Subido por marysa Quiaro

Prohibeme sonarte - Abril Lainez

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Una casa aislada en medio de un bosque, en un lago sueco.
Vega dispone de dos semanas para disfrutar de la calma que necesita para
cerrar definitivamente una etapa de su vida.
Keith dispone de dos semanas para aislarse y sumergirse en su nuevo
proyecto.
Un error en la reserva. Una sola casa. Las mismas fechas. Solo tienen dos
opciones: convivir en harmonía o declararse la guerra. Ayúdame a encontrar
el camino de vuelta o… piérdete conmigo.
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Abril Laínez
Prohíbeme soñarte
Prohíbeme - 1
ePub r1.0
Titivillus 24-10-2023
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Título: Prohíbeme soñarte
Abril Laínez, 2021
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Introducción
Mi nombre es Vega Luna. Mi vida se podría resumir nombrando unas cuantas
contradicciones, algún que otro sinsentido, muchos arrepentimientos, una
decisión equivocada, y un viaje a Suecia, a una isla situada en medio de un
lago.
Llegué a ese precioso rincón con un propósito que no acababa de
convencerme, y con un sentimiento que inundaba cada uno de mis días y del
que poco a poco me iba desprendiendo.
Me enamoré de Suecia, y me enamoré de…
Tras los puntos suspensivos hay una historia muy accidentada, un choque
de titanes, y pasión a borbotones.
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Prólogo
El temblor de su mano no le facilitó la labor de encontrar el contacto en su
teléfono. Por un momento, temió no encontrarlo, y la sensación de angustia
que le provocó esa idea hizo que sus manos temblaran mucho más. Colocó el
teléfono a un lado de la cama en la que estaba sentada, se apoyó con los codos
en las rodillas y enterró el rostro entre las manos. Necesitaba calmarse, no era
posible que ese contacto no se encontrara allí, lo había conservado. Respiró
hondo y lo intentó de nuevo.
Suspiró aliviada cuando por fin vio reflejado el nombre de su amigo en la
pantalla. Un inconveniente menos, solo le quedaba tener el valor de pulsar
sobre su nombre y rezar para que no hubiera cambiado de teléfono; de no ser
así, tampoco estaba de más que rezara para que no le colgara. Por un lado,
tenía que tener en cuenta que eran las dos de la madrugada, por otro, que
hacía dos años que no hablaba con él; dos años desde aquella noche en la que
le pidió que saliera de su vida y no volviera nunca más. Dos años desde que
aquella gran amistad llegara a su fin.
La balanza no se inclinaba a su favor, las posibilidades de que atendiera
su llamada eran pocas, pero tenía que intentarlo, era su única esperanza antes
de hacerse añicos.
El sonido de la llamada retumbó en sus oídos. Un tono… Dos… Tres…
—¿Ve… Vega?
—Sí, soy… yo —logró decir mientras luchaba con una lágrima que
descendía por su mejilla.
—¿Qué ocurre? ¿Es… estás bien?
—Henrik, yo… sí, estoy bien.
Se impuso un silencio, el suficiente para que él pudiera procesar lo que
estaba escuchando.
—¿Por eso me llamas? ¿Para contarme que estás bien?
—Podría ser un buen motivo para… para llamarte, ¿no crees? —⁠Hizo un
esfuerzo por mantener un tono de voz sereno.
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—Podría ser si no fueran las dos de la mañana y no hiciera… ¿cuántos?,
¿dos años? Sí, dos años que no sé nada de ti.
El silencio se impuso de nuevo, solo fue durante unos segundos, aunque
Vega habría jurado que fueron horas.
—Iba a esperar a que fuera una hora más razonable, pero no he podido.
—¡Vega! ¿Qué ocurre?
—Te necesito, Henrik. —Intentó que su voz no se quebrara⁠—. Sé que…
—¿Dónde estás? ¿En tu casa? ¿Estás… herida?
—En un hotel. No, no estoy herida, no… ese tipo de heridas, no hay
sangre, estoy bien, ¿me explico?
—No estoy seguro. ¿Dónde estás?
—En un hotel.
—Eso ya me lo has dicho, ¿en qué ciudad, Vega?
—¡Ah, claro! Aquí, aquí en Madrid. ¿Tú también estás aquí?
—Sí, en el mismo lugar de siempre. ¿Puedes venir a mi casa? —⁠preguntó
con calma⁠—. ¡No, olvídalo! Dime dónde estás, te iré a buscar.
Vega le proporcionó los datos que le pedía.
—Hace tiempo que esperaba una llamada así —⁠confesó él mientras se
vestía a toda prisa.
—¿Por qué?
—Porque lo que hiciste no podía durar eternamente. ¿Me equivoco? ¿O
me vas a contar algo que no tiene que ver con el motivo por el que me sacaste
a patadas de tu vida?
—Has acertado.
—Dame veinte minutos. No sé a quién voy a recoger, pero… ¡allá voy!
—Algo de la Vega que conoces queda, no mucho, pero algo queda.
—⁠Expulsó el aire de sus pulmones⁠—. ¡Vaya! Debo dar mucha pena.
—La das. ¿Qué crees que me impulsa a ir a buscarte? —⁠dijo forzando un
tono brusco que no consiguió.
—Que tienes un gran corazón.
Henrik se detuvo en seco antes de poner en marcha el coche.
—¿Acabas de decir que tengo un gran corazón? —⁠De nuevo se
impusieron unos segundos de silencio que estremecieron a Vega⁠—. Me
produce escalofríos escucharte hablar de corazones.
—A mí también, Henrik, a mí también.
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Capítulo 1
Cinco meses después
Con dificultad, impulsándome del asiento, desplegué el mapa sobre la luna
delantera del coche, uno pequeño y funcional que había alquilado en el
aeropuerto de Gotemburgo.
Observé los pliegues del mapa, perfectamente marcados, amarillentos por
el paso del tiempo, y me pregunté si sería capaz de volver a doblarlo y
devolverlo a su posición original. Me hice muchas más preguntas en aquel
momento, pero esa era la más fácil de contestar, y sí, la respuesta fue que sí
sería capaz de doblarlo de nuevo, aunque al darme cuenta de lo poco que
aquello importaba suspiré de una forma escandalosamente ruidosa; más que
un suspiro parecía una forma desesperada por encontrar aire para alimentar
mis pulmones.
¿Estaba consultando un mapa? ¡No me lo podía creer!
Apoyé la frente en el volante, era el único gesto que en aquel momento
podía aliviar mi frustración. Había llevado encima aquel mapa como algo
simbólico, como un talismán, como si se tratara de un tesoro que me
acompañaría para emprender mi aventura por tierras suecas, pero nunca
imaginé que necesitaría consultarlo. Formaba parte de la colección de objetos
que mi gran amigo Henrik conservaba con el mero pretexto de «Por si algún
día los necesito».
No era difícil entender el brillo que emanó de sus ojos cuando me lo
entregó, debió sentir algo similar al orgullo, algo parecido a la satisfacción de,
por una vez, encontrarle utilidad a guardar uno de esos trastos inservibles.
Claro que, Henrik no era el problema, sino yo, que no dediqué el tiempo
suficiente a pulir los detalles que requiere un viaje como aquel. Si me hubiera
implicado un poco más, en ese momento no me habría encontrado
consultando un mapa como único recurso para orientarme.
Estaba claro que me dejé llevar por la emoción, por la de Henrik y por la
mía, pero no podía haber sido de otra forma ya que él estaba vinculado
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directamente con mi aventura. Él abandonó su Suecia natal con tan solo siete
años y hasta que no cumplió los dieciocho no volvió. Fue en ese viaje en el
que el mapa le fue de gran utilidad y me lo entregó entusiasmado, no para que
me sirviera de guía, sino para homenajear la primera vez que pisó tierras
suecas desde que se marchó siendo un niño.
Me encontraba en el interior de un coche muy pequeño, parada en un
arcén de dos milímetros de ancho, en una carretera con curvas, de las que
hacen estragos en el estómago, una que se parecía muy poco a la autopista
que supuestamente debía haber encontrado, con un mapa en cuya esquina
inferior derecha anunciaba que se trataba de una edición de 2005…; y sin
navegador, un requisito que Henrik, al encargarse de la reserva no debió
considerar necesario.
Y llovía.
Y mi móvil no tenía conexión a internet.
Y hacía frío.
Y las ganas de convertir el mapa en una bola de papel iban aumentando,
pero me contuve: era todo lo que tenía para «orientarme».
A pesar de mi mal humor, fui capaz de reconocer que la culpa no era del
mapa ni de la persona que me lo regaló, sino de mi falta de atención a la hora
de organizar aquel viaje.
Si hubiera prestado más atención a los detalles, a todos…
La autocrítica siempre ha resultado ser una buena terapia para mí.
Conseguir que desaparezcan las ganas de estrangular a alguien, al culpable de
«algo», para centrar la culpa en mí, me hacía afrontar la rabia de una forma
distinta: conmigo siempre iba a ser menos dura.
Henrik se había encargado de todo, especialmente porque el lugar en el
que me iba a alojar formaba parte de una de las cabañas que su amigo Jan se
dedicaba a alquilar para pequeñas estancias. Aunque había estado muchos
años alejado de su tierra, desde que decidió volver —⁠el viaje del mapa⁠—
había mantenido el ritmo de hacerlo dos o tres veces al año. En muchas
ocasiones me había pedido que lo acompañara, pero mi ritmo de vida no me
lo permitía, así que con los años aquel viaje se había ido convirtiendo en algo
parecido a un sueño; lo habíamos planeado cientos de veces, pero… no había
podido ser, al menos juntos, ya que ¡me disponía a hacerlo yo sola!
Aunque en el aquel momento me sentía algo frustrada, unos días antes la
estampa era muy distinta, me había dedicado durante un buen rato a dar
saltitos, de esos cortos e infantiles, a lo largo del salón de mi casa,
entusiasmada por la idea de emprender ese viaje. «Sola» era una palabra que
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me atraía, que me impulsaba y me hacía sentir valiente. Pero ya no me parecía
tan atractiva, en aquel momento habría vendido un cuarto de mi alma por
tener allí a mi amigo y decidir entre risas qué dirección tomar para llegar a
nuestro destino.
Salí de mi casa con un pasaje de avión, una maleta gigante, un mapa, y un
papel en el que había anotados unos teléfonos y la población a la que debía
dirigirme desde el aeropuerto; ese era todo mi equipaje. Ese, y las ganas de
olvidarme de que existía el mundo, motivo por el que decidí aceptar la
descabellada idea de mi amigo. Y aunque para ello no era necesario
trasladarse a más de tres mil kilómetros, la sensación de lejanía hacía más real
el destierro, y más auténtico. Por primera vez, me arrepentí de no haber
elegido cualquier maravilloso paraje de los que tenemos en España, pero ya
era tarde.
Intenté probar de nuevo con mi móvil, últimamente tenía algún problema
con la conexión, pero no tantos como en aquel momento. Insistí demasiado y
solo conseguí que bajara considerablemente el nivel de batería, y ni yo ni el
coche estábamos preparados para resolver ese problema. ¡Otro detalle más del
que me había despreocupado!
Se podía afirmar que estaba prácticamente incomunicada.
Me negué a doblar el mapa y lo convertí en una enorme bola de papel,
llevaba un buen rato deseando hacerlo, y lo lancé en el asiento trasero. Por
mucho que quisiera observarlo era incapaz de concentrarme en el punto en el
que me encontraba. A pesar de que la versión del mapa era algo antigua, si me
hubiera entendido con él, habría sido capaz de localizar, al menos, la ciudad a
la que me dirigía, pero no nos entendimos. Era grande, ocupaba toda la luna
delantera y hacía un ruido que me estaba sacando de quicio. Eso sin contar
con todos los trazos de colores que se me habían incrustado en el cerebro,
incapaz de interpretarlos; aunque uno de sus dibujos me hizo respirar aliviada
al deducir que se trataba de uno de los lagos que bañaban la ciudad a la que
me dirigía: el lago Vättern. Mi instinto era lo único de lo que disponía en ese
momento, así que me dejé llevar por él, que me decía que, aunque me había
confundido de carretera y había dejado atrás la autopista, me encontraba en la
dirección correcta.
Mi destino era la ciudad de Gränna, allí debía encontrar un restaurante en
el que su dueño me entregaría las llaves y me guiaría hasta las mismas puertas
de la cabaña.
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—No me digas que no es una maravilla, Vega —⁠me había dicho Henrik
mostrándome la imagen de la casa.
Lo era, era preciosa, al menos lo que pude ver en fotografías, de esas
casas de madera que aparecen en los cuentos, en las que alguna vez imaginas
estar acurrucada con alguien frente a una espectacular chimenea y rodeada de
arbolitos: ¡de ese tipo!
Reconozco que esa imagen fue la que me animó a emprender la aventura,
y no porque pensara en recrear ese tipo de escenas, ¡no!, sino porque me
pareció el paraíso perfecto para mi destierro, el que me había autoimpuesto yo
misma.
Puse el coche en marcha.
«Vamos allá, Vega», me dije animándome, pero algo me impidió girar la
llave. Suspiré, expulsé el aire que parecía sobrarme y abrí la puerta. Salí al
exterior para enfrentarme al paisaje gris y a la lluvia; aunque no era muy
intensa, podía calarme en cuestión de minutos, pero necesitaba mirar hacia
atrás. Un gesto, un solo gesto y ya podría emprender la marcha.
Eso es lo que me había dicho la psicóloga en la última sesión, que
volviera la cabeza de vez en cuando para darme cuenta de que el pasado
estaba en dirección contraria a la que me dirigía. No era cuestión de estar
continuamente girando la cabeza, pero alguna que otra vez no estaba mal
como terapia.
El pasado estaba ahí, en dirección contraria, lo tenía muy claro, más de lo
que la psicóloga creía. Había emprendido ese viaje con las heridas más o
menos curadas, solo faltaba que cicatrizaran un poquito más.
No tenía ni idea de lo que iba a hacer en aquella tierra, ni de lo que el
destino, uno del que me había burlado en una ocasión, tenía pensado para mí,
pero tenía que averiguarlo. Si me hubiera llevado bien con él, le habría pedido
que pusiera algo de paz, de calma, y de desconexión en mi camino; que me
permitiera volver a España dispuesta a empezar una nueva vida y a seguir con
mi trabajo, pero como no éramos ni amigos ni compañeros, lo único que me
quedaba era averiguar qué tenía pensado para mí. Era mucho mejor que fuera
el destino el que tomara las decisiones, porque cuando era yo la que decidía…
Mi propósito era ver el pasado como lo que era: pasado, intentar olvidar o
pasar página, y volver a mi vida habiéndome desprendido del nudo en el
estómago que se había convertido en un fiel compañero. ¡Esa era la idea! Un
buen propósito, suficientemente importante como para volver a entrar en el
coche y olvidarme de la lluvia, del mapa, y de la sensación de estar en medio
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de la nada; y del frío… Los trece grados exteriores que se indicaban en el
salpicadero eran demasiado para mi atuendo primaveral.
—Vamos allá, Vega: Gränna, restaurante, llaves, cabaña… —⁠repasé en
voz alta esbozando una pequeña sonrisa⁠—. Estás en Suecia, a punto de
empezar una… ¡aventura!
Una chica valiente dispuesta a emprender una… aventura, aventura,
aventura…
¡Sí! Lo iba a conseguir yo solita.
Con esas palabras sobrevolando en mi cabeza, emprendí la marcha sin
sospechar lo mucho que cambiaría mi vida.
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Capítulo 2
Aunque el paisaje era idílico, empezó a inquietarme que solo estuviera
compuesto de árboles, ya había visto suficientes. Necesitaba un poco de
civilización para comprobar si me encontraba en la dirección correcta.
Muchos kilómetros de árboles y árboles después detuve el coche en una
pequeña población que no debía contar con muchos habitantes, Nya
Kyrkvágen. Su nombre era muy probable que no lo recordara nunca más y su
pronunciación nunca llegaría a descubrirla, pero la recordaría por haber
encontrado a una persona que me indicó que iba en la dirección correcta y
que, como sospechaba, había elegido el camino más largo, pero que en pocos
kilómetros podría incorporarme a la carretera 40.
Cuánto me alegraba de haber estudiado inglés, y de haber vivido un año
en Londres. Aunque fue idea de mi madre y la odié durante todo el tiempo
que estudié y viví allí, en ese momento se lo agradecí, en silencio, eso sí,
como todas nuestras comunicaciones. Henrik me informó que el inglés era
una lengua que conocían bastante bien la mayoría de suecos, especialmente
las nuevas generaciones, por lo que no iba a tener problema a la hora de
comunicarme. Acababa de comprobar que tenía razón; con lo perdida que
estaba, tener que recurrir al lenguaje de gestos habría sido un gran
inconveniente.
A pesar del desvío que, por lo que calculé, me supuso una hora más de
viaje, me sentí orgullosa de ir en la dirección correcta; al menos no tuve que
pasar por el trago de escuchar que me había desviado cientos de kilómetros, o
que circulaba en la dirección opuesta. El trayecto que, supuestamente, se
realizaba en unas dos horas, a mí me supondrían tres, pero no tenía prisa.
Iba bien. Lenta, algo inquieta, pero bien.
Esperaba que la cama de la cabaña fuera de dimensiones gigantes. Desde
que había salido de mi casa, en Madrid, hasta ese momento, habían
transcurrido unas diez horas, sin embargo, tenía la sensación de llevar días
viajando: empezaba a notar las señales del cansancio.
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Se me iluminó la cara cuando vi los primeros indicios del lago, eso
significaba que estaba cerca. Estuve muy atenta para no volver a desviarme,
cuando me incorporé en la carretera 40, mi sonrisa se amplió de oreja a oreja.
Miré a través del espejo retrovisor para localizar el mapa, que continuaba
descansando en el asiento trasero: ¡ya no lo odiaba tanto!
A una media de entre ochenta y noventa kilómetros por hora, el viaje se
me hizo interminable, pensé que nunca iba a llegar a mi destino. Tuve que
estar muy pendiente de las velocidades permitidas, que cambiaban con
frecuencia, en tramos pequeños, y de los radares que se anunciaban
constantemente. Seguramente también debía haberlos ocultos, así que me
aseguré de no llevarme una multa de souvenir.
Lo más importante era cómo me sentía. Hacía tiempo que no sentía que
iba en la dirección correcta, aunque solo se tratara de una metáfora respecto a
lo que había sido mi vida. Mi entusiasmo me llevó a dar un pequeño salto del
asiento, y a mover los brazos en señal de triunfo cuando los carteles
indicativos con el nombre de Gränna empezaron a aparecer.
Gracias a la información que me proporcionaron dos adolescentes
encontré el restaurante. ¡Por fin había llegado! Me bajé del coche temblando
de frío y me refugié bajo mi chaqueta a toda prisa, era algo primaveral, pero
también impermeable, así que, aunque estaba claro que algo de frío iba a
pasar, podría protegerme de la lluvia; por suerte, en esa zona era mucho más
suave.
Lo celebré en silencio.
Esperé en el vestíbulo a que el señor Lundberg —⁠el nombre que tenía
anotado en el papel cutre⁠— pudiera atenderme; su ayudante me indicó que no
tardaría en hacerlo.
Efectivamente tardó poco en aparecer por una puerta que conducía al
interior del familiar establecimiento, y lo hizo mostrando una sonrisa
pequeña, suave…, de esas justas para cubrir la cordialidad, pero suficiente
para reconfortarme.
Su inglés era algo escueto, pero conseguí entender lo que me decía,
aunque cuando pronunció la palabra «Ferri», el que no debió comprender mi
reacción fue él. Quizá mi expresión de pavor no era la más adecuada, pero no
pude controlarla.
Estaba convencida de que había llegado casi al final del camino, y que
solo quedaba por realizar un pequeño trayecto hasta la cabaña, pero no era del
todo correcto: debía atravesar un lago; una versión algo alejada de lo que yo
tenía en mente.
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¿Qué iba a hacer con mi coche de alquiler? Aquello no estaba previsto y
mi cabeza era incapaz de buscar una solución, al menos rápida. Le comuniqué
al dueño del restaurante mi preocupación y, a juzgar por su media sonrisa,
juraría que se sintió aliviado al encontrar una explicación que justificara mi
rostro desencajado. Me explicó, con el número justo de palabras, ni una más
ni una menos, que debía comunicarle a Jan, el amigo de Henrik, el que me
alquiló la cabaña, mi llegada; así lo habían acordado. Mi expresión de terror
desapareció, me tranquilizó recibir esa información.
En pocos minutos, mientras todavía intentaba procesar de forma calmada
que tenía que adentrarme en un lago, el señor Lundberg me tendió el teléfono
para hablar con Jan.
Tal y como mi amigo Henrik me aseguró, resultó ser muy amable y muy
divertido, y hablaba español. Supuse que el señor Lundberg le había
comentado mi sorpresa ante la idea de tener que subir al ferri porque fue lo
primero que me explicó con detalles, con un tono de voz susurrado, como si
quisiera tranquilizarme.
Tras confesarme en su académico, pero bienvenido, español que le
sorprendía que desconociera tantos detalles del viaje —⁠me limité a guardar
silencio, no sabía muy bien qué decirle⁠—, me habló de la isla de Visingsö,
situada en la mitad sur del lago, el lugar al que me dirigía. Se disculpó por no
haber podido venir a buscarme él personalmente, un imprevisto de última
hora se lo había impedido. En su lugar, lo haría una tal Henna, que no me
aclaró si era su ayudante o… su hermana o… ¡No lo entendí!, pero sí que ella
sería la que me acompañaría en el trayecto en ferri y, una vez en la isla, me
proporcionaría un nuevo coche de alquiler —⁠¡ya estaba previsto!⁠—, y me
guiaría hasta las mismas puertas de la cabaña. Ella me entregaría las llaves, y
no el señor del restaurante como yo había creído.
Jan también me dijo que no me preocupara por mi coche, que Henna se
ocuparía de él. Desconocían si mi hora de llegada permitiría cargar el coche
en el ferri, ya que, en esa época del año, no todos admitían vehículos, así que
se habían asegurado de tener uno disponible al otro lado del charco.
Las palabras de Jan me tranquilizaron: puertas, cabaña, guía, «no te
preocupes», «todo previsto», «no te preocupes», «todo está organizado», «no
te preocupes»… Para un espíritu tan poco aventurero como el mío, escuchar
que el viaje estaba perfectamente planeado era un elixir para las inquietudes y
los miedos que me habían ido surgiendo durante el trayecto. Cuantos menos
obstáculos mejor. Yo solo quería llegar a mi destino y desconectar del mundo,
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al menos eso era lo que llevaba horas y horas repitiéndome… ¡Como si eso
fuera tan fácil!
Jan se despidió dándome la bienvenida e informándome que al día
siguiente pasaría por la cabaña para saludarme y para comprobar que todo era
de mi agrado.
Aquella conversación me proporcionó paz, esa era la palabra, lo manifestó
mi cuerpo cuando empecé a sentir que desaparecía la tensión, una sensación
muy bien acogida en un momento en el que me sentía algo confundida.
Demasiadas horas de viaje y demasiadas ganas de aislarme del mundo.
¿Quién me iba a decir a mí que yo necesitaría algo así? Claro que…, ¿era eso
lo que necesitaba?
Esperé a Henna, la guía, en un banco de madera que había en el vestíbulo
del restaurante, y acepté con gusto un vaso de lo que parecía ser un zumo de
frutas que me ofreció el joven que se encontraba tras la barra. Henrik me
había hablado de esa bebida: Saft. No me entusiasmó, la encontré algo aguada
para mi gusto, pero necesitaba reponer algunas fuerzas, mi sustento más
importante del día lo había consumido en el aeropuerto de Gotemburgo, antes
de recoger el coche de alquiler, y había consistido en un sencillo sándwich
frío; eso sí, de dimensiones considerables.
Suspiré y consulté mi reloj. Suspiré de nuevo. Miré de reojo mi reloj, me
giré para mirar a través de una ventana.
Seguía lloviendo.
Una nueva ojeada al reloj…
Suecia. Cabaña. Aislamiento… ¡Lluvia!
¡Genial! Yo quería aislarme, alejarme, desconectar, pero no tenía ni idea
de que la cabaña se encontraba en medio de aquel charco. Estaba segura de
que Henrik no había mencionado nada de una isla ni de un ferri, de lo
contrario me habría acordado; ni tampoco recordaba haber visto nada anotado
en el papel cutre que me había entregado. ¿Isla de Visingsö? No, no, y no, era
la primera vez que lo escuchaba. Él solo había mencionado el nombre de la
ciudad donde me encontraba, el nombre del restaurante, y… ¡de ahí a la
cabaña! No es que esa versión fuera incorrecta, pero no mencionaba que
tuviera que atravesar parte de un lago. Quizás omitió ese detalle porque
conocía mi aprensión al agua, o quizás no lo omitió y no le escuché. ¡Debí
prestarle más atención! El viaje era mío y yo era la que debía haberme
informado bien, pero en el momento en el que surgió la idea de viajar sola me
entusiasmé de tal manera que me habría dado igual que Henrik me mostrara
una cabaña en Suecia o un iceberg en la Antártida: ¡habría aceptado igual!
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Decidí esperar fuera del restaurante y así se lo hice saber al señor Lundberg.
Necesitaba moverme, no soportaba estar más tiempo allí sentada sintiendo las
miradas de aquellos dos desconocidos. Me subí la cremallera de la chaqueta
los dos centímetros que le quedaban por cerrar. Aquellos doce o trece grados
eran como una broma de mal gusto tratándose de mediados de mayo. Lo
único que me molesté en consultar, antes de hacer la maleta, fue la
temperatura a la que me enfrentaría en Suecia, pero mi búsqueda me
proporcionó unos dieciocho grados de media que no se ajustaban a la
realidad. ¡Menuda búsqueda hice! Claro que, podría ser que si dejaba de
llover…
—Vega, recuerda llevarte ropa de abrigo, allí hace mucho más frío. —⁠Me
había aconsejado Henrik.
Por suerte, mi cerebro no se dejó llevar por mis consultas meteorológicas
y, por una vez, escuché a Henrik e incluí ropa de abrigo. Una buena idea, sin
duda, podía sentirme orgullosa de ello, pero hasta que tuviera acceso a esa
ropa calentita podían pasar algunas horas, así que solo me quedaba la opción
de resignarme con mi atuendo primaveral español o… dirigirme al coche y
abrir la maleta. No era mala idea, pero el recuerdo de la forma en la que la
preparé hizo que la desestimara. El orden no era precisamente lo que reinaba
en su interior. ¡Menuda preparación de viaje! ¿En qué había pensado? Una
maleta desordenada, un atuendo primaveral para el viaje, un móvil con
problemas de conexión, un mapa con el peso de dos generaciones, un coche
sin navegador, y un papel con las anotaciones del itinerario… Y todo ello
para atravesar una frontera, unas cuantas, ¡sola!
En medio de la reprimenda que me estaba autoimponiendo se acercó una
mujer de mi misma edad, alrededor de los treinta, y se presentó como Henna,
recurrió al inglés para hacerlo. Me tendió la mano mostrando una media
sonrisa. Era delgada y algo más alta que yo. Mostraba una expresión serena,
con algún matiz que invitaba a pensar en la dulzura. Sus ojos eran de un azul
muy intenso, y bajo su gorro asomaban unos mechones pelirrojos muy
rizados. Me llamó la atención la forma en la que iba abrigada, más apropiada
para temperaturas muy bajas, las que debían producirse allí en invierno. Entre
su atuendo y el mío había al menos dos estaciones de por medio.
Nos dirigimos a paso ligero a mi coche de alquiler y le entregué las llaves
y la documentación atendiendo a su petición. Se apartó unos metros para
hacer una llamada, aunque solo tardó unos pocos minutos, empecé a sentir
que aquella humedad estaba empezando a calar mis huesos. En ese instante la
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chaqueta de Henna fue objeto de mi envidia, de toda, la mía no era apta para
aquellas temperaturas ni aquella humedad, no dejaba de pensar en el día
soleado que debían estar disfrutando en Madrid, con sus veinte o veintidós
grados…
Todo solucionado. Fueron las palabras que mi guía eligió para indicarme que
el asunto del coche estaba zanjado. Me sentí algo estúpida cuando me alejé
del vehículo y me preguntó, con expresión de sorpresa, por mi equipaje. ¡Me
había olvidado de la maleta!
Mientras nos ocupábamos de liberarla del maletero, me acordé del mapa.
En un movimiento rápido abrí la puerta trasera y lo recuperé. Abracé en toda
su dimensión la bola de papel en la que lo había convertido y, aunque en un
principio pensé en darle algo de forma, consciente de la mirada atónita de mi
guía, me limité a aplastarlo contra mi pecho hasta reducirlo a un amasijo más
pequeño, de tal manera que pudiera sujetarlo bajo el brazo.
Crucé mi mirada con Henna y sonreí durante medio segundo, no recuerdo
haberme sentido tan ridícula en mucho tiempo.
Ella no dijo nada, algo que no me sorprendió, pero tardó unos segundos,
que se me hicieron eternos, en indicarme que la siguiera. Se detuvo frente a
un vehículo pequeño de solo dos plazas, y en menos de diez minutos nos
encontrábamos en la pasarela del puerto esperando el ferri que tardó diez
minutos en permitirnos el acceso.
—Te esperaba antes. —Fue todo lo que me dijo durante el corto trayecto,
en un perfecto inglés. Por su expresión deduje que no se trataba solo de un
comentario, sino que me estaba recordado que probablemente llevaba rato
esperándome.
—Yo… me he perdido —le aclaré susurrando y consultando mi reloj.
Eran alrededor de las cinco de la tarde⁠—. No encontraba la autopista, me he
desviado por una carretera… más pequeña.
La forma en que abrió los ojos me hizo pensar que no encontrar la
autopista no era algo muy probable, solo estaba reservado para unos pocos y
yo me encontraba en ese grupo. Si hubiera sido sincera me habría dicho que
había que ser muy idiota para no verla y pasarla de largo.
Antes de acceder al ferri hice ademán de lanzar el mapa a una papelera,
pero ella se adelantó y me lo arrebató con delicadeza. Busqué en su rostro
alguna expresión, algo que me diera una pista de lo que pretendía, pero me
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encontré con la misma expresión serena. ¿Qué había hecho mal? ¿Intentar
tirar una bola de papel a una papelera?
Mi sorpresa llegó cuando lo desplegó con mucha destreza y me lo
devolvió perfectamente doblado. Seis segundos, eso es lo que tardó. Me
atrevería a jurar que me lo entregó acompañándolo de una sonrisa, no sé si
dulce o cínica; fue tan fugaz que no fui capaz de clasificarla.
—Él tiene la culpa de que me haya perdido —⁠bromeé en mi último
intento de salvar mi honor por no haber sido capaz de encontrar la autopista.
Y la sonrisa completa llegó, efímera, pero llegó. Esa vez sí que me dio tiempo
a verla: era dulce.
No quise entrar en más detalles, pero bien podía haberle dicho que yo no
quería el mapa, que le agradecía su gesto al doblarlo, pero que mi idea era
desprenderme de él, aunque me alegré de no haberlo hecho, estaba demasiado
nerviosa para reparar en que el mapa tenía dueño y debía devolvérselo.
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Capítulo 3
El viaje en ferri se me hizo eterno, aunque solo duraba unos veinte minutos. A
pesar de las dimensiones del barco no éramos más de seis los que viajábamos
en él, incluida mi compañera, que no dejaba de consultar su móvil. De vez en
cuando cruzábamos la mirada y dibujábamos una pequeña sonrisa, eso era
todo. Era una mujer muy guapa, mostraba una expresión serena que me
confundía: o todo lo que había a su alrededor estaba bajo un perfecto control,
o ese alrededor le importaba muy poco, como si el ritmo de la vida no fuera
con ella. No es que fuera importante saber más sobre ella, probablemente no
volvería a verla más, pero era la forma de entretenerme que tuve durante el
viaje, de ese modo me olvidé de que había agua bajo mis pies.
Las grandes superficies de agua me producían escalofríos, pero no por
haber vivido una experiencia traumática, simplemente me incomodaban. Eso
no significaba que no disfrutara de vez en cuando de un baño en el mar, o en
una piscina, pero no era el hábitat que más feliz me hacía. Si podía disfrutar
desde la orilla, mucho mejor. Pero eso no impidió que admirara la belleza y la
extensión del lago Vättern, aunque solo durante los pocos segundos que fui
capaz de fijar la mirada en él; el resto del trayecto lo evité, no ayudaba el
cielo gris y la llovizna: le conferían una imagen siniestra. Esperaba poder
admirarlo en un día soleado.
En menos de media hora me encontraba de nuevo en tierra firme, frente a
un parking exterior. Henna me condujo hacia un pequeño todoterreno; se
trataba del coche que había alquilado para mi estancia allí. Ella se dirigió a
uno que había aparcado justo al lado, de las mismas características, y me
pidió que la siguiera.
«Cada vez más cerca de la cabaña», pensé antes de ponerlo en marcha.
El viaje apenas duró veinte minutos, pero estaba tan pendiente de no
perderla de vista y de que la luna delantera no se empañara, que se me hizo
eterno. De vez en cuando me permitía desviar la mirada: algún que otro
molino, mucho bosque, algún monolito, muchas iglesias y alguna que otra
casa con su característica fachada de color rojo.
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Ni un solo ser humano, ni un solo coche…
«Quiero un lugar donde permanecer aislada», fue lo que recordé haberle
confesado a mi amigo en algún momento de delirio emocional.
Me costó centrarme en la carretera porque de vez en cuando fui
escuchando un sonido ronco que provenía de alguna parte del vehículo,
seguido de un ligero temblor. Se repitió en varias ocasiones durante el corto
trayecto, lo que añadió tensión a mi extraña aventura. Aquel coche no andaba
muy fino, sabía de lo que hablaba.
Cuando el coche de Henna se desvió de la carretera y se adentró en un
camino mucho más estrecho, envuelto por centenares de árboles, supe que
estábamos llegando a nuestro destino.
Pensé que aquel conjunto de robles debía ser una alegría para la vista para
los amantes de la naturaleza, incluso para mí, que era una mujer de ciudad, de
puro asfalto. Fui capaz de identificarlos gracias a que Henrik me ha dicho en
alguna ocasión que eran los protagonistas de los bosques suecos, solo por eso.
¡Sí! Estaba claro que la naturaleza no había desempeñado un papel
importante en mi vida.
Me olvidé del rugido del motor y del temblor, y aparqué donde me indicó
Henna cuando sacó la mano por la ventanilla. Bajé muy despacio del coche
saboreando el cosquilleo que me recorría todo el cuerpo cuando observé la
casa que quedaba frente a mí. Era preciosa…, era perfecta…, era de
ensueño…, pero… ¡estaba tan escondida!
Por un momento creí que iba a entrar en pánico. Giré la cabeza para
contemplar todo cuanto me rodeaba. Me dije, intentando encontrar consuelo,
que las vistas eran espectaculares y, de ese modo, poder contrarrestar las
sensaciones que me producía aquella quietud.
Centré mi mirada en la valla de madera que delimitaba el terreno de la
casa. Tras ella se apreciaba una rampa de madera también que permitía el
acceso a la fachada principal. A simple vista parecía contar con una sola
planta, no había mucha altura, pero las ventanas abuhardilladas del tejado me
hicieron dudar. Si hubiera cerrado los ojos en ese instante mi mente habría
retenido un conjunto de madera, solo madera, mucha madera, y podría haber
conseguido una sensación de calidez que ayudara a mitigar los escalofríos que
empezaron a recorrerme el cuerpo. Pero no los cerré… no fui capaz.
Era increíblemente preciosa, se podía apreciar que había sido construida
con mucho mimo, pero… ¡era demasiado grande para mí sola!
Busqué a Henna con la mirada y la encontré avanzando hacia la entrada.
Mientras me ocupaba de mi maleta me planteé si lo que quería era seguir a
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Henna o salir corriendo en la dirección contraria.
La seguí, no por haber tomado una decisión firme, sino por la vergüenza
de salir corriendo.
No me la había imaginado así. La casa se parecía a la que me había
mostrado Henrik en las fotografías, aunque la imagen que tenía grabada era la
de una casa que la atravesaban rayos de sol, bajo un cielo muy azul, más
pequeñita y…, aunque no se apreciaba en las fotografías, imaginé que
alrededor habría otras… casitas, y muchos seres humanos.
Yo no era una mujer excesivamente valiente como para encerrarme allí
sola, por muy casita de cuento que fuera aquella. No, definitivamente estaba
acojonada y no podía quedarme allí. La aventura tenía que ser más sencillita.
La idea era desconectar, dedicarme tiempo exclusivamente a mí, terminar de
ponerle un punto y final al pasado, y llenarme de fuerzas para empezar una
nueva vida cuando regresara a Madrid, pero… eso podía encontrarlo sin
necesidad de vivir un tipo de aventura siniestra, que es lo que me pareció en
ese momento.
¡Un poco tarde para pensar en ello!
Henna se detuvo frente a la valla, esperó a que la alcanzara, me sonrió cuando
me tuvo enfrente, y me ofreció una tarjeta de visita informándome que podía
llamarla a ella o a Jan si los necesitaba. Me entregó un juego de llaves con un
llavero que intentaba representar un lago, aunque al artista le faltó algo de
destreza, y me tendió la mano. ¿Acaso se marchaba? ¿No pensaba
acompañarme al interior de la casa para ofrecerme alguna información sobre
ella?
—Disfruta de tu estancia —dijo en español mientras se daba la vuelta.
Me sorprendió que se expresara en mi idioma, pero dado su trabajo pensé
que debía conocer las expresiones de bienvenida en varios de ellos. ¡Qué más
daba! Lo importante en aquel momento era que esa chica se marchaba.
¡Se estaba alejando!
¡Me quedaba sola en medio de aquel bosque!
Me cruzó por la cabeza llamarla y decirle que no me iba a quedar en aquel
lugar, que había cambiado de opinión y, si no hubiera sido por el sonido de la
puerta principal de la casa al abrirse, estoy segura de que algo le habría dicho.
Me encontré con la figura de un hombre alto cubierto por un chubasquero.
No podía verle bien la cara debido a la capucha que le cubría la cabeza y parte
del rostro.
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Descendió por la rampa y me preguntó algo que no logré entender, en
sueco. Antes de que pudiera abrir la boca para contestarle, giró la cabeza y, al
localizar a Henna, le gritó algo que hizo que ella se detuviera en seco y
descorriera unos pasos.
¿Quién era ese hombre? Antes de que pudiera preguntarle, se alejó unos
metros al encuentro de Henna, que pareció estar muy sorprendida por su
presencia.
Me limité a observarlos, aunque no se encontraban a mucha distancia no
pude entender lo que hablaban, como era de esperar se comunicaban en
sueco. Henna alzó los hombros y negó con la cabeza manteniendo una calma
que no compartía el de la capucha, que no hacía más que mover las manos y
girar la cabeza en mi dirección. Henna también me miró, pero fue tan fugaz
que no tuve tiempo de gesticular para comunicarme con ella.
Por un momento, mi mente se bloqueó, pero conseguí salir del trance y
centrarme en mi maleta y en la casa que tenía delante. Me giré lentamente y
observé el bosque que me envolvía. Alcé la cabeza hacia el cielo. No recuerdo
si lo que pretendía en ese momento era invocar algo divino o empaparme el
rostro con la lluvia, que es lo que conseguí.
Aquel remojón hizo que mis ideas se centraran en una sola: descansar.
Estaba agotada y no tenía muchas fuerzas. Dejó de importarme el aislamiento.
Aquella era mi casa y no tenía que esperar más para entrar.
¿Y el hombre de la capucha?
Alcé la mano para llamar la atención de Henna y le pregunté gritando si
todo estaba bien, en inglés, por supuesto. Ella asintió con la cabeza y me
indicó con la mano que podía entrar. Al ver mi desconcierto me gritó que todo
estaba bien y me regaló una sonrisa y un adiós con la mano.
No había nada más que hablar, si permanecía allí un segundo más seguro
que me dirigía al coche y salía a toda prisa de allí, así que decidí ignorar la
absurda situación que se había creado en pocos minutos, y decidí también
ignorar a aquel desconocido; debía tratarse de alguien encargado del
mantenimiento o… ¡No importaba!
Terminé por decidirme a entrar mientras me convencía de que de haber
algún problema Henna me lo habría comentado, por alguna extraña razón
confiaba en ella, aunque quizás se debiera a que Jan la había mencionado
varias veces, y Jan era un gran amigo de Henrik, y Henrik era mi gran amigo,
y… ¡Ya era suficiente! Necesitaba calor, ropa seca y varias cosas que no iba a
encontrar allí fuera.
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¡A la mierda todo! Estaba harta de la lluvia y de las dudas. Henna se podía
haber molestado en acercarse para explicarme quién narices era ese hombre, o
para enseñarme la casa y proporcionarme cuatro datos y cuatro
explicaciones… ¡Joder con la guía!
Recorrí la rampa un poco alterada, aunque eso no impidió que admirara el
porche principal, y entré en la casa de cuento dispuesta, mejor dicho, medio
dispuesta, a empezar mi aventura en tierras suecas.
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Capítulo 4
Apenas había dado unos pasos en el interior de la casa cuando escuché un
sonido a mi espalda y me tensé. Me di la vuelta bruscamente y me encontré
con el hombre misterioso; se encontraba en el umbral de la puerta mirándome
fijamente. Mi corazón se aceleró, sentía su latido en varias partes de mi
cuerpo. Temblaba, no solo por el frío que había invadido mi cuerpo, sino por
la sensación de estar perdida. Le pregunté con una voz muy temblorosa si
hablaba inglés y asintió con la cabeza. Se bajó la capucha y dirigió su mirada
a mis pies al tiempo que se desprendía del chubasquero. Yo miré en la misma
dirección y observé el pequeño charco de agua que se estaba formando
alrededor de mis zapatos. Alcé la mirada lentamente y me enfrenté a otra muy
intensa, una que se proyectaba a través de unos ojos que se debatían entre el
verde y el azul, una que pertenecía a un hombre muy alto y… ¡grande! La
definición podría haber sido fuerte, fornido, musculoso, algún adjetivo de ese
tipo, pero mi cabeza solo procesó un bulto grande. Sueco, y… guapo…, y…
¡Muy sueco!
Me recorrió un escalofrío molesto, desconozco si fue porque me sentí
intimidada ante la presencia muda de aquel hombre, o si fue porque estaba
confundida y algo atemorizada, o porque reparé en que Henna ya debía estar
muy lejos; o porque me impactó lo atractivo que era el sueco, ese tipo de
cosas también producen escalofríos, aunque menos que los que me produjeron
las dudas sobre su presencia en la casa.
Esperaba que rompiera el silencio, pero no lo hizo, en su lugar, señaló con
un dedo el charco de agua, ¡como si yo no lo hubiera visto!
—Joder —dije en mi bendito idioma en voz alta. Me nació, me salió sin
más. Aquella situación empezaba a desbordarme⁠—. Es muy importante el
charco… ¡claro!
—Ha habido una confusión, no deberías estar aquí —⁠dijo por fin en
español.
«¿Español?». Pero ¿cuántos suecos hablaban español? Jan, Henna…
Claro que, esta no contaba, solo la había escuchado pronunciar unas palabras.
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El caso era que el sueco hablaba mi idioma. ¡Menudo alivio!
—¿Hablas español? —dije sin ocultar mi entusiasmo, incluso juraría que
sonreí.
—Es evidente que sí —dijo con la emoción propia de un robot.
—¿Has dicho que… que… yo no debería estar aquí? ¿Quién eres? —⁠logré
decir.
—Soy el que ha alquilado esta casa durante dos semanas, y no deberías
estar aquí porque la he alquilado solo para mí. —⁠Si no hubiera sido por su
forma de pronunciar las «erres», habría jurado que era español.
—¿Hablas en serio?
—¿A ti qué te parece?
Su vocalización era correcta, conocía bien la lengua, pero el tono de voz
era el mismo que usan los robots, a la misma temperatura que la escarcha.
—Pero… Henna no me ha dicho nada, ella…
—Ella solo te ha guiado hasta aquí. Se solucionará, pero hazte a la idea de
que mañana tendrás que marcharte. Ha habido algún error en tu reserva.
Lo dijo con calma mientras se desprendía de sus zapatos, que dejaba
perfectamente colocados frente a una pared, junto a varios pares de botas más,
y desaparecía atravesando un arco de madera que, deduje, conducía al
interior, aunque desde el lugar donde yo me encontraba daba la impresión de
ser un pequeño túnel.
Me froté la cara con las manos. No entendía nada, y no me refiero a los
zapatos, eso supuse que sería por el agua, sino a sus palabras. ¿Qué estaba
diciendo ese hombre? Yo había hablado con Jan, Henna me había llevado
hasta allí… ¿Qué significaba que tenía que marcharme?
«Henna solo te ha guiado hasta aquí», repetí en mi cabeza. No. Aquello
no era una explicación, se había marchado sin más y me había dejado con un
hombre que afirmaba que había habido un error en mi reserva.
¿Qué podía hacer?
De momento, solo fui capaz de aparcar mi maleta en un rincón y observar
el pequeño vestíbulo antes de seguir al malhumorado sueco. Debí perder la
noción del tiempo, porque cuando entré en el pequeño «túnel», que hacía la
función de pasillo separador y desemboqué en el salón, había desaparecido de
mi vista. Esperaba encontrarlo allí, pero no fue así.
¿Qué se suponía que debía hacer en ese momento? La humedad que
envolvía mi cuerpo me impedía pensar con claridad. Mis ojos se centraron en
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la gran chimenea que presidía el salón, y en el precioso color amarillo que
emitían las llamas de su interior. «Calor», pensé. Me desprendí de la chaqueta
y me acerqué a paso ligero extendiendo las manos. Inicié una serie de
movimientos algo absurdos, pero reconfortantes, buscando el calor.
¿Me había llevado Henna a un lugar por error? ¿Marcharme al día
siguiente? ¿A dónde, a otra casa? ¡Menuda impresentable! ¿Cómo podía
dejarme allí con aquel problema?
Demasiado para mí, la situación me superaba, no recordaba haberme
sentido tan fuera de lugar en toda mi vida, ni tan bloqueada.
Cuando la sensación de humedad empezó a desaparecer, observé el salón
desde allí. Madera, madera por todas partes. Las paredes estaban repletas de
librerías y vitrinas, y todas ellas mostraban un sinfín de elementos
decorativos. Se trataba de piezas envejecidas, aunque convivían con otros
muebles de diseño más moderno. Una fusión arriesgada, pero con muy
buenos resultados.
No había un solo espacio en las paredes que no estuviera amueblado.
Nunca habría imaginado que toda esa cantidad de elementos, con toda esa
variedad de colores, podría combinar tan bien y ofrecer una sensación tan
cálida: de las que invitan a sentarse y relajarse. Me hizo pensar en la conocida
marca de muebles sueca y sonreí por mi ocurrencia, aunque quizás no estaba
tan alejada como pensaba.
Un enorme sofá en forma de luna justo en el centro, sobre una gran
alfombra, y una mesa pequeña dominaban el centro del salón, a pocos metros
de donde yo me encontraba. Cojines de diferentes colores, mantas, pequeños
asientos en forma cilíndrica y… ¡escaleras! Ellas captaron toda mi atención,
una a cada extremo del salón, compuestas por pocos peldaños que
desaparecían de la vista al atravesar un techo más bajo formado por vigas de
madera. No se apreciaba el final y, aunque no parecía haber mucha distancia,
deduje que conducían a la planta superior. Lo que no pude deducir fue a
dónde conducían las dos puertas que se apreciaban, una tras cada escalera.
¡Ya lo averiguaría más tarde!
Estaba tan confundida que no me atreví a plantearme el sentido que tenía
todo aquello, qué era lo que debía hacer y, por supuesto, dónde estaba aquel
hombre.
Mi cuerpo empezó a reaccionar placenteramente al calor y,
afortunadamente, mi cerebro también. ¿Era sensato permanecer en ese lugar
con ese desconocido? Claro que, de tratarse de algún loco, Henna no me
habría dejado allí con él, parecía conocerlo y estaba claro que había sido mi
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guía siguiendo instrucciones de Jan, que a la vez era amigo de Henrik, y que a
la vez me había hablado de él cientos de veces, y…
«¡Suficiente!», me ordené en voz alta de nuevo. Otra vez la misma
cantinela en mi cabeza, era incapaz de salir de ahí, pero mi cerebro, al menos,
empezaba a procesar. ¡Bien, muy bien! Eso era bueno, aunque no solucionara
gran cosa, pero al menos había actividad en él y conciencia, mucha
conciencia; mucho mejor que estar parada en estado de shock estúpido. Era el
momento de actuar. No necesitaba observar aquella estancia, ya tendría
tiempo de hacerlo, ni hacer conjeturas sobre personas que no conocía, ni
quedarme quieta esperando que… ¡Ni siquiera sabía qué estaba esperando!
Lo que necesitaba era abrir mi maleta, cargar mi móvil —⁠apenas tenía
batería⁠— y llamar a Jan.
¿Y si llamaba a Henrik y le pedía que hablara con su amigo? O al menos
que me repitiera unas cuantas veces que Jan era un hombre serio, que
confiaba en él y que se ocuparía de solucionarlo todo.
El caso era que tenía que hacer una llamada, o dos, y no debía esperar.
Di el primer paso dispuesta a rescatar mi cargador y satisfecha de haber
reaccionado, cuando vi las piernas del desconocido descendiendo por una de
las escaleras.
Sentí cierto alivio al verlo, no sé si porque esperaba que me aclarara
aquella extraña situación o porque incluso un sueco guapo, frío, con los ojos
de colores, que quería tirar por la borda mi gran aventura, era mejor opción
que quedarme sola en aquel lugar. Lo esperé impaciente sin separarme de la
chimenea, ya le había echado el ojo a un atizador que había en un extremo…
¡Por si acaso!
Bajó lentamente hasta que apareció la totalidad de su cuerpo. Tenían su
gracia aquellas escaleras, ¿qué debía haber arriba, una buhardilla?
Se detuvo en el último escalón y alzó la cabeza para mirar un móvil que
sostenía con la mano en alto. ¿No se estaría haciendo un selfie?
Conforme bajaba lo observé y abandoné los movimientos poco estéticos
que había estado haciendo para entrar en calor. Mi mente, que parecía
empeñada en protegerme de malos pensamientos, me recordó que era muy
atractivo —⁠mucho mejor que pensar en la situación en la que me
encontraba⁠—. ¿Cuánto debía medir? Mucho. No era muy buena calculando,
pero teniendo en cuenta mi metro setenta, y que al mirarlo tenía que alzar
considerablemente la cabeza… ¡Mucho! Medía mucho: sueco, guapo, frío
y… alto.
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Estaba dispuesta a hablar con él, incluso expulsé aire con fuerza para
empezar una conversación con un tono conciliador, pero sus movimientos me
despistaron. Pasó junto a mí, bajó la cabeza en forma de pequeña reverencia y
continuó mirando el móvil. Sentí un ligero temblor en el cuerpo, y no era
debido al frío o la humedad ya que me estaba comiendo la chimenea. Se
dirigió con pasos lentos y algo extraños a un rincón cerca de una gran
ventana, se detuvo, observó el móvil, se dirigió a otro rincón e hizo lo mismo.
Fueron un total de siete series con los mismos movimientos. Y por fin,
cuando mi sangre estaba empezando a correr por mis venas a una velocidad
vertiginosa, se decidió a intervenir:
—Estoy buscando el punto de cobertura —⁠me aclaró por fin.
—¿El punto? —repetí sin entender a qué se refería, ¿sería el idioma?⁠—.
¿Solo hay un punto?
—Sí, está por esta zona. Necesito llamar a la persona que me ha alquilado
esta casa para aclarar este lamentable incidente.
¡Genial! Sin cobertura. Sentí un escalofrío al añadir un elemento más de
aislamiento a mi preciosa aventura. Di un paso hacia él, aunque seguía
estando lejos, y me aclaré la voz antes de hablar:
—No entiendo que digas que me tengo que marchar. No sé qué clase de
malentendido hay, pero te aseguro que he alquilado la casa dos semanas,
empezando desde hoy.
—Lamento decirte que tienes un problema porque yo también la he
alquilado por dos semanas, empezando desde hoy.
—¿Tengo un problema? —repetí con sarcasmo⁠—. ¿Yo tengo un
problema?
—Escúchame, creo que… —Se detuvo en seco⁠—. Aquí, aquí hay
cobertura. Viene y va, pero es suficiente. Voy a aclarar este asunto.
Se quedó quieto en el punto en que su móvil le indicó que podía realizar
una llamada. Se enfrascó en una conversación que no debió resultar muy
agradable, a juzgar por su expresión y su tono, y colgó malhumorado. Tardó
en dirigirme la palabra, puede que solo fueran uno o dos minutos, pero dadas
las circunstancias, me parecieron una eternidad. Una prueba para mis nervios
y mi paciencia: se lo agradecí en silencio.
—Jan vendrá mañana temprano, me consta que sabes de quién te hablo.
Está claro que ha habido una confusión, así que espero que mañana lo
resuelva. Nos han alquilado la misma casa a los dos durante el mismo tiempo.
Seguro que mañana te encontrará un lugar nuevo, de lo contrario… ¡No es
asunto mío! Esta es mi casa ahora y quiero estar solo.
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No había expresión en sus palabras, aunque me miraba a los ojos, me
hablaba como el que está ensayando un discurso en voz alta, sin público; lo
que sí contenía era seguridad.
Estaba agotada y lo último que esperaba era algo así. Nada tenía sentido.
Había hablado con Jan por teléfono tan solo unas horas antes y tenía muy
claro que estaba en el lugar correcto, pero la seguridad de aquel hombre me
hizo pensar que «aquello» solo acababa de empezar. «Aquello» no era bueno,
no me iba a traer alegrías. Pero no podía dejarlo así, tenía que ser yo la que
hablara con Jan para preguntarle por qué había un desconocido en la que se
suponía iba a ser mi casa durante las dos próximas semanas. No me podía
creer que nos hubieran alquilado la casa a los dos. ¿Sería verdad? ¡Suficiente!
Tenía que…, para empezar, ¡ir al baño!
Observé de nuevo las escaleras e hice un recorrido rápido con la mirada
por el salón.
—¿Dónde está el baño? —pregunté intentando imitar su tono frío, pero no
sonó igual, a él le salía mucho mejor.
—En esta planta hay uno. —Señaló una puerta bajo una de las
escaleras⁠—. Y en la planta superior hay dos más, uno dentro de cada
dormitorio.
Un dato más, la planta superior eran dormitorios. Me dirigí a la puerta que
me había señalado. Se trataba de un baño pequeño y funcional, pero decorado
con mucho gusto, sin perder el aire campestre. Tardé poco en salir, aunque
me entretuve un poco más en intentar contener las lágrimas. Sentí ganas de
llorar, algo que podía justificarse fácilmente en una situación tan extraña
como aquella, pero las lágrimas y yo no solíamos bailar siguiendo un ritmo,
solíamos chocar a menudo; incluso nos pisábamos con frecuencia. O bien no
aparecían cuando debían, o bien lo hacían cuando menos oportuno era que lo
hicieran. ¡Un desastre!
«Debes reconciliarte con tus lágrimas», me repetí las palabras de la
psicóloga que, no es que me estuviera cambiando la vida ni su terapia fuera
fundamental para mí, pero tenía una forma de expresarse con matices poéticos
que solía quedarse grabada en mi mente. Tenía gracia aquella mujer, hasta le
había cogido un poco de cariño, y solo había acudido tres veces a su consulta.
Cuando ahogué mis ganas de llorar, desoyendo a la psicóloga,
principalmente porque no quería ni imaginarme el reencuentro con el sueco
mientras observaba mis ojos enrojecidos por las lágrimas, me dirigí al
vestíbulo y abrí mi maleta. Me llevó unos minutos encontrar mi cargador. No
habría sido así si hubiera imperado un poco de orden en ella, pero los nervios
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del viaje no habían sido un buen aliado a la hora de preparar la maleta. En el
proceso de preparación, el día anterior, con cada prenda que había ido
depositando en su interior me había ido planteando si debía o no emprender
ese viaje. Cuando introducía un jersey, me detenía a pensar si era o no una
locura; cuando introducía una falda, me detenía a pensar si yo necesitaba ese
tipo de aislamiento; unos zapatos… «No necesitaba atravesar una frontera»,
unos calcetines… «¿Qué pintaba yo sola en Suecia?». Y así hasta llenarla y
convertirla en aquella obra de arte que empeoró una vez que revolví todo su
contenido para localizar mi cargador.
Me dirigí al salón olvidándome de la maleta y busqué un enchufe con la
mirada. El sueco me observaba de pie, junto a una de las ventanas.
—En tu dormitorio encontrarás lo que buscas.
—¿Tengo un dormitorio? —pregunté con rabia e ironía a la vez.
—Al menos por esta noche. Las escaleras dan acceso a las estancias
privadas, como ves están separadas. —⁠Hizo una pausa antes de continuar con
su explicación, aunque su rostro seguía sin mostrar expresión alguna⁠—. Por
suerte, no se comunican entre ellas. En esta planta hay un salón, en el que nos
encontramos, y una cocina —⁠señaló una esquina del salón, junto a un gran
ventanal, donde se apreciaba un escalón⁠—. Ambas son zonas comunes. —⁠Se
acercó a mí, a solo unos pasos, y me atravesó con la mirada⁠—. Pero no
deberías emocionarte con esta información.
—¿Emocionarme? —pregunté sintiendo un escalofrío en la espalda.
—No importa que haya estancias privadas separadas, yo alquilé la casa
entera, para mí solo, no quiero intrusos en ella. Tienes las horas contadas
aquí.
Era como hablar con un muñeco de cera, o con esos muñecos que utilizan
los ventrílocuos en los que solo se les mueve la boca. Me molestó de nuevo su
necesidad de imponerse, incluso habría jurado que estaba intentando
intimidarme. Y no es que no lo hiciera un poco: con esa altura, esos ojos de
colores, el pelo dorado y esas facciones duras, no era ternura precisamente lo
que inspiraba. La barba le confería una imagen más sería todavía, incluso
pensé que parecía mayor de lo que en realidad, supuse, debía ser. No debía
contar más de treinta y tres o treinta y cuatro años.
—De momento, puedes utilizar la estancia de la derecha. —⁠Señaló una de
las escaleras.
Seguí su dedo con la mirada. Todavía me sentía incómoda por la humedad
de mi ropa, lo que me hizo pensar con rapidez mi siguiente movimiento. O
bien me dirigía a esa zona, me duchaba, me vestía con ropa seca, conectaba
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mi móvil, hablaba con Jan, o lo intentaba, y me metía en la cama, o bien le
decía cuatro cosas al chico sueco. O las dos opciones.
—¿De momento? —repetí la palabra que había provocado mis ganas de
decirle esas cuatro cosas⁠—. Vamos a ver, tú debes tener algo en la cabeza que
te impide razonar. Es evidente que aquí hay un problema, y es que ambos
estamos en la casa que supuestamente hemos alquilado para estar solos. Pero
ese malentendido, o como quieras llamarlo, es de los dos, no solo te perjudica
a ti. ¿Quién es aquí el intruso?
»Llevo más de doce horas de viaje a mis espaldas. Me he subido a un
avión, he hecho una escala, me he subido a otro avión, me he equivocado de
carretera, lo que me ha supuesto añadir una hora más de camino, he
descubierto que tenía que atravesar un lago y que esta casa es muy… está
muy escondida, y muy… ¡No importa! El caso es que lo único que quiero es
descansar, porque a lo que he venido aquí es a descansar, y la idea era hacerlo
sola, com-ple-ta-men-te sola. Es decir que el único que está jodido aquí no
eres tú.
»Lo estás planteando como si yo fuera la intrusa, cuando los dos estamos
en las mismas condiciones. Yo he hablado hace un rato con Jan y no me ha
hablado de compartir casa, no me ha hablado de malentendidos, no me ha
hablado de problemas de reservas ni de estancias privadas que no se
comunican… —⁠Hice una pausa consciente de que tenía toda su atención⁠—.
Lo que me ha dicho es «Bienvenida». Sí, eso, bienvenida, lo que en mi
idioma significa que todo está en su sitio y puedo empezar a disfrutar de mi
estancia. ¿Lo entiendes? Me ha dicho «Bienvenida», «disfruta de la casita»,
no me ha dicho que me encontraría con un tío… imbécil —⁠le di mucho
énfasis al adjetivo⁠—, con aires de superioridad, que tendría la gentileza de
dejarme pasar aquí la noche: «Hoy me siento generoso y te puedes quedar,
pero mañana te vas a tomar…». Pues que te quede claro que mañana no me
saca de aquí ni Dios.
—¿Es necesario insultar? —preguntó mientras yo jadeaba después de
haber vomitado aquellas palabras.
—No, necesario no lo es, en absoluto —⁠necesitaba una seguridad que no
sentía y la conseguí⁠—, lo he hecho porque me apetecía.
—Mañana quedará todo aclarado —⁠dijo con una mirada de unos cien
grados por debajo del cero.
—Eso te lo aseguro. Ahora, si me disculpas, me voy a «Mi» —⁠recalqué⁠—
dormitorio para descansar, el mismo que alquilé, reservé, pagué y… me
dispongo a disfrutar.
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Me dirigí hacia las escaleras con una actitud altiva, como si me hubieran
pegado un palo en la espalda, pero tardé poco en rectificar mi trayectoria: ¡la
maleta!
Volví a bajar los escalones con la cabeza bien erguida, tanto que llegué a
notar punzadas de dolor en la espalda. ¡Qué poco natural me sentía!
Cuando llegué al vestíbulo observé mi maleta, la había dejado abierta al
extraer el cargador. Cuando me disponía a enmendar aquel desastre de
escaparate, noté la presencia del sueco a mi espalda.
—Te ayudaré con la maleta. —⁠Agradecí no verle la cara, aquello era
demasiado incómodo.
Lo más sensato habría sido intentar cerrarla con rapidez, pero no lo hice,
me venía más de gusto enfrentarme a él; alguien tenía que pagar el calor que
sentía en mis mejillas por la imagen bochornosa de los trapos revueltos que
mostraba la maleta.
—¿Por qué me quieres ayudar? —⁠pregunté altiva.
—Porque aparte de ser un tío imbécil, soy un caballero.
—No me gustan los caballeros.
—Ni a mí las personas que insultan.
—Bien, aclarado, ¡no nos gustamos! —⁠dije enrabiada mientras me
acuclillaba para cerrar aquella vergonzosa imagen que, incluso, mostraba mis
prendas de ropa interior. ¡Qué vergüenza!
Hizo ademán de ayudarme a cerrarla, pero lo detuve, le pedí con la mano
que esperara. Acababa de ver una mancha que cubría algunas prendas y sentí
un escalofrío que me recorrió toda la columna.
Abrí la cremallera de un bolsillo lateral buscando el que, sospechaba,
había sido el causante. ¡Efectivamente! Allí estaba el frasco de aceite para
lubricar mi flauta. El frasco original era muy grande, así que había
introducido una cantidad pequeña en otro frasco más diminuto que a su vez
cumpliera con las normas de equipaje de avión. ¡Habría jurado que su cierre
era hermético! Recuerdo haberlo comprobado, de lo poco a lo que le presté
atención.
—¡Mierda! —dije mientras miraba a mi acompañante y me esforzaba por
comprobar que esa vez sí estaba bien cerrado⁠—. Gracias, ya puedo yo sola.
—Yo no volvería a meterlo en la maleta —⁠dijo refiriéndose al aceite.
Ignoré lo que me dijo, era incapaz de pensar con coherencia, estaba tan
cansada…
Revolví algo más en el interior buscando el estuche de mi flauta y lo
estudié para comprobar que el aceite no había llegado hasta allí. Mi preciosa
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flauta, mi pequeño tesoro no debía sufrir las consecuencias de mi caótica
forma de preparar un viaje.
Conseguí cerrar la maleta con la ayuda del sueco, que se sumó a mi
esfuerzo por intentar que la cremallera recorriera los últimos centímetros.
Me puse en pie, con el estuche de mi flauta bajo el brazo, sujetando el asa
de la maleta con el otro, y le di las gracias dispuesta a desaparecer.
Él me la arrebató y me miró fijamente a los ojos, creo que fue miedo lo
que sentí, o terror, o una extraña parálisis que me impidió articular palabra y
movimiento.
Se encaminó a las escaleras y le seguí despacio. Tal y como había
imaginado fueron pocos peldaños los que subimos, la casa estaba dividida en
dos plantas, pero la idea era ofrecer la sensación de dos niveles distintos, no
de dos plantas bien separadas; de ahí que el techo de la planta baja estuviera a
una altura menor de lo habitual.
El sueco encogió su cuerpo para adaptar su altura al pequeño hueco de las
escaleras y me hizo sonreír. Me lo imaginé dándose un porrazo con alguna
viga y…
—Este es tu dormitorio —dijo frente a una puerta interrumpiendo mis
placenteros pensamientos⁠—. No te molestes en deshacer la maleta, aunque te
sugiero que, cuando hayas entrado en calor, bajes tus zapatos al vestíbulo.
Puedes ir descalza, con zapatillas o con calcetines, pero los zapatos de la
calle, se quedan en la entrada.
Tardé en entender sus palabras. Miré mis pies y entonces comprendí el
motivo de que él no llevara zapatos, y de que observara los míos al entrar en
la casa. No era solo por el agua, como yo había creído, sino por la costumbre
que recordaba haber escuchado mencionar a Henrik. En Suecia, como en
algunos otros países, hay costumbre de dejar los zapatos siempre en la
entrada, nunca se accede al interior de la vivienda con el calzado utilizado en
la calle.
Me sentí incómoda, como si hubiera hecho algo que le hubiera ofendido,
como si hubiera asaltado su intimidad. Podría haberlo dicho de una forma más
amable, pero… para eso tenía que ser un poco amable, y estaba bien claro que
no era el caso.
—Se supone que estoy en la casa que he alquilado para mí sola, así que
me paseo con zapatos porque me apetece. Ahora es mi casa —⁠logré decir,
aunque si lo hubiera pensado unos segundos no habría dicho semejante
tontería sin fondo. A mí no me importaba respetar esa norma, pero su forma
de decirlo sí.
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—Todavía no estás sola, y cuando lo estés, que será mañana, no será en
esta casa, así que te agradecería que lo respetaras.
Me dio la espalda y bajó dos escalones.
—Hay algunas provisiones en el frigorífico, van incluidas con el alquiler.
—Gracias por la información. —⁠Esa vez si conseguí un tono igual de frío
que el suyo.
—Alguien, aunque sea por una sola noche, debe mostrar algo de
educación y modales —⁠dijo acelerando el paso.
Respiré hondo, apreté los puños y entré en mi dormitorio. Empujé la maleta y
la abandoné a su suerte. La cama era grande, la estancia era espaciosa, el
armario de buenas dimensiones y la ventana de un tamaño espectacular.
Aquello me gustó, aunque no me atreví a disfrutarlo, por mucho que
afirmara que de allí no me movía ni Dios, no tenía muy claro que mi estancia
en Suecia se fuera a desarrollar entre aquellas paredes, la insistencia y
seguridad del sueco me habían hecho dudar y temer lo peor.
No era aquella la forma en la que había planeado iniciar mi aventura, no
se parecía en absoluto. Me senté en el borde de la cama y estiré las piernas
para observar mis zapatos. Desconozco si ese fue el detonante, que no el
único motivo, pero esa vez dejé que las lágrimas corrieran libres por mi
rostro. Me sentía como una niña asustada, me sentía débil y… libre para
llorar, que era lo único que me apetecía en aquel momento. No me iba a
preguntar por qué, solo me apetecía.
Cuando conseguí reponerme, cargué mi móvil y me dirigí al baño, mucho
más grande que el de la planta inferior. No sabría calcular cuánto tiempo pasé
bajo el chorro de agua, pero fue un gran elixir para combatir el frío, despejar
mi mente y obtener las fuerzas suficientes para enfrentarme a aquella
situación. Por muy cansada que estuviera no me iba a ir a dormir sin aclarar
algo de aquello, y tampoco sin cenar, me conformaba con un triste bocado de
las provisiones del frigorífico que él había mencionado, las mismas a las que
se había referido Jan.
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Capítulo 5
Si no fuera porque sostenía mis zapatos en una mano, y en la otra el móvil, en
alto, buscando cobertura, tal y como había hecho el sueco un rato antes,
habría parecido un personaje distinguido bajando por la escalera central de un
gran palacio al encuentro con sus invitados.
Mi espalda no podía estar más recta, y mi expresión no podía ser más
altiva, aunque la parte no visible era un manojo de nervios. No ayudó mucho
que mis pies solo estuvieran cubiertos por unos calcetines primaverales que
acababa de estrenar: no podía dar pasos muy firmes, resbalaban sobre la
madera del suelo.
Deposité mis zapatos en el vestíbulo y me dirigí al salón. Descubrí con
agrado que el suelo estaba ligeramente caliente, debía contener calefacción
radiante, lo que significaba que mis pies no iban a sufrir. ¿En qué había
estado pensando? ¿Acaso había imaginado que ir sin zapatos suponía tener los
pies congelados? Una chimenea no era suficiente para calentar aquella casa,
era evidente que había una fuente de calor añadida.
El sueco no estaba.
Me alegré.
El punto de cobertura era más amplio de lo que me hizo creer él, a menos
que no siempre fuera el mismo. Mi primera llamada fue dirigida a Henrik,
debía estar algo ansioso por tener noticias mías.
—¿Estás bien? —Fue lo primero que pronunció⁠—. Jan me ha dicho lo que
ha ocurrido.
—Espero que Jan lo solucione.
Henrik me contó que Jan estaba muy preocupado por la confusión con las
fechas de la reserva, y que estaba intentando solucionarlo. Me tranquilizó el
hecho de que no me dijera que saliera de allí corriendo y me alejara del otro
inquilino, me ayudó no encontrar alarma en su tono de voz.
Escuché atentamente todos los adjetivos buenos del mundo que le brindó
a Jan, supongo que, con la intención de trasladarme confianza, pero la
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cobertura impedía que la conversación fluyera, así que nos despedimos con la
promesa de estar en contacto.
Tras colgar intenté rescatar las palabras que había pronunciado Henrik
sobre mi compañero de casa, ¿lo había mencionado? ¿O en todo momento se
refirió a Jan y yo lo entendí mal? Henrik no conocía a ese hombre,
seguramente Jan le había tranquilizado. Lo mejor era dejar de pensar en ello,
ni siquiera estaba segura de que Henrik se hubiera referido a él. ¡La dichosa
cobertura! El caso era que parecía tranquilo y yo también debía estarlo. Él era
mi mejor amigo, mi familia, y de haber visto algún peligro no me habría
colgado sin advertirme antes. ¡Qué mujer más valiente estaba hecha! Pensé
decepcionada. Cuantas vueltas tenía que darle a mi cabeza para enfrentarme a
una situación como aquella. Claro que… muy normal, lo que podría definirse
como situación normal, no lo era…
—¿Te ha dicho algo nuevo Jan? —⁠Escuché a mi espalda. ¡Menudo susto
me dio!
Debió llamarle la atención mi expresión de sorpresa y se dio prisa en
aclarármelo.
—¿No hablabas con él? Te he escuchado pronunciar su nombre.
—Vaya, creía que la que tenía malos modales era yo, pero escuchar
conversaciones ajenas detrás de la puerta…
—No hay puerta, y no he escuchado nada. Te recuerdo que esta zona es
común y estabas hablando en un tono de voz muy elevado. Lamento decirte
que los malos modales te siguen correspondiendo a ti.
Me habría gustado tener algo impactante que decir en aquel momento,
algo que sorprendiera al sueco y lo hiciera muy pequeño, pero solo me
pasaron por la cabeza algún que otro insulto, y opté por morderme la lengua.
—No hablaba con Jan —en el fondo lo que deseaba era una conversación
normal, quizás por esa razón hice un intento de conversar desde la calma⁠—,
solo lo he mencionado. Me disponía a llamarlo ahora. ¿Hay alguna otra zona
con cobertura?
Se acercó a la chimenea y removió las ascuas con el atizador. Es posible
que su forma de actuar, a los ojos de cualquier persona, fuera correcta, la
propia de una situación como aquella, pero a mí me pareció que actuaba con
una serenidad y seguridad forzada, como si en cada movimiento y palabra
quisiera dejar claro que la situación estaba bajo «su» control. Era irritante.
—Hay algún que otro punto de cobertura cerca de la carretera, pero no te
aconsejo que vayas en su busca. Sigue lloviendo y empieza a anochecer
—⁠dijo con la misma calma y sin abandonar su trabajo en la chimenea.
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—En ese caso, podrías desaparecer un rato y dejarme hacer esa llamada.
—¿Crees que puedes solucionar algo con Jan? —⁠Me lo preguntó
mirándome fijamente, con el atizador en la mano.
Puede que yo no estuviera en el mejor momento de mi vida, y cualquier
cosa me impresionara, pero quiero creer que estar aislada en una casa en el
bosque con un desconocido de casi dos metros con un atizador en la mano y
una situación algo confusa de por medio, era suficiente para inquietar a
cualquiera. Miedo. Eso es lo que sentí.
—¿No te parece lógico que quiera comunicarme con él?
—Ya lo he hecho yo, y hasta mañana no puede solucionar nada.
—Me parece perfecto, pero no eres tú quién tiene que decírmelo. Hace
unas horas me ha dicho «Bienvenida», así que me gustaría escuchar por qué
se ha convertido en un «jódete ahí esta noche y aguanta a ese hombre tan
amable» y mañana lo hablamos.
—¿No te parezco amable? —Me pareció ver un amago de sonrisa, pero
nunca habría apostado por ello. Se deshizo del atizador y se acercó a mí.
—Acabo de decir que lo eras.
—Me ha parecido que había algo de sarcasmo.
—No, nada de sarcasmo. Aquí la única sin modales que está invadiendo el
terreno del otro soy yo, tú estás en tu sitio, ¿cómo no?
—Te dejaré sola para que puedas realizar esa llamada.
Desapareció por la puerta que se encontraba tras la otra escalera, debía
tratarse de la cocina, o al menos eso interpreté cuando me proporcionó una
breve y forzada explicación de las estancias de la casa.
No tenía ganas de llamar, en realidad no había tenido intenciones de
hacerlo. Desde que hablé con Henrik, tenía claro que hasta el día siguiente no
íbamos a solucionar nada. Eran más de las nueve de la noche, desconocía
cómo funcionaba en Suecia, pero en España, a esas horas, ese tipo de temas
tenían que esperar al día siguiente.
Nunca me había sentido tan fuera de lugar, ni que cada paso tuviera que
decidir hacia dónde dirigirlo. Miré en dirección a las escaleras, en dirección a
la puerta por donde había desaparecido el sueco, y necesité repetir el
movimiento varias veces hasta descartar las escaleras. Mi estómago, aunque
se había contraído varias veces en las últimas horas, me empezaba a enviar
mensajes sobre la necesidad de enviarle algo sólido; mi cabeza también se
posicionó con mi estómago.
Tal y como había supuesto, aquella puerta conducía a la cocina. Me
impactó nada más entrar por la forma en que estaba decorada. La madera
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seguía siendo el elemento principal. Era increíblemente acogedora, incluso
más grande de lo que esperaba. Contenía una pequeña isla, situada en medio
de unas paredes repletas de armarios y electrodomésticos empotrados,
rodeada de muchas sillas, quizás demasiadas para las dimensiones que tenía.
El elemento que más captó mi atención fue una espalda gigante que no se
inmutó con mi presencia.
¿Qué debía hacer en aquel momento? Yo quería comer algo, estaba en el
lugar que había alquilado, sin embargo, me sentía una intrusa de verdad. Me
fijé en la puerta que había junto al frigorífico y me pregunté si debía
desaparecer tras ella, la distancia era más corta, pero supuse que debía tratarse
de una despensa. Tenía todo el derecho a abrirla y averiguar a dónde
conducía, pero por un momento me pareció que era un allanamiento de
morada. Odié profundamente sentirme de aquella manera, por ello decidí
darle un giro a la situación, podría ser que esa vez el sueco se mostrara menos
distante.
—¿Has dicho que había algunas provisiones? —⁠dije como si estuviera
mendigando.
—Eso he dicho.
Nada. Continuó con lo que fuera que estuviera haciendo, con el grifo del
agua abierto, sin darse la vuelta ni añadir algo que me facilitara la labor de
búsqueda de alimento. Estaba claro que debía dirigirme al frigorífico
directamente, pero esa maldita sensación de ser una intrusa no desaparecía.
Perdí las ganas de comer, la sensación de malestar fue tal, que me impidió
permanecer más tiempo en ese lugar. Salí de la cocina.
Aunque no era lo que deseaba, me alivió dirigirme a las escaleras
maldiciendo mi suerte y torturándome con la idea de estar en el lugar
equivocado. No me iba a servir para mucho, pero es lo que tiene la
autocompasión, que no te lleva a ningún lugar, pero que es difícil no recurrir a
ella cuando no se ve otro camino; calma un poco, aunque si se abusa de ella
hace estragos. No eran palabras mías, eran las de la psicóloga, que desde su
burbuja del perfecto control y del mundo ideal, hacía ese tipo de
afirmaciones. No entendí qué le llevó a hacerlas, no era mi caso. Yo era
consciente de mis errores y asumía mis equivocaciones, no culpaba a la vida
ni a nadie de mis decisiones, solo buscaba la forma de no mirar atrás y ser
capaz de seguir adelante con mi vida.
Pero el análisis de mis emociones y la actitud de mi psicóloga tendrían
que esperar. Antes de subir el segundo peldaño me detuve al escuchar la voz
del sueco.
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—Te he servido algo de comida en la cocina. He pensado que tendrías
hambre.
Cuando me di la vuelta había vuelto a entrar desapareciendo de mi vista.
Me dirigí hacia allí, no podía rechazar la oferta. Un esfuerzo más, al día
siguiente esa incómoda situación estaría solucionada.
Se había encargado de dejar sobre la mesa un bol con patatas, otro con
zanahorias, y otro con unas bolitas de, lo que, a simple vista, parecía algo de
carne.
—Gracias. —Fue todo lo que fui capaz de decir. La timidez propia de mi
adolescencia se había empeñado en apoderarse de mí en aquel momento.
Calculé el tono rojo que debían haber adquirido mis mejillas y me escandalicé
al imaginarlo.
Mientras me sentaba y me tomaba mi tiempo en servirme el plato, con la
esperanza de que se marchara, él se sirvió una taza de café con una enorme
jarra; al menos el color recordaba al café.
—Si quieres café… —Alzó la jarra para mostrármela, se acercó y la
colocó en el centro de la mesa.
—¿Café? ¿A estas horas? —pregunté sin mirarlo⁠—. El organismo no
metaboliza la cafeína de la misma manera cuando… —⁠Me detuve. ¿Qué
narices estaba diciendo?⁠—. No, no quiero, gracias.
—Pareces conocer bien los efectos de la cafeína —⁠dijo sin moverse de mi
lado.
—Solo quería impresionarte.
—Quizás lo hubieras hecho si hubieras terminado la explicación.
—Quizás… ¡Otro día lo intento!
—¿Otro día? Tienes las horas contadas en este lugar, no habrá otro día.
Cerré los ojos y respiré lentamente para mantener la calma. Estuve tentada
a decirle algo desagradable, pero me contuve, a cambio, retiré el cuenco de
carne hasta llevarlo al otro extremo de la mesa.
—Gracias, pero soy vegetariana —⁠afirmé consciente de que me estaba
observando.
Ese fue el instante en el que me arrepentí de no haber optado por soltarle
todo lo desagradable que pasaba por mi cabeza, me habría hecho sentir mucho
mejor que la tontería que había soltado. ¿Vegetariana? Yo no era vegetariana,
¿por qué lo había dicho? Debí creer que era una forma de atacarle rechazando
parte de su comida, algo absurdo, pero fue lo único que se me ocurrió decir.
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Volví a centrarme en la comida adoptando una posición altiva que hizo que
volviera a sentir una punzada de dolor en la espalda.
Retiró la jarra de café y la devolvió a su lugar.
—Yo también creo que no te conviene la cafeína —⁠dijo dirigiéndose a la
salida⁠—. Disfruta de la comida.
—Vega, me llamo Vega —susurré mientras apartaba de mi cabeza la idea
de lanzarle el cuenco de patatas.
—Que disfrutes de la comida… ¡Vega! —⁠Forzó la pronunciación de mi
nombre.
Tuve que cerrar los puños y volver a expulsar aire cuando escuché su voz
cada vez más lejana.
No sé qué esperaba, ¿qué me dijera su nombre? Probablemente sí, tenía
que reconocer que me picaba la curiosidad, aunque poco importaba si se
llamaba Pedro o… ¡No! Evidentemente tendría uno de esos nombres
impronunciables que se tienen que repetir seis o siete veces antes de darlo por
bueno o aceptable. ¡Adolf! Seguro que se llamaba así, por aquello del
dictador alemán que…
«¡Basta, Vega!». Me dije. «Come un poco y vete a dormir». Era lo más
sensato, de lo poco que tenía sentido aquel día.
Con cuatro patatas, de un tamaño considerable, luchando por llegar a mi
estómago y ser capaces de disolverse, me dirigí a mi dormitorio. Mis pasos
eran lentos, cansados, los propios de alguien que se siente triste y a la deriva.
¿Por qué tanto? Probablemente porque mi primera noche de aventura no la
había imaginado envuelta en aquel malestar, y porque la incertidumbre de lo
que ocurriría al día siguiente no me dejaba respirar con tranquilidad.
Me detuve frente a la ventana. La luz tenue que iluminaba el perímetro de
la casa me permitió apreciar que seguía lloviendo, aunque se imponía la
oscuridad.
Abandoné las vistas para enfrentarme a una maleta sin deshacer. La
ignoré.
Oscuridad.
Lluvia.
Y lágrimas, aunque solo algunas, las propias de la frustración.
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Capítulo 6
Me desperté algo confundida con la luz que se filtraba a través de la ventana.
Me llevó tiempo, más del habitual, tomar conciencia de dónde estaba. El
golpe de realidad no me aportó un sabor muy dulce, al contrario, mi estómago
se encogió y rugió regalándome una sensación de inquietud.
¡¡Las cinco menos cuarto de la mañana!! ¿A qué hora amanecía?
Era cierto que había olvidado cerrar las contraventanas, pero en ningún
momento me cruzó por la mente que amaneciera tan temprano. Otro detalle
que no consulté durante la preparación del viaje. No es que me importara
demasiado, pero me sorprendió que hubiera tantas horas de luz, si no
recordaba mal, el día anterior, había empezado a oscurecer cerca de las nueve.
Pensé en lo mucho que habría disfrutado en Madrid de ese temprano
amanecer ya que, en muchas ocasiones, antes de acudir al trabajo, me gustaba
correr por las inmediaciones de mi barrio, pero solía hacerlo principalmente
en los meses de verano, el resto del año amanecía mucho más tarde y la
oscuridad representaba un inconveniente. Vivía en un barrio relativamente
seguro, pero no tanto como para aventurarme a esas horas a practicar deporte.
Iba a ser un día muy largo, lo presentía, no sabía si lo acabaría en aquel
lugar, pero antes o después aparecería Jan para deshacer aquel embrollo.
Durante unos segundos me imaginé un día más compartiendo espacio con el
sueco y mi estómago volvió a rugir, así que me centré en la idea de que eso
no iba a ocurrir y que Jan le encontraría otro alojamiento. Me quedaría sola en
aquel lugar y… mi estómago rugió más fuerte.
¿Ninguna de las dos opciones me parecía bien? ¿Ni con el sueco ni sola?
Vaya, era una forma estupenda de empezar el día, con las ideas bien
claras. Entonces, ¿qué quería? Mucho me temía que no iba a encontrar una
respuesta, sobre la marcha… quizás.
Me levanté dispuesta a cerrar las ventanas y a intentar volver a conciliar el
sueño, pero las vistas me hicieron cambiar de opinión. Sabía que iba a ser
incapaz de volver a cerrar los ojos, así que me quedé allí parada
contemplando aquel paisaje y disfrutando de la intensidad que iba cobrando la
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luz del día. Era un espectáculo que me animó a ponerme en marcha dispuesta
a descubrir todo lo que rodeaba aquella casa. Esa idea hizo que mi ánimo
cambiara considerablemente.
Necesité una hora más para salir del dormitorio. Parte de ese tiempo se lo
llevó mi indecisión con el calzado. Mi maleta contenía zapatos, zapatillas
deportivas, más zapatos y… no contenía zapatillas para estar en casa ni
botas…
Calcetines para el interior, zapatillas deportivas para el exterior.
¡Qué divertido!
Menudo trasiego, si entraba y salía con frecuencia de la casa iba a ser muy
molesto estar pendiente del calzado continuamente, pero no me quedaba otra
opción.
Bajé las escaleras muy despacio, con las zapatillas deportivas en una mano y
apretando la barandilla con la otra, seguía sin confiar en mis calcetines, en
más de un paso me tambaleé. Por un momento me imaginé rodando por la
pequeña escalera y me pregunté si en ese caso el sueco tendría la amabilidad
de asistirme. La idea me hizo sonreír, ¡menuda tontería! Estaba claro que me
ayudaría, pero no perdería la oportunidad de reprocharme que mi caída habría
sido una estratagema para no abandonar aquella casa…
Me sentí ridícula con esas ideas. ¿Cómo se me ocurrían semejantes
despropósitos? Un buen desayuno era lo que necesitaba. Dejé mi calzado en
el vestíbulo y me detuve a observar el del sueco. ¡Cuatro pares de botas!
Perfectamente colocadas contra la pared, con un espacio perfectamente
calculado entre un par y otro. Seguro que si utilizaba una cinta métrica la
distancia era la misma.
Me hizo sonreír ver mis zapatos colocados de cualquier manera…
Encontré a mi compañero sentado en la mesa de la cocina mirando en
dirección a la ventana, parecía absorto.
—¡Buenos días! —exclamé con más energía de la que me hubiera gustado
mostrar.
—¡Buenos días, Vega! —dijo sin moverse.
Era imposible analizar el tono de su voz, siempre sonaba igual. Habría
sido un buen momento para que rectificara y se presentara, pero no lo hizo. Si
el señor abanderado de los modales se pensaba que me iba a molestar en
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preguntarle su nombre, estaba muy equivocado, no pensaba exponerme a uno
de esos comentarios glaciares tan desagradables.
Se levantó bruscamente, se adueñó de una taza y se apartó para que yo
pudiera sentarme, no sin antes dirigir su mirada hacia mis pies; se debió
quedar con las ganas de reprocharme el uso de calzado dentro de la casa.
—Desconozco lo que te gusta desayunar, así que…
—Yo solo…
—No necesito saberlo —me interrumpió bruscamente⁠—, aquí tienes fruta,
cereales, café y filmjmölk. Es parecido al yogurt, pero algo más líquido —⁠me
aclaró al ver cómo observaba la jarra de lo que había mencionado con las
cejas arqueadas⁠—. Espero que sea de tu agrado.
Se marchó mientras yo notaba como me inundaba un calor desagradable
por todo el cuerpo, aquel hombre me sacaba de quicio. ¿Qué necesidad había
de ser tan antipático?
Escuché su voz a mi espalda cuando me estaba sirviendo café.
—Jan vendrá en una hora aproximadamente.
Ni siquiera me giré ni le contesté, me limité a asentir con la cabeza. Me
olvidé de él y me centré en lo que me acababa de decir. Era una buena noticia,
me animó, lo suficiente como para lanzarme a devorar todo lo que había en la
mesa, incluido el yogurt raro.
Había dejado de llover, aunque las consecuencias de la lluvia se apreciaban en
cuanto me alejé del perímetro de la casa. Tuve que calcular bien mis pasos
porque algunas zonas, las que no estaban cubiertas de madera, de piedra o de
gravilla, habían formado pequeños charcos. Pero en ese momento poco me
importaba cómo acabarían mis zapatos, algo había llamado mi atención
cuando había observado a través de la ventana de mi dormitorio y decidí
descubrir de qué se trataba.
El terreno que se abría en la parte trasera era más extenso de lo que había
imaginado, la vista no me alcanzaba a ver dónde estaba el límite. Tenía
delante de mí una imagen espectacular, una fusión entre jardín y bosque, una
convivencia perfecta entre flores de diferentes tamaños y colores, pequeñas
estatuas decorativas, una fuente de piedra, y una cantidad considerable de
robles y arbustos.
Encontré el objeto de mi búsqueda a unos cincuenta metros, se trataba de
otra casa, pero esa se encontraba en la cima de un árbol.
Una auténtica cabaña.
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¡¡Una cabaña en un árbol!!
Sus dimensiones me sorprendieron, y su diseño hizo que permaneciera un
buen rato con la boca abierta. Una cabaña de madera a la que no le faltaban
detalles, de la que descendía una escalera en espiral, por un lado, y una rampa
en forma de pasarela por otro, también construidas con madera.
Henrik la había mencionado. Si bien los nervios del viaje me habían
impedido escuchar muchas de las explicaciones que me proporcionó sobre el
lugar, la casita del árbol sí que la recordaba, pero imaginé una pequeña
construcción decorativa, o apta para el tamaño de un niño. Había oído hablar
de casas gigantes en los árboles con todo tipo de lujos para estancias
vacacionales, pero nunca las había visitado, quizás por ello me impresionó
tanto.
Desconocía si su interior era habitable, pero sus dimensiones me hicieron
pensar con seguridad en esa posibilidad.
Me acerqué y la observé desde un ángulo en el que pude apreciar el mimo
con el que se había colocado cada hilera de troncos, el material con el que se
había construido toda la fachada principal y el porche que la rodeaba en todo
su perímetro. Las flores seguían siendo protagonistas, adornando las
escaleras, la rampa y la única ventana que se apreciaba desde allí abajo.
Noté una punzada de dolor en la nuca de tanto tensar el cuello para mirar
hacia arriba, pero es que me había quedado absorta admirando sus
dimensiones; no solo las de la casa sino las del árbol que la acogía.
La rampa de acceso se convirtió en mi objetivo y me dirigí a ella
entusiasmada, me alegré de haber encontrado algo que me entretuviera hasta
que llegara Jan.
Solo subí un par de pasos, de los diez o doce que debía haber, cuando
escuché la voz del sueco a mis espaldas y me sobresalté.
—Te sugiero que no lo hagas. Es mi lugar de trabajo. En pocas horas te
habrás marchado, no hace falta que te familiarices con el lugar. En cualquier
caso, hay una amplia extensión de terreno alrededor, si quieres puedes pasear
por él, no pondré inconvenientes.
Me giré muy despacio, de nuevo la temperatura de mi cuerpo empezó a
subir hasta ser realmente molesta, y de nuevo apreté los puños.
—No necesito que me sugieras absolutamente nada, ahórrate la molestia.
Paseo por la casa porque estoy en mi derecho de hacerlo, y porque me da la
gana. Y para que no se te olvide, cuando te dije que de aquí no me mueve ni
Dios, es que no me mueve ni Dios. ¿Me entiendes, listillo?
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Por un momento pensé en reanudar mi intención de acceder a la cabaña,
pero su desagradable intervención disipó mis ganas, preferí contemplar un
poco más el rostro desencajado del sueco, resultaba placentero, y desaparecer
de su vista, o lo que era lo mismo, que desapareciera él de la mía.
¡Menudo gilipollas! ¡Qué pesado con la cantinela de que tenía que
marcharme! Ojalá Jan apareciera pronto y le dijera a ese energúmeno que el
que tenía que marcharse era él.
Me regodeé con esa idea, disfruté solo con pensar la sonrisa que le
dedicaría si esa situación se produjera, una triunfal, pero… la sola idea de
imaginar que fuera yo la que tuviera que marcharme, hizo que me detuviera
en seco.
¡No, de eso nada! Acababa de darme cuenta de lo poco que tenía que
hacer en aquel lugar, así que pelear con uñas y dientes por quedarme allí y ver
cómo el sueco salía con el rabo entre las piernas, se iba a convertir en mi
prioridad absoluta. No era el objetivo de mi viaje, pero sobre la marcha iría
encontrando elementos que me entretuvieran.
Me refugié en mi dormitorio. No pensaba abandonar ese lugar por mucho
que lo dijese ese arrogante sueco, así que lo primero que hice para reafirmar
mis intenciones fue ocuparme de la maleta. Ya era hora de deshacerla,
arreglar los desperfectos del aceite derramado y colocar cada prenda en su
lugar. No debí dejarla en ese estado, había sido una locura, pero la noche
anterior me sentía como un fantasma a la deriva y solo pensaba en que
volviera a amanecer.
Me inundó una sensación similar a la de estar levitando, sobrevolando un
lugar que no era mío, una propiedad privada, un coto; me sentía como una
mera espectadora, un elemento fuera de sitio, y no me gustó en absoluto. Si en
media hora no aparecía Jan le llamaría, necesitaba poner los pies en el suelo
de una vez por todas.
El resto del tiempo hasta que calculé que llegaría Jan lo pasé en el porche de
la entrada principal. Hacía frío, pero esa vez había podido refugiarme bajo mi
abrigo, el de invierno, el calentito.
Se acercó un coche por el mismo camino por el que yo entré el día
anterior, de hecho, era el único. Asomé la cabeza y vi a un hombre bajar de él,
seguido de un enorme perro que no dejaba de juguetear a su alrededor.
Me hizo una señal con la mano y supuse entusiasmada que se trataba de
Jan. Solo lo había visto una vez en una fotografía con Henrik, pero no la
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recordaba bien, se trataba de una imagen que inmortalizaron muchos años
atrás.
No esperé y me acerqué a él devolviéndole la sonrisa que él me ofrecía
mientras intentaba calmar a su mascota.
El pastor alemán luchaba por liberarse de la correa mientras Jan le
ordenaba algo que lo calmó.
—Hola, Vega. —Me tendió la mano con una amplia sonrisa⁠—. Es un
placer volver a hablar contigo y conocerte, Henrik me ha hablado mucho de
ti.
—Lo mismo digo, es un placer conocerte, y mucho más placer que hables
mi idioma.
Jan se echó a reír.
—Espero que hayas estado cómoda.
Asentí con la cabeza, no era el momento de hablarle del sueco que había
hecho que la estancia fuera menos agradable.
—Este es Snabb, mi fiel compañero, aprovecho para traerlo siempre que
vengo a las cabañas, le encanta este lugar.
—Entiendo que le guste, es precioso.
No me atreví a acariciar al perro, me impresionó la forma en la que me
observaba y su respiración agitada. Mejor no arriesgarme.
—Ante todo, siento el error de la reserva… —⁠Se frotó la barbilla⁠—.
Supongo que Keith está dentro, quisiera hablar con él también.
¡¡Keith!! Así se llamaba el sueco.
—Supongo que te refieres al hombre que encontré ayer aquí… Es que no
sé su nombre.
El rostro de Jan no ocultó su sorpresa, pero no dijo nada.
—Si te parece podríamos… —Se interrumpió cuando el perro ladró con
energía. Lo liberó de la correa y permitió que corriera en dirección a la casa.
La imagen del sueco, Keith, arrodillado a pocos metros de nosotros
jugando y dejándose querer por el perro me impactó. Keith tenía dientes,
blancos, y los mostraba bajo una sonrisa de oreja a oreja mientras acariciaba
al perro y luchaba para que no lo tirara al suelo.
Fue una imagen tierna, una que quedará grabada en mi memoria para
siempre. No conocía a ese hombre, apenas habíamos intercambiado unas
palabras, sin embargo, ver que tenía ese lado sensible, y la capacidad de
sonreír me dejaron clavada al suelo; creía que era incapaz. De esa forma
parecía más humano, más persona, menos robot, y menos… ¡más guapo!
Vaya, no era el momento ni el lugar, como se suele decir, pero no pude dejar
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de pensar que era muy atractivo, mucho más a la luz del día, y muchísimo
más con una sonrisa. Pero… también era muy antipático.
—Snabb lo adora —aclaró Jan sin perderse la escena mientras se dirigía
hacia ellos.
«Lo adora», repetí en mi mente mientras le seguía. ¿Se conocen? Igual
Keith era un cliente habitual. Para que el perro adorara a ese hombre lo tenía
que haber visto varias veces. ¿Y si Keith había sido el dueño del perro
anteriormente? ¿Y si…?
Jan y Keith se fundieron en un abrazo.
Simplemente eran amigos, estaba claro, ¿por qué había dado tantas
vueltas sin pensar en esa simple posibilidad?
Si era de ese modo no me favorecía demasiado, era bastante probable que
las horas en ese lugar estuvieran contadas.
Me acerqué despacio como si estuviera interrumpiendo una escena íntima,
seguro que me había vuelto a ruborizar.
—Deberías ver cómo te ha puesto la chaqueta —⁠dijo Jan en español
sacudiéndose los pantalones por si él había recibido también parte del barro
que Snabb llevaba en las patas.
Keith dijo algo, pero lo hizo en sueco; era increíble que se hubiera
atrevido a acusarme a mí de malos modales.
—¿Qué os parece si entramos y hablamos? —⁠propuso Jan claramente
incómodo por la actitud de su amigo.
Yo me adelanté, pero enseguida me alcanzó Jan, Keith se quedó algo
atrás, no sé si hablando con el perro o intentando decirle algo a Jan, en sueco,
por supuesto.
Tras el ritual de los zapatos, ya no me quedaba duda de que era una
costumbre generalizada, nos dirigimos a un lateral del salón, frente a una
mesa de madera muy original, elaborada también con troncos de árbol. Me
fijé el día anterior en ella, pero me pareció un elemento decorativo, no llegué
a la conclusión de que se tratara de una mesa que, a juzgar por su altura, tenía
la función de barra de bar.
Jan pidió permiso para servirse café y nos preguntó si nos apetecía, pero
solo Keith aceptó. Henrik me había dicho que los suecos eran muy amantes
del café, y esa misma mañana me di cuenta de que se trataba de café
americano, filtrado, mucho más aguado y suave que el que se consume en
España. De no ser así de suave, con las cantidades que ingerían, acabarían
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viviendo en el techo, o la tasa de mortalidad más grande sería por
enfermedades de tipo coronario, o… ¡No era el momento! No era el momento
de analizar esa costumbre sueca, ¿qué me estaba pasando? Aunque bien
pensado, cualquier cosa me pareció mejor que enfrentarme a la mirada intensa
y fija que Keith tenía dirigida a mí; volvía a ser el sueco, ya no había ni atisbo
de sonrisa.
Me recorrió con la mirada y me incomodó. Estuve a punto de salir a
buscar el perro para ver si él rebajaba su exposición de muecas glaciares.
Le devolví la mirada desafiante y, cuando bajó la cabeza, me entraron
ganas de dar saltos en señal de victoria.
Llegó el momento más esperado, la explicación de Jan. Conformamos un
triángulo: Keith y yo, de frente, apoyados en la barra de madera, y Jan
formando un triángulo, entre los dos.
—Me temo que no he podido darle una solución a este asunto.
—¡Skit! —Se apresuró a decir Keith. Deduje, por su expresión, que debía
ser una forma de maldecir.
—Keith tu reserva estaba programada para dentro de dos semanas, justo
cuando termina la de Vega.
Aunque lo que me apetecía era sonreír abiertamente y decirle al sueco que
ya podía hacer las maletas, no dije ni expresé nada. ¿De verdad era eso lo que
había ocurrido?
Keith abrió mucho los ojos y Jan alzó la mano indicándole que le dejara
continuar.
—Esas fueron las fechas que anotó Elin, y es evidente que se equivocó.
—Yo hablé con Henna —aclaró secamente Keith⁠—, hace mucho tiempo
que hablamos de ello.
—Como decía, hubo un error en las fechas y ese error ha llevado a esto.
No puedo ofreceros otra cabaña porque todas están ocupadas. Aun así, estoy
intentando hacer unos cambios en una de ellas, pero no os puedo prometer
nada, si consigo algún resultado no sería para antes de tres días.
Keith se levantó y paseó por el salón.
—Vaya, tres días… —susurré.
—Vega, no sabes cuánto lo lamento, es la primera vez que nos ocurre algo
así, tanto Keith como tú teníais vuestra reserva bien realizada, pero el error se
produjo en la oficina. Normalmente se ocupa Henna, a la que ya conoces.
—⁠Asentí con la cabeza⁠—, pero contratamos a Elin y… al parecer no entendió
bien las indicaciones de Henna. Puedo ofrecerte otro tipo de alojamiento, pero
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no sería como este ni estaría cerca de aquí, creo que no se ajustaría a lo que
has venido a buscar.
Era evidente que Henrik debió proporcionarle detalles de lo que
necesitaba. En ese momento recordé que me había hablado del trabajo de Jan,
era el dueño de una agencia de viajes, pero si no recordaba mal, estaba en
Estocolmo. Las cabañas eran parte de un negocio familiar que regentaba junto
a la agencia. Por un momento me imaginé alojada en un hotel, en una ciudad,
o en cualquier lugar que me permitiera visitar parte del país, pero no era lo
que necesitaba, de ser así habría elegido otras ciudades con las que he soñado
alguna vez. No pretendía hacer turismo, no era mi cometido, mucho menos
sola. El objetivo de aquel viaje era empaparme de aquel silencio, de una
preciosa casa y de la oportunidad de pasear por los alrededores y visitar las
pequeñas poblaciones cercanas, pero dentro de un clima de calma. Necesitaba
estar sola y pensar en mil cosas que me ayudaran a sentirme mejor conmigo
misma y a volver a España sintiendo que había hecho un paréntesis y era
capaz de retomar o cambiar aspectos de mi vida. Todo era muy simbólico,
pero para ese receso en mi rutina necesitaba un lugar como aquel.
Keith se acercó mientras yo deducía las palabras de Jan y se dirigió a él en
sueco.
En ese instante habría arrancado un tronco de la mesa y se lo habría
lanzado a la cabeza.
—Keith —le interrumpió mientras volvía a situarse en el mismo lugar
antes de haber iniciado su exasperante paseo por el salón⁠—, ¡Keith! —⁠Alzó
ligeramente la voz⁠—, este asunto también le interesa a Vega, lo mejor será
que nos expresemos de forma que podamos entenderlo todos.
Keith resopló molesto.
—No te preocupes, Jan, no entiendo nada de sueco, pero sería capaz de
traducirte todo lo que acaba de decir —⁠dije señalando a Keith con la
cabeza⁠—: «Esta casa es para mí, yo llegué primero, no admito intrusas».
—⁠Imité su tono de voz, aunque de una forma mucho más ridícula.
Jan hizo un esfuerzo por contener la risa, se notaba que lo había puesto en
un aprieto, y Keith me fulminó con la mirada.
—Es lo que llevo escuchando desde que llegué —⁠aclaré⁠—, ¿me he
equivocado mucho?
Jan liberó la sonrisa, aunque no me aclaró si mi traducción era o no
precisa.
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—No hay intrusos, ambos estáis en vuestro lugar, en el lugar y las fechas
que solicitasteis, pero no solos como esperabais. Si hubiera una opción os la
ofrecería de inmediato, pero solo puedo intentar hacer unos cambios en una
reserva, aunque no os puedo garantizar nada, y como os he dicho tendrían que
transcurrir al menos dos o tres días.
—¿Qué hacemos esos días? —le preguntó haciendo aspavientos con los
brazos⁠—. ¿No tienes nada que ofrecerle? Seguro que estará encantada de
visitar cientos de lugares alrededor del lago.
—¿Por qué no te los ofrece a ti? —⁠le pregunté indignada, pero ni siquiera
me miró.
—Hace años que la alquilo por temporadas, lo sabes perfectamente, Jan
—⁠continuó ignorándome.
—Razón de más, ya la tienes muy vista —⁠intervine conservando el deseo
de lanzarle un tronco a la cabeza.
—Pero… ¿qué estás diciendo? —⁠Esa vez sí se dirigió a mí.
Jan nos observaba en silencio, solo un instante me pareció preocupado por
la discusión, el resto del tiempo parecía más bien sorprendido.
—Vega —dijo Keith expulsando aire y suavizando mucho su tono⁠—, me
gustaría que entendieras que…
—Te dije que de aquí no me movía ni Dios, así que si quieres te largas tú
a ver las ciudades que hay alrededor del lago. —⁠Miré a Jan intentando
calmarme⁠—. A menos que me digas que este hombre es peligroso, tú lo
conoces mejor que yo, por mí no hay problema en esperar esos dos o tres días,
no voy a emprender su misma batalla, pero yo no me voy.
—Vega, quiero reiterar lo mucho que lamento esta situación. —⁠Jan se
apresuró a tomar el relevo con tono conciliador⁠—, estoy intentando encontrar
una solución, pero no será tan rápida como me gustaría. Intentaré
compensaros.
—¿Compensarme? ¿Por compartir esta casa con esta… señora?
¡¡¿Señora?!! Ese hombre no tenía remedio, ¡menudo necio!
No podía aguantar más la situación, tenía que salir de allí o acabaría por
perder los papeles. Se suponía que mi reserva era correcta, era yo la que
tendría que estar poniendo el grito en el cielo y exigiendo que fuera el sueco
el que se marchara inmediatamente, sin embargo, entendí la difícil situación
de Jan y me mostré comprensiva. ¿Por qué el sueco no hacía un esfuerzo? Yo
tenía tantas ganas de compartir la casa con él como él conmigo, pero no puse
el grito en el cielo.
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—Jan voy a salir fuera, necesito despejarme, te dejo con este… señor,
hazme saber lo que hayáis acordado, por favor, pero yo de aquí no me muevo,
a menos que me saques a la fuerza.
Me dirigí al porche trasero, Snabb corría de un lado a otro. Se detuvo un
momento para observarme y continuó con la guerra que le había declarado a
un arbusto. Por un momento deseé sentirme como él: libre y entusiasmada,
llena de energía, ajena a lo que ocurría a su alrededor; pero poco se parecía lo
que me inundaba en ese momento, estaba malhumorada y llena de frustración.
¿Dos días? ¿Tres días? ¿Todo ese tiempo iba a aguantar con ese imbécil?
Ni siquiera tenía la certeza de que Jan encontrara una solución. Solo me
quedaba esperar o salir por la puerta y alojarme en cualquier otro lugar.
Pero… ¿por qué iba a hacerlo?
Por un momento, consideré la opción de volver a entrar y exigirle a Jan
que se llevara a su amigo, me había quedado claro que de los dos, la única
que estaba «legalmente» en aquel lugar era yo, podía exigir el cumplimiento
de mi contrato de alquiler, pero… descarté la idea. En otras circunstancias no
lo habría dudado, pero Jan era amigo de Henrik y no quería ponerlo en una
situación más incómoda de lo que ya lo era por si sola.
Debía confiar en Jan y esperar que lo solucionara.
Y… mientras…
Mientras, me dedicaría a hacerle un poquito molesta la estancia en «su
casita» al sueco.
¡Menudo capullo! Pero ¿es que no había entendido nada de lo que había
explicado Jan?
La idea de fastidiarle una y otra vez, una y otra vez, hasta saciarme y caer
rendida se fue haciendo más sólida en mi cabeza, puede que de esa forma
acabara por marcharse sin necesidad de encontrar otro alojamiento.
Pues… no era mala idea, y parecía entretenida.
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Capítulo 7
Keith
Acogí aliviado que esa mujer saliera del salón, aunque no tanto sus últimas
palabras, había dejado claro que nadie la iba a mover de allí. Observé a Jan
que movía la cabeza mientras me miraba fijamente. ¿Acaso me estaba
recriminando algo? ¿Era yo el que había metido la pata?
Apenas había dormido en toda la noche, la presencia de esa mujer había
alterado todos mis planes, pero hasta ese mismo momento había albergado la
esperanza de que Jan lo solucionaría. La noche anterior, cuando le llamé,
parecía más sorprendido por mi presencia en la casa que por la de esa mujer,
y eso hizo que saltaran todas las alarmas en mi interior, pero me dejó bien
claro que estaban intentando averiguar qué podía haber ocurrido y la forma de
solucionarlo. Me bastó con ello, aunque tener que esperar al día siguiente me
resultó muy molesto. Estaba plenamente convencido de que aparecería con
una disculpa hacia esa mujer y una propuesta, y también que en cuestión de
pocas horas desaparecería de mi vista, pero nada más lejos de la realidad.
—No me puedo creer que me hayas metido en una situación así —⁠le dije de la
forma más suave que fui capaz de lanzar mi reproche⁠—. ¿Cómo ha podido
pasar?
—Ya te lo he dicho, Elin confundió las fechas que le indicó Henna.
Durante la noche me pasó por la cabeza que el error se habría podido
producir con mi reserva, de lo contrario Henna no habría acompañado a esa
mujer hasta allí ni se habría sorprendido tanto al verme, pero mi mente se
negó a aceptar esa posibilidad creyendo que Henna estaba al frente de la
gestión. Ese fue el error, que ella, tan meticulosa y eficiente, no se había
ocupado.
—Tú también lo sabías, lo hablamos la semana pasada, te comenté dónde
iba a estar, te hablé del proyecto, ¿no lo recuerdas? ¿No me escuchaste?
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—Keith, no hablamos de fechas concretas, sino de los motivos por los que
querías estar aquí —⁠me aclaró incómodo y resopló. ¿Qué le ocurría? ¿Acaso
pretendía que me callara y no comentara ese asunto?⁠—. Yo no me he ocupado
de este tema, solo de la reserva de Vega. No es el momento de analizar dónde
está el error, al menos no contigo. Ya he hablado con Henna y nos hemos
dado cuenta de la forma en la que pudo producirse, eso nos servirá para evitar
que vuelva a ocurrir algo así, pero no para solucionarlo ahora.
—Te habrás dado cuenta de que es mejor que Henna se ocupe de estos
temas…
—Me niego a discutir esto contigo, Keith, sabes que contraté a Elin para
que la ayudara, está demasiado ocupada, no quería verla tan agobiada.
—Creo que mencionaste que Henna no quería que contrataras una
ayudante.
—Eso fue al principio, pero aunque no lo reconozca, le ha venido muy
bien, tiene que respirar un poco y empezar a ver que no puede estar en todas
partes. Elin es muy eficiente, a pesar de este error.
—Error que me obliga a permanecer en este lugar hasta que tú lo
soluciones, si es que lo solucionas. ¿Por qué no te has esforzado en ofrecerle
otras opciones? Seguro que hay lugares que estaría encantada de visitar, tú
eres el profesional de los viajes, no me puedo creer que…
—No es lo que ha venido a buscar, Vega ha elegido este lugar porque
quiere estar tranquila unas semanas, no quiere visitar Suecia, Henrik me lo
dejó muy claro.
—¿Henrik?
—Veo que habéis hablado poco… —⁠Hizo una pausa para servirse otro
café⁠—. Vega es amiga de Henrik, mi amigo, el que vive en España.
—¿El arquitecto? —pregunté muy confundido.
—El mismo. Él le recomendó a Vega este lugar, y me pidió que me
encargara de todo. Vega necesitaba estar sola un tiempo, ¿qué mejor lugar
que este?
—No entiendo que haga un viaje tan largo para encerrarse aquí, sé
perfectamente que en España habría encontrado cientos de lugares así.
—Eso no nos corresponde a nosotros juzgarlo, ha elegido Visingsö y me
alegro de que así sea. No pienso defraudar a Henrik, sabes lo mucho que me
ayudó en este proyecto, y sé lo mucho que quiere a su amiga.
Recordaba perfectamente a Henrik, aunque solo lo había visto en una
ocasión, y fue muchos años atrás, justo cuando Jan inició el proyecto de
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rehabilitación de las cabañas. Henrik le ayudó en el proyecto, le animó a
luchar por él y a añadir su gestión a la agencia.
Sé que fueron amigos en la infancia, antes de que Henrik se fuera a
España, y que reanudaron su relación cuando volvió, muchos años después.
Desconozco en qué circunstancias se produjo ese encuentro, pero desde ese
momento han mantenido una buena relación. Jan incluso estuvo en su casa, en
Madrid, el año anterior y todo lo que contaba eran buenos momentos.
Henrik viajaba a Suecia con frecuencia, al menos dos o tres veces al año
y, si no estaba equivocado, las cabañas era su lugar preferido para alojarse,
aunque yo lo conocí en Estocolmo. No habíamos coincidido más, pero
conocía bien la amistad que compartía con Jan.
—Eres mi amigo, Jan, podías haberte inventado cualquier cosa, podías
haberle dicho que el error se había producido en su reserva. —⁠No podía dar
por terminado el tema, necesitaba seguir arañando posibilidades.
—Keith, te recuerdo que la única que tiene una reserva formalizada es
ella, una en la que aparece un contrato, unas fechas y unas cuantas firmas. Tú
no tienes ese tipo de reserva, tú llamas por teléfono, escoges tus fechas y
vienes sin más. ¿Qué pretendes que le diga? ¿Que de repente nos hemos dado
cuenta del malentendido? Henna fue a buscarla a Gränna y se encargó de
acompañarla hasta aquí.
—¿Cómo no vio el error? Henna conocía bien las fechas.
—Hablaste con ella hace semanas, no tenía esas fechas grabadas en la
cabeza, se limitó a proporcionárselas a Elin, y tal y como le pedí se ha
ocupado de otros asuntos. Ayer le pedí que fuera a buscar a Vega, mi
intención era hacerlo yo, pero me resultó imposible, ni ella ni yo sabíamos
que estabas aquí.
—Sabías que tenía la casa alquilada.
—Te vuelvo a explicar que cuando me ocupé de hacer la reserva para
Vega, tú estabas anotado en las siguientes semanas. Henrik me llamó y le
proporcioné unas fechas, incluso le pareció algo apresurado, fue la semana
pasada, pero finalmente hizo la reserva. Hubieran preferido unas semanas más
adelante, pero le dije que solo disponía de esta semana y la próxima. ¿Lo
entiendes? No quiero que pienses que había un interés por estas semanas, de
hecho, hubieran preferido las que se supone que estaban reservadas para ti.
Un simple error al anotar las fechas, eso es lo que ha ocurrido, un error de
transferencia al dar unas indicaciones. ¡No puedo explicártelo de otra forma!
—Razón de más para que ella se aloje aquí las que estaban reservadas
para mí… —⁠dije sin pensar, los nervios me estaban haciendo parecer más
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estúpido de lo que era en realidad.
El tono de voz que utilizó Jan me dejó claro que no solo a mí me había
parecido absurdo mi planteamiento.
—¿Y qué es lo que pretendes? ¿Que vuelva a España y vuelva a venir de
aquí a dos semanas? ¿Te estás escuchando? —⁠Esta vez fue él el que dio un
pequeño paseo por el salón, pero no tardó en volver con las pilas cargadas⁠—.
¡Escúchame bien! Entiendo que esto es molesto, pero podrías mostraste más
comprensivo, sabes que no puedo hacer nada. Vega debería estar mucho más
enfadada que tú y, sin embargo, se ha mostrado más comprensiva e incluso ha
aceptado que compartáis unos días esta casa. Te recuerdo que, si ella hubiera
insistido en exigir su derecho, por contrato, de permanecer sola aquí, te
habrías tenido que marchar. Claro que, tal y como he visto que se marchaba,
no me extrañaría que ahora me lo exigiera. Has tenido comentarios muy
desafortunados…
—Tan desafortunados como tu error, ni más ni menos. En adelante,
podemos hacer un contrato por escrito si lo deseas.
—Estaría bien, pero hasta ese momento quiero que entiendas algo. Voy a
intentar disponer de otra de las cabañas, pero si es así el que tendrá que
marcharse eres tú, a no ser que voluntariamente quiera hacerlo ella. Yo no le
puedo pedir que se vaya. ¿Lo entiendes?
—¿Era necesario que le dijeras que yo no tengo contrato?
—¿Lo tienes? —Esperó a que contestara, pero me mantuve callado⁠—. Por
momentos he pensado que se te ha olvidado que no lo tienes.
Ambos nos refugiamos en un silencio que creímos muy necesario, era el
momento de coger aire y seleccionar las palabras, si continuábamos por esa
línea solo conseguiríamos estar más molestos y pronunciar palabras de las que
luego nos arrepentiríamos.
Agradecí que fuera él el que diera por terminado aquel molesto momento.
—Las siguientes semanas, las que se suponen eran para ti, están libres.
Puedes venir en esas fechas, Keith, para ti no es un problema.
—Ya me he instalado aquí, sabes perfectamente lo que me trae a este
lugar y no pienso interrumpirlo. Lo he organizado todo en mi trabajo para
poder ausentarme durante unas semanas, así que aquí me quedo, y ya que las
dos semanas siguientes están libres me quedaré también, ¡no las reserves!
—Esas no me preocupan, me preocupan esta y la próxima.
—Créeme si te digo que a mí me preocupan más.
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—No puede ser tan malo compartir unos días este lugar con Vega, es una
mujer muy agradable, y muy guapa…
—¿Unos días? —le pregunté desviando el tema, era la mejor forma de no
contestar a algo que no me apetecía, no tenía intenciones de entrar en una de
esas conversaciones con él, no con respecto a Vega.
—No puedo garantizarte nada, solo puedo decirte que lo voy a intentar, se
trata de plantearle un pequeño cambio a un cliente, de esa forma quedaría
libre una casa, pero no sé si aceptará. ¿No te parece guapa?
—Encima hay pocas posibilidades… —⁠Seguí ignorando su comentario.
—Haré todo lo posible, mientras, te pido que te muestres algo más amable
con ella, no es una cliente cualquiera, es amiga de Henrik y la chica necesita
un ambiente relajado, ha vivido una mala experiencia.
Abrí mucho los ojos, pero no pregunté, por un lado, no me interesaba la
vida de esa mujer; por otro lado, Jan no iba a entrar en detalles, así que me
ahorré su evasiva.
—No te prometo nada.
—No me puedo creer que digas algo así, no te reconozco.
—Es que nunca me había encontrado en una situación así —⁠le dije con
sorna.
—¿Es guapa o no? —dijo sonriendo, era su forma de relajar la tensión.
—¿Has estado alguna vez muy cabreado porque se alteran todos tus
planes? Unos en los que llevas tiempo trabajando… ¿Y me pides que sea
amable con la fuente del conflicto?
—La fuente del conflicto soy yo. —⁠Abandonó su intento por relajar el
ambiente⁠—, la reserva es mi responsabilidad, no la de ella. Ha venido a
buscar un lugar tranquilo, tal y como le aseguré, tal y como refleja su
contrato. —⁠Endureció su tono⁠—, y se ha encontrado con una persona en ese
lugar, y aun así ha aceptado que estés aquí. Siento el error, ya te lo he dicho,
pero no solo te afecta a ti.
Se dirigió a la salida claramente enfadado, pero lo detuve. No tenía
sentido llevar aquello más lejos.
—¡Espera! —Hice una pausa para digerir algo de orgullo⁠—. Intentaré
ser… amable, pero estaría bien que le dijeras que… no hace falta que
tengamos trato, solo el justo y necesario, cuanto menos mejor, he venido a
estar solo.
—No creo que sea necesario, dudo mucho que quiera tratar contigo, solo
te he pedido que seas amable en general. Te aseguro que voy a hacer todo lo
posible por arreglar esto, pero por ella, no por ti.
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—Eso es muy bonito, Jan…
Esperé a que saliera del salón para sentarme en un sillón y dar rienda
suelta a la derrota que sentía en ese momento.
¿Por qué pretendía que me sintiera mal? ¿Tenía yo la culpa de aquel
error? ¿Es que a mí no me afectaba todo aquello?
Me refugié en repasar lo que estaba ocurriendo. Yo no tenía reserva, la
ayudante se había equivocado de fechas, yo tenía que aceptar y callar,
mostrarme comprensivo, ser amable con ella y esperar a que Jan lo
solucionara…
¿Y si no lo solucionaba?
¿Y si lo hacía y me pedía que me marchara yo?
Me levanté bruscamente y recorrí el salón en un intento de liberar la
tensión que se había instalado en mi cuerpo. Conseguí eliminar parte de ella,
aunque el malestar por aquella situación no iba a ser tan fácil hacerlo
desaparecer. Me acerqué a la ventana, ambos charlaban cerca del porche
trasero mientras Snabb corría de un lado a otro pasando a toda velocidad entre
ellos interrumpiendo su conversación y provocando los sobresaltos continuos
de la intrusa. Esa visión me hizo sonreír, por mucho que Jan le riñera, Snabb
no abandonaba su carrera, tenía todavía mucha energía que quemar.
La idea que me pasó por la cabeza no era la más adecuada, pero sí la única
que hizo que desapareciera el malestar que sentía. Cabía la posibilidad de que
mi falta de amabilidad hiciera que decidiera marcharse, si no al día siguiente,
al menos antes de lo previsto. Puede, incluso, que, si Jan encontraba otra
cabaña, ella decidiera marcharse con tal de perderme de vista cuanto antes.
No tenía intenciones de ser amable con ella como le había dicho a Jan, no
era capaz; puede que ella no tuviera la culpa, pero era una intrusa para mí y
estaba alterando todos mis planes.
Satisfecho con mi ocurrencia decidí salir al encuentro de ambos. ¿Por qué
Jan me había preguntado tantas veces si me parecía guapa? No era relevante,
¿acaso creía que por ser guapa me iba a sentir mejor? Seguía siendo una
intrusa, aunque… tenía que reconocer que… lo era, era muy guapa.
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Capítulo 8
Vega
No conocía apenas a Jan, pero sus reiteradas disculpas me conmovieron,
parecía realmente disgustado por la situación, y mucho más por la actitud de
su amigo; no me quedó ninguna duda de que eran más que simples conocidos
cuando me habló de él.
—Siento que Keith haya mostrado su lado más… amargo, es un hombre
encantador, pero se ha alterado mucho con este asunto.
Me limité a ofrecerle una pequeña sonrisa, no quería pronunciarme más
sobre ese asunto, si lo hacía tendría que expresarle lo que me parecía ese lado
«amargo» y me resultaría muy difícil no recurrir a alguna palabra malsonante.
Opté por el silencio, en caso de duda siempre es el mejor aliado, también
otorga más clase, al fin y al cabo, Jan era un desconocido.
—¿Dónde puedo hacer algunas compras? Me refiero de forma rápida, ya
exploraré la isla cuando me sienta más instalada.
—En Tunnerstad encontrarás todo lo que necesites para tu estancia aquí,
aunque depende de lo que busques puede que tengas que ir a Gränna.
—Solo quiero comprar algo de comida para pasar unos días.
Me sorprendió que se tomara tanto tiempo para responder. Mientras, me
permití observarlo. Su expresión me recordó a la de Henna, inspiraba ternura,
incluso a la de Henrik, aun teniendo este unas facciones más severas. Era un
hombre atractivo, no con una belleza de catálogo, pero sí en conjunto. El
sueco era mucho más atractivo, pero perdía todo su encanto cuando se
mostraba tan arisco y antipático; no solo se trataba de sus palabras si no de su
mirada, fría como el hielo, acorde con su país de origen.
—Yo te llevaré a la zona de comercio y te traeré de vuelta, es lo menos
que puedo hacer por ti; si nos vamos pronto podrás estar de vuelta en poco
tiempo.
—No es necesario, te seguiré con el coche, supongo que vas en esa
dirección, de ese modo no tienes que volver a traerme.
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En ese instante recordé el incidente con el coche y decidí comentárselo, el
día anterior había olvidado referírselo a Henna.
—Jan, no quisiera molestarte —⁠dije mientras él se mostraba ausente⁠—,
pero ayer, cuando seguía a Henna hacia aquí el coche hizo sonidos y
movimientos algo extraños, creo que hay algo que no anda bien.
Evité decirle que hubo una persona en mi vida que era un obseso de los
ruidos y un gran amante de los coches y que por eso sabía reconocer un
sonido fuera de lugar en un coche, por suave que fuera, pero no venía a
cuento, más bien le importaba poco, así que no añadí nada más.
Le seguí con un nudo en el estómago por la clase de recuerdo que había
aparecido en mi mente, pero me recompuse cuando unos minutos después,
tras comprobar el estado del coche al arrancar, me ofreció una solución.
—Sí, algo no va bien, tienes razón, le ha costado mucho ponerse en
marcha y ese silbido no me gusta nada —⁠me aclaró sentado en el coche
mientras yo asomaba la cabeza⁠—. No te preocupes, llamaré a la empresa que
nos lo ha alquilado y lo sustituirán, aunque no sé si podrá ser hoy mismo.
Siento que aparezca otro inconveniente. Si te digo que solo me ha ocurrido
una vez, ¿me crees?
—Te creo, no le des más vueltas, no tienes la culpa. Una vez, en un viaje
por el norte de España tuve que cambiar cuatro veces de coche en un mismo
día, todos ellos tenían problemas. ¡Fue una pesadilla! ¿Qué probabilidad hay
de que eso te ocurra? Poca, pero a mí me pasó. Todavía recuerdo al hombre
encargado del alquiler, cada vez que le llamaba le temblaba más la voz,
incluso juraría que la última vez se echó a llorar.
Jan se echó a reír y yo no pude dejar de sentir de nuevo ese molesto
pellizco en el estómago al evocar de nuevo los recuerdos de esa persona que
una vez hubo en mi vida.
—No creo que sea una cuestión de probabilidad. —⁠Escuché decir al sueco
a mis espaldas.
¿Pero qué estaba pasando? Ese hombre siempre aparecía de la nada y no
lo escuchaba, y esa vez no iba descalzo.
—Si te ocurrió cuatro veces sería porque la flota de vehículos
—⁠prosiguió⁠—, de esa empresa de alquiler no estaba en condiciones. Así de
simple.
Me mordí la lengua de nuevo, pero solo un poquito.
—Vaya, había olvidado esa costumbre tuya de escuchar conversaciones
ajenas. —⁠Me giré para verle cara, aunque apenas lo conocía estaba segura de
que mi comentario se reflejaría en su precioso rostro⁠—. Digamos que la
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probabilidad de que me encontrara con una empresa de coches de alquiler con
todos sus vehículos estropeados era remota. ¿Mejor así?
—En cualquier caso, no es asunto mío.
«Podría estrangularlo sin remordimiento, hasta que la vena que
atraviesa…».
«¡Basta, Vega!». Me dije.
Jan salió del coche sorprendido por nuestro cordial diálogo y le explicó a
Keith el incidente con el coche. Se dirigieron a la parte delantera e
inspeccionaron el motor. Hablaban en sueco, iniciativa de mi compañero de
casa, y una vez más me sentí fuera de lugar, aunque no me estaba perdiendo
nada por tratarse de una conversación sobre mecánica de coches.
Jan dio por terminado el tema indicándome de nuevo que el coche sería
sustituido, y con una sonrisa espectacular me anunció que me llevaría a
Tunnerstad.
—No me importa, es lo menos que puedo hacer —⁠me confesó ante mi
protesta⁠—. Voy a llevar a Vega a Tunnerstad, necesita provisiones —⁠le aclaró
a su amigo.
—¿Te importaría traerme algunas cosas que necesito?
—¿Te urgen? —le preguntó Jan.
—Sí, algunas sí, me ahorrarías el viaje —⁠dijo mirándome de reojo.
—Entonces me parece mucha mejor idea que lleves tú a Vega, para mí
sería un placer llevarla, pero de esta forma es mucho más práctico.
«¿Había escuchado bien?».
¿Pretendía que el sueco me llevara al pueblo a comprar comida? Por un
momento estuve tentada a adelantarme y declinar la propuesta, sabía que el
sueco pondría objeciones y la idea me parecía de lo más descabellada, pero al
ver su expresión de incredulidad, más ligada a la incomodidad que a la
sorpresa, me animé a inaugurar mi primera sesión de «molestias» a mi
querido compañero de casa.
—Me parece una gran idea, si a Keith no le supone un problema…
—⁠Mostré mi sonrisa más cínica, y creo que no pasó inadvertida para Jan.
Keith fulminó con la mirada a su amigo. Los ladridos de Snabb exigiendo
atención tras la valla de la casa le sirvieron de escapatoria. Se dirigió a él a
paso ligero.
Jan y yo le seguimos en silencio, ellos tenían a Snabb como objetivo, pero
yo simplemente iba a la deriva y no me importaba mucho la dirección.
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—Antes de que te vayas quisiera preguntarte por algo. —⁠Me animé a
decirle cuando el sueco desapareció de nuestra vista con Snabb.
—Claro, lo que necesites, Vega.
En un principio, había pensado en decirle que no era buena idea que Keith
me acompañara a hacer compras, pero me callé, en su lugar, le hablé de la
cabaña del árbol, y hacia allí nos dirigimos.
De camino, me contó que su fluidez en español se debía a los tres años
que había vivido en España tras graduarse en la carrera de traductor e
intérprete de idiomas. También mencionó los otros países donde había vivido
para perfeccionar otros idiomas, y su vuelta a Suecia para incorporarse a una
multinacional francesa ubicada en Estocolmo. Pero el destino, como lo llamó
él, se interpuso bruscamente en su camino para llevarle a cumplir el sueño de
dirigir su propia agencia de viajes.
Me pregunté si el sueco hablaba español con tanta fluidez por el mismo
motivo que Jan, pero ni se me cruzó por la cabeza preguntárselo, no porque
no me despertara curiosidad, sino porque no quería arriesgarme a que me
dijera que no era asunto mío, la respuesta más acorde a la realidad.
Tuve la impresión de que Jan estaba algo alterado, aunque no lo conocía,
sus gestos y su forma de hablar me hicieron pensar que todo lo que me estaba
contando le servía para evadirse de la situación, como si sumergido en esas
explicaciones no tuviera que volver a tratar el tema de la reserva. Solo fue una
sensación, pero algo me dijo que en otras circunstancias no se habría
mostrado tan hablador.
Durante el pequeño paseo nos detuvimos en varias ocasiones. Jan me
habló de la vinculación de Henrik a las cabañas de los árboles, al parecer
había varias, una en cada jardín de las casas que alquilaba. Le sorprendió que
no conociera cómo había fraguado ese proyecto y prometió contármelo en
otro momento. Esperé que no se olvidara de hacerlo, ese proyecto se había
llevado a cabo durante el tiempo que estuve alejada de Henrik, de ahí que
desconociera tantos detalles. Esperaba conocer esa historia y poder
comentarla con él a mi vuelta. Aunque no debía, no pude evitar pensar en
todo el tiempo que habíamos estado alejados y todas las cosas importantes
que pasaron en su vida y me perdí. En los últimos meses habíamos
compartido mucho tiempo y habíamos hablado hasta caer rendidos, pero la
mayor parte de ese tiempo, por no decir todo, había girado en torno a mí.
Ese pensamiento hizo que sintiera malestar. A pesar de estar disfrutando
del paseo, me sentí culpable por haberme alejado tanto de él.
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«Es curioso, con Henrik sí te sientes culpable», dije para mí. Ojalá hubiera
sentido una milésima parte de culpa el día que… Daniel se cruzó en mi…, o
yo me crucé en… ¡Qué más daba! Había aprendido a respetar la culpa, a
identificarla y a conocer cuáles son las dosis adecuadas, aunque no estaba
segura de haber aprendido a manejarla. Habría sido un buen momento para
girar la cabeza, tal y como me aconsejó la psicóloga, para, simbólicamente,
ver que el pasado quedaba atrás, pero no me atreví a hacerlo; primero, porque
no necesitaba tanta simbología, segundo, porque podía ser que el sueco se
encontrara detrás de mí, solía ser muy sigiloso.
—Es una cabaña preciosa —dije señalando en dirección al árbol.
—A mí también me lo parece, se han invertido muchas horas de trabajo
en ella, el de muchas personas, ¡es realmente exquisita!
Aunque Jan dominaba el idioma, me hizo mucha gracia escuchar la clase
de adjetivos que utilizaba para expresarse; no era la primera vez que me
llamaba la atención.
—¿Puedo visitarla?
—¿Aún no lo has hecho? —Frunció el ceño sorprendido mientras luchaba
por recibir a Snabb sin que su fuerza le hiciera caer⁠—. Claro, puedes disfrutar
de todo el recinto, Vega.
—¡Todo no! —escuché decir a mi espalda una vez más, aunque esa vez
no me sorprendió, me había parecido escuchar sus pasos.
Ambos nos giramos para contemplar un rostro malhumorado.
—Convendría que le aclarases a… Vega —⁠pidió a su amigo con
desgana⁠— que se trata de mi lugar de trabajo, que lo tengo perfectamente
adecuado para ello.
Jan no ocultó su desconcierto, bien desconocía ese dato, bien el tono de su
amigo le indicó que la situación era delicada.
Devolví al sueco la misma mirada desafiante y helada que él me estaba
regalando mientras Jan se esforzaba por encontrar las palabras exactas que le
sacaran del aprieto.
—Intentaré que esto se solucione y que sean pocos días los que tengáis
que compartir espacio, os prometo que haré todo cuanto esté en mi mano.
—⁠No se sentía cómodo, era evidente.
Opté por callarme, si bien ya había decidido que la cabaña del árbol la iba
a visitar siempre que me diera la gana, aunque solo fuera para fastidiar a ese
energúmeno, no era el momento de entrar a discutir, lo haría más adelante,
pero lo haría con el sueco, por mucho que Jan fuera el responsable de aquella
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situación, no lo era de que ese hombre fuera tan antipático, así que no quise
ponerle en un nuevo aprieto.
Fueron pocos segundos los que hicieron que se instalara en mí una
sensación de angustia, así, de repente. Desapareció la seguridad que había
empezado a sentir y a punto estuve de pedirle a Jan que me reservara un hotel
en Estocolmo o en cualquier otra ciudad, y salir de allí corriendo. Fue una
sensación inesperada, poco acorde con lo que había estado pensando en las
últimas horas, pero se presentó cuando me pregunté si aquella situación tan
incómoda tenía algún sentido. Yo tenía una reserva, pretendía estar sola y…
en cuestión de unas cuantas horas estaba dando por buena la opción de
compartir la casa con el sueco, dedicarme a fastidiarlo, y exponerme a recibir
toda su arrogancia cada vez que diera un paso, como si la casa fuera de su
propiedad. Como una intrusa, ¡vaya!, no había mucho más que definir.
Si no hubiera estado tan lejos de casa, si Jan no hubiera sido tan amable y
tan amigo de Henrik, si mis ganas de estar sola hubieran sido imperiosas, y si
mis ganas de fastidiar al sueco hubieran sido menores… Quizás habría hecho
lo que cualquier otra persona en su sano juicio: protestar, reivindicar mis
derechos y exigir que él se marchara, pero no lo hice. Tampoco le propuse
que me reservara nada en otro lugar. Y no lo hice porque si optaba por no
engañarme a mí misma, por una vez no estaba mal que lo hiciera, lo que
realmente consideraba una aventura de verdad, una real… era quedarme allí,
ir de compras con el sueco y no perder ni una oportunidad para fastidiarle.
Eso se parecía más a una aventura que la que había diseñado en un principio,
¿para qué intentar cambiar el curso?
Había muchas maneras de desconectar y relajarse, y esa era, por el
momento, la mejor opción para conseguirlo. Luego continuaría con mis
planes, podría desconectar y estar tranquila, pero unos días de diversión
devolviéndole los desplantes al chico escandinavo no me vendrían nada mal.
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Capítulo 9
Keith
No daba crédito a aquella absurda situación. Si la mañana había empezado
mal con las noticias que había traído Jan, mucho peor iba a acabar
acompañando a esa mujer a hacer compras.
La idea de Jan no había sido buena, pero mucho peor aceptarla. Me
arrepentía de no haberme puesto en mi lugar y decirle que si esa mujer
necesitaba hacer compras no era asunto mío, mucho menos si el coche de
alquiler estaba averiado. El que había metido la pata era él, o su ayudante, lo
mismo daba, yo no tenía por qué hacerme cargo de las necesidades de esa
mujer.
Jan debería estar contento de que no me hubiera negado en rotundo a
aceptar compartir la casa con ella unos días, suponiendo que solo se tratara de
unos pocos días… Tenía poca esperanza en que pudiera solucionarlo. Cuando
me explicó los cambios que pretendía hacer con uno de los clientes de otra de
las casas, me pareció que dependía de demasiadas circunstancias para que se
inclinara a nuestro favor:
—Keith, no todo el mundo es tan obstinado como tú, puede que mi cliente
acepte la propuesta, se la plantearé de forma que no la interprete como una
forma de subsanar un error que nada tiene que ver con él, sino como una
alternativa que le propondré con respecto a las visitas que tiene previstas
hacer. —⁠Me lo había dicho casi sin respirar.
—¿Obstinado? —le pregunté ignorando el resto de conversación, no me
importaban mucho sus tácticas para conseguir que ese cliente se marchara⁠—.
Estoy a punto de seguir siéndolo, mucho más, y decirte que la lleves tú de
compras. Y en cuanto a la cabaña del árbol, tu intervención me ha dejado sin
habla. ¡Tanto apoyo no me lo esperaba!
—Keith, voy a despedirme de Vega y a marcharme, tengo cosas que
hacer. Si no las tuviera te recordaría el derecho que tiene ella a utilizarla,
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también hablaríamos de contratos, y también de lo generosa que ha sido al no
exigir que te marches… pero tengo prisa y no te lo voy a recordar.
—Lástima, porque yo también te recordaría que no he sido yo el que ha
cometido un error en la reserva y… ¡Dejémoslo! La próxima vez que vuelva
aquí, quiero la reserva por escrito, de hecho, las dos semanas siguientes las
quiero así.
—La tendrás.
La tensión era tal que podríamos haberla tocado con las manos y cortarnos
con ella, pero tardó poco en desaparecer.
—No puedo hacer más, Keith, lo sabes, o al menos a estas alturas deberías
intuirlo. ¡Ponte en mi lugar!
—Ponte tú en el mío, Jan —suavicé el tono de voz, Jan me conocía lo
suficiente como para saber que el hacha de guerra estaba más que enterrado,
aunque eso no significaba que la situación no me preocupara.
—Lo hago, me pongo en tu lugar y… —⁠Empezó a alejarse con una
sonrisa que me hizo esperar impaciente lo que estaba a punto de soltar⁠—.
Tiene que ser una tortura compartir una parte de la casa con una mujer tan
guapa y tan agradable… Y por lo que me han dicho también: divertida,
inteligente… ¡Una verdadera tortura!
¡Otra vez ese estúpido argumento! ¿Qué importaba que fuera guapa o…?
¿Agradable? Yo no creía que lo fuera, quizás con él, pero conmigo no lo
había sido en absoluto, más bien mal educada.
«Inteligente, divertida…».
¿Todo eso había apreciado en un par de conversaciones? ¿O se lo había
dicho Henrik? Quizás había hablado con ella antes del viaje y… ¡Qué más
daba! No eran asunto mío las virtudes que esa mujer pudiera tener, para mí
seguía siendo igual de molesta su presencia.
Aparté la vista de la carretera un segundo para observar a esa… ¡Vega!, que
permanecía en silencio a mi lado, así había sido durante todo el trayecto; algo
que agradecí enormemente, aunque decidí romperlo en un intento de ahogar
el malestar que sentía por el recuerdo de mi conversación con Jan, y de la
situación en general.
—No entiendo por qué no te has negado a que yo te lleve a hacer la
compra, debes tener tantas ganas de mi compañía como yo de la tuya. —⁠La
ataqué.
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Ni siquiera me miró, pero se tomó su tiempo en contestar. Me sentí
incómodo creyendo que me estaba ignorando completamente.
—Aunque a mí me fastidie tu compañía, estoy segura de que a ti te
fastidia mucho más, por eso no he puesto ninguna objeción.
—¿Lo has hecho para fastidiarme?
—Si le hubiera pedido a Jan que me llevara él te hubieras quedado en la
casa disfrutándola para ti solo, y si aceptaba la propuesta, ¡te fastidiaba…!
¡Ha sido una decisión muy difícil!
Los siguientes minutos los dediqué a apretar fuertemente el volante, mi
malestar iba en aumento, no había conseguido lo que pretendía.
Detuve el coche en un arcén, próximo a un camino que se desviaba de la
carretera donde nos encontrábamos.
Ella me miró confundida, debió pensar que la iba a dejar allí tirada,
aunque ganas no me faltaron.
—¿Ves ese camino? Conduce a un hotel, el único de la isla, el lugar
donde tendrías que estar alojada. —⁠Esperé su réplica, pero no llegó, así que
me incorporé de nuevo a la carretera, no sin antes mirarla de reojo para
encontrarme con un exceso de color en sus mejillas; ya lo había observado en
otras ocasiones: ¿rubor o rabia? ¡Interesante!
—¿Queda mucho? —preguntó soltando un suspiro.
—Es una isla pequeña, aquí no hay nada lejos, solo tiene catorce
kilómetros de largo, pero no tenemos que recorrerlos todos, estamos llegando.
Nuestras miradas coincidieron y pude apreciar que mi explicación relajaba
su expresión, debió interpretarla como una pequeña tregua.
—Gracias.
—No pretendo informarte sobre la isla —⁠aproveché para sacarla de su
posible error⁠—, solo quiero que entiendas que es un trayecto relativamente
corto, si te has fijado, nos hemos cruzado con muchos ciclistas. Toma nota
para la próxima vez que necesites venir y no dispongas de un vehículo.
—¿Puedes parar ahí? —dijo señalando un ensanchamiento de la carretera
que se bifurcaba en dos caminos.
—¿Para qué? —No salía de mi asombro.
—Hazlo, por favor. —Era un tono más suave del que esperaba.
Tuve que maniobrar para no pasar de largo el lugar que me había indicado
provocando que frenara más bruscamente de lo que deseaba. Observé el
entorno mientras ella maniobraba para salir del vehículo. El molino que se
encontraba a pocos metros de allí hizo que resoplara. ¡No podía creerme que
eligiera ese momento para hacer una fotografía!
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Salió del coche dando un portazo que me retumbó en el cerebro.
—Puedes marcharte, no aguanto ni un solo minuto más a tu lado
—⁠sentenció mientras emprendía la marcha.
No me lo podía creer. No entendí qué pretendía. ¿Pensaba continuar a pie
durante los tres kilómetros que quedaban? Si ni siquiera sabía a dónde debía
dirigirse. ¿Qué le había molestado? ¿Mi recomendación sobre la bicicleta?
¡Increíble!
Bajé del coche y la alcancé.
—Haz el favor de entrar en el coche. —⁠No pretendía que mi tono de voz
resultara tan autoritario, pero no supe manejar aquella rabieta de otra manera.
—Puedes largarte, no te necesito, llegaré por mis medios. Cualquier cosa
menos seguir escuchándote.
No se detenía, estábamos a punto de llegar al final de aquella explanada y
la carretera estaba a punto de imponerse de nuevo, no era un lugar para
peatones.
—Quieres parar de una vez. —⁠No me detuve a esperar que lo hiciera, me
adelanté corriendo y me situé frente a ella⁠—. ¡Detente!
Esa vez funcionó y se detuvo mirándome de una forma que me
estremeció. No la conocía bien, pero eso debía ser odio en estado puro.
—Vuelve al coche, quedan varios kilómetros y como puedes ver no es
aconsejable hacerlos a pie. Otro día te animas a recorrerlos, pero estudia una
buena ruta, hay cientos de ellas. Ahora sube al coche, no pienso dejarte aquí.
Está claro que mis palabras no le hicieron cambiar de opinión, pero ¿qué
esperaba que le dijera? Si ni siquiera sabía a qué venía esa estúpida decisión
de bajarse del coche.
Mi paciencia empezó a debilitarse cada vez más mientras veía cómo se
alejaba y llegaba al final de la zona transitable. Volví a correr y la alcancé
sujetándola del brazo y forzándola a detenerse bruscamente.
Apuntó la mirada hacia mi brazo, el que nos mantenía en contacto y luego
me miró a los ojos. Nuestras miradas estaban equilibradas, ambas con la
misma intensidad de impaciencia y de rechazo; ambas acompañadas de un
ceño fruncido que no era posible curvarlo más.
Para mi sorpresa, su expresión me pareció divertida, por un momento me
pareció que iba a salir humo de su melena castaña, y que sus ojos…, ¡unos
preciosos ojos negros!, iban a lanzar llamas. Y que sus labios, con una curva
marcada que…
«¡Te odia!», me dije en un intento de desviar mis pensamientos de la
dirección que habían tomado.
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—¡Suéltame! —me lo dijo mediante un susurro para mi sorpresa.
—Vuelve al coche o te llevo en brazos, no voy a permitir que te quedes
aquí.
—¡Qué más te da!
—Sube al coche, Vega, por favor… Las tiendas están muy cerca…
Su expresión cambió, debió ser por el tono que utilicé, mucho más amable
de lo que sentía y deseaba en ese momento, pero el único que me pareció más
práctico para salir de una situación como aquella. Por un instante, pude
imaginar el espectáculo de cargarla sobre mi hombro y decidí coger las
riendas de la situación. Por nada del mundo podía dejar que continuara
caminando, si Jan se enteraba tendría que escuchar sus reproches durante
horas, y solo en el mejor de los casos; no quería ni imaginar si algo le
ocurría…
Debería haberme sentido aliviado cuando se dio la vuelta y volvió sobre
sus pasos en dirección al coche, pero no lo hice, no pude dejar de pensar que
los próximos días iban a ser un infierno al lado de esa mujer; me consolé
pensando que una vez en la casa apenas tendríamos que coincidir si nos
esforzábamos. Seguro que ella tenía planeado lo mismo.
La seguí algo más animado cuando reparé en que aquel incidente podría
ser el detonante para que ella decidiera marcharse, era muy posible que le
pidiera a Jan que le reservara otro lugar; ya conocía la existencia del hotel, o
puede que aceptara ser ella la que se instalara en la nueva cabaña que le
proporcionara Jan.
Nada más pensar en esa posibilidad me di cuenta de las pocas esperanzas
que tenía en que Jan lo pudiera solucionar.
¡Maldita sea! Cuánto tiempo estaba perdiendo… ¡con todo el trabajo que
tenía!
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Capítulo 10
Vega
El camino de vuelta fue menos tenso que el de ida, afortunadamente no volvió
a soltar ninguna de sus impertinencias, pero solo fue durante el corto espacio
del trayecto. Estaba tan enfadada y decepcionada que ni siquiera la idea de
fastidiarle tanto como pudiera me consolaba, al menos no en ese momento,
seguramente después volvería a armarme de ideas; que una simple jornada de
compras, de menos de media hora, hubiera resultado ser tan crispante, me
dejó abatida.
Me molestó el tono despectivo que había empleado cuando llegamos
frente a la tienda, la única en la que se podía adquirir algo de comida, una
casa preciosa con la fachada de color rojo teja habilitada como
establecimiento; aunque en el pasado debió ser el hogar de alguna familia.
—Hay poco comercio y está muy repartido. Aquí podrás encontrar
algunos alimentos de granja, en aquella que hay detrás —⁠dijo señalando una
más pequeña⁠— algo de pescado, y en las inmediaciones una tienda de
pasteles y una de caramelos —⁠cogió aire como si le costara desprenderse de
cada palabra que pronunciaba⁠—, dos restaurantes cerca de aquí y…
—Es suficiente, no necesito nada más —⁠le interrumpí dirigiéndome a la
casita de cuento que ofrecía alimentos de granja, pero su voz hizo que me
detuviera y le escuchara antes de respirar hondo y continuar:
—También hay dos casas de huéspedes, un camping y un albergue… por
si deseas considerar un traslado, a ese lugar te llevaría encantado.
No estábamos solos, dudaba que aquellas personas entendieran los
insultos que me apetecía soltarle, así que opté por callarme, una vez más la
clase debía imponerse; ya tendría tiempo de desahogarme en una situación
más íntima.
Llené la cesta con suficientes alimentos para pasar un par de días, mi
intención era ir cuanto antes a Gränna en busca de unas botas, ya no soportaba
más la sensación de frío en los pies. Mis zapatillas deportivas eran cómodas,
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ligeras, suaves al tacto, y ya de paso… de buena marca, pero estaban
fabricadas con una tela delgadita, no apta para temperaturas escandinavas, ni
siquiera en primavera.
Mi compra consistió en unas pocas verduras, patatas, unas pocas frutas,
patatas, queso, yogurt, de ese raro que él me dijo, patatas y… ¡No pude
concentrarme bien en lo que estaba comprando! No tuve problemas en
localizar las verduras y las frutas, aunque había poca variedad, pero tardé en
encontrar la leche, los dibujos que mostraban los envases no proporcionaban
muchas pistas. Yo buscaba una vaca, un prado, o un simple niño con un vaso
relamiéndose las sobras del vaso, cualquier pista que me indicara que se
trataba de leche, pero no la había. ¿Cómo se diría en sueco? No me había
molestado ni en adquirir un pequeño traductor con vocabulario básico, ni
siquiera en forma de aplicación.
El sueco permaneció detrás de mí en todo momento, añadiendo tensión a
la, ya de por sí, incómoda situación.
—Esto es leche… —Afirmé a modo de pregunta.
—Veo que eres muy perspicaz. ¿Qué puede ser sino?
—En mi tierra le ponemos vacas y prados a los envases. ¿Tanto te cuesta
decir sí o no, listillo? —⁠Debería haber intuido que iba a ser igual de amable
que siempre, debería haber cogido lo que supuse que era leche sin más, y si
finalmente me hubiera equivocado, habría bastado con derramarle lo que
fuera que contuviera aquel envase por la cabeza y…
Me conocía bien, habría podido jurar que yo no tenía esa clase de
pensamientos, mucho menos cuando a punto estuve de imaginármelo
ahogándose con la leche. ¡Frené el pensamiento! Pero algo de placer me dejó
lo poco que lo dejé asomar.
—En la mía le ponemos el nombre, ¿no te basta con ello? —⁠dijo
subrayando con el dedo donde indicaba mjölk y con una sonrisa de
satisfacción que le habría borrado ipso facto.
—No, a mí me gustan los dibujitos, si no hay dibujitos no la quiero. —⁠Sin
sentido, sin coherencia, pero eso fue lo que dije. ¿Podía haber alguna
conversación más estúpida en torno a un simple envase de leche? La culpa era
mía por no hablar lo justo, solo lo justo y algo menos si era posible.
—Entonces lo averiguaremos.
Se dirigió a una mujer de mediana edad de casi dos metros de alto, quizás
algo menos, y le preguntó algo en sueco que hizo que ella me mirara
fijamente, sin expresión. Me sentí tan avergonzada que los frutos rojos que
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había en mi cesta parecían pálidos a mi lado. La mujer negó con la cabeza y
levantó los hombros en señal de, lo que se me antojó, una disculpa.
—No, no tienen leche con dibujos de vacas, ni prados…
—¿Le has preguntado eso? —dije abriendo la boca perpleja mientras
sentía el calor en mis mejillas.
—Exacto, yo no consumo leche, así que no estoy muy familiarizado con
sus envases, le he preguntado si tenían alguna con esos diseños, pero no ha
habido suerte.
De nuevo el rubor, la frustración y el aumento de ganas de derramar el
envase sobre su cabeza, pero esa vez aplastándolo.
Su sonrisa de satisfacción me alteró, incluso me hizo pensar que me había
tomado el pelo. Probablemente le habría preguntado cualquier otra cosa a esa
señora.
¿Podía un simple envase de leche dar tanto juego?
Sí, podía, especialmente en manos de alguien que necesitaba a toda costa
imponer su arrogancia.
Terminé mi compra añadiendo frutos rojos, la fruta preferida de los
suecos que se podía encontrar en abundancia, en diferentes formatos. Esa
información no la tuve solo por la cantidad que vieron mis ojos en la casitatienda, sino también por el millón de veces que Henrik lo había mencionado.
Observé la cesta del sueco: dulces y queso. Eso debía ser lo que
necesitaba con urgencia.
El queso me pareció proporcional al consumo de una persona, los dulces
me hicieron pensar que tenía pensado invitar a un grupo de veinte personas.
Compró dos cajas llenas de diferentes dulces que no supe identificar; a simple
vista, aparte de parecer muy sabrosos, tenían pinta de ser muy calóricos.
El momento estelar de la compra llegó cuando nos dirigimos a la tienda de
pescado, a petición mía. El sueco no entró conmigo y eso me produjo cierta
inquietud. No había mucha variedad, solo bacalao, salmón y lo que me
pareció reconocer como arenque, aunque de mayor tamaño al que estaba
acostumbrada en España. Si no hubiera tenido dificultades para comunicarme
con la dependienta, que no hablaba inglés, le habría hecho saber que no quería
el pescado entero, tal cual sale del mar, pero las tuve, así que tras asentir ella
con la cabeza sonriendo, y asentir yo con la cabeza sonriendo, salí del
establecimiento con un ejemplar de medio metro envuelto en un cucurucho
gigante de papel.
Al salir me encontré con lo que mi madre me había repetido hasta la
saciedad desde niña, que para mentir hay que tener memoria.
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—Creí que eras vegetariana.
Tragué saliva, era difícil salir de aquella situación con el ejemplar que
llevaba en la mano.
—Lo he dejado por unas semanas, el tiempo que esté aquí.
—Veo que además de ser muy perspicaz eres una mujer con las ideas muy
claras. —⁠Sonrió con cinismo.
No mentiría si dijera que sentí el calor de la sangre derrapándome por las
venas, ni tampoco mentiría si afirmara que sus ojos de colores me parecieron
más bonitos que nunca bajo el único rayo de sol que debía haber en la isla, ni
que su pronunciación, marcando tanto las erres, me resultó graciosa; pero
mentiría si dijera que no me importaban sus palabras. ¿Era o no una clara
provocación? ¿Tanto le costaba ser mínimamente cordial?
—Te pondré un ejemplo: en la tienda me ha costado decidirme entre
salmón o bacalao —⁠alcé la mano para mostrarle mi cucurucho⁠—, me ha
llevado un tiempo… no lo tenía nada claro, he dudado; en ese aspecto me
cuesta tener las ideas claras, sin embargo, en otros asuntos, como que eres un
perfecto imbécil… no tengo la menor duda.
—Has vuelto a insultarme, Vega. En menos de veinticuatro horas, dos
veces.
—Hay muchas formas de insultar, Keith… no siempre se trata de utilizar
una palabra malsonante —⁠le dije altiva, con el pescado en la mano y la
mirada puesta en sus ojos de colores.
—¿Has oído alguna vez eso de que… «El que no sabe hablar, o insulta, o
grita o pega…»?, lo escuché precisamente en tu país.
—Pues yo sé hablar, gritar, pegar e insultar.
—¿Cómo he podido dudarlo? Es evidente que sabes hacer todo eso —⁠dijo
dándome la espalda.
Me sentí como una niña a la que están riñendo, no quería ni pensar qué
color mostraban mis mejillas una vez más; me ardían demasiado. ¿Por qué me
sentía así? Cómo una estrafalaria malhablada…
Le seguí arrastrando mi moral, y el bacalao, que también se topó con
algún que otro obstáculo del suelo. Si ese era el plan que me esperaba los días
que Jan dedicaba a solucionarlo, no sabía si lo iba a soportar. Ahí tampoco
tenía las ideas tan claras como unas horas atrás.
«¡Claro que lo iba a soportar!», me dije despertando de mi caída. ¿A quién
estaba engañando? Cuando me tocaba recibir por parte del sueco no era tan
divertido, pero cuando atacaba yo lo era, y mucho. El problema era que la
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balanza se estaba inclinando claramente a su favor y solo tenía que hacer algo
para nivelarla.
Una vez que estuviéramos en la casa podría fastidiarlo con alevosía, y
podría disfrutar de ello. Había descubierto que cuando se enfurecía por algo
que le decía yo sentía alivio, paz, e incluso placer, tanto como cuando
observaba sus ojos de colores bajo el sol.
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Capítulo 11
Vega
Me habría gustado perder al sueco de vista un rato, pero no pudo ser hasta
más tarde, ambos nos dirigimos a la cocina directamente, aunque él se detuvo
a descalzarse y yo no. Escuché su protesta, pero la ignoré, un comentario
impertinente más no suponía un problema para mí.
Me dediqué a colocar con cuidado toda mi compra sobre la mesa antes de
decidir su destino. Suspiré cuando me di cuenta de que me faltaban
ingredientes que no había comprado, iba a resultar difícil cocinar aquellos
alimentos. Suspiré de nuevo, esa vez más aliviada, cuando localicé un
pequeño carrito lleno de especias. La próxima compra la haría mucho más
relajada, sin el sueco a mi espalda, con tiempo suficiente para observar,
preguntar y familiarizarme con el producto local.
Reparé en el inconveniente que suponía no poder utilizar mi móvil como
fuente de consulta, el problema de la cobertura no me permitía que buscara
información cómodamente…
¡Lo había olvidado!
No había pensado en la cobertura, seguro que donde habíamos estado
podría haber realizado alguna llamada, o consultado los mensajes… Así que
solo me quedaba la opción de dedicarme a danzar por el salón en su busca,
pero lo haría más tarde, no había prisa, había acordado con Henrik que solo le
enviaría algún que otro mensaje de vez en cuando para indicarle que estaba
bien.
«¿Nadie más me echaría de menos?». La respuesta hizo que sintiera una
pequeña presión en el pecho. Estaba claro que no, que podía pasar en Suecia
dos o tres meses y las pocas personas que «formaban parte» de mi vida no se
darían cuenta. Pero no era momento de lamentaciones, esa realidad la había
buscado yo, me había encargado de alejarme de todo y de todos durante los
dos últimos años, incluso de Henrik, aunque ya no era el caso.
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La presión en el pecho desapareció para fijarse en el estómago, mucho
menos emotiva, cuando descubrí la presencia del sueco revolviendo en el
interior de las cajas de dulces.
—Si no quieres respetar el uso del calzado, no puedo obligarte, es difícil
comunicarse con alguien que carece de buena educación, pero al menos te
pediría que lo hicieras en la cocina.
Podría haber protestado, buscado en mi mente algo ingenioso, pero a
pesar del tono despectivo y autoritario, a pesar del uso de palabras
innecesarias, permití que aflorara el sentido común y la educación de la que sí
disponía, y salí de la cocina dispuesta a descalzarme, aunque con la cabeza
alta.
Volví caminando torpemente, me sentía ridícula solo portando calcetines,
ni siquiera dominaba mucho la técnica, la falta de una suela me hacía resbalar,
aunque el suelo fuera de madera.
Lo encontré con el frigorífico abierto colocando sus dulces en el interior,
no podía creerme que no hubiera ni un solo centímetro para colocar mis
alimentos. Si ya estaba repleto de por sí, con sus dulces no cabía un alfiler.
—¿No hay espacio para que pueda meter mi comida?
—No —dijo sin siquiera girarse.
—¿Y dónde pretendes que la ponga?
—No es asunto mío.
Me acerqué a él y le golpeé en el brazo.
—¡Eh! ¡Ya basta! ¿No crees que te estás pasando?
Se giró lentamente con una expresión que me dejó clavada en el suelo, si
no hubiera sido por la calidez de sus ojos de colores, habría salido corriendo.
—¿Para qué quieres el frigorífico? No hace falta que guardes toda esa
comida dentro, si la colocas en ese cuarto —⁠dijo señalando la puerta que vi el
día anterior⁠— se mantendrá en condiciones.
—¿Por eso tú lo tienes en el frigorífico?
—Yo voy a estar aquí dos semanas, en cambio tú en unos pocos días te
habrás marchado a la casa que quede libre. No creo que Jan tarde en
solucionarlo, así que no vas a tener tiempo de que tus verduras pierdan la
frescura.
Estuve a punto de lanzarme a su yugular, pero el empleo de la palabra
«frescura» hizo que me centrara más en ahogar mis ganas de reír; cuando
decidí contestarle su yugular ya no era mi objetivo.
—¿Después de todo lo que hemos hablado con Jan, sigues creyendo que
soy yo la que me voy a marchar? Tienes un serio problema, o es de oído o es
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de estupidez, pero te recuerdo que la única con derecho legal a estar aquí soy
yo. Espero y confío que Jan lo solucione pronto, pero el que se va a ir cargado
con toda esa comida eres tú. Ten-go un con-tra-to.
Sonrió con cinismo, con mucho cinismo, y acompañó el gesto con un
movimiento de cejas que podría haberme hecho alterar mucho, pero de la
misma forma que «la frescura» de las verduras había desviado mi atención, su
sonrisa lo hizo. Debía empezar a preocuparme porque el simple hecho de ver
ese movimiento en su boca hizo que me calmara. Era tal la tensión que,
incluso una sonrisa cínica, por el hecho de ser sonrisa, era de agradecer.
—Eso ya lo veremos, Vega.
—Ve-ga —apunté en un intento de corregir su pronunciación, había
marcado en exceso la «ge» y daba miedo escuchar mi nombre con esa
vocalización.
La puerta del frigorífico continuaba abierta, él tenía una mano apoyada en
la parte superior y yo estaba cerca, muy cerca. No le gustó que lo corrigiera,
eso es lo que me indicó el fuego que empezó a asomar por sus ojos de colores.
Ninguno de los dos desvió la mirada, y así permanecimos durante toda la
conversación siguiente.
—¿Tu teoría de conservación de los alimentos, también pretendes que se
la aplique al pescado? —⁠dije señalando con la mano hacia atrás en dirección a
la mesa, no quería perder el cruce de miradas desafiantes.
—En ese caso puedo hacerte un hueco en el frigorífico, aunque con ese
tamaño…
—No me he entendido con la dependienta, ha sido más rápido llevármelo
entero.
—¿En serio? ¿Por qué no me has avisado? Habría salido a tu rescate, le
habría traducido tus deseos. ¿Cómo lo querías? ¿Cortado en pequeñas
porciones? ¿Libre de vísceras? ¿Con cortes en diagonal?
—¡Triturado! —Solté esforzándome por parecer segura⁠—. Por eso no nos
hemos entendido, al parecer aquí no se consume de ese modo, y no tienen
herramientas para ello.
—¿Triturado? —preguntó con una mueca de asco, aunque no parecía
convencido de mis palabras.
—Sí, especialmente el bacalao. En mi tierra lo trituramos en crudo con
una batidora, lo dejamos toda la noche en la ventana y al día siguiente lo
condimentamos: ¡listo!
Se le escapó una sonrisa, pero tardó poco en ocultarla, habría jurado que
hasta se riñó por mostrar algo así una vez más.
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—Conozco bien tu país, y nunca he visto algo así.
—Soy chef, sé de lo que te hablo —⁠le dije sin apartar la mirada⁠—. ¿Qué
hacemos con mi pescado?
Estuve tentada a decirle que no necesitaba su permiso para usar el
frigorífico, pero entrar de nuevo en esa discusión me dio mucha pereza,
preferí seguir disfrutando de su expresión al creer que era chef de verdad.
¿Yo, chef? Con las pocas habilidades que tenía en la cocina…
Evité pensar en por qué había soltado semejante tontería, no podía
permitirme sentirme ridícula una vez más.
Apartó la mirada y pasó delante de mí, guardó el bacalao con cuidado y
cerró la puerta.
—Te aconsejo, chef, que lo consumas hoy.
—Claro, me lo comeré entero.
Salió sin decir nada.
Me senté al lado de la mesa y apoyé los codos sujetándome la cabeza.
Expulsé aire con tanta fuerza que sentí un pinchazo en el pecho. Mi cabeza
era una jaula de grillos. Una vez más me sentí ridícula, fuera de lugar. ¿Qué
hacía yo en ese lugar? Mi aventura no incluía un sueco malhumorado que me
recordara cada cinco minutos que sobraba en la casa. La situación era
delicada, no había duda, un terrible malentendido, pero esa batalla dialéctica
era innecesaria. Ese hombre era un perfecto gilipollas, y en algún momento
yo me había confundido pensando que dedicarme a fastidiarlo iba a ser
divertido.
Podría serlo por momentos, pero esa tensión constante no me iba a
beneficiar en nada.
«¿O sí?», dije en voz alta.
¿Me convenía más aislarme en otro lugar, en otra casa? Pasar horas y
horas paseando por los alrededores, visitando los puntos de interés de la isla,
comiendo sola en un restaurante, meditando, repasando mi vida hasta la
fecha, martirizándome con mi maldita decisión, recordándolo a él…
No. Eso no me apetecía. Una afirmación rotunda que me llevó a
preguntarme por qué entonces planeé ese viaje.
Solo quería desconectar, mi vida tenía que continuar a mi vuelta y para
ello nada mejor que una pequeña excedencia y un viaje, claro que… no hacía
falta viajar hasta allí.
«¿Ahora lo descubres, Vega?». Me dije suspirando.
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No tenía sentido seguir esa dirección de pensamientos. Ya estaba allí y tenía
que intentar pasarlo bien. Quizás el sueco tenía un lado amable y podría
descubrirlo. O puede que no. Lo que sí poseía eran unos ojos espectaculares.
Quizá en otra vida, o en otro lugar me habría gustado perderme en ellos.
Pero… ¿qué me estaba pasando?
El caso era que… en medio de la tensión con ese hombre había
reconocido un aspecto de mí del que no me acordaba. Aquellos tiempos en los
que era mucho más fuerte y más divertida, justo antes de tomar una decisión
equivocada.
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Capítulo 12
Vega
La calma se terminó cuando volvió a entrar en la cocina mi compañero de
casa. Me miró de reojo en varias ocasiones mientras se preparaba algo
parecido a una ensalada. Consulté mi reloj: más de las doce. A esa hora yo era
incapaz de comer nada, no estaba acostumbrada a esos horarios, esperaría un
par de horas.
Me miró fijamente y señaló la mesa, debió preguntarse qué hacía allí
sentada observando las verduras y frutas que había comprado. Absorta como
había estado no me había ocupado de colocarlas en la despensa. Las aparté
para hacerle un hueco en la mesa y me levanté mientras reparaba en el
escalofrío que me producía su atenta mirada.
Podía haber iniciado otra batalla abriendo el frigorífico para hacerles un
hueco, pero no me apeteció, preferí inspeccionar la despensa.
Tras la puerta me encontré con un pequeño vestíbulo, con una puerta a
cada lado y un pequeño pasillo que conducía a otra de ellas.
Abrí la primera para descubrir la despensa, un conjunto interminable de
estanterías, y docenas de frascos con confituras y especias.
Cuando me disponía a abrir la segunda sentí sus pasos detrás de mí.
—Si me vas a decir que no me familiarice con la casa, ahórratelo, pienso
inspeccionar todos los rincones que se me antojen.
Se cruzó de brazos y me miró con una media sonrisa forzada.
—Iba a decirte que ahí está el cuarto de la ropa, o de la colada, como
quieras llamarlo. Para una vez que soy amable…
—Entenderás mi confusión entonces…
Me dirigí al pasillo para descubrir el contenido de la última puerta.
—Esa está cerrada.
—¿Qué hay ahí? —dije admirando el techo y las paredes de madera.
—¿Qué más te da? Está cerrada.
—¿Qué hay? —Alcé el tono de voz.
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—Una pequeña… —hizo una pausa, desconozco si fue por el idioma o
porque estaba en proceso de creación⁠— bodega, pero no está acondicionada,
tienen que habilitarla para ello, de ahí que esté cerrada. ¿No te lo dijo Jan?
No le contesté, volví sobre mis pasos y al pasar por su lado me esforcé
para rozarle bruscamente; para mi sorpresa escuché su risa.
No me detuve en la cocina, las verduras tendrían que esperar, ¿qué más
daba si las dejaba en la mesa o en la despensa?
Harta de no saber muy bien qué hacer, me dirigí a mi dormitorio, todavía
tenía pendiente hacer la colada de las prendas que se habían manchado de
aceite; al menos tenía localizada la lavadora.
Me estiré en la cama, no era una buena idea, pero no me apetecía hacer
otra cosa. Admiré el techo de madera abuhardillado y recorrí la estancia con
la mirada. En otras circunstancias habría apreciado mucho más la calidez de
aquel lugar, pero mi llegada había sido algo accidentada. Me imaginé una vez
más el momento en que preparé mi maleta en Madrid y me pregunté si
teniendo el poder de volver el tiempo atrás veinticuatro horas, conociendo lo
ocurrido, me subiría de nuevo al avión que me llevó hasta Gotemburgo para
más tarde acabar en ese lugar. Me animó descubrir que mi respuesta fuera
afirmativa, eso significaba que no estaba tan confundida ni tan fuera de lugar
como creía. Algo incómoda, pero segura de querer permanecer allí. No sabía
si era lo que más me convenía, pero al menos las ganas de salir corriendo
habían desaparecido.
Cuando mi mente intentó dirigirse hacia otro lugar en el tiempo mucho
más doloroso, la detuve. De nada servía. Había iniciado esa aventura para
cobrar fuerzas no para lamentaciones, bastantes había tenido ya.
Me centré en el sueco, y antes de entrar en materia oscura, recreé su
imagen en mi cabeza: sus ojos, su barba, su cabello claro… ¿ondulado? Sí,
algún rizo asomaba por la coronilla, pero llevaba el pelo corto y no se
apreciaba bien; sus labios… su altura… ¡Tenía un cuerpo esbelto y trabajado!
Aunque no me gustó reparar en esos detalles, confieso que no se estaba
nada mal imaginándolos, otra cosa era pensar en su crispante actitud. Pero
debía detener aquello, sin reñirme, simplemente aceptando que estaba
admirando su físico por el simple placer de hacerlo, así que desvié su imagen
y me centré en otro aspecto, aunque… también estaba relacionado con él.
Dudé si era conveniente o no mantener la guerra con él, por mucho que
quisiera convencerme, me resultaba muy incómodo lidiar con su frialdad y
sus dardos. La idea empezó a inquietarme, descubrí que andaba un poco
perdida, así que cerré los ojos y abandoné la conciencia por un rato.
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Me levanté de un salto cuando consulté mi reloj. Más de las dos de la tarde,
no eran horas de dormir, quería explorar todos los alrededores de la casa.
Me impactó encontrar una ensalada en la mesa de la cocina con una nota:
Ha sobrado algo de ensalada.
¡Qué hombre más rancio! Ni siquiera había podido ser algo amable con la
nota. Ante todo, había dejado claro que eran sobras, al menos es lo que yo
percibí. Le agradecía el gesto, pero su forma de dirigirse a mí me irritaba.
Estaba claro que no era un obstáculo del idioma, se expresaba con total
claridad en español. Desconocía si se debía a una cuestión meramente
académica o no, pero a excepción de la acentuada pronunciación de las erres,
algún adjetivo mal empleado, y alguna que otra pausa a mitad de palabra que
no correspondía, se expresaba a la perfección.
Como no tenía ánimos de cocinar agradecí el gesto y acepté la ensalada,
que no solo era exquisita, sino que consiguió saciar el hambre que tenía
debido a su generosa cantidad. Tenía que acostumbrarme a los horarios de
comidas de allí, principalmente para compaginarlos bien con algunos lugares
cercanos que quería visitar.
Al pasar por el salón, a través de una de las ventanas traseras, vi pasar al
sueco. Aunque fue muy fugaz la imagen, hubo un detalle que llamó mi
atención y me acerqué para comprobarlo, pero ya había desaparecido de mi
vista. Subí las escaleras rápidamente, aunque no estaba familiarizada con el
plano de la casa, ese ángulo concreto se divisaba muy bien desde la ventana
de mi dormitorio, a menos que hubiera tomado otra dirección.
La duda que había albergado sobre si continuar o no la guerra con él se
disipó en cuanto lo localicé en el porche de la cabaña del árbol. Su forma de
caminar de un lado a otro y la posición de su brazo dejaban claro que estaba
manteniendo una conversación telefónica. Mi ángulo de visión no me
permitía confirmarlo con seguridad, había cierta distancia, ni ver si movía los
labios para hablar, pero algo me decía que no me estaba equivocando.
Pensé en mis prismáticos, pero cuando me disponía a rescatarlos de la
estantería del armario, desvié mis pasos hacia la salida, me invadieron las
prisas por comprobar si se trataba de una llamada telefónica, una que no tenía
explicación, según sus palabras, porque los únicos puntos de cobertura se
encontraban en el salón y en la carretera.
¡Gilipollas!
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Si no me hubiera entretenido con el dichoso ritual de los zapatos, lo habría
alcanzado, pero cuando llegué había desaparecido. Todo apuntaba a que se
encontraba en el interior de la cabaña, pero no podía tener certeza de ello,
detrás del árbol había una extensión de terreno que aún no había explorado.
Conforme me acercaba pude comprobar que la cobertura iba en aumento,
incluso descubrí un mensaje que me indicaba que había recibido dos llamadas
de un número que no se encontraba en mi agenda. No le di importancia, mi
objetivo estaba encima del árbol, o eso esperaba.
¡Gilipollas! Repetí en voz alta mientras subía sigilosamente por las
escaleras y escuché su voz a través de la puerta. Me costó algo de esfuerzo no
hacer ruido, algunas tablas crujieron al pisarlas, pero no lo suficiente para
alertarle de mi presencia, a menos que tuviera un oído muy fino.
Me acerqué a la puerta. No podía entender lo que hablaba, tampoco era de
mi incumbencia, pero estaba claro que mantenía una conversación con
alguien, y eso sí era de mi incumbencia. O la cobertura en ese lugar había
aparecido por sorpresa, o el sueco conocía muy bien su existencia y me lo
había ocultado.
«¿Todavía lo dudas?», me dije enfadada conmigo misma.
Debí hablar del tema con Jan, pero ni me pasó por la cabeza comentárselo.
La ausencia de cobertura no suponía un gran inconveniente; más allá de
alguna comunicación con Henrik no precisaba de ella. Pero no fue mi falta de
interés por el asunto por lo que no le pregunté a Jan, sino porque me creí al
sueco. ¡Menudo personaje!
Me cruzó una idea por la cabeza, para ello tenía que esperar, y lo hice
sentándome en el porche, que sobresalía más de un metro, justo a la altura de
la puerta de acceso. Introduje las piernas entre las tablas de madera que
formaban la barandilla dejando que me colgaran al vacío. Era una sensación
agradable. Desde allí las vistas eran más espectaculares aún, empezando por
la casa principal que parecía mucho más grande de lo que era. No me había
dado cuenta de que había una segunda casa, mucho más pequeña adosada a la
principal…
Esperé.
El sueco seguía hablando.
Seguí divagando sobre las dimensiones de la casa grande.
Mi móvil descansaba en mi mano, a la espera, me pregunté a quién
pertenecería ese número de teléfono.
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Esperé.
Seguí observando la casa, parecía más grande de lo que en realidad acogía
en su interior.
Seguí esperando.
Cuando se produjo el silencio, me acerqué el móvil a la oreja, esperé un
poco más e inicié una conversación conmigo misma, una ficticia.
—Bien, estoy bien, no te preocupes. —⁠Me metí plenamente en el papel⁠—.
Este lugar es precioso, estoy encantada. En cuanto a mi compañero de casa es
muy arrogante y muy desagradable, pero Jan le buscará otro lugar en breve.
Escuché la puerta abrirse a mis espaldas y sonreí, el sabor de la victoria
me animó a continuar, aunque decidí fingir que estaba escuchando a mi
interlocutor. No tenía intenciones de añadir nada más, estaba segura de que el
sueco había escuchado la conversación, si bien no toda, al menos alguno de
los adjetivos que le dediqué. Fingí despedirme y permanecí en la misma
posición.
—¿Arrogante y desagradable? ¿Cómo te gustaría que fuera, Vega? —⁠Se
esforzó por pronunciar correctamente mi nombre.
—Pues… arrogante y desagradable, ¿qué te hace pensar que no me gusta
cómo eres? —⁠le dije sin moverme dándole la espalda.
—Parecías quejarte.
—Esa costumbre tuya de escuchar detrás de las puertas… —⁠Me incorporé
y me giré lentamente.
—Esa costumbre tuya de hablar a gritos…
Se acercó a mí, no había suficiente porche para mantener una distancia
razonable, me obligó a retroceder hasta toparme con la barandilla. Intuí que
pretendía intimidarme, y debo decir que lo consiguió, aunque me esforcé para
que no lo notara.
—Yo no hablo a gritos, solo he alzado un poco la voz: el entusiasmo de
descubrir que aquí había cobertura, la misma que olvidaste mencionarme.
—No me corresponde a mí informarte de esas cosas. Y… ahora que has
compartido tu entusiasmo conmigo ¡puedes marcharte!
—Tampoco te corresponde pedirme que me marche. Quiero visitarla
—⁠dije refiriéndome al interior de la cabaña⁠—, si eres tan amable de
apartarte…
Se acercó más, nunca un espacio tan reducido dio para tanto movimiento.
Apoyó las manos en la barandilla, una a cada lado de mi cuerpo, dejándome
completamente acorralada. Observé sus ojos de colores y su barba, ignorando
la forma en que el corazón se me aceleraba. Fue muy difícil mantener la
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compostura, fingir que no me impresionaba, pero lo conseguí: altiva,
desafiante, sin mover un solo músculo, alzando la mirada para encontrarme
con la suya.
Me recorrió un escalofrío, no sé si molesto o no, cuando vi que fijaba su
mirada en mis labios.
—Te recuerdo que trabajo aquí, necesito tener mis haberes dispersos y
necesito silencio, te vuelvo a pedir que te vayas.
«¿Haberes?». «¿Dispersos?». Interesante forma de expresarlo. Debió
notar mi expresión de sorpresa, de ahí que se esforzara por corregirla.
—Me refiero a que mis pertenencias están por todas partes —⁠aclaró con el
ceño aún más arrugado todavía⁠—, me refiero a que…
Seguíamos muy cerca…
—Te he entendido —le interrumpí lamentando que pudiera pensar que me
estaba burlando. Solo me había hecho gracia su forma de expresarlo, algo sin
malicia, sin ánimo de burla, si me hubiera escuchado hablando en inglés
seguro que a él le habría pasado igual, pero no merecía la pena que lo sacara
de su error. En otras circunstancias me habría disculpado, pero no era el
caso⁠—. Te he entendido perfectamente.
—Lo celebraría si creyera que lo has entendido de verdad.
—El que no entiende nada eres tú. —⁠No es lo que deseaba, pero esa vez
fui yo la que miré fijamente sus labios⁠—. Es ridículo que tenga que pedirte
que me dejes entrar, ¿es que no lo ves? Solo pretendo visitar la cabaña y
marcharme, y si tuvieras algo de sentido común podríamos discutir cuándo la
utilizo yo y cuando tú.
Seguí acorralada por sus brazos, muy cerca…
—No vamos a discutir nada —⁠sentenció retrocediendo⁠—. Y… no, no
busques sentido común, carezco de él.
Ya no estaba tan cerca y respiré aliviada.
—No puedes impedirme que visite esta casa, pero ¿qué te has creído?
—¿No puedes entender que está todo habilitado para mi trabajo y que no
permito que nadie lo vea?
—Yo no quiero ver tu trabajo, sino la cabaña. —⁠Di un paso hacia él, pero
me detuve evitando la cercanía de antes⁠—. Pero ¿qué tienes ahí dentro que no
se puede ver? ¿A qué te dedicas? ¿Eres traficante de armas? ¿De drogas? ¿Un
laboratorio clandestino? ¿A alguien amordazado?
—Tengo una bola gigante de cristal, una mágica, la utilizo para escribir
profecías.
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—¿Así que se trata de eso? —⁠dije sin poder contener la risa todavía
impactada por comprobar que tenía algo de sentido del humor, sarcástico,
pero algo de humor.
—De eso se trata —repitió. Utilizaba el mismo tono de voz para todo lo
que decía, y la misma expresión gélida.
Paseé por el porche asintiendo, pensativa.
—¿No te dijo tu bola de cristal que habría un error en la reserva?
—No, mi bola va más allá, se trata de predecir cosas del futuro, uno más
lejano, pero también tengo una pequeñita que me anunció que un ser muy
impertinente vendría a alterar mi lugar de trabajo.
—¿Es eso lo que hago? ¿Alterarte? —⁠susurré acercándome a él, pero me
detuve horrorizada al ser consciente de lo sensual que habían sonado mis
palabras. No sabía dónde meterme, ni siquiera me atreví a mirarlo a los ojos,
si percibía alguna burla me iba a ruborizar de la forma más ridícula que un
«ser», tal y como él se había referido a mí, podía hacerlo. Cuando me
disponía a girarme me alegró escuchar su réplica sin ninguna burla.
—Alterado, invadido… ¡Qué más da!
Aquello había llegado demasiado lejos, no podía creerme que
estuviéramos allí con una conversación como aquella.
—Esto es absurdo —exclamé muy enfadada⁠—. Parece que te tenga que
suplicar que me dejes entrar, sabes que no tienes ningún derecho a hacerlo.
—⁠Me acerqué mucho más, hasta estar a pocos centímetros. Nunca en mi vida
había agradecido tanto que mi móvil sonara anunciando una llamada.
Me aparté buscando una privacidad que no existía, asombrada de ver que
el sueco no tenía intenciones de marcharse.
Se trataba del mismo número de nuevo, dudé si debía o no descolgar, pero
me intrigaba tanta insistencia. La voz de Henna me serenó. Me anunció que se
dirigía hacia allí con el nuevo coche de alquiler y agradecí que se produjera
aquella interrupción, no sabía muy bien cómo seguir lidiando con aquella
rocambolesca situación. Antes de decidir si enfrentarme a él o marcharme
—⁠Henna no tardaría en llegar, según me había indicado⁠—, le escuché hablar
en su característico tono helado.
—¿Hablas en inglés con Henna?
—¿Crees que sería mejor hacerlo en hebreo? —⁠solté sin pensar.
Sonrió durante una cuarta parte de un segundo, quizás menos, pero
conseguí verlo. Fue fugaz, muy fugaz, pero juro que lo vi.
—¿Hablas en hebreo?
—Sí, y en latín, arameo, lituano…
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—Espero que no necesites que te traduzca a esos idiomas la palabra
«Márchate», pero si tengo que hacerlo, lo haré.
—Estás de suerte, Henna me trae el coche de alquiler y tengo que
marcharme, pero… —⁠Alcé la voz antes de que él interviniera⁠— te informo,
Nostradamus, que volveré dentro de una hora justa, una hora, sesenta
minutos, así que coge tus bolas de cristal y escóndelas, hazlas añicos o
cúbrelas con tus pantalones, pero voy a entrar en esa casa. Tienes una hora
para hacer desaparecer tus «haberes», pero que te quede claro que voy a
entrar. Pregúntale a tu bolita, verás cómo te dice que me ve dentro de la
cabaña.
Me di media vuelta e inicié el descenso por las escaleras.
—Henna habla español perfectamente.
—Gracias por la ensalada.
—De nada, chef.
¿Chef?
Había olvidado que le había dicho que lo era, de eso solo hacía unas pocas
horas, y tuve la sensación de que había ocurrido una semana atrás. ¡Tenía
razón Henrik cuando dijo que en ese lugar perdería la noción del tiempo!
Me dirigí al exterior de la casa pensando en sus palabras, en las últimas, el
resto era mejor olvidarlas. ¿Henna hablaba español? ¡No tenía sentido!
Un elemento más que rozaba la absurdidad. Aligeré el paso al escuchar el
sonido del coche al acercarse. Me alegré de poder salir del recinto durante un
rato.
Era ese lugar el que tenía que servirme de evasión, no tener la necesidad
de evadirme de él. ¡Menuda contradicción!
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Capítulo 13
Vega
Me encontré con Henna en el peor de los momentos, mi rostro debía ser un
espejo de lo que sentía, esa era la explicación que encontré a su forma de
observarme.
En esa ocasión su atuendo era mucho más formal que el día anterior y su
cabeza no estaba cubierta por un gorro, así que pude admirar una larga
melena rizada que fue objeto de mi envidia, no solo en ese momento, sino
todas las veces que la vi durante mi estancia en ese país. Mi cabello era
completamente liso como una tabla, y todo el que estaba ondulado y rizado
me llamaba la atención.
Me entregó las llaves del coche nuevo y me explicó que más tarde vendría
a buscarla un compañero, pero lo expresó en inglés. Sonreí sin ganas y esperé
a ver si se pronunciaba respecto a cómo quería invertir la espera.
—Te he traído unos pasteles, son típicos de esta región —⁠dijo en español.
Me quedé con la boca abierta, no por el regalo, sino por el idioma, incluso
había pensado que se lo había inventado el sueco. No debió pasarle
desapercibida mi sorpresa porque añadió:
—Hablo español.
—Vaya, me alegro, aunque supongo que hablas mejor en inglés…
—⁠¿Qué otra explicación podía haber? A menos que hasta ese momento no
supiera que yo era española, o…
—Hablo mucho mejor español, pero… —⁠Calló después de vocalizar
correctamente. Se lo puse fácil:
—No importa, simplemente te apetecía más hablar en inglés, no tienes por
qué explicármelo. En cualquier caso, me alegro, en inglés me defiendo, pero
tengo mis límites.
—Es una forma de mantener las distancias.
—¡Oh! —susurré. Si hubiera tenido más tiempo para procesar esa
confesión no le habría dado importancia, al fin y al cabo, no conocía a esa
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mujer, pero sus palabras me incomodaron.
Me sentí tentada a decirle que podía seguir manteniendo las distancias,
pero lo mejor era desaparecer cuanto antes.
Definitivamente no entendía a los suecos, al menos a dos de ellos.
Agité la mano con las llaves del coche y sonreí sin ganas. Me di media
vuelta, si quería algo más debía molestarse en decirlo, el idioma ya no era un
problema.
—¡Vega!
Giré la cabeza lentamente y vi como levantaba la caja de dulces.
—¡Oh! No me había dado cuenta, ¡gracias! —⁠Alargué la mano y sonreí
sin ganas⁠—. No tenías por qué molestarte.
—Si me invitas a café y bollos, te pido disculpas. —⁠Sonrió abiertamente
mientras clavaba sus ojos azules en los míos.
Tardé, una vez más, en procesar sus palabras, estaba claro que la rara era
yo, no encontré otra explicación.
—Te invito a ese café, pero no es necesario que me pidas disculpas,
puedes hablar como te apetezca. —⁠De nuevo tuve la misma sensación que
cuando la conocí, o todo lo tenía bajo un control absoluto o le importaba todo
muy poco. Pero algo me decía que tenía que averiguarlo, no podía negar que
esa mujer me caía bien a pesar de todo.
—No quiero disculparme por eso, sino por otra cosa.
Nos sentamos frente a la chimenea, pero antes nos detuvimos en el vestíbulo a
descalzarnos. Empezaba a estar algo cansada de hacerlo, tanto trajín de
zapatos era agotador.
El café era de Keith, pero decidí pasarlo por alto y llevarlo a la mesa junto
a dos tazas que me costó un mundo encontrar.
Henna me explicó que en Suecia era muy habitual hacer una parada sobre
las tres de la tarde para tomar café y pasteles, o… bollos, como ella lo
expresó.
Tras servirlo permanecimos en silencio, parecía una de esas primeras citas
en las que no se sabe bien qué decir. Aun así, esa chica me transmitía buena
energía y me apetecía charlar con ella.
—He venido con algo de tiempo, antes de que me vengan a buscar, para
hablar contigo. Quería disculparme por lo que ocurrió ayer, por haberte
dejado aquí sin ninguna explicación.
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Definitivamente hablaba español de forma más que fluida, estaba claro
que lo había practicado mucho. Su acento me recordó al del sueco, mucho
más natural que el de Jan, incluyendo las pausas entre vocales de una misma
palabra y las erres muy marcadas.
—Me encontré con una situación muy violenta, no entendía qué hacía ese
hombre aquí diciéndome que al día siguiente tendría que marcharme.
—¿Eso te dijo?
Asentí con la cabeza y le conté la situación resumida, omitiendo los
detalles más bordes del sueco.
—Siento mucho que te encontraras en esa situación, no pensé en ello, yo
era la primera que estaba sorprendida, igual que Keith. Fue un momento de
mucha confusión.
Eso mismo fue lo que yo pensé en un principio, pero yo tenía el mismo
derecho a estar molesta y no fui tan desagradable con él. Pero no iba a
pronunciarme al respecto, estaba claro que debían ser amigos.
—Esta mañana ha venido Jan…
—Me avergüenzo de mi forma de comportarme —⁠dijo ignorando mi
comentario⁠—, quizás si te lo explico mejor puedas entenderlo.
No sé lo impedí, no necesitaba más disculpas, pero sí entender un poco
más a esas personas, quizás hasta el carácter agrio del sueco tenía una
explicación.
—Jan y yo somos socios en la agencia. Él se encarga de los viajes en
general y yo de todo lo relacionado con la estancia en las cabañas, pero
también trabajo en la administración sueca y últimamente me mantiene muy
ocupada. Jan contrató a una persona para que me ayudara en la labor de las
cabañas y… me desvinculé, quizás demasiado.
»Hace unas semanas, Keith me pidió que le reservara esta casa y le pasé el
encargo a Elin, pero debió anotarlo mal y se confundió. De tratarse de otra
reserva, no habría habido cabida para un error porque se formaliza mediante
un contrato, y se repasan todos los detalles, pero Keith, que es un buen amigo
de Jan, no pasa por esos protocolos, simplemente nos indica las fechas que
desea, a mí o a Jan, y hacemos la reserva.
»Ese trámite se realizó en paralelo con tu reserva, aunque de ella se ocupó
Jan por estar vinculada a Henrik. El caso es que se cruzaron las dos gestiones
y… aquí está el resultado.
»Ayer, cuando Keith se dirigió enfadado a mí, no supe reaccionar, no
entendía nada, no me acordaba de las fechas que él había solicitado, pero
confiaba en que se habían gestionado correctamente. Te confieso que en ese
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momento me enfadé con Jan por contratar a Elin, me enfadé conmigo por no
haberme preocupado más, y me enfadé con Keith por… enfadarse conmigo.
—Entiendo, fue un momento complicado. Jan me lo ha explicado
también. Ya está hecho, no hace falta darle más vueltas.
—Lo sé, pero no quiero que te lleves una impresión equivocada, no eres
cualquier cliente, eres la amiga de Henrik, te has alojado aquí por su
recomendación, y para Jan eso es muy importante.
—¿Conoces a Henrik?
—Personalmente no, no hemos coincidido, pero he hablado alguna vez
con él por teléfono. Él diseñó las cabañas de los árboles, fue idea suya
añadirlas al proyecto de rehabilitación. No es justo que para una vez que
cometemos un error así sea precisamente contigo.
»Ayer no tenía que haber venido yo a acompañarte, Jan quería encargarse
de ello, pero un imprevisto de última hora se lo impidió, así que tuve que
correr mucho y dejarlo todo para venir a buscarte. No tuve un buen día, lo
siento, lo pagaste tú.
—Por esa razón me hablaste en inglés… —⁠Sonreí abiertamente⁠—. En
cuanto me escuchaste te diste cuenta que no iba a ser capaz de mantener una
conversación muy larga y te aferraste al idioma, no tenías ganas de charlas,
¿cierto?
Se echó a reír.
—Podría ser algo así, pero dejémoslo en que tuve un mal día y fui poco
amable contigo. —⁠Hizo una pequeña pausa⁠—. Como sabes, Jan está
trabajando para solucionarlo.
Eso esperaba, que lo solucionara pronto, pero esperaba tener algo de
tiempo para importunar al sueco y ver su cara de derrota.
—Espero que muy pronto puedas disfrutar sola de la casa.
Esas palabras me retumbaron, la palabra sola seguía produciéndome
escalofríos.
Salí de Madrid muy convencida de necesitar emprender esa aventura, no
entendía por qué en ese momento me había desorientado por completo sobre
los motivos de mi viaje.
Sin ningún aviso, se sucedieron imágenes en mi cabeza, como
diapositivas: mi psicóloga y su teoría de mirar atrás para ubicar el pasado,
Henrik planeando mi viaje a Suecia, mi entusiasmo por emprender sola una
aventura, mi trabajo, mi casa, Daniel… ¡Suficiente!
Me recorrió un escalofrío al pensar en él, ni siquiera entendí cómo llegué
tan lejos con mis pensamientos.
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Tenía necesidad de futuro, de «mañana», de… vivir. Atrás debían quedar
las decisiones equivocadas y las lágrimas.
«Bienvenidos a Gotemburgo, disfruten de su estancia». Recreé las
palabras que escuché por megafonía en el avión cuando aterrizamos.
Eso es lo que me disponía a hacer, en Visingsö, en la cabaña, o donde
fuera, pero iba a disfrutar de mi aventura.
El café se estaba derramando, la segunda taza me llevó a viajar con mi mente
muy lejos de allí, ¿cómo explicarlo? Henna me observaba perpleja. Debía
reconducir aquella situación. No podía explicarle que en el tiempo que se
tarda en servir una taza de café yo había dado un repaso considerable a mi
vida…
Lo mejor que podía hacer era continuar como si mi lapsus no hubiera
ocurrido, al estilo sueco.
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Capítulo 14
Vega
Los seis bollos de canela que me regaló Henna desaparecieron. Me parecieron
deliciosos, pero no tanto cuando tuve la sensación de que en mi estómago se
estaba librando una batalla entre dos civilizaciones, de esas crueles y
sanguinarias que dejan huella en la historia.
No debió pasar desapercibido para Henna, que se ofreció a mostrarme
algunos detalles del jardín alegando que era muy probable que no hubiera
reparado en ellos; estoy convencida de que solo fue una excusa. Ella también
necesitaba algo de movimiento para digerir lo que nos habíamos zampado.
Recorrimos la parte trasera de la casa, la que albergaba la mayor parte de
zona ajardinada. Durante el trayecto, con una parada cada tres o cuatro pasos,
y a petición mía, me habló de las casas que alquilaban.
Eran un total de cuatro repartidas a lo largo de toda la isla. Formaban
parte de una herencia de la familia de Jan, pero hubo mucho trabajo para
convertirlas en lo que eran en ese momento. Las cabañas, tal y como ya sabía,
en los árboles eran una idea de Henrik, que colaboró en su diseño y ejecución;
el jardín, una idea de Henna.
Me enteré que su trabajo en la administración sueca estaba relacionado
con la conservación de bosques. Había estudiado ciencias medioambientales
en Suecia, pero la oportunidad de participar en un proyecto forestal en España
le llevó a trasladar su residencia durante cinco años al norte, concretamente al
País Vasco.
—Recuerdo esos años con mucho cariño —⁠exclamó con una sonrisa que
lo confirmaba.
—¿Así que ese es el motivo de que hables español?
—Sí, aunque cuando llegué a España me costó mucho. Recibí la ayuda de
una amiga de mi madre que llevaba muchos años viviendo allí porque se casó
con un español. Su marido fue el que me brindó la oportunidad de trabajar
allí, es ingeniero forestal y aprendí mucho a su lado, incluyendo el idioma.
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—Todas las personas que he conocido desde que estoy aquí hablan
español.
—¿Te refieres a Jan y Keith? —⁠Asentí con la cabeza⁠—. Es curioso, tienes
razón. Keith y Jan lo hablan también, aunque por razones distintas.
—Jan me contó sus motivos —⁠aclaré intentando que se animara a
desvelarme los motivos del sueco, tenía mucha curiosidad por saberlo.
—Los tres hemos vivido en España, pero no coincidimos en el tiempo.
Jan fue el primero, fue al terminar los estudios. Keith estuvo tiempo después,
pero fue por motivos de trabajo, lo trasladaron allí. Él llevaba la ventaja de
conocer el idioma, su abuela era española. Y yo fui la última, aunque ahora
que lo pienso, coincidí un tiempo con Keith, pero vivíamos a muchos
kilómetros y él siempre estaba viajando.
Mi curiosidad iba en aumento, esperaba que me desvelara a qué se
dedicaba el sueco, pero Henna dio por terminada la explicación y pasó a
mostrarme alguna de las bellezas que se encontraban en el jardín.
«¿Así que su abuela era española?». Pensé decepcionada de que Henna no
se explayara en detalles. Era lo que tenía la inactividad, que cualquier cotilleo
se agradecía, mucho más si venía del sueco.
Sentí cierta envidia cuando descubrí el brillo que emitían sus ojos al hablar de
su trabajo. Henna sentía pasión por todos los elementos de la naturaleza y su
conservación, se apreciaba por la forma en la que se expresaba. Me confesó
que también era una amante de los animales y que formaba parte de varias
asociaciones que luchaban por sus derechos. La escuché atentamente y
disfruté de sus explicaciones, algo que incluso a mí me sorprendió. Henna y
yo éramos muy distintas, por lo que pude apreciar hasta ese momento. Me
pregunté si ella continuaría con su relato una vez que conociera que yo era
una mujer exclusivamente de asfalto, que no había tenido una mascota en toda
mi vida y que en general los árboles y las plantas para mí eran solo «árboles»
y «plantas»; que si había sido capaz de identificar los robles que nos rodeaban
se debía a que Henrik lo había mencionado en varias ocasiones, y también a
las páginas turísticas de Suecia que había consultado durante la espera en el
aeropuerto.
Me imaginé la cara de Henna si le hablaba de mi «no» relación con la
naturaleza y el medio ambiente:
«Soy una chica de ciudad, si no recuerdo mal he tenido una sola planta en
mi casa y duró lo que aguantó sin recibir una gota de agua; mi contacto más
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directo con un animal ha sido con el gato de la señora Domán, pero sufrió
un… —⁠Mucho mejor si omitía esa parte, tardé meses en convencerme que fue
un accidente⁠—; no me gustan mucho las flores, les cogí manía desde que mi
madre las eligió como regalo de cumpleaños durante el periodo de los
dieciséis a los veintidós años; soy un desastre reciclando la basura, aunque
quiero creer que siempre se trata de falta de tiempo…».
Al recrear en mi mente esa lista me di cuenta de lo absurdo que era que
estuviera pensando en ese tipo de cosas, se me antojó un relato infantil, pero
mi cabeza parecía sentirse cómoda recurriendo a esas tonterías, especialmente
porque tras describir un perfil como el mío, tan poco en contacto con la
naturaleza, el estar en ese momento rodeada de bosques, de lagos, y de
jardines repletos de flores, pude convencerme de que me encontraba
emprendiendo una aventura de verdad, para mí lo era.
Henna me devolvió a la realidad:
—Parece que estás en otro mundo.
—¡Oh! Lo siento Henna, estoy encantada con todo lo que me estás
contando, es solo que no he podido evitar pensar que… ¡soy una mujer de
ciudad! Después de este viaje quizás incorpore algo de naturaleza a mi vida.
Henna se echó a reír, y tras mi versión dulce de los hechos, para mi
sorpresa, volvió sobre sus pasos en dirección a la casa, y no a la cabaña del
árbol como yo esperaba. Ese era mi objetivo, pero debió ser de una forma
inconsciente porque en ningún momento, durante el paseo, me planteé qué es
lo que esperaba una vez que nos encontráramos frente al lugar donde se
escondía el monstruo sueco de ojos de colores. Sentí una decepción
inesperada, pero me limité a seguirla.
Mientras lo hacía, me pregunté por qué ella no había mencionado al
sueco, solo lo había hecho en una ocasión refiriéndose al problema de la
reserva, pero no me había preguntado dónde estaba, ni si me caía bien…
Lo que estaba claro era que me encontraba delante de una persona
desconocida, seguramente mucho más reservada y discreta que yo. Henna no
dejaba de hablar, pero en todo momento se había centrado en su trabajo y en
la casa. Podía ser, incluso, que hubieran hablado por teléfono y Henna no
tuviera intenciones de visitarlo, al fin y al cabo, su entrada en la casa no
parecía planeada, el café parecía más bien improvisado. O puede que el sueco
no solo me impidiera a mí acceder a la cabaña, podría ser que se tratara de un
ermitaño que se refugiaba en ella de vez en cuando.
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«Keith nos indica las fechas que desea, a mí o a Jan, y hacemos la
reserva», rescaté esas palabras de la conversación con Henna, parecían indicar
que frecuentaba el lugar.
¿Dónde viviría ese hombre? Si alquilaba la casa debía vivir fuera de
isla… ¿o no? Henna había mencionado Estocolmo, ¿o había sido Jan?
No iba a llegar muy lejos con aquellas cuestiones, mucho menos si no se
las pensaba plantear a Henna, pero me alegró darme cuenta de que me estaba
entreteniendo con pequeñas cosas.
Mis dudas sobre las dimensiones de la casa se fueron aclarando conforme
nos acercábamos. Estaba en lo cierto: el edificio anexo que había observado
desde la cabaña albergaba otras estancias.
Bordeamos una fuente instalada en el interior de un tronco de roble de
grandes dimensiones talado a poca altura. Henna me contó que no pudieron
salvarlo y que dadas sus dimensiones decidieron convertirlo en un elemento
decorativo del jardín. Tras la fuente, una amplia hilera de setos perfectamente
cortados delimitaba el terreno entre la casa y el jardín. Accedimos al otro lado
empujando un trecho de seto que resultó ser una puerta de acceso.
En otras circunstancias, la curiosidad me habría llevado a recorrer cada
rincón del recinto, pero mi llegada no había sido muy normal, y mis guías no
habían estado por la labor. En cualquier caso, no habría sido capaz de
descubrir aquel acceso por mis propios medios, estaba perfectamente
disimulado con el entorno.
—¿Qué hay dentro? —pregunté cuando nos encontramos frente a la
fachada trasera del edificio anexo.
—¿No has entrado? —preguntó sorprendida⁠—. ¡Ah! Ahora lo entiendo,
has debido acceder por la cocina, pero también se puede acceder por aquí.
¿Has visto los tres robles? —⁠Sin esperar respuesta, para mi alivio, se dedicó a
trastear en la cerradura de una puerta de madera pequeña.
No entendí a qué se refería con los tres robles, pero empecé a sospechar
que estábamos a punto de entrar en la bodega en construcción a la que se
accedía desde la cocina, la misma que el sueco me indicó que debía
permanecer cerrada.
¿Habría tres robles dentro de esa bodega?
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Capítulo 15
Vega
Nunca habría imaginado que tras aquella minúscula puerta —⁠alguien del
tamaño del sueco tendría dificultades para atravesarla⁠— me encontraría con
un lugar como aquel. Me quedé clavada al suelo en el umbral de la puerta
mientras Henna entraba y se situaba en el otro extremo, justo donde se
encontraba la otra puerta.
Entré despacio, con cautela, como si estuviera visitando un lugar cargado
de historia. Aquel pequeño rincón cubierto por madera y piedra, rodeado de
jardineras repletas de plantas con colores vivos hizo que mi labio inferior se
descolgara sin dar crédito a la belleza de aquel lugar. Pero no fue eso lo que
más llamó mi atención, sino la bañera. Se encontraba frente a una ventana
incrustada en toda la dimensión de una pared, ofreciendo unas vistas
espectaculares en las que destacaban un conjunto de robles gigantes que
ascendían por una pequeña colina.
No era una bañera cualquiera, sino un gigante cuenco transparente
insertado entre cuatro postes de madera.
¡Completamente transparente!
Alguien la debía haber usado recientemente a juzgar por algunas burbujas
que flotaban en la superficie, y a la cantidad de agua que albergaba. ¿Había
sido el sueco o la habían preparado así para mi estancia?
—Es increíblemente precioso este lugar.
—Entonces… ¿no lo habías visto?
Negué con la cabeza y retrocedí hasta situarme en la otra puerta de acceso
desde donde pude tener una visión global de la estancia. No era un espacio
que destacara especialmente por sus grandes dimensiones, por ello me
sorprendió que al ser más bien reducido hubieran conseguido un efecto como
aquel. Era un pedacito artificial de bosque diseñado para encontrar la
relajación que proporciona el agua al mismo tiempo que se disfruta de las
vistas; con unas palabras parecidas lo describió Henna.
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Mientras ella me hablaba de los tres robles que se veían a través del
ventanal y me explicaba su historia, no pude apartar la mirada de aquel
recipiente transparente. Me ruboricé al imaginarme sumergida en él,
completamente desnuda, mientras la puerta se abría y todo mi cuerpo, a pesar
de estar cubierto de agua, quedaba expuesto mientras unos ojos…
¡No podía creerme que estuviera pensando en algo así! Intenté creer que
se debía a lo sugerente que era aquel lugar, especialmente el cristal
transparente del que estaba construida la bañera o, mejor dicho, el jacuzzi; los
mandos incrustados en un panel semioculto así lo mostraban.
Con un gran esfuerzo abandoné mis fantasías y me centré en escuchar
parte de la explicación de Henna sobre los doscientos años que tenían
aquellos robles, y sobre lo mucho que costó encontrar una solución para
conseguir el efecto de estar en mitad de un bosque, sobre un lago, rodeado de
naturaleza.
También se animó a hablarme de los robles de Visingsö, aunque en ese
momento solo era capaz de escuchar algunos fragmentos. Al parecer la isla
fue el lugar elegido por la armada sueca para plantar una gran cantidad de
robles. Fue en 1830 y lo hicieron con el fin de proveerse de madera para la
construcción de futuros navíos, pero nunca se utilizó para esos fines, cuando
estaban crecidos las construcciones no requerían madera sino metal.
—Calcularon mal —dije sonriendo consciente de que me había perdido
parte de la historia por no apartar la mirada de la bañera… ¡transparente!
—Sí, por suerte no los sacrificaron para construir barcos y nos dejaron
este gran legado: grandes robles, perfectamente alineados e… inusualmente
rectos; por eso costó fusionarlos con la construcción.
Henna continuó sus explicaciones sobre el impacto del medio ambiente y
la conservación de los bosques, pero yo solo pensaba en la dichosa bañera.
«Transparente, relajación, la puerta al abrirse…», recreé de nuevo.
Así que una bodega cerrada en construcción…
¿Era necesario que me mintiera?
Un rato antes, había estado tentada a contarle a Henna la versión de la
bodega que me había dado el sueco, incluida la puerta cerrada. También podía
haber continuado con los impedimentos que me ponía para entrar en la cabaña
y el sinfín de arrogancias que había recibido desde que llegué, pero dejé que
esa tentación se esfumara, no merecía la pena, las batallas con el sueco me las
reservaba para seguir librándolas yo, era más divertido. No conocía la
relación que había entre ellos, aunque deduje que eran buenos amigos, así que
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lo más prudente era evitar ese tipo de quejas. Llegado el momento sería Jan
quien las recibiera.
—Debí mostrarte la casa cuando llegamos ayer, es lo que suelo hacer
siempre con los clientes que acompaño. Fui muy poco amable y muy poco…
profesional. Lo siento… —⁠Bajó la cabeza claramente afectada.
Era cierto que descuidó su trabajo, pero siendo sincera debía confesar que
no era algo que, a mí, a esas alturas, me importara. Si bien el día anterior me
dejó en la puerta de la casa sabiendo que había un conflicto con la reserva,
también me había dedicado mucho tiempo esa misma tarde; seguramente me
había dado muchas más explicaciones sobre el lugar de las que solía darles a
los clientes que se alojaban allí.
—Olvídalo, Henna, no quiero hablar más de ese tema. No estoy
disgustada ni afectada por eso. Me imagino que Jan encontrará una solución
—⁠expresé con un nudo en la garganta, la idea de quedarme sola allí seguía sin
entusiasmarme. ¿Qué hubiera ocurrido de no producirse ese error, si hubiera
estado sola desde que llegué? Esos eran los planes, pero…
Como había aprendido a hacer en los últimos meses, aparté de mi mente
lo que me angustiaba, en ese caso el dilema sobre mis deseos de estar o no
sola en ese lugar.
Durante mucho tiempo había sido víctima de la velocidad destructiva de
mi mente llegando a sufrir por situaciones que no eran reales, solo
imaginadas. Mi mente había sido una máquina a la hora de recrear lo peor de
cada situación, el peor desenlace; antes de que se produjera, ya me
angustiaba. Pero todo había cambiado y había aprendido a no suponer, a no
lanzarme hacia la peor posibilidad, a no llegar a lugares que me hacían daño y
que solo existía una remota posibilidad de ser visitados.
Así había sido yo hasta hacía unos meses, pero había aprendido a evitar
todas esas situaciones traicioneras de la mente para centrarme en el aquí y en
el ahora. ¿Fácil? No, pero mucho más de lo que había imaginado.
La ayuda de Henrik había sido esencial en ese proceso. Sus brazos
abiertos después de portarme con él como una verdadera impresentable
fueron los que me abrieron los ojos, para bien y para mal…, pero
completamente abiertos, como deberían haber estado cuando tomé la decisión
más estúpida de toda mi vida.
Henna, que llevaba un rato, sin éxito, intentando poner el jacuzzi en
marcha, permaneció en silencio, aunque algunas de las palabras que salieron
de su boca fueron en sueco. No estaba segura, pero Henrik utilizaba algunas
de ellas con frecuencia, equivalían a un «Joder», «Mierda», o a la versión
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sueca de acordarse de la familia de quien fuera, o lo que fuera, que daba
problemas.
Mientras ella trasteaba el panel de mandos —⁠lo habían querido disimular
tanto que apenas era accesible⁠—, yo me centré de nuevo en la bañera
intentando planear cuándo me daría mi primer baño.
Cuando las primeras burbujas aparecieron y me mostró el funcionamiento,
básico, muy básico, salimos de la estancia. No perdí la oportunidad de
preguntarle por las llaves y me indicó que todas las que pudiera necesitar se
encontraban dentro de una caja, junto a la chimenea, excepto las que me
entregó de la casa.
—Al girar esa esquina —señaló al lado opuesto⁠—, hay un pequeño jardín
que acoge un porche donde se guardan las bicicletas… por si te interesan. Se
puede acceder desde la fachada principal también, hay un caminito, no sé si lo
has visto.
Asentí con la cabeza, pero no era cierto, no tenía ni idea de que allí había
bicicletas, ¡quizás me animara a conducir alguna!
Nos despedimos cuando me anunció que se marchaba, pero que antes
quería saludar a Keith.
—Supongo que está en la cabaña del árbol —⁠dijo muy segura.
—Sí, creo que es uno de sus lugares favoritos. —⁠Podía haber guardado
silencio o limitarme a asentir, pero cada palabra, en adelante, que pronuncié
estaba estudiada para sonsacarle información del sueco.
—Keith pasa mucho tiempo allí, es un lugar ideal para concentrarse y
trabajar. Es un lugar precioso, ¿te ha gustado?
Tardé en contestar.
«Le digo que no he entrado todavía…».
«No se lo digo…».
«Le miento, no le miento…».
—¡Es preciosa! Henrik me había mostrado fotos y… me ha hablado
muchas veces de la cabaña… ¡Está muy orgulloso! —⁠Esa versión me
convenció, era la más diplomática, la que se encontraba entre mentir y no.
Me invadió un sentimiento de nostalgia a reparar en que Henrik no me
había hablado tanto como yo afirmaba de ese lugar, solo algunas veces y,
sabiendo lo mucho que significaba para él, sentí que se me encogía el
estómago.
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Lo último que obtuve de Henna fue una sonrisa, un apretón de manos y una
propuesta.
—Supongo que no has visitado Gränna…
—No, no he tenido tiempo. Me gustaría ir mañana para comprarme unas
botas.
—Llámame, tienes mi teléfono, puedo mostrarte algunos lugares que te
gustarán.
—Claro, lo haré, pero espero que Jan me diga algo sobre… la reserva,
supongo que no tardará en encontrarle un alojamiento a Keith —⁠continué con
mis intenciones de sacarle información.
—¿A Keith? —Se echó a reír—. Va a ser difícil sacarlo de aquí.
—A mí también —solté provocando que se echara a reír de nuevo.
—No sé cómo lo va a solucionar, es… —⁠Se calló y bajo la cabeza
incómoda.
—Puedes hablar con sinceridad, Henna —⁠la animé sin querer renunciar a
algo más de información.
—Es difícil, Vega… Está todo reservado en la isla, solo hay una opción
en la que está trabajando Jan, pero no quiero engañarte… no…
—No hay muchas posibilidades de que salga bien. —⁠Le eché una mano,
parecía angustiada.
—Exacto, pero no perdamos la esperanza, quizás esta misma noche o
mañana, Jan os pueda decir algo. Si una de las cabañas queda libre… tú tienes
prioridad para quedarte, está claro.
—Podemos hacer un sorteo o retarme al amanecer con Keith, el ganador
se queda.
Henna soltó una carcajada.
—En ese caso acudiré como testigo y te animaré, prefiero que ganes tú y
disfrutes de la casa, él ya la ha visto muchas veces —⁠dijo sonriendo.
—Me daría pena echarlo, es encantador… —⁠dije con ironía.
—Sí que lo es, es un hombre muy especial…, merece la pena conocerlo.
¡Un momento! Estaba hablando en serio. O no captó mi ironía o yo no
capté la suya, pero algo me dijo que esas palabras eran sinceras, exentas de
sarcasmo.
¿El sueco era encantador?
Me limité a sonreír y a guardar silencio, la mejor opción cuando no se
sabe qué decir.
Se despidió lanzándome un beso al aire con una expresión tan dulce que
me llegó al corazón, y empezó a alejarse en dirección a la cabaña del árbol
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dejándome un nudo en el estómago.
Veinticuatro horas después de mi llegada a ese lugar seguía sin
encontrarle sentido a nada. De repente, Jan y Henna me parecían personas que
conocía desde hacía años; de repente, reparé en que el sueco, a pesar de ser un
borde y de mirarme por encima del hombro, como si mi vida estuviera en sus
manos, tenía un lado encantador que no me hubiera importado descubrir.
Tenía la sensación de estar entre amigos, a pesar de lo absurdo que era
solo pensarlo, y, lo que era aún más extraño, tenía la sensación de haber
estado en ese lugar cientos de veces.
Estaba realmente confundida: demasiadas sensaciones contradictorias. Y
para añadir más caos a mi cabeza, de camino a mi dormitorio, me imaginé el
duelo al amanecer con el sueco y, al recrear mi victoria, el entusiasmo no fue
el esperado.
«Está claro que no te apetece quedarte sola aquí, Vega». Me sinceré
conmigo.
No, no me apetecía, el problema era que la otra opción consistía en
aguantar a ese estúpido arrogante, el que sus amigos describían como
encantador, y esa me apetecía mucho menos. Un día más para fastidiarlo y
devolverle su cordialidad estaban bien, pero más… me producía escalofríos.
Paso a paso. «… Se hace camino al andar…». Me dije recitando al gran
poeta.
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Capítulo 16
Keith
Me deleité escuchando el sonido de unos nudillos golpeando la puerta. No
tenía prisa por atender esa pesada, preferí tomarme mi tiempo mientras ella
insistía pensando que no le iba a abrir.
Era consciente de que esa mujer cumpliría su amenaza y volvería en el
tiempo que había anunciado, pero… ¡se había retrasado! Lo confirmé al
consultar mi reloj, incluso había albergado la esperanza de que hubiera
cambiado de opinión, pero ahí estaba, dispuesta a reivindicar su derecho a
visitar la cabaña.
No podía negar que no lo tuviera, pero de entre todos los metros
cuadrados que había en el recinto esperaba que entendiera que la cabaña era
para mí, no me importaba si ella había hecho o no una reserva, ni si mi
planteamiento era incongruente. Tenía espacio suficiente para hacer lo que
fuera que quisiera hacer allí, y una isla entera para visitar, especialmente
cuando el problema del coche de alquiler ya estaba resuelto, o eso me había
parecido escuchar; esperaba que se animara a conocer los encantos de la isla,
¿a qué si no había acudido hasta allí?
Por mucho que me satisficiera acabar con su paciencia, decidí poner fin a
aquella situación, aunque reconozco que esperaba que insistiera más en
llamar, solo había escuchado dos series seguidas de golpes, y fueron
demasiado suaves para lo que me esperaba.
Abrí lentamente mientras le regalaba mi especial bienvenida.
—¿Te ofenderías si te llamara pesada? —⁠dije topándome con la figura de
Henna, que abrió mucho los ojos al escucharme⁠—. Perdona, Henna, no sabía
que fueras tú…
—¿A quién llamabas pesada?
—¿Qué haces aquí? —le pregunté intentando eludir la respuesta.
—He venido a traer el coche de alquiler para Vega, pero ya me marcho,
Elin me ha tenido que venir a buscar y me está esperando, solo quería hablar
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contigo.
La miré fijamente y esperé a que me recriminara mi actitud con esa mujer.
Seguramente le habría dado todo tipo de quejas y Henna, que solía ser
siempre muy directa, había decidido darme un toque de atención antes de
marcharse. Pero no se lo iba a permitir, si alguien estaba molesto era yo por
su falta de profesionalidad y por haber descuidado mi reserva hasta el punto
de hacerla coincidir con una desconocida la mar de irritante.
—No sé qué te habrá dicho, pero no pienso escuchar ni una sola queja,
estoy intentando concentrarme, sabes perfectamente para qué he venido aquí,
así que si…
—¿Quejas? ¿Qué quejas? ¿Te refieres a Vega? —⁠Me escudriñó con la
mirada. Tragué saliva buscando las palabras adecuadas. Henna no era fácil de
engañar, tras su apariencia dulce y desenfadada se encontraba una mujer de
armas tomar.
—¿No se ha quejado?
—¿De qué? ¿Del error en la reserva?
Asentí perplejo, algo no cuadraba en aquella conversación. ¿No quería
recriminarme mi actitud con la intrusa?
—No, el único que se ha quejado eres tú, el que menos motivos tiene para
hacerlo.
—¿No tengo motivos? ¿No debería quejarme? Te recuerdo que…
—Keith, ya lo hemos hablado por teléfono, y con Jan también lo has
hablado, no pienso volver a darle vueltas.
Me mantuve en silencio, cualquier palabra que saliera de mi boca podría
volverse en mi contra. Mientras no entendiera qué estaba pasando, el silencio
era el mejor aliado. La escuché cuando intervino de nuevo.
—Jan está intentando resolver este lío.
—Confío que mañana esté resuelto —⁠dije lo más suavemente que fui
capaz, no me apetecía tener un desencuentro con Henna.
—No es fácil.
—Jan dijo que hablaría con un cliente y si él aceptaba podría hacer
cambios.
—No se trata de que acepte, se trata de cuadrar fechas en las actividades
de ese mismo cliente; depende de muchas cosas, no solo de que el cliente esté
de acuerdo, se trata de modificar todo su plan de viaje.
Era lo que me temía, pero escucharlo de su voz hizo que perdiera toda la
esperanza, Henna era sincera, directa, no daba vueltas innecesarias a las
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cuestiones, iba al grano. Su opinión debía estar más cerca de la realidad que la
versión edulcorada de Jan.
—Me he encargado de que en las dos siguientes semanas no haya ningún
error y puedas alojarte.
—Te lo agradezco.
—Tengo que irme, espero que puedas concentrarte en tu trabajo.
Mientras… disfruta de la compañía de Vega, es estupenda.
—¿Estupenda? —Era evidente que yo no habría elegido ese adjetivo.
Henna me miró fijamente y, como siempre, era difícil saber qué podía
estar pasando por su cabeza.
—Eso me ha parecido, ¿a ti no?
—¿Qué te ha dicho de mí? —le pregunté ignorando su pregunta.
Necesitaba entender aquella situación, la única manera era abordándola
directamente.
Henna se encogió de hombros y dio media vuelta en dirección a las
escaleras. En un tramo de la espiral desapareció, pero en el siguiente asomó la
cabeza.
—Nada, no te ha mencionado. ¿Por qué me lo preguntas?
—Tenía curiosidad por saber si… le caigo bien —⁠dije sin pensar, a la
vista estaba que no era mi día más creativo.
—Pues pregúntaselo, a mí no me lo ha dicho.
Entré de nuevo en la cabaña muy confuso. ¿Por qué no le había dado
quejas sobre mí? ¿Ni siquiera una? ¿Se las habría dado y le habría pedido a
Henna que no me dijera nada? No, Henna no se prestaba a esos juegos. No
entendía que esa mujer hubiera perdido esa oportunidad, todo lo que le
hubiera contado habría llegado de una forma directa a Jan a través de Henna.
Bien mirado, no tenía mucho de lo que quejarse, exceptuando mi
insistencia de impedirle el paso en la cabaña, lo demás solo era un pequeño
roce propio de una convivencia impuesta que ninguno de los dos deseábamos.
Aun así, me sorprendió, no me lo esperaba.
¿Estupenda?
A mí me parecía molesta, mal educada, gritona y… ¿qué decir de esa
mala costumbre de insultar?
Por otro lado, tenía que reconocer que en alguna ocasión me había
arrancado una sonrisa por alguna ocurrencia o por la forma en que me había
contestado. Tenía recursos, eso era innegable, y fuerza, no parecía
amedrentarse fácilmente, pero era molesta, muy molesta. Puede que ella no
tuviera la culpa, pero no soportaba la idea de tener compañía en mi cabaña o
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cerca de ella. Necesitaba silencio y concentración, de lo contrario no iba a
terminar lo que había ido a hacer allí.
Esperaba que no insistiera más, pero si lo hacía iba a tener que aguantar
todo el malestar que había acumulado en las últimas veinticuatro horas.
Había escuchado adjetivos como guapa, encantadora…, incluso Jan
mencionó que era muy inteligente —⁠si no recordaba mal⁠—, y divertida. Y a
todo ello había que sumar la definición de Henna: estupenda.
Guapa, sí, eso no podía negarlo, pero el resto de calificativos…
No, no era tan estupenda, era irritable y me caía muy mal. No veía el
momento de perderla de vista, necesitaba concentrarme para sacar adelante mi
proyecto.
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Capítulo 17
Keith
Tras la visita de Henna me costó volver a poner todos mis sentidos en el
trabajo. Esa era una de las razones por las que necesitaba estar solo en aquel
lugar. Por norma general me resultaba difícil concentrarme, por ello cualquier
interrupción me afectaba enormemente. De ahí que eligiera alojarme en la
cabaña cuando necesitaba calma y comodidad, solo allí podía desconectar y
sumergirme plenamente en el proyecto que tenía entre manos; cualquier
elemento fuera de lugar impedía que mi trabajo obtuviera resultados
satisfactorios.
Conseguí la concentración deseada, aunque me llevó más de veinte
minutos hacerlo. Un sonido extraño, que no supe bien identificar llamó mi
atención, pero solo duró unos pocos segundos y pude centrarme de nuevo en
lo que estaba haciendo.
Volví a escucharlo, esa vez con más nitidez. Era chirriante y muy molesto.
Tardé en localizar su ubicación: estaba cerca, muy cerca.
¿Qué era aquel silbido estridente? Me recordó a… ¡No podía ser!
De repente, rescaté una imagen que me proporcionó una pista, aunque no
me podía creer que fuera real.
Me levanté bruscamente, malhumorado, agobiado de haber desconectado
de nuevo de mi trabajo, y salí al exterior.
Mis sospechas estaban en lo cierto, se trataba de una flauta. La intrusa…
Vega, o como quiera que se llamara, se encontraba sentada en el porche, en la
misma posición que unas horas antes, con las piernas colgando al vacío a
través de la barandilla. Me daba la espalda, no podía ver lo que tenía en la
mano, pero sí podía escuchar el espantoso sonido que emitía.
Aunque debió reparar en mi presencia no se detuvo ni se movió, continuó
maltratando el instrumento emitiendo unos sonidos propios de un niño al
iniciarse con él.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
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El sonido se detuvo y ella giró la cabeza lentamente.
—Es evidente, ¿no? —dijo con una sonrisa cínica mostrándome la flauta
que sostenía.
Debía ser la que había visto antes en su maleta, el estuche transparente
que la acogía delató su contenido. Recordaba haberme fijado en la marca del
estuche, la reconocí, no era la de un principiante, o la que se utiliza en las
clases escolares.
—Es evidente, sí, pero sigo sin saber por qué estás aquí tocando esa…
flauta.
—Es el sitio ideal para hacerlo, aquí hay cobertura; eso sin contar las
maravillosas vistas…
—¿Cobertura? ¿Qué tiene que ver la cobertura?
—Mi flauta tiene un dispositivo que funciona con red wifi.
Pero ¿qué estupidez estaba diciendo? Claro, me estaba tomando el pelo, se
estaba burlando de mí. ¡Qué maravilla de mujer!
—Entiendo. ¡Qué interesante es tu flauta! ¿No hay otro lugar donde
funcione?
—En el salón apenas se mantiene la conexión, y aquí, tal y como me ha
explicado Henna, hay un router con su bonita conexión wifi. Ahora entiendo
por qué no sales de aquí, tu bola de cristal también se conecta vía wifi…
Estaba realmente enfadado, más bien perplejo por todas las sandeces que
estaba escuchando, pero sus últimas palabras hicieron que se me escapara la
risa, aunque afortunadamente rectifiqué con rapidez.
—Mi bola de cristal funciona con silencio.
—Vaya, ¡qué contratiempo! Tendremos que hacer turnos, yo necesito
seguir ensayando… ¡Soy música!
¿Música? ¿Otra vez me tomaba el pelo? ¿Cómo iba a ser música si estaba
aporreando el instrumento con los labios? Hasta yo hubiera sido capaz de
emitir un sonido más agradable.
—¿No eras chef?
—También, soy una mujer polifacética, me gusta la cocina, la música…,
las bolas de cristal… ¿Me enseñas la tuya? —⁠Se incorporó lentamente
mientras se alisaba el pantalón con la mano⁠—. Pero no te sientas
comprometido, si quieres podemos seguir trabajando, tú con tu bola y yo con
mi flauta. Ahora va suave como un guante, desde que le he introducido las
claves para conectarme al wifi…; Henna ha sido muy amable al
proporcionármelas. Y… estaba en lo cierto, aquí hay una conexión estupenda.
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«Estupenda», pensé. El mismo calificativo que había utilizado Henna,
solo que en la conexión me parecía adecuado, en ella no.
—Estoy trabajando, Vega, ¿pretendes que pueda hacerlo con ese ruido
espantoso?
—Vaya… Eso me ha dolido, ¿no te gusta cómo toco?, me has hecho trizas
el corazón.
—Nadie que tenga corazón somete a un ser humano a ese sonido.
Nos miramos fijamente, ella me ofreció una sonrisa de oreja a oreja, pero
el brillo malicioso de sus ojos la ensombrecía.
La observé de arriba abajo para incomodarla y creo que lo conseguí, su
sonrisa desapareció de forma fulminante, a cambio su expresión era altiva.
Una vez más alzó una ceja, un gesto que me llamó la atención, debía
reconocer que le proporcionaba un aire travieso; de no haberme caído tan mal,
me habría hecho sonreír.
Di por terminada la reunión volviendo al interior de la cabaña y dejándola
plantada delante de la puerta. Cerré antes de escuchar sus protestas e intenté
en vano concentrarme.
No me sorprendió que la maldita flauta sonara de nuevo, ni tampoco que
tardara más de diez minutos en hacerlo, era una forma de tortura estudiada.
Paseé por el interior de la cabaña intentando apartar de mi mente todas las
atrocidades que me habría gustado hacerle a ella y… a la flauta, que la habría
partido en dos con muchísimo placer, aunque me hubiera roto la mano al
hacerlo.
Esperé un poco más, pero el sonido no cesaba, cada vez era más chirriante
y molesto. ¿Por qué alguien que toca la flauta de semejante manera viaja con
ella? ¿Era un regalo? ¿Se estaba iniciando en el instrumento? ¿Autodidacta?
No tenía manera de saberlo, ni tampoco se lo iba a preguntar, pero lo poco
que conocía de ella me hizo pensar que la respuesta a esas preguntas sería
ridícula.
¿Música? ¿Chef? ¿Cuánta verdad contenían esas afirmaciones? Chef
podía ser, nada me hacía creer lo contrario, aunque no la había visto cocinar,
solo comprar desordenadamente. Pero… ¿música? Eso sí que no era verdad,
ni siquiera accidentalmente se podía tocar de aquella manera, ni siquiera
soplando o escupiendo el aire, que era lo que ella debía estar haciendo.
Harto de aguantar aquella absurda situación me dirigí a la puerta, aquello
tenía que acabar. Me quedaba poca paciencia, no era una de mis virtudes.
—¡Basta! Te recuerdo que estoy ocupado.
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—Te recuerdo que te he avisado de que volvería para visitar el interior de
la cabaña. ¿Has tenido tiempo de recoger tus haberes? —⁠recalcó la última
palabra refiriéndose a la que yo había utilizado anteriormente.
—El único tiempo que he dedicado a algo que tenga que ver contigo ha
sido a buscar las palabras exactas que pudieran convencerte de que este lugar
es solo y exclusivamente de mi uso.
—¿Y las has encontrado? Las palabras…
—Quizás… si te digo que está prohibido entrar aquí, lo entiendas.
Retrocedió y se apoyó en la barandilla con los brazos cruzados. Yo era
consciente de lo mucho que estaba tentando la suerte, era muy probable que
una vez que descargara conmigo, algo que más bien me divertía, se pusiera en
contacto con Jan o Henna y montara un espectáculo en el que yo no saldría
bien parado, pero la tentación de provocarla y ver cómo se hacía pequeña me
pudo. La concentración no la iba a recuperar fácilmente, así que no perdía
nada, al contrario, podría permitirme el lujo de fastidiarla un poco más. El
asunto de la flauta me había cabreado mucho.
—Prueba a repetirlo —me dijo con una sonrisa sarcástica.
—¿El qué, que tienes prohibida la entrada a este lugar?
—Prohíbemelo otra vez… —Se acercó con un semblante muy serio.
—Te prohíbo entrar en este lugar. —⁠Yo también me acerqué a ella para
seguirle el juego, no sabía a dónde nos llevaría, pero en medio de una
conversación sin sentido como lo era aquella, ¡qué más daba! Me sorprendí a
mí mismo del tono que empleé para hablarle, se trataba de un susurro ronco.
—Lamento decirte que tu búsqueda ha sido en vano. Has elegido las
peores palabras. —⁠Me miró fijamente con una expresión dura y levantó de
nuevo una ceja⁠—. Cuando me prohíben algo se convierte en un reto… me
atrae.
Si hubiera afirmado que la tensión se podía tocar con las manos, no habría
faltado a la verdad, pero habría sido una descripción insuficiente. Me recorrió
un hormigueo por el cuerpo al escuchar la forma en que afirmaba lo mucho
que le retaba lo prohibido. El aire se tornó distinto, como si hubiéramos
cambiado el absurdo tema que nos movía y le hubiéramos dado una
connotación sexual.
No habría sabido explicar nada más en ese instante, nada que describiera
lo que en pocos segundos se creó sobre el porche de madera, a pocos
centímetros el uno del otro. El juego era más que evidente, el desafío también,
la sed de quedar por encima, mucho más, pero ese cosquilleo era un elemento
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fuera de lugar; como mis siguientes palabras que me surgieron lentas y
susurradas de nuevo:
—¿Te atrae lo prohibido, Vega?
—No lo busco, pero si me encuentro con ello, lo convierto en un reto,
como te he dicho. Basta que me prohíbas algo para que me deje la vida en
conseguirlo.
—Entonces quizás debería haberte prohibido que te marcharas.
—No funciona así, Nostradamus, demasiado fácil.
Sonreí cuando me llamó de aquella manera, pero rectifiqué, ella hizo lo
mismo.
Me aparté para cederle el paso, no podía seguir impidiéndole la entrada.
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Capítulo 18
Vega
No me podía creer que me permitiera entrar en la cabaña, pensé que me iba a
costar más sesiones de flauta. Agradecí que no fuera así, empecé a sentir un
silbido molesto en los oídos de escucharme a mí misma que no habría sido
capaz de aguantar mucho más tiempo.
Cuando di el primer paso para acceder al interior todavía me temblaba el
cuerpo por el intercambio de palabras que habíamos tenido, no por el
significado en sí, que también, sino por la tensión extraña que se había creado
entre nosotros; una tensión distinta, menos o quizás más… ¡No me atreví a
acabar la frase!
Antes de dar el segundo paso en el interior de aquella casita ya se me
había olvidado mi guerra con el sueco, y antes de dar el tercero ya tenía muy
claro que aquel lugar no iba a ser de uso exclusivo de él.
Nada más entrar, me encontré con un espacio reducido, un pequeño
vestíbulo cuyas paredes estaban formadas por troncos de árboles apilados. Un
arco de madera sin puerta daba acceso al interior, pero su altura hizo que
tuviera que encogerme para atravesarlo. Antes de hacerlo giré la cabeza para
mirar al sueco planteándome las dificultades que le supondría hacerlo a él,
pero lo consiguió con mucha soltura. Por un momento me lo imaginé
gateando para entrar allí y me reí de mi propia ocurrencia, aunque me olvidé
una vez que accedí al interior.
Me encontré con una estancia amplia. Ni mi pésima noción del espacio ni
mis limitados conocimientos de arquitectura, me permitieron entender
aquellas dimensiones. Era cierto que desde el exterior llamaba la atención su
tamaño, pero desde dentro mucho más; sencillamente dejaba con la boca
abierta.
Las paredes y el suelo eran de madera, y el techo, un entramado de
robustas vigas a lo largo de una superficie abuhardillada que se entrelazaban
entre ellas aportando una sensación extraña de movimiento.
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No había un exceso de decoración, si por algo destacaba era por su
simplicidad: alfombras, cojines en el suelo, y dos o tres mesas pequeñas de
mimbre situadas junto a una chimenea que a simple vista parecía artificial,
aunque estaba apagada.
Me situé en el centro, aspiré y me deleité con el aroma de aquel lugar: una
mezcla entre ceniza y madera recién cortada.
Aroma a Henrik. Pensé sonriendo mientras observaba una de las paredes
abiertas que desembocaba en un porche cubierto en forma de ele: una
extensión del salón totalmente cerrada y acristalada con dos butacas colgantes
desde donde se podían apreciar unas vistas al paisaje de alrededor. Seguí la
«ele» hasta el final y me encontré con una enorme cama a la que solo se podía
acceder dando un salto, parecía hecha a medida y encajada entre las tres
paredes. La cuarta pared, cómo no, una vidriera con vistas a parte de ese
paisaje.
Preciosa, sencillamente preciosa. Cálida y acogedora… especialmente
acogedora.
Cuando me cansé de tener la boca abierta y de recordar a mi amigo
Henrik con nostalgia —⁠había muchos elementos que reconocí propios de su
estilo⁠—, descorrí el porche y volví al interior. El sueco se encontraba apoyado
en una mesa robusta situada frente a una gran ventana en la que descansaba
un ordenador portátil entre otras cosas. Su ubicación no era casual, estaba
elegida estratégicamente para disfrutar de las mejores vistas de la cabaña. Sin
duda era un rincón especial.
Me estaba mirando fijamente, me acerqué a él para observar lo que había
sobre la mesa.
—¿Es esta tu bola de cristal? —⁠pregunté fríamente.
Sonrió con desgana, pero no dijo nada.
—Ahora entiendo tu reticencia a que viera tu material de trabajo. ¡No me
lo puedo creer! Tienes papeles y lápices por todas partes, un ordenador, una
libreta, libros… incluso una grapadora… Dios, no sé si podré vivir después de
lo que he visto… —⁠Me sentí satisfecha de mi tono dramático y sarcástico,
hasta diría que el sueco luchó por contener una sonrisa⁠—. Ahora entiendo por
qué no querías que entrara, pero te prometo que no le diré a nadie que tenías
material de oficina sobre una mesa, ¡te lo prometo!
—Das por hecho que no he ocultado nada y que está todo aquí.
Esperaba una mirada gélida, pero me equivoqué, recibí una cargada de
fuego.
—¿No me digas que hay algo peor?
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—Claro, las drogas, las armas, y los dos prisioneros… ¡Hay un pasadizo
secreto! Y… te advierto que está muy escondido, muy bien camuflado,
diseñado incluso para una persona entrometida como tú. No te molestes en
buscarlo.
«¿Entrometida?».
Aquello me llegó al alma, no sé si porque era la primera vez que me lo
decían, nadie en su sano juicio, conociéndome, sabiendo lo mucho que solía ir
a mi aire, me lo habría dicho, pero de repente, viniendo de aquel imbécil se
me antojó escandaloso.
Nos fulminamos con la mirada. El fuego, o el hielo, o las partículas
atómicas que desprendíamos circulaban en ambas direcciones.
—No me molestaré en buscarlo —⁠logré decir todavía afectada, aunque
refugiada en una mirada penetrante.
—¿En serio? ¿No te supone un reto? No lo entiendo… creí que… ¡Ah!
Ahora comprendo, debe ser porque no te lo he prohibido.
—Debe ser por eso.
—Entonces he hecho bien.
—Has hecho bien.
—O te hubieras dejado la vida en ir a buscarlo… ¿correcto?
—Correcto.
—¿Siempre es así?
—Siempre.
—¿Sin excepciones?
—Sin excepciones.
—Si está prohibido vas a buscarlo, sin miramientos, y te dejas la vida en
ello…
—Eso mismo.
—¿Siempre?
—Eso he dicho.
—¿Nunca tienes conflictos con la conciencia? ¿Careces de escrúpulos?
¡Tocada y hundida!
Esas palabras me partieron en dos, incluso diría que mi cuerpo hizo
ademán de inclinarse hacia delante.
Dediqué los siguientes segundos a mantener la compostura y a disimular
el impacto que habían producido esas palabras en mí.
No tenía sentido alguno, ese hombre no me conocía de nada, solo era un
estúpido juego de palabras, una forma más de atacarnos, pero… me llegaron a
lo más profundo.
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Me invadió la necesidad de salir de allí, ya no me apetecía seguir jugando
a lanzarnos dados. Intenté ocultar mi malestar, pero temí no ser capaz de
hacerlo durante mucho más tiempo. No supe qué decir, ni siquiera me
apetecía buscar alguna palabra para justificar mi marcha.
Me di la vuelta y me encaminé a la puerta dejando atrás unos ojos de
colores que no dejaban de observarme.
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Capítulo 19
Vega
Eran cerca de las seis de la tarde y tenía que encontrar la forma de
entretenerme, no quería que mi cabeza diera rienda suelta a pensamientos que
no me iban a hacer ningún bien.
Me senté frente a la chimenea y me recreé observando las débiles llamas
que se apreciaban en su interior. Desconocía dónde se encontraba la leña. El
fuego estaba a punto de convertirse en ascuas y la idea me pareció triste.
Apareció el sueco por la puerta, cruzó por detrás del sofá y entró en la
cocina sin decir nada.
Estaba tan absorta con el duelo del fuego que apenas escuché lo que me
decía desde la puerta. Lo repitió al ver mi entumecimiento:
—Juraría que había una jarra llena. —⁠Levantó la jarra vacía para
mostrármela.
—Henna y yo hemos tomado café… —⁠Mi voz era frágil, más de lo que
me habría gustado.
—Me alegro, pero podrías haber repuesto el café. Es de buena educación
dejarlo como lo has encontrado. Claro que, es una pérdida de tiempo hablar
contigo de modales. Si hay una próxima vez, recuérdalo. —⁠Hizo una pausa⁠—.
La opción dos de la cafetera: filtrado medio.
Me quedé con ganas de asesinarlo, por esa razón guardé silencio, por
mucho que le dijera no me iba a saciar. ¿Filtrado medio? No quería imaginar
cómo sería el filtrado alto…, o como quiera que se llamara. Yo nunca le
habría reprochado que se bebiera toda la jarra si fuera mía.
Hice un rápido repaso para buscar en qué podía haber ofendido a ese
hombre para que fuera tan desagradable conmigo, pero llegué a la conclusión
de que había empezado él con aquella hostilidad.
Perdía mi tiempo analizando aquella situación, no había razones de peso,
excepto porque le molestaba mi presencia, pero a mí también me impactó
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encontrarlo en la casa cuando esperaba disfrutar sola de ella y no fui tan
antipática.
No, no había razones, puede que le cayera mal, puede que me considerara
una intrusa, puede que… ¡Basta! Podía estar así durante horas y no llegaría a
ninguna parte, sencillamente aquel tío era gilipollas, y ante eso poco había
que analizar y poco se podía hacer.
Desapareció de mi vista y apreté los puños para liberar mi rabia, le di
rienda suelta a una idea que me cruzó fugaz por la cabeza. Me levanté de un
salto, me asomé a la cocina, ignoré al sueco —⁠estaba de espaldas a mí⁠— y
localicé lo que me interesaba. Salí a toda prisa de la casa apropiándome de las
llaves del coche que me había entregado Henna.
No perdí de vista la carretera, llevaba cogido el volante como cuando me
dieron el permiso de conducir, muchos años atrás. No quería desviarme,
aunque parecía poco probable, a menos que lo hiciera por uno de los
pequeños caminos con los que me iba cruzando y que debían conducir a las
casas lejanas que se observaban.
Cuando pasé por el lugar donde nos habíamos detenido esa misma
mañana para que me mostrara el hotel, me entraron ganas de dirigir el coche
hacia allí e informarme sobre el alojamiento, pero continué conduciendo, solo
fue un arrebato de rabia. No tenía intenciones de alojarme en ningún otro
lugar, mucho menos darle el gusto de desaparecer y dejarle la casa para él
solo. Cuando Jan diera señales de vida tomaría una decisión dependiendo de
la propuesta que planteara.
El trayecto era corto y no era probable que me perdiera, había pocas opciones,
pero temía que en el último tramo hubiera algún camino que me desviara,
recordaba que cerca de la zona donde habíamos estado la carretera se dividía
conduciendo a diferentes zonas del embarcadero.
Llegué sin problemas, pero la tienda donde había estado esa mañana, la de
productos de granja, estaba cerrada; no había pensado en esa posibilidad.
«No estás en España, Vega».
Estuve a punto de regresar sin más, pero me acordé de los restaurantes y
me dirigí hacia allí. En el interior de uno de ellos, con acceso también desde
la calle, había una pequeña tienda de pasteles, caramelos y café, tal y como
recordaba.
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Una hora después salí del restaurante con un plato de Janssons Frestelse en el
estómago. Anoté su nombre para preguntarle a Henrik su pronunciación, me
había gustado tanto que no descarté volver a pedirlo y quizás hasta sería capaz
de decir su nombre correctamente. Se trataba de un pastel de patata con
pescado que estaba delicioso. No estaba acostumbrada a cenar a esas horas,
mucho menos habiendo comido los bollos de canela, pero el olor de aquel
lugar me abrió el apetito y la idea de no tener que cocinar cerca del sueco
acabó por convencerme. Pero no solo salí del restaurante con el estómago
lleno, también lo hice con una bolsa de papel con diez paquetes de café
molido en su interior, iguales al que había en la cocina, el principal objetivo
por el que había acudió hasta allí.
Puede que no tuviera modales, como dijo el impresentable del sueco, pero
no me iba a reprochar que me hubiera bebido una taza, o dos, de su café
aguado y transparente, mucho menos cuando lo compartí con Henna.
Esperaba que con los diez paquetes se diera por compensado.
De camino a la casa me desvié hacia el embarcadero del ferri. El día
anterior, cuando llegué con Henna, me habían llamado la atención las vistas al
lago que se podían contemplar desde el parking al que accedimos nada más
llegar. Seguramente debía haber mejores accesos, mucho más cómodos para
contemplar el lago, pero no quería aventurarme demasiado a perderme,
disponía de dos semanas por delante para explorar la isla con tranquilidad. En
ese momento era una necesidad detenerme y perder mi mirada en sus
preciosas aguas, necesitaba un momento de paz.
El trasiego de pasajeros era mucho menor que el día anterior y el parking
solo contaba con dos o tres vehículos estacionados.
Bajé del coche hipnotizada por la extensión de agua que tenía frente a mí.
A pesar de mi aversión a las grandes superficies de agua, me gustaba
contemplarlas desde la orilla, lo que me producía temor era navegar sobre
ellas.
No habría acertado si hubiera tenido que calcular las veces que suspiré, y
las que llené mis pulmones de aire y lo expulsé lentamente, pero fueron
muchas, aunque ninguna me proporcionó la calma que necesitaba.
«¿Sabes lo que es la conciencia, Vega?».
«¡No tienes escrúpulos de ninguna clase!».
Las palabras de Daniel retumbaron en mi cabeza zumbándome en los
oídos. Esas palabras volvieron a sacudirme igual que la primera vez que las
escuché. No podía entender por qué dolían tanto una vez más. Aunque sabía
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que el detonante de recrearlas de nuevo en mi mente había sido la
conversación con el sueco —⁠él había pronunciado unas muy parecidas
durante nuestro absurdo juego⁠—, no comprendía por qué me dolían ni por qué
me habían dejado abatida.
Aunque no había sido fácil, había conseguido dejar esa parte de mi pasado
atrás. Cinco meses intensos en los que me había desnudado ante mí misma y
había puesta cada emoción que me definía en su lugar. Cada día menos dolor
y menos culpa hasta llegar a mirar hacia delante con ilusión y con ganas de
darle un giro a mi vida. Henrik había obrado el milagro, él y sus abrazos, él y
su optimismo, él y la forma en la que tuvo de perdonarme que lo alejara
bruscamente de mi vida.
Tomé conciencia, una vez más, de hasta qué punto me obcequé —⁠no me
gustaba utilizar la palabra «obsesión», aunque podría ser la que mejor
definiera lo que hice⁠— me… ofusqué hasta tal punto que fui capaz de apartar
a Henrik de mi vida… Él, que lo había sido todo para mí: amigo, hermano,
familia…
Afortunadamente volvía a serlo. Él me había escuchado, me había
arropado y me había animado a resurgir.
Todavía recordaba las primeras palabras que salieron de mi boca cuando
me vino a buscar la madrugada que lo llamé para decirle que estaba a punto
de hundirme y que necesitaba que me ayudara a mantenerme a flote:
—Te he echado de menos.
No es lo más acertado que se le puede decir a alguien que voluntariamente
has apartado de tu vida, pero era la única frase que definía lo que había
sentido aquellos dos años. Habría sido más correcto un «perdóname», pero
nunca llegué a pronunciar esas palabras.
Quizás con otra persona habrían funcionado, pero con Henrik no
necesitaba disculparme, él prefería escuchar que no había dejado de ser
importante en mi vida y que me había dado cuenta de mi error.
A veces la fuerza de un «Te he echado de menos» es infinitamente mayor
que la de un «Perdóname».
Algo más de dos años atrás, cuando le hablé de la decisión que había
tomado, la que ya había comenzado a poner en marcha, me dijo que era una
locura y me dio suficientes argumentos para convencerme de que así era. Era
una cuestión de sentido común, era una simple cuestión de lógica, una
fórmula básica de moral y valores, pero no quise escucharlo. Le pedí mil
veces que, aunque no me comprendiera, me respetara, pero él insistía
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constantemente en intentar sacarme de mi error. Eso fue lo que me hizo tomar
la segunda peor decisión de mi vida: decirle que se alejara de mí.
Me abracé a mí misma, con la mirada fija en las aguas calmadas del lago, y
sentí una nueva punzada de dolor. Le había dedicado unas cuantas lágrimas
en los últimos meses a las consecuencias de mi locura, pero no a la forma en
la que aparté a Henrik de mi vida.
Aquel lugar me recordaba a él, por algo era el lugar que elegía para pasar
gran parte de sus vacaciones, el lugar que, junto a su ciudad natal, habíamos
planeado visitar juntos. Y la cabaña tenía claramente su huella…
Era afortunada de tenerlo en mi vida, le quería mucho. De nada me servía
revivir sensaciones amargas, de nada. ¡Hacia delante! Eso habría dicho él, y
mi psicóloga.
No descartaba pedirle perdón cuando lo tuviera cerca. Puede que a esas
alturas ya no fuera necesario, era obvio que lo había hecho, pero no quería
seguir creyendo que él no necesitaba escucharlo.
Escucharlo…
Si lo hubiera hecho…
Si hubiera pensado en las consecuencias de mi decisión…
Daniel…
Su rostro se dibujó en mi mente provocando que expulsara un suspiro
ronco, de los que dejan un sabor amargo.
¿Podrían quedar los recuerdos amargos en el fondo del lago?
Sin darme cuenta acababa de expulsar un deseo, uno que nació de las
profundidades; nunca antes lo había hecho ni sentido de aquella manera.
Parecía que Suecia, a pesar del sueco —⁠reí mi ocurrencia⁠— me iba a
aportar cosas buenas.
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Capítulo 20
Keith
Me levanté malhumorado del escritorio, una vez más era incapaz de
concentrarme; solo había conseguido hacerlo durante unos pocos minutos.
Ni siquiera el tiempo que esa mujer estuvo fuera fui capaz de centrarme
en la pantalla de mi ordenador. Me había parecido escuchar el sonido de su
coche y, por un momento, me emocioné pensando que había decidido
marcharse definitivamente, incluso había subido a su dormitorio para
comprobar si estaba en lo cierto, pero su maleta se encontraba allí: ¡qué
decepción!
No debí entrar, no era propio de mí invadir la privacidad de nadie, pero la
emoción de comprobar, aunque solo hubiera una remota posibilidad, si se
había marchado o no, me empujaron a hacerlo.
Me sorprendió que estuviera tan ordenado y que sus pertenencias
estuvieran fuera de la vista, probablemente dentro de los armarios. ¡Se había
instalado!
No es que fuera algo extraño, pero nada más entrar fue la idea que me
taladró en el cerebro. «Instalado…». Me molestaba, me alteraba, me
provocaba escalofríos.
Reconocí inmediatamente lo absurdo que era mi pensamiento, no podía
tener sus pertenencias metidas dentro de una maleta a la espera de conocer su
destino en la isla, pero el golpe de realidad me abofeteó.
¿Tenía sentido? Puede que no para un espectador externo, pero sí para mí
que así lo sentía.
Fue una sorpresa grata sorpresa encontrar orden en aquel lugar, sin duda
lo fue. Si hubiera tenido que imaginarlo antes de entrar me habría inclinado
por una estancia revuelta, con la cama deshecha, la ropa repartida por todas
partes…
Era ordenada y eso… ¡me molestó! Esa mujer era odiosa y, como tal,
necesitaba seguir viendo actitudes negativas en ella.
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La escuché llegar más tarde, por suerte ya me encontraba en la cabaña, no
quería ni imaginar la situación si me hubiera sorprendido en el interior de su
dormitorio, claro que, en honor a la verdad, de producirse esa situación al
contrario no quería ni imaginar el enfrentamiento que habríamos tenido.
No podía continuar de ese modo, estaba pendiente de todos los sonidos que
me rodeaban y no conseguía meterme de lleno en el trabajo.
Me había levantado cien veces de la silla, me había vuelto a sentar, había
vuelto a la casa para prepararme algo de cena, y había salido de la cocina sin
probar bocado, convenciéndome de que más tarde tendría más apetito.
No podía. Imposible. Mi mente era un hervidero de ideas, pero ninguna
relacionada con el trabajo.
¿Cómo me iba a centrar?
La flauta, la visita de Henna, la atracción por lo prohibido de la intrusa…,
la forma en que se marchó cuando cuestioné su conciencia…
¿Por qué se había marchado de ese modo, sin decir palabra? Se dio la
vuelta sin más, fue en el momento que le hablé de escrúpulos y de…
conciencia, ¡sí!, eso había sido. Dio por terminado el tema y desapareció.
¡Qué extraño! Parecía ser la clase de persona que necesita decir la última
palabra.
Reconozco que me impresionó su expresión, parecía impactada,
angustiada, como si mis palabras le hubieran tocado un punto sensible. ¿O
simplemente se había cansado de discutir conmigo?
No podía negar que me intrigaba su reacción, pero viniendo de esa mujer
cualquier cosa era posible.
Di un golpe suave en el escritorio.
¡Así no podía trabajar!
Era el momento de alejarme de nuevo del ordenador. Tenía que salir de la
cabaña, más tarde lo volvería a intentar.
Me dirigí a la cocina, quizás el estómago lleno me ayudaría, se estaba
haciendo tarde para cenar y parecía que mi apetito se estaba despertando.
¡Eran cerca de las siete y media!
Me quedé clavado al suelo cuando entré.
Pero… ¿qué había hecho esa mujer?
Me encontré una cantidad impresionante de paquetes de café sobre la
encimera de la cocina con una nota manuscrita colgando de uno de ellos:
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Espero que con esto quede compensada mi
osadía de beberme tu jarra de «filtrado medio».
Te recomiendo un filtrado bajo, obtendrás un
café con más cuerpo y más sabor, menos aguado,
claro que… igual eso no va contigo.
Disfruta del café mientras estés aquí, pero
no olvides que en cuanto Jan aparezca con una
solución no será aquí donde lo disfrutes.
Recuerda que yo tengo contrato…
Vega Luna.
No me podía creer lo que estaba leyendo y mucho menos que me echara a
reír. Tenía que reconocer que tenía su gracia.
¿Qué se le había cruzado por la cabeza para ir a comprar esa cantidad de
café? ¿Tan ofendida se había sentido porque le recriminé que hubiera dejado
la jarra vacía?
En ningún momento se lo dije con cariño, al contrario, mi deseo era que
se sintiera avergonzada con mi reproche, pero nada más lejos que pretender
que me comprara café.
Vega Luna… ¡Bonito apellido!
Me obligué a cenar: una ensalada con algunas verduras salteadas que me
costó mucho digerir. Llevaba tanto tiempo preparada que había perdido sabor.
Los paquetes de café quedaban frente a mí, parecían soldados
declarándome una guerra.
Me levanté de la mesa con peor humor que cuando llegué, no había
encontrado la tranquilidad que buscaba.
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Observé la bandeja de ensalada, había sobrado mucha y ella podría
servirse un buen plato. Dudé. No, no pensaba ofrecerle nada, así que terminó
en la basura. Por nada del mundo iba a hacerle ningún favor a esa pesada.
Era posible que en otras circunstancias hubiera tenido una impresión
diferente de ella, pero eso no debía importarme. El caso era que, por la razón
que fuera, lo que no tenía era interés en tener un buen trato, mucho menos
después de leer la seguridad con la que afirmaba que yo acabaría por
marcharme de allí para que ella disfrutara solita de la casa al completo.
¿Qué pasaría cuando Jan dispusiera de otra casa?
Yo no pensaba moverme de allí, y su contrato me importaba muy poco.
¡Menudo asco! Por mucho que quisiera mantenerme firme sabía que no
iba a ser fácil, especialmente porque no iba a contar con el apoyo de Jan.
Era un buen momento para aceptar que mi plan de echarla de allí no había
funcionado, aunque todavía cabía la posibilidad…
Media hora después, en la cabaña, continuaba dando vueltas de un lado a otro
mirando mi ordenador portátil de reojo como si se tratara de un enemigo. La
idea de la bola de cristal y de la última conversación con ella me invadieron
de nuevo. Sonreí, pero me reñí de una forma severa y rescaté otras imágenes
en las que perderme.
¿Qué podía hacer? Quizá un baño me relajaría, pero no me apetecía
demasiado.
Me detuve bruscamente cuando descubrí su flauta descansando en una de
las butacas: la había olvidado.
La busqué por el jardín mientras me dirigía a la casa, pero no había rastro
de ella, en el caso de encontrarse en su dormitorio, le dejaría la flauta en el
salón, aunque era arriesgado devolvérsela, quizás si la mantenía custodiada
evitaría un nuevo concierto chirriante, pero por otro lado, me exponía a que se
presentara en la puerta de la cabaña reclamando su flauta y eso era lo que más
tenía que evitar.
La encontré en el salón, frente a la chimenea, sentada en el suelo
abrazándose las piernas. Fueron pocos segundos, para mi alivio, pero juraría
que sentí cierta ternura al verla en esa posición, parecía vulnerable, frágil,
nada que ver con la mujer impulsiva y descarada que había tratado hasta ese
momento.
Me acerqué despacio, debía haber reparado en mi presencia, pero no se
movió.
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—Has olvidado tu flauta —dije ofreciéndosela.
Sin mirarme, solo alargando su mano, se apoderó de ella y la dejó a un
lado de su cuerpo.
Tendría que haberme marchado, había cumplido con mi cometido, pero
tenía dos opciones y quise barajarlas: una, quedarme y «charlar» un rato, dos,
volver a la cabaña a darme golpes en la pared intentando centrarme en mi
maldito trabajo.
Difícil elección.
—¿Qué clase de relación tienes con ella?
—¿Con la flauta? —Me miró con desprecio. Reconozco que esa
diferencia de altura me hizo sentir bien.
—La utilizo para joder, ¿a que funciona?
—No sé si contestarte a eso…
—No lo hagas.
—¿Entonces es verdad que eres música?
—Y chef. —Apartó su mirada y la dirigió de nuevo hacia la chimenea.
—Por cierto, ya que eres chef, sabrás que tu pescado debe ser cocinado
para mantener la frescura.
Sonrió con malicia, lo vi reflejado en la mitad de su rostro, el único que
podía ver.
—Ya he cenado, así que tendrá que esperar. Seguro que mañana está
delicioso. Eres muy considerado al pensar en el… «frescor» de mi bacalao.
—No te confundas, me da igual el estado en el que lo consumas, lo que no
quiero es que te olvides de él y se deteriore dentro del frigorífico donde
guardo el resto de mis alimentos.
Cerró los ojos y suspiró, justo lo que me apetecía ver. Era hora de dar por
terminada la «charla», estaba satisfecho, sentía placer al desestabilizarla, pero
me quedaba algo por decirle:
—No era necesario que me compraras café.
—Tampoco lo era que me restregaras que me lo bebiera.
—Ya puestos a quejarnos, tampoco era necesario que me dejaras una nota
con tantas tonterías.
—¿No te ha gustado mi nota? ¿Qué parte? ¿La crítica a tu elección de
café o el recordatorio de mi contrato?
—Ha sido lo del café, nunca antes nadie me había atacado de ese modo
tan cruel —⁠sonreí con cinismo, pero ella seguía sin mirarme⁠—, no sé cómo
podré vivir sabiendo que te parece un café aguado. Dejaré la jarra vacía para
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que lo hagas a tu gusto, la cafetera, a diferencia de la cabaña, la podemos
compartir.
Por fin se animó a mirarme, empezaba a resultar molesto, nunca había
soportado hablar con las personas sin mirarlas a los ojos.
Se alisó los pantalones, se levantó y me miró desafiante; de nuevo esa ceja
en alto.
—Esta conversación es absurda.
—Estoy de acuerdo, aunque llevando tú las riendas de ella no me
sorprende. —⁠Le ofrecí una media sonrisa cargada de cinismo, la fulminé con
la mirada antes de recorrer todo su cuerpo con ella, sabía que eso le
molestaría.
Me di la vuelta dispuesto a salir de allí, pero me detuve al escucharla y
volví a girarme, incluso me acerqué un paso hacia ella.
—Pero ¿a ti qué te pasa? ¿De verdad que tienes la cabeza en su sitio? ¿A
qué viene tanta hostilidad? —⁠Se cruzó de brazos y vi en sus ojos que estaba
muy enfadada, no diría furiosa, pero poco le faltaba⁠—. ¿Qué es esto, un
juego? ¿De verdad no te has dado cuenta de que esta situación es incómoda
para los dos? No puedes estar marcando un territorio que no es tuyo. Los dos
nos hemos encontrado con la misma situación, los dos estamos esperando una
solución, pero mientras llega, me gustaría saber por qué coño te comportas
como un auténtico gi… —⁠rectificó, pero no tuve duda del calificativo que
pretendía regalarme⁠—. Esa idea absurda, infantil, estúpida de impedirme el
paso a la cabaña… ¿Qué pretendes?
—Lo que he pretendido hasta ahora —⁠intenté suavizar mi expresión⁠— es
poder trabajar en la cabaña, que es lo que me ha traído hasta aquí.
—¿Qué tiene eso que ver con lo que te estoy diciendo? Solo tienes un
ordenador, ¿qué tiene que ver con que yo entre en la cabaña? No te he dicho
que quiera instalarme en ella.
—Solo un par de días, eso es lo que pido, hasta que Jan lo solucione, y
cuando así sea, podrás disfrutar de una casa y una cabaña para ti sola.
No escogí bien las palabras, no le proporcioné una explicación para todas
las preguntas que me planteó, me limité a expresar en voz alta lo que deseaba
que ocurriera.
Contestar de forma sincera a sus preguntas habría supuesto decirle que me
caía mal, que me había supuesto un gran inconveniente su presencia para mis
planes, que necesitaba silencio y tranquilidad para trabajar; que mi hostilidad
inicial simplemente surgió cuando vi mis planes alterados sin posibilidad de
dar una pronta solución; que mi hostilidad posterior formaba parte de un plan
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para que decidiera marcharse, una vez que presentí que peligraba mi estancia
en la casa. También, haciendo honor a la verdad, podría haber añadido que
me molestaba que irrumpiera en mi sagrado lugar de trabajo, que estaba
preocupado porque presentía que Jan no iba a solucionar nada y que ese
maldito contrato que ella tenía, y yo no, podía perjudicarme… Pero no dije
nada.
—¿Cómo puedes seguir afirmando que soy yo la que se va a marchar en
el caso de que haya otra casa disponible?
—Porque a ti te da igual, Vega —⁠hice una pausa para asegurarme que
tenía toda su atención⁠—, tú no tienes ningún vínculo con esta casa, y yo… sí.
Esa vez sí que fui sincero, más de lo que me habría gustado.
Ella guardó silencio, yo también, nos miramos durante unos segundos
fijamente. El reflejo del fuego de la chimenea se dibujaba en su rostro.
Con esa imagen grabada en mi mente, me di la vuelta y abandoné el salón.
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Capítulo 21
Vega
El día empezaba cargado de misterio. Si hubiera tenido una margarita la
habría deshojado para ver si Jan, que había anunciado su visita, había
encontrado una solución.
Me enteré por el sueco, interrumpió mi desayuno para informarme desde
la puerta de la cocina, sin entrar, con una voz robotizada:
—Jan llegará en una hora, quiere hablar con nosotros.
Esas fueron las únicas palabras que intercambiamos desde la noche
anterior, ni siquiera le di las gracias por la información, desapareció antes de
que pudiera abrir la boca.
Había sido una larga noche, me costó conciliar el sueño. Intenté leer un
libro que había viajado conmigo, uno que me recomendó Henrik, para olvidar
el enfrentamiento frente al fuego con el sueco, pero fui incapaz. Leí la misma
línea unas seiscientas veces y, aparte de memorizarla, me cansé y decidí
permitirle a mi mente que fluyera con libertad, era la única posibilidad de
conciliar el sueño: por agotamiento.
Y así fue. Caí rendida cuando mi cabeza se cansó, aburrida de darle
vueltas al mismo tema. Quizás si le hubiera proporcionado un poco de
variedad —⁠disponía de un amplio repertorio al que acudir⁠— me hubiera
entretenido más, pero solo tenía una idea en la cabeza: las palabras del sueco
referentes a su vínculo con ese lugar.
Me llamó especialmente la atención, no solo su contenido, sino la forma
en que las pronunció, envuelto en un aura de sensibilidad que solo me pareció
apreciar una vez, con el perro de Jan.
¿Qué clase de vínculo había entre el sueco y la cabaña? ¿Habría alguna
explicación razonable para su insistencia en que fuera yo la que abandonara el
lugar? Hasta ese momento había creído que insistía en quedarse por simple
comodidad y por simple arrogancia; pero su forma de expresarlo, con un deje
más profundo de lo habitual, me hizo pensar que podía haber alguna razón
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que yo desconocía y que le motivaba a pelear de aquella forma, incluso a
impedirme el paso. ¿Habría algo en el interior que no deseaba que viera
nadie? Yo no encontré nada fuera de lugar, pero cabía la posibilidad de que se
hubiera adelantado a esconderlo, de tanto insistir debió convencerse de que no
iba a parar hasta entrar.
Al final iba a ser verdad que tenía algo oscuro oculto, incluso puede que el
pasadizo secreto que mencionó fuera real…
Por suerte mis cavilaciones se interrumpieron con la voz de Jan, que
anunciaba su presencia desde el salón, algo que agradecí. Estaba empezando a
convertir la hostilidad del sueco en una película de misterio cuando era
mucho más simple que todo eso. No había más vueltas que darle, no tenía por
qué haber una razón para ello, ni siquiera tenía sentido buscarla: el chico de
ojos de colores era un imbécil, así de sencillo, sin más que añadir.
El sueco y yo intercambiamos una mirada del tipo «Que gane el mejor», y nos
sentamos en el sofá, frente a la chimenea, siguiendo a Jan que fue el que
eligió ese lugar para darnos las noticias que traía.
Aunque no conocía al sueco más allá de los desplantes que me había
regalado desde mi llegada, pude apreciar en él cierta tensión, al menos sus
movimientos así lo delataban. Conocía bien el lenguaje corporal, era una
herramienta importante en mi trabajo, una que proporcionaba mucha
información, así que me convencí de que, si yo estaba nerviosa, el sueco
mucho más.
Jan no parecía menos tenso, su semblante era mucho más serio que el día
anterior y, aunque me recibió con una sonrisa, parecía apagada.
—Con vuestro permiso voy a servirme algo de café, ¿os apetece?
Ambos negamos con la cabeza, pero nos miramos, era inevitable que
pensáramos en el episodio del café. Estuve tentada a aceptar la invitación, mi
orgullo me había impedido servirme una taza durante el desayuno, pero
empezaba a sentirme algo alterada por la situación de espera y decidí declinar
la oferta. Por poca cafeína que llevara aquel caldo, no la necesitaba.
El sueco se levantó y se ofreció a servirlo él. Al poco tiempo volvió con
una taza que le ofreció a Jan, quien no nos hizo esperar más y se animó a
intervenir.
—No le voy a dar más vueltas, no tengo buenas noticias para vosotros.
—⁠Aunque nadie le interrumpió alzó la mano para pedirnos que no lo
hiciéramos⁠—. He intentado que una de las casas quedara libre, no era
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demasiado difícil conseguirlo ya que contaba con la predisposición del
cliente, él estaba dispuesto a invertir el orden de su viaje, lo que habría
supuesto tener una casa libre durante dos semanas, pero para ello era
necesario modificar las fechas del resto de visitas que tenía programas en la
región. Aunque eran muchas las actividades, lo he intentado de todas las
formas, os aseguro que me he dejado el vivir en ello.
—La vida —dijo tajante el sueco provocando que Jan abriera mucho los
ojos.
—¿Qué?
—Te has dejado la vida en ello… no el vivir —⁠le aclaró de mala gana.
Yo no intervine, pero supe que la corrección del sueco se debía al mal
humor que se estaba desatando en su interior.
—Gracias, Keith, es muy necesario que me corrijas cuando hablo en
español.
Ambos se miraron con ganas de fulminarse, pero Jan continuó:
—Siento muchísimo no traer una solución.
Se hizo un silencio muy violento, ninguno de los tres nos sentimos
cómodos, especialmente Jan y yo que no dejamos de removernos en nuestros
asientos buscando una posición más cómoda; el sueco ni lo intentó, optó por
levantarse.
—¿Qué significa eso exactamente, Jan?
Jan alzó la mirada lentamente para encontrarse con la suya. Su expresión
era muy dura y expulsó el aire muy despacio, como si quisiera calmarse con
ello. Abrió los labios para decir algo, pero no lo hizo, bajó la cabeza y se frotó
las manos. Fuera lo que fuera lo que tenía pensado lo descartó.
El sueco se marchó, salió aireado del salón sin decir nada y me encontré
en una situación tan incómoda que hasta me pasó por la cabeza pedirle que
me hiciera una reserva en algún hotel, aunque fuera en Estocolmo, o en algún
país vecino: ¿Noruega, Finlandia?
Todavía no llevaba allí dos días, pero tenía la impresión de conocer a esos
dos hombres desde hacía mucho tiempo, así como de llevar alojada en la casa
más de un mes. Por ello me sentía tan incómoda e involucrada a la vez.
Debería haber pensado que todo aquello no iba del todo conmigo, bastante
había hecho ya sin exigir que se cumplieran las condiciones de reserva de mi
contrato, pero… ¡No era lo que sentía! Por alguna razón me sentía
involucrada en aquello más de lo que debía.
—No sé qué decir —me sinceré con él, cualquier cosa era mejor que
aquel desagradable silencio cargado de tensión.
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—Justo las mismas palabras que iba a pronunciar yo… Lo siento, Vega,
esto no debe parecerse a lo que habías planeado. Ha sido un error simple, pero
comporta mucho.
—Jan, no nos conocemos apenas, pero lamento que estés así, de verdad.
Ha habido un error, son cosas que pasan, no podemos darle más vueltas.
Llegados a este punto… —⁠Hice una pausa esperando que me echara una
mano y terminara él la frase, yo estaba tan confundida que no sabía qué podía
añadir⁠—. ¡No sé qué puedo decir! Esto es muy incómodo.
—No debes preocuparte, Vega, hablaré con Keith. Esto no es una cuestión
personal, por favor no quiero darte una impresión todavía peor, es una
cuestión profesional y no hay más vueltas que darle. Tienes tu reserva
perfectamente validada y no hay más que hablar. Si me disculpas, voy a
hablar con Keith.
Asentí con la cabeza, cerré los ojos y expulsé aire con tanta fuerza que de
haber estado abierta la puerta de la chimenea habría apagado alguna llama.
Me dirigí a la cocina en busca de mi ansiado café, aunque fuera «filtrado
medio», necesitaba algo caliente, algo que me reconfortara en aquella
lamentable situación, la falta de cafeína no me estaba haciendo ningún bien,
ya no estaba nerviosa.
Me serví una generosa taza y reparé en un papel de color azul, de esos
adhesivos, que colgaba de un lateral de la cafetera, no lo había visto cuando
me preparé el desayuno; debí evitar mirar la cafetera para no tener la
tentación de servirme el café del sueco.
Filtrado bajo.
Más sabor, más cuerpo, más color.
Espero que sea de tu gusto, Chef.
Keith Johansson.
Sonreí al leerlo, pero lo hice disfrutando de ello. No esperaba que el
estirado del sueco fuera a flaquear de una forma como aquella y se
involucrara en devolverme la nota, especialmente porque, aunque era una
clara manera de continuar con el desafío propio que habíamos tenido todo el
tiempo, también contenía una pequeña clave de humor, y eso era difícil de
entender tratándose de ese hombre.
«Johansson», dije en voz alta. ¿Así que el sueco se llamaba de ese modo?
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Era un apellido común en Suecia, lo había escuchado alguna que otra vez,
pero su dueño, el que tenía en la mente en ese momento, no lo era.
Suspiré y me bebí el café, dominada por una sensación molesta de
inquietud. No sé qué esperaba de la visita de Jan: ¿mudarme a otra casa?,
seguramente habría aceptado, a pesar de mis amenazas al sueco, con tal de
acabar con aquella situación, pero no iba a poder ser.
Me quedé absorta mirando por la ventana. Ya no tenía que preocuparme
por el traslado, ni por la presencia del sueco, disponía de aquel lugar para mí
sola, incluida la preciosa cabaña del árbol.
Entonces sucedió.
Me sorprendió una sensación inesperada, una que conocía muy bien, una
que hacía mucho tiempo que no se presentaba, una con la que había convivido
desde que era prácticamente una niña, y que a lo largo de mi vida había hecho
acto de presencia sin que nunca fuera capaz de encontrarle una explicación.
Era una sensación, solo eso.
Nunca supe ponerle nombre, podía ser más acertado referirme a ella como
percepción, o impresión, algo que aparecía sin avisar, me invadía durante
unos minutos, desaparecía y me dejaba apabullada.
Solo Henrik la conocía, era la única persona a la que había sido capaz de
describírsela.
El proceso era breve. Empezaba por sentir como si alguien me estuviera
soplando con fuerza en la nunca, continuaba con una punzada en el centro de
la mano derecha, como si me hubiera clavado una pequeña aguja, y acababa
por debilitarme las piernas hasta el punto de tener una necesidad imperiosa de
sentarme o apoyarme en algún sitio.
Siempre era el mismo proceso, la misma serie de sensaciones: la nuca, la
mano y, finalmente, las piernas.
Había aprendido a convivir con ello, por suerte era algo que solo se
presentaba muy de vez en cuando. Durante un tiempo busqué una explicación
médica, pero no la encontré, tampoco psíquica. Acabé por convencerme de
que mi cuerpo reaccionaba ante algunas situaciones de esa manera, y acepté
esas extrañas sensaciones como algo que formaba parte de mí. Dejé de buscar
una respuesta, pero nunca lo ignoré, con el tiempo, tras muchas experiencias,
intenté encajarlo en mi vida dentro de un marco más o menos razonable. Se
convirtió en un preludio de cambios, en una forma de anunciarme que algo
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iba a dar un giro; algo importante, mejor o peor, pero con un peso
considerable en mi vida.
Veinte años atrás no habría sido capaz de explicarlo con un mínimo de
claridad, tampoco tenía una explicación científica veinte años después, pero al
menos sabía expresar en qué consistía y qué anunciaba. Siempre eran
cambios, a veces buenos, a veces no.
Me costó años interpretarlo y muchos más aceptarlo con normalidad. A
esas alturas formaba parte de mí, como el color de mis ojos, las pecas de mi
escote, o la forma de mi nariz.
Y en ese momento, mientras esperaba a Jan, se presentó.
Busqué algo en lo que apoyarme cuando me flaquearon las piernas, por
suerte ya estaba en la última fase, y lo encontré en el borde de la mesa.
Respiré hondo, me froté las manos y la nuca, y esperé unos minutos
intentando que mi mente estuviera en blanco, lo más blanco posible. Poco a
poco fue desapareciendo el soplo en la nuca y el punto doloroso en la mano.
Mis piernas empezaron a cobrar algo de consistencia y fuerza, dejando un
hormigueo que conocía bien y que solía desaparecer en pocos minutos.
Me sorprendió mucho, era lo último que esperaba sentir en aquel
momento y en aquel lugar. Para bien o para mal, se avecinaba algún cambio.
Lo tenía claro, estaba segura de ello, la experiencia era mi aliada.
Me dejó abatida, aunque empecé a recuperarme con rapidez y me animé.
Busqué en mi mente una posible fuente de cambios, pero solo se me
ocurrió que el sueco aceptara marcharse de allí… Pero ese hecho no tenía la
fuerza como para siquiera tenerlo en consideración, era algo insignificante si
lo comparaba con todos los cambios importantes que me había anunciado.
Tantos cambios importantes…
Aquella noche… mientras me daba un baño, antes de recibir la llamada…
El día que esperé frente a su casa…
Las escaleras del hospital…
El día que, bajo la lluvia, intentaba explicarle a mi compañera que
abandonaba la residencia en el hospital.
El día que compré una maleta nueva… Aunque esa se había producido
solo un par de semanas antes, lo había olvidado por completo.
Me ocurrió mientras escuchaba las explicaciones de la dependienta sobre
el material del que estaba fabricado y bla, bla, bla. No recuerdo qué más me
dijo, solo cuando me apoyé en el mostrador y ella me observó sorprendida y
me preguntó si me encontraba bien.
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Me froté el rostro con las manos, como si quisiera despertarme. No me
apetecía continuar con esos recuerdos. Rescatar esos momentos, los más
importantes, aunque hubo muchos más, en los que esas sensaciones me
habían sorprendido, estaba fuera de lugar. No era el momento de pensar en
ello.
Estaba esperando a Jan. Eso era lo único que debía tener en mente. Quería
saber a qué se refería exactamente cuando me había dicho que no me
preocupara y que quería hablarlo con Keith. Supuse que quería decir que era
él el que tenía que abandonar la casa, pero dudé.
La respuesta llegó poco después. Consulté el reloj y me di cuenta de que
había perdido la noción del tiempo. Jan había estado más de media hora fuera.
—Keith está preparando sus cosas, se marchará dentro de un rato.
¡Confirmado! Era eso a lo que se refería.
No sé qué esperaba que me dijera, pero aquello me impactó. ¿Se
marchaba? ¿Así, sin más?
—¿Está bien? —Fue una de esas preguntas con las que traiciona el
inconsciente, aunque también se sumó mi tendencia a la impulsividad.
—Lo estará.
Eso solo significaba que no lo estaba, debía estar subiéndose por las
paredes luchando con su ego y su orgullo por haber perdido la batalla en la
que tanta energía había depositado.
—Me cuesta creer que se haya mostrado comprensivo.
—Yo no diría que ha sido así —⁠sonrió⁠—, pero puedo entenderlo, tenía
planes.
—Él me habló de un vínculo con este lugar —⁠me aventuré a comentar.
Desconocía hasta qué punto Jan conocía lo poco que había hablado con el
sueco, o la clase de frases que nos regalábamos, pero quise probar suerte por
si ampliaba la información. Algo me decía que ese aspecto era más
importante de lo que yo creía.
—Sí, él suele venir muchas veces al año, no sabría decirte si son cuatro o
cinco, incluso antes de que estuviera rehabilitada. Cuando necesita
concentrarse acude a este lugar, es la única forma de conseguirlo cuando tiene
un proyecto entre manos —⁠dijo mostrando una nueva sonrisa, aunque
claramente estaba disgustado por la situación⁠—. ¿Te ha hablado de su
trabajo?
—No, pero… ha mencionado que necesita estar muy concentrado.
—Así es, y estarás de acuerdo conmigo en que es un lugar idóneo para
ello.
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—Sin duda, lamento mucho que haya ocurrido esto.
—Excepto compartir la casa, la única opción es que uno de vosotros la
abandone, así que deja de preocuparte.
Me sentía mal, muy mal, como si estuviera echando a patadas al sueco y,
aunque en algunos momentos, no muy lejanos, lo había deseado e incluso
recreado en mi mente para saborear la sensación, en ese momento no me
satisfacía.
El sueco se iba, tenía la casa para mí sola, pero… él tenía algo importante
que hacer y yo… yo no. Y la idea de estar sola, completamente sola en aquel
lugar, seguía sin entusiasmarme.
Mientras Jan se servía un nuevo café, no sin antes pedirme permiso,
repasé mentalmente los motivos que me habían llevado a Suecia. La voz de
Henrik inundó mi cabeza como si surgiera de un altavoz:
—Estás bien, Vega, yo veo que has pasado la página en la que te has
detenido tanto tiempo, en la que solo pensabas en lo que hubo, lo que dejó de
haber, lo que podía haber sido, lo que fue, o lo que no. Te vendrá bien hacer
un viaje sola, creo que es una experiencia que todos deberíamos probar alguna
vez. Visita ese lugar que tanta magia tiene, cárgate de energía, descansa y
piensa en tu trabajo, en el camino que quieres empezar.
»Olvídate de él, haz que desaparezca por completo de tu mente, Vega, él
ya no está en tu vida, se terminó. Sé que has estado mucho tiempo aislada,
pero este viaje será otro tipo de aislamiento, uno para cargarte de energía.
»Disfruta del lago Vättern y del bosque, incluido algún que otro trol».
Esas palabras habían sido el inicio del viaje, el empuje que había
necesitado para desear sentir todo lo que él describía y aceptar viajar hasta el
lugar donde, en ese instante, me encontraba.
En ningún momento pensé que fuera tan accidentada mi llegada, ni que
sería tan fácil conocer un trol —⁠sonreí por mi ocurrencia⁠—. El caso era que,
cuando pensaba que la situación estaba a punto de llegar a su fin, no sentí el
alivio que debía sentir. Me caía mal el sueco, pero lamentaba que tuviera que
salir corriendo de allí. Sí, definitivamente yo debía ser idiota, me sentía mal
por ser yo la que me quedaba cuando él me había dicho hasta la saciedad que
no veía el momento de perderme de vista, pero… no dejaba de pensar que yo
no tenía el vínculo que tenía él.
«Has permanecido aislada demasiado tiempo».
De nuevo las palabras de Henrik aparecieron, pero esa vez me dejaron un
vacío incómodo.
¡¡Ahí estaba la clave!!
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Necesitaba tranquilidad y disfrutar de la sensación de viajar sola, visitar
lugares pintorescos y estar en contacto con la naturaleza, pero no el
aislamiento que me proporcionaba aquella casa.
Para Henrik era distinto, aquel era un lugar especial, uno en que llevó a
cabo un proyecto junto a su amigo, y el que escogía siempre que podía para
desconectar del continuo estrés de su trabajo. Pero para mí solo era un bonito
lugar donde perderme, aunque no hasta el punto de sentir que la tierra me
había tragado.
Podría haber estado horas analizando el viaje, los motivos, si hice bien o
mal, qué era lo que me satisfacía… y así hasta caer rendida, pero no pensaba
entrar más en todo ese caos innecesario. Era la última vez que lo hacía. Estaba
allí, no había nada más que analizar. Sobre la marcha, según pasaran las horas
y los días, iría decidiendo lo que me apetecía hacer.
Ya era un éxito haber sido valiente y viajar sola hasta allí y no lo iba a
estropear.
Me cruzó algo por la cabeza y decidí dar el primer paso. De alguna forma
la sensación de «se avecinan cambios» influyó en mí, aunque no sabía de qué
manera; puede que me nublara la mente y la sensatez, pero tenía que probarlo.
—Jan, tengo que hablar con… Keith, ¿puedes esperar a que regrese?
—Claro, aquí estaré. —Aceptó con un gesto contrariado.
Salí a toda prisa en busca del trol del bosque.
Esperaba no equivocarme.
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Capítulo 22
Keith
No daba crédito a lo que me estaba ocurriendo, no podía creerme que tuviera
que marcharme de allí para regresar dos semanas después.
Pero ¿qué le pasaba a Jan? Iba a ser cierto que las confianzas daban asco.
Ya no sabía si seguir esforzándome por comprenderlo o no, si llevaba o no
razón, si la llevaba yo o… ¡No! Ya no sabía qué creer.
Dos malditos días aguantando a esa odiosa mujer para tener que hacer la
maleta y regresar a Estocolmo.
¿A quién podía culpar sino?
De cualquier modo, fuera quien fuera el culpable, era yo quien se iba de
allí con un disgusto, una mierda de trabajo sin apenas empezar y dos semanas
por delante perdidas y… una bonita experiencia de comunicación y buen trato
con la española.
¡Maldita sea! Necesitaba estar allí. El primer día, antes de que se
presentara ella, había conseguido trabajar sin interrupción durante más de tres
horas, había cogido el impulso que deseaba desde hacía tanto tiempo… Pero
todo se había estropeado con su llegada, con el error de Henna, o de Elin, o de
Jan, o de quien fuera que no hubiera hecho bien su trabajo.
Un maldito contrato, eso era lo que me hacía salir de allí, y el compromiso
moral de Jan con su amigo Henrik. Afortunadamente no lo había mencionado
más, pero yo sabía que era así, de lo contrario habría luchado por ofrecerle a
la intrusa un paraíso con una lista de actividades muy atractivas que habría
acabado por aceptar; pero no, no había movido un dedo para persuadirla, se
había limitado a gestionar el asunto con ese cliente y su apretada agenda
turística imposible de calibrar.
No quería enfadarme con Jan, y esa mujer tampoco tenía la culpa, por mal
que me cayera, pero era tal la rabia que sentía por tener que interrumpir mis
planes que con gusto me habría despojado de la cabeza para dejar de pensar
estupideces.
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Tenía que marcharme y no había nada más que hacer, a menos que
quisiera acabar discutiendo con Jan o con esa mujer.
Me sentía mal, muy mal, me di cuenta cuando me entraron ganas de
tirarme al suelo y patalear como un niño. Igual como terapia no estaba mal, a
falta de un saco de boxeo y dos docenas de platos para lanzar en una pared…
Claro que, un poco de ejercicio agotador también podría servir.
Cuando llegara a Estocolmo le haría una visita a la piscina del gimnasio y
quemaría mis fuerzas y mi mal humor nadando con energía.
El sonido de la puerta al ser aporreada me liberó de mis pensamientos.
Esperaba a Jan, nuestro encuentro había sido tenso, puede que quisiera
arreglarlo; mi sorpresa fue encontrarme con ella.
Su expresión era calmada, ni sonrisas maliciosas ni cejas en alto ni ansia
por soltar palabras a toda prisa. Me miró fijamente y me dijo que quería
hablar conmigo.
Me aparté para cederle el paso y la seguí, esperaba que de un momento a
otro me restregara su victoria dando por vengada mi manera de actuar con
ella.
—Me caes mal, me pareces un auténtico gilipollas y desde que llegué lo
único que he deseado es perderte de vista, pero…
Sabía que de su boca no iba a salir nada agradable, pero me intrigó
conocer a dónde quería llegar.
—Pero… —La ayudé cuando vi que su pausa era excesiva. Si lo que
pretendía era captar mi atención, lo consiguió.
—Pero desde que llegué he sido capaz de entender que esto nos afectaba a
los dos, que tú y yo somos los perjudicados, independientemente de que tú
tengas o no un contrato formalizado.
—Bien, eres muy comprensiva, ¿y qué? ¿Quieres saborear tu victoria,
quieres disfrutar diciéndome que he perdido, quieres…?
—No, imbécil, he venido a decirte que si quieres puedes quedarte en la
cabaña yo no pondré objeciones, la casa es muy grande, apenas vamos a
coincidir, y yo voy a pasar mucho tiempo fuera visitando la isla y los
alrededores.
Por un segundo, con sus primeras palabras, creí que me estaba anunciando
su marcha, pero no, me estaba diciendo que no era necesario que se produjera
la mía.
Me quedé anclado al suelo, de todo lo que esperaba escuchar, aquello no
se parecía en nada, ni se aproximaba. ¿De verdad me estaba proponiendo que
compartiéramos la casa?
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Se cruzó de brazos mientras yo intentaba desenredar la maraña de ideas
que se estaban desarrollando en mi cabeza, pero el nudo era tal que fui
incapaz de deshacerlo.
—Tú dirás —me apremió frunciendo el ceño.
—No lo entiendo.
—Pues es muy sencillo, no me parece justo que tengas que irte —⁠anunció
alterada⁠—. Si es lo que deseas, adelante, pero si te marchas forzado solo
porque yo tengo contrato y tú no, y así te lo ha pedido Jan, no… lo veo justo;
y si no lo veo justo me revuelvo, y si me revuelvo me da por proponer
tonterías, como la que te he propuesto ahora mismo; después vendrá el
arrepentimiento, más o menos en un par de horas, pero es mejor que no piense
en ello. ¡Decide!
—Déjame pensarlo —la provoqué ahogando mis ganas de reír por su
exposición.
—No, Nostradamus, decide en los próximos dos segundos, no tengo
ganas de estar todo el día esperando a que decidas. Me lo dices ahora y así me
voy haciendo a la idea en el caso de que aceptes.
—¿Y si no acepto?
—Pues lo celebro, pero me voy a dormir con la conciencia tranquila.
—Entonces, ¿tienes conciencia?
—A… acabamos de descubrir juntos que sí, que la tengo.
A pesar de tratarse de otro simple juego de provocación, cada vez que
aparecía esa palabra, conciencia, era la segunda vez, ella reaccionaba de
forma extraña, forzada, incómoda.
—¿Te decides? Jan me está esperando.
—¿Le has hablado a él de esta propuesta?
—Luego se lo preguntas. ¿Y bien?
Tragué saliva, desde el primer momento que escuché la propuesta supe
que iba a aceptar, cualquier cosa era mejor que marcharme y volver dos
semanas después, mucho más si sus intenciones eran las de no molestar:
parecían sinceras. Pero mi silencio se alargó debido a lo mucho que estaba
disfrutando mientras acababa con su paciencia.
—Olvídate de lo que te he dicho —⁠dijo empezando a dirigirse a la salida.
—¡Espera! ¡Me quedo! —sentencié en un tono de voz firme.
Me escudriñó con la mirada, parecía que su mente estaba trabajando a
toda prisa, había algo que la inquietaba mucho.
—Espera…, rebobinemos. Antes de que decidas te expondré mis
condiciones…
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—Resulta que hay condiciones…, vaya, vaya. Está bien, te escucho.
—Soy y seré la misma «mal educada», me olvidaré de dejar los zapatos
en la entrada, te robaré café, tocaré la flauta y visitaré la cabaña del árbol.
—¿Lo de la flauta es negociable?
—No, y no te confundas, no estoy negociando, yo no gano nada. Eres tú
el que debes decidir si bajo esas condiciones quieres quedarte o marcharte.
—Entonces déjame plantearlo de otro modo… quizás no me he explicado
bien: ¿podrás tocar la flauta y visitar la cabaña de manera que no interceda en
mi trabajo?
—Claro, ¿cómo no? Me iré al bosque a tocarla y en la cabaña me haré
invisible para que no te des cuenta de que estoy, lo que sea por no molestar al
señor que busca desesperadamente concentración. Estás todo el día allí
metido, ¿cómo pretendes que no moleste?
No iba a ser fácil hacerle entender que lo que quería era silencio para
trabajar, al parecer le costaba, pero no podía forzar más su «generosidad», ya
tendría tiempo de imponer reglas.
—Y no me tomes por tonta, no más de lo que pueda ser, lo que hablemos
aquí, se cumple, ni pienses que después me impedirás el paso sin más.
A punto estuve de echarme a reír al sentir que me había leído el
pensamiento.
—De acuerdo, me quedo, ya encontraremos la manera de que entres
alguna vez, pero… me conformo con que entiendas que necesito tranquilidad
para trabajar.
—Me conformo con que entiendas que he venido hasta aquí para hacer
muchas más cosas que invadir tu puñetera tranquilidad.
Le ofrecí la mano para sellar nuestro trato, contuve la risa cuando vi que
la miraba con asombro.
—¿Sorprendida?
—Decepcionada, pero eso es otro cantar. Esperaba estar en paz con mi
conciencia, no que aceptaras. Pero ese es mi conflicto, no el tuyo.
Se dio la vuelta sin decir nada más, pero antes de emprender la marcha se
giró:
—¿No te dijo tu bola que te iba a «permitir» —⁠forzó la vocalización con
un brillo maligno en los ojos⁠— quedarte?
—No, ni siquiera mi bola ha sido capaz de adivinar tanta generosidad por
tu parte.
Sonrió y sonreí.
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Me pareció una bonita sonrisa producida por unos bonitos labios, y… solo
era eso, una bonita sonrisa, la chica era guapa.
Debió ser la emoción del momento.
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Capítulo 23
Vega
De camino hacia la casa me pregunté cuánto tardaría en arrepentirme de mi
propuesta, calculé que podría llegar en dos o tres días, pero nunca imaginé
que en dos horas.
Jan se sorprendió cuando le comuniqué que habíamos llegado a un
acuerdo y que habíamos decidido compartir la casa, pero confesó alegrarse
mucho por ello. Me imaginé lo violento que tuvo que ser pedirle a su amigo
que la abandonara, así que, de alguna manera, me sentí compensada. Jan no
era cualquiera, era el gran amigo de Henrik, no podía olvidar ese detalle.
Volví a encontrarme con el sueco en la cocina, a la hora en la que él
almorzaba, demasiado pronto para mí, justo al mediodía. Desde que Jan se
marchó me había dedicado a poner mis cosas en orden, a lavar parte de mi
ropa, y a instalarme de una forma definitiva.
Nada más entrar por la puerta me reprochó que el pescado continuara en
el frigorífico y me expresó con su voz robotizada, carente de emociones, que
esperaba que ese mismo día lo cocinara o me deshiciera de él.
Ahí empecé a arrepentirme. Dos horitas justas.
—Es mi pescado, y hago con él lo que me viene en gana —⁠solté molesta
por su tono de voz.
—No es muy responsable por tu parte permitir que se ponga en mal
estado, mucho menos que desprenda un olor desagradable e inunde el
frigorífico. Recuerda que también es mi frigorífico.
—Vaya, vaya, empiezas a pronunciar frases que indican que compartimos
cosas: es todo un avance. Has pasado del «Esto es mío», al «no olvides que es
de los dos». Estoy orgullosa, Nostradamus. Si dices una palabra más me
emocionaré. —⁠Fingí lloriquear.
—No me llames así.
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—¿Me lo estás prohibiendo? —⁠le desafié.
Nos miramos fijamente, de nuevo el ambiente estaba cargado, a punto de
solidificarse.
—No, jamás lo haría —dijo con una tranquilidad y un cinismo que hizo
que mi sangre se acelerara⁠—, solo era una amable recomendación. Allá tú si
quieres desperdiciar un ejemplar como ese.
—Lo compré ayer, y hoy se puede consumir perfectamente, el día no ha
acabado.
Abrí la puerta de la cocina, la que tenía acceso a la despensa y el cuarto de
la colada.
—¿Dónde vas? —preguntó con un tono que hizo que aún se me acelerara
más la sangre.
Estuve a punto de cerrar de un portazo e ignorarlo, pero cambié de
opinión cuando creí entender a qué se debía esa pregunta.
Esa misma puerta también permitía el acceso a la sala de la bañera, la que
él me dijo que contenía una bodega en construcción. Puede que siguiera
pensando que no sabía lo que había en su interior, puede que simplemente no
quisiera que entrara.
Decidí ponerlo a prueba.
—Estoy buscando el congelador, supongo que debe estar ahí, recuerdo
haberlo visto…
—Está dentro de la despensa, ¿es ahí donde acabará el pescado?
—Ahí es donde me gustaría que…
No acabé la frase, no era una batalla verbal lo que me apetecía, no era el
momento de decirle que era él el que me gustaría que acabara dentro, me
interesaba más otro aspecto.
Lo ignoré.
Salí de la despensa comprobando que, efectivamente, allí había un
congelador, lo tendría en cuenta para mis compras futuras. Pero no era eso lo
que me interesaba, sino otra cosa. Antes de volver a entrar en la cocina, me
aseguré de que el sueco me observara:
—¿Qué me dijiste que había tras esa puerta?
—¿Qué puerta?
—La del fondo —le aclaré señalándola. Hice un esfuerzo por suavizar mi
voz.
Tal y como esperaba, tardó en contestar, me miró buscando alguna
expresión que le aclarara mis intenciones, pero me esforcé mucho para que no
las encontrara.
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Seguía sin contestar, a saber, qué le estaba rondando por la cabeza.
—Hay una…
—¡Ah sí! Una bodega en construcción —⁠le interrumpí⁠—, ya no me
acordaba. Hay rincones que aún no conozco.
—¿No te enseñó Henna toda la casa? Me pareció escucharos paseando por
el jardín, incluso alguna de sus explicaciones sobre la casa.
—Esa costumbre de escuchar otras conversaciones… —⁠Le dediqué una
sonrisita desagradable⁠—. Solo parte del jardín. —⁠Fingí no darle
importancia⁠—. Me gustaría ver esa bodega, ¿o es peligroso?
—No está en condiciones. —Parecía satisfecho⁠—. Tampoco hay nada que
ver, solo una habitación llena de escombros.
—¡Oh! Entonces no merece la pena, creí que ya se habían iniciado las
obras, es que me encantan las bodegas.
Seguí con mi papel sin dar crédito a su arrogancia. ¿De verdad pensaba
que no iba a averiguar lo que había dentro? En el jardín había un acceso… No
tenía por qué saber que Henna me lo había mostrado, pero ¿de verdad
pensaba que no lo iba a averiguar? Por muy camuflado que estuviera era
absurdo que me mintiera, antes o después lo iba a descubrir, bien por mis
medios, bien porque cualquiera de sus amigos, incluso Henrik lo
mencionara…
¡No! Me negaba a creer que no hubiera pensado en esa posibilidad,
simplemente se creyó que no lo sabía y lo aprovechó para posponer mi
entrada a la bañera. ¿Otra vez como con la cabaña? ¿Esa era la idea de aceptar
convivir en la misma casa? ¿Me estaba simplemente tomando el pelo?
En ese momento me entraron deseos de estrangularlo, pero opté por seguir
con mi papel de no enterarme de nada y no añadí nada más.
Me entretuve en servirme un vaso de agua y aproveché para observar lo
que estaba haciendo. Estaba condimentando unas patatas que, deduje, pensaba
añadir a una ensalada de verduras que se encontraba justo al lado.
Al ver que lo observaba, dejó el tenedor a un lado del plato y me miró:
—Cuando dijiste que apenas íbamos a coincidir, que la casa era muy
grande, no te referías a esto, ¿verdad? Porque ahora estamos compartiendo el
mismo espacio innecesariamente. Yo estoy cocinando, tú no, y si es lo que
deseas tendrás que esperar a que acabe. Podríamos establecer unos turnos.
—Sabía que me iba a arrepentir de haberte ofrecido que te quedaras, pero
no esperaba que fuera tan pronto. No sé en qué narices estaba pensando
cuando te lo he propuesto…
—Creo que hablaste de justicia, si hay otra razón la desconozco.
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—Si ese es el plan en el que vas a estar será mejor que te largues.
—¿Qué plan? ¿Te molesta que te recuerde que el pescado se puede echar
a perder? ¿Te molesta que pida privacidad en la cocina, o un turno para
utilizarla? Esto no funciona así, hemos hecho un trato. Cada vez que algo no
sea de tu agrado no me puedes pedir que me marche. Eso te lo puedes quitar
de la cabeza.
—Está claro que he cometido un error… —⁠dije decepcionada, aunque se
notó demasiado para mi gusto.
—Si me hubieras dicho que querías que fuéramos amigos, te habría
sacado del error, o probablemente no habría aceptado.
Eso era ya demasiado.
—¿Quién coño te ha dicho que quiero que seas mi amigo?
—Tus dudas así parecen indicarlo, no estoy haciendo ni diciendo nada
que se salga del guion que establecimos ayer, no sé a qué viene tanto lamento.
No podía aguantar más a ese hombre, tenía ganas de lanzarle algo a la
cabeza y, si no me marchaba de allí, lo acabaría por hacer.
Pero ¿qué estupideces estaba diciendo? ¿Acaso pedir que no fuera un
borde significaba que quería ser su amiga? Ese hombre tenía el ego del
tamaño de un continente. Si en ese momento hubiera podido dar marcha atrás
lo último que le hubiera propuesto sería que se quedara en la casa. ¡Qué
estúpida había sido!
—Tenías un pie fuera de esta casa cuando te he propuesto que la
compartiéramos. ¿En qué estaba pensando?
—No tengo ni idea, eso solo tú lo sabes. Tú has puesto tus condiciones y
yo las he aceptado.
—¿Condiciones?
—Si no recuerdo mal has mencionado que no te quitarías los zapatos, que
seguirías con la flauta… Y yo, tras conocerlas, he aceptado, sabía a lo que me
exponía, pero yo no te he dicho que me fuera a convertir en tu amigo y que el
buen rollo se iba a respirar en cada rincón de la casa. No entiendo qué
esperabas ni de qué te sorprendes. Para mí sigues siendo una intrusa y
preferiría estar solo, pero ya que no ha sido posible, acepto que estés aquí; eso
no significa que haya cambiado algo. ¿Por qué me has ofrecido que me
quede?
Respiré hondo, me esforcé por no perder los papeles, él era capaz de
decirme todas aquellas cosas sin decir una palabra más alta que otra, y yo no
iba a ser menos.
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Mi sangre había dejado de acelerar, se había empezado a congelar después
de escuchar todo aquello. La mejor opción habría sido salir de allí, ignorarlo,
olvidarme de él y seguir con mis planes. Esa habría sido la opción sensata, la
elegante, la racional, pero me había sentido humillada con su discurso, como
si quisiera dejar caer que yo tenía interés en ser su amiga o, quién sabe si
había pensado que mi interés iba más allá incluso.
Descartada la mejor opción, sin tiempo para planear nada, me calmé y
contesté a su pregunta.
—Me dijiste que tenías un vínculo con este lugar, y eso me conmovió.
—⁠Me sentí ridícula adoptando aquel tono conciliador y dándole
explicaciones, pero sospechaba que la respuesta me iba a entusiasmar y
necesitaba escucharla.
—Sí, tengo un vínculo, me gusta este lugar, estoy acostumbrado a él, y
trabajo muy bien aquí. Solo eso. ¿Esperabas una historia apasionante sobre un
acontecimiento que viví aquí y que me creó unos lazos eternos?
Pues sí, más o menos era eso lo que había imaginado. Algo importante
que le unía a ese lugar, recuerdos, vivencias, una historia especial del tipo que
fuera, una tragedia… Su forma de expresarlo me hizo pensar en algo así,
incluso Jan me siguió la corriente cuando lo mencioné, aunque entendí que no
entrara en detalles. Pero era más simple que todo eso: le gustaba estar allí y…
punto.
Pensé que era injusto que se marchara, que tenía el mismo derecho que yo
y que el error en la reserva no era culpa nuestra; pensé que tenía un lazo
especial con ese lugar con cientos de historias detrás, pensé… No, no pensé.
¡Joder!
Me pareció que si se marchaba me iba a aburrir, y me dieron escalofríos
de pensar en pasar las noches sola en aquel lugar, y lo estaba pagando.
No quería nada de él, solo un poco de cordialidad, un trato que no
consistiera en regalarme comentarios fríos, desagradables y arrogantes, pero
me había equivocado.
—¿Sabes? Tienes razón, toda la razón. —⁠Me acerqué a él y me apoyé, de
espaldas, en la encimera en la que él estaba trabajando su ensalada. Tenía toda
su atención, estábamos cerca⁠—. Tanta gilipollez, tanta arrogancia y tanto ego
no pueden ser fruto de las circunstancias… Ese nivel de concentración no se
adquiere por unos hechos concretos, es que eres así, si más. No sé en qué
estaba pensando cuando imaginé que tendríamos un trato menos
desagradable. —⁠Cogí del plato una de sus patatas y me la llevé a la boca
mientras él me seguía con la mirada, sin pestañear⁠—. Ni siquiera lo deseo,
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ahora que lo pienso, tiene que ser tremendamente aburrido hablar contigo de
una forma cordial, no tendría emoción.
La mastiqué despacio, mostrando una actitud desenfadada y relajada.
Cuando terminé alargué mi brazo y con un movimiento lento, ante su mirada,
volqué el bol que contenía sal en el cuenco de las patatas. Como no me lo
impidió, algo que sospechaba, alargué el brazo para hacer lo mismo con uno
que contenía algún tipo de especias que desconocía y las volqué sobre las
verduras. Una montaña de sal y de especias adornaban sus dos platos,
imposible salvarlos.
Le sonreí. Ni un solo músculo se movió en su rostro, era de cera.
Me incorporé y me dirigí a la salida mientras le hablaba:
—Puedes utilizar también mi turno de cocina, lo vas a necesitar.
Me giré antes de atravesar la puerta y vi cómo se apoyaba con las dos
manos en la encimera y bajaba la cabeza.
No es lo más maduro que he hecho en mi vida, tampoco lo más sensato,
pero salí de allí satisfecha, saciada de haberle jodido la comida y contenta por
haber nivelado el desprecio que me había hecho sentir.
No iba a permitir que el encontronazo en la cocina me desviara de una
sensación que me gustaba y me hacía sentir bien.
Había tomado una decisión y eso me hizo respirar tranquila. Que el sueco
se quedara en la casa no estaba a la altura de una gran decisión, eso lo tenía
muy claro, pero sí los motivos que me llevaron a ella. Aunque hubo un interés
por no encerrarme sola en aquella gran casa, también hubo un punto de
generosidad al entender que para él era muy importante ese lugar.
Y, aunque finalmente, no era para tanto, no existía ese vínculo profundo,
yo lo desconocía cuando me animé a ofrecerle que se quedara.
Aparte de los ladridos constantes del trol, algo bueno me seguía dando
aquel viaje, algo pequeño, pero tal y como había sido mi vida en los últimos
años, un caos emocional a gran escala era de agradecer.
Se trataba de un sentimiento libre, de un sentimiento cargado de una parte
de mí que había luchado por conocer y por pulir. Un pequeño resultado, pero
suficiente para hacerme sonreír satisfecha.
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Capítulo 24
Vega
Volví a visitar el restaurante del día anterior. Tras el desencuentro con el
sueco lo último que me apetecía era volver a entrar en la cocina
exponiéndome a cruzarme con él, y mucho menos cocinar. Aunque era algo
temprano, decidí empezar a adelantar los horarios de las comidas.
A esas horas, poco después del mediodía, solo servían platos ligeros:
bocadillos, ensaladas… El plato fuerte del día se servía hacia las seis o siete
de la tarde, una costumbre que iba a tener que ir adquiriendo, me gustara o no,
era impensable que si un día me apetecía cenar fuera de la casa lo pudiera
hacer hacia las diez de la noche, como hacía en España.
Me decanté por un sándwich de aguacate y gambas con un pan compacto
que resultó estar delicioso. Henrik solía preparar ese tipo de tentempiés y me
recordaron mucho a él.
Antes de marcharme hice algunas compras, algo de comida, aunque no
demasiada, solo la necesaria para terminar el día en el caso de que decidiera
cenar en la casa tenía muy claro dónde acabaría el bacalao.
Decidí buscar un lugar tranquilo para llamar a Henrik y acabé frente al
embarcadero, dentro del coche, con una bolsa de pastelillos de canela en el
regazo. Debía reconocer que me gustaron mucho y no pude contenerme al
pasar junto a la pastelería. Kanelbulle, ese era su nombre, aunque su
pronunciación me costó recordarla.
Henrik no me hizo esperar, me había enviado un mensaje indicándome
que tenía ganas de saber de mí y que le llamara cuando me apeteciera.
—¿Me echas de menos? —le dije nada más escuchar su voz⁠—. Has
descolgado a la primera.
—Mucho, pero no tanto como tú a mí, ¿me equivoco?
—Solo un poco, siento decepcionarte, y que conste que si me acuerdo de
ti es porque estoy en Suecia, si estuviera en cualquier otro lugar ya te habría
condenado al olvido.
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Me reconfortó escuchar su risa.
—Cuéntame cómo estás.
—Estoy en el embarcadero del ferri, dentro del coche, mirando el lago e
inflándome de Kanel… Katel… pastelitos de canela.
—Kanelbulle —repitió con una pronunciación inmejorable⁠—. Son
deliciosos y… adictivos.
—Ahora entiendo tu afición a los pasteles.
—No me has contestado. Me has dicho dónde estás, pero no cómo.
—Apenas he visto la isla, he esperado a que Jan encontrara una solución y
hoy mismo ha venido a vernos.
—¿Y bien?
—No hay nada más disponible, tenemos que compartir la casa. En
principio Jan le pidió a él que se fuera, pero me dio pena, está allí trabajando
y no tiene culpa del malentendido, así que compartiremos el lugar.
—¿Hablas de Keith?
—Sí, el mismo —contesté sin ocultar mi falta de entusiasmo⁠—. Sé que le
conoces, supongo que fue Jan el que te dijo que era él el que estaba en la casa.
—Sí, me dijo lo que había ocurrido con la reserva, ya lo hablamos, y
también me dijo que se trataba de Keith.
—Cuando hablamos, el día que llegué, no sabía que lo conocías.
—Sí, lo conozco, es… ¡Un momento, Vega! ¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
Me estoy perdiendo. Conozco ese tono de voz tuyo y esa manera de darle
vueltas a las cosas…
—Es solo que… Ese tío es gilipollas, Henrik, un tío arrogante,
egocéntrico, desagradable y…
—¿Keith? —preguntó muy confundido.
—Sí, Keith —dije con desgana—. Y un prepotente, esa es la mejor
definición.
—Estoy alucinando, ¿qué tal si te explicas mejor?
Cuando me confirmó que no tenía prisa me animé a contarle toda la
historia desde mi llegada. Toda. No me dejé ni una sola de las disputas con el
sueco, y así hasta llegar a la parte final en la que le propuse que se quedara.
Necesitaba vomitar todo lo que llevaba dentro, así que le proporcioné un buen
relato cargado de detalles.
En algunas partes de la historia se reía: el episodio de la flauta, el de la
sal, la bola de cristal… A decir verdad, durante casi todo mi relato le escuché
reír, excepto cuando lo acabé y le dije que me arrepentía.
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—Mi intención era buena, Henrik, me dio pena que se tuviera que
marchar, pero también me pareció una buena idea porque estar sola en ese
lugar me da escalofríos.
Con Henrik no tenía que ocultar nada, podía ser sincera con él.
Sabía que su silencio, en parte, se debía a mi confesión sobre estar sola y
le dediqué unos minutos más a que entendiera la situación y no sacara
conclusiones como que podía haberse equivocado al recomendarme ese viaje.
De hecho, si no hubiera estado el sueco, me habría acostumbrado a estar
sola antes o después, pero tenía que reconocer que había sido más entretenido
con él, aunque hubiera desplantes cada dos por tres.
—No entiendo por qué se ha comportado así, el que yo he tratado no tiene
nada que ver con el que describes. Aunque solo hemos coincidido una vez,
Jan me ha hablado mucho de él, y no se parece al hombre del que me estás
hablando. Puede que se sintiera mal por lo que ocurrió con la doble reserva
y…
—No, Henrik, no se trata de eso. Es comprensible que al principio
estuviera enfadado, pero se ha comportado de la misma manera todo el
tiempo. Ya te lo he contado. Por eso me siento mal, porque no es que necesite
que seamos amigos, pero estar dos semanas cerca de alguien tan borde, que
no es capaz de decir algo sin que parezca que su vida está en tus manos… ¡es
desagradable! Y ahora me arrepiento de haberle propuesto que se quedara,
pero lo hice con buena intención, sin pensar solo en mí… Eso es bueno,
¿verdad?
Henrik se echó a reír.
—Vega, tú no eres una persona que pienses siempre en ti, si afirmas eso
es que has avanzado poco. No puedes generalizar en eso.
—Siento que soy otra persona, que he cambiado. ¿Se puede cambiar en
tan solo unos pocos meses de esta forma?
—No has cambiado de la forma que tú crees, eres la misma, eres tú, solo
que sin la venda en los ojos que has tenido durante muchos años. Se cayó y
eso te ha hecho ver el mundo de otra forma.
—Entonces es bueno.
—Lo es.
—¿Qué coño hago aquí?
—Dímelo tú.
—Quiero ver la isla, estar tranquila y volver con fuerzas, tengo que
decidir sobre mi trabajo y aquí, tan lejos, tan aislada, quizá lo vea desde una
perspectiva que en Madrid no podría.
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—Ese era y es el objetivo de tu viaje.
—Bien, y ¿cómo encaja que tenga que lidiar con ese tío?
—No debiste pedirle que se quedara, pero entiendo lo que te motivó a
hacerlo. El Keith que conozco es divertido, me he tirado al suelo de la risa
con él, es inteligente, es amable… ¡Joder! No lo entiendo.
—¿Divertido? Pero si es incapaz de sonreír, y es estirado como un palo.
No sé si es inteligente o no, pero te aseguro que me repitió mil veces que tenía
las horas contadas allí cuando era él el que tenía que marcharse. Muy listo no
es. ¿Quién se sube tanto para luego tener que bajar la cabeza?
—No sé, Vega, me preocupa que estés tan agobiada.
—No, no lo estoy, de verdad, hoy es que… me ha sacado de quicio, no me
esperaba que se mostrara tan antipático. No quiero sentirme incómoda en el
lugar que, se supone, he elegido para desconectar del mundo y respirar aire
fresco. Hasta aquí tu preocupación, no hagas que me arrepienta de habértelo
contado. Ya me espabilaré.
—Bien, pues no me preocupo, me conformo con que vuelvas
completamente renovada y dispuesta a seguir con tu vida. ¿Piensas en… él?
—¿En… Daniel? Sí, sigue apareciendo en algún sueño y a veces me
vienen cosas de él a la cabeza, pero no más que hace unas semanas.
—Vega…
—Henrik, estoy bien, ¿cuántas veces lo hemos hablado?
—De acuerdo… dejaré de preocuparme por ti.
—No lo hagas, me gusta, bastante lo eché de menos.
Henrik no permitía que entráramos en ese tipo de emociones, afirmaba
que todo lo que se ha hablado y solucionado no tiene por qué estar presente
continuamente, mucho menos si es doloroso. Tenía razón, pero la visión de lo
ocurrido era diferente desde mi punto de vista que del suyo.
Desvió el tema y me contó algunos aspectos de su día a día, incluido un
nuevo proyecto en Madrid que le entusiasmaba. Hablamos también de las
cabañas, de la habitación de la bañera, y de todos los lugares que me
recomendó visitar en la isla.
Le escuché entusiasmada, era tan fácil hablar con él…
Debería haberme sentido bien al colgar, pero no fue así, me inundó de
nuevo una sensación desagradable de culpa al ser consciente del tiempo que
lo alejé de mi vida. Pero tardé poco en recuperarme, como en otras ocasiones
substituí la sensación de culpa por imágenes con alguno de los millones de
momentos buenos, y desapareció. Era mi forma de combatir muchos malos
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recuerdos cuando se presentaban, buscaba otros más positivos que me
hicieran más feliz. Solía funcionar.
Los duelos tienen un tiempo.
Ni un minuto más, tocaba ser feliz. Algo iba a cambiar, lo supe desde que
sentí las «extrañas sensaciones» en la cocina, y solo me quedaba esperar a ver
de qué se trataba.
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Capítulo 25
Keith
Salí de la bañera algo mejor de lo que había entrado. El baño me sentó bien.
Sumergirme dentro del agua, completamente desnudo, con vistas a la colina
de robles era uno de los momentos que más valoraba en la casa. Muchas
veces lo imaginaba cuando estaba en Estocolmo y tenía un día duro en el
trabajo.
Había invertido mucho tiempo, mucha imaginación, y mucho esfuerzo en
recrear un lugar parecido en mi casa, pero el resultado no había sido el
mismo. La isla me proporcionaba una calma que me hacía renacer y sentirme
más vivo que nunca cuando la visitaba, lástima que no pudiera hacerlo con
más frecuencia.
Salí de la sala atento a los sonidos que pudieran venir del exterior. La
intrusa se había ausentado durante un par de horas con su vehículo, había
vuelto y se había vuelto a marchar, aunque la segunda vez lo había hecho en
bicicleta.
Me alegré de haber aprovechado para darme un baño, pero lamenté tener
que estar pendiente de sus movimientos para encontrar mi preciada intimidad.
Todavía no había descubierto la bañera, al menos esa era la impresión que
me había dado, de lo contrario me lo habría reprochado cuando tuvo
oportunidad. Dudé en un principio, cuando me preguntó qué se encontraba al
otro lado de la puerta, pero parecía convencida de mi explicación. Claro que,
de poco me serviría en los siguientes días, estaba convencido de que
exploraría cada uno de los rincones de la casa o se enteraría de cualquier otro
modo. ¡Menuda era!
No quería ni recordar el episodio de la sal. ¿Cómo se había atrevido a
hacer algo así? Tenía agallas, no podía negarlo, a mí nunca se me habría ni
siquiera cruzado por la cabeza fastidiar a alguien de esa forma, de otra quizá,
pero jugar así con la comida…
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No había podido salvar nada de ella, la sal y el romero se habían
incrustado de tal forma que ni siquiera la parte inferior se había librado de
recibir.
Esa mujer era capaz de sacar lo peor de mí porque cuando se marchó
sonriente con su hazaña me habría gustado estrangularla lentamente.
Mucho me temía que me iba a costar mucho esfuerzo trabajar en la
cabaña, cada minuto que pasaba parecía más improbable no tener un
desencuentro con ella.
Si al menos se dedicara a visitar la isla… Me conformaba con que
volviera al atardecer agotada y no tuviera ganas de molestar. Esperaba que sus
amenazas de seguir con esa odiosa flauta no se cumplieran. ¿Qué clase de
persona se dedica a tocar así un instrumento cuando se va de vacaciones?
Era rara, muy rara. Chef, música, ¡a saber a qué se dedicaba! Todavía no
la había visto cocinar nada, seguramente había acudido a algún restaurante.
Era rara, muy rara.
¿Qué me estaba echando en cara antes de derramarme un cuarto de kilo de
sal en las patatas y otro tanto de romero en las verduras?
¿Le molestaba que le recordara que tenía un pescado a punto de pudrirse
en mi nevera?
¿Creía que me iba a caer bien porque me propusiera quedarme?
Reconocía que había sido un gesto amable por su parte, como bien dijo
ella, tenía un pie fuera de la casa, pero… de ahí a que fuéramos amigos, o
pasáramos ratos tomando café con bollos…
Era rara, muy rara.
Si hubiera entendido desde el primer momento que necesitaba trabajar,
que no estaba allí para socializar y que había unas mínimas normas de
convivencia que debía cumplir, no habríamos llegado a ese punto.
Pero ¿qué estaba haciendo?
Llevaba más de diez minutos en la cabaña y no dejaba de pensar en esa
mujer. ¿De qué me servía darme un baño como aquel si después lo enturbiaba
con la imagen de ella?
¡Necesitaba concentrarme! ¡Necesitaba desesperadamente escribir las tres
primeras líneas, aunque solo fuera eso!
Lo intenté, ya lo creo que lo intenté, pero el sonido de mi móvil me
distrajo de nuevo, había olvidado silenciarlo. Lo miré de reojo y vi el nombre
de Jan en la pantalla. Tenía que atenderlo, él no me molestaría de no ser
importante. ¿Y si había conseguido una casa libre?
—Jan, dime que has conseguido una casa.
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—¿Para qué la quieres? Ya tienes una, la que muy generosamente te ha
permitido ocupar Vega. ¿Estoy en lo cierto?
—Tu tono de voz me está confundiendo.
—Es el tono de voz de alguien que está molesto por lo que le acaban de
contar.
Desde que empezó a hablar supe que algo le pasaba. Raras veces abordaba
un asunto directamente desde el principio, le gustaba dar vueltas, y esa era
una de esas veces.
—¿Me vas a explicar qué ocurre?
—Me ha llamado Henrik, está preocupado por Vega, al parecer su
estancia en la cabaña no está siendo muy agradable.
—Y eso me lo cuentas a mí porque…
—¿Qué problema tienes con Vega?
Esa pregunta me descolocó.
—Excepto que preferiría no tenerla como compañera de casa… ninguno.
—Por lo que me ha contado no le estás haciendo la estancia muy
agradable. ¿Es mentira?
—Ni ella a mí, Jan. No hemos congeniado mucho.
—Noté cierta tensión entre vosotros, no es que me haya sorprendido, pero
Henrik me ha contado cosas que no me han gustado.
—No te confundas, que la chica no es un ángel.
—Keith no entiendo que te comportes así, no sé qué ganas con ello.
—Vale, Jan, no he sido el tío más amable del mundo con ella, pero
tampoco es para tanto.
—He escuchado que no le permitías entrar en la cabaña, y que le mentiste
para que no entrara en la sala de baño, y que no le permitías utilizar el
frigorífico, y la cafetera… ¿Es cierto?
La sala de baño… Así que lo sabía, me había tomado el pelo siguiéndome
la corriente. Me había puesto a prueba para ver si le decía la verdad y había
caído como un tonto.
Guardé silencio, me sentía como un niño que estaban riñendo tras
descubrirle en mitad de una travesura. ¿Qué podía decirle?
—Esas acusaciones tienen matices. —⁠Conocía a Jan lo suficiente como
para saber que a mi comentario no le prestaría atención, para él si no había
una negación de los hechos no había matices posibles.
—Puedo entender que estuvieras enfadado, y te he pedido disculpas por el
error mil veces, pero no deberías comportarte así, ha sido muy generosa en
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ofrecerte compartir la casa, sabes que tengo las manos atadas y no podía
pedirle que se marchara.
—¿De qué va esto, Jan? ¿Te ha pedido que hables conmigo?
—No, ella no, ha sido Henrik el que lo ha hecho, está preocupado por ella.
—No es para tanto, Henrik debería saber que sabe defenderse sola.
—¿Es necesario que se defienda? ¿Tienes que atacarla?
—¡Es suficiente, Jan! ¿Qué es lo que quieres exactamente?
Intenté llevar la conversación a mi campo, uno en el que pudiera
defenderme mejor. Si lo que me iba a pedir era que me hiciera amigo de la
intrusa se iba a llevar un chasco.
Tenía razón al afirmar que había tensión entre nosotros, ni ella ni yo
tolerábamos bien la presencia del otro —⁠yo mucho menos⁠—, pero no
entendía que se hubiera armado ese revuelo por nuestras pequeñas
desavenencias de convivencia.
Esperaba que Jan bajara el tono de voz, no quería tener que volver a
recordarle que esa situación no se habría producido de haber hecho bien su
trabajo o de haberlo supervisado correctamente.
Maldita sea, yo no era tan estúpido como para no entender que se pueden
cometer errores, yo era el primero que los cometía en mi trabajo, no una, sino
muchas veces; no era tan exigente, mucho menos con mi amigo, como para
estar reprochándole continuamente lo que había pasado, por mucho que me
afectara; pero de ahí a que tuviera que ser amable con la intrusa había un
largo trecho.
¿A qué venía tanta protección? La chica no era un angelito indefenso, si
se sentía atacada sabía defenderse bien.
No sé qué le había contado esa mujer a Henrik, pero esa conversación me
pareció exagerada.
—Quiero que se lleve un buen recuerdo de su estancia. Vega necesita
estar tranquila y desconectar.
—Yo también.
—Solo te pido que seas más amable con ella cuando coincidáis.
—Dime que le pedirás a ella lo mismo.
Al pronunciar esas palabras me di cuenta de que esa petición estaba fuera
de lugar. Tenía que reconocer que muchas de las tensiones se habían
producido por mi culpa, pero no pensaba reconocerlo.
—Keith…
—Confórmate con que sea cordial.
—Haz que se sienta cómoda.
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—¿Por qué tengo que hacer algo así? Yo no tengo nada que ver con ella,
es la amiga de tu amigo…
—Ha venido a estar tranquila.
—Pues que esté tranquila.
—Ha venido a desconectar.
—¡Maldita sea, Jan!, pues que desconecte.
—No necesita esta tensión. Henrik planeó este viaje para ella para que se
animara.
—Creo que es sufí…
—Ha perdido a su novio.
Me recorrió un escalofrío por la espalda.
—¿Qué… quieres decir?
—Que se ha muerto, hace poco tiempo.
Colgó.
Agradecí que lo hiciera, era incapaz de decir una sola palabra más.
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Capítulo 26
Vega
Algo no iba bien. Estaba haciendo un gran esfuerzo por mantener el equilibrio
sobre la bicicleta y empezaba a dudar de que hubiera sido buena idea salir a
pasear con ella.
La culpa la tenía el aburrimiento. El día no había sido de esos para
guardar en la memoria, por ello busqué algo con lo que entretenerme,
cualquier cosa menos darle vueltas a la cabeza.
La conversación con Henrik me había servido de terapia, me había
desahogado, y con ello había liberado parte de la tensión que había
acumulado.
«Es lo que tiene desahogarse…», me dije. Sí. Era eso. Había hecho
desaparecer la rabia, pero el problema era el mismo, Henrik no tenía la clave
para solucionarlo.
¿Qué más podía hacer? Ignorar al sueco era la mejor opción, la otra era
marcharme, y la otra llamar a Jan y pedirle que sacara de allí al sueco.
Ignorar seguía siendo la mejor opción.
¿Dónde iba a ir?, ¿al hotel? Puede que no fuera mala idea, pero estaba
cómoda en la casa, me gustaba, no era lo mismo visitar la isla partiendo de
una habitación de hotel. Además, para ello, tendría que darle muchas
explicaciones a Jan, no podía marcharme sin más. ¿Qué le decía? ¿Qué unas
horas después de ofrecerle a su amigo que se quedara había cambiado de
opinión? Eso supondría proporcionar muchos detalles y no quería.
Solo quedaba una opción y era ignorarlo, olvidarme de que estaba en la
casa y, si me cruzaba con él, seguir ignorándolo; y si me soltaba alguna
impertinencia, seguir ignorándolo, y…
Me vinieron a la cabeza los increíbles consejos de mi madre cuando
apenas era una niña. Regresé a casa desde el colegio envuelta en lágrimas
porque una niña me había clavado un lápiz en la mano. No fue nada serio,
solo una forma de Mónica, la más bruta de la clase, de marcar territorio con
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su lapicero. El gran consejo de mi madre, como siempre, cargado de
sensibilidad, fue que no esperara a que me atacaran nunca, que cuando lo
sospechara atacara yo.
Así fueron mis conflictos escolares.
Mi madre me decía que atacara a la mínima sospecha.
Mi profesora que pusiera la otra mejilla y perdonara.
¿Cómo le puedes decir a una niña que esté atenta a los posibles ataques y
se adelante a ellos? Esa era mi madre. ¿Cómo le puedes pedir a una niña que,
si una compañera le ataca, le sonría, le perdone y actúe como si nada hubiera
pasado? Esa era mi profesora. Mis primeros años en el colegio, esos que son
tan importantes, los de la etapa infantil, los pasé recibiendo los consejos de
una mujer que tenía siempre las garras desplegadas y los de otra que vivía la
vida levitando.
No hubo nadie en mi vida que me dijera que si me atacaban me
defendiera, así de simple. Era la opción más sensata, ni atacar ni recibir sin
inmutarme. Por suerte, encontré yo el término medio y así lo puse en práctica.
Una conclusión que saqué a base de observar, de ver el comportamiento de
los demás, de odiar a muerte a Mónica, y de llegar a la conclusión de que ni
mi madre ni mi profesora habían nacido para educar.
Y eso era lo que iba a hacer con el sueco. No iba a atacar y no iba a bajar
la cabeza, pero si me lanzaba un dardo, a la mínima que pudiera le devolvería
dos. Eso también lo había aprendido.
Fácil no iba a ser ni cómodo tampoco.
Esa decisión me hizo pensar que había olvidado pedirle a Henrik que no le
hablara de ese asunto a Jan, pero no creí que fuera necesario, él no lo haría.
Ya le había dejado claro que me las arreglaría de una manera u otra, y que era
un asunto mío que solucionaría a mi manera. Henrik me conocía, de haber
habido algo preocupante se lo habría dicho directamente y le habría pedido
ayuda.
La bicicleta me pareció una buena opción para visitar los alrededores de la
casa, me había parecido ver una explanada desde la carretera, antes del desvío
hacia la casa, que había llamado mi atención. Solo se debía encontrar a dos o
tres kilómetros por la carretera, pero a ese paso iba a ser difícil llegar.
Me detuve en el arcén unas setecientas veces, y es que ese tipo de
bicicleta era desconocido para mí, no tenía ningún tipo de práctica. Se accedía
a los frenos con las ruedas traseras, no con las manetas como yo estaba
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acostumbrada, había que empujar los pedales hacia atrás para frenar: era muy
difícil, al menos para mí.
No tenía una gran experiencia en montar en bicicleta, pero alguna tenía.
Muchos domingos, Daniel y yo, atravesábamos parte de Madrid para llegar
hasta uno de los parques más grandes de la ciudad para pasar allí la mañana.
Con ello cumplíamos con una gran parte de la cantidad de ejercicio que su
médico le había recomendado. Pero lo hacíamos en bicicletas con los frenos
en las manetas.
Menudas ideas se me ocurrían en ese momento. Mi equilibrio era una
bomba de relojería en ese instante y yo no tenía ninguna idea mejor que
pensar en Daniel…
Me detuve bruscamente, demasiado para mantener los límites de
prudencia, pero no supe frenar de otra forma. Respiré hondo varias veces y
giré la cabeza para mirar en la dirección contraria, hacia atrás.
Era algo mecánico, lo hice porque creí que estaba bien hacerlo, tal y como
me dijo la psicóloga, pero no estaba muy segura de que eso funcionara. Si
cada vez que me venía algún recuerdo o sentía algún vacío por algo del
pasado me tenía que girar…
Claro que, como algo simbólico no estaba mal. Era hasta gracioso. Hacia
delante el futuro, hacia atrás el pasado. Tampoco había que ser un genio para
llegar a esa conclusión. Vamos que, tanto movimiento de cabeza no tenía
sentido para mí, de vez en cuando tal vez…
No, eso no era para mí, quizás a otra persona que fuera incapaz de
desprenderse de algo pasado, pero yo tenía muy claro el lugar que ocupaba
cada acontecimiento de mi vida había trabajado duro los últimos meses para
conseguirlo. Otra cosa era que todavía doliera un poco.
Cuando entré en un análisis de esos absurdos que no conducen a ninguna
parte, ni al futuro ni… a ninguna parte, volví a montarme sobre el sillín
dispuesta a emprender la marcha, pero una idea me detuvo.
Todavía quedaba mucho camino para llegar hasta donde yo quería y
montada en ese trasto no iba a ser capaz. Cada vez que frenaba me veía
estrellada en el suelo, no tenía controlada la fuerza ni el impulso para hacerlo.
No me había fijado si las otras bicicletas que había en la casa eran iguales,
escogí la que parecía más nueva. Lo mejor que podía hacer era comprobarlo
y, si era el caso, volver a recorrer ese camino en otro momento. Si todas
tenían los frenos de esa manera tendría que ir con más cuidado o practicar por
los alrededores inmediatos de la casa.
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Decidí regresar mientras me imaginaba estrellándome contra uno de esos
gigantes robles; me eché a reír.
Estaba en una isla en medio de un lago, a miles de kilómetros de mi casa,
abrigada como en invierno, con unas zapatillas deportivas que me estaban
dejando los pies congelados, pedaleando sobre una bicicleta muy inestable e
imaginando que me estampaba contra un árbol.
Era yo la que quería una aventura, no era apasionante, pero aventura era.
Pues nada. Si esa iba a ser mi forma de divertirme… que así fuera, pero
tenía que hacer algo, no era un buen plan matar el tiempo de esa forma.
Al día siguiente visitaría algunos lugares que me había recomendado
Henrik, incluida la ciudad de Gränna, principalmente porque necesitaba unas
botas.
Ya no tenía que esperar noticias de Jan, ya todo estaba en su sitio, la
espera se había acabado, y ya podía hacer mis planes sin pensar que podría
haber algún cambio en el alojamiento.
El sueco no encajaba bien en mis planes, pero si conseguía ignorarlo todo
iría bien, si no… ¡No lo sabía! Sobre la marcha lo iría viendo.
Abandoné la carretera, giré en el desvío hacia la casa y me cogí
fuertemente a las manetas. No tenía el control de la bicicleta, la pequeña
pendiente me lo había puesto difícil y no era capaz de maniobrar para frenar.
Me asusté, ya no estaba deslizándome sobre asfalto, sino por tierra y
piedras.
La pendiente seguía sin terminar, no era muy pronunciada, pero suficiente
para hacerme perder el control.
No podía frenar.
Abrí la boca para gritar, pero no me dio tiempo.
No sé cómo lo hice, pero la rueda delantera se clavó, derrapé y me caí por
un lateral de la bicicleta.
Mi rodilla derecha impactó sobre el suelo. Sentí un fuerte dolor al notar
cómo se desgarraba mi pantalón y la piel que había debajo. Mi hombro fue el
siguiente en entrar en contacto con el suelo, pero afortunadamente el impacto
fue mucho menor.
Por suerte la caída se había producido en movimiento por lo que el primer
golpe fue mucho menos grave de lo que podría haber sido.
Estaba estirada en el suelo, de lado, con mi coleta cubriéndome la cara y
una piedra clavada en el trasero.
Levanté la cabeza, la bicicleta descansaba a pocos metros con una rueda
girando lentamente.
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Me incorporé buscando indicios de alguna fractura, aunque sospechaba
que no se habían producido daños serios. El pantalón vaquero estaba
desgarrado a la altura de la rodilla y un reguero de sangre había cubierto parte
del agujero y de la tela de alrededor.
El abrigo impedía que me moviera con soltura y la pequeña mochila que
llevaba en la espalda también. Me deshice de ambos. Estaba tan tensa que no
noté el frío.
«Joder. Me podía haber matado», susurré en voz alta.
Me incorporé para quedar sentada y me cubrí la rodilla con todos los
pañuelos de papel que encontré en la mochila. Menuda guarrada, si no me
deshacía de las piedrecillas que se habían podido incrustar en la herida podría
infectarse. Necesitaba llegar a la casa para lavármela.
Volví a ponerme la chaqueta con algo de dificultad.
¡Genial! Estaba rasgada a la altura del hombro, el lugar donde impactó mi
brazo.
Me fui levantando lentamente mientras me sujetaba los pañuelos sobre la
rodilla para que absorbieran la sangre. Los remetí por el agujero para evitar
tener que sujetarlos y me encaminé hacia la casa cojeando, recogiendo de
camino la bicicleta, que también estaba herida.
Agradecí en silencio el poder caminar, aunque fuera lentamente, y el
haber salido medianamente ilesa; solo tenía que ocuparme de una pequeña
herida que sospechaba que era superficial.
¡Qué largo se me hizo el camino! No eran muchos metros, sin embargo, me
parecieron kilómetros. Entré en la casa tras dejar la bicicleta en el porche
delantero, ya tendría tiempo de llevarla a su sitio. Me reconfortó el calor que
sentí al entrar, la temperatura era muy agradable, incluso diría que más bien
alta. Recé para que el sueco estuviera en la cabaña, o debajo de un árbol o…
en cualquier sitio fuera de mi vista, pero mis oraciones no fueron escuchadas.
Se encontraba en mitad del salón con un vaso en la mano y con el atizador de
la chimenea en la otra.
Crucé lo más rápido que pude en dirección a las escaleras, no pensaba
dirigirle la palabra, pero como era de esperar, mi lamentable estado,
especialmente el pañuelo lleno de sangre que me cubría la rodilla, llamó su
atención.
Di un par de pasos más, toda una hazaña, cuando escuché su voz. Me lo
temía.
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—¿Qué… te ha ocurrido?
Se acercó, pero yo seguí avanzando como pude. Tragué saliva y cogí
fuerzas para que mi voz se escuchara envuelta en un manto de calma.
—No es nada, estoy bien.
Me alcanzó y se detuvo frente a mí, impidiéndome el paso, estaba a pocos
metros de las escaleras.
Me sujetó por el brazo.
—¿Te has caído? —Me preguntó preocupado.
¿Preocupado?
—Sí, pero no es nada, solo una herida en la rodilla. ¿Me dejas pasar? —⁠le
dije sin mirarlo.
—Vamos, siéntate en el sofá, iré a buscar un botiquín.
¡Un botiquín! ¿Sofá? Sí, era eso lo que necesitaba, pero después, y… a
solas.
—Gracias, pero ahora necesito lavar la herida.
—No tienes que subir, vamos, siéntate, traeré todo lo necesario.
Se colocó a mi lado y me pasó la mano por la espalda para ayudarme a
caminar, lo miré con cara de pocos amigos, pero no pareció importarle porque
noté un leve empujón que me invitaba a iniciar el paso.
—Te digo que estoy bien, es solo una herida superficial —⁠apunté molesta.
Me ignoró.
Quise detenerme, pero notaba el impulso de su brazo. Di dos pasos, uno
de ellos hizo que doblara la pierna al sentir una punzada en la rodilla, el
pañuelo se movió con el movimiento y pude sentir la arenilla que debía haber
incrustada restregándose contra la piel.
De repente, me sentí mucho más alta, a la altura del sueco. Fue cuando me
impulsó en el aire y me llevó hasta el sofá en brazos. Me sobresalté y me
apoyé bruscamente en sus hombros acercando mi rostro al suyo. No quería
pensar en lo que estaba pasando.
—Pero ¿qué haces? Puedo caminar.
—Sí, ya lo he visto. ¿Dónde te has accidentado? ¿Cómo has llegado hasta
aquí?
Me soltó con mucha sensibilidad y me dejó sentada. Eso no me lo
esperaba, por un momento pensé que acabaría revotando en el sofá. Me sentí
muy violenta, incluso avergonzada, hubiera pagado por desaparecer tras un
chasquido.
—Ha sido al desviarme de la carretera hacia aquí, con una bicicleta.
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Me miró mientras se arrodillaba frente a mí. Acercó su mano a mi rodilla
para retirar el pañuelo, pero le puse la mía encima.
—Vamos a ver, Nostradamus, puedo yo solita, si me haces el favor de
traerme un botiquín y un poco de agua y jabón te lo agradeceré.
—Vega, déjame ayudarte, no es momento de pelear.
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Capítulo 27
Vega
No fui capaz de decir nada cuando me ofreció una tregua. No daba crédito a
lo que estaba escuchando, incluso habría jurado que su tono de voz era tierno,
pero no estaba segura. Miraba mi rodilla como si tuviera delante una fósil de
dinosaurio, de una especie no conocida, un descubrimiento que podría pasar a
la historia.
Retiró el pañuelo y lancé un pequeño quejido, una parte se había adherido
y me dolió al desprenderla. La herida, una vez descubierta, con una pinta
espantosa, dejó escapar un hilo de sangre y él volvió a cubrirla rápidamente.
Se levantó de un salto y volvió poco después con un maletín… ¡No!
Incorrecto, el diminutivo solo era válido para el tipo que solemos usar en
España, aquello era una maleta, así, sin el «in», aunque, bien mirado parecía
más bien un baúl. Lo empujó con facilidad debido a las ruedas y lo dejó a un
lado del sofá.
Yo seguía estupefacta por el tamaño de aquel kit de primeros auxilios.
¿Qué había dentro, un desfibrilador?
Volvió a desaparecer y aparecer de nuevo, esa vez portando un cuenco
con agua y unos trapos de algodón. Se arrodilló y me miró.
Yo seguía en mi mundo, sin decir nada, parecía más bien que el golpe
había sido en la cabeza y no en la rodilla, pero es que su actitud me había
dejado en trance.
—¿Qué hacemos con el pantalón?
Se acabó el trance.
—Lo dejamos en su sitio. —Nos miramos. Empecé a sentirme muy
incómoda, necesitaba salir de allí⁠—. Si me llevas el baúl hasta el baño, me las
arreglo sola.
—Déjame ayudarte, por favor, sé lo que tengo que hacer.
Suspiré. Confieso que su tono me convenció.
—Pues coge unas tijeras.
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—Buena idea, pero que conste que no tengo interés en verte las piernas.
—Lo supongo, pero que conste que son preciosas.
¿De verdad dije eso?
Sí, lo dije, lo supe en cuanto noté calor en mis mejillas, del tipo que
emana del cráter de un volcán, y observé cómo él sonreía negando con la
cabeza.
Abrió el baúl. Había tantas cosas en su interior que bien podían equivaler
a la vitrina de una sala de curas en las urgencias de un hospital. Todo tipo de
vendajes, diferentes lociones, cajas de medicamentos, instrumental de cosido
de cirugía…
Localizó las tijeras y las introdujo por un lateral del agujero de mi
pantalón. Di un respingo al sentir el frío del metal, pero creo que se debió más
al verlo con esa arma en las manos o… al sentir sus dedos en contacto con mi
piel.
Destrozó medio metro más de pantalón y dejó la herida al descubierto. La
piel del centro de la rodilla había desaparecido y se apreciaban diferentes
partículas incrustadas en ella.
—Acercó el paño previamente humedecido, pero lo detuve.
—No, primero las piedras, hay que quitar las que se ven, ¿me pasas las
pinzas? —⁠dije señalando el baúl.
Se levantó y volvió con un taburete bajo redondo cubierto de piel y se
sentó frente a mí.
—Yo creo que hay que…
—Soy médica, ¿me pasas las pinzas?
—¿También eres médica? ¿Chef, música y médica? ¿Alguna otra
profesión?
—Solo médica —confesé con desgana. Me sentía tan extraña confesando
mi verdadera profesión en aquella situación…
—¿Por qué dijiste que eras chef?
—Me apetecía hacerlo.
—¿Por qué tengo que creer que eres médica?
—No tienes por qué hacerlo, ¿me pasas las pinzas?
Me fulminó con la mirada y cogió las pinzas, pero no me las dio, se
dedicó a extraer las piedrecitas lentamente y con mucha destreza.
—¿Y ahora qué?
—Puedo continuar yo. —Fui seca, muy seca.
—¿Y ahora qué?
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No tenía ganas de discutir, solo deseaba cubrir mi rodilla y olvidarme de
ella.
Le fui dando instrucciones de cómo debía lavar la herida, no es que
requiriera una habilidad especial, pero insistí en que debía apretar para dejarla
bien limpia, aunque sabía que me iba a doler.
Tuve especial cuidado en no expresar el dolor cuando friccionaba con la
gasa, pero se me escapó algún gemido. Observé, anonadada, cómo cerraba los
ojos cuando me escuchaba.
Unos minutos después, mi rodilla estaba perfectamente limpia y protegida
por un apósito que la cubría en su totalidad.
—Gracias —le dije cuando se dedicó a recoger el baúl.
—¿No te has hecho más heridas?
—No —dije frotándome el hombro—, solo me he golpeado aquí, pero no
es nada.
—¿Estás segura de que no es nada?
—Sí, lo estoy. ¿Es que te apetece curar más heridas? No se te da mal.
—Viniendo de una doctora debo tomármelo como un cumplido. —⁠Me
guiñó un ojo y salió del salón con el botiquín.
«Sí, sí, lo juro, lo he visto», me dije convenciéndome de que lo había visto
bien. Era verdad, no tenía ninguna conmoción, ni me había golpeado en la
cabeza, lo había visto con mis propios ojos: ¡me había guiñado un ojo!
El hombre más borde del mundo, el que se había asegurado de hacerme
sentir muy mal durante dos días, se había sentado a mi lado a curarme una
herida y me había guiñado un ojo.
De haberlo sabido me habría estrellado nada más llegar, me habría
ahorrado unas cuantas rabietas.
Me levanté lentamente, para mi alivio la rodilla no me impedía caminar ni
las punzadas de dolor eran tan intensas. En dos o tres días me olvidaría de
ella, había visto un par de productos en el botiquín que me ayudarían a que
cicatrizara pronto.
No sabía muy bien qué hacer, así que me dirigí a mi dormitorio dispuesta
a sumergirme bajo el chorro de agua caliente durante un buen rato, hasta
arrugarme.
Iba a ser un inconveniente con la herida… ¡No debía mojarla!
Mientras pensaba en ello seguí mi camino, pero a la altura de las dichosas
escaleras el sueco apareció a mis espaldas. ¿Qué tenía ese hombre con
aparecer cada vez que estaba cerca de las escaleras?
—¿Necesitas ayuda?
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—No, gracias, puedo caminar —⁠le informé con una voz serena.
No debió escucharme, o simplemente me ignoró porque se colocó a mi
lado y me cogió de un brazo para que me resultara más cómodo subir.
Volví a ruborizarme, como cada vez que entraba en contacto mi cuerpo
con el suyo.
—Te has roto el abrigo.
—No importa —dije sin atreverme a mirarle.
Más que unos pocos escalones, me pareció que estábamos ascendiendo
por una de esas escalinatas estrechas y empinadas, como las que conducen a
la torre de un castillo. Me sentía tan incómoda que me costó subir, pero fue
debido a la rigidez que mi cerebro le envió a todo mi cuerpo, incluida la
rodilla.
Entré en mi dormitorio cuando sentí que me soltaba el brazo.
—Gracias. —Le volví a decir.
—De nada.
—¿A qué viene tanta generosidad? ¿Tanta pena te he dado?
—A decir verdad, sí. —Volvió a mostrar su sonrisa cínica, se había
terminado la tregua.
—Ahora, si me disculpas, voy a darme una ducha.
—No olvides que no debes mojarte la herida, a menos que… estés
interesada en que te la vuelva a cubrir.
Cerré la puerta obligándole a apartarse.
¡Menudo gilipollas! ¿Cuánto tiempo hacía que no lo llamaba así? Unas
pocas horas, desde que había hablado con Henrik.
Ducha, ducha. No quería pensar en nada más.
Me preparé ropa limpia y me recordé que ya era hora de hacer una colada.
Cuando estaba a punto de entrar en el baño, escuché unos golpes en la puerta.
El sueco tenía en la mano una bolsa cuadrada que me ofreció nada más
abrir.
—Es un protector para la ducha, venía en el botiquín, eso que tú has
llamado baúl.
Se dio la vuelta cuando lo cogí.
Entré en la ducha aturdida, más por la generosidad del sueco que por la mala
experiencia de la caída. Me cubrí la herida y comprobé satisfecha que podía
disfrutar del agua sin preocuparme de ella.
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Cerré los ojos y me rendí al placer del agua caliente, pero tuve que
abrirlos rápidamente para impedir que las imágenes de la sonrisa del sueco, y
del contacto de sus dedos sobre mi rodilla, y… de sus fuertes brazos
sujetándome sobre su cuerpo se instalaran en mi cabeza, como parecía que
amenazaban con hacer.
¡Qué guapo era el muy gilipollas!
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Capítulo 28
Keith
Si alguien me hubiera jurado esa misma mañana que acabaría el día
compartiendo mesa y cena con la intrusa, no le habría creído.
Había sido un día muy largo. No me había podido quitar de la cabeza las
palabras de Jan, no las que dedicó a reprocharme mi actitud, esas se hubieran
borrado nada más colgar, pero sí las que hacían referencia a la pérdida de
Vega.
Desde ese momento, por mucho que había intentado centrarme en el
trabajo, no había conseguido hacerlo. Si antes de la llamada de Jan me había
costado, después fue prácticamente imposible. La imagen de la intrusa se
colaba en mi mente y poco importaban mis esfuerzos por apartarla, lo único
que conseguía era alterarme mucho más. A ese ritmo, de poco me iba a servir
quedarme en la casa esas dos semanas, hasta que no pudiera disponer de ella
para mí solo no iba a avanzar nada.
«Ha perdido a su novio». Me repetí.
En cuestión de pocos segundos pasé de no soportar su presencia a desear
que apareciera por la puerta, como si quisiera comprobar que estaba bien. No
encontré una explicación a ese cambio, nada tenía que ver su tragedia con lo
que pensaba de ella, pero así era como me sentía.
Ella había buscado refugio en ese lugar, animada por Henrik, para… ¡No
lo sabía! Para estar tranquila, llorar su pérdida, tomar decisiones, o lo que
fuera que se puede hacer en un momento así, y yo… aunque no tenía nada
que ver con su vida, no se lo había puesto fácil.
Me había colado en mitad de su duelo para hacérselo más difícil. Pero
¿qué me estaba pasando? Yo siempre había sido una persona que no me
dejaba llevar fácilmente por las emociones, ¿cómo explicar que me sintiera
tan conmovido?
Podía entender que ella no estuviera pasando un buen momento, pero yo
no la conocía de nada, mi hostilidad hacia ella se debía solo y exclusivamente
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a que me molestaba su presencia porque entorpecía mis planes, algo que me
habría ocurrido con cualquier persona que hubiera ocupado el mismo lugar.
Claro que, algo había cambiado, no podía negarlo. Cuando la vi entrar en
el salón cojeando, con la rodilla llena de sangre, tan pálida… me removió por
dentro. Se me antojó frágil, y deseé ayudarla y protegerla.
Y el episodio de las piernas…
¿Cómo explicar que cuando me dijo que eran preciosas se me
estremeciera todo el cuerpo? Mentiría si no dijera que me hubiera gustado
comprobar lo preciosas que podían ser, y mentiría también si negara que, en
medio de todas aquellas gasas llenas de sangre e instrumental de cura, sus
piernas se colaron en mi mente haciéndome reaccionar físicamente de una
manera inesperada e inoportuna.
¿Y su rodilla? ¿Cómo explicar que me había ocurrido lo mismo cuando
cortaba su pantalón?
¿Por qué le tenía que dar tantas vueltas?
Era una mujer guapa y el contacto con ella me hizo reaccionar, nada más.
No, eso no me aclaraba nada. Mi reacción estaba justificada en cualquier
otra circunstancia y con cualquier otra mujer, pero no con ella, que hasta
cinco minutos antes no soportaba su presencia.
Y por otro lado… ¿Por qué le sorprendió tanto que la ayudara? ¿Qué clase
de monstruo creía que era? Una cosa era el trato que habíamos tenido hasta
ese momento, y otra muy distinta no prestarle ayuda al verla herida.
¿Qué le habría dicho a Henrik sobre mí? Me inquietaba. Aunque hacía
mucho tiempo que no lo veía, no quería que me viera de aquel modo. Era
amigo de Jan y en cualquier ocasión que volviera a Suecia podríamos volver a
vernos. Él me había ayudado en una ocasión con un tema relacionado con mi
trabajo. Tenía un gran recuerdo de él…
¡Me iba a estallar la cabeza!
¿Su novio murió de una enfermedad o habría sido un accidente?
Me harté de divagar sin sentido, esa quizás fue la razón por la que decidí
cocinar el bacalao y ofrecerle que lo compartiera conmigo.
Golpeé su puerta en dos ocasiones, en una no obtuve respuesta, pero
pensé que podría estar en medio de esa ducha que había anunciado. La
segunda vez sí que me abrió la puerta.
—Me he tomado la libertad de cocinar el bacalao.
Frunció el ceño, claramente molesta, era posible que hubiera pensado que
le estaba reprochando de nuevo el olvido del bacalao en el frigorífico. Su
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ceño se relajó y sus cejas se arquearon cuando aclaré mis intenciones y le
propuse:
—¿Te apetece probarlo?
Tardó en contestarme, debía estar demasiado sorprendida, así que la
ayudé:
—¿Te parece muy pronto cenar ahora?
Consultó su reloj, eran casi las siete, negó con la cabeza.
—Entonces no se hable más, vamos a comérnoslo. ¿Te ayudo a bajar?
—¿Comérnoslo…, juntos?
—Tú te comes tu parte y yo la mía.
Puso los ojos en blanco. Me resultaba muy difícil no provocarla, me
divertía.
—¿Te apetece o no? —la apremié. Relajó una ceja, pero la otra la
mantuvo arqueada. Siempre había admirado esa habilidad, en su caso le
confería una imagen graciosa.
Seguía sin contestar.
—¿Algún problema? —le pregunté sin ocultar mi impaciencia.
—¿Puedes entender que esté sorprendida? Pensaba que te corría
electricidad por las venas, descubrir que tienes un lado más humano lleva su
tiempo asimilarlo.
Abrí la boca para decirle que se olvidara de mi propuesta, pero se echó a
reír mostrando una sonrisa que me pareció conciliadora, aparte de bonita.
—Acepto —dijo volviendo a entrar en el dormitorio. Recogió su abrigo y
salió.
Me pregunté por qué fingía que podía caminar con normalidad, era
evidente que cada vez que doblaba la rodilla para dar un paso sentía
molestias. Yo había visto esa herida, era imposible que en tan poco rato
pudiera olvidarse de ella.
Me acerqué para sujetarla del brazo cuando vi que bajaba el primer
escalón. Llevaba unos zapatos y se dio cuenta de que los miraba, pero solo lo
hice pensando en si era el calzado adecuado en sus circunstancias; por
supuesto ella lo interpretó de otro modo.
—Sí a la cena, no a que me ayudes —⁠me dijo altiva soltándose de mi
brazo⁠—. Llevo zapatos porque con calcetines me resbalo y hoy no es buen día
para jugármela.
Levanté las manos en señal de rendición y esperé a que siguiera su
camino.
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—Al menos déjame llevar tu abrigo o acabarás rodando por las escaleras.
¿Y el abrigo?
—Lo pregunto porque en la entrada es donde debe estar… —⁠Sonreí y me
preparé para su ataque.
Me lo tendió bruscamente e inició el descenso. Bajó despacio, tan
despacio que no pude reprimir algún que otro resoplido. Cuando faltaban dos
escalones la cogí por la cintura, la impulsé en el aire y la solté en el suelo.
—Eres muy lenta y tengo hambre —⁠le aclaré al ver su desconcierto.
Me adelanté para colgar su abrigo en el armario del vestíbulo y la escuché
protestar a mi espalda, pero no conseguí entenderla.
Minutos después nos encontrábamos en la cocina, el uno en frente del otro,
concentrados en comer el pescado. Era una receta familiar y, aunque se solía
elaborar con otro tipo de pescado, el resultado fue satisfactorio.
—Está muy bueno.
—Gracias.
—Qué suerte que hayas pensado en el bacalao, tenía un destino triste
pensado para él.
Sonreí.
—Me he imaginado que hoy no era un buen día para que lo cocinaras.
—¿Esto es una especie de tregua? —⁠Dejó los cubiertos a un lado y
levantó las cejas, de esa forma que tanto empezaba a gustarme.
—Esto es una cena.
—¿Nada de tregua? —comentó sonriendo.
—Depende de ti, eres tú la que siempre buscas conflictos.
Me miró desconcertada, pero pasó rápidamente a mostrar una sonrisa en
cuanto vio que yo también lo hacía.
Continuamos comiendo en silencio. Hacía mucho tiempo que no
disfrutaba de ver a alguien saborear un plato cocinado por mí. Pequeños
placeres que apenas recordaba cuándo se produjeron por última vez.
La seguí observando y me animé a preguntarle algo que me intrigaba.
—¿Cómo te has caído?
—Desafiando a la gravedad.
—¿Y de qué forma lo has hecho?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Puede que me anime a hacerlo yo también, en cuanto me lo expliques.
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—¡Ah! Pues es muy sencillo. —⁠Sonrió moviendo la cabeza⁠—. Elige una
bicicleta que frene con las ruedas y en la que no te hayas subido en tu vida.
Decide subirte a pesar de todo y hacer un trayecto de varios kilómetros.
Ignora las señales que te indiquen que tu equilibrio es pésimo, y tu control
sobre ella, peor todavía. —⁠Hizo una pausa para coger aire. Yo la miré
fijamente y ella también lo hizo, pero poco después se centró en su plato y
continuó narrando su experiencia⁠—, sigue pedaleando, la bicicleta se
tambaleará y, cuando aparezca un destello de sentido común, toma la decisión
de dar por terminado el paseo, pero… todavía quedará un buen tramo que
descorrer, así que, en vez de hacerlo a pie, en paralelo a la bicicleta, hazlo
montado en ella, para acabar antes. Desvíate de la carretera, entra en un
camino de carro, bordea las tres primeras piedras, pero ante la cuarta, que
dobla el tamaño, intenta frenar cuando sientas que has perdido el control, se
clavará la rueda, derraparás y… frenarás, pero de otra manera.
Me eché a reír, me estaba divirtiendo.
—Es posible que lo pruebe, contado de esa manera me apetece hacerlo.
Hablamos de los deportes que practicábamos, de tipos de bicicletas y de la
gastronomía sueca.
Me reí mucho al ver su expresión cuando le informé de que todas las
bicicletas que había en la casa no eran como la que había escogido, una de
ellas tenía el freno en las manetas, especialmente cuando afirmó que escogió
la que más brillaba y más bonita parecía.
Nunca imaginé que pudiera mantener una conversación normal con la
intrusa, mucho menos que me sintiera cómodo, y mucho menos que decidiera
dejar de llamarla de ese modo. Ya no me lo parecía, me gustara o no, los dos
estábamos ocupando la casa, y en mi caso, podía hacerlo gracias a ella.
—¿Puedo preguntarte algunas cosas que me intrigan? —⁠me animé
aprovechando que estábamos relajados.
—Puedes, no sé si me apetecerá saciar tu curiosidad, pero prueba. ¿Puedo
hacerlo yo también?
—Lo mismo te digo, pero yo primero.
—Faltaría más, estás en tu casa.
—¿Eres o no médica? —le pregunté riéndome de su último comentario.
—Sí, es mi verdadera profesión, lo de chef… debió ser una fantasía que
exclamé en voz alta. Me encanta comer, pero soy muy mala cocinando, me
cuesta.
—Lo de música no hace falta que lo aclares, nunca me lo creí. ¿Qué haces
con esa flauta aquí?
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—Tengo otra manera de tocarla, una que es un poco mejor que la que tú
has escuchado, hace menos ruido, es más aceptable.
—No sabes cuánto me alegro. ¿Tienes intenciones de practicar mucho?
—A decir verdad, no lo sé, depende de cuánto me toques las narices.
Me eché a reír una vez más, no podía negar que me gustaba su sentido del
humor, siempre cargado de un sutil sarcasmo.
—¿Qué especialidad tienes en medicina?
Algo en mi pregunta hizo que ella tragara saliva y mostrara una sonrisa
algo forzada, como si quisiera ocultar que era un tema delicado. ¿Me habría
mentido otra vez con la profesión?
—Ahora soy médico de familia, trabajo en un centro de salud en Madrid.
Pero mis comienzos fueron… —⁠Hizo una pausa⁠—. La respuesta a tu pregunta
es médica de familia.
—Creo que ibas a decir que en un principio no fue así, ¿me equivoco?
—Empecé la residencia eligiendo la cirugía, pero cambié de opinión.
—Ese es un gran cambio, conozco bien tu carrera.
—¿No me digas que eres médico?
—No, yo no, mi madre lo es, por eso conozco bien la profesión. Ella se
especializó en medicina deportiva.
Sonrió con pocas ganas, me pregunté si era un tema que le ocasionó algún
trauma o conflicto en el pasado del que no podía hablar con normalidad. De
paso, también me pregunté por qué la estaba analizando y por qué me había
costado tan poco proporcionarle información de mi vida cuando yo raras
veces lo hacía.
Llegó su pregunta en medio de mi dilema.
—Y tú, ¿a qué te dedicas?
—Soy periodista.
Guardó silencio y mi miró de una forma extraña, tuve la sensación de que
entre todas las profesiones del mundo era la que más le sorprendió.
—¿Sorprendida?
—Me hubiera sorprendido más que me dijeras que eras gigoló, pero…
Solté una carcajada y se detuvo, debió estar tan asombrada como yo de
verme reír de esa forma.
—Te confieso que una vez me pasó por la cabeza, pero solo por un
instante, acabé dedicándome al periodismo.
—¿Qué clase de periodista eres?
—He tocado diferentes ramas.
—Cuéntamelas.
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—¿Por qué?
—Porque me encantaría escuchar la historia de una verdadera vocación.
—¿Qué te hace pensar que lo es? —⁠le pregunté impactado por su
comentario. En sus ojos me pareció ver un brillo especial, algo que
acompañaba a esas palabras, pero que disimulaba detrás de una sonrisa
forzada. Se arrepintió de su confesión, su forma de moverse la delataba.
—Me lo ha parecido. ¿Me he equivocado?
Negué con la cabeza.
—¿Te duele la rodilla?
—No —contestó rápidamente.
—Entonces quizás te apetezca ver el atardecer desde el porche trasero, es
todo un espectáculo.
Asintió con timidez.
Recogí los restos de la cena, ella hizo un intento de sumarse, pero la
detuve. Sé que se sintió incómoda observando cómo me encargaba yo de
todo, quizás por ello decidió intervenir.
—¿Dónde has dejado mi abrigo?
—Donde se dejan los abrigos, en el armario de la entrada. ¿Cómo te lo
digo para que lo entiendas?
Puso los ojos en blanco y salió despacio de la cocina, supe que su rodilla
no estaba bien, su forma de caminar, a pesar de los esfuerzos que hacía para
disimularlo, la seguía delatando.
Cuando terminé de recoger la encontré frente a la chimenea luchando con
una manga de su abrigo, eso me recordó que había mencionado haberse
golpeado en el hombro.
Me acerqué y la ayudé a deslizar el brazo por la manga.
—¿Te duele el brazo?
—Solo está resentido, mañana ni me acordaré de él. —⁠Se centró en subir
la cremallera⁠—. Es que… me he dado un buen hostión, me podía haber
matado.
Sonreí sin que me viera hacerlo, sus expresiones me llamaban la atención,
por suerte las conocía, para una persona que no conociera su lengua en
profundidad habría sido difícil.
—No digas eso, no quiero ni pensarlo, ¡menuda tragedia! —⁠dije con
ironía.
Se detuvo.
—Un triste final, en medio de un bosque… sin que encontraran mi cuerpo
hasta… ¡a saber cuándo!
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—Te habría encontrado mañana, pero no quiero ni pensar el futuro que
me esperaba viviendo con tanta culpa.
—¿Culpa? —me preguntó emprendiendo la marcha.
—Si esta noche no hubieras aparecido lo habría notado, haces mucho
ruido, y yo… me habría dedicado a celebrarlo… —⁠La miré intentando
adoptar una pose seria⁠—. Tú yaciendo al final del camino y yo celebrando
que hubieras decidido marcharte…
Me dio un codazo suave y sonrió, y yo, para mi sorpresa disfruté con esa
extraña complicidad.
—Eso ha sido cruel, Nostradamus.
—No me llames así… —le pedí moviendo la cabeza.
—Lo haré si compartes conmigo una de tus profecías.
—No tengo problema en hacerlo, pero… ¡ya sabes!, luego tendré que…
—¿Matarme?
Me sujetó del brazo para que me detuviera y me escudriñó con la mirada.
—Lo sabía, sabía que pensar en matarme te estaba produciendo placer, te
brillan los ojos… ¡Guárdate las profecías! —⁠soltó metida en el papel que
estaba interpretando.
Solté mi segunda carcajada de la noche. Eso me descolocó del todo, no
me reconocía. ¿De verdad unas… ocho o diez horas antes nos odiábamos?
Nos dirigimos al porche en silencio, todavía con el reflejo en nuestro
rostro de las últimas risas, pero no fui capaz de mantenerme callado por
mucho tiempo. Exponiéndome a una evasiva le pregunté:
—¿Tu carrera no es vocacional? Me han llamado la atención tus palabras.
—Eso mismo llevo preguntándome un tiempo.
—¿Y no tienes respuesta?
—Pensaba encontrarla aquí, cuando me vaya si he conseguido
averiguarlo, te lo cuento.
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Capítulo 29
Vega
Cuando llegamos al porche trasero, me sentía confundida por la situación,
todavía no había tenido tiempo de procesar esa tregua. Él volvió a entrar en la
casa sin ninguna explicación y yo me acomodé en unas piedras circulares
habilitadas para el asiento.
Habíamos cenado en un ambiente relajado que parecía más propio de dos
amigos que se conocen desde años, que de dos personas que hasta unas horas
antes de sentarse en la mesa se detestaban.
Pero no fue lo único que me descuadró, también su manera de sonreír y su
forma desenfada de contarme algunos detalles personales. Y si hubiera tenido
que elegir lo que más me había sorprendido de toda la velada habría sido yo.
«¿Tu carrera no es vocacional?», recreé en mi mente sus palabras.
Le había dicho la verdad. Había dejado caer aspectos de mi vida que
jamás antes habría mencionado. No había mantenido mi costumbre, como
siempre hacía, de no hablar de mi vida privada ni dar pistas de ella con
alguien que no conocía. En mi trabajo me ocurría continuamente con mis
compañeros, y solía mantenerme hermética, también con algunos pacientes e
incluso con el entorno de Henrik, al que solía tratar con frecuencia, pero
siempre desde una distancia prudente.
No siempre fui así, ni nadie que me hubiera conocido desde muchos años
atrás me habría descrito como una persona reservada, porque no lo era, pero
era una actitud que había adoptado en los dos últimos años y de la que me
estaba costando desprenderme.
Fui yo la que elegí adoptar un hermetismo sobre mi vida para impedir que
nadie asomara la cabeza y me juzgara. Había sido una forma de ocultar
mentiras y de evitar que alguien opinara sobre mis pasos. Creí vivir bien con
los ojos vendados y aprendí a llevar una coraza a prueba de curiosos y de
amigos entrometidos. Ese era el nombre con el que, equivocadamente, bauticé
una vez a Henrik.
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Sin embargo, con el sueco…
Me detuve en seco. Eso de llamarlo sueco era un poco frío. Nostradamus
no estaba mal, era más templado, y Keith… demasiado caliente.
No, no sé por qué utilicé la palabra caliente, no tenía sentido en esas
circunstancias, yo… ¡Menudas combinaciones de palabras me salían! No, ya
era suficiente. Caliente no, lo dejé en cálido.
Sí, cálido estaba bien.
El caso era que, no tenía ni idea de cómo llamar a ese hombre. Lo correcto
era hacerlo por su nombre, pero esa tregua, que intuía solo duraría unas pocas
horas, no quería que me hiciera adoptar una costumbre de la que me tendría
que deshacer.
Volvió con dos cuencos que contenían helado. Lo acepté sin protestar a
pesar de los doce grados que había en el exterior.
Se sentó a mi lado y me habló del juego de luces que se formaba a esas
horas durante la primavera. Le escuché embelesada, especialmente cuando me
habló del mes de mayo, de cómo se iniciaba una carrera en la que según
avanzaba el mes, regalaba más horas de luz y más grados.
No era muy diferente a España, el mes de mayo también era el inicio del
buen tiempo y de la buena temperatura, pero no a pasos agigantados como me
explicó que ocurría allí, al menos en la cuestión de horas de luz.
Me castañearon los dientes y me recorrieron escalofríos por la espalda
cuando le di el primer bocado al helado de chocolate, el que me había
entregado con una de esas sonrisas raras que habían empezado a emerger
durante la cena.
—No sueles comer helado en invierno… —⁠afirmó muy seguro.
—Pues no, lo reservo para el verano, especialmente para los meses en que
en Madrid es una pesadilla aguantar los 35 o 37 grados.
—Lo sé, conozco esa temperatura, viví en España unos años.
—¿Es por lo que hablas tan bien español?
—Solo en parte. Mi abuela era española, pasé mucho tiempo a su cargo
cuando mis padres estaban fuera de casa por trabajo y me hablaba en español.
—¿Siempre?
—Sí, no había otra opción, a ella le costaba mucho hablar en sueco,
aunque acabó entendiéndolo perfectamente.
—Debió ser difícil para ella.
—Quizás al principio, pero le bastó con conseguir entender el idioma,
aunque no fuera en profundidad.
—Entonces tu madre o tu padre, su hijo o hija, también lo hablan.
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—Era mi abuela materna, y sí, mi madre también lo habla, pero menos
que yo. De una manera u otra toda la familia conoce la lengua, o parte de ella,
pero mi hermano y yo la hablamos de forma fluida.
Me habría gustado expresarle mi admiración por la forma en que se
expresaba en español, exceptuando su forma de marcar las erres y sus pausas
en medio de algunas palabras, pero no me atreví.
—Viviste en España… cuéntame.
—¿Eres curiosa?
—No más que tú. —Sonrió con malicia.
—Creo que será mejor que entremos dentro y cojas calor, estás temblando
desde hace rato.
No protesté, fue la mejor idea de toda la noche. No estaba acostumbrada a
esas temperaturas que descendían tan bruscamente.
Se me escapó un gemido de placer al entrar de nuevo en la casa, el calor
me reconfortó. Nos sentamos frente a la chimenea, en los sillones que
quedaban al lado del sofá, el uno al lado del otro, aunque ligeramente girados
para quedar prácticamente de frente.
—¿Cuánto tiempo has dicho que viviste en España? —⁠Me animé a
reanudar el tema.
—Fueron casi tres años, por trabajo.
—Has dicho que has tocado muchas ramas del periodismo… ¡Cuenta!
—¿No esperarás una historia apasionante?
—Haz que lo sea —le ordené con una sonrisa.
—Mis primeros pasos los di en un diario local, el mismo en que hice
prácticas cuando era estudiante. Allí tuve la suerte de trabajar durante dos
años bajo el mando de un hombre que me enseñó mucho de esta profesión. De
ahí pasé a un diario nacional, y sigo en él. Recibí una propuesta para
convertirme en corresponsal en España, el dominio de la lengua, más que mi
experiencia, propiciaron la propuesta. Estuve cerca de tres años íntegros, pero
España se acabó convirtiendo en el campamento base, por así decirlo, y desde
allí viajaba continuamente a los países vecinos para cubrir también parte de la
información: Portugal, Francia, Italia.
»Acabé dirigiendo mi carrera al sector cultural, y me cansé de viajar, así
que volví a Suecia. Ahora escribo una columna semanal en uno de los
principales diarios suecos, con sede en Estocolmo, y participo en un programa
de radio, también en una revista especializada… todo dentro del ámbito
cultural.
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Así que Nostradamus era periodista. ¡Fascinante! Su historia la escuché
atentamente, pero no pude dejar de fijarme en su expresión al narrarla, vi
pasión en sus ojos, la misma que aparece cuando se está orgulloso de algo.
Sentí envidia.
Adoraba su trabajo, de eso no tenía duda, aunque el relato fue corto fue
suficiente para apreciarlo. En ese instante deseé saber si yo era capaz de sentir
lo mismo, si mi trabajo me gustaba como a él el suyo. ¿Cómo se puede dudar
de algo así?
Una vez más me sentía como un bicho raro. Las personas son capaces de
hablar de sus trabajos y decir claramente si les gustan o si se han equivocado
o no de profesión, si les entusiasma o la aborrecen. Pero yo no. Yo era
incapaz de determinar cuánto me gustaba ser médica en el centro de salud y
cuánto lo echaría de menos si no volviera nunca más.
—¿Te gustó vivir en esos países? —⁠le pregunté para dar por finalizada mi
verborrea mental.
—En España principalmente, fueron unos años maravillosos.
—¿En qué parte de España?
—En Madrid, pero viajé por todo el país, diría que la conozco bien.
—¿Y ahora estás de vacaciones?
—Disfruto de un tiempo de descanso.
—¿Y lo dedicas a trabajar en la cabaña?
—Sí, es una forma de trabajar mucho más relajada. Claro que…
Ambos sonreímos. No me cabía la menor duda de que un día antes no
habría dejado suspendida la frase, sino que me habría culpado a mí de no
poder trabajar.
Seguía pareciéndome inaudito estar allí sentada frente a él charlando
tranquilamente. Me di cuenta de que aquella tregua hizo que lo viera de un
modo distinto, en… todos los aspectos. Lo único que no había cambiado era
lo que pensaba de su físico, en eso no hubo cambios, incluso en los momentos
en los que nuestra batalla se encontraba en el momento más álgido me pareció
muy atractivo. Pero ya no me parecía el trol malhumorado, me parecía un
hombre interesante, muy interesante.
—¿Por qué tanta insistencia en impedirme entrar? Dijiste que tenías tus
cosas esparcidas, yo solo vi un ordenador.
—Eso se debió a que lo recogí todo para que no lo vieras.
—¿Y qué es lo que no querías que viera? ¿Papeles?
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—Sí, no hay más misterio, pero es que soy muy maniático cuando trabajo.
—La historia de la bola y el pasadizo secreto eran más emocionantes.
—Siento decepcionarte, solo soy un humilde periodista que necesita
privacidad y silencio para poder trabajar.
—¿De verdad era necesario montar ese circo para que no entrara?
—No monté un circo, te lo expliqué y no quisiste respetarlo, solo te pedí
un par de días hasta que Jan encontrara una solución.
—No me lo pediste de ese modo y… lo sabes.
—Sabía que la cabaña te gustaría, temía que quisieras pasar mucho
tiempo en ella. Si era así no habría sido capaz de trabajar nada.
Se levantó sin decir nada y volvió con unos vasos de tubo que contenían
un líquido morado. No me preguntó si quería, solo me la ofreció.
—He pensado que rechazarías el café.
—Has pensado bien, a estas horas no es muy recomendable echarle un
pulso a la cafeína.
—Vale, doctora, seguiré tus consejos. Prueba esto, aunque quizás ya lo
conoces.
El primer sorbo me recordó que no era la primera vez que lo tomaba.
—Sí, lo he probado alguna vez, aunque creo que era distinto. Se llama…
¿Saft? —⁠dije tal cual. Él sonrió y lo pronunció correctamente, nada que ver
con lo que yo había dicho.
—Sí, esta versión se llama Fladder, está elaborada con la flor del saúco.
—Está bueno, me gusta, especialmente porque no es muy dulce. Henrik
me había hablado alguna vez de él, y hace dos días me ofreció uno muy
parecido el señor… ¿cómo se llamaba? Lundberg, aunque era más rosado.
Alzó las cejas y le aclaré que era el hombre que me había recibido en el
restaurante de Gränna. Sin apenas darme cuenta le conté mi viaje desde que
salí del aeropuerto hasta que me vino a buscar Henna.
No dejó de reír, y eso me animó a contar la historia de una forma más
cómica, incluyendo el mapa de Henrik del siglo pasado, y mi sorpresa al no
saber que me dirigía a una isla.
—¿No tenías ni idea de que venías a una isla?
—No.
—Pero Henrik ha venido muchas veces…
—Sí, lo sé, y me ha hablado de este lugar cientos de veces, pero se
centraba en la casa, la cabaña del árbol, el lago… siempre creí que estaba
junto a un lago, no encima de él. Me animó a venir y él se encargó de todo, yo
solo me quedé con algunos aspectos importantes. Gränna, un lago, una casa
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en el bosque, tranquilidad… Seguí las instrucciones principales y viajé con un
papel cutre con cuatro datos anotados, un mapa de la primera guerra mundial,
un coche sin navegador y un móvil que no conectaba a internet por algún
problema con los datos… ¡Todo un pulso a la tecnología!
Soltó una carcajada.
Entendía su sorpresa si conocía mi amistad con Henrik. Era difícil
entender que siendo tan amigos y teniendo en cuenta lo que ese lugar
significaba para él, yo desconociera detalles como, por ejemplo, que estaba
situado en una isla. Solo era comprensible si se conocía que habíamos estado
separados más de dos años y que era precisamente en ese tiempo en el que se
había producido su mayor participación en la rehabilitación de la casa y la
construcción de la cabaña del árbol, donde él dejó una gran huella.
Antes de separarnos me habló del proyecto, pero debo reconocer que eran
tiempos complicados para mí, y que por mucho que me lo hubiera repetido no
habría sido capaz de escucharle con atención.
—Tengo entendido que os conocéis —⁠me animé a preguntarle.
—Sí, Henrik y yo solo hemos coincidido una vez, pero congeniamos bien.
Jan me ha contado muchas aventuras de ellos dos juntos.
Me habría gustado seguir en esa línea, pero él le dio un rumbo a la
conversación en el que no me sentía tan cómoda, pero hice todo lo posible
porque no lo notara.
—¿Qué te ha traído a este lugar?
—¿Tú qué crees? —le pregunté dando por hecho que era más que obvio
que me estaba tomando un descanso.
—No lo sé, pueden ser muchas opciones. La más lógica sería pensar que
estás de vacaciones, pero a la hora de analizar el lugar que has elegido para
disfrutarlas se me plantean varios interrogantes.
—Eso es interesante, sigue —⁠lo animé.
—Si has elegido este lugar podría deberse a que es la tierra de tu amigo y
querías conocerla…
—Esa no es muy buena, Henrik nació en Karlstad y queda lejos. ¿Lo he
pronunciado bien? Se lo he escuchado decir muchas veces.
—Perfectamente. Bien, pues la sustituimos por la opción de que querías
conocer un lugar al que él viene a menudo, ¿de acuerdo?
—Esa es mejor, sigue. ¿De verdad puede haber tantas opciones para venir
aquí?
—Claro, otra que se me ocurre es que querías conectar con las hadas que
habitan en los bosques suecos, o… que querías olvidar a un amor, o… que
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estás inmersa en una investigación sobre la cultura escandinava… Creo que
podría seguir, pero será mejor que me digas cuántas de ellas son posibles.
—Veamos. —Le seguí la corriente fingiendo que el tema era
particularmente serio y debía poner todos mis sentidos al contestar⁠—. La
opción de conocer el lugar del que tanto me ha hablado Henrik es la más
acertada. En cuanto a la investigación… No, no estoy investigando tu cultura.
La opción de las hadas queda descartada, pero ya que la mencionas, no me
importaría tener un encuentro con ellas.
—Te falta una opción, la de olvidar a un amor.
No me faltaba, simplemente la había evitado, lo que no esperaba era que
insistiera. Me bloqueé al escucharlo, no tenía por qué, podía dominar la
conversación y llevarla a mi campo, contestar o no, pero por alguna razón de
las que últimamente no encontraba explicación me bloqueé; y lo hice hasta tal
punto que mi respuesta me sonó estúpida nada más pronunciarla.
—No, el amor que tenía que olvidar ya está más que olvidado.
No eran buenos tiempos para plantearme cuestiones muy emocionales,
aún estaba blandita. Curada, pero blandita.
Tardó en volver a hablar, habría matado por saber qué pasaba en ese
momento por su cabeza.
—Entonces has venido a descansar aprovechando tus vacaciones.
—Sí, eso es, pero ahora me has dado una nueva motivación: conocer a las
hadas. Haberlas haylas, ¿correcto?
—¿Disculpa?
—Es algo que se dice en Galicia, supongo que conoces esa maravillosa
tierra. —⁠Asintió con la cabeza⁠—. Hace referencia a las brujas. Viene a decir
que existen.
—Interesante —exclamó meneando la cabeza.
—No te emociones que no te voy a hablar de brujas.
Se echó a reír y nos mantuvimos callados un rato.
—Te he hablado de mi trabajo, pero tú no lo has hecho del tuyo.
—Hay poco que decir. Trabajo en un centro de salud. Recibo muchos
pacientes cada día, de todas las edades, excepto niños, y con muchos tipos de
dolencias.
Guardó silencio, uno que se me hizo eterno. Y eso, sumado a que mi
capacidad de improvisación se había congelado, hizo que me removiera
incómoda en el asiento. Debió apreciar mi falta de entusiasmo al hablar de mi
trabajo, pero no podía decir nada más, era un tema que tenía que enfrentar
antes o después, aunque me producía mucho temor.
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No dejaba de mirarme, con una expresión diferente a la que había tenido
durante la tarde, mucho más seria. Mis ganas de desaparecer se impusieron
con mucha fuerza.
—Estoy algo cansada, me voy a marchar a mi dormitorio.
Su rostro se descongeló y mostró una sonrisa mientras asentía con la
cabeza y daba un salto para levantarse.
Me acompañó hasta la puerta del dormitorio, pendiente en todo momento
de que no me cayera en las escaleras.
—¿Conoces a las Huldra? —⁠dijo en el umbral de la puerta.
—No, no sé lo que es.
—Ahora es tarde, recuérdame que te hable de ellas. Tú me recuerdas a
una de la que me hablaba mi abuelo, se llamaba Nerta.
—¿Una bruja?
—Te hablaré de ella en otro momento.
—Me dejas intrigada.
—Seguro que sobrevives a ello.
—Buenas noches, Keith.
—Buenas noches, Vega.
Antes de cerrar la puerta observé cómo desaparecía escaleras abajo. Era la
primera vez que lo llamaba de ese modo.
Keith…
Me dirigí directamente a la ventana. La sensación de calidez que acababa
de perder tras separarme de la chimenea se instaló de nuevo al observar las
luces del jardín y el lugar donde habíamos estado sentados un rato antes.
Me preparé para meterme en la cama. El techo de madera se llevó toda mi
atención, me reconfortaba su color y algunas de las vetas de la madera que se
apreciaban claramente.
No me podía creer que hubiera llegado a esa casa tan solo poco más de
cuarenta y ocho horas antes. Dos días. Solo dos días.
Me resultaba imposible creerlo, incluso repasé mentalmente las horas para
comprobar si podía haber algún error y mi cabeza se había descolocado, pero
no había duda: matemáticas simples.
Habría jurado que llevaba más de una semana en aquel lugar.
Rescaté muchos de los momentos que había vivido en esos dos días y me
acomodé en la cama para perderme en ellos.
Mis ojos se fueron cerrando poco a poco mientras se sucedían imágenes:
su rostro malhumorado al salir de la pescadería, el mismo rostro cuando me
mostró la jarra de café vacía, el mismo cuando me descubrió tocando la
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flauta…; los reproches sobre los zapatos, la cabaña del árbol, las mentiras
sobre la bodega, la bañera…
Las imágenes siguieron apareciendo como diapositivas mientras entraba
en un adorable estado de semiinconsciencia, pero esa vez me rendí ante unas
más placenteras: sus manos curando la herida, las sonrisas durante la cena, el
Saft frente a la chimenea…
El último pensamiento, antes de rendirme a un sueño profundo, fue para
pensar en la tregua que supuestamente habíamos firmado y en las brujas.
Cuando apareció su rostro en mi mente, ya no era consciente, estaba
completamente dormida.
Era mi tercera noche en Visingsö… y soñé con Keith.
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Capítulo 30
Keith
Pensé que ese día terminaría sin más sorpresas, el vaivén de emociones con
Vega había cubierto el cupo que podía aceptar y procesar con comodidad,
pero me equivoqué.
Nada más bajar las escaleras, tras acompañarla a su dormitorio, volví al
salón y me senté en el mismo lugar que habíamos ocupado unos minutos
antes. Me descubrí mirando el asiento que había ocupado ella y los restos de
Saft que descansaban sobre la mesa. ¿Por qué me sentía tan exhausto?
Conocía esa sensación, pero no era capaz de aplicarla a aquel instante. Se
trataba del vacío propio que queda tras una despedida, cuando todavía se
puede sentir la presencia de la persona que se ha marchado, cuando todavía se
puede percibir su aroma, y escuchar su voz, aunque ya no se encuentre.
No tenía mucho sentido, aquellas emociones me provocaban malestar.
Acababa de compartir una cena y una velada con Vega, la había acompañado
a su dormitorio… Solo eso, solo una noche de tregua tras dos días de
disputas. ¿Por qué me sentía como si nos hubiéramos despedido para no
volvernos a ver nunca más?
Debería estar contento de haber comprobado que podía compartir la casa
con ella sin que hubiera un ambiente cargado de hostilidad, eso significaba
que las dos semanas que quedaban por delante podían ser agradables cuando
nos cruzáramos, y a la vez, que podría disfrutar de la calma que necesitaba
para ponerme a trabajar de una vez por todas, pero no era eso lo que sentía.
¿Por qué analizaba tanto la situación? Tras la tempestad había llegado la
calma y… simplemente se me había hecho corta. Era eso lo que me ocurría,
nada más.
Me dediqué una media sonrisa. Llevaba un rato buscando una explicación
a cómo me sentía y había sido capaz de proporcionarme a mí mismo una
explicación mientras luchaba por aceptarla sabiendo que no era buena. Un
proceso interesante de autoconvicción, de buscar algo que me reconfortara,
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aunque en el fondo supiera que no era real. Bastaba con apartar la realidad
cuando asomaba la cabeza y rendirme ante la idea que menos conflictos me
suponía.
Si no hubiera entrado en esa línea de ideas, habría aceptado, sin más, que
Vega, esa noche, me había atraído muchísimo, no solo por lo atractiva que
era, no solo por esa preciosa cola de caballo que se había hecho desde la parte
más alta de su cabeza, no solo porque me pareció que su sonrisa era un placer
para la vista, no solo por el tamaño de sus ojos, tan grandes que era imposible
no ver vida continuamente en ellos; sino porque era divertida, se expresaba
mediante un sarcasmo que me gustaba mucho, y que no era fácil encontrar…
y porque perdí la noción del tiempo a su lado; eso sí que era, sino imposible,
muy difícil que me ocurriera.
¿Acababa de describir a… Vega de esa forma?
La mejor manera de acabar con aquello era desaparecer del salón e
intentar trabajar. Me dirigí a la cabaña, todavía era pronto, cerca de las diez de
la noche, aún podía salvar la jornada y sentir que había sido capaz de escribir
al menos tres palabras seguidas.
Cuando entré en la «zona de cobertura» el sonido de los mensajes me
sobresaltó anunciándome que Jan tenía algo que decirme.
¿Te has comportado?
Empecé a teclear algo que no me acababa de convencer:
Sí, ¿lo dudas?
Lo borré.
He sido encantador, amable y…
Lo borré.
Tendrás que averiguarlo.
Lo conservé, pero no me convencía, faltaba algo más.
Pregúntaselo a ella.
Lo borré todo. Me harté de escribir por escribir. Lo llamé.
—Keith… era una pregunta sencilla —⁠dijo nada más descolgar.
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—Pero mal redactada. Dependerá de lo que tú entiendas por
comportarse…
—Lo mismo que entiendes tú, deja de marearme y dime cómo ha ido el
día.
—¿Qué te gustaría escuchar?
—Que no has sido un prepotente egocéntrico, como bien te bautizó ella.
—¿Cómo has dicho?
Le escuché aclararse la voz, estaba claro que no tenía intenciones de
proporcionarme esa información, de haber querido me lo habría dicho esa
mañana.
—No importa.
—Sí, sí que importa, aclárame eso. ¿Cuándo me ha llamado así?
—Keith, fue la expresión que utilizó Henrik para decirme que Vega
estaba enfadada, desconozco si fue textual o no, ni siquiera recuerdo el
contexto en el que la pronunció. Pero ¿quieres olvidarte de eso? Hemos
hablado esta mañana, te pedí que fueras más amable y es lo único que quiero
saber.
—Con esas palabras has herido mi corazoncito, dame tiempo.
Sabía que se echaría a reír, era mi forma de evadirme para no confesarle
que esos calificativos me habían provocado una punzada de dolor en el
estómago. No hizo falta que me aclarara quién había sido la dueña de esas
palabras, Henrik solo debió ser un intermediario. ¿De esa forma me veía?
—Keith, es la amiga de Henrik, de verdad que no estamos hablando de
cualquier persona. Sé que si te lo propones puedes ser muy arisco y no
quisiera que lo fueras con ella, desde que…
—Quieres parar, no pienso volver a escuchar tu aburrido discurso. —⁠Mi
tono de voz le dejó claro que me estaba molestando⁠—. Si lo que quieres saber
es si hay buen rollo, lo hay. Hemos cenado juntos, he cocinado yo, hemos
charlado y nos hemos reído. ¿Contento?
—¿En serio? ¿Has cocinado tú? Eso no me lo presentes como un gesto
amable, eso solo lo haces si odias a alguien.
Me eché a reír, Jan sabía perfectamente que la cocina se me daba bien,
pero llevaba años intentando que lo reconociera sin éxito a pesar de lo mucho
que disfrutaba cuando el invitado era él. Jan era el desastre más grande que la
mente pueda albergar desenvolviéndose en una cocina, pero lo había
intentado tantas veces sin éxito, que no era capaz de aceptar que, a otros, se
nos diera más o menos bien.
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—¿No te dijo Catrine Persson que la envidia era un pecado? —⁠le pregunté
aludiendo a la profesora que había tenido él junto a mi hermano.
Jan era un año menor que yo, igual que mi hermano Edvin. Aunque mi
amistad con él empezó en el instituto, mucho antes empezó con mi hermano.
Jan llegó a Estocolmo, desde Karlstad, a la edad de ocho años. Un cambio
en el trabajo de su padre hizo que abandonaran su pequeña ciudad y se
instalaran en la capital. Fue entonces cuando empezó a entablar una amistad
con mi hermano hasta convertirse en uno más de nuestra familia.
Durante la etapa escolar me mantuve distanciado de ellos, yo tenía otros
amigos y coincidíamos pocas veces, pero al llegar al instituto hicimos unos
lazos fuertes que, hasta ese día, muchos años después, no se habían roto.
El primer curso de instituto lo repetí por deseo expreso de mis padres que
consideraron que no había sacado provecho y que mis calificaciones podían
mejorar. Tenían razón, los cambios nunca me sentaron muy bien y mi entrada
al nuevo centro fue catastrófica, especialmente porque me dejé querer por los
más gamberros del curso.
Aunque mi orgullo, mi dignidad, y, en ese momento, mis ganas de vivir se
vieron afectadas por la decisión de mis padres, tiempo después me alegré. De
esa forma acabé perdiendo de vista a aquellos terroristas. Uno de ellos fue la
portada de la sección de sucesos del Dagens Nyheter, el diario en el que
trabajaba, por asesinar a sangre fría a un amigo que tenía una deuda con él de
veinte coronas.
Así comenzó el triángulo amistoso de Jan, mi hermano y yo. Poco
después se unió Henna, en la etapa universitaria.
—¿Envidia? —preguntó Jan riendo⁠—. No cambies de tema. ¿Ha ido todo
bien?
—Ya te lo he dicho, querías que fuera amable y lo he sido, hasta le he
ayudado a curar una herida cuando se ha caído de la bicicleta.
—¿Cómo?, ¿qué ha pasado?
—Solo una simple caída —aclaré confundido por su tono de alarma.
—Espero que no haya sido nada.
—No, Jan, no ha sido nada. ¿A qué viene esa preocupación?
No entendía la postura de Jan. La parte en la que quería ser considerado
con Vega, sí, la parte protectora, no.
—Jan, ya te lo he explicado, para Henrik es como su hermana, me siento
obligado a cuidar de ella, no quiero que le ocurra nada.
—Por lo que conozco de ella parece saber cuidarse solita. Puedo entender
que te preocupe su bienestar, pero estás exagerando.
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—Está bien, no le demos más vueltas. —⁠El Jan conciliador emergió.
—¿Qué sabes de ella?
—Sé muy poco. Henrik me ha hablado mucho de la amistad que tienen
desde hace muchos años, pero no entra en detalles.
—Me ha dicho que era médica, y me ha contado por qué ha venido a la
isla, pero no ha mencionado lo que me contaste, lo de su pérdida. ¿Qué
ocurrió?
Se escuchó silencio. Debía tener dos conflictos en ese momento. Uno,
contarme o no lo que sabía sin traicionar la intimidad de Vega; dos, intentar
entender por qué tenía curiosidad. No era propio de mí preguntar sobre
asuntos que no eran de mi incumbencia.
—Sé que tuvo un accidente, fue una muerte trágica. —⁠Se aclaró la voz⁠—.
¿A qué viene tanto interés? Ayer no la soportabas y hoy me preguntas por
aspectos de su vida, y… no me digas que es curiosidad —⁠se anticipó a mi
respuesta⁠— porque sé que eres muy curioso, como buen periodista que eres,
pero no fuera de tu trabajo.
—Me impactó, simplemente —dije con aires de no darle importancia.
—Ni se te ocurra…
—Buenas noches, Jan. Hablamos cuando se me pase el cabreo por lo que
has estado a punto de insinuar.
Escuché su risa al colgar. Menudo loco, ¿qué quería insinuar? ¿Qué iba a
intentar algo con ella? ¿Era necesario ese comentario? ¿O no era eso lo que
quería decir?
Escuché el sonido de un mensaje. Jan. Lo consulté con mucho interés,
riéndome incluso antes de leerlo.
Quería decir, antes de que me interrumpieras, que
ni se te ocurra volver a ser antipático con ella. ¿Qué si
no te iba a advertir?
Dudé en contestarle, pero me animé.
¡Ah! Era eso… Había pensado que me te referías
a que no volviera a cocinar para ella. ¿Qué si no iba a
interpretar?
Me devolvió unos emoticonos sonrientes y ahí terminó nuestra…, no sé si
absurda o rara, conversación, una de las muchas que teníamos de ese estilo.
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Capítulo 31
Vega
¡Las siete de la mañana! Tenía todo el cuerpo dolorido. Había vuelto a olvidar
cerrar las contraventanas y antes de las cinco de la mañana ya entraba luz a
través de ellas. Me había levantado a cerrarlas, fue en ese momento cuando
sentí que mi cuerpo estaba resentido por la caída del día anterior; lo esperaba,
pero no con esa intensidad.
Desde ese momento había sido toda una aventura volver a conciliar el
sueño, con cada movimiento era más difícil que lo lograra, el dolor me lo
impedía.
Me levanté y me tomé un calmante, por suerte lo tenía en mi bolso,
porque cualquier esfuerzo por buscarlo en cualquier otro lugar me habría
acabado por desvelar completamente.
Conseguí dormir un poco más, pero de forma interrumpida y luchando
constantemente para que mi rodilla y mi brazo no sufrieran un movimiento
brusco.
Observé el morado que lucía en mi brazo, lo esperaba, pero no de aquellas
dimensiones. ¡Menudo golpe me di! No quería ni pensar hasta dónde podía
haber llegado mi caída, ni las consecuencias que tendría que haber afrontado
estando en ese lugar. ¿Una fractura? ¿Qué habría hecho en ese caso? No
habría podido incorporarme tras la caída… No tenía el número de teléfono de
Keith, así que habría tenido que llamar a Jan, o a Henna… ¡Menudo
espectáculo! ¿Y si me hubiera quedado inconsciente? La noche anterior
habíamos bromeado con ello, pero tenía mis serias dudas de cuándo me
habrían encontrado. Habría muerto por hipotermia, a la hora en la que me caí
debía haber poco más de cinco o seis grados…
«¿Desde cuándo eres tan trágica?», dije en voz alta riñéndome. No me
podía creer que hubiera entrado en esa línea de pensamientos. Yo no era así,
yo solía ser de las personas que celebraban lo que «no» había ocurrido y
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evitaba pensar siempre en la peor opción. ¿Por qué perdía el tiempo pensando
en lo que podría haber sido y no fue?
Había notado que en aquel lugar se respiraba de una forma distinta,
incluso resultaba dolorosa la pureza del aire durante los primeros contactos
con ella. Era distinto, muy distinto. Los pulmones se llenaban de aire y la
sensación era de estar llena de algo fino, puro, poco denso… Henrik me había
hablado de ello muchas veces.
¿Por qué pensaba en el aire que se respiraba? Porque debía ser que esa
pureza me estaba afectando en el cerebro, solo así podía explicar esa
tendencia a la tragedia que acababa de experimentar… Esperaba que fuera
eso, no me sentía cómoda siendo tan negativa, no podía haber cambiado tanto.
Quizás haber conocido la tragedia de manera tan cercana podía haber
dejado alguna huella en mí.
Me recorrió un escalofrío y me abracé a mí misma dejándome llevar por
los recuerdos.
Aquella llamada a las tres y cuarenta y seis de la madrugada una noche de
verano…
Aquella voz masculina desconocida…
Aquellas palabras temblorosas…
«Lo siento, cuando ha llegado el equipo de emergencias ya no ha podido
hacer nada por él».
Un testigo…
«Aparqué el coche en la cuneta, corrí en su busca, pero ya estaba muerto».
Otro testigo.
«El impacto fue terrible, era imposible sobrevivir a él».
Sergio…
El final de un mundo paradisiaco, hecho a medida, que acabó antes de
empezar.
Mi vida.
El principio de la tormenta en la que la convertí.
«Pasado, Vega», susurré en voz alta mientras descubría sorprendida que
tenía la mejilla húmeda.
Lágrimas. Las había convocado tantas veces sin recibir su visita en los
últimos meses; había mantenido una guerra tan profunda con ellas… ¿Por qué
aparecían en ese momento? No era la primera vez que las derramaba estando
en Suecia…
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Antes de entrar en la ducha me detuve frente al espejo. Sonreí. Mi aspecto
físico había cambiado en los últimos meses, pero era esa la imagen que había
querido ver siempre.
Mi cabello era mucho más largo que tiempo atrás, y mi rostro era mucho
más redondo, había recuperado todo el peso que había perdido; mi aspecto era
infinitamente más saludable. Me había costado recomponerme, pero lo que vi
en el reflejo me animó.
Dejé que el agua caliente me envolviera como si fuera la última ducha que
iba a tener la oportunidad de darme. No estaba muy segura de que fuera
posible, pero Henrik siempre decía que una buena ducha en el momento
oportuno podía hacer que todo lo negativo se marchara por el desagüe.
Salí dispuesta a empezar un nuevo día con un sabor muy distinto a los
anteriores, ya no temía tener una disputa con el chico de los ojos de colores.
La casa era muy grande, no teníamos por qué coincidir continuamente, pero si
lo hacíamos y éramos capaces de compartir momentos como el de la noche
anterior, ambos encontraríamos lo que habíamos ido a buscar a ese lugar.
La noche anterior cené con un hombre muy distinto al que conocí al
llegar. Tardé en recuperarme de la sorpresa que me llevé con su actitud, pero
la fui apreciando y valorando conforme avanzó la tarde y la noche.
Me acabé de preparar y repasé mentalmente todo lo que quería hacer
durante el día, entre otras cosas comprar un nuevo abrigo y unas botas. Lo
acabaría de planear durante el desayuno.
Cogí mi móvil para consultar los horarios de los ferris cuando vi unos
mensajes de Henrik. Eran de la noche anterior. Debió enviármelos cuando
estaba con Keith en el jardín, en algún rincón con cobertura, pero no lo
escuché.
Aunque no podía contestarle desde mi dormitorio, podía leerlos.
Me gustaría saber cómo has acabado el día.
¿Ha mejorado la convivencia?
¿Te sientes mejor?
Me dirigí al jardín directamente con la intención de llamar a Henrik. No
escuché ni un solo sonido ni en la casa ni el jardín que me advirtiera de la
presencia de Keith. Puede que estuviera en la cabaña del árbol así que me
alejé todo cuanto pude para no molestarle con mi llamada.
—Vega… —Me reconfortó escuchar su voz.
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—Buenos días. He visto ahora tus mensajes, ya sabes que aquí no hay
mucha cobertura.
—Estaba pensando en ti. ¿Cómo estás? Jan me ha dicho que te caíste…
Me dejó sin habla. ¿Cómo lo sabía Jan? Solo había una forma de que se
hubiera enterado, pero no tenía mucho sentido. ¿Le había llamado Keith para
decirle que me había caído? Claro que, podían haber hablado para cualquier
otro asunto y podían haberlo comentado.
—No es nada, solo me hice una raspadita en la rodilla. Era una bici con
los frenos en la rueda trasera, no en las manetas y… perdí el control —⁠le
aclaré sin darle más importancia a cómo se había enterado.
Le resumí mi pequeño accidente y se rio.
—Me ayudó Keith a curarme, así que no hace falta que te diga que hay
mejor rollo.
—Hoy se llama Keith, ayer era «el gilipollas», «el prepotente», y… ¡no sé
qué más dijiste! —⁠recordó riéndose.
—Le he llamado de muchas formas, es que no te haces una idea de lo
estirado y arrogante que era, pero ayer se mostró distinto, hasta cenamos
juntos.
—Lo sé, Jan me llamó para contármelo. Debió ponerle bien las pilas.
¡Un momento! ¿Poner las pilas? ¿Le llamó para contárselo?
—Henrik, ¿qué quieres decir con que debió ponerle las pilas? —⁠le
interrumpí.
—Que debió ser duro con él. Jan estaba enfadado con lo que le conté. Me
dijo que iba a hablar con él y a dejárselo todo muy claro, o se comportaba o se
marchaba. Lo cierto es que ambos coincidimos en que era raro que se
estuviera compor…
—¿Qué es lo que le contaste? —⁠le interrumpí⁠—. ¿Le hablaste a Jan de lo
que te conté ayer?
Guardó silencio. Mi tono de voz le debió sorprender.
—Vaya, yo… ¿Te molesta? Sí, nada más hablar contigo le llamé.
—Dime que no hiciste eso.
—Sí, Vega, sí que lo hice —⁠contestó a la defensiva.
Me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo y busqué un asiento. Me
sentía como una niña.
—¿Todo? ¿Le contaste a Jan todo lo que te conté?
—Vega, estabas mal, no podía permitir que…
—¿Todo? —Subí el tono de voz.
—Sí, le conté… todo, o casi todo, no sé bien. ¿Qué pasa, Vega?
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—Habría preferido que no lo hicieras, te dije que me las arreglaba sola.
—Lo siento, estaba muy preocupado por ti, estabas mal, no podía
ayudarte de otra forma, así que lo llamé y…
—Y Jan llamó a Keith… ¿Qué le dijo?
—No lo sé, Vega, le recriminaría su actitud. Cuando se lo conté me dijo
que había notado cierta tensión entre vosotros, pero la achacó a que estabais
molestos por lo que había ocurrido con la reserva, pero cuando entré en
detalles me dijo que eso no podía permitirlo, que hablaría con él y le pondría
un ultimátum: o se comportaba bien contigo o se largaba.
Me tembló todo el cuerpo, me sentí como una niña que lloriquea delante
de sus padres esperando que le saquen de un apuro.
Puede que no me expresara bien, pero… ¡Henrik me conocía! Yo no
estaba tan mal cuando lo llamé, solo estaba muy enfadada, muy indignada por
su comportamiento, asqueada de tener que lidiar con sus dardos… Sí, se
podía traducir a estar mal, pero no hasta el punto de intervenir. Solo me
desahogué con él.
Ojalá le hubiera pedido que no dijera nada, lo pensé, pero fue después de
colgar, nunca se me ocurrió que Henrik llamaría a Jan para trasmitirle mis
quejas.
—Lo siento, aunque debo decir que me alegro de que ya no tengas ese
problema.
No quise cebarme con él, no era justo.
—¿Qué dijo Keith cuando le llamó?
—Por lo que Jan me explicó, se comprometió a cambiar su
comportamiento y a…
—¿A qué? —Suavicé mi tono de voz, solo quería información, si me
alteraba no iba a obtenerla.
—A hacerte la estancia agradable.
—¿Y por la noche te volvió a llamar Jan? Eso he entendido.
—Sí, habló con Keith y este le contó que todo había ido bien. Quiso que
me quedara tranquilo y me llamó para decírmelo.
—Entiendo.
—Yo estaba preocupado, Vega, y decidí comentárselo a Jan, solo él podía
hacer algo, a él también le afecta todo esto, se siente mal por lo de la reserva,
somos amigos…
—Lo sé, entiendo que se sienta responsable. Pero… ya no hay de qué
preocuparse. Todo está arreglado —⁠dije resignada mientras luchaba por la
presión que sentía en ese momento en el centro del estómago, sentí náuseas.
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—Vega, suéltalo, aunque intuyo lo que te ocurre —⁠me dijo claramente
afectado.
—¿Qué me ocurre, listillo?
—Cuando me llamas de ese modo, listillo, no estás enfadada…
—Mucho mejor para ti.
—Pero estás dolida por algo, y eso no es mejor para mí.
—Henrik…
—Creo que te habría gustado que no fuera tan antipático por decisión
propia, ¿me equivoco?
—Ehhh, sí, puede que sea eso, pero no importa. Entiendo que estuvieras
preocupado, te llamé muy enfadada y… ¡Ya está! No hay de qué preocuparse.
—Lo siento.
—No importa, de verdad, me alegro de que Jan le pusiera en su sitio.
—⁠Mentí, y lo hice tan bien que acabé por convencerlo, algo muy, pero que
muy difícil, el radar de captación de emociones escondidas de Henrik estaba
hecho de un material a prueba de bomba, era infalible.
Terminamos la conversación con un tono más relajado y divertido, nos
dijimos unas cuantas tonterías y colgamos satisfechos. Me costó fingir que el
tema no me había afectado.
Me desinflé. Estaba claro que el esfuerzo del sueco por mostrarse amable
no había salido de él, seguramente Jan le había amenazado.
Me sentí decepcionada, muy decepcionada. Prefería no pensar mucho más
en ello, me iba a afectar, me conocía. Ese tipo de cosas las llevaba mal, más
que, probablemente, el resto de la gente.
Odiaba las mentiras, no porque yo fuera un ejemplo de ello, sino por el
daño que en muchas ocasiones pueden hacer. Había pagado un precio muy
alto por una mentira, aunque… no la empecé a llamar de ese modo hasta
hacía más bien poco tiempo. Una mentira que hizo mucho daño, a mí
muchísimo, a él… mucho más; me sumió en un conflicto que tardé mucho
tiempo en entender, en aceptar, y en resolver, aunque todavía quedaba algún
resto de metralla incrustada.
Meneé la cabeza, como si con ese gesto quisiera hacer desaparecer ese
lugar al que me había dirigido, no era el momento. Me preocupaba lo que
había escuchado por boca de Henrik, no el pasado, ese ya me preocupó en su
momento.
Ridícula. Esa era la palabra. Así me sentía. Henrik había llamado a Jan,
Jan a Keith y… Keith se convirtió en un hombre encantador que se deshizo en
detalles para que me sintiera cómoda.
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La niña se queja, el hermano saca el pecho y el malo baja la cabeza.
¡Maldita sea! No se le puede pedir a alguien que sea amable con alguien,
es decir, que se esfuerce en complacerlo. Se puede, pero en otras
circunstancias. Yo no necesitaba eso, me bastaba con que bajara la guardia y
dejara de mostrarse tan borde. Me conformaba con que dejara de ponerme
impedimentos, dejara de acusarme de ser una intrusa y de marcar territorio
constantemente. Se trataba de dejar de atacar, no de colmarme de atenciones.
Agradecí la preocupación de Henrik, incluso la de Jan, pero yo no pedí
que hablaran con él, que lo pusieran entre las cuerdas y le pidieran que me
colmara de detalles.
Joder, me sentía ridícula, había alabado la actitud del sueco, me había
dormido pensando en lo mucho que agradecía el cambio, en lo bueno que iba
a ser convivir con él sin lanzarnos flechas, en lo mucho que iba a disfrutar de
mis visitas en la isla sabiendo que al volver a la casa no tendría que lidiar con
un ser malhumorado y borde…, pero no era real. ¿Cómo iba a pensar que
todo era forzado?
Me dirigí a la cocina, aquella mala sensación podría aliviarse ligeramente con
algo de desayuno en el estómago, aunque no estaba muy segura de ello.
Me fijé en la cafetera, aún tenía la luz encendida y estaba casi llena.
Estaba claro que mi compañero de casa ya había pasado por allí. No sé qué
me ocurrió, pero sentí ganas de llorar cuando observé la jarra de café. ¡Qué
tontería! Me trajo el recuerdo del día anterior cuando me dejó la nota. Al
menos en ese momento nadie le había amenazado ni obligado a comportarse,
al menos el café había salido de él.
Me serví una taza más grande de lo normal, no era capaz de probar
bocado. En el centro de la mesa había una mesa con diferentes tipos de pan y
un cuenco de mermelada de frutos rojos. Recordaba que el día anterior me
recomendó probarlo, especialmente con el pan más oscuro.
Me sentí inexplicablemente derrotada, más de lo que debía, por eso tenía
que proponerme olvidarme de ese asunto cuanto antes.
No iba a disgustarme, bastante idiota me había sentido ya cuando Henrik
me había explicado cómo se había fraguado el proceso de paz.
¿Estaba juzgando injustamente a… Keith? Al escuchar pasos detrás de mí,
me propuse comprobarlo.
—Buenos días, Vega. ¿Has descansado? ¿Te duele la rodilla?
—Buenos días. Estoy bien, ya no me molesta.
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—¿Quieres que te ayude a curarla de nuevo?
—No es necesario, puedo yo sola, te agradecería que me dijeras dónde
está el botiquín.
Me miró fijamente, extrañado, a pesar de que sonreí debió notar mi falta
de interés por seguir hablando, o lo que fuera que notara. Hice un esfuerzo,
pero quizás no conseguí que no se diera cuenta.
—¿Te ocurre algo?
—Solo dime dónde está el botiquín, por favor.
—¿Solo necesitas eso? —preguntó acercándose a mí.
—Sí, solo eso.
—¿Has desayunado?
—Sí —dije al tiempo que asentía con la cabeza y me dirigí a la encimera
para lavar mi taza.
Sentí que estaba detrás de mí. El ambiente era extraño, el silencio
incómodo y lo poco que habíamos intercambiado era postizo.
—¿No has probado el pan? Lo he dejado especialmente pensando que…
Me di la vuelta y le interrumpí.
—Escúchame, no es necesario que sigas esforzándote de esa manera. No
voy a pedirte que te vayas, ni Jan tampoco, así que relájate y sé tú mismo.
—¿De qué estás hablando? —Apoyó una mano en la encimera buscando
mi mirada cuando me di la vuelta para seguir lavando la taza.
Me tomé mi tiempo en terminar de escurrir el agua, en secarla y en
devolverla al armario.
—Agradezco tu amabilidad, pero no necesito que te esfuerces más. Sé que
Jan ayer te llamó para… pedirte que hicieras un esfuerzo, pero no es
necesario tanto.
—¿Es eso lo que piensas?
Le miré fijamente. Tenía el ceño fruncido y los labios ligeramente
apretados.
—¿Es mentira? ¿No te llamó Jan para darte las quejas que le había dado a
Henrik?
Fue a decir algo, pero se contuvo y volvió a apretar los labios, esa vez su
mandíbula se tensó.
—Me gustaría que me dijeras exactamente de qué me estás acusando.
—⁠Pronunció esas palabras lentamente, percibí un tono de amenaza que no me
gustó.
—Joder —alcé la voz—, está muy claro. No hace falta que te esfuerces
por ser amable, no lo necesito.
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—Es eso lo que querías, ¿no? ¿No es eso lo que esperabas llamando a
Henrik para darle quejas sobre mí? —⁠Su voz continuaba siendo
asquerosamente controlada y fría.
—No, no era eso, yo no le pedí que hablara con Jan, era una conversación
entre nosotros.
—¿Y qué esperabas? —Empezó a alterarse. Se incorporó y se metió las
manos en los bolsillos.
—Que me escuchara, nada más. Yo no le pedí que hablara con Jan,
insisto. Era una conversación privada, no esperaba que Henrik hiciera nada.
—Algo tenía que hacer, es tu amigo. —⁠Pasó del enfado al sarcasmo⁠—. Si
le dices que estás viviendo con un prepotente egocéntrico que te está
amargando la estancia, lo normal es que actúe.
Me quedé sin habla, recordaba haber pronunciado esas palabras, incluso
un rato antes las habíamos mencionado. ¿En qué estaba pensando Henrik?
¿Por qué había repetido textualmente lo que le confesé?
—Si te llamé así es porque pensaba eso de ti, no me arrepiento, pero era
algo que le conté a un amigo, no tenía que salir de allí. Henrik no debió
hablar.
—Veo que eres muy agradecida con lo que hizo tu amigo.
—Eso sobra, no tienes ni idea…
—Eso dice mucho de ti, pero da igual.
—Creo que ha quedado claro que no debes malgastar más tus fuerzas en
intentar quedar bien conmigo, o mejor dicho con Jan. Puedes quedarte, no voy
a volver a quejarme, nadie te va a volver a pedir que seas amable, mucho
menos que te marches.
—¿Qué problema tienes exactamente? —⁠me preguntó furioso.
—Me gusta la gente natural, sincera, que es ella misma. No quiero un
actor que se siente a mi lado y me cure una herida, me prepare una cena y
finja que está cómodo conmigo. No necesito eso, te has confundido.
—¿Es eso lo que piensas? —Me volvió a preguntar.
—Es eso lo que pienso, sí, es más que evidente.
Le observé atentamente, especialmente sus ojos. No sé qué busqué en
ellos, pero sé lo que no encontré. Ya no aparecía el brillo de la noche anterior,
ni me decían nada. De haber estado mi madre presente me habría recordado
uno de sus insistentes discursos con los que me educó. Según ella era absurdo
buscar emoción en los ojos, eran incapaces de expresar nada, lo que le daban
vida era la expresión facial.
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Una de las muchas charlas carentes de emociones que me regaló durante
toda mi vida a su lado. No sé por qué me sorprendí de la actitud del sueco si
había convivido con un iceberg durante veinte años.
—Puedes estar tranquila, dejaré de interpretar.
—¿Verdad que te sientes aliviado? —⁠Sonreí con malicia.
—No te imaginas cuánto.
—Entonces todos contentos. Podemos seguir tratándonos de la misma
manera, no hace falta fingir que nos caemos bien.
—Bien, porque me estaba suponiendo mucho esfuerzo. Tú a lo tuyo y yo
lo a mío. Como dijimos en un principio, no tenemos por qué coincidir, y si lo
hacemos tampoco es necesario que finjamos.
—Fin de la tregua.
—Afortunadamente así es. Y ahora si me disculpas, voy a intentar
trabajar. Y te advierto que no pienso permitir que me interrumpas con
tonterías.
—Entraré cuando me venga en gana.
—Lo veremos.
—No te subas tanto, Nostradamus, que no puedes impedirme el paso.
—Claro que puedo, y si no te gusta, siempre puedes llamar a Henrik
llorando, o… mucho mejor, a Jan.
Salió dando un portazo y, aunque no fue muy brusco, a mí me retumbó en
el tímpano, y… hasta en el alma.
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Capítulo 32
Keith
Había transcurrido solo una hora desde nuestro desencuentro en la cocina y
seguía paseando alrededor de mi mesa sin poder desprenderme de la
sensación de frustración que acababa de experimentar al acusarme de estar
fingiendo. No podía dejar de darle vueltas, y más vueltas.
¿Era posible que creyera que había estado interpretando un papel durante
la velada? ¿En qué cabeza cabía? Solo en la suya. ¿Qué ganaba yo con ello?
¿Es que no había pensado que, aunque Jan me hubiera pedido que fuera
amable con ella no era necesario llegar tan lejos?
Le había ayudado con su herida, había preparado la cena y en todo
momento le había demostrado que estaba disfrutando de su compañía. Nos
reímos, nos contamos aspectos de nuestras vidas personales…
¿Qué le había hecho dudar de esa manera y acusarme de ser tan falso?
Pero… falso, ¿para qué? Me habría bastado con haber abandonado la lluvia
de dardos que le lanzaba cada vez que tenía oportunidad, no era necesario
más esfuerzo, era todo lo que me pidió Jan. No me pidió que me dejara la
vida en complacerla en todo ni que me convirtiera en su bufón, eso era de
locos. Solo me dio un toque de atención. Lo que yo hiciera era cosa mía.
¿A qué venía esa acusación?
Me arrepentí tanto de haber iniciado una tregua con ella que hasta pensé
en hacer mi maleta y marcharme de allí, pero me negué, por nada del mundo
lo iba a hacer. Aunque aún faltaban muchos días, llegaría el día en que ella se
marcharía definitivamente, solo tenía que esperar y tendría la casa para mí
solo; y no tendría que aguantar más insensateces. Y… ¡podría trabajar!
Por vueltas que le di a la cabeza no conseguí explicar esa actitud. Por
alguna razón, bien por Jan o por su amigo, se había enterado de que Jan me
había llamado la atención y pedido que fuera más amable con ella. ¿Eso la
ofendía? ¿No era eso lo que ella esperaba? Aunque había negado que se
hubiera desahogado con Henrik por ese motivo, tenía mis dudas. Si no
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hubiera querido que Henrik le diera quejas a Jan se lo habría pedido, o
simplemente no se lo habría contado.
¿Por qué perdía mi tiempo? Eso era lo que más me desconcertaba. Estaba
dando por hecho que ella se había equivocado conmigo partiendo de que esa
mujer era normal.
No, no lo era, y eso tan sencillo era lo que lo explicaba todo.
Me hice una falsa imagen de ella durante la cena, y durante el tiempo que
charlamos en el porche, o frente a la chimenea; parecía distinta, pero no debía
olvidar la forma de comportarse que tuvo días atrás.
Había llegado a aceptar que la pequeña guerra que habíamos mantenido
había sido por mi culpa la mayor parte de las veces. Había llegado a
reconocer que me había dejado llevar por la rabia y la había convertido en
hostilidad contra ella. Pero una vez que Jan me llamó la atención y me
comentó que acababa de tener una pérdida en su vida, y la había visto llegar
malherida… mi actitud cambió radicalmente, incluso disfruté de su compañía
durante la velada, y hasta me sentí… algo, quizás solo un poco, atraído por
ella.
¿Qué era lo que me recriminaba exactamente de mi actitud?
¿Prefería al «arrogante egocéntrico y prepotente»?
«Me gusta la gente natural… sincera, bla, bla, bla…», dije en voz alta
recreando sus palabras.
¿Y qué tenía eso que ver conmigo? ¿Pensaba que estaba fingiendo?
¿Tanto se puede fingir? Y lo que es peor, ¿para qué? ¿Qué ganaba yo
dedicándole tiempo a esa mujer si no me apetecía? ¿Se lo había parado a
pensar?
«¿Verdad que te sientes liberado?», recordé haber escuchado con sorna de
su boquita. Pues no, chica lista, no me sentí liberado, me sentí totalmente
descolocado y tratado de forma injusta.
El caso era que, si la versión anterior le parecía más natural y más sincera,
sería la que tendría.
No me iba a costar volver a crear un ambiente hostil, con la rabia que
tenía iba a fluir de forma natural, como le gustaba a ella.
Pero el día aún podía empeorar, lo comprobé cuando, todavía frustrado y
enfadado como me sentía, recibí la llamada de Henna.
—Keith, necesito que me hagas un favor.
—Tú dirás —le contesté de mala gana aún con el sabor de la discusión en
la boca.
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—Estoy intentando localizar a Vega, pero su teléfono no da señal, debe
estar en alguna zona sin cobertura. ¿Podrías avisarle?
—¿Para qué quieres hablar con Vega? —⁠pregunté en un tono despectivo
que no pasó desapercibido para mi interlocutora.
—Dame una razón para que te lo explique.
—No me interesa, tienes razón —⁠dije mientras salía de la cabaña
dispuesto a atender su petición.
—Tengo que hacer una pequeña gestión en Jönköping, he pensado que le
apetecería acompañarme. Tengo el día bastante desocupado.
—No sabía que fuerais tan amigas —⁠solté mientras continuaba mi camino
hacia la casa. No sabía dónde se encontraba ella, así que recé para no tener
que buscarla por todas partes.
—No seas bobo, sabes que apenas la conozco, pero me ofrecí a
acompañarla a Gränna para comprar algunas cosas que necesita, no sé si ya
las habrá comprado, pero he pensado que le gustará más Jönköping. A mí no
me cuesta tanto ser amable con ella…
Sabía que no dejaría escapar la oportunidad de reprocharme algo, era
evidente que había hablado con Jan.
—Henna, si lo que quieres es que localice a Vega, guárdate tus
comentarios.
—Bien, pero… sigo esperando que la localices, no pretendía charlar
contigo.
—Mientras escucho las cosas tan interesantes que me estás contando la
estoy buscando, no tengo ni idea de dónde se encuentra. Espero que esto no se
convierta en una costumbre.
—Keith, ¿qué te ocurre? ¿Estás bien?
Respiré hondo, no tenía sentido que lo pagara con Henna, ella era mi
amiga.
—Sí, lo estoy, no te preocupes, es solo que estaba escribiendo cuando has
llamado.
—Lo siento, no he pensado en ello. Bueno, sí lo he pensado, pero no me
quedaba otra opción.
—No tengo ni idea de dónde está…
—¿Has comprobado si está su coche?
—Es lo primero que he hecho. Debe estar en su dormitorio.
Maldije por tener que dirigirme hasta allí, pero quería acabar cuanto antes
con aquello.
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Para mi sorpresa abrió la puerta, y me ofreció una expresión no muy
cercana a la bienvenida. Me di cuenta de que aún estaba hablando con Henna.
¿Pero qué estaba haciendo? Tenía que darle un recado, pero ya que aún
mantenía la conversación en línea, me pareció absurdo colgar y darle el aviso.
Le tendí mi teléfono.
—Henna quiere hablar contigo.
Su expresión se suavizó y cogió el teléfono lentamente, como si dudara de
si estaba contaminado.
Esperé en la puerta mientras ella se paseaba por el interior de la estancia
hablando con Henna. La situación no podía ser más absurda, imaginé que no
me daba con la puerta en las narices por consideración a que le había llevado
la llamada hasta allí, o… porque no reparó en ello, ¿a quién quería engañar?
—De acuerdo, te lo agradezco —⁠dijo mientras continuaba con su paseo.
Parecía animada, sonreía satisfecha de lo que Henna le estuviera
indicando. Tuve un pequeño lapsus emotivo que me llevó a evocar la noche
anterior, esa en que nos sonreímos de esa misma forma.
Lo aparté bruscamente de mi mente, no tenía sentido evocar esos
momentos. Esa mujer creía que había hecho un esfuerzo por ser lo que no era
solo por complacer a Jan, así que no iba a dedicarle ni un segundo más a esos
recuerdos.
—Sí, a las 9:45, tengo tiempo —⁠la escuché confirmar.
Colgó y se acercó a mí, apoyándose en la puerta.
—Gracias —acentuó.
—Te diría que no hay de qué, pero no es así. En lo sucesivo, si Henna y tú
queréis comunicaros buscar otra forma de hacerlo.
—Es lo que le voy a proponer cuando la vea, en el caso de no tener
cobertura podemos recurrir a las señales de humo, son infalibles.
—Bien pensado, mientras no molestes ni las hagas en el jardín…
La puerta se cerró de un portazo. Me reí, pero solo hasta que me di cuenta
de que se había quedado con mi móvil.
Esperé, pero no había nada que me indicara que tenía intenciones de
volver a salir. Golpeé la puerta.
—Mi móvil.
Silencio.
Volví a golpear la puerta y a pedirle de nuevo el móvil, esa vez mucho
más alto.
—Enseguida salgo. —Aunque no podía ver su cara sabía la sonrisa cínica
que debía estar dibujándose en su cara.
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Lo que ella llamó «enseguida» se convirtieron en más de quince minutos.
No quise darle el gusto de protestar y, aunque lo que deseaba era golpear la
puerta hasta echarla abajo, esperé.
Abrió despacio y me entregó el móvil con la misma sonrisa que había
imaginado, se había cambiado de ropa, y se había vuelto a recoger la melena
en una cola alta. Estaba muy guapa, mucho más de lo que me habría gustado
reconocer.
—Eso que acabas de hacer es una usurpación de la intimidad.
—Entiendo que te quieras mucho y que creas que eso —⁠señaló el aparato
que ya estaba en mi poder⁠— pueda contener algo que a mí me interese. No
eres interesante, Nostradamus, ni tú ni tu móvil.
—Entonces ¿por qué te has apoderado de él? —⁠No pude ser más inocente
y tonto al preguntar. ¿Acaso no tenía intuición para saber que su respuesta
sería desagradable?
—Para joderte, no tiene más misterio.
—Empiezo a pensar que te apetecía tenerme tras la puerta, cerca…
esperando.
—Si eso es lo que quieres pensar… No seré yo quien te lo impida. —⁠¿Se
ruborizó o fue mi imaginación?⁠—. ¿Te puedes apartar? Tengo que coger el
ferri, y no puedo llegar tarde.
Me aparté y la observé de espaldas. Bajó despacio, todavía con
dificultades, pero esa vez no la ayudé. Y, aunque no lo habría admitido nunca,
estuve pendiente de que no se cayera.
—¿Vas en bicicleta o en coche? —⁠la provoqué⁠—. Es para estar atento y
salir de vez en cuando a ver si has derrapado en el mismo sitio.
—Eso quisieras tú… Pero no pierdas tu tiempo, dedícate a trabajar,
cuando vuelva pienso entrar en la cabaña y disfrutar de ella. Aprovecha el
tiempo, pero no te estreses, vendré por la tarde.
—¿Puedes concretar?
—¿Me vas a echar de menos? —⁠Me dijo tras salir por la puerta⁠—. No
sufras, vendré antes de que anochezca.
No sabía bien quién había empezado esa batalla: quien empezó antes,
quién siguió, quién tenía más responsabilidad y quién menos. A esas alturas
no me iba a preocupar, si bien en algún momento había reconocido que fui yo
el que interpuso la hostilidad desde el minuto cero, ella también tenía su parte
de culpa, y no era poca. En cualquier caso, ya estábamos nivelados, ya
actuábamos en el mismo terreno y con las mismas armas. Si eso era lo que
quería, no me iba a suponer mucho esfuerzo complacerla.
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Tal y como había anunciado llegó cuando la tarde estaba a punto de
acabar. Y… si el día había empezado mal y había continuado peor…, acabó
de forma desastrosa.
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Capítulo 33
Vega
¡Qué poco había durado la tregua! El ambiente se había cargado hasta tal
punto que al pensar en los primeros días me parecieron paradisiacos
comparados con ese día.
Momentos después de nuestra discusión en la cocina me pasó por la
cabeza que podía haber sido injusta con él, pero me duró poco la duda. Si
hubiera sido así se habría esforzado en aclarármelo: «Vega, estás equivocada,
yo no soy así, no he fingido nada, ni estoy forzando ninguna situación». O un
«Te equivocas, Jan me abrió los ojos, estaba equivocado, lo que has visto es
lo que soy, nada de intentar complacerte para confundir a Jan, me importa
poco que me haya amenazado con echarme de aquí». Si bien esas palabras
eran mías, él podía haber expresado algunas parecidas, unas que dejaran claro
que le encantó cenar conmigo y charlar, y que todo lo anterior estaba borrado.
Si yo hubiera estado equivocada al menos habría escuchado una
explicación, algo que me sacara de mi error, pero él no se había defendido en
ningún momento, al contrario, había dejado claro cuando yo se lo planteé, que
efectivamente se sentía liberado y que no tendría que seguir con la pantomima
que había montado; y después, su forma de actuar también lo corroboró.
No parecía tener muchas ganas de paz cuando me había entregado el
móvil para hablar con Henna.
Me alegré de recibir su propuesta, fue un día muy especial. Descubrí una
preciosa ciudad y descubrí a una mujer con la que congenié en todo momento.
Paseamos por las calles más céntricas de Jönkönping, una ciudad de al
menos cien mil habitantes, y también por el casco antiguo, un barrio con aire
bohemio lleno de tiendas y galerías de arte.
Visitamos un rincón de una playa del lago y almorzamos en uno de los
muchos restaurantes que ofrecía la ciudad, uno en el que servían una amplia
lista de menús vegetarianos, en honor a la dieta que estrictamente seguía
Henna.
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Me enamoré de las casitas que observé durante el paseo y desde la
carretera, sencillas, pero muy llamativas por sus fachadas blancas y rojas.
Henna me explicó que Jönkönping era una ciudad importante por las
universidades que albergaba. Allí estudió su primer año de carrera, pero los
siguientes fueron en Estocolmo.
Al pasear por las zonas cercanas a las universidades, me evocaron muchos
recuerdos de mi etapa como estudiante. ¡Había pasado tanto tiempo…!
Al ver a todos aquellos jóvenes deambulando con sus mochilas y sus
carpetas, deseé volver el tiempo atrás y convertirme en uno de ellos. Puede
que así mi elección de carrera fuera distinta, y quién sabe si lo que ocurrió
después también.
La imagen de Daniel volvió a aparecer, y unos segundos más tarde la de
Sergio. Por suerte ambas se borraron cuando Henna me habló del sueco;
mucho mejor que lo que estaba pensando.
Fue durante nuestro almuerzo. Si bien yo no tenía intención de nombrarlo,
imaginé que de una manera u otra saldría su nombre a relucir.
—Cuando llegué a Estocolmo conocí a Jan y a Keith.
Henna me contó que nació y se crio en esa misma ciudad, en la que nos
encontrábamos, se notaba por su forma de hablar que la adoraba.
—¿Por qué te fuiste a Estocolmo?
—Para continuar mis estudios, allí me ofrecían una formación mejor y me
fui tras acabar el primer curso.
—¿Cómo los conociste?
—Fue a través de Edvin, el hermano de Keith. Cuando llegué a la
universidad, él hacía el mismo curso que yo. Poco después me presentó a Jan
y a Keith y nos hicimos todos amigos.
—Me dijiste que estudiaste ciencias medioambientales, ¿ellos también?
—⁠pregunté confusa, aunque conocía la respuesta.
—No, en un principio, solo Edvin, Jan estudió idiomas y Keith
periodismo. Todas las universidades estaban cerca, acudíamos a los mismos
eventos, fiestas… Edvin se marchó a mitad de curso, se pasó a periodismo
como su hermano.
—¿Los dos son periodistas?
—Sí, ambos trabajan en la misma redacción del periódico, pero tienen
puestos diferentes. A Edvin siempre le atrajo, como a su hermano, pero por
alguna razón quiso probar con medioambientales y luego se arrepintió.
—Así que todos sois buenos amigos…
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—Keith y yo chocamos a veces, no tengo el mismo feeling que tengo con
su hermano o con Jan, pero nos queremos. Somos buenos amigos, pero
pasamos por un bache hace más de un año.
—¿Te refieres a Keith? —Me costaba llamarlo de ese modo, me había
acostumbrado a otros calificativos.
—Sí, estuvimos un tiempo distanciados, pero acabamos por solucionarlo y
retomamos nuestra amistad. Fue por asuntos de trabajo, cometimos el error de
mezclarlo.
—Sí, no es bueno mezclar esas dos cosas.
Esperaba que se animara a contarme ese suceso, pero no fue así, aunque
era comprensible.
—Ambos somos, o… más bien éramos, demasiado entregados en nuestro
trabajo, con el tiempo hemos aprendido a colocar cada cosa en su lugar. Keith
es un gran periodista, lo admiro mucho, y aquí en Suecia es muy respetado,
tiene muchos seguidores, aunque depende de lo que publique también muchos
detractores. ¿Te ha hablado de su trabajo?
—Sí, me contó un poco su trayectoria.
—Me gusta mucho como escribe, lleva tiempo escribiendo una columna
semanal que es muy seguida. Cuando nos reunimos todos solemos comentar
algunas de ellas, las más impactantes. ¿Te lo ha contado?
—Más o menos, me habló de una columna en un periódico de Estocolmo.
—¿No has leído ninguna? —Abrió la boca⁠—. Claro que no, ¡qué tontería!
Escribe en sueco. Ya te traduciré alguna.
—¿Sobre qué escribe?
—Toca todo tipo de temas de actualidad: política, asuntos sociales,
cultura… cualquier tema que pueda estar en boca de todos. Y con el tiempo
ha ido añadiendo otro tipo de cuestiones, creando reflexión, incluso polémica.
Él expone el tema, le da un enfoque muy… suyo, y lo deja para que la gente
opine. Sus publicaciones siempre dan mucho que hablar en las redes y se
llena de miles y miles de seguidores que dejan su opinión escrita.
—¿En serio? Eso no me lo contó.
Estaba perpleja con lo que estaba escuchando.
—Lo suponía, es muy discreto y modesto con su trabajo.
—Me gustaría leer algo, pero no he entendido bien qué temáticas aborda
para tener tantos seguidores.
—Keith se hizo un hueco importante como periodista durante todos los
años que trabajó fuera de Suecia, y cuando decidió volver quiso hacer algo
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distinto, algo que no le supusiera estar viajando continuamente. No sé si
volverá a retomarlo, pero ahora quiere descansar un tiempo.
Trasteó en su móvil y me mostró un texto.
—Este es el último que ha escrito, hace una semana.
No entendí nada de lo que había, me pareció el formato normal de un
periódico cuando ofrece la versión digital, aunque me llamó la atención ver su
nombre en el encabezado.
—¿De qué trata?
Guardó el móvil.
—Para que lo entiendas. Empezó escribiendo sobre personajes públicos,
bien de la vida política, artística, del corazón, de la Casa Real… Se trataba de
meter el dedo en la parte más polémica de la noticia y dejar que la gente
opinara. Tuvo mucho éxito y con el tiempo fue ampliando las temáticas, no
siempre eran temas de primera página, muchas veces son simples noticias de
la sección de sucesos. Un asesinato sin repercusión, pero que por alguna
circunstancia llama su atención, el valor de un cuadro expuesto en un museo,
un robo en una sucursal bancaria, un nuevo impuesto… Es la manera en la
que lo expone y hace saltar la chispa.
»También trabaja en un programa de radio con mucha audiencia, hace
entrevistas a personajes de todo tipo, muchos son muy buscados, de los que
no ofrecen normalmente entrevistas o no quieren aparecer en los medios, o de
los que solo son conocidos por su trabajo y se desconocen todos los detalles
de su vida personal, pero él consigue entrevistarlos y mostrarnos la otra cara.
Tiene una particular forma de hacerles sentir cómodos.
Esa parte me impactó: «Una particular forma de hacerles sentir
cómodos…».
¿Era eso lo que había hecho conmigo? Estaba claro que sí, que se había
servido de su habilidad para que sus entrevistados se relajen y se sientan
como en casa.
Durante nuestra velada había recreado el ambiente propio de sus…
entrevistas.
Joder, eso me dolió, pero intenté que Henna se sintiera cómoda siguiendo
con su explicación:
—Por ejemplo, la columna que te he mostrado está relacionada sobre un
caso muy sonado de un asesinato en defensa propia. Él tiene un modo
sarcástico de relatarlo y lo deja en mano de los lectores. También entrevistó
en la radio a una mujer que lleva años afirmando que tiene un hijo con un
personaje muy importante de la política de nuestro país. Nunca ha concedido
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una entrevista, sin embargo, a él sí. Es su forma de tratar a sus invitados, su
manera de no abordar directamente lo que más molesta al personaje lo que
hace que tenga éxito. Y en muchas ocasiones simplemente muestra el otro
lado, el personal, el que nadie conoce.
A pesar de mi malestar, estaba realmente impresionada por lo que me
estaba contado sobre el chico de ojos de colores. Me habría pasado horas
escuchándola, pero esas fueron sus últimas palabras relacionadas con el
trabajo del sueco.
—Creo que ya te he aburrido bastante, dile a Keith que he hablado
maravillas de su trabajo.
—Lo haré, le… pediré que me hable él también, parece interesante todo lo
que escribe. —⁠Mentí. Me parecía imposible concebir la idea de volver a
conversar con él, pero a Henna no se lo conté. No sabía qué habían podido
hablar entre ellos, ni si él le solía contar a sus amigos ese tipo de cosas, pero
prefería pecar de no contar, y no de hablar demasiado.
—Jan me contó que habíais tenido mal rollo.
La pregunta que más temía llegó. Me resultaba difícil decir algo sin saber
hasta dónde ella conocía los hechos.
—Bueno… los primeros días hubo mal rollo, sí, pero ayer por la noche
hablamos y… lo pasamos bien.
Cada palabra se me atragantaba más, no tenía ni idea de qué debía decir.
Lo que sí tenía claro era que no le iba a hablar de la última disputa, ya había
decidido no comentar nada con nadie, ni siquiera con Henrik. No pensaba
exponerme a que sucediera otra vez lo mismo. Solo con imaginar que me
reprochaba haber acudido a uno de sus amigos para «lloriquearle» me
entraban escalofríos.
—Keith es un hombre especial, hay que conocerlo, aunque a simple vista
parece reservado y tímido, no lo es, ya lo irás viendo. Jan me contó lo que
pasó y me sorprendió que se comportara de ese modo, él no es así… mucho
más en tu estado.
¿Mi estado?
Henna se expresaba perfectamente en español, pero algunas veces había
algunas palabras que no correspondían en el contexto que las expresaba, algo
perfectamente normal, por ello dudé si debía o no pedirle que me lo aclarara.
—¿A qué te refieres? —me animé por fin.
—A tu ánimo, al descanso que buscas aquí, a la tranquilidad…
—⁠respondió nerviosa. Evitó mirarme a los ojos y eso me confundió, puede
que fueran imaginaciones mías, apenas la conocía.
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—Entonces ¿todo mejor entre vosotros? Jan estaba enfadado, me lo contó
ayer por la mañana, estaba furioso. Me dijo que estaba dispuesto a acercarse a
la casa y pedirle a Keith que se marchara. Cuando Jan se enfada…
—¿Y llegó a pedírselo?
—Supongo que sí, pero no llegó a visitarlo, mantuvieron una
conversación telefónica. Lo hizo entrar en razón. —⁠Movió la cabeza⁠—. El
caso es que, dijera lo que le dijera funcionó.
¿Por qué todo el mundo creía que eso era normal? Le agradecía mucho a
Jan que intentara ayudarme, pero a mí me seguía pareciendo lamentable que
le hubieran tenido que amenazar con echarlo para que se comportara de una
forma medianamente cordial. Y mucho más lamentable estar con un hombre
que se esforzaba por colmarme de atenciones cuando, en realidad, lo que
deseaba era estrangularme. Puesta a elegir prefería al borde, al menos era fiel
a sí mismo, no tenía que sobreactuar.
Yo solo me desahogué con mi mejor amigo, ¡cuánto me arrepentía!
Henna y yo dedicamos algo más de tiempo a hablar de nuestros trabajos,
aunque solo un paseo superficial, y de algunas aficiones como la lectura y la
música, que teníamos en común.
Salí de aquella ciudad cargada con varias bolsas que contenía unas botas,
un abrigo y varios calcetines, entre otras prendas propias del mes de enero en
Madrid. Henna no dejó de reírse, aunque ella también vestía de forma
invernal, más que el resto de personas que observé.
Hicimos una parada más en un gran supermercado donde adquirí todo lo
que necesitaba para al menos una semana.
Y la última parada fue en una población vecina, Gisebor, directamente en
una granja dedicada al cultivo de árboles frutales donde Henna se emocionó
comprando verduras, frutas y dulces. Yo me animé también, pero en
cantidades más pequeñas.
Con ella me sentí cómoda, me sentí con ganas de reír y de planear
encuentros futuros. Había olvidado lo que era tener una amiga, la única y
mejor que había tenido siempre, Lucía, también la aparté de mi vida, justo
cuando Daniel se cruzó en mi vida, o… más bien, yo me crucé en la suya.
Llegué agotada a la casa de Visingsö. Las piernas no me aguantaban y el
cuerpo todavía estaba resentido a causa de la caída. Debí decirle a Henna que
mi rodilla no estaba en condiciones, de esa forma habríamos bajado el ritmo,
pero me callé y me dejé llevar, y estaba sufriendo las consecuencias.
Coloqué todas mis compras en el frigorífico y subí a mi dormitorio
dispuesta a darme una ducha. Coloqué con cuidado mis prendas nuevas
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descartando entrenar alguna de ellas, aunque en el exterior la temperatura,
para mí, era invernal, en el interior de la casa hacía calor.
Esperaba que el sueco se encontrara en la cabaña, al menos el tiempo que
tardara en prepararme algo de cena. A esas horas él ya habría cenado, sin
duda. Puede que tuviera suerte y no me cruzara con él.
Aunque le amenacé con ir a la cabaña, descarté hacerlo, estaba demasiado
cansada. Me apetecía fastidiarlo, mucho, pero tendría que esperar.
En ese momento no sabía que la espera sería pequeña.
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Capítulo 34
Vega
Mucho más repuesta, bajé a la cocina dispuesta a prepararme algo rápido para
cenar. Desconocía si el sueco estaba cerca o no, seguramente debía estar
pendiente de mis movimientos para evitar cruzarse conmigo.
La respuesta llegó en cuanto abrí el frigorífico. Si no estaba cerca en ese
momento, era evidente que lo había estado. Parte, gran parte, de la comida
que había comprado, especialmente la fruta y las verduras, habían
desaparecido.
Me dirigí a la despensa, pero la encontré cerrada con llave. Era la primera
vez que me ocurría. No me lo podía creer.
Llaves… llaves…
Recordé que Henna me habló de una caja junto a la chimenea, me había
fijado en ella.
En su interior había dos juegos de llaves, con dos llaves cada uno.
Parecían iguales. Me apropié de uno de ellos.
Probé con la primera llave, tuve suerte, la puerta de la despensa se abrió
mostrándome mis verduras perfectamente alineadas sobre las diferentes
repisas, parecían haber sido colocadas para un escaparate. Pero ¿quién se
había creído que era para remover en mi comida? Tenía espacio suficiente
para colocar la suya, solo lo había hecho para fastidiar.
Salí sin tocar nada, tenía que pedirle explicaciones al sueco.
En aquel momento lo habría estrangulado.
Salí en su busca, pero no lo encontré por ninguna parte.
Golpeé varias veces en la puerta de la cabaña, pero no obtuve respuesta.
Ya había aprendido a distinguir cuándo había luz en su interior y parecía estar
a oscuras. Probé con la segunda llave, debía ser de allí.
Aquella llave no correspondía a esa cerradura. ¿Dónde estaría la llave de
la cabaña? ¿Solo había una y la tenía el sueco?
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Volví a la casa. Se me encendió una luz por el camino. Henna me había
hablado de las llaves justo cuando le pregunté por las de la sala donde estaba
la bañera. Debían ser de allí.
¡Claro! Si el sueco se encontraba dentro de la casa, solo quedaba ese
lugar.
Recorrí el pasillo de la despensa hasta el final con dirección a la «bodega
en construcción», algo me decía que estaba en lo cierto.
Probé con la maneta. Cerrada. Probé la llave. Dos vueltas y se abrió.
Empujé la puerta bruscamente y me encontré con una imagen que me iba
a costar tiempo olvidar. El sueco se encontraba sumergido en la bañera, la que
era transparente… mirándome con la misma expresión que se tiene cuando se
ve al mismísimo Lucifer.
No me detuve a pensar en lo que acababa de hacer, no habría sabido
gestionar muy bien que el cuerpo espectacular del sueco se mostrara
completamente desnudo delante de mis ojos.
Se tapó sus partes íntimas rápidamente con las manos y me volvió a mirar
suavizando su expresión, ya no debía ver a Lucifer sino a un ángel caído, o
alguien de categoría inferior.
Y… allí estaba yo, inmóvil, tragando saliva por el espectáculo que se
presentaba ante mis ojos, con dos metros de cuerpazo desnudo sumergidos
bajo el agua, en una bañera transparente que, menos intimidad, lo ofrecía
todo, y dispuesta a recriminarle que me hubiera cambiado las verduras de
sitio.
Sospechosamente ni él ni yo abrimos la boca. Yo debería haber entrado
allí poniendo el grito en el cielo, que era mi primera idea, y él debería haber
protestado por la invasión… Pero no. Silencio.
Me pasó por la cabeza darme la vuelta y salir de allí, pero algo me retenía,
puede que me negara a renunciar a aquella imagen.
—¿Se puede saber quién te has creído que eres para tocar mis verduras?
Mi pregunta me resultó tan ridícula, dadas las circunstancias, que deseé
que la tierra me tragara, al menos un poquito.
—¿Quieres que lo discutamos ahora? —⁠dijo dándose aires de importancia
con un control que me hizo apretar los puños.
—Claro, parece un sitio muy tranquilo para mantener una conversación.
Nada mejor que una bodega en construcción, llena de escombros.
—¿Puedes esperar fuera? Cuando termine te digo quién me creo que soy
para tocar tus verduras.
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—Ahora, me lo explicas ahora, y de paso añades por qué has cerrado la
despensa.
—Creo que ya te has dado cuenta, pero te lo aclaro por si acaso: ¡estoy
disfrutando de un baño!, completamente desnudo…
Bajé la mirada solo un centímetro y la volví a subir rápidamente, cuando
noté que mis mejillas entraban en erupción. ¡Cuánto odiaba esa puñetera
reacción de mi cuerpo!
Me pregunté de una forma fugaz qué esperaba encontrar entrando en ese
lugar. ¿Qué creía, que iba a estar haciendo yoga en el suelo? ¿En un lugar
donde se encontraba una bañera transparente, gigante y con unas vistas
espectaculares?
Me sorprendió que no estuviera más alterado, parecía que no le molestaba
lo más mínimo mi presencia. O quizás estaba luchando por hacerse el duro, el
chico sabía mucho de interpretación.
—Vega, ¿vas a seguir ahí parada mucho tiempo?
—El que haga falta hasta que me digas por qué te atreves a tocar mis
cosas.
—Es una larga historia —dijo con una calma y seguridad crispante.
—Te escucho… —amenacé acercándome.
Me fijé en la silla donde descansaba su ropa, y en la toalla apoyada en el
mismo respaldo. Me apoderé de la ropa, me senté sosteniéndola en mi regazo.
Me ruboricé aún más cuando aprecié que desde ese ángulo sus manos no
cubrían todo lo que tenían que cubrir; fui víctima de mi mente que se empeñó
en recrear la imagen de lo que cubrían.
¡Qué calor!
—La bañera es grande, ¿te hago un hueco y hablamos de tus verduras?
Tres, no, cuatro. Esos fueron los segundos que necesité para procesar lo
que había escuchado. Entre el rubor, las reacciones anormales, o… normales,
de mi cuerpo, aunque inoportunas, y el espectáculo impactante de ver a
Nostradamus sin ropa, tardé. Pero cuando lo hice me traicionó el cerebro y me
empujó a levantarme con su ropa en la mano, alcanzar también la toalla y
dirigirme a la puerta.
—¿Qué estás haciendo?
Le habría dicho la verdad: huir, pero me pareció que no lo comprendería,
al menos como yo deseaba que lo hiciera.
—Jugar a «tú me escondes y yo te escondo», últimamente estoy muy
sensible con mi niñez.
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Di un portazo, me apoyé con la espalda en la puerta y sudé. Sudé mucho,
como si acabara de salir de una sauna turca.
—¡Vega! —le escuché gritar desde el interior, pero lo ignoré.
Miré lo que llevaba en las manos y me acerqué su ropa, que estaba hecha
un ovillo, a la nariz para descubrir su aroma.
Olía bien, olía a manzana…
«Vega, ¿qué estás haciendo?», esa vez me lo pregunté yo. Pero no hubo
respuesta, la única, la más veraz me avergonzaba: «¡el ridículo!».
«Vega, perdónate, un día ridículo lo tiene cualquiera, vuelve a entrar y
deja la ropa en su sitio», me dije también.
Me convencí, pero solo porque no se me ocurrió nada mejor, excepto
dejar su ropa en el suelo o llevarla a cualquier otro rincón de la casa.
Por un momento lo imaginé desnudo buscando su ropa y…
¡Tenía buen cuerpo! No podía negarlo. Era guapo, y parecía tener un buen
culo… Y… mi cuerpo lo sabía, aunque seguía sin saber por qué se
comportaba como si perteneciera a un adolescente en llamas.
—¡Vega! —escuché de nuevo, aunque más suave de lo que esperaba.
Me di la vuelta, expulsé el aire contenido desde hacía horas en mis
pulmones, y entré de nuevo.
Me acerqué altiva, mientras él me observaba con una expresión… Sin
expresión. Me situé junto a la bañera, de pie.
Él alzó ligeramente la cabeza, aun estando sentado no había mucha
diferencia de altura.
—Si hubieras colocado tu comida de una forma medianamente ordenada
en el frigorífico, no la habría hecho desaparecer. Si hubieras mostrado algo de
respeto por el espacio compartido, tampoco.
—¿Así que era por eso? ¡Qué interesante! —⁠Mantuve la calma, pero me
costó. Con gusto le habría metido en la boca la pastilla de jabón⁠—. ¿Y lo de
la puerta cerrada en la despensa?
—Siempre la dejas abierta, sin preocuparte, así que la única manera era
cerrarla con llave. —⁠Me sonrió con un brillo malicioso en los ojos⁠—. Hay
que proteger la temperatura interior, pero está claro que a alguien como tú ese
tipo de cosas no le preocupan.
—Pues no era tan larga la historia. Fíjate que hasta he pensado que podría
ser interesante, pero viniendo de alguien como tú…
—Tienes razón, no era una larga historia, debí contártela hace un rato, ya
te habría perdido de vista.
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Dejé caer su ropa, incluida la toalla, en el interior de la bañera con un
movimiento rápido. Él se sobresaltó, pero no hizo nada por impedírmelo. Me
miró, le miré y tras devolverle la sonrisa maliciosa me di la vuelta muy
despacio adoptando una pose que podría haberme provocado una contractura
en la espalda de tanto estirarla.
De repente, sin esperarlo, sin previo aviso, noté un movimiento brusco,
unas manos que me sujetaban por la cintura, el sonido del impacto del agua
sobre el suelo, mis piernas en un ángulo más alto, la presión de unas manos
fuertes, mi espalda chocando contra su cuerpo…
Tragué agua y busqué con ansia aire para respirar. Menos mal que no
tenía activas las burbujas.
Estaba confundida, desubicada, mojada. No podía estar pasándome a mí,
no me creía que el sueco me hubiera metido en la bañera, vestida, ¡sobre él!
Me agité nerviosa intentando deshacerme de sus brazos mediante
movimientos torpes, parecía una niña chapoteando en una piscina de plástico.
—¡Serás!, pero ¿qué coño estás haciendo?
Soltó una carcajada, sí, eso es lo que soltó sin ningún tipo de miramiento.
No me podía incorporar, resbalaba, no tenía capacidad para moverme con
comodidad, el agua me salpicaba en los ojos, luchaba contra él, contra su piel
mojada, contra su carne…
—Cálmate, Vega, ¿no te apetecía un baño? No sabes cuánto siento
haberme equivocado. Habría jurado que estabas deseando dártelo.
Me calmé, dejé de pelear, dejé que mis músculos abandonaran algo de
tensión, y respiré hondo.
Me movió de tal manera que quedé sentada en su regazo, ligeramente
inclinada hacia atrás con uno de sus brazos sujetándome desde la espalda.
Sus manos ya no cubrían sus genitales, era mi cuerpo quien lo hacía.
Giré la cabeza hacia él, lentamente también, y noté el corazón en la
garganta, con tanta fuerza, que pensé que acabaría teniendo un agujero en la
tráquea.
Recuperé mi respiración. Estábamos tan cerca.
Mantuvimos la mirada. Yo alcé una ceja, el gesto que me proporcionaba
cara de mala, él sonrió.
Él fue el primero en desviar su mirada y depositarla en mi pecho, yo le
seguí y miré en el mismo lugar.
Mi camisa blanca, mojada, pegada al cuerpo, dejaba entrever el contorno
de mi sujetador, de color rosa pálido. Se apreciaba cada encaje, cada costura
y… al parecer al sueco le pareció interesante.
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Hasta a mí me lo pareció, que me encontré más sexi que nunca.
—Me gustaría meterte la cabeza bajo el agua hasta que dejaras de respirar.
Se echó a reír.
—Ayúdame a salir de aquí, no me puedo mover —⁠dije sin dejar de pensar
en lo que tenía debajo del trasero.
«Está blandito», pensé.
Rectifiqué. Estaba un poco blandito.
Rectifiqué de nuevo. Ya dejó de estar blandito.
Estaba duro. Y yo a punto de expulsar lava por las mejillas.
Me incorporé con dificultad, me agarré a una de las barras que había en un
borde, y él me impulsó lo suficiente para que pudiera salir.
Me apoyé en el borde de la bañera, de espaldas a él hasta sentirme segura.
Caminé despacio hasta llegar a una de las sillas y me apoyé en el respaldo.
—En ese baúl hay más toallas —⁠dijo señalándolo. Por suerte solo se
encontraba a unos pocos pasos.
Fui a buscarla caminando muy despacio. Me envolví con ella, notando un
charco de agua bajo mis pies. Me pesaba el pantalón, aunque no era muy
grueso, y me lo fui alisando para desprenderme del agua. Estaba
completamente empapada de cuello para abajo, incluida la mitad de mi coleta.
Él permaneció inmóvil, pétreo, bien sumergido, muy cómodo, pero con
menos agua.
Para mi sorpresa el agua fue desapareciendo bajo mis pies, filtrándose
bajo el suelo. Debía ser un tipo de material especial para ello.
Me senté en la silla, me quité los calcetines, me sequé los pies y me
dediqué a retirar todos los restos de agua.
Tardé unos minutos en estar preparada para salir de allí. Con gusto habría
salido corriendo mucho antes, pero temí resbalar, mi rodilla no estaba para
jugármela, el suelo estaba húmedo y yo estaba descalza.
No dejaba de observarme, lo notaba. Ni siquiera me atreví a mirarlo, pero
supe que tenía ambas manos colocadas sobre el borde de la bañera, lo que
significaba que ya no se cubría con ellas. Observé su ropa flotando a su lado,
junto a la toalla, que descansaba en el fondo. Era gracioso ver todo el interior
de aquel cuenco de agua con aquella nitidez.
Me levanté con cuidado, me dirigí a la puerta, la que accedía al pasillo
interior, y me detuve antes de atravesarla. Busqué algo ingenioso qué decir,
algo que me hiciera salir victoriosa, pero no lo encontré.
Me lo dije a mí misma.
«Con el sueco no se juega, Vega».
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La lección estaba aprendida.
O… eso creí en ese momento.
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Capítulo 35
Keith
Desde el incidente en la bañera habían transcurrido tres días, tres largos días
en los que la guerra estuvo bien servida.
El remojón solo fue el pistoletazo de salida, de ahí en adelante nuestro
ingenio se fue agudizando para ver quién fastidiaba al otro con más
intensidad.
Sobra decir que avancé poco en el trabajo, que cada vez que lo intentaba
se presentaba algún nuevo episodio que protagonizaba Vega. Cuando no era
un ruido, era un desafío directo, una intervención, un cruce de palabras…
Todo ello se instalaba en mi cabeza, unas veces porque me dejaba mal sabor y
lo analizaba una y otra vez, otras veces porque el sabor no era malo, pero me
desconcertaba. Como el episodio de la bañera. Lo había recreado más veces
de las que habría querido y más de las que podía entender.
No fui capaz de encontrar una explicación a lo mucho que disfruté aquel
momento. Su rabia, su impotencia luchando por salir del agua y por escapar
del amarre de mis brazos me hicieron reír, pero el contacto de su cuerpo con
el mío, hizo que la temperatura del agua subiera al menos veinte grados.
Seguro que ella lo notó.
Me había dicho a mí mismo en numerosas ocasiones desde ese día, que
era algo muy normal tratándose de una mujer atractiva, que eso me podía
haber ocurrido con cualquier mujer que me atrajera en unas circunstancias
parecidas, pero lo que me desconcertaba era no entender por qué yo me había
prestado a ese juego y por qué disfrutaba tanto viéndola sacar las garras. Y lo
que era peor… ¿por qué seguía molestándome la idea de que me hubiera
acusado de fingir durante aquella velada?
Vega me sacaba de quicio, me hacía cerrar los ojos y apretar los puños en
muchas ocasiones, me enervaba cuando me sonreía desafiante… Pero era
incapaz de ignorarla y dejar de batirme en duelo con ella constantemente.
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Respiraba tranquilo cuando escuchaba su coche y adivinaba que se
marchaba a alguna parte, eso significaba disponer de un rato… indeterminado
de paz, pero consultaba el reloj cuando me parecía que llevaba demasiado
tiempo fuera. Incluso en una ocasión comprobé si todas las bicicletas estaban
en su lugar, temía que se hubiera animado a montar en una de ellas y volviera
a tener un accidente.
«Jan te dijo muchas veces que se sentía responsable de su seguridad»,
pensé varias veces. Era una de esas frases con las que intentaba convencerme,
y al mismo tiempo tranquilizarme, pero no conseguía quedarme satisfecho,
engañarme a mí mismo era algo que no iba conmigo, solía necesitar
argumentos fuertes para conformarme, y aquel no lo era. Jan lo comentó en
alguna ocasión, pero no era suficiente para justificar mi preocupación.
La única verdad era que no quería verla malherida, igual que unos días
atrás y, entre las muchas razones que había para ello, una era la de no tenerme
que ver en una situación en la que ella volviera a cuestionar la veracidad de
mis intenciones. Solo en una ocasión, un par de días antes, había intentado
aliviar la tensión que manteníamos y volver a lo que ella bautizó una vez
como tregua, pero tardó poco en acusarme de ser falso y de no sentirlo.
Era de locos pensar en todo lo que nos habíamos enfrentado en menos de
una semana…
El día siguiente al chapuzón en la bañera la escuché tocar la flauta de esa
manera tan peculiar que tenía ella, en el porche de la cabaña.
Salí harto de escuchar ese espantoso sonido.
—Quiero tomarme un café —me dijo con mucha calma.
Me había llevado la jarra a la cabaña. Sin ella era imposible hacer café en
aquella cafetera. Confieso que no fue algo que hiciera sin pensarlo antes, era
muy consciente de que podía tener consecuencias, pero me senté a esperarlas,
tenía curiosidad, como en muchas otras ocasiones, por conocer su reacción.
—Bien, me alegro por ti. Es buena hora para tomarlo, yo ya llevo unas
cuantas tazas. ¿Has venido solo para decirme que quieres un café? —⁠le dije
antes de cerrarle la puerta disfrutando de la provocación.
Siguió con el dichoso sonido, incluso se esforzó por qué fuera más
chirriante, y acabé cediendo. Abrí la puerta de nuevo, asomé la jarra y se la
entregué.
La acogió con una sonrisa de triunfo, una versión de las muchas que tenía
en esa modalidad. No me conformé con entregársela, necesitaba borrar su
sonrisa:
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—Nadie hace tanto el payaso por un café. Empiezo a creer que lo que
quieres es estar cerca de mí.
Se le borró la sonrisa y yo esbocé una sonrisa triunfal, pero solo hasta que
sentí el café derramándose en mis pies.
—Solo quiero la jarra, a mí me gusta otro tipo de «filtrado».
No me podía creer que se hubiera atrevido a hacer algo así, todavía estaba
algo caliente, aunque no lo suficiente para quemarme.
La vi marchar y lo primero que hice fue planear cómo debía devolverle
aquel atrevimiento, pero en mitad de aquella frustración era imposible que
saliera algo ingenioso de mi cabeza.
Aquellos días había estado pendiente de verla entrar en la sala de la
bañera para abordarla como ella hizo conmigo, pero no entró ni una sola vez,
al menos mientras estuve en la casa. Solo había salido en una ocasión para
adquirir provisiones, pero volví poco más de una hora más tarde.
Una semana, una maldita semana sin poder escribir ni una sola frase
coherente, pendiente en todo momento de mi compañera de casa…
Pero no todo fue un ataque directo y ganas de estrangularla después, en
una ocasión me sorprendió gratamente.
Salí de la cabaña en dirección a la cocina y escuché un sonido desde el
salón que hizo que me detuviera bruscamente intentando buscar la fuente.
Identifiqué ese sonido, pero nada que ver con el que había utilizado para
castigarme. Se trataba de su flauta, pero lo que salía de ella era una melodía,
una de verdad, una envolvente que hasta hizo que me sentara en las escaleras
para disfrutarla en su totalidad.
Sonreí, algo de sentido tenía aquello. Sabía tocar la flauta y lo hacía muy
bien, tanto que reconocí la melodía, se trataba de una de las Fantasías de
Telemann. Al parecer teníamos algo en común.
Perdí la noción del tiempo escuchándola, no se trataba de un ensayo
puramente dicho, no paró, no volvió a empezar, no se detuvo, sino que tocó la
misma pieza tres veces seguidas con un corto espacio de tiempo entre una y
otra.
Un regalo para los oídos, y para el alma.
Cené con las melodías sonando en mi cabeza. Me impactó su destreza, y
mucho más que tuviera una afición tan delicada y de tanta belleza.
Yo era un amante de la música, en muchas modalidades, pero la clásica
era una a la que recurría con frecuencia en muchos momentos previos a
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escribir.
Cuando terminé de cenar la encontré en el salón limpiando la flauta, la
escondió cuando me vio y fingió estar absorta frente a la chimenea.
Como era costumbre no me dirigió ni le dirigí la palabra cuando pasé
junto a ella, pero como era costumbre también, esperó a que estuviera a punto
de salir para decirme algo.
—¿Dónde está la leña? —preguntó sin mirarme.
Me sorprendió que no supiera dónde se encontraba, que no se lo hubiera
mostrado Jan o Henna. Claro que, el día que llegó nadie le mostró las
estancias de la casa… puede que no volvieran a pensar en ello al encontrarme
yo allí.
—Ahí fuera, en el bosque. Tendrás que conformarte con que me acuerde
de salir a talar algún árbol, o me apetezca hacerlo, de lo contrario… no habrá
fuego.
—La encontraré, Nostradamus.
—¿No me crees?
—Sí, claro, de todo lo que me has confesado, que te conviertas de vez en
cuando en un leñador, es lo que más me he creído.
—¿No doy ese perfil?
—Mejor no te contesto…
Nos alejamos sin añadir nada más, pero no me olvidé del asunto. Durante
las siguientes horas no volví a introducir leña para que se fuera apagando y se
mantuviera con unas pocas ascuas. Su reacción llegó esa misma noche.
—El fuego se está apagando…
Una vez más me sorprendió que no decidiera llamar a Jan o Henna para
informarse ante mi negativa anterior a desvelárselo. ¿Y si era verdad que no
quería dar quejas sobre mí?
—Ya lo veo —le dije con una sonrisa que sabía que le gustaba, lo noté
siempre que se la mostraba por la forma en que cogía aire disimuladamente
para expulsarlo de la misma forma⁠—. Como has adivinado ya, supongo,
tenemos calefacción, así que no pasarás frío. Pero siempre puedes salir a
buscar. Hay un hacha y otras herramientas en el cobertizo, junto a las
bicicletas.
—Como has adivinado ya, supongo, no pienso parar hasta que me digas
dónde se encuentra. La he buscado por todas partes. He llegado a pensar que
no había, algo que me ha extrañado un poco, pero al ver tu expresión, esa que
sueles mostrar cuando crees que levitas por encima del bien y del mal, me he
dado cuenta de que estaba equivocada.
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Me eché a reír.
Salió del salón con cara de pocos amigos y me fulminó con la mirada. En
ese momento aproveché para apropiarme de la flauta que dejó olvidada. En
primer lugar, era la forma de que no volviera a atormentarme con ella,
desafortunadamente no siempre me regalaba una melodía como la de esa
tarde; en segundo lugar, la disputa estaba servida.
Más tarde, cerca de la medianoche, me reclamó ambas cosas, la leña y la
flauta.
Discutimos durante un buen rato, intercambiamos todo tipo de sarcasmos
sobre mi «arrogancia», sobre su «forma de tocar la flauta», y sobre lo mucho
que disfrutábamos al compartir la casa.
Nos fuimos a dormir con el sabor del enfrentamiento, ese que siempre
buscábamos, pero que en mi caso me dejaba aturdido, confundido y
malhumorado a partes iguales.
Al día siguiente se encontró con la flauta en el suelo, junto a la puerta de
su dormitorio, y con un fuego muy vivo en la chimenea, el que se consigue
tras avivarlo con dos troncos de gran tamaño.
Había otro fuego, pero en ese momento preferí ignorarlo.
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Capítulo 36
Keith
Mientras desayunaba, tras deducir que había descubierto la flauta, escuché sus
pasos en el salón y me preparé para enfrentarme a alguno de sus cariñosos
comentarios.
—Por favor, dime dónde está la leña, también me gustaría a mí ocuparme
del fuego.
—He puesto leña en la chimenea.
—Ya lo he visto, pero… dejemos la disputa, solo quiero saber dónde está.
No sé cómo lo hizo, pero su petición me enterneció y ya que ella no sabía
que tenía pensado desvelarle el lugar donde se encontraba, hice ver que sus
palabras me habían convencido.
—Cuando dices que dejemos la disputa, ¿te refieres a dejarla
definitivamente?
—No, solo al tema de la leña —⁠sentenció con una seguridad que me dio
escalofríos, aunque lo que sentí poco después fueron ganas de reír, pero me
contuve.
La guie hasta el cuarto de la colada, frente a la despensa. Trasteé en un
lateral de un panel de madera que hacía la función de pared y este se deslizó
unos metros mientras lo acompañé con un suave impulso. Tras él había una
puerta pequeña que conducía a un sótano a través de unas estrechas escaleras
empinadas.
—Aunque parezca que sea un panel que cubre esta pared, una parte de él
esconde una puerta, como ves. Las guías también están camufladas.
—¿Por qué?
—En un principio, estaba destinado a ser la bodega, pero las obras de
ampliación eran largas y costosas, así que Jan decidió posponer el proyecto y,
mientras, utilizarlo para guardar herramientas y leña; solo se tuvo que
preocupar de aclimatarlo correctamente.
—Vaya, así que el proyecto de la bodega existió de verdad.
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—Henrik podría contarte incluso más cosas que yo de esta casa y de la
cabaña del árbol, así que… la próxima duda, la aclaras con él —⁠dije mientras
abría la segunda puerta con las mismas llaves⁠—, o con Jan, Henna… En lo
sucesivo moléstame lo justo.
No pensé en las consecuencias de haber puesto fin a la tregua de cinco
minutos que habíamos mantenido, ni siquiera sé por qué lo hice. Había en mí
un espíritu con ganas de sacarla de quicio constantemente que desconocía que
se hubiera podido apoderar de mí. No era propio de mí, yo era el primero en
sorprenderme.
No perdió oportunidad de hacerme tragar mi comentario y el tono que
utilicé para hacerlo. Se apresuró en cerrar la puerta pequeña cuando bajé los
dos primeros escalones. Aprovechó que las llaves se quedaron insertadas en la
cerradura.
Cuando me di cuenta de que me había encerrado en aquel lugar me alteré
mucho, más que todas las veces que me había enfrentado a una de sus flechas,
en cualquiera de las muchas formas que adoptaban cuando las lanzaba.
No me suponía ningún problema estar allí, el sótano estaba iluminado y
había una forma muy fácil de salir de él, pero ella no lo sabía, o eso quería
creer; mi rabia creció por momentos cuando reparé en que su intención era
dejarme allí hasta saciarse de fastidiarme.
Fingí estar desesperado y golpeé la puerta para pedirle que abriera.
—Vega, no tiene gracia, déjame salir.
—Ya que estoy aquí pongo una lavadora, y tú, mientras, baja a buscar un
par de troncos, luego te abro. Seamos prácticos, hay que aprovechar cada
minuto.
Tuvo la desfachatez de decirme eso sin ningún miramiento, así que no me
quedó otro remedio que bajar todas las escaleras a toda prisa y salir por la otra
puerta, una que conducía a un pasadizo que desembocaba justo a los pies de la
cabaña, a través de una trampilla disimulada por la hierba.
O lo sabía y me estaba tomando el pelo, o se llevaría un buen susto. A
esas alturas me resultaba imposible saber cuándo estaba fingiendo no conocer
algo y cuando no, qué le habría desvelado Henna y qué no.
Entré sigilosamente en la casa tras recorrer todo el jardín a toda prisa con
intención de sorprenderla. Me esforcé mucho para que no escuchara mis
pasos, no fue fácil, la madera del suelo no era una buena aliada.
La encontré en el mismo sitio, asomando la cabeza por la puerta que había
cerrado unos minutos antes.
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—¿Estás bien? —preguntó angustiada⁠—. ¡Ehhhh! Era una broma, ya
puedes salir. ¿Estás ahí?
Dio un paso, bajó el primer escalón y gritó:
—Keith, ¿estás o no estás?
—Estoy aquí —susurré.
Se sobresaltó y expulsó un grito que me hizo cerrar los ojos y apretarlos.
Se llevó la mano al pecho y respiró de forma agitada apoyándose en la pared.
—¿Qué…?
Pero no le di tiempo a terminar. La puerta se cerró de nuevo, pero esa vez
era ella la que quedaba al otro lado.
—¡Abre la puerta! —gritó golpeándola.
—¿Has terminado con la colada? ¿Quieres que lo haga yo mientras tú
bajas a buscar leña?
—Keith, tengo claustrofobia… Abre, me cuesta respirar.
No dudé en abrir la puerta rápidamente, puede que me estuviera tomando
el pelo, pero su tono voz decía lo contrario.
Entró despacio, me miró, y se apoyó en la lavadora. Estaba pálida y su
pecho se movía al compás de una respiración mucho más agitada que antes.
—¿Por qué juegas con fuego?
Esbozó una sonrisa.
—Buena pregunta.
—¿Estás bien?
—Sí. ¿De dónde has salido?
Tardé en contestarle.
—Hay un pasadizo que conduce al jardín.
—¿Un pasadizo? —Abrió mucho los ojos y su respiración empezó a
normalizarse.
—Hace muchos muchos años hubo un hombre que vivió aquí con una
mujer mucho peor que tú… —⁠Arrugó la nariz⁠— y construyó ese túnel para
huir de ella. Era malvada y lo tenía secuestrado en el sótano.
—¡Claro! Ahora entiendo por qué hay tan mala energía en esta casa,
pensaba que eras tú el que la emitías, tú y tus aires de perdonar la vida a todo
aquello que respira, pero veo que no es así… es por esa escalofriante
historia… —⁠Hizo una pausa para coger aire, todavía no lo tenía controlado⁠—.
Te he juzgado mal, no sabes lo mal que me siento.
—Siempre hay una respuesta para todo —⁠dije conteniendo mis ganas de
reír.
—¿Y cómo acabó? ¿Consiguió huir?
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—No, lamentablemente se quedó a las puertas de terminarlo. La mujer
malvada lo pilló a pocos metros de salir a la superficie…
—¿Y qué hizo?
—Se lo comió.
Se echó a reír.
—¿Sabes? Pocas veces tengo conversaciones tan profundas con alguien.
—¿Quieres ver el pasadizo? Te lo enseñaré.
Me acerqué a la puerta, sabía que no iba a volver a encerrarme, no tenía
ningún sentido. Le tendí la mano cuando la vi aferrarse a la lavadora sin
disimular una expresión de terror que no me gustó.
—¿No confías en mí? ¿Qué crees que te voy a hacer?
Se acercó despacio y me dio la mano. Fue un contacto delicado, tenía las
manos calientes y suaves.
Levantó un pie para mostrarme que no llevaba calzado, solo calcetines, y
yo me encogí de hombros al tiempo que le señalaba los míos. Intenté decirle
que no importaba y no se quejó.
—¿Podrás controlar tu claustrofobia?
—¡Ah! ¿Eso? Era mentira…
La miré fijamente y esperé unos segundos hasta que desapareció mi
perplejidad. Inicié el descenso.
Bajamos despacio y entramos en lo que quizás algún día acabaría
convirtiéndose en una bodega. No nos detuvimos ni nos separamos, pasamos
de largo la montaña de leña y las herramientas de campo apiladas a su lado, y
nos dirigimos al túnel.
Aquel lugar era como una transición. Los pocos metros que recorrimos se
convirtieron en una tregua. Silencio, el contacto de nuestras manos y la
expectación por llegar a la superficie.
Cuando lo hicimos, nos separamos como si hasta ese momento no
hubiéramos reparado en que teníamos nuestros dedos entrelazados.
Me susurró un «Gracias» y se marchó en dirección a la casa mientras yo
la observaba hasta que desapareció de mi vista.
Me froté las manos, no sé qué buscaba en ellas, pero preferí no pensarlo y
frotarlas sin más.
Había sido un instante extraño, demasiado íntimo para comprenderlo en
ese momento.
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Capítulo 37
Vega
Unas horas después del paseo por el pasadizo se activó la guerra que
manteníamos. Estaba convencida de que no iba a ser así, pero me equivoqué.
Como cada tarde visité el lago, una pequeña costumbre que había iniciado
días atrás. Cada día accedía a él desde un punto diferente. Había estudiado la
isla sirviéndome de algunas guías que encontré en la casa y de algunos
consejos que me dio Henrik.
Esos momentos me proporcionaban una calma y una tranquilidad que no
recordaba haber tenido desde… ¡Quizás nunca la había tenido! De hecho,
eran sensaciones nuevas, como si el mundo pasara por delante y yo me
limitara a sonreírle por pereza de no levantar ni siquiera la mano.
El norte de la isla mostraba unas playas preciosas desde donde se podía
disfrutar de la belleza del lago, la pérdida de la noción del tiempo estaba
garantizada nada más pisarlas.
Todavía me quedaban muchos rincones de la isla por visitar, pero lo
reservé para la siguiente semana, supuse que me animaría a hacerlo cuando
me sintiera saciada de vistas al lago y de calma.
Esos momentos de paz habían sido el objetivo principal a la hora de
emprender ese viaje. Tal y como Henrik me había anunciado, ese lugar tenía
una magia especial que, aunque tardara en descubrirla, no la podría olvidar
jamás. Ya la había descubierto.
Durante los últimos días se había convertido en una rutina, no solo las
visitas al lago, sino también los almuerzos en el mismo restaurante, el
intercambio de mensajes con Henrik y con Henna, y el consumo
desenfrenado, poco saludable y algo adictivo, de los bollos de canela. Sabía
que acabaría odiándolos, me solía ocurrir cuando algo de comida me gustaba,
pero mientras, y sabiendo que en Madrid no los iba a tener, no me
preocupaba.
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Mi salud mental también había mejorado. En pocos días había dedicado
algo de tiempo a pensar en el dichoso pasado, en los hombres que habían
marcado mi vida, en la decisión que me llevó a estrellarme contra un muro de
inconvenientes, y en mi trabajo.
No pretendía encontrar más respuestas, ni descubrir nada que no hubiera
descubierto ya, pero al menos sí poder dejar de sentir un pellizco cada vez que
recordaba algo.
Las imágenes de Sergio siguieron sucediéndose, igual que muchos pasajes
de nuestra vida juntos. Y las de Daniel…, y las de Lucía, mi madre, el
hospital, el centro médico, el cementerio…
La calma que sentía en mis escapadas a los diferentes puntos del lago me
ayudaron a afrontar muchos recuerdos y a verlos de una forma distante.
Tenía, una vez más, la sensación de llevar meses en aquel lugar.
Pero la calma solía terminar cuando regresaba a la casa, o bien a primera
hora de la mañana, o a la hora del café, o… Dependía de las ganas de guerra
que tuviéramos el sueco o yo.
Tras mi última visita al lago, volví más pronto de lo habitual, cerca de las tres
de la tarde, y me dirigí directamente al jardín alertada por un sonido que no se
ajustaba al silencio que mantenía siempre el sueco.
Lo encontré tirado sobre la hierba jugando con Snabb y riendo sin parar.
Una vez más me quedé clavada observando el espectáculo. Lo que ese
perro conseguía con él era increíble.
Me vio y se levantó, no nos habíamos visto desde esa misma mañana,
durante la excursión subterránea.
—Jan ha estado aquí, ha dejado a Snabb hasta mañana.
—¿Para que te haga compañía? ¿Te sientes solo, Nostradamus?
Ocultó sus ganas de reír girando la cabeza para acariciar a Snabb.
—No, para que tenga un lugar donde vivir mientras él se ocupa de unos
asuntos importantes.
—Así que tenemos un nuevo compañero… —⁠dije acercándome para
acariciarlo, pero me detuve temiendo su reacción.
—Puedes acariciarlo todo cuanto desees, no te hará nada.
Me acerqué lentamente, pero en cuanto le dijo algo en sueco que contenía
mi nombre, se abalanzó sobre mí haciendo que perdiera el equilibrio por el
impacto. Me tambaleé, pero sentí unos brazos fuertes que me sujetaron con
mucha rapidez impidiendo que me estrellara contra el suelo.
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Le dijo algo más y Snabb se calmó y se sentó en el suelo.
—¿Qué le has dicho?
—Que se siente.
—¡Antes!
—Que te salude. —Mostró una media sonrisa.
Me deshice de sus brazos y apreté los labios, con gusto le habría borrado
la sonrisa.
Volví a la casa acompañada de Snabb que caminaba tranquilamente a mi
lado. Aunque yo nunca había tenido una mascota, conocía bien esa raza, era
la misma del perro de Henrik, y estaba acostumbrada a lidiar con ella.
Me detuve, hinqué una rodilla en el suelo y dejé que se acercara. Dio un
pequeño salto, varias vueltas sobre sí mismo y torció la cabeza. Me hizo
sonreír. Me animé a acariciarlo y no puso objeción, aunque no paraba de
moverse.
Escuché al sueco acercarse.
—Al menos a alguien de esta casa le caes bien… ¿Cómo te sientes?
No me giré, solo me puse en pie y continué con mi camino. Snabb recibió
una nueva orden y salió disparado en dirección opuesta.
¿Era necesario ese comentario? No sabía cómo, pero decidí que no iba a
parar hasta que se lo tragara vocal por vocal, y consonante por consonante:
hasta los interrogantes…
No tardé en encontrar la forma de hacerlo, la oportunidad llegó una hora
después, cuando estuve a solas con Snabb mientras su dueño provisional se
encontraba en el interior de la cabaña. Descubrí que cada vez que me
acercaba la flauta a los labios se agitaba y ladraba; y cada vez que emitía un
pequeño sonido con ella, ladraba más fuerte y aullaba.
No nos llevó mucho tiempo, una media hora de ensayo, conseguir que sus
ladridos y los sonidos de la flauta estuvieran acompasados. Si no hubiera sido
tan rápido habría acabado por desistir para evitar que se me perforaran los
tímpanos, pero Snabb resultó ser un buen alumno.
Satisfecha de mi logro, salimos del salón dispuestos a demostrarle al
sueco lo que Snabb y yo sabíamos hacer.
Nos acercamos a la cabaña, a una distancia prudencial y me apoyé en unas
piedras amontonadas que formaban parte de la decoración. Snabb correteaba
de un lado a otro persiguiendo algo que solo él podía ver. Me costó llamar su
atención, pero conseguí que se centrara. En pocos minutos nuestro repertorio
de ladridos, aullidos y bufidos con la flauta envolvió todo el jardín.
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Cuando yo me acercaba la flauta a la boca con un movimiento lento,
Snabb ladraba una vez, esperaba a que yo volviera a soplar emitiendo un
«sonido» y volvía a ladrar con más fuerza seguido de un aullido
ensordecedor. Cuanto más agudo y chirriante era el sonido, más fuerte era lo
que salía de su garganta.
Pensé que me iba a quedar sorda, pero me compensó escuchar la voz del
sueco, tal y como esperaba, aunque tardó más de lo que había calculado.
—¿Se puede saber a qué estás jugando? —⁠Aunque no podía ver con
claridad su expresión por los metros que nos separaban, el tono de voz me
dejó claro que en ese momento estaba fantaseando con descuartizarme.
—¿Se lo preguntas a Snabb o a mí?
—Estoy trabajando, podrías respetarlo.
—Es que estoy aprovechando que le caigo bien a Snabb —⁠confesé con
una sonrisa infantil.
Me sentí satisfecha, así que cuando el sueco desapareció en el interior de
la cabaña me pregunté si debía o no continuar con el concierto. La respuesta
llegó cuando lo vi salir de nuevo y bajar a toda prisa por las escaleras que
separaban la cabaña del jardín. Llamó la atención de Snabb, me fulminó con
la mirada, y desapareció en dirección a la casa.
Poco después supe que habían salido, probablemente a dar un paseo.
Me aburría.
Miré en dirección a la cabaña. Era el momento de entrar, el sueco tardaría
en llegar.
Me pregunté dónde se encontrarían las llaves, en la caja que había junto a
la chimenea no estaban, solo había un juego con dos llaves, una de la
despensa y otra de la sala de la bañera.
No había pensado en ello hasta ese momento. Llevaba días dándole
vueltas a pedirle al sueco que estableciera horarios para ocupar la cabaña,
pero me había mantenido bastante ocupada con mis paseos al lago y no insistí
en ello.
De haber estado sola en aquel lugar la habría visitado con mucha
frecuencia, quién sabe si hasta me habría instalado en ella, pero no lo estaba,
y el sueco pasaba muchas horas en ese lugar; no me apetecía tener una
discusión con él cada vez que me apeteciera entrar.
Ese era uno de los inconvenientes, de los muchos que tenía, el haber
permitido que se quedara, aunque debía reconocer que era infinitamente
mejor que pasar horas y horas sola. La guerra era entretenida y, aunque a
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veces era difícil lidiar con las sensaciones que me provocaban nuestros
enfrentamientos, me mantenía entretenida.
No se trataba de un viaje para visitar cientos de lugares, no era el caso, por
ello aquellas semanas, fueran como fueran, me estaban sirviendo para
desconectar de mi vida de una forma que nunca habría imaginado.
Debí hacer ese viaje mucho antes, cuando mi cabeza explotaba cada cinco
minutos y era incapaz de respirar con normalidad más de dos horas seguidas.
Cuando mantenía constantemente una lucha con las lágrimas y los recuerdos
dolían demasiado.
Pero no habría sido igual viajar hasta allí sin el sueco, ese hombre me
daba vida, sacaba lo peor de mí, pero conseguía que mi cabeza se mantuviera
ocupada en tonterías como la de planear de qué manera podía fastidiarlo.
Una de ellas era entrando en la cabaña, aunque no me viera, porque lo que
realmente me apetecía era fisgonear entre sus cosas.
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Capítulo 38
Vega
Me llevó más de media hora localizar las llaves. Tras buscarlas por todas
partes, me animé a llamar a Henna y pedirle que me iluminara. Evité entrar en
detalles.
—Normalmente está abierta, pero Keith ha salido y ha cerrado con llave.
Era todo lo que estaba dispuesta a confesar, si añadía algo más podía
estropearlo, si me mantenía en ese punto se podía entender, aunque a esas
alturas poco me importaba.
Me desveló su ubicación y acordamos reunirnos en pocos días en Gränna
para almorzar juntas.
Me animó hablar con ella, y mucho más encontrar las llaves. Tal y como
me había indicado, se encontraban en el interior de un farol de paja que
adornaba la parte lateral de la cabaña.
Eso me recordó lo accidentada que fue mi llegada a la casa. A pesar de las
atenciones posteriores de Jan y de Henna, apenas había recibido información,
un claro ejemplo era los inconvenientes que había tenido para abrir la
despensa y la sala de la bañera; todo ello sin olvidar que hacía muy poco que
había descubierto un sótano…
Quizás era su forma de trabajar, o quizás contaban con que fuera el sueco
el que resolviera mis dudas.
Una vez más recordé la tarde en que llegué, cuando Henna, sin explicarme
nada, se marchó dejándome a solas con él y con todas mis dudas…
En ocasiones los hechos cobran más importancia cuando se pueden
analizar una vez que ya han ocurrido. Eso era lo que sentía en ese momento.
Me pareció algo inadmisible, algo sin sentido alguno, pero también era cierto
que a esas alturas no me importaba.
Suspiré con las llaves en la mano e intenté no pensar todo lo que había
tenido que hacer para ejercer mi derecho a entrar en ese lugar, un lugar que
había alquilado y pagado y que solo habitaba el sueco, el mismo hombre que
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se encontraba allí porque yo había tenido un día sensible y generoso, y le
había ofrecido quedarse…
¡Vamos allá! Fue lo que pensé antes de entrar sigilosamente. Había
perdido mucho tiempo buscando las llaves y era muy posible que el sueco
regresara en cualquier momento, pero me importaba poco, solo supondría una
discusión más, y ya le había cogido el gusto a tenerlas.
Excepto su mesa, que estaba más llena de papeles que el día que entré por
primera y única vez, el resto permanecía igual. Recorrí toda la estancia,
incluyendo la «ele» que desembocaba en el dormitorio y me encontré con la
sorpresa de ver la cama deshecha, con las sábanas y las mantas revueltas.
¿Dormía allí?
Por un momento lo imaginé allí tumbado y me eché a reír, aunque la cama
era grande cabía la posibilidad de que le colgaran los pies.
Meneé la cabeza por la simpleza que había pensado y volví al salón. Su
portátil estaba abierto y sobre él descansaban unas gafas. Lo imaginé con ellas
puestas y pensé que podrían favorecerle, claro que, con ese físico cualquier
cosa podía hacerlo. Qué arrogante era cuando se lo proponía, pero qué
guapo…
Me fijé en lo que mostraba la pantalla, era un texto denso, en sueco, que
no me dijo nada.
¿Sería el argumento de su columna en el periódico?
No había vuelto a pensar en todo lo que Henna me explicó sobre su
trabajo, incluso en lo que él me relató, no era algo a lo que le diese en aquel
momento importancia, pero por alguna razón más bien inexplicable, como
muchas cosas que me ocurrían con él, me despertó la curiosidad hasta tal
punto que salí de la cabaña a toda prisa, dejé las llaves en el mismo lugar y
me dirigí a mi dormitorio, dispuesta a rescatar mi móvil y hacer algunas
consultas.
Miré a mi alrededor cuando salí de nuevo al jardín, pero no había rastro de
ellos. No tardarían en llegar, eran poco menos de las seis y el sueco solía ser
puntual con la cena.
Me dirigí a la zona donde la cobertura era mejor, justo en las mismas
piedras en las que había estado jugando con Snabb, y escribí su nombre en el
buscador a la espera de recibir algo de información.
Keith Johansson.
Encontré muchas páginas que respondían a mi búsqueda. Acepté la
propuesta del buscador de traducir todas las páginas que consulté. De esa
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forma, aunque con algo de dificultad, amplié mis conocimientos sobre el
trabajo del sueco.
No podía negar que también esperaba encontrar algún tipo de información
referente a su vida personal, pero solo encontré una fotografía en lo que
parecía una entrega de premios, «trofeos» como tradujo el buscador, junto a
un tal Edvin Johansson, su hermano.
Eran muy parecidos, incluso compartían la misma estatura, aunque su
hermano llevaba el pelo mucho más largo que él.
Seguí navegando sin dificultad. Por suerte me había ocupado hacía días de
solucionar el asunto de los datos en mi móvil, algo que tendría que haber
hecho antes de viajar, pero que en mí era impensable, era muy descuidada con
mi móvil, tanto para actualizarlo como para localizarlo. No quería ni pensar
las veces que lo había olvidado en el armario del trabajo tras apoyarlo para
cambiarme de ropa.
Continué mi investigación sobre el sueco, pero el idioma supuso un
problema, la traducción era pésima y solo me permitió interpretar parte de lo
que había escrito. Encontré los enlaces directos a las columnas que escribía.
Los titulares eran muy distintos: críticas sobre actuaciones políticas, debates
sobre medio ambiente… Una parecía ser una demanda interpuesta por la casa
real referente a la vida privada de… ¿la princesa?, y otra sobre un
expresidiario en la que no conseguí profundizar.
Me adentré en unas páginas antiguas y no les presté atención, pero sí lo
hice con las más recientes, las que ofrecían enlaces a redes sociales en las que
se debatían sus columnas tal y como me explicó Henna.
Consulté una publicación al azar y me sorprendió ver que había más de
ochenta mil comentarios. La traducción no abarcaba mucho más, así que no
pude leerlos.
Continué unos minutos más, pero no encontré nada nuevo que llamara mi
atención, excepto unas imágenes en las que aparecía junto a diferentes
personajes en lo que parecía ser una emisora de radio.
¡Ya conocía un poco más al sueco! Consultar aquellas páginas hizo que
me planteara si era posible que el hombre con el que yo trataba fuera el
mismo que había visto en todas esas noticias.
Empezó a refrescar y decidí volver a la casa para prepararme algo de cena. No
tenía ganas de cocinar, para variar, y opté por una ensalada variada, tan
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variada que la mezcla resultó algo extraña, especialmente al no poder
condimentarla con algunas especias a las que estaba acostumbrada.
El último bocado se me atragantó y tuve dificultades para ingerirlo. Sentí
de nuevo aquella sensación extraña en la que me soplaban en la nuca. Me
preparé para sentir la punzada en la mano y no tardó en llegar, seguida de la
flojera en las piernas.
Cambios.
No necesitaba encontrarle sentido a lo que sentía, ya llevaba muchos años
de experiencia y poco me importaba la explicación científica que pudiera
tener.
Volvió a presentarse en el mismo lugar que la vez anterior, cerca de la
ventana de la cocina, solo que en esa ocasión estaba sentada y no tuve que
correr para apoyarme en alguna parte.
Pasaron más de veinte minutos hasta que me recompuse y pude ponerme
en pie, aunque tardé unos minutos más en sentirme fuerte de nuevo.
Cambios.
No dejaba de repetirme esa palabra. Me resultó inevitable pensar que esos
cambios tenían que ver con el sueco, ¿por qué sino tenía esas sensaciones dos
veces tan seguidas?
Los ladridos de Snabb desde el salón me animaron y me hicieron volver a la
realidad. Salí de la cocina a su encuentro esperando encontrar el rostro del
sueco con su habitual expresión arrogante, pero Snabb estaba solo. Me
sorprendió, eran las siete de la tarde y el sueco aún no había cenado. ¿De
verdad estaba controlando sus horarios?
Intentó abalanzarse sobre mí, pero pude frenarlo a tiempo y corregir sus
intenciones antes de acabar en el suelo. Tenía algo de experiencia, el perro de
Henrik me recibía siempre de la misma forma y estaba acostumbrada a lidiar
con sus cariñosos abrazos.
Snabb y yo descansamos un rato sentados en el sofá, se dejó acariciar,
parecía cansado. Me pregunté varias veces dónde se encontraría el sueco, pero
la respuesta no llegó hasta veinte minutos más tarde, cuando escuché unos
pasos y Snabb salió disparado a recibirlo.
No tenía intenciones de darme la vuelta, aunque me vi obligada a ello
cuando escuché un grito ronco, un golpe seco seguido de uno parecido al de
los cristales al romperse, y el aullido de Snabb. Me puse de pie de un salto y
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localicé la figura del sueco con medio cuerpo recostado en el suelo y el otro
apoyado sobre el lateral de una vitrina mientras se sujetaba la cabeza.
Me quedé paralizada, hasta que comprendí que se había golpeado con la
vitrina, a la altura de la pequeña cornisa, seguramente tras tambalearse por la
embestida de Snabb.
Me acerqué a toda prisa, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en la pared
con los ojos cerrados antes de perder la conciencia.
Me arrodillé junto a él ignorando hasta qué punto mi vida estaba a punto
de cambiar.
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Capítulo 39
Keith
Abrí los ojos lentamente mientras reparaba en el fuerte dolor que sentía en la
cabeza, las imágenes no eran claras, estaban cubiertas por una capa
blanquecina. Por un momento creí que estaba despertando de un sueño hasta
que escuché su voz, la de Vega, pero tardé en procesar lo que podía estar
ocurriendo. No conseguía verla con claridad. Me froté los ojos, pero unas
manos suaves y frías me lo impidieron.
—Vad har… hän…? —pregunté que estaba ocurriendo en la primera
lengua que me dictó mi cerebro.
—Keith, ¿estás bien? ¡Mírame!
Me sentía aturdido y angustiado, no entendía nada de lo que ocurría,
excepto que ella estaba a mi lado.
—¿Qué… qué?
No fui capaz de decir nada más, pero al menos era consciente de que
debía hablar en español. Algo era algo. Estaba tan confundido que seguía
pensando que estaba en medio de uno de esos sueños en los que cuesta tanto
despertar, de esos que provocan asfixia, e incluso angustia.
Me agité apoyando los brazos en el suelo para impulsarme con
movimientos torpes, sentí cómo me golpeaba el corazón en el pecho
amenazando con salirse de él.
La imagen distorsionada, como en un espejo cóncavo, de Vega me asustó.
No podía ver con claridad.
Escuché de nuevo su voz susurrada, más dulce de lo que la había
escuchado jamás.
—Keith, mírame, deja de moverte, te has golpeado en la cabeza, ¿lo
recuerdas? Has perdido unos segundos la conciencia.
Me llevó un tiempo responder, procesar lo que acaba de ocurrir. La
imagen de Snabb abalanzándose sobre mí apareció de una forma borrosa y
fugaz. Me dolía mucho la cabeza y me llevé la mano a la nuca.
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Vega continuaba hablando, pero no podía escucharla, aunque todo
empezaba a cobrar sentido. Empecé a respirar con dificultad y logré
interrumpirla:
—Veo borroso —confesé mientras me frotaba los ojos⁠—. Vega, no veo
bien.
Una vez más me impidió que me tocara los ojos.
—Keith, escúchame, quiero que te incorpores poco a poco y que vayamos
a un lugar más cómodo. ¿Podrás hacerlo? Yo te ayudo.
Lo hice mientras intentaba mantener la calma. Palpé el mueble que se
encontraba a mi derecha y me apoyé en él para ponerme en pie guiado por
unas manos que me sujetaban en la espalda y en el brazo.
Noté el roce de Snabb en mi pierna y un aullido suave, estaba asustado.
Vega le riñó, pero tuvo que hacer algún movimiento para que la entendiera.
Todo lo que se movía a mi alrededor era lento y grande.
Nos dirigimos al sofá, seguía sin ver nada claro y la angustia aumentó
hasta un punto que sentí que iba a entrar en pánico.
—Vega, todo está borroso, no te veo bien —⁠dije con la voz
entrecortada⁠—. Dime qué está pasando.
—Tranquilo, tienes que calmarte, ha sido el golpe. Siéntate bien y apoya
la espalda, vuelvo enseguida.
Se detuvo a pocos metros, podía ver su silueta, aunque correspondía a la
de un gigante.
—¿Sabes si hay algún… apósito frío? Una bolsa de gel frío, lo que se
aplica en los golpes…
Le aclaré dónde encontrarlo y esperé a que se marchara para llevarme las
manos al pecho intentando contener el movimiento. Cerré los ojos y
aparecieron imágenes algo más claras de lo ocurrido. Snabb, la vitrina…
No me atrevía a abrir los ojos, no era capaz de enfrentarme a esa
sensación de neblina.
La escuché de nuevo acercarse y me sentí algo aliviado.
—¿Dónde te has golpeado?
Señalé la parte posterior de la cabeza, a la altura de la oreja derecha.
Me levantó la cabeza y me guio una mano para que sujetara el gel frío que
colocó en mi cabeza.
—¿Has dicho que he estado inconsciente?
—Solo unos segundos, muy poco, no te preocupes. Te has golpeado en la
cabeza, no he podido verlo, pero supongo que ha sido por Snabb, ¿lo
recuerdas?
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Asentí con la cabeza y me enfrenté a una luz que me enfocaba
directamente a los ojos, una tonalidad amarilla molesta que hizo que los
cerrara y apartara la cabeza bruscamente.
—¿Ves borroso con los dos ojos? Intenta describirlo.
—Sí, las imágenes no son claras, distorsionadas, blancas. —⁠Hice una
pausa para controlar la angustia que sentía⁠—. Noto el movimiento, pero…
Creo que es en los dos igual, no lo sé…
—Vale, tranquilo, no te asustes, pero tengo que preguntarte algunas cosas.
Vega me formuló varias preguntas, pero no le contesté.
—Keith… —me apremió al ver que guardaba silencio.
—Sáltate esa parte, sé quién soy y en qué año estamos.
—Un esfuerzo, por favor…
—Keith, me llamo Keith, pero que conste que lo sé porque me has
llamado varias veces así, y… 1952, ese es el año.
Me perdí su cara de sorpresa, pero la imaginé. Aún no me explico cómo
pude bromear en ese momento.
—No tiene gracia —dijo cuándo me vio sonreír dándome un pequeño
golpe en la pierna.
—Vega, estoy bien, lo único es la vista, y el dolor de cabeza. ¿Por qué no
puedo ver? Esa luz que has utilizado…
—Es una linterna, no tenía nada mejor, quería verte las pupilas y
comprobar la sensibilidad a la luz. Tranquilo, todo es consecuencia del golpe,
es temporal, pero tenemos que ir a un hospital.
—¿Qué? No, no puede ser, quiero saber si… ¿por qué no veo claro?
¿Cuánto tiempo voy a estar… Hospital? —⁠Yo mismo me sentí afectado por
mi tono de voz.
Me apoyé con los codos en las piernas y enterré el rostro entre mis manos.
Sentí las suyas despejándome el rostro.
—Tenemos que ir a un hospital, tienen que hacerte una exploración, debe
verte un profesional. —⁠Me sujetó una muñeca y me la frotó mientras
hablaba⁠—. Cálmate, Keith, la visión borrosa desaparecerá, es temporal, pero
los golpes en la cabeza deben examinarse y hacer algunas pruebas,
especialmente en este caso, por la visión.
Asentí con la cabeza.
—De acuerdo.
De no ser por la visión no habría aceptado, aunque imaginé que ella
tampoco lo habría propuesto. Los golpes en la cabeza deben ser observados,
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lo sabía perfectamente, pero de no ser por la vista no habría habido motivo
para alertarse.
Estaba muerto de miedo y solo deseaba que me dijeran que estaba bien y
que mi vista se aclararía en pocas horas.
—¡Mierda! —La escuché decir—. ¿Cómo vamos al hospital? Joder,
estamos en una isla. ¿Cuál es el más cercano?
En ese momento fui yo el que la tranquilizó.
Nos pusimos en marcha veinte minutos después, tras llamar a Lars, el
encargado de transportar personas desde la isla cuando se trataba de
emergencias, además de un buen amigo. Vega me ayudó a localizar su
nombre en mi móvil y facilitó que pudiera hablar con él.
Mientras acordábamos el punto donde nos encontraríamos, sentí las
manos de Vega trasteando en mis pies con intenciones de calzarme. Me
bloqueé durante un segundo ante un gesto tan íntimo y tuve que pedirle a Lars
que repitiera sus últimas palabras.
No puse objeción, esperé a que terminara y atendí su siguiente
preocupación. Por un momento creí que lo que intentaba era distraerme.
—¿Qué hacemos con Snabb?
—Snabb esperará aquí, ¿qué quieres hacer con él? —⁠pregunté
confundido, más aún de lo que ya de por sí estaba.
—Podemos tardar mucho tiempo…
—¿Por qué?
—Porque vamos a un hospital, Keith, en las urgencias siempre…
—Vega, estamos en Suecia, sé cómo funcionan las urgencias en España,
pero no es igual aquí, además nos dirigimos a una clínica privada. Lars se va a
encargar de dar el aviso. —⁠Hice una pausa⁠—. ¿Acaso crees que esto es grave
y…?
—No, ya te he dicho que creo que no es grave y que desaparecerá la
visión borrosa. No perdamos más tiempo.
No dijo nada más al respecto. Al no poder ver su cara no supe si sus
palabras eran sinceras o se reflejaba preocupación por estar mintiéndome
claramente.
Al ponerme en pie con intenciones de salir de casa, ella me sujetó del
brazo y me guio hacia mi coche, el vehículo que por decisión mía nos llevaría
hasta el puerto.
Tuve que intervenir cuando intentó convencer a Snabb de que no nos
siguiera, incluso me entraron ganas de reír cuando sentí su impotencia al no
conseguirlo.
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Aunque no era el momento, me pregunté en un par de ocasiones por qué
asustado como estaba había sido capaz de bromear e incluso de tener ganas de
reír.
Vega condujo más rápido de lo que habría querido, o quizás no fue así, pero
la sensación de vértigo me hizo perder la noción del espacio.
La angustia iba en aumento, pero Vega se encargó de suavizarla
hablándome durante todo el trayecto sobre las consecuencias de los golpes, y
tranquilizándome al respecto. Su jerga era médica, no sé si no supo expresarlo
de otro modo o creyó que con ella me convencería más de sus conocimientos.
Detuvo el coche en el aparcamiento oeste. No hizo falta concretarle, me
dijo que conocía bien el puerto porque acudía cada día.
¿Así que ese era su paseo diario?
Antes de salir, se giró hacia mí y me puso la mano sobre la mía.
—Sé que estás acojonado, pero te pido que te tranquilices. Todo irá bien.
Sus palabras fueron como un bálsamo mágico, como si en sus manos
existiera la única verdad, la absoluta.
—Espero que no te equivoques.
—¡Eh! Nostradamus, que sepas que yo también tengo una bola de cristal.
Sonreí y confié en ella.
En medio del pánico que sentía, su voz y sus manos frías fueron un elixir.
Di las gracias, en silencio, por tenerla a mi lado. Estaba muerto de miedo.
No recordaba haberme sentido jamás así.
El paseo en barco fue rápido. Lars nos estaba esperando y cruzamos el lago en
menos de doce minutos. Lo conocí en Estocolmo, hacía muchos años, en mis
comienzos como periodista, cuando él estaba al frente de una empresa
familiar que se dedicaba al alquiler de embarcaciones en los lagos y en la
costa. Coincidimos en varias ocasiones en la ciudad y entablamos una buena
amistad. Aunque todo el tiempo que viví fuera de Suecia apenas tuvimos
contacto, lo retomamos cuando nos encontramos en Visingsö y me habló de
su nuevo trabajo. Él estaba al frente de los barcos pequeños que trasladaban
pasajeros entre la isla y la ciudad de Gränna, algo parecido a un taxi sobre el
agua. También tenía acuerdos con las administraciones de ambas poblaciones
para ser el transporte oficial en caso de emergencia y cubrir todos los horarios
en los que el ferri no navegaba.
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Durante el corto trayecto me contó que había tenido una experiencia
parecida a la mía, con un golpe que se dio con un mástil de una embarcación
y que también perdió la visión durante unas horas. En su caso era mucho peor
por no poder acudir a ningún lugar para ser atendido ya que se encontraba en
alta mar; una de las muchas aventuras que emprendía siempre que podía.
Sus palabras me tranquilizaron, no había nada como escuchar una
experiencia similar, aunque las palabras de Vega ya lo habían conseguido.
Permaneció callada durante todo el trayecto, y a la pregunta que le hizo
Lars en inglés sobre si se encontraba bien, contestó que sí, pero que no le
gustaba navegar.
No pude verla, pero deduje que Lars había observado algo en su
comportamiento que hizo que se animara a preguntarle por su estado.
Las imágenes continuaban siendo borrosas, aunque un ángulo pequeño
empezó a aclararse y se volvió más nítido. Me sentí aliviado, al parecer el
velo tenía intenciones de ir cayendo.
Tal y como habíamos acordado, Lars me facilitó un coche. A la vuelta solo
tenía que llamarlo para hacer el trayecto a la inversa; si él no se encontraba
disponible, lo haría uno de sus empleados.
Nos dirigimos a Jönköping. Tuve que recordarle a Vega las limitaciones
de velocidad, pero a todas les puso alguna objeción «Voy despacio», «Es una
sensación tuya», «Es una emergencia», o… «Quieres callarte, me estás
poniendo nerviosa, no conozco esta ciudad».
La última vez que le avisé fue justo antes de que frenara bruscamente
porque casi se salta el acceso al hospital.
—¡Vega! No estamos de parto, quieres conducir bien.
—Ya hemos llegado, joder, ¿quieres dejar de quejarte? Prueba a conducir
guiada por una pantalla de un navegador en la que la flecha se queda
encallada, en una ciudad que no conozco y oscureciendo.
Negué con la cabeza cuando detuvo el coche, se bajó sin decirme nada y
desapareció un par de minutos que se me hicieron eternos.
La voz de Vega se hizo lejana en cuanto el enfermero que me atendió le
sugirió, en inglés, tal y como ella le pidió, que esperara en una sala:
—Nos vemos pronto, Keith, te espero aquí.
Esas palabras me acompañaron durante todas las horas que permanecí en
la clínica.
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Capítulo 40
Vega
Una sala de espera grande, seis asientos, solo uno ocupado: el mío. Así fue
durante las tres horas, diecinueve minutos, y algún que otro segundo que
permanecí allí.
Me bebí tres vasos de agua, ojeé tres revistas en sueco, me paseé veintitrés
veces por el perímetro de la sala, y recibí tres enfermeros, solo uno de ellos
hablaba inglés.
Me tranquilizó indicándome que al señor Johansson le estaban realizando
algunas pruebas, pero que se encontraba bien. Esperé a que me dijera que en
breve me informarían sobre el resultado o me proporcionarían algunos datos
más concretos, pero no fue así.
No dejaba de pensar en las consecuencias que podía tener ese golpe,
aunque me mantuve bastante optimista. La pequeña exploración que le pude
realizar, aun sin tener el material adecuado, me tranquilizó, pero la visión
borrosa me inquietaba.
Todavía no me había recuperado de la impresión de verlo en el suelo
aturdido, mucho menos de la angustia que sentí cuando comprobé que estaba
inconsciente, aunque por suerte solo fueron unos segundos.
Snabb tenía una costumbre algo peligrosa, lo sabía porque el perro de
Henrik también actuó de ese modo durante un tiempo, pero él consiguió
corregir ese entusiasmo. Aunque Henrik me dio lecciones para que yo
también contribuyera en su educación y frenara sus cariñosos abrazos, en
alguna ocasión había acabado recibiendo algún golpe o tambaleándome, y en
alguna otra, de no haber sido por la intervención de Henrik, habría acabado en
el suelo.
Pero Snabb era peor, no importaba si hacía solo cinco minutos que no te
veía, en cuanto lo hacía se abalanzaba sobre ti para mostrarte su bienvenida y
entusiasmo.
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Me sorprendió que el sueco, o… Keith, no estuviera acostumbrado a lidiar
con ello, parecía conocer bien al perro. En cualquier caso, debió empujarle
con fuerza en algún espacio pequeño que le hizo resbalar o tropezar.
¡Menudo golpe se había dado!
Me sentí impotente de no poder hacer nada más por él excepto ponerle
unos apósitos fríos y buscar una linterna para ver su reacción a la luz.
Consulté mi reloj, debía haberlo hecho otras trescientas veces, pero lo
hacía de forma impulsiva, ni siquiera lo pensaba.
Era incapaz de ordenar mis pensamientos y, como era habitual en mí,
cuando eso ocurría tendía a viajar muy lejos con mi mente.
Salí varias veces al exterior de la sala, pero en cuanto daba dos o tres
pasos, aparecía alguna persona uniformada para indicarme dónde debía
esperar. No había muchas opciones más, excepto fuera del edificio, aunque
descarté hacerlo.
Me rendí ante mi cabeza, que parecía empeñada en viajar al pasado, y
acabé enumerando las pocas veces que me había encontrado en una sala de
espera de un hospital como acompañante. Solo había sido en dos ocasiones.
Una, cuando intervinieron a Lucía de una fractura en el codo, y dos, cuando
Henrik fue intervenido por un apéndice inflamado.
Fuera de esas dos ocasiones, frecuenté mucho un hospital, no por mi etapa
como estudiante, que también, sino para visitar a mi madre, cuando ella era
jefa de cirugía y todavía teníamos una relación medianamente cordial; mucho
antes de que decidiera abandonar mi residencia en cirugía y emprender el
camino en la medicina familiar.
No eran buenos recuerdos, ni siquiera aquellas visitas. La mayoría de las
veces se producían porque ella las exigía, como si yo hubiera tenido la culpa
de que hubiera pasado el noventa por ciento de su tiempo, y de su vida, dicho
sea de paso, en el hospital.
Me pedía que me acercara hasta allí para hablarme de algún tema que,
según ella, no podía esperar. Mientras ella deambulaba por los pasillos o los
boxes, o simplemente descansaba en su despacho, se dedicaba a darme
instrucciones de algo que tenía que solucionar en casa, o de alguna reserva en
algún restaurante, o de algún problema que tenía su hermana, mi tía Clara…
Nada de lo que solía decirme era tan importante como para no decírmelo por
teléfono, pero llegué a la conclusión, probablemente equivocada, de que le
apetecía verme.
El hospital era el lugar donde se planeaban los asuntos familiares, se
debatían, y se imponían; y el lugar donde se desarrollaba casi toda su vida y
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una parte de la mía.
Me senté y suspiré con desgana al evocar su recuerdo. Hacía mucho
tiempo que no estaba en contacto con ella. No solía conocer apenas nada
relacionado con ella, excepto alguna información que llegaba a través de
Henrik porque se cruzaba con ella en alguna parte, o de mi tía Clara, fiel a
felicitarme el día de mi cumpleaños, el de Navidad y el de la mujer
trabajadora. Solía acompañar la felicitación con un «tu madre y yo estamos
bien, espero que tú también». La primera vez que habló en plural fue cinco o
seis años atrás; deduje que debían volver a tener contacto tras años sin
hablarse. ¡Menuda familia!
¿Qué sería de ella? ¿Estaría bien? Lo último que supe fue a través de un
compañero con el que me reencontré en el último centro médico. Al parecer
una lesión en el codo la había apartado durante mucho tiempo de los
quirófanos. No quería ni pensar el drama en el que se debió convertir su vida.
Desconocía si había vuelto o no a operar, en el fondo de mí, muy en el fondo,
esperaba que sí lo hubiera hecho. Ya que me parecía tan improbable que se
convirtiera en una mejor persona y reflexionara sobre sus tendencias
psicópatas a lo largo de su vida, al menos que fuera feliz, y lo único que lo
podía conseguir era la cirugía: su vida.
Con mi madre era mucho mejor mantener las distancias. Mis conflictos
con ella se habían producido por muchas razones, todas ellas de mucho peso,
muy dañinas. Aun así, esperaba que fuera feliz a su manera y que estuviera
bien.
Por suerte no me parecía a ella, en absoluto, aunque Henrik lo utilizó una
vez para hacerme despertar del trance en el que me encontraba dos años atrás;
pero no lo consiguió:
—No te entiendo, Vega, te he escuchado decir muchas veces que tu madre
era una mujer sin escrúpulos, dime si lo que estás haciendo tú ahora no te
convierte en una mujer como ella.
Esas palabras me hicieron daño en el momento en que las pronunció, pero
no me hicieron desistir de la decisión, la horrible decisión, que tomé. Fue
tiempo después, cuando el mundo me aplastó y necesité el empuje de Henrik
para salir a flote cuando más las recordé y más daño me hicieron. A pesar de
haber vuelto a ser yo misma y de volver a ver la vida de otra manera, todavía
las recordaba: cada pausa, cada palabra, cada artículo…
Por suerte no me había anclado al suelo pensando que era una mujer como
mi madre, si bien en una ocasión los escrúpulos no formaron parte de mí,
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podía presumir de ser muy diferente a ella y amar todo cuanto me rodeaba, y
a todas las personas, aunque fueran pocas.
No resultó fácil aceptar lo mucho que me había equivocado, ni la
tremenda barbaridad que decidí llevar a cabo, pero lo había conseguido, y,
aunque mirar atrás ya no era una opción, tampoco era nada malo recurrir al
pasado de vez en cuando. Quizás para verlo como era: pasado, quizás para no
olvidar alguna lección importante, o simplemente para ser mucho más
consciente de que el presente es mucho más tentador y se está mucho mejor.
Me costó, pero lo superé, aunque todavía tenía una pequeña espina que no
había conseguido arrancarme, era pequeña, minúscula, pero estaba ahí y no
era capaz de ponerle nombre. Quizás con el tiempo…
Conseguí apartar esos recuerdos de mi cabeza en cuanto me di cuenta de
que no me estaban ayudando mucho a mantener la calma mientras esperaba
noticias de Keith, pero lo único que hice fue apartar unos recuerdos para
meterme en otros peores.
En esa ocasión sí se trataba de una sala de espera, pero una muy distinta:
la de una morgue. No esperaba que aquellas imágenes se empeñaran en salir a
flote en aquellos momentos, pero ante la imposibilidad de apartarlas de mi
mente decidí asomar un poco la cabeza entre ellas.
Aunque no me recomendaron que lo hiciera, me empeñé en ver el cuerpo
sin vida de Sergio tras el accidente. Muchos de los que en aquel momento
conocían la noticia creyeron que necesitaba desesperadamente estar a solas
con él, pero no sabían que lo único que deseaba era comprobar si se había
cometido un error, algo que me mantuvo esperanzada hasta el último
momento, hasta que conseguí verlo con mis propios ojos.
Sergio…
«¡Qué pronto te fuiste!», me dije.
Me levanté de un salto cuando se abrió la puerta de la sala de espera y
apareció un médico hablando en inglés. Tenía buenas noticias, el señor
Johansson se encontraba bien y en pocos minutos podría reunirme con él.
Le pregunté qué era lo que le había ocurrido y me observó con
desconfianza, como si no tuviera previsto proporcionarme ese tipo de
información. Me esforcé en aclararle que era médico y amiga, y le presenté
mis dudas de una forma directa, dejándole claro que sabía de lo que hablaba y
que incluso había sido testigo del accidente.
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¿Es que no pensaba contarme nada? ¿Qué se supone que estaba haciendo
en una sala de espera? ¿Qué creía ese hombre que era, la taxista?
Me sentí impotente por no poderme expresar con fluidez, incluso suspiré
de una forma que hasta a mí me sorprendió. Debí convencerle, o simplemente
se compadeció de mí, pero me proporcionó lo que estaba buscando. La
pérdida de visión era temporal, producida por una pequeña inflamación a
consecuencia del golpe. Al parecer había recuperado algo de visión y en las
siguientes horas volvería a la normalidad. Enumeró las pruebas que le
hicieron, pero algunas de ellas no las entendí por la traducción.
Mi temor por posibles daños permanentes desapareció al escuchar sus
palabras. Respiré tranquila mientras escuchaba el tratamiento y los consejos
para las siguientes horas, las habituales tras un golpe en la cabeza.
Cuando desapareció me senté rápidamente y sentí ganas de llorar. No me
podía creer que estuviera tan preocupada por el sueco… por Keith, el mismo
hombre que habría metido en la trituradora unas horas antes.
Aquello me serenó y alteró a partes iguales. Sentía el alivio de haber
recibido buenas noticias, pero la emoción que sentía era propia de unas
circunstancias diferentes, unas que debían incluir a un ser… ¿querido?
Me desconcertó, seguía teniendo problemas a la hora de nivelar las
emociones con ese hombre, incluso la alegría desbordada de su recuperación
me planteaba dudas que era incapaz de aclarar.
¿Cómo podía explicar lo cerca que me había sentido cuando él estaba
sentado en el sofá mientras yo intentaba tranquilizarlo?
¿Cómo explicar que había sentido su angustia como si fuera mía?
No, no había explicación, al menos razonable, a menos que le tuviera algo
de cariño. Al fin y al cabo, aunque fuera mediante dardos envenenados,
arrogancias, y zancadillas, se podía decir que llevábamos conviviendo una
semana… Puede que eso fuera suficiente para establecer los pilares de…
algo… de cariño.
La puerta se abrió y me salvó de entrar en una zona tan pantanosa como lo era
analizar mis sentimientos —⁠aunque la palabra seguía pareciéndome
desmesurada⁠— sobre Keith. Sí, ese día, al menos hasta que llegara el
siguiente dardo le llamaría solo Keith.
Un nuevo enfermero me habló en sueco, pero por el gesto de sus manos
entendí que debía acompañarlo.
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Descorrimos un pequeño pasillo al que había intentado asomarme varias
veces sin éxito y desembocamos en la recepción en la que habíamos estado
nada más llegar. Keith se encontraba de pie hablando con una mujer que le
decía algo como si fuera un ventrílocuo; solo movía, y muy poco, los labios.
Me acerqué lentamente y me detuve detrás de él.
—Vega…
Abrí la boca, pero la cerré en cuanto él se dirigió al mismo enfermero que
me había acompañado y que desapareció tras hacer un leve movimiento con
la cabeza.
—Tendrás que acompañarme, no veo con mucha claridad.
—Claro, ¿qué crees que estaba haciendo aquí?
—No lo sé —dijo con su característica frialdad⁠—, no deberías haber
permanecido tantas horas aquí…
—¿Y qué narices querías que hiciera? —⁠pregunté molesta mientras él
daba unos pasos torpes.
Le cogí de la mano sin ocultar mi malestar, claro que, de poco servía si no
podía verme.
—Estoy de mal humor, Vega.
Lo dijo de tal manera, como si fuera un niño, que me eché a reír. Por su
manera de fruncir el ceño supe que no le gustó, pero es que su forma de
expresarlo me recordó la de un puchero infantil.
Continué guiándole hacia el coche. Me sorprendió que no se hubiera
aclarado su visión, habría jurado que el médico me había dicho lo contrario.
Le miré, pero él ni se inmutó, continuaba con la mirada fija hacia delante.
Trasteé en mi bolso, tuve que tirar de él para que se detuviera. Le entregué
unas gafas de sol.
—Debes protegerte de la luz, ¿no te lo han dicho?
—Querían taparme los ojos durante veinticuatro horas.
—¿Y por qué no lo han hecho?
—Porque no he querido.
No añadí nada más, solo observé cómo se colocaba las gafas y se quejaba
porque eran pequeñas.
—¿Qué esperabas? Son para mí, tengo la cabeza más pequeña.
—Podías llevar de varios tamaños, es lo que se espera de alguien previsor.
En ese instante fui incapaz de diferenciar si era una broma, lo decía en
serio o… simplemente el golpe había sido peor de lo esperado.
No parecía tener ganas de bromear, de hecho, nunca las tenía, así que solo
quedaba la opción de que… ¡el traumatismo, tenía que tratarse del
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traumatismo!
A la altura del coche, delante de la puerta del copiloto, me quedé sin
palabras cuando observé que se dirigía lentamente, palpando sobre la
superficie, a la puerta del conductor.
—¿Qué haces?
—Estoy mejor, puedo conducir. Dame las llaves.
Mi labio inferior se desplomó. Miré hacia atrás. ¿Qué clase de examen le
habían hecho? Ese hombre no estaba bien.
Me acerqué cautelosa, pero cuando llegué a su altura ya se encontraba en
el interior.
—Vamos a ver, Keith. Supongo que entiendes que no puedes conducir.
Aunque haya mejorado tu…
Me detuve cuando lo vi deslizarse al asiento de al lado luchando por no
clavarse el freno de mano. Su sonrisa sarcástica provocó mis ansias de
asesinarlo, pero me hizo respirar aliviada.
Me senté y me giré hacia él.
—¿Qué te han hecho?
—Pruebas.
—Podrías esforzarte un poquito… ¿Qué te han dicho?
—Ya te lo ha dicho el médico, me consta.
—Hablaba muy mal inglés —mentí—, prueba tú.
—Todo está bien —dijo con desgana⁠—, me han hecho varias pruebas en
la cabeza y en los ojos. Recuperaré poco a poco la visión, aunque es algo
mejor que cuando hemos llegado.
—¿Cómo es ahora?
—Sigue siendo borrosa, pero menos, puedo diferenciar algunas formas, y
mucho más el movimiento.
—Mejorará mucho más en pocas horas, estoy convencida.
Lo estaba, pero tenía mis dudas sobre la velocidad en la que se produciría.
No sé por qué me aventuré a anunciárselo, como médico que era estaba
acostumbrada a ser mucho más prudente en ese tipo de afirmaciones, pero me
dejé llevar por mi instinto.
Me tendió su móvil para que localizara el nombre de Lars en sus contactos
y esperé a que se comunicara con él.
—¿Volvemos a casa? —preguntó ajustándose el cinturón.
Puse en marcha el coche pensando en esas palabras. No volvíamos a «la
casa», a la cabaña, al recinto, a la isla, a Visingsö… ¡Volvíamos a «casa»!
Esa forma íntima de describir un hogar.
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El único lugar en el que me apetecía estar en ese momento.
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Capítulo 41
Keith
Prolongué la ducha hasta que el vapor del agua inundó cada rincón. No veía el
momento de cerrar el grifo, necesitaba con urgencia una forma de olvidarme
de la tarde en el hospital, y un lugar donde no tuviera que tener los ojos
abiertos.
Vega me acompañó hasta mi dormitorio y se marchó no muy convencida
de que pudiera arreglármelas solo.
Esperaba que al bajar no estuviera enfadada, me reconfortaba sentir su
presencia y escuchar sus palabras optimistas sobre mis ojos. Aunque el
médico del hospital me había tranquilizado informándome que a lo largo de
las próximas veinticuatro horas iría notando una gran mejoría, no conseguía
tranquilizarme.
¡Todavía no me creía que un accidente tan tonto hubiera provocado algo
semejante!
Nada más llegar a la casa habíamos tenido que planear la manera de entrar
para evitar el efusivo recibimiento de Snabb. Vega se había encargado de
entrar primero e intentar frenarlo mientras yo desde la puerta le daba órdenes
precisas para que se calmase.
Vega me había arrancado una sonrisa cuando me había pedido que le
enseñara las palabras que debía utilizar con Snabb, pero de poco habían
servido, su pronunciación distaba mucho de lo que Snabb podía interpretar.
Mi miedo disminuyó poco después de salir de la ducha. El dormitorio era algo
más claro, más nítido, podía diferenciar muchos más objetos. Suspiré aliviado
y, por primera vez, me convencí de que aquello era pasajero e iba a recuperar
mi visión. El dolor de cabeza había disminuido y me sentía mucho mejor en
todos los aspectos.
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Salí del dormitorio con mis gafas de sol en una mano y las suyas en la
otra. No quería utilizarlas para bajar las escaleras, la poca claridad que tenía
me ayudaría a hacerlo mejor. No llamé a Vega, tal y como me había
comprometido a hacer.
Por clara que empezara a ser la imagen no fue lo suficiente como para
interceptar a Vega que me dio un susto de muerte cuando casi choco con ella
en medio de uno de los escalones.
—Esto va dirigido al hombre «Yo no necesito ayuda», hemos quedado en
que me avisarías cuando bajaras las escaleras.
—No quería molestarte, bastante has hecho ya con estar horas en una sala
de espera.
—Vaya, vaya, Nostradamus da vueltas, pero resulta que sabe dar las
gracias —⁠me dijo mientras me cogía del brazo.
—Siento no habértelas dado. ¡Gracias!
—De nada. Ahora cógete fuerte y baja despacio, pero mantén el ritmo que
tengo hambre.
—Me has dicho que ya habías cenado.
—Eso fue a las seis, ya no queda nada en mi estómago. Los nervios me
dan hambre.
Le entregué sus gafas y le confesé que se me había abierto el apetito.
Preparó una ensalada exquisita durante el tiempo que estuve en la ducha y
la acompañó de unas crepes con crema de queso exquisitas también. Me
confesó una vez más que la cocina era un hándicap para ella y que sus
habilidades en ella se limitaban a unos pocos platos, eso sí, las ensaladas las
preparaba de todos los colores y sabores ¡palabras suyas!
Cenamos conversando sobre la caída una vez más y sobre la negación de
Jan a inculcarle a Snabb algunos hábitos relacionados con sus eufóricos
saludos. Volvimos a hablar de las pruebas y volvió a tranquilizarme sobre mi
visión, aunque no le dije que había mejorado, quería esperar a que fuera
mucho más notable.
—Parecías tensa en el barco, mucho más a la vuelta.
—No me gusta navegar, las grandes superficies de agua me dan
escalofríos.
—¿Alguna mala experiencia?
—No, nada de traumas, solo es algo que no me gusta. Cuando no consigo
conciliar el sueño pienso en un gran océano y acabo por dormirme.
—No lo entiendo, se supone que si es algo que no te gusta debería
alterarte, no relajarte.
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—Puede que mi cerebro luche por apartar esas imágenes de mi cabeza y
acabe evitándolas conduciéndome al sueño.
—¿En serio? ¿Es eso…?
—¿Científico? No. Acabo de decir una tontería, pero es que no sé por qué
algo que me inquieta tanto me conduce al sueño.
Sonreí, me llamó la atención la naturalidad que empleó para expresarse.
Terminamos de cenar y, además de recoger la mesa, me dejó bien claro que
debía tumbarme y descansar la vista un par de horas antes de irme a dormir.
Ante mi negativa tiró de mi brazo para obligarme a levantarme.
—Escúchame bien. Aquí el único médico soy yo, y el único enfermo tú,
así que no hay dudas sobre los roles. Te has dado un buen golpe, el médico te
ha dejado bien claro que debes reposar las próximas horas y que debes evitar
exponerte a la luz, así que te tumbas ahí y lo haces.
—Prefiero salir y tomar el aire.
—Te tumbas, Nostradamus, no sé si sabes que las siguientes horas a un
traumatismo son muy importantes, nada de movimientos bruscos, y en tu caso
nada de luz.
Si el primer discurso era suave, el segundo no. Adoptó una actitud mucho
más seria que me confundió. El médico del hospital me había hablado de ello,
de hecho, yo lo sabía, no había que ser médico para saber que horas después
de un golpe en la cabeza podían aparecer síntomas de que algo no iba bien,
pero al recordármelo me invadió de nuevo la sensación de angustia. Me había
centrado solo en la visión olvidando que estaba lejos de estar fuera de peligro.
Aquello me desbordó, hizo que me sintiera confuso de nuevo y que
apareciera miedo e inquietud. Todo aquello me superaba, no soportaba
aquella situación. ¿Qué me estaba ocurriendo? No era propio de mí tener
aquellos altibajos anímicos, ni ser tan pesimista.
¡Menuda noche! La calma y la inquietud se debatían alternándose cada
minuto para imponerse.
Me dirigí al sofá y me senté, me quité las gafas de sol y me cubrí el rostro
con las manos frotándomelo al mismo tiempo.
Escuché sus pasos al acercarse, se sentó a mi lado, muy cerca.
—Siento haberte preocupado, solo quiero que descanses, es lo mejor en
estos casos.
—Estoy bien.
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—No, no lo estás, estás nervioso —⁠dijo señalando las gafas⁠—. La luz es
importante.
Se levantó y se dirigió a las tres lámparas encargadas de iluminar el salón.
Eran un total de cinco, pero antes de cenar apagó dos de ellas.
El salón quedó iluminado únicamente por la luz que emitía la chimenea.
Snabb protestó, pero al ver que no le hacíamos caso volvió a enterrar la
cabeza entre el suelo y sus patas.
—Deberías tumbarte, estás alterado y eso no te ayudará.
—Estoy bien, es solo que esto me… supera —⁠respiré de forma
entrecortada como si el aire fuera intermitente.
—Muéstrame las manos hacia arriba.
Aunque la imagen no era clara, giré la cabeza sin enfocar los ojos sobre
los suyos. Al ver que no le hacía caso me cogió las manos y las colocó como
me había pedido.
—Gírate un poco.
Le hice caso, me giré y doblé una pierna para encontrar ángulo suficiente.
Ella se sentó de la misma forma, se acercó más y me cogió las muñecas con
ambas manos desde el exterior.
Inició un pequeño masaje en círculos que hizo que mi cuerpo se
estremeciera. Me recorrió un escalofrío por la espalda y mi respiración se fue
normalizando.
—Esto suele funcionar, a mí me funciona cuando estoy nerviosa.
No sabría determinar el tiempo que dedicó, pero habría apostado por más
de cinco minutos.
Durante ese tiempo se me nubló la mente, me quedé bloqueado, entregado
completamente al movimiento de sus dedos sobre mis muñecas. Levanté la
mirada lentamente para enfrentarme a lo poco que podía ver de su rostro,
mucho más de lo que le había confesado.
Mostraba una sonrisa de satisfacción por conseguir que mi pulso
disminuyera y mi pecho dejara de moverse. Parecía entregada por completa a
esa causa, ajena a todo lo que le rodeaba.
—¿Estás mejor? —susurró.
—Vas a tener que ayudarme una vez más, Vega.
—Claro.
—Guíame, dime si voy bien.
Fui inclinando la cabeza sin pensar en nada más que mi objetivo. Aunque
era capaz de dibujar en mi mente la silueta de su rostro, conforme me
acercaba la imagen se distorsionaba, no podía centrar la vista y cerré los ojos.
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Seguí avanzando hacia sus labios.
Su silencio no me lo impidió, pero me inquietó.
—¿Voy bien? —dije deteniéndome, era el momento de retroceder o
lanzarme.
—Depende de hacia dónde te dirijas.
—Hacia tus labios, Vega.
Guardó silencio dos segundos que me parecieron una eternidad.
—Vas bien… Sigue recto…
Mostré una media sonrisa, justo antes de detenerme a un milímetro de sus
labios. No necesitaba verla para sentir dónde se encontraban.
—¿Estoy cerca?
—Muy cerca, casi has llegado.
—Quiero besarte…
—Pues bésame.
El contacto fue cálido, suave, húmedo. Por un momento sentí que
habíamos destruido un iceberg con todas las consecuencias que ello suponía.
Nuestro iceberg.
Uno que habíamos establecido durante más de una semana, pero que
acabábamos de hacer añicos.
Sentí su aliento y su sabor, y saboreé cada centímetro de unos labios que
me habían atraído desde el mismo momento que pisó la casa.
Nos separamos, nos volvimos a unir, cogimos aire, asfixiamos cada poro
del minúsculo órgano que cubría la apertura de su boca, una en la que me
habría refugiado sin límite de tiempo.
Volví a rozarlos, primero uno, luego otro. Los lamí lentamente una vez
más, pero me detuve cuando sentí el sabor amargo de unos labios que no
respondían.
Pero lo hicieron. Sonrió con malicia y se dedicó a devolverme las caricias
hasta que conseguimos unirlas de nuevo.
Nos separamos lentamente. Abrí los ojos, no podía verla bien, no podía
observar su rostro, pero aún resonaba en mi mente el sonido de su respiración.
Me incorporé pensando en la necesidad que había tenido en besarla, en la
fuerza que me impulsó a lanzarme a una piscina sin importarme el agua que
pudiera contener; en lo poco que había pensado en que me rechazara; en lo
poco que había pensado en la batalla que habíamos mantenido hasta hacía
unas pocas horas; en lo poco que me importaron mis ojos en aquel momento.
Guardamos silencio y nos recostamos en el sofá. El silencio se rompió
cuando ella se levantó y volvió poco después con un antifaz de los que se
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utilizan para dormir.
—Y ahora a descansar, Nostradamus —⁠sentenció entregándomelo.
Me tumbé y me lo coloqué, pero la goma era demasiado pequeña y me
quejé al deslizarlo sobre mi cabeza.
Antes de que pudiera darme cuenta había roto la goma con unas tijeras.
—Así es suficiente.
Se sentó en el sillón de al lado y guardó silencio. Habría matado por ver lo
que expresaban sus ojos.
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Capítulo 42
Vega
Abrí los ojos lentamente y observé el salón. Estaba oscuro. Consulté mi reloj:
las nueve y media de la mañana. Me pregunté cómo había podido dormir
hasta esa hora, pero conocía bien la respuesta. Me inundaron las imágenes de
todo lo ocurrido durante las últimas horas.
Había estado bajando las escaleras desde mi dormitorio durante toda la
noche cada dos horas, o dos horas y media, para despertar a Keith y
comprobar que todo iba bien.
Fueron un total de tres veces. La primera se quejó y me pidió que no lo
despertara más, que se encontraba bien. Intenté convencerlo para que
descansara en su cama, pero no lo conseguí.
La última vez que bajé para despertarlo debió escuchar mis pasos porque
nada más entrar en el salón se pronunció:
—Me llamo Keith —empezó a decir con voz entrecortada⁠—, nos
encontramos en el mes de mayo, en la isla de Visingsö, en una casa aislada en
el bosque. Mi compañera es una médica pesada y obsesionada con joderme el
sueño esta noche. ¿Contenta? Ya puedes volver a la cama.
Me eché a reír y me dirigí a mi dormitorio de nuevo, pero un sonido
extraño hizo que bajara de nuevo a toda prisa. Comprendí que Snabb era el
causante del sonido, había abandonado la chimenea para descansar más cerca
de Keith, justo a su lado. Se había mostrado ajeno a nuestro trajín durante
toda la noche, levantando de vez en cuando la cabeza cuando me escuchaba
acercarme, pero sin pronunciarse. Por suerte, sus abrazos no estaban incluidos
durante la noche.
Estaba agotada y fui incapaz de volver a subir, así que me quedé dormida
en el sillón, que afortunadamente se recostaba y permitía una posición
cómoda y estirada. Snabb abandonó a Keith para recostarse a mi lado, parecía
cansado, como si toda su energía se hubiera agotado por completo. Levantó
sus patas delanteras y se apoyó en mi regazo. Temí que tuviera ganas de
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jugar, pero en cuanto recibió unas cuantas caricias se volvió a recostar en el
suelo.
Fue la primera vez en toda la noche que me quedé dormida. Había
programado el despertador de mi móvil para que me despertara cada dos
horas, pero no hizo falta en toda la noche, lo había estado apagando mucho
antes de que emitiera la melodía de Back que tenía seleccionada para que me
despertara cada mañana.
Había sido una noche larga hasta que caí rendida. El beso se había
incrustado en mi cerebro. Ni el océano, ni sus profundidades ni ningún
elemento de todo el repertorio al que recurrí hicieron que pudiera apartarlo de
mi cabeza.
Estaba tan sorprendida por su reacción y por la mía propia que no fui
capaz de dejar de pensar en ese instante.
El día no había podido ser más extraño. Aunque parecía que habían
transcurrido mucho tiempo, en tan solo doce horas se habían sucedido tantas
cosas, y tan diferentes entre ellas, que me resultaba difícil creer.
El concierto de flauta junto a Snabb, el golpe, la ceguera, el paseo en
barco, el hospital, la cena, el beso…
El beso…
El beso…
Con esa imagen me dormí y con la misma me desperté.
Volví a consultar mi reloj, las nueve y cuarenta minutos. Hora de levantarse.
No podía continuar dándole vueltas a la cabeza.
El beso.
Me cubrí la cara con las manos al recordarlo de nuevo. Sentí el calor en
mis mejillas y las odié una vez más. ¿De verdad nos habíamos besado?
No me podía creer que hubiera ocurrido.
¿Tan cansados y enajenados estábamos?
Él puede que sí, pero yo estaba en perfectas condiciones, quizás solo algo
cansada, pero no como para perder el juicio por completo y besar al hombre
que hasta unas horas antes me había dedicado a fastidiar, y sobre el que cada
cinco minutos maldecía. Claro que, desde el accidente la tensión se había
suavizado mucho, casi hasta desaparecer.
De repente me entró una sensación próxima al pánico. Me incorporé y
coloqué el sillón en su posición original. Aunque estaba oscuro y la chimenea
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solo estaba formada por ascuas, pude ver con claridad el contorno de su
cuerpo y parte de su rostro.
Dormía.
La sensación de pánico no cesó cuando pensé en cómo nos íbamos a
comportar cuando nos enfrentáramos el uno al otro. ¿Habría recuperado la
visión al completo? Es lo que esperaba y lo que tenía fe en que sucediera,
pero era imposible establecer un tiempo. Cada paciente era un mundo, pero el
hecho de que hubiera respondido bien durante toda la noche era una buena
noticia.
Me dirigí sigilosamente a la cocina. Snabb levantó la cabeza, me siguió y
se dirigió directamente a su plato. Ladró intentando llamar mi atención, su
plato estaba vacío.
Me llevó un buen rato localizar su comida, especialmente porque no
dejaba de moverse en círculos a mi alrededor y tuve que estar más pendiente
de no caerme que de localizar su pienso. Tampoco ayudó que intentara
mantenerlo callado para no despertar a Keith.
Me senté a desayunar y observé el despliegue de alimentos que acababa
de colocado sobre la mesa; lo había hecho por inercia, sin detenerme a
seleccionarlos. A menos que esperáramos invitados sobraban la mitad de
ellos.
Me sentía cansada y algo espesa, mi cabeza procesaba lentamente las
ideas. Apoyé la cabeza sobre la mesa y la rodeé con mis brazos.
Definitivamente estaba muy fatigada.
Snabb había recuperado su energía y no dejaba de deambular por la
cocina chocando con todo lo que encontraba a su paso, pero no tenía fuerzas
para pedirle que se calmara, al fin y al cabo, no me iba a entender.
Cuando se abrió la puerta no me di cuenta, lo achaqué a Snabb y seguí
con mi cabeza enterrada en el círculo que comprendían mis brazos. Estaba
pensando en la necesidad de hacer un esfuerzo para incorporarme y beberme
un litro de café, cuando escuché su voz y me sobresalté.
—¿Estás bien?
—¡Joder! Qué susto me has dado.
—¿Por qué?
—No importa. —Alcé la mirada para encontrarme con sus ojos, pero
estaban protegidos por las gafas de sol. Sentí un escalofrío que me recorrió
todo el cuerpo, era la primera vez que lo veía desde el beso, excepto las veces
que lo había despertado por la noche⁠—. ¿Cómo te encuentras? ¿Y tus ojos?
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—Antes que nada, quería darte las gracias por haberme llevado al
hospital.
No esperaba esas palabras.
—Ya lo hiciste ayer.
—¿En serio? —Se dirigió a la mesa despacio y palpó sobre ella hasta
localizar una silla⁠—. Tengo unas lagunas tremendas sobre ayer, me parece
como si hubiera ocurrido hace semanas. No lo entiendo.
—¿Lagunas?
—Recuerdo perfectamente cuando fuimos al hospital, pero me cuesta
recordar cuando volvimos. Recuerdo que preparaste algo de cena, pero no
consigo hacerlo con claridad… ¿Por qué me he despertado en el sofá?
Se sentó, apoyó los codos en la mesa y la cabeza sobre las manos
entrelazadas.
¿No recordaba nada?
¡Un momento! Eso no tenía por qué ocurrir, no tenía sentido alguno que
tuviera esas lagunas.
—Volvimos del hospital, te diste una ducha, preparé una cena a base de
ensalada y crepes y… después te tumbaste en el sofá, estabas muy alterado y
te quedaste dormido. Esta noche te he despertado alguna vez para comprobar
si estabas consciente y… todo ha ido bien.
Tragué saliva.
Aunque no era lo más relevante en ese momento, y lo que me preocupaba
era su memoria en general, no pude evitar pensar en el beso… ¿No lo
recordaba?
Por un momento pensé que me lo había imaginado, pero tardé poco en
descartarlo. El sueco me besó, ya lo creo que me besó, si solo lo hubiera
imaginado no habría sido de esa manera tan…
«Basta, Vega», me dije cuando noté calor en las mejillas.
«No recuerdo que me hayan besado así muchas veces», me dije también
para justificar mis pensamientos.
—Dime cómo tienes la vista.
—No tan bien como quisiera.
—¿Sigue siendo muy borroso?
—Sigue siendo borroso.
—Entonces… ¿estás mareado? ¿Te duele la cabeza?
—No, estoy bien.
—Quizás deberíamos volver para que te examinaran.
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—¿Por qué? El médico me dijo que debía esperar veinticuatro horas, si no
notaba ninguna mejoría debía volver. ¿Tú no lo crees?
—Sí, pero eso de las lagunas…
—No hay de qué preocuparse, mientras relatabas lo que ocurrió lo he ido
recordando. Recuerdo la ducha, también que me ayudaste a bajar las
escaleras, las crepes que preparaste, la conversación durante la cena, y
también que apagaste las luces… De ahí en adelante solo recuerdo estar
tumbado en el sofá y… poco más. ¡Ya lo iré recordando! Pero me quedé
dormido, no hay mucho más que recordar. En realidad, no son lagunas, me he
levantado algo confundido, pero debe ser por el cansancio.
Volví a tragar saliva.
—Te ofrecí un antifaz para resguardarte de la luz, ¿lo recuerdas?
—No muy bien. Lo he visto en el sofá, pero no recuerdo que me lo dieras.
¿Cuándo fue?
—Poco antes de dormirte, quizás por eso no te acuerdas. —⁠Le tranquilicé
sin creerme mis propias palabras.
—Debe ser eso, estaba muy cansado.
Le ofrecí un café y aceptó. Serví dos tazas y me senté a su lado fingiendo
estar calmada y relajada. Desayunamos prácticamente en silencio, solo en
alguna ocasión nos dirigimos a Snabb y cuando nos cansamos de verlo
corretear le abrimos la puerta para que saliera al jardín.
Toda la noche sin dormir pensando en el beso y… ¿se había olvidado? No
sabía si debía alegrarme o no, pero me sentía extraña. Quizás en cualquier
momento lo recordaría y… ¿Y qué? ¿Qué esperaba? ¿Que me dijera algo?
Desconocía por qué, pero me sentí decepcionada. Estaba ansiosa por saber
cómo se comportaría esa mañana, si el dichoso beso había servido de tregua
definitiva o íbamos a mantener las mismas distancias.
Todo mi cuerpo estaba en alerta, su presencia y sus dichosas gafas de sol
me estaban alterando. No quería que lo percibiese y me esforcé por
mostrarme una vez más tranquila.
—¿Puedo verte los ojos?
—No —sentenció mientras se servía una tostada.
Su respuesta fue tan contundente y carente de emoción que me traspasó
hasta lo más profundo, aun así, volví a intentarlo disimulando mi malestar.
—Quiero examinarlos, quiero comprobar que no hay nada nuevo.
—Pues te vas a quedar con las ganas.
Me levanté de un salto.
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—Pero ¿qué te pasa? Puede que no me haya expresado bien y te hayas
confundido, a pesar de tener un bonito color de ojos no es eso lo que me
apetece ver, es para comprobar cómo tienes las pupilas, para ver si hay algo
que indique por qué hoy sigues sin tener la visión nítida.
—Estoy desayunando, Vega, quizás cuando termine, pero mis ojos están
bien.
Respiré hondo, de buena gana le habría hundido el rostro en el bol de
yogurt, pero me contuve. Lo que no iba a hacer era permanecer por más
tiempo a su lado.
Recogí y guardé todo lo que él no estaba utilizando y anuncié mis
intenciones:
—Necesito una ducha.
—¿No te apetecería más un baño? Creo que aún no has probado la
bañera… Claro que… ¡No! Mejor olvídalo.
Me detuve confundida.
—¿Olvídalo? ¿Por qué?
—Creo que la voy a usar yo, me vendrá bien un baño para relajar los
músculos, demasiada tensión en las últimas horas.
No me apetecía mucho darme un baño, pero sus argumentos, tan
considerados, tan generosos, me animaron.
—No había pensado en esa posibilidad, pero me vendrá muy bien a mí
también, así podré liberar la tensión de las últimas horas, especialmente las
que me he pasado subiendo y bajando escaleras, o durmiendo en un sillón.
Tendrás que esperar.
Antes de atravesar la puerta le escuché decir:
—¿Has dormido en un sillón? Vaya, de eso tampoco me acuerdo. ¿Qué
sillón?
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Capítulo 43
Vega
Me llevó poco tiempo preparar la bañera, solo tuve un pequeño conflicto con
las burbujas que tardé poco en resolver.
Me sumergí lentamente y me dejé envolver por el agua caliente. Era una
sensación muy placentera.
Me cruzó algo por la cabeza que me hizo mirar en dirección a la puerta.
Estaba abierta. Me envolví en la toalla y me dirigí hacia ella comprobando
que no se podía cerrar con llave desde el interior, solo por la parte externa.
Hice la misma comprobación con la otra puerta observando el mismo
resultado.
Eso me inquietó, pero me animé a volver a sumergirme pensando que el
sueco no entraría. Además, su visión no era buena…
Esa idea me intranquilizó, algo no debía ir bien. No había razones para
que la vista siguiera borrosa, no con la misma intensidad. Y en cuanto a esas
lagunas…
Aunque había recreado algunos recuerdos, algunos de ellos no, como el
antifaz, el beso…
Era algo confuso. ¿Por qué no me había permitido que lo examinara?
¿Y si el beso lo recordaba y no había querido mencionarlo? Puede que
estuviera arrepentido, que estuviera más confundido de lo que yo había
creído…
¡No! Nadie besa de esa manera en medio de una confusión. Que se
arrepintiera, o no, lo desconocía, pero que me besara bajo algún tipo de
desorden neurológico… De eso no tenía duda. El sueco sabía lo que hacía.
Pero… ¿por qué? ¿Era algo que deseaba de verdad? ¿Un juego? ¿Una
muestra de gratitud por acompañarlo y preocuparme por él?
Di un golpe en el agua enfadada conmigo misma. ¿Acaso tenía que haber
una razón especial para besar a alguien? ¿Por qué le estaba dando tantas
vueltas?
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No, no lo había superado tanto como yo creía si era capaz de plantearme
ese tipo de cosas.
Daniel…
Era la última persona que quería evocar en ese momento. Ojalá hubiera
sido más fácil controlar la mente. Ojalá hubiera habido un interruptor para
apagarla cuando se empeñaba en presentar recuerdos dolorosos.
Escuché la voz del sueco al otro lado de la puerta.
—¡Vega! ¿Estás aquí?
Me quedé con la boca abierta, esperaba que no se le ocurriera entrar. Pero
sí lo hizo y yo fui incapaz de decir algo, solo de taparme.
La puerta solo se abrió unos centímetros, lo suficiente para que asomara la
cabeza:
—Vega, ¿estás ahí dentro?
Se cerró. ¿Es que no me había visto?
¡Oh, oh! Algo estaba pasando.
Le escuché nombrarme de nuevo, su voz iba desapareciendo por el
pasillo.
—¡Keith! Estoy aquí —grité intentando pensar en cómo convencerlo para
ir al hospital. Había abierto la puerta y no me había visto, era casi imposible a
menos que la imagen fuera completamente borrosa.
Se abrió de nuevo mientras yo intentaba salir de la bañera acabando de
envolverme en una toalla.
—Lo siento, es que me siento raro… Esto no va bien.
Me acerqué corriendo a él y le cogí del brazo.
—Ven, siéntate, espera un momento que me acabo de… ¡Espera!
No me atreví a decirle que esperara a que me vistiera, no me apetecía que
fuera consciente que estaba medio desnuda.
Recogí mi ropa sin dejar de observarlo.
—¿Qué ocurre? ¿Estás mareado? Dime…
—No —me aclaró mientras se apoyaba con los codos en las rodillas⁠—. Es
que no veo bien, todo está borroso.
—Vale, tranquilízate, espera.
Intenté recordar donde había dejado la linterna que había utilizado el día
anterior mientras me dirigía a un biombo de mimbre que se encontraba en una
de las zonas más bonitas de la sala, la que estaba decorada con pequeñas
lámparas en forma de pirámide.
Al dirigirme hacia allí se me cayó el móvil del bolsillo del pantalón. Me
incliné para cogerlo y observé que la cabeza del sueco se movía en esa
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dirección e incluso la bajaba. Disimulé mi sorpresa y deslicé el móvil por el
suelo fingiendo que se me había resbalado y escapado de las manos.
El metro que recorrió el móvil fue el mismo que siguió la cabeza del
sueco.
¡No me lo podía creer!
Puede que estuviera equivocada, pero no iba a tardar en comprobarlo. Me
disponía a hacer algo que de no confirmar mi teoría me iba a hacer pasar un
mal rato.
Dejé la ropa tras el biombo, pasé cerca de la bañera y cogí uno de los
jabones con forma de limón que decoraban el contorno.
Se lo lancé rápidamente y con mucha fuerza y… como esperaba, lo cogió
al vuelo.
Estaba tan pendiente de la toalla que no pude lanzarle el resto de jabones,
aunque de haber podido lo habría hecho directamente a la cabeza.
—¡Serás cabrón! Dime que no me has estado tomando el pelo.
Con el limón en la mano se levantó intentando, sin éxito, no echarse a reír.
No fui capaz de moverme, ni tampoco de dar crédito a lo que estaba
viendo. Se quitó las gafas y dio unos pasos hacia mí, aunque aún había mucha
distancia entre nosotros.
—Vega —levantó las manos indicándome que le dejara hablar⁠—, era una
broma, no te lo tomes así.
—¿Una broma? ¿Y desde cuándo bromeas? Porque eres el tío más
gilipollas y más estirado que he conocido en mi vida. ¿Con eso se bromea?
—⁠grité mientras mi respiración se agitaba.
—Esta noche noté que podía ver con normalidad. Me desperté y me llamó
la atención la nitidez con la que veía el fuego de la chimenea. Te lo habría
dicho, pero estabas dormida y… esta mañana se me ocurrió que podía gastarte
una broma.
—¿Y hasta dónde querías llegar si no me doy cuenta?
—Te lo iba a decir ahora. Antes, en la cocina, sabía que te darías un baño
si te ponía alguna pega, estabas enfadada. Ya te voy conociendo. —⁠Sonrió y
se metió las manos en los bolsillos⁠—. Va a ser verdad que cuando hay algo
prohibido…
Estaba tranquilo, relajado. Me había tomado el pelo toda la mañana y solo
se le ocurría decirme que era una bromita. ¡No me lo podía creer!
Empecé a caminar sin sentido intentando tranquilizarme. Cuando me harté
de sujetar la toalla pensé que lo mejor sería vestirme y salir de allí, pero antes
quería preguntarle algo.
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—¿Lo de las lagunas también era mentira?
—Sí, lo recuerdo todo perfectamente, excepto haberte besado…
¡¡¿Cómo…?!!
—¿Quién ha mencionado un beso?
—¿No lo hubo? —Sacó las manos de los bolsillos y se frotó la barbilla
con una de ellas⁠—. Vaya, por eso no lo recordaba…
La situación no podía ser más absurda, quizás por esa razón sonreí y con
ello me calmé, aunque no lo suficiente como para no protestar.
El velo borroso que él había tenido en sus ojos se me había traspasado a
mí al cerebro, no era capaz de ordenar lo que estaba escuchando.
—Keith, estaba preocupada, no tengo ni idea de por qué lo estaba, pero lo
estaba. No se puede jugar con ese tipo de cosas.
—Entonces ¿te besé o no? —me preguntó claramente ignorando lo que le
acababa de decir.
—A decir verdad, yo tampoco lo recuerdo muy bien. O… sí, sí lo
recuerdo —⁠dije acercándome despacio a él y fingiendo estar recordando,
incluso alcé la vista hacia el techo⁠—, algo hiciste, puede que un besillo de
esos insípidos… Sí, claro que sí.
—Vaya, ¿no te gustó?
—Pues… no estuvo mal, tampoco quiero herir tus sentimientos. Vino a
ser… eso, un beso, de esos que te dan sin pena ni gloria.
—¿Qué significa esa expresión? No la conozco —⁠dijo sin dejar su sonrisa
de triunfo.
—Que no deja mucha huella, pasa sin ser visto, sin ser recordado… ¡Eso
significa!
—Estaba convencido de que beso bien.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie, me conozco bien, sé cuáles son mis habilidades.
—¿Y besar es una de ellas?
—Sí, eso creía hasta que me has roto la ilusión.
—No sabes cuánto lo siento.
Seguimos acercándonos.
—No te preocupes, Vega, yo creo que pudo deberse al accidente, a la
visión borrosa… No hay otra explicación razonable.
—Esa sería una buena explicación, es impensable pensar que puedas besar
mal, tiene que haber algo que lo justifique, y no sabes lo tranquila que me
quedo.
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—No te burles, Vega, que esto es muy serio, ¿y si pruebo de nuevo?
Ahora veo bien.
Se acercó tanto que solo nos separaba un centímetro, pero no me moví,
me mantuve erguida y luché para que no apreciara la dificultad con la que
estaba tragando saliva. No reconocía a ese hombre, si no hubiera sido porque
le tenía delante habría pensado que estaba suplantando la identidad del sueco.
Estaba a punto de darme la vuelta alzando mi ceja triunfal cuando sus
brazos me rodearon la cabeza y sus labios se estrellaron contra los míos. No
es que no esperara el beso, lo veía venir, pero no de esa manera, ni tampoco
que me excitara tanto.
Habíamos pasado de la rabia al juego, y a un nuevo beso.
Lo deseaba. ¡Dios! Cómo lo deseaba…
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Capítulo 44
Keith
Había perdido la cabeza, estaba claro, nunca en mi sano juicio me habría
abalanzado sobre ella para devorar sus labios sin pensar. Era la segunda vez
que lo único que me importaba era saciar el deseo desmedido que se había
despertado en mí.
Los lamí desesperadamente, como si fuera la última oportunidad que tenía
en este mundo para sumergirme en un beso. Había perdido el juicio, pero no
era capaz de detenerme.
Los absorbí, los mantuve en mi boca mordisqueándolos y acariciándolos
después con la lengua.
Su respuesta, con la misma entrega y las mismas ansias, hicieron que el
placer no solo se posara en mi boca, sino que un ejército de escalofríos bien
armados me invadiera sin posibilidad de rendición.
Tiré de su toalla dejándola completamente desnuda y expuesta ante mí,
pero la conexión de nuestras bocas impidió que pudiera contemplar su cuerpo
en ese instante. Decidí esperar, bien valía la pena seguir absorbiendo el sabor
a fruta que me dejaban sus labios.
No pareció sorprenderse cuando me separé de su boca y la recorrí con la
mirada, sin embargo, sus mejillas, como en otras tantas veces, se sonrojaron.
Se mordió el labio y bajó la mirada. La alcé en el aire por la cintura y me
envolvió con las piernas. Cesaron los besos, me gustaba contemplar cómo me
miraba, de una forma directa y atrevida. El color rojo desapareció de su
rostro. En cuestión de pocos segundos había pasado de la timidez al desafío.
Caminé con ella en brazos hasta llegar hasta la pared más cercana, la que
estaba decorada con hierba artificial.
La apoyé de espaldas y acepté el beso que ella inició. El tacto de su piel
era suave y frío, como sus manos. Me hizo sonreír el contraste de
temperaturas.
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Me mordió el labio y se lo soltó despacio mientras hacía una mueca con la
boca que me hizo reír.
Estaba suave, estaba sobre mis manos, estaba completamente desnuda.
Nos detuvimos y nos miramos sin mostrar expresión alguna, ni ella ni yo,
solo una mirada fija, directa, fulminante si se hubiera dado el contexto.
—Esto sí que debe ser consecuencia del golpe, Vega —⁠susurré⁠—. ¿Cómo
explicas que te desee tanto en este momento? Con lo mal que me caías,
¡joder!
—Yo me estaba preguntando algo parecido, pero lo mío es peor, porque
sigues cayéndome mal.
Solté una carcajada y ella sonrió con timidez.
—¿Y ahora qué hacemos? Menudo problema.
—Pues hablar de los bosques suecos, y de las hadas, ¿te apetece?
—Me apetece más follarte…
—Pues luego hablamos de bosques…
Antes de que terminar su frase, la sujeté con más fuerza para poder
abrirme paso en su interior e introducirle un dedo lentamente. Dio un respingo
y se apoyó en mi pecho con un sonido que me estremeció.
Continué acariciándola con los dedos. Me entregué en cuerpo y alma a
provocarle placer con tal de seguir escuchando sus gemidos.
Sentí su aliento en mi hombro y la tensión de su cuerpo cuando llegó su
orgasmo. Echó la cabeza hacia atrás y aproveché el momento para besarla en
el cuello.
Verla tan excitada me produjo más placer del que podía haber imaginado
y me detuve para mirarla a los ojos.
Di las gracias en silencio por haber podido volver a ver, y di las gracias
porque ella no se hubiera tomado mucho peor la broma que le había gastado.
Bien pensado no era algo con lo que tenía que haber jugado, pero era un
argumento más para demostrar que me estaba comportando de una forma
distinta con ella, mucho más directa de lo que cabía esperar de mí.
Vega movió las piernas y se deslizó por mi cuerpo hasta quedar en pie.
Me empujó suavemente y después de una forma más brusca hasta que quedé
apoyado en la misma pared que ella había ocupado. Se puso de puntillas para
besarme mientras torpemente se deshacía de mi camiseta. Continuó con mis
pantalones, pero se rindió al ver la dificultad que suponía el tipo de cinturón
que lucía. Terminé yo el trabajo, asegurándome de que el preservativo que
llevaba en el bolsillo quedara a mi alcance. Me miró y sonrió. Era una clara
declaración de intenciones.
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Cuando estábamos ambos completamente desnudos me detuvo con la
mano en el pecho y bajó la mirada hasta fijarla en mi erección.
Su semblante era serio, pero desafiante, en ningún momento había perdido
ese aire travieso que había mostrado desde que habíamos hablado del beso.
Me sentí extrañamente cohibido en esa postura y ante su atenta mirada.
—¿Hablamos ahora de bosques?
Asintió con la cabeza mientras se reía.
La guie despacio, con movimientos suaves hacia el suelo, sobre la
alfombra de mimbre que había bajo nuestros pies, y me coloqué sobre ella.
Dobló las rodillas, una de ellas la subí sobre mi hombro. La observé
mientras me enfundaba el preservativo. Me miró. Sonreímos.
Entré en su interior despacio sin dejar de mirarla. Seguía estando tan
excitada y yo tan desesperado por apagar mi deseo que no pude esperar e
inicié un ritmo brusco que la hizo gritar por la sorpresa.
Mantuvimos el ritmo mientras la escuchaba gemir y arquear la espalda. Se
incorporó, apoyó los codos en el suelo y se volvió a tumbar poco después.
Teníamos ansia, teníamos un deseo hirviendo que clamaba a gritos ser
saciado por completo. Teníamos prisa por llegar a la cima del placer…
Y lo hicimos.
Y lo gritamos.
Y lo celebramos con un último beso cargado de caricias.
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Capítulo 45
Vega
Los ladridos de Snabb desde el otro lado de la puerta nos alertaron. La magia
del momento se sustituyó por movimientos torpes en los que ambos
sonreímos sin saber muy bien qué decir.
Tenía la misma sensación que se tiene tras despertar de un sueño, ese
primer contacto con la realidad que en un principio regala imágenes alteradas
y carentes de sentido.
Tomar conciencia de que me encontraba en el suelo de la sala de baño,
sobre una alfombra muy poco mullida, que sin duda habría dejado marcado su
dibujo bajo mi espalda, bajo el cuerpo desnudo del sueco… me llevó un
tiempo asimilarlo; todo lo que acabábamos de hacer me llevó un tiempo más
asimilarlo, y todo lo que me hizo sentir… eso aún no lo había asimilado;
como tampoco que el hombre que tenía encima de mí era el mismo con el que
había compartido la casa durante una semana.
—¿Te caigo mejor? —me dijo respirando de forma agitada mientras salía
de mi interior y se recostaba a mi lado.
—Un poco mejor, sí —le respondí de forma entrecortada sonriendo⁠—. ¿Y
yo?
—No mucho, te sigo viendo como a una intrusa pesada.
Giré la cabeza bruscamente, no podía creerme que volviera a ser igual de
borde. Se echó a reír y me pellizcó la nariz.
—Snabb te está reclamando —⁠dije volviendo la mirada al techo ante la
insistencia del animal por reclamar atención.
—¿Es esa tu forma de decirme que me vaya? —⁠Me acarició la barbilla y
me obligó a mirarle de nuevo.
—Esa es mi forma de decirte que te está reclamando Snabb.
Se echó a reír y yo solo pude quedarme embobada. Solo fui capaz de ver
luz en su rostro, quizás porque era la primera vez que lo veía con esa
intensidad.
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Snabb aulló con fuerza.
Keith se levantó, abrió la puerta y le dijo algo que no logré entender.
Cuando menos me lo esperaba la cabeza de Snabb se encontraba sobre la mía.
—¡Joder! —Me quejé.
—¿Ahora te quejas? Me has pedido que lo atienda.
—Que lo atiendas, no que lo dejes entrar.
Sentí el impacto de una toalla gigante que él me lanzó. Snabb lo interpretó
como un juego y se dedicó a morderla y a tirar de ella mientras yo luchaba
por arrebatársela.
De reojo, vi la figura del sueco, de espaldas, atravesando la sala en busca
de otra toalla para él. No podía apartar la vista de su cuerpo, mucho menos de
su trasero, que aún no se lo había visto.
Tragué saliva y suspiré. Cuando volví la mirada al objeto del deseo me
estaba mirando y sonriendo. De buena gana me hubiera envuelto la cabeza
con la toalla, pero Snabb seguía empeñado en adueñarse de ella.
—¿Le puedes decir que la toalla es mía?
—¿Crees que con esas palabras lo entenderá? ¿Has tenido un perro alguna
vez?
—A ver, listillo, díselo cómo quieras, pero díselo —⁠dije sentándome e
intentando cubrirme con los dos centímetros que, generosamente, Snabb
estaba dispuesto a compartir conmigo⁠—. A mí no me entiende, conmigo solo
quiere jugar.
—Es comprensible, a mí me pasa lo mismo —⁠confesó guiñándome un
ojo.
No era el momento de darle vueltas a la situación, eso es lo que debió
decidir mi cuerpo cuando me hizo sentir que me estaba derritiendo. De
repente, sentí el deseo de olvidarme de la puñetera toalla y salir corriendo
para lanzarme sobre él y comérmelo a besos. La culpa la había tenido su
mirada, el brillo que emanaba, la inexplicable forma que tuvo de impactar en
todo mi ser.
Los gruñidos de Snabb me hicieron cobrar la sensatez, aunque no en su
totalidad. No sabía muy bien qué hacer, la situación no podía ser más
pintoresca. Yo luchando por adueñarme de una toalla que un perro se
empeñaba en hacer suya, ansiosa por cubrirme, tumbada en el suelo,
desintegrada por una mirada… y el sueco exhibiendo su desnudez con total
naturalidad mostrando su lado más encantador…
Pero ¿en qué mundo había vivido yo? Después de lo que acabábamos de
hacer ¿tenía cabida aquel pudor?
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«Despierta, Vega», me dije recuperando las ganas de ganarle la batalla a
Snabb.
En honor a la verdad, con lo que me habría gustado cubrirme el cuerpo no
habría sido con la toalla, sino de nuevo con el cuerpo musculoso y grande que
tenía delante.
Keith se acercó y consiguió llamar la atención de Snabb que le siguió y
me ignoró bruscamente, a mí y a la toalla. ¡Por fin!
Me levanté envuelta en ella disfrutando de la mirada que me estaba
recorriendo de pies a cabeza.
—Voy a darme una ducha —dijo terminando de vestirse⁠— y a trabajar un
poco. ¿Comemos juntos?
Me dirigí al biombo, pero me detuve y rectifiqué la trayectoria.
—De acuerdo, yo me encargo.
—No es necesario, tengo algo casi preparado, solo faltan unos minutos
para terminarlo. ¿Te gusta el salmón?
—Sí, claro —dije con timidez acercándome a la bañera.
—¿Podrás permitirte saltarte una vez más la dieta vegetariana?
Sonreí, no me acordaba de ese episodio.
Se acercó a mí y me tocó en el hombro para que me diera la vuelta.
Me levantó la cabeza por la barbilla para que le mirara fijamente a los
ojos.
—¿Estás bien?
—Todo lo bien que se puede estar después de haber follado con un
hombre al que casi asesino un par de horas antes.
Soltó una carcajada y me besó suavemente.
—¿Un par de horas?
—Es una forma de hablar…
—¿Otra expresión? Como eso que has dicho de mis besos… ¿sin gloria?
Ehhh…, ¿cómo era?
Esa vez fui yo la que se rio.
—Sin pena ni gloria.
—Nunca había escuchado esa expresión durante el tiempo que viví en
España.
—No es de las más comunes, solía decirla mi madre.
—¿En qué otro contexto puede aplicarse?
—Pues… Veamos… La última vez que se la escuché decir fue para
decirme que yo, por esta vida, pasaría sin pena ni… —⁠Me detuve cuando fui
consciente de mi confesión⁠—. ¡Cosas de mi madre!
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Me di la vuelta rápidamente y me aventuré a cambiar de tema.
—Me voy a seguir dando el baño, alguien lo ha interrumpido.
—¿En serio? No me lo puedo creer, hay personas sin corazón…
Salió acompañado de Snabb y en cuanto escuché la puerta me metí en la
bañera.
«Personas sin corazón», susurré mientras, para mi sorpresa, se agolpaban
las lágrimas en mis ojos.
Sumergí la cabeza hasta que necesité respirar, tenía que esforzarme por
detener mi cabeza, que amenazaba con entrar en lugares que no debía.
«Vega, acabas de echar un polvo con el sueco, uno apoteósico, uno
espectacular, ¿y te dedicas a pensar en él?», me reñí en voz alta.
Como solía ocurrirme, me recuperé pronto del impacto de esas palabras y
me centré en lo que acababa de hacer con Nostradamus.
Me acaricié el muslo rememorando lo que había vivido unos minutos
antes.
¿Acababa de follar con el sueco?
Seguía sin asimilarlo, ni tampoco la naturalidad con la que él se había
comportado después, ni su simpatía, ni su forma de tocarme, ni…
Había sido todo demasiado rápido y yo necesitaba una velocidad concreta
para procesar las cosas, mucho más aquella. Veinticuatro horas antes estaba
intentando reventarle los tímpanos con la flauta y la ayuda de Snabb, y
veinticuatro horas después estaba sumergida en la bañera, después de haber
echado un polvo con él y después de haber pasado la última noche ejerciendo
de enfermera para detectar a tiempo alguna posible secuela del golpe que se
había propinado en la cabeza.
No, a esa velocidad era imposible procesar las cosas. Ni yo ni nadie. Todo
eso se gestaba lentamente, dándole tiempo al cerebro para que pueda entender
cómo una batalla de siete días había desembocado en un instante de…
Sexo del bueno.
Sexo del mejor.
El mejor sexo.
«Uffff», solté en voz alta. Mejor no entrar en clasificaciones, eso era ya lo
último.
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Veinte minutos después, con la piel arrugada, y molesta por no saber cómo
mantener la temperatura del agua más caliente, a pesar de haber recibido la
lección por parte de Henna, salí de la bañera.
Me fijé en la alfombra y sonreí como una boba. ¡Qué momento más
bueno!
Me vino a la cabeza Lucía, mi amiga, o examiga, o… la que fue mi amiga.
Ella me habría llamado para contármelo si lo hubiera vivido, y no se habría
privado en relatarme los detalles. Era tan impulsiva y tan divertida…
En cambio, yo no la habría llamado, o quizás sí, pero no tenía claro que
yo fuera como ella en ese aspecto, al fin y al cabo, cuando éramos amigas yo
tenía poco que contar en esa dirección. Tenía una relación, sí, pero ese tipo de
situaciones no fueron noticia mucho tiempo.
Suspiré de nuevo. Ni en una sola ocasión desde que nos alejamos la una
de la otra la había echado de menos, excepto en ese momento. ¡La habría
llamado! Le habría contado lo que acababa de vivir. Incluso lo habría hecho
con detalles.
Algo en mí había cambiado.
Empezaba a convencerme de que las dimensiones de la venda que había
llevado en mis ojos habían podido, tal y como dijo Henrik en una ocasión,
cubrir un campo de futbol. Llevaba meses sabiendo que ese velo había
existido, y que se había caído, y todo lo que ello supuso —⁠la terapia había
sido satisfactoria⁠—, pero hasta ese momento no había reparado en la
dimensión de mi ceguera.
¿Qué me estaba ocurriendo?
Ese tipo de reflexiones, ese tipo de conclusiones no habían existido hasta
ese momento, no con esa intensidad.
Más de dos años, y apenas había pensado en la que una vez fue una gran
amiga. Igual que a Henrik la aparté de mi lado, pero a él lo había recuperado
y a Lucía la había desterrado por completo de mi vida; no recordaba ni
siquiera haberle preguntado a Henrik por ella…
Si algo había aprendido es que hay errores que se pagan caros, y
decisiones que se pagan más caras aún.
Somos decisiones. Somos el resultado de ellas.
Esa era yo, el resultado de una tremenda equivocación, el resultado de una
decisión desastrosa. El resultado de una forma torpe y egoísta de enfrentarme
a un obstáculo, uno de los muchos que presenta la vida.
Pero estaba en pie, entera y con ganas de vivir. Algunos errores se pueden
reparar, otros no, ni falta que hacía, pero lo importante era tener clara la
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dirección a la que me dirigía. Desconocía lo que me encontraría en ese
camino recto, pero tenía muy claro que se encontraba hacia delante.
Una aventura, eso era lo que buscaba en Suecia. Desconexión,
tranquilidad, fuerzas y claridad para tomar decisiones sobre mi trabajo… En
mayor o menor medida, en la última semana había tenido un poco de todo
ello, no exactamente tranquilidad porque el sueco me lo había puesto difícil,
pero había encontrado mis momentos junto al lago para llenarme de calma; no
desconexión absoluta porque había evocado cientos de veces mi pasado y los
acontecimientos que me habían marcado, pero no era una mala opción, se
trataba de seguir plantándoles cara, hasta que dejaran de doler. En cuanto a mi
trabajo, aún no lo tenía claro, pero tenía tiempo suficiente, hasta que se
terminara mi permiso por excedencia, para tomar mi decisión. Así que solo
me quedaba disfrutar y ser consciente de que la aventura había cobrado un
significado mayor tras mi sesión de sexo con el sueco.
Las sensaciones que acababa de tener con él me habían hecho sentir muy
viva, más de lo que habría podido ser capaz de imaginar.
«A vivir, Vega», me dije sonriendo.
«Aventura…», me dije sonriendo aún más.
Salí de la sala de la bañera dispuesta a enfrentarme de nuevo al sueco.
Probablemente su humor habría cambiado y tendría que lidiar con ello, pero
no me importaba. La aventura continuaba.
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Capítulo 46
Vega
La poca mañana que quedaba la dediqué a enviarle unos mensajes a Henrik
indicándole que todo iba bien, y a jugar con Snabb por los alrededores de la
casa. En un principio me inquietó pasear con él fuera del recinto, pero al ver
que no se separaba de mi lado y que cuando se animaba a correr volvía
rápidamente, me aventuré a hacerlo.
Lo encontré en el jardín, probablemente desterrado por Keith que al
parecer se había encerrado en la cabaña.
Volví casi sin aliento y algo trastornada por las veces que llegué a lanzarle
una rama de árbol para que me la devolviera, formaba parte del juego, pero no
hubo forma de que se cansara de hacerlo.
Entré en la cocina con la lengua fuera y me lancé a la jarra de agua
ignorando al sueco que se encontraba colocando unos platos sobre la mesa.
Me siguió con la mirada.
—Snabb, ¿qué le has hecho a Vega?
Me giré con el vaso que había llenado por segunda vez para contemplar
una sonrisa de las suyas, de las cínicas, concretamente.
—¿Tienes hambre aparte de sed? —⁠Me hizo una reverencia con la mano
para que tomara asiento.
—Es incansable.
—Yo también —me dijo guiñándome un ojo.
—Entonces recuérdame que no te pasee.
Se echó a reír a carcajadas y tomó asiento.
—¿Qué tal tu vista? ¿Y la cabeza? —⁠Me sentí cómoda para hacerle esa
pregunta.
Adoptó un semblante serio, se apoyó con los codos en la mesa y me miró.
—La nuca aún la tengo algo dolorida, y la vista ha vuelto a ser la misma.
Asentí con la cabeza.
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Había preparado un salmón marinado en varias especias que bautizó como
Graulax acompañado de unas tostadas. Era realmente exquisito.
Guardamos silencio, aunque de vez en cuando yo acompañé algún bocado
con un sonido placentero.
—¿Creí que este tipo de comidas las reservabais para la cena? Son… poco
más de las doce del mediodía —⁠dije consultando mi reloj.
—No existe una norma para ello, aunque es cierto que nuestro sustento
del mediodía es mucho más ligero que en España, y el que más peso tiene es
el de la cena, pero hoy tenía hambre y he pensado que tú también. Hemos
gastado mucha energía…
—Está muy bueno —dije evitando el tema que había sugerido.
Sentí cómo me observaba de vez en cuando mientras yo fingía estar muy
concentrada en mi plato.
—Me dijiste que habías venido a desconectar, ¿lo has conseguido? —⁠me
preguntó enfrascado en su plato.
—No, no me has dejado, me has hecho la vida imposible.
Nos reímos cuando él se adueñó también de la frase y me confesó que no
había avanzado apenas nada en su trabajo.
—Sé que… has atravesado un mal momento, así que… espero que tu
estancia en Suecia te ayude.
—¿Por qué dices eso? —Me quedé con el bocado en la boca incapaz de
masticarlo, no entendía nada.
—Jan me dijo que habías atravesado un momento delicado antes de venir.
¿A qué se refería exactamente? ¿Henrik le proporcionaba tantos detalles
de mi vida a Jan? Esperaba que solo hubiera sido a modo de titular.
—Pues… sí…, cosas que pasan. ¿Por eso te comportaste así aquella
noche? Esa información te influyó, claro.
—No, no me importa si vuelves a acusarme de haber fingido, pero no fue
así. Jan solo me pidió que fuera amable, el resto fue cosa mía.
—¿De dónde ha sacado Jan que yo…? —⁠Pregunté deseando obtener
detalles muy concretos.
—Se lo dijo Henrik, es obvio.
Había llegado a comprender que Henrik le pidiera a Jan que interviniera
cuando le confesé mi situación con Keith, aunque no me gustó, pero… no
veía la necesidad de que le hubiera hablado de mi vida. Esperaba que no
hubiera aportado muchos detalles. No, Henrik nunca haría eso. A pesar de
haber intervenido ese día, él era una persona muy hermética a la hora de
hablar a los demás de sus amigos. Entonces ¿qué era lo que insinuaba Keith?
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Seguramente Henrik solo comentó que estaba atravesando un mal momento,
sin concretar. ¡Sí! Eso debía haber sido.
—¿Te he molestado con la pregunta?
—No, en absoluto. Solo me ha sorprendido. Y… la respuesta es sí, me ha
venido bien venir a Suecia, aunque no vine a curar heridas, ya estaban
curadas, solo a desconectar de la rutina un tiempo. Y ya que estamos
dispuestos a aclarar las cosas, que conste que cuando hablé con Henrik no
pretendía ni le pedí que hablara con Jan.
—Aclarado. —Me sirvió una nueva copa de sidra⁠—. ¿Tienes familia,
Vega? ¿Es una familia grande?
—No, es pequeña, minúscula. Solo mi madre. Se puede decir que Henrik
es mi familia.
—¿Entonces él es como un hermano, o algo similar?
—Sí, lo conozco desde hace muchos años, bien podría ser un hermano
mayor, pero yo prefiero definirlo como mi mejor amigo.
—¿Tu padre no…?
—Falleció.
—Lo siento, no debí preguntarte.
—No importa.
—¿Es una perdida reciente?
—Esto… Bueno… es que no es lo que parece. Yo me he criado sin padre,
pero cuando… —⁠Hice una pausa buscando la mejor forma de expresarlo⁠—
supe quién era ya había fallecido.
—¡Oh! Entonces no trataste con él.
—No exactamente. ¿Y tú? —Le di un giro, no quería seguir abordando
ese tema⁠—. ¿Cómo es tu familia?
—Tengo a mis padres y a mi hermano.
—¿Tenéis buena relación?
—Claro. A mis padres los veo con menos frecuencia, viven en Västeras,
en la región de Västmanland, a unos cien kilómetros de Stockho… —⁠Hizo
una pausa para rectificar y me ofreció la versión española⁠— Estocolmo. Y a
mi hermano lo veo con mucha frecuencia, trabajamos en el mismo lugar y
vivimos muy cerca el uno del otro.
Recordé el relato de Henna, en el que me habló de su hermano, Ed… No
recordaba su nombre.
Se animó a contarme más detalles de su familia, a petición mía. A lo largo
de su breve relato conocí aspectos de todos ellos, como que su padre era
ingeniero y vivían en la ciudad que mencionó por un traslado de trabajo.
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Cuando sus padres tuvieron que marcharse de Estocolmo, él y su hermano
tenían poco más de dieciocho años y decidieron no acompañarlos para iniciar
sus estudios en la universidad. Se quedaron a vivir con su abuela, la mujer
que les cuidó desde pequeños hasta que murió pocos años después. Su
hermano y él vivían en las casas familiares, Keith en la que perteneció a sus
padres y su hermano en la que perteneció a sus abuelos, ambas colindantes.
Hablaba con total naturalidad, como si nos conociéramos desde hacía
mucho tiempo. Todavía me envolvía una sensación extraña, como si el
hombre con el que estaba compartiendo mesa no fuera el mismo que días
atrás, como si lo hubiera sustituido un hombre con el mismo aspecto físico,
pero… como si fuera un… ¡como un hermano gemelo!
Sonreí ante mi argumento propio de una película y no pasó desapercibido
para el chico de Estocolmo.
—Perece que algo te ha hecho gracia.
—Es una tontería, pero… por un momento he pensado que ese hermano
que has mencionado podría ser gemelo tuyo y podría haberse colado en esta
casa.
—¿Gemelo? —Arrugó la frente, era evidente que no me entendía;
imposible que pudiera seguir el cuso de mis pensamientos⁠—. No, no lo es,
Edvin es un año menor que yo…
—Es que era la única explicación que he encontrado a… tu forma de…
¡olvídalo!
—Explícamelo, Vega, quiero entenderte.
—Estarás de acuerdo conmigo en que el trato que tenemos ahora es muy
distinto al de ayer. Estamos hablando tranquilamente sin lanzarnos dardos,
compartiendo mesa, hablando de nuestros asuntos personales… Algo
impensable días atrás.
Se echó a reír, parecía que había entendido mi argumento del hermano
gemelo.
—Puede que haya otra explicación.
Por su sonrisa temí que mencionara el momento íntimo que habíamos
compartido, no estaba preparada para hacerlo, le tenía muy cerca y nuestros
ojos se cruzaban con facilidad; seguía necesitando una velocidad más
pequeña para procesarlo.
Sonreí y me levanté fingiendo estar interesada en recoger los platos de la
mesa. Él me imitó encargándose de todo lo que quedaba. Escuchaba sus
movimientos, pero intenté no girarme en ningún momento centrada en todo
momento en ocuparme de dejar los platos y los cubiertos limpios. Seguía
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alterándome su presencia y seguía desconcertándome su actitud. Era incapaz
de serenarme y disfrutar del momento, me sentía constantemente como en una
nube, pero en alerta al mismo tiempo, pendiente de cuándo iba a finalizar la
tregua.
Sentí su cuerpo justo de tras de mí, demasiado cerca para solo pretender
trastear en la encimera.
—¿Quieres conocer la explicación? —⁠me susurró al oído mientras pegaba
su cuerpo a mi espalda.
—Ilústrame —le dije suponiendo que se refería a mi teoría sobre el
hermano gemelo para explicar el cambio en nuestro trato.
Me fue dando la vuelta despacio hasta que quedé frente a él. Me arrebató
de la mano una cuchara y la lanzó junto a los otros cubiertos.
—Creo que nos unen las heridas —⁠susurró restregando su cuerpo con el
mío.
Sentí calor, mucho calor, uno que ascendía poco a poco desde mis pies, se
detenía en mi sexo y subía hasta la cabeza. Mis mejillas entraban en
combustión de nuevo y sentí los ojos húmedos, cómo cuando amenazan con
expulsar lágrimas.
—Cuando te caíste de la bicicleta, me pudo verte herida, y ahí empezó
nuestra primera tregua. —⁠Me acarició el rostro con el dorso de la mano.
Su sonrisa empezó a derretirme y mi cuerpo empezó a seguir su ritmo, a
frotarse lentamente con el suyo. Me detuve en seco cuando noté su erección y
me apoyé en la encimera echando levemente la cabeza hacia atrás y
expulsando el aire lentamente.
—Cuando yo me golpeé, se produjo la segunda tregua. ¿Lo ves? Nos
puede vernos heridos.
—Interesante teoría, de haberlo sabido me habría escalabrado antes, me
habría ahorrado muchos disgustos.
Se echó a reír, y mientras lo hacía me lancé a besarlo. Le pillé
desprevenido, pero pareció acogerlo entusiasmado.
El deseo que sentí al verlo sonreír de esa manera, me sorprendió incluso a
mí misma.
Sin duda se trataba de deseo, pero también lo habría descrito como una
fuerza imperiosa que me empujaba hacia él, porque así lo sentí. Lo habría
compartido con los amantes de las historias extraterrestres y habría
conseguido mantener su atención.
Sí, en eso se había convertido el sueco en cuestión de horas. Una luz que
me atraía, un deseo que me empujaba y una explicación inexistente.
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La cabeza…, mi cabeza, esa que normalmente nunca dejaba de funcionar,
parecía detenerse ante su presencia, sin embargo, mi cuerpo, el que nunca
daba un paso sin contar con mi cabeza, parecía más lanzado que nunca. Se
atrevía a responder y a sentir sin el permiso de una mente que, por lo general,
solía dedicarle tiempo a calcular con precisión los pasos que debía dar. Eso no
significaba que fuera una persona extremadamente prudente y equilibrada, en
una ocasión había saltado al vacío y me había estrellado poniendo mi vida
patas arriba, pero incluso en esa ocasión el salto había estado bien calculado.
Keith me había hecho improvisar, dejarme llevar y no pensar, y con esa ya
iban dos las veces que lo había hecho.
No sabía muy bien cómo iba a terminar aquella aventura, pero cuando
volviera a España podría afirmar que, al menos en dos ocasiones, me había
sentido completamente libre para sentir.
Eso era nuevo.
Eso no tenía precio.
Mi aventura empezaba a tener un valor incalculable.
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Capítulo 47
Keith
Había química entre nosotros, lo supe desde que me acerqué a ella el día que
la ayudé a curarse la herida, aunque en el aquel momento me habrían tenido
que matar para que lo reconociera. En las distancias largas siempre había
habido un muro entre nosotros, especialmente por las circunstancias en las
que nos habíamos conocido, las que habían propiciado que viviéramos bajo el
mismo techo, pero en las distancias cortas, más allá de la absurda guerra que
habíamos mantenido, la química se podía tocar con las manos.
Si dejaba a un lado mi orgullo podía confesar, sin temor a equivocarme,
que el día que la acompañé a hacer las compras, cuando me hizo detener el
coche para bajarse y hacer el trayecto a pie, de buena gana la habría tratado de
convencer a besos. Pero en aquel momento nada me habría hecho
reconocerlo, mucho menos los días posteriores, cuando la batalla entre
nosotros estuvo bien servida, aunque fuera yo el que la iniciara en muchas
ocasiones.
Me dejó un sabor muy amargo el día que me acusó de fingir una cercanía
y una tregua, más del que me habría gustado, hasta tal punto que me sentí
aliviado cuando volvimos a lanzarnos dardos envenenados. Me costaba
mucho menos sumergirme en esa rutina que aceptar que Vega me atraía de
una forma que hacía mucho tiempo no experimentaba.
«No vine a curar heridas, ya estaban curadas». Recordé las palabras que
ella había pronunciado.
Heridas…
Entendía su confusión al ver cómo en cuestión de horas habíamos
enterrado el hacha de guerra para dejarnos llevar por el deseo. No se trataba
de la velocidad con la que habíamos sucumbido a él, eso podía ocurrir en
cualquier momento con cualquier persona si la situación lo propiciaba. No
habría sido la primera vez que terminaba entre las piernas de alguna mujer
que había acabado de conocer, pero con Vega era distinto porque la sensación
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de conocerla desde hacía mucho tiempo estaba presente en todo momento,
aunque fuera inexplicable.
Me gustó su forma de inclinarse para besarme, y su forma de acoger mi
forma de acorralarla en la cocina. Intenté mimar los detalles y me esforcé
porque no se sintiera incómoda ni invadida, pero temí no conseguirlo porque
mi forma de desearla en ese momento me podía haber empujado a dar un paso
torpe, uno que la hubiera incomodado.
Interrumpí nuestro beso para encargarme de Snabb que nos observaba
desde la puerta. No sé cuánto tardé en conseguir una de sus golosinas en
forma de hueso y convencerlo para que la saboreara descansando frente al
fuego, su lugar favorito, pero me pareció una eternidad.
Cuando volví encontré a Vega mirando por la ventana de la cocina. Se
giró, me sonrió y bajó la cabeza. Me acerqué con prisa y la cogí por la cintura.
La mesa de la cocina era tentadora, especialmente porque era más alta que
una mesa normal.
La tumbé sobre la mesa, le desabroché el botón y le bajé los pantalones de
un tirón y, aunque se atascaron a la altura de sus caderas, ella me ayudó
impulsándolas y ofreciéndome una imagen maravillosa de sus piernas
entreabiertas.
Hice desaparecer su ropa interior y la arrastré hacia el borde dejando que
colgaran sus piernas. Me abrí paso entre ellas y disfruté de los sonidos que
salían de su garganta. Gemía y respiraba de una forma ruidosa, pero no
ocultaba que le gustaba lo que estaba a punto de suceder. Esa idea me
excitaba más que cualquier cosa.
La arrastré más hacia el borde y dobló las piernas sobre mis hombros
cuando me arrodillé frente a ella inclinándome sobre su sexo y saboreándolo a
placer; era un contacto demasiado íntimo, demasiado invasivo para nosotros,
pero sentí que lo habíamos practicado un millón de veces. Mis movimientos
con la lengua y con los dedos hacían que arqueara la espalda y levantara los
talones que seguían apoyados en mis hombros.
La imagen era perfecta, me sentí hipnotizado y cautivado por esa mujer, la
misma que habría estrangulado poco tiempo antes.
Seguí lamiendo sus pliegues y trazando círculos sobre su clítoris, tenso,
muy tenso. Sus gemidos retumbaron en la estancia y dentro de mí. Me moría
por escucharla, por sentir sus movimientos, por ver cómo luchaba por retener
el orgasmo para prolongar el placer.
Abandoné las caricias con la boca y me incorporé para continuar con mis
manos. Necesitaba mirarla a los ojos, ver el brillo que emanaban los suyos,
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los que tanto me atraían por su tamaño y por todo lo que eran capaces de
comunicar sobre ella.
Me miró con una expresión indescifrable, sonrió y apretó las manos a
ambos lados de su cuerpo cuando le invadió el orgasmo.
Soltó las piernas, se incorporó bruscamente y se agarró al borde de la
mesa. La sujeté para que no perdiera el equilibrio y enterró su cabeza en mi
pecho mientras todavía sentía las últimas sacudidas de la espiral de placer.
Le rodeé la cabeza con las manos y la besé en la cabeza. Decidí de mala
gana no ignorar por más tiempo los ladridos de Snabb, que llevaban unos
segundos sin cesar.
Escuché algo que hizo que saltaran todas las alarmas.
¡¡¡Jan!!!
Era el coche de Jan. Estaba seguro, esa forma de ladrar de Snabb era para
recibir a su dueño.
—Es Jan, ¡maldita sea!
Vega se bajó de la mesa de un salto mientras escuchábamos la voz de Jan
que se enfrentaba al recibimiento de Snabb. Se puso muy tensa y me miró
aterrorizada. Era lo último que deseaba ver en ese momento.
¡Qué oportuno era mi amigo!
La animé a esconderse debajo de la mesa y le entregué su pantalón. Le
hice una señal con la mano indicándole que iba a salir, esperaba que
entendiera que pretendía despejar la zona para que ella pudiera salir
cómodamente.
Jan estaba jugando con Snabb en el salón.
—Siento no haber avisado, pero he venido directamente desde el
aeropuerto —⁠dijo nada más entrar.
—No te preocupes —conseguí decirle, esforzándome para que mi actitud
no llamara su atención.
—¿Estás bien? —me preguntó recorriéndome el cuerpo con la mirada.
—Claro, perfectamente.
—¿Y Vega? ¿Está aquí? He visto su coche. Henna me ha dado algo para
ella. —⁠Levantó una bolsa de papel.
—Debe estar arriba, no la he visto desde hace rato —⁠lo dije
suficientemente alto como para que ella lo escuchara desde la cocina.
—Me iría bien un café. ¿Te entretengo mucho?
Aquello no era lo que deseaba, necesitaba que saliéramos de allí para que
Vega pudiera salir y subir a su dormitorio, pero antes de que pudiera
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improvisar Jan ya se había dirigido a la cocina. Recé para que al menos se
hubiera vestido. ¿Por qué tenía que aparecer justo en aquel momento?
Todavía me dolía el brusco giro que se vio obligada a dar mi erección.
Suerte que llevaba unos pantalones holgados, pero me sentí como un
adolescente, igual que aquella vez en que mi madre me sorprendió tocándole
los pechos a Tilda en el pequeño templete que teníamos en el jardín. ¿Cuántos
años tenía? ¿Catorce?, ¿quince?
Seguí a Jan hasta la cocina, y una vez más lamenté no haber sido capaz de
impedirle que se dirigiera hasta allí, pero estaba algo bloqueado y tanto él
como Snabb corrieron como rayos.
Contuve la respiración hasta que vi la estancia despejada: la puerta
entreabierta que conducía a la despensa me dio una pista de lo que Vega
podía haber hecho.
Suspiré en silencio y me senté cuando sentí que las piernas me
flaqueaban.
—¿Qué tal con Vega?
—Bien, no tienes de qué preocuparte —⁠le aclaré tajante.
Temía todo lo que pudiera pronunciar Jan en ese momento y que pudiera
escucharlo Vega, no tenía ni idea de dónde se había metido.
—Henna me ha dicho que pasaron un día muy agradable en Jönkönping.
Espero que tú no hayas continuado con…
—Jan, es suficiente. Te he dicho que todo está bien, así que no insistas
más.
—¿Qué te ocurre en ese ojo? Lo tienes enrojecido.
—Sí, los he tenido algo irritados, pero no es nada importante: la
primavera.
Miré en dirección a la puerta varias veces, pero Vega seguía sin aparecer.
De repente la escuché a mi espalda. ¿De dónde había salido? Solo había una
forma, o había salido por la sala de la bañera hacia el jardín, o había recorrido
el pasadizo.
—¡Jan!
—Hola, Vega, no quería marcharme sin saludarte, he venido a buscar a
Snabb.
—¡Oh! Qué pena, he disfrutado mucho con él.
—¿De verdad? Snabb es muy cariñoso.
Me miró de reojo, esperaba que no comentara nada de lo ocurrido la
noche anterior sobre el golpe que me provocó el abrazo de Snabb.
—Henna te envía esto. —Le entregó la bolsa.
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—¡Ohhh! Qué amable es —dijo hurgando en su interior⁠—, creo que…
son pasteles.
Me acerqué a la bolsa intentando percibir el aroma que desprendía su
interior. Me dirigí a Jan:
—¿Es lo que creo que es?
—Me temo que sí.
Nos echamos a reír ante la sorpresa de Vega que me cuestionó con la
mirada.
—Henna está convencida de que una receta centenaria de sus
antepasados… —⁠empecé a aclararle.
—¡Ah! Creo recordar que me habló de ello —⁠me interrumpió apoyándose
en la mesa y tomando asiento entre Jan y yo⁠—. ¿Son unas galletas?
—Son más bien unos bollos. Suponemos que la receta original debía
contener algo de jengibre, pero ella lo cuadriplica. Aún no hemos tenido valor
para decirle que son incomibles.
—No nos descubras, Vega, por favor. Henna las prepara dos o tres veces
al año siguiendo una tradición, y… —⁠intervino Jan⁠—. Mejor las pruebas y
sacas tus propias conclusiones.
—¿Cómo quieres que las pruebe? —⁠Le arrebaté la bolsa de papel⁠—.
Observa, Vega. Sabes que Snabb siempre se acerca a la comida.
Le acerqué la bolsa a Snabb, la olfateó y se dio la vuelta.
Nos echamos a reír. Vega había comprobado lo ansioso que era cuando
había comida cerca y cómo incordiaba para que le diéramos algo de la
nuestra.
Nos animamos a contarle algunas anécdotas de Henna y del resto de
amigos con los que nos solíamos reunir.
La vi reír a carcajadas y eso me animó a continuar. Jan tampoco se quedó
atrás y acabamos por contarle todo tipo de aventuras vividas en nuestros
tiempos universitarios, que fueron los más locos y los más atrevidos.
Henna, que era la más imaginativa de todos, protagonizó unas cuantas
historias más, y Vega no dejó de sonreír y de preguntarnos sobre nuestros
comienzos como amigos, incluso el nombre de Henrik salió a relucir.
El brillo que emanó de sus ojos me hizo pensar en la relación que tenían.
Ella lo había descrito como un hermano, como su mejor amigo, pero podía ser
que hubiera algo más entre ellos y ella no hubiera querido pronunciarse, era
algo demasiado personal.
Ignoro por qué me decepcionó la idea de que hubiera algo entre ellos.
¿Qué me importaba a mí?
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Jan se marchó anunciando que en la siguiente semana se celebraría una
reunión de amigos para celebrar el cumpleaños de Edvin y de Henna; por
casualidades de la vida nacieron el mismo día del mismo año.
—Ojalá estuvieras aquí, Vega, nos encantaría que asistieras.
Aquello me pellizcó en el estómago. Vega se marcharía en cinco o seis
días. Me pareció un horror aquel descubrimiento.
—Ojalá, pero lo veo muy difícil, me marcho el próximo domingo.
Jan me miró de una manera que fui incapaz de interpretar.
Seis días. Confirmado.
Solo disponía de seis días para disfrutar de Vega.
Solo…
Despedí a Jan y a Snabb a la altura de su coche, Vega se quedó en la
puerta de la casa.
Jan me miró de una forma extraña una vez más mientras acomodaba a
Snabb en el asiento trasero.
—¿Todo bien, Keith?
—¿Por qué no iba a estar todo bien?
Se sentó en el asiento del conductor.
—¿Cómo llevas tu trabajo?
—Bien, pero no consigo centrarme mucho, no estoy muy inspirado.
—Estoy seguro de que encontrarás una fuente de inspiración.
—Por supuesto —dije tajante. Conocía a Jan y sabía que no me iba a decir
nada de lo que le rondara por la cabeza directamente, tenía la insufrible
costumbre de darle vueltas y vueltas.
—Te recuerdo que Vega es amiga de mi amigo.
—Te recuerdo que Vega es una mujer mayor de edad capaz de tomar sus
propias decisiones. No sé a qué viene esa aclaración, pero es innecesario ese
aire protector. Si crees que es un problema que vivamos bajo el mismo techo,
te recuerdo que no fuimos ni ella ni yo los que pedimos que así fuera. Te
recuerdo que me pediste que fuera amable con ella y que parecías encantado
cuando te confirmé que había buen rollo entre nosotros.
—No hace falta que estés a la defensiva.
—No hace falta que me ataques innecesariamente.
—No lo he hecho, solo te he recordado algo que era importante.
—Solo te he aclarado que lo que tú consideras importante, es irrelevante.
—¿Me puedo marchar en paz? —⁠Me preguntó bajando la guardia,
interesado en que llegara la calma, pero yo continuaba sintiéndome molesto.
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Adoraba a mi amigo, pero me sacaba de mis casillas cuando adoptaba esa
actitud.
—Claro, puedes irte en paz, hermano, y vuelve cuando quieras, pero no
olvides avisar antes.
Se echó a reír, sacó el brazo por la ventanilla y esperó a que le estrechara
la mano.
Esperé a que desapareciera de mi vista para volver a la casa. Vega ya no
se encontraba en la puerta, lamenté más que nunca aquella maldita
interrupción.
No se encontraba en el salón y me invadió una sensación de decepción.
Claramente la situación se había enfriado y no era fácil crear un puente entre
nosotros y estar dispuestos a atravesarlo; apenas nos conocíamos, a pesar de
tener la sensación de que no era de ese modo.
Me acerqué a la chimenea para avivar el fuego, apenas se mantenía vivo,
solo quedaban unas cuantas ascuas muy débiles. Introduje el último tronco y
me recordé mentalmente bajar al sótano para reponer la leña.
Escuché sus pasos y me giré lentamente. No habría sido capaz de describir
con detalles lo que se desató en mi interior, solo habría sido capaz de afirmar
que verla en el umbral de la puerta, con esa expresión serena y esa sonrisa
provocadora, hizo que me temblara el cuerpo y que me invadiera un calor
muy placentero, uno que había dado prácticamente por extinguido, al menos
en cuanto a intensidad se refería.
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Capítulo 48
Vega
Entré despacio en el salón, lo vi de espaldas encargándose de la chimenea. En
otras circunstancias distintas, cualquiera que formara parte de mi vida hasta
ese momento, me habría planteado lo que debía o no debía hacer, habría
dedicado algo más de tiempo a sopesar la prudencia, e incluso la conveniencia
de ir en su busca.
La casa era grande, el recinto mucho más, los alrededores infinitos…
podía estar en mil lugares, pero… yo quería estar en el salón, en el mismo
lugar donde él se encontraba, en el mismo metro cuadrado, cerca de él.
No quise ni necesité pensar, en ese momento me liberé de esa carga y me
dejé llevar por la aventura. Solo había algo que podía detenerme, hacer que
me diera la vuelta y desapareciera: él, pero no lo hizo, al contrario, me acogió
con esa sonrisa que, en cuestión de pocas, muy pocas horas, se me estaba
adhiriendo al cerebro.
Una aventura.
Una aventura en Suecia.
Me acerqué y, solo por un segundo, temí su reacción, pero la sonrisa
continuó, se amplió, se olvidó del fuego y me observó como si se tratara de un
cazador que controla a su presa; y a mí me gustó, y a mi cuerpo mucho más
que me envió un frío placentero que me recorrió de arriba abajo.
Me acerqué hasta quedar a unos pocos metros de él.
—Siento la interrupción, olvidé que Jan tenía que venir a buscar a Snabb.
—No importa —susurré entrelazándome los dedos.
—Sí importa, a menos que haya una posibilidad de retomarlo donde lo
hemos dejado. ¿La hay, Vega?
Cuando pronunció mi nombre me empecé a derretir, y no por la ridiculez
de fuego que había. El tronco que acababa de introducir apenas tenía vida.
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—Prueba a prohibírmelo…
Se mordió el labio inferior y sonrió de nuevo, se giró y cerró la compuerta
de cristal que protegía la chimenea.
—No sé muy bien cómo debo hacerlo, pero quiero hacerlo. Guíame.
Di un paso. Me sentí segura, me sentí fuerte, me sentí excitada.
No necesitaba sentir nada más para continuar, ni mucho menos pensar, de
haberlo hecho no habría salido esa frase de mi boca, pero me gustó que
saliera.
—Prueba a prohibirme que me acerque a ti, y… —⁠recalqué para que no
me interrumpiera⁠— prueba a que me pelee con tus pantalones… Si gano, me
desharé de ellos…
Di un paso más.
Compartíamos el mismo metro cuadrado.
Otro más.
El mismo centímetro cuadrado.
De su mirada era fuego lo que salía y yo, por un momento, intenté
imaginarme lo que se sentiría al ser observada siempre de ese modo.
Solo un palmo nos separaba.
Le desabroché el cinturón sin ayuda y le bajé los pantalones,
acompañando el descenso con mi cuerpo. Me apoyé en una rodilla y estiré de
ellos hasta desprenderlos de su cuerpo; ahí si me ayudó.
Me incorporé e hice lo mismo con el bóxer y volví a incorporarme.
—Prohíbeme que te acaricie con la boca, y que juegue con la lengua.
Emitió un sonido ronco, echó la cabeza suavemente hacia atrás y se apoyó
de espaldas en la cornisa que había en la parte superior de la chimenea. Su
altura le permitió apoyarse con los codos.
Me acerqué a sus labios, enredé mis brazos en su cuello y le besé.
—Te lo prohíbo todo, Vega, todo lo que has mencionado, y todo lo que se
te pase por la cabeza.
Inicié el descenso y me detuve a la altura de su erección, acariciándola
primero con las manos y luego con los dientes. La besé, la succioné, me la
introduje completamente en la boca e inicié un ritmo de movimientos que me
acompañaron con el ligero temblor de su pierna y el ruidoso sonido que
emitía su garganta.
El fuego de la chimenea empezó a avivarse, me ardía parte de la cara y del
cuello, y sentí el mismo calor en sus piernas.
Me detuve, me incorporé y disfruté de ver la confusión en sus ojos.
—Me estoy abrasando la cara.
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Me cogió en brazos mientras yo gritaba por la sorpresa y me llevó hasta el
sofá donde me tumbó con cuidado.
Me desnudó en un abrir y cerrar de ojos sin dejar de mirarme.
Esa mirada… me llevaba a comportarme de una manera que nunca antes
me habría cruzado por la cabeza.
Se introdujo en mi interior bruscamente y grité por la invasión, pero sus
siguientes movimientos fueron lentos, pausados, suficiente para que me fuera
adaptando y le fuera acogiendo.
Nos llevó mil horas hasta gritar presos del orgasmo, ¿o fueron mil
minutos? ¿O… doce horas?
Perdí la noción del tiempo, lo perdí todo, hasta la cabeza, excepto las
ganas de vivir y de sentir.
De nuevo el tiempo se ralentizó y tardamos en recuperar la respiración, y
en mi caso la cordura que, por un momento, tras todo lo que llegué a sentir,
pensé que la había perdido. Pero no me importó.
Tiró de mí y me llevó de la mano a través de la cocina y del pasillo de la
despensa mientras me preguntaba si me apetecía darme un baño. Asentí con la
cabeza, pero no pudo verme, cuando volvió a mirarme fue para decirme que
me sumergiera con él.
Me coloqué encima de él y me abrazó con las piernas. El agua nos cubría
solo una pequeña parte del cuerpo y esperamos, embobados, como dos niños
que volviera a llenarse.
—Háblame de tu estancia en Suecia. Valórala.
Me eché a reír, su petición me recordó a las valoraciones que solían pedir
las plataformas de viaje tras realizar alguno de ellos. Así se lo hice saber y
nos reímos juntos.
—Valora sobre el diez.
—Veamos… la estancia se lleva la puntuación de diez: la casa es
impresionante. La isla se lleva la puntuación máxima, aunque no la he
explorado al completo. El lago se lleva veinte estrellas, al menos los dos
miradores de los que he abusado. El restaurante de… ¡No lo sé! Uno que…
—¿En el puerto o en Tunnerstad?
—En Tu…
Nos echamos a reír por mi pronunciación.
—Continúa.
—El restaurante donde he comido varias veces, una cosa deliciosa que se
llama Janssons Frestelse —⁠pronuncié de una forma correcta porque me lo
había aprendido bien tras preguntarle a Henrik⁠—, ¿qué?, ¿lo he dicho bien?
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—Estupendamente, estoy impresionado.
—Me gustó mucho y le pedí a Henrik que me repitiera veinte veces cómo
se pronunciaba. Me encantó.
—¿Fuiste a un restaurante cercano a donde estuvimos haciendo las
compras?
—Exacto, ahí estuve, sentía nostalgia tras haber estado allí, fueron unos
momentos tan entrañables, fuiste tan amable, tan generoso, tan…
Me sumergió la cabeza en el agua y le di un codazo al salir.
—Bien, continúa, ahora ya sé que te gusta ese delicioso pastel de cebolla
y anchoa.
—¿Eso lleva?
—Sí, ¿qué creías?
—No lo sé, pero hasta hace poco detestaba las anchoas. ¿De verdad lleva
anchoas?
—Sí, se suele elaborar con patatas, cebollas, anchoa… ¿cómo te diría? En
fermento, ¡no!, fermentada, y… si no olvido nada… ¡nata!
—Joder, anchoas fermentadas… y nata. Vaya, eso no me lo esperaba.
Se echó a reír y me insistió para que continuara con mi valoración.
—El restaurante un diez, claro que lo de las anchoas… —⁠Hice una pausa
para escucharlo reír, me encantaba. Toda aquella intimidad y calma debía ser
producto de un sueño y en cualquier momento despertaría⁠—. El clima un dos,
no me gustan las primaveras con abrigo y botas —⁠de nuevo su risa me
detuvo⁠— y… mi compañero de casa, el otro inquilino…
—Ese, ese, háblame de él…
—El primero que tuve, un número negativo sin duda, el segundo
aprobado, cinco, seis… siete si tengo un día generoso.
—¿Ha habido dos compañeros de casa?
—Eso sigo pensando, un trastorno de personalidad, un gemelo camuflado,
una cámara oculta… pero algo raro ha pasado.
—Vega… —Me acarició las manos—, sé que fui muy desagradable y
tajante contigo, y créeme que lo siento. No te imaginas lo mal que me sentó
tener que compartir la casa, por mucho que dijera Jan, supe desde el principio
que iba a ser difícil encontrar una solución y me desbordó el mal humor.
—A mí tampoco me gustó, pero no consigo entender que te sentara tan
mal, en parte sí, pero… fuiste demasiado imbécil, demasiado estirado y gi…
—Es suficiente, he tenido muy claro todos estos días lo que pensabas de
mí.
—¿Tanto trabajo tienes? ¿Era por ese motivo?
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—Vega… me ha costado planear esta pequeña excedencia, no ha sido
fácil. Siempre suelo descansar en primavera, pero este año tenía la agenda
algo apretada y me ha costado conseguirlo. Tenía un proyecto importante que
llevar a cabo, por él pedí el permiso en el trabajo, pero al ver que no
conseguía concentrarme… me fui irritando cada vez más, y tú no ayudaste
mucho.
—Yo te respondí, no inicié la guerra. Respondí y la mantuve, pero la
declaraste tú.
—Lo admito.
—¿En qué consiste ese proyecto? ¿En la columna que me hablaste del
periódico?
—No, es para… Digamos que para… Yo…
—No importa, no te esfuerces, dejémoslo en que es un proyecto.
—Quiero terminar un libro que empecé hace unos meses, ya he publicado
otros dos.
—¿Libros? Eres escritor… —apunté entusiasmada⁠—. Háblame de ellos.
Me habló, pero no me desveló el nombre que utilizaba como autor, solo
me dijo que escribía bajo seudónimo, que sus dos anteriores novelas habían
sido todo un éxito y que solo el sueño del periódico, Jan, Henna, su hermano
y su editor conocían su identidad.
Me impresionó que me lo contara, pero lamenté que no me proporcionara
más datos, era evidente que no podía confiarme algo así, pero sentí una
inexplicable decepción.
—No podré leer ninguno de ellos. Primero porque me imagino que los has
escrito en sueco, y segundo, porque descubriría tu nombre.
Guardó silencio y mi pequeña decepción se acentuó. Me esforcé porque
no lo notara. ¿Por qué iba a compartir conmigo un secreto? ¿Tan ingenua me
había vuelto?
—¿De qué tratan?
—Un asesinato qué resolver en un contexto actual, aunque con origen en
un hecho histórico, y… una historia más o menos de amor de fondo. Están
traducidos al inglés.
Me quedé clavada. Esperaba que me dijera que se trataba de ensayos, o de
novelas de terror, ciencia ficción, fantasía… ¡Le pegaba mucho más!
—Entonces ¿nadie te conoce por ser el autor?
—Solo las personas que te he dicho.
—¿Por qué?
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—Mi trabajo es otro, eso solo es algo que me gusta, no quiero llevarlo
más allá, de momento quiero continuar, pero si me canso me detendré. Me
gusta escribir así, sintiéndome libre, anónimo.
—Te entiendo, escritor.
—¿Por qué me entiendes?
—Porque una vez deseé con todas mis fuerzas esa sensación de…
anonimato, o de libertad, y… condicionó mi carrera.
—Me dijiste una noche que necesitabas respuestas a un asunto vocacional.
¿Las has encontrado?
—No, quizás las encuentre otro día.
—¿Y la paz y desconexión que necesitabas?
—No me has dejado, Nostradamus.
Volvió a sumergirme, pero me prometió no volver a hacerlo cuando le
amenacé con salir.
—Hablo en serio, Vega.
—Yo también, te lo acabo de decir, apenas me has dejado relajarme, tanta
tensión…
—Hablaste un día de heridas curadas… ¿lo están? —⁠me interrumpió.
Aquello me cogió por sorpresa, el giro que tomó la conversación me
inquietó, no era lo que me apetecía, mucho menos cuando tenía su miembro
acariciándome el culo constantemente.
—Sé que cuando viniste no estabas bien…
—No estaba mal, solo necesitaba desconectar.
—¿Pero has pasado una época dura antes de venir?
—Eres un poco cotilla.
—No me digas eso, solo me intereso.
Sonreí, parecía un niño protestando por algo que se le había acusado
injustamente.
—Síííííí, pasé unos meses complicados, pero ya está, no quiero pensar en
ello.
—Sé que… el caso es que me contaron que habías… Me lo dijo Jan,
espero que no te moleste.
Me tensé, no sabía qué le había podido contar Jan sobre mí, mejor dicho,
Henrik a Jan, esperaba que no se tratara de lo que estaba pensando en ese
momento.
—¿Qué te dijo?
—Que perdiste a tu novio en un accidente.
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Tragué saliva, me sorprendió, incluso me molestó que Jan supiera detalles
de mi vida, especialmente por la fuente de la que los debía haber obtenido,
pero intenté no darle demasiada importancia, seguramente esa información se
produjo dentro de un contexto que propició el comentario.
—Sí, perdí a… Sergio en un accidente de coche.
—Lo siento, ha tenido que ser muy duro.
—Sí, lo fue.
—Tú… ¿viajabas con él?
—No, de haber sido así no estaría aquí.
Me quemaba el pecho, no me gustaba recordar ese momento, mucho
menos en las circunstancias en las que me encontraba.
—¿Cuándo ocurrió?
—¿Te refieres a cuánto tiempo hace?
—Sí —susurró en mi oído.
—Hace unos dos años y medio.
—¿Dos años? —preguntó con un tono de voz alto. Me giré para mirarle a
la cara y me encontré con una expresión de sorpresa. Debió darse cuenta de
mi desconcierto y suavizó su expresión. Me pellizcó la nariz y me guio para
que me acomodara nuevamente.
¿Por qué se había sorprendido tanto?
Nos olvidamos de los accidentes, las vocaciones, los pasteles de anchoas y
los libros de asesinatos, y nos sumergimos, nunca mejor dicho, en otra sesión
que nos condujo a otra espiral de placer, más, si cabe, que la anterior.
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Capítulo 49
Keith
Un día. Veinticuatro horas. Esas eran las primeras palabras que se instalaron
en mi mente nada más abrir los ojos aquella mañana.
Respiré hondo intentando tranquilizarme y hacer desaparecer la inquietud
que sentía, pero se hizo más intensa cuando la observé dormir a mi lado.
Desde el episodio de la bañera habían transcurrido cinco días, cinco largos
e intensos días. Todos ellos habían terminado en el mismo lugar donde nos
encontrábamos en ese momento, en mi cama, la suya permaneció intacta…
Bajé al salón con mucho cuidado de no despertarla, aunque me habría
quedado de buena gana a su lado, era un espectáculo verla dormir y esperar a
recibir su primera sonrisa de la mañana, esa que me había regalado todos los
días antes de taparse la cabeza con las sábanas y confesarme que nada más
despertar no estaba preparada para que la mirasen fijamente.
Esbocé una sonrisa mientras bajaba sigilosamente las escaleras
recordando cómo habían terminado todas esas mañanas bajo las sábanas y,
sonreí de nuevo cuando recordé cómo me había despertado dos noches atrás:
En medio de la confusión sentí su aliento en la parte baja de mi abdomen,
y en adelante solo recuerdo la avalancha de placer que me invadió, el silencio
tras caer rendido y su abrazo antes de cerrar los ojos y decirme: «Sigue
durmiendo, Nostradamus, es que tenía insomnio y necesitaba entretenerme
con algo».
Pero no seguí durmiendo, aunque me dejó sin apenas fuerzas, me sedujo
mucho más la idea de entretenerme yo también y entretenerla a ella,
enterrando la cabeza entre sus piernas y entre sus pechos.
Ese era uno de los aspectos que más me atraían de ella, su capacidad para
improvisar frases ingeniosas que me hacían reír a carcajadas; de la misma
manera que a veces me impactaban por tratarse de palabras que pronunciaba
de forma inocente o incluso de forma dolorosa.
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Me preparé de forma generosa un café bien cargado, más de lo habitual,
con un filtrado «bajo», como a ella le gustaba.
La cafetera cobró vida dentro de mí al recordar los primeros dardos que
nos lanzamos con ella. Me pregunté si alguna vez, preparando una nueva
jarra, iba a ser capaz de no pensar en ella.
Se agolparon miles de imágenes en mi cabeza, como si estuviera delante
de un proyector y, aunque en un principio me esforcé por apartarlas, acabé
sucumbiendo a ellas mientras me acercaba a la ventana y veía cómo un nuevo
día despuntaba.
Habíamos pasado gran parte de los últimos cinco días fuera de la casa.
El restaurante. Esa fue de las primeras imágenes que me regaló el
proyector en el que se había convertido mi mente en ese momento.
Almorzamos fuera todos los dos días, y solo uno de ellos lo hicimos para
la cena. Visitamos su restaurante favorito y otros tantos que sabía que le
gustarían. Me gustaba observar cómo apreciaba los pequeños detalles y cómo
sabía sacar a relucir el aspecto más positivo de cada lugar.
Las anchoas fermentadas se convirtieron en un objeto de bromas, pero no
perdió oportunidad de llevárselas a la boca siempre que pudo, a pesar de que
le recomendé otros platos que intuía le podrían gustar.
Gränna. Segunda imagen que proyectó mi mente. Un paseo por todas sus
calles, y dos paradas para admirar las típicas tiendas de caramelos por las que
es conocida la pequeña ciudad, incluso una pequeña muestra de cómo los
fabricaban.
Giré la cabeza para ver un bastón de caramelo que se encontraba en la
mesa de la cocina. Apenas conservaba el dibujo original debido a toda la
actividad que tuvo durante el tiempo que jugamos con él sobre la mesa.
Sonreí y noté presión en la entrepierna al recordarlo.
Me levanté y paseé alrededor de la mesa, con la taza medio vacía en la
mano y una extraña sensación de vacío.
Me rendí de nuevo a las imágenes.
La ventana. La que tenía delante y una de las del salón, dos lugares desde
los que habíamos observado el jardín en varias ocasiones.
Cuando se quedaba absorta mirando a través de ellas, me acercaba para
abrazarla por la espalda y apoyar mi cabeza en su hombro para susurrarle
cualquier cosa que la hiciera reír. En esos momentos, que se habían repetido
durante los últimos cinco días, solía darse la vuelta muy despacio, ponerse de
puntillas y enredar sus brazos en mi cuello para terminar besándome y…
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acabábamos en cualquier rincón de la casa dando rienda suelta a ese extraño
deseo que sentíamos.
Extraño, sí, muy extraño. Porque esa intensidad la había vivido en muchas
ocasiones, más de las que sería capaz de enumerar, pero solía disiparse tras el
primer encuentro, o tras el segundo, o… incluso tras varios encuentros,
siempre que distara un tiempo prudencial entre ellos; pero con Vega era
diferente, esa idea, puede que equivocada, era lo que más me confundía.
Puede que el estar condenado a terminar hubiera propiciado esa entrega
por mi parte. Puede que saber que no era necesario ni conveniente ni
pertinente hablar de «mañana», o de un siguiente encuentro, o de «futuro»
hiciera que fuera más fácil para mí dejarme llevar y no prestar atención a los
detalles que pudieran confundir en el concepto de continuidad o de
estabilidad.
Puede que para ella también fuera de ese modo…
Lo ignoraba, solo sabía que pocas veces fuera de mis artículos, mis
columnas o mis novelas, me permitía filosofar y buscar conceptos tan
profundos como en aquel momento.
Se trataba de una aventura, una con fecha de caducidad, una que
terminaba justo en el momento en que ella se dirigiera al aeropuerto para
retomar su vida donde fuera que la hubiera dejado.
Su vida…
Un enigma más. Vega era trasparente, no ocultaba sus emociones ni se
reprimía a la hora de expresar en voz alta lo que deseaba o cualquier otro
pensamiento que le cruzara por la cabeza: se burlaba, me atacaba, me
provocaba… Sin embargo, había un lado que no correspondía con la claridad
y la luz que ella siempre mostraba. Se trataba de instantes fugaces, de gestos,
de movimientos bruscos que intentaba suavizar cuando yo reparaba en ellos, o
de cambios radicales de conversación que dejaban bien claro lo mucho que le
afectaba la dirección que estaba tomando, aunque nunca sabía dónde se
dirigía ni qué podía estar pasando por su cabeza.
No se trataba de simples detalles que pudieran molestarle ligeramente,
¡no! En sus ojos había observado muchas veces algo parecido a un brillo
propio del dolor, de unas lágrimas que luchaba por contener y… en ocasiones
habría jurado que era rabia lo que contenían.
Yo mismo me sorprendí de ser capaz de reflejar todas esas emociones en
una simple mirada. Lo había escrito muchas veces para describir a los
personajes de mis novelas, pero en realidad nunca había creído que una
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mirada pudiera dar tanta información. Las miradas de Vega eran una lista
interminable de emociones.
Había las que me anunciaban el calor que sentía, las ganas de atravesar el
pasillo liberándose de las llamas que amenazaban con abrasarla, tal y como
ella había descrito en una ocasión con esas mismas palabras; había las que
reflejaban un dolor intenso, el propio de un recuerdo doloroso, como cuando
apoyaba su cabeza en mi pecho y yo le preguntaba si notaba como el corazón
se me iba a salir de él. Era nombrar un corazón, o un latido, y observar como
viajaba a años luz de donde nos encontrábamos.
También había las miradas que reflejaban decepción, como la que la
acompañó cuando me habló de su madre y de su carrera a petición mía. Tuve
que insistir, pero me despertaba mucha curiosidad conocer esa parte de su
vida.
Se animó a hacerlo una de las noches que nos sentamos al calor del fuego
dispuestos a perder todas las nociones: la del espacio y la del tiempo,
especialmente.
—Mi madre es cirujana cardiovascular, durante muchos años fue jefa de
cirugía en un hospital de Madrid tras muchos años de trabajo en ese mismo
lugar. Yo empecé allí la residencia, también de cirugía, pero la abandoné unos
meses después. Me resultó imposible soportar las comparaciones de algunos
compañeros suyos: «Tu madre cuando llegó hacía esto…». «Tu madre no
habría decidido esto o lo otro…». «Tu madre se sentirá orgullosa de ti cuando
sepa lo que has hecho…». «Tu madre no lo habría aprobado…». «Tu madre
ha llegado donde está por esto… o por lo de más allá… o por…». Era
insufrible, pocas veces las comparaciones iban de la mano de un halago, casi
siempre era una forma de indicarme el camino que debía seguir. ¡Tu madre
esto, tu madre lo otro, tu madre, tu madre, tu madre…!
Aunque trató de narrarlo sin exponerse demasiado, incluso pincelándolo
con tintes de humor, supe que ese tema era una espina clavada muy
profundamente en ella. La segunda parte de su relato así lo confirmó.
—Mi madre era un ejemplo a seguir, pero solo como doctora. Consiguió
llegar lejos en su carrera a base de dedicarse a ella en cuerpo y alma,
completamente, las veinticuatro horas del día. Las frases relacionadas con
recoger los frutos del esfuerzo, el sacrificio, la tenacidad, la perseverancia, los
obstáculos… eran constantes. Nunca había nada positivo en sus mensajes,
solo esfuerzo, sacrificio… Nunca hubo vacaciones, ni escapadas a la
montaña, ni parques, ni cuentos por la noche, ni meriendas al sol, ni tardes de
compras, ni helados, ni conversaciones superiores a un minuto, a menos que
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contuvieran sus discursos preferidos sobre el trabajo, la disciplina y la
renuncia a vivir. Mis cuentos, los que me regalaba con frecuencia consistían
en todas las versiones editoriales dedicadas a la anatomía humana.
»Nunca pude hablarle del chico que me gustaba ni del que me rompió el
corazón; ni del primer beso, ni de mis dudas e inquietudes sobre mi primera
menstruación, o… mi primer día de colegio o de instituto. Siempre
hablábamos de formación, de estudios, de residencias, de masters, de
doctorados, de… medicina. Siempre dio por hecho que seguiría sus pasos,
jamás me preguntó qué deseaba. Yo intenté decirle que tenía interés en otros
campos, pero tampoco insistí demasiado, el caso es que la medicina me
interesaba, aunque todavía no sé si fue algo vocacional o un camino que opté
por seguir sin más. Cuando era pequeña quería ser como ella, la admiraba y…
me había inculcado tantas veces los pasos que tenía que dar que me lancé de
cabeza en su mundo y no me lo cuestioné lo suficiente.
»Tengo treinta y un años y… todavía no sé si me gusta mi trabajo, si lo
cambiaría, si disfruto con él o si es el momento de hacer cambios. Soy
incapaz de decidir si debo o no seguir en la medicina, o empezar con una
nueva especialidad… Escogí Medicina Familiar porque era la única opción
para no dar un parón importante y así poder seguir una vez que renuncié a la
residencia en cirugía. También era una forma de salir del hospital y de
marcharme a kilómetros de donde estaba ella. ¿Se puede decir que eso es una
vocación?
—¿Tu madre aceptó mal tu decisión?
—Sí, hace ocho años que no tenemos relación, Keith.
—¿Ocho años? —pregunté perplejo. A pesar del perfil que hizo de su
madre no salía de mi asombro cuando pronunció el tiempo que llevaban
distanciadas.
—Sí, me dijo cosas terribles cuando le informé de mi decisión y me fui de
casa, en un principio estuve unos meses viviendo con mis tíos, mi única
familia en aquel momento. Mi tía Clara y ella estaban muy unidas, aunque
también tenían muchos enfrentamientos por culpa de mi madre. Después
alquilé mi primer apartamento, aunque lo compartí con una amiga, y
oficialmente me independicé.
—¿Y no has sabido nada de ella?
—Dos años después me llamó y nos encontramos en mi casa. Estaba
dispuesta a tener un acercamiento, pensé que esos dos años habrían
contribuido a que cambiara algo, pero llegó con el hacha de guerra en la
mano. Volvió a reprocharme mi decisión, me ridiculizó, me auguró un futuro
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siniestro, me expresó lo mucho que se avergonzaba de mí, y un sinfín de
barbaridades que… —⁠Se detuvo, por primera vez y noté un ligero temblor en
su cuerpo⁠—. Hubo otros temas, pero prefiero no entrar en ellos, Keith.
—De ahí la frase de la… gloria apenada ¿cómo era?
—Sin pena ni gloria —dijo riendo⁠—. Sí, esa fue una de las frases que me
regaló. Concretamente me dijo: «Pasarás por este mundo sin pena ni gloria»,
¿o fue por esta vida? No lo recuerdo, pero era su manera de decirme que para
ella era una fracasada, una palabra que empleaba mucho para describir a las
personas. Menos ella, que era el vivo ejemplo del triunfo, el resto de mortales
éramos unos pobres fracasados.
—Cómo me hubiera gustado conocer a esa mujer… —⁠le dije
pellizcándole en la nariz y provocando que se riera de nuevo.
—Ya conoces la historia de mi carrera, la madre con la que me he criado
y… esos detalles sórdidos de mi vida. Si te preguntas si me afecta, la
respuesta es no, hace años que dejó de importarme. Henrik se la encuentra de
vez en cuando, su estudio está cerca del hospital y se cruzan en algún
restaurante. Nunca le ha preguntado por mí, pero al menos sé que sigue viva,
que es lo único que puede llamarme la atención saber de ella. Mi tía Clara,
que se comunica conmigo vía mensaje dos veces al año, o tres, a veces deja
entrever que vuelve a estar en contacto con ella y que está bien. Mi madre y
mi tía estuvieron un tiempo también distanciadas, poco después de morir mi
tío, pero… al parecer eso ha quedado atrás.
—Es una historia muy triste —⁠le dije abrazándola. Su sonrisa infantil y su
expresión serena quedarán grabadas siempre en mi memoria.
Su relato me acercó más a ella, aunque sigo sin entender por qué. En
ningún momento me pareció que fuera una persona que arrastrara su pasado,
aunque era evidente que su vida no había sido muy fácil. No conocía a Vega
apenas, pero me parecía una persona feliz, con ganas de vivir, aunque había
algo en su pasado que parecía impedírselo, y no era la historia que me había
contado de su madre. De ser así no habría bromeado sobre ello, porque lo
hizo en todas las ocasiones posteriores que salió a relucir el tema. Quizás
fuera una forma terapéutica de afrontar lo que le hacía daño, pero no me lo
pareció.
Conforme la iba tratando me iba convenciendo más de que había algo en
su vida que le impedía avanzar. Ella me habló del accidente, pero fue mucho
tiempo atrás, sin embargo, cuando le pregunté si había llegado a Suecia sin
estar bien del todo no lo negó, es más, lo confirmó.
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Si juntaba todos los comentarios que había hecho sobre los motivos de su
viaje, aunque la palabra «descansar» y «desconectar» se repitieron, también
habló de heridas que ya estaban curadas y… incluso Jan me dijo que estaba
atravesando un mal momento. No podía tratarse de su novio, el que murió,
por mucho que llorara su pérdida habían transcurrido más de dos años…
Era confuso, y por muchas vueltas que le diera a la cabeza, a menos que
ella me lo aclarara, no iba a llegar a ninguna parte.
Pero era solo una aventura, ¿qué importaban los problemas de Vega? En
pocas horas volvería a su vida en España y yo tendría que volver a la mía y
ponerme delante del libro que pretendía terminar.
El libro…
Ni me había pasado por la cabeza trabajar. Ese era solo un elemento más
de la larga lista que había ido confeccionando en los últimos días sobre
inquietudes sin resolver. Era el mismo proyecto que hizo que me desesperara
cuando ella llegó y por el que le declaré la guerra, sin embargo, en ese
momento me importaba más bien poco. Tenía dos semanas más por delante
para sumergirme en él, pero la idea de que ella no estuviera me alteraba hasta
un punto que era incapaz de comprender.
Era solo una aventura, pero… entonces ¿por qué me martilleaba en el
pecho la idea de que siguiera afectada por la pérdida de su novio? Entonces
¿por qué me dolía que se marchara?, ¿por qué había abandonado el proyecto
de mi libro?, ¿por qué habría matado en ese momento por volver el tiempo
atrás y no desperdiciarlo con la batalla que nos declaramos nada más llegar?
Me sentí tan abatido que abandoné las vistas y salí de la cocina, quizás de esa
forma podría quitarme el nudo que tenía en la garganta.
Avivé el fuego para que estuviera preparado cuando ella bajara y el nudo
se hizo insoportable.
Sentí ganas de llorar. ¿Qué coño me estaba pasando?
Conseguí calmarme un poco y me senté delante del fuego. Era nuestro
último día juntos y tenía que planear algo que nos hiciera disfrutar más que
nunca. Y eso consistía en pasar el día pegados el uno al otro.
Me animé a proponerle que visitáramos el castillo, el único de los dos de
la isla, que nos quedaba por visitar, el que se encontraba en el sur.
Desde allí podría mostrarle las mejores vistas al lago de toda la isla. Sabía
cuánto le gustaba verlo, especialmente desde la orilla.
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Sonreí al recordar el paseo en barco que hicimos dos días antes, al volver
de Gränna, cuando Lars me proporcionó una pequeña embarcación que nos
permitió cruzarlo.
Estaba aterrorizada, pero conseguí que disfrutara de la navegación. Se
abrazó a mí mientras lo conducía y no me soltó hasta que llegamos, pero
conseguí que cerrara los ojos y sintiera la fuerza de aquellas aguas sin temor.
Hice mío su miedo, su pánico a navegar…
Eso no formaba parte de una simple aventura, eso era mucho más.
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Capítulo 50
Vega
Le escuché salir de la cama y del dormitorio, pero no quise que supiera que
estaba despierta. Necesitaba unos minutos a solas para ser capaz de procesar
todo lo que había ocurrido fuera y dentro de mí en los últimos cinco días.
Quería olvidarme del mundo y lo había conseguido. Objetivo cumplido.
¿Qué más podía desear? Me había olvidado de todo, hasta de Henrik quien el
día anterior me llamó preocupado por no tener noticias mías. Me dijo que Jan
le había contado que me había visto y que estaba bien, pero le extrañó que no
le enviara ni un solo mensaje ni ninguna fotografía, como había hecho desde
que llegué a la isla.
Tampoco volví a ver a Henna, aunque me llamó para proponerme visitar
Gränna le dije que Keith se había ofrecido a hacerlo, fue lo único que se me
ocurrió decirle, y ni siquiera fue idea mía, sino de él. No le mentí, pero
tampoco hice nada por ponerme en contacto con ella y proponerle otro
momento u otra visita a cualquier parte. Esperaba que no se hubiera
molestado, pero lo último que deseaba era alejarme del sueco…
El sueco…
Definitivamente ya no me apetecía llamarlo así, ya no estaba enfadada ni
molesta por su actitud, estaba encandilada, entusiasmada, y eso requería un
«Keith» a la hora de nombrarlo.
¿Qué me había hecho?
Algo parecido a la hipnosis debía ser, porque el estado de gilipollez que
había mantenido todos esos días debía tener una razón más convincente que el
simple hecho de haberme dejado llevar por la aventura… o un affaire o lo que
fuera aquello que había ocurrido entre nosotros.
Dos semanas en Suecia y ya me sentía como si fuera otra persona, y mi
pasado… eso, un pasado. La psicóloga estaría orgullosa, no me había
lesionado el cuello de tanto hacer el ejercicio de mirar atrás, pero sí había
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conseguido olvidarme por completo de lo que quedaba en esa dirección… ¡Sí!
Había sido todo un progreso.
Anoté mentalmente llamar a la psicóloga.
¿Qué le iba a decir? ¿Que había conocido a un hombre que, durante una
semana completa, con alguna que otra excepción, había detestado y deseado
hacer la vida imposible? ¿Que había disfrutado jodiéndolo de todas las
maneras que se me ocurrieron? ¿Que ese mismo hombre había sufrido una
transformación y se había convertido en el ser más adorable que se pueda una
mente imaginar? ¿Que habíamos follado en todos los rincones de la casa?
Y también que me partía el alma tener que volver a España…
Y que nadie, nunca, me había mirado como él…
Esa idea me hizo dar un salto de la cama y dirigirme a la ventana. Si no
ponía freno el drama iba a estar servido durante las próximas horas.
Al ver la cabaña a lo lejos sentí un pellizco en el estómago. Al ver el
jardín, recordé todas las noches que habíamos paseado sobre él; al ver la cama
deshecha me pregunté si sería capaz de volver a sentir lo que había sentido
bajo esas sábanas; al ver su almohada mal colocada me dirigí hacia ella, me
senté en el borde y la llevé a mi rostro para poder inundarme de su aroma…
Así podría haber estado durante horas, algo me decía que me quedaban
muchas de esas sesiones cuando dejara de pisar suelo sueco.
El paseo en barco y el temor que se quedó en las aguas del lago…, los
paseos en bicicleta, especialmente el que hicimos en dirección sur y nos
encontramos con una de las zonas más estrechas donde se podía apreciar el
lago a ambos lados… las cenas en la cocina, el castillo… el calor de la
chimenea…
Y las veces que me había dicho «Te prohíbo» y las veces que le había
dicho «Prohíbemelo».
Prohíbeme besarte, Keith, prohíbeme tocarte, prohíbeme acercarme a ti,
prohíbeme abrazarte…
Se convirtió en un juego de palabras, en una forma nuestra de
comunicarnos, en un símbolo que marcaba la puerta que estaba a punto de
abrirse. Unas palabras que inauguraban la siguiente sesión de placer, el
siguiente momento de pasión, las siguientes risas.
Los «prohíbeme» se terminaban y yo me preguntaba si existiría una
fórmula mágica que me permitiera olvidar todo lo que se había desatado en
mi interior.
Keith se había convertido en una lista de «nunca antes». Nunca antes
recordé haber tocado el cielo de la misma forma. Había disfrutado del sexo,
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mucho, pero no de aquella manera; nunca antes me sentí tan impulsiva ni con
tanta iniciativa a la hora de decir y de hacer; nunca antes había deseado tanto
que se detuviera el tiempo. Nunca antes había imaginado disfrutar sobre un
barco, ni me habría quedado embobada viendo cómo se fabricaba un
caramelo, mucho menos se me habría ocurrido todo lo que llegué a hacer con
él cuando llegamos a la casa…
Nunca antes le había contado a nadie la historia de mi madre, ni la de mi
trabajo… solo la conocía Henrik, y una parte de ella, Lucía.
¡Qué lejos lo veía todo ello! Incluso Sergio y el accidente, algo de lo que
no volvimos a hablar.
No eran temas que habría escogido nunca, pero insistió tanto que quise
complacerlo, aunque era de ley reconocer que me había gustado compartir esa
parte de mi vida con él.
Nunca antes pensé que me enamoraría de ese rincón de Suecia y…
Me acaricié el pelo y me dirigí al baño en busca de agua fría. Necesitaba
humedecerme la nuca y si era posible esperar a que penetrara dentro de mis
neuronas para activarlas un poco.
Me miré en el espejo mientras recogía los restos de agua en mi rostro.
¡Maldita sea! ¿Por qué se tenía que acabar? ¿Por qué me destrozaba la
idea de pensar que era el último día en sus brazos?
Pero por vueltas que quisiera darle no iba a conseguir nada, excepto
estropear el último día. Si algo estaba claro era que al día siguiente volaría en
dirección a Madrid y una vez allí esperaría a que se me pasara el síndrome de
Suecia y me dedicaría a hacer lo que tendría que haber hecho en la isla:
pensar qué hacer con respecto a mi trabajo.
Mientras… quedaba un día por delante y lo quería aprovechar.
«¡No es una puta aventura, Vega! Lo sabes bien», me dije bajando las
escaleras, dispuesta a perderme en los ojos de colores que se iban a convertir,
casi con seguridad, en los protagonistas de mis sueños los próximos doce
siglos.
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Capítulo 51
Vega
Llegamos entre risas al castillo Näs, en el sur de la isla. Keith no dejó de
contarme anécdotas sobre las opiniones de algunos de sus seguidores en
algunas de las columnas que publicaba en el periódico.
Me llamó la atención la manera que tenía de hablarme de su trabajo, como
si fuera un becario y solo llevara unos pocos meses en el periódico. En ningún
momento su relato se acercó al que me ofreció Henna en su momento sobre
su carrera, su prestigio como periodista y su popularidad en las publicaciones
semanales; se mostró humilde y discreto al hablarme de ello, como si fuera un
principiante o un simple aficionado.
Crecí con un concepto algo distorsionado de la humildad y del ego, mi
madre se encargó con mucho empeño de ello, aunque, afortunadamente nunca
seguí sus pasos y no tardé en adoptar una versión muy distinta de esos
conceptos.
Me molestaban las personas que necesitaban destacar continuamente sus
logros en una conversación, y conducirla de manera que siempre estuviera
presente el éxito en su trayectoria. En mi carrera me había encontrado con
muchos de ellos, especialmente aquellos que me habían mirado muy por
encima del hombro al conocer mi especialidad en medicina.
Sin duda, había elegido un camino muy competitivo y repleto de egos
condenados a no tener cura jamás, pero probablemente no sería la única
profesión en la que me encontraría con esa especie.
Mi madre era una gran doctora, se había ganado el respeto y el
reconocimiento de sus compañeros y de sus pacientes, pero era un ser vacío
incapaz de reconocer en voz alta, aunque solo fuera una vez en su vida, que se
había equivocado en algo, mucho menos en su profesión. Se quería tanto que
muchas veces me pregunté si esa actitud no sería el resultado de algún trauma
en su vida, me costaba creer que se pudiera ser así sin que hubiera un
detonante que la hubiera empujado a ello y que nunca hubiera querido tratar.
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Recordé la cara de asombro de Keith cuando le hablé de todos los años
que llevaba sin tener relación con mi madre. Por lo que iba conociendo de él,
debía ser difícil de entender, claro que, mi madre era un caso aparte, una
especie diferente. Crecí queriéndome parecer a ella en todo: Siendo niña, e
incluso una adolescente, la admiraba y tenía el convencimiento que sus
teorías sobre el sacrificio eran las mejores y debía seguirlas para convertirme
en una mujer como ella; en esa época tenía la certeza absoluta de que era un
ejemplo a seguir. Pero todo cambió cuando decidí estudiar medicina. Durante
los primeros cinco años de carrera, la imagen de ella se fue deteriorando hasta
el punto de detestarla y desear con todas mis fuerzas que desapareciera de mi
vida. No importaba lo que hiciera, siempre era insuficiente, o estaba mal o no
estaba a su altura.
Aunque no lo consiguió, uno de sus propósitos era que renunciara a mi
vida para dedicarme solo y exclusivamente a estudiar. Nada de diversión,
nada de amigos, nada que estuviera fuera de las aulas de la universidad o de
mi escritorio. Incluso habló con mis profesores de universidad intentando
influir en aspectos que ella ni podía ni debía. Me avergonzó tantas veces…
Todavía no entendía cómo acepté empezar la residencia en el mismo hospital
en el que ella trabajaba, había otras opciones, no demasiadas, pero habrían
sido infinitamente mejores que trabajar bajo su supervisión y con su presencia
constante. Aunque ella no era mi tutora, lo era un compañero suyo que,
aunque se pasó la ética profesional por el forro del abrigo, la mantenía
informada de todo lo que hacía, incluso de las veces que respiraba.
Si alguien ajeno a ella y a mí, se hubiera colado en el hospital en aquellos
tiempos y hubiera observado la presión y el trato que tuve, sin duda hubiera
presentado acciones legales contra ella, mi tutor y el hospital. Pero ella tenía
mucha influencia en ese lugar y manejaba los hilos como quería. Claro que…
podían respetarla mucho como profesional, pero como persona… la
detestaban, me constaba. Nunca conocí a nadie que se presentara como un
amigo o amiga, ella no tenía de eso.
No me atreví a contarle a Keith que en los ochos años que llevábamos
distanciadas, no solo se había producido un intento de acercamiento fallido,
sino tres. Uno fue cuando la llamé para decirle que Sergio había fallecido,
aunque ella no lo conocía; solo le pedí un simple abrazo y algo de consuelo.
Estaba bien claro que su muerte me había anulado el juicio por completo,
porque todavía no entendía cómo se me había ocurrido hacer algo así. Su
respuesta fue sorprendente: «Hija, ¿dónde estás? Me reúno contigo
enseguida».
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Me enjugó las lágrimas durante los dos días posteriores a su muerte, pero
en el funeral pronunció las palabras mágicas, las que debía tener en mente y
ya no era capaz de retenerlas por más tiempo.
—Hija —así se atrevía a llamarme, nunca fui Vega⁠—, el dolor nos hace
perder el tiempo. No sufras, ¿qué futuro te esperaba con un simple
enfermero?
No me impresionó su crueldad, ya la conocía, ni su enfermiza forma de
ver la vida y las personas, también lo conocía, lo que me impresionó de
verdad es observar que esas palabras las había pronunciado como si se
trataran de un halago, de un argumento perfecto del que se sentía orgullosa
para consolar a su pobre hija, una que se había perdido por el camino, pero
que ella se encargaría de devolverla al correcto.
Guardé silencio cuando la escuché pronunciarse porque ni el sitio ni el
lugar merecían que yo montara un numerito, tampoco tenía muchas fuerzas,
pero al terminar la ceremonia, antes de dirigirnos al cementerio donde
descansaría por expreso deseo de su familia, me acerqué a ella y le dije al
oído:
—Sal de aquí, vete, y no me obligues a pedirle a nadie que te saque a
patadas, ten por seguro que habría muchos dispuestos a ello. Dejémoslo en el
punto en el que estábamos hace unos días. No quiero tener ningún trato
contigo.
La dejé plantada en mitad del recinto y me acerqué a Henrik, que me
esperaba con los brazos abiertos, sospechando que algo no iba bien y
dispuesto, como siempre, a hacerme la vida mejor. Me di la vuelta al poco
tiempo y la vi hablar con el jefe de Sergio, también médico. A juzgar por su
sonrisa no parecía afectada por mis palabras. ¡Era un ser diabólico! No había
sido fácil aceptar que tenía una madre así.
Me pregunté qué opinaría Keith si conociera ese episodio, y mucho más si
conociera el tercer intento, uno en el que volvimos a encontrarnos y salió el
tema de mi padre…
Prefería no pensar en ello. Keith no lo habría entendido, él tenía una
familia normal, donde se querían, se respetaban y se ayudaban y apoyaban
siempre que podían. A pesar de la distancia visitaba a sus padres siempre que
podía o los recibía con los brazos abiertos siempre que eran ellos los que se
desplazaban para ver a sus hijos.
Por lo que me contó su hermano era muy parecido a él, y a través de todas
las anécdotas que me contó supe que tenían el mismo sentido del humor e
incluso el mismo genio.
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Al parecer solían enfrentarse en muchas ocasiones, por asuntos de trabajo,
pero tardaban minutos en hacer desaparecer la tensión y continuar como si
nada hubiera pasado.
Eran vecinos, vivían en casas colindantes y disfrutaban mucho de ello. No
me lo contó, no venía al caso ni era correcto hacerlo, pero deduje que ambos
tenían una vida sentimental muy activa, y una cama que pocas veces debía
estar vacía cuando disfrutaban de tiempo libre.
Ese era un tema que me había cruzado por la cabeza y me atreví a
preguntarle directamente a Keith en una de esas sesiones de chimenea casi
perfectas.
—No tengo mucho tiempo para el amor, alguna que otra pequeña
aventura, pero sin más importancia.
Políticamente correcto. Una respuesta elegante que probablemente
expresada de otro modo habría sido un «follo a menudo, nada de relaciones».
Vendría a ser algo así como lo que hacía conmigo, aunque me habría
atrevido a afirmar que yo me había convertido en una pequeña excepción,
pero solo porque nuestros días juntos estaban contados. Él sabía que yo
volvería a España al día siguiente y que no volveríamos a vernos, eso era una
buena base para dejarse llevar durante una semana y divertirse. Algo que era
perfectamente normal y aceptable. Yo pensaba de la misma forma, aunque…
me entristeció pensar que esa intensidad con la que nos habíamos acercado el
uno al otro acabaría por desaparecer en pocas horas y quedaría en el recuerdo.
Pero mientras eso ocurría, tenía que centrarme en disfrutar de las ruinas del
castillo que tenía delante de mí.
Keith me contó su historia, nada espectacular, pero… como todo, tenía una
historia y solo por ello ya merecía la admiración y reconocimiento de estar
delante de algo que se construyó en el siglo XII.
Era difícil imaginar cómo fue en su época de esplendor, solo se
conservaban unos pocos muros en ruinas, pero debió ser majestuoso, como
sus vistas desde la torre más alta al lago.
Keith me habló de un incendio, de rencillas entre hermanos para
disputarse el derecho a habitarlo y que acabaron en asesinatos. Conocía bien
la historia de los monarcas que allí vivieron, de la misma manera que conocía
el que visitamos días atrás, en la parte oeste de la isla: Visinsborg, del que me
relató, entre otras historias la importante familia sueca que lo había habitado.
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Pero ese era diferente, aunque era más ruinoso, sus vistas, a medida que
nos fuimos acercando al lago, me parecieron las mejores de todo Visingsö.
Pasamos entre dos muros para desembocar en una pequeña pasarela con
una barandilla desde la que se podían observar las aguas cristalinas como
espejo del gran lago Vättern…
Sin palabras, así me quedé cuando se abrió aquella inmensa superficie de
agua ante nosotros, ni siquiera sentí escalofríos al imaginar que me
encontraba navegándola.
Keith se sentó sobre unas rocas y me invitó a sentarme sobre él, en su
regazo.
Permanecimos en silencio sin perder de vista el espectáculo que teníamos
delante. Me levanté abandonando el placer que me producían sus caricias y
me acerqué a la barandilla de hierro que marcaba el límite.
Me apoyé con los brazos separados y respiré hondo como si al llenar mis
pulmones me alargara la vida.
Sentí su calor a mi espalda y me perdí en los brazos que me rodearon la
cintura. Acaricié la mejilla rasposa que tenía al lado y le miré de reojo.
—Hace muchos muchos años en esta región vivían unos gigantes
impresionantes. Uno de ellos, llamado Vilt, regresando de un gran banquete
con su esposa, se encontró con un inconveniente al llegar a orillas del lago, en
el otro extremo. Solo tenía que dar dos zancadas para cruzar y llegar a
Gränna, donde se dirigía, pero… —⁠se acercó más a mi oreja y susurró⁠— él,
que era todo un Gentleman, un caballero de los pies a la cabeza, enamorado
como estaba —⁠hizo una pausa para mantener el suspense⁠—, le pidió a su
esposa que esperara en la orilla mientras él lanzaba un enorme pedazo de
tierra al centro del lago. Así nació Visingsö, el lugar que estamos pisando
ahora. Y su esposa pudo cruzar sin mojarse los pies…
El cosquilleo que sentí por todo el cuerpo al escuchar su forma de
relatarlo se acentuó cuando apoyó sus manos sobre las mías y pegó su cuerpo
mucho más al mío.
—Así somos los suecos cuando nos enamoramos, Vega…
—¿Cómo Vilt?
—Como él…
Cerré los ojos y dejé que el viento azotara mi rostro, mi cuerpo y hasta mi
alma. Me sentía como la protagonista de Titanic.
Juro y perjuro que habría vendido media alma por parar el tiempo en
aquel instante, pero las palabras que pronunció después hicieron que me
tensara.
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—¿Crees que podrás lanzar eso que te atormenta al fondo del lago?
No me giré, permanecí en la misma posición, mirando al frente, buscando
las palabras que debía pronunciar, pero no aparecieron. Keith había percibido
algo en mí que había etiquetado de tormentoso y me sorprendió. Pensé en que
podía pensar que se trataba de la muerte de Sergio, y aunque estaba
relacionado con lo que me quemaba dentro, a él no le había contado nada.
—¿No lo has superado? —tardó poco en manifestar sus dudas.
—¿El qué?
—Su muerte…
—Sí la he superado, Keith…
—¿Hace mucho tiempo?
—Es extraña esa pregunta, no hay una fecha exacta.
—¿Cómo lo superaste?
Entonces sí me giré para mirarle a los ojos, unos ojos intrigados, que en
cierta manera creía que habían perdido el brillo que había visto antes en ellos.
—Encontré una extraña manera… una siniestra manera de mantenerlo con
vida durante dos años más…
Me miró sorprendido y me acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—¿Qué hiciste, Vega?
—Cruzarme en la vida de Daniel…
Mantuvimos unos segundos el silencio sin apartar las miradas, sentí
presión en el pecho y me di la vuelta encogiéndome ligeramente por el
malestar.
—Por favor, no me preguntes más.
Se pegó de nuevo a mi cuerpo y me abrazó por la cintura.
Contuve las lágrimas y me centré en el lago, como si tuviera que
despedirme de él.
No fui capaz de decirle que no había nada que me atormentara, que sí que
lo hubo, pero que me había dedicado en cuerpo y alma durante los últimos
cuatro meses, antes de llegar a Suecia, a convertirlo en pasado y seguir
adelante; aunque todavía dolía un poquito al recordarlo.
No fui capaz de decirle que ese «poquito» solo el dueño de los brazos que
me envolvían en aquel momento sería capaz de hacerlo desaparecer por
completo.
No fui capaz de decirle lo mucho que me angustiaba decirle adiós.
Una semana. Solo una semana entre sus brazos había bastado para darme
cuenta de que en las profundidades de ese lago lo que se quedaría sería un
pedacito de mí.
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No fui capaz de decírselo.
Me temblaron las piernas cuando me di cuenta de que el gigante Vilt y yo
compartíamos algo.
«¡Joder, Vega!», me dije. «Dime que no te has enamorado…».
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Capítulo 52
Keith
Subimos la rampa de la cabaña a toda prisa, igual que habíamos hecho con el
resto del camino.
No se sorprendió cuando le dije que quería llevarla a la cabaña. Tampoco
cuando le dije que también a la cama, pero sí me miró con una de esas
expresiones indescifrables suyas cuando le dije que era nuestra última tarde
juntos.
Habría matado por saber qué dirección había tomado su cabeza, pero tuve
que conformarme con una sonrisa leve.
Entramos a toda prisa y la recorrimos entera hasta llegar al último rincón
de la cabaña, justo donde estaba encajada la cama. Era la segunda vez que lo
hacíamos allí, pero algo me dijo que ella, igual que yo, intuíamos que esa vez
era diferente.
Nos detuvimos en la entrada y nos miramos antes de echarnos a reír. La
única manera de acceder a la cama era lanzándose sobre ella —⁠había otra
manera, pero no era acorde con la situación⁠—. La impulsé en el aire
agarrándola por la cintura y la balanceé para que pudiera prepararse para el
impacto, pero las risas hicieron que cayera muy cerca del borde y se golpeara
en una pierna con la pared.
Me lancé a su rescate con un salto parecido al que habría hecho en una
piscina y aterricé muy cerca de ella, provocando, además de un grito, que
revotara en la cama y se estrellara contra mí.
Nos estiramos sin poder parar de reír frotándonos todas las partes
doloridas por el impacto. Dos niños no habrían disfrutado más que nosotros ni
se habrían reído tanto.
Me puse de rodillas y estiré de ella para que se incorporara y me imitara.
Quedamos el uno frente al otro y me lancé a besarla aprisionando sus labios y
mordiendo uno de ellos hasta escuchar un grito infantil.
—Desnúdate, Keith. —Me pidió mordiéndose el labio maltratado.
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Me quedé clavado a la cama antes de atender su petición. Su mirada
seguía cada movimiento que hacía y el brillo en sus ojos hizo que me
encendiera en pocos segundos.
Me desnudé despacio ante su atenta mirada. Se acercó a mí, caminando de
rodillas los escasos pasos que nos separaban y me besó ronzando su cuerpo,
todavía vestido, con el mío. Se deshizo de su camisa y su sujetador en un abrir
y cerrar de ojos y apretó sus pezones contra mi pecho.
Sentí el movimiento de su pecho al respirar. Me rodeó el cuello con los
brazos y me besó de nuevo, pero esa vez sus labios solo pretendían acariciar.
Le aparté el cabello a un lado y me abalancé sobre su cuello para besarlo con
la misma intensidad que ella había aplicado al suyo.
Me detuve. Nos miramos. Se congeló el mundo por un momento, y me
atrevo a afirmar que quedé atrapado en él. Un simple gesto, un simple
contacto. Su cuerpo semivestido, mi cuerpo desnudo y… pecho contra pecho.
La tumbé en la cama y le quité los pantalones despacio, acariciando sus
piernas mientras la prenda descendía. Metí la mano entre sus bragas y le
acaricié hasta oírla ronronear.
Le mordí un pezón, no con fuerza, pero sí lo suficiente como para
retorcerse y emitir un sonido celestial.
Mitigué el dolor con la lengua y la llevé hasta su boca, enterrándola lo
más profundo que fui capaz mientras mis dedos jugaban entre sus muslos y
dibujaban círculos alrededor de su clítoris.
Entré en su interior y allí me mantuve hasta que ambos gritamos al
unísono y jadeamos buscando la forma de recuperar el ritmo de nuestra
respiración.
Era sexo, solo sexo, nada que no hubiéramos hecho antes, ningún
movimiento distinto o desconocido, ninguna caricia nueva, ningún beso
diferente…
No era una primera vez ni para ella ni para mí, ni siquiera entre
nosotros…
El placer del orgasmo ya lo conocíamos, con más o menos intensidad…
El deseo ya hacía tiempo que se había instalado entre nosotros y que
abrasaba por momentos y por secuencias, con más o menos intensidad…
Conocía sus curvas, su aroma y el tacto de su piel. Conocía el olor de su
sexo y el temblor que emitía su cuerpo antes de llegar a la cima…
No, no era nada nuevo, lo habíamos hecho en muchos rincones de la casa.
Pero había algo distinto.
Algo en lo que reparé nada más producirse.
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Una mirada. La última. La que cruzamos cuando fuimos capaces de
controlar el movimiento de nuestro pecho.
Fue distinta.
El adiós sobrevolaba sobre nuestras cabezas y nuestros ojos no podían
ocultarlo. Puede que me equivocara, pero habría jurado que eran cómplices y
sentían lo mismo.
Esa mirada… Esa mirada distinta…
Había algo más que la decepción de un adiós, pero me apeé de ese tren
antes de ser capaz de definir hacia donde se dirigía.
Nos separamos lentamente y nos quedamos durante un buen rato mirando
hacia el techo.
O era en ese momento o no era nunca.
—Vega… ¿Qué harás cuando vuelvas a España?
—Me internaré en un convento de monjas de clausura y haré voto de
silencio.
—Prueba otra vez.
—¿No me crees? Veamos… —dijo frotándose la barbilla⁠—. Quizás me
anime a hacer un curso de jardinería mientras dure mi excedencia, siempre he
querido tener un huerto urbano.
Me eché a reír.
—Ahora toca decir la verdad.
—Vaaaale. Pues nada, ¿qué quieres que haga? Mi vida normal.
Bombardearé a Henrik con el relato de mi viaje, incluso lo torturaré con
alguna fotografía, limpiaré a fondo mi casa y esperaré a que me cumpla la
excedencia.
—¿Ya has decidido qué hacer con tu trabajo?
—No, no me has dejado, me has interrumpido muchas veces.
Me eché a reír de nuevo, la giré y la abracé por la espalda.
—Quédate dos semanas más.
No contestó, ni siquiera se movió.
—No dices nada… —le apremié.
—Es que me ha parecido escuchar que me pedías que me quedara dos
semanas.
—Es lo que he dicho.
—¿Por qué dos semanas?
—Porque es el tiempo que tengo alquilada la casa.
Se sentó en la cama y me miró desconcertada.
—¿Alquilada, esta casa?
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—Sí, ¿no lo sabías? Son las fechas que, por error, estaban anotadas para
mí, y no las hemos cambiado. Le pedí a Jan que mantuviera la reserva.
—¿Me estás diciendo que las dos próximas dos semanas tienes esta casa
alquilada? —⁠Asentí con la cabeza⁠—. Entonces ¿me puedes explicar a qué
venía la insistencia de querer quedarte en la casa en mis fechas?
—Porque eran mis fechas también, pero ya que había habido un error
aproveché para disponer más tiempo de la casa.
—Yo no sabía nada de eso, listillo, pensé que habíamos competido por el
mismo lugar en las mismas fechas, no entiendo que si podías estar las
próximas semanas insistieras de esa manera y me hicieras la vida imposible.
—⁠Parecía enfadada.
—Lo que no iba a hacer es volver a Estocolmo hasta que pasaran esas dos
semanas y volver a venir. Jan me recordó que seguían reservadas y me
preguntó qué hacer.
—No me lo puedo creer…
—¿Te quedas o no?
Abrió la boca y me dio la espalda, pero no dijo nada.
Me acerqué a ella y la abracé hasta que quedamos ambos en posición
fetal. Levanté la cabeza y le susurré.
—¡Quédate, vega! No soporto que te vayas mañana, aún nos queda mucho
por hacer.
—¿Cómo qué?
—La fiesta de cumpleaños de Henna y mi hermano, ese podría ser un
buen estímulo.
Permaneció en silencio durante unos minutos mientras yo le repetía como
un niño caprichoso que quería que se quedara.
Quizás lo que estaba planteando en tono de humor para convencerla le
estaba molestando y poniendo en un aprieto, así que guardé silencio.
Mi teléfono sonó, no tenía ganas de atender a nadie. Volvió a sonar y ella
me animó a descolgar. Lo busqué en mis pantalones y atendí la llamada de
Jan.
Me dijo que quería hablar con Vega para concretar la hora en la que la
pasaría a buscar para ir al aeropuerto.
Aquello me sonó como si me hubieran diagnosticado algo feo y serio de
salud.
—Espera, voy a buscarla —le dije guiñándole un ojo a Vega que me
cuestionaba con la mirada y la frente arrugada.
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—Es Jan, quiere saber a qué hora debe recogerte para ir mañana al
aeropuerto —⁠le dije con mucha frialdad.
Cogió el teléfono y, tras saludarle, le escuchó en silencio.
Sentí un fuerte nudo en la garganta, Vega no me iba a responder
directamente, pero lo iba a hacer indicándole a Jan cuándo debía recogerla.
Por alguna razón que desconocía el viaje de vuelta sería distinto y Jan
pretendía llevarla hasta Gotemburgo.
Ojalá hubiera sido capaz de ofrecerme a llevarla yo, pero solo pensarlo me
entraba vértigo.
Salí de la cama y empecé a vestirme. Ella seguía sentada en el borde
asintiendo con la cabeza.
—Jan, hay un cambio de planes, enseguida te lo cuento. —⁠Me miró y me
guiñó un ojo.
Me acerqué para besarla sonriente y salí de la habitación. Conforme me
alejaba escuché su voz explicándole a Jan que se iba a quedar unas semanas
más y que se preguntaba si podría hacer algo con su billete de avión para no
perderlo.
Llegué al salón, miré mi ordenador y sentí cómo me invadía la culpa, pero
el libro… tendría que esperar. Quería disfrutar de Vega y no iba a perder el
tiempo con un libro que probablemente tardaría un siglo más en acabar.
Vega me fascinaba, igual que sus secretos, a los que esperaba acceder
cuando ella quisiera compartirlos conmigo. No sabía por qué me inquietaban
tanto, pero fuera lo que fuera lo que la atormentaba quería que se
desprendiera de ello y fuera feliz.
¿A qué se debía referir cuando dijo que mantuvo vivo a su novio de una
manera siniestra?
El argumento parecía propio de una película de terror.
Me intrigaba mucho y esperaba que confiara en mí lo suficiente para
contarme la historia completa.
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Capítulo 53
Vega
Las siete de la mañana, tenía que darme prisa. Me até la zapatilla sentada en
el borde de la cama, en mi dormitorio. Cuando terminé me dirigí a la ventana
y suspiré mientras veía a Keith cruzar el jardín en dirección a la cabaña.
Sonreí al pensar que me había asomado justo en el momento que podía verlo.
Tenía sentimientos encontrados.
Los tres días siguientes a que aceptara quedarme en la isla los habíamos
vivido como si estuviéramos impresos en un cuento de hadas. Kit acogió mi
decisión con mucho entusiasmo y no dejó de hacer planes para los siguientes
días. Visitamos los pocos rincones de la isla que nos quedaban por explorar y
nos dedicamos, especialmente durante las tardes, a pasear por los bosques.
Invadimos la cocina con ideas culinarias y con deseo, hasta desgastar la
mesa con la fricción de nuestros cuerpos tras el desayuno. También
disfrutamos de las noches frente a la chimenea, y una de ellas Keith, a
petición mía, me tradujo algunas de sus publicaciones en el periódico, sus
preferidas, las que más polémica y comentarios extravagantes había obtenido.
No dejé de reírme con la cantidad de diferentes opiniones que sus lectores
aportaban en cada tema, así como tampoco dejé de admirar su forma de
escribir y plantear los diferentes temas a debate.
El que más me gustó fue el que relataba la historia de dos ancianas
octogenarias que se habían atado completamente desnudas a dos árboles que
formaban parte del terreno colindante a sus casas y que iban a ser talados para
hacer una pequeña ampliación de un embarcadero del mayor lago de Suecia,
el lago Mälar.
El planteamiento de Keith en la columna fue invitar a sus lectores a opinar
sobre el hecho de que se hubiera difundido la noticia de una manera
anecdótica centrándose exclusivamente en la pintoresca imagen de las
ancianas sin que ningún medio que se hizo eco de ella dedicara apenas más de
una línea a explicar lo que reivindicaban. Invitó a sus lectores a opinar si
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había sido un relato justo, si se le había dado la importancia que merecía o si
no. Me llamó la atención su forma de narrarlo, siempre al margen de
implicarse en la noticia, pero generando debate, y en muchos aspectos muy
acalorados. Me gustaron sus toques de humor y la forma con la que sus
lectores se dirigían a él.
Keith me relató el suceso tal y como se lo contaron los periodistas
compañeros suyos del periódico que cubrieron la noticia. Estaba cargado de
humor, aunque resultó ser una historia entrañable.
El fuego nos animaba a hablar, eran los momentos que aprovechábamos
para comentar aspectos de nuestras vidas y a planear lo que podíamos hacer al
día siguiente.
Mi avión con destino a Madrid partió cuatro días antes y no podía estar
más satisfecha con el hecho de haber dejado mi asiento vacío.
O quizás alguien lo ocupó…
Jan tras recibir la noticia, sin ocultar el impacto que le produjo, se ofreció
a hacer todo cuanto estuviera en su mano por salvar el billete y cambiarlo
para otras fechas. Finalmente lo consiguió y recibí por correo electrónico otro
con la fecha de dos semanas después, catorce días para ser exactos. Fue Keith
el que le pidió que reservara en esa fecha, el día que terminaba el alquiler de
la casa.
Me confesó que pensaba permanecer conmigo en la casa hasta el último
momento porque se veía incapaz de estar en ella después de que yo me
hubiera marchado.
Me derretí, como todas las veces que me soltaba frases de ese tipo.
Henrik tampoco ocultó su sorpresa, aunque me animó y me felicitó por mi
decisión. Obviamente no le hablé de los verdaderos motivos que habían hecho
que alargara mi estancia, simplemente le comenté que me encontraba muy
cómoda y no había tenido suficiente, y que Keith muy amablemente me había
ofrecido poder seguir disfrutando de la estancia mientras él la tenía alquilada.
El ritmo que habíamos adoptado era de ensueño, suficiente para saciarnos
de cabaña, de sexo y de buena conversación; de restaurantes, paseos, risas y
payasadas.
Pero se interrumpió.
Fue el día anterior, cuando escuché voces en el exterior de la casa. Keith
reconoció el coche de Jan y salió a su encuentro. Estaba convencido de que
vendría acompañado de Snabb con la intención de que se quedara algún día
más con nosotros por algún asunto urgente que le podía haber surgido;
incluso salió a su encuentro dispuesto a decirle, lamentándolo mucho, por el
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cariño que le tenía al animal, que no era posible. Pero se encontró con una
sorpresa, la misma que me encontré yo pocos minutos después. No venía
acompañado de Snabb, sino de Henrik.
¡¡¡Henrik!!!
El mismo.
Mi amigo, mi hermano, el que vivía en Madrid, en… ¡¡¡Madrid!!!
Acogí la visita con muchísima ilusión, pero la expresión de Keith no
indicaba lo mismo.
Pasamos parte de la tarde charlando en el salón los cuatro, pero Keith
parecía algo ajeno a lo que hablábamos.
Henrik fue con la intención de pasar cuatro días, hasta el domingo por la
mañana. Había aprovechado un momento de tranquilidad en el trabajo y se
había cogido unos días para visitar a Jan y para coincidir con la prolongación
de mi estancia.
Se iba a alojar en la casa de Jan, la que tenía alquilada junto a Henna en
Gränna para cubrir todas las noches que se veían obligados a estar cerca de la
isla por las gestiones y las reservas derivadas de las cabañas. Henna me había
hablado de esa casa, incluso quería mostrármela cuando visitara la ciudad,
pero esos planes se quedaron en el aire.
Me sorprendió que Henrik no se alojara con nosotros en la cabaña, pero
deduje que debía ser porque la reserva era de Keith y no mía, al menos en
esas fechas. No me equivoqué, me lo confirmó poco después.
Y fue así como aparecieron esos sentimientos encontrados.
Por un lado, estaba contenta de contar con la presencia de Henrik, pero
por otro lado me sentía algo triste por tener que separarme durante un día de
Keith.
Era eso lo que tenía intenciones de hacer después de no haberme sabido
negar a la propuesta de Henrik para visitar juntos su ciudad natal.
¡Qué situación más violenta!
Tenía muchos días para disfrutar de Keith, pero… bien mirado, también
los tenía para disfrutar de Henrik, de hecho, los tenía todos, cuando volviera a
Madrid podría pasar con él todo el tiempo que me apeteciera, como hacíamos
siempre.
De no ser porque se trataba de su ciudad natal y habíamos planeado
millones de veces visitarla juntos, me habría negado. Tenía suficiente
confianza con él para decirle que no me apetecía y que quería seguir donde
estaba, pero… eso habría supuesto dar muchas explicaciones.
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De todas formas, si no visitábamos Karlstad habríamos visitado cualquier
otro lugar. Henrik había acudido a Suecia para pasar unos días conmigo, no
podía rechazarlo.
Así eran las cosas… tenía el corazón dividido y poco margen para
maniobrar acorde a mis deseos.
Si era sincera, ese viaje con Henrik no me apetecía nada. Me sentí egoísta,
la culpa me invadió parte del día, y de la noche, que provocó que me
despertara continuamente pensando en ello.
Solo podía pensar en que mi estancia en la casa se acabaría, y quería
aprovechar cada instante de la manera que me hacía feliz.
¿Era egoísta pensando así?
¿Me convertía eso en una amiga despiadada?
Podía ser, pero… era lo que sentía. No iba a rechazar la propuesta de
Henrik, pero tampoco podía evitar sentirme así.
Agradecía su visita, pero… no era lo que tenía planeado para los
siguientes días.
Me animé pensando que tras la marcha de Henrik todavía tendría una
semana entera para disfrutar, y que, aunque iba a echar de menos a Keith, me
iría bien pasar un rato con Henrik.
Pensé en despedirme de Keith, pero esa mañana había estado poco
comunicativo.
—Estoy de mal humor —me confesó cuándo le pregunté lo que le ocurría.
—¿Por alguna razón?
—No, es solo que sé que te voy a echar de menos.
Me besó con ansia y desapareció. No volví a verlo más hasta ese
momento, en el que lo encontré dirigiéndose a la cabaña.
Salí de la casa y me dirigí a mi coche, disponía del tiempo justo para coger el
ferri. Me detuve y me giré antes de entrar para observar la casa. De repente,
me envolvió un sentimiento de nostalgia seguido de sentimientos
contradictorios.
Sentí como si estuviera abandonando aquel lugar, como si fuera a
marcharme para no volver nunca más. Sentí el amargo sabor de la despedida,
y sobre todo la sensación de no ser capaz de saciarme de ese lugar, como si
necesitara años para alejarme de él sin dolor.
Aquello era demasiado, al menos para que pudiera comprenderlo. Todo
era demasiado intenso en aquel lugar; tanto que sentí que me pertenecía.
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Puse en marcha el coche y respiré hondo varias veces antes de dirigirme al
encuentro de Henrik.
El trayecto lo hice acompañada de un malestar y un vacío que me hizo
cambiar de humor. Cada kilómetro que avanzaba por la carretera era un
recuerdo de algún momento vivido con Keith y hasta los malos, los de
nuestros enfrentamientos, me supieron a gloria.
«Basta, Vega, vas a volver en unas horas», me reñí severamente.
Pero fui incapaz de apartar la imagen de Keith de mi cabeza…
¡Menudo día me esperaba!
Página 329
Capítulo 54
Keith
¿En qué momento había creído que iba a ser capaz de escribir una sola línea?
Estaba completamente desconectado del libro, no lo había tocado en todo el
tiempo que llevaba allí. ¿Cómo iba a ser capaz de concentrarme si llevaba
toda la mañana dándole vueltas al mismo tema?
Cerré la tapa del ordenador y salí de la cabaña. No sabía qué podía hacer
para apartarla de mi cabeza.
¿Acaso tenía algún sentido?
No me gustaba sentirme así, mucho menos si era incapaz de entenderlo,
pero no podía hacer otra cosa.
Me dije que no era nada descabellado echarla de menos, que llevábamos
muchos días sin separarnos y que su estancia se había alargado porque yo
mismo se lo había propuesto.
Hasta ahí podía comprender mi malestar.
Pero no la intensidad con la que la estaba echando de menos. ¡Era una
locura!
Una extraña y desconocida locura.
Claro que, si tenía en cuenta que el paso de Vega por mi vida era pasajero,
tenía sentido que quisiera aprovechar todo el tiempo…
Porque… tenía sentido, ¿no?
Sí, claro que lo tenía, era evidente que me gustaba estar con ella, y al no
tener otros planes mejores sentía que la echaba de menos…
¡Claro! ¡De eso se trataba!
Parecía que me estaba convenciendo de la «no» gravedad de la situación.
Eso era un avance, era bueno entender que añorarla de aquella manera era
perfectamente normal dadas las circunstancias.
Entonces ¿por qué seguía estando de mal humor?
Una cosa era añorarla y otra tener un humor de mil demonios. La culpa
era de Henrik, ¿qué se le había perdido allí?
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Me alegré de verlo, me caía bien y guardaba un buen recuerdo, mucho
más sabiendo el gran amigo de Jan que era, pero podía haber escogido otras
fechas para visitar la isla. Seguía sin comprender que hubiera hecho un viaje
tan precipitado para estar solo tres días.
Tres días…
¿Todo ese tiempo pasaría Vega con él? ¿No tenían tiempo de estar juntos
cuando ella volviera a Madrid? ¿Por qué había interrumpido las vacaciones de
Vega? ¿Acaso no le quedó claro cuando le llamó, que lo que quería era
prolongar su estancia porque se sentía bien? ¿Le habría pedido ella que la
visitara?
No, esa posibilidad estaba descartada, la forma en que se sorprendió al
verlo dejó claro que no contaba con su visita, incluso comentó algo cuando se
marchó, por la noche y… también quedó claro durante la tarde, cuando él
contó de qué forma había planeado el viaje y…
¡Qué más daba!
No me encontraba cómodo metido en esa absurda línea de pensamientos,
pero me asaltó una duda que impidió que los abandonara. ¿Podía haberle
contado Vega algo de lo que ocurría entre nosotros? No, no lo veía probable,
ella misma me había contado la sorpresa de Henrik cuando le anunció que se
quedaba dos semanas más.
¿Y si él también la echaba de menos y por ese motivo había decidido
acudir? No tenía mucho sentido, al fin y al cabo, se encontraría con ella en
poco tiempo, cuando volviera a España… A menos que su forma de echarla
de menos fuera por otros caminos. ¿Estaba enamorado de ella? ¿Había algo
entre ellos?
¡Maldita sea! ¿Qué estaba haciendo? Eso no me había ocurrido en la vida.
No podía seguir haciendo suposiciones, a cuál más absurda, solo porque Vega
le hubiera acompañado a visitar su ciudad natal.
Quizás entre ellos fuera algo normal, quizás solo había aprovechado unos
días libres para reunirse con ella y visitar al mismo tiempo a Jan. Pero si era
así ¿por qué me había mirado de esa forma durante el tiempo que estuvimos
charlando en el salón?
No me perdía de vista, parecía estar pendiente de todos mis movimientos,
especialmente de las veces que me dirigía a Vega y le comentaba algo.
Me molestó, tenía que ser sincero. Me molestó su presencia, su propuesta
de visitar Karlstad y… que me jodiera los planes que tenía con Vega.
Y puestos a ser sinceros no me importaba reconocer que, durante la tarde
anterior, durante el tiempo que nos acompañó Henrik, no me había
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comportado como debía, al menos al principio. Me había mantenido al
margen de la conversación y había adoptado una actitud distante.
Pero no debía darle importancia, por suerte me había dado cuenta de mi
actitud, aunque algo tarde, principalmente por las miradas de Jan, y había
rectificado, pero me había costado, eso no podía negarlo. Simplemente me
había sentido forzado a comportarme de una forma que no sentía. No me
apetecía entablar conversación ni pasar horas delante del fuego contando
tonterías, no cuando fui consciente de que todos los planes que tenía con ella
se habían estropeado.
¡Qué guapa estaba cuando nos encontrábamos en la cocina y… nos
interrumpió la visita de su amigo!
No me entendía a mí mismo ni tampoco entendía nada de lo que estaba
ocurriendo, así que solo me quedaba dirigirme a la cabaña de nuevo e intentar
avanzar algo de trabajo, algo que veía improbable, o llamar a Jan para
comprobar si se encontraba en Gränna y le apetecía que cenáramos juntos.
Quedamos en un restaurante cerca del embarcadero. Tuve suerte y encontré a
Lars a punto de hacer un servicio de traslado y me permitió sumarme a la
lancha, así evité el tiempo de espera para subirme al ferri.
Me apetecía mucho pasar un rato con Jan. A él también, por lo que me
dijo, al parecer yo no era el único que había tenido un mal día, aunque en su
caso se trataba de ajetreo en el trabajo.
El lugar que elegimos para cenar era el mismo en el que almorcé la
semana anterior con Vega, en nuestra visita a la ciudad, antes de que
descubriera los bastones de caramelo.
Sonreí al recordarlo. La extraña sensación que me había acompañado
durante el día no mejoró con las imágenes de ella jugando y bromeando con
los caramelos.
Joder, la volvería a ver en unas pocas horas, ¿a qué venía tanto drama?
Vi el coche de Jan aparcado cerca del restaurante y me alegré una vez más
de poder encontrarme con él, hacía tiempo, desde que llegué a la isla, que no
habíamos compartido uno de esos momentos, como solíamos hacer siempre
que podíamos, aunque acostumbraba a ser en Estocolmo, por supuesto.
Henrik vivía a caballo entre las dos ciudades, y últimamente también
viajaba mucho a Jönkönping, la ciudad que había elegido para asociarse con
una empresa inmobiliaria que gestionaba el alquiler de apartamentos para
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estudiantes, los extranjeros y los que llegaban de otros puntos del país
buscando el buen nivel y la variedad que ofrecían sus universidades.
Nada más entrar lo encontré hablando por teléfono en una mesa. Me
acerqué y esperé a que colgara. A juzgar por su sonrisa, o me equivocaba
mucho o no era una conversación de trabajo lo que mantenía. No me
equivoqué, se trataba de su última conquista, me quedó claro cuando escuché
la conversación.
Se trataba de una tal Anne, con la que estaba haciendo planes para la
siguiente semana. No paraba, había perdido la cuenta de todas las mujeres que
habían pasado por su vida, más bien por su cama, en los dos últimos años. Ni
siquiera mi hermano, que era un conquistador nato, era capaz de llevar su
ritmo.
Pero tras esa fachada se escondía un hombre que había llorado mucho por
amor. Le habían destrozado el corazón de la peor de las maneras y desde ese
momento, no me atrevía a afirmar si acertadamente o no, había decidido no
volver a tener una relación estable y limitarlas todas ellas en el espacio y en el
tiempo.
El caso de Edvin era distinto, él disfrutaba sumando conquistas y jamás le
habían roto el corazón, más bien era él el que solía hacerlo.
Dos orígenes diferentes, pero que utilizaban el mismo método. Yo no me
parecía a ninguno de ellos, si bien tenía de vez en cuando alguna historia corta
con alguna mujer… ni tenía la necesidad de Edvin ni huía de nada como Jan.
Nunca había tenido una relación larga, principalmente porque hasta hacía
poco tiempo había llevado un ritmo de vida muy ajetreado, especialmente los
años que estuve fuera de Suecia. Y, aunque ese ritmo había cambiado, por
decisión propia, por cuestión de salud mental y física, mi vida estaba
organizada de tal manera que me quedaba poco tiempo para mantener una
relación estable con alguien.
Ese era el argumento que utilizaba para justificar la ausencia en mi vida
de una pareja, pero estaba alejado de la realidad. ¿Por qué me engañaba? No
entendía por qué incluso conmigo mismo recurría a él, cuando yo sabía
perfectamente que no estaba interesado ni muy receptivo a la hora de tener
una relación, solía huir de ese tipo de compromisos y así era feliz.
Otra cosa era lo que mi madre solía decirme: «nunca has sentido algo tan
fuerte como para planteártelo o dejarte llevar. Si algún día te enamoras
perdidamente verás cómo dejas a un lado ese tipo de argumentos».
Puede que tuviera razón.
Vega…
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Por suerte Jan interrumpió mis pensamientos cuando terminó de hablar
con Anne, lo agradecí, de esa manera pude abandonar la peligrosa dirección
que estaban tomando.
¡Menudo día!
Nos pusimos al día de temas relacionados con algunos de nuestros amigos
comunes, sobre trabajo, y ¿cómo no?, sobre sus planes con Anne.
—¿Cuándo se marcha Henrik? —⁠pregunté sin esperar más a abordar lo
que realmente me interesaba.
—Pareces muy interesado en que lo haga.
—¿Por qué dices eso? Solo he preguntado, no recuerdo cuándo dijo que
volvía a España.
—¿Qué te pasa? Ayer estuviste muy raro, parecías incómodo.
—No lo estaba, solo me encontraba mal, estuve intentando escribir mucho
tiempo, al amanecer, y solo conseguí tener dolor de cabeza todo el día.
—Keith… nos conocemos. Tengo la sensación de que la presencia de
Henrik te molestó, algo hay que no me estás contando, como esa repentina
prolongación de la estancia de Vega.
—¿Quieres dejar de decir tonterías? Vega y yo nos hemos hecho buenos
amigos, le he enseñado algunos lugares de la isla… Pero cuando se tenía que
marchar parecía que era cuando mejor estaba. Se lo propuse sabiendo que
tenía vacaciones y podía hacerlo. Es todo, deja de sacar estúpidas
conclusiones.
—¿Te gusta? Y deja de soltarme rollos, me estás aburriendo.
—Sí, me gusta.
—Tú y ella…
—Nos llevamos bien, es todo.
—Keith…
—Jan…
—Espero que te mantengas alejado de ella en el sentido que… ya me
entiendes. No creo que Vega esté para muchas fiestas, ha pasado un momento
duro tras…
—Ahórrate eso, su novio murió hace dos años y pico, la tragedia no es tan
reciente como tú crees.
—¿En serio? ¿Dos años…? ¿Estás seguro?
—Eso es lo que ella me contó. ¿Por qué te sorprende tanto?
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—Esta misma mañana Henrik y yo hemos hablado de Vega y… no he
debido entenderlo bien.
—¿Qué no has entendido bien?
—No creo que sea necesario que te cuente los detalles de la conversación,
Keith.
—Jan… —dije sin ocultar la pereza que me daba intentar convencerlo de
que lo hiciera.
—No está bien… Son cosas de ellos, de ella…
—No recuerdo haberte puesto pegas cuando me pediste información sobre
Erika —⁠le recordé aludiendo a una compañera de trabajo⁠—. Estabas muy
interesado, ¿recuerdas? No te negué lo que sabía.
—Tú lo has dicho, estaba interesado en ella, pero no creo que sea el
mismo caso tratándose de Vega… ¿o me he perdido algo?
—Mi interés es solo por conocer más detalles de su vida, me cae bien, nos
hemos hecho amigos.
Parecía un robot, mis palabras eran tan poco convincentes… Esperaba que
Jan dejara de darle vueltas, era más que evidente que mi explicación no le
podía convencer, pero solo tenía que esforzarse un poco, dejar de lado el
interrogatorio y contarme lo que quería escuchar. Crucé los dedos, esa
situación solo estaba empeorando el humor que había arrastrado durante todo
el día.
—Si sois tan amigos, pregúntale a ella…
—Joder, Jan, son temas personales, solo me ha contado algo a grandes
rasgos, ¿me lo cuentas o no?
Sonrió con malicia.
—Me ha llamado la atención porque… —⁠Hizo una pausa y me miró
sonriendo para hacerse el interesante y para crear ese misterio que tanto sabía
me sacaba de quicio; pero al menos estaba dispuesto a contármelo.
—Te escucho, deja de hacerte el interesante.
—¿Quieres detalles?
—Sí, sí, muchos detalles, como a mí me gustan. —⁠Le hice reír tal y como
pretendía.
—Henrik me ha contado que estuvo dos años, no hace mucho, sin tener
ningún contacto con Vega, pero no ha entrado en detalles, solo que fue ella la
que tomó la decisión de apartarlo de su vida. Tras esos dos años volvieron a
unirse, especialmente porque Vega estaba hundida y estaba atravesando un
momento muy malo; aunque también me ha dicho que está bien y que ha
conseguido superarlo.
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Tenía muchas preguntas que hacerle, pero intenté seguir un orden.
—¿No sabías de la existencia de Vega hasta ahora? Hace muchos años
que estáis en contacto, Vega me dijo que eran amigos desde hacía mucho
tiempo.
—Sí, conocía su existencia, claro que sí, él me ha hablado muchas veces
de ella, que yo recuerde… desde siempre. Pero es cierto que los últimos años
hemos estado muy ocupados con las cabañas y… quizás no le presté atención.
Conozco su mundo, igual que él el mío, pero no con tantos detalles. Pero…
—Pero ¿qué? —le apremié al ver que callaba.
—Recuerdo una vez que viajé a España, hace tiempo, pero menos de dos
años seguro, y me presentó a una amiga con la que coincidió, pero no era
Vega, sino… No recuerdo su nombre. Eso me hizo pensar en Vega y le
pregunté por ella, pero me dijo que estaba fuera de la ciudad.
»Hoy, al ver que era un tema que narraba con mucho dolor, le he
preguntado que por qué nunca me lo había contado y me ha dicho que era un
tema que prefería evitar porque le dolió mucho que se distanciaran, la quiere
mucho.
—¿De qué forma la quiere?
—No… vas mal encaminado, no de esa forma.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque se lo he preguntado y lo ha negado, su forma de hablar de ella
lo deja claro. Son muy amigos. Me ha dicho que se volcó en ella cuando se
hundió porque no soportaba verla de ese modo. Pero… eso es precisamente lo
que me sorprende.
—¿Te refieres a lo del novio?
—Claro, esa es la parte que no entiendo. En todo momento, cuando he
hablado con él he pensado que cuando hablaba de que Vega estaba hundida se
refería a la pérdida de su novio, pero al decirme tú que de eso hace más de
dos años… ¡No lo entiendo! Debía ser por otra razón.
—¿En qué momento te dijo que Vega había perdido a su novio?
—Cuando me llamó para preparar su reserva en la cabaña, y me lo
recordó cuando se quejó de tu actitud… ¿Me entiendes?
—Sí, perfectamente.
—Ya te he dado la respuesta que querías, ahora ya sabes por qué me ha
sorprendido lo que me has contado.
—A mí también me sorprendió cuando me lo contó, igual que tú supuse
que era reciente, pero ahora, con lo que me has contado, me sorprende mucho
más que estuvieran distanciados ese tiempo.
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Jan tenía razón, era extraño. Si el tal Sergio había fallecido en esas fechas,
era difícil de entender que se distanciaran cuando ella estuviera pasando el
duelo. Estaba claro que había otro motivo, probablemente el que ella
mencionó pero que al mismo tiempo dejó claro que no quería hablar más de
ello. ¿Qué fue lo que dijo? ¿Qué había mantenido vivo el recuerdo de su
novio de una forma…? Siniestra, esa era la palabra que utilizó.
También mencionó a un tal Dámaso, o… De… ¡Daniel! Eso era. ¿Quién
era ese tío?
—Tendrá su explicación, como todo en la vida, pero debe formar parte de
asuntos muy personales de los que prefiere no hablar.
—¿Por qué entonces te lo ha comentado hoy?
—Ha sido a raíz de las cabañas, de las ganas que tenía de que ella la viera.
No recuerdo cómo ha sido exactamente, pero ese ha sido el inicio. Yo le he
preguntado que cómo era posible que Vega no hubiera venido antes a conocer
la isla. Ya sabes que para Henrik ha sido un proyecto importante en todos los
sentidos…
—Entiendo.
—¿Por qué te interesa tanto? Llevamos un buen rato especulando sobre un
asunto que no es de nuestra incumbencia. Hace pocos días te tuve que pedir
que fueras un poco más considerado con ella…
—Y lo hice, Jan, por eso somos amigos y me interesan sus cosas.
—Por eso y porque eres muy curioso.
—Eso también, como tú.
—Y porque te gusta, más de lo que estás dispuesto a admitir.
—Si sabes que no lo voy a admitir, ¿para qué insistes?
Nos echamos a reír y nos centramos en el delicioso plato que teníamos
delante: Silltallrik, un plato que me hizo recordar a Vega porque se había
negado a probarlo cuando yo lo pedí en un restaurante al que acudimos. Su
ingrediente principal es el arenque, y la variedad que contenía mostaza, la que
Jan y yo estábamos comiendo en ese momento, recibe el nombre de
Senapssill.
Cuando terminamos de cenar apareció Henrik. Había llamado a Jan para
preguntarle dónde se encontraba y este se lo indicó pidiéndole que se uniera a
nosotros. Al parecer ya había cenado, y eso me recordó que debía haberlo
hecho junto a Vega, una idea que me pellizcó en el estómago y dificultó que
me mostrara desde un principio más comunicativo con él, tal y como me
había propuesto. Pero solo lo dificultó, poco después hice un esfuerzo y me
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mostré comunicativo y amable, tal y como creí que él me recordaba; no de la
noche anterior, sino de cuando nos conocimos.
Reparé en que el acento sueco de Henrik era diferente al nuestro. Esa era
la lengua que habíamos utilizado para comunicarnos al estar solos, diferente
fue cuando la tarde anterior se encontraba Vega entre nosotros, que lo hicimos
en español. Ese debía ser el resultado de tantos años en España, del mismo
modo que yo iría perdiendo mi capacidad para expresarme en español con el
tiempo. Desde que volví de España y desde que no vivía mi abuela apenas lo
practicaba. Vega se había burlado cariñosamente algunas veces de mis
expresiones, especialmente de mi vocalización, pero solo en algunas palabras.
Solo permanecí con ellos media hora más, el tiempo que tardó, tras haber
resumido su satisfacción al visitar Karlstad, en comentar que se había
despedido de Vega en la entrada al embarcadero justo antes de llegar al
restaurante.
Eso significaba que Vega aún no había subido al ferri, conocía bien los
horarios y a partir de las siete había una frecuencia muy baja, especialmente
hasta que llegara el verano.
Me disculpé y anuncié que me retiraba ante su mirada de sorpresa.
—Creí que te unirías a nosotros esta noche en mi casa.
—Tendremos que dejarlo para otro momento, hoy apenas he avanzado
nada de trabajo. Quizás mañana… —⁠propuse para salir del paso, desconocía
los planes de Vega con Henrik.
—Mañana estaré en Estocolmo —⁠dijo mirando a Jan que asintió con la
cabeza⁠—, no sé si volveremos a vernos. El domingo cogeré un vuelo desde
allí.
¿Estocolmo? Eso significaba que al día siguiente no tenía planes con
Vega, ¿o habrían acordado algo para otro día? Pero… ¿dónde? Estocolmo no
se encontraba cerca precisamente. ¿Vega también estaría en Estocolmo?
—¿No vas a pasar más tiempo en la isla? ¿Y Vega? —⁠Nada mejor que
abordar el tema directamente.
—La veré el sábado.
Intenté disimular mi desconcierto.
—El sábado tenemos la reunión, Keith —⁠aclaró por fin Jan⁠—, es el
cumpleaños de Edvin y Henna, ¿no lo recuerdas? Supongo que asistirás, se lo
propuse a Vega y le pareció estupendo. Hemos acordado encontrarnos todos
allí.
—Veamos… el sábado… —dije fingiendo pensar en ello. Sí que lo
recordaba, Edvin se había encargado de ello unos días atrás, pero le dije que
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no podía asegurarle que asistiera, lo mismo que le dije a Henna cuando
también se encargó de recordármelo. De no asistir, ellos lo entenderían, para
algo estaba recluido en la casa escribiendo un libro, aunque esa solo era la
versión oficial. Pero… si Vega tenía pensado asistir el asunto cambiaba
radicalmente. Tendría que acudir a esa reunión, a menos que la convenciera
para que pasara el día conmigo, pero… no podía olvidar a Henrik. No tenía
muchas salidas.
—No sé si asistiré… —Esa fue la ingeniosa frase que se me ocurrió para
ocultar mi debate interno.
—Keith, siempre nos reunimos en esas fechas… —⁠Lloriqueó.
—Lo sé, lo sé. Lo intentaré, seguramente acuda. Te lo confirmaré
mañana.
—Si tú finalmente no asistes, lo arreglaremos para que Vega pueda acudir
con Henna, ella estará aquí mañana por la noche y volverá a Estocolmo el
sábado.
¡Ya no había nada más que decidir!
—He quedado con Vega que nos veríamos allí —⁠añadió Henrik.
Eso me produjo malestar, Vega había aceptado sin saber si yo acudiría o
no. O quizás lo daba por hecho…
—No puedes faltar, Keith —intervino Jan mirándome de una manera que
conocía.
—Asistiré. No puede ser de otra forma.
No quise preguntar cómo habían organizado la estancia de Vega. La
reunión empezaba al terminar la tarde, obviamente tendría que pasar la noche
en Estocolmo. Tendría que encontrar la forma de convencerla para que la
pasara conmigo, en mi casa.
Me marché pensando en la sorpresa que me había llevado al saber que al
día siguiente Vega y Henrik no habían planeado estar juntos.
¡Qué extraño!
Salí corriendo en dirección al ferri. Consulté mi reloj, tenía siete minutos
para subirme a él, Vega debía estar esperando lo mismo.
El día no iba a acabar tan mal como había empezado. Mi humor mejoró y
aceleré el paso pensando que en pocos minutos me encontraría con ella.
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Capítulo 55
Vega
Me estaba quedando congelada, por mucho que me había abrigado esa
mañana no había previsto estar cerca de una hora esperando el ferri de vuelta.
A punto había estado de llamar a Keith y pedirle que hablara con su amigo
Lars, pero no quería molestarlo si se había encerrado en la cabaña para
escribir. A pesar de que se había ofrecido esa mañana, motivo por el que me
había proporcionado su número de teléfono, no me había parecido
conveniente pedirle ayuda. Habría bastado con consultar los horarios antes de
que se marchara Henrik, así podría haber pasado más tiempo con él y me
habría hecho más llevadera la espera, pero insistí en se marchara alegando
que en breve partiría un ferri.
Sabía que había quedado en encontrarse con Jan y no quería que perdiera
tiempo conmigo, habíamos pasado todo el día juntos, estábamos saciados de
nuestra compañía.
La visita a Karlstad fue todo un acierto, aunque apenas tuvimos tiempo de
visitarla. El viaje había durado tres horas que, sumadas a las tres horas de
vuelta, y las dos paradas que habíamos hecho, una de ida para observar un
paraje que Henrik quería mostrarme y otra de vuelta para cenar en un
restaurante cercano a Gränna, nos había dejado un total de solo tres horitas
para visitar la ciudad.
En ese tiempo solo pudimos visitar el barrio donde él se había criado, su
casa, su colegio, el parque donde jugaba. También me mostró la casa de Jan,
y el acceso al lago Vänern, donde solía jugar cuando era un niño.
Su casa mantenía el esplendor, aunque sus padres la vendieron cuando se
marcharon a España, los nuevos dueños se encargaron de mantenerla en
perfecto estado y de ampliar el jardín.
Me enamoré de sus casas con la fachada color teja y de los espectaculares
jardines que tenían todas ellas; algunos dignos de un cuento de hadas.
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Era una ciudad grande, según me dijo Henrik contaba con más de sesenta
mil habitantes, aunque nosotros no nos habíamos movido del mismo
kilómetro cuadrado durante todo el tiempo, excepto cuando almorzamos.
No era una cuestión de hacer turismo ni visitar los lugares más
emblemáticos, Henrik quería mostrarme las calles que pisó y lo que vieron
sus ojos durante los años que vivió en Suecia, antes de partir hacia España.
Me resultó increíble que pudiera recordar tantos momentos vividos en
aquel lugar, era muy pequeño cuando se marchó, aunque la mayoría de
recuerdos estaban relacionados con Jan. Pude entender el lazo que les unía,
aunque habían estado años separados, también habían compartido momentos
mágicos de su vida.
Henrik me habló de las barbacoas que hacían los padres de Jan y los
suyos, amigos como eran, y de cómo esos momentos se convertían en toda
una fiesta que siempre esperaban con entusiasmo. Y las fiestas con la llegada
de la primavera, y las meriendas en el lago, y los baños…
No se apagó el brillo de sus ojos hasta que no abandonamos la ciudad. No
dejamos de reírnos al comparar nuestras diferentes infancias, no solo por el
hecho de tener familias muy distintas, sino por las diferencias entre crecer en
un lugar como aquel o en una gran ciudad como Madrid, sin lagos, ni casitas
con jardines, ni familias dispuestas a compartir su tiempo libre haciendo
barbacoas con los amigos.
La mía fue en un pequeño apartamento de Madrid hasta que nos mudamos
a uno mucho más grande. Nunca visité las casas de mis amigos, acabé por
perderlos todos, nunca asistí a sus cumpleaños, acabaron por dejar de
invitarme. Los pocos que celebré míos fue en casa de mi tía Clara cuando, y
casi siempre coincidía, que ella tenía guardia o alguna intervención de
urgencia. Vivía pegada al dichoso aparato que le anunciaba las emergencias y
después, cuando desaparecieron, al móvil del trabajo.
Crecí entre una niñera que nunca se sentó a jugar conmigo en el suelo, una
madre ausente, y unos tíos que ejercían como tal cuando libraba la niñera.
Pero me alegraba que aquello pudiera salir de mi boca bromeando, no
había duelo posible ya en esa etapa de mi vida, me importaba poco, aunque
no dejaba de pensar lo fantástica que hubiera sido si solo se hubiera parecido
un poco, un poquito solo, a la de Henrik. Claro que él también tenía sus
quejas. No llevó muy bien que le arrancaran de esa tierra cuando solo tenía
siete años y lo llevaran a Madrid por exigencias del trabajo de su padre.
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El almuerzo fue menos idílico, especialmente cuando Henrik me preguntó
directamente, sin preparar antes el terreno, qué había entre Keith y yo.
—Buen rollo, ¿qué quieres que haya?
—Vega, no creo que solo sea eso, aunque si no me lo quieres contar…
—¿A qué viene ese paternalismo?
—Te lo pregunto como amigo, solo quiero asegurarme de que estás bien y
de que…
—De que no tomo ninguna estúpida decisión…
—Eso no lo he dicho, has sido tú. Me refería a que no te metes en algo
que pueda hacerte daño.
—¿Y qué podría dañarme según tú?
—¿Puedes dejar de estar a la defensiva?
Asentí y le apreté la mano que descansaba sobre la mesa. Tenía razón.
—Lo siento. ¿Por qué me preguntas por Keith de todo lo que podría
contarte que he hecho estos días?
—Ya me has ido contando muchas de ellas, lo sabes. Es solo que la
decisión de quedarte más tiempo me ha hecho pensar que él podía tener algo
que ver.
—¿No me crees capaz de decidir quedarme solo porque me lo esté
pasando bien? ¿Tiene que haber un motivo especial, como un hombre?
No sabía por qué le estaba recriminando su planteamiento, si era verdad
que me había quedado por esa causa. De no haber existido Keith no habría
prolongado la estancia, a menos que hubiera decidido visitar otros lugares de
Suecia, pero nunca había sido mi intención.
—Vuelves a estar a la defensiva, joder. Te he hecho una pregunta y llevas
un buen rato dando vueltas. ¿Qué tiene de malo que me pregunte por qué te
has quedado más tiempo? Sé que eres perfectamente capaz de decidirlo por
cualquier otro motivo, pero también te conozco y para que lo hayas hecho
tienes que estar divirtiéndote mucho, no dudo que Keith contribuya en ello.
Pero entiende mi confusión. Hace una semana, o poco más, me llamaste para
decirme que ese hombre te sacaba de quicio y que era un gilipollas integral…
Tenía razón, pero es que me di cuenta de que me apetecía muy poco
admitir que me había quedado más tiempo por Keith.
—¿Qué quieres saber?
—¿Te lo estás tirando?
—Sí —solté sin expresión alguna.
Nos miramos fijamente sin pestañear hasta que nos echamos a reír.
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—Al principio fue muy desagradable, pero… bajó la guardia y nos fuimos
conociendo. Me cae bien, es más divertido de lo que supuse al principio, me
ha enseñado muchos lugares de la isla y… nos entretenemos. Él tenía la casa
reservada dos semanas más y me propuso compartirla con él, al fin y al cabo,
perdimos mucho tiempo entre que Jan buscaba otro lugar y decidíamos quién
se iba o quién se quedaba. Es todo, Henrik. Dentro de dos semanas volveré y
la vida seguirá, me llevaré un gran recuerdo de tu país. ¿Estás más tranquilo?
—Vega, no me preocupa que folles con Keith, es un tío guapo y es un tío
encantador, entiendo que te haya gustado, pero me preocupa que… no sepas
dejarlo aquí, que… en este momento no sea bueno para ti… ¡No sé ni lo que
digo! Me preocupa que te enamores de él. Hace días que intuyo que hay algo
entre vosotros.
—¿Enamorarme? Eso son palabras mayores, Henrik, no es lo que te he
descrito.
—Pero podría suceder, si vais a estar casi un mes juntos, tampoco es
descabellado.
—Vale, de acuerdo, pero todavía no entiendo dónde quieres llegar.
—No quiero que lo pases mal.
—No lo voy a pasar mal, lo estoy pasando bien.
—Vega, hay miles de kilómetros entre vosotros, y tal y como es Keith…
—¿Cómo es?
—Vega, como amigo me parece genial, si lo que te gusta es follar con él,
todavía me parece mejor, pero… lo conozco, es amigo de Jan y sé cómo se las
gastan.
—¿Qué quieres decir?
Lo intuía, pero prefería escucharlo de sus labios. Mientras se decidía a
decirlo en voz alta de una vez, me esforcé por mantener una actitud de esas
que muestran lo poco que te importa todo.
—Tienen muchas historias con las mujeres, muchas. Una detrás de otra.
—Henrik, eso a mí me da lo mismo, yo no busco nada en Keith, solo es
sexo, y… ¿quién sabe si mantendremos el contacto como buenos amigos?
Tenía el corazón encogido y el estómago me estaba amenazando con
expulsar el pastel de patata que acababa de comerme, pero un gran esfuerzo
por tratar de tranquilizarlo.
No podía reprocharle su preocupación, si sus amigos eran como había
descrito, era normal que temiera que mis sentimientos por Keith se
desarrollaran en un sentido más profundo y lo pasara mal al tener que
alejarme de él.
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—Puedes estar tranquilo, de verdad. Soy muy consciente de dónde estoy,
de los kilómetros que hay hasta nuestra casa y de que esto, una vez que me
vaya, se habrá acabado. Es un hombre guapo, atractivo, me gusta y me lo
paso bien con él. Vine aquí a desconectar y a volver renovada, y esto es
mucho mejor que estar horas y horas meditando y paseando sola por los
bosques, es lo que me va a ayudar. Divertirme, Henrik, solo eso.
Pareció convencido. La única que no lo estaba era yo, que solo con pensar
en volver a Madrid y no volver a verlo mis piernas se aflojaban.
Enamorarme…
Tampoco debía tratarse de eso…
Yo sabía perfectamente lo que se sentía al estar enamorada, lo había
estado, y no se parecía solo a unos cuantos días de risas, sexo y
entretenimientos.
Pues no, no me convencía.
¿Y si me estaba enamorando?
Keith me tenía derretida y el sexo con él era el mejor que había tenido
nunca, eso no podía negarlo, ni tampoco me habían mirado de la manera que
me miraba él, pero sabía lo que era enamorarse locamente de alguien y no era
el caso. Podría ser que con el tiempo… si hubiéramos estado juntos durante
meses… pero no era el caso.
¡No! ¡Eso no era amor! Era sexo, y punto. Y pasarlo bien, que ya me
tocaba. Llevaba cinco meses encerrada en mis penas, mis traumas y las
consecuencias de una puta decisión que me había quitado el sueño durante
mucho tiempo. Eso ya había pasado, lo había dejado atrás. Tocaba disfrutar
un poco. Ya tendría tiempo de volver a pasear por mi casa y volverme loca
intentando tomar una decisión sobre mi trabajo y… mi apartamento.
¡No! ¡No estaba enamorada!
Algo más repuesta de mi pequeño desvarío, me dirigí a la rampa del ferri,
resoplando impaciente mientras esperaba que permitieran el acceso al interior.
Pensé una vez más en el día que había pasado con Henrik, no me podía
creer todavía que nos hubiéramos encontrado en Suecia. Acabábamos de
cumplir nuestro pequeño sueño, aunque había sido fugaz. Volvería a verlo en
Estocolmo, al menos esos eran los planes.
Me cogió desprevenida la llamada de Henna, pero entre ella y Henrik me
convencieron para que asistiera.
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No entendía muy bien que hicieran planes estando a casi trescientos
kilómetros de distancia, pero en todo momento me pareció que para ellos no
era un inconveniente.
Henna me propuso que pasara la noche en su casa y que el viaje lo hiciera
con Keith, el que al parecer tenía pensado acudir, aunque me extrañó que no
me comentara nada. Puede que lo hubieran invitado ese mismo día, igual que
a mí, pero… me pareció recordar que Jan lo había mencionado el día que
recogió a Snabb.
¡Menudo caos!
Por un lado, deseaba asistir, me hacía ilusión encontrarme con Henna, con
Jan, con Henrik… Era algo diferente, en una ciudad que me apetecía visitar;
por otro lado, no sabía con certeza si Keith acudiría y, aunque lo hiciera, pasar
la noche separada de él me entristecía.
Sentía que me encontraba en medio de una cuenta atrás. Una carrera que
se detendría cuando le dijera adiós definitivamente a Keith.
En medio de una fila tipo «sueco», es decir bien ordenada y en silencio,
accedí al interior del ferri. Busqué el lugar adecuado para sentarme los
escasos quince minutos que duraba el trayecto, cuando sentí una mano que me
tocaba en el hombro. Si quién fuera que llamara mi atención no hablaba
inglés, podía esperar poco de mí.
Y desconozco si lo hablaba muy bien, pero no necesité ninguna lengua
para entenderme con él. Keith me sonrió y me abrazó ante la atenta mirada de
otros pasajeros que debieron encontrar el gesto romántico, o… demasiado
efusivo para tratarse de un lugar público.
Le seguí con mi coche hasta la casa emocionada por haber vuelto a verlo.
Nos dirigimos directamente a la chimenea para entrar en calor y nos sentamos
en el suelo, el uno al lado del otro. Planeamos darnos un baño cuando
consiguiéramos una temperatura corporal aceptable, especialmente yo que era
incapaz de moverme de allí.
Sentí una manta abrazándome los hombros y sonreí encantada por el
gesto. Keith parecía de mejor humor, y los siguientes minutos nos regalamos
un breve relato sobre lo que habíamos hecho durante el tiempo que habíamos
estado separados.
No dedicamos mucho tiempo a ello, ni él parecía tener mucho que contar,
excepto la cena con Jan y el encuentro con Henrik, ni yo tampoco, excepto
cuatro detalles de la ciudad que habíamos visitado y cuatro anécdotas sobre
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las travesuras que me había contado Henrik que había compartido con Jan
durante su infancia.
—Henrik me ha dicho que mañana se irá con Jan a Estocolmo.
—Sí, eso me ha dicho.
—Pensé que tendríais planes.
—Hemos pasado el día juntos.
—¿Le has hablado de… nosotros? ¿Puede que sea esa la razón por la que
ha querido apartarse?
Me quedé clavada al suelo, sentí la presión de la alfombra en mi trasero.
—¿Qué quieres decir?
—Solo lo que te he preguntado, si le has hablado de mí.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—No lo sé, me ha parecido extraño que habiendo venido a visitarte se
haya marchado con Jan a Estocolmo.
—Ha venido a verme a mí, y a Jan. Hoy conmigo, mañana con Jan. Va a
estar pocos días, lo ha repartido. A mí puede verme en Madrid siempre que
quiera, a Jan no. Lo de hoy ha sido algo especial para él, quería enseñarme
dónde pasó sus primeros años de vida —⁠le aclaré sin ocultar mi malestar.
—¿Molesta?
—Eres tú el que pareces molesto al pensar que le haya podido hablar de…
nosotros. ¿Y si hubiera sido así?
Me estaba metiendo en un terreno pantanoso, pero era incapaz de
detenerme.
—No veo la necesidad. Si el hombre quería pasar tiempo contigo, no era
necesario que le hablaras de nosotros para que decidiera alejarse y dejarnos…
intimidad. Pero si te apetecía hacerlo…
Me desprendí de la manta y me levanté, no quería seguir escuchándolo. Él
me imitó y me sujetó del brazo al ver que pretendía salir del salón.
—¿Qué te ocurre? ¿Sigues molesta? ¿Por qué?
—Porque esa «no necesidad» que tú ves que yo le cuente a Henrik algo,
no es relevante. Lo que yo hable con mis amigos es cosa mía, no te incumbe
en absoluto. Me siento y lo soy, completamente libre para hablar con mis
amigos, en la intimidad, de lo que me plazca. Yo no te he preguntado lo que
has hablado con Jan, porque solo te concierne a ti, y mucho menos te voy a
sugerir si es necesario o no que le hables de mí o de lo que te dé la gana. —⁠Su
rostro se ensombreció⁠—. Otra cosa es que yo corra a contarle a Henrik algo
que me has contado tú y que pertenece a tu vida privada, eso es otro asunto, y
no lo haría. Pero en el supuesto caso de que le haya hablado de nosotros,
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estoy incluida en el tema y por lo tanto le puedo confiar lo que me dé la
puñetera gana. Pero puedes quedarte muy tranquilo porque no lo he hecho.
Mi discurso dejó de cobrar fuerza cuando me di cuenta de que no era
verdad que no le hubiera hablado de él, pero más que una necesidad por
hacerlo había sido una manera de sobrevivir a sus preguntas y sus
preocupaciones.
—Y… —continué— que te quede también claro que Henrik, antes de que
nos viéramos esta mañana, ya tenía planes con Jan, no los ha cambiado
porque yo le he contado algo de «nosotros». Podía haberle dicho que hemos
follado muchas veces, pero ¿para qué? Le hubiera aburrido, teníamos otros
temas más interesantes de los que hablar.
Me acabé de soltar de su brazo, que me había retenido todas las veces que
intenté hacerlo, y me dirigí a la salida, enfadada, muy enfadada.
Me alcanzó a la altura del segundo escalón camino de mi dormitorio,
¿cómo no? Ese lugar tenía un gancho especial para que se desarrollaran
escenas entre nosotros.
—Vega, por favor, detente.
Lo hice. Me di la vuelta.
—No sé bien todavía por qué te he ofendido, pero no es lo que pretendía.
Es cierto que puedes hablar con tus amigos de lo que te apetezca, igual que yo
con los míos. Si te sirve de algo hoy…
—Hoy, ¿qué? —le dije al ver que no continuaba.
—Hoy he pasado un día raro, te he echado de menos, creo que he culpado
a Henrik sin deber.
Mostró una mueca que me pareció infantil, pero que me hizo gracia.
—Ayer, cuando llegó no fui muy amable con él, y me cae bien, y sé que
es tu amigo y el de Jan, pero tuve la sensación de que iba a jodernos los
planes. Lo siento.
—¿Y qué tiene que ver eso con lo que has dicho?
—No lo sé, supongo que no es un buen día para decir cosas coherentes.
Me quedé callada procesando sus palabras, parecían sinceras. No podía
decirle que yo también me había resistido ante la idea de pasar un día lejos de
él, pero era cierto y eso hizo que entendiera lo que me estaba explicando.
—Me da igual si le hablas de lo que hemos estado haciendo…
—⁠continuó⁠— ha sido un comentario desafortunado. Pero te aseguro que me
ha sorprendido que se marchara a Estocolmo y se me ha ocurrido pensar que
podía tratarse de eso, aunque no me he expresado correctamente.
—De acuerdo, todo aclarado.
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—No, no me vale esa cara, quiero una sonrisa.
Lo miré sin atender su petición.
—¿Un baño? —Lo intentó con una nueva propuesta.
Seguí sin hablar.
—¿Una copa de champagne?
Esbocé una sonrisa.
—¿Te puedo prohibir algo?
Sonreí.
—¿Cómo qué?
—Como que me beses, me abraces, me dejes que te folle de veinte
maneras distintas.
Me eché a reír y bajé los escalones que nos separaban.
—Prohíbeme lo que quieras, Keith —⁠le dije acercándome para besarle
mientras estiraba de su jersey.
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Capítulo 56
Keith
Me apoyé en un rincón de la sala en la que nos encontrábamos, el restaurante
que habíamos elegido en Estocolmo, nuestro preferido, para celebrar el
cumpleaños de Henna y Edvin, y así poder observar a Vega sin que nadie
pudiera verme. Para ello tuve que camuflarme tras unas columnas rodeadas de
plantas artificiales que se encontraban a pocos metros de la mesa. Se trataba
de un elemento colocado estratégicamente con el fin de delimitar el
restaurante del bar musical, el lugar donde nos dirigiríamos después en busca
de más charla y de copas.
Vega parecía contenta y entretenida, y por eso me pareció fascinante
observarla interactuando con otras personas, fuera de los escenarios que
habíamos compartido en las últimas semanas. Estaba realmente preciosa esa
noche, era la primera vez que la veía con un vestido y unos zapatos de tacón,
también la primera que se recogía el cabello ondulando solo las puntas.
El día anterior había sido muy diferente al que pasamos separados, la tensión
que vivimos durante la noche, aunque desapareció cuando nos sumergimos
juntos en la bañera, se esfumó completamente en cuanto recibimos el nuevo
día.
Mi comentario fue desafortunado, no pude dejar de reconocerlo, pero
tengo que admitir también que se produjo por una sensación extraña y algo
desconocida que experimente con la llegada de Henrik. Me volví algo egoísta
al no querer compartir la atención de Vega con otra persona, aunque se tratara
de su mejor amigo, pero es que había algo que me indicaba que entre ellos
podía haber algo más.
Ese día, el que estuvimos separados, solo tenía dos opciones, pasarlo
analizando por qué eso podía afectarme a mí, entrar en ideas que me
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espeluznaban sobre sentimientos, relaciones y sexo, o simplemente evitar esa
posibilidad y permitirme estar de mal humor, como hice.
Era la opción fácil, la otra me restaba tiempo y vida, y era consciente de
que Vega saldría en pocos días de ella.
Claro que, tampoco ayudó mucho el misterio que aportó Jan. Me
descolocó todo lo que me contó sobre el tiempo que Henrik y ella habían
pasado distanciados, especialmente me llamó la atención que fuera ella quien
lo decidiera. Si había perdido a su novio era extraño que eligiera ese momento
para apartarlo de su vida, aunque quizás distaron unos pocos meses… ¿Cuál
sería el motivo?
Y por otro lado, ¿qué era lo que le había hecho tanto daño a Vega? Había
estado hundida, palabras de Jan. No era una simple curiosidad para mí, era
algo que me inquietaba. Sabía que formaba parte de ella y lamentaba que no
hubiera confiado en mí para contármelo, igual que hizo con la historia de su
madre.
Vega era un misterio para mí como no podía ser de otra forma, hacía poco
tiempo que la conocía, pero me importaba más de lo que habría sido capaz de
admitir.
Volví a centrar mi mirada en ella e intenté saciarme todo cuanto pude, pero
decidí volver a la mesa y continuar la charla antes de que alguno de ellos me
descubriera. Si Jan, Edvin o Lars me sorprendían en ese momento tendría la
burla garantizada hasta llegar, al menos, al siguiente invierno.
Deseé que terminara la noche, aunque esos momentos solía disfrutarlos
mucho, esa noche tenía ganas de desaparecer y esperar que llegara el nuevo
día mientras dormía. Vega tenía intenciones de instalarse en casa de Henna,
aunque su maleta continuaba en mi coche, y… ese «detalle» hizo que no
disfrutara de la velada como debía.
Habíamos hablado de ello, pero de forma breve y concisa.
—Henna me ha invitado a su fiesta. ¿Tú también irás?
—Sí, claro, no me lo perdería, es el cumpleaños de mi hermano también.
—Queda algo lejos, ¿no crees?
—En menos de tres horas llegaremos, te gustará el paisaje que veremos
por el camino.
—Henna me ha pedido que me instale en su casa.
—¿Te apetece hacerlo?
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—Sí, claro, solo que… me siento algo fuera de lugar, es una reunión de
amigos en la que yo…
—Excepto a los amigos de Henna, nos conoces a todos, te sentirás bien.
No me había expresado con libertad, de haber sido de ese modo, le habría
dicho que no me apetecía acudir y que quería pasar la noche con ella, pero lo
único que se me había ocurrido fue:
—El domingo podría mostrarte algunos lugares de Estocolmo que sé que
te gustarán.
—De acuerdo.
Algo me dijo que ella tampoco había expresado lo que sentía, pero a
menos que se hubiera pronunciado, decidí no añadir nada más.
Henrik parecía más integrado que Vega en la reunión, aunque solo conocía a
Jan y Lars, pero le vi charlar cómodamente con mi hermano y con Stefan.
Vega se encontraba en medio de Henna y Kaira, pero con esta última no
intercambió más que un saludo al ser presentadas, supuse que se trataba del
idioma, aunque Kaira hablaba inglés perfectamente.
Cruzamos muchas veces la mirada, y en cada una de ellas mi deseo por
estar a solas y abrazarla iba creciendo.
El alma de la fiesta, de todas las fiestas, mi hermano, se centró en Vega,
que asentía con la cabeza cada vez que él se dirigía a ella y le contaba alguna
de sus batallas.
Edvin vivía en un mundo diferente a los demás, le dedicaba mucho tiempo
a leer libros de filósofos, actuales y clásicos, que le hacían tener unas crisis
existenciales tremendas. Pero para mi asombro y el de cualquiera, cuando se
alejaba de sus libros, era un hombre simple, sencillo y previsible a más no
poder. Una dualidad que siempre le había caracterizado. En ocasiones me
hablaba del amor desde su particular prisma poco común, mezclando
conceptos de todo tipo: física, química, astrología…; y otras veces me
hablaba de alguna de las muchas citas que había tenido y tenía que mirarlo
fijamente para cerciorarme de que se trataba del mismo hombre y no de un
adolescente con las hormonas revolucionadas. Así era también en el trabajo, o
dejaba boquiabiertos a los directores por lo último que se le había ocurrido
investigar, la mayoría de las veces con grandes resultados, o se centraba en
algo en lo que era realmente absurdo perder el tiempo. Pero era muy querido
por sus compañeros y amigos, principalmente porque siempre se mostraba
optimista y alegre.
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Dos horas después, tras haber dejado atrás hacía un buen rato el restaurante
para pasar a la zona de copas, no era capaz de pensar en otra cosa que no
fuera marcharme.
Vega había desaparecido con las chicas para sentarse en una zona cercana
a nosotros, que nos encontrábamos en el centro de la sala, bordeando unas
mesas altas que ejercían de barra. Apenas habíamos hablado y no soportaba
estar tan cerca sin poder tocarla. A partir de ese momento no conseguí
centrarme en la conversación de mis amigos, que no dejaban de hablar y reír.
Había conversado con todos ellos, en grupo y por separado, participé cuanto
pude y me esforcé por no llamar la atención comportándome de otro modo,
pero estaba harto de estar allí.
La siguiente hora no cambió en absoluto, excepto que empecé a buscar la
manera de anunciar que me marchaba.
Miré en dirección a Vega, parecía estar entretenida tecleando en su móvil.
Me miró, movió el aparato buscando mi atención, y al poco sentí que el mío
vibraba en mi bolsillo.
Sonreí cuando vi su nombre. Era curioso, habíamos intercambiado los
números de teléfono solo un par de días antes; en ese momento celebré que lo
hubiéramos hecho.
Prohíbeme salir de aquí, prohíbeme desaparecer
contigo.
Prohíbeme decirle a Henna que no voy a dormir
en su casa.
Prohíbeme follarte, Keith.
Prohíbemelo ya…
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Capítulo 57
Vega
Los tres primeros cojines los acogió con una sonrisa mientras hablaba por
teléfono, los siguientes tres los esquivó, uno de ellos hizo que se tambaleara
una figura de bronce cuyo autor debía estar atravesando una verdadera crisis
artística, era siniestro, feo, y producía escalofríos, pero a juzgar por el lugar
de honor que ocupaba, debía ser muy apreciada por su dueño.
Los siguientes tres cojines, me los devolvió y, aunque quise esquivarlos
solo conseguí recibir su impacto además de caerme del sofá en el que me
encontraba tumbada y… desnuda.
No hizo nada por ayudarme, solo sonreír con malicia lanzándome un claro
mensaje de: «Te lo mereces».
Observé su cuerpo desnudo que deambulaba por el salón de su casa
manteniendo una conversación acalorada con alguien que se había atrevido a
interrumpir nuestra velada. Por suerte habíamos terminado de comernos de
todas las maneras que una mente pueda imaginar.
Habíamos hecho tantas cosas en solo veinticuatro horas que me costó
creer que la fiesta de Henna se había celebrado la noche anterior. Recordé con
una sonrisa lo ocurrido tras el mensaje que le envié, cómo nos miramos y
cómo nos entendimos.
Complicidad. Eso fue lo que pensé.
Me hizo sentir ganas de dar saltos. Fue una sensación fuerte y placentera.
De alguna manera, mi propuesta suponía invadir su espacio, así que por
un momento temí que no respondiera como yo quería.
Se acercó a dónde me encontraba con las chicas y simplemente le dijo a
Henna que habíamos hecho un cambio de planes y que iba a alojarme en su
casa. Yo había estado un buen rato dándole vueltas al tema, a cómo debía
decirlo, y fue más sencillo de lo que creí. Me di cuenta de la poca importancia
que le dieron todos ellos, limitándose a despedirse con la mano, a sonreírme y
a invitarme a visitar pronto Estocolmo.
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De haberse producido entre mis amigos, los que una vez tuve, habría sido
la diana de miradas y comentarios, y la comidilla durante un mes. Pero ellos
parecían ajenos a ese tipo de cuestiones, me di cuenta mientras los escuchaba
hablar.
Incluso Keith me sorprendió. Pensé que no le parecería buena idea que sus
amigos nos vieran marchar juntos, pero también lo abordó con total
naturalidad. Después me aclaró que no me propuso quedarme en su casa
porque creía que me apetecía pasar la noche con Henna.
Sí, me apetecía, pero me encontraba algo incómoda, no la conocía apenas,
aunque desde el principio me había sentido bien entre ellos, como si los
conociera desde hacía mucho tiempo; en todo momento me sorprendió su
acogida y su cercanía. Yo creía que los suecos eran más fríos… Pero ¡no! Al
menos no es lo que yo percibí.
Salimos tras despedirnos de todos, especialmente de Henrik.
Nos apartamos unos metros buscando intimidad y nos fundimos en uno de
nuestros cálidos abrazos.
—¿Volverás entera?
—Más entera que nunca.
No dijimos nada más, solo nos volvimos a abrazar y nos alejamos
impregnados cada uno con el aroma del otro.
Nada más llegar, Keith me mostró parte de su casa, la otra apenas la
recuerdo porque eligió muchos rincones de ella para que diéramos rienda
suelta a ese deseo que empezaba a creer que era enfermizo.
Y así durante gran parte de la noche. Esa podía ser la explicación a que
nos hubiéramos levantado más cansados de lo habitual y el paseo por
Estocolmo se hubiera reducido solo a unos pocos lugares; aunque habían sido
suficientes para quedar completamente hipnotizada y fascinada por esa
ciudad.
Keith me había mostrado las calles principales del barrio Söderlman, el
barrio donde vivía, el más bohemio de Suecia, según sus palabras. También
paseamos por los jardines que se encontraban tras el Palacio Real para
admirar el espectáculo que ofrecían en primavera los cerezos; y para finalizar
admiramos las piezas de arte que albergaban las estaciones de metro: un
museo subterráneo repartido a lo largo de todas las estaciones.
Pero mi fascinación por la ciudad no había sido tanta como por la
compañía. Escuchar sus explicaciones, pasear de su mano, recibir sus
bromas…
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Keith me tenía cautivada, era tarde para seguir hablando de aventura,
estaba claro que dentro de mí se estaba cociendo algo más y, aunque por
momentos me asustaba, principalmente porque era consciente de la fecha en
la que llegaría a su fin, estaba dispuesta a dejarme llevar y llegar a donde
quiera que me llevara ese viaje. Antes o después tendría que bajarme de ese
tren, pero hasta que llegara ese momento no iba a perder el ritmo y la ilusión.
Cada vez lo sentía más cerca de mí, más detallista, más… ¡Todo! Lo tenía
todo. Y los momentos que nos perdíamos bajo las sábanas, o sobre «esto y
aquello», o «encima de» o «debajo de», era incapaz de describir lo que me
hacía sentir. Y las veces que jugamos a prohibirnos… increíbles e
insuficientes. Un reto que vibraba constantemente y que tenía una palabra
como detonante… Y la hicimos nuestra.
«¡Prohíbeme, Keith! Prohíbemelo otra vez. No importa cuántas veces lo
hagas, no me voy a saciar».
¿Cuándo te sacias de algo que te hace feliz? Porque eso era lo que me
sentía: feliz. ¿Por qué?
Porque era…
Demasiado intenso.
Demasiado inesperado.
Demasiado rápido.
Aquello era «demasiado» de muchas cosas como para encontrarle una
explicación, al menos una razonable.
Pero… era para disfrutarlo, no para estar dándole vueltas a la cabeza
buscando pros y contras; buscando que línea de locura habíamos atravesado y
qué línea de cordura; buscando sombras, buscando fechas…
¡No! Estaba ahí para vivirlo, y en la medida de lo posible para dejar de
cuestionarlo y permitir que me abrazara y me envolviera como si «mañana»
no estuviera en el calendario.
El suspiro que solté fue el encargado de hacerme aterrizar en el salón de
Keith. Todavía no había terminado de hablar.
Recorrí la estancia con la mirada. Era moderno y amplio, como el resto de
la casa, aunque solo había visto parte de ella.
Keith tenía gracia a la hora de decorar, aunque para mi gusto había
demasiados elementos. Igual que en la casa y la cabaña, había cojines por
todas partes, alfombras, vitrinas, muebles, sillones y una variedad de color
impresionante.
Si lo hubiera tenido que combinar yo, no habría sido capaz de obtener ese
resultado, pero todo parecía estar colocado cumpliendo una extraña norma
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que se debatía entre la dejadez y el perfeccionismo; entre la sencillez y la
elegancia; entre la torpeza y la calidez.
Rara, agradable, excesiva… ¡Acogedora!
Así era la casa de Keith. Una casa bastante grande de una sola planta con
cuatro dormitorios, dos salones, tres baños, un jardín, una cocina del tamaño
de todo mi apartamento, una pequeña biblioteca y despacho, y un gran garaje.
Se podía decir que era una casa amplia, aunque si lo comparaba con mi
apartamento podía afirmar que era inmensa.
La casa de al lado, exactamente igual, pertenecía a su hermano, a Edvin.
Eran colindantes, incluso compartían una pequeña parcela de jardín.
Por fin colgó y se acercó a mí corriendo para castigarme con cosquillas
insoportables por la lluvia de cojines.
—Sé que mañana queríamos volver temprano a la isla, pero… ¿te
importaría que pasara antes por la redacción? Ha surgido un pequeño
imprevisto, debo firmar un contrato, pero me llevará solo unos minutos.
—No, claro que no. Puedes estar el tiempo que quieras.
—Podemos… ¡Quiero que me acompañes! Te enseñaré dónde trabajo.
Asentí con la cabeza asombrada, no me esperaba esa invitación, aunque
me entusiasmó la idea de conocer algo más de su vida.
Después de compartir una cena a base de pizza, nos acurrucamos en el
sofá. Él se sentó con las piernas estiradas apoyándose en un lateral y yo me
senté entre sus piernas apoyándome en su hombro.
Permanecimos un largo rato en silencio hasta que le pedí que me hablara
de las hadas.
—Un día me dijiste que me hablarías de… No recuerdo su nombre, era un
hada, dijiste que yo te recordaba a ella, que tu abuelo te hablaba de ella.
—Vaya, vaya. Ha llegado el momento de que te hable de ella, antes o
después tenía que llegar —⁠dijo dándose aires de entendido, lo que me hizo
reír.
—Te escucho atentamente.
—Antes de hablarte de Nerta, te hablaré de las Huldra, para que veas
cómo las gastamos en nuestros bosques…
Solté una carcajada por la forma en la que lo expresó, cargada de misterio.
De una forma envolvente, como si se tratara de un cuento, inició un
pequeño relato que captó toda mi atención.
Me envolvió con sus brazos.
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—Cuenta la leyenda que las Huldra son criaturas que viven en el bosque,
algo así como hadas, pero… en versión más cruel. Su aspecto es el de una
mujer de extraordinaria belleza, pero tiene cola de zorro y una espalda como
si se tratara de un tronco putrefacto.
—¿A eso llamas extraordinaria belleza?
—Si las miras de cara son increíblemente hermosas, otra cosa es que se
den la vuelta, pero solo si están desnudas. Normalmente ocultan su cola y su
espalda bajo amplios vestidos de seda.
—¿Para qué?
—Para cautivar al pobre hombre que se cruce en su camino.
—¿Y se lo come?
—Noooo, se lo tira.
Solté una carcajada.
—Lo seduce y mantiene relaciones con él, y si él es capaz de satisfacer
sus necesidades, ella lo deja con vida y hasta le obsequia con algún poder,
pero si no la satisface, muere. Incluso si logra satisfacer sexualmente a la
Huldra, no significa que esté a salvo, ya que acabará obsesionándose con ella
y acudiendo al bosque con frecuencia hasta quedar agotado y sin
posibilidades de satisfacerla.
—Y muere…
—Exacto.
—Qué preciosa historia. ¿Te la contaron de niño?
Se echó a reír.
—No, se requiere cierta edad para entenderla. Desde niños nos cuentan
muchas historias relacionadas con criaturas que habitan en el bosque, algunas
son buenas y otras… no tanto, pero es una forma que tenemos de crecer
teniéndole el máximo respeto a los bosques. Cuando era niño y paseaba por
uno siempre tenía los ojos muy abiertos, creía que en cualquier momento
aparecería un trol, un hada, un gnomo, una Huldra —⁠hay una versión
infantil⁠—, e incluso Nerta, de la que tanto me alertó mi abuelo.
—Y… ¿alguna vez te encontraste con alguna de esas criaturas?
—No, pero es cierto que a medida que iba creciendo me volví muy
escéptico, y creo que eso dificultó mi capacidad para reconocer las criaturas,
en cambio Edvin, que era, y es, tremendamente fantástico, siempre nos
contaba todo tipo de aventuras que incluían por lo menos… un trol, o un
hada.
»Mi abuelo me habló mucho de Nerta, nunca le creí, pero existe, esa
criatura existe y… Si estuviera vivo se lo contaría. Abuelo, me advertiste
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sobre ella, me dijiste que podría cruzarme con ella y no te creí, sin embargo,
hoy sé que existe».
—Háblame de Nerta de una vez.
—Es hora de que conozcas la verdad. Tengo que confesarte que una vez
te mentí.
Sabía que estaba bromeando, ya empezaba a conocer sus tonos de voz.
—¿Me has mentido? No me lo puedo creer. —⁠Le seguí el juego.
—Cuando llegaste a la isla, me mostré muy hostil contigo, durante
muchos días… ¿lo recuerdas?
—Apenas… —Me dio un golpecito suave en la pierna.
—Te hice creer que mi hostilidad se debía a que no quería tener compañía
en la casa, a que te consideraba una intrusa molesta… ¿Hasta ahí lo
recuerdas?
—Sí, vagamente, pero… es cierto, algo gilipollas estuviste, y… algo de la
casa, de ser una intrusa puedo recordar…
—Te mentí, no era ese el motivo de mi hostilidad hacia ti.
—¿De verdad? ¿Cuál era, entonces?
—Te reconocí, supe que eras el hada del que tanto me había hablado mi
abuelo, lo supe desde que te vi plantada delante de la casa, con tu maleta.
No añadí nada más, me estaba divirtiendo, especialmente por el esfuerzo
que estaba haciendo para conseguir su interpretación.
—Supe que eras esa Nerta, esa hada de la que tanto me advirtió mi abuelo
y siempre dudé. Estabas allí delante, mirándome, empapada por la lluvia,
saludándome en un idioma que no era el mío, primero en inglés, luego en
español… ¡Eras tú! Y esas eran tus armas para confundirme.
—Estoy impresionada.
—Te reconocí desde el primer momento, de ahí mi mal humor. Intuí lo
que ibas a hacer y no me equivoqué.
—Y… ¿qué es lo que hacen esas hadas?
—La historia cuenta que aparecen en los bosques adoptando la forma de
una mujer muy bella y que si te encuentras con ella estás perdido para
siempre. Quedarás cautivado y seducido por ella y serás incapaz de encontrar
el camino de vuelta a casa…
Me abrazó más fuerte mientras sentía que el corazón se me iba a salir del
pecho, me besó en la mejilla y continuó:
—Eso es lo que has hecho tú conmigo, Vega, y ahora estoy perdido, no sé
cómo lo voy a hacer para encontrar ese camino de vuelta, espero que me
ayudes a encontrarlo o que te pierdas conmigo…
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Capítulo 58
Vega
Keith detuvo el coche frente a un rascacielos. Me confesó que le hubiera
gustado trabajar en él cuando todavía era la sede del periódico donde trabaja,
pero que un año antes de que él naciera, se trasladaron a un edificio más
pequeño, en el mismo distrito, hacia donde nos dirigíamos en ese momento.
Me contó la historia del edificio y el tipo de oficinas que albergaba en la
actualidad. Keith conocía la historia en profundidad de cada rincón de su
ciudad, así me lo demostró el tiempo que estuvimos allí.
Entramos en el edificio tras saludar a los guardias de seguridad que
protegían el acceso, Keith les dijo algo que les hizo reír, parecían encantados
con su presencia.
Subimos a la tercera planta hasta llegar a su despacho, y tardamos más de
lo que se puede emplear en ese pequeño trayecto debido a las veces que
alguien le detuvo para decirle algo. Alzó las palmas de las manos varias
veces, y aunque no pude entender qué decía, me aclaró que le había dejado
claro a algunas de las personas que se encontró que seguía gozando de un
permiso y que no estaba operativo.
En un principio me sentí algo cohibida, incluso le dije antes de entrar que
podía esperarlo paseando por los alrededores, pero su expresión de decepción
al interpretar que no deseaba conocer dónde pasaba gran parte de su vida, me
hizo rectificar y aceptar la visita con entusiasmo, al menos el suficiente como
para que él lo percibiera. Al poco rato me relajé y me sentí cómoda. Me
impresionó la cantidad de personas que deambulaban de un sitio a otro, y la
cantidad de despachos que había por todas partes, y cubículos abiertos en el
centro de la planta con personas en su interior absortas en la pantalla de un
ordenador, o hablando por teléfono.
El silencio de su despacho fue un regalo. Era sencillo, y estaba
perfectamente ordenado, pero me llamó la atención la cantidad de plantas
artificiales que lo decoraban. Era como si necesitara romper la frialdad de una
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oficina para sentir que se encontraba en un pedacito de ese bosque que tanto
parecía querer.
Me recordó las veces que me había despertado durante la noche
recordando las palabras que pronunció sobre el hada.
Todavía sentía el escalofrío que me envolvió al escucharlo, aún no me
había abandonado y dudaba de que lo hiciera alguna vez.
Todo era demasiado confuso por la velocidad que estaba adquiriendo,
pero no quise darle vueltas, era como buscar una aguja en un pajar, no iba a
llegar a ninguna parte solo a tener un terrible dolor de cabeza.
Keith me había confesado que el camino de vuelta a casa era confuso, y
era exactamente lo que yo sentía, aunque sabía que solo quedaban seis días
para emprenderlo.
La noche anterior caí rendida después de dar vueltas y vueltas en la cama
para conciliar el sueño. Habría recurrido a las imágenes de océanos para que,
como en tantas ocasiones, mi mente luchara por evitarlas y me condujera al
sueño, pero las sustituí por unas que hicieron el mismo efecto, incluso más
rápido. Pensé en que yo también estaba dispuesta a perderme con él…
Infalible.
Me quedé dormida profundamente.
Keith se acercó a mí y me besó, me confesó que se moría por follarme sobre
su mesa para tener ese recuerdo permanentemente mientras trabajara, pero
que era algo arriesgado.
Me eché a reír y, cuando estuve a punto de decirle lo que me había
imaginado sobre la mesa y lo preparada que estaba para ello, con el firme
propósito de provocarlo, se abrió la puerta y apareció Edvin.
Keith solo le apretó en el hombro y desapareció dejándome a solas con él,
por suerte ya lo había tratado en la fiesta…
Edvin sonrió y me invitó a sentarme en una de las butacas que quedaba
frente a la mesa de Keith.
—No tardará, me ha dicho que habíais llegado, no quería dejarte sola
esperando.
—No te preocupes, puedo esperar, no me importa, seguro que estás
ocupado.
—Lo que estoy es encantado de estar aquí contigo, así que no me prives
de este buen momento.
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Hizo una llamada y poco después apareció un joven de veinte… pocos
años con unas tazas de café.
—Keith tiene la cafetera desactivada —⁠dijo señalando una que
descansaba en una mesa y que parecía mucho más sofisticada que la de la
cabaña.
Solo estuvimos veinte minutos a solas, tiempo que, al ver que me
mostraba algo cohibida, empleó en hablarme de las veces que había visitado
España y sus lugares favoritos.
Tardé poco en poder relajarme y participar de la conversación. Cuando se
abrió la puerta, el semblante serio y malhumorado de Keith contrastó con
nuestras risas.
—¿Qué te ocurre?
—Thorbjörn me ha pedido que le pase una redacción para el miércoles.
—¿Para eso te quería?
—No, he firmado el contrato con la firma noruega, pero ha aprovechado
para pedírmelo, lo habría hecho de todos modos por teléfono, solo que no le
habría atendido.
—¿No tienes ningún avance?
—Algo se me ocurrirá, seguro que Vega me ayuda. —⁠Me sonrió y al ver
que estaba muy lejos de entenderlo me lo aclaró⁠—: Una nueva redacción para
la columna que publico los miércoles, de las que te he hablado.
Días atrás me había contado que esa publicación había quedado
suspendida hasta su vuelta, a pesar de las protestas de su jefe, pero al parecer
había intentado que volviera a ella.
—¿Te has comprometido? ¿Has aceptado? —⁠intervino Edvin.
—Sí, me he comprometido a pasarle dos, pero a cambio de una semana
más de permiso.
Edvin se echó a reír y bromearon sobre ello, pero lo hicieron en sueco y
no pude entenderlos. Cuando se dieron cuenta me pidieron disculpas y me
aclararon que estaban imitando a su jefe cuando se encontraba en una de esas
situaciones de negociación.
Nos despedimos de Edvin. Me informó de que pensaba viajar a España en
el mes de julio y, aunque su destino era la costa, prometió contactar conmigo
para que intentáramos encontrarnos.
Keith me miró mientras su hermano aportaba algunos detalles de sus
playas preferidas del Sur de España, donde tenía intenciones de ir y pude
apreciar un brillo extraño en sus ojos.
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Conforme avanzaban los días, las horas, e incluso los minutos, se
instalaba en mí una mezcla de sabores entre el dulce y el amargo. La cuenta
atrás se había impuesto de una manera más estricta y la sensación de ser la
última vez de «muchas cosas» iba ganando terreno.
Desconozco lo que pasaba por la cabeza de Keith, y si ese brillo en sus
ojos podía estar reflejando algo parecido a lo que yo sentía.
Atrás quedaba la euforia del momento en que me propuso quedarme dos
semanas más. El tiempo acabaría por detenerse y…
Dolía.
Me dolía solo pensar cómo sería el último beso, las últimas palabras, las
promesas que se hacen antes de partir y que siempre acaban en un saco roto.
Los buenos deseos, las fotografías que los primeros días hacen llorar y
encogen el corazón, la magia que cobra cualquier recuerdo, por pequeño e
insignificante que sea, y la forma de idealizar cualquier momento, cualquier
lugar.
La fuerza que adquieren los días pasados… ¡Cualquier instante que
pertenezca a esa franja de tiempo siempre será mejor!
Y después llega la vuelta al mundo que se ha dejado, el trabajo, el hogar,
los amigos… Nada tiene el mismo valor mientras dura el duelo, pero este
acaba por desaparecer.
Intenté imaginarme si sería capaz de olvidarme de Keith, y cuánto tardaría
él en hacerlo de mí. Me pregunté si el duelo de la magia vivida con él duraría
semanas, meses, o… sería capaz de hacerle un rincón en mi corazón mientras
viviera.
Recordé el verano que cumplí dieciocho años y me fui de vacaciones a la
costa de Barcelona con mi tía Clara y con mi tío Jorge, y una sobrina de él.
Conocimos a un grupo de jóvenes que vivían allí todo el año y de los que nos
hicimos amigas. De uno de ellos me enamoré perdidamente y pasamos todo el
verano paseando de la mano. Con él hice el amor por primera vez, se llamaba
Xavier y era guapísimo. Cuando terminó el verano estuve dos semanas
llorando, creí que el mundo se había terminado por no poder volver a ver a
Xavi.
Fue un amor de verano, y como tal debía ser fugaz e intenso. Pero mi
historia con Keith, condenada a ser igual que la otra, me iba a llevar más
tiempo olvidarla.
Luchaba con todas mis fuerzas por disfrutar el momento y sentir que
debía vivirlo intensamente sin pensar en cuándo iba a terminar, pero me
resultaba imposible.
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Temí no saciarme lo suficiente y partir con destino a Madrid hecha añicos
por tener que despedirme de él.
Si el día anterior ya estaba algo afligida por sentir que esa sensación de
tristeza se estaba imponiendo, cuando llegó la noche y me susurró la historia
del hada, todavía fue peor. Ahí se activó un interruptor con el tiempo
programado, como cuando se hace una fotografía que te permite retardar el
disparo…
Se terminaba.
Llegaba a su fin.
Me había enamorado…
Joder, joder, joder.
Me había enamorado de Keith Johansson.
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Capítulo 59
Keith
El baño nos sentó muy bien, y el rato que dedicamos a jugar sumergidos en la
bañera también, a pesar de los inconvenientes que conlleva hacerlo dentro de
un recipiente, por grande que fuera. Pero divertido fue, y mucho.
El día nos había regalado muchos buenos momentos, igual que el fin de
semana. Poder presentarle a Vega los rincones de Estocolmo que me roban el
corazón, y de los que estoy permanentemente enamorado, me hicieron feliz.
No encontraba la forma de saciarme de ella, cada día estaba más preciosa,
y cada día me sentía más cerca.
Nos quedaban solo cinco días juntos y solo pensarlo me entraban
escalofríos, por eso decidí apartar de mi cabeza esa idea que solo me impedía
vivir el momento con ella.
La noche anterior me abrí, le expresé lo que sentía mientras utilizaba la
historia del hada que me contó mi abuelo cientos de veces.
Ahí lo dejé.
Ella no se pronunció, pero sentí que se encogía en mis brazos y que
asomaba alguna lágrima a sus ojos, pero se encargó de frenarla y hacerla
desaparecer.
Ahí le dejé lo que sentía.
No teníamos mucho que decir. Era todo demasiado complicado, o quizás
más sencillo de lo que pensábamos, pero no éramos capaces, creo que ella
tampoco, de abordar el tema de la despedida directamente.
Tras esa conversación podía venir un «¿Y ahora qué?». Y un
«¿Volveremos a vernos?». Ni ella ni yo teníamos respuestas, eran confusas y
el silencio era mucha mejor opción.
Me había desnudado con ella, le había mostrado parte de mi vida: mis
amigos, mi trabajo, mi casa… Y yo de ella solo conocía algunas experiencias
trágicas, pero seguía pensando que había algo más.
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Alcé la mirada y la observé mientras se divertía atizando la leña de la
chimenea. No pude escuchar lo que decía por qué estaba absorto, el reflejo del
fuego en su rostro, aunque solo podía verlo desde un perfil, era
increíblemente cautivador y precioso.
Nos colocamos de la misma manera que hicimos en mi casa la noche
anterior, pero con dos cócteles que preparé descansando en una mesilla que
improvisamos para que nos quedara cerca y pudiéramos ir bebiendo con
tranquilidad.
—Vega, eres preciosa.
—¡Oh! Eso no me lo esperaba —⁠dijo jugando con mis dedos.
—Eres muy especial, muy interesante. Eres detallista, a veces muy
entregada, a veces despreocupada… —⁠Hice una pausa para escucharla, pero
guardó silencio, siguió jugando con mis manos, pero mucho más
suavemente⁠—. Eres divertida, ingeniosa, con sentido del humor… Eres…
muy especial, mucho. ¿Eso ya lo había dicho? Eres una gran persona…,
aunque esa definición sea algo general y conlleve una idea algo tradicional,
pero…
—No es oro todo lo que reluce, Keith. ¿Conoces esa expresión?
—Sí, la conozco. ¿Por qué dices eso? Todos tenemos defectos, y
pequeñas sombras en nuestra vida, unas veces hemos recorrido el camino de
forma correcta, otras nos hemos equivocado, hemos hecho daño sin querer…
—Me has descrito como a alguien especial, pero no opinarías lo mismo si
conocieras una parte de mi vida, una reciente, una que… he dejado atrás hace
poco tiempo.
—No la has dejado atrás, Vega, es por eso por lo que quiero que me la
cuentes.
Noté como su cuerpo se iba tensando, cómo sus manos dejaron de
acariciarme y hasta un ligero temblor que recorría su cuerpo.
—Puede que no me veas igual.
—Vega, no te pediría que me lo contases si se tratara de algo de tu vida
pasada. Pero hay algo que forma parte de ti, y forma parte hoy; algo que te
atormenta hoy, no es algo del pasado. Hoy está dentro de ti, y esa es la mujer
que ahora tengo entre mis brazos. Esa es la mujer que quiero conocer, con
todo lo que he descubierto por mí mismo, con todo lo que has querido
contarme y… con eso que te atormenta, pero que está dentro de ti ahora.
Tardó ocho minutos en responder, lo fui controlando en el reloj que
colgaba en la pared. En ese tiempo no dejé de acariciarla y de sentirla, más
que nunca, como si estuviéramos a punto de cruzar una línea importante, pero
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cogidos de la mano. Así lo percibí, aunque al mirar de nuevo el reloj, perdí la
esperanza de que se abriera a mí.
Solo deseaba que mis palabras le hubieran llegado y entendiera que me
importaba muy poco lo que pudiera contarme de su vida, pero si formaba
parte de ella quería saberlo. No pretendía ayudarla, seguramente no podría,
pero necesitaba comprender esos momentos de evasión, esos instantes en los
que parecía estar en otro lugar, esos movimientos bruscos cuando algo se
cruzaba en su cabeza y necesitaba cambiar el rumbo de lo que estábamos
hablando o haciendo.
Quería conocerla, solo conocerla. Lo que fuera que se cociera dentro de
ella, formaba parte de lo que era.
—No es una historia breve, ni se puede contar en cuatro frases, es larga,
Keith…
—Te escucho, lo que dure esa historia me da igual. Estamos bien, no
quisiera estar en otro lugar ahora. Vega, cuéntamelo.
—Conocí a Sergio cuando estaba a punto de cumplir los veintiséis años.
Como te conté, tras abandonar la cirugía me pasé a medicina de familia.
Cambiar la especialidad una vez elegida no es fácil, hay un largo periodo
burocrático y de evaluaciones, muchos organismos que intervienen… En mi
caso era más complicado porque al cambio de especialidad le añadí el cambio
de centro, pero en unos meses lo conseguí y pude continuar.
»Él llegó al hospital donde yo trabajaba. Era enfermero en la unidad móvil
de emergencias y yo residente de cuarto año, coincidimos en varias ocasiones.
Un día, en plena jornada de trabajo, en un descanso, me habló de una
conferencia de neurociencia que realizaba una doctora de la que habíamos
hablado, yo le había dicho que me gustaba y se las ingenió para que
pudiéramos asistir.
—¿Te gusta la neurociencia? —⁠le pregunté impresionado.
—Sí, especialmente la doctora encargada de hacer la conferencia. —⁠Se
removió hasta conseguir la posición más cómoda y se animó a acariciarme de
nuevo los dedos⁠—. Tiene una peculiar forma de conectar el cerebro con las
emociones. Desde ese momento fuimos viéndonos fuera del trabajo y…
empezamos a salir juntos. Siempre estábamos muy ocupados por nuestros
horarios y al principio nos veíamos poco, pero siempre encontrábamos algún
momento.
»Sergio era una persona muy alegre y muy sociable, siempre estaba de
buen humor y siempre veía el lado positivo de todo. También era
tremendamente despistado, pero solo fuera de su trabajo.
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»Todo iba bien entre nosotros, nos queríamos y hacíamos muchas cosas
juntos, aunque nuestro trabajo nos impedía muchas veces coincidir en el
tiempo libre por temas de guardias y ese tipo de cosas. También coincidió con
mi etapa más estresante: terminar mi residencia, trabajar en diferentes centros
de salud…
»Teníamos una relación estupenda, estábamos muy enamorados y
disfrutábamos del tiempo que pasábamos juntos. Era una historia de amor
muy bonita, pero…
Vega se detuvo, intuí que era ese el punto en que la historia daba un giro.
La acompañé en su pausa con más caricias, le giré suavemente la cabeza y me
impulsé para besarla y demostrarle que seguía estando con ella y que la
escuchaba. Sentí que se relajaba un poco más y continuó narrando la historia:
—En aquella época no habría sido capaz de reconocer, o de admitir, lo
que ahora te voy a decir. Yo… quería que aquella relación fuera perfecta, que
no hubiera ni un solo elemento que la enturbiase. Sergio era distinto, mucho
más despreocupado, a todo le veía la parte buena y no le daba importancia a
pequeños detalles, como hacía yo. Para mí cualquier pequeño desencuentro,
cualquier pequeña discusión se me hacía un mundo, como si con ello
mancháramos nuestra perfecta trayectoria. Me obsesioné con ello, Keith…
Nunca lo habría reconocido en aquel momento, pero ahora lo sé.
—¿Hablas de confianza, de celos…?
—No, aunque pueda parecer extraño en ese aspecto nunca tuve ningún
problema, ni él tampoco. Confiábamos el uno en el otro y nunca hubo
motivos para que dudásemos de lo que sentíamos. Cada día construíamos
nuestra relación con mucha ilusión, pero cuando aparecía algún
inconveniente, por pequeño y ridículo que fuera, yo tenía la sensación de que
los cimientos se tambaleaban. Pero no era del todo consciente, simplemente
viví algunos episodios con miedo, con angustia, como si temiera que nuestro
idílico mundo se fuera a derrumbar, como si temiera que se nos acabase el
amor.
—¿Qué opinaba él?
—Yo lo viví en silencio, pero conforme fuimos avanzando cada vez
mostraba más mi decepción por pequeñas cosas que salían mal, cosas sin
demasiada importancia, percances insignificantes… pero necesitaba por
encima de todo que fuera perfecta.
»Con el tiempo, y no hace tanto de ello, entendí que siempre sobrevoló
sobre mí el miedo al fracaso, quizás porque desde niña me inculcaron que era
lo peor que te puede ocurrir en la vida. Lo que tendrían que haberme
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enseñado como equivocaciones u obstáculos, me los mostraron como
fracasos…
»No es que yo pensara constantemente en el fracaso, no. Siempre
condené, cuando me hice mayor, las teorías de mi madre y su forma de
enfocar la vida, creí que yo estaba lejos de su mundo, pero había algo dentro
de mí que temía fracasar, más de lo que habría podido imaginar. Eso puedo
verlo ahora, pero entonces no lo sabía, ni siquiera me lo había planteado
nunca.
—Es muy normal que con esa clase de educación y presión tuvieras ese
tipo de temores.
—Esa podría ser la explicación, Keith, pero no sabía nada, solo que quería
mucho a Sergio y que no soportaba que algo, por pequeño que fuera, no
saliera bien. Hicimos un viaje con mucha ilusión, al norte de Francia. Fue uno
de esos viajes accidentados en los que el vuelo salió con retraso, el hotel no
era como creíamos…, me torcí un tobillo, nos robaron el móvil… Fue un
desastre, pero… como siempre, Sergio, intentó que viéramos el lado bueno,
así que se dedicó a tomárselo con humor y bromear, pero yo… que vi como
nuestro viaje perfecto no se parecía al que había imaginado, me derrumbé y
mostré durante todos los días, todos, una actitud apática y negativa.
»A nuestro regreso, Sergio y yo hablamos mucho del tema y me ayudó
mucho. Empecé a verlo todo de otra manera y a relajarme. Estaba tan
obsesionada con que todo fuera perfecto que siempre estaba en alerta,
pendiente de que nada saliera mal, y así me perdí muchos momentos bonitos
entre nosotros. Pero todo cambió tras ese viaje, vivimos un mes muy intenso
disfrutando de esos cambios en los que yo me mostré mucho más tranquila.
»Una noche me vino a buscar al trabajo y me llevó a un apartamento que
había comprado, uno muy bonito y mucho más espacioso que el que tenía. Me
pidió que lo decoráramos juntos y que viviéramos juntos también en él.
—¿No vivíais juntos hasta ese momento?
—No, yo pasaba muchos días en su apartamento, y él en el mío, pero cada
uno tenía su espacio.
»Acepté ilusionada, especialmente por todo el tiempo que había invertido
en hacer las gestiones a escondidas para darme una sorpresa. Aquella noche
nos comimos una pizza en el suelo del vacío apartamento, sin luz, con una
linterna y luchando por entendernos por el eco que se producía al hablar
debido a que estaba completamente vacío. También celebramos que, tras
mucho tiempo dando tumbos, trabajando en diferentes centros, en
urgencias… por fin obtuve mi plaza en un centro, en el que continúo estando
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ahora. Yo me sentía diferente, sentía que había perdido mucho tiempo con
mis miedos, que había estado a punto de estropearlo todo, pero que teníamos
una oportunidad preciosa.
»Nos separamos aquella noche en medio de un millón de planes y en
medio de un montón de promesas, de risas y de palabras de amor. Unas horas
después recibí la llamada de un policía que me informaba de su muerte…
Había tenido un accidente y había fallecido en el acto.
Me entró un escalofrío al escucharla, no importaba cómo se relataran ese
tipo de sucesos, el efecto siempre era impactante y trágico. La abracé y la
balanceé suavemente.
—Y ahí empezó la historia que te voy a contar.
—Te escucho.
Se deshizo de mis brazos y se sentó en el otro lado del sofá, subió las
piernas y se las abrazó. Me acerqué un poco a ella, pero mantuve algo de
distancia pensando que era lo que necesitaba.
—Un coche en el sentido contrario se abrió mucho en una curva y cuando
él llegó a su altura intentó esquivarlo, se salió de la carretera y se estrelló
contra una valla.
»Fue muy duro, no me hacía a la idea de haberlo perdido. Aquella noche
en su apartamento nuevo… todos esos planes… No tuvimos tiempo… Era tan
joven…
»Dos meses después de su muerte, todavía estaba completamente hundida,
aunque gracias a Lucía y Henrik, que permanecieron en todo momento a mi
lado, empecé a despertar de la pesadilla, pero lentamente.
»Un mes después me incorporé al trabajo y fue allí donde empecé a
planear algo a lo que llevaba días dándole vueltas.
»Me llevó más de dos meses ejecutar mi plan. Sergio era donante de
órganos, consiguieron salvar varios de ellos, pero a mí solo me interesaba su
corazón…
Tragué saliva y seguí escuchándola.
—Su corazón se lo trasplantaron a un chico joven que llevaba un tiempo
esperándolo. Se encontraba en una fase muy crítica, y aquella noche, cuando
Sergio murió, se puede decir que él volvió a nacer.
»Quise conocerlo, y desde ese momento, en contra de todas las normas,
las mías como médico, las del paciente, las de los familiares del paciente, las
de protocolos de trasplantes y… todas las que había, ¡todas! Me las ingenié
para averiguar su identidad valiéndome de mi trabajo y de personas que
conocía. Me llevó tiempo porque lo quise llevar con absoluta discreción, y
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también porque ese tipo de información no está en una simple base de datos al
acceso de cualquiera, y… porque me jugaba mi trabajo si me descubrían
indagando en ello.
»Pero… saltándome los detalles de cómo fui obteniendo la información…
conseguí identificarle. Vivía en una pequeña ciudad al sur de Madrid, a unos
diez kilómetros, y me desplacé hasta allí. Esperé en la puerta de su domicilio,
lo seguí y durante varios días fui descubriendo cosas sobre él y sobre su vida.
»Era seis años mayor que yo, soltero y dueño de una óptica en el centro de
la ciudad en la que vivía.
Vega hizo una pausa, y me acerqué más a ella para pasarle el brazo por la
espalda, me miró con los ojos empañados en lágrimas.
—Querías saber dónde estaba el corazón de Sergio, qué tipo de persona lo
llevaba en su interior —⁠le susurré apartándole la primera lágrima que se
deslizó por su mejilla⁠—. Aunque no sea del todo ético, por la intimidad de esa
persona, es normal querer saber, querer conocer un poco más dónde habita
ese corazón…
—Sí, puede ser, pero yo soy médico, es más grave en mi caso no respetar
esa privacidad, pero ese no es el problema… No me bastó con observarlo…
necesitaba estar más cerca del corazón de Sergio y… acabé por forzar una
situación para conocer a Daniel.
Me quedé helado observándola, aquello ya no era normal, ni se trataba de
curiosidad, aunque… también formaba parte de todo aquello querer escuchar
su voz y saber qué clase de persona era.
—Diste un paso más para saber cómo era, quizás…
—Tuvimos una relación durante dos años —⁠sentenció interrumpiéndome.
Palidecí y la miré con los ojos muy abiertos. No hablamos durante un
buen rato.
—¿Os fuisteis conociendo? ¿Os enamorasteis? ¿Le hablaste de quién
eras?
—Sí, nos fuimos conociendo, me encargué de improvisar una situación.
Fue en el hospital donde lo visitaban para hacerle revisiones periódicas, el
mismo donde le practicaron el trasplante. Me las ingenié para acudir el día y
la hora que tenía visita con su cardiólogo, tropecé con él en unas escaleras,
me disculpé, le sonreí… Y charlamos durante un buen rato. Y… te puedes
imaginar cómo acabó.
»En cuanto a enamorarnos… Yo no, pero él… sí. Nunca le hablé de quién
era, nunca. Él me contó lo del trasplante y yo le escuché como si no supiera
nada. La primera vez que nos abrazamos apoyé la cara en su pecho y escuché
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su corazón… Fue un instante mágico, como si Sergio hubiera vuelto a la
vida…
»Nos fuimos a vivir juntos dos meses después y así estuvimos durante dos
años. Él era feliz conmigo y yo lo era escuchando su corazón.
—Joder, Vega…
Se echó a llorar y ocultó el rostro con las manos. Estaba tan impactado por
la historia que no fui capaz de decirle nada hasta un buen rato después.
—Pero ¿estabas enamorada? ¿Se lo contaste alguna vez?
—No, intenté convencerme —dijo titubeando⁠— de que sí lo quería, pero
solo era una forma de acallar mi conciencia. Y no, nunca se lo dije.
»Continué visitando la tumba de Sergio, pero con menos frecuencia.
Daniel sabía que había perdido a mi novio en un accidente, pero le conté mil
mentiras, nunca le dije la fecha exacta, si no que se produjo muchos meses
antes; ni su nombre, me inventé otro, ni… nada que lo pudiera relacionar. Él
me dijo una vez que no conocía nada de la persona que había recibido el
corazón, forma parte del protocolo de trasplantes ocultar la identidad, pero
insistió tanto en saber algo de él que le dijeron que se llamaba Sergio. Daniel
necesitaba ponerle nombre, es algo frecuente, algo emocional que suelen vivir
las personas que reciben un órgano de otra.
—¿Y la familia de Sergio? ¿Mantuviste el contacto?
—No, solo tenía padre, era hijo único y su madre murió cuando él tenía
doce años. Su padre vivía en el sur, Sergio tenía buena relación, pero se veían
poco, solían llamarse por teléfono de vez en cuando. Yo lo vi solo en una
ocasión, cuando visitó a su hijo en Madrid.
—¿Qué pasó, Vega?, ¿qué pasó después? —⁠le dije con un nudo en la
garganta. Estaba impactado, descolocado, confundido… pero necesitaba saber
el final de esa historia.
Se tranquilizó, sus ojos se volvieron fríos y su expresión de cera.
—Cuando conocí a Daniel, se lo conté a Henrik, y no lo aprobó. Durante
semanas discutimos continuamente sobre ello, intentó disuadirme, lo hizo de
mil maneras, pero acabé por pedirle que desapareciera de mi vida y que no
volviera a llamarme. Lo intentó durante un tiempo, pero acabó por desistir. Le
dije cosas terribles y le aparté de mi vida a patadas. No quería que nada se
interpusiera en mi camino, una vez más volví a obsesionarme con algo, claro
que, mucho más grave.
»Con Lucía hice lo mismo, solo que a ella no le conté nada de lo que
ocurría. Solo le dije que conocí a Daniel y me había enamorado. No lo
entendió, así que se dedicó a llamarme y a decirme que no me precipitara, que
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ese cambio era demasiado rápido… Y poco a poco fui esquivándola hasta que
discutimos un día y le pedí lo mismo que a Henrik.
Hace poco que le pregunté a Henrik si se lo había contado a Lucía durante
el tiempo que estuvimos separados, pero lo negó. Me bastó con eso, ni
siquiera le pregunté cómo estaba Lucía ni qué era de su vida. Ellos se han
debido ver muchas veces, tienen amigos comunes, pero… ni siquiera le he
preguntado una sola vez por ella.
Así que esa era la razón por la que habían estado distanciados… todo
empezaba a encajar.
—¿Qué ocurrió con Daniel?
—Daniel me siguió una vez al cementerio, debió sospechar algo. Nunca
me dijo qué le llevó a seguirme, pero deduzco que cometí algún error o
comenté algo que le hizo estar alerta.
»Llegué a creer que podía llegar a quererlo, o que quizás sentía algo
especial por él que había ido apareciendo sin darme cuenta… Un montón de
estupideces a las que recurría para no afrontar la verdad. Pero se fueron
complicando las cosas porque Daniel cada vez estaba más volcado en mí, y
yo solo necesitaba escuchar su corazón de vez en cuando.
»Se trata de dos años de relación, Keith, son muchos detalles, y muchos
momentos, pero no quisiera entrar en ellos, solo espero que te hagas una idea
de lo que hice.
—¿Cómo acabó?
—Descubrió la tumba que visité y descubrió que nunca le había hablado
de esa persona: como te he dicho antes, le mentí con el nombre de mi novio
fallecido.
»Desconozco cómo lo hizo, pero empezó a atar cabos y al final acabó
averiguando que la tumba correspondía al hombre del que portaba su corazón.
Nunca supe cómo lo averiguó.
»Un día, al volver del trabajo, me enseñó un recorte de un periódico local
en el que aparecía una imagen del accidente de Sergio, pero solo aparecían
sus iniciales.
»No fui capaz de decirle nada y esperé a que se pronunciara: «S. M.
¿Conoces esas iniciales, Vega? Pertenecen a Sergio Moreno, el corazón que
llevo le perteneció a él. Pero eso tú ya lo sabías… Me has engañado, me has
mentido de todas las maneras, incluso me has hecho creer que me querías.
Aquel encuentro en el hospital… cuando casi te caes por las escaleras de la
cafetería…». Eso fue lo que me dijo.
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»Salí de su casa sin abrir la boca, no fui capaz. Se me quedó mirando
durante un largo rato, pero al ver que no me pronuncié, desapareció durante
unos segundos y volvió con mi maleta, que ya tenía preparada. Me dijo que
no tenía escrúpulos de ninguna clase y que no quería volver a verme…
»Al día siguiente, de madrugada, llamé a Henrik y le dije que lo
necesitaba, pensé que no iba a ser capaz de vivir con aquel dolor.
—¿Y acudió a tu llamada?
—Sí, de inmediato. Fue ahí donde empezó un largo proceso para
mantenerme en pie.
—Vega… —Le dije mientras intentaba abrazarla todavía impactado por
sus palabras. No negaré que me pareció diabólico su relato, que me pareció
cruel y desalmado y que la imagen de ese pobre hombre utilizado me produjo
ternura y compasión. Pero no era capaz de pensar. Era su historia y su vida.
—¿Sigues creyendo que soy especial, encantadora, única…?
—Sigo pensándolo, Vega.
—¿Es que no me has escuchado? —⁠gritó levantándose del sofá. Algo no
iba bien, su mirada parecía perdida y su cuerpo temblaba por momentos.
Intenté acercarme a ella, pero me golpeó en la mano y retrocedió varios pasos.
—Vega…
—Aún no has escuchado la peor parte, Keith —⁠su voz era entrecortada⁠—,
no solo se trata de que fuera a buscarlo y le hiciera creer que estaba interesado
en él, ni que me esforzara por seducirlo, ni que detrás de todo eso solo hubiera
interés en escuchar cada día el corazón de Sergio… Es que por muchas
vueltas que le doy, por mucho que quiero olvidar, estoy convencida de que si
volviera atrás volvería a hacerlo. No es que me sienta orgullosa, al contrario,
odio recordar el dolor en la cara de Daniel, la decepción… No quería hacerle
daño, era la mejor persona que he conocido nunca, era el hombre más bueno
que te puedas imaginar, pero… ¡nunca he sido capaz de sentir la culpa que
debía, nunca! Nunca. Eso es lo que me atormenta, Keith, que a pesar de ser
consciente de todo el dolor que causé no soy capaz de sentir la intensidad que
debería, y… estoy segura de que sería capaz de volver a hacerlo.
»Eso me convierte en un ser sin escrúpulos de verdad, en alguien que se
parece a mi madre…
Di dos pasos gigantes y la abracé antes de que pudiera apartarme. Luchó
por deshacerse de mí, pero acabó aceptándolo. Se le aflojaron las piernas y la
cogí en brazos. La llevé hasta el sofá y la senté en mi regazo mientras se
apoyaba en mi hombro.
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Lloró sin cesar durante un tiempo que se me antojó interminable, no
soportaba escuchar ese llanto desconsolado, yo la había empujado a que
entrara en las profundidades de ese pasado que tanto le pesaba.
Permanecimos en silencio durante más de media hora hasta que separé su
cabeza de mi hombro y la obligué a mirarme.
—Sigues pareciéndome especial. Es tu pasado, Vega, solo quiero que lo
superes.
No le mentí, no quería juzgarla, ni que algo que formó parte de su vida me
impidiera seguir viendo toda su magia. No dejaba de pensar de qué forma
amó una vez, y hasta qué punto. No dejaba de pensar la locura que llevó a
cabo, de qué forma mintió y engañó con tal de estar cerca del corazón del
hombre que había amado; ni cómo estuvo dispuesta a apartar a sus amigos de
su vida con tal de que no le impidieran acercarse a Daniel; ni cómo había sido
capaz de pronunciarse respecto a la culpa que no sentía y que creía que debía
sentir; ni todas las emociones que envolvían su relato.
No podía dejar de pensar en cómo amó a ese hombre ni lo que hizo para
poder escuchar su latido.
Vega volvió a apoyarse en mi hombro.
Cerré los ojos y disfruté de ese contacto.
De entre todos los momentos que habíamos compartido, elegí
precisamente ese para decirme a mí mismo que me había enamorado de Vega.
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Capítulo 60
Vega
El miércoles amaneció muy nublado. Me recordó el día que llegué,
veinticuatro días atrás, y meneé la cabeza sin poder creérmelo: sentía que
hacía meses que había pisado Suecia por primera vez.
Me acerqué a la ventana del salón, después me dirigí a la chimenea,
después salí al porche principal, bien abrigada, y… me quedé allí sentada
esperando la lluvia, que no tardaría en empezar a caer.
Mi vuelta a Madrid se produciría en tan solo cuatro días…
Por mucho que quisiera evitar pensar en ello, estaba presente. Era
consciente de todo el tiempo que mi mente ocupaba en pesar que mi aventura
estaba llegando a su fin impidiéndome disfrutar del momento, pero me
costaba mucho luchar contra ello.
La noche en que le confesé a Keith mi historia con Daniel, creí que
nuestra despedida se adelantaría.
Nunca imaginé que pudiera sentir la necesidad que sentí esa noche de
compartir esa parte de mi vida con él. Aunque Keith me lo pidió, me animó a
hacerlo, y utilizó las palabras adecuadas para hacer saltar algo en mi interior,
también me di cuenta de lo mucho que necesitaba hacerlo, del deseo que
sentía por contarle esa historia, por narrar en voz alta esa parte de mi vida que
tanto me quemaba; mucho más de lo que creía.
Hasta esa noche, solo Henrik conocía la historia, y muchas de las palabras
que utilicé para describirla ni siquiera con mi amigo lo había hecho.
Henrik la vivió en tiempo real cuando empezó, pero muchos detalles de
ella durante el tiempo que estuvimos distanciados no los conocía. Cuando
volvió a entrar en mi vida, la madrugada que le llamé muy próxima a
romperme, le conté el resto de la historia de una forma algo parecida a como
lo hice con Keith, pero contenía sutiles diferencias.
La necesidad que tuve de hacerlo era diferente, más intensa, más detallada
y con muchas más alusiones a conclusiones que había sacado durante los
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últimos meses posteriores a la ruptura definitiva.
Henrik, durante mi relación con Sergio, me sugirió muchas veces ese
concepto de búsqueda de perfección que tenía con él, pero yo me limité a
escucharlo, nunca me abrí lo suficiente como para reconocerlo, sin embargo,
con Keith fluyó, como si fueran palabras que tuviera que pronunciar, como si
fueran las que se utilizan en medio de un ritual, las encargadas de provocar
algo, de hacer estallar algo… de cambiar algo.
La palabra obsesión solo la había utilizado esa noche, nunca antes salió de
mí, y no solo para hablar de mi relación con Sergio sino para referirme a la
búsqueda enfermiza de Daniel para poder acercarme a su pecho y escuchar un
tic tac.
Tampoco hablé con Henrik de mi concepto sobre el fracaso, ni de esa
culpa que no conseguía sentir con la intensidad que se requiere en una historia
como la que había vivido.
A veces me consolaba pensando que mi mente se había trastornado
cuando tomé la decisión de seguirlo, no encontraba otra explicación, y lo peor
es que esa me satisfacía. ¿Cómo sino explicar que inicié una relación, con
todos sus elementos bien colocados, con un hombre del que solo me
interesaba su corazón? ¿Pensaba pasarme el resto de la vida de esa manera?
Daniel no se merecía eso, llegué a quererlo mucho, porque era el tipo de
persona que se hace querer, su bondad era infinita y siempre tenía una palabra
agradable para todo y para todos. A pesar de que era un hombre guapo nunca
lo miré como tal. Lo convertí en un paquete portador de un elemento que a mí
me interesaba…
Quería dejar esa parte de mi vida atrás, pero sentía que me faltaba algo.
Las primeras gotas empezaron a caer y me arrancaron un suspiro. No sabía
muy bien qué hacer, el día no estaba para paseos.
Keith dormía.
Esperaba que no tuviera que trabajar más. Había pasado las dos últimas
noches escribiendo las columnas que se había comprometido con su jefe.
Podía haberles dedicado algo de tiempo durante el día, pero me lo dedicó a mí
para levantarme tras la caída emocional de la noche del lunes.
En todo momento me había repetido que lo que le conté formaba parte de
mi vida, que a él no le importaba y que solo deseaba que fuera capaz de pasar
esa página. Incluso cuando le conté la historia completa de mi madre, la tarde
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anterior, no se pronunció, excepto para decir que no se imaginaba lo que tenía
que haber sido vivir con ella.
Durante el día anterior había puesto mucho empeño en que yo sonriera, en
convencerme que mi relato no había cambiado nada, en convencerme de que
mi manera de expresarlo decía mucho de mí.
Después de la tempestad de la noche del lunes, había llegado una calma
placentera y mágica.
No esperaba que fuera de ese modo, esperaba algo de rechazo por su
parte, alguna mueca de fastidio, miles de alusiones al tema, miles de
preguntas, pero no las hubo. Solo se dedicó a reiterar que quería conocer lo
que había dentro de mí y sus deseos de que dejara esa parte de mi vida atrás.
Keith decidió dedicar las dos noches a redactar lo que tenía que enviarle a
su jefe, me dijo que así no le robaría horas al día y podríamos dedicarlo a
nosotros. El día anterior se reflejaban las señales de cansancio claramente en
su rostro, había dormido apenas unas horas, pero esa mañana había sido
mucho peor. Empezó su segunda columna a las diez de la noche y hasta las
seis de la mañana no había regresado a la cama. Me besó y se quedó dormido
en cuestión de dos segundos.
Esta mañana había encontrado una nota en la cocina que me había hecho
reír.
Ya he terminado.
Dormiré hasta el mediodía.
Créeme, necesito descansar o no
podré hacerte durante el resto de día
todo lo que se me ha ocurrido.
También tengo ideas para la noche.
No me extrañó su agotamiento. Tras el día que habíamos pasado
prohibiéndonos todo tipo de cosas, el desgaste emocional del lunes por la
noche, y las horas que había dedicado encerrado en la cabaña, para acabar las
dichosas columnas… ¡Debía estar rendido!
Me hubiera gustado estar a su lado cuando escribía, me habría deleitado
viéndole enfundado en sus gafas tecleando el ordenador y paseando por la
cabaña en busca de ideas, pero no me lo permitió, me dijo que lo iba a
distraer.
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Solo en una ocasión me atreví a acercarme a la cabaña, pero no pareció
muy contento. Me dejó permanecer a su lado solo unos segundos.
Me llamó la atención la forma brusca en que cerró la tapa del ordenador
cuando entré, como si yo pudiera leer sus textos suecos…
Qué quisquilloso era cuando trabajaba: el orden, el tipo de objetos que le
rodeaban, el silencio… Prácticamente me sacó a empujones de la cabaña,
pero lo hizo jugando en un intento de no ofenderme. Me acompañó a la puerta
besándome y pidiéndome que no volviera. Incluso escuché la cerradura al
salir.
Por suerte ya había terminado.
Me quedé un rato más en el porche, a pesar del día nublado era
reconfortante estar allí. Unos minutos después apareció la maldita «sensación
de cambios», o lo que fuera. No podía llamarla de otra manera, incluso
estando en Suecia estaba claro que las veces que había aparecido había sido
para presagiar cambios, porque… se habían producido y de muchas maneras
distintas.
De nuevo el aire en la nuca, las piernas, la mano…
Entré rápidamente en la casa y me senté en el salón.
¿Es que nunca me iba a desprender de esa extraña sensación? ¿Y si tenía
algún sentido que desconocía y me había empeñado en catalogarla de extraña
sin más? Hacía tiempo que no investigaba sobre ella y no buscaba una
explicación médica…
No era el momento, ya me ocuparía de ello cuando volviera a España,
pero no podía olvidar que desde que estaba en la isla se había presentado en
tres ocasiones, ¡no podía ignorarlo!
Empecé a recuperarme y a sentir las piernas más fuertes, pero lo que me
cruzó por la mente me hizo sentir débil de nuevo.
Seguro que estaba equivocada.
No podía darle rienda suelta a esa idea, pero…
Sentí el corazón que se animaba a mantener un ritmo más acelerado del
que debía.
Esperé, respiré hondo y tras varios intentos me calmé.
No podía quedarme allí parada.
Consulté mi reloj y salí todo lo rápido que pude, que no era mucho, en
dirección a la cabaña.
Keith dormía en su dormitorio, todavía quedaban algunas horas para que
despertara… Era suficiente para aplacar la imperiosa necesidad que sentía de
investigar algo que me había cruzado por la mente.
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Recé para estar equivocada, recé con todas mis fuerzas.
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Capítulo 61
Vega
Encontré el ordenador de Keith cerrado, pero aun así lo abrí por curiosidad,
sin saber bien lo que buscaba, pero estaba protegido por una contraseña.
Me sentí mal por haber profanado su intimidad, así que solo le eché un
vistazo a lo que contenía su mesa y decidí marcharme olvidándome del
asunto. Pero… algo en la papelera hizo que me detuviera. Contenía varios
papeles rotos en varios trozos y esbocé una sonrisa al ver que estaban escritos
a mano. Me animé a observar su letra, era redondeada y clara. Sonreí una vez
más y los dejé dónde los había encontrado, pero antes de dar otro paso me fijé
en una palabra muy larga cuyo principio me llamó especialmente la atención.
Era una palabra que me resultaba familiar, aunque solo la mitad, y el resto…
era previsible. Muchas palabras suecas solían ir unidas y yo solo conocía el
significado de las cinco primeras letras: Hjärt.
Recuperé los fragmentos de papel y observé que se repetía varias veces,
algunas de ellas estaban subrayadas y en otra encabezaba una hoja a modo de
título.
Intuía lo que significaba…
Salí de la cabaña llevándome las manos al pecho por la presión que se
estaba instalando en él. Bajó al estómago y allí se quedó.
Me senté en las piedras que había en el exterior, nada más bajar la rampa
de la cabaña, y respiré hondo para tranquilizarme.
Minutos después, un poco más recuperada, me encontraba de camino a
Tunnerstad, pero me aparté en la primera explanada que encontré presa de las
dudas.
¿Y si me estaba precipitando?
Le escribí un mensaje a Henrik, puede que me arrepintiera, pero
necesitaba una respuesta rápida y segura.
Tradúceme esto: hjärttansplantationen.
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Tardó dos minutos en leerlo y responderme:
¿De qué va esto?
Imaginaba que se iba a sorprender, no quería hablar del tema, al menos en
ese momento, todavía tenía que averiguar otras cosas, por ese motivo me
dirigía al pueblo.
Sin preguntas, solo tradúcemelo,
contártelo todo en otro momento.
prometo
La respuesta no se hizo esperar, Henrik me la escribió alta y clara.
El trasplante de corazón.
Necesité unos minutos para ahogar las náuseas que sentí antes de
proseguir la marcha. Me dirigí directamente a la tienda de caramelos y dulces,
recordaba haber visto un rincón donde servían prensa y revistas.
Adquirí el que buscaba y me marché deprisa y corriendo en dirección al
coche para aparcarlo delante del lago; me vendría bien tranquilizarme.
Aunque conseguí localizar la columna de Keith, me costó encontrarla, las
letras bailaban delante de mí a causa de la ansiedad que estaba empezando a
sentir. El hecho de haber visto algunas de ellas anteriormente me facilitó la
labor de reconocerla, aunque ver su nombre impreso también me ayudó.
Allí estaba.
La palabra que tanto me había angustiado aparecía impresa en el
encabezamiento de la columna. El resto no pude entenderlo.
El corazón amenazaba con atravesarme el pecho y las lágrimas con salir
despedidas sin control, pero hice un esfuerzo por mantener la calma.
Fotografié en dos tomas la amplitud de la columna y se la envié a Henrik
con un mensaje en el que le pedía que me hiciera un breve resumen del
contenido.
Tres minutos y treinta y dos segundos más tardes me llamó.
—Joder, Vega, ¿de qué va esto?
—Henrik no entiendo su contenido, solo lo sospecho que…
—Pero… ¿qué pasa? —dijo alterado⁠—. ¿Quieres explicármelo con
calma?
—He venido a comprar el periódico porque sospechaba qué podía
contener la columna que publica hoy Keith, solo necesito que me digas qué
contiene, no solo el título, eso ya me lo has dicho.
Página 381
—¿Se lo has contado?
—¿El qué? —pregunté por preguntar, sabía la respuesta, pero necesitaba
escucharla de su boca.
—Tu historia con Daniel.
—Sí, se la he contado.
—Pues esa columna trata de eso.
—Concreta, Henrik, por favor… —⁠No pude ocultar mi angustia.
—¿No sabías que iba a publicarlo?
—Por favor, Henrik… traduce, aunque sea por encima.
—¿Sabes el tipo de columnas que escribe? Contéstame primero.
—Sí, sé que plantea algunos temas y luego hay un enlace en redes en el
que la gente opina. ¿Te refieres a eso?
—Sí, yo hace mucho tiempo que lo sigo, en la versión digital. —⁠Hizo una
breve pausa para aclararse la voz y para mostrarme, como siempre hacía, que
lo tenía bajo control. Si percibía que me estaba derrumbando por algo, cogía
las riendas y se mostraba sereno y firme⁠—. Narra la historia de una mujer que
pierde a su novio en un accidente de tráfico y busca su corazón, y…
—¿Y?
—Vega, voy leyendo y traduciendo.
—Perdón.
—Y el novio fallecido es donante de órganos, y ella valiéndose de su
profesión investiga el paradero del… trasplante… y… localiza al receptor y…
—⁠Resopló⁠— lo seduce y empieza a ser novio… bueno, quiere decir que inicia
una relación amorosa con él para poder acercarse a su pecho y… no sé qué
significa esto… ¡Sí! Para poder escuchar el corazón dentro del pecho. El
hombre se enamora, desconoce la historia… Y bla, bla, bla…
—¿Ese bla, bla, bla, contiene algo interesante?
—Es un planteamiento sarcástico sobre si se puede considerar amor,
obsesión o un acto de egoísmo. Algo así.
—Hay un enlace para seguirlo en las redes del periódico, ¿puedes entrar?
Escuché silencio.
—Sí, espera.
Se me hizo eterna la espera.
—¿Qué has visto?
—Espera, Vega, no soy tan rápido, estoy leyendo… Ummm… el enlace
contiene la publicación y algunos comentarios, doscientos treinta y tres para
ser exactos.
—¿Puedes decirme algo de ellos?
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Tardó un eterno minuto en contestar.
—No creo que te gustara lo que dicen, Vega. Mejor déjalo aquí, solo son
opiniones, no creo que debas insistir en eso.
—Solo algo…
—Una empieza diciendo: «El egoísmo disfrazado de amor…», otra, «No
tiene perdón…». Otra utiliza descalificativos, otra… ¡Ya basta, Vega! Ya te
lo he traducido.
Me eché a llorar y le resumí brevemente lo que había ocurrido, desde que
me abrí a él y le conté todo el relato, hasta la visita al periódico, el encargo de
su jefe, las dos noches escribiendo, mis sospechas esa misma mañana…
—¿Cómo te sientes ahora que lo sabes?
—Apuñalada. Tengo que dejarte, Henrik, te vuelvo a llamar después, esta
tarde, cuando pueda. Tengo que hablar con él…
Las últimas palabras de Henrik apenas las escuché, pero creo que me dijo
algo relacionado con que no olvidara llamarlo a cualquier hora.
Mi historia, la que le había contado a Keith estaba publicada en su
columna…
¿Y la de mi madre, la que le conté el día anterior también le pareció
interesante? Porque esa, contada al completo, tampoco tenía desperdicio.
Me abracé a mí misma y volví a llorar. Lancé el periódico en el asiento
del copiloto.
Dolía…
Quemaba…
El lago me pareció diferente al volver a observarlo, ni el agua era tan
cristalina, ni me recordaba a un espejo, pero podría deberse a que no lo
miraba pensando en la superficie sino en sus profundidades.
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Capítulo 62
Keith
Me sorprendió la ausencia de Vega, no recordaba que me hubiera dicho que
iba a salir. Su coche no estaba y eran cerca de las dos de la tarde. La llamé por
teléfono, pero no me atendió. ¿Habría almorzado fuera? No había mucha
actividad en la cocina, ni una nota…
Me desperté cerca de la una, y desde ese momento no conseguí
tranquilizarme al ver que no se encontraba en la casa. Me forcé a desayunar
algo ligero, era incapaz de ingerir algo más, no estaba acostumbrado a esos
horarios.
Salí al jardín para consultar mi móvil una vez más para ver si tenía
noticias de Vega, el punto de cobertura del salón en el que lo había colocado
podría no ser suficiente, a veces fallaba.
Aproveché para consultar la publicación y comprobar que todo estaba en
su sitio.
Lo estaba, se había publicado tal y como tenía que hacerse.
Me inundó el sabor agridulce que me había acompañado todo el tiempo
que había dedicado a escribir la columna, especialmente cuando la envié.
Me había dividido claramente, por un lado, Keith, por otro, el periodista.
No era capaz de pensar en ese momento, no podía entrar en esa línea, la
historia de Vega se había convertido en un relato publicado en el periódico, y
la otra historia, la de su madre, lo haría cuando se la enviara al redactor, pero
quería repasarla.
La de su madre era especialmente delicada, pero como periodista de
historias que invitaran a las personas a opinar, era perfecta.
Me la contó la tarde anterior cuando le pregunté si tenía intenciones de
acortar la distancia con su madre. Su negativa fue rotunda, y cuando intenté
que no lo diera por terminado y que se planteara en un futuro ponerse en
contacto con ella, me contó la historia.
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Mi concepto hasta ese momento era el de una madre fría, que apenas
había pasado tiempo con ella y que la había martilleado continuamente con la
idea del fracaso. Pero… había más, mucho más, y eso era lo que tanto me
impactó cuando se animó a compartirlo conmigo.
Tras relatarme el altercado que tuvo con ella en el funeral de Sergio, me
relató el siguiente, el último enfrentamiento, más impresionante aún:
—Keith, yo crecí sin padre. Siempre creí que fue una especie de historia
de una noche, algo fugaz, según me contó ella, en una fiesta de uno de los
muchos viajes que había hecho fuera de España por motivo de alguna
conferencia o certamen médico.
»Eso creí siempre, que mi madre se tiró a un tío extranjero una noche en
una fiesta y por algún despiste, exceso de alcohol, o lo que fuera, se quedó
embarazada. Siempre me pregunté por qué decidió seguir adelante con el
embarazo, pero en una ocasión me dijo que sintió deseos de ser madre.
»La última vez que hablé con ella fue dos meses después del funeral de
Sergio, cuando empecé a recuperarme un poco, y fue en otro funeral: el de mi
tío Jorge. Murió a consecuencia de un infarto. Le tenía mucho cariño, y lo
sentí por mi tía que estaba muy unida a él. Asistí al funeral, aunque no me
encontraba en el mejor de mis momentos, y me encontré con ella. Estuvo
cercana y fingió estar afectada por la muerte de mi tío, con unas lágrimas de
cocodrilo que no podían engañar a nadie. A ella le importaba poco ninguna
vida que no fuera la suya. Pero… me propuso que almorzáramos juntas y
acepté. Como siempre, volvimos a discutir. Salió el tema del trabajo, de lo
que le dije en el funeral de Sergio… El caso es que discutimos y me soltó
algo parecido a: «Eres igual que tu padre». Aquello era la primera vez que lo
escuchaba, nunca me había mencionado a mi padre excepto en un par de
ocasiones siendo muy joven cuando le pregunté por él. Nos enzarzamos en
una conversación absurda que terminó con estas dos frases:
»Me hubiera gustado tener un padre.
»¿Para qué lo querías? De hecho, lo has tenido, lo que quizás no sabes es
que acabas de asistir a su funeral.
Menuda madre. Le había ocultado que su padre era su tío, el marido de su
hermana y el hombre con el que había pasado mucho tiempo en su niñez y en
su adolescencia. Al parecer él no lo sabía, o eso decía ella, en esa familia no
parecían estar muy cuerdos. No me extrañaba que no hubiera querido volver a
verla, esa mujer era diabólica.
Algo había cambiado en mí, esas historias me habían quemado en las
manos, había recurrido a ellas por falta de inspiración y de tiempo, quería
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dedicárselo todo a ella.
Algún día tendría que contárselo…
Escuché su coche y volví a entrar en la casa. La esperé en el salón y
cuando la vi entrar supe que algo no iba bien, estaba pálida y no me miró a los
ojos.
—¿Estás bien? Estaba preocupado, no sabía que ibas a salir y…
Dio dos pasos hacia atrás cuando vio mis intenciones de besarla y me
estampó un periódico en el pecho que al no coger cayó al suelo.
Lo observé caer y la miré a ella, había furia en su mirada.
—¿Qué…?
—Es tu periódico, Keith, ¿no lo reconoces? En su interior, en la página
veintitrés hay una de esas columnas que escribes semanalmente. Supongo que
es la que te has dedicado a escribir estas noches pasadas…
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Capítulo 63
Vega
Su mirada era de hielo, y su expresión ninguna. Estaba quieto, no había ni un
solo centímetro en su cuerpo que se moviera, ni siquiera parpadeó.
—Vega… no sé cómo…
Se calló, pero el tono de sus palabras también estaba congelado. Cero
emociones, cero expresiones… Sentí como si me abriera en canal.
—No sé bien qué has leído, pero…
—Especialmente el título. No entiendo nada de sueco, pero he obtenido
una buena traducción, suficiente para saber de qué trata, incluso algunos
detalles.
—Es solo una columna más, nadie sabe que se trata de ti, nadie te conoce,
no aparece tu nombre…
—No se trata de algo entre tus lectores y yo, Keith, se trata de algo entre
tú y yo.
—No pretendía herirte.
—Pues lo has hecho.
—¿Por qué, Vega?
—¿Por qué? ¿Me preguntas por qué? —⁠Me moví unos cuantos pasos y
volví al mismo lugar⁠—. Porque eso forma parte de mi vida, de algo íntimo
que quise compartir contigo, de algo que, como tú bien dijiste, me
atormentaba. No se trataba de contarte un cuento como el del hada o el de la
Huldra para que lo publicaras porque te había caído en gracia. Si te
sorprendes de que me haya sentido herida entonces no entiendo por qué lo has
hecho a escondidas. No recuerdo que me preguntaras si me parecía bien que
utilizaras mi historia para salvar tu columna. Pero me alegro de que te haya
servido de inspiración, al menos que para algo haya servido, aparte de
entretener a tus lectores.
—No tenía intención de hacerte daño, Vega, lo siento.
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Lo miré fijamente, sus ojos empezaban a expresar algo, era curioso que
eso me importara, pero estar delante de un robot hablándole de sentimientos
heridos era mucho más complicado.
—Me animaste a contarte lo que me atormentaba, debiste intuir que se
trataba de algo serio, que no era una tontería y así lo hice. Debiste sentirte
bien, ya tenías un relato, aunque ni siquiera has esperado a que me marchara,
me lo has estampado en la puta cara. Por eso no decías nada… no querías
pronunciarte, supongo que era mejor animarme y que siguiera abriéndome a ti
para ver a cuántas historias podías sacar provecho. «Esta mujer tiene un
montón de dramas para contar, voy a obtener mucho material para mi
trabajo». O para tu libro, Keith, puede que te sirva para él. Y la historia de mi
padre también tiene su morbo…
—Estás equivocada, esas intenciones nunca han existido, no ha habido
nada de eso, hablas como si lo hubiera planeado.
¿Estaba enfadado?
¿Enfadado?
¿Se sentía herido por mis palabras?
Joder, era un puñetero robot con algo de brillo en los ojos.
—No creo que te hagas una idea de cómo me he sentido cuando he visto
que tu columna se titulaba El trasplante de corazón.
—Solo es una publicación, está al margen de ti y de mí.
—Ni está al margen de mí, ni mucho menos de ti. Está ahí, Keith, en
medio, donde tú la has colocado.
Me dispuse a salir del salón.
—Vega… Solo es una maldita publicación, no es importante, no lo veas
de ese modo…
Me di la vuelta, vi algo más de expresión en él, empezaba a
descongelarse, pero seguí sin saber qué pensaba ni que sentía.
—Pues entonces tu próximo relato podrías contarles a tus lectores que
mientras yo me abría en canal y me desnudaba contándote algo tan importante
para mí, tú ibas tomando notas mentalmente para poder confeccionar tu puta
columna. Cuéntales que me animabas a seguir hablando para tener una buena
cantidad de detalles y así hacer más jugoso tu texto. Cuéntaselo, Keith, a ver
qué opinan, a ver cómo te sientes. Pero no olvides decirles las veces que te
follaste a la que te contó la historia.
Subí disparada las escaleras y entré en mi dormitorio conteniendo las
lágrimas. Cuando entré sentí que todo me daba vueltas.
Me sentí tan utilizada y tan estúpida…
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Tardé poco más de quince minutos en recogerlo todo y meterlo en mi
maleta. No fui capaz de mirar el dormitorio ni la ventana, solo de cerrar la
puerta y sentir que allí dentro se quedaba un pedacito de mí.
Bajé las escaleras y salí por la puerta, miré de reojo los zapatos que se
encontraban en el vestíbulo, los que llevaba cuando llegué, y pasé de largo.
Salí de la casa y escuché sus pasos.
—Vega, ¿dónde vas?
Sin detenerme, pero asegurándome de que me escuchaba le dije:
—Al lugar de donde nunca debí salir, el mismo donde se desarrolló la
historia que has contado hoy en tu columna.
Metí la maleta en el maletero, él estaba detrás.
Me tocó en la espalda y sentí que me quemaba. Habría dado la vida en ese
momento por no tener un motivo para alejarme de él, por poder disfrutarlo
hasta el final y no marcharme de esa manera.
Pero nada era igual. La sola imagen de aquella noche contándole una
historia que me desgarraba el alma, y sus silencios animándome a seguir
hablando me hizo sentir náuseas. Y la manera en que se refugió en la cabaña
para escribir esa historia, su silencio…
—Vega, no te marches. Lo siento…
Cerré los ojos al sentir sus manos en mis hombros y en silencio le dije
adiós a todo lo que me provocaba el contacto de sus manos en mi cuerpo.
—Vega —continuó—, quiero sentirte, quiero hablar contigo, prohibirte
algo… que me beses, que me toques… —⁠Escuché su respiración y su aliento
en mi pelo⁠—. Dime… Dime algo, Vega, sé que debe haber algo que te haga
reaccionar, algo que conviertas en un reto… Dime qué puedo prohibirte…
Me di la vuelta despacio y le miré a los ojos fijamente. En su rostro se
reflejaban emociones, esa vez sí, muchas, más de las que habría querido ver
en ese momento.
—Solo hay algo que puedes prohibirme, Keith… ¡Prohíbeme soñarte!
Entré en el coche y lo puse en marcha sin mirar atrás. Liberé las lágrimas
retenidas y las aparté para que no me impidieran centrarme en la carretera.
Al entrar en la curva en la que me caí de la bicicleta sentí que me
atravesaban con una espada…
Huía del lugar que tan feliz me había hecho, y lo hacía…
Herida.
Más rota de lo que llegué.
Y… enamorada.
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Capítulo 64
Vega
Dieciocho días después de abandonar Suecia todavía tenía conflictos con la
noción del tiempo. A veces sentía que había salido de allí unas horas antes, y
todavía podía sentir el aire puro y ligero que respiré durante los veinticuatro
días que permanecí allí; a veces sentía que era una historia del siglo anterior,
o una historia legendaria como la de las hadas.
Las imágenes de aquellos días se sucedían continuamente, y el silencio
era lo único que las acompañaba; también un desgarro interior que en vez de
disminuir iba creciendo.
Su silencio.
Mi desgarro.
Puse en práctica mil veces la técnica de mi psicóloga de mirar hacia
delante —⁠me cambié de lado⁠—, pero desistí de seguir intentándolo. Hacia
delante no veía mucho, no había nada claro, una neblina que se iba espesando
cada vez más conforme avanzaban los días. Hacia atrás —⁠también probé⁠—,
más neblina, más espesa y oscura, pero la única dirección en la que era capaz
de mirar.
Seguía herida, pero no solo con Keith, sino conmigo misma.
Henrik me recibió, como siempre, con los brazos abiertos. A pesar de su
sorpresa cuando le dije que acababa de aterrizar en Madrid, no me preguntó,
solo me planteó si deseaba que me fuera a buscar al aeropuerto, acepté con tal
de salir rápidamente de ese lugar, en el de Suecia había permanecido más de
seis horas hasta que conseguí un vuelo directo a Madrid; había tenido
suficiente dosis de aeropuerto.
Seis horas que repasé todos los rincones en busca de una figura que nunca
llegó. Anduve por todas las estancias de la amplia terminal creyendo que así
podría facilitar un encuentro en el caso de que hubiera decidido irme a buscar.
Me sentía herida, pero deseaba verlo, aunque fuera por última vez, aunque
fuera para decirle de nuevo adiós, porque solo necesitaba sentir que le había
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importado alguna vez.
Pero el aeropuerto permaneció vacío de él y llegó el momento de
atravesar el pasillo que me condujo al interior del avión. Me giré antes de
entrar guiada de mi penúltima esperanza de verlo, y me mantuve erguida los
minutos previos al despegue con la vista puesta al final del pasillo esperando
escuchar que un intruso quería colarse para detener el vuelo o rescatar a una
pasajera que se encontraba en su interior. Una de esas escenas de película que
me ayudó a pasar los minutos previos al despegue. Fue mi última esperanza.
Cuando el avión alzó el vuelo sentí el primer desgarro y supe que aquello
no se iba a curar fácilmente, pero lo peor todavía estaba por llegar.
A Henrik le conté con todo lujo de detalles nuestra historia. Se adueñó de
parte de mi dolor y me refugió en sus cálidos abrazos siempre que creyó que
lo necesitaba y siempre que se lo pedí.
Los días pasaron dentro de mi apartamento, solo interrumpidos por las
visitas de Henrik. Cuando empecé a sentirme algo mejor, en una de sus
visitas, me dejó un dossier sobre la mesa, me pidió que lo leyera y se marchó.
Me encontré con cientos de páginas que contenían la traducción de todos
los comentarios que había recibido la columna que publicó Keith. Un total de
cincuenta y dos mil comentarios. Días después supe que se había valido de un
programa para traducirlos todos, se podían apreciar los errores de
interpretación, pero no impidieron que entendiera su contenido de manera
clara.
Los leí todos, uno a uno, y solo unos pocos contenían algo positivo a lo
que el periodista les planteaba, o incluso dos o tres que lo comentaban como
si fuera una historia de amor entrañable.
El resto de comentarios contenían largas listas de reproches y condenas a
la actitud de la protagonista. «Rechazo, egoísmo, maldad, psicópata,
sociópata, escrúpulos, frialdad…», eran de las que se repetían. Si hubiera
contado las veces exactas que aparecían me habría hundido todavía más, pero
no lo hice, así que me mantuve a una distancia prudencial del hundimiento
total.
Era curioso cómo las opiniones de personas que no conocía de nada
podían afectarme de esa manera. Todos ellos hablaban de un personaje salido
de la imaginación del autor, ficticio o no, pero cada uno de ellos sentía que
me hablaba a mí directamente.
—No pretendo hacerte daño con esto, Vega —⁠me dijo Henrik cuando le
comuniqué que los había leído todos⁠—, solo que reacciones, y no he
encontrado otra forma de hacerlo.
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»Siempre, igual que tú, he tenido la sensación de que no habías superado
la historia de Daniel porque tu enfoque no era el correcto. Me hablaste del
daño que le hiciste, de lo poco que él se lo merecía, de la locura que te llevó a
ello, de tu historia de amor con Sergio… cruelmente interrumpida… Y de una
culpa por la que te sentías mal por no sentir, al menos en la cantidad que
creías que requería ese asunto.
»Me alegro de que lo superaras, aunque fuera a tu manera, y de que
después de cinco meses hundida fueras capaz de levantarte dispuesta a seguir
adelante y a disfrutar de la vida, pero había un elemento que fallaba, cariño.
No era sentirse o no culpable en una cantidad determinada, eso no existe,
Vega, eso no tiene medida, ni se puede imponer. Se siente lo que se siente. Tu
problema es que por mucho que lo lamentaras has continuado afirmando que
si volvieras el tiempo atrás lo volverías a hacer. Hasta ahí me parece muy
bien, si eso es lo que tú eres y tu forma de actuar… Se trata de tu vida… ¡Tú
sabrás!
—Me estoy perdiendo, Henrik, no sé si te entiendo, ¿a dónde quieres
llegar?
—Nunca he dudado de que te enamoras de Sergio, sé que os queríais
mucho y que erais felices, pero también he creído que te obsesionaste con que
fuera perfecta vuestra relación y no hubiera ni una sola mancha en vuestro
historial. Necesitabas decirle al mundo y a ti misma que esa relación era el
fruto de tu gran capacidad para hacer algo perfecto e idílico. Una relación no
es un camino lleno de pétalos en los que está prohibido caerse, debe haber de
todo, especialmente porque tenemos días malos, problemas, ganas de llorar,
inquietudes, diferentes puntos de vista… Variedad, Vega, tropiezos, errores,
aciertos, más aciertos… La vida misma. De cómo superarlos, o no, dependerá
el desenlace de cada historia, pero luchar continuamente para mantener la
relación inmaculada es de locos.
»Esa obsesión te llevó a perseguirlo incluso muerto, creyendo que
escuchando el latido de su corazón serías feliz. Ese corazón no era de Sergio,
Vega, solo vivió en el cuerpo de Sergio un tiempo, unos años, cuando entró
en el cuerpo de Daniel le pertenecía a él. Era el motor de su vida.
—Eso lo entendí cuando terminamos, lo sabes.
—Pero en medio de tu lástima, tu teoría de la falta de culpa, y otras cosas,
no has hecho algo que te podría haber ayudado mucho: ponerte en su lugar un
solo segundo. Justificaste tu actitud recurriendo a que tu cabeza no
funcionaba, al duro golpe de la muerte de Sergio… Pero en realidad, es una
simple forma de empatía.
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»Ahora te has enamorado, te has enamorado de verdad, con pasión, ahora
sabes lo que significa que alguien te haga creer que eres especial y que al final
solo persiga algo de ti. No digo que Keith buscara algo desde el principio, es
absurdo, pero los dos días, o tres, en los que mientras estaba a tu lado iba
pensando en cómo escribir tu historia y utilizarla para su trabajo y su interés,
te hicieron daño. Solo han sido dos días, con un mal final, con un lamentable
desenlace y estás hundida… ¿Puedes imaginar cómo se sintió Daniel cuando
descubrió que eran dos años?
»Esfuérzate en imaginarlo, Vega. Ahora que te has enamorado y que te
has sentido utilizada, intenta navegar por lo que pudo llegar a sentir Daniel
después de dos años estupendos de relación, después de enamorarse y
agradecerle a la vida cada día el haberte encontrado; después de acostarse
contigo creyendo que lo deseabas igual que él… Hazlo, Vega. Y después
pregúntate si volverías a hacerlo en el caso de volver el tiempo atrás…
»Pregúntatelo, Vega, con tu respuesta, sea cual sea, podrás dar carpetazo
al pasado y saber quién coño eres de verdad. Ahora tienes muchas más
herramientas para responderte y para imaginarlo, lo has vivido en tus carnes,
aunque infinitamente más pequeño.
Sus palabras me impactaron, como si me hubieran lanzado una granada y
hubiera saltado por los aires. Me dejaron sin fuerzas, me atormentaron
durante tres días y tres noches. Me hicieron pensar en todos los momentos
vividos con Daniel, en sus palabras de amor, en los sentimientos que me
confesaba, en los momentos de intimidad en los que yo recreaba otra imagen
en mi cabeza. Me hicieron navegar por su día a día, conociendo lo que es
estar enamorado de alguien.
No era una máquina que pudiera recuperarme sin más, ni el tema podía
darse por terminado con un chasquido, requería un viaje interior a las
profundidades de mi letal decisión simplemente con los ojos bien abiertos y
con el corazón en la mano. Como dijo Henrik, era tan sencillo como ponerse
en su lugar justo cuando conocía lo que era enamorarse y sentirse utilizada,
y… eso solo en unas proporciones infinitamente inferiores.
Lloré como pocas veces he llorado y llegó el chasquido, el milagro o el
momento de levantarme y ponerme a caminar. Visité la tumba de Sergio y me
despedí de él. Entendí que a pesar de lo mucho que lo había querido si me
hubiera desprendido de mis capas de obsesión desconocía lo que podría haber
quedado debajo… En cualquier caso, le dije adiós y miré hacia arriba dando
las gracias de haber coincidido con él en esta vida. Tenía que llegar la
despedida, y llegó.
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Aunque me costó un mundo también visité la óptica de Daniel, Henrik me
acompañó hasta la puerta a petición mía y me esperó.
Entré despacio y esperé a que se marcharan sus clientes. Me enfrenté a su
cálida mirada y me alegré de no ver odio, sino solo sorpresa. Le pedí que me
concediera un minuto y aceptó. Cerró la tienda y me condujo a la trastienda.
Solo estuve dos minutos frente a él, ante su atenta mirada, pero palabras
hubo pocas, solo una frase corta.
—Espero que puedas perdonarme algún día, Daniel.
¿De qué servía un perdón? Solo eran palabras, solo una forma de reforzar
la conciencia, pero… lo hice porque necesitaba que al menos supiera que los
dos años que vivimos juntos los compartió con alguien que no se sentía feliz
por lo que había hecho y que el objetivo principal no era hacerle daño. Me
conformaba con que el monstruo que debió considerarme se rebajara hasta el
punto de mala persona, o… si era posible, egoístamente, a persona perdida y
equivocada.
Salí de su óptica algo mejor que entré, especialmente porque la mujer que
entró abriendo con llave y preguntando por qué estaba cerrada la tienda se
acercó a él y lo miró de una manera muy distinta a cómo le miré yo jamás. No
hubo palabras, solo la duda reflejada en esa mujer, y el «Adiós, Vega» que él
pronunció con una leve sonrisa.
No me lo merecía, demasiado generoso, pero suficiente para empezar a
sentir que tenía que seguir adelante y de una vez por todas colocar una
cerradura a todas las historias anteriores: Daniel, Sergio, mi madre, y… Keith.
De mi madre… Nada iba a cambiar ni iba a permitir que así fuera. Se
quedaba como estaba. Ella en su mundo y yo en el mío. Las veces que nos
cruzamos no funcionó, así que ¿para qué forzar el rumbo? No estaba
dispuesta a volver a pasar por lo mismo.
La lista finalizaba con Keith, el único que no conseguía pasar al otro lado,
a la dirección que quedaba atrás.
¿Keith pasado?
Solo pensarlo me entraban escalofríos y náuseas, señal de que todavía no
tenía el equilibrio que deseaba.
En pie, sí, pero herida y… enamorada.
¡Maldita sea! Seguía enamorada del sueco.
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Capítulo 65
Keith
Volví a Estocolmo al día siguiente de marcharse Vega. Mi casa, mi cabaña,
mi fantástico rincón de aislamiento se convirtió en una sala de tortura donde
cada elemento me recordaba a ella.
Lloré cuando vi su coche alejarse, cuando sentí que su voz se había
incrustado dentro de mí.
Prohíbeme soñarte…
Prohíbeme soñarte…
Prohíbeme soñarte.
Yo no pude soñar con ella ni una sola vez en las tres semanas que hacía
que se había marchado, aunque cuando estaba despierto no tenía otra imagen
en la cabeza.
La peor semana fue la primera, sin duda, la que me obligó a aislarme en
mi casa y a pelear con las visitas de Jan y de Edvin.
Jan me llamó cuando llegué a Estocolmo, a las pocas horas, al parecer se
acababa de enterar de que Vega se encontraba en España, y me visitó pocas
horas después, cuando se enteró también que ya no me encontraba en la
cabaña.
Me interrogó de todas las maneras posibles, la versión de Henrik sobre un
asunto de trabajo urgente de Vega que la obligó a regresar no le convenció,
especialmente por la forma silenciosa en que se marchó, al fin y al cabo, el
que había gestionado su billete de avión era Jan.
Desconozco qué motivó a Henrik a mentirle, si fue decisión propia o de
Vega, pero era una línea muy frágil que se podía romper solo con que yo me
confesara con mi amigo y le contara la verdad.
En un principio pensé que era cuestión de tiempo que Jan conociera los
verdaderos motivos que impulsaron a Vega a marcharse, igual que debió
pensar Henrik, pero no tardé en convencerme de que ninguna de las dos
partes se iba a pronunciar.
Página 395
Jan insistió durante días, fue probando, incluso me confesó que
sospechaba que ni Henrik ni yo le decíamos la verdad, pero acabó por dejar el
tema, algo que agradecí infinitamente.
En ese impasse fue cuando mi mente se aclaró, cuando pareció que
despertaba de la creencia de no haber actuado tan mal con Vega como ella
creía.
Fue con la insistencia de Jan que lo descubrí.
No me habría supuesto ningún problema confesarle a mi amigo lo que
había ocurrido con Vega, incluyendo los detalles de nuestra relación y lo que
motivó el desenlace. Pero no lo hice.
A pesar de haberme servido de desahogo solo habría conseguido exponer
a Vega, desvelar detalles de su vida que a nadie le importaban ni debían
conocer. Henrik lo hizo, a pesar de no saber lo que yo le desvelaría a Jan.
Era yo quién lo había publicado, era yo quien había contado lo que Vega
me confesó y, aunque no apareciera su nombre, no habría sido tan difícil que
Jan o Edvin o Henna conocieran esa parte de su vida. Bastaba con que yo les
hubiera contado lo ocurrido, no hacía falta que yo les proporcionara detalles,
bastaba con consultar lo que yo había publicado.
Tras esa columna estaba su nombre, aunque no se mencionara.
Ahí entendí ese valor, el valor de lo más íntimo, de lo que confiesas a
alguien en quien confías y de qué manera, tan sencilla a veces, puede
repercutirte.
Henrik preservó la intimidad de Vega sin contarle nada a Jan, y yo hice lo
mismo, aunque eso supusiera mentirle a un amigo.
Era yo el que había abierto la puerta de su historia.
Era una confesión privada, personal, y yo la había llevado a mi vida
profesional. Mimaba cada día en mi trabajo las fuentes que me
proporcionaban información, sin embargo, a Vega, aunque no fuera
directamente, la había expuesto sin dudarlo.
Me había equivocado. Desconocía cómo habría acabado nuestra historia,
pero no se merecía un final como ese, uno en el que ella se hubiera sentido
obligada a salir corriendo llena de decepción.
Pero no fue lo único que me abrió los ojos, sino el siguiente paso que di.
Ese fue el definitivo, el que me llevó a convencerme de mi error y a sentirme
más cerca de ella que nunca.
Necesité tres semanas para aclarar mis ideas, para enfrentarme a lo que
había hecho y para dejar de intentar convencerme de que podría olvidarla.
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Finalizadas esas tres semanas me reuní con Jan y con Edvin, quería
confesarles lo que sentía por Vega y quería pedirles un pequeño favor.
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Capítulo 66
Vega
Mi excedencia estaba a punto de terminar, solo me quedaba una semana para
incorporarme al trabajo, y yo continuaba sin saber qué hacer al respecto. Una
de las razones que me impedía centrarme en ese asunto era que, a pesar de
haberse cumplido un mes de mi «huida despavorida» de Suecia, continuaba
teniendo a un sueco con ojos de colores en mi cabeza.
Un mes no era mucho tiempo, solo cuatro insignificantes semanas, pero
para olvidarlo iba a necesitar multiplicarlas al menos por diez mil.
Sí, era una locura.
No era fácil entender que una historia tan corta pudiera haber dejado una
huella tan grande, por divertida e intensa que fuera, pero tampoco era fácil
entender que hubiera sido capaz en tan solo cuatro semanas de ver la vida de
una forma distinta y por fin ser capaz de colocar todo lo del pasado en el lugar
que le correspondía.
Hice las paces conmigo, principalmente queriéndome y aceptando que me
había equivocado; le pedí perdón a Daniel e incluso a Henrik, aunque con él
fue distinto, le quitamos drama al asunto y nos emborrachamos tumbados en
una hamaca de su terraza hasta quedarnos dormidos.
Todo eso no hubiera sido posible si no hubiera viajado a Suecia y si no me
hubiera enamorado de Keith, y tampoco si no me hubiera sentido traicionada.
Le pegunté por fin a Henrik por Lucía y, tal y como yo pensaba,
mantenían el contacto. Me contó que adquirió la academia de idiomas en la
que trabajaba cuando falleció su dueña; la nueva gestión le estaba aportando
muchos beneficios y mucho éxito. Me alegré mucho por ella, ese había sido
siempre su sueño. Ella estudió traducción e interpretación de idiomas, igual
que Jan, pero el trabajo en la academia en la que impartía clases no la hacía
feliz. Ella tenía muchas ideas y creía en métodos muchos más innovadores en
cuanto a la enseñanza de idiomas que no podía poner en práctica, por ello
siempre soñó con tener la suya propia.
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Lucía era un caso aparte, quizás en un futuro no lejano encontraría el
momento para visitarla, puede que incluso incluyera un perdón, pero no era el
momento, no, mientras no fuera capaz de relegar al sueco a un segundo plano
absoluto y empezara la fase de olvido. Henrik me dijo que Lucía me echaba
de menos, fue su forma de decirme que la puerta estaba abierta, pero no iba a
cruzarla mientras no pudiera presentarle a una Vega terminada de reparar.
Terminé de recogerme el cabello en una cola alta y de vestirme, esa noche
había quedado con Henrik para ir a cenar junto con uno de sus amigos. Me
dirigí al salón para rescatar mi móvil y comprobar si tenía algún mensaje suyo
en el que concretara la hora, le había estado dando vueltas toda la tarde y la
había cambiado al menos en tres ocasiones, según se iba liberando de trabajo.
He pasado por tu casa, estabas en la ducha y no he
querido molestarte. Pasaré a buscarte a las nueve en
punto. Te he dejado algo en el dormitorio para que te
entretengas durante la espera.
¡Qué extraño era aquello! ¿Había estado en mi casa? ¿Por qué no había
esperado o me había avisado de que se encontraba en ella? ¿En el dormitorio?
Si yo ya había estado allí…
Me dirigí a toda prisa, había algo en mi mesita de noche, pero no había
reparado en ello cuando entré para vestirme.
Me acerqué. Estaba claro que se trataba de un periódico doblado.
Conforme me fui acercando identifiqué que se trataba del mismo para el que
trabajaba Keith.
Me senté en el borde de la cama asustada, como si pudiera salir un bicho
de su interior. Lo abrí despacio. La portada no consiguió llamarme la
atención, al menos por sus imágenes, lo que fuera que hubiera escrito no lo
entendí.
Pero la fecha si pude entenderla, era un ejemplar de una semana anterior,
miércoles. El día que Keith publicaba su columna.
Lo abrí lentamente y busqué su publicación. No me costó localizarla, el
grosor de esa página era mayor porque había un papel grapado con un texto
en español. Me costó entender que se trataba de la traducción de su columna.
El título me sorprendió.
Ella compartió su dolor con él, y él la utilizó.
Me entró un sudor frío en la espalda. Me dirigí al salón con el periódico
en la mano, necesitaba tranquilizarme un poco para continuar leyendo.
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Me llevó poco rato hacerlo, y animarme a leerlo.
Keith había contado a sus lectores nuestra historia, la parte en que utilizó
mi testimonio para agenciarse una historia y publicarla en un periódico.
Aunque la presentaba de forma anónima, en tercera persona, no se contuvo a
la hora de aportar detalles.
Lo había hecho. Lo había publicado tal y como le había gritado aquel día.
Tenía muchas preguntas que hacerle a Henrik y muchas emociones de las
que ocuparme, pero no podía dejar de leer. La segunda página contenía
algunas de las reacciones de sus lectores en las que el protagonista de la
historia no salía muy bien parado, especialmente porque se destacaba su ética
como periodista y su ética como persona.
La dejé a un lado y paseé por el salón. Intenté comunicarme con Henrik,
pero no me respondió.
¿Por qué me había hecho llegar ese periódico Henrik? Estaba claro que
quería que me sintiera mejor. Sabía que él seguía las publicaciones de Keith,
pero no hacía falta tanta parafernalia, me lo podía haber mostrado en
cualquiera de los momentos que solíamos pasar juntos.
¿A qué venía ese juego?
Me senté en una silla alta que rodeaba la barra de la mesa americana y
enterré el rostro entre mis manos.
La intensidad con la que recordé a Keith y lo que sentí en mi interior me
derrumbaron. Nunca habría pensado que podría sentirme de esa manera,
aquello no iba a ser fácil de superar.
Me serví un refresco y me lo bebí con ansia, como si con ello pudiera
desaparecer todo lo que acababa de instalarse en mi estómago.
Escuché la puerta de la entrada, Henrik me iba a tener que explicar
muchas cosas antes de salir.
La puerta quedaba en un lateral del salón, paralelo a donde yo me
encontraba sentada.
Escuché sus pasos.
Cuando iba a abrir la boca la cerré de golpe.
Keith…
El mismísimo sueco se encontraba en la puerta de mi salón mirándome
fijamente.
—Vega…
No necesitaba pensar mucho para darme cuenta de que detrás de todo eso
estaba Henrik, y que esa era la explicación a su extraño comportamiento.
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De lo que sentía ganas era de bajarme de la silla y salir corriendo para
saltar a sus brazos, pero lo que hice fue lanzarle el periódico con fuerza y,
aunque esquivó parte de él, otra parte le rozó y le golpeó.
Se llevó las manos a la cabeza y se tambaleó, se dirigió al sofá, que se
encontraba a pocos pasos y se sentó cubriéndose la zona impactada con la
mano.
Yo seguía inmóvil sobre la silla, observando y esperando entender qué le
pasaba. ¿Tan fuerte le había dado?
—Joder, Vega, ha vuelto a pasar, ¿qué has hecho? No veo bien, veo
borroso.
Me bajé de la silla y empecé a acercarme.
—No cuela —le dije dudosa.
Seguía frotándose los ojos y tapándoselos con las manos. Escuché su
respiración agitada y su voz ronca:
—No me puedo creer que me haya vuelto a pasar… Ahora no, por
favor… Joder, Vega…
Me lancé al rescate, me arrodillé delante de él y le cogí las manos para
apartárselas del rostro.
—No te toques, déjame verte los…
Levantó la cabeza y no esperó para echarse a reír.
—Serás…
Pero no pude terminar la frase, me impulsó en el aire y me tumbó en el
sofá, él hizo lo mismo cubriéndome con su cuerpo.
Se acercó lentamente, asegurándose de mantener la tensión, acercó sus
labios a los míos y se detuvo.
Los dos respirábamos de una forma agitada por el movimiento brusco con
la mirada fija, pétrea, el uno en el otro.
—No he hecho una copia de tu llave ni he forzado la cerradura, me la ha
proporcionado Henrik.
Me planteé si estaba bromeando o no, pero su expresión decía que tenía la
necesidad de aclarármelo.
Solo asentí con la cabeza conteniendo las ganas de reír.
Acercó más sus labios a los míos y los acarició. Tardé en devolverle la
caricia. Tardamos poco en convertirlo en beso.
—Deduzco que me has perdonado.
—Deduces mal.
—Me has besado…
—Es una de mis debilidades, besar idiotas.
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Se echó a reír. Se movió y buscó una posición que le permitió seguir sobre
mí sin ponerme en peligro y aplastarme.
—¿Me has soñado?
—Una vez, en el avión.
—Vega… —Su expresión se tornó más sombría⁠—. Me equivoqué. No he
dejado de pensar en el daño que pude hacerte… No es lo que quería, fui un
estúpido.
—¿Por qué has publicado nuestra historia?
—Porque quería saber lo que sentiste.
—¿Y…?
—Me sentí expuesto, desnudo, molesto… Lo siento, Vega. Cuando te
marchaste volví al día siguiente a Estocolmo, no fui capaz de seguir viviendo
con la cafetera…
Me eché a reír.
—¿La cafetera te recordaba a mí?
—Y todos los rincones de la casa, y la chimenea, y la bañera, y el jardín, y
la cabaña… y tus zapatos…
—¿Me los has traído?
—No, los he metido dentro de una urna de cristal y la he colocado en mi
dormitorio.
Reímos juntos.
—¿No me vas a preguntar a qué he venido?
—A verme, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas. Y también a decirte que te quiero.
Tragué saliva, por suerte estaba tumbada y no perdí el equilibrio.
—Eso es… una locura.
—Lo es, pero te quiero… —Me mordió suavemente el labio⁠—. Un mes
contigo y he sido feliz, y un mes sin ti y ha sido un infierno. Eso sí que ha
sido una locura, no quiero volver a pasarlo. Estoy enamorado de ti, Vega, me
di cuenta el día que te curé la herida en la rodilla.
Me eché a reír de nuevo.
—Quiero que te vengas a Suecia conmigo… para siempre.
Eso sí que no me lo esperaba. Tragué de nuevo saliva intentando esa vez
no atragantarme.
—Eso es otra locura, pero mayor.
—Es lo que deseo.
—¿Qué te ha dicho tu bola de cristal?
—Que aceptarías, pero que te harías de rogar.
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—Pues ruega, Nostradamus, ruégamelo mucho.
—¿Y si te lo prohíbo?
—Mucho mejor.
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Epílogo
Vega
Catorce meses después
Si tuviera que dividir mi vida en etapas, esta sería la numero cuatro y, de
todas ellas, esta sería la primera que no contiene algún elemento oscuro de los
que han sobrevolado en mi vida desde que esta se inició. Es la primera etapa
en la que no siento la presión ni la influencia de un ser vacío cuyo único
objetivo en la vida era no apartarse ni un solo milímetro del centro exacto y
preciso del universo. Hablo de mi madre y, por su puesto, de su universo, el
que solo ella veía. Puede que le gustara saber que mi paso por la vida está
cargado de «penas», muchas, pero también de «gloria», aunque dudo de que
el significado de la palabra sea el mismo para las dos.
Es también la primera etapa en la que no me levanto dispuesta a darle
caza a lo que yo consideraba una vida perfecta en pareja, una inmaculada,
protegida para que no le rozara ni siquiera el aire; una en la que una simple
expresión de cansancio podía amenazar con el fracaso, o un simple
inconveniente durante un paseo podía ser el presagio de una cadena de
acontecimientos que podían conducir al peor de los finales y… al fracaso,
palabra mágica durante gran parte de mi vida; hablo de mi vida junto a
Sergio.
Es la primera etapa en la que la «culpa», aunque fuera en pequeñas dosis y
algo distorsionada, no acompaña mi cabeza como si fuera una aureola; ya no
existe el desgaste diario de intentar convencerme a mí misma de que existe un
concepto de amor diferente y que nadie comprende, uno en el que las
mentiras están siempre justificadas; ya no convivo con la creencia de que un
corazón, ese músculo elástico que en muchas ocasiones simboliza la vida,
puede substituir a alguien e incluso resucitarlo de una manera u otra. Pero…
lo más importante es que es la primera etapa en la que me levanto teniendo
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muy claro lo equivocada que estaba y el daño que mi egoísmo le causó a
Daniel.
Mi historia es el resultado de una transición. He pasado de un «Me he
equivocado, pero así es la vida», «¡Qué le vamos a hacer!, son cosas que
pasan» a un «Ojalá pudiera volver el tiempo atrás para impedir que
sucediera». Ese ha sido el paso entre una línea de la vida y otra. Un paso
gigante, una forma de dejar de centrarme en las malditas medidas que debe
tener una culpa, para sustituirla por algo esencial en la vida… ¡La empatía!
Un remedio perfecto para ser más persona, para decidir mejor y para entender
todo cuanto te rodea.
Esa es mi etapa en Suecia, y lo que cada día «no» contiene mi vida.
Hace exactamente un año que llegué a este país para instalarme en él.
Tardé un mes y medio en hacerlo tras la proposición de Keith, aquella que
una vez tachamos de locura.
Keith permaneció una semana más en Madrid, pero cada fin de semana
regresaba. El día en que decidí acompañarlo definitivamente fue tres semanas
antes de lo previsto, temía que ese trajín de viajes acabara con sus fuerzas.
Eran demasiados kilómetros para recorrerlos con tanta frecuencia.
Renuncié a mi plaza en el centro médico, pero sigo ejerciendo la misma
profesión. La diferencia es que hoy sé con seguridad que es lo que quiero y,
en cierto modo, que es lo que soy.
Pero no llegué a Suecia con esa convicción, tardé un tiempo en tenerlo
claro. El detonante se produjo de una manera algo peliculera, ni siquiera fue
una revelación o algo original que me ocurrió. No. Fue un clásico en mi
profesión con el que yo nunca me había encontrado.
Fue en un restaurante, durante una cena que compartíamos con el padre de
Keith, con Edvin y con Jan. Escuché revuelo en una mesa, no pude entender
lo que ocurría, pero sí interpretar los gestos y los movimientos de la persona
que se encontraba en apuros. Se estaba atragantando, a pocos segundos de
cruzar la delicada línea de la vida. Inicié la compresión abdominal, pero no
funcionaba, debía tener la tráquea muy obstruida. Sentí que se desvanecía en
mis brazos, estaba entrando en parada cardiorrespiratoria, pero no desistí.
Necesitaba hacer más fuerza, y Keith y el marido de la víctima me ayudaron a
sujetarla.
Recuerdo el espeso silencio que se hizo durante el tiempo que tardé en
hacerlo, y recuerdo el sentimiento de alegría que sentí cuando la señora
expulsó el trozo atascado, que resultó ser pan, y empezó a respirar hasta que
cobró la conciencia.
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Un aplauso, el agradecimiento del marido, el del servicio de emergencias
que llegó minutos después, y las palabras de Keith y de su padre: «Me siento
orgulloso de ti».
Ese episodio despertó en mí una sensación que me llevó a decidir
continuar con mi carrera y, aunque no iba a ser fácil en Suecia, no puedo
quejarme, la madre de Keith, médico también, me ayudó a encontrar un lugar
donde poder ejercer.
Se trata de una clínica privada, especializada en medicina deportiva, en la
que la madre de Keith trabajó durante muchos años antes de marcharse de
Estocolmo para seguir los pasos de su marido y ejercer en otra ciudad.
Empecé prácticamente haciendo las labores de enfermera, pero hoy visito
a los pacientes y hasta puedo comunicarme con ellos en sueco. Dentro de tres
años recibiré la aprobación del gobierno sueco para ser en su totalidad una
ciudadana sueca con todos los derechos y deberes. Hoy solo disfruto de
algunos de ellos, pero nada me impide hacer una vida relativamente normal.
Cada día aprendo más el sueco, aunque me sigue resultando muy
complicado. Aparte de recibir clases, Keith y sus amigos, ahora los míos
también, me ayudan siempre que pueden. Me he viciado con una que me
encanta: Jävlar, que vendría a ser lo que se suele decir después de pillarse un
dedo —⁠así me lo enseñaron⁠—, y también el equivalente a «Joder»: Skit, la
favorita de Keith.
La que más me ayuda con el idioma es Henna que se ha convertido en mi
gran amiga. Pasamos tiempo juntas, lo que hacen dos amigas, y disfrutamos
cada vez más de ello. Henna me fascina por su sinceridad, su ternura y su
forma de ver la vida.
Lucía estuvo en Suecia hace dos semanas, vino a visitarme junto a Henrik.
Nuestro reencuentro se produjo cuando preparaba mi viaje a Suecia. No
puedo quejarme, pero sí admitir que no me merecía que fuera ella la que diera
el paso, aunque lo considero un regalo de la vida.
A pesar de haber podido dedicar poco tiempo a nuestro reencuentro,
hablamos con mucha frecuencia. Su visita, junto a Henrik, fue un elixir, un
cúmulo de emociones, y un cúmulo de lágrimas al despedirme de ellos.
Ahora lloro cuando me place, ya no libro batallas agotadoras por evitar
que salgan las lágrimas.
En una reunión de amigos les dije que había llegado a la conclusión de
que los suecos no lloran, sienten mucho, pero no lloran. Rieron y bromearon,
pero sigo creyendo firmemente en mis palabras.
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Han sido muchos cambios, los propios de cambiar de país, y los propios
de una cultura escandinava. Son muchos y muy acusados, especialmente en el
trato. Echo de menos muchas cosas, especialmente el sol, la forma de
socializar, y la comida, pero a todo me he adaptado, siempre con la ayuda de
Keith.
Mi periodista preferido ha dejado las columnas semanales, ahora se
encarga Edvin de ellas y son mucho más polémicas. Le ayudamos muchas
veces con los temas y casi se ha convertido en un juego para nosotros. Edvin
es nuestro vecino, y son muchas las veces que cambia de casa para pasar un
rato con nosotros, aunque la mayor parte de su tiempo libre se lo dedica a
alguna mujer, alguna de las muchas que pasan por su cama.
Él y Henna son un caso, no hay semana que no tengan una cita con
alguien que han conocido de esta manera o de la otra, pero pocas veces
repiten. Son felices, pero les tengo prohibido que me digan el nombre de su
última conquista, primero porque es impronunciable, segundo porque para lo
que les dura no merece el esfuerzo de vocalizarlo.
Keith se ha centrado en la radio, en una televisión regional donde colabora
en debates culturales, y en sus libros. Ya no publica con seudónimo, utiliza su
nombre. Ha vuelto a editar los libros anteriores con su verdadero nombre, y
ha añadido a su exitosa lista el último, el que ha escrito durante el año que
llevamos viviendo juntos. Me he hecho amiga de su editor, un hombre
entrañable que me recuerda a mi tío Jorge.
Keith me regaló su nuevo libro traducido al español, un detalle que me
hizo llorar como una tonta y meterme de lleno en una historia realmente
interesante y emotiva cuya acogida ha sido mucho mayor de la esperada. Le
he acompañado a la presentación del libro en dos ocasiones, pero el resto, por
exigencias de mi trabajo, las ha hecho solo; una, de ellas acompañado de Jan.
Aunque mantiene un vínculo con el periódico, está desvinculado de las
publicaciones, solo mantiene un puesto que le obliga a acudir dos veces en
semana y que principalmente cubre labores de asesoramiento y supervisión de
algunos artículos de investigación.
Keith y yo nos hemos casado hace una semana. Lo hicimos en la cabaña,
en el jardín.
Sí, me he casado con el sueco de ojos de colores. Somos marido y mujer.
Lo celebramos acompañados de nuestros amigos, incluidos Henrik y
Lucía, y de sus padres. Fue sencillo y fue romántico, aunque las bromas no
faltaron en ningún momento.
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Solo se respiró algo de hostilidad por parte de Jan y de Lucía, ni ella ni él
nos explicaron los motivos, pero el hecho de que se produjera en ese lugar nos
trajo muchos recuerdos, tantos que acabamos por compartir con todos ellos el
relato de nuestras dos primeras semanas juntos, incluyendo las disputas por el
café, el bacalao, la bañera y un sinfín de detalles que somos incapaces de
olvidar.
Henrik no deja de decir que el salto que he dado le hace pensar que él
también podría darlo. Su pasión por volver a vivir en Suecia ha aumentado
desde que yo me marché de Madrid. Cada día que pasa deseo con más fuerza
que lo haga, que se venga a vivir a Suecia, lo echo tanto de menos que no
quiero que siempre sea así.
Está trabajando para conseguirlo. Tiene mucha relación con un estudio de
arquitectura de Estocolmo con el que colaboró en dos proyectos años atrás, y
también el prestigio de haber trasformado las cabañas, algo que desconocía,
pero que al parecer fue alabado en el sector.
Nadie conoce el motivo por el que Keith y yo discutimos, solo Henrik.
Algo que agradecí en su momento enormemente y lo sigo haciendo, si Henrik
o Keith lo hubieran compartido con Jan, nunca habría sido igual, me habría
resultado difícil volver a tratar con él. Es algo de mi vida que solo me
pertenece a mí y a los implicados.
Vivimos en casa de Keith, con Snabb, gracias a la imposibilidad de Jan
para cuidar de él durante sus ausencias. Nosotros también tenemos algún
inconveniente, pero Edvin y Henna siempre están dispuestos a quedarse con
él cuando nosotros no podemos atenderlo.
Keith se ha encargado de que abandone sus efusivos abrazos por otros
más suaves, le ha costado, pero su empeño ha sido tal, que Snabb ha acabado
cediendo con tal de no escuchar sus sermones.
El Keith que conocí en un principio, existe, no es un mito, no era solo
fruto de una circunstancia. Es una dualidad personificada. O es lejano,
hermético y algo frío, o es divertido, ingenioso y detallista. Me encanta
convivir con ambos, es lo que hice cuando llegué a Suecia y lo que permitió
que decidiera quedarme.
Si algo he aprendido, es el porqué de esa famosa expresión de «hacerse el
sueco», Keith me ha dejado muy claro el origen de ella.
De momento sigo aquí, en este precioso país, junto al hombre que amo y
que me vuelve gloriosamente loca cada día.
Ahora soy la Señora Johansson, y la chica española.
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Solo he vuelto a sentir la sensación extraña que presagiaba cambios en
una ocasión, una en la que días después Keith me pidió que me casara con él.
No me he molestado en investigarla, ni siquiera la he compartido con Keith.
Sea lo que sea, presagie lo que presagie, tenga la explicación que tenga, no
puedo olvidarme de las veces que apareció en la cabaña. Quiero creer que me
estaba avisando de los cambios, y si es así, solo pudo relacionarla con todo lo
maravilloso que ha sucedido en mi vida. Me la quedo, y lo hago sin
investigar. Es mía y hace que no me olvide nunca de lo que fui y de lo que
soy, y también hace que entienda que no siempre hay una explicación para
todo.
Keith acaba de entrar en mi despacho. Se acerca a mí y me besa en la
nuca.
—Te quiero. —Una pausa de dos segundos⁠—. Me apetece cenar salmón,
¿y a ti?
Sonrío. Ya no me sorprende que utilice ese tipo de contrastes en una
misma frase, ya me he acostumbrado, hay algunas que son más
rocambolescas todavía, pero a mí me excitan.
Keith creyó una vez que era su Nerta, el hada encargada de perderlo en el
bosque, pero ahora entiendo que estaba equivocado. La única hada encargada
de impedir que encontrara el camino de vuelta a casa ha sido él. No lo
encontré y es algo que le agradeceré eternamente. Lo mejor que me ha pasado
en la vida es perderme en el bosque de Keith.
Cualquier día de estos estaré preparada para pedirle que me prohíba
amarlo eternamente.
FIN
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ABRIL LAÍNEZ (Manresa, España, 1970). Es el seudónimo de Maite RuizSarmiento.
Administrativa de profesión, aunque siempre tuvo muy claro que lo suyo eran
las letras.
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Índice de contenido
Cubierta
Prohíbeme soñarte
Introducción
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Página 411
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Página 412
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Página 413
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Epílogo
Sobre la autora
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Página 415
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