Subido por Oscar Gomez

00 Fortea Apocalipsis

Anuncio
http://bibliotecaforteniana.blogspot.com/
Toda la Saga del Apocalipsis la componen los siguientes títulos, que aquí
los numero para dejar fijado su orden en las listas. Orden que no fue su
orden de escritura, sino de publicación:
Cyclus Apocalypticus
Año 2181-2213. El Anticristo, la Gran Apostasía, la Abominación de la
Desolación... la historia que pone fin a la Historia. Este libro es la historia de una
civilización sobre la que se van a abatir las siete trompetas apocalípticas, un
mundo sobre el que se van a derramar las siete copas de la ira de Dios, una
humanidad sobre la que se abrirán los siete sellos bíblicos.
Una novela cuyo personaje es la entera civilización de finales del siglo XXI y
principios del XXII. La visión de la destrucción del mundo desde el lado de los
no creyentes. La crónica de la deconstrucción de una sociedad planetaria.
1 Cyclus apocalypticus
2 Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América
3 Memorias del último Gran Maestre templario
4 El juicio: año 2209
5 La construcción del Edén
6 Necronerópolis
7 El hundimiento de la Torre de Babel
8 El crepúsculo de los burócratas
9 Noveno libro
10 Décimo libro
Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de
América
Año 2180, los Estados Unidos se enfrentan a la amenaza de la secesión de
California. El Gobierno Federal y el Congreso de California, mantendrán una
confrontación política y legal en la que nadie querrá ceder.
California, ante una situación de corrupción sin precedentes, tiene la intención de
desligarse del destino del resto de la Unión. A partir de aquí comienza una novela
de infinitas intrigas políticas en el marco de un pulso entre el fabuloso poderío de
una Nación y la decidida determinación de un inmenso Estado como el
californiano.
Ésta es una novela sobre el Poder, una larga reflexión acerca de la naturaleza del
Poder, y de cómo una democracia puede irse viciando hasta tal punto que la
República abandone su esencia para convertirse en Imperio sin perder sus formas
externas democráticas
Memorias del último Gran Maestre Templario
Año 2211. Año éste en el que arranca el recuerdo del Gran Maestre Templario de
lo que ha sido su vida al frente de la orden. La novela es un recorrido a través de
esta institución, una especie de gran inventario de la orden.
La Iglesia Católica , ante unas circunstancias verdaderamente excepcionales en
un determinado marco geográfico, había aprobado la refundación de la orden
templaria. El ejército de monjes-guerreros se va a encontrar en medio de un
apasionante juego de ajedrez entre los poderes terrenales y los espirituales.
El Juicio
Año 2209. Comienza la gran persecución contra los cristianos. Una persecución
incruenta, amparada y promovida por el marco legal del Estado. Un ciudadano
decide hacer frente al Gobierno Federal de los Estados Unidos con la única arma
de la que dispone: la Ley.
La novela es la historia de un juicio. La historia de un proceso legal entre el
poder absoluto y un ciudadano amparado por la independencia de un juez.
La Construcción del Jardín del Edén
Esta es la historia de un sueño, del sueño de un magnate multimillonario que
desea recrear una sociedad cristiana perfecta. El capricho de un hombre de
negocios que se empeña con la ayuda de sus inmensos recursos económicos en
fundar una teocracia en uno de los mares tropicales del Océano Pacífico. La
Creación del Jardín del Edén es la crónica del nacimiento, desarrollo y ocaso de
un microestado cristiano.
Necronerópolis
Esta novela muestra la vida cotidiana de una arquitecta del siglo XXII. Una
profesional del más alto nivel que trabaja para una gran corporación. El libro
narra su pasión por la arquitectura, describe cómo son los inmensos y
formidables rascacielos de las urbes de ese siglo futuro y cómo se van
desarrollando paso a paso las líneas de un gran proyecto ingeniero que le encarga
a ella la República Europea.
El hundimiento de la Torre de Babel
Es el tiempo del Apocalipsis visto desde los ojos de un bibliotecario de la
Biblioteca Central de la República Europea. Aunque tampoco es una narración
de los sucesos que vivió, sino una recopilación de recuerdos sueltos y, además,
en sentido temporal inverso. Conforme avanza el libro, recuerda progresivamente
los hechos más lejanos.
El crepúsculo de los burócratas
Es el fin del mundo visto y vivido por parte de un funcionario de la República
Europea a principios del siglo XXIII. Visto, además, desde un ángulo que le
permitió ser testigo de muchos hechos. Ésta obra escrita el año 2.000 (o un año
antes o después) fue revisada en el 2017 y publicada de forma digital. Con la
publicación de esta obra se concluyó toda la Saga.
Noveno Libro
El Noveno Libro se puede definir como una larga colección de retazos del
Apocalipsis. Son pequeños fragmentos de esa época. Como una fugaz mirada a
un lugar concreto en un momento dado de ese gran escenario de la civilización
de finales del siglo XXI y principios del XXII.
Décimo Libro
El Décimo Libro es la continuación del Noveno libro dentro de la
Decalogía. Libro tratado de escribir con un estilo literario breve, fugaz, rápido,
fragmentario. Con este libro se concluye la saga entera.
Biblioteca
Forteniana
Lugar oficial acerca de las obras completas de J.A. Fortea
Este es el lugar oficial donde aparece la obra integral del padre Fortea, toda su obra teológica y
literaria. Aquí se puede encontrar tanto el índice completo de los libros que ha escrito, como una breve
descripción de esos títulos.
Si usted desea tener en PDF alguno de estos títulos, sólo tiene que descargarlos gratuitamente en este link:
https://drive.google.com/drive/folders/0B57uoR-ea2QJUmQxWjJ5RThVQUU?resourcekey=0-q6zRxyDHTNDS_D5y92u_Ww&usp=sharing
41 comentarios:
Índice General
–Cómo orientarse en las obras completas del padre Fortea
–Index: Índice de todas las obras acerca del demonio
Obras Teológicas
…………………………………………………………………………………….……………………………
Sobre demonología
Summa Daemoniaca
Exorcística
Historia del mundo angélico
El Exorcismo Magno
La tiniebla en el exorcismo
Tratado sobre las almas perdidas
Enoc y los nefilim
Las leyes del infierno
Sobre la jerarquía eclesiástica
La mitra y las ínfulas
La vestición del obispo
Las llaves del león
Colegio de pontífices
Pontífices de excelsas jurisdicciones
Sacras ceremonias mitradas
Sobre liturgia
Las aguas vivas que borbotean
El incienso de la alabanza
Sobre el breviario
Repristinatio: rito en caso de profanación de un templo
Resepelium: rito en caso de profanación de una tumba
Sobre otros temas
Manzanas de Gomorra
Las corrientes que riegan el cielo
La luz de la diaconía
Ex scriptorio
La grande y fuerte Babilonia
Los hijos de vuestros hijos
Un Dios Misterioso
La magna unción final
Novelas
…………………………………………………………………………………….……………………………
De ficción
Crónica Fadriquiana (publicado como El libro del fin del mundo)
Paulus
Cuando amanezca la ira
Torres góticas
El curioso caso de la muerte del gato del obispo
Edipo Vasco
La tempestad de Dios
La construcción de la razón
Metaficción
Historias hamletianas
Obra férrea
Libro cuadrado
Decalogía
Cyclus apocalypticus
Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América
Memorias del último Gran Maestre templario
El juicio: año 2209
La construcción del Edén
Necronerópolis
El hundimiento de la Torre de Babel
El crepúsculo de los burócratas
Noveno libro
Décimo libro
Otros escritos
…………………………………………………………………………………….……………………………
Escritos catedralicios
Arquitectónicos
La Catedral de san Abán
Templo atanasiano
Neovaticano
Claustros edénicos
Las casas de reclusión eclesiástica
Históricos
La catedral de San Agustín (siglo V)
Obispo reinante (siglo XVII)
Sobre otros temas
Entre los libros y los demonios: autobiografía
La decadencia de las columnas jónicas
Las doradas manzanas de la democracia
Monclovia
Considero que mis dos mejores obras, de las que me siento más orgulloso,
son Historia del mundo angélico y Las corrientes que riegan los cielos. Obras
que, además forman una especie de primera parte y segunda parte. Se pueden
descargar aquí directamente, haciendo click en la portada.
Las dos obras anteriores son teológicas. Una sobre el Dios Uno y otra sobre el
Dios Trino. Sin embargo, entre mis obras no teológicas, destacaría estas novelas
si tuviera que hacer una selección, siendo Obra férrea mi favorita:
Si usted desea tener en PDF alguno de los títulos del índice, sólo tiene que
descargarlos gratuitamente en este link:
https://drive.google.com/drive/folders/0B57uoR-ea2QJUmQxWjJ5RThVQUU?resourcekey=0-q6zRxyDHTNDS_D5y92u_Ww&usp=sharing
A día de hoy, la novela Paulus y Crónica Fadriquiana han sido publicadas en
papel y no están disponibles en versión digital en este sitio, pero sí en las webs de
las respectivas editoriales. La segunda obra se publicó con el título de El libro del
fin del mundo.
29 comentarios:
Sinopsis de las obras
Summa Daemoniaca
Summa Daemoniaca es un tratado de demonología acerca de la naturaleza del
demonio, el infierno, la posesión diabólica, el exorcismo y todos los temas
relacionados con estos poderes de las tinieblas.
Este tratado se comenzó a escribir con la meta de lograr una sola obra que
abarcara de un modo completo y exhaustivo el campo del demonio para ser
usado por los sacerdotes.
Exorcística
Libro pensado para aquellos que dotados ya de los conocimientos esenciales
sobre el demonio y la posesión desean profundizar en cuestiones teológicas de
detalle. Es un libro que aborda en profundidad el tema de la atención pastoral a
los posesos, el exorcismo en otras épocas y religiones, cuestiones exegéticas
complejas y que ofrece además una abundante relación y descripción de casos de
posesión y distintas influencias demoníacas.
No se aconseja su lectura antes de haber abordado la lectura de Summa
Daemoniaca pues los fundamentos de este campo se encuentran en ese primer
libro. Sin embargo, es muy recomendable para los exorcistas por los consejos
concretos que da para desempeñar esa función.
El Exorcismo Magno
Cada año en varios países, no muchos, hay reuniones de exorcistas. Estas
reuniones nacionales suelen congregar no menos de cincuenta exorcistas,
normalmente más del centenar. Entre los congresos nacionales e internacionales,
suelen darse al año, en todo elmundo, unas siete de estas asambleas anuales.
Cuando hace casi un año, asistí como conferenciante a uno de estos congresos,
expliqué a los exorcistas que el poder exorcístico se puede aplicar no sólo a
liberar a una persona de la posesión diabólica, o a liberar una casa de una
infestación. Sino que también se puede exorcizar a las fuerzas infernales para que
se alejen de una parroquia, de una ciudad, de una diócesis o de la Iglesia
universal.
Les expuse el fundamento bíblico y teológico de esta afirmación. No existe un
ritual para ello, pero ciertamente que, estando a solas, el sacerdote puede ordenar
a las fuerzas tentadoras que se alejen de un determinado ámbito. Se puede
ordenar a los demonios que se alejen del colegio cardenalicio, de los obispos de
una nación, de una parroquia cuyos fieles están divididos, etc.
Fue entonces cuando se me ocurrió que ya que anualmente los sacerdotes de ese
país se reunían en esa diócesis concreta para formarse y que su obispo era tan
favorable hacia este ministerio, por qué no hacer uno de esos días, entre todos los
presentes, un gran exorcismo coral para proteger a la Iglesia universal.
Y me despedí prometiendo que al año siguiente tendrían una serie de sugerencias
para organizar una oración comunitaria de este tipo. Pero las oraciones se
transformaron en una larga ceremonia. Por supuesto que aunque con el actual
escrito le presento a ese obispo (cuyo nombre no menciono) una ceremonia ya
acabada, éste escrito no es otra cosa que una sugerencia. Yo no soy nadie para
crear y aprobar rituales. Me limito a ofrecer sugerencias. Después ese obispo y
cualquier otro obispo será muy libre de tomar lo que desee, si es que desea tomar
algo.
La tiniebla en el exorcismo
Problemas teológicos de la práctica del exorcismo
Esta obra esencialmente es mi tesis doctoral en teología, defendida en el Ateneo
Regina Apostolorum de Roma. Es mi tesis doctoral, a la que se le ha sacado el
capítulo dedicado a la escatología, y a la que se le han añadido las largas notas
situadas al final de la obra. La razón de sacar el capítulo dedicado a la escatología
se debe a que se trataba de una parte polémica de mi libro. No quise que se cerniera
la sombra de la duda acerca de la ortodoxia de este libro únicamente por ese
capítulo. Así que decidí que la parte escatológica se publicaría como libro aparte.
Le puedo augurar muy poca popularidad a este libro. Un trabajo académico cuanto
más complejo y profundo es, menos público tiene. Pero si me puse manos a la obra
hace años para realizar este título, fue porque un libro así será muy útil a los
exorcistas y a los teólogos que quieran profundizar en la teología del exorcismo.
El libro aborda los problemas teológicos que surgen de la práctica del exorcismo.
Es un libro, por lo tanto, centrado en los problemas. Y es a través de los problemas,
como en esas páginas se ha construido una teología acerca del exorcismo.
Precisamente porque trata de los desviaciones, problemas y deformaciones, es por
lo que tiene ese título. En esos capítulos se intenta analizar las tinieblas que, en
ocasiones, se mezclan con la acción de Dios a través de los hombres.
Historia del Mundo Angélico
La Historia del Mundo Angélico surge del deseo de transformar en narración lo
que, en principio, era pura teología. Esta obra narra la creación, prueba y caída de
los ángeles.
Se trata de un ejercicio literario, pero nace después de diecisiete años
especializado en el campo teológico de los demonios. Por eso, se puede decir que
este libro es teología narrativa. Es decir, se podría haber escrito este libro como
un ensayo, pero he preferido que la teología se transformara en narración.
Tratado sobre las almas perdidas
Esta obra es un estudio bíblico y magisterial acerca de la hipótesis de que algunas
almas hayan sido dejadas al Juicio Final. Ofrece las razones a favor y en contra
de tal tesis. Pero, sobre todo, analiza si a tal posibilidad se le ha cerrado o no el
paso con las declaraciones magisteriales que ha habido a lo largo de la Historia.
Enoc y los nefilim
Un estudio exegético acerca de los misteriosos pasajes de la Biblia en los que se
menciona la existencia de los gigantes, llamados nefilim en hebreo. Estos nefilim
eran humanos de tres metros de altura con un misterioso origen en la actuación
de los ángeles caídos al comienzo de la historia humana. En este libro se expone
cuanto se puede saber de ellos a través de las Sagrada Escrituras. Este libro trata
abundantemente de los ángeles caídos, razón por la que está incluido en mi
colección de obras sobre el demonio.
Cuando amanezca la ira
Esta novela trata de mostrar con el mayor detalle que me ha sido posible cómo
hubiera sido el impacto de unas plagas como las descritas en el Éxodo en un
imperio como el de Tutmosis III que se extendía hasta Siria. El libro describe
cómo se pudieron vivir las diez plagas bíblicas desde el lado del faraón. El punto
de vista es el de la corte real. Moisés solo aparece cuando es recibido en
audiencia por el monarca y algunas pocas veces en que se encuentran.
Un Dios Misterioso
El subtítulo de esta obra es Normas, pautas y consejos para la Renovación
Carismática. Este libro nació con el propósito de dar una serie de directrices
breves y concretas para los integrantes de la Renovación Carismática. El libro
responde también a la pregunta acerca de cómo discernir los dones espirituales.
La obra se completa con una exégesis de los textos de San Pablo acerca de los
carismas.
La Mitra y las Ínfulas
No me considero digno de escribir cómo deben ser los obispos. Mi alma está más
necesitada de enseñanza que preparada para dar lecciones a nadie. A pesar de
ello, si me he animado a escribir estos consejos, ha sido porque también Dios usó
a la burra de Balaam para dar su mensaje. Si una burra fue utilizada para tal
misión, quizá yo también pueda ser usado para decir algo de provecho.
Y así he reunido en un libro todos los consejos espirituales que daría a los
obispos acerca de cómo realizar bien la sagrada misión del episcopado.
La Vestición del Obispo
En esta obra, se ofrece la historia de cómo fueron surgiendo las distintas
vestiduras litúrgicas, así como su simbolismo espiritual. Este breve libro se
titula La Vestición del Obispo, porque se analizan todos paramentos con los que
puede revestirse un obispo para el culto divino. Pero casi todas las vestiduras
descritas en sus páginas son utilizadas por los sacerdotes en la misa, y, por tanto,
podrán leerlo con fruto y aprovechamiento los presbíteros. Además, no se trata
de un estudio histórico erudito y extenso, sino de una obra pensaba para la vida
espiritual del obispo y el sacerdote. Pensada, sobre todo, para que el ambos
puedan orar al revestirse en la sacristía antes de la misa.
El Incienso de la Alabanza
El Incienso de la Alabanza es un libro acerca de cómo
organizar el cabildo de canónigos en una diócesis. Mucha gente piensa
que la labor de los canónigos es algo del pasado, que era algo para cuando había
en Europa abundancia de clero. Pero que su tiempo ya pasó, que hoy día
para la mayor parte de las diócesis resulta imposible organizar algo así.
Este escrito explica cómo organizar un cabildo, incluso en lugares con poco
clero. La belleza de los actos del oficio divino en una catedral supone una
verdadera predicación a través de los salmos, de los
cánticos, de la liturgia. La falta de clero no tiene por qué ser óbice, para que
en la catedral resuenen esas alabanzas de forma diaria y armoniosa.
Repristinatio: Rito en caso de profanación de un templo
Esta obrita brevísima apareció originalmente con el título La reparación de la
santidad del lugar sagrado. Cada año un reducidísimo número de iglesias son
profanadas en el mundo. Normalmente por robos que conllevan la apertura del
sagrario. Desgraciadamente, un número todavía menor busca directamente
mancillar el lugar sagrado. Afortunadamente, son muy pocas incluso a nivel
mundial.
Pero los párrocos se preguntan si hay que limpiar y poner en orden los objetos
sagrados o hay que hacer algo más. En este escrito titulado La reparación de la
santidad de un templo profanado, se explica qué se debe hacer en esos casos
antes de celebrar la primera misa o el primer acto litúrgico. Ritual, sin embargo,
que siempre debe hacerse por el obispo o por quien él sea designado.
En la tradición de la Iglesia, cuando un templo quedaba profanado, siempre tenía
un lugar un rito específico para purificar el lugar. Desgraciadamente, son muchos
los sacerdotes que desconocen este tipo de liturgias especiales. Para llenar este
hueco es para lo que se escribió esta obra breve y concisa.
Resepelium: Rito en caso de profanación de un sepulcro
Esta obrita fue la petición de un obispo ante los muchos casos de profanación de
tumbas que se estaban dando en su país. Es un escrito breve que expone qué rito
se puede hacer posteriormente por parte del sacerdote. También analiza esta
situación tan traumática desde un punto de vista litúrgico y pastoral.
Cyclus Apocalypticus
Año 2181-2213. El Anticristo, la Gran Apostasía, la Abominación de la
Desolación... la historia que pone fin a la Historia. Este libro es la historia de una
civilización sobre la que se van a abatir las siete trompetas apocalípticas, un
mundo sobre el que se van a derramar las siete copas de la ira de Dios, una
humanidad sobre la que se abrirán los siete sellos bíblicos.
Una novela cuyo personaje es la entera civilización de finales del siglo XXI y
principios del XXII. La visión de la destrucción del mundo desde el lado de los
no creyentes. La crónica de la deconstrucción de una sociedad planetaria.
Toda la Saga del Apocalipsis la componen los siguientes títulos, que aquí
los numero para dejar fijado su orden en las listas. Orden que no fue su
orden de escritura, sino de publicación:
1 Cyclus apocalypticus
2 Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América
3 Memorias del último Gran Maestre templario
4 El juicio: año 2209
5 La construcción del Edén
6 Necronerópolis
7 El hundimiento de la Torre de Babel
8 El crepúsculo de los burócratas
9 Noveno libro
10 Décimo libro
Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de
América
Año 2180, los Estados Unidos se enfrentan a la amenaza de la secesión de
California. El Gobierno Federal y el Congreso de California, mantendrán una
confrontación política y legal en la que nadie querrá ceder.
California, ante una situación de corrupción sin precedentes, tiene la intención de
desligarse del destino del resto de la Unión. A partir de aquí comienza una novela
de infinitas intrigas políticas en el marco de un pulso entre el fabuloso poderío de
una Nación y la decidida determinación de un inmenso Estado como el
californiano.
Ésta es una novela sobre el Poder, una larga reflexión acerca de la naturaleza del
Poder, y de cómo una democracia puede irse viciando hasta tal punto que la
República abandone su esencia para convertirse en Imperio sin perder sus formas
externas democráticas
Memorias del último Gran Maestre Templario
Año 2211. Año éste en el que arranca el recuerdo del Gran Maestre Templario de
lo que ha sido su vida al frente de la orden. La novela es un recorrido a través de
esta institución, una especie de gran inventario de la orden.
La Iglesia Católica , ante unas circunstancias verdaderamente excepcionales en
un determinado marco geográfico, había aprobado la refundación de la orden
templaria. El ejército de monjes-guerreros se va a encontrar en medio de un
apasionante juego de ajedrez entre los poderes terrenales y los espirituales.
El Juicio
Año 2209. Comienza la gran persecución contra los cristianos. Una persecución
incruenta, amparada y promovida por el marco legal del Estado. Un ciudadano
decide hacer frente al Gobierno Federal de los Estados Unidos con la única arma
de la que dispone: la Ley.
La novela es la historia de un juicio. La historia de un proceso legal entre el
poder absoluto y un ciudadano amparado por la independencia de un juez.
La Construcción del Jardín del Edén
Esta es la historia de un sueño, del sueño de un magnate multimillonario que
desea recrear una sociedad cristiana perfecta. El capricho de un hombre de
negocios que se empeña con la ayuda de sus inmensos recursos económicos en
fundar una teocracia en uno de los mares tropicales del Océano Pacífico. La
Creación del Jardín del Edén es la crónica del nacimiento, desarrollo y ocaso de
un microestado cristiano.
Necronerópolis
Esta novela muestra la vida cotidiana de una arquitecta del siglo XXII. Una
profesional del más alto nivel que trabaja para una gran corporación. El libro
narra su pasión por la arquitectura, describe cómo son los inmensos y
formidables rascacielos de las urbes de ese siglo futuro y cómo se van
desarrollando paso a paso las líneas de un gran proyecto ingeniero que le encarga
a ella la República Europea.
El hundimiento de la Torre de Babel
Es el tiempo del Apocalipsis visto desde los ojos de un bibliotecario de la
Biblioteca Central de la República Europea. Aunque tampoco es una narración
de los sucesos que vivió, sino una recopilación de recuerdos sueltos y, además,
en sentido temporal inverso. Conforme avanza el libro, recuerda progresivamente
los hechos más lejanos.
El crepúsculo de los burócratas
Es el fin del mundo visto y vivido por parte de un funcionario de la República
Europea a principios del siglo XXIII. Visto, además, desde un ángulo que le
permitió ser testigo de muchos hechos. Ésta obra escrita el año 2.000 (o un año
antes o después) fue revisada en el 2017 y publicada de forma digital. Con la
publicación de esta obra se concluyó toda la Saga.
Noveno Libro
El Noveno Libro se puede definir como una larga colección de retazos del
Apocalipsis. Son pequeños fragmentos de esa época. Como una fugaz mirada a
un lugar concreto en un momento dado de ese gran escenario de la civilización
de finales del siglo XXI y principios del XXII.
Décimo Libro
El Décimo Libro es la continuación del Noveno libro dentro de la
Decalogía. Libro tratado de escribir con un estilo literario breve, fugaz, rápido,
fragmentario. Con este libro se concluye la saga entera.
Torres góticas
Quise escribir una historia que describiera en el día a
día de un cardenal del Vaticano. Un texto que fluyera sin trama. Un libro
centrado en los pequeños detalles. La historia que se cuenta es el trabajo diario de
un alto dignatario vaticano. Ésa es la historia, sin necesidad de ninguna falsa
aventura. Mi propósito no era escribir una novela al uso, que repita unos cuantos
estereotipos. Pretendí una obra que respirara veracidad; veracidad y complejidad.
La novela no resultará sencilla para el lector común.
Entre los libros y los demonios
Autobiografía del padre Fortea que va desde 1968 a 2006. Fue publicada en
Paraguay con este título. Aunque en España, México y Colombia fue publicada
con otro título, el título original es el que se ha preferido para la colección de
obras completas. El libro está centrado en su vida como sacerdote y no en el
exorcismo.
Las decadencia de las columnas jónicas
Una teoría para la reforma de la democracia
Este título es una breve obra de Derecho Constitucional acerca de cómo podría
reformarse el entero mecanismo constitucional de una nación para regenerar la
democracia. En la obra se analiza el funcionamiento del mecanismo de poderes
del Estado y cuáles son los puntos en que ese sistema está dando problemas. Una
vez analizados esos problemas, se intenta ver cómo sería posible solucionarlos.
Templo neovaticano
Una fantasía arquitectónico-teológica
Esta obra es un conjunto de apuntes personales, de anotaciones reunidas durante
años. Este escrito comenzó como una mera descripción sin muchas pretensiones.
Esos apuntes, esas anotaciones, eran acerca de un edificio. Leer este texto supone
recorrer la descripción de una construcción que no existe.
El libro dio principio como unas anotaciones que iban a ser únicamente para mí.
Quería recordar todos los detalles de un edificio que había imaginado a ratos
sueltos durante varios meses. Nació como unos apuntes personales, que se
quedarían sólo en eso.
Conforme esas anotaciones se multiplicaron, los apuntes se tornaron en
descripción más detallada. Esos apuntes acabaron convirtiéndose no en una mera
descripción, sino en una historia: la historia del desarrollo de esta idea, de su
construcción y de su evolución. Con el pasar de más de un año de pacientes
adiciones a mi escrito, la historia, en algunos de sus tramos, fue tomando ribetes
de verdadero ensayo, un ensayo narrativo. Pero a lo largo de la creación de este
lienzo arquitectónico, llegó un momento en el que me abandoné a la fantasía.
Un libro que es un edificio. Este libro trata solamente de un edificio, es la
descripción de un edificio. La historia de esta obra consiste en recorrer una
construcción: un nuevo Vaticano.
Templo isidoriano
Este libro apareció por primera vez con el título La catedral de San Abán. Es un
ensayo que explica y describe detalladamente un nuevo tipo de catedral para el
siglo XXI. En esta obra se muestra una clase diversa de templo catedralicio
entendido como un pequeño microcosmos clerical. Espacio que podría emplearse
para grandes celebraciones que requieren de un marco más grandioso que los
actuales. Puede parecer sorprendente que diga que las actuales catedrales se
quedan insuficientes para ceremonias como las que en esta obra se describen.
Pero es que este libro explica un nuevo concepto de catedral en el que el
elemento humano que va a morar en sus muros-edificaciones forma parte
sustancial de esta construcción. Lo que en estas páginas se muestra no es una
catedral simplemente que más grande, sino algo diferente. Algo que tiene que ver
con la conveniencia de centralizar una serie de servicios diocesanos y la
necesidad de devolver el culto divino al esplendor de los tiempos de oro de estos
gigantescos monumentos, hoy reducidos a museos. Esa reforma que propongo
requiere necesariamente de una nueva construcción, ampliable, que se puede
llevar a cabo durante generaciones.
Templo atanasiano
Esta obra explica un nuevo tipo de construcción pensada específicamente para ser
sede de las conferencias episcopales. No hubiera sido necesario escribir un ensayo
para describir una iglesia como otra, sólo que más grande. Sino que esta
construcción y el templo alrededor del cual se articula están pensados para ser la
sede de los obispos de cada país.
El león y las llaves
Cuando estudiaba mi doctorado en Roma en Teología Dogmática, observé la
Curia y la vida eclesiástica de la Urbe y fui tomando una serie de apuntes. Esos
apuntes recogidos conforman este libro de reflexiones y consejos espirituales. Al
final, he decidido publicar esos apuntes bajo el subtítulo de Consideraciones
espirituales acerca de la Curia Romana, del Estado Vaticano y de la Urbe
misma. No es un tratado que aborde de forma sistemática todos los aspectos que
se anuncian en el subtítulo, sino una especie de gran sermón. Eso sí, un sermón
muy especializado porque se dirige a unos oyentes muy concretos.
En esta obra, al hablar acerca de los cardenales, he dejado sin tocar todos los
aspectos generales de la vida espiritual de estos que eran comunes con los
obispos. Pues acerca de la vida espiritual de los obispos ya escribí la obra La
Mitra y las Ínfulas. En el presente libro decidí desde el principio tratar de
aquellos aspectos específicos de los cardenales o de los obispos curiales, dejando
aparte la vida espiritual de los obispos, considerada ésta en general. Por eso, ésta
obra no es un libro sobre el episcopado, sino sobre los cardenales y la Curia
Romana, por lo menos es así en las dos primeras partes del libro.
La presente obra es un libro que podrán leer los laicos con aprovechamiento.
Leer sobre los cardenales, sobre la Curia, hará que los laicos comprendan mejor y
amen más esas realidades. Esta obra no tiene nada de documento secreto, sino de
largo sermón. Nadie se escandalizará al leer estas páginas, porque los pecados
son sustancialmente los mismos en todos los humanos.
Me gustaría pensar que esta obra es una contribución a la tarea de crear una
espiritualidad del cardenalato. Y no sólo respecto a ellos, ojalá que este libro sea
una aportación para entender mejor de un modo espiritual al Vaticano y la ciudad
que lo rodea.
En estas páginas, subyace la alegría de comprobar que el sistema de gobierno
eclesial funciona, y funciona bien. Hasta los gobernantes de la tierra miran con
envidia al Vaticano, mientras se preguntan: ¿quién pudiera lograr para una
nación un gobierno tan eficiente como el que tiene la Iglesia en Roma?
El sistema funciona, de lo que se trata es de que brille con una luz espiritual más
pura. Por supuesto que yo también sugeriría otras cosas que las dichas en este
libro. Siempre hay un cierto número de manzanas podridas. Pero no todo se
puede decir en un escrito público. Los cristianos formamos una familia, y en toda
familia los trapos sucios se lavan en casa.
De una última cosa deseo dejar constancia al comenzar la obra, en la Curia
Romana hay muchos santos, muchos: laicos, sacerdotes, obispos y cardenales. En
muchos momentos de esta obra nos vamos a fijar en lo que hay que cambiar, nos
vamos a fijar en el pecado, en las tentaciones. Pero no perdamos la visión de la
realidad, hombres llenos del Espíritu ya están trabajando en todos los niveles de
la Curia.
Las aguas vivas que borbotean
Libro de consideraciones espirituales acerca de cada una de las partes de la Misa,
para que el sacerdote celebre y viva el Santo Sacrificio con mayor devoción
Resulta imposible para los sacerdotes, cada vez que celebramos la misa, tener
presentes todas las riquezas, simbolismos y tesoros espirituales contenidos en la
liturgia del sacrificio eucarístico. Éste es un libro pensado para que el sacerdote
en la sacristía, ya revestido, lea unas pocas líneas de él cada día antes de salir a
celebrar la misa. Bastará con fijarse en unos pocos de esos simbolismos o,
incluso, en uno solo de ellos.
El libro lo escribí pensando en los sacerdotes. Pero, por supuesto, los laicos
podrán aprovecharse igualmente del libro.
Colegio de Pontífices
La primera parte de este libro es un ensayo acerca del carácter eclesial del
Sacro Colegio y su evolución a lo largo de la Historia, y de cómo podrían
realizarse ciertos cambios ahora en el siglo XXI. De manera que se expone cómo
se podría realizar una reforma del Colegio para reformar toda la Iglesia.
La segunda parte explica de qué manera se podría dotar de mayor entidad eclesial
a la figura de los arzobispos. Dotando a estos de una verdadera misión específica
dentro del colegio episcopal.
Historias Hamletianas
Esta obra es una serie de variaciones acerca de la
obra Hamlet de Shakespeare. Impreso en el año 2004, ahora, tras una profunda
revisión, aparece publicado por primera vez en una edición digital.
Como curiosidad añadiré que esta novela corta la escribí en las aburridas
jornadas de una estancia en Alexandria (Virginia). Había ido allí con el propósito
de ayudar en una parroquia. Pero pronto descubrí que allí había muy poco
trabajo. No tuve otro remedio que llenar mi tiempo escribiendo. Así nació este
breve libro que es una reflexión bastante libre acerca de la obra de Shakespeare.
Manzanas de Gomorra
Este libro nació como una meditación cristiana acerca de la homosexualidad, pero
nada más empezar me di cuenta de que resultaba inevitable no abordar previamente
la cuestión de cómo enfocar todo el tema de la sexualidad. Por eso, el libro se acabó
transformando también en una reflexión acerca de la sexualidad en general; y, en
el fondo, en una reflexión acerca de Dios.
Vaya por delante que éste no es un libro sistemático acerca de la sexualidad. Se
supone que los lectores ya han leído otras obras que ofrecen una visión de conjunto
acerca de este tema. Una vez que uno ha leído esos libros organizados y
comprehensivos es cuando uno puede emprender la lectura de este libro como una
reflexión ulterior. Estas páginas las concibo como una serie de pensamientos
posteriores
a
ese
fundamento.
Obra férrea
El libro comienza con el Gran Inquisidor dirigiéndose
a su sobrino y comunicándole que se haya escribiendo un manual de
inquisidores. Es una novela sobre el Poder, un libro que trata de hacia dónde
puede dirigirse la Historia de la Humanidad. Eso y el Poder son dos temas
íntimamente relacionados. El Poder imprime una dirección a una nación, a un
continente o a toda la Humanidad.
Esta obra fue escrita en 2004. Fue publicada (en papel) por la Editorial Dos
Latidos. En el año 2016, decidí publicarla online. Antes de hacerlo la revisé
profundamente y le añadí una parte que antes no tenía.
La catedral de San Agustín
Una reconstrucción histórica del templo, la vida y la ciudad de un obispo del
norte de África en el siglo V.
Durante muchos años me pregunté qué aspecto físico presentaría la catedral de San
Agustín a los ojos de un hombre de nuestra época que pudiera contemplarla, cómo
sería una misa a principios del siglo V, de qué manera irían vestidos el obispo y el
clero en el norte de África. Sobre todo la cuestión de cómo era materialmente el
templo, el edificio, de Agustín ha sido una curiosidad albergada en mi mente
durante largo tiempo, una verdadera espina clavada en mi intelecto. Leía y leía
sermones y tratados del obispo Agustín, me lo imaginaba sentado en su cátedra,
pero no podía imaginar su entorno sin caer en la fantasía.
Mi entera vida ha sido una lectura y relectura de textos acerca del Imperio Romano.
Conocía bastante bien los detalles materiales de la Jerusalén de los tiempos de
Salomón, lo mismo podía decir de los pequeños detalles de la vida eclesial de las
comunidades cristianas de Pablo y Pedro, pero mi conocimiento de la vida de un
obispo en la etapa final del Imperio en el norte de África no era tan bueno. Si
hubiera querido pintar en un óleo una misa en la catedral de Hipona, me hubiera
encontrado con muchos huecos, con muchos vacíos.
En esa pregunta acerca del edificio de la catedral, incluí otras preguntas: ¿cómo
eran sus ceremonias?, ¿cuánta gente había dentro? Y quise contestar a esa pregunta
pintando del modo más visual posible esa escena. Contestando vi lo conveniente
de dar unas pocas pinceladas que nos muestren un poco cómo era la vida de la
iglesia africana en una ciudad como Hipona. Desde el principio me propuse ahorrar
al lector largas disquisiciones bibliográficas sobre tal o cual detalle, deseaba que
el
escrito
tuviese
un
estilo
ágil.
Sobre el breviario
Consideraciones espirituales para rezar con mayor devoción la liturgia de
las horas
Los seres humanos somos débiles y con el tiempo fácilmente se puede introducir
una cierta rutina en el rezo del breviario. Esta obrita surge del deseo de ayudar a
los sacerdotes en el desempeño de esa parte tan noble de sus funciones
sacerdotales como es la de salmodiar para la alabanza de Dios. Es un librito sin
pretensiones, breve, una pequeña charla puesta por escrito.
Unos años antes había escrito otra obra para que el sacerdote se pudiera preparar
cada día para la santa misa. Ese libro titulado Las aguas vivas que borbotean tuvo
un efecto tan positivo en mí para celebrar el santo sacrificio con más devoción
que muy pronto me vino la idea de algo parecido para el rezo del breviario.
A veces una pequeña consideración espiritual basta para retomar el breviario con
nuevo entusiasmo, con nueva fuerza. Todos necesitamos sacar brillo de nuevo al
oro de nuestra alabanza.
El curioso caso de la muerte del gato del
obispo
Una extraña y humilde historia policiaco-eclesiástica
Ésta es una novela policiaca y eclesiástica, ambientada
en un marco real. Todas las descripciones de los pasillos y despachos se
corresponden con exactitud con las del palacio episcopal de Alcalá de Henares. En
ese marco, el ambiente eclesiástico del obispado de la diócesis, aparece un gato
muerto, el gato del obispo.
A partir de allí, se pone en marcha una investigación. Al principio, hay dudas
acerca si investigar un asunto de tan poca monta en apariencia. Pero, poco a
poco, la investigación acerca del felino muerto se va enmarañando. La novela va
penetrando, paso a paso, en el estamento eclesiástico y en el mundo interior de los
personajes.
Las corrientes que riegan el cielo
Un fresco sobre la Santísima Trinidad, eso y no otra cosa es lo que he pretendido
con esta obrita. Describir visualmente a la Trinidad Suprema. Este libro desearía
ser como una Capilla Sixtina en cuya superficie he deseado pintar a las Tres
Personas: un gran fresco con la Trinidad como tema. Este libro sigue el formato
de teología narrativa. Es decir, es una obra de teología, pero expresada en forma
de narración. Sigue en eso la técnica de Historia del mundo angélico. En cierto
modo, este libro es una profundización en esa primera obra. Tras describir al
Dios Uno en Historia del mundo angélico, en esta segunda otra obra me he
internado en el centro de la primera.
La luz de la diaconía
Este libro es serie de consideraciones espirituales y teológicas acerca de la labor
del diácono y sugerencias para desempeñar bien esta misión. Sin embargo, no es
un libro dirigido sólo a los diáconos, sino también a los presbíteros quienes
deben sentirse diáconos hasta el final de sus vidas.
Ex scriptorio
Este libro es una recopilación de algunos de mis artículos. Me ha parecido bien a
estas alturas reunirlos todos en una sola obra. Por un lado para facilitar el que
pudieran ser encontrados por los lectores interesados. Y por otra parte, para que
puedan ser citados por aquellos que desearan incluirlos en alguna obra
académica.
Edipo Vasco
Esta novela es una ucronía ambientada en un lugar temporal impreciso entre el
año 2006 y 2008. La obra se centra en las difíciles relaciones entre el episcopado
español y el nacionalismo vasco en medio de una grandísima tensión por
mantener la unidad de España. En esta novela, los obispos se encuentran en
medio de esa tensión entre el gobierno central de la nación y el pulso que el
gobierno vasco echa a la Constitución. El libro lo que trata es de ser una
reflexión acerca de cuál debe la postura de los obispos frente al nacionalismo.
Libro cuadrado
(Para descargarlo en pdf, hacer click en la portada.) La historia de cómo los
habitantes del capítulo I salieron a recorrer el libro en el que su mundo estaba
situado. Un mundo cuadrado (de 300 kilómetros de lado) dividido en nueve
capítulos. El libro entero trata de eso, de la expedición geográfica organizada
para cartografiar ese mundo. Una obra en la que la realidad descrita es el libro
mismo. Un texto autoreferencial en la que la historia que se cuenta es el mismo
libro.
La tempestad de Dios
(Para descargarlo en pdf, hacer click en la portada.) El
libro presenta a un Franco anciano en un sillón de El Pardo, tras la muerte de
Carrero Blanco. Un dictador que va recordando su vida. El libro es eso y sólo
eso: un anciano recordando su vida.
El libro comienza cinco días antes del Alzamiento Nacional y acaba cinco días
después del asesinato del almirante Carrero Blanco.
Como es lógico da su versión de los hechos y las personas. Pero se trata de una
biografía centrada en los pequeños detalles de una existencia, no en narrar los
hechos históricos. La narración de los grandes hechos no interesan a la esta
novela, sino la persona, el ser humano. Mi propósito fue escribir una especie
de Memorias de Adriano, sólo que escrito con la voz de Franco.
Esta novela la he publicado digitalmente en el año 2017, más de doce años
después de escribirla. Tardé tanto porque tenía un justificado temor a que me
calificaran como un cura de derechas. Cuando la realidad es que podría haber
escrito la misma novela centrándome en la persona de Durruti. Haber construido
la misma novela con Buenaventura Durruti como protagonista no me hubiera
hecho anarquista.
Sin duda nadie me hubiera tildado de izquierdista por haber escrito esa otra
novela. (Si tuviera tiempo, desde luego, me seguiría gustando escribirla.) Pero los
fanáticos sí que me tildarán de derechista por haber escrito una novela sobre
Franco.
¿Por qué un sacerdote tiene que escribir sobre este tema? Los que lean el libro
comprobarán que, ante todo, es un libro acerca de la religión.
¿Por qué la publico ahora después de trece años? Porque estoy seguro de que
dentro de pocos años ya no podré publicarla. No tengo la menor duda de que este
libro pasará a estar prohibido por las leyes. Estoy seguro de que éste será uno de
los libros que tendré que retirar de la versión online de la Biblioteca Forteniana a
no ser que quiera recibir una multa.
Una última cosa, el primer capítulo de esta novela son de las mejores páginas que
he escrito en mi vida. Eso sí que fue inspiración arrolladora. Me acuerdo de esa
lejana noche de verano en la que tecleaba y tecleaba a toda velocidad (escribo
muy rápido) sin dejar de llorar. Fue, en verdad, un primer capítulo épico.
La magna unción final
Estas breves páginas contienen reflexiones acerca del sacramento de la unción de
los enfermos. Siempre pensé lo útil que sería poder proporcionar una obra a
aquél que vaya a recibir este sacramento para que profundice en lo que va a
recibir, para que se prepara.
Escribir este libro habrá valido la pena si es de ayuda para una sola persona que
vaya a morir. Qué grandioso es entrar en la muerte con los ojos abiertos, bien
preparado nuestro espíritu, llena de esperanza en Dios nuestra alma. Entrar en esa
región del más allá con plena conciencia, sintiendo puro amor hacia nuestro
Padre Celestial.
Los hijos de vuestros hijos:
Análisis acerca de las maldiciones intergeneracionales
Durante los últimos decenios se ha ido extendiendo entre algunos evangélicos y
algunos pocos grupos católicos la práctica de romper las maldiciones
intergeneracionales. Práctica esta no admitida por muchos protestantes.
Sobre este tema he guardado silencio durante muchos años, era un asunto que
requería una reflexión nada apresurada. Pero ahora con esta obra quiero dar mi
opinión que es contraria a ese concepto de maldición intergeneracional.
La praxis que algunos grupos evangélicos y católicos realizan se basa en un
esquema teórico que lo veo errado. El respeto a la bondad de esas personas que
realizan tal tarea con tan buena voluntad, con el deseo de solo ayudar, me ha
llevado a tomarme mucho tiempo para pensar muy bien lo que iba a decir. Pero
ahora, finalmente, pienso que debe primar la verdad. Y, por eso, expongo las
razones teológicas por las que resulta preferible abandonar tanto esa teoría como
la práctica que se deriva de esa teoría.
Padre Fortea
José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro, España, en 1968, es sacerdote y teólogo
especializado en el campo relativo al demonio, el exorcismo, la posesión y el infierno. En
1991 finalizó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la Universidad de Navarra. En
1998 se licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de
Comillas. Ese año defendió la tesis de licenciatura El exorcismo en la época actual. En 2015
se doctoró en el Ateneo Regina Apostolorum de Roma con la tesis Problemas teológicos de la
práctica del exorcismo. Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares (España).
Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio, pero su obra abarca otros campos de la
Teología. Sus libros han sido publicados en ocho lenguas.
Ver todo mi perfil
Tema Sencillo. Con la tecnología de Blogger.
CYCLVS APOCALYPTICVS
__________________________________________________________________________________________________________
Historia de la Era del Apocalipsis
año 2181-2213
J.A
Fortea
1
Editorial
Dos latidos
© Copyright José Antonio Fortea Cucurull
Todos los derechos reservados
[email protected]
Editorial Dos Latidos
Benasque, España
Publicación en formato electrónico en 2012
Primera edición impresa en México, agosto de 2004
ISBN: 970-30-0079-7
Editorial El Arca
American Book Store, S.A. de C.V.
Calle 22 de Diciembre Nº 1
Col. Manuel Ávila Camacho, C.P. 53390
Naucalpan, Edo. de México
Primera edición impresa en España, febrero 2005
ISBN: 84-96326-30-6
Deposito legal: B-1.725-2005
Belacqva de Ediciones y Publicaciones S.L.
Ronda de Sant Pere, 5, 4ª planta, 08010 Barcelona
www.fortea.ws
2
Nota del autor: Ésta fue la primera novela que escribí en toda mi vida, con veintiocho años
de edad en aquel lejano 1997, siendo un jovencísimo párroco en mi primer destino en un pequeño
pueblo de mil almas. Aunque esta obra fue escrita con una gran pasión, debo advertir a los lectores
que ciertas carencias literarias se dejan notar con claridad. Aun así, siempre me he resistido a la
tarea de reformar esta obra. Si empezara a revisarla, realizaría ya una completa reescritura de todo
el libro.
He creído conveniente añadir esta nota, para pedir una cierta condescendencia de los
lectores. Debe ser vista como una obra de juventud, con todos los defectos literarios de un joven
que empieza a dar sus primeros pasos en lo que se convertiría en su gran pasión de toda la vida:
escribir. Pero mi evidente inmadurez como escritor, me lleva a pedir que se lea con comprensión
hacia el joven que yo era entonces.
3
CYCLVS APOCALYPTICVS
4
5
La tierra era yermo y vacío,
y las tinieblas cubrían la superficie del Océano,
mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas.
Antes del Principio era la
Nada. Las frías oscuridades
llenaban los extensos vacíos
del no-ser. Ante mis ojos se
desplegaba
el inacabable
desierto de una negrura sin fin.
Pero no había ojos. Mis alas
podían volar allá donde se
perdía la vista, podían avanzar
en un suave aleteo por nada
impedido durante jornadas y
jornadas... para hallar ante sí
la misma impenetrable y negra
oscuridad que habían dejado
atrás. Pero no había atrás.
Podía volar a lo alto
elevándome en una ascensión
interminable, o dejarme caer
planeando hacia un fondo que
los siglos jamás tocarían.
Podía
dirigirme
hacia
septentrión o el austro, hacia
levante o hacia el ocaso. Pero
no había puntos cardinales.
Nada nunca se había levantado
en el horizonte, porque no
había horizonte. Aquellos
espacios pletóricos de vacío
nunca habían contemplado el
ocaso de algo. Todo estaba
inmerso en el eterno cénit de
la nada.
6
El austro y el septentrión se
hundían en un horizonte
inexistente. Mis pies buscaban
el suelo en un océano sin
fondo, mis ojos miraban
adonde se podría salir a flote.
Pero aquellas aguas no tenían
techo. Eran los inmutables
abismos de los océanos del
vacío. Todo se hallaba
sumergido en los mares del
silencio.
7
megaestructura habitada por 200.000 personas
había otros 300 pisos por encima.
Parte del edificio era, como solían decir,
macizo; es decir, ocupado todo él por
apartamentos y los pasillos necesarios para
acceder a ellos. Pero otra parte contaba con
grandes espacios interiores ocupados por
viviendas individuales: casitas unifamiliares con
su jardín, bajo un techo que era un simulador de
cielo, a 20 metros de altura. Los simuladores de
cielo eran un perfectísimo sucedáneo de la luz
natural, con sus amaneceres, atardeceres y hasta
imágenes de días nublados. A distintos niveles de
la megaestructura había varias pequeñas
urbanizaciones en las que se trataba de recrear con
bastante éxito una apariencia de estar al aire libre.
Tres parques públicos y ocho centros comerciales
completaban el equipamiento del edificio, sin
olvidar que parte del piso número 100 estaba
ocupado por un monasterio benedictino.
Así
como
interiormente
las
megaestructuras daban una sensación de
proporciones humanas, en el exterior la magnitud
de las moles daban una sensación de abrumadora
pesadez. Manhattan, Brooklyn y el Bronx vistos
desde lo alto parecían una cadena montañosa de la
que salieran torres y más torres, todo ello rodeado
de un inacabable océano de viviendas que
alcanzaba hasta el horizonte.
La aeronave urbana del senador Ford se
deslizaba hacia el Aeropuerto Central de Nueva
York. La pintura azul-jade metalizada estaba
impoluta y la nave se cubría de brillos y reflejos
en su ascenso hacia el aeropuerto, que estaba
situado en pleno centro de la ciudad en lo alto de
un grueso, ancho y titánico rascacielos. Aquella
obra arquitectónica parecía más digna de los
Gigantes que combatieron a los dioses olímpicos,
que de seres humanos, aquellas pequeñas termitas
de dos patas que levantaban del suelo entre el
1´80 y los 2 metros. La cima de aquel edificio de
hormigón era un vasto complejo de muelles donde
atracaban las naves de procedencia internacional.
El ambiente dentro del aeropuerto era el
de todas las épocas en lugares similares, ya fuera
una parisina estación ferroviaria del siglo XIX o el
puerto de Tarso en el II. Gentes de todos los tipos
yendo y viniendo con maletas, familiares que se
reencuentran, tenderetes de comida rápida
CAPITULO
I
P
ausadamente el monje iba escribiendo los
gruesos trazos de letra gótica en una parte
de la pintura. La pintura representaba a la
Virgen María con el Niño en brazos, en
medio de una representación esférica del mundo y
del universo románico. La letra, uniforme, llena
de equilibrio, gótica tirando a merovingia.
El pío religioso en hábito negro,
benedictino, trabajaba inmerso en un total y
absoluto silencio. Sólo flotaba en el ambiente el
rumor lejano de las voces de los novicios
ensayando un himno gregoriano. El monje levantó
la cabeza del escriptorio, alrededor de él sólo las
paredes de piedra, una cama y un pequeño estante
con libros. Sus ojos estaban cansados. Sit nomen
Domini benedictvm, musitó entre labios. Siempre
que interrumpía su labor unos segundos para
descansar, gustaba de decir una jaculatoria.
Pausadamente el anciano corrió la silla sin
hacer ruido y se levantó hacia la ventana. Mirar a
lo lejos era el mejor descanso para sus pupilas
fatigadas. Lentamente se aproximó al arco que,
entre capiteles y columnillas, se abría en la pared.
Se apoyó y miró a lo lejos.
Ante sus ojos se ofrecía una bella
panorámica de Nueva York en el año 2181. El
monasterio estaba situado a una gran altura, si
bien el edificio en el que estaba incluido elevaba
todavía más su cúspide hacia una distancia de
vértigo. Desde la privilegiada posición de la
ventana en la que se apoyaba el monje, podía ver
allá a lo lejos el tráfico rodado en las atestadas
calles. Un poco más arriba, pequeñas aeronaves se
deslizaban suavemente por el aire, formando
hileras entre las inmensas moles de las
megaestructuras, cuyos últimos pisos se perdían
de vista en medio de las nubes de un día
encapotado.
Había pequeños edificios aquí y allá, pero
el centro de la ciudad estaba casi del todo ocupado
por aquellos anchos, pesados e inmensos
rascacielos. El monasterio estaba situado a cien
pisos de distancia del suelo, pero en aquella
8
esparciendo olores a bollos con crema en un lado,
y en otra esquina olores a las especias de las
hamburgesas con queso. Gente que espera
aburrida y gente con prisa, todos mezclados en un
sinfín de trajes, vestidos y uniformes. Ford con
paso seguro, firme, casi jactancioso, avanzaba
vestido con su costoso traje hecho a medida por
uno de los mejores sastres de la capital. Un poco
detrás de él le seguía su chófer, con su gorra y
enfundado en su negro traje de una sola pieza y
ceñido al cuerpo. En general, la gente vestía de un
modo muy informal. Había muchos con pantalón,
corbata y americana, pero más vestían con el
popular snab, una especie de confortable mono,
de todos los colores imaginables, de una sola
pieza, más ceñidos unos, menos otros.
El senador se detuvo mientras la gran
nave que esperaba acababa de aterrizar
verticalmente y rodaba por la pista hacia su
muelle.
Diez minutos después el senador abrazaba
a su joven sobrino. Ya en la aeronave del senador
y de camino hacia casa, el recién llegado miraba
por la ventanilla con cara llena de admiración.
-¡¡Uaaauu!! ¡¡Así que esto es Nueva
York!! -exclamó el dieciochoañero tratando de
guardar la compostura.
-¿Te gusta, eh? -comentó feliz a su lado el
senador- .Pues tienes todas las vacaciones para
conocerla palmo a palmo. Ahora, tía Margaret te
está preparando un pastel de manzana mientras te
espera. Tus primos desde hace una semana no han
hecho más que preguntar que cuándo llegabas.
La cara del joven no cesaba de mirar
extasiado hacia afuera. Había comenzado a
anochecer y los millones de ventanas iluminadas
que resaltaban en la penumbra, unido a todas las
luces
de
las
aeronaves
deslizándose
armónicamente por el aire formaban un
espectáculo siempre embelesador incluso para los
mismos habitantes de la megápolis. Distintos
haces de luz ornamental surcaban el aire hacia lo
alto, perdiéndose en lo más elevado de la lúgubre
bóveda celeste, mientras que para acabar de
embellecer el cuadro, gruesos copos de nieve
empezaban a caer sobre el tráfico terrestre y aéreo,
que se movía entre las moles de hormigón, acero y
vidrio. El muchacho no hacía más que preguntas y
comentarios admirativos.
-Tío, he leído mucha historia, pero ¿cómo
está el mundo ahora?
El senador lo miró con una sonrisa
compasiva. Su sobrino había estado hasta hacía
dos semanas en una comunidad amish. Su
hermana, ya difunta, decidió llevárselo consigo
cuando tenía diez años a una pequeña comunidad
agrícola en Canadá. La educación que había
recibido el chico era bastante buena, pero casi
nula sobre el mundo actual que les rodeaba. Ahora
el sobrino volvía por propia decisión a su propia
familia tras la muerte de su madre.
-Bueno... -respondió el senador como
tomando fuerzas para una digna respuesta a una
magna pregunta como esa-. Podríamos dividir el
mundo por un lado en los países de la
Confederación, por otro lado está el Imperio y por
otro los países independientes. Los países de la
Confederación son independientes también, pero
forman una gran unidad política y económica,
tienen una alianza defensiva y una sola moneda,
son países democráticos. La Confederación la
forman treinta naciones, se extiende por casi toda
América, además de unos cuantos países aquí y
allá desperdigados por otros continentes. Pero los
integrantes son muy desemejantes, sólo nuestro
país, los Estados Unidos, ya tiene el 25% de la
población confederada, y cuenta con el 70% del
peso económico de la Confederación entera.
El Imperio se extiende por más de la
mitad de Europa, parte de África y Asia. Fue en
tiempos una democracia, una democracia cada vez
más presidencialista, y finalmente, tras tres
guerras civiles, en un siglo ha acabado en manos
de la Familia Imperial. De todas maneras, aunque
ya no sea una democracia, todavía en los impresos
oficiales ponen arriba del todo que son una
república. De hecho el nombre oficial del Imperio
es the Senate and the People Of Europe. Muy a
menudo, se resume con el acrónimo S.P.O.E. El
idioma oficial del Imperio es el inglés, aunque la
Familia Imperial habla en alemán. Cada provincia
del Imperio es administrada por un gobernador
directamente designado por el emperador.
Nosotros, aquí en Estados Unidos, decimos
imperio y emperador, coloquialmente, pero los
europeos prefieren usar las palabras Républica y
Cónsul Máximo.
9
En cualquier caso, dejando la cuestión de
los nombres, los súbditos del Imperio consideran
que la tarea de gobernar es una tarea tecnocrática
y sólo piden eficiencia. La República Europea se
ha convertido en una especie de empresa dirigida
por un consejo de dirección. Mientras las cosas
funcionen bien, su ciudadanía está dispuesta a no
reclamar la vuelta a un parlamentarismo que la
verdad es que se demostró muy ineficiente para
resolver los problemas del pasado siglo. En la
vieja Europa, elecciones populares sólo hay para
elegir ediles y alcaldes, y eso en las ciudades que
no han perdido ese privilegio. La unidad del
Imperio es total, en la legislación y en todo.
Estados Unidos es constitucionalmente una
federación de Estados, mientras que la República
Europea es un monolítico Estado napoleónico.
Siempre existe una cierta rivalidad en
decir quién es más poderosa, si los Estados
Unidos o la República Europea. Lo cierto es que
hoy por hoy la Confederación mantiene una cierta
ventaja en bastantes aspectos. Claro que es mi
opinión, ellos tienen la suya.
Finalmente hay medio centenar de países
esparcidos por todas partes que son plenamente
independientes y que no pertenecen a ningún
bloque.
¡Ah, se me olvidaba!, hay también siete
colonias espaciales, cinco en rotación orbital
alrededor de la Tierra y dos en la Luna. Juntas
suman 5 millones de habitantes. No es nada en
comparación a los 20.000 millones de habitantes
de la Tierra. Hay también numerosas colonias
marinas. Ciudades construidas sobre el mar,
apoyadas sobre grandes pilares en mares poco
profundos. Aunque muchas están en aguas
internacionales, la mayor parte pertenecen o a la
Confederación o al Imperio; sólo una cuarta parte
son totalmente independientes. Cinco de éstas, a
costa de no pagar ningún impuesto a nación
ninguna, han crecido hasta llegar a ser urbes de
bastantes millones de habitantes.
El joven le había escuchado con suma
atención, no todas las palabras las
había
entendido, pero no había querido interrumpirle.
Tenía tiempo por delante para aprender. Sin
embargo, la palabra “Imperio” le resultaba
chocante.
-Yo pensaba que los imperios eran cosas
del pasado –comentó al final.
-Oh, no te enredes en las palabras,
oficialmente no hay ningún imperio, incluso por
una de esas ironías de la historia, el Imperio es, ya
te lo he dicho, oficialmente una república. En el
siglo XX se esforzaron en implantar democracias
en todo el mundo. Hicieron bien. Pero el siglo
XXI todo el mundo se afanó en descubrir cómo
corromper la democracia. Parecía tan sólida la
democracia. Era como el bueno de la película que
tenía que ganar hiciéramos lo que hiciéramos.
La corrupción de la democracia trajo la
concentración del poder, la concentración de
poder trajo de facto la abolición de las barreras
legales que se oponían a esa concentración. Las
barreras continuaban sobre el papel, pero se
hacían excepciones cada vez que convenía. Y la
desaparición de toda barrera constitucional
condujo a la autoconservación de cada uno en su
puesto de poder. El siglo XXI no fue siglo de
Montesquiéu. Desde el momento en que los tres
poderes constitucionales fueron fusionándose,
lentamente, sin prisas, las garantías ciudadanas
fueron perdiendo terreno. De aquello nació un
Estado, cuyo entramado interno del poder es un
entramado imperial, al estilo del que hubo en el
siglo I en Roma, o en el XVI en España, o con
Napoleón.
Entre explicación y explicación la nave en
que les transportaba había penetrado a través de
una de las grandes bocas de entrada de uno de los
rascacielos. La nave transitó deslizándose suave y
lentamente por los grandes pasillos internos del
edificio. En una intersección aminoró la marcha y
sin detenerse, ni cambiar su posición horizontal,
ascendió verticalmente por un largo corredor, por
donde otras aeronaves se elevaban o bajaban
también en hileras. En un momento dado la nave
se detuvo y se introdujo a través de una compuerta
que con grandes letras decía: NIVEL 1200.
Tras pasar la compuerta, vio que dentro el
techo estaba a 50 metros por encima de sus
cabezas, y que sobre el suelo de césped artificial
había una urbanización de mansiones señoriales.
El joven Albin, el recién llegado amish, se quedó
con la boca abierta.
-No pienses que todo el mundo vive en
barrios como éste -comentó con contenida
10
satisfacción el senador-. Este es uno de los
sectores más exclusivos de la ciudad.
La aeronave comenzó a aterrizar junto al
blanco caserón de Ford, una réplica de la típica
mansión decimonónica sureña de los campos de
algodón antes de la Guerra de Secesión. Vista
desde arriba la intensa blancura de la mansión
contrastaba magníficamente con la suavidad de
los tonos verdes de los terrenos que la
circundaban.
Mientras la nave aterrizaba delante de la
fachada clásica de columnas blancas de la entrada
principal, el servicio se alineaba para recibirles.
Cuando Ford y su sobrino salían de la puerta de la
nave, la esposa y los hijos aparecieron,
apresurando el paso, para recibirlos; expectantes
de ver al familiar nunca visto, pero tan comentado
desde hacía años. Todo eran abrazos y cálida
bienvenida. Las consabidas preguntas de siempre
entre familiares, ¿cómo estás?, ¡cuánto has
crecido!, ¡qué alegría!... la sonrisa sincera en los
rostros de todos. Los recibimientos han sido
similares en todas las épocas y lugares del mundo.
Una aeronave se posó justo detrás de la
del senador Ford, delante de la mansión. Del
aparato salieron tres hombres. El senador se
extrañó de la inesperada visita y se acercó a ver de
qué se trataba.
-Buenas tardes, senador. -le saludaron los
tres recién llegados.
-¡Hombre!, buenas tardes Jenkins. No os
esperaba.
-Senador, nos envía el senador Benedic
Greenwich, nos ha dicho que viniéramos a
buscarle porque tiene que verle urgentemente
ahora mismo.
-¿Os ha enviado sólo para eso? ¿Por qué
no me ha llamado por teléfono?
-Senador, no sabemos de qué se trata,
pero es algo que ha considerado que no se podía
enviar por el sistema multifrecuencia.
-En fin, decidle que me dirigiré a su casa
en menos de dos horas.
-Senador, se trata de algo muy importante.
La mirada de Jenkins fue tal que Ford no
tuvo ya duda alguna de que su cena podía esperar.
Desde hacía años conocía a Jenkins, el secretario
de su viejo amigo el senador Benedic. Algo
verdaderamente importante tenía que ser para
enviarle personalmente.
Ford retrocedió, se excusó breve y
amablemente ante su esposa, hijos y sobrino, y se
introdujo en el aparato con los tres hombres
enviados. Veinte minutos después Ford subía las
escaleras alfombradas del interior de la mansión
de Benedic. Su amigo le salió al encuentro al final
de la escalinata.
-Ford, ¡cuánto me alegro de que ya estés
aquí!-le saludó Benedic que siempre se dirigía a
su amigo por el apellido.
-¡Qué sucede! Nunca nadie me había
llamado de un modo tan... apremiante. Te aseguro
que si lo que querías es intrigarme lo has
conseguido
-Ford, acabo de recibir una información
impresionante.
-Espero que lo sea -protestó afectando un
poco de irritación-. De política, me imagino.
-De política, ¿es que podía ser de otra
cosa?
-Y esta vez ¿a quién afecta? ¿A los
republicanos?
-No.
-¿A los demócratas?
-No.
- ¿A los outsiders?
-No. Escucha, escucha –dijo poniéndole la
mano sobre el hombro-, qué es lo que te dice esta
palabra: Dagón.
-Dagón... pues, no lo sé. No la conozco.
-Vamos al despacho, allí te lo cuento
todo. No son éstas, cosas para ser tratadas aquí en
la escalera. Ni siquiera en la escalera de mi casa.
Las dos hojas de la puerta del despacho se
cerraron.
11
-Le sorprenderá que le haya mandado
llamar –comentó el Emperador con una sonrisa.
-Pues sí, no es muy frecuente que el jefe
de los servicios de inteligencia de un país vaya al
despacho del jefe de la potencia contraria.
-Ha de saber, que he organizado todo el
asunto de la condecoración de ese subordinado
suyo, sólo para poder vernos a solas, sin llamar la
atención. Siéntese, por favor. Ya está usted al
corriente del auge del Partido del Orden en su
país.
-Sí, un auge sorprendente.
-Usted es bien consciente de la
corrupción, que se ha asentado entre los
congresistas estadounidenses. El poder de la mafia
crece día a día. Y además hay una docena de
grupos económicos que están minando todas las
instituciones. Conozco bien sus opiniones al
respecto -dijo el Emperador mientras sacaba un
informe de su cajón.
El Director General no pudo evitar un
gesto de sorpresa al reconocer las cubiertas del
secretísimo Informe Omicron de la CIA en manos
del Emperador.
CAPITULO
II
Palacio Imperial de Roma.
U
n hombre vestido de civil es guiado por
dos oficiales imperiales a través de un
pasillo. A ambos lados del monumental
pasillo las más bellas estatuas de
generales y senadores del pasado. Al final, y tras
un inmensa sala con arcos, una gran puerta de
mármol con remaches de oro. La pesada puerta se
abrió automáticamente, detrás de ella el despacho
del Emperador.
El hombre vestido de civil que entraba en
el despacho era el Director General de la CIA. El
Emperador, sentado detrás de su mesa, se levantó
para saludar al invitado, los oficiales
marcialmente se marcharon, dejándolos solos.
-Mi admirado Hubert -le saludó el
Emperador mientras le tendía cordialmente la
mano.
El Director General correspondió
amablemente al saludo y comenzó a elogiar la
elegante estética del despacho. La belleza de
líneas de aquel gran despacho era magnífica, las
pocas cosas que lo decoraban soberbias. En todas
las paredes un solo cuadro, el amplísimo lienzo
del s. XIX la Coronación de Napoleón; a un lado
un dintel sostenido por varias cariátides
enmarcaban varios ventanales que dejaban ver una
vista panorámica de la Urbe. En la pared opuesta
una vitrina cerrada conteniendo un terrario con
cinco cobras que serpenteaban y se enroscaban
perezosas y sinuosas.
El Emperador, hallándose en tierra
imperial, solía vestir frecuentemente la túnica
blanca, sin embargo esta vez iba vestido, como el
invitado, con el típico traje ceñido desde el cuello
hasta el tobillo. Vestido así en tonos oscuros tenía
el aspecto de un ejecutivo. Su rostro alargado y su
figura aristocrática era exactamente como la de
Rex Harrison. Verdaderamente, el Emperador
tenía el aspecto y la elegancia de Rex Harrison,
junto con la nobleisse de Sir Lawrence Olivier.
-Sí, ya ve -dijo con lástima el emperador-.
El que este informe reservado al Presidente de los
Estados Unidos, lo tenga en mi cajón le indica
hasta que punto llegan los males de los que usted
habla en estas páginas. Y créame -dijo
apoyándose decididamente con los dos codos en
la mesa-, estoy de acuerdo con todos los remedios
que usted propone.
-Sobre todo la mafia ejerce tal influencia
con sus sobornos -comentó con pena el Director
General-, y tiene tantas ramificaciones, que la
democracia está en un serio peligro. El descrédito
a que han llegado las instituciones se ve bien a las
claras en que sólo el 20% de la población
participó en los últimos comicios electorales. La
impresión generalizada de que ya nada puede
cambiar... y de que todos los políticos son igual
de corruptos, como digo la situación es...
-Muy preocupante.
-Sí -asintió con verdadera preocupación.
-Como buen analista
-continuó el
emperador tras un breve silencio- se habrá dado
cuenta de que el recién aparecido Partido del
12
Orden va a ir creciendo con fuerza en Estados
Unidos.
El intrigado Director General de la CIA
asintió con un gesto de su cabeza. ¿A dónde
quería llegar? El Emperador prosiguió:
-Pues bien ese partido lo he creado yo.
Las fundaciones independientes que se reunieron
para fundar un partido cuyo fin principal fuera
acabar con la corrupción en los círculos políticos
de Estados Unidos eran fundaciones mías que yo
controlaba. Los diez hombres designados por ellas
para que dentro de una semana elijan un candidato
independiente para las próximas elecciones a la
Presidencia de la nación, son hombres míos. Y
adivine a quién elegirán.
La sorpresa en el Director General era
mayúscula, se había quedado sin palabra.
-Me elegirán a mí -concluyó el
Emperador-. Dirán que han llegado a la
conclusión de que la situación es de tal
emergencia que se necesita a alguien con firmeza
que no salga de las corrompidas filas de los
políticos profesionales. Dirán que yo soy
insobornable porque soy más rico que cualquier
hombre del mundo. Recuerde, además, que nací
en su país, que soy ciudadano de Estados Unidos
y que mis estudios universitarios los cursé en
Harvard. Siempre he estado yendo y viniendo de
aquí a su país. Perdón... nuestro país. Me he
cuidado mucho de que en Norteamérica los
ciudadanos de a pie me consideraran no como un
emperador que además es compatriota suyo, sino
como el primer estadounidense que ha llegado a
ser emperador de la República Europea. Esa
imagen me ha costado mucho esfuerzo, pero la
tengo.
El Director General seguía en silencio con
un rostro impenetrable.
-Créame -continuó el Emperador-, yo
encarno el único proyecto factible de acabar con
la corrupción y la mafia. Comparto todo su
diagnóstico sobre los políticos de la nación y si en
el futuro soy elegido presidente querría que usted
aceptase el cargo de vicepresidente.
Eso sí, usted no sería nombrado hasta que
expirara el primer medio año desde la toma de
posesión de mi cargo...
si soy elegido, por
supuesto. El que yo le presentara al electorado a
usted como candidato a la vicepresidencia sería un
escándalo. Un extranjero coaligado con el
Director de la CIA, no podría presentar una
imagen peor.
Sé que considera que sería un milagro el
que el jefe de una potencia extranjera, por muy
buenas relaciones que haya entre esas dos
potencias, logre ser elegido por las urnas como
presidente de la otra potencia, pero le aseguro que
tengo tantos ases en la manga que va a quedar
sorprendido. Además, el concepto de nacionalidad
en nuestros tiempos está ya muy disuelto.
Recuerde además, que en los últimos ochenta años
ha habido un buen número de precedentes de
ciudadanos residentes en Europa que se han
presentado a esos puestos y han sido elegidos.
Senadores,
gobernadores
y
hasta
un
vicepresidente, un vicepresidente muy popular por
cierto. Con que me voten todos aquellos que
tienen la doble nacionalidad ya obtendría una
cuarta de los votos.
En fin, no le pido que tome la decisión en
este momento. Tómese un par de días para darme
una respuesta. Le enviaré en ese plazo a Mc
Closkey. A partir de ahora nos enviaremos los
mensajes a través de él. Nunca por teléfono, ni por
escrito, sin excepción alguna. Jamás cogeré una
llamada que me digan que procede de usted, ni
llegará a mi despacho un papel que venga de usted
o su círculo más cercano. Todo lo que desee
decirme dígaselo verbalmente a Mc Closkey, él
personalmente me vendrá a ver.
Como es lógico, si decide navegar en el
mismo barco que yo tiene que darse cuenta de que
será necesario romper una serie de reglas. La
situación es tan excepcional que no podemos
permitirnos el lujo de que nuestros enemigos
puedan hacer lo que quieran, y nosotros no. El
espionaje no conocerá límites constitucionales. De
todas maneras me es bien conocido que esa regla
la rompió hace ya por lo menos diez años.
El Director General seguía en silencio, su
rostro no permitía adivinar nada. El Emperador,
frente a él, no le había quitado un ojo mientras
hablaba para tratar de captar un gesto que le
permitiera atisbar qué pasaba por su mente. Sin
embargo, ahora consideraba que era mejor apartar
la mirada de él, para no obligarle a que dijera algo
precipitadamente. El Emperador se dio cuenta de
13
que había que quitar tensión del ambiente. Así que
se levantó y se dirigió a la gran vitrina de cristal.
-¿Ha visto alguna vez como se come una
Cobra Real de la India a un ratón? -preguntó el
Emperador dando la espalda al Director mientras
éste se levantaba de la silla.
-Pues no.
El Emperador tocó un botón y un
ratoncillo cayó de lo alto de una caja plateada al
interior de la urna de cristal. El inocente ratón
blanco comenzó a correr por el suelo de arena.
Las hambrientas cobras no tardaron ni tres
segundos en percatarse de su presencia. En unos
instantes estaban todas luchando por la suculenta
cena. La lucha de las cobras era un verdadero
espectáculo que observaba sin pestañear el
Director. El Emperador permanecía con un
semblante frío, aquella escena la había
contemplado muchas veces ya. Además, lo que las
pupilas del Emperador observaban de verdad a
través de sus párpados semicerrados, era el leve
reflejo del rostro del Director en la vitrina de
cristal. El rostro glacial del Emperador sopesaba
cada gesto de su interlocutor. Cada gesto era una
revelación involuntaria de su estado de ánimo. En
realidad, llevaba observando y considerando la
psicología del Director desde hacía años.
-Acompáñeme, por favor -le pidió el
Emperador mientras se dirigía a la puerta del
despacho-, le voy a mostrar una parte del Palacio
Imperial.
Tras atravesar dos puertas, el silencioso
Director y su anfitrión se encontraban en las
galerías y dependencias privadas del Palacio.
-Mire ésta es la sala de estar, aquí es
donde hago la vida.
-¡Qué maravilla!
El Director, embelesado, se quedó parado
ante el cuadro de Van Eyck, el Matrimonio
Arnolfini.
-Siempre he tenido gran inclinación por la
pintura primitiva flamenca -comentó el
Emperador-. Fíjese en esa minuciosidad, en esa
delicadeza, toda presidida por un penetrante
espíritu de observación.
Después el Director reparó en una bella
estatua que representaba a Perseo levantando la
cabeza de Medusa.
-¿Y esa bella estatua de allí?
-Benvenuto Cellini el Renacimiento es
otra de mis aficiones, estaba en la logia de los
Lanzi de Florencia. Allí estuvo hasta finales del
siglo XXI.
El Director fijó su atención en la estatua
florentina, haciendo a continuación apreciaciones
auténticamente expertas.
-Compruebo que es usted un amante del
arte -comentó el Emperador-, un amante con ojo
perito. Venga -dijo dirigiéndose a la salida de la
sala.
Una vez fuera le fue mostrando en los
largos pasillos de palacio estatuas de Miguel
Angel, Juan de Bolonia, pinturas de El Bosco,
Leonardo da Vinci.
-Aquí tiene la serie de pinturas de
Vermeer de Mujer junto a una ventana, sólo me
falta una -comentó con pena el Emperador.
Avanzaron unos cuantos metros-. Este de aquí es
uno de mis favoritos: Norman Rockwell, su
Autorretrato –el anfitrión le estuvo explicando el
lienzo durante un par de minutos. El Emperador
no era un mero perito del arte, lo vivía, con
pasión-. Ahora le voy a mostrar el lugar más bello
de palacio, el Laberinto Azul -dijo entrando por
un gran arco-. Mi difunto tío abuelo, el emperador
Dischau-Vandermer, le gustaba mucho nadar en
sus últimos años, y mandó construir este laberinto.
Ocupa un kilómetro cuadrado de extensión y se
puede recorrer todo él nadando.
El Director contempló, paseando por la
orilla, como la piscina alargada iba y venía a
través de un complejo laberinto de orillas de
piedra. El agua tranquilísima reposaba trasparente
sin sobresaltos bajo una altísima única bóveda
decorada con mosaicos.
-Una pregunta quiero hacerle -preguntó
inesperadamente el Director General-. ¿Por qué
me eligió a mí?
-¿Cómo dice?
-¿Por qué se fijó en mí para ofrecerme la
vicepresidencia?
-Ah...
-exclamó con una sonrisa de
comprensión, y aguardó un instante mientras
pensaba la respuesta-. Soy un hombre práctico.
Una persona de su peso no iba a permanecer
imparcial ante un combate como el que se va a
librar en la próxima campaña electoral. Usted
lleva doce años en el cargo. Ningún presidente se
14
ha atrevido a removerle de su puesto por temor a
toda la información, poder e influencia que usted
ha acumulado en tanto tiempo. Todos dicen que es
usted el Hoover de esta generación. Así que ya
que usted no iba a ser una pieza neutral en esta
partida de ajedrez, mejor era que cabalgásemos en
el mismo caballo. Hasta ahora usted ha sido un
poder en la sombra, un poder que ha ido más allá
de sus atribuciones constitucionales. Unas veces
porque se lo han pedido los presidentes, otras
veces contra ellos...
-Dígame de verdad hasta donde quiere
llegar -preguntó con cierto énfasis el hasta
entonces pensativo y meditabundo Director. Los
ojos del Director de la CIA en ese momento ya no
eran ojos, eran dagas que se clavaban escrutadoras
en el rostro de su interlocutor. El Emperador dijo
con toda tranquilidad:
-La acumulación de poder en manos de
unos pocos grupos corruptos es tan grande que la
Nación en la que nací, nuestro país, Estados
Unidos, se dirige inequívocamente hacia el caos.
Los tiempos ahora no están totalmente maduros,
pero dentro de 30 o 50 años la violencia de los
desórdenes va a ser tal, que será el mismo pueblo
el que querrá que se salve la democracia aunque
sea con medios no muy ortodoxos. Y en aquel
entonces surgirá algún Julio Cesar. Si lo hacemos
ahora, podemos ahorrar a la nación años de
sufrimiento.
Hablando claramente, lo que le pido es
suspender la democracia cuatro años. Suspender
la democracia para salvar la democracia. ¿Me
ayudará a cruzar el Rubicón?
El Director General de la CIA le miraba
fijamente sin pestañear. Nada se podía adivinar
del inexpresivo rostro de Hubert.
-Necesito ese tiempo que me ha dado para
pensar.
-Tómese el tiempo que necesite. Pero
recuerde que dentro de una semana mi nombre
será el elegido como candidato a la presidencia
por el Partido del Orden. En ese instante apareceré
arrolladoramente en la vida política de Estados
Unidos. No dejaré de ser el Cónsul Máximo de la
República Europea, ninguna ley pensó en
establecer un tipo de incompatibilidad parecida.
Dentro de una semana, ya lo sabe desde ahora,
voy a trasladarme a mi residencia en Virginia. En
el momento en que mi nombre sea el designado
por el nuevo partido va a ser una bomba
mediática. No se va a hablar de otra cosa. Así que
el Presidente de Estados Unidos ese mismo día le
va a llamar a su despacho y le pedirá que elabore
el más completo informe sobre el Partido del
Orden y lo que pueda haber detrás. A partir de ese
momento usted no podrá ser neutral.
El Director seguía silencioso, inexpresivo,
sin dejar traslucir sus emociones.
-No se preocupe, cuanto antes le voy a dar
una respuesta. Como usted ha dicho, yo no puedo
ser neutral ante una cuestión de Estado como esta.
-Es evidente. A partir de ahora seremos
colaboradores o enemigos. Colaboradores íntimos
o enemigos acérrimos. Tómese su tiempo. La
respuesta requiere ser ponderada con tiempo y
tranquilidad. Pero recuerde, no lo olvide, que
aunque mis lazos familiares me hayan colocado
en la máxima magistratura de esta república, yo
amo a mi país. Soy ciudadano de los Estados
Unidos, me siento orgulloso de ello y me creo en
el deber de hacer algo por mi país, de poner orden
por fin. Hago todo esto por patriotismo. Puede
parecer difícil de creer pero es así. Europa no
ganará nada de que Estados Unidos se hunda en el
caos.
-El problema... -musitó entre dientes
dubitativo- es que, dado lo que sé ahora, si decido
no apoyarle me convertiría en su enemigo. Usted
mismo me ha contado el secreto máximo de sus
intenciones, un secreto por el que mi Central de
Inteligencia hubiera dado cualquier cosa por
conseguir.
-La vida a veces tiene sus ironías -dijo
sonriente el Emperador-. El mayor secreto de
Estado contado por el dirigente de una
superpotencia al Jefe de Inteligencia de la otra
superpotencia. Qué complicado es a veces el
ajedrez de la vida. De todas maneras, usted lo ha
dicho: o se convierte en mi mano derecha o se
convierte en mi máximo enemigo.
Muy bien, le tengo que dejar -se despidió
el Emperador-. Su estancia en la Urbe durará
todavía hasta mañana por la tarde, espero que la
disfrute. Recuerde que cualquier comunicación
que me tenga que hacer, ha de hacerla a través de
Mc Closkey. Oralmente, no le dé nada por escrito.
15
No le importe hacerle coger el avión las veces que
haga falta, es su trabajo.
¡Ah, se me olvidaba! -exclamó el
Emperador volviéndose, pues ya se iba hacia su
despacho-. Si decide que navegemos en el mismo
barco deberá enviar antes de un mes a sus hijos a
estudiar internos en un colegio del Imperio,
escogeremos el mejor de la Capital. ¿O tal vez
prefiere un colegio de Suiza? Muchos magnates y
congresistas de los Estados Unidos lo hacen, a
nadie le llamará la atención.
El Director General observó ensimismado
al Emperador alejarse por el pasillo. Sabía qué
significaba en su caso enviar a sus hijos a la Urbe.
Muchos millonarios lo hacían por la fama de sus
prestigiosos colegios. Pero para él significaba que
si decidía en algún momento traicionar al
Emperador sus hijos serían asesinados,
oficialmente tendrían algún accidente, ya lo
organizarían bien los servicios de inteligencia de
la República Europea.
Por un lado, si decidía servir al actual
Presidente de Estados Unidos eso significaba que
sus días estaban contados. Si quería salvar la vida
tendría que huir con nombre falso a algún lugar
desconocido. Dejar la ciudad que amaba, sus
amistades, sus familiares... para siempre, hasta el
final de sus días. Los servicios secretos de la
República Europea serían implacables. El,
especialmente él, lo sabía bien.
Por otro lado estaba totalmente de
acuerdo con lo que había dicho el Emperador. La
situación se estaba haciendo insostenible. ¿Por
qué no darle ese poder supremo durante cuatro
años para que pusiera orden? Abraham Lincoln lo
tuvo durante la Guerra de Secesión.
El Director General en los siguientes días
pasaría un auténtico calvario tratando de tomar la
decisión adecuada. ¿Quién sería el caballo
ganador? Si el Emperador perdía las elecciones
nadie se tenía que enterar de los servicios
prestados. Si se negaba a prestar esos servicios su
vida personal y la de su mujer quedaría totalmente
truncada. Habría que cambiar de amistades, de
costumbres en un nuevo lugar, habría que cambiar
todo para huir de unos servicios de inteligencia
europeos que desde ese momento le perseguirían.
No le apetecía cambiar de residencia con su
familia, ni vivir bajo otro nombre. El estaba a esa
altura de la vida en la que los hombres quieren ya
disfrutar de los frutos maduros de una existencia
tranquila y placentera. Y ahora de pronto se veía
inmerso en un juego de ajedrez en el que no se
podía salir del tablero.
Al cabo de tres días tomó su decisión
inamovible y así se lo hizo saber al emperador:
apoyaría decididamente al candidato Fromheim
Schwart (ese era el nombre del Emperador que
aparecía en su pasaporte estadounidense). El
Director General iba a ayudarle con todos los
medios a alcanzar la presidencia, pero con el
secreto propósito de acabar con la vida de
Fromheim poco después de que le nombrara
vicepresidente. El, el mismo, Hubert Pasley, sería
el presidente y podría aplicar la terapia adecuada a
los males de la nación, con medios enérgicos, pero
sin negar ninguna garantía constitucional.
Lo que de ningún modo podía sospechar
el Director General de la CIA es que Fromheim le
había prometido un cargo al que de ningún modo
le iba a promover. Hubert Pasley sería
encarcelado nada más llegar al poder Fromheim.
Sin embargo, eso estaba todavía oculto en los
recónditos recodos de la mente del próximo
candidato a la presidencia de la Nación. De
momento, a partir de la decisión de Hubert, todos
los medios de la CIA, sin saberlo la misma
organización, quedaban al servicio de un
candidato.
16
aquí, he vivido aquí buena parte de mi vida. Y si
he decidido intervenir ha sido porque quiero hacer
algo por mi nación. Defenderé esta tierra por
encima de todo. Ya ha habido en la historia
reciente muchos otros casos de políticos que han
ocupado la presidencia de naciones extranjeras.
Yo por mi parte dejaré el gobierno de la
República Europea en manos de tres personas de
mi máxima confianza. Y me dedicaré plenamente
a restablecer el honor de este país. Y cuando
acabe mis cuatro años de mandato aquí, si el
pueblo me da su confianza, me retiraré a Roma
con la tranquilidad de haber hecho algo que ponga
mi nombre en la historia. Pero escúcheme bien...
¡jamás!, ¡jamás perjudicaré los intereses de esta
nación por beneficiar los de Europa!
-Se dice -prosiguió inquisitiva la
entrevistadora- que se ha descubierto que su
presentación a la campaña es un plan urdido desde
hace muchos años y con... oscuros subterráneos.
Varios intelectuales franceses han llegado a firmar
una carta abierta afirmando que el mismo Partido
del Orden no es más que un montaje organizado
desde la capital de Europa. Es más, algún medio
de comunicación ha afirmado que existen pruebas
contables de que la financiación de ese partido se
ha hecho a través de fundaciones que obtienen sus
fondos de la República Europea.
-También se dice –respondió al segundoque cada noche pongo un huevo en la cama.
El público del plató rio con ganas la
broma. Hasta la presentadora tuvo que contener la
risa. Cuando la hilaridad se serenó, Fromheim
respondió en serio:
-Bueno, y qué otra cosa podían decir.
Cuando un personaje está limpio de corrupción,
hay que buscar por dónde atacarle. Sobre el muy
traído y llevado asunto de las cuentas, ya sabe que
la CIA se ha encargado de investigarlo y el
resultado ha sido que no se ha encontrado nada de
lo que han dicho. El informe de la CIA fue hecho
público hace una semana. A mí lo que me parece
es que hay mucha gente en muchos despachos
oficiales, que tiene mucho miedo de que yo llegue
algún día a sentarme en el Despacho Oval y
ponga orden. Y sobre esto sí que hay pruebas bien
claras que ya están siendo estudiadas por los
tribunales. Si aquí hay alguna intriga y alguna
conjura, es la de los corruptos. Es la conjura de los
CAPITULO
III
E
l Partido del Orden había propuesto a
Fromheim como candidato presidencial
por ese partido. Fromheim hizo un
perfecto teatro haciéndose de rogar.
Primero dijo que no podía, después dijo que sería
mal interpretada su máxima magistratura en el
Imperio. Aquello fue el culebrón del verano.
Mientras tanto los poderosos grupos periodísticos
y de comunicación que él poseía en Estados
Unidos no hacían más que elogiar su figura como
la del hombre providencial para la situación que
vivía la nación. La gota de agua que colmó el vaso
fue cuando el mismo Presidente de Estados
Unidos se manifestó públicamente a favor de él,
afirmando por sorpresa en una entrevista que él
sería el mejor candidato, el más indicado, para
sucederle. La Nación nunca se enteraría de todos
los hilos que tuvo que mover el Director de la CIA
para que el Presidente llegara a hacer tales
declaraciones. Finalmente, Fromheim apareció en
televisión en directo ante un País en vilo, se había
anunciado que esa noche comunicaría por fin su
decisión. La expectación creada, de costa a costa,
era algo inusitado. Con voz firme, dijo que
aceptaba la candidatura. Y después de aquella
lacónica frase, echó un discurso. Discurso que fue
calificado como el mejor discurso de todos los
tiempos, el archidiscurso. A partir de entonces,
dedicó todo su tiempo a promocionar su
candidatura.
-Dígame, Sr. Fromheim, ¿cómo se
compaginaría ser presidente de los Estados
Unidos y ser Cónsul Supremo de la República
Europea? -le preguntó mordazmente la
entrevistadora a la mitad de su programa de
televisión. Un programa más de televisión de los
innumerables en los que estaba apareciendo desde
hacía varios días.
-Mire usted -respondió con plena
tranquilidad-, yo soy americano, tan americano
como lo pueda ser usted, tan patriota de este gran
país como el mejor de los patriotas. He nacido
17
corruptos. La de aquellos que pululan entre los
funcionarios, congresistas, senadores y que se han
coaligado para evitar a toda costa y por cualquier
medio, lícito o no, que yo llegue algún día a la
Casa Blanca. Tres congresistas tienen ya iniciado
un proceso para retirarles su aforamiento. Las
pruebas que presentó la CIA son contundentes. Se
habían entrevistado con mafiosos extranjeros para
involucrarme en escándalos financieros.
De pronto, la imagen de Fromheim dando
la contundente respuesta se congeló. Esta
grabación de la entrevista estaba siendo visionada
en una pantalla del Ministerio de Defensa de
Roma, Fromheim apagó la pantalla desde su
sillón. Todo el Estado Mayor del Imperio volvió
sus sillones y sus cabezas de la pantalla hacia el
Emperador que presidía la mesa.
-Ahora quiero que vean otra grabación dijo Fromheim-. Esta grabación ha sido
custodiada en este Ministerio desde hace diez
años. Y no exagero si les digo que ha sido
custodiada en lo más profundo de nuestras
cámaras acorazadas.
En la pantalla apareció el anciano
emperador difunto, padre de Fromheim.
-Estado Mayor del Imperio -dijo el
anciano emperador-, ha sido la máxima aspiración
de nuestra dinastía, el que las tierras y gentes de
los Estados Unidos fueran agregadas a nuestra
república. Ese ha sido un largo sueño, una
aspiración largamente acariciada. He preparado a
mi hijo Fromheim para que en el futuro pueda
presentarse como candidato a la presidencia de
Estados Unidos. Esa es la razón por la que quise
que naciera allí, esa misma fue la razón por la que
estudió también allí. He concentrado mi fuerzas
en dominar el mundo periodístico norteamericano
para que algún día pueda presentarse con todas las
ventajas.
Sé que pensareis algunos que conseguir la
presidencia de ese país por parte de un europeo es
algo casi imposible. Pero recordad que el
concepto de nacionalidad ya está muy diluido.
Estad tranquilos, tened siempre presente que una
cuarta parte de los norteamericanos son europeos
naturalizados. Ya ha habido varios gobernadores,
varios congresistas, que han alcanzado sus puestos
a pesar de sus orígenes. Tranquilos, disponemos
de muchos ases en la manga. Este plan lo hemos
estudiado juntos desde hace años con todas las
maniobras posibles, por supuesto han de ser
ocultadas incluso al senado europeo. Que
logremos mantener el secreto depende de que no
sea conocido más que por el menor número de
personas. El objetivo de esta grabación es que
presten todo el apoyo posible a mi hijo, sin que
planee en sus mentes ni una pequeña sombra de
duda acerca de a quién sirve realmente. El futuro
emperador de la República Europea lo será
también de la República de los Estados Unidos de
Norteamérica.
Así que obedézcanle sin fisuras, a pesar
de lo que quizá tenga que decir en la campaña
electoral. Las palabras se las lleva el viento. Me
despido deseando que un nuevo orden mundial
nazca de todos nuestros proyectos. ¡Hail! -se
despidió levantando el brazo a la romana.
La grabación finalizó, los sorprendidos
generales guardaron silencio para escuchar que
más tenía que decirles Fromheim. A partir de
aquel día ya no tendrían ninguna duda sobre las
verdaderas intenciones del presente emperador.
18
-Querida -dijo fríamente Fromheim-,
¿sabes lo que aumentaría el afecto popular hacia
mí si mañana los titulares de todos los noticiarios
anunciasen: Ayer por la noche se produjo un
atentado contra el candidato Fromheim. Dos
gansters con pasamontañas trataron de darle un
tiro en la suite de su hotel. Él salió ileso, pero su
mujer fue asesinada
Durante unos segundos Calpurnia le miró
sin dar crédito a lo que oía, parecía una broma
pesada. Pero unos instantes después de mirarse a
los ojos en silencio, se dio cuenta de que él la
seguía apuntando y de que la cosa iba en serio.
-Ooh -exclamó estupefacta Calpurnia. Era
un quejido lleno de dolor por la traición de su
esposo-, ¿serías capaz?
-Te aseguro que en la puerta, por fuera,
están esperando ya dos agentes del servicio
secreto para acabar de completar los destrozos en
la habitación de la supuesta acción de la mafia. –
Calpurnia empezó a llorar. Su marido trató de
consolarla, con delectación ante el sufrimiento de
aquella arpía que había sido su mujer durante
catorce años-.Vamos, vamos, querida, nuestro
matrimonio fue de conveniencia, nunca nos
quisimos. En realidad menos que eso, me has
dado bastante mala vida hasta el día de hoy. Con
eso hubiera bastado para que yo te repudiara. Pero
el hecho de que hace varios meses, cuando
anuncié que me iba a presentar a candidato a la
Presidencia, me amenazaras con desvelar trapos
sucios si no condescendía con toda la lista de
caprichos que me presentaste... -Fromheim se iba
poniendo furioso paulatinamente a medida que
hablaba-. Entonces, no sólo me decidí, sino que,
incluso, resolví que cuando fuera a realizar la
acción, la haría yo mismo, con mi propia mano. Y
no sólo eso, hice el propósito de que cuando lo
hiciera, además, te anunciaría yo mismo tu final.
-From -dijo su esposa arrodillándose
delante entre lágrimas-, From... he sido muy
mala, muy mala contigo. Pero ahora quiero
cambiar. Dame tiempo y te demostraré lo buena
esposa que quiero ser contigo.
Calpurnia era una serpiente, no tenía
ninguna intención de cambiar, pero se daba cuenta
que sólo tocándole el corazón cabía alguna
posibilidad de salvarse. Parecía que el rostro de
Fromheim se comenzaba a conmover.
CAPITULO
IV
3 de septiembre
a un mes del día de las elecciones
año 2182
F
romheim Schwart entraba acompañado de
su mujer Calpurnia en la lujosa suite de un
hotel de Washington. Los dos volvían
vestidos de gala de una recepción
organizada por el Círculo Americano de
Empresarios. Fromheim se desabrochaba su traje
mientras su mujer se quitaba los pendientes en el
lavabo. Ella pertenecía al tipo de mujer presidenta
que algunos mandatarios tienen que aguantar.
Durante todo el camino de vuelta al hotel, no
había hecho más que decirle lo que tenía que
haber hecho y dicho en la fiesta. La verdad era
que constituían un matrimonio bastante fracasado.
Y si no se habían lanzado los trastos a la cabeza,
era por conveniencias de apariencia. La esposa
entró en la habitación, mientras Fromheim se
levantaba de la cama donde se había sentado, y le
decía tono meloso:
-Tengo una sorpresa para ti.
Ella se volvió hacia él con mirada
sorprendida. Fromheim de pié cogió una bolsa
negra de viaje y metió la mano sujetando algo
dentro.
-No sé si enseñártelo -dijo jugueteando,
sonriendo, pero sin sacar la mano del interior de la
bolsa.
-Venga no seas tonto -le reprendió
Calpurnia siempre pronta a perder la paciencia.
-No sé, no sé -seguía jugando con la mano
dentro de la bolsa.
-Mira si sigues haciendo el imbécil me
marcho mañana a Europa y la campaña te la haces
tú solo.
Fromheim sacó la mano de la bolsa y los
incrédulos ojos de su esposa vieron que lo que
sostenía era una pistola con la que su marido le
estaba apuntando directamente al pecho.
19
-Querida -exclamó suavemente el marido
dándole una esperanza de vida.
En ese momento disparó con toda
frialdad. Apenas hizo ruido el disparo, el largo
tubo del silenciador funcionó perfectamente. Un
golpe seco, y el cuerpo de la esposa cayó al suelo
desplomado. Sobre el suelo geométrico decorado
con intensos rombos blancos y negros, la bella
emperatriz vestida de azul celeste se convulsionó
leve y silenciosamente. El uxoricida se volvió
tranquilamente hacia la puerta, de pronto recordó
que en los atentados se dan varios disparos para
tener más seguridad de haber cumplido la misión.
Así que retrocedió y le dio tres disparos más sobre
la espalda. El cuerpo se sacudió en el suelo a cada
disparo. La mano, el brazo de su esposa aun se
movió ligeramente.
Acabado el trabajo, salió de la habitación
y tras atravesar dos salas más, pertenecientes a la
suite, abrió la puerta. Los dos agentes entraron sin
decir nada y se encargaron del resto.
El mundo todavía no lo sabía, pero en el
mismo día, casi a esa hora, su mayor adversario
en la campaña caería víctima de otro atentado. La
prensa diría que se había intentado acabar con los
dos mejores candidatos. Eliminado ese adversario,
Fromheim sabía que todos los restantes eran
personajes menores. Sabía también que a río
revuelto, ganancia de pescadores. Cuanto mayor
ambiente de inseguridad se creara, el Partido del
Orden saldría beneficiado electoralmente. El
partido de Fromheim había centrado su campaña
en la necesidad de poner orden a todos los
desmanes de la mafia y la corrupción. Así que
todo esto le beneficiaba. De hecho, gran parte de
los atentados e infinidad de las amenazas que
estaban sufriendo las principales ciudades de
Estados Unidos habían sido orquestadas por él
mismo. Aunque sólo un par de acciones
verdaderamente grandes habían sido ejecutadas
directamente por agentes del servicio secreto
europeo. Sus servicios secretos estaban
suministrando información y material de última
generación a grupos terroristas. Ellos eran los que
se encargaban de aquel trabajo tan sucio. Cada
grupo tenía sus motivaciones, sus particulares
razones para la venganza y la lucha. Ellos eran la
mano ejecutora de un caos que era su mejor
campaña electoral.
La población entera se conmocionó al
conocer el atentado contra la esposa. Fromheim
ejecutó una perfecta obra de teatro con lágrimas,
discursos
encendidos
supuestamente
improvisados, y una actuación y unos gestos en el
entierro de la emperatriz verdaderamente
pensados para tocar la fibra sentimental de la
gente que viera en directo en sus hogares aquella
ceremonia. Entierro televisado que fue todo un
espectáculo destinado a conmover todos los
corazones. El resultado de todo eso fue un gran
ascenso de Fromheim en la intención de voto. Sin
embargo, no estaba del todo satisfecho. A esas
alturas de la campaña, volvía a descubrir una y
otra vez que la política es una cuestión en la que
la suerte influye decisivamente. Había cuidado
todos los detalles, sus planes se iban cumpliendo
perfectamente, había tocado todos los resortes
posibles y, sin embargo, a pocas semanas de las
elecciones la diferencia de votos con uno de sus
contrincantes seguía siendo muy ajustada. A esas
alturas y a pesar de todas las ventajas con las que
había contado se daba cuenta de que la suerte, en
el último momento, podía decantar la victoria a
favor del otro.
20
la penumbra de una luz diurna que iba
atenuándose por momentos.
Fromheim respiraba por fin en paz. La
última semana había sido de órdago. A punto
había estado el Congreso de anular la campaña
electoral y posponer las elecciones. En el último
momento el anterior presidente se había vuelto
contra Fromheim realizando las más terribles
acusaciones. Hasta el final de la campaña, la
indecisión del electorado fue espantosamente alta.
Sí, la suerte había jugado un papel decisivo al
final y cualquier resultado pudo ser posible.
Aquella misma tarde recibió en ese
despacho a los agentes de los servicios de
inteligencia del Imperio para comunicarles
pequeños retoques en el calendario de acciones a
realizar. Muchos proyectos se amontonaban en la
mesa del nuevo presidente, pero el plan número
uno era: desmontar la democracia en Estados
Unidos.
CAPITULO
V
Un mes y medio después.
Enfrente del Congreso de Estados Unidos.
-Juro solemnemente -dijo el presidente del
Tribunal Supremo.
-Juro solemnemente -repitió Fromheim
con la mano derecha alzada.
-Proteger, defender y custodiar la
Constitución de los Estados Unidos de América..
-Proteger, defender y custodiar la
Constitución de los Estados Unidos de América.
-Así me ayude Dios.
-Así me ayude Dios.
El Presidente del Tribunal Supremo con
su toga negra, con su sonrisa, con su pelo blanco,
estrechó calurosamente la mano de Fromheim.
Fromheim Schwart quedaba investido el 98
Presidente de la República de los Estados Unidos
de Norteamérica.
Tras los discursos, un cuarto de hora
después, resonaba en el aire, alegre y atronadora,
la explosión de Barras y Estrellas, marcha tocada
conjuntamente por las bandas de los tres ejércitos.
Los guantes blancos de los marines subían y
bajaban siguiendo el paso militar. Detrás de ellos,
las flautas traveseras tocando marchas del tiempo
colonial. Precediendo a todos, ondeaba la más
antigua bandera que se conservaba en la Nación,
seguida de otras cien banderas que, llevadas en
formación compacta, conformaban un
río
rojiblanco colmado de estrellas de cinco puntas.
En lo alto de la tribuna, la esbelta y hierática
figura del presidente, con la mano en el pecho,
con la mirada al frente. La Avenida de Pensilvania
se hallaba en el climax del fervor patriótico.
En las semanas siguientes procedió a
cambiar la cúpula de todas las administraciones
públicas por hombres del Partido. El Presidente
actuaba con toda cautela y prudencia, ante la
opinión pública parecía tan solo un hombre
ocupado al 100% en acabar con el poder oculto de
la mafia en la administración gubernamental.
Aquel cambio de guardia a nadie extrañó, había
sido anunciado repetidas veces en campaña, había
que acabar con el clientelismo de los políticos y
de la cosa nostra en la burocracia.
Seis meses después, se celebraba una
sesión conjunta del Congreso y el Senado. Todos
los congresistas y senadores estaban ya en la gran
sala bajo la bóveda central o andando por los
pasillos del edificio del Congreso.
La aeronave presidencial, a treinta
kilómetros de distancia, se encaminaba con
retraso hacia el edificio del Capitolio. De pronto,
en el radar del Aeropuerto Dulles aparecieron tres
cazas pertenecientes al Ejército del Aire. Surcaron
a baja altura Washington. A poca distancia de la
fachada principal del Congreso, los tres cazas sin
detenerse dispararon tres misiles. Un segundo
después, el blanco edificio de mármol volaba por
los aires acribillado por los misiles. El Capitolio
desaparecía en medio de tres grandes esferas rojas
Dos horas después la fiesta de investidura
había acabado y el nuevo presidente se dirigía a la
Casa Blanca, su nuevo hogar. Poco minutos
después, se sentaba sólo y agotado en el cómodo
sillón de un Despacho Oval sumido en medio de
21
de fuego que se expandían, que arrasaban
inmisericordes cuatrocientos años de historia.
Uno de los cazas se desvió y envió un
cuarto misil contra el edificio de Tribunal
Supremo que se encontraba detrás del Congreso.
El edificio del Tribunal Supremo también saltó
por los aires en medio de una devastadora onda
expansiva de fuego. Nada más lanzar el cuarto
misil, los tres cazas, a la máxima velocidad,
cuatro veces la velocidad del sonido, se
dispersaban cada uno en una dirección. Un minuto
después, se estrellaban no sin que antes los pilotos
se lanzaran en asientos eyectables.
existía sobre toda la ciudad. En este día tan
luctuoso –les dijo el Presidente-, un día que no
olvidará la historia, únicamente puedo
asegurarles una cosa: ¡hoy los Estados Unidos se
ponen en píe para asegurarse de que los que han
organizado esta infamia se arrepientan de haber
nacido!
Al día siguiente, los veinte generales que
integraban la cúpula del Estado Mayor eran
sustituidos por miembros del Partido. La
explicación que se dio para explicar el cambio al
completo de la cúpula de Estado Mayor fue que el
ataque había sido organizado por algunos de esos
generales. Para que, eliminados todos los poderes
políticos, el Ejército tomara las riendas de la
situación. El Secretario de Defensa explicó que
como no se sabía quiénes habían participado y
quienes no, cautelarmente se tomaba la decisión
de sustituirlos a todos durante un año. Era una
medida cautelar y provisional. Se insistió en que
los generales sustituidos serían reintegrados en el
mismo puesto al expirar ese plazo de tiempo
concedido a la investigación.
Como era lógico, el ataque había sido un
éxito porque se realizó con la información
accesible a los colaboradores del nuevo Secretario
de Defensa. Además se hizo coincidir la sesión
conjunta de congresistas y senadores justo en el
día en que con total certeza se sabía que todos los
miembros del Tribunal Supremo iban a estar
reunidos. El retraso de la nave presidencial estaba
perfectamente calculado. El Presidente sabía que
en aquel edificio había varios congresistas del
Partido del Orden, además de otros muchos cargos
menores que trabajaban allí y que pertenecían
asimismo al Partido, pero había que sacrificarlos.
Y lo hizo sin contemplaciones.
La Nación estaba consternada. Pero para
acabar de completar el cuadro de consternación,
aquel mismo día agentes del FBI entraban en los
despachos de dos generales del Estado Mayor y
decían haber hallado documentos (perfectamente
falsos) con todo lujo de detalles sobre el supuesto
golpe de Estado que iba a ser perpetrado por parte
de los generales del Estado Mayor.
Entre menos de veinte personas del
Ministerio de Defensa y catorce del FBI habían
orquestado un plan tan perfecto que los mismos
Los turistas que recorrían el Mall, el gran
corredor de césped delante del Congreso, no
podían creer lo que veían sus ojos. Donde antes se
erigía el Congreso, ahora se levantaba una gran
columna de humo, en cuya base se medio
adivinaban los restos de las ruinas de lo que hubo
antes allí. Las calles cercanas al Congreso se
llenaron de funcionarios que salían de los
edificios más próximos. Algunos transeúntes
corrían, otros se habían quedado paralizados y no
se movían, sin dar crédito a lo que veían. La
policía corría hacia el Capitolio en ruinas, no
podía hacer nada. Algunos turistas caían al suelo
de rodillas desconsolados, otros se abrazaban para
consolarse. Miles y miles de personas salían de
los edificios de la Avenida Pensilvania para
acercarse al edificio derruido sin poder creer lo
que veían.
Una hora después, la Nación veía como su
Presidente les comunicaba en la televisión que
todos los congresistas, senadores y miembros del
Tribunal Supremo habían fallecido. Sólo habían
quedado con vida seis de entre todos ellos, por
estar enfermos en sus casas o fuera del Edificio.
El ataque había sido grabado en vídeo por
varios turistas, imágenes que aparecieron en
televisión una y otra vez. Y todo el mundo se
preguntó por qué habían sido cazas de las Fuerzas
Aéreas de Estados Unidos los que habían atacado.
El Presidente explicó que aquel atentado había
intentado acabar también con su vida y que sólo el
retraso de la nave presidencial le había salvado.
Anunció que inmediatamente se investigaría por
qué no habían funcionado ni el sistema
antimisiles, ni el sistema de exclusión aérea que
22
generales y la opinión pública no sabían qué
pensar. Una inmensa sospecha se instaló en las
mentes de la Nación. Pero los ciudadanos por sí
solos no podían descubrir la verdad de una trama
tan compleja, y los mecanismos del Estado
encargados de investigar esa trama habían sido
extirpados.
CAPITULO
VI
Palacio Imperial de Roma
2 meses después.
T
odos los generales del Estado Mayor de la
República Europea con uniformes de gala
escuchaban en una grandiosa sala las
palabras de su emperador. En cuanto
acabara, una gran fiesta tendría lugar en el ala
norte del Palacio con el resto de los invitados que
ya aguardaban allí,. El emperador Fromheim
estaba ahora en mitad de su discurso:
-Ya mi padre, el extinto emperador
Kurheim, me dijo siendo yo un pequeño: es una
pena que a veces las más grandes victorias no
puedan celebrarse con una marcha triunfal en las
calles de la Urbe. Sí, no entendí entonces aquellas
palabras. Ahora las entiendo y les agradezco a
todos ustedes su fidelidad en estos dos últimos
años en que apenas he podido dirigir
personalmente los asuntos del Imperio.
Estados Unidos, desde que me hice cargo
de su máxima magistratura, por fin goza de un
perfecto estado de paz ciudadana. Nunca ha
habido tanta seguridad en sus calles, nunca se han
cometido tan pocos delitos. La idea de que la
justicia es rápida, eficaz y contundente se ha
instalado hasta en la mente de los facinerosos.
Muchos allí dicen me ven como un
dictador. Pero si en muchos no existe amor hacia
mi persona, por lo menos, existe una cierta
resignación al hecho de que de momento no se me
puede apartar de mi puesto. Las élites pensantes
se han dado cuenta por fin, de que sacarme
supondría una guerra civil, en la que un bando
tendría todo el apoyo de Europa. Mejor una
nación y un dictador, que sin dictador pero sin
nación es un dicho que corre de boca en boca
entre los descontentos. Teóricamente, los Estados
Unidos siguen siendo una democracia, sólo que el
sistema
electoral
está
en
suspenso
transitoriamente. Se seguirán celebrando comicios
para elegir alcaldes, fiscales, sheriffs y
23
gobernadores. Tan solo las elecciones para el
Senado y el Congreso y para la Presidencia
quedan pospuestas.
Por supuesto la cúpula militar anterior no
ha sido reintegrada a ninguna función activa. Por
supuesto las elecciones presidenciales del pasado
año han sido las últimas de la historia. Cuando se
acerque la fecha que he garantizado como tope
para que se celebren las primeras elecciones al
Congreso, anunciaré que se posponen un tiempo
hasta que pueda garantizar la seguridad de los
candidatos.
Mucho me hubiera gustado que fuera una
división de mi Guardia Pretoriana la que
custodiase la Casa Blanca. Pero los tiempos
todavía no están maduros para eso. He tomado el
poder, pero hasta el momento en nada he ofendido
el sentimiento de orgullo nacional, y así seguiré.
Cuando yo haya permanecido seis años en
el poder, haré vicepresidente a mi hijo, ahora tal
nombramiento resultaría muy duro de aceptar. Y a
partir de ese momento, como norma general, mi
idea es que cuando yo esté en tierra imperial el
vicepresidente estará en la Casa Blanca. Y cuando
yo pase una temporada en Estados Unidos, mi hijo
volverá a la Urbe a ponerse al tanto de los asuntos
imperiales.
¿Cuáles son mis planes para el futuro?
Por un lado, que el Partido siga aumentando sus
ramificaciones por todo el tejido social de la
nación americana, para dominar todos los resortes
que tengan alguna influencia. Por otro lado, ir
implantando partidos del orden en todos los
demás países del continente americano. No creo
que volvamos a ganar las elecciones en ni un solo
país más, en el extranjero las cosas se ven como
realmente han sido. Pero todo el poder del
Imperio y de los Estados Unidos volcados en un
pequeño país puede ser suficiente para
desestabilizarlo de tal modo que pequeñas élites
favorables a nosotros logren, si no el poder, al
menos una influencia notable.
El Emperador, que continuó hablando un
rato más, se retiró al final de la tribuna en medio
de los aplausos de todos los generales que se
ponían en pie. Instantes después, todos salían de la
sala para participar en el cóctel. Ni una palabra
acerca de lo oído en la sala saldría de las bocas de
aquellos cincuenta generales.
CAPITULO
VII
E
l senador Ford era ya un venerable
anciano con 86 años. Vestido con su bata
estaba sentado junto al fuego en una de
sus casas de campo. Por el gran ventanal
se veía que fuera estaba lloviendo intensamente.
Su nieto de dieciséis años, se sentó junto a él
encima de la alfombra.
-Abuelo, ¿sigues siendo senador?
Su abuelo le miró sorprendido. Era la
típica pregunta que no venía a cuento y que
cualquier nieto te puede hacer después de haber
escuchado un retazo de conversación entre
adultos.
-Pues... teóricamente... como no se han
vuelto a celebrar elecciones, cabría pensar que sí.
Hasta que no se vuelvan a celebrar y alguien no
me quite el escaño, soy el último senador de los
Estados Unidos -acabó su afirmación asintiendo a
sus propias palabras con orgullo. ¡El ultimo
senador!
-¿Por qué eres el último?
-Pues porque el día de la Gran
Conmoción -así se conocía al atentado contra el
Congreso- yo estaba en cama con 39º de fiebre.
Nunca una gripe había sido más
beneficiosa para la salud.
-¿Y ya no hay más senadores?
-No, todos, los pocos que quedaban, han
ido muriendo de viejos. El edificio del Congreso
no se reconstruyó. Ahora es un bello jardín de
césped con grandes ruinas de mármol.
-¿Pero por qué no se reconstruyó?
-Si se hubiera reconstruido el edificio,
alguien le hubiera preguntado al que manda que
cuándo lo llenaba.
A base de responder preguntas a su nieto,
el abuelo tuvo que hacer respaso de los últimos
veinte años. El primero de los Presidentes con
Poderes Especiales fue Fromheim. Gobernó unos
30 años el Imperio y 9 nuestra nación. Después
contrajo un cáncer incurable. Desde que tuvo
24
conocimiento del cáncer, preparó el traspaso de
poderes a su hijo, que era el vicepresidente.
Cuando murió el padre, el hijo fue el segundo
Presidente con Poderes Especiales. Fue un
traspaso de poderes tal como manda la
Constitución. Si muere el Presidente, el
Vicepresidente toma las funciones del primero.
Así se puede continuar indefinidamente. Lo único
anticonstitucional era la dilación de las elecciones.
Su hijo Hirsen gobernó el Imperio y
nuestro país durante 5 años. Después un
norteamericano amante de la democracia le pegó
un tiro un día que amable estaba saludando a la
multitud y estrechando manos. Aquel exaltado
creyó que el regicidio era la terapia de choque
para que el sol de la democracia volviera a brillar
en todos los horizontes. Yo le hubiera aconsejado
que leyera Claudio, el dios de Robert Graves. Lo
único que logró fue que el vicepresidente tomara
el mando. El asesinato incluso aumentó la
popularidad de la nueva institución presidencial.
A la imagen de una institución tan opresiva lo
único que le faltaba era una cierta dosis de
victimismo.
-Y al asesino... ¿le torturaron? ¿Le
hicieron morir de mala muerte? -preguntó con un
cierto tonillo sádico el nieto.
-¡¡Por favor!!, estamos en una nación
civilizada. Por supuesto que no. Le juzgaron y no
sé cómo se las arreglaron, pero le hicieron
confesar que había toda una conspiración detrás
de su acción. La vieja patraña de las fuerzas
oscuras por la que los presidentes con poderes
especiales estaban ahí para protegernos. Murió
ejecutado con una inyección letal. Y no consiguió
otra cosa más que aumentar las normas de
protección alrededor de los presidentes. Es lo que
suele pasar cuando el pato Donald se mete a
Bruto.
El hijo del emperador Hirsen sólo tenía 8
años. El nuevo presidente de Estados Unidos era
un miembro de la familia imperial, pero él no era
el emperador. El Senado del Imperio y el Ejército
decidieron que el nuevo emperador sería Holbein
y no el que ahora detentaba el cargo de presidente.
Así que Holbein oficialmente tomó el cargo de
vicepresidente
de
Estados
Unidos
y
extraoficialmente el mando del presidente. Dicho
sea de paso, aquel presidente títere, que duró tan
poco, era el hombre más ratonil e indeciso del
mundo. Tres meses después dimitió y el
emperador Holbein pasó a tener no sólo el poder
efectivo sino también el cargo de presidente.
-Abuelo, ¿y por qué no te rebelaste contra
Fromheim y luchaste por la libertad?
Su abuelo le miró con fingida sorpresa y
después con falsa indignación.
-Jovencito, cuando uno es joven cree que
todo se reduce a gritar ¡Libertad!, ¡Libertad!, y
que todos los muros caerán y las puertas se
abrirán.
En cuanto me repuse de mi gripe no tuve
otra idea en mi cabeza que restaurar la
democracia. Pero además de jugarme el pellejo,
quería jugármelo con inteligencia. Así que decidí
esperar. Esperar y estudiar la situación y aguardar
el momento más propicio. Pero cuando empezó a
pasar el tiempo y vi que la gente no hacía nada.
Porque la gente no estaba contenta, pero no hacía
nada. Cuando vi que Fromheim salía a la calle y
siempre había quienes le vitoreaban. Cuando vi
que los sondeos de opinión no le eran totalmente
desfavorables. Entonces me pregunté si además de
perder el cuello, había alguna posibilidad de
conseguir algo.
Así que me retiré bien lejos. Y para que
nadie en la Casa Blanca sospechara, me compré
una casa de campo en los Pirineos, ni más ni
menos que en una provincia imperial, en España.
Y desaparecí de la escena durante unos cuantos
años. Después cuando volví a mi patria me cuidé
muy mucho de hacer otra cosa que cuidar de mis
negocios. ¿Comprendido, mozalbete? A ver si
heredas algo de mi sentido común.
Durante unos momentos, las palabras del
antiguo escritor inglés resonaron en la canosa
cabeza del senador:
Ya sabes qué sucede cuando uno habla de
libertad. Todo parece hermosamente sencillo.
Uno espera que todas las puertas se
abran y todas la murallas se derrumben.
Su nieto lleno del ardor de la juventud le
miraba con escepticismo, sus últimas palabras
parecían a sus ojos una claudicación. Su abuelo
percibió qué había detrás de aquella mirada.
-Hijito, sé que no soy un héroe. Si hubiera
sido un héroe no tendrías a tu abuelo aquí sentado
para contarte esta historia. El tiempo estaba
25
maduro para una dictadura. Un hombre no puede
cambiar un Pueblo. La maquinaria de la
democracia no funcionaba, yo sólo no podía
cambiar toda la maquinaria. Yo no podía cambiar
la marea de la historia. Hubiera dado mi vida por
la libertad, pero no la daría sólo porque dijeran
que lo había intentado. Aquello no tenía
posibilidades.
-”Así siempre con los tiranos”, reza el
lema del escudo de Virginia, replicó orgulloso y
testarudo el nieto. El escudo del estado de
Virginia muestra a un tiranicida después de haber
perpetrado su acción.
El abuelo miró a su nieto. Esos aires
libertarios ¿procederían de algún gen de la rama
materna o de la paterna?
-Los jóvenes como tú -le advirtió el
abuelo- acaban formando parte de las cúpulas
gobernantes cuando un antiguo régimen está en
declive. Pero acaban arruinando sus vidas cuando
un imperio está emergiendo. Me temo que has
nacido en la época de un imperio emergente, y tu
caso será el segundo.
Te lo pido por favor, que no te ronde la
cabeza el entrar en algún grupo político
clandestino. Dentro de cincuenta o cien años el
edificio estará lleno de grietas, entonces te
aconsejaría que entrases en la disidencia, habrías
sido quizá parte de la nueva generación en el
poder. Pero ahora el Imperio se consolida. Te lo
asegura un viejo zorro de la política.
-Puedes estar tranquilo, no pertenezco a
ninguna, ni he asistido a ninguna reunión
mitinera.
-Muy bien. Recuerda, siempre hay tiempo
para la revolución. Tú hazte un sitio en la vida.
Por ahora la institución de la Presidencia con
Poderes Especiales se ha consolidado. Fromheim
fue un genio. ¡Qué bien hablaba! Fue un Julio
Cesar... y un Maquiavelo.
-Y un Hitler.
-Sí, fue Julio Cesar, Maquiavelo y Hitler a
la vez. El creó el estado más grande que ha
conocido la humanidad. Logró hacer posible lo
que a todos pareció imposible: la unión de los
Estados Unidos con la República Europea... sí, él
creó la Bestia. Un Estado que posee el 68% del
producto nacional bruto de todo el planeta, un
Estado que tiene en sus fronteras el 53% de la
población mundial. Nunca ha habido tanta
concentración de poder.
-Abuelo, no pertenezco a ninguna
asociación política pero créeme el futuro será
democrático.
El abuelo se ciñó mejor el cinturón de
lana de la bata. Después, mientras se seguía
arreglando la bata, dijo:
-Una vez un profesor mío, en la
universidad, en medio de la clase comentó: “qué
misterioso me ha parecido siempre el hecho de
que un hombre pueda mandar a otro hombre”.
Hasta entonces nunca me había planteado ningún
interrogante acerca de eso. Pero después, a solas,
me detuve a pensarlo y me di cuenta de lo
sorprendente que es el que un hombre tenga
dominio sobre otro. El que un hombre tenga
dominio sobre la voluntad de otro hombre libre.
Un ser humano sobre otro ser humano –fuera el
aguacero crecía en intensidad, las nubes estaban
terriblemente oscuras-. Sí, el futuro será
democrático –y se quedó mirando a los troncos
ardiendo en la chimenea-. ¿Qué te parece una
partida de ajedrez?
-Prefiero una partida de marcianitos en el
ordenador, ¿hace?
-Venga –el chico fue a por la consola de
juegos. El abuelo le gritó-: Dile a tu madre que
nos traiga unos crepes con chocolate de los que
sobraron ayer.
Abuelo y nieto se acomodaron ante la
amplia pantalla de televisión. Había que reconocer
que el juego del ajedrez era demasiado tradicional
(casi hasta monárquico) para el nieto. Su sangre
joven necesitaba matar marcianitos. Después de la
conversación con su abuelo, necesitaba aniquilar
algo. Un par de nietos, que casi no sabían andar,
se acercaron al abuelo y se aferraron al borde de
su bata. Las alegres voces de la escena familiar se
alejaron por el pasillo.
U
na partida en la pantalla, mientras otra
partida mucho más importante tenía lugar en
el Palacio Imperial.
El emperador Holbein yacía agonizante en
su lecho. Un apenas audible estertor surgía cada
vez más espaciado de su pecho. La cama regia
26
ocupaba el centro de la gran alcoba. Alrededor de
la cama en pié los principales generales en
uniforme militar. Un silencio atento dominaba el
ambiente.
Diez minutos después, el Emperador daba
el último suspiro cavernoso. El médico palatino se
acercó calmadamente y le tomó el pulso. Una
mirada fija al Jefe del Estado Mayor. El general
no necesitó ninguna palabra. Holbein Schwart
Germánico Druso había fallecido. El General
recorrió con su mirada a todos sus colegas y sin
decir una palabra se dirigieron a la sala contigua.
En la sala contigua estaba un muy ocupado
vicepresidente
de
Estados
Unidos.
El
vicepresidente, un hombre delgado de unos
cuarenta años, era el hijo del fallecido y estaba
disponiendo todos los asuntos de Estado y
relativos al entierro de su padre.
Sin decir una palabra, tres generales de
los que acababan de salir de la habitación del
moribundo se pusieron delante y vaciaron los
cargadores de sus pistolas sobre él . El
vicepresidente cayó de bruces sobre los papeles de
la mesa. Su pecho ensangrentó todos aquellos
impresos de órdenes presidenciales. Sobre los
membretes oficiales la sangre lo salpicó todo.
Nadie lo sabía en Palacio pero los generales
habían decidido que el nuevo emperador sería el
yerno del emperador Holbein, Viniciano, ministro
de defensa y senador del Imperio. El nuevo
emperador no pertenecía a la dinastía de los
últimos tres emperadores, sino a la dinastía
Staufen. Los periodistas pronto averiguaron que
era un hombre poderosísimo en influencias y
dinero, pero también era uno de los hombres más
misteriosos del entorno del fallecido emperador.
Todos lo aceptaron con sorpresa pero sin
discusiones. El nuevo dirigente se dedicó durante
el medio año siguiente a reforzar su posición y a
trabajar en silencio casi sin perder tiempo en
intervenciones públicas.
CAPITULO
VIII
27 de noviembre del 2207
6 p.m.
Arzobispado de Berlín
E
l vetusto edificio del arzobispado se
levantaba en medio de una calle céntrica
de la ciudad. En la tranquila calle, justo
delante de la fachada principal, se
posaron un grupo de aeronaves de la policía. De
las aeronaves comenzaron a salir medio centenar
de agentes. Todos iban fuertemente armados y
enfundados en sus chalecos antibalas a modo de
negras armaduras. Sin prisas, unos entraron por la
puerta principal, mientras el resto rodeaba el
edificio.
En el vestíbulo, tras el mostrador, el
portero se levantó sobresaltado al ver entrar a
cinco miembros de la seguridad imperial seguidos
de docenas de agentes.
-¿Qué... qué pasa? -preguntó el portero.
-Haga venir al canciller del obispado ordenó seco el inspector al mando.
Nervioso tecleó en el teléfono el número
del despacho del canciller.
-Padre Wilheim... no sé lo que pasa pero
el vestíbulo está lleno de policías, y el que está al
mando ha pedido que baje un momento.
Al poco, un sacerdote con sotana bajó por
las escaleras que daban al vestíbulo.
-¿El canciller? -preguntó el inspector.
-Sí, ¿qué sucede?
-Tengo orden -dijo extendiendo un papel
sellado- de que me conduzca hasta los archivos
donde guarden los libros de bautismo.
Instantes
después,
el
canciller,
acompañado de otros dos sacerdotes y seguido del
inspector y la policía, entraba en los archivos.
-¿Estos son los libros de bautismo? preguntó el inspector señalando los anaqueles.
-Sí, ¿qué es lo que vienen buscando?
27
-¿No tienen estos libros introducidos en
alguna base informática? -preguntó el inspector
sin molestarse en contestar la pregunta formulada.
-Sí, allí... esa caja metálica contiene todos
los discos.
-¿Todo está allí?¿No hay más?
-Pues
no
-contestó
tras
mirar
interrogadoramente al otro sacerdote que asintió.
-Muy bien -comentó el inspector-. A ver dijo dirigiéndose a los agentes que le
acompañaban-, poned veinte guardias que vigilen
estas salas y los pasillos de alrededor. Desalojad a
la gente que trabaja aquí, y que el resto de los
guardias comience a sacar los libros y los discos
informáticos.
-Perdone -se acercó atónito el canciller-,
quizá no he entendido bien... ¿se llevan los libros?
-Sí, nos lo llevamos todo -respondió frío y
seco el inspector, mientras otro agente le
alcanzaba al inspector otro papel sellado que le
mostró al momento al canciller-. Tengo una orden
del Ministerio del Interior de trasladar todo esto a
la Urbe inmediatamente, en cuanto hagamos un
inventario.
El canciller leía la orden sin poder dar
crédito a sus ojos, miró desazonado a los otros
sacerdotes que habían venido de sus despachos y
ya se agolpaban junto él en la puerta. Mientras
tanto, los policías procedían a embalar en cajas los
libros en cuanto otro agente acababa de anotar el
número de tomo y los años impresos en los lomos.
Fuera del edificio, una aeronave era
cargada con los cajones mientras un cordón
policial cuidaba que no se perdiera nada en el
camino. Agentes apostados en las puertas
cuidaban de que absolutamente nadie pudiera
entrar en los archivos.
El canciller sin decir nada se dio media
vuelta, musitó algo hacia los otros clérigos que
estaban detrás de él, y corrió seguido por otros
tres sacerdotes a través de un pasillo hacia su
despacho. Sin ni siquiera sentarse en su mesa,
tecleó un número en el teléfono. En la pantalla
apareció el secretario del arzobispo.
-Rápido -exclamó el canciller-, póngame
con el arzobispo.
-El arzobispo está ahora ocupad...
-¡¡Que se ponga ahora mismo!! -le
interrumpió casi gritando el canciller.
Unos segundos después aparecía el
arzobispo en la pantalla con su sotana negra de
bordes morados.
-¡Señor Arzobispo! -exclamó agitado el
canciller-, no lo va a creer... pero el edificio del
obispado está literalmente tomado por la policía y
se están llevando todos los archivos referentes al
sacramento del bautismo.
El arzobispo se pasó la mano por la
cabeza, agobiado. Volvió la cabeza hacia el
vicario general que estaba a su derecha, y le
interrogó con la mirada. Finalmente y con
lentitud, dijo:
-Acabo de recibir una llamada de
Frankfurt y otra de Colonia, de hecho, todavía los
tengo en línea. Me han comunicado que está
sucediendo exactamente lo mismo en los
obispados de esas diócesis. Es... perdone, me
comunica mi secretario que tengo una llamada.
Aguarde sin interrumpir la conexión mientras la
atiendo en la otra pantalla.
En la otra pantalla apareció el cardenal de
Los Ángeles.
-Mark -dijo agitado el cardenal
norteamericano-, efectivamente también ha
sucedido aquí. Después de tu llamada, nos llamó
el cardenal de Ginebra para advertirnos que
también desde Francia y España le acaban de
comunicar que la policía se estaba llevando los
archivos. En todas partes, lo han hecho
simultáneamente. Han debido planear que si
empezaban a las 6 de la tarde, hora central
europea, serían las 12 del mediodía en Nueva
York, y que teniendo en cuenta los cuatro usos
horarios de la Nación coincidiría con la apertura
de puertas del obispado de Los Ángeles.
-¿Tiene idea de para qué están haciendo
eso?
-Ni idea, no sé que quieran buscar en los
libros.
En unos lugares era el amanecer, en otros
la noche invernal se había echado encima, pero en
todos los territorios del Imperio y de Estados
Unidos a la misma hora, hora mundial
internacional, la policía estaba apoderándose de
los archivos eclesiásticos referentes al sacramento
del bautismo. Y lo estaba haciendo con unas
28
medidas de seguridad tan excesivas que nadie lo
entendía.
de los problemas que han aquejado a las naciones
en los pasados siglos hasta el presente, se han
debido a que los gobernantes estaban imbuidos de
trabas morales que nos les permitieron actuar con
eficacia. Cuando un jardinero tiene que acabar con
los pulgones de su jardín no puede ir a cada paso
preguntándose acerca de si está bien o mal ir
refrenando tantas libertades insectiles o incluso
poniendo fin a tantas existencias individuales. El
concepto de libertad, de bien y mal, que ha
imperado hasta nuestros días debe ser renovado.
El Partido del Orden va a sufrir una mutación. El
será el instrumento con el que cuento para
empezar una nueva sociedad. Y esa es la razón
por la que en menos de un mes se empezará a
implantar el Partido también en la República
Europea.
Señores, comenzamos una nueva era.
Adorado sea Dagón.
CAPITULO
IX
L
os escaños del hemiciclo del Senado
Imperial estaban repletos hasta el último
asiento. Sobre los sitiales tallados había
senadores de la República con sus togas
blancas, generales del Imperio con sus uniformes
de gala y, en un sector de la derecha, una
delegación militar norteamericana junto con todos
los funcionarios de rango ministerial de ese país.
Los generales estadounidenses vestían uniformes
estilo de finales del siglo XX, los generales del
Imperio vestían casacas cortas de un rojo intenso
o de un azul muy oscuro, cuellos altos y sobre sus
cabezas salacots blancos. Con sus trajes de
ejecutivo o sus togas o sus uniformes, allí se
concentraban los poderosos que pensaban que
aquella iba a ser una reunión más de protocolo.
-Excelentísimos
Senadores
de
la
República Europea, Estado Mayor, Secretarios de
la Administración norteamericana, Generales
estadounidenses
-comenzó
el
emperador
Viniciano-. Hoy es el día del decimonoveno
aniversario del fallecimiento del Cónsul Máximo
Fromheim Schwart Germánico Vitelio, un gran
gobernante, un gran hombre. Ante sus
conciudadanos semejaba tener un deseo que
parecía el mismo que el de Napoleón o Julio
César: el Poder. Parecía que no buscaba cambiar
el mundo. El Partido del Orden que l creó parecía
un mero elemento instrumental para introducirse
en la escena americana. Pero las cosas no eran
exactamente así, Fromheim tuvo en mente ver
algún día el cambio que se va a producir. ¡Ni más
ni menos que una nueva era, la instauración de un
nuevo orden mundial!
Es tiempo por fin, de que la era
judeocristiana pase definitivamente. Es tiempo de
que un nuevo sistema de valores rija nuestra
sociedad y las relaciones planetarias. Gran parte
Cuando descendió el Emperador de la
tribuna un denso silencio flotaba en el ambiente,
los oyentes estaban todavía bajo el efecto de la
sorpresa. Pero dos segundos después todos se
pusieron en pie y, como era costumbre, aclamaron
al Emperador con el brazo en alto y gritando a voz
en grito “HAIL”. Después una explosión de
aplausos durante medio minuto. La sorpresa les
había paralizado durante dos segundos pero
después todo el engranaje seguía funcionando
como de costumbre.
Todos
los
presentes
quedaron
sorprendidos, esperaban un discurso de economía,
un discurso sobre política, cualquier cosa menos
un discurso que comenzaba versando acerca de las
creencias religiosas de un emperador difunto.
Aunque también era verdad que las veleidades
pseudomísticas del Emperador no les eran
totalmente desconocidas. Ya se rumoreaba desde
hacía un año que estaba se estaba ascendiendo a
los más influyentes puestos del Ejercito, a
miembros de aquella fe dagoniana. Todo el
mundo sabía también que, a pesar de lo dicho por
Viniciano, Fromheim había sido un ateo. Pero
ahora le interesaba que él apareciera como el
iniciador de toda esta revolución religiosa. Nadie
se lo iba a discutir, por lo menos en público no.
La misma reacción del Senado fue la que
29
tuvo la sociedad, sorpresa en un primer momento,
después el engranaje siguió funcionando como de
costumbre a las órdenes de Viniciano. En todo el
mundo la población era prácticamente increyente.
Desde hacía un siglo, el ateísmo había avanzado
de forma constante. A nivel de todo el planeta,
sólo un 4% de la sociedad era cristiana. En los
últimos treinta años todo tipo de creencias habían
proliferado: creencias sincretistas y gnósticas.
Sobre todo el culto a Dagón era una de las que
estaban creciendo de un modo más vertiginoso de
día en día. Un 32% de los europeos compartía ese
tipo de creencias dagonianas. En Estados Unidos
era algo menor el índice de dagonianos, pero en
ningún caso menor a la cuarta parte de la
población. Viniciano podía contar con el apoyo
entusiasta de esa porción de ciudadanos.
El Emperador ahora se había revelado
como un ferviente servidor del dios Dagón. Toda
la red del Partido empezó a recibir charlas y
consignas acerca de la nueva religión. La nueva
religión no les exigía ningún tipo de
mandamiento. Es más, postulaba la satisfacción
de todos los impulsos más dionisiacos. El Bien y
el mal quedaban superados como categorías
morales. A ello se añadía un complejísimo
conjunto de creencias gnósticas. Tal conjunto de
creencias pasaban en la práctica a ser el credo
oficial del Imperio, sin embargo a nadie se le
pediría que se adhiriese a ellas, ni siquiera que las
conociese. El dios Dagón, cuya imagen se adoraba
en el gran Templo Rojo en el centro del foro de la
Urbe, pasaba a ser de facto una representación del
Imperio. En el Partido los ya creyentes en Dagón
tuvieron gran alegría con el anuncio, los no
creyentes acogieron el anuncio con indiferencia,
desde luego sin animadversión pues la nueva
creencia nada les exigía.
Sin embargo, un año después el conjunto
de la sociedad estaba encantada con el esnobismo
del nuevo movimiento esotérico de moda. Se
respiraba en el aire la sugerente idea de que
habían entrado en una nueva era. El culto a Dagón
había extendido por todas partes un amplio
conjunto de prácticas ocultistas. Sobre todo el
espiritismo, que se entendía como un medio usual
de comunicación con la dimensión en la que vivía
el nuevo dios. Se podría decir que Viniciano había
intuido el hambre por cosas nuevas que existía en
la sociedad y la había satisfecho, pero el
Emperador no era un oportunista, sino un
convencido seguidor de la nueva creencia.
CAPITULO
X
E
n el corredor en penumbra entraban
rectilíneos por las ventanas haces de luz.
Tres arzobispos paseaban lentamente
después del almuerzo por un largo
corredor del Palacio Arzobispal de Paris.
-Es increíble como todo el mundo se ha
dejado seducir por el nuevo culto tan sólo dos
años después que Viniciano desde el poder
promoviera esas creencias –se quejó el arzobispo
de Londres.
-Sí -asintió derrotado el arzobispo de
Madrid-.
-He tenido información del Nuncio de que
ya se empieza a comentar la supresión de la
semana de siete días -añadió con tristeza el
arzobispo de París-. Consideran que es una
herencia judeocristiana que también ha de ser
borrada, en pro de una racionalización de la
división del tiempo. Quieren implantar un sistema
de meses regulares, todos con el mismo número
de días. Y que el año coincida con la numeración
del año astronómico. El anuncio del plan de
supresión de la semana se ha retrasado porque
están estudiando como implantar el nuevo sistema
sin que varíen los días de vacaciones.
-¿Cómo será el nuevo sistema?
-La semana tendrá diez días, los tres
últimos serán no laborables.
-¿Cae el domingo en día laborable?
-Sí, unos días sí, otros no. Además
Navidad y el resto de fiestas religiosas quedarán
trasladadas a otros días y con otros nombres.
-También es cierto que para la mayoría de
la población no eran nada más que meros días de
fiesta.
30
-El año tendrá treinta y seis semanas de
diez días, más la semana nº 37 que será de cinco
días.
-Sé de buena tinta que en el Senado se
llegó a discutir sobre la posibilidad de obligar a
los cristianos a pasar cierto tiempo del año en
campos de reeducación. Pero que el Senado
detuvo la medida concluyendo que los tiempos
todavía no estaban maduros para eso.
-¿Pero cómo en tan poco tiempo ha
podido cambiar la gente su indiferencia por
nosotros en animadversión?
-Por la televisión no han hecho más que
bombardear a la gente con reportajes acerca de la
Inquisición, Galileo, las Cruzadas... La visión que
se da de la Edad Media es... la deformación más
descarada de la historia que se haya visto nunca.
Las encuestas muestran una abrumadora mayoría
a favor de que el Estado ordene cerrar los
conventos. El ayuno, la castidad... todo ha sido
explicado y entendido de la manera más retorcida
posible. La gente considera que las leyes no deben
permitir que padres eduquen a inocentes e
indefensos niños en semejantes aberraciones que
les causarán traumas de por vida.
-¡Ah, y no hablemos de la penitencia
física!
-Sí, los últimos cuarenta años, con toda
esta campaña internacional, han dado ya sus
frutos. Y los dos últimos con un dagoniano en el
poder han sido ya la guinda final.
-Ha sido la lucha de Goliat contra David.
-Y encima lo de la marca.
Diez días antes el Emperador había
mandado que todos los cristianos fueran marcados
con una T (la letra t mayúscula) en la frente1. Y
todos, ricos y pobres, funcionarios, influyentes
empresarios, militares e incluso dos viejos
senadores imperiales habían sido tatuados.
Humillados de esa manera aquellos dos viejos
senadores ya no volvieron a poner su pie en el
hemiciclo imperial.
Ni los más altos prelados o los niños
fueron eximidos de la medida. Sólo los cristianos
de países que no pertenecían al ámbito de
influencia de los Estados Unidos o de la
República Europea continuaron sin la marca. Es
decir, buena parte de Asia, todo el continente
americano (menos USA), Australia y casi toda
África
En la mente de todos, flotaban las
palabras que el Emperador Viniciano había
pronunciado en un discurso al Partido: El
cristianismo es una plaga, una enfermedad, una
lepra que a esta generación se le ha encomendado
la histórica tarea de erradicarla, como una
medida sanitaria. Si la supervisión de la salud
corporal se ha encomendado a las leyes y acción
del Estado, mucho más debemos ocuparnos de la
salud de la mente. Si la salud del cuerpo se
preserva por parte del Estado con leyes
coercitivas y penas legales, así también es deber
nuestro no desentendernos de este parasitismo
mental. Porque los curas han sido los parásitos
de la sociedad alimentándose de un secular no
hacer nada. Es hora de que liberemos a la
humanidad y a nuestros hijos de esas fantasías
que han llevado a comportamientos tan
antinaturales. Toda erradicación requiere medios
dolorosos, pero una vez que ha pasado la
enfermedad, nadie se acordará de la medicina.
-¿Qué nos puede suceder ya peor que esto
-reflexionó en voz alta el arzobispo galo-? Más
bajo no podemos caer.
-Con el salmo podemos decir, hemos
venido a ser el escarnio de nuestros vecinos, la
irrisión y mofa de los que nos rodean.
Los tres prelados seguían paseando
entristecidos por los pasillos de la silenciosa casa.
Las terribles marcas rojas se veían bien claras en
la blanca piel de la frente de los tres arzobispos.
-No os preocupéis -sentenció el prelado
español-, ya veréis como Dios nos ayuda.
1
Ap 7,3
31
más impresionante. Era evidente que no sólo
existía una demanda social por este tipo de cosas,
sino que la capacidad de tolerancia hacia esas
imágenes iba aumentando.
En Estados Unidos sí que había pena
capital, y nos encontramos que en el año 2089 el
estado de Alabama decide retrasmitir por
televisión las ejecuciones como medio disuasorio
del crimen. Como es lógico, hubo muchas
protestas, declaraciones y bla, bla, bla. Pero
treinta años después todas las ejecuciones de
todos los estados eran retransmitidas. Y con gran
éxito de audiencia. La muerte en directo
provocaba un gran morbo. Un morbo justificado
por
el
carácter
vindicador,
edificante,
ejemplificador de aquellas ejecuciones. Por otro
lado, la pena capital, en Estados Unidos y en todas
partes, siempre se había impartido de modo
público hasta el siglo XIX. ¿Es que la aplicación
de la justicia es algo vergonzante que deba
hacerse en secreto, como si hiciéramos algo
malo?, reclamaban los defensores de esta línea
dura. Las ejecuciones públicas se realizaban en
Estados Unidos, pero cualquiera, vía satélite,
podía visionarlas en cualquier parte del mundo.
Mientras tanto la violencia callejera y
sobre todo los crímenes sádicos logran, al cabo de
un debate que duró medio siglo, que la pena de
muerte se vaya reintroduciendo en Europa poco a
poco. En el año 2100, la pena capital era ya algo
usual y admitido por todos. En el fondo, las masas
de votantes, cuando el índice de seguridad
ciudadana desciende, piden mano dura. Y si
desciende mucho, piden más mano dura. Y los
gobernantes al final les dan a los votantes lo que
estos les piden. Este cambio de mentalidad se
aceleró todavía más cuando tres países pequeños y
no pertenecientes ni a la Confederación ni a la
República Europea, tres países de Africa,
comienzan a ofrecer a sus condenados a muerte
una alternativa: luchas gladiatorias de dos en dos,
al que sobrevivía se le indultaba la pena. ¿Ustedes
que harían si se les ofrece el elegir entre morir con
una inyección letal, ahorcado o fusilado; o el
enfrentarse con una espada con otro condenado a
muerte y si sobrevive queda libre? Naturalmente
todos escogieron lo que se llamó jurídicamente la
Redemptio Gladiatoria. Aquellos combates que
sucedían en el corazón de África se
CAPITULO
XI
Un aula de la Universidad Central de Sudáfrica
El canoso profesor subió la tarima y se sentó en su
mesa.
-Estimados alumnos. La clase de hoy no
se articula de un modo sistemático, sino que es el
análisis de unos cuantos aspectos sociológicos que
reflejan el cambio que ha experimentado la
mentalidad de la población en la época que va
desde la segunda mitad del s. XX hasta nuestros
días. Ese es el tema de nuestro análisis y esa es la
materia que vamos a tocar en la clase de hoy. Si se
fijan en el programa, este tema se inscribe en el
punto 5º. Comencemos.
La cuestión es: ¿cómo una Europa que era
a finales del s. XX un adalid del respeto a los
derechos humanos ha pasado a tener un Circo
Máximo? ¿Cómo una Europa que era un bastión
de la democracia ha pasado ha tener un sistema
que, aunque democrático en teoría, es en la
práctica un sistema monárquico, un modo de
gobierno que es el del principatus romano?
Entiendan aquí la palabra monarquía en su
sentido aristotélico: el poder de uno. ¿Cómo de la
polémica bioética hemos pasado a aceptar la
legislación sobre los hombres clónicos en estado
vegetativo? -el viejo profesor alzó sus pobladas
cejas tratando de dar énfasis a lo que decía, pero
su tono de voz era tan mecánico y aburrido como
si estuviera explicando una clase acerca de
triángulos isósceles-. Voy a tratar de dar algunas
respuestas.
En Europa a finales del siglo XX, casi
ningún país en occidente tenía en sus legislaciones
la pena capital. ¡En Europa Occidental, desde
luego ninguno! El rechazo social a la muerte
impartida por el Estado era casi unánime. Sin
embargo, observamos que en aquella época en
televisión la violencia y derramamiento de sangre
iba en aumento de día en día. La gente, la
juventud, pedía espectáculos más fuertes. Para
lograr audiencia hay que ofrecer cada vez un plato
32
retransmitieron en directo a las televisiones de
todo el mundo. Y eso cada semana. Al principio,
se hizo un boicot por parte de las empresas que
gestionaban la retrasmisión por satélite. Pero al
final, el boicot tuvo fisuras. Y con el tiempo todo
el mundo que quiso pudo ver esos combates. Esos
programas de combates fueron la causa más
importante del cambio sociológico europeo en
relación al tema que nos ocupa.
Al cabo de dos generaciones, el europeo
medio era un defensor de los derechos, ¡pero de
los derechos humanos de los ciudadanos libres!,
no de los ciudadanos presos por crímenes graves.
Uno es sujeto de derechos a no ser que se haga
merecedor de perderlos, rezaba la nueva doctrina
jurídica. Como es lógico, de ver esos espectáculos
en televisión a tenerlos en vivo en suelo patrio no
requirió más que el trascurso de una generación.
Y así el Occidente pasó de tener tatarabuelos
abolicionistas de la pena de muerte, a tener
retataranietos forofos del Circo Máximo, donde se
concentran todas las ejecuciones del Viejo
Continente. Todo el proceso, como ven, en unas
seis generaciones.
concentración de poder. Toda etapa de anarquía,
provoca una feudalización. Y toda feudalización
acaba entrando con el tiempo en un proceso de
centralización. Alemania era la nación más rica y
la más idealista, sólo ella pudo hacer lo que hizo:
poner orden en el continente europeo. Cuando los
alemanes entraron en Roma después de cuarenta
años de saqueos y huída de sus habitantes, sólo
quedaban 150.000 romanos con residencia
permanente. Ellos refundaron la ciudad con
colonos alemanes y hoy día es una ciudad
enteramente germánica, bueno... hoy día es
cosmopolita, pero germánica en su cúpula
gobernante. Yo soy sueco y, sin embargo, tengo
que admitir que los demás países hicimos un papel
bastante malo, sólo ellos fueron capaces de poner
orden, de imponerlo.
Lo que no lograron fue imponer en el
continente su idioma. El idioma común siguió
siendo el mundial (el inglés). Incluso el nombre
oficial del estado lo tenía en inglés: The Senate
and the People of Europe, SPOE.
¿Qué piensa la población acerca del
sistema político? Pues piensa que el Estado es
como una gran empresa, que los que gobiernan
tienen que ser técnicos. Si en 1968 los jóvenes
exaltados decían la imaginación al poder, ahora el
típico europeo de clase media dice la tecnocracia
al poder. El mensaje a los gobernantes es claro:
no queremos experimentos. Hagan que la
economía vaya bien, hagan que andemos seguros
por la calle, hagan que vivamos mejor, dennos
libertad en todo, y por lo demás nos importa un
bledo quien esté al mando del aparato de la
burocracia. Es cierto que un presidente durante
cinco años puede hacer proyectos y políticas
mucho menos ambiciosas que un Cónsul Máximo
durante varios decenios. También es cierto que en
SPOE ha habido total libertad para salir, entrar,
decir lo que se quisiera, y hacer cualquier cosa.
Pero la magistratura máxima era y es una cuestión
del aparato del Estado.
Como comprenderán, no se ha llegado a
esta situación en un día. Al principio, el presidente
de la República Europea, que allí se llama cónsul,
tenía un mandato por cinco años. Después fue
acumulando poder, finalmente en una situación de
excepción logró un aplazamiento indefinido. Y así
ya tenemos un cónsul permanente elegido por el
La siguiente cuestión: ¿cómo se pasa de la
antigua Comunidad Europea, un gran Estado
federal democrático, a un sistema que es, en la
práctica, imperial? Siempre habrán tenido
curiosidad al ver las noticias, por saber por qué
todos los senadores y emperadores son
descendientes de alemanes.
Europa tenía una larga tradición como
democracia federal, su nombre era Comunidad
Europea. Duró mucho tiempo y de modo eficaz
ese Estado federal. Sin embargo, a mediados del
siglo XXI cayó durante un decenio en la anarquía.
Hubo varios cracks económicos y el continente se
sumió en continuas revoluciones. Todas ellas de
carácter nada democrático. Finalmente, fueron los
grandes empresarios los que formaron ejércitos
que pusieron orden, primero en Alemania y
después, lentamente, en el resto del continente.
Esos empresarios con el tiempo se constituyeron
en verdaderas dinastías, y entre esos, vamos a
llamarlos nobles, descolló uno que finalmente fue
lo que hemos dado en llamar, a nivel popular, el
emperador. Lo que hoy llamamos emperador no
es otra cosa que el final de un proceso de
33
senado. El senado era elegido por el pueblo.
Después unos cuantos miembros fueron de
designación presidencial. Después más miembros.
Al final todos los escaños eran elegidos por el
cónsul permanente. Como ven, en política casi
todos los cambios se dan como en la naturaleza,
poco a poco.
había que dejarse de hipocresías y que podían
colocar esas clínicas en Occidente. Primero fue
una nación, después otra, al final todas. En esto
como en todo, el tiempo hace milagros.
Así hoy día nos encontramos con clínicas
con corredores de cientos de camas, inacabables
pasillos. En cada cama un ser humano clonado
cuyo cerebro está inutilizado. Un cuerpo al que se
alimenta por vía intravenosa. Vida vegetal, dicen.
Electroencefalograma plano. Cada cuerpo va
creciendo años y años en la camilla. Poco a poco
se le van sacando los órganos. Y, por supuesto, la
sangre cada semana. Primero se extraen los
órganos no necesarios para la vida del clonado en
coma. Por ejemplo, los ojos, después los riñones y
se le mantiene con diálisis, finalmente aquellos
tras cuya extracción no se le pueda mantener con
vida. Éticamente los que están a favor de este tipo
de clínicas se defienden con un argumento que
parece lógico: si abortar un niño es perfectamente
legal, ¿qué problema hay en diferir un poco su
muerte si así podemos con sus órganos ayudar a
un ser humano? Al niño no le vamos a hacer más
mal y, sin embargo, alguien, varios, se van a
beneficiar de esa muerte. Pues bien, al fin y al
cabo, esto no es otra cosa que un aborto diferido.
A nadie hacemos sufrir, porque su vida es
completamente vegetal, no tiene actividad
cerebral. Nadie sufre en el proceso y, sin
embargo, la vida de algún anciano se prolongará
más. Además, la leyes que aprobaron estas
prácticas se legislaron con la pretensión de acabar
con las redes mafiosas del comercio de órganos
que mataban a cientos de seres humanos del tercer
mundo hasta que apareció este famoso hospital
origen del mayor giro bioético de la historia.
Lo mismo sucedió con las cuestiones
bioéticas. Primero sucedió que en una pequeña
isla de Oceanía un poderoso grupo de empresas
crea una clínica de alta tecnología y
experimentación. Esa clínica, en un minúsculo
país pobre sin legislación bioética, tenía las manos
libres. Al cabo de veinte años comienzan a clonar
seres humanos para extraerles los órganos y
trasplantarlos a enfermos. La clínica afirma que
esos seres humanos clónicos no son en realidad
seres humanos, ya que antes de que nazcan se les
inutiliza el cerebro. Si era lícito abortarlos, por
qué no podía ser lícito inutilizar un pequeño
órgano para así hacer el bien con el resto del
cuerpo. En el fondo aquello era el arte de cultivar
cuerpos. Cuerpos sin pensamiento, sin dolor, ni
percepciones. Repetirán, una y otra vez, aquellos
gerentes de la clínica que esos cuerpos poseían
únicamente vida vegetal, sólo eso.
Imagínese que usted –y el profesor señaló
a un alumno- es un millonario atiborrado de
dinero, que cuando llega a la senectud le dice su
médico que le queda un año de vida, salvo que
logre un trasplante de corazón, o de riñones, de
hígado, o de lo que sea. ¡Usted pagará cualquier
cantidad por lograr vivir al menos veinte o diez
años más, irá a donde sea! ¿Me equivoco? Y eso
fue lo que sucedió. Miles de millonarios iban allí
cada año a hacerse los trasplantes de órganos.
Hubo una gran polémica internacional. Pero al
final, hasta los mismos políticos que públicamente
atacaban la existencia de esa clínica, acababan sus
días requiriendo sus servicios. Porque cuando un
hombre va a morir hace lo que sea.
Claro que cuando digo la clínica en
realidad me estoy refiriendo a un complejo en el
que trabajaban y vivían 20.000 personas. La
clínica generó tales ganancias que dominó por
entero la economía de aquel pequeño país insular
y agrícola en que se había establecido. Treinta
años después, las élites gobernantes dijeron que
El último tema es el cambio que ha
sufrido el matrimonio en los últimos sesenta años.
La mujer que trabaja en altos puestos de dirección
de empresas o de investigación, no desea que su
carrera sufra un parón de varios meses a
consecuencia de un embarazo. Así que un 48% de
la población del Imperio usa el sistema de
reproducción asistida popularmente conocido
como pick him up. El marido deposita en una
clínica reproductora sus espermatozoides y a la
mujer el ginecólogo le extrae durante unos
cuantos ciclos unos cuantos óvulos. Cuando la
34
pareja decide tener un niño la clínica fecunda un
óvulo, lo implanta en una madre de alquiler.
Desde hace tiempo éste ha sido un trabajo fácil y
bien remunerado para todas las chicas pobres de
Europa. Cuando da a luz al niño se entrega el bebe
a sus padres. Cada vez que deseen tener otro hijo
sólo tienen que telefonear a la clínica y dar su
número de clave, ya tienen criogenizados los
óvulos, al cabo de nueve meses, su verdadero hijo
carnal, con su cara, sus ojos y su naricita, le será
entregado en casa. Para qué pasar por el embarazo
si tienes dinero para no hacerlo, es una tontería.
Es tu verdadero hijo, sin baja laboral y sin parto.
Sólo un 32% de la población adulta ha
contraído los lazos jurídicos del matrimonio o
convive con una pareja. Hay, además, un 39% que
vive ajena a cualquier tipo de vida de pareja
estable. Esos hombres y mujeres que hacen opción
por una vida monofamiliar, la mayoría, deciden,
sobre todo al llegar a los cincuenta años, tener un
hijo o varios. ¿Y qué método eligen? Pues como
pueden imaginar el que les he explicado. Conocí
en París a una mujer rusa que a sus 58 años había
tenido ya 85 hijos. Como comprenderán ya que
pasan por el trance de la gestación y el parto, los
embarazos son siempre múltiples. Se les
implantan dos óvulos fecundados. Así cada nueve
meses pueden tener dos hijos. Aquella mujer tuvo
una gestación por año. Eso no es del todo
infrecuente en las chicas con más necesidades
económicas, su trabajo es tener un parto al año.
El resultado es que con este sistema
cualquier soltero o soltera pueden tener un hijo
cuando se les antoje. En los catálogos de los
hospitales llega la mujer soltera y mira las fotos
de todos los posibles padres de los que tienen
esperma congelado. Puedes escoger tipo de piel,
color de ojos, altura. Todo ello sin necesidad de la
más mínima manipulación genética. Hubo un
ejecutivo solitario que tenía sesenta hijos por este
sistema. Y hubo otro famoso empresario que tuvo
el capricho de tener siete hijos clonados
perfectamente iguales. Era un antojo. Al fin y al
cabo la ley lo permitía.
levantó de su silla. Un alumno se acercó a la
ventana a mirar, después gritó: ¡Son los
eremitantes!
Todos los alumnos corrieron a las
ventanas a mirar. El edificio de la universidad
daba a una de las calles centrales de Pretoria. Por
el centro de la calle iba una multitud de personas,
unas a pie, otras en todo tipo de vehículos. Todos
cantando. Los viandantes se detenían a mirar el
espectáculo con curiosidad.
El profesor bajó de la tarima y se acercó a
una ventana.
-¿Quiénes son?
-Son grupos religiosos. Se dirigen al
desierto a esperar la venida de su Mesías. ¿No ha
visto las noticias la última semana?
-Pues no.
-Este fenómeno está ocurriendo en todo el
mundo. Una pequeña facción de los cristianos, de
los pocos que quedan, se dirigen al desierto
liderados por sus mesías. Los obispos dicen que
no les sigan, pero como ve hay miles que no
obedecen.2
-¿Y qué hacen en el desierto?
-Acampar y esperar. Todos se dirigen al
desierto más grande del mundo, el Sahara, allí ya
hay muchos. La televisión mostró campamentos,
infinidad de campamentos.
-Nuestra época se ha vuelto loca. -dijo el profesor
para sí regresando a su mesa.
El profesor detuvo la explicación. Pues
poco a poco se comenzó a percibir un murmullo
que provenía del exterior del edificio. El
murmullo se hizo cada vez mayor. El profesor se
2
Mt 24, 26
35
de la ciudad, había una reproducción del Madrid
de Felipe II. Pero la más famosa y grandiosa
estaba montada en una plataforma apoyada sobre
varias megaestructuras. Sobre esa plataforma se
desplegaba una reproducción perfecta de la ciudad
de Roma tal como era en el siglo I.
Otro punto que ningún turista dejaba de
visitar era el Palacio Imperial. El Palacio Imperial
tenía las mismas proporciones de líneas que el
Palacio de Buckingham, solo que cuatro veces
más grande. Estaba recubierto de mármol azul y
rodeado de un bosque. El bosque formaba
alrededor de palacio una circunferencia de 10
kilómetros de radio. En medio de aquel bosque, se
erigían las más lujosas villas del Imperio, todas
ellas en mármol y siguiendo una estética
neoclásica acorde con el Palacio que como una
gran montaña dominaba toda aquella llanura
artificial.
Bajo los pilares de estas construcciones se
hallaba lo que quedaba de la Roma que precedió
al siglo XXI. Los pequeños barrios antiguos al
nivel del suelo contrastaban al lado de los
inmensos pilares que sostenían a las
megaestructuras. Esos barrios aparecían lóbregos
y degradados. Lóbregos, pues apenas llegaba luz
solar entre los desfiladeros que formaban las
moles superiores. Degradados, porque la vida
social y económica se desarrollaba en los niveles
superiores. En las calles se movía un tráfico
rodado ligeramente inferior al de las ciudades del
siglo XX. Si no hubiera sido por los inmensos
pilares y uno no hubiera mirado hacia arriba, el
visitante se hubiera sentido como en la Roma de
finales del siglo XX, con una luz invernal, casi
crepuscular.
En medio de aquel bosque de pilares
colosales, en medio de aquellos cimientos
formidables que sostenían aquellas torres pesadas
y anchas, se hallaba un templo bastante
frecuentado de turistas foráneos. A nivel del
suelo, en aquella parte recóndita de la Ciudad
Imperial, olvidado de los habitantes de la Urbe, se
hallaba la nación más pequeña del mundo: el
Estado de la Ciudad del Vaticano. Los habitantes
de aquella megápolis que dominaba el Estado más
extenso y poderoso del mundo, eran ignorantes de
que a los pies de la ciudad se hallaba la nación
más pequeña del universo y de la historia.
CAPITULO
XII
E
xplicar a un hombre del siglo XXI cómo
son las grandes ciudades del orbe en el
siglo XXIII, es como explicar a un
hombre medieval como era el centro de
Londres seis siglos después de que muriera
Enrique II Plantagenet. Quizá la característica
primordial de la gran revolución urbanística que
supuso el siglo XXII, fue la expansión vertical de
las ciudades hasta alturas que hubieran resultado
materialmente imposibles en siglos anteriores. En
Roma, capital política y económica de la
República Europea, centro del comercio
euroasiático, se elevaban varias megaestructuras
que superaban el millar de pisos de altura.
Muchas eran las grandes ciudades en ese
año 2207, pero entre todas ellas, sobre todas ellas,
indiscutidamente destacaba Roma. En todo el
mundo era conocida como la Urbe. Si la
conurbación de Nueva York–Trenton contaba con
unos 1500 rascacielos y unas 20 megaestructuras,
en la Ciudad Imperial se erigían 74 de estas
macroconstrucciones (la menor de ellas contaba
con 150.000 habitantes).
Desde una perspectiva aérea, la Urbe
presentaba el aspecto de un bosque de inmensas
torres cuyos límites se perdían en el horizonte. La
ciudad de Roma ocupaba toda Italia central. El
último censo daba como resultado que aquella
aglomeración de gente había superado los 200
millones de personas.
De la espesura de ese bosque
arquitectónico constantemente salían en dirección
vertical aeronaves que se dirigían fuera de la
Ciudad. Este tráfico vertical en ningún momento
colisionaba con el tráfico horizontal, con las
largas hileras de pequeñas naves que recorrían
como ríos incansables los huecos entre las moles
de los edificios.
En la Urbe había varios puntos predilectos
por los turistas. Dentro de una megaestructura
había se hallaba una réplica exacta, a tamaño
natural, de la Acrópolis de Atenas. En otra parte
36
Todos los días cientos de personas
traspasaban el umbral de la Basílica para visitar el
altar bajo el que reposaban los huesos de San
Pedro, aquel que escuchó el Evangelio
directamente de los labios del Redentor.
La plaza enmarcada por la columnata de
Bernini era recorrida por los curiosos turistas.
Aquella mañana era como otra mañana cualquiera.
Unos turistas grababan en video, otros tomaban
sus helados, otros subían las escaleras de la plaza.
Pero, de pronto, algunos empezaron a señalar
hacia el cielo. De repente, aparecieron por todas
direcciones aeronaves de la policía que se
quedaron suspendidas en el aire sobre todo el
perímetro de la muralla leonina. Alrededor del
límite del Estado Vaticano, se desplegaron a pie
miles de agentes de la policía a paso ligero, casi al
trote. Los policías iban equipados con las pesadas
corazas negras y la cabeza cubierta con el casco.
El material que llevaban era de asalto.
Cientos de naves de la policía levitaban
inmóviles por encima del espacio de la Ciudad
Vaticana. Una treintena de pesadas naves con el
emblema de la Policía Metropolitana, aterrizaron
en la plaza de San Pedro junto al obelisco. La
bella e incomparable campana del reloj de la
Basílica tocó solemne las doce del mediodía.
La policía saltó de las naves y se dirigió
hacia la puerta principal del Palacio Apostólico.
De la puerta comenzaron a salir corriendo
guardias suizos con sus alabardas y sus trajes
multicolores. Los guardias se colocaron en línea
delante de la puerta y blandieron sus alabardas en
posición de defensa. Dos segundos después, en un
escalón superior, una segunda línea de guardias
suizos se alineó detrás de la primera. Estos
blandían ametralladoras en sus manos. Era una
cosa curiosa ver aquellos suizos con sus cascos y
sus corazas de pecho, cargar sus ametralladoras y
colocarlas en posición de ataque. La policía se
detuvo. Un alto oficial de la policía se acercó a
otro oficial de la Guardia Suiza. Mientras, un
segundo oficial de la Guardia Suiza corría, volaba,
escaleras arriba a avisar al Santo Padre, el sistema
intercomunicador del edificio estaba casualmente
siendo reparado.
-Tenemos una Orden del Ministerio de
Justicia de entrar en este edificio -fue la lacónica y
altiva explicación del oficial de la policía
enfundado en su grueso uniforme negro y en su
peto y corazas antibalas. Debemos efectuar una
detención.
-Quizá lo ignore -le explicó el oficial al
mando de la Guardia Suiza-, pero esto es un
Estado independiente y soberano. Entrar aquí es
una violación flagrante del Derecho Internacional.
El policía le miró con sorna. Viniciano, el
Emperador, ni siquiera había querido encargar la
operación a uno de los destacamentos del Cuerpo
de Infantería acuartelados en la ciudad. Consideró
que hubiera sido conceder al Papa una
importancia que ni tenía ni merecía. Por otra
parte, el entrenadísimo Departamento de Policía
de la Urbe era muy superior, en todos los
aspectos, a los 150 hombres del ejército vaticano.
El oficial de la Policía Metropolitana escuchó al
oficial de la Guardia Vaticana sin inmutarse, ya se
esperaba algo así. Aquello para aquel policía
parecía que fuera una operación rutinaria. En
cierto modo, para aquel hombre encargado de
neutralizar a comandos terroristas armados,
habituado a intervenir en operaciones con rehenes,
aquella operación era una rutina más. 150
hombres armados, la Guardia Suiza, no eran
obstáculo alguno. Además, aquella operación la
llevaba preparando desde hacía una semana. Así
que con toda tranquilidad le respondió:
-Disculpe, pero el Derecho Internacional
es lo que diga el Emperador –el policía se lo dijo
con aire cansado-. Así que respóndame ¿van a
ofrecer resistencia?, ¿sí o no?
-Me parece que la respuesta es clara -dijo
volviéndose a mirar la fila de guardias suizos en
apuntando con ametralladoras.
El oficial de policía le dio la espalda, sin
responder, y retrocedió hacia donde aguardaban
en formación los agentes pertenecientes a cuerpos
de intervención rápida de la Policía
Metropolitana. Guarnecidos por sus chalecos
antibalas aguardaban el fin de la conversación. En
cuanto llegó a ellos el oficial, les dijo que se
desplegaran. Al momento, los cuatrocientos
policías corrieron cada uno en una dirección a
parapetarse tras las columnas o cualquier cosa que
pudieron encontrar. Otros se echaron en el suelo y
apuntaron con sus armas hacia la puerta. En el
exterior de la plaza, nuevos efectivos policiales
seguían
llegando.
Los
guardias
suizos
37
abandonaron la puerta y se apostaron en el interior
del vestíbulo apuntando hacia el exterior.
-Fuego -ordenó suavemente el oficial de
policía.
-Eso se le comunicará dentro de dos días
cuando comparezca ante un tribunal especial.
-Vamos a ver -dijo el cardenal
comenzando a ponerse nervioso-, ¿no podría
detener el ataque hasta que yo hable con sus
superiores?
-Lo siento pero no es posible.
-¿Pero no sabe usted que esto es territorio
independiente? ¡Esto es un Estado independiente,
amparado
por
las
leyes
y
acuerdos
internacionales!
-Yo no sé nada. Yo sólo trabajo en el
Ministerio del Interior. Si lo desea trasmitiré su
queja al Ministro cuando lo vea dentro de unas
horas.
El cardenal, sin molestarse en despedirse,
pulsó el botón de interrumpir la comunicación.
-Póngame inmediatamente con el
Ministro de Asuntos Exteriores -ordenó a un
monseñor dándole el teléfono móvil y
comenzando a pasear intranquilo, nervioso, por
aquella sala decorada con bellas pinturas
renacentistas.
-Eminencia -dijo hundido el monseñor al
cabo de unos minutos-, me dicen que no está ni el
Ministro de Asuntos Exteriores, ni su secretario,
me ofrecen la posibilidad de dejar el mensaje a
uno de los subsecretarios.
-¡Eminencia! -dijo otro monseñor
entrando por la puerta-, hemos encontrado al
Santo Padre. Está ya subiendo las escaleras.
El cardenal le salió al encuentro en las
escaleras y le puso al corriente de lo sucedido en
los últimos diez minutos.
-Hijos míos -dijo apesadumbrado el Papa, por mí no ha de morir ningún hombre.
Comunicadles como podáis que me entrego ahora
mismo.
-Santidad -repuso con energía el cardenal, de ningún modo puede hacer eso. Tiene el deber
de huir. El Emperador puede mandar asesinar a
cuantos quiera cuando quiera. Pero Papa sólo hay
uno. Si le confinan, la Iglesia quedará sin cabeza.
¡Debe huir! No por usted, ¡por la Iglesia!
El Santo Padre vaciló un momento, todos
los presentes aguardaban en suspenso, pero un
instante después tomó la decisión. Y el Papa
ordenó con energía:
Todos los agentes escucharon la orden a
través de los intercomunicadores de sus cascos.
En un mismo segundo ininterrumpidas andanadas
de disparos de bala y rayos láser se arrojaron
sobre el reducido espacio de la puerta. Unos pisos
más arriba varios guardias suizos y monseñores
andaban buscando al Santo Padre. Era domingo,
el Papa después del almuerzo había abandonado el
comedor y dejado a sus secretarios para dar un
paseo a solas. Ahora lo estaban buscando por
todos los pasillos y por el extenso jardín. Podía
estar orando en cualquier rincón. Al que sí que
habían encontrado en seguida era al cardenal
Secretario de Estado.
-¿Pero cómo la Guardia Suiza ha
comenzado a luchar sin que nadie se lo mandase?
-preguntó el cardenal.
-Eminencia, se trataba de una violación de
territorio. Las instrucciones que tenemos para
estos casos es defenderlo.
-Pero esas instrucciones se referían a un
ataque por parte de un grupo terrorista. En fin... de
todas formas ya está hecho. ¿Siguen sin encontrar
al Santo Padre? Bueno, detengan el combate allá
abajo.
-Eminencia, el intercomunicador está
fuera de servicio. Y ahora mismo no hay quien
pueda moverse por el vestíbulo entre los disparos.
-Póngame con la Policía, traiga ese
teléfono. Mientras yo llamo, que otro telefonee al
Departamento Central y que desde allí nos
conecten con el oficial al mando de esta
operación.
Un minuto después, un secretario de
Estado estaba al otro lado de un teléfono móvil.
-Aguarde un momento -le dijo un
monseñor-, le voy a poner con su Eminencia el
Secretario de Estado.
-Vamos a ver -dijo el cardenal cogiendo el
teléfono-, ¿a quién están buscando?
-Al Papa.
-¡¿Al Santo Padre?! ¿Bajo que acusación?
38
-Vamos a las excavaciones subterráneas
bajo la Basílica.
Una sonrisa de descanso apareció en el
rostro de todos los presentes. Y comenzaron todos
a bajar apresuradamente las escaleras.
Basílica se extendía la Cripta de los Papas, y por
debajo de la Cripta un complejo y vasto laberinto
de excavaciones arqueológicas. En aquellos
túneles había todo tipo de construcciones y
tumbas del siglo I y II. Ninguno de los
arqueólogos que realizaron las excavaciones en el
siglo XX y XXI pudo imaginar que llegarían a ser
el escondrijo de un pontífice reinante.
Diez horas después, eran hallados por la
policía que estaba peinando primero la Basílica
entera con aparatos de detección de emisiones de
calor. Dos días después, se le acusó al Santo Padre
de desfalco, blanqueo de dinero procedente de
asociaciones ilegales, y de ordenar el asesinato de
una persona que se enteró de todo este entramado
ilegal. Toda esta falsedad estaba basada en
pruebas meticulosamente preparadas por los
servicios de inteligencia, además de por unos
cuantos agentes adiestrados para testificar en su
contra. El escándalo de los cargos judiciales
todavía hundió más la reputación de la Iglesia.
Todo el mundo vio todavía más confirmada la
baja opinión que tenían de la Iglesia.
Internacionalmente, la violación del territorio
vaticano no valía un conflicto diplomático, así que
nadie protestó en los foros internacionales. El
oficial al mando de la policía tenía razón, el
Derecho Internacional era la voluntad de
Viniciano.
Ellos eran ajenos a saber que la lucha
en la entrada del Palacio Apostólico había
finalizado hacía medio minuto. Todos los
guardias suizos del Vaticano vestidos en sus
coloridos uniformes, yacían ya sin vida en el
vestíbulo de entrada y las dependencias de
alrededor. Ciento cincuenta guardias suizos
yacían
ensangrentados
y
exánimes,
desperdigados por los pasillos y escaleras que
llevaban a las oficinas y aposentos papales.
Mientras tanto cuatrocientos policías
habían escalado las murallas por más de
veinte puntos del perímetro del Estado
Vaticano. Los policías enfundados en sus
pesados uniformes negros corrían ya a través
del Palacio. Todos los agentes de la Policía
Metropolitana conocían el interior de los
edificios por las explicaciones del Servicio de
Inteligencia. De pronto, en un corredor un
grupo de policías vio pasar a lo lejos al Santo
Padre y al resto de clérigos se les dio el alto al
instante, encañonándolos con sus armas. El
grupo de eclesiásticos se detuvo. Sólo el Papa
y tres cardenales, que ya habían sobrepasado
la esquina del corredor, continuaron. Los
cardenales andaban ligeros, pero sin correr,
pues el Papa era ya anciano.
Detrás de ellos, oyeron los pasos
ruidosos de las botas de los policías corriendo
hacia el grupo de eclesiásticos que habían
dejado atrás. En menos de un minuto, el
Palacio Apostólico, la sacristía, los museos
eran recorridos, peinados, por otros policías
que se desplegaron en su busca. Pero aquello
era un laberinto, y sólo los eclesiásticos lo
conocían como la palma de su mano.
Quince días después, el Departamento de
Instituciones Penitenciarias comunicó a la Santa
Sede que el Papa había muerto en prisión atacado
por unos presos desequilibrados.
La
entrada
a
las
excavaciones
arqueológicas, los scavi, tenía una cerradura
electrónica, de forma que con la tarjeta electrónica
del cardenal Secretario de Estado fue posible
entrar sin problemas. Debajo del suelo de la
39
querían era simplemente asesinarlo. Quizá hundir
la reputación de la Iglesia con el anuncio de un
proceso escandaloso, para después ahorrarse el
proceso con algún asesino a sueldo.
El Notario Apostólico se sentó. El
cardenal camarlengo se levantó y volvió a hablar.
-Ahora responderemos todos los curiales
aquí presentes a las preguntas que nos quieran
hacer nuestros hermanos y después procederemos
a las votaciones.
Al cabo de una hora las votaciones eran
claras. Todos votaron a favor de considerar que la
Sede estaba vacante y aquella reunión se
comenzaba con el carácter de cónclave. Se añadía
en las actas la puntualización de que en caso de
que no hubiera muerto S.S. Lino II daban por
nulo e inválido aquel cónclave.
CAPITULO
XIII
L
as puertas de la Capilla Sixtina se
cerraron. La gran Puerta de Bronce de la
Capilla Sixtina se encontraba ya cerrada y
lacrada. Un señor calvo vestido muy
formalmente, de oscuro, mostró un selló a otros
dos señores que le acompañaban. Los otros dos
también muy serios, vestidos de modo muy
formal, de negro también. A una cinta de seda se
aplicaron unas gotas fundidas de lacre, que en
seguida solidificaron. Cuidadosamente, aplicó el
señor del centro un sello. El gran portón de bronce
quedaba lacrado.
Dentro de la Capilla sentados aguardaban
en silencio 150 cardenales, todos los purpurados
del mundo. Todos, vestidos con sus sotanas rojas
y sus roquetes, aguardaban expectantes las
palabras del cardenal Camarlengo.
-Eminencias –comenzó el prelado de voz
ronca y anciana, pero firme-, todos ustedes han
sido convocados para este cónclave. Sin embargo,
ahora que están aquí tengo que decirles que la
primera cuestión que tenemos que discutir es si
esto es un cónclave o un consistorio general. Le
cedo la palabra al Notario Apostólico.
-Gracias. Es mi deber en conciencia
decirles que el Departamento de Justicia nos
comunicó hace una semana el fallecimiento de Su
Santidad Lino II. Sin embargo, el Departamento
de Justicia que tramita todas las cuestiones
relativas a las instituciones penitenciarias, no nos
ha entregado el cuerpo del Pontífice fallecido. Nos
comunicaron con pesar que el cuerpo fue inscrito
como preso sin familia. Y que por un error
administrativo se le aplicó el procedimiento para
los casos de fallecidos de los que nadie quiere
hacerse cargo. Así que fue incinerado y sus
cenizas esparcidas en una fosa común en el
Cementerio Norte. El por qué detuvieron al Santo
Padre sigue sin estar claro para nosotros. Hemos
consultado con nuestros expertos y parece, por lo
que nos dicen, que por alguna razón lo que
Al día siguiente comenzó la votación.
Cada cardenal llegado junto al altar hacía
genuflexión y oraba unos instantes. Sobre el altar
un ánfora con las papeletas en su interior de los
cardenales que ya habían votado. Detrás del altar
el Juicio Final de Miguel Angel. Cada cardenal
puesto en pie, pronunciaba en alta voz la fórmula
de juramento:
-Testor Christum Dominum, qui me
iudicaturus est, me eum eligere quem secundum
Deum iudico elegi debere3.
A continuación, depositaba su voto
encima de un plato metálico que había sobre el
ánfora, y con éste lo introducía en el ánfora.
Seguidamente, hacía inclinación al altar y
regresaba a su asiento, mientras, otro cardenal ya
se dirigía hacia el altar con su voto en la mano.
El ceremonial de votación se llevaba a
cabo con gran quietud y silencio. De pronto, se
oyeron gritos detrás de la puerta cerrada de la
Capilla Sixtina. Los purpurados volvieron
lentamente la cabeza hacia la puerta de entrada.
Las hojas de la puerta se abrieron de un golpe
seco. Soldados de infantería, pertenecientes al IV
destacamento Schawenkoprf, penetraron en la sala
3
Pongo por testigo a Cristo, el Señor, que me
juzgará, de que mi voto lo doy a aquel que, en
presencia de Dios, creo que debe ser elegido.
40
y se alinearon frente a los cardenales. Detrás de
ellos entró un coronel.
-¡Señores! -gritó sin titubear, arrogante, al
llegar al centro de la capilla-. Traigo una Orden de
la Máxima Magistratura que ordena su inmediata
detención –y levantó un pliego de papel con su
derecha.
-Bajo qué acusación –preguntó, al
instante, el cardenal más anciano.
-Eso se les comunicará más adelante.
-¿Cómo
puede
detenernos
sin
comunicarnos los cargos?
-Yo no soy la policía. Soy un militar.
Simplemente me limito a cumplir órdenes. Sólo se
me dijo que los cargos se les comunicarían más
adelante –se volvió hacia detrás y ordenó-:
¡Soldados, procedan!
CAPITULO
XIV
E
l Emperador sentado en su despacho
pulsó un botón, al momento apareció en
la pantalla el rostro de su secretaria.
-Señorita -dijo el Emperador-,
diga al Comandante de Palacio que mañana, a las
doce, quiero que me traigan aquí, al despacho, al
Papa.
-Muy bien, señor.
-¡Ah! -se le ocurrió de pronto-, que me lo
traigan vestido de Papa, si me lo traen con
uniforme de prisionero me tendré que imaginar
que estoy ante el Papa.
Al día siguiente, justo a la hora, un oficial
entró en el despacho del Emperador.
-Señor.
-Sí -dijo Viniciano levantando la vista de
los papeles.
-El prisionero.
-Ah, sí. Que entre.
Entre dos guardias pretorianos, apareció
la figura blanca y apacible del Sumo Pontífice.
Contrastaba la dulce sonrisa en la cara del
anciano con los fríos e inexpresivos rostros de los
guardias que lo conducían. Su figura venerable
andaba silenciosa entre los ruidos metálicos de la
pesada coraza de los soldados.
-Dejadnos solos -ordenó el Emperador
haciendo un gesto con la mano.
Viniciano no dijo nada más hasta que
salieron los guardias pretorianos, simplemente
trató de paladear la escena. Dos hombres solos en
un despacho. La Coronación de Napoleón que
tanto le gustó al difunto Fromheim seguía colgado
en aquella estancia. A Viniciano le hubiera
gustado echar un vistazo al óleo mural, para
comparar al vencido y débil Pío VII con el
sucesor que tenía ante sus ojos. Pero no se le
ocurrió. La visión de aquel anciano ocupó todos
sus pensamientos.
-Mi querido Suumooopoontiificee -le
saludó alargando sarcásticamente esas dos
41
palabras, poniendo voz chillona, como silbándolas
y uniéndolas en una sola palabra.
Siéntese, siéntese.
Estará sorprendido de que le haya
mandado llamar. Oooh, no me extraña. Quería que
me concediera audiencia –se burló con ironía
Viniciano mientras juntaba las manos delante del
pecho-. No le haré perder mucho el tiempo, ya se
que en prisión tiene mucho trabajo. Quiero que
sepa de primera mano lo mucho que nos ha
costado destruir su Santa Iglesia.
Ha de saber que, en nuestro afán de que
las puertas del infiernos prevaleciesen, primero le
encarcelamos creyendo que teniéndole a usted no
podrían elegir otro Papa hasta que usted muriera.
Sin embargo, se nos pasó un detalle: el que los
Papas pueden dimitir. Así que decidimos
encarcelar a todos los cardenales. ¿Qué mejor que
reunirlos a todos en un cónclave? Así que
comunicamos a la Congregación de Obispos que
usted había fallecido. Cuando usted falte ¿cómo
elegirán a otro Papa si todos los cardenales han
sido encarcelados y después eliminados, sin dejar
ni siquiera uno? Los cardenales eligen al Papa, el
Papa elige a los cardenales. Si no tenemos ni
Papa, ni cardenales, ni uno solo, ¡todos estaban en
el cónclave, como era su deber!, entonces... ¿qué
vamos a hacer?
¿Se da cuenta de la cantidad de diferentes
opiniones que pueden surgir en los dispersos
católicos del mundo acerca del procedimiento
para elegirle un sucesor? Todo van a ser distintas
opiniones, dudas...
quizá, hasta facciones
encontradas.
Además, le voy a decir un secreto. Hasta
ahora la persecución contra los cristianos es un
hecho más o menos encubierto, pero antes de un
año será abierta. A plena luz del día. Y cuando
comencemos lo haremos en serio. Con sus libros
de bautismo confiscados, disponemos de los
nombres de todos. Puestos esos nombres en
nuestro sistema informático nacional sabemos
dónde viven, a qué se dedican... todo.
Sé que piensa que alguno se nos puede
escapar. Ya hemos pensado en esa contingencia,
hemos pensado en todo –y le sonrió satisfecho,
burlón-. Estamos trabajando en un proyecto de
seguridad estatal: el documento nacional de
identidad se llevará sobre el cuerpo, ¡tatuado! En
realidad no será exactamente un tatuaje, será
como una especie de tatuaje de quita y pon, una
especie de calcomanía, que dura sobre la piel no
menos de cinco años. Ese código de barras será la
identificación de cada persona. Se acabó con los
indocumentados. La delincuencia sufrirá un duro
golpe. Cada compra que se haga, por pequeña que
sea, deberá registrarse con ese código de barras.
Eso no sólo significará más seguridad
para el Estado, sino también significará que
haremos salir de sus guaridas y madrigueras a los
cristianos. Porque el código de barras estará
inscrito en una representación de Dagón
enmarcado en un círculo con blasfemias.
Estudiaremos adecuadamente qué pondremos en
la marca para que sea algo inaceptable para un
cristiano.
Tal vez se preguntará por qué hasta ahora,
a pesar de haber perseguido tanto a la Iglesia, no
he tomado ni la más mínima medida contra los
judíos. Divide et vinces, No es porque tema a los
ricos judíos con sus parcelas de influencia. Sino
porque si cogía al pez chico primero, el judío, el
gordo cristiano podía asustarse y escapárseme.
Pero también a ellos les va a tocar el turno. ¡Se
acerca su turno!
A Viniciano le molestaba tanto silencio de
su interlocutor. Es cierto que había hablado en un
tono burlón, pero le hubiera satisfecho el placer de
escuchar alguna súplica, alguna petición de
clemencia. Se levantó y se dirigió al famoso
cuadro de David León.
-Fíjese qué majestad hay en Napoleón
colocándose la corona sobre sí mismo. ¡Y esa era
la verdad! No se la debía a nadie. Fíjese en la cara
lustrosa y rolliza de este arzobispo... y de éste.
Qué mal papel hicieron. Lamentable. Pero qué
mal han hecho las cosas ustedes durante veintidós
siglos. Si yo hubiera sido Dios, hace tiempo que
les hubiera despedido. Es triste que tenga que ser
yo el que les diga estas cosas. Lamentable.
A Viniciano le displacía mucho tener un
prisionero tan callado. Allí estaba sobre esa silla,
enfrente, mirándole lánguidamente con un toque
de tristeza. Viniciano de pie, junto al cuadro
mural, vestido en tonos oscuros con un ceñido
traje de ejecutivo. Un traje apretado que dejaba
ver las formas armoniosas de su cuerpo. Formas
algo ya decaídas por la llegada de la edad madura.
42
Enfrente de él, a dos metros, sentado,
aquel anciano que parecía tan poca cosa, con cara
de monje, tan recatado y modesto en sus
movimientos. Vestido de blanco desde la cabeza a
los pies. Hasta sus zapatos eran blancos.
-Veo que calla. Bueno, le voy a hacer una
revelación ante la que creo que va a ser muy
difícil que siga mudo. ¿Sabe por qué me tomado
tantas molestias en perseguir a la Iglesia? ¿Sabe
por qué he asumido el desgaste político ante la
opinión pública de emprender esta persecución de
la que yo no saco nada?
Pues se lo voy a decir... porque soy un
creyente.
Creo, en verdad, que usted es el sucesor
del Apóstol Pedro, creo que la Santa Iglesia
Católica es la barca que Dios ha puesto en el
mundo para la salvación de las almas. Creo que
sus sacramentos tienen un poder real. Sí, no se
sorprenda. Las otras cosas que me habrá oído
decir en los discursos son para el pueblo.
La siguiente revelación que sólo la saben
un centenar de personas en el mundo, es que
Dagón, en realidad, es Satanás. La gente ya ni
siquiera sabe qué es Satanás, si les dijera esa
palabra tendrían que mirarla en sus enciclopedias.
Pero yo sí que lo sé. He sido su siervo desde los
veinte años en que me consagré a él. Yo soy el
sumo sacerdote de su iglesia. Ya sabe que en la
religión de Dagón hay distintos niveles iniciáticos,
sólo en los tres últimos se revela este secreto. Al
resto de la gente se les dice que es un dios. Pero
nosotros sí que conocemos la verdadera esencia
de su naturaleza. Y por eso hemos luchado contra
Dios con todas nuestras fuerzas. A El no le
podremos coger, pero sí a sus siervos. Estamos
hundiendo la Barca de la Salvación porque
precisamente eso es lo que queremos. Vamos a
hacer una nueva semana de la creación, o mejor
dicho de la anticreación. En el último día, el
infierno aparecerá sobre la tierra. Una nueva era
va a amanecer. El cristianismo habrá pasado. Los
siervos de ese Dios celeste habrán marchado a esa
dimensión celeste, y la Tierra se nos dejará a
nosotros.
Porque
toda
esa
revelación
judeocristiana no ha sido otra cosa que una
invasión de una divinidad celeste sobre la Tierra.
Hay que devolverles a su dimensión. Es más, a los
seguidores de esa divinidad celeste, les vamos a
ayudar a marchar cuanto antes a ese lugar
beatífico. Incluso, hasta que fenezcan, les vamos a
hacer ganar todos los méritos posibles. Cuando el
último cristiano deje la faz de la tierra, entonces
sólo nosotros reinaremos.
¡Ah!, tiene que saber que todas las formas
de todos los sagrarios van a ser depositadas en una
cámara especial del templo de Dagón. Allí serán
profanadas con ritos especiales. Vamos a hablar
con químicos sobre el modo de conservar esas
formas cien o doscientos años. Así podremos
profanar la Eucaristía siglos después que el último
sacerdote haya muerto.
La profecía es las puertas del infierno no
prevalecerán sobre ella. Pues bien, yo soy el
humano que va a romper, por vez primera, una
profecía divina. Rota una, todo su poder sobre la
Tierra quedará quebrado. O todo es cierto, o todo
es falso. Yo seré la piedra que haga saltar el
engranaje de las profecías.
Siiiií, mi querido cura. Todaviiiía no se ha
dado cuenta de ante quién está delante.
El Emperador hizo una pausa de silencio,
sin apartar la mirada de los ojos de su interlocutor.
-Yo soy... -continuó suavemente en voz
baja- ...el Anticristo.
El Sumo Pontífice dio un respingo.
-No se asuste -prosiguió el Emperador-,
todos los Papas ya sabían que antes o después este
momento había de llegar. No se imagina el placer
que es para el gato jugar con el ratón entre sus
zarpas. Ese y no otro es el motivo de esta
conversación. ¿Qué hay que usted me pueda
ofrecer? Pues nada... ya únicamente me queda
jugar con el ratón.
¿Callas? -gritó enfurecido el Emperador
ante el silencio solemne del Sumo Pontífice.
El anciano Papa levantó los ojos y lleno
de dulzura y paz comenzó a hablar por vez
primera.
-Hijo mío, estás muy enfermo. Tienes
gran necesidad de que Nuestro Señor Jesucristo
toque tus ojos para que veas, de que toque tu
corazón para que la luz de Dios anide en él. Hijo
mío, no es tarde, abre las ventanas de tu alma a
Dios. Si tú quieres, yo te explicaré detenidamente
quién es de verdad ese Dios a quien combates.
43
-¡Fuera!,
¡fuera!
–rabió
iracundo
Viniciano mientras pulsaba un botón para que
entraran los guardias y se llevaran al prisionero.
-Hijo mío, así como si un arquero que
dispara al sol no puede herirle, así tú tampoco
podrás herir al Dios Omnipotente. Reflexiona
sobre esa palabra: Omnipotente.
Los guardias aparecieron al instante y se
llevaron al prisionero.
Misa: en fila de a dos. Todos vestidos con sus
trajes talares y esclavinas rojas. Al final de todos,
iba el Santo Padre. Lo habían revestido
pontificalmente, con una bellísima capa pluvial,
con una tiara y báculo sacados de un museo. Las
dos filas de cardenales iban rodeadas de guardas
armados con tridentes, los cuales los habían
dirigido hacia un gran recinto de cristal de forma
cúbica. Mientras iban caminando, los altavoces
iban instruyendo al ignorante público de la
importancia de los Papas y los cardenales en la
historia. Una vez que entraron todos los
cardenales dentro de aquel recinto trasparente y
cúbico, que se encontraba en el centro de la arena,
cerraron la compuerta.
Los guardias del tridente corrieron la
cortina que por fuera cubría la base del recinto
donde habían metido a los prelados. Un
gigantesco “oh” de admiración profirió la
multitud. Un metro por debajo del suelo donde
estaban de pie los cardenales, había un recipiente
con más de un centenar de anacondas. Los
inmensos y gruesos reptiles se movían sinuosos
allí de un lado a otro, entrelazándose, abriendo sus
bocas amenzadoras unas a otras por el territorio
dentro de aquella especie de gran cisterna.
Aunque la voz de los altavoces estaba
explicando el juego, los condenados no estaban
prestando atención pues no hacían otra cosa que
rezar. El suelo comenzó a moverse con suavidad
bajo los pies de sus eminencias. Los cardenales se
tambalearon en el primer momento pero sólo un
par tuvieron que levantarse del suelo. Pronto
vieron en seguida con horror que debajo de ellos
se encontraban las terribles serpientes. El suelo
seguía deslizándose hacia afuera del recinto, por
una ranura, mecánicamente, de forma que los
cardenales se iban concentrando cada vez más,
poco a poco casi todo el fondo estaba quedando
descubierto. Al final, en el poco espacio que
quedaba, los cardenales ya apenas podían
apretarse más y alguno empezó a caer donde las
serpientes. Varias anacondas hambrientas
agarraron en un instante al cardenal caído,
inmediatamente empezaron a estrangularlo y a
devorarlo mientras los reptiles luchaban entre sí
por el bocado. Desde ese momento,
continuamente seguían cayendo cardenales al
fondo y la escena espantosa se repetía. De la
CAPITULO
XV
E
l Circo Máximo era una de las grandes
obras arquitectónicas del orbe. Todas las
gradas podían ver cualquier punto de la
arena en unas gigantescas pantallas.
Aquel vasto edificio se había levantado como un
inmenso escenario para el espectáculo. Allí se
llevaban a cabo todo tipo de funciones y
representaciones. Desde las grandes óperas y
representaciones teatrales, hasta los desfiles de las
conmemoraciones militares. Sin embargo, eran los
combates de gladiadores y la muerte de hombres
por fieras los espectáculos preferidos del público.
En la tribuna principal, se encontraba el
Emperador rodeado de la Familia Imperial y
algunos senadores. La tribuna se hallaba rodeada
de bellísimas estatuas adornadas con flores, y todo
ello en medio de los vapores de aromas que se
quemaban en grandes pebeteros de oro. Todo
aquel esplendor contrastaba con la arena del circo
manchada con la sangre de los que habían muerto
primero en las luchas y después en las fieras. Las
últimas bestias eran conducidas de nuevo a sus
jaulas cuando una voz resonó en el aire a través de
los altavoces.
-Ciudadanos de la Urbe, el punto final de
hoy: Su Santidad Lino II, último Papa de la
historia, y sus Eminencias, el Colegio
Cardenalicio en pleno.
Por una de las bocas que daba a la arena
aparecieron los cardenales yendo al interior de la
arena en dos filas. Avanzaban hacia el suplicio
con el mismo orden como si fueran a celebrar una
44
multitud llegaba un irreconocible murmullo de
gritos, risas y comentarios. El Santo Padre dio por
última vez la bendición a todos los cardenales y
poco después él, con el resto de los prelados,
inevitablemente cayó con los demás. Como las
anacondas tenían ahora muchas presas varios
cardenales pudieron correr horrorizados entre las
serpientes, pero sólo podían correr de un lado a
otro pues las paredes trasparentes impedían
cualquier tipo de salida. Un cuarto de hora
después unos estaban deshaciéndose en el interior
de las hinchadas anacondas, y otros yacían
muertos con los huesos rotos, asfixiados y
estrangulados.
distancia entre la Tierra y la Luna es de 384.000
km, y que a 2000 km/h se tarda una semana en
llegar. Recuérdeles también....
De pronto, a veinte metros, un guardia
que custodiaba una puerta se volvió y disparó
contra Viniciano un proyectil VX. Una fugaz
estela roja, un silbido en el aire, y el pequeño
proyectil explosionó en medio de toda la comitiva.
El regicida huyó de inmediato por la misma puerta
que custodiaba. La escena que dejaba tras de sí era
espantosa, quejidos ahogados, el suelo lleno de
sangre, cuerpos caídos que no se levantaban.
Corriendo llegaron los secretarios y guardas que
trataron de dar alcance al culpable. Adriana, la
todopoderosa secretaria del Emperador, al llegar
al lugar y ver lo sucedido se llevó las manos a la
boca y dio un horrible alarido de dolor. Allí,
mezclado con otros cuerpos estaba el Emperador,
la mitad de su cuerpo en un lado, y la otra mitad a
tres metros de distancia, o más bien los restos que
quedaban de cintura para abajo. El Emperador
todavía hizo un gesto de querer incorporarse, pero
no tenía piernas y le faltaba un brazo. Al instante,
cayó inconsciente por la pérdida masiva de
sangre. La secretaria vio como con un disparo se
ponía fin a un nuevo orden que iba a traer una
nueva era.
No mucho después, el espectáculo acabó
y el público se fue retirando. Se retiraban a cenar
a sus casas inconscientes del momento histórico
que habían presenciado. Allí acababa de morir el
Obispo de Roma con sus últimos cardenales.
Viniciano
abandonó
la
tribuna
acompañado por su esposa y rodeado de varios de
sus ministros. Comenzó a recorrer el pasillo hasta
el hangar donde aguardaba la nave Imperator.
-Yo creo que el público -comentó el
Emperador a su esposa- no ha sabido valorar el
exquisito plato final que les he ofrecido. Ha sido
dar margaritas a los cerdos.
-Querido, sólo los espíritus cultivados
estaban preparados para un final tan refinado.
Según su mitología una serpiente les hizo caer al
principio, y serpientes han sido las que han puesto
punto final a todo ese asunto cristiano.
-No había caído en la cuenta -musitó para
sí con satisfacción el Emperador.
De todas maneras este asunto de la
persecución cristiana me está saliendo muy caro
políticamente.
-¿Sabe? -se acercó un ministro-, hoy me
han vuelto a pedir que visite nuestras bases en la
Luna. Quieren que sea el primer emperador en
hacerlo.
-¿Quienes lo han solicitado -preguntó
Viniciano-, la base imperial o la estadounidense?
-La nuestra.
-Ya pueden estar contentas nuestras bases
orbitales y la lunar con tener gobernador propio y
un senador representante -comentó Viniciano-.
Recuérdele a la pesada y terca delegación que la
Adriana, haciendo uso de todas las fuerzas
de su voluntad recobró el dominio de sí misma.
Tomó el teléfono diplomático y tecleó
rápidamente un número. El teléfono diplomático
era un teléfono portátil, cuatro veces más grande
que los normales, pero que al mismo tiempo que
establecía la comunicación transmitía los códigos
secretos que permitían verificar que el que
llamaba era alguien de rango ministerial.
-¿Dirección
general?,
envíen
inmediatamente un servicio medico UCI al hangar
de la nave del Emperador -ordenó llena de firmeza
y energía-. Sí... Sí... ¡Soy la secretaria del
Emperador!¡Ha habido un atentado! Estamos en el
edificio del Circo Máximo.
Pulsó la tecla de interrupción de
comunicación y, seguidamente, volvió a marcar
otro número.
-¿Mando Central? Soy la secretaria del
Emperador. Quiero que interrumpan todo el
45
tráfico entre megaestructuras desde el Circo
Máximo y el Hospital Ziegler. Ha habido un
atentado contra el Emperador. Sí. Quiero que la
nave pueda volar en línea recta desde aquí hasta la
compuerta de entrada del centro médico.
-Parece que no ha habido daños
neuronales -le dijo el médico-, sin embargo, en su
tórax las hemorragias internas y externas son
irrefrenables. El proyectil era del tipo que produce
este tipo de lesiones irrecuperables. No son tajos
limpios, sino destrozos en todas direcciones. El
corazón se colapsó totalmente ya antes de entrar al
hospital, los pulmones irrecuperables. El resto de
los órganos... son un amasijo de carne destrozada.
Como ve el diagnóstico médico no puede ser más
claro, además...
-¿Qué me quiere decir con eso?
-Pretendo decirle que si su corazón es ya
un amasijo de carne cortada podemos colocarle un
corazón mecánico, y mientras tanto, mientras dure
la operación, trasfusionar sangre oxigenada al
cerebro. El pulmón lo mismo, está destrozado,
podemos conectarle a un pulmón artificial cuando
tenga corazón. Así podría seguir explicándole las
sustituciones que podemos hacer. La cuestión es si
quiere seguir adelante. Aunque la cabeza está más
o menos entera, es seguro que no resistirá todas
estas operaciones.
-Doctor -le interrumpió Adriana-, dentro
de un minuto vamos a traer aquí una pantalla A30
conectada a un módem Interworld. Hemos
convocado a diez de los mejores especialistas del
mundo. A través de la videoconferencia van a
tener una reunión acerca de cómo continuar con el
caso. Aunque llevo ejerciendo funciones muy
distintas a las de mi carrera, quiero que sepa que
soy médico también. Estamos convocando a los
mejores expertos de las mejores universidades y
hospitales. Después de la reunión se verá por
donde continuamos.
Doctor... si quiere evitar una guerra civil
haga lo imposible porque esa persona de ahí
dentro se salve.
Rápidamente, en menos de medio minuto,
llegaron los seis médicos del complejo del Circo
Máximo al lugar del atentado.
-Señora -dijo respetuosamente el médico
jefe al ver el estado del cuerpo de Viniciano-, no
hay nada que hacer.
-¡Eso lo decido yo, comience a trabajar! ordenó Adriana.
-Con todo respeto, insisto en que no hay
esperanza. Las vías de hemorragia son masivas,
ha perdido la mitad de su cuerpo, fíjese en que
estado está lo queda. Los acompañantes del
médico comenzaron a dedicarse a varios que se
quejaban levemente y que estaban alejados del
centro de la explosión.
Adriana se volvió al soldado de detrás de
ella, dirigió sus manos a la funda de su pistola, la
abrió en menos de un segundo y con la pistola en
la mano apuntó al médico.
-No me importa que se usen cien litros de
sangre para mantenerlo con vida un minuto. Pero
no se lo volveré a decir -le amenazó Adriana-, no
pierda ni un segundo más o va a haber otro cuerpo
más tendido en el suelo.
Los médicos, de mala gana, tuvieron que
abandonar el cuerpo del herido que consideraron
que tenía más posibilidades de sobrevivir, y se
arrodillaron junto a lo que quedaba del Emperador
y comenzaron a coser y a conectar tubos. Un
minuto después, la mitad del cuerpo del
Emperador conectada a mil tubos, siendo suturada
incluso en el trayecto, llegaba al Hospital Ziegler.
Los médicos corrían por el pasillo junto a la
camilla, sosteniendo todo tipo de aparatos y
goteros. Del tórax de Viniciano salían muchos de
delgados conductos conectados a diversas
máquinas y bolsas de plástico. El grupo de
médicos entró en el quirófano, la puerta se cerró
tras ellos.
5 horas después.
-¿Hermann?, soy Adriana -saludó la
secretaria hablando desde el teléfono diplomático
todavía en el hospital-. Habla con el Comandante
de la Guardia Pretoriana, que por ningún motivo
permitan a nadie entrar a nadie en los despachos
del Cónsul Máximo. Mejor, que nadie entre en
Palacio mientras yo no de nueva orden. El Estado
Mayor está reunido en el Ministerio de Defensa,
les he asegurado que Viniciano vive, pero ellos ya
Dos minutos después, salía un cirujano a
informar a Adriana.
46
dan por supuesto que únicamente estoy tratando
de ganar tiempo. Están discutiendo la sucesión.
Viniciano no había designado sucesor. Se me ha
informado que las legiones de Francia y el Reino
Unido se han inclinado a favor del senador Umbe.
Mientras que el Estado Mayor quiere que el nuevo
emperador sea un general, aunque de momento no
se ponen de acuerdo en cual.
-¿Quién ha ordenado el atentado?
-No han cogido al traidor. Pero todo
parece que ha sido una intriga interna de una
facción del Senado. O quizá del Ejército. Parece
ser que estaban bastante cansados de tanta
religión, empachados de tanta reforma religiosa.
La persecución contra los cristianos ha debido ser
la gota que ha colmado el vaso, yo creo. Se han
dado cuenta de que las cosas habían ido
demasiado lejos. Mira que se lo dije una y otra
vez: debemos ir con mas cautela, no tan rápido.
Pero él se sentía completamente seguro. Esta
posibilidad, lo que le ha sucedido, ni se le pasó
por la cabeza.
En fin –no pudo evitar exhalar un suspiro
de tensión-, te llamaré después. Tú habla con el
Comandante de la Guardia, dile que no se
precipite, que espere. Es muy importante que no
deje entrar a nadie. Hasta luego.
allá de unos meses en los mejores casos. Podemos
poner oxígeno en la sangre, podemos diluir
sustancias alimenticias en la sangre, pero el
problema lo constituyen el sistema endocrino y
linfático. El cuerpo produce cientos de pequeñas
sustancias que no podemos producir nosotros
artificialmente, ni siquiera conocemos todas. El
resultado es que las cabezas comienzan a
demacrarse, a tener ojeras cada vez más acusadas,
los ojos se hunden, y la delgadez se va acusando
hasta provocar la muerte.
No les oculto la realidad. Pero ahora
escúchenme. Ustedes no han logrado ponerse de
acuerdo en un sucesor, hay una seria amenaza de
insurrección en las legiones de Francia y el Reino
Unido. Probablemente,
Estados Unidos no
aceptará como presidente al que ustedes designen
en las actuales circunstancias. Les propongo que
demos carpetazo a esta situación que nos acerca
cada hora a la guerra civil y que acepten que
continúe como emperador Viniciano. Hasta que él
muera, podemos seguir negociando el asunto de la
sucesión, tenemos un año por delante.
Voy a ponerles la grabación -dijo
tomando la cinta e introduciéndola en el aparato
de la mesa.
En la pantalla aparecía la cabeza del
Emperador rodeada de tubos, goteros y todo tipo
de aparatos, tal como había dicho su secretaria.
-Mis queridos y fieles generales -comenzó
Viniciano hablando lentamente con grandísimo
esfuerzo-, ya saben que he sufrido un atentado.
Pero finalmente me he salvado. Mi capacidad para
gobernar no ha sufrido merma alguna. Puedo
pensar perfectamente y puedo seguir dando
órdenes como si estuviera en mi despacho.
Emperadores ha habido que en su ancianidad
gobernaron desde su mecedora y aun desde su
cama durante años. Así que puesto que yo soy el
emperador ¡y vivo!, pongan fin a cualquier
vacilación. Les ordeno que a cualquiera que ponga
en duda desde este momento quién es el que sigue
mandando lo ejecuten por alta traición.
Mientras tanto, y hasta dentro de unos
días en que tome una decisión definitiva, Adriana,
mi fiel secretaria, queda nombrada cónsul
suplente en sustitución del anterior, fallecido
lamentablemente en el atentado. Ella junto con el
Al día siguiente.
-Señores -comenzó Adriana dirigiéndose
a todos los generales de Estado Mayor en el
Ministerio de Defensa-, creo que esta noche
ninguno de nosotros ha dormido. Donde menos se
ha descansado ha sido en el Hospital Ziegler. Los
generales Bert y Kulmann me han acompañado al
quirófano del Hospital y podrán confirmar lo que
les voy a decir.
El emperador Viniciano vive. Sólo hemos
podido salvar su cabeza. Su cabeza sin ningún
daño neuronal, está conectada a un sinfín de tubos
y aparatos, pero está perfectamente viva y
consciente. Eso sí, sufre un gran cansancio y un
terrible dolor de cabeza a consecuencia del golpe
de la caída por el atentado y por los fármacos que
le hemos suministrado.
La preservación con vida de una cabeza
sin cuerpo, es algo que todavía se halla en fase
experimental. Cada vez que se ha intentado
anteriormente, las cabezas no han pervivido más
47
general Schmaus y el general Nolding formarán la
tríada de gobierno de suplencia establecida para
estos casos. Nada más. He dicho.
La grabación finalizó.
-No sé que pensarán mis colegas -dijo el
general Durk levantándose-, pero prefiero seguir
obedeciendo al Emperador en estas circunstancias,
que afrontar una guerra civil. Además, el
juramento de fidelidad se lo dimos al Emperador y
éste vive, así que para mí la situación de trono
vacante está finalizada.
CAPITULO
XVI
3:30 de aquella noche
Hospital Ziegler
U
n médico y un técnico avanzaban hacia
los dos guardias que custodiaban la
entrada al quirófano donde se
encontraba la cabeza de Viniciano. Los
dos iban cubiertos de pies a cabeza con las
prendas verdes esterilizadas.
-Soy el doctor Beaumont -explicó el
médico ante el guardia mostrándole su tarjeta de
identificación- ha surgido un pequeño problema
con un aparato. Es una cosa sin importancia pero
hay que arreglarla ahora mismo.
-Muy bien, adelante -asintió finalmente el
guardia tocando el botón de apertura de la puerta-.
El médico y el técnico entraron. La
cabeza, que estaba durmiendo, con todos los tubos
semejaba un pulpo agarrado, aprisionado, en sus
extremidades por los aparatos que le circundaban.
El médico sacó de la bolsa del técnico una pistola
y comenzó a acoplarle el silenciador. El falso
médico y el falso técnico sabían que hasta el
amanecer del día siguiente el servicio de
seguridad no dispondría de la lista completa de
médicos de guardia que por la noche tenían que
entrar y salir de ese quirófano. El retraso había
sido culpa del ajetreado equipo médico que le
atendía que hasta bien tarde habían estado
dudando si era más conveniente trasladarlo al
Centro de Investigación Médica de la Universidad
de Frankfurt. La misma facción de senadores que
había intentado asesinarlo, iba a tratar ahora de
completar el trabajo fallido del día anterior.
El que iba vestido de médico no había
tardado ni cinco segundos en preparar el arma, sin
embargo, no sabía que en el segundo control que
habían pasado el agente al mando había decidido
telefonear para confirmar si era verdad que los
enviaba el HTA del hospital. Por eso, tres
segundos después de haber entrado, el falso
médico oyó tras de sí que la puerta mecánica se
El resto de generales asintieron, unos con
más entusiasmo, otros con menos. Alguno se
guardó de dar su asentimiento hasta que vio que
se iba a quedar solo. Al día siguiente, todos los
cuarteles amanecieron en paz, la guerra civil
estaba abortada, Adriana dio un gran suspiro de
descanso. El nuevo orden de Dagón seguía
adelante.
48
volvía a abrir. Sin volverse hacia la puerta a mirar
a quien entraba, el médico apresuradamente con
un movimiento instantáneo apuntó hacia la cabeza
y disparó. Un segundo después, el médico caía
acribillado por treinta disparos de la Guardia
Pretoriana.
controlados, pero no así las arterias meníngeas.
No podemos hurgar en el cerebro como si fuera el
intestino. No le oculto que si no logramos
estabilizar su situación en diez minutos vamos a
tener como mucho una vida vegetal en esa cabeza.
Poco después la Secretaria se dirigía a la
entrada de los quirófanos.
-Ustedes esperen aquí -ordenó Adriana a
los hombres del servicio de inteligencia al llegar
al umbral de la zona estéril de los quirófanos-,
ustedes síganme -e hizo una seña a los cuatro
misteriosos hombres que la acompañaban-.
-Perdone... -objetó el jefe médico-, pero
no pueden pasar así, tienen que revestirse de la
ropa aséptica.
-Ya no tenemos tiempo -respondió
Adriana penetrándole con los ojos.
A
driana, la omnipotente secretaria, dormía
en su ancha cama. La oscuridad en su
habitación era total. El teléfono de su
mesilla comenzó a sonar. Casi sin poder
despegar los ojos de sueño encendió la luz. Su
rostro se llenó de ira incontenible, agarró el
teléfono y, sin soltarlo, se incorporó sobre su
almohada.
-Perdone, ¿sabe usted que son las 3:40 de
la mañana? –ese fue el saludo furioso de Adriana.
Alguien iba a ser despedido al día siguiente,
pensó en medio de su sueño.
-A las 3:32 a.m. han atentado contra el
Emperador, le han pegado un disparo a la cabeza.
-¿¿Cóomoo?? -el grito de la dama se
debió escuchar en toda la mansión.
D
entro del quirófano la actividad era
frenética, los cuatro hombres que
acompañaban
a Adriana eran
sacerdotes de Dagón. Nada más llegar
comenzaron a abrir sus bolsas y a pintar un
pentáculo en el suelo, alrededor de la especie de
camilla donde reposaba la cabeza de Viniciano.
Los médicos se extrañaron, pero tras pedir
explicaciones a la poderosa secretaria siguieron
con su trabajo sin hacer preguntas. Los cuatro
dagonianos pusieron velas en las puntas del
pentáculo del suelo y comenzaron sus ritos...
Media hora después Adriana, acompañada
de diez agentes del servicio de inteligencia y
cuatro personas más, entraba en el vestíbulo del
hospital dirigiéndose hacia el quirófano donde
yacía el Emperador mientras el nervioso jefe
médico le explicaba el pronóstico.
-Señora Adriana, hemos tenido una gran
suerte porque debido a que el asesino fue
sorprendido de inmediato no pudo apuntar al
centro del cráneo, el resultado fue que la bala dio
en el blanco, pero sólo rozando el parietal
izquierdo y el temporal. Apenas llegó a afectar el
ala menor del esfenoides.
-¿Han estimado cuánta masa encefálica ha
perdido? -preguntó Adriana.
-Un 10% del tejido neuronal.
Adriana apretó los puños con rabia. Trató
de calmarse. Después, continuó:
-Hay pacientes que con esa pérdida no
han sufrido deterioros en sus actividades
mentales, ni en sus recuerdos, ni en su capacidad.
-Aunque otros sí que han quedado muy
disminuidos en sus funciones. Pero el mayor
problema ahora es que la hemorragia interna está
resultando incontrolable. Los senos venosos están
Aquella misma noche todos los generales
del Estado Mayor se enteraron de que un disparo
había impactado en la cabeza del Emperador.
Ninguno de ellos daba ya nada por la vida del
cerebro agonizante, sin embargo, ninguno de ellos
quiso dar ni un paso en ninguna dirección hasta
que oficialmente se les anunciara que el
Emperador había fallecido. Ninguno quería dar el
primer paso y ser acusado de traición. Ni una
bandera a media hasta, ni un comentario en
ningún medio de comunicación, sólo los generales
sabían. La noche se les hizo interminable, pero
nadie del Estado Mayor se movió.
Al día siguiente, Adriana les comunicó a
primera hora que el cerebro había sido salvado.
Aunque reconoció que hasta dentro de un par de
49
semanas no sería posible saber si sus facultades
habían quedado perturbadas.
Por supuesto la opinión pública lo que
entendió fue que el Emperador había realmente
muerto pero que lo que se trataba al decir que
vivía todavía, era de ganar tiempo para clarificar
el verdaderamente turbulento paisaje de la
sucesión.
CAPITULO
XVII
D
os semanas después, ante el estupor
universal el emperador Viniciano
apareció ante las cámaras de televisión.
El Senado en pleno fue a verle al
hospital. La visita fue retransmitida en directo a
todo el mundo. Nadie podía creerlo, pero allí
estaba la cabeza de Viniciano. Todos los tubos y
aparatos estaban ocultos o disimulados, de manera
que parecía que la cabeza reposaba directamente
sobre el centro de la gran caja-mesa que la
sostenía. Su aspecto, a excepción de la parte
donde recibió el disparo, era normal, si bien con
un color blanquecino enfermizo. Viniciano saludó
a los senadores y contestó a todas sus preguntas
con normalidad, aunque todavía con lentitud y
cansancio. Lentitud y cansancio que irían
desapareciendo en las semanas venideras.
En los meses siguientes todos los políticos
quedaron convencidos de que podía seguir dando
órdenes y supervisando el Imperio desde aquel
trono nunca visto. Después de haber hecho
trabajar concienzudamente a un equipo de 98
técnicos, el Emperador salió del hospital sobre un
nuevo ingenio cibernético. Todos los aparatos que
mantenían con vida a la cabeza habían sido
colocados en una gran caja de acero blindada de
dos metros por dos metros, y casi un metro de
altura. A esa caja se le había acoplado un
complejísimo sistema cibernético de movilidad.
De la caja salían 8 pies mecánicos como los de
una araña. El aspecto general de la cabeza, la caja
y los pies, era (sin pretenderlo) el de una
gigantesca araña. De esta forma, como dijeron
todos los titulares, el 3 de junio de 2208 salió el
Emperador de hospital “por su propio pie”4.
Del atentado surgieron dos consecuencias.
La primera fue un aumento de devotos en Dagón
pues la mayoría de la porción más ignorante de la
4
50
Ap 13, 3
población creyó que el Emperador había
realmente muerto, y que había sido Dagón el que
lo había devuelto a la vida. La segunda
consecuencia fue un aumento considerable de
poder para Viniciano, pues todas las facciones
senatoriales
comprendieron
durante
su
enfermedad que la ausencia del Emperador les
abocaba a la guerra civil.
parecía que la última emoción humana hubiera
desaparecido con el atentado-. Sentaos.
Adriana, no voy a volver a repetir los
errores del pasado. Nequo, ya estás al corriente de
que en los próximos meses Adriana tomará las
riendas de la vicepresidencia de Estados Unidos y
de Cónsul suplente del Imperio. Necesito que la
autoridad de mi número dos en el mando quede
desde ahora muy clara. No puedo arriesgarme a
que nuestra obra pueda hundirse si algún día falto.
Mi salud es buena, los médicos se muestran
optimistas. Pero no me engaño, hoy por hoy nadie
ha sobrevivido demasiados meses con carencia
absoluta de cuerpo. Si a la caja que tengo debajo
se le hubiera podido añadir mi hígado y un par de
órganos más, mi tiempo se hubiera alargado en
varios años. Ah... la prolongación del tiempo –y
cerró los ojos con pesar-. Sin embargo... no se
pudo hacer nada. Estoy dedicando billones y
billones del presupuesto imperial y de Estados
Unidos en investigación sobre este campo médico.
Pero... hasta ahora... nada. Hemos cortado la
cabeza de cientos de seres humanos clónicos, de
fetos, lo estamos intentando todo...
Pero el
mayor problema con el que me enfrento es que
esos experimentos sobre la degradación de
cabezas exentas comienzan ahora y no darán su
fruto hasta dentro de un año. No podemos acelerar
el tiempo. Y el tiempo pasa para esas cabezas,
pero también para la mía -los ojos de Viniciano se
enrasaron con lágrimas, aunque ninguna llegó a
caer.
Así que Adriana prepárate, el proximo 8
de octubre será tu juramento como vicepresidenta
de Estados Unidos. La sociedad por una de esas
irracionalidades que escapa a toda comprensión
desde hace varias generaciones se ha vuelto algo
más machista, así que tu trabajo no será fácil.
Tú, Nequo, como Sacerdote Supremo de
Dagón. Te encargo que pongas disciplina en el
Quinto Círculo
del Templo. Diles a esos
imprudentes que todavía no es tiempo de dar a
conocer el verdadero nombre de Dagón. La gente
no sabe qué es Satanás, pero por qué crearnos
problemas con unos cuantos profesores de
universidad cuando de momento podemos pasar
ese asunto inadvertido.
3 meses después.
E
l Emperador se hallaba en su despacho.
Un nuevo despacho en otra ala de
Palacio. El despacho era una inmensa sala
vacía de mobiliario. La sala era tan
grande porque al Emperador le gustaba moverse
de un lado a otro de la habitación. Otra de las
razones para el gran tamaño de la sala era porque
en una de las paredes había una pantalla de diez
metros de altura. A través de ella era informado
del estado del Imperio y a través de ella daba
continuamente órdenes. El sistema informático de
la pantalla, lo mismo que el ingenio cibernético
con el que se movía, obedecía a la voz de
Viniciano, de manera que no había necesidad de
teclear nada. La gran pantalla se subdividía en
otras muchas subpantallas, de forma que podía
mantener una conversación con un gobernador en
una subpantalla y al mismo tiempo en la
subpantalla de al lado leer los informes
económicos de esa provincia del Imperio.
La sala quería ser alegre, pero tenía un
aire tétrico, de tumba faraónica en el corazón de
una pirámide. Las paredes de color hormigón,
desnudas; la inmensa araña biónica con la cabeza
en el centro de la sala. Justo enfrente de la cabeza
cinco asientos para las visitas. Aunque aquello era
un despacho ya no había mesa, ya no tenía
utilidad ninguna. La tumba del faraón, así
denominaron aquel lugar algunos empresarios que
fueron a visitarle.
La puerta de la sala se abrió. Una hombre
y una mujer penetraron en la sala-despacho.
-Adriana, Nequo. Me alegro de veros de
nuevo -les saludó gélido el Emperador, hacía ya
tiempo en que Viniciano era frío con todos,
51
-Satanás, me ha dicho que nos demos
prisa -dijo Nequo-, que el tiempo que nos queda
es corto.
-Tú, Nequo –ordenó el Emperador
mirándole con fijeza-, recuerda que la futura
emperatriz será ella. Tu misión es formar a los
sucesivos emperadores y gobernantes inferiores
en los secretos de los Círculos de Dagón.
-El tiempo es breve -repitió Nequo.
CAPITULO
XVIII
L
a araña-emperador subió las gradas de
mármol. Abajo, detrás de él, el Senado en
pleno, a la izquierda en formación, en
posición de firmes, una representación de
los altos oficiales de los tres ejércitos de Tierra,
Mar y Aire, a la derecha los embajadores de todo
el mundo. Viniciano al llegar a la última grada se
volvió y con delectación miró desde lo alto a la
multitud.
-Ciudadanos y súbditos -sus palabras,
como toda la ceremonia, se estaban
retransmitiendo a todo el planeta y bases
espaciales en directo-. Hoy se celebra el 25
aniversario de la Pax Maxima. Desde los acuerdos
de ese lejano año, el mundo ha disfrutado de la
paz más larga de la historia. Hoy en el mundo,
podemos decir con orgullo que no hay ni un solo
conflicto armado, ¡ni uno sólo! Y no solo eso,
sino que incluso las dos superpotencias que
habían sido rivales, forcejeando durante casi un
siglo, pero sin arañarnos, hemos logrado alcanzar
este estado de armonía y buen entendimiento.
Hemos estado, durante casi una centuria, sacando
pecho la una frente a la otra, llegando a las manos
sólo en conflictos menores, regionales, pero
siempre con el miedo de la preponderancia de la
otra, siempre con el temor de que la otra avanzara
en el mapamundi. Todo eso es ya historia, es parte
del viejo orden, ahora constituimos una alianza.
Nunca la paz ha estado tan bien amarrada.
Muchos se quejan de que el poder del Emperador
sea tan fuerte, pero su fortaleza es la fortaleza de
los lazos que mantienen atado al dios de la guerra.
Sin una mano fuerte, el monstruo de la guerra no
hubiera podido ser sujetado. Ahora el mundo
conoce una prosperidad sin parangón en toda la
historia de la humanidad, porque nada favorece
tanto la economía como la estabilidad, como la
disolución de hasta las más pequeñas nubecillas
que pudieran enturbiar nuestro horizonte.
Prosperidad que es fruto del orden y la disciplina.
Ahora tengo tras de mí la estatua que conmemora
52
esta paz, la estatua que simboliza el poder
imperial, la imagen de la divinidad que nos ha
conducido a este punto.
Detrás de él, se elevaba una mole que
parecía tocar el cielo, cubierta con una especie de
colosal velo. Acabado el discurso y tras una gran
fanfarria de trompetas, comenzaron a cantar
trescientas voces del Coro de la Orquesta
Sinfónica de Londres el comienzo de Carmina
Burana. En ese momento el velo blanco comenzó
a caer, dejando al descubierto la estatua más
colosal del mundo. Junto a los más grandes
edificios se erigía descomunal esta imagen de
Dagón. No sólo era la estatua más grande del
planeta, sino que era veinte veces más grande que
la mayor levantada hasta aquella fecha: un
kilómetro de altura. Dagón tenía la forma de una
pantera negra antropomorfa sentada sobre sus
patas traseras y en posición rampante. Era una
especie de pantera con patas de oso y una boca
desproporcionadamente grande, como de león,
abierta amenazadoramente enseñando todos sus
dientes. La imagen era de un bellísimo mármol
negro. Sus dos patas delanteras estaban en alto
desafiadoras, pero otras dos pequeñas manos
salían de su pecho y sostenían sobre sus rodillas
una pequeña imagen de Viniciano vestido como
pontífice5.
Delante de ella comenzaron a quemar en
varios pebeteros grandes cantidades de incienso,
mientras a sus pies corría la sangre de las víctimas
de varios sacrificios. Un poco más abajo del
pedestal desfilaban con el paso de la oca las
orgullosas legiones del Imperio en medio de las
fanfarrias de trompetas.
La muchedumbre congregada gritaba
“HAIL” enardecida, mientras cientos de miles de
brazos se extendían y se alzaban saludando como
los antiguos romanos. Los estandartes militares
orgullosos corrían alineados pero como un río en
medio de un mar de cabezas.
Occidente se hundía en medio de la
oscuridad.
CAPITULO
XIX
Un mes después.
E
l
senador
Karl
Berger
entró
apresuradamente en su despacho y se
sentó delante de la pantalla de su
ordenador. Una rápida consulta a su
agenda y sus dedos teclearon un número. Unos
momentos después, aparecía en la pantalla su
viejo amigo Ku Lí, un político muy bien situado
en Tokio.
-Hombre, Ku, menos mal que te he
encontrado -le saludó rápidamente el senador.
-Vaya, hacía tiempo que nos veíamos.
-Siéntate porque lo que te voy a contar no
lo vas a creer.
El japonés se sentó con cara de extrañeza.
-Mira -continuó el senador-, ya sabrás que
desde hace cosa de un par de meses Roma está
dominada por la cónsul Adriana. El Emperador
poco a poco se ha ido retirando cada vez más a su
despacho mausoleo y dándole cada vez más
atribuciones a esa mujer.
-Sí, sí, lo sé. Estoy al corriente.
-Bueno, pues lo que te voy a decir te va a
dejar helado. Había una gran concentración de
servidores de Dagón en una explanada en las
afueras de Roma. Fueron cientos de miles de
fanáticos. En un momento dado, apareció ella
como sacerdotisa e imprecó a Dagón para que
hiciera bajar fuego del cielo6. Y... aunque no lo
creas bajó. Una tromba de fuego, como un tornado
de llamas descendió abrasando un pequeño
edificio cercano.
-Ja, ja, ¿no pretenderás que me trague esa
bola? Oye estás hablando con un político
profesional. ¿Desde cuándo los políticos tenemos
fama de haber nacido ayer?
-Yo por supuesto cuando me llamaron
para darme la noticia no me lo creí. Lo vi después,
5
6
Ap 13, 14
Ap 13, 13
53
en la televisión, en las noticias. Yo, en ese
momento, estaba convencido de que eran efectos
especiales. Estaba seguro de que el Régimen
estaba usando los medios para aunar al País con la
excusa de la religión. Sabes que siempre he sido
escéptico. Mi familia ha sido agnóstica de toda la
vida. Sin embargo, dos días después anunció que
lo volvería a hacer. Invitó a venir a todos los que
quisieran, por supuesto invitó a toda la flor y nata
de la Urbe, a todos los canales de televisión. Y
todos los científicos que quisieran podían llevarse
los aparatos que deseasen para hacer las
averiguaciones que les apeteciese. Es como si
dijeran: va a ocurrir un milagro ese día a tal hora.
Vengan los que quieran. Traigan lo que quieran
para comprobar la veracidad del milagro.
-¿Fuiste?
-Sí, yo fui uno de los que estaban ahí. Y
ante nuestros ojos.... ¡todos lo vimos! Mira, yo
no se si hay trucaje. Lo cierto, de lo que estoy
seguro, es de lo que vieron mis ojos: descendió
fuego del cielo. Lo vi con mis ojos.
-¿Cómo era?
-Era como una especie de tornado de
fuego descendió del cielo y abrasó un pedestal
donde le habían colocado varias reses como
sacrificio y unas cuantas personas que
voluntariamente se querían inmolar ante el nuevo
dios.
-¿¿Voluntariamente??
-¡Sí, sí! No te imaginas lo cambiada que
está la Urbe desde la última vez que viniste. Se ha
desatado una especie de histeria religiosa. Los
servidores de Dagón lo invaden todo. Pero espera,
que allí no acaba la cosa. Adriana en estos últimos
días está desplegando todo tipo de portentos. Ha
desarrollado poderes telekinéticos.
-¿Qué es eso?
-Mueve cosas sin tocarlas. Pero no sólo
telekinesia,
también
ha
curado
ciertas
enfermedades. Dolencias no muy serias, también
es verdad. Y en sus ritos provoca ciertos
fenómenos poltergeist7. Los senadores y generales
estamos aterrados porque estamos persuadidos de
que tiene un sexto sentido, una percepción
especial, que nos traspasa cuando vamos a
entrevistarnos con ella.
-Vamos, vamos, las cosas pueden estar
mal, pero yo creo que lo que pasa es que ha
logrado crear un clima obsesivo. Os estáis
obsesionando.
-Sí, tienes razón. Ya es difícil distinguir
mantener la cabeza fría en este ambiente tan
enrarecido.
-Oye, he oído hablar de que Adriana está
realizando profecías.
-Sí, es cierto. Además de lo que te he
dicho, ha realizado una serie de profecías que
hasta ahora se han cumplido. Y, encima, se
asegura que está realizando todo tipo de
maleficios. Varias de las últimas muertes las
profetizó, casi todos sus vaticinios versan sobre
ese tema macabro.
-¿A qué tema te refieres?
-El de los fallecimientos de personas
influyentes. Se dice que sus maleficios fueron la
causa de su muerte. ¡Créeme el ambiente aquí está
enloqueciendo por momentos!
-Tranquilízate, tranquilízate. Vente un par
de semanas a descansar a Tokio. Además, ahora
que ha acabado la guerra comercial entre la
República Europea y Japón incluso podrías
aprovechar para hacer unas cuantas visitas
oficiales.
-Lo voy a pensar. Esta bien, te volveré a
llamar.
-Oye, un consejo de amigo.
-Dime.
-No tengo ni idea de qué es lo que
pretende el Régimen diseñando, creando y
fomentando esta histeria religiosa. Tal vez aunar
voluntades alrededor del Cónsul Máximo o de la
que ya desde aquí vemos que se perfila como su
sucesora. Pero, en cualquier caso, no te dejes
contagiar de esta epidemia pseudomística. Mira,
aquí nuestro Gobierno ve este asunto con mucha
preocupación. Para aunar voluntades se puede
usar la ideología, el nacionalismo, la religión...
Detrás de estos movimientos de masas, siempre
hay alguna mente fría y calculadora, escéptica y
nada dada a misticismos, que usa todo eso para
lograr algo. Te aconsejo vivamente que te
ausentes de la Urbe durante unas semanas.
Después, cuando regreses lo verás todo con más
objetividad. La histeria religiosa es tan contagiosa
como una gripe. Yo creía que los políticos
7
Ap 13, 14
54
estábamos vacunados contra ella, pero oyéndote
veo que las cosas se han puesto muy feas allí.
Camináis hacia el poder absoluto con la excusa de
esas creencias en Dagón.
-Ya somos súbditos del poder absoluto de
la aristocracia económica desde hace mucho.
-Pues camináis hacia el absoluto poder del
poder absoluto.
-Ja, ja.
-En serio, vais hacia una concentración de
lo que ya estaba concentrado.
-Bueno, me pensaré lo de darme una
vuelta por Tokio. Necesito un descanso.
-Hazlo.
-Hasta la vista.
-Adiós.
CAPITULO
XX
A
adriana subió las gradas de mármol, a
los pies de la inmensa estatua de Dagón
había un altar. Sobre el altar tumbada
una persona atada de pies y manos.
Adriana recitó en alta voz unas oraciones, un
asistente le acercó un cuchillo ritual de plata.
Adriana elevó sus ojos hacia la estatua y después
lo hundió sin dudar en el pecho de la víctima.
Detrás de la sacerdotisa la multitud comenzó a
repetir mantras y a agitarse frenética.
Recientemente, una nueva ley permitía
que si alguien voluntariamente por escrito ante
notario, se ofrecía para un sacrificio humano
pudiera ser sacrificado en vez de los animales que
hasta entonces se ofrecían. Sin embargo, las
sentencias capitales públicas sólo podían seguir
ejecutándose en el Circo Máximo. La sangre de
aquella víctima se esparció en todas direcciones
por encima del ara de mármol blanco.
Sobre el pecho de Dagón había una
especie de amplia repisa. A ella se accedía desde
el interior de la estatua, hueca por dentro. Allí,
sobre aquella repisa, cinco sacerdotes de Dagón,
cada uno con un ánfora. Los sacerdotes vertieron
el contenido de las ánforas en una abertura en
forma de boca de león. Cada vasija contenía toda
la sangre de una víctima voluntaria. Toda aquella
ceremonia era inapreciable desde el suelo, tanta
era la distancia, pero aquella liturgia estaba
pensada para las cámaras de televisión que
enfocaban todos los detalles desde sus
privilegiadas posiciones.
-¡Señor de las Tinieblas -invocó Adriana a
los pies de la estatua-, infunde aliento en esta
imagen tuya!
Esta invocación fue repetida tres veces.
Después la repitieron los trescientos sacerdotes
congregados a los pies de aquella representación
de la divinidad. Finalmente, las masas gritaron la
petición una y otra vez, como una letanía, como
un fragor en aquella concentración que se
asemejaba estéticamente a las antiguas
55
concentraciones de Nuremberg en los tiempos del
nacionalsocialismo.
Ante el asombro de todos la estatua
emitió un gruñido. En la multitud se hizo un
silencio total, absoluto. Un nuevo gruñido todavía
más fuerte surgió de la estatua. Después silencio.
Finalmente, un terrible bramido puso los pelos de
punta a todos.
-M-i-i-s s-i-e-r-v-o-s -comenzó a hablar
pausadamente la horripilante bestia-, por fin
después de tantos milenios me puedo comunicar
directamente con vosotros, los humanos -la
imagen hablaba moviendo los labios y haciendo
terribles gesticulaciones con su rostro bestial-. Yo
soy vuestro dios. Adoradme porque va a dar
comienzo una nueva era -su voz era como de
serpiente, articulaba las palabras llenas de odio8.
Tras aquello la voz cesó y su rostro volvió
a quedar estático. La multitud respondió
enloquecida con un gran grito unánime de
entusiasmo. Toda la escena, así como los
sacrificios previos, habían sido retransmitidos por
televisión. Durante aquella jornada y las
siguientes, todos los noticiarios no hablarían de
otra cosa. Los reportajes, las entrevistas, los
programas especiales, no trataban de otro asunto.
En los días sucesivos, cuando se llevaban a cabo
los ritos pertinentes, la estatua hablaba. Todos los
científicos escépticos pudieron investigar el caso.
El resultado, al cabo de una semana, fue unánime.
No se podía explicar cómo, pero el mármol se
movía como si fueran los labios de la boca y el
rostro de una persona. El sonido era también
auténtico, y científicamente inexplicable. Después
del mensaje, el mármol negro volvía a ser mármol
inmóvil.
Al principio, los científicos desplazados
estaban seguros de que todo era un montaje.
Aquello tenía trampa. Pero pronto se dieron
cuenta de que el exterior de la estatua era mármol.
Una capa de mármol artificial que una vez
solidificado formaba una única pieza sin junturas,
sin uniones. Y lo comprobado era eso: que el
mármol se movía, que la piedra inanimada parecía
cobrar vida en sus intervenciones.
8
Los documentales y entrevistas se hacían eco de
que la humanidad había entrado en contacto con
otra dimensión. No había otro modo de explicar
todos aquellos hechos que iban más allá de la
naturaleza. En el siglo XX estuvo muy de moda la
idea de que seres de otros planetas estaban
entrando en contacto, ocultamente, con la
Humanidad. Lo que ahora, en el siglo XXIII,
había sucedido, decían, era que la Humanidad
había entrado en contacto con otra dimensión.
Una dimensión poblada de entidades superiores.
Dimensión en la que descollaba la entidad
conocida como Dagón. Todo el mundo quería
saber más sobre el tema. El hambre de ocultismo
se extendió por Occidente como una moda. La
imagen de Dagón hablaba seis veces cada
dieciséis días. Su mensaje era oído por todo el
planeta, pues se emitía en televisión. Todo tipo de
fenómenos paranormales se estaban produciendo
en muchas viviendas como consecuencia de las
prácticas espiritistas que se estaban realizando.
Cada día, aparecían en los platós de televisión
personas poseídas de espíritus pitónicos siendo
entrevistadas acerca de sus poderes. El Partido del
(Nuevo) Orden se extendía sobre todos los países
del planeta como una sociedad de iniciación
esotérica. La sociedad entera entraba en un loca
euforia de revolución, una revolución que venía
inspirada de otra dimensión y dada por seres
ultraterrenos.
Ap 13,15
56
condena por decreto del Santo Padre y los
cardenales le había valido un atentado y casi un
golpe de Estado, aunque éste último no llegara a
eclosionar. Ahora la sociedad estaba más
adoctrinada con las ideas dagonianas, pero aun así
se necesitaba algo que eclipsara ese malestar de
ciertos sectores, de muchas personas individuales
pero influyentes, por la persecución anticristiana,
algo que supusiese un revulsivo de la unidad
nacional. Y ese algo se lo iba a proporcionar
Adriana en los días siguientes, todo calculado y
decidido en un plan ideado hacía ya años.
CAPITULO
XXI
C
inco semanas después, la imagen de
Dagón comenzó a dar, durante diez días
seguidos, los más terribles mensajes
acerca de los cristianos. Se les acusaba
de las cosas más odiosas. Finalmente, amenazó
con espantosas enfermedades epidémicas,
catástrofes naturales y una sucesión de plagas si la
sociedad no tomaba medidas. La imagen de
Dagón no decía claramente qué había que hacer
con ellos. Sólo exhortaba repetidamente a que se
tomaran medidas, porque, de lo contrario, ellos
iban a acarrear la venida de un sinfín de
desgracias a todo el género humano.
El undécimo día después de que
empezaran aquellos mensajes de aviso contra
aquella secta minoritaria, en Estados Unidos y en
todo el territorio del Imperio se lanzó la orden de
encarcelamiento de todos los cristianos. El
Servicio de Seguridad General en SPOE y el FBI
en USA, recibieron el listado de todos los
nombres de ciudadanos bautizados, gracias a los
libros de bautismo confiscados meses antes. Los
archivos informáticos proporcionaron el domicilio
y lugar de trabajo de cada uno de ellos. Con
mucha antelación, cuidadosamente, se había
preparado esta operación. En el plazo de tres días
no debía quedar ni un sólo cristiano en libertad. El
ejército ayudó en esta ingente tarea de detener a
millones de personas en un término de tiempo tan
breve. Desde hacía varios meses, se llevaban
construyendo veinte gigantescos campos de
prisión en Eurasia y quince en territorio
americano. La masa de cristianos hubiera
colapsado el sistema de prisiones estatales, había
que preparar espacio para ellos.
Entre los encarcelados se contaban
intelectuales, militares, empresarios, familiares de
altos senadores. La medida causó un amplio
malestar en la sociedad, pero nadie se movió.
Viniciano y Adriana estaban forzando los
engranajes de la maquinaria, pero ésta resistía. La
última vez que Viniciano la había forzado con la
Tres días después.
Frontera de Canadá.
E
l horizonte completo estaba cubierto de
altos pinos nevados. Todo estaba
inmaculado y gélidamente blanco. A cada
kilómetro, una elevada torre metálica con
la rojiblanca bandera canadiense. Algunos
soldados con guerrera roja, pantalones negros y el
típico sombrero de ala redonda de la Policía
Montada, vigilaban con prismáticos, observando
cualquier objeto sospechoso. El silencio invernal,
aumentado por la nieve, era absoluto.
De repente, desde la frontera de Estados
Unidos, y casi a ras de suelo comenzaron a
aparecer en el aire unas pesadas naves negras
acorazadas. Hacían el ruido de helicópteros y se
movían como ellos. Primero aparecieron una
docena, después cientos. Todas las naves
atravesaron la línea fronteriza y se internaron en
territorio canadiense sin hacer caso de las torres
metálicas de vigilancia. En las torres, la actividad
era frenética, todas llamaban de inmediato al
Cuartel General del Ejército. Ninguna torre se
atrevió a hacer ningún disparo, pues semejante
ejército acorazado desde el aire los hubiera
aniquilado, pues con sus calibres era inútil atacar
las panzas de aquellos vehículos aéreos blindados.
Todavía estaban llamando cuando aplastando los
árboles aparecieron gigantescas máquinas
acorazadas terrestres, eran los AR-AD. Tenían el
aspecto de cuadrúpedos, su altura era de veinte
metros, avanzaban con gran lentitud, pues no en
vano eran los artefactos bélicos terrestres más
pesados del Ejército USA.
57
8 días después.
Senado Imperial.
Desde la cabeza del cuadrúpedo que iba al
frente de aquella columna de fuerzas terrestres, un
coronel miró, en la pantalla de su puesto de
control, las torres del sistema de fronteras
canadienses.
-El presidente Viniciano nos ha dicho que
ya no existirán fronteras a partir de ahora comentó fríamente. Sin dudarlo, ordenó abrir
fuego contra ellas, sus subordinados obedecieron.
De la cabeza y del cuerpo del ingenio acorazado
salieron ráfagas de rayos láser y pequeños misiles.
En cinco segundos, todas las torres que abarcaba
la vista estaban en el suelo en medio de las llamas.
Una treintena de pesados AR-AD cruzaron la
frontera, detrás de ellos iban miles de pequeños
vehículos trasportando las tropas de infantería.
Por encima de la columna terrestre, se veían aquí
y allí, moviéndose en el aire, inmensos dirigibles,
esféricos, pintados con grisáceoverdosos colores
militares.
-Nobles senadores -comenzó la cónsul
Adriana desde la tribuna-, la Guerra del Canadá
ha terminado el día de hoy a las 8:15 a.m. No les
voy a informar del desarrollo de los combates
porque les supongo completamente informados a
través de la televisión. El despliegue de
información de la CNN ha sido tan magnífico, que
yo casi ni me molestaba en leer los partes de
guerra -comentó con una sonrisa la cónsul-.
Canadá no esperaba el ataque pues pensó que
nuestros cruceros orbitales iban de paso hacia
Asia. Por otro lado la concentración de fuerzas
militares a 500 kms de la frontera de Canadá se le
anunció con semanas de antelación a ese país,
como maniobras conjuntas SPOE-USA.
Debo advertir a este noble senado con
pesar, que los consejeros de la Casa Blanca nos
aseguraron que el pueblo americano no
participaría en una guerra contra su país vecino.
Esa es la razón por la que hemos tenido que hacer
uso de nuestra infantería imperial, y sólo la mitad
de los aparatos eran de procedencia USA. Tengo
confianza en que el pueblo norteamericano con el
tiempo participará en nuestras campañas. Pero por
el momento tan sólo se tolera la existencia de un
Presidente con Poderes Especiales. Si imponemos
por la fuerza más cargas psicológicas a ese pueblo
tan orgulloso, habrá motines populares. La
confinación cristiana allí ha tenido más problemas
que en ningún otro sitio. Nuestra esperanza es que
el Partido del Orden prosiga infiltrándose poco a
poco en todos los estratos de la sociedad, hasta
minar esos obsoletos valores nacionales.
Canadá, aunque era miembro de la
Confederación, pasará a ser territorio imperial. De
momento gobernado bajo leyes militares.
Esperamos mucha oposición de parte de la
población, pero nuestros especialistas -y sonrió
mostrando sus dientes- harán un buen trabajo.
Además, en Canadá un 8% de la población ya
estaba adscrita al Partido del Orden Canadiense.
De allí sacaremos las élites gobernantes tras la
ocupación militar.
Esta campaña militar nos ha costado
quince billones de euros. O sea la mitad de los
beneficios semanales de nuestro monopolio
Un día antes, en el espacio exterior, cinco
inmensos cruceros orbitales del Ejercito Imperial
se habían colocado sobre la nación canadiense. Y
media hora antes de la invasión habían desplegado
centenares de miles de pequeños misiles. Los
misiles se mantenían estáticos en orbita
geoestacionaria a poca distancia de los cruceros.
Cada uno de ellos tenía fijada su diana en suelo
canadiense, objetivos que eran seguidos desde los
satélites espía. Diez minutos antes de la invasión
terrestre, centenares de miles de reactores se
encendieron, en la parte trasera de cada misil el
fuego del reactor fue pasando del amarillo débil al
rojo intenso, mientras cada proyectil se lanzaba
disparado a su objetivo. Las dianas: el Ministerio
de Defensa, bases del ejército, sistemas de
comunicaciones. Cinco minutos después, todos
los proyectiles caían de golpe, desatando un
infierno de fuego en todos los puntos militares
estratégicos dispersos por el país. Cuando las
tropas terrestres atravesaron la frontera, la guerra
estaba ya ganada.
58
telefónico. Hemos perdido mil hombres, el doble
que los accidentes de tráfico de un fin de semana.
Señores, me enorgullezco al comprobar que
nuestro formidable poder militar no se
corresponde en nada con la escasa proporción de
territorios planetarios que disponemos.
¡Larga vida al Emperador Viniciano!
HAIL -gritó extendiendo el brazo y poniendo fin
a su discurso.
Todos los senadores se pusieron en pie
gritando HAIL y correspondiendo a su saludo.
Estaban eufóricos de verdad. No se conquistaba
todos los días Canadá. Después vino el turno de
preguntas, el senador Durkheim se puso en pie y
desde su sitial preguntó:
-Cónsul, mi tatarabuelo, el general
Durkheim el Viejo, y mi bisabuelo lucharon por la
implantación del régimen imperial en la
desastrosa y anárquica etapa final de la
democracia en la Comunidad Europea. No
obstante, respetuosamente me gustaría preguntar
qué motivo nos ha llevado a conquistar ese
territorio de un pueblo libre.
Todos los senadores sintieron que se les
ponía la piel de gallina. Nadie se había atrevido a
tanto desde hacía años. Y aunque la mitad de
ellos, por lo menos, estaban de acuerdo con
aquellas venerables canas, eran conscientes de que
la libertad de palabra había desaparecido de aquel
hemiciclo hacía ya mucho. Nadie les había
limitado la palabra, ellos, cada uno, se habían
autoimpuesto esos límites.
-Senador -contestó condescendientemente
Adriana. Condescendiente por aquellas canas
venerables-, si usted es un creyente en Dagón, le
diré que la invasión se ha llevado a cabo para
obedecer las órdenes del dios que nos mandó
invadir Canadá. El nuevo orden debe extenderse
también sobre ellos. Si usted no es un dagoniano,
le diré que la campaña la hemos realizado para
poner fin a una nación que era muy contraria a los
intereses de nuestra República. Ha sido una mera
cuestión de evolución natural. El pez grande al
final se ha comido al pez pequeño que tantos
quebraderos de cabeza le daba. Quizá suene mal
esto de evolución natural. Pero sí, no hemos
hecho otra cosa que aplicar las leyes de Darwin.
Confío en que mi respuesta le haya satisfecho.
Adriana se sentó.
CAPITULO
XXII
E
l mismo senado imperial quedó
sorprendido cuando dieciocho días
después de la conquista de Canadá, las
tropas imperiales desde el mar invadían
Panamá, Guatemala y Nicaragua. Al acabar el
mes, toda Centroamérica era territorio imperial.
La Campaña Centroamericana había resultado tan
fácil como un desfile militar. La ocupación de la
resignada población fue sencilla, todo lo contrario
de la ocupación canadiense que llevaba ya miles
de muertos en la represión. La población europea
vivía una euforia semejante a la embriaguez.
Siempre habían sentido el orgullo de ser
ciudadanos del Estado Imperial, pero ahora les
parecía que si se les antojaba apoderarse de un
país sólo tenían que cogerlo. En la Urbe, fastuosos
desfiles triunfales al modo de los césares antiguos
eran celebrados por la grandes avenidas de la
Urbe y retransmitidos a toda la República y al
mundo entero.
59
-Sí
El funcionario se puso al lado de su amigo
en la fila, aunque fuera de ella, y fue andando a
su lado conforme la fila lentísimamente avanzaba.
-Encantado, no le había saludado –le dijo
a la mujer de su amigo- porque cuando le dejé en
Colombia todavía era soltero. No le había visto
desde hacía tantos años. Oye... -de pronto Juan se
puso muy serio- si estás aquí, significa que eres
cristiano.
-Pues sí. Pero no entiendo nada. Yo sólo
sé que hace un mes el gobierno de mi país nos
comunicó por televisión que a partir de ese
momento Colombia era una provincia del
Imperio. Se decía que el Presidente y el
vicepresidente habían sido fusilados. Los
ministros que quedaban hicieron aquel
comunicado conjunto. Éramos ya una provincia
de la República Europea. Nuestros anteriores
ministros advirtieron que cualquier resistencia era
inútil. Que nada iba a cambiar en el Pais, etc, etc.
Y efectivamente sólo cambiaron las banderas.
Sólo notamos que en las ciudades grandes se
podían ver acantonamientos de soldados
imperiales. Todo continuó igual. Pero he aquí que
hace unos días nos han detenido, a nosotros y a
más. Nos han metido en un barco y hemos
desembarcado en Francia. En el viaje, algunos de
los detenidos, gente que parecía ser importante,
nos han dicho que lo han hecho porque somos
cristianos. Pero eso no puede ser, ¿verdad?
-Me temo que en Colombia estabais muy
desinformados -le respondió con pena el
funcionario-. Aquí en Europa la persecución
cristiana comenzó hace meses. El ambiente es de
histeria colectiva. En este campo de
concentración, sólo hay cristianos. Cuando os
saludé dudé porque no vi en vuestra frente la
marca.
-¿La marca?
CAPITULO
XXIII
E
l inmenso tren llegó, detuvo sus máquinas
en la estación del campo de concentración
de Orleans. El tren monorail era grande
como un barco, tenía seis pisos de altura.
Al detenerse una docena de pasillos móviles se
desplegaron hasta acoplarse en las compuertas del
tren. Miles de personas cargadas con bultos
desalojaron en un minuto aquel gran vehículo de
transporte. A distintos niveles de altura, se
encontraban los andenes donde los recién llegados
fueron colocados en hileras mientras soldados los
iban identificando. Una vez identificados, eran
conducidos en una larga fila de fuera de la
estación.
José Pérez era un colombiano que
acababa de llegar de su país, su mujer y sus siete
hijos no se separaban de él cargados con unas
cuantas maletas.
Todos los recién llegados fueron
agrupados por los guardias en una larga fila.
Había pasado media hora, la fila avanzaba con
lentitud. José y su familia aguardaron con
paciencia.
-¡Hombre, José! -le saludó sorprendido un
funcionario del campo que pasaba por al lado.
-¡Juan, qué alegría!
-¿Pero qué haces aquí? -le preguntó el
funcionario.
-Eso digo yo. ¿Y tú?
Juan y José habían sido amigos desde la
infancia. Habían dejado de verse desde hacía diez
años, desde que Juan había marchado a Europa a
requerimiento de la empresa en la que trabajaba.
-Pues verás -le contestó el funcionario con
la alegría de encontrarse con el amigo-, el
Ministerio de Obras Públicas necesitaba técnicos
electricistas y hace unos meses hicieron una oferta
pública de trabajo con unas muy buenas
condiciones. Un tiempo después, me enviaron
aquí a encargarme de la electricidad, hay cien
electricistas sólo en este campo, es inmenso. Oh,
perdona, ¿ésta es tu familia?
-Mira hacia allí.
Al comienzo de la larga fila, varios
funcionarios acompañados de soldados iban
tatuando una T de color rojo en la frente de los
recién llegados tras comprobar sus papeles.
-Pero, pero... ¿cómo es posible? -se
preguntó boquiabierto José mirando a su mujer y
sus hijos.
60
-José -le dijo Juan poniéndole la mano en
el hombro-, ten confianza. Hay una orden de
confinamiento general de todos los cristianos.
Pero no te preocupes, el Emperador Viniciano no
es eterno. Morirá. Antes o después. Y, desde
luego, esta histeria de masas no puede prolongarse
mucho.
-Entonces ¿estamos aquí todos los
cristianos de Colombia? -preguntó José dejando
en el suelo la pesada maleta, ya comenzaba a estar
fatigado.
-Me imagino que sólo érais unos
centenares de miles. En todo el mundo hay sólo
4.000 millones de cristianos. En territorio imperial
3.000 millones.
-¿Y todos están ahora en campos de
concentración como éste?
-Sí, no sabes el inmenso problema
logístico que supone dar infraestructuras a 3.000
millones de personas. El campo de Orleans es uno
de los más grandes, encierra diez millones de
prisioneros.
-¡Increíble!.
-Eso sí, no se ofrece más que techo,
comida y letrinas. Nada más. Hemos hecho
cuentas, bueno, unos compañeros con los que
como las han hecho, y por turno tendréis que
esperar dos semanas a ducharos. ¿Ves esos
edificios?
Al fondo tras los muros se veían unas
inmensas moles cuadradas que se elevaban hasta
una altura de 50 pisos.
-Esos edificios –prosiguió- en su interior
no tienen más que inacabables dormitorios
comunes. Cada uno para mil personas, en literas
para seis, cada una casi pegada a la otra.
-¿Literas para seis? ¿Significa que la litera
se eleva hasta una sexta cama?
-Sí, sí. Por eso, nada más entrar, coge una
de las de abajo.
-En todos esos edificios no hay más que
dormitorios, pasillos y letrinas. Una vez que se os
asigne un dormitorio, ya no saldréis, en el mismo
dormitorio tendréis que comer y pasear. Para
pasear por el dormitorio, tendréis que hacer
turnos, si todos bajáis de las literas parecerá un
vagón de metro. No hay ventanas en los
dormitorios, ni más luz que la artificial. Sin
embargo, el sistema de ventilación para la
renovación del aire en el interior del edificio es
muy bueno.
Créeme, se ha hecho todo lo más barato
posible. Nosotros los funcionarios llamamos a
esas moles la Biblioteca, porque allí en las literas
estás archivados como los libros. Ni siquiera se
han pintado las paredes, todo es hormigón
desnudo. Tampoco hay calefacción.
-No puede ser posible debo estar soñando
-dijo desesperado José poniéndose la mano en la
cabeza.
-¿No hay nadie ante quien podamos
interponer un recurso? -preguntó la esposa de
José-. La República Europea es una democracia,
hay tribunales.
-Ja, ja -el funcionario fingió una risa
desganada-. La República ha mantenido todas sus
instituciones. Pero en ella hay un gigante: el
Emperador. Y los emperadores hace generaciones
que se han dado poderes constitucionales
prácticamente omnímodos. Por otro lado...
Un soldado se acercó por detrás al
funcionario.
-Eh, tú, ¿qué haces hablando tanto rato
con el prisionero?
-Nada, nada, ya me marchaba -y el
funcionario se marchó sin despedirse de su amigo.
Una hora después, José, ya separado de su
familia, y con la T tatuada en su frente cargaba su
pesada maleta en la fila que iba subiendo por las
interminables escaleras del edificio-prisión. Todo
era hormigón como le había dicho Juan. Los
prisioneros llevaban subiendo por aquella escalera
desde hacía un cuarto de hora, descansando cada
varios pisos. Al llegar al piso designado, la larga
hilera de presos anduvo durante cinco minutos por
un recto pasillo hasta llegar a su dormitorio. Juan
no había exagerado, todo era tal cual le advirtió.
Cuando dejaron solos e instalados a los
prisioneros todos se saludaron y compartieron sus
interrogantes. Los mil reclusos del dormitorio
eran colombianos. La compuerta de salida del
dormitorio era redonda, como la de una caja
fuerte, sólo que menos gruesa. El impacto al
cerrarse retumbó en todos los oídos.
Por los pasillos del edificio-prisión
volvían de hacer su trabajo cuatro fontaneros.
Cargados con sus bolsas de trabajo observaron a
61
los soldados cerrar la pesada compuerta metálica
del dormitorio y girar la rueda central que movía
los cierres internos de aquel portón.
-Qué barbaridad -comentó uno de los
fontaneros al otro-, otros mil más.
-Sí, tu estás aquí recién llegado pero ya te
acostumbrarás.
-Eh!, so golfo, me has dicho que eras de
Chile, ¿verdad?
-Sí.
¿Por
qué
hay
tantos
hispanoamericanos trabajando como técnicos en
este lugar?
-¡El señorito se sorprende de ver tantos
congéneres suyos en este rincón! -comentó
sarcástico volviéndose a mirar a los dos
fontaneros que les seguían detrás, a un metro-.
Mira, pollo, construir prisiones para 3.000
millones de personas ha requerido buscar mano de
obra cualificada en todas partes. Si la hubieran
buscado sólo en Europa hubiera elevado tanto los
salarios que hubiera hundido la previsión de la
inflación del gobierno. Soy un poco obtuso pero
mis neuronas llegan calibrar eso –comentó
satisfecho de demostrar que podía hacer algo más
que colocar tuercas.
-Oye, veo que entre los guardias hay unos
vestidos de marrón y otros de negro.
-Los de marrón son soldados de
infantería, los de negro, tan elegantes, son agentes
de las HH.AA. Forman dentro del Ejército una
división especial, hay muy pocos, son agentes del
Partido, adoctrinados... -hizo un gesto con la
mano como si dijera “si yo te contase”-. Forman
un grupo aparte. La política del Gobierno es que
las HH.AA. con el tiempo se hagan cargo
totalmente de la gestión y vigilancia de estos
edificios-prisión. Mientras tanto ellos se encargan
de los trabajos que puedan causar más
repugnancia... moral al ejército.
-He oído que los prisioneros pueden
quedar en libertad si quieren.
-Sí, si apostatan de su Mesías y adoran a
Dagón quedan en libertad. Pero una vez que han
entrado aquí, no es totalmente cierto que los dejen
en la calle. Eso les dicen, pero van a campos de
reeducación, por los menos unos años.
-Todo esto es una locura
-Sí, es una cosa de locos. Pero no te
pierdas lo que hacen estos popistas.
-¿Popistas?
-Sí, así se llaman estos fanáticos, los más
dementes del mundo. Su nombre viene de que
adoran a un hombre como si fuera un dios, un
hombre que tenía que vivir en Roma, además, no
dejan a sus hijos disfrutar de la vida, no les dejan
comer durante varios días, casi todo es pecado, se
disciplinan con látigos. Es la comedura de coco
más terrible que ha habido sobre la tierra. Incluso
practican la antropofagia. Lo que te digo: están
mal de la bola. Pero bastaría con haberlos
esterilizado a todos. Sólo a un emperador loco
como éste, loco por la religión, se le ha ocurrido
cortar por lo sano. Mejor para nosotros, menudo
sueldo.
-He visto en el sector A2 de este edificio
dormitorios llenos de monjas, monjas de todos los
hábitos. Y otros dormitorios llenos de curas y
religiosos. Yo me pregunto... por qué Viniciano
no ha encargado simplemente que los maten.
-Eso está muy claro -continuó con
satisfacción el veterano que, ante el recién
llegado, se sentía docto como pocas veces-,
Viniciano es un emperador fuerte, puede estar mal
de la olla, puede faltarle un tornillo, pero tiene
todas las riendas del poder bien cogidas. De
hecho, cuando unos cuantos de los que estaban
cerca de él quisieron dar un golpe de estado no se
arriesgaron a hacerlo sin quitarlo de en medio.
Después del atentado, todavía ha fortalecido más
su posición. Sin embargo, el asesinato de tantos
millones de personas era algo a lo que no se
atrevía. La opinión popular, los militares podían
ponérsele en contra. Su familia es dueña de buena
parte de las acciones de todos los grandes grupos
de medios de comunicación, pero sabe que, de
momento, a tanto no puede llegar, o por lo menos
que es arriesgado hacerlo. Incluso un amigo mío,
que es una gran cabeza, un cráneo privilegiado,
me ha dicho que puede que la guerra la haya
comenzado para que la opinión pública esté
centrada en otros temas para el día en que
comience a hacerlo.
De momento, esto que ves, es lo que hay.
De todas maneras, haya lo que haya, acerca de
estos campos de prisión sólo llega al exterior la
visión oficial que él quiere que llegue.
¡Ah, si se conociera todo esto! Has de
saber -y puso voz de confidencia-. Que a los
62
prisioneros del sector A30 los usan como
conejillos de indias para experimentar los
fármacos antes de sacarlos al mercado. Y no sólo
eso, las HH.AA. están haciendo todo tipo de
experimentos biológicos y psicológicos con ellos.
-¿Psicológicos?
-Lo que oyes. Por ejemplo, el servicio de
inteligencia
tenía
interés
en
probar
exhaustivamente como se puede sacar un secreto a
una persona. Ellos saben que los popistas por nada
quieren blasfemar de su Mesías. Pues allí los
tienes, erre que erre, buscando, experimentando.
El método que les haga no poder resistir más a
estos fanáticos, será lo que hará que un agente
enemigo cante los secretos.
Al fontanero chileno, al escuchar aquello,
sintió un escalofrío. Y echó una mirada a las
compuertas cerradas a cal y canto que se perdían a
lo largo del corredor por el que iban. De una de
esas compuertas, oyó un cántico lejano, al otro
lado, en el interior, cientos de voces entonaban el
canto “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a
la casa del Señor”. A través de los muros, se
percibió claramente en el dormitorio contiguo, y
también los del dormitorio adyacente comenzaron
a cantar. No habían caminado veinte pasos los
fontaneros, cuando desde todas las compuertas del
pasillo, más de cien metros de longitud, se
escuchaba ese cántico. Los fontaneros se alejaron
dejando la música detrás de ellos.
por el centro de la amplia Avenida de los Césares
en medio del foro de la Urbe9. La masa de gente a
los lados los vitoreaba formando una
ininterrumpida cascada de sonido. El desfile era
todo un espectáculo, decenas de miles de hombres
al paso de la oca, unidades ligeras acorazadas,
vehículos aéreos, por encima de sus cabezas,
también desfilando. Flores, bandas militares
tocando marchas marciales coloridas y orgullosas.
No era para menos. El Senado y el Pueblo
de Europa habían conquistado una tercera parte de
Africa. La otra tercera parte del Continente Negro
ya pertenecía a la República Europea desde hacía
tres generaciones. Las legiones también
avanzaban a buen ritmo por el continente
americano. Los generales, especialistas de la
guerra, estaban haciendo muy bien su trabajo.
Una hora después, finalizados los actos
oficiales, Adriana con su bellísimo vestido blanco
entró en el despacho del Emperador seguida por
cinco generales y el Director General de la CIA
acompañado de su colega del Servicio de
Inteligencia de SPOE. El color de la cabeza de
Viniciano era cada vez más artificial, más
mórbido,
más
enfermizo.
Claramente,
indisimulables, ya aparecían unas pronunciadas
ojeras.
-Enhorabuena, Adriana -le saludó con
mortecina lentitud y fatiga el Emperador.
-Gracias, Alteza.
-Enhorabuena a todos.
Los generales y los dos civiles dieron un
taconazo y le saludaron con el brazo alzado.
-Señores -continuó el Emperador-, el
tiempo se me acaba, por eso quiero dejarlo todo
bien atado para cuando falte. La sucesión de
Adriana ya no plantea ningún problema. Ella es
quien ha dirigido todas las campañas, el Bellum
Americanum y el Africanum. Y lo ha hecho con
diestra inflexible pero siempre, ¡siempre!, con
prudencia. País a país hemos engullido todo. Sólo
hemos hecho la guerra a dos países
simultáneamente cuando nos han obligado a ello.
Podíamos haber atacado todo un continente de
una sola vez. Pero en fin... lentitud a cambio de
CAPITULO
XXIV
Un año después
A
driana cabalgaba un bello corcel blanco.
La sien coronada de laureles, cabalgaba
con firmeza, con su vestido amplio,
abundante en pliegues, muy blanco y
sedoso que caía hacia atrás, sobre la grupa del
animal. Delante de ella, una cohorte de
estandartes y de águilas de oro, detrás de ella,
cinco legiones sardaunkers desfilaban gloriosas
9
Ap 6, 2
63
seguridad. No obstante, es tiempo lo que a mí me
falta –aquellos ojos sin brillo miraron hacia el
techo, hacia lo lejos, como adentrándose en
personales anhelos que ya para siempre quedarían
insatisfechos.
Bueno... han de saber que este modo de
actuar no podrá seguir así.
Viniciano dijo aquellos porque los
servicios de inteligencia le habían advertido que
los políticos de la Unión Asiática se habían dado
cuenta que de seguir ellos inactivos, al final la
frontera de SPOE iba a lindar con la suya. Los
generales de SPOE sabían que los ocho países de
la Unión asiática (y especialmente Corea, China y
Japón) eran unos rivales muy poderosos.
Sin embargo, la Unión Asiática desde
hacía un año había estado creando una red de
infiltración para lograr la desintegración del
Imperio. Estaba armando a grupos disidentes de
los Estados Unidos y promoviendo la democracia
en varias zonas de Europa. A favor de la alianza
SPOE-USA estaba el hecho de que el Partido del
Orden era fuerte en Japón y China. Los creyentes
en Dagón serán una buena quinta columna.
Todo esto lo sabían bien los allí presentes
en el despacho del Emperador. Durante una hora
discutieron las directrices generales que seguiría
el Imperio para afrontar ese ineludible problema.
El Imperio no debía tener prisa. La política de
rearmamento, el almacenamiento de más stocks
militares, debía ser una política continuada
durante varios años. Después de aquella larga
reunión, acabó diciendo:
-La táctica que vamos a usar en este caso
va a ser armar fuertemente a Tailandia y Birmania
–países que mantenían endémico enfrentamiento
con China y Corea-. Pues bien, les vamos a
suministrar más material del que nunca han
imaginado. Incluso les vamos a dar misiles BV1.
Así que estas son las líneas maestras que dispongo
para los próximos dos años. Las últimas líneas
maestras. Yo ya no viviré para cuando nuestras
legiones entren triunfantes en Pekín y Tokio. Qué
no hubiera dado por ver nuestras banderas ondear
en el centro de esas capitales. Pero... he de ser
realista. Pueden retirarse.
Todos le saludaron militarmente y
volvieron a dejarlo en soledad.
64
impulso y se colocó entero encima del ara10. La
araña mecánica estaba sobre el ancho altar
renacentista. El Emperador miró a todos desde lo
alto, sin prisas. Después, recorrió con los ojos
todo el templo, su bóveda, la Trasverberación de
Bernini con las cabezas de Santa Teresa y el ángel
arrancadas, las imágenes habían sido profanadas,
los mosaicos de las pechinas ennegrecidos por
hogueras. No decía nada, estaba haciendo historia,
su mera presencia allí ya era, desde ese momento,
una página de la historia.
-¡Servidores de Dagón -gritó el
Emperador desde encima del altar en cuanto le
acercaron un micrófono-, cuánto tiempo hace que
he esperado este momento! ¡Cuántos de nuestros
predecesores en la historia quisieron ver este
momento! La abominación de la desolación.
El dios hebreo ha sido vencido, hemos
roto el ciclo de las profecías bíblicas, presenciáis
el inicio de una nueva era. Desde hoy, hay un
antes y un después. Este después ha acabado
definitivamente con el antes. Este momento fue
profetizado por muchas de las páginas que para
ellos fueron textos sagrados. Pero a lo que no se
atrevieron esas profecías era a explicarles, a
describir en toda su profundidad, hasta qué punto
la desolación iba a ser irreversible. Porque, si se lo
hubiesen revelado, hubieran comprendido hasta
qué punto las profecías finales eran de tal
intensidad que anulaban las precedentes. Sus
profetas atisbaron, divisaron, este momento, pero
no se atrevieron a consignarlo en toda su
radicalidad.
Nada más.
El Emperador descendió con precaución y
se retiró a Palacio seguido de su séquito. Detrás de
él, sobre el altar colocaban una imagen de oro de
Dagón. En menos de un minuto, sus sacerdotes
comenzarían sus ritos de execración del lugar.
Acabados los ritos las Puertas de Bronce de la
entrada de la Basílica se cerrarían definitivamente
para nunca más ser abiertas.
CAPITULO
XXV
3 de octubre
año 2209
Plaza de San Pedro.
L
a nave Imperatrix apareció en el aire
escoltada de aeronaves del ejército.
Mientras
la
escolta
permanecía
suspendida en el aire, la nave del
Emperador descendió verticalmente en el centro
de la Plaza de San Pedro. Al salir la cabeza de
Viniciano sobre el ingenio arácnido, resonaron las
músicas de las bandas. Nada más abandonar la
rampa de la nave pasó revista a las tres cohortes
de soldados formados en la plaza. El ingenio
arácnido pasaba revista seguido de diez fornidos
miembros de su guardia pretoriana. Las corazas
antibalas, sus capas negras de los pretorianos, su
aspecto pesado y corpulento contrastaban con la
vestimenta, propia de ejecutivos, de los secretarios
de Estado que seguían al Cónsul Máximo. Trajes
oscuros de burócratas, rodeando a un par de togas.
Vista desde el aire, aquella recepción en la plaza
era un bello espectáculo.
Después, Viniciano, seguido de todo el
séquito, subió las escaleras hacia la Basílica. Junto
a la puerta le esperaban vestidos completamente
de negro la cúpula de los sacerdotes de Dagón.
Saludó uno a uno a los sacerdotes, estos
correspondían con una inclinación. Después,
Viniciano entró en la Basílica, todos los bancos
estaban llenos de servidores de Dagón. El
Emperador avanzó hacia el interior del templo
seguido ya sólo de sus acompañantes más
distinguidos. Al llegar al centro de la iglesia, sus
pesados pies mecánicos comenzaron a subir los
nueve escalones del presbiterio del Altar de la
Confesión. Subidos los escalones, los pies
mecánicos se alzaron hasta ponerse sobre el ara.
El mecanismo de los cuatro pies delanteros hizo
que se alargaran hasta sujetarse en el borde
delantero del altar. El ingenio cibernético dio un
10
65
II Tes 2, 4.
no era lluvia... aquella lluvia fina era como muy
oscura y densa. Pronto, al apreciar las gotas que
caían sobre el cristal, se percataron de que era
sangre lo que estaba lloviendo del cielo (*11).
Aquel fenómeno duró tres minutos. Una
vez que acabó todo fueron continuas llamadas al
despacho de la cónsul. Los escasos incendios
urbanos fueron sofocados sin demasiados
problemas. No así en los bosques.
Aquel tipo de pedrisco siguió lloviendo
durante varias semanas, de modo siempre muy
localizado. Pero ese tipo de lluvia provocaba
pequeños incendios en todas partes en las regiones
boscosas. Eran tantos los incendios, en tantos
frentes, que, para cuando acabó aquella insólita
racha de pedrisco, una tercera parte de la masa
forestal había desaparecido con las llamas.
CAPITULO
XXVI
20 de octubre
año 2209
A
driana estaba en su propio despacho.
Detrás de ella había una gran vidriera de
arcos de piedra que ocupaba toda la
pared. La parte inferior de la vidriera era
de cristal trasparente que dejaba ver una extensa y
fabulosa vista de los rascacielos de Roma. Al
lado de su mesa había un bellísimo doberman de
color rojo y azul turquesa, su lomo era más largo
que el de sus ancestros naturales y tenía seis patas.
Un carísimo espécimen de ingeniería genética.
Al despacho entraron cinco hombres del
Partido enfundados en los negros uniformes de las
HH.AA. Eran los más altos cargos de esa división
especial. Saludaron enérgicamente con el brazo en
alto y tomaron asiento.
-Señores -dijo tras unos breves saludos de
cortesía-, han de saber que he recibido
instrucciones del Emperador de que en el plazo de
una semana se encarguen ustedes de la represión
en Argentina, Chile y los países del centro de
Africa. No se anden con contemplaciones. Si
tenemos la tierra con gente, bien. Si tenemos sólo
la tierra, ya la colonizaremos. No podemos
destinar grandes recursos humanos a la vigilancia
de zonas tan amplias. Por eso recuerden, muerto el
perro, muerta la rabia. No queremos tener varios
Vietnam. Lugar donde suceda algo, apliquen el
cauterio sin que les tiemble la mano. Ya conocen
lo que era la decimatio que los antiguos romanos
usaban en el ámbito militar. Ya saben que...
-¡¡Adriana!! -gritó uno de los militares
poniéndose en pié y señalando con el brazo hacia
el ventanal-.
La cónsul se volvió con un movimiento
felino. No podía creerlo. Desde el cielo estaba
cayendo pedrisco, pero pedrisco con fuego. Cada
pedrusco de hielo, aunque pareciera increíble,
estaba ardiendo. Los seis se acercaron al cristal en
silencio. Al mismo tiempo, estaba lloviendo. Pero
CAPITULO
XXVII
2 meses después
A
driana entró sola en el despacho del
Emperador. La cabeza de Viniciano aun
se encontraba en un estado peor. Los
amplios
ventanales
rectangulares
situados en lo alto de aquella sala, casi en el techo,
aparecían cubiertos por telas oscuras. La luz
natural cada vez molestaba más a los debilitados
ojos de Viniciano. Cada vez pasaba más tiempo
con los párpados cerrados, cada vez pasaba más
tiempo durmiendo, somnolienta.
-Alteza.
-Bienvenida, Adriana -la voz del
emperador tenía una mortal lentitud.
-Traigo malas noticias, Emperador.
Viniciano la miró en silencio.
-Se han agudizado los conflictos armados
-prosiguió Adriana- en Brasil, Chile, Guinea y en
nuestras dos provincias asiáticas. No estamos
luchando contra una guerra de guerrillas, bueno,
11 Ap 8,7
66
no sólo eso, quiero decir. Se trata de verdaderas
fuerzas uniformadas y de verdaderas batallas.
-¿Cómo es posible?
-Claramente la mano de Pekín y Tokio
está detrás. Esos conflictos regionales se han
hecho más graves, otros muchos pequeños focos
están surgiendo, los servicios secretos orientales
están detrás. Actuando a través de naturales de
cada lugar, pero organizándolo todo.
-Bien... no tengo instrucciones que dar al
respecto. Que mis generales se ocupen del asunto.
Es una labor para especialistas. De todas formas,
no hay mal que por bien no venga, esta situación
de alboroto es ya suficiente para que podamos
poner en marcha nuestro plan Terminum.
-Sí, una situación casi bélica es la mejor
para que si sale en los medios de comunicación
nadie le preste demasiada atención.
-Que comience la ejecución de los
popistas el 13 de mayo.
-Los técnicos nos dicen que podemos
acabar con un millón de cristianos al día. Serían
300 millones en un año. Hay 3.000 millones,
necesitaremos diez años.
-Bien... –masculló-, no es mal ritmo –
Viniciano masculló más cosas entre dientes-.
Recuerda que tiene que ser un holocausto. No
debe quedar nada de ellos.
-Sí, sí. De todas maneras su deseo de que
sean incinerados es demasiado costoso. Costoso
en dinero y en tiempo, todos los campos a pleno
rendimiento no podrían al día acabar ni con una
décima parte de la cifra anterior.
-¿Entonces?¿Qué sugieren los expertos?
-El equipo de expertos nos dicen que lo
más limpio y rápido es el ácido pluteico. Lo
podemos producir en cantidades industriales. Es
barato y no dejará ni un solo residuo. En este
disquete le explicamos el modo en que serán
introducidos en las cubas.
-¡Tienen que ser introducidos vivos!
Quiero que sea un holocausto conocido por la
víctima.
-Sí, sí. Los prisioneros serán atados a una
cinta trasportadora. Al final del trayecto verán que
van a ser sumergidos. En fin... yo creo que se
ajusta a las directrices que nos ha indicado... en
anteriores ocasiones.
-Bueno, pero en el campo de
concentración de Roma quiero que por lo menos
haya un horno crematorio con fuego real. Y que se
los introduzca vivos en ese fuego.
-Así se hará.
La cónsul guardó un momento de
silencio, como si no quisiera dar más fastidio al
Emperador. Después tomó fuerzas y prosiguió.
-Tengo una mala noticia más.
La cabeza levantó completamente los
párpados.
-Nuestros científicos -dijo en voz baja
Adriana- han descubierto un asteroide. Todavía no
se ponen de acuerdo alrededor de qué planeta
gravitaba. Lo cierto es que se ha salido de su
órbita. Y su curso de colisión hacia el sol cae
justamente en la trayectoria elíptica de nuestro
planeta. Caerá sobre la Tierra dentro de dos días.
67
CAPITULO
XXVIII
D
iez días después, la mancha de sangre
alcanzó su máxima extensión: una
tercera parte de la superficie de los
mares (*12). A partir de allí no siguió
su extensión se detuvo. Sin embargo, el problema
fue que comenzó a pudrirse. Era un foco de
putrefacción de todas las aguas. El plancton
debajo de la marea roja moría por falta de luz
solar. Los peces murieron días después. La
mancha roja fue disolviéndose al ritmo de su
putrefacción. El mar entero, lleno de coágulos y
pescados muertos flotando, era el mayor
pudridero jamás imaginado. Los biólogos
aseguraron que todas esas toneladas de materia
corrompiéndose flotando no desparecerían
absorbidas por los ritmos naturales hasta al menos
un año.
E
l asteroide cayó finalmente sobre el
planeta, concretamente en medio del
Océano Indico. Y aunque perdió buena
parte de su masa en la fricción con la
atmósfera, la ola que provocó asoló todas las
costas cercanas.
-Buenas tardes -saludó el locutor de
televisión en las noticias-, parece increíble, pero
después que hace una semana cayera el asteroide
Robert, les dijimos que en el lugar del océano
donde cayó el asteroide apareció una gran mancha
de sangre. La mancha sangre contaba con varios
kilómetros de longitud. Al día siguiente se fue
extendiendo según la circulación de las corrientes
marinas. Pues bien, hoy, la mancha sigue
extendiéndose y dilatándose.
Tras ofrecer todo tipo de imágenes,
presentaron en el noticiario al profesor William
Hughes de la Universidad Metropolitana de Los
Ángeles.
-Bien -dijo el experto-, la sangre está sólo
en la superficie del agua, en la capa superior. Es
una capa que varía entre una medía que va de los
cuatro milímetros a los ocho. Raro es el trecho en
que pasa del centímetro. Pero eso sí, en un día
cubre ya 1/12 parte de todos los mares adyacentes
al Indico.
-Profesor, ¿de dónde viene esa sangre?
-Eso es lo que puedo contestar con mayor
seguridad: no tenemos ni idea.
-Hemos preguntado antes de empezar el
programa a astrónomos, químicos, biólogos...
todos mostraban su perplejidad. ¿Puede usted
añadir algo?
-Un asteroide es pura roca, componentes
químicos de lo más simples. Sin embargo, lo que
hemos analizado, recogido del mar, es sangre.
Auténtica sangre.
-¿Sangre humana?
-Efectivamente.
Los
análisis
son
inequívocos.
CAPITULO
XXIX
24 de noviembre
año 2209
Jerusalén.
L
as cámaras de televisión enfocaban a dos
hombres subidos a un estrado en medio
de una plaza. Los dos ancianos hablaban
a la abigarrada multitud de judíos que
llenaba hasta el último hueco de la plaza.
-Detrás de mí, allá en el centro -dijo la
enviada especial de la televisión a la cámara que
le grababa- están, como todos los días a esta hora,
los dos hombres13 que traen de cabeza al gobierno
de Israel y han atraído la atención de los
periodistas del mundo entero.
¿Qué es lo que dicen? Muy sencillo, les
dicen a sus compatriotas judíos que un Mesías de
12 Ap 8,8
13
Ap 11,3
68
la antigüedad, llamado Jesucristo, aquel en el que
creen los popistas, era el verdadero Mesías que
llevan esperando 4200 años. Este es el sencillo
mensaje que está provocando una auténtica
histeria colectiva en los millones de judíos
esparcidos por todo el mundo. Estos dos
iluminados afirman, también, que la Iglesia
Católica es el Nuevo Israel. Un Nuevo Israel en el
que ellos, los judíos, deben ser injertados otra vez.
Estos dos hombres dicen ser Enoc y Elías. Dos
hombres que, según su versión, fueron
trasportados por Dios fuera de este mundo hace
miles de años para ser devueltos a esta época. Su
misión sería convertir al pueblo judío a la
auténtica fe que esperaron sus padres. Esa,
siempre según ellos, auténtica fe que esperaron
sus padres sería una Nueva Alianza cuya
depositaria sería la proscrita Iglesia Católica.
Por supuesto este mensaje sería
intolerable para las autoridades en la República
Europea, pero Israel es un Estado independiente.
De todas maneras, si sólo hubiera sucedido lo que
les hemos contado apenas hubieran estos dos
visionarios llamado la atención de los periodistas,
en esta época en que los visionarios brotan como
hongos. Pero ciertos sucesos, de momento
inexplicables, han hecho de esta pareja un caso
especial.
Cuando estos dos ancianos llegaron a
Jerusalén eran dos desconocidos. Lo primero que
hicieron fue dirigirse a la explanada del Templo.
Allí, tras llorar un buen rato, comenzaron a
predicar. Nadie les hizo caso. Pero día tras día
volvieron a predicar, en el mismo sitio a la misma
hora. Y, después, el resto del día, cada día, por las
plazas y calles de Jerusalén. Con el pasar de los
semanas, los dos viejos se hicieron muy
conocidos. Eran conocidos como los locos de la
Explanada. Pero de pronto sucedió lo increíble.
Delante de todos, transformaron agua en sangre.
Además el granizo, los rayos de las tormentas y
otros azotes parecían obedecer al día siguiente a
sus palabras14. Ellos decían donde iba a caer, y así
sucedía. Entonces fue cuando esta pequeña nación
comenzó a prestar interés por sus palabras.
Hablaron por la televisión. Al cabo de una
14
semana, todos los judíos del mundo les
escuchaban en directo a través del canal
internacional Shalom, un canal israelí. Desde
entonces las conversiones de judíos al
cristianismo han ido in crescendo. Ayer este
asunto fue abordado incluso en una sesión del
Senado Imperial. Pues los judíos se están
bautizando en masa en todos los países. Muchos
van al extranjero a recibir el sacramento, a
aquellos países donde los cristianos todavía gozan
de libertad. Otros, un número indeterminado, se
bautizan en comunidades católicas clandestinas.
Estimaciones no oficiales consideran que se ha
bautizado ya la mitad de los judíos del planeta. Y
de seguir así este ritmo, en menos de medio año
todos los descendientes de Abraham serán
cristianos.
Si esto ha revuelto a todas las
comunidades judías, imagínense a este Estado en
el que nos encontramos. Por un lado, estos dos
ancianos son venerados como profetas por una
parte de la población, y por otro, un espeso cordón
policial, tiene que protegerles cada día en sus
alocuciones para no ser agredidos. Sin embargo,
un respeto lleno de temor embarga, desde hace un
par de semanas, incluso a sus enemigos. Ya que
varios políticos poderosos, que se enfrentaron con
ellos abiertamente y les amenazaron con matarlos,
han sucumbido. No está claro cómo murieron,
salvo el hecho de que les devoró el fuego15. Los
testimonios de los testigos parece que son
contradictorios. Se sigue investigando el asunto
por las autoridades que de momento no ha llegado
a ninguna conclusión definitiva.
Jannette Le Pen, CNN, desde Jerusalén.
En Los Angeles, Franklin Marshall,
Director General de la CIA, pulsó un botón y
apagó las noticias que estaba viendo en la
televisión. Pulsó un segundo botón.
-Señorita -dijo con gesto preocupado-,
póngame con el despacho de la Cónsul Adriana16.
15
Ap 11, 5
16
Ap 11, 6
69
Ap 11, 7
indeterminado de sacerdotes habían sido
introducidos desde el extranjero, y que estaban
reconstruyendo pequeñas comunidades ocultas.
Todo eso iba a acabar pronto. La marca de la
Bestia sería obligatoria, y los expertos habían
estudiado a fondo qué tipo de representación
iconográfica sería absolutamente inaceptable para
un cristiano.
La televisión repetía que toda la acción
del Estado respecto a los cristianos se reducía a
llevarlos a campos de reeducación, donde se
trataría de ofrecerles una visión alternativa y
dialogante a su educación antinatural y dogmática.
Y se insistía en que los cristianos que morían en el
Circo Máximo eran ejecutados por sentencias
basadas en delitos probados contra el Estado y el
resto del Código Penal y no por su mera
adscripción a la secta. Respecto a los campos de
reeducación, corrían terribles rumores, pero la
gente no tenía demasiado interés por salvar lo que
consideraban una lacra de la humanidad.
CAPITULO
XXX
H
asta el momento todo súbdito del
Imperio portaba consigo siempre su
tarjeta electrónica de identificación. Sin
embargo, a partir de ahora cada
ciudadano llevaría tatuado un pequeño número en
la muñeca. Aunque lo que aparecía bajo la imagen
de Dagón era denominado popularmente como el
número en realidad no se trataba de un guarismo,
sino de un sistema especial de código de barras.
Ese número sería absolutamente necesario para
comprar o vender algo.
El nuevo sistema tenía múltiples ventajas
en la lucha contra el fraude fiscal y en la lucha
policial contra la delincuencia. El número se
inscribía bajo el nombre e imagen de Dagón.
Algunos protestaron porque se les inscribiese el
nombre de Dagón sobre la piel, pero no fueron
demasiadas las protestas porque el tatuaje era muy
estético y de dimensiones muy reducidas. Era un
bello diseño a colores del tamaño de una moneda.
Además, la marca no era estrictamente un
tatuaje subcutáneo, sino epidérmico, una marca
realizada con una técnica mucho más novedosa
que permitía trazar líneas muy finas con la misma
precisión y detalle que sobre un papel. La bella
filigrana representaba al dios Dagón sosteniendo
en sus manos una cruz invertida. Aquel dibujo era
una conmemoración de la victoria sobre los
popistas. Había otras letras que, según los
expertos, eran blasfemias contra esa misma secta,
pero que para el común de la población carecían
de significado.
El lugar más usual para llevar la marca
era la mano derecha. Pero los más devotos del
dios la llevaban en su frente.
El propósito del Emperador era acabar
con todas las comunidades cristianas clandestinas.
Resultaba que los catecúmenos no estaban
inscritos en los libros de bautismo. Esos
catecúmenos se habían bautizado posteriormente
al encarcelamiento de los bautizados. A las
HH.AA. les constaba que un número
70
Media hora después, la cónsul, seguida de
sus asesores, alcanzaba en un pasillo de palacio a
Viniciano rodeado del equipo médico palatino. La
cabeza del Emperador no hacía más que aullar con
gritos de dolor. De vez en cuando, fuera de sí,
daba órdenes orales al ingenio cibernético de que
corriera hacia delante o se lanzara hacia uno de los
lados.
Los médicos, en seguida, desconectaron el
sistema de ordenes orales que guiaba la máquina.
Viniciano estaba fuera de sí por el dolor y ya no
sabía lo que ordenaba.
El ingenio estaba ya en el quirófano.
Todos habían entrado raudos, sin ni siquiera
ponerse los trajes asépticos. Los médicos tan solo
se cubrieron las manos guantes estériles y las
bocas con mascarillas. Adriana se acercó a la
cabeza de Viniciano y observó como bajo la piel
de la frente había como un abultamiento. Una
ligerísima elevación subcutánea. Lentísimamente,
comenzó a asomar la cabeza un gusano. Una
cabeza, no negra y redondeada, sino muy
puntiaguda, propia de un gusano muy delgado de
medio centímetro de largo. El típico gusano
amarillo y delgado que suele criarse en la carne
putrefacta. El gusano salió fuera de la piel, por sus
propios medios, contorsionándose. Al salir
completamente fuera de la frente, resbaló y cayó
sobre la sabanilla blanca estéril que habían
colocado alrededor de la cabeza al entrar en el
quirófano. Por la parte de detrás del cráneo y por
el cuello, otros cinco pequeños gusanos habían
atravesado la piel y caían también, resbalando
hacia abajo.
-¿Qué es esto? -preguntó horrorizada
Adriana.
-No tenemos ni idea -respondió el jefe
médico-. Lo lógico es que la cabeza hubiera ido
cayendo en una fase de anemia y degradación
física. Pero esto... no tenemos ni idea de qué
pueda ser. Probablemente hay alguna pequeña
zona de necrosis en el interior, no sé, y el estado
de putrefacción ha llegado a este estado... No
tengo ni idea.
-Doctor –dijo la enfermera trayendo unas
cuantas fotos en su mano enguantada-, el TAC
realizado muestra que hay más parásitos en el
cerebro.
CAPITULO
XXXI
2 de enero
año 2211
2.00 a.m.
E
n el despacho del Emperador, reinaba la
semioscuridad. La cabeza dormitaba
sobre su ingenio mecánico en el centro de
la
sala.
Normalmente,
Viniciano
abandonaba su despacho por la noche. Esa acción
de ir a otro lugar no tenía otra finalidad que su
descanso psicológico. Ya que él sueño como
cualquier otra función fisiológica tenía lugar sobre
ese aparato cibernético. El abandono del despacho
durante la noche no tenía otro sentido que el
variar de ambiente. Sin embargo, desde hacía
varios días, Viniciano no había querido abandonar
su despacho ni para dormir. Pero, desde hacía
varios días, ya era innegable para todos que su fin
se acercaba.
El Emperador tenía un sueño intranquilo.
De pronto, abrió los ojos. Allí, en soledad, su
mirada fue cambiando desde una vaga y difusa
perplejidad, (¿qué me está pasando?, ¿qué estoy
sintiendo dentro de mi cráneo?) hasta dejar
traslucir un evidente comienzo de dolor. Un
minuto después, repentinamente, un terrible grito
salió de la boca de Viniciano.
2.40 a.m.
E
n el dormitorio de Adriana la oscuridad
era total, dormía profundamente. En
medio del silencio, el agradable sonido
grave y armónico del teléfono sonó. Unos
segundos después la mano de Adriana lo cogía.
-¿Cónsul Adriana?
-Sí –respondió la voz somnolienta con un
sí que se prolongó en un silencioso bostezo.
-Llamo desde el Palacio Imperial, soy el
jefe del equipo médico. Creo que sería
conveniente que viniese.
71
-¿Pueden sacarlos con microcirugía? –
preguntó Adriana.
-Podemos extraerlos, pero están incluso
en el centro de la masa encefálica –respondió el
médico sin apartar la mirada de las fotos del
scanner-. Sacarlos, supondría hurgar por todo el
órgano cerebral. Sería una carnicería. Dese cuenta,
además, que para hacer tal operación con tantos
puntos de inserción tendríamos que abrir el cráneo
por la mitad en dos partes, como una nuez. No
resistirá tal intervención.
Los bramidos del Emperador seguían
como ruido de fondo a la conversación.
-Sédenlo -ordenó la cónsul, harta de
aquellos aullidos demenciales.
Los médicos cansados de limpiar tanto
gusano como caía y cansados por la guardia de la
noche allí, se acercaron a Viniciano. Se pusieron
los guantes y, entre los cuatro, empujaron hacia
arriba la cabeza. La cabeza se separó del aparato
arrastrando varios tubos. Otro médico se acercó
con unas tijeras y los fue cortando en el aire
mientras los otros médicos la sostenían. Después,
sin más ceremonias, la soltaron. La cabeza cayó al
fondo de un ánfora de mármol negro y reluciente,
preparada ya para esa ocasión. Alguien puso
encima la tapa, un mecanismo automáticamente la
selló de modo hermético. El vaso marmóreo fue
llevado inmediatamente hacia el edificio del
Senado para las honras fúnebres. Mientras dos
soldados de la Guardia Pretoriana portaban el
ánfora, cada uno agarrando un asa de bronce
dorado, en su interior se iba extinguiendo el
último latido de consciencia de la cabeza de
Viniciano Druso Germánico, primer emperador de
la dinastía Staufen, hijo del senador Gerhardt
Staufen,
nieto
de
Fromheim
Schwart,
conquistador del Canadá, Ecuador, Colombia,
Uruguay, Nigeria, Sudán, etc, etc, etc.
Veinticuatro horas después, la cabeza era
un hervidero de gusanos. Los diminutos animales
salían continuamente por la boca y oídos de
aquella cabeza. Toda la piel estaba horadada. La
mandíbula se movía lenta pero incesantemente de
arriba abajo por el dolor. Había que prestar mucha
atención para percibir tal moviento, pero era
continuo. Los movimientos de la mandíbula
cesaron poco a poco. La cabeza no respiraba,
porque, desde la intervención en que fue separada
del cuerpo, el oxígeno le era sumistrado a la
sangre a través de un complejo aparato mezclador,
que hacía las veces de los alvéolos pulmonares.
Así que no había medio alguno de conocer si vivía
que la tensión arterial de las carótidas y la
actividad cerebral a través de los electrodos
conectados a un electroencefalograma. Ambas
constantes vitales eran mínimas pero todavía
continuaban.
Adriana hacía ya horas que con gusto
habría ordenado que lo desconectaran de los
aparatos que lo mantenían con vida. Pero ella
quería ganar todavía unas horas, para preparar
mejor los festejos de su juramento como
Emperatriz y Presidenta de los Estados Unidos.
7.02 a.m.
E
l teléfono sonó en el hospital de palacio.
El jefe médico de guardia lo descolgó.
-Desconéctenlo -fue la orden
tajante y seca que se dio al otro lado de la
línea antes de colgar.
72
Cinco horas después, a las 4.27 p.m. la
batalla había finalizado, sólo algún que otro grupo
de infantería combatía entre los cráteres y la
chatarra, mientras el ejército vencedor continuaba
su avance. La batalla no había tenido táctica,
había sido un choque frontal primero desde el
cielo y después en la tierra. La infantería china
yacía en el campo de batalla, el ejército birmanotailandés penetraba hacia el interior del colosal
país asiático hacia Hong-Kong.
CAPITULO
XXXII
30 días después
Llanuras de Tsi-gin
Birmania
L
os ejércitos de infantería birmanotailandeses avanzaban en columnas. Al
frente del ejército 40 inmensos
acorazados terrestres AR-AD. En el aire,
miles de distintos aparatos. Desde cazas hasta los
dirigibles esféricos de comunicaciones. 500.000
tropas de asalto se iban concentrando, a 10
kilómetros de distancia de un punto que todos
trataban de vislumbrar a lo lejos. Los oficiales
sabían que en ese lugar estaban formados cientos
de miles de tropas chinas con todo su material
dispuestos ya a entrar en combate. El choque era
inminente.
En medio de las tropas birmanotailandesas, pululaban un centenar de asesores
norteamericanos vestidos de civil. El Imperio
había puesto gran empeño en proveer de material
a aquel ejército.
Una hora después, se oyó el primer
impacto de misil. En pocos minutos, el cielo se
llenó de aparatos unos luchando contra otros.
Como es lógico los dirigibles fueron los primeros
en caer en medio de grandes bolas de fuego.
Desde la tierra todo era un continuo, un
ensordecedor, lanzar ráfaga tras ráfaga de
proyectiles dirigidos. Los AR-AD alineados en
todo el horizonte, la línea se perdía de Este a
Oeste, disparaban al minuto miles y miles de
andanadas de cabezas explosivas. De vez en
cuando, un AR-AD, alcanzado, se doblaba sobre
sus pies metálicos y caía en medio de formidables
y
atronadoras
explosiones.
Los
gases
neurovenenosos impregnaban el ambiente, cuando
las tropas de infantería entraron en contacto todos
iban ya enfundados en herméticos uniformes
militares. Continuamente, los rayos láser trataban
de atravesar la coraza de las grandes aeronaves.
4.33 p.m.
A
4.000 kilómetros de distancia de la
superficie de la tierra, en una orbita
geoestacionaria, un acorazado orbital se
movía en medio del silencio del espacio
teniendo en su objetivo la zona de la batalla.
Sobre el acero del acorazado orbital el color rojo
del emblema del Sol Naciente de la bandera
nipona. En diez minutos desplegó su poder
balístico. Después, lo lanzaron sobre la llanura de
Tsi-gin. Un par de minutos después, por el lugar
donde avanzaba el ejército caía literalmente una
lluvia de misiles. Ni un metro de tierra quedó sin
ser sacudido por las explosiones. El victorioso
ejército birmano-tailandés era un recuerdo.
Washington
4.45 p.m.
Despacho Oval de la Casa Blanca
A
driana estaba en la Capital, hacía una
semana que había sido investida con
todas las formalidades como Presidenta
de los Estados Unidos. Delante de su
mesa, el Secretario de Defensa USA y el Ministro
de Defensa SPOE, al lado de ellos tres asesores
más.
-Sí, señora Presidenta, ha sido una
violación de todos los tratados. El pacto de Oslo
fue que no intervendrían los acorazados orbitales.
-Además, el acorazado orbital atacó
después las bases militares marítimas del Mar de
Tsu-Yí. En ese ataque, en un abrir y cerrar de
ojos, hemos perdido 300.000 soldados imperiales.
73
-¿Ellos sabían -preguntó muy seria la
presidenta Adriana- que nuestras tropas estaban
allí?
-Sí, y no olvide que las bases marítimas,
aunque prestaran sus hangares al ejército birmanotailandés, eran de bandera norteamericana.
Nosotros hemos estado apoyando a un bando,
pero nunca hemos aparecido abiertamente en este
conflicto. Japón ha atacado a cara descubierta
nuestras bases.
La Presidente apretó los puños con fuerza.
Giró su sillón hacia la ventana que tenía a sus
espaldas. ¿Qué se podía hacer cuando una nación
atacaba abiertamente unas bases en aguas
internacionales? La Presidente volvió a girar su
sillón hacia el Secretario y el Ministro de Defensa.
-No hace falta que me digan más sentenció finalmente Adriana más pálida que
nunca-. General Howard -dijo ella tras pulsar un
botón de su teléfono-, ordene a nuestras aeronaves
que despeguen de todos nuestros portaviones y
ataquen las bases japonesas y chinas en el
Pacífico. ¿Con cuántos portaviones contamos en
la zona?
-Con doscientos.
-Muy bien, ordene un ataque masivo.
Una hora después, toda la Unión Asiática con
Japón a la cabeza declaraba la guerra al Imperio.
Las incursiones aéreas se han sucedido toda la
noche. Hoy, varias columnas de infantería se
mueven ya en Asia y en Europa hacia las fronteras
asiáticas. Tardarán como mínimo dos semanas en
llegar a las fronteras. Sin embargo, esta mañana
China ya ha lanzado ataques con misiles
intercontinentales. El sistema antibalístico los ha
destruido en la estratosfera, sólo cuatro han
alcanzado dos bases militares en Checoslovaquia.
No podemos confirmar si el Imperio ha lanzado
un ataque balístico de respuesta. En las próximas
horas, les ofreceremos nuevos datos en posteriores
avances.
Cuatro días después, la familia volvió a ser
conmocionada por las noticias de la televisión.
-Hace dos días les informábamos como
todas las bolsas han sufrido el crack más terrible
desde 1927 -dijo el locutor-. Todas las
multinacionales japonesas vendieron sus acciones
en el resto del mundo. Japón necesita esos
capitales para financiar la guerra. El resultado ha
sido que el pánico bursátil se ha adueñado de
todos los mercados. Al día siguiente, prosiguió el
mismo pánico en la bolsa y en los bancos. Y hoy
ha continuado, devastando las reservas que todos
los bancos centrales han puesto en el mercado.
Hoy es uno de los días más negros. Todos los
bancos centrales han agotado sus reservas.
Repetimos, todos los bancos centrales han
agotado sus reservas. Las bolsas han tenido que
cerrar por insolvencia de las entidades financieras.
Si ayer las colas ante las oficinas bancarias eran
interminables, hoy tenemos la triste noticia de que
los bancos no tienen efectivo. Repetimos que hoy
no pierdan el tiempo en ir a retirar sus ingresos,
los bancos permanecerán abiertos para informar a
los clientes, pero sin dinero en efectivo.
CAPITULO
XXXIII
-¡Alfred!¡Alfred -gritó a su esposo que
trabajaba en la azotea arreglando unas piezas de
pizarra del tejado..
Alfred y Anne era una familia normal de
clase media que vivía en la Normandía francesa.
-¿Qué pasa?
-¡Ven-ven, corre, ven a la televisión, hay
noticias!
-¡Señoras y señores! -dijo el locutor-. En
la tarde de ayer, aeronaves estadounidenses
atacaron bases militares marítimas de China. A
media noche, hora de la Costa Este de Estados
Unidos, China declaró la guerra a USA y a SPOE.
La familia quedó acongojada y perpleja,
pero más acongojada iba a quedar. Tres días
después de que toda actividad financiera quedara
suspendida en América, Europa y Asia por falta
de capital, los bancos centrales hicieron un
desesperado intento de cubrir la demanda de
liquidez imprimiendo billones cada uno en su
moneda
respectiva.
Era
una
medida
74
inflaccionariamente
suicida,
pero
aquella
inyección en vena de masa monetaria era la única
medicina a mano en una situación de bancarrota
global. Una semana después, la hiperinflación
había destruido toda credibilidad en el papel
moneda. Todo el mundo se temió ya lo peor y se
lanzó
a
proveerse
de
comida.
El
desabastecimiento fue tal, que los almacenes de
alimentos no se atrevieron a desembarazarse de
tan preciada mercancía. En tres días no se podía
comprar ni una lata de conservas en todo
Occidente. Todos los esfuerzos de los gobiernos,
todos los decretos, no sirvieron para que los que
poseían la comida en los puntos de producción y
de almacenamiento se desembarazaran de ella por
un papel moneda que ya no valía nada. Mientras
tanto, la guerra seguía su curso, los combates de
Asia llevaban un gasto ya de diez millones de
vidas humanas.
Los en otro tiempo ejecutivos o técnicos
informáticos, o cualesquiera otros profesionales,
ahora iban de un lado a otro sin saber qué hacer.
Porque el hambre impulsaba a los que no tenían
ningún vale a moverse en busca de algo. No había
comida para todos, no era una cuestión de reparto.
El Estado daba por sentado el hecho de que iba a
morir ese 6% de la población desprovista de los
vales de comida. Por eso el ejército patrullaba las
calles en previsión de motines. Un ejército bien
alimentado, orgulloso como nunca de su poder.
Todos los ejércitos del mundo, salvo los
orientales, hacía ya dos siglos que eran totalmente
profesionales. Los militares no eran unos
idealistas, estaban acostumbrados a cumplir su
trabajo sin discutir, no había riesgo de
insurrecciones en favor de la población.
Por las calles había mucha gente,
vagando. El sistema monetario se había hecho
añicos. Como la hiperhinflación de los primeros
meses de la guerra había hundido toda confianza
en el dinero, la única moneda que circulaba eran
los vales de comida, pero su cantidad era
reducidísima. El resultado había sido que muchos
negocios carecían ya de sentido, un terrible efecto
dominó había dejado sin trabajo a todo el mundo.
En ese momento, sólo los sectores estratégicos
seguían funcionando. Esos obreros eran
afortunados pues tenían la comida asegurada.
A golpe de decreto y por imposición del
Ejército se iban recuperando más y más sectores
de la producción y distribución de alimentos.
CAPITULO
XXXIV
3 meses después
E
l comercio mundial estaba hundido, la
economía se había derrumbado. Habían
bastado tan solo tres meses, después del
gran crack, para que en el orgulloso
Occidente apareciera el espectro del hambre. Era
un espectro desconocido desde hacía siglos en
aquellas tierras dominadoras y orgullosas. Pero
allí estaba: lo imposible hecho realidad, la
pesadilla paseándose por las calles. Sólo los altos
funcionarios podían seguir comiendo hasta
hartarse, y aun ellos con una dieta muy poco
variada. El resto de la población tenía que
conformarse con lo escaso que se les
proporcionaba gracias a los vales de comida. Un
6% de la población no tenía ni vales ni amistades,
y vagaba esquelética por la calle. Con los vientres
hinchados por el hambre se veía a personas caer
desfallecidas.
A
driana estaba sentada en su despacho
ensimismada mientras oía a sus hombres
de máxima confianza. Con el rostro tras
la mano, arrellanada en su sillón,
escuchaba sin decir nada.
-Aunque la situación es extremadamente
crítica -continuó explicando un asesor-, tenemos
la suerte de que desde el principio nos hicimos
con los almacenamientos de vino y aceite.
Además su producción continúa normalmente. De
esas dos cosas tenemos en abundancia para dar a
la población17.
17
Ap 6, 6
75
-¿Cómo sigue el asunto de las úlceras? preguntó hosca la Emperatriz.
Desde hacía medio mes toda la población
sufría unas úlceras sobre la piel 18 . Unas úlceras
inflamadas que supuraban un poco de pus.
-Bueno, los científicos creen que algún
elemento químico del tatuaje que hicimos para la
marca de identificación universal debe ser el
causante. Siguen investigando.
-¿Qué hay del cometa? -preguntó la
Emperatriz igual de hosca, tensa.
Unos días antes, había caído un cometa
sobre el Océano Pacífico. No había producido
daños considerables, fuera de la ola gigantesca
que llegó a las costas. Sin embargo, por alguna
razón desconocida el agua del mar se había vuelto
amarga. Ese amargor se fue extendiendo por los
océanos del mundo a través de las corrientes
marinas.
-Pues siguen sin dar con los componentes
químicos que han provocado el extraño fenomeno
del amargor. Lo más desazonador, es que en los
laboratorios han descubierto que el B/W -así
denominaban los científicos al agua amarga, eran
las iniciales de bitter-water- mantiene intacta su
característica de amargor incluso al evaporarse.
Eso significa que hasta que ese elemento químico
se degrade en otros componentes más simples, las
lluvias sobre las montañas van a ser amargas.
-Y por lo tanto también el agua que baje
por los arroyos y los ríos -concluyó un científico a
su lado-. O sea que el agua de los arroyos que
bajan de las montañas será amarga19.
-No -contestó otro asesor-, los asiáticos
siguen lanzando ataque tras ataque cada día. Sin
embargo, hasta ahora nuestro escudo nos protege.
Nuestros misiles antimisiles han acabado con el
94% de todos los proyectiles lanzados contra
nuestras ciudades. Sin embargo un 12% de los que
les hemos lanzado nosotros contra sus ciudades sí
que han alcanzado su diana.
En el frente de Asia los combates en tierra
continúan. Nuestras pérdidas cada día son de una
media de medio millón de hombres.
-Lo último que me faltaba era que el cielo
se volviera loco en los últimos años –comentó
Adriana que no podía creer tal cúmulo de noticias
negativas-. En fin, un asteroide cayó durante el
reinado del emperador Viniciano, quizá era lógico
que cayera otro durante mi reinado –aquello había
tratado de ser una ironía, una ironía que dijo
terriblemente ensimismada-. ¿Hay alguna
novedad -preguntó Adriana-en nuestra defensa
antibalística?
18
Ap 16, 2
19
Ap 8, 10-11
76
-¿Qué ha sido eso? -preguntó la joven
CAPITULO
XXXV
sobrina.
Nuestro escudo antimisiles nos protege,
pero de vez en cuando algún que otro proyectil
interceptador falla y no da en el blanco. Entonces,
el misil enemigo cae en tierra y diez manzanas
quedan convertidas en escombros.
-¿Pero cómo es que fallan? Yo pensaba
que el escudo Dm-H de última generación no
dejaba pasar ni un pájaro si no quería.
-Te explicaron que había varios filtros y
que si en un nivel no se destruía el misil, en el
segundo o en el tercero sí que era interceptado,
¿verdad? Así ha estado funcionando. Pero
llevamos ya un mes de guerra mundial. Parte de
los depósitos del sistema antibalístico han tenido
que ser trasladados al frente para proteger a
nuestras legiones. De momento, se ha concentrado
el escudo en proteger las megaestructuras.
Cada día, caen bombas sueltas aquí y allá
en las principales ciudades del mundo. De todas
maneras esto no es nada con el infierno que están
viviendo en Asia. Lo que en otro tiempo fueron
Pekín y Tokio son ya meras ruinas. Sus cúpulas
militares están dirigiendo la guerra desde los
búnkers subterráneos.
3 meses después
L
a senadora imperial Berthousen esperaba
a una sobrina suya en el aeropuerto
internacional de la Urbe. La senadora
paseaba envuelta en su toga de un lado a
otro en los andenes exteriores. Los guardaespaldas
y la policía custodiaban la zona que ocupaba la
senadora. Los altavoces anunciaron la entrada en
muelle de la aeronave procedente de Malasia,
justo la que esperaba la senadora.
En los andenes, había sólo un centenar de
personas, estaban casi vacíos, así como los diques
de las aeronaves. Con la mitad de la iluminación
apagada, y las tiendas de la zona comercial del
aeropuerto cerradas, todo tenía un aspecto tétrico
y gris. La guerra y el colapso económico habían
acabado con la casi totalidad del movimiento
aéreo internacional. Semanalmente sólo llegaba
una aeronave. Una sola allí donde en otro tiempo
millares de aeronaves arribaban diariamente.
La joven descendió de la nave, y ella y su
tía se saludaron efusivamente. Escoltados por la
policía se dirigieron a la nave.
-Sí, sobrina -dijo la senadora-, ahora ya no
nos podemos mover por la ciudad más que
escoltados. Aunque te parezca increíble ha habido
ya dos asesinatos de personas destacadas del
Gobierno, sólo por la rabia de gente a causa de la
terrible situación que están viviendo.
La nave personal de la senadora volaba a
poca altura, casi no había tráfico aéreo en el
interior de la Urbe. Abajo, en las calles, se veía
una megápolis degradada y sucia. Gente sentada
en mitad de las calles, colas ante los lugares de
distribución de alimentos, grupos gritando ante
algún edificio.
De pronto un resplandor y todo retumbó
como si de un trueno se tratase. Una
resplandeciente bola de fuego se formó lejos en el
horizonte de la ciudad. Para volver
a
desvanecerse poco después.
La nave seguía sobrevolando aquellos
barrios hacia su destino. La noche invernal se
echó encima. La ciudad parecía aun más lúgubre
que antes, apenas había luces, sólo las moles
oscuras de los edificios. Ahora, cuando la noche
se echaba sobre la ciudad, verdaderamente la
cubría con su manto de oscuridad, sin apenas
luces que mitigaran la barbarie de todos los actos
de violencia que tenían lugar en una megápolis en
la que cada uno tenía que contar consigo mismo
para defenderse. Las fuerzas de seguridad ya sólo
protegían los lugares públicos de máximo interés
para el funcionamiento de la ciudad. La nave
salió de la zona de las megaestructruras y la joven
pudo por fin ver el cielo sin obstáculos.
-¡Tía, la Luna está roja! -exclamó
señalando hacia el cielo.
-¿En Madagascar todavía no ha llegado la
nube?
-¿Qué nube?
-Ya veo que no. Verás, hace dos días, las
tropas asiáticas bombardearon los depósitos de
77
una base imperial en Siberia. Millones de
hectolitros de una sustancia química inflamable
ardieron. Se fueron incendiando en cadena más de
300 depósitos de metahidroclorato fosfórico;
bueno, creo que era eso. En fin, es una sustancia
no tóxica, pero el humo formado de la combustión
tiene una cohesión molecular muy fuerte.
Resultado: la base sigue ardiendo, de esos lejanos
depósitos sigue surgiendo una nube densa, tan
negra como descomunal. Los representantes del
Gobierno ya han comunicado que es impensable
tratar de apagar semejante fuego. La combustión
sigue y el humo se extiende a través de la
atmósfera.
-Y no se... disipará.
-Esa sustancia gaseosa, no. Con más o
menos densidad cubrirá todo el mundo durante un
mes, eso han predicho los químicos. De todas
maneras, la nube se mueve a muchísima altura,
justo en los últimos estratos de la atmósfera.
Además, esa nube de gases de combustión es una
capa muy tenue. Por fortuna no es tóxica y el aire
sigue como antes, sólo que con la nube por
encima. De ahí que el sol luce mucho menos, la
luna la vemos roja, y las estrellas... ni las vemos.
Pero lo peor es la peste -dijo en tono de
confidencia acercándose a su sobrina-. No te
acerques a nadie pobre, ni comas nada fuera de
casa, sea quien sea el que te lo ofrezca,
¿entendido?
-Sí.
-Las condiciones de suciedad y pobreza
han provocado una enfermedad para la que de
momento no hay cura, los médicos como siempre
no saben nada. Le han puesto un nombre rarísimo:
Sindrome Triglisimbiotno-se-qué, pero todos la
llamamos la peste, sin más, porque es una
enfermedad vírica. Cada día sólo en esta ciudad,
mueren decenas de miles de personas. No lo
sabemos con seguridad porque el Ministerio de
Salud no quiere dar las cifras reales para que no
cunda el pánico. Los hospitales de la Urbe, a base
de traer tantos enfermos, se han convertido en
focos de infección. La mayor parte del personal
sanitario por más precauciones que tomó cayó
enfermo. Muchos médicos y enfermeras no se
acercan a los centros sanitarios alegando que están
enfermos y que no pueden levantarse de la cama.
Pero en realidad, lo que sucede es que están
huyendo de una infección segura para la que de
momento no hay cura. Te lo digo de buena tinta
porque mi médico así me lo ha contado. El hace
cuatro días que ya no va al hospital. Tres cuartas
partes de los colegas de su departamento ya han
contraído las primeras pústulas que anuncian el
contagio. Por eso él ha decidido llamar y decir que
está enfermo.
-¿Y qué sintomas produce la enfermedad?
-Vómitos, dolor de cabeza, hinchazón de
vientre y finalmente manchas rojas. Después la
muerte.
-Tía las cosas aquí están mal, pero si
vieras en Madagascar... En África todos los
pequeños países independientes en un mes fueron
conquistados por ejércitos imperiales. Desde que
estalló la Guerra Mundial, todo son grupos de
gente civil armados con ametralladoras y que
tratan de recobrar la independencia. Cuando
llegan las tropas imperiales, quedan aniquilados.
No pueden hacer nada contra los métodos de
hacer la guerra de las legiones profesionales, ni
contra sus escuadras acorazadas. Pero antes o
después, esas tropas son requeridas para apagar el
fuego de otra rebelión en otra parte de Africa. Una
semana después de irse, ya vuelven a formarse las
bandas armadas. Africa está quedando desolada.
-Sí, lo mismo ocurre en el cono sur
americano, y en todo el continente con excepción
de los Estados Unidos. Y Australia, uno de los
pocos países independientes, sigue arrastrando
una guerra civil que dura ya veinte años. Pero no
te preocupes todo acabará. Esto es un parto, de
este parto saldrá un nuevo orden mundial. Sólo
habrá un Estado, SPOE. Esta es la peor guerra
porque será la última, es el último esfuerzo que se
le pide a la humanidad.
78
Desde entonces, siempre pensé que si yo
algún día llegaba a ser emperatriz sería una
emperatriz distinta. Querida por el Pueblo. No
pensé en restaurar la república porque el Pueblo
ya estaba desencantado de toda Política. Lo que
demandaba era efectividad, no idealismos de
tiempos pretéritos. Y yo quería ser no
simplemente una gestora, sino una gobernante
querida. Me iba a encargar de hacer cosas por mi
Pueblo. Qué grandes proyectos arquitectónicos.
Qué de proyectos nunca realizados. Sólo cuando
se está en la cúspide del Poder uno se da cuenta de
lo poco que se puede hacer. Tantos deseos. Lo
único que he hecho en estos dos años ha sido
continuar la guerra. Apagar fuegos. La guerra que
me encontré empezada y la que después empezó
muy a mi pesar. La guerra ha absorbido todas mis
energías. Quizá ya no me quede más tiempo.
Cómo me gustaría tener más tiempo. Cómo me
gustaría ver a mi madre.
Hace años que no he visto a mi madre.
Hace años que no he visto a mi padre. Los dos
viven. Oh, si pudiera ir a sus casas. Siento que me
estoy muriendo. Nunca había experimentado la
sensación de morir, pero ahora sí. No he
descansado en los últimos cinco años, ahora lo
haré, dormiré. Dormir. Morir.
Me vienen ahora las palabras que recitaba
en el teatro de mi instituto, cuando era una
jovencita de trenzas:
Morir..., dormir, no más. Y pensar que
con un sueño damos fin al pesar del corazón y a
los mil naturales conflictos que constituyen la
herencia de la carne. Morir..., dormir. Dormir...
tal vez soñar.
El Imperio seguirá, pero yo no. Su
historia continua. Alma cariñosa, vagabunda,
huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás
a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde
habrás de renunciar a los juegos de antaño. Mi
pecho... esta opresión. Todavía un instante
miremos juntos las riberas familiares, los objetos
que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de
entrar en la muerte con los ojos abiertos...
Sí, quizá esa es la señal de que estoy a
punto de morir: que estoy desbarrando, que estoy
perdiendo la cabeza. Quizá ya he muerto. Pero no,
oigo lejanamente la voz de unos médicos. Oigo
lejanamente el pitido agudo y prolongado de una
CAPITULO
XXXVI
-Este... peso en el pecho -pensó sintiendo
un gran dolor-, es como si tuviera una piedra
sobre el pecho. Quiero articular palabras... pero
no oigo mi voz. Las piernas... las manos... no me
responden. No las siento. No veo nada.
Sola en la habitación la emperatriz
Adriana yacía en una camilla en un hospital de
Nueva York. Estaba en coma, los médicos habían
hecho todo lo posible, pero su corazón era ya un
órgano mortalmente enfermo. En esa época la
entera sustitución del corazón era una ciencia casi
exacta. Sin sobresaltos. Pero ella era uno de los
niños nacidos con la característica Welternegativo. Característica alérgica la cual que
impedía cualquier tipo de trasplante biológico o
mecánico.
La Emperatriz había tenido un trabajo
continuo dieciseis horas al día. Ni las comidas, ni
los desplazamientos interrumpían su trabajo.
Hacía varios días que se sentía muy cansada. Hoy
el infarto se había abalanzado sobre ella en Nueva
York. En el hospital, la Guardia Pretoriana no se
separaba de ella. Inmediatamente detrás de la
puerta de la unidad de cuidados intensivos,
catorce soldados hacían guardia. La Emperatriz
estaba en coma, sin embargo, su mente pensaba
con lentitud, pero con una casi total lucidez.
-Qué pena no haber designado sucesor pensó Adriana-. Pero quien iba a haber imaginado
que mi reinado iba a ser tan corto. ¿Cuánto llevo?
Creo que dos años, sí dos años.
Nunca hubiera sido emperatriz si no
hubieran atentado contra Viniciano. Entonces el
Emperador se encontró con la necesidad de
encontrar rápidamente a alguien fiel a su persona
y sin ambiciones. Alguna persona que para todos
significase una solución transitoria. Aquel
nombramiento de Cónsul en funciones iba a ser
por un breve espacio de tiempo. Pero...
qué
pegajoso resulta el poder. Lo toqué un momento...
y ya no se separó de la palma de mi mano.
79
máquina que está cerca de mí. Debe cada pitido
ser un latido de mi corazón. Mientras oiga ese
ligero pitido lejano es que mi corazón debe seguir
latiendo. Son pitidos muy espaciados...
e
irregulares. Morir... Morir... ¿Cómo será perder
definitivamente la conciencia? Tiene que ser
como dormir. Sí, cada día morimos ocho horas.
Después... No sé para qué me he afanado tanto.
Tantas horas de trabajo, tantas preocupaciones,
tantas noches de insomnio, ¿para qué? ¿Por qué
quise cargar un Imperio entero sobre mis
hombros? Y cuando tuve esa carga ambicioné el
orbe en toda su integridad. En cuanto se anuncie
oficialmente mi deceso, algunos se consumirán de
ambición por llevar ese fardo insoportable... y
después pensará lo que yo, cuando esté como yo.
Qué locura. Qué ciegos estamos. Malditos cetros,
malditos honores. La ambición es un hambre
insaciable. En este momento ¿qué es lo que más
me gustaría? Me vienen escenas de la cena de
Navidad. Todos reunidos alrededor de la mesa.
Toda la familia. Cochinillo asado, pastel de
manzana. Nosotros, los niños jugando,
alborotando alrededor de la mesa.Corriendo y
siendo reprendidos. El calor de la casa materna, el
frío de la Navidad fuera.
Este es el final. La vida vale un imperio.
En la cumbre de mi carrera y mi poder sólo deseo
una cosa...
lo que tienen todos los seres
humanos, hasta el más pobre: vivir. Sólo vivir. Me
he olvidado de vivir. Se me va la vida, y después
de tantos años no he vivido. Qué ironía... después
de tantos años, pedir un poco más de tiempo.
Tiempo...
esa fue la obsesión de
Viniciano. El y yo íbamos a ser el nuevo Adán y
la nueva Eva de una nueva era. Por lo menos eso
me dijo una noche en que se emborrachó. Hemos
trastocado el mundo para dar al mundo esa nueva
era. En el frente, mueren cada día millones de
seres humanos. Soy una afortunada en morir en
una camilla. El mundo ya no volverá a ser el
mundo. El mundo está ardiendo. Nosotros le
hemos prendido fuego. No tenía otra alternativa.
Así es el mundo.
No... así lo hemos hecho nosotros. Por la
utopía hemos destruido la realidad. En otras
ocasiones, cuando yo estaba al frente de todo...
cuántas madres lloraron a sus hijos porque dije
que había que ser pragmáticos. En fin, la
providencia me hizo emperatriz. Providencia...
curiosa palabra. No la había usado desde hacía
años. ¿Habrá una providencia? ¿Qué habrá
después de la vida? La humanidad se ha hecho esa
pregunta desde hace milenios, y yo estoy tan sólo
a unos minutos de la respuesta. Tan sólo me restan
unos metros para alcanzar el borde... donde la
respuesta aparecerá clara y diáfana. Sin
posibilidad de réplica. Tan solo unos metros
después de tantos kilómetros.
Noto que me deslizo suavemente por una
pendiente sin retorno. Me van faltando fuerzas.
No lo entiendo, estoy tumbada y cada vez más
débil. El peso de mi pecho se hace más opresivo.
Yo fui cristiana. Mi madre fue cristiana. En el
año 2.183 apostató. Pero yo fui bautizada. Y me
llevó a un colegio de monjas. Después también yo
apostaté.
Y si fuera verdad aquello. Y si he estado
persiguiendo la verdad. Noto que mi pensamiento
se está haciendo más lento. Es como si me
durmiese...
el sueño eterno, un sueño sin
despertar...
¿La Verdad! ¿Y si he estado
hundiendo la barca de la Salvación? Mi barca.
¿Adónde me asiré ahora? Quiero confesarme.
¿Pero con quién, si he matado a todos los curas?
Es curioso que la misma que trató de acabar en la
Tierra con ese poder de absolver, ahora busque
ese mismo poder para librarse de la sangre de
aquellos, de los únicos que tenían ese poder. Pero
ya no hay curas en la tierra. Alguno queda en
Japón y algún país más. Pero cómo pedirlo. ¿A
quien le puedo pedir que me traiga un sacerdote?
Todos pensarían que deliro. A veces, se me olvida
que no puedo ya hablar. Ya no puedo confesarme.
Tengo sueño, dormir... Mi pensamiento
se mueve lentamente. Estoy en mi cama, pero
también hoy habrán muerto un millón de
cristianos, como todos los días, por mis ordenes.
Cuántos he matado a lo largo de mi vida. Pero el
Anticristo era Viniciano. ¿Por qué me vendrán
ahora estos deseos de confesarme? ¿Serán efecto
de la medicación?¿Un delirio? Pero no, quiero
limpiar de sangre mis manos. Mi alma huele mal.
Soy un monstruo. Noto que estoy perdiendo la
consciencia. Mi olor es insoportable incluso para
mí. Tengo sueño.¡Misericordia! Te pido
misericordia, Dios de Israel. Sí, Dios de Abraham,
Dios de Isaac, Dios de Jacob. El Unico. El Santo
80
entre los santos. Me estoy durmiendo. Querría
arrodillarme. ¡Misericordia! ¡Kyrie eleison!
¡KYRIE ELEISON! Jesús... y María... sed la
salvación mía...
CAPITULO
XXXVII
A LA DIVINA ADRIANA AUGUSTA,
HIJA DE SCHWARKORF CONQUISTADOR
DE SUDAN,
SACERDOTISA DEL PRIMER CIRCULO DE
DAGON,
INVESTIDA POR LA XXII VEZ DE LA
DIGNIDAD TRIBUNICIA, TRES VECES
CONSUL.
Ésta era la inscripción. Las letras, trazos
rectos, capitales latinas inscritas sobre mármol.
Javier González le enseñó el mausoleo a
su nieto. El con su mujer y sus dos nietos estaban
de visita por la ciudad imperial.
-Sí, Pedrito -así seguía llamando a su
nieto, aunque este ya tenía dieciséis años,después que murió la emperatriz-, fue aclamado
emperador un general. Se llamaba Wolf. Reinó un
año.
-¿Fue ése al que su familia se le murió?
-Exactamente, su familia estaba reunida
celebrando un cumpleaños. Un misil cayó
justamente en esa zona residencial de las afueras
de la ciudad. Murió su mujer, y todos sus hijos y
nietos. Wolf cayó en tal depresión que se retiró.
De todas maneras, fue un emperador débil. Débil
en lo personal, aunque en lo político tampoco
contó con muchos apoyos –el abuelo continuó la
explicación mirando a su otro nieto, que ya
contaba con veinte años y por lo tanto entendía
más-. Después el Senado aclamó a otro general. El
general Smichdt que duró sólo un año. El no lo
dijo a nadie, pero ya estaba muy enfermo antes de
que lo eligieran. Después, a base de muchas
intrigas se hizo con el poder Hurst. El nuevo
emperador Hurst. Con el volvió a reinar la
dinastía Schwart-Menstein. Y volvieron a reinar
muchas otras cosas. Wolf y Smichdt no eran
creyentes en Dagón, eran únicamente militares
pragmáticos. Sin embargo, fueron fieles a la
máxima: a tus amigos tenlos cerca, a tus
enemigos más cerca todavía.
81
Así que externamente ante el pueblo,
semejaron ser creyentes. Sabían, además, que una
tercera parte de los senadores eran oculta o
abiertamente servidores de Dagón. Pensaron que
nada mejor en tiempo de guerra que aunar
voluntades con un móvil religioso. Así que en lo
política religiosa nada cambió. Estábamos, casi,
como en los peores tiempos de Viniciano. Pero el
actual emperador Hurst, antes de ser aclamado
Emperador, era un secreto iniciado en los círculos
de Dagón. De ahí que, poco después de comenzar
su principado, todos nos dimos cuenta de que
debíamos volver a aceptar un liderazgo de nuevo
muy ideológico.
Desde hacía varios días en el sol rojo
había aparecido una extrañísima marca en forma
de cruz 20 . Dos trazos gruesos y definidos,
completamente rectilíneos. La sorpresa mundial
fue completa. Ningún científico se explicaba
aquel más que insólito fenómeno.
El
profesor George entró en la sala de la reunión.
Una sala no muy grande, recubiertas sus paredes
con todo tipo de óleos de anteriores rectores y con
cuadros representando artísticamente los escudos
de los sellos de las distintas facultades. Cinco
grandes vitrales y una gran estatua de bronce del
fundador de la universidad completaban la
decoración. Todos los convocados a la reunión
habían llegado ya y estaban haciendo tiempo. Los
quince asistentes eran los más prestigiosos
catedráticos de la universidad. El profesor tomó
asiento.
-Bien, profesor George -comenzó el rector
tras los saludos-, le presento al profesor Laboa de
la Universidad de Oxford y al profesor Verdoy de
la Metropolitana de Los Ángeles.
-Encantado.
-Mucho me hubiera gustado convocar un
gran debate académico en el aula magna con todos
los profesores. Sin embargo, las interferencias
estatales y los miembros secretos de Dagón
pertenecientes al claustro de profesores, hubieran
hecho imposible la franqueza de palabra. De
todas maneras, os he convocado a vosotros que
sois los máximos expertos en la materia. Tras
todos los últimos impactantes
hechos que
llevamos viviendo en los últimos años, nos hemos
reunido aquí para tratar de dilucidar una cuestión
espinosa: si estamos viviendo el fin de los
tiempos.
No hace falta decir que estamos en petit
comité, el profesor Juan de Oxford y Alfred de
Los Angeles son ateos como nosotros, aquí no hay
ningún dagoniano. Ni ningún cristiano, ni nada
raro, ni nada que acabe en “ano”. Salvo el
profesor García, que es freudiano. El último
freudiano.
Las risas fueron generales. El profesor
García viejo amigo del rector encajó el
CAPITULO
XXXVIII
Universidad de Harvard
E
l profesor George B. Russell con paso
apresurado iba cargado de libros entre los
anaqueles de los archivos subterráneos de
la universidad. Era el típico profesor
erudito que ha pasado el 85% de su vida no
haciendo otra cosa más que leer e investigar. Su
cara era la típica de sabio en las nubes. El profesor
era un magnífico y espléndido ejemplar de rata de
biblioteca.
Ahora, llegaba tarde a la reunión. Había
sido fijada hacía dos días, pero en el último
momento el profesor pensó que todavía tenía
tiempo para asegurarse de una cita, para buscar un
poco más de documentación. El apresurado sabio
salió del edificio de bibliotecas hacia el edificio
del rectorado. Justo antes de entrar en este último,
se detuvo junto a las columnas y miró hacia lo
alto.
Eran las tres de la tarde, el sol de un color
rojizo apagado se podía mirar directamente sin
deslumbrarse. La nube marrón grisáceo cubría
toda la bóveda celeste. Todo estaba sumido en una
especie de luz atenuada.
-Humm... sigue allí -musitó para sí.
20
82
Mt 24, 30
comentario jocoso con el mismo buen humor que
el resto de los circunstantes.
-Es una broma, profesor García –
prosiguió el rector-. En fin, lo único que quiero
que entiendan es que pueden expresarse con toda
tranquilidad. Profesor George le cedo la palabra.
-Muchas gracias –agradeció el profesor
arreglándose el flequillo con la mano-. Los
números:
42, 3 y 1/2, 1.260, 7.000, 666. ¡Los números y no
otra cosa nos llevan a la conclusión de que el libro
del Apocalipsis es cierto! Todos somos ateos,
como ha dicho el profesor Verner, pero ¿cómo
explicar el que los números de ese libro escrito en
siglo I se hayan cumplido en nuestra época?
Pongo un ejemplo. En el capítulo 11,
versículo 13 de ese libro se dice que un terremoto
en la ciudad acabaría con la vida de 7.000
hombres. Esa ciudad, por el contexto de ese
capítulo, es Jerusalén. En ese mismo texto, se dice
que ese terremoto tendría lugar 3 días y medio
después de la muerte de los dos enviados, Enoc y
Elías según los Padres de la Iglesia. Ambos
números se cumplieron, fueron exactos.
En Apocalipsis capítulo 11, versículo 3,
se dice que esos dos hombres profetizarán 1.260
días, y así fue hasta que fueron asesinados. Ni un
día más. En Apocalipsis 13, versículos del 3 al 5,
se afirma que una de las cabezas de la Bestia sería
herida pero que reviviría por 42 meses con gran
asombro de todos, justo el número de meses que
vivió Viniciano. Se dice que ese hombre tendría
un número en su nombre. Durante muchos siglos
se han hecho muchas cábalas acerca de a quien se
refería. Sin embargo, era un mensaje para el
futuro. Ya saben que las creencias gnósticas de los
servidores de Dagón incluyen unos sistemas
cabalísticos por el que asignan un valor numérico
a las combinaciones de letras. Pues bien adivinen
que número sale de las letras VI-NI-CIA-NUS.
-666 -exclamaron varios.
-Exactamente. Bien, no voy a cansarles
haciendo ahora una explicación de cómo todo lo
relatado en las doce hojas de un libro escrito en
griego por un judío hace miles de años se ha
cumplido al pie de la letra. En cualquier caso, si
los conceptos por algunos pueden ser
considerados difusos, no así los números. Los
números son concretos, suponen un criterio
objetivo de verificación. Si uno sólo no coincide,
el resto pueden haber acertado por azar. Pero si
todos coinciden, ya no es azar. El Apocalipsis ha
sido un libro no entendido hasta ahora porque era
un mensaje para ahora. Con los hechos delante, el
mensaje es claro.
-¿Y cuál es ese mensaje?
-El mensaje es: ESTOY AQUÍ. Es como
si el dios hebreo de la secta cristiana nos dijera
“estoy aquí”, “he vuelto”.
Hasta aquí los hechos incontestables.
Ahora la interpretación. Volvamos la vista a
comienzos del siglo XXII , las masas eran ateas, a
excepción de unas pequeñas minorías. Desde hace
cincuenta años el esoterismo, el ocultismo, todas
esa nuevas corrientes han invadido las mentes de
nuestros conciudadanos. Nosotros mismos,
fervientes materialistas, a la vista de lo
presenciado en los últimos años, debemos
reconocer que en el universo newtoniano hay algo
más que átomos y moléculas. Los hechos
paranormales que todos hemos visto ¿son la suma
de las energías mentales de todos los creyentes?,
¿es la irrupción de una nueva dimensión en
nuestro mundo, como dicen los dagonianos? No lo
sabemos. Lo cierto es que nuestros ojos han visto
verdaderos portentos que van más allá de las leyes
físicas.
Científicamente
hablando,
todos
reconocemos que está interviniendo alguna causa
que va más allá de la materia.
Supongamos que se trata de una
dimensión de dioses que en esta época ha
irrumpido en nuestro mundo. ¿Cuál debe ser
nuestra actuación?
-La profesora Da Costa quiere añadir algo
–le interrumpió el rector.
-Me consta –dijo la profesora- por un
buen amigo mío que en Roma que un grupo de
senadores imperiales fueron a Palacio a ver al
Emperador. Era un nutrido de personajes
influyentes que iban con un único propósito:
decirle que detuviera la persecución cristiana.
Habían llegado al convencimiento, como tantos
otros, de que la ira del dios hebreo está
destruyendo
nuestro
planeta.
Estaban
verdaderamente atemorizados. Sin embargo, el
punto de argumentación del Emperador fue el
siguiente: Nosotros hemos hecho todo lo posible
por destruir a los seguidores de ese dios, el dios
83
hebreo ha hecho todo lo posible por destruirnos a
nosotros. Si fuera omnipotente ya nos hubiera
destruido. Luego si nosotros hacemos todo lo
posible por arrancarlo de nuestro mundo, y él hace
todo lo posible por aniquilarnos, entonces es que
se trata de una guerra entre iguales. Ya hemos
visto qué cosas puede hacer, hasta dónde puede
llegar. Resistamos y cuando acabemos con el
último cristiano la dimensión en que vive ese dios
quedará incomunicada con nuestro mundo.
Habremos destruido el punto de intersección entre
las dos dimensiones: la de nuestro cosmos
material y la de la dimensión de esa entidad
judeocristiana. Los senadores se fueron a su casa
no muy convencidos, pero la argumentación es
aceptable en nuestro actual estado de
conocimiento de la situación.
-Sí, de un modo más burdo esa es la
opinión de la intelectualidad ante la nueva
situación y ante los portentos de los últimos años dijo otro profesor.
-El odio hacia la divinidad judeocristiana
va creciendo de día en día en todo el planeta.añadió otro.
-Sería interesante dilucidar si en realidad
es una entidad o tres dioses.-añadió un tercer
profesor de pelo blanco.
-No nos perdamos en detalles interrumpió el decano-. La cuestión ahora es de
planteamiento general. ¿Qué debemos hacer ante
los nuevos hechos que están sucediendo? No es
éste un interés meramente intelectual. Pensaba
poner el tema sobre la mesa después... pero puedo
hacerlo ahora. Quiero comunicarles que hemos
recibido una orden del Departamento de Justicia
compeliéndonos a la destrucción de las obras de
patrología particularmente y a las opera christiana
en general. Un funcionario del FBI nos estuvo
explicando que es propósito del gobierno eliminar
todo aquel material escrito que suponga un peligro
para salud intelectual de los estudiantes. Me echó
una larga perorata acerca de como en un lugar
como una universidad no debe haber lugar para la
superstición popista. Si queremos continuar con
las subvenciones, incluso para la facultad de física
o biología, deberíamos quitar de nuestros fondos
toda obra cristiana. Y desde luego había una lista
de títulos que eran de obligatoria eliminación: la
Biblia, el Kempis, Historia de un alma, Santa
Teresa de Jesús, y en fin diez o doce obras más.
-Pues si se me permite mi opinión, no
dudo que esos libros podríamos esconderlos, pero
el claustro de profesores está minado de
dagonianos. Antes o después, los descubrirán.
Además, que duda cabe de que las leyes
anticristianas se irán endureciendo. Ahorrémonos
problemas y obedezcamos esta sandez
gubernamental. ¿Qué significan doce o incluso
mil libros sobre la superstición de esa secta en
comparación a los cientos de miles de millones
de obras de nuestros fondos?
-Pero, ¿es lícito destruir una parte de
nuestro conocimiento por muy errado que sea?
¿No es una parte de la historia de la humanidad?
Si todos hacen lo mismo, y ciertamente el Imperio
sigue expandiendo sus fronteras, el olvido borrará
parte de nuestra memoria universal. Recuerden el
lema de nuestro escudo: VERITAS.
-Según el Nuevo Orden hay nuevo
concepto de verdad como lo hay del bien o de la
licitud.
-Señores, ustedes pueden tener vocación
de mártires, yo no la tengo. Jamás asumiré la
responsabilidad de guardar libros que el
Departamento de Salud Mental considere nocivos.
No hay nada más nocivo para la Ciencia que el
enfrentamiento con el Poder. Además, profesora
Marie, usted que es tan dada a defender la veritas,
¿cree usted que podemos dañar la verdad? La
verdad está alta como la luna, nuestras flechas no
la rozan. La verdad seguirá existiendo por mucho
que hagan por destruirla esos mentecatos en el
poder. Por mi parte, que se destruyan todos los
libros que haga falta. La verdad seguirá
existiendo. Yo sólo espero vivir estadísticamente
hasta los 87 años, y espero evitarme la mayor
cantidad posible de problemas en ese tan breve
espacio temporal.
Vivimos en una sociedad loca. Adoran a
ese mequetrefe de emperador como si fuera un
semidios. ¿Las masas creéis que se preocupan por
las más altas consecuciones del espíritu humano?
¡No! Se han lanzado a hacer espiritismo, a
aprender todo ese aglomerado de creencias
gnósticas, a practicar caseramente el espiritismo y
a gritar hasta desgañitarse en las ceremonias
oficiadas por el Emperador. Pues que se
84
desgañiten, que el pueblo coma lo que el gusto le
pida. Yo no pienso enfrentarme a las masas.
Obedezcamos la orden y vivamos en paz. Primum
vivere, deinde philosophare.
-¿Alguien quiere añadir algo más? -dijo el
rector.
Pues visto el panorama creo que hay un amplio
consenso en que nadie asume la responsabilidad
de guardar esas obras del pasado popista. Pasemos
a otro punto. El futuro estaba contenido en esas
doce páginas del final de la Biblia. ¿Cómo es
posible eso doctor George?
-Pienso, y es sólo una hipótesis, que ese
dios hebreo nos ha enviado una maldición a través
de la Historia, por medio de sus seguidores,
perdón, por medio de la fuerza mental de sus
seguidores. Esa fuerza cerebral, desconocida, que
es la suma de tantos millones de sus seguidores,
ha logrado quebrar las leyes físicas en algunos
momentos y lugares. Esto y no otra cosa han sido
los hechos inexplicables que todos hemos visto.
Ah, y eso sin contar con ese dios tal vez sea la
mera acumulación de la fuerza mental de sus
seguidores. Sin embargo, en mi opinión, si
nosotros hacemos un esfuerzo similar pero en
sentido contrario, es decir, si nos esforzamos en
destruir el dominio de ese dios monoteísta y
excluyente, entonces venceremos.
-¿Y en qué consistiría ese esfuerzo?
-Esta claro, en destruir toda traza de
cristianismo en la historia.
-Pero no es posible destruir el
cristianismo sin acabar con los cristianos.
-Efectivamente. Por eso es un esfuerzo.
Debemos olvidarnos de obsoletos bloqueos
morales. Una terrible maldición planea sobre
nuestra época histórica. La peste, la sangre, el
agua amarga, las conmociones astrales, todo son
frutos de la maldición bíblica. Todas esas cosas
consideradas por separado carecen de sentido.
Pero en conjunto, a la luz del libro de Juan,
aparece su interconexión. Todo son castigos
menores formando parte de un castigo mayor, un
castigo universal. Nos enfrentamos a la ira divina.
Por lo tanto, hemos de erradicar esa pestífera
doctrina cristiana aniquilando a los portadores de
ese virus. Sólo entonces, la conexión entre nuestro
cosmos material y la dimensión espiritual del dios
que habló por vez primera a Abraham, quedará
truncada.
Es más, no sólo hay que matar a los
cristianos. Sino que incluso yo que soy uno de los
máximos expertos mundiales en cristianismo, no
dudo en afirmar que hay que destruir todo libro
que contenga la doctrina de ese Evangelio
predicado hace veintidós siglos. Si dejamos el
virus en los libros nunca podremos estar seguros
de que varios siglos después que muera el último
cristiano, alguien en una biblioteca se convierta. Y
que ese dios hebreo maldecidor vuelva a tener una
puerta por la que entrar en este mundo. Un mundo
que será ya libre de trabas morales, un mundo que
disfrutará de todos los goces que la vida ofrece sin
ningún remordimiento. Un mundo que se
preocupará de las realidades intraterrenas, sin
imaginarias preocupaciones acerca de un mundo
ultraterreno con un juicio divino. Un mundo libre,
al fin, después de tantos siglos. Las leyes de la
naturaleza animal han estado suspendidas en la
Humanidad durante la era cristiana. Matemos a
esos enfermos psicológicos y devolvamos la
libertad a las conciencias. Señores, no es un
asesinato, es una eutanasia.
Las palabras del profesor George
rebosantes de convicción habían causado un gran
impacto en todos. Un silencio completo se instaló
en la sala.
-Profesor George -dijo finalmente la
profesora Marie-, sé que lo que voy a decir es sólo
una hipótesis que no se realizará nunca, pero si el
gobierno decidiera acabar con las obras de arte
que expresan el cristianismo ¿qué deberíamos
hacer? ¿Deberíamos destruir la pintura del Juicio
Final de Miguel Angel?, ¿su Moisés?, ¿los Diez
Mandamientos de Cecil B. De Mille?, ¿deberemos
arrasar Notre Dame? Además, usted que quiere
acabar con todo escrito popista ¿sabe usted
cuántas inscripciones latinas hay en los tímpanos
románicos, en las catedrales, en los frescos?
-Unas cuantas -comentó incómodo el
obeso profesor Bertrand experto en esa materia.
-Millares y millares. Pero no sólo eso,
debería destruir incluso los testamentos civiles.
He leído muchos escritos jurídicos medievales que
comienzan diciendo: En el nombre de la
Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Para crear ese futuro aséptico, profesor George,
85
tendría que acabar con buena parte de las
pinacotecas. Ah, e incluso con la música. Si
destruye la literatura cristiana pero deja grabada la
Pasión según San Mateo de Bach o el Requiem de
Mozart, aunque sólo dejara esas dos obras como
dos islas, sin pautas para la interpretación del
mensaje, esas dos obras dentro de varios siglos
iban a suscitar dudas, tesis doctorales y quién sabe
si alguna conversión. Si quiere construir ese
futuro esterilizado tendrá que esterilizar también
el pasado. ¿Cómo explicaremos la Edad Media?
Una cosa es silenciar una parte de nuestro
conocimiento, pero otra cosa es extirparlo como
nos proponía usted.
-Podemos primero acabar con los
portadores del virus, después podemos empezar
un proceso de deconstrucción del conocimiento
del cristianismo. Dejando los significantes, pero
sin nadie que conozca las claves de su
intelección.-repuso el profesor Bertrand.
-¿Pero... y la verdad?
-¿Qué es la verdad? -prosiguió el profesor
Bertrand-. Buscamos la verdad porque
consideramos que es un bien para la sociedad, si
la verdad se convierte en un mal, o al menos en un
peligro, entonces...
silenciémosla, después
deformémosla, y finalmente acabemos con ella.
¿Se da cuenta? si lo conseguimos a escala mundial
sería la primera vez que una sociedad decide
acabar conscientemente con una parte de la
verdad. Si lo logramos, ¡acabaríamos con una
parte de la verdad! El conocimiento
definitivamente perdido no es llorado por aquel
que no recuerda haberlo tenido. ¿Por qué recordar
una pesadilla? ¿Por qué recordar la oscuridad y el
dolor? Administremos la verdad. Construyámosla,
en vez de sólo buscarla.
-Créame, la verdad está muy por encima
de sus manos. -le contestó muy seria la profesora
Marie.
-Oh, entonces razón de más para que
actúe sin remordimientos -respondió alegre el
profesor Bertrand.
L
gubernamentales en su plan docente en todo lo
que de alguna manera tocara el tema de la Europa
cristiana. Se levantó la sesión y todos los
profesores fueron levantándose de la mesa. Ya
todos habían salido de la sala. Sólo el profesor
George seguía recogiendo los libros y papeles que
había utilizado durante la reunión. En la
presidencia de la mesa un rector pensativo
ocupaba todavía su silla. No quitaba ojo al
atareado profesor George que ponía orden en los
papeles marcadores de sus libros. Finalmente, el
rector se levantó y por detrás del profesor le
preguntó intrigado.
-George... hay un número que no has
dicho en la reunión.
El profesor George le miró sorprendido
-No me digas -prosiguió el rector- que en
algún lugar, en algún versículo muy pequeño,
entre las 1.500 páginas de la Biblia, entre todos
esos números, no se dice cuánto falta para el
punto omega. El día de la destrucción de esta,
para ellos, nueva Sodoma y Gomorra.
-Créeme, Martin, no aparece. Nadie sabe
ni el día, ni la hora. Sin embargo, sí que aparecen
dos cosas: una en Apocalipsis capítulo 17,
versículo 12, la otra aparece en dos lugares, en
Daniel capítulo 12, versículo 11 y Daniel capítulo
9, versículo 27.
Según la primera cita la Bestia que
descansa sobre la ciudad de las siete colinas tiene
diez cabezas que son diez reyes. Eso significa que
después de éste, sólo quedarán dos emperadores
más. Las profecías de Daniel dicen claramente
que se hollará la Ciudad Santa, el Templo y que la
oblación quedará suspendida. Ese Templo es el
templo central del Reino de la Nueva Alianza.Y la
nueva ciudad santa ¿cuál es?
-¡Roma!
-Correcto. No puede ser Jerusalén que ha
sido hollada por los infieles desde la época de la
expansión musulmana. No puede ser el antiguo
templo herodiano porque la oblación cesó desde el
año 73 de nuestra era. Sólo hay un templo que
pudiéramos denominar central en la nueva era
dominada por la Iglesia una, santa, católica y
apostólica. Y ese es el templo en el que descansan
los huesos del apóstol Pedro: el Vaticano.
-La oblación de la Nueva Alianza es el
sacrificio eucarístico, la Misa. Pero, un
a discusión duró todavía una hora más.
En aquella reunión se decidió, con más o
menos entusiasmo según las personas,
que la universidad seguiría las directrices
86
momento... ¿por qué está tan seguro de que la
profecía de Daniel se aplica al tiempo
apocalíptico? Puede referirse a algo ya pasado.
-Es seguro que está hablando de nuestros
tiempos porque Jesucristo en el Evangelio de San
Mateo habló del fin de los tiempos, en el capítulo
24. Y al explicar los tiempos apocalípticos dice
literalmente esta frase: Así que cuando veáis el
sacrilegio devastador anunciado por el profeta
Daniel entonces...
-¿Y qué dice el profeta Daniel acerca de
la fecha?
-El libro de Daniel no da una fecha. Pero
afirma claramente en esos dos versículos que la
oblación cesará durante 1290 días. Eso en el
capítulo 12, versículo 11. Y en el capítulo 9,
versículo 27, se dice que se suspenderá por media
semana. En el resto del capítulo, se explica que el
rey perseguidor del Pueblo Elegido hará una
alianza durante una semana. No puede ser una
semana de siete días, se refiere a una semana de
años. Luego la media semana son tres años y
medio, adivine cuántos días es ese lapso de
tiempo.
-¿Los 1290 días?
-Sí.
-La oblación cesó en cuanto el emperador
Viniciano invadió por segunda vez el Vaticano y
se llevó presos a los cardenales reunidos en
cónclave.
-No. Se detuvo a los cardenales, pero el
estado de la Ciudad del Vaticano seguía siendo un
país independiente. Los oficios divinos
continuaron regidos por los monseñores de las
congregaciones.
-¿Congregaciones?
-Sí, es igual, no nos detengamos en
palabras. El Imperio no decidió entrar en el
Vaticano hasta que se generalizó la persecución
contra los cristianos. Eso sucedió al final del
reinado de Viniciano. Es entonces cuando todos
los sacerdotes son hechos prisioneros y el Estado
de la Ciudad del Vaticano queda anexionado al
Imperio. Los soldados hicieron guardia ya
permanentemente dentro de la Basílica. Hasta que
se cerró definitivamente después de la
Abominación de la Desolación.
-Resumiendo, ¿cuánto tiempo nos
queda?-el rector comenzaba a ponerse nervioso.
-Algo más de un año.
-¿No puedes ser más preciso?-preguntó
algo enfadado.
-Nadie sabe ni el día, ni la hora.
El
profesor
George
comenzó
tranquilamente a hojear un libro, buscando una
cita que quería leerle. Después de un poco,
continuó explicando.
-Lo único que le puedo asegurar es que la
profecía de Daniel dice, y cito literalmente: desde
los tiempos en que cese el sacrificio perpetuo y
sea establecida la abominación de la destrucción,
pasarán mil doscientos noventa días. O sea, que o
quebramos las profecías de ese dichoso libro antes
de que se cumpla ese plazo, o vendrá el fin del
mundo.
-¿Es que no estamos ya viviendo el fin del
mundo?
-Sí, pero todavía no se ha derramado la
séptima copa de la ira divina, ni en plenitud se ha
abierto el sexto sello. Además está todavía
sonando la cuarta trompeta.Hemos de evitar por
todos los medios llegar al punto omega. En el que
se habrá abierto el VII sello, se habrá derramado
la VII copa de la ira divina y en el que habrá
sonado la VII trompeta del Apocalipsis.
-¿Cuál es la séptima trompeta?
-La resurrección general de todos los
muertos.
El rector de la universidad de Harvard
quedó fuera de sí. Comenzó a llorar mientras se
sentaba en la silla de la lado. Mientras tanto, en
medio de los sollozos, musitaba: “hemos de
detenerlo, hemos de detenerlo”. Al cabo de un
minuto, se rehizo, alzó su cara de entre las
manos.
-George, hemos trabajado juntos durante
los últimos veinte años. A veces... a veces... me
pregunto si ese dios judeocristiano... no será...
el... Omnipotente.
-Martin... ¿es posible que exista un ser
infinito?
-Pero...
-No, no, ten fe en mí, es imposible.
Además, hemos jurado que jamás nos
arrodillaremos ante nadie. Somos hombres libres,
¿recuerdas? Si existiera un ser infinito deberíamos
ser sus servidores, y nosotros no serviremos a
nadie. –le miró con una sonrisa confortadora en la
87
cara-. Venga, ¡ánimo!, no te preocupes, haremos
todo lo posible para detenerlo.
enemigo a menos de 50 kilómetros de distancia, la
nave desplegaba todos, o parte, de sus misiles en
el exterior. Cada misil se colocaba en un punto
prefijado, a unos 80 metros de la nave de donde
había salido, y esperaba con los motores
apagados.
La nave enemiga hacía otro tanto
desplegando todo su poder de fuego. Cuando todo
el material balístico estaba ya fuera de la nave
suspendido en el espacio, se daba la orden de
ataque. En tres segundos, todos los misiles se
lanzaban a las coordenadas ocupadas por el
acorazado enemigo. A 50 kilómetros de distancia
el enemigo no es visible a la vista. El oponente
por su parte lanza sus misiles. Cuando los misiles
se acercan a su blanco van siendo destruidos por
misiles más pequeños, por los misiles antimisiles.
La razón de desplegar todo el fuego de
combate para lanzarlo de una vez, es porque esa
es la única manera de poder atravesar el filtro de
los proyectiles antimisiles. Cada misil es un misil
inteligente, una vez lanzado actúa por su cuenta.
En el primer medio minuto ningún misil hace
blanco en la nave enemiga. Pero después de ese
tiempo, se va reduciendo el número de misiles
antimisiles, y entonces empieza alguno que otro a
hacer impacto. La coraza resiste por un tiempo,
pero al final alguno logra penetrar la coraza, y en
cuanto uno hace impacto en el interior, bien sea
que alcance algún almacén balístico no utilizado,
bien sea que alcance los tanques de combustible,
el resultado es la completa destrucción del
acorazado.
Por supuesto nada, más que otro
acorazado, podía hacer frente a estos ingenios.
Estos acorazados eran el arma estrella de las
superpotencias. Si recibían orden de atacar un
ejército en tierra, sólo tenían con sus satélites
espía que determinar las coordenadas de la
superficie terrestre donde se encontraban las
fuerzas enemigas, desplegar su poder balístico, y
lanzarlo de golpe. Diez minutos después, sobre los
soldados adversarios caería una auténtica lluvia de
misiles que arrasaría el terreno.
CAPITULO
XXXIX
A
3.100 kms. de distancia de la Tierra,
lenta y silenciosamente se movía en el
espacio el acorazado orbital Kuri. El
emblema rojo y blanco del Sol Naciente
cubría la popa de la nave de guerra. Los
acorazados orbitales eran los pesos pesados del
material bélico de las superpotencias terrestres.
Antes de que empezara la guerra, únicamente
llegó a haber ocho de estos mastodontes, ahora ya
sólo quedaban dos: el Kuri de bandera japonesa, y
el Ronald Reagan de bandera estadounidense.
Explicar qué eran estos acorazados es
cosa bien simple. Cada uno de ellos era un
gigantesco hangar de cientos de miles de misiles
de todos los tipos y tamaños, rodeado de una
impenetrable coraza. Externamente la forma de
los acorazados era elíptica, una elipse de formas
redondeadas. La coraza de estos ingenios
colosales tenía un grosor de diez metros,
usualmente tres capas de roca comprimida y tres
de acero. Lo normal era que la envergadura total
de la nave no bajara de los tres kilómetros.
La tripulación: sólo 50 hombres, los
técnicos necesarios para mantener en activo el
letal cargamento. La velocidad de movimiento de
estos gigantes era lentísima, 200 kms por hora. No
en vano el peso que movían los reactores era de
993.366 toneladas, como el peso de tres Empire
State Building juntos. Por supuesto semejantes
estructuras eran construidas en el espacio, su peso
no les hubiera permitido vencer la gravedad
terrestre. Ni siquiera podían descender a una
altura menor de 2800 kilómetros de la Tierra, bajo
riesgo de no poder detener la caída hacia el
planeta.
Cuando dos acorazados entraban en
combate entre sí, el sistema de ataque era el
siguiente: En cuanto los radares detectaban al
A
88
hora el acorazado Kuri se acercaba a la
base geoestacionaria Nueva California.
Esta base geoestacionaria era la última
que quedaba en el espacio. De las cinco que
orbitaban alrededor de la Tierra en el año 2180
todas habían sido destruidas en el transcurso de la
guerra mundial en curso. En ninguna guerra se
había atacado a las bases espaciales porque se
consideraban que eran una consecución de la
humanidad. Construirlas había costado un
inmenso esfuerzo durante más de un siglo,
destruirlas era sencillísimo. Pero esta guerra no
había respetado nada. Ahora los japoneses se
acercaban para destruir esta última base en
represalia por la destrucción de Tokio. A toda
máquina el acorazado Ronald Reagan se dirigía
hacía allí, pero a pesar de todos sus desesperados
esfuerzos, a 200 kilómetros por hora no llegaría
hasta dentro de ocho horas.
La gigantesca silueta del Kuri se recortaba
en la todavía más colosal silueta de la base
geoestacionaria. La base era una ciudad de tres
millones de personas. Población que se distribuía
en el extenso conjunto de anillos giratorios que
proveían de fuerza gravitatoria al interior de los
anillos, en donde se encontraban los edificios.
El acorazado se aproximaba suave y
lentamente hacia la mole de Nueva California. La
silueta negra del aparato militar se recortaba entre
las miles y miles de pequeñas luces de la base
espacial. El astro rey se encontraba en el lado
opuesto, así que la base mostraba su lado oscuro.
Como fondo de la silenciosa escena, el Planeta
Azul. El acorazado de pronto se detuvo. El
silencio en el espacio era total. La Luna, lejos, en
el horizonte. Quietud. Silencio.
8 horas después
Puente de mando del acorazado orbital Ronald
Reagan
E
n el puente de mando, unos treinta
técnicos, cada uno sentado enfrente de su
pantalla de ordenador. En el frente de
aquella gran sala semicircular que era el
corazón de la nave, había una gran pantalla de
diez metros de alto. En la pantalla, multitud de
dígitos y gráficos, (además de una videovisión
panorámica del exterior), todo un resumen de la
situación dentro y fuera del aparato.
El coronel era alto y delgado, su rostro
alargado frío y seco, con una cara semejante a la
de Clint Eastwood. De pie con las manos en la
espalda, seguía todas las operaciones en la gran
pantalla enfrente suyo. Los acorazados orbitales
en el ejército USA se consideraban bases
militares, de ahí que el mando máximo de cada
una fuera un coronel, bajo el cual se encontraban
cuatro capitanes. En esa “base” las graduaciones
que regían eran las de la Infantería
Un soldado se acercó al coronel.
-Coronel -dijo saludándole militarmente-,
hemos localizado ya en el radar al Kuri.
-Comiencen el despliegue balístico ordenó glacialmente.
Un oficial se acercó al puesto del coronel,
de pie como él se colocó a su lado mirando hacia
la gran pantalla. El acorazado se consideraba una
base militar por eso las graduaciones que regían
eran las de Infantería.
-¿Todo sigue su curso?-preguntó el
coronel sin dejar de mirar a la pantalla.
-Sí, señor.
-Bien. Dentro de media hora sólo quedará
uno de los dos acorazados en el espacio.-comentó
impasible el coronel.
-¿Nervioso? –le preguntó levantando una
ceja y volviendo la cabeza para mirar al capitán.
-No.
-Lo celebro. Sabes, William, en mi
camarote guardo una espada que perteneció a un
oficial napoleónico
Antes la guerra era sucia, se pasaba frío,
había que andar jornadas inacabables. Ahora yo
soy el dios Marte. Ni una gota de sudor corre por
mi frente y, sin embargo, a una orden mía puedo
De pronto, cuatro estelas rojas rasgaron la
oscuridad del espacio. Cuatro misiles nucleares se
dirigían rectilíneos y raudos a hacer blanco en la
base. Diez segundos después, cuatro inmensas
esferas de energía aparecían arrasando toda Nueva
California. Seguidamente, una serie de
explosiones en cadena acabaron con lo poco que
quedaba. Tras unos minutos, el acorazado volvía a
ponerse en marcha, lenta y silenciosamente se
alejó. Detrás de sí ya no dejaba más que hierros
retorcidos y alguna que otra instalación perdiendo
todo su oxígeno. Nueva California de ser presente
pasaba a ser historia.
89
desencadenar un infierno. Un infierno como no lo
imaginaron jamás los clásicos. Ni Homero, ni
Virgilio. Hasta el dios Marte se sorprendería de
mi poder. Y, a pesar de tanto poder, la batalla aquí
parece un videojuego. En medio de la batalla, si
quiero, puedo ordenar que me traigan un té y unos
bombones.
Por otro lado, si muero, será un instante.
Los 10.000 grados de la onda de calor me
volatilizarán en unas décimas de segundo.
Sí, yo soy Marte -se dijo a sí mismo con
satisfacción el coronel sin dejar de mirar a la gran
pantalla. Todo el rato hablaba casi sin apartar la
mirada del desarrollo del prefijado plan de ataque,
tanto el coronel como el capitán mantenían la
conversación mirando al frente-. Según la
cosmología clásica éste es el cielo de Marte. Los
dioses se movían en cielo por encima de la bóveda
celeste de color azul que veían. Es decir, el lugar
que ocupamos nosotros. El Emperador juega a ser
Zeus, y nosotros jugamos a ser Marte.
De hecho, la familia imperial es la familia
de los dioses olímpicos. Un deseo y lo que
quieren lo tienen. Fromheim, por sus negocios de
propiedad personal, tenía una renta diaria de más
100.000 millones de euros. ¿Quién puede gastar
tanto en un día? ¿No es eso ser más que Zeus? El
Zeus de Homero nunca tuvo ni la mitad de las
cosas que tuvo cualquier emperador. Ni siquiera
las soñó. ¿Pudo soñar el Zeus homérico con
escuchar acordes sinfónicos con sólo tocar un
botón? No sabía ni lo que era la música sinfónica.
¿Pudo Homero imaginar una guerra como ésta?
-Sí, la guerra se ha transformado en algo
técnico -comentó sin mucha brillantez el capitán
que no se extrañaba de que su coronel se pusiera a
hacer
profundas
reflexiones.
Estaba
acostumbrado, sobre todo en la cena, a oír sus
reflexiones.
Los dos contemplaron en silencio, durante
unos instantes, la videovisión panorámica de
todos los misiles inteligentes, sondas, antimisiles,
señuelos y demás aparatos que se desplegaban en
el exterior de la nave. Todo se posicionaba por sí
solo en una imaginaria cuadrícula delante de la
nave. Allí paraban motores hasta recibir la orden
de fuego, la orden de salir disparados a estrellarse
contra el enemigo.
-¿Sabe en qué pensaba ahora?-preguntó el
capitán.
-¿En qué?
-Viendo todo ese material de última
tecnología, todo tan especializado. Todos los
misiles de cabezas múltiples, los DDW-3, los RK, los proyectiles con hipersensores... en fin,
todo eso de ahí delante. Pensaba en lo mucho que
hemos avanzado desde que Caín mató a Abel de
un golpe de piedra en la cabeza.
-¿Caín y... Abel?
-Ah, es cierto... son dos figuras de la
mitología judeocristiana.
El coronel puso cara de desagrado y
volvió su vista hacia la pantalla central.
-Como entra dentro de lo posible que al
final de este día no existamos -dijo el capitán-,
voy a confesarle algo. Siempre me he considerado
un técnico, no un militar. Me metí en el ejército
por dinero. La mejor oferta me la hicieron ellos,
los del Departamento de Defensa, si no ahora
estaría en la Corporación Wellshire.
¿Y usted?
-Yo no. Soy un militar de vocación -fue la
concisa respuesta del coronel.
-¿Puedo preguntarle algo muy personal?
-Cuando un soldado va a entrar en
combate y ve los ojos de la muerte enfrente, se
puede preguntar cualquier cosa. -respondió el
coronel sin mostrar ninguna emoción.
-¿Es usted dagoniano?
-Después de todo este tiempo juntos, ha
visto algo que le ha hecho sospechar, ¿eh?. Pues
sí, soy un creyente en el dios Dagón. Le he dado
culto en secreto, nunca públicamente.
Un soldado se acercó y le saludó
marcialmente.
-Señor, despliegue completado.
-Abran fuego.
En ese momento, el coronel sintió algo
muy especial. Era la orden de ataque que se daba
desde el último acorazado orbital de los Estados
Unidos contra el postrer acorazado que existía.
Después de aquella orden, ya no habría ninguna
orden más como aquella. Sólo quedaría uno en
pie. Dada la situación económica de allá abajo,
quizá se tardarían generaciones en que alguna
nación construyera otro acorazado orbital. Sí,
aquella orden era un orden muy especial. Y ya
90
había sido dada. Decenas de miles de estelas rojas
surcaron el espacio hacia un punto en el horizonte.
A 2.000 kilómetros por hora los misiles se
lanzaban ansiosos por hacer diana.
-No crea que aunque sea dagoniano no
amo mi patria. Para mí, mi nación es la más
grande, la más bella, la más poderosa. Estoy
seguro de que en el futuro recobrará la
independencia... y que volverá a ser una vasta
tierra de bosques, praderas y ríos.
¿Le espera alguien allá abajo?
-No. Pertenezco a ese 50% de la
población soltera por opción –respondió el
capitán.
-A mí ya no me espera nadie –comentó el
coronel-. Odio a los japoneses. Un misil nipón
cayó sobre mi casita en Connecticut. Mi mujer,
mis dos hijos, mi madre.
-Lo siento.
Inesperadamente un horroroso estruendo
sonó a lo lejos, el puente de mando retumbó.
-Este impacto nos ha debido atravesar por
los menos seis metros de coraza en un diámetro de
50 metros.-dijo para sí el coronel.
-Hasta ahora hemos recibido 41 impactos
–le comentó el capitán leyendo la pantalla-. Mire
allí, una sonda ya nos manda imagen visual del
acorazado japonés.
-Es inmenso.
-Verdaderamente una mole. Fíjese, otros
tres misiles nuestros le acaban de impactar.
No deja de ser admirable que esa gente
siga luchando.
-¿Admirable? -repitió algo incómodo el
coronel.
-China sigue en pie. Pero Japón... Hemos
destruido casi todas sus ciudades. Su población
civil son caravanas de refugiados huyendo a otras
zonas. En cierto modo, no tienen ya un país por el
que luchar y, sin embargo, continúan la guerra.
-Es su forma de hacerse el hara-kiri, es un
hara-kiri kamikaze. Por eso no debemos dejar ni
uno.
-Era un pueblo noble. Fiel a sus
tradiciones. Podíamos haber aprendido mucho de
ellos. Siempre sentí una gran admiración hacia
ellos.
-De todas maneras, en el fondo ésta no es
una guerra contra la Unión Asiática.
-Ahora comprendo que para usted todo
este conflicto mundial es una guerra entre los
dagonianos y los no dagonianos.
-No, tampoco. No es una lucha de los
dagonianos contra los no-dagonianos, en Japón el
15% de la población era dagoniana. Es una lucha
entre el Viejo Orden y la Nueva Era. Es el fin de
Piscis. Un mundo nuevo resurgirá de las cenizas.
¿Ha leído La Conspiración de Aquarius? La
Nueva Era, la Era Gnóstica, no triunfó en el siglo
XXI porque no destruimos el viejo mundo. Sólo
cuando cayó el Imperio Romano entramos en la
era de Piscis. Ahora hemos comprendido que sólo
de las cenizas surgirá el Nuevo Orden.
-¿Y si no?
-Si no... sólo he cumplido con mi deber.
Yo obedezco órdenes.
-No sé si es moral.
-Déjese de conceptos trasnochados replicó el coronel, como siempre autoritativo-.
Estamos por encima del bien y del mal.
Las bases orbitales habían sido
consideradas un patrimonio de la humanidad, en
ninguna guerra habían sido atacadas. Sin
embargo, ahora estamos en una guerra total. Es la
madre de todas las guerras, es la guerra de las
guerras. Cualquier guerra antes de esta fue un
juego de niños, como dos vecinas gordas que se
agarran de los pelos. Esto es el final de una
civilización... para dar comienzo a otra. Ya nada
volverá a ser como antes.
Si no fuera porque les despistaría de sus
tareas, ahora mismo les daría desde aquí un
discurso.
-¿A quienes?
-A la tripulación, a nuestros hombres. 20
siglos nos contemplan desde estas pirámides. Qué
modesto era Napoleón. ¡20 siglos! A partir de
ahora la humanidad entrará en un proceso de
perfeccionamiento indefinido. La Tierra se
transformará en un cielo olímpico. Estoy
convencido de que esta guerra no se prolongará
más allá de medio año. Le doy mi palabra de
honor de que esta será la última guerra de la
historia.
-¿Y si se ha equivocado?
El coronel le miró incómodo, pero con
una mirada de águila.
91
-Le aseguró que no le pediré perdón.sentenció finalmente.
En la imagen de la pantalla gigante se
veía claramente como cada vez más misiles
americanos impactaban en el acorazado nipón. El
stock de misiles defensivos se les estaba agotando.
En un momento dado, un misil logró
atravesar una parte de la protección de acero del
acorazado japonés. Tras desaparecer el primer
fulgor del impacto, comenzaron a aparecer otros
brillos, pero estos ya desde dentro del acorazado.
Las explosiones en cadena habían comenzado.
Diez segundos después, el acorazado nipón entero
saltó en pedazos en un formidable estallido.
La imagen del estallido fue captada en
directo dentro del Ronald Reagan y fue seguida de
un alborozado entusiasmo. Después de las
felicitaciones, todos volvieron a sus puestos. El
acorazado japonés había desaparecido pero unos
2.000 objetos bélicos con cabeza inteligente
seguían surcando el espacio en dirección a la nave
estadounidense.
CAPITULO
XL
L
os iniciados en el primer Círculo de
Dagón estaban reunidos en una sala
del Templo del dios. La sala era
enteramente de piedra. Los trece
miembros estaban sentados en círculo, en el
centro había sobre el suelo una pequeña
estatua de jade de la Bestia sobre un pedestal.
Alrededor de los asistentes, sobre el suelo, un
segundo círculo de velas gruesas como cirios.
-Hermanos, ya sabéis que la mayor parte
de los judíos hicieron sus negocios a través de no
judíos cuando se impuso la presentación de la
marca para comprar o vender cualquier cosa.
Incluso los menos pudientes tuvieron que hacer la
compra a través de segundas personas. Sin
embargo, desde que nuestro hermano Leviatán ese era el nombre de iniciación del emperador
Hurst-, aquí presente, alcanzó la máxima
magistratura se ha observado una notable salida
de judíos hacia el extranjero.
-¿Hacia dónde?
-Hacia el estado de Israel. Pero aquí no
acaba la cosa. Nuestro embajador en esa nación
nos ha informado que están construyendo un gran
campamento. En realidad, llevan contruyéndolo
hace meses. Es una gran superficie de tierra, de
forma cuadrada, cada lado tiene 100 kms. En el
centro exacto está Jerusalén, y más concretamente
la explanada del Templo Davídico. En el
perímetro de ese gran cuadrado, se está edificando
una muralla rodeada de todo tipo de trincheras,
fosos, minas y un largo etcétera de sistemas
defensivos. Es una fortificación notable. En el
interior de ese gran cuadrado están alojando a los
millones de judíos que han afluido, y siguen
afluyendo, del mundo entero. Dentro de ese
perímetro están acumulando todo tipo de material
de guerra.
Pero eso no es todo. Ya sabéis que los dos
últimos y breves emperadores tuvieron una
política ambigua respecto a los cristianos. Por un
Nadie se apercibió, pero sin explotar un
misil nipón se había incrustado en la inacabable
extensión que era la coraza de la nave USA. Del
misil salió un pequeño artefacto de medio metro
de envergadura, con una lejana semejanza a un
cangrejo. Sus patas se sujetaban magnéticamente
a la capa exterior de acero del acorazado. El
ingenio con lentitud fue avanzando por la coraza
durante un cuarto de hora. Finalmente, cuando su
visor detectó una de las dieciséis compuertas de
salida de misiles se introdujo por ella. Tres
minutos después de internarse por el pasillo de
salida y posteriormente por el interior de las
bodegas, hizo explosión. La reacción en cadena
fue inmediata. El acorazado Ronald Reagan, él
último ingenio orbital en activo, se deshizo
completamente en medio de una gigantesca e
infernal bola de energía.
92
lado, detuvieron su aniquilación en los campos de
concentración, pero por otro no los libertaron.
Nuestras presiones lograron que al final ordenase
que se continuase con la deportación de los
cristianos pertenecientes a naciones conquistadas
a los campos de concentr...
-Hermano Asmodeo -le interrumpió uno
de los presentes, más importante que él-. Ya sé a
donde quiere llegar. Le aseguro que las HH.AA.
están haciendo ahora todo lo posible para acelerar
el número de cristianos eliminados cada día en los
campos de concentración. Así que continúe con el
tema de Israel y deje ese otro asunto.
-Pues
bien
-prosiguió un poco
incomodado el que había sido interrumpido-, el
resultado es que muchos cristianos de países
fronterizos al Imperio están huyendo a Israel.
Ahora mismo Israel está lleno de cristianos de
todo el mundo, sin contar con la asombrosa e
increíble realidad de que los mismos judíos se han
hecho cristianos. Cosa que jamás habíamos
esperado.
Esos son los hechos. Ahora nos
corresponde a nosotros el decidir qué hacer.
millones y millones. Varias de estas inmensas
nubes se comenzaron a extender en varias
direcciones.
Los hermanos dagonianos del Primer
Círculo seguían su reunión en lo más profundo del
Templo. De pronto, alguien comenzó a golpear
por fuera la puerta de hierro. Un hermano se
acercó a abrir la puerta que sólo se podía abrir por
dentro.
-¿Qué pasa?
-Siento interrumpir la reunión -dijo
alterado el otro servidor del templo-, pero agentes
del Ministerio de Defensa han llegado al pórtico
del templo y han dicho que es urgente que llamen
al Emperador.
El Emperador sin prisas pero preocupado,
salió hacia afuera quitándose las amplias ropas
rituales. Un minuto después, estaba fuera del
templo, salía el Cónsul Máximo entre las
columnas jónicas del pórtico blanco. Una larga y
ancha escalinata descendía desde aquella fachada
meridional. Justo allí, le esperaban cuatro agentes.
-Señor -le saludó uno de los agentes-, creo
que debe montar en la aeronave y por el camino le
explicaré qué ha sucedido.
-¿Es tan grave?
-Sí, señor.
Sentados dentro de la nave y rumbo hacia
la base militar más cercana encendió la pantalla de
televisión e introdujo una cinta.
-Señor -le explicó el agente-, la policía de
varias regiones de centroeuropa ha pasado una
información al ejército tan asombrosa, que al poco
nos han llamado a la sección de experimentación
para ver si era algún proyecto secreto del que
supiésemos algo. Nosotros nos hemos pasado la
última media hora confirmando la información.
Finalmente,el General Herwer ha decidido que
fuéramos a buscarle y se lo explicáramos por el
camino.
La filmación que aparecía en pantalla
mostraba una nube de langostas acercándose a
Viena y cayendo sobre la población. La gente
corría por las calles despavorida mientras las
langostas se abatían sobre ella.
Mientras ellos comenzaban la discusión
ignoraban que algo había sucedido hacía dos
horas en un lugar remoto de Hungría. En una
llanura cerca de Szeged, cayó algo del cielo. Al
chocar con la tierra se levantó la llanura como si
una roca hubiera caído sobre un estanque. Lo que
cayó debió penetrar hasta las profundidades, como
el hierro candente la cera. Se había abierto el pozo
del abismo. Después, todo quedó en calma y en
silencio. Al cabo de un cuarto de hora, una
humareda subió del pozo. El humo comenzó a
oscurecer el sol y el aire. De la humareda, saltaron
a tierra unas langostas. Tenían forma de langosta,
su tamaño era un poco más grande, como de un
palmo de la mano era su longitud. Sin embargo,
por increíble que parezca su cabeza era cabeza
humana. Una cabeza que miraba con furia y odio.
Sus cabecitas tenían largos cabellos, sus anchas
bocas mordían21.
Del humo salía una auténtica nube de
insectos que por donde pasaba oscurecía el sol,
21
-¿Qué..., qué les hacen? -preguntó el
Emperador.
Ap 9, 1-11
93
-Telefónicamente nos han dicho que las
langostas tienen un aguijón en la parte de atrás
con el que inoculan una sustancia. Hemos llamado
a los hospitales. La picadura produce los mismos
síntomas, y dolores, que los del escorpión africano
común. Hay decenas de miles de personas en
hospitales, hasta ahora no ha muerto nadie.
-Pero, ¿cómo pueden tener esa cabeza tan
extraña? ¡Es una diminuta cabeza humana! Esto
tiene que ser fruto de la ingeniería genética de los
laboratorios japoneses.
-Sí, es inexplicable. Lo único cierto es que
a este ritmo llegarán a la Urbe en un par de horas.
La gruesa capa del humo de la guerra que cubre
las capas altas de la atmósfera nos impide hacer
un seguimiento con los satélites espía. Pero se
extienden en todas las direcciones de Eurasia.
-Adviertan a la población que se cierre en
sus casas.
CAPITULO
XLI
Una cuarta parte de la humanidad había
muerto por el hambre, la peste, las
fieras y la guerra22.
...................
28 de Julio
año 2212
Llanuras centrales de Asia.
E
l cielo completamente marrón. La capa de
humo estratosférico, provocada por todas
las combustiones de la guerra, había
provocado un innatural invierno en pleno
verano. Las bocas expelían vaho, y de vez en
cuando caían finos copos de nieve. Veinte
millones de hombres, esa era la cantidad de
soldados que formaban la columna militar que
atravesaba aquellas llanuras.
El emperador Hurst había muerto
asesinado por los puñales de una tercera parte de
los miembros del Senado. El nuevo emperador era
un dagoniano todavía más fanático, al subir al
trono imperial cambió su nombre por el de
Divinusanctus. El nuevo emperador llegó al trono
sólo con una fijación: acabar la guerra, y acabarla
cuanto antes. Y ese antes debía ser antes del
otoño.
La capa de humo había provocado un gran
descenso de temperaturas. Los expertos afirmaban
que no se comenzaría a disolver hasta niveles
razonables antes de catorce meses. De ahí que se
esperaba un invierno glacial, todo el mundo se
había hecho a la idea de encerrarse en sus casas,
pertrecharse, y no salir hasta la primavera. El
Emperador era consciente de que la guerra había
que ganarla antes de la llegada del frío. Por eso
había sacado todo el ejército. La columna
acorazada de 20 millones de hombres avanzaba
arrasando cualquier resistencia o fortificación. En
22
94
Ap 6,8
la columna uno podía encontrar todo tipo de
aparatos. Desde un verdadero enjambre de
vehículos monoplaza, hasta los formidables ARAD de última generación. Todo ello contando con
un acompañamiento de aeronaves no menos
impresionante. Los expertos militares de ambos
bandos se habían dado cuenta de que si el
enemigo concentraba su ataque en un punto era
imposible defender toda la línea de frontera. De
ahí que después de varios años de continuas
incursiones y retrocesos por ambas partes, se
había decidido concentrar las fuerzas y avanzar
hasta la destrucción de toda la retaguardia civil.
La mitad de Asia eran ya ruinas. Caravanas de
millones de seres humanos huían hacia la costa
escapando del avance de los soldados imperiales.
Mientras tanto pequeños ejércitos asiáticos hacían
lo mismo en territorio imperial. Sólo que eran
ejércitos muy reducidos y hostigados por misiles
tierra-tierra.
La política del Emperador era clara. La
columna imperial no podía en su avance por Asia
ir desperdigando fuerzas de ocupación. Era un
ejército diseñado para avanzar, no para ocupar.
Así que debían acabar con toda población civil
que encontraran a su paso. La colonización
europea de ese gran continente sería la tarea
imperial del siglo XXIII.
CAPITULO
XLII
A
nne de Clerk era una técnico al servicio
del Ministerio de Defensa del Imperio.
Una de las más importantes y
prestigiosas técnicos experta en filtros
antibalísticos de última generación. Acababa de
volver de Siria y, junto a su familia, ofrecía en su
casa de Burdeos una cena a dos de sus mejores
amigos, René y Philip. Este último trabajaba en
altos puestos del Servicio de Inteligencia, René
era un alto ejecutivo de una multinacional. En la
mesa ya había desaparecido el cóctel de mariscos
y el cochinillo con setas. En el menú de aquella
mesa parecía que no existía conflicto alguno, ni
racionamientos. La cordial velada estaba ya en los
postres.
-¿Cómo están las cosas en Siria? preguntó Philip.
-Es impresionante -contestó Anne-, no os
podéis imaginar la cantidad de material bélico que
hay congregado allí. Aerocruceros, grandes
plataformas militares sobre orugas mecánicas,
más de un millón de soldados acantonados. De
horizonte a horizonte, hay una línea de dirigibles
esféricos barriendo todo el espacio aéreo en una
franja de mil kilómetros..
-Perdón, ¿pero cuál es el propósito de esa
concentración militar? -preguntó René que
acababa de volver también de una larga estancia
en Chile.
-El Emperador quiere acabar de una vez
por todas con los popistas -respondió Philip-. E
Israel se ha convertido en el refugio de todos los
popistas que quedan en el ancho mundo.
-Yo pensaba que ya no quedaban -dijo
René-, creía que los cristianos eran ya historia.
-Se calcula que en Israel hay unos diez
millones ahora mismo -dijo Philip-. Si fueras allí
te encontrarías con todas esas cosas que has
estudiado en los libros de historia: obispos,
arzobispos, monjes, abades y todo ese mundo
arcaico y fanático. Pero pronto aplastaremos ese
nido de víboras religiosas.
95
-Nuestros aparatos confirman -añadió
Anne- que alrededor de Jerusalén han acumulado
una gran cantidad de material de defensa. Y eso
sin contar con el perímetro fortificado. Hay un
foso vertical de diez metros de profundidad,
seguido por un muro de hormigón y acero de otros
diez metros de altura. Antes del foso, hay cien
metros de minas, y, después del foso, torres
armadas con escudos balísticos. Además, cuando
nuestros hombres logren atravesar ese muro y esas
torres, se encontrarán con el grueso de la
infantería cristiana más sus acorazados terrestres.
Va a ser una carnicería en nuestras filas.
-Pero vamos a ver -dijo Philip-, hay una
cosa que no entiendo, ni la he entendido en todo
este tiempo. ¿Por qué no se envía una lluvia de
misiles desde Siria hasta agotar su stock de
antimisiles? No hace falta entrar, desde fuera
podríamos no dejar piedra sobre piedra en el
interior del perímetro.
-Una vez más la religión interfiere sobre
los estrategas -respondió con fastidio Anne-. El
Emperador quiere rememorar la entrada de Tito en
Jerusalén en el siglo I. La Guerra Judaica 22
siglos después -Anne remarcó las últimas palabras
con desprecio, todo este asunto le parecía
estúpido, y explicarlo le ponía al borde del mal
humor-. Las órdenes han sido terminantes, en
Jerusalén entrará la infantería imperial, ella ha de
tomar la ciudad. Los cruceros estratosféricos no
pueden actuar. Cada día disparamos mil misiles
tierra-tierra y ellos los interceptan en el aire. El
día que se les acaben a los cristianos los misiles
antimisiles, y los nuestros comiencen a hacer
diana dentro del perímetro, tendrá que ser la
infantería la que tome Jerusalén.
Para el Emperador esta guerra tiene algo
de ritual. Explicó a los generales que tenía que ser
como una especie de sacrificio. Que había que
hundir el cuchillo sobre la víctima, no destruirla
con un misil y después ir a ver el cráter. Es más,
les dijo que eso le parecería prosaico y banal.
Los generales desplazados a Siria están
desesperados. Lo que me dijeron fue: es una
majadería pero ésta es la misión, cumplámosla
con las menores bajas. Estimamos que
perderemos no menos de 100.000 hombres. De
todas maneras, nuestra acumulación de fuerzas en
la llanura de Meguidó es tan grande que el ejército
cristiano no tiene nada que hacer.
-¿Meguido? -preguntó René.
-Sí, las fuerzas acantonadas en Siria han
bajado hacia el sur hace dos semanas -le explicó
Anne-, y ahora están en territorio de Israel, junto
al monte Meguidó.
-Lo decía porque teníamos, mi familia,
una casa de campo allí –explicó René-. Al monte
de Meguidó lo llamabamos Harmagedón. De
todas maneras hace años que la vendimos.
-Acerca del carácter ritual que para
nuestro Emperador tiene esta campaña judaica –
comentó Philip-, te sorprenderá, René, saber que
nuestros diplomáticos se han esforzado desde hace
medio año en lograr que fuerzas de la Unión
Asiática participen en la toma de Jerusalén. Y más
te sorprenderá saber que lo ha conseguido.
-Increíble. ¿Cómo lo han conseguido? preguntó René.
-Bueno, ya sabes que la creencia
dagoniana es muy poderosa en Japón -le explicó
Philip-, y que está extendida por toda Asia. Ellos
creen que Dagón es un dios de la mitología
oriental. El caso es que primero decidieron todos
los países marcar con la T a los cristianos, después
sumarse a la persecución. Las masas lo hacen por
furor religioso, los gobernantes por buscar un
chivo expiatorio para todos sus males. Los
orientales estaban ya casi decididos a empezar
ellos mismos esta cruzada contra Israel, cuando
nuestro Emperador se les adelantó. Pero el caso es
que envió además a los primeros ministros de
varios países asiáticos a unos cuantos
embajadores 23 . No sabemos muy bien cómo les
lograron convencer de que sumaran a esta
cruzada, pero el caso es que ellos también
participan.
-¡Qué cosas!
-Sí, sí, es admirable lo que puede lograr la
diplomacia. Y así muchos primeros ministros
orientales han decidido que una cosa es la guerra
en Asia (entre el Imperio y la Unión Asiática) y
otra la guerra judaica. De ahí que enviarán tropas
casi todos los países de Asia. Unos más efectivos
y otros menos, pero todos quieren participar.
23
96
Ap 16, 14
-Sí, en la llanura de Meguidó -añadió
Anne- vi material y tropas orientales24. Muchas.
-Cambiando de tema, ¿cómo sigue el
asunto del jefe de los cristianos?
-Pues, creo que ya tenemos una respuesta
definitiva -respondió Philip que trabajaba en el
servicio de inteligencia-. Ya sabes, René, que en
el Circo Máximo se ofreció un espectáculo en el
que eran ejecutados el Papa y los cardenales.
-¿El Papa y los cardenales? -preguntó
René desconociendo esos términos ya que no era
muy versado en esa materia.
-La cúpula de la Iglesia.
-Ah, sí, sí.
-Pues bien, al cabo de tres meses, los
obispos del mundo decidieron reunirse en la Isla
de Guinea en concilio universal para decidir el
modo de elección de un nuevo Papa. Pero una
semana después de que se convocara el Concilio,
se suspendió la convocatoria. Supieron que la CIA
y los servicios de inteligencia del Imperio habían
preparado un plan para hacer explosionar el lugar
donde se reunieran los obispos. Imaginaos una
explosión en el lugar de reunión de un concilio
universal, hubiera sido un golpe definitivo. En los
días siguientes, llegaron a la conclusión de que se
reunieran donde se reunieran los podríamos
alcanzar con algún tipo de misil con toda
precisión. Se encontraban con el problema
insoluble de que no podían mover a tantos
obispos, los últimos que quedaban en libertad, sin
que nuestros servicios secretos se enteraran. Así
que decidieron delegar votos. Unánimemente, los
obispos delegaron en los arzobispos, y los todos
los arzobispos delegaron en los primados de cada
nación. Esos prelados representarían a la Iglesia
universal y elegirían un nuevo Sumo Pontífice ya
que la iglesia de Roma tenía a todos sus
miembros, clérigos y laicos, en las prisiones
imperiales. También se dijo que existían
comunidades cristianas clandestinas en Roma y
que éstas delegaron su voto al grupo de aquellos
primados y que les comunicaron que acataban
cualquier decisión que tomasen en cuanto a la
elección del Sumo Pontífice. Según otras
informaciones, se les pidió a esas comunidades
24
clandestinas que enviaran algún delegado. En fin,
nuestras informaciones resultan confusas.
Entonces, nos encontramos con un
verdadero problema. Nuestros servicios secretos
no podían controlar el movimiento de tan pocas
personas. De hecho, no sabíamos quienes eran
esos primados en los que se había delegado el
voto del episcopado universal y de la iglesia
romana. Fue entonces cuando nosotros
comenzamos a esparcir el rumor de que Su
Santidad Lino II vivía confinado en secreto en una
base militar. Se les hizo saber que el hombre de la
tiara y la capa pluvial que los espectadores vieron
morir en la televisión fue el cardenal decano del
consistorio. Al conocer esto, los arzobispos
primados, que todavía no se habían reunido,
considerando que no tenían el cadáver del
Pontífice, decidieron posponer la reunión.
-Además, ya les habían engañado una vez
cuando reunieron el cónclave diciendo que había
muerto y después resultó que no -añadió Anne.
-Así es. Lo cierto -prosiguió Philip- es
que después ya empezó la persecución en Asia
cada vez más generalizada y fueron detenidos
varios de esos primados. El último concilio
universal, convocado y suspendido, a partir de
entonces ya no se pudo celebrar nunca.
-Pero Lino II... ¿había muerto o estaba
confinado? -preguntó René.
-Sí, ¿qué sucedió en verdad? -dijo Anne
uniéndose a la pregunta.
-Es una buena pregunta. Nos hicimos esa
pregunta a nosotros mismos durante cuatro meses.
¡Todo el asunto se había llevado con tanto
secreto!, para evitar filtraciones. Por ejemplo,
antes del cónclave en que se detuvo a los
cardenales, el hecho de que Lino II estaba vivo
sólo lo sabían unas cuatro personas directamente
bajo las órdenes del emperador Viniciano.
Pues bien, años después, se investigó, y se
encontró que el supuesto cadáver de Lino II había
acabado junto a los cuerpos de los cardenales en
una inmensa fosa común. Del equipo de tres
personas que habían llevado personalmente todo
el asunto papal ya no quedaba viva ninguna.
La cuestión era si aquel supuesto cadáver
era el de Lino II o una treta para engañar al
concilio universal que, ya entonces, suponíamos
que se reuniría después. Excavar en la fosa común
Ap 20, 8-9
97
para hacer pruebas de ADN era impensable. Cada
fosa común para presos e indigentes es una
excavación cuadrangular de cincuenta metros de
ancho y que se llena con miles de cuerpos sin
caja. Unos encima de otros. Después se recubre
con diez metros de tierra para que absorba los
humores y gases de las fermentaciones. Allí era
imposible buscar nada.
-Pero, ¿no se podía mirar en el Ordenador
Central si existía ese nombre en alguna prisión? preguntó Anne.
-No había nada. Daos cuenta de que se le
encarceló con un nombre falso, para evitar que
hubiera algún cristiano encubierto, entre los
funcionarios que tienen acceso a las terminales del
Ordenador Central, que pudiera pasar a la Iglesia
la información de que el Papa en realidad vivía.
(Si realmente vivía, que ya no lo sabemos).
Pensad de que se trataba de engañar a toda la
Iglesia. No podían correr el riesgo de encontrarse
con algún funcionario corrupto o disconforme con
la persecución que revelara esa información.
Podía haber en un puesto clave alguna persona
que pudiera tener algún sentimiento de afecto
hacia los cristianos. El modo de evitar esa
filtración fue hacer completamente opaca esa
detención, por eso se le inscribió con un nombre
falso
Así que se le ingresó en alguna prisión
civil o militar bajo un nombre ficticio. Quizá está
recluido en alguna prisión penitenciaria. No lo
sabemos. Como os digo, ya no vivía ninguna de
las tres personas, que formaban aquel equipo
encargado de la reclusión papal. Fue toda una
ironía el que años después, el emperador
Divinusanctus quiso saber si Lino II vivía y
tuviéramos que decirle que no lo sabíamos. Lino
II podía estar incomunicado en cualquier celda de
Italia y el Emperador no saberlo. Cuando el
emperador Wolf dijo a la Iglesia que el Papa no
vivía, el tenía la certeza de que estaba mintiendo y
que lo importante era que la Iglesia se tragase la
bola. Lo increíble fue que tres emperadores
después, una augusta cabeza se lo preguntara en
serio y no tuviéramos que reconocer que la
maraña era tan enrevesada que no lo sabíamos de
verdad.
-El Imperio dijo una mentira que resultó
ser verdad -sentenció René-. Al final estaba vivo.
-Pues
ya
verás,
el
emperador
Divinusanctus encargó al servicio de inteligencia
que investigara el asunto y descubrieran si vivía o
no.
Y finalmente, hace treinta días, se le
informó con total seguridad que no. El estudio
computerizado de los fotogramas de la filmación
de su ejecución demuestran que aquel hombre
realmente era Lino II.
98
dormitorios colectivos tardarían media semana en
agotar el oxígeno hasta un nivel que fuera letal.
La orden secreta se llevó a cabo en todos
los campos de concentración. Algún medio de
comunicación logró la filtración de la noticia unas
semanas después. Pero la sociedad estaba más
preocupada en el medio millón de hombres que
morían diariamente en el frente de Asia. La suerte
de los cristianos atrajo muy poco la atención.
Además, después del universal colapso económico
todas las cadenas de TV quebraron. Para ese
entonces la TV se reducía a los servicios mínimos
estatales.
Los prisioneros desconocían la nueva
orden, la única novedad fue que en los
montacargas comenzaron a no aparecer las
raciones del día. Al cabo de 48 horas se
percataron de que el olor de los dormitorios era
irrespirable y de que se ahogaban. Poniendo la
mano en las salidas de aire se apercibieron de que
no salía aire. Aquello fue un terrible mazazo para
todos los que vivían aglomerados allí. Un impacto
aminorado por los cánticos de alabanza al Creador
y las oraciones de petición de misericordia para
sus asesinos. Eran conscientes de que la hora de la
muerte iba a llegar en pocos días. Todos esperaron
la muerte con sentimientos que iban desde la
alegría llena de fe hasta la resignación a la
voluntad de Dios. No hubo ninguna escena de
pánico, no hubo gritos. Al cuarto día, la fatiga por
la falta de oxígeno era tan grande que todos
estaban tumbados en sus camas. A todos les latía
aceleradamente el corazón para suplir el bajo
contenido en oxígeno de la sangre. Unos
esperaban la asfixia tratando de tranquilizarse,
manteniéndose en la posición de tumbados,
algunos con las manos juntas sobre el pecho.
Otros, no pudiendo resistir la ansiedad de aquel
pulso cada vez más acelerado se incorporaban
angustiados. Pero exhaustos por la falta de aire,
caían desde lo alto de las literas, incapaces de
bajar las escaleras que bajaban desde la litera
numero seis a la del suelo. Con la cara amoratada
y el pulso descontrolado, algunos, impotentes, se
incorporaban a mirar a los que se debatían en el
suelo. El aire era como denso. Por más bocanadas
que dieran (como peces fuera del agua) la
sensación de ahogo no desaparecía.
CAPITULO
XLIII
L
os trajes intensamente negros de los cinco
oficiales de las HH:AA. contrastaban con
el suelo y las paredes blancas de la sala
de máquinas del edificio-prisión del
campo de concentración de Sao Paulo en Brasil.
-Fue una pena -comentaba uno de ellos-,
pero el retraso en la eliminación de cristianos que
provocaron los dos últimos emperadores militares
ha sido enorme. Queríamos haber acabado el
trabajo antes del 200 aniversario de la refundación
de Roma y ahora ya no será posible.
-Menos mal que los técnicos le sugirieron
al Emperador este método.
-Al emperador Viniciano no le hubiera
satisfecho. El quería un holocausto ardiente. El
ácido era ardiente al fin y al cabo, pero esto...
Al mismo tiempo que tenían esta
conversación, iban desconectando todos los
interruptores del sistema de máquinas. Mientras,
otros dos oficiales iban dando vueltas a una gran
llave de paso que cerraba un grueso conducto de
aire. Sólo les quedaba por cerrar tres llaves de
paso más, en otros tres conductos, después
clausuraron la puerta de la sala con un candado
electrónico y se dirigieron a la sala de máquinas
de otro edificio prisión en aquel campamento para
realizar la misma operación.
El Emperador quiso acabar de una vez por
todas con el problema cristiano. No podía correr
el riesgo de que algún futuro emperador no sólo
detuviera su exterminio, sino que incluso los
libertase. El tiempo ya estaba maduro para su
acción.
La orden era cerrar completamente todos
los sistemas de ventilación de los inmensos
edificios prisión de los campos de concentración.
Los inmensos edificios-prisión tenían varios
kilómetros de grosor, el exterior de hormigón no
tenía ni una sola ventana. Todo el aire llegaba a
través de la conducción de ventilación. Los
ingenieros consideraban que el millar de
prisioneros aglomerados en cada uno de los
99
Una semana después de dada la orden en
Roma, fallecía el último cristiano de los campos.
Salvo los que custodiaban el perímetro del campo,
todo el personal había abandonado ya los campos
un par de días antes. Los últimos en partir fueron
los HH.AA. Nadie tocó nada dentro de los
inmensos edificios-sepulcro, simplemente los
abandonaron. Tan solo oficiales HH.AA. con
equipos individuales de oxígeno se pasearon
dormitorio por dormitorio para certificar el
cumplimiento de la orden imperial. Salvo los que
habían caído de las literas en la agonía, el resto no
se había movido, todos los mártires estaban en sus
camas, parecía que dormían. En realidad era la
Cristiandad dormida hasta el fin de los tiempos.
Ahora los últimos y pocos cristianos eran
los que resistían el asedio en Jerusalén.
CAPITULO
XLIV
E
ra una aburrida tarde de sábado. La
senadora Berthousen iba con su sobrina
de paseo en una góndola de helio. Las
pesadas aeronaves levitantes, rápidas
como aviones, eran muy apropiadas para cubrir
grandes distancias. Sin embargo, las góndolas de
helio eran unos pequeños y bellos dirigibles de
forma esférica que se deslizaban suavemente por
el aire. Su habitáculo con capacidad para dos
personas estaba diseñado para permitir la visión
del paisaje aéreo en todas las direcciones.
Aquellos estilizados aparatos daban la sensación
de estar navegando, más que volando. En el
interior de la confortable cabina la senadora con
su joven sobrina charlaban mientras de música de
fondo escuchaban el Adagio de Albinoni.
La joven miraba por la ventanilla en
silencio. El anillo urbano que rodeaba el centro de
la ciudad era una verdadera visión del infierno.
Aquí y allá se veía a grupos de gente enterrando a
sus familiares en cualquier parque o jardín. Sin
embargo, la vista topaba con cadáveres insepultos
en cualquier rincón de una calle. La gente
enterraba únicamente a sus familiares, el temor a
contraer la peste era una obsesión. Los servicios
municipales poco después del crack económico
habían cesado de recorrer las calles. Lo que sí
había por todas partes era pájaros. Desde la
aeronave se podían localizar fácilmente los
cadáveres abandonados sobre las aceras por las
nubes de pájaros que los sobrevolaban. Cuervos,
palomas, gorriones 25 ... se alimentaban de todos
los miles de kilos de carne de muerto que cada día
arrojaba la metrópolis a sus vías públicas.
-¿¿Tía, qué es eso??
-¿Eso no lo tenéis en Madagascar, eh? comentó con ironía.
La joven veía grupos de animales oscuros
corriendo por las calles. Ahora los distinguía
25
Ap 19, 17-18
100
mejor, eran como ratas del tamaño de perros, y
estaban persiguiendo a un hombre. La nave siguió
su curso, pero unos árboles impidieron contemplar
el desenlace de la persecución.
-Verás, sobrina, los laboratorios han
hecho muchos experimentos genéticos. Eso que
has visto son las rathas sexpédicas. Pero peor que
ese tipo de depredador urbano son las serpientes
de cloaca. Habrás estudiado como en el siglo XX
hubo
desaprensivos
que
crearon
virus
informáticos, por el placer de ver el daño que
hacían. Pues bien, ha habido sádicos que han
arrojado a las cloacas de la ciudad especímenes de
laboratorio, animales genéticamente modificados.
Esos locos desaprensivos lo han hecho desde hace
más de 50 años. Ahora mismo, en los miles de
kilómetros de cloacas de la ciudad hay inmensas
serpientes azules con patitas pequeñas. No tienen
veneno pero estrangulan a sus presas después de
romperles los huesos. Esas serpientes se
alimentaban de ratas y desperdicios, dados los
muchos huevos que ponían era imposible
exterminarlas, pero se fumigaba todo con un
producto para detener su reproducción. Con el
caos actual no se ha hecho nada, y se han
reproducido como ratas, o mejor dicho como
serpientes. Poco a poco, han ido saliendo de las
cloacas y ahora las puedes encontrar en cualquier
rincón.
-Pero lo que yo he visto eran ratas, ratas
muy grandes.
-Ah, sí, esos bichos son los más
frecuentes. Son ratas vulgares mezcladas con
genes de perro. Siempre van en manadas. Desde
que empezaron a salir del sistema de
alcantarillado se han apoderado de calles enteras.
Hay una decena de especímenes
transgénicos más, los llamamos la fauna
metropolitana. En todos esos kilómetros de
cloacas, te puedes encontrar en medio del agua
maloliente cualquier bicho mutante, híbrido o
replicante que haya logrado reproducirse. Esos
subterráneos deben oler a... a propósito, ayer me
visitó mi perfumista.
-No le conozco ¿Quién es tu perfumista?
-Patrick Susskind, un bávaro. Me dijo que
había estado el día anterior en uno de estos
sectores del extrarradio que tenemos allá abajo.
Mientras me enseñaba una muestra de su nuevo
perfume, me explicó que el hedor que tuvo que
soportar en su visita era inconcebible. Las calles
apestaban a estiércol, orina, col podrida y grasa de
carnero. Entró en un bloque de viviendas donde
vive una pariente suya pobre. Ya sabes que todo
pariente pobre es siempre un pariente lejano.-la
arruinada sobrina miró a su locuaz tía con una
mirada dulce pero triste-. Pues bien, me dijo que
el dormitorio olía a sábanas grasientas, que su
pariente tenía un repulsivo aliento a cebolla y
leche agria... en fin qué te voy a contar.
-Tía... pero... ¡esto es el caos! -dijo al
borde de las lágrimas.
-Sí –dijo llevándose una mano a la sien
como si tuviera jaqueca otra vez-. El mundo
forma una unidad, y esa unidad se está hundiendo
toda entera. En otras épocas una civilización podía
sumirse en el caos, mientras partes alejadas del
planeta continuaban prósperas. Pero en la nuestra
el hundimiento de un mercado ha arrastrado a
todos los otros. Es el hundimiento del sistema
financiero global en medio de una guerra mundial.
¿Te acuerdas del proyecto Mundo-siglo-XIX?
-No, no lo conozco.
-Era un ambicioso proyecto de un holding
de compañías. Se trataba de recrear en realidad
virtual todo el planeta Tierra en el siglo XIX.
Todo iba a estar en tres dimensiones, con una
maravillosa definición, en la memoria de un
ordenador de última generación. Todos podrían
visitar en cualquier dirección el mundo del siglo
XIX. Todas sus ciudades, sus mares, sus barcos,
sus puertos, la India, Afríca, el interior de
multitud de edificios, las calles con personajes en
movimiento. Habían estado trabajando durante
cinco años 2.000 técnicos. Habían creado el
mayor cuadro de la Historia, un cuadro en tres
dimensiones, un cuadro que recreaba todo el
planeta. Aquel planeta virtual era el mayor libro
de la Historia. Al mismo tiempo, iba a ser el
mayor destino turístico. Día a día iba a ser
mejorado. Había que pagar para entrar, pero poco.
Podías introducirte en él a través de Internet.
Podías moverte en ese mundo viéndolo en la
pantalla de tu ordenador, o mucho mejor comprar
una cabina en la que cada movimiento tuyo de
pies, brazos o cabeza correspondía a un
movimiento de un personaje dentro del mundo
101
virtual. Era introducirte en el siglo XIX
perfectamente, de cuerpo entero.
Pues bien. Hace un mes el suministro
eléctrico quedó interrumpido en Milán, donde se
encuentra el edificio que sustenta las memorias
del ordenador. El edificio tenía autonomía
energética para dos semanas. Pasado ese tiempo
todo quedó borrado.
-Ya veo que no tenía un disco duro la
memoria.
-¡Lo tenía!, pero aquella ingente cantidad
de información sólo podía contenerse en un tipo
especial de memorias que precisan de continuo
fluido eléctrico. Todo quedó borrado, un mundo
entero. ¡Todo! Es increíble. Milán no tiene
electricidad desde hace un mes, ni agua potable, ni
comida. Las masas se han amotinado
enloquecidas.
-Después de todo esto, lo que no entiendo
es como la sociedad sigue funcionando.
-Sí, yo también me admiro de que algo
siga funcionando en esta situación. El Estado
después de varias pruebas monetarias fallidas se
ha dado cuenta de que la única moneda de que
dispone son los vales de comida. Con esa moneda
mantiene al Ejército en perfecto funcionamiento.
Con mano militar cada día va poniendo en marcha
más sectores de la sociedad. Los obreros son
pagados con esos vales de comida, aunque ya está
empezando a circular un tipo especial de moneda.
Los transportes, la producción de alimentos,
algunas industrias, todo comienza a despertar en
medio del caos. El gobierno sabe muy bien que
necesitaremos un par de años para poner en orden
las cosas, y que en ese tiempo el hambre habrá
acabado con una décima parte más de la
población, pero no hay otra alternativa.
Esto es un cuerpo, el cerebro sabe que
hasta que se restablezca la circulación sanguínea
va a morir una décima parte de su organismo. En
el fondo estamos viviendo una gangrena
controlada por el cerebro. Esto es como vivir en
un cuerpo en descomposición parcial. Una
porción de nuestras ciudades hiede ya, pero los
organismos vitales del organismo social prosiguen
su trabajo.
Créeme, esto que has visto allí abajo es
sólo una porción de la décima parte de ese
inmenso organismo que se llama Occidente. El
resto del mundo es ya un caos total. Lo que has
visto es la décima parte de muchos miles de
millones de hombres. Fuera de estos dos sectores
del extrarradio que hemos sobrevolado todo sigue
relativamente bien, con restricciones
y racionamientos, pero bien. O quizá
razonablemente bien, dentro de lo mala que es la
situación. Mañana cuando paseemos junto al
restaurante Le Francais y pruebes un helado de
tiramisú con mousse de frambuesas, olvidarás lo
que has visto hoy en esos dos sectores. Es más,
esos hombres de allí abajo te parecerán hormigas.
Si nosotros nos los tomásemos demasiado en serio
no podríamos tomar con frialdad las decisiones
más... apropiadas.
-Ayer oí en televisión que está
resurgiendo una ideología antigua y violenta, que
se están extendiendo las ideas...
-¡Comunistas!
-Sí.
-Es increíble. ¡Después de dos siglos!, que
ahora quieran resucitar ese muerto ideológico. De
todas maneras ¿qué se puede esperar de esas
hormigas de ahí abajo? Son una asamblea de
flores marchitas. Una asamblea de flores cándidas
enardecida de vez en cuando por un club de
poetas desahuciados. El estanque de las ranas
quería un rey. Júpiter les envió al Viejo Rey
Tronco. El estanque de las ranas quería un rey.
Que Júpiter les envíe ahora al Rey Cigüeña.
Pobres ranas. No dejes que te amarguen el paseo.
Mira el paisaje y prescinde de las ranas. Qué bella
sería Roma sin los romanos.
Mañana te llevaré al cine. Y no olvides
que el jueves irás por primera vez a un baile en
Palacio. Te pido que comiences a pronunciar tu
inglés con un acento más suave y melódico.
Recuerda que pronunciar las “erres” y las
“haches” en toda su dureza suena a provinciano.
El inglés de nuestra hermosa Roma es uno de los
más sutiles.
La góndola de helio continuó su plácido
paseo bajo el cielo plomizo, perdiéndose
suavemente
en
el
horizonte.
102
El actual emperador paseaba por ese
bosque artificial en medio del grupo de niños
preguntones. Media hora después, dejó a los niños
solos jugando a pillarse. El Emperador estaba
meditabundo, triste. Se dirigió a su dormitorio.
Pensaba en el crack económico, todo se
estaba hundiendo.
Las manos del Emperador abrieron
cuidadosamente el cajón de uno de los muebles de
su dormitorio. Del cajón sacó una bella caja de
marfil tallado. Abrió la caja y extrajo su
contenido: una hoja de papel escrita.
En la cabecera del folio había impresa una
bella filigrana en colores que representaba la
imagen de Dagón. Cada emperador desde
Fromheim había escrito de su propia mano unas
líneas sobre el folio. Se decía que desde el año
2180, todos los emperadores habían sido secretos
o conocidos adoradores de él. El primero (si de
verdad fue él el que escribió aquella línea) pensó
que sería interesante dejar constancia escrita para
la historia de su adhesión al culto secreto. Su
sucesor encontró la caja después del fallecimiento
de su padre y continuó escribiendo unas líneas. Y
así se traspasó la caja de unos a otros. Cada
emperador había escrito en grandes números
romanos su lugar en la sucesión desde lo que
consideraban la implantación de la Nueva Era.
Los generales imperiales, Wolf y Smichdt,
aclamados emperadores, no habían sido muy
fanáticos del nuevo culto, así que guardaron la
caja pero no escribieron nada. Después de ellos el
siguiente emperador puso los números romanos
que les correspondían y dejó un espacio en
blanco. La hoja, escrita con variadas letras, según
cada emperador, rezaba así:
CAPITULO
XLV
E
ra una aburrida tarde de sábado. La
misma en que la senadora Berthousen y
su sobrina estaban dando su paseo en los
tranquilos y plomizos cielos de Roma. El
Emperador iba rodeado de un grupo alborotador
de siete niños pequeños, sus hijos y los amigos de
sus hijos. Divinusanctus había decidido el día
anterior tomar la aeronave presidencial y pasar el
día descansando en su villa de Sicilia, una
inmensa villa.
La villa era una construcción de planta
cuadrada de tres pisos de altura, con un gran patio
en el centro. El patio, un cuadrado de doscientos
metros por cada lado. Todo el patio estaba
cubierto por un bosque de árboles artificiales. Los
delgados y rectilíneos troncos de madera, sin
ramas, acababan en un follaje de esferas metálicas
esmaltadas que parecían sacadas de un cuadro
abstracto de Gustav Klimt.
Cada árbol era una forma esférica
sostenida por un tronco. Cada uno de esos árboles
constituía una estilizada obra de arte abstracto.
Los árboles estaban lo suficientemente juntos
como para que abajo reinara una semioscuridad
quebrada por inclinados haces de luz solar que
caían de lo alto. El suelo completamente plano
parecía el piso de un salón lleno de columnillas
delgadas. Todo formaba un colorido paisaje
geométrico de formas suaves. En la tierra crecían
aquí y allá grupos de setas. Para acabar de
completar aquella obra de arte de cien metros
cuadrados, todo el bosque albergaba un grupo de
bellísimos gatos persas de pelaje blanco.
El bellísimo bosque estaba enmarcado, en
cada uno de sus lados, por tres pisos de galerías de
piedra sobre los cuatrocientos metros del
perímetro. La primera galería tenía arcos
románicos, la segunda góticos, la tercera esbeltos
pilares egipcios. Cada galería daba a las
habitaciones y salas de la villa. Aquella villa había
sido el capricho de Fromheim.
.HH.
I
En mí se unen las tierras hiperbóreas con
la tierra de los césares. En mí se unen las tierras
atlánticas. En mí las dos águilas se transforman en
un águila bicéfala. Yo atravesé el Rubicón.
Delenda Catholica.
Fromheim Schwart-Menstein Germánico Vitelio
103
II
El Emperador estuvo leyendo un rato las
distintas líneas, la mayoría densas y crípticas.
Reflexionaba si sería el momento de agregar algo
más a su, de momento, lacónica línea. Finalmente,
decidió que no se sentía inspirado, ya habría otra
tarde crepuscular aburrida y pesada. Así que,
cerrado el cajón, se fue a dar una vuelta a ver que
hacían sus hijos.
TELLVS STABILITA
SAECVLVM AVREVM
DISCIPLINA AVGUSTA
Hirsen Schwart-Menstein Druso Germánico
III
Un nuevo orden. Una nueva tierra. La
Nueva Era. Soy el Viejo Rey Tronco. Flotaré
inerte en el estanque Que se destilen todos los
venenos agazapados en el fango.
Holbein Schwart-Menstein Druso Germánico
IV
Sólo desde el momento en que él
desaparezca tornaréis vosotros a resucitar. Sólo
ahora llega el gran mediodía, sólo ahora se
convierte el hombre superior ¡en señor! ¿Habéis
entendido esta palabra, oh hermanos míos? Estáis
asustados; ¿sienten vértigo vuestros corazones?
¿Veis abrirse aquí para vosotros el abismo? ¿Os
ladra aquí el perro infernal?
Viniciano Staufen
V
Ambicioné el poder, pero fue la Fortuna la
que me puso aquí. Ars longa, vita brevis, el juicio
siempre peligroso. Carpe diem. Muerte a los
cristianos. El agua se aburre bajo la nieve.
Adriana Schwarckorf
VI
VII
VIII
Yo soy el alegre mensajero como
no ha habido ningún otro, conozco tareas tan
elevadas que hasta ahora faltaba el concepto para
comprenderlas; sólo a partir de mí existen de
nuevo esperanzas.
Hurst Schwart-Menstein
IX
Con los muertos una lengua muerta. La
Nueva Era.
Divinusanctus Schwart-Menstein
104
seguir así nos va a llevar a la ruina y a la
destrucción. -ellos no sabían que todos los
cristianos recluidos en los campos de
concentración habían muerto hacía cuatro días.
-Señores -dijo el Emperador-, lo hemos
discutido muchas veces. No tengo nada más que
decir. Váyanse a casa.
El Emperador les dio la espalda y se
dirigió a su habitación sumido en el pensamiento
de cómo quitarse de en medio a ese grupo de
poderosos descontentos. Los poderosos senadores
se miraron entre sí, habían hecho el último
intento. El anciano hizo con la cabeza el gesto
desesperanzado de que había hecho lo que había
podido. Mientras el anciano senador se apartaba,
los más decididos se hicieron una señal de
complicidad, el Emperador no se dio cuenta de
esa señal porque estaba de espaldas. Todos a una,
se lanzaron como una jauría sobre el emperador y
lo arrojaron al suelo. Uno le puso la mano delante
de la boca, mientras otro le estrangulaba, entre
tanto, cada brazo y cada pierna era sujetada por
otros varios senadores. Todos se habían
confabulado. En palacio no se podía entrar con
nada metálico, ni cortante. Así que habían
decidido hacerlo con sus propias manos en la
primera ocasión en que estuvieran a solas con él.
Habían decidido salvar al Imperio de la furia del
dios cristiano echando por la borda a este Jonás.
Seguridad no había sido advertida el día
anterior de esta audiencia imprevista, y menos a
esa hora tan temprana. Todos habían entrado
desarmados. Era una visita informal, ¡y en
Palacio!, no tenía por qué haber pasado nada. Por
eso nadie de seguridad estaba allí presente. La
Guardia Pretoriana no pensó que aquellos
prohombres se lanzaran como fieras y lo mataran
con sus propias manos.
CAPITULO
XLVI
3 días después.
Palacio Imperial de Roma
E
ran las nueve de la mañana, pero el
Emperador todavía no se había levantado.
En la habitación contigua a la antecámara
del dormitorio estaban esperando la mitad
de los senadores residentes en la Urbe, les
acompañaban varios militares. El Emperador salió
de la antecámara de su habitación poniéndose una
carísima bata que le llegaba hasta los talones.
Aquella visita había sido imprevista, había sido
acordada entre los senadores la noche anterior.
-¡Vaya, qué sorpresa -les saludó el
Emperador-. ¿Cómo todos por aquí tan temprano?
Los senadores se miraron entre sí.
Finalmente, el más anciano comenzó a hablar en
nombre de los allí presentes.
-Majestad. Todos nosotros estamos muy
contentos con usted. Ha llevado la guerra muy
bien. Pero venimos a reiterar nuestra petición.
Una vez más. La última.
-Aah, la misma petición de siempre exclamó con gesto displicente el Emperador, con
indolencia en la voz.
-Señor -intervino otro senador-, ¿es
natural que el sol nos abrasara durante medio año
antes de que la pantalla de humo cubriera los
cielos?26, ¿fue natural que toda Europa quedara
en tinieblas durante tres días enteros? 27 , ¿fue
natural que antes de todo esto los grifos de
nuestras casas manaran sangre?, ¡sangre! ¿Fue
natural todo aquello?
-¡El asteroide, y el cometa! -intervino
otro-.¡Las langostas con rostro humano!
-Es el dios de la antigüedad. Deje salir a
los popistas. Excarcele a esa secta, abandone esta
persecución que ya nos ha traído suficientes
catástrofes. Todos creemos que es su ira la que de
26
27
Ap 16, 8
Ap 16, 10
105
lo han trasladado desde la Casa Blanca a una base
militar, probablemente la de Andrews. Ni un sólo
general se ha opuesto a la insurrección. El pueblo
ha salido a la calle a celebrarlo. Nuestras cinco
bases militares imperiales en territorio americano
están rodeadas. Esperan órdenes.
-Han elegido el mejor momento -dijo el
Emperador-, el mejor momento, cuando nos
hallamos en medio de una guerra, en medio de
todas estas conmociones en la Urbe.
El teléfono sonó. El servicio de
inteligencia le informaba que todas las sedes del
Partido del Orden en Estados Unidos ardían en
llamas, mientras, los miembros de las HH.AA.
eran linchados por la calles.
CAPITULO
LVII
E
l nuevo y último emperador fue Hans
Shefter que tomó el nombre de
Divusaugustus-H-N. Hans Shefter, un
hombre brillantísimo, miembro de la
familia imperial, antiguo general, ex-gobernador
de España, senador, etc, etc. No mucho antes del
regicidio, su nombre había sido designado por el
Primer Círculo de Dagón para ser presentado al
Emperador como su posible sucesor. El mismo
Emperador se había fijado en él como su sucesor.
Después del magnicidio, la red de servidores
secretos de Dagón impuso su poder en Palacio y
en el Estado Mayor, sobre otros posibles
candidatos. Hans Shefter, con el nombre de
Divusaugustus, cerraría la lista de emperadores.
En todos los impresos oficiales, el nombre
completo del nuevo emperador iba seguido de dos
iniciales unidas con guiones. El significado,
desconocido para todos, era de acuerdo a las
conjeturas de algunos el siguiente: DivusaugustusH(itler)-N(erón).
La primera medida que tomó una vez que
afianzó su posición política, fue la de ejecutar a
tres cuartas partes de los senadores imperiales.
Los que habían participado en la conjura y los que
no le caían bien. El Senado ya no sería ninguna
amenaza en adelante, por decreto quedó disuelto y
sus funciones trasferidas a la persona del
emperador. Todo eso en un sólo día, el primero de
su reinado. Pero aquel día iba a dar mucho más de
sí.
-Majestad -saludó mientras entraba casi
corriendo en el despacho uno de sus asesores-,
hemos recibido ahora mismo varios mensajes de
Estados Unidos.
-¿Y...?
-Ha estallado la insurrección.
-¡¿Cómo?!
-El ejército ha aprovechado el cambio de
emperador, para en bloque comunicar que desde
ese momento consideraban rotos sus lazos con
SPOE. El vicepresidente ha sido hecho prisionero,
106
-No dejen bajo ningún concepto que nadie
me interrumpa -dijo antes de cruzar el umbral a
los cuatro guardias pretorianos apostados junto a
la puerta. Los cuatro guardias con sus corazas
antibalas, con sus capas negras sobre sus anchas y
fornidas espaldas, con mirada marcial, al frente,
dieron un fuerte taconazo con el talón de sus
botas.
El Emperador entró en su despacho. De
pié echó una mirada a su alrededor.
-¡Cuánta belleza concentrada en tan pocos
metros cuadrados! -se dijo a sí mismo-. Qué pena.
Qué efímera es la belleza.
Se colocó pensativo delante de la estatua
sedente del siglo I de Agripina la Menor. La miró
un rato a la cara, en silencio.
-Qué pena que mañana no estés aquí -le
dijo-. Veintidós siglos, y mañana ya no estarás.
Tú, Agripina, y tú, Napoleón -dijo volviéndose al
cuadro de la Coronación de Napoleón- vais a ser
los únicos testigos del momento cumbre de la
historia. En este día se consumará el fin de los
tiempos. ¿Por qué? Porque hemos logrado un
mundo sin Dios. Nuestra obra ha sido consumada.
¿Cómo hemos podido vaciar el mar? -el
Emperador recitaba. El texto lo conocía de
memoria- ¿Quién nos ha dado la esponja para
borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho cuando
hemos separado esta tierra de la cadena de su
sol? ¿A dónde le conducen ahora sus
movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No
caemos sin cesar? ¿Hacia delante, hacia atrás, de
lado, de todos los lados? ¿Todavía hay un arriba
y un abajo? ¿No erramos como a través de una
nada infinita? El vacío, ¿no nos persigue con su
hálito? ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer
cada vez más, cada vez más? ¿No es necesario
encender linternas en pleno mediodía?
¿Cómo nos consolaremos nosotros,
asesinos entre los asesinos? Lo que el mundo
poseía de más sagrado ha perdido su sangre bajo
nuestro cuchillo. ¿Quién borrará de nosotros esa
sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos?
¿Qué expiaciones nos veremos obligados a
inventar?
El mundo está en llamas, la civilización se
hunde, la ciencia, el arte, se derrumban día tras
día. Fromheim fue la voluntad de poder, la
ambición, la creación de una bestia inmensa, el
CAPITULO
LVIII
E
l
Emperador
paseaba
por
los
interminables pasillos de palacio, le
acompañaba su mejor amigo y
confidente.
-Mi querido y fiel Gervais -dijo el
Emperador con tono cansado a su amigo-. Cuando
hace dos semanas me dieron la noticia de que
yanquilandia se había rebelado, creyeron que me
daban la peor noticia. ¡Qué equivocados estaban!
Qué otra cosa quiero que el infierno reine sobre la
faz de la tierra.
-¿Vas a enviar a tus columnas imperiales
contra la tierra americana?
-Ja, ja -rio sin ganas el Emperador-. Mi
plan es mucho mejor. Desconocido para todos,
menos para mí. No pienso enviar ni un solo
soldado a esas tierras. ¡Qué celebren su libertad!
No, no, mi plan es el plan del malogrado
emperador Divusaugustus. Yo era una de las diez
personas que conocíamos su plan. El plan debía
realizarse el 15 de octubre de 2218, dentro de una
hora, exactamente dentro de 52 minutos. Yo seré
el que finalmente lo lleve a cabo. Bien... así lo ha
querido el destino.
Como el Emperador siguió andando sin
añadir nada más, Gervais dijo:
-Hans querría que mirases después unos
papeles que...
-No, no, Gervais -dijo amablemente el
Emperador-. Ahora no.
El Emperador le estrechó la mano a
Gervais como para despedirse y le dijo:
-Ahora vete al Salón Azul -le ordenó
cariñosamente el Emperador antes de darle la
espalda y proseguir su camino- y coge ese cuadro
pequeño que tanto siempre te ha gustado. Es tuyo.
Adiós.
El Emperador miró la sorpresa de la cara
de su subalterno, su sonrisa, y, sin decir nada más,
se encaminó al pasillo que daba a su despacho.
107
mundo bajo un cetro, el mundo bajo un hombre, y
ese hombre era él. Fromheim era dagoniano, tal
vez, pero sobre todo fue un Julio Cesar. Viniciano
fue un dagoniano fanático, hizo chirriar todos los
engranajes del poder con tal de lograr que la
nueva dimensión del más allá penetrara en nuestro
mundo. ¡Su Nueva Era! Y por fin yo... Judas
Iscariote. El deicida. Desde puestos inferiores de
la Administración, todos estos años yo he sido el
cuchillo del verdugo, uno de los muchos
cuchillos, uno de tantos funcionarios de este
Nuevo Orden. Unos, encargados de invadir el
resto del mapamundi, otros, encargados de
mantener férreamente el orden dentro de nuestro
imperio, algunos, encargados de la solución final
al tema religioso. Sí, yo he sido uno de tantos
peones del sanedrín dagoniano. Y ahora, después
de una vida escalando puesto tras puesto, yo,
Judas Iscariote, he llegado a ser emperador.
Fromheim y Viniciano se equivocaron, el
uno porque puso toda su mente en la construcción
de un imperio. El otro porque esperó que viniera
la nueva dimensión aquí. Sin embargo, soy yo el
que ha encontrado la puerta por donde entrar a la
nueva dimensión. Soy yo quien cortará el nudo
gordiano.
Fromheim,
Viniciano
y
yo,
Divinusaugustus-H-N. El resto de emperadores
entre nosotros tres han sido medianías. Judas
crucificó al profeta judío, nosotros hemos
crucificado el mundo. Ahora ¿qué resta por hacer?
Lo que hizo Judas. Ya estamos por encima del
bien y del mal.
Ecce homo, ecce homo iniquitatis, he
aquí al hombre de la iniquidad suprema. Yo soy.
¡Soy yo! Así habló Divinusaugustus -dijo esto
último mirando al rostro de la estatua de Agripina. Qué pena que nadie me haya escuchado más que
tú. El momento supremo de la historia sólo es
contemplado por tus ojos sin pupilas. De todas
maneras, nadie podría comprender mi discurso,
es... demasiado elevado. Sólo los seres oscuros
de la nueva dimensión me han escuchado y me
han entendido, seguro. Esperadnos, allá vamos.
No es la nueva dimensión la que entrará
en este mundo, ¡es este mundo el que ha de entrar
en la nueva dimensión! Hay que cortar el nudo
gordiano. Ese nudo que nos ata a esta dimensión.
Bueno vamos a trabajar.
El Emperador se sentó en la mesa del
despacho. Tecleó en su ordenador, al momento se
levantó verticalmente desde el suelo una gran
pantalla de dos metros de altura. En la pantalla, en
grandes letras, aparecieron las palabras:
SISTEMA DE DEFENSA.
El Emperador siguió tecleando:
PLAN DE ATAQUE ATOMICO
fueron las siguientes palabras que aparecieron en
el centro de la pantalla. El Emperador abrió el
cajón de su mesa, sacó un pequeño maletín. El
maletín tenía otra caja en su interior lacrada con
un sello.
-Es una pena que nadie pueda ver como
abro el 7º sello del Apocalipsis -dijo mientras
quebraba el sello que clausuraba la caja-. No, el
séptimo sello es el silencio en el cielo de media
hora. Así que este es el 6º sello. En fin, da lo
mismo.
Dentro de la caja quebró dos envoltorios
de plástico rígido y juntó sobre la mesa las dos
tarjetas. Las dos mitades completaban la
combinación de números y letras que activaban
todo el sistema de ataque atómico.
HV8-J3Z
-Qué gracia -dijo para sí mientras tecleaba
la combinación alfanumérica-, siempre tuve
curiosidad por saber cuál sería la contraseña.
Inmediatamente después de introducir la
contraseña, apareció en pantalla en caracteres muy
grandes el siguiente mensaje:
ABIERTO EL SISTEMA DE ATAQUE
ATOMICO
INSERTE CLAVE DE ATAQUE.
El Emperador tecleó AW-100. El sistema
de ataque atómico tenía en su ordenador más de
un centenar de ataques generales distintos. Según
la clave que se insertara se elegía un plan ya
programado. Los geoestrategas habían insertado
todas las posibilidades que se les habían ocurrido.
La clave AW-100 fijaba las dianas para una
destrucción total de todas las ciudades fuera de
territorio europeo. El plan AW-100 suponía la
salida de todos los misiles de sus silos, eso
requería según los planes que había que haber
previsto una estancia de cuatro años en los
búnkers hasta que pasara el invierno nuclear. Los
estrategas habían diseñado los diez planes de
ofensiva total advirtiendo al mismo tiempo que,
108
en caso de usarse cualquiera de ellos, no había
todavía medios previstos para que el vencedor
sobreviviera en una atmósfera en la que se hubiera
liberado tal cantidad de radioactividad.
SISTEMA AW-100 DE ATAQUE ATOMICO
TOTAL ACTIVADO
Ése fue el mensaje que apareció en la
pantalla. Debajo de este mensaje parpadeando
aparecían otros muchos mensajes menores acerca
del progresivo estado de activación de los silos.
Una y otra vez aparecía en caracteres rojos el
aviso de que durante un minuto todavía era
posible abortar la orden de ataque AW-100.
Acabado el minuto de margen para abortar la
orden de ataque, apareció en pantalla una cuenta
atrás. Los dígitos corrían, dos minutos era el
tiempo que necesitaban los reactores de los
grandes misiles intercontinentales para estar listos
para el despegue.
El Emperador miró a su derecha, al fondo,
hacia la pared donde tenía un mapamundi del
siglo XVIII. En aquella reproducción el
continente americano tenía casi la altura de
Divusaugustus, y aparecían todas las grandes
ciudades de la época. La vista del Emperador se
perdió en todos los detalles barrocos de los
márgenes.
Anotaciones,
explicaciones,
meridianos,
rutas
marítimas,
angelotes
sosteniendo
pequeñas
cartelas.
Era
verdaderamente un carta geográfica muy barroca
que resaltaba muy adecuadamente en aquel
despacho funcional y de estética futurista. El
Emperador, mientras se arreglaba unos largos
mechones que le caían por la sien hacia la cara,
trataba de buscar las grandes capitales de las
naciones del mundo en aquellos continentes
distribuidos en dos grandes círculos: el Océano
Pacífico y América en uno, el resto de las tierras
habitadas en el otro. El geógrafo-pintor se había
hecho un poco de lío en el norte de Canadá y el
Polo Norte. Así como Australia, que aparecía
apelotonada contra Asia. Pero viendo aquellos
angelotes tan sanos, sosteniendo aquellas tablas de
explicaciones, Divusaugustus se lo perdonaba
todo. Se lo perdonaba todo mientras trataba de
imaginarse aquellas ciudades lejanas inmersas en
un holocausto de fuego nuclear. Tierras tan
lejanas y, sin embargo, arrasadas desde aquel
despacho.
Éste fue el plan de Divusaugustus -dijo
hablando solo el Emperador-, llevar el infierno
sobre la faz de la tierra. Completar por fin la
semana de la anticreación. Humm, creo que un
momento como éste requeriría un poco de música
de fondo. Carmina Burana, Tocata y fuga en fa
menor de Bach, no. Esta -dijo moviendo el cursor
en una subpantalla-. Nada más apropiado que el
Kirie Eleison y el Dies Irae del Requiem de
Mozart -la música, llena de fuerza e ímpetu,
comenzó a sonar en el despacho.
Los misiles intercontinentales salían en
ese momento de sus silos subterráneos. Un minuto
después, sonaron casi simultáneamente los tres
teléfonos del despacho del Emperador. El
Ministerio de Defensa habría detectado ya en sus
radares los centenares de miles de lanzamientos
de misiles. El Emperador desconectó el sistema de
comunicación telefónica. Al apercibirse de la
desconexión telefónica, el procedimiento usual del
Ministerio de Defensa hubiera sido llamar a otro
teléfono de Palacio y que alguien hubiera ido
personalmente al despacho a ver qué pasaba. Pero
en el inmenso edificio del Ministerio de Defensa
todo el mundo corría en desbandada ya hacia los
refugios subterráneos. De manera que la segunda
llamada no llegó a efectuarse.
-Supongo que en este momento Estados
Unidos estará lanzando su represalia atómica total
contra Europa -pensó el Emperador-. Qué gracia
que los hijos de esos colonos europeos acaben
matando a los descendientes de sus padres que se
quedaron aquí.
No se equivocaba. En ese momento,
centenares de miles de misiles surcaban la
atmósfera terrestre en direcciones contrarias. Al
mismo tiempo que los proyectiles atómicos, todo
el arsenal balístico convencional de las dos
superpotencias se había disparado. Todos los
proyectiles posibles se lanzaban automáticamente
contra blancos enemigos para que el mayor
número de cabezas atómicas atravesaran los filtros
de los sistemas de misiles antimisiles e hicieran
diana.
Un cuarto de hora después, los
desprevenidos ciudadanos de la Urbe comenzaron
a oír un terrible estruendo en los cielos. El fragor
duró un minuto, después alguna cabeza nuclear
109
empezó ya a caer sobre la ciudad. Una terrible
bola de fuego se expandió envolviendo las
megaestructuras del centro de la ciudad. Cuando
se disipó el fulgor, irresistible para las pupilas de
los ojos, todos los edificios estaban en el suelo
deshechos. Pero nuevas bolas de fuego volvieron
a expandirse sobre las ruinas del centro de la
ciudad y sobre la periferia.
Las cabezas atómicas seguirían cayendo
durante todavía seis minutos más. Un verdadero
infierno de fuego arrasaba toda la metrópolis.
Igual suerte corrían todas las grandes ciudades.
Mientras las más lejanas ciudades del globo
estaban sufriendo los primeros impactos
aniquiladores, las megápolis de Norteamérica
habían desaparecido ya.. El Cairo, Monrovia,
Acapulco, Managua, Rio de Janeiro, eran
arrasadas una y otra vez por hongos atómicos.
Desde Alaska hasta el centro de Australia, no
había ni una gran ciudad en la que no se elevase al
menos una gran seta nuclear. Debajo de cada seta
un rastro de caos. Bajo cada una de ellas, millones
de muertos, el centro de otra ciudad arrasado a
10.000 millones de grados.
tenían cabezas perforadoras. La cabeza atómica
penetraba en tierra y explotaba a cierta
profundidad, provocando un pequeño movimiento
sísmico. La explosión de todas ellas en tantos
lugares provocó tal desequilibrio sísmico, que aun
no habían acabado de caer todos los proyectiles
cuando un inusitado terremoto sacudió extensas
zonas del planeta 30 . En muchos lugares de los
cinco continentes, las ciudades caían al suelo
literalmente como castillos de naipes. Y todo ello
bajo un cielo oscuro como la pez, surcado una y
otra vez de rayos interminables, en medio del
fragor de unos truenos que hubieran hecho
retemblar los vidrios de las ventanas si un solo
vidrio hubiera continuado en su lugar.
Veinte minutos después todo había
acabado. El mundo estaba plagado de ruinas. Las
ruinas invadían el mundo. El polvo y humo
levantado en los millones de explosiones había
sido tan cuantioso que el cielo aparecía
completamente negro. Era mediodía y, sin
embargo, semejaba que era ya de noche. La
oscuridad no era total, una tenue y difusa
luminosidad como en los días de muy espesa
niebla permitía cierta visibilidad.
Los desamparados seres humanos ajenos
a la guerra, que moraban remotos parajes de
África u Oceanía, miraron aterrados como el cielo
ya marrón se tornaba cada vez más oscuro hasta
que la noche en pleno día les cubrió a ellos
también.
Los
hongos
nucleares
levantaron
rápidamente grandes volúmenes de aire caliente a
capas frías de la atmósfera. En muchas partes del
globo, miles de toneladas de agua en forma
gaseosa, se habían elevado en segundos a estratos
más altos de la atmósfera, en los que reinaba una
temperatura bajo cero. El resultado fue que
comenzó a caer en muchos lugares el pedrisco
más grande que había conocido la Historia. Un
violento granizo de piedras de 40 kgs 28. El resto
del aire ardiente, resultado de millones de
artefactos atómicos, unos explosionados sobre las
ciudades, otros interceptados en el aire, al entrar
en contacto con el frío aire circundante
provocaron la mayor tempestad de rayos que
habían contemplado los hombres desde que
existieron sobre la Tierra29.
Para acabar de completar el cuadro de
destrucción, decenas de millares de los misiles
En los días siguientes la temperatura
comenzó a bajar. En centroeuropa la temperatura
media era ya de -8º, y seguía descendiendo.
Incluso en los trópicos empezaba a hacer frío. El
cielo continuaba de un color marrón opaco
impenetrable. Los vientos crecían en intensidad de
día en día. Desde el cielo, caía una continua y fina
nevada con ligeros matices grisáceos, a causa del
polvo radioactivo en suspensión. En todas partes,
yacían cadáveres insepultos o se oían los lamentos
de los heridos entre las ruinas.
Pero los supervivientes ya no tenían
hospitales a donde llevar a los heridos. Muchos
28
Ap 16,21
29
30
Ap 16,18
Ap 16, 18
110
vagaban en la semioscuridad ateridos de frío,
hasta que se unían a alguna larga marcha de
supervivientes. Esas hileras de supervivientes que
a pie abandonaban las ciudades en ruinas, eran
hileras inacabables, a veces tenían longitudes de
kilómetros. Esas filas de decenas miles de
desheredados caminando por las grandes
autopistas se habían formado en casi todas las
ciudades.
Formaba parte de un instinto de
supervivencia. Caminar, moverse en busca de la
ayuda, aunque no hubiera ninguna ayuda, aunque
ya no hubiera donde ir. No importaba, era como
un instinto.
Además,
estaban
completamente
desinformados. No había ni televisión, ni radio,
porque no había ni estudios, ni electricidad. Si los
hubiera habido, hubieran visto que todo el planeta
estaba en la misma dramática situación. No había
ningún lugar a donde ir. Ya no habría en adelante
ningún cultivo en el mundo, no había luz solar.
Todo rastro de civilización agonizaba.
Las caravanas de supervivientes hubieran
muerto de cáncer a causa de la radiación. Pero,
aunque todos contrajeron la enfermedad, no fue
ella la que los fue diezmando en los días
siguientes, sino la inanición. Cada día, los más
débiles iban cayendo por el camino en aquella
larga marcha hacia ninguna parte, caminando en
medio de un paisaje nevado, completamente
blanco de horizonte a horizonte, bajo un cielo
oscuro. Aquello parecía una escena de Guerra y
Paz, los ejércitos napoleónicos retirándose hacia
Francia y muriendo por el camino.
Esa escena era un cuadro que se repetía en
todos los continentes, allí donde hubo una gran
ciudad se formaba este tipo de caravanas. La
humanidad
de
supervivientes
se
había
transformado en una universal escena de ejército
en retirada, pero ya no había Francia a la que
regresar, sólo una gran desolación, oscura e
irreversible, vasta e inacabable.
Un millón de hombres integraban la
caravana que partió de Sacramento (California).
Dos semanas después únicamente quedaban
doscientas
personas.
Doscientas
almas
desesperadas
y
exhaustas
caminando
fatigosamente en medio de una nevada, una
nevada de dos semanas y que no tenía ninguna
intención de parar.
Al cabo de un mes comenzaron las
primeras tentativas por salir de los refugios
subterráneos. Buena parte de los que se metieron
no pudieron salir. Normalmente las varias salidas
con que contaba cada refugio estaban impedidas
por toneladas de hormigón de las ruinas de los
edificios caídos. Los que lograron salir, tuvieron
que abrirse paso con palas y picos a través de la
capa de polvo y nieve de dos metros. Cuando
salieron al exterior por fin, no pudieron ver un
cielo azul, sino un cielo oscuro que no dejaba de
nevar. Debajo de toda la nieve, debían estar las
ruinas de las ciudades. Todo estaba cubierto por
aquel manto de nieve grisácea.
Cuando salieron y caminaron por aquel
paisaje, que ya no parecía terráqueo, apenas
pudieron respirar. Todas las deflagraciones de la
guerra habían consumido una gran proporción del
oxígeno de la atmósfera. Y ya no había plantas
que pudieran reponer ese elemento. El nivel de
radioactividad seguía siendo altísimo. No lo
sabían, pero todos los que salieron a la superficie,
morirían de cáncer en unos meses.
Todos los supervivientes de los refugios
tampoco fueron muy lejos, después de darse un
desolador paseo, retornaron a sus abrigos
subterráneos, refugios que al menos estaban
calientes. Allí aguardarían hasta que se les
acabasen los alimentos. Un mes después del
holocausto nuclear, quedaban vivas en los
refugios cuatro millones de personas a lo largo del
ancho mundo que llegó a albergar a 20.000
millones de seres humanos.
Y cuando abrió el séptimo sello se hizo silencio
en el cielo, como media hora31.
E
l mundo redimía sus culpas enclaustrado.
Todas las iniquidades de la Tierra estaban
ahora cubiertas por el inmaculado manto
de la nieve. Un silencio absoluto se
extendía por la entera superficie del planeta. Ni un
grito, ni una voz, ni el graznar de un pájaro, nada.
31
111
Ap 8, 1
Bajo decenas de metros de tierra lo que
quedaba de la humanidad vivía su adviento y su
cuaresma. No sólo los humanos, sino incluso la
naturaleza inanimada había sido unida a la
Cuaresma de las cuaresmas. Una penitencia
universal de la que nadie se podía sustraer. Una
expiación en la que la humanidad bebía el pan de
la aflicción y el agua de la congoja.
refugios más grandes. Los cristianos asediados
ocuparon su tiempo en construir decenas de
kilómetros de galerías a 50 metros de
profundidad. 144.000 cristianos, los últimos
cristianos, el resto del Nuevo Pueblo Elegido.
Habían huido de sus respectivas naciones al
comienzo de la persecución, muchos de ellos
estaban marcados en la frente con la T.
Cuando en el año 2210 los judíos de todo
el mundo comenzaron a convertirse ya había
comenzado la persecución anticristiana, de
manera que comprendieron que la única manera
de sobrevivir era marchar a países hospitalarios.
Al final, fueron pasando de un país a otro,
siguiendo un itinerario de expulsiones y
deportaciones. Sólo los pocos que se refugiaron en
Israel salvaron su vida. Toda esta sucesión de
acontecimientos hizo que la casi totalidad de los
cristianos que estaban ahora en el refugio fuesen
judíos. Ya que los cristianos no judíos habían sido
los primeros en ser prendidos al comienzo de la
persecución.
Milenios atrás, el pueblo hebreo había
sido dispersado por la infidelidad, y ahora al final
de los tiempos era congregado en la nueva fe, en
el mismo lugar donde una tradición afirmaba que
reposaban los huesos de Adán, allí donde
murieron los profetas, allí donde predicó y murió
el Mesías; el emplazamiento no podía ser más
simbólico.
Bajo la dura roca de los cimientos del
monte Sion se oían cánticos de alabanza llenos de
fe. La vida de los últimos cristianos trascurría en
aquellos túneles bajo la guía del clero de
Jerusalén, todo el clero de la ciudad se había
salvado. El obispo de la ciudad con sus
presbíteros organizaron los horarios de misas,
charlas y lecturas comunitarias de la Sagrada
Escritura. A ritmo casi monacal trascurría el
horario subterráneo y monótono de aquellas más
de cien mil personas enclaustradas en la oscuridad
de las entrañas de la tierra. Había que esperar.
CAPITULO
LIX
E
l planeta Tierra era un planeta muerto. Sin
vegetación, sin animales. Sólo 1.800.000
seres humanos sobrevivían bajo tierra en
los refugios 32 . Habían pasado 200 días
desde la destrucción del planeta 33 . La
radioactividad seguía haciendo impensable salir al
exterior salvo con trajes especiales y bombonas de
oxígeno. Los océanos eran una masa de agua
putrefacta. Ni un sólo pez se movía en sus aguas.
Todo el plancton había muerto por falta de luz.
Los mares eran agua muerta. Ni un sólo pájaro
alegraba los cielos. Hasta las ratas de las ruinas
habían muerto por la radioactividad y el frío. Por
supuesto, ni un solo ser humano quedaba vivo
sobre la superficie de la Tierra. Cada grupo de
hombres metidos en su refugio subterráneo se
preguntaba si serían los únicos ya vivos.
En cualquier caso, la vida que les quedaba
la podían calcular en relación a los víveres de las
despensas. Casi todos los refugios habían acabado
sus reservas de agua potable en un mes. Después,
tuvieron que fundir la nieve de fuera. Era agua
radioactiva, pero no había otra posibilidad. La
mayoría contrajeron cáncer en los días siguientes
y fueron desarrollando la enfermedad a diferentes
velocidades.
En las profundidades, excavado en la roca
del monte Sión, en Jerusalén, estaba uno de los
32
Ap 6,15
33
Dan 12, 11-12
112
quedado destruidas. Ya no hay obras de literatura.
¿Aquí no hay biblioteca, verdad?
-No.
-Qué horror. Tenemos todo el tiempo del
mundo y no tenemos nada que hacer.
La exprofesora repetía para sí, una y otra
vez, la frase: ya no hay obras literarias, ya no hay
obras literarias...
-Tranquila, también han desaparecido
todas las obras clásicas del cine. Y todas las
partituras de música. Ya nunca será posible
escuchar ni ver nada de todo aquello.
La profesora abatida volvió a recostar su
cabeza sobre la almohada.
-Tiene gracia, los náufragos tenían el
abismo bajo la balsa. Nosotros tenemos el abismo
sobre el refugio –comentó su compañera al cabo
de un cuarto de hora.
-Los náufragos tenían la esperanza de que
algún barco los recogiera. Nosotras somos... en
fin, todo el planeta ha naufragado.
-Supongo que a medida que se les vaya
acabando el agua la gente irá muriendo en los
refugios. Lentamente, la raza se irá extinguiendo,
como una vela. ¿Te has parado a pensar que quizá
nosotros, los catorce de este refugio, somos los
últimos seres humanos vivos en el planeta?
Alguno será el último.
-El último ser humano conocerá la
historia de la raza humana, pero después que
muera con él morirá la historia. Ya nadie podrá
conocer lo que sucedió. Egipto, Babilonia, la Edad
Media, Roma, Grecia, la dinastía de los Ming...
todo parece un sueño. Un sueño que se desvanece
en el silencio. Que pena. ¡Cuántas cosas han
sucedido desde...
-Bah, déjalo.
-No sé si llevo aquí un mes, dos, o veinte
años. Si es de día o de noche. He perdido
totalmente la noción del tiempo.
-Siempre tuve la idea de que antes de
morir gastaría toda mi fortuna en todos mis
caprichos. Nunca pensé que me llegaría el final en
medio del aburrimiento.
-En medio de las entrañas de la tierra.
Enterradas en vida.
-Enterradas y prisioneras. Hasta los
prisioneros podían salir al patio a pasear. Estoy
CAPITULO
L
345 días después del holocausto nuclear,
en los refugios del mundo entero ya sólo
quedaban vivos unos cientos de miles de humanos
E
n las profundidades de un refugio en
Australia dos mujeres perdían el tiempo
charlando cada una sentada en su cama.
Llevaban hablando dos horas, llevaban
semanas y semanas sumidas en una conversación
indefinida. Las dos hablaban sin ninguna prisa, sin
mirarse. El aburrimiento y la desesperanza
flotaban en la habitación como una atmósfera
densa y pesada.
-Yo no sabía que se pudiera llegar a odiar
tanto las conservas de atún. ¡Todos los días! Para
comer, cenar y desayunar. Eso y más puré de
patata.
-A mí ya me produce arcadas el pensar en
la comida.
-Los primeros días eran distintos:
guisantes, carne enlatada, hasta teníamos azúcar.
En la habitación se hizo el silencio. Ya no
tenían ganas de hablar. Durante media hora no
dijeron nada. Una de ellas, de vez en cuando,
tiraba una pelota de ping-pong a la pared y la
recogía, maquinalmente, sin entusiasmo
-¿Te das cuenta?, todos los museos y
bibliotecas del mundo...
destruidos. Todos los
papiros, todos pergaminos, las 80.000 tablillas de
escritura cuneiforme que se encontraron en
Bagdad, todo ha dejado de existir –la que hablaba
había sido durante diez años profesora en una
universidad de Adelaida-. Un segundo antes había
un mundo entero, media hora después un mundo
entero ya no existía.
-Yo lo que más siento es la destrucción
del Museo Metropolitano de Nueva York.
Dediqué toda mi vida profesional a esa
institución. Dediqué toda mi vida a la belleza.
Ahora debe ser tierra calcinada.
-Es curioso, no se me había ocurrido
pensar que todas las obras de literatura han
113
segura de que de todo esto tienen la culpa los
popistas, ¡esos malditos cristianos!
-Mira lo hemos discutido mil veces. Si
sigues así te vas a obsesionar. Te vas a volver
loca. Ya lo que nos faltaba. De entre nosotros, tres
se han suicidado, cuatro están en depresión, y los
otros diez estamos esperando a que se decidan.
Cuantos menos quedemos, más agua a repartir.
Que uno se ahorca... un enemigo menos, una
ración más. Si todos deciden quedarse hasta el
final, nos queda agua sólo para dos meses.
-No sé si voy a resistir dos meses más.
-De momento, nos contentaremos con
aguantar las once horas que nos quedan de día. Un
momento... ¡escucha! ¿No escuchas como... una
trompeta lejana? ¡Sí! ¡Es una trompeta!
-¡Sí! ¡También yo la empiezo a percibir a
lo lejos!
Un rumor lejano como de una trompeta se
percibía a cada momento más claro. Ellas dos
sintieron, como el resto de los refugiados, un
inexpresable impulso de salir hacia la superficie.
Todos corrieron hacia afuera. Como hormigas
salieron de su agujero. Atónitos contemplaron un
espectáculo inimaginable.
Un bellísimo e inmenso ángel surcaba los
cielos tocando una larga trompeta de oro 34 . No
podían dar crédito a sus ojos, todos miraban
embelesados, estaban viendo ¡a un ángel!
La pantalla marrón de polvo que cubría la
bóveda del cielo se rasgó y detrás de ella apareció
un cielo azul lleno de belleza. En esa rasgadura de
cielo azul, que iba abriéndose por momentos,
miles y miles de ángeles volaban de un lado a
otro.
Todos los hombres del mundo habían
salido de sus refugios al sonido de la tuba. En
cualquier parte del globo todos contemplaban
extasiados a los coros de los ángeles deslizarse
revoloteando de un lado a otro. Cualquiera veía lo
mismo estuviera donde estuviera. El cielo azul se
rasgó y de en medio de la luz descendió
verticalmente el Hijo del Hombre, Nuestro Señor
Jesucristo.
Su verdadero cuerpo suspendido en el aire
estaba descendiendo hacia la tierra. Teniéndole a
34
Él en el centro, anillos concéntricos de centenares
de pequeños ángeles volaban en círculo cantando
y tocando instrumentos. Detrás de Él comenzó a
descender su Santísima Madre. Un aire suave,
cálido y puro acarició los rostros de todos los
supervivientes. Por encima de la escena, por los
lados, por todas partes, millones y millones de
almas, las almas de todos los seres humanos
muertos revoloteaban de un lado a otro. Las almas
eran perceptibles como presencias luminosas, sin
cuerpo alguno pero irradiando una maravillosa
luz.
Por en medio de toda aquella nube de
almas había multitud de ángeles yendo y viniendo,
llenos de gozo entonando melodías. Todos los
grupos de humanos dispersos sobre la superficie
de la Tierra estaban extasiados contemplando un
espectáculo nunca visto. Una escena esperada por
cientos de generaciones, una escena que fue el
objeto de la fe de siglos y siglos, y que por fin
ellos la tenían ante sus ojos.
Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva,
pues el cielo primero y la tierra primera
habían desaparecido.
Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén,
que bajaba del cielo, desde Dios,
ataviada como una esposa que se ha adornado
para su marido.
Y me mostró el río del agua de la vida,
brillante como el cristal,
brotando del trono de Dios y del Cordero,
en medio de la plaza de la ciudad.
Y a una y otra parte del río,
árboles de vida que daban doce cosechas.
Amén
1Cor 15, 52
114
115
Cyclus Apocalypticus es la primera de las diez obras de la Decalogía sobre el Apocalipsis de
J.A. Fortea. La Decalogía describe los acontecimientos de la generación que habrá de vivir las
plagas bíblicas del fin del mundo.
Cada una de las novelas de la Decalogía (o Saga del Apocalipsis) es independiente. Cada
una explica una historia completa que no requiere de la lectura de las anteriores. Fueron construidas
esas historias como novelas que tienen sentido por sí mismas y que pueden ser leídas en cualquier
orden.
Cada novela de la Saga describe el Apocalipsis visto desde un ángulo distinto, desde un
personaje diverso o desde otra situación. Todas estas historias que componen la Decalogía fueron
comenzadas a escribir en 1997. La primera en ser publicada fue Cyclus Apocalypticus en el año
2004. En ese año, las diez novelas estaban ya escritas. Si bien en los años siguientes sufrirían un
constante proceso de revisión y ampliación.
Cada novela de la Decalogía no debe ser leída como la continuación de la anterior novela,
sino como una novela independiente. Sólo al leer las diez novelas se tiene una idea clara de los
hechos que las conectan entre sí. Muchos han preguntado al autor qué orden debería ser el más
adecuado para leer la Decalogía. Siempre ha dicho que cualquier orden es válido. Aunque él
aconseja leer primero: Cyclus Apocalypticus, después Historia de la II secesión y en último lugar el
Libro Noveno y el Libro Décimo ya que estos dos últimos libros que concluyen la saga están
compuestos de retazos, imágenes y pequeñas crónicas de toda esta época.
116
117
democracias parlamentarias de Europa cayeran
entusiasmadas en el siglo XX en manos del
fascismo. También era impensable que una nación
culta y civilizada como Alemania produjera una
élite que llevara a cabo el holocausto. La Historia
está abierta en todos sus caminos.
No dudo de que la novela resultará
interesante y atrayente incluso para los no
creyentes. Porque con ella pueden disponer de una
sucesión ordenada de los acontecimientos del
texto bíblico. Y hasta para el no creyente resulta
interesante conocer cuál es una versión razonable
del fin de los tiempos de acuerdo a la Biblia.
APÉNDICE
algunas explicaciones
acerca de la novela
C
reo que si hay un libro que hace necesaria
una, al menos breve, explicación de las
pautas que se han seguido para su
escritura, es éste. Antes de nada, debo advertir que
no he tenido ninguna revelación particular, visión,
sueño o cualquier otro fenómeno que me haya
proporcionado o sugerido la menor información
para confeccionar esta novela. Tampoco he
seguido ninguna revelación particular de ningún
místico para llevar a cabo esta tarea. Muy por el
contrario he querido basarme lo más posible en la
literalidad del texto considerado en sí mismo. Y
después de considerar esa literalidad lo más
exhaustivamente posible, añadir el modo de
interpretación más acorde a la corriente patrística
y medieval de comentadores de esos mismos
textos. Esta visión tradicional del texto conlleva
una interpretación literal. Hay textos que admiten
varias interpretaciones.
En cualquier caso, esta novela pretende
ser una visión plausible de cómo pueden
desarrollarse los hechos de los que habla el último
libro de la Biblia. Esta última frase la considero
esencial: visión plausible. Sólo eso. Esta visión
puede gustar o no, pero nadie podrá acusarla de
contradecir en algo un solo versículo del texto
sagrado. Por otro lado, es una visión desde un
ángulo determinado. Prácticamente toda la novela
se enfoca desde el lado de los increyentes, y más
concretamente, desde los despachos del Poder. Es
como la visión de las plagas del Exodo vistas
desde el lado de un sacerdote del faraón.
Soy consciente de que la idea de que
nuestras democracias europeas se transformen en
un sistema de gestión autocrático es impensable
hoy día. Pero la historia da muchas vueltas.
También hubiera resultado impensable a
principios del XIX que varias decimonónicas
Los temas que trata el libro bíblico del
Apocalipsis podrían agruparse en tres grandes
grupos:
-discursos teológicos y morales,
-parte apocalíptica propiamente dicha,
-triunfo de Cristo.
Estos tres temas están divididos en
fragmentos completamente entremezclados unos
con otros. Esta novela trata del tema apocalíptico
propiamente dicho, es decir del aspecto político,
de las catástrofes, signos y persecuciones que
aparecen en el libro sagrado de San Juan, aunque
también algo en el Evangelio y en el libro de
Daniel.
La parte apocalíptica aparece en el libro
de San Juan articulada en tres septenarios: el
septenario de los sellos, las trompetas y las copas.
Esta novela no pretende otra cosa que presentar
una posible interpretación de esos tres septenarios
integrados en una sucesión lineal. Por lo tanto la
novela no es nada más que una posible
interpretación de los símbolos apocalípticos.
Jamás se me ha ocurrido pensar que las cosas
serán tal como las he escrito en la presente novela.
Sin embargo, nadie podrá demostrar con los textos
sagrados que no pueda ser como digo aquí. La
novela es una explicación plausible de cómo
pueden sucederse los acontecimientos descritos en
el libro de San Juan.
Las profecías de Daniel ciertamente se
han de integrar en el curso de hechos que presenta
el Apocalipsis. He incluido en la trama la parte
relativa a la profecía de los 1290 días y he dado
una posible interpretación acerca del Templo y el
118
cese de la oblación perpetua. Nuestro Señor
Jesucristo habló de la profecía de Daniel al
referirse a la Abominación de la desolación. Pero
en el Evangelio no se nos explica nada
(explícitamente) acerca de esa abominación, luego
el único propósito perseguido al referirnos a ese
texto del profeta es que leyéramos la parte que
sigue de forma inmediata a esa Abominación, la
profecía de los días unida al cese de la oblación.
Personalmente pienso que el final del
libro de Daniel (concretamente desde el capítulo
7) contiene revelaciones para el tiempo del
Apocalipsis. Pero el carácter sumamente concreto
de esas revelaciones hace que su identificación
con hechos reales nos quede oculto hasta el
tiempo final, tiempo en el que los protagonistas
podrán identificarlos ya sin duda a la vista de los
hechos. En este sentido se nos dice:
-Estas palabras han de permanecer cerradas
y selladas hasta el tiempo final Dan 12, 9
-Ninguno de los impíos comprenderá, en
cambio los sabios comprenderán Dan 12,10.
-Pero tú, Daniel, mantén secretas estas
palabras y sella el libro hasta el tiempo final;
muchos lo recorrerán y se aumentará el
conocimiento Dan 12, 4
Sí, muchos lo han recorrido ya y lo
seguirán recorriendo. Cuando leí este último
versículo, el que habla del aumento del
conocimiento (acerca de los hechos de los últimos
días) se me ocurrió la idea de que quizá esta
novela sea una carta hacia el futuro. Que quizá los
lectores verdaderamente interesados de esta
novela serán los cristianos de los últimos tiempos
que sufriendo las penalidades futuras encontrarán
este libro en algún rincón de alguna biblioteca, y
hallarán algún consuelo en las líneas que lean.
Ellos verán todos los errores en que he incurrido.
Pero así como no nos molestan los errores que en
la visión del futuro vemos en obras clásicas del
cine mudo, como Metrópolis o Viaje a la luna, así
con esos ojos, con esa benevolencia, espero que
sean leídas en el lejano futuro estas páginas. Los
errores de nuestra construcción del futuro no las
afeará,
al
contrario,
ellos,
encontrarán
deliciosamente sembradas de arcaísmos nuestras
visiones de su futuro.
Volviendo al tema exegético, pienso que
en el Antiguo Testamento encontramos tipos (es
decir, bosquejos simbólicos y proféticos al mismo
tiempo) de la persecución final del Apocalipsis.
Así lo vemos en el libro de Ester, en el libro de los
Macabeos, y con el personaje de Nabucodonosor
en el libro de Daniel. Son identificables partes
claramente apocalípticas en los profetas, por
ejemplo en Is 24. Allí en ese capítulo en el
versículo 24 se da, por poner un solo ejemplo, un
detalle concreto y coincidente con el Apocalipsis
como el de que “la luna se sonrojará entonces y el
sol se abochornará”.
Porque las estrellas de los cielos y sus
constelaciones no darán su luz, el sol estará
oscuro en su amanecer, y la luna no derramará su
luz (Is 13, 10).
Cubriré los cielos, y haré oscuras sus
estrellas, cubriré el sol con una nube, y la luna no
dará su luz (Ez 32, 7).
Exactamente encontramos lo mismo en:
Joel 2,10, Joel 2,31, Joel 3,15 y en el Nuevo
Testamento en Mat 24,29. Me he fijado en ese
detalle concreto, podríamos igualmente analizar
en los profetas las tinieblas, los terremotos, etc.
pero esto excedería los límites de un mero
apéndice a una novela para convertirse ya en un
tratado.
Pienso que si la venida de Cristo fue
acompañada de todos los signos milagrosos que
aparecen en el Evangelio, así la venida del
Anticristo (en esta novela Viniciano) vendría
acompañada de signos portentosos. La primera
venida de Cristo fue precedida de una paz total, la
Pax Augusta. La venida del Anticristo vendrá
acompañada de una guerra total. De hecho las
guerras, hambres y cataclismos son una de las
señales que da Jesús para ese final de los tiempos.
No una guerra, un hambre y unos cataclismos
más, sino la guerra, el hambre y los cataclismos
por excelencia. El fuego del que habla San Pedro
en su segunda epístola podía ser enviado por Dios
sobrenaturalmente, sin embargo, me inclino por la
opinión de la Premio Nobel Sigrid Undset (*35)
35 Tal opinión la manifiesta en el prólogo que escribió
a su biografía sobre Santa Catalina de Siena.
119
de que lo proporcionaríamos nosotros mismos con
nuestras armas atómicas.
Reconozco que este es un libro convulso,
la época del fin de los tiempos lo será. Reconozco
que la Iglesia, el amor de los cristianos, el bien,
apenas aparece en la novela. Pero fijémonos en
que el mismo libro sagrado del Apocalipsis es
ocupado en casi su totalidad por los signos de ese
final de los tiempos. Signos de sangre y
conmociones políticas. El Apocalipsis no es el
libro más adecuado para conocer a la Iglesia o el
mensaje de Cristo. Así tampoco esta novela está
centrada en el misterio de la comunidad de
creyentes, sino en la visión que se tendrá de los
tiempos apocalípticos por parte de los no
cristianos. Y sobre todo esta novela presenta la
visión de esos tiempos desde los despachos del
Poder.
Digo que esa Bestia es un Estado porque
en Ap 13,1 se dice también que “tenía diez
cuernos”, y más adelante se dice que esos diez
cuernos son diez reyes.
De todas maneras el símbolo de “la
bestia” no se usa de modo unívoco (véase por
ejemplo el cap 13 del Apocalipsis), sino que se
usa también para designar a dos de los reyes de
ese Estado. Así en ese capítulo, en los versículos
del 11 al 13, se deja claro que está hablando de
una persona. Y esta idea queda remarcada cuando
dice en el versículo 17 y 18 que “el número de la
Bestia” es “número que corresponde a un
hombre”. Cuando se dice en Ap 13,2 que “el
dragón le entregó su poder [a la Bestia]” pienso
que ese dragón es la Serpiente antigua, es decir
Satanás. Ese Estado, que es la Bestia, será su
instrumento en la Tierra.
Es un hecho claro (y ya de ello habla
Schmaus en su Teología Dogmática) que si se ha
de desatar una persecución general contra los
cristianos deberá existir algún tipo de unidad
política en el mundo futuro. Esa unidad basta con
que sea amplia y no total y perfecta. Que esa
unidad no abarcará todo el planeta lo vemos en
que el Apocalipsis habla de una de las cabezas
refiriéndose como conquistador (Ap 6, 2).
Además las unidades perfectas a lo Un mundo
Feliz de Aldoux Husley no han existido nunca
más que en el papel. La naturaleza humana
siempre está dispuesta a unificar a todo y a todos,
y una generación después a dividir y reclamar
independencias.
La clara preeminencia que doy a Roma se
debe al versículo en que se dice:
Las siete cabezas son siete colinas.
Sobre ellas descansa la mujer. Ap17,9
La mujer de tu visión es la ciudad
grande, la que tiene señorío sobre los reyes
de la tierra. Ap 17, 18
Del mismo modo como en la era
mesiánica se produjeron prodigios que mostraban
el advenimiento de la nueva era, así con la venida
del Anticristo se darán prodigios que anunciarán
que se está entrando en una nueva etapa final de la
Historia. Esos prodigios serán muchísimo más
limitados que los de Jesucristo, pero serán más
espectaculares. Estos prodigios estarán causados
por demonios tal como se dice en el cap 16 del
Apocalipsis:
Espíritus demoniacos obradores de los
prodigios. Ap 16,14
La Bestia claramente es un poder político,
un gran Estado. Las patas de oso simbolizan su
poder y crueldad en destruir. Su poder viene o de
las urnas o del apoyo popular de las multitudes
por que se dice que sale del mar: “Tuve también la
visión de una Bestia que subía del mar”(Ap 13,1)
y más adelante se explica qué signifique el mar:
Además se dice que se le concederá hacer
bajar fuego del cielo e infundir un espíritu vital en
la imagen de la Bestia (Ap 13, 15 y Ap13, 13).
Qué sea el 666 se sabrá con seguridad
cuando tal hombre aparezca en la escena pública,
y no antes. Hasta entonces, las elucubraciones que
se hagan tendrán tanto éxito como si un rabino del
exilio babilónico hubiera tratado de especular que
Las muchas aguas sobre las que, en visión
contemplaste establecida la meretriz, son la
muchedumbre de los pueblos, y razas y
lenguas. Ap 17, 15
120
quería decir la profecía referida al Mesías en que
se le llamaba “Hijo del hombre”.
En el final del libro, un ángel tocando una
trompeta es visto por los supervivientes que salen
de los refugios. Sé que los ángeles no tienen
cuerpo. Sin embargo, he puesto un cuerpo visible
en ese ángel y en los otros ángeles que acompañan
la segunda venida de Cristo a la tierra, porque de
algún modo los hombres percibirán la presencia
de seres angélicos. La Sagrada Escritura siempre
que describe la percepción de los ángeles por
parte del hagiógrafo lo hace bajo aspectos
visuales. De todas maneras, en ese capítulo las
descripciones no pretenden otra cosa que pintar un
cuadro.
No hay duda de que la materialidad de las
trompetas en el septenario de las siete trompetas
es un símbolo. Pero me atrevo a sugerir la
posibilidad de que el sonido de la última trompeta
sí que sea audible. Ya que las palabras del Apóstol
San Pablo en ICor 15, 52 me parecen indicar una
cierta insistencia en ese sentido.
Quizá alguno me acuse de que en esta
novela lo político ocupa demasiado lugar. Eso se
debe a dos razones. La primera es que muchos de
los mismos símbolos que aparecen en el
Apocalipsis son de naturaleza política: Estados,
guerras, reyes. La segunda razón por la que la
novela no comienza siendo explícitamente
religiosa se debe a mi propósito de que en los
primeros capítulos del libro los lectores se olviden
del Apocalipsis para que así les coja de sorpresa.
Es decir, he tratado de que los hechos de las
profecías cojan tan de sorpresa al lector como a
los habitantes del futuro. Así el primer eclesiástico
no aparece hasta mucho después de comenzado el
libro (con excepción del monje del principio).
El que un jefe de gobierno de una
potencia extranjera llegue a ser presidente de una
democracia rival me parece algo casi imposible.
Aunque hemos de contar con la disolución del
concepto de patria y nacionalidad en un mundo
globalizado. Si aquí se ha escrito así la historia ha
sido para dar interés a la trama. Lo más lógico es
que la Bestia surja directamente de las elecciones
en una especie de Estado democrático mundial.
Hasta escribir esta novela no me había
dado cuenta de la cantidad de veces que en los
Evangelios Jesús da a entender que hay que estar
en vela porque el Hijo del Hombre vendrá en
medio de la noche (Mt 25,6; Mt 24, 43; Lc 17,34;
Lc 12,38): Es curioso, el esposo de las vírgenes
con las lámparas viene en la noche, el amo de la
casa, etc, todos vienen por la noche. Todo ello me
había parecido durante mis estudios de Teología
un símbolo, mas al escribir estas páginas me di
cuenta de que además de un símbolo iba a ser una
realidad. La segunda venida de Jesús tendrá lugar
en medio de la noche atómica. La cantidad de
polvo levantado hasta la estratosfera provocará lo
que los expertos llaman el invierno atómico. Jesús
vendrá en medio de la noche porque, como en el
mismo Apocalipsis se dice, el sol perderá gran
parte de su fuerza.
Reconozco que en esta novela apenas he
hecho mención de los falsos mesías que llevan a
la gente al desierto, ni de los terremotos o del
tiempo de tinieblas en el trono de la Bestia. La
razón es que en una novela no podía aparecer
absolutamente todo sin dar una cierta sensación de
cansancio. De ahí, que unas pocas cosas
accidentales las doy por supuestas, imbricadas en
el interior de la novela aunque no se las mencione.
Aprovecho este apéndice para explicar
que las ciudades que describo se basan en que el
futuro se hagan dos descubrimientos técnicos. En
los edificios que describo, el acero, y por supuesto
el hormigón, se aplastarían bajo su propio peso si
se alzaran estructuras más allá de cierta altura.
Luego, doy por supuesto que tales materiales se
habrán descubierto en esa época. Después, para
habitar tales megaestructuras habrá que recrear de
modo saludable y relativamente barato algo que
sustituya la iluminación solar, pues si no, habría
que dejar inhabitables buena parte de las partes
internas de tales megaestructuras. Sin un sustituto
de la luz solar que suponga una admisible
simulación virtual del cielo, por más que se
dejaran grandes espacios en el interior de esas
megaestructuras sería psicológicamente imposible
residir en ellas.
121
Por otro lado, he querido que la
persecución contra la Iglesia apareciera de golpe
en la novela, sin que nadie lo esperara. Aunque en
esta historia no se hable de ello, la persecución
anticristiana se supone que ha ido desarrollándose
paulatinamente. Esta historia no excluye un
desarrollo progresivo del odio a los cristianos.
Este libro no solo no excluye desarrollos de
historias menores, sino que esta novela es una
panorámica formada a base de recoger episodios
significativos.
se sientan ofendidos por haber yo colocado la
figura de la jerarquía católica como representantes
de la inmensa mayoría de los cristianos de esa
época. Sé que ese detalle bastará para amargarles
la novela a algunos. En cualquier caso, les doy
permiso para que al leer el libro, donde escribo
Papa ellos imaginen a su Arzobispo Primado
Episcopaliano, al Consejo de Ancianos de las
Iglesias Presbiterianas, o al Consejo de Pastores
de las Iglesias Evangélicas. Incluso si alguien lo
desea puede colocar en vez del Papa al Gran
Rabino de Jerusalén, pero en fin.... a alguien tenía
que colocar yo.
Quiero decir que esta novela fue la
primera novela que escribí en mi vida. La escribí
de principio a fin, casi sin correcciones, ningún
capítulo ni relato ha sido cambiado del lugar que
ocupó en su primera redacción. La escribí siendo
un joven sacerdote destinado a un pequeño pueblo
junto a la provincia de Toledo y Cuenca. La
escribí en un húmedo y frío despacho, casi
medieval. La lenta acción de escribir esta historia
me entusiasmó, porque era un texto donde podía
volcar miles y miles de horas de lecturas de otros
libros y autores. El capítulo del acorazado orbital
y su batalla, fue escrito de una sola sentada, en
una noche de insomnio.
Quiero
acabar
diciendo
que,
curiosamente, el Apocalipsis era uno de los libros
que menos entusiasmo me habían causado hasta el
momento de escribir la novela. Mucha gente me
pregunta si veo cercano el fin del mundo.
Personalmente, veo los hechos del Apocalipsis
muy lejanos todavía en el futuro, muy lejanos...
Alguno se preguntará por qué he acabado
la novela en la segunda venida de Cristo y no he
continuado describiendo el último capítulo del
Apocalipsis. La razón es muy simple: tratar de
describir con palabras el misterio era
empequeñecerlo. Con palabras podemos muy bien
describir desastres apocalípticos, como se
describen muy bien las diez plagas de Egipto o el
asedio a Jerusalén por parte de los asirios. Pero
cuando el mismo libro del Exodo describe la
visión de las espaldas de Yahvéh por parte de
Moisés es lacónico (Ex 34). Del mismo modo, el
libro del Apocalipsis describe mucho más
extensamente las plagas que el misterio
conclusivo de beatitud, que es inefable. En
realidad, la Sagrada Escritura acerca del misterio,
más que pintar una escena plástica, nos pinta un
cuadro conceptual. Por eso tratar de describirlo
era empequeñecerlo. El libro acaba donde tiene
que acabar, no había otra alternativa.
No ha sido otro mi propósito al escribir
esta novela que hacer más inteligible y conocido
ese libro que es el final de la Biblia. Podía haber
escrito un ensayo, pero hay cosas que se entienden
mejor con una historia que con un ensayo. Dios
mismo en la Biblia hay cosas que prefiere
explicárnoslas con una historia, mejor que con una
explicación abstracta. A veces un tratado no puede
lo que puede un cuento.
En la novela, doy por supuesto que las
distintas confesiones cristianas han alcanzado en
esa época la unidad.
Francamente, creo que la
senda de la Historia va en esa dirección. Espero
que mis buenos amigos protestantes (con los que
mantengo muy buenas relaciones personales) no
122
123
www.fortea.ws
124
José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro, España, en 1968,
es sacerdote y teólogo especializado en demonología.
Cursó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la Universidad
de Navarra. Se licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en
la Facultad de Teología de Comillas.
Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares (Madrid).
En 1998 defendió su tesis de licenciatura El exorcismo en la época
actual, dirigida por el secretario de la Comisión para la Doctrina de la
Fe de la Conferencia Episcopal Española.
Actualmente vive en Roma, donde realiza su doctorado en Teología,
dedicado a su tesis sobre el tema de los problemas teológicoeclesiológicos de la práctica del exorcismo.
Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio, la posesión y el
exorcismo. Su obra abarca otros campos de la Teología, así como la
Historia y la literatura. Sus títulos han sido publicados en cinco
lenguas y más de nueve países.
www.fortea.ws
125
HISTORIA
DE LA SEGUNDA SECESIÓN
DE LOS
ESTADOS UNIDOS
DE AMÉRICA
J.A
Fortea
1
Editorial
Dos latidos
Benasque, España
Título: Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América
© Copyright José Antonio Fortea Cucurull
Todos los derechos reservados
[email protected]
Publicación en formato digital en 2012
www.fortea.ws
2
3
4
REGNAT POPULVS
5
6
E PLURIBVS VNVM
Año 2180, 4 de enero
la pared de enfrente, a la mesa y a su
alrededor sumido en sus pensamientos,
controlando sus emociones. Éste era un
momento que ningún Presidente hubiera
deseado vivir durante su mandato, un
momento que, desde Abraham Lincoln,
ningún Presidente pensó que ocurriría en
ninguna presidencia. Ahora California.
Oregón tendría elecciones en menos de
dos semanas. Utah y Idaho se lo estaban
pensando.
-Bien... –dijo al fin el Presidente
mientras se levantaba pesadamente de la
mesa-. Ya me puedo ir a la cama. Tal
como está previsto, por el momento no
haremos
nada.
Prepárame
una
declaración institucional para mañana
temprano.
E
l Presidente de los Estados
Unidos está escribiendo en la
mesa de caoba de su Despacho
Oval. Está solo, reina un silencio
profundo. Son las dos de la mañana, la
nación entera duerme. En vela, tan sólo,
el entero estado de California. El
Presidente aguardaba trabajando, de
todas maneras no habría podido conciliar
el sueño. Lejanamente, en la antesala,
comenzó a percibir unos pasos. Los
pasos
resonaron
apresurados,
aproximándose. La puerta del Despacho
Oval se abrió y entró Joshua Spokane,
consejero presidencial. Los dos hombres
se miraron un instante, Presidente y
consejero no necesitaron decirse nada, la
cara seria, grave, del consejero delante
de su mesa era ya la respuesta.
-Señor, nos lo acaban de
comunicar. Hace tres minutos el
Congreso del Estado de California acaba
de aprobar la secesión.
El Presidente se pasó las dos
manos por su adormilada cara.
-El resultado de la votación ha
sido de 94 votos afirmativos, 32
negativos y 4 abstenciones. En estos
mismos instantes se está leyendo un
comunicado oficial en la escalinata del
edificio del Congreso de California. La
multitud congregada vitorea y saluda el
nacimiento del nuevo país soberano.
El anciano Presidente buscó sus
pastillas para dormir. Su mano chocó con
la caja en el bolsillo derecho de su
americana.
-Ninguna noticia de las bases
militares, ¿verdad?
-Ninguna, señor.
Las cuarenta y dos bases
militares federales en suelo californiano
tenían orden de resistir toda tentativa de
ocupación. Las instrucciones eran, si
fuese preciso, disparar a matar sin
contemplaciones.
Por
Fortuna,
California no poseía ni un ejército ni un
arsenal adecuado para enfrentarse al
conjunto de esas bases situadas en su
suelo. El Presidente se dirigió a su
habitación con la tranquilidad de poseer
esos cuarenta y dos acuertelamientos,
Durante medio minuto el
Presidente Ethan Ellsworth no dijo nada,
se limitó a mirar con suma lentitud hacia
7
pero también con la excitación de saber
la euforia popular que a esas horas de la
madrugada embargaba los alrededores
del congreso californiano.
-Ah
–dijo
el
Presidente
volviéndose hacia el secretario Spokane,
cuando ya estaba a punto de salir del
Despacho Oval-, envíe esta noche un
comunicado a todas las bases militares
situadas en suelo californiano. Dígales
que cualquier individuo perteneciente al
Ejército que dentro de un cuartel
manifieste el más leve signo de
alzamiento debe ser inmediatamente
detenido, y juzgado sumariamente antes
de que acabe el día. Hace ya varios
meses que llevamos alejando a los
naturales de cada estado a otros
cuarteles, pero nunca se sabe. Nunca se
sabe… Bien, nos veremos mañana en la
reunión.
-Hasta mañana, señor.
El Presidente Ethan Ellsworth se
alejó con paso ensimismado por el
alfombrado pasillo. Dos jóvenes y
fornidos miembros del servicio secreto
que hacían guardia, se colocaron con
todo respeto a un lado mientras su
protegido pasaba camino de sus
aposentos. El paso del Presidente era el
de un hombre cansado y lleno de
preocupación. La juventud de los que
vigilaban esa puerta y que velarían por él
toda la noche, contrastaba con los
sesenta y dos años del presidente de pelo
blanco. La dureza de los guardaespaldas
resaltaba más cerca de esa cara
presidencial de gesto siempre comedido,
que al pasar les miraba incluso con cierta
timidez.
En virtud de la magia
farmacológica del tubo de pastillas, el
Presidente estaría dormido en diez
minutos, pero hasta ese dichoso
momento en que su mente desconectase
de las preocupaciones de su pesada
jefatura, iría dando vueltas en su cabeza
a toda esta colosal crisis; a la crisis y a
las causas de la crisis. ¿Qué es lo que nos
ha llevado a esta situación?, se
preguntaba una y otra vez camino de su
habitación. Nadie le esperaba en su
dormitorio. Era un soltero solitario. Por
eso nada le distraía de las preguntas de
su mente. ¿Cómo hemos podido llegar a
esto? ¿Qué hemos hecho desde hace
varias presidencias para que un estado
quiera separarse? ¿En qué hemos
fallado?
Las calles de la Nación se habían
vuelto inseguras hasta un grado
inconcebible. Los ciudadanos se sentían
prisioneros en su propio país. La
corrupción
de
Washington,
tan
lamentable como absoluta. El poder de la
mafia, invencible. Estados Unidos se
podía convertir en un país plenamente
dominado por la mafia. Y encima la
corrupción de la política. Una corrupción
sin precedentes que había logrado alejar
a la mayoría de los ciudadanos de la
política. La población había llegado a la
conclusión de que todos los políticos,
todos, estaban enfangados, atados por
múltiples lazos a intereses ocultos, a los
intereses de los grupos que apoyaban sus
candidaturas. Los ciudadanos tenían
razón. Ellos lo sabían. Él mismo –el
Presidente Ellsworth- lo sabía.
Sí, no era sorprendente que
después de dos generaciones en esta
situación los estados más sanos, los
menos afectados por la corrupción,
tuvieran un cierto deseo de separar sus
destinos de los del resto de la Nación.
Lógicamente esos anhelos se extendían
por los estados ricos, prósperos, con un
gran futuro. California, por sí sola,
seguiría siendo una de las naciones más
poderosas de la Tierra. Los estados de las
Grandes Llanuras y los de la Cuenca
Central continuaban siendo firmemente
unionistas.
En cualquier caso, el Ejército, la
pesada maquinaria del Ejército, seguía
estando en manos federales. La Guardia
Nacional de California no tenía ni media
posibilidad de victoria si se enfrentaba a
los militares profesionales con todo su
equipamiento. El Presidente Ellsworth
8
era partidario de esperar, de no
precipitarse.
Estaba
relativamente
convencido de que todo aquello no era
otra cosa que una locura, un frenesí
transitorio. La larga lista preparada con
concesiones
para
un
mayor
autogobierno, iría mitigando esos
ardores independentistas.
-Ahora lo esencial es mantener la
sangre fría-, se dijo a sí mismo abriendo
la cama, cubriéndose con las sábanas
blancas, agradables, que le esperaban
para que durmiera en ellas. Tenía tanto
sueño. Las pastillas además estaban ya
haciendo su efecto. El sueño reparador le
invadió en segundos.
semejantes a helicópteros, con rotores,
pero sin hélices, estaban por doquier.
Toda la flota de aeronaves del
Departamento de Policía vigilaba desde
los aires. Desde lo alto, sus cámaras, los
millares de ojos de sus objetivos,
patrullaban toda la ciudad.
Los independentistas, estaban
felices, lloraban, lágrimas de emoción.
El hombre medio de la calle era
entrevistado por periodistas y decía
cualquier cosa inmerso en el entusiasmo
de aquella algazara, de aquella
borrachera de independencia. Una
borrachera hábilmente programada por
los congresistas pro independencia. Una
algazara en nada compartida por buena
parte de la población que no había salido
de sus casas, y que miraba todo aquello
con gran indiferencia.
La mayor parte de los
californianos estaba convencida de la
irremediable corrupción de su clase
dirigente. De manera que todos aquellos
acontecimientos, que eran previsibles
desde hacía ya meses, les cogieron sin
ninguna sorpresa y con la resignación del
que piensa que nada va a cambiar a
mejor. Pero eso no importaba, la minoría
de la población que tanto se había
esforzado por la independencia, se
encontraba exultante.
Quizá no hubieran estado tan
felices los bulliciosos secesionistas que
agitaban sin descanso las banderas, si
hubieran sabido que a esas mismas horas
de la noche llegaban 95.000 soldados de
infantería a las bases militares de Nuevo
Méjico, Colorado y Wyoming. En el
carril derecho de varias autopistas
interestatales las largas columnas de
todoterrenos avanzaban lentas e
interminables hacia los acantonamientos
fronterizos
de
aquellos
estados
infectados con el virus de la
insurrección. Inacabables superficies de
los desiertos de Derning, Burlington y
las praderas de Mildwest aparecían
iluminadas en mitad de la noche,
recorridas por los faros de miles de
A
quella noche nadie se movió, ni
en las bases federales ni en los
cuarteles
de
la
Guardia
Nacional. Sólo las calles eran un
hervidero. Miles y miles de entusiastas
independentistas recorrían todas las
arterias principales del centro de Los
Ángeles. Aquello era una riada humana
de cantos y banderas estatales con el oso
californiano, una riada que llenaba toda
la avenida que iba desde Lakewood hasta
Fullerton, con miles y miles de banderas
agitándose.
Los políticos hacían sus
declaraciones. Las cámaras, atentas a la
anécdota humana, enfocaban a las
parejas que emocionadas de alegría se
besaban en Pershing Square, a las
ancianas que hacían declaraciones
entusiasmadas delante de un micrófono,
a las familias que habían traído de casa
una gran bandera californiana. No se
produjo ni un incidente, ni un asalto, ni
un acto de vandalismo. La Policía
Metropolitana
vigilaba
todo
atentamente. No había que dar ninguna
excusa para una intervención federal.
A ambos flancos de la
manifestación, agentes de policía
estaban preparados para reprimir
cualquier conato de exaltación que diera
origen a desórdenes. Pesadas aeronaves,
9
vehículos que penetraban en aquellos
inmensos recintos vallados. Allí se
acumulaban las hileras de material
bélico, hileras que vistas desde el aire
aparecían como pasillos entre las
inacabables cuadrículas que formaban
las áreas cubiertas por tiendas militares y
torres de vigilancia. Habían llegado en
un solo día 95.000 efectivos de
infantería, que se sumaban a los 110.000
que ya se encontraban allí. Quince
divisiones desde esa noche aguardaban
en esos desiertos a la espera de cualquier
orden. El Pentágono ya tenía en camino
otras diez divisiones más.
sentado no muy lejos de él, le apoyó con
el gesto-. Todo discurso independentista
se va radicalizando con el tiempo. Si
dejamos que cuaje esta rebelión se
consolidará, y habremos perdido para
siempre a California. Si hay que hacer
algo, hagámoslo ahora. Después ya no
podremos hacer nada.
El Presidente de pie apoyado en
su mesa había guardado silencio, pero
ahora volvía a hablar, con toda
serenidad, era el hombre más reposado
del mundo. De hecho deliberaba sobre el
asunto como si estuvieran discutiendo
una partida presupuestaria. La noche
anterior se había acostado muy cansado,
como si el peso de toda la nación
gravitara sobre sus espaldas. Pero hoy,
sentado en su mesa, como un capitán al
timón, afrontaba el tema con nervios de
acero. Ahora lleno de energía decía:
-Me alegra que haya usado la
palabra rebelión. Esto es una rebelión, no
es ninguna independencia. Y les ruego
que en esta sala a partir de ahora usen la
palabra rebeldes no independentistas.
Las cuestiones de imagen son esenciales.
En todos nuestros discursos hablaremos
siempre de la rebelión y los rebeldes.
Al día siguiente
5 de enero de 2180
U
n día medio nublado, pequeños
copos de nieve caían a ratos sin
cuajar, la televisión había
anunciado que el tiempo mejoraría a lo
largo del día. Dentro del Despacho Oval
estaban los diez miembros del Consejo
de Seguridad Nacional. El café humeaba
en las tazas, hundido en el cuero mullido
de su sillón el Presidente les escuchaba.
-Señor
Presidente,
esta
declaración de independencia de la
pasada noche no es nada. Tan sólo se
reduce a que a partir de ahora el estado
de California no enviará al Gobierno
Federal su cuota de impuestos. En mi
opinión, si los escaños del Congreso de
California se renuevan dentro de tres
años con una nueva mayoría unionista,
habremos recuperado el estado del modo
más incruento posible. Cualquier cosa
que hagamos ahora, sería vista por el
contrario
como
una
injerencia
absolutista, como una confirmación del
poder tiránico de la maquinaria de
Washington frente a las libertades de los
ciudadanos.
-Soy de la misma opinión –dijo
otro consejero.
-Yo también –añadió un tercero.
-¡Yo no! -exclamó uno de los dos
generales presentes. El otro general,
Los presentes asintieron. Todos
se dieron cuenta de que aquel hombre era
un zorro muy viejo en cuestiones
políticas. El Presidente siguió hablando
con determinación:
-Washington no acepta de ningún
modo esa secesión. Nada de lo que
hagamos o digamos debe hacerles pensar
que aunque oficialmente no, de facto
podríamos aceptar parcialmente esta
situación. Los que estamos aquí
debemos ser conscientes de que los
intereses económicos de esta nación nos
marcan una línea de actuación muy clara.
Desde hace cuatro días todos los grandes
grupos económicos han movilizado sus
medios de presión sobre mí y sobre el
Congreso para que no permitamos de
ningún modo esta extraña aventura
política. ¡La secesión no es buena para
10
los intereses de los Estados Unidos! Ni
siquiera es buena para los intereses
radicados allí, en California. Todo esto
es un mero asunto sentimental. Los
sentimientos de esa minoría que ha visto
en la secesión la solución a todos sus
problemas.
-Las masas cambian de opinión
de una legislatura a otra –añadió el
vicepresidente-. Y más con adecuadas
campañas
de
información.
Lo
lamentable es que hayamos permitido
que todo esto se nos haya escapado tanto
de las manos.
-Lo referente a la campaña de
información lo tocaremos después –dijo
el Presidente-, ahora abordemos el tema
militar. General Berger, ¿cómo está la
situación?
-El Congreso de California sólo
cuenta con los efectivos que la Guardia
Nacional tenía hace un año. Nadie ha
mencionado ni siquiera aumentar esos
efectivos. No quieren soliviantarnos.
Mantenemos perfecto control sobre
todas nuestras bases militares en suelo
californiano. La Guardia Nacional
esencialmente cuenta con armas de
asalto. Cuatrocientos carros acorazados,
ciento veinte aeronaves DR-200, una
infantería que no es profesional y una
serie de especificaciones que no voy a
desglosar para no aburrirles, pero que se
resume en que las fuerzas del estado
serían barridas en el primer envite.
Sólo les daré un dato, sus fuerzas
son diez veces menos en relación tan
sólo a nuestras fuerzas profesionales en
territorio de California. Si contamos
todas las que ya hay en las fronteras del
estado, las cifras son todavía más
favorables
a
nosotros.
Un
enfrentamiento con la Guardia Nacional
duraría tan solo un día. Podríamos
derrotarlos en todos los frentes
simultáneamente antes de que se pusiera
el sol.
-Lo único que hay que ver –
añadió un consejero con mirada
preocupada- es la cantidad de muertos
que
puede
soportar
nuestra
administración.
-Oh, vamos –interrumpió el otro
general-, ¡estamos hablando de los
Estados Unidos! Al cuerno si aparecen
fotos en las portadas con más o menos
muertos.
-Vamos, general, no se lo tome
así, no he dicho que ésta no sea una
cuestión que se puede zanjar de un modo
militar –se defendió el consejero que
había hablado el último-. Pero todo debe
ser considerado. Y si podemos evitar la
intervención, sería lo mejor.
-¡Ésta es una cuestión patriótica!,
y nada más –replicó el general.
-Sí, pero si queremos abordar la
solución de este problema nos tenemos
que plantear hasta dónde queremos
llegar –añadió otro secretario amigo del
último. Llegar hasta el extremo, a veces
no es el mejor modo de acabar con un
problema. Y queremos acabar con este
problema de forma que la solución no
genere nuevos problemas.
-El caso es que...
En ese momento entró un
asistente del Presidente con un papel en
la mano.
-Señor, la Oficina de Aceptación
de Demandas del Tribunal Supremo de
los Estados Unidos nos acaba de cursar
este escrito.
El Presidente Ellsworth lo leyó
entero, después contrajo levemente los
músculos de la cara, y lo dejó a un lado,
encima de la mesa.
-Me comunican oficialmente que
el estado de California ha recurrido ante
el Tribunal Supremo la decisión del
Congreso Federal de no aceptar su
secesión.
-¿Pueden hacerlo? Si se han
separado de nosotros, ¿cómo pueden
recurrir a nuestro tribunal?
-En principio sí –dijo uno de los
consejeros presentes, el especialista en
cuestiones jurídicas-. Puesto que si
11
nosotros no aceptamos su estatus de
independencia, eso significa que son
parte de la Unión. Y si son parte de la
Unión pueden recurrir una decisión del
Gobierno Federal ante el Tribunal
Supremo. Es lo que marca la ley.
-Pero si ellos consideran que ya
están fuera de la Unión –dijo el
Presidente- es un contrasentido que
hagan eso.
-No, señor. Perdone que insista,
pero la única razón por la que nosotros
podemos exigirles que retrocedan de esa
declaración de independencia de ayer
noche es afirmar que siguen siendo parte
de la Unión, tanto si les gusta como si no.
Y si son parte de la Unión pueden
recurrir una decisión del Gobierno
Federal frente al Tribunal Supremo.
-Además –añadió el experto en
relaciones federales- ha sido un
movimiento muy inteligente. Si el
Tribunal Supremo de los Estados Unidos
reconoce el derecho de un estado a
separarse de la Unión, entonces podrán
continuar con el camino que han
emprendido, sin que nosotros se lo
podamos obstaculizar. Si por el contrario
el Tribunal Supremo no les reconoce ese
derecho, entonces ellos alegarán que no
reconocen ni la jurisdicción de ese
tribunal, ni su fallo.
-Es una muy buena jugada –
comentó una consejera-. Si el veredicto
del tribunal les es favorable, nosotros
estaremos con las manos atadas.
Tendremos que acatarlo. Y si no, ellos
harán lo que les de la gana. No tienen
nada que perder con presentar este
recurso, pero nosotros sí.
-¿Pero es que tienen alguna
posibilidad de ganar ese recurso? –
preguntó indignada otra consejera al
experto en asuntos jurídicos -. Me
refiero... es que hay alguna posibilidad
de que el Tribunal Supremo reconozca el
derecho de un estado a separarse de la
Unión?.
-En mi opinión, no tienen
ninguna posibilidad. Pero no pierden
nada por presentar ese recurso. Hasta da
una cierta apariencia de legalidad a las
acciones que ha emprendido la nueva
mayoría en el Congreso de California.
-¿Legalmente deberemos esperar
a que el Tribunal emita un fallo, o el
Gobierno Federal puede tomar ya las
disposiciones que crea convenientes
contra los secesionistas? –preguntó el
vicepresidente.
-Por supuesto, nosotros podemos
actuar antes del veredicto. Ellos sólo han
presentado el recurso para dar una
apariencia de formalidad a su secesión.
Pero esto es una secesión.
-Formalidad... de acuerdo a las
formas jurídicas... no tienen vergüenza
alguna –musitó entre dientes un muy
molesto consejero mirando a su corbata
mientras se la alisaba.
Todos iban tomando su café,
fuera la nieve seguía cayendo. El
presidente, de pie, mirando por la
ventana, preguntó:
-¿Podríamos recusar la demanda,
alegando que en su petición no hay un
reconocimiento de la jurisdicción del
Tribunal Supremo?
-No lograríamos mucho. Dese
cuenta que presentar una demanda no
requiere legalmente el reconocimiento
formal de la jurisdicción de un tribunal.
Hablo en términos meramente jurídicos.
Además, esta demanda la podría
presentar otro estado como Utah, que
todavía está dentro de la Unión, pero que
se lo está pensando. Incluso la podría
presentar un grupo de ciudadanos
particulares de California. Por ese
camino no vamos a poder impugnar
nada.
-Muy bien, muy bien –dijo el
Presidente poniendo punto final a las
cuestiones legales en aquella reunión-.
Esta demanda me confirma todavía más
en mi decisión de que hay que esperar.
Del tirano se espera que aplaste al
momento una rebelión. Les vamos a
mostrar que aquí hay políticos, no
12
déspotas. Esperaremos. No estamos
obligados a hacer las cosas cuando ellos
quieran, sino cuando más nos convenga
a nosotros.
-Además, no voy a emprender
una guerra que después resulte ser ilegal.
Imaginen que comienzo a acumular
cadáveres en las cunetas de las autopistas
de California y que después el Tribunal
Supremo falla que un estado tiene
derecho a la secesión. Hay que esperar,
lo veo clarísimo. Es más, estoy seguro de
que esta crisis tendrá una solución
política. En lo que nos tenemos que
esforzar es en que el Congreso de
California se recobre una mayoría
unionista. Ésa es nuestra auténtica
guerra.
Todos pensaban que el año que le
quedaba a Ellsworth en la presidencia se
les iba a hacer insoportablemente largo.
Afortunadamente era su segunda
legislatura.
Todo el gabinete le escuchaba en
silencio. Todos ponían cara inexpresiva,
salvo los dos generales, que no
escondían su disconformidad. Los
presentes sabían de la debilidad de
carácter del Presidente Ethan Ellsworth.
Quizá por eso había sido aupado por los
lobbies
financieros
hasta
aquel
despacho. Pero la situación del momento
presente requería un carácter de hierro.
Quizá la secesión de ahora era el fruto de
muchos presidentes débiles de carácter
elevados por poderosos grupos de
presión. Ellos habían llevado a cabo las
faenas que les habían encomendado esos
grupos, pero habían dejado sin resolver
todo asunto que resultase excesivamente
espinoso.
Los asuntos impopulares hacen
perder las elecciones. Un asunto
espinoso únicamente deja de ser
impopular cuando alcanza cierta masa
crítica, cuando la población ya no puede
aguantar más. La acumulación de
muchos asuntos sin resolver durante las
legislaturas de medio siglo había llevado
a la Unión a la situación en que ahora se
hallaba. Situación pésima que incluía el
que unos cuantos estados se estuvieran
replanteando sus lazos con el Gobierno
Federal. California sólo había sido el
primero en dar el paso.
El Presidente Ellsworth era
conocido de todos como una
personalidad llena de vacilaciones, como
el personaje vacilante por antonomasia
en la escena washingtoniana. Pertenecía
al número de aquellos infelices
caracteres en quienes la reflexión no
aclara las ideas ni confirma la voluntad,
sino que suscita incesantemente nuevas
dudas y dificultades. Todos pensaban
eso mientras el Presidente seguía
hablando y hablando:
D
e momento en California todo
seguía igual, la situación se
mantenía. Si no fuera porque el
Congreso Californiano había firmado un
acta que afirmaba la independencia de
aquel estado, todo parecía seguir como si
no hubiera pasado nada. En la sede
central de FBI en Los Ángeles se había
recibido la notificación del Gobernador
advirtiéndoles
que
quedaban
suspendidos sus poderes para investigar
agencias estatales y a ciudadanos
particulares con escaño en el Congreso
de California. Washington de momento
les advirtió a sus agentes que esperaran y
que no hicieran nada por su cuenta. Si se
producía un enfrentamiento entre el FBI
y la Guardia Nacional del Estado de
California, el FBI sería barrido de un
plumazo, así que de momento aguantad
chicos, les dijo por teléfono el Director
General, las cosas en Washington se
aclararan en unos pocos días. Pero
mientras tanto, día a día, la secesión
avanzaba unos centímetros más, sin
prisas, con tiento. La Policía
Metropolitana se presentó en las oficinas
centrales del Departamento del Tesoro
en Los Ángeles y comenzó la
incautación de los archivos y su traslado
13
al complejo estatal de Pasadena. Los
editoriales de todos los periódicos de
toda la Nación relampagueaban con
rayos de ira en medio de la más negras
nubes.
No eran negros, sino muy
blancos, los uniformes de los 50
escuadrones de marines que formaban en
la cubierta de la plataforma USS
Columbia. Ese mismo mediodía
acababan de fondear seis plataformas
militares de la Marina de los Estados
Unidos. Cada plataforma tenía una
extensión que dos kilómetros cuadrados,
que formaban un cuadrado perfecto.
La Marina de Estados Unidos
había construido desde finales del siglo
XXI aquellas bases militares flotantes.
Gigantescas
estructuras
metálicas
sostenidas
sobre
varias
quillas
independientes, quillas mastodónticas,
grandes como portaviones. Cada
plataforma era como un gran cuadrado
sostenido sobre las quillas de unos veinte
portaviones. Un perfecto cuadrado, una
extensión
plana
perfectamente
geométrica recorrida por varias pistas de
aterrizaje y despegue, bajo la cual varios
reactores atómicos funcionaban día y
noche para mover aquellas moles por los
cinco mares del mundo. Las grandes
plataformas de la Marina habían resuelto
a finales del siglo XXI la necesidad de
bases norteamericanas en ultramar; las
bases flotantes podían desplazarse por
aguas internacionales y detenerse en una
región oceánica del mundo el tiempo que
fuera necesario. Ese tipo de bases
flotantes habían constituido los pilares
de la vigilancia militar de Estados
Unidos fuera de sus fronteras. Cada una
de ellas equivalía a tener un puerto, una
base aérea, un lugar de acantonamiento y
un silo balístico. Ahora las seis
plataformas estaban fondeadas a menos
de 50 millas de la costa de Los Ángeles
a poca distancia de las Channel Islands.
Justo en el punto central de cada
plataforma, una pesada torre hacía las
veces de puente de mando. Dado que la
plataforma tenía una extensión de dos
kilómetros cuadrados, la torre se elevaba
cincuenta metros. Una torre imponente
para una extensión imponente. La torre
culminaba en su cúspide con infinidad de
radares, sensores y antenas. Cada una de
las seis islas flotantes tenía una de
aquellas pesadas y gruesas torres,
mientras que alrededor de ellas
hormigueaban un cierto número de
aeronaves elevándose verticalmente o
maniobrando en el aire. Cerca del
perímetro más exterior de la plataforma
se movían las formaciones de hombres al
mando de severos sargentos que se
ocupaban de la instrucción militar de los
nuevos cadetes. Por debajo de la
plataforma, en la quilla a ras del nivel del
agua se abrían varias bocas de túnel, de
donde salían silenciosos los ocho
submarinos con que contaba cada
plataforma.
Las plataformas flotaban como
islas inconmovibles a menos de seis
millas de la costa. Desde las playas se las
veía como lejanos puntos, como islas, tan
silenciosas, como cargadas de poder.
Ellas eran un recuerdo continuo del
poder de la primera potencia militar del
mundo. Silenciosas pero no ociosas,
continuamente rastreando todas las
ondas electromagnéticas del estado de
California,
rastreando
sus
comunicaciones,
continuamente
poniendo a punto su poder de fuego
arrasador, mientras que sus miles de
marines del Cuerpo de Intervención
Rápida se preparaban para un asalto que
cada vez intuían más cercano. Los
miembros de ese cuerpo se preparaban,
sobre todo, para un golpe rápido como el
rayo y preciso como un bisturí; sólo se
necesitaba una orden
El Gobernador de California, Leo
Mc Cormick tomaba su desayuno en su
despacho del piso cuarenta del
Rascacielos Broods. Desde allí, con
prismáticos electrónicos, se divisaban las
seis islas flotantes de la Marina. Mc
Cormick en silencio tomaba su té,
14
tamborileaba con sus dedos en la mesa.
Su mano izquierda tamborileaba y
silencioso seguía mirando hacia la línea
del horizonte del mar. No veía nada. A
simple vista el horizonte del océano se
percibía como una línea continua, sin
irregularidades. Pero él sabía que esas
plataformas flotantes estaban allí.
Su situación, como la de su
partido independentista, no era nada
sencilla. Tenía que evitar airar a la
opinión pública estadounidense. Ya que
si la presión de esa opinión era muy
fuerte, el Gobierno Federal decidiría la
intervención inmediata. Por eso tenía
que contener los excesos de los exaltados
y mostrarse él mismo prudente. En
realidad, lo que le interesaba era
mantener esa situación de ambigüedad el
mayor tiempo posible. Cuanto más
tiempo
pasara,
más
se
iría
acostumbrando el Pueblo Americano a
esa situación. Al mismo tiempo, sobre él
pesaba la amenaza de las próximas
elecciones estatales dentro de tres años y
medio. El electorado entero del estado se
movilizaría y era muy probable que los
unionistas retomaran de nuevo la
mayoría. Había que mantener un grado
aceptable de independencia, para que los
votantes indecisos les vieran a ellos
como una opción razonable. Su situación
era tan complicada como la de Ethan
Ellsworth. Pero uno y otro debían férreos
mostrarse en sus discursos. Ninguno
podía dar impresión de debilidad.
Sin embargo, esas plataformas
flotantes fondeadas a tan poca distancia
de su despacho de su despacho, eran un
constante recuerdo de que bastaba una
decisión del Presidente para que la
República Independiente de California
volviera a la nada.
con la izquierda moja en leche su
caracola de color miel bien horneada con
pasas y una guinda en el centro del
apetitoso remolino repostero.
Todo el mundo habla de la guerra,
¿pero dónde están las trincheras,
dónde las hogueras? No, ésta es
una
guerra
mercantil,
una
conflagración
dentro
del
Dow
Jones,
una
conflagración
doméstica entre grupos de presión
y compañías. Ésta es la primera
guerra de las nuevas guerras
civilizadas de los tiempos por
venir, las nuevas guerras entre
los hombres de Occidente. Ya no
hay familias ni linajes, sólo
grupos de presión, grupos de
políticos, fuerzas económicas. El
homo antecesor queda relegado
ante
el
poder
del
homo
pragmaticus.
Las hordas de
cromagnones ya no pintan bien ni
en un cartel de reclutamiento de
nuestras fuerzas de infantería.
La fuerza bruta queda confinada a
estadios
más
primitivos
de
nuestra evolución. ¡That´s the
w@r!
El Presidente lee complacido la
columna. Deja el periódico, toma un
sorbo de café y coge otro diario.
Comienza a pasar páginas del Herald
Tribune. Su vista de águila rastrea en
busca de columnas sobre temas que le
interesen. Pronto encuentra una.
Los analistas dicen que en las elecciones
estatales de California hace medio año no
votó casi nadie, mientras que los votantes
secesionistas fueron todos a las urnas, ni
uno solo se quedó en casa. La secesión
durará hasta la convocatoria de nuevas
elecciones al Congreso de California. Las
encuestas reflejan claramente que la
mayoría de la población esta a favor de la
Unión. Pero los secesionistas ganaron
limpiamente las elecciones, no es culpa de
los independentistas que los otros pensaran
que esto nunca iba a ocurrir. Ese es el gran
problema, que ya casi nadie va a votar. A
finales del siglo XX iba a votar la mitad del
censo. Y en el siglo siguiente no les entraron
más ganas de depositar la dichosa papeleta
en la urna. Ahora no llega ni a una cuarta
Tres días después
E
n el segundo piso de
Blanca, el Presidente
desayuno. Su mano
sostiene el New York Times,
la Casa
toma su
derecha
mientras
15
parte. A Ethan Ellsworth le votó un 11% del
Pueblo Americano. Puesto que votó el 23%
del censo, eso significa que la mitad le votó
a él. La conclusión evidente de todos estos
datos sólo puede ser una: no se puede dar
comienzo a una guerra con tan poco
respaldo.
¿la estatal? Ambas estaban en manos de
los independentistas. Ethan se limitó a
bajar la cara y mover la cabeza, como
dando a indicar que esto no podía seguir
así. Sin embargo, no hizo nada, no se
tomó ninguna medida. A las seis de la
tarde
volvían
a
perturbarle
comunicándole que el Congreso de
California había movilizado a 600.000
hombres de su Guardia Nacional.
La noticia le cogió de improviso
al presidente Ellsworth durante una
visita de un matrimonio amigo a la Casa
Blanca.
-¿Qué ha pasado? –le preguntó
Catherine Kazansakis, la esposa de su
amigo, cuando Ethan volvió a sentarse
en el sofá.
-No, nada. Que el estado de
California ha movilizado a su Guardia
Nacional.
Catherine y su marido estaban en
uno de los salones de la Casa Blanca,
tomándose un jerez. Sentados en
aquellos
sillones
habían
estado
charlando como los viejos conocidos de
toda la vida que eran. La llamada había
turbado la tranquilidad de la
conversación.
-¿Y qué vas a hacer?
-No voy a hacer nada, por
supuesto –respondió el Presidente que
seguía afectado por el golpe de la
noticia-. Hay un proceso ante el Tribunal
Supremo, esperaré a que falle el
Tribunal. Si el fallo es favorable a la
Unión, entonces la secesión habrá tocado
a su fin, la legalidad vigente se
restablecerá con toda la autoridad que
nos otorga la Constitución. Si la
Secesión es legal, tendré las manos
atadas.
-Y nos habremos ahorrado una
guerra –añadió Catherine.
-¿Pero puede salir tal sentencia?
–preguntó enseguida su marido.
Ethan bebió un poco más de
jerez, dejó la copa, se pasó la mano por
sus blancas patillas.
Bien, me complace observar –
pensó Ethan- que hasta los periódicos se
van calmando. La naturaleza humana
siempre igual. Después del primer
entusiasmo, después del primer arrebato
de cólera, todo va volviendo a su sitio.
Las columnas de opinión de hoy ya no
son las de hace tres días, ni las
furibundas de hace dos semanas antes de
la votación californiana. Estoy seguro de
que los más ardientes unionistas serán
menos vehementes dentro de un tiempo,
y hasta los secesionistas más acérrimos
serán menos secesionistas. El desastre
que se podía haber producido en un
primer momento podía haber sido
monumental. Menos mal que he
mantenido mi cabeza fría en medio de
toda esta jaula de grillos.
Sin embargo, el Presidente no
sabía que, a esas horas, en Glendale,
Upland y Whittier, en California, varios
grupos de ciudadanos descontrolados
estaban asaltando distintas agencias
federales. Una hora después, sobre las
aceras de aquellas calles, sobre los
vidrios rotos de cientos de ventanas,
yacían diseminados decenas de miles de
documentos oficiales de las oficinas
asaltadas. Algún que otro exaltado, una
hora después, todavía seguía lanzando el
contenido de los ficheros desde los pisos
superiores
ya
completamente
abandonados. Unos arrojaban el
contenido de los ficheros y otros más
entusiastas lanzaban incluso parte del
mobiliario.
-¿Cómo, no han hecho ninguna
detención?- preguntó asombrado una
hora después Ethan Ellsworth. La
respuesta de sus asistentes fue preguntar
retóricamente quién podía practicar las
detenciones: ¿la policía metropolitana?,
16
muy mala –comentó desanimado el
marido.
-Sí –respondió ensimismado
Ethan.
En esos momentos se paseó por
ahí, silencioso sobre la alfombra, el perro
del Presidente, un precioso Gran Dogo.
¿Qué hace ese perro ahí?, preguntó en
alta voz Ethan. En seguida vino una
persona del servicio a recogerlo. El perro
prácticamente siempre estaba confinado
a una zona de esa planta. Ethan tenía
perro sólo porque sus asesores le habían
comentado que eso le daba en las fotos
una imagen más hogareña, más amable.
Pero los cierto es que les tenía bastante
manía a los chuchos. Y más a ése que
babeaba no poco. Pero todo por la
imagen. Había que reconocer que el
cuadrúpedo quedaba muy bien cuando el
Presidente volvía a la Casa Blanca, y él
y su perro bajaban de la aeronave. El
Presidente también tenía que hacer algo
de footing, cosa que odiaba tanto como a
los perros. Pero a pesar de su edad había
que ofrecer una imagen dinámica..
Después de aquella canina interrupción,
Ethan volvió a la conversación, y al cabo
de un rato dijo:
-Tenéis razón, la situación había
empeorado sensiblemente. Pero los
presidentes de esta Nación estamos
prisioneros del Pueblo. Los males del
Pueblo requieren medicinas a veces
desagradables. A veces el precio de
hacer lo que se debe hacer es que baje tu
popularidad. El mal tiene que ser lo
suficientemente doloroso como para que
el Pueblo esté dispuesto a pasar por los
remedios. Lo de la independencia
californiana ha sido un efecto colateral
no previsto en este escenario en que las
pérdidas y las ganancias de popularidad
parecían estar perfectamente previstas.
-Yo creo que el mal está en el
tamaño –dijo Catherine-. Estados Unidos
se ha hecho demasiado grande.
Cincuenta estados, cuatro estados libres
asociados,
catorce
territorios
dependiendo del Congreso de los
-Mira, la Secesión es un disparate
–respondió conteniéndose Ethan-. Los
californianos si se independizan no serán
más ricos, no serán más libres. Pero estas
cosas son muy viscerales. De momento
sólo una cuarta parte es favorable a la
independencia. Pero eso no significa que
el resto esté a favor de continuar en la
Unión. Ahora mismo lo que hay es
sorpresa. Nadie se imaginó que los
independentistas se hicieran con la
mayoría de escaños en el congreso
californiano. Ahora pagamos las
consecuencias de que los unionistas no
fueran a votar y que de los otros fueran
todos. Pero recuerda una cosa, las
minorías son las que logran las
independencias.
-Ya, pero la sentencia del
Tribunal Supremo... es imposible que
diga que la secesión es legal, ¿no?
-Tranquilo, no te preocupes. Esa
sentencia supondría la destrucción de los
Estados Unidos, la destrucción lenta
pero inexorable de la República. Es
cierto Catherine, que nos ahorraríamos
una guerra, pero a costa de que dentro de
treinta años o cincuenta los Estados
Unidos fueran dos o tres grandes
repúblicas de uniones de estados
pequeños rodeados de grandes estados
independientes como California, Texas o
Montana.
-No quiero ni pensar en tal
desbarajuste –el marido se llevó la mano
a la frente.
-Tranquilo, aquí estamos para
evitar la destrucción de la Nación y para
evitar la guerra si es posible –dijo el
Presidente-. Ésa es la labor de nosotros
los políticos.
-De todas maneras ahora el
partido independentista está en su fase
más virulenta, no es posible dialogar
acerca de nada con ellos –comentó la
mujer.
-Hay que reconocer, y eso es
indudable, que la situación previa, la
situación de la Nación, me refiero, es
17
Estados Unidos. Y veintiocho bases en el
extranjero bajo bandera estadounidense.
-A veces creo que hemos caído en
el mismo proceso del Imperio Romano –
añadió el marido.
-Mirad, es cierto que no es lo
mismo unas pocas colonias de puritanos
que contaron en su día con cincuenta mil
habitantes, que una Nación con 900
millones de habitantes –dijo Ethan-, pero
el crecimiento era inevitable. Nada es tan
inevitable como el crecimiento.
-Ya pero esta nación cada vez
tiene que esforzarse más en su
presupuesto por cuestiones que están
fuera de nuestras fronteras. Los Estados
Unidos con sus bases militares, con sus
flotas en todos los mares del mundo, con
sus intereses comerciales y compañías en
cada una de las naciones de la Tierra...
el planeta... ¿no se ha convertido la
Tierra entera en el Planeta Americano?
lejos. Exactamente, ¡exactamente igual!,
que les sucedió a aquellos patricios con
las Guerras Púnicas. Asimismo la
República Romana tuvo sus, digamos,
secesiones. También nosotros. Pero
nosotros debemos afrontar cada
situación de crisis con la serenidad con
que aquellos romanos forjaron su
historia.
-¿Cuándo empezará la guerra? –
le interrumpió Catherine, abruptamente.
Ethan estaba a punto de dar una larga
explicación acerca de las similitudes
entre Roma y los Estados Unidos, y
ahora Catherine le acorralaba con esa
pregunta. Ella sabía que no la iba a
responder, pero era evidente que ella
quería soltármela de golpe para ver qué
decía, qué gesto aparecía en mi cara. A
Ethan le sorprendió aquella treta para
sonsacarle.
-La guerra... –repitió lentamente
el Presidente, mientras su cerebro
pensaba alguna respuesta-. No sé. El
independentismo precisa mártires cuanto
antes. Eso le daría un aire heroico.
Lograr una independencia, cualquiera,
sin héroes parece casi más una traición,
porque toda independencia precisa de un
opresor. No es creíble un opresor que no
produce ni un mal héroe. Nosotros, los
malos federalistas, quedaremos menos
malos si no les plantamos batalla. Los
unionistas también me exigen una
guerra. Ellos también me exigen la
guerra. ¡Todos me exigen la guerra! Y yo
aquí, sentado en este sillón, esperando a
que comiencen las sesiones del Tribunal
Supremo –los fríos ojos de Catherine
analizaban cada frase de Ethan-. La
guerra... no sé. Todavía no sé cuando.
El marido le dijo que era un pillo.
Ethan eres un pillo, le repitió. Otro
camarero serio, vestido de pantalón
negro, chaqué blanco y pajarita negra,
trajo sobre una bandeja de plata una
tónica para la señora. Su marido, sentado
en un sillón con un gran óleo del
presidente John Adams a su espalda,
continuó:
El Presidente rió estruendosamente. Un criado trajo en una bandeja
de plata unos calientes bocaditos de
perdiz y faisán para picar. Se marchó tal
como había venido, sin decir nada.
-Esa comparación –continuó el
Presidente- de los Estados Unidos con el
Imperio Romano es la cosa más vieja del
mundo. Es algo manido, un estereotipo.
Lo gracioso es que la cosa ya viene desde
el mismo comienzo. Sólo hay que echar
una ojeada a las fachadas de los edificios
originales de esta capital y a los que
sucesivamente se fueron construyendo.
La fantasía de Imperio, el mito, la
ensoñación imperial, flotaba en el
ambiente. Ni siquiera los romanos
tuvieron como proyecto crecer, y
crecieron. El Imperio Romano se
construyó generación tras generación
bajo el único pretexto de defender a la
Urbe y sus intereses comerciales.
Tampoco nosotros tuvimos en mente
salir de nuestras fronteras naturales, y
hemos salido. Pero es que para defender
nuestras fronteras naturales, hemos
tenido que salir fuera y a veces muy
18
-Siempre que me preguntan por ti
les digo que eres un político de raza.
-Lo que no se sabe es de qué raza
–añadió el Presidente con magnífica
ironía.
esposa de su amigo le contó que el
Presidente del Senado le respondió a una
periodista: Tenemos mucho dinero aquí
en Washington. Lo que necesitamos es
más prioridad.
Todos rieron. La esposa,
entonces, se puso a hablar del candidato
demócrata al Senado por New
Hampshire, no dijo una cosa buena de él.
Su marido le apoyó. Entonces Ethan
levantándose y sirviéndoles él mismo un
poco de vino rosado, concluyó con un es
incapaz de una mentira, es incapaz de
una falsa promesa, es básicamente
incapaz.
A esas mismas horas, mientras
ellos estaban relajadamente bromeando,
nuevos incidentes ocurrían en las calles
de Sacramento. Su amigo entre broma y
broma, recordaba un comentario que
había dicho Ethan esa noche sin prestarle
mucha atención: se necesita un Abraham
Lincoln para afrontar una guerra contra
California, pero se necesita de alguien
más inteligente que él para evitarla. Su
amigo veía el dilema del Presidente: ser
un héroe o parecer un estadista débil. Sin
embargo, lo fácil era simplemente dar la
orden y dejar el asunto en manos de los
generales. Lo difícil era resistir la
tentación de morder la Manzana de la
Heroicidad y tratar de reconducir las
cosas.
La velada siguió agradable
todavía una hora más. La verdad era que
el inquilino de la Casa Blanca necesitaba
descansar, relajarse de todos sus
problemas, y aquella visita había sido
muy beneficiosa. En un momento dado,
Ethan llegó a llorar de risa cuando la
19
20
Nueve hombres
independientes
Diez días después
7 de febrero de 2180
-El Estado de California contra el
Gobierno Federal de los Estados Unidos
de América –leyó solemnemente la
secretaria de la sala-. Demanda de
declaración de ilegalidad de la no
aceptación del derecho de secesión de un
estado.
-Tiene la palabra el Procurador
General del Estado de California –dijo el
Presidente de la sala, un hombre con cara
de peregrino del Mayflower.
-Señorías, voy a ser sumamente
breve, ya que el caso que ha requerido
tramitar nuestra demanda, no precisa de
la presentación de hechos concretos que
hayan de ser probados o que por el
contrario puedan ser cuestionados. Un
caso... que no requerirá que repasemos
largos fallos de jurisprudencia. Porque
ésta es una causa completamente inédita
en este alto tribunal. Un caso que se
mueve en el campo no de los hechos,
sino de los derechos. Y que por tanto no
resultará arduo a sus señorías determinar
si se posee ese derecho o no. Los hechos
pueden ser arduos de demostrar, los
derechos no. Siempre puede faltar una
evidencia para probar un hecho, pero un
derecho se evidencia por sí mismo.
Las Trece Colonias formaron la
Unión de un modo libre y no impuesto.
La cuestión es si un estado tiene el
derecho no sólo para unirse, sino
también para separarse de esa Unión.
Nuestra Constitución se redactó con el
fin de salvaguardar la libertad, ése fue el
pensamiento que guió a sus redactores.
Pero guardó silencio acerca del carácter
reversible o no de esa unión. Sin
P
or fin se abría la sesión en el
Tribunal Supremo de los Estados
Unidos. Los nueve magistrados
hieráticos, vestidos de negro se sentaron
en sus sitios. Como es lógico la sala tenía
ocupado hasta el último asiento
destinado al público. Dentro de la sala,
como era tradición, no se permitía la
presencia de cámaras de televisión.
Pero fuera, justo delante de la
fachada neoclásica del edificio, una
multitud de equipos de televisión
aguardaba a retransmitir en directo el
más pequeño detalle que los presentes
contaran acerca de esta sesión y de las
que siguieran. Se calculaba que afuera
había más de un millar de periodistas.
Para que los miembros del Tribunal
Supremo hubieran podido acceder al
edificio habían tenido que organizar un
cordón policial que iba desde el final de
Pensilvania Avenue hasta la parte trasera
del Capitolio.
En torno de las dos estatuas
blancas vigorosas y sedentes que
flanquean las escalinatas del alto
tribunal, se apiñaban los reporteros que
habían recibido con miles de flashes a
todo aquel tuviera algo que ver con el
juicio. Fuera del edificio del Tribunal la
agitación era formidable, pero dentro de
la Sala se podían oír las pisadas de los
nueve ancianos magistrados haciendo su
aparición con sus rostros nimbados de la
gravedad propia de su cargo.
21
embargo en nuestra constitución los
deberes
están
expresamente
consignados. Los estados sólo se
obligaron a lo que aparece en nuestra
carta magna. E insisto, nada se dijo
acerca del carácter reversible o no de la
Unión que formaron.
Por el contrario, en ese papel que
firmaron los estados queda muy claro
que la Unión que formaron se trataba de
una unión de intereses, de una unión de
carácter pragmático. Pero además de que
tal obligación de perennidad no aparece
en la Constitución, no nos basta el
sentido común, nuestra propia razón,
para entender que si somos libres para
unirnos ¿por qué no lo vamos a ser para
separarnos?
La Unión se realizó porque los
seres humanos que habitaban estas
tierras creyeron que era lo más
conveniente
para
ellos.
Ningún
representante de ninguno de los estados
primitivos hubiera aprobado esa Unión si
hubieran juzgado que no era
conveniente. Ahora bien, si un estado
considera que esa unión ya no es
conveniente, la Unión formada para
salvaguardar la libertad ¿deberá imponer
esa unión contra la libertad de los
mismos ciudadanos que desean
abandonarla? Es un contrasentido
evidente.
Pero no sólo es un contrasentido
contra la recta razón, sino también es una
ilegalidad. Los Padres Fundadores no
dejaron escrita ni una sola línea en su
Constitución acerca de la legalidad o
ilegalidad de la secesión de un estado. Y
este tribunal debe juzgar de acuerdo a la
ley, no de acuerdo a los sentimientos u
opiniones personales. La Constitución
no prohíbe el acto de secesión de
California. Ninguna ley lo prohíbe. Si
quieren prohibir tal hecho jurídico, la
secesión, deberán aprobar una añadidura
a nuestra Carta Magna. Sólo una
enmienda aprobada por los medios que
la Constitución tiene prefijados y
aprobada por todos y cada uno de los
estados tendría validez en esta materia.
Eso es lo que dicta la ley. Si el Gobierno
Federal quiere imputarnos de acuerdo a
la Ley, deberá primero aprobar esa
enmienda. Existe el principio de que
todo lo que no está prohibido está
permitido. Si no existe una ley que
prohíba la reversión del tratado de
incorporación a la Unión, entonces no
existe ningún texto legal por el que se
pueda prohibir esa reversión. Si este
tribunal quisiera condenar nuestra acción
como contraria a la ley, que nos muestre
esa ley.
Declarando el Gobierno Federal
que no aceptaba ese derecho de secesión,
como lo ha hecho en las últimas
semanas, el Gobierno ha ido más allá de
la Constitución, más allá de las leyes, y
más allá de aquello a lo que los estados
se comprometieron cuando decidieron
libremente formar los Estados Unidos de
América.
Insisto, nuestra carta magna no
consigna ni una palabra acerca del
derecho de secesión, pero tampoco lo
prohíbe. Nada más. Estimo que cualquier
persona objetiva y sin apasionamientos
que nublen la claridad de los principios
jurídicos, reconocerá sin vacilación que
la base legal para las acciones del estado
de California en los últimos meses es
impecable. Los habitantes de esta Nación
podrán emitir en su corazón el veredicto
que sus sentimientos les dicten, pero este
Tribunal tendrá que atenerse a la Ley y
nada más que a la Ley. Cuando un
ciudadano vota, lo puede hacer con el
corazón. Cuando un juez dicta sentencia,
debe hacerlo ateniéndose a la ley, sea lo
que fuere que le dicte el corazón. Aquí,
afortunadamente, no hay jurado al que
conmover. Afortunadamente tengo que
exponer mis razonamientos sólo ante sus
señorías, ante ustedes que son unos
técnicos legales, unos profesionales de la
judicatura. No tengo que conmoverles,
sólo tengo que mostrar nuestras
argumentaciones, las argumentaciones
de una comunidad de hombres libres que
22
forman un estado libre y no sometido.
Ustedes pueden dar un veredicto a pesar
de lo que diga el Pueblo. Pues ustedes no
tienen que escuchar el clamor del
Pueblo, sino las razones de la Ley. Aquí
en esta sala, el Pueblo calla porque
únicamente la Justicia da el veredicto.
Aquí no se les pide, señores jueces, que
elijan entre su amor a la patria o su
objetividad como profesionales.
La Patria al encomendarles el
cargo les pidió tan sólo que fueran
profesionales justos. Otros servirán a la
patria como soldados, otros como
políticos, otros como banqueros. Ustedes
la sirven como jueces. Ustedes sirven a
los Estados Unidos como jueces que
juzgan según la Ley, no se les pide otra
cosa. Ahora tienen oportunidad de
ofrecer a esta nación y al mundo entero
una inigualable lección de imparcialidad,
de profesionalidad, de Justicia al fin y al
cabo. Que se haga justicia, aunque los
cielos se derrumben. Muchas gracias.
en nuestra Constitución el tema de la
Secesión no es mencionado. Pero no es
mencionado porque se da por hecho que
una vez que se forjó la Unión de los
Estados, implícitamente en ese acto se
daba por incluida la irrevocabilidad de
ciertos derechos delegados en la nueva
nación.
Si la secesión fuera un derecho,
no sólo cada estado, sino cada condado,
cada persona, podría declararse exento
de las obligaciones que conlleva
pertenecer a una comunidad. Bastaría
una simple votación para que el condado
de Franconia en Virginia decidiera
ahorrarse los impuestos federales.
Bastaría que un ciudadano se declarara
independiente, para que en su casa se
considerara a sí mismo aforado ante
cualquier tribunal que le pidiera cuentas
de algo. Bastaría que cualquier
ciudadano declarara unilateralmente la
soberanía de los terrenos que ocupa su
hogar y su jardín, para gozar por tanto de
la extraterritorialidad que conlleva la
emancipación jurídica que resulta de la
independencia. De este modo nadie
tendría que rendir cuentas ante la Ley,
nadie tendría que pagar impuestos.
La única diferencia entre estas
hipotéticas locuras de perturbados
solitarios, y lo que ha llevado a cabo el
Congreso del Estado de California en los
últimos días, es que un ciudadano o un
condado no tienen fuerza para imponer
su sinrazón. Pero uno de los estados de la
Unión sí que es poseedor de una fuerza
que le permite dar visos de legitimidad a
un hecho que es contrario a la naturaleza
objetiva que supone la fundación de
cualquier
República.
Cualquier
República al ser fundada requiere de la
cesión perpetua de ciertos derechos. Eso
es lo que distingue una mera alianza, de
la formación de una unión. En la
Constitución se define el hecho como
una unión, no como una alianza. La
palabra unión aparece varias veces en el
texto, la palabra alianza ni una sola vez
aparece para definir a la nueva entidad en
El Procurador General de Estado
de California se sentó rodeado de los
veinte abogados californianos que
ocupaban las dos primeras filas de la
sala. Aquello era sólo una presentación
antes del turno de preguntas por parte de
los jueces, por otra parte el informe con
todas las argumentaciones había sido
presentado diez días antes.
-Tiene la palabra la Fiscal
General de los Estados Unidos.
Se puso en pie. La Fiscal General
era una señora de voz potente y grave,
llevaba en el mundo judicial treinta y
siete años. Y, ciertamente, en el modo de
moverse se le notaban esos treinta y siete
años de oficio. Tenía una cara de una
seriedad casi infinita, como de busto
romano, como si encarnara todas las
virtudes del orden patricio.
-Señorías, el Poder Ejecutivo de
los Estados Unidos, el Congreso, el
Senado y el Departamento de Justicia no
reconocen el derecho a la secesión de
ningún estado de la Unión. Es cierto que
23
la convención de los primitivos Trece
Estados
El representante del Estado de
California decía que las Trece Colonias
fueron libres de unirse o no. Y así fue.
Pero una vez fundada nuestra nación,
cada vez que la Patria ha comenzado una
guerra, cada estado podría haberse
negado a enviar a sus ciudadanos al
conflicto. El chantaje de la rebelión
hubiera planeado cada vez que un
impuesto, cada vez que una ley federal,
cada vez que una política del Congreso
de la Nación, hubiera sido impopular en
un estado concreto. Eso hubiera hecho
imposible el gobierno de este país y de
cualquier nación del mundo. En realidad,
y vuelvo a repetirlo, haría imposible el
gobierno del mismo estado si dentro de
California cada condado decidiera
aplicar el mismo argumento que ellos
han empleado con respecto al poder
federal.
Los letrados que aquí representan
a California insisten en atenerse a la letra
de la Ley, pero no se dan cuenta de que a
veces el silencio de la letra de la Ley no
significa negación sino una afirmación
del carácter implícito de aquello que se
ha omitido.
California no era el estado más
rico de la Unión cuando fue incorporado
a
nuestra
patria.
La
Unión
generosamente le ayudó a prosperar, le
ayudó con generosidad de miras, sin
llevar cuenta del haber y el deber. ¿Por
qué? Porque formábamos una unidad. Y
ahora, cuando es un estado rico y
floreciente, ahora decide abandonar la
Unión. Cuanto antes nos despeguemos
de unos estados que lastran nuestro
despegue económico, mucho mejor, cito
literalmente al gobernador Mc Cormick.
¡No, señorías, no es de la libertad de lo
que estamos discutiendo...! Ellos sólo
hablan de dinero a sus electores,
¡¡nosotros discutimos del derecho que
tiene nuestra República a mantener la
integridad de su territorio!!
De ahí que, si como espero, este
Alto Tribunal declara la no existencia del
derecho de secesión, confío yo y confía
el Departamento de Justicia de los
Estados Unidos que esta misma Sala
declare delictivos unos hechos que
atentan contra nuestra seguridad
nacional. Esto es todo.
Los presentes en la sala estaban
impactados. Los razonamientos de
ambas partes habían sido soberbios,
grandiosos, impecables. Tras unos
instantes, el Presidente del Tribunal
Supremo concedió el derecho de replica:
-Tiene la palabra el Procurador
General del Estado California.
-Señoría, deseo preguntarle a la
Fiscal General si ella está absolutamente
segura de que a los que firmaron el
tratado de incorporación a la Unión, no
se les pasó por la cabeza el asunto de la
reversión de aquel pacto.
-No tengo la menor duda de ello.
El pacto se firmó con intención de
perpetuidad –respondió ella con una
seguridad pétrea.
-Pues señoría –prosiguió el
representante de California-, yo no tengo
esa misma seguridad. Me alegro de que
ella la tenga. Quizá ella ha podido
sondear el interior de las mentes de los
firmantes de 1787. Yo desde luego no.
Aquellos firmantes rubricaron un pacto.
Únicamente nos queda el papel en que se
selló ese pacto. Lo que había en las
mentes de los firmantes no se nos ha
trasmitido. Por eso, de momento y hasta
que dispongamos de un adivino, nos
tendremos que atener a lo que
consignaron en ese papel. A la letra de
ese papel. Porque los firmantes se
obligaron a lo que incluyeron en ese
papel. Se obligaron a eso y sólo a eso. ¿O
es que habrá que recordarle a la Fiscal
General de los Estados Unidos las clases
de Derecho Civil acerca de los pactos,
contratos y leyes? Lo que aparece en ese
pacto está muy claro. Fuera de ese
papel… la oscuridad.
24
-Señor Procurador –replicó la
Fiscal General en cuanto se le dio la
palabra-, usted nos habla de oscuridad,
pero ni toda la luz del mundo, ni toda la
luz del Big Bang es suficiente, cuando se
tiene firme voluntad de hacer un
problema de todo. Usted ha dicho que un
pacto es reversible. Pero me gustaría que
usted se diera cuenta de que cuando a un
pacto se le quiere poner una fecha de
expiración, se le pone fecha. Y cuando a
un pacto no se le pone fecha de
expiración, no se le pone fecha.
Si yo hago un pacto con alguien
para que me ayude en una guerra, y ese
aliado me abandona cinco minutos
después, diciendo que como no había
puesto fecha en el papel y que ha
cambiado de opinión, ¿no dirá usted que
ese aliado ha roto el pacto? El que no
haya fecha no le da derecho a romperlo
cinco minutos después. El sentido
común de todo testigo de ese pacto,
reconocerá que es una falta a la palabra
dada. Por tanto, el que no haya una fecha
en un pacto no nos exime del sentido
común.
La Unión de las Trece Colonias
no fue un mero pacto, no fue una mera
alianza para ganar una guerra, fue un
pacto para firmar un tratado de Unión.
Allí se forjó una Unión. El pacto, como
usted dice, continuó sin que nadie
denunciara que había expirado ya el
tiempo o las circunstancias por las que se
hubiera firmado. Y le voy a poner otro
ejemplo, si dos empresas se unen, si unen
sus capitales, sus paquetes de acciones,
etc, al cabo de unos años no pueden los
directivos o los accionistas de una de las
dos empresas que se unieron, decir: me
marcho con mi parte. Porque forman ya
una unión. Ésa es la diferencia que a
usted parece escapársele entre un pacto
entre personas jurídicas totalmente
independientes, y dos personas jurídicas
que pasan a formar una sola –la Fiscal
General se sentó. Era un placer escuchar
aquella voz impostada, contundente,
cortante como una espada afilada.
Entre el corro de abogados del
estado de California había cuchicheos
comentando qué línea de defensa seguir.
Todos los periodistas de la sala tomaban
notas a toda velocidad. Los nueve
magistrados escuchaban solemnes,
aunque interiormente admirados de
aquel duelo de titanes. No se escuchaba
todos los días una justa entre los
argumentos del mejor pagado equipo de
abogados de California contra la élite del
Departamento Federal de Justicia. Todos
en la sala estaban de acuerdo en que
aquél no era un juicio más, sino El Juicio,
la madre de todos los juicios, el juicio
más grande que se había presentado o se
presentaría ante el Tribunal Supremo de
los Estados Unidos. El juicio que podía
poner fin a los Estados Unidos. No había
pasado todavía un minuto cuando el
Procurador General hizo gesto de pedir
la palabra.
-Tiene la palabra el Procurador
General del Estado de California.
-La Fiscal Greenville ha hablado
con una convicción tal que casi nos ha
convencido a nosotros de que debíamos
regresar a Los Ángeles pidiendo al
Congreso
de
California
que
reconsiderara su Declaración de
Soberanía. Pero la Fiscal olvida un
detalle. También las Trece Colonias
pertenecían a una entidad superior: la
Corona –uno de los asistentes del
Procurador le pasó un libro con un
párrafo señalado-. Y sin embargo,
consideraron
nuestros
Padres
Fundadores que cuando en el curso de
los acontecimientos humanos se hace
necesario para un Pueblo disolver los
vínculos políticos que lo han ligado a
otro y tomar entre las naciones de la
tierra el puesto separado, etc., etc.
Y no sólo eso, si la Fiscal General
continua leyendo el proemio de la
Constitución verá que las razones que
llevaron a esa secesión tienen una más
que sorprendente similitud con las que
nos han llevado a nosotros a tomar la
25
misma medida. Ha creado una multitud
de nuevos cargos y enviado aquí
enjambres de funcionarios...
ha
mantenido, entre nosotros, en tiempos de
paz, ejércitos permanentes, no es
necesario leer todo el texto, que insiste
en esta misma idea.
Creo que si nuestra muy ocupada
Fiscal esta noche en su casa, encuentra
tiempo para releer atentamente el
proemio de la Carta Magna de la Unión
hallará muchos motivos de desagrado en
la misma Constitución. Pero a lo mejor
ella ha jurado salvaguardar la
Constitución incluso a pesar de la
Constitución, y hasta pasando por
encima de la Constitución. La Ley por
encima de todo, hasta de ella misma. Al
llegar a la tranquilidad de su casa, léala y
túrbese. Dice, usted, que nuestra medida
es inconstitucional... a lo mejor lo que
es inconstitucional es la Constitución.
Señorías, con los mismos argumentos
que hemos escuchado de la boca de la
Fiscal General, sin cambiar ni una
palabra, podría ella misma haber
condenado
a
nuestros
Padres
Fundadores.
Ah, y una cosa más. Cuando el
Departamento de Justicia ha enviado
comunicados recordándonos que en
cuanto este Tribunal emita sentencia,
pedirá sanciones penales contra los
instigadores de la secesión vuelve a
olvidar que la primera enmienda a la
Constitución afirma que el Congreso no
hará ninguna ley que coarte la libertad de
palabra. Si los hombres son libres para
decir lo que quieran ¿por qué no pueden
ser libres para discutir acerca del modo
en que se articula la Unión de los Estados
de esta República?
El juez Fischer, sentado dos
escaños más a la derecha del Presidente
del tribunal, indicó al Presidente de la
mesa que quería hablar. Un gesto del
rostro señorial del Presidente, y su
señoría Fischer, un juez tremendamente
conservador, sin ninguna duda más
conservador que el mismo George
Washington,
tomó
la
palabra
preguntando al Procurador General de
California lo siguiente:
-Señor Procurador, después de lo
que he oído en su turno de réplica, me
gustaría saber si es la Fiscal General la
que va a ejercer su oficio de fiscal, o es
usted el que va a desempeñar la función
de acusación contra los Estados Unidos
–el juez estaba molesto por los últimos
comentarios acerca de la Constitución.
Estaba tan molesto que le dieron ganas
de acabar la última frase con un estoy
seguro de que la Fiscal General conoce
tan bien como usted la Constitución.
Pero aquel comentario hubiera sido un
abuso de su posición y no hubiera estado
bien visto por sus colegas. Aunque sabía
que de haberlo hecho, indudablemente se
hubieran callado en un gesto de apoyo
corporativo.
El Procurador General ya estaba
acostumbrado a este tipo de situaciones
en los tribunales, y se tomó aquello con
toda tranquilidad.
-Señoría, me limito al contenido
de este recurso –repuso el Procurador
General-, el estado California es el que
ha elevado a este Tribunal esta
apelación. Es ese estado el que ha
decidido recurrir por vía judicial una
continuada serie de actuaciones
federales. Y por tanto, es a la letrada
Greenville a la que le corresponderá
demostrar que la actuación de California
fue contraria a la ley. Porque ninguna
actuación es culpable mientras no se
demuestre lo contrario. Por tanto es a ella
a la que se le presenta la tarea de
demostrar. Mientras no se demuestre sin
duda razonable lo que afirma, se
presume la no ilegalidad de nuestro
obrar.
-No estoy de acuerdo, señor
Procurador –protestó la Fiscal General-.
Es usted el que debe demostrar que la
actuación federal no fue conforme a la
Justicia. Es usted, en nombre del Estado,
el que apeló. Y por lo tanto es usted el
que debe demostrar la supuesta
26
ilegalidad de nuestra acción. Si no
demuestra nada, se supone la legalidad
de la actuación federal. La presunción de
legalidad está de nuestra parte.
-Señora Fiscal –le contestó el
Procurador-, usted misma ha dicho
Justicia. Y ha dicho esa palabra, Justicia,
porque sabe muy bien que no hay ley que
prohíba lo que usted desea prohibir. En
un tribunal se debe demostrar que los
hechos no fueron conformes a la Ley.
Pero usted en el último momento ha
vacilado y ha dicho Justicia. Término a
todas luces más amplio. Usted misma lo
está reconociendo: no hay ley. No existe
esa ley. Y le recuerdo que la sociedad
debe ser regida bajo el gobierno de la
Ley. Es decir, el Pueblo debe estar
sometido a las leyes escritas; eso
significa el gobierno de la Ley. Lo
contrario es la arbitrariedad de la
voluntad del que en cada momento esté
en el poder. Esto ya lo comprendieron los
romanos. Usted y yo, y todos los
presentes en la sala, estamos sometidos a
las leyes escritas –recalcó cada sílaba de
la frase-. Eso es lo que distingue un
Estado de Derecho de un Estado
autoritario, en que la voluntad del
gobernante es la ley. Leyes escritas,
señora Fiscal.
-Señor Procurador –replicó la
Fiscal-, usted se ha amarrado a su línea
de argumentación y no hay quien le
saque de allí, pero un tribunal, todo
tribunal, cualquier tribunal debe juzgar
para hacer justicia. La justicia es el fin,
la ley es el medio. Y por lo tanto lo que
debemos mirar, según las leyes de la
Filosofía del Derecho, es qué significa el
silencio de una ley en este caso. No se
amarre con cadenas a su argumentación.
Abra su mente a nuestros argumentos y
descubrirá que el asunto que se ha traído
a esta jurisdicción trasciende el hecho de
que haya o no unas líneas que pongan por
escrito lo que usted desearía.
La sesión se prolongó todavía
durante una hora más, pero toda aquella
hora no aportó más que la explanación de
los principios expuestos en las primeras
intervenciones. La sesión estaba
entrando en un punto muerto.
Finalmente los magistrados propusieron
que se suspendiera la sesión para que
ambas partes pudieran replantear sus
respectivas líneas de defensa. Todos
aceptaron. También de mutuo acuerdo
ambos bandos admitieron lo preferible
de no dilatar el proceso, así que se
reemprendería la sesión al día siguiente.
Al salir por la puerta principal, bajo las
grandes columnas jónicas agentes de la
Policía del Capitolio trataban de
mantener a raya la muchedumbre de
periodistas que cubría por completo la
larga escalinata. Las declaraciones se
sucedieron por muy largo rato. El mundo
entero estaba pendiente de un juicio en el
que se juzgaba, en cierto modo, la
pervivencia de una nación.
Un día después
8 de febrero
l coronel Patterson y el coronel
Sherman estaban los dos de pie
frente a las pantallas del centro de
mando de un acorazado estratosférico, a
300 kilómetros de altura pero
directamente sobre el eje geográfico de
California. El coronel Sherman estaba de
paso esperando los dos días en que
tardaría en llegar el acorazado orbital
Ronald Reagan, al que sería trasbordado.
Los
dos
hombres
uniformados
comentaban los preparativos militares.
Cada uno hablaba de esos preparativos
con la parquedad y la economía de
palabras que te da el saber que tu
interlocutor es un experto en la materia.
-Sí –le decía el coronel Patterson, tenemos treinta satélites espía
rastreando veinticuatro horas al día
solamente este sector de aquí –y señaló
un mapa digital-. Todos los blancos están
fijados, lo hemos podido hacer con
tantos días de antelación que la precisión
de las coordenadas es absoluta. Tenemos
señalados más de 30.000 blancos fijos y
7000 móviles. Una sola orden del
E
27
Pentágono y los misiles de las
plataformas de la Marina saldrán
disparados hacia los objetivos que les
retransmitimos segundo a segundo. El
mapa de blancos móviles se actualiza
cada dos segundos. Ni una sola diana se
mueve sin que nuestra computadora lo
retransmita
al
momento
a
la
Computadora
Central
del
USS
Roosevelt. La localización de la diana la
hacemos desde aquí, y el misil
inteligente es lanzado desde algún buque
de la Armada anclada en las Channel
Islands.
-Va a ser una carnicería –
concluyó por fin el coronel Sherman que
había estado callado bastante rato.
Patterson se puso las manos a la
espalda, se enderezó, miró a su colega,
sentía desprecio hacia los rebeldes. Una
inexpresable sensación de fuerza le
embargaba en su puente de mando.
Mientras tanto, a través de la pantalla por
la que se podía contemplar el exterior, el
oscuro frío espacio exterior, se veía a tres
satélites espía salir dulce y suavemente
de las compuertas del acorazado
estratosférico. Quedaron como flotando
inertes hasta que unos reactores
despidiendo unas brillantes luces blancas
se encendieron en la parte trasera de los
tres ingenios, lanzándose silenciosos
cada uno hacia sus coordenadas de
vigilancia.
-Observa esto –le dijo el coronel
Paterson mientras tecleaba unas órdenes
y movía un cursor. Un mosaico de
nuevas imágenes apareció en una de las
varias pantallas que tenían delante-. Me
imagino que a ese exaltado del
gobernador Mc Cormick no le debe
hacer ninguna gracia que desde aquí
veamos el jardín de su casa, a sus niños
jugando en el patio trasero, el
desplazamiento de su vehículo cuando
va al trabajo.
-¿Pero no tenéis orden de
disparar contra él? ¿No?
-Por supuesto que no. Nuestras
dianas son meramente militares. La
razón para seguir al resto de objetivos es
posibilitar su detención en cuanto el
Ejército reciba la orden de entrar.
Aunque la invasión será también desde
dentro, ya que nuestras bases en suelo
californiano son grandes y han sido
reforzadas desde hace meses.
-¿Si entramos, sabes si hay orden
de acabar con la Policía Estatal?
-En principio no. Sus mandos han
sido cambiados por hombres leales al
Gobernador. Pero no esperamos que se
enfrenten a las fuerzas profesionales.
Aquí, de todas formas, tenemos
localizados
todos
los
blancos
estratégicos.
-Aunque sólo ataquéis a la
Guardia Nacional… va a ser una
masacre.
-Mira Jack –le dijo Patterson-,
esto es una bravuconada. No va a haber
ninguna matanza. Ambos contendientes
sacan pecho. Ambos afirman que van a
llegar hasta las últimas consecuencias.
Washington está intimidando a su
oponente, se arremanga los brazos y saca
músculo. Ésta es una guerra de presión
psicológica. Ningún ejército va a entrar
en combate. El Congreso de California
ha repetido que no se echa atrás de su
declaración, ¿pero a quién no le tiemblan
las piernas al contemplar semejante
despliegue de poder alrededor de esa
ficción de república independiente?
-Ciertamente, ya sabes… pienso
lo mismo, en parte. Comparto la opinión
de que esta declaración de independencia
durará lo que dure esta legislatura, ni un
día más. Y que todo este despliegue no
tiene otro fin que evitar que vayan
demasiado lejos.
-Exactamente
–el
coronel
Patterson ordenó a un suboficial que le
trajera un café.
-Pero a veces dudo y creo que
llegaremos a intervenir. Creo que cada
día que pasa, la independencia se
consolida. Y que cuando hemos llegado
a un escenario como el presente, es que
hemos perdido ya el control de la
28
situación. Cuando una nación llega a
esto, va a ser muy difícil que no se
reconduzca todo de un modo que no sea
el militar.
-Qué pesimista.
-Esto va a acabar mal –le aseguró
el
coronel
Sherman-.
Debemos
intervenir militarmente, pero hay que
evitar una masacre. Una de dos, o
aceptamos la política de hechos
consumados o... mano dura. Créeme,
desearía no intervenir. Pero si
intervenimos hay que hacerlo sin
vacilaciones, dispuestos a llegar hasta
donde haga falta.
-Tú siempre proclive a la mano
dura.
-No va a quedar otro remedio.
-Si se usa la mano dura, el 5%
que está rabiosamente a favor de la
independencia va a rebelarse y de un
modo que no será pacífico.
-Mira, al final la población civil
no se mueve. No se movió cuando los
ejércitos del Norte desfilaron por las
calles principales de los Estados
Confederados. Unos cuantos miles de
yankis reclutados restablecieron el orden
sobre toda la población civil. Siempre
pasa lo mismo.
-¿Y si no pasa?
-Si no pasa hay que llegar hasta
las últimas consecuencias. Hay cosas
que no se pueden empezar y después
decir: Oye, iba en broma.
Patterson seguía mirando las
treinta pantallas del centro de mando. Ya
le habían traído su café caliente, un vaho
tenue surgía de la taza. Detrás de ellos,
diez técnicos con uniformes oscuros,
cada uno abstraído en su pantalla, hacían
el seguimiento de todo el flujo de datos
que llegaba cada segundo a aquel puente
de mando.
-¿Sabes? –comentó Patterson-.
Lo bueno de la guerra de nuestra centuria
es que aquí te limitas a fijar coordenadas
en el interior de alguna computadora
situada diez metros por debajo de
nuestros pies. Sólo haces que se
enciendan unas lucecitas blancas en esa
pantalla de allí, y ya está. No ves sangre,
ni seres humanos retorciéndose, ni
cabezas
abiertas,
ni
hombres
desangrándose. Todo es... tan limpio.
Estoy seguro de que si el Presidente
tuviera que hundir un cuchillo sobre el
cuello del más culpable de la
insurrección, jamás lo clavaría. Pero
desde aquí, miles de vidas son como
lucecitas.
-Me hace gracia, Charles –dijo
Sherman tras soltar una risotada-. Qué
poco conoces los círculos del poder. Los
políticos clavarían un cuchillo donde
hiciera falta. El auténtico homo politicus
clavaría sus caninos sobre el cuello de
cualquier inocente con tal de lograr los
fines que se ha propuesto. Ellos son los
depredadores, los más depredadores
entre los depredadores. Y eso es lo malo,
que todo este asunto está en manos de
políticos.
-¿Pues en qué manos debería
estar según tú este asunto?
-En manos de patriotas –
respondió sin dudar ni un segundo.
Patterson dio otro sorbo a su café.
Después un largo suspiro.
29
30
Aunque la tierra
tiemble
Un día después, 9 de febrero
espantosa
explosión. Todos
los
viandantes miraron hacia el lugar del
estruendo, pero no parecía que se viera
nada. El bramido daba la sensación de
haber procedido del interior de la base
del Edificio Gates. Y sin embargo,
exteriormente los centenares de pisos de
altura seguían apuntando rectilíneos
hacia el cielo, sus aristas se perdían hacia
las alturas con la misma aparente
despreocupación y poderío de siempre,
todo seguía igual, pero todos habían
sentido la explosión.
En las aceras, todos miraban
hacia el rascacielos. Dentro de las
oficinas del edificio los oficinistas y
ejecutivos detuvieron sus ocupaciones.
Dentro de los despachos no hubo ni una
sola persona que no dejara lo que tuviera
en las manos. Pero ya no había tiempo
para nada porque la evidencia de lo que
estaba sucediendo comenzó a percibirse
en un segundo. De pronto, la formidable
construcción comenzó a inclinarse con
un estruendo interno de desgarro
arquitectónico. El desgarro de miles de
vigas metálicas. Una fuerza imparable
que arrancaba todas las tuercas, todos los
remaches. El inmenso, el colosal
rascacielos se inclinaba ligeramente
como a cámara lenta. En cuanto la torre
alcanzó los nueve grados de inclinación
el derrumbe fue vertical. Miles y miles
de toneladas resquebrajándose más y
más en su camino hacia el suelo. El
impacto contra la calle fue brutal, la
trepidación se sintió incluso a diez
kilómetros de distancia. Aquella
gigantesca orgía de destrucción cayó
E
l gran símbolo de la ciudad de
Nueva York era el edificio Gates.
Construido justo en el extremo de
la isla de Manhattan, no sólo era el
rascacielos más alto de la ciudad sino
también el más bello. El orgulloso e
imponente edificio de aspecto cilíndrico
coronado por siete agujas iguales a las
del Empire State Building, sólo que de
acero y cristal, era más que un edificio,
era un emblema.
El cuerpo central del edificio de
aspecto cilíndrico tenía un arco al Este y
otro al Oeste. Los pilares de cada arco
tenían unas dimensiones exactamente
iguales a las de las desaparecidas Torres
Gemelas. Aquel edificio era el orgullo de
Manhattan. Sobre el dintel marmóreo de
cada uno de los dos arcos se apoyaban
doce estatuas togadas, neoclásicas, de
bronce, del mismo tamaño que la de la
Estatua de la Libertad, sólo que
recubiertas de oro. La estatua central del
Arco Oeste representaba a la Libertad
levantando el Arco de la Guerra. La
estatua del Este representaba igualmente
togada, igualmente coronada por un halo
de rayos, a la Libertad sosteniendo dos
libros en cuyas páginas doradas de la
diestra se podía leer Nosotros el Pueblo
y en las páginas del libro del lado
izquierdo Cuando en el curso de los
acontecimientos humanos, llega a ser
necesario...
De pronto, de las entrañas
profundas de aquel titánico edificio
resonó un bramido, el bramido de una
31
como un titán herido, arrasando por
completo las calles circundantes, entre
ellas Wall Street.
Cuando la nube de polvo se
disipó, la tragedia apareció en todo su
horror. El coloso había arrastrado
consigo en su caída a catorce edificios
menores adyacentes. Más de cuarenta
calles estaban cubiertas con una capa de
escombros de más de cien metros de
altura. Innumerable la multitud de
cadáveres allí enterrados. Sirenas y más
sirenas, enjambres de sirenas, fueron
rodeando el perímetro de la tragedia.
Toda la Gran Manzana tenía sus calles
colapsadas, con sus avenidas recorridas a
toda velocidad por cientos de vehículos
de emergencia. Los conductores echados
a un lado veían la caravana de coches de
bomberos, ambulancias y policía,
conduciendo todos en la misma fatídica
dirección, a toda velocidad, llenando
todas las avenidas con sus sirenas, con
sus agudos chillidos, con sus
resplandores rojos y azules.
En los días siguientes al
Presidente le explicaron que todo ese
infierno había sido provocado por algún
inquilino que había colocado en su piso
una bomba de vacío del tipo WM-X. Ya
no era posible saber exactamente en qué
piso se produjo la explosión. Imposible
conseguir pruebas de nada. Lo cierto es
que el piso estaba situado cerca del nivel
del suelo y cuando explotó el artefacto,
el rascacielos se quedó sin ningún pilar
en 45% de su base. Centenares de miles
de toneladas de la estructura comenzaron
a inclinarse ligerísimamente, como a
cámara lenta, hasta que el edificio entero
alcanzó un ángulo crítico que provocó el
colapso de toda la estructura.
teléfono y comenzó una llamada. Pulsó
otro botón y de su mesa se levantó una
pantalla plana de gran tamaño donde
comenzó a visualizar los últimos tres
informes que había recibido. En el
altavoz del sistema de manos libres
apareció la voz de la Subdirectora de la
CIA.
-Sí, Catherin, dime –contestó él.
-Hola, Stuart. Mira te he llamado
de inmediato porque esta mañana he
jugado una partida de squash con el
general Mc Millan y en los vestuarios me
ha comentado algo que puede ser muy
importante.
-¿Ah, sí?
-Lo que me dijo lo he puesto por
escrito en un folio y te lo estoy enviando
ahora mismo por fax. Al parecer, el
Ejército tuvo acceso a cierta información
fragmentaria que indicaría que el
atentado contra el Edificio Gates no sería
obra de secesionistas.
-¿Pues entonces? ¿De la mafia? –
Stuart pronunció aquello con un cierto
desprecio.
-No, no. Verás, ellos tuvieron
acceso cierta información por pura
casualidad. Y aunque los datos son
sumamente oscuros, darían a entender
que se iba a preparar una ola de
atentados. Pero que la ayuda logística no
provenía
del
típico
terrorismo
doméstico, sino de fuera.
-¿Del extranjero? –en ese
momento llegaba el informe de la
Subdirectora a través de la impresora
empotrada en su mesa que comenzaba a
expulsar el papel.
-Algo así venía a decir.
-Ah, ya tengo tu informe.
-Bien, léelo con detenimiento.
-Mira, eso que me estás diciendo
no tiene ni pies ni revés. Tenemos
pruebas
inequívocas
y
agentes
introducidos que nos informan en detalle
de todas las operaciones terroristas que
pueden estar fraguando los secesionistas.
-¿Vosotros?
¿No
debería
ocuparse el FBI?
Diez días después
del atentado.
El Director del Organismo de
Seguridad Nacional, sentado en la mesa
de su despacho, pulsó el botón de su
32
-El FBI está desbordado ante esta
oleada terrorista. El Presidente autorizó
que nuestro personal reforzase las
operaciones que se han abierto desde
hace una semana. No hace falta que me
recuerdes que la ley marca ciertos límites
al ámbito de actuación del Servicio de
Inteligencia.
Pero
los
líderes
republicanos y demócratas están
informados y dieron su consentimiento.
Los reunió el Presidente en la Casa
Blanca hace una semana, y todos
convinieron en que la situación era
especial. Así que no me vengas con
escrúpulos.
-Vale, vale, no digo nada.
Reconozco que la situación es
excepcional.
-Y olvídate de ese comentario
procedente de ese general pretencioso.
Mc Millan siempre ha sido un oficial al
que le ha gustado llamar la atención.
Quiere llegar al Estado Mayor, se le nota
demasiado. Es el típico ambicioso al que
le gustaría abrir el maletín y decir:
señores, me he enterado de lo que
ninguno de ustedes se ha enterado.
-De acuerdo, vosotros sois los
especialistas. Pero no acabo de entender
el provecho que puede sacar el bando
secesionista en provocar atentados.
-Bueno, no sabemos cuántos
atentados los provocan lunáticos
secesionistas, cuántos la mafia y cuántos
son obra de fanáticos que se suman a
cualquier empresa alocada. Ya sabes,
como los integrantes de la secta de los
Cruzados del Último Día o los del
FRAWP. Pero sí tenemos fuentes
fidedignas que nos informan de que la
mafia sabe que cuantos más frentes de
investigación se abran para la Justicia,
menos hombres podremos dedicarlos a
investigarles a ellos en exclusividad. Y
están en lo cierto. Ahora mismo estamos
desbordados. Alguien les debió informar
que íbamos a comenzar cuatro
operaciones simultáneas contra ellos.
Iban a ser las investigaciones más
importantes realizadas hasta la fecha
contra las ramificaciones del crimen
organizado en la banca y la política.
Ahora todo eso tendrá que esperar.
-Bien, captado. Pero oye, por
favor, estudia detenidamente la hoja que
te he enviado. El Servicio de
Decodificación del Pentágono logró
desencriptar un mensaje enviado a
Europa el pasado 18 de enero. Aunque el
mensaje ha sido decodificado, las
palabras están en clave y lo que se lee
resulta incomprensible. Son frases del
tipo madre quiere que Tango baile en
Atlanta con Duque para que las sillas se
eleven dos metros. Se descifraron tres
mensajes más, después cambiaron la
matriz de interpolación aleatoria entre
caracteres y hemos perdido toda
posibilidad de descifrar las siguientes
comunicaciones.
-No te preocupes, mis sabios del
departamento de entrecruzamiento de
información estudiarán lo que me
cuentas aquí en la hoja. Tu tranquilo, las
líneas que me has enviado van a circular
por todos los archivos de los ordenadores
de la Central de Langley para ver si hay
algún punto de conexión.
-Muy bien, pues nada más. Que
os vaya bien, ¿qué tal tiempo os hace en
Virginia?
-Aquí ya ha empezado a despejar.
-Me tengo que marchar, hasta
pronto.
-Adiós
–el
Director
del
Organismo de Seguridad Nacional
arrancó de la impresora el folio recién
enviado, e inmediatamente, sin leerlo lo
introdujo a su derecha, en la ranura de la
trituradora de papeles.
Un día después
11 de febrero
E
l teléfono de alta seguridad sonó
en el interior de la aeronave
presidencial.
El
Presidente
vestido de esmoquin, sentado en el
33
asiento forrado de terciopelo azul
descolgó el teléfono.
-Dígame.
-Hola, Ethan. ¿Qué tal?
El Presidente se alegró de
escuchar la clara y brillante voz del
Presidente del Tribunal Supremo de los
Estados Unidos.
-Hombre,
me
alegro
de
escucharte. (...) Pues bien. Sí, gracias.
(...) Me dirijo al baile de gala en el
Willard Hall. Tengo que dar la impresión
de que todo continúa como antes. Yo,
más que nadie, debo dar la sensación de
que no hay conmoción que pueda con
este país. La Nación sigue adelante.
Bueno, ¿cómo va todo?
-Pues claramente se ve que el
proceso judicial no da más de sí. Los
abogados de ambas partes ya han
agotado sus argumentos, en las dos
últimas sesiones no han hecho otra cosa
que enfrascarse en detalles nimios. Estoy
seguro de que ambos convendrán en que
la próxima sesión sea también la última
y que demos el caso visto para sentencia
–el Presidente del Tribunal Supremo
hablaba desde el despacho de su casa
dominado por un magnífico busto de
George Washington de cara redondeada,
togado a la romana, que miraba adusto a
la habitación entera desde su pedestal de
un mármol de una tonalidad casi
marfileña.
-Sí, estoy al corriente. ¿Y las
deliberaciones entre vosotros?
-Mira las cosas no están claras.
Tres votos asegurados, el mío, el de
Amanda y el de Cinthia.
-Siempre fieles al servicio de la
Corona –rió el Presidente.
-Pero estoy convencido de que
German y Dwight han sido comprados
por California. No tengo la menor duda.
-Eso significa que quedan cuatro
votos indecisos que decidirán todo el
proceso de secesión. Que barbaridad, la
desintegración de los Estados Unidos
dependiendo de cuatro votos. En fin...
Continúa.
-Esos cuatro magistrados son
impenetrables. Son los últimos cuatro
jueces honestos que quedan en todo el
país –río nerviosamente-. Bueno... es
una broma.
-Son
los
restos
del
condenadamente honrado Presidente
Ashley.
-Así es.
-Cuando un barco de honradez
surca las aguas de la política, incluso
mucho después siempre quedan restos de
su paso –comentó el Presidente-. Son
como los restos de un naufragio. Restos
de honradez flotando. En este caso esos
cuatro condenados jueces.
-Sí. Los conozco bien, muy bien.
El caso es que no compartirán con nadie
el sentido de su voto hasta el final. Y por
lo que han ido diciendo en las
deliberaciones, pueden votar en un
sentido o en otro. Desde luego los noto
muy decididos a no tomar en cuenta
ninguna otra consideración que las
meramente legales y constitucionales.
Claro que también insisten mucho en que
ésta es una cuestión tremendamente
dependiente del campo de la Filosofía
Política. Así que no sé qué va a pasar,
porque no dejan de esgrimir razones que
se basan en la letra de la Constitución y
por otro lado en la naturaleza de la
Nación, considerada ésta en abstracto.
¿Me entiendes? Resultado: puede salir
cualquier cosa.
-Lo que nos faltaba –el
Presidente se frotó la frente, gesto que
repetía cuando estaba nervioso-. Ya me
veo demoliendo el Lincoln Memorial y
diciendo en un discurso que Lincoln fue
un hombre profundamente equivocado.
-No hará falta demoler nada,
bastaría que colocases al lado la figura
sentada del Presidente confederado de
1861, Jefferson Davis –ambos rieron.
Después el Presidente del Tribunal
Supremo continuó:- Mira nos tenemos
que tomar este asunto con tranquilidad.
Estos días han sido para todos de una
tensión increíble. Pero más que nunca,
34
ahora necesitamos una mente serena.
¿Me entiendes?
-Oye, no me hables a mí de
tranquilidad. Es como tratar de vender
miel al colmenero. Todos me consideran
el presidente con más autodominio de sí
mismo desde la época de Truman.
-Vale, pues me alegro. Sí, te
conozco. Pero tu tono de voz... no indica
eso del todo. Te lo repito, ahora
necesitamos una mente serena. El
Comandante en Jefe siempre debe dar la
impresión de tener la mente serena,
ahora más que nunca. Eso es lo que
diferencia a los rebeldes californianos de
nosotros, el stablishment. Cuando el
Poder se pone nervioso es porque
empieza a ver que el poder se le va de las
manos.
deliberaciones y en los últimos días
podrán filtrar cual va a ser el resultado
con casi total seguridad. Si nos matan a
todos, la Nación entera echará las culpas
a Washington. Lo menos que pensará la
Nación es que la República se dirige
hacia la más completa anarquía si tales
sucesos llegan a suceder en su misma
capital.
-Sí, me informaron ayer del plan
Albany. Y me advirtieron incluso de que
Los Ángeles había comprado en el
mercado internacional misiles HH.-3.
Con lo cual este asunto ya no se resuelve
por nuestra parte reforzando vuestra
escolta, están dispuestos a volar el
edificio entero del Tribunal Supremo,
eso requiere medidas de protección
especiales.
-Sí, nos lo explicaron. Así que, en
la reunión de esta mañana hemos tomado
una medida de protección más. Hemos
decidido que la votación se hará tan sólo
cinco minutos antes de emitir la
sentencia. Cada magistrado traerá por
escrito las razones jurídicas que
expliquen el sentido de su voto. Yo, que
presido, habré previamente redactado
dos sentencias. Una favorable al derecho
de secesión con todas las razones a favor,
y otra contraria con todas las razones en
contra. Una de las dos sentencias se
destruirá nada más conocer el resultado
de la votación y se leerá aquella que
refleje la mayoría de votos. Incluso
podremos añadir a mano algún
razonamiento que se considere oportuno
después de escuchar el razonamiento
final de cada juez.
-Me parece bien –dijo el
Presidente-, pero una vez que se haya
realizado la votación no dejes que salga
de la sala ni uno solo de sus miembros.
Si uno solo sale, incluso al lavabo, y no
vuelve, podéis saltar por los aires todos.
Y después el que se haya marchado
podrá decir que ibais a votar a favor de la
secesión, que os hemos espiado y que por
eso os hemos matado. Con lo cual la
situación sería catastrófica para nosotros.
El Presidente dio un suspiro,
quizá de alivio, y dijo:
-Eres un lince. Menos mal que te
tengo allí. De verdad que si estoy
tranquilo es porque tengo la más
completa certeza de que alrededor mío
tengo el mejor equipo de asesores del
mundo.
-Una cosa más antes de colgar.
Ayer nos informó el FBI del plan
Albany. Nos previnieron de que un topo
dentro del grupo de magistrados
comunicaría de antemano a California
cuál iba a ser la sentencia.
-Sí, le pedí a Malcolm que te
explicase lo que sabemos del asunto.
-Antes de que se haga la
votación, entre nosotros nueve ya más o
menos se suele saber por las
deliberaciones qué es lo que va a salir de
la votación final. Si California supiera
secretamente que la votación le iba a ser
desfavorable, nos mataría a todos los
magistrados en un atentado, para que así
el pueblo americano sospechara que la
sentencia iba a ser contraria a
Washington y que el Poder Ejecutivo
había decidido eliminar a la cabeza del
Poder Judicial. Indudablemente ellos
tienen dos
topos
en nuestras
35
-Tranquilo. Nadie saldrá de la
sala una vez efectuada la votación.
Todos iremos juntos a leer la sentencia.
-Perdona que insista –le dijo
Ethan-, pero si uno de los jueces insiste
en que tiene que salir. ¿Cómo se lo vas a
impedir?
-Ayer hablé con el Jefe de
Seguridad del edificio. Le recordé que
según el reglamento él estaba bajo las
órdenes del Presidente del Tribunal
Supremo. Estuvimos hablando un rato
para que tuviera claro que él me obedecía
a mí, no al grupo en general. Repasamos
toda la casuística de órdenes posibles que
yo le podía dar. Entre las distintas
posibilidades que barajamos, le pregunté
que si yo ordenaba que no dejara salir a
un Magistrado del Tribunal Supremo de
una sala, si él me tendría que obedecer.
Me dijo que sí, que lo haría sin dudar. Y
añadió que si yo le aseguraba que había
una razón que afectaba a la seguridad de
los magistrados o del edificio, que
inmovilizaría a esa persona bajo mi
responsabilidad.
-Veo que has previsto todas las
contingencias.
-Todas. El día del fallo, el Jefe de
Seguridad estará desde el principio en el
vestíbulo que da a la sala donde
deliberaremos. Estará allí para hacer lo
que le ordene. Te aseguro que si un
magistrado tiene que ir al aseo, todos le
acompañaremos hasta el aseo. Ningún
magistrado abandonará el edificio. Por
las buenas o por las malas, pero todos
estaremos juntos.
-Bien, me quedo más tranquilo –
dijo Ethan-. Date cuenta de que si os
eliminan a todos yo tendría que nombrar
los sucesores de todas las vacantes.
Nadie iba a creer que esto no era un
descabezamiento de la Justicia por parte
del Poder.
-Tranquilo. Tomaré todas mis
medidas de precaución. De todas
maneras, Ethan –y entonces el juez le
habló con un tono misterioso-, nos
conocemos desde hace años, pero yo no
me fiaría de filtraros la sentencia antes de
la hora, si el resultado fuera contrario a
las tesis del Gobierno Federal –la frase al
final acababa en un molesto tono
cortante.
El Presidente guardó silencio un
instante. Después, lleno de amargura
dijo:
-Bernard, nos conocemos desde
hace más de veinte años, ¿y me creerías
capaz de eliminaros si conociera
extraoficialmente que el resultado iba a
ser contrario a la Unión? La vida de
nueve magistrados, tu vida, no vale una
sentencia –el Presidente se sentía herido.
Los años de amistad al final no valían
nada. La voz de Ethan acusaba el golpe;
o por lo menos esa impresión trataba de
dar.
-Por supuesto que no, Ethan, por
supuesto que no. No me malinterpretes.
Estoy seguro de que tú no me harías eso
–al decir esto, el juez desde luego no era
sincero-. ¿Pero me puedes asegurar que,
al conocer cual iba a ser la sentencia, si
ésta fuera a favor del derecho de
secesión, no iba a haber alguno de los
miembros de tu gabinete que tomara esa
pesada decisión por ti? Ya te he dicho
infinidad de veces que por lo menos la
mitad de tus asesores te consideran un
estadista sin energía. Ni siquiera te lo
consultarían.
-Bernard, me sorprende mucho
que me repitas eso. Ya sabes lo que te
dije la última vez –el Presidente Ethan
estaba verdaderamente dolido de aquel
comentario.
-Me
puedo
imaginar
perfectamente a tu vicepresidente
musitando en su despacho –e imitó su
voz-: más vale que mueran nueve
hombres ancianos que no que se
desintegre una nación entera –la
imitación del acento sureño del
vicepresidente quiso quitar hierro al
asunto y distender la conversación.
-Mi vicepresidente es imbécil,
pero no creo que llegue a ser tan
miserable.
36
-Vale, Ethan, que disfrutes del
baile. No le des vueltas al asunto.
Pásatelo bien y relájate. Disfruta del
salón rosa del Willard repleto de los
trajes de seda de los mejores
diseñadores.
-Sí, sí –y puso un aire de evidente
falsa alegría en el tono de voz-, ya
puedes hacerte una idea de lo que voy a
disfrutar del baile y del champán con
todas estas ideas rondándome todo el
rato por la cabeza. Oye, una última cosa.
-Dime.
-Si tuvieras que votar no por
fidelidad a mí, ni a ningún lobby, ¿cómo
ves el asunto? Me refiero desde un punto
de vista objetivo.
-Pues mira. Como el viejo lobo
de mar que soy en los estrados judiciales
te puedo asegurar que no hay ni una sola
línea legal en la Constitución ni en
nuestras leyes que prohíba la secesión de
un Estado de la Unión. No hay donde
agarrarse. Y nosotros debemos juzgar de
acuerdo a la ley. La ley precisamente se
pone por escrito para no caer en la
arbitrariedad. La Constitución se redactó
para que cada uno supiera a lo que se
atenía si decidía formar parte de la nueva
Nación. Ningún estado se obligó a más
que a aquello que aparece en los artículos
de la Constitución. No encuentro base
legal para defender tu postura.
A eso encima hay que añadir que
el proemio de la Constitución da una
serie de razones por las que se puede
justificar la secesión de una parte de una
colectividad. Si esas razones nos
valieron para abandonar la pertenencia a
la Corona. Esas mismas razones si se
volvieran a dar, valdrían también para
abandonar la Unión.
Así que si el Tribunal Supremo
declara inconstitucional la secesión,
estaremos dictando una ley ilegal. Podrá
ser una sentencia muy prudente, muy
adecuada, muy patriótica, pero la
sentencia será i-le-gal, es decir, estará
situada fuera de la legalidad vigente. No
la podremos sustentar en nada. Lo que
pasa es que como la pronunciaremos
nosotros no habrá instancia superior para
recurrirla.
De todas maneras, que sepas, que
una cosa es que una acción no sea
inconstitucional, como creo que no lo es
la secesión, y otra que no sea un
magnífico y perfecto desatino. La
secesión no será inconstitucional, pero
me parece un acto propio de mentecatos.
Los que han guiado al pueblo a una
decisión de este tipo son unos memos.
Me has preguntado cómo veo el asunto,
y ésta es mi sincera opinión.
-Gracias, Bernard. Que sepas que
te considero un amigo. Ahora estaría mal
visto que te invitara a cenar a la Casa
Blanca. Pero cuando todo esto acabe y
pasen unos meses, lo haré. Hasta pronto.
-Que disfrutes de la fiesta y del
baile.
La aeronave negra con el escudo
de los Estados Unidos, rodeada de las
pequeñas aeronaves de la escolta,
comenzó la maniobra de atraque en los
muelles internos del rascacielos Willard.
En el lugar de aterrizaje ya estaba el jefe
de protocolo colocando a los miembros
de la comitiva de recepción en sus sitios.
En el interior del lujoso edificio los
salones estaban ya repletos de invitados
y homenajeados, todo estaba a punto, las
alfombras rojas, el caviar, la música de
cámara tocada por un cuarteto de cuerda.
Bienvenido, señor Presidente, dijeron
consecutivamente el magnate de la
Tyrell Co. y el rector de la Universidad
de Columbia a pie de escalerilla,
mientras le estrechaban la mano.
11 de febrero
dos días después
s de noche, una noche cerrada, sin
luna. Una cierta llovizna lo moja
todo, el asfalto y los céspedes. En
medio de la quietud de la calle Boggs
comienzan a descender las aeronaves de
la escolta presidencial. Inmediatamente
después, la nave del Presidente toma
suelo junto a la acera de la residencia del
E
37
arzobispo de la archidiócesis de
Washington DC. Una residencia de
aspecto neogótico, no muy grande,
agradable, con su hiedra cubriendo la
fachada de piedra, con su pequeña
torrecilla de aire normando.
La negra y reluciente y alargada
aeronave presidencial detuvo sus
motores frente a la fachada delantera del
edificio de dos pisos de altura. Un
edificio erizado de pináculos y pequeños
tejados puntiagudos de dos vertientes
sobre los que sobresalían varias
chimeneas. Atléticos guardaespaldas
vigilaban atentos ambos lados de aquella
calle desierta y oscura a esa hora,
mientras Ethan Ellsworth caminaba
sumido en sus pensamientos desde su
aeronave hasta la puerta abierta del
caserón.
Hacia el vestíbulo abovedado y
lleno de mosaicos de la residencia
arzobispal bajó por la escalinata el
inquilino vestido de sotana negra con
bordes morados mientras por la puerta
entraba el Presidente acompañado del
criado de la casa. Era una cena íntima y
personal. Sólo el invitado y el arzobispo,
un solo criado en la casa y un cocinero.
El arzobispo y el Presidente
subieron la escalera de granito hacia el
comedor. El arzobispo tenía una cara
marcadamente
anglosajona,
dos
sonrosados mofletes ponían color en su
piel blanca como la nieve. Charlando
amigablemente atravesaron un pasillo
flanqueado de óleos holandeses con
escenas de la Pasión.
Dentro del comedor, los dos
hombres charlaron unos minutos antes
de dar comienzo a la cena. La mesa
estaba ya dispuesta para ellos dos solos.
La madera ardía en la gran chimenea, dos
candelabros sostenían varias velas
encendidas sobre los manteles de lino.
-Norman, querría comentarte
alguna cosa antes de que nos sentemos a
cenar –dijo el Presidente-, pensaba
hacerlo después de cenar, pero no me
aguanto.
El Presidente no era cristiano.
Los cristianos eran una minoría en los
Estados Unidos del siglo XXII. Pero, a
pesar de todo, el Presidente conocía
desde hace años al arzobispo y pronto
había descubierto la gran honestidad de
aquel prelado. Desde hacía años era
consciente de la importancia de los
consejos de aquel clérigo no ligado a
ningún lobby, no interesado en hacer
carrera de ningún tipo. Si podía haber
algún
consejo
desinteresado
en
Washington DC era el de aquel
arzobispo.
Y
el
Presidente
excepcionalmente le venía consultando
asuntos desde hacía ya muchos años. El
marco de la consulta siempre era el
mismo, ir a cenar a su residencia y en
medio de la cena plantear la cuestión.
Entre ambos hombres después de tantos
años, existía una cierta confianza. Eran
los dos, hombres de gobierno; claro que
de mundos desemejantes en extremo.
-Mira Norman –comenzó el
Presidente mientras paseaba por la
alfombra azul y granate del salón-,
pasado mañana se va a emitir sentencia
acerca del caso de secesión. Quería
preguntarte... En fin, no sé qué hacer. Si
la sentencia afirma que la secesión es
ilegal, entonces... ¿debo comenzar una
guerra civil? California ya ha dejado bien
claro que sólo cederá su soberanía
después de que su Guardia Nacional
haya resistido hasta su último hombre.
Por lo menos eso es lo que han dicho en
los discursos una y otra vez. Y
probablemente así será.
-No creo que las masas luchen
por la independencia. Quizá parte de la
Guardia Nacional, sí. Pero la población
no intervendrá. Me refiero a que de un
modo armado no. Vamos, creo yo. Los
sondeos de opinión eso indican.
-Tampoco creo que lo hagan. La
población civil quedará al margen. Pero
si entramos hay que entrar a por todas. Si
no estoy dispuesto a ir hasta el final es
mejor que no envíe a las divisiones
concentradas en la región de las Grandes
38
Llanuras. De momento la apelación de
California al Tribunal Supremo me ha
dado tiempo para meditar bien el
siguiente paso que yo deba dar. Pero
después de la sentencia ya no habrá más
tiempo. Y ahí está mi dilema. Después de
la sentencia ¿debo declarar la guerra
contra el estado secesionista? Dudo. No
sé que hacer, la verdad. Siempre he
pensado que la solución de todo esto
debe ser política. Pero es evidente que si
no restauramos nuestro control federal,
la independencia se irá consolidando –en
ese momento sonó el teléfono móvil del
Presidente-. Discúlpame un momento.
El Presidente detuvo su paseo por
el salón. La cara de preocupación se fue
haciendo
evidente
conforme
la
conversación telefónica seguía su curso.
El arzobispo trató de mirar a otro lado
para no ponerle nervioso. El Presidente
colgó.
-Me acaban de comunicar que el
Congreso de Utah acaba ahora mismo de
aprobar la secesión de los Estados
Unidos.
-¿Debes por tanto retirarte?
-No, ya nos lo esperábamos.
Todo esto no nos coge de sorpresa. El
Congreso de Utah lleva todo el día
reunido en sesión. El Gobierno Federal
no hará nada hasta recabar la legitimidad
del Tribunal Supremo. Lo de Utah era
tan previsible que las medidas que había
que tomar ya las tomamos ayer por la
tarde. Mañana haré una declaración
institucional y ya está.
El arzobispo se sirvió un poco de
té caliente de una tetera ya preparada en
una mesita junto a una ventana,
escuchando las interminables quejas de
su invitado acerca de lo insostenible de
la situación. Mientras Ellsworth
continuaba
con
sus
lamentos
presidenciales, el arzobispo, sin dejar de
escucharle y con la taza en la mano, miró
a través de los vidrios de la ventana
emplomada en rombos. La residencia
arzobispal estaba rodeada discretamente
por un ejército de escoltas del Servicio
Secreto de la Casa Blanca. Hombres
enfundados en gabardinas, en abrigos
elegantes, hacían guardia alrededor del
lugar con suma discreción. Aquella
guardia pretoriana tecnológica, aquella
guardia de corps vestida de abrigo y
corbata, atisbaba los más pequeños
movimientos en más de cuatrocientos
metros a la redonda. Ni un sólo coche
ajeno a la zona residencial, ni un
viandante, nada ni nadie podía
aproximarse a aquel lugar. Los dos
hombres
del
interior
charlaban
tranquilamente, pero fuera más de dos
centenares
de
ojos
estaban
permanentemente alerta. El arzobispo
dejó de mirar por la ventana.
-Entonces ya conoces mi dilema,
Norman. Sírveme un poco de té. La
guerra será fácil, pero será una
carnicería. Habrá que aniquilar a decenas
de miles de soldados de la infantería
californiana. Eso es lo que necesita el
nuevo estado soberano: mártires. Y
nosotros se los vamos a proporcionar.
Ellos están dispuestos a morir. El
Capitolio me urge a que el mismo día que
conozca la sentencia se restablezca el
imperio de la ley federal en esas tierras.
-Bien, reconozco que es un tema
complicado. No me extraña que estés
pidiendo
consejo
a
personas
independientes, porque es un asunto
complicado hasta para los expertos en
moral. Mira te voy a dar mi opinión, pero
tómala como una opinión personal. Y
por lo tanto como una opinión que puede
estar perfectamente equivocada.
-Claro, continúa –el Presidente se
sentó por fin en el sillón enfrente del
arzobispo junto a la ventana.
-Particularmente te diré que soy
unionista. Creo que esta gran nación fue
fundada sobre una espléndida fe en Dios.
Y que Dios la bendijo y la hizo
prosperar, entre otras cosas,
para
contener en el Viejo Continente la tiranía
fascista primero, y la comunista después.
Nuestra historia es gloriosa, y me siento
tremendamente orgulloso de ella. Una
39
secesión en un país únicamente se puede
provocar por razones que sean
objetivamente gravísimas. Razones que
en esta situación no veo por ninguna
parte.
-Luego me dices que vaya a la
guerra –le interrumpió su invitado con
ojos sumamente atentos a la cara del
arzobispo.
-Pues no. Creo que esta nación se
mantendrá unida por la libertad, por la
concordia y el respeto mutuo. Pero no
por la guerra. La sangre y el odio no son
buen cemento para unir los ladrillos. Más
vale perder un estado, o dos, o cuatro,
que mantenerlos unidos dejando
centenares de miles de muertos en el
camino de la Historia. Estados Unidos no
vale ese precio, créeme. No nos estamos
defendiendo contra nadie, sencillamente
nos mataremos entre nosotros. Yendo a
la guerra, no vamos a alejar a ningún
ejército fuera de nuestras fronteras. No,
no envíes tus ejércitos contra tus propios
compatriotas.
El Presidente volvió a pasear por
el salón. En los candelabros de la mesa,
las velas seguían consumiéndose, el
carillón tocó la hora, las siete
campanadas resonaron con toda
solemnidad y contundencia. En la cocina
el criado mantenía caliente la comida
hasta que el arzobispo diera orden de que
entraran a servirla. En esos mismos
momentos California colocaba misiles
antiaéreos frente a la fachada de su
Congreso. Y en Utah, las masas recorrían
exaltadas las calles de Salt Lake City.
-Quizá sea lo mejor. Sí, es lo
mejor –se repetía el Presidente
acariciándose sus canas blancas-. No voy
a ceder a las presiones de los senadores.
Nunca pensé que me iba a ver en una
situación como esta. Ahora sé lo que
sintió Abraham Lincoln. ¿Le hubieras
aconsejado lo mismo?
-La situación era distinta. No
eran tan sólo unos territorios los que
había que recuperar entonces, sino que
también había que liberar a millones de
seres humanos. Millones de seres
humanos estaban secuestrados. La
esclavitud es un secuestro. Es lícito
acabar con la vida del secuestrador, si no
hay otro modo de librar a los
secuestrados.
El arzobispo había acabado de
hablar. Ethan sonrió en su sillón.
-Que sepas que me alegra mucho
escuchar esto. Te puedo asegurar que me
voy a ir más confortado, más seguro en
la decisión que ya antes de venir aquí
había tomado, y que era la de no atacar,
la de dejar que pase el tiempo. Ah, bien,
bien –el Presidente de pronto
manifestaba un evidente estado de
satisfacción-. Pues nada, ¿qué me vas a
ofrecer hoy para cenar? ¿Otra vez pato
relleno? ¿Por qué siempre me das pato?
-No, no. Hoy tenemos pastel de
pescado –ambos hombres se dirigieron a
la mesa después de llamar a la cocina.
Hacia el pasillo ya se encaminaba una
suculenta sopa de cebolla con queso.
40
41
42
AUDEMUS JURA
NOSTRA DEFENDERE
43
44
12 de febrero
Día de la lectura de la sentencia
apariencias, y dejaría vacante el puesto
hasta después del fallo. Técnicamente se
alegó que todo el proceso para una nueva
designación llevaría tantos meses, que
resultaba imposible cubrir esa vacante.
Era cierto que normalmente se
necesitaba mucho tiempo para alcanzar
un consenso para cubrir una vacante.
Pero en este caso los líderes de los dos
partidos le telefonearon a Ethan y le
dijeron que si quería podía tener un
nombre de compromiso en menos de
diez horas. Pero el Presidente se negó.
Había que mantener las formas. Todo
debía tener una impecable apariencia de
legalidad. Muchos se preguntaron de qué
lado estaba realmente Ethan al tomar esa
decisión. Pero no sabían que él contaba
con el recuento de votos provisional que
le daba su amigo Bernard. No era a causa
de su honestidad por lo que respetaba las
formas. Sino que precisamente su exceso
de deshonestidad era lo que le daba
suficientemente tranquilidad, como para
guardar las formas.
Los congresistas más o menos
barruntaron qué era lo que pasaba, e
insistieron en que no se suspendieran las
deliberaciones por este hecho. El
Congreso quería una sentencia ya.
Quería que el orden se restaurara a la
mayor brevedad posible.
Eso sí, desde entonces las
medidas de seguridad alrededor de los
magistrados se habían incrementado
hasta el mismo límite de lo posible.
Cuatro grandes dirigibles militares de
forma esférica, estaban suspendidos
sobre el edificio del Tribunal Supremo,
con sus sistemas antibalísticos barriendo
todo el espacio aéreo de las
proximidades. Los misiles aire-aire
estaban siempre a punto para interceptar
todo aquello que violara el espacio de
exclusión aérea. Había llegado el día de
la sentencia.
Los ahora ocho magistrados
hicieron su entrada en la sala de sesiones.
Todos los presentes se pusieron en pie.
En el centro de la sala, en el pasillo entre
P
or fin el día tan aguardado por
toda la Nación. Día al que se había
llegado no sin sufrir previamente
terribles tensiones y lamentables
episodios. El más luctuoso de todos ellos
había tenido lugar tres días antes, cuando
el magistrado del Tribunal Supremo, el
unionista y admirado Samuel Heyward,
caía acribillado a tiros a la puerta de su
casa. El anciano de cabeza orlada de
venerables mechones canosos, con la
cartera todavía en la mano, cayó
literalmente cubierto de balas, expirando
en pocos segundos.
El Presidente podía haber
nombrado de inmediato a su sucesor,
podía haberlo hecho al día siguiente.
Pero todos le hubieran acusado de haber
colocado un hombre a favor de sus ideas.
Aquel nombramiento hubiera viciado la
sentencia a los ojos del pueblo
americano.
Nadie sabía que aquel magistrado
era unionista. El Presidente Ethan lo
sabía por los buenos oficios de su amigo
togado Bernard, el Presidente del
Tribunal. Pero bien claro estaba que los
dos magistrados a favor de la secesión
habían informado al gobierno rebelde de
California. Los más maquiavélicos
sospechaban que el Gobernador de
California había decidido atentar contra
su vida, sabiendo que el Presidente
designaría un sustituto, y el Congreso lo
refrendaría de inmediato en un tiempo
record. Sin duda, al fallecido magistrado
le sustituiría otro juez con las mismas
ideas. De forma que los unionistas con
todo esto no ganarían ningún voto, pero
ante la opinión pública se daría la
impresión de que el Gobierno Federal se
había entrometido en la sentencia. La
correlación de votos seguiría igual, pero
se habría logrado dar una impresión de
ilegitimidad al fallo.
Pero se iban a llevar una sorpresa.
Contra todo pronóstico, el Presidente
estaba dispuesto a guardar las
45
los bancos, habían situado una cámara de
televisión. El fallo sería emitido en
directo únicamente al Despacho Oval.
Los ocho magistrados se sentaron. El
Presidente del Tribunal directamente y
sin ningún comentario procedió a hacer
lectura de la sentencia votada seis
minutos antes.
-El Estado de California contra el
Gobierno Federal de los Estados Unidos
de América. Demanda de declaración de
ilegalidad de la no aceptación del
derecho de secesión de un estado.
Sentencia:
Punto 1º. Los Estados Unidos,
legalmente hablando, desde 1776 son
una persona jurídica. Y esa persona
jurídica posee una serie de derechos
sobre unos territorios. De ahí que la
pérdida de una parte de su territorialidad
implica necesariamente la pérdida de
unos derechos. Ante cualquier tribunal
del mundo, la sustracción de los
derechos de una parte, por la acción de
una segunda parte que actúa de forma
unilateral, siempre será un acto ilegal.
de esa soberanía, este Tribunal entiende
que si no se dice nada en contrario, la
unión que conforma una república
soberana e independiente ha de
entenderse como una unión indefinida e
incondicionada.
Punto 4º. Lo más que pueden
alegar los que pretenden la secesión de
un territorio, es que este punto es algo
debatido dentro de la Filosofía del
Derecho
Constitucional.
Aun
suponiendo que esto fuera así, es decir
que este tema careciera de consenso
entre los juristas, este Tribunal no puede
hacer otra cosa que atenerse a lo que
dicta la Ley. Y la Ley que rige los
tribunales de esta nación, dicta la
protección de los derechos, siendo los
derechos territoriales uno de ellos. Y por
tanto si en el futuro se procede según el
curso establecido por la Constitución de
los Estados Unidos para añadir un
artículo a la misma que permita o
prohíba la secesión de un estado, este
Tribunal aplicará la permisión o la
prohibición que dicte la Ley en ese caso.
Hasta entonces, el silencio de la ley no
puede entenderse como una permisión
para lesionar los derechos ciertos de la
Nación. Ya que esos derechos de la
Nación acerca de la territorialidad son
objetivos e indudables, mientras que el
derecho de secesión es, en el mejor de los
casos, materia discutida. Sólo la letra de
una futura hipotética ley determinaría el
modo y límites de la cesión de esos
derechos de la Nación sobre un territorio,
así como sobre las personas y sobre
bienes circunscritos en ese territorio.
Punto 2º. Es cierto que todo
aquello que no está prohibido, está
permitido. El silencio de la Ley debe
entenderse como permisión y no como
restricción. Pero con una salvedad: eso
es así, siempre y cuando que esa acción
no legislada no suponga un perjuicio
para los derechos reales de otra persona,
sea éste persona física o jurídica. Es así
que la pérdida de una porción de la
territorialidad supone una pérdida de
unos derechos para los Estados Unidos,
luego este Tribunal considera que
procede crear jurisprudencia en este caso
a pesar del silencio de la Ley en orden a
salvaguardar los derechos de la parte
afectada.
Punto 5º. Esta sentencia tampoco
insta al Congreso de los Estados Unidos
a que emane una ley que regule el
derecho de secesión. Sino que este
Tribunal lo único que expresa es que si
algún día se produce esa cesión de
derechos territoriales esa segregación
habrá de hacerse según lo que determine
la Ley, y no según una decisión
Punto 3º. Acerca de la cuestión
de si está implícita la perpetuidad de la
existencia de una nación soberana una
vez constituida ésta, o si por el contrario
se admite la cesación parcial o absoluta
46
administrativa del Poder Ejecutivo. Pues
según la Ley, el Poder Ejecutivo carece
de la potestad de segregar parte de la
territorialidad de la nación, contando
sólo con atribuciones para defender esa
territorialidad y para aplicar allí los
poderes que la Constitución le atribuye.
entender englobada en una acción
general de sedición, y por tanto tal acto
ha de ser tipificado como un acto de
rebelión.
Punto 9º. Considerando que los
hechos que han tenido lugar en
California desde el 4 de enero del
presente año, han producido una serie de
perjuicios y delitos, considerando que la
lesión de estos derechos de los Estados
Unidos de América que han tenido lugar
desde el 4 de enero del presente año en el
Estado de California, no se ha realizado
de buena fe, sino por cuenta y riesgo de
los usurpadores de estos derechos
constitucionales, establecemos que los
delitos de rebelión deben ser
considerados como cometidos desde el
momento en que se perpetraron, y no
desde la emisión de esta sentencia.
Queda sentenciado así por este
Tribunal en Washington, Distrito de
Columbia, a 10 de febrero de 2180.
Punto 6º. Dado el ordenamiento
legal existente hoy en día, dado que hay
una lesión de derechos en esa acción de
secesión, este Tribunal no puede aceptar
una acción que el Congreso del Estado
de California ha tomado por su cuenta,
yendo más allá de sus atribuciones. No
son los habitantes de un territorio
porción de los Estados Unidos los que
pueden decidir acerca de la soberanía del
territorio que ocupan. Sino el conjunto
de los Estados Unidos, y no bajo un
procedimiento administrativo, sino sólo
de acuerdo con las leyes que posee como
Nación soberana. Por todo lo cual,
atendiendo a las razones antes expuestas,
declaramos nula a radice esa
determinación del Congreso del Estado
de California.
El juez había acabado de leer el
fallo, miró al público, el silencio en la
sala era total. Dio un golpe de mazo. El
juicio estaba concluido. Volvió a mirar a
la concurrencia de la sala y por fin echó
su sillón hacia detrás y se levantó. Los
otros siete magistrados togados de negro,
solemnes, se levantaron también y
salieron. Justo en el momento en que
desapareció el último magistrado, todos
los periodistas que estaban en la Sala
salieron en estampida hacia la puerta.
Por los pasillos todos los corresponsales
se dirigían a la carrera hacia la salida. Por
las escaleras principales de la fachada
bajaron a toda velocidad. Cada uno de
ellos se colocó delante de la cámara de
su canal televisivo. Aquí y allí los
ayudantes hacían con los dedos el gesto
de contar hacia atrás: 3, 2, 1... ¡en el aire!
Y cada corresponsal justo antes se
colocaba el micrófono, se arreglaba el
flequillo y daba por fin la gran noticia.
Cientos de periodistas se iban
incorporando al directo de todas las
Punto 7º. Por tanto, este tribunal
insta al Gobierno Federal de los Estados
Unidos de América a que restaure el
orden constitucional en el Estado de
California, realizando los actos de fuerza
que sean necesarios para ello. Actos de
fuerza que no requerirán de ninguna
aprobación por parte del Congreso de los
Estados Unidos, ya que no se declara la
guerra a ninguna nación extranjera.
Punto 8º. Este tribunal insta
asimismo a la Fiscal General de los
Estados Unidos a que inicie pertinentes
querellas judiciales bajo la acusación del
delito de rebelión, contra todos aquellos
que hayan realizado actos de secesión,
usurpación de derechos constitucionales
o apropiación de bienes federales. La
apropiación de bienes federales no ha de
ser considerada en este caso como un
acto singular de robo, sino que se ha de
47
cadenas, interrumpiendo todos los
programas. Ni una sola cadena en toda la
nación retransmitía otra cosa que las
palabras del Tribunal Supremo.
-¡Señoras y señores –y una
corresponsal de color con un gran
micrófono azul miraba con respiración
agitada el reloj de su muñeca-, hace un
minuto y diez segundos el Tribunal
Supremo ha emitido sentencia. ¡La
secesión es ilegal! ¡Y no sólo eso: el
Gobierno Federal es conminado a
restaurar el orden constitucional por la
fuerza si es preciso!
48
Con la mano firme
en el timón
2 de marzo
emisión de ondas o cualquier cosa que
levantara sospechas.
La cacería había sido, como
siempre, un tiempo agradabilísimo para
Ethan. Francachelas, buena camaradería,
ejercicio físico con gusto, y confidencias
entre trozo y trozo de asado. Pero a Ethan
le había dado por recordar en toda la
cacería sus años jóvenes, con una mezcla
de satisfacción por lo conseguido y de
nostalgia por lo perdido. Aquella cacería,
aquel club selecto de hombres poderosos
que se ponían la mano en el hombro y
reían, era un poco como la constatación
de que había llegado a la cumbre. De que
estaba justo en el lugar al que le había
costado una vida llegar. Estar allí costaba
una vida, sí. Y él era uno de los elegidos.
En las caminatas en silencio a la
busca de la presa, pensaba: Cuando eres
joven siempre piensas que hay que
cambiar el sistema. Debe ser una
cuestión hormonal. Pero que para
hacerlo hay que estar lo más alto posible.
Pero para cuando llegas a lo alto, el
sistema te ha cambiado a ti, y ya sólo
buscas llegar a la cima como un buen
montañero. Al final, el ideal se ha
quedado en las laderas de la base de la
montaña, y la política se convierte
únicamente en mero montañismo.
Ciertamente los que llegamos aquí
llegamos amaestrados, adiestrados y
amansados. Esto debe haber ocurrido
desde los tiempos cavernarios. Supongo
que el amo de la cueva debía sentirse
hinchado por esa sensación de dominio.
Debe ser eso que dan en llamar la ley de
la vida. Sí, es la ley de la vida. No hay
E
than Ellsworth vestía prendas de
caza en tonos verdes de
camuflaje, todas de marca, las
más caras. Alrededor de él veinte
multimillonarios, armados con fusiles.
Al viejo Ethan le gustaban aquellas
cacerías de ciervos en el Parque Nacional
de Rocky Mountain en Colorado.
Conocía aquellas montañas como la
palma de su mano. Veinte años llevaba
haciendo excursiones a lo que él
denominaba su lugar favorito de la
Tierra.
La mañana había transcurrido.
Ya habían cobrado unas cuantas piezas y
en seguida estuvo preparado un fuego
donde asarlas. Un almuerzo bajo el cielo
descubierto, una comida de ciervo asado
y jabalí, además del Burdeaux, huevas de
trucha y esturión ahumado que la experta
treintena de sirvientes se habían aplicado
en preparar. Aquello era como un
almuerzo en Windsor pero con álamos y
abedules rodeando el suelo alfombrado
de hierba. Claro que aquel equipo de
criados culinarios era nada en
comparación con el ejército semioculto
de guardaespaldas apostados a distancia.
Los servicios personales de protección
de los veinte millonarios engrosaban las
filas del equipo de seguridad
presidencial. Eso sin contar, con que
cada vez que el Presidente iba de cacería
a ese parque nacional, el día previo un
satélite reconocía la zona que iba a
transitar en busca de objetos metálicos,
49
que darle más vueltas. La ley de la vida,
la ley de la selva... Quizá nosotros
mismos somos la selva. En lo único que
no se ha cumplido la ley de la vida es en
que esta oveja que soy yo, no ha
encontrado su pareja. Se suponía que
cada oveja encuentra a su pareja. Eso
me repetía mi niñera desde niño. Pero no
ha sido así. No he encontrado a nadie
para acompañarme en el viaje de la vida.
O más bien encontré a demasiadas, y por
eso ninguna oveja se convirtió en mi
media naranja.
Soy soltero como casi toda la
población. Ahora casi me arrepiento de
no haberme casado. He situado bien a
mis tres hijos. He llegado a la cima bien
solo. Al menos mis amigos son buenos
amigos. Y mi buena amiga Sophie, que
siempre me dice la verdad y que ahora
luce su reluciente fusil sobre el hombro,
ya me ha confiado otra de sus
advertencias al comienzo de la subida al
bosque. Sophie es una de mis mejores
amigas y uno de los mejores pájaros de
mal agüero que vuelan alrededor mío. Si
haces la guerra a California, pasará esto,
pasará lo otro.
Después de las sombrías palabras
de Sophie, casi no me sostenían las
piernas en mi subida por la ladera de
abetos, estaba agotado. De todas
maneras ya le he dicho a Sophie que si
no he enviado mis ejércitos hacia
California, no es por miedo, sino porque
estoy convencido de que ése no es el
camino. No quiero tener un Vietnam
dentro de los Estados Unidos. No quiero
pasar a la Historia por ese motivo. Jamás
emprenderé una guerra en suelo
americano,
contra
ciudadanos
americanos. Todos esperaban la guerra y
les he dado la paz. El bosque y las
bromas me hicieron olvidar los
problemas que había dejado en el
Distrito de Columbia. Ahora, sentados
en mitad del bosque, almorzábamos.
Comentarios informales, bravuconadas,
inmejorable ambiente.
-Bueno, ¿qué tal las cosas por
Capitol Hill? –preguntó Max Mc Gregor,
Presidente de la Corporación Dextron,
que ahora estaba a mi lado devorando
una bien asada pata de ciervo.
-Bueno, ya sabes –le contesté con
mi pedazo de carne de ciervo, mucho
más pequeño, y mi trozo de pan en la
mano. Pensé en dejarlo en ese ya sabes,
pero después imitando graciosamente un
cierto acento rural, continué:-, unos te
dicen una cosa... otros otra... pero al
final mando yo –todos rieron
sinceramente.
Les contemplé mientras reían,
mientras hacían bromas, comían con
buen apetito al lado de esos árboles de
veinte metros de altura. Allí sentados
sobre el suelo comían carne un par de
senadores, más allá el representante de la
mayoría republicana y al lado de la mesa
de canapés tres prometedores Secretarios
de Agencias Federales. Les miraba y
comprendía lo que le repitió su viejo
profesor de Derecho Político en la
Universidad: el Poder, en cualquier
época, en cualquier sistema, no
representa a nadie, sólo se representa a
sí mismo. Los actos de poder están
encaminados a perpetuarse en el poder,
a consolidar su poder y a reproducirse
en el poder. El fin que busca el Poder es
el Poder en sí mismo.
La sociedad se ha hecho
demasiado extensa. Estados Unidos son
habitados ahora por más seres humanos
que los que habitaban todo el planeta en
el siglo XVIII. La corrupción y la
inseguridad ciudadana son el problema
real que subyace bajo esta secesión. Los
pensamientos de Washington venían a la
mente presidencial mansamente, sin
ansiedad, pero como un arroyo del que
de vez en cuando se oye su rumor. Los
ojos de Ethan miraban a la hoguera que
se había prendido en el centro. Pero sus
pensamientos iban y venían a los grandes
asuntos. No sólo a los grandes asuntos de
la política, sino que en ese rato le había
50
dado por revisar el camino entero que
había tomado su país.
En los antiguos poblados
puritanos –reflexionaba Ethan- las
aldeas eran pequeñas, todo el mundo
vigilaba a todo el mundo, ya no es
posible. Esto es una macrosociedad en la
que la seguridad se ha dejado en manos
de cada cual. La seguridad en las calles
está por los suelos, aunque la economía
va bien. La política está corrompida,
pero las finanzas van bien. En las
antiguas poblaciones puritanas todos en
la aldea tenían conciencia, quizá a veces
demasiado
estricta,
pero
tenían
conciencia. Conciencia del Bien y del
Mal. El Gran Hermano era la conciencia
de cada uno. Ahora todos piensan que la
conciencia es un pesado lastre
judeocristiano, una reminiscencia de
pasados estadios evolutivos, es un poco
como el apéndice en el intestino:
extirparlo evita problemas. Estados
Unidos se fundó bajo el entusiasmo por
unos
valores.
Después
del
postmodernismo ya no hay valores. Con
excepción de los bursátiles. La Nación es
hoy día una gran asociación corporativa
de intereses. Se espera de ella unos
aceptables niveles de libertad, de
seguridad y de eficiencia. Eso es ser
Presidente de los Estados Unidos de
América hoy día: el encargado de
mantener unos niveles aceptables en
todos los indicadores. Bueno, no estoy
entusiasmado con el papel que he hecho
en estos ocho años. Pero tampoco estoy
descontento de cómo lo he hecho. No lo
he hecho bien del todo, pero otros lo
hubieran hecho peor. Bah, tampoco lo he
hecho tan mal.
En fin, con el lastre de la
conciencia o sin él, hoy estaba en aquel
bosque de Colorado y mañana por la
tarde estaría en la Metropolitan Opera
House escuchando con la aristocracia
neoyorkina El barbero de Sevilla.
rodea me tranquiliza. Formamos un
grupo y he seguido las reglas del grupo.
Y así he llegado a donde he llegado. Más
vale que vuelva a centrar mi mente en la
caza. Además, sin yo notarlo Lorena se
me ha acercado por detrás. Me ha puesto
la mano en la espalda y, como siempre,
tras un minuto ya me está pidiendo algo.
No le diré directamente que no. Jugaré
un rato con ella. La escucho aparentando
mediano interés. Tras un minuto de
monosílabos míos, respondo:
-Querida Lorena, ya sabes que no
debo intervenir en un asunto que
compete a la Comisión de Valores. Pero
bueno, haré lo que pueda.
Seguimos andando todavía veinte
minutos más. Hicimos un alto. Los
árboles altísimos, el aire fresco, con olor
a resina, el paisaje que veíamos desde ese
valle, con grandes peñascos coronando
una cadena de montañas, todo era una
invitación a sentarnos un rato en el suelo
y recobrar fuerzas contemplando la
naturaleza que teníamos delante. Yo me
había ido un poco más alto, a una roca,
quedándome a veinte metros del grupo,
por otra parte bastante disperso también.
Tras un par de minutos se sentó a mi lado
una de mis principales asesoras, un poco
gruesa, de mirada de águila. Sabía que se
había sentado a mi lado para decirme
algo. Pero tardó tres o cuatro frases en
entrar en materia. Le molestaba sacar
asuntos serios en mi tiempo de descanso.
Aun así, con decisión, pero costándole,
dijo:
-Señor Presidente, me están
llegando
mensajes
un
poco
contradictorios.
-¿Contradictorios?
-Quizá debería decir extraños.
Seguí mirando a los altos
peñascos de granito que tenía delante de
mis ojos. Ella continuó:
-Me
llegan
noticias
distorsionadas de que algo está pasando
con la Subdirectora de la CIA. Algo
referente a un informe que el Servicio de
Decodificación del Pentágono le hizo
Esta manada de millonarios
enfundados en sus chaquetones que me
51
llegar, pero que no aparece por ninguna
parte… No sé. Por otro lado, pero en
relación a esto, resuenan ecos, todavía
muy difusos, de que Europa está
invirtiendo grandes sumas de dinero para
tratar de influir en el estamento político.
No sabemos exactamente para qué, pero
todo parece indicar que tienen su vista
puesta en las próximas elecciones
presidenciales.
-¡Lo que nos faltaba!
-No se trata de una casualidad. A
río revuelto, ganancia de pescadores.
Cuantas más turbulencias suframos
nosotros, más posibilidades tienen ellos
de aumentar su capacidad de influencia
en Washington. Pero todavía no queda
claro qué es lo que están haciendo, o qué
pretenden en concreto.
-¿Está segura de que tienen algún
interés en las elecciones?
-De momento todo es muy
inconexo. Pero lo que es seguro es que
hemos detectado demasiados mensajes
mencionando las fechas cercanas a ese
día. Mensajes que muestran un
incremento de trasferencias bancarias y
traslados de agentes para los meses
anteriores a las elecciones. Al principio,
no nos dimos cuenta, pero ahora es
innegable que algo se está moviendo en
la sombra.
Me relajé mirando las montañas,
el valle, el cielo azul. ¡Qué gran país es
éste! Podríamos andar por estos bosques
durante días y los encontraríamos tal cual
los vieron los primeros exploradores.
Ellos nos recuerdan lo que fue esta tierra
antes de que llegáramos nosotros.
Lorena vuelve a aproximarse, confío en
que no me vuelva a sacar el tema de la
Comisión de Valores. Mi asesora ya no
tiene nada más que decirme. Más vale
que me ponga en pie antes de que esta
señora que viene, se siente aquí y me
vuelva a dar la murga con el tema de
antes.
-Muy bien, señores, ustedes dirán
–dijo el Presidente sin mucho
entusiasmo.
-¡Lorena!, ¿qué te parecen estos
macizos? ¿A que son impresionantes?
Al día siguiente por la noche
E
n el intermezzo de El Barbero de
Sevilla todos salieron un rato a
estirar las piernas y a charlar un
rato. La alta burguesía de la Gran
Manzana estaba radiante de glamour.
Fracs negros, trajes de noche, perlas y
rubíes por doquier, camareros ofreciendo
bandejas deliciosas de bocaditos de
caviar sobre cola de langosta.
En medio del gran salón, el
Presidente charlando, saludando aquí y
allí, aunque en realidad lo que le apetecía
era estirar un poco las piernas antes del
acto III. Había mirado el libreto, todavía
quedaban tres cuartos de hora.
Lo cierto es que se encontraba
relajado y la audición le descansaba.
Todos creían que su asistencia a actos
como aquél era parte de su trabajo, y que
como tal los aceptaba con resignación.
Pero no, en esos actos se encontraba en
su salsa, como pez en el agua. Pronto se
apartó hacia uno de los largos pasillos de
relucientes lámparas de cristal tallado del
Metropolitan, le apetecía pasear y aquel
pasillo era perfecto, aunque no tan
perfecta la compañía que iba a su lado. Y
es que Deborah Goldsmith, con su
petición de hablarle a solas, le había dado
la excusa para alejarse del vestíbulo y dar
el paseo. Pero a cambio tenía que pagar
el precio de escucharla. Deborah era la
presidenta de la Fundación Flag &
Patriot. Ella y otros dos invitados se
apartaron con el Presidente hacia uno de
los amplios corredores. Detrás de ellos
una
docena
de
guardaespaldas
bloquearon discretamente el acceso a ese
pasillo.
-Señor Presidente –dijo Deborah
con gesto tenso-, ¿hasta cuándo se va a
posponer la guerra?
52
Ethan Ellsworth no se impacientó
lo más mínimo. La gente común no suele
comprender que los políticos no quieran
hablar de política en sus ratos libres. No
entienden que es como pedirle a un
agricultor que en su tiempo de ocio se
dedique a la jardinería. Aquel descanso
no era el momento adecuado para
preguntarle eso, ¿es que ella no lo
comprendía? Como esa mujer y sus dos
acompañantes eran un mero pretexto
para alejarse de la recepción y pasear, se
tomó la pregunta con la tranquilidad del
que tiene decidido oir e internamente
desconectar. Y así, el Presidente les fue
escuchando un buen rato, con una cara
neutra que no le comprometiera
demasiado. Era propio de su oficio
atender con paciencia infinita a la gente.
Al fin y al cabo ahora lo importante era
andar. Las largas horas de despacho le
habían enseñado la capacidad de
escuchar con un estoicismo admirable. A
veces podía incluso escuchar y al mismo
tiempo desviar sus pensamientos hacia
asuntos que le distrajeran.
Al final, después de muchos
monosílabos, después de muchas frases
cortas, el Presidente creyó que era el
momento de decir algo más para no
parecer descortés. Porque Ethan era de
los que piensan que no hay que ser
descortés ni con el mentecato. Así que
con toda la tranquilidad de un padre que
habla a sus hijos, les dijo a los tres
palabras afables dentro de lo
políticamente correcto. Pero Deborah no
sólo le interrumpió varias veces, él le
había escuchado, sino que además le
habló con un descaro al que no estaba
acostumbrado. Así que Ethan finalmente
se cansó y dijo:
-Ya les he explicado que no. No
insistan, señores. Todos quieren guerra.
Hasta la retórica de los secesionistas me
pide guerra. Pero no les daré el gusto.
Quieren mártires, pero se los negaré.
Querrían esos rebeldes descabezarse
contra una dura pared, pero seré un
colchón. Si los rebeldes buscan un
Lincoln, mucho me temo que se van a
encontrar con un político. Al frente de la
Unión hay un político, no un general. Las
batallas se ganan mejor en el foro que en
los campos de batalla. La poderosa
Unión aparecerá ante todos como la
víctima, y les voy a hacer a ellos quedar
como los culpables de prepotencia.
¿Cuánto creen ustedes que le costaría al
Goliat federal arrasar a este David
californiano? Pero no. No estoy
dispuesto. No me da la gana empezar
esta masacre. Todo lo arreglaremos
políticamente. La opinión pública ha de
sentir compasión por Goliat. Y esa
compasión la alimentaremos hasta que
todos pidan la cabeza de David. Pero no
le daremos gusto al Pueblo. Todo lo
arreglaremos de un modo político, ése es
nuestro trabajo, trabajo de especialistas
en el arte del entendimiento y el
compromiso.
De más joven hubiera apoyado
lleno de pasión la política de mano dura.
A mi edad hace tiempo que he decidido
no añadir ni una pequeña porción más de
sufrimiento a este mundo. Además, la
guerra... económicamente, siempre es
un mal negocio.
Al acabar de hablar el Presidente
los tres miembros de la Fundación
Unionista le siguieron presionando. Tras
seguir hablando un par de minutos más,
Ethan se dio cuenta de que era inútil
dialogar con ellos. Trato de explicar su
postura un poco más, pero nada.
Simplemente le estaban presionando, no
había posibilidad alguna de diálogo. Así
que al final sin alterarse les dijo que no
insistieran, y añadió:
-¡Ah! Un consejo, estos días no
les sugiero que escuchen música
wagneriana.
La
exaltación
de
Tannhäuser no es buena para la política.
Me atrevería a sugerirles que
descubriesen los sencillos placeres de
Scarlatti o Albinoni. Hay más arte en la
placidez de una viola, de una cítara
barroca y serena, que cuando Wagner
53
-Soy perfectamente consciente –
dijo el Presidente sin perder la
compostura- de que ustedes defenderían
la Constitución a cualquier precio,
incluso pasando por encima del cadáver
de la Constitución.
-Puede ser todo lo sarcástico que
quiera. Pero usted al fin y al cabo es un
hombre. Y un hombre se neutraliza con
una bala. La Presidencia en definitiva
vale lo que vale una bala –este
comentario del otro acompañante era
sumamente duro, y pretendía ser lo más
hiriente posible. De una dureza que
rayaba los límites de la descortesía más
insolente y amenazante. Pero Ethan era
incombustible e inconmovible. Su pulso
no se alteró un latido.
-Mire, usted –le respondió Ethan, un golpe de estado lo dan los militares,
y nuestro Estado Mayor está ahora
mismo constantemente seguido por el
Departamento
de
Inteligencia
dependiendo directamente del Presidente
–y se señaló a sí mismo-. Ah, y respecto
a lo de la bala, pruebe a meterle miedo a
otro miembro de mi gabinete de
escalafón inferior. Le sugiero que lo
intente con Lara Smith, es muy miedosa.
Lo de la bala le impresionaría, sin duda
alguna. Es cierto que la Presidencia vale
una bala. Pero es imposible meterle una
bala entre ceja y ceja al Presidente a no
ser que el director del Servicio Secreto
de Seguridad Presidencial esté en el ajo.
Y me consta que no está en el ajo, porque
estoy vivo. El día que ese Director decida
cambiar sus fidelidades, ese día ya no lo
contaré. Pero el hecho de que esta
conversación esté teniendo lugar,
significa que ustedes no lo tienen de su
parte.
Señores, a estos niveles del Poder
cuando se puede hacer algo, se hace. Y si
no se hace algo, es que no se puede hacer.
Pero tranquilos, ustedes son unos
amateurs, esto se aprende con el tiempo.
Vamos a dar media vuelta, el III Acto
comenzará de un momento a otro.
ataca con toda la artillería orquestal. ¿No
les parece?
-Lo que me parece es que usted,
señor Presidente, va a pasar a la Historia
como un mediocre hombre de Estado –
éstas fueron las groseras palabras del
señor Hamilton, uno de los miembros de
la Fundación. Después de decirlas, el
señor Hamilton dio media vuelta y se
alejó solo e indignado por el pasillo
camino del salón. Los demás se
volvieron en silencio hacia el que se
alejaba, después prosiguieron su camino
con Ethan entre los dos miembros de la
Fundación.
Ethan esperaba alguna disculpa
de sus dos acompañantes ante aquella
salida irrespetuosa. Pero nadie dijo nada.
El anciano Presidente andando de nuevo,
dijo:
-La Historia... No dejo nada para
este mundo. Ni un libro de memorias, ni
siquiera un árbol plantado. Mi herencia
será la Unión. La pervivencia de los
Estados Unidos como la unión de más o
menos cincuenta estados federados
formando una unidad. Nadie lo
entenderá, pero sé que mi apariencia de
debilidad es ahora mi mayor fortaleza.
-Señor Presidente –volvió a
insistir Deborah en un tono seco y duro, se lo voy a decir de un modo claro.
Usted ha jurado proteger, defender y
preservar la Constitución de los Estados
Unidos. Si un Presidente hace dejación
de su obligación de defenderla, puede y
debe ser removido. Defender y preservar
el territorio de nuestra nación forma
parte de sus deberes encomendados por
la Constitución. No puede hacer dejación
de sus deberes sin incurrir en un
comportamiento
inconstitucional.
Aténgase a las consecuencias si a un par
de generales les da por hacer una locura
–Ethan le escuchó sabiendo muy bien
que la Fundación Unionista en la práctica
era un movimiento de aunamiento de
voluntades en la política, los negocios y
los militares, para imponer el unionismo
en los círculos políticos de Washington.
54
Qué pena –pensó Ethan-. Eso es
lo malo, cuando ya te empiezas a
acostumbrar a ser presidente se te acaba
el segundo mandato. Maldita legislatura
después de Roosevelt. ¿Por qué les daría
por limitar el número de mandatos de los
presidentes? Tres o cuatro mandatos
darían más tiempo para llevar a cabo una
verdadera política. E incluso para llevar
a cabo una ausencia de política. Hasta la
ausencia de política tendría más
coherencia si se prolongase más en el
tiempo. En fin, vamos a por El Barbero
de Sevilla. Cada vez que veo esta obra de
lo que realmente me acuerdo es de Bugs
Bunny afeitando al cazador tontaina.
El grupo retrocedió sobre sus
pasos. Sus acompañantes estaban
crispados, sus rostros echaban chispas,
ya no disfrutarían nada del resto de la
obra, cuando Fígaro anima a Bartolo a
que se disfrace de clérigo para sustituir
en la clase de canto a don Basilio.
Probablemente habían venido a la Ópera
sólo para tener oportunidad de hablar con
él. Pero Ethan había sabido ignorarles de
forma casi completa. El mayor insulto es
que tu oponente ni siquiera se digne a
prestarte atención. Los fastidiados
acompañantes del Presidente ni siquiera
sospechaban que aquella conversación
había tenido lugar porque a Ethan le
apetecía salir de bullicio del salón para
andar. ¡Ya lo único que les hubiera
faltado por saber! Bien sabía Ethan de
qué le iban a hablar los tres integrantes
de esa fundación.
En el fondo, le daban pena. Ellos,
como tantos otros, se tomaban las cosas
muy a pecho, y sufrían con ello. En la
mente de los dos que le acompañaban,
hervían todo tipo de venganzas y
confabulaciones. Desafortunadamente
ellos mismos eran conscientes de que no
podían hacer nada. Ethan Ellsworth
continuó la conversación como si tal
cosa. Sobre otros temas, pero como si no
hubiera pasado nada. Aquel viejo de
patillas blancas tenía su piel política
curtida como ninguno. Es más, durante
el trecho de regreso al salón les iba
comentando la calidad del cristal tallado
de las lámparas. Se detuvo ante un par de
cuadros. Después miró su reloj de
bolsillo, de oro. En su interior, Ethan
pensaba que eso era lo bueno de ser el
Presidente, que si llegas tarde a tu butaca
el director por deferencia no empieza el
siguiente acto hasta que llegas. Siempre
hay algún subdirector de la empresa, que
le susurra al oído al director de la
orquesta: el Presidente no ha llegado
todavía. Y como quien no quiere la cosa,
el director se entretiene comprobando la
afinación de tal o cual instrumento de
cuerda.
8 de marzo
E
l Presidente serio, con las manos
enfundadas en guantes negros,
asistía al entierro del senador Du
Bois en Trumbull, Connecticut. Detrás
de Ethan estaba todo su gabinete de
riguroso luto negro. Detrás de los
secretarios del Ejecutivo, una hilera de
marines en uniforme de gala, firmes, con
cara impasible, dirigidos por un capitán
cargado de galones, hilera de cabezas
rapadas con gorras blancas escuchando
los sones dulces de una compañía de
gaiteros. Siempre que escuchaba a los
gaiteros en actos similares, a la mente de
Ethan venían imágenes de praderas
brumosas en Escocia, imágenes de
bárbaros cuidando de sus rebaños en
interminables días de frío y lluvia
constante. Tierras salvajes tan distintas a
ese césped cuidado erizado de losas
verticales, un bosque marmóreo de
breves inscripciones. El asesinato del
senador Du Bois había conmocionado a
todos. Nadie estaba seguro, era la
evidencia que recorría toda la nación.
El ataúd en un carro tirado por
seis caballos negros, las palabras del
oficiante, las protocolarias tres descargas
de los fusiles. Aunque Ethan miraba
hacia los veinte marines con uniforme de
gala, y escuchaba los gritos rudos del
55
sargento gritando fuego antes de cada
descarga, en realidad su mente estaba
lejos. Esta vez ni rememoraba imágenes
de las tierras de Escocia, ni se fijaba en
el peso de los fusiles de los dos soldados
firmes a ambos lado de la bandera. Sólo
pensaba en que el día anterior el
Congreso de Oregon había aprobado
unilateralmente con amplia mayoría un
nuevo estatus para su estado. Ahora era
un Estado Libre de la Unión. Por lo
menos según el congreso de ese estado,
eso era así.
Aquello
había
sido
una
declaración ambigua, una especie de
paso previo a la independencia, en espera
de acontecimientos. Allí, delante del
senador asesinado, se daba cuenta de que
era Presidente de una nación que
contenía en su seno cuarenta y siete
estados de la Unión, un Distrito de
Columbia, un Estado Libre Asociado
(Puerto Rico) y un Estado Libre de la
Unión (Oregón). Sin contar con dos
estados (California y Utah) en franca
rebelión. Todo estaba preparado para
estallar, sólo se necesitaba una chispa.
Ethan sabía que lo único que había
pedido era tiempo para reconducir las
cosas. Pero cada vez se lo ponían más
difícil. Aun así todo sacrificio, toda
espera, valía la pena si con ello se evitaba
una conflagración. ¿Cuál era el precio
que una nación podía pagar para evitar
una guerra civil? Se estaban acercando a
ese límite, al límite de lo que una nación
puede tolerar.
De todas maneras, si finalmente
había que intervenir, cuanto más se
tardase más predispuesto estaría el
Pueblo a aceptar la medicina por amarga
que fuese. En cualquier caso prefería
enterrar a varios senadores más y resistir,
a tomar decisiones que supondrían la
muerte de decenas de miles de personas.
Allí,
rodeado
de
cuatro
congresistas, estaba el senador Sheik
Abbud. Ethan notó reprobación en su
mirada.
-No era ése el momento, ni el
lugar, para una mirada así –pensó Ethan. Siempre había sido un hombre
ordinario y descortés. Lamento, yo el
primero, este goteo de muertos. Pero mis
palabras ante la sesión conjunta de las
dos Cámaras fueron claras: los
problemas políticos se tienen que tratar
de resolver con soluciones políticas.
Todos los congresistas y senadores lo
oyeron. No me anduve con rodeos.
Cobarde, me gritó desde su asiento el
senador Sheik Abbud. No me extrañó:
había tantas fuerzas financieras que me
pedían que resistiera. Él era la voz de
esas fuerzas, de esos lobbies. Grandes
grupos económicos me insistían para que
restaurara el orden a cualquier precio.
Otros grupos me presionaban para que
dejara pasar unos meses antes de
empezar el infierno. A mí, ante todo, lo
que me importaba era preservar las vidas
de mis compatriotas que había jurado
salvaguardar el día que tomé posesión de
mi cargo.
Un oficial de uniforme negro,
cargado de condecoraciones, se arrodilla
ante la desconsolada viuda y le entrega
doblada la bandera que cubría el féretro.
Después el Presidente se acerca toma su
mano, le dice unas palabras. Un grupito
de fresnos y alerces detrás de los
familiares, el cielo encapotado, la
bandera de la compañía de marines
escoltada y ondeando, todo formaba un
cuadro lleno de melancólica belleza.
El Presidente, seguido de su
gabinete, se dirigía ya hacia la salida del
camposanto, cuando por detrás se acercó
su nada amado vicepresidente, una
persona impuesta por el Partido, su
ambicioso segundo. Un hombre que
tenía una pésima idea del Presidente
Ellsworth. Quizá no tan mala como la
que Ellsworth tenía de él. Se acercó al
Presidente, no se veían desde hacía
muchos días.
-Ethan, creo que deberíamos
hacer algo respecto a los dos miembros
del Departamento de Recaudaciones
56
Federales que están prisioneros en Los
Ángeles.
-Vamos, vamos, prisioneros...
Qué palabra tan fea. Y tan desagradable.
Están... retenidos, pero confío en que
antes de que acabe esta semana este
punto de fricción se haya resuelto.
-¿Y los otros veinte?
-Los otros veinte se metieron en
la boca del lobo por su culpa. ¿Creían
que por tener una placa federal en el
bolsillo se iban a echar a temblar los
encargados de ese archivo estatal?
Fueron unos memos sacando sus pistolas
y encañonando a los funcionarios de
aquella oficina.
-No sé por qué dices que ellos
fueron los imprudentes. Tú siempre has
dicho que esto sigue siendo un país, que
la soberanía de California no existe más
que en la mente de ese congreso exaltado
y visionario.
-Vamos, no me vengas con ésas.
Ellos sabían muy bien que de facto las
cosas están como están.
-Veinticinco
funcionarios
federales están en prisiones estatales
secesionistas. La gente se pregunta por
qué el Presidente no hace nada... –la
pregunta no esperaba respuesta, el
vicepresidente ni siquiera le había
mirado al hacerla.
Ethan le miró un momento.
Aquel atlético vicepresidente estaba
acabado políticamente. Cada vez
aparecía menos en público. Ethan
ignoraba incluso que aquella era su
penúltima aparición en un acto público
antes de retirarse definitivamente a su
rancho de Oklahoma. El Presidente le
miró y como desconocía su intención de
dimitir y creía que lo iba a tener que
aguantar todavía muchos meses más,
pensó cuidadosamente las palabras que
le iba a decir. Iba a decirle algo que le
doliese. Cada palabra tenía que ser una
puñalada. Pero justo en ese momento le
interrumpió el Subsecretario de Defensa.
-Disculpen, pero debo decirles
algo –el subsecretario llevaba su teléfono
móvil en la mano sin cortar la
comunicación-. Ha habido un atentado
en el aeropuerto de Wyoming. El ala
derecha del edificio de embarque está
completamente derruida. Se estima que
ha habido no menos de ochocientas
víctimas mortales.
-Pásame el móvil. Y prepárame
un discurso para dentro de diez minutos.
-¿Líneas generales?
-Estoy tan conmocionado como
vosotros, éste es un gran país, la bandera,
nuestro pasado común, debemos
mantenernos firmes, la nación entera está
a prueba, seamos dignos del momento
histórico.
57
58
Guardia Pretoriana
14 de marzo
hecho, hace dos meses que no ingresa su
cuota de impuestos federales, y no
reconoce las decisiones de nuestras
Secretarías en Washington.
Si a todo esto unimos que el
malestar de la nación está llegando a
límites difícilmente soportables, que los
atentados terroristas son diarios, y que la
sensación de corrupción de todos los
políticos es universal, nos daremos
cuenta de que debemos hacer algo –el
Presidente hizo gesto de que iba a decir
algo, pero el Director de la CIA
prosiguió con tono contundente-. No
podemos esperar a que llegue un nuevo
inquilino a la Casa Blanca a ver si éste
por fin hace algo y toma las difíciles e
impopulares decisiones que hay que
tomar. No podemos esperar al fin de este
mandato, para ver si en los meses
siguientes el nuevo presidente por fin
actuará con libertad, o será tan sólo una
cara nueva pero otro representante más
de los intereses de los grupos de presión.
El Presidente estaba en este
momento comenzando a preocuparse
seriamente del tono que estaban tomando
las palabras del todopoderoso Hubert. Y
lo malo no era lo que decía Hubert, lo
peor era que todos los presentes callaban,
ninguno hacía un gesto desaprobatorio.
Hubert prosiguió-: Señor Presidente, la
plana mayor del FBI y de la CIA hemos
analizado la figura de los candidatos con
alguna posibilidad de ocupar la máxima
función de la Nación, es más, los
llevamos analizando desde hace medio
año, y le aseguro que nada va a cambiar
sustancialmente. Ésa es la conclusión a
T
ranquilamente se sentaron en los
sillones del Despacho Oval cinco
altos directivos de la CIA y el
FBI. El Presidente se acomodó en el
sillón situado en el centro de los dos
sofás de terciopelo color verde
esmeralda. El ambiente era distendido.
El Presidente estaba de buen humor. Allí
estaba la plana mayor del Servicio de
Inteligencia. Un momento después
entraba el Director General del FBI. Una
llamada de última hora le había retrasado
en la antesala, pero ahora entraba
acompañado de su subdirector.
-Muy bien, señores -dijo el
Presidente mientras dejaba su taza de
café en la mesita de enfrente-, ustedes
dirán por qué han solicitado esta reunión
conjunta.
-Señor Presidente –comenzó el
Director General de la CIA, el más viejo
y el más sagaz de los allí reunidos-,
faltan ocho meses para que un nuevo
inquilino
ocupe
este
despacho.
Comprendemos que si usted no ha
comenzado todavía la guerra para la
recuperación de los territorios rebeldes
de la Unión, no la va a comenzar ahora
que ya está con un pie fuera de la Casa
Blanca. Durante estos dos últimos
meses, California ha vivido de hecho
como un estado independiente, aunque
jurídicamente pertenezca a la Unión, y
aunque mantengamos el dominio y la
comunicación terrestre con nuestros
acuartelamientos en el suelo de ese
estado. Pero a pesar de estos aspectos
jurídicos y militares, la separación es un
59
la que hemos llegado. Todos están en
manos del sistema.
-Fue entonces –prosiguió el
Director General del FBI-, hace cuatro
meses, cuando Hubert y yo nos
reunimos, y decidimos que ya no
podíamos
seguir
como
meros
espectadores de la descomposición de la
Nación. Y en aquel momento y en las
semanas sucesivas, pergeñamos las
líneas maestras del plan Épsilon.
-¿El plan Épsilon? –repitió con
extrañeza y desagrado el Presidente.
-Se hace preciso colocar en el
Despacho Oval a alguien fuerte,
dispuesto a sacrificar toda su
popularidad con tal de hacer lo que haya
que hacer. Alguien que esté fuera del
sistema de clientelas políticas, alguien
que no deba nada a nadie por haberle
colocado allí –el Presidente, que antes
había estado a punto de interrumpir
indignado a Hubert, ya no quería
intervenir, con los ojos muy abiertos, tan
sólo deseaba escuchar todo. El Director
de la CIA seguía hablando-: Fue
entonces cuando nos dimos cuenta de
que un hombre así no lo encontraríamos
entre los barones del bipartidismo, había
que crearlo. El Épsilon es el nombre que
hemos dado al plan para crear un
presidente para la próxima legislatura.
-¿Y qué hombre es el que ustedes
consideran más capacitado? –preguntó
Etham con aire escéptico levantando su
ceja derecha y sin poder dar crédito a lo
que acababa de escuchar. Pero para
enterarse de todo hasta el final decidió
aplazar un minuto su ira y el despido
fulminante de aquellos dos directores. El
despido de aquellos dos intrigantes
estaba ya decidido desde ese momento,
pero antes deseaba escucharles todo lo
que le tuvieran que decir. Quería
escucharlo todo antes de explotar en un
formidable estallido de ira.
-Tiene que ser un hombre rico,
extraordinariamente rico –explicó el
Director del FBI-, porque ha de ser
inmune a cualquier intento de compra
por parte de los lobbies. Tiene que ser un
hombre con experiencia de gobierno. No
podemos ponerlo en este puesto a ver
qué tal lo hace. Ya no podemos aceptar
riesgos ni hacer experimentos. Y sobre
todo ha de ser un hombre con un carácter
férreo, al que no le tiemble la mano
cuando haya que hacer lo que se debe
hacer. Y ahora mismo, si queremos
evitar que la Nación se desintegre, hay
muchas cosas que hacer. Y buena parte
de ellas, muy desagradables.
-¿Y cómo se llama el hombre que
han elegido? –insistió con dureza el
Presidente. ¡Quería el nombre!
-Fromheim Schwartz.
El Presidente comenzó a reír sin
ganas, se llevó una mano a la frente. No
se lo podía creer. Después, moviendo la
cabeza entre sonrisas desganadas, dijo:
-Efectivamente, no podían haber
buscado a alguien más ajeno al sistema.
El perfecto outsider, rico como Creso,
con experiencia de gobierno, poseedor
de
infinidad
de
medios
de
comunicación... Pero si ustedes piensan
que la maquinaria política de
Washington va a permitir que ese
residente en el extranjero gane las
elecciones significa que ustedes están en
la Luna. Caballeros, nunca imaginé que
pudieran ser tan ilusos.
Se hizo un molesto silencio en el
despacho. Los seis altos directivos le
miraban inmutables. La cúpula del FBI y
de la CIA miraba fijamente a su
Presidente. Éste, al final, tuvo que
apartar la mirada de los ojos de todos,
bajar la cabeza moviéndola con
incredulidad y volver a mirar a los ojos
al Director de la CIA, que le dijo sin
pestañear y con palabras cortantes:
-Permítame
decirle,
señor
Presidente, que si algo no nos podemos
permitir ni los Servicios Secretos ni el
FBI, es estar en la Luna.
El silencio volvió a reinar, un
silencio muy molesto.
-Pues nada, lo siento mucho pero
no pienso apoyar ni lo más mínimo su
60
propósito –el Presidente hablaba con
desdén, como alguien que ya había
tenido demasiada paciencia con ellos. El
desdén trataba de ocultar su nerviosismo.
-¿Es su última palabra? –
preguntó el subdirector del FBI cruzando
las piernas y los brazos.
-Es mi última palabra.
-Le podemos dar tiempo para
pensárselo.
-Ahórrenselo. Y ahora si me
disculpan, tengo muchas cosas que
hacer.
Los seis directivos se lanzaron
miradas, como constatando una vez más
que el Presidente Ellsworth era
impermeable a toda alternativa de
regeneración.
-Mire
–habló
el
obeso
Subdirector de la CIA-, usted forma
parte de nuestros planes. Nos ayudará
tanto si quiere como si no -el Subdirector
abrió su maletín y sacó un informe de
unos cien folios encuadernados-. Si no
nos ayuda, ¿prefiere ser acusado por el
asunto Hannover?, ¿o por el oscuro caso
de la desaparición de Lucy Walker? –le
amenazó sacando otro dossier-, ¿o por la
trama Goldwater-Hutchkinson? –dijo
extrayendo un tercer abultado informe-.
Tenemos más, pero éstos son los más
documentados y los de más impacto.
-¡Todo eso es falso! –dijo el
Presidente señalando esos papeles con su
largo dedo índice. Muy a su pesar, la voz
le tembló.
-Frente a cualquiera de estas
acusaciones, o frente a las tres juntas, no
tiene ni media posibilidad de convencer
de su inocencia ni a un tribunal, ni al
pueblo americano.
-Venga, recapacite –dijo con tono
acerado uno de los directivos de la CIA, le ofrecemos entre la posibilidad de
ayudarnos o de pasar el resto de su vida
en la cárcel. Somos extremadamente
generosos.
El Presidente hojeó un par de
aquellos informes. Se quedó sin habla.
Durante cuatro minutos, le vieron pasar
páginas en silencio. Al final, el Director
de la CIA puso la mano en el hombro del
anciano presidente y le dijo:
-No queremos su mal. No
ganamos nada con su caída y su
deshonor. No se trata de nada personal.
Acepte colaborar con nosotros –y miró
con complicidad a Etham-. Eso es todo.
-Dentro de tres días –dijo el
Director del FBI con un tono menos
amistoso- el recién fundado Partido del
Orden, el nuevo partido creado por una
plataforma
de
ciudadanos
independientes, ofrecerá a Fromheim
Schwartz presentarse como candidato
por ese partido. Él dudará durante unos
días. Después aceptará. Usted, tras
esperar un tiempo prudencial, comenzará
a manifestar que considera que la
situación es tan grave que cree que lo
mejor es apoyar a alguien como
Fromheim. Nosotros le iremos indicando
paso a paso qué es lo que conviene que
diga o haga para favorecer a nuestro
candidato.
-Ni que decir tiene –le advirtió
otro directivo-, que si una sola palabra de
lo que hemos hablado aquí sale a la luz
pública, daremos por terminada nuestra
colaboración y comprobará lo testarudos
que podemos llegar a ser si nos
empeñamos en que a alguien se le
aplique la perpetua. Y si nos hincha
mucho las narices ya crearemos algún
cuarto dossier con pruebas que le acusen
de algún delito federal castigado con la
pena capital.
Ethan volvió a mirar los informes
que le acababan de mostrar. Estaban
sobre la mesa. Pero alargó la mano de
nuevo. Quizá recordaba algo que le
impelía a revisar otra vez uno de ellos.
Porque lo buscó con afán. Algo había allí
en esas hojas, aunque a juzgar por sus
gestos no lo encontró. Un minuto
después, el Presidente se volvía a
recostar sobre el respaldo de su sillón,
cerraba los ojos y se frotaba la cara. Uno
de los jefes de la CIA añadió:
61
-Atiéndanos. Nuestro candidato
pretende hacer de la restauración del
orden y de la limpieza de la... basura de
Washington, uno de los principales
pilares de su discurso. Nada nos vendría
mejor para confirmar su mensaje durante
la campaña electoral, que un Presidente
como usted sumergido hasta la coronilla
en todo este estercolero que le hemos
puesto sobre la mesa. Un Presidente
arremetiendo contra el FBI y la CIA
daría la impresión de que Washington
precisa con urgencia ponerlo todo en
manos de un outsider que actúe como un
cirujano, sin contemplaciones.
El Presidente no dijo nada..
-Tranquilo –trató de consolarle el
Subdirector del FBI-. Estas cosas
requieren su tiempo para ser digeridas.
De hecho, ni siquiera le pedimos una
respuesta ni ahora ni después. Basta que
a cada paso vaya haciendo lo que le
indiquemos. Por el contrario, si decide
no subir a nuestro barco no hace falta que
nos diga nada, será suficiente con que
entregue a la prensa información sobre
nuestro plan Épsilon. Nosotros diremos
que esas acusaciones de usted contra
nosotros son su reacción lógica al
enterarse de que la CIA y el FBI estaban
acabando de investigarle por estos
informes que tiene sobre la mesa.
Así que ya lo sabe, si algo
aparece en la prensa daremos por
supuesto que usted ha sido la fuente
informante, por más que proteste que no
ha sido así. Eso significará que no hay
marcha atrás en nuestra guerra personal.
Pero tranquilo, sabemos que usted no es
un hombre de guerra, sino de concordia
y entendimiento. No se olvide de que
usted es un político, no un mártir de los
lobbies que le han aupado. Esos grupos
financieros también le presionarán, pero
recuerde que nosotros podemos ser
mucho más crueles que ellos.
-En mi vida profesional –dijo el
Director de la CIA- he tenido muchas
veces que intervenir invisiblemente en el
ruedo político. Pero, créame, por fin
ahora lo hago con la plena tranquilidad
de conciencia de que esta vez presiono
para el bien de mi país. Nunca he hecho
nada tan patriótico como lo que estoy
haciendo ahora.
-Pues nada, si no tiene nada más
que decirnos, nos retiramos, señor
Presidente –dijo el Director del FBI.
El Presidente negó con la cabeza
sin levantar la mirada. Mientras aquellos
hombres poderosos dejaban el despacho,
el Presidente, que seguía en su sillón, se
sentía prisionero de sus guardias, de sus
oficiales pretorianos. La Agencia Central
de Inteligencia y el Buró Federal de
Investigación habían sido creados para
proteger al Pueblo Americano, y ahora se
revolvían contra el representante de ese
Pueblo, o por lo menos del 11% que le
había votado. El anciano Presidente
estaba solo. Los segundos que
trascurrieron desde la salida de aquellos
hombres y la entrada de su secretaria, se
le hicieron horas. El silencio que de
pronto reinaba en el despacho le pareció
el silencio de después de una batalla.
-Señor –le interrumpió en sus
pensamientos su secretaria entrando por
la puerta-, ¿hago pasar a la
representación
de
la
Fundación
Ecologista de Maine?
Al Presidente le daba vueltas la
cabeza y sentía revuelto el estómago.
-Sí, hágalos pasar.
Se puso en pie, se arregló la
americana, y una hermosa sonrisa volvió
a aparecer en la cara de Ellsworth, la
sonrisa del político.
En el Despacho Oval aparecieron
nueve avejentadas
señoras,
que
estrecharon una a una la mano del
Presidente.
-Bueno –dijo el Presidente con su
más encantador tono de voz-, vamos a
ver qué podemos hacer por la grulla de
plumaje marrón.
62
D
ecir que la campaña electoral del
2180 fue la más sucia de todas
las que se habían visto, sonaría a
tópico. Guardé silencio, sí, no dije nada.
Callé, tragué, sonreí y estreché manos sin
dejar traslucir nada como sólo un
profesional de la política puede hacerlo:
son muchos años de entrenamiento.
Yo ya no me presentaba a un
nuevo mandato, pero como era lógico
estuve en medio de todo aquel choque
entre el poder mediático que apoyaba al
candidato Fromheim y los grupos de
siempre que apoyaban a los candidatos
de siempre: la consabida candidata
republicana y el no menos consabido
candidato demócrata. Frente a ellos, el
recién llegado logró dar la impresión de
ser una sola cosa: la alternativa. Por fin,
una alternativa.
Los hados parecían haberse
confabulado en contra de los dos
candidatos republicano y demócrata: dos
macroatentados más, la insolencia del
crimen organizado que andaba más
suelto que nunca, las declaraciones del
Gobernador de California. Aunque no
todo había que achacarlo a los hados,
cantidades
ingentes
de
dinero
procedentes de la República Europea,
promovían el cambio.
Fue entonces cuando comprendí
qué eran aquellas confusas y extrañas
señales que habíamos recibido acerca del
interés de Europa en intervenir en estas
elecciones.
Poderosos
intereses
nacionales y extranjeros se habían
coaligado para romper por primera vez el
monopolio republicano-democrático.
Los grupos económicos que
apoyaban a Fromheim poseían los más
prestigiosos medios de comunicación.
Pero tanto como los medios, influyeron
los
atentados…
¿Cómo
podía
mantenerse tranquilo al electorado con
semejante martilleo de sangre sobre
nuestras cabezas? Cuanto peor fueran las
cosas, mejor para Fromheim. Y las cosas
estaban yendo muy mal.
Con el FBI y la CIA trabajando a
favor del candidato del nuevo Partido del
Orden, ni siquiera intenté iniciar
investigaciones acerca de él. ¿Cuántos de
mis colaboradores estaban infiltrados
por sus redes? Probablemente ninguno
entre los más cercanos a mí. Me servían
desde hacia muchos años. Pero ya no
podía confiar. Aquél de quien menos lo
esperara podía coger el teléfono y hacer
una llamada nada más salir de mi
despacho. No podía correr riesgos, así
que callé y dejé que la naturaleza
siguiera su curso. Si tenía que ganar el
Partido del Orden, que ganara. Bien mal
lo habían hecho los partidos de siempre.
Si actuaban suciamente los que
pretendían escalar los muros de esta casa
bajo la bandera de un advenedizo, más
suciamente habían actuado los patricios
de toda la vida. Aun así, hasta un político
sin ideales como yo tengo mi límite. Una
mañana, tres de mis colaboradores más
fieles, entre ellos Madeleine, la que
estuvo en la cacería de Colorado,
vinieron a verme a mi despacho una
tarde: no podían probarlo, pero había
información reservada más que
suficiente para sospechar que al menos
un comando terrorista había actuado en
connivencia con los intereses del Partido
del Orden. Eso fue demasiado.
Lo sentí por esos colaboradores.
Era seguro que todas las conversaciones
que tenían lugar en ese despacho, eran
grabadas por el FBI. Les esperaba un mal
futuro, pero tampoco podía decirles:
¿sabéis que nos están grabando? Ya no
hubiera tenido ningún sentido. En mitad
de la conversación, carecía de finalidad
revelarles toda la historia de la que ellos
sólo habían alcanzado su superficie. Así
que dejé que siguieran hablando.
Aparentando sorpresa en los momentos
en que se suponía que así tenía que ser.
Fue muy duro tener que pedirles que
guardaran la mayor de las reservas
respecto a todo aquello, cuando sabía
que en un par de días les harían
desaparecer. A mí no me podían eliminar
63
sin que la opinión pública lo supiera, era
el Presidente. Pero a ellos, nadie les
echaría de menos. Aunque había estado
sonriendo todo el rato,cuando me
despedí
de
estos
tres
leales
colaboradores, se me hizo un nudo en la
garganta. No supieron por qué. Se
marcharon sin haberse enterado de nada.
Era lo mejor. Al menos que disfrutaran
con normalidad de sus últimas horas, sin
agobio, sin tensión.
personajes desconocidos pero que eran
los que de verdad cortaban el bacalao
desde la sombra. Llamadas y más
llamadas. Puse toda mi alma en el
empeño. Sin embargo, no dije nada en
contra de Fromheim. No tenía pruebas,
ni las tendría nunca con las dos agencias
federales a su favor. Durante un mes y
tres semanas me mantuve en esa línea.
Pero en Menphis se me fue la lengua:
pronuncié un discurso retransmitido por
la televisión en que maltraté la figura de
Fromheim.
En cuanto volví a Washington
vino a verme Fredecick Huntington, el
enlace de la CIA y el FBI conmigo. Su
mensaje fue claro: tiene un día para
pensárselo, recapacitar y dar marcha
atrás. O retira lo que ha dicho, o el
próximo viernes se hará público no solo
que usted fue el que ordenó la muerte de
Rose Gillet –cosa que era falsa-, sino que
su hijo mayor también estaba metido en
ese turbio asunto. Y en un mes, delo por
cierto, sus otros dos hijos van a estar
implicados en un tema de drogas, se lo
aseguro.
Me habían dado el plazo de un
día para recapacitar. Si quería salvar a
mis hijos, el miércoles debía anunciar
que había hablado en contra del
candidato Fromheim por las presiones
del partido republicano. Esa era la
condición. Mi silencio no bastaba. Tenía
que purgar mi apoyo a Bárbara
Browmiller. Se me indicó claramente lo
que tenía que decir y en qué fases tenía
que desvelarlo a la prensa. Tenía que
convocar una rueda de prensa mañana a
las tres de la tarde. Allí tenía que revelar
que el Partido Republicano me había
amenazado con inventar contra mí un
escándalo si no hablaba contra
Fromheim.
Dos horas después, el FBI
ofrecería otra rueda de prensa para
anunciar que iba a emprender una
investigación exhaustiva, independiente,
cayera quien cayera. Unos días después
esa agencia federal presentaría pruebas,
El que el Partido del Orden
hubiera estado involucrado en los
atentados, era más de lo que yo podía
soportar. Mi capacidad de aguante había
alcanzado su límite. Es cierto que esos
tres hombres desaparecieron en menos
de 48 horas, pero no necesité tanto
tiempo para tomar una firme decisión. Al
día siguiente de recibir aquellos informes
sobre los atentados, comencé a hacer
campaña activa a favor del candidato
republicano. Llamé a todas mis
amistades, a todos los peces gordos que
eran amigos míos, y les dije claramente
que apoyaran con todas sus fuerzas, con
todo el dinero posible, con todas sus
influencias a Bárbara Browmiller, la
candidata republicana.
-Mira, James –le dije al teléfono, abandonad toda diferencia. La que tiene
más posibilidades es Bárbara. O apoyáis
decididamente a uno de los dos o nos
vamos a hundir todos. (…) ¡Créeme, o
Bárbara o el abismo! Tenemos que salvar
esta nación. (…) Sí, sí, ya sé que no hay
mucho que salvar. (…) No tienes que
darme lecciones de lo mal que están las
cosas. Pero créeme, ahora es el momento
de echar el resto, no escatiméis gastos, es
la Patria lo que está en juego. (…) Si de
verdad amas a los Estados Unidos, ha
llegado el momento de cerrar filas. (…)
Sé que siempre se es tremendista en una
campaña, pero esta vez es verdad: es la
pervivencia de la Nación lo que se
decide.
Magnates de la industria,
prohombres de la banca, también
64
falsas, que ratificarían lo que yo había
dicho. Iba a ser un bombazo.
Efectivamente, los cimientos de esta
nación se iban a conmocionar hasta lo
más profundo.
No tenía que dar ninguna
respuesta al Director de la CIA ni al del
FBI. A las tres de la tarde ellos pondrían
el televisor y sabrían qué decisión había
tomado yo. Era evidente que existía un
Plan B si usaba esa conferencia contra
ellos: les atacaba porque sabía que me
investigaban y que iba a ser formalmente
acusado.
Me lo pensé. Ya no era mi vida lo
que estaba en juego, tenía en mis manos
la decisión de destruir o no el futuro de
mis hijos. Por otra parte, Bárbara y el
candidato
demócrata
no
eran
precisamente unos corderillos inocentes.
Eran individuos del sistema. Corruptos,
fríos, con secretos que ocultar,
dispuestos a todo por lograr la
presidencia. Además, las encuestas eran
muy favorables ya al Partido del Orden.
Llegué a la conclusión de que iba a
sacrificarlo todo por una candidata
indigna, que conmigo o sin mí iba a
perder de todas formas las elecciones.
¿Valía la pena inmolar a mi familia para
nada? Después de un día de meditación,
llamé a las cámaras y solté la bomba: el
Partido
Republicano
me
había
chantajeado.
Por si todo lo anterior que había
sucedido en la campaña en contra de los
candidatos tradicionales fuera poco,
encima esto. Mis palabras fueron como
bombas. Bárbara y el demócrata Nigel
(al que también se implicó) todavía se
hundieron más en el fango. ¡Chantaje al
Presidente! Nigel no se salvó. Se vio
enteramente salpicado por la ola de
porquería que acababa de caer de lo alto.
Según el FBI, también los demócratas
habían consentido en que se me
presionara. De acuerdo al informe
presentado, Nigel sabía que las encuestas
le eran demasiado desfavorables, y había
ofrecido a Bárbara apoyarla en este
chantaje a cambio de la vicepresidencia.
Los demócratas y los republicanos se
unían con tal de que no ganara un partido
que iba a acabar con la corrupción del
Capitolio. La gente captó el mensaje: Sí,
había que dar un giro radical, había que
hacer limpieza en Washington. Qué lejos
estaba el americano medio de saber que
el que se suponía que iba a hacer la
limpieza era el peor de todos.
En lo que quedó de campaña,
hablé poco, pero siempre a favor de
Fromheim. Diez días después de mi
retractación en forma de rueda de prensa,
comí en casa de mi hija Elizabeth, en una
bella mansión de Rhode Island, y con
mis otros dos hijos, Malcolm y Octavius.
Mis tres hijos estaban ya en los cuarenta
y tantos años. Habían venido con sus
familias. Eran dos respetables médicos y
un ingeniero miembro de un consejo de
dirección de una gran empresa. Todos,
sentados a la mesa, comimos, nos
divertimos, repasamos los viejos
tiempos. De vez en cuando no podía
evitar mirarles fijamente, pensativo: no
dije nada. Qué lejos estaban de adivinar
lo cerca que habían estado de que sus
vidas
hubieran
sido
cambiadas
radicalmente. Me los imaginaba en la
cárcel, acusados de algún delito
relacionado con las drogas o con
cualquier otra cosa, perdiendo sus
trabajos, perdiendo sus parejas, y me
daba cuenta de la gran lotería que es la
vida, de lo inconscientes que somos de
cómo una bola determinada se acercó
mucho a nosotros, aunque en el último
momento un movimiento del bombo la
desvió. Decidí que este tema se lo
comentaría a mis hijos dentro de muchos
años, cuando estos malos años, estos
tiempos de peligro, hubieran pasado
definitivamente. Les gustaría saber lo
cerca de sus cuellos que pasó la hoja
afilada de la guillota.
Al día siguiente, volé a Saint
Louis. Allí estuve en la inauguración de
un gran monumento que era una especie
65
de muro cuadrado de piedra artificial,
negra como el azabache, de trescientos
treinta y tres metros de altura, donde
estaban inscritos en letras de oro los
lemas de los Estados de la Unión.
Esperando el comienzo de la ceremonia,
desde mi puesto leía los lemas inscritos
con letras ciclópeas: AUDEMUS JURA
NOSTRA DEFENDERE, Ditat Deus,
REGNAT POPULUS, Nil sine Numine,
MONTANI SEMPER LIBERI, y otros
muchos.
A mis espaldas, durante la espera,
pude tristemente escuchar varias veces el
abucheo de alguna que otra persona
aislada. El Gobernador de Missouri a un
lado, la alcaldesa al otro, para que no me
apercibiera
de
esos
gritos
extemporáneos, trataban de explicarme
tal o cual detalle de las cabezas de león
de estilo romano que flanqueaban el
conjunto. Podía percibir el nerviosismo
de mis anfitriones en sus explicaciones.
Se sentían embarazados por cada grito.
Yo mismo estaba tan avergonzado que
miraba fijamente adonde me decían, pero
sin prestar atención a sus palabras. Mis
vaivenes en la campaña, mi supuesta
debilidad ante California, la postración
del país en mis ocho años de mandato,
ofrecían razones más que suficientes
para que algún que otro ciudadano libre
gritara con todas sus fuerzas para que el
primer magistrado le oyese. Yo para no
oír, seguía leyendo inscripciones en ese
monumental muro, trataba con todas mis
fuerzas de concentrarme en comprender
el sentido de esas frases.
Debajo de los lemas en letras
capitales, se hallaban en minúscula las
traducciones: Nos atrevemos a defender
nuestros derechos (Alabama), Dios es el
que enriquece (Arizona), Reina el
Pueblo (Arkansas) Nada sin la
Providencia (Colorado), Los montañeses
serán siempre libres (West Virginia).
A pesar de que estábamos a punto
de comenzar una celebración, leer todo
aquello me emocionó. Apenas podía
contener las lágrimas. Mis ilustres
acompañantes creyeron que habían sido
los insultos, pero no. Habían sido esos
lemas. Esas lacónicas frases latinas
encerraban las aspiraciones de los
fundadores de esta Patria. Me parecían
un contraste tan grande con la realidad.
Las aspiraciones de esos hombres
íntegros condensadas en lemas. Y
nosotros, sus descendientes, habíamos
sido tan negligentes en custodiar su
legado, que cuando empezaron los
discursos, vacuos, de encargo, puro
teatro, no pude evitar una sensación de
amargor tan grande como el monumento
que inaugurábamos.
Al llegar mi turno de hablar, me
levanté con lentitud de mi asiento, me
sentía con el cuerpo pesado, sin ganas.
Cuando acabaron los aplausos de rigor,
en este caso bastante fríos, empecé a leer
los papeles que traía. Mis asesores me
habían preparado un discurso normal,
correcto, sin estridencias, ni temas
espinosos. Pero cuando en la lectura de
mi discurso, llegué al momento en que
dije: el lema que preside en lo alto esta
grandiosa obra, es el lema de esta
nación E PLURIBUS UNUM…
entonces, no pude continuar. Cerré los
ojos, incliné la cabeza. Creí por un
momento que podría rehacerme. Pero no
pude. Conmovido, empecé a llorar.
Delante de cuatro mil personas, el
Presidente lloraba, no podía seguir
hablando.
Logré salvar la situación
excusándome con que el monumento me
había recordado las miles de personas
que habían dado su vida en el último año
para que el espíritu que reflejaban esos
lemas siguiese vivo. Aquello fue lo
primero que se me ocurrió, aun así la
gente me creyó. Los aplausos fueron
atronadores, me consta que mucha gente
lloró de emoción. Apenas pude continuar
entrecortadamente mi discurso. El
discurso era mediocre, ni siquiera lo
había escrito yo, pero leído con tanta
emoción,
entre
lágrimas,
con
interrupciones en las que con toda verdad
66
no
podía
continuar,
resultó
impresionante. La calidad de lo que
dijera, o lo audible que fueran mis
palabras, ya no importaba: cuando me
senté, los aplausos duraron dos minutos
ininterrumpidos.
El trayecto fue brevísimo. Los
turistas no se lo podían creer cuando subí
por las escalinatas de la fachada. Al
entrar al gran vestíbulo, vi que más de
quince hombres vestidos con gabardinas
habían bloqueado todos los pasillos,
todas las puertas. Por mi seguridad, el
Servicio
Secreto
había
dejado
completamente vacío el atrio de entrada.
Mejor así, podría disfrutar con intimidad
de mi paseo. Porque lo que realmente me
apetecía era darme una vuelta por el
lugar.
Empecé la visita por mi cuenta,
aunque no tardó ni dos minutos en llegar
a mí uno de los jefes de funcionarios de
esa casa. En realidad, tardó dos minutos
en atreverse a venir a mi lado, porque no
se acababa de creer que se tratara de una
simple visita. También él pensaba que
venía a ver a alguien o a hacer algo. Sólo
cuando clara e inequívocamente fue
evidente que simplemente estaba yo
deambulando por el interior, sin
dirigirme a ningún despacho en
particular, se acercó y me ofreció su
erudición acerca del simbolismo de un
frontón recorrido por figuras togadas.
Sus comentarios fueron utilísimos. Mis
comentarios a lo que él me decía, eran de
lo más simples. Del tipo qué edificación
tan armoniosa, qué impresionante, y
cosas así. Él me correspondía con una
sonrisa de satisfacción.
Sus estatuas, sus corredores, sus
frisos… aquello era la belleza de la
Justicia hecha piedra y mármol. Desde la
entrada mi entusiasta acompañante fue
explicándome los insuperables nombres
que se les dieron a las grandes estatuas
que flanquean su larga escalinata. Una
era la Contemplación de la Justicia, a la
otra estatua se le dio el nombre de la
Autoridad de la Ley. Mi guía, que resultó
ser el Jefe del Servicio de Recepción, se
detuvo largamente en mostrarme las
similitudes entre la planta de ese edificio
y la del Templo de Ezequiel. Aunque el
lugar donde más disfruté fue en el centro
geométrico del edificio: la Sala de
A
demás de tener sesenta y dos
años, debía estar volviéndome
irremisiblemente senil, porque
cuando regresé a Washington sentí unos
invencibles deseos de conocer el
venerable edificio del Tribunal Supremo,
de pasear por él. Había hablado en
bastantes ocasiones con el más
importante despacho de ese edificio,
pero siempre por teléfono. También sus
magistrados habían venido regularmente
cada año a las recepciones de la Sala
Azul en la Casa Blanca, pero en ocho
años nunca había puesto yo mi pie allí, a
pesar de vivir nada lejos y de pasar
muchas veces tan cerca de camino al
Congreso.
Todos creyeron que chocheaba,
cuando por la tarde del mismo día que
regresé de Saint Louis, le dije a uno de
mis asesores que quería ir a conocer el
edificio del Tribunal Supremo.
-Esta misma… tarde… -repitió
vacilante Spokane. Lo que me molestó
fue que pusiera cara de ¿se ha vuelto loco
el señor?
-Sí, esta misma tarde. Ahora.
¿Hay alguna ley que me lo prohíba? Me
consta que por la tarde están permitidas
las visitas turísticas. ¿Voy a poder hacer
menos que cualquier ciudadano?
-Bueno… pero… habrá que
avisar al Presidente del Tribunal
Supremo…
-¡No avises a nadie! –ordené
tomando un elegante abrigo negro y
bajando las escaleras para ponerme en
camino-. No hay que avisar a nadie, no
hay necesidad de hacer planes, esto no es
como una guerra que hay que prepararla.
Únicamente quiero visitar el Tribunal
Supremo, sólo eso.
67
Juicios. En sus cuatro muros, cuatro
frisos: Moisés, Salomón, Licurgo,
Confucio, figuras musculosas que
representaban el Poder del Gobierno o la
Majestad de la Ley, serios personajes
con togas romanas, figuras aladas que
representaban la Autoridad, la Fama, la
Historia o la Luz de la Sabiduría. En otro
panel, el Derecho del Hombre, la
Equidad, la Libertad y la Paz. La Justicia
es la Guardiana de la Libertad,
proclama otro de sus frontones, me
indicó Higgins, que así se llamaba este
atildado funcionario. Todo el edificio era
una glorificación de la Justicia. No creo
que ningún pueblo de la Tierra haya
dedicado en ningún lugar un edificio tan
bello a ella.
¡Qué hermoso tiene que ser el
oficio de juez!, le dije un poco
ensimismado sin poder dejar de mirar a
la mujer que simbolizaba la Verdad y
que tenía a la izquierda unos hombres
rodeados
de
serpientes
que
personificaban el Mal, junto a los cuales
un tercero con una bolsa en la mano,
simbolizaba al hombre corrupto, éste
miraba en dirección opuesta a la Verdad
que se hallaba en el centro del conjunto.
El Jefe del Servicio de Recepción
al escuchar ¡qué hermoso tiene que ser el
oficio de juez! , debió pensar que yo era
un poco tonto. Qué edificación tan
bonita, qué hermoso tiene que ser el
oficio de juez. Seguro que esperaba más
brillantez
de
unos
comentarios
presidenciales. Pero lo cierto es que yo
estaba como hipnotizado por la
genialidad del Friso Oeste. No podía
dejar de mirarlo. Mi vista, siguiendo el
camino del conjunto escultórico hacia la
izquierda, descubrió que el ciudadano
corrupto de la bolsa en la mano llevaba
finalmente hasta un hombre con
armadura y una espada de gran tamaño.
Extrañado de ver a un guerrero entre
tanta figura togada, pregunté:
-¿Qué representa el hombre
armado que cierra el conjunto?
-El Poder Despótico.
No pude evitar tener un
pensamiento de triste compasión hacia
aquellos que ejercían el oficio de juez sin
vocación, sin gusto, sin virtud, como un
mero trabajo fatigoso. Cuánto bien hace
el buen juez. Cuántos casos había
conocido de prostitución de la Justicia.
Ni un solo juez debería quedar sin juicio,
sin su propio juicio. Sí, tiene que haber
un Dios Todopoderoso ante el que
tengan que dar cuenta los jueces de cada
uno de sus juicios.
Era curioso. En esa Sala de
Juicios del Tribunal Supremo, tuve la
seguridad de que tenía que existir Dios.
Allí, en ese salón silencioso, desierto,
redescubrí la vieja idea de la infancia
acerca de la Divinidad. El Todopoderoso
tenía que habitar en ese edificio como en
su templo. Entre esos muros se debía
contener uno de los más preciados
tesoros de cualquier nación, un tesoro
divino: la Justicia. Sí, tenía que ser un
don celestial porque nosotros somos
salvajes, unos mamíferos agresivos,
territoriales, instintivos. De nuevo me
entraron unas incontenibles ganas de
llorar. ¿Por qué habíamos hecho tan mal
todo? No podía llorar, no por segunda
vez, con tan poco tiempo de diferencia.
Logré rehacerme.
Tras unos momentos en silencio,
seguí a mi acompañante que quería
enseñarme la colección de bustos.
Volvimos al Gran Vestíbulo, fue allí
donde llegó asustado, a paso ligero, mi
amigo el Presidente del Tribunal
Supremo. Me saludó con el rostro
demudado:
-¡Señor Presidente! ¿Qué es lo
que pasa?
No se creía que estuviera allí para
simplemente darme un paseo. Tenía que
tener un propósito oculto para haber
venido. A pesar de mis breves
explicaciones, me miraba incrédulo. No
sabía muy bien si acompañarme o si
dejarme a solas para que hiciera yo lo
que tuviera que hacer. Lo del paseo tenía
68
que ser una excusa. Finalmente tras un
minuto de preguntas, al incrédulo
Presidente del Tribunal Supremo le
pareció que acompañarme era una forma
de vigilarme y optó por decirme
amablemente que si deseaba verle que
sólo tenía que mandarle llamar.
-Perfecto
–respondí
y
volviéndome a Higgins-: Por favor, siga
enseñándome la colección de bustos
El encantado Higgins (que vivió
aquella escena como una apoteosis de la
importancia del Servicio de Recepción
por encima de la presidencia de ese
tribunal) me fue mostrando la
interminable secuencia de bustos de
mármol blanco, todos de aspecto muy
romano, que representaban a los
Presidentes del Tribunal Supremo desde
sus comienzos. Siempre me ha
sorprendido hasta qué punto desde el
principio esta joven república se
consideró heredera de los ideales de
Roma. Miré la estatua que tenía delante,
la de Salmon P. Chase, con los pliegues
de su toga rodeándole magistralmente, y
observé el busto que representaba la cara
rubicunda de ojos azules de mi amigo
Dwight, el actual Presidente del Tribunal
Supremo. A pesar de los esfuerzos
romanizantes del escultor, mi buen
amigo no tenía la faz de uno de los
Cornelios o de los Flavios, parecía más
bien el rostro de jefe de una tribu
vikinga. Le pegaba más esculpirlo con
un hacha en la mano, que con un rollo.
Mi comentario le hizo mucha gracia a mi
buen dispuesto funcionario que seguía
paladeando su momento de gloria.
Ya no seguí mucho rato más. Me
despedí. Mi amigo juez seguía rumiando
cuál podía ser la verdadera intención de
mi visita. Volví a la Casa Blanca.
Aquella noche dormí mucho mejor que
otros días. La visita me había hecho
mucho bien. Debieron creer varios que
yo por mi edad ya chocheaba, que menos
mal que ya sólo quedaba un mes hasta las
elecciones. Ya no me importaba lo que
pensaran de mí. Afortunadamente ya
quedan únicamente veintisiete días para
que sea liberado de este yugo
presidencial. Ése fue mi último
pensamiento antes de dormirme.
69
70
VIRTUTE ET ARMIS
71
72
Una tranquila
vejez
Me pidieron que fuera yo el que
escribiese el capítulo final de esta
historia –el viento sopló con fuerza
arrastrando hojas muertas y marrones,
una racha de viento detrás de los
cristales-. El presidente Fromheim en
persona fue el que me solicitó que
escribiera la historia final de mi
presidencia y la primera etapa de mi
sucesor.
-¿Un libro de memorias?
-Preferiría, Ethan, algo de
apariencia más objetiva, algo más
semejante a una historia a caballo entre
las dos presidencias –sus ojos azules se
me quedaron mirando, como diciéndome
que tenía plena confianza en mí-. Será un
éxito editorial apabullante, de eso me
encargaré yo, me dijo.
Cuando abandoné Camp David,
tras la entrevista con Fromheim que
llevaba casi un año de inquilino en la
Casa Blanca, en la aeronave yo
restregaba mis manos nervioso, feliz:
estaba salvado. En los primeros seis
meses de mandato temí por mi futuro.
¿Mi destino sería afrontar algún tipo de
juicio que dejara todavía más clara ante
la opinión pública la diferencia entre el
envilecimiento de los cargos anteriores y
el triunfo de la honradez presente?
Sabía que no había practicado yo
la corrupción en ninguna de sus formas:
ya antes de ser presidente tenía todo el
dinero que quería y mi única ambición
había sido el Poder, no las riquezas. Si
hubiera sufrido las tentaciones de la
lujuria del dinero, desde mis tiempos
como senador hubiera podido aceptar un
puesto
en
algún
consejo
de
administración
de
una
gran
multinacional. Pero mi única lujuria fue
Washington.
Me había sacrificado como un
atleta que se priva de todo para obtener
la medalla de oro, mi historial no tenía
mácula. Mas con el nuevo escenario
político, mi sacrificio, mi honrada
carrera política, no suponía obstáculo
alguno para que desde algún despacho se
decidiera orquestar mi escarnio público.
Es triste preguntarse a los sesenta y
tantos años si uno acabará sus días en
alguna prisión federal. Extrañamente,
notaba que había en mí algo de
resignación. Lo que me pudiera pasar no
era una vendetta, no habría nada personal
en ello, lo sabía. Se trataba sólo de
resaltar más el contraste entre el viejo
sistema partitocrático y el nuevo, más
eficaz, fuerte y honrado.
La resignación venía de aceptar
que ésas eran las reglas del juego y que
no tenía ningún sentido echarse en cara
nada. La técnica de mis jugadas había
sido impecable, simplemente es que
ahora había habido un cambio de
guardia. Un cambio de guardia que,
aunque realizado a través de las urnas,
había sido una revolución. Y toda
73
revolución tiene sus víctimas. A pesar de
todo, alguien en algún despacho se
inclinó por la clemencia.
Por eso abandoné Camp David
tan feliz. Se me perdonaba, a cambio de
ejercer el papel de comparsa: tenía que
escribir un libro, un gran éxito de ventas.
Tendría la ayuda de los mejores asesores
históricos y literarios. Entre la cárcel y
morir como un millonario, después de
examinar pros y contras, alguien había
optado por la segunda opción. A veces
en esos despachos de las alturas se toman
varias de estas decisiones en una sola
mañana, sin parpadear, sin piedad ni
sentimentalismos, con toda frialdad. En
un par de horas las decisiones tomadas
cambian el destino final de varias
personas. En mi caso, se inclinaron por
mi retiro feliz, por una vejez tranquila y
acaudalada disfrutando de mis nietos.
Escribir un libro… Me dediqué a
cumplir esa última tarea con un
moderado entusiasmo, aunque valoro
mucho más mis anotaciones personales
en las que voy desgranando mis
pensamientos más íntimos, escritos no
para ser publicados, sino para ser
guardados. Mi hijo los preservará hasta
otra época que sea más feliz. Ahora es
tiempo para esperar.
Tardé cinco meses en escribir el
libro, un tiempo record. Tampoco tanto
si consideramos las muchas manos que
me ayudaron. Se trataba de un volumen
grueso, pero sólo tuve que dejar que
grabaran las preguntas que me hacían.
Ellos, los profesionales, le daban forma,
estilo y unidad. Esos sí, cada tarde
escribía
mis
reflexiones,
mis
conclusiones finales acerca de todo el
sistema presidencial y el sistema de
fuerzas políticas bipartidistas que giraba
alrededor de él.
Medio año temiendo por mi
futuro, cinco meses escribiendo el libro,
siete años para meditar, arrepentirme y
alegrarme sobre lo que había escrito. El
libro fue escrito para gustar al público,
para gustar al que me lo había encargado,
y (dado lo que significaba para mi
seguridad) también me gustó a mí: todos
salimos contentos. Tenía 664 páginas,
porque había mucho que contar. Aunque
nunca me atreví a decirlo, una vez
acabado consideré aquel libro como el
Epílogo de los Estados Unidos. Y el
epílogo de nuestra aventura bien se
merecía más de seiscientas páginas.
S
í, ya han pasado siete años desde
que Fromheim Schwartz jurara su
cargo como XCVIII Presidente de
los Estados Unidos de América; o de lo
que en esa época iba quedando de ellos.
A sus cincuenta y tantos años, Fromheim
era alto, apuesto, gallardo, desbordando
nobleza en su porte y en su palabra. A su
lado el resto de congresistas parecían
unos pobres diablos. Pero lo más
importante, de lo que se irían dando
cuenta lentamente todos los moradores
de Capitol Hill en los próximos meses,
era de que él era el hombre político por
excelencia. No era un político más, era
El Político.
Cuando faltaban pocos meses
para que yo abandonara la Casa Blanca,
la población de los Estados Unidos
estaba furiosa porque durante mi
mandato no se recuperaran los estados
secesionistas. Pero en Washington toda
la clase política se iba haciendo a la idea
de que tal división era un mal ya de
difícil solución. Fromheim llegó al poder
proclamando con su voz grave y
poderosa que él restauraría la ley y el
orden. Y obtuvo la presidencia por muy
pocos votos.
Pero al día siguiente de jurar su
cargo, ordenó al Estado Mayor del
Ejército la invasión de California.
Treinta
y
siete
unidades
aerotransportadas se dirigieron hacia el
estado rebelde y cuarenta y dos
74
divisiones penetraron en dirección a Los
Ángeles. El Ejército detuvo al Congreso
californiano en pleno. Los congresistas
quisieron hacer una escena, supongo que
para la Historia, esperando a los soldados
sentados en sus escaños y con varias
cámaras de televisión grabando dentro
del hemiciclo. Cada congresista rebelde
fue agarrado por seis soldados y una
hilera se formó por el interior del edificio
hacia las aeronaves que les esperaban
afuera. Gritos, forcejeos, pero todos
fueron metidos por las buenas o por las
malas en nuestras aeronaves federales
que despegaron rumbo a una base militar
de las afueras de Washington. La imagen
emitida en directo de los congresistas
saliendo esposados del Congreso por su
propio pie, o en volandas, chillando y
resistiéndose inútilmente con todas sus
fuerzas, dejó claro que Washington iba
en serio. Aquella escena provocó la
indignación de los que ya eran
nacionalistas, pero el entusiasmo del
resto de la nación. Millones de
americanos lloraron de alegría delante
del televisor, agitaron sus banderas, se
abrazaron y gritaron hurra con todas sus
fuerzas. El recreo se había acabado. La
Ley se restauraba con toda su fuerza,
arrollando todo lo que se le pusiera
delante.
La Guardia Nacional se negó a
ceder sus cinco cuarteles. El general
Stewart nada más recibir la llamada
telefónica comunicándole que se
negaban a entregar sus acuartelamientos,
dio orden de bombardearlos. Los
rebeldes habían pensado que comenzaría
una larga tanda de negociaciones. Nunca
imaginaron que el general, nada más
colgar el teléfono tras recibir la
respuesta, presionara otra tecla para dar
la orden de dar comienzo a los
bombardeos. Como es lógico no quedó
ni rastro de la Guardia Nacional.
Centenares de tenientes y
capitanes de infantería repartidos por
todas partes en el soleado territorio de
California, procedieron en un solo día a
detener a diez mil personas bien fichadas
por la paciente y silenciosa labor del
FBI. Se dirigieron como la flecha a la
diana, sin dilaciones ni dubitaciones,
directos al blanco.
Únicamente en Pasadena y en
Oakland las masas populares favorables
a la independencia se organizaron para
lanzarse a la calle en número
considerable. Eran unos veinte mil
manifestantes furiosos e incontenibles.
No se puede contener a una masa de
veinte mil ciudadanos rabiosos y además
con un cierto número de ellos armados
con pistolas. En el resto de California
todo el mundo estaba en todas partes
pendiente de la radio y la televisión.
Todos desde sus hogares oyeron la firme
voz de general Lereaux al declarar el
estado de sitio en diez condados, con la
prohibición de que nadie saliera de sus
casas o del local donde se encontraran en
ese momento.
El general esperó a que los
manifestantes atacaran primero, a que
fueran ellos los que dispararan en primer
lugar. Les puso en bandeja esa
posibilidad. Un cuarto de hora después
mandaba abrir fuego contra la masa de
manifestantes. Los manifestantes se
dispersaron de inmediato, pero el general
ordenó que la caza continuara por las
calles. Los buenos ciudadanos están en
sus casas, en la calle únicamente hay
rebeldes, futuros terroristas, explicó.
Unos fueron detenidos, los armados
abatidos.
El Ejército patrulló por todas las
calles, y nadie entre la población civil
movió ni un dedo. Treinta tribunales
militares al aire libre en el césped del
Coliseum
Stadium,
juzgaron
sumariamente uno por uno a largas
hileras de ciudadanos. Aquel día se
ahorcó a ciento veintiocho personas. Los
cadáveres de todos los que se resistieron
75
con armas en la mano, fueron dejados
allí donde fueron abatidos. Se tardó un
par de días en recoger todos los cuerpos.
No se dieron mucha prisa. En
gasolineras, en centros comerciales, en
los barrios financieros de las principales
ciudades californianas, por todas partes
había restos de traidores a la Patria,
como les llamó el nuevo presidente. El
amo había dejado claro quién mandaba
allí. La secesión había acabado.
Las imágenes de tantos cadáveres
sobre las aceras, horrorizaron al país.
Pero fue también una mezcla de asco y
de fascinación por la sangre. En todo
esto, hubo mucho de reacción
psicológica. Ante la posibilidad de
sentirte que estabas en el bando de los
patriotas ganadores o en el de los
perdedores, la inmensa mayoría de la
población sintió que el triunfo de su
presidente era su propio triunfo. Los
medios de comunicación cerraron filas
en torno al Presidente. En esto último
hubo una mezcla de reacción psicológica
y de decisión de los grandes magnates de
la prensa. La situación por la que había
pasado el País había sido tan crítica, que
no era el momento de perderse en
disensiones
inútiles.
Había
que
reconstruir la unidad nacional. Los
juicios negativos se dejarían para más
adelante. Ahora lo primero eran los
Estados Unidos.
radicadas en territorio nacional, con
pruebas o sin ellas. La mano firme se
estaba aplicando sin contemplaciones a
todos los desórdenes de la vida nacional.
Estados Unidos se convirtió en el país
más peligroso para los delincuentes. El
nuevo presidente actuó dentro de la Ley
y por encima de la Ley.
Habría pasado a la Historia como
el presidente de mano de hierro que puso
orden, habría visto su nombre escrito en
los libros de texto, pero al cabo de dos
legislaturas habría vuelto a casa. Sin
embargo, aunque nadie lo sabía, muy
pronto iba a suceder algo que supondría
una concentración de Poder en sus
manos todavía más notable.
Cuando 20 de febrero de 2183
trataron de atentar contra su vida
bombardeando el Capitolio, ese día se
selló definitivamente su destino. Con un
Edificio del Congreso destruido, sin
congresistas ni senadores hasta las
siguientes elecciones, el ejercicio de su
poder no conoció límites.
Aquí y allá surgieron políticos y
columnistas planteando sus temores,
sembrando sus dudas acerca de la
constitucionalidad de muchas de las
actuaciones del Presidente. El Presidente
no presionó a ningún periodista.
Amablemente les hizo saber a los
principales propietarios de los medios de
comunicación que por patriotismo
debían contener a sus periodistas hasta
que el orden se consolidara.
Varios dueños de medios de
comunicación y varios políticos, los más
recalcitrantes, los que más se le
opusieron, comprobaron hasta qué punto
resultaba peligroso oponerse a quien
tiene las Fuerzas del Orden de su parte.
La Justicia les encontró drogas, cuentas
bancarias ocultas, a algunos hasta les
descrubrió cadáveres en sus casas. Era el
momento de la unidad nacional. Y los
disidentes eran unos malos americanos,
y probablemente unos delincuentes.
Fromheim, el hombre de la
sonrisa moderada, erguido, señorial, un
patricio de una dinastía de poderosos,
impuso el orden sin que le temblara la
mano. El estado de Utah, cayó dos días
después. Oregón antes de que finalizara
aquella semana. En Estados Unidos
nadie dudaba ya de que sus cincuenta
estados formaban un solo país
indivisible. Pero el nuevo presidente no
sólo estaba dispuesto a acabar con la
secesión. En un mes ordenó la detención
de todas las cúpulas de las mafias
76
A todo esto, el pueblo
norteamericano estaba encantado de que
por fin hubiera surgido una figura con la
firme idea de poner orden. El Pueblo
llevaba tiempo clamando mano dura. Y
además, Fromheim cuando abría la boca
subyugaba. Su prestancia no tenía
parangón en ninguna figura nacional.
Pero
cuando
además
hablaba
improvisando, entonces se convertía en
un seductor nato.
Sólo el Congreso podría haberle
plantado cara de un modo institucional
para preservar sus propias cuotas de
poder y sus muchos oscuros intereses
particulares. Lamentablemente, después
del atentado, después del intento de
magnicidio, no existía ni siquiera el
edificio del Congreso y el Senado. Hasta
unas nuevas elecciones, el Poder
Ejecutivo tendría que llevar sobre sus
hombros la pesada carga del Poder sin
restricción alguna. Pero ese lamentable
hecho quedaba compensado por la paz
total de la que gozaba la Unión. Había
paz y calma hasta en las columnas y
editoriales de los diarios. No obstante, el
estado de excepción se prolongó durante
medio año, a fin de que ningún foco de
rebelión tuviera la más leve tentación de
resurgir.
Aquel XCVII Presidente pasó a
ser considerado como el salvador de los
Estados Unidos, como la más patente
encarnación de la Nación. Verdad es que
también flotaba en el ambiente la
incómoda idea de que había salvado la
Unión a costa de la democracia. Pero él
siempre repetía que también Abraham
Lincoln tuvo que pasar temporalmente
por encima de ciertas libertades. Si
queremos salvar el imperio de la Ley,
voy a tener que pasar por encima de la
Ley durante un tiempo, repitió al
principio en unos cuantos discursos.
Después ya no hizo falta que insistiera en
ese asunto, porque él era la Ley y el
Orden. Y desde luego ya nadie dudaba
de que orden sí que había. Estados
Unidos se había convertido en el país con
más orden del mundo.
El decreto de Poderes Especiales
del 23 de febrero de 2183 siguió en vigor
mientras las vacantes del Congreso y el
Senado de Estados Unidos siguieran sin
ser ocupadas tras unas nuevas
elecciones. A todo esto, el Partido del
Orden, el partido sustentador de la
regeneración política del país, siguió
avanzando más entre la población e
infiltrándose en todos los niveles de la
burocracia federal. El resultado fue que
cuando Fromheim nos dejó, después de
una larga presidencia (sin ninguna
elección intermedia) que a algunos se les
hizo interminable, su vicepresidente
asumió el cargo automáticamente. Y su
vicepresidente no era otro que el hijo del
difunto Fromheim Schwartz. Ése fue el
comienzo de que la Presidencia de los
Estados Unidos se convirtiera en una,
digamos... propiedad dinástica.
Podemos afirmar sin temor a
equivocarnos que de aquellos polvos
salieron estos lodos. Las elecciones al
Congreso seguían sin ser convocadas, de
hecho ni las ruinas del Capitolio
destruido en aquel fatídico atentado del
20 de febrero de 2183 fueron
reconstruidas. Pero no todo es negativo.
Ahora puedo pasear por cualquier calle a
cualquier hora sin temor a que nadie me
atraque. Sé que la Ley se cumple
estrictamente a todos los niveles de la
burocracia. Los trenes salen a su hora. Y
la gente empieza a pensar que en
definitiva el gobierno de una Nación es
una cuestión demasiado técnica como
para dejarla en manos de las veleidades
de una población que al fin y al cabo
seguirá votando al candidato más guapo.
Sí, quizá ya era el momento de sustituir
a
los
Presidentes-actores,
por
Presidentes-gobernantes.
Por otro lado, las elecciones en
los ayuntamientos y en los estados
77
siguen como siempre. El pueblo
americano sólo ha tenido que renunciar
temporalmente al método para designar
quién ha de ocupar la presidencia de los
Estados Unidos, es decir, de forma
provisional hemos renunciado al trámite
de la consulta popular. Pero el resto de
las instituciones siguen funcionando
normalmente. Se trata de una renuncia
temporal apoyada por la opinión
popular, porque esta renuncia era el
único medio para poner orden en la
cueva de ladrones en que se había
convertido
el
establishment
washingtoniano. Los antiguos romanos
legislaron hasta este tipo de excepciones.
Nuestros idealistas Padres Fundadores
no. Nuestros Padres Fundadores
delinearon nuestra Constitución de
acuerdo a unas teorías, a unas
concepciones, acerca del hombre, de la
sociedad. Pero la vida no entiende de
teorías. La vida se abre camino siempre,
por encima de leyes, constituciones y
escrúpulos e ideales.
Sé que muchos albergan
escrúpulos, sé que muchos no se sienten
bien con esta regeneración de la Nación,
pero a todos ellos les recuerdo que el
comienzo de la Constitución de los
Estados Unidos afirma tajantemente que
el Pueblo tiene derecho a organizar sus
poderes en la forma que a su juicio
ofrecerá mayores probabilidades de
alcanzar su seguridad y felicidad. Y la
población ahora está resignada con esta
figura del Presidente investido de
poderes especiales. Está resignada con
esta figura de un árbitro en Washington
DC ajeno al partidismo. Si el Pueblo
consiente esto, no vamos a imponerle el
más estricto purismo democrático al
Pueblo. No podemos imponer la
democracia quiera o no quiera el Pueblo.
Es extraño que yo, el XCVII
Presidente de los Estados Unidos, el
último en ser elegido según los métodos
dispuestos por aquellos acaudalados
colonos terratenientes y comerciantes de
1787, escriba el epílogo de esta historia.
En teoría yo no sería la persona más
adecuada. Estoy demasiado involucrado
en los hechos, claro que precisamente
por eso conozco bien la historia.
Cuando estreché la mano de
Fromheim Schwartz el día que juró su
cargo como Presidente, sabía muy bien a
quién le estaba tendiendo la mano. Quién
mejor que yo sabía que aquella mano que
se había levantado para jurar el cargo, lo
hacía gracias a los oficios del FBI y de la
CIA. Nadie como yo al bajar del estrado
era consciente de que ya nada volvería a
ser como antes. Desde el comienzo de la
primera presidencia en 1789 había
habido muchas intrigas, pero por fin
habíamos dado un paso adelante, por fin
se había consumado un salto cualitativo.
Ésta era la primera vez que por fin se
perfilaba una Guardia Pretoriana. Era
evidente que a partir de entonces ningún
presidente alcanzaría o mantendría la
presidencia sin el placet de aquella
Guardia. Ellos, la Guardia, creyeron que
dominarían la situación porque todavía
no se perfilaba en el horizonte lo que
después sería el Presidente investido de
poderes especiales. Ellos poseían los
informes para provocar un proceso de
impeachment, ellos eran los guardianes
de su misma seguridad física. Quizá,
según la Constitución, el Presidente no
detentara el poder absoluto, pero su
guardia pretoriana, sí. De ellos, de los
guardias, no se habían ocupado nuestros
Padres Fundadores. Ya nada podía
volver a ser como antes. Después,
cuando se erigió la figura del Presidente
con poderes especiales la anterior
amenaza quedó pequeña frente a la
realidad cada día más clara de una
acumulación de Poder como nunca se
había visto en este país.
Al final de la campaña electoral
me había revuelto contra el candidato
78
Fromheim. Lo hice sólo durante once
días, hasta comprender que todo estaba
perdido. Después volví al redil de
pragmatismo. Y por eso en el estrado del
juramento yo estaba sonriente. Cuando
le estreché la mano, diez segundos
después de que yo dejara de ser
Presidente me dije una vez más a mí
mismo que ya no había nada que hacer.
Es curioso. Cuando faltaba un
minuto para que él jurara el cargo, fui
consciente de que yo era la democracia,
la democracia envejecida, corrupta y
manipuladora. Y que un minuto después,
tras el juramento, se ponía punto final a
la democracia efectiva manteniendo
todas las apariencias y símbolos de una
república
Pero le estreché la mano con
sinceridad. Seguro que él jamás lo creyó.
Mi cara acorde con mis palabras de
felicitación no fue una ficción política.
La Nación no podía continuar más así. El
Pueblo Americano estaba agotado de sus
políticos. La Unión se disgregaba. La
mafia estaba rampante. Y todos éramos
objetivos terroristas. Llegaba por fin el
momento de poner orden. Le deseaba la
mejor de las fortunas. Desde luego él
disponía de un poder del que ningún otro
presidente había dispuesto desde los
tiempos de Lincoln. Tenía un cheque en
blanco firmado por la Nación: haz lo que
sea, pero pon orden; firmado: el Pueblo
Americano.
Durante varios meses, acaricié la
posibilidad de retirarme al extranjero.
Aunque no había país suficientemente
lejano para los servicios secretos
estadounidenses. Si me portaba mal, el
castigo me alcanzaría allí donde
estuviera. No, salir del país no me ofrecía
ninguna seguridad. Tan sólo la paz de
espíritu de desaparecer y no cruzarme
con personas, en cuya mirada leía la
palabra traidor.
También barajé la posibilidad de
retirarme a mi rancho de Idaho. Era otra
forma de desaparecer. Era otra forma de
mandar un mensaje al Poder: no os voy a
dar problemas. Pero me resultaba difícil
no vivir en una gran ciudad, prescindir
de mi club, de las partidas de golf con
mis conocidos, de visitar a mis hijos una
vez cada cuatro o cinco semanas. Así que
me quedé aquí, colaborando. Era un ex
presidente controlado las 24 horas del
día por mis escoltas. Escoltas que paga y
contrata el Servicio de Protección de
Altos Cargos. Así que estaba vigilado
continuamente.
Ellos
eran
los
encargados de proteger mi vida y de
quitármela, según fueran las órdenes.
Pero no debía temer. Yo ya no
constituía un peligro para ellos. Y menos
cuando me vieron tan colaborador con el
nuevo inquilino de la Casa Blanca. Me
podía haber opuesto al nuevo Presidente,
¿pero para qué? Decidí adaptarme a la
situación con realismo: el nuevo Lincoln
con su cheque en blanco en la mano,
pasaría por encima de cualquier
obstáculo. Prefería vivir. Prefería vivir y
poder contar esta historia a mis nietos.
Creo que hiciste lo correcto, me
dijo mi hijo abogado hace dos años, un
hijo ya con el pelo algo encanecido.
Ahora escribo en el salón de mi casa de
campo, mientras mi hijo desde su sillón
lee y mira de vez en cuando los troncos
ardiendo apacibles en la chimenea.
Delante de nosotros juegan mis tres
nietecitos con unos bloques rojos y
azules erigiendo frágiles torres sobre una
alfombra demasiado mullida.
No tengo la menor duda de que
mi inteligente hijo guardará a bien
recaudo los papeles que ahora escribo.
Algún día pueden constituir una gran
reliquia. Incluso a pesar del hecho de
haber sido escritos por un ex presidente
que durante sus dos mandatos no fue un
modelo de lucha por los ideales.
El primer deber que nos impuso
la Declaración de la Independencia fue el
79
de velar por la seguridad, integridad y
vida de sus ciudadanos. Así que mi hijo
debía tener razón. Salvaguardando mi
vida no hacía otra cosa que cumplir con
ese primer mandato de los Padres
Fundadores. Sí, colaboré con el nuevo
presidente. Aparecí en actos públicos a
su lado, dándole mi apoyo. Conferí una
cierta legitimidad con mi presencia. El
nuevo hombre fuerte pronto se apercibió
de mis buenas disposiciones. No sufrí
ninguna represalia por la época de la
campaña.
Respecto a mi apoyo, lo hice de
corazón, no fui un falso. Estados Unidos
podía permitirse el lujo de una guerra
contra California, pero no de una guerra
civil de todos contra todos, en todo el
territorio. Quizá aquella paz bajo un
hombre fuerte no era lo mejor para la
República, pero era desde luego lo mejor
para los Estados Unidos. Los Padres
Fundadores crearon la República para el
bien y felicidad de los ciudadanos. No
para inmolar las vidas de esos
ciudadanos en el altar republicano.
Estaba claro que los antiguos moldes no
funcionaban, había llegado el momento
de intentar algo nuevo.
Algunos me acusaron de
chaquetero, de oportunista, de echar por
la borda la dignidad que me quedaba, si
es que me quedaba algo. Otros, más
amigos, me mostraron su sorpresa, en
voz baja, por el hecho de que me prestara
a aparecer en actos oficiales con
Fromheim. Pero aquello no fue otra cosa
que seguir fielmente la línea política que
me marqué desde que el comienzo de mi
carrera al servicio de la cosa pública:
buscar los resultados, no los ideales.
Apareciendo en aquellos actos oficiales
no hacía otra cosa que seguir de corazón
aquella política que venía llevando a
cabo desde hacía varias décadas desde
que me afinqué en el Distrito de
Columbia. Por eso para mí no fue una
actuación forzada. Poco a poco hasta me
fui convenciendo de que él era el hombre
que quizá estaba necesitando nuestro
gran país.
Tal vez lo que más me costó
perdonarle fue lo del Edificio Gates de
Manhattan, lo del aeropuerto de
Wyoming, o el atentado contra el
Capitolio. Esta última sí que merece ser
escrita con letras bien grandes en la
Historia de la Infamia. Pero a estas
alturas dudo que esa Historia de la
Infamia se escriba en alguna parte. Más
bien tengo la sensación de que todo se va
olvidando.
Aun así, saber que él estaba
detrás de todo eso, me hacía apretar los
dientes en ocasiones. Esos atentados
fueron sapos muy amargos y viscosos de
tragar. Nunca se lo perdoné. Pero me
tranquilicé pensando que quizá el Pueblo
Americano jamás hubiera estado
dispuesto a aceptar unas riendas fuertes
si no se le clavaban las espuelas con
decisión y hasta la sangre.
Un pequeño sacrificio a sangre
fría para salvar todo el cuerpo. En una
situación de aceptable tranquilidad su
mensaje de fortaleza, de mano dura, no
hubiera logrado el número de votos
suficientes para situarlo en la
presidencia. Sólo en una situación
inaceptable el pueblo puede asumir
medidas inaceptables.
Sé que todo esto no hubiera
resultado ni posible, ni creíble hace
setenta y cinco, o cincuenta años. Pero
todo se reduce a ver hasta dónde aguanta
una Nación. Las circunstancias van
presionando a un Pueblo hasta que éste
acepte lo inaceptable. Gobernar nunca ha
resultado sencillo. Probablemente no
resultaría fácil ni gobernar una república
de ángeles. Y nosotros nunca fuimos
ángeles. En realidad, las democracias,
permitidme la confidencia, nunca han
sido demasiado democráticas.
Y como dijo Fromheim una vez,
en privado, a una visita en la Casa
80
A
Blanca: La democracia es un licor fino y
agradable, el exceso de libertad
emborracha. Por eso los gobernantes
siempre han sido abstemios. Fromheim
improvisó este comentario alzando
levemente una copa de cristal tallado de
Murano, lleno de zumo de naranja y
pomelo. Dijo esto en la Galería Truman
de la Casa Blanca, elegante con su
esmoquin, viendo detrás de las ventanas
acristaladas al grupo de embajadores con
frac que en la recepción seguían
charlando entre sí entre canapé y canapé
en medio de las lejanas notas de un piano
de cola y la voz relajada de una gran
mujer de color que cantaba Summertime.
Cuando escuché aquello convine
con él en que nuestra sociedad ya estaba
madura para el cambio. El principado
sucedía, por fin, al consulado
ciceroniano. Una gloriosa época de
augustos sucedía a una anodina época de
cónsules-funcionarios. En cierto modo
desde el principio intuimos esto. Me
refiero a que desde los tiempos de
Jefferson y Hamilton, los políticos
sabíamos que esto iba a pasar, que
éramos solamente hombres. El pueblo
sencillo nunca atisbó estas posibilidades,
pero nosotros sí porque éramos políticos.
Ahora una y otra vez le doy
vueltas a aquella frase improvisada con
una copa de zumo en la mano. Cada vez
me parece una frase más redonda, más
profunda y más realista.
Sí, hoy día nuestra sociedad se ha
vuelto abstemia, ya sólo la Constitución
queda borracha. Borracha de libertad,
nos deja en evidencia, nos avergüenza,
habrá que purgarla. El alcoholismo de
libertad es una enfermedad de pronóstico
difícil, su curación siempre es larga y
penosa; las secuelas, inevitables.
gradable música ambiente, mesa
cubierta de terciopelo rojo. A
mis espaldas, dos jarrones
chinos casi tan altos como yo. El jefe de
este centro y un superior suyo
flanqueándome, felices y serviciales.
Firmo mi más reciente obra en una
librería de Boston. La gente cuando llega
ante mí, me sonríe, abro el libro, nuevo,
impecable, y con la mayor de las
cortesías le dedico la obra a la persona
que tengo delante mientras escucho de
ella agradables comentarios, preguntas
breves o elogios bondadosos.
Jubilado, sin nada que hacer,
firmo libros una vez al mes. Me lo paso
bien, disfruto de esta actividad que me
saca de mi rutina y de sentirme encerrado
en mi mansión. La editorial se encarga
de todo. Me vienen a recoger a casa, y
me llevan a Phoenix, a Minneapolis o a
Cleveland. También puede ser a Corning
o Ithaca, ya que para variar, a veces pido
que sea una ciudad pequeña. Siempre el
mismo programa. Llego a la ciudad, dejo
las cosas en el hotel, me doy una vuelta
a pie por el centro. Después una
conferencia que nunca se alarga más allá
de una hora y cuarto. Cena en un
restaurante y a la cama, siempre a las
diez y media. Por la mañana desayuno,
me doy otro paseo (éste preferiblemente
por un parque), y firmo libros hasta la
hora de la comida. Tras la comida,
siempre frugal, pero siempre en un
restaurante de lujo, tomo un vuelo de
regreso a casa.
Cuando firmo libros ya no lo
hago como un escritor jovenzuelo,
excitado, encantado por la gloria y a la
vez con la sensación de que eso es una
pérdida de tiempo. A esos escritores
jóvenes o de cuarenta años que firman
libros por primera vez, se les nota que
tienen una alta consideración de sí
mismos, y se sienten un poco la
necesidad de ser antipáticos. Yo no.
Año 2197
81
Cuando estoy sentado para firmar
libros, disfruto. Siempre pienso que
estoy mejor allí que sentado en un banco
de un parque echando migas a las
palomas. Por eso sin prisas intercambio
unas palabras con la madre que viene con
sus hijos, respondo sin extenderme pero
con profundidad al joven que me
escucha con veneración, hago una letra
bonita de formas redondeadas, pierdo
tiempo en las dedicatorias. A mi edad, ya
no existe el concepto de pérdida de
tiempo. Las colas a veces son muy
largas, pero yo voy a mi ritmo.
A la hora de la comida,
interrumpo mi actividad sin excusas ni
explicaciones, aunque en la cola queden
cien personas. Mis paseos, mis horas de
la comida, siempre metódico. Conozco
nuevas ciudades, ceno con gente nueva
que trata de hacerme lo más agradable
posible mi estancia en la ciudad. Una
vida ideal para un jubilado que no tiene
nada que hacer.
detalles históricos minuciosos que desde
su publicación no cabe duda de que será
una obra imprescindible para cualquier
historiador futuro. Pero las voluntarias
oscuridades de mis capítulos no tienen la
más mínima importancia para la fila de
gente feliz que espera su turno con el
libro en la mano.
-¿A quién dedico este libro?
-A mi tía, Helen Curley.
Después,
esta
gordita
y
sonrosada ama de casa me estrecha la
mano y me repite que se alegra tanto de
haberme conocido. Todos se van con mi
libro debajo del brazo. Todos felices.
664 páginas de detalles históricos de
esos que ocurren entre bastidores,
mezclados con sesudas reflexiones sobre
filosofía política y el sistema
norteamericano en particular.
Han pasado dieciséis años desde
que juró el cargo Fromheim. Los
intelectuales, los politólogos, los
profesores de Derecho Constitucional,
llevaban más de setenta años advirtiendo
que los Estados Unidos iban a pasar por
las mismas fases que la república
romana. Su advertencia era un lugar
común. A nuestra generación, le ha
tocado contemplar la transición de una
forma de gobierno a otra. Al final, resulta
inútil negarlo, hemos pasado por las
mismas fases que la república que tanto
imitamos. Las Trece Colonias primero
fueron
monarquía,
después
nos
emancipamos, después construimos un
sistema legal que protegiera nuestras
libertades, finalmente sin cambiar las
estructuras constitucionales ni sus
nombres el Poder se concentró.
Es cierto que seguimos sin
Congreso ni Senado, pero eso fue una
tozudez de Fromheim. Podría haber
creado una Casa de Representantes
títere, haber guardado las formas y
mantenido el poder. Lo cierto es que
incluso eso parece que va a cambiar. Se
habla de restaurar este año primero una
Siempre que voy a ir a una ciudad
a firmar libros, la editorial envía a la
librería varias cajas con ejemplares de mi
obra, que se sigue vendiendo. Cada vez
que firmo, eso supone unas ventas de no
menos de quinientos ejemplares. No sólo
es el título lo que buscan, la gente quiere
estrecharme la mano. Y por eso se ponen
en la fila con mi obra en la bajo el brazo.
Sea dicho de paso, tiene una portada
preciosa. Una cubierta blanca con un
impresionante escudo presidencial. Me
consta que los envidiosos dicen que sigo
siendo invitado a firmar libros, porque la
editorial sigue haciendo promoción de él
por razones nada comerciales. Envidia
pura y dura. Además, no me extraña que
se venda, la cubierta es una obra de arte.
Ciertamente, mi libro es sesgado
en sus juicios. Deforma cuatro o cinco
episodios, y guarda silencio sobre ciertos
puntos esenciales. Aun así, el 95% es
completamente veraz conteniendo tantos
82
cámara, provisionalmente por vía de
designación presidencial. Y cinco años
después, la segunda cámara. A veces
estas medidas provisionales se alargan
de forma indefinida. Si hay mucha
presión popular, se verán forzados a
crear una cámara mixta, con senadores
electos y otros designados por el Poder
Ejecutivo.
También se habla de erigir de
nuevo el Capitolio. Igual en sus formas,
pero el doble de grande. Para así albergar
en su base, entre colosales pilares, el
prado con las bellísimas ruinas que hay
ahora. Personalmente soy favorable a
dejar las ruinas como están. El mármol
blanco de muros, escalinatas y columnas
caídas queda sublime sobre la alfombra
de césped verde cortito y cuidado que
hay en la actualidad.
Dedico este libro a Leo
Davenport con todo cariño.
El que fue Presidente de los
Estados Unidos.
Ethan Ellsworth.
letra, era modesta, regular y de líneas
muy rectas. Ninguna rúbrica narcisista,
mi letra siempre había sido como mi
vida, sin estridencias, llena de
moderación.
-Jean Paul Houellebecq. Se lo
deletreo.
Mi libro no es ningún alarde de
sinceridad. Es ante todo fruto del trabajo
de un equipo de interrogadores a sueldo
de la editorial que me extrajeron las más
interesantes historias diplomáticas,
políticas y burocráticas de los años de mi
mandato. Ellos supieron sacar de mí una
magnífica conjunción de grandes temas
y pequeñas anécdotas. Todos los grandes
asuntos de estado se hallan en esas
páginas, pero lo que más me gusta a mí
eran mis reflexiones. Y es que a mis 79
años si de algo podía presumir era de
haber logrado una síntesis acerca de lo
que era mi país y de lo que había sido,
guardándome para mis adentros mi
opinión de lo que iba a ser.
Miro mi reloj y le digo
amablemente a la persona que tengo
delante:
-Usted será hoy la última persona
de est mañana.
-Espero que lo disfrute –agrego.
Le doy una palmadita en la mano y la
siguiente persona se apresura a ocupar su
puesto. La música de fondo toca un
villancico, que abre con unos
maravillosos violines y continua con la
voz grave de un gran tenor que habla de
la cena de Navidad, del pavo, de la
familia reunida alrededor de la mesa y de
unos valores que forman parte de la
mitología del nacimiento de este país.
-¡Emma Appleby!
-¿Un familiar?
-No… -risita maliciosa-. Es para
mí.
Después de firmar tantos
documentos, tantos proyectos de ley,
tantos nombramientos, ahora me aplico
(con mucho mayor disfrute, eso sí) a
firmar cientos de primeras páginas de
libros con mi firma, modesta y nada
sofisticada. Una firma que, como mi
Tengo que ir a comer con la
alcaldesa de Boston. Tras mi última
firma, pongo la capucha a mi pluma y me
levanto, mientras los dos señores de la
librería que tengo a mi lado presentan
excusas de mi parte a los siguientes de la
fila. La amable directora del centro
comercial en el ascensor me dice
complacida que he dedicado setenta y
tres libros. En unos he escrito tres líneas,
en otros sólo he estampado mi firma a
toda velocidad. La vida no es equitativa
ni en una fila para recibir dedicatorias.
Para evitar la masa de curiosos
que se habían agolpado a la entrada de la
librería, me conducen por un pasillo
interno hacia una salida de servicio,
83
-Nuestra Nación nació como una
agrupación de tierras de agricultores y
comerciantes. Era precisamente la
voluntad de no crear un gran poder de
este mundo lo que estaba en la mente de
nuestros Padres Fundadores. Aquellos
colonos que atravesaron el mar Océano,
eran la minoría, los escarnecidos, los
heréticos rechazados. Vinieron a estos
prados, a estas riberas, a estos bosques...
a vivir; a vivir en paz. Deseaban
practicar su fe en paz, fundar pequeñas
comunidades donde poder trabajar y orar
sin persecución. Pequeños núcleos de
creyentes lejos de los grandes centros del
poder, en una esquina del mundo, en un
rincón de la creación del Todopoderoso.
Allá, atrás, quedaban las grandes
potencias, las monarquías seculares, el
poder consolidado en dinastías rectoras
de estados cada vez más centralizados.
Ellos, los colonos, dejaban atrás
la hoguera de las pasiones desatadas, las
pasiones de los nobles y los aristócratas
lanzados a la conquista del poder. Para
los que vinieron aquí la conquista de los
tronos por parte de lo que consideraban
la auténtica reforma de la Iglesia,
quedaba como un sueño abandonado ya
definitivamente detrás de un océano. Los
que vinieron aquí renunciaron a la
conquista del poder con la idea de
regenerar evangélicamente el poder.
Desde el Viejo Mundo pensaron que
aquí, en esta tierra inacabable, serían
olvidados de todos. Abandonaban el
tablero de ajedrez. Desistían de aquella
lucha, abandonaban el tablero del Viejo
Mundo con sus viejas intrigas y
estructuras. Se contentaban con pastos y
libertad. Se contentaban con crear un
minúscula porción de lo que, según ellos,
debía haber sido la auténtica Cristiandad
que nunca fue, salvo muy al principio.
Una recreación de la comunidad
primitiva cristiana junto a aquellos
inmensos bosques, que ellos conocieron.
Vivieron en medio de masas forestales,
donde me esperaba mi vehículo rodeado
de guardaespaldas. Un par de vehículos
policiales
habían
engrosado
el
dispositivo de seguridad. En esa calle
estrecha, desierta y sombría, estrecho las
manos de los responsables del acto de
firmas, antes de meterme en mi
automóvil. Antes de estrechar esas
manos, alguien me pone un grueso
abrigo negro. Allí voy a estar sólo medio
minuto, pero hace mucho frío. Tras las
últimas formalidades, me siento
satisfecho en el asiento de atrás de mi
limusina negra. El restaurante está cerca,
en el sector financiero, pero a pesar del
breve trayecto me quede traspuesto
durante los diez minutos del trayecto a
través del puente que atravesaba el río
Charles.
Recuerdo que cuando me
desperté, ya sólo faltaban unos segundos
para llegar al vestíbulo del restaurante.
Bajo las columnas de mármol, ya me
esperaban tres personas de Protocolo
para darme la bienvenida. Una preciosa
alfombra bajo el pórtico, de nuevo
apretones de manos, sonrisas y un nuevo
despliegue de guardaespaldas alrededor.
La bromista alcaldesa, aunque
agradable, fue superada por la ensalada
tibia de vieiras y boletus con espuma de
erizo de mar que me tomé en aquella
comida. El tournedó de solomillo de
segundo apenas lo picoteé, mientras
cierto prohombre de la ciudad trataba de
iniciar una seria conversación sobre la
situación mundial. No comí mucho
porque a ciertas edades te interesa más la
guarnición y sólo pruebas un poco de
cada plato
A las cinco de la tarde comencé
mi conferencia ante quinientas personas
selectas en el más exclusivo club de la
sociedad bostoniana. Principié con las
siguientes palabras:
84
oscuras, salvajes, inexploradas y…
fueron bendecidos.
Qué lejos estaban de imaginar
estos puritanos, esos cuáqueros, aquellos
amish, los menonitas y los baptistas que
sus pequeños poblados de casitas de
madera estaban excavando los cimientos
del imperio más persistente de la historia
contemporánea. Los genes de aquellos
creyentes, de aquellos desheredados,
serían los genes de los hijos que
heredarían un involuntario poder
mundial. Un inopinado imperio militar,
político, económico y cultural con base
en los cincuenta estados, pero cuya
influencia se extendería a todos los
rincones, gobiernos e islas del planeta.
Un país sin ambiciones territoriales, un
poderío mantenido con el único y
exclusivo fin de seguir preservando la
independencia,
florecimiento
y
seguridad de los descendientes de los
primitivos colonos. Al final podremos
decir que todo lo que hicimos en los
siglos siguientes, lo hicimos por
salvaguardar nuestra emancipación de
1776. Nuestras vastas bases militares
extendidas por los cinco continentes, sus
portaviones
nucleares
navegando
regularmente por los cinco océanos, sus
legiones
militares
de
marines
acantonadas en todas las latitudes, sus
sedes consulares, sus servicios de
espionaje, ¡todo!, fue con el exclusivo
objetivo de seguir manteniendo la
independencia de aquellas tierras
aisladas de todo el mundo por sendos
océanos en sus costados, limitadas por
los hielos glaciales y por los tórridos
desiertos mexicanos.
Cualquiera que no venga del País
de los Sueños sabe que mantener la
libertad de la primera potencia del
mundo no se logra más que a través de la
fortaleza. Aquellas tierras labradas de la
Costa Este del Norteamérica y pobladas
por gente venidas de Winchester,
Lancaster o Birmingham nunca
pretendieron tener embajadas en la
lejana China, ni estaciones de radar en
islas del Pacífico, ni satélites
sobrevolando Novorsibirk. Fue un
imperio inopinado, como ya he dicho.
Primero fueron unas puritanas ciudades
prósperas, después un extenso país de
agricultores de clase media. Después una
nación de minas, de industrias con altas
chimeneas humeantes, de una burguesía
que se multiplicaba y comerciaba y se
hacía cada vez más refinada.
Después de la Primera Guerra
Mundial, todas las naciones europeas
mientras lamían sus propias heridas,
mientras ellos reconstruían ruinas,
descubrieron de pronto lo fuertes que
éramos. Después de la Segunda Guerra
Mundial, tiempo en el que las naciones
europeas habían retrocedido decenios,
sus políticos comprendieron que
nosotros no sólo estábamos en el tablero
de ajedrez, sino que además éramos ya
la reina blanca.
Aun así, la gran pieza americana
del tablero hubiera deseado enrocarse,
mantener un perfecto aislacionismo.
Pero
la
URSS
avanzaba
amenazadoramente por todas las casillas.
Cada vez más peones eran rojos. Fue
entonces
cuando
los
políticos
washingtonianos comprendieron que
ante el hecho de una revolución
expansiva, si querían mantener sus
libertades no había otro remedio que
colocar fichas en el tablero allende las
fronteras. No se equivocaban. El país
aislacionista se vio abocado a jugar a
escala mundial en una guerra no
declarada. En las dos Grandes Guerras,
Estados Unidos había concedido a costa
de la vida de sus hombres dos veces la
libertad al Viejo Mundo. El mismo viejo
y orgulloso mundo del que huyeron o se
marcharon sus padres, siglos atrás.
Entonces, en la Guerra Fría,
comenzaba un pulso a nivel mundial.
Los territorios perdidos se daban por
85
perdidos, pero había que evitar a toda
costa que la arrolladora superioridad del
Imperio Soviético arrasase las pequeñas
democracias que surgían por todas
partes. El Imperio Soviético bien pudo
arrollar con sus divisiones todo el
occidente
europeo.
Sólo
la
determinación de Washington lo evitó.
Los europeos nunca les dieron las
gracias. Claro que era un pulso en el que
nuestro país, los Estados Unidos, se
jugaba la independencia. Había que
evitar nuevas anexiones. Había que
evitar la posibilidad de que algún día el
marco de operaciones fuera un Imperio
Soviético que abarcara toda la
humanidad con la única excepción de la
Isla Norteamericana.
Así nació nuestra Roma
imprevista, nuestra Urbe impensada e
inesperada. No había entrado en los
planes de los Padres de nuestra
República. Nadie nos creyó. Cuando los
nativos del resto del mundo nos gritaban
en sus manifestaciones go home, no
entendían que nada deseábamos más
ardientemente que eso. De pronto, sin
que nadie lo esperase, como un
terremoto, el Imperio Soviético se
derrumbó. De aquel sistema policial,
monolítico, con fundamentos férreos, en
tres años no quedó nada, ni las ruinas, ni
la bandera.
Después mi conferencia hacía un
largo análisis del
siglo XXI,
comenzando por las dos guerras del
Golfo, la Guerra Iraní y el auge de China,
India y otras economías emergentes.
Hacia la mitad de la conferencia dije:
-Culturalmente nosotros hemos
sido lo que la antigua Roma para el resto
del Mediterráneo. Nuestras series de
televisión se ven tanto en el centro de
África como en la última isla de la
Polinesia. La Coca-Cola la beben hasta
los esquimales. Un europeo de
comienzos del siglo XXI no conoce
mucho de Virgilio, pero sí que conoce a
Bugs Bunny. Las Guerras Médicas entre
Persia y Atenas ni saben que existieron,
pero no así La Guerra de las Galaxias.
Si en el siglo XIX ningún lugar del
mundo era tan parecido a Europa como
Estados Unidos, en la segunda mitad del
siglo XX ningún lugar del mundo es tan
parecido a Estados Unidos como Europa.
Hoy día quizá podríamos decir que fuera
de Estados Unidos el lugar más parecido
a nuestro país en el mundo, es el mundo
mismo.
El entero planeta se había ido
transformando lentamente en una vasta
colonia dirigida por los descendientes de
los colonos fundadores de una República
en lo que fue un extremo del mapamundi
y que ahora parecía más bien su centro.
Nuestros lejanos intereses comerciales,
nuestras alianzas, todo recordaba una y
otra vez a la expansión de la influencia
romana del siglo I antes y después de
Cristo. Sólo había que echar una ojeada
a la fachada del Capitolio, a la Casa
Blanca, a los edificios de Washington y
a otros muchos edificios, para darse
cuenta de que nosotros éramos los
nuevos romanos. Nuestra orgullosa
república, y no por coincidencia,
ostentaba un águila en su escudo. Un
escudo con lema latino; tampoco esto era
una coincidencia.
Mi conferencia acababa en el
primer año de mi presidencia. Nunca he
caído en la inmodestia de seguir más
adelante. Por modestia y por seguridad
era siempre preferible hablar de cosas
inofensivas. Aun así, en el turno de
preguntas siempre había quien creía que
me daba una gran sorpresa por sacar el
tema del que no había querido hablar.
Bendita inocencia. Como es lógico mi
pericia para escabullirme como una
anguila estaba abalada por una práctica
de decenios. ¿No pensaba el que
planteaba la cuestión, que si yo hubiera
86
querido las preguntas habría que
habérselas presentado por escrito al
organizador? Sí, despachaba el asunto
sin implicarme demasiado, pero no sin
antes decir unas palabras acerca de la
necesidad de aceptar el hecho de que
toda república acaba evolucionando
hacia el principado.
Fue esa noche, en la suite de mi
hotel, cuando sentí un dolor torácico
repentino e intenso. Sentía como una
presión sobre mi pecho, y sobre mi
hombro y brazo izquierdo. Aunque el
área del infarto era reducida, los médicos
me quisieron evitar riesgos en los años
futuros y me pusieron un corazón
artificial.
Todo salió muy bien, mi
recuperación en los meses siguientes
perfecta. Pero familiares y amigos
comentaban que yo había dado un bajón.
Era cierto, ya no tenía el dinamismo de
antes, me costaba abandonar mi sillón,
estaba más delgado, andaba más lento.
No era el corazón, era el estado general
de mi cuerpo. Los análisis eran buenos,
pero noté que yo ya no era exactamente
el mismo. Desde el infarto, dejé de dar
conferencias. Estar en el sillón era lo que
más me gustaba, quedarme ahí, caliente
en mi salón.
87
88
Mont Plaisance
Año 2202
22 años después de las elecciones
que llevaron a Fromheim a la presidencia
míos defender grandes intereses
nacionales con menos entusiasmo. Una
sonrisa aparece en mi rostro.
La hora de mi desayuno pasa con
la placidez de ir leyendo las noticias y las
columnas de opinión a la velocidad de
alguien cuya vista ya no es lo que era.
Quizá es mi mente y no mis ojos los que
provocan esta lentitud. En cuanto me
levanto de la mesa, Sofía y Lucía, las dos
gruesas mujeres del servicio, limpian el
salón de estar con un esmero que no es
usual. Noto ese esmero, más que nada,
por la esposa de mi hijo que este día
supervisa hasta el más mínimo detalle.
Cosa no muy frecuente en ella.
Subo a mi dormitorio, y me
pongo un pantalón recién planchado y
una camisa con gemelos. Esta operación,
que en otra época hubiera realizado en un
par de minutos, ahora supone emplear
toda mi atención y dedicar a ello casi un
cuarto de hora. Primero no encuentro los
gemelos, después se me resisten. He
tenido que sentarme en la cama para
poner una pierna en el pantalón, después
la otra. Pero al final quedo hecho un
figurín. Encima de todo, una bata de seda
que conjunta con ambas prendas. Un
pañuelo estampado asoma coquetamente
por el bolsillo superior de la bata. Me
encanta la imagen que me devuelve el
espejo. De nuevo me dirijo a la sala de
estar, a leer mi libro sobre el reino de los
insectos: tapas duras, gran formato,
artísticas ilustraciones, apasionantes
curiosidades, pretérito regalo de
Navidad. Dada mi lentitud, tardaré
Una mañana de domingo.
Desayuno con la calma de tener una hora
por delante para, leyendo el periódico,
acabar el croissant que aguarda en el
plato y la taza de café negro y humeante
que está junto a la jarra de leche fresca,
blanca y quizá hasta feliz. Vestido con
este gran albornoz, veo cómo la luz de
esta mañana penetra sin prisas a través de
las hayas y olmos de la espesura que
tengo enfrente. A mis ochenta y cuatro
años, ésta es una de esas visiones de
beatitud hogareña que tanto me han
agradado toda mi vida. Pronto mi hijo se
sentará frente a mí con un plato de
cerezas, su parco desayuno. Casi la
mitad del año la paso en esta casa de mi
propiedad situada en un valle de los
Pirineos en la frontera de España con
Francia. Una residencia grande,
confortable,
con
unas
vistas
excepcionales, un lugar excelente para
mi retiro.
Mientras desayuno, uno de mis
nietos aparece. Ya se ha levantado, me
da un beso sin entusiasmo, adormilado, y
se sienta a jugar con un videojuego en el
sofá de al lado. A sus dieciséis años está
enfrascado en cuerpo y alma en ese
combate con monstruitos verde
esmeralda que descienden por la pantalla
con el implacable deseo de comerse a su
héroe electrónico. Mi nieto defiende a
este héroe superficial con ahínco.
Cuando yo era presidente vi a asesores
89
-Viejo William, viejo William –
le repeto.
El senador Ford comienza a decir
lo típico: cuánto tiempo ha pasado,
cuanto me alegro, cuántas cosas han
pasado… todo ello pronunciado con
pausa, sin ningún apremio, pero con
claridad y sin fatiga.
Nuestro encuentro y tertulia dura
hora y media. Su mente funciona todavía
a la perfección. Los últimos treinta y
cinco minutos nos dejan solos. Han
querido respetar el encuentro entre el
último senador vivo y yo, reliquia de la
presidencia de los Estados Unidos. En
esa sala con dos hombres sentados
hablando, lo importante no somos
nosotros, sino todo lo que hay detrás de
nosotros. Mi nieto más pequeño,
aburrido, sólo ve a dos ancianos
contándose cosas, se le escapa todo lo
demás.
El senador está de camino de
regreso a Nueva York. Débil e inmóvil
en su silla, no sale ya nunca de su rancho
en Wisconsin. Cuando unos amigos
comunes de mis hijos y del senador, se
enteraron de que William visitaría la
ciudad húngara de Kesckemet para
asistir a la boda de una nieta suya, le
pidieron que tuviera la gentileza de hacer
algún tipo de escala para que nosotros
dos pudiéramos vernos. Y aceptó con
sumo gusto. Con gusto, porque entre
otras cosas sabía muy bien que, dada su
edad, o veía ahora al presidente jubilado,
o ya no lo vería nunca.
Ambos habíamos deambulado
muchas veces por la Casa de
Representantes. Ambos somos como
dinosaurios sustituidos ya por un nuevo
tipo de especie zoológica, todavía más
tecnocrática, más agresiva, con muchos
menos escrúpulos.
Alguien podría imaginarse que la
conversación entre nosotros, dos
vestigios
del
antiguo
sistema
estadounidense, versaría esencialmente
medio año en acabarlo. Pero sentado en
mi soleado sillón, no me importa.
Mi hijo y su mujer bajan otra vez
al salón un rato después. Ambos vestidos
de manera informal, en chándal mi hijo,
su mujer de forma sencilla, pero
estudiada, gruesos tirantes, largas faldas
hasta los tobillos. Sigo leyendo. Media
hora después, la visita toca el timbre.
Cuatro hombres, corpulentos y
bien vestidos, escoltan al recién llegado.
Un asistente personal empuja la silla
desde donde un débil anciano de noventa
y un años estrecha la mano de mi hijo y
su esposa. Más bien, dada la senectud del
decrépito hombre de la silla, era la mujer
la que toma aquella mano pecosa. Más
que pecas, son manchas propias de la
edad. Mi nieto se fija mucho en la escena
de ese viejecito que deja la boca abierta
y le mira. Los dos nietos, que están por
ahí, le son presentados.
Tengo ante mí al senador
William Ford, el último senador vivo de
los Estados Unidos, el último miembro
de la Casa de Representantes elegido en
unas elecciones. Cuando arrastran su
silla hasta donde estaba yo, nos damos la
mano. Yo tampoco me levanto, así que
los dos ancianos sentados nos
saludamos.
Según me dijeron después, lo que
más impresionó a los que estaban allí,
mirando el encuentro, fue el cruce de
nuestras miradas, porque durante varios
segundos no nos dijimos nada. Se
trataba de una mirada de satisfacción,
como si tuviéramos que contarnos miles
de cosas. No nos veíamos desde hacía
más de quince años.
Esos noventa y tantos años
llevados hasta mí en silla de ruedas,
abren sus brazos, quiere darme un
abrazo, un abrazo moderado y formal. Le
faltan las fuerzas y más que un abrazo
resulta el gesto cordial de agarrarme de
los hombros.
90
de política. Sin embargo, no fue así.
Hablamos de nuestra salud, de nuestros
achaques, de en qué ocupábamos nuestro
tiempo, de las limitaciones de la edad.
Empujé su silla hasta el jardín para que
viera las flores que cultivaba la mujer de
mi hijo, miramos un par de álbumes de
fotos. William con gusto se hubiera
quedado a almorzar, pero su conexión
con el vuelo de Nueva York desde
Barcelona no se lo permitía. Tampoco
considero que esa momia pudiera
propiamente almorzar. Si comía, debía
hacerlo como un pájaro.
Pero aunque lo que tenía delante
eran las ruinas de lo que había sido un
vital y enérgico senador, su mirada
apacible cargada de años me llegó a lo
más profundo del alma. El que había
levantado con lenta pesadez su brazo
para saludar a mi tímido nieto, fue en
otra época de su vida el político más
sagaz, inteligente y sarcástico de aquella
cámara de hace treinta años.
Sobre todo, sí, fueron sus ojos lo
que más me impresionaron. Esos ojos
claros que se alegraban sinceramente de
verme. Era como si con la mirada me
dijera una y otra vez cuántas cosas
hubiera tenido que comentarme, como si
quisiera enfrascarse en una larga
conversación acerca de cuánto había
cambiado todo. Lo cierto es que allí sólo
hablamos de cosas como las que he
dicho. Sólo al final, en un momento en
que se hizo un silencio, Ford comentó:
-¡Qué tiempos conocimos! ¿Eh,
Ethan? ¡Qué tiempos!
Le miré con una profundidad casi
infinita. No dije nada, pero asentí con la
cabeza.
No hubo grandes palabras antes
de la despedida. Ni grandes palabras, ni
grandes gestos. Sólo la seguridad
silenciosa del conocido con el que se ha
tenido bastante contacto treinta años
antes, y al que no se volverá a ver.
Aquella tarde, junto a la
chimenea, mi hijo y su mujer
comentaron felices la relevancia casi
histórica (sin duda más afectiva que
histórica) de la visita. Dando un breve
paseo por el jardín trasero de la casa,
miré mi residencia pirenaica con orgullo:
había servido de discreto entorno para
este último episodio crepuscular de la
historia de ese gran país, lejano, que es el
mío. Pero a esa altura del día, ya había
pasado demasiado tiempo en el salón
escuchando a mis hijos acerca de la
visita. Pensé que ya era hora de
ocuparme, de nuevo, de mis rutinas.
Había que decidir si cenar el cafe créme
de siempre con el emparedado de jamón,
o comunicar a Lucía alguna variación
que se me ocurriese para el menú. Si
seguir con los planes para el aperitivo del
día siguiente, o bajar al pueblo por la
mañana a comprar un regalo para el
cumpleaños de mi nieto George.
91
92
Historia de la Segunda Secesión de los Estados
Unidos de América es una de las obras de la
Decalogía sobre el Apocalipsis de J.A. Fortea. La
Decalogía describe los acontecimientos de la
generación que habrá de vivir las plagas bíblicas del
fin del mundo. Historia de la Segunda Secesión es
la novela que explica la concentración de Poder que
hará posibles los hechos terribles que se describirán
en las otras nueve obras.
En ese sentido, esta obra es el pórtico de
entrada para el resto de novelas. Cada una de las
novelas de la Decalogía (o Saga del Apocalipsis) es
independiente. Cada una explica una historia
completa que no requiere de la lectura de las
anteriores. Esas historias fueron construidas como
novelas que tienen sentido por sí mismas y que
pueden ser leídas en cualquier orden.
Todas ellas fueron comenzadas a escribir en
1997 por el sacerdote J.A. Fortea cuando era
párroco de un pequeño pueblo de mil habitantes
justo en el límite entre las provincias de Cuenca y
Madrid. Ninguna de las obras de la saga fue
publicada hasta seis años después, cuando en el
año 2004 fueron acabadas de escribir las diez
novelas. Si bien el proceso de revisión y
ampliación de éstas, se prolongaría durante los
años siguientes.
93
94
95
José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro,
España, en 1968, es
sacerdote y teólogo
especializado en demonología.
Cursó sus estudios de Teología para el sacerdocio en
la Universidad de Navarra. Se licenció en la
especialidad de Historia de la Iglesia en la Facultad
de Teología de Comillas.
Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de
Henares (Madrid). En 1998 defendió su tesis de
licenciatura El exorcismo en la época actual, dirigida
por el secretario de la Comisión para la Doctrina de la
Fe de la Conferencia Episcopal Española.
Actualmente vive en Roma, donde realiza su
doctorado en Teología, dedicado a su tesis sobre el
tema de los problemas teológico-eclesiológicos de la
práctica del exorcismo.
Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio,
la posesión y el exorcismo. Su obra abarca otros
campos de la Teología, así como la Historia y la
literatura. Sus títulos han sido publicados en cinco
lenguas y más de nueve países.
www.fortea.ws
96
Memorias del último
Gran Maestre Templario
────────────────────────────────────────────────
Año del Señor 2211
J.A
Fortea
1
Editorial
Dos latidos
© Copyright José Antonio Fortea Cucurull
Título: Memorias del último gran maestre templario
Todos los derechos reservados
[email protected]
Editorial Dos Latidos
Benasque, España
Publicación en formato electrónico en 2012
Versión 8 de esta obra
Primera edición impresa en México, mayo de 2008
ISBN: 978-970-820-048-6
Editorial El Arca
American Book Store, S.A. de C.V.
Calle 22 de Diciembre Nº 1
Col. Manuel Ávila Camacho, C.P. 53390
Naucalpan, Edo. de México
www.fortea.ws
2
Memorias del último
Gran Maestre Templario
──────────────────────────────
Año del Señor 2211
3
4
Memorias del último
Gran Maestre Templario
───────────────
año del Señor de 2211
5
6
Año 2211
Oficiales y soldados se retiraron del
lugar dejando otra vez solitarios y silenciosos
aquellos húmedos y fríos parajes cada vez más
cubiertos por la nieve de un invierno que no
había hecho más que comenzar.
E
l Gran Maestre se detuvo en mitad del
valle. Dirigió su mirada al fondo, hacia
la garganta que formaban aquellos
montes completamente cubiertos de pinos. Las
cuatro grandes torres se levantaban a buena
marcha. La construcción de las fortificaciones
defensivas seguía el plan previsto. Aquellas
cuatro pesadas y enormes torres rectangulares
de cúspides todavía irregulares aparecían
salpicadas de blanco. Habían llegado las
primeras nevadas. Las torres tenían la altura de
un edificio de veinte plantas. Se levantaban
inconmovibles dotadas de una inevitable
sensación de poderío contra un cielo que se
cubría una y otra vez con nubes grises y
opacas. En medio de aquel aire frío y húmedo
caían pacíficamente algunos tímidos copos de
nieve.
La ventisca agitó la capa negra que
cubría las espaldas del anciano gran maestre.
Mechones de cabellos plateados de su cabeza
comenzaron a ondear según venían las ráfagas.
El gran maestre y los cuatro soldados que lo
acompañaban permanecían de pie, en silencio,
con sus uniformes negro. En medio de aquel
paisaje montañoso parecían marciales estatuas,
pero la mente y los ojos del anciano no estaban
ociosos. Calculaban alturas, estimaban la
conveniencia de la situación de las
fortificaciones, ponderaban el tiempo
necesario para que todo el sistema defensivo
estuviera acabado. Eran ojos expertos.
Detrás del grupo, treinta soldados a
caballo escoltaban a prudente distancia a sus
oficiales. La nevisca arreciaba y agitaba sus
capas. Algunos de ellos acababan de llegar de
África y era la primera vez que
experimentaban aquel frío pirenaico.
-Regresemos –ordenó el gran maestre.
Un cuarto de hora después, el grupo de
oficiales y la escolta revisaban y recorrían las
construcciones que habían observado a lo
lejos. Los constructores detenían sus trabajos
en cuanto pasaba frente a ellos el grupo de
militares que acompañaba al gran maestre. El
anciano iba a paso ligero, haciendo muy pocas
observaciones. El mariscal Von Gottenborg
que le seguía los pasos, era uno de los recién
llegados de Somalia. Hacía menos de dos horas
que acababa de llegar. Y todavía no sabía qué
hacían todos esos templarios, casi todas las
fuerzas de la Orden, concentradas,
fortificándose, en uno de los más pequeños
estados de Europa, el Principado de Andorra.
¿Por qué tal concentración de fuerzas de toda
la Orden en aquel diminuto punto del mapa?
¿Por qué la erección de aquella formidable
línea defensiva? Se imaginaba que después de
la hora de la refección, tendrían una reunión
para recibir instrucciones y explicaciones.
Tanto él como los cuatro mil efectivos de
infantería estaban acostumbrados a obedecer
sin hacer preguntas. Pero esta vez las preguntas
se agolpaban de un modo casi irrefrenable. Si
le había sorprendido que se le hiciera venir con
cuatro mil hombres, pronto quedó más
extrañado al observar el número de efectivos
desplazándose en lo profundo de aquellos
valles. Allí debía haber por lo menos cincuenta
mil hombres. ¿Qué estaba sucediendo? ¿A qué
habían venido? En ese lugar no había ninguna
guerra. No había nada que defender en una
pequeña nación europea que nunca había
agredido a nadie, ni había sido agredida, ni
había recibido amenaza alguna.
7
Ya en el interior de las oscuras galerías
del basamento de aquel complejo defensivo, el
Gran Maestre marchó a su habitación.
-Caballeros, volveremos a vernos a la
hora de la refección.
Ésa fue su despedida, breve, severa.
Volviéndose enseguida en dirección al largo y
penumbroso pasillo de paredes desnudas que
conducía hacia su dormitorio. Su figura, de
mediana estatura, ligeramente encorvada,
frágil pero férrea se alejó por aquel tétrico
corredor interno sin ventanas. Al entrar en su
dormitorio con paso cansado, lento, buscó en
aquella celda monástica el descanso de su
sillón austero, de aire medieval, con dos
grandes cojines de colores exuberantes y ricos
en borlas. El Gran Maestre apoyó
cansadamente su espalda en el respaldo de
cuero, sujeto a la madera con clavos dorados
de cabezas en relieve con forma de rostros. El
anciano miró la luz blanca del mediodía
invernal que penetraba por el arco de la
ventana. Hacía días que la fatiga –quizá más el
desánimo- había sentado sus reales en aquel
cuerpo y aquel espíritu. Vestía una amplia
sotana negra cuya gran capucha llevaba echada
a causa del frío. Frío ambiente que hacía
perfecto juego con la desnudez de su celda
monástica. Era el Gran Maestre de la Orden y,
sin embargo, sus posesiones se reducían a
aquella mesa de madera basta y desnuda, y
unos pocos libros en un nicho excavado en la
pared. Sus ojos miraron hacia la cama, un
colchón sobre el suelo con un gran edredón. De
pronto se sintió como agobiado. No era la
austeridad, ni la vejez, era lo que se venía
encima.
Buscó un respaldo donde apoyar su
blanca cabellera, pero aquel sillón antiguo no
lo tenía. Inclinó su largo cuello hacia delante y
miró al suelo con ánimo derrotado. En seguida
levantó el rostro hacia la luz de la ventana.
Tras mirar el cielo gris desde su sillón,
dirigió sus ojos claros hacia los escarpados
valles que rodeaban los gruesos muros de la
fortaleza, hacia el paisaje abrupto cubierto de
pinos, donde la nieve se seguiría acumulando
en los meses siguientes. El invierno sólo
acababa de empezar. El gran reloj del pasillo
tocó su carillón, la celda tornó a quedar en
silencio. Aquel anciano, cansado, en medio del
silencio, recordaba cómo él no había querido
aceptar el nombramiento de Gran Maestre.
Treinta años al frente de aquella orden militar
eran muchos años. Dos veces había pedido en
el pasado que se le liberase de esa carga. Dos
veces por conductos reservados había enviado
al Santo Padre la carta oficial pidiendo que se
aceptase su dimisión. Treinta años era mucho
tiempo. Pero la Santa Sede no era de la misma
opinión.
Todavía recordaba la impresión que le
había causado la llamada telefónica del Nuncio
de Su Santidad cuando era un sacerdote en
Dublín, a esa edad que el común de los
mortales considera la mitad de la vida. Al día
siguiente, se le comunicó en nunciatura, que él
había sido designado para ocupar el puesto de
Gran Maestre de la orden templaria. Hasta
entonces había sido un sacerdote castrense al
que muchos de sus colegas consideraban un
hombre oscuro que seguiría toda la vida en su
puesto. Pero desde hacía años, los informes
que se acumulaban en la Congregación de
Obispos le señalaban como muy digno
candidato al episcopado. Sus dotes de gobierno
y su prudencia habían quedado de manifiesto
pocas veces pero de modo inequívoco. En los
últimos años, había desempeñado en la sombra
encargos muy delicados al servicio de la
Secretaría de Estado del Vaticano.
¿Por
qué
yo?,
se
preguntó
repetidamente durante los días posteriores a
que se le comunicara la intención de la Santa
Sede.
8
-Reverendo –le había explicado el
Nuncio sentado en su sillón, con las manos
sobre la barriga tranquila y los dedos entre los
botones forrados de negro de aquella sotana
con borde púrpura-, siempre escogemos para
ese cargo hombres ajenos a la Orden. Ya que
sus integrantes son hombres embargados por
nobles ideales, precisan de alguien que
atempere, que imprima un sello de cordura, de
contención. Si la orden se abandonara a sí
misma, se autodestruiría emprendiendo
empresas que sobrepasarían sus fuerzas y
posibilidades.
-Pero no sé nada sobre la Orden. Lo
desconozco todo de ella.
-Lo aprenderá. Tiene toda la vida por
delante. Esto es como cuando a uno le envían
como obispo a una diócesis. Un nuevo prelado
tampoco sabe nada del rebaño que va a
gobernar... al principio.
-Mire... no quiero parecer que pongo
reparos a la designación pontificia, pero nunca
he sentido ninguna vocación por ese tipo de
vida templaria.
-¡Perfecto! Eso buscamos. No se trata
de que le entusiasme o no ese modo de vida, se
trata tan solo de que ejerza un trabajo, una
función: gobernar con prudencia un barco. Eso
es todo. Sólo eso. Además, todos los capitanes
que ha tenido esa nave han sido hombres como
usted. A todos se les comunicó la designación
por sorpresa, ninguno pertenecía a la Orden. A
unos les hizo más gracia el nombramiento, a
otros menos. Pero todos dirigieron la
congregación por el camino de la moderación,
de la prudencia. Todos hicieron un buen
trabajo y nuestras expectativas con usted no
son menores. No esperamos menos de usted,
Alain.
Ah, y su poco entusiasmo por aceptar
es otra característica que buscamos en los
candidatos que elegimos. Jamás nombraríamos
para este puesto a alguien que lo ambicionara.
-¿Y los templarios aceptan que un
extraño ocupe el más alto puesto de gobierno
de su Orden?
-Son religiosos muy observantes, cuya
obediencia está fuera de duda. Además, la
jerarquía de la Orden tiene su gran capítulo. El
que una persona venida de fuera, ocupe el
grado superior, les evita las luchas por el
poder. Sus estatutos incluyen la particularidad
de que el puesto más elevado de la pirámide
jerárquica sea ocupado por alguien que hasta
entonces no haya pertenecido a la Orden. Es
una sabia medida que les pone a cubierto de la
ambición. El servilismo, las intrigas, la
adulación para alcanzar la cima, no tienen
cabida, ya que la cúspide siempre es ocupada
por alguien de fuera. Créame, los grupos
cerrados prefieren que los gobierne alguien
que no pertenezca al círculo endogámico, Un
extraño no está atado a nadie. Usted llega sin
tener que agradecer su ascenso a ningún
miembro de dentro. La llegada de un nuevo
Gran Maestre supone, en la práctica, una forma
de hacer una auditoría moral y material a toda
la congregación. Este estado de revisión
completa cada veinte o treinta años, supone un
enriquecimiento muy notable para esa
institución. Quizá por eso va a tomar las
riendas de una orden fuerte y con muy buena
salud.
El sacerdote movía ligeramente la
cabeza, no estaba de acuerdo. Todas esas
razones no acababan de convencerle.
-Disculpe que insista, pero desconozco
todo, absolutamente todo, sobre la Orden. No
sé si soy la persona más apropiada.
–No se preocupe, vuelvo a decirle que
tendrá años por delante para aprenderlo todo.
De hecho, usted será la persona que más sepa
sobre ella. No deja de ser una paradoja que la
misma persona que ahora afirma desconocerlo
todo sobre esa congregación, dentro de unos
9
–¿Cómo resurgió esta Orden?
–En el año 2108, todo el centro de
África se hallaba sumido en la más espantosa
anarquía. Varios países sufrían la ausencia de
un verdadero gobierno central dentro de cada
Estado. Fue en Níger donde nació el embrión
de la Orden, en medio de una contienda civil a
la que no se le veía fin. Los guerrilleros y los
grupos paramilitares saqueaban con frecuencia
las aldeas, sin respetar ni siquiera los lugares
sagrados. Aunque los habitantes de
poblaciones pequeñas fueron los que más
sufrieron, también nuestras iglesias eran
periódicamente desvalijadas. En medio de
aquella situación desastrosa, ni siquiera las
monjas de algún que otro convento se libraron
de ser violadas. A esa situación de anarquía,
lejos de verle un fin, cada vez se percibía como
más endémica. Más o menos alrededor del año
2110, no lo recuerdo con exactitud, fue cuando
tres obispos comenzaron a organizar una
pequeña cuadrilla de voluntarios para defender
las iglesias de sus diócesis.
Al comienzo eran alrededor de cuarenta
hombres armados con quince ametralladoras y
poco más. Aquel grupo minúsculo, lleno de
buena voluntad y escasamente armado, supuso
una incipiente protección para esos templos
que cada poco eran asolados. Protección que
pronto se extendió a los bienes eclesiásticos en
general. Dos años después ya estaban
protegiendo algunos poblados de las razias de
las guerrillas. Fueron cada vez más los
poblados que, en medio de aquel colapso del
Estado, solicitaron algún tipo de protección de
aquellos hombres.
Los obispos pronto se percataron de
que aquel ejército, que ya contaba con unos dos
centenares de miembros, iba a seguir creciendo
mientras persistiera aquel vacío de poder. Así
que, con muy buen sentido, fueron
organizando ese grupo armado de acuerdo a
una estructura que, como se reveló
años será la persona del mundo que más sabrá
sobre ella.
El Nuncio hablaba con afabilidad, con
una mezcla de auténtica cordialidad y total
seguridad. Quizá era la experiencia de su
oficio. Había tenido ya, en sus años de servicio,
muchas conversaciones semejantes. Estaba
acostumbrado a insistir, a no doblegarse una
vez tomada una decisión de la que él era mero
transmisor de sus superiores. Y más cuando el
proceso de designación para un puesto como
aquel distaba de ser breve o sencillo.
–¿Y soy el más apropiado?
–Quizá nadie sea el más apropiado.
Pero en la Iglesia hay funciones... alguien
tiene que llevarlas a cabo. El hecho de que
usted se pregunte si es digno de tal función,
corrobora nuestra impresión de que es la
persona conveniente. Si por el contrario,
hubiera manifestado en los años pasados algún
tipo de ambición de trepar por las lianas de la
jerarquía, eso mismo nos hubiera llevado a
descartarlo. En cualquier caso, no se preocupe
demasiado ni le dé excesivas vueltas. En las
próximas dos semanas, se le pedirá que se
desplace a Roma, donde será usted formado
sobre la Orden por especialistas de la
Congregación de Religiosos. Y después se le
enviará de incógnito a recorrer los lugares que
ellos determinen. Cuatro o cinco plazas fuertes
de las que tienen repartidas por el mundo. Si al
cabo de esas semanas, usted se mantuviera
firme en no querer aceptar esta carga, sería
relevado de ella. El nombramiento no se hará
público hasta dentro de dos meses.
El Nuncio le miró con picardía y
preguntó paternalmente:
–¿Se queda ahora más tranquilo?
–Sí, sí… con dos meses por delante…
y recibiendo toda esa instrucción de la que me
habla… sí.
–Me alegro.
10
paulatinamente, era más propia de una
congregación religiosa que de un ejército.
–¿Seguro que fue eso algo acertado?
–Sin duda. Los obispos eran
conscientes de que aquel grupo iba a seguir
creciendo, pero no querían sustituir al Estado.
No deseaban constituirse en un grupo de poder
paralelo al poder central, que más tarde o más
temprano se reharía. Cuando se forma un
ejército para un fin transitorio, una vez que la
necesidad ha finalizado, no es tan fácil
deshacerlo. Los ejércitos que nacen en medio
de la anarquía, no se desmovilizan con una
simple carta que viene de arriba.
Los obispos, sabían que estaban al
borde de suplantar al poder establecido, pues
ese ejército que había nacido de un grupo de
cristianos movidos por los más nobles ideales,
dedicado a defender iglesias y conventos,
estaba creciendo extraordinariamente. Los
obispos previeron los peligros futuros. Por más
que creciera ese ejército debía procurarse que
se mantuviera fiel a los ideales de sus inicios.
Si hubieran tardado más, aquel poder se
les hubiera ido de las manos y hubiera cobrado
vida propia. La autonomía de aquel grupo
armado hubiera supuesto un enfrentamiento
con el poder central que con el tiempo, sin
duda, sabían que se reorganizaría. Por ello
establecieron una especie de regla austera que
alejara de aquella milicia a quienes no
ingresaran en ella movidos más que por los
más nobles ideales. Aunque había entre ellos
hombres casados entre sus integrantes, los
nuevos oficiales debían ser hombres con voto
de pobreza, castidad y obediencia que vivieran
en casas comunes en las que el cultivo de la
oración y la virtud fuera su primera
preocupación.
Ni que decir tiene que este tipo de
condiciones
tan
estrictas
implicaban
necesariamente limitar el crecimiento de aquel
ejército que todavía constaba sólo de un par de
centenares de hombres. Pero aquellos obispos
no buscaban el poder. Desde luego un ejército
constituido como una orden religiosa dejaría
las armas en cuanto se lo ordenaran sus
legítimos pastores.
Aquellos prelados sabían que debían
cimentar su ejército sobre unas bases que no
supusieran un obstáculo para el Estado que
resurgiría. Como ve, eran mitrados sin
ambición, pero los planes de Dios no siempre
son los planes de los hombres. Y cuando se
sacrifica el éxito a corto plazo a cambio de
hacer las cosas de un modo más puro, cuando
se limita el crecimiento de algo para servir
mejor a Dios, a veces lo que se logra son unos
resultados que desbordan todas las
expectativas –el nuncio levantó la mirada hacia
el techo en un gesto ambiguo. No quedaba muy
claro si el gesto era de callada admiración ante
sus inescrutables caminos, o de fingida
insatisfacción ante un Dios que siempre estaba
sorprendiendo; incluso a los nuncios y a las
conferencias episcopales.
El restablecimiento del Estado no
llegaba y la Orden cada vez más se veía en la
obligación de caridad de proteger un creciente
número de poblados que, aunque pequeños, ya
comenzaban a formar un número bastante
notable. El instinto de la gente, la población
sencilla, comenzó a ver en aquella orden de
guerreros, a hombres justos, en los que se
podía confiar. Aquellos hombres ni
extorsionaban, ni violaban, ni eran crueles. Y,
encima, los contratos de protección podían
rescindirse cuando se creyera conveniente sin
temor a represalias, como sí que sucedía con
otros grupos.
–Ah, ¿hacían contratos?
El Nuncio se sonrió. Después añadió:
–Las armas, los vehículos, todos los
equipamientos cuestan dinero. Hay que
mantenerlos, repararlos. Aunque aquellos
soldados hicieran voto de pobreza y no
11
poseyeran nada como propio, el ejército sólo
protegía a aquellos que pagaban un canon.
Sino todos hubieran querido recibir ese
servicio de protección. La Orden, desde su
mismo inicio, se guió con un claro sentido
práctico y realista. Los obispos son hombres
prácticos. No son profetas visionarios, ni
eremitas aislados en su gruta, nada de eso, son
hombres de gestión. Eso ha sido así desde la
Edad Media.
Por supuesto que también ayudó a esta
situación de saneamiento de aquellas pequeñas
arcas el que apenas había combates. Los
saqueadores, lógicamente, preferían dirigirse a
zonas donde sus lugareños aún confiaban en
sus propias fuerzas para su defensa. Aquel
grupo de basilicarios tenían pocos recursos,
pero los grupos armados que saqueaban
tampoco disponían de grandes caudales. Como
ve, la correlación de fuerzas...
–¿Basilicarios?
–le
interrumpió–
¿Entonces no se llamaban templarios?
–No. El nombre original con el que se
les nombra en las primeras constituciones es el
de basilicarios. Ya que el núcleo primitivo,
nació para la defensa de la Basílica del Sagrado
Corazón de Ngnu-Butum-wa. Allí, también
residía el prior de la Orden.
Once años después de la constitución
de aquella congregación de derecho diocesano,
la Orden contaba con ochocientos religiosos y
trescientos auxiliares. Los auxiliares eran los
casados que militaban bajo órdenes de los
oficiales religiosos. La Orden fue extendiendo
su poder a más y más zonas de Níger, Chad y
Nigeria, cuyas fronteras se hallaban bastante
desdibujadas, ya que el colapso de los poderes
centrales fue absoluto en el centro del
continente.
Cuando veinte años después, los
Estados fueron comenzando a formar ejércitos
regulares
propios,
la
Orden
fue
progresivamente
replegándose
a
sus
monasterios. La transición se hizo de un modo
progresivo y pacífico; minuciosamente
pactado entre los obispos y los presidentes de
esos países. La visión noble y carente de
codicia de los prelados evitó la guerra civil en
esas tres naciones.
Pero cuando los hombres llevaban ya
una vida monacal en sus monasterios-cuarteles
en los países originarios de la Orden, las pocas
casas establecidas en otras zonas del
Continente experimentaron un auge lento pero
constante. Y no sólo eso, los monasterios
basilicarios echaron buenas raíces también
fuera del continente africano, en zonas
selváticas
donde
las
guerrillas
centroamericanas y asiáticas habían asolado a
sus pobres lugareños durante años. De manera
que si la Orden en los tres países de origen era
ya esencialmente monástica, fuera de allí
seguía ejerciendo las funciones de protección
que fueron la justificación de su origen.
Fue entonces, cuando la Congregación
de Religiosos en Roma se dio cuenta de que
había que hacer algo con la nueva orden, que a
la sazón contaba con unos tres mil miembros.
Habían esperado tanto para tomar una decisión
definitiva porque consideraban que la
asociación inicial de voluntarios para proteger
iglesias era un remedio excepcional pero
transitorio. ¿A quién se le puede negar el
derecho a defenderse? Pero las cosas habían
ido muy lejos. En Roma las opiniones de los
monseñores estaban divididas. Muchos
albergaban serias dudas acerca de otorgar carta
de naturaleza a esa orden, se consideraba que
era una congregación de derecho diocesano
establecida exclusivamente para una necesidad
particular en una situación de verdadera
emergencia. Las situaciones de emergencia
requieren de remedios a veces excepcionales.
Pero acabada la situación de emergencia, esa
congregación de derecho diocesano debía
disolverse.
12
En general, en Roma no eran favorables
a la restauración de una orden de monjesguerreros, pero para cuando el problema llegó
a la mesa del Santo Padre la cuestión se había
vuelto ya sumamente delicada. La
congregación era, por número de miembros, de
unas dimensiones notables. Además, y eso no
había que olvidarlo, ejercían una protección
real. Numerosos obispos de lugares
paupérrimos y alejadísimos hicieron ver a
Roma que aquellos hombres eran su única
protección. Incluso varios países habían dado
múltiples muestras de reconocimiento a una
institución de fines altruistas que siempre se
había enfrentado a movimientos guerrilleros y
sólo contra ellos.
Por todas estas razones, en el año 2129,
llegaron
las
primeras
constituciones
provisionales con aprobación de Roma. Fueron
muchos, en todos los dicasterios romanos, los
que expresaron grandes aprensiones hacia este
nuevo género de monjes-guerreros. Pero todos
comprendieron que la existencia de esta
realidad se trataba de un hecho consumado,
gustase o no. Roma podía influir sobre la
Orden o dejar que ésta se escapase totalmente
de sus manos. Entre una posición y la otra, se
optó por la vía más política, la menos
extremista: no extinguir aquella realidad, a
condición de encorsetarla en rígidos moldes.
Las medidas fueron draconianas.
Los requisitos para ingresar en la
congregación se volvieron todavía más
exigentes. Los mecanismos de control por
parte de la Curia, se institucionalizaron como
cargos permanentes. Eso sí, para compensar,
quince años después de aquella nueva regla, el
papa Urbano XXXII les concedió la gracia de
poder retomar el nombre de templarios. Todo
el mundo, de hecho, les llamaba así desde hacía
tiempo, aunque en los membretes el nombre
oficial de la orden seguía siendo Congregación
de los basilicarios, y en los sellos seguía
apareciendo inalterado el nombre primitivo de
aquel grupo: Congregación para la defensa de
la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús.
C
uando salí de la nunciatura aquel 2 de
abril de 2181 era evidente que no salí
como entré. Me fui a mi casa a tratar
de componer mis ideas. Estaba claro que mi
futuro había cambiado completamente.
Aquella tarde yo no albergaba la menor duda
de que mi mandato sobre semejante institución
sería catastrófico. (En otras congregaciones no
se habla de mandato. Pero en la Orden del
Temple, dado que es un ejército, se habla de
mandato refiriéndose al tiempo en que un Gran
Maestre está al frente de la Orden.) Sin
embargo, he sido un buen Maestre.
Me limitaré a reconocer que ejercí de
forma adecuada mi gestión. (El nuncio siempre
se refería a mi trabajo como una gestión.)
Quizá no fue una administración brillante. Pero
creo que Roma precisamente buscaba eso.
Ante todo había que alejar del puesto que he
desempeñado a visionarios, a hombres que se
consideraran providenciales. La orden
necesitaba serenidad ante todo. Mantener sus
monasterios-fortaleza, conservar sus plazas, de
acuerdo, muy bien, pero huir de toda tentación
expansionista. El éxito de la Orden podía
constituir su mayor fracaso.
Después de un curso intensivo de dos
semanas a cargo de la Pontificia Academia
Diplomática y de la Congregación de
Religiosos, y cuyo único alumno fui yo, me
dirigí por primera vez a un monasterio
templario. Faltaba un mes y medio para que mi
nombramiento se hiciera público. Nadie por
tanto sabía que yo era el elegido. Parece ser que
era normal que cada Gran Maestre, antes de ser
investido como tal, pasara un tiempo en la
Orden sin que nadie supiese que él era el
sucesor del difunto maestre. De esta manera
podía tener un contacto directo con aquella
13
realidad desde la base, como un hospedado que
no llama la atención en nada y que por tanto ve
todas las cosas en su ser cotidiano. Pues una
vez que se hiciera pública la designación, ya
nunca resultaría posible tener ese contacto
como un religioso más.
Mi helicóptero militar avanzaba hacia
un castillo situado en lo alto de un arrecife. Me
encontraba en la costa continental de
Mauritania, cerca de la isla de Tidra. El sol del
atardecer se reflejaba en las gafas oscuras de
los dos pilotos del aparato, que pronto
aterrizaron en el gran patio interior de
emplazamiento defensivo.
Al salir miré a mi alrededor. Un
amplísimo patio de armas, extenso, rodeado de
un perímetro amurallado. Dentro de aquel
recinto había varias aeronaves, así como
grupos de técnicos trasladando maquinarias a
distintos lugares, revisando motores, apilando
un tipo de bidones amarillos con unos extraños
vehículos concebidos para ese fin. Aprecié que
el perímetro del lugar formaba un cuadrado
perfecto con cuatro torres menores en cada
ángulo. En el centro del patio, una torre de
ocho plantas que constituía, al mismo tiempo,
el edificio del monasterio y el cuartel.
–¡Así que usted es el nuevo confesor!
Ése fue el saludo vigoroso de un monjesoldado de voz recia y dos metros de altura,
apenas salió de una de las puertas del edificiotorre hacia mí.
–Bienvenido –añadió con energía.
–Gracias.
–Nuestro anterior capellán fue enviado
a un nuevo destino. ¿Es la primera vez que está
en una de nuestras casas?
–Pues sí –respondí mirando a mi
alrededor.
Aquel hombretón cogió mi maleta
grande y otra pequeña (no me dejó de ninguna
manera que le ayudara) y me señaló el camino
hacia mi celda. El robusto fraile iba vestido con
un mono de trabajo negro muy viejo y con
manchas de aceite de motores. Dado que era la
hora de trabajo, a los monjes que vi, los vi
vestidos con el mismo tipo de mono negro.
–En el interior de esta torre están todas
las celdas, almacenes, hangares, todo –me
explicó el monje–. En lo más alto de ella está
situado el complejo antibalístico –se acercó a
una ventana y asomándose me señaló algo–.
Eso que ves allí, ese pabellón que sale de esa
parte, es la iglesia.
–Ajá –me empecé a dar cuenta de que
allí, en esa plaza, todos se trataban de tú. En
otros castillos templarios con más miembros
residiendo entre sus muros, el trato era más
formal. El monje andaba incansable con el
peso de mis dos maletas en sus manos. Y no
perdía el resuello, porque hablaba sin parar y
con energía.
–Todas nuestras casas son iguales.
Unas más grandes, otras más pequeñas. Pero
vista una, has visto todas. Un gran perímetro
cuadrado, una gran torre en el centro y la
iglesia anexa. Si el cuartel crece, las
dependencias se adosan al perímetro o la torre.
Si la iglesia se queda pequeña, se le hacen
ampliaciones. Nunca tirando muros, sino
añadiendo. Por eso algunas iglesias de nuestros
castillos son tan laberínticas. Pero el plano
esencial es el mismo siempre, como ves muy
geométrico. Para nosotros tiene un gran
simbolismo, ya te lo explicará fray Guillermo,
sin duda el más versado en esa materia.
Dentro de la gran torre, vi a algunos
monjes ocupados en otros menesteres que iban
vestidos, no con el mono de trabajo, sino con
su hábito: túnica negra y un cinturón de cuero
oscuro. Pronto se me enseñó mi celda. Más
vacía no podía estar. En cuanto dejó mis
maletas en el suelo, me dijo que me llevaba
ante la presencia del prior para presentarme.
14
–¿Y usted qué destino pastoral tenía
antes? –me preguntó el monje de camino hacia
el despacho del prior.
–Era capellán castrense. Ya no
quedamos muchos.
–Ah, entonces se sentirá en un
ambiente muy próximo al que tenía.
En el trayecto advertí que no había un
sólo cuadro por los pasillos. Todas las paredes
eran de hormigón, la austeridad, el rigor del
espíritu de la Orden era evidente.
–¿Con cuántos religiosos cuenta este
monasterio?
–En esta casa hay cien monjes.
También hay unas veinte personas que vienen
a trabajar, pero son laicos y viven fuera. Son lo
que llamamos los “auxiliares”. La mayoría
tienen familia.
–¿Cuál es la jerarquía en estos
monasterios?
–Sobre los monjes hay un prior. Uno en
cada monasterio, es la máxima autoridad
religiosa y militar. Le siguen dos subpriores.
Después los rangos son como en cualquier
ejército. El prior casi siempre es un presbítero.
Los dos subpriores son diáconos. En esta casa
hay también cuatro acólitos y ocho lectores.
Cada monasterio debe contar con un
presbítero, pero junto a él debe haber un
confesor, al que también llamamos “vicario”.
El confesor no tiene ningún rango ni pertenece
a la jerarquía militar de la casa. Hay confesores
que son incluso sacerdotes seculares o de otras
órdenes religiosas. Resulta gracioso cuando lo
contamos a los de fuera que el vicario de un
monasterio templario sea un franciscano o un
dominico. Algunos vienen a nuestras casas a
tener un tiempo de retiro espiritual que oscila
entre un año y dos por lo general. Otros, entre
nosotros –y bajó la voz en tono de
confidencia–, vienen como castigo por haber
incurrido en algún pecado… externo. Ya sabe.
–¿Algún escándalo?
–Exacto. También son enviados a
nuestras casas aquellos que tienen que superar
algún vicio. Por ejemplo, si alguien ha caído en
el pecado de la bebida y no puede superarlo,
aquí encuentra un ambiente ideal para superar
esa mala tendencia. Los que vienen de esa
manera, vienen ya de antemano con los años
determinados que pasarán entre nosotros: dos,
cuatro, los que haya fijado su obispo. El
capellán que viene aquí no encontrará ningún
incentivo a la buena vida, únicamente
incentivos a la austeridad y a la oración.
También nos envían a los clérigos que han
pecado contra el séptimo mandamiento. Si se
han llevado algo de dinero, ser expulsados del
estado clerical o pasar aquí una pena. En el
fondo –y se sonrió–, estas casas aisladas
cumplen la función de cárceles clericales para
los pocos casos que se dan en el mundo. En
este entorno apartado y ascético, a uno sólo le
queda volverse hacia Dios.
El monje me miró preguntándose si
habría metido la pata. ¿Sería yo, el recién
llegado, uno de esos curas castigados a esos
retiros forzosos durante varios años por alguna
falta contra la disciplina clerical? Por un
momento pensó que yo podía ser un cura
alcohólico, concubinario o indisciplinado con
mi prelado. Sí, la sospecha estaba puesta ya en
su mirada. Si hubiera sabido que dentro de mes
y medio se haría pública mi designación, le
hubiera dado un soponcio.
–¿Y estará mucho tiempo entre
nosotros? –me preguntó con aire de
desconfianza. Se asentaba en su mente la idea
de que era un cura problemático castigado.
–Nunca sabemos los planes del Señor.
Lo que Dios disponga.
Aquella contestación todavía dejó más
intrigado al religioso, que seguían andando
delante de mí, guiándome hacia el despacho
del prior.
15
–¿Pero no tiene ni una ligera idea, si
poco o mucho?
–Pues... yo creo… –jugué con la
tardanza de mis palabras, disfrutando por un
momento como un gato con un ratón sencillo y
frailón. Aquel hombre campechano esperaba
mis palabras, me hice el remolón. Finalmente,
como dándole una zanahoria, acabé con esta
contestación–: No sé, sólo el Señor lo sabe...
pero y diría que me espera una larga, muy larga
estancia entre los hermanos de su orden.
Su curiosidad ya estaba satisfecha: o
aquel cura era un sinvergüenza que ni siquiera
se atrevía a revelar a cuánto tiempo de
reclusión allí le habían condenado, o se trataba
de alguien con posible vocación a la Orden que
se estaba planteando abrazar ese estilo de vida.
De momento, no podía indagar más, ya
estábamos a punto de llegar al despacho del
prior.
Al doblar la esquina del pasillo tocó la
puerta. El prior dio permiso para que
entrásemos. Le dijo algo al religioso que me
acompañaba y pronto nos quedamos solos. El
despacho era espartano, un templario del siglo
XII lo hubiera encontrado familiar, el mismo
prior era tan anciano que parecía provenir de
ese siglo.
–Bienvenido, padre –me saludó.
–Gracias –me senté. Nadie sabía el
verdadero propósito de mi estancia allí. Eso
incluía al prior. El cual me preguntó:
–¿Es su primera estancia en un
monasterio templario?
–Pues sí.
–Bien, aquí encontrará tiempo,
tranquilidad y ambiente de oración. La poca
gente que sabe de nuestra existencia debe tener
la idea de que siempre estamos guerreando –se
sonrió–. Eso es como pensar que las empresas
privadas de seguridad se pasan todo el día a la
carrera por las calles, persiguiendo cacos.
Dijo eso con seriedad pero con mucha
gracia. Reí entre dientes y dije:
–No, no, lo sé. Soy consciente que las
empresas de seguridad lo que más hacen es
patrullar.
–Ni nosotros, ni ningún ejército del
mundo está todos los días luchando. Aquí
conocerá la realidad de los templarios, no el
mito. Ya verá que la realidad es muy distinta.
La guerra es contra las pasiones, contra los
enemigos del alma. Ésa es la verdadera batalla.
La vida en nuestras casas es tranquila tanto
como pueda ser la de un benedictino o un
cisterciense. Sólo que ellos ordeñan vacas y
cultivan campos, mientras que nuestro trabajo
es mantener siempre a punto esta maquinaria
de guerra por si hace falta. El monasterio es
como una gran máquina de guerra, siempre
dispuesta a entrar en acción.
–¿Y aquí suelen entrar en acción?
–En tiempos sí, ahora no –con un
puntero cercano señaló un gran mapa que
pendía de la pared–. ¿Ve toda esta zona?
Estaba infestada por los pulaars-haal.
–¿Qué es eso?
–Son una escisión de un grupo de tipo
neo-maoísta, muy ideologizado y muy
sangriento, que tuvo muchos seguidores hace
treinta años en esta parte de la costa africana.
Pronto le serán familiares los nombres de todos
estos grupos y clanes.
Hace veinte años, nuestra tarea
consistió en acotar un área e irla limpiando
lentamente. Nuestras aeronaves partían cada
día
a
patrullar.
Y
cada
semana
aerotransportábamos un regimiento entero de
infantería a esta otra zona a cazar partidas de
guerrilleros, estas otras montañas y esta región
eran su zona de influencia –señaló otra parte
del mapa–. Los guerrilleros sabían que no nos
podían ganar. Una vez que se estableció este
castillo su destino estaba decidido. Podían
matar a más o menos templarios, pero la Orden
16
seguiría enviando nuevos contingentes. No
había posibilidad de victoria para aquellas
partidas de irregulares.
Finalmente, optaron por alejarse a
zonas del país donde no encontrarían un
adversario tan terco. Desde hace más de
catorce años nuestra misión aquí consiste en
mantener nuestras posiciones, en vigilar, en
recordar a esos grupos guerrilleros que ésta es
nuestra zona. Así que la vida que llevan aquí
los hermanos es muy tranquila.
–No sabe lo que me alegro. Soy un
hombre de paz, la guerra...
–Todos aquí somos hombres de paz –le
interrumpió el prior–. Pero alguien tiene que
dedicarse a la guerra –dijo extendiendo las
manos y después juntándolas. Como si en ese
lento y resignado gesto expresara su
conformidad con el orden de las cosas, por
cruel que fuera.
El prior se extendió explicándome que
esta tierra donde se instalaron, era un valle de
lágrimas y que, al menos, ahora se podía vivir.
Al menos eso trató de explicarme. Tras
escucharle, comenté:
–No sé, de momento pienso que los
laicos... los laicos son los que deberían
ocuparse de eso. A lo mejor cambio de
opinión.
–Los laicos llevaban ocupándose de
eso aquí, en esta región, más de treinta y ocho
años. Pero hasta que no llegó un ejército
insobornable,
obstinado,
inflexible
y
sacrificado, los pobres lugareños estuvieron a
merced de los grupos irregulares de uno y otro
bando. Cuando no eran los guerrilleros, eran
los paramilitares. Y cuando no, las del
Gobierno, que no eran precisamente unas
Hermanitas de la Caridad. Fue el mismo
Presidente de esta nación en persona quien
pidió a nuestro superior que se encargara, al
menos, de poner orden en un territorio del país
y les delimitó esta región. Y con muchos
menos hombres, nosotros logramos lo que
ellos no pudieron.
–¿Fue Lawal el que lo pidió?
–No, fue el presidente Alhaji
Maduabebe. Tanto el Ejército de este país,
como los insurgentes, no querían nuestra
presencia. Todos los altos mandos del Ejército
eran unos corruptos. Los insurgentes eran unos
bandidos. Entre ellos la única diferencia era
que unos trabajaban para el Gobierno y los
otros para sí mismos. Nosotros impusimos
orden. Por fin, después de tantos años, estos
parajes tuvieron un ejército que se hacía
respetar y que era respetable.
–Pero tuvieron que matar.
–¡Por supuesto! Matamos. No me
tembló la mano al hacerlo. Matamos a miles.
Mi conciencia me remorderá por otras cosas,
pero no por ésa. Durante años y años, los
templarios limpiamos esta zona. Para limpiar
hay que matar. Cuando entramos nosotros,
cuando se implanta un castillo de este tipo, es
porque las palabras ya no bastan.
–Comprendo.
–Veo por su mirada que no comparte
mi visión de las cosas, pero créame, puede
estar bien seguro de que a veces las palabras no
bastan.
–Estoy convencido de ello.
El prior advirtió mi renuencia a
sentirme entusiasmado por la misión que
habían ejercido allí en el pasado. No quiso
perder más tiempo, así que cambió de tema.
–Bueno, pasemos a tratar de su trabajo
aquí. Es usted el nuevo confesor. Cada día
estará una hora en el confesionario. El horario
está fijado en el tablón de entrada a la armería.
Confesar a cien hombres, hombres muy
religiosos, ya verá que da trabajo, pero no da
trabajo para todo el día. Como es lógico si
quiere vivir en esta casa, bajo nuestra
hospitalidad, tendrá que trabajar en algo más.
Todos los que residen aquí se ganan el pan. Así
17
que deberá ocupar cada día un mínimo de horas
en labores del monasterio. ¿Tiene algún
conocimiento especializado? ¿Electrónica,
ingeniería informática...?
–No, ninguno.
–Siempre andamos más necesitados de
trabajadores especializados, en lo que sea. Pero
no pasa nada. La cocina, la limpieza de la casa,
siempre dan trabajo. Reservamos a nuestros
hombres más especializados para las tareas que
no pueden hacer otros, y al resto y a los recién
llegados los dedicamos a labores que no
requieran más que manos y tiempo. Aquí todos
trabajan ocho horas, el resto del tiempo es para
usted. Puede hacer con él lo que quiera.
Muchos clérigos vienen como
penitencia durante un mes o algo más de
tiempo. Aquí no hay televisión, no hay
vanidades de ningún tipo, ni distracciones.
Como no sea pasear por los alrededores. Eso
sí, la costa es muy bonita. También podrá dar
largos paseos en barca –el prior miró un reloj
de sobremesa con dos grandes asas de bronce
dorado. Tras comprobar la hora, dijo–: Quedan
casi tres cuartos de hora hasta las vísperas.
Usamos el breviario romano, no
tenemos liturgia propia. Los oficios litúrgicos
no son en latín, nosotros somos guerreros, no
monjes ilustrados, no somos dominicos. Los
juegos de azar están completamente
prohibidos, así como el alcohol, de cualquier
tipo. Si es abstemio mejor; si no, lo siento, pero
aquí se hará.
–¿A qué hora se levantan?
–Eso depende de a cuál de los dos
turnos pertenezca. En todas nuestras casas
repartidas por el mundo hay dos turnos fijos.
De manera que a cualquier hora del día o de la
noche, la mitad de los hombres están
dispuestos a actuar, sea en una emergencia que
sobrevenga o en una misión que hayamos
planeado de antemano. Las tres de la noche es
lo que llamamos el quicio. A esa hora unos se
acuestan y otros se levantan. El monasterio
está vigilante en todo momento. Como ve unos
se acuestan muy entrada la noche y otros se
levantan de sus camas muy pronto, pero el
resultado que el monasterio como tal nunca
duerme. Cada monje tiene un turno u otro, y en
él continúa año tras año, incluso aunque
cambie de monasterio.
–Una vida muy regular.
–No se espera otra cosa de unos
monjes.
–¿Y siempre viven dentro de la
muralla?
–No, siempre tenemos cuatro unidades
de templarios recorriendo la zona puesta bajo
nuestra protección. Los hombres de las cuatro
unidades se van turnando. Los monjes de este
castillo están divididos en cuatro unidades.
–Bien, espero que yo realice mi labor
de un modo adecuado.
–Estoy seguro de ello. Nadie interferirá
en su trabajo como confesor o director
espiritual. Además, aunque yo soy el superior
aquí, usted depende del vicario general. Los
vicarios de cada monasterio están bajo la
jurisdicción de los dos vicarios generales de la
Orden. Pues nada, nos veremos antes de
vísperas en la sacristía. Hoy son solemnes y
nos revestiremos con alba, estola y capa
pluvial los dos subpriores y yo.
–Una preciosa espada –comenté
mirando la impresionante espada que estaba
colgada de la pared: reluciente, medieval,
pesadísima–. ¿Los monjes llevan espada?
–Nuestra costumbre es que sólo haya
una espada por monasterio. Sólo los priores la
llevamos. Y eso sólo en los momentos más
solemnes. Los templarios con el uniforme
únicamente suelen llevar al cinto una pistola.
Las espadas sólo son un símbolo. Luchamos
con armas reales y efectivas, con símbolos no
se gana una guerra. Incluso en las formaciones
de protocolo solemos portar ametralladoras.
18
Con blasones y alegorías no se hace una
guerra. Pero el prior pasa revista con esa
espada al cinto, que además de larga pesa
cinco kilos.
–Sí, parece pesada.
–Reconocerá
que
las
espadas
medievales son muy parecidas a la cruz.
misma orden. Nombrado por el Santo Padre,
pero investido por el Gran Capítulo.
La investidura, según las normas,
puede realizarse en cualquier castillo donde se
convoque al capítulo. Desde hacía más de
setenta años, la investidura se realizaba en el
Castillo de san Miguel, la Casa Madre. Dos
días antes de la ceremonia arribé a la fortaleza
a bordo de un pesado helicóptero de cuatro
rotores y más de ochocientas toneladas de
peso. En la pista del helipuerto, dentro de la
aeronave y mientras descendía la rampa,
observé que formaban dos batallones de
templarios con sus corazas. Con paso tímido,
pero a la altura de las circunstancias, pasé
revista a aquella formación flanqueado de
varios jerarcas de la Orden que ya habían
llegado a la isla.
Los templarios vestían sus corazas
negras con un casco también oscuro y
reluciente. Aquella formación de guerreros, en
medio de la noche, guardando aquel silencio,
fue un espectáculo que jamás olvidaré. No se
oía ni una respiración, sólo se escuchaba el
silencio de centenares de hombres.
Mi humilde figura avanzaba entre los
impresionantes jerarcas caminando a ambos
lados y detrás, también ellos cubiertos con sus
corazas. Aquella noche no hubo más actos,
sólo aquel pasar revista a esos batallones. Fue
razonable que no hubiera ningún otro acto,
eran las dos de la mañana, estaba cansado.
Dos días después, presencié la
ceremonia de investidura en primera persona.
Un ritual bellísimo que se prolongó durante
una hora. Quien va a ser investido como Gran
Maestre coloca su mano derecha sobre la
espada que se le presenta sobre un cojín de
terciopelo rojo. Después un cruciferario inclina
el asta de roble coronada con la gran cruz de
hierro para que el investido pueda besarla. Lo
hice con toda devoción. Curiosamente todos
estos ritos tienen lugar a puerta cerrada. Mil
M
is dos semanas de estancia en las
costas tropicales de Mauritania
supusieron
una
experiencia
valiosísima. Nunca más pude volver a tener
contacto con aquella realidad desde la base,
mirando a todos de igual a igual. Escuchando
cada comentario procedente desde la más
absoluta franqueza. Cada cual me comentó las
cosas sin ambages, sin premeditación. Aprendí
en ese lugar mucho más sobre la Orden que en
cualquier otro momento. También allí
comprendí que eran hombres de buena
voluntad, sencillos, nobles, movidos por
ideales caballerescos.
Dos semanas después dejé el
monasterio. Me encontraba ya en París cuando
se hizo pública mi designación. Me imagino
que en la Fortaleza de san Anastasio, donde
había residido, todos debieron quedarse de
piedra. Se preguntarían una y mil veces por qué
una casa vulgar y corriente, como aquella,
había sido la elegida para mi estancia de
incógnito. Pero precisamente ahí estaba la
respuesta: por ser una casa vulgar y corriente.
Aunque visité cuatro castillos más, antes de
que mi designación se hiciera pública.
Mi investidura tuvo lugar tres semanas
después de darse la noticia, en la Casa Madre,
la Fortaleza de san Miguel, que hace las veces
de monasterio central y que está situada en
Madagascar. Así como los obispos son
ordenados por otros obispos, o los cardenales
reciben el capelo y el anillo del Papa, en la
orden templaria el Gran Maestre es investido
de su dignidad por el Gran Capítulo de la
19
trescientos templarios armados esperaban en el
patio de armas frente a la gran portada de la
iglesia de la Casa Madre. Dentro del templo
únicamente había una treintena de templarios:
la cúpula jerárquica de la Orden. Desde hacía
varios decenios, se había decidido favorecer la
intimidad de los rituales a costa de sacrificar la
presencia de millares de miembros abarrotando
el templo.
Recibí las bendiciones en latín, leídas
de un voluminoso y pesado ritual de grandes
letras y coloridas iluminaciones de estilo
carolingio. El Gran Capítulo repitió las
antífonas en las que se pedía que sobre mí
vinieran las gracias convenientes a mi alma y a
mi cargo. Me arrodillé delante del altar durante
la letanía de alabanzas a Dios, me postré en la
invocación final que se hizo a Dios antes de
pasar a la segunda parte del ritual: mi unción.
Aquella congregación era una orden
soberana. Es decir, la Orden poseía un pequeño
territorio constituido con todos los requisitos
del Derecho Internacional como un Estado
independiente. Un territorio de poco más de
treinta mil metros cuadrados. La soberanía
sobre aquel pequeño enclave era la razón por
la cual fui, como mis predecesores, ungido
como monarca de ese territorio y demás
posesiones de la orden.
Se me ungió con crisma el pecho y la
espalda. Pero no se me coronó, ni se me
entregó un cetro, sino que se me entregó el
yelmo y la espada. Se podría decir que mi
corona era mi yelmo y mi cetro mi espada. Así
como los sacerdotes van vestidos de negro, así
también nuestras corazas y cascos son negros:
símbolo de nuestra renuncia al mundo. Yelmo
y espada fueron dejadas sobre la gran mesa de
cedro sobre la que estaban plegados y
ordenados mi uniforme militar y sus corazas,
ya que yo vestía un alba blanca con estola. Tras
el canto del Te Deum, los miembros capitulares
me besaron uno a uno el anillo.
Aunque eran pocos los templarios
presentes, siempre asistían por propio deseo un
cierto número de obispos de las diócesis
cercanas. Más de veinte obispos revestidos con
sus mitras doradas y sus impresionantes capas
pluviales, ocupaban silenciosos sus lugares en
los sitiales de madera oscura del coro. Ellos no
besaron mi mano ya que no estaban sometidos
a mi jurisdicción. Es más, yo seguía siendo un
sacerdote, un mero presbítero. También resulta
curioso que todos los miembros del Capítulo y
yo mismo, realizábamos la investidura
revestidos de ropas clericales y no
caballerescas. Quizá para realzar el hecho de la
superioridad del carácter sacerdotal sobre la
dignidad que recibía el investido. Quizá
también para recordarnos que ante todo éramos
una orden.
Tras el sencillo homenaje de aceptación
del Gran Capítulo, el obispo del lugar avanzó
con su báculo al centro del presbiterio y
pronunció en latín hierático su bendición en
nombre de todos sus hermanos obispos
presentes. Hicimos una larga genuflexión ante
el sagrario y salimos procesionalmente del
templo. Vista la procesión desde casi el altar,
donde yo me encontraba, la alta cruz que
presidía la hilera de clérigos se recortó en la
claridad de la luz que penetró en cuanto se
abrieron los portones de la iglesia. Nada más
entreabrirse aquellas puertas de bronce, resonó
el fragor de la aclamación de tres millares de
gargantas gritando a pleno pulmón. Desde lo
alto de la escalinata de piedra miré a la
muchedumbre de templarios que vociferaba
entusiasmada y enardecida.
Yo había salido inmediatamente detrás
de los maestres. La gran cruz procesional fue
sostenida a mi derecha. A ambos lados se
colocaron mis senescales. Según su jerarquía,
se fueron situando a ambos lados míos los
miembros del capítulo: los maestres, los
comendadores, los vicarios generales. Situados
20
en los extremos del plano que coronaba la
escalinata los obispos completaban el cuadro
que formábamos aquel grupo. Era un
espectáculo bellísimo y vigoroso.
Las campanas no dejaban de ser
volteadas con toda fuerza desde que había
acabado la investidura. Me limité a saludar
moderadamente alzando mi brazo ante aquella
muchedumbre de soldados enfundados en sus
corazas. Hacia cualquier lado al que mirase,
veía los metales oscuros de sus uniformes de
gala por todas partes. Tanto las ventanas, como
las terrazas o las galerías porticadas que daban
a aquella gran plaza rodeada de escalinatas,
hacia cualquier espacio que dirigiese mi vista,
me encontraba con aquellos cascos de
superficie brillante, con aquellas gargantas que
lanzaban un único ¡hurra! sin fin.
barcos de guerra, una flota aérea de 230
aeronaves de transporte y 340 cazas, la
plataforma de treinta mil metros cuadrados en
el Pacífico, enclavada en el Mar de Tasmania,
la impresionante fortaleza de la Casa Madre
situada en Madagascar y una cadena de
castillos templarios entre el paralelo 23 norte y
el 24 sur de la costa occidental del continente
africano. Tanto efectivo podía parecer mucho,
pero en un planeta con 20.000 millones de
habitantes, éramos una gota de agua. Nuestro
ejército era incluso menor que la Guardia
Nacional de California.
Hacerme idea cabal de ese inventario
me llevaría años. Pero si quedé impresionado
por lo que se había acumulado en varias
generaciones, no me admiró menos conocer en
detalle la obra de ingeniería canónica que había
realizado el Vaticano con aquella Orden. Sus
constituciones eran muy simples, pero todo
estaba
perfectamente
equilibrado
y
contrapesado tratando en todo momento de
conciliar elementos desemejantes.
Cada monasterio, un prior. Los priores
estaban agrupados en provincias. Cada
provincia estaba bajo un condestable. Los
condestables estaban agrupados en regiones,
en cada región había un maestre. Los diez
maestres constituían el Gran Capítulo junto
con los tres comendadores. Los tres
comendadores siempre eran escogidos entre
clérigos ajenos a la Orden, desde el momento
en que Roma los nombraba pertenecían al Gran
Capítulo y a él asistían. Pero no tenían ningún
mando, ni ejercían ninguna otra función que la
de asistir a las deliberaciones. Eran
observadores que ni siquiera solían intervenir,
pues su misión era observar y sólo hablar en las
reuniones para advertir de aquello que les
pareciera menos recto o prudente. El Vaticano
estaba tranquilo con la Orden, ya que si el Gran
Maestre algún día comenzaba a tomar un sesgo
preocupante en sus decisiones, los tres
Pronto trajeron una sede y me senté allí
mismo. Formando una larga fila, los
templarios fueron subiendo las escalinatas para
besarme la mano derecha como signo de
aceptación de mi mandato sobre la Orden.
Nada más acomodarme sobre el asiento, el
chambelán de la Casa Madre me colocó un
guante de armadura, de color metálico oscuro.
Ésa era la tradición: besar el guantelete del
Gran Maestre. Cuatrocientos hombres besando
el guante con entusiasmo y devoción obligaba
a pasar un lienzo con colonia cada cierto rato.
Jamás olvidaré aquel día. Es difícil que
alguien olvide una experiencia así. Muchas
emociones ese día. No obstante, esa noche me
dormí tan pronto apagué la luz en aquella celda
espaciosa pero que no disponía ni de un solo
lujo.
E
n cuanto me hice cargo de la máxima
dignidad de la Orden se convocó a
Capítulo General. En él pasamos
revista al estado de la Orden. 50.000 monjes,
27.000 auxiliares, una flota marítima de 127
21
comendadores lo advertirían al capítulo. Y si el
capítulo seguía en una línea que ellos
consideraran errónea, advertirían de ello al
Vaticano. Por eso aquellos tres personajes
siempre discretos, siempre revestidos con su
hábito negro algo distinto del resto de los
maestres, eran unos personajes muy respetados
e incluso temidos. Sin ningún poder, sin
autoridad alguna para tomar decisiones de
gobierno, pero siempre ojo avizor, siempre con
la potestad de asistir a cualquier reunión o
deliberación que se celebrase en la Orden.
En el Capítulo, junto a los tres
comendadores, tenían su asiento los dos
vicarios generales, que eran los superiores y
visitadores de todos los vicarios esparcidos por
todos los monasterios. Cada monasterio
contaba, al menos, con un vicario que se
dedicaba a confesar a los miembros de esa
comunidad. Trabajaba en el monasterio pero
nunca entraba en combate.
Todos los integrantes del Gran
Capítulo estaban sentados en dos hileras de
sitiales enfrentados, siete en cada lado. En el
lado de los comendadores se sentaban los dos
condestables más ancianos. El Gran Maestre
situado en el centro de la presidencia, con un
gran tapiz a sus espaldas, que representaba una
cruz griega muy antigua. En la tela del viejo
tapiz, un crucificado serio, adusto, con una
corona sobre su cabeza y la palabra REX sobre
la corona. Cristo era el rey al que servían. En
la Orden todos eran siervos y todos iguales,
sólo había un Señor. Él, el Nazareno del tapiz,
presidía silencioso las reuniones de aquellos
monjes-guerreros.
Es importante observar que las
dignidades en la Orden eran vitalicias, todas.
Nadie era jubilado, salvo que expresamente lo
pidiera. Cada monje por anciano que estuviera,
sin importar las mermas que su físico
padeciera, era mantenido en su cargo,
considerándose la experiencia de la senectud
como uno de los mayores tesoros que poseía
nuestra congregación. Si somos observantes y
oramos y recibimos los sacramentos con
rectitud, cada día seremos más santos, más
sabios y más prudentes, había repetido una y
otra vez fray Gottenborg, octavo Maestre de la
Orden.
Nuestras
constituciones
hacían
hincapié en que se considerara a toda la Orden
como una gran familia. Y en una familia los
padres no se retiran. Uno podía encontrar
monasterios en los que de facto los subpriores
eran los que llevaban el peso del gobierno de
la comunidad, aunque nominalmente siguiera
al frente un prior encorvado y débil que ya
apenas salía de su celda. Pero ni en los casos
en que la decrepitud era más evidente, el prior
abandonaba su cargo. Esta práctica ocasionaba
una gran inmovilidad de nombramientos. Se
trataba de una especie de fosilización de cada
uno en la pirámide jerárquica. De ahí que la
avidez o la codicia por ascender resultaba una
continua frustración, en el caso de que alguien
la padeciera.
Esto también era tan válido para el
último subprior de la Orden como para mí.
Permanecería en mi cargo de gran maestre
hasta que la muerte me jubilase. Desde mi
puesto no se ascendía a ninguna otra función
eclesiástica. No requería poco tiempo hacerse
con los conocimientos necesarios para
gobernar la Orden, de modo que no se podía
estar cambiando de Gran Maestre cada diez
años. El puesto no sólo era vitalicio, sino que
la Regla pedía que se ejerciera hasta la muerte.
La vida como combate. Había habido Grandes
Maestres que en sus últimos años estuvieron
muy enfermos, saliendo muy poco de sus
celdas. Pero cuando salían y participaban en
las deliberaciones del Gran Capítulo sus
palabras eran tesoros de sabiduría, luz para los
más intrincados asuntos que se estuviesen
discutiendo, por lo menos así me lo refirieron
22
los maestres que vivieron los mandatos de
Darmstadt y de Abubakar, ambos enfermos
durante muchos años y cada vez más
incapacitados.
No obstante, antes de aceptar mi
designación, el subsecretario de la
Congregación de Religiosos me explicó que,
aunque yo había aceptado el nombramiento,
cosa que él me agradecía, debía saber que si al
cabo de ocho años decidía ser sustituido lo
harían sin poner inconveniente alguno. La
remoción se haría por vía de ascenso, siendo
destinado yo como monseñor a alguna función
de la Curia Romana. El carácter vitalicio del
cargo de maestre de la congregación se trataba
de una medida llena de lógica, pues se
precisaban de muchos años para tener
conocimiento completo de la Orden. Y
después, si el gran maestre hacía bien su labor,
era preferible mantenerlo a correr el riesgo de
hacer sustituciones. De ahí que era consciente
de que allí acabaría mi carrera; eso que algunos
llaman carrera. Un clérigo nunca debe aspirar
a hacer carrera. Hacerse sacerdote supone
abandonar toda ambición mundana. Se hace
necesario desechar la codicia de los cargos que
se insinúa bajo la excusa sibilina de que uno
tiene esas ambiciones para hacer más bien.
Siempre aborrecí de esos honores, pero a veces
parece que esos honores precisamente
persiguen a los que los aborrecen. Y aborrecen
a los que los persiguen. Es cierto que después,
veinte años después, envié la primera carta
pidiendo al Santo Padre que aceptara mi
dimisión. Pero para entonces el Papa, según me
dijeron, estaba tan encantado con mi trabajo
que no quería ni oír hablar de tener que
empezar todo el proceso de búsqueda y
consultas para designar otro candidato. No era
cierto que se encontrase “tan encantado con mi
trabajo”, se contentaba con que la orden
templaria no fuera una fuente de problemas. Se
contentaban con eso y con que sus miembros
estuvieran fielmente sometidos a la jerarquía
eclesiástica. Ambos cometidos se llevaron a
cabo bajo mi mandato con pulcritud y eficacia.
Desde antes de entrar al seminario, en
el seminario y después de mi ordenación,
siempre pensé en seguir a Cristo, pobre,
desnudo, indefenso, crucificado. Seguirle
adonde me pidiera y como me lo pidiera.
Nunca pensé que ese seguimiento me llevaría
a ser el comandante en jefe de un ejército. A
veces los caminos del Señor son, cuando
menos, sorprendentes. Me siento tentado a
pensar que son incluso retorcidos. Pero no,
retorcidos no, Dios no puede trazar caminos
retorcidos.
A pesar de ello, pienso en Cristo
crucificado, Cristo desnudo, solo, abandonado,
indefenso, pobre, despreciado, poniendo la
otra mejilla. “Mi reino no es de este mundo. Si
mi reino fuera de este mundo, los que están a
mi servicio habrían combatido para que yo no
fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no
es de aquí” (Juan 18, 36). Le veo así, y me veo
a mí con cincuenta mil hombres armados. El
Reino, los reinos, los príncipes de la tierra, el
Estado Templario… “Devuelve tu espada a su
lugar. Porque todos los que toman la espada
perecerán por la espada. ¿Piensas que no puedo
apelar a mi Padre, y que Él, al momento, no me
enviaría más doce legiones de ángeles?”
(Mateo 26, 52-53). Devuelve tu espada a su
lugar. Devuelve tu espada a su lugar…
Y, sin embargo, entre esta construcción
que es la Orden y su Evangelio no hay
contradicción. No hay contradicción entre el
más extraño pasaje de la Summa Theologica de
Santo Tomás de Aquino y el más extraño de
los pasajes del Levítico o de las profecías de
Amós. Todo forma parte de esa fabulosa
catedral plurisecular que es la Santa Iglesia
Católica. No hay contradicción entre el cantero
de una catedral que adora a Dios con toda su
23
alma, pero que talla la imagen de un demonio
que se ríe y se retuerce descarado en un recodo
de su capitel. Ciertamente, debo reafirmarme
en estos razonamientos.
Reafirmarse en aquello a lo que nos ha
llevado la obediencia. La razón... mi mente a
veces, ociosa, se divierte imaginando a un
Gran Maestre disolviendo la Orden, a los
maestres conspirando y enfrentándose contra
el Gran Maestre, a la orden templaria
confrontada contra Roma, a los soldados
templarios en rebelión armada contra todos sus
jerarcas de su misma congregación, a los
monasterios corrompiéndose en mil herejías
cada vez más tortuosas, cada vez más
intrincadas. Todas las posibilidades... una vida
da para imaginar todas las jugadas posibles
sobre el tablero de ajedrez. Mi razón a veces se
abandona al ejercicio intelectual de mover
todas las fichas en todas las posiciones
posibles, en todas sus combinaciones de
agresión o de autoconservación.
esparcimientos de mi mente, me entran ganas
de pensar que el juego ha comenzado.
Agobiado por el peso de semejantes
responsabilidades, por el retorno de la
sequedad en la vida espiritual, me levanto de la
sobria silla de mi monacal despacho y estiro las
piernas, miro por la ventana, trato de
distraerme. Fijo la vista en el recio candelabro
de bronce que decora un armario de mi
antesala, muevo unos papeles sobre mi mesa,
paso mi mano sobre la página de una Biblia de
gran tamaño, al azar merodeo por unas cuantas
páginas de ella, dejo de vagabundear por sus
párrafos, busco un versículo familiar, lo
encuentro, allí está con todos los desasosiegos
que me pueda producir: Si mi reino fuera de
este mundo, mi Padre...
Al ser interrogado por Pilato, lo dice
claramente: su reino no es de aquí. Pero aunque
su reino no es de esta tierra, sí que está en este
mundo. En cierto modo, paradójicamente, el
versículo me desasosiega y me apacigua.
Me inquieta por lo que parece decir a
simple vista, pero me tranquiliza porque puedo
usar de todo este poder que se me ha conferido,
con la más desinteresada de las políticas, con
la más celestial de las miras. Ya que estamos
en el mundo, influyamos en él. Pero hagámoslo
de acuerdo a una estrategia que sea la opuesta
a la que nos dicta la carne y el mundo.
Pero miro por la ventana de mi despacho
y al ver, a cien metros, a ese joven monje lego
que barre, al otro que un poco más cerca,
anciano, acarrea unos pequeños contenedores
de la cocina, vuelvo a la realidad y recuerdo
que soy yo el que pone la malicia sobre el
tablero. Ellos son fichas inocentes. Les mueve
a estar aquí el mismo amor a Dios que a mí. En
realidad, ni yo pongo esa malicia. Son meros
juegos de mi razón en momentos de
aburrimiento, de ociosidad, de apatía. Meros
juegos, nada más.
Pero el apartamiento del mundo en el que
vivimos, recluidos en estos alcázares de la
virtud, dan lugar a momentos de desierto
interior. Horas de aridez en las que la
imaginación se desboca. No faltan razones, no
faltan piezas, para imaginar mil jugadas. En
momentos de debilidad, en medio de esos
P
ocos días después de mi investidura,
recibí la visita de uno de mis mejores
amigos, elevado a la dignidad de
arzobispo de la archidiócesis londinense de
Westminster un par de años antes. Éramos
amigos desde hacía mucho tiempo. Apenas
apareció por la puerta, extendió sus brazos y
exclamó en alta voz con una sonrisa como un
sol:
–¡¡Alain!!
Aquel saludo era de quien grita tu
nombre con la mayor de las alegrías, con la
24
–Ciertamente, ciertamente. Así está
considerada.
–Obediente,
pero
preocupante.
¡Curiosa contradicción! ¿No parece un
contrasentido que la Iglesia posea una
institución cuyo éxito no desee?
–Sólo lo parece, pero en la Curia saben
lo que hacen. No me imagino a Cristo a caballo
con una espada en su mano. Pero la Iglesia se
enfrentó a un dilema: o una orden controlada
por ella, o una secta herética esparcida por todo
el mundo ¡y con un ejército! La Santa Sede
obró con gran sabiduría. Y habrás visto que las
constituciones de la Orden son un monumento
a la más consumada de las prudencias. El
procedimiento seguido para elegir al Gran
Maestre y la manera de constituir el capítulo
general demuestran una mente política
magistral.
–Que sí, que sí. Ya sabes que soy el
primero en alabar la mente que diseñó la
estructura jurídica de esta institución que
dirijo.
–¿Qué me dices de los comendadores?
–Pues que me sorprendió el que
existiera esta figura en la Orden, me
sorprendió, sí. Esos tres hombres con su
capucha, silenciosos.
–El Vaticano se fía de ti. Pero, por si
acaso, te coloca a esos tres presbíteros
vigilantes –me dijo sonriente mi amigo,
mientras se sacudía un insecto que se le había
posado cerca de un hombro.
–Los comendadores… no los puedo
cambiar, su cargo es vitalicio como el mío. A
veces me pregunto qué pensarán ellos de mí.
–Oh, les has causado buena impresión,
no lo dudes. Por lo menos eso es lo que se
cuenta por los pasillos de monseñor Amanti.
–Me fui al seminario a mis dieciocho
años con la idea de decir misa, dar catequesis...
visitar enfermos. Y ahora... me veo investido
Jefe de Estado de un estado soberano. Me
satisfacción de ver que su amigo ha sido
elevado a altos puestos.
–¡Digo Alain, pero quizá debería decir
fray Alain!
–No me vengas con ésas –y le di un
gran abrazo.
Charlamos de nuestras respectivas
responsabilidades, intercambiamos noticias
acerca de familiares. Poco después estábamos
dando un paseo por el claustro de la Casa
Madre. No tardamos mucho en internarnos en
una seria conversación. Era inevitable que
ciertos temas aparecieran. Había bastado hora
y media de despreocupada charla para que la
alegre despreocupación del amigo diera lugar
al gesto grave del prelado que habla con
conocimiento de la materia. Con aire
confidente, me dijo:
–El Vaticano no quiere que esta Orden
se extienda. La mantiene, pero su deseo es que
las cosas sigan como están y no vayan a más.
El éxito de esta orden sería sumamente
preocupante.
–Reconozco que la unión de las dos
cosas, el poder y la fe, siempre es preocupante.
–Desde luego.
Después, el prelado británico ponderó,
con conocimiento de la materia, la hábil labor
del jardinero en los setos de la plaza que
formaba el recinto más interno del castillo.
Sentía mi amigo el impulso de acariciar
aquellas rectas aristas que habían logrado las
largas tijeras del monje, pero se contuvo. A
continuación, sin venir a cuento, comentó mi
amigo arzobispo sin dejar de mirar el seto y las
magnolias:
–Desde luego, no cabe duda… difícil
relación entre la fe y el poder. Pero tampoco
olvides que estás al frente de la más obediente
de las órdenes de la Iglesia.
–¿Ah, sí?
25
–Sí, gracias. Pero, oye, no te tortures.
Prometiste obediencia el día de tu ordenación
a tu obispo y sus sucesores. No estás aquí
porque hayas escogido tú este puesto. Además,
no olvides que los templarios realizan una
labor humanitaria. No atacan a nadie, solo
defienden. Recuérdalo.
–Mira, en el fondo, no dudo de la
Orden, aunque a veces pida a gente como tú
que me confirme en la legitimidad de esta
institución. Pero, bueno, veo claro que esta
Orden no es un escándalo para el Evangelio,
como dicen algunos. Es más, incluso veo la
conveniencia de que exista una orden
templaria legítima, claramente legítima, para
evitar la eclosión de grupúsculos heréticos
nutridos con sus ideales. Encima, como tu
decías, son obedientes. Desde hace años, veo
claro que la malicia ha sido puesta por parte de
los acérrimos defensores de la verdad y pureza
evangélica. No por parte de estos benditos que
cumplen con su trabajo día a día.
–No te entiendo.
–Son los otros… los que imaginan
fantasmas donde no los hay, los que se
esfuerzan en ver peligros y más peligros donde
no los hay. El poder, el poder… repiten. Como
si la única Iglesia auténtica fuera la perseguida.
–A mí puedes hablarme claro, soy tu
amigo.
–Con todo esto, lo que quiero decir que
algunos de tus hermanos obispos curiales han
introducido en la Regla normas sumamente
mortificantes. ¿Qué otra congregación hubiera
admitido una figura como la de los
comendadores? Y, no obstante, la única
respuesta de esta congregación ha sido la
sumisión.
Cuando cualquier congregación o
instituto secular se extiende y prospera, le
felicitan, se alegran. Cuando esta orden
prospera, fruncen el ceño. A veces, te lo
aseguro, tenemos miedo de que las cosas nos
acuesto y sé que probablemente algunas de mis
aeronaves estén patrullando algún lugar del
mundo. Curiosa idea cuando uno tiene apoyada
la cabeza en la almohada.
Mi amigo el arzobispo se había parado
a mirar un extraño pequeño pájaro posado en
una rama, se sonrió ante lo que su amigo decía.
Después añadió con el mismo buen humor:
–El servicio al Evangelio nos lleva, a
veces, a parajes extraños. Tampoco el pobre
pescador Pedro, se imaginó que algún día la
Biblioteca Vaticana sería todo un laberinto de
archivos.
–No sé. Jesús hizo guardar la espada a
Pedro en el Huerto de los Olivos. Qué hubiera
dicho Simón Pedro a su sucesor viéndole con
un ejército de templarios.
–No me fuerces a hacer de abogado de
esta orden.
–No, en serio, ¿qué le hubiera dicho
aquel pescador a su sucesor? –la insistencia del
Gran Maestre indicaba que era un tema que le
preocupaba.
–Pedro llevaba una espada cuando
fueron al Huerto de los Olivos. ¿Crees acaso
que Jesús no se percató de la espada? Eran sólo
doce, vivían juntos todo el día. Sabía que la
llevaba, y cuando la va a utilizar no le dice que
la tire, no le ordena que la arroje, sólo le dice
que la guarde.
–No me convence demasiado tu
explicación.
–¿Qué me dices del rey David o de
Salomón?
–Buf –mi resoplido con los ojos
levantados al cielo fueron toda mi respuesta.
–Tú me has pedido que haga de
abogado de la Orden.
–Esperaba argumentos más sólidos de
alguien como tú. Un solideo tan ilustre, un
biblista de tu talla…
26
vayan bien y tengamos un año con más
beneficios
de
los
esperados.
Y
desgraciadamente, desde el Cielo parecen
empeñados en que nuestro poder crezca año
tras año.
–Sí, estoy al tanto de las maquinaciones
que se urden contra vosotros. Pero tampoco
pienses que la orden es inmaculada. ¿Sabes por
qué es poseedora de la Fortaleza de san Jorge
en el Pacífico?
–Yo que sé. ¿Necesitaban otro
baluarte?
–Nada de eso –repuso sonriendo
maliciosamente–. La plataforma se levantó,
porque se dieron cuenta de que si tenían un
terreno
soberano,
completamente
independiente, serían un Estado. Por eso
construyeron esa plataforma en aguas
internacionales y la constituyeron como nación
independiente. Aunque, eso sí, una nación de
30.000 metros cuadrados, un estado
minúsculo. A partir de ese momento, la Orden
del Temple no sólo tenía posesiones y
fortalezas en distintos países, sino que ella
misma tenía un país, aunque diminuto.
El Vaticano tardó varios años en
entender la jugada. Roma podía disolver una
orden religiosa, entraba dentro de sus
competencias. Pero no entra dentro de las
competencias del Derecho Canónico disolver
un estado independiente. De manera que esos
pocas decenas de miles de metros cuadrados
suponen un recuerdo constante de que la Orden
puede disolverse, pero el Estado continuará. Y
si la Orden es disuelta, el Estado quedará libre
de reorganizarse como desee. ¿Te das cuenta?
–Creo que eres un poco retorcido. La
letra de las constituciones no les prohibía hacer
lo que hicieron. Pienso que estás juzgando las
intenciones.
–Tranquilo, no es una crítica. Sí, sí, de
acuerdo, tus predecesores y el Gran Capítulo
actuaron con escrupulosa obediencia al
Derecho Canónico y al Derecho Internacional.
Eclesiásticamente
hablando,
los
que
constituyen la cabeza de la Orden son
conscientes de que no pueden propasarse en las
atribuciones conferidas a su jurisdicción, pero
saben que tampoco el Santo Padre ni sus
sucesores pueden ir más allá de las
atribuciones propias de su potestad. Un país
completamente independiente lo es con todas
sus consecuencias. El Derecho Canónico
establece unas reglas de juego claras y
precisas, un mecanismo transparente y
delimitado de derechos y deberes. Es como un
grandioso juego de ajedrez. Ellos se mueven
dentro de ese tablero regido por reglas
invisibles, se mueven en orden a su
conservación. ¿Se les puede culpar por ello?
Por supuesto que no. Pero hay que reconocer
que es un juego con muchas fichas, con
muchas fichas con muchos movimientos, cada
ficha con sus propios derechos, jurisdicciones
y reglas. Es lógico que en los dicasterios haya
gente nerviosa con este asunto.
–Me hace gracia que uses esa
comparación. El otro día estaba pensando en
ese mismo símil. Pero lo pensé más bien
referido a la partida interna de ajedrez que
pueden jugar las fichas que constituyen la
Orden.
–Pues estimado amigo…
–¿Sí, admirado arzobispo?
–Pues que no olvides que hay ajedreces
internos y externos. Y en el tablero, las fichas
están bastante mezcladas: cardenales,
arzobispos, civiles, intereses de este mundo,
ideales del otros.
–Y señor arzobispo, ¿contra quién
jugamos? –la pregunta del Gran Maestre a su
amigo había sido pronunciada con soniquete
travieso.
El prelado británico, sin dejar de
pasear, levantó la vista de las flores, hacia el
frente. ¿Estaría divisando frente a ellos la
27
formación de fichas oscuras? Era un hombre de
gran ironía. Su amigo lo sabía mientras
aguardaba la respuesta. El hábil, político y
diplomático arzobispo me habló como un
sucesor de los Apóstoles.
–Las fuerzas de la Luz frente a las
fuerzas de las Tinieblas. Los ejércitos de Dios
contra las huestes del Adversario. El bien, la
nobleza, la verdad, los más altos valores frente
a lo que es malo y oscuro.
–Ah, muchas gracias. ¡Ahora ya lo veo
todo claro!
Mi ironía fue recibida con una sonrisa,
la última antes de pasar a la cena. Eso sí, al
entrar me agarró del brazo y me preguntó:
–Explícame eso de que eres conde de
no sé dónde y señor de no sé qué.
Me reí a gusto y le dije que lo dejara.
Pero insistió. Me contó que lo había leído en
una inscripción latina de un salón. Un salón de
las varias salas que atravesó antes de llegar a
mí. El caso es que no me dejó hasta que se lo
expliqué:
–Aunque no lo uso nunca, mi título
completo es Gran Maestre de la Orden
Templaria, Monarca de Georgeland, Conde de
Artois y Señor de North-Wessex.
Mi amigo se echó a reír. Sólo cuando se
calmó, siguió pidiendo explicaciones. No paró
de preguntar hasta que se lo aclaré todo.
–El primer título, Gran Maestre, es un
título religioso, es decir, soy superior de la
Orden. El segundo significa que soy rey de un
Estado que aunque sea pequeño como una isla,
es completamente independiente. A ese
Estado, donde está la Fortaleza de san Jorge, se
le llama Georgeland. Este segundo título es
civil y va unido inseparablemente al primero,
pero son dos títulos distintos.
Los otros dos títulos son honoríficos y
van unidos al título de Gran Maestre. Hace ya
muchos años, la República Europea concedió a
mis predecesores el título de condes de Artois.
La razón era que los templarios siempre habían
sido una orden europea y como nosotros
habíamos hecho tantas obras filantrópicas por
el mundo, quisieron reconocer nuestra labor.
Concedernos este honor no le costó nada de
dinero a la República, así que la moción fue
aprobada sin mayor problema.
Al recibir este título, el presidente de
Níger no quiso ser menos, y concedió al
Superior de la Orden y a sus sucesores el título
de Señor de North Wessex. El nombre de
North Wessex es como se llamó a la ciudad de
nueva creación donde estaba situada la
Basílica para cuya protección nació la orden.
Hoy día tiene un nombre nuevo esa ciudad:
Ngnu-Butum-wa. Pero el nombre del título
continúa inalterado. ¿Estás conforme ya?
Mi amigo estaba encantado, tenía
tantas cosas que contar cuando regresase a la
lluviosa Londres. Por el momento se limitó a
decir sarcásticamente:
-¿Tantos títulos y vistes con ese
sencillo hábito negro y sólo esa cruz sobre el
pecho? ¿Puedo llamarte conde?
–Adelante, hoy tenemos pollo para
cenar.
–¿En la intimidad basta con que te
llame Excelencia?
–Si sigues así, te voy a enviar a Londres
en el primer vuelo que salga.
A
riesgo de su vida, una anaconda debe
medir el tamaño de la presa que ha de
engullir. No importa que ya haya
sofocado a su víctima, que el abrazo de sus
músculos haya quebrantado todas sus costillas
y vértebras, no importa que obre en su poder la
habilidad de desencajar sus propias
mandíbulas para que, con la paciencia de
lentitud reptiliana, con horas por delante,
pueda tragar esa captura. La digestión, la
disgregación de esa carne por parte de los
28
jugos, supone un proceso que requiere de
varios días. Si la presa es excesivamente
voluminosa para el tamaño del ofidio, entonces
el proceso de putrefacción de lo engullido irá
más rápido que el de disolución gástrica. Si la
putrefacción se adelanta a la digestión,
entonces el cuerpo corrompido comenzará a
rezumar líquidos cada vez más tóxicos. No
pocas anacondas se han retorcido intoxicadas
por los humores de su presa antes de morir. Si
no somos prudentes, lo mismo podría suceder
con la orden templaria.
Debemos medir cuidadosamente el
tamaño de cada empresa que acometemos.
Defendemos el bien y la justicia, pero si la
defensa de esos valores nos llevara a acometer
la resolución de conflictos en los que nuestro
enemigo es muy superior, entonces nuestra
Orden desaparecería. Debemos encargarnos de
misiones en las que el enfrentamiento siempre
sea contra adversarios claramente inferiores a
nosotros. Únicamente así la lucha nos irá
fortaleciendo. Nuestra posición puede parecer
cómoda, nada idealista. Pero es la única
posición posible. El idealismo requiere de una
ingeniería de los números que lo hagan
posible:
correlación de fuerzas, ingresos,
gastos. Sin números, no hay idealismo. Sin
esos discretos contables en la retaguardia,
nuestro idealismo sería nuestra tumba.
Podremos seguir siendo idealistas mientras los
números sigan manteniéndose en salud. Al
templario soldado raso que patrulla en un
pueblo de Centroamérica se le pide arrojo, al
contable en la Casa Madre se le pide la
prudencia del contable.
El ardoroso y sacrificado monjeguerrero puede despreciar al apacible monje
encargado de la contabilidad. Pero si el monjeguerrero está allí, donde está, en su puesto, es
porque el contable está en la retaguardia,
oculto, pero realizando su labor. Por eso
nuestra orden no ha medido sus fuerzas con
oponentes poderosos, sino que ha preferido
enfrentarse a guerrillas, plantar batalla a
pequeños grupos de insurgentes y situar sus
castillos en zonas devastadas por la anarquía
donde sólo existían grupúsculos.
Estoy convencido de que algunos de
nuestros ardorosos hombres que han dejado
todo por servir a la causa del Altísimo, deben
pensar en sus corazones que gestionamos la
Orden como si fuera una empresa. Se
equivocan y tienen razón en parte. ¿Qué
empresa es ésta a la que sólo la mueven los más
altos ideales? ¿Qué empresa es ésta cuyos
miembros no sacan ningún beneficio? ¿Qué
empresa es ésta que sólo busca el bien de
aquellos a los que sirve y la gloria de Dios? No,
es evidente que esto no es un negocio. A no ser
el negocio de proteger al desvalido que no te
puede pagar. Pero por otro lado, esto sólo se
consigue si cada año hay beneficios. Luego la
congregación debe tener campos que generen
ingresos para poder invertirlos en los campos
que únicamente dan y darán pérdidas. Cada
año las arcas de la Orden deben presentar
beneficios, y debemos acumular capital,
porque el día que sobrevienen las pérdidas,
éstas vienen de golpe. Los años de vacas flacas
vienen sin avisar. Todos los priores,
condestables y maestres tienen muy grabado
en la memoria cuando hace tres décadas, varios
descalabros económicos nos obligaron a tomar
la decisión de abandonar bastantes misiones
que teníamos encomendadas y tener que
replegarnos a nuestros monasterios. Por
supuesto que no abandonamos físicamente
nuestros cuarteles en esas zonas depauperadas.
Pero tuvimos que conformarnos con mantener
nuestras posiciones, sin salidas, sin
operaciones que supusieran gastos. Años de
espera y ahorro para que los beneficios de las
pocas misiones que sí que generaban
ganancias, fueran rehaciendo nuestras
finanzas.
29
–Creo que debería impregnar el texto
de un tono más espiritual –me interrumpió mi
secretario–, parece que está hablando al
capítulo general. A los condestables, y más
cuando se les dice algo por escrito, no conviene
hablarles de este modo tan material.
Miré a mi secretario, en los años que ya
llevaba como gran maestre, había podido
comprobar que sus críticas siempre resultaban
valiosas, aunque ésta en concreto no me
complacía en exceso. Continué leyendo en voz
alta el resto de la carta que debía enviarse a los
condestables de la Región IV, donde la
murmuración acerca de cómo se estaba
llevando la guerra de Nigeria crecía mes tras
mes. Nigeria y Chad estaban enfrentadas entre
sí en una guerra abierta. Lo que había
comenzado como un enquistado conflicto
menor había degenerado en una lucha a muerte
entre los dos países. Debíamos por todos los
medios evitar el vernos involucrados. Ya que
si aquella guerra la ganaba Chad, seríamos
barridos de Nigeria. Pero muchos de nuestros
hombres procedentes del país agredido, no
compartían un punto de vista tan aséptico
como el mío. Ni siquiera el capítulo general
mantenía una visión tan imparcial de aquella
guerra.
Unos días después de su visita, mi
amigo, el arzobispo de Westminster, me envió
un email. Resulta que sí que aparecía Jesús a
caballo con una espada: ¡en el capítulo 19 del
Apocalipsis! Leí aquel texto recóndito en que
un sorprendente Jesús aplasta las uvas en la
prensa de la ira de Dios. Gracias, amigo mío,
por poner ante mis ojos los versículos acerca
de la vara de hierro con que Él gobernará a
las naciones, le respondí. Menos mal que yo
tenía en orden mis esquemas mentales. Sólo
me hubiera faltado tener dudas y escrúpulos.
30
de la guerra de Nigeria, pero Chad había
atacado nuestros monasterios. La mitad de
nuestros castillos fueron arrasados en un sólo
día. Había sido un ataque premeditado y
largamente preparado, a sabiendas de que
habíamos tenido un cuidado exquisito en no
inmiscuirnos para nada en la guerra entre esos
dos estados. Un ataque a pesar de que
expresamente se había enviado a Djamena, la
capital, un legado de la congregación para
ofrecer todo tipo de seguridades de que los
templarios se mantendrían en sus monasterios
ajenos a cualquier intervención. El presidente
Hamin había iniciado en su país una
persecución contra la Iglesia Católica desde
hacía un año, pero jamás pensé que osase
atacar nuestros castillos.
Por eso hoy hago lo que jamás creí que
iba a hacer: dirigir el ataque templario contra
una parte de la frontera de Chad. El Gran
Capítulo unánimemente decidió que las
fuerzas templarias de Nigeria debían unirse en
un gran ataque, en un supremo esfuerzo que
demostrase al presidente Hamin que no se
ataca nuestros monasterios en vano. Si las
casas de nuestra orden en Nigeria iban a ser
barridas, desde luego no desaparecerían sin
plantar cara.
Contar ( ), uno no se hace cura para
*1
contar, para hacer números. Pero si el servicio
al Evangelio nos lleva a convertirnos en los
contables de Dios, pues adelante. Una y otra
vez, en los años siguientes a mi investidura, me
preguntaría si lo ideal no hubiera sido
comenzar desde el principio de la historia de la
Iglesia una institución espiritual en vez de una
Iglesia implicada en las realidades materiales.
Las realidades de la materia, las realidades de
este mundo… la materia y el espíritu, su
aleación siempre es compleja. Una y otra vez
no dejaba de preguntarme si aquellos veintidós
siglos de historia no habían sido un pacto
fáustico. Pero se trataba de una pregunta
teórica, más bien una tentación. Dentro de mi
corazón, en el interior de mi alma, la seguridad
hacía ya mucho tiempo que brillaba. Por eso
seguía siendo superior de esta Orden. En
ocasiones para hacer el bien al necesitado hay
que parecer pecador. Si ése es el precio que hay
que pagar por ayudar al prójimo indefenso,
páguese
Un mes después, sucedió lo que yo
había tratado de evitar con todas mis fuerzas.
Siempre quise que la Orden se viera al margen
1
Y Jesús les dijo: El que tenga una bolsa cójala,
también una alforja, y el que no tenga, venda su manto
y cómprese una espada (Lc 22, 36).
31
La Galia está toda dividida en tres partes: una
que habitan los belgas, otra los aquitanos, la
tercera lo que en su lengua se llaman celtas y
en la nuestra galos. Todos éstos se diferencian
entre sí en lengua, costumbres y leyes. A los
galos separa de los aquitanos el río Garona, de
los belgas el Marne y Sena. Los más valientes
de todos son los belgas, porque viven muy
remotos del fausto y delicadeza de nuestra
provincia...
tierras de este continente siguen en una
situación de relativa preservación y ofrecen la
placentera sensación de que el tiempo no ha
pasado. Aunque cualquier cosa puede dejar de
pasar, salvo el tiempo. El tiempo nunca pasa en
balde. Las fronteras entre países siguen más o
menos como se dejaron en el proceso
descolonizador del siglo XX.
Pero la anarquía que se extendió como
un fuego destructor a finales del siglo XXI por
todo el centro del continente produjo dos
ligeros cambios en el mapa: la aparición de tres
microestados creados a los comienzos del siglo
XXII, y la fundación de una veintena de
ciudades-estado. Los portentos de la
revolución biológica con su secuela de
fecundaciones in vitro masivas para
clonaciones de repoblación humana, hicieron
que el territorio del Estado de Nueva
Escandinavia fuera enteramente colonizado
por europeos de raza nórdica.
Jamás nadie llegó a imaginar que
tendríamos en la frontera entre Níger y Chad
ese país nacido de la nada, poblado por unos
cuantos millones de habitantes todos rubios, de
ojos azules y con el rostro alargado típicamente
noruego. Jamás nadie llegó a imaginar que
veríamos erigir sobre nuestro suelo una
veintena de ciudades verticales y populosas,
que en el aire de sus construcciones son
enteramente hijas en la estética de la Hélade y
los foros itálicos. Quién iba a decirnos que
aquellos zulús, dinga y masai, hombres de piel
de ébano y pelo crespo algún día andarían por
las calles de ciudades erizadas de rascacielos
que suponían una brutal ruptura con la
tradición de sus antepasados. No obstante,
estas ciudades repartidas por la geografía del
continente afortunadamente habían preservado
el aspecto típico de nuestro continente negro,
concentrando el desarrollo urbanístico en áreas
muy localizadas.
GUERRA DE LAS GALIAS
COMIENZO DEL LIBRO I
L
o mismo que Cayo Julio César dio
inicio a su narración de la campaña
gálica describiéndonos la Galia de
aquel tiempo lejano, así yo también debería
comenzar con la descripción del África en el
momento histórico en que estoy escribiendo
estas líneas: el año 2193. Tanto tiempo he
pasado en este continente que en verdad debo
llamarlo mi continente, aunque yo, fray Alain,
Gran Maestre de esta orden de guerreros y a
pesar de mi nombre francés, sea un irlandés
oriundo de Carrantuohill.
El África de este siglo XXII no tiene
nada que ver con el África que recorrió
Livingstone, aquel continente inexplorado,
virgen, cubierto de junglas que nadie había
pisado aún. El misterio que embargó a aquellos
exploradores victorianos al internarse en
tierras incógnitas nunca volverá. Esa magia
desapareció para siempre y ya no volverá. Esos
hombres del bello Imperio Británico entraron
en este continente como el que pone sus pies
sobre nieve virgen, como el que abre una caja
cerrada durante milenios: un cofre de miles de
kilómetros de extensas sabanas y poblados,
cataratas y montañas.
África ya no posee lugares ignotos sin
cartografiar. Y no es porque las tierras
africanas no sigan cubiertas por impenetrables
selvas, ni por doradas sabanas. El 80% de las
32
He dicho continente negro, aunque ya
no sé muy bien si llamarlo negro puesto que
esta colonización de masas fecundadas in vitro
se ha encargado de fundar enteras colonias
europeas en este solar ancestral. Lo que los
griegos hicieron en su día en las costas
mediterráneas, ahora se repetía en este vasto
continente de llanuras inacabables.
Pero prosigamos con la descripción de
estas tierras, como lo hiciera antes César con
las que recorrió hace dos mil doscientos años.
África esta dividida en tres grupos de naciones.
Las naciones pertenecientes al ámbito de
influencia de Europa, las naciones que gravitan
alrededor del eje del poder de la potencia
trasantlántica –los Estados Unidos–, y por
último el grupo de naciones que mantienen
tenazmente su resistencia a entrar en los
campos de influencia de las superpotencias.
Una tercera parte de los países siguen sin
abandonarse a los beneficios de los tratados
comerciales preferentes ni a la seguridad de los
pactos militares. Pero los grandes poderes
mundiales ejercen, como si de agujeros negros
se
tratase,
una
fuerza
gravitatoria
verdaderamente descomunal.
Los dos gigantes del mapamundi son la
emergente y pujante República Europea y el
consolidado poder de las naciones del
continente americano, con los Estados Unidos
de América como centro. Ambos poderes
militares
y
tecnológicos
compiten
comercialmente a escala planetaria. Convenios
económicos, alianzas de defensa, acuerdos
sobre intereses comunes, van conformando las
distintas alineaciones de las capitales
africanas. Capitales que no infrecuentemente
juegan un papel ambiguo. Gobiernos que a
veces mantienen una postura altivamente
neutral, mientras dejan que los embajadores
extranjeros y los enviados especiales flirteen
con ellos. En este escenario de negociaciones,
en ocasiones, hasta el distante poder de Japón
hace sentir su lejana pero sin duda titánica
influencia.
La fuerza de los grandes bloques de
naciones no se deja sentir de manera violenta,
salvo en los contados casos en que dos
pequeños países rivales en guerra tengan detrás
de ellas a dos colosos planetarios. Desde hace
veinte años, la lejana y pretérita guerra de
Vietnam es como si volviera a reproducirse en
cuatro o cinco puntos del inacabable mapa
africano. Europa apoyando a un bando y
Estados Unidos al otro, y ninguno queriendo
ceder. Ambas superpotencias se enseñan los
dientes, sacan músculo, venden material
militar y envían asesores. Ninguna quiere
perder ni un solo kilómetro cuadrado de
influencia.
Y en uno de esos focos de tensión
estaba radicada mi orden. Mis templarios
sabían por qué luchaban, no creo que los
pobres soldados rasos nigerianos que he visto
camino de este frente lo tuvieran tan claro.
Seguro que esos desgraciados reclutas de
reemplazo no acaban de entender las
insondables razones de sus generales para
haberlos metido en esta guerra. La razón de la
desavenencia entre esta aparente democracia y
la ficticia democracia vecina es lo de menos.
La razón es tan antigua como farragosa. La
causa profunda, como ya he dicho, está en el
choque de aquellas dos grandes placas
tectónicas, la del Viejo Continente y la
washingtoniana, placas tectónicas del poder.
Los dos gigantes geopolíticos se hallaban
presentes también aquí en estas tierras del
hemisferio sur, jugando su gran juego, su gran
partida planetaria. Nosotros, en medio, éramos
lo de menos. Ellos ponían la maquinaria de
guerra, el pueblo llano los muertos.
Pero una vez hechas estas aclaraciones,
diré que hice aterrizaje en mi campamento un
30 de mayo. Jamás olvidaré la experiencia que
supuso para mí el primer día que llegué al
33
frente, el ver a nuestras fuerzas acampadas diez
kilómetros en el interior de Chad y prestas para
entrar en combate. Por un momento creí en el
noble arte de la guerra. Por un momento me
obnubiló el espectáculo estético de aquella
maquinaria de guerra acumulada, destructiva,
perfectamente engrasada, demoledora, precisa,
rezumando fortaleza.
Veía llegar a los soldados de infantería
nigerianos con sus mochilas a cuestas, con sus
uniformes color verde oscuro camuflaje, y lo
primero que hacían era contener el aliento ante
las alineaciones de casamatas metálicas que
sobresalían por encima de la espesura de la
jungla. Se trataba de estructuras defensivas
rectangulares de color blanco, coronadas por
antenas y baterías cargadas de obuses.
Aquellas defensas habían sido situadas tan solo
un día antes, y ya llegaban hasta el punto más
lejano de la vegetación que alcanzaba la vista,
se perdían en aquel horizonte de densas junglas
oscuras. Junto a aquellos grandes elementos
metálicos rectangulares pintados de blanco se
movían fatigadas hileras de infantería.
Acababan de llegar todas esas columnas de la
infantería nigeriana para reforzar nuestra
posición. Los templarios tenían asignado aquel
sector del frente. Debo decir que las fuerzas
templarias suponían el 8% de las fuerzas
desplegadas en esa zona de la frontera entre
Chad y Níger, el resto eran nacionales.
Puesto que he mencionado que era de
noche, no estará de más referir que cuando
llegué al campamento eran las tres de la
mañana. Mañana se levantarán a las seis, me
comentó un coronel señalando a las hileras de
infantería
que
seguían
llegando
ininterrumpidamente al extenso cuartel y a
cuyos soldados se les estaba asignando sus
tiendas de campaña. Los todoterrenos iban y
venían por aquella línea de defensas metálicas.
Detrás de aquella línea defensiva de vigilancia,
estaba la selva sin caminos, el enemigo, un
ejército tan impresionante como el nuestro.
Había insistido yo en inspeccionar
rápidamente el campamento antes de irme a la
cama. Pronto llegamos al sector donde estaban
las tiendas de campaña. Detrás estaba la franja
con todos los vehículos-orugas cargados con
las baterías de misiles tierra-tierra. Al día
siguiente entrarían en combate.
Podía imaginar cómo en esos
momentos, dentro de aquellas tiendas, los
nuevos reclutas se meterían dentro de sus
sacos, oyendo al veterano de turno de al lado.
Unos hablarían de deporte o de conquistas
amorosas. Quizá un veterano les contaría que
allí, en el campamento en el que estaban
acampados, sólo había fuerzas de infantería y
que el apoyo aéreo venía de bases situadas en
la llanura de Bobo-gna-lasso. Quizá les
contaría que los grandes aparatos aéreos
venían de bases situadas en suelo europeo, que
cumplían su misión y que volvían de nuevo a
sus hangares en Sicilia o en Alemania.
Explicaciones de ese tipo, de muchos tipos,
más o menos exactas, más escuetas o más
adornadas de detalles, se oirían en las tiendas
mientras todos, metidos en sus sacos, tratarían
al mismo tiempo de oír y de dormirse cuanto
antes.
Mañana verían en acción todo aquello
de lo que les hablaban los más veteranos.
Indudablemente que a los recién llegados les
resultaría interesante escuchar las cosas que
decían los que llevaban más tiempo allí, pero
seguro que estaban tan cansados que se
dormirían al instante. Todos se dormirían de
inmediato, agotados por tantos kilómetros
recorridos, seguro. También yo, agotado, me
dormí al instante.
Antes de amanecer, todos tendrían que
levantarse de nuevo y los más veteranos
retomarían sus explicaciones en la tienda
34
mientras todos se vestían y mediolavaban. Les
explicarían que las llamadas fortalezas
volantes –grandes bombarderos– despegaban
cada mañana de las plataformas flotantes que
la República Europea tenía fondeadas a veinte
kilómetros de las costas de Somalia.
Despegaban puntualmente para descargar su
cargamento de bombas (de una tonelada cada
uno de ellos) sobre la larga línea del frente.
Aquellos reclutas al oír aquello
tendrían miedo, nada sabían que, en cambio,
los Estados Unidos disponían en una base de
Gabón de un nutrido número de cazas
supersónicos. Se supone que aquello debería
haberles tranquilizado de haberlo sabido. En
cualquier caso, poco importaba saberlo o no,
pronto ellos estarían en medio. Verían todo
desde la mismísima primera fila. Yo, como
comandante en jefe de las fuerzas del Temple,
sería espectador de todo lo que ocurriera a
muchos kilómetros, desde el puesto de mando,
a través de las pantallas. Yo sería un espectador
seguro, no llevaría una mochila a mis espaldas,
ninguna mina explotaría bajo mis pies. Ir a la
guerra así, era como ir al cine. Me sentía mal,
pero sabía que las cosas tenían que ser así. El
orden de este mundo era ése. A esos
muchachos, no les ayudaría en nada
lanzándome con ellos por esos caminos. Y
dado que la guerra debía hacerse, era mejor
hacerla bien.
Cuando dieron orden de avanzar, una
de nuestras columnas templarias flanqueada
por tropas nigerianas, se internó por aquella
selva en la que nuestra maquinaria había
practicado en un tiempo record, dos horas
antes, anchos senderos arrasando lo que
encontró en su camino, compactando la tierra
que iban a pisar las botas de los soldados. Los
hombres penetraron en aquella masa vegetal
como hormigas introduciéndose en la hierba.
No tardaron ni veinte minutos en escuchar
unos silbidos. A lo lejos vieron expandirse
grandes esferas de luz muy brillante: eran
explosiones.
Nuestros regimientos, que comenzaban
a desplegarse, no debían saber a ciencia cierta
si esas explosiones eran nuestras o enemigas.
La verdad es que unas eran de las fuerzas del
Chad y otras eran nuestro fuego de réplica. En
medio de aquellos estallidos, los sargentos
recordaron a gritos a aquellos hombres
despavoridos que la orden era avanzar
justamente hacia allí, hacia la zona donde más
explosiones
resplandecían.
Pronto
comprenderían lo que significaba la expresión
carne de cañón. La columna era de muchos
millares de hombres y morían como moscas,
como hormigas, como pequeños insectos en
medio de fuerzas gigantescas. Metralla que
salía disparada en todas direcciones,
explosiones, silbidos continuos que pasaban a
un palmo de todos aquellos hombres: de todos
los regimientos nuevas hormiguitas humanas
caían. Avanzad, avanzad, les gritaban
guturalmente nuestros subtenientes. Nosotros
teníamos conexión directa en audio y video
con la cabeza de nuestras columnas. La
resistencia de las filas enemigas se movía en
los límites de lo previsto.
Era de suponer que alguien quedaría
vivo en medio de aquellas detonaciones que
hacían temblar el suelo. Más atrás, el grueso de
nuestras fuerzas de infantería avanzaban, pero
eran más bien aquellas explosiones las que
cada vez se aproximaban más hacia nuestros
regimientos. Seguro que esos hombres de
buena gana hubieran querido tirar sus pesadas
mochilas y huir hacia atrás corriendo, pero no
hizo falta que huyeran, pronto vimos en el
centro de mando que una gran explosión surgió
de la nada en el lugar donde se hallaban tres
batallones que con la hierba hasta la cintura
trataban de alcanzar la posición señalada.
Antes de que se dieran cuenta de qué
pasaba, una bomba de vacío les fulminó allí
35
donde estaban, ni siquiera saltaron por los
aires. Me volví con cara indignada hacia uno
de los oficiales que tenía a mi lado. En teoría,
esa zona estaba protegida por el sistema
antibalístico. Pero ya se veía que no del todo.
No le dije nada a ese coronel que, de pie, se
limitó en silencio a inclinarse un poco y a
apoyar sus manos sobre la mesa que tenía
delante. No pasaba nada, eran sólo tres
batallones. Eso ni decantaba la guerra, ni
siquiera la batalla.
36
otra cama, me limitaba más bien a saludar
desde el pasillo del centro de la sala, a los
convalecientes. Saludaba a aquellos hombres
sin manos ni piernas que en la lotería de la vida
les había tocado vivir.
Nuestros templarios habían perdido sus
ojos, sus mandíbulas, otros miembros, por una
noble causa considerada en su conjunto. Pero
los otros soldados, los nigerianos de
reemplazo, los jovencitos enviados al frente a
la fuerza... Saldrían de este hospital,
mostrarían sus muñones y se sentirían muy
orgullosos de haber quedado inválidos por una
disputa
comercial
entre
grandes
superpotencias.
Como es lógico esto último lo digo con
ironía. Lo que no es una ironía es que alguien
en un despacho de unas tierras del norte de otro
continente, tierras que ellos nunca visitarían,
decidió que no iban a permitir la pérdida de su
influencia en el paralelo 38 de África.
Una decisión en un limpio despacho
enmoquetado, que supuso la pérdida de los
miembros de estos chicos. Una decisión que
supuso que en un sola mañana se llenaran las
camas de este hospital con cuatro mil heridos
de guerra. Y eso que la suma total de heridos
de esta batalla está distribuida en ocho
hospitales. Ocho hospitales se llenaron de
dolor y amputaciones por el honor de unas
banderas que ondean en latitudes mucho más
frías y norteñas. Ni todo el esplendor de
Occidente les devolvería su mano o volvería a
llenar la cuenca de su ojo.
Pero Occidente sigue luchando en esta
frontera. Nigeria y Chad están asolados por
esta riña entre colosos. Pero después de tanto
tiempo nadie (ni ellas, ni las naciones que están
detrás de ellas) daría su brazo a torcer. Ceder
supondría ofrecer la evidencia de que la
potencia que hay detrás de los peones,
comienza a dar signos de debilidad. Una gran
potencia debe dejar bien claro que una vez que
Teniendo César aquel invierno sus cuarteles
en la Galia Cisalpina, veníanle repetidas
noticias, y también Labieno le aseguraba por
cartas que todos los belgas se conjuraban
contra el pueblo romano, dándose mutuos
rehenes; que las causas de la conjura eran
éstas: primera, el temor de que nuestro
ejército, sosegadas una vez las otras
provincias, no se revolviese contra ellos;
segunda, la instigación de varios nacionales:
unos, que si bien estaba disgustadas con la
larga detención de los germanos en la Galia,
tampoco llevaban a bien que los romanos se
acostumbrasen a invernar y vivir en ella tan de
asiento...
GUERRA DE LAS GALIAS
COMIENZO DEL LIBRO II
L
a batalla había terminado y dos días
después me encontraba atravesando la
gran sala corrida del hospital militar de
Bangassou. Vestido con mi coraza, seguido de
otros oficiales, rodeado por varios médicos,
saludaba a mis hombres heridos. Visitaba lo
que quedaba de una gran mortandad, pero el
frente enemigo había cedido. La Orden había
conocido su primera victoria en una guerra
abierta de grandes dimensiones. Dimensiones
mucho mayores de lo que hasta entonces
habían conocido nuestras crónicas.
La larga sala corrida de techo muy alto,
estaba llena de camas bien ordenadas en seis
hileras dobles. Aquella sala era inacabable.
Sólo en ella debía haber, por lo menos,
doscientas camas. Las sábanas eran blancas,
las batas del personal eran blancas, también el
suelo. Despertar en uno de esos lechos debía
ser como despertar en un cielo blanco, cuyos
ángeles eran los miembros del personal
sanitario. Doctores de raza negra y negras
enfermeras en medio de aquella blancura
hospitalaria. Aunque me acercaba a alguna que
37
da su palabra de proteger a un peón, no cederá.
Ya no queda mucho país por el que los
nigerianos deban continuar su lucha, pero
mientras queden hombres será posible el
suministro de material para continuar.
Cuando uno medita acerca del mundo
tras una visita a estas hileras de camas, se
siente una cierta inclinación a considerar que
el mundo va hacia la hecatombe, pero no es así.
El mal de la guerra está focalizado en unos
cuantos puntos. El resto del continente africano
vive una época económicamente floreciente.
Mi continente, ya lo llamo mío, florece. Casi
todo el año lo paso en la Casa Madre radicada
en Madagascar, así que, después de tanto
tiempo afincado aquí, ésta es mi tierra.
Nuestros intelectuales africanos han
llamado a esta época nuestro siglo de Pericles.
A lo largo del siglo XXII, hemos visto emerger
toda una constelación de excepcionales
pensadores africanos. En cierto modo,
podemos decir que hemos gozado por fin de
nuestro Empédocles zulú, de nuestro Sócrates
batusi, de nuestro Platón boshongo.
Aunque no deja de ser curioso el que
los libros más leídos en África son El corazón
de las tinieblas de Conrad, y Memorias de
África de Dinesen. Tiene gracia, los africanos
siguen leyendo las visiones que de esta tierra
han escrito los que han venido de fuera. Y,
además, visiones de un África que ya no existe.
Quizá ésa es la razón de que sean clásicos.
Ellos contemplaron con sus ojos un continente
que ya nunca volverá.
Desde luego, a partir de ahora, algunos
de estos pobres soldados van a tener toda una
vida para poder dedicarla a la lectura. Un buen
número de estos chicos saldrán de aquí no
andando, sino en silla de ruedas. Claro que
ellos no deberían quejarse, al menos viven.
Una vez más, aunque siento tentaciones
de hacerlo, voy a ahorrarme explicar el origen
del conflicto. Es un asunto tedioso, intrincado
y hay varias versiones sobre el tema. Además,
para ellos, para los técnicos vestidos de civiles
que vienen pagados por las superpotencias y
que tienen sus casas en los barrios
residenciales de sus grandes urbes, esto no es
para ellos una guerra, sino un mero conflicto
regional, una mera campaña más dentro de un
marco mucho más amplio. El problema es que
estas campañas se han enquistado, todas se
prolongan de un modo tal que jamás lo
esperaron. Son como una enfermedad cuya
cura todos esperan pronto, pero que no acaba
de cicatrizarse. Estos chicos heridos que tengo
a ambos lados del pasillo, son las células en
medio del pus y la infección.
38
Estando César de partida para Italia, envió a
Servio Galba, con la duodécima legión y parte
de la caballería, a los nantuates, veragros y
sioneses, que desde los confines de los
alóbroges, del lago Leman y del río Ródano, se
extienden hasta lo más encumbrado de los
Alpes. Su mira en eso era franquear aquel
camino, cuyo pasaje solía ser de mucho riesgo
y de gran dispendio para los mercaderes por
la tribu de los protazgos. Dióle permiso para
invernar allí con la legión...
A pesar de las estatuas y pinturas que
los honran, ellos son los hombres que pusieron
sus ambiciones por encima de la vida de otros
seres humanos con una vida tan maravillosa
como la de ellos. Hoy tienen sus efigies en
mármol gracias a ciegos, mutilados,
amputados como los que tengo ante mi vista.
No, no fueron grandes hombres. Mi desprecio
hacia ellos crece de día en día. Ya nunca podré
volver a leer los libros de Historia con la
inconsciencia de antes. Cada trozo de terreno
que conquistaron, lo hicieron con muchachos
como estos, también ellos fueron arrastrados a
la fuerza, ninguno fue por propia voluntad. Los
soldados nunca tienen nada que ganar de la
guerra.
La visita al hospital ha acabado. Al
volver sobre mis pasos para salir por donde
había entrado, un joven templario me detiene
desde su cama, llamándome, quiere dirigirme
unas palabras. Me paro, me acerco a él y le
escucho. Presiento que él es de ese tipo de
personas, que siempre te quiere retener durante
unos minutos, porque tiene que decirte algo
muy importante. Aunque al final siempre es lo
mismo: unas veces visionarios, otras veces
mentes simples que encuentran la solución a
todo en recetas de gran sencillez. Siempre me
esfuerzo por oír condescendientemente las
mismas cosas que ya he escuchado mil veces.
Éste joven pertenece al grupo de las mentes
simples. Me da una serie de consejos que él
considera esenciales para el bien del mundo.
Su minúsculo discurso, inútil, contiene un dato
que me parece muy curioso. Y es que una de
las cosas que me comenta es que se dirigió al
frente, aquella mañana, escuchando a Haendel,
a través de unos auriculares ocultos por su
casco. Está prohibido escuchar música durante
las operaciones militares, para poder oír con
más claridad las instrucciones de los
suboficiales, pero no obedeció. Me dijo, que si
le mataban, quería pasar de este mundo
GUERRA DE LAS GALIAS
COMIENZO DEL LIBRO III
M
añana dejo Nigeria y vuelvo a la
Casa Madre, el frente se aleja de
aquí día tras día, y nuestras
columnas prosiguen su avance en territorio
enemigo. Hago mi última visita a los
hospitales. Salgo ya de las salas donde están
los pacientes templarios y me dirijo a la sala de
los soldados regulares de Nigeria. Allí, en
medio de mis recorridos, de mis preguntas, de
mis breves conversaciones con algunos de
ellos, veo a dos pacientes, con un tablero entre
las dos camas, que interrumpen su partida de
ajedrez al entrar yo y mis acompañantes en la
sala. No digo nada, pero imagino que para ellos
será inevitable tener la sensación de que al final
han jugado con ellos al ajedrez. La sensación
de que la victoria del rey negro o blanco no es
la de ellos dos, convalecientes. Que ellos son
los peones. Y que los peones caen como
moscas.
Después de mis visitas a los hospitales,
comprendo mejor que Julio César, Napoleón y
el resto de sanguinarios forjadores de la
Historia no eran héroes, sino jefes de matadero.
No sólo no deben ser honrados como grandes
hombres, sino que deben ser repudiados como
despreciadores de los hombres.
39
escuchando a Haendel. Me imagino que jamás
se le pasaría ni remotamente por la cabeza a
aquel músico alemán de casaca y peluca,
afincado en la corte londinense, el que un
hombre de color, en Nigeria se dirigiría a la
guerra escuchando un aria suya en este lejano
siglo XXII. Su Música Acuática en medio de
la selva centroafricana... jamás pudo imaginar
algo así. La vida sigue dando vueltas, el bombo
de la historia sigue moviendo las bolas
produciendo las más extrañas combinaciones,
las secuencias más inverosímiles.
resultaban especialmente preocupantes. Sin
embargo, pronto otros informes sobre
cuestiones prácticas relativas a nuevos asuntos,
desplazaron aquellos papeles.
F
ui a dar un paseo, una noche de
insomnio, veinte años ya al frente de la
congregación, el calor tropical de la isla
se hacía notar. Dar vueltas sin rumbo por el
monasterio central de la Orden, mientras los
monjes duermen, supone un placer lleno de
misterio. La Casa Madre tiene el templo en el
centro justo de la fortaleza. Una iglesia que
goza de dimensiones catedralicias. Sin
pretender caer en el vano orgullo, pero siendo
sinceros, nuestro templo tiene más longitud
que cualquier catedral francesa medieval. Para
qué negar que es una construcción soberbia.
Una vez que se han atravesado los pórticos y el
atrio, se encuentra uno frente a una verdadera
selva de columnas góticas.
La entera iglesia semeja una gran sala
capitular. Como una sala capitular dividida en
nueve partes cuadrangulares. En una de las
innumerables capillas que se le han ido
adosando generación tras generación, se halla
la entrada a la cripta. La iglesia posee tres
criptas: la de san Olav, rey de Noruega; la de
san Luis, rey de Francia; y la de san Fernando,
rey de Castilla.
En mitad del silencio de la noche,
recorrí la Cripta de san Olav. En esas estancias
subterráneas, unas situadas a más profundidad
que otras, unidas por galerías y escaleras, están
enterrados todos y cada uno de los monjes que
han fallecido en ese monasterio. Un mundo
subterráneo verdaderamente poblado de
sombras, ya que carecía de iluminación alguna.
Cada uno de los que ingresaban en él, debía
portar uno de los faroles que se hallaban en las
hornacinas de la entrada.
Dado el entorno en el que se
desarrollaba mi paseo, no hace falta insistir en
P
or fin de nuevo en la Casa Madre, la
Fortaleza de san Miguel, el único lugar
del mundo que ya considero mi hogar.
Otra vez la vida regular, la paz. No deseaba
otra cosa al volver que sumirme de nuevo en
mis pacíficas ocupaciones de gestión, que mi
vida monástica prosiguiera su tranquilo curso.
Mientras atravesando aquel aire
despejado, nos aproximábamos en mi
aeronave, la sola visión desde la ventanilla de
mi aeronave del monasterio-fortaleza alegró y
al mismo tiempo serenó mi corazón. Mis ojos
se quedaron pacíficamente fijos en el gran
alcázar de hormigón que como una peña de
piedra gris sobresalía orgulloso entre toda esa
vegetación tropical.
Al día siguiente, al sentarme en mi
despacho, me esperaban los amenazadores
informes de lo que estaba sucediendo en
Europa. El Viejo Continente se estaba
lanzando hacia una posición de mayor
enfrentamiento
contra
la
Iglesia.
Afortunadamente en Europa y Estados Unidos,
nuestra Orden no tenía ningún interés que
defender. Dos lugares donde no nos habíamos
establecido. Algo lógico, pues nosotros
debíamos estar donde nos necesitaran. Y eso
suponía, casi siempre, radicar nuestras casas en
lugares pobres. Aun así, los informes
40
que atravesar ese lugar a aquellas horas hubiera
supuesto para muchas personas una
experiencia impresionante. Pero no para mí.
Sabía que no son los muertos los que nos deben
dar miedo, sino los vivos. En una cripta sólo
hay cuerpos sin vida. Paseaba como un modo
de meditación. Aquello para mí era como un
libro donde se explicaba la vanidad de las
cosas, la fugacidad de la vida, el sentido de
todo.
Suponían para mí un especial motivo
de reflexión, las estatuas de los frailes difuntos,
hermanos míos que en vano buscaría en el
mundo de los vivos. En cada sala subterránea
había en su centro varios sepulcros que
representaban en piedra a caballeros con sus
armaduras, con sus protecciones de cota de
malla, como si estuvieran durmiendo sobre las
losas. Unos era como si durmiesen, otros
tenían las manos juntas sobre el pecho como si
rezaran. Alguno en un alarde de singularidad
(que debía corresponder a alguna singularidad
de su vida) tenía algo entre sus manos. Uno
mantenía abierto un libro en un acto de eterna
lectura, otro agarraba un mapa, uno más lejano
sostenía una extraña pequeña maquinaria. Más
frecuente era encontrarse con figuras que
hacían gesto de, en un supremo esfuerzo,
desenvainar la espada: eran los que habían
muerto en combate. También había muchas
urnas con cenizas, ya que no todos habían
podido ser traídos desde lugares distantes con
su cuerpo.
Sí, ese paseo nocturno era como la
lectura de un excelente libro de meditación.
Buena parte de la tarde antes de la cena, la
había dedicado a leer una obra de Santo Tomás
de Aquino, su Explicación sobre el Evangelio
de san Juan. Allí, en un párrafo, el Doctor de
la Iglesia había enseñado hacía ya muchos
siglos:
El oficio del buen pastor es la caridad;
de donde se dice: el pastor bueno da su vida
por sus ovejas. Nótese la diferencia entre el
pastor bueno y el malo: el pastor bueno busca
el beneficio de la grey, el malo su propio
beneficio.
Aquellas breves líneas me habían
impactado notablemente. El sacerdote es un
pastor y busca el bien de sus ovejas. Si está
enferma, la cuida. Si necesita enseñanza, la
instruye. Si es pobre, la socorre. Pero si la
oveja es asesinada, extorsionada o
atemorizada, ¿no deberá protegerla? El báculo
de los obispos simboliza la larga y dura vara de
los pastores, arma con la que se golpea a las
bestias que tratan de llevarse entre los dientes
alguna cría. El báculo de los templarios –
sonreí– no era precisamente una vara, sino
regimientos, aeronaves de transporte,
cuarteles. ¿Buscaban su propio beneficio?
Nada tenían propio. Su vida era más austera,
en ocasiones, que la de aquellos a quienes
defendían. ¿No debía el pastor proteger la vida
de sus ovejas? El beneficio de la grey
primeramente. Sí, no debemos vacilar, si la
caridad precisaba de hacer la guerra, se hacía,
sin contemplaciones. La vacilación ya es una
forma de debilidad, una debilidad en la
práctica del bien.
Miraba aquellos sepulcros de hombres
valientes, aguerridos, monjes que dedicaron
muchas horas a la oración, religiosos virtuosos,
ardorosos. Nadie entra en la Orden sin ardor.
No tenía ninguna duda. Aquellos monasterioscastillo eran baluartes no de un poder
meramente terrenal, sino baluartes de la virtud.
Di gracias a Dios aquella noche de haber
recibido sobre mis hombros la protección de
aquella orden militar. Hacía tiempo que ya
había alcanzado la tranquilidad de mi espíritu,
la resignada aceptación de mi cargo, incluso
desde antes de aceptar la investidura. Pero
entonces, en esa cripta, en esa noche calurosa
que no se sentía bajo tierra, aprecié más
41
plenamente el deber sagrado de proteger la
vida corporal de mi rebaño espiritual.
La Cripta de san Olav, en cierto trecho,
descendía a través de unos amplios escalones,
hacia todavía mayores profundidades. Los
peldaños de esta caliza menos dura, por el uso
estaban encantadoramente más desgastados y
pulidos por el centro– Estos escalones daban a
una sala con bóveda de crucería y columnas. A
mitad de la sala, había una verja formada de
nudos y entrelazamientos célticos. Abrí con mi
llave aquella cerradura. Detrás de ese enrejado,
comenzaba la capilla de Santa Sunniva, donde
descansaban los sepulcros de los Grandes
Maestres.
Los seis sepulcros los representaban
con sus ojos abiertos, con esos ojos fríos y
hieráticos sin pupilas, como mirando al más
allá, al infinito. La piedra los mostraba con sus
hábitos religiosos, con la capucha echada,
agarrando la empuñadura de una espada sobre
su pecho. Uno tenía un león a sus pies haciendo
las veces de escabel, otro un pequeño dragón,
otro un águila, un cuarto reposaba sus pies
sobre un basilisco, otro sobre dos halcones que
agarraban una sola serpiente. Observando con
detalle las figura de mármol blanco del halcón
de la izquierda, me percaté de que con su pata
izquierda agarraba, casi aplastándolo, un
pequeño escarabajo. Al día siguiente, encontré
la razón histórica de esta peculiaridad en las
crónicas de la orden, guardadas en la pequeña
biblioteca circular de la Torre Este.
El sepulcro marmóreo de mi inmediato
predecesor se hallaba vacío. Su cuerpo todavía
estaba en un ataúd en tierra. Allí debía pudrirse
aún cinco años más. Después se exhumaría y
se colocaría en la cripta. Y aun así, dentro del
sepulcro, el ataúd sería cubierto de abundante
tierra. Mis antecesores en el cargo, aunque han
podido poseer luminosas almas, han vivido en
moradas terrenas de carne que se descomponen
de un modo terrible. Una a una miré la
inscripción de cada uno de los Grandes
Maestres. Éste había sido antes benedictino. Ni
más ni menos que abad de Beuron: ABBAS
BEVRONENSIS EMERITVS. Toda una vida,
antes de entrar en la Orden, resumida en tres
palabras. Una existencia resumida en una
inscripción. El de más allá fue obispo de la isla
de Mallorca. Éste fue aclamado por todos
como afamado teólogo en París. Este otro
monseñor ostentó elevadas responsabilidades
en la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Cada gran maestre tenía una historia detrás.
Cada uno había debido tener una gran historia
para llegar a ocupar este puesto.
Cada templario recibía sepultura en la
cripta del monasterio donde fallecía. Sin
embargo, los Grandes Maestres estaban todos
enterrados en la Casa Madre, todos habían
muerto en ella. En esta capilla de Santa
Sunniva se celebra misa tres veces al año. En
el amanecer del día 2 de noviembre, día de
todos los difuntos, un sacerdote revestido con
casulla negra, acompañado de dos acólitos,
celebra en latín la misa pro defunctis. El 2 de
diciembre, justo al mediodía, yo soy quien
celebra misa por el descanso de sus almas. El
2 de enero, ya en el nuevo año, los maestres
presentes en la Fortaleza de san Miguel y yo
concelebramos, a las seis de la tarde, la última
misa de la serie. Durante nueve meses, se cierra
la verja, nadie dice misa sobre este altar y
ninguna luz vuelve a iluminar estos reinos de
quietud. Salvo que el custodio de una de las
tres llaves de la verja que hay en la fortaleza,
en una ardiente noche tropical, decida darse un
paseo solitario atenazado por los fantasmas, no
de los muertos, sino de sus dudas y
vacilaciones.
Claro que mis dudas no tienen que ver
con la licitud de la obra por la que lucharon
estos hombres enterrados aquí. Sino con la
trascendencia que cada decisión mía tiene
sobre la vida y la muerte de otros seres
42
humanos,
hermanos
míos,
en
esta
congregación. Los que me precedieron en el
cargo y Santa Sunniva sin duda me ayudarán
desde el cielo.
Hay toda una historia de por qué se
dedicó esta capilla a esta legendaria santa
princesa irlandesa del siglo X. La tradición
sobre la santa, sobre su vida en una cueva
noruega, sobre su viaje en un barco sin remos,
ni vela, el hallazgo de su cuerpo en una isla por
dos campesinos… ¿por qué habiendo tantos
santos, dedicaron justamente a una santa así
esta capilla? Los Grandes Maestres descansan
para siempre en la capilla de una santa de
leyenda.
Qué pena que sean muchos los
cristianos que consideran a estos difuntos
hombres
armados
como
cristianos
bienintencionados,
pero
profundamente
equivocados. Miré la faz de esos rostros
esculpidos, inmóviles, y pensé que sólo ellos
habían sabido a cuántos habían ayudado.
Cuántos hombres habían vivido mejor porque
ellos hicieron entrega de su vida a aquella
forma de vida incomprendida y admirada a la
vez, quizá a partes iguales. La cripta era un
lugar óptimo para recogerse y pensar las cosas
de nuevo. Allí se veían las cosas más claras. A
la luz de la eternidad todos los problemas se
volvían cristalinos. Mirad los problemas sub
specie aeternitatis2, repetía incansable el tercer
Gran Maestre de la Orden. Regresé subiendo
primero los desgastados peldaños de la
escalinata de piedra caliza, y después
internándome en la consecución de salas y
galerías, hasta llegar a la última escalera.
Si uno paseaba por ahí durante el día,
siempre podía hallar a algún que otro monje
haciendo un rato de oración en la cripta. Por
todos los moradores del monasterio-castillo era
tenido como un lugar propicio para meditar.
2
Sin embargo, por esas galerías, me vino
a la mente el versículo que reza mi Reino no es
de este mundo. Esas palabras también eran un
recuerdo de que ellos eran tan solo una medida
de emergencia, un remedio excepcional,
aunque la Orden durase ya un siglo.
Me marché a mi celda. Al día siguiente,
tenía dispuesto dedicar todo el día a la lectura
de la Biblia y a meditar la ya comenzada obra
de Santo Tomás de Aquino. Esos días de retiro
espiritual me eran muy necesarios. La gente
piensa que los monjes sólo oran. Pero ocho
horas diarias de trabajo dejan sólo una parte de
la jornada para la contemplación de las
verdades divinas. Por eso una vez al mes,
sabiamente la Regla reservaba un día entero
para leer las Sagradas Escrituras, orar y revisar
la vida. Había mucho trabajo, y más para mí,
pero la Regla recordaba que nadie debía
conquistar un reino si antes no conquistaba su
propia alma. Teóricamente, cada templario
debía antes conquistar su alma para Dios. La
estancia en la Orden suponía una guerra
personal contra el mundo, el demonio y la
carne. Sólo hombres con paz en su alma podían
ser guerreros. Si las pasiones habitaban en
nuestros corazones, iríamos a la guerra
acompañados de la torcida vehemencia de
nuestras pasiones. Pero si lográbamos
convertirnos en seres espirituales, cuando nos
viéramos forzados a entrar en combate, lo
haríamos con la sombra del Altísimo
cubriendo nuestras filas.
D
esde mi investidura, una de las tareas
a las que me dediqué con gran gusto
fue a visitar, durante al menos un mes
cada año, los distintos castillos que poseía la
Orden. Un superior como yo tiene siempre
variadas razones para visitar tal o cual región
de la Orden. Si bien es verdad que todas esas
visitas pueden ser delegadas en maestres,
Bajo la visión de la eternidad.
43
visitadores o legados, que se encarguen de esos
asuntos. Pero si durante ciertas temporadas he
viajado mucho, ha sido más que nada para
conocer las posesiones de la congregación.
También es verdad que en los últimos años
apenas me he movido de la Casa Madre y quizá
de un par más de castillos principales.
Siempre que bajaba por la escalerilla de
mi aeronave para visitar los castillosmonasterios de otro país, el condestable me
informaba enseguida de las casas asociadas
que había en esa zona. ¿Qué son las casas
asociadas?, pregunté la primera vez que oí
mencionarlas.
La primera vez que perplejo formulé
esa pregunta, el condestable, bastante obeso
(cosa infrecuente en la Orden,) como respuesta
se limitó a sacar enseguida un mapa de la
ciudad y mostrarme las veinte casas que poseía
la congregación allí en Nairobi. En aquella
ciudad, capital de Kenia, nuestro monasterio
tenía esos pisos que el condestable me señalaba
sobre el plano, mientras respondía a mis
preguntas. Cada casa asociada era en realidad
dos o tres pisos unidos, donde varios laicos
vivían bajo la supervisión de un templario que
hacía las veces de superior. Ese personal civil
era en parte la cantera de nuevas vocaciones.
Esas casas, no pocas veces, eran moradas para
catequizar a los no bautizados, que habían
venido a ellas atraídos por nuestra forma de
vida. ¿Cómo se mantenía esa red de casas? A
través de los beneficios que nos
proporcionaban nuestras empresas de
seguridad privada. La Orden era la propietaria
de un cierto número de pequeñas empresas de
protección y vigilancia. Y los laicos que vivían
comunitariamente en las casas asociadas,
trabajaban en nuestras firmas dedicadas a este
sector.
Los beneficios de esas empresas
repercutían en la Orden. Son nuestras vacas,
me explicó el maestre de aquella región, las
vacas que ordeñamos. Cada castillo
normalmente solía tener unos cuantas de esas
casas asociadas. Suponían una fuente de
financiación y un modo de entrar en contacto
con mucha gente que después visitaba nuestros
monasterios. Un pequeño tanto por ciento de
esos visitantes después llamaban a las puertas
de nuestros noviciados pidiendo ingresar.
El sistema me pareció muy bueno, en
cierto modo perfecto. En aquel entonces,
llevaba menos de un mes en el cargo. Claro que
después de la explicación que acababa de
escuchar, me senté en mi sillón un poco
abrumado: alrededor de cada castillo templario
que veía en el mapamundi había que colocar
cinco, diez, veinte casas asociadas. El poder y
la influencia de la Orden en realidad era mucho
mayor de lo que me había imaginado.
–Normalmente las casas asociadas –me
explicó el maestre de la Región VI– están
inscritas no a nombre de la congregación, sino
de empresas privadas cuyos dueños reales
somos nosotros. Así, si algún día surge algún
problema entre el Gobierno y la Iglesia en ese
país, esas casas asociadas, así como las
empresas de seguridad, son propiedad de
particulares. Ninguna expropiación de bienes
eclesiásticos debería afectarnos.
–Los benedictinos vendimian los
campos anejos a sus abadías –añadió el
regordete condestable–, nosotros vendimiamos
este otro tipo de viñas, que por otro lado nos
toca cultivar con bastante trabajo. Mantener
esta red de empresas de seguridad nos lleva
nuestro esfuerzo.
Tres meses después, en diciembre, les
dije a mis contables: bien, repasemos las
cuentas de toda la Orden, así me haré mejor
idea del tamaño de todo esto.
–Los
balances
se
llevan
meticulosamente –añadió el pulcro y anciano
44
condestable para tranquilizarme. Pero para mí
no acababan allí las sorpresas.
El examen en detalle de las partidas de
ingresos fue causa de no pocos asombros. Los
templarios gozaban de una bien merecida fama
de honestidad e insobornabilidad. De forma
que se habían convertido en la guardia
pretoriana de cuatro presidentes africanos. En
medio de funcionarios y militares corruptos,
aquellos presidentes sabían muy bien que esta
guardia de corps no les traicionaría. Eso sí,
existía un código de honor en nuestros
hombres, por el que si considerábamos que el
régimen de nuestro protegido se había vuelto
inicuo, podíamos exigir el cumplimiento de la
famosa cláusula 28. Aquella cláusula le
concedía a nuestro protegido el derecho de
conocer, con tres meses de antelación, la
decisión de que habíamos tomado la
determinación de rescindir nuestro contrato de
protección.
Hasta la fecha sólo nos habíamos
retirado de dos países. En honor a la verdad,
me alegra decir que los templarios se retiraron
con gran pena de nuestros protegidos, porque
la confianza ni se compra ni se vende, se tiene
o no se tiene. Por eso, en medio de esta
generación corrupta y depravada, la seguridad
que ofrecían cuatro o cinco compañías de
insobornables, ajenos a las intrigas de poder,
era un bien tan supremo que no había dinero
que lo pagara suficientemente. Aunque, de
hecho, pagaban; y mucho. Este apartado de
beneficios siempre era pingüe.
Estas compañías nunca entraban en
combate, no nos daban ningún problema y nos
otorgaban un gran prestigio. Prestigio para
nosotros y prestigio para el presidente
protegido. Pocas cosas ofrecían una sonrisa de
mayor orgullo a un Jefe de Estado que el
mostrar a sus impresionadas visitas aquellas
compañías de templarios. No dejaba de ser
curioso observar que la virtud de la fidelidad
era un valor que cotizaba al alza año tras año.
Ciertamente, las variadas fuentes de
financiación de la Orden suponían un flujo de
ganancias bastante continuo y saneado.
Todos estos asuntos acerca de la
financiación se llevaban con mucha discreción.
Nada en ellos había que nos hiciera
avergonzar. Pero la discreción no estaba de
más. Un informe (no muy detallado, sino
general) era enviado anualmente a la
Congregación de Religiosos en Roma. El
monto total de nuestros beneficios fue un tema
que siempre preocupó a los monseñores de la
citada congregación romana. La pujanza
económica de la Orden suponía una razón más
para que se hubieran tomado en las
constituciones tantas precauciones en el
nombramiento del Gran Maestre así como en
la determinación de las funciones de los tres
comendadores. Ninguna otra orden en la
Iglesia tenía observadores fijos dentro de ella,
participando siempre en su Gran Capítulo, sin
voto, pero observándolo todo.
Pero, honestamente, no había nada en
todo este asunto de las finanzas que nos hiciera
avergonzar. ¿En tiempos pasados no había sido
igualmente poderosa la orden benedictina y
después la cisterciense? Los cistercienses en
sus mejores tiempos llegaron a tener negocios
y barcos propiedad de la Orden. ¿Deberemos
recordar el poder de los jesuitas en el siglo XVI
y XVII con sus propias compañías
comerciales, con sus reducciones? No era
preciso ser un lince para percatarse de que la
orden templaria sufría ahora de los recelos y
vigilancias que había sufrido la orden jesuítica
en sus tiempos de mayor apogeo. De los
mismos recelos y de la misma animadversión.
Pues en la barca eclesiástica nada crea más
animadversión que el éxito. Son muchos los
monseñores que si las cosas van mal, te dan un
sermón sobre la paciencia. Pero si las cosas van
45
bien, ellos se encargan de repetir una y otra vez
que las cosas no pueden seguir así.
De todas maneras, para quedarnos con
la conciencia tranquila, el trigésimo quinto
capítulo general de la Orden decretó dedicar
cada año el 5% de los beneficios anuales a
obras de caridad. Desde ese año, sin
interrupción, el administrador general entrega
una parte de ese dinero a las Misioneras de la
Caridad. Otra parte de ese 5% lo gestionamos
nosotros mismos ayudando a personas
desfavorecidas en regiones donde nuestra
Orden trabaja.
Interesante función la de las casas
asociadas que también ejercieron la función
práctica de constituir un exilio para alejar de
nuestros monasterios a aquellos miembros
problemáticos. Allí también enviábamos a los
miembros que precisaran de vivir en un lugar
cercano a un hospital. Los mutilados y los muy
enfermos también solían acabar sus días en ese
tipo de casas. Por otro lado, los castillos que
habían quedado en lugares completamente
pacificados y que, por tanto, carecían ya del
sentido defensivo por el que se los erigió, se
convirtieron en destino para los miembros más
ancianos o para aquellos que en el desarrollo
de su vida espiritual sintiesen inclinación a una
vida más contemplativa.
Así que la Orden, como se ve,
examinada de cerca, desde dentro, era una
realidad mucho más compleja de lo que
pudieran pensar aquellos que conocieran de
ella un par de simplificaciones. La Orden
poseía entre sus destinos de lugares más
propicios para los orantes, de pisos en pleno
centro de las ciudades que parecían más que
nada empresas, de emplazamientos adecuados
para enfermos, etc, etc. Creía saberlo ya todo
sobre casas y destinos, cuando me enteré que
poseíamos también una prisión.
–No me explique nada –le dije al
secretario del coronel de intendencia de la Casa
Madre–, mañana quiero un informe detallado y
exhaustivo sobre esa prisión y los que están en
ella.
Hice aquello porque en un tema tan
delicado, que me escandalizó y me enfadó, no
quería una explicación superficial, sino un
informe extenso. La idea de que la Orden
tuviera prisioneros me parecía tan escandalosa
que lo que me dijeran sobre ella quería verlo
por escrito sobre mi mesa de un modo
detallado. Cuando lo pedí, estaba convencido
de que solicitaba tal informe para decidir acto
seguido la desaparición de tal cárcel. Pero al
día siguiente, después de leer el informe me
convencí de que la creación de tal prisión había
sido algo justo. En la prisión había sólo dos
miembros de la Orden y un civil que había
trabajado para nosotros. La primera vez que se
planteó la necesidad de encarcelar a alguien
supuso un episodio muy traumático para los
que tuvieron que tomar la decisión, pero
incluso yo, después de escuchar las razones,
admití que habían tomado una decisión
correcta.
El primer recluso había sido un
miembro profeso del que se empezó a
sospechar que pasaba información a un
determinado servicio de inteligencia. Aquel
pobre hombre de cuarenta años hizo aquello
por amor a sus padres y hermanos, en esos
momentos viviendo en una situación
paupérrima. La necesidad de ayudar a una
madre enferma le torturó noche tras noche en
la soledad de su celda hasta conducirle a la
decisión de vender información.
Los datos que transfirió no fueron muy
importantes, pero le fueron agradecidos por los
agentes secretos en forma de ayudas
monetarias nunca recibidas por él mismo, sino
desviadas hacia sus familiares. Aquel miembro
profeso que había dejado marchitar su
vocación a la vida religiosa, y que quizá
incluso había perdido la fe, fue pasando datos
46
a razón de una vez al mes. El nombre de este
primer Judas peruano fue Andrés Nelson
Uriarte.
Sin embargo, en un ambiente cerrado,
no es difícil pasar de la sospecha a la certeza.
Y una vez que se llega a la certeza ya sólo
queda poner unas cuantas trampas. Los pocos
casos de traidores de este tipo siempre acaban
cayendo de bruces en el agujero. Pillados in
fraganti siempre lo niegan todo, al principio.
Después acaban confesándolo sus fechorías sin
dejarse ni una. Es un frenesí, confesar para ser
perdonado. En una tercera fase, ya conscientes
de que el proceso seguirá su curso, se rebelan
y gritan, una y otra vez, que les dejen marchar,
que desean abandonar la Orden.
La segunda fase de la confesión se debe
a que equivocadamente piensan que les vamos
a dar una palmadita en la espalda y a recordar
que tienen que ser buenos. La fase de la
rebelión viene cuando pasan los días y ven que
no salen del confinamiento que van a ser
juzgados en un verdadero juicio, porque han
cometido un verdadero delito.
En este primer caso, el de Andrés
Nelson Uriarte, el primero que sufrió la
congregación, no se le podía dejar salir de su
encierro de ninguna manera, porque por su
trabajo había tenido acceso a datos muy
reservados acerca de la lucha del gobierno de
aquel país contra un grupo disidente armado.
¿Qué debíamos hacer con tal persona?
Si lo dejábamos marchar contaría todo, nos
constaba que todavía no había contado todo lo
que sabía. Este tipo de traidores dosifican muy
bien la información que poseen para que no se
les agote la fuente de beneficios. Además, no
se trataba sólo del mal que nos pudiera hacer
en adelante, era lo que ya había hecho.
Había cometido un delito que en
cualquier lugar del mundo se castiga con la
máxima severidad. Su información, incluso,
podía haber servido para llevar a la muerte a
varios miembros del servicio de seguridad de
aquel país en el que nos encontrábamos
prestando nuestro servicio. Aquel estado había
puesto su confianza en nosotros, había
compartido información muy reservada. El
escándalo que podía formarse en los medios de
comunicación sería apoteósico. Después de
deliberarlo mucho, el Gran Capítulo decidió
que se le concediera la oportunidad de
defenderse en un juicio a puerta cerrada y que
se le condenase a los mismos años de prisión a
los que se le hubiera condenado
razonablemente por un tribunal civil de ese
país si hubiera sido entregado a sus
autoridades.
El Gran Capítulo constituyó a tres
coroneles de nuestro servicio jurídico en
tribunal. El juicio militar tendría lugar en
Georgeland, en nuestra plataforma del Mar de
Tasmania, pues jurídicamente, según Derecho
Internacional, estaba considerado como
territorio soberano. Si lo hubiéramos encerrado
en alguna celda de otro castillo podríamos
haber sido acusados de secuestro.
Se le concedieron todas las garantías
procesales, pero las pruebas eran irrefutables.
La condena de aquel Judas y que ni en esa
situación dejaba de amenazarnos con el daño
que nos iba a hacer en cuanto saliera, quedó en
treinta y seis años. Mucho mejor que la pena
de muerte que le esperaba si le entregábamos a
las autoridades civiles del país traicionado. Y
me temo que, antes de morir, las autoridades
militares de ese régimen nada democrático le
hubieran hecho pagar su traición de formas
bastante desagradables. Nuestro tribunal situó
su confinamiento en la fortaleza de esa
plataforma. El honor de la Orden quedó a
salvo, nadie se enteró de nada.
Sigue prisionero en la zona de celdas.
Sale a pasear dos veces al día, esposado y
vigilado. Si mantiene una buena conducta, a la
pena de treinta y seis años se le podrán sustraer
47
seis o siete, tal como se determinó en la
condena. Después se le pagará un billete a su
país o a otro y continuará su vida como
cualquier preso que queda libre. Será un
anciano que tendrá que empezar de cero: como
cualquier otro preso en sus circunstancias. Él
sabía lo que hacía cuando decidió cometer tales
actos.
Los
actos
conllevan
una
responsabilidad, él la aceptó libremente.
Aceptó la posibilidad de la tortura y la
muerte de varios servidores de la Ley a cambio
de dinero. Al final, no ha podido disfrutar de
ese dinero y está perdiendo su existencia entre
rejas. La cuenta bancaria la abrió a distancia.
Y, a distancia, con su código secreto, tuvo que
transferir ese dinero inicuo a la Orden. Se
empleó entero para ayudar a enfermos. Cuando
salga, verdaderamente, tendrá que empezar de
cero.
sobre uno de nuestros tripulantes no constituye
una retención ilegal.
El segundo caso de juicio fue por un
homicidio. Un caso de monje que incubó un
odio oculto a nuestra congregación durante
años, que se acabó materializando en el
asesinato del subprior al ser llamado, una vez
más, al orden. El asesinato se produjo a la vista
de todos. De inmediato fue reducido por los
presentes y encerrado en una sala especial. En
los días siguientes se mantuvo en sus amenazas
de hundir a la congregación en cuanto saliera.
Finalmente, se optó por instruirle un juicio y
hacerle expiar su pena antes de dejarle
abandonar la Orden.
El tercer caso, un civil, fue sobre todo
un caso de sustracción de material. Podíamos
haberle entregado a las autoridades del país,
pero no queríamos vernos involucrados en un
juicio que por sus particularidades hubiera
atraído mucha atención mediática, pues dos
bombas de vacío probablemente habían
acabado en manos de terroristas. Aunque este
sujeto vivía fuera de una casa asociada, e
incluso estaba casado, se le embarcó en una
aeronave con la excusa de una misión rutinaria
y en vuelo se le comunicó la acusación.
Cuando se emitió sentencia, se le comunicaron
los hechos a su esposa y los años que iba a estar
preso en Georgeland.
Ha habido otros casos (técnicos
foráneos, visitantes de nuestros monasterios...)
cuyos actos delictivos los hemos puesto en
comunicación de las autoridades de cada país.
Pero en algunos pocos, esos tres, hemos
preferido encargarnos nosotros del asunto para
resolverlo todo de un modo interno, sin que
trascendiese. En algunos conflictos armados
hemos hecho prisioneros, pero siempre han
sido remitidos a los tribunales ordinarios de
cada país.
Una vez más comprobamos las
ventajas de habernos constituido como nación
independiente, aunque fuera en una extensión
tan pequeña, en aquellos mares lejanos. Fuera
del perímetro que delimitaba aquellos treinta
mil metros cuadrados, jurídicamente nosotros
no podíamos ni juzgar a nadie, ni menos
encarcelar a ciudadano alguno en ninguno de
los castillos que poseíamos en los distintos
países. Esta limitación jurisdiccional, en los
tres casos que hasta ahora hemos tenido, se ha
solucionado con un sencillo procedimiento. Se
sube al acusado a una de nuestras aeronaves
con la excusa de participar en alguna misión.
Una vez en el aire, fuera del espacio aéreo del
país, se le esposa y se le comunican los cargos
que hay contra él. Una aeronave, como un
barco, sobrevolando aguas internacionales
pertenece a la soberanía de su bandera de
matriculación. De manera que tal acto nuestro
48
Pesar
finales del XXI. África supone el eje donde
gravita el poder e influencia de los templarios.
Aunque, en los últimos decenios, el mar ha
sido el campo donde más nos
hemos
expandido, ofreciendo servicios de protección
a plataformas comerciales independientes.
(* ), siempre hay que pesar y
3
sopesar todo. La guerra en el frente de Chad, el
vernos involucrados en el conflicto, decisiones
como la de mantener a alguien confinado,
decisiones acerca de si proteger o no a un
presidente de una nación… miles de asuntos.
Duermo bien. Doy gracias a Dios de que mi
trabajo no me afecta personalmente, creo.
Quizá es la sensación que tengo de que si al
final toda esta congregación se hunde, muchos
en la Curia Romana respirarán aliviados. Se
espera que yo administre bien, pero si no es así
y todo este entramado naufraga nadie me lo va
a echar en cara. Alguien en un despacho
romano me dirá que no pasa nada, que no me
preocupe y que son cosas que pasan. Pero la
Orden sigue con una terca salud de hierro.
Nuestra guerra en Chad sigue su curso y, jamás
lo
hubiéramos
pensado,
avanzamos
posiciones.
Pero en medio de todo esto, de todas
estas turbulencias, me acuerdo mucho de los
acantilados de mi tierra, de aquellas costas
irlandesas cercanas a Kenmare, no lejanas a
Carrantuohill, abruptas, roqueñas, cubiertas de
musgo, aquellos paisajes de suaves colinas tan
queridos para mí. Nunca se me ocurrió
imaginar que pasaría buena parte de mi vida en
latitudes tropicales. Aquellos acantilados de
pueblo vienen con mayor frecuencia a mi
mente conforme los años pasan.
Qué lejos siento mi tierra natal. La
Orden es fundamentalmente africana. Sus
casas, su dominio está asentado en este
continente, sobre todo en su centro. Jamás se
les hubiera pasado por la cabeza a los antiguos
templarios medievales, que la Orden sería
esencialmente negra. Y si no es totalmente
negra, se debe a la gran colonización blanca de
Ayer me visitaron mis ancianos padres.
Dada su edad, será la última vez que les vea.
Están atendidos con todo cariño en la
hospedería. Pasarán conmigo, una semana.
Vinieron una sobrina mía (a la que apenas
había saludado un par de veces) y con mi
hermana Glenda y su joven pareja sentimental,
Jiang. Este chino educado en Australia, de
religión sólo sabía lo visto en las películas.
Aunque antes de venir aquí, se debió leer
apresuradamente varios libros sobre la Iglesia
Católica. Por lo cual, no debió sorprenderse de
que les diéramos habitaciones separadas a ella
y su pareja. Jiang estaba dotado de una
curiosidad insaciable y vivaz. Durante la cena,
me hizo muchas preguntas. La primera de
todas, por supuesto, fue preguntar mi opinión
acerca de por qué se había derrumbado la
primera orden templaria.
Después de un gran suspiro, le dije:
buena pregunta. Buena pregunta porque sobre
ese tema ya está escrito todo lo que se puede
escribir. Es una interesante pregunta, además,
porque la respuesta se puede enfocar desde
todos los ángulos posibles. Querido Jiang, le
expliqué al joven ingeniero, los pobres
caballeros de Cristo (como se llamaban los
primitivos templarios) llegaron a Francia con
ciento cincuenta mil florines de oro y diez
mulos cargados de plata. Habían perdido ya
todas sus plazas fuertes en Tierra Santa, pero
sobre todo habían perdido la ilusión. Se
afincaron fundamentalmente en la bella y
3
No penséis que he venido a traer paz a la tierra, no he
venido a traer, paz sino espada (Mt 10, 34).
49
placentera Francia, y abandonaron el propósito
para el que fue creada su milicia. La
decadencia espiritual de la primitiva orden de
los templarios avanzó como una enfermedad
año tras año. Finalmente la Orden fue barrida
de Europa.
En cierto modo, Cristo abandonó la
Orden a su suerte; pero ellos antes habían
abandonado a Cristo. Dios sabía que una
fuerza con tantas plazas fuertes, con tanto
capital, emparentada con todas las familias
nobles de Francia y constituidos en París como
custodios del tesoro real, lejos de convertirse
en un instrumento para la gloria de Él, se iba a
convertir en una fuente de conflictos
inacabable. Antes o después, en una
generación o en dos, hubiera habido alguna
guerra civil, por cuestiones dinásticas o por lo
que fuera, y los templarios hubieran tenido que
posicionarse.
Lo cierto, es que al final los templarios
hubieran sido una fuerza secular más en
Francia. Ellos mismos hubieran podido acabar
por ser causa de esos conflictos dentro del
complicado y dividido reino francés. Dios no
fundó a los Caballeros de Cristo para eso. Y si
en medio de esos conflictos intestinos entre
nobles de Francia hubieran tenido éxito, lo que
hubieran logrado hubiera sido constituirse
como un reino dentro del reino de Francia. Por
eso el Altísimo entregó la Orden a la codicia de
Felipe el Hermoso. Dejó que aquel inmenso
barco se hundiera. En su sabiduría, no hizo
nada por impedir que se hundiera, antes de que
incendiara el corazón de Europa. Castigó a la
orden primitiva con la misma pena con que
había castigado al antiguo Israel. La historia
volvía a repetirse. Por eso es tan importante el
que en nuestra orden se mantenga la disciplina
espiritual. Mientras mantengamos el favor
divino nada debemos temer.
Ésta fue, en esencia, mi respuesta a lo
largo de las distintas preguntas y comentarios
que hizo mientras comíamos el asado de ciervo
del segundo plato. Pero Jiang, educado,
discreto y sonriente conversador, me siguió
preguntando:
–Fray Alain, he oído hablar de los
beliorantes, ¿quiénes son?
–Vaya, vaya, veo que mi hermana te ha
provisto bien de libros sobre nosotros –ella
pícaramente sonrió a mis palabras. Deseaba
que él me causara buena impresión. Era
contraria a la institución matrimonial, pero
ante la posibilidad de una ceremonia oficiada
por el Gran Maestre de la Orden Templaria, se
lo estaba pensando–. Pues la belioratio es una
oración, más bien un ritual que se hace durante
cada batalla. Se trata de una costumbre que
proviene de los primeros tiempos de la
refundación de la Orden, y que ha quedado
ordenada en nuestras constituciones.
Cuando vamos a emprender una
batalla, el
capellán del monasterio
acompañado de un acólito y un lector,
cabalgan a una colina y se quedan orando por
la victoria. Allí, alejados de la confrontación,
bien protegidos, sin descabalgar estarán en
silencio pidiendo a Dios que venzamos, que
proteja a nuestros hombres, que envíe su
asistencia espiritual a los enemigos. Los tres
oran silenciosos mientras el capellán mantiene
en alto el varal que sostiene una cruz de acero.
Si no hay colinas, se quedan en un rincón del
interior de un bosque, o donde sea. Cada
soldado que lucha, sabe que en ese mismo
momento están orando por él.
–Debe ser una escena preciosa –
comentó la sobrina–, muy pictórica.
–Lo es. Podrían orar en la capilla del
monasterio, pero los símbolos son muy
importantes. Somos conscientes de que buena
parte de los que llaman a nuestra puerta,
diciendo que creen tener vocación a nuestro
50
modo de vida, lo hacen movidos por nuestra
estética, por nuestros rituales. Incluso la sobria
grandiosidad de la Fortaleza de san Miguel y la
belleza de unas cuantas más, no son realidades
ajenas al hecho de que muchos se sientan
atraídos a nuestros monasterios.
–Es cierto –comentó mi hermana–, no
te lo había dicho, Jiang. No me acordaba que
suelen cultivar el arte de la equitación.
–Sí, nos cuesta mantener las cuadras,
tampoco cada monasterio suele contar con más
de tres o cuatro caballos, pero vale la pena. Los
hombres se distraen con ese ejercicio. Supone
un esparcimiento y lo que te he dicho antes: los
símbolos.
–Vi un grabado en un libro que
representaba la belioratio de la batalla de
Gwandara –comentó mi padre.
–Sí, también hay un gran lienzo de
varios metros de largo que la representa con
todo lujo de detalles –le expliqué–. Fue una de
las grandes batallas de la Orden. Eran tantos
los hombres que fueron al campo de batalla
que la belioratio se hizo con abundancia de
lectores y acólitos bajo la presidencia de tres
capellanes. Aquellos jinetes, en aquel
amanecer tan ventoso, con sus capas negras,
sus cascos, contemplando la batalla en
silencio, en un alto, con los estandartes detrás,
formaban una formidable estampa wagneriana.
Todas estas cosas no sólo no suponen una
pérdida de fuerzas en actividades no
fructíferas, sino que por el contrario están
dotadas de una sutil utilidad, sutil pero real.
Los símbolos, los emblemas, las ceremonias,
constituyen
una
construcción
etérea,
impalpable. Pero Jiang, nunca menosprecies el
poder de los símbolos.
cena, caminaba junto a un anciano vestido con
un hábito monacal acompañado de su madre de
ochenta y seis años que ayudaba a su padre casi
nonagenario. Se debía sentir muy orgullosa de
mí, de tener un tío en un puesto de ese tipo.
Cuánto me hubiera gustado sentir las alegrías
familiares de ver crecer a mis sobrinos, de
visitar con asiduidad la casa de mis padres.
Pero encerré mi vida en estos
monasterios, entregué mi vida a la defensa del
indefenso. No me arrepiento. Al menos, de vez
en cuando, se deja caer algún tío mío
acompañado de sus hijos.
Son mis familiares los que me visitan,
yo cada vez salgo menos de las casas de la
congregación. El mundo me cansa. La paz, el
recogimiento que hallo aquí es un don de Dios
más que una renuncia. El mundo exterior cada
vez aparece más lejano para mí. Mi espíritu se
ha vuelto verdaderamente monástico. Una
clausura es como una burbuja. Aquí tengo mis
amigos, mis aficiones, mi vida metódica y
regular. Quizá todo esto es fruto de la vejez.
Los años han ido pasando y cada vez busco
más la serenidad. Los años hacen que cada vez
te vuelvas más sereno, más apacible, aunque
también los años hacen que no te tiemble la
mano a la hora de tomar crueles decisiones.
Pero, ciertamente, los años hacen que
sopesemos todo cada vez más.
La guerra siempre es una decisión
cruel. Hubo un tiempo, ya lejano, en que creí
en los aspectos estéticos de la guerra. La
confrontación bélica da lugar a escenas muy
pictóricas. Pero cada vez me confirmo más en
el carácter sucio y vulgar de ésta. La guerra es
muy pictórica, sobre todo en los cuadros. Mis
padres, en su visita, podían disfrutar del
aspecto más bello de todo esto.
Mi hermana de treinta y ocho años
escuchó atentísima mi respuesta. Aquella
pelirroja con las que tantas veces había jugado,
ahora era una apuesta mujer que, acabada la
Mi sobrina estaba excitadísima con
todo el tema de las batallas. En plan de broma,
casi estuvo a punto de pedirme que si en el
51
futuro había alguna, le avisara para ir como
espectadora. Dulce ingenuidad. Primero,
jamás invitaría a alguien a venir a presenciar el
espectáculo del ser humano matando al ser
humano. Segundo, la Orden ha tenido muy
pocas batallas a lo largo de su historia. Y
cuando digo pocas, quizá debería decir cuatro.
Y aun éstas de tamaño más limitado de lo que
los muchos cuadros que las representan dan a
entender a la imaginación. Si la Orden tuviera
muchas
batallas,
quebraríamos
financieramente. Luchamos en pequeños
enfrentamientos con guerrillas. Pero las
batallas son una ruina para nosotros. Sólo
quien tenga un Estado detrás puede permitirse
semejante desgaste económico. Pero los
cuadros repartidos por la casa, los murales, dan
a entender un pasado glorioso de choques entre
grandes ejércitos. Las pinturas no mienten,
suelen ser realistas. Pero el espectador suele ir
más allá de lo que muestra el lienzo. También
esas obras de arte cumplen su tarea: elevan el
orgullo, enfervorizan a los novicios, son una
medicina contra la cobardía. Pero para el que
conoce toda esa realidad bélica únicamente por
las pinturas y las películas, todo este mundo
estético resulta engañoso.
Mi sobrina sólo conoce de mí, la faceta
glamurosa. Debe pensar que nos dedicamos
solamente a rezar y a formar en los patios de
nuestras casas y poco más. No tiene ni idea; y
no pienso sacarla de su visión ideal. Bien es
cierto que tampoco yo conozco de ella casi
nada. Nuestro desconocimiento es recíproco, y
amable. Es una mujer encantadora, bella,
siempre llena de energía, aparentemente
siempre alegre. Tampoco tengo interés en
conocer de ella otras facetas. Les estrecho
entre mis brazos. La edad me hace pensar, con
razón, que será la última vez que vea a mi
padre.
Les despedí al pie de la aeronave que
les llevó al aeropuerto internacional. Se
marcharon contentos a su pacífica casa de la
costa irlandesa. Yo proseguí ese mismo día con
mis tareas administrativas.
Las visitas de mis familiares cada vez
escasean más. Los parientes más directos van
falleciendo, los más jóvenes son cada vez más
lejanos. La última visita fue hace dos años. La
recuerdo con una ligera nostalgia. Pero poco a
poco mi familia va siendo la Orden. Vuelvo a
la lectura que tengo delante, aquí, en mi celda.
Mis ojos azules, cansados, vuelven a leer el
libro que tengo sobre la mesa, sobre mi atril.
Cada día dedico una hora a la lectura reposada
y tranquila justo antes del almuerzo. La lectura
forma parte de mi trabajo, al fin y al cabo soy
un monje.
Sin la idea de la Redención, la Historia
se convierte en una arena en la que los
vencedores amontonan constantemente los
cuerpos de los vencidos. Sin el concepto de
Redención, la vida de los seres humanos no es
muy diferente de la de los excursionistas
sorprendidos por la niebla. ¿Cuál es el camino
por el que hemos venido? ¿Por dónde vamos
caminando ahora? Nadie tiene una brújula,
andamos a ciegas. El mal no se puede
combatir con el mal, pero tampoco con la
retórica del bien y la demagogia de los buenos
sentimientos. «¡Tenemos que amarlos!»,
«tenemos que querer la paz».
Medito estas líneas de Tamaro. Qué
gran verdad. La idea de la Redención... Sin una
visión del universo como orden, como
equilibrio, no tendría sentido la vida de los
templarios. Si en el cosmos no existe el orden
objetivo, nuestra empresa sería vana, no
lograríamos más que remiendos en medio del
caos. Si todo fuera relativo, no tendría sentido
sacrificar nuestra vida en pos de la instauración
de un orden que sólo sería una construcción
52
cultural. Los conceptos de orden-caos,
equilibrio-desequilibrio, bien-mal, no son
meros conceptos mentales, son realidades, en
ellos hallamos los fundamentos de nuestra
orden. Y en medio de todo... la Redención.
Una y otra vez se suscita, por parte de
los que nos rodean, la gran cuestión de si Dios
puede tener un ejército en la tierra que sea su
ejército: el ejército de Dios. Una y otra vez se
suscita la cuestión de si Jesús pobre, humilde y
desarmado puede ser el Rey de una milicia de
soldados de Cristo. Son pensamientos que
sobrevienen en mi mente, a pesar de que hace
ya mucho tiempo que la lucha de estos
conceptos alcanzó su paz y equilibrio dentro de
mi espíritu. Y lo aparentemente contradictorio
encontró su armonía en mis esquemas
mentales.
El Cordero Pascual es, al mismo
tiempo, el León de Judá. Por eso hago lo que
hago y estoy donde estoy. Por eso dirigí en
persona la campaña de Chad. Por eso me
duermo por la noche sin remordimientos, en
paz conmigo mismo. En medio de estos
pensamientos, oigo ya las campanas. Es la hora
del almuerzo. Recorro dos largas galerías de
piedra, camino del refectorio: arcos, capiteles
labrados representando profetas y sacerdotes
del Antiguo Testamento, un jardín cuadrado de
césped húmedo tras la arcada de piedra caliza.
Me duermo sin remordimientos y sin
tardar, y eso a pesar de que mi preocupación
está en Europa. Las campañas de descrédito,
las
instituciones
gubernamentales
interviniendo sectariamente, el odio que se
genera contra el cristianismo, las generaciones
que vamos a necesitar para atenuarlo,
corregirlo y arrancarlo, todo este panorama
europeo sí que me preocupa. Allí, las cosas se
están poniendo feas, cada vez más feas.
del
colocándose delante de sus asientos,
cuatrocientos monjes silenciosos, con sus
manos tras el escapulario negro. Después de la
bendición, el murmullo de casi medio centenar
de hombres sentándose. Los servidores del
comedor comenzaban la distribución de la
comida por las mesas. En la parte delantera de
aquella sala, en el centro me sentaba yo, a mis
lados mis dos senescales. A ambos lados de los
senescales, otros oficiales. El silencio fue
agradablemente interrumpido por la voz
pausada del monje lector. No hace falta decir,
que a lo largo del año recorremos varias veces
toda la Sagrada Escritura y que para nosotros
tienen especial significación todos los relatos
de batallas bíblicas, las historias del libro de
Reyes, del victorioso Josué, del profeta Samuel
aconsejando al rey Saul, de los dos libros de
Macabeos, dos libros de batallas. Por aquel
refectorio iban desfilando a lo largo del año las
batallas del Pueblo Elegido, las de los filisteos,
los asirios, las invasiones de los infieles, las
victorias dadas por la mano del Todopoderoso,
el abandono de Dios y la consiguiente derrota
por la infidelidad de sus siervos. Todos
aquellos textos estaban vivos para nosotros.
Sin embargo, hoy el monje lector recitaba un
texto del exilio de Israel. Su voz, leyendo el
libro de Daniel, resonaba bajo la alta bóveda de
medio cañón.
Y ésta es la escritura que ha trazado:
Mené, Mené, Tekel, Ufarsín. Y ésta es la
interpretación de tales palabras: Mené:
Dios ha contado los días de tu reinado y le
ha puesto fin. Tekel: has sido pesado en la
balanza y hallado falto de peso. Perés: tu
reino ha sido dividido y dado a los medos
y a los persas.
El gran maestre comía y escuchaba en
silencio las palabras del profeta Daniel al rey
Baltasar de Babilonia. Comía y meditaba.
Los templarios iban entrando en la sala
refectorio. En aquella sala, iban
53
54
E
n mi largo mandato he visto ser
elevados al solio pontificio a cinco
Papas: Urbano XXXIV, Juan Pablo
VIII, Pablo VII, Gregorio XXXVII y Lino II.
Mi relación con casi todos ha sido muy buena,
aunque correcta sería la palabra más adecuada
para definir esa relación. Soy un fiel hijo de la
Iglesia. Pero mi relación con el tercer pontífice
fue tormentosa, es más, progresivamente más
tormentosa. Sólo la intervención del buen
Dios, llevándoselo a su seno, disipó unas nubes
cargadas de aguas torrenciales. Yo me
encontraba en mi despacho el 3 de noviembre
de 2193, preparando mi sermón de Navidad
para la Región II. Cuando se me anunció que
acababa de llegar el legado de Su Santidad, lo
esperaba y me dirigí a recibirlo con ánimo
sereno. El cardenal Amantini era un hombre
alto, delgado, refinado, el típico diplomático
eclesiástico que ha pasado toda su vida en la
Curia. Mi sotana, mi capucha, de tela basta,
muy usada, contrastaba con la púrpura roja de
su solideo y su fajín. Mientras se llevaba la
mano al solideo de su cabeza, hacía viento, me
extendió la mano. Le extendí la mía, yo no era
su subordinado. Jerárquicamente ninguno
debía obediencia al otro, así que nos dimos la
mano y ninguno besó el anillo de nadie. Fue
por mi parte un recibimiento franco, pero ya
allí, en el mismo recibimiento bajo el inmenso
portón del gran muro de entrada de la Casa
Madre, fue donde noté en su mirada dureza y
en su sonrisa un algo de forzado, de obligación.
Era evidente que Su Santidad no enviaba a un
legado hasta allí para desearme los buenos días
o interesarse por cómo iban mis digestiones.
Aquella misma mañana, después que se
hubo refrescado, descansado e instalado en sus
aposentos, tuvimos la primera conversación
sentados uno frente al otro, con una desnuda
mesa de roble en medio, donde el legado
colocó ciertos papeles que sacó de su maletín.
El legado venía con una delicada misión
encomendada. Nada más escuchar lo de que le
traía una delicada labor, apreté con mis puños
las dos bolas en que acababan mis
reposabrazos. El cardenal Amantini fue directo
al grano sin perderse por las ramas.
–Fray Alain –me dijo–, el Santo Padre
desearía ver cumplidas las expectativas que
tiene en la Orden y en su reverencia, y que ya
le ha manifestado por varios conductos...
varias veces.
Mi cara debió evidenciar tensión y
malestar nada más ver confirmadas mis
sospechas acerca de lo que le había traído aquí.
–El Santo Padre no ve con buenos ojos
–continuó el legado– la intervención de la
Orden en Chad. Su Santidad lleva
comunicándole su parecer desde hace varias
semanas, pero... reverendísimo padre... en
fin, dígame, ¿por qué no acaba de haber... un,
digamos, entendimiento entre ambos?
Me quedé en silencio, mirándole a la
cara, una cara cardenalicia que se mostraba
incómoda y que ya, del todo, había perdido la
sonrisa. Aquella misión no le era una carga
cómoda de llevar. Mi mirada era férrea, como
las palabras con las que le iba a contestar.
–Mire, eminencia, le he hecho llegar
muchas veces a Su Santidad mi respuesta.
Muchas veces. Y siempre he tenido la
gentileza de hacerle llegar mi contestación de
un modo oral, para que no constara en ninguna
parte que había recibido presiones en el sentido
de que él quiere que abandonemos el frente de
Nang-Ton.
–Pero...
–¡No, escúcheme! Desde el punto de
vista de la moral y la justicia, no hay ninguna
duda de que debemos ayudar al bando de
Nigeria. Voy a hablarle con total franqueza, es
más que evidente que él no puede sustraerse al
hecho de haber nacido en una de las partes en
conflicto. Pero por más que le pese, su país fue
el agresor y el país que defendemos fue el
55
agredido. Ésa y otras muchas razones, razones
que le he hecho llegar repetidas veces,
justifican nuestra presencia. Además, nosotros
nos hemos comprometido con el gobierno
nigeriano. Ahora no podemos dejarles en la
estacada. Seguiremos apoyando con nuestros
hombres a los que han sido atacados. Si él
quiere que abandonemos a su suerte a los
nigerianos que nos lo ordene.
–Un buen hijo no necesita órdenes
expresas para obedecer. Su manera de pensar
está muy clara y usted debería simplemente
actuar en consecuencia. No hubiera tenido que
ser necesario, ni siquiera, el que me hayan
tenido que mandar hasta aquí.
–Conozco muy bien lo que él piensa.
Pero yo pienso de forma justamente contraria.
–¿Desobedecerá una orden expresa de
Su Santidad?
–¡Por supuesto que no! Pero él sabe
muy bien que una orden de ese tipo sería
escandalosa hasta para la misma Curia
Romana. Si él quiere ordenar algo, sólo tiene
que hacerlo. Nosotros no le vamos a
desobedecer. Pero sólo le pido que no me
envíe, de modo oculto, consignas acerca de lo
que ni él mismo se atreve a ordenar a la luz del
día. Si nos retiramos, les diré claramente a mis
hombres que lo hacemos por pura obediencia a
un mandato pontificio. Y si me ordena no
decirlo, no será necesario, todos adivinarán la
verdad.
El legado me miró mientras su mano
hacía girar ligeramente en el dedo, su grueso
anillo dorado. Ya había previsto una respuesta
de este tipo. Ya habían intentado con
amabilidad que yo cambiara de opinión. Ahora
sólo les quedaba intentar las cosas por las
malas. El legado había recibido instrucciones
de ser duro conmigo. Así que continuó:
–Fray Alain, si van a recibir ese
mandato pontificio, ¿por qué no adelantarse a
él y ahorrarse problemas? Todos nos
ahorraríamos problemas, ambas partes. Todo
son ventajas si hace las cosas como se espera
que las haga.
–Debo hacer las cosas como Cristo
espera que las haga.
–¿No ha pensado que el cargo le ha
podido volver muy soberbio, fray Alain? El
Santo Padre siempre creyó que esta milicia era
algo con lo que podía contar. Usted sabe muy
bien que antes de llegar al Solio Pontificio,
siempre les fue favorable, fue su gran defensor
en la Curia. Por eso ahora todo este
desagradable asunto le ha dolido de un modo
tan íntimo. ¿Tan difícil le resulta entender que
él no pueda quedarse de brazos cruzados
mientras una orden militar está ayudando a los
nigerianos a invadir su propio país? Y encima,
para acabar de rematar las cosas, usted no se
aviene a entender que él, como persona de esa
tierra, conoce mejor que nadie la situación. Y
que si él dice que Nigeria no tiene razón, pues
punto final. Recuerde que le envió una larga
carta explicándole detalladamente las causas
de este conflicto y dándole la versión
verdadera del Caso Agha. ¡Es usted el que está
sacando las cosas de quicio! La postura de él,
francamente, me parece razonable.
–Mire, nos ha costado mucho tener
amigos en la Curia, si hemos decidido hacer lo
que hemos hecho, es porque estamos seguros,
¿entiende? El Gran Capítulo decidió la
intervención por unanimidad. Todos los
templarios, tras ser atacados, sabían que no nos
habían dejado otra posibilidad. Por mucho que
se esfuerce en enviarme una carta sobre este
conflicto u otro informe más sobre el Caso
Agha, mi opinión es la opuesta. Y al fin y al
cabo… ¿quién invadió a quien? ¿Eh? Porque,
al final, siempre son los soldados de un bando
los que atraviesan la frontera del otro. Por mal
que se lleven dos países, siempre es uno el que
ataca. A pesar de la invasión de las fronteras,
nosotros no nos involucramos en el conflicto.
56
Pero cuando atacó todos nuestros monasterios
en su país, ya no nos dejó otra posibilidad.
¿Qué razón podíamos dar al país que nos
acogía, y que era atacado, para seguir
manteniéndonos al margen?
–Mire, podemos estar hablando hasta el
anochecer, pero al final esto es una cuestión de
obediencia. El Santo Padre no necesita, ni
siquiera, enviarle una carta con la orden puesta
por escrito y sellada. Basta con que me otorgue
la potestad de legado con plenos poderes para
que en este viaje yo pueda disponer con total
libertad. Se está empeñando en algo que no
tiene ningún sentido. Además, me es triste
recordarle que usted ha enviado, en años
pasados, dos cartas pidiendo la dimisión. ¿No
se le ha pasado por la imaginación que en mi
maletín puedo tener la carta del Santo Padre
con la aceptación de su renuncia?
–Mire, si quiere darnos una orden,
directamente o a través de alguien, que nos la
dé. Yo no necesito escudarme detrás de nadie,
para decir con toda claridad lo que pienso. Pero
si él ordena algo, no importa el modo en que lo
haga, todos sabrán lo que ha pasado, tanto en
la Orden como en Roma.
–Puede limitarse a aceptar su dimisión.
–Quizá él hubiera deseado aceptar mi
dimisión hace cuatro meses. Pero entonces no
lo hizo. Y sabe que si la acepta justamente
ahora, todo el mundo va a sacar las
conclusiones lógicas.
–¿Pero en qué quedamos? ¿Quiere
usted dimitir sí o no?
–¡Ahora menos que nunca!
–¡Es usted un soberbio, señor mío!
–Nunca me ha importado aparecer
como un miserable, sólo me importa hacer lo
que pienso que, en conciencia, debo hacer.
–Vamos a ver…
–Perdone –le interrumpí–, antes de
nada quiero preguntarle si se le ha investido de
esa potestad de la que me hablaba antes.
¿Viene aquí como legado con plenos poderes?
El cardenal se llevó la mano a la
barbilla, se la acarició. Pensó la respuesta.
–Tal vez sí –fue la contestación
acompañada de una mirada desafiante. El
rostro del cardenal sí que mostró auténtica y
verdadera soberbia al decir eso.
–Mire eso no me vale, ¿sí o no?
–Tal vez sí –dijo remarcando cada
sílaba.
–Muy bien. Pero mientras usted no me
muestre un documento que pruebe lo contrario,
yo sólo respondo ante el Sumo Pontífice.
–Por supuesto, por supuesto. Sólo trato
de hacerle ver, que toda su jactancia puede
verse por los suelos con un simple papel que se
halle en el maletín que tengo junto a mis pies.
Bien sea una bula otorgándome poderes, bien
una carta aceptando su dimisión, bien una
orden directa.
–De nuevo le agradezco que me
recuerde mi, vamos a llamarla, debilidad.
También me imagino la posibilidad de que se
le hayan concedido esos plenos poderes, pero
que también quizá le hayan dicho, que no
muestre esa potestad salvo que lo vea
conveniente. Muy posiblemente hayan dejado
a su discreción el cómo llevar esta negociación
y cómo usar sus armas. Así que concluyamos:
¿me va a a transmitir una orden pontificia? ¿Sí
o no?
–Mire, no es una orden, pero... es la
manifestación de un deseo. Mi misión aquí es
manifestar un anhelo muy profundo del
Pontífice.
–Entonces transmítale a Su Santidad
que sus deseos serán examinados con el mayor
de los intereses y que si el resultado es positivo,
se lo comunicaré de inmediato.
Un silencio pesado, inaguantable, se
impuso sobre la mesa en la que estaban
sentados los dos clérigos. El reloj de
57
sobremesa de aquella salita tocó solemne la
hora con unas inacabables campanadas. El
cardenal estuvo pensando en poner, en ese
momento, punto final a la conversación. Quizá
convenía levantar esa sesión y proponerle otro
encuentro a media tarde, con los ánimos más
calmados. Finalmente, el cardenal optó por
intentarlo un poco más y añadió:
–Su Santidad y yo no deseamos más
que servir a Nuestro Señor. ¿Pero me puede
decir su reverencia qué tiene que ver el servicio
a Nuestro Señor con la campaña del Chad?
–Pues si no tiene nada que ver a qué se
debe tanto interés de Su Santidad en lo
concerniente al frente de Nog-Akhar?
–Digamos... que se trata de... un deseo.
–¡Jamás, jamás, ni una sola vez
nuestros guerreros han arriesgado sus vidas por
satisfacer deseos personales! No se arriesgan a
perder una pierna, un brazo, a quedar ciegos,
por obedecer a antojos de los superiores. El
deber de defender al desvalido que es atacado
es para nosotros un deber sagrado. Tampoco
ahora abandonaremos a los que tienen la razón
de su parte, por meros deseos tan vergonzantes
que él no se atreve a ponerlos por escrito en
forma de una simple y sencilla orden.
El cardenal reposó su cabeza en el alto
respaldo de terciopelo. Era un gesto de
cansancio.
Estaba
acostumbrado
a
conversaciones más diplomáticas. Este tipo de
tozudez, unida a aquella franqueza frailona, le
dejaban nulo espacio para la negociación, que
era su campo.
–Muy bien, no me deja otra elección –
me dijo a mí, que en mi silla me hallaba muy
erguido y derecho–, debo comunicarle que soy
un legado con poderes especiales.
El purpurado sin alterarse lo más
mínimo abrió el maletín, sacó un estuche
cilíndrico, lo abrió y extrajo de él el grueso y
blanco papel de una bula. El papel con su gran
inicial, con su cordón del que colgaba el Sello
de Plomo del Pescador quedó sobre la mesa,
desplegado ante los ojos del gran maestre que
lo miró sin inmutarse y que ni siquiera levantó
sus manos de su regazo para ponerlas sobre la
mesa y tomar el papel que se ponía delante. El
cardenal tenía una mente negociadora,
detestaba sacar la maza, su estilo no era utilizar
la fuerza. Pero el gesto de cansancio al reposar
la cabeza en el respaldo dejaba bien claro que
ya no esperaba ningún pacto con él.
–Puede quedársela –añadió el legado–,
traigo otra para el gran capítulo... si hiciera
falta. Esta bula me confiere poderes especiales.
Así que parlamentemos –y añadió con aire
chulesco–... pero en otro tono.
Yo seguí inmóvil, había acusado el
golpe. Después, sin prisa, le dije:
–Cuando se tienen estos poderes
especiales, no hay nada que parlamentar. Se
parlamenta cuando hay alguien a quien
convencer para hacer algo. Con esta bula, usted
no tiene que convencerme de nada, no tiene
más que actuar. Si quiere, incluso, disuelva la
Orden. Pero si quiere convencerme de algo, es
que no tiene todo el poder en sus manos.
Parlamentar sería admitir su propia debilidad,
sería una contradicción, la prueba de que diga
lo que diga este papel, no sostiene con su
derecha una omnímoda autoridad.
–La bula es clara, no necesito
parlamentar –dijo el cardenal con lentitud, de
un modo tajante–. Puedo hacer cambios en las
personas, en las constituciones, e incluso
suspender el Gran Capítulo al completo.
Fue entonces cuando le miré como lo
que soy: un general. Y como buen general me
dispuse a mostrar sus fuerzas. El purpurado
había hecho gala de sus fuerzas, ahora me
tocaba a mí:
–Usted tiene la bula. Sí. Pero no quiere
utilizarla. Quiere llegar a un acuerdo para no
tener que utilizarla. Yo no tengo nada. Sólo
tengo el apoyo de varios pesos pesados del
58
Colegio Cardenalicio, con su eminencia
Antonio Bennetto a la cabeza, el apoyo de
parte de la Curia, el apoyo de cinco presidentes
de cinco pequeños países y el prestigio que nos
hemos creado allí donde hemos estado. Usted
ha venido dudando si utilizar el poder de la
bula. Yo no dudaré en llamar a Roma, a todos
mis conocidos, a todas nuestras influencias,
para que a su vez llamen al secretario del Papa
o al Papa directamente, y si no les atiende que
pidan la convocatoria de un consistorio
cardenalicio. Después de una movilización
curial de este tipo, estoy seguro de que el Papa
al cabo de pocos días seguro que comentaría a
sus colaboradores: Todo ha sido un
malentendido, un gran malentendido. Tenemos
plena confianza en nuestra benemérita orden
templaria y sus superiores.
–¿Luego, me está advirtiendo que
puede no someterse a los poderes que me
confiere esta bula?
–No ha entendido nada. No sólo no le
desafío, sino que le aseguro que le obedeceré.
¡Escrupulosamente! Pero también le aseguro
que mi obediencia total será un clamor que va
a resonar tan fuerte en la Curia Romana y en el
episcopado mundial que no creo que usted se
atreva a pasear entre ellos con la cabeza alta en
mucho tiempo.
–¿¡Está amenazando al Santo Padre!?
–Sí, también a él le amenazo con la
ignominia de su propia acción.
–Por última vez, ¿obedecerá o no
obedecerá?
–Está tan nervioso que no presta
atención a mis palabras, ¿va a necesitar que le
diga por séptima vez que sí?
–¿Obedecerán sus monjes?
–Sin duda.
–Muy bien, no necesito saber más.
El legado se levantó, se despidió
ariscamente y se retiró. Durante los dos días
siguientes se pasó todo el tiempo
parlamentando uno a uno con todos los
miembros del Gran Capítulo. Nunca llegó a
convocar el Capítulo. En las conversaciones
privadas, nadie le apoyó. Ni siquiera los tres
comendadores le apoyaron, a pesar de ser los
observadores nombrados por el Vaticano
dentro de la congregación. Cada uno de los
perplejos comendadores le preguntó al legado
si sabía el Papa lo que estaba haciendo. Lo cual
le enfadó sobremanera.
Los comendadores creían que todo era
iniciativa del legado. Cada uno de ellos le
advirtió con toda confianza, ellos tres con más
confianza que nadie, que aquello era una
locura y una injusticia para con los agredidos.
Y que las consecuencias, incluso civiles, serían
desastrosas. Pues era impensable que varias
cancillerías africanas asistieran a un
espectáculo tan bochornoso sin tomar ninguna
medida. Al oír la palabra bochornoso, el
cardenal-legado dio un puñetazo contra la
mesa. ¡Aquí, reverencia, no hay nada
bochornoso, salvo la impúdica acumulación
de poder en esta orden!
Una semana después, el legado
abandonó la Casa Madre. Yo, rodeado de cinco
maestres y delante de una compañía en
formación presentando armas, despedí con
cara seria al cardenal que me estrechó la mano
con la misma sonrisa diplomática con la que
había llegado. Cuando la aeronave despegó,
me volví y miré a mis maestres, una leve
sonrisa se dibujó en mi serio rostro. Todos
esperaban un comentario, una palabra. Me
metí hacia dentro, hacia la fortaleza.
El discreto y diplomático legado se
marchaba sin haber hecho uso de sus poderes.
No había sido necesario doblegar a nadie.
Todos los superiores se sometían a la bula,
pero nadie compartía aquel deseo pontificio,
todos habían hablado abiertamente. El legado
después de darle muchas vueltas al asunto, se
59
dio cuenta de que había hecho todo lo que
humanamente había podido: no se podía luchar
contra un monolito. Ahora debía volver a
Roma y convencer al Papa de que sus deseos
papales debían cambiarse.
administración, sino las plegarias que se
elevaban desde ellos cada día. Siempre
habíamos recordado a nuestros hombres, que el
día que el incienso de la oración dejara de subir
a los Cielos desde nuestras casas, los castillos
templarios se desmoronarían. Siempre les
habíamos dicho que los muros de nuestros
baluartes podían ser gruesos, pero que el
corazón de cada una de nuestras casas era su
iglesia. En muchas de ellas, el templo estaba
situado en el centro. Así que pusimos a todos
nuestros monjes a rezar. La intención era
grave, pero secreta. Nunca supieron que
estaban rezando por supervivencia del Temple.
Lejos de mí afirmar que lo que ocurrió
después, se debió a que el Señor escuchó
nuestras oraciones. Lo cierto es que el Papa fue
llevado a mejor vida tres semanas después, por
una apoplejía. No dudo en afirmar que el Señor
oyó nuestras oraciones: es decir, preservó la
Orden. Lo que pongo en duda es que el
fallecimiento de aquel noble varón eminente,
fuera la respuesta a nuestras oraciones. Aunque
tratándose de Dios nunca se sabe.
E
l legado, durante las conversaciones en
la Casa Madre que duraron varios días,
me amenazó con su voz baja y sibilina
con una amenaza no muy canónica: la ira
papal. ¿Estaba yo dispuesto, estaba el Capítulo
dispuesto, a afrontar la posibilidad de la
disolución de la Orden? Esa pregunta en unas
circunstancias en las que poderosas fuerzas
romanas se movían en contra de nuestra
congregación, en que grandes cabezas
teológicas habían pedido la extinción de
nuestro modo de vida, constituía no una
pregunta, sino una amenaza real y temible.
Aquella negativa de la cúpula de la
congregación podía ser la gota que colmara el
vaso. Nunca una negativa a hacer lo que
considerábamos que era deshonesto, le iba a
costar tanto a la Orden como esta vez. La
Orden que tantas batallas había ganado,
finalmente parecía que no iba a sobrevivir a la
batalla de la supervivencia en Roma. ¿Con qué
ejércitos, con qué castillos, contábamos en la
Curia? Quizá nuestras huestes habían
descuidado ese flanco. Tuvimos la tentación de
pensar que tuviera razón el desagradable
maestre Kamanda que, hace quince años, nos
insistió en la necesidad de emplear recursos y
esfuerzos, en hacernos más presentes en los
pasillos vaticanos.
Pero contábamos con un arma tan
fuerte como la amenaza que habíamos
recibido. Nosotros contamos con la que
consideramos la mejor de nuestras armas, le
había dicho durante aquellos días al legado: la
oración. La fuerza secreta que mantenía en pie
nuestros castillos-monasterio, no era una
buena estrategia bélica, ni una buena
I gran maestre
9 maestres-3 comendadores-2 vicarios generales
60 condestables
204 priores
331 subpriores – 458 confesores
50.000 templarios
30.000 auxiliares
C
onforme pasan más años, más viene a
mi memoria la nostálgica imagen de
los acantilados de mi Irlanda natal, de
la bella costa suroccidental de verdes praderas
junto a un mar norteño y frío. En esta tierra
tropical, mi bella Eire regresa a mis recuerdos
como una tierra de hadas. Cuanto uno se hace
más viejo, más asiduo se hace uno al
60
entrañable territorio de los recuerdos. Por eso
las memorias son siempre tan personales, tan
poco objetivas, afortunadamente. Reconozco
que mis recuerdos de los años como Gran
Maestre vienen a mi memoria como el repaso
de un inventario, el inventario de las
posesiones de la Orden. En cierto modo, ésa
fue mi tarea: ir conociendo ese inventario, y
una vez conocidas las posesiones encargarme
de mantenerlas, tratar de que no sufrieran
merma.
Ninguna posesión más bella que la del
monasterio central del Temple. El esplendor de
la arquitectura de la Casa Madre salta a la vista.
Se trata de un atractivo sobrio que refleja muy
bien la austeridad y disciplina de la Orden.
Todos sus muros, torreones y defensas son de
duro hormigón gris. Lo cual hace que el
castillo entero visto de lejos, o visto de cerca,
muestre una apariencia pétrea sumamente
agradable a la vista.
La Casa Madre es un castillo que se ha
ido ampliando con el paso de las generaciones
y el florecimiento de nuestra congregación.
Presenta un aspecto estrictamente geométrico,
aunque al mismo tiempo con la dulcificación
de los irregulares añadidos arquitectónicos que
la vida impone. Frente a la original figura
geométrica perfecta, la vida va añadiendo la
edificación de unos nuevos almacenes, de otra
ala de dormitorios. Y así, poco a poco, la idea
primitiva va presentando un encantador
aspecto progresivamente irregular.
Aun así, la vigorosa idea original que
fue trazada sobre el papel en un estudio de
arquitectos, persiste en toda su grandeza: su
perímetro cuadrado consta de una triple
muralla concéntrica. Cada muralla, cuanto más
interna, más alta. La tercera y última sobresale
altiva sobre las dos primeras. Cada muralla es,
en realidad, una edificación en cuyo interior se
sitúan distintas dependencias, son murallasedificio. Lo que más admira de la Casa Madre
o Castillo de san Miguel es la belleza de sus
torres erigidas a distancias regulares a lo largo
de las murallas. Unas torres son bajas y
pesadas, otras esbeltas, erguidas, coronadas
con los pendones azules de la Orden. En las
alturas del baluarte ondean centenares de
pendones azules con el león rampante dorado.
Y por encima de todos los torreones, muros y
pendones, se eleva imponente la Gran Torre.
En realidad es como un rascacielos de
hormigón, sólido y bien fortificado. Tan
inmensa es esta atalaya que en su plana azotea
pueden formar cientos de hombres mientras
realizan la instrucción. Esta esplendorosa
torre-rascacielos simboliza la robustez, la
firmeza, de nuestra Orden. La Torre de David,
así la llamamos. Es nuestro orgullo que se
eleva en medio de nuestro Nuevo Sión en que
se ha convertido este emplazamiento africano.
Nuestra Casa Madre, como ya dije, está
situada en la isla de Madagascar. Ya teníamos
en esa nación un par de castillos en 2150,
cuando vimos la necesidad de centralizar una
serie de funciones. Compramos en aquellas
baratas tierras una gran extensión de terreno
despoblado. Una vez que aquello fue de
nuestra propiedad, iniciamos la construcción
del Castillo de san Miguel. Habíamos elegido
a propósito una nación pobre. Había que ser
realistas, una nación sin recursos, como lo era
aquella, nos daría la posibilidad en el futuro de
ejercer presión sobre su gobierno si fuera
preciso. Cualquier Estado, con el pasar de los
años, por muy bien que nos hubiera recibido al
principio, podía cambiar de gobernantes o
simplemente cambiar de idea. Y de darnos
todas las facilidades para establecernos, podía
pasar a ponernos todo tipo de dificultades.
Por eso había que elegir un país que nos
recibiera bien como huéspedes, pero que no
sospechara que con el tiempo el huésped podía
ser inmenso. Por otro lado, tampoco nos
interesaba crearnos la fama internacional de
61
ser unos huéspedes cuya entrada en cualquier
país era fácil, pero su salida era difícil. Así que
cuando nuestro ejército acantonado en
Madagascar fue lo suficientemente grande
como para preocupar al gobierno, el cuarto
Gran Maestre firmó con el presidente del país
un acuerdo que rigiera las relaciones entre el
Estado y la Orden.
Aquel documento se resumía en que
nosotros nos comprometimos a no influir lo
más mínimo en la política interna de
Madagascar, y ellos se comprometían a no
interferir para nada en la Orden. Nuestros
miles de hombres acantonados no salían casi
nunca fuera de los límites de nuestras
posesiones en la isla, posesiones que
afortunadamente eran muy extensas. También
nos comprometimos a que en el escenario
político de aquella nación no habría ningún
grupo de presión que tuviese nuestro respaldo.
Es más, aunque no apareciera en la letra
del acuerdo, nos comprometimos a no hacer
proselitismo. Es el único lugar del mundo
donde nos hemos comprometido a no hacerlo.
Se trata de un compromiso verbal, no quedaría
bien que una congregación religiosa se obligue
por escrito a no hacer apostolado en un país
concreto. A cambio de autoimponernos una
serie de restricciones, gozamos de ciertos
beneficios. Nuestras posesiones y personas en
la isla están exentas de impuestos. Si bien
nosotros, en signo de buena voluntad, pagamos
una tasa voluntaria cada año a las arcas de su
Hacienda. Tasa que calculamos de acuerdo al
número de personas de nuestra Orden que
habitan en la isla.
El monasterio de Cluny en el reino de
Francia llegó a tener más prerrogativas que
nosotros. Pero no quisimos pedir más. Pedir
más allá de lo razonable, supone tener que
desandar el camino en algún momento.
Cuando firmamos el acuerdo, nos parecía
4
mucho lo que habíamos conseguido. Lejos
estábamos de imaginar que cuarenta años
después, el florecimiento económico de la
Orden sería tal, que edificaríamos nuestra
propia plataforma marítima para poseer un
territorio completamente soberano. El Castillo
de san Jorge, en Georgeland, sigue siendo
ampliado año tras año. Algún día puede que
llegue a ser más grande que el Castillo de san
Miguel. Muchos piensan que ese castillo se
acabará convirtiendo en la Casa Madre. Pero
de momento estamos bien como estamos. El
statu quo que hemos alcanzado laboriosamente
en Madagascar, no nos anima a hacer más
mudanzas. Y menos, después de haber
construido la más bella de nuestras iglesias en
el centro de la Casa Madre. Una iglesia que es
como una catedral. En cierto modo el castillo
parece una fortaleza que abraza una catedral.
Todas las murallas y torres parecen como el
engarce de nuestro templo dedicado al
Inmaculado Corazón de María, la turris
davidica, ebúrnea, intacta et inviolata4.
Voy camino del Ala Este del Castillo,
entraré un instante en la Iglesia; me cae de
paso. Necesito orar un instante. Las cartas que
llevo en la mano son alarmantes, aunque para
nada afecten a mi congregación. Desde
nunciatura, desde Secretaría de Estado, desde
todas las instancias de la Santa Sede, se nos
suplica que de ningún modo demos motivo de
queja a la República Europea. Ya que el
gobierno de la república está buscando
motivos de enfrentamiento con el Vaticano. La
Santa Sede no tiene nada que temer de
nosotros. Deliberadamente hemos evitado que
nuestro pequeño campo de influencia entre en
colisión con los intereses de ese gigante. Casi
podríamos decir que no existe ni contacto entre
nosotros y esa gran república que cada día era
menos cristiana y que ahora paulatinamente se
Torre de David, de marfil, intacta e inviolada.
62
vuelve más anticristiana. Estas cartas que llevo
en la mano me apenan muchísimo, Roma está
muy nerviosa. Se nota que se están preparando
para lo peor.
convenios de protección con algún otro estado
marítimo que tuviera ejército y que estuviese
dispuesto a ofrecer esa protección. La
proliferación de estos estados fue un verdadero
chorro de ingresos para la Orden. De hecho la
Orden no pudo dar abasto a todas las
peticiones. De forma que se dedicó a financiar
y organizar nuevas empresas de seguridad
asociadas a la Orden que supusieron una
segunda y nada despreciable fuente de ingresos
adicional. Así sus miembros profesos eran
enviados a los destinos donde había que
proteger a los verdaderamente desvalidos e
indefensos que no podían pagar nada. Ya he
dicho antes que si la Orden podía enviar a sus
monjes a proteger a los menesterosos, era
porque poseía muchas de estas empresas
privadas.
El Castillo de san Jorge estaba situado
a veinte kilómetros del gran conglomerado de
plataformas que formaban el mayor conjunto
de Estados independientes de todos aquellos
mares cercanos al archipiélago de Cook. La
protección militar de esa confederación que
sumaba una población de doscientos mil
habitantes estaba bajo la protección de ese
castillo.
–Si desea aproximarse a alguna de esas
plataformas será recibido con honores de jefe
de Estado –me comentó el condestable del
castillo.
–Nada más lejos de mis deseos. No me
pienso mover de esta plataforma.
Cansado como estaba del viaje, lo
último que me apetecía era oír hablar de más
recepciones oficiales. Pasar lo más
desapercibido posible, dedicar el mayor
tiempo que pudiera a leer en mi celda, era mi
mayor anhelo.. Los honores humanos... no
nos hemos hecho religiosos para anhelar esas
pompas. Mi afán y el de todos mis
predecesores, por pasar desapercibidos, esa
separación del mundo, hacía de la persona del
C
uando hice mi primera visita al
Castillo de san Jorge situado en la
región de aguas que van desde
Australia a Nueva Zelanda, ya me admiré de él
nada más verlo en la ventanilla de mi aeronave.
Era más grande de lo que me imaginaba. La
plataforma cuadrada estaba situada a quince
metros por encima del nivel del mar,
descansando sobre pilares como los de las
plataformas petrolíferas. A esa altura no había
que temer las olas de ninguna tempestad.
Curiosamente, éste debe ser el único castillo de
nuestra orden, cuyas murallas circulares
forman cuatro anillos concéntricos alrededor
de la iglesia central que es su centro perfecto.
El castillo de planta circular deja libres de
edificaciones los cuatro vértices de la
plataforma, unas esquinas completamente
cubiertas por el verdor de la vegetación
tropical, lo que le confiere, visto desde el aire,
un aspecto de verdadera isla.
Cuando mi nave aterrizó, tres
compañías aguardaban alineadas para rendir
honores. Mientras penetraba hacia el interior
del baluarte, el maestre de la región VI me
explicó que el futuro económico de la
congregación se hallaba en los estados
marítimos.
Eran muchos los pequeños estados que
se habían levantado en aguas internacionales.
Minúsculos pero con gran vitalidad económica
al convertirse en zonas francas de impuestos.
Esos puntos en medio del océano, esa especie
de ciudades-estado, tenían la ventaja de una
gran libertad financiera, pero la desventaja de
estar desprotegidas. De ahí que, aunque cada
una dispusiera de su propia policía y servicios
de seguridad interna, la mayoría firmara
63
Gran Maestre una figura envuelta en el
misterio a los ojos de los foráneos. La vida de
los templarios, al llevar una vida tan apartada,
estaba rodeada de una aureola de enigma y
secreto en la imaginación de la gente. Toda esa
aureola, aunque no deseada, favorecía todavía
más a nuestros fines, ya que la superstición
popular nos consideraba como investidos de
poderes especiales. Nunca favorecimos tal
idea, pero nos beneficiamos de ella. A ningún
combatiente le hacía mucha gracia tenernos
como adversarios.
64
2. Ningún miembro andará solo por
ninguna calle de ninguna ciudad ocupado en ningún
encargo. Esos encargos se llevarán a cabo yendo
de dos en dos.
3. El fallecimiento de los progenitores no
conllevará una estancia fuera del monasterio mayor
de una semana.
4. En algunas casas, se ha de corregir la
costumbre por la que en cuaresma y adviento no se
nota una mayor austeridad en las comidas. En esos
tiempos litúrgicos ha de haber más pescado o pasta
de segundo plato, y menos carne. Las casas que
han relajado nuestras costumbres deben retornar al
camino de la exigencia.
Dividir ( ), el Enemigo siempre busca
5
dividir. En la naturaleza, sólo las presas débiles
pueden ser divididas. La fortaleza de espíritu
mantiene la unidad. Así nuestra Orden
mantendrá su unitas firma6 mientras preserve
inquebrantable su vigor espiritual. En el
momento en que la soberbia, la relajación, los
placeres de este mundo se introduzcan en
nuestros monasterios, se engendrarán las
disensiones, el desacuerdo y la murmuración
interior. Y de la murmuración interna se pasará
a la externa, y de ella nacerá la obediencia
exterior pero no interior.
Estos pensamientos ocupaban mi
mente mientras mi estilográfica acababa de
redactar las últimas líneas de los avisos para la
Orden que el Gran Maestre escribe cada año.
Yo no sólo era el Comandante en Jefe de la
Orden, también, y sobre todo, debía ser su
maestro espiritual, su pastor, un pastor de
soldados. Mentalmente releí el texto de este
año.
Hermanos, os escribo como cada año los
admonitia7. De sobra sabéis que éstas tratan de
cosas pequeñas, más no las despreciéis. Si en lo
pequeño comenzamos a caer, daremos con el
tiempo por caer en lo grande. Tened estas
advertencias en estima, pues los volúmenes de
admoniciones que obran en poder del archivo de la
Casa Madre suponen una detallada crónica del
esfuerzo realizado por nuestra orden para
preservar su disciplina. Sin más preámbulos, os
expongo, hermanos, puntos que os quiero exponer
este año:
Aclaraciones varias acerca de algunos puntos
sobre los que han surgido dudas:
1. El ejército templario no posee ningún tipo
de arma atómica.
2. El Capítulo General recuerda que si en el
curso de algún conflicto armado, algún miembro de
la Orden cometiera algún delito contra la
humanidad, Dios no lo quiera, existe una obligación
de conciencia de que ese hombre sea juzgado por
la misma Orden y encarcelado por ella o, incluso (si
así se decidiera), entregado a autoridades
judiciales ajenas a la Orden. Pero que en ningún
caso se dejará impune tal crimen.
3. Dentro del recinto del monasterio, los
priores y subpriores deben ir vestidos con hábito
clerical y no militar, para así recordar que antes son
clérigos que guerreros.
Acabadas de revisar las Admonitia
introduje el folio en el cajón derecho de mi
escritorio. Se las daría a leer, como es mi
costumbre, a mis colaboradores de mayor
confianza, mis dos senescales. Mientras bajaba
por la monumental escalera de mármol
alfombrada, dirigiéndome hacia la biblioteca a
1. Seguirá vigente la costumbre de tomar
como postre fruta y no dulces, salvo los domingos y
días de fiesta litúrgica.
5
6
Así dice el Señor Yahveh: La espada, la espada ha sido
aguzada y también bruñida. A fin de hacer un degüello
ha sido aguzada (Ezequiel 21, 14-15).
7
65
Unidad firme.
Advertencias, en latín.
echar un vistazo a la nueva colección de
escritos de patrología que habíamos adquirido,
más de cuatrocientos volúmenes, reflexioné
sobre el último punto de los avisos, el tercero.
Los superiores de la Orden eran
clérigos. Los verdaderos arquitectos de esta
obra fueron juristas ajenos a nuestra
congregación. Ellos trabajaron, muchos años
ha, en el diseño definitivo de los pilares
canónicos de la congregación. Ellos
insistieron, en un principio, en que la Orden
fuera una congregación de miembros laicos.
Pero la Orden se resistió, opuso toda la
resistencia de la que fue capaz, argumentando
que tal disposición supondría la bicefalia de la
Orden. Por un lado estaría el ejército y por otro
sus capellanes. La Orden debía poseer una sola
cabeza, y esta cabeza debía estar ordenada in
sacris. No podía haber una cabeza espiritual y
otra militar.
Debo reconocer que nuestra situación
jurídica no les fue concedida ni a los primitivos
templarios medievales. La primera orden
templaria fue una orden de miembros laicos.
Dentro de la Orden medieval había dos ramas,
la de los soldados y la de los capellanes, bajo
el mando del abad de Jerusalén. Unos eran
laicos, los otros sacerdotes. Esa división fue
abolida en la orden restablecida. La jerarquía
de la Orden debía ser una jerarquía sacerdotal.
La Orden no sería un ejército con capellanes,
sino un verdadero ejército monástico. En
nuestros monasterios, cada sargento, capitán o
teniente, por decir algunos rangos, tiene a su
vez un grado de la jerarquía eclesial siendo
lector, acólito, diácono o presbítero. Y desde
luego, por encima del grado de prior todos son
sacerdotes.
Todo este mundo peculiar ofrecía
razones de preocupación a los Sucesores de los
Apóstoles. Una y otra vez se nos recordaba que
el rey David quiso construir el Templo de
8
Jerusalén, pero que Yahvéh le había contestado
que sus manos habían derramado demasiada
sangre. Dios estaba contento con su ungido,
pero le fue vedado levantar el lugar sagrado.
Eso no deja de ser un punto que hay que tener
en cuenta.
Los miembros de la orden medieval
primitiva vestían siempre como caballeros, con
una túnica blanca con una cruz roja en el
pecho. En nuestra congregación, mientras
están en el recinto de los monasterios todos
visten como verdaderos monjes, con túnica
negra y capucha. Hacemos ofrenda de nuestra
vida de un modo sacerdotal. Si los sacerdotes
visten de negro, nosotros, soldados de Cristo,
queremos recordar con ese color nuestro
sacerdocio bautismal.
El pavoroso espectáculo de unos
hombres matando a otros hombres, es horrible.
Reconozco que nosotros nos santificamos,
justo con lo mismo que a otros envilece.
Entiendo las reticencias de tantos miembros
eclesiásticos hacia nosotros, ejercemos nuestra
comprensión hacia ellos. Hasta para los no
cristianos, el nombre de templario ejerce una
inexplicable atracción. Nuestros monasterioscastillos están situados justo en el límite entre
este mundo y el más allá. Nuestra orden asienta
sus baluartes en la frontera entre los ejércitos
de esta tierra y las huestes del Altísimo,
luchamos en esa tierra que hay entre la Civitas
Hominis y la Civitas Dei8.
En mi camino, se me acerca un fraile,
mi fiel secretario, y me susurra una noticia en
voz baja, acercándose un poco, incluso, a mi
oído. No hice ningún comentario. Seguí mi
camino. No hay semana en que no lleguen más
y más tristes noticias de Europa. En esas frías
latitudes, la oposición a la Iglesia hace tiempo
que ha degenerado en abierta persecución.
Trato de pensar en otra cosa, no debo permitir
que las noticias me llenen de tristeza.
La Ciudad del Hombre y la Ciudad de Dios.
66
Ya he llegado a la biblioteca, toco la
encuadernación de los nuevos tomos
adquiridos, buenos libros, sólidos, buena piel.
Deben durar. Pienso en otros monjes, los que
con su trabajo han hecho que estos volúmenes
estén hoy en sus anaqueles. Ellos se han
dedicado a otra guerra, con otras armas, otras
han sido sus batallas. Esta biblioteca supone
otro tipo de alcázar. La biblioteca de la Casa
Madre con sus 9.000 volúmenes no es grande.
Pero sí me esforcé, durante mi mandato, en que
fuera bella. La disposición que tenía ya era
geométricamente hermosa: cuatro cuadrados
concéntricos, que se elevaban más hacia el
exterior. De forma que desde el centro del
primer cuadrado interior, se podían ver los
otros tres pisos escalonados. Pero yo añadí, en
ese cuadrado central, bellos armarios
adornados con marquetería, no meros
anaqueles donde apilar libros, sino verdaderos
armarios con su propia entidad. Asimismo,
levanté en las esquinas de cada cuadrado,
pilares de granito adornados con escudos de
mármol. Dada la belleza de los armarios del
primer nivel, hice encuadernar en piel los
libros para que estuvieran a juego con el
continente. Ésta sigue sin ser una gran
biblioteca por su número, pero es realmente
preciosa en sus dimensiones y en los elementos
que la integran.
Todas estas mejoras me han costado
menos que comprar tres cazas nuevos. Sin
embargo, la biblioteca permanecerá, y los
aviones no. Un buen general debe saber hacer
dispendios de vez en cuando.
de lo que se me presenta cada año en la reunión
con mis ecónomos. La pregunta misma es ya
una tentación por mi parte, una tentación de
desconfianza. En tantos años, nada he
apreciado en mis hermanos que justificase esa
suspicacia por mi parte. Absolutamente nada.
No obstante, en ocasiones, me da por
pensar que puesto que parte de esa red de
empresas de seguridad está en manos privadas,
podrían encontrarse ciertas argucias para
omitir de nuestra contabilidad oficial algún
tipo de empresas. Siempre se pueden encontrar
argumentos para hacer restricciones mentales
sin tener la sensación de estar mintiendo. Los
ecónomos podrían alegar que tienen la
obligación de rendir cuentas de lo que es
propiedad de la Orden, pero no de aquello cuya
titularidad no es nuestra.
Se trata de una suspicacia injustificada,
pero ahí está. Ronda por mi cabeza el fantasma
de que quizá hay una contabilidad oficial de la
Orden y otras cuentas paralelas, relativas a las
casas asociadas y cuyo cómputo queda en la
oscuridad. Quizá esas cuentas totales son sólo
conocidas por los nueve maestres. Ellos, que
desde jóvenes han profesado en la Orden y
morirán en ella, que la sienten como algo
propio, como su casa y hogar. Tal estratagema,
si la hubiere, no sería propiamente una
falsedad. Sería ceñir la verdad a los estrictos
moldes de lo obligatorio, dejando fuera aquello
que pertenece al espíritu de la verdad, pero que
no se halla en lo propiamente imperado por
ella. Sería ceñir las cuentas a aquello cuya
titularidad pertenece a la Orden, pero omitir
todos aquellos capitales en los que influimos
pero que no son nuestros. Debo arrojar de mí
tales sospechas. Me deshonran.
La Historia nos enseña que hasta en los
más santos recintos, si los caudales son
abundantes se tornan en nido y lecho de
suspicacias. El dinero siempre da pábulo a la
sospecha, hace sospechar del virtuoso, vuelve
C
uando en algún momento de ocio,
camino por mi despacho y observo en
la pared el extenso mapamundi de la
Orden, con su red de fortalezas y su
constelación de casas asociadas, ha habido
veces en que me ha entrado la duda de si el
monto real de nuestros ingresos no será mayor
67
desconfiado al virtuoso. Al Vaticano siempre
le ha dado miedo esta mezcla de poder y
religión. A menudo, me indigno contra esos
injustificados temores de la Curia Romana, en
momentos excepcionales participo de sus
injustificadas desconfianzas.
Nuestros ingresos son muy estables. En
el mundo civil cada vez hay menos virtud,
porque cada vez yace más corrupto. Y la
confianza en alguien no se compra. Por eso el
emperador Tiberio o los Papas se rodearon de
germanos y suizos, respectivamente, como
guardias de corps. A menor virtud, la confianza
es menor. Y es entonces, curiosa situación,
cuando la virtud comienza a cotizarse. A la
postre se podría afirmar que nosotros
vendemos fidelidad a los que pueden pagarla,
para poder defender con esas ganancias al
indefenso. Vender fidelidad puede parecer
execrable. Podríamos quedarnos nuestra
fidelidad para nosotros, muros adentro, pero
entonces el desvalido quedaría abandonado a
su suerte.
Santa Teresa de Calcuta fundó su
congregación sobre el voto de ocuparse de los
más pobres de entre los pobres. Otras
congregaciones se encargan de los enfermos,
otras de los ancianos. Nosotros defendemos a
los que ya no tienen a nadie que les defienda,
porque a nadie ya le interesan. Ésas son
nuestras ovejas. De esos desdichados rebaños
nos convertimos en pastores. Pastores en el
sentido más propio y literal de la palabra. El
pastor defiende la vida de las ovejas. En
nuestro caso esto no es un símbolo, sino una
realidad. El problema es que de nuestra obra de
misericordia nace hacia nosotros la gratitud, la
confianza y, finalmente, un creciente prestigio.
Y esas virtudes invisibles, comienzan a generar
caudales visibles de riquezas. Las fortalezasmonasterio florecen, nuestro ejército se
fortifica y Roma se intranquiliza, con razón. Y
envía a hombres como yo, para que el río no se
salga de su cauce, para que no se desborde
fuera del rígido curso que los Príncipes de la
Iglesia han impuesto a estas legiones de
hombres sencillos, que viven en pobreza y que
han entregado su vida por la defensa de los más
nobles ideales.
Puede parecer chocante que esos
hombres de los lejanos despachos de Roma
hayan tenido que ser los encargados de
delinear los diques al curso de nuestra
congregación. Pero reconozco que sin esos
diques, los torrentes de nuestro ímpetu se
volverían incontrolables y la Orden se arrojaría
hacia su autodestrucción (por un exceso de
nobleza) o hacia su corrupción (por una falta
de ésta).
Había reflexionado andando por mi
despacho, desde hacía un par de minutos me
había quedado parado con las manos a la
espalda a un metro del artístico mapamundi de
la pared, extenso, de tonos grises y azules, con
un grueso marco dorado de hojas de acanto y
angelillos. Mis ojos se quedaron mirando al
punto que representaba la Ciudad Eterna en el
mapamundi que tenía delante, mientras mi
mente se hallaba serenamente inmersa en estos
pensamientos. Cuatro sirenas de aspecto
renacentista se bañaban en una esquina del
mapa de varios metros de largo, junto a una
rosa de los vientos erizada de puntas doradas y
escarlatas.
68
S
algo poco del ambiente de mi Orden.
Pero alguna que otra vez salgo, y en
medio de alguna cena, en el transcurso
de algún canapé, he hallado a alguien cerca de
mí que decide dárselas de consumado teólogo.
Normalmente en este tipo de reuniones
sociales reina la más exquisita cortesía, o una
fría cortesía, pero no faltan días en que alguno,
que se cree ilustrado en la materia, quiere
darme lecciones de cristianismo. El último, un
ministro, durante un cóctel en la embajada de
Sudáfrica en Madagascar, me comentó con una
sonrisa irónica:
–Fray Alain, observo que en el sello de
la Orden aparece un león.
–Efectivamente.
Nuestros pendones y estandartes tienen
un león dorado sobre fondo azul que simboliza
al León de Judá. Amablemente le expliqué la
historia de la formación de ese sello, pero en
seguida el Ministro de Obras Públicas y
teólogo amateur, con aire entendido arremetió
contra mí con comentarios tales como:
–Eso del león... Cristo fue el flagelado,
el perseguido –se detuvo para hacer un gesto
de superioridad intelectual. Y prosiguió con su
lección–: Él era la bondad, la mansedumbre.
–Sí –respondo humildemente–, pero
los profetas también afirman que es león
poderoso. Es el León de Judá y el Cordero
Pascual, las dos cosas al mismo tiempo.
Nosotros somos mansos y bondadosos, no veo
contradicción en nuestra forma de vida. Somos
seguidores del Evangelio.
–Mal se casan ambas cosas –repuso
guiñando un ojo aquel hombre vestido de frac
y con una banda azul cruzándole el pecho–.
Con todo respeto, prefiero a los mártires. ¡Los
mártires se dejaban matar! Quizá se sintieran
avergonzados de ustedes.
–Nosotros somos también mártires.
–No, no, perdone, pero ustedes están
dispuestos a matar, se entrenan para ello. La
vida es de Dios, la vida es un don demasiado
precioso... –concluyó tomando su copa de
champán y dando la sensación de que con
aquella afirmación había puesto un digno
punto final a la conversación sobre ese tema.
Le miré. Dudé si callarme. Pero dado que
estábamos en un corro de ocho personas, opté
por exponer con sencillez mi punto de vista, sin
ninguna prepotencia.
–La vida es un don demasiado precioso,
sí. Y la vida sólo es de Dios. Nosotros estamos
tan imbuidos de la convicción de esta
propiedad divina sobre la vida humana, que
nos vemos obligados, por nuestra conciencia, a
acabar con aquellos que profanan esta
propiedad celestial. El amor a la vida nos
impele a poner punto final a los profanadores
de la vida… si fuere necesario.
–Creo en la no-violencia, creo en la
paz. Poner la otra mejilla siempre es mejor.
Gandhi les hubiera reprobado.
–Quizá Gandhi sí, afortunadamente mi
guía es la Biblia.
–¿Cree que el manso san Juan, el
apóstol del amor, les hubiera permitido existir?
–Yo sólo trato con sus sucesores.
–Ja, ja, no se escabulla. Mi pregunta
continúa en pie.
–Tengo mi fe puesta en Dios que es
Señor de los Ejércitos.
–Mire –me interrumpió–, la violencia
sólo engendra violencia.
–Si algún día alguien ante sus ojos mata
a su madre y viola a su hermana, si algún día
se encuentra ante un Hitler construyendo
campos de concentración e invadiendo nación
tras nación, hablaremos de la bondad del no
hacer nada.
–¿Y es que ustedes van a acabar con
todo eso?
–Por lo menos haremos algo,
pondremos nuestro granito de arena.
69
El improvisado teólogo, que después
me enteré que era un cristiano que se había
salido de la Iglesia, decidió pasar la
conversación a un nivel más felino
comentando:
–Si todo está tan claro, cómo es que
ningún Papa ha visitado ninguno de sus
monasterios. Es más, nunca les ha enviado un
saludo, ni les ha recibido en audiencia. ¿O
acaso me equivoco?
Le miré comprendiendo que aquel
ministro sabía más de lo que yo pensaba al
principio. Además de ser un hombre leído,
debía tener amistades que le habían contado
cosas. Ante tal comentario sólo pude decir:
–Nosotros servimos a Cristo, de Él y
sólo de Él esperamos los elogios. Ciertamente
rendimos cuentas al Santo Padre, pero somos
soldados de Cristo, no somos la Guardia Suiza.
–Ya veo que usted, como sus
predecesores, acaban padeciendo el síndrome
de Estocolmo. Y aunque elegidos entre
clérigos de fuera de la Orden, acaban
convirtiéndose en abogados de esta
congregación.
Me había quedado claro que ese sujeto
tenía algo visceral contra la congregación.
Había leído sobre ella, se había interesado,
había preguntado. Era el típico hombre con una
relación amor-odio hacia nosotros. Me defendí
sin ningún tipo de ardor. Había vivido esa
situación ya muchas veces en mi vida.
–Defiendo a mi congregación, porque
mis monjes han decidido tomar sobre sus
espaldas una obra de caridad fácilmente
criticable. Hacer el bien y saber que van a ser
criticados, supone una admirable obra por el
prójimo. Es fácil hacer reproches a mis
religiosos con una copa de champán en la
mano, mientras a esta hora alguno de mis
religiosos está con el agua hasta las rodillas en
alguna selva. Vigilando para proteger una
aldea, horas y horas, también por la noche. Sí,
aquí es fácil no ver claras las cosas. La Orden
ha decidido tomar sobre sus anchas y sufridas
espaldas una labor que sabía que atraería sobre
sí la sospecha, la suspicacia de todos los
demás. Pero aquí sobre la tierra no estamos
para labrarnos buena fama, no es esa nuestra
labor.
–Ve, lo que le decía, se ha convertido
en un convencido defensor de la Orden. Nada,
nada, defiéndala.
El irónico ministro no se había
inmutado lo más mínimo ante mis palabras. Le
pregunté:
–Si la Orden defiende a los demás…
¿no será justo que se defienda a ella misma?
El resto de comensales en aquella larga
mesa vieron con claridad que aquella
conversación tomaba una creciente acritud.
Mis últimas palabras habían sido pronunciadas
con amargura. Las estocadas de mi
interlocutor,
aunque
escondían
una
envenenada inquina, habían sido lanzadas con
desenvoltura, con la desenfadada alegría de
una conversación informal en medio de
pastelillos de salmón y trufa.
Para desviar la conversación hacia
temas más apacibles, la mujer del gobernador
de Maine preguntó amablemente:
–Fray Alain, ¿qué significa el color
azul del escudo? –la delicada mujer sostenía mi
tarjeta de presentación, que le había pasado el
ministro. Tarjeta que mostraba el escudo
mencionado con el que había dado comienzo a
aquella civilizada, pero odiosa confrontación
dialéctica, entre el político profesional y yo.
–Pues el color azul del fondo representa
a la Virgen María, fortaleza invencible de la
virtud, la Reina de hombres y ángeles. El color
dorado del león representa la gloria de la
Orden, la gloria que hemos alcanzado en tantos
combates, pero sobre todo la gloria del espíritu.
70
–Observo que el león está representado
al modo de los tres leones de la casa real
inglesa –comentó otra señora.
–Sí.
El azul del escudo mostraba un fondo
de aguas muy tenues, casi imperceptibles, que
representaban un tapizado de rosas y flores de
lis. En el fondo sólo aparecía eso, pero el señor
que estaba junto al ministro, comentó sin
malicia y con alegre picardía:
–Detrás de ese león que mira de frente
al que lo observa, y con su garra derecha en
alto, hay toda una cadena de fortalezas
marítimas frente a la costa del África
Occidental, hay una flota...
exclusivamente con miembros de una
congregación religiosa, el mundo exterior
resulta vano y pretencioso, el escenario donde
reinan las pasiones en todo su esplendor.
Reconozco que son treinta años ya en una
burbuja... pero, francamente, cada vez tengo
menos ganas de salir de esta burbuja, de este
invernadero de la virtud. Toda orden religiosa
cultiva la virtud, los valores nobles, el avance
espiritual. Sí, el trato con el mundo exterior
cada vez me resulta más fatigoso.
Por eso trato de delegar los negocios
necesarios con personas del mundo exterior en
manos de mis maestres y condestables. Si la
presencia de la Orden resulta muy conveniente
en un acto social, prefiero que vaya un enviado
mío. Me imagino que el Gran Abad de la orden
benedictina, los dos superiores de las dos
grandes congregaciones cistercienses, o el
Prior de la Gran Cartuja hacen como yo,
delegar el trato con el mundo en subordinados.
Los conventuales, los que vivimos
replegados
en
nuestros
monasterios,
comprobamos bruscamente cómo era el mundo
que hemos dejado, cuando volvemos a entrar
en contacto con él. Los corazones de los
hombres están enfermos de pecado. Su
enfermedad es infecciosa, por lo cual si salgo,
trato de regresar cuanto antes a mi comunidad.
La mentira, el egoísmo, la infidelidad, la gula,
la incontinencia, la agresividad reinan en esos
corazones humanos llamados a llevar la más
espiritual de las vidas aunque vivan fuera, en
el mundo, casados, construyendo la Ciudad
Humana. En cierto modo, siempre ha sido así.
Es curioso que haya dicho la agresividad. ¿Es
que mis soldados no son agresivos?, se
preguntará alguno. Pues no. Nosotros si se
hace necesario matar, matamos. Pero sin odio,
sin cólera, con la serena tranquilidad del que
está ejecutando un acto de virtud.
Nuestros detractores nos echarán en
cara precisamente eso. Se puede esperar algún
El comentario no era vano, pues el que
lo hacía era el Ministro de Defensa de Canadá.
Todos me miraron con sorpresa y una de las
señoras se atrevió a preguntarme:
–¿Es cierto? ¿Existe una flota
templaria?
–Me temo que sí –contesté con timidez.
–He oído que cuentan con cinco
destructores –dijo el mismo Ministro de
Defensa.
–Las cosas se magnifican mucho
cuando van de boca en boca –fue toda la
respuesta que ofrecí, mientras mi vista se
perdía premeditadamente en las burbujas del
vaso que tenía enfrente.
Seguí conversando, pero más recogido
en mis pensamientos. Más callado, pero
sintiendo el interés que por mi persona que
experimentaban los comensales situados a mi
alrededor. Yo, como el resto de miembros de
la Orden, salía poco de mis monasterios. Y
cada vez que salía por condescender a
invitaciones verdaderamente importantes,
regresaba a mi celda con la convicción de que
todavía tenía que restringir más mis salidas a
ese tipo de recepciones y cenas. Para alguien
que lleva años y más años tratando casi
71
arrepentimiento del homicida, del carnicero
que alberga algún remordimiento. Mas pierdes
toda esperanza si comprendes que el que te
mata no tiene la menor duda de estar
practicando un acto de virtud al quitarte de este
mundo.
donde cada ruido resuena como si
estuviéramos en una gruta, parece más un lugar
para reflexionar sobre la Imitación de Cristo de
Tomás de Kempis, que para estar cantando
mientras uno se frota la espalda en esta bañera
anticuada.
Por otro lado, mi ánimo al salir ese día
de la bañera, era más sombrío que el mismo
cuarto. De pronto, con una pierna húmeda
sobre el suelo, sentí que me debilitaba. Era
como si no me pudiera sostener. Se me
adormeció la cara, se me comenzó a nublar la
vista. Era como si el vaho del cuarto de baño
se hiciera más denso, más blanco y me
impidiera ver todo, incluidos mis pies. No veía
ni mis piernas, las cuales sentía más débiles,
como si fueran incapaces de sostenerme. Ya no
recuerdo más.
Tardaron una hora en encontrarme. Y
eso porque tenía un compromiso en mi agenda,
sino hubieran tardado más. Un pequeño
derrame cerebral, un mes en el hospital, la
constatación de que la historia de mi vida iba
llegando a su final. No llegué a perder nunca el
habla. Un mes después de mi alta médica, no
quedaba secuela alguna. Tal vez un rostro más
avejentado, tal vez menos agilidad. Uno
mismo no es buen juez para juzgar estas cosas.
Me siento igual, pero probablemente no es así.
Mi derrame había tenido lugar un día
después de conocer la violación de las
fronteras del Estado Vaticano por parte de la
Policía Metropolitana de Roma. La detención
del Santo Padre había supuesto un duro golpe
para mí. Aunque no era consciente de ello, la
tensión se debió acumular en mí. Dos meses
después, mi horario de trabajo, mis
compromisos, siguen igual, la Iglesia no. La
interrupción del cónclave por parte de la
República Europea, la detención de los
cardenales, fueron el inicio del tormento y la
oscuridad. Tormento, oscuridad, sufrimiento,
desconsuelo, todo se abatió sobre la Iglesia.
S
algo de mi bañera. Una bañera blanca,
muy limpia, de aspecto tradicional,
incluso trasnochado. Una de ésas
elevadas del suelo sobre cuatro pies, de forma
oblonga, sin ningún aditamento moderno. No
hace frío en un país como éste, mi aseo no
precisa de calefacción. El cuarto de baño no
está dentro de mis aposentos. Curiosamente
está situado al final del pequeño pasillo que
lleva a la puerta de mi celda.
Hay toda una historia de por qué el aseo
está fuera de mi celda. En la época en que se
hicieron reformas y se distribuyó los interiores
del ala oeste, el viejo Evreux dijo que no quería
disponer de baño propio mientras la tropa en
los largos dormitorios comunitarios, tenía que
dirigirse a unos aseos que eran de todo menos
privados. Los arquitectos le trataron de
convencer de las ventajas de situarlo contiguo
a su celda. Además en este piso del ala oeste,
sólo él lo iba a usar porque nadie pasaba por
aquí. Pero el viejo testarudo se mantuvo
irreductible. Su sucesor no se atrevió a
cambiarlo de sitio. Y para los demás ya ha sido
como una tradición el mantener este pequeño e
incómodo signo de mortificación. Nadie quiere
ser el primero en desmantelar el baño, tirar
tabiques y cambiar la configuración de esta
planta.
Encima este baño me produce
depresión: todas las paredes en blanco mate,
suelo ajedrezado, sin ventanas al exterior, sólo
dos armarios de baño (pintados en blanco
también), un taburete que parece sacado del
año de la nana y todo ello bajo una luz
mortecina. Este aseo solitario, mal iluminado y
72
Yo mismo me consideraba un hombre
derrotado. Cada vez delegaba más funciones,
cada vez dedicaba más tiempo a pasear, a mirar
viejos libros de fotos, a sentarme en el porche
a mirar al campo. Me dedico a hojear las hojas
de las viejas colecciones que hay en la sala
Winter de esta Casa Madre: una colección de
sellos, otra de monedas, una tercera de
mariposas. En la sala, los armarios muestran
más cajones que todavía no he explorado.
Ahora tengo tiempo y la sensación de que ya
nada importa tanto. Hoy tendré cuatro visitas y
unos diez minutos firmando documentos. Sí,
ya todo lo veo a la distancia, ya nada me
incomoda, todo lo veo desde la tranquilidad de
saber que todo está hecho.
73
Año 2209
número de arzobispos, los cuales han de traer
por escrito la delegación de los obispos a los
que representen. No queremos que sea un
grupo mayor de veinte o treinta prelados. Ese
grupo procederá a elegir un Sumo Pontífice.
La Iglesia llevaba ya más de un año de
sede vacante. El Vaticano había sido ocupado
militarmente y los cardenales encarcelados. La
Iglesia en Estados Unidos y, sobre todo, en
Europa padecía la mayor persecución desde los
tiempos del Imperio Romano.
–Aunque nunca se hicieron públicos
sus temores, el difunto Papa Gregorio ya
preveía la supresión del status de soberanía del
territorio vaticano –me explicó el arzobispo de
Buenos Aires –. Daba por supuesto que en una
generación o dos, las posesiones papales serían
nacionalizadas. Así que de un modo secreto
fue colocando a buen recaudo en varios lugares
del mundo las piezas más valiosas de los
tesoros vaticanos. Uno de esos lugares fue una
cámara acorazada a cincuenta metros de
profundidad en Andorra. Allí se guardan miles
de reliquias. Desde los clavos de la Crucifixión
hasta los más preciosos cálices renacentistas,
pasando por infinidad de relicarios. La Sábana
Santa, la ampolla de sangre de san Genaro.
También lienzos, estatuas y epistolarios
completos de santos y reyes. La
correspondencia de Pío XII con Hitler, la de los
diplomáticos del Papa Clemente VII con los
del rey Enrique VIII de Inglaterra. Todo eso
está allí, en esa cámara.
–¿Andorra? ¿Dónde está Andorra? –
pregunté.
–Andorra es un estado independiente,
situado en la cordillera pirenaica, entre Francia
y España. Se trata de una pequeña nación de
doscientos mil habitantes. El copríncipe de esta
nación es el obispo de la Seu de Urgell.
–¿En serio?
–Sí, desde la Edad Media es así. Él es
la máxima autoridad del país, si bien desde
M
i aeronave aterrizó en un helipuerto
de una zona del humilde
extrarradio de Kuala Lumpur.
Descendí por la rampa de aquella pequeña y
discreta nave que no tenía ningún tipo de
identificación que permitiera sospechar quién
iba dentro. Desde una pequeña casa cercana,
salieron hacia la rampa, a saludarme, tres
prelados vestidos con sotana y solideo.
Un secretario vestido de clériman y
americana negra hizo las presentaciones.
–El arzobispo de Tokio.
–Encantado.
Nos dimos la mano.
–El arzobispo de Sidney.
–Encantado.
–Igualmente.
–El arzobispo de Buenos Aires.
Sonreí con cordialidad al último
prelado y entramos en la pequeña casa de
paredes mal pintadas y aspecto anodino, frente
a la cual había aterrizado la nave. En una sala
bastante anodina pronto se acomodaron para
dar inicio a la conversación. Parecía que lo que
habían buscado en aquella residencia era
simplemente un lugar de encuentro ajeno a la
observación de cualquiera.
–¿Sigue la sede de Pedro vacante? –
pregunté.
–Sí, sigue.
–Habíamos convocado secretamente
un concilio universal en un lugar de Asia, hace
cosa de un mes –añadió otro prelado–. Pero
tuvimos que desconvocarlo. Los servicios de
inteligencia de Europa y Estados Unidos
interceptaron
nuestros
correos,
nos
arriesgábamos a una detención masiva de
obispos si manteníamos la convocatoria.
–En los próximos meses se convocará
de nuevo un concilio de arzobispos –añadió el
prelado australiano–. Se llamará a un reducido
74
hace siglos es una democracia y funciona como
tal. Hace cincuenta años el Papa Juan XXVIII
inició una gran misión sobre ese territorio.
Envió misioneros y abrió nuevos conventos
recogiendo vocaciones de todas partes del
orbe. Ahora sabemos que lo que tenía en mente
era crear un enclave cristiano en medio de una
Europa secularizada. Su idea era crear un
espacio confesional cuyo marco jurídico... en
fin, no me voy a extender en los proyectos del
difunto Juan XXVIII, su proyecto fracasó.
Pero al menos, fruto de todos esos esfuerzos,
ese país hoy en día es el único lugar de Europa
cuya población es mayoritariamente cristiana.
Por esa razón se situó allí la cámara acorazada.
–El problema ha venido cuando nos
hemos enterado de que la República Europea
está considerando la posibilidad de suspender
la independencia de esa nación –intervino otro
arzobispo–. También nosotros disponemos de
nuestras secretas fuentes de información. La
decisión se tomará en dos o tres meses. Y allí
es donde entra usted.
–¿Yo?
–Sí. Usted podría concentrar todas sus
fuerzas en ese país. Europa se pensará dos
veces invadir un territorio tan pequeño si está
bien defendido.
Me eché a reír.
–Pero si nuestro ejército no podría
resistir ni el primer embate de una maquinaria
tan poderosa, tan masiva, como la del ejército
europeo. Seríamos barridos, literalmente
barridos.
–Somos
conscientes
de
ello,
perfectamente. Pero es una cuestión de
balances. El invasor calibrará las pérdidas y las
ganancias. Cuánto le cuesta tomar ese
territorio, cuánto va a ganar tomándolo. Se lo
pensará dos veces si ustedes están allí.
–En mi opinión, están ustedes muy
equivocados. Cuando se lleva a cabo una
política de expansión tan visceral, no se repara
en balances. El gobierno europeo no busca ya
beneficios. Su proyecto de unión universal no
se detendrá ante límite alguno. La ideología se
ha adueñado de las masas. Eso lo saben los
gobernantes.
–Es muy difícil que algo pueda evitar la
invasión de Andorra, de Liechtenstein y de San
Marino –intervino el arzobispo de Buenos
Aires–. Es cierto. Pero en estos momentos
críticos son muy pocas las cartas que podemos
jugar, cada vez nos quedan menos
movimientos sobre el tablero. Cada vez nos
quedan menos fichas. Si no hacemos esto, sólo
nos queda cruzarnos de brazos y ver cómo las
fichas contrincantes van ocupando más y más
cuadrados, cómo van retirando más y más
fichas del tablero. Lo que le proponemos es
difícil que resulte, pero poco más podemos
hacer.
–Mis hombres hubieran defendido
hasta la muerte al Estado Vaticano –comenté
con rabia, mirando hacia el suelo, bajando la
voz–. Pero la invasión nos tomó a todos
desprevenidos. Tuvo lugar en tan solo unas
horas. No se pudo hacer nada. Mis hombres no
hubieran dudado en morir por el Sumo
Pontífice. Pero Andorra... no es lo mismo. Mi
Orden tiene más posibilidades de sobrevivir
dispersa por el mundo que concentrando
fuerzas en un solo punto.
–Lo sabemos muy bien, no nos cabe la
menor duda. Pero ahora sólo nos queda
Andorra. Allí están bajo tierra y a buen recaudo
buena parte de los documentos y archivos que
hemos logrado salvar hasta el día de hoy,
después de tantos siglos. El papado resurgirá
como un ave fénix en cualquier parte del
mundo. Nosotros en nombre de la Iglesia os
pedimos que salvaguardéis el legado que con
tanta dificultad hemos logrado custodiar hasta
este siglo XXIII. Le pedimos a su reverencia
que con sus regimientos refuerce la
independencia de ese territorio.
75
–De verdad que no lo veo claro –dije,
mientras pedía un mapa y observaba la
situación del país.
–Además –añadió otro arzobispo–, si la
Iglesia camina hacia el martirio total, no
importa ya lo que hagan ustedes. Todos
seremos barridos de la escena, como paja. Pero
si esto es sólo una tormenta más en nuestro
camino bimilenario, si esto no es el final, habrá
valido la pena preservar un territorio con una
comunidad eclesial de pequeñas dimensiones
pero intacta.
–Me imagino –comenté ensimismado–
que en la persecución de Diocleciano los
cristianos también debieron pensar que ya era
el final. Varias veces, miembros de la Iglesia
ha podido pensar que ya no habría mañana.
Pero lo ha habido.
–Sí, debemos pensar en el mañana –
convino el arzobispo de Sydney–. Es nuestra
obligación, pensar en un después. Por eso
debemos hacer cuanto esté en nuestra mano
para preservar esa cámara acorazada de
Andorra.
Dudaba qué hacer. La lucha interior se
traslucía en el sudor de mi frente. Me senté en
un sillón de aquel saloncito decorado sin
mucho gusto. Aquellos prelados pensaban a
largo plazo. Lo mismo que yo pensaba en pro
de mi Orden, ellos hacían lo propio a favor de
la Iglesia. En este momento, el bien de la
Iglesia y el bien de la Orden discurrían por
caminos distintos. Dispersando mis fuerzas por
los continentes, la Orden tenía más
posibilidades de sobrevivir. Si concentraba mis
fuerzas allí y el país era atacado, sería la ruina
para nosotros.
Ellos y otros pocos cientos de obispos
supervivientes eran los pastores. Los últimos
sucesores de los Apóstoles me pedían un
supremo esfuerzo. Pero al fin y al cabo se
trataba de cosas, de objetos. Una subterránea
cámara acorazada llena de bulas, cálices,
reliquias, archivos. ¿Valía el contenido de esa
cámara el precio de tantos templarios, hombres
de carne y hueso? El contenido de un búnker a
cambio de hombres vivos. Los arzobispos
presentes contemplaron mi lucha interna.
Nosotros respondíamos sólo ante el Santo
Padre, y ahora estábamos en situación de Sede
Vacante. Todos los cardenales habían sido
martirizados. Técnicamente hablando nadie
podía ordenarme nada. Podía hacer lo que
quisiera, aunque la petición proviniese de los
sucesores de los Apóstoles. Pero sí, ellos eran
los sucesores de los Doce. La duda y el
ensimismamiento no duraron más allá de
medio minuto, treinta segundos inacabables.
La decisión final la tomé en seis segundos. Seis
segundos en los que se decidía el destino de
miles de soldados de Cristo.
–¡Está bien, mis hombres irán ahí!
¿Cuántos sería conveniente enviar? –eso fue lo
que dije sin vacilación alguna, con energía,
sintiendo el peso del Destino sobre mis
hombros.
Los tres prelados dieron un suspiro de
alegría. Sus rostros se relajaron. Después el
arzobispo de Sydney contestó con dulzura a mi
pregunta:
–Fray Alain, envíe a todos.
–¡¿A todos?! –exclamé.
Los tres arzobispos asintieron y
aguardaron a que asimilase aquella petición.
–No saben lo que me piden. Cómo voy
a dejar desprotegidos todos nuestros castillos.
Eso, además, supondría abandonar las
misiones que nos han sido encomendadas.
–Déjelo todo. Pronto no habrá nada que
defender.
Un gran silencio se hizo en la salita.
¿Qué significaba eso? ¿Qué es lo que habían
querido decir aquellos tres pesos pesados de lo
poco que quedaba de la jerarquía de la Iglesia?
Poco a poco, en silencio fui asimilando la
76
situación. No necesité demasiado tiempo,
amansado pregunté:
–¿Es esto el fin?
–Creemos que sí.
Otra vez ese silencio, otra vez los
rostros serios de esos altos jerarcas. Flotando
en el ambiente la impresión de que había que
hacer algo, meramente por no quedarnos de
brazos cruzados, mientras todo el edificio
eclesiástico universal se desmoronaba. Hacer
algo, aunque fuera sin esperanza. Desanimado
pregunté:
–Si no hay esperanza, frente a una
persecución planetaria, ¿entonces para qué
vamos a defender ese principado perdido en
medio de unas montañas? ¿Qué sentido tiene,
pues?
–Si ya ninguna cosa tuviera sentido, no
haríamos nada. Nos limitaríamos a la
inactividad. Debemos trabajar como si esto no
fuera el fin de los tiempos. Si lo es, Dios no nos
echará en cara que hayamos tomado todas las
providencias para que su Iglesia continúe otros
dos milenios más.
–Pero ustedes creen que sí que lo es –
mi mirada era de súplica. En cierto modo era
una súplica para que me dijeran que no, para
que aquellos doctos teólogos alejaran mis más
íntimos temores.
Los arzobispos se tomaron su tiempo,
un ambiente denso y opresivo reinaba en la
sala.
–La sede está vacante desde hace un
año –contestó uno de los arzobispos–, los
cardenales eméritos encarcelados en varias
prisiones estatales, los cristianos perseguidos
como los judíos del III Reich. La población de
Europa fanatizada con una nueva ideología, el
Viejo Continente embriagado en el sueño
fascista de un nuevo expansionismo territorial.
No sé, si esto no es el fin... se le parece mucho.
No tenemos ya mucho que defender, al menos
defienda esa minúscula parte del tablero que le
hemos pedido. Defienda esa parte, por si hay
un después.
Me sentí cansado: el largo viaje sin
escalas hasta Kuala Lumpur, el aire húmedo y
caluroso de esa sala sin aire acondicionado, el
desánimo de la petición de los arzobispos.
Apoyé mi espalda totalmente sobre el respaldo
de aquel mullido sillón, fijé mi mirada perdida
en el techo de la sala. Ellos, en ese momento,
para aligerar parte de mi tensión, sacaron otro
tema. Aunque sin ganas, comenzaron a hablar
de un tema insustancial. Pero yo no podía
olvidarme de que lo que me habían pedido
probablemente suponía el suicidio de la Orden.
Concentrando en Andorra todas mis fuerzas, si
finalmente se decidía la anexión de aquel
principado, los templarios serían barridos del
mapa. La Orden desaparecería en un solo
embite. Traté de distraerme, al menos un
instante, pero en cuestión de segundos
pregunté con cierta vehemencia:
–¿Y si el Gran Capítulo no refrenda mi
decisión? Un Gran Maestre no puede enviar
templarios a un nuevo país sin permiso expreso
del Capítulo.
–Nosotros tres acumulamos la
delegación de más de cuatrocientos obispos
para tomar decisiones en lo referente a la nueva
elección pontificia. Eso de momento, en un
mes tendremos la delegación de más obispos
incomunicados. Así que nuestra petición es la
de cuatrocientos obispos. Le mostraremos los
documentos firmados y sellados que dan fe de
que somos poseedores de esta delegación. Esto
significa que nuestra petición es la petición del
episcopado.
–De acuerdo, así presentaré su petición
ante ellos. Yo no me echo atrás. Con la
autorización del Capítulo haré lo que les he
dicho.
–Gracias, de verdad.
77
–¿Cómo
va
la
recogida
de
delegaciones?
–pregunté
tratando
de
animarme.
–No se puede imaginar lo difícil que
nos está resultando acumular delegaciones
para que el concilio de arzobispos reunidos en
Asia de verdad represente a la Iglesia
universal.
–Háganlo concienzudamente, tarden lo
que tarden en lograr esos documentos por
escrito y bien rubricados –les aconsejé–. Lo
último que podría permitirse la Iglesia en esta
situación sería un cisma.
–No se preocupe, conocemos bien
nuestro trabajo.
–¿Si eligen un nuevo Papa, no habrá
dudas sobre su legitimidad? –pregunté.
–En completa ausencia de cardenales–
votantes, si no queda ni uno, el gobierno de la
Iglesia pasa a manos del Colegio de Obispos.
En una situación así, podemos disponer sin
otra limitación que la que imponen los dogmas
de la Iglesia. No es posible reunir, en plena
persecución, a todos los obispos. Así que si
logramos que, al menos, cuatro quintas partes
de los obispos deleguen su voto, en un grupo
reducido de arzobispos, el concilio futuro
decidirá con plena autoridad.
Me disponía a hacer más preguntas y
dar más consejos acerca de ese nuevo concilio.
Pero en el fondo, aquello era un inconsciente
mecanismo de huída ante el doloroso tema que
seguía martilleando mi mente. De pronto, sentí
como si algo apretara mi cuello, sentí que se
me nublaba la vista, todo lo iba viendo más
blanco; perdí la consciencia.
pasado nada. Se trataba de una lipotimia. La
presión de las emociones, el no haber
desayunado… Era ya un hombre de más de
setenta años. Me había convertido en un
anciano. Desde ese día, tuve miedo de dar un
espectáculo parecido en alguna situación
pública de importancia. Pero ahora sí que no
podía dimitir. No había Papa ante el que
presentar mi dimisión. Por primera vez, me
sentí frágil. Aquella triste escena de gente
preocupándose ante un anciano que ha perdido
el conocimiento, se repitió varias veces más en
los meses siguientes.
Menos de un minuto después, comencé
a abrir los ojos, sentía una gran placidez, por
eso no dije nada a aquellos que me abanicaban
y me llamaban por mi nombre. Me rehice,
volví a sentarme derecho en el sillón. Aunque
ya estuve más callado todo el rato. No había
78
M
e detuve en mitad del valle. Miré al
fondo, hacia la garganta de la
abertura entre aquellos montes
completamente cubiertos de pinos: las cuatro
grandes torres se levantaban a buena marcha.
La construcción de las fortificaciones
defensivas de Andorra iba de acuerdo al plan
previsto. Las cúspides de aquellas torres
rectangulares estaban cubiertas de nieve, al
igual que aquellos boscosos parajes.
Construcciones defensivas dotadas de una
sensación de poderío, que contrastaba con la
debilidad de mi cuerpo. Valoraba, con ojo
experto, lo adecuado de la disposición de esas
torres para asentar sobre sus cúspides los
delicados sistemas antibalísticos. El cielo
volvía a encapotarse con nubes grises, opacas.
Unos tímidos copos de nieve pronto cayeron
pacíficos en medio de aquel aire frío en el que
rítmicamente aparecía el vaho de nuestra
respiración. La ventisca hizo ondear mi capa
negra. Esa capa que cubría mis ancianas
espaldas de superior religioso. Los mechones
de mis cabellos plateados comenzaron también
a agitarse y desordenarse. Mi mente y mis ojos
calculaban alturas, estimaban la conveniencia
de añadir alguna protección suplementaria,
ponderaban el tiempo necesario para que todo
el sistema defensivo estuviera acabado.
Detrás de mí y de mis oficiales, treinta
soldados a caballo nos escoltaban a prudente
distancia. Las capas de todos se movían cada
vez con más fuerza, movidas por un viento
inmisericorde donde la nevisca arreciaba por
momentos. Algunos de aquellos militares
acababan de llegar de África y era la primera
vez que experimentaban aquel frío pirenaico.
Por fin, inspeccionado todo, ordené con voz
enérgica:
–Regresamos.
De cerca, todavía recorrí y revisé las
construcciones que había mirado a lo lejos.
Algunos de los que seguían mis pasos, como el
mariscal Von Gottenborg, era uno de los recién
llegados de Somalia. Acababa de llegar hacia
unas horas. Y todavía no sabía qué hacían
todos esos templarios, casi todas las fuerzas de
la orden templaria, en uno de los más pequeños
estados de Europa.
Por la tarde daría
satisfacción a sus preguntas. De momento,
veíamos desplazarse más y más columnas de
hombres hacia lo más profundo de aquellos
valles. Cincuenta mil hombres instalados o
instalándose en los grandes dormitorios de los
búnkeres. Pero todo se lo explicaría a él y al
resto de los recién llegados, más tarde, ahora
quería descansar. Me interné por un pasillo de
la fortificación y dije:
–Nos veremos a la hora de la refección.
79
despegaron simultáneamente desde las
distintas plataformas de los hangares. También
yo partí.
Una vez en el aire, en medio de aquel
pandemonio de objetos volantes, misiles y
explosiones, los pilotos aceleraron sus naves a
la máxima velocidad a la menor altura posible.
Fui testigo de cómo varias de nuestras naves,
que huían como nosotros, chocaban en sus
vuelos rasantes con algún pico, con alguna
fatal irregularidad del terreno, convirtiéndose
al instante en bolas de fuego que se estrellaban
en medio de los bosques de aquellos valles
nevados. Otras aeronaves simplemente eran
alcanzadas a gran altura y en esas alturas
desaparecían. En medio de aquel caos, la
estadística quiso que una cuarta parte de las
aeronaves pudiéramos escapar de ese infierno.
No debo reprocharme nada, no debo
insistir en nada que me lleve a sentimientos de
culpabilidad, no hubiera tenido sentido no huir.
Esos desfiladeros, esas gargantas de Andorra
que defendíamos fueron la diana de un ataque
masivo de misiles, al que siguió la irrupción de
lo más sofisticado en materia de ingenios
acorazados, verdaderos monstruos de
centenares de toneladas, que se desplazaban
con sus dos, cuatro o seis patas mecánicas y
que arrasaron lo poco que quedó en pie de las
defensas tras el bombardeo.
La orden de retirada de las pocas
aeronaves ligeras capaces de salir de allí con
una velocidad de match 3, se dio cuando el
ataque terrestre había sobrepasado la primera
línea defensiva, cuando cualquier esperanza ya
era vana. Podíamos haber esperado en grupo
nuestro destino como lo esperan las ovejas de
un matadero. Podíamos habernos quedado
quietos, pero nuestra inteligencia nos gritó que
nos moviéramos. Hubo algo de instintivo, algo
de animal acorralado, en esa decisión
fulminante, repentina que se dio a todos los
presentes en el Mando Central. La orden no la
EPÍLOGO
Me encuentro en este pobre escritorio
de madera sin barnizar, escribiendo
pacientemente mis memorias como un remedio
contra el tedioso paso del tiempo, como un
remedio contra el olvido de tantas cosas que
me ha tocado vivir en una vida que es la mía.
Una vida que dio comienzo de un modo
completamente normal y que ha acabado llena
de cosas… interesantes, recuerdos que no me
gustaría que se perdieran para siempre.
Aquí, en esta galería subterránea de
Jerusalén, acuartelado con los últimos
templarios, puedo ya narrar el desastre del
principado de Andorra... la batalla y nuestra
caída. Hubiera deseado morir en esos verdes
valles pirenaicos con las botas puestas, pero la
plana mayor fue unánime. Un maestre me
cogió del pechó y me gritó:
–¡Algunos deben salvarse de esta
matanza, todos preferimos que usted esté entre
ellos!
Le hice caso, y ahora vivo. Aquel
oficial que con rostro crispado, rojo, me agarró
por la pechera, tenía razón: convenía que
algunos de la Orden se salvaran de la
hecatombe. En ese caso no era oportuno que el
capitán se hundiera con la embarcación. Eso
hubiera sido muy poético, pero teníamos el
deber de plantear las cosas con una visión
práctica. En la guerra siempre debemos ser
prácticos. Hubo que ordenar a varias aeronaves
que salieran de ese lugar infernal cuanto antes,
y orar para que el mayor número de ellas
lograsen evadir el cerco sin ser abatidas en el
aire. ¡Que la cabeza del Temple se salve!, fue
la estentórea orden que recibí de mis
subordinados. Asimismo, cuatro maestres
embarcados
en
aeronaves
diferentes
80
di yo. En medio de aquella excitación máxima,
sólo yo tuve que ser sacado de mi sopor, de mi
estado de inconsciencia. Aunque no se trataba
ni de sopor ni inconsciencia. Me hallaba de pie,
contemplando las pantallas que tenía delante,
con la mirada perdida, pero con los ojos muy
abiertos. Todos los presentes nos hallábamos
en un estado similar: incrédulos. Pero yo ya
estaba un poco ajeno a la realidad.
Nunca me había pasado. Era lógico, se
trataba de una situación límite. Menos mal que
un Maestre de rostro enrojecido me agarró del
pecho y me gritó. Salí a medias de ese estado
de confusión en el que me encontraba. Todas
nuestras naves despegaron a la vez,
sincronizando los despegues. Recuerdo el
estruendo de los motores puestos al máximo de
su resistencia, ese máximo más allá del cual
sus componentes internos se hubieran
quebrado o fundido. Tras el estruendo del
despegue, aunque cada nave partió en una
dirección diferente, tenían un punto de reunión
ya prefijado: Jerusalén.
Aquí, los restos de la Orden: 7000
hombres, dos maestres y cinco condestables,
estamos encargados de defender la torre
defensiva número 37 del extenso perímetro
militar de Jerusalén. Nuestra torre 37 sobresale
apenas diez metros por encima de las murallas.
Aunque se le llame así, torre, se trata más bien
de un búnker de forma achatada, de cuya
protección nos han encargado. Han preferido
congregar a mis hombres en este sector, en vez
de repartirnos por todos los regimientos del
perímetro. La primera orden de los templarios
nació en Jerusalén y por un capricho de la
Historia aquí estamos de nuevo. Lo que queda
de la Orden se halla en esta línea de puestos
defensivos, haciendo guardia en esta torre 37 y
en la de al lado.
Nuestros barracones se encuentran bajo
tierra, situados justo detrás de ese
conglomerado de hormigón que defenderemos
hasta la muerte. Ni siquiera yo, el Gran
Maestre, tengo habitación privada. Escribo en
ese escritorio a la vista de todos los hombres
que descansan en sus lechos, no muy limpios,
bajo esta luz mortecina. Siempre hay silencio,
porque a cualquier hora del día siempre hay
gente durmiendo. Los turnos de vigilancia no
se interrumpen ni de noche ni de día.
Cerca de un año duró nuestro
acantonamiento en Andorra. Once meses en
los que sufrimos la desolación interna de ver
cómo nuestros castillos repartidos por el
mundo, fueron cayendo. Desplazar nuestras
fuerzas a Andorra supuso dejar en cada uno de
ellos una decena de personas. Desprotegidos,
casi vacíos, fueron ocupados por los distintos
Estados en los que estaban situados. Los pocos
que nos iban quedando preferimos venderlos
rápidamente y trasladar a nuestros hombres a
Andorra. Al menos obtuvimos algún capital,
un capital para invertirlo en más armas y
provisiones con que defender una tierra que se
iba a convertir en sinónimo de nuestro
desastre.
Nigeria,
Liberia,
Mauritania,
Senegal… hubo que abandonar en todas partes
nuestros castillos. La Casa Madre y la
plataforma soberana en medio del Mar
Indico… los últimos reductos del orgullo del
Temple. La plataforma... no tenía sentido
concentrar los restos de la Orden en un punto
en medio del mar. La congregación había
nacido para defender. No había nada que
defender en medio del Océano. Me emociono
recordando lo bajo que habíamos llegado.
Apenas puedo contener las lágrimas pensando
que los que habíamos nacido para defender al
prójimo, nos estábamos encargando a duras
penas de defendernos a nosotros mismos.
En la plataforma del Mar de Tasmania
no había nadie a quien defender, ésa fue una de
las razones por las que habíamos trasladado allí
81
a los miembros ancianos y enfermos de la
congregación. Nunca imaginamos que el
escenario de intereses geopolíticos iba a sufrir
una abrupta transformación. Las hostilidades
entre la República Europea y la Liga Asiática
cambiaron radicalmente el panorama en los
mares cercanos a Asia. Para nosotros resultaba
imposible defender una plataforma a tantos
miles de kilómetros de distancia. No podíamos
enfrentarnos a lo imposible. Recuerdo las caras
desoladas de los miembros del Gran Capítulo.
Todo aquello fue muy amargo, pero las
decisiones fueron unánimes.
Logramos vender la plataforma a un
pequeño país vecino, Nueva Caledonia. Una de
las cláusulas del pacto incluía que ellos se
encargarían de esos enfermos y ancianos. Dado
que
sabíamos
que
pronto
nuestras
comunicaciones
con
Georgeland
se
interrumpirían, consideramos que lo más
prudente era hacer algo que asegurara el futuro
de esos ancianos y enfermos, aunque sólo fuera
un poco, aunque esa seguridad sólo consistiera
en un papel. Al firmar ese papel, sabíamos que
no podríamos comprobar el cumplimiento de
esa cláusula, que no podríamos exigir nada,
que pronto todos iban a luchar por su
supervivencia, que la ley de la selva se
aproximaba a pasos agigantados sobre toda esa
zona. Cuando uno no puede hacer nada, se
siente la tranquilidad de no tener
remordimientos, sólo amargura. Sin duda esos
templarios se debieron sentir abandonados.
Pero traerlos con nosotros, a una ratonera peor,
y tal como estábamos nosotros, a punto de
comenzar una guerra, resultaba imposible.
Puesto que todo tipo de contacto entre nosotros
se iba a cortar, entiendo que hicimos lo
correcto. Apenas conseguimos efectivo para
pagar a la firma internacional de abogados que
se encargó de todos los contactos entre ese
Estado y nuestra Orden. No tuvimos que
trasladarnos a Asia. En esos momentos,
trasladar una nave hasta Oceanía y no visitar a
nuestros hermanos, hubiera sido un gesto…
ruin. ¿Pero cómo podíamos aterrizar, ser
recibidos y comunicarles que habíamos
vendido esa plataforma? No, no podíamos. Tan
sólo dimos orden de que un día antes de que se
hiciera efectivo el traspaso, se trasladaran en
las bodegas de cuatro barcos los registros de la
Orden y los objetos de más valor. Los servicios
de inteligencia, la creciente piratería o la
guerra se ocuparon de que las cuatro
embarcaciones nunca llegaran a puerto.
La pérdida de nuestro pequeño Estado
soberano, el orgullo de nuestra Orden, supuso
un duro golpe psicológico para todos nosotros,
pero no hubo remedio. Nos quedaba la
soberbia Casa Madre. No obstante, las
esperanzas humanas siempre resultan fútiles:
un misil atómico acabó con ella de un sólo
golpe, tres semanas antes de que se iniciara el
ataque del Imperio contra Andorra. Es posible
que fuera el mismo gobierno de Madagascar el
que conviniera con alguna gran potencia aquel
ataque para recuperar su independencia. Con
nuestras fuerzas a punto de entrar en combate
aquí en Europa, era el momento perfecto para
liberarse de aquel huésped demasiado grande;
silencioso e inmóvil pero demasiado grande.
Cuando tuvimos noticia de la
desaparición de la Casa Madre, no nos lo
podíamos creer. ¿Será posible explicar la
consternación, las caras de desaliento, de
infinita aflicción, que embargaron a la plana
mayor templaria en el centro de
comunicaciones cuando llegó la noticia?
Habíamos dejado 4.000 hombres acuartelados
allí. Nunca hubiéramos cedido la Casa Madre
por nada. Era el último reducto. Nuestro último
refugio si todo fallaba. Dudamos si comunicar
o no a nuestras tropas la noticia.
La desolación que sentíamos había sido
tan indescriptible, que nos preguntamos si
debíamos exponer a todos y cada uno de
82
nuestros soldados a sufrir ese mazazo que nos
había sacudido desde la cabeza a la planta de
los pies. La Casa Madre con todos los archivos
de la Orden desde su fundación, sus claustros,
sus criptas, sus cálices, los mimados
volúmenes de su biblioteca, todo... era ya un
recuerdo, un lugar maldito por generaciones a
causa de la radiación.
Se tomó la decisión de no decir nada a
nuestras tropas. Mandamos hacer venir ante los
maestres y yo a los cuatro soldados encargados
de las comunicaciones. Les explicamos la
situación y les hicimos arrodillar delante de un
crucifijo: juraron no revelar nada de la noticia
que había pasado por sus manos. Y fue así
como en la mente de los templarios, la
Fortaleza de san Miguel seguía tan
esplendorosa como siempre, seguía siendo un
motivo de esperanza, aunque ya no existía.
Para ellos era la retaguardia por la que todo
soldado lucha, el lugar donde quizá se
retirarían en su vejez.
Después de la progresiva caída de
nuestros castillos, uno a uno, con torturante
lentitud, después de la desaparición del Estado
Templario del Pacífico, después de la pérdida
de nuestra Fortaleza de san Miguel en
Madagascar, había quedado aquello, unos
hombres completamente entregados, valerosos
y nobles dispuestos a la defensa de aquel
principado con su vida. 50.000 vidas de 50.000
idealistas. Pero Andorra se hundía, nada podía
contener aquel ataque masivo de misiles. Sólo
restaba un último afán: salvar algo de toda
aquella quema, salvaguardar algo de aquel
hundimiento.
En medio de aquella guerra mundial, el
Estado de Israel también se preparaba para
luchar por su supervivencia. Nos unimos a su
destino. Éramos ya sólo siete mil hombres.
Una gota en su ejército.
Hoy como ayer, día tras día, durante
horas, leo y releo las líneas del Apocalipsis.
Medito sus páginas aquí, en tierra hebrea,
donde empezó todo. Las medito como lo hacía
también en el principado que defendíamos en
la frontera hispano-gala. Medito esas páginas y
me pregunto una y otra vez si esto es el fin, el
fin no sólo de la Orden. Decir que la Iglesia se
bate en franca retirada en todos los países, sería
presentar un panorama demasiado optimista.
La realidad es que la Iglesia está
desapareciendo en todas las naciones. Las
palabras de la profecía son claras, las Puertas
del Infierno no prevalecerán sobre ella. Unas
palabras griegas escritas con una frágil caña
sobre un papiro.
La profecía resuena frente a una
realidad que nos grita lo contrario. Únicamente
nos queda esperar que los ejércitos de la Gran
Babilonia se reúnan contra esta santa ciudad.
Si el Libro del Apocalipsis fue escrito por la
mano de Dios, combatimos en el lado de la
Verdad, del Bien. Si el Apocalipsis fue mero
fruto de la mente de los seres humanos,
seremos recordados en las miles de
generaciones que están por venir como se
recuerdan ahora las Pirámides. Si hay un
después tras la lucha por la defensa de esta
ciudad, entonces nuestra obra, la de la Iglesia,
se recordará como una obra faraónica. Y los
templarios serán una parte más de esa obra
colosal. Unas piedras más, integradas en sus
muros más que bimilenarios. El Apocalipsis
nos asegura que no habrá un después en la
historia humana, el tiempo será interrumpido
por un Juicio Final. Si hay un después, eso
habrá significado que hemos luchado en el
bando equivocado. Desde este escritorio de
madera, escrito en las inmediaciones del punto
final de la Historia. Si éste no es el punto final,
entonces, como dice san Pablo, somos los más
desgraciados de los hombres.
Creo que nadie puede evitar
pensamientos... tentaciones, más bien, de este
83
tipo. Estamos al borde de comprobar la
veracidad de miles de años de fe. Hasta hace
dos meses, a Jerusalén seguían llegando más y
más cristianos, más y más judíos. Esta ciudad
se ha convertido en un odre, lleno hasta su justo
límite, más allá de su límite, al menos una
ciudad no puede reventar. El cerco de la misma
ha resultado casi un alivio, ¿cuánto más
hubiéramos podido resistir esta afluencia de
refugiados? Aunque esta misma pregunta
supone falta de fe. Este odre divino no puede
reventar, la Ciudad Santa puede acoger a todos.
Estoy decaído, eso es lo que me pasa.
A pesar del decaimiento, todos nos
hacinamos en la confianza de que el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob proteja a sus
refugiados en medio de una persecución tal
como no tenía lugar desde la época de los
césares y de los soviets. Ayer, sea dicho de
paso, en una de esas cámaras subterráneas se
eligió a un nuevo Papa: Lino II.
Sea cual sea la respuesta que uno de a
las preguntas anteriores, desde la fe o desde la
falta de ella, humanamente hablando parece
claro que ya no habrá más Papas, hemos sido
testigos de la última elección papal. En fin,
defenderemos esta torre 37 mientras sea
posible. Si nos hemos equivocado, lo hemos
hecho con la mejor de las intenciones. Que
Dios se apiade de nosotros. Si no existe ese
Todopoderoso, la Nada nos engullirá. Nuestro
mundo, todo nuestro mundo de órdenes
religiosas, de curias vaticanas y episcopales, de
dogmas y todo eso resultará indescifrable para
las generaciones futuras. Requerirá de tantas
explicaciones que se volverá indescifrable,
incomprensible. Ya no sólo no será creído, sino
que ni siquiera comprendido.
Nosotros
habremos
sido
los
constructores de un mundo tan denso, oscuro e
impenetrable que constituirá un misterio por
los siglos de los siglos. Pero esto es una
tentación, otra, en medio de esta presión que
sufrimos los hacinados aquí. La duda se
plantea en mi mente, pero mi voluntad está
firme. La última batalla parece que va a tener
lugar entre mi mente y mi voluntad. Pero
esperaré contra toda esperanza.
Junto al cajón superior de esta
escribanía hay un pequeño equipo de música
cubierto de polvo, lo miro ensimismado y
aprieto una tecla. Comienza el primer coro de
la Pasión según san Mateo. Descanso mi
mano, levanto la vista. He escuchado esta
música infinidad de veces a lo largo de mi vida,
he escuchado infinidad de explicaciones. Dos
coros, dos orquestas, dos órganos, cuatro
solistas en cada grupo. Una coral en modo
mayor, proclamando la inocencia de Cristo.
Otra coral en modo menor, acentuando el
sufrimiento de Jesús. Las voces comienzan su
diálogo escuchado tantas veces a lo largo de
los siglos:
–Venid, hijas, uníos a mi lamento. Mirad.
–¿A Quién?
–Al Amado.
–Miradle.
–¿Cómo?
–Cómo un Cordero.
Me acuerdo que aprendí alemán
escuchando pacientemente esta obra durante
un verano. Traduje, palabra a palabra, todas
sus arias y recitativos. Quise unir mi afición a
la música y mi necesidad de aprender alemán
para mis estudios de licenciatura. A esta altura
de mi vejez, ya no me acuerdo muy bien de mi
alemán. Ahora, tras los coros iniciales de una
tonalidad femenina, comienza el coro de niños
con su maravilloso:
¡Oh, Cordero de Dios,
sin pecado, sacrificado en la Cruz,
84
siempre paciente,
pese a ser despreciado¡
tendremos necesidad de luz de lámpara, ni luz
de sol, porque el Señor Dios lucirá sobre
nosotros y reinará...
Quizá soy de los últimos en
comprender esta música. La Redención… La
Cruz, el papado, indulgencias, bulas, libros de
ceremonias sacramentales, sillas gestatorias,
tiaras, santo crisma, incienso, confesiones.
Cuando Jerusalén sea tomada, cuando sea
borrada, erradicada, del mapa, cuando sea
ruinas, o una simple explanada sin ruinas,
dentro de mil años cuando los estudiantes
ignorantes y con la cabeza llena de pájaros, de
acné y de chicas, pregunten qué era Jerusalén,
quizá piensen que fue un género literario, un
mito griego o una leyenda gótica.
Señor, aleja de mí todas estas
tentaciones del Maligno. Me ronda el
adversario invisible, me hostiga. Yo, tu Gran
Maestre, me apresto a defender mi mente como
esta torre. Los siglos de la Historia han tocado
a su fin, lo creo firmemente, firmísimamente.
Por eso defiendo esta torre día y noche, la
última muralla de tu Reino en la Tierra. Dentro
de estos muros de la ciudad se protege el Reino
de Dios. Fuera, alrededor de estos muros, la
oscuridad del paganismo lo ha invadido todo.
Fuera se ha hecho de noche, sólo hay luz aquí
dentro. Guardianes de la Luz, la protegeremos
a costa de nuestras vidas.
No habrá más siglos. El Tiempo llega a
su fin. El único después que reconozco es la
caída de todas tus plagas, de toda tu ira, justo
antes de la Resurrección de vivos y muertos.
En el borde del final del Tiempo sólo me queda
esperar los siglos de los siglos. Espero gozar
del Libro de la Vida, del río de agua brillante
como el cristal brotando del trono de Dios y del
Cordero, en medio de árboles que dan doce
cosechas donde ya no hay noche, donde ya no
85
U
na plaza en el casco antiguo de
Jerusalén. Una plazuela irregular
rodeada de viejos edificios de piedra,
ligeramente en cuesta, relativamente cerca de
la Basílica de la Resurrección. Mil trescientos
soldados formados aguardaban el discurso del
Comandante en Jefe encargado de la defensa
de la ciudad. La meteorología no se prestaba
nada para un acto de ese tipo: frío, cielos
nublados y a rachas un viento que todavía
intensificaba más una sensación desapacible de
incomodidad y de deseo de que la arenga
acabara cuanto antes. Ante la presión por la
cercanía del enemigo, los preparativos para la
guerra se habían realizado a un ritmo tan
acelerado, que no se había dado ningún
discurso a los soldados. Aquella arenga era un
deseo del general Safronov que era el que
mandaba en el Cuartel General. El ataque era
cuestión de días, no tenía ya sentido esperar a
que el tiempo mejorara. O daba el discurso
ahora o nunca.
En otras épocas hubiera explorado esta
ciudad de arriba a abajo. Ahora, en la vejez,
sólo deseaba volver al cómodo y mullido sillón
de mi escritorio, sentarme, ponerme una manta
encima, y meditar sobre mi vida. Quizá más
que meditar, lo que hago es dar cabezadas.
Quizá, más que la vejez, es mi ánimo lo que
pesa. En todas estas semanas, sólo he visitado
dos o tres lugares emblemáticos de este monte
Sión que, durante toda mi vida, he cantado en
mis salmos. Hoy, de todas formas, deseaba
estar presente en este discurso. Pero en una
segunda fila, sólo como espectador. Además,
aquí sólo soy el comandante de 7.000 soldados.
El centro de todo esto son otros. Otros son los
que determinan la estrategia. Sólo se nos ha
encomendado defender un trocito de la
muralla. Pensamientos lóbregos en medio de
esta espera.
En la plaza sólo había mil doscientos
efectivos. Pero era suficiente, ellos
simbolizaban al resto de los defensores.
Tampoco había posibilidad de reunirlos a
todos en un lugar. El general Safronov
apareció de pronto por una callejuela, en un
pequeño vehículo militar. Se bajó y a paso
ligero subió a la extensa plataforma que le
ofrecía una parte de la plaza algo más elevada.
El general comenzó su discurso como si fuera
un nuevo Patton, con ese mismo vigor, con esa
seguridad. Su uniforme de color marrón claro
de camuflaje estaba bastante ajado. Él
físicamente tampoco era un Patton, aunque así
lo creyera: algo más entrado en kilos, algo más
nervioso y gritando su discurso con tal
entusiasmo que parecía que con sus palabras
estaba golpeando al mismo enemigo allí
delante de todos sus hombres. Eso sí, no leyó
nada. Había preparado su discurso,
ciertamente, pero a pesar de que no
improvisaba, respiraba convicción. Esa arenga,
bien lo sabía él, se trataba de una arenga que
Llegué a esa plaza por una callejuela,
cuando ya todas las compañías estaban
formadas. Por ser Gran Maestre de la Orden
Templaria, todo el mundo tenía grandes
honores hacia mí. Y por tanto podía haberme
dirigido a la plataforma que ofrecía una parte
de la plaza más elevada de forma natural, y
desde allí haber escuchado la arenga, junto a
otros oficiales. Pero, francamente, ya no tenía
ganas de nada. Me quedé junto a la esquina de
la callejuela, esperando a que hiciera su
aparición el general. La espera se hacía pesada
por el tiempo tan desagradable. Detrás de mí,
tenía a dos coroneles del Temple. Vestíamos
con trajes de campaña, trajes normales con
colores de camuflaje, ni una simple capa, nada
sobresaliente, salvo mi rango y un emblema en
nuestro hombro que pocos conocían. Pasamos
desapercibidos, como siempre en esa ciudad
que bullía de soldados atareados.
86
sería mejor o peor, pero desde luego dada en
un momento que era la culminación de otros
muchos momentos precedentes. Todos esos
momentos precedentes de muchos años atrás,
habían llevado a esa escena y al infierno que
iba a arrojarse sobre esa ciudad en los días por
venir. Por eso quiso dar la arenga a toda costa.
Se trataba de un deseo personal. Comenzó sin
preámbulo, ni presentación, ni aviso.
Simplemente se puso el micrófono inalámbrico
en el bolsillo superior de su anorak y clamó:
lo es, desde luego, no es una locura que
hayamos llegado a la conclusión de que lo es.
¡Pero qué caramba!, sea lo que fuere…
¡vamos a luchar! –y golpeó con su grueso puño
su palma izquierda abierta–. De eso sí que no
hay duda. ¡Lucharemos! Tenemos un sagrado
deber, un deber dado por Dios: ¡el de
defendernos! Un deber que lo tienen hasta los
animales. Vamos a matar, sí. Pero para
defendernos. ¿Quién nos arrebatará ese
derecho? Son ellos los que nos han sitiado, son
ellos los que yerguen sus torres balísticas
mientras ponen a punto sus máquinas de asalto,
son ellos los que calibran sus misiles. Nosotros
les esperamos.
Ellos pueden alegar más o menos
razones para justificar su agresión. Pero
nosotros tenemos una sola razón para
defendernos: seguir viviendo. Y el que quiera
entrar aquí para matarnos se arriesgará a perder
su vida. Una vida por otra, vidas a cambio de
vidas. Puede parecer un duro intercambio, pero
no vamos a esperarles aquí con las manos
cruzadas, a que vengan a arrebatarnos el don
de la vida. Un don que ellos no nos dieron. El
que quiera arrebatarnos ese don, deberá
prepararse a pagar con su propia vida
semejante acto.
El general hizo una pausa, se había
enardecido demasiado. Recuperó el resuello,
continuó más calmado:
–No defendemos un país, no, ni una
dinastía, ni un mero trozo de tierra sobre este
mundo, defendemos el último reducto del
Reino de Dios en la tierra. Si hacemos recuento
de fuerzas, es justo reconocer que no podremos
vencer. Es triste luchar en un bando que sabe
que no puede vencer. Pero aquél que lucha por
salvaguardar su propia vida no precisa de más
razones para empuñar las armas. Sí, no
podemos vencer. Pero si resistimos un poco,
quien sabe si quizá la guerra global en la que
se enmarca esta guerra seguirá su curso y
–¡¡Soldados…!! ¡Luchad!, Dios está de
nuestra parte. Muchas veces a lo largo de los
siglos, se han enfrentado dos huestes en las que
ha quedado nítida la separación entre el
ejército de los creyentes frente a un ejército de
los sin Dios. Pero quizá nunca los que nos
precedieron tuvieron una percepción tan clara,
como la tenemos nosotros, de que su batalla
podía ser ya definitivamente la última batalla,
la postrera batalla en la Historia entre los
defensores de la religión y los increyentes. ¡Sí,
soldados!, albergo la más profunda convicción
de que éste es el último combate en el que
participará un ejército de Dios. Después de
nosotros, si no logramos resistir, habrá más
batallas sí, pero ya entre hombres sin Dios. Ya
no habrá entonces un bando que defienda los
derechos del Altísimo.
Soy consciente de que muchos en las
centurias pasadas, desde que el mundo es
mundo, han tenido esa misma percepción que
albergamos nosotros, la percepción de que la
suya era la última batalla religiosa, la última
batalla entre la Fe y el odio a la Fe; aunque no
hace falta decir que todos estuvieron
equivocados. Y después de su derrota, hubo un
mañana. Sí, debemos valorar una vez más, la
posibilidad de que ni siquiera después de esta
batalla venga el fin del mundo. Pero si esto no
es el Armagedón se le parece demasiado. Si no
87
tendrán que llamar a estas fuerzas hacia otros
frentes –hizo una pausa de nuevo, se
emocionó–. Y las aguas retrocedieron.
Pero mientras esperamos el final, sea
cual sea éste, no podemos ceder, porque esta
vez no hay nadie en otro lugar que volverá a
comenzar, que volverá a extender nuestra
sagrada Fe en Jesús, éste es el último lugar
donde se conserva la llama de los dogmas. Esta
vez la aniquilación ha sido perfecta,
sistemática. Si cae esta ciudad sagrada, esta
vez sí que la simiente sería extinguida. La toma
de esta ciudad milenaria supondría el fin de la
Iglesia sobre el mundo. Los muros materiales
de esta ciudad, ahora defienden los muros
inmateriales de un edificio espiritual colocado
sobre la tierra hace 2210 años.
El Papa tenía que haber estado desde el
comienzo del discurso, pero había llamado al
teléfono móvil del general para decirle que
comenzara, que llegaría con unos minutos de
retraso. Ese retraso no parecía signo de la
existencia de ciertas divergencias entre el
Comandante en Jefe y el Papa. El retraso
parecía real y no fruto de que éste prefiriera
llegar un poco más tarde.
El Santo Padre saludó a varios
generales, entre ellos a Wierzbowski, un
general estadounidense retirado, a una general
australiana y a dos senadores cristianos que
habían huido de Europa. Después se puso al
lado de Safronov. Unos militares atengos y
siguiendo el plan previsto, dieron orden de que
se alzara la cruz. En el centro de esa plaza se
levantó una gran cruz de madera. Con sus
veinte metros de altura y tres metros de grosor
en la base, se podía ver con prismáticos desde
las posiciones de los sitiadores. Esa cruz tenía
algo de medieval. Con una misteriosa
inscripción en latín que significaba:
Unos finísimos copos de nieve
comenzaron a caer sobre el anorak del general,
sobre los soldados, sobre las calles estrechas
del casco histórico. Las colosales columnas de
humo de Siberia, en la Guerra de Asia, habían
provocado un enfriamiento del clima a nivel
planetario. En ese momento, el Santo Padre de
sotana blanca con un grueso anorak, también
blanco, apareció a pie rodeado de soldados por
una calle del fondo. Llegó al final de la arenga
del militar. No estaba claro si ése era
exactamente el final de su discurso, pero el
general no podía continuar con el Papa
dirigiéndose por la plaza en dirección hacia la
plataforma elevada. Venía, tal como se lo
habían pedido, a exhortar brevemente a los
soldados y a darles su bendición. Si hubiera
escuchado el discurso no hubiera estado de
acuerdo con ciertas afirmaciones del general.
No toda la semilla estaba recluida en la ciudad.
Había cristianos dispersos en las zonas de
persecución, y comunidades enteras en los
países todavía no ocupados. Pero el general
quería ofrecer un discurso contundente para
animar.
Entonces Asiria caerá a espada,
pero no de hombre.
Lo consumirá la espada,
pero no de ser humano.
El Santo Padre inclinó la cabeza y
recitó una pequeña oración en inglés. Tras eso
bendijo la cruz con una fórmula latina.
Después se dirigió a los soldados sin más
preámbulos.
–Queridos hijos. Ojalá que no
tuviéramos que vernos en esta situación. Pero
dado que nos hemos visto forzados a retirarnos
a esta santa ciudad donde todo empezó, hemos
decidido defendernos. Desearíamos no tener
que hacer daño a nadie, pero aquí se
concentran los creyentes de todo el Orbe. Los
lobos rodean a las ovejas de la grey de Cristo.
88
En esta terrible hora, la muralla de esta santa
ciudad marca los límites del aprisco, fuera del
cual campean seres humanos que buscan
nuestra muerte. ¿Seremos nosotros de nuevo la
semilla que se esparcirá por el mundo, si éste
no es el punto conclusivo de la Historia? No lo
creo. Más bien creo que nos encontramos justo
en el límite del tiempo para la raza de los hijos
de Adán. Si es así, aceptaremos la hora de
Dios. Ya todo depende de su decisión, de la de
Él. Su decisión de vida o de muerte, la
acataremos sin resistencia.
Y ahora os doy la bendición. Sit
nomem Domini, benedictum. In nomine Patris
et Filii et Spiritus Sancti.
bosques, sin vida en los océanos. Esta vez la
Humanidad no volverá a resurgir. Se trata de
una guerra en la que no habrá un después. La
batalla que vamos a afrontar aquí en Jerusalén,
supone un mero elemento más, pequeño, en
este grandioso escenario de destrucción.
Esto pensaba sentado en mi jeep, sin
decir ni una sola palabra para no desanimar a
mis acompañantes que serios y marciales
miraban al frente, a las calles por las que
transitábamos y en las que los soldados tenían
que echarse a un lado dada la estrechez del
lugar.
Llegamos al lugar donde el general
Safronov se hallaba embebido en su tarea de
revisar las defensas de la parte norte. El mismo
general, el día anterior, me había telefoneado
para invitarme a que le acompañara en esta
tarea tras el discurso. Al verme, dejó lo que
estaba haciendo, se acercó y me estrechó
calurosamente la mano. La gloria de la Orden
seguía ejerciendo un poder magnético. Aunque
sabía muy bien que hasta el general
estadounidense retirado participaba de las
reuniones del Mando Central y yo no. Quizá la
invitación a acompañarle en esta visita a las
defensas era un modo de compensar.
El saludo que me dio Safronov fue
sinceramente afectuoso y breve. En seguida,
siguió revisando las explicaciones sobre la
disposición de las minas. Yo iba un poco detrás
del general, junto a su secretario y un teniente
general. Habían colocado decenas de miles de
minas alrededor de la milenaria ciudad. En un
pequeño mando de operaciones provisional,
una general coreana de menor graduación le
mostró en plena calle, sobre una enclenque
mesa metálica, el amplio plano de la ciudad
con las líneas esenciales de los sistemas
defensivos dispuestos en aquel sector en el que
se encontraban. No sólo había minas, sino
también grandes explosivos enterrados que se
El Santo Padre, tras despedirse y
oyendo un formidable hurra a sus espaldas, se
retiró por donde había venido. El general
Safronov se marchó en otra dirección a revisar
otra parte de las murallas. Un oficial se colocó
donde había estado el general y gritó a voz en
cuello: ¡rompan filas!
El general había hablado con rotunda
seguridad. Otros han hablado con rotundidad
antes de nosotros, en muchos bandos –pensé
desde una esquina de la plaza–. Ése fue el
malévolo pensamiento que involuntariamente
vino a mi corazón alicaído. Al menos, la visión
del Papa me había alegrado. Hice un gesto a
uno de mis acompañantes, nos marchábamos
de la plaza. No se podía entrar hasta ese lugar
más que a pie, pero tenía una especie de jeep
aparcado a dos calles de allí. Uno de los pocos
privilegios que tenía por ser quien soy, era
contar con ese vehículo.
Reconozco que me puedo equivocar.
Pero lo que es evidente es que esta vez la
Humanidad no se podrá volver a levantar. Esta
vez el enfrentamiento entre colosos, la guerra
entre continentes enteros, supondrá la
destrucción de toda la civilización, el
envenenamiento de aguas y aire, una tierra sin
89
accionaban a distancia y que podían hacer
saltar por los aires una hectárea entera. A lo
lejos se veían torres defensivas desde cuyas
cúspides abundantes sistemas de rastreo
vigilaban la tierra de nadie entre ellos y los
enemigos. La oficial coreana, acompañada de
dos técnicos ugandeses le mostraron a
Safronov cómo cerca del casco viejo, en un
sector más moderno, se habían abierto cinco
entradas más al sistema de búnkers
subterráneos.
–Lucharemos también bajo tierra –
comentó seria la coreana.
–No se hace bien la guerra en el
subsuelo –afirmó satisfecho el general–,
¿todos nos preguntamos si, finalmente, se
meterán en la boca del lobo y descenderán al
sistema subterráneo de galerías minadas?
–No tardaremos en saberlo. ¿Cuánto es
el grosor del hormigón en este tramo del túnel?
–preguntó señalando un plano.
–Cuatro metros.
–¿Cuatro metros? –repitió dudoso el
general–. Ya que no está acabado, yo añadiría
otros metros en esta zona. Y dejaría una capa
de dos metros de tierra entre esta capa y la
nueva para que amortigüe cualquier impacto.
–Muy bien.
–¿Y de cuánto gas disponen en este
silo?
–Aquí hay tres toneladas.
Los defensores disponían de veinte
toneladas de gas sarín. Si no les quedaba otra
opción, envolverían la ciudad durante días con
gas venenoso. Cuando se trata de defender la
propia vida no hay ninguna convención que
prohíba que nos defendamos por todos los
medios. Ántrax, gas nervioso, radiación
nuclear, armas biológicas, lo que sea. Que la
muerte caiga sobre esta ciudad para que
nosotros vivamos –exclamó el general al mirar
en el plano la ubicación del silo de armas de
destrucción total– .
Escuché las determinadas palabras del
Comandante en Jefe: que la muerte caiga sobre
esta ciudad. Levanté mi cara del plano, la miré
con mis ojos muy abiertos, estaba sorprendido.
Se trataba de una ciudad santa. Que la muerte
caiga sobre esta ciudad. Aunque tardé poco en
darme cuenta de que tenían razón. Todos esos
planes debían haberlos meditado y
parlamentado largamente, entre los generales.
A mí todo eso me había cogido por sorpresa.
Pero sí, tenían razón. La Ciudad es santa, pero
es el hombre el que es la imagen de Dios, no la
ciudad. La ciudad está para el hombre y no el
hombre para la ciudad.
Las fuerzas que nos asedian no saben
hasta qué punto estamos dispuestos a morir
luchando –añadió el general satisfecho–. Muy
bien, adelante, estoy muy contento de cómo va
la construcción de las defensas.
Entonces tomó unos prismáticos, miró
hacia el frente y murmuró:
–Bien, hoy todo está tranquilo –bajó los
prismáticos–. Mejor, hoy me hacía ilusión ir a
ver al Santo Padre entrando en el Templo para
Sexta.
Ya que había salido de mi sector,
también a mí me apetecía asistir a esa
ceremonia, así que le dije que todavía no nos
despedíamos, que le íbamos a seguir en nuestro
jeep. El general se montó en un vehículo y le
indicó al chofer que condujera con celeridad.
En veinte minutos, el general se bajaba del
todoterreno descapotable y entraba en el atrio
del Templo. Sobre la explanada del Templo, se
había reconstruido una réplica exacta del
Templo de Salomón. Un Templo pequeño, en
madera, sin otros ornatos adicionales que los
que aparecían en el texto sagrado. El edificio
lo habían levantado los judíos hacía no
demasiados años. Después, con la conversión
en masa del pueblo al cristianismo, en el Arca
de la Alianza se había colocado la Eucaristía.
El Arca se había transformado en un sagrario
90
con el consentimiento y entusiasmo de todos
los judíos cristianos que en ese momento ya
eran el 95% de la población y creciendo. El
general se sentó en el atrio, allí siempre había,
a cualquier hora del día o de la noche, más de
doscientas personas orando en silencio. Justo a
las 12.00 apareció el Papa seguido de cuatro
cardenales y dieciséis obispos con sus mitras y
capas pluviales.
Los prelados atravesaron el atrio por su
centro, como cada día a la hora de sexta, y
dejando a un lado el ancho altar de las ofrendas
donde continuamente ardía una hoguera de
fuego, entraron en procesión al santuario. Los
obispos se quedaron junto al candelabro de las
siete llamas que ahora simbolizaba a las
iglesias del mundo. Allí el Papa incensó en
dirección hacia el Arca, oculta tras el alto velo.
Después, sólo el Santo Padre, pasó al Sancta
Sanctorum, hizo genuflexión y recitó allí una
sencilla oración por la supervivencia de la
Iglesia y la conversión del mundo.
Sólo vi al Papa en el atrio, junto al gran
Altar de las Ofrendas, después se metió en el
santuario y, aunque el portón estaba abierto, la
penumbra del lugar santo le envolvió. El rostro
del sucesor de Pedro manifestaba sufrimiento.
Tanto él, como el sonriente general a mi lado,
como yo, sabíamos que estábamos en los
últimos días de calma antes de la tempestad.
Era hora de sexta, la hora en la que los rezos
litúrgicos se elevaban puntualmente hacia el
Cielo, pero la que se aproximaba era la Hora
de las Tinieblas. En dos días a lo sumo, según
mi opinión, el infierno se abatiría sobre la
ciudad. Y tras una defensa denodada, todos
deberían retirarse a los refugios subterráneos.
Las murallas serían rasgadas. Se lucharía calle
por calle, pero la marea de la infantería
invasora, sus artefactos y su fuego arrollador
no dejarían lugar a la esperanza. El mismo
templo del que ahora salía Lino II sería
completamente arrasado como toda la ciudad.
Era tan triste contemplar esa escena de
incienso y plegarias en latín con la seguridad
de que esto sucedería en esa misma semana.
Llevadme a casa, les dije a mis
acompañantes en cuanto la ceremonia acabó.
Mi jeep se dirigió a nuestra torre. Fue un
trayecto silencioso. Un día frío, gris.
91
L
as dos jornadas que siguieron al
discurso del general Safronov fueron
de una quietud absoluta. Nada sucedió.
Dentro de la ciudad, seguían las obras. Las
tropas se movían de un lado a otro:
¿instrucción, entrenamientos o simplemente
actividad para no caer en el desánimo? Yo ya
no salgo del dormitorio, más que para ir a la
capilla. En el exacto centro geométrico de
nuestro búnker hay una capilla octogonal de
estilo románico, donde estoy caliente y de la
que me cuesta moverme. Celebro misa, cada
día más torpe. Cada día, al hacer la genuflexión
tras la transustanciación, me da la sensación de
que el suelo está más lejos, de que mi cuerpo
se ha vuelto más pesado.
a mis espaldas muchos combates. Y éste,
además, tiene un cierto carácter de inmolación,
de sacrificio ritual. Me acerco al armario
metálico situado junto a mi cama. Allí me voy
colocando encima todas las corazas e insignias
de mi uniforme. Me visto con la misma
parsimonia con que un sacerdote se coloca
encima sus ornamentos sacerdotales.
Mi ancho cinto, al ser ceñido a mi
cintura, hace el usual clic en la parte de su
broche. Después, me pongo una coraza ligera
sobre el pecho, cerrando uno a uno los tres
broches de cada costado. El sonido de estos es
muy distinto al del cinturón. Cuelgo a mi
cuello el Collar de Gran Maestre. El oscuro
medallón con el sello templario cuelga de la
pesada cadena del mismo metal. Como
siempre, tras ello, me coloco el Collar de
Soberano de Georgeland, más corto que el
anterior, casi ceñido al reborde del cuello de mi
peto. Mi secretario anuda los cordoncitos de
los hombros, con los que se sujetan los dos
collares para que no se muevan de su sitio.
Ahora estoy en mi escritorio, escribo
mis memorias. Aunque hace dos horas que no
he escrito más que estas diez líneas de
caligrafía temblorosa.
En ese momento, se acerca a mí mi
jovencísimo secretario casi adolescente, mi
querido Wilheim, con su pelo tan lacio, tan
claro, y sus ojos dulces. No había notado que
se acercaba, hay demasiada penumbra
alrededor de esta lámpara que alumbra mi
arrugada mano apoyada sobre mis escritos. Mi
tímido secretario tiene que darme unos
golpecitos en la manga de mi hábito para
llamar mi atención. Mis setenta y tres años se
van haciendo notar; quizá no hay demasiada
penumbra, quizá no ha sido demasiado
silencioso.
–Señor –me dice–, ya han comenzado
los primeros ataques. La infantería acorazada
adversaria avanza ya hacia la zona sur de la
muralla. Nos advierten de que la torre 20 y 21
están en medio de un encarnizado combate.
–Vamos. Lo que haya de ser será.
Me levanto del escritorio con toda la
prisa que el peso de mis años me permite. Una
prisa carente de cualquier excitación; ya tengo
–¿Sabes? –le digo al joven fraile–, hace
veinte años, cuando en África me ponía mi
uniforme de gala, tenía que usar ropas
interiores refrigeradas. En Europa no, pero en
África este uniforme suponía una penitencia.
Pero cuando tienes más de setenta años, el frío
se te mete en los huesos. No hace falta que
haga frío, siempre acabas teniendo frío. Al
final, siempre vas abrigado a todas partes.
Ahora me siento a gusto dentro de él, además
por dentro está muy acolchado.
–Sí, señor.
Quiero mucho a este secretario por su
mirada tan dulce, aunque apenas lo conozco.
Me lo han asignado hace poco, tres días lleva
en el cargo. El destino de mi experimentado
secretario de siempre, lo desconozco. Tenía
orden de seguirme, me consta que se montó en
92
la aeronave Nabucodonosor. El Destino debió
inscribir su nombre en la fatídica lista de los
que se montaron en las naves equivocadas, las
que fueron abatidas. Bajo la atenta mirada del
joven, sigo yo acabando de ponerme todos los
elementos de mi vestimenta. Paso la mano para
limpiar un poco de polvo que hay cerca de uno
de los dos relieves que tiene el metal de mi
coraza. Y es que sobre la parte derecha e
izquierda de mi pecho, la coraza muestra dos
pequeños relieves ligeramente sobredorados.
A un lado, tres flores de lis: símbolo de mi
condado de Artois. Al otro, dos torres y una
luna: símbolo de mi señorío de North-Wessex.
La espada que se me entregó el lejano día de
mi investidura, al ser colocada en su vaina,
hace el sonido deslizante de siempre, un sonido
muy característico. Mi brillante yelmo de acero
negro lo llevaré en la mano hasta llegar al
Puesto de Mando. Me enfundo las manos con
estos guantes mullidos que me llegan a la
mitad del antebrazo. La tela oscura no permite
que se destaquen los varios símbolos que ornan
esas dos últimas prendas. Pero, en la parte
central del dorso de los guantes, una minúscula
arcangélica figura aparece entretejida: un
espíritu glorioso con una espada, otro con un
pez. Durante mi mandato como Gran Maestre,
cada vez que tenía que vestirme con todas mis
galas, recitaba una breve oración al ponerme
cada prenda. Esta vez me limité a musitar entre
dientes un solo versículo que me sé de
memoria:
En todo, Señor, has engrandecido a tu pueblo,
lo has glorificado y no lo has desdeñado,
permaneciendo a su lado en todo tiempo y lugar.
–¿Sabes que la Orden de la que yo soy
su superior llegó a tener su propia flota? –le
comento mientras me calzo a duras penas las
botas. Dudando varias veces si pedirle ayuda al
joven secretario.
–No, no lo sabía.
–¿Pero, alma de cántaro, qué sabes de
la Orden? –le pregunto al alma candorosa que
tengo a mi lado sin mirarle, pues toda mi
atención está puesta en la complicada
operación de ponerme las botas.
–Poca cosa, señor, sólo soy un pobre
novicio.
–Ven conmigo, hijo mío, te contaré
más cosas de camino al centro de mando. Ya
que vas a dar tu vida por la Orden más vale que
sepas algo más.
–Sí, señor.
93
94
Memorias del Último Gran Maestre Templario es una de las diez novelas que componen la
Decalogía sobre el Apocalipsis. Cyclus Apocalypticus fue la primera de las diez obras en ser escrita.
La Decalogía describe los acontecimientos de la generación que habrá de vivir las plagas bíblicas del
fin del mundo.
Cada una de las novelas de la Decalogía (o Saga del Apocalipsis) es independiente. Cada una
explica una historia completa que no requiere de la lectura de las anteriores. Fueron construidas esas
historias como novelas que tienen sentido por sí mismas y que pueden ser leídas en cualquier orden.
Cada novela de la Saga describe el Apocalipsis visto desde un ángulo distinto, desde un
personaje diverso o desde otra situación. Todas estas historias que componen la Decalogía fueron
comenzadas a escribir en 1997. La primera en ser publicada fue Cyclus Apocalypticus en el año 2004.
En ese año, las diez novelas estaban ya escritas. Si bien en los años siguientes sufrirían un constante
proceso de revisión y ampliación.
Cada novela de la Decalogía no debe ser leída como la continuación de la anterior novela,
sino como una novela independiente. Sólo al leer las diez novelas se tiene una idea clara de los hechos
que las conectan entre sí. Muchos han preguntado al autor qué orden debería ser el más adecuado
para leer la Decalogía. Siempre ha dicho que cualquier orden es válido. Aunque él aconseja leer
primero: Cyclus Apocalypticus, después Historia de la II secesión y en último lugar el Libro Noveno
y el Libro Décimo ya que estos dos últimos libros que concluyen la saga están compuestos de retazos,
imágenes y pequeñas crónicas de toda esta época.
95
www.fortea.ws
96
José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro, España, en
1968, es sacerdote y teólogo especializado en demonología.
Cursó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la
Universidad de Navarra. Se licenció en la especialidad de Historia
de la Iglesia en la Facultad de Teología de Comillas.
Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares
(Madrid). En 1998 defendió su tesis de licenciatura El exorcismo
en la época actual, dirigida por el secretario de la Comisión para
la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española.
Actualmente vive en Roma, donde realiza su doctorado en
Teología, dedicado a su tesis sobre el tema de los problemas
teológico-eclesiológicos de la práctica del exorcismo.
Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio, la posesión
y el exorcismo. Su obra abarca otros campos de la Teología, así
como la Historia y la literatura. Sus títulos han sido publicados en
cinco lenguas y más de nueve países.
www.fortea.ws
97
El juicio
año 2209
José Antonio
Fortea
1
Editorial
Dos latidos
Benasque, España
Título: El juicio; año 2209
© Copyright José Antonio Fortea Cucurull
Todos los derechos reservados
[email protected]
Publicación en formato digital en mayo de 2012
www.fortea.ws
2
Versión para tablet
versión 2 del texto
3
El juicio, año 2209
...................................................................................................................................................................................................
José Antonio Fortea
4
5
E
l coronel Dwight Patterson descansaba
en su bañera. Veinte minutos de
sosegado baño cada día antes de cenar,
uno de los rituales diarios del coronel. El pecho
de Patterson sobresalía recostado en la gran
bañera circular de mármol azul situada en el
centro del amplio aseo de su casa. El militar
apoyaba sus cabellos plateados, su nuca, en el
cojín dorado colocado a tal efecto a sus
espaldas. Con los ojos cerrados Dwight
escuchaba música de Gershwin. A su derecha,
en el borde marmóreo de la bañera, una copa
de cristal con vino de Madeira. A su izquierda,
también a mano, Yo Claudio; de vez en
cuando, no siempre, le gustaba leer mientras
disfrutaba de su baño relajante. Varios
ambientadores daban al aseo un agradable
aroma a pino. Cuatro velas encendidas
acababan de dar una nota de exquisito buen
gusto al ambiente, casi de sofisticación.
El coronel gustaba mucho del agua. No
tanto para beber, como para meterse en ella al
final del día, antes de la cena. No sólo era su
bañera, sino que un día a la semana iba a la
inmensa piscina climatizada de la calle
Hoffman. Lo del baño relajado, cada día o cada
dos días, tenía pocas excepciones. El oficial era
un hombre de rutinas, un amante de las
costumbres, las cultivaba con delectación. Pero
no tomaba esos baños prolongados todos los
días, los fines de semana y a veces los viernes
descansaba, pues como él siempre repetía a sus
amigos oficiales del ejército: todo placer
reiterado cesa de dar placer.
El rostro del militar de cincuenta y
cinco años era una especie de mezcla entre la
cara de Woodrow Wilson y las facciones de un
aristócrata sueco. Es decir, un rostro que
irradiaba distinción. Un rostro alargado
coronado de canas, con unos párpados algo
caídos que le daban la apariencia de perenne
serenidad. Su papada, sus ojos clarísimos, sus
ademanes, todo en él era noble. Su paso firme,
su voz pausada y timbrada, marcando mucho
las palabras, su altura de 1,92 m, le conferían
el aspecto de alguien que mandaba, que estaba
acostumbrado a mandar y que, además, lo
hacía muy bien. Su mano nunca le había
temblado a la hora de imponer las medidas más
catonianas para restablecer la disciplina, las
pocas veces que había tenido que hacerlo. No
obstante, su espíritu, siempre estaba inclinado
a la magnanimidad. Su prestancia, su carácter
férreo, todas las anteriores cualidades le hacían
ser respetado por todos los oficiales bajo su
mando.
Justo en el momento en que los violines
y el piano entraban en un compás de andante
en la grabación que escuchaba, el sonido
interrumpido y agudo del timbre de la puerta le
advirtió que alguien había llegado al rellano de
su piso. Patterson alargó su brazo hacia su
teléfono y sin salir del agua atendió al timbre
de su puerta desde su teléfono.
–¿Sí? ¿Dígame?
–Policía
Metropolitana,
¿podría
abrirnos?
Patterson quedó sorprendido. La
policía... ¿qué querrían?
–Sí, por supuesto. Pero tendrán que
esperar unos momentos, me encuentro en el
baño.
El militar salió del baño y sin
enjuagarse la poca espuma que había quedado
sobre su cuerpo, esbelto a pesar de encontrarse
cerca de los sesenta años, se puso encima su
albornoz de algodón. Así, con el albornoz
blanco que le llegaba hasta los tobillos y que
ostentaba sus iniciales doradas, abrió la puerta.
–Buenas tardes, ¿en qué puedo
ayudarles?
Cuatro policías con sus uniformes
oscuros y pesados, cubiertos de acolchadas
placas negras de protección, en los que
relucían sus aceradas rectangulares insignias
6
del Departamento con su número de
identificación, escoltaban a su obeso sargento.
–¿Es usted Dwight Patterson?
–Sí, soy yo.
–Tengo orden de detenerle.
El coronel casi no pudo dar crédito a lo
que acababa de escuchar. Sus ojos se abrieron
completamente. Durante un instante no supo
qué decir.
–¿Puedo leer la orden? –preguntó
finalmente Patterson.
–Lo siento, no es una orden judicial. La
orden ha sido cursada por radio por el
organismo central de detenciones del sector 30.
En la comisaría, el superior al mando le
informará de los cargos.
–¿Ustedes no los saben?
–No tenemos ni idea. Pero la foto de su
cara, el nombre y su dirección aparecieron en
nuestra pantalla, junto a la orden de proceder a
su detención. No sabemos nada más. Pero
insisto, los sujetos arrestados en virtud del
artículo 328, son informados al llegar a
comisaría.
El militar todavía no acababa de dar
crédito a la situación que estaba viviendo y
reaccionaba con lentitud. No sabía muy bien
qué hacer, claro que tampoco se podía hacer
nada, más que dejarse llevar, dejarse conducir.
–Muy bien, me disculparán, necesito
unos minutos para vestirme.
Componiéndose su corbata en tonos ocres,
contempló desde la ventanilla del vehículo
policial las decenas de miles de ventanas
iluminadas de las torres de Boston. Los
pasillos aéreos entre aquellas torres estaban
muy transitados; era la hora de la vuelta del
trabajo a casa.
Mientras el vehículo sobrevolaba las
calles inmerso entre todas la luces de los que
circulaban en aquel corredor, Patterson se
preguntaba por qué estaba en el asiento trasero
de aquel coche patrulla. No había llamado a
nadie todavía, quería saber primero de qué se
le acusaba para después actuar en
consecuencia. De momento era mejor no darle
vueltas, mirar por la ventanilla, tratar de no
agobiarse, pensar en otra cosa. Su labio inferior
denotaba la tensión a la que estaba sometido en
ese momento. Pero hacía ímprobos esfuerzos
por no desmoronarse, por ofrecer a los agentes
y ofrecerse a sí mismo una impresión digna, la
serenidad con la que se espera que un militar
afronte los escollos imprevistos de la vida. Él
era, al fin y al cabo, un militar. Sobre todo
eso... un militar.
Con su trabajo había colaborado a
defender esas torres, esa ciudad y las miles de
ciudades de los 50 Estados. Había custodiado
ese territorio, esas moradas habitadas por
tantos seres humanos. Las había defendido en
tiempos de paz, pero hubiera estado dispuesto
a derramar su propia sangre por defender a su
patria. Por eso ahora no comprendía. No
comprendía esa situación. Él era un hombre
justo. Los extensos muros de las gigantescas
construcciones del centro de la ciudad seguían
desfilando por la ventana en el recorrido de
aquel coche patrulla. El gélido río Charles, las
luces de aquella noche invernal, la hora
temprana, pero ya oscura en esa época del año.
Hacía frío fuera. ¿Qué hace un hombre
honrado como yo en este asiento de atrás de
este vehículo policial? Y volvía a mirar otra
Diez minutos después apareció
elegantemente vestido con traje blanco.
Sosteniendo un pequeño maletín en la mano.
–Lo siento, señor –le dijeron–, pero no
puede llevarse nada.
–¿Ni siquiera un libro y mi cepillo de
dientes?
–Ni siquiera. Son las normas.
Sin rechistar, sin quejarse, dejó, allí
mismo, en el salón el maletín, bajó con los
agentes en el ascensor y se subió a la aeronave.
7
vez a la superficie del río y a las luces del
centro de la ciudad. Cualquier cosa con tal de
distraerse, de no pensar en esto, la mayor
humillación de su vida, una situación en la que
jamás imaginó que se vería.
El militar se pasaba las manos nervioso
por la parte superior de la pernera de sus
pantalones blancos. Cuánto le hubiera gustado
tener a su lado a su mujer. Pero ni ella, ni sus
hijos, le esperarían en casa cuando regresase.
Mejor. Nadie de su familia sufriría con este
inesperado asunto desagradable. Sufriría solo.
Patterson trataba de distenderse con cualquier
pensamiento, porque cuando se detiene a un
sinvergüenza, a un hombre que asiduamente ha
quebrantado la ley, su ánimo, su psicología,
está preparada para tal eventualidad. La
posibilidad de ser atrapado ha sido ponderada
a menudo por todo canalla, desde que opta por
saltar la raya de la ley. Pero cuando se detiene
a hombres honrados y justos, se derrumban.
La Comisaría Norte de la ciudad, ya
estaba a la vista. Tenía el aspecto de una
fortaleza. De una fortaleza incrustada en la
parte media de un rascacielos. La comisaría
tenía una altura de siete pisos, y estaba situada
a casi 200 metros de altura respecto al suelo.
Continuamente entraban en las pistas y
hangares de la comisaría aeronaves policiales.
De lejos, las aeronaves parecían luciérnagas
penetrando en las entrañas arquitectónicas de
aquella megaestructura.
nada más saludarle tecleó y consultó la pantalla
de su mesa, mientras se rascaba la mejilla.
Después dijo pensativo:
–Señor
Patterson,
tengo
que
comunicarle que ha sido detenido en virtud de
la orden general de detenciones que ha dictado
la Dirección Central de la Policía
Metropolitana de Boston, después que hoy se
nos diera a conocer el decreto 8/2209. El
decreto ha sido aprobado hoy mismo a las
10:00 a.m. por el Presidente de los Estados
Unidos. Mi impresora está ahora mismo
preparándole una copia de esta nueva ley. Aquí
la tiene.
La negra y gruesa mano del comisario
sobrevoló la mesa aproximándole la hoja.
Dwight Patterson leyó atentamente el papel.
–Mañana será presentado usted ante el
juez –añadió el comisario–. No se trata de un
juicio, es tan solo una comparecencia con
sentencia inmediata. ¿Tiene usted abogado?
–No, no tengo –respondió Patterson.
–¿Lo quiere de oficio o prefiere
contratarlo usted mismo?
–Creo...
que haré unas cuantas
llamadas.
–Por supuesto. Como le he dicho,
mañana será llevado a los tribunales del distrito
30. Mientras tanto, ha de saber también que,
desde este momento hasta la comparecencia
ante el juez, está usted detenido. Tengo la
obligación de advertirle también que sus
bienes y cuentas financieras quedan
congeladas bajo la custodia y supervisión del
Estado de Massachussets hasta la sentencia de
mañana –y con aburrida velocidad continuó:–.
No puede hacer trasferencias, ni compraventas,
ni cualesquiera otros actos de disposición de
bienes hasta que la decisión del juez aclare su
situación legal.
–Comprendido.
–Si lo desea, ahora un agente le leerá la
lista completa de sus derechos.
Un cuarto de hora después, el coronel
entraba en el despacho del comisario Mac
Millan.
–Encantado. Siéntese.
Mac Millan le saludó con un apretón de
manos, un comisario de color con una voz seca
y profunda. El comisario le había dado la
mano, porque aunque fuera un tipo duro y mal
afeitado, le gustaba ser cortés con los detenidos
de apariencia de clase media. El comisario
8
–No hace falta, espero esta misma tarde
hablar con el letrado que se encargue de mi
defensa.
–Muy bien, pues nada más. Adiós.
El comisario sin acabar la última
palabra le tendió la mano para dar por
finalizada la conversación. Su rostro no
denotaba ninguna emoción, era el rostro duro
de alguien acostumbrado a realizar el
procedimiento muchas veces al día.
Rommel del desierto legal, se las sabía todas.
Y no sólo eso, entre las no menos malas armas
de su arsenal estaban sus amigos, tenía muchos
amigos abogados, de todas las especialidades.
La cara sonriente de Douglas apareció en
seguida en la pantalla del teléfono. No dejó
hablar al coronel, sino que, de inmediato, dijo
alegre:
–Hola Dwight, te iba a llamar yo
mañana, Lester Berrigan nos ha invitado al
torneo de golf, el torneo de primavera de su
club.
–Mira Douglas, te llamo desde la
Comisaría Norte. Estoy detenido.
–¡Cómo! –en ese momento se le cayó
encima el cielo al administrador.
Patterson fue conducido por un pasillo
a una salita blanca bastante vacía pero con un
video–teléfono encima de la mesa. Todo era
blanco, el suelo, la mesa, la silla, las paredes.
El viejo coronel se sentó y consultó las
direcciones de la agenda electrónica que
llevaba en el bolsillo de su americana. Los
guardias junto a la pared de enfrente
aguardaron con aburrimiento a que acabara.
Allí estaban, silenciosos, observándole. El
militar pensó que lo mejor era llamar al
número de teléfono de su asesor financiero. En
ese momento no se le ocurrió alguien más
adecuado para el caso. Era su asesor y su
amigo. Y siempre estaba metido en asuntos de
abogados. Los dedos del coronel teclearon con
lentitud y preocupación la siguiente dirección
alfanumérica de teléfono:
Patterson fue trasladado por los dos
policías a través de un inacabable pasillo.
¿Cuántas celdas flanqueaban el pasillo?
¿Cientos? Cada vez que ingresaban en un
nuevo pasillo que daba a otra zona de celdas,
debían esperar a que se abrieran las verjas
mecánicas que clausuraban cada tramo.
Escapar no debía ser fácil, porque incluso
llegar a su celda requirió su tiempo. Pero a
través de aquellos pasillos silenciosos,
acabaron por llegar.. El agente que iba delante
abrió una puerta. Una puerta metálica blanca.
Todo era inmaculadamente blanco. El coronel
echó una ojeada a su celda. La puerta se cerró
sin ningún aviso a sus espaldas. Un catre, una
silla y un lavabo. Ni una ventana, ni un libro,
nada. Al fin y al cabo aquella era una celda de
comisaría. Una celda de estancia breve en
espera de ser trasladado a una prisión para
permanencias prolongadas. El viejo militar de
sienes canas tomó asiento. No sabía qué
pensar. Todo había sido tan inesperado. Las
horas comenzaron a pasar.
douglaswilliams327hollbrook
Su viejo amigo Douglas Williams era
mucho más que el gestor de toda la vida que le
confeccionaba la declaración para hacienda
cada año. Era Douglas el contertulio usual que
venía no pocos fines de semana a casa a
tomarse un café y a charlar acerca de cómo
iban las cosas. Su asesor no sólo le informaba
de todos los más rentables productos
financieros donde invertir sus ahorros, sino que
también era un perro viejo resabido de todos
los vericuetos del derecho penal. Era el
9
Al día siguiente
Así que tranquilo. Y ahora pasemos a estudiar
la letra del decreto presidencial por la cual
usted comparece mañana ante la justicia:
2 de enero de 2209. En virtud del
Decreto de Poderes Especiales, el Presidente
de los Estados Unidos de América establece
que, en orden a una mejor protección de los
derechos de la infancia, todos los cristianos
deberán someterse a un tiempo de
reeducación en centros destinados a tal efecto
por las autoridades federales.
Este decreto afecta a todos los
cristianos por encima de la mayoría de edad.
Los menores de edad serán acogidos
temporalmente en los centros de la institución
federal Childrencare creada a tal efecto.
El decreto afecta a todos los cristianos
que se hallen en suelo norteamericano o en
una jurisdicción equivalente, sean o no
ciudadanos de los Estados Unidos. Los casos de
cristianos carentes de inmunidad diplomática
pero que trabajen en embajadas serán
estudiados caso por caso por el Departamento
de Estado.
Los bienes de los cristianos quedan
bajo custodia federal; desde que entre en vigor
este decreto no se permitirá la enajenación,
venta o transferencia de ningún bien. La
Fiscalía General enviará, de inmediato, el
listado de los acusados al Organismo de
Regulación Bancaria.
Asimismo, de acuerdo a la legislación
penal vigente y para evitar que ningún
ciudadano sea injustificada o erróneamente
enviado a los centros de reeducación, el envío
sólo se podrá hacer tras la sentencia de un
juez. La sentencia de reclusión será emitida tan
sólo tras la preceptiva comprobación de que el
sujeto es cristiano. Para lo cual se le
interrogará acerca de esta cuestión. Si el sujeto
niega ser cristiano o consta por alguna razón
U
na gran mesa en la amplia habitación.
A un lado Patterson, al otro su
abogado con dos ayudantes también
abogados. También Douglas Williams se
hallaba en esa mesa, al lado del coronel. El
asesor
financiero
había
trabajado
concienzudamente, había consultado a cinco
abogados conocidos, letrados de su entera
confianza que le aconsejaron no como a un
cliente, sino como a un amigo. La noche
anterior había sido un día alocado de llamadas,
pero finalmente a las diez de la mañana del día
siguiente Patterson tenía delante a tres
abogados que se contaban en la nómina del
mejor bufete de la Gran Manzana.
El coronel tamborileaba con su
bolígrafo sobre los folios que tenía delante,
mientras sus ojos infatigables atendían las
explicaciones de su abogado. Hacía menos de
un minuto que había firmado los documentos
que les convertía a ellos en sus abogados.
–Como cliente nuestro y para su
conocimiento, le diré que nuestro bufete está
compuesto por 74 abogados. Tocamos todos
los campos y todas las especialidades –hablaba
un abogado delgado, muy delgado, de ojos
azules, y vestido con un traje cortado en una de
las mejores sastrerías de la Quinta Avenida–.
Créame, está en las mejores manos. La
comparecencia la tenía dentro de dos horas.
Pero ahora mismo vamos a pedir el
aplazamiento de un día, para que se nos
conceda más tiempo para estudiar su defensa.
Durante esta noche, cuatro personas van a estar
preparando todas las estrategias posibles para
defender su caso. En cuanto salga de aquí,
vamos a buscar toda la información posible
acerca del juez. A lo largo de esta noche
sabremos la biografía del juez, dónde estudió,
cuáles son sus manías, sus preferencias, las
cosas que le gustan y lo que le produce tirria.
10
que ya no lo es, se le dejará de inmediato en
libertad.
Este decreto entrará en vigor el día 2
del mes de enero a las 12:00 p.m. del mismo
día en que es aprobado.
sería de una ayuda inestimable algún tipo de
dubitación. Por eso se lo repito: ¿alberga algún
tipo de duda, por pequeña que sea, acerca de la
fe en el credo que usted profesa?
–No, creo firmemente.
–¿Estaría usted dispuesto a negar que
es cristiano?
–No.
–Dese cuenta que no le pido que
internamente deje de creer en su fe, sólo le
preguntaba si estaría dispuesto a negarlo
externamente.
–No. No lo voy a hacer.
El abogado no insistió en el tema. Su
misión era defenderle. Ellos no iban a hacer el
más leve esfuerzo por cambiar las ideas de un
cliente. El cliente pagaba y el bufete le
defendía con uñas y dientes, eso era todo.
Nadie en el equipo de abogados compartía
aquellas creencias. Es más, en pocos lugares de
este mundo había un grupo de personas menos
inclinado a problemas de conciencia como los
de Milton & Asociados. Pero ellos no entraban
en el tema de fondo, para ellos todo esto era
sólo un trabajo; y un trabajo que hacían muy
bien.
–¿Pero vamos a ver, no podríamos
decir que esa ley es anticonstitucional? –
preguntó Patterson.
–Mucho me temo que tal medida
resultaría
inútil.
Los
recursos
de
inconstitucionalidad contra una ley federal se
presentan ante el Tribunal Supremo de los
Estados Unidos. Después del atentado del año
2183, el Presidente tuvo que nombrar a todos
sus miembros. Desde entonces, el Tribunal
Supremo no es más que una mera rama del
Poder Ejecutivo. De manera que por esa vía no
tenemos mucho futuro. Le aseguro que por ahí
no lograremos nada. Además, junto al decreto
8/2209 de confinamiento de los cristianos, el
Departamento de Justicia de los Estados
Unidos emitió un anexo que era un informe en
Como ve, señor Patterson, el decreto ha
sido redactado deliberadamente de un modo
bastante amplio. No se entra en
especificaciones
que
hubieran
sido
complicadas y, tal vez, inacabables. No se
habla de si el cristiano pertenece a una u otra
confesión. No se explicita qué tipo de
preguntas certificarán esa calificación de
cristiano. ¿Por qué? Pues porque el legislador
sabía que concretar la letra de la norma en ese
sentido llevaría al uso de argucias legales para
buscar vías de escape a su aplicación. Por eso
han decidido hacer una ley sin recovecos. Lo
único que aparece con claridad, es que si uno
explícitamente niega ser cristiano queda en
libertad. El decreto ha sido emanado de esta
manera contando con la supervisión de un buen
equipo de expertos en materia religiosa. Sabían
muy bien que a un cristiano no le es lícito
renegar de su fe.
Por lo que sabemos, dentro del
cristianismo, usted profesa el catolicismo. Es
usted católico, ¿es así?
–Correcto –contestó Patterson.
–Pertenece a la Iglesia que sigue al
Papa de Roma. ¿Me equivoco?
–No, no se equivoca.
–Luego usted se considera incluido en
el término cristiano. ¿No?
–Sí, creo en Cristo y sigo sus
enseñanzas, luego soy cristiano.
–Antes de nada –interrumpió el
abogado de la derecha al abogado del centro
que era el que estaba hablando–, y para nuestra
información, queríamos preguntarle: ¿tiene
usted alguna duda respecto de su fe? Entiendo
que es un asunto espinoso, pero para nosotros
11
–Tampoco esa razón va a convencer
mucho al juez. Es cierto que, hasta ahora, los
perseguidos siempre habían sido confesiones
con unos cuantos cientos o, como mucho,
miles de seguidores. Ésta es la primera vez que
se actúa contra una denominación tan
numerosa. No en vano ustedes los cristianos
son el 4% de la población de los Estados
Unidos.
–¿Y los jueces no se han opuesto a un
decreto así?
–A pesar del poco tiempo que ha
pasado desde la emisión del decreto, nos
consta que muchos jueces han manifestado su
aprensión a emitir sentencias con arreglo a esta
orden presidencial. Sin embargo, la Asociación
Psiquiátrica Americana ya ha ofrecido una
rueda de prensa, en la que su presidente ha
afirmado el carácter antinatural de esas
creencias cristianas, y ha apoyado las acciones
del Gobierno.
–¿Y no ha habido más voces en contra
que la de algunos jueces?
–No,
se
están
preparando
manifestaciones de protesta en varios puntos
del país. No sabemos cómo reaccionará la
opinión pública, pero desde luego, de
momento, la presión mediática contra la Iglesia
es muy fuerte. Hace dos días las cuatro cadenas
más importantes del país, emitieron a la hora
de mayor audiencia el famoso reportaje que
usted conoce.
–Ahora vemos claro –dijo otro
abogado– que tal coproducción televisiva no
fue fruto de una iniciativa espontánea. La
opinión pública está muy influida por una
campaña que ya lleva en marcha varios años.
No hace falta que le diga que más de una cuarta
parte de la población de los Estados Unidos
pertenece a la religión dagoniana, religión que
siempre ha manifestado su oposición frontal y
encarnizada al cristianismo.
el que fundamentaba la constitucionalidad de
esa medida.
El informe jurídico razonaba, y la
verdad es que técnicamente lo hacía muy bien,
las razones por las que tal decreto no vulneraba
la Primera Enmienda a la Constitución. El
Departamento sostiene que ninguna religión
podrá ampararse en la libertad de creencia para
dañar los derechos elementales de la infancia.
Y así, cita que la enseñanza sexual del
cristianismo se considera que puede
traumatizar a los niños creándoles complejos
de culpa. Otro tanto ocurre al hablar del
Infierno, la mortificación, etc. Leo
textualmente del informe: El Estado no
prohíbe las creencias cristianas, pero quiere al
mismo tiempo salvaguardar la salud mental de
los hijos de los cristianos.
–Entonces, por ese camino ¿no vamos
a lograr nada?
–Hay una abundante jurisprudencia en
la que se ratifica el poder del Estado para
perseguir organizaciones que divulguen
creencias contrarias a la salud corporal o
mental de sus seguidores. Ha habido sectas que
practicaban la automutilación ritual, otras la
castración, otras impedían todo tipo de
libertades y derechos a sus miembros, teniendo
que vivir desde que nacían en sus
comunidades, que más que comunidades
constituían verdaderas prisiones. Por eso la
Ley se ha visto obligada a intervenir en este
campo, a lo largo del último siglo y medio,
desde la famosa condena Brooks-Fletcher.
–Pero la Iglesia a la que pertenezco no
es una secta.
–Con ese argumento, no vamos a llegar
muy lejos. Mi congregación no es culto
dañino, eso es lo que dicen todos los
pertenecientes a una secta.
–Pero no somos cuatro gatos, somos
muchos.
12
–Tampoco –añadió el tercero de los
abogados– podemos apelar a la quinta
enmienda de la Constitución, porque no se
exigirá que declare usted. Si usted calla, el juez
no le va a forzar a decir nada. Ellos tienen los
listados incautados en los libros de bautismos.
Eso es una prueba documental más que
suficiente para emitir sentencia. Aun así,
apelaremos a esa enmienda.
–Veo que la situación es... difícil –dijo
el coronel llevándose la mano al mentón con
cierta inseguridad y mirando a los tres
abogados–. ¿Y no podríamos excitar la
compasión del jurado?
–Esto está tipificado como una causa
menor. No habrá jurado, ni público.
Únicamente se le ingresa a usted por un tiempo
breve en un campo de reeducación. Todo se
ventilará por vía de una comparecencia breve
con sentencia inmediata. Delante de usted sólo
habrá un juez que tiene que resolver en la
misma mañana cerca de veinte causas.
–¿Cuánto tiempo creen que durará el
internamiento?
–No creemos que pase más de una
semana en ese campo de reeducación.
–¿Están seguros?
–Nadie lo está. Sólo tenemos el
decreto, por el momento.
–Pero no me aseguran que esté
únicamente una semana.
–Nadie puede asegurarle un plazo.
–O sea, que lo mismo puedo estar un
mes que medio año.
–Tampoco es necesario que se ponga
en la peor de todas las posibilidades.
La cara de Patterson aparecía bastante
desanimada. Pareció meditar unos momentos.
Después dijo:
–Señores, como ya les he dicho al
principio y como le dije ayer a mi amigo
Douglas, voy a luchar por mi libertad con todos
los medios que me ofrece la ley. No gastaría
una fortuna en abogados si creyera que me van
a soltar en un par de semanas. Pero tengo la
clara convicción de que no va a ser así. De
manera, que prefiero gastarme mi dinero en
abogados que no dejárselo al gobierno que me
va a recluir.
–Si tal es su decisión, nosotros le
apoyaremos.
–Señor
Patterson
–habló
con
solemnidad el abogado del centro–, es cierto
que cobramos 900 dólares la hora. Pero si su
opinión es la que nos ha dicho, a nosotros nos
parece bien.
–Sí, señores –repitió Patterson–, estoy
seguro de que si la sentencia es negativa y me
condenan, mis bienes no sólo serán
congelados, sino que con el tiempo serán
confiscados. Estoy seguro. Así que más vale
que utilice mi dinero, el dinero ahorrado de una
vida, en defenderme. Me duele, pero mejor eso
que ahorrarlo para que acabe engrosando las
arcas del Estado.
Hubo un silencio apesadumbrado que
todos respetaron. Douglas, su amigo, preguntó
a los abogados:
–¿Tan mal están las cosas?
–Nosotros, de ninguna manera,
creemos que el Poder Ejecutivo caiga en una
locura como la que nuestro cliente da por
sentado. Aunque cosas muy raras están
pasando en los últimos años. Tener como
Presidente a un fanático… de un extraño culto,
no es lo que más tranquilidad dé. Pero no
creemos que siga adelante por este camino de
locura. Aun así, una estancia de una o dos
semanas en un centro de reeducación no
creemos que se pueda evitar, hagamos lo que
hagamos.
–¿Así que creen que ésa será la
sentencia mañana? –preguntó el asesor.
–Nuestra misión es hacerle comprender
a él, cuál es su situación real en este momento.
Pero ya le he dicho que esta noche un equipo
13
va a estar estudiando todas las líneas de
defensa posibles. Mañana, a primera hora, nos
reuniremos con ese equipo para que nos
expliquen qué estrategia podemos seguir.
Tanto si somos optimistas, como si no, vamos
a luchar con todas nuestras fuerzas, se lo
aseguro.
Otro abogado intervino con intención
de animarle:
–Si usted es retenido de forma
prolongada, hay una sentencia del Tribunal
Supremo en 1975, O´Connor contra
Donaldson, que prohíbe el confinamiento
indefinido si una persona no es peligrosa;
podemos agarrarnos a este argumento.
–Muy
bien,
confío
en
la
profesionalidad de su firma –concluyó el
detenido.
–Tranquilo. Se hará todo lo que se
pueda hacer. Como una vez me dijo un colega
mío italiano, cuando le pedí un favor
profesional: Si es difícil, ya está hecho. Si es
imposible, vamos a ver. Nuestro bufete hace
cosas así continuamente.
14
15
Día 3 de enero,
a las 2:10 p.m.
iban las vistas esa mañana, y dirigió su mirada
de águila hacia el acusado.
–Siguiente caso –dijo en voz alta, sin
emoción, la oronda secretaria–: el Gobierno
Federal contra Dwight Patterson. Pendiente de
envío temporal a campo de reeducación por el
decreto 8/2209.
–Vamos a ver, señor Patterson –le dijo
el juez mientras leía rápidamente el informe de
su caso enviado por el ministerio fiscal del
distrito–, ¿se declara usted cristiano?
–Señoría –dijo su abogado sin dejar
tiempo a que Patterson dijera nada–, nuestro
cliente se acoge al derecho amparado por la
Quinta Enmienda para no declarar.
–En ese caso me veré obligado a emitir
una sentencia condenatoria. Ya que, si no fuera
cristiano, no tendría ningún inconveniente en
declararse no-cristiano. Créanme, con
independencia de que comparta o no las
razones que han empujado a la Casa Blanca a
aprobar este decreto, debo hacer cumplir la ley.
Mi obligación es ésta.
Un movimiento de la cabeza y un gesto
de las cejas del magistrado mostraron su
fastidio. Aunque nadie captó la razón de ese
fastidio, lo cierto es que el decreto le parecía
una sandez, y le hubiera gustado seguir
hablando contra él. Si bien, al estar sentado en
el estrado, no le pareció correcto seguir
manifestando abiertamente su opinión sobre
ese decreto.
–Señoría, si mi cliente calla, usted
imagina que es cristiano. Y usted está en su
derecho de creer tal cosa, pero el decreto
estipula que el juez interrogará al acusado, y
que si el juez comprueba que es cristiano, será
condenado. Las palabras hablan. Pero el
silencio es sólo indicativo de silencio.
–Letrado, mi sentido común no me deja
lugar a dudas. Si uno puede evitar una condena
con una sola palabra, con un sí o un no, ¿cree
usted que voy a pensar que él no es cristiano?
E
l imputado entró rodeado de sus
abogados en la sala de juicios. Aquella
mañana ni un solo caso se había
demorado en su resolución, y la agenda de la
sala marchaba de la mano con el horario real
con una inusual puntualidad. Todos los casos
de aquella mañana eran comparecencias breves
por causas menores que habían recibido una
sentencia tras escuchar al acusado y a su
abogado por si tenían que alegar alguna cosa.
Patterson ya esperaba entre dos policías en uno
de los asientos de la parte de atrás de la sala. El
ujier le comunicó a uno de los abogados que
ellos eran los siguientes.
Patterson y su defensa se sentaron en la
mesa corrida que se hallaba justo delante del
juez, a la derecha. El magistrado, de unos
sesenta años, de rostro y modales patricios, con
una gran papada y una nariz respingona, sin
ninguna prisa terminaba de firmar los papeles
de la sentencia anterior.
Detrás del magistrado, una gran estatua
representando a la Justicia. Una estatua de
mármol que la plasmaba no al modo usual, sino
como una grácil mujer griega levantando hacia
el cielo el afiladísimo filo de su larga espada
plateada con incrustaciones de bronce. No
tenía ni venda en sus ojos, ni balanza en sus
manos. Su rostro y sus formas sólo mostraban
majestad y belleza, la belleza de la Justicia. Su
espada simbolizaba que, a pesar de su belleza,
se le había dotado de poder para hacer justicia.
Esta Justicia bellísima y con rizos cayendo
sobre los hombros contrastaba con la secretaria
del juez, oronda, de rasgos asiáticos y bastante
seria.
El juez dejó sus papeles en un extremo
de su mesa, bebió un poco de su taza de café,
miró con flema británica su reloj de plata de
bolsillo, se sintió satisfecho de lo rápidas que
16
Únicamente un cristiano estaría dispuesto a
afrontar la pena antes que decir no. Así que,
señor Patterson –y volvió la cara y sus ojos
azules y acerados hacia el coronel–, ante usted
está la libertad o la condena: ¿es usted
cristiano, sí o no? Respóndame.
El coronel no despegaba los labios. Su
mirada no era altanera, miraba todo eso como
alguien que interiormente está rezando y
pidiendo que se solucione cuanto antes de la
mejor forma posible, como alguien que sabe
que no hay escapatoria pero que no pierde nada
por intentarlo.
–Señoría –volvió a intervenir el
abogado–, el silencio del acusado no puede
condenarle. ¿Cuándo el mero silencio ha
bastado para condenar a alguien? Para que el
silencio fuera indicativo, precisaría de pruebas
que resultaran suficientes.
–Muy bien –el juez tomó la hoja
enviada por la fiscalía–, su nombre aparece en
el listado del FBI como cristiano católico.
Seguro que hallaríamos testigos de que ha
asistido a Misa los domingos. Y si la policía
registra su casa, me imagino que encontrará
imágenes religiosas. ¿Necesita el señor letrado
algún indicio más de la fe del acusado?
El abogado se dispuso a replicar a esa
argumentación. Se daba cuenta de que tenía
que argumentar del modo más humilde
posible. En ningún caso debía dar la impresión
de estar enseñando nada al juez. Había que
hablar como pidiendo perdón por disentir del
magistrado. Si no, el juez daría carpetazo al
asunto.
–Todo lo que usted está diciendo –
explicó el abogado– son aspectos externos que
no son probatorios, dicho sea con todo respeto.
El acusado ha podido asistir a Misa durante
años por tratarse de un agente al servicio del
gobierno, encargado de infiltrarse en esa secta.
El agente puede tener imágenes religiosas en
su casa, como yo tengo en mi salón una bella
porcelana que representa a Buda. Y no creo en
Buda. Ahora que me acuerdo, también tengo
una del Dios Saturno devorando a Mercurio.
Ser cristiano supone un acto interno, una fe
interior. Si no, podríamos condenar a los
actores que representen a obispos o Papas en
sus obras de teatro, pues externamente harían
actos pertenecientes a la fe cristiana.
Podríamos condenar a los agentes del FBI que
se hayan infiltrado en la secta para
investigarla...
–Muy bien, muy bien, letrado, todo eso
está muy bien. Pero está muy claro que ellos
han realizado eso por una razón bien concreta
y que pueden justificar. De forma que sus actos
exteriores no se correspondían con ninguna fe
interior. Si esas personas comparecieran ante
este tribunal, no tendrían inconveniente alguno
en manifestar su falta de fe en el cristianismo.
Y siendo requeridos por esta Sala, no tendrían
inconveniente en responder un no, un simple
no, sin dudarlo ni un segundo. Mi pregunta
obtendría una respuesta clara e inequívoca. ¿Se
da cuenta?
–Luego entonces su señoría también
está de acuerdo en reconocer que esos actos
externos en sí no son probatorios, hasta que no
medie una declaración del procesado a favor o
en contra.
–No tendría inconveniente en afirmar
que los meros actos externos usuales de un
cristiano pueden ser realizados por un no
cristiano por razones ex-pli-ca-bles. Pero usted
sabe muy bien que éste no es el caso.
–Señoría, yo no sé nada, mi
colaborador no sabe nada –y señaló hacia atrás,
hacia el otro abogado que estaba sentado junto
a Patterson–, nuestro defendido nos mira pero
no dice nada. El acto de fe es un acto interno y
la fiscalía sólo cuenta con actos externos. La
fiscalía lo ha hecho comparecer a él y a todos
los demás cristianos por encontrarlos en el
listado de nombres de los Libros de Bautismos
17
incautados por el FBI el día 3 de noviembre del
2208. Pero nada más.
–Mire, usted sabe que a este tribunal le
sería muy fácil hacer comparecer a cristianos
de la iglesia a la que él se acercara
habitualmente a escuchar los servicios
religiosos. Esos hombres serían testigos de su
asistencia, de su respuesta vocal a esos
servicios religiosos, de sus oraciones, de sus
limosnas, etc., etc.
–Si esos cristianos se negaran a
declarar, y estarían en su derecho, usted
seguiría teniendo como única prueba el
silencio. El silencio multiplicado por cien.
Cero multiplicado por cien. No tendría ni
siquiera esos actos externos que según usted
serían probatorios. Pero es que nosotros
sostenemos que esos actos externos no son
probativos de un acto interno cuyo único
testigo es nuestro acusado. El señor Patterson
es el único testigo del delito que usted le
atribuye. Si él no nos revela lo que hay en el
interior de su corazón, no sólo es que nadie
sepa lo que haya dentro, es que nadie podrá
nunca saberlo. La condena de este hombre
sería la condena por un delito cuya misma
esencia es inasible al tribunal.
es necesario admitir que el ser cristiano es, en
esencia, un acto interno. Así que dado el
carácter especial de este caso, pospongo la
resolución del mismo –el juez hizo un gesto a
su secretaria para que comprobara si tenía
algún compromiso al día siguiente, la
secretaria indicó que no con la cabeza –.
Mañana a las 11:30 a.m. se convoca una nueva
sesión. La sesión tendrá carácter de juicio y no
de mera convocatoria para una sentencia
rápida sin presencia del fiscal. Voy a pedir un
informe de jurisprudencia, y requeriré también
la asistencia a la vista de mañana de un fiscal.
El asunto reviste tal complejidad que no quiero
que recaiga sobre mí la responsabilidad de
ejercer la defensa de los puntos de vista
federales a la hora de aplicar este texto
legislativo.
–Señoría, pediríamos que se levantase
la prisión de nuestro cliente.
–Lo siento, pero considero que hay un
peligro real de fuga. Además, aunque nos
hayamos topado con un problema de mera
formalidad legal para aplicarle el decreto –al
decir esto señaló con su bolígrafo al coronel–,
no me cabe la menor duda de que este hombre
es un cristiano. Para mí esto es un problema
procesal, nada más. Un inconveniente jurídico
de carácter técnico que entre hoy y mañana
vamos a resolver.
–Señoría, mi cliente podría, al menos,
ser trasladado a una prisión estatal, ahora
mismo se encuentra en una celda de comisaría.
–Muy bien, me parece razonable.
Ahora mismo cursaré el permiso para el
traslado.
El juez dio un ligero golpe con su mazo
de madera. Los dos policías que acompañaban
al acusado, le indicaron que se tenían que
retirar. El siguiente caso, una mujer acusada
con cargos de ebriedad, insultos y desacato a
un agente del orden, ya estaba entrando.
El juez miró a Dwight y a sus tres
abogados. El tiempo asignado en la agenda de
la mañana a este caso era el similar a un
accidente de tráfico o a una falta menor. Pero
se estaba complicando. ¿Cómo probar la
existencia o no de un delito en el interior de la
mente de una persona? Finalmente empezó a
escribir, y comentó mientras tanto sin levantar
los ojos del papel:
–Este tribunal tiene que juzgar de
acuerdo a la Ley. Esté yo de acuerdo o no con
este decreto, tengo la obligación de sujetarme
a la Ley. Y el tribunal reconoce la dificultad de
juzgar un acto interno. Pues, a fin de cuentas,
18
Aquella fémina entró en la sala con cara de
pocos amigos.
–Fantástico –le dijo al coronel uno de
sus trajeados abogados–, fenomenal. Hemos
parado el primer golpe.
Patterson suspiró como indeciso
todavía entre la esperanza y el desánimo.
–Créame, lo importante era parar el
primer golpe –insistió el abogado ante su
cliente no muy entusiasmado.
–Mientras duraba la comparecencia –
añadió otro de sus abogados– me han enviado
a mi teléfono los primeros datos. Hasta ahora –
miró al reloj– se han celebrado más de 2.000
comparecencias en todo el país. Hasta el
momento, ningún magistrado ha admitido que
los casos pasaran a juicio. Todos se han
resuelto por el procedimiento rápido. Nosotros
somos los únicos que hemos logrado una
revisión de nuestras alegaciones.
–Muy bien, nos separamos. Esta tarde
le visitaremos en la prisión. Supongo que le
van a trasladar a la Prisión de Applewhite. Así
que, más o menos, a las cinco de la tarde le
volveremos a ver.
El abogado le dio la mano como
despedida. El detenido se alejó custodiado por
los dos policías que le llevarían, de nuevo, a su
celda.
19
4:05 p.m.
abajo, una amplia terraza de suelo de hormigón
de un metro de grosor evitaba que esta opción
supusiese algún problema a los viandantes que
en la calle andaban inmersos en sus propios
problemas y alegrías.
D
wight Patterson era conducido por
tres agentes por los interminables
pasillos de la prisión estatal de
Applewhite. La prisión estaba dividida en diez
células totalmente independientes, cada célula
era la morada de un millar de prisioneros, cada
célula a su vez se subdividía en diez secciones.
Todo este complejo carcelario de más de 100
km de pasillos se hallaba situado en el interior
de la Torre Independence, un inmenso edificio
gubernamental.
Cada célula contaba con un gran patio
iluminado por luz artificial. Aunque el patio
tenía el aspecto del típico patio carcelario de
todos los tiempos, la luz artificial daba la
sensación de estar a cielo abierto. La prisión se
hallaba en el interior del rascacielos ya que las
ventanas que daban al exterior se reservaban
para las viviendas de los millares de
funcionarios que vivían en aquel rascacielos. A
los presos, no importaba que no les diera
mucho el sol. En un edificio tan ancho como
ése, las vistas exteriores eran muy codiciadas,
y esos pisos muy caros. Por eso la prisión
estaba situada en las partes internas de la
megaconstrucción.
De todas maneras, una vez a la semana
los prisioneros eran guiados a través de un
amplio pasillo interior hasta una extensa
terraza del piso setenta. La terraza de más de
quinientos metros cuadrados permitía que, por
lo menos una vez cada siete días, los presos se
sentaran en un banco bajo el sol, pasearan al
aire de la calle, y respiraran aire puro, mientras
contemplaban las impresionantes vistas de
Boston desde aquella altura de águilas.
A esa altura no había posibilidades de
fuga, salvo que uno se arrojara al vacío. Opción
suicida por la que habían optado alrededor de
cuarenta depresivos desde la fundación del
complejo carcelario. Doscientos metros más
El policía que andaba delante, otros dos
iban detrás de Patterson, corrió la pesada
puerta blindada de una celda. Con su porra dio
un golpe en la puerta y le miró como
diciéndole: éste es el lugar, disfrútelo. La
puerta al ser corrida descubrió al otro recluso
que estaba sentado sobre su cama colgada de la
pared. La celda era para dos. Era más amplia,
más agradable que en la que había pernoctado
la pasada noche. Las celdas de la comisaría
estaban pensadas para reclusiones que no
excedieran el día o los dos días. Las celdas de
las prisiones estatales estaban mejor
acondicionadas
para
estancias
más
prolongadas. Los guardias volvieron a correr el
portón deslizante, tres clicks sonaron uno
detrás de otro en el interior de la puerta.
Patterson miró a su compañero de
celda. ¿Sería un peligroso asesino? ¿Un
ladrón? ¿Un violador? Su apariencia era la de
una persona razonable y civilizada. Se trataba
de un cuarentón con una nariz grande y
redonda en medio de su cara bonachona. El
sujeto, vestido con el mono naranja de los
prisioneros, se levantó del lecho y le extendió
la mano.
–Bienvenido, mi nombre es Brian.
Brian Smith.
–Dwight, encantado.
Brian miró, de arriba abajo, al recién
llegado. El aspecto de Dwight con su traje
elegante le agradó. Temía que le hubieran
colocado un compañero violento o adicto a
sustancias químicas, o con alguna de las
nuevas enfermedades contagiosas.
–Puede dejar sus cosas allí –le señaló
Brian–, ése es su armario.
20
Patterson dejó sobre su catre el
uniforme de la prisión que le habían dado, su
cepillo de dientes y el dentífrico. Después le
preguntó a Brian:
–Qué extraño, cuando me han dado las
cosas esenciales, no me han dado nada para
afeitarme.
–No lo vas a necesitar. Una vez al mes
te rasurarán al cero la cabeza y la barba.
–Hay biblioteca, ¿verdad?
–Sí, lectura toda la que quieras. Este
catre de encima es tu cama. Yo uso el de abajo.
No me gusta dormir en el de arriba.
–Confío en que no roncará –comentó el
coronel con una sonrisa.
–Lo siento, pero sí.
–Ahora mismo lo primero que pienso
estrenar de la celda es la taza del váter.
–Nada, nada, está usted en su casa. Con
toda confianza.
El coronel se asentó tras el recato de la
puerta. Pero Brian debía tener ansias de hablar,
porque las naturales funciones del militar no
fueron obstáculo para que Brian continuase la
conversación. Patterson al principio contestó
con monosílabos, pero al ver que eso no
contenía la fluida locuacidad de su compañero,
optó por seguir la charla con normalidad.
–Así que cristiano, ¿eh? –repitió
incrédulo Brian–. Vaya. Bueno, no me extraña.
Yo mismo estoy aquí injustamente.
–¿Injustamente? –repitió cándidamente
Dwight.
–Sí, sí. El juez consideró que estaba
suficientemente probado que yo había robado
en un tenderete del metro. Y ya ve, me han
caído dos años.
–¡Dos años por un pequeño robo!
–Bueno, la condena incluía el uso de
explosivos para la cerradura, el uso de palanca
para forzar las cerraduras de los cajeros
interiores y en fin... alguna que otra cosa más
–la verdad es que Brian hubiera podido
continuar la lista, pero para él todo eso era el
robo de un tenderete del metro.
–Y... ¿qué tal es la vida por aquí?
–Pseaah, no nos podemos quejar. Hoy
en día prima la psicología carcelaria de
Chateaubriand–Gateaux –esta última palabra
la pronunció haciendo una parodia del más
exquisito acento galo–. Es decir, que la cárcel
tenga distintos entornos donde tener la
posibilidad de ejercer una gran variedad de
actividades. Eso sí, todas las actividades en
grupos muy pequeños. La prisión puede ser
inmensa, pero no te relacionarás nunca más
que con veinticinco reclusos.
A una determinada hora te llevarán al
comedor, a otra al lugar de trabajo físico, a otra
al lugar de trabajo artesanal, a otra a la de la
televisión, a otra hora al lugar del paseo. El
horario se repite todos los días del año sin
variación. Porque consideran los sesudos
psicólogos del sistema penitenciario que es el
horario ideal, el horario perfecto elaborado tras
muchos estudios y muchas pruebas en muchos
centros. Qué de zarandajas tenemos que
soportar los internos.
–Estás muy versado en esta materia.
–Ya lo creo, soy un viejo aficionado a
este tipo de vacaciones con gastos pagados.
Ésta es mi tercera condena. La comida no es
mala. De primero, una crema o un puré. De
segundo una loncha de carne o de pescado. De
postre una fruta. Siempre lo mismo. Eso sí, los
purés son de todos los sabores y colores. Ellos
dicen que si a alguno no le gusta la comida, que
no delinca. El electorado pide dureza con los
reclusos, y los políticos les dan el gusto. Hay
crema sabor marisco, crema de coliflores y
zanahoria, crema sabor sopa de pescado, puré
de patata, puré vichyssoi. Todo llega a la
prisión en grandes contenedores, sólo tienen
que calentarlo. La cocina no da ningún trabajo
a este centro.
–Al menos, es variada la comida.
21
–Sí. Ningún plato se repite en ninguna
comida hasta la semana siguiente. Ahora que
se habla de cambiar a la semana de diez días,
nosotros los reclusos somos los más
partidarios. Eso supondría diez menús en vez
de siete –Brian le miró con curiosidad
mezclada con recelo–. Así que cristiano, ¿eh?
profesional con que se encargaban de su
defensa.
–¡En pie! ¡El honorable juez Harrison!
El juez del día anterior con su toga
negra subió parsimoniosamente los escalones
de su tarima. Subir con parsimonia todos esos
escalones, con toda la tranquilidad del mundo
cuando los ojos de la sala entera te están
observando es algo que se logra sólo con los
años. Y desde luego ese magistrado ya tenía
esos años a sus espaldas.
Aquello ya no era una comparecencia,
era un juicio en toda regla. Una vista para la
que el juez había dejado libre toda la mañana
en la agenda de la sala, por si el asunto se
prolongaba. El coronel estaba admirado ante la
de vueltas que sus abogados podían dar a este
asunto del dichoso decreto, ante una pregunta
en la que cabía tan sólo un sí o un no. Pero por
muchas vueltas que le dieran no se hacía
ilusiones, estaba convencido de que en media
hora, o una hora, el asunto quedaría zanjado.
–Tiene la palabra el ministerio fiscal –
fue todo lo que dijo el juez para dar comienzo
a la sesión mientras abría un cajón de su mesa,
se tomaba una pastilla y se bebía un vaso de
agua.
–Señoría, la defensa ha tratado de
desviar el asunto hacia algo personal e inasible.
Primero: Los tribunales no juzgan los
pensamientos ocultos de la persona. Lo único
que juzgamos son los hechos. Y en este caso,
el hecho externo y comprobable, incluso de
modo documental, es que el señor Patterson
era un católico practicante. Sobre sus
pensamientos internos el tribunal... ningún
tribunal del mundo, podrá jamás entrar a
dilucidar. Si en los juicios hubiera que
demostrar los pensamientos ocultos de los
homicidas, violadores y ladrones, entonces el
ejercicio de la Justicia se tornaría imposible.
Los hechos son los que mandan, la Justicia no
Día 4 de enero,
11:30 a.m.
P
atterson estaba, de nuevo, en la sala del
tribunal, con sus mismos abogados.
Miró a la izquierda de la sala, al fiscal.
Un hombre sonriente, brillante, el primero de
su promoción. Al coronel le resultaba difícil
entender cómo aquel hombre joven y que no
parecía malo, quisiera su condena y que fuera
a trabajar para su reclusión en un centro de
reeducación.
Mientras aguardaban la entrada del
juez, y mientras sus abogados hablaban entre
sí, el coronel miraba la sala, toda ella pintada
en tonos de mármol grisáceo en los que
resaltaba muy bien la madera oscura de todos
los muebles de la sala. Sus tres abogados eran
unos personajes idénticos al fiscal. Todos entre
los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años,
todos vestidos con trajes hechos a medida.
Ninguno era gordo, todos eran correctos en el
trato, ninguno tenía el más mínimo signo de
estridencia en el vestir, o en sus modales.
Todos lucían la misma sonrisa, todos parecían
cortados por el mismo patrón. Era razonable
pensar que en su vida privada cada uno debía
ser muy distinto, pero allí parecían productos
de una misma industria. Y desde luego no
albergaba ninguna duda de que si la firma de
abogados les hubiera comunicado: encargaos
de la acusación contra este hombre, lo habrían
hecho con el mismo entusiasmo y ardor
22
entra en el interior de la conciencia de la
persona.
Segundo: Si este hombre puede
salvarse de la condena, negando aquello que
cualquier no cristiano no tiene ningún
inconveniente en negar, entonces no hay que
conocer mucho las leyes de la lógica y del
sentido común para comprender que este
hombre es un cristiano. Eso es todo. No tengo
nada más que decir.
–La defensa tiene la palabra –dijo el
juez volviendo a beber más agua, hoy estaba
sediento el señor magistrado.
–Señoría, las palabras del mismo fiscal
proclaman la inocencia de mi acusado. La
Justicia juzga sólo los hechos externos y
comprobables, estamos de acuerdo. Un
homicidio, un hurto o una violación son hechos
externos. Pero el ser cristiano es algo
esencialmente interno. Un hombre podría
hacer comedia durante años y no ser cristiano,
podría ser un agente infiltrado en la secta para
llevar a cabo una pesquisa estatal, podría ser un
catedrático de universidad que está elaborando
una investigación, podría ser un falsario que
siente placer en hacerse pasar por cristiano, no
creyendo en nada de esta fe.. Lo que hay que
dilucidar antes de nada es si ser cristiano es
algo esencialmente externo o interno. Si el juez
determinara que es algo sustancialmente
interno, supondría que según el fiscal mi
defendido debería quedar en libertad.
Después el fiscal ha argumentado que
sólo un cristiano callaría ante semejante
pregunta como la que el tribunal le propone.
Pues el fiscal se equivoca. Hay muchos
hombres de bien que sin ser cristianos les
parece que ese decreto es una intromisión en la
intimidad de la persona. Y que, por tanto, se
negarían a responder a una pregunta que es una
violación flagrante de la libertad individual por
parte del poder público.
–Protesto –replicó el fiscal.
El juez le preguntó con un gesto de la
mano a la defensa si ya había acabado su
argumentación. Cuando comprobó que sí, le
concedió el turno de palabra al ministerio
fiscal. El cual dijo:
–De violación flagrante, ¡nada de nada!
El gobierno de esta nación tiene perfecto
derecho a defender a la infancia para que sea
educada en un sistema de valores que no sean
contrarios a la sana razón, un sistema de
valores que podría dañarles psicológicamente
durante el resto de su vida. El Gobierno, en
orden a evitar la tara psicológica de miles de
niños, se ha visto impelido a dictar esta orden
de un tiempo de reeducación en campos
especiales, ya que es el único medio del que
dispone la sociedad para tratar de proteger a
esos niños y a los que puedan tener en el futuro.
Hay que proteger a la infancia de esta
verdadera enfermedad de las mentes. Es un
medio duro, pero es el único medio que han
señalado los psiquiatras y los expertos en la
materia para poner orden en este asunto. Se
trata de preservar el bien común por encima del
bien de un determinado número de personas.
El fiscal se sentó, había acabado. Todos
miraban con expectación al juez, pues era él a
quien le tocaba hablar.
–Bien, bien –masculló el juez, mientras
tomaba ciertos apuntes sin entusiasmo.
Después se rascó su cabello entrecano. A pesar
de ello, su flequillo permaneció muy bien
peinado. Claramente se dejaba ver que el caso
no le parecía nada sencillo. El juez prosiguió:
Bueno, este tribunal ha estado realizando
consultas durante toda la tarde de ayer. Las
consultas en materia de jurisprudencia no han
sido de demasiada ayuda. Por otro lado, las
consultas a los especialistas en esta materia
religiosa lo único que me han dejado claro es
que es un tema no precisamente sencillo, a
pesar de lo cual voy teniendo pocas ideas, pero
claras.
23
–De acuerdo, estoy de acuerdo –repuso
el fiscal–. Pero dada la trascendencia de este
caso que crearía jurisprudencia, le ruego que
no dé todavía el caso visto para sentencia.
Quisiera disponer de unos cuantos días más
para poder estudiar alguna posible vía de
alegación. ¿Podría darnos cuatro días?
–No veo inconveniente. Pero, hijo, te
voy a dar un consejo, ayer me consta que la
cadena de televisión Justice & Courts –una
cadena por cable que emitía 24 horas al día
sesiones judiciales y entrevistas a gente del
mundo del Derecho– estuvo pidiendo
información sobre este caso a mi secretaria. El
caso es muy jugoso, periodísticamente
hablando. Si el caso sale a la palestra pública,
va a tener mucha publicidad. Así que no le
aconsejo una dilación demasiado larga.
–Está bien, concédanos dos días más.
–¿Tiene algo en contra? –le preguntó el
juez al abogado que se hallaba a un metro al
lado del fiscal.
–Yo preferiría que la sentencia se
emitiera mañana.
El magistrado meditó un momento.
Después dijo:
–La petición del ministerio fiscal no me
parece descabellada. Está bien. Dada la
trascendencia de este caso y la repercusión
social que tendría la absolución del acusado, le
concedo una sesión más.
El fiscal y el abogado volvieron a sus
asientos. El fiscal regresó secándose el sudor
de la frente. El letrado de Patterson se sentó
con el resto de letrados de la defensa, una cara
de triunfo y satisfacción se reflejaba en su
rostro. Un caso perdido desde el principio,
como les dijeron los compañeros del bufete,
aparecía ya como irremisiblemente ganado.
–Se aplaza el juicio hasta dentro de dos
días a las 10:00 a.m.
–Señoría –dijo el jefe de los abogados–
, nuestro cliente está sujeto a la situación de
Mucho me temo que tengo que dar la
razón a la defensa. No es lo mismo un
homicidio que ser cristiano. Lo segundo
remite, en esencia, a un acto interno de la
voluntad. Un homicidio nunca puede ser falso.
O hay homicidio o no lo hay. Mientras que un
cristiano puede ser un falso cristiano toda la
vida. Me atrevería a decir que la formulación
de la norma legislativa tal como nos ha sido
dada en el decreto del 2 de enero, es un texto
cuya letra remite a algo inasible a la labor de
un ministerio fiscal. Dicho lo cual quisiera
preguntarles a ambos letrados si tienen algo
que alegar, o les parece que el asunto está visto
para sentencia y que mañana podríamos ya
convocarles para escuchar el fallo.
El fiscal le hizo un gesto pidiendo
poder acercarse a la mesa del juez para hablar
en privado. El juez asintió con la cabeza
permitiendo que se aproximara él así como el
abogado de la defensa.
–Señoría –dijo el fiscal–, ¿se da usted
cuenta de que un fallo en el sentido que usted
apuntaba podría paralizar los centenares de
miles de comparecencias que se iban a llevar a
cabo en las próximas semanas? ¿Es consciente
de que un veredicto que lo dejase libre, podría
provocar un formidable cúmulo de recursos
judiciales incluso para las sentencias de los ya
condenados?
El juez le miró, se inclinó hacia delante
y le contestó:
–Yo no me doy cuenta de nada. Mi
deber es tan solo juzgar este caso según las
normas del Derecho. Si el mundo se hunde
porque yo juzgue con justicia, no es asunto
mío. Al darme este puesto únicamente se me
pidió eso: juzgar de acuerdo a Derecho. Y de
acuerdo a Derecho ese texto legislativo no se
sostiene porque remite a un acto interno, a un
acto inabordable a cualquier tribunal humano.
Tendríamos que ser Dios para poder emitir esa
sentencia de modo probado.
24
prisión preventiva. No sólo por el cariz que
parece haber tomado el proceso, y que haría
ilógica una huída, sino porque además si algo
ha demostrado el señor Patterson es que no es
hombre que no le importe decir sí o no en vano,
por lo tanto, si usted lo requiere, podría él jurar
que si es dejado en libertad no intentaría
fugarse. Un hombre que está dispuesto a correr
el riesgo de ser condenado antes que mentir, no
juraría en falso.
El juez dudó un instante.
–Lo lamento –sentenció finalmente–,
dos días no es un término de tiempo demasiado
largo. Además, dado que no sabemos cuánto
será el tiempo que pueda durar su
confinamiento en el campo de reeducación,
considero que el riesgo de fuga todavía persiste
–esto último lo dijo sin mucha convicción–. Se
levanta la sesión.
25
–¿Qué es la envergadura?
–Es la longitud de extremo a extremo.
Tiene una forma oblonga, como de balón de
rugby que se desplaza hacia delante por su
parte más ancha, no por uno de sus extremos,
en el espacio no hay necesidades
aerodinámicas. Un acorazado exosférico es, en
resumen, una formidable acumulación de
misiles. Un formidable arsenal rodeado por
una coraza de diez metros de grosor. Diez
metros de capas de acero y roca comprimida.
Semejantes artefactos únicamente pueden ser
construidos en el espacio. No sólo no podrían
jamás despegar de la Tierra, sino que son tan
pesados que, incluso, si alguno de ellos se
aproximara a la Tierra más allá del umbral de
los 2.300 kilómetros, sus reactores ya no
podrían contrarrestar la atracción de la
gravedad. Más allá de ese umbral, el acorazado
se iría acercando al planeta sin que nada
pudiera ya evitar que se precipitara a la Tierra.
–¿Pero por qué no le han puesto unos
motores más fuertes o más grandes?
–Los reactores del acorazado son
impresionantes. Sin embargo, es tal la masa
que han de mover, que esta nave de guerra no
se desplaza a más de 200 km/hora. Eso en el
espacio, sin gravedad, ni rozamiento, es ir muy
lento.
–¿Cuántos hombres tenía bajo su
mando?
–La tripulación usualmente es de
cincuenta hombres.
–¿Cuántos acorazados exosféricos
hay?
–Ocho. Unos de Estados Unidos, otros
de la Unión Europea, otros de la Liga Asiática.
–Qué pocos. Claro que supongo que
cuestan mucho. Al menos supongo que serán
útiles.
–Ja, ja, claro. Si no, no gastaríamos una
fortuna en construirlos. En el Pentágono se
dieron cuenta que si era útil disponer en tierra
E
l coronel recostado en su catre, con la
espalda apoyada en la pared, hablaba y
hablaba de su profesión como militar.
Su compañero de celda estaba sentado frente a
él, con los codos apoyados en las rodillas. El
militar, medio aburrido, le explicaba su vida en
el Ejército desde lo alto de la litera. Brian, con
su mono de prisionero arrugado y con varias
manchas, había abandonado su colchón por la
silla, para escucharle mejor, pero a veces se
levantaba y andaba por la celda, era un hombre
nervioso por naturaleza.
–El plan de batalla tal como está
concebido en los acorazados exosféricos es
algo impresionante.
El coronel le explicaba la guerra a su
compañero de celda tal como se concebía en el
año 2209. Los ojos legañosos y arrugados de
Brian seguían absortos las explicaciones del
nuevo inquilino de celda. El silencio en la
celda era total, únicamente las palabras de
Patterson llenaban aquel silencio, rompiendo
las horas de tedio. Las explicaciones del
coronel eran a ratos de una muy especializada
precisión, excesiva a todas luces para su
compañero. Pero a Brian no se le ocurría
interrumpirle, quería que le explicase las
operaciones del acorazado exosférico con el
mismo cuidado como si se las estuviera
explicando al mismo Secretario de Defensa.
Brian no le interrumpía ni para pedirle
explicaciones de lo que no entendía. Sólo
cuando el coronel callaba, le bombardeaba con
nuevas preguntas.
–Como te decía, Brian, mi acorazado
exosférico, el U.S.S. Eisenhower, desplaza un
peso medio de 993.366 toneladas.
–¡No me lo puedo creer!
–Sí, parece increíble. Pero ése sería su
peso si pudiera ser colocado en la superficie de
la Tierra. Situado a 3.100 km de distancia de la
Tierra. Con una envergadura de tres
kilómetros.
26
de una base militar en el Pacífico o en África,
mucho más útil era tener una base que se
desplazara por el espacio y que pudieras
colocar justo encima del lugar donde quieres
intervenir, sea cual sea la parte del mundo
donde esté. Ninguna ley internacional te
prohíbe colocar algo en el espacio en una órbita
geostacionaria. Eso es como tener una base
militar encima del país que te molesta, e
Descargar