persecución podía formarse un cuerpo conspiratorio, o, en diferentes condiciones sociales, una resistencia de guerrillas como las que se agrupaban en torno a los macabeos. La mayoría de los profetas del Antiguo Testamento dan por supuesto un Israel en el exilio o bajo la dominación de un poder extranjero y hablan de su eventual restablecimiento; a medida que pasa el tiempo, la profecía se vuelve apocalíptica, y un grupo oprimido y perseguido emerge triunfante después de un vuelco repentino del poder social. En esta situación nos encontramos en el otro extremo del espectro del sueño, la pesadilla del aprisionamiento, la vida en un infierno del que sólo podremos liberarnos con la muerte. El arquetipo proletario, sin embargo, se basa en la suposición de que lo que es excluido o expulsado del orden social Página 211 acaba regresando más pronto o más tarde. El descenso original se complementa con un ascenso creador, con la liberación revolucionaria de elementos reprimidos, ya sean políticos o psicológicos. La exploración de mundos reprimidos, y el estudio de técnicas para liberarlos, son, por supuesto, lo que hicieron de Freud y Marx figuras tan portentosas del mundo contemporáneo. En el Antiguo Testamento la imagen central de esta revuelta emancipadora es el Éxodo; en el Nuevo Testamento es la Resurrección, la huida de Cristo tanto de la muerte como del infierno. La Resurrección se presenta en el contexto individual de Cristo; la leyenda posterior añadió el Descenso a los Infiernos, la liberación de una comunidad del mundo inferior. Esta leyenda era a su vez una alegoría de las tácticas revolucionarias de la Iglesia cristiana en la historia, que en el transcurso de siglos derrocó al oficialmente pagano Imperio romano. DOS En el siglo XVIII, a medida que los valores sociales y las proyecciones científicas de la antigua mitología autoritaria de cuatro niveles empieza a desaparecer, el movimiento revolucionario se da a un ritmo histórico más pronunciado. Para, pongamos por caso, una mente medieval los cuerpos celestiales eran las imágenes de todo lo que quedaba de la creación original de Dios previa a la caída: estaban hechos de quintaesencia, una sustancia más pura que los elementos; giraban en círculos perfectos (o al menos se hacían denodados esfuerzos matemáticos para que fuese así); eran la manifestación del arte inteligente de Dios en la creación; eran inmunes al cambio y a la decadencia. Cuando después de Newton estas teorías empezaron a evaporarse, los movimientos de los cielos estrellados fueron vistos cada vez como más mecánicos, lo que dejó el organismo, el cuerpo vivo, como entidad más «elevada» del cosmos visible. En este clima de opinión metafórica, el Dios más anciano, a quien se considera providencia gobernadora en los cielos, es muy vituperado por los poetas. Tenemos al Nobodaddy de Blake, que se regocija de la crueldad y represión en Francia, el Júpiter de Shelley, un «tirano del mundo», el «vieux et méchant plumage» de Mallarmé, el «Ladrón-Banquero-Padre» de Emily Dickinson, el «bruto y sinvergüenza» de Alfred Edward Housman, el medio idiota de Thomas Hardy que, haciéndose eco del Génesis, se arrepiente de haber empezado por la creación. En resumen, que para éstos y otros muchos Página 212 poetas, el mundo celestial ha pasado de simbolizar el cielo a simbolizar una forma de alienación. Esto nos deja sólo con los dos mundos interiores del antiguo cosmos, los mundos que forman el orden de la naturaleza tal como se entendía antes, y nuestro próximo tema será la relación alterada en los dos niveles del orden-jardín y el orden-yermo. No hay mitos nuevos, pero cuando una ideología pierde su ascendente imaginativo puede ser reemplazada por el nuevo énfasis en un mito complementario. Y esto, claro está, traerá consigo una nueva ideología. Jardín y oasis, imágenes de una naturaleza asimilada a las necesidades y gustos humanos, así como a las concepciones humanas del arte, abundan en la Biblia y durante la mayor parte de la era cristiana. El lado más salvaje e indómito de la naturaleza, con sus humores destructivos y su entusiasmo por la copulación, solía confinarse a convenciones específicas, como la convención del «arrebato primaveral» en la Quinta elegía (Latina) de Milton, en la que el poeta se identifica con el revivir de las energías naturales en primavera. Con el siglo XVIII, sin embargo, la dualidad representada por las palabras «sublime» y «hermoso» empezó a dar cabida en la panorámica cósmica a un aspecto de la naturaleza que podría ser austero, inhóspito e incluso alienante hasta un cierto punto, pero que en cualquier caso representaba algo que complementaba la naturaleza humana con un aspecto de la naturaleza que la humanidad no podía dominar por completo. Tal naturaleza incluiría «las malas hierbas y el yermo» celebrados por Hopkins junto con las montañas y el mar. Según la famosa cita de Horacio, si expulsamos a la Naturaleza con una horca, ésta siempre se las arregla para regresar; y lo que empezó a regresar en el siglo XVIII fue una sensibilidad por un aspecto más autónomo de natura naturans, algo secundario y en lo que apenas se había creído durante muchos siglos. Veíamos que las metáforas del cielo se tornaron mecánicas, y fueron sustituidas por metáforas orgánicas. Tenemos aquí un ejemplo histórico del principio de exclusión y retorno que acabamos de mencionar. En el temprano ensayo de Rousseau sobre si las artes habían mejorado o corrompido a los hombres, así como en su tratado posterior sobre el origen de la desigualdad, se sugería que la corrupción que plagaba la civilización tenía su origen en la ostentación y el lujo de una clase sobreprivilegiada. Sea o no el arte algo connatural al hombre, en el decir de Burke, las artes rebosan de elementos profundamente antinaturales. Nadie ha negado nunca esto: lo novedoso era sugerir que lo natural provenía del entorno humano en la naturaleza física, que la razón no era una facultad que separaba al hombre de Página 213 esta naturaleza, sino que la unía a él, que el hombre debería recuperar la perspectiva en la que era tanto un hijo de la naturaleza como un hijo de Dios, y que el viejo nivel superior de naturaleza a alcanzar mediante la virtud, la religión y los beneficios de la civilización no era en realidad un estadio superior de naturaleza, como se pretendía, sino un empobrecimiento de elementos importantes dentro de ésta. Por la época de El contrato social (1762), esta tesis se había convertido en un programa revolucionario tanto en un frente político como en un frente psicológico. En los términos del presente libro, Rousseau es un heraldo del colapso de la vieja estructura dominante de cuatro niveles, representa la adaptación ideológica del simbolismo de un mundo «elevado» y el nacimiento de un cosmos más revolucionario en el que la energía motriz viene desde abajo, y empuja hacia arriba a partir de elementos erradicados de la naturaleza del hombre. Entre estos elementos erradicados tenemos una sociedad natural personificada en una «voluntad general» bloqueada por la mayoría de los sistemas de gobierno existentes; psicológicamente, las jerarquías tradicionales producen un racionalismo estrecho y árido, que, como sugiere la palabra, hace poco aparte de racionalizar su propia dominación. Para Rousseau, la auténtica sociedad humana, o la reprimida, contiene ambos aspectos de la naturaleza: la naturaleza como estructura o sistema y la naturaleza como energía de crecimiento y desarrollo. En Emilio en particular, cuyo tema es la educación, o el desarrollo de la personalidad del niño, se sugiere que los poderes creadores y de recuperación de la naturaleza no simplemente nos rodean sino que se encuentran debajo, en el sentido de haber sido subordinados en el pasado. Sin embargo, la superioridad de lo orgánico sobre lo mecánico, y el ascendente de la natura naturans sobre todas las aproximaciones sistemáticas y jerárquicas a la naturaleza, los encontramos tanto en Rousseau como en otros románticos: la hallamos también en Coleridge, por ejemplo, que difícilmente podía ser menos roussoniano. La parte política de la construcción de Rousseau acabaría consolidándose con el marxismo, en el que, en un contexto revolucionario, se cree que los valores civilizados tradicionales están en posesión, con una apariencia de legitimidad, de una clase explotadora en ascenso, que obtiene sus privilegios y poder de la represión de una clase trabajadora alienada. La parte psicológica de la estructura tardó en desarrollarse, y sólo a partir de Freud empezó a reconocerse, a un nivel general, la existencia en la psique de conceptos como represión, censura, superyo y demás sombras de la monarquía de los Habsburgo. Página 214 Marx y Freud son sólo los ejemplos mejor conocidos y más seguidos de un patrón mítico que se extiende por todo el siglo XIX. En Arthur Schopenhauer tenemos un mundo-como-representación (Vorstellung) en lo alto, que es un mundo distintivamente humano, y un mundo-como-voluntad debajo de éste, que abarca no sólo el entorno natural sino también el origen natural del hombre. Aquí el poder creador de la civilización que produce el mundo representado flota como el arca de Noé en un revuelto mar existencial que amenaza constantemente con destruirlo. En el pensamiento darwiniano, tal como viene expresado en ensayos como Evolution and Ethics, de Thomas Huxley, también se da un orden humano y moral desarrollado durante el proceso de evolución natural, pero que debe ser consciente de sus limitaciones por la precariedad de su situación en lo alto de este proceso. La fuerza evolucionista es competitiva y la organización de la moralidad humana cooperativa; pero si la cooperación va demasiado lejos, superpoblará el mundo y los ritmos competitivos de la naturaleza forzarán su regreso. Se trata del elemento malthusiano del darwinismo que fue tan condenado en un cierto estadio del marxismo. En Kierkegaard, un pensador más revolucionario que Schopenhauer, las estructuras humanas, estéticas y metafísicas, de pensamiento e imaginación vuelven a flotar en un mar de «terror» existencial. En Nietzsche se da una «voluntad de poder» que al principió muestra afinidades con el mundo-comovoluntad de Schopenhauer, pero Nietzsche acabaría por invertir la actitud pesimista de Schopenhauer, haciendo de su voluntad de poder una fuerza trascendental que capacita al hombre a superarse a sí mismo. Lo siento si estos resúmenes desnudos de pensadores tan complejos suenan a palabras sin más, pero ello es hasta cierto punto lo que se pretende. No sugiero que todos se refieran a lo mismo: lo que me interesa es la similitud de las formas míticas y metafóricas subyacentes, y resulta difícil discutir formas míticas sin recurrir a lo que el cliché de la visión del túnel académico llama generalizaciones aplastantes. Nuestras formas míticas parecen abarcar dos niveles de naturaleza, uno superior que incluye los valores humanos tradicionales, y uno inferior relacionado más de cerca con la naturaleza física, con aquella parte de la naturaleza humana que está subordinada en las estructuras tradicionales. Esto se aplica fundamentalmente al lado natura naturans de la naturaleza, a los aspectos de fertilidad y sexualidad. El viejo y simplista ascendente moral de lo humano sobre la naturaleza física, derivado directamente de la creación divina original, ha desaparecido. Para los diferentes pensadores, los dos niveles se relacionan de modo muy distinto, Página 215 pero, como regla, la iniciativa viene de abajo, sobre todo en los pensadores revolucionarios, y la respuesta a ello suele ser un viaje de exploración hacia abajo. Vemos asimismo que nuestra lista de pensadores abarca el espectro completo de respuesta emocional al mundo inferior, desde el optimismo revolucionario al pesimismo de Schopenhauer y otros. Desde el punto de vista de nuestro libro fue William Blake quien dio en el centro de esta diana cultural. Lo que primero me atrajo de Blake fue que, hasta donde yo sabía y sigo sabiendo, se trataba de la primera persona del mundo moderno que contemplaba los acontecimientos de su época en su contexto mítico e imaginativo. Vio que el viejo universo mítico, en su forma ideológica como racionalización de la autoridad tradicional, estaba muerto, y que había llegado el momento de poner un nuevo acento en la mitología para acomodar los movimientos revolucionarios que veía alzarse a su alrededor. Al ser un poeta y no un dialéctico, Blake también entendió mejor que muchos otros la forma metafórica de la nueva construcción. Mucha gente se preguntaba con Rousseau por qué si el hombre había nacido libre, en todas partes se le veía aherrojado con cadenas; y se preguntaban también por qué los oprimidos tenían que aguantar tanta tiranía cuando, al decir de Shelley, saben muy bien que «sois muchos; y ellos pocos». Blake vio que mientras el hombre viva dentro de un mito jerárquico sin ser consciente de ello, todo su comportamiento estará condicionado más allá del punto de resistencia: la rebelión contra una jerarquía lo único que logrará es provocar una segunda. Blake empieza con las categorías de inocencia y experiencia. Asocia la inocencia con los niños, y no porque éstos sean superiores moralmente, sino porque para el niño el mundo tiene sentido. Al crecer, el niño se vuelve adulto y descubre que el mundo no es así para nada. ¿Qué sucede entonces con su visión infantil? Hoy en día la respuesta puede parecemos sencilla, pero lo cierto es que nadie dio con ella antes de Blake. La visión infantil se entierra en lo que ahora llamamos inconsciente o subconsciente donde, a medida que la vida sexual crece en intensidad e insistencia, pasa a convertirse en un horno de deseo frustrado, igual que Egipto se convirtió para Israel en un «horno de hierro». La vida humana, por tanto, adopta la forma de una fuerza de la experiencia, esto es, de compromiso con la «realidad» (ideología ascendente), que se asienta sobre un deseo que no tiene salida. En la mitología de Blake estos dos elementos reciben los nombres, respectivamente, de Urizen y Orc. Urizen significa, entre otras cosas, «horizonte», la sensación de las limitaciones del poder humano cuando se ve limitado por sus propias Página 216 suposiciones ideológicas, mientras que Ore significa, entre otras cosas, orco o infierno, siendo el infierno precisamente la condición de la vida humana en un estado de interminable frustración. Ore se remueve bajo Urizen como un Titán bajo un volcán, vengándose cada noche en el sueño, y explotando periódicamente en revoluciones. Así, la relación Urizen-Orc tiene un aspecto psicológico que anticipa en un perfil mítico la descripción freudiana de la psique, y un aspecto político que anticipa, en perfil mítico, la descripción marxista de la sociedad. Blake expone esta visión de la vida humana con mayor claridad (aunque sin usar los nombres de Urizen y Orc) en El matrimonio del cielo y el infierno, grabado en 1793, pero tal vez escrito antes, justo tras la caída de la Bastilla. Aproximadamente por esa misma época, Blake escribía poemas en los que celebraba las revoluciones americana y francesa. Blake nos da dos versiones de la relación entre Urizen y Ore. En la primera, juventud y rebeldía están perpetuamente enfrentadas a la edad y la reacción, mientras que en la segunda, la forma de vida individual (igual que en The Mental Traveller) pasa de un polo al otro con el envejecimiento. El espíritu de rebelión en sí, que Blake vino a llamar Luvah (idéntico a Ore, pero acentuando el aspecto sacrificial), que cíclicamente se eleva para volver a ser reprimido, viene a simbolizar el martirio continuo del hombre bajo las miserias de la guerra y los males que la acompañan. Por obstinado que pudiera ser en algún aspecto, la importancia de Blake como pionero de la imaginación moderna es potencialmente mucho mayor que la de Rousseau, hasta el punto de que he llegado a preguntarme si existe en la historia otro paralelo tan importante y tan totalmente ignorado. Como dice el amargo verso de The Four Zoas: «La sabiduría se vende en el desolado mercado al que nadie acude a comprar». Blake no sólo fue ignorado en su tiempo, sino que hoy en día sigue habiendo muy poca gente que entienda que gran parte de lo sucedido en los dos últimos siglos se debe al cambio en la descripción mitológica y metafórica de la realidad. Un aspecto que nos interesa en particular es que la perspectiva de Blake es tan sólidamente bíblica como la de sus predecesores. La suposición de que la Biblia sólo respalda a la autoridad establecida olvida la importancia central del Éxodo y la Resurrección. He hablado en otra parte (GC, p. 211) del tema del culbute o derrocamiento social asociado con un nacimiento milagroso, como en la canción de Ana y el Magníficat, y hay varios elementos en las enseñanzas de los Evangelios, como la parábola de Lázaro, relacionados con el mismo tema. El final de la historia, llamado «Día del Señor» en el Antiguo Página 217 Testamento y Apocalipsis en el Nuevo, es una repetición de este tipo de inversión social. Lo cierto es que la adscripción de Blake a la Biblia lo aisló, en muchos aspectos, de otros campeones de la nueva mitología. Al poner tanto acento en la capacidad creadora humana, la asimilación imaginativa de la naturaleza, la «religión natural» que proclama el vicario Savoyard en el Emilio^ de Rousseau, le parecía descabellada. De la naturaleza sólo puede aprenderse lo que es natural, y Blake desconfiaba de actitudes motivadas por impresiones recibidas de una naturaleza externa que podía llevar a la pasividad y al aumento de la vieja sumisión. Así, aunque en sus primeros poemas aclamaba a Rousseau, en quien veía a un luchador por la libertad, en su trabajo posterior lo denunciaba; del mismo modo que estaba en total desacuerdo con Wordsworth en la cuestión de la «influencia de los objetos naturales». Veía, en resumen, una ambivalencia en la concepción de la naturaleza que muchos de sus contemporáneos ignoraban. La desaparición del dios celestial del cosmos metafórico de tantos poetas, hace que ya sólo quede la humanidad y su entorno natural. Pero en lo que llamamos naturaleza se siguen dando muchas ambigüedades. Para Wordsworth, que no tenía pensado romper con ningún corpus establecido de creencias religiosas, la humanidad está rodeada por su propia civilización, pero en el plano individual, y a un nivel más profundo, es posible la comunicación con una naturaleza distinta pero complementaria: una naturaleza que contiene, para Wordsworth, aspectos de lo sublime y de lo hermoso que discutíamos arriba. ¿Pero qué tiene que ver la gentil diosa de Wordsworth, que nunca traicionó al corazón que la amaba, con la naturaleza de uñas y dientes, con la lucha feroz y salvaje por la supervivencia? Más aún, ¿qué tiene que ver con los personajes del marqués de Sade, quienes, tras una orgía de crueldad y violencia particularmente nauseabunda, recurren a la naturaleza para justificar el placer que les produce este tipo de cosas? ¿Hay dos naturalezas distintas, y en ese caso son separables? Es obvio que la de Wordsworth es una naturaleza intensamente humanizada, en la que hasta la región de los Grandes Lagos y los Alpes están dominados por el artificio humano. Y así y todo uno siente que sería simplificar demasiado hablar de la naturaleza de Wordsworth como una mera proyección de emociones humanas sobre la naturaleza. Algo que, sin embargo, a veces parece más evidente en la visión de Sade de la naturaleza. Página 218 Aquí nos encontramos una vez más con el contraste paulino entre el cuerpo-alma o cuerpo natural, y el cuerpo espiritual. Para Wordsworth la naturaleza tiene una otredad genuina, pero se trata de una otredad del espíritu y no del entorno objetivo. El hecho de que el hombre empiece como hijo de la naturaleza significa que se encuentra equipado con lo que se ha dado en llamar el gen egoísta[86], agresivo, competitivo y rapaz. Extrae su poder para crear y vivir en el infierno de la misma fuente de la naturaleza de la que saca sus capacidades creativas e imaginativas, o eso al menos parece. Pero la visión tradicional de la naturaleza semeja apropiada, hasta el punto de que el hombre no vive directamente en la naturaleza como los animales —los buenos salvajes no existen— sino dentro de una envoltura cultural que condiciona su acercamiento a la naturaleza. Wordsworth habla de un reconstruido mito paradisíaco de la naturaleza. Para acceder a él debemos llevar a cabo un descenso creador en nuestra mente hasta alcanzar unas profundidades que nos permitan rodear el infierno que también se encuentra dentro de la naturaleza. Varios poetas románticos utilizan el mito de la Atlántida para simbolizar esta naturaleza paradisíaca más profunda que se esconde dentro de la humanidad. La Atlántida aparece en Blake como el mundo de la imaginación hundido bajo el «mar de tiempo y espacio», y en Shelley aparece de forma inopinada al final del Prometeo desencadenado, cuando Prometeo es liberado y derrocada la tiranía de Júpiter. En el famoso fragmento de Wordsworth conocido por The Recluse, se describe la Atlántida no como «una mera ficción de lo que nunca fue», sino como algo que hubiera tenido que ser «un simple producto de cada día». He dado ejemplos en otro lugar[87]. En el Sea of Time and Space de Blake resuena el simbolismo de los monstruos marinos de la Biblia (Leviatán, Rahab, Tannin, etcétera), que metafóricamente son el mar, el caos del que se separó la creación original. En la nueva creación del Apocalipsis ya no hay mar (Apocalipsis 21, 2), lo que significa que tampoco hay muerte (GC, p. 173). En la Ballad of the Long-Legged Bait, de Dylan Thomas, una chica arrojada por la borda desde un barco se lleva consigo todo el mar, y el poema termina con un eco del pasaje del Apocalipsis y una visión de «sólo tierra». Tal imaginería nos recuerda los mitos primitivos de creación que arrancan con un puñado de tierra cogido del fondo del mar, que crece hasta conformar un mundo completo. Lo que empieza a aflorar aquí es un cosmos de cuatro niveles muy parecido al antiguo, pero invertido. Una tabla puede sernos nuevamente de ayuda: Página 219 En la literatura inglesa son dos los poetas que más clara y completamente ofrecen este cosmos de cuatro niveles: Blake y Shelley. En Blake las dos instancias intermedias son la represión cíclica y la rebelión contra la represión, respectivamente los mundos de Urizen y Ore. Bajo Orc encontramos a Los, espíritu creativo de la profecía y héroe de los últimos poemas de Blake. Por encima de Urizen está el alienante dios celestial del espacio exterior, el principio-muerte Satán. En el Prometeo desencadenado, de Shelley, el dios celestial Júpiter se corresponde al Satán de Blake; debajo está Prometeo, el esclavizado espíritu Página 220 de la humanidad, y su Madre Tierra. Más por debajo se encuentra la cueva de Demogorgon, un misterioso titán hijo de Júpiter, pero que, a la hora señalada, sube desde el cuarto nivel al primero y destrona a Júpiter, destruyendo todas las jerarquías tiránicas al hacerlo. Júpiter, que en Shelley es idéntico al Zeus griego, pretende ser un diospadre, pero, a pesar del «piter» de su nombre, es en realidad un hijo usurpador[88], destronado a su vez por su hijo. Pertenece por tanto a la secuencia de Edipo mencionada con anterioridad. Otro tema con el que ya hemos topado es que, en el curso de la emancipación final, la Madre Tierra rejuvenece y pasa a ser una hermana-novia. Y otro es el hecho de que la liberación de Prometeo tiene lugar en un momento de tiempo expandido. Prometeo se lamenta del paso interminable de las horas, todas idénticas en el dolor y la miseria que traen consigo, pero está convencido de que al final una de estas horas se separará de las demás y provocará una gigantesca mutación en el tiempo. Lo que sucede es lo siguiente: Demogorgon se eleva desde su cueva a los cielos para destronar a Júpiter cuando llega el «Carro de la Hora». Esta «hora» es un momento de kairos o tiempo expandido que viene desde abajo, un acontecimiento como el de la Encarnación desplazándose en dirección contraria. La Atlántida es una concepción algo especializada para un rol tan crucial, por lo que necesitamos algunas imágenes suplementarias que redondeen este mito de un paradisíaco centro espiritual de naturaleza humana y física. Hablábamos de los «tesoros de oscuridad» de los reinos paganos, lo que se ve muy bien en los inmensos tesoros colocados en las tumbas de los faraones muertos de Egipto; y también hablábamos del tesoro enterrado como tema romántico, que más que un simple tesoro muchas veces parece simbolizar algo por lo que bien valía la pena asumir los riesgos del descenso. El movimiento romántico alrededor del cual tomó forma la nueva cosmología coincidió con el nacimiento de la arqueología y el descubrimiento de una civilización enterrada debajo de otra. Las pinturas paleolíticas descubiertas un poco más tarde todavía nos acercan más a nuestro tema del mundo enterrado. Cuando uno piensa en la maestría y precisión de estos trabajos, y las dificultades casi insuperables de iluminación y posicionamiento para llevarlos a cabo, empezamos a intuir algo de la intensidad que ha unido la conciencia humana con sus propias percepciones, una intensidad difícilmente imaginable hoy en día. Motivaciones mágicas, como la convicción de que si pintaban animales en las paredes de la cueva se aseguraban la continuidad de la caza, parecen Página 221 totalmente inadecuadas: sobre todo porque se ve claro que muchas de las figuras representadas son seres humanos recubiertos con pieles de animal. En cualquier caso tales cuevas son las entrañas de la creación; allí las distinciones conscientes no tienen relevancia y sólo queda la identidad pura. Las pinturas rupestres posteriores en Etruria, Anatolia, India y otras partes, así como los frescos de las catedrales, parecen indicar alguna afinidad entre la pintura, la fantasmal representación bidimensional de una experiencia tridimensional y una suerte de mundo innato. Pero los equivalentes verbales de un mundo semejante son más difíciles de definir. Fue, decíamos, durante el período romántico y el de sus predecesores del Sturm und Drang en Inglaterra y Alemania que los poetas y otros estudiantes de literatura descubrieron la cualidad primitiva de la poesía, y empezaron a comprender que siempre que una sociedad es reducida a los más desnudos requerimientos primarios de comida, sexo y cobijo, las artes, incluida la poesía, resaltan con fuerza al ser comparadas con esas desnudas exigencias primarias. En el fondo de lo primitivo, en literatura hay un mundo totalmente metafórico sin una distinción consistente entre sujeto y objeto. En ese mundo el espacio es, como espacio del sueño, cualquier lugar pero ninguno en particular. En cuanto al tiempo, hablábamos de la expansión del tiempo asociado con el sueño en el Antiguo Testamento, y veíamos cómo el mismo tema se reproducía en el «Carro de la Hora» que lleva a Prometeo en el poema de Shelley. En los de Blake también es un profeta del tiempo expandido, y constantemente tiene que aplacar a un colega conocido como el Espectro de Urthona, que representa el terror y la desesperación que inspiran el tiempo corriente o del reloj. La unidad verbal de este mundo de la Atlántida es el oráculo, que suele ser visto o empleado objetivamente como voz de un dios o como agente de dios que aconseja, normalmente sobre el futuro, tal como vemos con el oráculo de Apolo en Delfos o el de Jehová en Jerusalén (II Samuel 21, 1). Tales oráculos tienen una curiosa peculiaridad de doble vertiente: se supone que son aceptados acríticamente, y sin embargo también tienen la peculiaridad de encerrar un acertijo, una burla, como un mal chiste, como cuando a Creso le dicen que si ataca Ciro destruirá un gran reino, refiriéndose al suyo. Sólo hay que fijarse en Macbeth para darse cuenta de toda la malicia que pueden llegar a encerrar semejantes bromas. Parece bastante claro que Delfos no se limitaba a simples consejos versificados ofrecidos por una sacerdotisa más o menos narcotizada. El lema de Delfos era «Conócete a ti mismo», y se supone que se buscaba un yo muy Página 222 distinto al del ego con todos sus anhelos egoístas, con sus condicionamientos sociales y culturales, o lo que es lo mismo, el yo espiritual. Para ese yo, el «conócete» constituiría la unidad de Palabra y Espíritu en la que toda conciencia empieza y termina. Un espíritu semejante podía producir sus propios oráculos, y no sólo serían genuinamente proféticos sino también genuinamente ingeniosos. Finnegans Wake es el único libro que conozco dedicado por entero a esta escondida intercomunión entre Palabra y Espíritu, que no aflora al mundo exterior en punto alguno. Claro que la energía creativa implícita en esta intercomunión es la que ha producido toda la literatura. TRES Si he dedicado tanto espacio a la revolución mitológica romántica es porque el impacto del mito y sus cosmologías en la historia ha sido muy poco estudiado, y fue aquí donde tuvo resonancia histórica más visible. Claro que las metáforas habituales no desaparecen del lenguaje cuando pasa de moda su referencia original, sino que duran mientras parezcan apropiadas. No dejamos de usar expresiones como «a todo trapo» sólo porque ya no existan las carabelas; seguimos hablando de amanecer y atardecer sin encomendarnos por ello a un sistema solar geocéntrico, y de modo similar en el lenguaje religioso Dios sigue estando por encima nuestro en el cielo en incontables expresiones tradicionales que continúan siendo tan inteligibles como siempre. Pero ideológicamente es evidente que un nuevo tipo de alianza con la naturaleza, cimentado hace dos siglos, ha variado la concepción del hombre, que ha pasado de ser razonante o consciente, que crea imitando la creación de Dios, a un ser dotado de voluntad cuyas creaciones se ligan a energías naturales, como las mutaciones de la evolución. Al no haber nuevas especies de mito, el romántico ponía renovado acento en el mito de la muerte, desaparición y retorno, presente desde las culturas prebíblicas. Las metáforas de ascenso y descenso son tan frecuentes como siempre, aunque con menos escaleras. En su forma más común este mito es cíclico, y como tal suele tener los mismos aspectos siniestros y pesimistas de otros mitos cíclicos estudiados en los dos capítulos anteriores. También posee una forma revolucionaria, al abrirse paso desde un mundo inferior a otro superior, liberando con ello energías largamente reprimidas o aprisionadas. Ya hemos visto alguna de las confusiones derivadas de los aspectos cíclico y revolucionario del mito, y otras están por llegar. Página 223 Nuestra «variación» anterior se basaba en el interés sexual y sus sublimaciones y proyecciones en el mundo espiritual; puede resultar sorprendente decir que por lo que se refiere a su núcleo metafórico, el interés de la presente radica en la comida y la bebida. Pero si observamos la secuencia de decadencia, desaparición y retorno veremos que el foco emocional surge en el intervalo entre los dos últimos, y que esto nos retrotrae a un tiempo en el que —sobre todo en sociedades agrícolas— la energía emocional se centraba en buena medida en la provisión de comida durante la primavera o el otoño. El ciclo del orden de la naturaleza, el ciclo del descenso y retorno, muerte y vida nueva, el paso del invierno a la primavera y de la oscuridad al amanecer, domina la mitología del «dios muriente», crucial para tantas culturas. Algunos estudiosos piensan[89] que el ciclo de la luna, con su período central de tres días en los que mengua, desaparece y regresa, equivalía al núcleo metafórico del ritual de tres días en el que un dios asociado con la vegetación muere el primer día, es enterrado y desaparece, su ausencia es llorada durante el segundo día, y vuelve a alzarse el tercero. Para los pueblos agrícolas lo importante es la continuidad de este ciclo. Proserpina es secuestrada por Plutón y llevada al mundo inferior; mientras su madre la llora y busca, el mundo se vuelve estéril; al final es liberada, y su reaparición es ocasión de gran regocijo. Pero debe volver al mundo inferior, puesto que de otro modo al año siguiente no habrá nada que comer. En el diluvio del Antiguo Testamento el mundo entero desaparece bajo el agua, y cuando emerge se establece un ciclo agrícola de siembra y cosecha cuya permanencia viene garantizada por el propio Dios. Los principales productos agrícolas de los países bíblicos son el grano y el vino, y Noé celebra la ocasión descubriendo el vino, con resultados previsibles. Sin embargo, antes de esto tuvo que haber un ciclo agrícola, como se desprende del ofrecimiento que Caín hace de primeros frutos. La «maldición del suelo» entre la muerte de Abel a manos de Caín y el final del diluvio (Génesis 4, 12 y 8, 21) quizá señala hacia una economía de plantación anterior y más aventurada. Las promesas de regularidad en el ciclo anual, sin embargo, no excluyen frecuentes hambrunas, incluida la que lleva a Israel a Egipto al final del Libro del Génesis. Sugeríamos que los tesoros enterrados de la literatura popular podían ser metáforas de otros motivos de descenso, como la sabiduría oracular o una fuente de fertilidad. En el relato de John Ruskin, El rey del río de oro, el rumor del oro lleva a la muerte a dos hermanos malvados, mientras que para Página 224 el hermano bueno el oro real resulta ser un río de fertilidad. La fertilidad enterrada aparece en algunos mitos celtas de calderos con comida y bebida sin fin, que algunos estudiosos han intentado conectar con las narraciones del Grial. En cualquier caso, el cuerno de la abundancia es una espiral ascendente de vida del mismo modo que el maëlstrom o remolino mortal es lo contrario. El tema de la vasija de comida o bebida inagotable aparece como parodia en la botella sagrada de Rabelais, donde la palabra «oráculo» vincula el descenso —por supuesto también de forma paródica— a la búsqueda de la sabiduría o de un conocimiento secreto. No sería extraño que en el punto más bajo del descenso, tras acabar con un monstruo amenazante o salvar un obstáculo semejante, diéramos un giro crucial y pasáramos de la muerte a una nueva vida. El amanecer y la liberación de las aguas revitalizantes de la lluvia primaveral suelen conectarse con victorias sobre poderes siniestros que intentan prolongar la oscuridad o el invierno, como aquellos que «maldicen el día» en Job 3, 8. Un hermoso aunque algo grotesco ejemplo lo encontramos en Beowulf[90], en donde el héroe se sumerge en el agua para matar a la madre de Grendel y el veneno de su sangre derrite su espada, suceso que en seguida se asocia con la imagen de los carámbanos derritiéndose con la llegada de la primavera. El descenso en pos de una fertilidad renovada no es el tema del relato, pero la imagen está muy relacionada. El ritmo del ciclo natural tiene muchas analogías míticas en la vida humana. En la historia vemos ciclos de imperios que se levantan, declinan y son sustituidos por nuevos imperios; tenemos ciclos de regímenes autoritarios seguidos por revoluciones, que son a su vez seguidas por una nueva forma de autoridad; tenemos los ciclos de conversión e inversiones de movimiento semejantes en la psique individual; o imágenes del ciclo natural actuando sobre los seres humanos, como el despertar de la primavera que lanza a los peregrinos de Chaucer a la senda que lleva a Canterbury. Los ciclos humanos de la historia son mucho más irregulares e impredecibles que los naturales, aunque en Una visión de Yeats se esbocen unos, supuestamente muy precisos, a partir de las fases de la luna. Pero Una visión de Yeats no tiene demasiado que ver con el pensamiento mítico de su poesía, del que sería una distorsión obsesiva, del mismo modo que la idea del «eterno retorno» de Nietzsche me parece una distorsión obsesiva del mito del Superhombre. En cualquier caso, para la mayoría de las religiones e ideologías la noción de una vida humana dominada por la repetición cíclica es demasiado pesimista, y necesita ser mitigada por lo que Página 225 el propio Yeats llama «el crimen de la muerte y el nacimiento»[91], frase que evoca conceptos de karma y reencarnación. Al igual que en las otras variaciones, de nuestras tres versiones del mito —la parodia demoníaca, la adaptación ideológica y el mito auténtico— el ciclo interminable es un elemento de la parodia demoníaca. Por otro lado, la continuidad del ciclo vegetal es la base de la adaptación ideológica del mito. De la preocupación por poder seguir comiendo el pan nuestro de cada día pasamos a la preocupación por sobrevivir, por preservar una identidad consistente hasta la muerte o incluso más allá de ésta. De esto pasamos a su vez a la continuidad indirecta de las instituciones sociales o causas ideológicas que sobrevivirán a lo individual. En este punto lo lógico es pensar que todas las formas profundas de dignidad y autoestima tienen que ver con una identificación de lo individual con una iglesia, una nación, una revolución social, el avance del saber, o todo aquello que aparentemente conecte el pasado con el futuro, o dé cuenta del contrato, según Burke, de los muertos, los vivos y los nonatos. La senilidad social tiene su origen en el olvido de las tradiciones de nuestra herencia cultural; el repudio de las obligaciones con la posteridad es un acto de irresponsabilidad. El núcleo metafórico en relación con la comida y la bebida incluye dos rasgos significativos. Primero, que si bien la identidad con la naturaleza es mucho más inmediata en el acto de la comida que en el mito sexual de la novia-jardín (o huerto) que acabamos de examinar, ello no implica necesariamente amor a la naturaleza. Tiende más bien hacia la integración de la sociedad, y se sirve en buena medida del juego que da la palabra «cuerpo», que expresa tanto unidad individual como social. Y mientras hay muchos cuerpos sociales que no se relacionan directamente con la comida, en las sociedades humanas, igual que entre los animales y los pájaros, la etiqueta de la comida conjunta está estrictamente regulada[92], y tiene mucho que ver con el hecho de que los seres humanos son animales sociales. Hasta los más exaltados vuelos de la filosofía platónica tienen lugar en medio de banquetes. Así, mientras esta parte del axis mundi sea, como su predecesora, una escalera de amor, el énfasis cae en philia más que en eros, en el amigo, vecino, líder o (por lo general pequeña) comunidad más que en el compañero sexual. En un sentido negativo, uno de estos géneros centrales es la elegía por el amigo perdido (Lycidas, Adonais), que históricamente desciende del lamento por Adonis. Puede que el ritual hipotético que se estudia en La rama dorada, de Frazer, sea muy vulnerable desde diferentes perspectivas antropológicas pero Página 226 como estructura mítica resulta tan sólida como las pirámides. Vemos cómo un rey considerado divino es ejecutado cuando se encuentra en la cumbre de su poderío, por miedo a que su debilitamiento físico traiga consigo el consiguiente agotamiento de la tierra sobre la que gobierna. El motivo del ritual, por consiguiente, es la inquietud por el suministro de alimentos y la necesidad de un liderazgo fuerte. Al ser sacrificado, el rey divino es sustituido de inmediato por un sucesor, y su cuerpo es comido y su sangre bebida en una ceremonia ritual. Tenemos que hacer un violento esfuerzo de visualización para percatarnos de que ahora tenemos dos cuerpos del rey divino: uno encarnado en el sucesor y el otro escondido en el estómago de sus adoradores. De ahí que tras comer y beber a la persona, la sociedad pase a estar integrada en un cuerpo único: el suyo y el de él. En el poema prebíblico de Mesopotamia Enuma elish, se nos dice que la humanidad se formó a partir de la sangre del dios Kingu, al que asesinaron como traidor por tomar el partido equivocado en el conflicto cosmológico de Marduk y Tiamat (GC, p. 173). Este aspecto del mito de creación se omite en el recuento del Génesis, aunque tiene profundas analogías con el mito cristiano según el cual para redimir al mundo que ha creado, Cristo debe morir. Vemos mitos semejantes en otras partes (por ejemplo, el relato de Ymir en el Edda), pero en el Antiguo Testamento el tema se reemplaza por el énfasis puesto en la continuidad de la sociedad de Israel. Vuelve a aparecer en el centro del Nuevo Testamento, donde su conexión con la secuencia de renovación que se produce con la recogida del grano, siembra y grano nuevo parece lo suficientemente clara. Sin duda les resultaba lo suficientemente clara a los escritores del Nuevo Testamento, quienes ponen el acento en la analogía entre la pasión de Cristo y la semilla que tras ser enterrada vuelve a salir. Parece tan importante como para insistir en la muerte de la semilla (Juan 12, 24; I Corintios 15, 36). Por tanto Cristo es en todo momento asociado con la provisión milagrosa de alimentos. En los cuatro Evangelios se registran milagros en los que se alimenta a multitudes con cantidades muy pequeñas de comida, y a veces más de una vez, milagros que son antitipos explícitos de la provisión de maná en el desierto (Juan 6, 49-51). La imaginería de comer la carne de Cristo y beber su sangre la encontramos en los Evangelios antes incluso de la institución de la Eucaristía. Que el cuerpo de Cristo es una fuente infalible de alimento y bebida se afirma tanto a nivel físico como espiritual (el «pan nuestro de cada día» [epiousion] del padrenuestro también podría ser contemplado como pan «supersustancial»). El cuerpo de Cristo no es sólo «para ser comido, para ser Página 227 dividido, para ser bebido», según leemos en el Gerontion, de Eliot, sino que también es la fuente de la continuidad de la vida de su pueblo escondida en el interior de sus cuerpos. Lo mismo sucedía en los tiempos del Antiguo Testamento, según Pablo, quien dice que en el desierto los israelitas comen todos el mismo alimento espiritual y beben la misma bebida espiritual, esta última proveniente de una roca que era Cristo (I Corintios 10, 3). La Resurrección consigue lo que en la primitiva eucaristía frazeriana resulta imposible: el Dios-Hombre enterrado en el seno de su comunidad de repente se reintegra, reaparece e imprime un giro a su sociedad convirtiéndola en un único cuerpo. El sucesor que sigue al rey muerto sería metafórica o espiritualmente su hijo, y a veces asistimos al sacrificio de un hijo para prolongar la vida o fortuna del padre (GC, p. 212). En la mitología clásica parece no haber padre que a su vez no tenga padre. Zeus, padre de los dioses y los hombres, es hijo de Cronos, que a su vez era hijo de Urano, y algunos especialistas en mitología serían capaces de llevar aún más lejos el parentesco. En Yeats, Edipo —al matar a su padre y vivir incestuosamente con su madre— simboliza un período (o fase) trágico y heroico de la historia, al que seguirá un período cristiano más tranquilizador en el que Cristo apacigua a su padre y reconcilia a su madre con su novia-iglesia. Que Edipo represente para la tragedia lo que Cristo representa para la comedia es una idea de gran profundidad, pero yo creo que Yeats malinterpretó el auténtico contraste entre Cristo y Edipo, tanto por su tendencia a idealizar lo heroico y lo trágico como por la vaguedad de la doctrina cristiana al respecto. Los teólogos afirman que Cristo se ofreció como víctima propiciatoria para aplacar la sed de venganza que su padre sentía por el primer Adán. Lo que Jesús dice a sus discípulos es bastante más coherente: hace referencia al día en que «con toda claridad os hablaré del Padre» (Juan 16, 25). Su misión no es la de hacer algo en compañía de su Padre, sino la de presentarlo como la figura que, al ser el poder que dio comienzo a la antigua creación, puede acabar con ésta mediante una nueva creación. En los Evangelios Jesús habla de que será sucedido por una figura identificada más tarde como el Espíritu Santo. Esto forma parte de un modelo que va desde el arranque de los Evangelios sinópticos a los dos primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles. En la Encarnación el Espíritu es el padre de Cristo; la Palabra desciende y el Espíritu, que ya ha cumplido su misión, asciende. Al final del relato del Evangelio, en Hechos, encontramos la Ascensión, en la que a la ascensión de la Palabra le sigue el descenso del Página 228 Espíritu, que pasa a ser un «hijo» o sucesor de la Palabra. Esta sucesión es interpretada de forma diferente por las distintas corrientes de la cristiandad: para nuestros propósitos baste con decir que a la Palabra, que apunta hacia su propia comprensión espiritual, sólo puede seguirle su forma espiritual. Si en toda sociedad el rey es de hecho un líder, difícilmente podremos asimilar tan rigurosamente patrones sociales a míticos: un rey semejante debería poseer auténticos poderes, y en este caso, a la sociedad no le resultará fácil librarse de él en la cumbre de su poderío. De ahí el recurrir a figuras sustitutorias que no amenazan la continuidad de la secuencia —como prisioneros o criminales— a quienes se otorga privilegios de rey divino durante un breve tiempo antes de ejecutarlos. O puede que el rey simplemente vea renovado su poder de año en año en una ceremonia que reafirme el poder y la protección de su dios, como aparentemente ocurre en varios de los salmos. O sea que la concepción del rey legítimo o «ungido por el Señor», cuya persona es sagrada mientras viva, reemplaza la supuesta concepción anterior. Esto es algo que ya encontramos establecido en el Antiguo Testamento: Saúl muere en el campo de batalla y es sucedido por su yerno David, quien —es importante señalarlo— nada tiene que ver con la muerte de Saúl. La ideología de la unción del Señor prosigue en la mística de los Tudor sobre la realeza que tan central resulta en Shakespeare. Macbeth, por ejemplo, no es tanto una obra sobre el asesinato —aunque se asesine a un rey— como sobre el parricidio y el sacrilegio. En todas las sociedades que aceptan esta mística, cuando el rey muere de forma natural se hace necesaria una transición suave hacia el legítimo heredero. En Shakespeare, el tratamiento más notable a este respecto lo encontramos en la conclusión de El rey Juan, donde el bribón Juan, que ha logrado ser rey sólo porque ha apartado de su camino al legítimo heredero, Arturo, es sucedido de forma pacífica por el infante (y débil mental) Enrique III, mientras que el auténtico líder, Falconbridge, se abstiene de intentar hacerse con el poder. Una generación o dos después de Shakespeare, sin embargo, los ingleses ejecutaron a un rey legal, y la cabeza del rey Carlos se convirtió en el paladín mitológico que ayudó a que Inglaterra se mantuviera a la vanguardia mundial durante aproximadamente un siglo. Tras eso, la ideología del derecho divino fue desplazando gradualmente su centro de gravedad hacia la voluntad del pueblo y el proceso democrático, y el líder de jure pasa a ser el elegido, en contraste con el dictador, que proviene del ejército, única área social en la que sigue funcionando la autoridad suprema y es gobernada por la ley marcial. Vemos Página 229 que en cuanto a su divinidad o estatus de jure, el rey divino más que ejercer supremacía sobre su sociedad constituye su posesión compartida. Es, en primer lugar, una figura-víctima, y Jesús es un rey divino arquetípico porque ni siquiera se le reconoce su condición de rey, excepto en son de burla. El Antiguo Testamento da cuenta de la petición divina de sustituir las ofrendas de animales y vegetales por sacrificios humanos (GC, p. 212); el Nuevo Testamento introduce la Eucaristía, la comunión sin sangre con el pan y el vino, que espiritualmente siguen siendo el cuerpo y la sangre de Cristo. Uno y otro asimilan el mito al ciclo temporal, aunque introduciendo siempre algún elemento que se sustrae al ciclo en sí. Otro elemento de la parodia demoníaca, el opuesto al dios de la fertilidad que comemos y bebemos, es el demonio que se nos come y nos bebe, la figura de muerte que acecha detrás de todos los gigantes caníbales y glotones monstruos marinos de tantos mitos y cuentos populares. Lo encontramos en una especie diferente de parodia en Rabelais, donde la mayoría de los personajes desaparecen en el cuerpo de Pantagruel al final del Libro segundo, y de forma más seria en el Satán del Inferno. Condensando su estructura metafórica podemos ver el infierno de Dante como el cuerpo de Satán, y al poeta entrando por la boca de éste (como hace Jesús en los cuadros del Descenso a los Infiernos), atravesando las entrañas y emergiendo por el ano. La cosecha y la vendimia como imagen de la ira de Dios, como la escena del lagar en Isaías 63, que se repite en Apocalipsis 14, es un ejemplo bíblico del mismo tipo de imaginería invertida. CUATRO En la Biblia, al igual que en la literatura imaginativa, hay dos grandes patrones organizativos. Uno es el del ciclo natural, y el otro es el que hemos dado en llamar apocalíptico, la separación final de la vida y la muerte: en ésta el renacimiento de la primavera tras el invierno no se limita a dar comienzo a otro ciclo que lleva a otro invierno, y tampoco la muerte se limita a ser seguida por un nuevo nacimiento. La Pascua es una festividad que asimila la Resurrección al ciclo del tiempo, pero la Resurrección en sí misma no es un acontecimiento cíclico sino el comienzo de la separación apocalíptica. Puesto que una separación así no se hace visible en el mundo físico, la conciencia apocalíptica se convierte en una esperanza futura, ya sea un futuro histórico o un más allá personal. En el Nuevo Testamento el apocalipsis es proyectado hacia el futuro, por cercano que éste se encuentre (Apocalipsis 1, 3); una Página 230 segunda venida que adquiere la forma de una revolución cuando el presente orden social sea derrocado y tome el poder una minoría ahora oprimida. Este tipo de lenguaje-inversión se usa mucho en los Evangelios (véase, por ejemplo, la parábola de Lázaro), así como en el Libro del Apocalipsis y la posterior leyenda del Descenso a los Infiernos. Se da por supuesto que sólo un grupo muy selecto disfrutará de vida eterna; y si el cielo, como ciertos emplazamientos turísticos, es un lugar bien conservado esto se debe sólo a que en él no hay demasiada gente. Las visiones de un final inminente de la historia tal como la conocemos siempre han inspirado ocasionales movimientos sociales y religiosos. A veces, como en la Cuarta égloga de Virgilio, la visión de una nueva edad mantiene, en segundo plano, un ciclo de continuación al que de momento no se presta atención. Está bastante claro que las primeras generaciones de cristianos veían la segunda venida como un acontecimiento que tendría lugar en un futuro próximo y sería un despertar final de la pesadilla de la historia. Puesto que el siglo XX ha sido testigo de numerosas visiones similares cruelmente traicionadas, tal vez valga la pena concluir que una fijación tan intensa en el futuro representa una forma incompleta de mitología. En el Nuevo Testamento, al morir y ser enterrado, Cristo desciende al mundo inferior, regresa a la superficie de la tierra con la Resurrección, asciende por la escalera superior hacia el cielo en la Ascensión, y desciende desde allí en el Apocalipsis. En su peregrinación atraviesa todo el axis mundi, y una segunda venida sólo puede aumentar nuestra visión interior. Veíamos que los rituales frazerianos incluían la costumbre de designar a un gobernante temporal o rey de pacotilla: tal figura se asocia a veces con el período de carnaval y su relajamiento característico. El punto mitológico principal con respecto a un carnaval es que recuerda una Edad de Oro original de libertad e igualdad, como el reino de Saturno en el mito romano. Precisamente en las saturnalias, el más conocido de estos carnavales en el mundo antiguo, aparece de forma explícita la visión de una sociedad en la que los esclavos son equiparados a sus amos. Una vez más Jesús no es sólo un rey-víctima de la línea de David, como se lee en la inscripción de la cruz («Rey de los judíos») sino también un rey de pacotilla o carnaval, con una corona de espinas, sólo que prometiendo un paraíso al buen ladrón a pesar de los poderes seculares. Si preguntamos por qué el rey de pacotilla o el así llamado «interrex» tendría que ser asociado con una Edad de Oro, podríamos responder que porque representa una ruptura de la angustia por la continuidad, la esperanza por el final de la dependencia al ciclo natural y de Página 231 una eventual transformación de la vida humana en tiempo. Una vez más, el ritual cíclico no puede excluir del todo la esperanza apocalíptica, la esperanza de la revolución que más que revolverlo, lo invierta todo. Puede que parezca poco elegante sacar a relucir la imagen de los excrementos cuando se están discutiendo visiones apocalípticas, pero lo excrementicio tiene que ver con los alimentos, y sospecho que se trata del núcleo metafórico de la última separación entre el cielo y el infierno que acabo de mencionar. El filósofo que dijo que la suciedad es materia en un sitio equivocado no llevó a cabo un análisis demasiado exhaustivo: la nieve que cae en nuestra acera en invierno es materia en el lugar equivocado, pero la diferencia entre la nieve limpia y la sucia vuelve a ser otra cosa. La suciedad tiene siempre alguna conexión psicológica con lo excrementicio, y está vinculada a todo aquello de lo que queremos librarnos. Este es el quid de la puntualización de Jesús (Mateo 15, 11) en el sentido de que lo que contamina al hombre es lo que sale de su boca y no lo que le entra dentro; puntualización a la que uno desearía prestaran más atención aquellos que ponen tanto empeño en censurar y prohibir libros y otras obras de arte. La gente con prejuicios asombrosamente estúpidos hacia grupos sociales diferentes al suyo siente un gran apego por la palabra «sucio». La ambigüedad de actitudes sexuales que hemos trazado en el capítulo anterior tiene mucho que ver con la interrelación de órganos sexuales y excretorios en el cuerpo, y la noción consecuente en el sentido de que el acto sexual es «vergonzoso», lo que no deja de ser una modulación de «sucio», como vemos, por ejemplo, en el término histérico «asqueroso», tan frecuentemente utilizado por la pretendida gente moralista para describir lo explícitamente sexual. Muchas religiones también desarrollan patrones de lo ritualmente no limpio para levantar barreras excluyentes que les ayuden a definirse sobre la base primitiva de la náusea. Igual que en la cristiandad la Eucaristía se funda en la base metafórica del alimento y la bebida, así el bautismo pasa a ser la imagen física de la limpieza espiritual, la separación de lo auténticamente individual de lo excrementicio del pecado original. Lo excrementicio también tiene una conexión mítica muy próxima a la muerte, siendo el cuerpo muerto para muchas mitologías lo que Blake llama la «cáscara excrementicia», algo a desechar y dejar detrás. Muchos de los eufemismos empleados para referirnos a la muerte encierran una metáfora excretoria. Como la muerte es algo que acontece a todo el mundo, solemos verla como el único principio imparcial e irrespetuoso con la gente. De ahí la popularidad, ya mencionada, de la forma conocida como danse macabre, en Página 232 la que con el mismo fin visita al rey y al mendigo por igual. Y es por una razón parecida por lo que la imaginería escatológica y excrementicia resulta tan esencial a la literatura, y en especial a la sátira. Se ha hablado mucho, por ejemplo, de la visión excrementicia de Swift[93]. Pero la visión de Swift era niveladora: al igual que la muerte, lo excrementicio equipara a la humanidad, y el falso idealismo que intenta ignorarlo es una forma del pecado de orgullo. En el célebre Ladies’ Dressing-Room, por ejemplo, que concluye con un «Celia caga», podemos pensar que Celia es menospreciada porque se ve rebajada a ciertas funciones impropias de un organismo del mundo humano o animal, y que por consiguiente el propio Swift es un retorcido. Pero yo sospecho que el auténtico ridículo recae sobre Strephon, el amante de Celia, por intentar envolver a su amada en una nube de pureza y refinamiento que no puede coexistir con la vida humana. Por supuesto que desear tal pureza puede ser genuinamente imaginativo: uno piensa en el exquisito poema de Marvell sobre la gota de rocío, que cae sobre un polucionado mundo inferior para acabar volviendo al mundo más puro del que provenía. Pero este poema de Marvell no es una sátira. Entre los mitos examinados por Frazer encontramos muchos en los que se aparta o «mata» alguna figura o símbolo identificado con la muerte. La paradoja de la muerte reposa en lo que bien podría considerarse un suelo virgen en el cerebro de los hombres, la sensación de que, a pesar de todas las evidencias en un sentido contrario, la muerte en realidad no es inevitable, sino que siempre está causada por alguien o algo. Matar la muerte es traer a la vida, y servirse de un chivo expiatorio es otro ritual que expresa la esperanza de una vida permanentemente nueva, de la que la muerte está excluida, o, una vez más, excretada. Si echamos un vistazo a uno de los relatos detectivescos de misterio tan de moda hace una o dos generaciones, nos encontraremos para empezar con una muerte que, según las convenciones, no puede deberse a causas naturales, sino que presupone un asesino (suposición ésta que en algunas sociedades primitivas se mantiene de todas las muertes). Una vez se ha resuelto la muerte al final del libro, se forma un nuevo grupo social entre los personajes del que queda excluido el asesino, chivo expiatorio o figura muerta. Si el relato está bien construido, todas aquellas observaciones y episodios entre paréntesis, sin importancia aparente en su momento, cobran un significado nuevo y siniestro. El relato detectivesco también se sirve del recurso técnicamente conocido como catastasis, la solución plausible pero falsa que ofrece normalmente la policía, justo antes de que el gran detective llegue y lo ponga todo en su sitio. Página 233 En Mademoiselle de Scudéry, de E. T. A. Hoffmann, probablemente uno de los primeros relatos detectivescos, encontramos un ejemplo desarrollado en su totalidad. Este recurso también lo encontramos en la imaginería bíblica, en la que la catastasis es la visión convincente pero falsa en última instancia del poder de Babilonia y Roma. Cuando es rechazada, su contrario, la apocatastasis o restitución de todas las cosas (Hechos 3, 21) toma su lugar tras la destrucción del último enemigo, como llama Pablo a la muerte. El ciclo de la fertilidad celebrado en la Pascua no se incluye sólo en el mito de la Pasión en los Evangelios, ya que en el relato de Lucas de la Natividad, con sus pastores y su pesebre además de los tradicionales buey y asno, también encontramos el tema de una renovada intensidad de contacto con la naturaleza. De todos modos la Resurrección representa la ascensión de un mundo inferior a otro superior, y tiene poco que ver con temas de fertilidad como el de Adonis, en los que las nuevas vidas de primavera son diferentes a las del año anterior. Este alzamiento se completa con la segunda venida o Apocalipsis. En los Evangelios, las narraciones sobre la Resurrección son deliberadamente plácidas y serenas, están llenas de la misteriosa tranquilidad de un acontecimiento espiritual. Pero en un segundo plano encontramos el poder de un Dios infinitamente más fuerte que cualquier Sansón o Hércules liberándose de todo el hedor a muerte y con el rostro tiznado por el humo del infierno. El siguiente paso es examinar lo que trae consigo. En el tradicional Descenso a los Infiernos, la comunidad en alza es la formada por aquellos de los que se habla en contextos favorables en el Antiguo Testamento (y en Juan el Bautista). Pero si echamos un vistazo al patrón de la imaginería bíblica nos encontraremos con un panorama más amplio. Mencionábamos la significación del ascendiente moabita de Rut y el interés de Dios por Nínive en el Libro de Jonás, y en el Nuevo Testamento se nos habla de recibir con los brazos abiertos a los cojos y ciegos, o de avisar antes a los pecadores que a los cumplidores; se nos habla también del regreso de hijos pródigos, de la amistad de Jesús con publicanos y pecadores, de la existencia de celotas (extremistas políticos) entre sus discípulos. Un discípulo recibe la orden expresa de viajar al desierto para bautizar a un eunuco etíope (Hechos 8), y Pablo habla de eliminar toda diferencia de estatus social, sexual o religioso (Gálatas 3, 28). Parece referirse tanto al proletariado como a los héroes precristianos convencionales: un cuerpo tan grande, de hecho, como para sugerir que la Resurrección representa la liberación de todo aquello injusta o Página 234 innecesariamente reprimido, bien sea en la sociedad o en la mente de los hombres. Para armonizar todo lo dicho necesitamos otro principio estructural, y para encontrarlo debemos volver a los temas de descenso en la literatura de ficción. La gran mayoría de los temas de descenso incluyen alguna variedad o mutación de dos motivos concretos: amnesia y dobles o gemelos. Un descenso a un mundo por debajo de la conciencia implica una ruptura en la continuidad de la memoria consciente, o una aniquilación de las condiciones previas de existencia, lo que viene a equivaler a caer dormido. El mundo inferior suele ser un mundo de tiempo muy expandido, en el que unos pocos momentos se corresponden a muchos años en el mundo superior. El motivo de los gemelos es un aspecto del inmensamente complejo tema del doble o Doppelgänger, que recorre todo el folclore, la literatura y la religión comparativa, pero que estuvo particularmente de moda en la literatura del período romántico entre Hoffmann y Dostoievski. Un aspecto especialmente interesante del doble es la relación entre el yo soñador y el yo soñado, el personaje principal del sueño. Aquí se sigue el patrón de un observador y un actor dentro de la misma psique, de la que otras formas son los mitos de la conciencia, del ángel de la guarda, del daimon de Sócrates, y semejantes. En la literatura de este siglo tenemos la relación entre el Finnegan de Joyce, gigante soñador que es todos los hombres, y HCE, el mismo hombre como héroe del sueño, que pasa por una experiencia cíclica de la historia. Cualquier dualidad derivada de una sensación de conflicto dentro de uno puede adoptar una forma de Doppelgänger: la dualidad alma-cuerpo, la de malo-bueno, la de consciente-inconsciente, o el lado subjetivo y el objetivo de la personalidad, son sólo unos pocos ejemplos. En el contexto de la literatura norteamericana, a Poe y a Mark Twain les fascinaban los temas de doble. Huck Finn y Tom Sawyer mantienen casi la misma relación que Esaú y Jacob en el Génesis, el hombre peludo de los bosques y el civilizado de piel tersa, pero en el último capítulo de Huckleberry Finn Huck no sólo se pone a las órdenes de Tom Sawyer sino que llega incluso a adoptar su nombre. Muestras literarias más complejas como Las cabezas trocadas, de Thomas Mann, El ministerio del miedo, de Graham Greene o Solid Mandala, de Patrick White, nos darán una idea de lo variado y recurrente que llega a ser el tema del doble. La imagen del doble más simple es la del espejo doble, que puede ampliarse hasta abarcar sombras o retratos como el de Dorian Gray de Wilde. Página 235 He dicho en otra parte que sólo podemos objetivizar nuestra existencia en el tiempo y el espacio si miramos la faz de un reloj o nuestra propia faz en un espejo. La frecuencia con que aparecen relojes y espejos en Poe, pongamos por caso, indica un mundo en el que la distinción entre sujeto y objeto ha ido tan lejos como para que el propio sujeto se haya convertido en objeto. O el doble puede representar un contraste moral, como el ángel bueno y el ángel malo del Fausto de Marlowe. El relato de Poe, William Wilson, y los personajes de Jekyll y Hyde de Stevenson son ejemplos conocidos. La ciencia ficción también ha contribuido con diferentes formas de doble, sobre todo los creados por los viajes en el tiempo y aquellos que se deben a la concepción de mundos paralelos. Tanto una forma como la otra fueron anticipadas por Henry James. En el inconcluso The Sense of the Past, de James, un hombre del siglo XX viaja cien años atrás en el tiempo, mientras su doble viaja al futuro haciendo el recorrido inverso. En The Jolly Corner, un americano que ha pasado su vida en Europa vuelve a América para confrontarse y ver qué hubiera sido de él de haber permanecido en ese lado del Atlántico. Parece claro que muchos relatos de doble tienen que ver con las disputas que consideramos antes sobre los conceptos de alma y cuerpo, con las conflictivas exigencias de la conciencia y de algo que la elude. En esos relatos cada aspecto del doble le resulta necesario al otro, y, como en William Wilson de Poe, destruir al doble implica destruirse a uno mismo. En Los elixires del diablo, de Hoffmann, encontramos a un monje santo que se ve arrastrado por su doble a cometer violaciones y crímenes. Si no nos sentimos identificados con las implicaciones religiosas del relato, o al menos con las implicaciones de los personajes, podríamos pensar que la vida austera y célibe del héroe no deja de ser otro esfuerzo para luchar contra la naturaleza, con los inevitables resultados. Un estado de vida tan dividido podría simbolizarse mediante una cabeza separada del resto del cuerpo que vive una existencia descarnada. En uno de los relatos de Poe, A Predicament, leemos cómo una mujer que está atrapada en una torre de reloj sufre la sección de la cabeza por una de las manecillas del reloj, y tanto la cabeza como el tronco están convencidos de ser la auténtica psique (la mujer se llama Psique). En la obra de Yeats, The King of the Great Clock Tower, volvemos a encontrar una torre de reloj y una cabeza seccionada. La presencia de un reloj sugiere una vez más que la brecha que separa lo consciente de lo subconsciente tiene mucho que ver con nuestra forma de contemplar el tiempo. Este último aspecto de la situación aparece en muchos poemas y relatos y es un reflejo de la curiosa fascinación del siglo Página 236 por la historia de Salomé, Herodías y la cabeza cortada de Juan el Bautista. En uno de los poemas más condensados que se hayan escrito, el Cantique de Saint-Jean, de Mallarmé, la imagen de la cabeza cortada se vincula con la posición del sol en el cénit, lo que sugiere el paradójico momento intemporal que nunca llega a existir. Pero no todos los temas de doble son tan irónicos, como demuestra Otto Rank en su estudio del motivo[94]: la forma más metafóricamente condensada del mito es la de los aspectos inmortales y mortales de la misma identidad: el grano como doble de la semilla. El tema de un yo elevado y su doble inferior lo encontramos en variedad de formas: tratado despreocupadamente en el relato de Hoffmann sobre el pintor Salvatore Rosa, en el que un avaro es curado de su avaricia y libertinaje al ver a su doble en escena, papel éste representado por el pintor. En otro relato de Hoffmann, La jarra de oro, un joven poeta está enamorado de una muchacha que quiere casarse con un concejal (Hofrath), pero también se relaciona con una misteriosa muchacha serpiente asociada tanto con Atlantis como con un jardín paradisíaco. La superficie narrativa del relato parece decirnos que el poeta, retirándose a su propio mundo de imaginación, al final se queda con un hada, mientras que la otra heroína, que sigue viviendo en el mundo real, se casa con otro que acaba por convertirse en concejal. Pero la concepción del doble es lo suficientemente flexible como para que sintamos que de hecho el mismo hombre puede conseguir a ambas heroínas, una en su imaginación y la otra en la realidad. El dramaturgo francés Jean Giraudoux escribió una obra llamada Amphitryon 38, con lo que afirmaba que el mito en el que se basaba había sido dramatizado (por lo menos) treinta y siete veces con anterioridad. En la mitología griega Zeus se siente fuertemente atraído por Alcmena, la mujer de Anfitrión, y tras adoptar la forma de este último se acuesta con ella. Se cuenta una historia similar referida al linaje del rey Arturo. Alcmena dio a luz gemelos, el inmortal Heracles, hijo de Zeus, y el mortal Ificles, hijo de Anfitrión. En la adaptación que hizo Plauto del relato (y en la de Moliere) encontramos sirvientes gemelos así como la figura divina-humana doble. El tema de los gemelos dobles aparece en La Comedia de las equivocaciones, de Shakespeare, en la que la misteriosa atmósfera parece más próxima a Anfitrión que a Los menecmos, la fuente citada con más frecuencia. En el Nuevo Testamento el padre de Jesús es el Espíritu Santo, no José, pero se comenta que Jesús tuvo un hermano, cuyo padre habría sido José, y una leyenda cristiana anterior también asociaba a Jesús con una figura gemela XIX Página 237 llamada «Judas Tomás», identificado con el apóstol Tomás (cuyo nombre significa gemelo) y con el autor de la Epístola de san Judas. La leyenda también atribuye la fundación de Roma a los gemelos Rómulo y Remo, quienes fueron engendrados por el dios Marte de una virgen vestal. Aquí ambos gemelos parecen arrancar con el mismo estatus, aunque Remo no tarda mucho en ser borrado. Un ejemplo más cercano del doble como yo inmortal es Heracles en la Odisea, de quien se dice, en un verso interpolado[95] que fascinaba a Yeats, que es simultáneamente una sombra en el Hades y un espíritu inmortal entre los dioses. Nos acercamos aquí a una forma de imaginería doble en la que una figura central se eleva al mundo superior como cuerpo espiritual integrado. Puede tratarse de un doble sexual e incluir una hierogamia como la del capítulo anterior, en la que sólo la escena es diferente. Dos poemas de las Songs of Innocence, de Blake, «The Little Girl Lost» y «The Little Girl Found», nos hablan de una niña llamada Lyca que es llevada por un león guardián a una cueva protegida. El preludio al primer poema indica que el relato simboliza el intervalo hasta el despertar de una tierra femenina unida a su creador y transformada en un paraíso. El preludio es seguido por la narración, y el primer verso incluye la expresión «clima sureño», que recuerda el «salvaje sureño» de «The Little Black Boy» en el mismo libro, y tal vez sugiere que Lyca es en realidad una niña negra, lo que la vincularía tanto con la Proserpina del mundo inferior como con la heroína negra del Cantar de los Cantares. En cualquier caso representa una visión interiorizada de una Naturaleza regenerada a la espera de entrar en su reino legítimo. Lyca también se vincula a la oscura Tierra ya mencionada de la «Introducción» a las Songs of Experience, «Alma extraviada» que no es ni Adán ni Eva sino una entidad femenina que los contiene a los dos y mucho más, y que es urgida a dejar de volver a la oscuridad cada noche y a salir al eterno mundo de luz. Aquí rozamos el tema de lo masculino y lo femenino unido en un único ser andrógino. En A Winters Tale, de Dylan Thomas, un pájaro hembra de color rojo y blanco como la tortuga-fénix del poema de Shakespeare desciende sobre un viejo que se está muriendo en invierno, uniéndose con él en un punto en el que la muerte, la consumación de una unión sexual, un nuevo nacimiento y la transformación del invierno en primavera representan todos el mismo acontecimiento en el mismo lugar y tiempo. Otros ejemplos van desde la comedia romántica incluida en Noche de Reyes, en la que los gemelos hermano-hermana cimentan un matrimonio doble, hasta la forma condensada y explícitamente metafórica de la figura central del andrógino Página 238 Séraphita, de Honoré de Balzac. En un contexto de parodia, las uniones estériles de La tierra baldía, de Eliot, son observadas por el andrógino Tiresias, «anciano de arrugadas ubres», como lo llama el poeta. Los más irónicos temas del doble convergen en lo que podríamos llamar la prisión de Narciso[96], el hermoso joven paralizado por su reflejo y consiguientemente incapaz de enamorarse. Los mitólogos no tardaron en hacer de Narciso un tipo de la caída de Adán, puesto que Adán, como Narciso, se identificaba con su propia parodia-reflejo en un mundo inferior. La concepción paulina de Cristo como segundo Adán hace de Cristo el doble del Narciso-Adán que facilita el original de lo que Lacan llama el stade du miroir y Eliot a wilderness of mirrors. En el ensayo de Buber Yo y tú, leemos que estamos todos aprisionados en un mundo «Eso» que en realidad es un reflejo de nosotros. El mundo de «Eso» incluye la naturaleza y el entorno físico, pero también incluye el mundo social, siendo «él» y «ella» aspectos de «Eso» en este contexto. La creación, según esta visión, es inteligible porque refleja nuestra mente; el mundo es hermoso porque refleja nuestras emociones. Sólo un «Tú», que es tanto otra persona como nuestra propia identidad, libera la capacidad de amar que nos saca del mundo de sombras y ecos (Eco era la amante de Narciso, y su contrapartida aural) para llevarnos al mundo de la luz solar y la libertad. Página 239 8. Cuarta variación: el horno UNO Hemos perfilado tres grupos de imágenes de axis mundi. Dos de ellos, relacionados con la Biblia, parecen vincularse respectivamente con los relatos de creación S y J. El tercero, la imaginería de descenso desde la superficie de la tierra, arranca con la caída de Adán y Eva ligada al relato J, en el que la humanidad desciende a un orden cíclico de la naturaleza y a un ciclo político de opresión y revuelta. El ciclo político empieza simbólicamente con el asesinato de Abel y el exilio de Caín. Es como si faltara un cuadrante, una imaginería de caída ligada al relato S. No lo encontramos en el lugar que en principio le corresponde, el primer capítulo del Génesis, pero si apareciera contradiría el tono de satisfacción general de Dios hacia los esfuerzos creadores. Sin embargo, con el desarrollo de la narración la historia avanza. Es la historia de los ángeles rebeldes, la guerra en el cielo y su expulsión: el relato que Milton incorporó a El paraíso perdido reconstruyéndolo a partir de alusiones bíblicas. Una caída demoníaca, tal como Milton la presenta, implica desafío y rivalidad con Dios más que simple desobediencia; de ahí que la sociedad demoníaca sea una parodia sostenida y sistemática de la divina, asociada con demonios o ángeles caídos porque en sus poderes parece muy alejada de las capacidades humanas normales. Leemos sobre ángeles que ascienden y descienden por las escaleras de Jacob y de Platón, y de modo similar parece como si en la vida pagana existieran refuerzos demoníacos que explican la casi sobrehumana grandeza de los imperios paganos, en especial justo antes de su caída. Página 240 Dos interesantes pasajes del Antiguo Testamento vinculados a este tema son la condena de Babilonia en Isaías 14 y la de Tiro en Ezequiel 28. Babilonia se asocia al Lucero de la Aurora, que se dice a sí mismo: «Me asemejaré al Altísimo»; Tiro se identifica con un «querubín protector de alas desplegadas», una criatura espléndida que vivía en el jardín del Edén «hasta el día en que se halló en ti iniquidad». En el Nuevo Testamento (Lucas 10, 18) Jesús habla de cómo Satán cae del cielo, de ahí la tradicional identificación de Satán con el Lucifer (Lucero) de Isaías y cómo fue creciendo su leyenda de gran adversario de Dios; anteriormente el príncipe de los ángeles, y también, antes de ser desplazado, el primer hijo nacido de Dios. En la cristiandad, la fuerza demoníaca sobrehumana que se esconde detrás de los reinos paganos es llamada Anticristo, gobernante terrenal que reclama honores divinos (GC, p. 95). Mucha de esta demonología es tardía: sólo muy al final del Nuevo Testamento (Apocalipsis 12) se nos habla de forma explícita de una guerra en el cielo y de la revuelta de un tercer ángel. El Libro del Apocalipsis parece por tanto no una simple coda a la Biblia, sino una escena de reconocimiento, en la que afloran los misterios latentes en la imaginería anterior. En sus esfuerzos por reconciliar el Génesis 1, 27 y 5, 1 con la versión J, la leyenda posterior desarrolló la figura de Lilit, primera mujer de Adán y madre de demonios (GC, p. 167). Una vez más, la maldición de la serpiente en la versión J —que en ese contexto es presentada sencillamente como una serpiente— se explica por la suposición posterior de que la serpiente era el portavoz de Satán. Los inicios del relato demoníaco, sin embargo, aparecen muy pronto en el Génesis. Primero tenemos el recuento de la progenie de Caín en Génesis 4: los descendientes de Caín establecieron las artes, en especial la música, la metalurgia y otras formas de la vida urbana, así como una renovación del mundo pastoral de Abel. Pero el episodio de Lamek, al final del relato, parece indicar la resolución de una tendencia maligna que dio comienzo con la muerte de Abel a manos de Caín. Otro punto de arranque es el misterioso pasaje en Génesis 6, 1-4 que habla de cómo los «hijos de Dios» fueron atraídos por las «hijas de los hombres», descendieron a la tierra y procrearon en ellas una raza de gigantes. Al parecer, estos gigantes fueron uno de los factores que provocaron el Diluvio, aunque por lo visto sobrevivieron a éste, ya que sus descendientes siguieron aterrorizando a los israelitas en la frontera misma de la Tierra Prometida (Números 13, 33). Seguimos con «Nemrod el bravo cazador» y el vasto proyecto de Babel en Génesis 10-11. Página 241 Lo que según todos los indicios encontramos en estos pasajes del Génesis es un paralelo bíblico o contraste con la edad de los héroes en Hesíodo (aunque Josefo haga una comparación con el relato de los titanes). En el relato del origen de los gigantes se representa a Dios diciendo, con aire más bien fatigado: No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne; que sus días sean ciento veinte años. Entre las distintas cosas que esto podía significar, una tal vez sea que Dios rechaza el mito griego del héroe, el ser de origen divino y humano, el fruto de (normalmente) un padre divino y una madre humana. En el Génesis no se registra nada comparable a semejante raza de héroes semidivinos, aunque en los dos primeros libros de El paraíso perdido queda claro que Milton asocia diversos aspectos del heroísmo clásico, tal como los encontramos en Áyax, Odiseo y Aquiles, con los ángeles rebeldes. El pasaje del Génesis era la base del Libro de Enoch, que amplía en buena medida el relato de la caída de los espíritus lascivos. El Libro de Enoch tuvo alguna influencia en los posteriores y más decadentes libros del Nuevo Testamento (Judas 14; II Pedro 2, 4). Esa influencia tal vez también se refleje en el Libro del Apocalipsis. Apuntábamos antes la afirmación en Apocalipsis 14, 4 en el sentido de que todos los redimidos de la tierra —ciento cuarenta y cuatro mil, según se decía— son hombres célibes que no se «mancharon con mujeres». Una forma de dar sentido a esta frase tal vez sea la de tomarla como un antitipo (GC, p. 104) de los ángeles que tanto se mancharon en el relato de Enoch, y ello a pesar de que en una lectura superficial el pasaje parece referirse al poder de destrucción patriarcal[97]. Los paralelos clásicos del relato de Enoch, los descensos de los dioses, y en especial de Júpiter, en pos de apetitosas mujeres —normalmente disfrazados de animal— son muy populares en la literatura occidental, en la pintura y en la música. Naturalmente estos relatos son de tono más festivo que el de Enoch, aunque debido a la desigualdad entre los miembros de la pareja despiertan poco afecto hacia los dioses. Descubriremos la razón cuando nos detengamos en versiones más humanizadas, como el tema del droit de seigneur en Las bodas de Fígaro, que saca a relucir con mucha claridad un resentimiento subyacente contra los privilegiados. Otro paso nos lleva al antagonismo de clase casi protomarxista de la extraordinaria obra de Félix Lope de Vega, Fuenteovejuna, en la que los campesinos se alzan contra los nobles, que se benefician de sus mujeres[98]. Página 242 Está claro que el héroe con un padre divino y otro humano —aunque la divinidad progenitora haya sido sólo un ángel—, no tiene cabida en una religión estrictamente monoteísta como el judaísmo, o, mucho más tarde, el Islam. Presentar a un Cristo engendrado por Dios en una madre humana era por tanto una suerte de escándalo, una recaída en la mitopoesis helenizante. El relato del Nuevo Testamento sugiere sin embargo un aspecto más positivo del mito de Enoch. El héroe clásico suele ser una figura trágica, dividida por su combinación de divina y humana; el parentesco mixto de Cristo al menos señala hacia una reconciliación de lo divino y lo humano, y es por consiguiente cómico (en el sentido de Dante, que ve a la cristiandad como una commedia). En la mitología de Yeats, a la que antes hemos hecho referencia, nos encontramos con una concepción cíclica de la historia en la que a una civilización trágica y heroica le sigue otra cómica y social. Cada uno de estos ciclos comienza de forma mítica con la conjunción de un pájaro divino y una mujer humana: Leda y el cisne para el ciclo clásico, la paloma (Espíritu Santo) y la Virgen para el cristiano. En su pieza teatral, The Herne’s Egg, Yeats profetiza un tercer ciclo que dará comienzo en Irlanda. Tras la muerte de Yeats afloró una mitología popular de apariencia similar, con relatos de carros de dioses al principio de la historia y platillos voladores en su final. Lo que aquí nos interesa es el hecho de que el mito del Génesis amplificado en Enoch tiene un aspecto positivo y creador y otro siniestro. El mundo de los titanes, gigantes primitivos y demonios, suele contemplarse siempre como maligno, y la palabra «demoníaca» normalmente se usa, como sucede en este libro, para hacer referencia a una parodia de la vida humana centrada en la muerte. Pero lo que ahora buscamos es una zona de imaginería axis mundi con aspectos tanto creativos como destructivos, igual que en los otros tres casos. En literatura encontramos ascensos y descensos desde y hacia los malvados y siniestros mundos inferiores, y podemos reservar la palabra demoníaco para ello. Sin embargo también podemos encontrar ascensos y descensos de orden creativo, y para referirme a ellos utilizaré la palabra «titánico». La imaginería de lo titánico nos lleva a las profundidades inferiores de la imaginería del descenso y regreso que trazamos en el capítulo anterior, y nos devuelve a los orígenes de la sabiduría humana y el poder. La Biblia, como indicábamos, no se muestra demasiado amable con lo heroico o lo trágico, y mucho menos con lo titánico, y el ascendiente de la Biblia en nuestra cultura es la razón principal de que se identifique lo titánico con lo demoníaco. Desde una perspectiva más inclusiva, no hay razón para Página 243 establecer semejante contraste entre el daimon de Sócrates y un ángel de la guarda cristiano, o entre lo que Wordsworth sentía cuando hablaba de «inmensas y extraordinarias formas»[99] en la naturaleza y lo que un griego debía de haber experimentado al pensar en Dioniso o Artemisa. Hasta los poderes titánicos que hicieron de Egipto y Babilonia imperios mundiales son considerados con una gran dosis de respeto por los profetas del Antiguo Testamento. Cada uno de nuestros repasos axiales puede estar vinculado a un dios o presencia informante: la deidad dominante de la escalera de sabiduría superior, esbozada en el capítulo quinto, es el descabellado Hermes, y Eros es la deidad de la escalera del amor superior, en tanto que la deidad del tema de descenso y regreso del mundo inferior (es decir, de la fertilidad), es Adonis. El héroe de sabiduría inferior que nos ocupa ahora es Prometeo, el titán que en algunos relatos creó al hombre, que desafió a los dioses y destruyó (o redujo al absurdo) el culto sacrificial para traer al hombre el fuego que hizo posible la civilización. Tradicionalmente Dios crea al hombre y su Palabra se vuelve carne; en el contexto prometeico el hombre crea a sus dioses, y su carne se convierte en palabra: esto es, su cuerpo o cuerpos creados desarrollan conciencia. Este Prometeo es uno de los patrocinadores de la actitud —que aparece esporádicamente en literatura desde la época de Lucrecio— de ignorar a los dioses porque aunque éstos existan, sólo son seres extraños a los que no interesa la vida humana. El poema de Goethe sobre Prometeo hace que el héroe diga que forma a los hombres según su imagen para que sean como él, para que se lamenten y regocijen y sobre todo ignoren a los dioses, tal como hace él: Hier sitz ich, forme Menschen Nach meinem Bilde, Ein Geschlecht, das mir gleich sei, Zu leiden, zu weinen, Zu geniessen und zu freuen sich Und dein nicht zu achten Wie ich![*] Sin embargo, la representación más familiar de Prometeo es la del titán crucificado y torturado por un malvado dios celestial; en otras palabras, una figura trágica como el Jesús de la Pasión. La Biblia rechaza la concepción del héroe sobrehumano, en buena medida pasa por alto el aspecto de la imaginación que llamamos tragedia, en la que los esfuerzos de un héroe Página 244 pueden acabar en desastre no sólo a pesar de su grandeza, sino a menudo por culpa de ésta. El héroe trágico hace demasiadas preguntas incómodas sobre las virtudes morales de los dioses y los conflictos irreconciliables de la naturaleza humana y la divina. Las tragedias griegas, por otra parte, formaban parte del culto a Dioniso, que, con sus sufrimientos de muerte y desmembramiento, es otra forma del poder prometeico que se esconde detrás de lo que venimos llamando energía creadora titánica. Dioniso y no Prometeo es la figura central en Nietzsche, con su Superhombre, su Herrnmoral que celebra el orgullo heroico y aristocrático y la identificación final con Dioniso, a quien considera una figura de «Anticristo». El interés por Dioniso arranca del temprano El nacimiento de la tragedia. Yeats también contrasta los ideales paganos y dionisíacos con los cristianos, con una marcada preferencia por los primeros. Pero es menos rigurosamente anticristiano que Nietzsche: de hecho está enterrado en un camposanto cristiano. En cuanto Nietzsche, es probable que viera en el Dioniso perpetuamente en trance de morir a una figura de afirmación vital, y al Cristo de la Resurrección como una figura que negaba la vida. Pero esto difícilmente hace de Nietzsche un Anticristo, el cual es descrito en el Nuevo Testamento (II Tesalonicenses 2, 4) como alguien que «se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios». Esta figura combina el estatuto o presencia pagana que profana los Santos Lugares (Mateo 24, 15) con una especie de Narciso demoníaco que afirma ser el mismísimo Dios. Tal figura poco tiene que ver con Nietzsche, y sí mucho con Hitler y los prototipos ficticios de Hitler, como el Kurtz de El corazón de las tinieblas, de Contad, tal como veremos más adelante. Con anterioridad Blake había trazado los perfiles de otro tipo de Anticristo en El matrimonio del cielo y el infierno, donde contrastaba el bien —«lo pasivo que obedece a Razón»— y el mal —«lo activo emanado de energía»—, y prometía explicarlo en una «Biblia del infierno». En el posterior Everlasting Gospel contrasta al verdadero Jesús, que actúa con «orgullo honesto y triunfal», con el «Jesús que se arrastra», el auténtico Anticristo, que se adapta a la pasividad y la mediocridad. Encontramos paralelos con Nietzsche, como proponer una Herrnmoral asociada a Jesús, aunque Blake es consciente de que rebelarse contra la moralidad convencional no significa apoyar al maligno, como también sabe que no ataca al auténtico mito Página 245 cristiano, sino la distorsión institucional de éste, que Kierkegaard llamaba «Cristiandad». El hecho de que Prometeo y Dioniso sean figuras trágicas saca a relucir todos los aspectos ambivalentes conectados con la tragedia; y el que nos interesa en estos momentos es el de la dualidad dentro de la naturaleza, discutido en el capítulo anterior, el contraste entre la naturaleza de Wordsworth y la de Sade. Esta dualidad es lo que vincula lo titánico y lo demoníaco. Un gato sabe cuándo se siente a gusto y satisfecho; si a esa sensación le añadimos conciencia humana, tendremos el inicio de la visión de Wordsworth de la naturaleza. La comadreja es un feroz depredador, y si a su ferocidad le añadimos conciencia humana tendremos algo parecido a un placer psicópata y malvado por la crueldad. Se trataría de una fusión de razón y naturaleza a un nivel genuinamente demoníaco, del tipo que sugiere el maestro Houyhnhnm de Gulliver: Aunque detestaba a los Yahoos de su país, no les reprochaba sus odiosas cualidades más que a un ave de presa su crueldad… Pero saber que una criatura pretendidamente razonable era capaz de tales atrocidades, le llevaba a creer que la corrupción de esa facultad podía ser peor que la brutalidad en sí. Llegó por tanto a la conclusión de que en lugar de ayudarnos a razonar, nuestras cualidades incrementaban nuestros vicios naturales. En El rey Lear, el hecho de que Lear fuera rey volvía irrelevantes sus flaquezas y bastaba para que el público de Shakespeare creyera encontrarse ante una sociedad «natural», en la que la autoridad y la lealtad son virtudes que funcionan. Con la abdicación de Lear, se abre un nivel inferior de naturaleza, una parodia de sociedad natural en la que los líderes son depredadores, y que ha sido establecida fundamentalmente para su beneficio. La intromisión de animales en la imaginería da la sensación de que el mundo animal simboliza la total decadencia de la vida humana, que se convierte en algo inferior. Humanity perforce must prey upon itself Like monsters of the deep (IV, II, 52-53)[*] decía Albany, dando a entender un descenso mucho más profundo que el de cualquier animal, como muestra la escena en la que Gloucester queda ciego. En los mundos demoníacos se da una curiosa combinación entre lo deliberado y lo automático: así, en cuanto Duncan es asesinado, Macbeth se encuentra inmerso en una espiral de maldad, en la que se ve compelido a matar más y más gente para sentirse seguro. Página 246 Con Macbeth pasamos del descenso demoníaco al ascenso demoníaco, en otras palabras a la tiranía, el emplazamiento de la maldad en una posición de poder social supremo. Los escritores del siglo XX están, como cabría esperar, profundamente interesados en este tema, y Conrad lo estudia en la mayoría de sus obras importantes. El Kurtz de El corazón de las tinieblas es un ejemplo particularmente notable, puesto que es el prototipo de todas las figuras de tirano que han hecho del siglo XX tal vez el más espantoso de la historia. El tirano saca su fuerza de la histeria social, que es lo que le da el aura de estar en posesión de un poder sobrenaturalmente maligno. Al Kurtz de Conrad le gustaría «exterminar a todos los brutos» que le rodean, sin caer en la cuenta de que ello no deja de ser una‘forma pervertida de primitivismo, de absorber las tinieblas de las que él se ha convertido en el corazón. Las tinieblas no son la sociedad de los negros, sino una fusión de esa sociedad con los «mezquinos y codiciosos fantasmas» del mundo blanco y el tráfico de marfil, la tiranía imperial que se degrada a sí misma junto con sus víctimas. Kurtz también desarrolla la paranoia inevitable en su situación, trazando vastos y grandiosos planes e inspirando devoción fanática (uno de sus admiradores subraya que habría sido un maravilloso líder político, siempre que se tratara de un partido extremista). Un hombre así parece inmune a la muerte, como el Gran Hermano en 1984, de George Orwell, y cuando muere, el acontecimiento es comunicado con desdén. La maldad motivada podemos comprenderla hasta cierto punto, pero la maldad inmotivada encierra algo desconcertantemente inescrutable. Cuando le preguntan a Yago por qué destruyó de modo deliberado las vidas y la felicidad de Otelo y Desdémona, que confiaban en él y nunca le habían hecho daño alguno, se limita a responder con un silencio obstinado. Y es que ni siquiera él conoce la respuesta. Cierto es que en un momento dado, en medio de un soliloquio, sugiere que Otelo pudo ponerle los cuernos con Emilia, pero no se lo cree: está intentando emponzoñar las mentes del público predisponiéndolo en contra de Otelo. Villanos más imaginativos, en ocasiones nos transmiten la sensación de estar atrapados en una ilusión que justificaría la falta de conciencia. Cuando al final de La duquesa de Amalfi, de John Webster, le preguntan a Bosola cómo murió Antonio, responde: In a mist: I know not how: Such a mistake as I have often seen In a play.[*] Página 247 Para Shakespeare o Webster sugerir inspiración diabólica para sus villanos, creyeran ellos o su público lo que creyeran de los demonios, era un golpe de efecto dramático. La cristiandad nunca ha descubierto algo mucho mejor que la metáfora del «alma perdida» para dar cuenta de los Yagos del mundo: a esa gente sencillamente les falta algo esencial a la humanidad, y no puede decirse nada más al respecto. La concepción moderna del Angst o angustia, sin embargo, al menos nos da un nombre para el misterio. En El concepto de angustia Kierkegaard define lo demoníaco como «angustia por lo bueno», y conecta lo bueno con lo que él llama libertad ética o constructiva. En este tipo de libertad se desvanece la antítesis entre libertad y compulsión: lo que quiere hacer un artista creador y lo que tiene que hacer son la misma cosa. Pero el libro también sugiere que en el paraíso Adán estaba en un estado de libertad abstracta separada de la compulsión, y en tal estado sólo hay una cosa que el hombre pueda hacer con su libertad: deshacerse de ella. La concepción de André Gide del acte gratuit[100] representa otro acercamiento a la paradoja de la libertad abstracta: cualquiera que se encuentre en este estado, o piense que se halla en él, es como un hombre privado de presión atmosférica. El sueño de un hombre ridículo, de Dostoievski, añade un paralelo al argumento de Kierkegaard en una parábola que nos muestra cómo, enfrentado a una situación paradisíaca, el hombre sólo puede jugar el rol de la serpiente y destruir todo lo que encuentra. Aunque de forma mucho menos incisiva, Aldous Huxley defiende en La isla una opinión semejante. En la tragedia, lo titánico y lo demoníaco aparecen en el contexto de un impulso autodestructivo o antisocial, del tipo expresado en la tragedia griega por la palabra hybris, la acción excesiva tanto consciente como mecánica, el resultado de una hamartia o «imperfección», que no constituye un defecto moral sino una situación tan desafortunada que hace imposible la acción prudente o temperada. La razón de esta inadaptación suele ser la simple presencia del propio heroísmo, que por definición resulta demasiado grande como para encajar en la situación en la que se encuentra. La respuesta primaria a una acción trágica no es la simpatía por los personajes principales o la condenación de éstos, sino entender lo inevitable de la acción. No es lo mismo que una sensación de fatalidad, aunque están muy emparentados, y a menudo se confunden. Es sin embargo la escondida conexión con la fatalidad lo que ayuda a mantener la Biblia a distancia de los temas trágicos: incluso en Job la acción trágica emplea a Satán a modo de pararrayos para desviar la voluntad divina. Página 248 En el período romántico la visión trágica se adaptó a un tema diferente aunque relacionado. En el Antiguo Testamento (GC, p. 209) vemos una serie de figuras potencialmente trágicas: Caín, Ismael, Esaú, Saúl, que parecen encontrarse en primera línea de la sucesión divina y sin embargo son superados por sucesores más jóvenes, a menudo por misteriosas o inescrutables razones. En la literatura romántica encontramos una simpatía renovada por tales figuras; algunos ejemplos son el Caín de Byron y el narrador Ismael en Moby Dick. Pero el tipo también es muy común en la literatura victoriana sin conexiones bíblicas explícitas, en la que la trama del «falso heredero», el relato del sucesor legítimo que regresa para reclamar su herencia, es un recurso convencional. En el libro quinto de El paraíso perdido vemos cómo Lucifer se desentiende de Dios Padre y se dedica al recién concebido Cristo. Por supuesto que este relato no se encuentra en la Biblia, pero encaja muy bien en el patrón mítico bíblico que estamos trazando. El romanticismo incluyó un movimiento de diabolismo que hizo de Lucifer una figura heroica y digna de simpatía, o incluso el auténtico Dios. Encontramos numerosos ejemplos en La agonía romántica, de Mario Praz, que traza varias tendencias subsidiarias como la inversión de los conceptos de bueno y malo entre los seguidores de Sade. El sentimiento suele estar dirigido contra el dios celestial de la cristiandad autoritaria, e idealiza una figura que participa de la naturaleza humana, incluidos sus aspectos malignos, bajo el presupuesto de que la conformidad moral exigida por el dios celestial priva a la humanidad de sus energías creadoras esenciales. Este titanismo medio bíblico del período romántico es en parte una nostalgia por una aristocracia que se desvanece, pero hay algo más que eso. Volvamos con el relato del origen de los gigantes en el Génesis, ampliado en el Libro de Enoch: encontramos una resistencia vigorosa a la lectura uniformemente demoníaca de este relato en Shirley, una novela de Charlotte Brontë, donde hallamos un capítulo titulado, de modo irónico, «La media azul». Este capítulo contiene un ensayo pretendidamente escrito por Shirley como ejercicio de francés, y trata el encuentro entre un ángel y una mujer como el encuentro del Genio y la Humanidad; en otras palabras, como una espiritualización titánica de los seres humanos, y en concreto de los femeninos. Shirley había hablado en su ejercicio, previamente, de la Eva de El paraíso perdido de Milton tachándola de insípida, y afirmaba que la auténtica madre de la humanidad tuvo que ser una figura de diosa inspiradora de pavor Página 249 mucho más parecida a la tradicional Lilit. Se ha dicho que el personaje de Shirley se basa en parte en Emily Brontë, aunque, considerando que Shirley tiene más dinero y una posición social más elevada que su prototipo, es probable que pudiera expresar sus pensamientos en una conversación vulgar y corriente. Heaven and Earth, de Byron, toca el mismo pasaje del Génesis, pero evidentemente (se trata de Byron) no contiene enzima feminista alguna. En el nivel de conciencia que sea, es como si Charlotte Brontë hubiera reconstruido una inversión del relato de Enoch, en el que el «hombre», en la forma de una mujer, se reúne con su naturaleza divina. En el propio relato de Enoch y sus contrapartidas clásicas, la subordinación de la compañera femenina es el signo de una vuelta de la rueda del tiempo, no un movimiento exterior a éste, de ahí el uso que hace Yeats de la unión pájaro-mujer como imagen de los ciclos históricos. Los temas de descenso suelen centrar la lucha entre lo titánico y lo demoníaco dentro de la misma persona o grupo. Es probable que la persecución de Ahab a la ballena en Moby Dick sea loca y «monomaníaca» como suele describírsela, o incluso diabólica en tanto que por ella Ahab sacrifica tripulación y barco, pero la maldad y la venganza no son el quid de la persecución. La ballena puede ser un «estúpido bruto», como dice el piloto, y aunque estuviera malignamente determinada a matar a Ahab, su actitud sería comprensible si tenemos en cuenta hasta qué punto es acorralada. Lo que obsesiona a Ahab se encuentra en una dimensión de la realidad mucho más profunda que cualquier ballena, en un mundo amoral y alienante que la psique humana no puede confrontar directamente. Se nos dice que lo que se persigue es matar a Moby Dick, pero a medida que crecen los augurios de desastre empieza a verse claro que lo que realmente empuja a Ahab es una voluntad de identificarse con lo que Conrad llama el elemento destructivo. Ahab, dice Melville, se ha convertido en un «Prometeo» con un buitre que se alimenta de él. La imagen del axis aparece en el maelstrom o espiral descendente («torbellino») de las últimas páginas, y quizá en la puntualizaron de uno de los miembros de la tripulación de Ahab: «Es como si se estuviera soltando el eje del mundo». Pero el descenso no es puramente demoníaco, o simplemente destructivo: como otros descensos creadores, es en parte una persecución de la sabiduría, por fatal que la obtención de semejante sabiduría pueda ser. Al final se entabla una relación entre Ahab y el pequeño mozo de cabina negro Pip —quien se ha vuelto loco de tanto nadar en el mar—, que nos recuerda a la que mantienen Lear y el bufón. De Pip se dice que ha sido «arrastrado vivo a maravillosas Página 250 profundidades, donde extrañas formas del mundo primario se deslizaban de un lado para otro… y el avaro tritón, la Sabiduría, revelaba todos sus tesoros». En Moby Dick se da el tratamiento más profundo que la literatura moderna permite del simbolismo del leviatán en la Biblia, la fuerza titánicademoníaca que lleva a Egipto y Babilonia a la grandeza para acto seguido arrojarlos a la nada; que es un enemigo externo a la creación, y, como se ve sobre todo en Job, también una criatura dentro de ésta, de la que Dios se siente bastante orgulloso. El leviatán se le revela a Job como el último misterio de los modos de Dios, el «rey de todos los hijos del orgullo» (41, 34), de quien el mismo Satán es un simple instrumento. El aspecto de este poder depende de nuestro acercamiento. Cercado por el Kurtz de Conrad mediante su psicosis de Anticristo, constituye un horror inimaginable: pero también podría ser una fuente de energía reconducible por el hombre en beneficio propio. Claro está que el intentar hacerlo encierra riesgos considerables: riesgos de los que hablaba Rimbaud en su celebrada lettre du voyant como un «dérèglement de tous les sens» (desajuste de los sentidos). La frase indica la estrecha conexión entre lo titánico y lo demoníaco que Verlaine quería significar con la expresión poète maudit, la actitud de poetas que, como Ahab, sienten que el culto real a los poderes que invocan es el desafío. Verlaine retrata, en su poema Crimen Amoris, a un poeta muy parecido a Rimbaud, que sobresale de un grupo de diablos comprometidos con los siete pecados capitales con el grito luciferino de que se convertirá en alguien semejante a Dios («O je serai celui-là qui sera Dieu!»; ¡Oh, yo seré aquel que será Dios!). Propone la unión de Cristo y Satán en un amor que trasciende la antítesis de lo bueno y lo malo, y abrasa el infierno sirviéndose de una antorcha. Entonces es destruido por el dios celestial, que no aprueba ese tipo de amor. Esto nos da el lado inverso de la propia actitud de Rimbaud en la época que escribía su poesía, su convicción de que para un genuino poète maudit el estado reprobable es también el regenerado. Rimbaud, sin embargo, escapó de su «temporada en el infierno» mediante el abandono, y, en última instancia, el repudio de toda su poesía, y hacia el final de su vida tal vez se había dejado llevar por el masoquismo de la visión de Paul Verlaine. Un dérèglement más minucioso que el que intentó Rimbaud está recogido en Aurelia, de Gérard de Nerval, cuya primera parte está formada por el repaso casi clínico de una mente que desciende a un mundo de fuerzas primordiales del sueño y la fantasía que son a un tiempo iluminadoras y Página 251 destructivas. Cubre en buena medida un territorio que ya hemos visto: el del doble, la corriente de ancestros, las «capas» (couches) de civilizaciones enterradas. En la segunda parte —la más abiertamente enfermiza— la imaginería es más confusa, pero pervive la determinación de alcanzar una fuente de sabiduría psíquica y energía que dará una función definitiva tanto al mundo de los sueños como al consciente. Al principio de Aurelia, De Nerval se refiere a sus predecesores visionarios: entre éstos se cuentan Swedenborg y Apuleyo, además de Dante. Swedenborg, con sus visiones «hypnagógicas» de un infierno debajo y un cielo encima del mundo medio de la conciencia convencional, es una influencia de primer orden en la literatura del período entre 1750 y 1850. En cualquier caso, se dice que nunca se dejó llevar por los poderes demoníacos que entrevió y que siempre observó las cosas con distancia. Apuleyo registra un descenso a un estado inferior del ser simbolizado por la metamorfosis en un asno, de la que el narrador es rescatado, o mejor dicho redimido, por la diosa Isis, que también aparece en De Nerval. El relato de Cupido y Psique en Apuleyo no es un mero episodio insertado, sino una contravisión de la auténtica relación entre amor y alma, la relación eliminada por el encantamiento diabólico que empuja al narrador al infierno de brutalidad que el asno soporta. Si sólo conociéramos el Inferno de Dante, nos faltaría la clave para descifrarlo: la Vita Nuova, centrada en la figura de Beatriz a quien, como es natural, no encontraremos en el infierno, pero que reaparece al final de Purgatorio, precedida por Lucia y Matelda. De modo similar, hallamos la clave de Aurelia en otra obra de De Nerval, el delicioso idilio pastoral Silvia, canción de inocencia que precede a la posterior canción de experiencia. En Silvia los elementos masculinos y femeninos se encuentran equilibrados en una base presexual, de hermano-hermana; en Aurelia, lo que hace del descenso algo tan destructivo para el narrador es sobre todo la extrusión de las figuras femeninas, que aparecen en papeles juiciosos y desaprobadores. Silvia empieza con una referencia a Apuleyo y a la expresión «torre de marfil» (Cantar de los Cantares 7, 4) que aquí se utiliza como símbolo de visión ascendente, lo que tiene muy poco que ver con el estúpido y vulgar cliché en que se ha convertido desde entonces. Próximo a De Nerval está el tema de una búsqueda de la sabiduría que territorios más misteriosos en la psique puedan revelar a la conciencia. Desconocemos qué tenía la sabiduría del inframundo para que Odín perdiera un ojo, pero conocemos la directriz que escuchó el Endymion de Keats en el Página 252 fondo del mar, y la cifra que el Arthur Gordon Pym, de Poe, descubre en el fondo del mundo (el Polo Sur). Pero las búsquedas interiores están expuestas a todos los peligros de lo demoníaco: pueden llevarle a uno al infierno de la City of Dreadful Night, de James Thomson, o al interior de la oscura torre del poema de Browning Childe Roland, pero es como si se diera un empeño en hacer de todas maneras estos viajes. En el Phantastes, de George Macdonald, también encontramos una búsqueda interior: el nombre del héroe es Anodos, pero su aventura en realidad es un kathodos, un descenso a lo que un lector postfreudiano reconocería de inmediato como situación edípica en la que el héroe cede la posesión de la heroína a un padre subrogado. Teniendo en cuenta la importancia crucial de las experiencias infantiles en la formación de la estructura del inconsciente, no es demasiado sorprendente encontrar elementos infantiles en narraciones de descenso del estilo de Phantastes o en la segunda parte de Aurelia. Pero lo infantil tiende a obstruir la búsqueda de la renovación de sabiduría y energía, auténtico objeto del descenso, y sustituirla por una nueva dependencia en las proyecciones paternas. En muchas de estas narraciones de descenso, así como en la mayoría de las tragedias, una de las convenciones más persistentes es la utilización de profecías, portentos u otra imagen que anticipe la catástrofe venidera. Pero por maligno que sea, en lo ominoso está presente algo que participa en el interés humano. En principio el hombre necesita de una cierta autorreferencia: si le falla la sensación de que el mundo fue creado o diseñado para él, quedará convencido de que una maldición pesa sobre su persona, de que es el chivo expiatorio de la creación. Es la sensación de que no hay nada exterior a él consciente de su existencia que le lleve a lo alto del muro… esto es, que le lleve a lo alto de la escalera del axis mundi en busca de algo que se adecúe a su paranoia. Hasta ahora hemos hablado sobre todo de un descenso a la psique individual, una búsqueda que, como la muerte en sí, debe llevarse a cabo en solitario. Tenemos que examinar un descenso creador aún más radical para hacer del todo inteligible este tipo de imaginería. ¿A partir de qué hizo Dios el mundo? La respuesta ortodoxa es «a partir de nada» (ex nihilo), con su corolario de que la nada es coeterna con Dios. En De doctrina christiana, Milton cuestiona esta formulación aduciendo que el producto de algo y de nada sigue siendo nada, y que tiene más sentido pensar que la creación es producto de Dios (de Deo). La doctrina del ex nihilo resulta aún más desconcertante cuando se piensa hasta qué punto la idea de creación Página 253 es una metáfora extraída de un proceso humano, ya que está bastante claro que los seres humanos no pueden crear a partir de nada. La palabra nada —que en su forma inglesa, nothing, presenta como primera lectura: no thing (thing signfica cosa)— tiene el doble significado de «ninguna cosa» y «eso que llamamos nada». Esta última acepción necesita del artículo «la» para distinguir lo no existente de una existencia negativa. Porque algo siempre es algo, aun cuando ese algo sea la nada. Por consiguiente, si decimos que nada aparte de Dios es eterno, hacemos una afirmación de lo más inocua, por no decir tautológica, mientras que si decimos que «la nada (ese algo que llamamos nada) aparte de Dios es eterna», afirmamos algo muy distinto e incómodo para mucha gente. La frase de Henri Bergson: «La existencia es una conquista sobre la nada», necesita del artículo ya que de otro modo significa que no hay conquista alguna. «El terror no revela nada» nos dice que el terror, sea lo que sea, no puede tener importancia; pero «el terror revela la nada» de Heidegger significa lo contrario y sitúa al terror en el centro. O dicho de otro modo: A. No hay nada que temer. B. Falso. Tememos a la Nada. El paso de cero como nada, a cero como base numérica ha quedado incorporado en diferentes contextos literarios y filosóficos. En los de la tradición teológica cristiana posiblemente sea Boehme el más minucioso al mostrar que la concepción de Dios esencialmente está conectada con la nada, que la presencia de Dios aparece en un Urgrund del que han sido apartadas todas las condiciones y atributos del ser. La visión de la creación de Boehme anticipa a Hegel al negar una negación, con la transformación de Dios, que pasa de la nada a un algo infinito, que deja detrás la nada como una suerte de succión de aspiradora, relegando a la no existencia todo lo que se encuentra a su alcance. La nada abandonada es el principio del mal, el Lucifer o portador de la luz que se convierte en el enemigo de la luz, o Satán, tras la liberación de la luz o Palabra. Todo esto puede sonar difícil, pero es que Boehme es difícil[101]. Lo esencial es la asociación de negación y creación divina, una asociación que fascinó a Yeats, quien en su pieza The Unicorn form the Stars hace referencia a Boehme con su frase culminante: «Dios está en la nada». En «Burnt Norton», de Eliot, la influencia es san Juan de la Cruz más que Boehme, pero ahí también se nos urge a descender mucho más allá de la muerte o el infierno, a un mundo descrito exclusivamente en términos Página 254 negativos, aunque en él sigamos encontrando la presencia de Dios. Una versión más irónica la tenemos en La bestia en la jungla, un relato de Henry James sobre un hombre al que nunca le ha sucedido nada pero vive obsesionado con la idea de que le espera una experiencia sobrecogedora. La obsesión le lleva a ignorar el significado de todo lo que ocurre en realidad, hasta que finalmente lo destruye el que no pase Nada. Mencionábamos a Hegel, quien nos dice que por el simple hecho de afirmar, toda afirmación incluye su propia negación como parte de sí, una negación que a su vez es negada y se convierte en positiva. Como es habitual, las contrapartidas literarias de la negación no son analizadas con tanto detalle, pero se encuentran todas allí para ser estudiadas. Está el uso corriente de las palabras mito, ficción o fábula, como relatos de acontecimientos que en realidad nunca sucedieron. Y está la concepción de Teseo, de la imaginación en el sentido de ver cosas que no están allí. Está también el hecho de que los personajes de ficción no tienen existencia, lo que nos compele, como señalábamos antes, a considerar la ausencia de existencia física como garantía de verdad espiritual. Y está la nada del tiempo y el espacio, con sus dimensiones que nunca parecen acabar de existir. A estas alturas todo esto ya nos resulta familiar. En la segunda parte de Fausto[102] se nos dice que el propio Fausto, sin ayuda de Mefistófeles, debe descender al reino de las «Madres» y regresar con los arquetipos míticos más profundos, como Helena de Troya, que pueden extenderse hasta configurar la noche de Walpurgis clásica. No se dan detalles sobre el viaje de Fausto, pero las frases que se utilizan para referirse a éste son interesantes, en especial su esperanza de encontrar el Todo en la Nada: «En tu nada espero encontrar el todo». En las conversaciones con Eckermann, Goethe rodea a sus «Madres» de mistificación, y quizás, si se puede decir con el debido respeto, es probable que no tuviera una idea demasiado clara de lo que decía sobre sí mismo. Se ha señalado que Mütter y Mythe en alemán son casi un juego de palabras, y tal vez el mundo de las «Madres» sea asimismo el mundo en el que los relatos que tratan sobre nada, energía verbal sin contenido, adquieren forma en el umbral justo debajo de la conciencia. Si llegan a tener contenido, se trata de un contenido de otredad, una evocación de poderes misteriosos y fuerzas tan alejadas del control humano que parece justo situarlas en algún tipo de entorno metafórico por debajo de los mundos subjetivo y objetivo. El poeta humano no crea a partir de nada; crea a partir de su experiencia literaria. Pero mira fijo hacia nada, por decirlo así, y se niega a sí mismo Página 255 como sujeto del mismo modo que niega el entorno objetivo. Se encuentra en la posición del observador de Wallace Stevens que contempla al «hombre de nieve», que es «nada en sí», y ve «la nada que no hay allí y la nada que hay». Por consiguiente, como el geógrafo de Donne que pinta un mapa del mundo en un globo, «rápidamente puede hacer todo de lo que no era nada»[103], o como mínimo un todo en potencia. También es Donne quien en su Nocturno sobre el día de santa Lucía introduce el tema de la negación de la nada en un contexto alquímico. Mallarmé, que estaba fascinado por palabras como aboli, es el gran poeta de la nada del mundo al que desciende el poeta. El famoso poema conocido por Soneto en yx describe cómo la Angustia o Angst (L’angoisse) vive en una habitación abandonada, abandonada porque quien la habita ha salido hacia el mundo inferior («Styx»), llevando consigo ce seul objet dont le Néant s’honore (el único objeto del que la Nada se honra), a «ptyx» que podría significar cincuenta cosas, como también significa nada. En Igitur el personaje central desciende por una escalera para cumplir el encargo de sus antepasados de llevar una vela que sopla al llegar la medianoche, recordando la imagen de la literatura medieval; luego tira (o quizá sólo agita) los dados, y se acuesta sobre las cenizas de sus antepasados, descritas como «cenizas de estrellas», y ello porque las estrellas aparecen en la obra de Mallarmé con una insistencia dantesca. En La balada del viejo marinero, de Coleridge, una jugada de dados acompaña la victoria de la Vidaen-la-Muerte sobre la Muerte; en Mallarmé los dados representan un mundo en el que, según la expresión de Yeats, elección y azar (choice and chance) [104] son lo mismo. Tirar los dados implica un compromiso con el azar que no abole el azar, pero es en sí un acto libre, y de este modo comienza una negación de la negación que trae algo, tal vez todo en última instancia, de nuevo al ser. Se ha sugerido una conexión entre la palabra de Mallarmé «Igitur» y el texto de la edición vulgata de Génesis 2, 3, «igitur perfecti sunt coeli». La falta de evidencia ha llevado a desestimar esta opinión, pero en cualquier caso se trata de una apreciación muy penetrante. Porque Mallarmé también estaba preocupado por el contrario de su mundo «Néant», y hablaba de una suerte de libro definitivo que contendría el cosmos verbal al completo y sería, en literatura, lo que la «Gran Obra» era para «nuestros antepasados los alquimistas»[105]. Volveremos en breve a esta metáfora de la alquimia. Para regresar con la conexión sugerida entre Mütter y Mythe, diré que siempre me ha fascinado el arranque y la puesta en escena de El paraíso terrenal, de William Morris. El preludio en verso a esta recopilación de relatos nos habla de dos grupos de viajeros que se encuentran en una isla Página 256 solitaria en medio del océano Atlántico tras haber visitado diferentes sociedades que intentaron entronizarlos como reyes o dioses. Una vez en la isla, empiezan a contar relatos, dos por cada mes del año, uno de origen clásico y el otro nórdico. Independientemente de lo que uno piense del nivel de capacidad poética desplegada en estas narraciones, poseen cierta cualidad de notable importancia para la teoría de la crítica. Como poeta, Morris mostró durante toda su vida una tendencia a traducir o recontar los relatos tradicionales de la literatura, y su intento de adecuar los grandes relatos conformándolos a una estructura clásica-nórdica complementaria nos recuerda a Goethe y el modo en que el simbolismo clásico de la segunda parte del Fausto complementa el escenario nórdico de la primera parte. Hay una cualidad relajada y soñadora sobre el escenario de Morris (quien se llama a sí mismo «el cantante ocioso de un día vacío») que le hace sonar demasiado plano e ineficaz para un escritor tan vigoroso. Pero la sugerencia tal vez sea que nos encontramos en el fondo de la mente creadora humana, contemplando cómo emergen las grandes formas narrativas, con sus vastos poderes latentes todavía sin usar. Morris, por supuesto, sigue a Chaucer y otros muchos escritores a la hora de utilizar el artificio de un grupo o sociedad de narradores en la que cada uno contribuye con un relato a una serie. Dotado de una mente regidora en marcha, Morris transmite la sensación de mito expandiéndose en mitología, un cuerpo de relatos que se corresponde a un cuerpo social latente y embrionario, y que perfila una tradición cultural. El título «paraíso terrenal» también sugiere algo considerablemente más positivo que un mero retiro de ancianos en una isla desierta. De hecho sugiere la consecución de un viaje de ascenso creador. Los tres elementos de esta variación, parodia demoníaca, adaptación ideológica y mito auténtico, deberían estar bastante claros a estas alturas. La parodia demoníaca es el descenso a la nada, y sólo implicaría una vida individual o una sociedad completa. El Anticristo puede descender al infierno, liberarlo incluso, pero al regresar a la tierra sólo trae consigo un infierno. La adaptación ideológica sería la comprobación de que el poder siempre corrompe, pero que no puede hacerse nada con el ascendente de semejante poder corrupto en la sociedad humana. Los defensores de la doctrina del derecho divino de los reyes sostenían que la tiranía de los reyes era sólo la voluntad de castigo de Dios, y hasta el revolucionario Milton emplaza al arcángel Miguel para que le explique a Adán que la tiranía es inevitable porque las víctimas del tirano se tiranizan a ellos mismos. El descenso creador Página 257 en pos de una sabiduría inferior constituye un descenso a las fuentes del poder humano genuino, y el ascenso desde allí, el mito auténtico del que nos ocuparemos durante el resto de este capítulo. Las dificultades y heroicidad necesarias para este ascenso nos las cuenta la Sibila en La Eneida VI, en uno de los pasajes más citados de toda la historia de la literatura: facilis descensus Averno: noctes atque dies patet atri ianua Ditis; sed revocare gradum superasque evadere ad auras, hoc opus, hic labor est. (126-129)[*] En un poema de Robert Frost, West-Running Brook, asistimos al diálogo entre un orador masculino y otro femenino en una montaña desde donde todos los arroyos fluyen hacia el este, excepto uno que ha decidido hacerlo en la dirección opuesta. A pesar de su originalidad, sin embargo, no puede evitar fluir hacia abajo en dirección al mar, como todos los arroyos. Pero en ese momento el hombre percibe un movimiento de remolino en su curso que detiene el fluir y parece levantarse contra la corriente. Ve en esto un arquetipo de la imaginación, la conciencia humana que a pesar de haber nacido de la naturaleza, se resiste a ésta con toda su energía natural: It is from this in nature we are from. It is most us.[*] Concluimos con la prosecución del tema del ascenso creador que sugiere el arroyo de Frost, que, como el río del Edén, se divide en cuatro brazos: el del purgatorio, el tecnológico, el educativo y el utópico. Se corresponden a los cuatro aspectos principales de Prometeo: el atormentado campeón de la humanidad, el portador del fuego a los hombres, el dios de la premeditación (significado tradicional de su nombre) y en última instancia el creador de la humanidad. DOS Empecemos con la imaginería tecnológica, de la que en la Biblia hay una sorprendente cantidad, empezando con el relato de los descendientes de Caín, en Génesis 4. Caín era un granjero, pero su nombre podía sugerir herrero, y, según hemos visto, sus descendientes desarrollaron modos de vida urbanos y Página 258 pastoriles, incluida la metalurgia. Los desarrollos tecnológicos se contemplan con ambivalencia tanto dentro como fuera de la Biblia, en parte porque ese desarrollo se inspira en buena medida en la guerra, y tiene por objetivo mejorar las armas letales. Milton recurría a un tema muy arraigado en su época cuando representaba a los diablos inventando la pólvora y la artillería durante la guerra en el cielo. El mismo principio de destrucción, como madre de la invención, resurge en nuestro tiempo, cuando tantos desarrollos científicos se ven desplazados a un segundo plano por las exigencias militares. Hasta los inventos claramente progresistas tienen que superar muchas veces la resistencia del conservadurismo. Así, cuando hacia el final del Fedro, de Platón, el dios Thoth expone orgulloso su invención de la escritura, reaccionan diciéndole que ha descubierto un medio de destruir la memoria de los hombres. El «pecado» de Prometeo al transmitir a la humanidad los medios primarios de la tecnología, el fuego, también inquietó sobremanera a los habitantes del Olimpo. En el Libro de Enoch se nos dice que tras convertirse en demonios, los ángeles caídos enseñaron a la humanidad las artes, por lo que apenas nos sorprende descubrir que la respuesta del mismo libro a su cultura es un horrorizado adónde-va-a-ir-a-parar-el-mundo. La liberación de los poderes titánicos en el hombre gracias a la invención es temida en todos los estadios de la historia, en parte por el entrelazamiento de lo titánico y lo demoníaco, y en parte porque al carecer de voluntad propia, la tecnología se proyecta como una fuerza misteriosa, externa y siniestra. Así la invención de la rueda sugirió el simbolismo de las ruedas del destino y la fortuna. La metalurgia, y más concretamente el trabajo con hierro, que aparece muy tarde, no tarda en adquirir una dudosa reputación en el simbolismo del mundo antiguo. En el Antiguo Testamento la construcción de altares a Dios a veces viene acompañada por tabúes relativos al uso del hierro en su construcción (Josué 8, 31), no sólo porque el hierro era nuevo y el conservadurismo religioso lo rechazaba, sino también porque las alusiones a la «edad de hierro» sugieren una desvalorización de la cultura. De modo similar, en la mitología, el herrero suele tener una reputación siniestra: sus espadas y escudos muchas veces tienen propiedades mágicas, motivo por el que recae sobre ellos la sospecha de la magia. Los herreros, incluidos Hefesto y el Weyland anglosajón, suelen ser cojos, recordando tal vez la costumbre de cortar el tendón de los herreros esclavos para evitar que se fueran con otros amos. De todo esto se deduce que los herreros, sea cual Página 259 fuere la imagen que se tenga de ellos, eran artesanos poco frecuentes y muy útiles, motivo por el que cuando los filisteos, y más tarde los babilonios, ocuparon Israel (después Judea), se los llevaron a todos a sus propios centros (I Samuel 13, 19; Jeremías 24, 1). El herrero suele representar una fuerza destructiva, como parece desprenderse de Zacarías 1, 20. En este versículo, la Versión Autorizada pone «carpinteros»: en hebreo bíblico a veces resulta difícil distinguir al trabajador en madera del trabajador en metal, excepto por el contexto. Pero igual que puede haber carpinteros benévolos, como el José del Nuevo Testamento y tradicionalmente el propio Jesús, también puede haber herreros creadores, como el forjador de la nueva Jerusalén en Isaías 54, 16. Este herrero, que crea una nueva ciudad resplandeciente de gemas y oro, representa tal vez el paralelo bíblico más próximo al simbolismo de la alquimia, y es la base bíblica para la concepción del héroe cultural de Blake: el herrero Los trabajando en sus hornos. La imagen del horno puede usarse tanto para los aspectos negativos del mundo inferior como para los positivos. El mundo negativo o demoníaco es el infierno tradicional, un horno de calor sin luz. El positivo es purgativo, un crisol del que los redimidos emergen purificados como metal tras su fundición. Así, se habla varias veces del Egipto del que Israel se ha liberado como un «horno de hierro», y la pureza del cuerpo espiritual en ocasiones viene simbolizada por el metal (Apocalipsis 1, 15). Las imágenes de refinamiento y purificación en un horno reaparecen en conexión con el lenguaje (Salmos 12, 6) así como en las aflicciones de la vida (Proverbios 17, 3; Isaías 48, 10). El más conocido de estos hornos purgativos es el que construyó Nabucodonosor para intentar martirizar a los tres judíos creyentes en el Libro de Daniel. La canción de éstos en los Apócrifos es toda una alabanza a Dios por la belleza y gloria de la creación original, que su purificación en el horno evidentemente les ha permitido comprobar. Obviamente, en esta extensión del simbolismo del horno hemos pasado de lo tecnológico a lo purgativo, y el horno ahora es el cuerpo humano. En la versión de los Setenta, la palabra «horno» (kaminos) identifica diversas palabras distintas en hebreo (podemos comparar [GC, p. 206] el kibotos de los Setenta, arca o cajón, que identifica el arca de Noé y el arca de la alianza). En Isaías 31, 9 «horno» es una metáfora para el fuego en el altar, y en la visión de Abraham en Génesis 15, Dios pone un «horno» entre los pedazos de los animales que Abraham ha cortado en dos. El uso del horno en Página 260 este contexto le sugería a Christopher Smart en Jubilate Agno una profecía apocalíptica: Porque según la visión de Abraham, el horno acabará dejándose ver. Tenemos que considerar dos aspectos de esta imaginería relativa a hornos y demás: un entorno maligno del que debemos escapar, o imperfecto y necesitado de transformación por medio del fuego interior. El fuego interior transformador es, decíamos, la energía del cuerpo humano, y el cuerpo físico es un crisol metafórico para el cuerpo espiritual que surge de éste. La adopción de la expresión «lámpara de Yahveh» del Libro de los Proverbios (20, 27), por parte de Jesús al urgimos a dejar que brillen las luces interiores de nuestros cuerpos y no cubrirlas con inercia o con una visión deliberadamente oscurecida (Mateo 5, 15), y la asociación de la revelación apocalíptica con el fuego y la luz al final del relato bíblico pertenecen a esta misma esfera de cosas. Estrechamente vinculada se encuentra la parábola de los talentos, que de una palabra que significaba una medida de metal precioso se ha transformado en otra que significa poder creador interior. Es un paso metafórico muy sencillo pensar en el cuerpo del poeta como un crisol purgativo en el que se forja su trabajo. Tales imágenes son, como era de esperar, más frecuentes en el período romántico, con un Blake que empieza Milton invocando la inspiración que fluye desde el jardín del Edén a su cerebro y de ahí a su brazo, con Keats recreando a la diosa Psique y su culto en su propia cabeza, con Coleridge describiendo al poeta alimentándose de la leche y la miel del paraíso y reviviendo en su interior la canción de la amante en Abisinia (que para algunos, según Milton, era el emplazamiento del Paraíso). El cuerpo creador también puede estar vinculado a dos imágenes de la Odisea: las dos entradas a la cueva de las ninfas, una para mortales y la otra para inmortales (XIII, 110 y ss.), y las dos puertas de los sueños, la puerta de marfil para los sueños ilusorios y la puerta de cuerno para los genuinos (XIX, 562 y ss.: véase también La Eneida y VI, 893 y ss.). Como producto de la naturaleza, la psique humana chupa de un vasto cuerpo de datos en bruto para la imaginación a través de sueños, fantasías, impresiones sensoriales del mundo exterior, reacciones emocionales a otras psiques y demás. Buena parte de esto lo consideramos real, pero desde el punto de vista de la creación humana todo es ilusorio. Su contenido puede ser creador o demoníaco, noble o vicioso, tierno o cruel: lleva implícitos tanto los males como las virtudes de su origen natural. Este material ilusorio es procesado por la conciencia, y la Página 261 conciencia vive en un mundo que considera real, aunque todo su núcleo central sea un artefacto construido por esta misma conciencia. Un pensamiento metafórico similar desarrolló la doctrina posterior del purgatorio como un mundo de purificación después de la muerte, simbolizado normalmente con el fuego. El Purgatorio de Dante es la sección central de las tres partes que componen la Divina comedia, pero en otro sentido más amplio las visiones del infierno y el cielo forman parte de la visión purgativa para Dante en cuanto narrador del poema, y consecuentemente para nosotros como lectores de éste. En el Inferno, Dante describe lo que es un purgatorio, ya que consigue escapar de éste, mientras que el Paradiso completa el proceso de educación y purificación iniciado en el Purgatorio. El patrón bíblico de la visión purgativa es el Éxodo, que se desarrolla en tres partes principales. Primero la estancia en Egipto, el «horno de hierro», mundo visitado por las plagas en el que la pretensión de los egipcios de exterminar a los hebreos encuentra su inversión en la muerte de los primogénitos egipcios. Este episodio concluye con el paso del mar Rojo, la separación de Israel y Egipto, y la muerte bajo el agua de las huestes egipcias. El segundo episodio es la andadura por el desierto, período laberíntico sin rumbo fijo, en el que una generación tiene que desaparecer antes de que una nueva pueda entrar en la Tierra Prometida (Salmos 95, 11). Es un rasgo más que indica que nos encontramos en un mundo que trasciende la historia, y que el significado auténtico o simbólico de Egipto, desierto y Tierra Prometida sólo se percibe con claridad en el lenguaje poético de los profetas. El tercer estadio es la entrada en la Tierra Prometida, y la muerte de Moisés —que personificaba a la generación mayor— ante sus puertas. En la tipología cristiana (GC, p. 201; El paraíso perdido XII, 307 y ss.) esto viene a significar que la ley, simbolizada por Moisés, no puede redimir a la humanidad: sólo su sucesor Josué, que lleva el mismo nombre que Jesús, puede invadir y conquistar Canaán. Y así y todo Canaán parece una forma más bien reducida y anticlimática de la paradisíaca tierra de promisión de la que fluye leche y miel, que originalmente fue prometida a Israel. Tal vez en realidad Moisés fue el único que vio la Tierra Prometida: quizá la montaña que se encontraba a sus puertas, a la que subió en sus últimas horas, era el único lugar desde el que podía ser vista. En Dante el Inferno se corresponde al confinamiento en Egipto, y la aproximación al purgatorio al paso del mar Rojo (los que efectúan esa aproximación cantan el apropiado salmo 114). El Purgatorio propiamente dicho se corresponde a la andadura por el desierto, y el elemento laberíntico Página 262 se representa mediante la ascensión en espiral a una montaña; y los gigantes y demás enemigos en las fronteras de la Tierra Prometida corresponden a la polarización de las visiones del bien y el mal al final del Purgatorio. Tenemos el descubrimiento del rostro de Beatriz en contraste con el ventre expuesto de la Sirena; el carro del grifo de la fe en contraste con la progresión de la Bestia y la Ramera; la consecución de la libre voluntad de Dante, que se convierte en su propio Papa y Emperador, contra su condenación por Beatriz como alguien que ha olvidado y abandonado la visión divina personificada en ella. Aquí el Purgatorio sigue la estructura de la Biblia, que tiende a una similar polarización apocalíptica, y también encajona la función de la literatura en sí, como producto histórico que nos permite ver la historia desde arriba y abajo. En el Faerie Queene de Spenser el mundo «de las hadas» representa un nivel de naturaleza superior, un mundo de realización moral en el que las virtudes y los vicios están separados. La concepción de la vida humana como repetición del mito del Éxodo se ve clara en el primer libro, en el que el Caballero de la Cruz Roja recorre una secuencia de visiones purgativas hasta la batalla final con el dragón de la muerte y el infierno en los Emites de la Tierra Prometida o Edén recobrado, batalla que gana para la heroína Una. La expresión «valle forjador de almas», que encontramos en una de las cartas de Keats haciendo referencia a la vida de los hombres, implica asimismo una visión purgativa, que, sin embargo, no encontramos en ninguno de sus poemas largos. Las últimas obras de Strindberg, en concreto la serie de «Damasco» y La gran carretera, también asimilan la vida de los hombres a una visión purgativa, y si incluyen imágenes de ascensos subyacentes, lo cierto es que el dramaturgo acaba volviendo siempre a la tradicional concepción penal del purgatorio. En cualquier caso el derrumbe del cosmos jerárquico de la cadena del ser permitió a los poetas tratar con mayor libertad el simbolismo prometeico y la emergencia de poderes titánicos en el hombre. Al final de la segunda parte, el Fausto de Goethe es arrastrado a los cielos con tanta arbitrariedad como su prototipo era arrastrado a los infiernos, porque todo se le perdona al hombre que no deja de esforzarse, como le explica Dios o Mefistófeles en el prólogo original. La primera parte recibe el nombre de tragedia aun sin ser demasiado trágica para el propio Fausto, quien se las compone para trasladar el sufrimiento a Gretchen. Pero así y todo la imaginería de un ascenso está muy bien preservada al principio y al final de la segunda parte. En las últimas Profecías de Blake el tema principal es la caída y redención de Albión, el cuerpo humano gigante en el que se da la totalidad y unidad de Página 263 los seres humanos. La caída de Albión era lo mismo que la aparición de la creación en el Génesis tal como ahora la vemos, y su redención es obra de Los, dios herrero cuyo machacón martillo representa el latir del corazón humano y cuyos hornos son los poderes creadores de un animal de sangre caliente. Que Los trabaje el hierro parece curioso si tenemos en cuenta la actitud marcadamente antitecnológica de Blake, pero él piensa en su propio tiempo como una «edad de hierro», revolucionaria por tratarse de una época en la que sólo se puede ir hacia arriba. Los es asimismo el espíritu de la profecía, que se equipara a las artes y el tiempo creador. En «The Tyger» asistimos a una poderosa fusión de imaginería tecnológica y purgativa asociada con la creación, y la visión prometeica sale a relucir en el verso «¿Qué mano se atrevió a tomar el fuego?». En el más tradicional esquema mítico de Eliot el proceso purgativo no surge de forma natural desde las profundidades de la psique, sino que es una respuesta humana a un Espíritu divino que desciende en lenguas de fuego. El descenso divino y la respuesta humana informan las dos estrofas en la cuarta sección de Little Gidding, y la última en concreto está asociada con la pira funeraria de Hércules: Hércules, porque él fue uno de los escasos seres humanos que consiguieron entrar en la comunidad de dioses de la mitología griega. Escrito durante el bombardeo de Londres, Little Gidding encierra una parodia demoníaca de bombas que caen y fuegos que estallan en las calles. Es el escenario de un diálogo entre el narrador y un «espectro familiar compuesto» que representa la tradición poética. El escenario recuerda deliberadamente una escena del Inferno de Dante, pero cuando el fantasma discute la función social del poeta, él da un giro purgativo a una frase de Mallarmé: la tarea del poeta, dice, es «purificar el dialecto de la tribu». Bizancio, de Yeats, también describe un misterioso mundo tecnológicopurgativo-alquímico en el que «espíritus engendrados por la sangre», al morir, franquean las aguas para ser procesados en «herrerías», y tienen que pasar por una operación purgativa que incluye baile, fuego y transformación en «gloria de metal inmutable». En Yeats, como en Eliot, el ascenso purgativo lo complementa un movimiento descendente del viejo tipo cadena-del-ser. Eliot conserva sus rasgos cristianos más tradicionales; mientras que en el Sailing to Byzantium de Yeats damos con una visión más paradójica de los elementos divinos, espirituales, humanos y naturales en la cadena, como, respectivamente, el «somnoliento emperador», los sabios erguidos en el «fuego divino», los caballeros y las damas de Bizancio, y un pájaro de juguete en un árbol dorado que representa a la naturaleza transfigurada en «artificio Página 264 de eternidad». No se trata de la visión de autoridad o gracia divina sino de la de un orden elevado por encima del tiempo, con el poeta cantando el pasado, presente y futuro en el verso final. Los dos poemas bizantinos pueden llevarnos a preguntar si Yeats habla de la vida después de la muerte o de la transformación imaginativa de la realidad del poeta. No tardamos en caer en la cuenta de que ésta es una de esas preguntas que hay que contestar en ambos sentidos para entenderla del todo. Este último punto indica que los procesos purgativos ya trazados incluyen el tema de la autoeducación del poeta, el perfeccionamiento de su técnica y la función social de su arte. Vemos lo prominente que resulta en el Purgatorio de Dante la figura de Statius, el discípulo poético de Virgilio que a diferencia de su maestro acepta la revelación cristiana, convirtiéndose en un prototipo, casi una especie de doble, del propio Dante. Statius es uno de los muchos poetas y pintores del Purgatorio que forman parte de una tradición cultural que se clarifica y mejora a medida que transcurre, mejoría que se comprueba en su efectividad como fuerza civilizadora más que en la calidad del trabajo. Las implicaciones del término «civilizadora» no son puramente seculares: como subrayábamos antes, no hay sociedad tan maligna como para no poder producir algo culturalmente atractivo, y el logro cultural es el centro de una visión de inocencia, un paraíso perdido pero recuperado en parte. Al final del Paradiso Dante ha alcanzado la cumbre del axis mundi, y es en presencia de Dios cuando la pregunta «¿Qué viene a continuación?» carece de respuesta y significado. El objetivo del ascenso creador es trascender el tiempo y el espacio tal como los conocemos, así como obtener un presente y una presencia en otra dimensión. El presente es un momento expandido de conciencia tan largo como la historia humana de la que se tenga memoria; la presencia es el amor que mueve el sol y las otras estrellas. Pero queda claro que el viaje transcurre cuando Dante está vivo, y en ese contexto «¿Qué viene a continuación?» tiene un significado. Con el siguiente tictac del reloj retoma el viaje horizontal de su existencia de hombre del siglo XIV. Como la tradición decía de Jesús, con Dante tiene que darse una segunda venida, y la visión final puede sugerir que Dante confía en su salvación tras la muerte. Pero sobre todo significa que confía en la salvación de su visión poética como ofrenda a Dios. La imagen de ofrenda sugiere algunas afinidades genéricas entre la literatura y la oración. Independientemente de que otros puedan oírla y constituya, en parte, un diálogo con uno mismo, un modo de conocimiento sin introversión, la oración no se dirige directamente a nadie en este mundo. Se Página 265 relaciona por tanto con la elocución de poetas que alaban sin alabar a nada ni a nadie, que escriben desafiando la respuesta contemporánea, que reclaman una autoridad espiritual que nada en la naturaleza o la sociedad parece justificar. El interés primario de esta cuarta variación es la propiedad, en el sentido aristotélico de lo que resulta propio a la humanidad, como extensión del poder humano que sigue formando parte de la identidad humana. La posesión, primero de la tierra y luego de dinero, es la forma tradicional de propiedad, y la mayoría de los grandes profesores de moral, incluyendo ciertamente a los bíblicos, se las han visto y deseado para mostrar que tales posesiones, que se pierden tan fácilmente o se ganan con las pérdidas de otros, no poseen un interés genuino de por sí, sino que, al igual que el sexo y la comida, antes deben encontrar su desarrollo en otras dimensiones de existencia[106]. Para aclarar esto distinguiremos entre la propiedad social y la individual. La controle quien la controle, la propiedad social se basa en lo que solemos llamar instrumentos de producción, que son los avances tecnológicos que dan a los seres humanos dominio sobre el entorno. Cuando es una extensión genuina de la identidad humana, la propiedad individual será la de las facultades verbal, matemática, pictórica y demás aptitudes creadoras. El miedo a la tecnología se vincula a un miedo a algo anticreador en la mente, algo que produce el acto mecánico que se repite sin saber por qué, el aferrarse a establecer patrones de comportamiento por destructivos o disparatados que éstos sean. El principio creador opuesto se encuentra en la repetición estabilizadora de la práctica, lo que en latín se conoce por habitus y hexis en griego, la repetición que gradualmente desarrolla una técnica. Este contraste nos devuelve a la distinción de la Naturaleza en los Mutabilitie Cantos de Spenser entre los dominados por el cambio y aquellos que ejercen su dominio sobre el cambio. La repetición creativa es uno de los temas centrales de la literatura sapiencial del Antiguo Testamento, y reaparece en fórmulas repetitivas que se proclaman en san Pablo (Romanos 1, 9, etcétera) y en otras partes del Nuevo. La práctica que desarrolla una técnica creadora es asimismo un viaje de descenso, una asimilación de lo consciente a lo inconsciente, situado metafóricamente por debajo de aquél. Un ejemplo típico es el de un músico tocando miles de notas deprisa y con precisión: no atiende de forma consciente a cada nota, aunque es probable que tiempo atrás atravesara por esa fase. Por supuesto que existe un elemento mecánico en este progreso a través de la práctica, y pueden construirse máquinas de una eficacia que va Página 266 mucho más allá de los poderes de la conciencia humana. Pero en la mente las dos partes de la psique se asimilan en los mismos términos, y un músico que toca de forma mecánica resulta tan aburrido como un músico que no ha desarrollado la suficiente técnica mecánica. En cualquier caso no puede darse un ascenso consciente sin antes echar raíces en lo inconsciente mediante la práctica. Los dos tipos de repetición, la repetición automática y la repetición de hábito o práctica, están estrechamente conectadas con dos tipos de memoria. Hay una memoria mecánica que se limita a proyectar el pasado en el presente, y una memoria acumulativa que construye un presente a partir del pasado. Exhortaciones como la de Henry W. Longfellow, «actúa en el presente vivo», significan bien poco si por presente entendemos un presente abstracto; el presente genuino se encuentra siempre al final del pasado, cuando damos por concluida nuestra narración (hasta ese punto) y miramos arriba y abajo. De modo similar, la memoria mecánica que da vueltas en torno a un pasado inalterable se encuentra en un estado de esclavitud con respecto a éste, mientras que la práctica-repetición es una técnica de liberación. Practicar el piano significa liberarse para tocarlo. El tema de la práctica-repetición está, por supuesto, presente en la metáfora de la escalera, con su progresión paso-a-paso. La forma espiral en la que la escalera aparece con tanta frecuencia añade la imagen de movimiento cíclico a la de avance ascendente. El ciclo en sí puede simbolizar una constante frustración de energía, «el mismo giro aburrido», en expresión de Blake, o su contrario, la energía autocontenida en el vértice de la espiral, en el que ya no cabe un símbolo de avance posterior. Hablábamos antes del cerchio y la rota al final del Paradiso. La doctrina del purgatorio[107] se basa en la concepción de una vida «posterior», en la presuposición de que ningún esfuerzo humano puede completarse en una sola vida, que tiene que terminarse en otra, bajo una guía divina más explícita. Pero las metáforas de una vida posterior pueden llegar a resultar confusas porque sólo sugieren una extensión de nuestra experiencia, presente en lo desconocido. Toda vida posterior se relaciona estrictamente con el futuro de la vida individual o con el de la humanidad en la historia. En el Nuevo Testamento los Evangelios nos hablan de la primera venida del Mesías, que tiene lugar en el tiempo, y por consiguiente no es la apocalíptica segunda venida, o separación final del cielo y el infierno. Elementos en las enseñanzas de Jesús como pueden ser la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24 y ss.) nos advierten que la vida sigue siendo una mezcla inseparable de Página 267 bondad y maldad, o, para decirlo con mayor exactitud, de vida y muerte. Todo en la primera venida parece un tipo de la segunda, y la misma palabra segunda sugiere un futuro. Pero el futuro sigue emplazado en el tiempo, y al llegar a él descubrimos que sólo hay más futuro. De ello parece seguirse que todas las revoluciones históricas impulsadas por una visión apocalíptica dirigida hacia un futuro son ilusorias, incluida la revolución cristiana. Así pues, en cuanto conectada con el esfuerzo creador humano, la visión purgativa parece señalar directamente hacia lo alto, al mundo paradisíaco, tal como sucede en Dante, hacia un mundo por encima del tiempo en el que el poeta «ve presente, pasado y futuro» con Blake, o canta con Yeats «lo que pasó, está pasando o pasará». Para Browning se trataba de un argumento irrefutable desde la perspectiva teísta de que todo esfuerzo humano es algo parcial, y el papel de Dios es completar lo que los seres humanos sólo pueden ofrecer en parte. En su poema A Grammarian’s Funeral un pedante, como muchos lo calificarían, que se había pasado la vida analizando la gramática griega hasta en sus más diminutas minucias, es llevado a hombros por sus estudiantes por una montaña purgativa hasta una ciudad en lo alto «abarrotada de cultura», que se encuentra más cerca de ser la Ciudad de Dios que cualquier población renacentista revitalizada por el renacer del conocimiento, como indica el verso al final del poema («más elevada de lo que quepa imaginar al mundo»). Puede que nos recuerde el epigrama de Blake: «La Eternidad ama las obras del tiempo». TRES Los aspectos técnicos, purgativos y educativos de la visión prometeica tienen una vertiente social. Los intereses físicos primarios de la humanidad: comida, sexo, posesiones y libertad de movimiento, son elementos de la vida humana que compartimos con los animales. Los específicamente humanos son los intereses secundarios, por lo que si el siglo XX constituye una era en la que los intereses primarios deben pasar a ser nuevamente primarios, esto no significa una abolición de los intereses secundarios sino una integración renovada de la humanidad en la naturaleza. El énfasis puesto en los intereses secundarios ha creado la ley, con todos sus mecanismos para posponer una gratificación inmediata, y las artes, que se basan en los distanciados sentidos de la visión y el oído, reduciendo los sentidos de contacto directo, en especial el olfato, a un papel de segundo orden. A la sublimación de esos sentidos se debe la creación Página 268 de una nueva especie de animal, con conciencia de comunidad. La futilidad de intentar lograr algo haciendo caso omiso del contexto social demuestra que la individualidad humana es también un producto social enraizado en la ley, y no algo anterior a la sociedad. En el cristianismo lo tradicional es pensar en Dios como trinidad de poder, sabiduría y amor. Pero dejando de lado las definiciones asociadas con la palabra trinidad, esta concepción no se limita al cristianismo. En este libro hemos puesto un acento especial en la sabiduría y el amor, que el cristianismo siempre ha vinculado con la Palabra, el Hijo de Dios y el Espíritu Santo respectivamente. Pero la base primitiva de la idea de Dios es la tendencia humana a proyectar los misterios o recovecos escondidos de la vida humana, y en especial, todo aquello que parezca escaparse al poder humano. La última fuente de la sensación de poder misterioso es la naturaleza, con sus terremotos e inundaciones, sus sequías y tormentas, sus animales depredadores. El aspecto arbitrario y caprichoso de la naturaleza se desvanece de forma progresiva a medida que vamos conociéndola mejor, lo que no sucede con el comportamiento humano, que sigue manifestándose arbitrario y caprichoso, a pesar de formar parte de la naturaleza. A lo largo de la era cristiana se dio una incómoda ambigüedad entre las concepciones de la autoridad, que siempre es personal, y el orden, que es impersonal. Los dos significados de la palabra ley, en la vida de los hombres y en la ciencia, conservan esta ambigüedad lingüística. Al ser personal, Dios tiende a asociarse con el significado moral y humano de la ley como autoridad, pero en la práctica la autoridad es ejercida por las instituciones humanas de iglesia, estado y familia, todo lo cual sugiere la metáfora de «Padre», que también se aplica a Dios. En esta situación Dios pasa a ser, en expresión de Blake, el fantasma del sacerdote y el rey, a lo que podemos añadir la cabeza de la tradicional familia patriarcal. El título de este libro, tomado de Lucas 4, 32, alude a diversas referencias misteriosas al poder de Jesús. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra», les dice a sus discípulos (Mateo 28, 18). Se trata del Cristo de la Resurrección postpascual, cuyo poder se afirma en llamativo contraste dramático con su rechazo a ejercitar poder de cualquier tipo, espiritual o físico, durante la Pasión. El poder divino sólo puede actuar en su propio contexto de sabiduría y amor: en medio de la locura humana sus operaciones debían ser por completo inescrutables. El poder fuera de ese contexto sólo opera en el infierno. Nietzsche creía que al fundar la naturaleza humana en la voluntad de poder completaba la revolución prometeica contra el dios Página 269 celestial. Pero la voluntad de poder de Nietzsche no distingue el poder demoníaco, que se sirve de las palabras sólo para racionalizar su brutalidad, del poder titánico o creador, que se articula en las artes y ciencias y transforma el mundo a través de ellas. Siendo como era una persona altamente articulada, Nietzsche no tenía demasiada idea de hasta dónde podía llevar una voluntad de poder inarticulada. De ahí que aunque él no fuera antisemita o racista, su influencia social sólo podía producir una especie de nazismo. Con la aparición, en este siglo, de figuras de poder para quienes las matanzas, los campos de concentración y el abuso sobre la población son instrumentos necesarios de su política, el aspecto creador del poder desaparece, y la sociedad empieza un recorrido antiintelectual y anticultural, senda que lleva al infierno en la tierra. Esto no sucede porque los intelectuales o los creadores sean mejores que los demás, sino porque tal política es siempre el preludio de la mayor desgracia para el mayor número de personas. La degeneración de la sociedad comienza con el sacrificio de los intereses primarios en favor de los intereses secundarios de una ideología. En cuanto una sociedad se encuentra en este punto, se descubre que tampoco puede mantener una ideología consistente, y se acaba en la brutalidad y la barbarie más burdas. El estadio final es un genocidio que acaba por volverse en su contra. Puesto que ninguna sociedad en el mundo puede permitirse mostrarse complaciente con tales peligros, no hay género literario más útil que el sermón referido a las llamas del infierno, en cuanto el auténtico infierno es el que estamos construyendo nosotros, y en cuanto nuestra respuesta es una preocupación genuina y no un histerismo o contra histerismo. Una forma convencional del sermón del fuego del infierno es lo que se da en llamar «distopía», sátira utópica o visión social irónica, representada en este siglo por el 1984, de George Orwell y El primer círculo, de Alexander Solzhenitsyn. Pero lo opuesto a la distopía difícilmente es la utopía en sí, que tan a menudo no es sino un producto del agobio y la ansiedad, forma que si dejamos de lado a Platón y a Tomás Moro apenas si ha logrado auténtico cumplimiento literario. El verdadero opuesto de la distopía es más bien la sensación de una norma social ya mencionada, la sensación que permite a la ironía ser irónica. Un público que contempla una comedia reconoce el absurdo y lo grotesco de los personajes que suelen dominar la acción, porque ya posee la visión de una sociedad más sensible, y muchas comedias tienden a la visualización de una sociedad semejante en sus momentos finales. La misma presunción de norma Página 270 social funciona fuera de la literatura: uno difícilmente puede imaginar, pongamos por caso, médicos o trabajadores sociales desmotivados por la visión de una sociedad más rica o libre que la que contemplan a su alrededor. La norma de la que estamos hablando tiene dos niveles. En el nivel inferior nos encontramos con una visión de intereses secundarios realizados, la sensación de una ideología política con ciertas conexiones con los procesos actualmente en marcha en la sociedad, o una comunidad religiosa que en la práctica tiene alguna relación con sus logros teóricos. En el nivel superior se da una visión de intereses primarios realizados: libertad, salud, igualdad, felicidad, amor. Si esta visión desaparece o es reemplazada por la ideológica, entonces, por muy admirable que teóricamente pueda ser la ideología, lo más probable es que se torne algo obsesivo, dando comienzo de ese modo a la senda de descenso ya indicada. Si la visión primaria persiste tenemos el modelo del paraíso terrenal que Dante, con su infalible penetración para semejantes asuntos, colocaba en lo alto de la montaña del esfuerzo creador y purgativo. Quien se interese por la Biblia y la literatura acabará dando vueltas en torno al Libro de Job como un satélite. Aquí pretendo hablar de él en relación al tema que nos ocupa (GC, pp. 222 y ss.). Job se debate en una situación humana tan irónica como para sentirse totalmente confundido. Asume el contexto de un proceso, con juez, fiscal y abogado defensor. A diferencia del lector, desconoce el papel fiscalizador de Satán y su «¿Job teme a Dios por nada?». Pero naturalmente, como a cualquier otra persona maltratada, le gustaría conocer la causa que se le imputa (31, 35). Al mismo tiempo está obligado a defenderse a sí mismo, y a pesar de todas sus protestas en el sentido de estar seguro de su propio caso, tiene claro que hablar en defensa propia no es lo adecuado. Sin embargo confía en que antes o después dará con un «redentor», término con el que la Versión Autorizada se refiere a él (19, 25), un vindicador, vengador, o lo que sea que le permita, curiosamente, no comprender su situación, ni siquiera dar marcha atrás, sino lograr una visión directa de Dios (19, 27). Y esto es de hecho lo primero que sucede (42, 5), aunque también recupera sus propiedades. Job tampoco sabe que hay dos tipos de proceso, el proceso purgativo que es una operación de prueba y refinado, y encaminado hacia lo que uno aún puede ser, y un proceso de acusación, como el «Juicio final», que se pronuncia sobre el pasado. Es en el primero en el que está realmente implicado, y no en el último, como él piensa. De ahí que el repentino giro del relato, que pasa de tragedia a comedia, representa una inversión total de las Página 271 expectativas de Job, por no hablar de las de sus amigos. El propio Dios responde a Job en medio del torbellino: el mismísimo juez baja del estrado. Dios ignora todas las cuestiones relativas a la culpabilidad o inocencia de Job y la justicia o injusticia de sus propios medios. No volvemos a oír hablar de apuestas con Satán. Dios empieza por los rasgos más obvios de la situación: el hecho de que Job no entienda. Responde a Job haciendo una recapitulación de su creación original como una visión puesta ante Job en el presente. A Job no se le permite mirar hacia atrás, a una cadena causal en el pasado. Ha alcanzado el final de su narración en su situación presente, y ahora debe mirar arriba y abajo. Lo que ve es la creación buena en su forma original y sin estropear: en un polo se encuentra la armonía inteligible cuando las estrellas de la mañana cantan juntas; en el otro se encuentra el leviatán que reina sobre todos los hijos del orgullo (41, 43). Después de esta visión de un cosmos polarizado, Job puede ser restituido a su estado original porque Dios se ha restituido a sí mismo, por decirlo así a su estado original. Lo que se restituye al final del relato, sin embargo, es una sociedad. Job puede que no esté implicado en un proceso de tipo judicial, pero sí lo están sus tres amigos: han difamado a Dios «por no haber hablado con verdad» de El. Son ellos los acusados y perdonados, y la situación de Job no es restaurada hasta que intercede en favor de sus amigos (42, 10). Tras esto reaparece la familia de Job; sus amigos le llevan dinero y regalos, símbolos de una sociedad en funcionamiento, y «no había en todo el país mujeres tan bonitas como las hijas de Job». El toque de fantasía de esto último nos recuerda que la nueva sociedad de Job se mantiene unida gracias a su revitalizada visión, o renovada individualidad, que es tanto su centro como su circunferencia. El gran discurso de Job con el que concluye el capítulo 31 en realidad no está dirigido a sus amigos, difícilmente siquiera a Dios, pero tampoco se trata simplemente de un soliloquio. Tomado como retórica, como un intento de justificar ante Dios las costumbres humanas, es enteramente fútil. Los amigos consideran que el discurso es farisaico (32, 1), tal vez incluso blasfemo o ateo, a pesar de que esas respuestas sean naturales en la situación de Job. Pero se equivocan: lo que expresa el discurso es puro interés humano primario, un interés por la libertad y en contra de la servidumbre, la felicidad contra la miseria, la salud contra la enfermedad. Es la voz del poeta cuya imaginación sigue insistiendo, contra todas las virtudes de resignación y obediencia e incluso sentido común, que en su mayor parte el mundo que está allí no tiene por qué estar allí. Página 272 La respuesta de Dios, el movimiento invertido de la voz de la profecía o kerygma, en realidad no responde a nada: como la retórica corriente resulta elocuente pero insustancial. Lo que hace es poner los intereses primarios de Job en el contexto más amplio de lo que Paul Tillich llama interés último. Los misterios representados en la metáfora por la primera creación en el Génesis, los misterios de nacimiento y muerte y «thrownness», no pueden ser entendidos porque no pueden ser objetivados. Pero hay una creación que mistifica y una creación que revela, y ésta es idéntica a aquélla. Excepto que la creación misteriosa, infinitamente lejana en el pasado, es la que Job conoce de oídas pero no puede ver directamente (42, 5). Cuando la creación infinitamente remota le es re-presentada, pasa a participar en ella: esto es, se vuelve creador, puesto que cielo y tierra son hechos nuevos para él. No descubre nada nuevo pero aprehende mejor lo que ya se encuentra allí. Esta aprehensión más profunda no es simplemente mayor sabiduría, sino un acceso de poder. Los mitos de un paraíso perdido en el pasado o un infierno que nos amenaza después de la muerte son mitos corrompidos por las angustias del tiempo. El infierno se encuentra delante nuestro porque lo hemos colocado allí; el paraíso no está porque no hemos sabido ponerlo allí. La perspectiva bíblica de iniciativa divina y respuesta humana pasa a su contrario, donde la iniciativa es humana, y donde una respuesta divina, simbolizada por la respuesta a Job, está garantizada. La unión de estas perspectivas sería el siguiente paso, excepto que donde tiene lugar no hay siguientes pasos. Entre el final del discurso de Job y el comienzo de la respuesta de Dios tenemos a Elihú (Job 32 y ss.) tal vez una inserción posterior de algún redactor que compartía las características de Elihú, engreído, seguro de sí, orgulloso de su estrecha relación con lo contemporáneo, afianzado en la convicción de su capacidad para defender a Dios y condenar a Job. Sus credenciales son de lo más ambiguas, pero ocupa un sitio que le es propio en el relato. Cuando nos sentimos intolerablemente oprimidos por el misterio de la existencia humana y por lo que parece la total impotencia de Dios para hacer algo o siquiera preocuparse por el sufrimiento humano, entramos en el estadio de la «palabra en el desierto» de Eliot, y escuchamos toda la retórica de ideólogos, expurgando, revisando, enderezando, racionalizando, proclamando el tiempo de la renovación. Después de eso, tal vez podamos oír la voz aterradora y bienvenida que aniquila todo lo que creíamos saber, y restaura todo lo que nunca hemos perdido. Página 273 Indice analítico A la amante esquiva (Marvell), 279 A través del espejo (Carroll), 266 A Winter’s Tale (Thomas), 336 Abel, 150, 240, 340 Abraham, 150, 154, 214, 367 Adán, 153, 171, 194, 243-251, 264, 267, 275, 278, 295, 298, 337, 349; véase además Caída Adonis, 320, 330, 343 afirmaciones, 72-73, 359 agape, 262 Agar, 274 agonía romántica, La (Praz), 351 agrícola, 266, 268 agricultura, 316-37 Agustín, san, 45, 48, 73 Ah! Sunflower (Blake), 132-133 Alcibíades, 258 Alcmena, 335 alegoría, 70, 197 Allen, Barbara, 279 alma, 168-172, 174, 175, 243 alquimia, 361, 366 amnesia, 331 amonitas, 272 Amor Cortés, 265, 286 Amoretti (Spenser), 195 Amos, 89 Amphitryon 38 (Giraudoux), 335 An die Freude (Schiller), 230 Página 274 Ana, 270, 274, 308 Anábasis (Jenofonte), 135 Anatomía de la crítica (Frye), 14, 16, 20, 23-24, 82, 189 Anaxágoras, 65 androginia, 336-337 ángeles, 338-339, 341-342; de la guarda, 343; Jacob luchando con el, 154; rebeldes, 338, 339, 365; relaciones sexuales y, 275, 341-342 Ana, 297 Ana Karenina (Tolstoi), 102 Aniversarios (Donne), 222, 223-224 Anunciación, 277 Anticristo, 345-346, 353, 362 Antiguo Testamento, 154, 176, 187, 291, 297, 299, 300, 314, 321, 331, 350, 375 antirrománticos, 160 Apocalipsis, el, 308, 326-330, 377; Libro del, 146-147, 148, 284, 326, 339, 341; visión del, 267, 377 apocatastasis, 330 Apócrifos, 367 Apolo, 194 Apologie for Poetry (Sidney), 69 Apuleyo, 288, 293, 355 árbol: de la vida, 204, 250; del conocimiento, 263; del mundo, 204, 214, 216, 293 Arcades (Milton), 196 Areopagitica (Milton), 160 ario, mito racista, 59 Aristóteles, 37, 39, 47, 48-49, 66-67, 69; concepción del alma en, 168-169; conceptos de forma y materia en, 218 —, obras de: Metafísica, 42, 43; Poética, 160 armonía imitativa (onomatopeya), 103 Arnold, Matthew, 123, 156, 287 Arturo, rey, 95, 335 Asenath, 272 Asiria, 204, 214, 299 Asunción, 217, 323, 326 Aquiles, 341 Atlántida, mito de la, 310, 314 Página 275 Auden, W. H., 182 Aurelia (Nerval), 354-356 autoridad, 239, 379; racionalización de la, 218, 222-227, 239 aventuras de Tom Sawyer, Las (Twain), 295 Áyax, 341 axis mundi, 25, 137, 200-242, 250, 293, 342-343, 357 Baal, 150 Babel, Torre de, 203, 208, 210, 213, 214, 217, 227, 235, 239, 251, 289, 340; como símbolo cíclico, 214, 289 Babilonia, 204, 214, 296, 339, 343; templos de, 202 balada del viejo marinero, La (Coleridge), 361 Ballad of the Long-Legged Bait (Thomas), 310 Balzac, Honoré de, 337 banquete, El (Platón), 210, 257, 261 bautismo, 135, 328 Barthes, Roland, 114 Baudelaire, Charles, 279 Beckett, Samuel, 129 Beethoven, Ludwig van, 230 Belle Dame sans merci, La (Keats), 279 belleza, 288 Beowulf, 318 Bergson, Henri, 41, 357-358 Berkeley, George, 224 bestia en la jungla, La (Henry James), 358-359 Biblia, 16-19, 23-25, 66-67, 133, 142-385; marco histórico de la, 142; sentido de la, 36; doctrina Zogo-formulada de la, 67; mitos y metáforas en la, véase mitos y metáforas específicos; teísmo de la, 181; cultura tribal y orígenes de la, 214; unidad de la, 145; véase también libros individuales de la Biblia Blake, William, 88, 90, 97, 122, 132-133, 197-198, 203, 209, 242, 256, 276, 280-281, 291, 301, 305-312, 314, 328, 366, 376, 378 —, obras de: Ah! Sunflower, 132-133; Everlasting Gospel, 345-346; Eour Zoas, The, 307; Gates of Paradise, The, 209; Jerusalem, 128; matrimonio del cielo y el infiemo, El, 307, 345; Mental Traveller, The, 280, 307; Página 276 Milton, 368; Profecías, 371-372; Sea of Time and Space, A, 310; Sick Rose, The, 197; Songs of Experience, 286, 336; Songs of Innocence, 336 Blood and the Moon (Yeats), 281 bodas de Fígaro, Las (Mozart), 341 Boecio, 214 Boehme, Jakob, 127, 358 bohemios, 75 Boileau, Nicolás (crítico), 196 Booz, 269, 270 Borges, Jorge Luis, 191 Brand (Ibsen), 290 Brönte, Charlotte, 351-352 Browne, sir Thomas, 218, 225, 253 Browning, Robert, 117, 356, 377 Brueghel, Pieter, 203 Bruno, Giordano, 71 Buber, Martin, 164, 183, 337 budismo, 133 budismo zen, 109, 129, 137 Bultmann, Rudolf, 143-144 Bunyan, John: peregrino, El (The Pilgrim’s Progress), 97, 134 Burke, Edmund, 221-222, 302, 319 «Burnt Norton», véase Cuatro cuartetos (Eliot) Bush, Douglas, 71 Butler, Samuel, 42 Byron, George Gordon, 350, 352 Bizancio (Yeats), 136, 372 cabalismo, 161, 244 cabezas trocadas, Las (Mann), 332 cadena: cosmológica, 218; del ser, 218, 219, 224, 239, 251, 262, 371, 372373 Caída: del hombre, 193, 219-221, 247, 248, 249, 250, 268; metáfora de la, 289; original, 112, 290, 298, 337 Caifás, 99 Caín, 150, 240, 298, 317, 340, 350, 364 Caín (Byron), 350 Página 277 Campbell, Joseph, 15 Campion, Thomas, 255, 279 Canaán, 369-370; las bodas de, 149, 260 canonización, La (Donne), 119-120 Cantar de los Cantares, 175, 251-254, 262-263, 268-269, 272, 277, 281, 283, 285, 336 Cantique de Saint-Jean (Mallarmé), 334 Cantos (Pound), 212-213, 257, 264-265 caos, 218-219 capitalismo, 79 Carlyle, Thomas, 113, 154 Carroll, Lewis, 266 carta robada, La (Poe), 24 casa de Fama, La (Chaucer), 234 castillo de Axel, El (Wilson), 197 catastasis, 330 celos, 283 celotas, 331 cementerio marino, El (Valéry), 239 Cenicienta, arquetipo de la, 93 Chapman, George, 91 Chaucer, Geoffrey, 273, 286-287, 290, 318 —, obras de: casa de Fama, La, 234-235; Retractación, 74 Cherry Ripe (Campion), 255 Childe Roland (Browning), 356 China, 59, 72 Churchill, Winston, 50 cielo, 220-221, 227, 233 ciencia, 52, 65, 71, 72 ciencia ficción, 333 City of Dreadful Night (Thomson), 356 Clairvaux, Bemard de, 253-254 Clemens, Samuel, véase Mark Twain Cleopatra, 279 Coleridge, Samuel Taylor, 60, 90, 160, 303, 368 —, obra de: balada del viejo marinero, La, 361 comadre de Bath, La (Chaucer), 273 comedia, 381 Página 278 Comus (Milton), 196, 254 comedia de las equivocaciones, La (Shakespeare), 335 Commedia, véase Divina Comedia (Dante) concepto de angustia, El (Kierkegaard), 349 conceptual o dialéctico, modo, 39-45, 51, 66-67, 72, 141, 155, 161-162; subordinación de lo poético al, 66-67, 73 condensación, 197, 198 Condorcet, marqués de, 90-91 Confucio, 229 Conrad, Joseph, 83, 109, 295, 345, 347, 352, 353 conciencia, 87, 88-89, 122, 171, 293, 295, 297, 333-334, 368; reprimida, véase subconsciente conocimiento del bien y del mal, 249, 250, 253 Consolación de la filosofía (Boecio), 214 contrato social, 56-57, 59, 76-77 contrato social, El (Rousseau), 303 Corán, 161 corazón de las tinieblas, El (Conrad), 345, 347, 353 Coriolano, 282 cosecha, imágenes de la, 268-269 cosmología, 199; literaria, 198 cosmos, cuatro niveles del, 220-222, 227, 233-238, 300, 303; invención del, 311 Cowley, Abraham, 193 creación, 237, 337, 357, 384; mitos de la, 59, 205, 320-321; en el Génesis, 206-225; contrastes entre versiones, 244-246; versión del yahvista (J), 206, 243-248, 260, 266, 289, 339-340; versión sacerdotal (S), 206-208, 218, 225, 239, 243, 245 criaturas, jerarquía de las, 219 Crimen amoris (Verlaine), 354 Cristo, véase Jesús cristiana: doctrina, 68, 99, 134, 275, 322; Iglesia, 300; imágenes de axis mundi en la literatura, 209-210 cristiandad, 48, 52, 64, 97, 128, 140, 244, 247, 351, 378-379; afirmación de, 72; «alma perdida» en, 349; Anticristo en la, 339; infierno en la, 290; jerarquía de la iglesia, 262; primer cristianismo, 205; sexualidad en, 259260, 262-263 Crítica del juicio (Kant), 288 Página 279 crítica literaria, 19-25, 60-62, 63, 113-114; consenso en la, 22; definición, 60 Cuando los muertos despertemos (Ibsen), 290 Cuatro cuartetos (Eliot), 131, 160, 211, 226, 228 —, poemas de los: «Burnt Norton», 211, 213, 358; «The Dry Salvages», 213 cuento de invierno, Un (Shakespeare), 197, 215 cuentos populares, 63, 293, 325 cummings, e. e., 107-108, 157 Cupido y Psique, 93, 355 dadaístas, 75 Dalila, 282 Danae, 264-265 Daniel, 271, 296; Libro de, 204, 214, 367 danse macabre, tema de la, 292, 328 Dante, 34, 48, 62, 79, 85, 88, 163, 210-211, 265, 290, 355, 377, 381; véase además Divina Comedia darwinismo, 304; social, 227 David, rey, 269, 270, 323, 327 Davies, sir John, 228, 229 Débora, la historia de, 273 De doctrina christiana (Milton), 357 Decadencia y caída del Imperio romano (Gibbon), 81 Defensa de la poesía (Shelley), 86 Delay of Lying, The (Wilde), 197 Delfos, código de, 314 Deméter, 260 democracia, 37, 79 demoníaco, lo, 365; la lucha entre lo titánico y, 352-353; en la tragedia, 350; véase además mundo demoníaco Denham, profesor, 14 derecho divino de los reyes, 323-324, 363 Derrida, Jacques, 37, 107, 159, 190 Descartes, Rene, 52, 65 descenso: a los infiernos, 300, 326, 330; temas de, 289-364 Description Without Place (Stevens), 165 descriptivo, modo, 34-39, 51, 162 desmitologizador, 71, 92 Página 280 desplazamiento, principio de, 197 Deucalion, 193, 194 Dialogue of Self and Soul (Yeats), 170, 234 Dickinson, Emily, 177, 182, 301 Diderot, Denis: sobrino de Rameau, El, 75 Dies irae, dies illa, 157 diluvio, 317 Dioniso Areopagita, 127 Dioniso (deidad), 344-346 Dios, 150-153, 225, 241-242, 267, 300, 301, 357, 358, 378, 379; de la Biblia, 150-152, 182; en el cristianismo, 72; en las versiones S y J de la creación, 245; Job y, 382-385; monoteísmo, 151-152, 182, 342; movimiento «Dios ha muerto», 180; símbolos de, 154 dios celestial, 351, 354, 380 diosa blanca, La (Graves), 15, 278 diosas, 246; culto a la diosa tierra, 268, 278-280 dioses, 55-56, 110, 235, 249; en tanto que metáfora, 110 Diótima, 262 distopía, 381 Divina comedia (Dante), 133, 209, 240, 248, 276, 342, 369 —, partes de la, Inferno, 296, 325, 355, 369, 370, 372; Paradiso, 194, 209210, 229, 231, 241, 273, 369, 373, 376; Purgatorio, 210, 211, 355, 369, 370 dobles o gemelos, 331-337 Doctor Jekyll y Mister Hyde (Stevenson), 333 don de lenguas, 217 Don Giovanni (Mozart), 282 Donne, John, 119, 120, 173, 205, 216-217, 265, 275, 285 —, poemas de: Aniversarios, 222, 223-224; canonización, La, 119-120; éxtasis, El, 119, 265, 285; Nocturno sobre el día de santa Lucía, 360 Doppelganger, 331-332 Dostoievski, Fiodor, 90, 161 —, obras de: idiota, El, 232; sueño de un hombre ridículo, El, 349 Drury, Elizabeth, 222 «Dry Salvages, The», véase Cuatro cuartetos (Eliot) duquesa de Amalfi, La (Webster), 348 Página 281 Ébauche d’un serpent (Valéry), 220 Ecbatana, templos de, 264 Eco, 337 Eckhart, Meister, 127, 249 Edad dorada, 220 Edén, jardín del, 127, 204, 210, 220, 246, 267, 276, 277, 283; en el mito yahvista de la creación, 243, 339-340; Eva asociada al, 246, 251; metáfora de la mujer y el, 252-255 Edipo, 86, 277, 312, 322 edípica, situación, 356 Egipto, 203, 296, 298, 343, 366, 369; pirámides de, 202 Ego Dominus Tuus (Yeats), 170 Eliade, Mircea, 15, 93 Elías, 151, 239 Elihú, 385 Eliot, T. S., 19, 96, 122, 159, 160, 198, 228, 385; imaginería del axis mundi en, 210-211, 213, 235 —, obras de: Cuatro cuartetos, 131, 160, 211, 213, 226, 228, 358; Gerontion, 321; Little Gidding, 372; Miércoles de ceniza, 211; tierra baldía, La, 213, 215, 337 elixires del diablo, Los (Hoffmann), 333 Emilio (Rousseau), 303, 308 Eneas, 296 Eneida, La (Virgilio), 234, 296, 363, 368 Encarnación, 297, 323 Enkidu, 250 Enoch, Libro de, 341-342, 351, 365 Enrique III, rey, 324 Enrique IV (Shakespeare), 93 Enrique V (Shakespeare), 94-96 Enuma elish, 320 Epipsychidion (Shelley), 256-257 Epístolas pastorales del Nuevo Testamento, 68 epitafio, 108 Epithalamion (Spenser), 254 Er, 270 Erigena, 127 eros, 262 Eros (deidad), 121, 265, 277, 286, 288, 343; culto a, 195 Página 282 erótico, 125, 126 Esaú, 350 escala, imagen de la, 218 escalera de caracol, La (Yeats), 211 escalera, simbolismo de la, 202-203, 204-205, 208-217, 218, 226, 227, 233, 242, 261, 289, 293, 376 escarabajo de oro, El (Poe), 295 escuela pitagórica, 65 escritores proféticos, 89-91, 92, 160, 163 Esopo, 70 espacio, 233, 240, 314 espada, símbolo de la, 234 espíritu, 170-175, 217 Espíritu, 131, 153, 217, véase además Espíritu Santo Espíritu Santo, 259, 322, 379; véase además espíritu Estados Unidos, 72, 81 estatuas, Las (Yeats), 121 Ester, 273 Ética (Spinoza), 43 Eucaristía, 80, 122, 321, 324, 328 Éufrates, río, 243 Eureka (Poe), 199 Eurídice, 194 Eva, 244-258, 260, 264, 267, 279, 283, 351 Everlasting Gospel, The (Blake), 345-346 evolución, 226, 304 Evolution and Ethics (Thomas Henry Huxley), 304 exilio, tema del, 298, 299 existencialista, movimiento, 45, 161 Éxodo, 300, 308, 370 éxtasis, estado de, 123, 126, 127, 156 éxtasis, El (Donne), 119, 265, 285 Ezequiel, 204 Ezra, 146, 299 Evangelios, 148, 159, 192, 258, 308, 330, 377 fábula, 68 Página 283 Faerie Queene, The (Spenser), 235, 370 Faetón, 194 fascismo, 75, 84 Fastos (Ovidio), 90 fatalidad, 350 Fausto (Goethe), 67, 226, 248, 359, 371 Fausto (Marlowe), 116, 333 fe, 175, 176-179, 183, 189 Fedón (Platón), 69, 258 Fedro (Platón), 365 femme fatale, figura de la, 279, 283 fénix y la tortuga, El (Shakespeare), 120, 266 Fenomenología (Hegel), 216 Fem Hill (Thomas), 277 fertilidad, 252, 269, 278, 305, 317 Ficino, Marsilio, 265 ficción realista y naturalista, 70, 197 fierecilla domada, la, 273 filosofía secular, 52 Figlia che Piange, La (Eliot), 211 figuras retóricas, veáse metáfora, símil, etcétera Finnegans Wake (Joyce), 125, 157, 198, 212, 214, 315 Fletcher, Giles, 193, 194 forma y materia, concepción aristotélica de, 218 Foucault, Michel, 218 Four Ages of Poetry (Peacock), 86 Four Zoas, The (Blake), 307 France, Anatole, 113 Frazer, sir James, 15, 78, 320 Freud, Sigmund, 86, 178, 284, 300, 304 freudianos, 282 Frost, Robert, 134, 363 Frye, Northrop, obras de: véase Anatomía de la crítica, El gran código Fuenteovejuna (Lope de Vega), 341 fuego, 365, 372 Gabriel, arcángel, 271 Página 284 Galileo, 65, 71 Ganges, río, 243 Garden (Marvell), 255 Gates of Paradise, The (Blake), 209 Génesis, 194, 254, 261, 268, 340, 341, 342, 351; versión sacerdotal (S) de la creación, 206-208, 218-219, 225, 239, 243, 245; versión yahvista (J) de la creación, 206, 243-248, 260, 266, 289, 339 gemelos, véase dobles Gerontion (Eliot), 321 Gettysburg, 50 Gibbon, Edward, 81 Gide, André, 349 Gilchrist, Alexander, 88 Gilgamesh, poema épico de, 250 Giraudoux, Jean, 335 Glastonbury Tor, 204 Glauco, 194 gnósticas: escrituras, 68; deducción, 151 gnósticos, 259; escritores, 192 Goethe, Johann Wolfgang von, 88, 158, 344 —, obra de: Fausto, 67, 226, 248, 359-360, 371 Gogol, Nikolai, 74 Golding, William, 290 Gommes, Les (Robbe-Grillet), 129 Grial, leyendas del, 92 Grammarian’s Funeral, A (Browning), 377-378 gran carretera, La (Strindberg), 371 gran código, El (Frye), 13-16, 18-19, 63, 143, 145, 172, 187, 268 Graves, Robert, 15, 158, 235, 244, 278, 279, 280 Greene, Graham, 332 Grimm, cuentos de los, 293 Guerra y paz (Tolstoi), 125 Hardy, Thomas, 301 Heaven and Earth (Byron), 352 Hebreos, epístola a los, 148, 176 Hechos de los apóstoles, 323 Página 285 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 34, 72, 290, 358 —, obra de: Fenomenología, 216 Heidegger, Martin, 41, 123, 126, 358 Heilsgeschichte, 144 Heracles, 335 Heráclito, 126, 211, 217 Hércules, 372 Hermes, 343 Hermes Trismegisto, 91 Herne’s Egg, The (Yeats), 342 Herodías, 334 Herodoto, 202, 264 Herrnmoral, 345 Hesíodo, 64, 340 Hesperides, The (Tennyson), 280 Hesse, Hermann, 76 Hilton, John, 210 historia: movimiento cíclico de la, 215, 229, 342, 376; mitología e, 92-99 historia literaria, 83; mitología transmitida a través de, 15; moralidad e, 116 History of the Rechabites, The, 254 Hitler, Adolf, 225, 345 Hodos Chameliontos (Yeats), 136 Hoffmann, E. T. A., 330, 333, 334 Hölderlin, Friedrich, 158, 225, 263 holismo, 145 Hollow Men, The (Eliot), 131 Homero, 64, 83, 85, 91, 103, 111, 160, 146; épica homérica, 144 —, obras de: Ilíada, 80, 87, 146, 282; Odisea, 87, 135, 146, 291, 296, 335, 368 Hopkins, Gerard Manley, 94, 158, 226, 302 Horacio, 302 Horus (Nerval), 279 Housman, A. E., 132, 301 Huckleberry Finn (Twain), 332 Hudibras, 42 Hugo, Victor, 79, 125, 158 Hulme, T. E., 160 Huxley, Aldous, 350 Huxley, Thomas Henry, 304 Página 286 Hymn of Heavenly Beauty (Spenser), 262 Isabel, 270, 271 Ibsen, Henrik, 290 identidad, 117-125 ideologías, 48-53, 56-58, 59, 72-76, 80-81; grado de flexibilidad en las, 73; intereses secundarios e, 78, 380; mitología e, 56-57, 58-59, 64, 77; persecución e, 57, 73; religión como una forma de, 140-142 idiota, El (Dostoievski), 232 Ificles, 335 Ifigenia, 282 Igitur (Mallarmé), 360-361 Ilíada (Homero), 80, 87, 146, 282 ilusión, 126-127, 178-179 imaginación, 88, 125 imperialismo, 80, 213-214 Imperio romano, 300 incesto-tabú, imaginería del, 283 inconsciente, véase subconsciente infancia como un estado de la inocencia, la, 276-277 Inferno, véase Divina comedia (Dante) infierno, 290-291, 296, 300, 325, 384 Inmaculada Concepción, 248 Innana, diosa, 292 interés, 63, 76-81; primario, 76-81, 99, 188-189, 240, 287, 313-314, 374, 378, 380, 381-382, 384; secundario, 76, 78, 378, 380, 381 invención, 365 Ion (Platón), 91 ironía, 124, 129, 130, 381 Isaac, 270 Isaías, 204 Isis, 279, 286, 355 isla, La (Aldous Huxley), 350 isla del tesoro, La (Stevenson), 295 Islam, 128, 342 Ismael, 350 Israel, 90, 214, 253, 267, 273, 296, 298, 299, 366, 369, 370; enemigos de, derrotados por mujeres israelitas, 273 Página 287 Jacob: luchando con el ángel, 154; sueño de la escalera de, 200-202, 203, 208, 209, 215-216, 226, 227, 233, 235, 289, 293 Jacobo, rey, 222, 225, Jael, 273 James, Henry, 110, 333, 291 James, William, 156 Jantipa, 258 Jane Eyre, (Brontë), 93-94 Jardín d’Épicure (France), 113 jardín-cuerpo, metáfora del, 246, 252-257, 259, 275 jardín del Edén, véase Edén jarra de oro, La (Hoffmann), 334 Jaser, Libro de, 147 Jefté, la hija de, 282 Jenofonte, 135 —, obra de: Anábasis, 135 Jeremías, 90 Jerjes, 214 Jerusalén, 204, 247 Jerusalem (Blake), 128 Jesús, 47, 122, 128, 130, 136-137, 162, 172, 174, 177, 180, 181, 194, 195, 239, 240, 247, 248, 261, 275, 277, 283, 321, 322, 323, 326, 327, 337, 354, 367, 377, 379; ascensión de, 217, 326; crucifixión de, 99; en las bodas de Canaán, 149, 260; Encarnación de, 297, 323; hermano de, 335; Natividad de, 330; origen divino y humano de, 342; presentación en los Evangelios, 148-149, 258-259; resurrección, 267, 275, 300, 308, 322, 325, 326, 330 Job, 151, 152, 350, 382-385; Libro de, 177, 382-385 Juan, san, 47, 146, 260, 267; Evangelio según, 68, 136, 148, 165, 267 Juan de la Cruz, san, 211, 263, 358 Juan el Bautista, 270, 279, 331; cabeza cortada de, 334 Jolly Corner, The (Henry James), 333 Jonás, 292, 299 Jonás, Libro de, 331 Jonson, Ben, 222-223, 225 José (hijo de Jacob), 271-272, 296 José, san, 335 Josefo, 340 Página 288 Josué, 369 Joyce, James, 84, 129, 210 —, obra de: Finnegans Wake, 125, 157, 198, 212, 214, 315 Jubilate Agno (Smart), 367 Judá (hijo de Jacob), 270 judaísmo, 342; tradición hagádica en el, 128 Judas Iscariote, 258 Judas, Epístola de san, 335 Judas Tomás, 335 Judío Errante, 240 Judit, 273 juego de los abalorios, El (Hesse), 76 Jung, Cari Gustav, 248, 257 Júpiter, 312, 341 justicia, 45-46 Kant, Immanuel, 101, 288 katabasis, 292 Keats, John, 88, 101, 104, 122, 229, 269, 279, 280, 356, 368, 371 Kekulé, Friedrich August (científico), 215 kerygma, 143-144, 155-158, 161-163, 164; secular, 162 Kierkegaard, Søren, 45, 91, 161, 282, 291, 304, 346, 349 King of the Great Clock Tower, The (Yeats), 334 Kingu, dios, 320 Krishna, 152 Lacan, Jacques, 180, 337 Ladder of Perfection (Hilton), 210 Ladies’ Dressing-Room, 328-329 Laforgue, Joles, 112, 128 Lawrence, D. H., 75, 249, 256 —, obras de: Mujeres enamoradas, 256; Serpiente emplumada, 75 Lázaro, parábola de, 308, 326 Legende des siècles, La (Hugo), 125 leyendas, 63, 91 Le Guin, Ursula K., 276 Página 289 Leibniz, Gottfried Wilhelm von, 51 levirato, 269-270, 274, 275 Lewis, Wyndham, 75 libertad: abstracta, 349; de movimiento, 240-241; ética o constructiva, 349 Lilit, 339, 351 Lincoln, Abraham, 50 Little Gidding (Eliot), 372 llaves del cielo, Las (Strindberg), 203 Lo que Maisie sabía (Henry James), 110 logos, 66-67, 68, 69, 86, 128, 149, 160 Longfellow, Henry Wadsworth, 305 Longino, 156, 160 Lope de Vega, Félix, 341 Lot, 272 Lucas, san, 47, 147; Evangelio según, 330 Luciano, 292 Lucifer, 290, 339, 351, 358 Luis XIV, 225 luna, ciclo de la, 316 Lutero, Martín, 90, 122 Lycidas (Milton), 107, 196 maestro constructor Jan Gabriel Borkman, El (Ibsen), 290 macabeos, rebelión de los, 214, 299 Macbeth (Shakespeare), 314, 323, 347 Macdonald, George, 356 —, obra de: Phantastes, 356 Madame Bovary (Flaubert), 102 Mademoiselle de Scudéry (Hoffmann), 330 Madre Naturaleza, 246, 278, 234 Madre Tierra, 260 magia, 103, 116 Magnificat, 277, 308 Magritte, René, 101 mal, conocimiento del, 249-250, 253 Mallarmé, Stephane, 122, 174-175, 180, 301, 334, 360, 361, 372 malthusiano, 304 Página 290 Manifiesto comunista (Marx), 98-99, 162 maniqueos, 259 Mann, Thomas, 60, 332 —, obra de: cabezas trocadas, Las, 332 mano izquierda de la oscuridad, La (Le Guin), 276 Mao Tse-tung, 81, 162, 225 Marcos, san, 47 María, Virgen, 222, 247, 259, 263, 271 Maria Assumpta (Thompson), 264 María de Betania, 258 María Magdalena, 268 Marlowe, Christopher, 116, 333 —, obra de: Fausto, 116, 333 Marsyas, 194 Marta, 258 Marte, dios, 335 Marvell, Andrew, 104, 170, 255, 279, 329 Marx, Karl, 79, 90, 300 marxismo, 79, 98, 140, 303 marxistas, 68 masculino: asociación del cielo con lo, 286; como símbolo, 266 Mateo, san, 47; Evangelio según, 273; los Reyes Magos en, 297 matrimonio, 259; con una extranjera, 271-273; levirato, 269-270, 274, 275; sagrado, 284, 291 matrimonio del cielo y el infiemo, El (Blake), 307, 345 Medea, 282 meditación, técnicas de, 138, 154 Melville, Herman: Moby Dick, 295, 350, 352-353 menecmos, Los (Plauto), 335 Menipo, 292 Mental Traveller, The (Blake), 280, 307 mente bicameral, 87 Mesopotamia: religión prebíblica en, 291; templos de, 202 Metafísica (Aristóteles), 42, 43, 66 metafísicos, sistemas, 51 metáfora, 26-27, 108-116, 118-120, 123-138, 142; dioses como, 110; existencial, 115, 119, 123; visual, 108-110 Página 291 metaliterario, 156, 158, 161, 163 metalurgia, 364, 365-366 Metamorfosis (Ovidio), 112, 193 metamorfosis, relatos de, 237 metonimia, 111 Miércoles de ceniza (Eliot), 211 Mill, John Stuart, 166 1984 (Orwell), 348, 381 Milton (Blake), 368 Milton, John, 79, 107, 113, 153, 219, 267, 284, 363, 364; temas de descenso en, 290 —, obras de: Anades, 196; Areopagitica, 160; Comus, 196, 254; De doctrina christiana, 357; Lycidas, 196; Oda a la Natividad, 196; paraíso perdido, El, 194, 210, 229, 240, 245, 249, 254, 264, 275, 295, 296, 338, 341, 351; paraíso recobrado, El, 195; Quinta elegía (Latina), 301 ministerio del miedo, El (Greene), 332 Mishima, Yukio, 74 místicos, 127, 210, 263 mitología: clásica, 64, 68, 93, 189, 193-195, 196, 208, 220, 233, 322, 335, 340, 341; de Oriente Próximo, 208; griega, 64, 335; protociencia y, 65; transmitida por la literatura, 15-20 mitos: celtas, 317; del diluvio, 59; en tanto que hechos, 67; función de los, 6364; «fundamentalistas» o sectarios, 59; ideología y, 56, 58, 59, 64, 77, 97; irónico, 96; pastoral, 96; poético, 80; series de, 56; sobre dioses murientes, 78, 316; véase también creación mitraísmo, 205, 210 moabita, 268, 271, 272, 331 modos verbales, 33-62, 81-83, 162; véase además conceptual o dialéctico, descriptivo, poético o imaginativo, retórico muerte, 233, 239, 278, 290, 295, 300, 328; como símbolo de unión sexual, 265-266 Moisés, 239, 271, 272, 273, 369, 370 Molière, 335 monogamia, 283, 284, 286 monoteísmo, 151, 182, 342 Montaigne, Michel Eyquem de, 122 montañas, simbolismo de las, 200, 204, 205, 209, 216, 234, moralidad y literatura, 116 Moro, Tomás, 381 Morris, William, 251, 287, 361-362 Página 292 Mozart, Wolfgang Amadeus, 282 Mujeres enamoradas (Lawrence), 256 mundo: caído, 221, 227, 233; demoníaco, el nivel del, 220, 227; el espacio en el, 232, 233; el tiempo en el, 231, 233 música, 159, 299 Mutabilitie Cantos (Spenser), 235-239, 375 My Last Duchess (Browning), 117 Nabucodonosor, 296, 367 nacimiento de la tragedia, El (Nietzsche), 345 nacimiento: tardío, 270; virginal, 248, 271 nada, 357-359 Napoléon, 225 Narciso, mito de, 86, 337 Nashe, Thomas, 104 Natividad, 330 naturaleza: comer y beber en comunión con la, 319-320; orden de la, 220, 221-222, 227, 233, 301 nazismo, 59, 380 Nehemías, 299 Nerval, Gérard de, 279 —, obras de: Aurelia, 354, 355, 356; Silvia, 355 Newcomes, The (Thackeray), 102 Newman, John Henry, 142 Newton, Isaac, 71 Nietzsche, Friedrich Wilhelm, 91, 161, 180, 226, 304, 318, 345, 380 Nilo, río, 243 Nínive, 299, 331 Noche de Reyes (Shakespeare), 337 Nocturno sobre el día de santa Lucía (Donne), 360 Noé, 150, 194, 317 Noemí, 268-269, 271 Nosce Teipsum (Davies), 228 Nostromo (Conrad), 295 novia, 260, 264, 267-268, 271-272, 281, 284-285, 288; metáfora del jardín y la, 285; eliminación de las manchas de carácter de la, 271 novio, 284, 288 Página 293 Nuevo Testamento, 147, 148, 155, 169, 170, 176, 181, 187, 297, 300, 321, 331, 375 oasis, imaginería del, 268 Oda a la Natividad (Milton), 196 Oda a un ruiseñor (Keats), 104 Oda: indicios de inmortalidad (Wordsworth), 276 Odisea (Homero), 87, 135, 146, 291, 296, 335, 368 Odiseo, 341 Ofelia, 282 Onán, 270 onomatopeya, 103 oración, 217, 374 oráculos, 314; de Apolo, 314; de Jehová, 314 oratoria, 49, 105 Oratorio de Navidad, 225 Orc, 306-307, 311 Orchestra (Davies), 229-230 Orfeo, 91, 194, 250 Orwell, George, 348, 381 Oseas, 267 Osiris, 203 Otelo, 348 ouroboros, 215 overthought, 94, 96 Ovidio, 121, 182, 233, 234, 235, 237, 265 —, obras de: Fastos, 90; Metamorfosis, 112, 193 oxímoron, 111 Pablo, san, 168, 170, 171, 176, 178, 216, 241, 247, 259, 260, 262, 330, 331; concepción de Cristo en, 337; Epístolas de, 148 Palabra, la, 131, 153, 180, 205, 217, 239, 249, 323, 379, 343 palabras y las cosas, Las (Foucault), 218 parábolas, 128; del trigo y la cizaña, 377; véase también Lázaro paraíso perdido, El (Milton), 194, 210, 229, 240, 245, 249, 254, 264, 275, 295, 296, 338, 341, 351 Página 294 paraíso recobrado, El (Milton), 195 paraíso terrenal, El (Morris), 361-362 Pascal, Blaise, 45 Pasión según san Mateo, 225 Peacok, Thomas Love, 86 Pearl, The, 265 pecado, 221 Pedro, san, 267 peregrino, El (Bunyan), 97, 134 Peri Hypsous, véase Sobre lo sublime (Longino) Perséfone, 260 Persia, 205, 214; templos de, 202 Petrarca, 265 —, obra de: Secretum, 73 Phantastes (Macdonald), 356 pinturas rupestres, 313 pirámide, La (Golding), 290 pirámides: simbolismo de las, 202; Textos de las, 202 Pirra, 194 Pisan Cantos (Pound), 212-213, 257, 264 Pitágoras, 121; véase además escuela pitagórica Platón, 66-67, 126, 166-167, 265, 266, 381 —, obras de: banquete, El, 210, 257, 261; Fedón, 69, 258; Fedro, 365; Ion, 91; político, El, 199; república, La, 44-47, 66, 160, 168, 169; Timeo, 69 Plauto, 335 Pleasure Reconciled to Virtue (Jonson), 223 Plutón, 316 Poe, Edgar Allan, 24, 96, 158, 159, 199, 295, 332, 333, 356 —, obras de: carta robada, La, 24; escarabajo de oro, El, 295; Eureka, 199; Predicament, A, 333; William Wilson, W poesía, 69-70, 86, 91, 92, 102-105, 107-108, 119, 225, 313; armonía imitativa en la, 103; como canción, 106-107; lenguaje de la, 112-113; verso «mágico» en la, 104, 116 poeta, 75, 79, 83, 85, 87-92, 94, 102, 103, 105-107, 119-121, 160, 225, 226, 313, 368; autoridad del, 72, 89; estatus del, 87, 91; persecución del, 73-74 Poética (Aristóteles), 160 poético o imaginativo, modo, 55, 56, 67, 73, 142, 155-156, 162 polisémico, teoría del sentido, 33-34, 48 Página 295 político, El (Platón), 199 Pope, Alexander, 103, 194 —, obra de: Rape of the Lock, The, 194 Portrait of a Lady, 211 Pound, Ezra, 75, 160, 210, 229, 257 Praz, Mario, 351 —, obra de: agonía romántica, La, 351 Predicament, A (Poe), 333 primer círculo, El (Solzhenitsyn), 381, 274 Princess, The (Tennyson), 265, 266 Process and Reality (Whitehead), 199 profetas, 296, 299 Prometeo, 312, 343-344, 345, 364, 365, 314 Prometeo desencadenado (Shelley), 260, 310, 312 prometeica, revolución, 380 prometeico, simbolismo, 371 propaganda, 58 propiedad, 374-375 Proserpina, 316, 336 prosopopeya, 108 protociencia, 65 protomarxista, 341 protonazi, 75 Psique, 288, 293, 368; Cupido y, 93, 355 purgatorio, 209, 212, 369, 370 Puttenham, George, 90 Rabelais, François, 84, 317, 325 Racine, Jean Baptiste, 225 Rajab, 273 rama dorada, La (Frazer), 320 Rank, Otto, 334 Rape of the Lock, The (Pope), 194 Raquel, 271 razón, 57, 58 Recluse, The (Wordsworth), 310 redención, 189 Reforma, 67, 160 Página 296 Regeneration (Vaughan), 263 Religio Medici (Browne), 218 religión, 140, 141; como una forma de ideología, 140, 141; de Oriente Próximo, 246, 249; monoteísta, 189 repetición, 376 república, La (Platón), 44-47, 66, 160, 168, 169 Réquiem, misa de, 157 resonancia, 102-103 resurrección, 275, 330; de Jesús, 267, 275, 300, 308, 322, 325, 326, 330 retórico, modo, 47-51, 58, 105, 106, 155, 161, 166 Retractación (Chaucer), 74 Reveille (Housman), 132 revolución: americana, 224, 307; francesa, 224, 307; industrial, 224 rey del río de oro, El (Ruskin), 317 rey Juan, El (Shakespeare), 324 rey Lear, El (Shakespeare), 138, 178, 241, 346-347 Richards, I. A., 19 Rilke, Rainer María, 173, 179, 257 Rimbaud, Arthur, 90, 158, 353, 354 rituales, 64, 77, 140 Robbe-Grillet, Alain, 129 Roma, 214, 335, 330 Romanticismo: movimiento, 160, 225, 313; período, 85, 196, 197, 332, 350, 368 románticos, 88, 303; poetas románticos, 256, 279, 310; véase además antirrománticos Romaunt of the Rose, The, 265 Rómulo y Remo, 335 Rousseau, Jean-Jacques, 85-86, 91, 142, 303, 306, 307, 308 —, obras de: contrato social, El, 303; Emilio, 303, 308 rueda: de la fortuna, 365, 214, 215, 290; del destino, 365 Ruskin, John, 287, 317 Russell, Bertrand, 199 Rut, 268-271, 299, 331; Libro de, 93, 269-271 Ruysbroeck, Jan van, 127 Saba, reina de, 273, 284, 297 Página 297 sabiduría: inferior, 343; oracular, 317 Sade, marqués de, 309, 346, 351 saduceos, 275 Sailing to Byzantium (Yeats), 372-373 Salomé, 279, 334 Salomón, rey, 252, 272, 284 Samuel, 150, 270, 274, 291, 292 Sansón, 150, 193, 194, 282 Sara, 270 Sartre, Jean Paul, 161, 291 Satán, 125, 195, 210, 219, 249, 291, 312, 339, 340, 350, 353, 354, 358, 382 Satanás, véase Satán saturnalias, fiestas, 327 Saúl, 150, 151, 291, 323, 350 Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph von, 15 Schiller, Johann Christoph Friedrich von, 230, 232 Schopenhauer, Arthur, 304, 305 Science and Poetry (Richards), 19 Sea of Time and Space, A (Blake), 310 Secretum (Petrarca), 73 Seforá, 273 Séneca, 85 Sense of the Past, The (Henry James), 333 Seol, 292 Sepher Yetzirah (Libro de formaciones), 206 Séraphita (Balzac), 337 sermón: de la Montaña, 161, 167; de las llamas del infierno, 380; del Parque de los Ciervos, 161 serpiente, 339 Serpiente emplumada (Lawrence), 75 Setenta, versión de la Biblia de los, 367 sexualidad, 246-266, 269, 276, 283-284, 305, 328; ángeles y, 275, 341; pérdida de la inocencia sexual, 249; unión sexual, 119-120, 252, 253, 259, 261, 265-266, 276, 284 Shakespeare, William, 83, 85, 88, 94-95, 119, 163, 279, 282, 297 —, obras de: comedia de las equivocaciones, La, 335; Enrique IV, Enrique V, 94-96; fénix y la tortuga, el, 120, 266; fierecilla domada, la, 273; Macbeth, 314, 323, 347; Noche de Reyes, 337; Otelo, 348; rey Juan, El, Página 298 324; rey Lear, El, 138, 178, 241, 346-347; sueño de una noche de verano, El, 118; tempestad, La, 126-127, 134 Shelley, Percy Bysshe, 58, 86, 256-257, 279, 3001, 306, 311, 312, 314 —, obra de: Prometeo desencadenado, 260, 310, 312 Shirley (Brontë), 351-352 Sick Rose, The (Blake), 197 Sidney, sir Philip, 69 Silex Scintillans (Vaughan), 263 símbolo: concepto de, 153-154; contraste entre alegoría y, 197 Silvia (Nerval), 355 Simeón, 297 símil, 111 sinécdoque, 111 Siria, 298 Siris (Berkeley), 224 Smart, Christopher, 367 Sobre lo sublime (Longino), 156 sobrino de Rameau, El (Diderot), 75 sociedad: descripción marxista de la, 307; patriarcal, 266 Sócrates, 45-47, 167, 258, 277, 285, 343; juicio a, 66 sofistas, 45 Solid Mandala (White), 332 Solomon and the Witch (Yeats), 276 Solzhenitsyn, Alexander, 381 soma pneumatikon (cuerpo espiritual), 170, 171, 172 soma psychikon (cuerpo mortal), 168, 170, 171, 172 Soneto en yx (Mallarmé), 360 Sonetos a Orfeo (Rilke), 173 Songs of Experience (Blake), 286, 336 Songs of Innocence (Blake), 336 Spanish Tragedy, The (Kyd), 298 Spenser, Edmund, 103, 195, 234 —, obras de: Amoretti, 195; Epithalamion, 254; Faerie Queene, The, 235, 370; Hymn of Heavenly Beauty, 262; Mutabilitie Cantos, 235-239, 375 Spinoza, Benedictas de, 41, 150, 153 —, obra de: Ética, 43 Stalin, José, 198, 225 Stein, Gertrude, 137 Página 299 Stevens, Wallace, 27, 123, 124, 129, 165-166, 237, 360 —, obras de: Description Without Place, 165; Sunday Morning, 237 Stevenson, Robert Louis, 295, 333 Stopping by Woods on a Snowy Evening, 134 Strindberg, August, 203, 371 subconsciente, 88, 293, 306, 334, 356 Subida al monte Carmelo (san Juan de la Cruz), 211 sueños, 296-297, 314, 332, 368 sueño de un hombre ridículo, El (Dostoievski), 349 sueño de una noche de verano, El (Shakespeare), 118 sufí, 128 Sunday Morning (Wallace), 237 Susana, 271 Swedenborg, Emanuel, 151, 276, 355 Swift, Jonathan, 188, 329 —, obra de: viajes de Gulliver, Los, 346 Sygdommen til døden (Kierkegaard), 161 symbolisme francés, 96 talentos, parábola de los, 368 Tamar, 269-270, 271 Tao te Ching, 113 taoísmo, 133, 137 Tartufo (Molière), 43 Tasso, Torquato, 74 tecnología: imaginería de la, 364-368, 372; miedo a la, 375 tempestad, La (Shakespeare), 126-127, 134 templos, simbolismo de los, 202-203, 216 Tennyson, Alfred, 96, 135, 158 —, obras de: Hesperides, The, 280; Princess, The, 265, 266 Teseo, 359 Tetis, 282 Thomas, Dylan, 215, 277, 310, 336 Thompson, Francis, 226, 264 —, poema de: Maria Assumpta, 264 Thomson, James, 356 —, obra de: City of Dreadful Night, 356 Página 300 tiempo, 227-233, 240, 314; demoníaco, 231; «momento sin tiempo», 229 tierra baldía, La (Eliot), 213, 215, 337 Tierra Prometida, 369, 370 Tigris, río, 243 Tillich, Paul, 384 Timeo (Platón), 69 tirano, 347-348 tiranía, 348, 363 Tiresias, 291, 296, 337 Tiro, 339 titán, 344, 340, 342; revuelta de los, 209 titánicos, poderes, 350, 365, 371 titanismo, 351 To Juan at the Winter Solstice, 278 Tobías, 294 Tobit, 294 Tolstoi, León, 102, 125 —, obras de: Ana Karenina, 102; Guerra y paz, 125 Tomás, apóstol, 335 torah, 64 torre, La (Yeats), 28, 211 torre: de Babel, 203, 208, 210, 213, 214, 217, 227, 235, 239, 251, 289, 340; simbolismo de la, 200, 203, 213-214 Tractatus (Wittgenstein), 216 tragedia: 346-350; griega, 344-345 Traherne, Thomas, 276 transfiguración, 238-239 Trasímaco, 45-46, 53 tribus indias (Columbia británica), 208 Trinidad, 378 Trotsky, León, 68 Twain, Mark, 295, 332 underthought, 94, 96, 166 Unicorn from the Stars, The (Yeats), 358 Unión Soviética, 72, 800, 198 universo jerárquico, 208, 218-219, 245; véase además cadena de seres Página 301 universo ptolemaico, 219, 224 Urizen, 306-307, 311-312 utopía, 381 Vacillation (Yeats), 170 Valéry, Paul, 76, 102, 174, 175, 199, 239 —, obras de: cementerio marino, El, 239, 279; Ébauche d’un serpent, 279 variedades de la experiencia religiosa, Las (William James), 156-157 Vaughan, Henry, 263, 276 —, obras de: «Regeneration», 263; Silex scintillans, 263 Venus, 195 verdad, 79 Verlaine, Paul, 97, 354 viajes de Gulliver, Los (Swift), 346 Vico, 15, 122, 157, 183, 281, 215 vida posterior, 376-377 Virgilio, 103, 121, 135, 182, 265, 326, 373 —, obras de: Cuarta égloga, 326; Eneida, La, 234, 296, 363, 368 virgen, 250-251, 264 Virgen María, 264 visión, Una (Yeats), 199, 211, 318 viuda, simbolismo de la, 274 Voltaire, 224 Waley, Arthur, 133 Warhol, Andy, 129 Watt (Becket), 129 Webster, John, 348 —, obra de: duquesa de Amalfi, La, 348 West-Running Brook (Frost), 363 When thou must horne to shades of underground (Campion), 279 White, Patrick, 332 —, obra de: Solid Mandala, 332 Whitehead, Alfred North, 44, 199 Wilde, Oscar, 197, 279, 332 —, obra de: Decay of Lying, The, 197 Williams, William Carlos, 129 Página 302 William Wilson (Poe), 333 Wilson, Edmund, 197 —, obra de: castillo de Axel, El, 197 Witch of Atlas, The (Shelley), 58 Wittgenstein, Ludwig, 216 —, obra de: Tractatus, 216 Wood Beyond the World, The (Morris), 251 Wordsworth, William, 71, 276, 288, 308-310, 343, 346 Wyatt, sir Tilomas, 103 Yeats, William Butler, 28, 76, 121, 16, 170, 182, 183, 213, 215, 234, 242, 276, 277, 293, 322, 335, 342, 352, 361, 377 —, obras de: Bizancio, 136, 372; Blood and the moon, 281; Dialogue of Self and Soul, 170, 234; Ego Dominus Tuus, 170; escalera de caracol, La, 211; estatuas, Las, 121; Herne’s Egg, The, 342; Hodos Chameliontos, 136; King of the Great Clock Tower, 334; Sailing to Byzantium, 372-373; Solomon and the Witch, 276; tone, La, 28, 211; Unicorn from the Stars, The, 358; Vacillation, 170; visión, Una, 199, 211, 318 Yo y tú (Buber), 164, 337 Zaratrustra, 180 Zeus, 264, 312, 322, 335 zigurat, 202 Página 303 Indice de pasajes bíblicos ANTIGUO TESTAMENTO Génesis 1, 1 - 2, 3 1, 27 2, 3 2, 4 2, 7 2, 19 2, 24 2, 25 3, 19 3, 22-23 4 4, 12 5, 1 6, 1 8, 21 10-11 11 15 15, 36 15, 45 18 19 21 p. 206 p. 339 p. 361 p. 243, 296 p. 171 p. 245 pp. 118, 265, 284 p. 244 p. 246 p. 249 pp. 340, 364 p. 317 p. 339 p. 340 p. 317 p. 340 p. 203 p. 367 p. 171 p. 171 p. 154 p. 272 p. 274 Página 304 28 31 32 38 49, 22 p. 200 p. 272 p. 154 p. 269 p. 111 Éxodo 4, 22 12, 25-26 14, 19 p. 267 p. 298 p. 154 Números 12 13, 33 p. 273 p. 340 Deuteronomio 23, 3 p. 272 Josué 8, 31 p. 365 Jueces 11, 40 p. 282 Rut 4, 12 4, 17 p. 270 p. 271 I Samuel 2, 7-8 13, 19 28 p. 274 p. 366 p. 291 II Samuel 21, 1 p. 314 I Reyes 6, 8 p. 202 Página 305 11, 3 p. 284 Job 3, 8 19, 25 19, 27 31 31, 35 32, 1 41, 34 41, 43 42, 5 42, 10 32 ss. p. 318 pp. 177, 382 p. 382 p. 383 p. 382 p. 384 p. 353 p. 383 pp. 382, 384 p. 383 p. 385 Salmos 2 12, 6 45 69 95, 11 110 114 135 p. 253 p. 366 p. 272 p. 292 p. 369 p. 253 p. 370 p. 128 Proverbios 17, 3 20, 27 p. 366 p. 367 Cantar de los Cantares 2, 5 p. 277 4, 12 p. 252 4, 16 pp. 259, 263 3 p. 263 7, 1 p.252 7, 4 pp. 251, 355 8, 6 p. 262 8, 8 p. 259 Página 306 Isaías 6 7, 14 11, 6 ss. 14 14, 10 19, 23-25 31, 9 45, 3 48, 10 54, 16 62, 4 63 p. 154 p. 248 p. 285 pp. 214, 339 p. 292 p. 299 p. 367 p. 298 pp. 366-367 p. 366 p. 253 p. 325 Jeremías 24, 1 p. 366 Ezequiel 1 1, 10 16 28 28, 13 31 p. 154 p. 47 p. 267 p. 339 p. 298 p. 214 Jonás 2, 2 p. 292 Zacarías 1, 20 p. 366 NUEVO TESTAMENTO Mateo 1, 5 1, 19 1, 23 p. 273 p. 271 p. 248 Página 307 5, 15 13, 24 ss. 15, 11 19, 6 19, 17 24, 15 28, 18 p. 367 p. 377 p. 327 p. 284 p. 122 p. 345 p. 379 Marcos 12, 25 p. 275 Lucas 1 1, 28 1, 52-53 4, 32 9, 58 10, 18 14, 26 23, 41 p. 270 p. 277 p. 274 pp. 81, 379 p. 240 p. 339 p. 174 p. 99 Juan 4, 34 6, 49-51 11, 50 12, 24 14 16, 25 20 p. 216 p. 321 p. 99 p. 321 p. 136 p. 322 p. 267 Hechos de los Apóstoles 3, 21 p. 330 8 p. 331 Romanos 8, 26 1, 9 p. 217 p. 375 Página 308 I Corintios (p. 168) 2, 10 p. 241 2, 14 pp. 165, 170 10, 3 p. 322 11, 12 p. 248 12, 4 p. 171 13 p. 147 13, 7 p. 178 15, 28 p. 241 15, 36 p. 321 15, 44 p. 170 II Corintios 3, 17 p. 241 Gálatas 3, 19 3, 28 p. 216 p. 331 Filipenses 2, 5-11 2, 7 p. 147 p. 180 Colosenses 2, 18 p. 216 II TEsalonicenses 2, 4 p. 345 II Timoteo 2, 15 p. 181 Hebreos 1, 3 7, 3 9, 26 11, 1 p. 176 p. 174 p. 100 p. 176 Página 309 11, 31 p. 273 Santiago 2, 25 p. 273 II Pedro 2, 4 p. 341 I Juan 1, 51 3, 9 6, 17 p. 215 p. 174 p. 174 Apocalipsis 1, 3 1, 15 4, 7 12 14 14, 4 21, 2 21, 2-3 21, 5 22, 1 22, 9 22, 13 11, 8 p. 325 p. 366 p. 47 pp. 274, 339 p. 325 pp. 174, 341 pp. 253, 310 p. 217 p. 242 p. 253 p. 246 p. 153 p. 165 Página 310 Northrop Frye (Quebec, 1912 - Toronto, 1992) ha sido definido como «canadiense, cristiano, sacerdote y una especie de sabio». Estudió filosofía y literatura inglesa en la Universidad de Toronto, y teología en el Emmanuel College. Educado en la religión anglicana, recibió las órdenes en la Iglesia presbiteriana del Canadá. Fue profesor emérito del Victoria College y la Universidad de Toronto. Durante casi influyente en aquellos años literatura era oprimía. quince años, desde 1957 a 1972, Frye fue el crítico más el mundo anglosajón y fuera de él. Su influencia durante se debió en parte a que el público animaba la idea de que la un mundo antagónico, un rival de la mundanidad que los El relativo eclipsamiento de su visión neoteológica de la literatura estuvo ligado al ascenso del estructuralismo y de críticos como Roland Barthes, que declararon que los mitos eran ideologías, instrumentos de represión. Veinte años más tarde y en un mundo de realidades virtuales y ficticias, es hora de restablecer la erudición y la sabiduría de Frye como una de nuestras guías en el mundo del imaginario. Frye es autor de numerosas y reconocidas obras de teoría y crítica literaria, entre las que cabe destacar Anatomía de la crítica, El gran código, El camino crítico, Estructura inflexible de la obra literaria y La escritura profana. Página 311 Notas Página 312 [*] El gran código. Una lectura mitológica y literaria de la Biblia, traducción de Elizabeth Casals, Gedisa, Barcelona, 1988. (N. del E.) << Página 313 [*] En esta edición se remite al lector a las páginas de la edición de Gedisa. (N. del E.) << Página 314 [*] Anatomía de la crítica, traducción de Edison Simons, Monte Ávila, Caracas, 1991. (N. del E.) << Página 315 [*] En castellano: sujeto-verbo-predicado. (N. del T.) << Página 316 [*] Sabía qué es qué, y eso es tan alto / como lo que el ingenio metafísico puede alcanzar. (N. del T.) << Página 317 [*] En inglés, el verbo to play significa tanto «jugar», como «tocar» (por ejemplo, un instrumento musical) o, como sustantivo, «juego» o «pieza teatral». (N. del T.) << Página 318 [*] Para aumentar la gloria del rey Eduardo con otros reyes prisioneros, y enriquecer sus crónicas de alabanza, como el fango del fondo del mar con naves naufragadas y tesoros incalculables. (Traducción de José María Valverde.) << Página 319 [*] La oscuridad de esa batalla en el oeste, / donde se desvanece todo lo elevado y sagrado. (N. del T.) << Página 320 [*] Ni las rocas rechazan las olas / con tanta crueldad. (N. del T.) << Página 321 [*] Rompe en truenos, y en el aire gruñen / las diminutas partes. (Traducción de Lucrecia Coll.) << Página 322 [*] Ha encantado mágicas ventanas, abiertas sobre la espuma / de peligrosos mares, olvidados en tierras encantadas. (Traducción de José María Martín Triana.) << Página 323 [*] Ella es como la golondrina que tan alto vuela, / ella es como el río que nunca se seca, / ella es como la luz del sol al abrigo de la costa, / amo a mi amor y ya no queda amor. (N. del T.) << Página 324 [*] Así les cantó el ignorante zagal a los robles y riachuelos, / cuando la apacible mañana se fue con sandalias grises: / sirviéndose de los sensibles registros de diferentes plumas / gorjeando ansioso su dórica balada. (N. del T.) << Página 325 [*] ¿Acaso no se vuelca tu atención en ello? (N. del T.) << Página 326 [*] … morimos y resurgimos lo mismo, y nos mostramos / misteriosos por el amor. (Traducción de Luis. C. Benito Cardenal.) << Página 327 [*] Arriba, muchacho: cuando el viaje haya terminado / habrá tiempo de sobras para dormir. (N. del T.) << Página 328 [*] Buscando el dulce clima dorado / donde concluye el viaje del peregrino. (N. del T.) << Página 329 [*] Voy a partir para un largo viaje muy pronto, señor. Mi amo me llama y no debo decirle que no. (Traducción de Luis Astrana Marín.) << Página 330 [*] Un caballero de espíritus y sombras me convoca a un torneo. Diez leguas más allá del fin del mundo empiezo a pensar que no se trata de un viaje. (N. del T.) << Página 331 [*] ¿Qué si no un alma tendría el ingenio / de crearme dejando sitio para el pecado? / Así los arquitectos igualan y talan / árboles verdes que crecen en el bosque. (Traducción de E. Muñiz.) << Página 332 [*] Puro, incesante intercambio / de nuestro ser y los espacios. (Traducción de Carlos Barral.) << Página 333 [*] Si la Esperanza pudiera inspeccionar su base, / su trabajo estaría hecho: / o tiene un estatuto ficticio, / o no tiene ninguno. (Traducción de S. Ocampo.) << Página 334 [*] Acabará restituyéndonos / los dioses que nos fueron confiscados. (N. del T.) << Página 335 [*] Quién no ve ahogado en nombre de Deucalión / (cuando la tierra ha perdido a sus hombres y el mar su costa) / al viejo Noé; y en el mechón de Nisus / sigue viva la fama de Sansón; y mucho antes / en la de Faetón, mi propia caída lamento: / pero el que conquistó el infierno para recuperar de nuevo / su virgen viuda muerta por una serpiente, / fue un Orfeo diverso al que los poetas soñadores inventaron. (N. del T.) << Página 336 [*] La distinción es pertinente puesto que las traducciones inglesas de la Biblia hablan de Jacob’s ladder, que propiamente significa la «escala» o «escalera de mano» de Jacob. (N. del T.) << Página 337 [*] En una elevada colina / peñascosa y empinada, se alza la verdad / y quien la alcance, vueltas y vueltas tendrá que dar / y así la brusca resistencia de la colina se rendirá (N. del T.) << Página 338 [*] Es un dios de reyes; lo que no le impide gobernar a los hombres en estrecho contacto con los hombres… Detiene el tiempo del envejecimiento y guarda la edad en una cabeza de oro; recorre su órbita y mantiene un rumbo, tan fijo como el del sol. Hace lo mismo cada día y cada primavera, brillando y dando vida a todo como una naturaleza nueva. Si hubiera que llamarlo por su nombre, habría que decir: El lo es todo. (Traducción de Alba Filella.) << Página 339 [*] En sus entrañas la Tierra guarda / materia bien dispuesta, y que gustosa sería oro, / mas que no lo será nunca a menos que se hallara / tan alto que el cielo la dorase con su ojo; / así como en las cosas divinas la fe proviene de arriba / también para un uso civil mejor, todos los matices proceden / de los poderes supremos: la religión emana de Dios; / la sabiduría y el honor, del uso de los reyes. (N. del T.) << Página 340 [*] Nosotros que medimos el tiempo en antes y después / vemos las cosas de forma sucesiva / mientras que Dios con Su vista lo abarca todo a un tiempo, / y todos los tiempos los convierte en un único instante. (N. del T.) << Página 341 [*] Desde cuando todas las ceremonias, misterios, / todas las orgías sagradas y ritos religiosos, / todas las pompas y triunfos y solemnidades, / todos los funerales, nupcias y otros actos públicos, / todos los parlamentos de paz, y peleas belicosas, / todas las artes, y todo gran asunto, / parecen conformarse al baile. (N. del T.) << Página 342 [*] Tan sutil y extravagante era la medida / en cada hilo cambios tan involuntarios / como los cambios de Penélope cuando llena de dulce placer / sentía que respetaba la verdadera proporción de su madeja, tejida y destejida una y otra vez. (N. del T.) << Página 343 [*] El placer le ha sido dado al gusano / y el querubín se halla ante Dios. (N. del T.) << Página 344 [*] Un punto sólo me es mayor letargo / que veinticinco siglos a la ardida / empresa, que admiró a Neptuno, de Argo. (Traducción de Angel Crespo.) << Página 345 [*] Tras considerar lo dicho, / veo que las cosas odian la inmovilidad / y cambian: sólo que tras sopesarlo correctamente / me doy cuenta de que su estado original no cambia; / el cambio dilata su ser: / y volviendo sobre sí mismos / dejan su perfeccionamiento en manos del destino; / sobre ellos el cambio ni rige ni reina; / antes bien, son ellos los que reinan sobre el cambio, al mantener su estado. (Traducción de Lucrecia Coll.) << Página 346 [*] Su vestimenta [de la Naturaleza] era tan reluciente y maravillosamente brillante, / que mi frágil razón no puede imaginar a qué / compararla, ni encontrar materia similar: / como esos tres santos sagrados, a pesar de toda su sabiduría / en el monte Tabor casi pierden la razón / al ver a su glorioso Señor transfigurado en extraño / disfraz: hasta tal punto les cegó su vestimenta. (Traducción de Lucrecia Coll.) << Página 347 [*] Sustantivización del adjetivo all, que significa «todo». (N. del T.) << Página 348 [*] A diferencia de las ediciones inglesas de la Biblia de las que se sirve Frye, nuestra Biblia de Jerusalén, en el Cantar de los Cantares prefiere «huerto» a «jardín», términos ambos que, por razones prácticas, consideramos sinónimos en el contexto de esta Segunda Variación. (N. del T.) << Página 349 [*] Sus ojos vigilantes como ángeles; / sus cejas tensadas como arcos / en un ceño que amenaza con matar / todo aquello que con ojos o mano / trata de acercarse a aquellas cerezas sagradas / hasta que una vez maduras ellas mismas lo piden a gritos. (N. del T.) << Página 350 [*] Él se siembra por todas las nervaduras de ella / como el labrador lo hace en sus surcos / y ella se convierte en su hogar / y en su jardín cuajado de frutos. (N. del T.) << Página 351 [*] Convirtámonos en el día sobresaliente, / el alma viva de esta isla Elisia, / consciente, inseparable, única. (N. del T.) << Página 352 [*] M’amour, m’amour, / ¿qué amo y / quién eres tú? (N. del T.) << Página 353 [*] Se quedó quieto / junto a su madre / como el rocío en abril / que cae sobre la hierba. (N. del T.) << Página 354 [*] Soy la fuente de los cuatro ríos / que riega el paraíso; / soy Danae la Justa / la de la Lluvia de Oro. (Traducción de J. Albiñana.) << Página 355 [*] Los abrazos son combinaciones de cabezas / y hasta de pies, / y no un pomposo sumo sacerdote entrando por una puerta secreta. (N. del T.) << Página 356 [*] El mundo está agostado por el fuego y la espada, / pero la manzana de oro flota sobre el mar. (N. del T.) << Página 357 [*] La vida es tan corta y el oficio se tarda tanto en aprender, / el esfuerzo es tan duro, tan aguda la conquista, / la terrible alegría, siempre anhelante del pecado: / todo esto quiero decir por amor. (N. del T.) << Página 358 [*] Aquí me quedo, forjo hombres / a imagen mía, / una raza semejante a mí, / que sufra, llore, / goce y se alegre, / y que no te respete, / como yo. (Traducción de J. Manuel López de Abiada.) << Página 359 [*] La humanidad forzosamente hace presa en sí misma / como los monstruos del abismo. (N. del T.) << Página 360 [*] En una bruma: no sé cómo: / un error como los que muchas veces he visto / en las piezas teatrales. (N. del T.) << Página 361 [*] Fácil es la bajada al Averno: / noche y día la puerta del negro Dite bosteza; / pero tornar el paso y salir al aire de arriba, / tal el afán y la pena. (Traducción de Agustín García Calvo.) << Página 362 [*] De esto provenimos en la naturaleza. / Es en buena medida nosotros. (N. del T.) << Página 363 [1] Documentado en Robert D. Denham, Northrop Frye: An Annotated Bibliography of Primary and Secondary Sources, 1987. << Página 364 [2] Me refiero a que he saqueado varios ensayos míos escritos durante la última década, especialmente en el caso de las citas. << Página 365 [3] Robert Graves, The White Goddess: A Historical Grammar of Poetic Myth, 1948. [Hay versión castellana: La diosa blanca, traducción de Luis Echévarri, Alianza Editorial, Madrid, 19935.] << Página 366 [4] The Necessary Angel, 1951, p. 84. [Hay versión castellana: El ángel necesario. Ensayos sobre la realidad y la imaginación, Visor, Madrid, 1994.] << Página 367 [5] Italo Calvino, Six Memos for the Next Millenium, 1988, p. 112. [Hay versión castellana: Seis propuestas para el próximo milenio, traducción de Esther Benítez, Siruela, Madrid, 1993.] << Página 368 [6] El título general de la primera parte está tomado de Wallace Stevens, Notes toward a Supreme Fiction, p. ix. << Página 369 [7] Véase Jacques Derrida, Of Grammatology, traducción inglesa de G. C. Spivak, 1976. << Página 370 [8] Science in the Modern World, 1926, cap. 1. << Página 371 [9] Más adelante nos referiremos al Yo y tú de Buber. No estoy sugiriendo que Buber considerase a los dioses parte del mundo del «tú». << Página 372 [10] Por supuesto que la «impiedad» de Anaxágoras no se limita a este caso. En la Apología de Platón, Sócrates sólo piensa en desmarcarse de él. Véase Philip Wheelwright, The Pre-Socratics, 1966, p. 154. << Página 373 [11] Tito 3, 9. << Página 374 [12] «Cuento inverosímil» está sacado de Jowett; «relato posible» es de H. D. P. Lee, Penguin Books, 1965. << Página 375 [13] También conocido como De contemptu mundi. << Página 376 [14] «Poetry and Abstract Thought», Collected Works, 7, traducción inglesa de Denise Folliot, 1958, 69 y ss. La frase de Yeats es el verso final de Among School Children. << Página 377 [15] Me refiero a que todo el mundo necesita estas cosas y no necesariamente que las quieran o que sepan qué hacer con ellas cuando las tienen. << Página 378 [16] Expresión utilizada por los poetas provenzales para referirse a su poesía, y que Nietszche traducía por fröhliche Wissenschaft. << Página 379 [17] En otras palabras, los intereses primarios tienen una dimensión tanto espiritual como física. Si preguntamos cuál es la diferencia entre los intereses primarios espirituales y los intereses secundarios ideológicos, la respuesta es que los primeros están ligados a sociedades maduras, en las que se presupone que la sociedad existe en beneficio de los individuos que la integran, mientras que los segundos se relacionan con sociedades jerárquicas o autoritarias donde el individuo está subordinado al grupo, representado aquél por su casta. << Página 380 [18] Julian Jaynes, The Origin of Conciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind, 1976. << Página 381 [19] En una carta a Woodhouse, fechada el 27 de octubre de 1818. << Página 382 [20] Véase Elizabethan Critical Essays, edición a cargo de Gregory Smith, vol. II, p. 8. Para Chapman, véase op. cit., vol. I, p. 299. << Página 383 [21] Véase A Hopkins Reader, edición a cargo de John Pick, 1966, pp. 29-30. << Página 384 [22] los versos concluyen «To the Queen» (A la Reina), el epílogo a Idylls of the King. << Página 385 [23] La expresión exacta de Lawrence es «trust the tale» (confía en el relato). << Página 386 [24] Writing and Difference, traducción inglesa de Alan Bass, 1978. [Hay versión castellana: La escritura y la diferencia, traducción de Patricio Peñalver, Anthropos, 1989.] << Página 387 [25] He tomado la cita de la introducción a Moral Tales, traducción inglesa de William Jay Smith, 1956, p. xi. << Página 388 [26] Véase W. K. Wimsatt y Monroe C. Beardsley, The Verbal Icon, 1954. << Página 389 [27] Véase Writing Degree Zero, traducción inglesa de Annette Lavers y Colin Smith, 1977. << Página 390 [28] Ensayos, volumen II. He utilizado la traducción inglesa de Charles Cotton. << Página 391 [29] Véase Philip Wheelwright, Heraclitus, 1959, p. 63; en cuanto a Heidegger, véase Poetry, Language, Thought, traducción inglesa de Albert Hofstadter, 1971, pp. 163 y ss. << Página 392 [30] «Dimanches», en Dernier Vers. << Página 393 [31] Joseph Butler, Analogy of Religion, 1736. << Página 394 [32] G. K. Chesterton, The Everlasting Man, n, iv. << Página 395 [33] Otra posibilidad es que copiara el apocalipsis de otro autor, tal vez de un judío. << Página 396 [34] Walter Kasper, Jesus the Christ, traducción inglesa de V. Green, 1976, p. 126. << Página 397 [35] True Christian Religion, vol. I, p. 8. << Página 398 [36] Clemente, según Ensebio. Véase R. H. Lightfoot, St. John’s Gospel: A Commentary, 1956, p. 31. << Página 399 [37] «Anima Hominis», en Per Arnica Silentia Lunae. << Página 400 [38] Devotions on Emergent Ocassions, meditación 17. << Página 401 [39] C. G. Jung y C. Kerenyi, Essays on a Science of Mithology, traducción inglesa de R. F. C. Hull, 1949. << Página 402 [40] Obras completas, vol. 8, traducción inglesa de Malcolm Cowley y James R. Lawler, pp. 294 y ss. << Página 403 [41] The Poems of Emily Dickinson, edición a cargo de Thomas H. Johnson, 1958, vol. III, p. 1283. << Página 404 [42] Eric Heller, The Disinherited Mind, 1952, p. 126. << Página 405 [43] The Order of Things, 1971, vol. II, p. v. << Página 406 [44] I and Thou, traducción inglesa de Ronald Gregor Smith, 1958. [Hay versión castellana: Yo y tú, traducción de Carlos Díaz, Caparros Editores, 1993.] << Página 407 [45] On the Death of Mr. Crashaw, p. 22. << Página 408 [46] Christ’s Triumph over Death, st. 7. << Página 409 [47] Historia de la filosofía occidental, 1945, cap. 23. << Página 410 [48] The Book of the Dead, traducción inglesa de sir E. A. Wallis Budge, 1953, cap. xxxv. Para el «ritual egipcio», más abajo, véase Theodor H. Gaster, Thepsis, Anchor Books, 1961, p. 396. << Página 411 [49] Véase Geoffrey Ashe, Avalonian Quest, 1982. << Página 412 [50] Devotions on Emergent Ocassions, meditación 2. << Página 413 [51] véase The Labyrinth, edición a cargo de S. H. Hooke, 1935, p. 45 y ss. << Página 414 [52] Citado a partir de Origins: Creation Texts from the Ancient Mediterranean, 1976, traducción inglesa de Charles Dorria y Harris Lenowitz, p. 58. Para la interpretación del título, véase Cario Suares, The Qabala Trilogy, 1985. Para las técnicas cabalísticas de gematria, notarikon y temura, véase Gershom G. Scholem: Major Trends in Jewish Mysticism, 1941, p. 100. << Página 415 [53] Véase Apolodoro: The Library, traducción inglesa de sir J. G. Frazer, Loeb Classical Library, vol. II, p. 318 y ss. [Hay versión castellana: Biblioteca mitológica, traducción de Julia García Moreno, Alianza Editorial, 1993.] Véase asimismo Mircea Eliade, Chamanismo, 1964, cap. 4. << Página 416 [54] Dante"s Divina Commedia, edición a cargo de C. H. Grandgent, 1933, cap. xxx. << Página 417 [55] Carta a Joseph Hone, 24 (?) de septiembre de 1927. << Página 418 [56] G. W. F. Hegel, Phenomenology of the Spirit, traducción inglesa de A. V. Miller, 1977, p. 14 [hay versión castellana: Fenomenología, traducción de Carlos Díaz, Alhambra, 1987]; Ludwig Wittgenstein, Tractatus LogicoPhilosophicus, traducción de D. F. Pears y B. F. McGuiness, 1961, p. 6.54 [hay varias versiones en castellano]. << Página 419 [57] Sátira 3. << Página 420 [58] Philip Wheelwright, op. cit., pp. 68 y 147; los dos escritores del cristianismo temprano son Hipólito y Clemente de Alejandría. << Página 421 [59] Critical Essays of the Seventeenth Century, edición a cargo de J. E. Spingarn, vol. II, p. 210 y ss. << Página 422 [60] «Ecclogue 1613.» << Página 423 [61] Dictionnaire philosophique: «Chaîne des Êtres crées». << Página 424 [62] Buonaparte, 1797. << Página 425 [63] Verso 1117. << Página 426 [64] Se da la circunstancia de que mnester significa «pretendiente». << Página 427 [65] Metamorfosis, Libro 12, p. 43 y ss. << Página 428 [66] «There is no Natural Religion», vol. II, p. v. << Página 429 [67] La diosa blanca, op. cit. caps. 19 y ss. << Página 430 [68] Soy consciente de que esta distinción posee otras dimensiones de significado; pero lo que me interesa en este punto es el contraste simplificado. << Página 431 [69] «El paraíso perdido»: VIII, 345-346. << Página 432 [70] Este capítulo está en buena medida dedicado a lo que podríamos denominar mito del segundo estadio edípico, en el que el hijo se convierte en padre y la madre rejuvenece pasando a ser una novia. Este tema también aparece en el trasfondo de la comedia griega: véase F. M. Cornford, The Origin of Attic Comedy Anchor Books, 1961, pp. 41 y 162. << Página 433 [71] C. G. Jung, Psychology and Religion, traducción inglesa de R. F. C. Hull, 1958. [Hay versión castellana: Psicología y religión, Paidós Ibérica, 1991.] Jung habla del «problema del cuarto» como «un ingrediente de totalidad absolutamente esencial» << Página 434 [72] Meister Eckhart, The Essential Sermons, traducción inglesa de Edmund Colledge y Bernard McGinn, pp. 177 y ss. << Página 435 [73] The Old Testament Pseudoepigrapha, edición a cargo de James H. Charlesworth, 1985, vol. II, pp. 443 y ss. << Página 436 [74] The Mental Traveller, citado de nuevo más adelante. << Página 437 [75] The Gnostic Scriptures, traducción inglesa de Bentley Layton, 1987, p. 384. << Página 438 [76] An die Madonna, 1803. << Página 439 [77] Carta a Fanny Keats, 2-4 de julio de 1818. << Página 440 [78] The Old Testament Pseudoepigrapha, vol. II, pp. 177 y ss. << Página 441 [79] Jerusalem, p. 69. << Página 442 [80] Sonnet (to Homer). << Página 443 [81] Either/Or, traducción inglesa de David F. y Lillian Marvin Swenson, 1949, pp. 35 y ss. << Página 444 [82] Se trata de los versos iniciales de El Parlamento de los locos. << Página 445 [83] Thorkild Jacobsen, The Treasures of Darkness, 1976, cap. 2. El matrimonio sagrado fue el tema central del capítulo anterior; la fertilidad que se supone mana de él sigue la temática de descenso y regreso del presente capítulo. << Página 446 [84] Stith Thompson, The Folk Tale, 1946, pp. 50 y ss. << Página 447 [85] Coryat’s Crudities, reimpresión de 1905, vol. II, p. 328. << Página 448 [86] Richard Dawkins, The Selfish Gene, 1978. << Página 449 [87] Northrop Frye, ed., Romanticism Reconsidered, 1963. << Página 450 [88] F. W. J. Schelling, Philosophie der Mythologie (s.w. xi). << Página 451 [89] Mircea Eliade, Patterns in Comparative Religion, traducción inglesa de Rosemary Sheed, 1958, cap. 4. << Página 452 [90] «Beowulf»: versos 1605 y ss. << Página 453 [91] Véase A Dialogue of Self and Soul, en donde el yo regresa al ciclo y el alma se eleva hacia un mundo de auto aniquilación. << Página 454 [92] John N. Bleibtreu, The Parable of the Beast, 1968, segunda parte. << Página 455 [93] Norman Brown, Life against Death, 1959, cap. 13. << Página 456 [94] Beyond Psychology, 1941, cap. 1. Véase también el pasaje del «Zoroastro» en el poema de Shelley Prometeo desencadenado, I, i, 192 y ss. << Página 457 [95] Odisea, XI, 602-604. Véase el párrafo final de Una visión, de Yeats. << Página 458 [96] Me siento en deuda con el inteligente seguimiento de la temática de Narciso que puede leerse en el libro de Jay Macpherson, The Spirit of Solitude, 1982. << Página 459 [97] El pasaje probablemente se refiere también a la prescripción de castidad en el ejército israelita de Deuteronomio 20, 7. << Página 460 [98] La inversión sexual es muy frecuente en el mito: diosas que seducen a varones mortales aparecen en los relatos de Gilgamesh e Ishtar, Ulises y Calipso, Venus y Adonis, Febo y Endymion, etcétera. << Página 461 [99] Prelude, Libro I, p. 398 (edición de 1850). << Página 462 [100] Véase, sobre todo, Las grutas del Vaticano. << Página 463 [101] Jacob Boehme, Six Theosophic Points, traducción inglesa de John Rolleston Earle, 1958. Véase sobre todo la introducción de Nicolás Berdyaev. << Página 464 [102] Segunda parte, v. 6256. Véase la traducción inglesa de Walter Arndt, en la edición de Cyrus Hamlin, 1976, p. 358. << Página 465 [103] A Valediction: Of Weeping. << Página 466 [104] Una visión. << Página 467 [105] Carta a Cazalis del 14 de mayo de 1867. << Página 468 [106] En este punto estoy en deuda con el libro de Lewis Hyde, The Gift: Imagination and the Erotic Life of Property, 1979. << Página 469 [107] Véase Hans Kíing, Eternal Life?, traducción inglesa de Edward Quinn, 1985, p. 139. («Purgatory is God Himself»). [Hay versión castellana: ¿Vida eterna?, traducción de José María Bravo, Cristiandad, 1983.] << Página 470 Página 471