PABLO: APÓSTOL A LOS

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PABLO: APÓSTOL A LOS GENTILES
EL AFÁN DE PROGRESO
Es la historia de un hombre excepcional. Nació en un barrio judío de una ciudad de
provincia. Posiblemente hijo único. Su padre, un hombre de alta reputación, fue reconocido
y valorado no sólo entre la gente de su raza, sino por toda la población de la ciudad. No es
difícil imaginarlo como un comerciante poderoso con fuertes influencias en el gobierno, ya
que había conseguido algunas prebendas políticas muy importantes. Asimismo, era un
hombre muy religioso ―podía probar su pureza de estirpe hebrea, como perteneciente a la
tribu de Benjamín―, ocupando un elevado cargo de dirigente religioso en la comunidad. Su
madre, la creemos una mujer dinámica, hacendosa, inteligente, temperamental, dedicada a
su casa y a la educación de su hijo.
Seguramente el niño fue creciendo en ese ambiente distinguido, de familia
acomodada, gozando de una atención privilegiada. Los psicólogos diríamos que fue
mimado en exceso, sobreestimado o sobreprotegido. Lamentablemente la etapa de la
infancia de nuestro héroe se pierde entre las nieblas del tiempo. Los biógrafos guardan
silencio. Estamos instalados en la encrucijada de obviar el decisivo período del desarrollo o
aceptar el desafío de intentar descubrir las leyes ocultas de la vida. ¿Acaso su infancia fue
muy diferentes a las que encontramos cada día en la vida cotidiana? ¿Varían tanto con los
siglos las honduras, sinuosidades, altibajos y repliegues de la geografía de la existencia?
Quizás sea presumir demasiado decir como aquel antiguo poeta, “nada de la humano me es
ajeno”, pero es cierto que todo lo humano tiene ese calor de intimidad, esas reverberaciones
de las cosas personales, ese sentido familiar que inmediatamente intuimos como
perteneciente a nuestra naturaleza. Disculpen esta breve digresión, tiene como propósito
hacer el esfuerzo de imaginarnos las escenas familiares de la infancia de nuestro héroe.
Decíamos que vivió en un ambiente regalado de afecto y atenciones, al amparo de los
cuidados de la vida. Por supuesto que los primeros problemas los encontró cuando tuvo que
salir del claustro familiar y entrar en la escuela. Si bien fue a una especie de escuela privada,
donde el dinero promueve privilegios, sabemos que los niños de todos los tiempos y lugares
son traviesos por naturaleza y aún pueden llegar a ser crueles, a la hora de “gastar” a un
compañero. Es posible que una escena propia del colegio de aquellos días pudiera haber
sido así.
― ¿Judío enano! ―le gritó un chico.
― ¿Cómo te atreves a hablarme de esa forma, insolente? ―respondió furioso
embistiendo al agresor verbal.
Los otros chicos del colegio observaron la escena y enseguida se agruparon en torno a
los beligerantes.
― ¿Qué pasa chaparrito!
― ¡Atrevido! ¡No sabes quién soy yo! ¡Acaso no conoces quien es mi padre! ¡Te voy
hacer tragar esas palabras! ―temblando de rabia.
― ¿Tu viejo? Es un enano igual que tú.
Eso sí que no lo soportó y se lanzó furiosamente sobre el ofensor. Algunos de los
compañeros lo estimularon a pelear y otros se agruparon del lado de los burladores. “¡Arriba
el chaparrito! ¡Qué bravo que es! ¡Dale! ¡Pégale!”.
Entonces llegaron las autoridades de la escuela. Los dos chicos fueron llevados a la
dirección y sancionados. Ese día nuestro héroe llegó temprano a casa. La madre, luego de
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enterarse de los sucesos, le habló con cariño y firmeza. Pero las palabras que más le
llegaron al chico fueron las del padre.
― Saúl, hijo mío, no hagas caso de los insultos. ¡Mírame a mí!
Por primera vez en su corta vida el niño se dio cuenta de que efectivamente su padre
era un hombre pequeño de estatura. Siempre lo había tenido en tan alta estima que jamás
había observado ese detalle. También comprendió que su compañero tenía razón con
respecto a su persona. Era más bajo que los chicos de su edad. Pero el padre le estaba
hablando en otro sentido.
― Observa cómo me respeta la gente y la importancia que tengo en la ciudad. ¿Sabes
cómo llegué a conseguir tal estima? Fue porque nunca tomé en cuenta los insultos. Siempre
seguí adelante, con la ayuda de Dios, a la meta que me había propuesta. Una persona no
vale por su estatura sino por lo que lleva adentro. Vale por su fe en Dios, por su
inteligencia, su dedicación al estudio, por su constancia en seguir la vocación a la cual Dios
le llama. Siempre habrá gente malvada, cruel, impía, hereje, despiadada.; tendremos que
lidiar con ellos. Pero tú tienes cosas más importantes que hacer. Ser una persona correcta,
cumplir con lo que Dios mande, estudiar y triunfar. Un hijo de la tribu de Benjamín debe ser
una persona íntegra, perfecta sin ningún reproche.
Desde entonces Saúl se dedicó con ahínco al estudio. Puso todo su empeño e
inteligencia en los libros y en actuar con toda corrección.
Cuando llegó a la adolescencia dos fuertes motivaciones bregaban en su corazón.
Persistía la preocupación secreta por su estatura y una fuerte vocación religiosa. En algún
lugar a escondidas se paraba contra la pared y hacía una línea a la altura de su cabeza,
chequeando periódicamente su crecimiento. Los resultados eran desalentadores. Por otro
lado, cada vez más estudiaba la Biblia y las escrituras sagradas de la tradición religiosa
judía, la Torá, Mishná y los otros libros. A medida que su mente fresca, receptiva y aguda
captaba las enseñanzas, se esforzaba en ponerlas en acción. En este aspecto, los resultados
fueron altamente satisfactorios. Toda la comunidad judía lo elogiaba y los dirigentes de la
sinagoga le manifestaban palabras de estímulo y encomio. Veían en el joven Saúl un valor.
Ponderaban su facilidad de palabras, el conocimiento que demostraba de las escrituras, su
prodigiosa memoria, la agilidad mental y capacidad de razonamiento para encontrar
argumentos. Se sabía los 613 mandamientos judíos de memoria. Recitaba sin dificultad
parte de la Torá y la Mishná. Además era un lector apasionado de los filósofos y poetas
griegos y romanos. Su diestra inteligencia aprehendía con facilidad los razonamientos y aún
descubría las falacias de los escritores paganos. Evocaba rápidamente las ideas y
argumentos leídas y su verbosidad fluida y elocuente desarrollaba con destreza y lucidez las
ideas en las exposiciones o debates.
Muy pronto se convirtió en el apologeta de la sinagoga. Frecuentemente los judíos
eran atacados por sus ideas y creencias religiosas. Saúl o Saulo, como lo llamaban en latín
la gente del pueblo (los que no eran judíos), con toda facilidad encontraba argumentos para
rebatirlos y aún ponerlos en ridículos. Además el muchacho era fogoso, resuelto y de
espíritu combativo. Le encantaba discutir, impugnar a los herejes, rebatir a los gentiles y
amonestar a los irreligiosos. En estas confrontaciones Saúl siempre salía airoso. Los judíos,
especialmente el grupo dirigente de la sinagoga, los fariseos estaban encantados de tener un
defensor tan lúcido y agudo. Estos éxitos gratificaban el orgullo de nuestro joven,
reforzaban su dedicación al estudio y estimulaba un cierto aire de importancia en el
cumplimiento y defensa de la ortodoxia. Cada vez fue convirtiéndose en más fanático y
dogmático en la observancia de las normas religiosas. Fue un celoso guardián de la pureza
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del judaísmo. Reprendía a quienes se acomodaban a la impostura, no hacía concesiones a
los débiles, de disciplina férrea y extremadamente duro con el transgresor.
EL CAMINO DEL ÉXITO
Ya fuere porque su actitud intolerante empezó a molestar a gente de influencia, ya
porque su pequeña figura enaltecida y arrogante caía mal a otros o porque realmente
reconocían su brillante talento, el hecho fue que, le aconsejaron que continuase los estudios
en la capital.
― En Jerusalén vas a poder lograr una capacitación más completa y excelente ―le dijeron,
alabando sus capacidades para hacer una excelente carrera.
En esos días la escuela que dirigía Gamaliel era el centro más importante de estudios
teológicos del judaísmo. Así que le propusieron que ingresara a esa prestigiosa universidad.
El proyecto entusiasmó a Saúl. Sus padres lo apoyaron, proporcionando los recursos para el
viaje y el mantenimiento. Fue así que nuestro joven héroe llegó a la ciudad sagrada cargado
de ilusiones y afanoso de perfección. Recorrió emocionado las estrechas callejuelas
repasando la historia y descubriendo las huellas del pasado. Con sagrada unción entró en el
templo y presenció absorto el sacrificio de la tarde, viviendo una de las experiencias más
impactante de su vida. Se inscribió en la escuela de Gamaliel y se consagró a la tarea del
estudio con todo fervor. Rápidamente sobresalió por su notable capacidad para el
aprendizaje. El mismo Gamaliel se interesó en él y llegó a ser su maestro privado. Continuó
en la ruta del éxito cosechando aplausos y expresiones de encomio. La vida le sonreía.
Progresivamente fue distinguido con posiciones de privilegio y autoridad. Todo ese
estímulo y gratificaciones lo motivaban más al estudio, a ser más severo en el cumplimiento
de la ley y a buscar con ansias renovadas la cúspide del poder.
Es lamentable que también en este punto los biógrafos de nuestro héroe sean tan
reticentes en proporcionar información. Prácticamente nos dejan en las sombras y obligados
a descubrir en sutiles observaciones, datos que nos permitan reconstruir la historia de esta
etapa tan significativa. ¿Qué ocurrió entre los 25 y los primeros años de la década de los 30?
Si bien, reiteramos, no existe información confirmada, tenemos algunas razones para pensar
que la historia podría ser como la vamos a contar. Es un intento de llenar los vacíos de la
historia con las hebras que la lógica de la vida teje en todos los tiempos y lugares.
Quizás fue el mismo Gamaliel o uno de los ancianos venerables del templo o del
Sanedrín o alguno de sus condiscípulos, el que un día le dijo:
― Saulo, tienes casi todo para llegar a ser uno de nuestros gobernantes, para ocupar un
lugar en el Sanedrín, inteligencia, conocimiento, una moral intachable, elocuencia
extraordinaria, sólo te falta una cosa para ser un líder.
― ¿Qué cosa me falta? ―preguntó Saulo con inusitado interés.
― Una mujer
― ¿Cómo? ―dijo con asombro y desconcierto.
― ¿No sabes acaso, que si no eres casado no puedes entrar en el Sanedrín? Saulo necesitas
una mujer. Tienes que casarte, muchacho.
Es probable que Saulo jamás se había detenido a pensar en la idea de casarse ni en
mirar a las chicas con intereses de matrimonio. Desde la adolescente todas sus energías
fueron canalizadas al estudio y el cumplimiento estricto de todas las normas religiosas. Así
que no fue raro que el consejo lo sorprendiera y le produjera cierto molestar. No sabemos
exactamente como fue, pero quizás la hija de un fariseo importante fue propuesta como
candidata y de alguna manera las cosas se arreglaron para que se produjese la boda. Así,
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pues, nuestro joven, un tanto obligado por las circunstancias y su poderosa voluntad de
poder, ingresó por la vía del matrimonio.
CUANDO LA CALAMIDAD GOLPEA A LA PUERTA
Siempre es difícil la adaptación matrimonial, especialmente para quien está
acostumbrado a vivir solo y no tener que rendir cuentas a nadie, pudiendo dedicar,
despreocupadamente, todas las horas que se desea al estudio o al debate con los amigos.
Saulo hacía varios años que vivía sólo en Jerusalén. Seguro que fue muy difícil para él y
principalmente para ella la convivencia. Saulo era estricto y minucioso al extremo en
cumplir los deberes, asistir a los sacrificios, los horarios de oración. Era obsesionado con la
limpieza y el orden, perfeccionista hasta en los mínimos detalles. La esposa de Saulo, como
buena hija de fariseo, estaba acostumbrada a ser cuidadosa, limpia, ordenada, a respetar las
leyes de pureza en la comida y las costumbres, pero su esposo era superior a todo lo que
conocía. La agobiaba con sus exigencias a ser exacta, disciplinada, cumplir todas las reglas.
Contaba los pasos que daba el sábado para no transgredir la norma. Que no prendiese fuego
ni hiciese ningún esfuerzo mayor del autorizado. Vigilaba sus palabras para que no
pronunciara ninguna expresión inconveniente. Le exigía que recitase de memoria las
escrituras. Permanentemente le reclamaba perfección en las tareas del hogar, en su
comportamiento personal y en su devoción religiosa. Por suerte, Saulo estaba poco en casa.
La mayor parte del tiempo lo ocupaba en el templo o en el estudio. Finalmente había
ingresado al Sanedrín, dedicando más tiempo a la política y a las tareas del gobierno. La
señora languidecía en la soledad bajo el peso oprobioso del deber inexorable.
¿Qué fue lo que ocurrió? ¿Cómo se produjo el cruel desenlace? No lo sabemos con
exactitud. Repetimos que transitamos por la geografía de la especulación. Quizás fue el
cansancio de esa vida dura, rígida, sin espacios para las luces del amor y la comprensión.
Quizás una siniestra enfermedad empezó a consumir sus energías juveniles. Es posible que
un accidente, buscado o imprevisto, cercenó su vida. Lo cierto fue que un hecho triste y
dramático precipitó a Saulo en la viudez prematura. Muchas veces se lo habían advertido.
Hasta algún amigo había sido severo con él amonestándolo a que prestase más atención a su
esposa y la tratase con más consideración. Ocupado, más bien, absorbido por sus tareas no
había llegado a captar que había alguien en casa esperándolo. Además, entendía que Dios lo
había comisionado, como un nuevo Moisés, a dirigir su esposa por el camino de la
obediencia. La rigurosidad de su trato siempre la había entendido como beneficioso para la
educación de ella.
Ahora descubría que había estado equivocado. Se daba cuenta que le había hecho la
vida insoportable. Se sentía un tirano, un déspota, una criatura abominable. Pero era
demasiado tarde. Comprendió que ella había sido bondadosa, servicial, siempre dispuesta y
atenta a sus necesidades. Jamás había reaccionado con aspereza. Cuando él le gritaba sus
errores, bajaba la cabeza y sollozando le decía que la próxima vez lo haría mejor. Se rasgó
las ropas de dolor, se tiró los pelos, lloró de rabia consigo mismo. Estaba desesperado. La
tragedia se desplomó sobre él como un rayo. Hasta ahora la vida le había sonreído. Siempre
había estado absolutamente convencido que estaba haciendo lo mejor. Qué era el mejor, el
más justo, el más perfecto, el más santo. Ahora se veía un gusano vil y despreciable. Se
sentía un criminal. ¿Cómo pudo suceder esto? Su mente era un torbellino. Perdió el apetito.
No podía dormir. Vivía pensando. Empezó a dudar de todo. Tenía accesos de llanto y
angustia. Por momentos entraba en una crisis de ira y rabia y rompía todo lo que tenía a
mano.
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Los miembros del Sanedrín vinieron compungidos, con aire solemne y respetuoso a
presentarle los pésames. Todos los fariseos de Jerusalén desfilaron por su casa. La mayoría
eran formales y medidos en sus palabras. Por primera vez, Saulo descubrió cuanta
hipocresía había en todos esos gestos y palabras vacías. Se veía como Job en las
profundidades del dolor ante los amigos insensibles y culpabilizadores. Aunque nadie se lo
dijo, Saulo pudo leer en los rostros de los sacerdotes que se preguntaban qué pecado habría
cometido para que Dios lo castigase con la muerte de la esposa. Se encerró en su casa y
durante semanas no salió. Los amigos más íntimos procuraban consolarlo y distraerlo.
Quizás alguno de ellos le trajo las noticias de los sucesos de la ciudad, más para entretenerlo
que para involucrarlo. Se trataba de la secta de los seguidores de Jesús, de cómo crecían sus
adeptos a pesar de los esfuerzos de los sacerdotes por detenerla. Aún los saduceos, sus
enemigos, cuestionaban esa doctrina. Un raro interés se despertó en Saulo sobre el tema,
olvidando el fallecimiento de la esposa. Entonces los amigos fueron más explícitos,
contándole que dos de ellos, Pedro y Juan, habían sido detenidos e interrogados,
respondiendo en forma insolente a los ancianos y continuado con su prédica. Saulo se
indignó. Se comentaba que ellos eran los culpables de la extraña muerte de un matrimonio
(Ananías y Safira) ocurrida donde se reunía el grupo. El Sanedrín estaba dividido en
relación a las medidas a adoptar. Finalmente, como tantas otras veces, había prevalecido la
palabra de Gamaliel de dejar que el tiempo definiese si realmente tenían razón. También
hablaron de otro seguidor, Felipe, que fue necesario echarlo de la ciudad para que no
molestase.
― Pero el problema más grande lo tenemos con otro de su líder, llamado Esteban
― ¿Qué ha hecho? ―preguntó Saulo
― No sabemos muy bien, pero es un hereje que insiste en predicar esas doctrinas falsas y
perniciosas de Jesús de Nazaret. Aún ha tenido la osadía de enfrentar a nuestros ancianos y
acusarlos de la muerte de su maestro, Jesús de Galilea. Tiene mucha facilidad de palabra y a
puesto en aprieto a los miembros del Sanedrín. Tus colegas han pedido que por favor vayas
a defender la causa del judaísmo que está siendo atacando por esta gente. El Sanedrín a
convocado a varios eruditos de Jerusalén y de otras localidades para una confrontación.
Saulo se olvidó de su dolor, movido por el orgullo farisaico ofendido y por su pasión por la
polémica. No dudó un minuto en acudir.
La historia dice que Saulo participó activamente en el juicio, pero nadie pudo rebatir
"la clara y serena sabiduría de Esteban". La voz del diácono, inspirada por el Espíritu Santo,
resonaba en la sala del concilio. “Con palabras que cautivaron al auditorio, procedió a
repasar la historia del pueblo escogido de Dios, demostrando gran conocimiento de la
dispensación judaica y de su interpretación espiritual manifestada por Cristo... Evidenció su
lealtad para con Dios y la fe judaica, aunque demostrando que la ley en que confiaban los
judíos para su salvación no había podido salvar a Israel de la idolatría.” El conceptuoso y
sereno discurso de Esteban de pronto se interrumpió para dirigir a los jueces un violento
reproche de amonestación: “Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos,
vosotros resistís siempre al Espíritu Santo: como vuestros padres, así también vosotros...”
(Hech.7:51) La respuesta no se hizo esperar. Furiosos arremetieron contra él, lo sacaron
fuera del recinto, lo arrastraron por las calles hasta afuera de la ciudad y allí lo apedrearon.
Saulo también fue arrastrado por la ira colectiva y si bien no se atrevió a tirar piedras, apoyó
el acto justiciero.
Sin embargo, cuando volvió a su casa, surgieron las dudas. Las escenas
impresionantes que habían vivido no se iban de su mente. Recordaba las palabras de
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Esteban. La falta de argumentos de los sacerdotes. El gesto sereno del mártir durante el
juicio y aún durante su apedreamiento. Por momentos la conciencia culposa le hacía acordar
a su esposa, asociándola de alguna manera con Esteban. Le molestaba estos recuerdos.
Luchó contra ellos. Se impuso la idea de que Esteban era un impostor y que fue necesario su
ajusticiamiento. Todo el coraje que sentía hacia sí mismo, empezó a dirigirlo a esos seres
perversos que destruyen la paz del pueblo y diseminan ideas herejes.
LA VOZ DE LA CRISIS
Su actuación en el juicio de Esteban fue reconocida y premiada por el Sanedrín. Esa
distinción estimuló más la furia perseguidora de Saulo hacia los miembros de la secta.
Mientras perseguía violentamente a los cristianos, olvidaba sus culpas y conflictos,
descargaba sus energías y se esforzaba en creer que estaba haciendo una obra de justicia y
de bien a la comunidad. Sin embargo, no podía olvidar el rostro de Esteban; en cada
cristiano que arrastraba al tribunal o a la cárcel volvía a ver a Esteban. Entonces reaparecían
las dudas y releía las profecías y evocaba las enseñanzas expuestas por el mártir. Por
momentos, le asaltaba la idea que los cristianos podían tener razón, reaccionando
impetuosamente ante la locura de esa idea.
― ¿Cómo nuestros amados padres, herederos de los patriarcas, pueden estar equivocados?
¡Estos cristianos me van a enloquecer! Tengo que acabar con ellos. Son gente perversa,
despreciables, una lacra para la sociedad.
Y “enfurecido sobremanera” (Hech.26:11) se lanzaba a las calles a buscar “esos
malditos destructores de la felicidad y la religión”. Le informaron que muchos habían huido
ha Siria, a la ciudad de Damasco.
― ¿Por qué no vas a buscarlos y los capturas? ―le sugirió un sacerdote.
Hacía días que vivía en un martirio constante, sin poder dormir, comer y con la cabeza
afiebrada por las dudas, culpas y enojos. Frecuentemente se retraía en sus permanentes
cavilaciones. Sufría el martilleo incesante de los recuerdos implacables y punzantes.
― ¡Buena, idea! Voy a ir a Damasco a terminar con esa basura. Además el viaje me
va a ser bien. Salir un poco me va a distraer y tranquilizar.
Pero en camino a Damasco su alma desgarrada y asediada por la culpa encontró un
voz que lo liberó. Después de un viaje agotador, próximo a llegar a la ciudad, súbitamente
una luz resplandeciente como un relámpago lo encegueció y lo tumbó de su cabalgadura.
Atontado por el golpe, mientras procuraba levantarse del polvo de la tierra, bajo la
irradiación refulgente de la luz, escuchó un voz que lo llamó como en su infancia lo hacía su
padre:
― Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?
― ¿Quién eres Señor? ―contestó tímidamente.
― Yo soy quien tu persigues para acallar tu propia persecución. ¿No crees que es
demasiado doloroso estar dando puntapié a un clavo?
Ahora la luz penetró en su mente, iluminando su conciencia con la idea que quien le
hablaba conocía perfectamente su estado y sus conflictos. Esas palabras calaron
profundamente, con la certeza de estar frente al mismo Dios. Desaparecieron
instantáneamente todas las dudas y confusiones.
― ¡Jesús es Dios! ¡Es el Mesías prometido! ¡Esteban tenía razón! He andado en el camino
equivocado. Señor, perdóname y hazme tú discípulo. ―comenzando a balbucear una
oración que siguió pronunciando durante semanas en el desierto de Arabia donde se refugió
para estudiar las Escrituras y aprender de Dios.
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En camino a Damasco, Saulo encontró a Jesús, el odio encontró el amor, la angustia se
encontró con la paz, la ley se reconcilió con la fe y la conciencia culpable descubrió el
perdón. En camino a Damasco, la oscura realidad interior del perseguidor-perseguido se
iluminó súbitamente, ante la sabia intervención del psicoterapeuta divino, descubriendo
gráficamente el mal de su espíritu torturado. En camino a Damasco, “el que había sido un
orgulloso fariseo ―dice Elena de White (1977, 98-99)―, confiado en que lo justificaban
sus buenas obras, se postró ahora delante de Dios con la humildad y la sencillez de un
niñito, confesando su propia indignidad.” En camino a Damasco, el terapeuta divino
intervino la conciencia desdichada del legalismo neurótico judío, inaugurando un nuevo
sentido de vida, auspiciado por Cristo mismo y orientado al servicio ministrador de los
bienes salvíficos emanados del perdón, la gracia y la justicia divina.
“En consecuencia, ya no pesa ahora condenación alguna sobre los incorporados a
Cristo Jesús ―va a decir más adelante Pablo al explicar la experiencia del camino a
Damasco―, el poder vivificador del Espíritu, poder que reciben a través de Jesucristo, los
libera del círculo vicioso del pecado y de la muerte” (Rom.8:1; DHH).
Extraído del libro: “Psicología de los personajes bíblicos” de Mario Pereyra (Publicaciones
de la Universidad de Montemorelos, 2005, 73-83.
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