http://bibliotecaforteniana.blogspot.com/ Toda la Saga del Apocalipsis la componen los siguientes títulos, que aquí los numero para dejar fijado su orden en las listas. Orden que no fue su orden de escritura, sino de publicación: Cyclus Apocalypticus Año 2181-2213. El Anticristo, la Gran Apostasía, la Abominación de la Desolación... la historia que pone fin a la Historia. Este libro es la historia de una civilización sobre la que se van a abatir las siete trompetas apocalípticas, un mundo sobre el que se van a derramar las siete copas de la ira de Dios, una humanidad sobre la que se abrirán los siete sellos bíblicos. Una novela cuyo personaje es la entera civilización de finales del siglo XXI y principios del XXII. La visión de la destrucción del mundo desde el lado de los no creyentes. La crónica de la deconstrucción de una sociedad planetaria. 1 Cyclus apocalypticus 2 Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América 3 Memorias del último Gran Maestre templario 4 El juicio: año 2209 5 La construcción del Edén 6 Necronerópolis 7 El hundimiento de la Torre de Babel 8 El crepúsculo de los burócratas 9 Noveno libro 10 Décimo libro Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América Año 2180, los Estados Unidos se enfrentan a la amenaza de la secesión de California. El Gobierno Federal y el Congreso de California, mantendrán una confrontación política y legal en la que nadie querrá ceder. California, ante una situación de corrupción sin precedentes, tiene la intención de desligarse del destino del resto de la Unión. A partir de aquí comienza una novela de infinitas intrigas políticas en el marco de un pulso entre el fabuloso poderío de una Nación y la decidida determinación de un inmenso Estado como el californiano. Ésta es una novela sobre el Poder, una larga reflexión acerca de la naturaleza del Poder, y de cómo una democracia puede irse viciando hasta tal punto que la República abandone su esencia para convertirse en Imperio sin perder sus formas externas democráticas Memorias del último Gran Maestre Templario Año 2211. Año éste en el que arranca el recuerdo del Gran Maestre Templario de lo que ha sido su vida al frente de la orden. La novela es un recorrido a través de esta institución, una especie de gran inventario de la orden. La Iglesia Católica , ante unas circunstancias verdaderamente excepcionales en un determinado marco geográfico, había aprobado la refundación de la orden templaria. El ejército de monjes-guerreros se va a encontrar en medio de un apasionante juego de ajedrez entre los poderes terrenales y los espirituales. El Juicio Año 2209. Comienza la gran persecución contra los cristianos. Una persecución incruenta, amparada y promovida por el marco legal del Estado. Un ciudadano decide hacer frente al Gobierno Federal de los Estados Unidos con la única arma de la que dispone: la Ley. La novela es la historia de un juicio. La historia de un proceso legal entre el poder absoluto y un ciudadano amparado por la independencia de un juez. La Construcción del Jardín del Edén Esta es la historia de un sueño, del sueño de un magnate multimillonario que desea recrear una sociedad cristiana perfecta. El capricho de un hombre de negocios que se empeña con la ayuda de sus inmensos recursos económicos en fundar una teocracia en uno de los mares tropicales del Océano Pacífico. La Creación del Jardín del Edén es la crónica del nacimiento, desarrollo y ocaso de un microestado cristiano. Necronerópolis Esta novela muestra la vida cotidiana de una arquitecta del siglo XXII. Una profesional del más alto nivel que trabaja para una gran corporación. El libro narra su pasión por la arquitectura, describe cómo son los inmensos y formidables rascacielos de las urbes de ese siglo futuro y cómo se van desarrollando paso a paso las líneas de un gran proyecto ingeniero que le encarga a ella la República Europea. El hundimiento de la Torre de Babel Es el tiempo del Apocalipsis visto desde los ojos de un bibliotecario de la Biblioteca Central de la República Europea. Aunque tampoco es una narración de los sucesos que vivió, sino una recopilación de recuerdos sueltos y, además, en sentido temporal inverso. Conforme avanza el libro, recuerda progresivamente los hechos más lejanos. El crepúsculo de los burócratas Es el fin del mundo visto y vivido por parte de un funcionario de la República Europea a principios del siglo XXIII. Visto, además, desde un ángulo que le permitió ser testigo de muchos hechos. Ésta obra escrita el año 2.000 (o un año antes o después) fue revisada en el 2017 y publicada de forma digital. Con la publicación de esta obra se concluyó toda la Saga. Noveno Libro El Noveno Libro se puede definir como una larga colección de retazos del Apocalipsis. Son pequeños fragmentos de esa época. Como una fugaz mirada a un lugar concreto en un momento dado de ese gran escenario de la civilización de finales del siglo XXI y principios del XXII. Décimo Libro El Décimo Libro es la continuación del Noveno libro dentro de la Decalogía. Libro tratado de escribir con un estilo literario breve, fugaz, rápido, fragmentario. Con este libro se concluye la saga entera. Biblioteca Forteniana Lugar oficial acerca de las obras completas de J.A. Fortea Este es el lugar oficial donde aparece la obra integral del padre Fortea, toda su obra teológica y literaria. Aquí se puede encontrar tanto el índice completo de los libros que ha escrito, como una breve descripción de esos títulos. Si usted desea tener en PDF alguno de estos títulos, sólo tiene que descargarlos gratuitamente en este link: https://drive.google.com/drive/folders/0B57uoR-ea2QJUmQxWjJ5RThVQUU?resourcekey=0-q6zRxyDHTNDS_D5y92u_Ww&usp=sharing 41 comentarios: Índice General –Cómo orientarse en las obras completas del padre Fortea –Index: Índice de todas las obras acerca del demonio Obras Teológicas …………………………………………………………………………………….…………………………… Sobre demonología Summa Daemoniaca Exorcística Historia del mundo angélico El Exorcismo Magno La tiniebla en el exorcismo Tratado sobre las almas perdidas Enoc y los nefilim Las leyes del infierno Sobre la jerarquía eclesiástica La mitra y las ínfulas La vestición del obispo Las llaves del león Colegio de pontífices Pontífices de excelsas jurisdicciones Sacras ceremonias mitradas Sobre liturgia Las aguas vivas que borbotean El incienso de la alabanza Sobre el breviario Repristinatio: rito en caso de profanación de un templo Resepelium: rito en caso de profanación de una tumba Sobre otros temas Manzanas de Gomorra Las corrientes que riegan el cielo La luz de la diaconía Ex scriptorio La grande y fuerte Babilonia Los hijos de vuestros hijos Un Dios Misterioso La magna unción final Novelas …………………………………………………………………………………….…………………………… De ficción Crónica Fadriquiana (publicado como El libro del fin del mundo) Paulus Cuando amanezca la ira Torres góticas El curioso caso de la muerte del gato del obispo Edipo Vasco La tempestad de Dios La construcción de la razón Metaficción Historias hamletianas Obra férrea Libro cuadrado Decalogía Cyclus apocalypticus Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América Memorias del último Gran Maestre templario El juicio: año 2209 La construcción del Edén Necronerópolis El hundimiento de la Torre de Babel El crepúsculo de los burócratas Noveno libro Décimo libro Otros escritos …………………………………………………………………………………….…………………………… Escritos catedralicios Arquitectónicos La Catedral de san Abán Templo atanasiano Neovaticano Claustros edénicos Las casas de reclusión eclesiástica Históricos La catedral de San Agustín (siglo V) Obispo reinante (siglo XVII) Sobre otros temas Entre los libros y los demonios: autobiografía La decadencia de las columnas jónicas Las doradas manzanas de la democracia Monclovia Considero que mis dos mejores obras, de las que me siento más orgulloso, son Historia del mundo angélico y Las corrientes que riegan los cielos. Obras que, además forman una especie de primera parte y segunda parte. Se pueden descargar aquí directamente, haciendo click en la portada. Las dos obras anteriores son teológicas. Una sobre el Dios Uno y otra sobre el Dios Trino. Sin embargo, entre mis obras no teológicas, destacaría estas novelas si tuviera que hacer una selección, siendo Obra férrea mi favorita: Si usted desea tener en PDF alguno de los títulos del índice, sólo tiene que descargarlos gratuitamente en este link: https://drive.google.com/drive/folders/0B57uoR-ea2QJUmQxWjJ5RThVQUU?resourcekey=0-q6zRxyDHTNDS_D5y92u_Ww&usp=sharing A día de hoy, la novela Paulus y Crónica Fadriquiana han sido publicadas en papel y no están disponibles en versión digital en este sitio, pero sí en las webs de las respectivas editoriales. La segunda obra se publicó con el título de El libro del fin del mundo. 29 comentarios: Sinopsis de las obras Summa Daemoniaca Summa Daemoniaca es un tratado de demonología acerca de la naturaleza del demonio, el infierno, la posesión diabólica, el exorcismo y todos los temas relacionados con estos poderes de las tinieblas. Este tratado se comenzó a escribir con la meta de lograr una sola obra que abarcara de un modo completo y exhaustivo el campo del demonio para ser usado por los sacerdotes. Exorcística Libro pensado para aquellos que dotados ya de los conocimientos esenciales sobre el demonio y la posesión desean profundizar en cuestiones teológicas de detalle. Es un libro que aborda en profundidad el tema de la atención pastoral a los posesos, el exorcismo en otras épocas y religiones, cuestiones exegéticas complejas y que ofrece además una abundante relación y descripción de casos de posesión y distintas influencias demoníacas. No se aconseja su lectura antes de haber abordado la lectura de Summa Daemoniaca pues los fundamentos de este campo se encuentran en ese primer libro. Sin embargo, es muy recomendable para los exorcistas por los consejos concretos que da para desempeñar esa función. El Exorcismo Magno Cada año en varios países, no muchos, hay reuniones de exorcistas. Estas reuniones nacionales suelen congregar no menos de cincuenta exorcistas, normalmente más del centenar. Entre los congresos nacionales e internacionales, suelen darse al año, en todo elmundo, unas siete de estas asambleas anuales. Cuando hace casi un año, asistí como conferenciante a uno de estos congresos, expliqué a los exorcistas que el poder exorcístico se puede aplicar no sólo a liberar a una persona de la posesión diabólica, o a liberar una casa de una infestación. Sino que también se puede exorcizar a las fuerzas infernales para que se alejen de una parroquia, de una ciudad, de una diócesis o de la Iglesia universal. Les expuse el fundamento bíblico y teológico de esta afirmación. No existe un ritual para ello, pero ciertamente que, estando a solas, el sacerdote puede ordenar a las fuerzas tentadoras que se alejen de un determinado ámbito. Se puede ordenar a los demonios que se alejen del colegio cardenalicio, de los obispos de una nación, de una parroquia cuyos fieles están divididos, etc. Fue entonces cuando se me ocurrió que ya que anualmente los sacerdotes de ese país se reunían en esa diócesis concreta para formarse y que su obispo era tan favorable hacia este ministerio, por qué no hacer uno de esos días, entre todos los presentes, un gran exorcismo coral para proteger a la Iglesia universal. Y me despedí prometiendo que al año siguiente tendrían una serie de sugerencias para organizar una oración comunitaria de este tipo. Pero las oraciones se transformaron en una larga ceremonia. Por supuesto que aunque con el actual escrito le presento a ese obispo (cuyo nombre no menciono) una ceremonia ya acabada, éste escrito no es otra cosa que una sugerencia. Yo no soy nadie para crear y aprobar rituales. Me limito a ofrecer sugerencias. Después ese obispo y cualquier otro obispo será muy libre de tomar lo que desee, si es que desea tomar algo. La tiniebla en el exorcismo Problemas teológicos de la práctica del exorcismo Esta obra esencialmente es mi tesis doctoral en teología, defendida en el Ateneo Regina Apostolorum de Roma. Es mi tesis doctoral, a la que se le ha sacado el capítulo dedicado a la escatología, y a la que se le han añadido las largas notas situadas al final de la obra. La razón de sacar el capítulo dedicado a la escatología se debe a que se trataba de una parte polémica de mi libro. No quise que se cerniera la sombra de la duda acerca de la ortodoxia de este libro únicamente por ese capítulo. Así que decidí que la parte escatológica se publicaría como libro aparte. Le puedo augurar muy poca popularidad a este libro. Un trabajo académico cuanto más complejo y profundo es, menos público tiene. Pero si me puse manos a la obra hace años para realizar este título, fue porque un libro así será muy útil a los exorcistas y a los teólogos que quieran profundizar en la teología del exorcismo. El libro aborda los problemas teológicos que surgen de la práctica del exorcismo. Es un libro, por lo tanto, centrado en los problemas. Y es a través de los problemas, como en esas páginas se ha construido una teología acerca del exorcismo. Precisamente porque trata de los desviaciones, problemas y deformaciones, es por lo que tiene ese título. En esos capítulos se intenta analizar las tinieblas que, en ocasiones, se mezclan con la acción de Dios a través de los hombres. Historia del Mundo Angélico La Historia del Mundo Angélico surge del deseo de transformar en narración lo que, en principio, era pura teología. Esta obra narra la creación, prueba y caída de los ángeles. Se trata de un ejercicio literario, pero nace después de diecisiete años especializado en el campo teológico de los demonios. Por eso, se puede decir que este libro es teología narrativa. Es decir, se podría haber escrito este libro como un ensayo, pero he preferido que la teología se transformara en narración. Tratado sobre las almas perdidas Esta obra es un estudio bíblico y magisterial acerca de la hipótesis de que algunas almas hayan sido dejadas al Juicio Final. Ofrece las razones a favor y en contra de tal tesis. Pero, sobre todo, analiza si a tal posibilidad se le ha cerrado o no el paso con las declaraciones magisteriales que ha habido a lo largo de la Historia. Enoc y los nefilim Un estudio exegético acerca de los misteriosos pasajes de la Biblia en los que se menciona la existencia de los gigantes, llamados nefilim en hebreo. Estos nefilim eran humanos de tres metros de altura con un misterioso origen en la actuación de los ángeles caídos al comienzo de la historia humana. En este libro se expone cuanto se puede saber de ellos a través de las Sagrada Escrituras. Este libro trata abundantemente de los ángeles caídos, razón por la que está incluido en mi colección de obras sobre el demonio. Cuando amanezca la ira Esta novela trata de mostrar con el mayor detalle que me ha sido posible cómo hubiera sido el impacto de unas plagas como las descritas en el Éxodo en un imperio como el de Tutmosis III que se extendía hasta Siria. El libro describe cómo se pudieron vivir las diez plagas bíblicas desde el lado del faraón. El punto de vista es el de la corte real. Moisés solo aparece cuando es recibido en audiencia por el monarca y algunas pocas veces en que se encuentran. Un Dios Misterioso El subtítulo de esta obra es Normas, pautas y consejos para la Renovación Carismática. Este libro nació con el propósito de dar una serie de directrices breves y concretas para los integrantes de la Renovación Carismática. El libro responde también a la pregunta acerca de cómo discernir los dones espirituales. La obra se completa con una exégesis de los textos de San Pablo acerca de los carismas. La Mitra y las Ínfulas No me considero digno de escribir cómo deben ser los obispos. Mi alma está más necesitada de enseñanza que preparada para dar lecciones a nadie. A pesar de ello, si me he animado a escribir estos consejos, ha sido porque también Dios usó a la burra de Balaam para dar su mensaje. Si una burra fue utilizada para tal misión, quizá yo también pueda ser usado para decir algo de provecho. Y así he reunido en un libro todos los consejos espirituales que daría a los obispos acerca de cómo realizar bien la sagrada misión del episcopado. La Vestición del Obispo En esta obra, se ofrece la historia de cómo fueron surgiendo las distintas vestiduras litúrgicas, así como su simbolismo espiritual. Este breve libro se titula La Vestición del Obispo, porque se analizan todos paramentos con los que puede revestirse un obispo para el culto divino. Pero casi todas las vestiduras descritas en sus páginas son utilizadas por los sacerdotes en la misa, y, por tanto, podrán leerlo con fruto y aprovechamiento los presbíteros. Además, no se trata de un estudio histórico erudito y extenso, sino de una obra pensaba para la vida espiritual del obispo y el sacerdote. Pensada, sobre todo, para que el ambos puedan orar al revestirse en la sacristía antes de la misa. El Incienso de la Alabanza El Incienso de la Alabanza es un libro acerca de cómo organizar el cabildo de canónigos en una diócesis. Mucha gente piensa que la labor de los canónigos es algo del pasado, que era algo para cuando había en Europa abundancia de clero. Pero que su tiempo ya pasó, que hoy día para la mayor parte de las diócesis resulta imposible organizar algo así. Este escrito explica cómo organizar un cabildo, incluso en lugares con poco clero. La belleza de los actos del oficio divino en una catedral supone una verdadera predicación a través de los salmos, de los cánticos, de la liturgia. La falta de clero no tiene por qué ser óbice, para que en la catedral resuenen esas alabanzas de forma diaria y armoniosa. Repristinatio: Rito en caso de profanación de un templo Esta obrita brevísima apareció originalmente con el título La reparación de la santidad del lugar sagrado. Cada año un reducidísimo número de iglesias son profanadas en el mundo. Normalmente por robos que conllevan la apertura del sagrario. Desgraciadamente, un número todavía menor busca directamente mancillar el lugar sagrado. Afortunadamente, son muy pocas incluso a nivel mundial. Pero los párrocos se preguntan si hay que limpiar y poner en orden los objetos sagrados o hay que hacer algo más. En este escrito titulado La reparación de la santidad de un templo profanado, se explica qué se debe hacer en esos casos antes de celebrar la primera misa o el primer acto litúrgico. Ritual, sin embargo, que siempre debe hacerse por el obispo o por quien él sea designado. En la tradición de la Iglesia, cuando un templo quedaba profanado, siempre tenía un lugar un rito específico para purificar el lugar. Desgraciadamente, son muchos los sacerdotes que desconocen este tipo de liturgias especiales. Para llenar este hueco es para lo que se escribió esta obra breve y concisa. Resepelium: Rito en caso de profanación de un sepulcro Esta obrita fue la petición de un obispo ante los muchos casos de profanación de tumbas que se estaban dando en su país. Es un escrito breve que expone qué rito se puede hacer posteriormente por parte del sacerdote. También analiza esta situación tan traumática desde un punto de vista litúrgico y pastoral. Cyclus Apocalypticus Año 2181-2213. El Anticristo, la Gran Apostasía, la Abominación de la Desolación... la historia que pone fin a la Historia. Este libro es la historia de una civilización sobre la que se van a abatir las siete trompetas apocalípticas, un mundo sobre el que se van a derramar las siete copas de la ira de Dios, una humanidad sobre la que se abrirán los siete sellos bíblicos. Una novela cuyo personaje es la entera civilización de finales del siglo XXI y principios del XXII. La visión de la destrucción del mundo desde el lado de los no creyentes. La crónica de la deconstrucción de una sociedad planetaria. Toda la Saga del Apocalipsis la componen los siguientes títulos, que aquí los numero para dejar fijado su orden en las listas. Orden que no fue su orden de escritura, sino de publicación: 1 Cyclus apocalypticus 2 Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América 3 Memorias del último Gran Maestre templario 4 El juicio: año 2209 5 La construcción del Edén 6 Necronerópolis 7 El hundimiento de la Torre de Babel 8 El crepúsculo de los burócratas 9 Noveno libro 10 Décimo libro Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América Año 2180, los Estados Unidos se enfrentan a la amenaza de la secesión de California. El Gobierno Federal y el Congreso de California, mantendrán una confrontación política y legal en la que nadie querrá ceder. California, ante una situación de corrupción sin precedentes, tiene la intención de desligarse del destino del resto de la Unión. A partir de aquí comienza una novela de infinitas intrigas políticas en el marco de un pulso entre el fabuloso poderío de una Nación y la decidida determinación de un inmenso Estado como el californiano. Ésta es una novela sobre el Poder, una larga reflexión acerca de la naturaleza del Poder, y de cómo una democracia puede irse viciando hasta tal punto que la República abandone su esencia para convertirse en Imperio sin perder sus formas externas democráticas Memorias del último Gran Maestre Templario Año 2211. Año éste en el que arranca el recuerdo del Gran Maestre Templario de lo que ha sido su vida al frente de la orden. La novela es un recorrido a través de esta institución, una especie de gran inventario de la orden. La Iglesia Católica , ante unas circunstancias verdaderamente excepcionales en un determinado marco geográfico, había aprobado la refundación de la orden templaria. El ejército de monjes-guerreros se va a encontrar en medio de un apasionante juego de ajedrez entre los poderes terrenales y los espirituales. El Juicio Año 2209. Comienza la gran persecución contra los cristianos. Una persecución incruenta, amparada y promovida por el marco legal del Estado. Un ciudadano decide hacer frente al Gobierno Federal de los Estados Unidos con la única arma de la que dispone: la Ley. La novela es la historia de un juicio. La historia de un proceso legal entre el poder absoluto y un ciudadano amparado por la independencia de un juez. La Construcción del Jardín del Edén Esta es la historia de un sueño, del sueño de un magnate multimillonario que desea recrear una sociedad cristiana perfecta. El capricho de un hombre de negocios que se empeña con la ayuda de sus inmensos recursos económicos en fundar una teocracia en uno de los mares tropicales del Océano Pacífico. La Creación del Jardín del Edén es la crónica del nacimiento, desarrollo y ocaso de un microestado cristiano. Necronerópolis Esta novela muestra la vida cotidiana de una arquitecta del siglo XXII. Una profesional del más alto nivel que trabaja para una gran corporación. El libro narra su pasión por la arquitectura, describe cómo son los inmensos y formidables rascacielos de las urbes de ese siglo futuro y cómo se van desarrollando paso a paso las líneas de un gran proyecto ingeniero que le encarga a ella la República Europea. El hundimiento de la Torre de Babel Es el tiempo del Apocalipsis visto desde los ojos de un bibliotecario de la Biblioteca Central de la República Europea. Aunque tampoco es una narración de los sucesos que vivió, sino una recopilación de recuerdos sueltos y, además, en sentido temporal inverso. Conforme avanza el libro, recuerda progresivamente los hechos más lejanos. El crepúsculo de los burócratas Es el fin del mundo visto y vivido por parte de un funcionario de la República Europea a principios del siglo XXIII. Visto, además, desde un ángulo que le permitió ser testigo de muchos hechos. Ésta obra escrita el año 2.000 (o un año antes o después) fue revisada en el 2017 y publicada de forma digital. Con la publicación de esta obra se concluyó toda la Saga. Noveno Libro El Noveno Libro se puede definir como una larga colección de retazos del Apocalipsis. Son pequeños fragmentos de esa época. Como una fugaz mirada a un lugar concreto en un momento dado de ese gran escenario de la civilización de finales del siglo XXI y principios del XXII. Décimo Libro El Décimo Libro es la continuación del Noveno libro dentro de la Decalogía. Libro tratado de escribir con un estilo literario breve, fugaz, rápido, fragmentario. Con este libro se concluye la saga entera. Torres góticas Quise escribir una historia que describiera en el día a día de un cardenal del Vaticano. Un texto que fluyera sin trama. Un libro centrado en los pequeños detalles. La historia que se cuenta es el trabajo diario de un alto dignatario vaticano. Ésa es la historia, sin necesidad de ninguna falsa aventura. Mi propósito no era escribir una novela al uso, que repita unos cuantos estereotipos. Pretendí una obra que respirara veracidad; veracidad y complejidad. La novela no resultará sencilla para el lector común. Entre los libros y los demonios Autobiografía del padre Fortea que va desde 1968 a 2006. Fue publicada en Paraguay con este título. Aunque en España, México y Colombia fue publicada con otro título, el título original es el que se ha preferido para la colección de obras completas. El libro está centrado en su vida como sacerdote y no en el exorcismo. Las decadencia de las columnas jónicas Una teoría para la reforma de la democracia Este título es una breve obra de Derecho Constitucional acerca de cómo podría reformarse el entero mecanismo constitucional de una nación para regenerar la democracia. En la obra se analiza el funcionamiento del mecanismo de poderes del Estado y cuáles son los puntos en que ese sistema está dando problemas. Una vez analizados esos problemas, se intenta ver cómo sería posible solucionarlos. Templo neovaticano Una fantasía arquitectónico-teológica Esta obra es un conjunto de apuntes personales, de anotaciones reunidas durante años. Este escrito comenzó como una mera descripción sin muchas pretensiones. Esos apuntes, esas anotaciones, eran acerca de un edificio. Leer este texto supone recorrer la descripción de una construcción que no existe. El libro dio principio como unas anotaciones que iban a ser únicamente para mí. Quería recordar todos los detalles de un edificio que había imaginado a ratos sueltos durante varios meses. Nació como unos apuntes personales, que se quedarían sólo en eso. Conforme esas anotaciones se multiplicaron, los apuntes se tornaron en descripción más detallada. Esos apuntes acabaron convirtiéndose no en una mera descripción, sino en una historia: la historia del desarrollo de esta idea, de su construcción y de su evolución. Con el pasar de más de un año de pacientes adiciones a mi escrito, la historia, en algunos de sus tramos, fue tomando ribetes de verdadero ensayo, un ensayo narrativo. Pero a lo largo de la creación de este lienzo arquitectónico, llegó un momento en el que me abandoné a la fantasía. Un libro que es un edificio. Este libro trata solamente de un edificio, es la descripción de un edificio. La historia de esta obra consiste en recorrer una construcción: un nuevo Vaticano. Templo isidoriano Este libro apareció por primera vez con el título La catedral de San Abán. Es un ensayo que explica y describe detalladamente un nuevo tipo de catedral para el siglo XXI. En esta obra se muestra una clase diversa de templo catedralicio entendido como un pequeño microcosmos clerical. Espacio que podría emplearse para grandes celebraciones que requieren de un marco más grandioso que los actuales. Puede parecer sorprendente que diga que las actuales catedrales se quedan insuficientes para ceremonias como las que en esta obra se describen. Pero es que este libro explica un nuevo concepto de catedral en el que el elemento humano que va a morar en sus muros-edificaciones forma parte sustancial de esta construcción. Lo que en estas páginas se muestra no es una catedral simplemente que más grande, sino algo diferente. Algo que tiene que ver con la conveniencia de centralizar una serie de servicios diocesanos y la necesidad de devolver el culto divino al esplendor de los tiempos de oro de estos gigantescos monumentos, hoy reducidos a museos. Esa reforma que propongo requiere necesariamente de una nueva construcción, ampliable, que se puede llevar a cabo durante generaciones. Templo atanasiano Esta obra explica un nuevo tipo de construcción pensada específicamente para ser sede de las conferencias episcopales. No hubiera sido necesario escribir un ensayo para describir una iglesia como otra, sólo que más grande. Sino que esta construcción y el templo alrededor del cual se articula están pensados para ser la sede de los obispos de cada país. El león y las llaves Cuando estudiaba mi doctorado en Roma en Teología Dogmática, observé la Curia y la vida eclesiástica de la Urbe y fui tomando una serie de apuntes. Esos apuntes recogidos conforman este libro de reflexiones y consejos espirituales. Al final, he decidido publicar esos apuntes bajo el subtítulo de Consideraciones espirituales acerca de la Curia Romana, del Estado Vaticano y de la Urbe misma. No es un tratado que aborde de forma sistemática todos los aspectos que se anuncian en el subtítulo, sino una especie de gran sermón. Eso sí, un sermón muy especializado porque se dirige a unos oyentes muy concretos. En esta obra, al hablar acerca de los cardenales, he dejado sin tocar todos los aspectos generales de la vida espiritual de estos que eran comunes con los obispos. Pues acerca de la vida espiritual de los obispos ya escribí la obra La Mitra y las Ínfulas. En el presente libro decidí desde el principio tratar de aquellos aspectos específicos de los cardenales o de los obispos curiales, dejando aparte la vida espiritual de los obispos, considerada ésta en general. Por eso, ésta obra no es un libro sobre el episcopado, sino sobre los cardenales y la Curia Romana, por lo menos es así en las dos primeras partes del libro. La presente obra es un libro que podrán leer los laicos con aprovechamiento. Leer sobre los cardenales, sobre la Curia, hará que los laicos comprendan mejor y amen más esas realidades. Esta obra no tiene nada de documento secreto, sino de largo sermón. Nadie se escandalizará al leer estas páginas, porque los pecados son sustancialmente los mismos en todos los humanos. Me gustaría pensar que esta obra es una contribución a la tarea de crear una espiritualidad del cardenalato. Y no sólo respecto a ellos, ojalá que este libro sea una aportación para entender mejor de un modo espiritual al Vaticano y la ciudad que lo rodea. En estas páginas, subyace la alegría de comprobar que el sistema de gobierno eclesial funciona, y funciona bien. Hasta los gobernantes de la tierra miran con envidia al Vaticano, mientras se preguntan: ¿quién pudiera lograr para una nación un gobierno tan eficiente como el que tiene la Iglesia en Roma? El sistema funciona, de lo que se trata es de que brille con una luz espiritual más pura. Por supuesto que yo también sugeriría otras cosas que las dichas en este libro. Siempre hay un cierto número de manzanas podridas. Pero no todo se puede decir en un escrito público. Los cristianos formamos una familia, y en toda familia los trapos sucios se lavan en casa. De una última cosa deseo dejar constancia al comenzar la obra, en la Curia Romana hay muchos santos, muchos: laicos, sacerdotes, obispos y cardenales. En muchos momentos de esta obra nos vamos a fijar en lo que hay que cambiar, nos vamos a fijar en el pecado, en las tentaciones. Pero no perdamos la visión de la realidad, hombres llenos del Espíritu ya están trabajando en todos los niveles de la Curia. Las aguas vivas que borbotean Libro de consideraciones espirituales acerca de cada una de las partes de la Misa, para que el sacerdote celebre y viva el Santo Sacrificio con mayor devoción Resulta imposible para los sacerdotes, cada vez que celebramos la misa, tener presentes todas las riquezas, simbolismos y tesoros espirituales contenidos en la liturgia del sacrificio eucarístico. Éste es un libro pensado para que el sacerdote en la sacristía, ya revestido, lea unas pocas líneas de él cada día antes de salir a celebrar la misa. Bastará con fijarse en unos pocos de esos simbolismos o, incluso, en uno solo de ellos. El libro lo escribí pensando en los sacerdotes. Pero, por supuesto, los laicos podrán aprovecharse igualmente del libro. Colegio de Pontífices La primera parte de este libro es un ensayo acerca del carácter eclesial del Sacro Colegio y su evolución a lo largo de la Historia, y de cómo podrían realizarse ciertos cambios ahora en el siglo XXI. De manera que se expone cómo se podría realizar una reforma del Colegio para reformar toda la Iglesia. La segunda parte explica de qué manera se podría dotar de mayor entidad eclesial a la figura de los arzobispos. Dotando a estos de una verdadera misión específica dentro del colegio episcopal. Historias Hamletianas Esta obra es una serie de variaciones acerca de la obra Hamlet de Shakespeare. Impreso en el año 2004, ahora, tras una profunda revisión, aparece publicado por primera vez en una edición digital. Como curiosidad añadiré que esta novela corta la escribí en las aburridas jornadas de una estancia en Alexandria (Virginia). Había ido allí con el propósito de ayudar en una parroquia. Pero pronto descubrí que allí había muy poco trabajo. No tuve otro remedio que llenar mi tiempo escribiendo. Así nació este breve libro que es una reflexión bastante libre acerca de la obra de Shakespeare. Manzanas de Gomorra Este libro nació como una meditación cristiana acerca de la homosexualidad, pero nada más empezar me di cuenta de que resultaba inevitable no abordar previamente la cuestión de cómo enfocar todo el tema de la sexualidad. Por eso, el libro se acabó transformando también en una reflexión acerca de la sexualidad en general; y, en el fondo, en una reflexión acerca de Dios. Vaya por delante que éste no es un libro sistemático acerca de la sexualidad. Se supone que los lectores ya han leído otras obras que ofrecen una visión de conjunto acerca de este tema. Una vez que uno ha leído esos libros organizados y comprehensivos es cuando uno puede emprender la lectura de este libro como una reflexión ulterior. Estas páginas las concibo como una serie de pensamientos posteriores a ese fundamento. Obra férrea El libro comienza con el Gran Inquisidor dirigiéndose a su sobrino y comunicándole que se haya escribiendo un manual de inquisidores. Es una novela sobre el Poder, un libro que trata de hacia dónde puede dirigirse la Historia de la Humanidad. Eso y el Poder son dos temas íntimamente relacionados. El Poder imprime una dirección a una nación, a un continente o a toda la Humanidad. Esta obra fue escrita en 2004. Fue publicada (en papel) por la Editorial Dos Latidos. En el año 2016, decidí publicarla online. Antes de hacerlo la revisé profundamente y le añadí una parte que antes no tenía. La catedral de San Agustín Una reconstrucción histórica del templo, la vida y la ciudad de un obispo del norte de África en el siglo V. Durante muchos años me pregunté qué aspecto físico presentaría la catedral de San Agustín a los ojos de un hombre de nuestra época que pudiera contemplarla, cómo sería una misa a principios del siglo V, de qué manera irían vestidos el obispo y el clero en el norte de África. Sobre todo la cuestión de cómo era materialmente el templo, el edificio, de Agustín ha sido una curiosidad albergada en mi mente durante largo tiempo, una verdadera espina clavada en mi intelecto. Leía y leía sermones y tratados del obispo Agustín, me lo imaginaba sentado en su cátedra, pero no podía imaginar su entorno sin caer en la fantasía. Mi entera vida ha sido una lectura y relectura de textos acerca del Imperio Romano. Conocía bastante bien los detalles materiales de la Jerusalén de los tiempos de Salomón, lo mismo podía decir de los pequeños detalles de la vida eclesial de las comunidades cristianas de Pablo y Pedro, pero mi conocimiento de la vida de un obispo en la etapa final del Imperio en el norte de África no era tan bueno. Si hubiera querido pintar en un óleo una misa en la catedral de Hipona, me hubiera encontrado con muchos huecos, con muchos vacíos. En esa pregunta acerca del edificio de la catedral, incluí otras preguntas: ¿cómo eran sus ceremonias?, ¿cuánta gente había dentro? Y quise contestar a esa pregunta pintando del modo más visual posible esa escena. Contestando vi lo conveniente de dar unas pocas pinceladas que nos muestren un poco cómo era la vida de la iglesia africana en una ciudad como Hipona. Desde el principio me propuse ahorrar al lector largas disquisiciones bibliográficas sobre tal o cual detalle, deseaba que el escrito tuviese un estilo ágil. Sobre el breviario Consideraciones espirituales para rezar con mayor devoción la liturgia de las horas Los seres humanos somos débiles y con el tiempo fácilmente se puede introducir una cierta rutina en el rezo del breviario. Esta obrita surge del deseo de ayudar a los sacerdotes en el desempeño de esa parte tan noble de sus funciones sacerdotales como es la de salmodiar para la alabanza de Dios. Es un librito sin pretensiones, breve, una pequeña charla puesta por escrito. Unos años antes había escrito otra obra para que el sacerdote se pudiera preparar cada día para la santa misa. Ese libro titulado Las aguas vivas que borbotean tuvo un efecto tan positivo en mí para celebrar el santo sacrificio con más devoción que muy pronto me vino la idea de algo parecido para el rezo del breviario. A veces una pequeña consideración espiritual basta para retomar el breviario con nuevo entusiasmo, con nueva fuerza. Todos necesitamos sacar brillo de nuevo al oro de nuestra alabanza. El curioso caso de la muerte del gato del obispo Una extraña y humilde historia policiaco-eclesiástica Ésta es una novela policiaca y eclesiástica, ambientada en un marco real. Todas las descripciones de los pasillos y despachos se corresponden con exactitud con las del palacio episcopal de Alcalá de Henares. En ese marco, el ambiente eclesiástico del obispado de la diócesis, aparece un gato muerto, el gato del obispo. A partir de allí, se pone en marcha una investigación. Al principio, hay dudas acerca si investigar un asunto de tan poca monta en apariencia. Pero, poco a poco, la investigación acerca del felino muerto se va enmarañando. La novela va penetrando, paso a paso, en el estamento eclesiástico y en el mundo interior de los personajes. Las corrientes que riegan el cielo Un fresco sobre la Santísima Trinidad, eso y no otra cosa es lo que he pretendido con esta obrita. Describir visualmente a la Trinidad Suprema. Este libro desearía ser como una Capilla Sixtina en cuya superficie he deseado pintar a las Tres Personas: un gran fresco con la Trinidad como tema. Este libro sigue el formato de teología narrativa. Es decir, es una obra de teología, pero expresada en forma de narración. Sigue en eso la técnica de Historia del mundo angélico. En cierto modo, este libro es una profundización en esa primera obra. Tras describir al Dios Uno en Historia del mundo angélico, en esta segunda otra obra me he internado en el centro de la primera. La luz de la diaconía Este libro es serie de consideraciones espirituales y teológicas acerca de la labor del diácono y sugerencias para desempeñar bien esta misión. Sin embargo, no es un libro dirigido sólo a los diáconos, sino también a los presbíteros quienes deben sentirse diáconos hasta el final de sus vidas. Ex scriptorio Este libro es una recopilación de algunos de mis artículos. Me ha parecido bien a estas alturas reunirlos todos en una sola obra. Por un lado para facilitar el que pudieran ser encontrados por los lectores interesados. Y por otra parte, para que puedan ser citados por aquellos que desearan incluirlos en alguna obra académica. Edipo Vasco Esta novela es una ucronía ambientada en un lugar temporal impreciso entre el año 2006 y 2008. La obra se centra en las difíciles relaciones entre el episcopado español y el nacionalismo vasco en medio de una grandísima tensión por mantener la unidad de España. En esta novela, los obispos se encuentran en medio de esa tensión entre el gobierno central de la nación y el pulso que el gobierno vasco echa a la Constitución. El libro lo que trata es de ser una reflexión acerca de cuál debe la postura de los obispos frente al nacionalismo. Libro cuadrado (Para descargarlo en pdf, hacer click en la portada.) La historia de cómo los habitantes del capítulo I salieron a recorrer el libro en el que su mundo estaba situado. Un mundo cuadrado (de 300 kilómetros de lado) dividido en nueve capítulos. El libro entero trata de eso, de la expedición geográfica organizada para cartografiar ese mundo. Una obra en la que la realidad descrita es el libro mismo. Un texto autoreferencial en la que la historia que se cuenta es el mismo libro. La tempestad de Dios (Para descargarlo en pdf, hacer click en la portada.) El libro presenta a un Franco anciano en un sillón de El Pardo, tras la muerte de Carrero Blanco. Un dictador que va recordando su vida. El libro es eso y sólo eso: un anciano recordando su vida. El libro comienza cinco días antes del Alzamiento Nacional y acaba cinco días después del asesinato del almirante Carrero Blanco. Como es lógico da su versión de los hechos y las personas. Pero se trata de una biografía centrada en los pequeños detalles de una existencia, no en narrar los hechos históricos. La narración de los grandes hechos no interesan a la esta novela, sino la persona, el ser humano. Mi propósito fue escribir una especie de Memorias de Adriano, sólo que escrito con la voz de Franco. Esta novela la he publicado digitalmente en el año 2017, más de doce años después de escribirla. Tardé tanto porque tenía un justificado temor a que me calificaran como un cura de derechas. Cuando la realidad es que podría haber escrito la misma novela centrándome en la persona de Durruti. Haber construido la misma novela con Buenaventura Durruti como protagonista no me hubiera hecho anarquista. Sin duda nadie me hubiera tildado de izquierdista por haber escrito esa otra novela. (Si tuviera tiempo, desde luego, me seguiría gustando escribirla.) Pero los fanáticos sí que me tildarán de derechista por haber escrito una novela sobre Franco. ¿Por qué un sacerdote tiene que escribir sobre este tema? Los que lean el libro comprobarán que, ante todo, es un libro acerca de la religión. ¿Por qué la publico ahora después de trece años? Porque estoy seguro de que dentro de pocos años ya no podré publicarla. No tengo la menor duda de que este libro pasará a estar prohibido por las leyes. Estoy seguro de que éste será uno de los libros que tendré que retirar de la versión online de la Biblioteca Forteniana a no ser que quiera recibir una multa. Una última cosa, el primer capítulo de esta novela son de las mejores páginas que he escrito en mi vida. Eso sí que fue inspiración arrolladora. Me acuerdo de esa lejana noche de verano en la que tecleaba y tecleaba a toda velocidad (escribo muy rápido) sin dejar de llorar. Fue, en verdad, un primer capítulo épico. La magna unción final Estas breves páginas contienen reflexiones acerca del sacramento de la unción de los enfermos. Siempre pensé lo útil que sería poder proporcionar una obra a aquél que vaya a recibir este sacramento para que profundice en lo que va a recibir, para que se prepara. Escribir este libro habrá valido la pena si es de ayuda para una sola persona que vaya a morir. Qué grandioso es entrar en la muerte con los ojos abiertos, bien preparado nuestro espíritu, llena de esperanza en Dios nuestra alma. Entrar en esa región del más allá con plena conciencia, sintiendo puro amor hacia nuestro Padre Celestial. Los hijos de vuestros hijos: Análisis acerca de las maldiciones intergeneracionales Durante los últimos decenios se ha ido extendiendo entre algunos evangélicos y algunos pocos grupos católicos la práctica de romper las maldiciones intergeneracionales. Práctica esta no admitida por muchos protestantes. Sobre este tema he guardado silencio durante muchos años, era un asunto que requería una reflexión nada apresurada. Pero ahora con esta obra quiero dar mi opinión que es contraria a ese concepto de maldición intergeneracional. La praxis que algunos grupos evangélicos y católicos realizan se basa en un esquema teórico que lo veo errado. El respeto a la bondad de esas personas que realizan tal tarea con tan buena voluntad, con el deseo de solo ayudar, me ha llevado a tomarme mucho tiempo para pensar muy bien lo que iba a decir. Pero ahora, finalmente, pienso que debe primar la verdad. Y, por eso, expongo las razones teológicas por las que resulta preferible abandonar tanto esa teoría como la práctica que se deriva de esa teoría. Padre Fortea José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro, España, en 1968, es sacerdote y teólogo especializado en el campo relativo al demonio, el exorcismo, la posesión y el infierno. En 1991 finalizó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la Universidad de Navarra. En 1998 se licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Comillas. Ese año defendió la tesis de licenciatura El exorcismo en la época actual. En 2015 se doctoró en el Ateneo Regina Apostolorum de Roma con la tesis Problemas teológicos de la práctica del exorcismo. Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares (España). Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio, pero su obra abarca otros campos de la Teología. Sus libros han sido publicados en ocho lenguas. Ver todo mi perfil Tema Sencillo. Con la tecnología de Blogger. CYCLVS APOCALYPTICVS __________________________________________________________________________________________________________ Historia de la Era del Apocalipsis año 2181-2213 J.A Fortea 1 Editorial Dos latidos © Copyright José Antonio Fortea Cucurull Todos los derechos reservados [email protected] Editorial Dos Latidos Benasque, España Publicación en formato electrónico en 2012 Primera edición impresa en México, agosto de 2004 ISBN: 970-30-0079-7 Editorial El Arca American Book Store, S.A. de C.V. Calle 22 de Diciembre Nº 1 Col. Manuel Ávila Camacho, C.P. 53390 Naucalpan, Edo. de México Primera edición impresa en España, febrero 2005 ISBN: 84-96326-30-6 Deposito legal: B-1.725-2005 Belacqva de Ediciones y Publicaciones S.L. Ronda de Sant Pere, 5, 4ª planta, 08010 Barcelona www.fortea.ws 2 Nota del autor: Ésta fue la primera novela que escribí en toda mi vida, con veintiocho años de edad en aquel lejano 1997, siendo un jovencísimo párroco en mi primer destino en un pequeño pueblo de mil almas. Aunque esta obra fue escrita con una gran pasión, debo advertir a los lectores que ciertas carencias literarias se dejan notar con claridad. Aun así, siempre me he resistido a la tarea de reformar esta obra. Si empezara a revisarla, realizaría ya una completa reescritura de todo el libro. He creído conveniente añadir esta nota, para pedir una cierta condescendencia de los lectores. Debe ser vista como una obra de juventud, con todos los defectos literarios de un joven que empieza a dar sus primeros pasos en lo que se convertiría en su gran pasión de toda la vida: escribir. Pero mi evidente inmadurez como escritor, me lleva a pedir que se lea con comprensión hacia el joven que yo era entonces. 3 CYCLVS APOCALYPTICVS 4 5 La tierra era yermo y vacío, y las tinieblas cubrían la superficie del Océano, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Antes del Principio era la Nada. Las frías oscuridades llenaban los extensos vacíos del no-ser. Ante mis ojos se desplegaba el inacabable desierto de una negrura sin fin. Pero no había ojos. Mis alas podían volar allá donde se perdía la vista, podían avanzar en un suave aleteo por nada impedido durante jornadas y jornadas... para hallar ante sí la misma impenetrable y negra oscuridad que habían dejado atrás. Pero no había atrás. Podía volar a lo alto elevándome en una ascensión interminable, o dejarme caer planeando hacia un fondo que los siglos jamás tocarían. Podía dirigirme hacia septentrión o el austro, hacia levante o hacia el ocaso. Pero no había puntos cardinales. Nada nunca se había levantado en el horizonte, porque no había horizonte. Aquellos espacios pletóricos de vacío nunca habían contemplado el ocaso de algo. Todo estaba inmerso en el eterno cénit de la nada. 6 El austro y el septentrión se hundían en un horizonte inexistente. Mis pies buscaban el suelo en un océano sin fondo, mis ojos miraban adonde se podría salir a flote. Pero aquellas aguas no tenían techo. Eran los inmutables abismos de los océanos del vacío. Todo se hallaba sumergido en los mares del silencio. 7 megaestructura habitada por 200.000 personas había otros 300 pisos por encima. Parte del edificio era, como solían decir, macizo; es decir, ocupado todo él por apartamentos y los pasillos necesarios para acceder a ellos. Pero otra parte contaba con grandes espacios interiores ocupados por viviendas individuales: casitas unifamiliares con su jardín, bajo un techo que era un simulador de cielo, a 20 metros de altura. Los simuladores de cielo eran un perfectísimo sucedáneo de la luz natural, con sus amaneceres, atardeceres y hasta imágenes de días nublados. A distintos niveles de la megaestructura había varias pequeñas urbanizaciones en las que se trataba de recrear con bastante éxito una apariencia de estar al aire libre. Tres parques públicos y ocho centros comerciales completaban el equipamiento del edificio, sin olvidar que parte del piso número 100 estaba ocupado por un monasterio benedictino. Así como interiormente las megaestructuras daban una sensación de proporciones humanas, en el exterior la magnitud de las moles daban una sensación de abrumadora pesadez. Manhattan, Brooklyn y el Bronx vistos desde lo alto parecían una cadena montañosa de la que salieran torres y más torres, todo ello rodeado de un inacabable océano de viviendas que alcanzaba hasta el horizonte. La aeronave urbana del senador Ford se deslizaba hacia el Aeropuerto Central de Nueva York. La pintura azul-jade metalizada estaba impoluta y la nave se cubría de brillos y reflejos en su ascenso hacia el aeropuerto, que estaba situado en pleno centro de la ciudad en lo alto de un grueso, ancho y titánico rascacielos. Aquella obra arquitectónica parecía más digna de los Gigantes que combatieron a los dioses olímpicos, que de seres humanos, aquellas pequeñas termitas de dos patas que levantaban del suelo entre el 1´80 y los 2 metros. La cima de aquel edificio de hormigón era un vasto complejo de muelles donde atracaban las naves de procedencia internacional. El ambiente dentro del aeropuerto era el de todas las épocas en lugares similares, ya fuera una parisina estación ferroviaria del siglo XIX o el puerto de Tarso en el II. Gentes de todos los tipos yendo y viniendo con maletas, familiares que se reencuentran, tenderetes de comida rápida CAPITULO I P ausadamente el monje iba escribiendo los gruesos trazos de letra gótica en una parte de la pintura. La pintura representaba a la Virgen María con el Niño en brazos, en medio de una representación esférica del mundo y del universo románico. La letra, uniforme, llena de equilibrio, gótica tirando a merovingia. El pío religioso en hábito negro, benedictino, trabajaba inmerso en un total y absoluto silencio. Sólo flotaba en el ambiente el rumor lejano de las voces de los novicios ensayando un himno gregoriano. El monje levantó la cabeza del escriptorio, alrededor de él sólo las paredes de piedra, una cama y un pequeño estante con libros. Sus ojos estaban cansados. Sit nomen Domini benedictvm, musitó entre labios. Siempre que interrumpía su labor unos segundos para descansar, gustaba de decir una jaculatoria. Pausadamente el anciano corrió la silla sin hacer ruido y se levantó hacia la ventana. Mirar a lo lejos era el mejor descanso para sus pupilas fatigadas. Lentamente se aproximó al arco que, entre capiteles y columnillas, se abría en la pared. Se apoyó y miró a lo lejos. Ante sus ojos se ofrecía una bella panorámica de Nueva York en el año 2181. El monasterio estaba situado a una gran altura, si bien el edificio en el que estaba incluido elevaba todavía más su cúspide hacia una distancia de vértigo. Desde la privilegiada posición de la ventana en la que se apoyaba el monje, podía ver allá a lo lejos el tráfico rodado en las atestadas calles. Un poco más arriba, pequeñas aeronaves se deslizaban suavemente por el aire, formando hileras entre las inmensas moles de las megaestructuras, cuyos últimos pisos se perdían de vista en medio de las nubes de un día encapotado. Había pequeños edificios aquí y allá, pero el centro de la ciudad estaba casi del todo ocupado por aquellos anchos, pesados e inmensos rascacielos. El monasterio estaba situado a cien pisos de distancia del suelo, pero en aquella 8 esparciendo olores a bollos con crema en un lado, y en otra esquina olores a las especias de las hamburgesas con queso. Gente que espera aburrida y gente con prisa, todos mezclados en un sinfín de trajes, vestidos y uniformes. Ford con paso seguro, firme, casi jactancioso, avanzaba vestido con su costoso traje hecho a medida por uno de los mejores sastres de la capital. Un poco detrás de él le seguía su chófer, con su gorra y enfundado en su negro traje de una sola pieza y ceñido al cuerpo. En general, la gente vestía de un modo muy informal. Había muchos con pantalón, corbata y americana, pero más vestían con el popular snab, una especie de confortable mono, de todos los colores imaginables, de una sola pieza, más ceñidos unos, menos otros. El senador se detuvo mientras la gran nave que esperaba acababa de aterrizar verticalmente y rodaba por la pista hacia su muelle. Diez minutos después el senador abrazaba a su joven sobrino. Ya en la aeronave del senador y de camino hacia casa, el recién llegado miraba por la ventanilla con cara llena de admiración. -¡¡Uaaauu!! ¡¡Así que esto es Nueva York!! -exclamó el dieciochoañero tratando de guardar la compostura. -¿Te gusta, eh? -comentó feliz a su lado el senador- .Pues tienes todas las vacaciones para conocerla palmo a palmo. Ahora, tía Margaret te está preparando un pastel de manzana mientras te espera. Tus primos desde hace una semana no han hecho más que preguntar que cuándo llegabas. La cara del joven no cesaba de mirar extasiado hacia afuera. Había comenzado a anochecer y los millones de ventanas iluminadas que resaltaban en la penumbra, unido a todas las luces de las aeronaves deslizándose armónicamente por el aire formaban un espectáculo siempre embelesador incluso para los mismos habitantes de la megápolis. Distintos haces de luz ornamental surcaban el aire hacia lo alto, perdiéndose en lo más elevado de la lúgubre bóveda celeste, mientras que para acabar de embellecer el cuadro, gruesos copos de nieve empezaban a caer sobre el tráfico terrestre y aéreo, que se movía entre las moles de hormigón, acero y vidrio. El muchacho no hacía más que preguntas y comentarios admirativos. -Tío, he leído mucha historia, pero ¿cómo está el mundo ahora? El senador lo miró con una sonrisa compasiva. Su sobrino había estado hasta hacía dos semanas en una comunidad amish. Su hermana, ya difunta, decidió llevárselo consigo cuando tenía diez años a una pequeña comunidad agrícola en Canadá. La educación que había recibido el chico era bastante buena, pero casi nula sobre el mundo actual que les rodeaba. Ahora el sobrino volvía por propia decisión a su propia familia tras la muerte de su madre. -Bueno... -respondió el senador como tomando fuerzas para una digna respuesta a una magna pregunta como esa-. Podríamos dividir el mundo por un lado en los países de la Confederación, por otro lado está el Imperio y por otro los países independientes. Los países de la Confederación son independientes también, pero forman una gran unidad política y económica, tienen una alianza defensiva y una sola moneda, son países democráticos. La Confederación la forman treinta naciones, se extiende por casi toda América, además de unos cuantos países aquí y allá desperdigados por otros continentes. Pero los integrantes son muy desemejantes, sólo nuestro país, los Estados Unidos, ya tiene el 25% de la población confederada, y cuenta con el 70% del peso económico de la Confederación entera. El Imperio se extiende por más de la mitad de Europa, parte de África y Asia. Fue en tiempos una democracia, una democracia cada vez más presidencialista, y finalmente, tras tres guerras civiles, en un siglo ha acabado en manos de la Familia Imperial. De todas maneras, aunque ya no sea una democracia, todavía en los impresos oficiales ponen arriba del todo que son una república. De hecho el nombre oficial del Imperio es the Senate and the People Of Europe. Muy a menudo, se resume con el acrónimo S.P.O.E. El idioma oficial del Imperio es el inglés, aunque la Familia Imperial habla en alemán. Cada provincia del Imperio es administrada por un gobernador directamente designado por el emperador. Nosotros, aquí en Estados Unidos, decimos imperio y emperador, coloquialmente, pero los europeos prefieren usar las palabras Républica y Cónsul Máximo. 9 En cualquier caso, dejando la cuestión de los nombres, los súbditos del Imperio consideran que la tarea de gobernar es una tarea tecnocrática y sólo piden eficiencia. La República Europea se ha convertido en una especie de empresa dirigida por un consejo de dirección. Mientras las cosas funcionen bien, su ciudadanía está dispuesta a no reclamar la vuelta a un parlamentarismo que la verdad es que se demostró muy ineficiente para resolver los problemas del pasado siglo. En la vieja Europa, elecciones populares sólo hay para elegir ediles y alcaldes, y eso en las ciudades que no han perdido ese privilegio. La unidad del Imperio es total, en la legislación y en todo. Estados Unidos es constitucionalmente una federación de Estados, mientras que la República Europea es un monolítico Estado napoleónico. Siempre existe una cierta rivalidad en decir quién es más poderosa, si los Estados Unidos o la República Europea. Lo cierto es que hoy por hoy la Confederación mantiene una cierta ventaja en bastantes aspectos. Claro que es mi opinión, ellos tienen la suya. Finalmente hay medio centenar de países esparcidos por todas partes que son plenamente independientes y que no pertenecen a ningún bloque. ¡Ah, se me olvidaba!, hay también siete colonias espaciales, cinco en rotación orbital alrededor de la Tierra y dos en la Luna. Juntas suman 5 millones de habitantes. No es nada en comparación a los 20.000 millones de habitantes de la Tierra. Hay también numerosas colonias marinas. Ciudades construidas sobre el mar, apoyadas sobre grandes pilares en mares poco profundos. Aunque muchas están en aguas internacionales, la mayor parte pertenecen o a la Confederación o al Imperio; sólo una cuarta parte son totalmente independientes. Cinco de éstas, a costa de no pagar ningún impuesto a nación ninguna, han crecido hasta llegar a ser urbes de bastantes millones de habitantes. El joven le había escuchado con suma atención, no todas las palabras las había entendido, pero no había querido interrumpirle. Tenía tiempo por delante para aprender. Sin embargo, la palabra “Imperio” le resultaba chocante. -Yo pensaba que los imperios eran cosas del pasado –comentó al final. -Oh, no te enredes en las palabras, oficialmente no hay ningún imperio, incluso por una de esas ironías de la historia, el Imperio es, ya te lo he dicho, oficialmente una república. En el siglo XX se esforzaron en implantar democracias en todo el mundo. Hicieron bien. Pero el siglo XXI todo el mundo se afanó en descubrir cómo corromper la democracia. Parecía tan sólida la democracia. Era como el bueno de la película que tenía que ganar hiciéramos lo que hiciéramos. La corrupción de la democracia trajo la concentración del poder, la concentración de poder trajo de facto la abolición de las barreras legales que se oponían a esa concentración. Las barreras continuaban sobre el papel, pero se hacían excepciones cada vez que convenía. Y la desaparición de toda barrera constitucional condujo a la autoconservación de cada uno en su puesto de poder. El siglo XXI no fue siglo de Montesquiéu. Desde el momento en que los tres poderes constitucionales fueron fusionándose, lentamente, sin prisas, las garantías ciudadanas fueron perdiendo terreno. De aquello nació un Estado, cuyo entramado interno del poder es un entramado imperial, al estilo del que hubo en el siglo I en Roma, o en el XVI en España, o con Napoleón. Entre explicación y explicación la nave en que les transportaba había penetrado a través de una de las grandes bocas de entrada de uno de los rascacielos. La nave transitó deslizándose suave y lentamente por los grandes pasillos internos del edificio. En una intersección aminoró la marcha y sin detenerse, ni cambiar su posición horizontal, ascendió verticalmente por un largo corredor, por donde otras aeronaves se elevaban o bajaban también en hileras. En un momento dado la nave se detuvo y se introdujo a través de una compuerta que con grandes letras decía: NIVEL 1200. Tras pasar la compuerta, vio que dentro el techo estaba a 50 metros por encima de sus cabezas, y que sobre el suelo de césped artificial había una urbanización de mansiones señoriales. El joven Albin, el recién llegado amish, se quedó con la boca abierta. -No pienses que todo el mundo vive en barrios como éste -comentó con contenida 10 satisfacción el senador-. Este es uno de los sectores más exclusivos de la ciudad. La aeronave comenzó a aterrizar junto al blanco caserón de Ford, una réplica de la típica mansión decimonónica sureña de los campos de algodón antes de la Guerra de Secesión. Vista desde arriba la intensa blancura de la mansión contrastaba magníficamente con la suavidad de los tonos verdes de los terrenos que la circundaban. Mientras la nave aterrizaba delante de la fachada clásica de columnas blancas de la entrada principal, el servicio se alineaba para recibirles. Cuando Ford y su sobrino salían de la puerta de la nave, la esposa y los hijos aparecieron, apresurando el paso, para recibirlos; expectantes de ver al familiar nunca visto, pero tan comentado desde hacía años. Todo eran abrazos y cálida bienvenida. Las consabidas preguntas de siempre entre familiares, ¿cómo estás?, ¡cuánto has crecido!, ¡qué alegría!... la sonrisa sincera en los rostros de todos. Los recibimientos han sido similares en todas las épocas y lugares del mundo. Una aeronave se posó justo detrás de la del senador Ford, delante de la mansión. Del aparato salieron tres hombres. El senador se extrañó de la inesperada visita y se acercó a ver de qué se trataba. -Buenas tardes, senador. -le saludaron los tres recién llegados. -¡Hombre!, buenas tardes Jenkins. No os esperaba. -Senador, nos envía el senador Benedic Greenwich, nos ha dicho que viniéramos a buscarle porque tiene que verle urgentemente ahora mismo. -¿Os ha enviado sólo para eso? ¿Por qué no me ha llamado por teléfono? -Senador, no sabemos de qué se trata, pero es algo que ha considerado que no se podía enviar por el sistema multifrecuencia. -En fin, decidle que me dirigiré a su casa en menos de dos horas. -Senador, se trata de algo muy importante. La mirada de Jenkins fue tal que Ford no tuvo ya duda alguna de que su cena podía esperar. Desde hacía años conocía a Jenkins, el secretario de su viejo amigo el senador Benedic. Algo verdaderamente importante tenía que ser para enviarle personalmente. Ford retrocedió, se excusó breve y amablemente ante su esposa, hijos y sobrino, y se introdujo en el aparato con los tres hombres enviados. Veinte minutos después Ford subía las escaleras alfombradas del interior de la mansión de Benedic. Su amigo le salió al encuentro al final de la escalinata. -Ford, ¡cuánto me alegro de que ya estés aquí!-le saludó Benedic que siempre se dirigía a su amigo por el apellido. -¡Qué sucede! Nunca nadie me había llamado de un modo tan... apremiante. Te aseguro que si lo que querías es intrigarme lo has conseguido -Ford, acabo de recibir una información impresionante. -Espero que lo sea -protestó afectando un poco de irritación-. De política, me imagino. -De política, ¿es que podía ser de otra cosa? -Y esta vez ¿a quién afecta? ¿A los republicanos? -No. -¿A los demócratas? -No. - ¿A los outsiders? -No. Escucha, escucha –dijo poniéndole la mano sobre el hombro-, qué es lo que te dice esta palabra: Dagón. -Dagón... pues, no lo sé. No la conozco. -Vamos al despacho, allí te lo cuento todo. No son éstas, cosas para ser tratadas aquí en la escalera. Ni siquiera en la escalera de mi casa. Las dos hojas de la puerta del despacho se cerraron. 11 -Le sorprenderá que le haya mandado llamar –comentó el Emperador con una sonrisa. -Pues sí, no es muy frecuente que el jefe de los servicios de inteligencia de un país vaya al despacho del jefe de la potencia contraria. -Ha de saber, que he organizado todo el asunto de la condecoración de ese subordinado suyo, sólo para poder vernos a solas, sin llamar la atención. Siéntese, por favor. Ya está usted al corriente del auge del Partido del Orden en su país. -Sí, un auge sorprendente. -Usted es bien consciente de la corrupción, que se ha asentado entre los congresistas estadounidenses. El poder de la mafia crece día a día. Y además hay una docena de grupos económicos que están minando todas las instituciones. Conozco bien sus opiniones al respecto -dijo el Emperador mientras sacaba un informe de su cajón. El Director General no pudo evitar un gesto de sorpresa al reconocer las cubiertas del secretísimo Informe Omicron de la CIA en manos del Emperador. CAPITULO II Palacio Imperial de Roma. U n hombre vestido de civil es guiado por dos oficiales imperiales a través de un pasillo. A ambos lados del monumental pasillo las más bellas estatuas de generales y senadores del pasado. Al final, y tras un inmensa sala con arcos, una gran puerta de mármol con remaches de oro. La pesada puerta se abrió automáticamente, detrás de ella el despacho del Emperador. El hombre vestido de civil que entraba en el despacho era el Director General de la CIA. El Emperador, sentado detrás de su mesa, se levantó para saludar al invitado, los oficiales marcialmente se marcharon, dejándolos solos. -Mi admirado Hubert -le saludó el Emperador mientras le tendía cordialmente la mano. El Director General correspondió amablemente al saludo y comenzó a elogiar la elegante estética del despacho. La belleza de líneas de aquel gran despacho era magnífica, las pocas cosas que lo decoraban soberbias. En todas las paredes un solo cuadro, el amplísimo lienzo del s. XIX la Coronación de Napoleón; a un lado un dintel sostenido por varias cariátides enmarcaban varios ventanales que dejaban ver una vista panorámica de la Urbe. En la pared opuesta una vitrina cerrada conteniendo un terrario con cinco cobras que serpenteaban y se enroscaban perezosas y sinuosas. El Emperador, hallándose en tierra imperial, solía vestir frecuentemente la túnica blanca, sin embargo esta vez iba vestido, como el invitado, con el típico traje ceñido desde el cuello hasta el tobillo. Vestido así en tonos oscuros tenía el aspecto de un ejecutivo. Su rostro alargado y su figura aristocrática era exactamente como la de Rex Harrison. Verdaderamente, el Emperador tenía el aspecto y la elegancia de Rex Harrison, junto con la nobleisse de Sir Lawrence Olivier. -Sí, ya ve -dijo con lástima el emperador-. El que este informe reservado al Presidente de los Estados Unidos, lo tenga en mi cajón le indica hasta que punto llegan los males de los que usted habla en estas páginas. Y créame -dijo apoyándose decididamente con los dos codos en la mesa-, estoy de acuerdo con todos los remedios que usted propone. -Sobre todo la mafia ejerce tal influencia con sus sobornos -comentó con pena el Director General-, y tiene tantas ramificaciones, que la democracia está en un serio peligro. El descrédito a que han llegado las instituciones se ve bien a las claras en que sólo el 20% de la población participó en los últimos comicios electorales. La impresión generalizada de que ya nada puede cambiar... y de que todos los políticos son igual de corruptos, como digo la situación es... -Muy preocupante. -Sí -asintió con verdadera preocupación. -Como buen analista -continuó el emperador tras un breve silencio- se habrá dado cuenta de que el recién aparecido Partido del 12 Orden va a ir creciendo con fuerza en Estados Unidos. El intrigado Director General de la CIA asintió con un gesto de su cabeza. ¿A dónde quería llegar? El Emperador prosiguió: -Pues bien ese partido lo he creado yo. Las fundaciones independientes que se reunieron para fundar un partido cuyo fin principal fuera acabar con la corrupción en los círculos políticos de Estados Unidos eran fundaciones mías que yo controlaba. Los diez hombres designados por ellas para que dentro de una semana elijan un candidato independiente para las próximas elecciones a la Presidencia de la nación, son hombres míos. Y adivine a quién elegirán. La sorpresa en el Director General era mayúscula, se había quedado sin palabra. -Me elegirán a mí -concluyó el Emperador-. Dirán que han llegado a la conclusión de que la situación es de tal emergencia que se necesita a alguien con firmeza que no salga de las corrompidas filas de los políticos profesionales. Dirán que yo soy insobornable porque soy más rico que cualquier hombre del mundo. Recuerde, además, que nací en su país, que soy ciudadano de Estados Unidos y que mis estudios universitarios los cursé en Harvard. Siempre he estado yendo y viniendo de aquí a su país. Perdón... nuestro país. Me he cuidado mucho de que en Norteamérica los ciudadanos de a pie me consideraran no como un emperador que además es compatriota suyo, sino como el primer estadounidense que ha llegado a ser emperador de la República Europea. Esa imagen me ha costado mucho esfuerzo, pero la tengo. El Director General seguía en silencio con un rostro impenetrable. -Créame -continuó el Emperador-, yo encarno el único proyecto factible de acabar con la corrupción y la mafia. Comparto todo su diagnóstico sobre los políticos de la nación y si en el futuro soy elegido presidente querría que usted aceptase el cargo de vicepresidente. Eso sí, usted no sería nombrado hasta que expirara el primer medio año desde la toma de posesión de mi cargo... si soy elegido, por supuesto. El que yo le presentara al electorado a usted como candidato a la vicepresidencia sería un escándalo. Un extranjero coaligado con el Director de la CIA, no podría presentar una imagen peor. Sé que considera que sería un milagro el que el jefe de una potencia extranjera, por muy buenas relaciones que haya entre esas dos potencias, logre ser elegido por las urnas como presidente de la otra potencia, pero le aseguro que tengo tantos ases en la manga que va a quedar sorprendido. Además, el concepto de nacionalidad en nuestros tiempos está ya muy disuelto. Recuerde además, que en los últimos ochenta años ha habido un buen número de precedentes de ciudadanos residentes en Europa que se han presentado a esos puestos y han sido elegidos. Senadores, gobernadores y hasta un vicepresidente, un vicepresidente muy popular por cierto. Con que me voten todos aquellos que tienen la doble nacionalidad ya obtendría una cuarta de los votos. En fin, no le pido que tome la decisión en este momento. Tómese un par de días para darme una respuesta. Le enviaré en ese plazo a Mc Closkey. A partir de ahora nos enviaremos los mensajes a través de él. Nunca por teléfono, ni por escrito, sin excepción alguna. Jamás cogeré una llamada que me digan que procede de usted, ni llegará a mi despacho un papel que venga de usted o su círculo más cercano. Todo lo que desee decirme dígaselo verbalmente a Mc Closkey, él personalmente me vendrá a ver. Como es lógico, si decide navegar en el mismo barco que yo tiene que darse cuenta de que será necesario romper una serie de reglas. La situación es tan excepcional que no podemos permitirnos el lujo de que nuestros enemigos puedan hacer lo que quieran, y nosotros no. El espionaje no conocerá límites constitucionales. De todas maneras me es bien conocido que esa regla la rompió hace ya por lo menos diez años. El Director General seguía en silencio, su rostro no permitía adivinar nada. El Emperador, frente a él, no le había quitado un ojo mientras hablaba para tratar de captar un gesto que le permitiera atisbar qué pasaba por su mente. Sin embargo, ahora consideraba que era mejor apartar la mirada de él, para no obligarle a que dijera algo precipitadamente. El Emperador se dio cuenta de 13 que había que quitar tensión del ambiente. Así que se levantó y se dirigió a la gran vitrina de cristal. -¿Ha visto alguna vez como se come una Cobra Real de la India a un ratón? -preguntó el Emperador dando la espalda al Director mientras éste se levantaba de la silla. -Pues no. El Emperador tocó un botón y un ratoncillo cayó de lo alto de una caja plateada al interior de la urna de cristal. El inocente ratón blanco comenzó a correr por el suelo de arena. Las hambrientas cobras no tardaron ni tres segundos en percatarse de su presencia. En unos instantes estaban todas luchando por la suculenta cena. La lucha de las cobras era un verdadero espectáculo que observaba sin pestañear el Director. El Emperador permanecía con un semblante frío, aquella escena la había contemplado muchas veces ya. Además, lo que las pupilas del Emperador observaban de verdad a través de sus párpados semicerrados, era el leve reflejo del rostro del Director en la vitrina de cristal. El rostro glacial del Emperador sopesaba cada gesto de su interlocutor. Cada gesto era una revelación involuntaria de su estado de ánimo. En realidad, llevaba observando y considerando la psicología del Director desde hacía años. -Acompáñeme, por favor -le pidió el Emperador mientras se dirigía a la puerta del despacho-, le voy a mostrar una parte del Palacio Imperial. Tras atravesar dos puertas, el silencioso Director y su anfitrión se encontraban en las galerías y dependencias privadas del Palacio. -Mire ésta es la sala de estar, aquí es donde hago la vida. -¡Qué maravilla! El Director, embelesado, se quedó parado ante el cuadro de Van Eyck, el Matrimonio Arnolfini. -Siempre he tenido gran inclinación por la pintura primitiva flamenca -comentó el Emperador-. Fíjese en esa minuciosidad, en esa delicadeza, toda presidida por un penetrante espíritu de observación. Después el Director reparó en una bella estatua que representaba a Perseo levantando la cabeza de Medusa. -¿Y esa bella estatua de allí? -Benvenuto Cellini el Renacimiento es otra de mis aficiones, estaba en la logia de los Lanzi de Florencia. Allí estuvo hasta finales del siglo XXI. El Director fijó su atención en la estatua florentina, haciendo a continuación apreciaciones auténticamente expertas. -Compruebo que es usted un amante del arte -comentó el Emperador-, un amante con ojo perito. Venga -dijo dirigiéndose a la salida de la sala. Una vez fuera le fue mostrando en los largos pasillos de palacio estatuas de Miguel Angel, Juan de Bolonia, pinturas de El Bosco, Leonardo da Vinci. -Aquí tiene la serie de pinturas de Vermeer de Mujer junto a una ventana, sólo me falta una -comentó con pena el Emperador. Avanzaron unos cuantos metros-. Este de aquí es uno de mis favoritos: Norman Rockwell, su Autorretrato –el anfitrión le estuvo explicando el lienzo durante un par de minutos. El Emperador no era un mero perito del arte, lo vivía, con pasión-. Ahora le voy a mostrar el lugar más bello de palacio, el Laberinto Azul -dijo entrando por un gran arco-. Mi difunto tío abuelo, el emperador Dischau-Vandermer, le gustaba mucho nadar en sus últimos años, y mandó construir este laberinto. Ocupa un kilómetro cuadrado de extensión y se puede recorrer todo él nadando. El Director contempló, paseando por la orilla, como la piscina alargada iba y venía a través de un complejo laberinto de orillas de piedra. El agua tranquilísima reposaba trasparente sin sobresaltos bajo una altísima única bóveda decorada con mosaicos. -Una pregunta quiero hacerle -preguntó inesperadamente el Director General-. ¿Por qué me eligió a mí? -¿Cómo dice? -¿Por qué se fijó en mí para ofrecerme la vicepresidencia? -Ah... -exclamó con una sonrisa de comprensión, y aguardó un instante mientras pensaba la respuesta-. Soy un hombre práctico. Una persona de su peso no iba a permanecer imparcial ante un combate como el que se va a librar en la próxima campaña electoral. Usted lleva doce años en el cargo. Ningún presidente se 14 ha atrevido a removerle de su puesto por temor a toda la información, poder e influencia que usted ha acumulado en tanto tiempo. Todos dicen que es usted el Hoover de esta generación. Así que ya que usted no iba a ser una pieza neutral en esta partida de ajedrez, mejor era que cabalgásemos en el mismo caballo. Hasta ahora usted ha sido un poder en la sombra, un poder que ha ido más allá de sus atribuciones constitucionales. Unas veces porque se lo han pedido los presidentes, otras veces contra ellos... -Dígame de verdad hasta donde quiere llegar -preguntó con cierto énfasis el hasta entonces pensativo y meditabundo Director. Los ojos del Director de la CIA en ese momento ya no eran ojos, eran dagas que se clavaban escrutadoras en el rostro de su interlocutor. El Emperador dijo con toda tranquilidad: -La acumulación de poder en manos de unos pocos grupos corruptos es tan grande que la Nación en la que nací, nuestro país, Estados Unidos, se dirige inequívocamente hacia el caos. Los tiempos ahora no están totalmente maduros, pero dentro de 30 o 50 años la violencia de los desórdenes va a ser tal, que será el mismo pueblo el que querrá que se salve la democracia aunque sea con medios no muy ortodoxos. Y en aquel entonces surgirá algún Julio Cesar. Si lo hacemos ahora, podemos ahorrar a la nación años de sufrimiento. Hablando claramente, lo que le pido es suspender la democracia cuatro años. Suspender la democracia para salvar la democracia. ¿Me ayudará a cruzar el Rubicón? El Director General de la CIA le miraba fijamente sin pestañear. Nada se podía adivinar del inexpresivo rostro de Hubert. -Necesito ese tiempo que me ha dado para pensar. -Tómese el tiempo que necesite. Pero recuerde que dentro de una semana mi nombre será el elegido como candidato a la presidencia por el Partido del Orden. En ese instante apareceré arrolladoramente en la vida política de Estados Unidos. No dejaré de ser el Cónsul Máximo de la República Europea, ninguna ley pensó en establecer un tipo de incompatibilidad parecida. Dentro de una semana, ya lo sabe desde ahora, voy a trasladarme a mi residencia en Virginia. En el momento en que mi nombre sea el designado por el nuevo partido va a ser una bomba mediática. No se va a hablar de otra cosa. Así que el Presidente de Estados Unidos ese mismo día le va a llamar a su despacho y le pedirá que elabore el más completo informe sobre el Partido del Orden y lo que pueda haber detrás. A partir de ese momento usted no podrá ser neutral. El Director seguía silencioso, inexpresivo, sin dejar traslucir sus emociones. -No se preocupe, cuanto antes le voy a dar una respuesta. Como usted ha dicho, yo no puedo ser neutral ante una cuestión de Estado como esta. -Es evidente. A partir de ahora seremos colaboradores o enemigos. Colaboradores íntimos o enemigos acérrimos. Tómese su tiempo. La respuesta requiere ser ponderada con tiempo y tranquilidad. Pero recuerde, no lo olvide, que aunque mis lazos familiares me hayan colocado en la máxima magistratura de esta república, yo amo a mi país. Soy ciudadano de los Estados Unidos, me siento orgulloso de ello y me creo en el deber de hacer algo por mi país, de poner orden por fin. Hago todo esto por patriotismo. Puede parecer difícil de creer pero es así. Europa no ganará nada de que Estados Unidos se hunda en el caos. -El problema... -musitó entre dientes dubitativo- es que, dado lo que sé ahora, si decido no apoyarle me convertiría en su enemigo. Usted mismo me ha contado el secreto máximo de sus intenciones, un secreto por el que mi Central de Inteligencia hubiera dado cualquier cosa por conseguir. -La vida a veces tiene sus ironías -dijo sonriente el Emperador-. El mayor secreto de Estado contado por el dirigente de una superpotencia al Jefe de Inteligencia de la otra superpotencia. Qué complicado es a veces el ajedrez de la vida. De todas maneras, usted lo ha dicho: o se convierte en mi mano derecha o se convierte en mi máximo enemigo. Muy bien, le tengo que dejar -se despidió el Emperador-. Su estancia en la Urbe durará todavía hasta mañana por la tarde, espero que la disfrute. Recuerde que cualquier comunicación que me tenga que hacer, ha de hacerla a través de Mc Closkey. Oralmente, no le dé nada por escrito. 15 No le importe hacerle coger el avión las veces que haga falta, es su trabajo. ¡Ah, se me olvidaba! -exclamó el Emperador volviéndose, pues ya se iba hacia su despacho-. Si decide que navegemos en el mismo barco deberá enviar antes de un mes a sus hijos a estudiar internos en un colegio del Imperio, escogeremos el mejor de la Capital. ¿O tal vez prefiere un colegio de Suiza? Muchos magnates y congresistas de los Estados Unidos lo hacen, a nadie le llamará la atención. El Director General observó ensimismado al Emperador alejarse por el pasillo. Sabía qué significaba en su caso enviar a sus hijos a la Urbe. Muchos millonarios lo hacían por la fama de sus prestigiosos colegios. Pero para él significaba que si decidía en algún momento traicionar al Emperador sus hijos serían asesinados, oficialmente tendrían algún accidente, ya lo organizarían bien los servicios de inteligencia de la República Europea. Por un lado, si decidía servir al actual Presidente de Estados Unidos eso significaba que sus días estaban contados. Si quería salvar la vida tendría que huir con nombre falso a algún lugar desconocido. Dejar la ciudad que amaba, sus amistades, sus familiares... para siempre, hasta el final de sus días. Los servicios secretos de la República Europea serían implacables. El, especialmente él, lo sabía bien. Por otro lado estaba totalmente de acuerdo con lo que había dicho el Emperador. La situación se estaba haciendo insostenible. ¿Por qué no darle ese poder supremo durante cuatro años para que pusiera orden? Abraham Lincoln lo tuvo durante la Guerra de Secesión. El Director General en los siguientes días pasaría un auténtico calvario tratando de tomar la decisión adecuada. ¿Quién sería el caballo ganador? Si el Emperador perdía las elecciones nadie se tenía que enterar de los servicios prestados. Si se negaba a prestar esos servicios su vida personal y la de su mujer quedaría totalmente truncada. Habría que cambiar de amistades, de costumbres en un nuevo lugar, habría que cambiar todo para huir de unos servicios de inteligencia europeos que desde ese momento le perseguirían. No le apetecía cambiar de residencia con su familia, ni vivir bajo otro nombre. El estaba a esa altura de la vida en la que los hombres quieren ya disfrutar de los frutos maduros de una existencia tranquila y placentera. Y ahora de pronto se veía inmerso en un juego de ajedrez en el que no se podía salir del tablero. Al cabo de tres días tomó su decisión inamovible y así se lo hizo saber al emperador: apoyaría decididamente al candidato Fromheim Schwart (ese era el nombre del Emperador que aparecía en su pasaporte estadounidense). El Director General iba a ayudarle con todos los medios a alcanzar la presidencia, pero con el secreto propósito de acabar con la vida de Fromheim poco después de que le nombrara vicepresidente. El, el mismo, Hubert Pasley, sería el presidente y podría aplicar la terapia adecuada a los males de la nación, con medios enérgicos, pero sin negar ninguna garantía constitucional. Lo que de ningún modo podía sospechar el Director General de la CIA es que Fromheim le había prometido un cargo al que de ningún modo le iba a promover. Hubert Pasley sería encarcelado nada más llegar al poder Fromheim. Sin embargo, eso estaba todavía oculto en los recónditos recodos de la mente del próximo candidato a la presidencia de la Nación. De momento, a partir de la decisión de Hubert, todos los medios de la CIA, sin saberlo la misma organización, quedaban al servicio de un candidato. 16 aquí, he vivido aquí buena parte de mi vida. Y si he decidido intervenir ha sido porque quiero hacer algo por mi nación. Defenderé esta tierra por encima de todo. Ya ha habido en la historia reciente muchos otros casos de políticos que han ocupado la presidencia de naciones extranjeras. Yo por mi parte dejaré el gobierno de la República Europea en manos de tres personas de mi máxima confianza. Y me dedicaré plenamente a restablecer el honor de este país. Y cuando acabe mis cuatro años de mandato aquí, si el pueblo me da su confianza, me retiraré a Roma con la tranquilidad de haber hecho algo que ponga mi nombre en la historia. Pero escúcheme bien... ¡jamás!, ¡jamás perjudicaré los intereses de esta nación por beneficiar los de Europa! -Se dice -prosiguió inquisitiva la entrevistadora- que se ha descubierto que su presentación a la campaña es un plan urdido desde hace muchos años y con... oscuros subterráneos. Varios intelectuales franceses han llegado a firmar una carta abierta afirmando que el mismo Partido del Orden no es más que un montaje organizado desde la capital de Europa. Es más, algún medio de comunicación ha afirmado que existen pruebas contables de que la financiación de ese partido se ha hecho a través de fundaciones que obtienen sus fondos de la República Europea. -También se dice –respondió al segundoque cada noche pongo un huevo en la cama. El público del plató rio con ganas la broma. Hasta la presentadora tuvo que contener la risa. Cuando la hilaridad se serenó, Fromheim respondió en serio: -Bueno, y qué otra cosa podían decir. Cuando un personaje está limpio de corrupción, hay que buscar por dónde atacarle. Sobre el muy traído y llevado asunto de las cuentas, ya sabe que la CIA se ha encargado de investigarlo y el resultado ha sido que no se ha encontrado nada de lo que han dicho. El informe de la CIA fue hecho público hace una semana. A mí lo que me parece es que hay mucha gente en muchos despachos oficiales, que tiene mucho miedo de que yo llegue algún día a sentarme en el Despacho Oval y ponga orden. Y sobre esto sí que hay pruebas bien claras que ya están siendo estudiadas por los tribunales. Si aquí hay alguna intriga y alguna conjura, es la de los corruptos. Es la conjura de los CAPITULO III E l Partido del Orden había propuesto a Fromheim como candidato presidencial por ese partido. Fromheim hizo un perfecto teatro haciéndose de rogar. Primero dijo que no podía, después dijo que sería mal interpretada su máxima magistratura en el Imperio. Aquello fue el culebrón del verano. Mientras tanto los poderosos grupos periodísticos y de comunicación que él poseía en Estados Unidos no hacían más que elogiar su figura como la del hombre providencial para la situación que vivía la nación. La gota de agua que colmó el vaso fue cuando el mismo Presidente de Estados Unidos se manifestó públicamente a favor de él, afirmando por sorpresa en una entrevista que él sería el mejor candidato, el más indicado, para sucederle. La Nación nunca se enteraría de todos los hilos que tuvo que mover el Director de la CIA para que el Presidente llegara a hacer tales declaraciones. Finalmente, Fromheim apareció en televisión en directo ante un País en vilo, se había anunciado que esa noche comunicaría por fin su decisión. La expectación creada, de costa a costa, era algo inusitado. Con voz firme, dijo que aceptaba la candidatura. Y después de aquella lacónica frase, echó un discurso. Discurso que fue calificado como el mejor discurso de todos los tiempos, el archidiscurso. A partir de entonces, dedicó todo su tiempo a promocionar su candidatura. -Dígame, Sr. Fromheim, ¿cómo se compaginaría ser presidente de los Estados Unidos y ser Cónsul Supremo de la República Europea? -le preguntó mordazmente la entrevistadora a la mitad de su programa de televisión. Un programa más de televisión de los innumerables en los que estaba apareciendo desde hacía varios días. -Mire usted -respondió con plena tranquilidad-, yo soy americano, tan americano como lo pueda ser usted, tan patriota de este gran país como el mejor de los patriotas. He nacido 17 corruptos. La de aquellos que pululan entre los funcionarios, congresistas, senadores y que se han coaligado para evitar a toda costa y por cualquier medio, lícito o no, que yo llegue algún día a la Casa Blanca. Tres congresistas tienen ya iniciado un proceso para retirarles su aforamiento. Las pruebas que presentó la CIA son contundentes. Se habían entrevistado con mafiosos extranjeros para involucrarme en escándalos financieros. De pronto, la imagen de Fromheim dando la contundente respuesta se congeló. Esta grabación de la entrevista estaba siendo visionada en una pantalla del Ministerio de Defensa de Roma, Fromheim apagó la pantalla desde su sillón. Todo el Estado Mayor del Imperio volvió sus sillones y sus cabezas de la pantalla hacia el Emperador que presidía la mesa. -Ahora quiero que vean otra grabación dijo Fromheim-. Esta grabación ha sido custodiada en este Ministerio desde hace diez años. Y no exagero si les digo que ha sido custodiada en lo más profundo de nuestras cámaras acorazadas. En la pantalla apareció el anciano emperador difunto, padre de Fromheim. -Estado Mayor del Imperio -dijo el anciano emperador-, ha sido la máxima aspiración de nuestra dinastía, el que las tierras y gentes de los Estados Unidos fueran agregadas a nuestra república. Ese ha sido un largo sueño, una aspiración largamente acariciada. He preparado a mi hijo Fromheim para que en el futuro pueda presentarse como candidato a la presidencia de Estados Unidos. Esa es la razón por la que quise que naciera allí, esa misma fue la razón por la que estudió también allí. He concentrado mi fuerzas en dominar el mundo periodístico norteamericano para que algún día pueda presentarse con todas las ventajas. Sé que pensareis algunos que conseguir la presidencia de ese país por parte de un europeo es algo casi imposible. Pero recordad que el concepto de nacionalidad ya está muy diluido. Estad tranquilos, tened siempre presente que una cuarta parte de los norteamericanos son europeos naturalizados. Ya ha habido varios gobernadores, varios congresistas, que han alcanzado sus puestos a pesar de sus orígenes. Tranquilos, disponemos de muchos ases en la manga. Este plan lo hemos estudiado juntos desde hace años con todas las maniobras posibles, por supuesto han de ser ocultadas incluso al senado europeo. Que logremos mantener el secreto depende de que no sea conocido más que por el menor número de personas. El objetivo de esta grabación es que presten todo el apoyo posible a mi hijo, sin que planee en sus mentes ni una pequeña sombra de duda acerca de a quién sirve realmente. El futuro emperador de la República Europea lo será también de la República de los Estados Unidos de Norteamérica. Así que obedézcanle sin fisuras, a pesar de lo que quizá tenga que decir en la campaña electoral. Las palabras se las lleva el viento. Me despido deseando que un nuevo orden mundial nazca de todos nuestros proyectos. ¡Hail! -se despidió levantando el brazo a la romana. La grabación finalizó, los sorprendidos generales guardaron silencio para escuchar que más tenía que decirles Fromheim. A partir de aquel día ya no tendrían ninguna duda sobre las verdaderas intenciones del presente emperador. 18 -Querida -dijo fríamente Fromheim-, ¿sabes lo que aumentaría el afecto popular hacia mí si mañana los titulares de todos los noticiarios anunciasen: Ayer por la noche se produjo un atentado contra el candidato Fromheim. Dos gansters con pasamontañas trataron de darle un tiro en la suite de su hotel. Él salió ileso, pero su mujer fue asesinada Durante unos segundos Calpurnia le miró sin dar crédito a lo que oía, parecía una broma pesada. Pero unos instantes después de mirarse a los ojos en silencio, se dio cuenta de que él la seguía apuntando y de que la cosa iba en serio. -Ooh -exclamó estupefacta Calpurnia. Era un quejido lleno de dolor por la traición de su esposo-, ¿serías capaz? -Te aseguro que en la puerta, por fuera, están esperando ya dos agentes del servicio secreto para acabar de completar los destrozos en la habitación de la supuesta acción de la mafia. – Calpurnia empezó a llorar. Su marido trató de consolarla, con delectación ante el sufrimiento de aquella arpía que había sido su mujer durante catorce años-.Vamos, vamos, querida, nuestro matrimonio fue de conveniencia, nunca nos quisimos. En realidad menos que eso, me has dado bastante mala vida hasta el día de hoy. Con eso hubiera bastado para que yo te repudiara. Pero el hecho de que hace varios meses, cuando anuncié que me iba a presentar a candidato a la Presidencia, me amenazaras con desvelar trapos sucios si no condescendía con toda la lista de caprichos que me presentaste... -Fromheim se iba poniendo furioso paulatinamente a medida que hablaba-. Entonces, no sólo me decidí, sino que, incluso, resolví que cuando fuera a realizar la acción, la haría yo mismo, con mi propia mano. Y no sólo eso, hice el propósito de que cuando lo hiciera, además, te anunciaría yo mismo tu final. -From -dijo su esposa arrodillándose delante entre lágrimas-, From... he sido muy mala, muy mala contigo. Pero ahora quiero cambiar. Dame tiempo y te demostraré lo buena esposa que quiero ser contigo. Calpurnia era una serpiente, no tenía ninguna intención de cambiar, pero se daba cuenta que sólo tocándole el corazón cabía alguna posibilidad de salvarse. Parecía que el rostro de Fromheim se comenzaba a conmover. CAPITULO IV 3 de septiembre a un mes del día de las elecciones año 2182 F romheim Schwart entraba acompañado de su mujer Calpurnia en la lujosa suite de un hotel de Washington. Los dos volvían vestidos de gala de una recepción organizada por el Círculo Americano de Empresarios. Fromheim se desabrochaba su traje mientras su mujer se quitaba los pendientes en el lavabo. Ella pertenecía al tipo de mujer presidenta que algunos mandatarios tienen que aguantar. Durante todo el camino de vuelta al hotel, no había hecho más que decirle lo que tenía que haber hecho y dicho en la fiesta. La verdad era que constituían un matrimonio bastante fracasado. Y si no se habían lanzado los trastos a la cabeza, era por conveniencias de apariencia. La esposa entró en la habitación, mientras Fromheim se levantaba de la cama donde se había sentado, y le decía tono meloso: -Tengo una sorpresa para ti. Ella se volvió hacia él con mirada sorprendida. Fromheim de pié cogió una bolsa negra de viaje y metió la mano sujetando algo dentro. -No sé si enseñártelo -dijo jugueteando, sonriendo, pero sin sacar la mano del interior de la bolsa. -Venga no seas tonto -le reprendió Calpurnia siempre pronta a perder la paciencia. -No sé, no sé -seguía jugando con la mano dentro de la bolsa. -Mira si sigues haciendo el imbécil me marcho mañana a Europa y la campaña te la haces tú solo. Fromheim sacó la mano de la bolsa y los incrédulos ojos de su esposa vieron que lo que sostenía era una pistola con la que su marido le estaba apuntando directamente al pecho. 19 -Querida -exclamó suavemente el marido dándole una esperanza de vida. En ese momento disparó con toda frialdad. Apenas hizo ruido el disparo, el largo tubo del silenciador funcionó perfectamente. Un golpe seco, y el cuerpo de la esposa cayó al suelo desplomado. Sobre el suelo geométrico decorado con intensos rombos blancos y negros, la bella emperatriz vestida de azul celeste se convulsionó leve y silenciosamente. El uxoricida se volvió tranquilamente hacia la puerta, de pronto recordó que en los atentados se dan varios disparos para tener más seguridad de haber cumplido la misión. Así que retrocedió y le dio tres disparos más sobre la espalda. El cuerpo se sacudió en el suelo a cada disparo. La mano, el brazo de su esposa aun se movió ligeramente. Acabado el trabajo, salió de la habitación y tras atravesar dos salas más, pertenecientes a la suite, abrió la puerta. Los dos agentes entraron sin decir nada y se encargaron del resto. El mundo todavía no lo sabía, pero en el mismo día, casi a esa hora, su mayor adversario en la campaña caería víctima de otro atentado. La prensa diría que se había intentado acabar con los dos mejores candidatos. Eliminado ese adversario, Fromheim sabía que todos los restantes eran personajes menores. Sabía también que a río revuelto, ganancia de pescadores. Cuanto mayor ambiente de inseguridad se creara, el Partido del Orden saldría beneficiado electoralmente. El partido de Fromheim había centrado su campaña en la necesidad de poner orden a todos los desmanes de la mafia y la corrupción. Así que todo esto le beneficiaba. De hecho, gran parte de los atentados e infinidad de las amenazas que estaban sufriendo las principales ciudades de Estados Unidos habían sido orquestadas por él mismo. Aunque sólo un par de acciones verdaderamente grandes habían sido ejecutadas directamente por agentes del servicio secreto europeo. Sus servicios secretos estaban suministrando información y material de última generación a grupos terroristas. Ellos eran los que se encargaban de aquel trabajo tan sucio. Cada grupo tenía sus motivaciones, sus particulares razones para la venganza y la lucha. Ellos eran la mano ejecutora de un caos que era su mejor campaña electoral. La población entera se conmocionó al conocer el atentado contra la esposa. Fromheim ejecutó una perfecta obra de teatro con lágrimas, discursos encendidos supuestamente improvisados, y una actuación y unos gestos en el entierro de la emperatriz verdaderamente pensados para tocar la fibra sentimental de la gente que viera en directo en sus hogares aquella ceremonia. Entierro televisado que fue todo un espectáculo destinado a conmover todos los corazones. El resultado de todo eso fue un gran ascenso de Fromheim en la intención de voto. Sin embargo, no estaba del todo satisfecho. A esas alturas de la campaña, volvía a descubrir una y otra vez que la política es una cuestión en la que la suerte influye decisivamente. Había cuidado todos los detalles, sus planes se iban cumpliendo perfectamente, había tocado todos los resortes posibles y, sin embargo, a pocas semanas de las elecciones la diferencia de votos con uno de sus contrincantes seguía siendo muy ajustada. A esas alturas y a pesar de todas las ventajas con las que había contado se daba cuenta de que la suerte, en el último momento, podía decantar la victoria a favor del otro. 20 la penumbra de una luz diurna que iba atenuándose por momentos. Fromheim respiraba por fin en paz. La última semana había sido de órdago. A punto había estado el Congreso de anular la campaña electoral y posponer las elecciones. En el último momento el anterior presidente se había vuelto contra Fromheim realizando las más terribles acusaciones. Hasta el final de la campaña, la indecisión del electorado fue espantosamente alta. Sí, la suerte había jugado un papel decisivo al final y cualquier resultado pudo ser posible. Aquella misma tarde recibió en ese despacho a los agentes de los servicios de inteligencia del Imperio para comunicarles pequeños retoques en el calendario de acciones a realizar. Muchos proyectos se amontonaban en la mesa del nuevo presidente, pero el plan número uno era: desmontar la democracia en Estados Unidos. CAPITULO V Un mes y medio después. Enfrente del Congreso de Estados Unidos. -Juro solemnemente -dijo el presidente del Tribunal Supremo. -Juro solemnemente -repitió Fromheim con la mano derecha alzada. -Proteger, defender y custodiar la Constitución de los Estados Unidos de América.. -Proteger, defender y custodiar la Constitución de los Estados Unidos de América. -Así me ayude Dios. -Así me ayude Dios. El Presidente del Tribunal Supremo con su toga negra, con su sonrisa, con su pelo blanco, estrechó calurosamente la mano de Fromheim. Fromheim Schwart quedaba investido el 98 Presidente de la República de los Estados Unidos de Norteamérica. Tras los discursos, un cuarto de hora después, resonaba en el aire, alegre y atronadora, la explosión de Barras y Estrellas, marcha tocada conjuntamente por las bandas de los tres ejércitos. Los guantes blancos de los marines subían y bajaban siguiendo el paso militar. Detrás de ellos, las flautas traveseras tocando marchas del tiempo colonial. Precediendo a todos, ondeaba la más antigua bandera que se conservaba en la Nación, seguida de otras cien banderas que, llevadas en formación compacta, conformaban un río rojiblanco colmado de estrellas de cinco puntas. En lo alto de la tribuna, la esbelta y hierática figura del presidente, con la mano en el pecho, con la mirada al frente. La Avenida de Pensilvania se hallaba en el climax del fervor patriótico. En las semanas siguientes procedió a cambiar la cúpula de todas las administraciones públicas por hombres del Partido. El Presidente actuaba con toda cautela y prudencia, ante la opinión pública parecía tan solo un hombre ocupado al 100% en acabar con el poder oculto de la mafia en la administración gubernamental. Aquel cambio de guardia a nadie extrañó, había sido anunciado repetidas veces en campaña, había que acabar con el clientelismo de los políticos y de la cosa nostra en la burocracia. Seis meses después, se celebraba una sesión conjunta del Congreso y el Senado. Todos los congresistas y senadores estaban ya en la gran sala bajo la bóveda central o andando por los pasillos del edificio del Congreso. La aeronave presidencial, a treinta kilómetros de distancia, se encaminaba con retraso hacia el edificio del Capitolio. De pronto, en el radar del Aeropuerto Dulles aparecieron tres cazas pertenecientes al Ejército del Aire. Surcaron a baja altura Washington. A poca distancia de la fachada principal del Congreso, los tres cazas sin detenerse dispararon tres misiles. Un segundo después, el blanco edificio de mármol volaba por los aires acribillado por los misiles. El Capitolio desaparecía en medio de tres grandes esferas rojas Dos horas después la fiesta de investidura había acabado y el nuevo presidente se dirigía a la Casa Blanca, su nuevo hogar. Poco minutos después, se sentaba sólo y agotado en el cómodo sillón de un Despacho Oval sumido en medio de 21 de fuego que se expandían, que arrasaban inmisericordes cuatrocientos años de historia. Uno de los cazas se desvió y envió un cuarto misil contra el edificio de Tribunal Supremo que se encontraba detrás del Congreso. El edificio del Tribunal Supremo también saltó por los aires en medio de una devastadora onda expansiva de fuego. Nada más lanzar el cuarto misil, los tres cazas, a la máxima velocidad, cuatro veces la velocidad del sonido, se dispersaban cada uno en una dirección. Un minuto después, se estrellaban no sin que antes los pilotos se lanzaran en asientos eyectables. existía sobre toda la ciudad. En este día tan luctuoso –les dijo el Presidente-, un día que no olvidará la historia, únicamente puedo asegurarles una cosa: ¡hoy los Estados Unidos se ponen en píe para asegurarse de que los que han organizado esta infamia se arrepientan de haber nacido! Al día siguiente, los veinte generales que integraban la cúpula del Estado Mayor eran sustituidos por miembros del Partido. La explicación que se dio para explicar el cambio al completo de la cúpula de Estado Mayor fue que el ataque había sido organizado por algunos de esos generales. Para que, eliminados todos los poderes políticos, el Ejército tomara las riendas de la situación. El Secretario de Defensa explicó que como no se sabía quiénes habían participado y quienes no, cautelarmente se tomaba la decisión de sustituirlos a todos durante un año. Era una medida cautelar y provisional. Se insistió en que los generales sustituidos serían reintegrados en el mismo puesto al expirar ese plazo de tiempo concedido a la investigación. Como era lógico, el ataque había sido un éxito porque se realizó con la información accesible a los colaboradores del nuevo Secretario de Defensa. Además se hizo coincidir la sesión conjunta de congresistas y senadores justo en el día en que con total certeza se sabía que todos los miembros del Tribunal Supremo iban a estar reunidos. El retraso de la nave presidencial estaba perfectamente calculado. El Presidente sabía que en aquel edificio había varios congresistas del Partido del Orden, además de otros muchos cargos menores que trabajaban allí y que pertenecían asimismo al Partido, pero había que sacrificarlos. Y lo hizo sin contemplaciones. La Nación estaba consternada. Pero para acabar de completar el cuadro de consternación, aquel mismo día agentes del FBI entraban en los despachos de dos generales del Estado Mayor y decían haber hallado documentos (perfectamente falsos) con todo lujo de detalles sobre el supuesto golpe de Estado que iba a ser perpetrado por parte de los generales del Estado Mayor. Entre menos de veinte personas del Ministerio de Defensa y catorce del FBI habían orquestado un plan tan perfecto que los mismos Los turistas que recorrían el Mall, el gran corredor de césped delante del Congreso, no podían creer lo que veían sus ojos. Donde antes se erigía el Congreso, ahora se levantaba una gran columna de humo, en cuya base se medio adivinaban los restos de las ruinas de lo que hubo antes allí. Las calles cercanas al Congreso se llenaron de funcionarios que salían de los edificios más próximos. Algunos transeúntes corrían, otros se habían quedado paralizados y no se movían, sin dar crédito a lo que veían. La policía corría hacia el Capitolio en ruinas, no podía hacer nada. Algunos turistas caían al suelo de rodillas desconsolados, otros se abrazaban para consolarse. Miles y miles de personas salían de los edificios de la Avenida Pensilvania para acercarse al edificio derruido sin poder creer lo que veían. Una hora después, la Nación veía como su Presidente les comunicaba en la televisión que todos los congresistas, senadores y miembros del Tribunal Supremo habían fallecido. Sólo habían quedado con vida seis de entre todos ellos, por estar enfermos en sus casas o fuera del Edificio. El ataque había sido grabado en vídeo por varios turistas, imágenes que aparecieron en televisión una y otra vez. Y todo el mundo se preguntó por qué habían sido cazas de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos los que habían atacado. El Presidente explicó que aquel atentado había intentado acabar también con su vida y que sólo el retraso de la nave presidencial le había salvado. Anunció que inmediatamente se investigaría por qué no habían funcionado ni el sistema antimisiles, ni el sistema de exclusión aérea que 22 generales y la opinión pública no sabían qué pensar. Una inmensa sospecha se instaló en las mentes de la Nación. Pero los ciudadanos por sí solos no podían descubrir la verdad de una trama tan compleja, y los mecanismos del Estado encargados de investigar esa trama habían sido extirpados. CAPITULO VI Palacio Imperial de Roma 2 meses después. T odos los generales del Estado Mayor de la República Europea con uniformes de gala escuchaban en una grandiosa sala las palabras de su emperador. En cuanto acabara, una gran fiesta tendría lugar en el ala norte del Palacio con el resto de los invitados que ya aguardaban allí,. El emperador Fromheim estaba ahora en mitad de su discurso: -Ya mi padre, el extinto emperador Kurheim, me dijo siendo yo un pequeño: es una pena que a veces las más grandes victorias no puedan celebrarse con una marcha triunfal en las calles de la Urbe. Sí, no entendí entonces aquellas palabras. Ahora las entiendo y les agradezco a todos ustedes su fidelidad en estos dos últimos años en que apenas he podido dirigir personalmente los asuntos del Imperio. Estados Unidos, desde que me hice cargo de su máxima magistratura, por fin goza de un perfecto estado de paz ciudadana. Nunca ha habido tanta seguridad en sus calles, nunca se han cometido tan pocos delitos. La idea de que la justicia es rápida, eficaz y contundente se ha instalado hasta en la mente de los facinerosos. Muchos allí dicen me ven como un dictador. Pero si en muchos no existe amor hacia mi persona, por lo menos, existe una cierta resignación al hecho de que de momento no se me puede apartar de mi puesto. Las élites pensantes se han dado cuenta por fin, de que sacarme supondría una guerra civil, en la que un bando tendría todo el apoyo de Europa. Mejor una nación y un dictador, que sin dictador pero sin nación es un dicho que corre de boca en boca entre los descontentos. Teóricamente, los Estados Unidos siguen siendo una democracia, sólo que el sistema electoral está en suspenso transitoriamente. Se seguirán celebrando comicios para elegir alcaldes, fiscales, sheriffs y 23 gobernadores. Tan solo las elecciones para el Senado y el Congreso y para la Presidencia quedan pospuestas. Por supuesto la cúpula militar anterior no ha sido reintegrada a ninguna función activa. Por supuesto las elecciones presidenciales del pasado año han sido las últimas de la historia. Cuando se acerque la fecha que he garantizado como tope para que se celebren las primeras elecciones al Congreso, anunciaré que se posponen un tiempo hasta que pueda garantizar la seguridad de los candidatos. Mucho me hubiera gustado que fuera una división de mi Guardia Pretoriana la que custodiase la Casa Blanca. Pero los tiempos todavía no están maduros para eso. He tomado el poder, pero hasta el momento en nada he ofendido el sentimiento de orgullo nacional, y así seguiré. Cuando yo haya permanecido seis años en el poder, haré vicepresidente a mi hijo, ahora tal nombramiento resultaría muy duro de aceptar. Y a partir de ese momento, como norma general, mi idea es que cuando yo esté en tierra imperial el vicepresidente estará en la Casa Blanca. Y cuando yo pase una temporada en Estados Unidos, mi hijo volverá a la Urbe a ponerse al tanto de los asuntos imperiales. ¿Cuáles son mis planes para el futuro? Por un lado, que el Partido siga aumentando sus ramificaciones por todo el tejido social de la nación americana, para dominar todos los resortes que tengan alguna influencia. Por otro lado, ir implantando partidos del orden en todos los demás países del continente americano. No creo que volvamos a ganar las elecciones en ni un solo país más, en el extranjero las cosas se ven como realmente han sido. Pero todo el poder del Imperio y de los Estados Unidos volcados en un pequeño país puede ser suficiente para desestabilizarlo de tal modo que pequeñas élites favorables a nosotros logren, si no el poder, al menos una influencia notable. El Emperador, que continuó hablando un rato más, se retiró al final de la tribuna en medio de los aplausos de todos los generales que se ponían en pie. Instantes después, todos salían de la sala para participar en el cóctel. Ni una palabra acerca de lo oído en la sala saldría de las bocas de aquellos cincuenta generales. CAPITULO VII E l senador Ford era ya un venerable anciano con 86 años. Vestido con su bata estaba sentado junto al fuego en una de sus casas de campo. Por el gran ventanal se veía que fuera estaba lloviendo intensamente. Su nieto de dieciséis años, se sentó junto a él encima de la alfombra. -Abuelo, ¿sigues siendo senador? Su abuelo le miró sorprendido. Era la típica pregunta que no venía a cuento y que cualquier nieto te puede hacer después de haber escuchado un retazo de conversación entre adultos. -Pues... teóricamente... como no se han vuelto a celebrar elecciones, cabría pensar que sí. Hasta que no se vuelvan a celebrar y alguien no me quite el escaño, soy el último senador de los Estados Unidos -acabó su afirmación asintiendo a sus propias palabras con orgullo. ¡El ultimo senador! -¿Por qué eres el último? -Pues porque el día de la Gran Conmoción -así se conocía al atentado contra el Congreso- yo estaba en cama con 39º de fiebre. Nunca una gripe había sido más beneficiosa para la salud. -¿Y ya no hay más senadores? -No, todos, los pocos que quedaban, han ido muriendo de viejos. El edificio del Congreso no se reconstruyó. Ahora es un bello jardín de césped con grandes ruinas de mármol. -¿Pero por qué no se reconstruyó? -Si se hubiera reconstruido el edificio, alguien le hubiera preguntado al que manda que cuándo lo llenaba. A base de responder preguntas a su nieto, el abuelo tuvo que hacer respaso de los últimos veinte años. El primero de los Presidentes con Poderes Especiales fue Fromheim. Gobernó unos 30 años el Imperio y 9 nuestra nación. Después contrajo un cáncer incurable. Desde que tuvo 24 conocimiento del cáncer, preparó el traspaso de poderes a su hijo, que era el vicepresidente. Cuando murió el padre, el hijo fue el segundo Presidente con Poderes Especiales. Fue un traspaso de poderes tal como manda la Constitución. Si muere el Presidente, el Vicepresidente toma las funciones del primero. Así se puede continuar indefinidamente. Lo único anticonstitucional era la dilación de las elecciones. Su hijo Hirsen gobernó el Imperio y nuestro país durante 5 años. Después un norteamericano amante de la democracia le pegó un tiro un día que amable estaba saludando a la multitud y estrechando manos. Aquel exaltado creyó que el regicidio era la terapia de choque para que el sol de la democracia volviera a brillar en todos los horizontes. Yo le hubiera aconsejado que leyera Claudio, el dios de Robert Graves. Lo único que logró fue que el vicepresidente tomara el mando. El asesinato incluso aumentó la popularidad de la nueva institución presidencial. A la imagen de una institución tan opresiva lo único que le faltaba era una cierta dosis de victimismo. -Y al asesino... ¿le torturaron? ¿Le hicieron morir de mala muerte? -preguntó con un cierto tonillo sádico el nieto. -¡¡Por favor!!, estamos en una nación civilizada. Por supuesto que no. Le juzgaron y no sé cómo se las arreglaron, pero le hicieron confesar que había toda una conspiración detrás de su acción. La vieja patraña de las fuerzas oscuras por la que los presidentes con poderes especiales estaban ahí para protegernos. Murió ejecutado con una inyección letal. Y no consiguió otra cosa más que aumentar las normas de protección alrededor de los presidentes. Es lo que suele pasar cuando el pato Donald se mete a Bruto. El hijo del emperador Hirsen sólo tenía 8 años. El nuevo presidente de Estados Unidos era un miembro de la familia imperial, pero él no era el emperador. El Senado del Imperio y el Ejército decidieron que el nuevo emperador sería Holbein y no el que ahora detentaba el cargo de presidente. Así que Holbein oficialmente tomó el cargo de vicepresidente de Estados Unidos y extraoficialmente el mando del presidente. Dicho sea de paso, aquel presidente títere, que duró tan poco, era el hombre más ratonil e indeciso del mundo. Tres meses después dimitió y el emperador Holbein pasó a tener no sólo el poder efectivo sino también el cargo de presidente. -Abuelo, ¿y por qué no te rebelaste contra Fromheim y luchaste por la libertad? Su abuelo le miró con fingida sorpresa y después con falsa indignación. -Jovencito, cuando uno es joven cree que todo se reduce a gritar ¡Libertad!, ¡Libertad!, y que todos los muros caerán y las puertas se abrirán. En cuanto me repuse de mi gripe no tuve otra idea en mi cabeza que restaurar la democracia. Pero además de jugarme el pellejo, quería jugármelo con inteligencia. Así que decidí esperar. Esperar y estudiar la situación y aguardar el momento más propicio. Pero cuando empezó a pasar el tiempo y vi que la gente no hacía nada. Porque la gente no estaba contenta, pero no hacía nada. Cuando vi que Fromheim salía a la calle y siempre había quienes le vitoreaban. Cuando vi que los sondeos de opinión no le eran totalmente desfavorables. Entonces me pregunté si además de perder el cuello, había alguna posibilidad de conseguir algo. Así que me retiré bien lejos. Y para que nadie en la Casa Blanca sospechara, me compré una casa de campo en los Pirineos, ni más ni menos que en una provincia imperial, en España. Y desaparecí de la escena durante unos cuantos años. Después cuando volví a mi patria me cuidé muy mucho de hacer otra cosa que cuidar de mis negocios. ¿Comprendido, mozalbete? A ver si heredas algo de mi sentido común. Durante unos momentos, las palabras del antiguo escritor inglés resonaron en la canosa cabeza del senador: Ya sabes qué sucede cuando uno habla de libertad. Todo parece hermosamente sencillo. Uno espera que todas las puertas se abran y todas la murallas se derrumben. Su nieto lleno del ardor de la juventud le miraba con escepticismo, sus últimas palabras parecían a sus ojos una claudicación. Su abuelo percibió qué había detrás de aquella mirada. -Hijito, sé que no soy un héroe. Si hubiera sido un héroe no tendrías a tu abuelo aquí sentado para contarte esta historia. El tiempo estaba 25 maduro para una dictadura. Un hombre no puede cambiar un Pueblo. La maquinaria de la democracia no funcionaba, yo sólo no podía cambiar toda la maquinaria. Yo no podía cambiar la marea de la historia. Hubiera dado mi vida por la libertad, pero no la daría sólo porque dijeran que lo había intentado. Aquello no tenía posibilidades. -”Así siempre con los tiranos”, reza el lema del escudo de Virginia, replicó orgulloso y testarudo el nieto. El escudo del estado de Virginia muestra a un tiranicida después de haber perpetrado su acción. El abuelo miró a su nieto. Esos aires libertarios ¿procederían de algún gen de la rama materna o de la paterna? -Los jóvenes como tú -le advirtió el abuelo- acaban formando parte de las cúpulas gobernantes cuando un antiguo régimen está en declive. Pero acaban arruinando sus vidas cuando un imperio está emergiendo. Me temo que has nacido en la época de un imperio emergente, y tu caso será el segundo. Te lo pido por favor, que no te ronde la cabeza el entrar en algún grupo político clandestino. Dentro de cincuenta o cien años el edificio estará lleno de grietas, entonces te aconsejaría que entrases en la disidencia, habrías sido quizá parte de la nueva generación en el poder. Pero ahora el Imperio se consolida. Te lo asegura un viejo zorro de la política. -Puedes estar tranquilo, no pertenezco a ninguna, ni he asistido a ninguna reunión mitinera. -Muy bien. Recuerda, siempre hay tiempo para la revolución. Tú hazte un sitio en la vida. Por ahora la institución de la Presidencia con Poderes Especiales se ha consolidado. Fromheim fue un genio. ¡Qué bien hablaba! Fue un Julio Cesar... y un Maquiavelo. -Y un Hitler. -Sí, fue Julio Cesar, Maquiavelo y Hitler a la vez. El creó el estado más grande que ha conocido la humanidad. Logró hacer posible lo que a todos pareció imposible: la unión de los Estados Unidos con la República Europea... sí, él creó la Bestia. Un Estado que posee el 68% del producto nacional bruto de todo el planeta, un Estado que tiene en sus fronteras el 53% de la población mundial. Nunca ha habido tanta concentración de poder. -Abuelo, no pertenezco a ninguna asociación política pero créeme el futuro será democrático. El abuelo se ciñó mejor el cinturón de lana de la bata. Después, mientras se seguía arreglando la bata, dijo: -Una vez un profesor mío, en la universidad, en medio de la clase comentó: “qué misterioso me ha parecido siempre el hecho de que un hombre pueda mandar a otro hombre”. Hasta entonces nunca me había planteado ningún interrogante acerca de eso. Pero después, a solas, me detuve a pensarlo y me di cuenta de lo sorprendente que es el que un hombre tenga dominio sobre otro. El que un hombre tenga dominio sobre la voluntad de otro hombre libre. Un ser humano sobre otro ser humano –fuera el aguacero crecía en intensidad, las nubes estaban terriblemente oscuras-. Sí, el futuro será democrático –y se quedó mirando a los troncos ardiendo en la chimenea-. ¿Qué te parece una partida de ajedrez? -Prefiero una partida de marcianitos en el ordenador, ¿hace? -Venga –el chico fue a por la consola de juegos. El abuelo le gritó-: Dile a tu madre que nos traiga unos crepes con chocolate de los que sobraron ayer. Abuelo y nieto se acomodaron ante la amplia pantalla de televisión. Había que reconocer que el juego del ajedrez era demasiado tradicional (casi hasta monárquico) para el nieto. Su sangre joven necesitaba matar marcianitos. Después de la conversación con su abuelo, necesitaba aniquilar algo. Un par de nietos, que casi no sabían andar, se acercaron al abuelo y se aferraron al borde de su bata. Las alegres voces de la escena familiar se alejaron por el pasillo. U na partida en la pantalla, mientras otra partida mucho más importante tenía lugar en el Palacio Imperial. El emperador Holbein yacía agonizante en su lecho. Un apenas audible estertor surgía cada vez más espaciado de su pecho. La cama regia 26 ocupaba el centro de la gran alcoba. Alrededor de la cama en pié los principales generales en uniforme militar. Un silencio atento dominaba el ambiente. Diez minutos después, el Emperador daba el último suspiro cavernoso. El médico palatino se acercó calmadamente y le tomó el pulso. Una mirada fija al Jefe del Estado Mayor. El general no necesitó ninguna palabra. Holbein Schwart Germánico Druso había fallecido. El General recorrió con su mirada a todos sus colegas y sin decir una palabra se dirigieron a la sala contigua. En la sala contigua estaba un muy ocupado vicepresidente de Estados Unidos. El vicepresidente, un hombre delgado de unos cuarenta años, era el hijo del fallecido y estaba disponiendo todos los asuntos de Estado y relativos al entierro de su padre. Sin decir una palabra, tres generales de los que acababan de salir de la habitación del moribundo se pusieron delante y vaciaron los cargadores de sus pistolas sobre él . El vicepresidente cayó de bruces sobre los papeles de la mesa. Su pecho ensangrentó todos aquellos impresos de órdenes presidenciales. Sobre los membretes oficiales la sangre lo salpicó todo. Nadie lo sabía en Palacio pero los generales habían decidido que el nuevo emperador sería el yerno del emperador Holbein, Viniciano, ministro de defensa y senador del Imperio. El nuevo emperador no pertenecía a la dinastía de los últimos tres emperadores, sino a la dinastía Staufen. Los periodistas pronto averiguaron que era un hombre poderosísimo en influencias y dinero, pero también era uno de los hombres más misteriosos del entorno del fallecido emperador. Todos lo aceptaron con sorpresa pero sin discusiones. El nuevo dirigente se dedicó durante el medio año siguiente a reforzar su posición y a trabajar en silencio casi sin perder tiempo en intervenciones públicas. CAPITULO VIII 27 de noviembre del 2207 6 p.m. Arzobispado de Berlín E l vetusto edificio del arzobispado se levantaba en medio de una calle céntrica de la ciudad. En la tranquila calle, justo delante de la fachada principal, se posaron un grupo de aeronaves de la policía. De las aeronaves comenzaron a salir medio centenar de agentes. Todos iban fuertemente armados y enfundados en sus chalecos antibalas a modo de negras armaduras. Sin prisas, unos entraron por la puerta principal, mientras el resto rodeaba el edificio. En el vestíbulo, tras el mostrador, el portero se levantó sobresaltado al ver entrar a cinco miembros de la seguridad imperial seguidos de docenas de agentes. -¿Qué... qué pasa? -preguntó el portero. -Haga venir al canciller del obispado ordenó seco el inspector al mando. Nervioso tecleó en el teléfono el número del despacho del canciller. -Padre Wilheim... no sé lo que pasa pero el vestíbulo está lleno de policías, y el que está al mando ha pedido que baje un momento. Al poco, un sacerdote con sotana bajó por las escaleras que daban al vestíbulo. -¿El canciller? -preguntó el inspector. -Sí, ¿qué sucede? -Tengo orden -dijo extendiendo un papel sellado- de que me conduzca hasta los archivos donde guarden los libros de bautismo. Instantes después, el canciller, acompañado de otros dos sacerdotes y seguido del inspector y la policía, entraba en los archivos. -¿Estos son los libros de bautismo? preguntó el inspector señalando los anaqueles. -Sí, ¿qué es lo que vienen buscando? 27 -¿No tienen estos libros introducidos en alguna base informática? -preguntó el inspector sin molestarse en contestar la pregunta formulada. -Sí, allí... esa caja metálica contiene todos los discos. -¿Todo está allí?¿No hay más? -Pues no -contestó tras mirar interrogadoramente al otro sacerdote que asintió. -Muy bien -comentó el inspector-. A ver dijo dirigiéndose a los agentes que le acompañaban-, poned veinte guardias que vigilen estas salas y los pasillos de alrededor. Desalojad a la gente que trabaja aquí, y que el resto de los guardias comience a sacar los libros y los discos informáticos. -Perdone -se acercó atónito el canciller-, quizá no he entendido bien... ¿se llevan los libros? -Sí, nos lo llevamos todo -respondió frío y seco el inspector, mientras otro agente le alcanzaba al inspector otro papel sellado que le mostró al momento al canciller-. Tengo una orden del Ministerio del Interior de trasladar todo esto a la Urbe inmediatamente, en cuanto hagamos un inventario. El canciller leía la orden sin poder dar crédito a sus ojos, miró desazonado a los otros sacerdotes que habían venido de sus despachos y ya se agolpaban junto él en la puerta. Mientras tanto, los policías procedían a embalar en cajas los libros en cuanto otro agente acababa de anotar el número de tomo y los años impresos en los lomos. Fuera del edificio, una aeronave era cargada con los cajones mientras un cordón policial cuidaba que no se perdiera nada en el camino. Agentes apostados en las puertas cuidaban de que absolutamente nadie pudiera entrar en los archivos. El canciller sin decir nada se dio media vuelta, musitó algo hacia los otros clérigos que estaban detrás de él, y corrió seguido por otros tres sacerdotes a través de un pasillo hacia su despacho. Sin ni siquiera sentarse en su mesa, tecleó un número en el teléfono. En la pantalla apareció el secretario del arzobispo. -Rápido -exclamó el canciller-, póngame con el arzobispo. -El arzobispo está ahora ocupad... -¡¡Que se ponga ahora mismo!! -le interrumpió casi gritando el canciller. Unos segundos después aparecía el arzobispo en la pantalla con su sotana negra de bordes morados. -¡Señor Arzobispo! -exclamó agitado el canciller-, no lo va a creer... pero el edificio del obispado está literalmente tomado por la policía y se están llevando todos los archivos referentes al sacramento del bautismo. El arzobispo se pasó la mano por la cabeza, agobiado. Volvió la cabeza hacia el vicario general que estaba a su derecha, y le interrogó con la mirada. Finalmente y con lentitud, dijo: -Acabo de recibir una llamada de Frankfurt y otra de Colonia, de hecho, todavía los tengo en línea. Me han comunicado que está sucediendo exactamente lo mismo en los obispados de esas diócesis. Es... perdone, me comunica mi secretario que tengo una llamada. Aguarde sin interrumpir la conexión mientras la atiendo en la otra pantalla. En la otra pantalla apareció el cardenal de Los Ángeles. -Mark -dijo agitado el cardenal norteamericano-, efectivamente también ha sucedido aquí. Después de tu llamada, nos llamó el cardenal de Ginebra para advertirnos que también desde Francia y España le acaban de comunicar que la policía se estaba llevando los archivos. En todas partes, lo han hecho simultáneamente. Han debido planear que si empezaban a las 6 de la tarde, hora central europea, serían las 12 del mediodía en Nueva York, y que teniendo en cuenta los cuatro usos horarios de la Nación coincidiría con la apertura de puertas del obispado de Los Ángeles. -¿Tiene idea de para qué están haciendo eso? -Ni idea, no sé que quieran buscar en los libros. En unos lugares era el amanecer, en otros la noche invernal se había echado encima, pero en todos los territorios del Imperio y de Estados Unidos a la misma hora, hora mundial internacional, la policía estaba apoderándose de los archivos eclesiásticos referentes al sacramento del bautismo. Y lo estaba haciendo con unas 28 medidas de seguridad tan excesivas que nadie lo entendía. de los problemas que han aquejado a las naciones en los pasados siglos hasta el presente, se han debido a que los gobernantes estaban imbuidos de trabas morales que nos les permitieron actuar con eficacia. Cuando un jardinero tiene que acabar con los pulgones de su jardín no puede ir a cada paso preguntándose acerca de si está bien o mal ir refrenando tantas libertades insectiles o incluso poniendo fin a tantas existencias individuales. El concepto de libertad, de bien y mal, que ha imperado hasta nuestros días debe ser renovado. El Partido del Orden va a sufrir una mutación. El será el instrumento con el que cuento para empezar una nueva sociedad. Y esa es la razón por la que en menos de un mes se empezará a implantar el Partido también en la República Europea. Señores, comenzamos una nueva era. Adorado sea Dagón. CAPITULO IX L os escaños del hemiciclo del Senado Imperial estaban repletos hasta el último asiento. Sobre los sitiales tallados había senadores de la República con sus togas blancas, generales del Imperio con sus uniformes de gala y, en un sector de la derecha, una delegación militar norteamericana junto con todos los funcionarios de rango ministerial de ese país. Los generales estadounidenses vestían uniformes estilo de finales del siglo XX, los generales del Imperio vestían casacas cortas de un rojo intenso o de un azul muy oscuro, cuellos altos y sobre sus cabezas salacots blancos. Con sus trajes de ejecutivo o sus togas o sus uniformes, allí se concentraban los poderosos que pensaban que aquella iba a ser una reunión más de protocolo. -Excelentísimos Senadores de la República Europea, Estado Mayor, Secretarios de la Administración norteamericana, Generales estadounidenses -comenzó el emperador Viniciano-. Hoy es el día del decimonoveno aniversario del fallecimiento del Cónsul Máximo Fromheim Schwart Germánico Vitelio, un gran gobernante, un gran hombre. Ante sus conciudadanos semejaba tener un deseo que parecía el mismo que el de Napoleón o Julio César: el Poder. Parecía que no buscaba cambiar el mundo. El Partido del Orden que l creó parecía un mero elemento instrumental para introducirse en la escena americana. Pero las cosas no eran exactamente así, Fromheim tuvo en mente ver algún día el cambio que se va a producir. ¡Ni más ni menos que una nueva era, la instauración de un nuevo orden mundial! Es tiempo por fin, de que la era judeocristiana pase definitivamente. Es tiempo de que un nuevo sistema de valores rija nuestra sociedad y las relaciones planetarias. Gran parte Cuando descendió el Emperador de la tribuna un denso silencio flotaba en el ambiente, los oyentes estaban todavía bajo el efecto de la sorpresa. Pero dos segundos después todos se pusieron en pie y, como era costumbre, aclamaron al Emperador con el brazo en alto y gritando a voz en grito “HAIL”. Después una explosión de aplausos durante medio minuto. La sorpresa les había paralizado durante dos segundos pero después todo el engranaje seguía funcionando como de costumbre. Todos los presentes quedaron sorprendidos, esperaban un discurso de economía, un discurso sobre política, cualquier cosa menos un discurso que comenzaba versando acerca de las creencias religiosas de un emperador difunto. Aunque también era verdad que las veleidades pseudomísticas del Emperador no les eran totalmente desconocidas. Ya se rumoreaba desde hacía un año que estaba se estaba ascendiendo a los más influyentes puestos del Ejercito, a miembros de aquella fe dagoniana. Todo el mundo sabía también que, a pesar de lo dicho por Viniciano, Fromheim había sido un ateo. Pero ahora le interesaba que él apareciera como el iniciador de toda esta revolución religiosa. Nadie se lo iba a discutir, por lo menos en público no. La misma reacción del Senado fue la que 29 tuvo la sociedad, sorpresa en un primer momento, después el engranaje siguió funcionando como de costumbre a las órdenes de Viniciano. En todo el mundo la población era prácticamente increyente. Desde hacía un siglo, el ateísmo había avanzado de forma constante. A nivel de todo el planeta, sólo un 4% de la sociedad era cristiana. En los últimos treinta años todo tipo de creencias habían proliferado: creencias sincretistas y gnósticas. Sobre todo el culto a Dagón era una de las que estaban creciendo de un modo más vertiginoso de día en día. Un 32% de los europeos compartía ese tipo de creencias dagonianas. En Estados Unidos era algo menor el índice de dagonianos, pero en ningún caso menor a la cuarta parte de la población. Viniciano podía contar con el apoyo entusiasta de esa porción de ciudadanos. El Emperador ahora se había revelado como un ferviente servidor del dios Dagón. Toda la red del Partido empezó a recibir charlas y consignas acerca de la nueva religión. La nueva religión no les exigía ningún tipo de mandamiento. Es más, postulaba la satisfacción de todos los impulsos más dionisiacos. El Bien y el mal quedaban superados como categorías morales. A ello se añadía un complejísimo conjunto de creencias gnósticas. Tal conjunto de creencias pasaban en la práctica a ser el credo oficial del Imperio, sin embargo a nadie se le pediría que se adhiriese a ellas, ni siquiera que las conociese. El dios Dagón, cuya imagen se adoraba en el gran Templo Rojo en el centro del foro de la Urbe, pasaba a ser de facto una representación del Imperio. En el Partido los ya creyentes en Dagón tuvieron gran alegría con el anuncio, los no creyentes acogieron el anuncio con indiferencia, desde luego sin animadversión pues la nueva creencia nada les exigía. Sin embargo, un año después el conjunto de la sociedad estaba encantada con el esnobismo del nuevo movimiento esotérico de moda. Se respiraba en el aire la sugerente idea de que habían entrado en una nueva era. El culto a Dagón había extendido por todas partes un amplio conjunto de prácticas ocultistas. Sobre todo el espiritismo, que se entendía como un medio usual de comunicación con la dimensión en la que vivía el nuevo dios. Se podría decir que Viniciano había intuido el hambre por cosas nuevas que existía en la sociedad y la había satisfecho, pero el Emperador no era un oportunista, sino un convencido seguidor de la nueva creencia. CAPITULO X E n el corredor en penumbra entraban rectilíneos por las ventanas haces de luz. Tres arzobispos paseaban lentamente después del almuerzo por un largo corredor del Palacio Arzobispal de Paris. -Es increíble como todo el mundo se ha dejado seducir por el nuevo culto tan sólo dos años después que Viniciano desde el poder promoviera esas creencias –se quejó el arzobispo de Londres. -Sí -asintió derrotado el arzobispo de Madrid-. -He tenido información del Nuncio de que ya se empieza a comentar la supresión de la semana de siete días -añadió con tristeza el arzobispo de París-. Consideran que es una herencia judeocristiana que también ha de ser borrada, en pro de una racionalización de la división del tiempo. Quieren implantar un sistema de meses regulares, todos con el mismo número de días. Y que el año coincida con la numeración del año astronómico. El anuncio del plan de supresión de la semana se ha retrasado porque están estudiando como implantar el nuevo sistema sin que varíen los días de vacaciones. -¿Cómo será el nuevo sistema? -La semana tendrá diez días, los tres últimos serán no laborables. -¿Cae el domingo en día laborable? -Sí, unos días sí, otros no. Además Navidad y el resto de fiestas religiosas quedarán trasladadas a otros días y con otros nombres. -También es cierto que para la mayoría de la población no eran nada más que meros días de fiesta. 30 -El año tendrá treinta y seis semanas de diez días, más la semana nº 37 que será de cinco días. -Sé de buena tinta que en el Senado se llegó a discutir sobre la posibilidad de obligar a los cristianos a pasar cierto tiempo del año en campos de reeducación. Pero que el Senado detuvo la medida concluyendo que los tiempos todavía no estaban maduros para eso. -¿Pero cómo en tan poco tiempo ha podido cambiar la gente su indiferencia por nosotros en animadversión? -Por la televisión no han hecho más que bombardear a la gente con reportajes acerca de la Inquisición, Galileo, las Cruzadas... La visión que se da de la Edad Media es... la deformación más descarada de la historia que se haya visto nunca. Las encuestas muestran una abrumadora mayoría a favor de que el Estado ordene cerrar los conventos. El ayuno, la castidad... todo ha sido explicado y entendido de la manera más retorcida posible. La gente considera que las leyes no deben permitir que padres eduquen a inocentes e indefensos niños en semejantes aberraciones que les causarán traumas de por vida. -¡Ah, y no hablemos de la penitencia física! -Sí, los últimos cuarenta años, con toda esta campaña internacional, han dado ya sus frutos. Y los dos últimos con un dagoniano en el poder han sido ya la guinda final. -Ha sido la lucha de Goliat contra David. -Y encima lo de la marca. Diez días antes el Emperador había mandado que todos los cristianos fueran marcados con una T (la letra t mayúscula) en la frente1. Y todos, ricos y pobres, funcionarios, influyentes empresarios, militares e incluso dos viejos senadores imperiales habían sido tatuados. Humillados de esa manera aquellos dos viejos senadores ya no volvieron a poner su pie en el hemiciclo imperial. Ni los más altos prelados o los niños fueron eximidos de la medida. Sólo los cristianos de países que no pertenecían al ámbito de influencia de los Estados Unidos o de la República Europea continuaron sin la marca. Es decir, buena parte de Asia, todo el continente americano (menos USA), Australia y casi toda África En la mente de todos, flotaban las palabras que el Emperador Viniciano había pronunciado en un discurso al Partido: El cristianismo es una plaga, una enfermedad, una lepra que a esta generación se le ha encomendado la histórica tarea de erradicarla, como una medida sanitaria. Si la supervisión de la salud corporal se ha encomendado a las leyes y acción del Estado, mucho más debemos ocuparnos de la salud de la mente. Si la salud del cuerpo se preserva por parte del Estado con leyes coercitivas y penas legales, así también es deber nuestro no desentendernos de este parasitismo mental. Porque los curas han sido los parásitos de la sociedad alimentándose de un secular no hacer nada. Es hora de que liberemos a la humanidad y a nuestros hijos de esas fantasías que han llevado a comportamientos tan antinaturales. Toda erradicación requiere medios dolorosos, pero una vez que ha pasado la enfermedad, nadie se acordará de la medicina. -¿Qué nos puede suceder ya peor que esto -reflexionó en voz alta el arzobispo galo-? Más bajo no podemos caer. -Con el salmo podemos decir, hemos venido a ser el escarnio de nuestros vecinos, la irrisión y mofa de los que nos rodean. Los tres prelados seguían paseando entristecidos por los pasillos de la silenciosa casa. Las terribles marcas rojas se veían bien claras en la blanca piel de la frente de los tres arzobispos. -No os preocupéis -sentenció el prelado español-, ya veréis como Dios nos ayuda. 1 Ap 7,3 31 más impresionante. Era evidente que no sólo existía una demanda social por este tipo de cosas, sino que la capacidad de tolerancia hacia esas imágenes iba aumentando. En Estados Unidos sí que había pena capital, y nos encontramos que en el año 2089 el estado de Alabama decide retrasmitir por televisión las ejecuciones como medio disuasorio del crimen. Como es lógico, hubo muchas protestas, declaraciones y bla, bla, bla. Pero treinta años después todas las ejecuciones de todos los estados eran retransmitidas. Y con gran éxito de audiencia. La muerte en directo provocaba un gran morbo. Un morbo justificado por el carácter vindicador, edificante, ejemplificador de aquellas ejecuciones. Por otro lado, la pena capital, en Estados Unidos y en todas partes, siempre se había impartido de modo público hasta el siglo XIX. ¿Es que la aplicación de la justicia es algo vergonzante que deba hacerse en secreto, como si hiciéramos algo malo?, reclamaban los defensores de esta línea dura. Las ejecuciones públicas se realizaban en Estados Unidos, pero cualquiera, vía satélite, podía visionarlas en cualquier parte del mundo. Mientras tanto la violencia callejera y sobre todo los crímenes sádicos logran, al cabo de un debate que duró medio siglo, que la pena de muerte se vaya reintroduciendo en Europa poco a poco. En el año 2100, la pena capital era ya algo usual y admitido por todos. En el fondo, las masas de votantes, cuando el índice de seguridad ciudadana desciende, piden mano dura. Y si desciende mucho, piden más mano dura. Y los gobernantes al final les dan a los votantes lo que estos les piden. Este cambio de mentalidad se aceleró todavía más cuando tres países pequeños y no pertenecientes ni a la Confederación ni a la República Europea, tres países de Africa, comienzan a ofrecer a sus condenados a muerte una alternativa: luchas gladiatorias de dos en dos, al que sobrevivía se le indultaba la pena. ¿Ustedes que harían si se les ofrece el elegir entre morir con una inyección letal, ahorcado o fusilado; o el enfrentarse con una espada con otro condenado a muerte y si sobrevive queda libre? Naturalmente todos escogieron lo que se llamó jurídicamente la Redemptio Gladiatoria. Aquellos combates que sucedían en el corazón de África se CAPITULO XI Un aula de la Universidad Central de Sudáfrica El canoso profesor subió la tarima y se sentó en su mesa. -Estimados alumnos. La clase de hoy no se articula de un modo sistemático, sino que es el análisis de unos cuantos aspectos sociológicos que reflejan el cambio que ha experimentado la mentalidad de la población en la época que va desde la segunda mitad del s. XX hasta nuestros días. Ese es el tema de nuestro análisis y esa es la materia que vamos a tocar en la clase de hoy. Si se fijan en el programa, este tema se inscribe en el punto 5º. Comencemos. La cuestión es: ¿cómo una Europa que era a finales del s. XX un adalid del respeto a los derechos humanos ha pasado a tener un Circo Máximo? ¿Cómo una Europa que era un bastión de la democracia ha pasado ha tener un sistema que, aunque democrático en teoría, es en la práctica un sistema monárquico, un modo de gobierno que es el del principatus romano? Entiendan aquí la palabra monarquía en su sentido aristotélico: el poder de uno. ¿Cómo de la polémica bioética hemos pasado a aceptar la legislación sobre los hombres clónicos en estado vegetativo? -el viejo profesor alzó sus pobladas cejas tratando de dar énfasis a lo que decía, pero su tono de voz era tan mecánico y aburrido como si estuviera explicando una clase acerca de triángulos isósceles-. Voy a tratar de dar algunas respuestas. En Europa a finales del siglo XX, casi ningún país en occidente tenía en sus legislaciones la pena capital. ¡En Europa Occidental, desde luego ninguno! El rechazo social a la muerte impartida por el Estado era casi unánime. Sin embargo, observamos que en aquella época en televisión la violencia y derramamiento de sangre iba en aumento de día en día. La gente, la juventud, pedía espectáculos más fuertes. Para lograr audiencia hay que ofrecer cada vez un plato 32 retransmitieron en directo a las televisiones de todo el mundo. Y eso cada semana. Al principio, se hizo un boicot por parte de las empresas que gestionaban la retrasmisión por satélite. Pero al final, el boicot tuvo fisuras. Y con el tiempo todo el mundo que quiso pudo ver esos combates. Esos programas de combates fueron la causa más importante del cambio sociológico europeo en relación al tema que nos ocupa. Al cabo de dos generaciones, el europeo medio era un defensor de los derechos, ¡pero de los derechos humanos de los ciudadanos libres!, no de los ciudadanos presos por crímenes graves. Uno es sujeto de derechos a no ser que se haga merecedor de perderlos, rezaba la nueva doctrina jurídica. Como es lógico, de ver esos espectáculos en televisión a tenerlos en vivo en suelo patrio no requirió más que el trascurso de una generación. Y así el Occidente pasó de tener tatarabuelos abolicionistas de la pena de muerte, a tener retataranietos forofos del Circo Máximo, donde se concentran todas las ejecuciones del Viejo Continente. Todo el proceso, como ven, en unas seis generaciones. concentración de poder. Toda etapa de anarquía, provoca una feudalización. Y toda feudalización acaba entrando con el tiempo en un proceso de centralización. Alemania era la nación más rica y la más idealista, sólo ella pudo hacer lo que hizo: poner orden en el continente europeo. Cuando los alemanes entraron en Roma después de cuarenta años de saqueos y huída de sus habitantes, sólo quedaban 150.000 romanos con residencia permanente. Ellos refundaron la ciudad con colonos alemanes y hoy día es una ciudad enteramente germánica, bueno... hoy día es cosmopolita, pero germánica en su cúpula gobernante. Yo soy sueco y, sin embargo, tengo que admitir que los demás países hicimos un papel bastante malo, sólo ellos fueron capaces de poner orden, de imponerlo. Lo que no lograron fue imponer en el continente su idioma. El idioma común siguió siendo el mundial (el inglés). Incluso el nombre oficial del estado lo tenía en inglés: The Senate and the People of Europe, SPOE. ¿Qué piensa la población acerca del sistema político? Pues piensa que el Estado es como una gran empresa, que los que gobiernan tienen que ser técnicos. Si en 1968 los jóvenes exaltados decían la imaginación al poder, ahora el típico europeo de clase media dice la tecnocracia al poder. El mensaje a los gobernantes es claro: no queremos experimentos. Hagan que la economía vaya bien, hagan que andemos seguros por la calle, hagan que vivamos mejor, dennos libertad en todo, y por lo demás nos importa un bledo quien esté al mando del aparato de la burocracia. Es cierto que un presidente durante cinco años puede hacer proyectos y políticas mucho menos ambiciosas que un Cónsul Máximo durante varios decenios. También es cierto que en SPOE ha habido total libertad para salir, entrar, decir lo que se quisiera, y hacer cualquier cosa. Pero la magistratura máxima era y es una cuestión del aparato del Estado. Como comprenderán, no se ha llegado a esta situación en un día. Al principio, el presidente de la República Europea, que allí se llama cónsul, tenía un mandato por cinco años. Después fue acumulando poder, finalmente en una situación de excepción logró un aplazamiento indefinido. Y así ya tenemos un cónsul permanente elegido por el La siguiente cuestión: ¿cómo se pasa de la antigua Comunidad Europea, un gran Estado federal democrático, a un sistema que es, en la práctica, imperial? Siempre habrán tenido curiosidad al ver las noticias, por saber por qué todos los senadores y emperadores son descendientes de alemanes. Europa tenía una larga tradición como democracia federal, su nombre era Comunidad Europea. Duró mucho tiempo y de modo eficaz ese Estado federal. Sin embargo, a mediados del siglo XXI cayó durante un decenio en la anarquía. Hubo varios cracks económicos y el continente se sumió en continuas revoluciones. Todas ellas de carácter nada democrático. Finalmente, fueron los grandes empresarios los que formaron ejércitos que pusieron orden, primero en Alemania y después, lentamente, en el resto del continente. Esos empresarios con el tiempo se constituyeron en verdaderas dinastías, y entre esos, vamos a llamarlos nobles, descolló uno que finalmente fue lo que hemos dado en llamar, a nivel popular, el emperador. Lo que hoy llamamos emperador no es otra cosa que el final de un proceso de 33 senado. El senado era elegido por el pueblo. Después unos cuantos miembros fueron de designación presidencial. Después más miembros. Al final todos los escaños eran elegidos por el cónsul permanente. Como ven, en política casi todos los cambios se dan como en la naturaleza, poco a poco. había que dejarse de hipocresías y que podían colocar esas clínicas en Occidente. Primero fue una nación, después otra, al final todas. En esto como en todo, el tiempo hace milagros. Así hoy día nos encontramos con clínicas con corredores de cientos de camas, inacabables pasillos. En cada cama un ser humano clonado cuyo cerebro está inutilizado. Un cuerpo al que se alimenta por vía intravenosa. Vida vegetal, dicen. Electroencefalograma plano. Cada cuerpo va creciendo años y años en la camilla. Poco a poco se le van sacando los órganos. Y, por supuesto, la sangre cada semana. Primero se extraen los órganos no necesarios para la vida del clonado en coma. Por ejemplo, los ojos, después los riñones y se le mantiene con diálisis, finalmente aquellos tras cuya extracción no se le pueda mantener con vida. Éticamente los que están a favor de este tipo de clínicas se defienden con un argumento que parece lógico: si abortar un niño es perfectamente legal, ¿qué problema hay en diferir un poco su muerte si así podemos con sus órganos ayudar a un ser humano? Al niño no le vamos a hacer más mal y, sin embargo, alguien, varios, se van a beneficiar de esa muerte. Pues bien, al fin y al cabo, esto no es otra cosa que un aborto diferido. A nadie hacemos sufrir, porque su vida es completamente vegetal, no tiene actividad cerebral. Nadie sufre en el proceso y, sin embargo, la vida de algún anciano se prolongará más. Además, la leyes que aprobaron estas prácticas se legislaron con la pretensión de acabar con las redes mafiosas del comercio de órganos que mataban a cientos de seres humanos del tercer mundo hasta que apareció este famoso hospital origen del mayor giro bioético de la historia. Lo mismo sucedió con las cuestiones bioéticas. Primero sucedió que en una pequeña isla de Oceanía un poderoso grupo de empresas crea una clínica de alta tecnología y experimentación. Esa clínica, en un minúsculo país pobre sin legislación bioética, tenía las manos libres. Al cabo de veinte años comienzan a clonar seres humanos para extraerles los órganos y trasplantarlos a enfermos. La clínica afirma que esos seres humanos clónicos no son en realidad seres humanos, ya que antes de que nazcan se les inutiliza el cerebro. Si era lícito abortarlos, por qué no podía ser lícito inutilizar un pequeño órgano para así hacer el bien con el resto del cuerpo. En el fondo aquello era el arte de cultivar cuerpos. Cuerpos sin pensamiento, sin dolor, ni percepciones. Repetirán, una y otra vez, aquellos gerentes de la clínica que esos cuerpos poseían únicamente vida vegetal, sólo eso. Imagínese que usted –y el profesor señaló a un alumno- es un millonario atiborrado de dinero, que cuando llega a la senectud le dice su médico que le queda un año de vida, salvo que logre un trasplante de corazón, o de riñones, de hígado, o de lo que sea. ¡Usted pagará cualquier cantidad por lograr vivir al menos veinte o diez años más, irá a donde sea! ¿Me equivoco? Y eso fue lo que sucedió. Miles de millonarios iban allí cada año a hacerse los trasplantes de órganos. Hubo una gran polémica internacional. Pero al final, hasta los mismos políticos que públicamente atacaban la existencia de esa clínica, acababan sus días requiriendo sus servicios. Porque cuando un hombre va a morir hace lo que sea. Claro que cuando digo la clínica en realidad me estoy refiriendo a un complejo en el que trabajaban y vivían 20.000 personas. La clínica generó tales ganancias que dominó por entero la economía de aquel pequeño país insular y agrícola en que se había establecido. Treinta años después, las élites gobernantes dijeron que El último tema es el cambio que ha sufrido el matrimonio en los últimos sesenta años. La mujer que trabaja en altos puestos de dirección de empresas o de investigación, no desea que su carrera sufra un parón de varios meses a consecuencia de un embarazo. Así que un 48% de la población del Imperio usa el sistema de reproducción asistida popularmente conocido como pick him up. El marido deposita en una clínica reproductora sus espermatozoides y a la mujer el ginecólogo le extrae durante unos cuantos ciclos unos cuantos óvulos. Cuando la 34 pareja decide tener un niño la clínica fecunda un óvulo, lo implanta en una madre de alquiler. Desde hace tiempo éste ha sido un trabajo fácil y bien remunerado para todas las chicas pobres de Europa. Cuando da a luz al niño se entrega el bebe a sus padres. Cada vez que deseen tener otro hijo sólo tienen que telefonear a la clínica y dar su número de clave, ya tienen criogenizados los óvulos, al cabo de nueve meses, su verdadero hijo carnal, con su cara, sus ojos y su naricita, le será entregado en casa. Para qué pasar por el embarazo si tienes dinero para no hacerlo, es una tontería. Es tu verdadero hijo, sin baja laboral y sin parto. Sólo un 32% de la población adulta ha contraído los lazos jurídicos del matrimonio o convive con una pareja. Hay, además, un 39% que vive ajena a cualquier tipo de vida de pareja estable. Esos hombres y mujeres que hacen opción por una vida monofamiliar, la mayoría, deciden, sobre todo al llegar a los cincuenta años, tener un hijo o varios. ¿Y qué método eligen? Pues como pueden imaginar el que les he explicado. Conocí en París a una mujer rusa que a sus 58 años había tenido ya 85 hijos. Como comprenderán ya que pasan por el trance de la gestación y el parto, los embarazos son siempre múltiples. Se les implantan dos óvulos fecundados. Así cada nueve meses pueden tener dos hijos. Aquella mujer tuvo una gestación por año. Eso no es del todo infrecuente en las chicas con más necesidades económicas, su trabajo es tener un parto al año. El resultado es que con este sistema cualquier soltero o soltera pueden tener un hijo cuando se les antoje. En los catálogos de los hospitales llega la mujer soltera y mira las fotos de todos los posibles padres de los que tienen esperma congelado. Puedes escoger tipo de piel, color de ojos, altura. Todo ello sin necesidad de la más mínima manipulación genética. Hubo un ejecutivo solitario que tenía sesenta hijos por este sistema. Y hubo otro famoso empresario que tuvo el capricho de tener siete hijos clonados perfectamente iguales. Era un antojo. Al fin y al cabo la ley lo permitía. levantó de su silla. Un alumno se acercó a la ventana a mirar, después gritó: ¡Son los eremitantes! Todos los alumnos corrieron a las ventanas a mirar. El edificio de la universidad daba a una de las calles centrales de Pretoria. Por el centro de la calle iba una multitud de personas, unas a pie, otras en todo tipo de vehículos. Todos cantando. Los viandantes se detenían a mirar el espectáculo con curiosidad. El profesor bajó de la tarima y se acercó a una ventana. -¿Quiénes son? -Son grupos religiosos. Se dirigen al desierto a esperar la venida de su Mesías. ¿No ha visto las noticias la última semana? -Pues no. -Este fenómeno está ocurriendo en todo el mundo. Una pequeña facción de los cristianos, de los pocos que quedan, se dirigen al desierto liderados por sus mesías. Los obispos dicen que no les sigan, pero como ve hay miles que no obedecen.2 -¿Y qué hacen en el desierto? -Acampar y esperar. Todos se dirigen al desierto más grande del mundo, el Sahara, allí ya hay muchos. La televisión mostró campamentos, infinidad de campamentos. -Nuestra época se ha vuelto loca. -dijo el profesor para sí regresando a su mesa. El profesor detuvo la explicación. Pues poco a poco se comenzó a percibir un murmullo que provenía del exterior del edificio. El murmullo se hizo cada vez mayor. El profesor se 2 Mt 24, 26 35 de la ciudad, había una reproducción del Madrid de Felipe II. Pero la más famosa y grandiosa estaba montada en una plataforma apoyada sobre varias megaestructuras. Sobre esa plataforma se desplegaba una reproducción perfecta de la ciudad de Roma tal como era en el siglo I. Otro punto que ningún turista dejaba de visitar era el Palacio Imperial. El Palacio Imperial tenía las mismas proporciones de líneas que el Palacio de Buckingham, solo que cuatro veces más grande. Estaba recubierto de mármol azul y rodeado de un bosque. El bosque formaba alrededor de palacio una circunferencia de 10 kilómetros de radio. En medio de aquel bosque, se erigían las más lujosas villas del Imperio, todas ellas en mármol y siguiendo una estética neoclásica acorde con el Palacio que como una gran montaña dominaba toda aquella llanura artificial. Bajo los pilares de estas construcciones se hallaba lo que quedaba de la Roma que precedió al siglo XXI. Los pequeños barrios antiguos al nivel del suelo contrastaban al lado de los inmensos pilares que sostenían a las megaestructuras. Esos barrios aparecían lóbregos y degradados. Lóbregos, pues apenas llegaba luz solar entre los desfiladeros que formaban las moles superiores. Degradados, porque la vida social y económica se desarrollaba en los niveles superiores. En las calles se movía un tráfico rodado ligeramente inferior al de las ciudades del siglo XX. Si no hubiera sido por los inmensos pilares y uno no hubiera mirado hacia arriba, el visitante se hubiera sentido como en la Roma de finales del siglo XX, con una luz invernal, casi crepuscular. En medio de aquel bosque de pilares colosales, en medio de aquellos cimientos formidables que sostenían aquellas torres pesadas y anchas, se hallaba un templo bastante frecuentado de turistas foráneos. A nivel del suelo, en aquella parte recóndita de la Ciudad Imperial, olvidado de los habitantes de la Urbe, se hallaba la nación más pequeña del mundo: el Estado de la Ciudad del Vaticano. Los habitantes de aquella megápolis que dominaba el Estado más extenso y poderoso del mundo, eran ignorantes de que a los pies de la ciudad se hallaba la nación más pequeña del universo y de la historia. CAPITULO XII E xplicar a un hombre del siglo XXI cómo son las grandes ciudades del orbe en el siglo XXIII, es como explicar a un hombre medieval como era el centro de Londres seis siglos después de que muriera Enrique II Plantagenet. Quizá la característica primordial de la gran revolución urbanística que supuso el siglo XXII, fue la expansión vertical de las ciudades hasta alturas que hubieran resultado materialmente imposibles en siglos anteriores. En Roma, capital política y económica de la República Europea, centro del comercio euroasiático, se elevaban varias megaestructuras que superaban el millar de pisos de altura. Muchas eran las grandes ciudades en ese año 2207, pero entre todas ellas, sobre todas ellas, indiscutidamente destacaba Roma. En todo el mundo era conocida como la Urbe. Si la conurbación de Nueva York–Trenton contaba con unos 1500 rascacielos y unas 20 megaestructuras, en la Ciudad Imperial se erigían 74 de estas macroconstrucciones (la menor de ellas contaba con 150.000 habitantes). Desde una perspectiva aérea, la Urbe presentaba el aspecto de un bosque de inmensas torres cuyos límites se perdían en el horizonte. La ciudad de Roma ocupaba toda Italia central. El último censo daba como resultado que aquella aglomeración de gente había superado los 200 millones de personas. De la espesura de ese bosque arquitectónico constantemente salían en dirección vertical aeronaves que se dirigían fuera de la Ciudad. Este tráfico vertical en ningún momento colisionaba con el tráfico horizontal, con las largas hileras de pequeñas naves que recorrían como ríos incansables los huecos entre las moles de los edificios. En la Urbe había varios puntos predilectos por los turistas. Dentro de una megaestructura había se hallaba una réplica exacta, a tamaño natural, de la Acrópolis de Atenas. En otra parte 36 Todos los días cientos de personas traspasaban el umbral de la Basílica para visitar el altar bajo el que reposaban los huesos de San Pedro, aquel que escuchó el Evangelio directamente de los labios del Redentor. La plaza enmarcada por la columnata de Bernini era recorrida por los curiosos turistas. Aquella mañana era como otra mañana cualquiera. Unos turistas grababan en video, otros tomaban sus helados, otros subían las escaleras de la plaza. Pero, de pronto, algunos empezaron a señalar hacia el cielo. De repente, aparecieron por todas direcciones aeronaves de la policía que se quedaron suspendidas en el aire sobre todo el perímetro de la muralla leonina. Alrededor del límite del Estado Vaticano, se desplegaron a pie miles de agentes de la policía a paso ligero, casi al trote. Los policías iban equipados con las pesadas corazas negras y la cabeza cubierta con el casco. El material que llevaban era de asalto. Cientos de naves de la policía levitaban inmóviles por encima del espacio de la Ciudad Vaticana. Una treintena de pesadas naves con el emblema de la Policía Metropolitana, aterrizaron en la plaza de San Pedro junto al obelisco. La bella e incomparable campana del reloj de la Basílica tocó solemne las doce del mediodía. La policía saltó de las naves y se dirigió hacia la puerta principal del Palacio Apostólico. De la puerta comenzaron a salir corriendo guardias suizos con sus alabardas y sus trajes multicolores. Los guardias se colocaron en línea delante de la puerta y blandieron sus alabardas en posición de defensa. Dos segundos después, en un escalón superior, una segunda línea de guardias suizos se alineó detrás de la primera. Estos blandían ametralladoras en sus manos. Era una cosa curiosa ver aquellos suizos con sus cascos y sus corazas de pecho, cargar sus ametralladoras y colocarlas en posición de ataque. La policía se detuvo. Un alto oficial de la policía se acercó a otro oficial de la Guardia Suiza. Mientras, un segundo oficial de la Guardia Suiza corría, volaba, escaleras arriba a avisar al Santo Padre, el sistema intercomunicador del edificio estaba casualmente siendo reparado. -Tenemos una Orden del Ministerio de Justicia de entrar en este edificio -fue la lacónica y altiva explicación del oficial de la policía enfundado en su grueso uniforme negro y en su peto y corazas antibalas. Debemos efectuar una detención. -Quizá lo ignore -le explicó el oficial al mando de la Guardia Suiza-, pero esto es un Estado independiente y soberano. Entrar aquí es una violación flagrante del Derecho Internacional. El policía le miró con sorna. Viniciano, el Emperador, ni siquiera había querido encargar la operación a uno de los destacamentos del Cuerpo de Infantería acuartelados en la ciudad. Consideró que hubiera sido conceder al Papa una importancia que ni tenía ni merecía. Por otra parte, el entrenadísimo Departamento de Policía de la Urbe era muy superior, en todos los aspectos, a los 150 hombres del ejército vaticano. El oficial de la Policía Metropolitana escuchó al oficial de la Guardia Vaticana sin inmutarse, ya se esperaba algo así. Aquello para aquel policía parecía que fuera una operación rutinaria. En cierto modo, para aquel hombre encargado de neutralizar a comandos terroristas armados, habituado a intervenir en operaciones con rehenes, aquella operación era una rutina más. 150 hombres armados, la Guardia Suiza, no eran obstáculo alguno. Además, aquella operación la llevaba preparando desde hacía una semana. Así que con toda tranquilidad le respondió: -Disculpe, pero el Derecho Internacional es lo que diga el Emperador –el policía se lo dijo con aire cansado-. Así que respóndame ¿van a ofrecer resistencia?, ¿sí o no? -Me parece que la respuesta es clara -dijo volviéndose a mirar la fila de guardias suizos en apuntando con ametralladoras. El oficial de policía le dio la espalda, sin responder, y retrocedió hacia donde aguardaban en formación los agentes pertenecientes a cuerpos de intervención rápida de la Policía Metropolitana. Guarnecidos por sus chalecos antibalas aguardaban el fin de la conversación. En cuanto llegó a ellos el oficial, les dijo que se desplegaran. Al momento, los cuatrocientos policías corrieron cada uno en una dirección a parapetarse tras las columnas o cualquier cosa que pudieron encontrar. Otros se echaron en el suelo y apuntaron con sus armas hacia la puerta. En el exterior de la plaza, nuevos efectivos policiales seguían llegando. Los guardias suizos 37 abandonaron la puerta y se apostaron en el interior del vestíbulo apuntando hacia el exterior. -Fuego -ordenó suavemente el oficial de policía. -Eso se le comunicará dentro de dos días cuando comparezca ante un tribunal especial. -Vamos a ver -dijo el cardenal comenzando a ponerse nervioso-, ¿no podría detener el ataque hasta que yo hable con sus superiores? -Lo siento pero no es posible. -¿Pero no sabe usted que esto es territorio independiente? ¡Esto es un Estado independiente, amparado por las leyes y acuerdos internacionales! -Yo no sé nada. Yo sólo trabajo en el Ministerio del Interior. Si lo desea trasmitiré su queja al Ministro cuando lo vea dentro de unas horas. El cardenal, sin molestarse en despedirse, pulsó el botón de interrumpir la comunicación. -Póngame inmediatamente con el Ministro de Asuntos Exteriores -ordenó a un monseñor dándole el teléfono móvil y comenzando a pasear intranquilo, nervioso, por aquella sala decorada con bellas pinturas renacentistas. -Eminencia -dijo hundido el monseñor al cabo de unos minutos-, me dicen que no está ni el Ministro de Asuntos Exteriores, ni su secretario, me ofrecen la posibilidad de dejar el mensaje a uno de los subsecretarios. -¡Eminencia! -dijo otro monseñor entrando por la puerta-, hemos encontrado al Santo Padre. Está ya subiendo las escaleras. El cardenal le salió al encuentro en las escaleras y le puso al corriente de lo sucedido en los últimos diez minutos. -Hijos míos -dijo apesadumbrado el Papa, por mí no ha de morir ningún hombre. Comunicadles como podáis que me entrego ahora mismo. -Santidad -repuso con energía el cardenal, de ningún modo puede hacer eso. Tiene el deber de huir. El Emperador puede mandar asesinar a cuantos quiera cuando quiera. Pero Papa sólo hay uno. Si le confinan, la Iglesia quedará sin cabeza. ¡Debe huir! No por usted, ¡por la Iglesia! El Santo Padre vaciló un momento, todos los presentes aguardaban en suspenso, pero un instante después tomó la decisión. Y el Papa ordenó con energía: Todos los agentes escucharon la orden a través de los intercomunicadores de sus cascos. En un mismo segundo ininterrumpidas andanadas de disparos de bala y rayos láser se arrojaron sobre el reducido espacio de la puerta. Unos pisos más arriba varios guardias suizos y monseñores andaban buscando al Santo Padre. Era domingo, el Papa después del almuerzo había abandonado el comedor y dejado a sus secretarios para dar un paseo a solas. Ahora lo estaban buscando por todos los pasillos y por el extenso jardín. Podía estar orando en cualquier rincón. Al que sí que habían encontrado en seguida era al cardenal Secretario de Estado. -¿Pero cómo la Guardia Suiza ha comenzado a luchar sin que nadie se lo mandase? -preguntó el cardenal. -Eminencia, se trataba de una violación de territorio. Las instrucciones que tenemos para estos casos es defenderlo. -Pero esas instrucciones se referían a un ataque por parte de un grupo terrorista. En fin... de todas formas ya está hecho. ¿Siguen sin encontrar al Santo Padre? Bueno, detengan el combate allá abajo. -Eminencia, el intercomunicador está fuera de servicio. Y ahora mismo no hay quien pueda moverse por el vestíbulo entre los disparos. -Póngame con la Policía, traiga ese teléfono. Mientras yo llamo, que otro telefonee al Departamento Central y que desde allí nos conecten con el oficial al mando de esta operación. Un minuto después, un secretario de Estado estaba al otro lado de un teléfono móvil. -Aguarde un momento -le dijo un monseñor-, le voy a poner con su Eminencia el Secretario de Estado. -Vamos a ver -dijo el cardenal cogiendo el teléfono-, ¿a quién están buscando? -Al Papa. -¡¿Al Santo Padre?! ¿Bajo que acusación? 38 -Vamos a las excavaciones subterráneas bajo la Basílica. Una sonrisa de descanso apareció en el rostro de todos los presentes. Y comenzaron todos a bajar apresuradamente las escaleras. Basílica se extendía la Cripta de los Papas, y por debajo de la Cripta un complejo y vasto laberinto de excavaciones arqueológicas. En aquellos túneles había todo tipo de construcciones y tumbas del siglo I y II. Ninguno de los arqueólogos que realizaron las excavaciones en el siglo XX y XXI pudo imaginar que llegarían a ser el escondrijo de un pontífice reinante. Diez horas después, eran hallados por la policía que estaba peinando primero la Basílica entera con aparatos de detección de emisiones de calor. Dos días después, se le acusó al Santo Padre de desfalco, blanqueo de dinero procedente de asociaciones ilegales, y de ordenar el asesinato de una persona que se enteró de todo este entramado ilegal. Toda esta falsedad estaba basada en pruebas meticulosamente preparadas por los servicios de inteligencia, además de por unos cuantos agentes adiestrados para testificar en su contra. El escándalo de los cargos judiciales todavía hundió más la reputación de la Iglesia. Todo el mundo vio todavía más confirmada la baja opinión que tenían de la Iglesia. Internacionalmente, la violación del territorio vaticano no valía un conflicto diplomático, así que nadie protestó en los foros internacionales. El oficial al mando de la policía tenía razón, el Derecho Internacional era la voluntad de Viniciano. Ellos eran ajenos a saber que la lucha en la entrada del Palacio Apostólico había finalizado hacía medio minuto. Todos los guardias suizos del Vaticano vestidos en sus coloridos uniformes, yacían ya sin vida en el vestíbulo de entrada y las dependencias de alrededor. Ciento cincuenta guardias suizos yacían ensangrentados y exánimes, desperdigados por los pasillos y escaleras que llevaban a las oficinas y aposentos papales. Mientras tanto cuatrocientos policías habían escalado las murallas por más de veinte puntos del perímetro del Estado Vaticano. Los policías enfundados en sus pesados uniformes negros corrían ya a través del Palacio. Todos los agentes de la Policía Metropolitana conocían el interior de los edificios por las explicaciones del Servicio de Inteligencia. De pronto, en un corredor un grupo de policías vio pasar a lo lejos al Santo Padre y al resto de clérigos se les dio el alto al instante, encañonándolos con sus armas. El grupo de eclesiásticos se detuvo. Sólo el Papa y tres cardenales, que ya habían sobrepasado la esquina del corredor, continuaron. Los cardenales andaban ligeros, pero sin correr, pues el Papa era ya anciano. Detrás de ellos, oyeron los pasos ruidosos de las botas de los policías corriendo hacia el grupo de eclesiásticos que habían dejado atrás. En menos de un minuto, el Palacio Apostólico, la sacristía, los museos eran recorridos, peinados, por otros policías que se desplegaron en su busca. Pero aquello era un laberinto, y sólo los eclesiásticos lo conocían como la palma de su mano. Quince días después, el Departamento de Instituciones Penitenciarias comunicó a la Santa Sede que el Papa había muerto en prisión atacado por unos presos desequilibrados. La entrada a las excavaciones arqueológicas, los scavi, tenía una cerradura electrónica, de forma que con la tarjeta electrónica del cardenal Secretario de Estado fue posible entrar sin problemas. Debajo del suelo de la 39 querían era simplemente asesinarlo. Quizá hundir la reputación de la Iglesia con el anuncio de un proceso escandaloso, para después ahorrarse el proceso con algún asesino a sueldo. El Notario Apostólico se sentó. El cardenal camarlengo se levantó y volvió a hablar. -Ahora responderemos todos los curiales aquí presentes a las preguntas que nos quieran hacer nuestros hermanos y después procederemos a las votaciones. Al cabo de una hora las votaciones eran claras. Todos votaron a favor de considerar que la Sede estaba vacante y aquella reunión se comenzaba con el carácter de cónclave. Se añadía en las actas la puntualización de que en caso de que no hubiera muerto S.S. Lino II daban por nulo e inválido aquel cónclave. CAPITULO XIII L as puertas de la Capilla Sixtina se cerraron. La gran Puerta de Bronce de la Capilla Sixtina se encontraba ya cerrada y lacrada. Un señor calvo vestido muy formalmente, de oscuro, mostró un selló a otros dos señores que le acompañaban. Los otros dos también muy serios, vestidos de modo muy formal, de negro también. A una cinta de seda se aplicaron unas gotas fundidas de lacre, que en seguida solidificaron. Cuidadosamente, aplicó el señor del centro un sello. El gran portón de bronce quedaba lacrado. Dentro de la Capilla sentados aguardaban en silencio 150 cardenales, todos los purpurados del mundo. Todos, vestidos con sus sotanas rojas y sus roquetes, aguardaban expectantes las palabras del cardenal Camarlengo. -Eminencias –comenzó el prelado de voz ronca y anciana, pero firme-, todos ustedes han sido convocados para este cónclave. Sin embargo, ahora que están aquí tengo que decirles que la primera cuestión que tenemos que discutir es si esto es un cónclave o un consistorio general. Le cedo la palabra al Notario Apostólico. -Gracias. Es mi deber en conciencia decirles que el Departamento de Justicia nos comunicó hace una semana el fallecimiento de Su Santidad Lino II. Sin embargo, el Departamento de Justicia que tramita todas las cuestiones relativas a las instituciones penitenciarias, no nos ha entregado el cuerpo del Pontífice fallecido. Nos comunicaron con pesar que el cuerpo fue inscrito como preso sin familia. Y que por un error administrativo se le aplicó el procedimiento para los casos de fallecidos de los que nadie quiere hacerse cargo. Así que fue incinerado y sus cenizas esparcidas en una fosa común en el Cementerio Norte. El por qué detuvieron al Santo Padre sigue sin estar claro para nosotros. Hemos consultado con nuestros expertos y parece, por lo que nos dicen, que por alguna razón lo que Al día siguiente comenzó la votación. Cada cardenal llegado junto al altar hacía genuflexión y oraba unos instantes. Sobre el altar un ánfora con las papeletas en su interior de los cardenales que ya habían votado. Detrás del altar el Juicio Final de Miguel Angel. Cada cardenal puesto en pie, pronunciaba en alta voz la fórmula de juramento: -Testor Christum Dominum, qui me iudicaturus est, me eum eligere quem secundum Deum iudico elegi debere3. A continuación, depositaba su voto encima de un plato metálico que había sobre el ánfora, y con éste lo introducía en el ánfora. Seguidamente, hacía inclinación al altar y regresaba a su asiento, mientras, otro cardenal ya se dirigía hacia el altar con su voto en la mano. El ceremonial de votación se llevaba a cabo con gran quietud y silencio. De pronto, se oyeron gritos detrás de la puerta cerrada de la Capilla Sixtina. Los purpurados volvieron lentamente la cabeza hacia la puerta de entrada. Las hojas de la puerta se abrieron de un golpe seco. Soldados de infantería, pertenecientes al IV destacamento Schawenkoprf, penetraron en la sala 3 Pongo por testigo a Cristo, el Señor, que me juzgará, de que mi voto lo doy a aquel que, en presencia de Dios, creo que debe ser elegido. 40 y se alinearon frente a los cardenales. Detrás de ellos entró un coronel. -¡Señores! -gritó sin titubear, arrogante, al llegar al centro de la capilla-. Traigo una Orden de la Máxima Magistratura que ordena su inmediata detención –y levantó un pliego de papel con su derecha. -Bajo qué acusación –preguntó, al instante, el cardenal más anciano. -Eso se les comunicará más adelante. -¿Cómo puede detenernos sin comunicarnos los cargos? -Yo no soy la policía. Soy un militar. Simplemente me limito a cumplir órdenes. Sólo se me dijo que los cargos se les comunicarían más adelante –se volvió hacia detrás y ordenó-: ¡Soldados, procedan! CAPITULO XIV E l Emperador sentado en su despacho pulsó un botón, al momento apareció en la pantalla el rostro de su secretaria. -Señorita -dijo el Emperador-, diga al Comandante de Palacio que mañana, a las doce, quiero que me traigan aquí, al despacho, al Papa. -Muy bien, señor. -¡Ah! -se le ocurrió de pronto-, que me lo traigan vestido de Papa, si me lo traen con uniforme de prisionero me tendré que imaginar que estoy ante el Papa. Al día siguiente, justo a la hora, un oficial entró en el despacho del Emperador. -Señor. -Sí -dijo Viniciano levantando la vista de los papeles. -El prisionero. -Ah, sí. Que entre. Entre dos guardias pretorianos, apareció la figura blanca y apacible del Sumo Pontífice. Contrastaba la dulce sonrisa en la cara del anciano con los fríos e inexpresivos rostros de los guardias que lo conducían. Su figura venerable andaba silenciosa entre los ruidos metálicos de la pesada coraza de los soldados. -Dejadnos solos -ordenó el Emperador haciendo un gesto con la mano. Viniciano no dijo nada más hasta que salieron los guardias pretorianos, simplemente trató de paladear la escena. Dos hombres solos en un despacho. La Coronación de Napoleón que tanto le gustó al difunto Fromheim seguía colgado en aquella estancia. A Viniciano le hubiera gustado echar un vistazo al óleo mural, para comparar al vencido y débil Pío VII con el sucesor que tenía ante sus ojos. Pero no se le ocurrió. La visión de aquel anciano ocupó todos sus pensamientos. -Mi querido Suumooopoontiificee -le saludó alargando sarcásticamente esas dos 41 palabras, poniendo voz chillona, como silbándolas y uniéndolas en una sola palabra. Siéntese, siéntese. Estará sorprendido de que le haya mandado llamar. Oooh, no me extraña. Quería que me concediera audiencia –se burló con ironía Viniciano mientras juntaba las manos delante del pecho-. No le haré perder mucho el tiempo, ya se que en prisión tiene mucho trabajo. Quiero que sepa de primera mano lo mucho que nos ha costado destruir su Santa Iglesia. Ha de saber que, en nuestro afán de que las puertas del infiernos prevaleciesen, primero le encarcelamos creyendo que teniéndole a usted no podrían elegir otro Papa hasta que usted muriera. Sin embargo, se nos pasó un detalle: el que los Papas pueden dimitir. Así que decidimos encarcelar a todos los cardenales. ¿Qué mejor que reunirlos a todos en un cónclave? Así que comunicamos a la Congregación de Obispos que usted había fallecido. Cuando usted falte ¿cómo elegirán a otro Papa si todos los cardenales han sido encarcelados y después eliminados, sin dejar ni siquiera uno? Los cardenales eligen al Papa, el Papa elige a los cardenales. Si no tenemos ni Papa, ni cardenales, ni uno solo, ¡todos estaban en el cónclave, como era su deber!, entonces... ¿qué vamos a hacer? ¿Se da cuenta de la cantidad de diferentes opiniones que pueden surgir en los dispersos católicos del mundo acerca del procedimiento para elegirle un sucesor? Todo van a ser distintas opiniones, dudas... quizá, hasta facciones encontradas. Además, le voy a decir un secreto. Hasta ahora la persecución contra los cristianos es un hecho más o menos encubierto, pero antes de un año será abierta. A plena luz del día. Y cuando comencemos lo haremos en serio. Con sus libros de bautismo confiscados, disponemos de los nombres de todos. Puestos esos nombres en nuestro sistema informático nacional sabemos dónde viven, a qué se dedican... todo. Sé que piensa que alguno se nos puede escapar. Ya hemos pensado en esa contingencia, hemos pensado en todo –y le sonrió satisfecho, burlón-. Estamos trabajando en un proyecto de seguridad estatal: el documento nacional de identidad se llevará sobre el cuerpo, ¡tatuado! En realidad no será exactamente un tatuaje, será como una especie de tatuaje de quita y pon, una especie de calcomanía, que dura sobre la piel no menos de cinco años. Ese código de barras será la identificación de cada persona. Se acabó con los indocumentados. La delincuencia sufrirá un duro golpe. Cada compra que se haga, por pequeña que sea, deberá registrarse con ese código de barras. Eso no sólo significará más seguridad para el Estado, sino también significará que haremos salir de sus guaridas y madrigueras a los cristianos. Porque el código de barras estará inscrito en una representación de Dagón enmarcado en un círculo con blasfemias. Estudiaremos adecuadamente qué pondremos en la marca para que sea algo inaceptable para un cristiano. Tal vez se preguntará por qué hasta ahora, a pesar de haber perseguido tanto a la Iglesia, no he tomado ni la más mínima medida contra los judíos. Divide et vinces, No es porque tema a los ricos judíos con sus parcelas de influencia. Sino porque si cogía al pez chico primero, el judío, el gordo cristiano podía asustarse y escapárseme. Pero también a ellos les va a tocar el turno. ¡Se acerca su turno! A Viniciano le molestaba tanto silencio de su interlocutor. Es cierto que había hablado en un tono burlón, pero le hubiera satisfecho el placer de escuchar alguna súplica, alguna petición de clemencia. Se levantó y se dirigió al famoso cuadro de David León. -Fíjese qué majestad hay en Napoleón colocándose la corona sobre sí mismo. ¡Y esa era la verdad! No se la debía a nadie. Fíjese en la cara lustrosa y rolliza de este arzobispo... y de éste. Qué mal papel hicieron. Lamentable. Pero qué mal han hecho las cosas ustedes durante veintidós siglos. Si yo hubiera sido Dios, hace tiempo que les hubiera despedido. Es triste que tenga que ser yo el que les diga estas cosas. Lamentable. A Viniciano le displacía mucho tener un prisionero tan callado. Allí estaba sobre esa silla, enfrente, mirándole lánguidamente con un toque de tristeza. Viniciano de pie, junto al cuadro mural, vestido en tonos oscuros con un ceñido traje de ejecutivo. Un traje apretado que dejaba ver las formas armoniosas de su cuerpo. Formas algo ya decaídas por la llegada de la edad madura. 42 Enfrente de él, a dos metros, sentado, aquel anciano que parecía tan poca cosa, con cara de monje, tan recatado y modesto en sus movimientos. Vestido de blanco desde la cabeza a los pies. Hasta sus zapatos eran blancos. -Veo que calla. Bueno, le voy a hacer una revelación ante la que creo que va a ser muy difícil que siga mudo. ¿Sabe por qué me tomado tantas molestias en perseguir a la Iglesia? ¿Sabe por qué he asumido el desgaste político ante la opinión pública de emprender esta persecución de la que yo no saco nada? Pues se lo voy a decir... porque soy un creyente. Creo, en verdad, que usted es el sucesor del Apóstol Pedro, creo que la Santa Iglesia Católica es la barca que Dios ha puesto en el mundo para la salvación de las almas. Creo que sus sacramentos tienen un poder real. Sí, no se sorprenda. Las otras cosas que me habrá oído decir en los discursos son para el pueblo. La siguiente revelación que sólo la saben un centenar de personas en el mundo, es que Dagón, en realidad, es Satanás. La gente ya ni siquiera sabe qué es Satanás, si les dijera esa palabra tendrían que mirarla en sus enciclopedias. Pero yo sí que lo sé. He sido su siervo desde los veinte años en que me consagré a él. Yo soy el sumo sacerdote de su iglesia. Ya sabe que en la religión de Dagón hay distintos niveles iniciáticos, sólo en los tres últimos se revela este secreto. Al resto de la gente se les dice que es un dios. Pero nosotros sí que conocemos la verdadera esencia de su naturaleza. Y por eso hemos luchado contra Dios con todas nuestras fuerzas. A El no le podremos coger, pero sí a sus siervos. Estamos hundiendo la Barca de la Salvación porque precisamente eso es lo que queremos. Vamos a hacer una nueva semana de la creación, o mejor dicho de la anticreación. En el último día, el infierno aparecerá sobre la tierra. Una nueva era va a amanecer. El cristianismo habrá pasado. Los siervos de ese Dios celeste habrán marchado a esa dimensión celeste, y la Tierra se nos dejará a nosotros. Porque toda esa revelación judeocristiana no ha sido otra cosa que una invasión de una divinidad celeste sobre la Tierra. Hay que devolverles a su dimensión. Es más, a los seguidores de esa divinidad celeste, les vamos a ayudar a marchar cuanto antes a ese lugar beatífico. Incluso, hasta que fenezcan, les vamos a hacer ganar todos los méritos posibles. Cuando el último cristiano deje la faz de la tierra, entonces sólo nosotros reinaremos. ¡Ah!, tiene que saber que todas las formas de todos los sagrarios van a ser depositadas en una cámara especial del templo de Dagón. Allí serán profanadas con ritos especiales. Vamos a hablar con químicos sobre el modo de conservar esas formas cien o doscientos años. Así podremos profanar la Eucaristía siglos después que el último sacerdote haya muerto. La profecía es las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella. Pues bien, yo soy el humano que va a romper, por vez primera, una profecía divina. Rota una, todo su poder sobre la Tierra quedará quebrado. O todo es cierto, o todo es falso. Yo seré la piedra que haga saltar el engranaje de las profecías. Siiiií, mi querido cura. Todaviiiía no se ha dado cuenta de ante quién está delante. El Emperador hizo una pausa de silencio, sin apartar la mirada de los ojos de su interlocutor. -Yo soy... -continuó suavemente en voz baja- ...el Anticristo. El Sumo Pontífice dio un respingo. -No se asuste -prosiguió el Emperador-, todos los Papas ya sabían que antes o después este momento había de llegar. No se imagina el placer que es para el gato jugar con el ratón entre sus zarpas. Ese y no otro es el motivo de esta conversación. ¿Qué hay que usted me pueda ofrecer? Pues nada... ya únicamente me queda jugar con el ratón. ¿Callas? -gritó enfurecido el Emperador ante el silencio solemne del Sumo Pontífice. El anciano Papa levantó los ojos y lleno de dulzura y paz comenzó a hablar por vez primera. -Hijo mío, estás muy enfermo. Tienes gran necesidad de que Nuestro Señor Jesucristo toque tus ojos para que veas, de que toque tu corazón para que la luz de Dios anide en él. Hijo mío, no es tarde, abre las ventanas de tu alma a Dios. Si tú quieres, yo te explicaré detenidamente quién es de verdad ese Dios a quien combates. 43 -¡Fuera!, ¡fuera! –rabió iracundo Viniciano mientras pulsaba un botón para que entraran los guardias y se llevaran al prisionero. -Hijo mío, así como si un arquero que dispara al sol no puede herirle, así tú tampoco podrás herir al Dios Omnipotente. Reflexiona sobre esa palabra: Omnipotente. Los guardias aparecieron al instante y se llevaron al prisionero. Misa: en fila de a dos. Todos vestidos con sus trajes talares y esclavinas rojas. Al final de todos, iba el Santo Padre. Lo habían revestido pontificalmente, con una bellísima capa pluvial, con una tiara y báculo sacados de un museo. Las dos filas de cardenales iban rodeadas de guardas armados con tridentes, los cuales los habían dirigido hacia un gran recinto de cristal de forma cúbica. Mientras iban caminando, los altavoces iban instruyendo al ignorante público de la importancia de los Papas y los cardenales en la historia. Una vez que entraron todos los cardenales dentro de aquel recinto trasparente y cúbico, que se encontraba en el centro de la arena, cerraron la compuerta. Los guardias del tridente corrieron la cortina que por fuera cubría la base del recinto donde habían metido a los prelados. Un gigantesco “oh” de admiración profirió la multitud. Un metro por debajo del suelo donde estaban de pie los cardenales, había un recipiente con más de un centenar de anacondas. Los inmensos y gruesos reptiles se movían sinuosos allí de un lado a otro, entrelazándose, abriendo sus bocas amenzadoras unas a otras por el territorio dentro de aquella especie de gran cisterna. Aunque la voz de los altavoces estaba explicando el juego, los condenados no estaban prestando atención pues no hacían otra cosa que rezar. El suelo comenzó a moverse con suavidad bajo los pies de sus eminencias. Los cardenales se tambalearon en el primer momento pero sólo un par tuvieron que levantarse del suelo. Pronto vieron en seguida con horror que debajo de ellos se encontraban las terribles serpientes. El suelo seguía deslizándose hacia afuera del recinto, por una ranura, mecánicamente, de forma que los cardenales se iban concentrando cada vez más, poco a poco casi todo el fondo estaba quedando descubierto. Al final, en el poco espacio que quedaba, los cardenales ya apenas podían apretarse más y alguno empezó a caer donde las serpientes. Varias anacondas hambrientas agarraron en un instante al cardenal caído, inmediatamente empezaron a estrangularlo y a devorarlo mientras los reptiles luchaban entre sí por el bocado. Desde ese momento, continuamente seguían cayendo cardenales al fondo y la escena espantosa se repetía. De la CAPITULO XV E l Circo Máximo era una de las grandes obras arquitectónicas del orbe. Todas las gradas podían ver cualquier punto de la arena en unas gigantescas pantallas. Aquel vasto edificio se había levantado como un inmenso escenario para el espectáculo. Allí se llevaban a cabo todo tipo de funciones y representaciones. Desde las grandes óperas y representaciones teatrales, hasta los desfiles de las conmemoraciones militares. Sin embargo, eran los combates de gladiadores y la muerte de hombres por fieras los espectáculos preferidos del público. En la tribuna principal, se encontraba el Emperador rodeado de la Familia Imperial y algunos senadores. La tribuna se hallaba rodeada de bellísimas estatuas adornadas con flores, y todo ello en medio de los vapores de aromas que se quemaban en grandes pebeteros de oro. Todo aquel esplendor contrastaba con la arena del circo manchada con la sangre de los que habían muerto primero en las luchas y después en las fieras. Las últimas bestias eran conducidas de nuevo a sus jaulas cuando una voz resonó en el aire a través de los altavoces. -Ciudadanos de la Urbe, el punto final de hoy: Su Santidad Lino II, último Papa de la historia, y sus Eminencias, el Colegio Cardenalicio en pleno. Por una de las bocas que daba a la arena aparecieron los cardenales yendo al interior de la arena en dos filas. Avanzaban hacia el suplicio con el mismo orden como si fueran a celebrar una 44 multitud llegaba un irreconocible murmullo de gritos, risas y comentarios. El Santo Padre dio por última vez la bendición a todos los cardenales y poco después él, con el resto de los prelados, inevitablemente cayó con los demás. Como las anacondas tenían ahora muchas presas varios cardenales pudieron correr horrorizados entre las serpientes, pero sólo podían correr de un lado a otro pues las paredes trasparentes impedían cualquier tipo de salida. Un cuarto de hora después unos estaban deshaciéndose en el interior de las hinchadas anacondas, y otros yacían muertos con los huesos rotos, asfixiados y estrangulados. distancia entre la Tierra y la Luna es de 384.000 km, y que a 2000 km/h se tarda una semana en llegar. Recuérdeles también.... De pronto, a veinte metros, un guardia que custodiaba una puerta se volvió y disparó contra Viniciano un proyectil VX. Una fugaz estela roja, un silbido en el aire, y el pequeño proyectil explosionó en medio de toda la comitiva. El regicida huyó de inmediato por la misma puerta que custodiaba. La escena que dejaba tras de sí era espantosa, quejidos ahogados, el suelo lleno de sangre, cuerpos caídos que no se levantaban. Corriendo llegaron los secretarios y guardas que trataron de dar alcance al culpable. Adriana, la todopoderosa secretaria del Emperador, al llegar al lugar y ver lo sucedido se llevó las manos a la boca y dio un horrible alarido de dolor. Allí, mezclado con otros cuerpos estaba el Emperador, la mitad de su cuerpo en un lado, y la otra mitad a tres metros de distancia, o más bien los restos que quedaban de cintura para abajo. El Emperador todavía hizo un gesto de querer incorporarse, pero no tenía piernas y le faltaba un brazo. Al instante, cayó inconsciente por la pérdida masiva de sangre. La secretaria vio como con un disparo se ponía fin a un nuevo orden que iba a traer una nueva era. No mucho después, el espectáculo acabó y el público se fue retirando. Se retiraban a cenar a sus casas inconscientes del momento histórico que habían presenciado. Allí acababa de morir el Obispo de Roma con sus últimos cardenales. Viniciano abandonó la tribuna acompañado por su esposa y rodeado de varios de sus ministros. Comenzó a recorrer el pasillo hasta el hangar donde aguardaba la nave Imperator. -Yo creo que el público -comentó el Emperador a su esposa- no ha sabido valorar el exquisito plato final que les he ofrecido. Ha sido dar margaritas a los cerdos. -Querido, sólo los espíritus cultivados estaban preparados para un final tan refinado. Según su mitología una serpiente les hizo caer al principio, y serpientes han sido las que han puesto punto final a todo ese asunto cristiano. -No había caído en la cuenta -musitó para sí con satisfacción el Emperador. De todas maneras este asunto de la persecución cristiana me está saliendo muy caro políticamente. -¿Sabe? -se acercó un ministro-, hoy me han vuelto a pedir que visite nuestras bases en la Luna. Quieren que sea el primer emperador en hacerlo. -¿Quienes lo han solicitado -preguntó Viniciano-, la base imperial o la estadounidense? -La nuestra. -Ya pueden estar contentas nuestras bases orbitales y la lunar con tener gobernador propio y un senador representante -comentó Viniciano-. Recuérdele a la pesada y terca delegación que la Adriana, haciendo uso de todas las fuerzas de su voluntad recobró el dominio de sí misma. Tomó el teléfono diplomático y tecleó rápidamente un número. El teléfono diplomático era un teléfono portátil, cuatro veces más grande que los normales, pero que al mismo tiempo que establecía la comunicación transmitía los códigos secretos que permitían verificar que el que llamaba era alguien de rango ministerial. -¿Dirección general?, envíen inmediatamente un servicio medico UCI al hangar de la nave del Emperador -ordenó llena de firmeza y energía-. Sí... Sí... ¡Soy la secretaria del Emperador!¡Ha habido un atentado! Estamos en el edificio del Circo Máximo. Pulsó la tecla de interrupción de comunicación y, seguidamente, volvió a marcar otro número. -¿Mando Central? Soy la secretaria del Emperador. Quiero que interrumpan todo el 45 tráfico entre megaestructuras desde el Circo Máximo y el Hospital Ziegler. Ha habido un atentado contra el Emperador. Sí. Quiero que la nave pueda volar en línea recta desde aquí hasta la compuerta de entrada del centro médico. -Parece que no ha habido daños neuronales -le dijo el médico-, sin embargo, en su tórax las hemorragias internas y externas son irrefrenables. El proyectil era del tipo que produce este tipo de lesiones irrecuperables. No son tajos limpios, sino destrozos en todas direcciones. El corazón se colapsó totalmente ya antes de entrar al hospital, los pulmones irrecuperables. El resto de los órganos... son un amasijo de carne destrozada. Como ve el diagnóstico médico no puede ser más claro, además... -¿Qué me quiere decir con eso? -Pretendo decirle que si su corazón es ya un amasijo de carne cortada podemos colocarle un corazón mecánico, y mientras tanto, mientras dure la operación, trasfusionar sangre oxigenada al cerebro. El pulmón lo mismo, está destrozado, podemos conectarle a un pulmón artificial cuando tenga corazón. Así podría seguir explicándole las sustituciones que podemos hacer. La cuestión es si quiere seguir adelante. Aunque la cabeza está más o menos entera, es seguro que no resistirá todas estas operaciones. -Doctor -le interrumpió Adriana-, dentro de un minuto vamos a traer aquí una pantalla A30 conectada a un módem Interworld. Hemos convocado a diez de los mejores especialistas del mundo. A través de la videoconferencia van a tener una reunión acerca de cómo continuar con el caso. Aunque llevo ejerciendo funciones muy distintas a las de mi carrera, quiero que sepa que soy médico también. Estamos convocando a los mejores expertos de las mejores universidades y hospitales. Después de la reunión se verá por donde continuamos. Doctor... si quiere evitar una guerra civil haga lo imposible porque esa persona de ahí dentro se salve. Rápidamente, en menos de medio minuto, llegaron los seis médicos del complejo del Circo Máximo al lugar del atentado. -Señora -dijo respetuosamente el médico jefe al ver el estado del cuerpo de Viniciano-, no hay nada que hacer. -¡Eso lo decido yo, comience a trabajar! ordenó Adriana. -Con todo respeto, insisto en que no hay esperanza. Las vías de hemorragia son masivas, ha perdido la mitad de su cuerpo, fíjese en que estado está lo queda. Los acompañantes del médico comenzaron a dedicarse a varios que se quejaban levemente y que estaban alejados del centro de la explosión. Adriana se volvió al soldado de detrás de ella, dirigió sus manos a la funda de su pistola, la abrió en menos de un segundo y con la pistola en la mano apuntó al médico. -No me importa que se usen cien litros de sangre para mantenerlo con vida un minuto. Pero no se lo volveré a decir -le amenazó Adriana-, no pierda ni un segundo más o va a haber otro cuerpo más tendido en el suelo. Los médicos, de mala gana, tuvieron que abandonar el cuerpo del herido que consideraron que tenía más posibilidades de sobrevivir, y se arrodillaron junto a lo que quedaba del Emperador y comenzaron a coser y a conectar tubos. Un minuto después, la mitad del cuerpo del Emperador conectada a mil tubos, siendo suturada incluso en el trayecto, llegaba al Hospital Ziegler. Los médicos corrían por el pasillo junto a la camilla, sosteniendo todo tipo de aparatos y goteros. Del tórax de Viniciano salían muchos de delgados conductos conectados a diversas máquinas y bolsas de plástico. El grupo de médicos entró en el quirófano, la puerta se cerró tras ellos. 5 horas después. -¿Hermann?, soy Adriana -saludó la secretaria hablando desde el teléfono diplomático todavía en el hospital-. Habla con el Comandante de la Guardia Pretoriana, que por ningún motivo permitan a nadie entrar a nadie en los despachos del Cónsul Máximo. Mejor, que nadie entre en Palacio mientras yo no de nueva orden. El Estado Mayor está reunido en el Ministerio de Defensa, les he asegurado que Viniciano vive, pero ellos ya Dos minutos después, salía un cirujano a informar a Adriana. 46 dan por supuesto que únicamente estoy tratando de ganar tiempo. Están discutiendo la sucesión. Viniciano no había designado sucesor. Se me ha informado que las legiones de Francia y el Reino Unido se han inclinado a favor del senador Umbe. Mientras que el Estado Mayor quiere que el nuevo emperador sea un general, aunque de momento no se ponen de acuerdo en cual. -¿Quién ha ordenado el atentado? -No han cogido al traidor. Pero todo parece que ha sido una intriga interna de una facción del Senado. O quizá del Ejército. Parece ser que estaban bastante cansados de tanta religión, empachados de tanta reforma religiosa. La persecución contra los cristianos ha debido ser la gota que ha colmado el vaso, yo creo. Se han dado cuenta de que las cosas habían ido demasiado lejos. Mira que se lo dije una y otra vez: debemos ir con mas cautela, no tan rápido. Pero él se sentía completamente seguro. Esta posibilidad, lo que le ha sucedido, ni se le pasó por la cabeza. En fin –no pudo evitar exhalar un suspiro de tensión-, te llamaré después. Tú habla con el Comandante de la Guardia, dile que no se precipite, que espere. Es muy importante que no deje entrar a nadie. Hasta luego. allá de unos meses en los mejores casos. Podemos poner oxígeno en la sangre, podemos diluir sustancias alimenticias en la sangre, pero el problema lo constituyen el sistema endocrino y linfático. El cuerpo produce cientos de pequeñas sustancias que no podemos producir nosotros artificialmente, ni siquiera conocemos todas. El resultado es que las cabezas comienzan a demacrarse, a tener ojeras cada vez más acusadas, los ojos se hunden, y la delgadez se va acusando hasta provocar la muerte. No les oculto la realidad. Pero ahora escúchenme. Ustedes no han logrado ponerse de acuerdo en un sucesor, hay una seria amenaza de insurrección en las legiones de Francia y el Reino Unido. Probablemente, Estados Unidos no aceptará como presidente al que ustedes designen en las actuales circunstancias. Les propongo que demos carpetazo a esta situación que nos acerca cada hora a la guerra civil y que acepten que continúe como emperador Viniciano. Hasta que él muera, podemos seguir negociando el asunto de la sucesión, tenemos un año por delante. Voy a ponerles la grabación -dijo tomando la cinta e introduciéndola en el aparato de la mesa. En la pantalla aparecía la cabeza del Emperador rodeada de tubos, goteros y todo tipo de aparatos, tal como había dicho su secretaria. -Mis queridos y fieles generales -comenzó Viniciano hablando lentamente con grandísimo esfuerzo-, ya saben que he sufrido un atentado. Pero finalmente me he salvado. Mi capacidad para gobernar no ha sufrido merma alguna. Puedo pensar perfectamente y puedo seguir dando órdenes como si estuviera en mi despacho. Emperadores ha habido que en su ancianidad gobernaron desde su mecedora y aun desde su cama durante años. Así que puesto que yo soy el emperador ¡y vivo!, pongan fin a cualquier vacilación. Les ordeno que a cualquiera que ponga en duda desde este momento quién es el que sigue mandando lo ejecuten por alta traición. Mientras tanto, y hasta dentro de unos días en que tome una decisión definitiva, Adriana, mi fiel secretaria, queda nombrada cónsul suplente en sustitución del anterior, fallecido lamentablemente en el atentado. Ella junto con el Al día siguiente. -Señores -comenzó Adriana dirigiéndose a todos los generales de Estado Mayor en el Ministerio de Defensa-, creo que esta noche ninguno de nosotros ha dormido. Donde menos se ha descansado ha sido en el Hospital Ziegler. Los generales Bert y Kulmann me han acompañado al quirófano del Hospital y podrán confirmar lo que les voy a decir. El emperador Viniciano vive. Sólo hemos podido salvar su cabeza. Su cabeza sin ningún daño neuronal, está conectada a un sinfín de tubos y aparatos, pero está perfectamente viva y consciente. Eso sí, sufre un gran cansancio y un terrible dolor de cabeza a consecuencia del golpe de la caída por el atentado y por los fármacos que le hemos suministrado. La preservación con vida de una cabeza sin cuerpo, es algo que todavía se halla en fase experimental. Cada vez que se ha intentado anteriormente, las cabezas no han pervivido más 47 general Schmaus y el general Nolding formarán la tríada de gobierno de suplencia establecida para estos casos. Nada más. He dicho. La grabación finalizó. -No sé que pensarán mis colegas -dijo el general Durk levantándose-, pero prefiero seguir obedeciendo al Emperador en estas circunstancias, que afrontar una guerra civil. Además, el juramento de fidelidad se lo dimos al Emperador y éste vive, así que para mí la situación de trono vacante está finalizada. CAPITULO XVI 3:30 de aquella noche Hospital Ziegler U n médico y un técnico avanzaban hacia los dos guardias que custodiaban la entrada al quirófano donde se encontraba la cabeza de Viniciano. Los dos iban cubiertos de pies a cabeza con las prendas verdes esterilizadas. -Soy el doctor Beaumont -explicó el médico ante el guardia mostrándole su tarjeta de identificación- ha surgido un pequeño problema con un aparato. Es una cosa sin importancia pero hay que arreglarla ahora mismo. -Muy bien, adelante -asintió finalmente el guardia tocando el botón de apertura de la puerta-. El médico y el técnico entraron. La cabeza, que estaba durmiendo, con todos los tubos semejaba un pulpo agarrado, aprisionado, en sus extremidades por los aparatos que le circundaban. El médico sacó de la bolsa del técnico una pistola y comenzó a acoplarle el silenciador. El falso médico y el falso técnico sabían que hasta el amanecer del día siguiente el servicio de seguridad no dispondría de la lista completa de médicos de guardia que por la noche tenían que entrar y salir de ese quirófano. El retraso había sido culpa del ajetreado equipo médico que le atendía que hasta bien tarde habían estado dudando si era más conveniente trasladarlo al Centro de Investigación Médica de la Universidad de Frankfurt. La misma facción de senadores que había intentado asesinarlo, iba a tratar ahora de completar el trabajo fallido del día anterior. El que iba vestido de médico no había tardado ni cinco segundos en preparar el arma, sin embargo, no sabía que en el segundo control que habían pasado el agente al mando había decidido telefonear para confirmar si era verdad que los enviaba el HTA del hospital. Por eso, tres segundos después de haber entrado, el falso médico oyó tras de sí que la puerta mecánica se El resto de generales asintieron, unos con más entusiasmo, otros con menos. Alguno se guardó de dar su asentimiento hasta que vio que se iba a quedar solo. Al día siguiente, todos los cuarteles amanecieron en paz, la guerra civil estaba abortada, Adriana dio un gran suspiro de descanso. El nuevo orden de Dagón seguía adelante. 48 volvía a abrir. Sin volverse hacia la puerta a mirar a quien entraba, el médico apresuradamente con un movimiento instantáneo apuntó hacia la cabeza y disparó. Un segundo después, el médico caía acribillado por treinta disparos de la Guardia Pretoriana. controlados, pero no así las arterias meníngeas. No podemos hurgar en el cerebro como si fuera el intestino. No le oculto que si no logramos estabilizar su situación en diez minutos vamos a tener como mucho una vida vegetal en esa cabeza. Poco después la Secretaria se dirigía a la entrada de los quirófanos. -Ustedes esperen aquí -ordenó Adriana a los hombres del servicio de inteligencia al llegar al umbral de la zona estéril de los quirófanos-, ustedes síganme -e hizo una seña a los cuatro misteriosos hombres que la acompañaban-. -Perdone... -objetó el jefe médico-, pero no pueden pasar así, tienen que revestirse de la ropa aséptica. -Ya no tenemos tiempo -respondió Adriana penetrándole con los ojos. A driana, la omnipotente secretaria, dormía en su ancha cama. La oscuridad en su habitación era total. El teléfono de su mesilla comenzó a sonar. Casi sin poder despegar los ojos de sueño encendió la luz. Su rostro se llenó de ira incontenible, agarró el teléfono y, sin soltarlo, se incorporó sobre su almohada. -Perdone, ¿sabe usted que son las 3:40 de la mañana? –ese fue el saludo furioso de Adriana. Alguien iba a ser despedido al día siguiente, pensó en medio de su sueño. -A las 3:32 a.m. han atentado contra el Emperador, le han pegado un disparo a la cabeza. -¿¿Cóomoo?? -el grito de la dama se debió escuchar en toda la mansión. D entro del quirófano la actividad era frenética, los cuatro hombres que acompañaban a Adriana eran sacerdotes de Dagón. Nada más llegar comenzaron a abrir sus bolsas y a pintar un pentáculo en el suelo, alrededor de la especie de camilla donde reposaba la cabeza de Viniciano. Los médicos se extrañaron, pero tras pedir explicaciones a la poderosa secretaria siguieron con su trabajo sin hacer preguntas. Los cuatro dagonianos pusieron velas en las puntas del pentáculo del suelo y comenzaron sus ritos... Media hora después Adriana, acompañada de diez agentes del servicio de inteligencia y cuatro personas más, entraba en el vestíbulo del hospital dirigiéndose hacia el quirófano donde yacía el Emperador mientras el nervioso jefe médico le explicaba el pronóstico. -Señora Adriana, hemos tenido una gran suerte porque debido a que el asesino fue sorprendido de inmediato no pudo apuntar al centro del cráneo, el resultado fue que la bala dio en el blanco, pero sólo rozando el parietal izquierdo y el temporal. Apenas llegó a afectar el ala menor del esfenoides. -¿Han estimado cuánta masa encefálica ha perdido? -preguntó Adriana. -Un 10% del tejido neuronal. Adriana apretó los puños con rabia. Trató de calmarse. Después, continuó: -Hay pacientes que con esa pérdida no han sufrido deterioros en sus actividades mentales, ni en sus recuerdos, ni en su capacidad. -Aunque otros sí que han quedado muy disminuidos en sus funciones. Pero el mayor problema ahora es que la hemorragia interna está resultando incontrolable. Los senos venosos están Aquella misma noche todos los generales del Estado Mayor se enteraron de que un disparo había impactado en la cabeza del Emperador. Ninguno de ellos daba ya nada por la vida del cerebro agonizante, sin embargo, ninguno de ellos quiso dar ni un paso en ninguna dirección hasta que oficialmente se les anunciara que el Emperador había fallecido. Ninguno quería dar el primer paso y ser acusado de traición. Ni una bandera a media hasta, ni un comentario en ningún medio de comunicación, sólo los generales sabían. La noche se les hizo interminable, pero nadie del Estado Mayor se movió. Al día siguiente, Adriana les comunicó a primera hora que el cerebro había sido salvado. Aunque reconoció que hasta dentro de un par de 49 semanas no sería posible saber si sus facultades habían quedado perturbadas. Por supuesto la opinión pública lo que entendió fue que el Emperador había realmente muerto pero que lo que se trataba al decir que vivía todavía, era de ganar tiempo para clarificar el verdaderamente turbulento paisaje de la sucesión. CAPITULO XVII D os semanas después, ante el estupor universal el emperador Viniciano apareció ante las cámaras de televisión. El Senado en pleno fue a verle al hospital. La visita fue retransmitida en directo a todo el mundo. Nadie podía creerlo, pero allí estaba la cabeza de Viniciano. Todos los tubos y aparatos estaban ocultos o disimulados, de manera que parecía que la cabeza reposaba directamente sobre el centro de la gran caja-mesa que la sostenía. Su aspecto, a excepción de la parte donde recibió el disparo, era normal, si bien con un color blanquecino enfermizo. Viniciano saludó a los senadores y contestó a todas sus preguntas con normalidad, aunque todavía con lentitud y cansancio. Lentitud y cansancio que irían desapareciendo en las semanas venideras. En los meses siguientes todos los políticos quedaron convencidos de que podía seguir dando órdenes y supervisando el Imperio desde aquel trono nunca visto. Después de haber hecho trabajar concienzudamente a un equipo de 98 técnicos, el Emperador salió del hospital sobre un nuevo ingenio cibernético. Todos los aparatos que mantenían con vida a la cabeza habían sido colocados en una gran caja de acero blindada de dos metros por dos metros, y casi un metro de altura. A esa caja se le había acoplado un complejísimo sistema cibernético de movilidad. De la caja salían 8 pies mecánicos como los de una araña. El aspecto general de la cabeza, la caja y los pies, era (sin pretenderlo) el de una gigantesca araña. De esta forma, como dijeron todos los titulares, el 3 de junio de 2208 salió el Emperador de hospital “por su propio pie”4. Del atentado surgieron dos consecuencias. La primera fue un aumento de devotos en Dagón pues la mayoría de la porción más ignorante de la 4 50 Ap 13, 3 población creyó que el Emperador había realmente muerto, y que había sido Dagón el que lo había devuelto a la vida. La segunda consecuencia fue un aumento considerable de poder para Viniciano, pues todas las facciones senatoriales comprendieron durante su enfermedad que la ausencia del Emperador les abocaba a la guerra civil. parecía que la última emoción humana hubiera desaparecido con el atentado-. Sentaos. Adriana, no voy a volver a repetir los errores del pasado. Nequo, ya estás al corriente de que en los próximos meses Adriana tomará las riendas de la vicepresidencia de Estados Unidos y de Cónsul suplente del Imperio. Necesito que la autoridad de mi número dos en el mando quede desde ahora muy clara. No puedo arriesgarme a que nuestra obra pueda hundirse si algún día falto. Mi salud es buena, los médicos se muestran optimistas. Pero no me engaño, hoy por hoy nadie ha sobrevivido demasiados meses con carencia absoluta de cuerpo. Si a la caja que tengo debajo se le hubiera podido añadir mi hígado y un par de órganos más, mi tiempo se hubiera alargado en varios años. Ah... la prolongación del tiempo –y cerró los ojos con pesar-. Sin embargo... no se pudo hacer nada. Estoy dedicando billones y billones del presupuesto imperial y de Estados Unidos en investigación sobre este campo médico. Pero... hasta ahora... nada. Hemos cortado la cabeza de cientos de seres humanos clónicos, de fetos, lo estamos intentando todo... Pero el mayor problema con el que me enfrento es que esos experimentos sobre la degradación de cabezas exentas comienzan ahora y no darán su fruto hasta dentro de un año. No podemos acelerar el tiempo. Y el tiempo pasa para esas cabezas, pero también para la mía -los ojos de Viniciano se enrasaron con lágrimas, aunque ninguna llegó a caer. Así que Adriana prepárate, el proximo 8 de octubre será tu juramento como vicepresidenta de Estados Unidos. La sociedad por una de esas irracionalidades que escapa a toda comprensión desde hace varias generaciones se ha vuelto algo más machista, así que tu trabajo no será fácil. Tú, Nequo, como Sacerdote Supremo de Dagón. Te encargo que pongas disciplina en el Quinto Círculo del Templo. Diles a esos imprudentes que todavía no es tiempo de dar a conocer el verdadero nombre de Dagón. La gente no sabe qué es Satanás, pero por qué crearnos problemas con unos cuantos profesores de universidad cuando de momento podemos pasar ese asunto inadvertido. 3 meses después. E l Emperador se hallaba en su despacho. Un nuevo despacho en otra ala de Palacio. El despacho era una inmensa sala vacía de mobiliario. La sala era tan grande porque al Emperador le gustaba moverse de un lado a otro de la habitación. Otra de las razones para el gran tamaño de la sala era porque en una de las paredes había una pantalla de diez metros de altura. A través de ella era informado del estado del Imperio y a través de ella daba continuamente órdenes. El sistema informático de la pantalla, lo mismo que el ingenio cibernético con el que se movía, obedecía a la voz de Viniciano, de manera que no había necesidad de teclear nada. La gran pantalla se subdividía en otras muchas subpantallas, de forma que podía mantener una conversación con un gobernador en una subpantalla y al mismo tiempo en la subpantalla de al lado leer los informes económicos de esa provincia del Imperio. La sala quería ser alegre, pero tenía un aire tétrico, de tumba faraónica en el corazón de una pirámide. Las paredes de color hormigón, desnudas; la inmensa araña biónica con la cabeza en el centro de la sala. Justo enfrente de la cabeza cinco asientos para las visitas. Aunque aquello era un despacho ya no había mesa, ya no tenía utilidad ninguna. La tumba del faraón, así denominaron aquel lugar algunos empresarios que fueron a visitarle. La puerta de la sala se abrió. Una hombre y una mujer penetraron en la sala-despacho. -Adriana, Nequo. Me alegro de veros de nuevo -les saludó gélido el Emperador, hacía ya tiempo en que Viniciano era frío con todos, 51 -Satanás, me ha dicho que nos demos prisa -dijo Nequo-, que el tiempo que nos queda es corto. -Tú, Nequo –ordenó el Emperador mirándole con fijeza-, recuerda que la futura emperatriz será ella. Tu misión es formar a los sucesivos emperadores y gobernantes inferiores en los secretos de los Círculos de Dagón. -El tiempo es breve -repitió Nequo. CAPITULO XVIII L a araña-emperador subió las gradas de mármol. Abajo, detrás de él, el Senado en pleno, a la izquierda en formación, en posición de firmes, una representación de los altos oficiales de los tres ejércitos de Tierra, Mar y Aire, a la derecha los embajadores de todo el mundo. Viniciano al llegar a la última grada se volvió y con delectación miró desde lo alto a la multitud. -Ciudadanos y súbditos -sus palabras, como toda la ceremonia, se estaban retransmitiendo a todo el planeta y bases espaciales en directo-. Hoy se celebra el 25 aniversario de la Pax Maxima. Desde los acuerdos de ese lejano año, el mundo ha disfrutado de la paz más larga de la historia. Hoy en el mundo, podemos decir con orgullo que no hay ni un solo conflicto armado, ¡ni uno sólo! Y no solo eso, sino que incluso las dos superpotencias que habían sido rivales, forcejeando durante casi un siglo, pero sin arañarnos, hemos logrado alcanzar este estado de armonía y buen entendimiento. Hemos estado, durante casi una centuria, sacando pecho la una frente a la otra, llegando a las manos sólo en conflictos menores, regionales, pero siempre con el miedo de la preponderancia de la otra, siempre con el temor de que la otra avanzara en el mapamundi. Todo eso es ya historia, es parte del viejo orden, ahora constituimos una alianza. Nunca la paz ha estado tan bien amarrada. Muchos se quejan de que el poder del Emperador sea tan fuerte, pero su fortaleza es la fortaleza de los lazos que mantienen atado al dios de la guerra. Sin una mano fuerte, el monstruo de la guerra no hubiera podido ser sujetado. Ahora el mundo conoce una prosperidad sin parangón en toda la historia de la humanidad, porque nada favorece tanto la economía como la estabilidad, como la disolución de hasta las más pequeñas nubecillas que pudieran enturbiar nuestro horizonte. Prosperidad que es fruto del orden y la disciplina. Ahora tengo tras de mí la estatua que conmemora 52 esta paz, la estatua que simboliza el poder imperial, la imagen de la divinidad que nos ha conducido a este punto. Detrás de él, se elevaba una mole que parecía tocar el cielo, cubierta con una especie de colosal velo. Acabado el discurso y tras una gran fanfarria de trompetas, comenzaron a cantar trescientas voces del Coro de la Orquesta Sinfónica de Londres el comienzo de Carmina Burana. En ese momento el velo blanco comenzó a caer, dejando al descubierto la estatua más colosal del mundo. Junto a los más grandes edificios se erigía descomunal esta imagen de Dagón. No sólo era la estatua más grande del planeta, sino que era veinte veces más grande que la mayor levantada hasta aquella fecha: un kilómetro de altura. Dagón tenía la forma de una pantera negra antropomorfa sentada sobre sus patas traseras y en posición rampante. Era una especie de pantera con patas de oso y una boca desproporcionadamente grande, como de león, abierta amenazadoramente enseñando todos sus dientes. La imagen era de un bellísimo mármol negro. Sus dos patas delanteras estaban en alto desafiadoras, pero otras dos pequeñas manos salían de su pecho y sostenían sobre sus rodillas una pequeña imagen de Viniciano vestido como pontífice5. Delante de ella comenzaron a quemar en varios pebeteros grandes cantidades de incienso, mientras a sus pies corría la sangre de las víctimas de varios sacrificios. Un poco más abajo del pedestal desfilaban con el paso de la oca las orgullosas legiones del Imperio en medio de las fanfarrias de trompetas. La muchedumbre congregada gritaba “HAIL” enardecida, mientras cientos de miles de brazos se extendían y se alzaban saludando como los antiguos romanos. Los estandartes militares orgullosos corrían alineados pero como un río en medio de un mar de cabezas. Occidente se hundía en medio de la oscuridad. CAPITULO XIX Un mes después. E l senador Karl Berger entró apresuradamente en su despacho y se sentó delante de la pantalla de su ordenador. Una rápida consulta a su agenda y sus dedos teclearon un número. Unos momentos después, aparecía en la pantalla su viejo amigo Ku Lí, un político muy bien situado en Tokio. -Hombre, Ku, menos mal que te he encontrado -le saludó rápidamente el senador. -Vaya, hacía tiempo que nos veíamos. -Siéntate porque lo que te voy a contar no lo vas a creer. El japonés se sentó con cara de extrañeza. -Mira -continuó el senador-, ya sabrás que desde hace cosa de un par de meses Roma está dominada por la cónsul Adriana. El Emperador poco a poco se ha ido retirando cada vez más a su despacho mausoleo y dándole cada vez más atribuciones a esa mujer. -Sí, sí, lo sé. Estoy al corriente. -Bueno, pues lo que te voy a decir te va a dejar helado. Había una gran concentración de servidores de Dagón en una explanada en las afueras de Roma. Fueron cientos de miles de fanáticos. En un momento dado, apareció ella como sacerdotisa e imprecó a Dagón para que hiciera bajar fuego del cielo6. Y... aunque no lo creas bajó. Una tromba de fuego, como un tornado de llamas descendió abrasando un pequeño edificio cercano. -Ja, ja, ¿no pretenderás que me trague esa bola? Oye estás hablando con un político profesional. ¿Desde cuándo los políticos tenemos fama de haber nacido ayer? -Yo por supuesto cuando me llamaron para darme la noticia no me lo creí. Lo vi después, 5 6 Ap 13, 14 Ap 13, 13 53 en la televisión, en las noticias. Yo, en ese momento, estaba convencido de que eran efectos especiales. Estaba seguro de que el Régimen estaba usando los medios para aunar al País con la excusa de la religión. Sabes que siempre he sido escéptico. Mi familia ha sido agnóstica de toda la vida. Sin embargo, dos días después anunció que lo volvería a hacer. Invitó a venir a todos los que quisieran, por supuesto invitó a toda la flor y nata de la Urbe, a todos los canales de televisión. Y todos los científicos que quisieran podían llevarse los aparatos que deseasen para hacer las averiguaciones que les apeteciese. Es como si dijeran: va a ocurrir un milagro ese día a tal hora. Vengan los que quieran. Traigan lo que quieran para comprobar la veracidad del milagro. -¿Fuiste? -Sí, yo fui uno de los que estaban ahí. Y ante nuestros ojos.... ¡todos lo vimos! Mira, yo no se si hay trucaje. Lo cierto, de lo que estoy seguro, es de lo que vieron mis ojos: descendió fuego del cielo. Lo vi con mis ojos. -¿Cómo era? -Era como una especie de tornado de fuego descendió del cielo y abrasó un pedestal donde le habían colocado varias reses como sacrificio y unas cuantas personas que voluntariamente se querían inmolar ante el nuevo dios. -¿¿Voluntariamente?? -¡Sí, sí! No te imaginas lo cambiada que está la Urbe desde la última vez que viniste. Se ha desatado una especie de histeria religiosa. Los servidores de Dagón lo invaden todo. Pero espera, que allí no acaba la cosa. Adriana en estos últimos días está desplegando todo tipo de portentos. Ha desarrollado poderes telekinéticos. -¿Qué es eso? -Mueve cosas sin tocarlas. Pero no sólo telekinesia, también ha curado ciertas enfermedades. Dolencias no muy serias, también es verdad. Y en sus ritos provoca ciertos fenómenos poltergeist7. Los senadores y generales estamos aterrados porque estamos persuadidos de que tiene un sexto sentido, una percepción especial, que nos traspasa cuando vamos a entrevistarnos con ella. -Vamos, vamos, las cosas pueden estar mal, pero yo creo que lo que pasa es que ha logrado crear un clima obsesivo. Os estáis obsesionando. -Sí, tienes razón. Ya es difícil distinguir mantener la cabeza fría en este ambiente tan enrarecido. -Oye, he oído hablar de que Adriana está realizando profecías. -Sí, es cierto. Además de lo que te he dicho, ha realizado una serie de profecías que hasta ahora se han cumplido. Y, encima, se asegura que está realizando todo tipo de maleficios. Varias de las últimas muertes las profetizó, casi todos sus vaticinios versan sobre ese tema macabro. -¿A qué tema te refieres? -El de los fallecimientos de personas influyentes. Se dice que sus maleficios fueron la causa de su muerte. ¡Créeme el ambiente aquí está enloqueciendo por momentos! -Tranquilízate, tranquilízate. Vente un par de semanas a descansar a Tokio. Además, ahora que ha acabado la guerra comercial entre la República Europea y Japón incluso podrías aprovechar para hacer unas cuantas visitas oficiales. -Lo voy a pensar. Esta bien, te volveré a llamar. -Oye, un consejo de amigo. -Dime. -No tengo ni idea de qué es lo que pretende el Régimen diseñando, creando y fomentando esta histeria religiosa. Tal vez aunar voluntades alrededor del Cónsul Máximo o de la que ya desde aquí vemos que se perfila como su sucesora. Pero, en cualquier caso, no te dejes contagiar de esta epidemia pseudomística. Mira, aquí nuestro Gobierno ve este asunto con mucha preocupación. Para aunar voluntades se puede usar la ideología, el nacionalismo, la religión... Detrás de estos movimientos de masas, siempre hay alguna mente fría y calculadora, escéptica y nada dada a misticismos, que usa todo eso para lograr algo. Te aconsejo vivamente que te ausentes de la Urbe durante unas semanas. Después, cuando regreses lo verás todo con más objetividad. La histeria religiosa es tan contagiosa como una gripe. Yo creía que los políticos 7 Ap 13, 14 54 estábamos vacunados contra ella, pero oyéndote veo que las cosas se han puesto muy feas allí. Camináis hacia el poder absoluto con la excusa de esas creencias en Dagón. -Ya somos súbditos del poder absoluto de la aristocracia económica desde hace mucho. -Pues camináis hacia el absoluto poder del poder absoluto. -Ja, ja. -En serio, vais hacia una concentración de lo que ya estaba concentrado. -Bueno, me pensaré lo de darme una vuelta por Tokio. Necesito un descanso. -Hazlo. -Hasta la vista. -Adiós. CAPITULO XX A adriana subió las gradas de mármol, a los pies de la inmensa estatua de Dagón había un altar. Sobre el altar tumbada una persona atada de pies y manos. Adriana recitó en alta voz unas oraciones, un asistente le acercó un cuchillo ritual de plata. Adriana elevó sus ojos hacia la estatua y después lo hundió sin dudar en el pecho de la víctima. Detrás de la sacerdotisa la multitud comenzó a repetir mantras y a agitarse frenética. Recientemente, una nueva ley permitía que si alguien voluntariamente por escrito ante notario, se ofrecía para un sacrificio humano pudiera ser sacrificado en vez de los animales que hasta entonces se ofrecían. Sin embargo, las sentencias capitales públicas sólo podían seguir ejecutándose en el Circo Máximo. La sangre de aquella víctima se esparció en todas direcciones por encima del ara de mármol blanco. Sobre el pecho de Dagón había una especie de amplia repisa. A ella se accedía desde el interior de la estatua, hueca por dentro. Allí, sobre aquella repisa, cinco sacerdotes de Dagón, cada uno con un ánfora. Los sacerdotes vertieron el contenido de las ánforas en una abertura en forma de boca de león. Cada vasija contenía toda la sangre de una víctima voluntaria. Toda aquella ceremonia era inapreciable desde el suelo, tanta era la distancia, pero aquella liturgia estaba pensada para las cámaras de televisión que enfocaban todos los detalles desde sus privilegiadas posiciones. -¡Señor de las Tinieblas -invocó Adriana a los pies de la estatua-, infunde aliento en esta imagen tuya! Esta invocación fue repetida tres veces. Después la repitieron los trescientos sacerdotes congregados a los pies de aquella representación de la divinidad. Finalmente, las masas gritaron la petición una y otra vez, como una letanía, como un fragor en aquella concentración que se asemejaba estéticamente a las antiguas 55 concentraciones de Nuremberg en los tiempos del nacionalsocialismo. Ante el asombro de todos la estatua emitió un gruñido. En la multitud se hizo un silencio total, absoluto. Un nuevo gruñido todavía más fuerte surgió de la estatua. Después silencio. Finalmente, un terrible bramido puso los pelos de punta a todos. -M-i-i-s s-i-e-r-v-o-s -comenzó a hablar pausadamente la horripilante bestia-, por fin después de tantos milenios me puedo comunicar directamente con vosotros, los humanos -la imagen hablaba moviendo los labios y haciendo terribles gesticulaciones con su rostro bestial-. Yo soy vuestro dios. Adoradme porque va a dar comienzo una nueva era -su voz era como de serpiente, articulaba las palabras llenas de odio8. Tras aquello la voz cesó y su rostro volvió a quedar estático. La multitud respondió enloquecida con un gran grito unánime de entusiasmo. Toda la escena, así como los sacrificios previos, habían sido retransmitidos por televisión. Durante aquella jornada y las siguientes, todos los noticiarios no hablarían de otra cosa. Los reportajes, las entrevistas, los programas especiales, no trataban de otro asunto. En los días sucesivos, cuando se llevaban a cabo los ritos pertinentes, la estatua hablaba. Todos los científicos escépticos pudieron investigar el caso. El resultado, al cabo de una semana, fue unánime. No se podía explicar cómo, pero el mármol se movía como si fueran los labios de la boca y el rostro de una persona. El sonido era también auténtico, y científicamente inexplicable. Después del mensaje, el mármol negro volvía a ser mármol inmóvil. Al principio, los científicos desplazados estaban seguros de que todo era un montaje. Aquello tenía trampa. Pero pronto se dieron cuenta de que el exterior de la estatua era mármol. Una capa de mármol artificial que una vez solidificado formaba una única pieza sin junturas, sin uniones. Y lo comprobado era eso: que el mármol se movía, que la piedra inanimada parecía cobrar vida en sus intervenciones. 8 Los documentales y entrevistas se hacían eco de que la humanidad había entrado en contacto con otra dimensión. No había otro modo de explicar todos aquellos hechos que iban más allá de la naturaleza. En el siglo XX estuvo muy de moda la idea de que seres de otros planetas estaban entrando en contacto, ocultamente, con la Humanidad. Lo que ahora, en el siglo XXIII, había sucedido, decían, era que la Humanidad había entrado en contacto con otra dimensión. Una dimensión poblada de entidades superiores. Dimensión en la que descollaba la entidad conocida como Dagón. Todo el mundo quería saber más sobre el tema. El hambre de ocultismo se extendió por Occidente como una moda. La imagen de Dagón hablaba seis veces cada dieciséis días. Su mensaje era oído por todo el planeta, pues se emitía en televisión. Todo tipo de fenómenos paranormales se estaban produciendo en muchas viviendas como consecuencia de las prácticas espiritistas que se estaban realizando. Cada día, aparecían en los platós de televisión personas poseídas de espíritus pitónicos siendo entrevistadas acerca de sus poderes. El Partido del (Nuevo) Orden se extendía sobre todos los países del planeta como una sociedad de iniciación esotérica. La sociedad entera entraba en un loca euforia de revolución, una revolución que venía inspirada de otra dimensión y dada por seres ultraterrenos. Ap 13,15 56 condena por decreto del Santo Padre y los cardenales le había valido un atentado y casi un golpe de Estado, aunque éste último no llegara a eclosionar. Ahora la sociedad estaba más adoctrinada con las ideas dagonianas, pero aun así se necesitaba algo que eclipsara ese malestar de ciertos sectores, de muchas personas individuales pero influyentes, por la persecución anticristiana, algo que supusiese un revulsivo de la unidad nacional. Y ese algo se lo iba a proporcionar Adriana en los días siguientes, todo calculado y decidido en un plan ideado hacía ya años. CAPITULO XXI C inco semanas después, la imagen de Dagón comenzó a dar, durante diez días seguidos, los más terribles mensajes acerca de los cristianos. Se les acusaba de las cosas más odiosas. Finalmente, amenazó con espantosas enfermedades epidémicas, catástrofes naturales y una sucesión de plagas si la sociedad no tomaba medidas. La imagen de Dagón no decía claramente qué había que hacer con ellos. Sólo exhortaba repetidamente a que se tomaran medidas, porque, de lo contrario, ellos iban a acarrear la venida de un sinfín de desgracias a todo el género humano. El undécimo día después de que empezaran aquellos mensajes de aviso contra aquella secta minoritaria, en Estados Unidos y en todo el territorio del Imperio se lanzó la orden de encarcelamiento de todos los cristianos. El Servicio de Seguridad General en SPOE y el FBI en USA, recibieron el listado de todos los nombres de ciudadanos bautizados, gracias a los libros de bautismo confiscados meses antes. Los archivos informáticos proporcionaron el domicilio y lugar de trabajo de cada uno de ellos. Con mucha antelación, cuidadosamente, se había preparado esta operación. En el plazo de tres días no debía quedar ni un sólo cristiano en libertad. El ejército ayudó en esta ingente tarea de detener a millones de personas en un término de tiempo tan breve. Desde hacía varios meses, se llevaban construyendo veinte gigantescos campos de prisión en Eurasia y quince en territorio americano. La masa de cristianos hubiera colapsado el sistema de prisiones estatales, había que preparar espacio para ellos. Entre los encarcelados se contaban intelectuales, militares, empresarios, familiares de altos senadores. La medida causó un amplio malestar en la sociedad, pero nadie se movió. Viniciano y Adriana estaban forzando los engranajes de la maquinaria, pero ésta resistía. La última vez que Viniciano la había forzado con la Tres días después. Frontera de Canadá. E l horizonte completo estaba cubierto de altos pinos nevados. Todo estaba inmaculado y gélidamente blanco. A cada kilómetro, una elevada torre metálica con la rojiblanca bandera canadiense. Algunos soldados con guerrera roja, pantalones negros y el típico sombrero de ala redonda de la Policía Montada, vigilaban con prismáticos, observando cualquier objeto sospechoso. El silencio invernal, aumentado por la nieve, era absoluto. De repente, desde la frontera de Estados Unidos, y casi a ras de suelo comenzaron a aparecer en el aire unas pesadas naves negras acorazadas. Hacían el ruido de helicópteros y se movían como ellos. Primero aparecieron una docena, después cientos. Todas las naves atravesaron la línea fronteriza y se internaron en territorio canadiense sin hacer caso de las torres metálicas de vigilancia. En las torres, la actividad era frenética, todas llamaban de inmediato al Cuartel General del Ejército. Ninguna torre se atrevió a hacer ningún disparo, pues semejante ejército acorazado desde el aire los hubiera aniquilado, pues con sus calibres era inútil atacar las panzas de aquellos vehículos aéreos blindados. Todavía estaban llamando cuando aplastando los árboles aparecieron gigantescas máquinas acorazadas terrestres, eran los AR-AD. Tenían el aspecto de cuadrúpedos, su altura era de veinte metros, avanzaban con gran lentitud, pues no en vano eran los artefactos bélicos terrestres más pesados del Ejército USA. 57 8 días después. Senado Imperial. Desde la cabeza del cuadrúpedo que iba al frente de aquella columna de fuerzas terrestres, un coronel miró, en la pantalla de su puesto de control, las torres del sistema de fronteras canadienses. -El presidente Viniciano nos ha dicho que ya no existirán fronteras a partir de ahora comentó fríamente. Sin dudarlo, ordenó abrir fuego contra ellas, sus subordinados obedecieron. De la cabeza y del cuerpo del ingenio acorazado salieron ráfagas de rayos láser y pequeños misiles. En cinco segundos, todas las torres que abarcaba la vista estaban en el suelo en medio de las llamas. Una treintena de pesados AR-AD cruzaron la frontera, detrás de ellos iban miles de pequeños vehículos trasportando las tropas de infantería. Por encima de la columna terrestre, se veían aquí y allí, moviéndose en el aire, inmensos dirigibles, esféricos, pintados con grisáceoverdosos colores militares. -Nobles senadores -comenzó la cónsul Adriana desde la tribuna-, la Guerra del Canadá ha terminado el día de hoy a las 8:15 a.m. No les voy a informar del desarrollo de los combates porque les supongo completamente informados a través de la televisión. El despliegue de información de la CNN ha sido tan magnífico, que yo casi ni me molestaba en leer los partes de guerra -comentó con una sonrisa la cónsul-. Canadá no esperaba el ataque pues pensó que nuestros cruceros orbitales iban de paso hacia Asia. Por otro lado la concentración de fuerzas militares a 500 kms de la frontera de Canadá se le anunció con semanas de antelación a ese país, como maniobras conjuntas SPOE-USA. Debo advertir a este noble senado con pesar, que los consejeros de la Casa Blanca nos aseguraron que el pueblo americano no participaría en una guerra contra su país vecino. Esa es la razón por la que hemos tenido que hacer uso de nuestra infantería imperial, y sólo la mitad de los aparatos eran de procedencia USA. Tengo confianza en que el pueblo norteamericano con el tiempo participará en nuestras campañas. Pero por el momento tan sólo se tolera la existencia de un Presidente con Poderes Especiales. Si imponemos por la fuerza más cargas psicológicas a ese pueblo tan orgulloso, habrá motines populares. La confinación cristiana allí ha tenido más problemas que en ningún otro sitio. Nuestra esperanza es que el Partido del Orden prosiga infiltrándose poco a poco en todos los estratos de la sociedad, hasta minar esos obsoletos valores nacionales. Canadá, aunque era miembro de la Confederación, pasará a ser territorio imperial. De momento gobernado bajo leyes militares. Esperamos mucha oposición de parte de la población, pero nuestros especialistas -y sonrió mostrando sus dientes- harán un buen trabajo. Además, en Canadá un 8% de la población ya estaba adscrita al Partido del Orden Canadiense. De allí sacaremos las élites gobernantes tras la ocupación militar. Esta campaña militar nos ha costado quince billones de euros. O sea la mitad de los beneficios semanales de nuestro monopolio Un día antes, en el espacio exterior, cinco inmensos cruceros orbitales del Ejercito Imperial se habían colocado sobre la nación canadiense. Y media hora antes de la invasión habían desplegado centenares de miles de pequeños misiles. Los misiles se mantenían estáticos en orbita geoestacionaria a poca distancia de los cruceros. Cada uno de ellos tenía fijada su diana en suelo canadiense, objetivos que eran seguidos desde los satélites espía. Diez minutos antes de la invasión terrestre, centenares de miles de reactores se encendieron, en la parte trasera de cada misil el fuego del reactor fue pasando del amarillo débil al rojo intenso, mientras cada proyectil se lanzaba disparado a su objetivo. Las dianas: el Ministerio de Defensa, bases del ejército, sistemas de comunicaciones. Cinco minutos después, todos los proyectiles caían de golpe, desatando un infierno de fuego en todos los puntos militares estratégicos dispersos por el país. Cuando las tropas terrestres atravesaron la frontera, la guerra estaba ya ganada. 58 telefónico. Hemos perdido mil hombres, el doble que los accidentes de tráfico de un fin de semana. Señores, me enorgullezco al comprobar que nuestro formidable poder militar no se corresponde en nada con la escasa proporción de territorios planetarios que disponemos. ¡Larga vida al Emperador Viniciano! HAIL -gritó extendiendo el brazo y poniendo fin a su discurso. Todos los senadores se pusieron en pie gritando HAIL y correspondiendo a su saludo. Estaban eufóricos de verdad. No se conquistaba todos los días Canadá. Después vino el turno de preguntas, el senador Durkheim se puso en pie y desde su sitial preguntó: -Cónsul, mi tatarabuelo, el general Durkheim el Viejo, y mi bisabuelo lucharon por la implantación del régimen imperial en la desastrosa y anárquica etapa final de la democracia en la Comunidad Europea. No obstante, respetuosamente me gustaría preguntar qué motivo nos ha llevado a conquistar ese territorio de un pueblo libre. Todos los senadores sintieron que se les ponía la piel de gallina. Nadie se había atrevido a tanto desde hacía años. Y aunque la mitad de ellos, por lo menos, estaban de acuerdo con aquellas venerables canas, eran conscientes de que la libertad de palabra había desaparecido de aquel hemiciclo hacía ya mucho. Nadie les había limitado la palabra, ellos, cada uno, se habían autoimpuesto esos límites. -Senador -contestó condescendientemente Adriana. Condescendiente por aquellas canas venerables-, si usted es un creyente en Dagón, le diré que la invasión se ha llevado a cabo para obedecer las órdenes del dios que nos mandó invadir Canadá. El nuevo orden debe extenderse también sobre ellos. Si usted no es un dagoniano, le diré que la campaña la hemos realizado para poner fin a una nación que era muy contraria a los intereses de nuestra República. Ha sido una mera cuestión de evolución natural. El pez grande al final se ha comido al pez pequeño que tantos quebraderos de cabeza le daba. Quizá suene mal esto de evolución natural. Pero sí, no hemos hecho otra cosa que aplicar las leyes de Darwin. Confío en que mi respuesta le haya satisfecho. Adriana se sentó. CAPITULO XXII E l mismo senado imperial quedó sorprendido cuando dieciocho días después de la conquista de Canadá, las tropas imperiales desde el mar invadían Panamá, Guatemala y Nicaragua. Al acabar el mes, toda Centroamérica era territorio imperial. La Campaña Centroamericana había resultado tan fácil como un desfile militar. La ocupación de la resignada población fue sencilla, todo lo contrario de la ocupación canadiense que llevaba ya miles de muertos en la represión. La población europea vivía una euforia semejante a la embriaguez. Siempre habían sentido el orgullo de ser ciudadanos del Estado Imperial, pero ahora les parecía que si se les antojaba apoderarse de un país sólo tenían que cogerlo. En la Urbe, fastuosos desfiles triunfales al modo de los césares antiguos eran celebrados por la grandes avenidas de la Urbe y retransmitidos a toda la República y al mundo entero. 59 -Sí El funcionario se puso al lado de su amigo en la fila, aunque fuera de ella, y fue andando a su lado conforme la fila lentísimamente avanzaba. -Encantado, no le había saludado –le dijo a la mujer de su amigo- porque cuando le dejé en Colombia todavía era soltero. No le había visto desde hacía tantos años. Oye... -de pronto Juan se puso muy serio- si estás aquí, significa que eres cristiano. -Pues sí. Pero no entiendo nada. Yo sólo sé que hace un mes el gobierno de mi país nos comunicó por televisión que a partir de ese momento Colombia era una provincia del Imperio. Se decía que el Presidente y el vicepresidente habían sido fusilados. Los ministros que quedaban hicieron aquel comunicado conjunto. Éramos ya una provincia de la República Europea. Nuestros anteriores ministros advirtieron que cualquier resistencia era inútil. Que nada iba a cambiar en el Pais, etc, etc. Y efectivamente sólo cambiaron las banderas. Sólo notamos que en las ciudades grandes se podían ver acantonamientos de soldados imperiales. Todo continuó igual. Pero he aquí que hace unos días nos han detenido, a nosotros y a más. Nos han metido en un barco y hemos desembarcado en Francia. En el viaje, algunos de los detenidos, gente que parecía ser importante, nos han dicho que lo han hecho porque somos cristianos. Pero eso no puede ser, ¿verdad? -Me temo que en Colombia estabais muy desinformados -le respondió con pena el funcionario-. Aquí en Europa la persecución cristiana comenzó hace meses. El ambiente es de histeria colectiva. En este campo de concentración, sólo hay cristianos. Cuando os saludé dudé porque no vi en vuestra frente la marca. -¿La marca? CAPITULO XXIII E l inmenso tren llegó, detuvo sus máquinas en la estación del campo de concentración de Orleans. El tren monorail era grande como un barco, tenía seis pisos de altura. Al detenerse una docena de pasillos móviles se desplegaron hasta acoplarse en las compuertas del tren. Miles de personas cargadas con bultos desalojaron en un minuto aquel gran vehículo de transporte. A distintos niveles de altura, se encontraban los andenes donde los recién llegados fueron colocados en hileras mientras soldados los iban identificando. Una vez identificados, eran conducidos en una larga fila de fuera de la estación. José Pérez era un colombiano que acababa de llegar de su país, su mujer y sus siete hijos no se separaban de él cargados con unas cuantas maletas. Todos los recién llegados fueron agrupados por los guardias en una larga fila. Había pasado media hora, la fila avanzaba con lentitud. José y su familia aguardaron con paciencia. -¡Hombre, José! -le saludó sorprendido un funcionario del campo que pasaba por al lado. -¡Juan, qué alegría! -¿Pero qué haces aquí? -le preguntó el funcionario. -Eso digo yo. ¿Y tú? Juan y José habían sido amigos desde la infancia. Habían dejado de verse desde hacía diez años, desde que Juan había marchado a Europa a requerimiento de la empresa en la que trabajaba. -Pues verás -le contestó el funcionario con la alegría de encontrarse con el amigo-, el Ministerio de Obras Públicas necesitaba técnicos electricistas y hace unos meses hicieron una oferta pública de trabajo con unas muy buenas condiciones. Un tiempo después, me enviaron aquí a encargarme de la electricidad, hay cien electricistas sólo en este campo, es inmenso. Oh, perdona, ¿ésta es tu familia? -Mira hacia allí. Al comienzo de la larga fila, varios funcionarios acompañados de soldados iban tatuando una T de color rojo en la frente de los recién llegados tras comprobar sus papeles. -Pero, pero... ¿cómo es posible? -se preguntó boquiabierto José mirando a su mujer y sus hijos. 60 -José -le dijo Juan poniéndole la mano en el hombro-, ten confianza. Hay una orden de confinamiento general de todos los cristianos. Pero no te preocupes, el Emperador Viniciano no es eterno. Morirá. Antes o después. Y, desde luego, esta histeria de masas no puede prolongarse mucho. -Entonces ¿estamos aquí todos los cristianos de Colombia? -preguntó José dejando en el suelo la pesada maleta, ya comenzaba a estar fatigado. -Me imagino que sólo érais unos centenares de miles. En todo el mundo hay sólo 4.000 millones de cristianos. En territorio imperial 3.000 millones. -¿Y todos están ahora en campos de concentración como éste? -Sí, no sabes el inmenso problema logístico que supone dar infraestructuras a 3.000 millones de personas. El campo de Orleans es uno de los más grandes, encierra diez millones de prisioneros. -¡Increíble!. -Eso sí, no se ofrece más que techo, comida y letrinas. Nada más. Hemos hecho cuentas, bueno, unos compañeros con los que como las han hecho, y por turno tendréis que esperar dos semanas a ducharos. ¿Ves esos edificios? Al fondo tras los muros se veían unas inmensas moles cuadradas que se elevaban hasta una altura de 50 pisos. -Esos edificios –prosiguió- en su interior no tienen más que inacabables dormitorios comunes. Cada uno para mil personas, en literas para seis, cada una casi pegada a la otra. -¿Literas para seis? ¿Significa que la litera se eleva hasta una sexta cama? -Sí, sí. Por eso, nada más entrar, coge una de las de abajo. -En todos esos edificios no hay más que dormitorios, pasillos y letrinas. Una vez que se os asigne un dormitorio, ya no saldréis, en el mismo dormitorio tendréis que comer y pasear. Para pasear por el dormitorio, tendréis que hacer turnos, si todos bajáis de las literas parecerá un vagón de metro. No hay ventanas en los dormitorios, ni más luz que la artificial. Sin embargo, el sistema de ventilación para la renovación del aire en el interior del edificio es muy bueno. Créeme, se ha hecho todo lo más barato posible. Nosotros los funcionarios llamamos a esas moles la Biblioteca, porque allí en las literas estás archivados como los libros. Ni siquiera se han pintado las paredes, todo es hormigón desnudo. Tampoco hay calefacción. -No puede ser posible debo estar soñando -dijo desesperado José poniéndose la mano en la cabeza. -¿No hay nadie ante quien podamos interponer un recurso? -preguntó la esposa de José-. La República Europea es una democracia, hay tribunales. -Ja, ja -el funcionario fingió una risa desganada-. La República ha mantenido todas sus instituciones. Pero en ella hay un gigante: el Emperador. Y los emperadores hace generaciones que se han dado poderes constitucionales prácticamente omnímodos. Por otro lado... Un soldado se acercó por detrás al funcionario. -Eh, tú, ¿qué haces hablando tanto rato con el prisionero? -Nada, nada, ya me marchaba -y el funcionario se marchó sin despedirse de su amigo. Una hora después, José, ya separado de su familia, y con la T tatuada en su frente cargaba su pesada maleta en la fila que iba subiendo por las interminables escaleras del edificio-prisión. Todo era hormigón como le había dicho Juan. Los prisioneros llevaban subiendo por aquella escalera desde hacía un cuarto de hora, descansando cada varios pisos. Al llegar al piso designado, la larga hilera de presos anduvo durante cinco minutos por un recto pasillo hasta llegar a su dormitorio. Juan no había exagerado, todo era tal cual le advirtió. Cuando dejaron solos e instalados a los prisioneros todos se saludaron y compartieron sus interrogantes. Los mil reclusos del dormitorio eran colombianos. La compuerta de salida del dormitorio era redonda, como la de una caja fuerte, sólo que menos gruesa. El impacto al cerrarse retumbó en todos los oídos. Por los pasillos del edificio-prisión volvían de hacer su trabajo cuatro fontaneros. Cargados con sus bolsas de trabajo observaron a 61 los soldados cerrar la pesada compuerta metálica del dormitorio y girar la rueda central que movía los cierres internos de aquel portón. -Qué barbaridad -comentó uno de los fontaneros al otro-, otros mil más. -Sí, tu estás aquí recién llegado pero ya te acostumbrarás. -Eh!, so golfo, me has dicho que eras de Chile, ¿verdad? -Sí. ¿Por qué hay tantos hispanoamericanos trabajando como técnicos en este lugar? -¡El señorito se sorprende de ver tantos congéneres suyos en este rincón! -comentó sarcástico volviéndose a mirar a los dos fontaneros que les seguían detrás, a un metro-. Mira, pollo, construir prisiones para 3.000 millones de personas ha requerido buscar mano de obra cualificada en todas partes. Si la hubieran buscado sólo en Europa hubiera elevado tanto los salarios que hubiera hundido la previsión de la inflación del gobierno. Soy un poco obtuso pero mis neuronas llegan calibrar eso –comentó satisfecho de demostrar que podía hacer algo más que colocar tuercas. -Oye, veo que entre los guardias hay unos vestidos de marrón y otros de negro. -Los de marrón son soldados de infantería, los de negro, tan elegantes, son agentes de las HH.AA. Forman dentro del Ejército una división especial, hay muy pocos, son agentes del Partido, adoctrinados... -hizo un gesto con la mano como si dijera “si yo te contase”-. Forman un grupo aparte. La política del Gobierno es que las HH.AA. con el tiempo se hagan cargo totalmente de la gestión y vigilancia de estos edificios-prisión. Mientras tanto ellos se encargan de los trabajos que puedan causar más repugnancia... moral al ejército. -He oído que los prisioneros pueden quedar en libertad si quieren. -Sí, si apostatan de su Mesías y adoran a Dagón quedan en libertad. Pero una vez que han entrado aquí, no es totalmente cierto que los dejen en la calle. Eso les dicen, pero van a campos de reeducación, por los menos unos años. -Todo esto es una locura -Sí, es una cosa de locos. Pero no te pierdas lo que hacen estos popistas. -¿Popistas? -Sí, así se llaman estos fanáticos, los más dementes del mundo. Su nombre viene de que adoran a un hombre como si fuera un dios, un hombre que tenía que vivir en Roma, además, no dejan a sus hijos disfrutar de la vida, no les dejan comer durante varios días, casi todo es pecado, se disciplinan con látigos. Es la comedura de coco más terrible que ha habido sobre la tierra. Incluso practican la antropofagia. Lo que te digo: están mal de la bola. Pero bastaría con haberlos esterilizado a todos. Sólo a un emperador loco como éste, loco por la religión, se le ha ocurrido cortar por lo sano. Mejor para nosotros, menudo sueldo. -He visto en el sector A2 de este edificio dormitorios llenos de monjas, monjas de todos los hábitos. Y otros dormitorios llenos de curas y religiosos. Yo me pregunto... por qué Viniciano no ha encargado simplemente que los maten. -Eso está muy claro -continuó con satisfacción el veterano que, ante el recién llegado, se sentía docto como pocas veces-, Viniciano es un emperador fuerte, puede estar mal de la olla, puede faltarle un tornillo, pero tiene todas las riendas del poder bien cogidas. De hecho, cuando unos cuantos de los que estaban cerca de él quisieron dar un golpe de estado no se arriesgaron a hacerlo sin quitarlo de en medio. Después del atentado, todavía ha fortalecido más su posición. Sin embargo, el asesinato de tantos millones de personas era algo a lo que no se atrevía. La opinión popular, los militares podían ponérsele en contra. Su familia es dueña de buena parte de las acciones de todos los grandes grupos de medios de comunicación, pero sabe que, de momento, a tanto no puede llegar, o por lo menos que es arriesgado hacerlo. Incluso un amigo mío, que es una gran cabeza, un cráneo privilegiado, me ha dicho que puede que la guerra la haya comenzado para que la opinión pública esté centrada en otros temas para el día en que comience a hacerlo. De momento, esto que ves, es lo que hay. De todas maneras, haya lo que haya, acerca de estos campos de prisión sólo llega al exterior la visión oficial que él quiere que llegue. ¡Ah, si se conociera todo esto! Has de saber -y puso voz de confidencia-. Que a los 62 prisioneros del sector A30 los usan como conejillos de indias para experimentar los fármacos antes de sacarlos al mercado. Y no sólo eso, las HH.AA. están haciendo todo tipo de experimentos biológicos y psicológicos con ellos. -¿Psicológicos? -Lo que oyes. Por ejemplo, el servicio de inteligencia tenía interés en probar exhaustivamente como se puede sacar un secreto a una persona. Ellos saben que los popistas por nada quieren blasfemar de su Mesías. Pues allí los tienes, erre que erre, buscando, experimentando. El método que les haga no poder resistir más a estos fanáticos, será lo que hará que un agente enemigo cante los secretos. Al fontanero chileno, al escuchar aquello, sintió un escalofrío. Y echó una mirada a las compuertas cerradas a cal y canto que se perdían a lo largo del corredor por el que iban. De una de esas compuertas, oyó un cántico lejano, al otro lado, en el interior, cientos de voces entonaban el canto “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor”. A través de los muros, se percibió claramente en el dormitorio contiguo, y también los del dormitorio adyacente comenzaron a cantar. No habían caminado veinte pasos los fontaneros, cuando desde todas las compuertas del pasillo, más de cien metros de longitud, se escuchaba ese cántico. Los fontaneros se alejaron dejando la música detrás de ellos. por el centro de la amplia Avenida de los Césares en medio del foro de la Urbe9. La masa de gente a los lados los vitoreaba formando una ininterrumpida cascada de sonido. El desfile era todo un espectáculo, decenas de miles de hombres al paso de la oca, unidades ligeras acorazadas, vehículos aéreos, por encima de sus cabezas, también desfilando. Flores, bandas militares tocando marchas marciales coloridas y orgullosas. No era para menos. El Senado y el Pueblo de Europa habían conquistado una tercera parte de Africa. La otra tercera parte del Continente Negro ya pertenecía a la República Europea desde hacía tres generaciones. Las legiones también avanzaban a buen ritmo por el continente americano. Los generales, especialistas de la guerra, estaban haciendo muy bien su trabajo. Una hora después, finalizados los actos oficiales, Adriana con su bellísimo vestido blanco entró en el despacho del Emperador seguida por cinco generales y el Director General de la CIA acompañado de su colega del Servicio de Inteligencia de SPOE. El color de la cabeza de Viniciano era cada vez más artificial, más mórbido, más enfermizo. Claramente, indisimulables, ya aparecían unas pronunciadas ojeras. -Enhorabuena, Adriana -le saludó con mortecina lentitud y fatiga el Emperador. -Gracias, Alteza. -Enhorabuena a todos. Los generales y los dos civiles dieron un taconazo y le saludaron con el brazo alzado. -Señores -continuó el Emperador-, el tiempo se me acaba, por eso quiero dejarlo todo bien atado para cuando falte. La sucesión de Adriana ya no plantea ningún problema. Ella es quien ha dirigido todas las campañas, el Bellum Americanum y el Africanum. Y lo ha hecho con diestra inflexible pero siempre, ¡siempre!, con prudencia. País a país hemos engullido todo. Sólo hemos hecho la guerra a dos países simultáneamente cuando nos han obligado a ello. Podíamos haber atacado todo un continente de una sola vez. Pero en fin... lentitud a cambio de CAPITULO XXIV Un año después A driana cabalgaba un bello corcel blanco. La sien coronada de laureles, cabalgaba con firmeza, con su vestido amplio, abundante en pliegues, muy blanco y sedoso que caía hacia atrás, sobre la grupa del animal. Delante de ella, una cohorte de estandartes y de águilas de oro, detrás de ella, cinco legiones sardaunkers desfilaban gloriosas 9 Ap 6, 2 63 seguridad. No obstante, es tiempo lo que a mí me falta –aquellos ojos sin brillo miraron hacia el techo, hacia lo lejos, como adentrándose en personales anhelos que ya para siempre quedarían insatisfechos. Bueno... han de saber que este modo de actuar no podrá seguir así. Viniciano dijo aquellos porque los servicios de inteligencia le habían advertido que los políticos de la Unión Asiática se habían dado cuenta que de seguir ellos inactivos, al final la frontera de SPOE iba a lindar con la suya. Los generales de SPOE sabían que los ocho países de la Unión asiática (y especialmente Corea, China y Japón) eran unos rivales muy poderosos. Sin embargo, la Unión Asiática desde hacía un año había estado creando una red de infiltración para lograr la desintegración del Imperio. Estaba armando a grupos disidentes de los Estados Unidos y promoviendo la democracia en varias zonas de Europa. A favor de la alianza SPOE-USA estaba el hecho de que el Partido del Orden era fuerte en Japón y China. Los creyentes en Dagón serán una buena quinta columna. Todo esto lo sabían bien los allí presentes en el despacho del Emperador. Durante una hora discutieron las directrices generales que seguiría el Imperio para afrontar ese ineludible problema. El Imperio no debía tener prisa. La política de rearmamento, el almacenamiento de más stocks militares, debía ser una política continuada durante varios años. Después de aquella larga reunión, acabó diciendo: -La táctica que vamos a usar en este caso va a ser armar fuertemente a Tailandia y Birmania –países que mantenían endémico enfrentamiento con China y Corea-. Pues bien, les vamos a suministrar más material del que nunca han imaginado. Incluso les vamos a dar misiles BV1. Así que estas son las líneas maestras que dispongo para los próximos dos años. Las últimas líneas maestras. Yo ya no viviré para cuando nuestras legiones entren triunfantes en Pekín y Tokio. Qué no hubiera dado por ver nuestras banderas ondear en el centro de esas capitales. Pero... he de ser realista. Pueden retirarse. Todos le saludaron militarmente y volvieron a dejarlo en soledad. 64 impulso y se colocó entero encima del ara10. La araña mecánica estaba sobre el ancho altar renacentista. El Emperador miró a todos desde lo alto, sin prisas. Después, recorrió con los ojos todo el templo, su bóveda, la Trasverberación de Bernini con las cabezas de Santa Teresa y el ángel arrancadas, las imágenes habían sido profanadas, los mosaicos de las pechinas ennegrecidos por hogueras. No decía nada, estaba haciendo historia, su mera presencia allí ya era, desde ese momento, una página de la historia. -¡Servidores de Dagón -gritó el Emperador desde encima del altar en cuanto le acercaron un micrófono-, cuánto tiempo hace que he esperado este momento! ¡Cuántos de nuestros predecesores en la historia quisieron ver este momento! La abominación de la desolación. El dios hebreo ha sido vencido, hemos roto el ciclo de las profecías bíblicas, presenciáis el inicio de una nueva era. Desde hoy, hay un antes y un después. Este después ha acabado definitivamente con el antes. Este momento fue profetizado por muchas de las páginas que para ellos fueron textos sagrados. Pero a lo que no se atrevieron esas profecías era a explicarles, a describir en toda su profundidad, hasta qué punto la desolación iba a ser irreversible. Porque, si se lo hubiesen revelado, hubieran comprendido hasta qué punto las profecías finales eran de tal intensidad que anulaban las precedentes. Sus profetas atisbaron, divisaron, este momento, pero no se atrevieron a consignarlo en toda su radicalidad. Nada más. El Emperador descendió con precaución y se retiró a Palacio seguido de su séquito. Detrás de él, sobre el altar colocaban una imagen de oro de Dagón. En menos de un minuto, sus sacerdotes comenzarían sus ritos de execración del lugar. Acabados los ritos las Puertas de Bronce de la entrada de la Basílica se cerrarían definitivamente para nunca más ser abiertas. CAPITULO XXV 3 de octubre año 2209 Plaza de San Pedro. L a nave Imperatrix apareció en el aire escoltada de aeronaves del ejército. Mientras la escolta permanecía suspendida en el aire, la nave del Emperador descendió verticalmente en el centro de la Plaza de San Pedro. Al salir la cabeza de Viniciano sobre el ingenio arácnido, resonaron las músicas de las bandas. Nada más abandonar la rampa de la nave pasó revista a las tres cohortes de soldados formados en la plaza. El ingenio arácnido pasaba revista seguido de diez fornidos miembros de su guardia pretoriana. Las corazas antibalas, sus capas negras de los pretorianos, su aspecto pesado y corpulento contrastaban con la vestimenta, propia de ejecutivos, de los secretarios de Estado que seguían al Cónsul Máximo. Trajes oscuros de burócratas, rodeando a un par de togas. Vista desde el aire, aquella recepción en la plaza era un bello espectáculo. Después, Viniciano, seguido de todo el séquito, subió las escaleras hacia la Basílica. Junto a la puerta le esperaban vestidos completamente de negro la cúpula de los sacerdotes de Dagón. Saludó uno a uno a los sacerdotes, estos correspondían con una inclinación. Después, Viniciano entró en la Basílica, todos los bancos estaban llenos de servidores de Dagón. El Emperador avanzó hacia el interior del templo seguido ya sólo de sus acompañantes más distinguidos. Al llegar al centro de la iglesia, sus pesados pies mecánicos comenzaron a subir los nueve escalones del presbiterio del Altar de la Confesión. Subidos los escalones, los pies mecánicos se alzaron hasta ponerse sobre el ara. El mecanismo de los cuatro pies delanteros hizo que se alargaran hasta sujetarse en el borde delantero del altar. El ingenio cibernético dio un 10 65 II Tes 2, 4. no era lluvia... aquella lluvia fina era como muy oscura y densa. Pronto, al apreciar las gotas que caían sobre el cristal, se percataron de que era sangre lo que estaba lloviendo del cielo (*11). Aquel fenómeno duró tres minutos. Una vez que acabó todo fueron continuas llamadas al despacho de la cónsul. Los escasos incendios urbanos fueron sofocados sin demasiados problemas. No así en los bosques. Aquel tipo de pedrisco siguió lloviendo durante varias semanas, de modo siempre muy localizado. Pero ese tipo de lluvia provocaba pequeños incendios en todas partes en las regiones boscosas. Eran tantos los incendios, en tantos frentes, que, para cuando acabó aquella insólita racha de pedrisco, una tercera parte de la masa forestal había desaparecido con las llamas. CAPITULO XXVI 20 de octubre año 2209 A driana estaba en su propio despacho. Detrás de ella había una gran vidriera de arcos de piedra que ocupaba toda la pared. La parte inferior de la vidriera era de cristal trasparente que dejaba ver una extensa y fabulosa vista de los rascacielos de Roma. Al lado de su mesa había un bellísimo doberman de color rojo y azul turquesa, su lomo era más largo que el de sus ancestros naturales y tenía seis patas. Un carísimo espécimen de ingeniería genética. Al despacho entraron cinco hombres del Partido enfundados en los negros uniformes de las HH.AA. Eran los más altos cargos de esa división especial. Saludaron enérgicamente con el brazo en alto y tomaron asiento. -Señores -dijo tras unos breves saludos de cortesía-, han de saber que he recibido instrucciones del Emperador de que en el plazo de una semana se encarguen ustedes de la represión en Argentina, Chile y los países del centro de Africa. No se anden con contemplaciones. Si tenemos la tierra con gente, bien. Si tenemos sólo la tierra, ya la colonizaremos. No podemos destinar grandes recursos humanos a la vigilancia de zonas tan amplias. Por eso recuerden, muerto el perro, muerta la rabia. No queremos tener varios Vietnam. Lugar donde suceda algo, apliquen el cauterio sin que les tiemble la mano. Ya conocen lo que era la decimatio que los antiguos romanos usaban en el ámbito militar. Ya saben que... -¡¡Adriana!! -gritó uno de los militares poniéndose en pié y señalando con el brazo hacia el ventanal-. La cónsul se volvió con un movimiento felino. No podía creerlo. Desde el cielo estaba cayendo pedrisco, pero pedrisco con fuego. Cada pedrusco de hielo, aunque pareciera increíble, estaba ardiendo. Los seis se acercaron al cristal en silencio. Al mismo tiempo, estaba lloviendo. Pero CAPITULO XXVII 2 meses después A driana entró sola en el despacho del Emperador. La cabeza de Viniciano aun se encontraba en un estado peor. Los amplios ventanales rectangulares situados en lo alto de aquella sala, casi en el techo, aparecían cubiertos por telas oscuras. La luz natural cada vez molestaba más a los debilitados ojos de Viniciano. Cada vez pasaba más tiempo con los párpados cerrados, cada vez pasaba más tiempo durmiendo, somnolienta. -Alteza. -Bienvenida, Adriana -la voz del emperador tenía una mortal lentitud. -Traigo malas noticias, Emperador. Viniciano la miró en silencio. -Se han agudizado los conflictos armados -prosiguió Adriana- en Brasil, Chile, Guinea y en nuestras dos provincias asiáticas. No estamos luchando contra una guerra de guerrillas, bueno, 11 Ap 8,7 66 no sólo eso, quiero decir. Se trata de verdaderas fuerzas uniformadas y de verdaderas batallas. -¿Cómo es posible? -Claramente la mano de Pekín y Tokio está detrás. Esos conflictos regionales se han hecho más graves, otros muchos pequeños focos están surgiendo, los servicios secretos orientales están detrás. Actuando a través de naturales de cada lugar, pero organizándolo todo. -Bien... no tengo instrucciones que dar al respecto. Que mis generales se ocupen del asunto. Es una labor para especialistas. De todas formas, no hay mal que por bien no venga, esta situación de alboroto es ya suficiente para que podamos poner en marcha nuestro plan Terminum. -Sí, una situación casi bélica es la mejor para que si sale en los medios de comunicación nadie le preste demasiada atención. -Que comience la ejecución de los popistas el 13 de mayo. -Los técnicos nos dicen que podemos acabar con un millón de cristianos al día. Serían 300 millones en un año. Hay 3.000 millones, necesitaremos diez años. -Bien... –masculló-, no es mal ritmo – Viniciano masculló más cosas entre dientes-. Recuerda que tiene que ser un holocausto. No debe quedar nada de ellos. -Sí, sí. De todas maneras su deseo de que sean incinerados es demasiado costoso. Costoso en dinero y en tiempo, todos los campos a pleno rendimiento no podrían al día acabar ni con una décima parte de la cifra anterior. -¿Entonces?¿Qué sugieren los expertos? -El equipo de expertos nos dicen que lo más limpio y rápido es el ácido pluteico. Lo podemos producir en cantidades industriales. Es barato y no dejará ni un solo residuo. En este disquete le explicamos el modo en que serán introducidos en las cubas. -¡Tienen que ser introducidos vivos! Quiero que sea un holocausto conocido por la víctima. -Sí, sí. Los prisioneros serán atados a una cinta trasportadora. Al final del trayecto verán que van a ser sumergidos. En fin... yo creo que se ajusta a las directrices que nos ha indicado... en anteriores ocasiones. -Bueno, pero en el campo de concentración de Roma quiero que por lo menos haya un horno crematorio con fuego real. Y que se los introduzca vivos en ese fuego. -Así se hará. La cónsul guardó un momento de silencio, como si no quisiera dar más fastidio al Emperador. Después tomó fuerzas y prosiguió. -Tengo una mala noticia más. La cabeza levantó completamente los párpados. -Nuestros científicos -dijo en voz baja Adriana- han descubierto un asteroide. Todavía no se ponen de acuerdo alrededor de qué planeta gravitaba. Lo cierto es que se ha salido de su órbita. Y su curso de colisión hacia el sol cae justamente en la trayectoria elíptica de nuestro planeta. Caerá sobre la Tierra dentro de dos días. 67 CAPITULO XXVIII D iez días después, la mancha de sangre alcanzó su máxima extensión: una tercera parte de la superficie de los mares (*12). A partir de allí no siguió su extensión se detuvo. Sin embargo, el problema fue que comenzó a pudrirse. Era un foco de putrefacción de todas las aguas. El plancton debajo de la marea roja moría por falta de luz solar. Los peces murieron días después. La mancha roja fue disolviéndose al ritmo de su putrefacción. El mar entero, lleno de coágulos y pescados muertos flotando, era el mayor pudridero jamás imaginado. Los biólogos aseguraron que todas esas toneladas de materia corrompiéndose flotando no desparecerían absorbidas por los ritmos naturales hasta al menos un año. E l asteroide cayó finalmente sobre el planeta, concretamente en medio del Océano Indico. Y aunque perdió buena parte de su masa en la fricción con la atmósfera, la ola que provocó asoló todas las costas cercanas. -Buenas tardes -saludó el locutor de televisión en las noticias-, parece increíble, pero después que hace una semana cayera el asteroide Robert, les dijimos que en el lugar del océano donde cayó el asteroide apareció una gran mancha de sangre. La mancha sangre contaba con varios kilómetros de longitud. Al día siguiente se fue extendiendo según la circulación de las corrientes marinas. Pues bien, hoy, la mancha sigue extendiéndose y dilatándose. Tras ofrecer todo tipo de imágenes, presentaron en el noticiario al profesor William Hughes de la Universidad Metropolitana de Los Ángeles. -Bien -dijo el experto-, la sangre está sólo en la superficie del agua, en la capa superior. Es una capa que varía entre una medía que va de los cuatro milímetros a los ocho. Raro es el trecho en que pasa del centímetro. Pero eso sí, en un día cubre ya 1/12 parte de todos los mares adyacentes al Indico. -Profesor, ¿de dónde viene esa sangre? -Eso es lo que puedo contestar con mayor seguridad: no tenemos ni idea. -Hemos preguntado antes de empezar el programa a astrónomos, químicos, biólogos... todos mostraban su perplejidad. ¿Puede usted añadir algo? -Un asteroide es pura roca, componentes químicos de lo más simples. Sin embargo, lo que hemos analizado, recogido del mar, es sangre. Auténtica sangre. -¿Sangre humana? -Efectivamente. Los análisis son inequívocos. CAPITULO XXIX 24 de noviembre año 2209 Jerusalén. L as cámaras de televisión enfocaban a dos hombres subidos a un estrado en medio de una plaza. Los dos ancianos hablaban a la abigarrada multitud de judíos que llenaba hasta el último hueco de la plaza. -Detrás de mí, allá en el centro -dijo la enviada especial de la televisión a la cámara que le grababa- están, como todos los días a esta hora, los dos hombres13 que traen de cabeza al gobierno de Israel y han atraído la atención de los periodistas del mundo entero. ¿Qué es lo que dicen? Muy sencillo, les dicen a sus compatriotas judíos que un Mesías de 12 Ap 8,8 13 Ap 11,3 68 la antigüedad, llamado Jesucristo, aquel en el que creen los popistas, era el verdadero Mesías que llevan esperando 4200 años. Este es el sencillo mensaje que está provocando una auténtica histeria colectiva en los millones de judíos esparcidos por todo el mundo. Estos dos iluminados afirman, también, que la Iglesia Católica es el Nuevo Israel. Un Nuevo Israel en el que ellos, los judíos, deben ser injertados otra vez. Estos dos hombres dicen ser Enoc y Elías. Dos hombres que, según su versión, fueron trasportados por Dios fuera de este mundo hace miles de años para ser devueltos a esta época. Su misión sería convertir al pueblo judío a la auténtica fe que esperaron sus padres. Esa, siempre según ellos, auténtica fe que esperaron sus padres sería una Nueva Alianza cuya depositaria sería la proscrita Iglesia Católica. Por supuesto este mensaje sería intolerable para las autoridades en la República Europea, pero Israel es un Estado independiente. De todas maneras, si sólo hubiera sucedido lo que les hemos contado apenas hubieran estos dos visionarios llamado la atención de los periodistas, en esta época en que los visionarios brotan como hongos. Pero ciertos sucesos, de momento inexplicables, han hecho de esta pareja un caso especial. Cuando estos dos ancianos llegaron a Jerusalén eran dos desconocidos. Lo primero que hicieron fue dirigirse a la explanada del Templo. Allí, tras llorar un buen rato, comenzaron a predicar. Nadie les hizo caso. Pero día tras día volvieron a predicar, en el mismo sitio a la misma hora. Y, después, el resto del día, cada día, por las plazas y calles de Jerusalén. Con el pasar de los semanas, los dos viejos se hicieron muy conocidos. Eran conocidos como los locos de la Explanada. Pero de pronto sucedió lo increíble. Delante de todos, transformaron agua en sangre. Además el granizo, los rayos de las tormentas y otros azotes parecían obedecer al día siguiente a sus palabras14. Ellos decían donde iba a caer, y así sucedía. Entonces fue cuando esta pequeña nación comenzó a prestar interés por sus palabras. Hablaron por la televisión. Al cabo de una 14 semana, todos los judíos del mundo les escuchaban en directo a través del canal internacional Shalom, un canal israelí. Desde entonces las conversiones de judíos al cristianismo han ido in crescendo. Ayer este asunto fue abordado incluso en una sesión del Senado Imperial. Pues los judíos se están bautizando en masa en todos los países. Muchos van al extranjero a recibir el sacramento, a aquellos países donde los cristianos todavía gozan de libertad. Otros, un número indeterminado, se bautizan en comunidades católicas clandestinas. Estimaciones no oficiales consideran que se ha bautizado ya la mitad de los judíos del planeta. Y de seguir así este ritmo, en menos de medio año todos los descendientes de Abraham serán cristianos. Si esto ha revuelto a todas las comunidades judías, imagínense a este Estado en el que nos encontramos. Por un lado, estos dos ancianos son venerados como profetas por una parte de la población, y por otro, un espeso cordón policial, tiene que protegerles cada día en sus alocuciones para no ser agredidos. Sin embargo, un respeto lleno de temor embarga, desde hace un par de semanas, incluso a sus enemigos. Ya que varios políticos poderosos, que se enfrentaron con ellos abiertamente y les amenazaron con matarlos, han sucumbido. No está claro cómo murieron, salvo el hecho de que les devoró el fuego15. Los testimonios de los testigos parece que son contradictorios. Se sigue investigando el asunto por las autoridades que de momento no ha llegado a ninguna conclusión definitiva. Jannette Le Pen, CNN, desde Jerusalén. En Los Angeles, Franklin Marshall, Director General de la CIA, pulsó un botón y apagó las noticias que estaba viendo en la televisión. Pulsó un segundo botón. -Señorita -dijo con gesto preocupado-, póngame con el despacho de la Cónsul Adriana16. 15 Ap 11, 5 16 Ap 11, 6 69 Ap 11, 7 indeterminado de sacerdotes habían sido introducidos desde el extranjero, y que estaban reconstruyendo pequeñas comunidades ocultas. Todo eso iba a acabar pronto. La marca de la Bestia sería obligatoria, y los expertos habían estudiado a fondo qué tipo de representación iconográfica sería absolutamente inaceptable para un cristiano. La televisión repetía que toda la acción del Estado respecto a los cristianos se reducía a llevarlos a campos de reeducación, donde se trataría de ofrecerles una visión alternativa y dialogante a su educación antinatural y dogmática. Y se insistía en que los cristianos que morían en el Circo Máximo eran ejecutados por sentencias basadas en delitos probados contra el Estado y el resto del Código Penal y no por su mera adscripción a la secta. Respecto a los campos de reeducación, corrían terribles rumores, pero la gente no tenía demasiado interés por salvar lo que consideraban una lacra de la humanidad. CAPITULO XXX H asta el momento todo súbdito del Imperio portaba consigo siempre su tarjeta electrónica de identificación. Sin embargo, a partir de ahora cada ciudadano llevaría tatuado un pequeño número en la muñeca. Aunque lo que aparecía bajo la imagen de Dagón era denominado popularmente como el número en realidad no se trataba de un guarismo, sino de un sistema especial de código de barras. Ese número sería absolutamente necesario para comprar o vender algo. El nuevo sistema tenía múltiples ventajas en la lucha contra el fraude fiscal y en la lucha policial contra la delincuencia. El número se inscribía bajo el nombre e imagen de Dagón. Algunos protestaron porque se les inscribiese el nombre de Dagón sobre la piel, pero no fueron demasiadas las protestas porque el tatuaje era muy estético y de dimensiones muy reducidas. Era un bello diseño a colores del tamaño de una moneda. Además, la marca no era estrictamente un tatuaje subcutáneo, sino epidérmico, una marca realizada con una técnica mucho más novedosa que permitía trazar líneas muy finas con la misma precisión y detalle que sobre un papel. La bella filigrana representaba al dios Dagón sosteniendo en sus manos una cruz invertida. Aquel dibujo era una conmemoración de la victoria sobre los popistas. Había otras letras que, según los expertos, eran blasfemias contra esa misma secta, pero que para el común de la población carecían de significado. El lugar más usual para llevar la marca era la mano derecha. Pero los más devotos del dios la llevaban en su frente. El propósito del Emperador era acabar con todas las comunidades cristianas clandestinas. Resultaba que los catecúmenos no estaban inscritos en los libros de bautismo. Esos catecúmenos se habían bautizado posteriormente al encarcelamiento de los bautizados. A las HH.AA. les constaba que un número 70 Media hora después, la cónsul, seguida de sus asesores, alcanzaba en un pasillo de palacio a Viniciano rodeado del equipo médico palatino. La cabeza del Emperador no hacía más que aullar con gritos de dolor. De vez en cuando, fuera de sí, daba órdenes orales al ingenio cibernético de que corriera hacia delante o se lanzara hacia uno de los lados. Los médicos, en seguida, desconectaron el sistema de ordenes orales que guiaba la máquina. Viniciano estaba fuera de sí por el dolor y ya no sabía lo que ordenaba. El ingenio estaba ya en el quirófano. Todos habían entrado raudos, sin ni siquiera ponerse los trajes asépticos. Los médicos tan solo se cubrieron las manos guantes estériles y las bocas con mascarillas. Adriana se acercó a la cabeza de Viniciano y observó como bajo la piel de la frente había como un abultamiento. Una ligerísima elevación subcutánea. Lentísimamente, comenzó a asomar la cabeza un gusano. Una cabeza, no negra y redondeada, sino muy puntiaguda, propia de un gusano muy delgado de medio centímetro de largo. El típico gusano amarillo y delgado que suele criarse en la carne putrefacta. El gusano salió fuera de la piel, por sus propios medios, contorsionándose. Al salir completamente fuera de la frente, resbaló y cayó sobre la sabanilla blanca estéril que habían colocado alrededor de la cabeza al entrar en el quirófano. Por la parte de detrás del cráneo y por el cuello, otros cinco pequeños gusanos habían atravesado la piel y caían también, resbalando hacia abajo. -¿Qué es esto? -preguntó horrorizada Adriana. -No tenemos ni idea -respondió el jefe médico-. Lo lógico es que la cabeza hubiera ido cayendo en una fase de anemia y degradación física. Pero esto... no tenemos ni idea de qué pueda ser. Probablemente hay alguna pequeña zona de necrosis en el interior, no sé, y el estado de putrefacción ha llegado a este estado... No tengo ni idea. -Doctor –dijo la enfermera trayendo unas cuantas fotos en su mano enguantada-, el TAC realizado muestra que hay más parásitos en el cerebro. CAPITULO XXXI 2 de enero año 2211 2.00 a.m. E n el despacho del Emperador, reinaba la semioscuridad. La cabeza dormitaba sobre su ingenio mecánico en el centro de la sala. Normalmente, Viniciano abandonaba su despacho por la noche. Esa acción de ir a otro lugar no tenía otra finalidad que su descanso psicológico. Ya que él sueño como cualquier otra función fisiológica tenía lugar sobre ese aparato cibernético. El abandono del despacho durante la noche no tenía otro sentido que el variar de ambiente. Sin embargo, desde hacía varios días, Viniciano no había querido abandonar su despacho ni para dormir. Pero, desde hacía varios días, ya era innegable para todos que su fin se acercaba. El Emperador tenía un sueño intranquilo. De pronto, abrió los ojos. Allí, en soledad, su mirada fue cambiando desde una vaga y difusa perplejidad, (¿qué me está pasando?, ¿qué estoy sintiendo dentro de mi cráneo?) hasta dejar traslucir un evidente comienzo de dolor. Un minuto después, repentinamente, un terrible grito salió de la boca de Viniciano. 2.40 a.m. E n el dormitorio de Adriana la oscuridad era total, dormía profundamente. En medio del silencio, el agradable sonido grave y armónico del teléfono sonó. Unos segundos después la mano de Adriana lo cogía. -¿Cónsul Adriana? -Sí –respondió la voz somnolienta con un sí que se prolongó en un silencioso bostezo. -Llamo desde el Palacio Imperial, soy el jefe del equipo médico. Creo que sería conveniente que viniese. 71 -¿Pueden sacarlos con microcirugía? – preguntó Adriana. -Podemos extraerlos, pero están incluso en el centro de la masa encefálica –respondió el médico sin apartar la mirada de las fotos del scanner-. Sacarlos, supondría hurgar por todo el órgano cerebral. Sería una carnicería. Dese cuenta, además, que para hacer tal operación con tantos puntos de inserción tendríamos que abrir el cráneo por la mitad en dos partes, como una nuez. No resistirá tal intervención. Los bramidos del Emperador seguían como ruido de fondo a la conversación. -Sédenlo -ordenó la cónsul, harta de aquellos aullidos demenciales. Los médicos cansados de limpiar tanto gusano como caía y cansados por la guardia de la noche allí, se acercaron a Viniciano. Se pusieron los guantes y, entre los cuatro, empujaron hacia arriba la cabeza. La cabeza se separó del aparato arrastrando varios tubos. Otro médico se acercó con unas tijeras y los fue cortando en el aire mientras los otros médicos la sostenían. Después, sin más ceremonias, la soltaron. La cabeza cayó al fondo de un ánfora de mármol negro y reluciente, preparada ya para esa ocasión. Alguien puso encima la tapa, un mecanismo automáticamente la selló de modo hermético. El vaso marmóreo fue llevado inmediatamente hacia el edificio del Senado para las honras fúnebres. Mientras dos soldados de la Guardia Pretoriana portaban el ánfora, cada uno agarrando un asa de bronce dorado, en su interior se iba extinguiendo el último latido de consciencia de la cabeza de Viniciano Druso Germánico, primer emperador de la dinastía Staufen, hijo del senador Gerhardt Staufen, nieto de Fromheim Schwart, conquistador del Canadá, Ecuador, Colombia, Uruguay, Nigeria, Sudán, etc, etc, etc. Veinticuatro horas después, la cabeza era un hervidero de gusanos. Los diminutos animales salían continuamente por la boca y oídos de aquella cabeza. Toda la piel estaba horadada. La mandíbula se movía lenta pero incesantemente de arriba abajo por el dolor. Había que prestar mucha atención para percibir tal moviento, pero era continuo. Los movimientos de la mandíbula cesaron poco a poco. La cabeza no respiraba, porque, desde la intervención en que fue separada del cuerpo, el oxígeno le era sumistrado a la sangre a través de un complejo aparato mezclador, que hacía las veces de los alvéolos pulmonares. Así que no había medio alguno de conocer si vivía que la tensión arterial de las carótidas y la actividad cerebral a través de los electrodos conectados a un electroencefalograma. Ambas constantes vitales eran mínimas pero todavía continuaban. Adriana hacía ya horas que con gusto habría ordenado que lo desconectaran de los aparatos que lo mantenían con vida. Pero ella quería ganar todavía unas horas, para preparar mejor los festejos de su juramento como Emperatriz y Presidenta de los Estados Unidos. 7.02 a.m. E l teléfono sonó en el hospital de palacio. El jefe médico de guardia lo descolgó. -Desconéctenlo -fue la orden tajante y seca que se dio al otro lado de la línea antes de colgar. 72 Cinco horas después, a las 4.27 p.m. la batalla había finalizado, sólo algún que otro grupo de infantería combatía entre los cráteres y la chatarra, mientras el ejército vencedor continuaba su avance. La batalla no había tenido táctica, había sido un choque frontal primero desde el cielo y después en la tierra. La infantería china yacía en el campo de batalla, el ejército birmanotailandés penetraba hacia el interior del colosal país asiático hacia Hong-Kong. CAPITULO XXXII 30 días después Llanuras de Tsi-gin Birmania L os ejércitos de infantería birmanotailandeses avanzaban en columnas. Al frente del ejército 40 inmensos acorazados terrestres AR-AD. En el aire, miles de distintos aparatos. Desde cazas hasta los dirigibles esféricos de comunicaciones. 500.000 tropas de asalto se iban concentrando, a 10 kilómetros de distancia de un punto que todos trataban de vislumbrar a lo lejos. Los oficiales sabían que en ese lugar estaban formados cientos de miles de tropas chinas con todo su material dispuestos ya a entrar en combate. El choque era inminente. En medio de las tropas birmanotailandesas, pululaban un centenar de asesores norteamericanos vestidos de civil. El Imperio había puesto gran empeño en proveer de material a aquel ejército. Una hora después, se oyó el primer impacto de misil. En pocos minutos, el cielo se llenó de aparatos unos luchando contra otros. Como es lógico los dirigibles fueron los primeros en caer en medio de grandes bolas de fuego. Desde la tierra todo era un continuo, un ensordecedor, lanzar ráfaga tras ráfaga de proyectiles dirigidos. Los AR-AD alineados en todo el horizonte, la línea se perdía de Este a Oeste, disparaban al minuto miles y miles de andanadas de cabezas explosivas. De vez en cuando, un AR-AD, alcanzado, se doblaba sobre sus pies metálicos y caía en medio de formidables y atronadoras explosiones. Los gases neurovenenosos impregnaban el ambiente, cuando las tropas de infantería entraron en contacto todos iban ya enfundados en herméticos uniformes militares. Continuamente, los rayos láser trataban de atravesar la coraza de las grandes aeronaves. 4.33 p.m. A 4.000 kilómetros de distancia de la superficie de la tierra, en una orbita geoestacionaria, un acorazado orbital se movía en medio del silencio del espacio teniendo en su objetivo la zona de la batalla. Sobre el acero del acorazado orbital el color rojo del emblema del Sol Naciente de la bandera nipona. En diez minutos desplegó su poder balístico. Después, lo lanzaron sobre la llanura de Tsi-gin. Un par de minutos después, por el lugar donde avanzaba el ejército caía literalmente una lluvia de misiles. Ni un metro de tierra quedó sin ser sacudido por las explosiones. El victorioso ejército birmano-tailandés era un recuerdo. Washington 4.45 p.m. Despacho Oval de la Casa Blanca A driana estaba en la Capital, hacía una semana que había sido investida con todas las formalidades como Presidenta de los Estados Unidos. Delante de su mesa, el Secretario de Defensa USA y el Ministro de Defensa SPOE, al lado de ellos tres asesores más. -Sí, señora Presidenta, ha sido una violación de todos los tratados. El pacto de Oslo fue que no intervendrían los acorazados orbitales. -Además, el acorazado orbital atacó después las bases militares marítimas del Mar de Tsu-Yí. En ese ataque, en un abrir y cerrar de ojos, hemos perdido 300.000 soldados imperiales. 73 -¿Ellos sabían -preguntó muy seria la presidenta Adriana- que nuestras tropas estaban allí? -Sí, y no olvide que las bases marítimas, aunque prestaran sus hangares al ejército birmanotailandés, eran de bandera norteamericana. Nosotros hemos estado apoyando a un bando, pero nunca hemos aparecido abiertamente en este conflicto. Japón ha atacado a cara descubierta nuestras bases. La Presidente apretó los puños con fuerza. Giró su sillón hacia la ventana que tenía a sus espaldas. ¿Qué se podía hacer cuando una nación atacaba abiertamente unas bases en aguas internacionales? La Presidente volvió a girar su sillón hacia el Secretario y el Ministro de Defensa. -No hace falta que me digan más sentenció finalmente Adriana más pálida que nunca-. General Howard -dijo ella tras pulsar un botón de su teléfono-, ordene a nuestras aeronaves que despeguen de todos nuestros portaviones y ataquen las bases japonesas y chinas en el Pacífico. ¿Con cuántos portaviones contamos en la zona? -Con doscientos. -Muy bien, ordene un ataque masivo. Una hora después, toda la Unión Asiática con Japón a la cabeza declaraba la guerra al Imperio. Las incursiones aéreas se han sucedido toda la noche. Hoy, varias columnas de infantería se mueven ya en Asia y en Europa hacia las fronteras asiáticas. Tardarán como mínimo dos semanas en llegar a las fronteras. Sin embargo, esta mañana China ya ha lanzado ataques con misiles intercontinentales. El sistema antibalístico los ha destruido en la estratosfera, sólo cuatro han alcanzado dos bases militares en Checoslovaquia. No podemos confirmar si el Imperio ha lanzado un ataque balístico de respuesta. En las próximas horas, les ofreceremos nuevos datos en posteriores avances. Cuatro días después, la familia volvió a ser conmocionada por las noticias de la televisión. -Hace dos días les informábamos como todas las bolsas han sufrido el crack más terrible desde 1927 -dijo el locutor-. Todas las multinacionales japonesas vendieron sus acciones en el resto del mundo. Japón necesita esos capitales para financiar la guerra. El resultado ha sido que el pánico bursátil se ha adueñado de todos los mercados. Al día siguiente, prosiguió el mismo pánico en la bolsa y en los bancos. Y hoy ha continuado, devastando las reservas que todos los bancos centrales han puesto en el mercado. Hoy es uno de los días más negros. Todos los bancos centrales han agotado sus reservas. Repetimos, todos los bancos centrales han agotado sus reservas. Las bolsas han tenido que cerrar por insolvencia de las entidades financieras. Si ayer las colas ante las oficinas bancarias eran interminables, hoy tenemos la triste noticia de que los bancos no tienen efectivo. Repetimos que hoy no pierdan el tiempo en ir a retirar sus ingresos, los bancos permanecerán abiertos para informar a los clientes, pero sin dinero en efectivo. CAPITULO XXXIII -¡Alfred!¡Alfred -gritó a su esposo que trabajaba en la azotea arreglando unas piezas de pizarra del tejado.. Alfred y Anne era una familia normal de clase media que vivía en la Normandía francesa. -¿Qué pasa? -¡Ven-ven, corre, ven a la televisión, hay noticias! -¡Señoras y señores! -dijo el locutor-. En la tarde de ayer, aeronaves estadounidenses atacaron bases militares marítimas de China. A media noche, hora de la Costa Este de Estados Unidos, China declaró la guerra a USA y a SPOE. La familia quedó acongojada y perpleja, pero más acongojada iba a quedar. Tres días después de que toda actividad financiera quedara suspendida en América, Europa y Asia por falta de capital, los bancos centrales hicieron un desesperado intento de cubrir la demanda de liquidez imprimiendo billones cada uno en su moneda respectiva. Era una medida 74 inflaccionariamente suicida, pero aquella inyección en vena de masa monetaria era la única medicina a mano en una situación de bancarrota global. Una semana después, la hiperinflación había destruido toda credibilidad en el papel moneda. Todo el mundo se temió ya lo peor y se lanzó a proveerse de comida. El desabastecimiento fue tal, que los almacenes de alimentos no se atrevieron a desembarazarse de tan preciada mercancía. En tres días no se podía comprar ni una lata de conservas en todo Occidente. Todos los esfuerzos de los gobiernos, todos los decretos, no sirvieron para que los que poseían la comida en los puntos de producción y de almacenamiento se desembarazaran de ella por un papel moneda que ya no valía nada. Mientras tanto, la guerra seguía su curso, los combates de Asia llevaban un gasto ya de diez millones de vidas humanas. Los en otro tiempo ejecutivos o técnicos informáticos, o cualesquiera otros profesionales, ahora iban de un lado a otro sin saber qué hacer. Porque el hambre impulsaba a los que no tenían ningún vale a moverse en busca de algo. No había comida para todos, no era una cuestión de reparto. El Estado daba por sentado el hecho de que iba a morir ese 6% de la población desprovista de los vales de comida. Por eso el ejército patrullaba las calles en previsión de motines. Un ejército bien alimentado, orgulloso como nunca de su poder. Todos los ejércitos del mundo, salvo los orientales, hacía ya dos siglos que eran totalmente profesionales. Los militares no eran unos idealistas, estaban acostumbrados a cumplir su trabajo sin discutir, no había riesgo de insurrecciones en favor de la población. Por las calles había mucha gente, vagando. El sistema monetario se había hecho añicos. Como la hiperhinflación de los primeros meses de la guerra había hundido toda confianza en el dinero, la única moneda que circulaba eran los vales de comida, pero su cantidad era reducidísima. El resultado había sido que muchos negocios carecían ya de sentido, un terrible efecto dominó había dejado sin trabajo a todo el mundo. En ese momento, sólo los sectores estratégicos seguían funcionando. Esos obreros eran afortunados pues tenían la comida asegurada. A golpe de decreto y por imposición del Ejército se iban recuperando más y más sectores de la producción y distribución de alimentos. CAPITULO XXXIV 3 meses después E l comercio mundial estaba hundido, la economía se había derrumbado. Habían bastado tan solo tres meses, después del gran crack, para que en el orgulloso Occidente apareciera el espectro del hambre. Era un espectro desconocido desde hacía siglos en aquellas tierras dominadoras y orgullosas. Pero allí estaba: lo imposible hecho realidad, la pesadilla paseándose por las calles. Sólo los altos funcionarios podían seguir comiendo hasta hartarse, y aun ellos con una dieta muy poco variada. El resto de la población tenía que conformarse con lo escaso que se les proporcionaba gracias a los vales de comida. Un 6% de la población no tenía ni vales ni amistades, y vagaba esquelética por la calle. Con los vientres hinchados por el hambre se veía a personas caer desfallecidas. A driana estaba sentada en su despacho ensimismada mientras oía a sus hombres de máxima confianza. Con el rostro tras la mano, arrellanada en su sillón, escuchaba sin decir nada. -Aunque la situación es extremadamente crítica -continuó explicando un asesor-, tenemos la suerte de que desde el principio nos hicimos con los almacenamientos de vino y aceite. Además su producción continúa normalmente. De esas dos cosas tenemos en abundancia para dar a la población17. 17 Ap 6, 6 75 -¿Cómo sigue el asunto de las úlceras? preguntó hosca la Emperatriz. Desde hacía medio mes toda la población sufría unas úlceras sobre la piel 18 . Unas úlceras inflamadas que supuraban un poco de pus. -Bueno, los científicos creen que algún elemento químico del tatuaje que hicimos para la marca de identificación universal debe ser el causante. Siguen investigando. -¿Qué hay del cometa? -preguntó la Emperatriz igual de hosca, tensa. Unos días antes, había caído un cometa sobre el Océano Pacífico. No había producido daños considerables, fuera de la ola gigantesca que llegó a las costas. Sin embargo, por alguna razón desconocida el agua del mar se había vuelto amarga. Ese amargor se fue extendiendo por los océanos del mundo a través de las corrientes marinas. -Pues siguen sin dar con los componentes químicos que han provocado el extraño fenomeno del amargor. Lo más desazonador, es que en los laboratorios han descubierto que el B/W -así denominaban los científicos al agua amarga, eran las iniciales de bitter-water- mantiene intacta su característica de amargor incluso al evaporarse. Eso significa que hasta que ese elemento químico se degrade en otros componentes más simples, las lluvias sobre las montañas van a ser amargas. -Y por lo tanto también el agua que baje por los arroyos y los ríos -concluyó un científico a su lado-. O sea que el agua de los arroyos que bajan de las montañas será amarga19. -No -contestó otro asesor-, los asiáticos siguen lanzando ataque tras ataque cada día. Sin embargo, hasta ahora nuestro escudo nos protege. Nuestros misiles antimisiles han acabado con el 94% de todos los proyectiles lanzados contra nuestras ciudades. Sin embargo un 12% de los que les hemos lanzado nosotros contra sus ciudades sí que han alcanzado su diana. En el frente de Asia los combates en tierra continúan. Nuestras pérdidas cada día son de una media de medio millón de hombres. -Lo último que me faltaba era que el cielo se volviera loco en los últimos años –comentó Adriana que no podía creer tal cúmulo de noticias negativas-. En fin, un asteroide cayó durante el reinado del emperador Viniciano, quizá era lógico que cayera otro durante mi reinado –aquello había tratado de ser una ironía, una ironía que dijo terriblemente ensimismada-. ¿Hay alguna novedad -preguntó Adriana-en nuestra defensa antibalística? 18 Ap 16, 2 19 Ap 8, 10-11 76 -¿Qué ha sido eso? -preguntó la joven CAPITULO XXXV sobrina. Nuestro escudo antimisiles nos protege, pero de vez en cuando algún que otro proyectil interceptador falla y no da en el blanco. Entonces, el misil enemigo cae en tierra y diez manzanas quedan convertidas en escombros. -¿Pero cómo es que fallan? Yo pensaba que el escudo Dm-H de última generación no dejaba pasar ni un pájaro si no quería. -Te explicaron que había varios filtros y que si en un nivel no se destruía el misil, en el segundo o en el tercero sí que era interceptado, ¿verdad? Así ha estado funcionando. Pero llevamos ya un mes de guerra mundial. Parte de los depósitos del sistema antibalístico han tenido que ser trasladados al frente para proteger a nuestras legiones. De momento, se ha concentrado el escudo en proteger las megaestructuras. Cada día, caen bombas sueltas aquí y allá en las principales ciudades del mundo. De todas maneras esto no es nada con el infierno que están viviendo en Asia. Lo que en otro tiempo fueron Pekín y Tokio son ya meras ruinas. Sus cúpulas militares están dirigiendo la guerra desde los búnkers subterráneos. 3 meses después L a senadora imperial Berthousen esperaba a una sobrina suya en el aeropuerto internacional de la Urbe. La senadora paseaba envuelta en su toga de un lado a otro en los andenes exteriores. Los guardaespaldas y la policía custodiaban la zona que ocupaba la senadora. Los altavoces anunciaron la entrada en muelle de la aeronave procedente de Malasia, justo la que esperaba la senadora. En los andenes, había sólo un centenar de personas, estaban casi vacíos, así como los diques de las aeronaves. Con la mitad de la iluminación apagada, y las tiendas de la zona comercial del aeropuerto cerradas, todo tenía un aspecto tétrico y gris. La guerra y el colapso económico habían acabado con la casi totalidad del movimiento aéreo internacional. Semanalmente sólo llegaba una aeronave. Una sola allí donde en otro tiempo millares de aeronaves arribaban diariamente. La joven descendió de la nave, y ella y su tía se saludaron efusivamente. Escoltados por la policía se dirigieron a la nave. -Sí, sobrina -dijo la senadora-, ahora ya no nos podemos mover por la ciudad más que escoltados. Aunque te parezca increíble ha habido ya dos asesinatos de personas destacadas del Gobierno, sólo por la rabia de gente a causa de la terrible situación que están viviendo. La nave personal de la senadora volaba a poca altura, casi no había tráfico aéreo en el interior de la Urbe. Abajo, en las calles, se veía una megápolis degradada y sucia. Gente sentada en mitad de las calles, colas ante los lugares de distribución de alimentos, grupos gritando ante algún edificio. De pronto un resplandor y todo retumbó como si de un trueno se tratase. Una resplandeciente bola de fuego se formó lejos en el horizonte de la ciudad. Para volver a desvanecerse poco después. La nave seguía sobrevolando aquellos barrios hacia su destino. La noche invernal se echó encima. La ciudad parecía aun más lúgubre que antes, apenas había luces, sólo las moles oscuras de los edificios. Ahora, cuando la noche se echaba sobre la ciudad, verdaderamente la cubría con su manto de oscuridad, sin apenas luces que mitigaran la barbarie de todos los actos de violencia que tenían lugar en una megápolis en la que cada uno tenía que contar consigo mismo para defenderse. Las fuerzas de seguridad ya sólo protegían los lugares públicos de máximo interés para el funcionamiento de la ciudad. La nave salió de la zona de las megaestructruras y la joven pudo por fin ver el cielo sin obstáculos. -¡Tía, la Luna está roja! -exclamó señalando hacia el cielo. -¿En Madagascar todavía no ha llegado la nube? -¿Qué nube? -Ya veo que no. Verás, hace dos días, las tropas asiáticas bombardearon los depósitos de 77 una base imperial en Siberia. Millones de hectolitros de una sustancia química inflamable ardieron. Se fueron incendiando en cadena más de 300 depósitos de metahidroclorato fosfórico; bueno, creo que era eso. En fin, es una sustancia no tóxica, pero el humo formado de la combustión tiene una cohesión molecular muy fuerte. Resultado: la base sigue ardiendo, de esos lejanos depósitos sigue surgiendo una nube densa, tan negra como descomunal. Los representantes del Gobierno ya han comunicado que es impensable tratar de apagar semejante fuego. La combustión sigue y el humo se extiende a través de la atmósfera. -Y no se... disipará. -Esa sustancia gaseosa, no. Con más o menos densidad cubrirá todo el mundo durante un mes, eso han predicho los químicos. De todas maneras, la nube se mueve a muchísima altura, justo en los últimos estratos de la atmósfera. Además, esa nube de gases de combustión es una capa muy tenue. Por fortuna no es tóxica y el aire sigue como antes, sólo que con la nube por encima. De ahí que el sol luce mucho menos, la luna la vemos roja, y las estrellas... ni las vemos. Pero lo peor es la peste -dijo en tono de confidencia acercándose a su sobrina-. No te acerques a nadie pobre, ni comas nada fuera de casa, sea quien sea el que te lo ofrezca, ¿entendido? -Sí. -Las condiciones de suciedad y pobreza han provocado una enfermedad para la que de momento no hay cura, los médicos como siempre no saben nada. Le han puesto un nombre rarísimo: Sindrome Triglisimbiotno-se-qué, pero todos la llamamos la peste, sin más, porque es una enfermedad vírica. Cada día sólo en esta ciudad, mueren decenas de miles de personas. No lo sabemos con seguridad porque el Ministerio de Salud no quiere dar las cifras reales para que no cunda el pánico. Los hospitales de la Urbe, a base de traer tantos enfermos, se han convertido en focos de infección. La mayor parte del personal sanitario por más precauciones que tomó cayó enfermo. Muchos médicos y enfermeras no se acercan a los centros sanitarios alegando que están enfermos y que no pueden levantarse de la cama. Pero en realidad, lo que sucede es que están huyendo de una infección segura para la que de momento no hay cura. Te lo digo de buena tinta porque mi médico así me lo ha contado. El hace cuatro días que ya no va al hospital. Tres cuartas partes de los colegas de su departamento ya han contraído las primeras pústulas que anuncian el contagio. Por eso él ha decidido llamar y decir que está enfermo. -¿Y qué sintomas produce la enfermedad? -Vómitos, dolor de cabeza, hinchazón de vientre y finalmente manchas rojas. Después la muerte. -Tía las cosas aquí están mal, pero si vieras en Madagascar... En África todos los pequeños países independientes en un mes fueron conquistados por ejércitos imperiales. Desde que estalló la Guerra Mundial, todo son grupos de gente civil armados con ametralladoras y que tratan de recobrar la independencia. Cuando llegan las tropas imperiales, quedan aniquilados. No pueden hacer nada contra los métodos de hacer la guerra de las legiones profesionales, ni contra sus escuadras acorazadas. Pero antes o después, esas tropas son requeridas para apagar el fuego de otra rebelión en otra parte de Africa. Una semana después de irse, ya vuelven a formarse las bandas armadas. Africa está quedando desolada. -Sí, lo mismo ocurre en el cono sur americano, y en todo el continente con excepción de los Estados Unidos. Y Australia, uno de los pocos países independientes, sigue arrastrando una guerra civil que dura ya veinte años. Pero no te preocupes todo acabará. Esto es un parto, de este parto saldrá un nuevo orden mundial. Sólo habrá un Estado, SPOE. Esta es la peor guerra porque será la última, es el último esfuerzo que se le pide a la humanidad. 78 Desde entonces, siempre pensé que si yo algún día llegaba a ser emperatriz sería una emperatriz distinta. Querida por el Pueblo. No pensé en restaurar la república porque el Pueblo ya estaba desencantado de toda Política. Lo que demandaba era efectividad, no idealismos de tiempos pretéritos. Y yo quería ser no simplemente una gestora, sino una gobernante querida. Me iba a encargar de hacer cosas por mi Pueblo. Qué grandes proyectos arquitectónicos. Qué de proyectos nunca realizados. Sólo cuando se está en la cúspide del Poder uno se da cuenta de lo poco que se puede hacer. Tantos deseos. Lo único que he hecho en estos dos años ha sido continuar la guerra. Apagar fuegos. La guerra que me encontré empezada y la que después empezó muy a mi pesar. La guerra ha absorbido todas mis energías. Quizá ya no me quede más tiempo. Cómo me gustaría tener más tiempo. Cómo me gustaría ver a mi madre. Hace años que no he visto a mi madre. Hace años que no he visto a mi padre. Los dos viven. Oh, si pudiera ir a sus casas. Siento que me estoy muriendo. Nunca había experimentado la sensación de morir, pero ahora sí. No he descansado en los últimos cinco años, ahora lo haré, dormiré. Dormir. Morir. Me vienen ahora las palabras que recitaba en el teatro de mi instituto, cuando era una jovencita de trenzas: Morir..., dormir, no más. Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne. Morir..., dormir. Dormir... tal vez soñar. El Imperio seguirá, pero yo no. Su historia continua. Alma cariñosa, vagabunda, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Mi pecho... esta opresión. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos... Sí, quizá esa es la señal de que estoy a punto de morir: que estoy desbarrando, que estoy perdiendo la cabeza. Quizá ya he muerto. Pero no, oigo lejanamente la voz de unos médicos. Oigo lejanamente el pitido agudo y prolongado de una CAPITULO XXXVI -Este... peso en el pecho -pensó sintiendo un gran dolor-, es como si tuviera una piedra sobre el pecho. Quiero articular palabras... pero no oigo mi voz. Las piernas... las manos... no me responden. No las siento. No veo nada. Sola en la habitación la emperatriz Adriana yacía en una camilla en un hospital de Nueva York. Estaba en coma, los médicos habían hecho todo lo posible, pero su corazón era ya un órgano mortalmente enfermo. En esa época la entera sustitución del corazón era una ciencia casi exacta. Sin sobresaltos. Pero ella era uno de los niños nacidos con la característica Welternegativo. Característica alérgica la cual que impedía cualquier tipo de trasplante biológico o mecánico. La Emperatriz había tenido un trabajo continuo dieciseis horas al día. Ni las comidas, ni los desplazamientos interrumpían su trabajo. Hacía varios días que se sentía muy cansada. Hoy el infarto se había abalanzado sobre ella en Nueva York. En el hospital, la Guardia Pretoriana no se separaba de ella. Inmediatamente detrás de la puerta de la unidad de cuidados intensivos, catorce soldados hacían guardia. La Emperatriz estaba en coma, sin embargo, su mente pensaba con lentitud, pero con una casi total lucidez. -Qué pena no haber designado sucesor pensó Adriana-. Pero quien iba a haber imaginado que mi reinado iba a ser tan corto. ¿Cuánto llevo? Creo que dos años, sí dos años. Nunca hubiera sido emperatriz si no hubieran atentado contra Viniciano. Entonces el Emperador se encontró con la necesidad de encontrar rápidamente a alguien fiel a su persona y sin ambiciones. Alguna persona que para todos significase una solución transitoria. Aquel nombramiento de Cónsul en funciones iba a ser por un breve espacio de tiempo. Pero... qué pegajoso resulta el poder. Lo toqué un momento... y ya no se separó de la palma de mi mano. 79 máquina que está cerca de mí. Debe cada pitido ser un latido de mi corazón. Mientras oiga ese ligero pitido lejano es que mi corazón debe seguir latiendo. Son pitidos muy espaciados... e irregulares. Morir... Morir... ¿Cómo será perder definitivamente la conciencia? Tiene que ser como dormir. Sí, cada día morimos ocho horas. Después... No sé para qué me he afanado tanto. Tantas horas de trabajo, tantas preocupaciones, tantas noches de insomnio, ¿para qué? ¿Por qué quise cargar un Imperio entero sobre mis hombros? Y cuando tuve esa carga ambicioné el orbe en toda su integridad. En cuanto se anuncie oficialmente mi deceso, algunos se consumirán de ambición por llevar ese fardo insoportable... y después pensará lo que yo, cuando esté como yo. Qué locura. Qué ciegos estamos. Malditos cetros, malditos honores. La ambición es un hambre insaciable. En este momento ¿qué es lo que más me gustaría? Me vienen escenas de la cena de Navidad. Todos reunidos alrededor de la mesa. Toda la familia. Cochinillo asado, pastel de manzana. Nosotros, los niños jugando, alborotando alrededor de la mesa.Corriendo y siendo reprendidos. El calor de la casa materna, el frío de la Navidad fuera. Este es el final. La vida vale un imperio. En la cumbre de mi carrera y mi poder sólo deseo una cosa... lo que tienen todos los seres humanos, hasta el más pobre: vivir. Sólo vivir. Me he olvidado de vivir. Se me va la vida, y después de tantos años no he vivido. Qué ironía... después de tantos años, pedir un poco más de tiempo. Tiempo... esa fue la obsesión de Viniciano. El y yo íbamos a ser el nuevo Adán y la nueva Eva de una nueva era. Por lo menos eso me dijo una noche en que se emborrachó. Hemos trastocado el mundo para dar al mundo esa nueva era. En el frente, mueren cada día millones de seres humanos. Soy una afortunada en morir en una camilla. El mundo ya no volverá a ser el mundo. El mundo está ardiendo. Nosotros le hemos prendido fuego. No tenía otra alternativa. Así es el mundo. No... así lo hemos hecho nosotros. Por la utopía hemos destruido la realidad. En otras ocasiones, cuando yo estaba al frente de todo... cuántas madres lloraron a sus hijos porque dije que había que ser pragmáticos. En fin, la providencia me hizo emperatriz. Providencia... curiosa palabra. No la había usado desde hacía años. ¿Habrá una providencia? ¿Qué habrá después de la vida? La humanidad se ha hecho esa pregunta desde hace milenios, y yo estoy tan sólo a unos minutos de la respuesta. Tan sólo me restan unos metros para alcanzar el borde... donde la respuesta aparecerá clara y diáfana. Sin posibilidad de réplica. Tan solo unos metros después de tantos kilómetros. Noto que me deslizo suavemente por una pendiente sin retorno. Me van faltando fuerzas. No lo entiendo, estoy tumbada y cada vez más débil. El peso de mi pecho se hace más opresivo. Yo fui cristiana. Mi madre fue cristiana. En el año 2.183 apostató. Pero yo fui bautizada. Y me llevó a un colegio de monjas. Después también yo apostaté. Y si fuera verdad aquello. Y si he estado persiguiendo la verdad. Noto que mi pensamiento se está haciendo más lento. Es como si me durmiese... el sueño eterno, un sueño sin despertar... ¿La Verdad! ¿Y si he estado hundiendo la barca de la Salvación? Mi barca. ¿Adónde me asiré ahora? Quiero confesarme. ¿Pero con quién, si he matado a todos los curas? Es curioso que la misma que trató de acabar en la Tierra con ese poder de absolver, ahora busque ese mismo poder para librarse de la sangre de aquellos, de los únicos que tenían ese poder. Pero ya no hay curas en la tierra. Alguno queda en Japón y algún país más. Pero cómo pedirlo. ¿A quien le puedo pedir que me traiga un sacerdote? Todos pensarían que deliro. A veces, se me olvida que no puedo ya hablar. Ya no puedo confesarme. Tengo sueño, dormir... Mi pensamiento se mueve lentamente. Estoy en mi cama, pero también hoy habrán muerto un millón de cristianos, como todos los días, por mis ordenes. Cuántos he matado a lo largo de mi vida. Pero el Anticristo era Viniciano. ¿Por qué me vendrán ahora estos deseos de confesarme? ¿Serán efecto de la medicación?¿Un delirio? Pero no, quiero limpiar de sangre mis manos. Mi alma huele mal. Soy un monstruo. Noto que estoy perdiendo la consciencia. Mi olor es insoportable incluso para mí. Tengo sueño.¡Misericordia! Te pido misericordia, Dios de Israel. Sí, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. El Unico. El Santo 80 entre los santos. Me estoy durmiendo. Querría arrodillarme. ¡Misericordia! ¡Kyrie eleison! ¡KYRIE ELEISON! Jesús... y María... sed la salvación mía... CAPITULO XXXVII A LA DIVINA ADRIANA AUGUSTA, HIJA DE SCHWARKORF CONQUISTADOR DE SUDAN, SACERDOTISA DEL PRIMER CIRCULO DE DAGON, INVESTIDA POR LA XXII VEZ DE LA DIGNIDAD TRIBUNICIA, TRES VECES CONSUL. Ésta era la inscripción. Las letras, trazos rectos, capitales latinas inscritas sobre mármol. Javier González le enseñó el mausoleo a su nieto. El con su mujer y sus dos nietos estaban de visita por la ciudad imperial. -Sí, Pedrito -así seguía llamando a su nieto, aunque este ya tenía dieciséis años,después que murió la emperatriz-, fue aclamado emperador un general. Se llamaba Wolf. Reinó un año. -¿Fue ése al que su familia se le murió? -Exactamente, su familia estaba reunida celebrando un cumpleaños. Un misil cayó justamente en esa zona residencial de las afueras de la ciudad. Murió su mujer, y todos sus hijos y nietos. Wolf cayó en tal depresión que se retiró. De todas maneras, fue un emperador débil. Débil en lo personal, aunque en lo político tampoco contó con muchos apoyos –el abuelo continuó la explicación mirando a su otro nieto, que ya contaba con veinte años y por lo tanto entendía más-. Después el Senado aclamó a otro general. El general Smichdt que duró sólo un año. El no lo dijo a nadie, pero ya estaba muy enfermo antes de que lo eligieran. Después, a base de muchas intrigas se hizo con el poder Hurst. El nuevo emperador Hurst. Con el volvió a reinar la dinastía Schwart-Menstein. Y volvieron a reinar muchas otras cosas. Wolf y Smichdt no eran creyentes en Dagón, eran únicamente militares pragmáticos. Sin embargo, fueron fieles a la máxima: a tus amigos tenlos cerca, a tus enemigos más cerca todavía. 81 Así que externamente ante el pueblo, semejaron ser creyentes. Sabían, además, que una tercera parte de los senadores eran oculta o abiertamente servidores de Dagón. Pensaron que nada mejor en tiempo de guerra que aunar voluntades con un móvil religioso. Así que en lo política religiosa nada cambió. Estábamos, casi, como en los peores tiempos de Viniciano. Pero el actual emperador Hurst, antes de ser aclamado Emperador, era un secreto iniciado en los círculos de Dagón. De ahí que, poco después de comenzar su principado, todos nos dimos cuenta de que debíamos volver a aceptar un liderazgo de nuevo muy ideológico. Desde hacía varios días en el sol rojo había aparecido una extrañísima marca en forma de cruz 20 . Dos trazos gruesos y definidos, completamente rectilíneos. La sorpresa mundial fue completa. Ningún científico se explicaba aquel más que insólito fenómeno. El profesor George entró en la sala de la reunión. Una sala no muy grande, recubiertas sus paredes con todo tipo de óleos de anteriores rectores y con cuadros representando artísticamente los escudos de los sellos de las distintas facultades. Cinco grandes vitrales y una gran estatua de bronce del fundador de la universidad completaban la decoración. Todos los convocados a la reunión habían llegado ya y estaban haciendo tiempo. Los quince asistentes eran los más prestigiosos catedráticos de la universidad. El profesor tomó asiento. -Bien, profesor George -comenzó el rector tras los saludos-, le presento al profesor Laboa de la Universidad de Oxford y al profesor Verdoy de la Metropolitana de Los Ángeles. -Encantado. -Mucho me hubiera gustado convocar un gran debate académico en el aula magna con todos los profesores. Sin embargo, las interferencias estatales y los miembros secretos de Dagón pertenecientes al claustro de profesores, hubieran hecho imposible la franqueza de palabra. De todas maneras, os he convocado a vosotros que sois los máximos expertos en la materia. Tras todos los últimos impactantes hechos que llevamos viviendo en los últimos años, nos hemos reunido aquí para tratar de dilucidar una cuestión espinosa: si estamos viviendo el fin de los tiempos. No hace falta decir que estamos en petit comité, el profesor Juan de Oxford y Alfred de Los Angeles son ateos como nosotros, aquí no hay ningún dagoniano. Ni ningún cristiano, ni nada raro, ni nada que acabe en “ano”. Salvo el profesor García, que es freudiano. El último freudiano. Las risas fueron generales. El profesor García viejo amigo del rector encajó el CAPITULO XXXVIII Universidad de Harvard E l profesor George B. Russell con paso apresurado iba cargado de libros entre los anaqueles de los archivos subterráneos de la universidad. Era el típico profesor erudito que ha pasado el 85% de su vida no haciendo otra cosa más que leer e investigar. Su cara era la típica de sabio en las nubes. El profesor era un magnífico y espléndido ejemplar de rata de biblioteca. Ahora, llegaba tarde a la reunión. Había sido fijada hacía dos días, pero en el último momento el profesor pensó que todavía tenía tiempo para asegurarse de una cita, para buscar un poco más de documentación. El apresurado sabio salió del edificio de bibliotecas hacia el edificio del rectorado. Justo antes de entrar en este último, se detuvo junto a las columnas y miró hacia lo alto. Eran las tres de la tarde, el sol de un color rojizo apagado se podía mirar directamente sin deslumbrarse. La nube marrón grisáceo cubría toda la bóveda celeste. Todo estaba sumido en una especie de luz atenuada. -Humm... sigue allí -musitó para sí. 20 82 Mt 24, 30 comentario jocoso con el mismo buen humor que el resto de los circunstantes. -Es una broma, profesor García – prosiguió el rector-. En fin, lo único que quiero que entiendan es que pueden expresarse con toda tranquilidad. Profesor George le cedo la palabra. -Muchas gracias –agradeció el profesor arreglándose el flequillo con la mano-. Los números: 42, 3 y 1/2, 1.260, 7.000, 666. ¡Los números y no otra cosa nos llevan a la conclusión de que el libro del Apocalipsis es cierto! Todos somos ateos, como ha dicho el profesor Verner, pero ¿cómo explicar el que los números de ese libro escrito en siglo I se hayan cumplido en nuestra época? Pongo un ejemplo. En el capítulo 11, versículo 13 de ese libro se dice que un terremoto en la ciudad acabaría con la vida de 7.000 hombres. Esa ciudad, por el contexto de ese capítulo, es Jerusalén. En ese mismo texto, se dice que ese terremoto tendría lugar 3 días y medio después de la muerte de los dos enviados, Enoc y Elías según los Padres de la Iglesia. Ambos números se cumplieron, fueron exactos. En Apocalipsis capítulo 11, versículo 3, se dice que esos dos hombres profetizarán 1.260 días, y así fue hasta que fueron asesinados. Ni un día más. En Apocalipsis 13, versículos del 3 al 5, se afirma que una de las cabezas de la Bestia sería herida pero que reviviría por 42 meses con gran asombro de todos, justo el número de meses que vivió Viniciano. Se dice que ese hombre tendría un número en su nombre. Durante muchos siglos se han hecho muchas cábalas acerca de a quien se refería. Sin embargo, era un mensaje para el futuro. Ya saben que las creencias gnósticas de los servidores de Dagón incluyen unos sistemas cabalísticos por el que asignan un valor numérico a las combinaciones de letras. Pues bien adivinen que número sale de las letras VI-NI-CIA-NUS. -666 -exclamaron varios. -Exactamente. Bien, no voy a cansarles haciendo ahora una explicación de cómo todo lo relatado en las doce hojas de un libro escrito en griego por un judío hace miles de años se ha cumplido al pie de la letra. En cualquier caso, si los conceptos por algunos pueden ser considerados difusos, no así los números. Los números son concretos, suponen un criterio objetivo de verificación. Si uno sólo no coincide, el resto pueden haber acertado por azar. Pero si todos coinciden, ya no es azar. El Apocalipsis ha sido un libro no entendido hasta ahora porque era un mensaje para ahora. Con los hechos delante, el mensaje es claro. -¿Y cuál es ese mensaje? -El mensaje es: ESTOY AQUÍ. Es como si el dios hebreo de la secta cristiana nos dijera “estoy aquí”, “he vuelto”. Hasta aquí los hechos incontestables. Ahora la interpretación. Volvamos la vista a comienzos del siglo XXII , las masas eran ateas, a excepción de unas pequeñas minorías. Desde hace cincuenta años el esoterismo, el ocultismo, todas esa nuevas corrientes han invadido las mentes de nuestros conciudadanos. Nosotros mismos, fervientes materialistas, a la vista de lo presenciado en los últimos años, debemos reconocer que en el universo newtoniano hay algo más que átomos y moléculas. Los hechos paranormales que todos hemos visto ¿son la suma de las energías mentales de todos los creyentes?, ¿es la irrupción de una nueva dimensión en nuestro mundo, como dicen los dagonianos? No lo sabemos. Lo cierto es que nuestros ojos han visto verdaderos portentos que van más allá de las leyes físicas. Científicamente hablando, todos reconocemos que está interviniendo alguna causa que va más allá de la materia. Supongamos que se trata de una dimensión de dioses que en esta época ha irrumpido en nuestro mundo. ¿Cuál debe ser nuestra actuación? -La profesora Da Costa quiere añadir algo –le interrumpió el rector. -Me consta –dijo la profesora- por un buen amigo mío que en Roma que un grupo de senadores imperiales fueron a Palacio a ver al Emperador. Era un nutrido de personajes influyentes que iban con un único propósito: decirle que detuviera la persecución cristiana. Habían llegado al convencimiento, como tantos otros, de que la ira del dios hebreo está destruyendo nuestro planeta. Estaban verdaderamente atemorizados. Sin embargo, el punto de argumentación del Emperador fue el siguiente: Nosotros hemos hecho todo lo posible por destruir a los seguidores de ese dios, el dios 83 hebreo ha hecho todo lo posible por destruirnos a nosotros. Si fuera omnipotente ya nos hubiera destruido. Luego si nosotros hacemos todo lo posible por arrancarlo de nuestro mundo, y él hace todo lo posible por aniquilarnos, entonces es que se trata de una guerra entre iguales. Ya hemos visto qué cosas puede hacer, hasta dónde puede llegar. Resistamos y cuando acabemos con el último cristiano la dimensión en que vive ese dios quedará incomunicada con nuestro mundo. Habremos destruido el punto de intersección entre las dos dimensiones: la de nuestro cosmos material y la de la dimensión de esa entidad judeocristiana. Los senadores se fueron a su casa no muy convencidos, pero la argumentación es aceptable en nuestro actual estado de conocimiento de la situación. -Sí, de un modo más burdo esa es la opinión de la intelectualidad ante la nueva situación y ante los portentos de los últimos años dijo otro profesor. -El odio hacia la divinidad judeocristiana va creciendo de día en día en todo el planeta.añadió otro. -Sería interesante dilucidar si en realidad es una entidad o tres dioses.-añadió un tercer profesor de pelo blanco. -No nos perdamos en detalles interrumpió el decano-. La cuestión ahora es de planteamiento general. ¿Qué debemos hacer ante los nuevos hechos que están sucediendo? No es éste un interés meramente intelectual. Pensaba poner el tema sobre la mesa después... pero puedo hacerlo ahora. Quiero comunicarles que hemos recibido una orden del Departamento de Justicia compeliéndonos a la destrucción de las obras de patrología particularmente y a las opera christiana en general. Un funcionario del FBI nos estuvo explicando que es propósito del gobierno eliminar todo aquel material escrito que suponga un peligro para salud intelectual de los estudiantes. Me echó una larga perorata acerca de como en un lugar como una universidad no debe haber lugar para la superstición popista. Si queremos continuar con las subvenciones, incluso para la facultad de física o biología, deberíamos quitar de nuestros fondos toda obra cristiana. Y desde luego había una lista de títulos que eran de obligatoria eliminación: la Biblia, el Kempis, Historia de un alma, Santa Teresa de Jesús, y en fin diez o doce obras más. -Pues si se me permite mi opinión, no dudo que esos libros podríamos esconderlos, pero el claustro de profesores está minado de dagonianos. Antes o después, los descubrirán. Además, que duda cabe de que las leyes anticristianas se irán endureciendo. Ahorrémonos problemas y obedezcamos esta sandez gubernamental. ¿Qué significan doce o incluso mil libros sobre la superstición de esa secta en comparación a los cientos de miles de millones de obras de nuestros fondos? -Pero, ¿es lícito destruir una parte de nuestro conocimiento por muy errado que sea? ¿No es una parte de la historia de la humanidad? Si todos hacen lo mismo, y ciertamente el Imperio sigue expandiendo sus fronteras, el olvido borrará parte de nuestra memoria universal. Recuerden el lema de nuestro escudo: VERITAS. -Según el Nuevo Orden hay nuevo concepto de verdad como lo hay del bien o de la licitud. -Señores, ustedes pueden tener vocación de mártires, yo no la tengo. Jamás asumiré la responsabilidad de guardar libros que el Departamento de Salud Mental considere nocivos. No hay nada más nocivo para la Ciencia que el enfrentamiento con el Poder. Además, profesora Marie, usted que es tan dada a defender la veritas, ¿cree usted que podemos dañar la verdad? La verdad está alta como la luna, nuestras flechas no la rozan. La verdad seguirá existiendo por mucho que hagan por destruirla esos mentecatos en el poder. Por mi parte, que se destruyan todos los libros que haga falta. La verdad seguirá existiendo. Yo sólo espero vivir estadísticamente hasta los 87 años, y espero evitarme la mayor cantidad posible de problemas en ese tan breve espacio temporal. Vivimos en una sociedad loca. Adoran a ese mequetrefe de emperador como si fuera un semidios. ¿Las masas creéis que se preocupan por las más altas consecuciones del espíritu humano? ¡No! Se han lanzado a hacer espiritismo, a aprender todo ese aglomerado de creencias gnósticas, a practicar caseramente el espiritismo y a gritar hasta desgañitarse en las ceremonias oficiadas por el Emperador. Pues que se 84 desgañiten, que el pueblo coma lo que el gusto le pida. Yo no pienso enfrentarme a las masas. Obedezcamos la orden y vivamos en paz. Primum vivere, deinde philosophare. -¿Alguien quiere añadir algo más? -dijo el rector. Pues visto el panorama creo que hay un amplio consenso en que nadie asume la responsabilidad de guardar esas obras del pasado popista. Pasemos a otro punto. El futuro estaba contenido en esas doce páginas del final de la Biblia. ¿Cómo es posible eso doctor George? -Pienso, y es sólo una hipótesis, que ese dios hebreo nos ha enviado una maldición a través de la Historia, por medio de sus seguidores, perdón, por medio de la fuerza mental de sus seguidores. Esa fuerza cerebral, desconocida, que es la suma de tantos millones de sus seguidores, ha logrado quebrar las leyes físicas en algunos momentos y lugares. Esto y no otra cosa han sido los hechos inexplicables que todos hemos visto. Ah, y eso sin contar con ese dios tal vez sea la mera acumulación de la fuerza mental de sus seguidores. Sin embargo, en mi opinión, si nosotros hacemos un esfuerzo similar pero en sentido contrario, es decir, si nos esforzamos en destruir el dominio de ese dios monoteísta y excluyente, entonces venceremos. -¿Y en qué consistiría ese esfuerzo? -Esta claro, en destruir toda traza de cristianismo en la historia. -Pero no es posible destruir el cristianismo sin acabar con los cristianos. -Efectivamente. Por eso es un esfuerzo. Debemos olvidarnos de obsoletos bloqueos morales. Una terrible maldición planea sobre nuestra época histórica. La peste, la sangre, el agua amarga, las conmociones astrales, todo son frutos de la maldición bíblica. Todas esas cosas consideradas por separado carecen de sentido. Pero en conjunto, a la luz del libro de Juan, aparece su interconexión. Todo son castigos menores formando parte de un castigo mayor, un castigo universal. Nos enfrentamos a la ira divina. Por lo tanto, hemos de erradicar esa pestífera doctrina cristiana aniquilando a los portadores de ese virus. Sólo entonces, la conexión entre nuestro cosmos material y la dimensión espiritual del dios que habló por vez primera a Abraham, quedará truncada. Es más, no sólo hay que matar a los cristianos. Sino que incluso yo que soy uno de los máximos expertos mundiales en cristianismo, no dudo en afirmar que hay que destruir todo libro que contenga la doctrina de ese Evangelio predicado hace veintidós siglos. Si dejamos el virus en los libros nunca podremos estar seguros de que varios siglos después que muera el último cristiano, alguien en una biblioteca se convierta. Y que ese dios hebreo maldecidor vuelva a tener una puerta por la que entrar en este mundo. Un mundo que será ya libre de trabas morales, un mundo que disfrutará de todos los goces que la vida ofrece sin ningún remordimiento. Un mundo que se preocupará de las realidades intraterrenas, sin imaginarias preocupaciones acerca de un mundo ultraterreno con un juicio divino. Un mundo libre, al fin, después de tantos siglos. Las leyes de la naturaleza animal han estado suspendidas en la Humanidad durante la era cristiana. Matemos a esos enfermos psicológicos y devolvamos la libertad a las conciencias. Señores, no es un asesinato, es una eutanasia. Las palabras del profesor George rebosantes de convicción habían causado un gran impacto en todos. Un silencio completo se instaló en la sala. -Profesor George -dijo finalmente la profesora Marie-, sé que lo que voy a decir es sólo una hipótesis que no se realizará nunca, pero si el gobierno decidiera acabar con las obras de arte que expresan el cristianismo ¿qué deberíamos hacer? ¿Deberíamos destruir la pintura del Juicio Final de Miguel Angel?, ¿su Moisés?, ¿los Diez Mandamientos de Cecil B. De Mille?, ¿deberemos arrasar Notre Dame? Además, usted que quiere acabar con todo escrito popista ¿sabe usted cuántas inscripciones latinas hay en los tímpanos románicos, en las catedrales, en los frescos? -Unas cuantas -comentó incómodo el obeso profesor Bertrand experto en esa materia. -Millares y millares. Pero no sólo eso, debería destruir incluso los testamentos civiles. He leído muchos escritos jurídicos medievales que comienzan diciendo: En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Para crear ese futuro aséptico, profesor George, 85 tendría que acabar con buena parte de las pinacotecas. Ah, e incluso con la música. Si destruye la literatura cristiana pero deja grabada la Pasión según San Mateo de Bach o el Requiem de Mozart, aunque sólo dejara esas dos obras como dos islas, sin pautas para la interpretación del mensaje, esas dos obras dentro de varios siglos iban a suscitar dudas, tesis doctorales y quién sabe si alguna conversión. Si quiere construir ese futuro esterilizado tendrá que esterilizar también el pasado. ¿Cómo explicaremos la Edad Media? Una cosa es silenciar una parte de nuestro conocimiento, pero otra cosa es extirparlo como nos proponía usted. -Podemos primero acabar con los portadores del virus, después podemos empezar un proceso de deconstrucción del conocimiento del cristianismo. Dejando los significantes, pero sin nadie que conozca las claves de su intelección.-repuso el profesor Bertrand. -¿Pero... y la verdad? -¿Qué es la verdad? -prosiguió el profesor Bertrand-. Buscamos la verdad porque consideramos que es un bien para la sociedad, si la verdad se convierte en un mal, o al menos en un peligro, entonces... silenciémosla, después deformémosla, y finalmente acabemos con ella. ¿Se da cuenta? si lo conseguimos a escala mundial sería la primera vez que una sociedad decide acabar conscientemente con una parte de la verdad. Si lo logramos, ¡acabaríamos con una parte de la verdad! El conocimiento definitivamente perdido no es llorado por aquel que no recuerda haberlo tenido. ¿Por qué recordar una pesadilla? ¿Por qué recordar la oscuridad y el dolor? Administremos la verdad. Construyámosla, en vez de sólo buscarla. -Créame, la verdad está muy por encima de sus manos. -le contestó muy seria la profesora Marie. -Oh, entonces razón de más para que actúe sin remordimientos -respondió alegre el profesor Bertrand. L gubernamentales en su plan docente en todo lo que de alguna manera tocara el tema de la Europa cristiana. Se levantó la sesión y todos los profesores fueron levantándose de la mesa. Ya todos habían salido de la sala. Sólo el profesor George seguía recogiendo los libros y papeles que había utilizado durante la reunión. En la presidencia de la mesa un rector pensativo ocupaba todavía su silla. No quitaba ojo al atareado profesor George que ponía orden en los papeles marcadores de sus libros. Finalmente, el rector se levantó y por detrás del profesor le preguntó intrigado. -George... hay un número que no has dicho en la reunión. El profesor George le miró sorprendido -No me digas -prosiguió el rector- que en algún lugar, en algún versículo muy pequeño, entre las 1.500 páginas de la Biblia, entre todos esos números, no se dice cuánto falta para el punto omega. El día de la destrucción de esta, para ellos, nueva Sodoma y Gomorra. -Créeme, Martin, no aparece. Nadie sabe ni el día, ni la hora. Sin embargo, sí que aparecen dos cosas: una en Apocalipsis capítulo 17, versículo 12, la otra aparece en dos lugares, en Daniel capítulo 12, versículo 11 y Daniel capítulo 9, versículo 27. Según la primera cita la Bestia que descansa sobre la ciudad de las siete colinas tiene diez cabezas que son diez reyes. Eso significa que después de éste, sólo quedarán dos emperadores más. Las profecías de Daniel dicen claramente que se hollará la Ciudad Santa, el Templo y que la oblación quedará suspendida. Ese Templo es el templo central del Reino de la Nueva Alianza.Y la nueva ciudad santa ¿cuál es? -¡Roma! -Correcto. No puede ser Jerusalén que ha sido hollada por los infieles desde la época de la expansión musulmana. No puede ser el antiguo templo herodiano porque la oblación cesó desde el año 73 de nuestra era. Sólo hay un templo que pudiéramos denominar central en la nueva era dominada por la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Y ese es el templo en el que descansan los huesos del apóstol Pedro: el Vaticano. -La oblación de la Nueva Alianza es el sacrificio eucarístico, la Misa. Pero, un a discusión duró todavía una hora más. En aquella reunión se decidió, con más o menos entusiasmo según las personas, que la universidad seguiría las directrices 86 momento... ¿por qué está tan seguro de que la profecía de Daniel se aplica al tiempo apocalíptico? Puede referirse a algo ya pasado. -Es seguro que está hablando de nuestros tiempos porque Jesucristo en el Evangelio de San Mateo habló del fin de los tiempos, en el capítulo 24. Y al explicar los tiempos apocalípticos dice literalmente esta frase: Así que cuando veáis el sacrilegio devastador anunciado por el profeta Daniel entonces... -¿Y qué dice el profeta Daniel acerca de la fecha? -El libro de Daniel no da una fecha. Pero afirma claramente en esos dos versículos que la oblación cesará durante 1290 días. Eso en el capítulo 12, versículo 11. Y en el capítulo 9, versículo 27, se dice que se suspenderá por media semana. En el resto del capítulo, se explica que el rey perseguidor del Pueblo Elegido hará una alianza durante una semana. No puede ser una semana de siete días, se refiere a una semana de años. Luego la media semana son tres años y medio, adivine cuántos días es ese lapso de tiempo. -¿Los 1290 días? -Sí. -La oblación cesó en cuanto el emperador Viniciano invadió por segunda vez el Vaticano y se llevó presos a los cardenales reunidos en cónclave. -No. Se detuvo a los cardenales, pero el estado de la Ciudad del Vaticano seguía siendo un país independiente. Los oficios divinos continuaron regidos por los monseñores de las congregaciones. -¿Congregaciones? -Sí, es igual, no nos detengamos en palabras. El Imperio no decidió entrar en el Vaticano hasta que se generalizó la persecución contra los cristianos. Eso sucedió al final del reinado de Viniciano. Es entonces cuando todos los sacerdotes son hechos prisioneros y el Estado de la Ciudad del Vaticano queda anexionado al Imperio. Los soldados hicieron guardia ya permanentemente dentro de la Basílica. Hasta que se cerró definitivamente después de la Abominación de la Desolación. -Resumiendo, ¿cuánto tiempo nos queda?-el rector comenzaba a ponerse nervioso. -Algo más de un año. -¿No puedes ser más preciso?-preguntó algo enfadado. -Nadie sabe ni el día, ni la hora. El profesor George comenzó tranquilamente a hojear un libro, buscando una cita que quería leerle. Después de un poco, continuó explicando. -Lo único que le puedo asegurar es que la profecía de Daniel dice, y cito literalmente: desde los tiempos en que cese el sacrificio perpetuo y sea establecida la abominación de la destrucción, pasarán mil doscientos noventa días. O sea, que o quebramos las profecías de ese dichoso libro antes de que se cumpla ese plazo, o vendrá el fin del mundo. -¿Es que no estamos ya viviendo el fin del mundo? -Sí, pero todavía no se ha derramado la séptima copa de la ira divina, ni en plenitud se ha abierto el sexto sello. Además está todavía sonando la cuarta trompeta.Hemos de evitar por todos los medios llegar al punto omega. En el que se habrá abierto el VII sello, se habrá derramado la VII copa de la ira divina y en el que habrá sonado la VII trompeta del Apocalipsis. -¿Cuál es la séptima trompeta? -La resurrección general de todos los muertos. El rector de la universidad de Harvard quedó fuera de sí. Comenzó a llorar mientras se sentaba en la silla de la lado. Mientras tanto, en medio de los sollozos, musitaba: “hemos de detenerlo, hemos de detenerlo”. Al cabo de un minuto, se rehizo, alzó su cara de entre las manos. -George, hemos trabajado juntos durante los últimos veinte años. A veces... a veces... me pregunto si ese dios judeocristiano... no será... el... Omnipotente. -Martin... ¿es posible que exista un ser infinito? -Pero... -No, no, ten fe en mí, es imposible. Además, hemos jurado que jamás nos arrodillaremos ante nadie. Somos hombres libres, ¿recuerdas? Si existiera un ser infinito deberíamos ser sus servidores, y nosotros no serviremos a nadie. –le miró con una sonrisa confortadora en la 87 cara-. Venga, ¡ánimo!, no te preocupes, haremos todo lo posible para detenerlo. enemigo a menos de 50 kilómetros de distancia, la nave desplegaba todos, o parte, de sus misiles en el exterior. Cada misil se colocaba en un punto prefijado, a unos 80 metros de la nave de donde había salido, y esperaba con los motores apagados. La nave enemiga hacía otro tanto desplegando todo su poder de fuego. Cuando todo el material balístico estaba ya fuera de la nave suspendido en el espacio, se daba la orden de ataque. En tres segundos, todos los misiles se lanzaban a las coordenadas ocupadas por el acorazado enemigo. A 50 kilómetros de distancia el enemigo no es visible a la vista. El oponente por su parte lanza sus misiles. Cuando los misiles se acercan a su blanco van siendo destruidos por misiles más pequeños, por los misiles antimisiles. La razón de desplegar todo el fuego de combate para lanzarlo de una vez, es porque esa es la única manera de poder atravesar el filtro de los proyectiles antimisiles. Cada misil es un misil inteligente, una vez lanzado actúa por su cuenta. En el primer medio minuto ningún misil hace blanco en la nave enemiga. Pero después de ese tiempo, se va reduciendo el número de misiles antimisiles, y entonces empieza alguno que otro a hacer impacto. La coraza resiste por un tiempo, pero al final alguno logra penetrar la coraza, y en cuanto uno hace impacto en el interior, bien sea que alcance algún almacén balístico no utilizado, bien sea que alcance los tanques de combustible, el resultado es la completa destrucción del acorazado. Por supuesto nada, más que otro acorazado, podía hacer frente a estos ingenios. Estos acorazados eran el arma estrella de las superpotencias. Si recibían orden de atacar un ejército en tierra, sólo tenían con sus satélites espía que determinar las coordenadas de la superficie terrestre donde se encontraban las fuerzas enemigas, desplegar su poder balístico, y lanzarlo de golpe. Diez minutos después, sobre los soldados adversarios caería una auténtica lluvia de misiles que arrasaría el terreno. CAPITULO XXXIX A 3.100 kms. de distancia de la Tierra, lenta y silenciosamente se movía en el espacio el acorazado orbital Kuri. El emblema rojo y blanco del Sol Naciente cubría la popa de la nave de guerra. Los acorazados orbitales eran los pesos pesados del material bélico de las superpotencias terrestres. Antes de que empezara la guerra, únicamente llegó a haber ocho de estos mastodontes, ahora ya sólo quedaban dos: el Kuri de bandera japonesa, y el Ronald Reagan de bandera estadounidense. Explicar qué eran estos acorazados es cosa bien simple. Cada uno de ellos era un gigantesco hangar de cientos de miles de misiles de todos los tipos y tamaños, rodeado de una impenetrable coraza. Externamente la forma de los acorazados era elíptica, una elipse de formas redondeadas. La coraza de estos ingenios colosales tenía un grosor de diez metros, usualmente tres capas de roca comprimida y tres de acero. Lo normal era que la envergadura total de la nave no bajara de los tres kilómetros. La tripulación: sólo 50 hombres, los técnicos necesarios para mantener en activo el letal cargamento. La velocidad de movimiento de estos gigantes era lentísima, 200 kms por hora. No en vano el peso que movían los reactores era de 993.366 toneladas, como el peso de tres Empire State Building juntos. Por supuesto semejantes estructuras eran construidas en el espacio, su peso no les hubiera permitido vencer la gravedad terrestre. Ni siquiera podían descender a una altura menor de 2800 kilómetros de la Tierra, bajo riesgo de no poder detener la caída hacia el planeta. Cuando dos acorazados entraban en combate entre sí, el sistema de ataque era el siguiente: En cuanto los radares detectaban al A 88 hora el acorazado Kuri se acercaba a la base geoestacionaria Nueva California. Esta base geoestacionaria era la última que quedaba en el espacio. De las cinco que orbitaban alrededor de la Tierra en el año 2180 todas habían sido destruidas en el transcurso de la guerra mundial en curso. En ninguna guerra se había atacado a las bases espaciales porque se consideraban que eran una consecución de la humanidad. Construirlas había costado un inmenso esfuerzo durante más de un siglo, destruirlas era sencillísimo. Pero esta guerra no había respetado nada. Ahora los japoneses se acercaban para destruir esta última base en represalia por la destrucción de Tokio. A toda máquina el acorazado Ronald Reagan se dirigía hacía allí, pero a pesar de todos sus desesperados esfuerzos, a 200 kilómetros por hora no llegaría hasta dentro de ocho horas. La gigantesca silueta del Kuri se recortaba en la todavía más colosal silueta de la base geoestacionaria. La base era una ciudad de tres millones de personas. Población que se distribuía en el extenso conjunto de anillos giratorios que proveían de fuerza gravitatoria al interior de los anillos, en donde se encontraban los edificios. El acorazado se aproximaba suave y lentamente hacia la mole de Nueva California. La silueta negra del aparato militar se recortaba entre las miles y miles de pequeñas luces de la base espacial. El astro rey se encontraba en el lado opuesto, así que la base mostraba su lado oscuro. Como fondo de la silenciosa escena, el Planeta Azul. El acorazado de pronto se detuvo. El silencio en el espacio era total. La Luna, lejos, en el horizonte. Quietud. Silencio. 8 horas después Puente de mando del acorazado orbital Ronald Reagan E n el puente de mando, unos treinta técnicos, cada uno sentado enfrente de su pantalla de ordenador. En el frente de aquella gran sala semicircular que era el corazón de la nave, había una gran pantalla de diez metros de alto. En la pantalla, multitud de dígitos y gráficos, (además de una videovisión panorámica del exterior), todo un resumen de la situación dentro y fuera del aparato. El coronel era alto y delgado, su rostro alargado frío y seco, con una cara semejante a la de Clint Eastwood. De pie con las manos en la espalda, seguía todas las operaciones en la gran pantalla enfrente suyo. Los acorazados orbitales en el ejército USA se consideraban bases militares, de ahí que el mando máximo de cada una fuera un coronel, bajo el cual se encontraban cuatro capitanes. En esa “base” las graduaciones que regían eran las de la Infantería Un soldado se acercó al coronel. -Coronel -dijo saludándole militarmente-, hemos localizado ya en el radar al Kuri. -Comiencen el despliegue balístico ordenó glacialmente. Un oficial se acercó al puesto del coronel, de pie como él se colocó a su lado mirando hacia la gran pantalla. El acorazado se consideraba una base militar por eso las graduaciones que regían eran las de Infantería. -¿Todo sigue su curso?-preguntó el coronel sin dejar de mirar a la pantalla. -Sí, señor. -Bien. Dentro de media hora sólo quedará uno de los dos acorazados en el espacio.-comentó impasible el coronel. -¿Nervioso? –le preguntó levantando una ceja y volviendo la cabeza para mirar al capitán. -No. -Lo celebro. Sabes, William, en mi camarote guardo una espada que perteneció a un oficial napoleónico Antes la guerra era sucia, se pasaba frío, había que andar jornadas inacabables. Ahora yo soy el dios Marte. Ni una gota de sudor corre por mi frente y, sin embargo, a una orden mía puedo De pronto, cuatro estelas rojas rasgaron la oscuridad del espacio. Cuatro misiles nucleares se dirigían rectilíneos y raudos a hacer blanco en la base. Diez segundos después, cuatro inmensas esferas de energía aparecían arrasando toda Nueva California. Seguidamente, una serie de explosiones en cadena acabaron con lo poco que quedaba. Tras unos minutos, el acorazado volvía a ponerse en marcha, lenta y silenciosamente se alejó. Detrás de sí ya no dejaba más que hierros retorcidos y alguna que otra instalación perdiendo todo su oxígeno. Nueva California de ser presente pasaba a ser historia. 89 desencadenar un infierno. Un infierno como no lo imaginaron jamás los clásicos. Ni Homero, ni Virgilio. Hasta el dios Marte se sorprendería de mi poder. Y, a pesar de tanto poder, la batalla aquí parece un videojuego. En medio de la batalla, si quiero, puedo ordenar que me traigan un té y unos bombones. Por otro lado, si muero, será un instante. Los 10.000 grados de la onda de calor me volatilizarán en unas décimas de segundo. Sí, yo soy Marte -se dijo a sí mismo con satisfacción el coronel sin dejar de mirar a la gran pantalla. Todo el rato hablaba casi sin apartar la mirada del desarrollo del prefijado plan de ataque, tanto el coronel como el capitán mantenían la conversación mirando al frente-. Según la cosmología clásica éste es el cielo de Marte. Los dioses se movían en cielo por encima de la bóveda celeste de color azul que veían. Es decir, el lugar que ocupamos nosotros. El Emperador juega a ser Zeus, y nosotros jugamos a ser Marte. De hecho, la familia imperial es la familia de los dioses olímpicos. Un deseo y lo que quieren lo tienen. Fromheim, por sus negocios de propiedad personal, tenía una renta diaria de más 100.000 millones de euros. ¿Quién puede gastar tanto en un día? ¿No es eso ser más que Zeus? El Zeus de Homero nunca tuvo ni la mitad de las cosas que tuvo cualquier emperador. Ni siquiera las soñó. ¿Pudo soñar el Zeus homérico con escuchar acordes sinfónicos con sólo tocar un botón? No sabía ni lo que era la música sinfónica. ¿Pudo Homero imaginar una guerra como ésta? -Sí, la guerra se ha transformado en algo técnico -comentó sin mucha brillantez el capitán que no se extrañaba de que su coronel se pusiera a hacer profundas reflexiones. Estaba acostumbrado, sobre todo en la cena, a oír sus reflexiones. Los dos contemplaron en silencio, durante unos instantes, la videovisión panorámica de todos los misiles inteligentes, sondas, antimisiles, señuelos y demás aparatos que se desplegaban en el exterior de la nave. Todo se posicionaba por sí solo en una imaginaria cuadrícula delante de la nave. Allí paraban motores hasta recibir la orden de fuego, la orden de salir disparados a estrellarse contra el enemigo. -¿Sabe en qué pensaba ahora?-preguntó el capitán. -¿En qué? -Viendo todo ese material de última tecnología, todo tan especializado. Todos los misiles de cabezas múltiples, los DDW-3, los RK, los proyectiles con hipersensores... en fin, todo eso de ahí delante. Pensaba en lo mucho que hemos avanzado desde que Caín mató a Abel de un golpe de piedra en la cabeza. -¿Caín y... Abel? -Ah, es cierto... son dos figuras de la mitología judeocristiana. El coronel puso cara de desagrado y volvió su vista hacia la pantalla central. -Como entra dentro de lo posible que al final de este día no existamos -dijo el capitán-, voy a confesarle algo. Siempre me he considerado un técnico, no un militar. Me metí en el ejército por dinero. La mejor oferta me la hicieron ellos, los del Departamento de Defensa, si no ahora estaría en la Corporación Wellshire. ¿Y usted? -Yo no. Soy un militar de vocación -fue la concisa respuesta del coronel. -¿Puedo preguntarle algo muy personal? -Cuando un soldado va a entrar en combate y ve los ojos de la muerte enfrente, se puede preguntar cualquier cosa. -respondió el coronel sin mostrar ninguna emoción. -¿Es usted dagoniano? -Después de todo este tiempo juntos, ha visto algo que le ha hecho sospechar, ¿eh?. Pues sí, soy un creyente en el dios Dagón. Le he dado culto en secreto, nunca públicamente. Un soldado se acercó y le saludó marcialmente. -Señor, despliegue completado. -Abran fuego. En ese momento, el coronel sintió algo muy especial. Era la orden de ataque que se daba desde el último acorazado orbital de los Estados Unidos contra el postrer acorazado que existía. Después de aquella orden, ya no habría ninguna orden más como aquella. Sólo quedaría uno en pie. Dada la situación económica de allá abajo, quizá se tardarían generaciones en que alguna nación construyera otro acorazado orbital. Sí, aquella orden era un orden muy especial. Y ya 90 había sido dada. Decenas de miles de estelas rojas surcaron el espacio hacia un punto en el horizonte. A 2.000 kilómetros por hora los misiles se lanzaban ansiosos por hacer diana. -No crea que aunque sea dagoniano no amo mi patria. Para mí, mi nación es la más grande, la más bella, la más poderosa. Estoy seguro de que en el futuro recobrará la independencia... y que volverá a ser una vasta tierra de bosques, praderas y ríos. ¿Le espera alguien allá abajo? -No. Pertenezco a ese 50% de la población soltera por opción –respondió el capitán. -A mí ya no me espera nadie –comentó el coronel-. Odio a los japoneses. Un misil nipón cayó sobre mi casita en Connecticut. Mi mujer, mis dos hijos, mi madre. -Lo siento. Inesperadamente un horroroso estruendo sonó a lo lejos, el puente de mando retumbó. -Este impacto nos ha debido atravesar por los menos seis metros de coraza en un diámetro de 50 metros.-dijo para sí el coronel. -Hasta ahora hemos recibido 41 impactos –le comentó el capitán leyendo la pantalla-. Mire allí, una sonda ya nos manda imagen visual del acorazado japonés. -Es inmenso. -Verdaderamente una mole. Fíjese, otros tres misiles nuestros le acaban de impactar. No deja de ser admirable que esa gente siga luchando. -¿Admirable? -repitió algo incómodo el coronel. -China sigue en pie. Pero Japón... Hemos destruido casi todas sus ciudades. Su población civil son caravanas de refugiados huyendo a otras zonas. En cierto modo, no tienen ya un país por el que luchar y, sin embargo, continúan la guerra. -Es su forma de hacerse el hara-kiri, es un hara-kiri kamikaze. Por eso no debemos dejar ni uno. -Era un pueblo noble. Fiel a sus tradiciones. Podíamos haber aprendido mucho de ellos. Siempre sentí una gran admiración hacia ellos. -De todas maneras, en el fondo ésta no es una guerra contra la Unión Asiática. -Ahora comprendo que para usted todo este conflicto mundial es una guerra entre los dagonianos y los no dagonianos. -No, tampoco. No es una lucha de los dagonianos contra los no-dagonianos, en Japón el 15% de la población era dagoniana. Es una lucha entre el Viejo Orden y la Nueva Era. Es el fin de Piscis. Un mundo nuevo resurgirá de las cenizas. ¿Ha leído La Conspiración de Aquarius? La Nueva Era, la Era Gnóstica, no triunfó en el siglo XXI porque no destruimos el viejo mundo. Sólo cuando cayó el Imperio Romano entramos en la era de Piscis. Ahora hemos comprendido que sólo de las cenizas surgirá el Nuevo Orden. -¿Y si no? -Si no... sólo he cumplido con mi deber. Yo obedezco órdenes. -No sé si es moral. -Déjese de conceptos trasnochados replicó el coronel, como siempre autoritativo-. Estamos por encima del bien y del mal. Las bases orbitales habían sido consideradas un patrimonio de la humanidad, en ninguna guerra habían sido atacadas. Sin embargo, ahora estamos en una guerra total. Es la madre de todas las guerras, es la guerra de las guerras. Cualquier guerra antes de esta fue un juego de niños, como dos vecinas gordas que se agarran de los pelos. Esto es el final de una civilización... para dar comienzo a otra. Ya nada volverá a ser como antes. Si no fuera porque les despistaría de sus tareas, ahora mismo les daría desde aquí un discurso. -¿A quienes? -A la tripulación, a nuestros hombres. 20 siglos nos contemplan desde estas pirámides. Qué modesto era Napoleón. ¡20 siglos! A partir de ahora la humanidad entrará en un proceso de perfeccionamiento indefinido. La Tierra se transformará en un cielo olímpico. Estoy convencido de que esta guerra no se prolongará más allá de medio año. Le doy mi palabra de honor de que esta será la última guerra de la historia. -¿Y si se ha equivocado? El coronel le miró incómodo, pero con una mirada de águila. 91 -Le aseguró que no le pediré perdón.sentenció finalmente. En la imagen de la pantalla gigante se veía claramente como cada vez más misiles americanos impactaban en el acorazado nipón. El stock de misiles defensivos se les estaba agotando. En un momento dado, un misil logró atravesar una parte de la protección de acero del acorazado japonés. Tras desaparecer el primer fulgor del impacto, comenzaron a aparecer otros brillos, pero estos ya desde dentro del acorazado. Las explosiones en cadena habían comenzado. Diez segundos después, el acorazado nipón entero saltó en pedazos en un formidable estallido. La imagen del estallido fue captada en directo dentro del Ronald Reagan y fue seguida de un alborozado entusiasmo. Después de las felicitaciones, todos volvieron a sus puestos. El acorazado japonés había desaparecido pero unos 2.000 objetos bélicos con cabeza inteligente seguían surcando el espacio en dirección a la nave estadounidense. CAPITULO XL L os iniciados en el primer Círculo de Dagón estaban reunidos en una sala del Templo del dios. La sala era enteramente de piedra. Los trece miembros estaban sentados en círculo, en el centro había sobre el suelo una pequeña estatua de jade de la Bestia sobre un pedestal. Alrededor de los asistentes, sobre el suelo, un segundo círculo de velas gruesas como cirios. -Hermanos, ya sabéis que la mayor parte de los judíos hicieron sus negocios a través de no judíos cuando se impuso la presentación de la marca para comprar o vender cualquier cosa. Incluso los menos pudientes tuvieron que hacer la compra a través de segundas personas. Sin embargo, desde que nuestro hermano Leviatán ese era el nombre de iniciación del emperador Hurst-, aquí presente, alcanzó la máxima magistratura se ha observado una notable salida de judíos hacia el extranjero. -¿Hacia dónde? -Hacia el estado de Israel. Pero aquí no acaba la cosa. Nuestro embajador en esa nación nos ha informado que están construyendo un gran campamento. En realidad, llevan contruyéndolo hace meses. Es una gran superficie de tierra, de forma cuadrada, cada lado tiene 100 kms. En el centro exacto está Jerusalén, y más concretamente la explanada del Templo Davídico. En el perímetro de ese gran cuadrado, se está edificando una muralla rodeada de todo tipo de trincheras, fosos, minas y un largo etcétera de sistemas defensivos. Es una fortificación notable. En el interior de ese gran cuadrado están alojando a los millones de judíos que han afluido, y siguen afluyendo, del mundo entero. Dentro de ese perímetro están acumulando todo tipo de material de guerra. Pero eso no es todo. Ya sabéis que los dos últimos y breves emperadores tuvieron una política ambigua respecto a los cristianos. Por un Nadie se apercibió, pero sin explotar un misil nipón se había incrustado en la inacabable extensión que era la coraza de la nave USA. Del misil salió un pequeño artefacto de medio metro de envergadura, con una lejana semejanza a un cangrejo. Sus patas se sujetaban magnéticamente a la capa exterior de acero del acorazado. El ingenio con lentitud fue avanzando por la coraza durante un cuarto de hora. Finalmente, cuando su visor detectó una de las dieciséis compuertas de salida de misiles se introdujo por ella. Tres minutos después de internarse por el pasillo de salida y posteriormente por el interior de las bodegas, hizo explosión. La reacción en cadena fue inmediata. El acorazado Ronald Reagan, él último ingenio orbital en activo, se deshizo completamente en medio de una gigantesca e infernal bola de energía. 92 lado, detuvieron su aniquilación en los campos de concentración, pero por otro no los libertaron. Nuestras presiones lograron que al final ordenase que se continuase con la deportación de los cristianos pertenecientes a naciones conquistadas a los campos de concentr... -Hermano Asmodeo -le interrumpió uno de los presentes, más importante que él-. Ya sé a donde quiere llegar. Le aseguro que las HH.AA. están haciendo ahora todo lo posible para acelerar el número de cristianos eliminados cada día en los campos de concentración. Así que continúe con el tema de Israel y deje ese otro asunto. -Pues bien -prosiguió un poco incomodado el que había sido interrumpido-, el resultado es que muchos cristianos de países fronterizos al Imperio están huyendo a Israel. Ahora mismo Israel está lleno de cristianos de todo el mundo, sin contar con la asombrosa e increíble realidad de que los mismos judíos se han hecho cristianos. Cosa que jamás habíamos esperado. Esos son los hechos. Ahora nos corresponde a nosotros el decidir qué hacer. millones y millones. Varias de estas inmensas nubes se comenzaron a extender en varias direcciones. Los hermanos dagonianos del Primer Círculo seguían su reunión en lo más profundo del Templo. De pronto, alguien comenzó a golpear por fuera la puerta de hierro. Un hermano se acercó a abrir la puerta que sólo se podía abrir por dentro. -¿Qué pasa? -Siento interrumpir la reunión -dijo alterado el otro servidor del templo-, pero agentes del Ministerio de Defensa han llegado al pórtico del templo y han dicho que es urgente que llamen al Emperador. El Emperador sin prisas pero preocupado, salió hacia afuera quitándose las amplias ropas rituales. Un minuto después, estaba fuera del templo, salía el Cónsul Máximo entre las columnas jónicas del pórtico blanco. Una larga y ancha escalinata descendía desde aquella fachada meridional. Justo allí, le esperaban cuatro agentes. -Señor -le saludó uno de los agentes-, creo que debe montar en la aeronave y por el camino le explicaré qué ha sucedido. -¿Es tan grave? -Sí, señor. Sentados dentro de la nave y rumbo hacia la base militar más cercana encendió la pantalla de televisión e introdujo una cinta. -Señor -le explicó el agente-, la policía de varias regiones de centroeuropa ha pasado una información al ejército tan asombrosa, que al poco nos han llamado a la sección de experimentación para ver si era algún proyecto secreto del que supiésemos algo. Nosotros nos hemos pasado la última media hora confirmando la información. Finalmente,el General Herwer ha decidido que fuéramos a buscarle y se lo explicáramos por el camino. La filmación que aparecía en pantalla mostraba una nube de langostas acercándose a Viena y cayendo sobre la población. La gente corría por las calles despavorida mientras las langostas se abatían sobre ella. Mientras ellos comenzaban la discusión ignoraban que algo había sucedido hacía dos horas en un lugar remoto de Hungría. En una llanura cerca de Szeged, cayó algo del cielo. Al chocar con la tierra se levantó la llanura como si una roca hubiera caído sobre un estanque. Lo que cayó debió penetrar hasta las profundidades, como el hierro candente la cera. Se había abierto el pozo del abismo. Después, todo quedó en calma y en silencio. Al cabo de un cuarto de hora, una humareda subió del pozo. El humo comenzó a oscurecer el sol y el aire. De la humareda, saltaron a tierra unas langostas. Tenían forma de langosta, su tamaño era un poco más grande, como de un palmo de la mano era su longitud. Sin embargo, por increíble que parezca su cabeza era cabeza humana. Una cabeza que miraba con furia y odio. Sus cabecitas tenían largos cabellos, sus anchas bocas mordían21. Del humo salía una auténtica nube de insectos que por donde pasaba oscurecía el sol, 21 -¿Qué..., qué les hacen? -preguntó el Emperador. Ap 9, 1-11 93 -Telefónicamente nos han dicho que las langostas tienen un aguijón en la parte de atrás con el que inoculan una sustancia. Hemos llamado a los hospitales. La picadura produce los mismos síntomas, y dolores, que los del escorpión africano común. Hay decenas de miles de personas en hospitales, hasta ahora no ha muerto nadie. -Pero, ¿cómo pueden tener esa cabeza tan extraña? ¡Es una diminuta cabeza humana! Esto tiene que ser fruto de la ingeniería genética de los laboratorios japoneses. -Sí, es inexplicable. Lo único cierto es que a este ritmo llegarán a la Urbe en un par de horas. La gruesa capa del humo de la guerra que cubre las capas altas de la atmósfera nos impide hacer un seguimiento con los satélites espía. Pero se extienden en todas las direcciones de Eurasia. -Adviertan a la población que se cierre en sus casas. CAPITULO XLI Una cuarta parte de la humanidad había muerto por el hambre, la peste, las fieras y la guerra22. ................... 28 de Julio año 2212 Llanuras centrales de Asia. E l cielo completamente marrón. La capa de humo estratosférico, provocada por todas las combustiones de la guerra, había provocado un innatural invierno en pleno verano. Las bocas expelían vaho, y de vez en cuando caían finos copos de nieve. Veinte millones de hombres, esa era la cantidad de soldados que formaban la columna militar que atravesaba aquellas llanuras. El emperador Hurst había muerto asesinado por los puñales de una tercera parte de los miembros del Senado. El nuevo emperador era un dagoniano todavía más fanático, al subir al trono imperial cambió su nombre por el de Divinusanctus. El nuevo emperador llegó al trono sólo con una fijación: acabar la guerra, y acabarla cuanto antes. Y ese antes debía ser antes del otoño. La capa de humo había provocado un gran descenso de temperaturas. Los expertos afirmaban que no se comenzaría a disolver hasta niveles razonables antes de catorce meses. De ahí que se esperaba un invierno glacial, todo el mundo se había hecho a la idea de encerrarse en sus casas, pertrecharse, y no salir hasta la primavera. El Emperador era consciente de que la guerra había que ganarla antes de la llegada del frío. Por eso había sacado todo el ejército. La columna acorazada de 20 millones de hombres avanzaba arrasando cualquier resistencia o fortificación. En 22 94 Ap 6,8 la columna uno podía encontrar todo tipo de aparatos. Desde un verdadero enjambre de vehículos monoplaza, hasta los formidables ARAD de última generación. Todo ello contando con un acompañamiento de aeronaves no menos impresionante. Los expertos militares de ambos bandos se habían dado cuenta de que si el enemigo concentraba su ataque en un punto era imposible defender toda la línea de frontera. De ahí que después de varios años de continuas incursiones y retrocesos por ambas partes, se había decidido concentrar las fuerzas y avanzar hasta la destrucción de toda la retaguardia civil. La mitad de Asia eran ya ruinas. Caravanas de millones de seres humanos huían hacia la costa escapando del avance de los soldados imperiales. Mientras tanto pequeños ejércitos asiáticos hacían lo mismo en territorio imperial. Sólo que eran ejércitos muy reducidos y hostigados por misiles tierra-tierra. La política del Emperador era clara. La columna imperial no podía en su avance por Asia ir desperdigando fuerzas de ocupación. Era un ejército diseñado para avanzar, no para ocupar. Así que debían acabar con toda población civil que encontraran a su paso. La colonización europea de ese gran continente sería la tarea imperial del siglo XXIII. CAPITULO XLII A nne de Clerk era una técnico al servicio del Ministerio de Defensa del Imperio. Una de las más importantes y prestigiosas técnicos experta en filtros antibalísticos de última generación. Acababa de volver de Siria y, junto a su familia, ofrecía en su casa de Burdeos una cena a dos de sus mejores amigos, René y Philip. Este último trabajaba en altos puestos del Servicio de Inteligencia, René era un alto ejecutivo de una multinacional. En la mesa ya había desaparecido el cóctel de mariscos y el cochinillo con setas. En el menú de aquella mesa parecía que no existía conflicto alguno, ni racionamientos. La cordial velada estaba ya en los postres. -¿Cómo están las cosas en Siria? preguntó Philip. -Es impresionante -contestó Anne-, no os podéis imaginar la cantidad de material bélico que hay congregado allí. Aerocruceros, grandes plataformas militares sobre orugas mecánicas, más de un millón de soldados acantonados. De horizonte a horizonte, hay una línea de dirigibles esféricos barriendo todo el espacio aéreo en una franja de mil kilómetros.. -Perdón, ¿pero cuál es el propósito de esa concentración militar? -preguntó René que acababa de volver también de una larga estancia en Chile. -El Emperador quiere acabar de una vez por todas con los popistas -respondió Philip-. E Israel se ha convertido en el refugio de todos los popistas que quedan en el ancho mundo. -Yo pensaba que ya no quedaban -dijo René-, creía que los cristianos eran ya historia. -Se calcula que en Israel hay unos diez millones ahora mismo -dijo Philip-. Si fueras allí te encontrarías con todas esas cosas que has estudiado en los libros de historia: obispos, arzobispos, monjes, abades y todo ese mundo arcaico y fanático. Pero pronto aplastaremos ese nido de víboras religiosas. 95 -Nuestros aparatos confirman -añadió Anne- que alrededor de Jerusalén han acumulado una gran cantidad de material de defensa. Y eso sin contar con el perímetro fortificado. Hay un foso vertical de diez metros de profundidad, seguido por un muro de hormigón y acero de otros diez metros de altura. Antes del foso, hay cien metros de minas, y, después del foso, torres armadas con escudos balísticos. Además, cuando nuestros hombres logren atravesar ese muro y esas torres, se encontrarán con el grueso de la infantería cristiana más sus acorazados terrestres. Va a ser una carnicería en nuestras filas. -Pero vamos a ver -dijo Philip-, hay una cosa que no entiendo, ni la he entendido en todo este tiempo. ¿Por qué no se envía una lluvia de misiles desde Siria hasta agotar su stock de antimisiles? No hace falta entrar, desde fuera podríamos no dejar piedra sobre piedra en el interior del perímetro. -Una vez más la religión interfiere sobre los estrategas -respondió con fastidio Anne-. El Emperador quiere rememorar la entrada de Tito en Jerusalén en el siglo I. La Guerra Judaica 22 siglos después -Anne remarcó las últimas palabras con desprecio, todo este asunto le parecía estúpido, y explicarlo le ponía al borde del mal humor-. Las órdenes han sido terminantes, en Jerusalén entrará la infantería imperial, ella ha de tomar la ciudad. Los cruceros estratosféricos no pueden actuar. Cada día disparamos mil misiles tierra-tierra y ellos los interceptan en el aire. El día que se les acaben a los cristianos los misiles antimisiles, y los nuestros comiencen a hacer diana dentro del perímetro, tendrá que ser la infantería la que tome Jerusalén. Para el Emperador esta guerra tiene algo de ritual. Explicó a los generales que tenía que ser como una especie de sacrificio. Que había que hundir el cuchillo sobre la víctima, no destruirla con un misil y después ir a ver el cráter. Es más, les dijo que eso le parecería prosaico y banal. Los generales desplazados a Siria están desesperados. Lo que me dijeron fue: es una majadería pero ésta es la misión, cumplámosla con las menores bajas. Estimamos que perderemos no menos de 100.000 hombres. De todas maneras, nuestra acumulación de fuerzas en la llanura de Meguidó es tan grande que el ejército cristiano no tiene nada que hacer. -¿Meguido? -preguntó René. -Sí, las fuerzas acantonadas en Siria han bajado hacia el sur hace dos semanas -le explicó Anne-, y ahora están en territorio de Israel, junto al monte Meguidó. -Lo decía porque teníamos, mi familia, una casa de campo allí –explicó René-. Al monte de Meguidó lo llamabamos Harmagedón. De todas maneras hace años que la vendimos. -Acerca del carácter ritual que para nuestro Emperador tiene esta campaña judaica – comentó Philip-, te sorprenderá, René, saber que nuestros diplomáticos se han esforzado desde hace medio año en lograr que fuerzas de la Unión Asiática participen en la toma de Jerusalén. Y más te sorprenderá saber que lo ha conseguido. -Increíble. ¿Cómo lo han conseguido? preguntó René. -Bueno, ya sabes que la creencia dagoniana es muy poderosa en Japón -le explicó Philip-, y que está extendida por toda Asia. Ellos creen que Dagón es un dios de la mitología oriental. El caso es que primero decidieron todos los países marcar con la T a los cristianos, después sumarse a la persecución. Las masas lo hacen por furor religioso, los gobernantes por buscar un chivo expiatorio para todos sus males. Los orientales estaban ya casi decididos a empezar ellos mismos esta cruzada contra Israel, cuando nuestro Emperador se les adelantó. Pero el caso es que envió además a los primeros ministros de varios países asiáticos a unos cuantos embajadores 23 . No sabemos muy bien cómo les lograron convencer de que sumaran a esta cruzada, pero el caso es que ellos también participan. -¡Qué cosas! -Sí, sí, es admirable lo que puede lograr la diplomacia. Y así muchos primeros ministros orientales han decidido que una cosa es la guerra en Asia (entre el Imperio y la Unión Asiática) y otra la guerra judaica. De ahí que enviarán tropas casi todos los países de Asia. Unos más efectivos y otros menos, pero todos quieren participar. 23 96 Ap 16, 14 -Sí, en la llanura de Meguidó -añadió Anne- vi material y tropas orientales24. Muchas. -Cambiando de tema, ¿cómo sigue el asunto del jefe de los cristianos? -Pues, creo que ya tenemos una respuesta definitiva -respondió Philip que trabajaba en el servicio de inteligencia-. Ya sabes, René, que en el Circo Máximo se ofreció un espectáculo en el que eran ejecutados el Papa y los cardenales. -¿El Papa y los cardenales? -preguntó René desconociendo esos términos ya que no era muy versado en esa materia. -La cúpula de la Iglesia. -Ah, sí, sí. -Pues bien, al cabo de tres meses, los obispos del mundo decidieron reunirse en la Isla de Guinea en concilio universal para decidir el modo de elección de un nuevo Papa. Pero una semana después de que se convocara el Concilio, se suspendió la convocatoria. Supieron que la CIA y los servicios de inteligencia del Imperio habían preparado un plan para hacer explosionar el lugar donde se reunieran los obispos. Imaginaos una explosión en el lugar de reunión de un concilio universal, hubiera sido un golpe definitivo. En los días siguientes, llegaron a la conclusión de que se reunieran donde se reunieran los podríamos alcanzar con algún tipo de misil con toda precisión. Se encontraban con el problema insoluble de que no podían mover a tantos obispos, los últimos que quedaban en libertad, sin que nuestros servicios secretos se enteraran. Así que decidieron delegar votos. Unánimemente, los obispos delegaron en los arzobispos, y los todos los arzobispos delegaron en los primados de cada nación. Esos prelados representarían a la Iglesia universal y elegirían un nuevo Sumo Pontífice ya que la iglesia de Roma tenía a todos sus miembros, clérigos y laicos, en las prisiones imperiales. También se dijo que existían comunidades cristianas clandestinas en Roma y que éstas delegaron su voto al grupo de aquellos primados y que les comunicaron que acataban cualquier decisión que tomasen en cuanto a la elección del Sumo Pontífice. Según otras informaciones, se les pidió a esas comunidades 24 clandestinas que enviaran algún delegado. En fin, nuestras informaciones resultan confusas. Entonces, nos encontramos con un verdadero problema. Nuestros servicios secretos no podían controlar el movimiento de tan pocas personas. De hecho, no sabíamos quienes eran esos primados en los que se había delegado el voto del episcopado universal y de la iglesia romana. Fue entonces cuando nosotros comenzamos a esparcir el rumor de que Su Santidad Lino II vivía confinado en secreto en una base militar. Se les hizo saber que el hombre de la tiara y la capa pluvial que los espectadores vieron morir en la televisión fue el cardenal decano del consistorio. Al conocer esto, los arzobispos primados, que todavía no se habían reunido, considerando que no tenían el cadáver del Pontífice, decidieron posponer la reunión. -Además, ya les habían engañado una vez cuando reunieron el cónclave diciendo que había muerto y después resultó que no -añadió Anne. -Así es. Lo cierto -prosiguió Philip- es que después ya empezó la persecución en Asia cada vez más generalizada y fueron detenidos varios de esos primados. El último concilio universal, convocado y suspendido, a partir de entonces ya no se pudo celebrar nunca. -Pero Lino II... ¿había muerto o estaba confinado? -preguntó René. -Sí, ¿qué sucedió en verdad? -dijo Anne uniéndose a la pregunta. -Es una buena pregunta. Nos hicimos esa pregunta a nosotros mismos durante cuatro meses. ¡Todo el asunto se había llevado con tanto secreto!, para evitar filtraciones. Por ejemplo, antes del cónclave en que se detuvo a los cardenales, el hecho de que Lino II estaba vivo sólo lo sabían unas cuatro personas directamente bajo las órdenes del emperador Viniciano. Pues bien, años después, se investigó, y se encontró que el supuesto cadáver de Lino II había acabado junto a los cuerpos de los cardenales en una inmensa fosa común. Del equipo de tres personas que habían llevado personalmente todo el asunto papal ya no quedaba viva ninguna. La cuestión era si aquel supuesto cadáver era el de Lino II o una treta para engañar al concilio universal que, ya entonces, suponíamos que se reuniría después. Excavar en la fosa común Ap 20, 8-9 97 para hacer pruebas de ADN era impensable. Cada fosa común para presos e indigentes es una excavación cuadrangular de cincuenta metros de ancho y que se llena con miles de cuerpos sin caja. Unos encima de otros. Después se recubre con diez metros de tierra para que absorba los humores y gases de las fermentaciones. Allí era imposible buscar nada. -Pero, ¿no se podía mirar en el Ordenador Central si existía ese nombre en alguna prisión? preguntó Anne. -No había nada. Daos cuenta de que se le encarceló con un nombre falso, para evitar que hubiera algún cristiano encubierto, entre los funcionarios que tienen acceso a las terminales del Ordenador Central, que pudiera pasar a la Iglesia la información de que el Papa en realidad vivía. (Si realmente vivía, que ya no lo sabemos). Pensad de que se trataba de engañar a toda la Iglesia. No podían correr el riesgo de encontrarse con algún funcionario corrupto o disconforme con la persecución que revelara esa información. Podía haber en un puesto clave alguna persona que pudiera tener algún sentimiento de afecto hacia los cristianos. El modo de evitar esa filtración fue hacer completamente opaca esa detención, por eso se le inscribió con un nombre falso Así que se le ingresó en alguna prisión civil o militar bajo un nombre ficticio. Quizá está recluido en alguna prisión penitenciaria. No lo sabemos. Como os digo, ya no vivía ninguna de las tres personas, que formaban aquel equipo encargado de la reclusión papal. Fue toda una ironía el que años después, el emperador Divinusanctus quiso saber si Lino II vivía y tuviéramos que decirle que no lo sabíamos. Lino II podía estar incomunicado en cualquier celda de Italia y el Emperador no saberlo. Cuando el emperador Wolf dijo a la Iglesia que el Papa no vivía, el tenía la certeza de que estaba mintiendo y que lo importante era que la Iglesia se tragase la bola. Lo increíble fue que tres emperadores después, una augusta cabeza se lo preguntara en serio y no tuviéramos que reconocer que la maraña era tan enrevesada que no lo sabíamos de verdad. -El Imperio dijo una mentira que resultó ser verdad -sentenció René-. Al final estaba vivo. -Pues ya verás, el emperador Divinusanctus encargó al servicio de inteligencia que investigara el asunto y descubrieran si vivía o no. Y finalmente, hace treinta días, se le informó con total seguridad que no. El estudio computerizado de los fotogramas de la filmación de su ejecución demuestran que aquel hombre realmente era Lino II. 98 dormitorios colectivos tardarían media semana en agotar el oxígeno hasta un nivel que fuera letal. La orden secreta se llevó a cabo en todos los campos de concentración. Algún medio de comunicación logró la filtración de la noticia unas semanas después. Pero la sociedad estaba más preocupada en el medio millón de hombres que morían diariamente en el frente de Asia. La suerte de los cristianos atrajo muy poco la atención. Además, después del universal colapso económico todas las cadenas de TV quebraron. Para ese entonces la TV se reducía a los servicios mínimos estatales. Los prisioneros desconocían la nueva orden, la única novedad fue que en los montacargas comenzaron a no aparecer las raciones del día. Al cabo de 48 horas se percataron de que el olor de los dormitorios era irrespirable y de que se ahogaban. Poniendo la mano en las salidas de aire se apercibieron de que no salía aire. Aquello fue un terrible mazazo para todos los que vivían aglomerados allí. Un impacto aminorado por los cánticos de alabanza al Creador y las oraciones de petición de misericordia para sus asesinos. Eran conscientes de que la hora de la muerte iba a llegar en pocos días. Todos esperaron la muerte con sentimientos que iban desde la alegría llena de fe hasta la resignación a la voluntad de Dios. No hubo ninguna escena de pánico, no hubo gritos. Al cuarto día, la fatiga por la falta de oxígeno era tan grande que todos estaban tumbados en sus camas. A todos les latía aceleradamente el corazón para suplir el bajo contenido en oxígeno de la sangre. Unos esperaban la asfixia tratando de tranquilizarse, manteniéndose en la posición de tumbados, algunos con las manos juntas sobre el pecho. Otros, no pudiendo resistir la ansiedad de aquel pulso cada vez más acelerado se incorporaban angustiados. Pero exhaustos por la falta de aire, caían desde lo alto de las literas, incapaces de bajar las escaleras que bajaban desde la litera numero seis a la del suelo. Con la cara amoratada y el pulso descontrolado, algunos, impotentes, se incorporaban a mirar a los que se debatían en el suelo. El aire era como denso. Por más bocanadas que dieran (como peces fuera del agua) la sensación de ahogo no desaparecía. CAPITULO XLIII L os trajes intensamente negros de los cinco oficiales de las HH:AA. contrastaban con el suelo y las paredes blancas de la sala de máquinas del edificio-prisión del campo de concentración de Sao Paulo en Brasil. -Fue una pena -comentaba uno de ellos-, pero el retraso en la eliminación de cristianos que provocaron los dos últimos emperadores militares ha sido enorme. Queríamos haber acabado el trabajo antes del 200 aniversario de la refundación de Roma y ahora ya no será posible. -Menos mal que los técnicos le sugirieron al Emperador este método. -Al emperador Viniciano no le hubiera satisfecho. El quería un holocausto ardiente. El ácido era ardiente al fin y al cabo, pero esto... Al mismo tiempo que tenían esta conversación, iban desconectando todos los interruptores del sistema de máquinas. Mientras, otros dos oficiales iban dando vueltas a una gran llave de paso que cerraba un grueso conducto de aire. Sólo les quedaba por cerrar tres llaves de paso más, en otros tres conductos, después clausuraron la puerta de la sala con un candado electrónico y se dirigieron a la sala de máquinas de otro edificio prisión en aquel campamento para realizar la misma operación. El Emperador quiso acabar de una vez por todas con el problema cristiano. No podía correr el riesgo de que algún futuro emperador no sólo detuviera su exterminio, sino que incluso los libertase. El tiempo ya estaba maduro para su acción. La orden era cerrar completamente todos los sistemas de ventilación de los inmensos edificios prisión de los campos de concentración. Los inmensos edificios-prisión tenían varios kilómetros de grosor, el exterior de hormigón no tenía ni una sola ventana. Todo el aire llegaba a través de la conducción de ventilación. Los ingenieros consideraban que el millar de prisioneros aglomerados en cada uno de los 99 Una semana después de dada la orden en Roma, fallecía el último cristiano de los campos. Salvo los que custodiaban el perímetro del campo, todo el personal había abandonado ya los campos un par de días antes. Los últimos en partir fueron los HH.AA. Nadie tocó nada dentro de los inmensos edificios-sepulcro, simplemente los abandonaron. Tan solo oficiales HH.AA. con equipos individuales de oxígeno se pasearon dormitorio por dormitorio para certificar el cumplimiento de la orden imperial. Salvo los que habían caído de las literas en la agonía, el resto no se había movido, todos los mártires estaban en sus camas, parecía que dormían. En realidad era la Cristiandad dormida hasta el fin de los tiempos. Ahora los últimos y pocos cristianos eran los que resistían el asedio en Jerusalén. CAPITULO XLIV E ra una aburrida tarde de sábado. La senadora Berthousen iba con su sobrina de paseo en una góndola de helio. Las pesadas aeronaves levitantes, rápidas como aviones, eran muy apropiadas para cubrir grandes distancias. Sin embargo, las góndolas de helio eran unos pequeños y bellos dirigibles de forma esférica que se deslizaban suavemente por el aire. Su habitáculo con capacidad para dos personas estaba diseñado para permitir la visión del paisaje aéreo en todas las direcciones. Aquellos estilizados aparatos daban la sensación de estar navegando, más que volando. En el interior de la confortable cabina la senadora con su joven sobrina charlaban mientras de música de fondo escuchaban el Adagio de Albinoni. La joven miraba por la ventanilla en silencio. El anillo urbano que rodeaba el centro de la ciudad era una verdadera visión del infierno. Aquí y allá se veía a grupos de gente enterrando a sus familiares en cualquier parque o jardín. Sin embargo, la vista topaba con cadáveres insepultos en cualquier rincón de una calle. La gente enterraba únicamente a sus familiares, el temor a contraer la peste era una obsesión. Los servicios municipales poco después del crack económico habían cesado de recorrer las calles. Lo que sí había por todas partes era pájaros. Desde la aeronave se podían localizar fácilmente los cadáveres abandonados sobre las aceras por las nubes de pájaros que los sobrevolaban. Cuervos, palomas, gorriones 25 ... se alimentaban de todos los miles de kilos de carne de muerto que cada día arrojaba la metrópolis a sus vías públicas. -¿¿Tía, qué es eso?? -¿Eso no lo tenéis en Madagascar, eh? comentó con ironía. La joven veía grupos de animales oscuros corriendo por las calles. Ahora los distinguía 25 Ap 19, 17-18 100 mejor, eran como ratas del tamaño de perros, y estaban persiguiendo a un hombre. La nave siguió su curso, pero unos árboles impidieron contemplar el desenlace de la persecución. -Verás, sobrina, los laboratorios han hecho muchos experimentos genéticos. Eso que has visto son las rathas sexpédicas. Pero peor que ese tipo de depredador urbano son las serpientes de cloaca. Habrás estudiado como en el siglo XX hubo desaprensivos que crearon virus informáticos, por el placer de ver el daño que hacían. Pues bien, ha habido sádicos que han arrojado a las cloacas de la ciudad especímenes de laboratorio, animales genéticamente modificados. Esos locos desaprensivos lo han hecho desde hace más de 50 años. Ahora mismo, en los miles de kilómetros de cloacas de la ciudad hay inmensas serpientes azules con patitas pequeñas. No tienen veneno pero estrangulan a sus presas después de romperles los huesos. Esas serpientes se alimentaban de ratas y desperdicios, dados los muchos huevos que ponían era imposible exterminarlas, pero se fumigaba todo con un producto para detener su reproducción. Con el caos actual no se ha hecho nada, y se han reproducido como ratas, o mejor dicho como serpientes. Poco a poco, han ido saliendo de las cloacas y ahora las puedes encontrar en cualquier rincón. -Pero lo que yo he visto eran ratas, ratas muy grandes. -Ah, sí, esos bichos son los más frecuentes. Son ratas vulgares mezcladas con genes de perro. Siempre van en manadas. Desde que empezaron a salir del sistema de alcantarillado se han apoderado de calles enteras. Hay una decena de especímenes transgénicos más, los llamamos la fauna metropolitana. En todos esos kilómetros de cloacas, te puedes encontrar en medio del agua maloliente cualquier bicho mutante, híbrido o replicante que haya logrado reproducirse. Esos subterráneos deben oler a... a propósito, ayer me visitó mi perfumista. -No le conozco ¿Quién es tu perfumista? -Patrick Susskind, un bávaro. Me dijo que había estado el día anterior en uno de estos sectores del extrarradio que tenemos allá abajo. Mientras me enseñaba una muestra de su nuevo perfume, me explicó que el hedor que tuvo que soportar en su visita era inconcebible. Las calles apestaban a estiércol, orina, col podrida y grasa de carnero. Entró en un bloque de viviendas donde vive una pariente suya pobre. Ya sabes que todo pariente pobre es siempre un pariente lejano.-la arruinada sobrina miró a su locuaz tía con una mirada dulce pero triste-. Pues bien, me dijo que el dormitorio olía a sábanas grasientas, que su pariente tenía un repulsivo aliento a cebolla y leche agria... en fin qué te voy a contar. -Tía... pero... ¡esto es el caos! -dijo al borde de las lágrimas. -Sí –dijo llevándose una mano a la sien como si tuviera jaqueca otra vez-. El mundo forma una unidad, y esa unidad se está hundiendo toda entera. En otras épocas una civilización podía sumirse en el caos, mientras partes alejadas del planeta continuaban prósperas. Pero en la nuestra el hundimiento de un mercado ha arrastrado a todos los otros. Es el hundimiento del sistema financiero global en medio de una guerra mundial. ¿Te acuerdas del proyecto Mundo-siglo-XIX? -No, no lo conozco. -Era un ambicioso proyecto de un holding de compañías. Se trataba de recrear en realidad virtual todo el planeta Tierra en el siglo XIX. Todo iba a estar en tres dimensiones, con una maravillosa definición, en la memoria de un ordenador de última generación. Todos podrían visitar en cualquier dirección el mundo del siglo XIX. Todas sus ciudades, sus mares, sus barcos, sus puertos, la India, Afríca, el interior de multitud de edificios, las calles con personajes en movimiento. Habían estado trabajando durante cinco años 2.000 técnicos. Habían creado el mayor cuadro de la Historia, un cuadro en tres dimensiones, un cuadro que recreaba todo el planeta. Aquel planeta virtual era el mayor libro de la Historia. Al mismo tiempo, iba a ser el mayor destino turístico. Día a día iba a ser mejorado. Había que pagar para entrar, pero poco. Podías introducirte en él a través de Internet. Podías moverte en ese mundo viéndolo en la pantalla de tu ordenador, o mucho mejor comprar una cabina en la que cada movimiento tuyo de pies, brazos o cabeza correspondía a un movimiento de un personaje dentro del mundo 101 virtual. Era introducirte en el siglo XIX perfectamente, de cuerpo entero. Pues bien. Hace un mes el suministro eléctrico quedó interrumpido en Milán, donde se encuentra el edificio que sustenta las memorias del ordenador. El edificio tenía autonomía energética para dos semanas. Pasado ese tiempo todo quedó borrado. -Ya veo que no tenía un disco duro la memoria. -¡Lo tenía!, pero aquella ingente cantidad de información sólo podía contenerse en un tipo especial de memorias que precisan de continuo fluido eléctrico. Todo quedó borrado, un mundo entero. ¡Todo! Es increíble. Milán no tiene electricidad desde hace un mes, ni agua potable, ni comida. Las masas se han amotinado enloquecidas. -Después de todo esto, lo que no entiendo es como la sociedad sigue funcionando. -Sí, yo también me admiro de que algo siga funcionando en esta situación. El Estado después de varias pruebas monetarias fallidas se ha dado cuenta de que la única moneda de que dispone son los vales de comida. Con esa moneda mantiene al Ejército en perfecto funcionamiento. Con mano militar cada día va poniendo en marcha más sectores de la sociedad. Los obreros son pagados con esos vales de comida, aunque ya está empezando a circular un tipo especial de moneda. Los transportes, la producción de alimentos, algunas industrias, todo comienza a despertar en medio del caos. El gobierno sabe muy bien que necesitaremos un par de años para poner en orden las cosas, y que en ese tiempo el hambre habrá acabado con una décima parte más de la población, pero no hay otra alternativa. Esto es un cuerpo, el cerebro sabe que hasta que se restablezca la circulación sanguínea va a morir una décima parte de su organismo. En el fondo estamos viviendo una gangrena controlada por el cerebro. Esto es como vivir en un cuerpo en descomposición parcial. Una porción de nuestras ciudades hiede ya, pero los organismos vitales del organismo social prosiguen su trabajo. Créeme, esto que has visto allí abajo es sólo una porción de la décima parte de ese inmenso organismo que se llama Occidente. El resto del mundo es ya un caos total. Lo que has visto es la décima parte de muchos miles de millones de hombres. Fuera de estos dos sectores del extrarradio que hemos sobrevolado todo sigue relativamente bien, con restricciones y racionamientos, pero bien. O quizá razonablemente bien, dentro de lo mala que es la situación. Mañana cuando paseemos junto al restaurante Le Francais y pruebes un helado de tiramisú con mousse de frambuesas, olvidarás lo que has visto hoy en esos dos sectores. Es más, esos hombres de allí abajo te parecerán hormigas. Si nosotros nos los tomásemos demasiado en serio no podríamos tomar con frialdad las decisiones más... apropiadas. -Ayer oí en televisión que está resurgiendo una ideología antigua y violenta, que se están extendiendo las ideas... -¡Comunistas! -Sí. -Es increíble. ¡Después de dos siglos!, que ahora quieran resucitar ese muerto ideológico. De todas maneras ¿qué se puede esperar de esas hormigas de ahí abajo? Son una asamblea de flores marchitas. Una asamblea de flores cándidas enardecida de vez en cuando por un club de poetas desahuciados. El estanque de las ranas quería un rey. Júpiter les envió al Viejo Rey Tronco. El estanque de las ranas quería un rey. Que Júpiter les envíe ahora al Rey Cigüeña. Pobres ranas. No dejes que te amarguen el paseo. Mira el paisaje y prescinde de las ranas. Qué bella sería Roma sin los romanos. Mañana te llevaré al cine. Y no olvides que el jueves irás por primera vez a un baile en Palacio. Te pido que comiences a pronunciar tu inglés con un acento más suave y melódico. Recuerda que pronunciar las “erres” y las “haches” en toda su dureza suena a provinciano. El inglés de nuestra hermosa Roma es uno de los más sutiles. La góndola de helio continuó su plácido paseo bajo el cielo plomizo, perdiéndose suavemente en el horizonte. 102 El actual emperador paseaba por ese bosque artificial en medio del grupo de niños preguntones. Media hora después, dejó a los niños solos jugando a pillarse. El Emperador estaba meditabundo, triste. Se dirigió a su dormitorio. Pensaba en el crack económico, todo se estaba hundiendo. Las manos del Emperador abrieron cuidadosamente el cajón de uno de los muebles de su dormitorio. Del cajón sacó una bella caja de marfil tallado. Abrió la caja y extrajo su contenido: una hoja de papel escrita. En la cabecera del folio había impresa una bella filigrana en colores que representaba la imagen de Dagón. Cada emperador desde Fromheim había escrito de su propia mano unas líneas sobre el folio. Se decía que desde el año 2180, todos los emperadores habían sido secretos o conocidos adoradores de él. El primero (si de verdad fue él el que escribió aquella línea) pensó que sería interesante dejar constancia escrita para la historia de su adhesión al culto secreto. Su sucesor encontró la caja después del fallecimiento de su padre y continuó escribiendo unas líneas. Y así se traspasó la caja de unos a otros. Cada emperador había escrito en grandes números romanos su lugar en la sucesión desde lo que consideraban la implantación de la Nueva Era. Los generales imperiales, Wolf y Smichdt, aclamados emperadores, no habían sido muy fanáticos del nuevo culto, así que guardaron la caja pero no escribieron nada. Después de ellos el siguiente emperador puso los números romanos que les correspondían y dejó un espacio en blanco. La hoja, escrita con variadas letras, según cada emperador, rezaba así: CAPITULO XLV E ra una aburrida tarde de sábado. La misma en que la senadora Berthousen y su sobrina estaban dando su paseo en los tranquilos y plomizos cielos de Roma. El Emperador iba rodeado de un grupo alborotador de siete niños pequeños, sus hijos y los amigos de sus hijos. Divinusanctus había decidido el día anterior tomar la aeronave presidencial y pasar el día descansando en su villa de Sicilia, una inmensa villa. La villa era una construcción de planta cuadrada de tres pisos de altura, con un gran patio en el centro. El patio, un cuadrado de doscientos metros por cada lado. Todo el patio estaba cubierto por un bosque de árboles artificiales. Los delgados y rectilíneos troncos de madera, sin ramas, acababan en un follaje de esferas metálicas esmaltadas que parecían sacadas de un cuadro abstracto de Gustav Klimt. Cada árbol era una forma esférica sostenida por un tronco. Cada uno de esos árboles constituía una estilizada obra de arte abstracto. Los árboles estaban lo suficientemente juntos como para que abajo reinara una semioscuridad quebrada por inclinados haces de luz solar que caían de lo alto. El suelo completamente plano parecía el piso de un salón lleno de columnillas delgadas. Todo formaba un colorido paisaje geométrico de formas suaves. En la tierra crecían aquí y allá grupos de setas. Para acabar de completar aquella obra de arte de cien metros cuadrados, todo el bosque albergaba un grupo de bellísimos gatos persas de pelaje blanco. El bellísimo bosque estaba enmarcado, en cada uno de sus lados, por tres pisos de galerías de piedra sobre los cuatrocientos metros del perímetro. La primera galería tenía arcos románicos, la segunda góticos, la tercera esbeltos pilares egipcios. Cada galería daba a las habitaciones y salas de la villa. Aquella villa había sido el capricho de Fromheim. .HH. I En mí se unen las tierras hiperbóreas con la tierra de los césares. En mí se unen las tierras atlánticas. En mí las dos águilas se transforman en un águila bicéfala. Yo atravesé el Rubicón. Delenda Catholica. Fromheim Schwart-Menstein Germánico Vitelio 103 II El Emperador estuvo leyendo un rato las distintas líneas, la mayoría densas y crípticas. Reflexionaba si sería el momento de agregar algo más a su, de momento, lacónica línea. Finalmente, decidió que no se sentía inspirado, ya habría otra tarde crepuscular aburrida y pesada. Así que, cerrado el cajón, se fue a dar una vuelta a ver que hacían sus hijos. TELLVS STABILITA SAECVLVM AVREVM DISCIPLINA AVGUSTA Hirsen Schwart-Menstein Druso Germánico III Un nuevo orden. Una nueva tierra. La Nueva Era. Soy el Viejo Rey Tronco. Flotaré inerte en el estanque Que se destilen todos los venenos agazapados en el fango. Holbein Schwart-Menstein Druso Germánico IV Sólo desde el momento en que él desaparezca tornaréis vosotros a resucitar. Sólo ahora llega el gran mediodía, sólo ahora se convierte el hombre superior ¡en señor! ¿Habéis entendido esta palabra, oh hermanos míos? Estáis asustados; ¿sienten vértigo vuestros corazones? ¿Veis abrirse aquí para vosotros el abismo? ¿Os ladra aquí el perro infernal? Viniciano Staufen V Ambicioné el poder, pero fue la Fortuna la que me puso aquí. Ars longa, vita brevis, el juicio siempre peligroso. Carpe diem. Muerte a los cristianos. El agua se aburre bajo la nieve. Adriana Schwarckorf VI VII VIII Yo soy el alegre mensajero como no ha habido ningún otro, conozco tareas tan elevadas que hasta ahora faltaba el concepto para comprenderlas; sólo a partir de mí existen de nuevo esperanzas. Hurst Schwart-Menstein IX Con los muertos una lengua muerta. La Nueva Era. Divinusanctus Schwart-Menstein 104 seguir así nos va a llevar a la ruina y a la destrucción. -ellos no sabían que todos los cristianos recluidos en los campos de concentración habían muerto hacía cuatro días. -Señores -dijo el Emperador-, lo hemos discutido muchas veces. No tengo nada más que decir. Váyanse a casa. El Emperador les dio la espalda y se dirigió a su habitación sumido en el pensamiento de cómo quitarse de en medio a ese grupo de poderosos descontentos. Los poderosos senadores se miraron entre sí, habían hecho el último intento. El anciano hizo con la cabeza el gesto desesperanzado de que había hecho lo que había podido. Mientras el anciano senador se apartaba, los más decididos se hicieron una señal de complicidad, el Emperador no se dio cuenta de esa señal porque estaba de espaldas. Todos a una, se lanzaron como una jauría sobre el emperador y lo arrojaron al suelo. Uno le puso la mano delante de la boca, mientras otro le estrangulaba, entre tanto, cada brazo y cada pierna era sujetada por otros varios senadores. Todos se habían confabulado. En palacio no se podía entrar con nada metálico, ni cortante. Así que habían decidido hacerlo con sus propias manos en la primera ocasión en que estuvieran a solas con él. Habían decidido salvar al Imperio de la furia del dios cristiano echando por la borda a este Jonás. Seguridad no había sido advertida el día anterior de esta audiencia imprevista, y menos a esa hora tan temprana. Todos habían entrado desarmados. Era una visita informal, ¡y en Palacio!, no tenía por qué haber pasado nada. Por eso nadie de seguridad estaba allí presente. La Guardia Pretoriana no pensó que aquellos prohombres se lanzaran como fieras y lo mataran con sus propias manos. CAPITULO XLVI 3 días después. Palacio Imperial de Roma E ran las nueve de la mañana, pero el Emperador todavía no se había levantado. En la habitación contigua a la antecámara del dormitorio estaban esperando la mitad de los senadores residentes en la Urbe, les acompañaban varios militares. El Emperador salió de la antecámara de su habitación poniéndose una carísima bata que le llegaba hasta los talones. Aquella visita había sido imprevista, había sido acordada entre los senadores la noche anterior. -¡Vaya, qué sorpresa -les saludó el Emperador-. ¿Cómo todos por aquí tan temprano? Los senadores se miraron entre sí. Finalmente, el más anciano comenzó a hablar en nombre de los allí presentes. -Majestad. Todos nosotros estamos muy contentos con usted. Ha llevado la guerra muy bien. Pero venimos a reiterar nuestra petición. Una vez más. La última. -Aah, la misma petición de siempre exclamó con gesto displicente el Emperador, con indolencia en la voz. -Señor -intervino otro senador-, ¿es natural que el sol nos abrasara durante medio año antes de que la pantalla de humo cubriera los cielos?26, ¿fue natural que toda Europa quedara en tinieblas durante tres días enteros? 27 , ¿fue natural que antes de todo esto los grifos de nuestras casas manaran sangre?, ¡sangre! ¿Fue natural todo aquello? -¡El asteroide, y el cometa! -intervino otro-.¡Las langostas con rostro humano! -Es el dios de la antigüedad. Deje salir a los popistas. Excarcele a esa secta, abandone esta persecución que ya nos ha traído suficientes catástrofes. Todos creemos que es su ira la que de 26 27 Ap 16, 8 Ap 16, 10 105 lo han trasladado desde la Casa Blanca a una base militar, probablemente la de Andrews. Ni un sólo general se ha opuesto a la insurrección. El pueblo ha salido a la calle a celebrarlo. Nuestras cinco bases militares imperiales en territorio americano están rodeadas. Esperan órdenes. -Han elegido el mejor momento -dijo el Emperador-, el mejor momento, cuando nos hallamos en medio de una guerra, en medio de todas estas conmociones en la Urbe. El teléfono sonó. El servicio de inteligencia le informaba que todas las sedes del Partido del Orden en Estados Unidos ardían en llamas, mientras, los miembros de las HH.AA. eran linchados por la calles. CAPITULO LVII E l nuevo y último emperador fue Hans Shefter que tomó el nombre de Divusaugustus-H-N. Hans Shefter, un hombre brillantísimo, miembro de la familia imperial, antiguo general, ex-gobernador de España, senador, etc, etc. No mucho antes del regicidio, su nombre había sido designado por el Primer Círculo de Dagón para ser presentado al Emperador como su posible sucesor. El mismo Emperador se había fijado en él como su sucesor. Después del magnicidio, la red de servidores secretos de Dagón impuso su poder en Palacio y en el Estado Mayor, sobre otros posibles candidatos. Hans Shefter, con el nombre de Divusaugustus, cerraría la lista de emperadores. En todos los impresos oficiales, el nombre completo del nuevo emperador iba seguido de dos iniciales unidas con guiones. El significado, desconocido para todos, era de acuerdo a las conjeturas de algunos el siguiente: DivusaugustusH(itler)-N(erón). La primera medida que tomó una vez que afianzó su posición política, fue la de ejecutar a tres cuartas partes de los senadores imperiales. Los que habían participado en la conjura y los que no le caían bien. El Senado ya no sería ninguna amenaza en adelante, por decreto quedó disuelto y sus funciones trasferidas a la persona del emperador. Todo eso en un sólo día, el primero de su reinado. Pero aquel día iba a dar mucho más de sí. -Majestad -saludó mientras entraba casi corriendo en el despacho uno de sus asesores-, hemos recibido ahora mismo varios mensajes de Estados Unidos. -¿Y...? -Ha estallado la insurrección. -¡¿Cómo?! -El ejército ha aprovechado el cambio de emperador, para en bloque comunicar que desde ese momento consideraban rotos sus lazos con SPOE. El vicepresidente ha sido hecho prisionero, 106 -No dejen bajo ningún concepto que nadie me interrumpa -dijo antes de cruzar el umbral a los cuatro guardias pretorianos apostados junto a la puerta. Los cuatro guardias con sus corazas antibalas, con sus capas negras sobre sus anchas y fornidas espaldas, con mirada marcial, al frente, dieron un fuerte taconazo con el talón de sus botas. El Emperador entró en su despacho. De pié echó una mirada a su alrededor. -¡Cuánta belleza concentrada en tan pocos metros cuadrados! -se dijo a sí mismo-. Qué pena. Qué efímera es la belleza. Se colocó pensativo delante de la estatua sedente del siglo I de Agripina la Menor. La miró un rato a la cara, en silencio. -Qué pena que mañana no estés aquí -le dijo-. Veintidós siglos, y mañana ya no estarás. Tú, Agripina, y tú, Napoleón -dijo volviéndose al cuadro de la Coronación de Napoleón- vais a ser los únicos testigos del momento cumbre de la historia. En este día se consumará el fin de los tiempos. ¿Por qué? Porque hemos logrado un mundo sin Dios. Nuestra obra ha sido consumada. ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? -el Emperador recitaba. El texto lo conocía de memoria- ¿Quién nos ha dado la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho cuando hemos separado esta tierra de la cadena de su sol? ¿A dónde le conducen ahora sus movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos sin cesar? ¿Hacia delante, hacia atrás, de lado, de todos los lados? ¿Todavía hay un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? El vacío, ¿no nos persigue con su hálito? ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer cada vez más, cada vez más? ¿No es necesario encender linternas en pleno mediodía? ¿Cómo nos consolaremos nosotros, asesinos entre los asesinos? Lo que el mundo poseía de más sagrado ha perdido su sangre bajo nuestro cuchillo. ¿Quién borrará de nosotros esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué expiaciones nos veremos obligados a inventar? El mundo está en llamas, la civilización se hunde, la ciencia, el arte, se derrumban día tras día. Fromheim fue la voluntad de poder, la ambición, la creación de una bestia inmensa, el CAPITULO LVIII E l Emperador paseaba por los interminables pasillos de palacio, le acompañaba su mejor amigo y confidente. -Mi querido y fiel Gervais -dijo el Emperador con tono cansado a su amigo-. Cuando hace dos semanas me dieron la noticia de que yanquilandia se había rebelado, creyeron que me daban la peor noticia. ¡Qué equivocados estaban! Qué otra cosa quiero que el infierno reine sobre la faz de la tierra. -¿Vas a enviar a tus columnas imperiales contra la tierra americana? -Ja, ja -rio sin ganas el Emperador-. Mi plan es mucho mejor. Desconocido para todos, menos para mí. No pienso enviar ni un solo soldado a esas tierras. ¡Qué celebren su libertad! No, no, mi plan es el plan del malogrado emperador Divusaugustus. Yo era una de las diez personas que conocíamos su plan. El plan debía realizarse el 15 de octubre de 2218, dentro de una hora, exactamente dentro de 52 minutos. Yo seré el que finalmente lo lleve a cabo. Bien... así lo ha querido el destino. Como el Emperador siguió andando sin añadir nada más, Gervais dijo: -Hans querría que mirases después unos papeles que... -No, no, Gervais -dijo amablemente el Emperador-. Ahora no. El Emperador le estrechó la mano a Gervais como para despedirse y le dijo: -Ahora vete al Salón Azul -le ordenó cariñosamente el Emperador antes de darle la espalda y proseguir su camino- y coge ese cuadro pequeño que tanto siempre te ha gustado. Es tuyo. Adiós. El Emperador miró la sorpresa de la cara de su subalterno, su sonrisa, y, sin decir nada más, se encaminó al pasillo que daba a su despacho. 107 mundo bajo un cetro, el mundo bajo un hombre, y ese hombre era él. Fromheim era dagoniano, tal vez, pero sobre todo fue un Julio Cesar. Viniciano fue un dagoniano fanático, hizo chirriar todos los engranajes del poder con tal de lograr que la nueva dimensión del más allá penetrara en nuestro mundo. ¡Su Nueva Era! Y por fin yo... Judas Iscariote. El deicida. Desde puestos inferiores de la Administración, todos estos años yo he sido el cuchillo del verdugo, uno de los muchos cuchillos, uno de tantos funcionarios de este Nuevo Orden. Unos, encargados de invadir el resto del mapamundi, otros, encargados de mantener férreamente el orden dentro de nuestro imperio, algunos, encargados de la solución final al tema religioso. Sí, yo he sido uno de tantos peones del sanedrín dagoniano. Y ahora, después de una vida escalando puesto tras puesto, yo, Judas Iscariote, he llegado a ser emperador. Fromheim y Viniciano se equivocaron, el uno porque puso toda su mente en la construcción de un imperio. El otro porque esperó que viniera la nueva dimensión aquí. Sin embargo, soy yo el que ha encontrado la puerta por donde entrar a la nueva dimensión. Soy yo quien cortará el nudo gordiano. Fromheim, Viniciano y yo, Divinusaugustus-H-N. El resto de emperadores entre nosotros tres han sido medianías. Judas crucificó al profeta judío, nosotros hemos crucificado el mundo. Ahora ¿qué resta por hacer? Lo que hizo Judas. Ya estamos por encima del bien y del mal. Ecce homo, ecce homo iniquitatis, he aquí al hombre de la iniquidad suprema. Yo soy. ¡Soy yo! Así habló Divinusaugustus -dijo esto último mirando al rostro de la estatua de Agripina. Qué pena que nadie me haya escuchado más que tú. El momento supremo de la historia sólo es contemplado por tus ojos sin pupilas. De todas maneras, nadie podría comprender mi discurso, es... demasiado elevado. Sólo los seres oscuros de la nueva dimensión me han escuchado y me han entendido, seguro. Esperadnos, allá vamos. No es la nueva dimensión la que entrará en este mundo, ¡es este mundo el que ha de entrar en la nueva dimensión! Hay que cortar el nudo gordiano. Ese nudo que nos ata a esta dimensión. Bueno vamos a trabajar. El Emperador se sentó en la mesa del despacho. Tecleó en su ordenador, al momento se levantó verticalmente desde el suelo una gran pantalla de dos metros de altura. En la pantalla, en grandes letras, aparecieron las palabras: SISTEMA DE DEFENSA. El Emperador siguió tecleando: PLAN DE ATAQUE ATOMICO fueron las siguientes palabras que aparecieron en el centro de la pantalla. El Emperador abrió el cajón de su mesa, sacó un pequeño maletín. El maletín tenía otra caja en su interior lacrada con un sello. -Es una pena que nadie pueda ver como abro el 7º sello del Apocalipsis -dijo mientras quebraba el sello que clausuraba la caja-. No, el séptimo sello es el silencio en el cielo de media hora. Así que este es el 6º sello. En fin, da lo mismo. Dentro de la caja quebró dos envoltorios de plástico rígido y juntó sobre la mesa las dos tarjetas. Las dos mitades completaban la combinación de números y letras que activaban todo el sistema de ataque atómico. HV8-J3Z -Qué gracia -dijo para sí mientras tecleaba la combinación alfanumérica-, siempre tuve curiosidad por saber cuál sería la contraseña. Inmediatamente después de introducir la contraseña, apareció en pantalla en caracteres muy grandes el siguiente mensaje: ABIERTO EL SISTEMA DE ATAQUE ATOMICO INSERTE CLAVE DE ATAQUE. El Emperador tecleó AW-100. El sistema de ataque atómico tenía en su ordenador más de un centenar de ataques generales distintos. Según la clave que se insertara se elegía un plan ya programado. Los geoestrategas habían insertado todas las posibilidades que se les habían ocurrido. La clave AW-100 fijaba las dianas para una destrucción total de todas las ciudades fuera de territorio europeo. El plan AW-100 suponía la salida de todos los misiles de sus silos, eso requería según los planes que había que haber previsto una estancia de cuatro años en los búnkers hasta que pasara el invierno nuclear. Los estrategas habían diseñado los diez planes de ofensiva total advirtiendo al mismo tiempo que, 108 en caso de usarse cualquiera de ellos, no había todavía medios previstos para que el vencedor sobreviviera en una atmósfera en la que se hubiera liberado tal cantidad de radioactividad. SISTEMA AW-100 DE ATAQUE ATOMICO TOTAL ACTIVADO Ése fue el mensaje que apareció en la pantalla. Debajo de este mensaje parpadeando aparecían otros muchos mensajes menores acerca del progresivo estado de activación de los silos. Una y otra vez aparecía en caracteres rojos el aviso de que durante un minuto todavía era posible abortar la orden de ataque AW-100. Acabado el minuto de margen para abortar la orden de ataque, apareció en pantalla una cuenta atrás. Los dígitos corrían, dos minutos era el tiempo que necesitaban los reactores de los grandes misiles intercontinentales para estar listos para el despegue. El Emperador miró a su derecha, al fondo, hacia la pared donde tenía un mapamundi del siglo XVIII. En aquella reproducción el continente americano tenía casi la altura de Divusaugustus, y aparecían todas las grandes ciudades de la época. La vista del Emperador se perdió en todos los detalles barrocos de los márgenes. Anotaciones, explicaciones, meridianos, rutas marítimas, angelotes sosteniendo pequeñas cartelas. Era verdaderamente un carta geográfica muy barroca que resaltaba muy adecuadamente en aquel despacho funcional y de estética futurista. El Emperador, mientras se arreglaba unos largos mechones que le caían por la sien hacia la cara, trataba de buscar las grandes capitales de las naciones del mundo en aquellos continentes distribuidos en dos grandes círculos: el Océano Pacífico y América en uno, el resto de las tierras habitadas en el otro. El geógrafo-pintor se había hecho un poco de lío en el norte de Canadá y el Polo Norte. Así como Australia, que aparecía apelotonada contra Asia. Pero viendo aquellos angelotes tan sanos, sosteniendo aquellas tablas de explicaciones, Divusaugustus se lo perdonaba todo. Se lo perdonaba todo mientras trataba de imaginarse aquellas ciudades lejanas inmersas en un holocausto de fuego nuclear. Tierras tan lejanas y, sin embargo, arrasadas desde aquel despacho. Éste fue el plan de Divusaugustus -dijo hablando solo el Emperador-, llevar el infierno sobre la faz de la tierra. Completar por fin la semana de la anticreación. Humm, creo que un momento como éste requeriría un poco de música de fondo. Carmina Burana, Tocata y fuga en fa menor de Bach, no. Esta -dijo moviendo el cursor en una subpantalla-. Nada más apropiado que el Kirie Eleison y el Dies Irae del Requiem de Mozart -la música, llena de fuerza e ímpetu, comenzó a sonar en el despacho. Los misiles intercontinentales salían en ese momento de sus silos subterráneos. Un minuto después, sonaron casi simultáneamente los tres teléfonos del despacho del Emperador. El Ministerio de Defensa habría detectado ya en sus radares los centenares de miles de lanzamientos de misiles. El Emperador desconectó el sistema de comunicación telefónica. Al apercibirse de la desconexión telefónica, el procedimiento usual del Ministerio de Defensa hubiera sido llamar a otro teléfono de Palacio y que alguien hubiera ido personalmente al despacho a ver qué pasaba. Pero en el inmenso edificio del Ministerio de Defensa todo el mundo corría en desbandada ya hacia los refugios subterráneos. De manera que la segunda llamada no llegó a efectuarse. -Supongo que en este momento Estados Unidos estará lanzando su represalia atómica total contra Europa -pensó el Emperador-. Qué gracia que los hijos de esos colonos europeos acaben matando a los descendientes de sus padres que se quedaron aquí. No se equivocaba. En ese momento, centenares de miles de misiles surcaban la atmósfera terrestre en direcciones contrarias. Al mismo tiempo que los proyectiles atómicos, todo el arsenal balístico convencional de las dos superpotencias se había disparado. Todos los proyectiles posibles se lanzaban automáticamente contra blancos enemigos para que el mayor número de cabezas atómicas atravesaran los filtros de los sistemas de misiles antimisiles e hicieran diana. Un cuarto de hora después, los desprevenidos ciudadanos de la Urbe comenzaron a oír un terrible estruendo en los cielos. El fragor duró un minuto, después alguna cabeza nuclear 109 empezó ya a caer sobre la ciudad. Una terrible bola de fuego se expandió envolviendo las megaestructuras del centro de la ciudad. Cuando se disipó el fulgor, irresistible para las pupilas de los ojos, todos los edificios estaban en el suelo deshechos. Pero nuevas bolas de fuego volvieron a expandirse sobre las ruinas del centro de la ciudad y sobre la periferia. Las cabezas atómicas seguirían cayendo durante todavía seis minutos más. Un verdadero infierno de fuego arrasaba toda la metrópolis. Igual suerte corrían todas las grandes ciudades. Mientras las más lejanas ciudades del globo estaban sufriendo los primeros impactos aniquiladores, las megápolis de Norteamérica habían desaparecido ya.. El Cairo, Monrovia, Acapulco, Managua, Rio de Janeiro, eran arrasadas una y otra vez por hongos atómicos. Desde Alaska hasta el centro de Australia, no había ni una gran ciudad en la que no se elevase al menos una gran seta nuclear. Debajo de cada seta un rastro de caos. Bajo cada una de ellas, millones de muertos, el centro de otra ciudad arrasado a 10.000 millones de grados. tenían cabezas perforadoras. La cabeza atómica penetraba en tierra y explotaba a cierta profundidad, provocando un pequeño movimiento sísmico. La explosión de todas ellas en tantos lugares provocó tal desequilibrio sísmico, que aun no habían acabado de caer todos los proyectiles cuando un inusitado terremoto sacudió extensas zonas del planeta 30 . En muchos lugares de los cinco continentes, las ciudades caían al suelo literalmente como castillos de naipes. Y todo ello bajo un cielo oscuro como la pez, surcado una y otra vez de rayos interminables, en medio del fragor de unos truenos que hubieran hecho retemblar los vidrios de las ventanas si un solo vidrio hubiera continuado en su lugar. Veinte minutos después todo había acabado. El mundo estaba plagado de ruinas. Las ruinas invadían el mundo. El polvo y humo levantado en los millones de explosiones había sido tan cuantioso que el cielo aparecía completamente negro. Era mediodía y, sin embargo, semejaba que era ya de noche. La oscuridad no era total, una tenue y difusa luminosidad como en los días de muy espesa niebla permitía cierta visibilidad. Los desamparados seres humanos ajenos a la guerra, que moraban remotos parajes de África u Oceanía, miraron aterrados como el cielo ya marrón se tornaba cada vez más oscuro hasta que la noche en pleno día les cubrió a ellos también. Los hongos nucleares levantaron rápidamente grandes volúmenes de aire caliente a capas frías de la atmósfera. En muchas partes del globo, miles de toneladas de agua en forma gaseosa, se habían elevado en segundos a estratos más altos de la atmósfera, en los que reinaba una temperatura bajo cero. El resultado fue que comenzó a caer en muchos lugares el pedrisco más grande que había conocido la Historia. Un violento granizo de piedras de 40 kgs 28. El resto del aire ardiente, resultado de millones de artefactos atómicos, unos explosionados sobre las ciudades, otros interceptados en el aire, al entrar en contacto con el frío aire circundante provocaron la mayor tempestad de rayos que habían contemplado los hombres desde que existieron sobre la Tierra29. Para acabar de completar el cuadro de destrucción, decenas de millares de los misiles En los días siguientes la temperatura comenzó a bajar. En centroeuropa la temperatura media era ya de -8º, y seguía descendiendo. Incluso en los trópicos empezaba a hacer frío. El cielo continuaba de un color marrón opaco impenetrable. Los vientos crecían en intensidad de día en día. Desde el cielo, caía una continua y fina nevada con ligeros matices grisáceos, a causa del polvo radioactivo en suspensión. En todas partes, yacían cadáveres insepultos o se oían los lamentos de los heridos entre las ruinas. Pero los supervivientes ya no tenían hospitales a donde llevar a los heridos. Muchos 28 Ap 16,21 29 30 Ap 16,18 Ap 16, 18 110 vagaban en la semioscuridad ateridos de frío, hasta que se unían a alguna larga marcha de supervivientes. Esas hileras de supervivientes que a pie abandonaban las ciudades en ruinas, eran hileras inacabables, a veces tenían longitudes de kilómetros. Esas filas de decenas miles de desheredados caminando por las grandes autopistas se habían formado en casi todas las ciudades. Formaba parte de un instinto de supervivencia. Caminar, moverse en busca de la ayuda, aunque no hubiera ninguna ayuda, aunque ya no hubiera donde ir. No importaba, era como un instinto. Además, estaban completamente desinformados. No había ni televisión, ni radio, porque no había ni estudios, ni electricidad. Si los hubiera habido, hubieran visto que todo el planeta estaba en la misma dramática situación. No había ningún lugar a donde ir. Ya no habría en adelante ningún cultivo en el mundo, no había luz solar. Todo rastro de civilización agonizaba. Las caravanas de supervivientes hubieran muerto de cáncer a causa de la radiación. Pero, aunque todos contrajeron la enfermedad, no fue ella la que los fue diezmando en los días siguientes, sino la inanición. Cada día, los más débiles iban cayendo por el camino en aquella larga marcha hacia ninguna parte, caminando en medio de un paisaje nevado, completamente blanco de horizonte a horizonte, bajo un cielo oscuro. Aquello parecía una escena de Guerra y Paz, los ejércitos napoleónicos retirándose hacia Francia y muriendo por el camino. Esa escena era un cuadro que se repetía en todos los continentes, allí donde hubo una gran ciudad se formaba este tipo de caravanas. La humanidad de supervivientes se había transformado en una universal escena de ejército en retirada, pero ya no había Francia a la que regresar, sólo una gran desolación, oscura e irreversible, vasta e inacabable. Un millón de hombres integraban la caravana que partió de Sacramento (California). Dos semanas después únicamente quedaban doscientas personas. Doscientas almas desesperadas y exhaustas caminando fatigosamente en medio de una nevada, una nevada de dos semanas y que no tenía ninguna intención de parar. Al cabo de un mes comenzaron las primeras tentativas por salir de los refugios subterráneos. Buena parte de los que se metieron no pudieron salir. Normalmente las varias salidas con que contaba cada refugio estaban impedidas por toneladas de hormigón de las ruinas de los edificios caídos. Los que lograron salir, tuvieron que abrirse paso con palas y picos a través de la capa de polvo y nieve de dos metros. Cuando salieron al exterior por fin, no pudieron ver un cielo azul, sino un cielo oscuro que no dejaba de nevar. Debajo de toda la nieve, debían estar las ruinas de las ciudades. Todo estaba cubierto por aquel manto de nieve grisácea. Cuando salieron y caminaron por aquel paisaje, que ya no parecía terráqueo, apenas pudieron respirar. Todas las deflagraciones de la guerra habían consumido una gran proporción del oxígeno de la atmósfera. Y ya no había plantas que pudieran reponer ese elemento. El nivel de radioactividad seguía siendo altísimo. No lo sabían, pero todos los que salieron a la superficie, morirían de cáncer en unos meses. Todos los supervivientes de los refugios tampoco fueron muy lejos, después de darse un desolador paseo, retornaron a sus abrigos subterráneos, refugios que al menos estaban calientes. Allí aguardarían hasta que se les acabasen los alimentos. Un mes después del holocausto nuclear, quedaban vivas en los refugios cuatro millones de personas a lo largo del ancho mundo que llegó a albergar a 20.000 millones de seres humanos. Y cuando abrió el séptimo sello se hizo silencio en el cielo, como media hora31. E l mundo redimía sus culpas enclaustrado. Todas las iniquidades de la Tierra estaban ahora cubiertas por el inmaculado manto de la nieve. Un silencio absoluto se extendía por la entera superficie del planeta. Ni un grito, ni una voz, ni el graznar de un pájaro, nada. 31 111 Ap 8, 1 Bajo decenas de metros de tierra lo que quedaba de la humanidad vivía su adviento y su cuaresma. No sólo los humanos, sino incluso la naturaleza inanimada había sido unida a la Cuaresma de las cuaresmas. Una penitencia universal de la que nadie se podía sustraer. Una expiación en la que la humanidad bebía el pan de la aflicción y el agua de la congoja. refugios más grandes. Los cristianos asediados ocuparon su tiempo en construir decenas de kilómetros de galerías a 50 metros de profundidad. 144.000 cristianos, los últimos cristianos, el resto del Nuevo Pueblo Elegido. Habían huido de sus respectivas naciones al comienzo de la persecución, muchos de ellos estaban marcados en la frente con la T. Cuando en el año 2210 los judíos de todo el mundo comenzaron a convertirse ya había comenzado la persecución anticristiana, de manera que comprendieron que la única manera de sobrevivir era marchar a países hospitalarios. Al final, fueron pasando de un país a otro, siguiendo un itinerario de expulsiones y deportaciones. Sólo los pocos que se refugiaron en Israel salvaron su vida. Toda esta sucesión de acontecimientos hizo que la casi totalidad de los cristianos que estaban ahora en el refugio fuesen judíos. Ya que los cristianos no judíos habían sido los primeros en ser prendidos al comienzo de la persecución. Milenios atrás, el pueblo hebreo había sido dispersado por la infidelidad, y ahora al final de los tiempos era congregado en la nueva fe, en el mismo lugar donde una tradición afirmaba que reposaban los huesos de Adán, allí donde murieron los profetas, allí donde predicó y murió el Mesías; el emplazamiento no podía ser más simbólico. Bajo la dura roca de los cimientos del monte Sion se oían cánticos de alabanza llenos de fe. La vida de los últimos cristianos trascurría en aquellos túneles bajo la guía del clero de Jerusalén, todo el clero de la ciudad se había salvado. El obispo de la ciudad con sus presbíteros organizaron los horarios de misas, charlas y lecturas comunitarias de la Sagrada Escritura. A ritmo casi monacal trascurría el horario subterráneo y monótono de aquellas más de cien mil personas enclaustradas en la oscuridad de las entrañas de la tierra. Había que esperar. CAPITULO LIX E l planeta Tierra era un planeta muerto. Sin vegetación, sin animales. Sólo 1.800.000 seres humanos sobrevivían bajo tierra en los refugios 32 . Habían pasado 200 días desde la destrucción del planeta 33 . La radioactividad seguía haciendo impensable salir al exterior salvo con trajes especiales y bombonas de oxígeno. Los océanos eran una masa de agua putrefacta. Ni un sólo pez se movía en sus aguas. Todo el plancton había muerto por falta de luz. Los mares eran agua muerta. Ni un sólo pájaro alegraba los cielos. Hasta las ratas de las ruinas habían muerto por la radioactividad y el frío. Por supuesto, ni un solo ser humano quedaba vivo sobre la superficie de la Tierra. Cada grupo de hombres metidos en su refugio subterráneo se preguntaba si serían los únicos ya vivos. En cualquier caso, la vida que les quedaba la podían calcular en relación a los víveres de las despensas. Casi todos los refugios habían acabado sus reservas de agua potable en un mes. Después, tuvieron que fundir la nieve de fuera. Era agua radioactiva, pero no había otra posibilidad. La mayoría contrajeron cáncer en los días siguientes y fueron desarrollando la enfermedad a diferentes velocidades. En las profundidades, excavado en la roca del monte Sión, en Jerusalén, estaba uno de los 32 Ap 6,15 33 Dan 12, 11-12 112 quedado destruidas. Ya no hay obras de literatura. ¿Aquí no hay biblioteca, verdad? -No. -Qué horror. Tenemos todo el tiempo del mundo y no tenemos nada que hacer. La exprofesora repetía para sí, una y otra vez, la frase: ya no hay obras literarias, ya no hay obras literarias... -Tranquila, también han desaparecido todas las obras clásicas del cine. Y todas las partituras de música. Ya nunca será posible escuchar ni ver nada de todo aquello. La profesora abatida volvió a recostar su cabeza sobre la almohada. -Tiene gracia, los náufragos tenían el abismo bajo la balsa. Nosotros tenemos el abismo sobre el refugio –comentó su compañera al cabo de un cuarto de hora. -Los náufragos tenían la esperanza de que algún barco los recogiera. Nosotras somos... en fin, todo el planeta ha naufragado. -Supongo que a medida que se les vaya acabando el agua la gente irá muriendo en los refugios. Lentamente, la raza se irá extinguiendo, como una vela. ¿Te has parado a pensar que quizá nosotros, los catorce de este refugio, somos los últimos seres humanos vivos en el planeta? Alguno será el último. -El último ser humano conocerá la historia de la raza humana, pero después que muera con él morirá la historia. Ya nadie podrá conocer lo que sucedió. Egipto, Babilonia, la Edad Media, Roma, Grecia, la dinastía de los Ming... todo parece un sueño. Un sueño que se desvanece en el silencio. Que pena. ¡Cuántas cosas han sucedido desde... -Bah, déjalo. -No sé si llevo aquí un mes, dos, o veinte años. Si es de día o de noche. He perdido totalmente la noción del tiempo. -Siempre tuve la idea de que antes de morir gastaría toda mi fortuna en todos mis caprichos. Nunca pensé que me llegaría el final en medio del aburrimiento. -En medio de las entrañas de la tierra. Enterradas en vida. -Enterradas y prisioneras. Hasta los prisioneros podían salir al patio a pasear. Estoy CAPITULO L 345 días después del holocausto nuclear, en los refugios del mundo entero ya sólo quedaban vivos unos cientos de miles de humanos E n las profundidades de un refugio en Australia dos mujeres perdían el tiempo charlando cada una sentada en su cama. Llevaban hablando dos horas, llevaban semanas y semanas sumidas en una conversación indefinida. Las dos hablaban sin ninguna prisa, sin mirarse. El aburrimiento y la desesperanza flotaban en la habitación como una atmósfera densa y pesada. -Yo no sabía que se pudiera llegar a odiar tanto las conservas de atún. ¡Todos los días! Para comer, cenar y desayunar. Eso y más puré de patata. -A mí ya me produce arcadas el pensar en la comida. -Los primeros días eran distintos: guisantes, carne enlatada, hasta teníamos azúcar. En la habitación se hizo el silencio. Ya no tenían ganas de hablar. Durante media hora no dijeron nada. Una de ellas, de vez en cuando, tiraba una pelota de ping-pong a la pared y la recogía, maquinalmente, sin entusiasmo -¿Te das cuenta?, todos los museos y bibliotecas del mundo... destruidos. Todos los papiros, todos pergaminos, las 80.000 tablillas de escritura cuneiforme que se encontraron en Bagdad, todo ha dejado de existir –la que hablaba había sido durante diez años profesora en una universidad de Adelaida-. Un segundo antes había un mundo entero, media hora después un mundo entero ya no existía. -Yo lo que más siento es la destrucción del Museo Metropolitano de Nueva York. Dediqué toda mi vida profesional a esa institución. Dediqué toda mi vida a la belleza. Ahora debe ser tierra calcinada. -Es curioso, no se me había ocurrido pensar que todas las obras de literatura han 113 segura de que de todo esto tienen la culpa los popistas, ¡esos malditos cristianos! -Mira lo hemos discutido mil veces. Si sigues así te vas a obsesionar. Te vas a volver loca. Ya lo que nos faltaba. De entre nosotros, tres se han suicidado, cuatro están en depresión, y los otros diez estamos esperando a que se decidan. Cuantos menos quedemos, más agua a repartir. Que uno se ahorca... un enemigo menos, una ración más. Si todos deciden quedarse hasta el final, nos queda agua sólo para dos meses. -No sé si voy a resistir dos meses más. -De momento, nos contentaremos con aguantar las once horas que nos quedan de día. Un momento... ¡escucha! ¿No escuchas como... una trompeta lejana? ¡Sí! ¡Es una trompeta! -¡Sí! ¡También yo la empiezo a percibir a lo lejos! Un rumor lejano como de una trompeta se percibía a cada momento más claro. Ellas dos sintieron, como el resto de los refugiados, un inexpresable impulso de salir hacia la superficie. Todos corrieron hacia afuera. Como hormigas salieron de su agujero. Atónitos contemplaron un espectáculo inimaginable. Un bellísimo e inmenso ángel surcaba los cielos tocando una larga trompeta de oro 34 . No podían dar crédito a sus ojos, todos miraban embelesados, estaban viendo ¡a un ángel! La pantalla marrón de polvo que cubría la bóveda del cielo se rasgó y detrás de ella apareció un cielo azul lleno de belleza. En esa rasgadura de cielo azul, que iba abriéndose por momentos, miles y miles de ángeles volaban de un lado a otro. Todos los hombres del mundo habían salido de sus refugios al sonido de la tuba. En cualquier parte del globo todos contemplaban extasiados a los coros de los ángeles deslizarse revoloteando de un lado a otro. Cualquiera veía lo mismo estuviera donde estuviera. El cielo azul se rasgó y de en medio de la luz descendió verticalmente el Hijo del Hombre, Nuestro Señor Jesucristo. Su verdadero cuerpo suspendido en el aire estaba descendiendo hacia la tierra. Teniéndole a 34 Él en el centro, anillos concéntricos de centenares de pequeños ángeles volaban en círculo cantando y tocando instrumentos. Detrás de Él comenzó a descender su Santísima Madre. Un aire suave, cálido y puro acarició los rostros de todos los supervivientes. Por encima de la escena, por los lados, por todas partes, millones y millones de almas, las almas de todos los seres humanos muertos revoloteaban de un lado a otro. Las almas eran perceptibles como presencias luminosas, sin cuerpo alguno pero irradiando una maravillosa luz. Por en medio de toda aquella nube de almas había multitud de ángeles yendo y viniendo, llenos de gozo entonando melodías. Todos los grupos de humanos dispersos sobre la superficie de la Tierra estaban extasiados contemplando un espectáculo nunca visto. Una escena esperada por cientos de generaciones, una escena que fue el objeto de la fe de siglos y siglos, y que por fin ellos la tenían ante sus ojos. Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el cielo primero y la tierra primera habían desaparecido. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, desde Dios, ataviada como una esposa que se ha adornado para su marido. Y me mostró el río del agua de la vida, brillante como el cristal, brotando del trono de Dios y del Cordero, en medio de la plaza de la ciudad. Y a una y otra parte del río, árboles de vida que daban doce cosechas. Amén 1Cor 15, 52 114 115 Cyclus Apocalypticus es la primera de las diez obras de la Decalogía sobre el Apocalipsis de J.A. Fortea. La Decalogía describe los acontecimientos de la generación que habrá de vivir las plagas bíblicas del fin del mundo. Cada una de las novelas de la Decalogía (o Saga del Apocalipsis) es independiente. Cada una explica una historia completa que no requiere de la lectura de las anteriores. Fueron construidas esas historias como novelas que tienen sentido por sí mismas y que pueden ser leídas en cualquier orden. Cada novela de la Saga describe el Apocalipsis visto desde un ángulo distinto, desde un personaje diverso o desde otra situación. Todas estas historias que componen la Decalogía fueron comenzadas a escribir en 1997. La primera en ser publicada fue Cyclus Apocalypticus en el año 2004. En ese año, las diez novelas estaban ya escritas. Si bien en los años siguientes sufrirían un constante proceso de revisión y ampliación. Cada novela de la Decalogía no debe ser leída como la continuación de la anterior novela, sino como una novela independiente. Sólo al leer las diez novelas se tiene una idea clara de los hechos que las conectan entre sí. Muchos han preguntado al autor qué orden debería ser el más adecuado para leer la Decalogía. Siempre ha dicho que cualquier orden es válido. Aunque él aconseja leer primero: Cyclus Apocalypticus, después Historia de la II secesión y en último lugar el Libro Noveno y el Libro Décimo ya que estos dos últimos libros que concluyen la saga están compuestos de retazos, imágenes y pequeñas crónicas de toda esta época. 116 117 democracias parlamentarias de Europa cayeran entusiasmadas en el siglo XX en manos del fascismo. También era impensable que una nación culta y civilizada como Alemania produjera una élite que llevara a cabo el holocausto. La Historia está abierta en todos sus caminos. No dudo de que la novela resultará interesante y atrayente incluso para los no creyentes. Porque con ella pueden disponer de una sucesión ordenada de los acontecimientos del texto bíblico. Y hasta para el no creyente resulta interesante conocer cuál es una versión razonable del fin de los tiempos de acuerdo a la Biblia. APÉNDICE algunas explicaciones acerca de la novela C reo que si hay un libro que hace necesaria una, al menos breve, explicación de las pautas que se han seguido para su escritura, es éste. Antes de nada, debo advertir que no he tenido ninguna revelación particular, visión, sueño o cualquier otro fenómeno que me haya proporcionado o sugerido la menor información para confeccionar esta novela. Tampoco he seguido ninguna revelación particular de ningún místico para llevar a cabo esta tarea. Muy por el contrario he querido basarme lo más posible en la literalidad del texto considerado en sí mismo. Y después de considerar esa literalidad lo más exhaustivamente posible, añadir el modo de interpretación más acorde a la corriente patrística y medieval de comentadores de esos mismos textos. Esta visión tradicional del texto conlleva una interpretación literal. Hay textos que admiten varias interpretaciones. En cualquier caso, esta novela pretende ser una visión plausible de cómo pueden desarrollarse los hechos de los que habla el último libro de la Biblia. Esta última frase la considero esencial: visión plausible. Sólo eso. Esta visión puede gustar o no, pero nadie podrá acusarla de contradecir en algo un solo versículo del texto sagrado. Por otro lado, es una visión desde un ángulo determinado. Prácticamente toda la novela se enfoca desde el lado de los increyentes, y más concretamente, desde los despachos del Poder. Es como la visión de las plagas del Exodo vistas desde el lado de un sacerdote del faraón. Soy consciente de que la idea de que nuestras democracias europeas se transformen en un sistema de gestión autocrático es impensable hoy día. Pero la historia da muchas vueltas. También hubiera resultado impensable a principios del XIX que varias decimonónicas Los temas que trata el libro bíblico del Apocalipsis podrían agruparse en tres grandes grupos: -discursos teológicos y morales, -parte apocalíptica propiamente dicha, -triunfo de Cristo. Estos tres temas están divididos en fragmentos completamente entremezclados unos con otros. Esta novela trata del tema apocalíptico propiamente dicho, es decir del aspecto político, de las catástrofes, signos y persecuciones que aparecen en el libro sagrado de San Juan, aunque también algo en el Evangelio y en el libro de Daniel. La parte apocalíptica aparece en el libro de San Juan articulada en tres septenarios: el septenario de los sellos, las trompetas y las copas. Esta novela no pretende otra cosa que presentar una posible interpretación de esos tres septenarios integrados en una sucesión lineal. Por lo tanto la novela no es nada más que una posible interpretación de los símbolos apocalípticos. Jamás se me ha ocurrido pensar que las cosas serán tal como las he escrito en la presente novela. Sin embargo, nadie podrá demostrar con los textos sagrados que no pueda ser como digo aquí. La novela es una explicación plausible de cómo pueden sucederse los acontecimientos descritos en el libro de San Juan. Las profecías de Daniel ciertamente se han de integrar en el curso de hechos que presenta el Apocalipsis. He incluido en la trama la parte relativa a la profecía de los 1290 días y he dado una posible interpretación acerca del Templo y el 118 cese de la oblación perpetua. Nuestro Señor Jesucristo habló de la profecía de Daniel al referirse a la Abominación de la desolación. Pero en el Evangelio no se nos explica nada (explícitamente) acerca de esa abominación, luego el único propósito perseguido al referirnos a ese texto del profeta es que leyéramos la parte que sigue de forma inmediata a esa Abominación, la profecía de los días unida al cese de la oblación. Personalmente pienso que el final del libro de Daniel (concretamente desde el capítulo 7) contiene revelaciones para el tiempo del Apocalipsis. Pero el carácter sumamente concreto de esas revelaciones hace que su identificación con hechos reales nos quede oculto hasta el tiempo final, tiempo en el que los protagonistas podrán identificarlos ya sin duda a la vista de los hechos. En este sentido se nos dice: -Estas palabras han de permanecer cerradas y selladas hasta el tiempo final Dan 12, 9 -Ninguno de los impíos comprenderá, en cambio los sabios comprenderán Dan 12,10. -Pero tú, Daniel, mantén secretas estas palabras y sella el libro hasta el tiempo final; muchos lo recorrerán y se aumentará el conocimiento Dan 12, 4 Sí, muchos lo han recorrido ya y lo seguirán recorriendo. Cuando leí este último versículo, el que habla del aumento del conocimiento (acerca de los hechos de los últimos días) se me ocurrió la idea de que quizá esta novela sea una carta hacia el futuro. Que quizá los lectores verdaderamente interesados de esta novela serán los cristianos de los últimos tiempos que sufriendo las penalidades futuras encontrarán este libro en algún rincón de alguna biblioteca, y hallarán algún consuelo en las líneas que lean. Ellos verán todos los errores en que he incurrido. Pero así como no nos molestan los errores que en la visión del futuro vemos en obras clásicas del cine mudo, como Metrópolis o Viaje a la luna, así con esos ojos, con esa benevolencia, espero que sean leídas en el lejano futuro estas páginas. Los errores de nuestra construcción del futuro no las afeará, al contrario, ellos, encontrarán deliciosamente sembradas de arcaísmos nuestras visiones de su futuro. Volviendo al tema exegético, pienso que en el Antiguo Testamento encontramos tipos (es decir, bosquejos simbólicos y proféticos al mismo tiempo) de la persecución final del Apocalipsis. Así lo vemos en el libro de Ester, en el libro de los Macabeos, y con el personaje de Nabucodonosor en el libro de Daniel. Son identificables partes claramente apocalípticas en los profetas, por ejemplo en Is 24. Allí en ese capítulo en el versículo 24 se da, por poner un solo ejemplo, un detalle concreto y coincidente con el Apocalipsis como el de que “la luna se sonrojará entonces y el sol se abochornará”. Porque las estrellas de los cielos y sus constelaciones no darán su luz, el sol estará oscuro en su amanecer, y la luna no derramará su luz (Is 13, 10). Cubriré los cielos, y haré oscuras sus estrellas, cubriré el sol con una nube, y la luna no dará su luz (Ez 32, 7). Exactamente encontramos lo mismo en: Joel 2,10, Joel 2,31, Joel 3,15 y en el Nuevo Testamento en Mat 24,29. Me he fijado en ese detalle concreto, podríamos igualmente analizar en los profetas las tinieblas, los terremotos, etc. pero esto excedería los límites de un mero apéndice a una novela para convertirse ya en un tratado. Pienso que si la venida de Cristo fue acompañada de todos los signos milagrosos que aparecen en el Evangelio, así la venida del Anticristo (en esta novela Viniciano) vendría acompañada de signos portentosos. La primera venida de Cristo fue precedida de una paz total, la Pax Augusta. La venida del Anticristo vendrá acompañada de una guerra total. De hecho las guerras, hambres y cataclismos son una de las señales que da Jesús para ese final de los tiempos. No una guerra, un hambre y unos cataclismos más, sino la guerra, el hambre y los cataclismos por excelencia. El fuego del que habla San Pedro en su segunda epístola podía ser enviado por Dios sobrenaturalmente, sin embargo, me inclino por la opinión de la Premio Nobel Sigrid Undset (*35) 35 Tal opinión la manifiesta en el prólogo que escribió a su biografía sobre Santa Catalina de Siena. 119 de que lo proporcionaríamos nosotros mismos con nuestras armas atómicas. Reconozco que este es un libro convulso, la época del fin de los tiempos lo será. Reconozco que la Iglesia, el amor de los cristianos, el bien, apenas aparece en la novela. Pero fijémonos en que el mismo libro sagrado del Apocalipsis es ocupado en casi su totalidad por los signos de ese final de los tiempos. Signos de sangre y conmociones políticas. El Apocalipsis no es el libro más adecuado para conocer a la Iglesia o el mensaje de Cristo. Así tampoco esta novela está centrada en el misterio de la comunidad de creyentes, sino en la visión que se tendrá de los tiempos apocalípticos por parte de los no cristianos. Y sobre todo esta novela presenta la visión de esos tiempos desde los despachos del Poder. Digo que esa Bestia es un Estado porque en Ap 13,1 se dice también que “tenía diez cuernos”, y más adelante se dice que esos diez cuernos son diez reyes. De todas maneras el símbolo de “la bestia” no se usa de modo unívoco (véase por ejemplo el cap 13 del Apocalipsis), sino que se usa también para designar a dos de los reyes de ese Estado. Así en ese capítulo, en los versículos del 11 al 13, se deja claro que está hablando de una persona. Y esta idea queda remarcada cuando dice en el versículo 17 y 18 que “el número de la Bestia” es “número que corresponde a un hombre”. Cuando se dice en Ap 13,2 que “el dragón le entregó su poder [a la Bestia]” pienso que ese dragón es la Serpiente antigua, es decir Satanás. Ese Estado, que es la Bestia, será su instrumento en la Tierra. Es un hecho claro (y ya de ello habla Schmaus en su Teología Dogmática) que si se ha de desatar una persecución general contra los cristianos deberá existir algún tipo de unidad política en el mundo futuro. Esa unidad basta con que sea amplia y no total y perfecta. Que esa unidad no abarcará todo el planeta lo vemos en que el Apocalipsis habla de una de las cabezas refiriéndose como conquistador (Ap 6, 2). Además las unidades perfectas a lo Un mundo Feliz de Aldoux Husley no han existido nunca más que en el papel. La naturaleza humana siempre está dispuesta a unificar a todo y a todos, y una generación después a dividir y reclamar independencias. La clara preeminencia que doy a Roma se debe al versículo en que se dice: Las siete cabezas son siete colinas. Sobre ellas descansa la mujer. Ap17,9 La mujer de tu visión es la ciudad grande, la que tiene señorío sobre los reyes de la tierra. Ap 17, 18 Del mismo modo como en la era mesiánica se produjeron prodigios que mostraban el advenimiento de la nueva era, así con la venida del Anticristo se darán prodigios que anunciarán que se está entrando en una nueva etapa final de la Historia. Esos prodigios serán muchísimo más limitados que los de Jesucristo, pero serán más espectaculares. Estos prodigios estarán causados por demonios tal como se dice en el cap 16 del Apocalipsis: Espíritus demoniacos obradores de los prodigios. Ap 16,14 La Bestia claramente es un poder político, un gran Estado. Las patas de oso simbolizan su poder y crueldad en destruir. Su poder viene o de las urnas o del apoyo popular de las multitudes por que se dice que sale del mar: “Tuve también la visión de una Bestia que subía del mar”(Ap 13,1) y más adelante se explica qué signifique el mar: Además se dice que se le concederá hacer bajar fuego del cielo e infundir un espíritu vital en la imagen de la Bestia (Ap 13, 15 y Ap13, 13). Qué sea el 666 se sabrá con seguridad cuando tal hombre aparezca en la escena pública, y no antes. Hasta entonces, las elucubraciones que se hagan tendrán tanto éxito como si un rabino del exilio babilónico hubiera tratado de especular que Las muchas aguas sobre las que, en visión contemplaste establecida la meretriz, son la muchedumbre de los pueblos, y razas y lenguas. Ap 17, 15 120 quería decir la profecía referida al Mesías en que se le llamaba “Hijo del hombre”. En el final del libro, un ángel tocando una trompeta es visto por los supervivientes que salen de los refugios. Sé que los ángeles no tienen cuerpo. Sin embargo, he puesto un cuerpo visible en ese ángel y en los otros ángeles que acompañan la segunda venida de Cristo a la tierra, porque de algún modo los hombres percibirán la presencia de seres angélicos. La Sagrada Escritura siempre que describe la percepción de los ángeles por parte del hagiógrafo lo hace bajo aspectos visuales. De todas maneras, en ese capítulo las descripciones no pretenden otra cosa que pintar un cuadro. No hay duda de que la materialidad de las trompetas en el septenario de las siete trompetas es un símbolo. Pero me atrevo a sugerir la posibilidad de que el sonido de la última trompeta sí que sea audible. Ya que las palabras del Apóstol San Pablo en ICor 15, 52 me parecen indicar una cierta insistencia en ese sentido. Quizá alguno me acuse de que en esta novela lo político ocupa demasiado lugar. Eso se debe a dos razones. La primera es que muchos de los mismos símbolos que aparecen en el Apocalipsis son de naturaleza política: Estados, guerras, reyes. La segunda razón por la que la novela no comienza siendo explícitamente religiosa se debe a mi propósito de que en los primeros capítulos del libro los lectores se olviden del Apocalipsis para que así les coja de sorpresa. Es decir, he tratado de que los hechos de las profecías cojan tan de sorpresa al lector como a los habitantes del futuro. Así el primer eclesiástico no aparece hasta mucho después de comenzado el libro (con excepción del monje del principio). El que un jefe de gobierno de una potencia extranjera llegue a ser presidente de una democracia rival me parece algo casi imposible. Aunque hemos de contar con la disolución del concepto de patria y nacionalidad en un mundo globalizado. Si aquí se ha escrito así la historia ha sido para dar interés a la trama. Lo más lógico es que la Bestia surja directamente de las elecciones en una especie de Estado democrático mundial. Hasta escribir esta novela no me había dado cuenta de la cantidad de veces que en los Evangelios Jesús da a entender que hay que estar en vela porque el Hijo del Hombre vendrá en medio de la noche (Mt 25,6; Mt 24, 43; Lc 17,34; Lc 12,38): Es curioso, el esposo de las vírgenes con las lámparas viene en la noche, el amo de la casa, etc, todos vienen por la noche. Todo ello me había parecido durante mis estudios de Teología un símbolo, mas al escribir estas páginas me di cuenta de que además de un símbolo iba a ser una realidad. La segunda venida de Jesús tendrá lugar en medio de la noche atómica. La cantidad de polvo levantado hasta la estratosfera provocará lo que los expertos llaman el invierno atómico. Jesús vendrá en medio de la noche porque, como en el mismo Apocalipsis se dice, el sol perderá gran parte de su fuerza. Reconozco que en esta novela apenas he hecho mención de los falsos mesías que llevan a la gente al desierto, ni de los terremotos o del tiempo de tinieblas en el trono de la Bestia. La razón es que en una novela no podía aparecer absolutamente todo sin dar una cierta sensación de cansancio. De ahí, que unas pocas cosas accidentales las doy por supuestas, imbricadas en el interior de la novela aunque no se las mencione. Aprovecho este apéndice para explicar que las ciudades que describo se basan en que el futuro se hagan dos descubrimientos técnicos. En los edificios que describo, el acero, y por supuesto el hormigón, se aplastarían bajo su propio peso si se alzaran estructuras más allá de cierta altura. Luego, doy por supuesto que tales materiales se habrán descubierto en esa época. Después, para habitar tales megaestructuras habrá que recrear de modo saludable y relativamente barato algo que sustituya la iluminación solar, pues si no, habría que dejar inhabitables buena parte de las partes internas de tales megaestructuras. Sin un sustituto de la luz solar que suponga una admisible simulación virtual del cielo, por más que se dejaran grandes espacios en el interior de esas megaestructuras sería psicológicamente imposible residir en ellas. 121 Por otro lado, he querido que la persecución contra la Iglesia apareciera de golpe en la novela, sin que nadie lo esperara. Aunque en esta historia no se hable de ello, la persecución anticristiana se supone que ha ido desarrollándose paulatinamente. Esta historia no excluye un desarrollo progresivo del odio a los cristianos. Este libro no solo no excluye desarrollos de historias menores, sino que esta novela es una panorámica formada a base de recoger episodios significativos. se sientan ofendidos por haber yo colocado la figura de la jerarquía católica como representantes de la inmensa mayoría de los cristianos de esa época. Sé que ese detalle bastará para amargarles la novela a algunos. En cualquier caso, les doy permiso para que al leer el libro, donde escribo Papa ellos imaginen a su Arzobispo Primado Episcopaliano, al Consejo de Ancianos de las Iglesias Presbiterianas, o al Consejo de Pastores de las Iglesias Evangélicas. Incluso si alguien lo desea puede colocar en vez del Papa al Gran Rabino de Jerusalén, pero en fin.... a alguien tenía que colocar yo. Quiero decir que esta novela fue la primera novela que escribí en mi vida. La escribí de principio a fin, casi sin correcciones, ningún capítulo ni relato ha sido cambiado del lugar que ocupó en su primera redacción. La escribí siendo un joven sacerdote destinado a un pequeño pueblo junto a la provincia de Toledo y Cuenca. La escribí en un húmedo y frío despacho, casi medieval. La lenta acción de escribir esta historia me entusiasmó, porque era un texto donde podía volcar miles y miles de horas de lecturas de otros libros y autores. El capítulo del acorazado orbital y su batalla, fue escrito de una sola sentada, en una noche de insomnio. Quiero acabar diciendo que, curiosamente, el Apocalipsis era uno de los libros que menos entusiasmo me habían causado hasta el momento de escribir la novela. Mucha gente me pregunta si veo cercano el fin del mundo. Personalmente, veo los hechos del Apocalipsis muy lejanos todavía en el futuro, muy lejanos... Alguno se preguntará por qué he acabado la novela en la segunda venida de Cristo y no he continuado describiendo el último capítulo del Apocalipsis. La razón es muy simple: tratar de describir con palabras el misterio era empequeñecerlo. Con palabras podemos muy bien describir desastres apocalípticos, como se describen muy bien las diez plagas de Egipto o el asedio a Jerusalén por parte de los asirios. Pero cuando el mismo libro del Exodo describe la visión de las espaldas de Yahvéh por parte de Moisés es lacónico (Ex 34). Del mismo modo, el libro del Apocalipsis describe mucho más extensamente las plagas que el misterio conclusivo de beatitud, que es inefable. En realidad, la Sagrada Escritura acerca del misterio, más que pintar una escena plástica, nos pinta un cuadro conceptual. Por eso tratar de describirlo era empequeñecerlo. El libro acaba donde tiene que acabar, no había otra alternativa. No ha sido otro mi propósito al escribir esta novela que hacer más inteligible y conocido ese libro que es el final de la Biblia. Podía haber escrito un ensayo, pero hay cosas que se entienden mejor con una historia que con un ensayo. Dios mismo en la Biblia hay cosas que prefiere explicárnoslas con una historia, mejor que con una explicación abstracta. A veces un tratado no puede lo que puede un cuento. En la novela, doy por supuesto que las distintas confesiones cristianas han alcanzado en esa época la unidad. Francamente, creo que la senda de la Historia va en esa dirección. Espero que mis buenos amigos protestantes (con los que mantengo muy buenas relaciones personales) no 122 123 www.fortea.ws 124 José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro, España, en 1968, es sacerdote y teólogo especializado en demonología. Cursó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la Universidad de Navarra. Se licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Comillas. Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares (Madrid). En 1998 defendió su tesis de licenciatura El exorcismo en la época actual, dirigida por el secretario de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española. Actualmente vive en Roma, donde realiza su doctorado en Teología, dedicado a su tesis sobre el tema de los problemas teológicoeclesiológicos de la práctica del exorcismo. Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio, la posesión y el exorcismo. Su obra abarca otros campos de la Teología, así como la Historia y la literatura. Sus títulos han sido publicados en cinco lenguas y más de nueve países. www.fortea.ws 125 HISTORIA DE LA SEGUNDA SECESIÓN DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA J.A Fortea 1 Editorial Dos latidos Benasque, España Título: Historia de la II Secesión de los Estados Unidos de América © Copyright José Antonio Fortea Cucurull Todos los derechos reservados [email protected] Publicación en formato digital en 2012 www.fortea.ws 2 3 4 REGNAT POPULVS 5 6 E PLURIBVS VNVM Año 2180, 4 de enero la pared de enfrente, a la mesa y a su alrededor sumido en sus pensamientos, controlando sus emociones. Éste era un momento que ningún Presidente hubiera deseado vivir durante su mandato, un momento que, desde Abraham Lincoln, ningún Presidente pensó que ocurriría en ninguna presidencia. Ahora California. Oregón tendría elecciones en menos de dos semanas. Utah y Idaho se lo estaban pensando. -Bien... –dijo al fin el Presidente mientras se levantaba pesadamente de la mesa-. Ya me puedo ir a la cama. Tal como está previsto, por el momento no haremos nada. Prepárame una declaración institucional para mañana temprano. E l Presidente de los Estados Unidos está escribiendo en la mesa de caoba de su Despacho Oval. Está solo, reina un silencio profundo. Son las dos de la mañana, la nación entera duerme. En vela, tan sólo, el entero estado de California. El Presidente aguardaba trabajando, de todas maneras no habría podido conciliar el sueño. Lejanamente, en la antesala, comenzó a percibir unos pasos. Los pasos resonaron apresurados, aproximándose. La puerta del Despacho Oval se abrió y entró Joshua Spokane, consejero presidencial. Los dos hombres se miraron un instante, Presidente y consejero no necesitaron decirse nada, la cara seria, grave, del consejero delante de su mesa era ya la respuesta. -Señor, nos lo acaban de comunicar. Hace tres minutos el Congreso del Estado de California acaba de aprobar la secesión. El Presidente se pasó las dos manos por su adormilada cara. -El resultado de la votación ha sido de 94 votos afirmativos, 32 negativos y 4 abstenciones. En estos mismos instantes se está leyendo un comunicado oficial en la escalinata del edificio del Congreso de California. La multitud congregada vitorea y saluda el nacimiento del nuevo país soberano. El anciano Presidente buscó sus pastillas para dormir. Su mano chocó con la caja en el bolsillo derecho de su americana. -Ninguna noticia de las bases militares, ¿verdad? -Ninguna, señor. Las cuarenta y dos bases militares federales en suelo californiano tenían orden de resistir toda tentativa de ocupación. Las instrucciones eran, si fuese preciso, disparar a matar sin contemplaciones. Por Fortuna, California no poseía ni un ejército ni un arsenal adecuado para enfrentarse al conjunto de esas bases situadas en su suelo. El Presidente se dirigió a su habitación con la tranquilidad de poseer esos cuarenta y dos acuertelamientos, Durante medio minuto el Presidente Ethan Ellsworth no dijo nada, se limitó a mirar con suma lentitud hacia 7 pero también con la excitación de saber la euforia popular que a esas horas de la madrugada embargaba los alrededores del congreso californiano. -Ah –dijo el Presidente volviéndose hacia el secretario Spokane, cuando ya estaba a punto de salir del Despacho Oval-, envíe esta noche un comunicado a todas las bases militares situadas en suelo californiano. Dígales que cualquier individuo perteneciente al Ejército que dentro de un cuartel manifieste el más leve signo de alzamiento debe ser inmediatamente detenido, y juzgado sumariamente antes de que acabe el día. Hace ya varios meses que llevamos alejando a los naturales de cada estado a otros cuarteles, pero nunca se sabe. Nunca se sabe… Bien, nos veremos mañana en la reunión. -Hasta mañana, señor. El Presidente Ethan Ellsworth se alejó con paso ensimismado por el alfombrado pasillo. Dos jóvenes y fornidos miembros del servicio secreto que hacían guardia, se colocaron con todo respeto a un lado mientras su protegido pasaba camino de sus aposentos. El paso del Presidente era el de un hombre cansado y lleno de preocupación. La juventud de los que vigilaban esa puerta y que velarían por él toda la noche, contrastaba con los sesenta y dos años del presidente de pelo blanco. La dureza de los guardaespaldas resaltaba más cerca de esa cara presidencial de gesto siempre comedido, que al pasar les miraba incluso con cierta timidez. En virtud de la magia farmacológica del tubo de pastillas, el Presidente estaría dormido en diez minutos, pero hasta ese dichoso momento en que su mente desconectase de las preocupaciones de su pesada jefatura, iría dando vueltas en su cabeza a toda esta colosal crisis; a la crisis y a las causas de la crisis. ¿Qué es lo que nos ha llevado a esta situación?, se preguntaba una y otra vez camino de su habitación. Nadie le esperaba en su dormitorio. Era un soltero solitario. Por eso nada le distraía de las preguntas de su mente. ¿Cómo hemos podido llegar a esto? ¿Qué hemos hecho desde hace varias presidencias para que un estado quiera separarse? ¿En qué hemos fallado? Las calles de la Nación se habían vuelto inseguras hasta un grado inconcebible. Los ciudadanos se sentían prisioneros en su propio país. La corrupción de Washington, tan lamentable como absoluta. El poder de la mafia, invencible. Estados Unidos se podía convertir en un país plenamente dominado por la mafia. Y encima la corrupción de la política. Una corrupción sin precedentes que había logrado alejar a la mayoría de los ciudadanos de la política. La población había llegado a la conclusión de que todos los políticos, todos, estaban enfangados, atados por múltiples lazos a intereses ocultos, a los intereses de los grupos que apoyaban sus candidaturas. Los ciudadanos tenían razón. Ellos lo sabían. Él mismo –el Presidente Ellsworth- lo sabía. Sí, no era sorprendente que después de dos generaciones en esta situación los estados más sanos, los menos afectados por la corrupción, tuvieran un cierto deseo de separar sus destinos de los del resto de la Nación. Lógicamente esos anhelos se extendían por los estados ricos, prósperos, con un gran futuro. California, por sí sola, seguiría siendo una de las naciones más poderosas de la Tierra. Los estados de las Grandes Llanuras y los de la Cuenca Central continuaban siendo firmemente unionistas. En cualquier caso, el Ejército, la pesada maquinaria del Ejército, seguía estando en manos federales. La Guardia Nacional de California no tenía ni media posibilidad de victoria si se enfrentaba a los militares profesionales con todo su equipamiento. El Presidente Ellsworth 8 era partidario de esperar, de no precipitarse. Estaba relativamente convencido de que todo aquello no era otra cosa que una locura, un frenesí transitorio. La larga lista preparada con concesiones para un mayor autogobierno, iría mitigando esos ardores independentistas. -Ahora lo esencial es mantener la sangre fría-, se dijo a sí mismo abriendo la cama, cubriéndose con las sábanas blancas, agradables, que le esperaban para que durmiera en ellas. Tenía tanto sueño. Las pastillas además estaban ya haciendo su efecto. El sueño reparador le invadió en segundos. semejantes a helicópteros, con rotores, pero sin hélices, estaban por doquier. Toda la flota de aeronaves del Departamento de Policía vigilaba desde los aires. Desde lo alto, sus cámaras, los millares de ojos de sus objetivos, patrullaban toda la ciudad. Los independentistas, estaban felices, lloraban, lágrimas de emoción. El hombre medio de la calle era entrevistado por periodistas y decía cualquier cosa inmerso en el entusiasmo de aquella algazara, de aquella borrachera de independencia. Una borrachera hábilmente programada por los congresistas pro independencia. Una algazara en nada compartida por buena parte de la población que no había salido de sus casas, y que miraba todo aquello con gran indiferencia. La mayor parte de los californianos estaba convencida de la irremediable corrupción de su clase dirigente. De manera que todos aquellos acontecimientos, que eran previsibles desde hacía ya meses, les cogieron sin ninguna sorpresa y con la resignación del que piensa que nada va a cambiar a mejor. Pero eso no importaba, la minoría de la población que tanto se había esforzado por la independencia, se encontraba exultante. Quizá no hubieran estado tan felices los bulliciosos secesionistas que agitaban sin descanso las banderas, si hubieran sabido que a esas mismas horas de la noche llegaban 95.000 soldados de infantería a las bases militares de Nuevo Méjico, Colorado y Wyoming. En el carril derecho de varias autopistas interestatales las largas columnas de todoterrenos avanzaban lentas e interminables hacia los acantonamientos fronterizos de aquellos estados infectados con el virus de la insurrección. Inacabables superficies de los desiertos de Derning, Burlington y las praderas de Mildwest aparecían iluminadas en mitad de la noche, recorridas por los faros de miles de A quella noche nadie se movió, ni en las bases federales ni en los cuarteles de la Guardia Nacional. Sólo las calles eran un hervidero. Miles y miles de entusiastas independentistas recorrían todas las arterias principales del centro de Los Ángeles. Aquello era una riada humana de cantos y banderas estatales con el oso californiano, una riada que llenaba toda la avenida que iba desde Lakewood hasta Fullerton, con miles y miles de banderas agitándose. Los políticos hacían sus declaraciones. Las cámaras, atentas a la anécdota humana, enfocaban a las parejas que emocionadas de alegría se besaban en Pershing Square, a las ancianas que hacían declaraciones entusiasmadas delante de un micrófono, a las familias que habían traído de casa una gran bandera californiana. No se produjo ni un incidente, ni un asalto, ni un acto de vandalismo. La Policía Metropolitana vigilaba todo atentamente. No había que dar ninguna excusa para una intervención federal. A ambos flancos de la manifestación, agentes de policía estaban preparados para reprimir cualquier conato de exaltación que diera origen a desórdenes. Pesadas aeronaves, 9 vehículos que penetraban en aquellos inmensos recintos vallados. Allí se acumulaban las hileras de material bélico, hileras que vistas desde el aire aparecían como pasillos entre las inacabables cuadrículas que formaban las áreas cubiertas por tiendas militares y torres de vigilancia. Habían llegado en un solo día 95.000 efectivos de infantería, que se sumaban a los 110.000 que ya se encontraban allí. Quince divisiones desde esa noche aguardaban en esos desiertos a la espera de cualquier orden. El Pentágono ya tenía en camino otras diez divisiones más. sentado no muy lejos de él, le apoyó con el gesto-. Todo discurso independentista se va radicalizando con el tiempo. Si dejamos que cuaje esta rebelión se consolidará, y habremos perdido para siempre a California. Si hay que hacer algo, hagámoslo ahora. Después ya no podremos hacer nada. El Presidente de pie apoyado en su mesa había guardado silencio, pero ahora volvía a hablar, con toda serenidad, era el hombre más reposado del mundo. De hecho deliberaba sobre el asunto como si estuvieran discutiendo una partida presupuestaria. La noche anterior se había acostado muy cansado, como si el peso de toda la nación gravitara sobre sus espaldas. Pero hoy, sentado en su mesa, como un capitán al timón, afrontaba el tema con nervios de acero. Ahora lleno de energía decía: -Me alegra que haya usado la palabra rebelión. Esto es una rebelión, no es ninguna independencia. Y les ruego que en esta sala a partir de ahora usen la palabra rebeldes no independentistas. Las cuestiones de imagen son esenciales. En todos nuestros discursos hablaremos siempre de la rebelión y los rebeldes. Al día siguiente 5 de enero de 2180 U n día medio nublado, pequeños copos de nieve caían a ratos sin cuajar, la televisión había anunciado que el tiempo mejoraría a lo largo del día. Dentro del Despacho Oval estaban los diez miembros del Consejo de Seguridad Nacional. El café humeaba en las tazas, hundido en el cuero mullido de su sillón el Presidente les escuchaba. -Señor Presidente, esta declaración de independencia de la pasada noche no es nada. Tan sólo se reduce a que a partir de ahora el estado de California no enviará al Gobierno Federal su cuota de impuestos. En mi opinión, si los escaños del Congreso de California se renuevan dentro de tres años con una nueva mayoría unionista, habremos recuperado el estado del modo más incruento posible. Cualquier cosa que hagamos ahora, sería vista por el contrario como una injerencia absolutista, como una confirmación del poder tiránico de la maquinaria de Washington frente a las libertades de los ciudadanos. -Soy de la misma opinión –dijo otro consejero. -Yo también –añadió un tercero. -¡Yo no! -exclamó uno de los dos generales presentes. El otro general, Los presentes asintieron. Todos se dieron cuenta de que aquel hombre era un zorro muy viejo en cuestiones políticas. El Presidente siguió hablando con determinación: -Washington no acepta de ningún modo esa secesión. Nada de lo que hagamos o digamos debe hacerles pensar que aunque oficialmente no, de facto podríamos aceptar parcialmente esta situación. Los que estamos aquí debemos ser conscientes de que los intereses económicos de esta nación nos marcan una línea de actuación muy clara. Desde hace cuatro días todos los grandes grupos económicos han movilizado sus medios de presión sobre mí y sobre el Congreso para que no permitamos de ningún modo esta extraña aventura política. ¡La secesión no es buena para 10 los intereses de los Estados Unidos! Ni siquiera es buena para los intereses radicados allí, en California. Todo esto es un mero asunto sentimental. Los sentimientos de esa minoría que ha visto en la secesión la solución a todos sus problemas. -Las masas cambian de opinión de una legislatura a otra –añadió el vicepresidente-. Y más con adecuadas campañas de información. Lo lamentable es que hayamos permitido que todo esto se nos haya escapado tanto de las manos. -Lo referente a la campaña de información lo tocaremos después –dijo el Presidente-, ahora abordemos el tema militar. General Berger, ¿cómo está la situación? -El Congreso de California sólo cuenta con los efectivos que la Guardia Nacional tenía hace un año. Nadie ha mencionado ni siquiera aumentar esos efectivos. No quieren soliviantarnos. Mantenemos perfecto control sobre todas nuestras bases militares en suelo californiano. La Guardia Nacional esencialmente cuenta con armas de asalto. Cuatrocientos carros acorazados, ciento veinte aeronaves DR-200, una infantería que no es profesional y una serie de especificaciones que no voy a desglosar para no aburrirles, pero que se resume en que las fuerzas del estado serían barridas en el primer envite. Sólo les daré un dato, sus fuerzas son diez veces menos en relación tan sólo a nuestras fuerzas profesionales en territorio de California. Si contamos todas las que ya hay en las fronteras del estado, las cifras son todavía más favorables a nosotros. Un enfrentamiento con la Guardia Nacional duraría tan solo un día. Podríamos derrotarlos en todos los frentes simultáneamente antes de que se pusiera el sol. -Lo único que hay que ver – añadió un consejero con mirada preocupada- es la cantidad de muertos que puede soportar nuestra administración. -Oh, vamos –interrumpió el otro general-, ¡estamos hablando de los Estados Unidos! Al cuerno si aparecen fotos en las portadas con más o menos muertos. -Vamos, general, no se lo tome así, no he dicho que ésta no sea una cuestión que se puede zanjar de un modo militar –se defendió el consejero que había hablado el último-. Pero todo debe ser considerado. Y si podemos evitar la intervención, sería lo mejor. -¡Ésta es una cuestión patriótica!, y nada más –replicó el general. -Sí, pero si queremos abordar la solución de este problema nos tenemos que plantear hasta dónde queremos llegar –añadió otro secretario amigo del último. Llegar hasta el extremo, a veces no es el mejor modo de acabar con un problema. Y queremos acabar con este problema de forma que la solución no genere nuevos problemas. -El caso es que... En ese momento entró un asistente del Presidente con un papel en la mano. -Señor, la Oficina de Aceptación de Demandas del Tribunal Supremo de los Estados Unidos nos acaba de cursar este escrito. El Presidente Ellsworth lo leyó entero, después contrajo levemente los músculos de la cara, y lo dejó a un lado, encima de la mesa. -Me comunican oficialmente que el estado de California ha recurrido ante el Tribunal Supremo la decisión del Congreso Federal de no aceptar su secesión. -¿Pueden hacerlo? Si se han separado de nosotros, ¿cómo pueden recurrir a nuestro tribunal? -En principio sí –dijo uno de los consejeros presentes, el especialista en cuestiones jurídicas-. Puesto que si 11 nosotros no aceptamos su estatus de independencia, eso significa que son parte de la Unión. Y si son parte de la Unión pueden recurrir una decisión del Gobierno Federal ante el Tribunal Supremo. Es lo que marca la ley. -Pero si ellos consideran que ya están fuera de la Unión –dijo el Presidente- es un contrasentido que hagan eso. -No, señor. Perdone que insista, pero la única razón por la que nosotros podemos exigirles que retrocedan de esa declaración de independencia de ayer noche es afirmar que siguen siendo parte de la Unión, tanto si les gusta como si no. Y si son parte de la Unión pueden recurrir una decisión del Gobierno Federal frente al Tribunal Supremo. -Además –añadió el experto en relaciones federales- ha sido un movimiento muy inteligente. Si el Tribunal Supremo de los Estados Unidos reconoce el derecho de un estado a separarse de la Unión, entonces podrán continuar con el camino que han emprendido, sin que nosotros se lo podamos obstaculizar. Si por el contrario el Tribunal Supremo no les reconoce ese derecho, entonces ellos alegarán que no reconocen ni la jurisdicción de ese tribunal, ni su fallo. -Es una muy buena jugada – comentó una consejera-. Si el veredicto del tribunal les es favorable, nosotros estaremos con las manos atadas. Tendremos que acatarlo. Y si no, ellos harán lo que les de la gana. No tienen nada que perder con presentar este recurso, pero nosotros sí. -¿Pero es que tienen alguna posibilidad de ganar ese recurso? – preguntó indignada otra consejera al experto en asuntos jurídicos -. Me refiero... es que hay alguna posibilidad de que el Tribunal Supremo reconozca el derecho de un estado a separarse de la Unión?. -En mi opinión, no tienen ninguna posibilidad. Pero no pierden nada por presentar ese recurso. Hasta da una cierta apariencia de legalidad a las acciones que ha emprendido la nueva mayoría en el Congreso de California. -¿Legalmente deberemos esperar a que el Tribunal emita un fallo, o el Gobierno Federal puede tomar ya las disposiciones que crea convenientes contra los secesionistas? –preguntó el vicepresidente. -Por supuesto, nosotros podemos actuar antes del veredicto. Ellos sólo han presentado el recurso para dar una apariencia de formalidad a su secesión. Pero esto es una secesión. -Formalidad... de acuerdo a las formas jurídicas... no tienen vergüenza alguna –musitó entre dientes un muy molesto consejero mirando a su corbata mientras se la alisaba. Todos iban tomando su café, fuera la nieve seguía cayendo. El presidente, de pie, mirando por la ventana, preguntó: -¿Podríamos recusar la demanda, alegando que en su petición no hay un reconocimiento de la jurisdicción del Tribunal Supremo? -No lograríamos mucho. Dese cuenta que presentar una demanda no requiere legalmente el reconocimiento formal de la jurisdicción de un tribunal. Hablo en términos meramente jurídicos. Además, esta demanda la podría presentar otro estado como Utah, que todavía está dentro de la Unión, pero que se lo está pensando. Incluso la podría presentar un grupo de ciudadanos particulares de California. Por ese camino no vamos a poder impugnar nada. -Muy bien, muy bien –dijo el Presidente poniendo punto final a las cuestiones legales en aquella reunión-. Esta demanda me confirma todavía más en mi decisión de que hay que esperar. Del tirano se espera que aplaste al momento una rebelión. Les vamos a mostrar que aquí hay políticos, no 12 déspotas. Esperaremos. No estamos obligados a hacer las cosas cuando ellos quieran, sino cuando más nos convenga a nosotros. -Además, no voy a emprender una guerra que después resulte ser ilegal. Imaginen que comienzo a acumular cadáveres en las cunetas de las autopistas de California y que después el Tribunal Supremo falla que un estado tiene derecho a la secesión. Hay que esperar, lo veo clarísimo. Es más, estoy seguro de que esta crisis tendrá una solución política. En lo que nos tenemos que esforzar es en que el Congreso de California se recobre una mayoría unionista. Ésa es nuestra auténtica guerra. Todos pensaban que el año que le quedaba a Ellsworth en la presidencia se les iba a hacer insoportablemente largo. Afortunadamente era su segunda legislatura. Todo el gabinete le escuchaba en silencio. Todos ponían cara inexpresiva, salvo los dos generales, que no escondían su disconformidad. Los presentes sabían de la debilidad de carácter del Presidente Ethan Ellsworth. Quizá por eso había sido aupado por los lobbies financieros hasta aquel despacho. Pero la situación del momento presente requería un carácter de hierro. Quizá la secesión de ahora era el fruto de muchos presidentes débiles de carácter elevados por poderosos grupos de presión. Ellos habían llevado a cabo las faenas que les habían encomendado esos grupos, pero habían dejado sin resolver todo asunto que resultase excesivamente espinoso. Los asuntos impopulares hacen perder las elecciones. Un asunto espinoso únicamente deja de ser impopular cuando alcanza cierta masa crítica, cuando la población ya no puede aguantar más. La acumulación de muchos asuntos sin resolver durante las legislaturas de medio siglo había llevado a la Unión a la situación en que ahora se hallaba. Situación pésima que incluía el que unos cuantos estados se estuvieran replanteando sus lazos con el Gobierno Federal. California sólo había sido el primero en dar el paso. El Presidente Ellsworth era conocido de todos como una personalidad llena de vacilaciones, como el personaje vacilante por antonomasia en la escena washingtoniana. Pertenecía al número de aquellos infelices caracteres en quienes la reflexión no aclara las ideas ni confirma la voluntad, sino que suscita incesantemente nuevas dudas y dificultades. Todos pensaban eso mientras el Presidente seguía hablando y hablando: D e momento en California todo seguía igual, la situación se mantenía. Si no fuera porque el Congreso Californiano había firmado un acta que afirmaba la independencia de aquel estado, todo parecía seguir como si no hubiera pasado nada. En la sede central de FBI en Los Ángeles se había recibido la notificación del Gobernador advirtiéndoles que quedaban suspendidos sus poderes para investigar agencias estatales y a ciudadanos particulares con escaño en el Congreso de California. Washington de momento les advirtió a sus agentes que esperaran y que no hicieran nada por su cuenta. Si se producía un enfrentamiento entre el FBI y la Guardia Nacional del Estado de California, el FBI sería barrido de un plumazo, así que de momento aguantad chicos, les dijo por teléfono el Director General, las cosas en Washington se aclararan en unos pocos días. Pero mientras tanto, día a día, la secesión avanzaba unos centímetros más, sin prisas, con tiento. La Policía Metropolitana se presentó en las oficinas centrales del Departamento del Tesoro en Los Ángeles y comenzó la incautación de los archivos y su traslado 13 al complejo estatal de Pasadena. Los editoriales de todos los periódicos de toda la Nación relampagueaban con rayos de ira en medio de la más negras nubes. No eran negros, sino muy blancos, los uniformes de los 50 escuadrones de marines que formaban en la cubierta de la plataforma USS Columbia. Ese mismo mediodía acababan de fondear seis plataformas militares de la Marina de los Estados Unidos. Cada plataforma tenía una extensión que dos kilómetros cuadrados, que formaban un cuadrado perfecto. La Marina de Estados Unidos había construido desde finales del siglo XXI aquellas bases militares flotantes. Gigantescas estructuras metálicas sostenidas sobre varias quillas independientes, quillas mastodónticas, grandes como portaviones. Cada plataforma era como un gran cuadrado sostenido sobre las quillas de unos veinte portaviones. Un perfecto cuadrado, una extensión plana perfectamente geométrica recorrida por varias pistas de aterrizaje y despegue, bajo la cual varios reactores atómicos funcionaban día y noche para mover aquellas moles por los cinco mares del mundo. Las grandes plataformas de la Marina habían resuelto a finales del siglo XXI la necesidad de bases norteamericanas en ultramar; las bases flotantes podían desplazarse por aguas internacionales y detenerse en una región oceánica del mundo el tiempo que fuera necesario. Ese tipo de bases flotantes habían constituido los pilares de la vigilancia militar de Estados Unidos fuera de sus fronteras. Cada una de ellas equivalía a tener un puerto, una base aérea, un lugar de acantonamiento y un silo balístico. Ahora las seis plataformas estaban fondeadas a menos de 50 millas de la costa de Los Ángeles a poca distancia de las Channel Islands. Justo en el punto central de cada plataforma, una pesada torre hacía las veces de puente de mando. Dado que la plataforma tenía una extensión de dos kilómetros cuadrados, la torre se elevaba cincuenta metros. Una torre imponente para una extensión imponente. La torre culminaba en su cúspide con infinidad de radares, sensores y antenas. Cada una de las seis islas flotantes tenía una de aquellas pesadas y gruesas torres, mientras que alrededor de ellas hormigueaban un cierto número de aeronaves elevándose verticalmente o maniobrando en el aire. Cerca del perímetro más exterior de la plataforma se movían las formaciones de hombres al mando de severos sargentos que se ocupaban de la instrucción militar de los nuevos cadetes. Por debajo de la plataforma, en la quilla a ras del nivel del agua se abrían varias bocas de túnel, de donde salían silenciosos los ocho submarinos con que contaba cada plataforma. Las plataformas flotaban como islas inconmovibles a menos de seis millas de la costa. Desde las playas se las veía como lejanos puntos, como islas, tan silenciosas, como cargadas de poder. Ellas eran un recuerdo continuo del poder de la primera potencia militar del mundo. Silenciosas pero no ociosas, continuamente rastreando todas las ondas electromagnéticas del estado de California, rastreando sus comunicaciones, continuamente poniendo a punto su poder de fuego arrasador, mientras que sus miles de marines del Cuerpo de Intervención Rápida se preparaban para un asalto que cada vez intuían más cercano. Los miembros de ese cuerpo se preparaban, sobre todo, para un golpe rápido como el rayo y preciso como un bisturí; sólo se necesitaba una orden El Gobernador de California, Leo Mc Cormick tomaba su desayuno en su despacho del piso cuarenta del Rascacielos Broods. Desde allí, con prismáticos electrónicos, se divisaban las seis islas flotantes de la Marina. Mc Cormick en silencio tomaba su té, 14 tamborileaba con sus dedos en la mesa. Su mano izquierda tamborileaba y silencioso seguía mirando hacia la línea del horizonte del mar. No veía nada. A simple vista el horizonte del océano se percibía como una línea continua, sin irregularidades. Pero él sabía que esas plataformas flotantes estaban allí. Su situación, como la de su partido independentista, no era nada sencilla. Tenía que evitar airar a la opinión pública estadounidense. Ya que si la presión de esa opinión era muy fuerte, el Gobierno Federal decidiría la intervención inmediata. Por eso tenía que contener los excesos de los exaltados y mostrarse él mismo prudente. En realidad, lo que le interesaba era mantener esa situación de ambigüedad el mayor tiempo posible. Cuanto más tiempo pasara, más se iría acostumbrando el Pueblo Americano a esa situación. Al mismo tiempo, sobre él pesaba la amenaza de las próximas elecciones estatales dentro de tres años y medio. El electorado entero del estado se movilizaría y era muy probable que los unionistas retomaran de nuevo la mayoría. Había que mantener un grado aceptable de independencia, para que los votantes indecisos les vieran a ellos como una opción razonable. Su situación era tan complicada como la de Ethan Ellsworth. Pero uno y otro debían férreos mostrarse en sus discursos. Ninguno podía dar impresión de debilidad. Sin embargo, esas plataformas flotantes fondeadas a tan poca distancia de su despacho de su despacho, eran un constante recuerdo de que bastaba una decisión del Presidente para que la República Independiente de California volviera a la nada. con la izquierda moja en leche su caracola de color miel bien horneada con pasas y una guinda en el centro del apetitoso remolino repostero. Todo el mundo habla de la guerra, ¿pero dónde están las trincheras, dónde las hogueras? No, ésta es una guerra mercantil, una conflagración dentro del Dow Jones, una conflagración doméstica entre grupos de presión y compañías. Ésta es la primera guerra de las nuevas guerras civilizadas de los tiempos por venir, las nuevas guerras entre los hombres de Occidente. Ya no hay familias ni linajes, sólo grupos de presión, grupos de políticos, fuerzas económicas. El homo antecesor queda relegado ante el poder del homo pragmaticus. Las hordas de cromagnones ya no pintan bien ni en un cartel de reclutamiento de nuestras fuerzas de infantería. La fuerza bruta queda confinada a estadios más primitivos de nuestra evolución. ¡That´s the w@r! El Presidente lee complacido la columna. Deja el periódico, toma un sorbo de café y coge otro diario. Comienza a pasar páginas del Herald Tribune. Su vista de águila rastrea en busca de columnas sobre temas que le interesen. Pronto encuentra una. Los analistas dicen que en las elecciones estatales de California hace medio año no votó casi nadie, mientras que los votantes secesionistas fueron todos a las urnas, ni uno solo se quedó en casa. La secesión durará hasta la convocatoria de nuevas elecciones al Congreso de California. Las encuestas reflejan claramente que la mayoría de la población esta a favor de la Unión. Pero los secesionistas ganaron limpiamente las elecciones, no es culpa de los independentistas que los otros pensaran que esto nunca iba a ocurrir. Ese es el gran problema, que ya casi nadie va a votar. A finales del siglo XX iba a votar la mitad del censo. Y en el siglo siguiente no les entraron más ganas de depositar la dichosa papeleta en la urna. Ahora no llega ni a una cuarta Tres días después E n el segundo piso de Blanca, el Presidente desayuno. Su mano sostiene el New York Times, la Casa toma su derecha mientras 15 parte. A Ethan Ellsworth le votó un 11% del Pueblo Americano. Puesto que votó el 23% del censo, eso significa que la mitad le votó a él. La conclusión evidente de todos estos datos sólo puede ser una: no se puede dar comienzo a una guerra con tan poco respaldo. ¿la estatal? Ambas estaban en manos de los independentistas. Ethan se limitó a bajar la cara y mover la cabeza, como dando a indicar que esto no podía seguir así. Sin embargo, no hizo nada, no se tomó ninguna medida. A las seis de la tarde volvían a perturbarle comunicándole que el Congreso de California había movilizado a 600.000 hombres de su Guardia Nacional. La noticia le cogió de improviso al presidente Ellsworth durante una visita de un matrimonio amigo a la Casa Blanca. -¿Qué ha pasado? –le preguntó Catherine Kazansakis, la esposa de su amigo, cuando Ethan volvió a sentarse en el sofá. -No, nada. Que el estado de California ha movilizado a su Guardia Nacional. Catherine y su marido estaban en uno de los salones de la Casa Blanca, tomándose un jerez. Sentados en aquellos sillones habían estado charlando como los viejos conocidos de toda la vida que eran. La llamada había turbado la tranquilidad de la conversación. -¿Y qué vas a hacer? -No voy a hacer nada, por supuesto –respondió el Presidente que seguía afectado por el golpe de la noticia-. Hay un proceso ante el Tribunal Supremo, esperaré a que falle el Tribunal. Si el fallo es favorable a la Unión, entonces la secesión habrá tocado a su fin, la legalidad vigente se restablecerá con toda la autoridad que nos otorga la Constitución. Si la Secesión es legal, tendré las manos atadas. -Y nos habremos ahorrado una guerra –añadió Catherine. -¿Pero puede salir tal sentencia? –preguntó enseguida su marido. Ethan bebió un poco más de jerez, dejó la copa, se pasó la mano por sus blancas patillas. Bien, me complace observar – pensó Ethan- que hasta los periódicos se van calmando. La naturaleza humana siempre igual. Después del primer entusiasmo, después del primer arrebato de cólera, todo va volviendo a su sitio. Las columnas de opinión de hoy ya no son las de hace tres días, ni las furibundas de hace dos semanas antes de la votación californiana. Estoy seguro de que los más ardientes unionistas serán menos vehementes dentro de un tiempo, y hasta los secesionistas más acérrimos serán menos secesionistas. El desastre que se podía haber producido en un primer momento podía haber sido monumental. Menos mal que he mantenido mi cabeza fría en medio de toda esta jaula de grillos. Sin embargo, el Presidente no sabía que, a esas horas, en Glendale, Upland y Whittier, en California, varios grupos de ciudadanos descontrolados estaban asaltando distintas agencias federales. Una hora después, sobre las aceras de aquellas calles, sobre los vidrios rotos de cientos de ventanas, yacían diseminados decenas de miles de documentos oficiales de las oficinas asaltadas. Algún que otro exaltado, una hora después, todavía seguía lanzando el contenido de los ficheros desde los pisos superiores ya completamente abandonados. Unos arrojaban el contenido de los ficheros y otros más entusiastas lanzaban incluso parte del mobiliario. -¿Cómo, no han hecho ninguna detención?- preguntó asombrado una hora después Ethan Ellsworth. La respuesta de sus asistentes fue preguntar retóricamente quién podía practicar las detenciones: ¿la policía metropolitana?, 16 muy mala –comentó desanimado el marido. -Sí –respondió ensimismado Ethan. En esos momentos se paseó por ahí, silencioso sobre la alfombra, el perro del Presidente, un precioso Gran Dogo. ¿Qué hace ese perro ahí?, preguntó en alta voz Ethan. En seguida vino una persona del servicio a recogerlo. El perro prácticamente siempre estaba confinado a una zona de esa planta. Ethan tenía perro sólo porque sus asesores le habían comentado que eso le daba en las fotos una imagen más hogareña, más amable. Pero los cierto es que les tenía bastante manía a los chuchos. Y más a ése que babeaba no poco. Pero todo por la imagen. Había que reconocer que el cuadrúpedo quedaba muy bien cuando el Presidente volvía a la Casa Blanca, y él y su perro bajaban de la aeronave. El Presidente también tenía que hacer algo de footing, cosa que odiaba tanto como a los perros. Pero a pesar de su edad había que ofrecer una imagen dinámica.. Después de aquella canina interrupción, Ethan volvió a la conversación, y al cabo de un rato dijo: -Tenéis razón, la situación había empeorado sensiblemente. Pero los presidentes de esta Nación estamos prisioneros del Pueblo. Los males del Pueblo requieren medicinas a veces desagradables. A veces el precio de hacer lo que se debe hacer es que baje tu popularidad. El mal tiene que ser lo suficientemente doloroso como para que el Pueblo esté dispuesto a pasar por los remedios. Lo de la independencia californiana ha sido un efecto colateral no previsto en este escenario en que las pérdidas y las ganancias de popularidad parecían estar perfectamente previstas. -Yo creo que el mal está en el tamaño –dijo Catherine-. Estados Unidos se ha hecho demasiado grande. Cincuenta estados, cuatro estados libres asociados, catorce territorios dependiendo del Congreso de los -Mira, la Secesión es un disparate –respondió conteniéndose Ethan-. Los californianos si se independizan no serán más ricos, no serán más libres. Pero estas cosas son muy viscerales. De momento sólo una cuarta parte es favorable a la independencia. Pero eso no significa que el resto esté a favor de continuar en la Unión. Ahora mismo lo que hay es sorpresa. Nadie se imaginó que los independentistas se hicieran con la mayoría de escaños en el congreso californiano. Ahora pagamos las consecuencias de que los unionistas no fueran a votar y que de los otros fueran todos. Pero recuerda una cosa, las minorías son las que logran las independencias. -Ya, pero la sentencia del Tribunal Supremo... es imposible que diga que la secesión es legal, ¿no? -Tranquilo, no te preocupes. Esa sentencia supondría la destrucción de los Estados Unidos, la destrucción lenta pero inexorable de la República. Es cierto Catherine, que nos ahorraríamos una guerra, pero a costa de que dentro de treinta años o cincuenta los Estados Unidos fueran dos o tres grandes repúblicas de uniones de estados pequeños rodeados de grandes estados independientes como California, Texas o Montana. -No quiero ni pensar en tal desbarajuste –el marido se llevó la mano a la frente. -Tranquilo, aquí estamos para evitar la destrucción de la Nación y para evitar la guerra si es posible –dijo el Presidente-. Ésa es la labor de nosotros los políticos. -De todas maneras ahora el partido independentista está en su fase más virulenta, no es posible dialogar acerca de nada con ellos –comentó la mujer. -Hay que reconocer, y eso es indudable, que la situación previa, la situación de la Nación, me refiero, es 17 Estados Unidos. Y veintiocho bases en el extranjero bajo bandera estadounidense. -A veces creo que hemos caído en el mismo proceso del Imperio Romano – añadió el marido. -Mirad, es cierto que no es lo mismo unas pocas colonias de puritanos que contaron en su día con cincuenta mil habitantes, que una Nación con 900 millones de habitantes –dijo Ethan-, pero el crecimiento era inevitable. Nada es tan inevitable como el crecimiento. -Ya pero esta nación cada vez tiene que esforzarse más en su presupuesto por cuestiones que están fuera de nuestras fronteras. Los Estados Unidos con sus bases militares, con sus flotas en todos los mares del mundo, con sus intereses comerciales y compañías en cada una de las naciones de la Tierra... el planeta... ¿no se ha convertido la Tierra entera en el Planeta Americano? lejos. Exactamente, ¡exactamente igual!, que les sucedió a aquellos patricios con las Guerras Púnicas. Asimismo la República Romana tuvo sus, digamos, secesiones. También nosotros. Pero nosotros debemos afrontar cada situación de crisis con la serenidad con que aquellos romanos forjaron su historia. -¿Cuándo empezará la guerra? – le interrumpió Catherine, abruptamente. Ethan estaba a punto de dar una larga explicación acerca de las similitudes entre Roma y los Estados Unidos, y ahora Catherine le acorralaba con esa pregunta. Ella sabía que no la iba a responder, pero era evidente que ella quería soltármela de golpe para ver qué decía, qué gesto aparecía en mi cara. A Ethan le sorprendió aquella treta para sonsacarle. -La guerra... –repitió lentamente el Presidente, mientras su cerebro pensaba alguna respuesta-. No sé. El independentismo precisa mártires cuanto antes. Eso le daría un aire heroico. Lograr una independencia, cualquiera, sin héroes parece casi más una traición, porque toda independencia precisa de un opresor. No es creíble un opresor que no produce ni un mal héroe. Nosotros, los malos federalistas, quedaremos menos malos si no les plantamos batalla. Los unionistas también me exigen una guerra. Ellos también me exigen la guerra. ¡Todos me exigen la guerra! Y yo aquí, sentado en este sillón, esperando a que comiencen las sesiones del Tribunal Supremo –los fríos ojos de Catherine analizaban cada frase de Ethan-. La guerra... no sé. Todavía no sé cuando. El marido le dijo que era un pillo. Ethan eres un pillo, le repitió. Otro camarero serio, vestido de pantalón negro, chaqué blanco y pajarita negra, trajo sobre una bandeja de plata una tónica para la señora. Su marido, sentado en un sillón con un gran óleo del presidente John Adams a su espalda, continuó: El Presidente rió estruendosamente. Un criado trajo en una bandeja de plata unos calientes bocaditos de perdiz y faisán para picar. Se marchó tal como había venido, sin decir nada. -Esa comparación –continuó el Presidente- de los Estados Unidos con el Imperio Romano es la cosa más vieja del mundo. Es algo manido, un estereotipo. Lo gracioso es que la cosa ya viene desde el mismo comienzo. Sólo hay que echar una ojeada a las fachadas de los edificios originales de esta capital y a los que sucesivamente se fueron construyendo. La fantasía de Imperio, el mito, la ensoñación imperial, flotaba en el ambiente. Ni siquiera los romanos tuvieron como proyecto crecer, y crecieron. El Imperio Romano se construyó generación tras generación bajo el único pretexto de defender a la Urbe y sus intereses comerciales. Tampoco nosotros tuvimos en mente salir de nuestras fronteras naturales, y hemos salido. Pero es que para defender nuestras fronteras naturales, hemos tenido que salir fuera y a veces muy 18 -Siempre que me preguntan por ti les digo que eres un político de raza. -Lo que no se sabe es de qué raza –añadió el Presidente con magnífica ironía. esposa de su amigo le contó que el Presidente del Senado le respondió a una periodista: Tenemos mucho dinero aquí en Washington. Lo que necesitamos es más prioridad. Todos rieron. La esposa, entonces, se puso a hablar del candidato demócrata al Senado por New Hampshire, no dijo una cosa buena de él. Su marido le apoyó. Entonces Ethan levantándose y sirviéndoles él mismo un poco de vino rosado, concluyó con un es incapaz de una mentira, es incapaz de una falsa promesa, es básicamente incapaz. A esas mismas horas, mientras ellos estaban relajadamente bromeando, nuevos incidentes ocurrían en las calles de Sacramento. Su amigo entre broma y broma, recordaba un comentario que había dicho Ethan esa noche sin prestarle mucha atención: se necesita un Abraham Lincoln para afrontar una guerra contra California, pero se necesita de alguien más inteligente que él para evitarla. Su amigo veía el dilema del Presidente: ser un héroe o parecer un estadista débil. Sin embargo, lo fácil era simplemente dar la orden y dejar el asunto en manos de los generales. Lo difícil era resistir la tentación de morder la Manzana de la Heroicidad y tratar de reconducir las cosas. La velada siguió agradable todavía una hora más. La verdad era que el inquilino de la Casa Blanca necesitaba descansar, relajarse de todos sus problemas, y aquella visita había sido muy beneficiosa. En un momento dado, Ethan llegó a llorar de risa cuando la 19 20 Nueve hombres independientes Diez días después 7 de febrero de 2180 -El Estado de California contra el Gobierno Federal de los Estados Unidos de América –leyó solemnemente la secretaria de la sala-. Demanda de declaración de ilegalidad de la no aceptación del derecho de secesión de un estado. -Tiene la palabra el Procurador General del Estado de California –dijo el Presidente de la sala, un hombre con cara de peregrino del Mayflower. -Señorías, voy a ser sumamente breve, ya que el caso que ha requerido tramitar nuestra demanda, no precisa de la presentación de hechos concretos que hayan de ser probados o que por el contrario puedan ser cuestionados. Un caso... que no requerirá que repasemos largos fallos de jurisprudencia. Porque ésta es una causa completamente inédita en este alto tribunal. Un caso que se mueve en el campo no de los hechos, sino de los derechos. Y que por tanto no resultará arduo a sus señorías determinar si se posee ese derecho o no. Los hechos pueden ser arduos de demostrar, los derechos no. Siempre puede faltar una evidencia para probar un hecho, pero un derecho se evidencia por sí mismo. Las Trece Colonias formaron la Unión de un modo libre y no impuesto. La cuestión es si un estado tiene el derecho no sólo para unirse, sino también para separarse de esa Unión. Nuestra Constitución se redactó con el fin de salvaguardar la libertad, ése fue el pensamiento que guió a sus redactores. Pero guardó silencio acerca del carácter reversible o no de esa unión. Sin P or fin se abría la sesión en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Los nueve magistrados hieráticos, vestidos de negro se sentaron en sus sitios. Como es lógico la sala tenía ocupado hasta el último asiento destinado al público. Dentro de la sala, como era tradición, no se permitía la presencia de cámaras de televisión. Pero fuera, justo delante de la fachada neoclásica del edificio, una multitud de equipos de televisión aguardaba a retransmitir en directo el más pequeño detalle que los presentes contaran acerca de esta sesión y de las que siguieran. Se calculaba que afuera había más de un millar de periodistas. Para que los miembros del Tribunal Supremo hubieran podido acceder al edificio habían tenido que organizar un cordón policial que iba desde el final de Pensilvania Avenue hasta la parte trasera del Capitolio. En torno de las dos estatuas blancas vigorosas y sedentes que flanquean las escalinatas del alto tribunal, se apiñaban los reporteros que habían recibido con miles de flashes a todo aquel tuviera algo que ver con el juicio. Fuera del edificio del Tribunal la agitación era formidable, pero dentro de la Sala se podían oír las pisadas de los nueve ancianos magistrados haciendo su aparición con sus rostros nimbados de la gravedad propia de su cargo. 21 embargo en nuestra constitución los deberes están expresamente consignados. Los estados sólo se obligaron a lo que aparece en nuestra carta magna. E insisto, nada se dijo acerca del carácter reversible o no de la Unión que formaron. Por el contrario, en ese papel que firmaron los estados queda muy claro que la Unión que formaron se trataba de una unión de intereses, de una unión de carácter pragmático. Pero además de que tal obligación de perennidad no aparece en la Constitución, no nos basta el sentido común, nuestra propia razón, para entender que si somos libres para unirnos ¿por qué no lo vamos a ser para separarnos? La Unión se realizó porque los seres humanos que habitaban estas tierras creyeron que era lo más conveniente para ellos. Ningún representante de ninguno de los estados primitivos hubiera aprobado esa Unión si hubieran juzgado que no era conveniente. Ahora bien, si un estado considera que esa unión ya no es conveniente, la Unión formada para salvaguardar la libertad ¿deberá imponer esa unión contra la libertad de los mismos ciudadanos que desean abandonarla? Es un contrasentido evidente. Pero no sólo es un contrasentido contra la recta razón, sino también es una ilegalidad. Los Padres Fundadores no dejaron escrita ni una sola línea en su Constitución acerca de la legalidad o ilegalidad de la secesión de un estado. Y este tribunal debe juzgar de acuerdo a la ley, no de acuerdo a los sentimientos u opiniones personales. La Constitución no prohíbe el acto de secesión de California. Ninguna ley lo prohíbe. Si quieren prohibir tal hecho jurídico, la secesión, deberán aprobar una añadidura a nuestra Carta Magna. Sólo una enmienda aprobada por los medios que la Constitución tiene prefijados y aprobada por todos y cada uno de los estados tendría validez en esta materia. Eso es lo que dicta la ley. Si el Gobierno Federal quiere imputarnos de acuerdo a la Ley, deberá primero aprobar esa enmienda. Existe el principio de que todo lo que no está prohibido está permitido. Si no existe una ley que prohíba la reversión del tratado de incorporación a la Unión, entonces no existe ningún texto legal por el que se pueda prohibir esa reversión. Si este tribunal quisiera condenar nuestra acción como contraria a la ley, que nos muestre esa ley. Declarando el Gobierno Federal que no aceptaba ese derecho de secesión, como lo ha hecho en las últimas semanas, el Gobierno ha ido más allá de la Constitución, más allá de las leyes, y más allá de aquello a lo que los estados se comprometieron cuando decidieron libremente formar los Estados Unidos de América. Insisto, nuestra carta magna no consigna ni una palabra acerca del derecho de secesión, pero tampoco lo prohíbe. Nada más. Estimo que cualquier persona objetiva y sin apasionamientos que nublen la claridad de los principios jurídicos, reconocerá sin vacilación que la base legal para las acciones del estado de California en los últimos meses es impecable. Los habitantes de esta Nación podrán emitir en su corazón el veredicto que sus sentimientos les dicten, pero este Tribunal tendrá que atenerse a la Ley y nada más que a la Ley. Cuando un ciudadano vota, lo puede hacer con el corazón. Cuando un juez dicta sentencia, debe hacerlo ateniéndose a la ley, sea lo que fuere que le dicte el corazón. Aquí, afortunadamente, no hay jurado al que conmover. Afortunadamente tengo que exponer mis razonamientos sólo ante sus señorías, ante ustedes que son unos técnicos legales, unos profesionales de la judicatura. No tengo que conmoverles, sólo tengo que mostrar nuestras argumentaciones, las argumentaciones de una comunidad de hombres libres que 22 forman un estado libre y no sometido. Ustedes pueden dar un veredicto a pesar de lo que diga el Pueblo. Pues ustedes no tienen que escuchar el clamor del Pueblo, sino las razones de la Ley. Aquí en esta sala, el Pueblo calla porque únicamente la Justicia da el veredicto. Aquí no se les pide, señores jueces, que elijan entre su amor a la patria o su objetividad como profesionales. La Patria al encomendarles el cargo les pidió tan sólo que fueran profesionales justos. Otros servirán a la patria como soldados, otros como políticos, otros como banqueros. Ustedes la sirven como jueces. Ustedes sirven a los Estados Unidos como jueces que juzgan según la Ley, no se les pide otra cosa. Ahora tienen oportunidad de ofrecer a esta nación y al mundo entero una inigualable lección de imparcialidad, de profesionalidad, de Justicia al fin y al cabo. Que se haga justicia, aunque los cielos se derrumben. Muchas gracias. en nuestra Constitución el tema de la Secesión no es mencionado. Pero no es mencionado porque se da por hecho que una vez que se forjó la Unión de los Estados, implícitamente en ese acto se daba por incluida la irrevocabilidad de ciertos derechos delegados en la nueva nación. Si la secesión fuera un derecho, no sólo cada estado, sino cada condado, cada persona, podría declararse exento de las obligaciones que conlleva pertenecer a una comunidad. Bastaría una simple votación para que el condado de Franconia en Virginia decidiera ahorrarse los impuestos federales. Bastaría que un ciudadano se declarara independiente, para que en su casa se considerara a sí mismo aforado ante cualquier tribunal que le pidiera cuentas de algo. Bastaría que cualquier ciudadano declarara unilateralmente la soberanía de los terrenos que ocupa su hogar y su jardín, para gozar por tanto de la extraterritorialidad que conlleva la emancipación jurídica que resulta de la independencia. De este modo nadie tendría que rendir cuentas ante la Ley, nadie tendría que pagar impuestos. La única diferencia entre estas hipotéticas locuras de perturbados solitarios, y lo que ha llevado a cabo el Congreso del Estado de California en los últimos días, es que un ciudadano o un condado no tienen fuerza para imponer su sinrazón. Pero uno de los estados de la Unión sí que es poseedor de una fuerza que le permite dar visos de legitimidad a un hecho que es contrario a la naturaleza objetiva que supone la fundación de cualquier República. Cualquier República al ser fundada requiere de la cesión perpetua de ciertos derechos. Eso es lo que distingue una mera alianza, de la formación de una unión. En la Constitución se define el hecho como una unión, no como una alianza. La palabra unión aparece varias veces en el texto, la palabra alianza ni una sola vez aparece para definir a la nueva entidad en El Procurador General de Estado de California se sentó rodeado de los veinte abogados californianos que ocupaban las dos primeras filas de la sala. Aquello era sólo una presentación antes del turno de preguntas por parte de los jueces, por otra parte el informe con todas las argumentaciones había sido presentado diez días antes. -Tiene la palabra la Fiscal General de los Estados Unidos. Se puso en pie. La Fiscal General era una señora de voz potente y grave, llevaba en el mundo judicial treinta y siete años. Y, ciertamente, en el modo de moverse se le notaban esos treinta y siete años de oficio. Tenía una cara de una seriedad casi infinita, como de busto romano, como si encarnara todas las virtudes del orden patricio. -Señorías, el Poder Ejecutivo de los Estados Unidos, el Congreso, el Senado y el Departamento de Justicia no reconocen el derecho a la secesión de ningún estado de la Unión. Es cierto que 23 la convención de los primitivos Trece Estados El representante del Estado de California decía que las Trece Colonias fueron libres de unirse o no. Y así fue. Pero una vez fundada nuestra nación, cada vez que la Patria ha comenzado una guerra, cada estado podría haberse negado a enviar a sus ciudadanos al conflicto. El chantaje de la rebelión hubiera planeado cada vez que un impuesto, cada vez que una ley federal, cada vez que una política del Congreso de la Nación, hubiera sido impopular en un estado concreto. Eso hubiera hecho imposible el gobierno de este país y de cualquier nación del mundo. En realidad, y vuelvo a repetirlo, haría imposible el gobierno del mismo estado si dentro de California cada condado decidiera aplicar el mismo argumento que ellos han empleado con respecto al poder federal. Los letrados que aquí representan a California insisten en atenerse a la letra de la Ley, pero no se dan cuenta de que a veces el silencio de la letra de la Ley no significa negación sino una afirmación del carácter implícito de aquello que se ha omitido. California no era el estado más rico de la Unión cuando fue incorporado a nuestra patria. La Unión generosamente le ayudó a prosperar, le ayudó con generosidad de miras, sin llevar cuenta del haber y el deber. ¿Por qué? Porque formábamos una unidad. Y ahora, cuando es un estado rico y floreciente, ahora decide abandonar la Unión. Cuanto antes nos despeguemos de unos estados que lastran nuestro despegue económico, mucho mejor, cito literalmente al gobernador Mc Cormick. ¡No, señorías, no es de la libertad de lo que estamos discutiendo...! Ellos sólo hablan de dinero a sus electores, ¡¡nosotros discutimos del derecho que tiene nuestra República a mantener la integridad de su territorio!! De ahí que, si como espero, este Alto Tribunal declara la no existencia del derecho de secesión, confío yo y confía el Departamento de Justicia de los Estados Unidos que esta misma Sala declare delictivos unos hechos que atentan contra nuestra seguridad nacional. Esto es todo. Los presentes en la sala estaban impactados. Los razonamientos de ambas partes habían sido soberbios, grandiosos, impecables. Tras unos instantes, el Presidente del Tribunal Supremo concedió el derecho de replica: -Tiene la palabra el Procurador General del Estado California. -Señoría, deseo preguntarle a la Fiscal General si ella está absolutamente segura de que a los que firmaron el tratado de incorporación a la Unión, no se les pasó por la cabeza el asunto de la reversión de aquel pacto. -No tengo la menor duda de ello. El pacto se firmó con intención de perpetuidad –respondió ella con una seguridad pétrea. -Pues señoría –prosiguió el representante de California-, yo no tengo esa misma seguridad. Me alegro de que ella la tenga. Quizá ella ha podido sondear el interior de las mentes de los firmantes de 1787. Yo desde luego no. Aquellos firmantes rubricaron un pacto. Únicamente nos queda el papel en que se selló ese pacto. Lo que había en las mentes de los firmantes no se nos ha trasmitido. Por eso, de momento y hasta que dispongamos de un adivino, nos tendremos que atener a lo que consignaron en ese papel. A la letra de ese papel. Porque los firmantes se obligaron a lo que incluyeron en ese papel. Se obligaron a eso y sólo a eso. ¿O es que habrá que recordarle a la Fiscal General de los Estados Unidos las clases de Derecho Civil acerca de los pactos, contratos y leyes? Lo que aparece en ese pacto está muy claro. Fuera de ese papel… la oscuridad. 24 -Señor Procurador –replicó la Fiscal General en cuanto se le dio la palabra-, usted nos habla de oscuridad, pero ni toda la luz del mundo, ni toda la luz del Big Bang es suficiente, cuando se tiene firme voluntad de hacer un problema de todo. Usted ha dicho que un pacto es reversible. Pero me gustaría que usted se diera cuenta de que cuando a un pacto se le quiere poner una fecha de expiración, se le pone fecha. Y cuando a un pacto no se le pone fecha de expiración, no se le pone fecha. Si yo hago un pacto con alguien para que me ayude en una guerra, y ese aliado me abandona cinco minutos después, diciendo que como no había puesto fecha en el papel y que ha cambiado de opinión, ¿no dirá usted que ese aliado ha roto el pacto? El que no haya fecha no le da derecho a romperlo cinco minutos después. El sentido común de todo testigo de ese pacto, reconocerá que es una falta a la palabra dada. Por tanto, el que no haya una fecha en un pacto no nos exime del sentido común. La Unión de las Trece Colonias no fue un mero pacto, no fue una mera alianza para ganar una guerra, fue un pacto para firmar un tratado de Unión. Allí se forjó una Unión. El pacto, como usted dice, continuó sin que nadie denunciara que había expirado ya el tiempo o las circunstancias por las que se hubiera firmado. Y le voy a poner otro ejemplo, si dos empresas se unen, si unen sus capitales, sus paquetes de acciones, etc, al cabo de unos años no pueden los directivos o los accionistas de una de las dos empresas que se unieron, decir: me marcho con mi parte. Porque forman ya una unión. Ésa es la diferencia que a usted parece escapársele entre un pacto entre personas jurídicas totalmente independientes, y dos personas jurídicas que pasan a formar una sola –la Fiscal General se sentó. Era un placer escuchar aquella voz impostada, contundente, cortante como una espada afilada. Entre el corro de abogados del estado de California había cuchicheos comentando qué línea de defensa seguir. Todos los periodistas de la sala tomaban notas a toda velocidad. Los nueve magistrados escuchaban solemnes, aunque interiormente admirados de aquel duelo de titanes. No se escuchaba todos los días una justa entre los argumentos del mejor pagado equipo de abogados de California contra la élite del Departamento Federal de Justicia. Todos en la sala estaban de acuerdo en que aquél no era un juicio más, sino El Juicio, la madre de todos los juicios, el juicio más grande que se había presentado o se presentaría ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. El juicio que podía poner fin a los Estados Unidos. No había pasado todavía un minuto cuando el Procurador General hizo gesto de pedir la palabra. -Tiene la palabra el Procurador General del Estado de California. -La Fiscal Greenville ha hablado con una convicción tal que casi nos ha convencido a nosotros de que debíamos regresar a Los Ángeles pidiendo al Congreso de California que reconsiderara su Declaración de Soberanía. Pero la Fiscal olvida un detalle. También las Trece Colonias pertenecían a una entidad superior: la Corona –uno de los asistentes del Procurador le pasó un libro con un párrafo señalado-. Y sin embargo, consideraron nuestros Padres Fundadores que cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un Pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra el puesto separado, etc., etc. Y no sólo eso, si la Fiscal General continua leyendo el proemio de la Constitución verá que las razones que llevaron a esa secesión tienen una más que sorprendente similitud con las que nos han llevado a nosotros a tomar la 25 misma medida. Ha creado una multitud de nuevos cargos y enviado aquí enjambres de funcionarios... ha mantenido, entre nosotros, en tiempos de paz, ejércitos permanentes, no es necesario leer todo el texto, que insiste en esta misma idea. Creo que si nuestra muy ocupada Fiscal esta noche en su casa, encuentra tiempo para releer atentamente el proemio de la Carta Magna de la Unión hallará muchos motivos de desagrado en la misma Constitución. Pero a lo mejor ella ha jurado salvaguardar la Constitución incluso a pesar de la Constitución, y hasta pasando por encima de la Constitución. La Ley por encima de todo, hasta de ella misma. Al llegar a la tranquilidad de su casa, léala y túrbese. Dice, usted, que nuestra medida es inconstitucional... a lo mejor lo que es inconstitucional es la Constitución. Señorías, con los mismos argumentos que hemos escuchado de la boca de la Fiscal General, sin cambiar ni una palabra, podría ella misma haber condenado a nuestros Padres Fundadores. Ah, y una cosa más. Cuando el Departamento de Justicia ha enviado comunicados recordándonos que en cuanto este Tribunal emita sentencia, pedirá sanciones penales contra los instigadores de la secesión vuelve a olvidar que la primera enmienda a la Constitución afirma que el Congreso no hará ninguna ley que coarte la libertad de palabra. Si los hombres son libres para decir lo que quieran ¿por qué no pueden ser libres para discutir acerca del modo en que se articula la Unión de los Estados de esta República? El juez Fischer, sentado dos escaños más a la derecha del Presidente del tribunal, indicó al Presidente de la mesa que quería hablar. Un gesto del rostro señorial del Presidente, y su señoría Fischer, un juez tremendamente conservador, sin ninguna duda más conservador que el mismo George Washington, tomó la palabra preguntando al Procurador General de California lo siguiente: -Señor Procurador, después de lo que he oído en su turno de réplica, me gustaría saber si es la Fiscal General la que va a ejercer su oficio de fiscal, o es usted el que va a desempeñar la función de acusación contra los Estados Unidos –el juez estaba molesto por los últimos comentarios acerca de la Constitución. Estaba tan molesto que le dieron ganas de acabar la última frase con un estoy seguro de que la Fiscal General conoce tan bien como usted la Constitución. Pero aquel comentario hubiera sido un abuso de su posición y no hubiera estado bien visto por sus colegas. Aunque sabía que de haberlo hecho, indudablemente se hubieran callado en un gesto de apoyo corporativo. El Procurador General ya estaba acostumbrado a este tipo de situaciones en los tribunales, y se tomó aquello con toda tranquilidad. -Señoría, me limito al contenido de este recurso –repuso el Procurador General-, el estado California es el que ha elevado a este Tribunal esta apelación. Es ese estado el que ha decidido recurrir por vía judicial una continuada serie de actuaciones federales. Y por tanto, es a la letrada Greenville a la que le corresponderá demostrar que la actuación de California fue contraria a la ley. Porque ninguna actuación es culpable mientras no se demuestre lo contrario. Por tanto es a ella a la que se le presenta la tarea de demostrar. Mientras no se demuestre sin duda razonable lo que afirma, se presume la no ilegalidad de nuestro obrar. -No estoy de acuerdo, señor Procurador –protestó la Fiscal General-. Es usted el que debe demostrar que la actuación federal no fue conforme a la Justicia. Es usted, en nombre del Estado, el que apeló. Y por lo tanto es usted el que debe demostrar la supuesta 26 ilegalidad de nuestra acción. Si no demuestra nada, se supone la legalidad de la actuación federal. La presunción de legalidad está de nuestra parte. -Señora Fiscal –le contestó el Procurador-, usted misma ha dicho Justicia. Y ha dicho esa palabra, Justicia, porque sabe muy bien que no hay ley que prohíba lo que usted desea prohibir. En un tribunal se debe demostrar que los hechos no fueron conformes a la Ley. Pero usted en el último momento ha vacilado y ha dicho Justicia. Término a todas luces más amplio. Usted misma lo está reconociendo: no hay ley. No existe esa ley. Y le recuerdo que la sociedad debe ser regida bajo el gobierno de la Ley. Es decir, el Pueblo debe estar sometido a las leyes escritas; eso significa el gobierno de la Ley. Lo contrario es la arbitrariedad de la voluntad del que en cada momento esté en el poder. Esto ya lo comprendieron los romanos. Usted y yo, y todos los presentes en la sala, estamos sometidos a las leyes escritas –recalcó cada sílaba de la frase-. Eso es lo que distingue un Estado de Derecho de un Estado autoritario, en que la voluntad del gobernante es la ley. Leyes escritas, señora Fiscal. -Señor Procurador –replicó la Fiscal-, usted se ha amarrado a su línea de argumentación y no hay quien le saque de allí, pero un tribunal, todo tribunal, cualquier tribunal debe juzgar para hacer justicia. La justicia es el fin, la ley es el medio. Y por lo tanto lo que debemos mirar, según las leyes de la Filosofía del Derecho, es qué significa el silencio de una ley en este caso. No se amarre con cadenas a su argumentación. Abra su mente a nuestros argumentos y descubrirá que el asunto que se ha traído a esta jurisdicción trasciende el hecho de que haya o no unas líneas que pongan por escrito lo que usted desearía. La sesión se prolongó todavía durante una hora más, pero toda aquella hora no aportó más que la explanación de los principios expuestos en las primeras intervenciones. La sesión estaba entrando en un punto muerto. Finalmente los magistrados propusieron que se suspendiera la sesión para que ambas partes pudieran replantear sus respectivas líneas de defensa. Todos aceptaron. También de mutuo acuerdo ambos bandos admitieron lo preferible de no dilatar el proceso, así que se reemprendería la sesión al día siguiente. Al salir por la puerta principal, bajo las grandes columnas jónicas agentes de la Policía del Capitolio trataban de mantener a raya la muchedumbre de periodistas que cubría por completo la larga escalinata. Las declaraciones se sucedieron por muy largo rato. El mundo entero estaba pendiente de un juicio en el que se juzgaba, en cierto modo, la pervivencia de una nación. Un día después 8 de febrero l coronel Patterson y el coronel Sherman estaban los dos de pie frente a las pantallas del centro de mando de un acorazado estratosférico, a 300 kilómetros de altura pero directamente sobre el eje geográfico de California. El coronel Sherman estaba de paso esperando los dos días en que tardaría en llegar el acorazado orbital Ronald Reagan, al que sería trasbordado. Los dos hombres uniformados comentaban los preparativos militares. Cada uno hablaba de esos preparativos con la parquedad y la economía de palabras que te da el saber que tu interlocutor es un experto en la materia. -Sí –le decía el coronel Patterson, tenemos treinta satélites espía rastreando veinticuatro horas al día solamente este sector de aquí –y señaló un mapa digital-. Todos los blancos están fijados, lo hemos podido hacer con tantos días de antelación que la precisión de las coordenadas es absoluta. Tenemos señalados más de 30.000 blancos fijos y 7000 móviles. Una sola orden del E 27 Pentágono y los misiles de las plataformas de la Marina saldrán disparados hacia los objetivos que les retransmitimos segundo a segundo. El mapa de blancos móviles se actualiza cada dos segundos. Ni una sola diana se mueve sin que nuestra computadora lo retransmita al momento a la Computadora Central del USS Roosevelt. La localización de la diana la hacemos desde aquí, y el misil inteligente es lanzado desde algún buque de la Armada anclada en las Channel Islands. -Va a ser una carnicería – concluyó por fin el coronel Sherman que había estado callado bastante rato. Patterson se puso las manos a la espalda, se enderezó, miró a su colega, sentía desprecio hacia los rebeldes. Una inexpresable sensación de fuerza le embargaba en su puente de mando. Mientras tanto, a través de la pantalla por la que se podía contemplar el exterior, el oscuro frío espacio exterior, se veía a tres satélites espía salir dulce y suavemente de las compuertas del acorazado estratosférico. Quedaron como flotando inertes hasta que unos reactores despidiendo unas brillantes luces blancas se encendieron en la parte trasera de los tres ingenios, lanzándose silenciosos cada uno hacia sus coordenadas de vigilancia. -Observa esto –le dijo el coronel Paterson mientras tecleaba unas órdenes y movía un cursor. Un mosaico de nuevas imágenes apareció en una de las varias pantallas que tenían delante-. Me imagino que a ese exaltado del gobernador Mc Cormick no le debe hacer ninguna gracia que desde aquí veamos el jardín de su casa, a sus niños jugando en el patio trasero, el desplazamiento de su vehículo cuando va al trabajo. -¿Pero no tenéis orden de disparar contra él? ¿No? -Por supuesto que no. Nuestras dianas son meramente militares. La razón para seguir al resto de objetivos es posibilitar su detención en cuanto el Ejército reciba la orden de entrar. Aunque la invasión será también desde dentro, ya que nuestras bases en suelo californiano son grandes y han sido reforzadas desde hace meses. -¿Si entramos, sabes si hay orden de acabar con la Policía Estatal? -En principio no. Sus mandos han sido cambiados por hombres leales al Gobernador. Pero no esperamos que se enfrenten a las fuerzas profesionales. Aquí, de todas formas, tenemos localizados todos los blancos estratégicos. -Aunque sólo ataquéis a la Guardia Nacional… va a ser una masacre. -Mira Jack –le dijo Patterson-, esto es una bravuconada. No va a haber ninguna matanza. Ambos contendientes sacan pecho. Ambos afirman que van a llegar hasta las últimas consecuencias. Washington está intimidando a su oponente, se arremanga los brazos y saca músculo. Ésta es una guerra de presión psicológica. Ningún ejército va a entrar en combate. El Congreso de California ha repetido que no se echa atrás de su declaración, ¿pero a quién no le tiemblan las piernas al contemplar semejante despliegue de poder alrededor de esa ficción de república independiente? -Ciertamente, ya sabes… pienso lo mismo, en parte. Comparto la opinión de que esta declaración de independencia durará lo que dure esta legislatura, ni un día más. Y que todo este despliegue no tiene otro fin que evitar que vayan demasiado lejos. -Exactamente –el coronel Patterson ordenó a un suboficial que le trajera un café. -Pero a veces dudo y creo que llegaremos a intervenir. Creo que cada día que pasa, la independencia se consolida. Y que cuando hemos llegado a un escenario como el presente, es que hemos perdido ya el control de la 28 situación. Cuando una nación llega a esto, va a ser muy difícil que no se reconduzca todo de un modo que no sea el militar. -Qué pesimista. -Esto va a acabar mal –le aseguró el coronel Sherman-. Debemos intervenir militarmente, pero hay que evitar una masacre. Una de dos, o aceptamos la política de hechos consumados o... mano dura. Créeme, desearía no intervenir. Pero si intervenimos hay que hacerlo sin vacilaciones, dispuestos a llegar hasta donde haga falta. -Tú siempre proclive a la mano dura. -No va a quedar otro remedio. -Si se usa la mano dura, el 5% que está rabiosamente a favor de la independencia va a rebelarse y de un modo que no será pacífico. -Mira, al final la población civil no se mueve. No se movió cuando los ejércitos del Norte desfilaron por las calles principales de los Estados Confederados. Unos cuantos miles de yankis reclutados restablecieron el orden sobre toda la población civil. Siempre pasa lo mismo. -¿Y si no pasa? -Si no pasa hay que llegar hasta las últimas consecuencias. Hay cosas que no se pueden empezar y después decir: Oye, iba en broma. Patterson seguía mirando las treinta pantallas del centro de mando. Ya le habían traído su café caliente, un vaho tenue surgía de la taza. Detrás de ellos, diez técnicos con uniformes oscuros, cada uno abstraído en su pantalla, hacían el seguimiento de todo el flujo de datos que llegaba cada segundo a aquel puente de mando. -¿Sabes? –comentó Patterson-. Lo bueno de la guerra de nuestra centuria es que aquí te limitas a fijar coordenadas en el interior de alguna computadora situada diez metros por debajo de nuestros pies. Sólo haces que se enciendan unas lucecitas blancas en esa pantalla de allí, y ya está. No ves sangre, ni seres humanos retorciéndose, ni cabezas abiertas, ni hombres desangrándose. Todo es... tan limpio. Estoy seguro de que si el Presidente tuviera que hundir un cuchillo sobre el cuello del más culpable de la insurrección, jamás lo clavaría. Pero desde aquí, miles de vidas son como lucecitas. -Me hace gracia, Charles –dijo Sherman tras soltar una risotada-. Qué poco conoces los círculos del poder. Los políticos clavarían un cuchillo donde hiciera falta. El auténtico homo politicus clavaría sus caninos sobre el cuello de cualquier inocente con tal de lograr los fines que se ha propuesto. Ellos son los depredadores, los más depredadores entre los depredadores. Y eso es lo malo, que todo este asunto está en manos de políticos. -¿Pues en qué manos debería estar según tú este asunto? -En manos de patriotas – respondió sin dudar ni un segundo. Patterson dio otro sorbo a su café. Después un largo suspiro. 29 30 Aunque la tierra tiemble Un día después, 9 de febrero espantosa explosión. Todos los viandantes miraron hacia el lugar del estruendo, pero no parecía que se viera nada. El bramido daba la sensación de haber procedido del interior de la base del Edificio Gates. Y sin embargo, exteriormente los centenares de pisos de altura seguían apuntando rectilíneos hacia el cielo, sus aristas se perdían hacia las alturas con la misma aparente despreocupación y poderío de siempre, todo seguía igual, pero todos habían sentido la explosión. En las aceras, todos miraban hacia el rascacielos. Dentro de las oficinas del edificio los oficinistas y ejecutivos detuvieron sus ocupaciones. Dentro de los despachos no hubo ni una sola persona que no dejara lo que tuviera en las manos. Pero ya no había tiempo para nada porque la evidencia de lo que estaba sucediendo comenzó a percibirse en un segundo. De pronto, la formidable construcción comenzó a inclinarse con un estruendo interno de desgarro arquitectónico. El desgarro de miles de vigas metálicas. Una fuerza imparable que arrancaba todas las tuercas, todos los remaches. El inmenso, el colosal rascacielos se inclinaba ligeramente como a cámara lenta. En cuanto la torre alcanzó los nueve grados de inclinación el derrumbe fue vertical. Miles y miles de toneladas resquebrajándose más y más en su camino hacia el suelo. El impacto contra la calle fue brutal, la trepidación se sintió incluso a diez kilómetros de distancia. Aquella gigantesca orgía de destrucción cayó E l gran símbolo de la ciudad de Nueva York era el edificio Gates. Construido justo en el extremo de la isla de Manhattan, no sólo era el rascacielos más alto de la ciudad sino también el más bello. El orgulloso e imponente edificio de aspecto cilíndrico coronado por siete agujas iguales a las del Empire State Building, sólo que de acero y cristal, era más que un edificio, era un emblema. El cuerpo central del edificio de aspecto cilíndrico tenía un arco al Este y otro al Oeste. Los pilares de cada arco tenían unas dimensiones exactamente iguales a las de las desaparecidas Torres Gemelas. Aquel edificio era el orgullo de Manhattan. Sobre el dintel marmóreo de cada uno de los dos arcos se apoyaban doce estatuas togadas, neoclásicas, de bronce, del mismo tamaño que la de la Estatua de la Libertad, sólo que recubiertas de oro. La estatua central del Arco Oeste representaba a la Libertad levantando el Arco de la Guerra. La estatua del Este representaba igualmente togada, igualmente coronada por un halo de rayos, a la Libertad sosteniendo dos libros en cuyas páginas doradas de la diestra se podía leer Nosotros el Pueblo y en las páginas del libro del lado izquierdo Cuando en el curso de los acontecimientos humanos, llega a ser necesario... De pronto, de las entrañas profundas de aquel titánico edificio resonó un bramido, el bramido de una 31 como un titán herido, arrasando por completo las calles circundantes, entre ellas Wall Street. Cuando la nube de polvo se disipó, la tragedia apareció en todo su horror. El coloso había arrastrado consigo en su caída a catorce edificios menores adyacentes. Más de cuarenta calles estaban cubiertas con una capa de escombros de más de cien metros de altura. Innumerable la multitud de cadáveres allí enterrados. Sirenas y más sirenas, enjambres de sirenas, fueron rodeando el perímetro de la tragedia. Toda la Gran Manzana tenía sus calles colapsadas, con sus avenidas recorridas a toda velocidad por cientos de vehículos de emergencia. Los conductores echados a un lado veían la caravana de coches de bomberos, ambulancias y policía, conduciendo todos en la misma fatídica dirección, a toda velocidad, llenando todas las avenidas con sus sirenas, con sus agudos chillidos, con sus resplandores rojos y azules. En los días siguientes al Presidente le explicaron que todo ese infierno había sido provocado por algún inquilino que había colocado en su piso una bomba de vacío del tipo WM-X. Ya no era posible saber exactamente en qué piso se produjo la explosión. Imposible conseguir pruebas de nada. Lo cierto es que el piso estaba situado cerca del nivel del suelo y cuando explotó el artefacto, el rascacielos se quedó sin ningún pilar en 45% de su base. Centenares de miles de toneladas de la estructura comenzaron a inclinarse ligerísimamente, como a cámara lenta, hasta que el edificio entero alcanzó un ángulo crítico que provocó el colapso de toda la estructura. teléfono y comenzó una llamada. Pulsó otro botón y de su mesa se levantó una pantalla plana de gran tamaño donde comenzó a visualizar los últimos tres informes que había recibido. En el altavoz del sistema de manos libres apareció la voz de la Subdirectora de la CIA. -Sí, Catherin, dime –contestó él. -Hola, Stuart. Mira te he llamado de inmediato porque esta mañana he jugado una partida de squash con el general Mc Millan y en los vestuarios me ha comentado algo que puede ser muy importante. -¿Ah, sí? -Lo que me dijo lo he puesto por escrito en un folio y te lo estoy enviando ahora mismo por fax. Al parecer, el Ejército tuvo acceso a cierta información fragmentaria que indicaría que el atentado contra el Edificio Gates no sería obra de secesionistas. -¿Pues entonces? ¿De la mafia? – Stuart pronunció aquello con un cierto desprecio. -No, no. Verás, ellos tuvieron acceso cierta información por pura casualidad. Y aunque los datos son sumamente oscuros, darían a entender que se iba a preparar una ola de atentados. Pero que la ayuda logística no provenía del típico terrorismo doméstico, sino de fuera. -¿Del extranjero? –en ese momento llegaba el informe de la Subdirectora a través de la impresora empotrada en su mesa que comenzaba a expulsar el papel. -Algo así venía a decir. -Ah, ya tengo tu informe. -Bien, léelo con detenimiento. -Mira, eso que me estás diciendo no tiene ni pies ni revés. Tenemos pruebas inequívocas y agentes introducidos que nos informan en detalle de todas las operaciones terroristas que pueden estar fraguando los secesionistas. -¿Vosotros? ¿No debería ocuparse el FBI? Diez días después del atentado. El Director del Organismo de Seguridad Nacional, sentado en la mesa de su despacho, pulsó el botón de su 32 -El FBI está desbordado ante esta oleada terrorista. El Presidente autorizó que nuestro personal reforzase las operaciones que se han abierto desde hace una semana. No hace falta que me recuerdes que la ley marca ciertos límites al ámbito de actuación del Servicio de Inteligencia. Pero los líderes republicanos y demócratas están informados y dieron su consentimiento. Los reunió el Presidente en la Casa Blanca hace una semana, y todos convinieron en que la situación era especial. Así que no me vengas con escrúpulos. -Vale, vale, no digo nada. Reconozco que la situación es excepcional. -Y olvídate de ese comentario procedente de ese general pretencioso. Mc Millan siempre ha sido un oficial al que le ha gustado llamar la atención. Quiere llegar al Estado Mayor, se le nota demasiado. Es el típico ambicioso al que le gustaría abrir el maletín y decir: señores, me he enterado de lo que ninguno de ustedes se ha enterado. -De acuerdo, vosotros sois los especialistas. Pero no acabo de entender el provecho que puede sacar el bando secesionista en provocar atentados. -Bueno, no sabemos cuántos atentados los provocan lunáticos secesionistas, cuántos la mafia y cuántos son obra de fanáticos que se suman a cualquier empresa alocada. Ya sabes, como los integrantes de la secta de los Cruzados del Último Día o los del FRAWP. Pero sí tenemos fuentes fidedignas que nos informan de que la mafia sabe que cuantos más frentes de investigación se abran para la Justicia, menos hombres podremos dedicarlos a investigarles a ellos en exclusividad. Y están en lo cierto. Ahora mismo estamos desbordados. Alguien les debió informar que íbamos a comenzar cuatro operaciones simultáneas contra ellos. Iban a ser las investigaciones más importantes realizadas hasta la fecha contra las ramificaciones del crimen organizado en la banca y la política. Ahora todo eso tendrá que esperar. -Bien, captado. Pero oye, por favor, estudia detenidamente la hoja que te he enviado. El Servicio de Decodificación del Pentágono logró desencriptar un mensaje enviado a Europa el pasado 18 de enero. Aunque el mensaje ha sido decodificado, las palabras están en clave y lo que se lee resulta incomprensible. Son frases del tipo madre quiere que Tango baile en Atlanta con Duque para que las sillas se eleven dos metros. Se descifraron tres mensajes más, después cambiaron la matriz de interpolación aleatoria entre caracteres y hemos perdido toda posibilidad de descifrar las siguientes comunicaciones. -No te preocupes, mis sabios del departamento de entrecruzamiento de información estudiarán lo que me cuentas aquí en la hoja. Tu tranquilo, las líneas que me has enviado van a circular por todos los archivos de los ordenadores de la Central de Langley para ver si hay algún punto de conexión. -Muy bien, pues nada más. Que os vaya bien, ¿qué tal tiempo os hace en Virginia? -Aquí ya ha empezado a despejar. -Me tengo que marchar, hasta pronto. -Adiós –el Director del Organismo de Seguridad Nacional arrancó de la impresora el folio recién enviado, e inmediatamente, sin leerlo lo introdujo a su derecha, en la ranura de la trituradora de papeles. Un día después 11 de febrero E l teléfono de alta seguridad sonó en el interior de la aeronave presidencial. El Presidente vestido de esmoquin, sentado en el 33 asiento forrado de terciopelo azul descolgó el teléfono. -Dígame. -Hola, Ethan. ¿Qué tal? El Presidente se alegró de escuchar la clara y brillante voz del Presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. -Hombre, me alegro de escucharte. (...) Pues bien. Sí, gracias. (...) Me dirijo al baile de gala en el Willard Hall. Tengo que dar la impresión de que todo continúa como antes. Yo, más que nadie, debo dar la sensación de que no hay conmoción que pueda con este país. La Nación sigue adelante. Bueno, ¿cómo va todo? -Pues claramente se ve que el proceso judicial no da más de sí. Los abogados de ambas partes ya han agotado sus argumentos, en las dos últimas sesiones no han hecho otra cosa que enfrascarse en detalles nimios. Estoy seguro de que ambos convendrán en que la próxima sesión sea también la última y que demos el caso visto para sentencia –el Presidente del Tribunal Supremo hablaba desde el despacho de su casa dominado por un magnífico busto de George Washington de cara redondeada, togado a la romana, que miraba adusto a la habitación entera desde su pedestal de un mármol de una tonalidad casi marfileña. -Sí, estoy al corriente. ¿Y las deliberaciones entre vosotros? -Mira las cosas no están claras. Tres votos asegurados, el mío, el de Amanda y el de Cinthia. -Siempre fieles al servicio de la Corona –rió el Presidente. -Pero estoy convencido de que German y Dwight han sido comprados por California. No tengo la menor duda. -Eso significa que quedan cuatro votos indecisos que decidirán todo el proceso de secesión. Que barbaridad, la desintegración de los Estados Unidos dependiendo de cuatro votos. En fin... Continúa. -Esos cuatro magistrados son impenetrables. Son los últimos cuatro jueces honestos que quedan en todo el país –río nerviosamente-. Bueno... es una broma. -Son los restos del condenadamente honrado Presidente Ashley. -Así es. -Cuando un barco de honradez surca las aguas de la política, incluso mucho después siempre quedan restos de su paso –comentó el Presidente-. Son como los restos de un naufragio. Restos de honradez flotando. En este caso esos cuatro condenados jueces. -Sí. Los conozco bien, muy bien. El caso es que no compartirán con nadie el sentido de su voto hasta el final. Y por lo que han ido diciendo en las deliberaciones, pueden votar en un sentido o en otro. Desde luego los noto muy decididos a no tomar en cuenta ninguna otra consideración que las meramente legales y constitucionales. Claro que también insisten mucho en que ésta es una cuestión tremendamente dependiente del campo de la Filosofía Política. Así que no sé qué va a pasar, porque no dejan de esgrimir razones que se basan en la letra de la Constitución y por otro lado en la naturaleza de la Nación, considerada ésta en abstracto. ¿Me entiendes? Resultado: puede salir cualquier cosa. -Lo que nos faltaba –el Presidente se frotó la frente, gesto que repetía cuando estaba nervioso-. Ya me veo demoliendo el Lincoln Memorial y diciendo en un discurso que Lincoln fue un hombre profundamente equivocado. -No hará falta demoler nada, bastaría que colocases al lado la figura sentada del Presidente confederado de 1861, Jefferson Davis –ambos rieron. Después el Presidente del Tribunal Supremo continuó:- Mira nos tenemos que tomar este asunto con tranquilidad. Estos días han sido para todos de una tensión increíble. Pero más que nunca, 34 ahora necesitamos una mente serena. ¿Me entiendes? -Oye, no me hables a mí de tranquilidad. Es como tratar de vender miel al colmenero. Todos me consideran el presidente con más autodominio de sí mismo desde la época de Truman. -Vale, pues me alegro. Sí, te conozco. Pero tu tono de voz... no indica eso del todo. Te lo repito, ahora necesitamos una mente serena. El Comandante en Jefe siempre debe dar la impresión de tener la mente serena, ahora más que nunca. Eso es lo que diferencia a los rebeldes californianos de nosotros, el stablishment. Cuando el Poder se pone nervioso es porque empieza a ver que el poder se le va de las manos. deliberaciones y en los últimos días podrán filtrar cual va a ser el resultado con casi total seguridad. Si nos matan a todos, la Nación entera echará las culpas a Washington. Lo menos que pensará la Nación es que la República se dirige hacia la más completa anarquía si tales sucesos llegan a suceder en su misma capital. -Sí, me informaron ayer del plan Albany. Y me advirtieron incluso de que Los Ángeles había comprado en el mercado internacional misiles HH.-3. Con lo cual este asunto ya no se resuelve por nuestra parte reforzando vuestra escolta, están dispuestos a volar el edificio entero del Tribunal Supremo, eso requiere medidas de protección especiales. -Sí, nos lo explicaron. Así que, en la reunión de esta mañana hemos tomado una medida de protección más. Hemos decidido que la votación se hará tan sólo cinco minutos antes de emitir la sentencia. Cada magistrado traerá por escrito las razones jurídicas que expliquen el sentido de su voto. Yo, que presido, habré previamente redactado dos sentencias. Una favorable al derecho de secesión con todas las razones a favor, y otra contraria con todas las razones en contra. Una de las dos sentencias se destruirá nada más conocer el resultado de la votación y se leerá aquella que refleje la mayoría de votos. Incluso podremos añadir a mano algún razonamiento que se considere oportuno después de escuchar el razonamiento final de cada juez. -Me parece bien –dijo el Presidente-, pero una vez que se haya realizado la votación no dejes que salga de la sala ni uno solo de sus miembros. Si uno solo sale, incluso al lavabo, y no vuelve, podéis saltar por los aires todos. Y después el que se haya marchado podrá decir que ibais a votar a favor de la secesión, que os hemos espiado y que por eso os hemos matado. Con lo cual la situación sería catastrófica para nosotros. El Presidente dio un suspiro, quizá de alivio, y dijo: -Eres un lince. Menos mal que te tengo allí. De verdad que si estoy tranquilo es porque tengo la más completa certeza de que alrededor mío tengo el mejor equipo de asesores del mundo. -Una cosa más antes de colgar. Ayer nos informó el FBI del plan Albany. Nos previnieron de que un topo dentro del grupo de magistrados comunicaría de antemano a California cuál iba a ser la sentencia. -Sí, le pedí a Malcolm que te explicase lo que sabemos del asunto. -Antes de que se haga la votación, entre nosotros nueve ya más o menos se suele saber por las deliberaciones qué es lo que va a salir de la votación final. Si California supiera secretamente que la votación le iba a ser desfavorable, nos mataría a todos los magistrados en un atentado, para que así el pueblo americano sospechara que la sentencia iba a ser contraria a Washington y que el Poder Ejecutivo había decidido eliminar a la cabeza del Poder Judicial. Indudablemente ellos tienen dos topos en nuestras 35 -Tranquilo. Nadie saldrá de la sala una vez efectuada la votación. Todos iremos juntos a leer la sentencia. -Perdona que insista –le dijo Ethan-, pero si uno de los jueces insiste en que tiene que salir. ¿Cómo se lo vas a impedir? -Ayer hablé con el Jefe de Seguridad del edificio. Le recordé que según el reglamento él estaba bajo las órdenes del Presidente del Tribunal Supremo. Estuvimos hablando un rato para que tuviera claro que él me obedecía a mí, no al grupo en general. Repasamos toda la casuística de órdenes posibles que yo le podía dar. Entre las distintas posibilidades que barajamos, le pregunté que si yo ordenaba que no dejara salir a un Magistrado del Tribunal Supremo de una sala, si él me tendría que obedecer. Me dijo que sí, que lo haría sin dudar. Y añadió que si yo le aseguraba que había una razón que afectaba a la seguridad de los magistrados o del edificio, que inmovilizaría a esa persona bajo mi responsabilidad. -Veo que has previsto todas las contingencias. -Todas. El día del fallo, el Jefe de Seguridad estará desde el principio en el vestíbulo que da a la sala donde deliberaremos. Estará allí para hacer lo que le ordene. Te aseguro que si un magistrado tiene que ir al aseo, todos le acompañaremos hasta el aseo. Ningún magistrado abandonará el edificio. Por las buenas o por las malas, pero todos estaremos juntos. -Bien, me quedo más tranquilo – dijo Ethan-. Date cuenta de que si os eliminan a todos yo tendría que nombrar los sucesores de todas las vacantes. Nadie iba a creer que esto no era un descabezamiento de la Justicia por parte del Poder. -Tranquilo. Tomaré todas mis medidas de precaución. De todas maneras, Ethan –y entonces el juez le habló con un tono misterioso-, nos conocemos desde hace años, pero yo no me fiaría de filtraros la sentencia antes de la hora, si el resultado fuera contrario a las tesis del Gobierno Federal –la frase al final acababa en un molesto tono cortante. El Presidente guardó silencio un instante. Después, lleno de amargura dijo: -Bernard, nos conocemos desde hace más de veinte años, ¿y me creerías capaz de eliminaros si conociera extraoficialmente que el resultado iba a ser contrario a la Unión? La vida de nueve magistrados, tu vida, no vale una sentencia –el Presidente se sentía herido. Los años de amistad al final no valían nada. La voz de Ethan acusaba el golpe; o por lo menos esa impresión trataba de dar. -Por supuesto que no, Ethan, por supuesto que no. No me malinterpretes. Estoy seguro de que tú no me harías eso –al decir esto, el juez desde luego no era sincero-. ¿Pero me puedes asegurar que, al conocer cual iba a ser la sentencia, si ésta fuera a favor del derecho de secesión, no iba a haber alguno de los miembros de tu gabinete que tomara esa pesada decisión por ti? Ya te he dicho infinidad de veces que por lo menos la mitad de tus asesores te consideran un estadista sin energía. Ni siquiera te lo consultarían. -Bernard, me sorprende mucho que me repitas eso. Ya sabes lo que te dije la última vez –el Presidente Ethan estaba verdaderamente dolido de aquel comentario. -Me puedo imaginar perfectamente a tu vicepresidente musitando en su despacho –e imitó su voz-: más vale que mueran nueve hombres ancianos que no que se desintegre una nación entera –la imitación del acento sureño del vicepresidente quiso quitar hierro al asunto y distender la conversación. -Mi vicepresidente es imbécil, pero no creo que llegue a ser tan miserable. 36 -Vale, Ethan, que disfrutes del baile. No le des vueltas al asunto. Pásatelo bien y relájate. Disfruta del salón rosa del Willard repleto de los trajes de seda de los mejores diseñadores. -Sí, sí –y puso un aire de evidente falsa alegría en el tono de voz-, ya puedes hacerte una idea de lo que voy a disfrutar del baile y del champán con todas estas ideas rondándome todo el rato por la cabeza. Oye, una última cosa. -Dime. -Si tuvieras que votar no por fidelidad a mí, ni a ningún lobby, ¿cómo ves el asunto? Me refiero desde un punto de vista objetivo. -Pues mira. Como el viejo lobo de mar que soy en los estrados judiciales te puedo asegurar que no hay ni una sola línea legal en la Constitución ni en nuestras leyes que prohíba la secesión de un Estado de la Unión. No hay donde agarrarse. Y nosotros debemos juzgar de acuerdo a la ley. La ley precisamente se pone por escrito para no caer en la arbitrariedad. La Constitución se redactó para que cada uno supiera a lo que se atenía si decidía formar parte de la nueva Nación. Ningún estado se obligó a más que a aquello que aparece en los artículos de la Constitución. No encuentro base legal para defender tu postura. A eso encima hay que añadir que el proemio de la Constitución da una serie de razones por las que se puede justificar la secesión de una parte de una colectividad. Si esas razones nos valieron para abandonar la pertenencia a la Corona. Esas mismas razones si se volvieran a dar, valdrían también para abandonar la Unión. Así que si el Tribunal Supremo declara inconstitucional la secesión, estaremos dictando una ley ilegal. Podrá ser una sentencia muy prudente, muy adecuada, muy patriótica, pero la sentencia será i-le-gal, es decir, estará situada fuera de la legalidad vigente. No la podremos sustentar en nada. Lo que pasa es que como la pronunciaremos nosotros no habrá instancia superior para recurrirla. De todas maneras, que sepas, que una cosa es que una acción no sea inconstitucional, como creo que no lo es la secesión, y otra que no sea un magnífico y perfecto desatino. La secesión no será inconstitucional, pero me parece un acto propio de mentecatos. Los que han guiado al pueblo a una decisión de este tipo son unos memos. Me has preguntado cómo veo el asunto, y ésta es mi sincera opinión. -Gracias, Bernard. Que sepas que te considero un amigo. Ahora estaría mal visto que te invitara a cenar a la Casa Blanca. Pero cuando todo esto acabe y pasen unos meses, lo haré. Hasta pronto. -Que disfrutes de la fiesta y del baile. La aeronave negra con el escudo de los Estados Unidos, rodeada de las pequeñas aeronaves de la escolta, comenzó la maniobra de atraque en los muelles internos del rascacielos Willard. En el lugar de aterrizaje ya estaba el jefe de protocolo colocando a los miembros de la comitiva de recepción en sus sitios. En el interior del lujoso edificio los salones estaban ya repletos de invitados y homenajeados, todo estaba a punto, las alfombras rojas, el caviar, la música de cámara tocada por un cuarteto de cuerda. Bienvenido, señor Presidente, dijeron consecutivamente el magnate de la Tyrell Co. y el rector de la Universidad de Columbia a pie de escalerilla, mientras le estrechaban la mano. 11 de febrero dos días después s de noche, una noche cerrada, sin luna. Una cierta llovizna lo moja todo, el asfalto y los céspedes. En medio de la quietud de la calle Boggs comienzan a descender las aeronaves de la escolta presidencial. Inmediatamente después, la nave del Presidente toma suelo junto a la acera de la residencia del E 37 arzobispo de la archidiócesis de Washington DC. Una residencia de aspecto neogótico, no muy grande, agradable, con su hiedra cubriendo la fachada de piedra, con su pequeña torrecilla de aire normando. La negra y reluciente y alargada aeronave presidencial detuvo sus motores frente a la fachada delantera del edificio de dos pisos de altura. Un edificio erizado de pináculos y pequeños tejados puntiagudos de dos vertientes sobre los que sobresalían varias chimeneas. Atléticos guardaespaldas vigilaban atentos ambos lados de aquella calle desierta y oscura a esa hora, mientras Ethan Ellsworth caminaba sumido en sus pensamientos desde su aeronave hasta la puerta abierta del caserón. Hacia el vestíbulo abovedado y lleno de mosaicos de la residencia arzobispal bajó por la escalinata el inquilino vestido de sotana negra con bordes morados mientras por la puerta entraba el Presidente acompañado del criado de la casa. Era una cena íntima y personal. Sólo el invitado y el arzobispo, un solo criado en la casa y un cocinero. El arzobispo y el Presidente subieron la escalera de granito hacia el comedor. El arzobispo tenía una cara marcadamente anglosajona, dos sonrosados mofletes ponían color en su piel blanca como la nieve. Charlando amigablemente atravesaron un pasillo flanqueado de óleos holandeses con escenas de la Pasión. Dentro del comedor, los dos hombres charlaron unos minutos antes de dar comienzo a la cena. La mesa estaba ya dispuesta para ellos dos solos. La madera ardía en la gran chimenea, dos candelabros sostenían varias velas encendidas sobre los manteles de lino. -Norman, querría comentarte alguna cosa antes de que nos sentemos a cenar –dijo el Presidente-, pensaba hacerlo después de cenar, pero no me aguanto. El Presidente no era cristiano. Los cristianos eran una minoría en los Estados Unidos del siglo XXII. Pero, a pesar de todo, el Presidente conocía desde hace años al arzobispo y pronto había descubierto la gran honestidad de aquel prelado. Desde hacía años era consciente de la importancia de los consejos de aquel clérigo no ligado a ningún lobby, no interesado en hacer carrera de ningún tipo. Si podía haber algún consejo desinteresado en Washington DC era el de aquel arzobispo. Y el Presidente excepcionalmente le venía consultando asuntos desde hacía ya muchos años. El marco de la consulta siempre era el mismo, ir a cenar a su residencia y en medio de la cena plantear la cuestión. Entre ambos hombres después de tantos años, existía una cierta confianza. Eran los dos, hombres de gobierno; claro que de mundos desemejantes en extremo. -Mira Norman –comenzó el Presidente mientras paseaba por la alfombra azul y granate del salón-, pasado mañana se va a emitir sentencia acerca del caso de secesión. Quería preguntarte... En fin, no sé qué hacer. Si la sentencia afirma que la secesión es ilegal, entonces... ¿debo comenzar una guerra civil? California ya ha dejado bien claro que sólo cederá su soberanía después de que su Guardia Nacional haya resistido hasta su último hombre. Por lo menos eso es lo que han dicho en los discursos una y otra vez. Y probablemente así será. -No creo que las masas luchen por la independencia. Quizá parte de la Guardia Nacional, sí. Pero la población no intervendrá. Me refiero a que de un modo armado no. Vamos, creo yo. Los sondeos de opinión eso indican. -Tampoco creo que lo hagan. La población civil quedará al margen. Pero si entramos hay que entrar a por todas. Si no estoy dispuesto a ir hasta el final es mejor que no envíe a las divisiones concentradas en la región de las Grandes 38 Llanuras. De momento la apelación de California al Tribunal Supremo me ha dado tiempo para meditar bien el siguiente paso que yo deba dar. Pero después de la sentencia ya no habrá más tiempo. Y ahí está mi dilema. Después de la sentencia ¿debo declarar la guerra contra el estado secesionista? Dudo. No sé que hacer, la verdad. Siempre he pensado que la solución de todo esto debe ser política. Pero es evidente que si no restauramos nuestro control federal, la independencia se irá consolidando –en ese momento sonó el teléfono móvil del Presidente-. Discúlpame un momento. El Presidente detuvo su paseo por el salón. La cara de preocupación se fue haciendo evidente conforme la conversación telefónica seguía su curso. El arzobispo trató de mirar a otro lado para no ponerle nervioso. El Presidente colgó. -Me acaban de comunicar que el Congreso de Utah acaba ahora mismo de aprobar la secesión de los Estados Unidos. -¿Debes por tanto retirarte? -No, ya nos lo esperábamos. Todo esto no nos coge de sorpresa. El Congreso de Utah lleva todo el día reunido en sesión. El Gobierno Federal no hará nada hasta recabar la legitimidad del Tribunal Supremo. Lo de Utah era tan previsible que las medidas que había que tomar ya las tomamos ayer por la tarde. Mañana haré una declaración institucional y ya está. El arzobispo se sirvió un poco de té caliente de una tetera ya preparada en una mesita junto a una ventana, escuchando las interminables quejas de su invitado acerca de lo insostenible de la situación. Mientras Ellsworth continuaba con sus lamentos presidenciales, el arzobispo, sin dejar de escucharle y con la taza en la mano, miró a través de los vidrios de la ventana emplomada en rombos. La residencia arzobispal estaba rodeada discretamente por un ejército de escoltas del Servicio Secreto de la Casa Blanca. Hombres enfundados en gabardinas, en abrigos elegantes, hacían guardia alrededor del lugar con suma discreción. Aquella guardia pretoriana tecnológica, aquella guardia de corps vestida de abrigo y corbata, atisbaba los más pequeños movimientos en más de cuatrocientos metros a la redonda. Ni un sólo coche ajeno a la zona residencial, ni un viandante, nada ni nadie podía aproximarse a aquel lugar. Los dos hombres del interior charlaban tranquilamente, pero fuera más de dos centenares de ojos estaban permanentemente alerta. El arzobispo dejó de mirar por la ventana. -Entonces ya conoces mi dilema, Norman. Sírveme un poco de té. La guerra será fácil, pero será una carnicería. Habrá que aniquilar a decenas de miles de soldados de la infantería californiana. Eso es lo que necesita el nuevo estado soberano: mártires. Y nosotros se los vamos a proporcionar. Ellos están dispuestos a morir. El Capitolio me urge a que el mismo día que conozca la sentencia se restablezca el imperio de la ley federal en esas tierras. -Bien, reconozco que es un tema complicado. No me extraña que estés pidiendo consejo a personas independientes, porque es un asunto complicado hasta para los expertos en moral. Mira te voy a dar mi opinión, pero tómala como una opinión personal. Y por lo tanto como una opinión que puede estar perfectamente equivocada. -Claro, continúa –el Presidente se sentó por fin en el sillón enfrente del arzobispo junto a la ventana. -Particularmente te diré que soy unionista. Creo que esta gran nación fue fundada sobre una espléndida fe en Dios. Y que Dios la bendijo y la hizo prosperar, entre otras cosas, para contener en el Viejo Continente la tiranía fascista primero, y la comunista después. Nuestra historia es gloriosa, y me siento tremendamente orgulloso de ella. Una 39 secesión en un país únicamente se puede provocar por razones que sean objetivamente gravísimas. Razones que en esta situación no veo por ninguna parte. -Luego me dices que vaya a la guerra –le interrumpió su invitado con ojos sumamente atentos a la cara del arzobispo. -Pues no. Creo que esta nación se mantendrá unida por la libertad, por la concordia y el respeto mutuo. Pero no por la guerra. La sangre y el odio no son buen cemento para unir los ladrillos. Más vale perder un estado, o dos, o cuatro, que mantenerlos unidos dejando centenares de miles de muertos en el camino de la Historia. Estados Unidos no vale ese precio, créeme. No nos estamos defendiendo contra nadie, sencillamente nos mataremos entre nosotros. Yendo a la guerra, no vamos a alejar a ningún ejército fuera de nuestras fronteras. No, no envíes tus ejércitos contra tus propios compatriotas. El Presidente volvió a pasear por el salón. En los candelabros de la mesa, las velas seguían consumiéndose, el carillón tocó la hora, las siete campanadas resonaron con toda solemnidad y contundencia. En la cocina el criado mantenía caliente la comida hasta que el arzobispo diera orden de que entraran a servirla. En esos mismos momentos California colocaba misiles antiaéreos frente a la fachada de su Congreso. Y en Utah, las masas recorrían exaltadas las calles de Salt Lake City. -Quizá sea lo mejor. Sí, es lo mejor –se repetía el Presidente acariciándose sus canas blancas-. No voy a ceder a las presiones de los senadores. Nunca pensé que me iba a ver en una situación como esta. Ahora sé lo que sintió Abraham Lincoln. ¿Le hubieras aconsejado lo mismo? -La situación era distinta. No eran tan sólo unos territorios los que había que recuperar entonces, sino que también había que liberar a millones de seres humanos. Millones de seres humanos estaban secuestrados. La esclavitud es un secuestro. Es lícito acabar con la vida del secuestrador, si no hay otro modo de librar a los secuestrados. El arzobispo había acabado de hablar. Ethan sonrió en su sillón. -Que sepas que me alegra mucho escuchar esto. Te puedo asegurar que me voy a ir más confortado, más seguro en la decisión que ya antes de venir aquí había tomado, y que era la de no atacar, la de dejar que pase el tiempo. Ah, bien, bien –el Presidente de pronto manifestaba un evidente estado de satisfacción-. Pues nada, ¿qué me vas a ofrecer hoy para cenar? ¿Otra vez pato relleno? ¿Por qué siempre me das pato? -No, no. Hoy tenemos pastel de pescado –ambos hombres se dirigieron a la mesa después de llamar a la cocina. Hacia el pasillo ya se encaminaba una suculenta sopa de cebolla con queso. 40 41 42 AUDEMUS JURA NOSTRA DEFENDERE 43 44 12 de febrero Día de la lectura de la sentencia apariencias, y dejaría vacante el puesto hasta después del fallo. Técnicamente se alegó que todo el proceso para una nueva designación llevaría tantos meses, que resultaba imposible cubrir esa vacante. Era cierto que normalmente se necesitaba mucho tiempo para alcanzar un consenso para cubrir una vacante. Pero en este caso los líderes de los dos partidos le telefonearon a Ethan y le dijeron que si quería podía tener un nombre de compromiso en menos de diez horas. Pero el Presidente se negó. Había que mantener las formas. Todo debía tener una impecable apariencia de legalidad. Muchos se preguntaron de qué lado estaba realmente Ethan al tomar esa decisión. Pero no sabían que él contaba con el recuento de votos provisional que le daba su amigo Bernard. No era a causa de su honestidad por lo que respetaba las formas. Sino que precisamente su exceso de deshonestidad era lo que le daba suficientemente tranquilidad, como para guardar las formas. Los congresistas más o menos barruntaron qué era lo que pasaba, e insistieron en que no se suspendieran las deliberaciones por este hecho. El Congreso quería una sentencia ya. Quería que el orden se restaurara a la mayor brevedad posible. Eso sí, desde entonces las medidas de seguridad alrededor de los magistrados se habían incrementado hasta el mismo límite de lo posible. Cuatro grandes dirigibles militares de forma esférica, estaban suspendidos sobre el edificio del Tribunal Supremo, con sus sistemas antibalísticos barriendo todo el espacio aéreo de las proximidades. Los misiles aire-aire estaban siempre a punto para interceptar todo aquello que violara el espacio de exclusión aérea. Había llegado el día de la sentencia. Los ahora ocho magistrados hicieron su entrada en la sala de sesiones. Todos los presentes se pusieron en pie. En el centro de la sala, en el pasillo entre P or fin el día tan aguardado por toda la Nación. Día al que se había llegado no sin sufrir previamente terribles tensiones y lamentables episodios. El más luctuoso de todos ellos había tenido lugar tres días antes, cuando el magistrado del Tribunal Supremo, el unionista y admirado Samuel Heyward, caía acribillado a tiros a la puerta de su casa. El anciano de cabeza orlada de venerables mechones canosos, con la cartera todavía en la mano, cayó literalmente cubierto de balas, expirando en pocos segundos. El Presidente podía haber nombrado de inmediato a su sucesor, podía haberlo hecho al día siguiente. Pero todos le hubieran acusado de haber colocado un hombre a favor de sus ideas. Aquel nombramiento hubiera viciado la sentencia a los ojos del pueblo americano. Nadie sabía que aquel magistrado era unionista. El Presidente Ethan lo sabía por los buenos oficios de su amigo togado Bernard, el Presidente del Tribunal. Pero bien claro estaba que los dos magistrados a favor de la secesión habían informado al gobierno rebelde de California. Los más maquiavélicos sospechaban que el Gobernador de California había decidido atentar contra su vida, sabiendo que el Presidente designaría un sustituto, y el Congreso lo refrendaría de inmediato en un tiempo record. Sin duda, al fallecido magistrado le sustituiría otro juez con las mismas ideas. De forma que los unionistas con todo esto no ganarían ningún voto, pero ante la opinión pública se daría la impresión de que el Gobierno Federal se había entrometido en la sentencia. La correlación de votos seguiría igual, pero se habría logrado dar una impresión de ilegitimidad al fallo. Pero se iban a llevar una sorpresa. Contra todo pronóstico, el Presidente estaba dispuesto a guardar las 45 los bancos, habían situado una cámara de televisión. El fallo sería emitido en directo únicamente al Despacho Oval. Los ocho magistrados se sentaron. El Presidente del Tribunal directamente y sin ningún comentario procedió a hacer lectura de la sentencia votada seis minutos antes. -El Estado de California contra el Gobierno Federal de los Estados Unidos de América. Demanda de declaración de ilegalidad de la no aceptación del derecho de secesión de un estado. Sentencia: Punto 1º. Los Estados Unidos, legalmente hablando, desde 1776 son una persona jurídica. Y esa persona jurídica posee una serie de derechos sobre unos territorios. De ahí que la pérdida de una parte de su territorialidad implica necesariamente la pérdida de unos derechos. Ante cualquier tribunal del mundo, la sustracción de los derechos de una parte, por la acción de una segunda parte que actúa de forma unilateral, siempre será un acto ilegal. de esa soberanía, este Tribunal entiende que si no se dice nada en contrario, la unión que conforma una república soberana e independiente ha de entenderse como una unión indefinida e incondicionada. Punto 4º. Lo más que pueden alegar los que pretenden la secesión de un territorio, es que este punto es algo debatido dentro de la Filosofía del Derecho Constitucional. Aun suponiendo que esto fuera así, es decir que este tema careciera de consenso entre los juristas, este Tribunal no puede hacer otra cosa que atenerse a lo que dicta la Ley. Y la Ley que rige los tribunales de esta nación, dicta la protección de los derechos, siendo los derechos territoriales uno de ellos. Y por tanto si en el futuro se procede según el curso establecido por la Constitución de los Estados Unidos para añadir un artículo a la misma que permita o prohíba la secesión de un estado, este Tribunal aplicará la permisión o la prohibición que dicte la Ley en ese caso. Hasta entonces, el silencio de la ley no puede entenderse como una permisión para lesionar los derechos ciertos de la Nación. Ya que esos derechos de la Nación acerca de la territorialidad son objetivos e indudables, mientras que el derecho de secesión es, en el mejor de los casos, materia discutida. Sólo la letra de una futura hipotética ley determinaría el modo y límites de la cesión de esos derechos de la Nación sobre un territorio, así como sobre las personas y sobre bienes circunscritos en ese territorio. Punto 2º. Es cierto que todo aquello que no está prohibido, está permitido. El silencio de la Ley debe entenderse como permisión y no como restricción. Pero con una salvedad: eso es así, siempre y cuando que esa acción no legislada no suponga un perjuicio para los derechos reales de otra persona, sea éste persona física o jurídica. Es así que la pérdida de una porción de la territorialidad supone una pérdida de unos derechos para los Estados Unidos, luego este Tribunal considera que procede crear jurisprudencia en este caso a pesar del silencio de la Ley en orden a salvaguardar los derechos de la parte afectada. Punto 5º. Esta sentencia tampoco insta al Congreso de los Estados Unidos a que emane una ley que regule el derecho de secesión. Sino que este Tribunal lo único que expresa es que si algún día se produce esa cesión de derechos territoriales esa segregación habrá de hacerse según lo que determine la Ley, y no según una decisión Punto 3º. Acerca de la cuestión de si está implícita la perpetuidad de la existencia de una nación soberana una vez constituida ésta, o si por el contrario se admite la cesación parcial o absoluta 46 administrativa del Poder Ejecutivo. Pues según la Ley, el Poder Ejecutivo carece de la potestad de segregar parte de la territorialidad de la nación, contando sólo con atribuciones para defender esa territorialidad y para aplicar allí los poderes que la Constitución le atribuye. entender englobada en una acción general de sedición, y por tanto tal acto ha de ser tipificado como un acto de rebelión. Punto 9º. Considerando que los hechos que han tenido lugar en California desde el 4 de enero del presente año, han producido una serie de perjuicios y delitos, considerando que la lesión de estos derechos de los Estados Unidos de América que han tenido lugar desde el 4 de enero del presente año en el Estado de California, no se ha realizado de buena fe, sino por cuenta y riesgo de los usurpadores de estos derechos constitucionales, establecemos que los delitos de rebelión deben ser considerados como cometidos desde el momento en que se perpetraron, y no desde la emisión de esta sentencia. Queda sentenciado así por este Tribunal en Washington, Distrito de Columbia, a 10 de febrero de 2180. Punto 6º. Dado el ordenamiento legal existente hoy en día, dado que hay una lesión de derechos en esa acción de secesión, este Tribunal no puede aceptar una acción que el Congreso del Estado de California ha tomado por su cuenta, yendo más allá de sus atribuciones. No son los habitantes de un territorio porción de los Estados Unidos los que pueden decidir acerca de la soberanía del territorio que ocupan. Sino el conjunto de los Estados Unidos, y no bajo un procedimiento administrativo, sino sólo de acuerdo con las leyes que posee como Nación soberana. Por todo lo cual, atendiendo a las razones antes expuestas, declaramos nula a radice esa determinación del Congreso del Estado de California. El juez había acabado de leer el fallo, miró al público, el silencio en la sala era total. Dio un golpe de mazo. El juicio estaba concluido. Volvió a mirar a la concurrencia de la sala y por fin echó su sillón hacia detrás y se levantó. Los otros siete magistrados togados de negro, solemnes, se levantaron también y salieron. Justo en el momento en que desapareció el último magistrado, todos los periodistas que estaban en la Sala salieron en estampida hacia la puerta. Por los pasillos todos los corresponsales se dirigían a la carrera hacia la salida. Por las escaleras principales de la fachada bajaron a toda velocidad. Cada uno de ellos se colocó delante de la cámara de su canal televisivo. Aquí y allí los ayudantes hacían con los dedos el gesto de contar hacia atrás: 3, 2, 1... ¡en el aire! Y cada corresponsal justo antes se colocaba el micrófono, se arreglaba el flequillo y daba por fin la gran noticia. Cientos de periodistas se iban incorporando al directo de todas las Punto 7º. Por tanto, este tribunal insta al Gobierno Federal de los Estados Unidos de América a que restaure el orden constitucional en el Estado de California, realizando los actos de fuerza que sean necesarios para ello. Actos de fuerza que no requerirán de ninguna aprobación por parte del Congreso de los Estados Unidos, ya que no se declara la guerra a ninguna nación extranjera. Punto 8º. Este tribunal insta asimismo a la Fiscal General de los Estados Unidos a que inicie pertinentes querellas judiciales bajo la acusación del delito de rebelión, contra todos aquellos que hayan realizado actos de secesión, usurpación de derechos constitucionales o apropiación de bienes federales. La apropiación de bienes federales no ha de ser considerada en este caso como un acto singular de robo, sino que se ha de 47 cadenas, interrumpiendo todos los programas. Ni una sola cadena en toda la nación retransmitía otra cosa que las palabras del Tribunal Supremo. -¡Señoras y señores –y una corresponsal de color con un gran micrófono azul miraba con respiración agitada el reloj de su muñeca-, hace un minuto y diez segundos el Tribunal Supremo ha emitido sentencia. ¡La secesión es ilegal! ¡Y no sólo eso: el Gobierno Federal es conminado a restaurar el orden constitucional por la fuerza si es preciso! 48 Con la mano firme en el timón 2 de marzo emisión de ondas o cualquier cosa que levantara sospechas. La cacería había sido, como siempre, un tiempo agradabilísimo para Ethan. Francachelas, buena camaradería, ejercicio físico con gusto, y confidencias entre trozo y trozo de asado. Pero a Ethan le había dado por recordar en toda la cacería sus años jóvenes, con una mezcla de satisfacción por lo conseguido y de nostalgia por lo perdido. Aquella cacería, aquel club selecto de hombres poderosos que se ponían la mano en el hombro y reían, era un poco como la constatación de que había llegado a la cumbre. De que estaba justo en el lugar al que le había costado una vida llegar. Estar allí costaba una vida, sí. Y él era uno de los elegidos. En las caminatas en silencio a la busca de la presa, pensaba: Cuando eres joven siempre piensas que hay que cambiar el sistema. Debe ser una cuestión hormonal. Pero que para hacerlo hay que estar lo más alto posible. Pero para cuando llegas a lo alto, el sistema te ha cambiado a ti, y ya sólo buscas llegar a la cima como un buen montañero. Al final, el ideal se ha quedado en las laderas de la base de la montaña, y la política se convierte únicamente en mero montañismo. Ciertamente los que llegamos aquí llegamos amaestrados, adiestrados y amansados. Esto debe haber ocurrido desde los tiempos cavernarios. Supongo que el amo de la cueva debía sentirse hinchado por esa sensación de dominio. Debe ser eso que dan en llamar la ley de la vida. Sí, es la ley de la vida. No hay E than Ellsworth vestía prendas de caza en tonos verdes de camuflaje, todas de marca, las más caras. Alrededor de él veinte multimillonarios, armados con fusiles. Al viejo Ethan le gustaban aquellas cacerías de ciervos en el Parque Nacional de Rocky Mountain en Colorado. Conocía aquellas montañas como la palma de su mano. Veinte años llevaba haciendo excursiones a lo que él denominaba su lugar favorito de la Tierra. La mañana había transcurrido. Ya habían cobrado unas cuantas piezas y en seguida estuvo preparado un fuego donde asarlas. Un almuerzo bajo el cielo descubierto, una comida de ciervo asado y jabalí, además del Burdeaux, huevas de trucha y esturión ahumado que la experta treintena de sirvientes se habían aplicado en preparar. Aquello era como un almuerzo en Windsor pero con álamos y abedules rodeando el suelo alfombrado de hierba. Claro que aquel equipo de criados culinarios era nada en comparación con el ejército semioculto de guardaespaldas apostados a distancia. Los servicios personales de protección de los veinte millonarios engrosaban las filas del equipo de seguridad presidencial. Eso sin contar, con que cada vez que el Presidente iba de cacería a ese parque nacional, el día previo un satélite reconocía la zona que iba a transitar en busca de objetos metálicos, 49 que darle más vueltas. La ley de la vida, la ley de la selva... Quizá nosotros mismos somos la selva. En lo único que no se ha cumplido la ley de la vida es en que esta oveja que soy yo, no ha encontrado su pareja. Se suponía que cada oveja encuentra a su pareja. Eso me repetía mi niñera desde niño. Pero no ha sido así. No he encontrado a nadie para acompañarme en el viaje de la vida. O más bien encontré a demasiadas, y por eso ninguna oveja se convirtió en mi media naranja. Soy soltero como casi toda la población. Ahora casi me arrepiento de no haberme casado. He situado bien a mis tres hijos. He llegado a la cima bien solo. Al menos mis amigos son buenos amigos. Y mi buena amiga Sophie, que siempre me dice la verdad y que ahora luce su reluciente fusil sobre el hombro, ya me ha confiado otra de sus advertencias al comienzo de la subida al bosque. Sophie es una de mis mejores amigas y uno de los mejores pájaros de mal agüero que vuelan alrededor mío. Si haces la guerra a California, pasará esto, pasará lo otro. Después de las sombrías palabras de Sophie, casi no me sostenían las piernas en mi subida por la ladera de abetos, estaba agotado. De todas maneras ya le he dicho a Sophie que si no he enviado mis ejércitos hacia California, no es por miedo, sino porque estoy convencido de que ése no es el camino. No quiero tener un Vietnam dentro de los Estados Unidos. No quiero pasar a la Historia por ese motivo. Jamás emprenderé una guerra en suelo americano, contra ciudadanos americanos. Todos esperaban la guerra y les he dado la paz. El bosque y las bromas me hicieron olvidar los problemas que había dejado en el Distrito de Columbia. Ahora, sentados en mitad del bosque, almorzábamos. Comentarios informales, bravuconadas, inmejorable ambiente. -Bueno, ¿qué tal las cosas por Capitol Hill? –preguntó Max Mc Gregor, Presidente de la Corporación Dextron, que ahora estaba a mi lado devorando una bien asada pata de ciervo. -Bueno, ya sabes –le contesté con mi pedazo de carne de ciervo, mucho más pequeño, y mi trozo de pan en la mano. Pensé en dejarlo en ese ya sabes, pero después imitando graciosamente un cierto acento rural, continué:-, unos te dicen una cosa... otros otra... pero al final mando yo –todos rieron sinceramente. Les contemplé mientras reían, mientras hacían bromas, comían con buen apetito al lado de esos árboles de veinte metros de altura. Allí sentados sobre el suelo comían carne un par de senadores, más allá el representante de la mayoría republicana y al lado de la mesa de canapés tres prometedores Secretarios de Agencias Federales. Les miraba y comprendía lo que le repitió su viejo profesor de Derecho Político en la Universidad: el Poder, en cualquier época, en cualquier sistema, no representa a nadie, sólo se representa a sí mismo. Los actos de poder están encaminados a perpetuarse en el poder, a consolidar su poder y a reproducirse en el poder. El fin que busca el Poder es el Poder en sí mismo. La sociedad se ha hecho demasiado extensa. Estados Unidos son habitados ahora por más seres humanos que los que habitaban todo el planeta en el siglo XVIII. La corrupción y la inseguridad ciudadana son el problema real que subyace bajo esta secesión. Los pensamientos de Washington venían a la mente presidencial mansamente, sin ansiedad, pero como un arroyo del que de vez en cuando se oye su rumor. Los ojos de Ethan miraban a la hoguera que se había prendido en el centro. Pero sus pensamientos iban y venían a los grandes asuntos. No sólo a los grandes asuntos de la política, sino que en ese rato le había 50 dado por revisar el camino entero que había tomado su país. En los antiguos poblados puritanos –reflexionaba Ethan- las aldeas eran pequeñas, todo el mundo vigilaba a todo el mundo, ya no es posible. Esto es una macrosociedad en la que la seguridad se ha dejado en manos de cada cual. La seguridad en las calles está por los suelos, aunque la economía va bien. La política está corrompida, pero las finanzas van bien. En las antiguas poblaciones puritanas todos en la aldea tenían conciencia, quizá a veces demasiado estricta, pero tenían conciencia. Conciencia del Bien y del Mal. El Gran Hermano era la conciencia de cada uno. Ahora todos piensan que la conciencia es un pesado lastre judeocristiano, una reminiscencia de pasados estadios evolutivos, es un poco como el apéndice en el intestino: extirparlo evita problemas. Estados Unidos se fundó bajo el entusiasmo por unos valores. Después del postmodernismo ya no hay valores. Con excepción de los bursátiles. La Nación es hoy día una gran asociación corporativa de intereses. Se espera de ella unos aceptables niveles de libertad, de seguridad y de eficiencia. Eso es ser Presidente de los Estados Unidos de América hoy día: el encargado de mantener unos niveles aceptables en todos los indicadores. Bueno, no estoy entusiasmado con el papel que he hecho en estos ocho años. Pero tampoco estoy descontento de cómo lo he hecho. No lo he hecho bien del todo, pero otros lo hubieran hecho peor. Bah, tampoco lo he hecho tan mal. En fin, con el lastre de la conciencia o sin él, hoy estaba en aquel bosque de Colorado y mañana por la tarde estaría en la Metropolitan Opera House escuchando con la aristocracia neoyorkina El barbero de Sevilla. rodea me tranquiliza. Formamos un grupo y he seguido las reglas del grupo. Y así he llegado a donde he llegado. Más vale que vuelva a centrar mi mente en la caza. Además, sin yo notarlo Lorena se me ha acercado por detrás. Me ha puesto la mano en la espalda y, como siempre, tras un minuto ya me está pidiendo algo. No le diré directamente que no. Jugaré un rato con ella. La escucho aparentando mediano interés. Tras un minuto de monosílabos míos, respondo: -Querida Lorena, ya sabes que no debo intervenir en un asunto que compete a la Comisión de Valores. Pero bueno, haré lo que pueda. Seguimos andando todavía veinte minutos más. Hicimos un alto. Los árboles altísimos, el aire fresco, con olor a resina, el paisaje que veíamos desde ese valle, con grandes peñascos coronando una cadena de montañas, todo era una invitación a sentarnos un rato en el suelo y recobrar fuerzas contemplando la naturaleza que teníamos delante. Yo me había ido un poco más alto, a una roca, quedándome a veinte metros del grupo, por otra parte bastante disperso también. Tras un par de minutos se sentó a mi lado una de mis principales asesoras, un poco gruesa, de mirada de águila. Sabía que se había sentado a mi lado para decirme algo. Pero tardó tres o cuatro frases en entrar en materia. Le molestaba sacar asuntos serios en mi tiempo de descanso. Aun así, con decisión, pero costándole, dijo: -Señor Presidente, me están llegando mensajes un poco contradictorios. -¿Contradictorios? -Quizá debería decir extraños. Seguí mirando a los altos peñascos de granito que tenía delante de mis ojos. Ella continuó: -Me llegan noticias distorsionadas de que algo está pasando con la Subdirectora de la CIA. Algo referente a un informe que el Servicio de Decodificación del Pentágono le hizo Esta manada de millonarios enfundados en sus chaquetones que me 51 llegar, pero que no aparece por ninguna parte… No sé. Por otro lado, pero en relación a esto, resuenan ecos, todavía muy difusos, de que Europa está invirtiendo grandes sumas de dinero para tratar de influir en el estamento político. No sabemos exactamente para qué, pero todo parece indicar que tienen su vista puesta en las próximas elecciones presidenciales. -¡Lo que nos faltaba! -No se trata de una casualidad. A río revuelto, ganancia de pescadores. Cuantas más turbulencias suframos nosotros, más posibilidades tienen ellos de aumentar su capacidad de influencia en Washington. Pero todavía no queda claro qué es lo que están haciendo, o qué pretenden en concreto. -¿Está segura de que tienen algún interés en las elecciones? -De momento todo es muy inconexo. Pero lo que es seguro es que hemos detectado demasiados mensajes mencionando las fechas cercanas a ese día. Mensajes que muestran un incremento de trasferencias bancarias y traslados de agentes para los meses anteriores a las elecciones. Al principio, no nos dimos cuenta, pero ahora es innegable que algo se está moviendo en la sombra. Me relajé mirando las montañas, el valle, el cielo azul. ¡Qué gran país es éste! Podríamos andar por estos bosques durante días y los encontraríamos tal cual los vieron los primeros exploradores. Ellos nos recuerdan lo que fue esta tierra antes de que llegáramos nosotros. Lorena vuelve a aproximarse, confío en que no me vuelva a sacar el tema de la Comisión de Valores. Mi asesora ya no tiene nada más que decirme. Más vale que me ponga en pie antes de que esta señora que viene, se siente aquí y me vuelva a dar la murga con el tema de antes. -Muy bien, señores, ustedes dirán –dijo el Presidente sin mucho entusiasmo. -¡Lorena!, ¿qué te parecen estos macizos? ¿A que son impresionantes? Al día siguiente por la noche E n el intermezzo de El Barbero de Sevilla todos salieron un rato a estirar las piernas y a charlar un rato. La alta burguesía de la Gran Manzana estaba radiante de glamour. Fracs negros, trajes de noche, perlas y rubíes por doquier, camareros ofreciendo bandejas deliciosas de bocaditos de caviar sobre cola de langosta. En medio del gran salón, el Presidente charlando, saludando aquí y allí, aunque en realidad lo que le apetecía era estirar un poco las piernas antes del acto III. Había mirado el libreto, todavía quedaban tres cuartos de hora. Lo cierto es que se encontraba relajado y la audición le descansaba. Todos creían que su asistencia a actos como aquél era parte de su trabajo, y que como tal los aceptaba con resignación. Pero no, en esos actos se encontraba en su salsa, como pez en el agua. Pronto se apartó hacia uno de los largos pasillos de relucientes lámparas de cristal tallado del Metropolitan, le apetecía pasear y aquel pasillo era perfecto, aunque no tan perfecta la compañía que iba a su lado. Y es que Deborah Goldsmith, con su petición de hablarle a solas, le había dado la excusa para alejarse del vestíbulo y dar el paseo. Pero a cambio tenía que pagar el precio de escucharla. Deborah era la presidenta de la Fundación Flag & Patriot. Ella y otros dos invitados se apartaron con el Presidente hacia uno de los amplios corredores. Detrás de ellos una docena de guardaespaldas bloquearon discretamente el acceso a ese pasillo. -Señor Presidente –dijo Deborah con gesto tenso-, ¿hasta cuándo se va a posponer la guerra? 52 Ethan Ellsworth no se impacientó lo más mínimo. La gente común no suele comprender que los políticos no quieran hablar de política en sus ratos libres. No entienden que es como pedirle a un agricultor que en su tiempo de ocio se dedique a la jardinería. Aquel descanso no era el momento adecuado para preguntarle eso, ¿es que ella no lo comprendía? Como esa mujer y sus dos acompañantes eran un mero pretexto para alejarse de la recepción y pasear, se tomó la pregunta con la tranquilidad del que tiene decidido oir e internamente desconectar. Y así, el Presidente les fue escuchando un buen rato, con una cara neutra que no le comprometiera demasiado. Era propio de su oficio atender con paciencia infinita a la gente. Al fin y al cabo ahora lo importante era andar. Las largas horas de despacho le habían enseñado la capacidad de escuchar con un estoicismo admirable. A veces podía incluso escuchar y al mismo tiempo desviar sus pensamientos hacia asuntos que le distrajeran. Al final, después de muchos monosílabos, después de muchas frases cortas, el Presidente creyó que era el momento de decir algo más para no parecer descortés. Porque Ethan era de los que piensan que no hay que ser descortés ni con el mentecato. Así que con toda la tranquilidad de un padre que habla a sus hijos, les dijo a los tres palabras afables dentro de lo políticamente correcto. Pero Deborah no sólo le interrumpió varias veces, él le había escuchado, sino que además le habló con un descaro al que no estaba acostumbrado. Así que Ethan finalmente se cansó y dijo: -Ya les he explicado que no. No insistan, señores. Todos quieren guerra. Hasta la retórica de los secesionistas me pide guerra. Pero no les daré el gusto. Quieren mártires, pero se los negaré. Querrían esos rebeldes descabezarse contra una dura pared, pero seré un colchón. Si los rebeldes buscan un Lincoln, mucho me temo que se van a encontrar con un político. Al frente de la Unión hay un político, no un general. Las batallas se ganan mejor en el foro que en los campos de batalla. La poderosa Unión aparecerá ante todos como la víctima, y les voy a hacer a ellos quedar como los culpables de prepotencia. ¿Cuánto creen ustedes que le costaría al Goliat federal arrasar a este David californiano? Pero no. No estoy dispuesto. No me da la gana empezar esta masacre. Todo lo arreglaremos políticamente. La opinión pública ha de sentir compasión por Goliat. Y esa compasión la alimentaremos hasta que todos pidan la cabeza de David. Pero no le daremos gusto al Pueblo. Todo lo arreglaremos de un modo político, ése es nuestro trabajo, trabajo de especialistas en el arte del entendimiento y el compromiso. De más joven hubiera apoyado lleno de pasión la política de mano dura. A mi edad hace tiempo que he decidido no añadir ni una pequeña porción más de sufrimiento a este mundo. Además, la guerra... económicamente, siempre es un mal negocio. Al acabar de hablar el Presidente los tres miembros de la Fundación Unionista le siguieron presionando. Tras seguir hablando un par de minutos más, Ethan se dio cuenta de que era inútil dialogar con ellos. Trato de explicar su postura un poco más, pero nada. Simplemente le estaban presionando, no había posibilidad alguna de diálogo. Así que al final sin alterarse les dijo que no insistieran, y añadió: -¡Ah! Un consejo, estos días no les sugiero que escuchen música wagneriana. La exaltación de Tannhäuser no es buena para la política. Me atrevería a sugerirles que descubriesen los sencillos placeres de Scarlatti o Albinoni. Hay más arte en la placidez de una viola, de una cítara barroca y serena, que cuando Wagner 53 -Soy perfectamente consciente – dijo el Presidente sin perder la compostura- de que ustedes defenderían la Constitución a cualquier precio, incluso pasando por encima del cadáver de la Constitución. -Puede ser todo lo sarcástico que quiera. Pero usted al fin y al cabo es un hombre. Y un hombre se neutraliza con una bala. La Presidencia en definitiva vale lo que vale una bala –este comentario del otro acompañante era sumamente duro, y pretendía ser lo más hiriente posible. De una dureza que rayaba los límites de la descortesía más insolente y amenazante. Pero Ethan era incombustible e inconmovible. Su pulso no se alteró un latido. -Mire, usted –le respondió Ethan, un golpe de estado lo dan los militares, y nuestro Estado Mayor está ahora mismo constantemente seguido por el Departamento de Inteligencia dependiendo directamente del Presidente –y se señaló a sí mismo-. Ah, y respecto a lo de la bala, pruebe a meterle miedo a otro miembro de mi gabinete de escalafón inferior. Le sugiero que lo intente con Lara Smith, es muy miedosa. Lo de la bala le impresionaría, sin duda alguna. Es cierto que la Presidencia vale una bala. Pero es imposible meterle una bala entre ceja y ceja al Presidente a no ser que el director del Servicio Secreto de Seguridad Presidencial esté en el ajo. Y me consta que no está en el ajo, porque estoy vivo. El día que ese Director decida cambiar sus fidelidades, ese día ya no lo contaré. Pero el hecho de que esta conversación esté teniendo lugar, significa que ustedes no lo tienen de su parte. Señores, a estos niveles del Poder cuando se puede hacer algo, se hace. Y si no se hace algo, es que no se puede hacer. Pero tranquilos, ustedes son unos amateurs, esto se aprende con el tiempo. Vamos a dar media vuelta, el III Acto comenzará de un momento a otro. ataca con toda la artillería orquestal. ¿No les parece? -Lo que me parece es que usted, señor Presidente, va a pasar a la Historia como un mediocre hombre de Estado – éstas fueron las groseras palabras del señor Hamilton, uno de los miembros de la Fundación. Después de decirlas, el señor Hamilton dio media vuelta y se alejó solo e indignado por el pasillo camino del salón. Los demás se volvieron en silencio hacia el que se alejaba, después prosiguieron su camino con Ethan entre los dos miembros de la Fundación. Ethan esperaba alguna disculpa de sus dos acompañantes ante aquella salida irrespetuosa. Pero nadie dijo nada. El anciano Presidente andando de nuevo, dijo: -La Historia... No dejo nada para este mundo. Ni un libro de memorias, ni siquiera un árbol plantado. Mi herencia será la Unión. La pervivencia de los Estados Unidos como la unión de más o menos cincuenta estados federados formando una unidad. Nadie lo entenderá, pero sé que mi apariencia de debilidad es ahora mi mayor fortaleza. -Señor Presidente –volvió a insistir Deborah en un tono seco y duro, se lo voy a decir de un modo claro. Usted ha jurado proteger, defender y preservar la Constitución de los Estados Unidos. Si un Presidente hace dejación de su obligación de defenderla, puede y debe ser removido. Defender y preservar el territorio de nuestra nación forma parte de sus deberes encomendados por la Constitución. No puede hacer dejación de sus deberes sin incurrir en un comportamiento inconstitucional. Aténgase a las consecuencias si a un par de generales les da por hacer una locura –Ethan le escuchó sabiendo muy bien que la Fundación Unionista en la práctica era un movimiento de aunamiento de voluntades en la política, los negocios y los militares, para imponer el unionismo en los círculos políticos de Washington. 54 Qué pena –pensó Ethan-. Eso es lo malo, cuando ya te empiezas a acostumbrar a ser presidente se te acaba el segundo mandato. Maldita legislatura después de Roosevelt. ¿Por qué les daría por limitar el número de mandatos de los presidentes? Tres o cuatro mandatos darían más tiempo para llevar a cabo una verdadera política. E incluso para llevar a cabo una ausencia de política. Hasta la ausencia de política tendría más coherencia si se prolongase más en el tiempo. En fin, vamos a por El Barbero de Sevilla. Cada vez que veo esta obra de lo que realmente me acuerdo es de Bugs Bunny afeitando al cazador tontaina. El grupo retrocedió sobre sus pasos. Sus acompañantes estaban crispados, sus rostros echaban chispas, ya no disfrutarían nada del resto de la obra, cuando Fígaro anima a Bartolo a que se disfrace de clérigo para sustituir en la clase de canto a don Basilio. Probablemente habían venido a la Ópera sólo para tener oportunidad de hablar con él. Pero Ethan había sabido ignorarles de forma casi completa. El mayor insulto es que tu oponente ni siquiera se digne a prestarte atención. Los fastidiados acompañantes del Presidente ni siquiera sospechaban que aquella conversación había tenido lugar porque a Ethan le apetecía salir de bullicio del salón para andar. ¡Ya lo único que les hubiera faltado por saber! Bien sabía Ethan de qué le iban a hablar los tres integrantes de esa fundación. En el fondo, le daban pena. Ellos, como tantos otros, se tomaban las cosas muy a pecho, y sufrían con ello. En la mente de los dos que le acompañaban, hervían todo tipo de venganzas y confabulaciones. Desafortunadamente ellos mismos eran conscientes de que no podían hacer nada. Ethan Ellsworth continuó la conversación como si tal cosa. Sobre otros temas, pero como si no hubiera pasado nada. Aquel viejo de patillas blancas tenía su piel política curtida como ninguno. Es más, durante el trecho de regreso al salón les iba comentando la calidad del cristal tallado de las lámparas. Se detuvo ante un par de cuadros. Después miró su reloj de bolsillo, de oro. En su interior, Ethan pensaba que eso era lo bueno de ser el Presidente, que si llegas tarde a tu butaca el director por deferencia no empieza el siguiente acto hasta que llegas. Siempre hay algún subdirector de la empresa, que le susurra al oído al director de la orquesta: el Presidente no ha llegado todavía. Y como quien no quiere la cosa, el director se entretiene comprobando la afinación de tal o cual instrumento de cuerda. 8 de marzo E l Presidente serio, con las manos enfundadas en guantes negros, asistía al entierro del senador Du Bois en Trumbull, Connecticut. Detrás de Ethan estaba todo su gabinete de riguroso luto negro. Detrás de los secretarios del Ejecutivo, una hilera de marines en uniforme de gala, firmes, con cara impasible, dirigidos por un capitán cargado de galones, hilera de cabezas rapadas con gorras blancas escuchando los sones dulces de una compañía de gaiteros. Siempre que escuchaba a los gaiteros en actos similares, a la mente de Ethan venían imágenes de praderas brumosas en Escocia, imágenes de bárbaros cuidando de sus rebaños en interminables días de frío y lluvia constante. Tierras salvajes tan distintas a ese césped cuidado erizado de losas verticales, un bosque marmóreo de breves inscripciones. El asesinato del senador Du Bois había conmocionado a todos. Nadie estaba seguro, era la evidencia que recorría toda la nación. El ataúd en un carro tirado por seis caballos negros, las palabras del oficiante, las protocolarias tres descargas de los fusiles. Aunque Ethan miraba hacia los veinte marines con uniforme de gala, y escuchaba los gritos rudos del 55 sargento gritando fuego antes de cada descarga, en realidad su mente estaba lejos. Esta vez ni rememoraba imágenes de las tierras de Escocia, ni se fijaba en el peso de los fusiles de los dos soldados firmes a ambos lado de la bandera. Sólo pensaba en que el día anterior el Congreso de Oregon había aprobado unilateralmente con amplia mayoría un nuevo estatus para su estado. Ahora era un Estado Libre de la Unión. Por lo menos según el congreso de ese estado, eso era así. Aquello había sido una declaración ambigua, una especie de paso previo a la independencia, en espera de acontecimientos. Allí, delante del senador asesinado, se daba cuenta de que era Presidente de una nación que contenía en su seno cuarenta y siete estados de la Unión, un Distrito de Columbia, un Estado Libre Asociado (Puerto Rico) y un Estado Libre de la Unión (Oregón). Sin contar con dos estados (California y Utah) en franca rebelión. Todo estaba preparado para estallar, sólo se necesitaba una chispa. Ethan sabía que lo único que había pedido era tiempo para reconducir las cosas. Pero cada vez se lo ponían más difícil. Aun así todo sacrificio, toda espera, valía la pena si con ello se evitaba una conflagración. ¿Cuál era el precio que una nación podía pagar para evitar una guerra civil? Se estaban acercando a ese límite, al límite de lo que una nación puede tolerar. De todas maneras, si finalmente había que intervenir, cuanto más se tardase más predispuesto estaría el Pueblo a aceptar la medicina por amarga que fuese. En cualquier caso prefería enterrar a varios senadores más y resistir, a tomar decisiones que supondrían la muerte de decenas de miles de personas. Allí, rodeado de cuatro congresistas, estaba el senador Sheik Abbud. Ethan notó reprobación en su mirada. -No era ése el momento, ni el lugar, para una mirada así –pensó Ethan. Siempre había sido un hombre ordinario y descortés. Lamento, yo el primero, este goteo de muertos. Pero mis palabras ante la sesión conjunta de las dos Cámaras fueron claras: los problemas políticos se tienen que tratar de resolver con soluciones políticas. Todos los congresistas y senadores lo oyeron. No me anduve con rodeos. Cobarde, me gritó desde su asiento el senador Sheik Abbud. No me extrañó: había tantas fuerzas financieras que me pedían que resistiera. Él era la voz de esas fuerzas, de esos lobbies. Grandes grupos económicos me insistían para que restaurara el orden a cualquier precio. Otros grupos me presionaban para que dejara pasar unos meses antes de empezar el infierno. A mí, ante todo, lo que me importaba era preservar las vidas de mis compatriotas que había jurado salvaguardar el día que tomé posesión de mi cargo. Un oficial de uniforme negro, cargado de condecoraciones, se arrodilla ante la desconsolada viuda y le entrega doblada la bandera que cubría el féretro. Después el Presidente se acerca toma su mano, le dice unas palabras. Un grupito de fresnos y alerces detrás de los familiares, el cielo encapotado, la bandera de la compañía de marines escoltada y ondeando, todo formaba un cuadro lleno de melancólica belleza. El Presidente, seguido de su gabinete, se dirigía ya hacia la salida del camposanto, cuando por detrás se acercó su nada amado vicepresidente, una persona impuesta por el Partido, su ambicioso segundo. Un hombre que tenía una pésima idea del Presidente Ellsworth. Quizá no tan mala como la que Ellsworth tenía de él. Se acercó al Presidente, no se veían desde hacía muchos días. -Ethan, creo que deberíamos hacer algo respecto a los dos miembros del Departamento de Recaudaciones 56 Federales que están prisioneros en Los Ángeles. -Vamos, vamos, prisioneros... Qué palabra tan fea. Y tan desagradable. Están... retenidos, pero confío en que antes de que acabe esta semana este punto de fricción se haya resuelto. -¿Y los otros veinte? -Los otros veinte se metieron en la boca del lobo por su culpa. ¿Creían que por tener una placa federal en el bolsillo se iban a echar a temblar los encargados de ese archivo estatal? Fueron unos memos sacando sus pistolas y encañonando a los funcionarios de aquella oficina. -No sé por qué dices que ellos fueron los imprudentes. Tú siempre has dicho que esto sigue siendo un país, que la soberanía de California no existe más que en la mente de ese congreso exaltado y visionario. -Vamos, no me vengas con ésas. Ellos sabían muy bien que de facto las cosas están como están. -Veinticinco funcionarios federales están en prisiones estatales secesionistas. La gente se pregunta por qué el Presidente no hace nada... –la pregunta no esperaba respuesta, el vicepresidente ni siquiera le había mirado al hacerla. Ethan le miró un momento. Aquel atlético vicepresidente estaba acabado políticamente. Cada vez aparecía menos en público. Ethan ignoraba incluso que aquella era su penúltima aparición en un acto público antes de retirarse definitivamente a su rancho de Oklahoma. El Presidente le miró y como desconocía su intención de dimitir y creía que lo iba a tener que aguantar todavía muchos meses más, pensó cuidadosamente las palabras que le iba a decir. Iba a decirle algo que le doliese. Cada palabra tenía que ser una puñalada. Pero justo en ese momento le interrumpió el Subsecretario de Defensa. -Disculpen, pero debo decirles algo –el subsecretario llevaba su teléfono móvil en la mano sin cortar la comunicación-. Ha habido un atentado en el aeropuerto de Wyoming. El ala derecha del edificio de embarque está completamente derruida. Se estima que ha habido no menos de ochocientas víctimas mortales. -Pásame el móvil. Y prepárame un discurso para dentro de diez minutos. -¿Líneas generales? -Estoy tan conmocionado como vosotros, éste es un gran país, la bandera, nuestro pasado común, debemos mantenernos firmes, la nación entera está a prueba, seamos dignos del momento histórico. 57 58 Guardia Pretoriana 14 de marzo hecho, hace dos meses que no ingresa su cuota de impuestos federales, y no reconoce las decisiones de nuestras Secretarías en Washington. Si a todo esto unimos que el malestar de la nación está llegando a límites difícilmente soportables, que los atentados terroristas son diarios, y que la sensación de corrupción de todos los políticos es universal, nos daremos cuenta de que debemos hacer algo –el Presidente hizo gesto de que iba a decir algo, pero el Director de la CIA prosiguió con tono contundente-. No podemos esperar a que llegue un nuevo inquilino a la Casa Blanca a ver si éste por fin hace algo y toma las difíciles e impopulares decisiones que hay que tomar. No podemos esperar al fin de este mandato, para ver si en los meses siguientes el nuevo presidente por fin actuará con libertad, o será tan sólo una cara nueva pero otro representante más de los intereses de los grupos de presión. El Presidente estaba en este momento comenzando a preocuparse seriamente del tono que estaban tomando las palabras del todopoderoso Hubert. Y lo malo no era lo que decía Hubert, lo peor era que todos los presentes callaban, ninguno hacía un gesto desaprobatorio. Hubert prosiguió-: Señor Presidente, la plana mayor del FBI y de la CIA hemos analizado la figura de los candidatos con alguna posibilidad de ocupar la máxima función de la Nación, es más, los llevamos analizando desde hace medio año, y le aseguro que nada va a cambiar sustancialmente. Ésa es la conclusión a T ranquilamente se sentaron en los sillones del Despacho Oval cinco altos directivos de la CIA y el FBI. El Presidente se acomodó en el sillón situado en el centro de los dos sofás de terciopelo color verde esmeralda. El ambiente era distendido. El Presidente estaba de buen humor. Allí estaba la plana mayor del Servicio de Inteligencia. Un momento después entraba el Director General del FBI. Una llamada de última hora le había retrasado en la antesala, pero ahora entraba acompañado de su subdirector. -Muy bien, señores -dijo el Presidente mientras dejaba su taza de café en la mesita de enfrente-, ustedes dirán por qué han solicitado esta reunión conjunta. -Señor Presidente –comenzó el Director General de la CIA, el más viejo y el más sagaz de los allí reunidos-, faltan ocho meses para que un nuevo inquilino ocupe este despacho. Comprendemos que si usted no ha comenzado todavía la guerra para la recuperación de los territorios rebeldes de la Unión, no la va a comenzar ahora que ya está con un pie fuera de la Casa Blanca. Durante estos dos últimos meses, California ha vivido de hecho como un estado independiente, aunque jurídicamente pertenezca a la Unión, y aunque mantengamos el dominio y la comunicación terrestre con nuestros acuartelamientos en el suelo de ese estado. Pero a pesar de estos aspectos jurídicos y militares, la separación es un 59 la que hemos llegado. Todos están en manos del sistema. -Fue entonces –prosiguió el Director General del FBI-, hace cuatro meses, cuando Hubert y yo nos reunimos, y decidimos que ya no podíamos seguir como meros espectadores de la descomposición de la Nación. Y en aquel momento y en las semanas sucesivas, pergeñamos las líneas maestras del plan Épsilon. -¿El plan Épsilon? –repitió con extrañeza y desagrado el Presidente. -Se hace preciso colocar en el Despacho Oval a alguien fuerte, dispuesto a sacrificar toda su popularidad con tal de hacer lo que haya que hacer. Alguien que esté fuera del sistema de clientelas políticas, alguien que no deba nada a nadie por haberle colocado allí –el Presidente, que antes había estado a punto de interrumpir indignado a Hubert, ya no quería intervenir, con los ojos muy abiertos, tan sólo deseaba escuchar todo. El Director de la CIA seguía hablando-: Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que un hombre así no lo encontraríamos entre los barones del bipartidismo, había que crearlo. El Épsilon es el nombre que hemos dado al plan para crear un presidente para la próxima legislatura. -¿Y qué hombre es el que ustedes consideran más capacitado? –preguntó Etham con aire escéptico levantando su ceja derecha y sin poder dar crédito a lo que acababa de escuchar. Pero para enterarse de todo hasta el final decidió aplazar un minuto su ira y el despido fulminante de aquellos dos directores. El despido de aquellos dos intrigantes estaba ya decidido desde ese momento, pero antes deseaba escucharles todo lo que le tuvieran que decir. Quería escucharlo todo antes de explotar en un formidable estallido de ira. -Tiene que ser un hombre rico, extraordinariamente rico –explicó el Director del FBI-, porque ha de ser inmune a cualquier intento de compra por parte de los lobbies. Tiene que ser un hombre con experiencia de gobierno. No podemos ponerlo en este puesto a ver qué tal lo hace. Ya no podemos aceptar riesgos ni hacer experimentos. Y sobre todo ha de ser un hombre con un carácter férreo, al que no le tiemble la mano cuando haya que hacer lo que se debe hacer. Y ahora mismo, si queremos evitar que la Nación se desintegre, hay muchas cosas que hacer. Y buena parte de ellas, muy desagradables. -¿Y cómo se llama el hombre que han elegido? –insistió con dureza el Presidente. ¡Quería el nombre! -Fromheim Schwartz. El Presidente comenzó a reír sin ganas, se llevó una mano a la frente. No se lo podía creer. Después, moviendo la cabeza entre sonrisas desganadas, dijo: -Efectivamente, no podían haber buscado a alguien más ajeno al sistema. El perfecto outsider, rico como Creso, con experiencia de gobierno, poseedor de infinidad de medios de comunicación... Pero si ustedes piensan que la maquinaria política de Washington va a permitir que ese residente en el extranjero gane las elecciones significa que ustedes están en la Luna. Caballeros, nunca imaginé que pudieran ser tan ilusos. Se hizo un molesto silencio en el despacho. Los seis altos directivos le miraban inmutables. La cúpula del FBI y de la CIA miraba fijamente a su Presidente. Éste, al final, tuvo que apartar la mirada de los ojos de todos, bajar la cabeza moviéndola con incredulidad y volver a mirar a los ojos al Director de la CIA, que le dijo sin pestañear y con palabras cortantes: -Permítame decirle, señor Presidente, que si algo no nos podemos permitir ni los Servicios Secretos ni el FBI, es estar en la Luna. El silencio volvió a reinar, un silencio muy molesto. -Pues nada, lo siento mucho pero no pienso apoyar ni lo más mínimo su 60 propósito –el Presidente hablaba con desdén, como alguien que ya había tenido demasiada paciencia con ellos. El desdén trataba de ocultar su nerviosismo. -¿Es su última palabra? – preguntó el subdirector del FBI cruzando las piernas y los brazos. -Es mi última palabra. -Le podemos dar tiempo para pensárselo. -Ahórrenselo. Y ahora si me disculpan, tengo muchas cosas que hacer. Los seis directivos se lanzaron miradas, como constatando una vez más que el Presidente Ellsworth era impermeable a toda alternativa de regeneración. -Mire –habló el obeso Subdirector de la CIA-, usted forma parte de nuestros planes. Nos ayudará tanto si quiere como si no -el Subdirector abrió su maletín y sacó un informe de unos cien folios encuadernados-. Si no nos ayuda, ¿prefiere ser acusado por el asunto Hannover?, ¿o por el oscuro caso de la desaparición de Lucy Walker? –le amenazó sacando otro dossier-, ¿o por la trama Goldwater-Hutchkinson? –dijo extrayendo un tercer abultado informe-. Tenemos más, pero éstos son los más documentados y los de más impacto. -¡Todo eso es falso! –dijo el Presidente señalando esos papeles con su largo dedo índice. Muy a su pesar, la voz le tembló. -Frente a cualquiera de estas acusaciones, o frente a las tres juntas, no tiene ni media posibilidad de convencer de su inocencia ni a un tribunal, ni al pueblo americano. -Venga, recapacite –dijo con tono acerado uno de los directivos de la CIA, le ofrecemos entre la posibilidad de ayudarnos o de pasar el resto de su vida en la cárcel. Somos extremadamente generosos. El Presidente hojeó un par de aquellos informes. Se quedó sin habla. Durante cuatro minutos, le vieron pasar páginas en silencio. Al final, el Director de la CIA puso la mano en el hombro del anciano presidente y le dijo: -No queremos su mal. No ganamos nada con su caída y su deshonor. No se trata de nada personal. Acepte colaborar con nosotros –y miró con complicidad a Etham-. Eso es todo. -Dentro de tres días –dijo el Director del FBI con un tono menos amistoso- el recién fundado Partido del Orden, el nuevo partido creado por una plataforma de ciudadanos independientes, ofrecerá a Fromheim Schwartz presentarse como candidato por ese partido. Él dudará durante unos días. Después aceptará. Usted, tras esperar un tiempo prudencial, comenzará a manifestar que considera que la situación es tan grave que cree que lo mejor es apoyar a alguien como Fromheim. Nosotros le iremos indicando paso a paso qué es lo que conviene que diga o haga para favorecer a nuestro candidato. -Ni que decir tiene –le advirtió otro directivo-, que si una sola palabra de lo que hemos hablado aquí sale a la luz pública, daremos por terminada nuestra colaboración y comprobará lo testarudos que podemos llegar a ser si nos empeñamos en que a alguien se le aplique la perpetua. Y si nos hincha mucho las narices ya crearemos algún cuarto dossier con pruebas que le acusen de algún delito federal castigado con la pena capital. Ethan volvió a mirar los informes que le acababan de mostrar. Estaban sobre la mesa. Pero alargó la mano de nuevo. Quizá recordaba algo que le impelía a revisar otra vez uno de ellos. Porque lo buscó con afán. Algo había allí en esas hojas, aunque a juzgar por sus gestos no lo encontró. Un minuto después, el Presidente se volvía a recostar sobre el respaldo de su sillón, cerraba los ojos y se frotaba la cara. Uno de los jefes de la CIA añadió: 61 -Atiéndanos. Nuestro candidato pretende hacer de la restauración del orden y de la limpieza de la... basura de Washington, uno de los principales pilares de su discurso. Nada nos vendría mejor para confirmar su mensaje durante la campaña electoral, que un Presidente como usted sumergido hasta la coronilla en todo este estercolero que le hemos puesto sobre la mesa. Un Presidente arremetiendo contra el FBI y la CIA daría la impresión de que Washington precisa con urgencia ponerlo todo en manos de un outsider que actúe como un cirujano, sin contemplaciones. El Presidente no dijo nada.. -Tranquilo –trató de consolarle el Subdirector del FBI-. Estas cosas requieren su tiempo para ser digeridas. De hecho, ni siquiera le pedimos una respuesta ni ahora ni después. Basta que a cada paso vaya haciendo lo que le indiquemos. Por el contrario, si decide no subir a nuestro barco no hace falta que nos diga nada, será suficiente con que entregue a la prensa información sobre nuestro plan Épsilon. Nosotros diremos que esas acusaciones de usted contra nosotros son su reacción lógica al enterarse de que la CIA y el FBI estaban acabando de investigarle por estos informes que tiene sobre la mesa. Así que ya lo sabe, si algo aparece en la prensa daremos por supuesto que usted ha sido la fuente informante, por más que proteste que no ha sido así. Eso significará que no hay marcha atrás en nuestra guerra personal. Pero tranquilo, sabemos que usted no es un hombre de guerra, sino de concordia y entendimiento. No se olvide de que usted es un político, no un mártir de los lobbies que le han aupado. Esos grupos financieros también le presionarán, pero recuerde que nosotros podemos ser mucho más crueles que ellos. -En mi vida profesional –dijo el Director de la CIA- he tenido muchas veces que intervenir invisiblemente en el ruedo político. Pero, créame, por fin ahora lo hago con la plena tranquilidad de conciencia de que esta vez presiono para el bien de mi país. Nunca he hecho nada tan patriótico como lo que estoy haciendo ahora. -Pues nada, si no tiene nada más que decirnos, nos retiramos, señor Presidente –dijo el Director del FBI. El Presidente negó con la cabeza sin levantar la mirada. Mientras aquellos hombres poderosos dejaban el despacho, el Presidente, que seguía en su sillón, se sentía prisionero de sus guardias, de sus oficiales pretorianos. La Agencia Central de Inteligencia y el Buró Federal de Investigación habían sido creados para proteger al Pueblo Americano, y ahora se revolvían contra el representante de ese Pueblo, o por lo menos del 11% que le había votado. El anciano Presidente estaba solo. Los segundos que trascurrieron desde la salida de aquellos hombres y la entrada de su secretaria, se le hicieron horas. El silencio que de pronto reinaba en el despacho le pareció el silencio de después de una batalla. -Señor –le interrumpió en sus pensamientos su secretaria entrando por la puerta-, ¿hago pasar a la representación de la Fundación Ecologista de Maine? Al Presidente le daba vueltas la cabeza y sentía revuelto el estómago. -Sí, hágalos pasar. Se puso en pie, se arregló la americana, y una hermosa sonrisa volvió a aparecer en la cara de Ellsworth, la sonrisa del político. En el Despacho Oval aparecieron nueve avejentadas señoras, que estrecharon una a una la mano del Presidente. -Bueno –dijo el Presidente con su más encantador tono de voz-, vamos a ver qué podemos hacer por la grulla de plumaje marrón. 62 D ecir que la campaña electoral del 2180 fue la más sucia de todas las que se habían visto, sonaría a tópico. Guardé silencio, sí, no dije nada. Callé, tragué, sonreí y estreché manos sin dejar traslucir nada como sólo un profesional de la política puede hacerlo: son muchos años de entrenamiento. Yo ya no me presentaba a un nuevo mandato, pero como era lógico estuve en medio de todo aquel choque entre el poder mediático que apoyaba al candidato Fromheim y los grupos de siempre que apoyaban a los candidatos de siempre: la consabida candidata republicana y el no menos consabido candidato demócrata. Frente a ellos, el recién llegado logró dar la impresión de ser una sola cosa: la alternativa. Por fin, una alternativa. Los hados parecían haberse confabulado en contra de los dos candidatos republicano y demócrata: dos macroatentados más, la insolencia del crimen organizado que andaba más suelto que nunca, las declaraciones del Gobernador de California. Aunque no todo había que achacarlo a los hados, cantidades ingentes de dinero procedentes de la República Europea, promovían el cambio. Fue entonces cuando comprendí qué eran aquellas confusas y extrañas señales que habíamos recibido acerca del interés de Europa en intervenir en estas elecciones. Poderosos intereses nacionales y extranjeros se habían coaligado para romper por primera vez el monopolio republicano-democrático. Los grupos económicos que apoyaban a Fromheim poseían los más prestigiosos medios de comunicación. Pero tanto como los medios, influyeron los atentados… ¿Cómo podía mantenerse tranquilo al electorado con semejante martilleo de sangre sobre nuestras cabezas? Cuanto peor fueran las cosas, mejor para Fromheim. Y las cosas estaban yendo muy mal. Con el FBI y la CIA trabajando a favor del candidato del nuevo Partido del Orden, ni siquiera intenté iniciar investigaciones acerca de él. ¿Cuántos de mis colaboradores estaban infiltrados por sus redes? Probablemente ninguno entre los más cercanos a mí. Me servían desde hacia muchos años. Pero ya no podía confiar. Aquél de quien menos lo esperara podía coger el teléfono y hacer una llamada nada más salir de mi despacho. No podía correr riesgos, así que callé y dejé que la naturaleza siguiera su curso. Si tenía que ganar el Partido del Orden, que ganara. Bien mal lo habían hecho los partidos de siempre. Si actuaban suciamente los que pretendían escalar los muros de esta casa bajo la bandera de un advenedizo, más suciamente habían actuado los patricios de toda la vida. Aun así, hasta un político sin ideales como yo tengo mi límite. Una mañana, tres de mis colaboradores más fieles, entre ellos Madeleine, la que estuvo en la cacería de Colorado, vinieron a verme a mi despacho una tarde: no podían probarlo, pero había información reservada más que suficiente para sospechar que al menos un comando terrorista había actuado en connivencia con los intereses del Partido del Orden. Eso fue demasiado. Lo sentí por esos colaboradores. Era seguro que todas las conversaciones que tenían lugar en ese despacho, eran grabadas por el FBI. Les esperaba un mal futuro, pero tampoco podía decirles: ¿sabéis que nos están grabando? Ya no hubiera tenido ningún sentido. En mitad de la conversación, carecía de finalidad revelarles toda la historia de la que ellos sólo habían alcanzado su superficie. Así que dejé que siguieran hablando. Aparentando sorpresa en los momentos en que se suponía que así tenía que ser. Fue muy duro tener que pedirles que guardaran la mayor de las reservas respecto a todo aquello, cuando sabía que en un par de días les harían desaparecer. A mí no me podían eliminar 63 sin que la opinión pública lo supiera, era el Presidente. Pero a ellos, nadie les echaría de menos. Aunque había estado sonriendo todo el rato,cuando me despedí de estos tres leales colaboradores, se me hizo un nudo en la garganta. No supieron por qué. Se marcharon sin haberse enterado de nada. Era lo mejor. Al menos que disfrutaran con normalidad de sus últimas horas, sin agobio, sin tensión. personajes desconocidos pero que eran los que de verdad cortaban el bacalao desde la sombra. Llamadas y más llamadas. Puse toda mi alma en el empeño. Sin embargo, no dije nada en contra de Fromheim. No tenía pruebas, ni las tendría nunca con las dos agencias federales a su favor. Durante un mes y tres semanas me mantuve en esa línea. Pero en Menphis se me fue la lengua: pronuncié un discurso retransmitido por la televisión en que maltraté la figura de Fromheim. En cuanto volví a Washington vino a verme Fredecick Huntington, el enlace de la CIA y el FBI conmigo. Su mensaje fue claro: tiene un día para pensárselo, recapacitar y dar marcha atrás. O retira lo que ha dicho, o el próximo viernes se hará público no solo que usted fue el que ordenó la muerte de Rose Gillet –cosa que era falsa-, sino que su hijo mayor también estaba metido en ese turbio asunto. Y en un mes, delo por cierto, sus otros dos hijos van a estar implicados en un tema de drogas, se lo aseguro. Me habían dado el plazo de un día para recapacitar. Si quería salvar a mis hijos, el miércoles debía anunciar que había hablado en contra del candidato Fromheim por las presiones del partido republicano. Esa era la condición. Mi silencio no bastaba. Tenía que purgar mi apoyo a Bárbara Browmiller. Se me indicó claramente lo que tenía que decir y en qué fases tenía que desvelarlo a la prensa. Tenía que convocar una rueda de prensa mañana a las tres de la tarde. Allí tenía que revelar que el Partido Republicano me había amenazado con inventar contra mí un escándalo si no hablaba contra Fromheim. Dos horas después, el FBI ofrecería otra rueda de prensa para anunciar que iba a emprender una investigación exhaustiva, independiente, cayera quien cayera. Unos días después esa agencia federal presentaría pruebas, El que el Partido del Orden hubiera estado involucrado en los atentados, era más de lo que yo podía soportar. Mi capacidad de aguante había alcanzado su límite. Es cierto que esos tres hombres desaparecieron en menos de 48 horas, pero no necesité tanto tiempo para tomar una firme decisión. Al día siguiente de recibir aquellos informes sobre los atentados, comencé a hacer campaña activa a favor del candidato republicano. Llamé a todas mis amistades, a todos los peces gordos que eran amigos míos, y les dije claramente que apoyaran con todas sus fuerzas, con todo el dinero posible, con todas sus influencias a Bárbara Browmiller, la candidata republicana. -Mira, James –le dije al teléfono, abandonad toda diferencia. La que tiene más posibilidades es Bárbara. O apoyáis decididamente a uno de los dos o nos vamos a hundir todos. (…) ¡Créeme, o Bárbara o el abismo! Tenemos que salvar esta nación. (…) Sí, sí, ya sé que no hay mucho que salvar. (…) No tienes que darme lecciones de lo mal que están las cosas. Pero créeme, ahora es el momento de echar el resto, no escatiméis gastos, es la Patria lo que está en juego. (…) Si de verdad amas a los Estados Unidos, ha llegado el momento de cerrar filas. (…) Sé que siempre se es tremendista en una campaña, pero esta vez es verdad: es la pervivencia de la Nación lo que se decide. Magnates de la industria, prohombres de la banca, también 64 falsas, que ratificarían lo que yo había dicho. Iba a ser un bombazo. Efectivamente, los cimientos de esta nación se iban a conmocionar hasta lo más profundo. No tenía que dar ninguna respuesta al Director de la CIA ni al del FBI. A las tres de la tarde ellos pondrían el televisor y sabrían qué decisión había tomado yo. Era evidente que existía un Plan B si usaba esa conferencia contra ellos: les atacaba porque sabía que me investigaban y que iba a ser formalmente acusado. Me lo pensé. Ya no era mi vida lo que estaba en juego, tenía en mis manos la decisión de destruir o no el futuro de mis hijos. Por otra parte, Bárbara y el candidato demócrata no eran precisamente unos corderillos inocentes. Eran individuos del sistema. Corruptos, fríos, con secretos que ocultar, dispuestos a todo por lograr la presidencia. Además, las encuestas eran muy favorables ya al Partido del Orden. Llegué a la conclusión de que iba a sacrificarlo todo por una candidata indigna, que conmigo o sin mí iba a perder de todas formas las elecciones. ¿Valía la pena inmolar a mi familia para nada? Después de un día de meditación, llamé a las cámaras y solté la bomba: el Partido Republicano me había chantajeado. Por si todo lo anterior que había sucedido en la campaña en contra de los candidatos tradicionales fuera poco, encima esto. Mis palabras fueron como bombas. Bárbara y el demócrata Nigel (al que también se implicó) todavía se hundieron más en el fango. ¡Chantaje al Presidente! Nigel no se salvó. Se vio enteramente salpicado por la ola de porquería que acababa de caer de lo alto. Según el FBI, también los demócratas habían consentido en que se me presionara. De acuerdo al informe presentado, Nigel sabía que las encuestas le eran demasiado desfavorables, y había ofrecido a Bárbara apoyarla en este chantaje a cambio de la vicepresidencia. Los demócratas y los republicanos se unían con tal de que no ganara un partido que iba a acabar con la corrupción del Capitolio. La gente captó el mensaje: Sí, había que dar un giro radical, había que hacer limpieza en Washington. Qué lejos estaba el americano medio de saber que el que se suponía que iba a hacer la limpieza era el peor de todos. En lo que quedó de campaña, hablé poco, pero siempre a favor de Fromheim. Diez días después de mi retractación en forma de rueda de prensa, comí en casa de mi hija Elizabeth, en una bella mansión de Rhode Island, y con mis otros dos hijos, Malcolm y Octavius. Mis tres hijos estaban ya en los cuarenta y tantos años. Habían venido con sus familias. Eran dos respetables médicos y un ingeniero miembro de un consejo de dirección de una gran empresa. Todos, sentados a la mesa, comimos, nos divertimos, repasamos los viejos tiempos. De vez en cuando no podía evitar mirarles fijamente, pensativo: no dije nada. Qué lejos estaban de adivinar lo cerca que habían estado de que sus vidas hubieran sido cambiadas radicalmente. Me los imaginaba en la cárcel, acusados de algún delito relacionado con las drogas o con cualquier otra cosa, perdiendo sus trabajos, perdiendo sus parejas, y me daba cuenta de la gran lotería que es la vida, de lo inconscientes que somos de cómo una bola determinada se acercó mucho a nosotros, aunque en el último momento un movimiento del bombo la desvió. Decidí que este tema se lo comentaría a mis hijos dentro de muchos años, cuando estos malos años, estos tiempos de peligro, hubieran pasado definitivamente. Les gustaría saber lo cerca de sus cuellos que pasó la hoja afilada de la guillota. Al día siguiente, volé a Saint Louis. Allí estuve en la inauguración de un gran monumento que era una especie 65 de muro cuadrado de piedra artificial, negra como el azabache, de trescientos treinta y tres metros de altura, donde estaban inscritos en letras de oro los lemas de los Estados de la Unión. Esperando el comienzo de la ceremonia, desde mi puesto leía los lemas inscritos con letras ciclópeas: AUDEMUS JURA NOSTRA DEFENDERE, Ditat Deus, REGNAT POPULUS, Nil sine Numine, MONTANI SEMPER LIBERI, y otros muchos. A mis espaldas, durante la espera, pude tristemente escuchar varias veces el abucheo de alguna que otra persona aislada. El Gobernador de Missouri a un lado, la alcaldesa al otro, para que no me apercibiera de esos gritos extemporáneos, trataban de explicarme tal o cual detalle de las cabezas de león de estilo romano que flanqueaban el conjunto. Podía percibir el nerviosismo de mis anfitriones en sus explicaciones. Se sentían embarazados por cada grito. Yo mismo estaba tan avergonzado que miraba fijamente adonde me decían, pero sin prestar atención a sus palabras. Mis vaivenes en la campaña, mi supuesta debilidad ante California, la postración del país en mis ocho años de mandato, ofrecían razones más que suficientes para que algún que otro ciudadano libre gritara con todas sus fuerzas para que el primer magistrado le oyese. Yo para no oír, seguía leyendo inscripciones en ese monumental muro, trataba con todas mis fuerzas de concentrarme en comprender el sentido de esas frases. Debajo de los lemas en letras capitales, se hallaban en minúscula las traducciones: Nos atrevemos a defender nuestros derechos (Alabama), Dios es el que enriquece (Arizona), Reina el Pueblo (Arkansas) Nada sin la Providencia (Colorado), Los montañeses serán siempre libres (West Virginia). A pesar de que estábamos a punto de comenzar una celebración, leer todo aquello me emocionó. Apenas podía contener las lágrimas. Mis ilustres acompañantes creyeron que habían sido los insultos, pero no. Habían sido esos lemas. Esas lacónicas frases latinas encerraban las aspiraciones de los fundadores de esta Patria. Me parecían un contraste tan grande con la realidad. Las aspiraciones de esos hombres íntegros condensadas en lemas. Y nosotros, sus descendientes, habíamos sido tan negligentes en custodiar su legado, que cuando empezaron los discursos, vacuos, de encargo, puro teatro, no pude evitar una sensación de amargor tan grande como el monumento que inaugurábamos. Al llegar mi turno de hablar, me levanté con lentitud de mi asiento, me sentía con el cuerpo pesado, sin ganas. Cuando acabaron los aplausos de rigor, en este caso bastante fríos, empecé a leer los papeles que traía. Mis asesores me habían preparado un discurso normal, correcto, sin estridencias, ni temas espinosos. Pero cuando en la lectura de mi discurso, llegué al momento en que dije: el lema que preside en lo alto esta grandiosa obra, es el lema de esta nación E PLURIBUS UNUM… entonces, no pude continuar. Cerré los ojos, incliné la cabeza. Creí por un momento que podría rehacerme. Pero no pude. Conmovido, empecé a llorar. Delante de cuatro mil personas, el Presidente lloraba, no podía seguir hablando. Logré salvar la situación excusándome con que el monumento me había recordado las miles de personas que habían dado su vida en el último año para que el espíritu que reflejaban esos lemas siguiese vivo. Aquello fue lo primero que se me ocurrió, aun así la gente me creyó. Los aplausos fueron atronadores, me consta que mucha gente lloró de emoción. Apenas pude continuar entrecortadamente mi discurso. El discurso era mediocre, ni siquiera lo había escrito yo, pero leído con tanta emoción, entre lágrimas, con interrupciones en las que con toda verdad 66 no podía continuar, resultó impresionante. La calidad de lo que dijera, o lo audible que fueran mis palabras, ya no importaba: cuando me senté, los aplausos duraron dos minutos ininterrumpidos. El trayecto fue brevísimo. Los turistas no se lo podían creer cuando subí por las escalinatas de la fachada. Al entrar al gran vestíbulo, vi que más de quince hombres vestidos con gabardinas habían bloqueado todos los pasillos, todas las puertas. Por mi seguridad, el Servicio Secreto había dejado completamente vacío el atrio de entrada. Mejor así, podría disfrutar con intimidad de mi paseo. Porque lo que realmente me apetecía era darme una vuelta por el lugar. Empecé la visita por mi cuenta, aunque no tardó ni dos minutos en llegar a mí uno de los jefes de funcionarios de esa casa. En realidad, tardó dos minutos en atreverse a venir a mi lado, porque no se acababa de creer que se tratara de una simple visita. También él pensaba que venía a ver a alguien o a hacer algo. Sólo cuando clara e inequívocamente fue evidente que simplemente estaba yo deambulando por el interior, sin dirigirme a ningún despacho en particular, se acercó y me ofreció su erudición acerca del simbolismo de un frontón recorrido por figuras togadas. Sus comentarios fueron utilísimos. Mis comentarios a lo que él me decía, eran de lo más simples. Del tipo qué edificación tan armoniosa, qué impresionante, y cosas así. Él me correspondía con una sonrisa de satisfacción. Sus estatuas, sus corredores, sus frisos… aquello era la belleza de la Justicia hecha piedra y mármol. Desde la entrada mi entusiasta acompañante fue explicándome los insuperables nombres que se les dieron a las grandes estatuas que flanquean su larga escalinata. Una era la Contemplación de la Justicia, a la otra estatua se le dio el nombre de la Autoridad de la Ley. Mi guía, que resultó ser el Jefe del Servicio de Recepción, se detuvo largamente en mostrarme las similitudes entre la planta de ese edificio y la del Templo de Ezequiel. Aunque el lugar donde más disfruté fue en el centro geométrico del edificio: la Sala de A demás de tener sesenta y dos años, debía estar volviéndome irremisiblemente senil, porque cuando regresé a Washington sentí unos invencibles deseos de conocer el venerable edificio del Tribunal Supremo, de pasear por él. Había hablado en bastantes ocasiones con el más importante despacho de ese edificio, pero siempre por teléfono. También sus magistrados habían venido regularmente cada año a las recepciones de la Sala Azul en la Casa Blanca, pero en ocho años nunca había puesto yo mi pie allí, a pesar de vivir nada lejos y de pasar muchas veces tan cerca de camino al Congreso. Todos creyeron que chocheaba, cuando por la tarde del mismo día que regresé de Saint Louis, le dije a uno de mis asesores que quería ir a conocer el edificio del Tribunal Supremo. -Esta misma… tarde… -repitió vacilante Spokane. Lo que me molestó fue que pusiera cara de ¿se ha vuelto loco el señor? -Sí, esta misma tarde. Ahora. ¿Hay alguna ley que me lo prohíba? Me consta que por la tarde están permitidas las visitas turísticas. ¿Voy a poder hacer menos que cualquier ciudadano? -Bueno… pero… habrá que avisar al Presidente del Tribunal Supremo… -¡No avises a nadie! –ordené tomando un elegante abrigo negro y bajando las escaleras para ponerme en camino-. No hay que avisar a nadie, no hay necesidad de hacer planes, esto no es como una guerra que hay que prepararla. Únicamente quiero visitar el Tribunal Supremo, sólo eso. 67 Juicios. En sus cuatro muros, cuatro frisos: Moisés, Salomón, Licurgo, Confucio, figuras musculosas que representaban el Poder del Gobierno o la Majestad de la Ley, serios personajes con togas romanas, figuras aladas que representaban la Autoridad, la Fama, la Historia o la Luz de la Sabiduría. En otro panel, el Derecho del Hombre, la Equidad, la Libertad y la Paz. La Justicia es la Guardiana de la Libertad, proclama otro de sus frontones, me indicó Higgins, que así se llamaba este atildado funcionario. Todo el edificio era una glorificación de la Justicia. No creo que ningún pueblo de la Tierra haya dedicado en ningún lugar un edificio tan bello a ella. ¡Qué hermoso tiene que ser el oficio de juez!, le dije un poco ensimismado sin poder dejar de mirar a la mujer que simbolizaba la Verdad y que tenía a la izquierda unos hombres rodeados de serpientes que personificaban el Mal, junto a los cuales un tercero con una bolsa en la mano, simbolizaba al hombre corrupto, éste miraba en dirección opuesta a la Verdad que se hallaba en el centro del conjunto. El Jefe del Servicio de Recepción al escuchar ¡qué hermoso tiene que ser el oficio de juez! , debió pensar que yo era un poco tonto. Qué edificación tan bonita, qué hermoso tiene que ser el oficio de juez. Seguro que esperaba más brillantez de unos comentarios presidenciales. Pero lo cierto es que yo estaba como hipnotizado por la genialidad del Friso Oeste. No podía dejar de mirarlo. Mi vista, siguiendo el camino del conjunto escultórico hacia la izquierda, descubrió que el ciudadano corrupto de la bolsa en la mano llevaba finalmente hasta un hombre con armadura y una espada de gran tamaño. Extrañado de ver a un guerrero entre tanta figura togada, pregunté: -¿Qué representa el hombre armado que cierra el conjunto? -El Poder Despótico. No pude evitar tener un pensamiento de triste compasión hacia aquellos que ejercían el oficio de juez sin vocación, sin gusto, sin virtud, como un mero trabajo fatigoso. Cuánto bien hace el buen juez. Cuántos casos había conocido de prostitución de la Justicia. Ni un solo juez debería quedar sin juicio, sin su propio juicio. Sí, tiene que haber un Dios Todopoderoso ante el que tengan que dar cuenta los jueces de cada uno de sus juicios. Era curioso. En esa Sala de Juicios del Tribunal Supremo, tuve la seguridad de que tenía que existir Dios. Allí, en ese salón silencioso, desierto, redescubrí la vieja idea de la infancia acerca de la Divinidad. El Todopoderoso tenía que habitar en ese edificio como en su templo. Entre esos muros se debía contener uno de los más preciados tesoros de cualquier nación, un tesoro divino: la Justicia. Sí, tenía que ser un don celestial porque nosotros somos salvajes, unos mamíferos agresivos, territoriales, instintivos. De nuevo me entraron unas incontenibles ganas de llorar. ¿Por qué habíamos hecho tan mal todo? No podía llorar, no por segunda vez, con tan poco tiempo de diferencia. Logré rehacerme. Tras unos momentos en silencio, seguí a mi acompañante que quería enseñarme la colección de bustos. Volvimos al Gran Vestíbulo, fue allí donde llegó asustado, a paso ligero, mi amigo el Presidente del Tribunal Supremo. Me saludó con el rostro demudado: -¡Señor Presidente! ¿Qué es lo que pasa? No se creía que estuviera allí para simplemente darme un paseo. Tenía que tener un propósito oculto para haber venido. A pesar de mis breves explicaciones, me miraba incrédulo. No sabía muy bien si acompañarme o si dejarme a solas para que hiciera yo lo que tuviera que hacer. Lo del paseo tenía 68 que ser una excusa. Finalmente tras un minuto de preguntas, al incrédulo Presidente del Tribunal Supremo le pareció que acompañarme era una forma de vigilarme y optó por decirme amablemente que si deseaba verle que sólo tenía que mandarle llamar. -Perfecto –respondí y volviéndome a Higgins-: Por favor, siga enseñándome la colección de bustos El encantado Higgins (que vivió aquella escena como una apoteosis de la importancia del Servicio de Recepción por encima de la presidencia de ese tribunal) me fue mostrando la interminable secuencia de bustos de mármol blanco, todos de aspecto muy romano, que representaban a los Presidentes del Tribunal Supremo desde sus comienzos. Siempre me ha sorprendido hasta qué punto desde el principio esta joven república se consideró heredera de los ideales de Roma. Miré la estatua que tenía delante, la de Salmon P. Chase, con los pliegues de su toga rodeándole magistralmente, y observé el busto que representaba la cara rubicunda de ojos azules de mi amigo Dwight, el actual Presidente del Tribunal Supremo. A pesar de los esfuerzos romanizantes del escultor, mi buen amigo no tenía la faz de uno de los Cornelios o de los Flavios, parecía más bien el rostro de jefe de una tribu vikinga. Le pegaba más esculpirlo con un hacha en la mano, que con un rollo. Mi comentario le hizo mucha gracia a mi buen dispuesto funcionario que seguía paladeando su momento de gloria. Ya no seguí mucho rato más. Me despedí. Mi amigo juez seguía rumiando cuál podía ser la verdadera intención de mi visita. Volví a la Casa Blanca. Aquella noche dormí mucho mejor que otros días. La visita me había hecho mucho bien. Debieron creer varios que yo por mi edad ya chocheaba, que menos mal que ya sólo quedaba un mes hasta las elecciones. Ya no me importaba lo que pensaran de mí. Afortunadamente ya quedan únicamente veintisiete días para que sea liberado de este yugo presidencial. Ése fue mi último pensamiento antes de dormirme. 69 70 VIRTUTE ET ARMIS 71 72 Una tranquila vejez Me pidieron que fuera yo el que escribiese el capítulo final de esta historia –el viento sopló con fuerza arrastrando hojas muertas y marrones, una racha de viento detrás de los cristales-. El presidente Fromheim en persona fue el que me solicitó que escribiera la historia final de mi presidencia y la primera etapa de mi sucesor. -¿Un libro de memorias? -Preferiría, Ethan, algo de apariencia más objetiva, algo más semejante a una historia a caballo entre las dos presidencias –sus ojos azules se me quedaron mirando, como diciéndome que tenía plena confianza en mí-. Será un éxito editorial apabullante, de eso me encargaré yo, me dijo. Cuando abandoné Camp David, tras la entrevista con Fromheim que llevaba casi un año de inquilino en la Casa Blanca, en la aeronave yo restregaba mis manos nervioso, feliz: estaba salvado. En los primeros seis meses de mandato temí por mi futuro. ¿Mi destino sería afrontar algún tipo de juicio que dejara todavía más clara ante la opinión pública la diferencia entre el envilecimiento de los cargos anteriores y el triunfo de la honradez presente? Sabía que no había practicado yo la corrupción en ninguna de sus formas: ya antes de ser presidente tenía todo el dinero que quería y mi única ambición había sido el Poder, no las riquezas. Si hubiera sufrido las tentaciones de la lujuria del dinero, desde mis tiempos como senador hubiera podido aceptar un puesto en algún consejo de administración de una gran multinacional. Pero mi única lujuria fue Washington. Me había sacrificado como un atleta que se priva de todo para obtener la medalla de oro, mi historial no tenía mácula. Mas con el nuevo escenario político, mi sacrificio, mi honrada carrera política, no suponía obstáculo alguno para que desde algún despacho se decidiera orquestar mi escarnio público. Es triste preguntarse a los sesenta y tantos años si uno acabará sus días en alguna prisión federal. Extrañamente, notaba que había en mí algo de resignación. Lo que me pudiera pasar no era una vendetta, no habría nada personal en ello, lo sabía. Se trataba sólo de resaltar más el contraste entre el viejo sistema partitocrático y el nuevo, más eficaz, fuerte y honrado. La resignación venía de aceptar que ésas eran las reglas del juego y que no tenía ningún sentido echarse en cara nada. La técnica de mis jugadas había sido impecable, simplemente es que ahora había habido un cambio de guardia. Un cambio de guardia que, aunque realizado a través de las urnas, había sido una revolución. Y toda 73 revolución tiene sus víctimas. A pesar de todo, alguien en algún despacho se inclinó por la clemencia. Por eso abandoné Camp David tan feliz. Se me perdonaba, a cambio de ejercer el papel de comparsa: tenía que escribir un libro, un gran éxito de ventas. Tendría la ayuda de los mejores asesores históricos y literarios. Entre la cárcel y morir como un millonario, después de examinar pros y contras, alguien había optado por la segunda opción. A veces en esos despachos de las alturas se toman varias de estas decisiones en una sola mañana, sin parpadear, sin piedad ni sentimentalismos, con toda frialdad. En un par de horas las decisiones tomadas cambian el destino final de varias personas. En mi caso, se inclinaron por mi retiro feliz, por una vejez tranquila y acaudalada disfrutando de mis nietos. Escribir un libro… Me dediqué a cumplir esa última tarea con un moderado entusiasmo, aunque valoro mucho más mis anotaciones personales en las que voy desgranando mis pensamientos más íntimos, escritos no para ser publicados, sino para ser guardados. Mi hijo los preservará hasta otra época que sea más feliz. Ahora es tiempo para esperar. Tardé cinco meses en escribir el libro, un tiempo record. Tampoco tanto si consideramos las muchas manos que me ayudaron. Se trataba de un volumen grueso, pero sólo tuve que dejar que grabaran las preguntas que me hacían. Ellos, los profesionales, le daban forma, estilo y unidad. Esos sí, cada tarde escribía mis reflexiones, mis conclusiones finales acerca de todo el sistema presidencial y el sistema de fuerzas políticas bipartidistas que giraba alrededor de él. Medio año temiendo por mi futuro, cinco meses escribiendo el libro, siete años para meditar, arrepentirme y alegrarme sobre lo que había escrito. El libro fue escrito para gustar al público, para gustar al que me lo había encargado, y (dado lo que significaba para mi seguridad) también me gustó a mí: todos salimos contentos. Tenía 664 páginas, porque había mucho que contar. Aunque nunca me atreví a decirlo, una vez acabado consideré aquel libro como el Epílogo de los Estados Unidos. Y el epílogo de nuestra aventura bien se merecía más de seiscientas páginas. S í, ya han pasado siete años desde que Fromheim Schwartz jurara su cargo como XCVIII Presidente de los Estados Unidos de América; o de lo que en esa época iba quedando de ellos. A sus cincuenta y tantos años, Fromheim era alto, apuesto, gallardo, desbordando nobleza en su porte y en su palabra. A su lado el resto de congresistas parecían unos pobres diablos. Pero lo más importante, de lo que se irían dando cuenta lentamente todos los moradores de Capitol Hill en los próximos meses, era de que él era el hombre político por excelencia. No era un político más, era El Político. Cuando faltaban pocos meses para que yo abandonara la Casa Blanca, la población de los Estados Unidos estaba furiosa porque durante mi mandato no se recuperaran los estados secesionistas. Pero en Washington toda la clase política se iba haciendo a la idea de que tal división era un mal ya de difícil solución. Fromheim llegó al poder proclamando con su voz grave y poderosa que él restauraría la ley y el orden. Y obtuvo la presidencia por muy pocos votos. Pero al día siguiente de jurar su cargo, ordenó al Estado Mayor del Ejército la invasión de California. Treinta y siete unidades aerotransportadas se dirigieron hacia el estado rebelde y cuarenta y dos 74 divisiones penetraron en dirección a Los Ángeles. El Ejército detuvo al Congreso californiano en pleno. Los congresistas quisieron hacer una escena, supongo que para la Historia, esperando a los soldados sentados en sus escaños y con varias cámaras de televisión grabando dentro del hemiciclo. Cada congresista rebelde fue agarrado por seis soldados y una hilera se formó por el interior del edificio hacia las aeronaves que les esperaban afuera. Gritos, forcejeos, pero todos fueron metidos por las buenas o por las malas en nuestras aeronaves federales que despegaron rumbo a una base militar de las afueras de Washington. La imagen emitida en directo de los congresistas saliendo esposados del Congreso por su propio pie, o en volandas, chillando y resistiéndose inútilmente con todas sus fuerzas, dejó claro que Washington iba en serio. Aquella escena provocó la indignación de los que ya eran nacionalistas, pero el entusiasmo del resto de la nación. Millones de americanos lloraron de alegría delante del televisor, agitaron sus banderas, se abrazaron y gritaron hurra con todas sus fuerzas. El recreo se había acabado. La Ley se restauraba con toda su fuerza, arrollando todo lo que se le pusiera delante. La Guardia Nacional se negó a ceder sus cinco cuarteles. El general Stewart nada más recibir la llamada telefónica comunicándole que se negaban a entregar sus acuartelamientos, dio orden de bombardearlos. Los rebeldes habían pensado que comenzaría una larga tanda de negociaciones. Nunca imaginaron que el general, nada más colgar el teléfono tras recibir la respuesta, presionara otra tecla para dar la orden de dar comienzo a los bombardeos. Como es lógico no quedó ni rastro de la Guardia Nacional. Centenares de tenientes y capitanes de infantería repartidos por todas partes en el soleado territorio de California, procedieron en un solo día a detener a diez mil personas bien fichadas por la paciente y silenciosa labor del FBI. Se dirigieron como la flecha a la diana, sin dilaciones ni dubitaciones, directos al blanco. Únicamente en Pasadena y en Oakland las masas populares favorables a la independencia se organizaron para lanzarse a la calle en número considerable. Eran unos veinte mil manifestantes furiosos e incontenibles. No se puede contener a una masa de veinte mil ciudadanos rabiosos y además con un cierto número de ellos armados con pistolas. En el resto de California todo el mundo estaba en todas partes pendiente de la radio y la televisión. Todos desde sus hogares oyeron la firme voz de general Lereaux al declarar el estado de sitio en diez condados, con la prohibición de que nadie saliera de sus casas o del local donde se encontraran en ese momento. El general esperó a que los manifestantes atacaran primero, a que fueran ellos los que dispararan en primer lugar. Les puso en bandeja esa posibilidad. Un cuarto de hora después mandaba abrir fuego contra la masa de manifestantes. Los manifestantes se dispersaron de inmediato, pero el general ordenó que la caza continuara por las calles. Los buenos ciudadanos están en sus casas, en la calle únicamente hay rebeldes, futuros terroristas, explicó. Unos fueron detenidos, los armados abatidos. El Ejército patrulló por todas las calles, y nadie entre la población civil movió ni un dedo. Treinta tribunales militares al aire libre en el césped del Coliseum Stadium, juzgaron sumariamente uno por uno a largas hileras de ciudadanos. Aquel día se ahorcó a ciento veintiocho personas. Los cadáveres de todos los que se resistieron 75 con armas en la mano, fueron dejados allí donde fueron abatidos. Se tardó un par de días en recoger todos los cuerpos. No se dieron mucha prisa. En gasolineras, en centros comerciales, en los barrios financieros de las principales ciudades californianas, por todas partes había restos de traidores a la Patria, como les llamó el nuevo presidente. El amo había dejado claro quién mandaba allí. La secesión había acabado. Las imágenes de tantos cadáveres sobre las aceras, horrorizaron al país. Pero fue también una mezcla de asco y de fascinación por la sangre. En todo esto, hubo mucho de reacción psicológica. Ante la posibilidad de sentirte que estabas en el bando de los patriotas ganadores o en el de los perdedores, la inmensa mayoría de la población sintió que el triunfo de su presidente era su propio triunfo. Los medios de comunicación cerraron filas en torno al Presidente. En esto último hubo una mezcla de reacción psicológica y de decisión de los grandes magnates de la prensa. La situación por la que había pasado el País había sido tan crítica, que no era el momento de perderse en disensiones inútiles. Había que reconstruir la unidad nacional. Los juicios negativos se dejarían para más adelante. Ahora lo primero eran los Estados Unidos. radicadas en territorio nacional, con pruebas o sin ellas. La mano firme se estaba aplicando sin contemplaciones a todos los desórdenes de la vida nacional. Estados Unidos se convirtió en el país más peligroso para los delincuentes. El nuevo presidente actuó dentro de la Ley y por encima de la Ley. Habría pasado a la Historia como el presidente de mano de hierro que puso orden, habría visto su nombre escrito en los libros de texto, pero al cabo de dos legislaturas habría vuelto a casa. Sin embargo, aunque nadie lo sabía, muy pronto iba a suceder algo que supondría una concentración de Poder en sus manos todavía más notable. Cuando 20 de febrero de 2183 trataron de atentar contra su vida bombardeando el Capitolio, ese día se selló definitivamente su destino. Con un Edificio del Congreso destruido, sin congresistas ni senadores hasta las siguientes elecciones, el ejercicio de su poder no conoció límites. Aquí y allá surgieron políticos y columnistas planteando sus temores, sembrando sus dudas acerca de la constitucionalidad de muchas de las actuaciones del Presidente. El Presidente no presionó a ningún periodista. Amablemente les hizo saber a los principales propietarios de los medios de comunicación que por patriotismo debían contener a sus periodistas hasta que el orden se consolidara. Varios dueños de medios de comunicación y varios políticos, los más recalcitrantes, los que más se le opusieron, comprobaron hasta qué punto resultaba peligroso oponerse a quien tiene las Fuerzas del Orden de su parte. La Justicia les encontró drogas, cuentas bancarias ocultas, a algunos hasta les descrubrió cadáveres en sus casas. Era el momento de la unidad nacional. Y los disidentes eran unos malos americanos, y probablemente unos delincuentes. Fromheim, el hombre de la sonrisa moderada, erguido, señorial, un patricio de una dinastía de poderosos, impuso el orden sin que le temblara la mano. El estado de Utah, cayó dos días después. Oregón antes de que finalizara aquella semana. En Estados Unidos nadie dudaba ya de que sus cincuenta estados formaban un solo país indivisible. Pero el nuevo presidente no sólo estaba dispuesto a acabar con la secesión. En un mes ordenó la detención de todas las cúpulas de las mafias 76 A todo esto, el pueblo norteamericano estaba encantado de que por fin hubiera surgido una figura con la firme idea de poner orden. El Pueblo llevaba tiempo clamando mano dura. Y además, Fromheim cuando abría la boca subyugaba. Su prestancia no tenía parangón en ninguna figura nacional. Pero cuando además hablaba improvisando, entonces se convertía en un seductor nato. Sólo el Congreso podría haberle plantado cara de un modo institucional para preservar sus propias cuotas de poder y sus muchos oscuros intereses particulares. Lamentablemente, después del atentado, después del intento de magnicidio, no existía ni siquiera el edificio del Congreso y el Senado. Hasta unas nuevas elecciones, el Poder Ejecutivo tendría que llevar sobre sus hombros la pesada carga del Poder sin restricción alguna. Pero ese lamentable hecho quedaba compensado por la paz total de la que gozaba la Unión. Había paz y calma hasta en las columnas y editoriales de los diarios. No obstante, el estado de excepción se prolongó durante medio año, a fin de que ningún foco de rebelión tuviera la más leve tentación de resurgir. Aquel XCVII Presidente pasó a ser considerado como el salvador de los Estados Unidos, como la más patente encarnación de la Nación. Verdad es que también flotaba en el ambiente la incómoda idea de que había salvado la Unión a costa de la democracia. Pero él siempre repetía que también Abraham Lincoln tuvo que pasar temporalmente por encima de ciertas libertades. Si queremos salvar el imperio de la Ley, voy a tener que pasar por encima de la Ley durante un tiempo, repitió al principio en unos cuantos discursos. Después ya no hizo falta que insistiera en ese asunto, porque él era la Ley y el Orden. Y desde luego ya nadie dudaba de que orden sí que había. Estados Unidos se había convertido en el país con más orden del mundo. El decreto de Poderes Especiales del 23 de febrero de 2183 siguió en vigor mientras las vacantes del Congreso y el Senado de Estados Unidos siguieran sin ser ocupadas tras unas nuevas elecciones. A todo esto, el Partido del Orden, el partido sustentador de la regeneración política del país, siguió avanzando más entre la población e infiltrándose en todos los niveles de la burocracia federal. El resultado fue que cuando Fromheim nos dejó, después de una larga presidencia (sin ninguna elección intermedia) que a algunos se les hizo interminable, su vicepresidente asumió el cargo automáticamente. Y su vicepresidente no era otro que el hijo del difunto Fromheim Schwartz. Ése fue el comienzo de que la Presidencia de los Estados Unidos se convirtiera en una, digamos... propiedad dinástica. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que de aquellos polvos salieron estos lodos. Las elecciones al Congreso seguían sin ser convocadas, de hecho ni las ruinas del Capitolio destruido en aquel fatídico atentado del 20 de febrero de 2183 fueron reconstruidas. Pero no todo es negativo. Ahora puedo pasear por cualquier calle a cualquier hora sin temor a que nadie me atraque. Sé que la Ley se cumple estrictamente a todos los niveles de la burocracia. Los trenes salen a su hora. Y la gente empieza a pensar que en definitiva el gobierno de una Nación es una cuestión demasiado técnica como para dejarla en manos de las veleidades de una población que al fin y al cabo seguirá votando al candidato más guapo. Sí, quizá ya era el momento de sustituir a los Presidentes-actores, por Presidentes-gobernantes. Por otro lado, las elecciones en los ayuntamientos y en los estados 77 siguen como siempre. El pueblo americano sólo ha tenido que renunciar temporalmente al método para designar quién ha de ocupar la presidencia de los Estados Unidos, es decir, de forma provisional hemos renunciado al trámite de la consulta popular. Pero el resto de las instituciones siguen funcionando normalmente. Se trata de una renuncia temporal apoyada por la opinión popular, porque esta renuncia era el único medio para poner orden en la cueva de ladrones en que se había convertido el establishment washingtoniano. Los antiguos romanos legislaron hasta este tipo de excepciones. Nuestros idealistas Padres Fundadores no. Nuestros Padres Fundadores delinearon nuestra Constitución de acuerdo a unas teorías, a unas concepciones, acerca del hombre, de la sociedad. Pero la vida no entiende de teorías. La vida se abre camino siempre, por encima de leyes, constituciones y escrúpulos e ideales. Sé que muchos albergan escrúpulos, sé que muchos no se sienten bien con esta regeneración de la Nación, pero a todos ellos les recuerdo que el comienzo de la Constitución de los Estados Unidos afirma tajantemente que el Pueblo tiene derecho a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. Y la población ahora está resignada con esta figura del Presidente investido de poderes especiales. Está resignada con esta figura de un árbitro en Washington DC ajeno al partidismo. Si el Pueblo consiente esto, no vamos a imponerle el más estricto purismo democrático al Pueblo. No podemos imponer la democracia quiera o no quiera el Pueblo. Es extraño que yo, el XCVII Presidente de los Estados Unidos, el último en ser elegido según los métodos dispuestos por aquellos acaudalados colonos terratenientes y comerciantes de 1787, escriba el epílogo de esta historia. En teoría yo no sería la persona más adecuada. Estoy demasiado involucrado en los hechos, claro que precisamente por eso conozco bien la historia. Cuando estreché la mano de Fromheim Schwartz el día que juró su cargo como Presidente, sabía muy bien a quién le estaba tendiendo la mano. Quién mejor que yo sabía que aquella mano que se había levantado para jurar el cargo, lo hacía gracias a los oficios del FBI y de la CIA. Nadie como yo al bajar del estrado era consciente de que ya nada volvería a ser como antes. Desde el comienzo de la primera presidencia en 1789 había habido muchas intrigas, pero por fin habíamos dado un paso adelante, por fin se había consumado un salto cualitativo. Ésta era la primera vez que por fin se perfilaba una Guardia Pretoriana. Era evidente que a partir de entonces ningún presidente alcanzaría o mantendría la presidencia sin el placet de aquella Guardia. Ellos, la Guardia, creyeron que dominarían la situación porque todavía no se perfilaba en el horizonte lo que después sería el Presidente investido de poderes especiales. Ellos poseían los informes para provocar un proceso de impeachment, ellos eran los guardianes de su misma seguridad física. Quizá, según la Constitución, el Presidente no detentara el poder absoluto, pero su guardia pretoriana, sí. De ellos, de los guardias, no se habían ocupado nuestros Padres Fundadores. Ya nada podía volver a ser como antes. Después, cuando se erigió la figura del Presidente con poderes especiales la anterior amenaza quedó pequeña frente a la realidad cada día más clara de una acumulación de Poder como nunca se había visto en este país. Al final de la campaña electoral me había revuelto contra el candidato 78 Fromheim. Lo hice sólo durante once días, hasta comprender que todo estaba perdido. Después volví al redil de pragmatismo. Y por eso en el estrado del juramento yo estaba sonriente. Cuando le estreché la mano, diez segundos después de que yo dejara de ser Presidente me dije una vez más a mí mismo que ya no había nada que hacer. Es curioso. Cuando faltaba un minuto para que él jurara el cargo, fui consciente de que yo era la democracia, la democracia envejecida, corrupta y manipuladora. Y que un minuto después, tras el juramento, se ponía punto final a la democracia efectiva manteniendo todas las apariencias y símbolos de una república Pero le estreché la mano con sinceridad. Seguro que él jamás lo creyó. Mi cara acorde con mis palabras de felicitación no fue una ficción política. La Nación no podía continuar más así. El Pueblo Americano estaba agotado de sus políticos. La Unión se disgregaba. La mafia estaba rampante. Y todos éramos objetivos terroristas. Llegaba por fin el momento de poner orden. Le deseaba la mejor de las fortunas. Desde luego él disponía de un poder del que ningún otro presidente había dispuesto desde los tiempos de Lincoln. Tenía un cheque en blanco firmado por la Nación: haz lo que sea, pero pon orden; firmado: el Pueblo Americano. Durante varios meses, acaricié la posibilidad de retirarme al extranjero. Aunque no había país suficientemente lejano para los servicios secretos estadounidenses. Si me portaba mal, el castigo me alcanzaría allí donde estuviera. No, salir del país no me ofrecía ninguna seguridad. Tan sólo la paz de espíritu de desaparecer y no cruzarme con personas, en cuya mirada leía la palabra traidor. También barajé la posibilidad de retirarme a mi rancho de Idaho. Era otra forma de desaparecer. Era otra forma de mandar un mensaje al Poder: no os voy a dar problemas. Pero me resultaba difícil no vivir en una gran ciudad, prescindir de mi club, de las partidas de golf con mis conocidos, de visitar a mis hijos una vez cada cuatro o cinco semanas. Así que me quedé aquí, colaborando. Era un ex presidente controlado las 24 horas del día por mis escoltas. Escoltas que paga y contrata el Servicio de Protección de Altos Cargos. Así que estaba vigilado continuamente. Ellos eran los encargados de proteger mi vida y de quitármela, según fueran las órdenes. Pero no debía temer. Yo ya no constituía un peligro para ellos. Y menos cuando me vieron tan colaborador con el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Me podía haber opuesto al nuevo Presidente, ¿pero para qué? Decidí adaptarme a la situación con realismo: el nuevo Lincoln con su cheque en blanco en la mano, pasaría por encima de cualquier obstáculo. Prefería vivir. Prefería vivir y poder contar esta historia a mis nietos. Creo que hiciste lo correcto, me dijo mi hijo abogado hace dos años, un hijo ya con el pelo algo encanecido. Ahora escribo en el salón de mi casa de campo, mientras mi hijo desde su sillón lee y mira de vez en cuando los troncos ardiendo apacibles en la chimenea. Delante de nosotros juegan mis tres nietecitos con unos bloques rojos y azules erigiendo frágiles torres sobre una alfombra demasiado mullida. No tengo la menor duda de que mi inteligente hijo guardará a bien recaudo los papeles que ahora escribo. Algún día pueden constituir una gran reliquia. Incluso a pesar del hecho de haber sido escritos por un ex presidente que durante sus dos mandatos no fue un modelo de lucha por los ideales. El primer deber que nos impuso la Declaración de la Independencia fue el 79 de velar por la seguridad, integridad y vida de sus ciudadanos. Así que mi hijo debía tener razón. Salvaguardando mi vida no hacía otra cosa que cumplir con ese primer mandato de los Padres Fundadores. Sí, colaboré con el nuevo presidente. Aparecí en actos públicos a su lado, dándole mi apoyo. Conferí una cierta legitimidad con mi presencia. El nuevo hombre fuerte pronto se apercibió de mis buenas disposiciones. No sufrí ninguna represalia por la época de la campaña. Respecto a mi apoyo, lo hice de corazón, no fui un falso. Estados Unidos podía permitirse el lujo de una guerra contra California, pero no de una guerra civil de todos contra todos, en todo el territorio. Quizá aquella paz bajo un hombre fuerte no era lo mejor para la República, pero era desde luego lo mejor para los Estados Unidos. Los Padres Fundadores crearon la República para el bien y felicidad de los ciudadanos. No para inmolar las vidas de esos ciudadanos en el altar republicano. Estaba claro que los antiguos moldes no funcionaban, había llegado el momento de intentar algo nuevo. Algunos me acusaron de chaquetero, de oportunista, de echar por la borda la dignidad que me quedaba, si es que me quedaba algo. Otros, más amigos, me mostraron su sorpresa, en voz baja, por el hecho de que me prestara a aparecer en actos oficiales con Fromheim. Pero aquello no fue otra cosa que seguir fielmente la línea política que me marqué desde que el comienzo de mi carrera al servicio de la cosa pública: buscar los resultados, no los ideales. Apareciendo en aquellos actos oficiales no hacía otra cosa que seguir de corazón aquella política que venía llevando a cabo desde hacía varias décadas desde que me afinqué en el Distrito de Columbia. Por eso para mí no fue una actuación forzada. Poco a poco hasta me fui convenciendo de que él era el hombre que quizá estaba necesitando nuestro gran país. Tal vez lo que más me costó perdonarle fue lo del Edificio Gates de Manhattan, lo del aeropuerto de Wyoming, o el atentado contra el Capitolio. Esta última sí que merece ser escrita con letras bien grandes en la Historia de la Infamia. Pero a estas alturas dudo que esa Historia de la Infamia se escriba en alguna parte. Más bien tengo la sensación de que todo se va olvidando. Aun así, saber que él estaba detrás de todo eso, me hacía apretar los dientes en ocasiones. Esos atentados fueron sapos muy amargos y viscosos de tragar. Nunca se lo perdoné. Pero me tranquilicé pensando que quizá el Pueblo Americano jamás hubiera estado dispuesto a aceptar unas riendas fuertes si no se le clavaban las espuelas con decisión y hasta la sangre. Un pequeño sacrificio a sangre fría para salvar todo el cuerpo. En una situación de aceptable tranquilidad su mensaje de fortaleza, de mano dura, no hubiera logrado el número de votos suficientes para situarlo en la presidencia. Sólo en una situación inaceptable el pueblo puede asumir medidas inaceptables. Sé que todo esto no hubiera resultado ni posible, ni creíble hace setenta y cinco, o cincuenta años. Pero todo se reduce a ver hasta dónde aguanta una Nación. Las circunstancias van presionando a un Pueblo hasta que éste acepte lo inaceptable. Gobernar nunca ha resultado sencillo. Probablemente no resultaría fácil ni gobernar una república de ángeles. Y nosotros nunca fuimos ángeles. En realidad, las democracias, permitidme la confidencia, nunca han sido demasiado democráticas. Y como dijo Fromheim una vez, en privado, a una visita en la Casa 80 A Blanca: La democracia es un licor fino y agradable, el exceso de libertad emborracha. Por eso los gobernantes siempre han sido abstemios. Fromheim improvisó este comentario alzando levemente una copa de cristal tallado de Murano, lleno de zumo de naranja y pomelo. Dijo esto en la Galería Truman de la Casa Blanca, elegante con su esmoquin, viendo detrás de las ventanas acristaladas al grupo de embajadores con frac que en la recepción seguían charlando entre sí entre canapé y canapé en medio de las lejanas notas de un piano de cola y la voz relajada de una gran mujer de color que cantaba Summertime. Cuando escuché aquello convine con él en que nuestra sociedad ya estaba madura para el cambio. El principado sucedía, por fin, al consulado ciceroniano. Una gloriosa época de augustos sucedía a una anodina época de cónsules-funcionarios. En cierto modo desde el principio intuimos esto. Me refiero a que desde los tiempos de Jefferson y Hamilton, los políticos sabíamos que esto iba a pasar, que éramos solamente hombres. El pueblo sencillo nunca atisbó estas posibilidades, pero nosotros sí porque éramos políticos. Ahora una y otra vez le doy vueltas a aquella frase improvisada con una copa de zumo en la mano. Cada vez me parece una frase más redonda, más profunda y más realista. Sí, hoy día nuestra sociedad se ha vuelto abstemia, ya sólo la Constitución queda borracha. Borracha de libertad, nos deja en evidencia, nos avergüenza, habrá que purgarla. El alcoholismo de libertad es una enfermedad de pronóstico difícil, su curación siempre es larga y penosa; las secuelas, inevitables. gradable música ambiente, mesa cubierta de terciopelo rojo. A mis espaldas, dos jarrones chinos casi tan altos como yo. El jefe de este centro y un superior suyo flanqueándome, felices y serviciales. Firmo mi más reciente obra en una librería de Boston. La gente cuando llega ante mí, me sonríe, abro el libro, nuevo, impecable, y con la mayor de las cortesías le dedico la obra a la persona que tengo delante mientras escucho de ella agradables comentarios, preguntas breves o elogios bondadosos. Jubilado, sin nada que hacer, firmo libros una vez al mes. Me lo paso bien, disfruto de esta actividad que me saca de mi rutina y de sentirme encerrado en mi mansión. La editorial se encarga de todo. Me vienen a recoger a casa, y me llevan a Phoenix, a Minneapolis o a Cleveland. También puede ser a Corning o Ithaca, ya que para variar, a veces pido que sea una ciudad pequeña. Siempre el mismo programa. Llego a la ciudad, dejo las cosas en el hotel, me doy una vuelta a pie por el centro. Después una conferencia que nunca se alarga más allá de una hora y cuarto. Cena en un restaurante y a la cama, siempre a las diez y media. Por la mañana desayuno, me doy otro paseo (éste preferiblemente por un parque), y firmo libros hasta la hora de la comida. Tras la comida, siempre frugal, pero siempre en un restaurante de lujo, tomo un vuelo de regreso a casa. Cuando firmo libros ya no lo hago como un escritor jovenzuelo, excitado, encantado por la gloria y a la vez con la sensación de que eso es una pérdida de tiempo. A esos escritores jóvenes o de cuarenta años que firman libros por primera vez, se les nota que tienen una alta consideración de sí mismos, y se sienten un poco la necesidad de ser antipáticos. Yo no. Año 2197 81 Cuando estoy sentado para firmar libros, disfruto. Siempre pienso que estoy mejor allí que sentado en un banco de un parque echando migas a las palomas. Por eso sin prisas intercambio unas palabras con la madre que viene con sus hijos, respondo sin extenderme pero con profundidad al joven que me escucha con veneración, hago una letra bonita de formas redondeadas, pierdo tiempo en las dedicatorias. A mi edad, ya no existe el concepto de pérdida de tiempo. Las colas a veces son muy largas, pero yo voy a mi ritmo. A la hora de la comida, interrumpo mi actividad sin excusas ni explicaciones, aunque en la cola queden cien personas. Mis paseos, mis horas de la comida, siempre metódico. Conozco nuevas ciudades, ceno con gente nueva que trata de hacerme lo más agradable posible mi estancia en la ciudad. Una vida ideal para un jubilado que no tiene nada que hacer. detalles históricos minuciosos que desde su publicación no cabe duda de que será una obra imprescindible para cualquier historiador futuro. Pero las voluntarias oscuridades de mis capítulos no tienen la más mínima importancia para la fila de gente feliz que espera su turno con el libro en la mano. -¿A quién dedico este libro? -A mi tía, Helen Curley. Después, esta gordita y sonrosada ama de casa me estrecha la mano y me repite que se alegra tanto de haberme conocido. Todos se van con mi libro debajo del brazo. Todos felices. 664 páginas de detalles históricos de esos que ocurren entre bastidores, mezclados con sesudas reflexiones sobre filosofía política y el sistema norteamericano en particular. Han pasado dieciséis años desde que juró el cargo Fromheim. Los intelectuales, los politólogos, los profesores de Derecho Constitucional, llevaban más de setenta años advirtiendo que los Estados Unidos iban a pasar por las mismas fases que la república romana. Su advertencia era un lugar común. A nuestra generación, le ha tocado contemplar la transición de una forma de gobierno a otra. Al final, resulta inútil negarlo, hemos pasado por las mismas fases que la república que tanto imitamos. Las Trece Colonias primero fueron monarquía, después nos emancipamos, después construimos un sistema legal que protegiera nuestras libertades, finalmente sin cambiar las estructuras constitucionales ni sus nombres el Poder se concentró. Es cierto que seguimos sin Congreso ni Senado, pero eso fue una tozudez de Fromheim. Podría haber creado una Casa de Representantes títere, haber guardado las formas y mantenido el poder. Lo cierto es que incluso eso parece que va a cambiar. Se habla de restaurar este año primero una Siempre que voy a ir a una ciudad a firmar libros, la editorial envía a la librería varias cajas con ejemplares de mi obra, que se sigue vendiendo. Cada vez que firmo, eso supone unas ventas de no menos de quinientos ejemplares. No sólo es el título lo que buscan, la gente quiere estrecharme la mano. Y por eso se ponen en la fila con mi obra en la bajo el brazo. Sea dicho de paso, tiene una portada preciosa. Una cubierta blanca con un impresionante escudo presidencial. Me consta que los envidiosos dicen que sigo siendo invitado a firmar libros, porque la editorial sigue haciendo promoción de él por razones nada comerciales. Envidia pura y dura. Además, no me extraña que se venda, la cubierta es una obra de arte. Ciertamente, mi libro es sesgado en sus juicios. Deforma cuatro o cinco episodios, y guarda silencio sobre ciertos puntos esenciales. Aun así, el 95% es completamente veraz conteniendo tantos 82 cámara, provisionalmente por vía de designación presidencial. Y cinco años después, la segunda cámara. A veces estas medidas provisionales se alargan de forma indefinida. Si hay mucha presión popular, se verán forzados a crear una cámara mixta, con senadores electos y otros designados por el Poder Ejecutivo. También se habla de erigir de nuevo el Capitolio. Igual en sus formas, pero el doble de grande. Para así albergar en su base, entre colosales pilares, el prado con las bellísimas ruinas que hay ahora. Personalmente soy favorable a dejar las ruinas como están. El mármol blanco de muros, escalinatas y columnas caídas queda sublime sobre la alfombra de césped verde cortito y cuidado que hay en la actualidad. Dedico este libro a Leo Davenport con todo cariño. El que fue Presidente de los Estados Unidos. Ethan Ellsworth. letra, era modesta, regular y de líneas muy rectas. Ninguna rúbrica narcisista, mi letra siempre había sido como mi vida, sin estridencias, llena de moderación. -Jean Paul Houellebecq. Se lo deletreo. Mi libro no es ningún alarde de sinceridad. Es ante todo fruto del trabajo de un equipo de interrogadores a sueldo de la editorial que me extrajeron las más interesantes historias diplomáticas, políticas y burocráticas de los años de mi mandato. Ellos supieron sacar de mí una magnífica conjunción de grandes temas y pequeñas anécdotas. Todos los grandes asuntos de estado se hallan en esas páginas, pero lo que más me gusta a mí eran mis reflexiones. Y es que a mis 79 años si de algo podía presumir era de haber logrado una síntesis acerca de lo que era mi país y de lo que había sido, guardándome para mis adentros mi opinión de lo que iba a ser. Miro mi reloj y le digo amablemente a la persona que tengo delante: -Usted será hoy la última persona de est mañana. -Espero que lo disfrute –agrego. Le doy una palmadita en la mano y la siguiente persona se apresura a ocupar su puesto. La música de fondo toca un villancico, que abre con unos maravillosos violines y continua con la voz grave de un gran tenor que habla de la cena de Navidad, del pavo, de la familia reunida alrededor de la mesa y de unos valores que forman parte de la mitología del nacimiento de este país. -¡Emma Appleby! -¿Un familiar? -No… -risita maliciosa-. Es para mí. Después de firmar tantos documentos, tantos proyectos de ley, tantos nombramientos, ahora me aplico (con mucho mayor disfrute, eso sí) a firmar cientos de primeras páginas de libros con mi firma, modesta y nada sofisticada. Una firma que, como mi Tengo que ir a comer con la alcaldesa de Boston. Tras mi última firma, pongo la capucha a mi pluma y me levanto, mientras los dos señores de la librería que tengo a mi lado presentan excusas de mi parte a los siguientes de la fila. La amable directora del centro comercial en el ascensor me dice complacida que he dedicado setenta y tres libros. En unos he escrito tres líneas, en otros sólo he estampado mi firma a toda velocidad. La vida no es equitativa ni en una fila para recibir dedicatorias. Para evitar la masa de curiosos que se habían agolpado a la entrada de la librería, me conducen por un pasillo interno hacia una salida de servicio, 83 -Nuestra Nación nació como una agrupación de tierras de agricultores y comerciantes. Era precisamente la voluntad de no crear un gran poder de este mundo lo que estaba en la mente de nuestros Padres Fundadores. Aquellos colonos que atravesaron el mar Océano, eran la minoría, los escarnecidos, los heréticos rechazados. Vinieron a estos prados, a estas riberas, a estos bosques... a vivir; a vivir en paz. Deseaban practicar su fe en paz, fundar pequeñas comunidades donde poder trabajar y orar sin persecución. Pequeños núcleos de creyentes lejos de los grandes centros del poder, en una esquina del mundo, en un rincón de la creación del Todopoderoso. Allá, atrás, quedaban las grandes potencias, las monarquías seculares, el poder consolidado en dinastías rectoras de estados cada vez más centralizados. Ellos, los colonos, dejaban atrás la hoguera de las pasiones desatadas, las pasiones de los nobles y los aristócratas lanzados a la conquista del poder. Para los que vinieron aquí la conquista de los tronos por parte de lo que consideraban la auténtica reforma de la Iglesia, quedaba como un sueño abandonado ya definitivamente detrás de un océano. Los que vinieron aquí renunciaron a la conquista del poder con la idea de regenerar evangélicamente el poder. Desde el Viejo Mundo pensaron que aquí, en esta tierra inacabable, serían olvidados de todos. Abandonaban el tablero de ajedrez. Desistían de aquella lucha, abandonaban el tablero del Viejo Mundo con sus viejas intrigas y estructuras. Se contentaban con pastos y libertad. Se contentaban con crear un minúscula porción de lo que, según ellos, debía haber sido la auténtica Cristiandad que nunca fue, salvo muy al principio. Una recreación de la comunidad primitiva cristiana junto a aquellos inmensos bosques, que ellos conocieron. Vivieron en medio de masas forestales, donde me esperaba mi vehículo rodeado de guardaespaldas. Un par de vehículos policiales habían engrosado el dispositivo de seguridad. En esa calle estrecha, desierta y sombría, estrecho las manos de los responsables del acto de firmas, antes de meterme en mi automóvil. Antes de estrechar esas manos, alguien me pone un grueso abrigo negro. Allí voy a estar sólo medio minuto, pero hace mucho frío. Tras las últimas formalidades, me siento satisfecho en el asiento de atrás de mi limusina negra. El restaurante está cerca, en el sector financiero, pero a pesar del breve trayecto me quede traspuesto durante los diez minutos del trayecto a través del puente que atravesaba el río Charles. Recuerdo que cuando me desperté, ya sólo faltaban unos segundos para llegar al vestíbulo del restaurante. Bajo las columnas de mármol, ya me esperaban tres personas de Protocolo para darme la bienvenida. Una preciosa alfombra bajo el pórtico, de nuevo apretones de manos, sonrisas y un nuevo despliegue de guardaespaldas alrededor. La bromista alcaldesa, aunque agradable, fue superada por la ensalada tibia de vieiras y boletus con espuma de erizo de mar que me tomé en aquella comida. El tournedó de solomillo de segundo apenas lo picoteé, mientras cierto prohombre de la ciudad trataba de iniciar una seria conversación sobre la situación mundial. No comí mucho porque a ciertas edades te interesa más la guarnición y sólo pruebas un poco de cada plato A las cinco de la tarde comencé mi conferencia ante quinientas personas selectas en el más exclusivo club de la sociedad bostoniana. Principié con las siguientes palabras: 84 oscuras, salvajes, inexploradas y… fueron bendecidos. Qué lejos estaban de imaginar estos puritanos, esos cuáqueros, aquellos amish, los menonitas y los baptistas que sus pequeños poblados de casitas de madera estaban excavando los cimientos del imperio más persistente de la historia contemporánea. Los genes de aquellos creyentes, de aquellos desheredados, serían los genes de los hijos que heredarían un involuntario poder mundial. Un inopinado imperio militar, político, económico y cultural con base en los cincuenta estados, pero cuya influencia se extendería a todos los rincones, gobiernos e islas del planeta. Un país sin ambiciones territoriales, un poderío mantenido con el único y exclusivo fin de seguir preservando la independencia, florecimiento y seguridad de los descendientes de los primitivos colonos. Al final podremos decir que todo lo que hicimos en los siglos siguientes, lo hicimos por salvaguardar nuestra emancipación de 1776. Nuestras vastas bases militares extendidas por los cinco continentes, sus portaviones nucleares navegando regularmente por los cinco océanos, sus legiones militares de marines acantonadas en todas las latitudes, sus sedes consulares, sus servicios de espionaje, ¡todo!, fue con el exclusivo objetivo de seguir manteniendo la independencia de aquellas tierras aisladas de todo el mundo por sendos océanos en sus costados, limitadas por los hielos glaciales y por los tórridos desiertos mexicanos. Cualquiera que no venga del País de los Sueños sabe que mantener la libertad de la primera potencia del mundo no se logra más que a través de la fortaleza. Aquellas tierras labradas de la Costa Este del Norteamérica y pobladas por gente venidas de Winchester, Lancaster o Birmingham nunca pretendieron tener embajadas en la lejana China, ni estaciones de radar en islas del Pacífico, ni satélites sobrevolando Novorsibirk. Fue un imperio inopinado, como ya he dicho. Primero fueron unas puritanas ciudades prósperas, después un extenso país de agricultores de clase media. Después una nación de minas, de industrias con altas chimeneas humeantes, de una burguesía que se multiplicaba y comerciaba y se hacía cada vez más refinada. Después de la Primera Guerra Mundial, todas las naciones europeas mientras lamían sus propias heridas, mientras ellos reconstruían ruinas, descubrieron de pronto lo fuertes que éramos. Después de la Segunda Guerra Mundial, tiempo en el que las naciones europeas habían retrocedido decenios, sus políticos comprendieron que nosotros no sólo estábamos en el tablero de ajedrez, sino que además éramos ya la reina blanca. Aun así, la gran pieza americana del tablero hubiera deseado enrocarse, mantener un perfecto aislacionismo. Pero la URSS avanzaba amenazadoramente por todas las casillas. Cada vez más peones eran rojos. Fue entonces cuando los políticos washingtonianos comprendieron que ante el hecho de una revolución expansiva, si querían mantener sus libertades no había otro remedio que colocar fichas en el tablero allende las fronteras. No se equivocaban. El país aislacionista se vio abocado a jugar a escala mundial en una guerra no declarada. En las dos Grandes Guerras, Estados Unidos había concedido a costa de la vida de sus hombres dos veces la libertad al Viejo Mundo. El mismo viejo y orgulloso mundo del que huyeron o se marcharon sus padres, siglos atrás. Entonces, en la Guerra Fría, comenzaba un pulso a nivel mundial. Los territorios perdidos se daban por 85 perdidos, pero había que evitar a toda costa que la arrolladora superioridad del Imperio Soviético arrasase las pequeñas democracias que surgían por todas partes. El Imperio Soviético bien pudo arrollar con sus divisiones todo el occidente europeo. Sólo la determinación de Washington lo evitó. Los europeos nunca les dieron las gracias. Claro que era un pulso en el que nuestro país, los Estados Unidos, se jugaba la independencia. Había que evitar nuevas anexiones. Había que evitar la posibilidad de que algún día el marco de operaciones fuera un Imperio Soviético que abarcara toda la humanidad con la única excepción de la Isla Norteamericana. Así nació nuestra Roma imprevista, nuestra Urbe impensada e inesperada. No había entrado en los planes de los Padres de nuestra República. Nadie nos creyó. Cuando los nativos del resto del mundo nos gritaban en sus manifestaciones go home, no entendían que nada deseábamos más ardientemente que eso. De pronto, sin que nadie lo esperase, como un terremoto, el Imperio Soviético se derrumbó. De aquel sistema policial, monolítico, con fundamentos férreos, en tres años no quedó nada, ni las ruinas, ni la bandera. Después mi conferencia hacía un largo análisis del siglo XXI, comenzando por las dos guerras del Golfo, la Guerra Iraní y el auge de China, India y otras economías emergentes. Hacia la mitad de la conferencia dije: -Culturalmente nosotros hemos sido lo que la antigua Roma para el resto del Mediterráneo. Nuestras series de televisión se ven tanto en el centro de África como en la última isla de la Polinesia. La Coca-Cola la beben hasta los esquimales. Un europeo de comienzos del siglo XXI no conoce mucho de Virgilio, pero sí que conoce a Bugs Bunny. Las Guerras Médicas entre Persia y Atenas ni saben que existieron, pero no así La Guerra de las Galaxias. Si en el siglo XIX ningún lugar del mundo era tan parecido a Europa como Estados Unidos, en la segunda mitad del siglo XX ningún lugar del mundo es tan parecido a Estados Unidos como Europa. Hoy día quizá podríamos decir que fuera de Estados Unidos el lugar más parecido a nuestro país en el mundo, es el mundo mismo. El entero planeta se había ido transformando lentamente en una vasta colonia dirigida por los descendientes de los colonos fundadores de una República en lo que fue un extremo del mapamundi y que ahora parecía más bien su centro. Nuestros lejanos intereses comerciales, nuestras alianzas, todo recordaba una y otra vez a la expansión de la influencia romana del siglo I antes y después de Cristo. Sólo había que echar una ojeada a la fachada del Capitolio, a la Casa Blanca, a los edificios de Washington y a otros muchos edificios, para darse cuenta de que nosotros éramos los nuevos romanos. Nuestra orgullosa república, y no por coincidencia, ostentaba un águila en su escudo. Un escudo con lema latino; tampoco esto era una coincidencia. Mi conferencia acababa en el primer año de mi presidencia. Nunca he caído en la inmodestia de seguir más adelante. Por modestia y por seguridad era siempre preferible hablar de cosas inofensivas. Aun así, en el turno de preguntas siempre había quien creía que me daba una gran sorpresa por sacar el tema del que no había querido hablar. Bendita inocencia. Como es lógico mi pericia para escabullirme como una anguila estaba abalada por una práctica de decenios. ¿No pensaba el que planteaba la cuestión, que si yo hubiera 86 querido las preguntas habría que habérselas presentado por escrito al organizador? Sí, despachaba el asunto sin implicarme demasiado, pero no sin antes decir unas palabras acerca de la necesidad de aceptar el hecho de que toda república acaba evolucionando hacia el principado. Fue esa noche, en la suite de mi hotel, cuando sentí un dolor torácico repentino e intenso. Sentía como una presión sobre mi pecho, y sobre mi hombro y brazo izquierdo. Aunque el área del infarto era reducida, los médicos me quisieron evitar riesgos en los años futuros y me pusieron un corazón artificial. Todo salió muy bien, mi recuperación en los meses siguientes perfecta. Pero familiares y amigos comentaban que yo había dado un bajón. Era cierto, ya no tenía el dinamismo de antes, me costaba abandonar mi sillón, estaba más delgado, andaba más lento. No era el corazón, era el estado general de mi cuerpo. Los análisis eran buenos, pero noté que yo ya no era exactamente el mismo. Desde el infarto, dejé de dar conferencias. Estar en el sillón era lo que más me gustaba, quedarme ahí, caliente en mi salón. 87 88 Mont Plaisance Año 2202 22 años después de las elecciones que llevaron a Fromheim a la presidencia míos defender grandes intereses nacionales con menos entusiasmo. Una sonrisa aparece en mi rostro. La hora de mi desayuno pasa con la placidez de ir leyendo las noticias y las columnas de opinión a la velocidad de alguien cuya vista ya no es lo que era. Quizá es mi mente y no mis ojos los que provocan esta lentitud. En cuanto me levanto de la mesa, Sofía y Lucía, las dos gruesas mujeres del servicio, limpian el salón de estar con un esmero que no es usual. Noto ese esmero, más que nada, por la esposa de mi hijo que este día supervisa hasta el más mínimo detalle. Cosa no muy frecuente en ella. Subo a mi dormitorio, y me pongo un pantalón recién planchado y una camisa con gemelos. Esta operación, que en otra época hubiera realizado en un par de minutos, ahora supone emplear toda mi atención y dedicar a ello casi un cuarto de hora. Primero no encuentro los gemelos, después se me resisten. He tenido que sentarme en la cama para poner una pierna en el pantalón, después la otra. Pero al final quedo hecho un figurín. Encima de todo, una bata de seda que conjunta con ambas prendas. Un pañuelo estampado asoma coquetamente por el bolsillo superior de la bata. Me encanta la imagen que me devuelve el espejo. De nuevo me dirijo a la sala de estar, a leer mi libro sobre el reino de los insectos: tapas duras, gran formato, artísticas ilustraciones, apasionantes curiosidades, pretérito regalo de Navidad. Dada mi lentitud, tardaré Una mañana de domingo. Desayuno con la calma de tener una hora por delante para, leyendo el periódico, acabar el croissant que aguarda en el plato y la taza de café negro y humeante que está junto a la jarra de leche fresca, blanca y quizá hasta feliz. Vestido con este gran albornoz, veo cómo la luz de esta mañana penetra sin prisas a través de las hayas y olmos de la espesura que tengo enfrente. A mis ochenta y cuatro años, ésta es una de esas visiones de beatitud hogareña que tanto me han agradado toda mi vida. Pronto mi hijo se sentará frente a mí con un plato de cerezas, su parco desayuno. Casi la mitad del año la paso en esta casa de mi propiedad situada en un valle de los Pirineos en la frontera de España con Francia. Una residencia grande, confortable, con unas vistas excepcionales, un lugar excelente para mi retiro. Mientras desayuno, uno de mis nietos aparece. Ya se ha levantado, me da un beso sin entusiasmo, adormilado, y se sienta a jugar con un videojuego en el sofá de al lado. A sus dieciséis años está enfrascado en cuerpo y alma en ese combate con monstruitos verde esmeralda que descienden por la pantalla con el implacable deseo de comerse a su héroe electrónico. Mi nieto defiende a este héroe superficial con ahínco. Cuando yo era presidente vi a asesores 89 -Viejo William, viejo William – le repeto. El senador Ford comienza a decir lo típico: cuánto tiempo ha pasado, cuanto me alegro, cuántas cosas han pasado… todo ello pronunciado con pausa, sin ningún apremio, pero con claridad y sin fatiga. Nuestro encuentro y tertulia dura hora y media. Su mente funciona todavía a la perfección. Los últimos treinta y cinco minutos nos dejan solos. Han querido respetar el encuentro entre el último senador vivo y yo, reliquia de la presidencia de los Estados Unidos. En esa sala con dos hombres sentados hablando, lo importante no somos nosotros, sino todo lo que hay detrás de nosotros. Mi nieto más pequeño, aburrido, sólo ve a dos ancianos contándose cosas, se le escapa todo lo demás. El senador está de camino de regreso a Nueva York. Débil e inmóvil en su silla, no sale ya nunca de su rancho en Wisconsin. Cuando unos amigos comunes de mis hijos y del senador, se enteraron de que William visitaría la ciudad húngara de Kesckemet para asistir a la boda de una nieta suya, le pidieron que tuviera la gentileza de hacer algún tipo de escala para que nosotros dos pudiéramos vernos. Y aceptó con sumo gusto. Con gusto, porque entre otras cosas sabía muy bien que, dada su edad, o veía ahora al presidente jubilado, o ya no lo vería nunca. Ambos habíamos deambulado muchas veces por la Casa de Representantes. Ambos somos como dinosaurios sustituidos ya por un nuevo tipo de especie zoológica, todavía más tecnocrática, más agresiva, con muchos menos escrúpulos. Alguien podría imaginarse que la conversación entre nosotros, dos vestigios del antiguo sistema estadounidense, versaría esencialmente medio año en acabarlo. Pero sentado en mi soleado sillón, no me importa. Mi hijo y su mujer bajan otra vez al salón un rato después. Ambos vestidos de manera informal, en chándal mi hijo, su mujer de forma sencilla, pero estudiada, gruesos tirantes, largas faldas hasta los tobillos. Sigo leyendo. Media hora después, la visita toca el timbre. Cuatro hombres, corpulentos y bien vestidos, escoltan al recién llegado. Un asistente personal empuja la silla desde donde un débil anciano de noventa y un años estrecha la mano de mi hijo y su esposa. Más bien, dada la senectud del decrépito hombre de la silla, era la mujer la que toma aquella mano pecosa. Más que pecas, son manchas propias de la edad. Mi nieto se fija mucho en la escena de ese viejecito que deja la boca abierta y le mira. Los dos nietos, que están por ahí, le son presentados. Tengo ante mí al senador William Ford, el último senador vivo de los Estados Unidos, el último miembro de la Casa de Representantes elegido en unas elecciones. Cuando arrastran su silla hasta donde estaba yo, nos damos la mano. Yo tampoco me levanto, así que los dos ancianos sentados nos saludamos. Según me dijeron después, lo que más impresionó a los que estaban allí, mirando el encuentro, fue el cruce de nuestras miradas, porque durante varios segundos no nos dijimos nada. Se trataba de una mirada de satisfacción, como si tuviéramos que contarnos miles de cosas. No nos veíamos desde hacía más de quince años. Esos noventa y tantos años llevados hasta mí en silla de ruedas, abren sus brazos, quiere darme un abrazo, un abrazo moderado y formal. Le faltan las fuerzas y más que un abrazo resulta el gesto cordial de agarrarme de los hombros. 90 de política. Sin embargo, no fue así. Hablamos de nuestra salud, de nuestros achaques, de en qué ocupábamos nuestro tiempo, de las limitaciones de la edad. Empujé su silla hasta el jardín para que viera las flores que cultivaba la mujer de mi hijo, miramos un par de álbumes de fotos. William con gusto se hubiera quedado a almorzar, pero su conexión con el vuelo de Nueva York desde Barcelona no se lo permitía. Tampoco considero que esa momia pudiera propiamente almorzar. Si comía, debía hacerlo como un pájaro. Pero aunque lo que tenía delante eran las ruinas de lo que había sido un vital y enérgico senador, su mirada apacible cargada de años me llegó a lo más profundo del alma. El que había levantado con lenta pesadez su brazo para saludar a mi tímido nieto, fue en otra época de su vida el político más sagaz, inteligente y sarcástico de aquella cámara de hace treinta años. Sobre todo, sí, fueron sus ojos lo que más me impresionaron. Esos ojos claros que se alegraban sinceramente de verme. Era como si con la mirada me dijera una y otra vez cuántas cosas hubiera tenido que comentarme, como si quisiera enfrascarse en una larga conversación acerca de cuánto había cambiado todo. Lo cierto es que allí sólo hablamos de cosas como las que he dicho. Sólo al final, en un momento en que se hizo un silencio, Ford comentó: -¡Qué tiempos conocimos! ¿Eh, Ethan? ¡Qué tiempos! Le miré con una profundidad casi infinita. No dije nada, pero asentí con la cabeza. No hubo grandes palabras antes de la despedida. Ni grandes palabras, ni grandes gestos. Sólo la seguridad silenciosa del conocido con el que se ha tenido bastante contacto treinta años antes, y al que no se volverá a ver. Aquella tarde, junto a la chimenea, mi hijo y su mujer comentaron felices la relevancia casi histórica (sin duda más afectiva que histórica) de la visita. Dando un breve paseo por el jardín trasero de la casa, miré mi residencia pirenaica con orgullo: había servido de discreto entorno para este último episodio crepuscular de la historia de ese gran país, lejano, que es el mío. Pero a esa altura del día, ya había pasado demasiado tiempo en el salón escuchando a mis hijos acerca de la visita. Pensé que ya era hora de ocuparme, de nuevo, de mis rutinas. Había que decidir si cenar el cafe créme de siempre con el emparedado de jamón, o comunicar a Lucía alguna variación que se me ocurriese para el menú. Si seguir con los planes para el aperitivo del día siguiente, o bajar al pueblo por la mañana a comprar un regalo para el cumpleaños de mi nieto George. 91 92 Historia de la Segunda Secesión de los Estados Unidos de América es una de las obras de la Decalogía sobre el Apocalipsis de J.A. Fortea. La Decalogía describe los acontecimientos de la generación que habrá de vivir las plagas bíblicas del fin del mundo. Historia de la Segunda Secesión es la novela que explica la concentración de Poder que hará posibles los hechos terribles que se describirán en las otras nueve obras. En ese sentido, esta obra es el pórtico de entrada para el resto de novelas. Cada una de las novelas de la Decalogía (o Saga del Apocalipsis) es independiente. Cada una explica una historia completa que no requiere de la lectura de las anteriores. Esas historias fueron construidas como novelas que tienen sentido por sí mismas y que pueden ser leídas en cualquier orden. Todas ellas fueron comenzadas a escribir en 1997 por el sacerdote J.A. Fortea cuando era párroco de un pequeño pueblo de mil habitantes justo en el límite entre las provincias de Cuenca y Madrid. Ninguna de las obras de la saga fue publicada hasta seis años después, cuando en el año 2004 fueron acabadas de escribir las diez novelas. Si bien el proceso de revisión y ampliación de éstas, se prolongaría durante los años siguientes. 93 94 95 José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro, España, en 1968, es sacerdote y teólogo especializado en demonología. Cursó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la Universidad de Navarra. Se licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Comillas. Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares (Madrid). En 1998 defendió su tesis de licenciatura El exorcismo en la época actual, dirigida por el secretario de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española. Actualmente vive en Roma, donde realiza su doctorado en Teología, dedicado a su tesis sobre el tema de los problemas teológico-eclesiológicos de la práctica del exorcismo. Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio, la posesión y el exorcismo. Su obra abarca otros campos de la Teología, así como la Historia y la literatura. Sus títulos han sido publicados en cinco lenguas y más de nueve países. www.fortea.ws 96 Memorias del último Gran Maestre Templario ──────────────────────────────────────────────── Año del Señor 2211 J.A Fortea 1 Editorial Dos latidos © Copyright José Antonio Fortea Cucurull Título: Memorias del último gran maestre templario Todos los derechos reservados [email protected] Editorial Dos Latidos Benasque, España Publicación en formato electrónico en 2012 Versión 8 de esta obra Primera edición impresa en México, mayo de 2008 ISBN: 978-970-820-048-6 Editorial El Arca American Book Store, S.A. de C.V. Calle 22 de Diciembre Nº 1 Col. Manuel Ávila Camacho, C.P. 53390 Naucalpan, Edo. de México www.fortea.ws 2 Memorias del último Gran Maestre Templario ────────────────────────────── Año del Señor 2211 3 4 Memorias del último Gran Maestre Templario ─────────────── año del Señor de 2211 5 6 Año 2211 Oficiales y soldados se retiraron del lugar dejando otra vez solitarios y silenciosos aquellos húmedos y fríos parajes cada vez más cubiertos por la nieve de un invierno que no había hecho más que comenzar. E l Gran Maestre se detuvo en mitad del valle. Dirigió su mirada al fondo, hacia la garganta que formaban aquellos montes completamente cubiertos de pinos. Las cuatro grandes torres se levantaban a buena marcha. La construcción de las fortificaciones defensivas seguía el plan previsto. Aquellas cuatro pesadas y enormes torres rectangulares de cúspides todavía irregulares aparecían salpicadas de blanco. Habían llegado las primeras nevadas. Las torres tenían la altura de un edificio de veinte plantas. Se levantaban inconmovibles dotadas de una inevitable sensación de poderío contra un cielo que se cubría una y otra vez con nubes grises y opacas. En medio de aquel aire frío y húmedo caían pacíficamente algunos tímidos copos de nieve. La ventisca agitó la capa negra que cubría las espaldas del anciano gran maestre. Mechones de cabellos plateados de su cabeza comenzaron a ondear según venían las ráfagas. El gran maestre y los cuatro soldados que lo acompañaban permanecían de pie, en silencio, con sus uniformes negro. En medio de aquel paisaje montañoso parecían marciales estatuas, pero la mente y los ojos del anciano no estaban ociosos. Calculaban alturas, estimaban la conveniencia de la situación de las fortificaciones, ponderaban el tiempo necesario para que todo el sistema defensivo estuviera acabado. Eran ojos expertos. Detrás del grupo, treinta soldados a caballo escoltaban a prudente distancia a sus oficiales. La nevisca arreciaba y agitaba sus capas. Algunos de ellos acababan de llegar de África y era la primera vez que experimentaban aquel frío pirenaico. -Regresemos –ordenó el gran maestre. Un cuarto de hora después, el grupo de oficiales y la escolta revisaban y recorrían las construcciones que habían observado a lo lejos. Los constructores detenían sus trabajos en cuanto pasaba frente a ellos el grupo de militares que acompañaba al gran maestre. El anciano iba a paso ligero, haciendo muy pocas observaciones. El mariscal Von Gottenborg que le seguía los pasos, era uno de los recién llegados de Somalia. Hacía menos de dos horas que acababa de llegar. Y todavía no sabía qué hacían todos esos templarios, casi todas las fuerzas de la Orden, concentradas, fortificándose, en uno de los más pequeños estados de Europa, el Principado de Andorra. ¿Por qué tal concentración de fuerzas de toda la Orden en aquel diminuto punto del mapa? ¿Por qué la erección de aquella formidable línea defensiva? Se imaginaba que después de la hora de la refección, tendrían una reunión para recibir instrucciones y explicaciones. Tanto él como los cuatro mil efectivos de infantería estaban acostumbrados a obedecer sin hacer preguntas. Pero esta vez las preguntas se agolpaban de un modo casi irrefrenable. Si le había sorprendido que se le hiciera venir con cuatro mil hombres, pronto quedó más extrañado al observar el número de efectivos desplazándose en lo profundo de aquellos valles. Allí debía haber por lo menos cincuenta mil hombres. ¿Qué estaba sucediendo? ¿A qué habían venido? En ese lugar no había ninguna guerra. No había nada que defender en una pequeña nación europea que nunca había agredido a nadie, ni había sido agredida, ni había recibido amenaza alguna. 7 Ya en el interior de las oscuras galerías del basamento de aquel complejo defensivo, el Gran Maestre marchó a su habitación. -Caballeros, volveremos a vernos a la hora de la refección. Ésa fue su despedida, breve, severa. Volviéndose enseguida en dirección al largo y penumbroso pasillo de paredes desnudas que conducía hacia su dormitorio. Su figura, de mediana estatura, ligeramente encorvada, frágil pero férrea se alejó por aquel tétrico corredor interno sin ventanas. Al entrar en su dormitorio con paso cansado, lento, buscó en aquella celda monástica el descanso de su sillón austero, de aire medieval, con dos grandes cojines de colores exuberantes y ricos en borlas. El Gran Maestre apoyó cansadamente su espalda en el respaldo de cuero, sujeto a la madera con clavos dorados de cabezas en relieve con forma de rostros. El anciano miró la luz blanca del mediodía invernal que penetraba por el arco de la ventana. Hacía días que la fatiga –quizá más el desánimo- había sentado sus reales en aquel cuerpo y aquel espíritu. Vestía una amplia sotana negra cuya gran capucha llevaba echada a causa del frío. Frío ambiente que hacía perfecto juego con la desnudez de su celda monástica. Era el Gran Maestre de la Orden y, sin embargo, sus posesiones se reducían a aquella mesa de madera basta y desnuda, y unos pocos libros en un nicho excavado en la pared. Sus ojos miraron hacia la cama, un colchón sobre el suelo con un gran edredón. De pronto se sintió como agobiado. No era la austeridad, ni la vejez, era lo que se venía encima. Buscó un respaldo donde apoyar su blanca cabellera, pero aquel sillón antiguo no lo tenía. Inclinó su largo cuello hacia delante y miró al suelo con ánimo derrotado. En seguida levantó el rostro hacia la luz de la ventana. Tras mirar el cielo gris desde su sillón, dirigió sus ojos claros hacia los escarpados valles que rodeaban los gruesos muros de la fortaleza, hacia el paisaje abrupto cubierto de pinos, donde la nieve se seguiría acumulando en los meses siguientes. El invierno sólo acababa de empezar. El gran reloj del pasillo tocó su carillón, la celda tornó a quedar en silencio. Aquel anciano, cansado, en medio del silencio, recordaba cómo él no había querido aceptar el nombramiento de Gran Maestre. Treinta años al frente de aquella orden militar eran muchos años. Dos veces había pedido en el pasado que se le liberase de esa carga. Dos veces por conductos reservados había enviado al Santo Padre la carta oficial pidiendo que se aceptase su dimisión. Treinta años era mucho tiempo. Pero la Santa Sede no era de la misma opinión. Todavía recordaba la impresión que le había causado la llamada telefónica del Nuncio de Su Santidad cuando era un sacerdote en Dublín, a esa edad que el común de los mortales considera la mitad de la vida. Al día siguiente, se le comunicó en nunciatura, que él había sido designado para ocupar el puesto de Gran Maestre de la orden templaria. Hasta entonces había sido un sacerdote castrense al que muchos de sus colegas consideraban un hombre oscuro que seguiría toda la vida en su puesto. Pero desde hacía años, los informes que se acumulaban en la Congregación de Obispos le señalaban como muy digno candidato al episcopado. Sus dotes de gobierno y su prudencia habían quedado de manifiesto pocas veces pero de modo inequívoco. En los últimos años, había desempeñado en la sombra encargos muy delicados al servicio de la Secretaría de Estado del Vaticano. ¿Por qué yo?, se preguntó repetidamente durante los días posteriores a que se le comunicara la intención de la Santa Sede. 8 -Reverendo –le había explicado el Nuncio sentado en su sillón, con las manos sobre la barriga tranquila y los dedos entre los botones forrados de negro de aquella sotana con borde púrpura-, siempre escogemos para ese cargo hombres ajenos a la Orden. Ya que sus integrantes son hombres embargados por nobles ideales, precisan de alguien que atempere, que imprima un sello de cordura, de contención. Si la orden se abandonara a sí misma, se autodestruiría emprendiendo empresas que sobrepasarían sus fuerzas y posibilidades. -Pero no sé nada sobre la Orden. Lo desconozco todo de ella. -Lo aprenderá. Tiene toda la vida por delante. Esto es como cuando a uno le envían como obispo a una diócesis. Un nuevo prelado tampoco sabe nada del rebaño que va a gobernar... al principio. -Mire... no quiero parecer que pongo reparos a la designación pontificia, pero nunca he sentido ninguna vocación por ese tipo de vida templaria. -¡Perfecto! Eso buscamos. No se trata de que le entusiasme o no ese modo de vida, se trata tan solo de que ejerza un trabajo, una función: gobernar con prudencia un barco. Eso es todo. Sólo eso. Además, todos los capitanes que ha tenido esa nave han sido hombres como usted. A todos se les comunicó la designación por sorpresa, ninguno pertenecía a la Orden. A unos les hizo más gracia el nombramiento, a otros menos. Pero todos dirigieron la congregación por el camino de la moderación, de la prudencia. Todos hicieron un buen trabajo y nuestras expectativas con usted no son menores. No esperamos menos de usted, Alain. Ah, y su poco entusiasmo por aceptar es otra característica que buscamos en los candidatos que elegimos. Jamás nombraríamos para este puesto a alguien que lo ambicionara. -¿Y los templarios aceptan que un extraño ocupe el más alto puesto de gobierno de su Orden? -Son religiosos muy observantes, cuya obediencia está fuera de duda. Además, la jerarquía de la Orden tiene su gran capítulo. El que una persona venida de fuera, ocupe el grado superior, les evita las luchas por el poder. Sus estatutos incluyen la particularidad de que el puesto más elevado de la pirámide jerárquica sea ocupado por alguien que hasta entonces no haya pertenecido a la Orden. Es una sabia medida que les pone a cubierto de la ambición. El servilismo, las intrigas, la adulación para alcanzar la cima, no tienen cabida, ya que la cúspide siempre es ocupada por alguien de fuera. Créame, los grupos cerrados prefieren que los gobierne alguien que no pertenezca al círculo endogámico, Un extraño no está atado a nadie. Usted llega sin tener que agradecer su ascenso a ningún miembro de dentro. La llegada de un nuevo Gran Maestre supone, en la práctica, una forma de hacer una auditoría moral y material a toda la congregación. Este estado de revisión completa cada veinte o treinta años, supone un enriquecimiento muy notable para esa institución. Quizá por eso va a tomar las riendas de una orden fuerte y con muy buena salud. El sacerdote movía ligeramente la cabeza, no estaba de acuerdo. Todas esas razones no acababan de convencerle. -Disculpe que insista, pero desconozco todo, absolutamente todo, sobre la Orden. No sé si soy la persona más apropiada. –No se preocupe, vuelvo a decirle que tendrá años por delante para aprenderlo todo. De hecho, usted será la persona que más sepa sobre ella. No deja de ser una paradoja que la misma persona que ahora afirma desconocerlo todo sobre esa congregación, dentro de unos 9 –¿Cómo resurgió esta Orden? –En el año 2108, todo el centro de África se hallaba sumido en la más espantosa anarquía. Varios países sufrían la ausencia de un verdadero gobierno central dentro de cada Estado. Fue en Níger donde nació el embrión de la Orden, en medio de una contienda civil a la que no se le veía fin. Los guerrilleros y los grupos paramilitares saqueaban con frecuencia las aldeas, sin respetar ni siquiera los lugares sagrados. Aunque los habitantes de poblaciones pequeñas fueron los que más sufrieron, también nuestras iglesias eran periódicamente desvalijadas. En medio de aquella situación desastrosa, ni siquiera las monjas de algún que otro convento se libraron de ser violadas. A esa situación de anarquía, lejos de verle un fin, cada vez se percibía como más endémica. Más o menos alrededor del año 2110, no lo recuerdo con exactitud, fue cuando tres obispos comenzaron a organizar una pequeña cuadrilla de voluntarios para defender las iglesias de sus diócesis. Al comienzo eran alrededor de cuarenta hombres armados con quince ametralladoras y poco más. Aquel grupo minúsculo, lleno de buena voluntad y escasamente armado, supuso una incipiente protección para esos templos que cada poco eran asolados. Protección que pronto se extendió a los bienes eclesiásticos en general. Dos años después ya estaban protegiendo algunos poblados de las razias de las guerrillas. Fueron cada vez más los poblados que, en medio de aquel colapso del Estado, solicitaron algún tipo de protección de aquellos hombres. Los obispos pronto se percataron de que aquel ejército, que ya contaba con unos dos centenares de miembros, iba a seguir creciendo mientras persistiera aquel vacío de poder. Así que, con muy buen sentido, fueron organizando ese grupo armado de acuerdo a una estructura que, como se reveló años será la persona del mundo que más sabrá sobre ella. El Nuncio hablaba con afabilidad, con una mezcla de auténtica cordialidad y total seguridad. Quizá era la experiencia de su oficio. Había tenido ya, en sus años de servicio, muchas conversaciones semejantes. Estaba acostumbrado a insistir, a no doblegarse una vez tomada una decisión de la que él era mero transmisor de sus superiores. Y más cuando el proceso de designación para un puesto como aquel distaba de ser breve o sencillo. –¿Y soy el más apropiado? –Quizá nadie sea el más apropiado. Pero en la Iglesia hay funciones... alguien tiene que llevarlas a cabo. El hecho de que usted se pregunte si es digno de tal función, corrobora nuestra impresión de que es la persona conveniente. Si por el contrario, hubiera manifestado en los años pasados algún tipo de ambición de trepar por las lianas de la jerarquía, eso mismo nos hubiera llevado a descartarlo. En cualquier caso, no se preocupe demasiado ni le dé excesivas vueltas. En las próximas dos semanas, se le pedirá que se desplace a Roma, donde será usted formado sobre la Orden por especialistas de la Congregación de Religiosos. Y después se le enviará de incógnito a recorrer los lugares que ellos determinen. Cuatro o cinco plazas fuertes de las que tienen repartidas por el mundo. Si al cabo de esas semanas, usted se mantuviera firme en no querer aceptar esta carga, sería relevado de ella. El nombramiento no se hará público hasta dentro de dos meses. El Nuncio le miró con picardía y preguntó paternalmente: –¿Se queda ahora más tranquilo? –Sí, sí… con dos meses por delante… y recibiendo toda esa instrucción de la que me habla… sí. –Me alegro. 10 paulatinamente, era más propia de una congregación religiosa que de un ejército. –¿Seguro que fue eso algo acertado? –Sin duda. Los obispos eran conscientes de que aquel grupo iba a seguir creciendo, pero no querían sustituir al Estado. No deseaban constituirse en un grupo de poder paralelo al poder central, que más tarde o más temprano se reharía. Cuando se forma un ejército para un fin transitorio, una vez que la necesidad ha finalizado, no es tan fácil deshacerlo. Los ejércitos que nacen en medio de la anarquía, no se desmovilizan con una simple carta que viene de arriba. Los obispos, sabían que estaban al borde de suplantar al poder establecido, pues ese ejército que había nacido de un grupo de cristianos movidos por los más nobles ideales, dedicado a defender iglesias y conventos, estaba creciendo extraordinariamente. Los obispos previeron los peligros futuros. Por más que creciera ese ejército debía procurarse que se mantuviera fiel a los ideales de sus inicios. Si hubieran tardado más, aquel poder se les hubiera ido de las manos y hubiera cobrado vida propia. La autonomía de aquel grupo armado hubiera supuesto un enfrentamiento con el poder central que con el tiempo, sin duda, sabían que se reorganizaría. Por ello establecieron una especie de regla austera que alejara de aquella milicia a quienes no ingresaran en ella movidos más que por los más nobles ideales. Aunque había entre ellos hombres casados entre sus integrantes, los nuevos oficiales debían ser hombres con voto de pobreza, castidad y obediencia que vivieran en casas comunes en las que el cultivo de la oración y la virtud fuera su primera preocupación. Ni que decir tiene que este tipo de condiciones tan estrictas implicaban necesariamente limitar el crecimiento de aquel ejército que todavía constaba sólo de un par de centenares de hombres. Pero aquellos obispos no buscaban el poder. Desde luego un ejército constituido como una orden religiosa dejaría las armas en cuanto se lo ordenaran sus legítimos pastores. Aquellos prelados sabían que debían cimentar su ejército sobre unas bases que no supusieran un obstáculo para el Estado que resurgiría. Como ve, eran mitrados sin ambición, pero los planes de Dios no siempre son los planes de los hombres. Y cuando se sacrifica el éxito a corto plazo a cambio de hacer las cosas de un modo más puro, cuando se limita el crecimiento de algo para servir mejor a Dios, a veces lo que se logra son unos resultados que desbordan todas las expectativas –el nuncio levantó la mirada hacia el techo en un gesto ambiguo. No quedaba muy claro si el gesto era de callada admiración ante sus inescrutables caminos, o de fingida insatisfacción ante un Dios que siempre estaba sorprendiendo; incluso a los nuncios y a las conferencias episcopales. El restablecimiento del Estado no llegaba y la Orden cada vez más se veía en la obligación de caridad de proteger un creciente número de poblados que, aunque pequeños, ya comenzaban a formar un número bastante notable. El instinto de la gente, la población sencilla, comenzó a ver en aquella orden de guerreros, a hombres justos, en los que se podía confiar. Aquellos hombres ni extorsionaban, ni violaban, ni eran crueles. Y, encima, los contratos de protección podían rescindirse cuando se creyera conveniente sin temor a represalias, como sí que sucedía con otros grupos. –Ah, ¿hacían contratos? El Nuncio se sonrió. Después añadió: –Las armas, los vehículos, todos los equipamientos cuestan dinero. Hay que mantenerlos, repararlos. Aunque aquellos soldados hicieran voto de pobreza y no 11 poseyeran nada como propio, el ejército sólo protegía a aquellos que pagaban un canon. Sino todos hubieran querido recibir ese servicio de protección. La Orden, desde su mismo inicio, se guió con un claro sentido práctico y realista. Los obispos son hombres prácticos. No son profetas visionarios, ni eremitas aislados en su gruta, nada de eso, son hombres de gestión. Eso ha sido así desde la Edad Media. Por supuesto que también ayudó a esta situación de saneamiento de aquellas pequeñas arcas el que apenas había combates. Los saqueadores, lógicamente, preferían dirigirse a zonas donde sus lugareños aún confiaban en sus propias fuerzas para su defensa. Aquel grupo de basilicarios tenían pocos recursos, pero los grupos armados que saqueaban tampoco disponían de grandes caudales. Como ve, la correlación de fuerzas... –¿Basilicarios? –le interrumpió– ¿Entonces no se llamaban templarios? –No. El nombre original con el que se les nombra en las primeras constituciones es el de basilicarios. Ya que el núcleo primitivo, nació para la defensa de la Basílica del Sagrado Corazón de Ngnu-Butum-wa. Allí, también residía el prior de la Orden. Once años después de la constitución de aquella congregación de derecho diocesano, la Orden contaba con ochocientos religiosos y trescientos auxiliares. Los auxiliares eran los casados que militaban bajo órdenes de los oficiales religiosos. La Orden fue extendiendo su poder a más y más zonas de Níger, Chad y Nigeria, cuyas fronteras se hallaban bastante desdibujadas, ya que el colapso de los poderes centrales fue absoluto en el centro del continente. Cuando veinte años después, los Estados fueron comenzando a formar ejércitos regulares propios, la Orden fue progresivamente replegándose a sus monasterios. La transición se hizo de un modo progresivo y pacífico; minuciosamente pactado entre los obispos y los presidentes de esos países. La visión noble y carente de codicia de los prelados evitó la guerra civil en esas tres naciones. Pero cuando los hombres llevaban ya una vida monacal en sus monasterios-cuarteles en los países originarios de la Orden, las pocas casas establecidas en otras zonas del Continente experimentaron un auge lento pero constante. Y no sólo eso, los monasterios basilicarios echaron buenas raíces también fuera del continente africano, en zonas selváticas donde las guerrillas centroamericanas y asiáticas habían asolado a sus pobres lugareños durante años. De manera que si la Orden en los tres países de origen era ya esencialmente monástica, fuera de allí seguía ejerciendo las funciones de protección que fueron la justificación de su origen. Fue entonces, cuando la Congregación de Religiosos en Roma se dio cuenta de que había que hacer algo con la nueva orden, que a la sazón contaba con unos tres mil miembros. Habían esperado tanto para tomar una decisión definitiva porque consideraban que la asociación inicial de voluntarios para proteger iglesias era un remedio excepcional pero transitorio. ¿A quién se le puede negar el derecho a defenderse? Pero las cosas habían ido muy lejos. En Roma las opiniones de los monseñores estaban divididas. Muchos albergaban serias dudas acerca de otorgar carta de naturaleza a esa orden, se consideraba que era una congregación de derecho diocesano establecida exclusivamente para una necesidad particular en una situación de verdadera emergencia. Las situaciones de emergencia requieren de remedios a veces excepcionales. Pero acabada la situación de emergencia, esa congregación de derecho diocesano debía disolverse. 12 En general, en Roma no eran favorables a la restauración de una orden de monjesguerreros, pero para cuando el problema llegó a la mesa del Santo Padre la cuestión se había vuelto ya sumamente delicada. La congregación era, por número de miembros, de unas dimensiones notables. Además, y eso no había que olvidarlo, ejercían una protección real. Numerosos obispos de lugares paupérrimos y alejadísimos hicieron ver a Roma que aquellos hombres eran su única protección. Incluso varios países habían dado múltiples muestras de reconocimiento a una institución de fines altruistas que siempre se había enfrentado a movimientos guerrilleros y sólo contra ellos. Por todas estas razones, en el año 2129, llegaron las primeras constituciones provisionales con aprobación de Roma. Fueron muchos, en todos los dicasterios romanos, los que expresaron grandes aprensiones hacia este nuevo género de monjes-guerreros. Pero todos comprendieron que la existencia de esta realidad se trataba de un hecho consumado, gustase o no. Roma podía influir sobre la Orden o dejar que ésta se escapase totalmente de sus manos. Entre una posición y la otra, se optó por la vía más política, la menos extremista: no extinguir aquella realidad, a condición de encorsetarla en rígidos moldes. Las medidas fueron draconianas. Los requisitos para ingresar en la congregación se volvieron todavía más exigentes. Los mecanismos de control por parte de la Curia, se institucionalizaron como cargos permanentes. Eso sí, para compensar, quince años después de aquella nueva regla, el papa Urbano XXXII les concedió la gracia de poder retomar el nombre de templarios. Todo el mundo, de hecho, les llamaba así desde hacía tiempo, aunque en los membretes el nombre oficial de la orden seguía siendo Congregación de los basilicarios, y en los sellos seguía apareciendo inalterado el nombre primitivo de aquel grupo: Congregación para la defensa de la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús. C uando salí de la nunciatura aquel 2 de abril de 2181 era evidente que no salí como entré. Me fui a mi casa a tratar de componer mis ideas. Estaba claro que mi futuro había cambiado completamente. Aquella tarde yo no albergaba la menor duda de que mi mandato sobre semejante institución sería catastrófico. (En otras congregaciones no se habla de mandato. Pero en la Orden del Temple, dado que es un ejército, se habla de mandato refiriéndose al tiempo en que un Gran Maestre está al frente de la Orden.) Sin embargo, he sido un buen Maestre. Me limitaré a reconocer que ejercí de forma adecuada mi gestión. (El nuncio siempre se refería a mi trabajo como una gestión.) Quizá no fue una administración brillante. Pero creo que Roma precisamente buscaba eso. Ante todo había que alejar del puesto que he desempeñado a visionarios, a hombres que se consideraran providenciales. La orden necesitaba serenidad ante todo. Mantener sus monasterios-fortaleza, conservar sus plazas, de acuerdo, muy bien, pero huir de toda tentación expansionista. El éxito de la Orden podía constituir su mayor fracaso. Después de un curso intensivo de dos semanas a cargo de la Pontificia Academia Diplomática y de la Congregación de Religiosos, y cuyo único alumno fui yo, me dirigí por primera vez a un monasterio templario. Faltaba un mes y medio para que mi nombramiento se hiciera público. Nadie por tanto sabía que yo era el elegido. Parece ser que era normal que cada Gran Maestre, antes de ser investido como tal, pasara un tiempo en la Orden sin que nadie supiese que él era el sucesor del difunto maestre. De esta manera podía tener un contacto directo con aquella 13 realidad desde la base, como un hospedado que no llama la atención en nada y que por tanto ve todas las cosas en su ser cotidiano. Pues una vez que se hiciera pública la designación, ya nunca resultaría posible tener ese contacto como un religioso más. Mi helicóptero militar avanzaba hacia un castillo situado en lo alto de un arrecife. Me encontraba en la costa continental de Mauritania, cerca de la isla de Tidra. El sol del atardecer se reflejaba en las gafas oscuras de los dos pilotos del aparato, que pronto aterrizaron en el gran patio interior de emplazamiento defensivo. Al salir miré a mi alrededor. Un amplísimo patio de armas, extenso, rodeado de un perímetro amurallado. Dentro de aquel recinto había varias aeronaves, así como grupos de técnicos trasladando maquinarias a distintos lugares, revisando motores, apilando un tipo de bidones amarillos con unos extraños vehículos concebidos para ese fin. Aprecié que el perímetro del lugar formaba un cuadrado perfecto con cuatro torres menores en cada ángulo. En el centro del patio, una torre de ocho plantas que constituía, al mismo tiempo, el edificio del monasterio y el cuartel. –¡Así que usted es el nuevo confesor! Ése fue el saludo vigoroso de un monjesoldado de voz recia y dos metros de altura, apenas salió de una de las puertas del edificiotorre hacia mí. –Bienvenido –añadió con energía. –Gracias. –Nuestro anterior capellán fue enviado a un nuevo destino. ¿Es la primera vez que está en una de nuestras casas? –Pues sí –respondí mirando a mi alrededor. Aquel hombretón cogió mi maleta grande y otra pequeña (no me dejó de ninguna manera que le ayudara) y me señaló el camino hacia mi celda. El robusto fraile iba vestido con un mono de trabajo negro muy viejo y con manchas de aceite de motores. Dado que era la hora de trabajo, a los monjes que vi, los vi vestidos con el mismo tipo de mono negro. –En el interior de esta torre están todas las celdas, almacenes, hangares, todo –me explicó el monje–. En lo más alto de ella está situado el complejo antibalístico –se acercó a una ventana y asomándose me señaló algo–. Eso que ves allí, ese pabellón que sale de esa parte, es la iglesia. –Ajá –me empecé a dar cuenta de que allí, en esa plaza, todos se trataban de tú. En otros castillos templarios con más miembros residiendo entre sus muros, el trato era más formal. El monje andaba incansable con el peso de mis dos maletas en sus manos. Y no perdía el resuello, porque hablaba sin parar y con energía. –Todas nuestras casas son iguales. Unas más grandes, otras más pequeñas. Pero vista una, has visto todas. Un gran perímetro cuadrado, una gran torre en el centro y la iglesia anexa. Si el cuartel crece, las dependencias se adosan al perímetro o la torre. Si la iglesia se queda pequeña, se le hacen ampliaciones. Nunca tirando muros, sino añadiendo. Por eso algunas iglesias de nuestros castillos son tan laberínticas. Pero el plano esencial es el mismo siempre, como ves muy geométrico. Para nosotros tiene un gran simbolismo, ya te lo explicará fray Guillermo, sin duda el más versado en esa materia. Dentro de la gran torre, vi a algunos monjes ocupados en otros menesteres que iban vestidos, no con el mono de trabajo, sino con su hábito: túnica negra y un cinturón de cuero oscuro. Pronto se me enseñó mi celda. Más vacía no podía estar. En cuanto dejó mis maletas en el suelo, me dijo que me llevaba ante la presencia del prior para presentarme. 14 –¿Y usted qué destino pastoral tenía antes? –me preguntó el monje de camino hacia el despacho del prior. –Era capellán castrense. Ya no quedamos muchos. –Ah, entonces se sentirá en un ambiente muy próximo al que tenía. En el trayecto advertí que no había un sólo cuadro por los pasillos. Todas las paredes eran de hormigón, la austeridad, el rigor del espíritu de la Orden era evidente. –¿Con cuántos religiosos cuenta este monasterio? –En esta casa hay cien monjes. También hay unas veinte personas que vienen a trabajar, pero son laicos y viven fuera. Son lo que llamamos los “auxiliares”. La mayoría tienen familia. –¿Cuál es la jerarquía en estos monasterios? –Sobre los monjes hay un prior. Uno en cada monasterio, es la máxima autoridad religiosa y militar. Le siguen dos subpriores. Después los rangos son como en cualquier ejército. El prior casi siempre es un presbítero. Los dos subpriores son diáconos. En esta casa hay también cuatro acólitos y ocho lectores. Cada monasterio debe contar con un presbítero, pero junto a él debe haber un confesor, al que también llamamos “vicario”. El confesor no tiene ningún rango ni pertenece a la jerarquía militar de la casa. Hay confesores que son incluso sacerdotes seculares o de otras órdenes religiosas. Resulta gracioso cuando lo contamos a los de fuera que el vicario de un monasterio templario sea un franciscano o un dominico. Algunos vienen a nuestras casas a tener un tiempo de retiro espiritual que oscila entre un año y dos por lo general. Otros, entre nosotros –y bajó la voz en tono de confidencia–, vienen como castigo por haber incurrido en algún pecado… externo. Ya sabe. –¿Algún escándalo? –Exacto. También son enviados a nuestras casas aquellos que tienen que superar algún vicio. Por ejemplo, si alguien ha caído en el pecado de la bebida y no puede superarlo, aquí encuentra un ambiente ideal para superar esa mala tendencia. Los que vienen de esa manera, vienen ya de antemano con los años determinados que pasarán entre nosotros: dos, cuatro, los que haya fijado su obispo. El capellán que viene aquí no encontrará ningún incentivo a la buena vida, únicamente incentivos a la austeridad y a la oración. También nos envían a los clérigos que han pecado contra el séptimo mandamiento. Si se han llevado algo de dinero, ser expulsados del estado clerical o pasar aquí una pena. En el fondo –y se sonrió–, estas casas aisladas cumplen la función de cárceles clericales para los pocos casos que se dan en el mundo. En este entorno apartado y ascético, a uno sólo le queda volverse hacia Dios. El monje me miró preguntándose si habría metido la pata. ¿Sería yo, el recién llegado, uno de esos curas castigados a esos retiros forzosos durante varios años por alguna falta contra la disciplina clerical? Por un momento pensó que yo podía ser un cura alcohólico, concubinario o indisciplinado con mi prelado. Sí, la sospecha estaba puesta ya en su mirada. Si hubiera sabido que dentro de mes y medio se haría pública mi designación, le hubiera dado un soponcio. –¿Y estará mucho tiempo entre nosotros? –me preguntó con aire de desconfianza. Se asentaba en su mente la idea de que era un cura problemático castigado. –Nunca sabemos los planes del Señor. Lo que Dios disponga. Aquella contestación todavía dejó más intrigado al religioso, que seguían andando delante de mí, guiándome hacia el despacho del prior. 15 –¿Pero no tiene ni una ligera idea, si poco o mucho? –Pues... yo creo… –jugué con la tardanza de mis palabras, disfrutando por un momento como un gato con un ratón sencillo y frailón. Aquel hombre campechano esperaba mis palabras, me hice el remolón. Finalmente, como dándole una zanahoria, acabé con esta contestación–: No sé, sólo el Señor lo sabe... pero y diría que me espera una larga, muy larga estancia entre los hermanos de su orden. Su curiosidad ya estaba satisfecha: o aquel cura era un sinvergüenza que ni siquiera se atrevía a revelar a cuánto tiempo de reclusión allí le habían condenado, o se trataba de alguien con posible vocación a la Orden que se estaba planteando abrazar ese estilo de vida. De momento, no podía indagar más, ya estábamos a punto de llegar al despacho del prior. Al doblar la esquina del pasillo tocó la puerta. El prior dio permiso para que entrásemos. Le dijo algo al religioso que me acompañaba y pronto nos quedamos solos. El despacho era espartano, un templario del siglo XII lo hubiera encontrado familiar, el mismo prior era tan anciano que parecía provenir de ese siglo. –Bienvenido, padre –me saludó. –Gracias –me senté. Nadie sabía el verdadero propósito de mi estancia allí. Eso incluía al prior. El cual me preguntó: –¿Es su primera estancia en un monasterio templario? –Pues sí. –Bien, aquí encontrará tiempo, tranquilidad y ambiente de oración. La poca gente que sabe de nuestra existencia debe tener la idea de que siempre estamos guerreando –se sonrió–. Eso es como pensar que las empresas privadas de seguridad se pasan todo el día a la carrera por las calles, persiguiendo cacos. Dijo eso con seriedad pero con mucha gracia. Reí entre dientes y dije: –No, no, lo sé. Soy consciente que las empresas de seguridad lo que más hacen es patrullar. –Ni nosotros, ni ningún ejército del mundo está todos los días luchando. Aquí conocerá la realidad de los templarios, no el mito. Ya verá que la realidad es muy distinta. La guerra es contra las pasiones, contra los enemigos del alma. Ésa es la verdadera batalla. La vida en nuestras casas es tranquila tanto como pueda ser la de un benedictino o un cisterciense. Sólo que ellos ordeñan vacas y cultivan campos, mientras que nuestro trabajo es mantener siempre a punto esta maquinaria de guerra por si hace falta. El monasterio es como una gran máquina de guerra, siempre dispuesta a entrar en acción. –¿Y aquí suelen entrar en acción? –En tiempos sí, ahora no –con un puntero cercano señaló un gran mapa que pendía de la pared–. ¿Ve toda esta zona? Estaba infestada por los pulaars-haal. –¿Qué es eso? –Son una escisión de un grupo de tipo neo-maoísta, muy ideologizado y muy sangriento, que tuvo muchos seguidores hace treinta años en esta parte de la costa africana. Pronto le serán familiares los nombres de todos estos grupos y clanes. Hace veinte años, nuestra tarea consistió en acotar un área e irla limpiando lentamente. Nuestras aeronaves partían cada día a patrullar. Y cada semana aerotransportábamos un regimiento entero de infantería a esta otra zona a cazar partidas de guerrilleros, estas otras montañas y esta región eran su zona de influencia –señaló otra parte del mapa–. Los guerrilleros sabían que no nos podían ganar. Una vez que se estableció este castillo su destino estaba decidido. Podían matar a más o menos templarios, pero la Orden 16 seguiría enviando nuevos contingentes. No había posibilidad de victoria para aquellas partidas de irregulares. Finalmente, optaron por alejarse a zonas del país donde no encontrarían un adversario tan terco. Desde hace más de catorce años nuestra misión aquí consiste en mantener nuestras posiciones, en vigilar, en recordar a esos grupos guerrilleros que ésta es nuestra zona. Así que la vida que llevan aquí los hermanos es muy tranquila. –No sabe lo que me alegro. Soy un hombre de paz, la guerra... –Todos aquí somos hombres de paz –le interrumpió el prior–. Pero alguien tiene que dedicarse a la guerra –dijo extendiendo las manos y después juntándolas. Como si en ese lento y resignado gesto expresara su conformidad con el orden de las cosas, por cruel que fuera. El prior se extendió explicándome que esta tierra donde se instalaron, era un valle de lágrimas y que, al menos, ahora se podía vivir. Al menos eso trató de explicarme. Tras escucharle, comenté: –No sé, de momento pienso que los laicos... los laicos son los que deberían ocuparse de eso. A lo mejor cambio de opinión. –Los laicos llevaban ocupándose de eso aquí, en esta región, más de treinta y ocho años. Pero hasta que no llegó un ejército insobornable, obstinado, inflexible y sacrificado, los pobres lugareños estuvieron a merced de los grupos irregulares de uno y otro bando. Cuando no eran los guerrilleros, eran los paramilitares. Y cuando no, las del Gobierno, que no eran precisamente unas Hermanitas de la Caridad. Fue el mismo Presidente de esta nación en persona quien pidió a nuestro superior que se encargara, al menos, de poner orden en un territorio del país y les delimitó esta región. Y con muchos menos hombres, nosotros logramos lo que ellos no pudieron. –¿Fue Lawal el que lo pidió? –No, fue el presidente Alhaji Maduabebe. Tanto el Ejército de este país, como los insurgentes, no querían nuestra presencia. Todos los altos mandos del Ejército eran unos corruptos. Los insurgentes eran unos bandidos. Entre ellos la única diferencia era que unos trabajaban para el Gobierno y los otros para sí mismos. Nosotros impusimos orden. Por fin, después de tantos años, estos parajes tuvieron un ejército que se hacía respetar y que era respetable. –Pero tuvieron que matar. –¡Por supuesto! Matamos. No me tembló la mano al hacerlo. Matamos a miles. Mi conciencia me remorderá por otras cosas, pero no por ésa. Durante años y años, los templarios limpiamos esta zona. Para limpiar hay que matar. Cuando entramos nosotros, cuando se implanta un castillo de este tipo, es porque las palabras ya no bastan. –Comprendo. –Veo por su mirada que no comparte mi visión de las cosas, pero créame, puede estar bien seguro de que a veces las palabras no bastan. –Estoy convencido de ello. El prior advirtió mi renuencia a sentirme entusiasmado por la misión que habían ejercido allí en el pasado. No quiso perder más tiempo, así que cambió de tema. –Bueno, pasemos a tratar de su trabajo aquí. Es usted el nuevo confesor. Cada día estará una hora en el confesionario. El horario está fijado en el tablón de entrada a la armería. Confesar a cien hombres, hombres muy religiosos, ya verá que da trabajo, pero no da trabajo para todo el día. Como es lógico si quiere vivir en esta casa, bajo nuestra hospitalidad, tendrá que trabajar en algo más. Todos los que residen aquí se ganan el pan. Así 17 que deberá ocupar cada día un mínimo de horas en labores del monasterio. ¿Tiene algún conocimiento especializado? ¿Electrónica, ingeniería informática...? –No, ninguno. –Siempre andamos más necesitados de trabajadores especializados, en lo que sea. Pero no pasa nada. La cocina, la limpieza de la casa, siempre dan trabajo. Reservamos a nuestros hombres más especializados para las tareas que no pueden hacer otros, y al resto y a los recién llegados los dedicamos a labores que no requieran más que manos y tiempo. Aquí todos trabajan ocho horas, el resto del tiempo es para usted. Puede hacer con él lo que quiera. Muchos clérigos vienen como penitencia durante un mes o algo más de tiempo. Aquí no hay televisión, no hay vanidades de ningún tipo, ni distracciones. Como no sea pasear por los alrededores. Eso sí, la costa es muy bonita. También podrá dar largos paseos en barca –el prior miró un reloj de sobremesa con dos grandes asas de bronce dorado. Tras comprobar la hora, dijo–: Quedan casi tres cuartos de hora hasta las vísperas. Usamos el breviario romano, no tenemos liturgia propia. Los oficios litúrgicos no son en latín, nosotros somos guerreros, no monjes ilustrados, no somos dominicos. Los juegos de azar están completamente prohibidos, así como el alcohol, de cualquier tipo. Si es abstemio mejor; si no, lo siento, pero aquí se hará. –¿A qué hora se levantan? –Eso depende de a cuál de los dos turnos pertenezca. En todas nuestras casas repartidas por el mundo hay dos turnos fijos. De manera que a cualquier hora del día o de la noche, la mitad de los hombres están dispuestos a actuar, sea en una emergencia que sobrevenga o en una misión que hayamos planeado de antemano. Las tres de la noche es lo que llamamos el quicio. A esa hora unos se acuestan y otros se levantan. El monasterio está vigilante en todo momento. Como ve unos se acuestan muy entrada la noche y otros se levantan de sus camas muy pronto, pero el resultado que el monasterio como tal nunca duerme. Cada monje tiene un turno u otro, y en él continúa año tras año, incluso aunque cambie de monasterio. –Una vida muy regular. –No se espera otra cosa de unos monjes. –¿Y siempre viven dentro de la muralla? –No, siempre tenemos cuatro unidades de templarios recorriendo la zona puesta bajo nuestra protección. Los hombres de las cuatro unidades se van turnando. Los monjes de este castillo están divididos en cuatro unidades. –Bien, espero que yo realice mi labor de un modo adecuado. –Estoy seguro de ello. Nadie interferirá en su trabajo como confesor o director espiritual. Además, aunque yo soy el superior aquí, usted depende del vicario general. Los vicarios de cada monasterio están bajo la jurisdicción de los dos vicarios generales de la Orden. Pues nada, nos veremos antes de vísperas en la sacristía. Hoy son solemnes y nos revestiremos con alba, estola y capa pluvial los dos subpriores y yo. –Una preciosa espada –comenté mirando la impresionante espada que estaba colgada de la pared: reluciente, medieval, pesadísima–. ¿Los monjes llevan espada? –Nuestra costumbre es que sólo haya una espada por monasterio. Sólo los priores la llevamos. Y eso sólo en los momentos más solemnes. Los templarios con el uniforme únicamente suelen llevar al cinto una pistola. Las espadas sólo son un símbolo. Luchamos con armas reales y efectivas, con símbolos no se gana una guerra. Incluso en las formaciones de protocolo solemos portar ametralladoras. 18 Con blasones y alegorías no se hace una guerra. Pero el prior pasa revista con esa espada al cinto, que además de larga pesa cinco kilos. –Sí, parece pesada. –Reconocerá que las espadas medievales son muy parecidas a la cruz. misma orden. Nombrado por el Santo Padre, pero investido por el Gran Capítulo. La investidura, según las normas, puede realizarse en cualquier castillo donde se convoque al capítulo. Desde hacía más de setenta años, la investidura se realizaba en el Castillo de san Miguel, la Casa Madre. Dos días antes de la ceremonia arribé a la fortaleza a bordo de un pesado helicóptero de cuatro rotores y más de ochocientas toneladas de peso. En la pista del helipuerto, dentro de la aeronave y mientras descendía la rampa, observé que formaban dos batallones de templarios con sus corazas. Con paso tímido, pero a la altura de las circunstancias, pasé revista a aquella formación flanqueado de varios jerarcas de la Orden que ya habían llegado a la isla. Los templarios vestían sus corazas negras con un casco también oscuro y reluciente. Aquella formación de guerreros, en medio de la noche, guardando aquel silencio, fue un espectáculo que jamás olvidaré. No se oía ni una respiración, sólo se escuchaba el silencio de centenares de hombres. Mi humilde figura avanzaba entre los impresionantes jerarcas caminando a ambos lados y detrás, también ellos cubiertos con sus corazas. Aquella noche no hubo más actos, sólo aquel pasar revista a esos batallones. Fue razonable que no hubiera ningún otro acto, eran las dos de la mañana, estaba cansado. Dos días después, presencié la ceremonia de investidura en primera persona. Un ritual bellísimo que se prolongó durante una hora. Quien va a ser investido como Gran Maestre coloca su mano derecha sobre la espada que se le presenta sobre un cojín de terciopelo rojo. Después un cruciferario inclina el asta de roble coronada con la gran cruz de hierro para que el investido pueda besarla. Lo hice con toda devoción. Curiosamente todos estos ritos tienen lugar a puerta cerrada. Mil M is dos semanas de estancia en las costas tropicales de Mauritania supusieron una experiencia valiosísima. Nunca más pude volver a tener contacto con aquella realidad desde la base, mirando a todos de igual a igual. Escuchando cada comentario procedente desde la más absoluta franqueza. Cada cual me comentó las cosas sin ambages, sin premeditación. Aprendí en ese lugar mucho más sobre la Orden que en cualquier otro momento. También allí comprendí que eran hombres de buena voluntad, sencillos, nobles, movidos por ideales caballerescos. Dos semanas después dejé el monasterio. Me encontraba ya en París cuando se hizo pública mi designación. Me imagino que en la Fortaleza de san Anastasio, donde había residido, todos debieron quedarse de piedra. Se preguntarían una y mil veces por qué una casa vulgar y corriente, como aquella, había sido la elegida para mi estancia de incógnito. Pero precisamente ahí estaba la respuesta: por ser una casa vulgar y corriente. Aunque visité cuatro castillos más, antes de que mi designación se hiciera pública. Mi investidura tuvo lugar tres semanas después de darse la noticia, en la Casa Madre, la Fortaleza de san Miguel, que hace las veces de monasterio central y que está situada en Madagascar. Así como los obispos son ordenados por otros obispos, o los cardenales reciben el capelo y el anillo del Papa, en la orden templaria el Gran Maestre es investido de su dignidad por el Gran Capítulo de la 19 trescientos templarios armados esperaban en el patio de armas frente a la gran portada de la iglesia de la Casa Madre. Dentro del templo únicamente había una treintena de templarios: la cúpula jerárquica de la Orden. Desde hacía varios decenios, se había decidido favorecer la intimidad de los rituales a costa de sacrificar la presencia de millares de miembros abarrotando el templo. Recibí las bendiciones en latín, leídas de un voluminoso y pesado ritual de grandes letras y coloridas iluminaciones de estilo carolingio. El Gran Capítulo repitió las antífonas en las que se pedía que sobre mí vinieran las gracias convenientes a mi alma y a mi cargo. Me arrodillé delante del altar durante la letanía de alabanzas a Dios, me postré en la invocación final que se hizo a Dios antes de pasar a la segunda parte del ritual: mi unción. Aquella congregación era una orden soberana. Es decir, la Orden poseía un pequeño territorio constituido con todos los requisitos del Derecho Internacional como un Estado independiente. Un territorio de poco más de treinta mil metros cuadrados. La soberanía sobre aquel pequeño enclave era la razón por la cual fui, como mis predecesores, ungido como monarca de ese territorio y demás posesiones de la orden. Se me ungió con crisma el pecho y la espalda. Pero no se me coronó, ni se me entregó un cetro, sino que se me entregó el yelmo y la espada. Se podría decir que mi corona era mi yelmo y mi cetro mi espada. Así como los sacerdotes van vestidos de negro, así también nuestras corazas y cascos son negros: símbolo de nuestra renuncia al mundo. Yelmo y espada fueron dejadas sobre la gran mesa de cedro sobre la que estaban plegados y ordenados mi uniforme militar y sus corazas, ya que yo vestía un alba blanca con estola. Tras el canto del Te Deum, los miembros capitulares me besaron uno a uno el anillo. Aunque eran pocos los templarios presentes, siempre asistían por propio deseo un cierto número de obispos de las diócesis cercanas. Más de veinte obispos revestidos con sus mitras doradas y sus impresionantes capas pluviales, ocupaban silenciosos sus lugares en los sitiales de madera oscura del coro. Ellos no besaron mi mano ya que no estaban sometidos a mi jurisdicción. Es más, yo seguía siendo un sacerdote, un mero presbítero. También resulta curioso que todos los miembros del Capítulo y yo mismo, realizábamos la investidura revestidos de ropas clericales y no caballerescas. Quizá para realzar el hecho de la superioridad del carácter sacerdotal sobre la dignidad que recibía el investido. Quizá también para recordarnos que ante todo éramos una orden. Tras el sencillo homenaje de aceptación del Gran Capítulo, el obispo del lugar avanzó con su báculo al centro del presbiterio y pronunció en latín hierático su bendición en nombre de todos sus hermanos obispos presentes. Hicimos una larga genuflexión ante el sagrario y salimos procesionalmente del templo. Vista la procesión desde casi el altar, donde yo me encontraba, la alta cruz que presidía la hilera de clérigos se recortó en la claridad de la luz que penetró en cuanto se abrieron los portones de la iglesia. Nada más entreabrirse aquellas puertas de bronce, resonó el fragor de la aclamación de tres millares de gargantas gritando a pleno pulmón. Desde lo alto de la escalinata de piedra miré a la muchedumbre de templarios que vociferaba entusiasmada y enardecida. Yo había salido inmediatamente detrás de los maestres. La gran cruz procesional fue sostenida a mi derecha. A ambos lados se colocaron mis senescales. Según su jerarquía, se fueron situando a ambos lados míos los miembros del capítulo: los maestres, los comendadores, los vicarios generales. Situados 20 en los extremos del plano que coronaba la escalinata los obispos completaban el cuadro que formábamos aquel grupo. Era un espectáculo bellísimo y vigoroso. Las campanas no dejaban de ser volteadas con toda fuerza desde que había acabado la investidura. Me limité a saludar moderadamente alzando mi brazo ante aquella muchedumbre de soldados enfundados en sus corazas. Hacia cualquier lado al que mirase, veía los metales oscuros de sus uniformes de gala por todas partes. Tanto las ventanas, como las terrazas o las galerías porticadas que daban a aquella gran plaza rodeada de escalinatas, hacia cualquier espacio que dirigiese mi vista, me encontraba con aquellos cascos de superficie brillante, con aquellas gargantas que lanzaban un único ¡hurra! sin fin. barcos de guerra, una flota aérea de 230 aeronaves de transporte y 340 cazas, la plataforma de treinta mil metros cuadrados en el Pacífico, enclavada en el Mar de Tasmania, la impresionante fortaleza de la Casa Madre situada en Madagascar y una cadena de castillos templarios entre el paralelo 23 norte y el 24 sur de la costa occidental del continente africano. Tanto efectivo podía parecer mucho, pero en un planeta con 20.000 millones de habitantes, éramos una gota de agua. Nuestro ejército era incluso menor que la Guardia Nacional de California. Hacerme idea cabal de ese inventario me llevaría años. Pero si quedé impresionado por lo que se había acumulado en varias generaciones, no me admiró menos conocer en detalle la obra de ingeniería canónica que había realizado el Vaticano con aquella Orden. Sus constituciones eran muy simples, pero todo estaba perfectamente equilibrado y contrapesado tratando en todo momento de conciliar elementos desemejantes. Cada monasterio, un prior. Los priores estaban agrupados en provincias. Cada provincia estaba bajo un condestable. Los condestables estaban agrupados en regiones, en cada región había un maestre. Los diez maestres constituían el Gran Capítulo junto con los tres comendadores. Los tres comendadores siempre eran escogidos entre clérigos ajenos a la Orden, desde el momento en que Roma los nombraba pertenecían al Gran Capítulo y a él asistían. Pero no tenían ningún mando, ni ejercían ninguna otra función que la de asistir a las deliberaciones. Eran observadores que ni siquiera solían intervenir, pues su misión era observar y sólo hablar en las reuniones para advertir de aquello que les pareciera menos recto o prudente. El Vaticano estaba tranquilo con la Orden, ya que si el Gran Maestre algún día comenzaba a tomar un sesgo preocupante en sus decisiones, los tres Pronto trajeron una sede y me senté allí mismo. Formando una larga fila, los templarios fueron subiendo las escalinatas para besarme la mano derecha como signo de aceptación de mi mandato sobre la Orden. Nada más acomodarme sobre el asiento, el chambelán de la Casa Madre me colocó un guante de armadura, de color metálico oscuro. Ésa era la tradición: besar el guantelete del Gran Maestre. Cuatrocientos hombres besando el guante con entusiasmo y devoción obligaba a pasar un lienzo con colonia cada cierto rato. Jamás olvidaré aquel día. Es difícil que alguien olvide una experiencia así. Muchas emociones ese día. No obstante, esa noche me dormí tan pronto apagué la luz en aquella celda espaciosa pero que no disponía ni de un solo lujo. E n cuanto me hice cargo de la máxima dignidad de la Orden se convocó a Capítulo General. En él pasamos revista al estado de la Orden. 50.000 monjes, 27.000 auxiliares, una flota marítima de 127 21 comendadores lo advertirían al capítulo. Y si el capítulo seguía en una línea que ellos consideraran errónea, advertirían de ello al Vaticano. Por eso aquellos tres personajes siempre discretos, siempre revestidos con su hábito negro algo distinto del resto de los maestres, eran unos personajes muy respetados e incluso temidos. Sin ningún poder, sin autoridad alguna para tomar decisiones de gobierno, pero siempre ojo avizor, siempre con la potestad de asistir a cualquier reunión o deliberación que se celebrase en la Orden. En el Capítulo, junto a los tres comendadores, tenían su asiento los dos vicarios generales, que eran los superiores y visitadores de todos los vicarios esparcidos por todos los monasterios. Cada monasterio contaba, al menos, con un vicario que se dedicaba a confesar a los miembros de esa comunidad. Trabajaba en el monasterio pero nunca entraba en combate. Todos los integrantes del Gran Capítulo estaban sentados en dos hileras de sitiales enfrentados, siete en cada lado. En el lado de los comendadores se sentaban los dos condestables más ancianos. El Gran Maestre situado en el centro de la presidencia, con un gran tapiz a sus espaldas, que representaba una cruz griega muy antigua. En la tela del viejo tapiz, un crucificado serio, adusto, con una corona sobre su cabeza y la palabra REX sobre la corona. Cristo era el rey al que servían. En la Orden todos eran siervos y todos iguales, sólo había un Señor. Él, el Nazareno del tapiz, presidía silencioso las reuniones de aquellos monjes-guerreros. Es importante observar que las dignidades en la Orden eran vitalicias, todas. Nadie era jubilado, salvo que expresamente lo pidiera. Cada monje por anciano que estuviera, sin importar las mermas que su físico padeciera, era mantenido en su cargo, considerándose la experiencia de la senectud como uno de los mayores tesoros que poseía nuestra congregación. Si somos observantes y oramos y recibimos los sacramentos con rectitud, cada día seremos más santos, más sabios y más prudentes, había repetido una y otra vez fray Gottenborg, octavo Maestre de la Orden. Nuestras constituciones hacían hincapié en que se considerara a toda la Orden como una gran familia. Y en una familia los padres no se retiran. Uno podía encontrar monasterios en los que de facto los subpriores eran los que llevaban el peso del gobierno de la comunidad, aunque nominalmente siguiera al frente un prior encorvado y débil que ya apenas salía de su celda. Pero ni en los casos en que la decrepitud era más evidente, el prior abandonaba su cargo. Esta práctica ocasionaba una gran inmovilidad de nombramientos. Se trataba de una especie de fosilización de cada uno en la pirámide jerárquica. De ahí que la avidez o la codicia por ascender resultaba una continua frustración, en el caso de que alguien la padeciera. Esto también era tan válido para el último subprior de la Orden como para mí. Permanecería en mi cargo de gran maestre hasta que la muerte me jubilase. Desde mi puesto no se ascendía a ninguna otra función eclesiástica. No requería poco tiempo hacerse con los conocimientos necesarios para gobernar la Orden, de modo que no se podía estar cambiando de Gran Maestre cada diez años. El puesto no sólo era vitalicio, sino que la Regla pedía que se ejerciera hasta la muerte. La vida como combate. Había habido Grandes Maestres que en sus últimos años estuvieron muy enfermos, saliendo muy poco de sus celdas. Pero cuando salían y participaban en las deliberaciones del Gran Capítulo sus palabras eran tesoros de sabiduría, luz para los más intrincados asuntos que se estuviesen discutiendo, por lo menos así me lo refirieron 22 los maestres que vivieron los mandatos de Darmstadt y de Abubakar, ambos enfermos durante muchos años y cada vez más incapacitados. No obstante, antes de aceptar mi designación, el subsecretario de la Congregación de Religiosos me explicó que, aunque yo había aceptado el nombramiento, cosa que él me agradecía, debía saber que si al cabo de ocho años decidía ser sustituido lo harían sin poner inconveniente alguno. La remoción se haría por vía de ascenso, siendo destinado yo como monseñor a alguna función de la Curia Romana. El carácter vitalicio del cargo de maestre de la congregación se trataba de una medida llena de lógica, pues se precisaban de muchos años para tener conocimiento completo de la Orden. Y después, si el gran maestre hacía bien su labor, era preferible mantenerlo a correr el riesgo de hacer sustituciones. De ahí que era consciente de que allí acabaría mi carrera; eso que algunos llaman carrera. Un clérigo nunca debe aspirar a hacer carrera. Hacerse sacerdote supone abandonar toda ambición mundana. Se hace necesario desechar la codicia de los cargos que se insinúa bajo la excusa sibilina de que uno tiene esas ambiciones para hacer más bien. Siempre aborrecí de esos honores, pero a veces parece que esos honores precisamente persiguen a los que los aborrecen. Y aborrecen a los que los persiguen. Es cierto que después, veinte años después, envié la primera carta pidiendo al Santo Padre que aceptara mi dimisión. Pero para entonces el Papa, según me dijeron, estaba tan encantado con mi trabajo que no quería ni oír hablar de tener que empezar todo el proceso de búsqueda y consultas para designar otro candidato. No era cierto que se encontrase “tan encantado con mi trabajo”, se contentaba con que la orden templaria no fuera una fuente de problemas. Se contentaban con eso y con que sus miembros estuvieran fielmente sometidos a la jerarquía eclesiástica. Ambos cometidos se llevaron a cabo bajo mi mandato con pulcritud y eficacia. Desde antes de entrar al seminario, en el seminario y después de mi ordenación, siempre pensé en seguir a Cristo, pobre, desnudo, indefenso, crucificado. Seguirle adonde me pidiera y como me lo pidiera. Nunca pensé que ese seguimiento me llevaría a ser el comandante en jefe de un ejército. A veces los caminos del Señor son, cuando menos, sorprendentes. Me siento tentado a pensar que son incluso retorcidos. Pero no, retorcidos no, Dios no puede trazar caminos retorcidos. A pesar de ello, pienso en Cristo crucificado, Cristo desnudo, solo, abandonado, indefenso, pobre, despreciado, poniendo la otra mejilla. “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí” (Juan 18, 36). Le veo así, y me veo a mí con cincuenta mil hombres armados. El Reino, los reinos, los príncipes de la tierra, el Estado Templario… “Devuelve tu espada a su lugar. Porque todos los que toman la espada perecerán por la espada. ¿Piensas que no puedo apelar a mi Padre, y que Él, al momento, no me enviaría más doce legiones de ángeles?” (Mateo 26, 52-53). Devuelve tu espada a su lugar. Devuelve tu espada a su lugar… Y, sin embargo, entre esta construcción que es la Orden y su Evangelio no hay contradicción. No hay contradicción entre el más extraño pasaje de la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino y el más extraño de los pasajes del Levítico o de las profecías de Amós. Todo forma parte de esa fabulosa catedral plurisecular que es la Santa Iglesia Católica. No hay contradicción entre el cantero de una catedral que adora a Dios con toda su 23 alma, pero que talla la imagen de un demonio que se ríe y se retuerce descarado en un recodo de su capitel. Ciertamente, debo reafirmarme en estos razonamientos. Reafirmarse en aquello a lo que nos ha llevado la obediencia. La razón... mi mente a veces, ociosa, se divierte imaginando a un Gran Maestre disolviendo la Orden, a los maestres conspirando y enfrentándose contra el Gran Maestre, a la orden templaria confrontada contra Roma, a los soldados templarios en rebelión armada contra todos sus jerarcas de su misma congregación, a los monasterios corrompiéndose en mil herejías cada vez más tortuosas, cada vez más intrincadas. Todas las posibilidades... una vida da para imaginar todas las jugadas posibles sobre el tablero de ajedrez. Mi razón a veces se abandona al ejercicio intelectual de mover todas las fichas en todas las posiciones posibles, en todas sus combinaciones de agresión o de autoconservación. esparcimientos de mi mente, me entran ganas de pensar que el juego ha comenzado. Agobiado por el peso de semejantes responsabilidades, por el retorno de la sequedad en la vida espiritual, me levanto de la sobria silla de mi monacal despacho y estiro las piernas, miro por la ventana, trato de distraerme. Fijo la vista en el recio candelabro de bronce que decora un armario de mi antesala, muevo unos papeles sobre mi mesa, paso mi mano sobre la página de una Biblia de gran tamaño, al azar merodeo por unas cuantas páginas de ella, dejo de vagabundear por sus párrafos, busco un versículo familiar, lo encuentro, allí está con todos los desasosiegos que me pueda producir: Si mi reino fuera de este mundo, mi Padre... Al ser interrogado por Pilato, lo dice claramente: su reino no es de aquí. Pero aunque su reino no es de esta tierra, sí que está en este mundo. En cierto modo, paradójicamente, el versículo me desasosiega y me apacigua. Me inquieta por lo que parece decir a simple vista, pero me tranquiliza porque puedo usar de todo este poder que se me ha conferido, con la más desinteresada de las políticas, con la más celestial de las miras. Ya que estamos en el mundo, influyamos en él. Pero hagámoslo de acuerdo a una estrategia que sea la opuesta a la que nos dicta la carne y el mundo. Pero miro por la ventana de mi despacho y al ver, a cien metros, a ese joven monje lego que barre, al otro que un poco más cerca, anciano, acarrea unos pequeños contenedores de la cocina, vuelvo a la realidad y recuerdo que soy yo el que pone la malicia sobre el tablero. Ellos son fichas inocentes. Les mueve a estar aquí el mismo amor a Dios que a mí. En realidad, ni yo pongo esa malicia. Son meros juegos de mi razón en momentos de aburrimiento, de ociosidad, de apatía. Meros juegos, nada más. Pero el apartamiento del mundo en el que vivimos, recluidos en estos alcázares de la virtud, dan lugar a momentos de desierto interior. Horas de aridez en las que la imaginación se desboca. No faltan razones, no faltan piezas, para imaginar mil jugadas. En momentos de debilidad, en medio de esos P ocos días después de mi investidura, recibí la visita de uno de mis mejores amigos, elevado a la dignidad de arzobispo de la archidiócesis londinense de Westminster un par de años antes. Éramos amigos desde hacía mucho tiempo. Apenas apareció por la puerta, extendió sus brazos y exclamó en alta voz con una sonrisa como un sol: –¡¡Alain!! Aquel saludo era de quien grita tu nombre con la mayor de las alegrías, con la 24 –Ciertamente, ciertamente. Así está considerada. –Obediente, pero preocupante. ¡Curiosa contradicción! ¿No parece un contrasentido que la Iglesia posea una institución cuyo éxito no desee? –Sólo lo parece, pero en la Curia saben lo que hacen. No me imagino a Cristo a caballo con una espada en su mano. Pero la Iglesia se enfrentó a un dilema: o una orden controlada por ella, o una secta herética esparcida por todo el mundo ¡y con un ejército! La Santa Sede obró con gran sabiduría. Y habrás visto que las constituciones de la Orden son un monumento a la más consumada de las prudencias. El procedimiento seguido para elegir al Gran Maestre y la manera de constituir el capítulo general demuestran una mente política magistral. –Que sí, que sí. Ya sabes que soy el primero en alabar la mente que diseñó la estructura jurídica de esta institución que dirijo. –¿Qué me dices de los comendadores? –Pues que me sorprendió el que existiera esta figura en la Orden, me sorprendió, sí. Esos tres hombres con su capucha, silenciosos. –El Vaticano se fía de ti. Pero, por si acaso, te coloca a esos tres presbíteros vigilantes –me dijo sonriente mi amigo, mientras se sacudía un insecto que se le había posado cerca de un hombro. –Los comendadores… no los puedo cambiar, su cargo es vitalicio como el mío. A veces me pregunto qué pensarán ellos de mí. –Oh, les has causado buena impresión, no lo dudes. Por lo menos eso es lo que se cuenta por los pasillos de monseñor Amanti. –Me fui al seminario a mis dieciocho años con la idea de decir misa, dar catequesis... visitar enfermos. Y ahora... me veo investido Jefe de Estado de un estado soberano. Me satisfacción de ver que su amigo ha sido elevado a altos puestos. –¡Digo Alain, pero quizá debería decir fray Alain! –No me vengas con ésas –y le di un gran abrazo. Charlamos de nuestras respectivas responsabilidades, intercambiamos noticias acerca de familiares. Poco después estábamos dando un paseo por el claustro de la Casa Madre. No tardamos mucho en internarnos en una seria conversación. Era inevitable que ciertos temas aparecieran. Había bastado hora y media de despreocupada charla para que la alegre despreocupación del amigo diera lugar al gesto grave del prelado que habla con conocimiento de la materia. Con aire confidente, me dijo: –El Vaticano no quiere que esta Orden se extienda. La mantiene, pero su deseo es que las cosas sigan como están y no vayan a más. El éxito de esta orden sería sumamente preocupante. –Reconozco que la unión de las dos cosas, el poder y la fe, siempre es preocupante. –Desde luego. Después, el prelado británico ponderó, con conocimiento de la materia, la hábil labor del jardinero en los setos de la plaza que formaba el recinto más interno del castillo. Sentía mi amigo el impulso de acariciar aquellas rectas aristas que habían logrado las largas tijeras del monje, pero se contuvo. A continuación, sin venir a cuento, comentó mi amigo arzobispo sin dejar de mirar el seto y las magnolias: –Desde luego, no cabe duda… difícil relación entre la fe y el poder. Pero tampoco olvides que estás al frente de la más obediente de las órdenes de la Iglesia. –¿Ah, sí? 25 –Sí, gracias. Pero, oye, no te tortures. Prometiste obediencia el día de tu ordenación a tu obispo y sus sucesores. No estás aquí porque hayas escogido tú este puesto. Además, no olvides que los templarios realizan una labor humanitaria. No atacan a nadie, solo defienden. Recuérdalo. –Mira, en el fondo, no dudo de la Orden, aunque a veces pida a gente como tú que me confirme en la legitimidad de esta institución. Pero, bueno, veo claro que esta Orden no es un escándalo para el Evangelio, como dicen algunos. Es más, incluso veo la conveniencia de que exista una orden templaria legítima, claramente legítima, para evitar la eclosión de grupúsculos heréticos nutridos con sus ideales. Encima, como tu decías, son obedientes. Desde hace años, veo claro que la malicia ha sido puesta por parte de los acérrimos defensores de la verdad y pureza evangélica. No por parte de estos benditos que cumplen con su trabajo día a día. –No te entiendo. –Son los otros… los que imaginan fantasmas donde no los hay, los que se esfuerzan en ver peligros y más peligros donde no los hay. El poder, el poder… repiten. Como si la única Iglesia auténtica fuera la perseguida. –A mí puedes hablarme claro, soy tu amigo. –Con todo esto, lo que quiero decir que algunos de tus hermanos obispos curiales han introducido en la Regla normas sumamente mortificantes. ¿Qué otra congregación hubiera admitido una figura como la de los comendadores? Y, no obstante, la única respuesta de esta congregación ha sido la sumisión. Cuando cualquier congregación o instituto secular se extiende y prospera, le felicitan, se alegran. Cuando esta orden prospera, fruncen el ceño. A veces, te lo aseguro, tenemos miedo de que las cosas nos acuesto y sé que probablemente algunas de mis aeronaves estén patrullando algún lugar del mundo. Curiosa idea cuando uno tiene apoyada la cabeza en la almohada. Mi amigo el arzobispo se había parado a mirar un extraño pequeño pájaro posado en una rama, se sonrió ante lo que su amigo decía. Después añadió con el mismo buen humor: –El servicio al Evangelio nos lleva, a veces, a parajes extraños. Tampoco el pobre pescador Pedro, se imaginó que algún día la Biblioteca Vaticana sería todo un laberinto de archivos. –No sé. Jesús hizo guardar la espada a Pedro en el Huerto de los Olivos. Qué hubiera dicho Simón Pedro a su sucesor viéndole con un ejército de templarios. –No me fuerces a hacer de abogado de esta orden. –No, en serio, ¿qué le hubiera dicho aquel pescador a su sucesor? –la insistencia del Gran Maestre indicaba que era un tema que le preocupaba. –Pedro llevaba una espada cuando fueron al Huerto de los Olivos. ¿Crees acaso que Jesús no se percató de la espada? Eran sólo doce, vivían juntos todo el día. Sabía que la llevaba, y cuando la va a utilizar no le dice que la tire, no le ordena que la arroje, sólo le dice que la guarde. –No me convence demasiado tu explicación. –¿Qué me dices del rey David o de Salomón? –Buf –mi resoplido con los ojos levantados al cielo fueron toda mi respuesta. –Tú me has pedido que haga de abogado de la Orden. –Esperaba argumentos más sólidos de alguien como tú. Un solideo tan ilustre, un biblista de tu talla… 26 vayan bien y tengamos un año con más beneficios de los esperados. Y desgraciadamente, desde el Cielo parecen empeñados en que nuestro poder crezca año tras año. –Sí, estoy al tanto de las maquinaciones que se urden contra vosotros. Pero tampoco pienses que la orden es inmaculada. ¿Sabes por qué es poseedora de la Fortaleza de san Jorge en el Pacífico? –Yo que sé. ¿Necesitaban otro baluarte? –Nada de eso –repuso sonriendo maliciosamente–. La plataforma se levantó, porque se dieron cuenta de que si tenían un terreno soberano, completamente independiente, serían un Estado. Por eso construyeron esa plataforma en aguas internacionales y la constituyeron como nación independiente. Aunque, eso sí, una nación de 30.000 metros cuadrados, un estado minúsculo. A partir de ese momento, la Orden del Temple no sólo tenía posesiones y fortalezas en distintos países, sino que ella misma tenía un país, aunque diminuto. El Vaticano tardó varios años en entender la jugada. Roma podía disolver una orden religiosa, entraba dentro de sus competencias. Pero no entra dentro de las competencias del Derecho Canónico disolver un estado independiente. De manera que esos pocas decenas de miles de metros cuadrados suponen un recuerdo constante de que la Orden puede disolverse, pero el Estado continuará. Y si la Orden es disuelta, el Estado quedará libre de reorganizarse como desee. ¿Te das cuenta? –Creo que eres un poco retorcido. La letra de las constituciones no les prohibía hacer lo que hicieron. Pienso que estás juzgando las intenciones. –Tranquilo, no es una crítica. Sí, sí, de acuerdo, tus predecesores y el Gran Capítulo actuaron con escrupulosa obediencia al Derecho Canónico y al Derecho Internacional. Eclesiásticamente hablando, los que constituyen la cabeza de la Orden son conscientes de que no pueden propasarse en las atribuciones conferidas a su jurisdicción, pero saben que tampoco el Santo Padre ni sus sucesores pueden ir más allá de las atribuciones propias de su potestad. Un país completamente independiente lo es con todas sus consecuencias. El Derecho Canónico establece unas reglas de juego claras y precisas, un mecanismo transparente y delimitado de derechos y deberes. Es como un grandioso juego de ajedrez. Ellos se mueven dentro de ese tablero regido por reglas invisibles, se mueven en orden a su conservación. ¿Se les puede culpar por ello? Por supuesto que no. Pero hay que reconocer que es un juego con muchas fichas, con muchas fichas con muchos movimientos, cada ficha con sus propios derechos, jurisdicciones y reglas. Es lógico que en los dicasterios haya gente nerviosa con este asunto. –Me hace gracia que uses esa comparación. El otro día estaba pensando en ese mismo símil. Pero lo pensé más bien referido a la partida interna de ajedrez que pueden jugar las fichas que constituyen la Orden. –Pues estimado amigo… –¿Sí, admirado arzobispo? –Pues que no olvides que hay ajedreces internos y externos. Y en el tablero, las fichas están bastante mezcladas: cardenales, arzobispos, civiles, intereses de este mundo, ideales del otros. –Y señor arzobispo, ¿contra quién jugamos? –la pregunta del Gran Maestre a su amigo había sido pronunciada con soniquete travieso. El prelado británico, sin dejar de pasear, levantó la vista de las flores, hacia el frente. ¿Estaría divisando frente a ellos la 27 formación de fichas oscuras? Era un hombre de gran ironía. Su amigo lo sabía mientras aguardaba la respuesta. El hábil, político y diplomático arzobispo me habló como un sucesor de los Apóstoles. –Las fuerzas de la Luz frente a las fuerzas de las Tinieblas. Los ejércitos de Dios contra las huestes del Adversario. El bien, la nobleza, la verdad, los más altos valores frente a lo que es malo y oscuro. –Ah, muchas gracias. ¡Ahora ya lo veo todo claro! Mi ironía fue recibida con una sonrisa, la última antes de pasar a la cena. Eso sí, al entrar me agarró del brazo y me preguntó: –Explícame eso de que eres conde de no sé dónde y señor de no sé qué. Me reí a gusto y le dije que lo dejara. Pero insistió. Me contó que lo había leído en una inscripción latina de un salón. Un salón de las varias salas que atravesó antes de llegar a mí. El caso es que no me dejó hasta que se lo expliqué: –Aunque no lo uso nunca, mi título completo es Gran Maestre de la Orden Templaria, Monarca de Georgeland, Conde de Artois y Señor de North-Wessex. Mi amigo se echó a reír. Sólo cuando se calmó, siguió pidiendo explicaciones. No paró de preguntar hasta que se lo aclaré todo. –El primer título, Gran Maestre, es un título religioso, es decir, soy superior de la Orden. El segundo significa que soy rey de un Estado que aunque sea pequeño como una isla, es completamente independiente. A ese Estado, donde está la Fortaleza de san Jorge, se le llama Georgeland. Este segundo título es civil y va unido inseparablemente al primero, pero son dos títulos distintos. Los otros dos títulos son honoríficos y van unidos al título de Gran Maestre. Hace ya muchos años, la República Europea concedió a mis predecesores el título de condes de Artois. La razón era que los templarios siempre habían sido una orden europea y como nosotros habíamos hecho tantas obras filantrópicas por el mundo, quisieron reconocer nuestra labor. Concedernos este honor no le costó nada de dinero a la República, así que la moción fue aprobada sin mayor problema. Al recibir este título, el presidente de Níger no quiso ser menos, y concedió al Superior de la Orden y a sus sucesores el título de Señor de North Wessex. El nombre de North Wessex es como se llamó a la ciudad de nueva creación donde estaba situada la Basílica para cuya protección nació la orden. Hoy día tiene un nombre nuevo esa ciudad: Ngnu-Butum-wa. Pero el nombre del título continúa inalterado. ¿Estás conforme ya? Mi amigo estaba encantado, tenía tantas cosas que contar cuando regresase a la lluviosa Londres. Por el momento se limitó a decir sarcásticamente: -¿Tantos títulos y vistes con ese sencillo hábito negro y sólo esa cruz sobre el pecho? ¿Puedo llamarte conde? –Adelante, hoy tenemos pollo para cenar. –¿En la intimidad basta con que te llame Excelencia? –Si sigues así, te voy a enviar a Londres en el primer vuelo que salga. A riesgo de su vida, una anaconda debe medir el tamaño de la presa que ha de engullir. No importa que ya haya sofocado a su víctima, que el abrazo de sus músculos haya quebrantado todas sus costillas y vértebras, no importa que obre en su poder la habilidad de desencajar sus propias mandíbulas para que, con la paciencia de lentitud reptiliana, con horas por delante, pueda tragar esa captura. La digestión, la disgregación de esa carne por parte de los 28 jugos, supone un proceso que requiere de varios días. Si la presa es excesivamente voluminosa para el tamaño del ofidio, entonces el proceso de putrefacción de lo engullido irá más rápido que el de disolución gástrica. Si la putrefacción se adelanta a la digestión, entonces el cuerpo corrompido comenzará a rezumar líquidos cada vez más tóxicos. No pocas anacondas se han retorcido intoxicadas por los humores de su presa antes de morir. Si no somos prudentes, lo mismo podría suceder con la orden templaria. Debemos medir cuidadosamente el tamaño de cada empresa que acometemos. Defendemos el bien y la justicia, pero si la defensa de esos valores nos llevara a acometer la resolución de conflictos en los que nuestro enemigo es muy superior, entonces nuestra Orden desaparecería. Debemos encargarnos de misiones en las que el enfrentamiento siempre sea contra adversarios claramente inferiores a nosotros. Únicamente así la lucha nos irá fortaleciendo. Nuestra posición puede parecer cómoda, nada idealista. Pero es la única posición posible. El idealismo requiere de una ingeniería de los números que lo hagan posible: correlación de fuerzas, ingresos, gastos. Sin números, no hay idealismo. Sin esos discretos contables en la retaguardia, nuestro idealismo sería nuestra tumba. Podremos seguir siendo idealistas mientras los números sigan manteniéndose en salud. Al templario soldado raso que patrulla en un pueblo de Centroamérica se le pide arrojo, al contable en la Casa Madre se le pide la prudencia del contable. El ardoroso y sacrificado monjeguerrero puede despreciar al apacible monje encargado de la contabilidad. Pero si el monjeguerrero está allí, donde está, en su puesto, es porque el contable está en la retaguardia, oculto, pero realizando su labor. Por eso nuestra orden no ha medido sus fuerzas con oponentes poderosos, sino que ha preferido enfrentarse a guerrillas, plantar batalla a pequeños grupos de insurgentes y situar sus castillos en zonas devastadas por la anarquía donde sólo existían grupúsculos. Estoy convencido de que algunos de nuestros ardorosos hombres que han dejado todo por servir a la causa del Altísimo, deben pensar en sus corazones que gestionamos la Orden como si fuera una empresa. Se equivocan y tienen razón en parte. ¿Qué empresa es ésta a la que sólo la mueven los más altos ideales? ¿Qué empresa es ésta cuyos miembros no sacan ningún beneficio? ¿Qué empresa es ésta que sólo busca el bien de aquellos a los que sirve y la gloria de Dios? No, es evidente que esto no es un negocio. A no ser el negocio de proteger al desvalido que no te puede pagar. Pero por otro lado, esto sólo se consigue si cada año hay beneficios. Luego la congregación debe tener campos que generen ingresos para poder invertirlos en los campos que únicamente dan y darán pérdidas. Cada año las arcas de la Orden deben presentar beneficios, y debemos acumular capital, porque el día que sobrevienen las pérdidas, éstas vienen de golpe. Los años de vacas flacas vienen sin avisar. Todos los priores, condestables y maestres tienen muy grabado en la memoria cuando hace tres décadas, varios descalabros económicos nos obligaron a tomar la decisión de abandonar bastantes misiones que teníamos encomendadas y tener que replegarnos a nuestros monasterios. Por supuesto que no abandonamos físicamente nuestros cuarteles en esas zonas depauperadas. Pero tuvimos que conformarnos con mantener nuestras posiciones, sin salidas, sin operaciones que supusieran gastos. Años de espera y ahorro para que los beneficios de las pocas misiones que sí que generaban ganancias, fueran rehaciendo nuestras finanzas. 29 –Creo que debería impregnar el texto de un tono más espiritual –me interrumpió mi secretario–, parece que está hablando al capítulo general. A los condestables, y más cuando se les dice algo por escrito, no conviene hablarles de este modo tan material. Miré a mi secretario, en los años que ya llevaba como gran maestre, había podido comprobar que sus críticas siempre resultaban valiosas, aunque ésta en concreto no me complacía en exceso. Continué leyendo en voz alta el resto de la carta que debía enviarse a los condestables de la Región IV, donde la murmuración acerca de cómo se estaba llevando la guerra de Nigeria crecía mes tras mes. Nigeria y Chad estaban enfrentadas entre sí en una guerra abierta. Lo que había comenzado como un enquistado conflicto menor había degenerado en una lucha a muerte entre los dos países. Debíamos por todos los medios evitar el vernos involucrados. Ya que si aquella guerra la ganaba Chad, seríamos barridos de Nigeria. Pero muchos de nuestros hombres procedentes del país agredido, no compartían un punto de vista tan aséptico como el mío. Ni siquiera el capítulo general mantenía una visión tan imparcial de aquella guerra. Unos días después de su visita, mi amigo, el arzobispo de Westminster, me envió un email. Resulta que sí que aparecía Jesús a caballo con una espada: ¡en el capítulo 19 del Apocalipsis! Leí aquel texto recóndito en que un sorprendente Jesús aplasta las uvas en la prensa de la ira de Dios. Gracias, amigo mío, por poner ante mis ojos los versículos acerca de la vara de hierro con que Él gobernará a las naciones, le respondí. Menos mal que yo tenía en orden mis esquemas mentales. Sólo me hubiera faltado tener dudas y escrúpulos. 30 de la guerra de Nigeria, pero Chad había atacado nuestros monasterios. La mitad de nuestros castillos fueron arrasados en un sólo día. Había sido un ataque premeditado y largamente preparado, a sabiendas de que habíamos tenido un cuidado exquisito en no inmiscuirnos para nada en la guerra entre esos dos estados. Un ataque a pesar de que expresamente se había enviado a Djamena, la capital, un legado de la congregación para ofrecer todo tipo de seguridades de que los templarios se mantendrían en sus monasterios ajenos a cualquier intervención. El presidente Hamin había iniciado en su país una persecución contra la Iglesia Católica desde hacía un año, pero jamás pensé que osase atacar nuestros castillos. Por eso hoy hago lo que jamás creí que iba a hacer: dirigir el ataque templario contra una parte de la frontera de Chad. El Gran Capítulo unánimemente decidió que las fuerzas templarias de Nigeria debían unirse en un gran ataque, en un supremo esfuerzo que demostrase al presidente Hamin que no se ataca nuestros monasterios en vano. Si las casas de nuestra orden en Nigeria iban a ser barridas, desde luego no desaparecerían sin plantar cara. Contar ( ), uno no se hace cura para *1 contar, para hacer números. Pero si el servicio al Evangelio nos lleva a convertirnos en los contables de Dios, pues adelante. Una y otra vez, en los años siguientes a mi investidura, me preguntaría si lo ideal no hubiera sido comenzar desde el principio de la historia de la Iglesia una institución espiritual en vez de una Iglesia implicada en las realidades materiales. Las realidades de la materia, las realidades de este mundo… la materia y el espíritu, su aleación siempre es compleja. Una y otra vez no dejaba de preguntarme si aquellos veintidós siglos de historia no habían sido un pacto fáustico. Pero se trataba de una pregunta teórica, más bien una tentación. Dentro de mi corazón, en el interior de mi alma, la seguridad hacía ya mucho tiempo que brillaba. Por eso seguía siendo superior de esta Orden. En ocasiones para hacer el bien al necesitado hay que parecer pecador. Si ése es el precio que hay que pagar por ayudar al prójimo indefenso, páguese Un mes después, sucedió lo que yo había tratado de evitar con todas mis fuerzas. Siempre quise que la Orden se viera al margen 1 Y Jesús les dijo: El que tenga una bolsa cójala, también una alforja, y el que no tenga, venda su manto y cómprese una espada (Lc 22, 36). 31 La Galia está toda dividida en tres partes: una que habitan los belgas, otra los aquitanos, la tercera lo que en su lengua se llaman celtas y en la nuestra galos. Todos éstos se diferencian entre sí en lengua, costumbres y leyes. A los galos separa de los aquitanos el río Garona, de los belgas el Marne y Sena. Los más valientes de todos son los belgas, porque viven muy remotos del fausto y delicadeza de nuestra provincia... tierras de este continente siguen en una situación de relativa preservación y ofrecen la placentera sensación de que el tiempo no ha pasado. Aunque cualquier cosa puede dejar de pasar, salvo el tiempo. El tiempo nunca pasa en balde. Las fronteras entre países siguen más o menos como se dejaron en el proceso descolonizador del siglo XX. Pero la anarquía que se extendió como un fuego destructor a finales del siglo XXI por todo el centro del continente produjo dos ligeros cambios en el mapa: la aparición de tres microestados creados a los comienzos del siglo XXII, y la fundación de una veintena de ciudades-estado. Los portentos de la revolución biológica con su secuela de fecundaciones in vitro masivas para clonaciones de repoblación humana, hicieron que el territorio del Estado de Nueva Escandinavia fuera enteramente colonizado por europeos de raza nórdica. Jamás nadie llegó a imaginar que tendríamos en la frontera entre Níger y Chad ese país nacido de la nada, poblado por unos cuantos millones de habitantes todos rubios, de ojos azules y con el rostro alargado típicamente noruego. Jamás nadie llegó a imaginar que veríamos erigir sobre nuestro suelo una veintena de ciudades verticales y populosas, que en el aire de sus construcciones son enteramente hijas en la estética de la Hélade y los foros itálicos. Quién iba a decirnos que aquellos zulús, dinga y masai, hombres de piel de ébano y pelo crespo algún día andarían por las calles de ciudades erizadas de rascacielos que suponían una brutal ruptura con la tradición de sus antepasados. No obstante, estas ciudades repartidas por la geografía del continente afortunadamente habían preservado el aspecto típico de nuestro continente negro, concentrando el desarrollo urbanístico en áreas muy localizadas. GUERRA DE LAS GALIAS COMIENZO DEL LIBRO I L o mismo que Cayo Julio César dio inicio a su narración de la campaña gálica describiéndonos la Galia de aquel tiempo lejano, así yo también debería comenzar con la descripción del África en el momento histórico en que estoy escribiendo estas líneas: el año 2193. Tanto tiempo he pasado en este continente que en verdad debo llamarlo mi continente, aunque yo, fray Alain, Gran Maestre de esta orden de guerreros y a pesar de mi nombre francés, sea un irlandés oriundo de Carrantuohill. El África de este siglo XXII no tiene nada que ver con el África que recorrió Livingstone, aquel continente inexplorado, virgen, cubierto de junglas que nadie había pisado aún. El misterio que embargó a aquellos exploradores victorianos al internarse en tierras incógnitas nunca volverá. Esa magia desapareció para siempre y ya no volverá. Esos hombres del bello Imperio Británico entraron en este continente como el que pone sus pies sobre nieve virgen, como el que abre una caja cerrada durante milenios: un cofre de miles de kilómetros de extensas sabanas y poblados, cataratas y montañas. África ya no posee lugares ignotos sin cartografiar. Y no es porque las tierras africanas no sigan cubiertas por impenetrables selvas, ni por doradas sabanas. El 80% de las 32 He dicho continente negro, aunque ya no sé muy bien si llamarlo negro puesto que esta colonización de masas fecundadas in vitro se ha encargado de fundar enteras colonias europeas en este solar ancestral. Lo que los griegos hicieron en su día en las costas mediterráneas, ahora se repetía en este vasto continente de llanuras inacabables. Pero prosigamos con la descripción de estas tierras, como lo hiciera antes César con las que recorrió hace dos mil doscientos años. África esta dividida en tres grupos de naciones. Las naciones pertenecientes al ámbito de influencia de Europa, las naciones que gravitan alrededor del eje del poder de la potencia trasantlántica –los Estados Unidos–, y por último el grupo de naciones que mantienen tenazmente su resistencia a entrar en los campos de influencia de las superpotencias. Una tercera parte de los países siguen sin abandonarse a los beneficios de los tratados comerciales preferentes ni a la seguridad de los pactos militares. Pero los grandes poderes mundiales ejercen, como si de agujeros negros se tratase, una fuerza gravitatoria verdaderamente descomunal. Los dos gigantes del mapamundi son la emergente y pujante República Europea y el consolidado poder de las naciones del continente americano, con los Estados Unidos de América como centro. Ambos poderes militares y tecnológicos compiten comercialmente a escala planetaria. Convenios económicos, alianzas de defensa, acuerdos sobre intereses comunes, van conformando las distintas alineaciones de las capitales africanas. Capitales que no infrecuentemente juegan un papel ambiguo. Gobiernos que a veces mantienen una postura altivamente neutral, mientras dejan que los embajadores extranjeros y los enviados especiales flirteen con ellos. En este escenario de negociaciones, en ocasiones, hasta el distante poder de Japón hace sentir su lejana pero sin duda titánica influencia. La fuerza de los grandes bloques de naciones no se deja sentir de manera violenta, salvo en los contados casos en que dos pequeños países rivales en guerra tengan detrás de ellas a dos colosos planetarios. Desde hace veinte años, la lejana y pretérita guerra de Vietnam es como si volviera a reproducirse en cuatro o cinco puntos del inacabable mapa africano. Europa apoyando a un bando y Estados Unidos al otro, y ninguno queriendo ceder. Ambas superpotencias se enseñan los dientes, sacan músculo, venden material militar y envían asesores. Ninguna quiere perder ni un solo kilómetro cuadrado de influencia. Y en uno de esos focos de tensión estaba radicada mi orden. Mis templarios sabían por qué luchaban, no creo que los pobres soldados rasos nigerianos que he visto camino de este frente lo tuvieran tan claro. Seguro que esos desgraciados reclutas de reemplazo no acaban de entender las insondables razones de sus generales para haberlos metido en esta guerra. La razón de la desavenencia entre esta aparente democracia y la ficticia democracia vecina es lo de menos. La razón es tan antigua como farragosa. La causa profunda, como ya he dicho, está en el choque de aquellas dos grandes placas tectónicas, la del Viejo Continente y la washingtoniana, placas tectónicas del poder. Los dos gigantes geopolíticos se hallaban presentes también aquí en estas tierras del hemisferio sur, jugando su gran juego, su gran partida planetaria. Nosotros, en medio, éramos lo de menos. Ellos ponían la maquinaria de guerra, el pueblo llano los muertos. Pero una vez hechas estas aclaraciones, diré que hice aterrizaje en mi campamento un 30 de mayo. Jamás olvidaré la experiencia que supuso para mí el primer día que llegué al 33 frente, el ver a nuestras fuerzas acampadas diez kilómetros en el interior de Chad y prestas para entrar en combate. Por un momento creí en el noble arte de la guerra. Por un momento me obnubiló el espectáculo estético de aquella maquinaria de guerra acumulada, destructiva, perfectamente engrasada, demoledora, precisa, rezumando fortaleza. Veía llegar a los soldados de infantería nigerianos con sus mochilas a cuestas, con sus uniformes color verde oscuro camuflaje, y lo primero que hacían era contener el aliento ante las alineaciones de casamatas metálicas que sobresalían por encima de la espesura de la jungla. Se trataba de estructuras defensivas rectangulares de color blanco, coronadas por antenas y baterías cargadas de obuses. Aquellas defensas habían sido situadas tan solo un día antes, y ya llegaban hasta el punto más lejano de la vegetación que alcanzaba la vista, se perdían en aquel horizonte de densas junglas oscuras. Junto a aquellos grandes elementos metálicos rectangulares pintados de blanco se movían fatigadas hileras de infantería. Acababan de llegar todas esas columnas de la infantería nigeriana para reforzar nuestra posición. Los templarios tenían asignado aquel sector del frente. Debo decir que las fuerzas templarias suponían el 8% de las fuerzas desplegadas en esa zona de la frontera entre Chad y Níger, el resto eran nacionales. Puesto que he mencionado que era de noche, no estará de más referir que cuando llegué al campamento eran las tres de la mañana. Mañana se levantarán a las seis, me comentó un coronel señalando a las hileras de infantería que seguían llegando ininterrumpidamente al extenso cuartel y a cuyos soldados se les estaba asignando sus tiendas de campaña. Los todoterrenos iban y venían por aquella línea de defensas metálicas. Detrás de aquella línea defensiva de vigilancia, estaba la selva sin caminos, el enemigo, un ejército tan impresionante como el nuestro. Había insistido yo en inspeccionar rápidamente el campamento antes de irme a la cama. Pronto llegamos al sector donde estaban las tiendas de campaña. Detrás estaba la franja con todos los vehículos-orugas cargados con las baterías de misiles tierra-tierra. Al día siguiente entrarían en combate. Podía imaginar cómo en esos momentos, dentro de aquellas tiendas, los nuevos reclutas se meterían dentro de sus sacos, oyendo al veterano de turno de al lado. Unos hablarían de deporte o de conquistas amorosas. Quizá un veterano les contaría que allí, en el campamento en el que estaban acampados, sólo había fuerzas de infantería y que el apoyo aéreo venía de bases situadas en la llanura de Bobo-gna-lasso. Quizá les contaría que los grandes aparatos aéreos venían de bases situadas en suelo europeo, que cumplían su misión y que volvían de nuevo a sus hangares en Sicilia o en Alemania. Explicaciones de ese tipo, de muchos tipos, más o menos exactas, más escuetas o más adornadas de detalles, se oirían en las tiendas mientras todos, metidos en sus sacos, tratarían al mismo tiempo de oír y de dormirse cuanto antes. Mañana verían en acción todo aquello de lo que les hablaban los más veteranos. Indudablemente que a los recién llegados les resultaría interesante escuchar las cosas que decían los que llevaban más tiempo allí, pero seguro que estaban tan cansados que se dormirían al instante. Todos se dormirían de inmediato, agotados por tantos kilómetros recorridos, seguro. También yo, agotado, me dormí al instante. Antes de amanecer, todos tendrían que levantarse de nuevo y los más veteranos retomarían sus explicaciones en la tienda 34 mientras todos se vestían y mediolavaban. Les explicarían que las llamadas fortalezas volantes –grandes bombarderos– despegaban cada mañana de las plataformas flotantes que la República Europea tenía fondeadas a veinte kilómetros de las costas de Somalia. Despegaban puntualmente para descargar su cargamento de bombas (de una tonelada cada uno de ellos) sobre la larga línea del frente. Aquellos reclutas al oír aquello tendrían miedo, nada sabían que, en cambio, los Estados Unidos disponían en una base de Gabón de un nutrido número de cazas supersónicos. Se supone que aquello debería haberles tranquilizado de haberlo sabido. En cualquier caso, poco importaba saberlo o no, pronto ellos estarían en medio. Verían todo desde la mismísima primera fila. Yo, como comandante en jefe de las fuerzas del Temple, sería espectador de todo lo que ocurriera a muchos kilómetros, desde el puesto de mando, a través de las pantallas. Yo sería un espectador seguro, no llevaría una mochila a mis espaldas, ninguna mina explotaría bajo mis pies. Ir a la guerra así, era como ir al cine. Me sentía mal, pero sabía que las cosas tenían que ser así. El orden de este mundo era ése. A esos muchachos, no les ayudaría en nada lanzándome con ellos por esos caminos. Y dado que la guerra debía hacerse, era mejor hacerla bien. Cuando dieron orden de avanzar, una de nuestras columnas templarias flanqueada por tropas nigerianas, se internó por aquella selva en la que nuestra maquinaria había practicado en un tiempo record, dos horas antes, anchos senderos arrasando lo que encontró en su camino, compactando la tierra que iban a pisar las botas de los soldados. Los hombres penetraron en aquella masa vegetal como hormigas introduciéndose en la hierba. No tardaron ni veinte minutos en escuchar unos silbidos. A lo lejos vieron expandirse grandes esferas de luz muy brillante: eran explosiones. Nuestros regimientos, que comenzaban a desplegarse, no debían saber a ciencia cierta si esas explosiones eran nuestras o enemigas. La verdad es que unas eran de las fuerzas del Chad y otras eran nuestro fuego de réplica. En medio de aquellos estallidos, los sargentos recordaron a gritos a aquellos hombres despavoridos que la orden era avanzar justamente hacia allí, hacia la zona donde más explosiones resplandecían. Pronto comprenderían lo que significaba la expresión carne de cañón. La columna era de muchos millares de hombres y morían como moscas, como hormigas, como pequeños insectos en medio de fuerzas gigantescas. Metralla que salía disparada en todas direcciones, explosiones, silbidos continuos que pasaban a un palmo de todos aquellos hombres: de todos los regimientos nuevas hormiguitas humanas caían. Avanzad, avanzad, les gritaban guturalmente nuestros subtenientes. Nosotros teníamos conexión directa en audio y video con la cabeza de nuestras columnas. La resistencia de las filas enemigas se movía en los límites de lo previsto. Era de suponer que alguien quedaría vivo en medio de aquellas detonaciones que hacían temblar el suelo. Más atrás, el grueso de nuestras fuerzas de infantería avanzaban, pero eran más bien aquellas explosiones las que cada vez se aproximaban más hacia nuestros regimientos. Seguro que esos hombres de buena gana hubieran querido tirar sus pesadas mochilas y huir hacia atrás corriendo, pero no hizo falta que huyeran, pronto vimos en el centro de mando que una gran explosión surgió de la nada en el lugar donde se hallaban tres batallones que con la hierba hasta la cintura trataban de alcanzar la posición señalada. Antes de que se dieran cuenta de qué pasaba, una bomba de vacío les fulminó allí 35 donde estaban, ni siquiera saltaron por los aires. Me volví con cara indignada hacia uno de los oficiales que tenía a mi lado. En teoría, esa zona estaba protegida por el sistema antibalístico. Pero ya se veía que no del todo. No le dije nada a ese coronel que, de pie, se limitó en silencio a inclinarse un poco y a apoyar sus manos sobre la mesa que tenía delante. No pasaba nada, eran sólo tres batallones. Eso ni decantaba la guerra, ni siquiera la batalla. 36 otra cama, me limitaba más bien a saludar desde el pasillo del centro de la sala, a los convalecientes. Saludaba a aquellos hombres sin manos ni piernas que en la lotería de la vida les había tocado vivir. Nuestros templarios habían perdido sus ojos, sus mandíbulas, otros miembros, por una noble causa considerada en su conjunto. Pero los otros soldados, los nigerianos de reemplazo, los jovencitos enviados al frente a la fuerza... Saldrían de este hospital, mostrarían sus muñones y se sentirían muy orgullosos de haber quedado inválidos por una disputa comercial entre grandes superpotencias. Como es lógico esto último lo digo con ironía. Lo que no es una ironía es que alguien en un despacho de unas tierras del norte de otro continente, tierras que ellos nunca visitarían, decidió que no iban a permitir la pérdida de su influencia en el paralelo 38 de África. Una decisión en un limpio despacho enmoquetado, que supuso la pérdida de los miembros de estos chicos. Una decisión que supuso que en un sola mañana se llenaran las camas de este hospital con cuatro mil heridos de guerra. Y eso que la suma total de heridos de esta batalla está distribuida en ocho hospitales. Ocho hospitales se llenaron de dolor y amputaciones por el honor de unas banderas que ondean en latitudes mucho más frías y norteñas. Ni todo el esplendor de Occidente les devolvería su mano o volvería a llenar la cuenca de su ojo. Pero Occidente sigue luchando en esta frontera. Nigeria y Chad están asolados por esta riña entre colosos. Pero después de tanto tiempo nadie (ni ellas, ni las naciones que están detrás de ellas) daría su brazo a torcer. Ceder supondría ofrecer la evidencia de que la potencia que hay detrás de los peones, comienza a dar signos de debilidad. Una gran potencia debe dejar bien claro que una vez que Teniendo César aquel invierno sus cuarteles en la Galia Cisalpina, veníanle repetidas noticias, y también Labieno le aseguraba por cartas que todos los belgas se conjuraban contra el pueblo romano, dándose mutuos rehenes; que las causas de la conjura eran éstas: primera, el temor de que nuestro ejército, sosegadas una vez las otras provincias, no se revolviese contra ellos; segunda, la instigación de varios nacionales: unos, que si bien estaba disgustadas con la larga detención de los germanos en la Galia, tampoco llevaban a bien que los romanos se acostumbrasen a invernar y vivir en ella tan de asiento... GUERRA DE LAS GALIAS COMIENZO DEL LIBRO II L a batalla había terminado y dos días después me encontraba atravesando la gran sala corrida del hospital militar de Bangassou. Vestido con mi coraza, seguido de otros oficiales, rodeado por varios médicos, saludaba a mis hombres heridos. Visitaba lo que quedaba de una gran mortandad, pero el frente enemigo había cedido. La Orden había conocido su primera victoria en una guerra abierta de grandes dimensiones. Dimensiones mucho mayores de lo que hasta entonces habían conocido nuestras crónicas. La larga sala corrida de techo muy alto, estaba llena de camas bien ordenadas en seis hileras dobles. Aquella sala era inacabable. Sólo en ella debía haber, por lo menos, doscientas camas. Las sábanas eran blancas, las batas del personal eran blancas, también el suelo. Despertar en uno de esos lechos debía ser como despertar en un cielo blanco, cuyos ángeles eran los miembros del personal sanitario. Doctores de raza negra y negras enfermeras en medio de aquella blancura hospitalaria. Aunque me acercaba a alguna que 37 da su palabra de proteger a un peón, no cederá. Ya no queda mucho país por el que los nigerianos deban continuar su lucha, pero mientras queden hombres será posible el suministro de material para continuar. Cuando uno medita acerca del mundo tras una visita a estas hileras de camas, se siente una cierta inclinación a considerar que el mundo va hacia la hecatombe, pero no es así. El mal de la guerra está focalizado en unos cuantos puntos. El resto del continente africano vive una época económicamente floreciente. Mi continente, ya lo llamo mío, florece. Casi todo el año lo paso en la Casa Madre radicada en Madagascar, así que, después de tanto tiempo afincado aquí, ésta es mi tierra. Nuestros intelectuales africanos han llamado a esta época nuestro siglo de Pericles. A lo largo del siglo XXII, hemos visto emerger toda una constelación de excepcionales pensadores africanos. En cierto modo, podemos decir que hemos gozado por fin de nuestro Empédocles zulú, de nuestro Sócrates batusi, de nuestro Platón boshongo. Aunque no deja de ser curioso el que los libros más leídos en África son El corazón de las tinieblas de Conrad, y Memorias de África de Dinesen. Tiene gracia, los africanos siguen leyendo las visiones que de esta tierra han escrito los que han venido de fuera. Y, además, visiones de un África que ya no existe. Quizá ésa es la razón de que sean clásicos. Ellos contemplaron con sus ojos un continente que ya nunca volverá. Desde luego, a partir de ahora, algunos de estos pobres soldados van a tener toda una vida para poder dedicarla a la lectura. Un buen número de estos chicos saldrán de aquí no andando, sino en silla de ruedas. Claro que ellos no deberían quejarse, al menos viven. Una vez más, aunque siento tentaciones de hacerlo, voy a ahorrarme explicar el origen del conflicto. Es un asunto tedioso, intrincado y hay varias versiones sobre el tema. Además, para ellos, para los técnicos vestidos de civiles que vienen pagados por las superpotencias y que tienen sus casas en los barrios residenciales de sus grandes urbes, esto no es para ellos una guerra, sino un mero conflicto regional, una mera campaña más dentro de un marco mucho más amplio. El problema es que estas campañas se han enquistado, todas se prolongan de un modo tal que jamás lo esperaron. Son como una enfermedad cuya cura todos esperan pronto, pero que no acaba de cicatrizarse. Estos chicos heridos que tengo a ambos lados del pasillo, son las células en medio del pus y la infección. 38 Estando César de partida para Italia, envió a Servio Galba, con la duodécima legión y parte de la caballería, a los nantuates, veragros y sioneses, que desde los confines de los alóbroges, del lago Leman y del río Ródano, se extienden hasta lo más encumbrado de los Alpes. Su mira en eso era franquear aquel camino, cuyo pasaje solía ser de mucho riesgo y de gran dispendio para los mercaderes por la tribu de los protazgos. Dióle permiso para invernar allí con la legión... A pesar de las estatuas y pinturas que los honran, ellos son los hombres que pusieron sus ambiciones por encima de la vida de otros seres humanos con una vida tan maravillosa como la de ellos. Hoy tienen sus efigies en mármol gracias a ciegos, mutilados, amputados como los que tengo ante mi vista. No, no fueron grandes hombres. Mi desprecio hacia ellos crece de día en día. Ya nunca podré volver a leer los libros de Historia con la inconsciencia de antes. Cada trozo de terreno que conquistaron, lo hicieron con muchachos como estos, también ellos fueron arrastrados a la fuerza, ninguno fue por propia voluntad. Los soldados nunca tienen nada que ganar de la guerra. La visita al hospital ha acabado. Al volver sobre mis pasos para salir por donde había entrado, un joven templario me detiene desde su cama, llamándome, quiere dirigirme unas palabras. Me paro, me acerco a él y le escucho. Presiento que él es de ese tipo de personas, que siempre te quiere retener durante unos minutos, porque tiene que decirte algo muy importante. Aunque al final siempre es lo mismo: unas veces visionarios, otras veces mentes simples que encuentran la solución a todo en recetas de gran sencillez. Siempre me esfuerzo por oír condescendientemente las mismas cosas que ya he escuchado mil veces. Éste joven pertenece al grupo de las mentes simples. Me da una serie de consejos que él considera esenciales para el bien del mundo. Su minúsculo discurso, inútil, contiene un dato que me parece muy curioso. Y es que una de las cosas que me comenta es que se dirigió al frente, aquella mañana, escuchando a Haendel, a través de unos auriculares ocultos por su casco. Está prohibido escuchar música durante las operaciones militares, para poder oír con más claridad las instrucciones de los suboficiales, pero no obedeció. Me dijo, que si le mataban, quería pasar de este mundo GUERRA DE LAS GALIAS COMIENZO DEL LIBRO III M añana dejo Nigeria y vuelvo a la Casa Madre, el frente se aleja de aquí día tras día, y nuestras columnas prosiguen su avance en territorio enemigo. Hago mi última visita a los hospitales. Salgo ya de las salas donde están los pacientes templarios y me dirijo a la sala de los soldados regulares de Nigeria. Allí, en medio de mis recorridos, de mis preguntas, de mis breves conversaciones con algunos de ellos, veo a dos pacientes, con un tablero entre las dos camas, que interrumpen su partida de ajedrez al entrar yo y mis acompañantes en la sala. No digo nada, pero imagino que para ellos será inevitable tener la sensación de que al final han jugado con ellos al ajedrez. La sensación de que la victoria del rey negro o blanco no es la de ellos dos, convalecientes. Que ellos son los peones. Y que los peones caen como moscas. Después de mis visitas a los hospitales, comprendo mejor que Julio César, Napoleón y el resto de sanguinarios forjadores de la Historia no eran héroes, sino jefes de matadero. No sólo no deben ser honrados como grandes hombres, sino que deben ser repudiados como despreciadores de los hombres. 39 escuchando a Haendel. Me imagino que jamás se le pasaría ni remotamente por la cabeza a aquel músico alemán de casaca y peluca, afincado en la corte londinense, el que un hombre de color, en Nigeria se dirigiría a la guerra escuchando un aria suya en este lejano siglo XXII. Su Música Acuática en medio de la selva centroafricana... jamás pudo imaginar algo así. La vida sigue dando vueltas, el bombo de la historia sigue moviendo las bolas produciendo las más extrañas combinaciones, las secuencias más inverosímiles. resultaban especialmente preocupantes. Sin embargo, pronto otros informes sobre cuestiones prácticas relativas a nuevos asuntos, desplazaron aquellos papeles. F ui a dar un paseo, una noche de insomnio, veinte años ya al frente de la congregación, el calor tropical de la isla se hacía notar. Dar vueltas sin rumbo por el monasterio central de la Orden, mientras los monjes duermen, supone un placer lleno de misterio. La Casa Madre tiene el templo en el centro justo de la fortaleza. Una iglesia que goza de dimensiones catedralicias. Sin pretender caer en el vano orgullo, pero siendo sinceros, nuestro templo tiene más longitud que cualquier catedral francesa medieval. Para qué negar que es una construcción soberbia. Una vez que se han atravesado los pórticos y el atrio, se encuentra uno frente a una verdadera selva de columnas góticas. La entera iglesia semeja una gran sala capitular. Como una sala capitular dividida en nueve partes cuadrangulares. En una de las innumerables capillas que se le han ido adosando generación tras generación, se halla la entrada a la cripta. La iglesia posee tres criptas: la de san Olav, rey de Noruega; la de san Luis, rey de Francia; y la de san Fernando, rey de Castilla. En mitad del silencio de la noche, recorrí la Cripta de san Olav. En esas estancias subterráneas, unas situadas a más profundidad que otras, unidas por galerías y escaleras, están enterrados todos y cada uno de los monjes que han fallecido en ese monasterio. Un mundo subterráneo verdaderamente poblado de sombras, ya que carecía de iluminación alguna. Cada uno de los que ingresaban en él, debía portar uno de los faroles que se hallaban en las hornacinas de la entrada. Dado el entorno en el que se desarrollaba mi paseo, no hace falta insistir en P or fin de nuevo en la Casa Madre, la Fortaleza de san Miguel, el único lugar del mundo que ya considero mi hogar. Otra vez la vida regular, la paz. No deseaba otra cosa al volver que sumirme de nuevo en mis pacíficas ocupaciones de gestión, que mi vida monástica prosiguiera su tranquilo curso. Mientras atravesando aquel aire despejado, nos aproximábamos en mi aeronave, la sola visión desde la ventanilla de mi aeronave del monasterio-fortaleza alegró y al mismo tiempo serenó mi corazón. Mis ojos se quedaron pacíficamente fijos en el gran alcázar de hormigón que como una peña de piedra gris sobresalía orgulloso entre toda esa vegetación tropical. Al día siguiente, al sentarme en mi despacho, me esperaban los amenazadores informes de lo que estaba sucediendo en Europa. El Viejo Continente se estaba lanzando hacia una posición de mayor enfrentamiento contra la Iglesia. Afortunadamente en Europa y Estados Unidos, nuestra Orden no tenía ningún interés que defender. Dos lugares donde no nos habíamos establecido. Algo lógico, pues nosotros debíamos estar donde nos necesitaran. Y eso suponía, casi siempre, radicar nuestras casas en lugares pobres. Aun así, los informes 40 que atravesar ese lugar a aquellas horas hubiera supuesto para muchas personas una experiencia impresionante. Pero no para mí. Sabía que no son los muertos los que nos deben dar miedo, sino los vivos. En una cripta sólo hay cuerpos sin vida. Paseaba como un modo de meditación. Aquello para mí era como un libro donde se explicaba la vanidad de las cosas, la fugacidad de la vida, el sentido de todo. Suponían para mí un especial motivo de reflexión, las estatuas de los frailes difuntos, hermanos míos que en vano buscaría en el mundo de los vivos. En cada sala subterránea había en su centro varios sepulcros que representaban en piedra a caballeros con sus armaduras, con sus protecciones de cota de malla, como si estuvieran durmiendo sobre las losas. Unos era como si durmiesen, otros tenían las manos juntas sobre el pecho como si rezaran. Alguno en un alarde de singularidad (que debía corresponder a alguna singularidad de su vida) tenía algo entre sus manos. Uno mantenía abierto un libro en un acto de eterna lectura, otro agarraba un mapa, uno más lejano sostenía una extraña pequeña maquinaria. Más frecuente era encontrarse con figuras que hacían gesto de, en un supremo esfuerzo, desenvainar la espada: eran los que habían muerto en combate. También había muchas urnas con cenizas, ya que no todos habían podido ser traídos desde lugares distantes con su cuerpo. Sí, ese paseo nocturno era como la lectura de un excelente libro de meditación. Buena parte de la tarde antes de la cena, la había dedicado a leer una obra de Santo Tomás de Aquino, su Explicación sobre el Evangelio de san Juan. Allí, en un párrafo, el Doctor de la Iglesia había enseñado hacía ya muchos siglos: El oficio del buen pastor es la caridad; de donde se dice: el pastor bueno da su vida por sus ovejas. Nótese la diferencia entre el pastor bueno y el malo: el pastor bueno busca el beneficio de la grey, el malo su propio beneficio. Aquellas breves líneas me habían impactado notablemente. El sacerdote es un pastor y busca el bien de sus ovejas. Si está enferma, la cuida. Si necesita enseñanza, la instruye. Si es pobre, la socorre. Pero si la oveja es asesinada, extorsionada o atemorizada, ¿no deberá protegerla? El báculo de los obispos simboliza la larga y dura vara de los pastores, arma con la que se golpea a las bestias que tratan de llevarse entre los dientes alguna cría. El báculo de los templarios – sonreí– no era precisamente una vara, sino regimientos, aeronaves de transporte, cuarteles. ¿Buscaban su propio beneficio? Nada tenían propio. Su vida era más austera, en ocasiones, que la de aquellos a quienes defendían. ¿No debía el pastor proteger la vida de sus ovejas? El beneficio de la grey primeramente. Sí, no debemos vacilar, si la caridad precisaba de hacer la guerra, se hacía, sin contemplaciones. La vacilación ya es una forma de debilidad, una debilidad en la práctica del bien. Miraba aquellos sepulcros de hombres valientes, aguerridos, monjes que dedicaron muchas horas a la oración, religiosos virtuosos, ardorosos. Nadie entra en la Orden sin ardor. No tenía ninguna duda. Aquellos monasterioscastillo eran baluartes no de un poder meramente terrenal, sino baluartes de la virtud. Di gracias a Dios aquella noche de haber recibido sobre mis hombros la protección de aquella orden militar. Hacía tiempo que ya había alcanzado la tranquilidad de mi espíritu, la resignada aceptación de mi cargo, incluso desde antes de aceptar la investidura. Pero entonces, en esa cripta, en esa noche calurosa que no se sentía bajo tierra, aprecié más 41 plenamente el deber sagrado de proteger la vida corporal de mi rebaño espiritual. La Cripta de san Olav, en cierto trecho, descendía a través de unos amplios escalones, hacia todavía mayores profundidades. Los peldaños de esta caliza menos dura, por el uso estaban encantadoramente más desgastados y pulidos por el centro– Estos escalones daban a una sala con bóveda de crucería y columnas. A mitad de la sala, había una verja formada de nudos y entrelazamientos célticos. Abrí con mi llave aquella cerradura. Detrás de ese enrejado, comenzaba la capilla de Santa Sunniva, donde descansaban los sepulcros de los Grandes Maestres. Los seis sepulcros los representaban con sus ojos abiertos, con esos ojos fríos y hieráticos sin pupilas, como mirando al más allá, al infinito. La piedra los mostraba con sus hábitos religiosos, con la capucha echada, agarrando la empuñadura de una espada sobre su pecho. Uno tenía un león a sus pies haciendo las veces de escabel, otro un pequeño dragón, otro un águila, un cuarto reposaba sus pies sobre un basilisco, otro sobre dos halcones que agarraban una sola serpiente. Observando con detalle las figura de mármol blanco del halcón de la izquierda, me percaté de que con su pata izquierda agarraba, casi aplastándolo, un pequeño escarabajo. Al día siguiente, encontré la razón histórica de esta peculiaridad en las crónicas de la orden, guardadas en la pequeña biblioteca circular de la Torre Este. El sepulcro marmóreo de mi inmediato predecesor se hallaba vacío. Su cuerpo todavía estaba en un ataúd en tierra. Allí debía pudrirse aún cinco años más. Después se exhumaría y se colocaría en la cripta. Y aun así, dentro del sepulcro, el ataúd sería cubierto de abundante tierra. Mis antecesores en el cargo, aunque han podido poseer luminosas almas, han vivido en moradas terrenas de carne que se descomponen de un modo terrible. Una a una miré la inscripción de cada uno de los Grandes Maestres. Éste había sido antes benedictino. Ni más ni menos que abad de Beuron: ABBAS BEVRONENSIS EMERITVS. Toda una vida, antes de entrar en la Orden, resumida en tres palabras. Una existencia resumida en una inscripción. El de más allá fue obispo de la isla de Mallorca. Éste fue aclamado por todos como afamado teólogo en París. Este otro monseñor ostentó elevadas responsabilidades en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Cada gran maestre tenía una historia detrás. Cada uno había debido tener una gran historia para llegar a ocupar este puesto. Cada templario recibía sepultura en la cripta del monasterio donde fallecía. Sin embargo, los Grandes Maestres estaban todos enterrados en la Casa Madre, todos habían muerto en ella. En esta capilla de Santa Sunniva se celebra misa tres veces al año. En el amanecer del día 2 de noviembre, día de todos los difuntos, un sacerdote revestido con casulla negra, acompañado de dos acólitos, celebra en latín la misa pro defunctis. El 2 de diciembre, justo al mediodía, yo soy quien celebra misa por el descanso de sus almas. El 2 de enero, ya en el nuevo año, los maestres presentes en la Fortaleza de san Miguel y yo concelebramos, a las seis de la tarde, la última misa de la serie. Durante nueve meses, se cierra la verja, nadie dice misa sobre este altar y ninguna luz vuelve a iluminar estos reinos de quietud. Salvo que el custodio de una de las tres llaves de la verja que hay en la fortaleza, en una ardiente noche tropical, decida darse un paseo solitario atenazado por los fantasmas, no de los muertos, sino de sus dudas y vacilaciones. Claro que mis dudas no tienen que ver con la licitud de la obra por la que lucharon estos hombres enterrados aquí. Sino con la trascendencia que cada decisión mía tiene sobre la vida y la muerte de otros seres 42 humanos, hermanos míos, en esta congregación. Los que me precedieron en el cargo y Santa Sunniva sin duda me ayudarán desde el cielo. Hay toda una historia de por qué se dedicó esta capilla a esta legendaria santa princesa irlandesa del siglo X. La tradición sobre la santa, sobre su vida en una cueva noruega, sobre su viaje en un barco sin remos, ni vela, el hallazgo de su cuerpo en una isla por dos campesinos… ¿por qué habiendo tantos santos, dedicaron justamente a una santa así esta capilla? Los Grandes Maestres descansan para siempre en la capilla de una santa de leyenda. Qué pena que sean muchos los cristianos que consideran a estos difuntos hombres armados como cristianos bienintencionados, pero profundamente equivocados. Miré la faz de esos rostros esculpidos, inmóviles, y pensé que sólo ellos habían sabido a cuántos habían ayudado. Cuántos hombres habían vivido mejor porque ellos hicieron entrega de su vida a aquella forma de vida incomprendida y admirada a la vez, quizá a partes iguales. La cripta era un lugar óptimo para recogerse y pensar las cosas de nuevo. Allí se veían las cosas más claras. A la luz de la eternidad todos los problemas se volvían cristalinos. Mirad los problemas sub specie aeternitatis2, repetía incansable el tercer Gran Maestre de la Orden. Regresé subiendo primero los desgastados peldaños de la escalinata de piedra caliza, y después internándome en la consecución de salas y galerías, hasta llegar a la última escalera. Si uno paseaba por ahí durante el día, siempre podía hallar a algún que otro monje haciendo un rato de oración en la cripta. Por todos los moradores del monasterio-castillo era tenido como un lugar propicio para meditar. 2 Sin embargo, por esas galerías, me vino a la mente el versículo que reza mi Reino no es de este mundo. Esas palabras también eran un recuerdo de que ellos eran tan solo una medida de emergencia, un remedio excepcional, aunque la Orden durase ya un siglo. Me marché a mi celda. Al día siguiente, tenía dispuesto dedicar todo el día a la lectura de la Biblia y a meditar la ya comenzada obra de Santo Tomás de Aquino. Esos días de retiro espiritual me eran muy necesarios. La gente piensa que los monjes sólo oran. Pero ocho horas diarias de trabajo dejan sólo una parte de la jornada para la contemplación de las verdades divinas. Por eso una vez al mes, sabiamente la Regla reservaba un día entero para leer las Sagradas Escrituras, orar y revisar la vida. Había mucho trabajo, y más para mí, pero la Regla recordaba que nadie debía conquistar un reino si antes no conquistaba su propia alma. Teóricamente, cada templario debía antes conquistar su alma para Dios. La estancia en la Orden suponía una guerra personal contra el mundo, el demonio y la carne. Sólo hombres con paz en su alma podían ser guerreros. Si las pasiones habitaban en nuestros corazones, iríamos a la guerra acompañados de la torcida vehemencia de nuestras pasiones. Pero si lográbamos convertirnos en seres espirituales, cuando nos viéramos forzados a entrar en combate, lo haríamos con la sombra del Altísimo cubriendo nuestras filas. D esde mi investidura, una de las tareas a las que me dediqué con gran gusto fue a visitar, durante al menos un mes cada año, los distintos castillos que poseía la Orden. Un superior como yo tiene siempre variadas razones para visitar tal o cual región de la Orden. Si bien es verdad que todas esas visitas pueden ser delegadas en maestres, Bajo la visión de la eternidad. 43 visitadores o legados, que se encarguen de esos asuntos. Pero si durante ciertas temporadas he viajado mucho, ha sido más que nada para conocer las posesiones de la congregación. También es verdad que en los últimos años apenas me he movido de la Casa Madre y quizá de un par más de castillos principales. Siempre que bajaba por la escalerilla de mi aeronave para visitar los castillosmonasterios de otro país, el condestable me informaba enseguida de las casas asociadas que había en esa zona. ¿Qué son las casas asociadas?, pregunté la primera vez que oí mencionarlas. La primera vez que perplejo formulé esa pregunta, el condestable, bastante obeso (cosa infrecuente en la Orden,) como respuesta se limitó a sacar enseguida un mapa de la ciudad y mostrarme las veinte casas que poseía la congregación allí en Nairobi. En aquella ciudad, capital de Kenia, nuestro monasterio tenía esos pisos que el condestable me señalaba sobre el plano, mientras respondía a mis preguntas. Cada casa asociada era en realidad dos o tres pisos unidos, donde varios laicos vivían bajo la supervisión de un templario que hacía las veces de superior. Ese personal civil era en parte la cantera de nuevas vocaciones. Esas casas, no pocas veces, eran moradas para catequizar a los no bautizados, que habían venido a ellas atraídos por nuestra forma de vida. ¿Cómo se mantenía esa red de casas? A través de los beneficios que nos proporcionaban nuestras empresas de seguridad privada. La Orden era la propietaria de un cierto número de pequeñas empresas de protección y vigilancia. Y los laicos que vivían comunitariamente en las casas asociadas, trabajaban en nuestras firmas dedicadas a este sector. Los beneficios de esas empresas repercutían en la Orden. Son nuestras vacas, me explicó el maestre de aquella región, las vacas que ordeñamos. Cada castillo normalmente solía tener unos cuantas de esas casas asociadas. Suponían una fuente de financiación y un modo de entrar en contacto con mucha gente que después visitaba nuestros monasterios. Un pequeño tanto por ciento de esos visitantes después llamaban a las puertas de nuestros noviciados pidiendo ingresar. El sistema me pareció muy bueno, en cierto modo perfecto. En aquel entonces, llevaba menos de un mes en el cargo. Claro que después de la explicación que acababa de escuchar, me senté en mi sillón un poco abrumado: alrededor de cada castillo templario que veía en el mapamundi había que colocar cinco, diez, veinte casas asociadas. El poder y la influencia de la Orden en realidad era mucho mayor de lo que me había imaginado. –Normalmente las casas asociadas –me explicó el maestre de la Región VI– están inscritas no a nombre de la congregación, sino de empresas privadas cuyos dueños reales somos nosotros. Así, si algún día surge algún problema entre el Gobierno y la Iglesia en ese país, esas casas asociadas, así como las empresas de seguridad, son propiedad de particulares. Ninguna expropiación de bienes eclesiásticos debería afectarnos. –Los benedictinos vendimian los campos anejos a sus abadías –añadió el regordete condestable–, nosotros vendimiamos este otro tipo de viñas, que por otro lado nos toca cultivar con bastante trabajo. Mantener esta red de empresas de seguridad nos lleva nuestro esfuerzo. Tres meses después, en diciembre, les dije a mis contables: bien, repasemos las cuentas de toda la Orden, así me haré mejor idea del tamaño de todo esto. –Los balances se llevan meticulosamente –añadió el pulcro y anciano 44 condestable para tranquilizarme. Pero para mí no acababan allí las sorpresas. El examen en detalle de las partidas de ingresos fue causa de no pocos asombros. Los templarios gozaban de una bien merecida fama de honestidad e insobornabilidad. De forma que se habían convertido en la guardia pretoriana de cuatro presidentes africanos. En medio de funcionarios y militares corruptos, aquellos presidentes sabían muy bien que esta guardia de corps no les traicionaría. Eso sí, existía un código de honor en nuestros hombres, por el que si considerábamos que el régimen de nuestro protegido se había vuelto inicuo, podíamos exigir el cumplimiento de la famosa cláusula 28. Aquella cláusula le concedía a nuestro protegido el derecho de conocer, con tres meses de antelación, la decisión de que habíamos tomado la determinación de rescindir nuestro contrato de protección. Hasta la fecha sólo nos habíamos retirado de dos países. En honor a la verdad, me alegra decir que los templarios se retiraron con gran pena de nuestros protegidos, porque la confianza ni se compra ni se vende, se tiene o no se tiene. Por eso, en medio de esta generación corrupta y depravada, la seguridad que ofrecían cuatro o cinco compañías de insobornables, ajenos a las intrigas de poder, era un bien tan supremo que no había dinero que lo pagara suficientemente. Aunque, de hecho, pagaban; y mucho. Este apartado de beneficios siempre era pingüe. Estas compañías nunca entraban en combate, no nos daban ningún problema y nos otorgaban un gran prestigio. Prestigio para nosotros y prestigio para el presidente protegido. Pocas cosas ofrecían una sonrisa de mayor orgullo a un Jefe de Estado que el mostrar a sus impresionadas visitas aquellas compañías de templarios. No dejaba de ser curioso observar que la virtud de la fidelidad era un valor que cotizaba al alza año tras año. Ciertamente, las variadas fuentes de financiación de la Orden suponían un flujo de ganancias bastante continuo y saneado. Todos estos asuntos acerca de la financiación se llevaban con mucha discreción. Nada en ellos había que nos hiciera avergonzar. Pero la discreción no estaba de más. Un informe (no muy detallado, sino general) era enviado anualmente a la Congregación de Religiosos en Roma. El monto total de nuestros beneficios fue un tema que siempre preocupó a los monseñores de la citada congregación romana. La pujanza económica de la Orden suponía una razón más para que se hubieran tomado en las constituciones tantas precauciones en el nombramiento del Gran Maestre así como en la determinación de las funciones de los tres comendadores. Ninguna otra orden en la Iglesia tenía observadores fijos dentro de ella, participando siempre en su Gran Capítulo, sin voto, pero observándolo todo. Pero, honestamente, no había nada en todo este asunto de las finanzas que nos hiciera avergonzar. ¿En tiempos pasados no había sido igualmente poderosa la orden benedictina y después la cisterciense? Los cistercienses en sus mejores tiempos llegaron a tener negocios y barcos propiedad de la Orden. ¿Deberemos recordar el poder de los jesuitas en el siglo XVI y XVII con sus propias compañías comerciales, con sus reducciones? No era preciso ser un lince para percatarse de que la orden templaria sufría ahora de los recelos y vigilancias que había sufrido la orden jesuítica en sus tiempos de mayor apogeo. De los mismos recelos y de la misma animadversión. Pues en la barca eclesiástica nada crea más animadversión que el éxito. Son muchos los monseñores que si las cosas van mal, te dan un sermón sobre la paciencia. Pero si las cosas van 45 bien, ellos se encargan de repetir una y otra vez que las cosas no pueden seguir así. De todas maneras, para quedarnos con la conciencia tranquila, el trigésimo quinto capítulo general de la Orden decretó dedicar cada año el 5% de los beneficios anuales a obras de caridad. Desde ese año, sin interrupción, el administrador general entrega una parte de ese dinero a las Misioneras de la Caridad. Otra parte de ese 5% lo gestionamos nosotros mismos ayudando a personas desfavorecidas en regiones donde nuestra Orden trabaja. Interesante función la de las casas asociadas que también ejercieron la función práctica de constituir un exilio para alejar de nuestros monasterios a aquellos miembros problemáticos. Allí también enviábamos a los miembros que precisaran de vivir en un lugar cercano a un hospital. Los mutilados y los muy enfermos también solían acabar sus días en ese tipo de casas. Por otro lado, los castillos que habían quedado en lugares completamente pacificados y que, por tanto, carecían ya del sentido defensivo por el que se los erigió, se convirtieron en destino para los miembros más ancianos o para aquellos que en el desarrollo de su vida espiritual sintiesen inclinación a una vida más contemplativa. Así que la Orden, como se ve, examinada de cerca, desde dentro, era una realidad mucho más compleja de lo que pudieran pensar aquellos que conocieran de ella un par de simplificaciones. La Orden poseía entre sus destinos de lugares más propicios para los orantes, de pisos en pleno centro de las ciudades que parecían más que nada empresas, de emplazamientos adecuados para enfermos, etc, etc. Creía saberlo ya todo sobre casas y destinos, cuando me enteré que poseíamos también una prisión. –No me explique nada –le dije al secretario del coronel de intendencia de la Casa Madre–, mañana quiero un informe detallado y exhaustivo sobre esa prisión y los que están en ella. Hice aquello porque en un tema tan delicado, que me escandalizó y me enfadó, no quería una explicación superficial, sino un informe extenso. La idea de que la Orden tuviera prisioneros me parecía tan escandalosa que lo que me dijeran sobre ella quería verlo por escrito sobre mi mesa de un modo detallado. Cuando lo pedí, estaba convencido de que solicitaba tal informe para decidir acto seguido la desaparición de tal cárcel. Pero al día siguiente, después de leer el informe me convencí de que la creación de tal prisión había sido algo justo. En la prisión había sólo dos miembros de la Orden y un civil que había trabajado para nosotros. La primera vez que se planteó la necesidad de encarcelar a alguien supuso un episodio muy traumático para los que tuvieron que tomar la decisión, pero incluso yo, después de escuchar las razones, admití que habían tomado una decisión correcta. El primer recluso había sido un miembro profeso del que se empezó a sospechar que pasaba información a un determinado servicio de inteligencia. Aquel pobre hombre de cuarenta años hizo aquello por amor a sus padres y hermanos, en esos momentos viviendo en una situación paupérrima. La necesidad de ayudar a una madre enferma le torturó noche tras noche en la soledad de su celda hasta conducirle a la decisión de vender información. Los datos que transfirió no fueron muy importantes, pero le fueron agradecidos por los agentes secretos en forma de ayudas monetarias nunca recibidas por él mismo, sino desviadas hacia sus familiares. Aquel miembro profeso que había dejado marchitar su vocación a la vida religiosa, y que quizá incluso había perdido la fe, fue pasando datos 46 a razón de una vez al mes. El nombre de este primer Judas peruano fue Andrés Nelson Uriarte. Sin embargo, en un ambiente cerrado, no es difícil pasar de la sospecha a la certeza. Y una vez que se llega a la certeza ya sólo queda poner unas cuantas trampas. Los pocos casos de traidores de este tipo siempre acaban cayendo de bruces en el agujero. Pillados in fraganti siempre lo niegan todo, al principio. Después acaban confesándolo sus fechorías sin dejarse ni una. Es un frenesí, confesar para ser perdonado. En una tercera fase, ya conscientes de que el proceso seguirá su curso, se rebelan y gritan, una y otra vez, que les dejen marchar, que desean abandonar la Orden. La segunda fase de la confesión se debe a que equivocadamente piensan que les vamos a dar una palmadita en la espalda y a recordar que tienen que ser buenos. La fase de la rebelión viene cuando pasan los días y ven que no salen del confinamiento que van a ser juzgados en un verdadero juicio, porque han cometido un verdadero delito. En este primer caso, el de Andrés Nelson Uriarte, el primero que sufrió la congregación, no se le podía dejar salir de su encierro de ninguna manera, porque por su trabajo había tenido acceso a datos muy reservados acerca de la lucha del gobierno de aquel país contra un grupo disidente armado. ¿Qué debíamos hacer con tal persona? Si lo dejábamos marchar contaría todo, nos constaba que todavía no había contado todo lo que sabía. Este tipo de traidores dosifican muy bien la información que poseen para que no se les agote la fuente de beneficios. Además, no se trataba sólo del mal que nos pudiera hacer en adelante, era lo que ya había hecho. Había cometido un delito que en cualquier lugar del mundo se castiga con la máxima severidad. Su información, incluso, podía haber servido para llevar a la muerte a varios miembros del servicio de seguridad de aquel país en el que nos encontrábamos prestando nuestro servicio. Aquel estado había puesto su confianza en nosotros, había compartido información muy reservada. El escándalo que podía formarse en los medios de comunicación sería apoteósico. Después de deliberarlo mucho, el Gran Capítulo decidió que se le concediera la oportunidad de defenderse en un juicio a puerta cerrada y que se le condenase a los mismos años de prisión a los que se le hubiera condenado razonablemente por un tribunal civil de ese país si hubiera sido entregado a sus autoridades. El Gran Capítulo constituyó a tres coroneles de nuestro servicio jurídico en tribunal. El juicio militar tendría lugar en Georgeland, en nuestra plataforma del Mar de Tasmania, pues jurídicamente, según Derecho Internacional, estaba considerado como territorio soberano. Si lo hubiéramos encerrado en alguna celda de otro castillo podríamos haber sido acusados de secuestro. Se le concedieron todas las garantías procesales, pero las pruebas eran irrefutables. La condena de aquel Judas y que ni en esa situación dejaba de amenazarnos con el daño que nos iba a hacer en cuanto saliera, quedó en treinta y seis años. Mucho mejor que la pena de muerte que le esperaba si le entregábamos a las autoridades civiles del país traicionado. Y me temo que, antes de morir, las autoridades militares de ese régimen nada democrático le hubieran hecho pagar su traición de formas bastante desagradables. Nuestro tribunal situó su confinamiento en la fortaleza de esa plataforma. El honor de la Orden quedó a salvo, nadie se enteró de nada. Sigue prisionero en la zona de celdas. Sale a pasear dos veces al día, esposado y vigilado. Si mantiene una buena conducta, a la pena de treinta y seis años se le podrán sustraer 47 seis o siete, tal como se determinó en la condena. Después se le pagará un billete a su país o a otro y continuará su vida como cualquier preso que queda libre. Será un anciano que tendrá que empezar de cero: como cualquier otro preso en sus circunstancias. Él sabía lo que hacía cuando decidió cometer tales actos. Los actos conllevan una responsabilidad, él la aceptó libremente. Aceptó la posibilidad de la tortura y la muerte de varios servidores de la Ley a cambio de dinero. Al final, no ha podido disfrutar de ese dinero y está perdiendo su existencia entre rejas. La cuenta bancaria la abrió a distancia. Y, a distancia, con su código secreto, tuvo que transferir ese dinero inicuo a la Orden. Se empleó entero para ayudar a enfermos. Cuando salga, verdaderamente, tendrá que empezar de cero. sobre uno de nuestros tripulantes no constituye una retención ilegal. El segundo caso de juicio fue por un homicidio. Un caso de monje que incubó un odio oculto a nuestra congregación durante años, que se acabó materializando en el asesinato del subprior al ser llamado, una vez más, al orden. El asesinato se produjo a la vista de todos. De inmediato fue reducido por los presentes y encerrado en una sala especial. En los días siguientes se mantuvo en sus amenazas de hundir a la congregación en cuanto saliera. Finalmente, se optó por instruirle un juicio y hacerle expiar su pena antes de dejarle abandonar la Orden. El tercer caso, un civil, fue sobre todo un caso de sustracción de material. Podíamos haberle entregado a las autoridades del país, pero no queríamos vernos involucrados en un juicio que por sus particularidades hubiera atraído mucha atención mediática, pues dos bombas de vacío probablemente habían acabado en manos de terroristas. Aunque este sujeto vivía fuera de una casa asociada, e incluso estaba casado, se le embarcó en una aeronave con la excusa de una misión rutinaria y en vuelo se le comunicó la acusación. Cuando se emitió sentencia, se le comunicaron los hechos a su esposa y los años que iba a estar preso en Georgeland. Ha habido otros casos (técnicos foráneos, visitantes de nuestros monasterios...) cuyos actos delictivos los hemos puesto en comunicación de las autoridades de cada país. Pero en algunos pocos, esos tres, hemos preferido encargarnos nosotros del asunto para resolverlo todo de un modo interno, sin que trascendiese. En algunos conflictos armados hemos hecho prisioneros, pero siempre han sido remitidos a los tribunales ordinarios de cada país. Una vez más comprobamos las ventajas de habernos constituido como nación independiente, aunque fuera en una extensión tan pequeña, en aquellos mares lejanos. Fuera del perímetro que delimitaba aquellos treinta mil metros cuadrados, jurídicamente nosotros no podíamos ni juzgar a nadie, ni menos encarcelar a ciudadano alguno en ninguno de los castillos que poseíamos en los distintos países. Esta limitación jurisdiccional, en los tres casos que hasta ahora hemos tenido, se ha solucionado con un sencillo procedimiento. Se sube al acusado a una de nuestras aeronaves con la excusa de participar en alguna misión. Una vez en el aire, fuera del espacio aéreo del país, se le esposa y se le comunican los cargos que hay contra él. Una aeronave, como un barco, sobrevolando aguas internacionales pertenece a la soberanía de su bandera de matriculación. De manera que tal acto nuestro 48 Pesar finales del XXI. África supone el eje donde gravita el poder e influencia de los templarios. Aunque, en los últimos decenios, el mar ha sido el campo donde más nos hemos expandido, ofreciendo servicios de protección a plataformas comerciales independientes. (* ), siempre hay que pesar y 3 sopesar todo. La guerra en el frente de Chad, el vernos involucrados en el conflicto, decisiones como la de mantener a alguien confinado, decisiones acerca de si proteger o no a un presidente de una nación… miles de asuntos. Duermo bien. Doy gracias a Dios de que mi trabajo no me afecta personalmente, creo. Quizá es la sensación que tengo de que si al final toda esta congregación se hunde, muchos en la Curia Romana respirarán aliviados. Se espera que yo administre bien, pero si no es así y todo este entramado naufraga nadie me lo va a echar en cara. Alguien en un despacho romano me dirá que no pasa nada, que no me preocupe y que son cosas que pasan. Pero la Orden sigue con una terca salud de hierro. Nuestra guerra en Chad sigue su curso y, jamás lo hubiéramos pensado, avanzamos posiciones. Pero en medio de todo esto, de todas estas turbulencias, me acuerdo mucho de los acantilados de mi tierra, de aquellas costas irlandesas cercanas a Kenmare, no lejanas a Carrantuohill, abruptas, roqueñas, cubiertas de musgo, aquellos paisajes de suaves colinas tan queridos para mí. Nunca se me ocurrió imaginar que pasaría buena parte de mi vida en latitudes tropicales. Aquellos acantilados de pueblo vienen con mayor frecuencia a mi mente conforme los años pasan. Qué lejos siento mi tierra natal. La Orden es fundamentalmente africana. Sus casas, su dominio está asentado en este continente, sobre todo en su centro. Jamás se les hubiera pasado por la cabeza a los antiguos templarios medievales, que la Orden sería esencialmente negra. Y si no es totalmente negra, se debe a la gran colonización blanca de Ayer me visitaron mis ancianos padres. Dada su edad, será la última vez que les vea. Están atendidos con todo cariño en la hospedería. Pasarán conmigo, una semana. Vinieron una sobrina mía (a la que apenas había saludado un par de veces) y con mi hermana Glenda y su joven pareja sentimental, Jiang. Este chino educado en Australia, de religión sólo sabía lo visto en las películas. Aunque antes de venir aquí, se debió leer apresuradamente varios libros sobre la Iglesia Católica. Por lo cual, no debió sorprenderse de que les diéramos habitaciones separadas a ella y su pareja. Jiang estaba dotado de una curiosidad insaciable y vivaz. Durante la cena, me hizo muchas preguntas. La primera de todas, por supuesto, fue preguntar mi opinión acerca de por qué se había derrumbado la primera orden templaria. Después de un gran suspiro, le dije: buena pregunta. Buena pregunta porque sobre ese tema ya está escrito todo lo que se puede escribir. Es una interesante pregunta, además, porque la respuesta se puede enfocar desde todos los ángulos posibles. Querido Jiang, le expliqué al joven ingeniero, los pobres caballeros de Cristo (como se llamaban los primitivos templarios) llegaron a Francia con ciento cincuenta mil florines de oro y diez mulos cargados de plata. Habían perdido ya todas sus plazas fuertes en Tierra Santa, pero sobre todo habían perdido la ilusión. Se afincaron fundamentalmente en la bella y 3 No penséis que he venido a traer paz a la tierra, no he venido a traer, paz sino espada (Mt 10, 34). 49 placentera Francia, y abandonaron el propósito para el que fue creada su milicia. La decadencia espiritual de la primitiva orden de los templarios avanzó como una enfermedad año tras año. Finalmente la Orden fue barrida de Europa. En cierto modo, Cristo abandonó la Orden a su suerte; pero ellos antes habían abandonado a Cristo. Dios sabía que una fuerza con tantas plazas fuertes, con tanto capital, emparentada con todas las familias nobles de Francia y constituidos en París como custodios del tesoro real, lejos de convertirse en un instrumento para la gloria de Él, se iba a convertir en una fuente de conflictos inacabable. Antes o después, en una generación o en dos, hubiera habido alguna guerra civil, por cuestiones dinásticas o por lo que fuera, y los templarios hubieran tenido que posicionarse. Lo cierto, es que al final los templarios hubieran sido una fuerza secular más en Francia. Ellos mismos hubieran podido acabar por ser causa de esos conflictos dentro del complicado y dividido reino francés. Dios no fundó a los Caballeros de Cristo para eso. Y si en medio de esos conflictos intestinos entre nobles de Francia hubieran tenido éxito, lo que hubieran logrado hubiera sido constituirse como un reino dentro del reino de Francia. Por eso el Altísimo entregó la Orden a la codicia de Felipe el Hermoso. Dejó que aquel inmenso barco se hundiera. En su sabiduría, no hizo nada por impedir que se hundiera, antes de que incendiara el corazón de Europa. Castigó a la orden primitiva con la misma pena con que había castigado al antiguo Israel. La historia volvía a repetirse. Por eso es tan importante el que en nuestra orden se mantenga la disciplina espiritual. Mientras mantengamos el favor divino nada debemos temer. Ésta fue, en esencia, mi respuesta a lo largo de las distintas preguntas y comentarios que hizo mientras comíamos el asado de ciervo del segundo plato. Pero Jiang, educado, discreto y sonriente conversador, me siguió preguntando: –Fray Alain, he oído hablar de los beliorantes, ¿quiénes son? –Vaya, vaya, veo que mi hermana te ha provisto bien de libros sobre nosotros –ella pícaramente sonrió a mis palabras. Deseaba que él me causara buena impresión. Era contraria a la institución matrimonial, pero ante la posibilidad de una ceremonia oficiada por el Gran Maestre de la Orden Templaria, se lo estaba pensando–. Pues la belioratio es una oración, más bien un ritual que se hace durante cada batalla. Se trata de una costumbre que proviene de los primeros tiempos de la refundación de la Orden, y que ha quedado ordenada en nuestras constituciones. Cuando vamos a emprender una batalla, el capellán del monasterio acompañado de un acólito y un lector, cabalgan a una colina y se quedan orando por la victoria. Allí, alejados de la confrontación, bien protegidos, sin descabalgar estarán en silencio pidiendo a Dios que venzamos, que proteja a nuestros hombres, que envíe su asistencia espiritual a los enemigos. Los tres oran silenciosos mientras el capellán mantiene en alto el varal que sostiene una cruz de acero. Si no hay colinas, se quedan en un rincón del interior de un bosque, o donde sea. Cada soldado que lucha, sabe que en ese mismo momento están orando por él. –Debe ser una escena preciosa – comentó la sobrina–, muy pictórica. –Lo es. Podrían orar en la capilla del monasterio, pero los símbolos son muy importantes. Somos conscientes de que buena parte de los que llaman a nuestra puerta, diciendo que creen tener vocación a nuestro 50 modo de vida, lo hacen movidos por nuestra estética, por nuestros rituales. Incluso la sobria grandiosidad de la Fortaleza de san Miguel y la belleza de unas cuantas más, no son realidades ajenas al hecho de que muchos se sientan atraídos a nuestros monasterios. –Es cierto –comentó mi hermana–, no te lo había dicho, Jiang. No me acordaba que suelen cultivar el arte de la equitación. –Sí, nos cuesta mantener las cuadras, tampoco cada monasterio suele contar con más de tres o cuatro caballos, pero vale la pena. Los hombres se distraen con ese ejercicio. Supone un esparcimiento y lo que te he dicho antes: los símbolos. –Vi un grabado en un libro que representaba la belioratio de la batalla de Gwandara –comentó mi padre. –Sí, también hay un gran lienzo de varios metros de largo que la representa con todo lujo de detalles –le expliqué–. Fue una de las grandes batallas de la Orden. Eran tantos los hombres que fueron al campo de batalla que la belioratio se hizo con abundancia de lectores y acólitos bajo la presidencia de tres capellanes. Aquellos jinetes, en aquel amanecer tan ventoso, con sus capas negras, sus cascos, contemplando la batalla en silencio, en un alto, con los estandartes detrás, formaban una formidable estampa wagneriana. Todas estas cosas no sólo no suponen una pérdida de fuerzas en actividades no fructíferas, sino que por el contrario están dotadas de una sutil utilidad, sutil pero real. Los símbolos, los emblemas, las ceremonias, constituyen una construcción etérea, impalpable. Pero Jiang, nunca menosprecies el poder de los símbolos. cena, caminaba junto a un anciano vestido con un hábito monacal acompañado de su madre de ochenta y seis años que ayudaba a su padre casi nonagenario. Se debía sentir muy orgullosa de mí, de tener un tío en un puesto de ese tipo. Cuánto me hubiera gustado sentir las alegrías familiares de ver crecer a mis sobrinos, de visitar con asiduidad la casa de mis padres. Pero encerré mi vida en estos monasterios, entregué mi vida a la defensa del indefenso. No me arrepiento. Al menos, de vez en cuando, se deja caer algún tío mío acompañado de sus hijos. Son mis familiares los que me visitan, yo cada vez salgo menos de las casas de la congregación. El mundo me cansa. La paz, el recogimiento que hallo aquí es un don de Dios más que una renuncia. El mundo exterior cada vez aparece más lejano para mí. Mi espíritu se ha vuelto verdaderamente monástico. Una clausura es como una burbuja. Aquí tengo mis amigos, mis aficiones, mi vida metódica y regular. Quizá todo esto es fruto de la vejez. Los años han ido pasando y cada vez busco más la serenidad. Los años hacen que cada vez te vuelvas más sereno, más apacible, aunque también los años hacen que no te tiemble la mano a la hora de tomar crueles decisiones. Pero, ciertamente, los años hacen que sopesemos todo cada vez más. La guerra siempre es una decisión cruel. Hubo un tiempo, ya lejano, en que creí en los aspectos estéticos de la guerra. La confrontación bélica da lugar a escenas muy pictóricas. Pero cada vez me confirmo más en el carácter sucio y vulgar de ésta. La guerra es muy pictórica, sobre todo en los cuadros. Mis padres, en su visita, podían disfrutar del aspecto más bello de todo esto. Mi hermana de treinta y ocho años escuchó atentísima mi respuesta. Aquella pelirroja con las que tantas veces había jugado, ahora era una apuesta mujer que, acabada la Mi sobrina estaba excitadísima con todo el tema de las batallas. En plan de broma, casi estuvo a punto de pedirme que si en el 51 futuro había alguna, le avisara para ir como espectadora. Dulce ingenuidad. Primero, jamás invitaría a alguien a venir a presenciar el espectáculo del ser humano matando al ser humano. Segundo, la Orden ha tenido muy pocas batallas a lo largo de su historia. Y cuando digo pocas, quizá debería decir cuatro. Y aun éstas de tamaño más limitado de lo que los muchos cuadros que las representan dan a entender a la imaginación. Si la Orden tuviera muchas batallas, quebraríamos financieramente. Luchamos en pequeños enfrentamientos con guerrillas. Pero las batallas son una ruina para nosotros. Sólo quien tenga un Estado detrás puede permitirse semejante desgaste económico. Pero los cuadros repartidos por la casa, los murales, dan a entender un pasado glorioso de choques entre grandes ejércitos. Las pinturas no mienten, suelen ser realistas. Pero el espectador suele ir más allá de lo que muestra el lienzo. También esas obras de arte cumplen su tarea: elevan el orgullo, enfervorizan a los novicios, son una medicina contra la cobardía. Pero para el que conoce toda esa realidad bélica únicamente por las pinturas y las películas, todo este mundo estético resulta engañoso. Mi sobrina sólo conoce de mí, la faceta glamurosa. Debe pensar que nos dedicamos solamente a rezar y a formar en los patios de nuestras casas y poco más. No tiene ni idea; y no pienso sacarla de su visión ideal. Bien es cierto que tampoco yo conozco de ella casi nada. Nuestro desconocimiento es recíproco, y amable. Es una mujer encantadora, bella, siempre llena de energía, aparentemente siempre alegre. Tampoco tengo interés en conocer de ella otras facetas. Les estrecho entre mis brazos. La edad me hace pensar, con razón, que será la última vez que vea a mi padre. Les despedí al pie de la aeronave que les llevó al aeropuerto internacional. Se marcharon contentos a su pacífica casa de la costa irlandesa. Yo proseguí ese mismo día con mis tareas administrativas. Las visitas de mis familiares cada vez escasean más. Los parientes más directos van falleciendo, los más jóvenes son cada vez más lejanos. La última visita fue hace dos años. La recuerdo con una ligera nostalgia. Pero poco a poco mi familia va siendo la Orden. Vuelvo a la lectura que tengo delante, aquí, en mi celda. Mis ojos azules, cansados, vuelven a leer el libro que tengo sobre la mesa, sobre mi atril. Cada día dedico una hora a la lectura reposada y tranquila justo antes del almuerzo. La lectura forma parte de mi trabajo, al fin y al cabo soy un monje. Sin la idea de la Redención, la Historia se convierte en una arena en la que los vencedores amontonan constantemente los cuerpos de los vencidos. Sin el concepto de Redención, la vida de los seres humanos no es muy diferente de la de los excursionistas sorprendidos por la niebla. ¿Cuál es el camino por el que hemos venido? ¿Por dónde vamos caminando ahora? Nadie tiene una brújula, andamos a ciegas. El mal no se puede combatir con el mal, pero tampoco con la retórica del bien y la demagogia de los buenos sentimientos. «¡Tenemos que amarlos!», «tenemos que querer la paz». Medito estas líneas de Tamaro. Qué gran verdad. La idea de la Redención... Sin una visión del universo como orden, como equilibrio, no tendría sentido la vida de los templarios. Si en el cosmos no existe el orden objetivo, nuestra empresa sería vana, no lograríamos más que remiendos en medio del caos. Si todo fuera relativo, no tendría sentido sacrificar nuestra vida en pos de la instauración de un orden que sólo sería una construcción 52 cultural. Los conceptos de orden-caos, equilibrio-desequilibrio, bien-mal, no son meros conceptos mentales, son realidades, en ellos hallamos los fundamentos de nuestra orden. Y en medio de todo... la Redención. Una y otra vez se suscita, por parte de los que nos rodean, la gran cuestión de si Dios puede tener un ejército en la tierra que sea su ejército: el ejército de Dios. Una y otra vez se suscita la cuestión de si Jesús pobre, humilde y desarmado puede ser el Rey de una milicia de soldados de Cristo. Son pensamientos que sobrevienen en mi mente, a pesar de que hace ya mucho tiempo que la lucha de estos conceptos alcanzó su paz y equilibrio dentro de mi espíritu. Y lo aparentemente contradictorio encontró su armonía en mis esquemas mentales. El Cordero Pascual es, al mismo tiempo, el León de Judá. Por eso hago lo que hago y estoy donde estoy. Por eso dirigí en persona la campaña de Chad. Por eso me duermo por la noche sin remordimientos, en paz conmigo mismo. En medio de estos pensamientos, oigo ya las campanas. Es la hora del almuerzo. Recorro dos largas galerías de piedra, camino del refectorio: arcos, capiteles labrados representando profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, un jardín cuadrado de césped húmedo tras la arcada de piedra caliza. Me duermo sin remordimientos y sin tardar, y eso a pesar de que mi preocupación está en Europa. Las campañas de descrédito, las instituciones gubernamentales interviniendo sectariamente, el odio que se genera contra el cristianismo, las generaciones que vamos a necesitar para atenuarlo, corregirlo y arrancarlo, todo este panorama europeo sí que me preocupa. Allí, las cosas se están poniendo feas, cada vez más feas. del colocándose delante de sus asientos, cuatrocientos monjes silenciosos, con sus manos tras el escapulario negro. Después de la bendición, el murmullo de casi medio centenar de hombres sentándose. Los servidores del comedor comenzaban la distribución de la comida por las mesas. En la parte delantera de aquella sala, en el centro me sentaba yo, a mis lados mis dos senescales. A ambos lados de los senescales, otros oficiales. El silencio fue agradablemente interrumpido por la voz pausada del monje lector. No hace falta decir, que a lo largo del año recorremos varias veces toda la Sagrada Escritura y que para nosotros tienen especial significación todos los relatos de batallas bíblicas, las historias del libro de Reyes, del victorioso Josué, del profeta Samuel aconsejando al rey Saul, de los dos libros de Macabeos, dos libros de batallas. Por aquel refectorio iban desfilando a lo largo del año las batallas del Pueblo Elegido, las de los filisteos, los asirios, las invasiones de los infieles, las victorias dadas por la mano del Todopoderoso, el abandono de Dios y la consiguiente derrota por la infidelidad de sus siervos. Todos aquellos textos estaban vivos para nosotros. Sin embargo, hoy el monje lector recitaba un texto del exilio de Israel. Su voz, leyendo el libro de Daniel, resonaba bajo la alta bóveda de medio cañón. Y ésta es la escritura que ha trazado: Mené, Mené, Tekel, Ufarsín. Y ésta es la interpretación de tales palabras: Mené: Dios ha contado los días de tu reinado y le ha puesto fin. Tekel: has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso. Perés: tu reino ha sido dividido y dado a los medos y a los persas. El gran maestre comía y escuchaba en silencio las palabras del profeta Daniel al rey Baltasar de Babilonia. Comía y meditaba. Los templarios iban entrando en la sala refectorio. En aquella sala, iban 53 54 E n mi largo mandato he visto ser elevados al solio pontificio a cinco Papas: Urbano XXXIV, Juan Pablo VIII, Pablo VII, Gregorio XXXVII y Lino II. Mi relación con casi todos ha sido muy buena, aunque correcta sería la palabra más adecuada para definir esa relación. Soy un fiel hijo de la Iglesia. Pero mi relación con el tercer pontífice fue tormentosa, es más, progresivamente más tormentosa. Sólo la intervención del buen Dios, llevándoselo a su seno, disipó unas nubes cargadas de aguas torrenciales. Yo me encontraba en mi despacho el 3 de noviembre de 2193, preparando mi sermón de Navidad para la Región II. Cuando se me anunció que acababa de llegar el legado de Su Santidad, lo esperaba y me dirigí a recibirlo con ánimo sereno. El cardenal Amantini era un hombre alto, delgado, refinado, el típico diplomático eclesiástico que ha pasado toda su vida en la Curia. Mi sotana, mi capucha, de tela basta, muy usada, contrastaba con la púrpura roja de su solideo y su fajín. Mientras se llevaba la mano al solideo de su cabeza, hacía viento, me extendió la mano. Le extendí la mía, yo no era su subordinado. Jerárquicamente ninguno debía obediencia al otro, así que nos dimos la mano y ninguno besó el anillo de nadie. Fue por mi parte un recibimiento franco, pero ya allí, en el mismo recibimiento bajo el inmenso portón del gran muro de entrada de la Casa Madre, fue donde noté en su mirada dureza y en su sonrisa un algo de forzado, de obligación. Era evidente que Su Santidad no enviaba a un legado hasta allí para desearme los buenos días o interesarse por cómo iban mis digestiones. Aquella misma mañana, después que se hubo refrescado, descansado e instalado en sus aposentos, tuvimos la primera conversación sentados uno frente al otro, con una desnuda mesa de roble en medio, donde el legado colocó ciertos papeles que sacó de su maletín. El legado venía con una delicada misión encomendada. Nada más escuchar lo de que le traía una delicada labor, apreté con mis puños las dos bolas en que acababan mis reposabrazos. El cardenal Amantini fue directo al grano sin perderse por las ramas. –Fray Alain –me dijo–, el Santo Padre desearía ver cumplidas las expectativas que tiene en la Orden y en su reverencia, y que ya le ha manifestado por varios conductos... varias veces. Mi cara debió evidenciar tensión y malestar nada más ver confirmadas mis sospechas acerca de lo que le había traído aquí. –El Santo Padre no ve con buenos ojos –continuó el legado– la intervención de la Orden en Chad. Su Santidad lleva comunicándole su parecer desde hace varias semanas, pero... reverendísimo padre... en fin, dígame, ¿por qué no acaba de haber... un, digamos, entendimiento entre ambos? Me quedé en silencio, mirándole a la cara, una cara cardenalicia que se mostraba incómoda y que ya, del todo, había perdido la sonrisa. Aquella misión no le era una carga cómoda de llevar. Mi mirada era férrea, como las palabras con las que le iba a contestar. –Mire, eminencia, le he hecho llegar muchas veces a Su Santidad mi respuesta. Muchas veces. Y siempre he tenido la gentileza de hacerle llegar mi contestación de un modo oral, para que no constara en ninguna parte que había recibido presiones en el sentido de que él quiere que abandonemos el frente de Nang-Ton. –Pero... –¡No, escúcheme! Desde el punto de vista de la moral y la justicia, no hay ninguna duda de que debemos ayudar al bando de Nigeria. Voy a hablarle con total franqueza, es más que evidente que él no puede sustraerse al hecho de haber nacido en una de las partes en conflicto. Pero por más que le pese, su país fue el agresor y el país que defendemos fue el 55 agredido. Ésa y otras muchas razones, razones que le he hecho llegar repetidas veces, justifican nuestra presencia. Además, nosotros nos hemos comprometido con el gobierno nigeriano. Ahora no podemos dejarles en la estacada. Seguiremos apoyando con nuestros hombres a los que han sido atacados. Si él quiere que abandonemos a su suerte a los nigerianos que nos lo ordene. –Un buen hijo no necesita órdenes expresas para obedecer. Su manera de pensar está muy clara y usted debería simplemente actuar en consecuencia. No hubiera tenido que ser necesario, ni siquiera, el que me hayan tenido que mandar hasta aquí. –Conozco muy bien lo que él piensa. Pero yo pienso de forma justamente contraria. –¿Desobedecerá una orden expresa de Su Santidad? –¡Por supuesto que no! Pero él sabe muy bien que una orden de ese tipo sería escandalosa hasta para la misma Curia Romana. Si él quiere ordenar algo, sólo tiene que hacerlo. Nosotros no le vamos a desobedecer. Pero sólo le pido que no me envíe, de modo oculto, consignas acerca de lo que ni él mismo se atreve a ordenar a la luz del día. Si nos retiramos, les diré claramente a mis hombres que lo hacemos por pura obediencia a un mandato pontificio. Y si me ordena no decirlo, no será necesario, todos adivinarán la verdad. El legado me miró mientras su mano hacía girar ligeramente en el dedo, su grueso anillo dorado. Ya había previsto una respuesta de este tipo. Ya habían intentado con amabilidad que yo cambiara de opinión. Ahora sólo les quedaba intentar las cosas por las malas. El legado había recibido instrucciones de ser duro conmigo. Así que continuó: –Fray Alain, si van a recibir ese mandato pontificio, ¿por qué no adelantarse a él y ahorrarse problemas? Todos nos ahorraríamos problemas, ambas partes. Todo son ventajas si hace las cosas como se espera que las haga. –Debo hacer las cosas como Cristo espera que las haga. –¿No ha pensado que el cargo le ha podido volver muy soberbio, fray Alain? El Santo Padre siempre creyó que esta milicia era algo con lo que podía contar. Usted sabe muy bien que antes de llegar al Solio Pontificio, siempre les fue favorable, fue su gran defensor en la Curia. Por eso ahora todo este desagradable asunto le ha dolido de un modo tan íntimo. ¿Tan difícil le resulta entender que él no pueda quedarse de brazos cruzados mientras una orden militar está ayudando a los nigerianos a invadir su propio país? Y encima, para acabar de rematar las cosas, usted no se aviene a entender que él, como persona de esa tierra, conoce mejor que nadie la situación. Y que si él dice que Nigeria no tiene razón, pues punto final. Recuerde que le envió una larga carta explicándole detalladamente las causas de este conflicto y dándole la versión verdadera del Caso Agha. ¡Es usted el que está sacando las cosas de quicio! La postura de él, francamente, me parece razonable. –Mire, nos ha costado mucho tener amigos en la Curia, si hemos decidido hacer lo que hemos hecho, es porque estamos seguros, ¿entiende? El Gran Capítulo decidió la intervención por unanimidad. Todos los templarios, tras ser atacados, sabían que no nos habían dejado otra posibilidad. Por mucho que se esfuerce en enviarme una carta sobre este conflicto u otro informe más sobre el Caso Agha, mi opinión es la opuesta. Y al fin y al cabo… ¿quién invadió a quien? ¿Eh? Porque, al final, siempre son los soldados de un bando los que atraviesan la frontera del otro. Por mal que se lleven dos países, siempre es uno el que ataca. A pesar de la invasión de las fronteras, nosotros no nos involucramos en el conflicto. 56 Pero cuando atacó todos nuestros monasterios en su país, ya no nos dejó otra posibilidad. ¿Qué razón podíamos dar al país que nos acogía, y que era atacado, para seguir manteniéndonos al margen? –Mire, podemos estar hablando hasta el anochecer, pero al final esto es una cuestión de obediencia. El Santo Padre no necesita, ni siquiera, enviarle una carta con la orden puesta por escrito y sellada. Basta con que me otorgue la potestad de legado con plenos poderes para que en este viaje yo pueda disponer con total libertad. Se está empeñando en algo que no tiene ningún sentido. Además, me es triste recordarle que usted ha enviado, en años pasados, dos cartas pidiendo la dimisión. ¿No se le ha pasado por la imaginación que en mi maletín puedo tener la carta del Santo Padre con la aceptación de su renuncia? –Mire, si quiere darnos una orden, directamente o a través de alguien, que nos la dé. Yo no necesito escudarme detrás de nadie, para decir con toda claridad lo que pienso. Pero si él ordena algo, no importa el modo en que lo haga, todos sabrán lo que ha pasado, tanto en la Orden como en Roma. –Puede limitarse a aceptar su dimisión. –Quizá él hubiera deseado aceptar mi dimisión hace cuatro meses. Pero entonces no lo hizo. Y sabe que si la acepta justamente ahora, todo el mundo va a sacar las conclusiones lógicas. –¿Pero en qué quedamos? ¿Quiere usted dimitir sí o no? –¡Ahora menos que nunca! –¡Es usted un soberbio, señor mío! –Nunca me ha importado aparecer como un miserable, sólo me importa hacer lo que pienso que, en conciencia, debo hacer. –Vamos a ver… –Perdone –le interrumpí–, antes de nada quiero preguntarle si se le ha investido de esa potestad de la que me hablaba antes. ¿Viene aquí como legado con plenos poderes? El cardenal se llevó la mano a la barbilla, se la acarició. Pensó la respuesta. –Tal vez sí –fue la contestación acompañada de una mirada desafiante. El rostro del cardenal sí que mostró auténtica y verdadera soberbia al decir eso. –Mire eso no me vale, ¿sí o no? –Tal vez sí –dijo remarcando cada sílaba. –Muy bien. Pero mientras usted no me muestre un documento que pruebe lo contrario, yo sólo respondo ante el Sumo Pontífice. –Por supuesto, por supuesto. Sólo trato de hacerle ver, que toda su jactancia puede verse por los suelos con un simple papel que se halle en el maletín que tengo junto a mis pies. Bien sea una bula otorgándome poderes, bien una carta aceptando su dimisión, bien una orden directa. –De nuevo le agradezco que me recuerde mi, vamos a llamarla, debilidad. También me imagino la posibilidad de que se le hayan concedido esos plenos poderes, pero que también quizá le hayan dicho, que no muestre esa potestad salvo que lo vea conveniente. Muy posiblemente hayan dejado a su discreción el cómo llevar esta negociación y cómo usar sus armas. Así que concluyamos: ¿me va a a transmitir una orden pontificia? ¿Sí o no? –Mire, no es una orden, pero... es la manifestación de un deseo. Mi misión aquí es manifestar un anhelo muy profundo del Pontífice. –Entonces transmítale a Su Santidad que sus deseos serán examinados con el mayor de los intereses y que si el resultado es positivo, se lo comunicaré de inmediato. Un silencio pesado, inaguantable, se impuso sobre la mesa en la que estaban sentados los dos clérigos. El reloj de 57 sobremesa de aquella salita tocó solemne la hora con unas inacabables campanadas. El cardenal estuvo pensando en poner, en ese momento, punto final a la conversación. Quizá convenía levantar esa sesión y proponerle otro encuentro a media tarde, con los ánimos más calmados. Finalmente, el cardenal optó por intentarlo un poco más y añadió: –Su Santidad y yo no deseamos más que servir a Nuestro Señor. ¿Pero me puede decir su reverencia qué tiene que ver el servicio a Nuestro Señor con la campaña del Chad? –Pues si no tiene nada que ver a qué se debe tanto interés de Su Santidad en lo concerniente al frente de Nog-Akhar? –Digamos... que se trata de... un deseo. –¡Jamás, jamás, ni una sola vez nuestros guerreros han arriesgado sus vidas por satisfacer deseos personales! No se arriesgan a perder una pierna, un brazo, a quedar ciegos, por obedecer a antojos de los superiores. El deber de defender al desvalido que es atacado es para nosotros un deber sagrado. Tampoco ahora abandonaremos a los que tienen la razón de su parte, por meros deseos tan vergonzantes que él no se atreve a ponerlos por escrito en forma de una simple y sencilla orden. El cardenal reposó su cabeza en el alto respaldo de terciopelo. Era un gesto de cansancio. Estaba acostumbrado a conversaciones más diplomáticas. Este tipo de tozudez, unida a aquella franqueza frailona, le dejaban nulo espacio para la negociación, que era su campo. –Muy bien, no me deja otra elección – me dijo a mí, que en mi silla me hallaba muy erguido y derecho–, debo comunicarle que soy un legado con poderes especiales. El purpurado sin alterarse lo más mínimo abrió el maletín, sacó un estuche cilíndrico, lo abrió y extrajo de él el grueso y blanco papel de una bula. El papel con su gran inicial, con su cordón del que colgaba el Sello de Plomo del Pescador quedó sobre la mesa, desplegado ante los ojos del gran maestre que lo miró sin inmutarse y que ni siquiera levantó sus manos de su regazo para ponerlas sobre la mesa y tomar el papel que se ponía delante. El cardenal tenía una mente negociadora, detestaba sacar la maza, su estilo no era utilizar la fuerza. Pero el gesto de cansancio al reposar la cabeza en el respaldo dejaba bien claro que ya no esperaba ningún pacto con él. –Puede quedársela –añadió el legado–, traigo otra para el gran capítulo... si hiciera falta. Esta bula me confiere poderes especiales. Así que parlamentemos –y añadió con aire chulesco–... pero en otro tono. Yo seguí inmóvil, había acusado el golpe. Después, sin prisa, le dije: –Cuando se tienen estos poderes especiales, no hay nada que parlamentar. Se parlamenta cuando hay alguien a quien convencer para hacer algo. Con esta bula, usted no tiene que convencerme de nada, no tiene más que actuar. Si quiere, incluso, disuelva la Orden. Pero si quiere convencerme de algo, es que no tiene todo el poder en sus manos. Parlamentar sería admitir su propia debilidad, sería una contradicción, la prueba de que diga lo que diga este papel, no sostiene con su derecha una omnímoda autoridad. –La bula es clara, no necesito parlamentar –dijo el cardenal con lentitud, de un modo tajante–. Puedo hacer cambios en las personas, en las constituciones, e incluso suspender el Gran Capítulo al completo. Fue entonces cuando le miré como lo que soy: un general. Y como buen general me dispuse a mostrar sus fuerzas. El purpurado había hecho gala de sus fuerzas, ahora me tocaba a mí: –Usted tiene la bula. Sí. Pero no quiere utilizarla. Quiere llegar a un acuerdo para no tener que utilizarla. Yo no tengo nada. Sólo tengo el apoyo de varios pesos pesados del 58 Colegio Cardenalicio, con su eminencia Antonio Bennetto a la cabeza, el apoyo de parte de la Curia, el apoyo de cinco presidentes de cinco pequeños países y el prestigio que nos hemos creado allí donde hemos estado. Usted ha venido dudando si utilizar el poder de la bula. Yo no dudaré en llamar a Roma, a todos mis conocidos, a todas nuestras influencias, para que a su vez llamen al secretario del Papa o al Papa directamente, y si no les atiende que pidan la convocatoria de un consistorio cardenalicio. Después de una movilización curial de este tipo, estoy seguro de que el Papa al cabo de pocos días seguro que comentaría a sus colaboradores: Todo ha sido un malentendido, un gran malentendido. Tenemos plena confianza en nuestra benemérita orden templaria y sus superiores. –¿Luego, me está advirtiendo que puede no someterse a los poderes que me confiere esta bula? –No ha entendido nada. No sólo no le desafío, sino que le aseguro que le obedeceré. ¡Escrupulosamente! Pero también le aseguro que mi obediencia total será un clamor que va a resonar tan fuerte en la Curia Romana y en el episcopado mundial que no creo que usted se atreva a pasear entre ellos con la cabeza alta en mucho tiempo. –¿¡Está amenazando al Santo Padre!? –Sí, también a él le amenazo con la ignominia de su propia acción. –Por última vez, ¿obedecerá o no obedecerá? –Está tan nervioso que no presta atención a mis palabras, ¿va a necesitar que le diga por séptima vez que sí? –¿Obedecerán sus monjes? –Sin duda. –Muy bien, no necesito saber más. El legado se levantó, se despidió ariscamente y se retiró. Durante los dos días siguientes se pasó todo el tiempo parlamentando uno a uno con todos los miembros del Gran Capítulo. Nunca llegó a convocar el Capítulo. En las conversaciones privadas, nadie le apoyó. Ni siquiera los tres comendadores le apoyaron, a pesar de ser los observadores nombrados por el Vaticano dentro de la congregación. Cada uno de los perplejos comendadores le preguntó al legado si sabía el Papa lo que estaba haciendo. Lo cual le enfadó sobremanera. Los comendadores creían que todo era iniciativa del legado. Cada uno de ellos le advirtió con toda confianza, ellos tres con más confianza que nadie, que aquello era una locura y una injusticia para con los agredidos. Y que las consecuencias, incluso civiles, serían desastrosas. Pues era impensable que varias cancillerías africanas asistieran a un espectáculo tan bochornoso sin tomar ninguna medida. Al oír la palabra bochornoso, el cardenal-legado dio un puñetazo contra la mesa. ¡Aquí, reverencia, no hay nada bochornoso, salvo la impúdica acumulación de poder en esta orden! Una semana después, el legado abandonó la Casa Madre. Yo, rodeado de cinco maestres y delante de una compañía en formación presentando armas, despedí con cara seria al cardenal que me estrechó la mano con la misma sonrisa diplomática con la que había llegado. Cuando la aeronave despegó, me volví y miré a mis maestres, una leve sonrisa se dibujó en mi serio rostro. Todos esperaban un comentario, una palabra. Me metí hacia dentro, hacia la fortaleza. El discreto y diplomático legado se marchaba sin haber hecho uso de sus poderes. No había sido necesario doblegar a nadie. Todos los superiores se sometían a la bula, pero nadie compartía aquel deseo pontificio, todos habían hablado abiertamente. El legado después de darle muchas vueltas al asunto, se 59 dio cuenta de que había hecho todo lo que humanamente había podido: no se podía luchar contra un monolito. Ahora debía volver a Roma y convencer al Papa de que sus deseos papales debían cambiarse. administración, sino las plegarias que se elevaban desde ellos cada día. Siempre habíamos recordado a nuestros hombres, que el día que el incienso de la oración dejara de subir a los Cielos desde nuestras casas, los castillos templarios se desmoronarían. Siempre les habíamos dicho que los muros de nuestros baluartes podían ser gruesos, pero que el corazón de cada una de nuestras casas era su iglesia. En muchas de ellas, el templo estaba situado en el centro. Así que pusimos a todos nuestros monjes a rezar. La intención era grave, pero secreta. Nunca supieron que estaban rezando por supervivencia del Temple. Lejos de mí afirmar que lo que ocurrió después, se debió a que el Señor escuchó nuestras oraciones. Lo cierto es que el Papa fue llevado a mejor vida tres semanas después, por una apoplejía. No dudo en afirmar que el Señor oyó nuestras oraciones: es decir, preservó la Orden. Lo que pongo en duda es que el fallecimiento de aquel noble varón eminente, fuera la respuesta a nuestras oraciones. Aunque tratándose de Dios nunca se sabe. E l legado, durante las conversaciones en la Casa Madre que duraron varios días, me amenazó con su voz baja y sibilina con una amenaza no muy canónica: la ira papal. ¿Estaba yo dispuesto, estaba el Capítulo dispuesto, a afrontar la posibilidad de la disolución de la Orden? Esa pregunta en unas circunstancias en las que poderosas fuerzas romanas se movían en contra de nuestra congregación, en que grandes cabezas teológicas habían pedido la extinción de nuestro modo de vida, constituía no una pregunta, sino una amenaza real y temible. Aquella negativa de la cúpula de la congregación podía ser la gota que colmara el vaso. Nunca una negativa a hacer lo que considerábamos que era deshonesto, le iba a costar tanto a la Orden como esta vez. La Orden que tantas batallas había ganado, finalmente parecía que no iba a sobrevivir a la batalla de la supervivencia en Roma. ¿Con qué ejércitos, con qué castillos, contábamos en la Curia? Quizá nuestras huestes habían descuidado ese flanco. Tuvimos la tentación de pensar que tuviera razón el desagradable maestre Kamanda que, hace quince años, nos insistió en la necesidad de emplear recursos y esfuerzos, en hacernos más presentes en los pasillos vaticanos. Pero contábamos con un arma tan fuerte como la amenaza que habíamos recibido. Nosotros contamos con la que consideramos la mejor de nuestras armas, le había dicho durante aquellos días al legado: la oración. La fuerza secreta que mantenía en pie nuestros castillos-monasterio, no era una buena estrategia bélica, ni una buena I gran maestre 9 maestres-3 comendadores-2 vicarios generales 60 condestables 204 priores 331 subpriores – 458 confesores 50.000 templarios 30.000 auxiliares C onforme pasan más años, más viene a mi memoria la nostálgica imagen de los acantilados de mi Irlanda natal, de la bella costa suroccidental de verdes praderas junto a un mar norteño y frío. En esta tierra tropical, mi bella Eire regresa a mis recuerdos como una tierra de hadas. Cuanto uno se hace más viejo, más asiduo se hace uno al 60 entrañable territorio de los recuerdos. Por eso las memorias son siempre tan personales, tan poco objetivas, afortunadamente. Reconozco que mis recuerdos de los años como Gran Maestre vienen a mi memoria como el repaso de un inventario, el inventario de las posesiones de la Orden. En cierto modo, ésa fue mi tarea: ir conociendo ese inventario, y una vez conocidas las posesiones encargarme de mantenerlas, tratar de que no sufrieran merma. Ninguna posesión más bella que la del monasterio central del Temple. El esplendor de la arquitectura de la Casa Madre salta a la vista. Se trata de un atractivo sobrio que refleja muy bien la austeridad y disciplina de la Orden. Todos sus muros, torreones y defensas son de duro hormigón gris. Lo cual hace que el castillo entero visto de lejos, o visto de cerca, muestre una apariencia pétrea sumamente agradable a la vista. La Casa Madre es un castillo que se ha ido ampliando con el paso de las generaciones y el florecimiento de nuestra congregación. Presenta un aspecto estrictamente geométrico, aunque al mismo tiempo con la dulcificación de los irregulares añadidos arquitectónicos que la vida impone. Frente a la original figura geométrica perfecta, la vida va añadiendo la edificación de unos nuevos almacenes, de otra ala de dormitorios. Y así, poco a poco, la idea primitiva va presentando un encantador aspecto progresivamente irregular. Aun así, la vigorosa idea original que fue trazada sobre el papel en un estudio de arquitectos, persiste en toda su grandeza: su perímetro cuadrado consta de una triple muralla concéntrica. Cada muralla, cuanto más interna, más alta. La tercera y última sobresale altiva sobre las dos primeras. Cada muralla es, en realidad, una edificación en cuyo interior se sitúan distintas dependencias, son murallasedificio. Lo que más admira de la Casa Madre o Castillo de san Miguel es la belleza de sus torres erigidas a distancias regulares a lo largo de las murallas. Unas torres son bajas y pesadas, otras esbeltas, erguidas, coronadas con los pendones azules de la Orden. En las alturas del baluarte ondean centenares de pendones azules con el león rampante dorado. Y por encima de todos los torreones, muros y pendones, se eleva imponente la Gran Torre. En realidad es como un rascacielos de hormigón, sólido y bien fortificado. Tan inmensa es esta atalaya que en su plana azotea pueden formar cientos de hombres mientras realizan la instrucción. Esta esplendorosa torre-rascacielos simboliza la robustez, la firmeza, de nuestra Orden. La Torre de David, así la llamamos. Es nuestro orgullo que se eleva en medio de nuestro Nuevo Sión en que se ha convertido este emplazamiento africano. Nuestra Casa Madre, como ya dije, está situada en la isla de Madagascar. Ya teníamos en esa nación un par de castillos en 2150, cuando vimos la necesidad de centralizar una serie de funciones. Compramos en aquellas baratas tierras una gran extensión de terreno despoblado. Una vez que aquello fue de nuestra propiedad, iniciamos la construcción del Castillo de san Miguel. Habíamos elegido a propósito una nación pobre. Había que ser realistas, una nación sin recursos, como lo era aquella, nos daría la posibilidad en el futuro de ejercer presión sobre su gobierno si fuera preciso. Cualquier Estado, con el pasar de los años, por muy bien que nos hubiera recibido al principio, podía cambiar de gobernantes o simplemente cambiar de idea. Y de darnos todas las facilidades para establecernos, podía pasar a ponernos todo tipo de dificultades. Por eso había que elegir un país que nos recibiera bien como huéspedes, pero que no sospechara que con el tiempo el huésped podía ser inmenso. Por otro lado, tampoco nos interesaba crearnos la fama internacional de 61 ser unos huéspedes cuya entrada en cualquier país era fácil, pero su salida era difícil. Así que cuando nuestro ejército acantonado en Madagascar fue lo suficientemente grande como para preocupar al gobierno, el cuarto Gran Maestre firmó con el presidente del país un acuerdo que rigiera las relaciones entre el Estado y la Orden. Aquel documento se resumía en que nosotros nos comprometimos a no influir lo más mínimo en la política interna de Madagascar, y ellos se comprometían a no interferir para nada en la Orden. Nuestros miles de hombres acantonados no salían casi nunca fuera de los límites de nuestras posesiones en la isla, posesiones que afortunadamente eran muy extensas. También nos comprometimos a que en el escenario político de aquella nación no habría ningún grupo de presión que tuviese nuestro respaldo. Es más, aunque no apareciera en la letra del acuerdo, nos comprometimos a no hacer proselitismo. Es el único lugar del mundo donde nos hemos comprometido a no hacerlo. Se trata de un compromiso verbal, no quedaría bien que una congregación religiosa se obligue por escrito a no hacer apostolado en un país concreto. A cambio de autoimponernos una serie de restricciones, gozamos de ciertos beneficios. Nuestras posesiones y personas en la isla están exentas de impuestos. Si bien nosotros, en signo de buena voluntad, pagamos una tasa voluntaria cada año a las arcas de su Hacienda. Tasa que calculamos de acuerdo al número de personas de nuestra Orden que habitan en la isla. El monasterio de Cluny en el reino de Francia llegó a tener más prerrogativas que nosotros. Pero no quisimos pedir más. Pedir más allá de lo razonable, supone tener que desandar el camino en algún momento. Cuando firmamos el acuerdo, nos parecía 4 mucho lo que habíamos conseguido. Lejos estábamos de imaginar que cuarenta años después, el florecimiento económico de la Orden sería tal, que edificaríamos nuestra propia plataforma marítima para poseer un territorio completamente soberano. El Castillo de san Jorge, en Georgeland, sigue siendo ampliado año tras año. Algún día puede que llegue a ser más grande que el Castillo de san Miguel. Muchos piensan que ese castillo se acabará convirtiendo en la Casa Madre. Pero de momento estamos bien como estamos. El statu quo que hemos alcanzado laboriosamente en Madagascar, no nos anima a hacer más mudanzas. Y menos, después de haber construido la más bella de nuestras iglesias en el centro de la Casa Madre. Una iglesia que es como una catedral. En cierto modo el castillo parece una fortaleza que abraza una catedral. Todas las murallas y torres parecen como el engarce de nuestro templo dedicado al Inmaculado Corazón de María, la turris davidica, ebúrnea, intacta et inviolata4. Voy camino del Ala Este del Castillo, entraré un instante en la Iglesia; me cae de paso. Necesito orar un instante. Las cartas que llevo en la mano son alarmantes, aunque para nada afecten a mi congregación. Desde nunciatura, desde Secretaría de Estado, desde todas las instancias de la Santa Sede, se nos suplica que de ningún modo demos motivo de queja a la República Europea. Ya que el gobierno de la república está buscando motivos de enfrentamiento con el Vaticano. La Santa Sede no tiene nada que temer de nosotros. Deliberadamente hemos evitado que nuestro pequeño campo de influencia entre en colisión con los intereses de ese gigante. Casi podríamos decir que no existe ni contacto entre nosotros y esa gran república que cada día era menos cristiana y que ahora paulatinamente se Torre de David, de marfil, intacta e inviolada. 62 vuelve más anticristiana. Estas cartas que llevo en la mano me apenan muchísimo, Roma está muy nerviosa. Se nota que se están preparando para lo peor. convenios de protección con algún otro estado marítimo que tuviera ejército y que estuviese dispuesto a ofrecer esa protección. La proliferación de estos estados fue un verdadero chorro de ingresos para la Orden. De hecho la Orden no pudo dar abasto a todas las peticiones. De forma que se dedicó a financiar y organizar nuevas empresas de seguridad asociadas a la Orden que supusieron una segunda y nada despreciable fuente de ingresos adicional. Así sus miembros profesos eran enviados a los destinos donde había que proteger a los verdaderamente desvalidos e indefensos que no podían pagar nada. Ya he dicho antes que si la Orden podía enviar a sus monjes a proteger a los menesterosos, era porque poseía muchas de estas empresas privadas. El Castillo de san Jorge estaba situado a veinte kilómetros del gran conglomerado de plataformas que formaban el mayor conjunto de Estados independientes de todos aquellos mares cercanos al archipiélago de Cook. La protección militar de esa confederación que sumaba una población de doscientos mil habitantes estaba bajo la protección de ese castillo. –Si desea aproximarse a alguna de esas plataformas será recibido con honores de jefe de Estado –me comentó el condestable del castillo. –Nada más lejos de mis deseos. No me pienso mover de esta plataforma. Cansado como estaba del viaje, lo último que me apetecía era oír hablar de más recepciones oficiales. Pasar lo más desapercibido posible, dedicar el mayor tiempo que pudiera a leer en mi celda, era mi mayor anhelo.. Los honores humanos... no nos hemos hecho religiosos para anhelar esas pompas. Mi afán y el de todos mis predecesores, por pasar desapercibidos, esa separación del mundo, hacía de la persona del C uando hice mi primera visita al Castillo de san Jorge situado en la región de aguas que van desde Australia a Nueva Zelanda, ya me admiré de él nada más verlo en la ventanilla de mi aeronave. Era más grande de lo que me imaginaba. La plataforma cuadrada estaba situada a quince metros por encima del nivel del mar, descansando sobre pilares como los de las plataformas petrolíferas. A esa altura no había que temer las olas de ninguna tempestad. Curiosamente, éste debe ser el único castillo de nuestra orden, cuyas murallas circulares forman cuatro anillos concéntricos alrededor de la iglesia central que es su centro perfecto. El castillo de planta circular deja libres de edificaciones los cuatro vértices de la plataforma, unas esquinas completamente cubiertas por el verdor de la vegetación tropical, lo que le confiere, visto desde el aire, un aspecto de verdadera isla. Cuando mi nave aterrizó, tres compañías aguardaban alineadas para rendir honores. Mientras penetraba hacia el interior del baluarte, el maestre de la región VI me explicó que el futuro económico de la congregación se hallaba en los estados marítimos. Eran muchos los pequeños estados que se habían levantado en aguas internacionales. Minúsculos pero con gran vitalidad económica al convertirse en zonas francas de impuestos. Esos puntos en medio del océano, esa especie de ciudades-estado, tenían la ventaja de una gran libertad financiera, pero la desventaja de estar desprotegidas. De ahí que, aunque cada una dispusiera de su propia policía y servicios de seguridad interna, la mayoría firmara 63 Gran Maestre una figura envuelta en el misterio a los ojos de los foráneos. La vida de los templarios, al llevar una vida tan apartada, estaba rodeada de una aureola de enigma y secreto en la imaginación de la gente. Toda esa aureola, aunque no deseada, favorecía todavía más a nuestros fines, ya que la superstición popular nos consideraba como investidos de poderes especiales. Nunca favorecimos tal idea, pero nos beneficiamos de ella. A ningún combatiente le hacía mucha gracia tenernos como adversarios. 64 2. Ningún miembro andará solo por ninguna calle de ninguna ciudad ocupado en ningún encargo. Esos encargos se llevarán a cabo yendo de dos en dos. 3. El fallecimiento de los progenitores no conllevará una estancia fuera del monasterio mayor de una semana. 4. En algunas casas, se ha de corregir la costumbre por la que en cuaresma y adviento no se nota una mayor austeridad en las comidas. En esos tiempos litúrgicos ha de haber más pescado o pasta de segundo plato, y menos carne. Las casas que han relajado nuestras costumbres deben retornar al camino de la exigencia. Dividir ( ), el Enemigo siempre busca 5 dividir. En la naturaleza, sólo las presas débiles pueden ser divididas. La fortaleza de espíritu mantiene la unidad. Así nuestra Orden mantendrá su unitas firma6 mientras preserve inquebrantable su vigor espiritual. En el momento en que la soberbia, la relajación, los placeres de este mundo se introduzcan en nuestros monasterios, se engendrarán las disensiones, el desacuerdo y la murmuración interior. Y de la murmuración interna se pasará a la externa, y de ella nacerá la obediencia exterior pero no interior. Estos pensamientos ocupaban mi mente mientras mi estilográfica acababa de redactar las últimas líneas de los avisos para la Orden que el Gran Maestre escribe cada año. Yo no sólo era el Comandante en Jefe de la Orden, también, y sobre todo, debía ser su maestro espiritual, su pastor, un pastor de soldados. Mentalmente releí el texto de este año. Hermanos, os escribo como cada año los admonitia7. De sobra sabéis que éstas tratan de cosas pequeñas, más no las despreciéis. Si en lo pequeño comenzamos a caer, daremos con el tiempo por caer en lo grande. Tened estas advertencias en estima, pues los volúmenes de admoniciones que obran en poder del archivo de la Casa Madre suponen una detallada crónica del esfuerzo realizado por nuestra orden para preservar su disciplina. Sin más preámbulos, os expongo, hermanos, puntos que os quiero exponer este año: Aclaraciones varias acerca de algunos puntos sobre los que han surgido dudas: 1. El ejército templario no posee ningún tipo de arma atómica. 2. El Capítulo General recuerda que si en el curso de algún conflicto armado, algún miembro de la Orden cometiera algún delito contra la humanidad, Dios no lo quiera, existe una obligación de conciencia de que ese hombre sea juzgado por la misma Orden y encarcelado por ella o, incluso (si así se decidiera), entregado a autoridades judiciales ajenas a la Orden. Pero que en ningún caso se dejará impune tal crimen. 3. Dentro del recinto del monasterio, los priores y subpriores deben ir vestidos con hábito clerical y no militar, para así recordar que antes son clérigos que guerreros. Acabadas de revisar las Admonitia introduje el folio en el cajón derecho de mi escritorio. Se las daría a leer, como es mi costumbre, a mis colaboradores de mayor confianza, mis dos senescales. Mientras bajaba por la monumental escalera de mármol alfombrada, dirigiéndome hacia la biblioteca a 1. Seguirá vigente la costumbre de tomar como postre fruta y no dulces, salvo los domingos y días de fiesta litúrgica. 5 6 Así dice el Señor Yahveh: La espada, la espada ha sido aguzada y también bruñida. A fin de hacer un degüello ha sido aguzada (Ezequiel 21, 14-15). 7 65 Unidad firme. Advertencias, en latín. echar un vistazo a la nueva colección de escritos de patrología que habíamos adquirido, más de cuatrocientos volúmenes, reflexioné sobre el último punto de los avisos, el tercero. Los superiores de la Orden eran clérigos. Los verdaderos arquitectos de esta obra fueron juristas ajenos a nuestra congregación. Ellos trabajaron, muchos años ha, en el diseño definitivo de los pilares canónicos de la congregación. Ellos insistieron, en un principio, en que la Orden fuera una congregación de miembros laicos. Pero la Orden se resistió, opuso toda la resistencia de la que fue capaz, argumentando que tal disposición supondría la bicefalia de la Orden. Por un lado estaría el ejército y por otro sus capellanes. La Orden debía poseer una sola cabeza, y esta cabeza debía estar ordenada in sacris. No podía haber una cabeza espiritual y otra militar. Debo reconocer que nuestra situación jurídica no les fue concedida ni a los primitivos templarios medievales. La primera orden templaria fue una orden de miembros laicos. Dentro de la Orden medieval había dos ramas, la de los soldados y la de los capellanes, bajo el mando del abad de Jerusalén. Unos eran laicos, los otros sacerdotes. Esa división fue abolida en la orden restablecida. La jerarquía de la Orden debía ser una jerarquía sacerdotal. La Orden no sería un ejército con capellanes, sino un verdadero ejército monástico. En nuestros monasterios, cada sargento, capitán o teniente, por decir algunos rangos, tiene a su vez un grado de la jerarquía eclesial siendo lector, acólito, diácono o presbítero. Y desde luego, por encima del grado de prior todos son sacerdotes. Todo este mundo peculiar ofrecía razones de preocupación a los Sucesores de los Apóstoles. Una y otra vez se nos recordaba que el rey David quiso construir el Templo de 8 Jerusalén, pero que Yahvéh le había contestado que sus manos habían derramado demasiada sangre. Dios estaba contento con su ungido, pero le fue vedado levantar el lugar sagrado. Eso no deja de ser un punto que hay que tener en cuenta. Los miembros de la orden medieval primitiva vestían siempre como caballeros, con una túnica blanca con una cruz roja en el pecho. En nuestra congregación, mientras están en el recinto de los monasterios todos visten como verdaderos monjes, con túnica negra y capucha. Hacemos ofrenda de nuestra vida de un modo sacerdotal. Si los sacerdotes visten de negro, nosotros, soldados de Cristo, queremos recordar con ese color nuestro sacerdocio bautismal. El pavoroso espectáculo de unos hombres matando a otros hombres, es horrible. Reconozco que nosotros nos santificamos, justo con lo mismo que a otros envilece. Entiendo las reticencias de tantos miembros eclesiásticos hacia nosotros, ejercemos nuestra comprensión hacia ellos. Hasta para los no cristianos, el nombre de templario ejerce una inexplicable atracción. Nuestros monasterioscastillos están situados justo en el límite entre este mundo y el más allá. Nuestra orden asienta sus baluartes en la frontera entre los ejércitos de esta tierra y las huestes del Altísimo, luchamos en esa tierra que hay entre la Civitas Hominis y la Civitas Dei8. En mi camino, se me acerca un fraile, mi fiel secretario, y me susurra una noticia en voz baja, acercándose un poco, incluso, a mi oído. No hice ningún comentario. Seguí mi camino. No hay semana en que no lleguen más y más tristes noticias de Europa. En esas frías latitudes, la oposición a la Iglesia hace tiempo que ha degenerado en abierta persecución. Trato de pensar en otra cosa, no debo permitir que las noticias me llenen de tristeza. La Ciudad del Hombre y la Ciudad de Dios. 66 Ya he llegado a la biblioteca, toco la encuadernación de los nuevos tomos adquiridos, buenos libros, sólidos, buena piel. Deben durar. Pienso en otros monjes, los que con su trabajo han hecho que estos volúmenes estén hoy en sus anaqueles. Ellos se han dedicado a otra guerra, con otras armas, otras han sido sus batallas. Esta biblioteca supone otro tipo de alcázar. La biblioteca de la Casa Madre con sus 9.000 volúmenes no es grande. Pero sí me esforcé, durante mi mandato, en que fuera bella. La disposición que tenía ya era geométricamente hermosa: cuatro cuadrados concéntricos, que se elevaban más hacia el exterior. De forma que desde el centro del primer cuadrado interior, se podían ver los otros tres pisos escalonados. Pero yo añadí, en ese cuadrado central, bellos armarios adornados con marquetería, no meros anaqueles donde apilar libros, sino verdaderos armarios con su propia entidad. Asimismo, levanté en las esquinas de cada cuadrado, pilares de granito adornados con escudos de mármol. Dada la belleza de los armarios del primer nivel, hice encuadernar en piel los libros para que estuvieran a juego con el continente. Ésta sigue sin ser una gran biblioteca por su número, pero es realmente preciosa en sus dimensiones y en los elementos que la integran. Todas estas mejoras me han costado menos que comprar tres cazas nuevos. Sin embargo, la biblioteca permanecerá, y los aviones no. Un buen general debe saber hacer dispendios de vez en cuando. de lo que se me presenta cada año en la reunión con mis ecónomos. La pregunta misma es ya una tentación por mi parte, una tentación de desconfianza. En tantos años, nada he apreciado en mis hermanos que justificase esa suspicacia por mi parte. Absolutamente nada. No obstante, en ocasiones, me da por pensar que puesto que parte de esa red de empresas de seguridad está en manos privadas, podrían encontrarse ciertas argucias para omitir de nuestra contabilidad oficial algún tipo de empresas. Siempre se pueden encontrar argumentos para hacer restricciones mentales sin tener la sensación de estar mintiendo. Los ecónomos podrían alegar que tienen la obligación de rendir cuentas de lo que es propiedad de la Orden, pero no de aquello cuya titularidad no es nuestra. Se trata de una suspicacia injustificada, pero ahí está. Ronda por mi cabeza el fantasma de que quizá hay una contabilidad oficial de la Orden y otras cuentas paralelas, relativas a las casas asociadas y cuyo cómputo queda en la oscuridad. Quizá esas cuentas totales son sólo conocidas por los nueve maestres. Ellos, que desde jóvenes han profesado en la Orden y morirán en ella, que la sienten como algo propio, como su casa y hogar. Tal estratagema, si la hubiere, no sería propiamente una falsedad. Sería ceñir la verdad a los estrictos moldes de lo obligatorio, dejando fuera aquello que pertenece al espíritu de la verdad, pero que no se halla en lo propiamente imperado por ella. Sería ceñir las cuentas a aquello cuya titularidad pertenece a la Orden, pero omitir todos aquellos capitales en los que influimos pero que no son nuestros. Debo arrojar de mí tales sospechas. Me deshonran. La Historia nos enseña que hasta en los más santos recintos, si los caudales son abundantes se tornan en nido y lecho de suspicacias. El dinero siempre da pábulo a la sospecha, hace sospechar del virtuoso, vuelve C uando en algún momento de ocio, camino por mi despacho y observo en la pared el extenso mapamundi de la Orden, con su red de fortalezas y su constelación de casas asociadas, ha habido veces en que me ha entrado la duda de si el monto real de nuestros ingresos no será mayor 67 desconfiado al virtuoso. Al Vaticano siempre le ha dado miedo esta mezcla de poder y religión. A menudo, me indigno contra esos injustificados temores de la Curia Romana, en momentos excepcionales participo de sus injustificadas desconfianzas. Nuestros ingresos son muy estables. En el mundo civil cada vez hay menos virtud, porque cada vez yace más corrupto. Y la confianza en alguien no se compra. Por eso el emperador Tiberio o los Papas se rodearon de germanos y suizos, respectivamente, como guardias de corps. A menor virtud, la confianza es menor. Y es entonces, curiosa situación, cuando la virtud comienza a cotizarse. A la postre se podría afirmar que nosotros vendemos fidelidad a los que pueden pagarla, para poder defender con esas ganancias al indefenso. Vender fidelidad puede parecer execrable. Podríamos quedarnos nuestra fidelidad para nosotros, muros adentro, pero entonces el desvalido quedaría abandonado a su suerte. Santa Teresa de Calcuta fundó su congregación sobre el voto de ocuparse de los más pobres de entre los pobres. Otras congregaciones se encargan de los enfermos, otras de los ancianos. Nosotros defendemos a los que ya no tienen a nadie que les defienda, porque a nadie ya le interesan. Ésas son nuestras ovejas. De esos desdichados rebaños nos convertimos en pastores. Pastores en el sentido más propio y literal de la palabra. El pastor defiende la vida de las ovejas. En nuestro caso esto no es un símbolo, sino una realidad. El problema es que de nuestra obra de misericordia nace hacia nosotros la gratitud, la confianza y, finalmente, un creciente prestigio. Y esas virtudes invisibles, comienzan a generar caudales visibles de riquezas. Las fortalezasmonasterio florecen, nuestro ejército se fortifica y Roma se intranquiliza, con razón. Y envía a hombres como yo, para que el río no se salga de su cauce, para que no se desborde fuera del rígido curso que los Príncipes de la Iglesia han impuesto a estas legiones de hombres sencillos, que viven en pobreza y que han entregado su vida por la defensa de los más nobles ideales. Puede parecer chocante que esos hombres de los lejanos despachos de Roma hayan tenido que ser los encargados de delinear los diques al curso de nuestra congregación. Pero reconozco que sin esos diques, los torrentes de nuestro ímpetu se volverían incontrolables y la Orden se arrojaría hacia su autodestrucción (por un exceso de nobleza) o hacia su corrupción (por una falta de ésta). Había reflexionado andando por mi despacho, desde hacía un par de minutos me había quedado parado con las manos a la espalda a un metro del artístico mapamundi de la pared, extenso, de tonos grises y azules, con un grueso marco dorado de hojas de acanto y angelillos. Mis ojos se quedaron mirando al punto que representaba la Ciudad Eterna en el mapamundi que tenía delante, mientras mi mente se hallaba serenamente inmersa en estos pensamientos. Cuatro sirenas de aspecto renacentista se bañaban en una esquina del mapa de varios metros de largo, junto a una rosa de los vientos erizada de puntas doradas y escarlatas. 68 S algo poco del ambiente de mi Orden. Pero alguna que otra vez salgo, y en medio de alguna cena, en el transcurso de algún canapé, he hallado a alguien cerca de mí que decide dárselas de consumado teólogo. Normalmente en este tipo de reuniones sociales reina la más exquisita cortesía, o una fría cortesía, pero no faltan días en que alguno, que se cree ilustrado en la materia, quiere darme lecciones de cristianismo. El último, un ministro, durante un cóctel en la embajada de Sudáfrica en Madagascar, me comentó con una sonrisa irónica: –Fray Alain, observo que en el sello de la Orden aparece un león. –Efectivamente. Nuestros pendones y estandartes tienen un león dorado sobre fondo azul que simboliza al León de Judá. Amablemente le expliqué la historia de la formación de ese sello, pero en seguida el Ministro de Obras Públicas y teólogo amateur, con aire entendido arremetió contra mí con comentarios tales como: –Eso del león... Cristo fue el flagelado, el perseguido –se detuvo para hacer un gesto de superioridad intelectual. Y prosiguió con su lección–: Él era la bondad, la mansedumbre. –Sí –respondo humildemente–, pero los profetas también afirman que es león poderoso. Es el León de Judá y el Cordero Pascual, las dos cosas al mismo tiempo. Nosotros somos mansos y bondadosos, no veo contradicción en nuestra forma de vida. Somos seguidores del Evangelio. –Mal se casan ambas cosas –repuso guiñando un ojo aquel hombre vestido de frac y con una banda azul cruzándole el pecho–. Con todo respeto, prefiero a los mártires. ¡Los mártires se dejaban matar! Quizá se sintieran avergonzados de ustedes. –Nosotros somos también mártires. –No, no, perdone, pero ustedes están dispuestos a matar, se entrenan para ello. La vida es de Dios, la vida es un don demasiado precioso... –concluyó tomando su copa de champán y dando la sensación de que con aquella afirmación había puesto un digno punto final a la conversación sobre ese tema. Le miré. Dudé si callarme. Pero dado que estábamos en un corro de ocho personas, opté por exponer con sencillez mi punto de vista, sin ninguna prepotencia. –La vida es un don demasiado precioso, sí. Y la vida sólo es de Dios. Nosotros estamos tan imbuidos de la convicción de esta propiedad divina sobre la vida humana, que nos vemos obligados, por nuestra conciencia, a acabar con aquellos que profanan esta propiedad celestial. El amor a la vida nos impele a poner punto final a los profanadores de la vida… si fuere necesario. –Creo en la no-violencia, creo en la paz. Poner la otra mejilla siempre es mejor. Gandhi les hubiera reprobado. –Quizá Gandhi sí, afortunadamente mi guía es la Biblia. –¿Cree que el manso san Juan, el apóstol del amor, les hubiera permitido existir? –Yo sólo trato con sus sucesores. –Ja, ja, no se escabulla. Mi pregunta continúa en pie. –Tengo mi fe puesta en Dios que es Señor de los Ejércitos. –Mire –me interrumpió–, la violencia sólo engendra violencia. –Si algún día alguien ante sus ojos mata a su madre y viola a su hermana, si algún día se encuentra ante un Hitler construyendo campos de concentración e invadiendo nación tras nación, hablaremos de la bondad del no hacer nada. –¿Y es que ustedes van a acabar con todo eso? –Por lo menos haremos algo, pondremos nuestro granito de arena. 69 El improvisado teólogo, que después me enteré que era un cristiano que se había salido de la Iglesia, decidió pasar la conversación a un nivel más felino comentando: –Si todo está tan claro, cómo es que ningún Papa ha visitado ninguno de sus monasterios. Es más, nunca les ha enviado un saludo, ni les ha recibido en audiencia. ¿O acaso me equivoco? Le miré comprendiendo que aquel ministro sabía más de lo que yo pensaba al principio. Además de ser un hombre leído, debía tener amistades que le habían contado cosas. Ante tal comentario sólo pude decir: –Nosotros servimos a Cristo, de Él y sólo de Él esperamos los elogios. Ciertamente rendimos cuentas al Santo Padre, pero somos soldados de Cristo, no somos la Guardia Suiza. –Ya veo que usted, como sus predecesores, acaban padeciendo el síndrome de Estocolmo. Y aunque elegidos entre clérigos de fuera de la Orden, acaban convirtiéndose en abogados de esta congregación. Me había quedado claro que ese sujeto tenía algo visceral contra la congregación. Había leído sobre ella, se había interesado, había preguntado. Era el típico hombre con una relación amor-odio hacia nosotros. Me defendí sin ningún tipo de ardor. Había vivido esa situación ya muchas veces en mi vida. –Defiendo a mi congregación, porque mis monjes han decidido tomar sobre sus espaldas una obra de caridad fácilmente criticable. Hacer el bien y saber que van a ser criticados, supone una admirable obra por el prójimo. Es fácil hacer reproches a mis religiosos con una copa de champán en la mano, mientras a esta hora alguno de mis religiosos está con el agua hasta las rodillas en alguna selva. Vigilando para proteger una aldea, horas y horas, también por la noche. Sí, aquí es fácil no ver claras las cosas. La Orden ha decidido tomar sobre sus anchas y sufridas espaldas una labor que sabía que atraería sobre sí la sospecha, la suspicacia de todos los demás. Pero aquí sobre la tierra no estamos para labrarnos buena fama, no es esa nuestra labor. –Ve, lo que le decía, se ha convertido en un convencido defensor de la Orden. Nada, nada, defiéndala. El irónico ministro no se había inmutado lo más mínimo ante mis palabras. Le pregunté: –Si la Orden defiende a los demás… ¿no será justo que se defienda a ella misma? El resto de comensales en aquella larga mesa vieron con claridad que aquella conversación tomaba una creciente acritud. Mis últimas palabras habían sido pronunciadas con amargura. Las estocadas de mi interlocutor, aunque escondían una envenenada inquina, habían sido lanzadas con desenvoltura, con la desenfadada alegría de una conversación informal en medio de pastelillos de salmón y trufa. Para desviar la conversación hacia temas más apacibles, la mujer del gobernador de Maine preguntó amablemente: –Fray Alain, ¿qué significa el color azul del escudo? –la delicada mujer sostenía mi tarjeta de presentación, que le había pasado el ministro. Tarjeta que mostraba el escudo mencionado con el que había dado comienzo a aquella civilizada, pero odiosa confrontación dialéctica, entre el político profesional y yo. –Pues el color azul del fondo representa a la Virgen María, fortaleza invencible de la virtud, la Reina de hombres y ángeles. El color dorado del león representa la gloria de la Orden, la gloria que hemos alcanzado en tantos combates, pero sobre todo la gloria del espíritu. 70 –Observo que el león está representado al modo de los tres leones de la casa real inglesa –comentó otra señora. –Sí. El azul del escudo mostraba un fondo de aguas muy tenues, casi imperceptibles, que representaban un tapizado de rosas y flores de lis. En el fondo sólo aparecía eso, pero el señor que estaba junto al ministro, comentó sin malicia y con alegre picardía: –Detrás de ese león que mira de frente al que lo observa, y con su garra derecha en alto, hay toda una cadena de fortalezas marítimas frente a la costa del África Occidental, hay una flota... exclusivamente con miembros de una congregación religiosa, el mundo exterior resulta vano y pretencioso, el escenario donde reinan las pasiones en todo su esplendor. Reconozco que son treinta años ya en una burbuja... pero, francamente, cada vez tengo menos ganas de salir de esta burbuja, de este invernadero de la virtud. Toda orden religiosa cultiva la virtud, los valores nobles, el avance espiritual. Sí, el trato con el mundo exterior cada vez me resulta más fatigoso. Por eso trato de delegar los negocios necesarios con personas del mundo exterior en manos de mis maestres y condestables. Si la presencia de la Orden resulta muy conveniente en un acto social, prefiero que vaya un enviado mío. Me imagino que el Gran Abad de la orden benedictina, los dos superiores de las dos grandes congregaciones cistercienses, o el Prior de la Gran Cartuja hacen como yo, delegar el trato con el mundo en subordinados. Los conventuales, los que vivimos replegados en nuestros monasterios, comprobamos bruscamente cómo era el mundo que hemos dejado, cuando volvemos a entrar en contacto con él. Los corazones de los hombres están enfermos de pecado. Su enfermedad es infecciosa, por lo cual si salgo, trato de regresar cuanto antes a mi comunidad. La mentira, el egoísmo, la infidelidad, la gula, la incontinencia, la agresividad reinan en esos corazones humanos llamados a llevar la más espiritual de las vidas aunque vivan fuera, en el mundo, casados, construyendo la Ciudad Humana. En cierto modo, siempre ha sido así. Es curioso que haya dicho la agresividad. ¿Es que mis soldados no son agresivos?, se preguntará alguno. Pues no. Nosotros si se hace necesario matar, matamos. Pero sin odio, sin cólera, con la serena tranquilidad del que está ejecutando un acto de virtud. Nuestros detractores nos echarán en cara precisamente eso. Se puede esperar algún El comentario no era vano, pues el que lo hacía era el Ministro de Defensa de Canadá. Todos me miraron con sorpresa y una de las señoras se atrevió a preguntarme: –¿Es cierto? ¿Existe una flota templaria? –Me temo que sí –contesté con timidez. –He oído que cuentan con cinco destructores –dijo el mismo Ministro de Defensa. –Las cosas se magnifican mucho cuando van de boca en boca –fue toda la respuesta que ofrecí, mientras mi vista se perdía premeditadamente en las burbujas del vaso que tenía enfrente. Seguí conversando, pero más recogido en mis pensamientos. Más callado, pero sintiendo el interés que por mi persona que experimentaban los comensales situados a mi alrededor. Yo, como el resto de miembros de la Orden, salía poco de mis monasterios. Y cada vez que salía por condescender a invitaciones verdaderamente importantes, regresaba a mi celda con la convicción de que todavía tenía que restringir más mis salidas a ese tipo de recepciones y cenas. Para alguien que lleva años y más años tratando casi 71 arrepentimiento del homicida, del carnicero que alberga algún remordimiento. Mas pierdes toda esperanza si comprendes que el que te mata no tiene la menor duda de estar practicando un acto de virtud al quitarte de este mundo. donde cada ruido resuena como si estuviéramos en una gruta, parece más un lugar para reflexionar sobre la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, que para estar cantando mientras uno se frota la espalda en esta bañera anticuada. Por otro lado, mi ánimo al salir ese día de la bañera, era más sombrío que el mismo cuarto. De pronto, con una pierna húmeda sobre el suelo, sentí que me debilitaba. Era como si no me pudiera sostener. Se me adormeció la cara, se me comenzó a nublar la vista. Era como si el vaho del cuarto de baño se hiciera más denso, más blanco y me impidiera ver todo, incluidos mis pies. No veía ni mis piernas, las cuales sentía más débiles, como si fueran incapaces de sostenerme. Ya no recuerdo más. Tardaron una hora en encontrarme. Y eso porque tenía un compromiso en mi agenda, sino hubieran tardado más. Un pequeño derrame cerebral, un mes en el hospital, la constatación de que la historia de mi vida iba llegando a su final. No llegué a perder nunca el habla. Un mes después de mi alta médica, no quedaba secuela alguna. Tal vez un rostro más avejentado, tal vez menos agilidad. Uno mismo no es buen juez para juzgar estas cosas. Me siento igual, pero probablemente no es así. Mi derrame había tenido lugar un día después de conocer la violación de las fronteras del Estado Vaticano por parte de la Policía Metropolitana de Roma. La detención del Santo Padre había supuesto un duro golpe para mí. Aunque no era consciente de ello, la tensión se debió acumular en mí. Dos meses después, mi horario de trabajo, mis compromisos, siguen igual, la Iglesia no. La interrupción del cónclave por parte de la República Europea, la detención de los cardenales, fueron el inicio del tormento y la oscuridad. Tormento, oscuridad, sufrimiento, desconsuelo, todo se abatió sobre la Iglesia. S algo de mi bañera. Una bañera blanca, muy limpia, de aspecto tradicional, incluso trasnochado. Una de ésas elevadas del suelo sobre cuatro pies, de forma oblonga, sin ningún aditamento moderno. No hace frío en un país como éste, mi aseo no precisa de calefacción. El cuarto de baño no está dentro de mis aposentos. Curiosamente está situado al final del pequeño pasillo que lleva a la puerta de mi celda. Hay toda una historia de por qué el aseo está fuera de mi celda. En la época en que se hicieron reformas y se distribuyó los interiores del ala oeste, el viejo Evreux dijo que no quería disponer de baño propio mientras la tropa en los largos dormitorios comunitarios, tenía que dirigirse a unos aseos que eran de todo menos privados. Los arquitectos le trataron de convencer de las ventajas de situarlo contiguo a su celda. Además en este piso del ala oeste, sólo él lo iba a usar porque nadie pasaba por aquí. Pero el viejo testarudo se mantuvo irreductible. Su sucesor no se atrevió a cambiarlo de sitio. Y para los demás ya ha sido como una tradición el mantener este pequeño e incómodo signo de mortificación. Nadie quiere ser el primero en desmantelar el baño, tirar tabiques y cambiar la configuración de esta planta. Encima este baño me produce depresión: todas las paredes en blanco mate, suelo ajedrezado, sin ventanas al exterior, sólo dos armarios de baño (pintados en blanco también), un taburete que parece sacado del año de la nana y todo ello bajo una luz mortecina. Este aseo solitario, mal iluminado y 72 Yo mismo me consideraba un hombre derrotado. Cada vez delegaba más funciones, cada vez dedicaba más tiempo a pasear, a mirar viejos libros de fotos, a sentarme en el porche a mirar al campo. Me dedico a hojear las hojas de las viejas colecciones que hay en la sala Winter de esta Casa Madre: una colección de sellos, otra de monedas, una tercera de mariposas. En la sala, los armarios muestran más cajones que todavía no he explorado. Ahora tengo tiempo y la sensación de que ya nada importa tanto. Hoy tendré cuatro visitas y unos diez minutos firmando documentos. Sí, ya todo lo veo a la distancia, ya nada me incomoda, todo lo veo desde la tranquilidad de saber que todo está hecho. 73 Año 2209 número de arzobispos, los cuales han de traer por escrito la delegación de los obispos a los que representen. No queremos que sea un grupo mayor de veinte o treinta prelados. Ese grupo procederá a elegir un Sumo Pontífice. La Iglesia llevaba ya más de un año de sede vacante. El Vaticano había sido ocupado militarmente y los cardenales encarcelados. La Iglesia en Estados Unidos y, sobre todo, en Europa padecía la mayor persecución desde los tiempos del Imperio Romano. –Aunque nunca se hicieron públicos sus temores, el difunto Papa Gregorio ya preveía la supresión del status de soberanía del territorio vaticano –me explicó el arzobispo de Buenos Aires –. Daba por supuesto que en una generación o dos, las posesiones papales serían nacionalizadas. Así que de un modo secreto fue colocando a buen recaudo en varios lugares del mundo las piezas más valiosas de los tesoros vaticanos. Uno de esos lugares fue una cámara acorazada a cincuenta metros de profundidad en Andorra. Allí se guardan miles de reliquias. Desde los clavos de la Crucifixión hasta los más preciosos cálices renacentistas, pasando por infinidad de relicarios. La Sábana Santa, la ampolla de sangre de san Genaro. También lienzos, estatuas y epistolarios completos de santos y reyes. La correspondencia de Pío XII con Hitler, la de los diplomáticos del Papa Clemente VII con los del rey Enrique VIII de Inglaterra. Todo eso está allí, en esa cámara. –¿Andorra? ¿Dónde está Andorra? – pregunté. –Andorra es un estado independiente, situado en la cordillera pirenaica, entre Francia y España. Se trata de una pequeña nación de doscientos mil habitantes. El copríncipe de esta nación es el obispo de la Seu de Urgell. –¿En serio? –Sí, desde la Edad Media es así. Él es la máxima autoridad del país, si bien desde M i aeronave aterrizó en un helipuerto de una zona del humilde extrarradio de Kuala Lumpur. Descendí por la rampa de aquella pequeña y discreta nave que no tenía ningún tipo de identificación que permitiera sospechar quién iba dentro. Desde una pequeña casa cercana, salieron hacia la rampa, a saludarme, tres prelados vestidos con sotana y solideo. Un secretario vestido de clériman y americana negra hizo las presentaciones. –El arzobispo de Tokio. –Encantado. Nos dimos la mano. –El arzobispo de Sidney. –Encantado. –Igualmente. –El arzobispo de Buenos Aires. Sonreí con cordialidad al último prelado y entramos en la pequeña casa de paredes mal pintadas y aspecto anodino, frente a la cual había aterrizado la nave. En una sala bastante anodina pronto se acomodaron para dar inicio a la conversación. Parecía que lo que habían buscado en aquella residencia era simplemente un lugar de encuentro ajeno a la observación de cualquiera. –¿Sigue la sede de Pedro vacante? – pregunté. –Sí, sigue. –Habíamos convocado secretamente un concilio universal en un lugar de Asia, hace cosa de un mes –añadió otro prelado–. Pero tuvimos que desconvocarlo. Los servicios de inteligencia de Europa y Estados Unidos interceptaron nuestros correos, nos arriesgábamos a una detención masiva de obispos si manteníamos la convocatoria. –En los próximos meses se convocará de nuevo un concilio de arzobispos –añadió el prelado australiano–. Se llamará a un reducido 74 hace siglos es una democracia y funciona como tal. Hace cincuenta años el Papa Juan XXVIII inició una gran misión sobre ese territorio. Envió misioneros y abrió nuevos conventos recogiendo vocaciones de todas partes del orbe. Ahora sabemos que lo que tenía en mente era crear un enclave cristiano en medio de una Europa secularizada. Su idea era crear un espacio confesional cuyo marco jurídico... en fin, no me voy a extender en los proyectos del difunto Juan XXVIII, su proyecto fracasó. Pero al menos, fruto de todos esos esfuerzos, ese país hoy en día es el único lugar de Europa cuya población es mayoritariamente cristiana. Por esa razón se situó allí la cámara acorazada. –El problema ha venido cuando nos hemos enterado de que la República Europea está considerando la posibilidad de suspender la independencia de esa nación –intervino otro arzobispo–. También nosotros disponemos de nuestras secretas fuentes de información. La decisión se tomará en dos o tres meses. Y allí es donde entra usted. –¿Yo? –Sí. Usted podría concentrar todas sus fuerzas en ese país. Europa se pensará dos veces invadir un territorio tan pequeño si está bien defendido. Me eché a reír. –Pero si nuestro ejército no podría resistir ni el primer embate de una maquinaria tan poderosa, tan masiva, como la del ejército europeo. Seríamos barridos, literalmente barridos. –Somos conscientes de ello, perfectamente. Pero es una cuestión de balances. El invasor calibrará las pérdidas y las ganancias. Cuánto le cuesta tomar ese territorio, cuánto va a ganar tomándolo. Se lo pensará dos veces si ustedes están allí. –En mi opinión, están ustedes muy equivocados. Cuando se lleva a cabo una política de expansión tan visceral, no se repara en balances. El gobierno europeo no busca ya beneficios. Su proyecto de unión universal no se detendrá ante límite alguno. La ideología se ha adueñado de las masas. Eso lo saben los gobernantes. –Es muy difícil que algo pueda evitar la invasión de Andorra, de Liechtenstein y de San Marino –intervino el arzobispo de Buenos Aires–. Es cierto. Pero en estos momentos críticos son muy pocas las cartas que podemos jugar, cada vez nos quedan menos movimientos sobre el tablero. Cada vez nos quedan menos fichas. Si no hacemos esto, sólo nos queda cruzarnos de brazos y ver cómo las fichas contrincantes van ocupando más y más cuadrados, cómo van retirando más y más fichas del tablero. Lo que le proponemos es difícil que resulte, pero poco más podemos hacer. –Mis hombres hubieran defendido hasta la muerte al Estado Vaticano –comenté con rabia, mirando hacia el suelo, bajando la voz–. Pero la invasión nos tomó a todos desprevenidos. Tuvo lugar en tan solo unas horas. No se pudo hacer nada. Mis hombres no hubieran dudado en morir por el Sumo Pontífice. Pero Andorra... no es lo mismo. Mi Orden tiene más posibilidades de sobrevivir dispersa por el mundo que concentrando fuerzas en un solo punto. –Lo sabemos muy bien, no nos cabe la menor duda. Pero ahora sólo nos queda Andorra. Allí están bajo tierra y a buen recaudo buena parte de los documentos y archivos que hemos logrado salvar hasta el día de hoy, después de tantos siglos. El papado resurgirá como un ave fénix en cualquier parte del mundo. Nosotros en nombre de la Iglesia os pedimos que salvaguardéis el legado que con tanta dificultad hemos logrado custodiar hasta este siglo XXIII. Le pedimos a su reverencia que con sus regimientos refuerce la independencia de ese territorio. 75 –De verdad que no lo veo claro –dije, mientras pedía un mapa y observaba la situación del país. –Además –añadió otro arzobispo–, si la Iglesia camina hacia el martirio total, no importa ya lo que hagan ustedes. Todos seremos barridos de la escena, como paja. Pero si esto es sólo una tormenta más en nuestro camino bimilenario, si esto no es el final, habrá valido la pena preservar un territorio con una comunidad eclesial de pequeñas dimensiones pero intacta. –Me imagino –comenté ensimismado– que en la persecución de Diocleciano los cristianos también debieron pensar que ya era el final. Varias veces, miembros de la Iglesia ha podido pensar que ya no habría mañana. Pero lo ha habido. –Sí, debemos pensar en el mañana – convino el arzobispo de Sydney–. Es nuestra obligación, pensar en un después. Por eso debemos hacer cuanto esté en nuestra mano para preservar esa cámara acorazada de Andorra. Dudaba qué hacer. La lucha interior se traslucía en el sudor de mi frente. Me senté en un sillón de aquel saloncito decorado sin mucho gusto. Aquellos prelados pensaban a largo plazo. Lo mismo que yo pensaba en pro de mi Orden, ellos hacían lo propio a favor de la Iglesia. En este momento, el bien de la Iglesia y el bien de la Orden discurrían por caminos distintos. Dispersando mis fuerzas por los continentes, la Orden tenía más posibilidades de sobrevivir. Si concentraba mis fuerzas allí y el país era atacado, sería la ruina para nosotros. Ellos y otros pocos cientos de obispos supervivientes eran los pastores. Los últimos sucesores de los Apóstoles me pedían un supremo esfuerzo. Pero al fin y al cabo se trataba de cosas, de objetos. Una subterránea cámara acorazada llena de bulas, cálices, reliquias, archivos. ¿Valía el contenido de esa cámara el precio de tantos templarios, hombres de carne y hueso? El contenido de un búnker a cambio de hombres vivos. Los arzobispos presentes contemplaron mi lucha interna. Nosotros respondíamos sólo ante el Santo Padre, y ahora estábamos en situación de Sede Vacante. Todos los cardenales habían sido martirizados. Técnicamente hablando nadie podía ordenarme nada. Podía hacer lo que quisiera, aunque la petición proviniese de los sucesores de los Apóstoles. Pero sí, ellos eran los sucesores de los Doce. La duda y el ensimismamiento no duraron más allá de medio minuto, treinta segundos inacabables. La decisión final la tomé en seis segundos. Seis segundos en los que se decidía el destino de miles de soldados de Cristo. –¡Está bien, mis hombres irán ahí! ¿Cuántos sería conveniente enviar? –eso fue lo que dije sin vacilación alguna, con energía, sintiendo el peso del Destino sobre mis hombros. Los tres prelados dieron un suspiro de alegría. Sus rostros se relajaron. Después el arzobispo de Sydney contestó con dulzura a mi pregunta: –Fray Alain, envíe a todos. –¡¿A todos?! –exclamé. Los tres arzobispos asintieron y aguardaron a que asimilase aquella petición. –No saben lo que me piden. Cómo voy a dejar desprotegidos todos nuestros castillos. Eso, además, supondría abandonar las misiones que nos han sido encomendadas. –Déjelo todo. Pronto no habrá nada que defender. Un gran silencio se hizo en la salita. ¿Qué significaba eso? ¿Qué es lo que habían querido decir aquellos tres pesos pesados de lo poco que quedaba de la jerarquía de la Iglesia? Poco a poco, en silencio fui asimilando la 76 situación. No necesité demasiado tiempo, amansado pregunté: –¿Es esto el fin? –Creemos que sí. Otra vez ese silencio, otra vez los rostros serios de esos altos jerarcas. Flotando en el ambiente la impresión de que había que hacer algo, meramente por no quedarnos de brazos cruzados, mientras todo el edificio eclesiástico universal se desmoronaba. Hacer algo, aunque fuera sin esperanza. Desanimado pregunté: –Si no hay esperanza, frente a una persecución planetaria, ¿entonces para qué vamos a defender ese principado perdido en medio de unas montañas? ¿Qué sentido tiene, pues? –Si ya ninguna cosa tuviera sentido, no haríamos nada. Nos limitaríamos a la inactividad. Debemos trabajar como si esto no fuera el fin de los tiempos. Si lo es, Dios no nos echará en cara que hayamos tomado todas las providencias para que su Iglesia continúe otros dos milenios más. –Pero ustedes creen que sí que lo es – mi mirada era de súplica. En cierto modo era una súplica para que me dijeran que no, para que aquellos doctos teólogos alejaran mis más íntimos temores. Los arzobispos se tomaron su tiempo, un ambiente denso y opresivo reinaba en la sala. –La sede está vacante desde hace un año –contestó uno de los arzobispos–, los cardenales eméritos encarcelados en varias prisiones estatales, los cristianos perseguidos como los judíos del III Reich. La población de Europa fanatizada con una nueva ideología, el Viejo Continente embriagado en el sueño fascista de un nuevo expansionismo territorial. No sé, si esto no es el fin... se le parece mucho. No tenemos ya mucho que defender, al menos defienda esa minúscula parte del tablero que le hemos pedido. Defienda esa parte, por si hay un después. Me sentí cansado: el largo viaje sin escalas hasta Kuala Lumpur, el aire húmedo y caluroso de esa sala sin aire acondicionado, el desánimo de la petición de los arzobispos. Apoyé mi espalda totalmente sobre el respaldo de aquel mullido sillón, fijé mi mirada perdida en el techo de la sala. Ellos, en ese momento, para aligerar parte de mi tensión, sacaron otro tema. Aunque sin ganas, comenzaron a hablar de un tema insustancial. Pero yo no podía olvidarme de que lo que me habían pedido probablemente suponía el suicidio de la Orden. Concentrando en Andorra todas mis fuerzas, si finalmente se decidía la anexión de aquel principado, los templarios serían barridos del mapa. La Orden desaparecería en un solo embite. Traté de distraerme, al menos un instante, pero en cuestión de segundos pregunté con cierta vehemencia: –¿Y si el Gran Capítulo no refrenda mi decisión? Un Gran Maestre no puede enviar templarios a un nuevo país sin permiso expreso del Capítulo. –Nosotros tres acumulamos la delegación de más de cuatrocientos obispos para tomar decisiones en lo referente a la nueva elección pontificia. Eso de momento, en un mes tendremos la delegación de más obispos incomunicados. Así que nuestra petición es la de cuatrocientos obispos. Le mostraremos los documentos firmados y sellados que dan fe de que somos poseedores de esta delegación. Esto significa que nuestra petición es la petición del episcopado. –De acuerdo, así presentaré su petición ante ellos. Yo no me echo atrás. Con la autorización del Capítulo haré lo que les he dicho. –Gracias, de verdad. 77 –¿Cómo va la recogida de delegaciones? –pregunté tratando de animarme. –No se puede imaginar lo difícil que nos está resultando acumular delegaciones para que el concilio de arzobispos reunidos en Asia de verdad represente a la Iglesia universal. –Háganlo concienzudamente, tarden lo que tarden en lograr esos documentos por escrito y bien rubricados –les aconsejé–. Lo último que podría permitirse la Iglesia en esta situación sería un cisma. –No se preocupe, conocemos bien nuestro trabajo. –¿Si eligen un nuevo Papa, no habrá dudas sobre su legitimidad? –pregunté. –En completa ausencia de cardenales– votantes, si no queda ni uno, el gobierno de la Iglesia pasa a manos del Colegio de Obispos. En una situación así, podemos disponer sin otra limitación que la que imponen los dogmas de la Iglesia. No es posible reunir, en plena persecución, a todos los obispos. Así que si logramos que, al menos, cuatro quintas partes de los obispos deleguen su voto, en un grupo reducido de arzobispos, el concilio futuro decidirá con plena autoridad. Me disponía a hacer más preguntas y dar más consejos acerca de ese nuevo concilio. Pero en el fondo, aquello era un inconsciente mecanismo de huída ante el doloroso tema que seguía martilleando mi mente. De pronto, sentí como si algo apretara mi cuello, sentí que se me nublaba la vista, todo lo iba viendo más blanco; perdí la consciencia. pasado nada. Se trataba de una lipotimia. La presión de las emociones, el no haber desayunado… Era ya un hombre de más de setenta años. Me había convertido en un anciano. Desde ese día, tuve miedo de dar un espectáculo parecido en alguna situación pública de importancia. Pero ahora sí que no podía dimitir. No había Papa ante el que presentar mi dimisión. Por primera vez, me sentí frágil. Aquella triste escena de gente preocupándose ante un anciano que ha perdido el conocimiento, se repitió varias veces más en los meses siguientes. Menos de un minuto después, comencé a abrir los ojos, sentía una gran placidez, por eso no dije nada a aquellos que me abanicaban y me llamaban por mi nombre. Me rehice, volví a sentarme derecho en el sillón. Aunque ya estuve más callado todo el rato. No había 78 M e detuve en mitad del valle. Miré al fondo, hacia la garganta de la abertura entre aquellos montes completamente cubiertos de pinos: las cuatro grandes torres se levantaban a buena marcha. La construcción de las fortificaciones defensivas de Andorra iba de acuerdo al plan previsto. Las cúspides de aquellas torres rectangulares estaban cubiertas de nieve, al igual que aquellos boscosos parajes. Construcciones defensivas dotadas de una sensación de poderío, que contrastaba con la debilidad de mi cuerpo. Valoraba, con ojo experto, lo adecuado de la disposición de esas torres para asentar sobre sus cúspides los delicados sistemas antibalísticos. El cielo volvía a encapotarse con nubes grises, opacas. Unos tímidos copos de nieve pronto cayeron pacíficos en medio de aquel aire frío en el que rítmicamente aparecía el vaho de nuestra respiración. La ventisca hizo ondear mi capa negra. Esa capa que cubría mis ancianas espaldas de superior religioso. Los mechones de mis cabellos plateados comenzaron también a agitarse y desordenarse. Mi mente y mis ojos calculaban alturas, estimaban la conveniencia de añadir alguna protección suplementaria, ponderaban el tiempo necesario para que todo el sistema defensivo estuviera acabado. Detrás de mí y de mis oficiales, treinta soldados a caballo nos escoltaban a prudente distancia. Las capas de todos se movían cada vez con más fuerza, movidas por un viento inmisericorde donde la nevisca arreciaba por momentos. Algunos de aquellos militares acababan de llegar de África y era la primera vez que experimentaban aquel frío pirenaico. Por fin, inspeccionado todo, ordené con voz enérgica: –Regresamos. De cerca, todavía recorrí y revisé las construcciones que había mirado a lo lejos. Algunos de los que seguían mis pasos, como el mariscal Von Gottenborg, era uno de los recién llegados de Somalia. Acababa de llegar hacia unas horas. Y todavía no sabía qué hacían todos esos templarios, casi todas las fuerzas de la orden templaria, en uno de los más pequeños estados de Europa. Por la tarde daría satisfacción a sus preguntas. De momento, veíamos desplazarse más y más columnas de hombres hacia lo más profundo de aquellos valles. Cincuenta mil hombres instalados o instalándose en los grandes dormitorios de los búnkeres. Pero todo se lo explicaría a él y al resto de los recién llegados, más tarde, ahora quería descansar. Me interné por un pasillo de la fortificación y dije: –Nos veremos a la hora de la refección. 79 despegaron simultáneamente desde las distintas plataformas de los hangares. También yo partí. Una vez en el aire, en medio de aquel pandemonio de objetos volantes, misiles y explosiones, los pilotos aceleraron sus naves a la máxima velocidad a la menor altura posible. Fui testigo de cómo varias de nuestras naves, que huían como nosotros, chocaban en sus vuelos rasantes con algún pico, con alguna fatal irregularidad del terreno, convirtiéndose al instante en bolas de fuego que se estrellaban en medio de los bosques de aquellos valles nevados. Otras aeronaves simplemente eran alcanzadas a gran altura y en esas alturas desaparecían. En medio de aquel caos, la estadística quiso que una cuarta parte de las aeronaves pudiéramos escapar de ese infierno. No debo reprocharme nada, no debo insistir en nada que me lleve a sentimientos de culpabilidad, no hubiera tenido sentido no huir. Esos desfiladeros, esas gargantas de Andorra que defendíamos fueron la diana de un ataque masivo de misiles, al que siguió la irrupción de lo más sofisticado en materia de ingenios acorazados, verdaderos monstruos de centenares de toneladas, que se desplazaban con sus dos, cuatro o seis patas mecánicas y que arrasaron lo poco que quedó en pie de las defensas tras el bombardeo. La orden de retirada de las pocas aeronaves ligeras capaces de salir de allí con una velocidad de match 3, se dio cuando el ataque terrestre había sobrepasado la primera línea defensiva, cuando cualquier esperanza ya era vana. Podíamos haber esperado en grupo nuestro destino como lo esperan las ovejas de un matadero. Podíamos habernos quedado quietos, pero nuestra inteligencia nos gritó que nos moviéramos. Hubo algo de instintivo, algo de animal acorralado, en esa decisión fulminante, repentina que se dio a todos los presentes en el Mando Central. La orden no la EPÍLOGO Me encuentro en este pobre escritorio de madera sin barnizar, escribiendo pacientemente mis memorias como un remedio contra el tedioso paso del tiempo, como un remedio contra el olvido de tantas cosas que me ha tocado vivir en una vida que es la mía. Una vida que dio comienzo de un modo completamente normal y que ha acabado llena de cosas… interesantes, recuerdos que no me gustaría que se perdieran para siempre. Aquí, en esta galería subterránea de Jerusalén, acuartelado con los últimos templarios, puedo ya narrar el desastre del principado de Andorra... la batalla y nuestra caída. Hubiera deseado morir en esos verdes valles pirenaicos con las botas puestas, pero la plana mayor fue unánime. Un maestre me cogió del pechó y me gritó: –¡Algunos deben salvarse de esta matanza, todos preferimos que usted esté entre ellos! Le hice caso, y ahora vivo. Aquel oficial que con rostro crispado, rojo, me agarró por la pechera, tenía razón: convenía que algunos de la Orden se salvaran de la hecatombe. En ese caso no era oportuno que el capitán se hundiera con la embarcación. Eso hubiera sido muy poético, pero teníamos el deber de plantear las cosas con una visión práctica. En la guerra siempre debemos ser prácticos. Hubo que ordenar a varias aeronaves que salieran de ese lugar infernal cuanto antes, y orar para que el mayor número de ellas lograsen evadir el cerco sin ser abatidas en el aire. ¡Que la cabeza del Temple se salve!, fue la estentórea orden que recibí de mis subordinados. Asimismo, cuatro maestres embarcados en aeronaves diferentes 80 di yo. En medio de aquella excitación máxima, sólo yo tuve que ser sacado de mi sopor, de mi estado de inconsciencia. Aunque no se trataba ni de sopor ni inconsciencia. Me hallaba de pie, contemplando las pantallas que tenía delante, con la mirada perdida, pero con los ojos muy abiertos. Todos los presentes nos hallábamos en un estado similar: incrédulos. Pero yo ya estaba un poco ajeno a la realidad. Nunca me había pasado. Era lógico, se trataba de una situación límite. Menos mal que un Maestre de rostro enrojecido me agarró del pecho y me gritó. Salí a medias de ese estado de confusión en el que me encontraba. Todas nuestras naves despegaron a la vez, sincronizando los despegues. Recuerdo el estruendo de los motores puestos al máximo de su resistencia, ese máximo más allá del cual sus componentes internos se hubieran quebrado o fundido. Tras el estruendo del despegue, aunque cada nave partió en una dirección diferente, tenían un punto de reunión ya prefijado: Jerusalén. Aquí, los restos de la Orden: 7000 hombres, dos maestres y cinco condestables, estamos encargados de defender la torre defensiva número 37 del extenso perímetro militar de Jerusalén. Nuestra torre 37 sobresale apenas diez metros por encima de las murallas. Aunque se le llame así, torre, se trata más bien de un búnker de forma achatada, de cuya protección nos han encargado. Han preferido congregar a mis hombres en este sector, en vez de repartirnos por todos los regimientos del perímetro. La primera orden de los templarios nació en Jerusalén y por un capricho de la Historia aquí estamos de nuevo. Lo que queda de la Orden se halla en esta línea de puestos defensivos, haciendo guardia en esta torre 37 y en la de al lado. Nuestros barracones se encuentran bajo tierra, situados justo detrás de ese conglomerado de hormigón que defenderemos hasta la muerte. Ni siquiera yo, el Gran Maestre, tengo habitación privada. Escribo en ese escritorio a la vista de todos los hombres que descansan en sus lechos, no muy limpios, bajo esta luz mortecina. Siempre hay silencio, porque a cualquier hora del día siempre hay gente durmiendo. Los turnos de vigilancia no se interrumpen ni de noche ni de día. Cerca de un año duró nuestro acantonamiento en Andorra. Once meses en los que sufrimos la desolación interna de ver cómo nuestros castillos repartidos por el mundo, fueron cayendo. Desplazar nuestras fuerzas a Andorra supuso dejar en cada uno de ellos una decena de personas. Desprotegidos, casi vacíos, fueron ocupados por los distintos Estados en los que estaban situados. Los pocos que nos iban quedando preferimos venderlos rápidamente y trasladar a nuestros hombres a Andorra. Al menos obtuvimos algún capital, un capital para invertirlo en más armas y provisiones con que defender una tierra que se iba a convertir en sinónimo de nuestro desastre. Nigeria, Liberia, Mauritania, Senegal… hubo que abandonar en todas partes nuestros castillos. La Casa Madre y la plataforma soberana en medio del Mar Indico… los últimos reductos del orgullo del Temple. La plataforma... no tenía sentido concentrar los restos de la Orden en un punto en medio del mar. La congregación había nacido para defender. No había nada que defender en medio del Océano. Me emociono recordando lo bajo que habíamos llegado. Apenas puedo contener las lágrimas pensando que los que habíamos nacido para defender al prójimo, nos estábamos encargando a duras penas de defendernos a nosotros mismos. En la plataforma del Mar de Tasmania no había nadie a quien defender, ésa fue una de las razones por las que habíamos trasladado allí 81 a los miembros ancianos y enfermos de la congregación. Nunca imaginamos que el escenario de intereses geopolíticos iba a sufrir una abrupta transformación. Las hostilidades entre la República Europea y la Liga Asiática cambiaron radicalmente el panorama en los mares cercanos a Asia. Para nosotros resultaba imposible defender una plataforma a tantos miles de kilómetros de distancia. No podíamos enfrentarnos a lo imposible. Recuerdo las caras desoladas de los miembros del Gran Capítulo. Todo aquello fue muy amargo, pero las decisiones fueron unánimes. Logramos vender la plataforma a un pequeño país vecino, Nueva Caledonia. Una de las cláusulas del pacto incluía que ellos se encargarían de esos enfermos y ancianos. Dado que sabíamos que pronto nuestras comunicaciones con Georgeland se interrumpirían, consideramos que lo más prudente era hacer algo que asegurara el futuro de esos ancianos y enfermos, aunque sólo fuera un poco, aunque esa seguridad sólo consistiera en un papel. Al firmar ese papel, sabíamos que no podríamos comprobar el cumplimiento de esa cláusula, que no podríamos exigir nada, que pronto todos iban a luchar por su supervivencia, que la ley de la selva se aproximaba a pasos agigantados sobre toda esa zona. Cuando uno no puede hacer nada, se siente la tranquilidad de no tener remordimientos, sólo amargura. Sin duda esos templarios se debieron sentir abandonados. Pero traerlos con nosotros, a una ratonera peor, y tal como estábamos nosotros, a punto de comenzar una guerra, resultaba imposible. Puesto que todo tipo de contacto entre nosotros se iba a cortar, entiendo que hicimos lo correcto. Apenas conseguimos efectivo para pagar a la firma internacional de abogados que se encargó de todos los contactos entre ese Estado y nuestra Orden. No tuvimos que trasladarnos a Asia. En esos momentos, trasladar una nave hasta Oceanía y no visitar a nuestros hermanos, hubiera sido un gesto… ruin. ¿Pero cómo podíamos aterrizar, ser recibidos y comunicarles que habíamos vendido esa plataforma? No, no podíamos. Tan sólo dimos orden de que un día antes de que se hiciera efectivo el traspaso, se trasladaran en las bodegas de cuatro barcos los registros de la Orden y los objetos de más valor. Los servicios de inteligencia, la creciente piratería o la guerra se ocuparon de que las cuatro embarcaciones nunca llegaran a puerto. La pérdida de nuestro pequeño Estado soberano, el orgullo de nuestra Orden, supuso un duro golpe psicológico para todos nosotros, pero no hubo remedio. Nos quedaba la soberbia Casa Madre. No obstante, las esperanzas humanas siempre resultan fútiles: un misil atómico acabó con ella de un sólo golpe, tres semanas antes de que se iniciara el ataque del Imperio contra Andorra. Es posible que fuera el mismo gobierno de Madagascar el que conviniera con alguna gran potencia aquel ataque para recuperar su independencia. Con nuestras fuerzas a punto de entrar en combate aquí en Europa, era el momento perfecto para liberarse de aquel huésped demasiado grande; silencioso e inmóvil pero demasiado grande. Cuando tuvimos noticia de la desaparición de la Casa Madre, no nos lo podíamos creer. ¿Será posible explicar la consternación, las caras de desaliento, de infinita aflicción, que embargaron a la plana mayor templaria en el centro de comunicaciones cuando llegó la noticia? Habíamos dejado 4.000 hombres acuartelados allí. Nunca hubiéramos cedido la Casa Madre por nada. Era el último reducto. Nuestro último refugio si todo fallaba. Dudamos si comunicar o no a nuestras tropas la noticia. La desolación que sentíamos había sido tan indescriptible, que nos preguntamos si debíamos exponer a todos y cada uno de 82 nuestros soldados a sufrir ese mazazo que nos había sacudido desde la cabeza a la planta de los pies. La Casa Madre con todos los archivos de la Orden desde su fundación, sus claustros, sus criptas, sus cálices, los mimados volúmenes de su biblioteca, todo... era ya un recuerdo, un lugar maldito por generaciones a causa de la radiación. Se tomó la decisión de no decir nada a nuestras tropas. Mandamos hacer venir ante los maestres y yo a los cuatro soldados encargados de las comunicaciones. Les explicamos la situación y les hicimos arrodillar delante de un crucifijo: juraron no revelar nada de la noticia que había pasado por sus manos. Y fue así como en la mente de los templarios, la Fortaleza de san Miguel seguía tan esplendorosa como siempre, seguía siendo un motivo de esperanza, aunque ya no existía. Para ellos era la retaguardia por la que todo soldado lucha, el lugar donde quizá se retirarían en su vejez. Después de la progresiva caída de nuestros castillos, uno a uno, con torturante lentitud, después de la desaparición del Estado Templario del Pacífico, después de la pérdida de nuestra Fortaleza de san Miguel en Madagascar, había quedado aquello, unos hombres completamente entregados, valerosos y nobles dispuestos a la defensa de aquel principado con su vida. 50.000 vidas de 50.000 idealistas. Pero Andorra se hundía, nada podía contener aquel ataque masivo de misiles. Sólo restaba un último afán: salvar algo de toda aquella quema, salvaguardar algo de aquel hundimiento. En medio de aquella guerra mundial, el Estado de Israel también se preparaba para luchar por su supervivencia. Nos unimos a su destino. Éramos ya sólo siete mil hombres. Una gota en su ejército. Hoy como ayer, día tras día, durante horas, leo y releo las líneas del Apocalipsis. Medito sus páginas aquí, en tierra hebrea, donde empezó todo. Las medito como lo hacía también en el principado que defendíamos en la frontera hispano-gala. Medito esas páginas y me pregunto una y otra vez si esto es el fin, el fin no sólo de la Orden. Decir que la Iglesia se bate en franca retirada en todos los países, sería presentar un panorama demasiado optimista. La realidad es que la Iglesia está desapareciendo en todas las naciones. Las palabras de la profecía son claras, las Puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella. Unas palabras griegas escritas con una frágil caña sobre un papiro. La profecía resuena frente a una realidad que nos grita lo contrario. Únicamente nos queda esperar que los ejércitos de la Gran Babilonia se reúnan contra esta santa ciudad. Si el Libro del Apocalipsis fue escrito por la mano de Dios, combatimos en el lado de la Verdad, del Bien. Si el Apocalipsis fue mero fruto de la mente de los seres humanos, seremos recordados en las miles de generaciones que están por venir como se recuerdan ahora las Pirámides. Si hay un después tras la lucha por la defensa de esta ciudad, entonces nuestra obra, la de la Iglesia, se recordará como una obra faraónica. Y los templarios serán una parte más de esa obra colosal. Unas piedras más, integradas en sus muros más que bimilenarios. El Apocalipsis nos asegura que no habrá un después en la historia humana, el tiempo será interrumpido por un Juicio Final. Si hay un después, eso habrá significado que hemos luchado en el bando equivocado. Desde este escritorio de madera, escrito en las inmediaciones del punto final de la Historia. Si éste no es el punto final, entonces, como dice san Pablo, somos los más desgraciados de los hombres. Creo que nadie puede evitar pensamientos... tentaciones, más bien, de este 83 tipo. Estamos al borde de comprobar la veracidad de miles de años de fe. Hasta hace dos meses, a Jerusalén seguían llegando más y más cristianos, más y más judíos. Esta ciudad se ha convertido en un odre, lleno hasta su justo límite, más allá de su límite, al menos una ciudad no puede reventar. El cerco de la misma ha resultado casi un alivio, ¿cuánto más hubiéramos podido resistir esta afluencia de refugiados? Aunque esta misma pregunta supone falta de fe. Este odre divino no puede reventar, la Ciudad Santa puede acoger a todos. Estoy decaído, eso es lo que me pasa. A pesar del decaimiento, todos nos hacinamos en la confianza de que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob proteja a sus refugiados en medio de una persecución tal como no tenía lugar desde la época de los césares y de los soviets. Ayer, sea dicho de paso, en una de esas cámaras subterráneas se eligió a un nuevo Papa: Lino II. Sea cual sea la respuesta que uno de a las preguntas anteriores, desde la fe o desde la falta de ella, humanamente hablando parece claro que ya no habrá más Papas, hemos sido testigos de la última elección papal. En fin, defenderemos esta torre 37 mientras sea posible. Si nos hemos equivocado, lo hemos hecho con la mejor de las intenciones. Que Dios se apiade de nosotros. Si no existe ese Todopoderoso, la Nada nos engullirá. Nuestro mundo, todo nuestro mundo de órdenes religiosas, de curias vaticanas y episcopales, de dogmas y todo eso resultará indescifrable para las generaciones futuras. Requerirá de tantas explicaciones que se volverá indescifrable, incomprensible. Ya no sólo no será creído, sino que ni siquiera comprendido. Nosotros habremos sido los constructores de un mundo tan denso, oscuro e impenetrable que constituirá un misterio por los siglos de los siglos. Pero esto es una tentación, otra, en medio de esta presión que sufrimos los hacinados aquí. La duda se plantea en mi mente, pero mi voluntad está firme. La última batalla parece que va a tener lugar entre mi mente y mi voluntad. Pero esperaré contra toda esperanza. Junto al cajón superior de esta escribanía hay un pequeño equipo de música cubierto de polvo, lo miro ensimismado y aprieto una tecla. Comienza el primer coro de la Pasión según san Mateo. Descanso mi mano, levanto la vista. He escuchado esta música infinidad de veces a lo largo de mi vida, he escuchado infinidad de explicaciones. Dos coros, dos orquestas, dos órganos, cuatro solistas en cada grupo. Una coral en modo mayor, proclamando la inocencia de Cristo. Otra coral en modo menor, acentuando el sufrimiento de Jesús. Las voces comienzan su diálogo escuchado tantas veces a lo largo de los siglos: –Venid, hijas, uníos a mi lamento. Mirad. –¿A Quién? –Al Amado. –Miradle. –¿Cómo? –Cómo un Cordero. Me acuerdo que aprendí alemán escuchando pacientemente esta obra durante un verano. Traduje, palabra a palabra, todas sus arias y recitativos. Quise unir mi afición a la música y mi necesidad de aprender alemán para mis estudios de licenciatura. A esta altura de mi vejez, ya no me acuerdo muy bien de mi alemán. Ahora, tras los coros iniciales de una tonalidad femenina, comienza el coro de niños con su maravilloso: ¡Oh, Cordero de Dios, sin pecado, sacrificado en la Cruz, 84 siempre paciente, pese a ser despreciado¡ tendremos necesidad de luz de lámpara, ni luz de sol, porque el Señor Dios lucirá sobre nosotros y reinará... Quizá soy de los últimos en comprender esta música. La Redención… La Cruz, el papado, indulgencias, bulas, libros de ceremonias sacramentales, sillas gestatorias, tiaras, santo crisma, incienso, confesiones. Cuando Jerusalén sea tomada, cuando sea borrada, erradicada, del mapa, cuando sea ruinas, o una simple explanada sin ruinas, dentro de mil años cuando los estudiantes ignorantes y con la cabeza llena de pájaros, de acné y de chicas, pregunten qué era Jerusalén, quizá piensen que fue un género literario, un mito griego o una leyenda gótica. Señor, aleja de mí todas estas tentaciones del Maligno. Me ronda el adversario invisible, me hostiga. Yo, tu Gran Maestre, me apresto a defender mi mente como esta torre. Los siglos de la Historia han tocado a su fin, lo creo firmemente, firmísimamente. Por eso defiendo esta torre día y noche, la última muralla de tu Reino en la Tierra. Dentro de estos muros de la ciudad se protege el Reino de Dios. Fuera, alrededor de estos muros, la oscuridad del paganismo lo ha invadido todo. Fuera se ha hecho de noche, sólo hay luz aquí dentro. Guardianes de la Luz, la protegeremos a costa de nuestras vidas. No habrá más siglos. El Tiempo llega a su fin. El único después que reconozco es la caída de todas tus plagas, de toda tu ira, justo antes de la Resurrección de vivos y muertos. En el borde del final del Tiempo sólo me queda esperar los siglos de los siglos. Espero gozar del Libro de la Vida, del río de agua brillante como el cristal brotando del trono de Dios y del Cordero, en medio de árboles que dan doce cosechas donde ya no hay noche, donde ya no 85 U na plaza en el casco antiguo de Jerusalén. Una plazuela irregular rodeada de viejos edificios de piedra, ligeramente en cuesta, relativamente cerca de la Basílica de la Resurrección. Mil trescientos soldados formados aguardaban el discurso del Comandante en Jefe encargado de la defensa de la ciudad. La meteorología no se prestaba nada para un acto de ese tipo: frío, cielos nublados y a rachas un viento que todavía intensificaba más una sensación desapacible de incomodidad y de deseo de que la arenga acabara cuanto antes. Ante la presión por la cercanía del enemigo, los preparativos para la guerra se habían realizado a un ritmo tan acelerado, que no se había dado ningún discurso a los soldados. Aquella arenga era un deseo del general Safronov que era el que mandaba en el Cuartel General. El ataque era cuestión de días, no tenía ya sentido esperar a que el tiempo mejorara. O daba el discurso ahora o nunca. En otras épocas hubiera explorado esta ciudad de arriba a abajo. Ahora, en la vejez, sólo deseaba volver al cómodo y mullido sillón de mi escritorio, sentarme, ponerme una manta encima, y meditar sobre mi vida. Quizá más que meditar, lo que hago es dar cabezadas. Quizá, más que la vejez, es mi ánimo lo que pesa. En todas estas semanas, sólo he visitado dos o tres lugares emblemáticos de este monte Sión que, durante toda mi vida, he cantado en mis salmos. Hoy, de todas formas, deseaba estar presente en este discurso. Pero en una segunda fila, sólo como espectador. Además, aquí sólo soy el comandante de 7.000 soldados. El centro de todo esto son otros. Otros son los que determinan la estrategia. Sólo se nos ha encomendado defender un trocito de la muralla. Pensamientos lóbregos en medio de esta espera. En la plaza sólo había mil doscientos efectivos. Pero era suficiente, ellos simbolizaban al resto de los defensores. Tampoco había posibilidad de reunirlos a todos en un lugar. El general Safronov apareció de pronto por una callejuela, en un pequeño vehículo militar. Se bajó y a paso ligero subió a la extensa plataforma que le ofrecía una parte de la plaza algo más elevada. El general comenzó su discurso como si fuera un nuevo Patton, con ese mismo vigor, con esa seguridad. Su uniforme de color marrón claro de camuflaje estaba bastante ajado. Él físicamente tampoco era un Patton, aunque así lo creyera: algo más entrado en kilos, algo más nervioso y gritando su discurso con tal entusiasmo que parecía que con sus palabras estaba golpeando al mismo enemigo allí delante de todos sus hombres. Eso sí, no leyó nada. Había preparado su discurso, ciertamente, pero a pesar de que no improvisaba, respiraba convicción. Esa arenga, bien lo sabía él, se trataba de una arenga que Llegué a esa plaza por una callejuela, cuando ya todas las compañías estaban formadas. Por ser Gran Maestre de la Orden Templaria, todo el mundo tenía grandes honores hacia mí. Y por tanto podía haberme dirigido a la plataforma que ofrecía una parte de la plaza más elevada de forma natural, y desde allí haber escuchado la arenga, junto a otros oficiales. Pero, francamente, ya no tenía ganas de nada. Me quedé junto a la esquina de la callejuela, esperando a que hiciera su aparición el general. La espera se hacía pesada por el tiempo tan desagradable. Detrás de mí, tenía a dos coroneles del Temple. Vestíamos con trajes de campaña, trajes normales con colores de camuflaje, ni una simple capa, nada sobresaliente, salvo mi rango y un emblema en nuestro hombro que pocos conocían. Pasamos desapercibidos, como siempre en esa ciudad que bullía de soldados atareados. 86 sería mejor o peor, pero desde luego dada en un momento que era la culminación de otros muchos momentos precedentes. Todos esos momentos precedentes de muchos años atrás, habían llevado a esa escena y al infierno que iba a arrojarse sobre esa ciudad en los días por venir. Por eso quiso dar la arenga a toda costa. Se trataba de un deseo personal. Comenzó sin preámbulo, ni presentación, ni aviso. Simplemente se puso el micrófono inalámbrico en el bolsillo superior de su anorak y clamó: lo es, desde luego, no es una locura que hayamos llegado a la conclusión de que lo es. ¡Pero qué caramba!, sea lo que fuere… ¡vamos a luchar! –y golpeó con su grueso puño su palma izquierda abierta–. De eso sí que no hay duda. ¡Lucharemos! Tenemos un sagrado deber, un deber dado por Dios: ¡el de defendernos! Un deber que lo tienen hasta los animales. Vamos a matar, sí. Pero para defendernos. ¿Quién nos arrebatará ese derecho? Son ellos los que nos han sitiado, son ellos los que yerguen sus torres balísticas mientras ponen a punto sus máquinas de asalto, son ellos los que calibran sus misiles. Nosotros les esperamos. Ellos pueden alegar más o menos razones para justificar su agresión. Pero nosotros tenemos una sola razón para defendernos: seguir viviendo. Y el que quiera entrar aquí para matarnos se arriesgará a perder su vida. Una vida por otra, vidas a cambio de vidas. Puede parecer un duro intercambio, pero no vamos a esperarles aquí con las manos cruzadas, a que vengan a arrebatarnos el don de la vida. Un don que ellos no nos dieron. El que quiera arrebatarnos ese don, deberá prepararse a pagar con su propia vida semejante acto. El general hizo una pausa, se había enardecido demasiado. Recuperó el resuello, continuó más calmado: –No defendemos un país, no, ni una dinastía, ni un mero trozo de tierra sobre este mundo, defendemos el último reducto del Reino de Dios en la tierra. Si hacemos recuento de fuerzas, es justo reconocer que no podremos vencer. Es triste luchar en un bando que sabe que no puede vencer. Pero aquél que lucha por salvaguardar su propia vida no precisa de más razones para empuñar las armas. Sí, no podemos vencer. Pero si resistimos un poco, quien sabe si quizá la guerra global en la que se enmarca esta guerra seguirá su curso y –¡¡Soldados…!! ¡Luchad!, Dios está de nuestra parte. Muchas veces a lo largo de los siglos, se han enfrentado dos huestes en las que ha quedado nítida la separación entre el ejército de los creyentes frente a un ejército de los sin Dios. Pero quizá nunca los que nos precedieron tuvieron una percepción tan clara, como la tenemos nosotros, de que su batalla podía ser ya definitivamente la última batalla, la postrera batalla en la Historia entre los defensores de la religión y los increyentes. ¡Sí, soldados!, albergo la más profunda convicción de que éste es el último combate en el que participará un ejército de Dios. Después de nosotros, si no logramos resistir, habrá más batallas sí, pero ya entre hombres sin Dios. Ya no habrá entonces un bando que defienda los derechos del Altísimo. Soy consciente de que muchos en las centurias pasadas, desde que el mundo es mundo, han tenido esa misma percepción que albergamos nosotros, la percepción de que la suya era la última batalla religiosa, la última batalla entre la Fe y el odio a la Fe; aunque no hace falta decir que todos estuvieron equivocados. Y después de su derrota, hubo un mañana. Sí, debemos valorar una vez más, la posibilidad de que ni siquiera después de esta batalla venga el fin del mundo. Pero si esto no es el Armagedón se le parece demasiado. Si no 87 tendrán que llamar a estas fuerzas hacia otros frentes –hizo una pausa de nuevo, se emocionó–. Y las aguas retrocedieron. Pero mientras esperamos el final, sea cual sea éste, no podemos ceder, porque esta vez no hay nadie en otro lugar que volverá a comenzar, que volverá a extender nuestra sagrada Fe en Jesús, éste es el último lugar donde se conserva la llama de los dogmas. Esta vez la aniquilación ha sido perfecta, sistemática. Si cae esta ciudad sagrada, esta vez sí que la simiente sería extinguida. La toma de esta ciudad milenaria supondría el fin de la Iglesia sobre el mundo. Los muros materiales de esta ciudad, ahora defienden los muros inmateriales de un edificio espiritual colocado sobre la tierra hace 2210 años. El Papa tenía que haber estado desde el comienzo del discurso, pero había llamado al teléfono móvil del general para decirle que comenzara, que llegaría con unos minutos de retraso. Ese retraso no parecía signo de la existencia de ciertas divergencias entre el Comandante en Jefe y el Papa. El retraso parecía real y no fruto de que éste prefiriera llegar un poco más tarde. El Santo Padre saludó a varios generales, entre ellos a Wierzbowski, un general estadounidense retirado, a una general australiana y a dos senadores cristianos que habían huido de Europa. Después se puso al lado de Safronov. Unos militares atengos y siguiendo el plan previsto, dieron orden de que se alzara la cruz. En el centro de esa plaza se levantó una gran cruz de madera. Con sus veinte metros de altura y tres metros de grosor en la base, se podía ver con prismáticos desde las posiciones de los sitiadores. Esa cruz tenía algo de medieval. Con una misteriosa inscripción en latín que significaba: Unos finísimos copos de nieve comenzaron a caer sobre el anorak del general, sobre los soldados, sobre las calles estrechas del casco histórico. Las colosales columnas de humo de Siberia, en la Guerra de Asia, habían provocado un enfriamiento del clima a nivel planetario. En ese momento, el Santo Padre de sotana blanca con un grueso anorak, también blanco, apareció a pie rodeado de soldados por una calle del fondo. Llegó al final de la arenga del militar. No estaba claro si ése era exactamente el final de su discurso, pero el general no podía continuar con el Papa dirigiéndose por la plaza en dirección hacia la plataforma elevada. Venía, tal como se lo habían pedido, a exhortar brevemente a los soldados y a darles su bendición. Si hubiera escuchado el discurso no hubiera estado de acuerdo con ciertas afirmaciones del general. No toda la semilla estaba recluida en la ciudad. Había cristianos dispersos en las zonas de persecución, y comunidades enteras en los países todavía no ocupados. Pero el general quería ofrecer un discurso contundente para animar. Entonces Asiria caerá a espada, pero no de hombre. Lo consumirá la espada, pero no de ser humano. El Santo Padre inclinó la cabeza y recitó una pequeña oración en inglés. Tras eso bendijo la cruz con una fórmula latina. Después se dirigió a los soldados sin más preámbulos. –Queridos hijos. Ojalá que no tuviéramos que vernos en esta situación. Pero dado que nos hemos visto forzados a retirarnos a esta santa ciudad donde todo empezó, hemos decidido defendernos. Desearíamos no tener que hacer daño a nadie, pero aquí se concentran los creyentes de todo el Orbe. Los lobos rodean a las ovejas de la grey de Cristo. 88 En esta terrible hora, la muralla de esta santa ciudad marca los límites del aprisco, fuera del cual campean seres humanos que buscan nuestra muerte. ¿Seremos nosotros de nuevo la semilla que se esparcirá por el mundo, si éste no es el punto conclusivo de la Historia? No lo creo. Más bien creo que nos encontramos justo en el límite del tiempo para la raza de los hijos de Adán. Si es así, aceptaremos la hora de Dios. Ya todo depende de su decisión, de la de Él. Su decisión de vida o de muerte, la acataremos sin resistencia. Y ahora os doy la bendición. Sit nomem Domini, benedictum. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. bosques, sin vida en los océanos. Esta vez la Humanidad no volverá a resurgir. Se trata de una guerra en la que no habrá un después. La batalla que vamos a afrontar aquí en Jerusalén, supone un mero elemento más, pequeño, en este grandioso escenario de destrucción. Esto pensaba sentado en mi jeep, sin decir ni una sola palabra para no desanimar a mis acompañantes que serios y marciales miraban al frente, a las calles por las que transitábamos y en las que los soldados tenían que echarse a un lado dada la estrechez del lugar. Llegamos al lugar donde el general Safronov se hallaba embebido en su tarea de revisar las defensas de la parte norte. El mismo general, el día anterior, me había telefoneado para invitarme a que le acompañara en esta tarea tras el discurso. Al verme, dejó lo que estaba haciendo, se acercó y me estrechó calurosamente la mano. La gloria de la Orden seguía ejerciendo un poder magnético. Aunque sabía muy bien que hasta el general estadounidense retirado participaba de las reuniones del Mando Central y yo no. Quizá la invitación a acompañarle en esta visita a las defensas era un modo de compensar. El saludo que me dio Safronov fue sinceramente afectuoso y breve. En seguida, siguió revisando las explicaciones sobre la disposición de las minas. Yo iba un poco detrás del general, junto a su secretario y un teniente general. Habían colocado decenas de miles de minas alrededor de la milenaria ciudad. En un pequeño mando de operaciones provisional, una general coreana de menor graduación le mostró en plena calle, sobre una enclenque mesa metálica, el amplio plano de la ciudad con las líneas esenciales de los sistemas defensivos dispuestos en aquel sector en el que se encontraban. No sólo había minas, sino también grandes explosivos enterrados que se El Santo Padre, tras despedirse y oyendo un formidable hurra a sus espaldas, se retiró por donde había venido. El general Safronov se marchó en otra dirección a revisar otra parte de las murallas. Un oficial se colocó donde había estado el general y gritó a voz en cuello: ¡rompan filas! El general había hablado con rotunda seguridad. Otros han hablado con rotundidad antes de nosotros, en muchos bandos –pensé desde una esquina de la plaza–. Ése fue el malévolo pensamiento que involuntariamente vino a mi corazón alicaído. Al menos, la visión del Papa me había alegrado. Hice un gesto a uno de mis acompañantes, nos marchábamos de la plaza. No se podía entrar hasta ese lugar más que a pie, pero tenía una especie de jeep aparcado a dos calles de allí. Uno de los pocos privilegios que tenía por ser quien soy, era contar con ese vehículo. Reconozco que me puedo equivocar. Pero lo que es evidente es que esta vez la Humanidad no se podrá volver a levantar. Esta vez el enfrentamiento entre colosos, la guerra entre continentes enteros, supondrá la destrucción de toda la civilización, el envenenamiento de aguas y aire, una tierra sin 89 accionaban a distancia y que podían hacer saltar por los aires una hectárea entera. A lo lejos se veían torres defensivas desde cuyas cúspides abundantes sistemas de rastreo vigilaban la tierra de nadie entre ellos y los enemigos. La oficial coreana, acompañada de dos técnicos ugandeses le mostraron a Safronov cómo cerca del casco viejo, en un sector más moderno, se habían abierto cinco entradas más al sistema de búnkers subterráneos. –Lucharemos también bajo tierra – comentó seria la coreana. –No se hace bien la guerra en el subsuelo –afirmó satisfecho el general–, ¿todos nos preguntamos si, finalmente, se meterán en la boca del lobo y descenderán al sistema subterráneo de galerías minadas? –No tardaremos en saberlo. ¿Cuánto es el grosor del hormigón en este tramo del túnel? –preguntó señalando un plano. –Cuatro metros. –¿Cuatro metros? –repitió dudoso el general–. Ya que no está acabado, yo añadiría otros metros en esta zona. Y dejaría una capa de dos metros de tierra entre esta capa y la nueva para que amortigüe cualquier impacto. –Muy bien. –¿Y de cuánto gas disponen en este silo? –Aquí hay tres toneladas. Los defensores disponían de veinte toneladas de gas sarín. Si no les quedaba otra opción, envolverían la ciudad durante días con gas venenoso. Cuando se trata de defender la propia vida no hay ninguna convención que prohíba que nos defendamos por todos los medios. Ántrax, gas nervioso, radiación nuclear, armas biológicas, lo que sea. Que la muerte caiga sobre esta ciudad para que nosotros vivamos –exclamó el general al mirar en el plano la ubicación del silo de armas de destrucción total– . Escuché las determinadas palabras del Comandante en Jefe: que la muerte caiga sobre esta ciudad. Levanté mi cara del plano, la miré con mis ojos muy abiertos, estaba sorprendido. Se trataba de una ciudad santa. Que la muerte caiga sobre esta ciudad. Aunque tardé poco en darme cuenta de que tenían razón. Todos esos planes debían haberlos meditado y parlamentado largamente, entre los generales. A mí todo eso me había cogido por sorpresa. Pero sí, tenían razón. La Ciudad es santa, pero es el hombre el que es la imagen de Dios, no la ciudad. La ciudad está para el hombre y no el hombre para la ciudad. Las fuerzas que nos asedian no saben hasta qué punto estamos dispuestos a morir luchando –añadió el general satisfecho–. Muy bien, adelante, estoy muy contento de cómo va la construcción de las defensas. Entonces tomó unos prismáticos, miró hacia el frente y murmuró: –Bien, hoy todo está tranquilo –bajó los prismáticos–. Mejor, hoy me hacía ilusión ir a ver al Santo Padre entrando en el Templo para Sexta. Ya que había salido de mi sector, también a mí me apetecía asistir a esa ceremonia, así que le dije que todavía no nos despedíamos, que le íbamos a seguir en nuestro jeep. El general se montó en un vehículo y le indicó al chofer que condujera con celeridad. En veinte minutos, el general se bajaba del todoterreno descapotable y entraba en el atrio del Templo. Sobre la explanada del Templo, se había reconstruido una réplica exacta del Templo de Salomón. Un Templo pequeño, en madera, sin otros ornatos adicionales que los que aparecían en el texto sagrado. El edificio lo habían levantado los judíos hacía no demasiados años. Después, con la conversión en masa del pueblo al cristianismo, en el Arca de la Alianza se había colocado la Eucaristía. El Arca se había transformado en un sagrario 90 con el consentimiento y entusiasmo de todos los judíos cristianos que en ese momento ya eran el 95% de la población y creciendo. El general se sentó en el atrio, allí siempre había, a cualquier hora del día o de la noche, más de doscientas personas orando en silencio. Justo a las 12.00 apareció el Papa seguido de cuatro cardenales y dieciséis obispos con sus mitras y capas pluviales. Los prelados atravesaron el atrio por su centro, como cada día a la hora de sexta, y dejando a un lado el ancho altar de las ofrendas donde continuamente ardía una hoguera de fuego, entraron en procesión al santuario. Los obispos se quedaron junto al candelabro de las siete llamas que ahora simbolizaba a las iglesias del mundo. Allí el Papa incensó en dirección hacia el Arca, oculta tras el alto velo. Después, sólo el Santo Padre, pasó al Sancta Sanctorum, hizo genuflexión y recitó allí una sencilla oración por la supervivencia de la Iglesia y la conversión del mundo. Sólo vi al Papa en el atrio, junto al gran Altar de las Ofrendas, después se metió en el santuario y, aunque el portón estaba abierto, la penumbra del lugar santo le envolvió. El rostro del sucesor de Pedro manifestaba sufrimiento. Tanto él, como el sonriente general a mi lado, como yo, sabíamos que estábamos en los últimos días de calma antes de la tempestad. Era hora de sexta, la hora en la que los rezos litúrgicos se elevaban puntualmente hacia el Cielo, pero la que se aproximaba era la Hora de las Tinieblas. En dos días a lo sumo, según mi opinión, el infierno se abatiría sobre la ciudad. Y tras una defensa denodada, todos deberían retirarse a los refugios subterráneos. Las murallas serían rasgadas. Se lucharía calle por calle, pero la marea de la infantería invasora, sus artefactos y su fuego arrollador no dejarían lugar a la esperanza. El mismo templo del que ahora salía Lino II sería completamente arrasado como toda la ciudad. Era tan triste contemplar esa escena de incienso y plegarias en latín con la seguridad de que esto sucedería en esa misma semana. Llevadme a casa, les dije a mis acompañantes en cuanto la ceremonia acabó. Mi jeep se dirigió a nuestra torre. Fue un trayecto silencioso. Un día frío, gris. 91 L as dos jornadas que siguieron al discurso del general Safronov fueron de una quietud absoluta. Nada sucedió. Dentro de la ciudad, seguían las obras. Las tropas se movían de un lado a otro: ¿instrucción, entrenamientos o simplemente actividad para no caer en el desánimo? Yo ya no salgo del dormitorio, más que para ir a la capilla. En el exacto centro geométrico de nuestro búnker hay una capilla octogonal de estilo románico, donde estoy caliente y de la que me cuesta moverme. Celebro misa, cada día más torpe. Cada día, al hacer la genuflexión tras la transustanciación, me da la sensación de que el suelo está más lejos, de que mi cuerpo se ha vuelto más pesado. a mis espaldas muchos combates. Y éste, además, tiene un cierto carácter de inmolación, de sacrificio ritual. Me acerco al armario metálico situado junto a mi cama. Allí me voy colocando encima todas las corazas e insignias de mi uniforme. Me visto con la misma parsimonia con que un sacerdote se coloca encima sus ornamentos sacerdotales. Mi ancho cinto, al ser ceñido a mi cintura, hace el usual clic en la parte de su broche. Después, me pongo una coraza ligera sobre el pecho, cerrando uno a uno los tres broches de cada costado. El sonido de estos es muy distinto al del cinturón. Cuelgo a mi cuello el Collar de Gran Maestre. El oscuro medallón con el sello templario cuelga de la pesada cadena del mismo metal. Como siempre, tras ello, me coloco el Collar de Soberano de Georgeland, más corto que el anterior, casi ceñido al reborde del cuello de mi peto. Mi secretario anuda los cordoncitos de los hombros, con los que se sujetan los dos collares para que no se muevan de su sitio. Ahora estoy en mi escritorio, escribo mis memorias. Aunque hace dos horas que no he escrito más que estas diez líneas de caligrafía temblorosa. En ese momento, se acerca a mí mi jovencísimo secretario casi adolescente, mi querido Wilheim, con su pelo tan lacio, tan claro, y sus ojos dulces. No había notado que se acercaba, hay demasiada penumbra alrededor de esta lámpara que alumbra mi arrugada mano apoyada sobre mis escritos. Mi tímido secretario tiene que darme unos golpecitos en la manga de mi hábito para llamar mi atención. Mis setenta y tres años se van haciendo notar; quizá no hay demasiada penumbra, quizá no ha sido demasiado silencioso. –Señor –me dice–, ya han comenzado los primeros ataques. La infantería acorazada adversaria avanza ya hacia la zona sur de la muralla. Nos advierten de que la torre 20 y 21 están en medio de un encarnizado combate. –Vamos. Lo que haya de ser será. Me levanto del escritorio con toda la prisa que el peso de mis años me permite. Una prisa carente de cualquier excitación; ya tengo –¿Sabes? –le digo al joven fraile–, hace veinte años, cuando en África me ponía mi uniforme de gala, tenía que usar ropas interiores refrigeradas. En Europa no, pero en África este uniforme suponía una penitencia. Pero cuando tienes más de setenta años, el frío se te mete en los huesos. No hace falta que haga frío, siempre acabas teniendo frío. Al final, siempre vas abrigado a todas partes. Ahora me siento a gusto dentro de él, además por dentro está muy acolchado. –Sí, señor. Quiero mucho a este secretario por su mirada tan dulce, aunque apenas lo conozco. Me lo han asignado hace poco, tres días lleva en el cargo. El destino de mi experimentado secretario de siempre, lo desconozco. Tenía orden de seguirme, me consta que se montó en 92 la aeronave Nabucodonosor. El Destino debió inscribir su nombre en la fatídica lista de los que se montaron en las naves equivocadas, las que fueron abatidas. Bajo la atenta mirada del joven, sigo yo acabando de ponerme todos los elementos de mi vestimenta. Paso la mano para limpiar un poco de polvo que hay cerca de uno de los dos relieves que tiene el metal de mi coraza. Y es que sobre la parte derecha e izquierda de mi pecho, la coraza muestra dos pequeños relieves ligeramente sobredorados. A un lado, tres flores de lis: símbolo de mi condado de Artois. Al otro, dos torres y una luna: símbolo de mi señorío de North-Wessex. La espada que se me entregó el lejano día de mi investidura, al ser colocada en su vaina, hace el sonido deslizante de siempre, un sonido muy característico. Mi brillante yelmo de acero negro lo llevaré en la mano hasta llegar al Puesto de Mando. Me enfundo las manos con estos guantes mullidos que me llegan a la mitad del antebrazo. La tela oscura no permite que se destaquen los varios símbolos que ornan esas dos últimas prendas. Pero, en la parte central del dorso de los guantes, una minúscula arcangélica figura aparece entretejida: un espíritu glorioso con una espada, otro con un pez. Durante mi mandato como Gran Maestre, cada vez que tenía que vestirme con todas mis galas, recitaba una breve oración al ponerme cada prenda. Esta vez me limité a musitar entre dientes un solo versículo que me sé de memoria: En todo, Señor, has engrandecido a tu pueblo, lo has glorificado y no lo has desdeñado, permaneciendo a su lado en todo tiempo y lugar. –¿Sabes que la Orden de la que yo soy su superior llegó a tener su propia flota? –le comento mientras me calzo a duras penas las botas. Dudando varias veces si pedirle ayuda al joven secretario. –No, no lo sabía. –¿Pero, alma de cántaro, qué sabes de la Orden? –le pregunto al alma candorosa que tengo a mi lado sin mirarle, pues toda mi atención está puesta en la complicada operación de ponerme las botas. –Poca cosa, señor, sólo soy un pobre novicio. –Ven conmigo, hijo mío, te contaré más cosas de camino al centro de mando. Ya que vas a dar tu vida por la Orden más vale que sepas algo más. –Sí, señor. 93 94 Memorias del Último Gran Maestre Templario es una de las diez novelas que componen la Decalogía sobre el Apocalipsis. Cyclus Apocalypticus fue la primera de las diez obras en ser escrita. La Decalogía describe los acontecimientos de la generación que habrá de vivir las plagas bíblicas del fin del mundo. Cada una de las novelas de la Decalogía (o Saga del Apocalipsis) es independiente. Cada una explica una historia completa que no requiere de la lectura de las anteriores. Fueron construidas esas historias como novelas que tienen sentido por sí mismas y que pueden ser leídas en cualquier orden. Cada novela de la Saga describe el Apocalipsis visto desde un ángulo distinto, desde un personaje diverso o desde otra situación. Todas estas historias que componen la Decalogía fueron comenzadas a escribir en 1997. La primera en ser publicada fue Cyclus Apocalypticus en el año 2004. En ese año, las diez novelas estaban ya escritas. Si bien en los años siguientes sufrirían un constante proceso de revisión y ampliación. Cada novela de la Decalogía no debe ser leída como la continuación de la anterior novela, sino como una novela independiente. Sólo al leer las diez novelas se tiene una idea clara de los hechos que las conectan entre sí. Muchos han preguntado al autor qué orden debería ser el más adecuado para leer la Decalogía. Siempre ha dicho que cualquier orden es válido. Aunque él aconseja leer primero: Cyclus Apocalypticus, después Historia de la II secesión y en último lugar el Libro Noveno y el Libro Décimo ya que estos dos últimos libros que concluyen la saga están compuestos de retazos, imágenes y pequeñas crónicas de toda esta época. 95 www.fortea.ws 96 José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro, España, en 1968, es sacerdote y teólogo especializado en demonología. Cursó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la Universidad de Navarra. Se licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Comillas. Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares (Madrid). En 1998 defendió su tesis de licenciatura El exorcismo en la época actual, dirigida por el secretario de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española. Actualmente vive en Roma, donde realiza su doctorado en Teología, dedicado a su tesis sobre el tema de los problemas teológico-eclesiológicos de la práctica del exorcismo. Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio, la posesión y el exorcismo. Su obra abarca otros campos de la Teología, así como la Historia y la literatura. Sus títulos han sido publicados en cinco lenguas y más de nueve países. www.fortea.ws 97 El juicio año 2209 José Antonio Fortea 1 Editorial Dos latidos Benasque, España Título: El juicio; año 2209 © Copyright José Antonio Fortea Cucurull Todos los derechos reservados [email protected] Publicación en formato digital en mayo de 2012 www.fortea.ws 2 Versión para tablet versión 2 del texto 3 El juicio, año 2209 ................................................................................................................................................................................................... José Antonio Fortea 4 5 E l coronel Dwight Patterson descansaba en su bañera. Veinte minutos de sosegado baño cada día antes de cenar, uno de los rituales diarios del coronel. El pecho de Patterson sobresalía recostado en la gran bañera circular de mármol azul situada en el centro del amplio aseo de su casa. El militar apoyaba sus cabellos plateados, su nuca, en el cojín dorado colocado a tal efecto a sus espaldas. Con los ojos cerrados Dwight escuchaba música de Gershwin. A su derecha, en el borde marmóreo de la bañera, una copa de cristal con vino de Madeira. A su izquierda, también a mano, Yo Claudio; de vez en cuando, no siempre, le gustaba leer mientras disfrutaba de su baño relajante. Varios ambientadores daban al aseo un agradable aroma a pino. Cuatro velas encendidas acababan de dar una nota de exquisito buen gusto al ambiente, casi de sofisticación. El coronel gustaba mucho del agua. No tanto para beber, como para meterse en ella al final del día, antes de la cena. No sólo era su bañera, sino que un día a la semana iba a la inmensa piscina climatizada de la calle Hoffman. Lo del baño relajado, cada día o cada dos días, tenía pocas excepciones. El oficial era un hombre de rutinas, un amante de las costumbres, las cultivaba con delectación. Pero no tomaba esos baños prolongados todos los días, los fines de semana y a veces los viernes descansaba, pues como él siempre repetía a sus amigos oficiales del ejército: todo placer reiterado cesa de dar placer. El rostro del militar de cincuenta y cinco años era una especie de mezcla entre la cara de Woodrow Wilson y las facciones de un aristócrata sueco. Es decir, un rostro que irradiaba distinción. Un rostro alargado coronado de canas, con unos párpados algo caídos que le daban la apariencia de perenne serenidad. Su papada, sus ojos clarísimos, sus ademanes, todo en él era noble. Su paso firme, su voz pausada y timbrada, marcando mucho las palabras, su altura de 1,92 m, le conferían el aspecto de alguien que mandaba, que estaba acostumbrado a mandar y que, además, lo hacía muy bien. Su mano nunca le había temblado a la hora de imponer las medidas más catonianas para restablecer la disciplina, las pocas veces que había tenido que hacerlo. No obstante, su espíritu, siempre estaba inclinado a la magnanimidad. Su prestancia, su carácter férreo, todas las anteriores cualidades le hacían ser respetado por todos los oficiales bajo su mando. Justo en el momento en que los violines y el piano entraban en un compás de andante en la grabación que escuchaba, el sonido interrumpido y agudo del timbre de la puerta le advirtió que alguien había llegado al rellano de su piso. Patterson alargó su brazo hacia su teléfono y sin salir del agua atendió al timbre de su puerta desde su teléfono. –¿Sí? ¿Dígame? –Policía Metropolitana, ¿podría abrirnos? Patterson quedó sorprendido. La policía... ¿qué querrían? –Sí, por supuesto. Pero tendrán que esperar unos momentos, me encuentro en el baño. El militar salió del baño y sin enjuagarse la poca espuma que había quedado sobre su cuerpo, esbelto a pesar de encontrarse cerca de los sesenta años, se puso encima su albornoz de algodón. Así, con el albornoz blanco que le llegaba hasta los tobillos y que ostentaba sus iniciales doradas, abrió la puerta. –Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarles? Cuatro policías con sus uniformes oscuros y pesados, cubiertos de acolchadas placas negras de protección, en los que relucían sus aceradas rectangulares insignias 6 del Departamento con su número de identificación, escoltaban a su obeso sargento. –¿Es usted Dwight Patterson? –Sí, soy yo. –Tengo orden de detenerle. El coronel casi no pudo dar crédito a lo que acababa de escuchar. Sus ojos se abrieron completamente. Durante un instante no supo qué decir. –¿Puedo leer la orden? –preguntó finalmente Patterson. –Lo siento, no es una orden judicial. La orden ha sido cursada por radio por el organismo central de detenciones del sector 30. En la comisaría, el superior al mando le informará de los cargos. –¿Ustedes no los saben? –No tenemos ni idea. Pero la foto de su cara, el nombre y su dirección aparecieron en nuestra pantalla, junto a la orden de proceder a su detención. No sabemos nada más. Pero insisto, los sujetos arrestados en virtud del artículo 328, son informados al llegar a comisaría. El militar todavía no acababa de dar crédito a la situación que estaba viviendo y reaccionaba con lentitud. No sabía muy bien qué hacer, claro que tampoco se podía hacer nada, más que dejarse llevar, dejarse conducir. –Muy bien, me disculparán, necesito unos minutos para vestirme. Componiéndose su corbata en tonos ocres, contempló desde la ventanilla del vehículo policial las decenas de miles de ventanas iluminadas de las torres de Boston. Los pasillos aéreos entre aquellas torres estaban muy transitados; era la hora de la vuelta del trabajo a casa. Mientras el vehículo sobrevolaba las calles inmerso entre todas la luces de los que circulaban en aquel corredor, Patterson se preguntaba por qué estaba en el asiento trasero de aquel coche patrulla. No había llamado a nadie todavía, quería saber primero de qué se le acusaba para después actuar en consecuencia. De momento era mejor no darle vueltas, mirar por la ventanilla, tratar de no agobiarse, pensar en otra cosa. Su labio inferior denotaba la tensión a la que estaba sometido en ese momento. Pero hacía ímprobos esfuerzos por no desmoronarse, por ofrecer a los agentes y ofrecerse a sí mismo una impresión digna, la serenidad con la que se espera que un militar afronte los escollos imprevistos de la vida. Él era, al fin y al cabo, un militar. Sobre todo eso... un militar. Con su trabajo había colaborado a defender esas torres, esa ciudad y las miles de ciudades de los 50 Estados. Había custodiado ese territorio, esas moradas habitadas por tantos seres humanos. Las había defendido en tiempos de paz, pero hubiera estado dispuesto a derramar su propia sangre por defender a su patria. Por eso ahora no comprendía. No comprendía esa situación. Él era un hombre justo. Los extensos muros de las gigantescas construcciones del centro de la ciudad seguían desfilando por la ventana en el recorrido de aquel coche patrulla. El gélido río Charles, las luces de aquella noche invernal, la hora temprana, pero ya oscura en esa época del año. Hacía frío fuera. ¿Qué hace un hombre honrado como yo en este asiento de atrás de este vehículo policial? Y volvía a mirar otra Diez minutos después apareció elegantemente vestido con traje blanco. Sosteniendo un pequeño maletín en la mano. –Lo siento, señor –le dijeron–, pero no puede llevarse nada. –¿Ni siquiera un libro y mi cepillo de dientes? –Ni siquiera. Son las normas. Sin rechistar, sin quejarse, dejó, allí mismo, en el salón el maletín, bajó con los agentes en el ascensor y se subió a la aeronave. 7 vez a la superficie del río y a las luces del centro de la ciudad. Cualquier cosa con tal de distraerse, de no pensar en esto, la mayor humillación de su vida, una situación en la que jamás imaginó que se vería. El militar se pasaba las manos nervioso por la parte superior de la pernera de sus pantalones blancos. Cuánto le hubiera gustado tener a su lado a su mujer. Pero ni ella, ni sus hijos, le esperarían en casa cuando regresase. Mejor. Nadie de su familia sufriría con este inesperado asunto desagradable. Sufriría solo. Patterson trataba de distenderse con cualquier pensamiento, porque cuando se detiene a un sinvergüenza, a un hombre que asiduamente ha quebrantado la ley, su ánimo, su psicología, está preparada para tal eventualidad. La posibilidad de ser atrapado ha sido ponderada a menudo por todo canalla, desde que opta por saltar la raya de la ley. Pero cuando se detiene a hombres honrados y justos, se derrumban. La Comisaría Norte de la ciudad, ya estaba a la vista. Tenía el aspecto de una fortaleza. De una fortaleza incrustada en la parte media de un rascacielos. La comisaría tenía una altura de siete pisos, y estaba situada a casi 200 metros de altura respecto al suelo. Continuamente entraban en las pistas y hangares de la comisaría aeronaves policiales. De lejos, las aeronaves parecían luciérnagas penetrando en las entrañas arquitectónicas de aquella megaestructura. nada más saludarle tecleó y consultó la pantalla de su mesa, mientras se rascaba la mejilla. Después dijo pensativo: –Señor Patterson, tengo que comunicarle que ha sido detenido en virtud de la orden general de detenciones que ha dictado la Dirección Central de la Policía Metropolitana de Boston, después que hoy se nos diera a conocer el decreto 8/2209. El decreto ha sido aprobado hoy mismo a las 10:00 a.m. por el Presidente de los Estados Unidos. Mi impresora está ahora mismo preparándole una copia de esta nueva ley. Aquí la tiene. La negra y gruesa mano del comisario sobrevoló la mesa aproximándole la hoja. Dwight Patterson leyó atentamente el papel. –Mañana será presentado usted ante el juez –añadió el comisario–. No se trata de un juicio, es tan solo una comparecencia con sentencia inmediata. ¿Tiene usted abogado? –No, no tengo –respondió Patterson. –¿Lo quiere de oficio o prefiere contratarlo usted mismo? –Creo... que haré unas cuantas llamadas. –Por supuesto. Como le he dicho, mañana será llevado a los tribunales del distrito 30. Mientras tanto, ha de saber también que, desde este momento hasta la comparecencia ante el juez, está usted detenido. Tengo la obligación de advertirle también que sus bienes y cuentas financieras quedan congeladas bajo la custodia y supervisión del Estado de Massachussets hasta la sentencia de mañana –y con aburrida velocidad continuó:–. No puede hacer trasferencias, ni compraventas, ni cualesquiera otros actos de disposición de bienes hasta que la decisión del juez aclare su situación legal. –Comprendido. –Si lo desea, ahora un agente le leerá la lista completa de sus derechos. Un cuarto de hora después, el coronel entraba en el despacho del comisario Mac Millan. –Encantado. Siéntese. Mac Millan le saludó con un apretón de manos, un comisario de color con una voz seca y profunda. El comisario le había dado la mano, porque aunque fuera un tipo duro y mal afeitado, le gustaba ser cortés con los detenidos de apariencia de clase media. El comisario 8 –No hace falta, espero esta misma tarde hablar con el letrado que se encargue de mi defensa. –Muy bien, pues nada más. Adiós. El comisario sin acabar la última palabra le tendió la mano para dar por finalizada la conversación. Su rostro no denotaba ninguna emoción, era el rostro duro de alguien acostumbrado a realizar el procedimiento muchas veces al día. Rommel del desierto legal, se las sabía todas. Y no sólo eso, entre las no menos malas armas de su arsenal estaban sus amigos, tenía muchos amigos abogados, de todas las especialidades. La cara sonriente de Douglas apareció en seguida en la pantalla del teléfono. No dejó hablar al coronel, sino que, de inmediato, dijo alegre: –Hola Dwight, te iba a llamar yo mañana, Lester Berrigan nos ha invitado al torneo de golf, el torneo de primavera de su club. –Mira Douglas, te llamo desde la Comisaría Norte. Estoy detenido. –¡Cómo! –en ese momento se le cayó encima el cielo al administrador. Patterson fue conducido por un pasillo a una salita blanca bastante vacía pero con un video–teléfono encima de la mesa. Todo era blanco, el suelo, la mesa, la silla, las paredes. El viejo coronel se sentó y consultó las direcciones de la agenda electrónica que llevaba en el bolsillo de su americana. Los guardias junto a la pared de enfrente aguardaron con aburrimiento a que acabara. Allí estaban, silenciosos, observándole. El militar pensó que lo mejor era llamar al número de teléfono de su asesor financiero. En ese momento no se le ocurrió alguien más adecuado para el caso. Era su asesor y su amigo. Y siempre estaba metido en asuntos de abogados. Los dedos del coronel teclearon con lentitud y preocupación la siguiente dirección alfanumérica de teléfono: Patterson fue trasladado por los dos policías a través de un inacabable pasillo. ¿Cuántas celdas flanqueaban el pasillo? ¿Cientos? Cada vez que ingresaban en un nuevo pasillo que daba a otra zona de celdas, debían esperar a que se abrieran las verjas mecánicas que clausuraban cada tramo. Escapar no debía ser fácil, porque incluso llegar a su celda requirió su tiempo. Pero a través de aquellos pasillos silenciosos, acabaron por llegar.. El agente que iba delante abrió una puerta. Una puerta metálica blanca. Todo era inmaculadamente blanco. El coronel echó una ojeada a su celda. La puerta se cerró sin ningún aviso a sus espaldas. Un catre, una silla y un lavabo. Ni una ventana, ni un libro, nada. Al fin y al cabo aquella era una celda de comisaría. Una celda de estancia breve en espera de ser trasladado a una prisión para permanencias prolongadas. El viejo militar de sienes canas tomó asiento. No sabía qué pensar. Todo había sido tan inesperado. Las horas comenzaron a pasar. douglaswilliams327hollbrook Su viejo amigo Douglas Williams era mucho más que el gestor de toda la vida que le confeccionaba la declaración para hacienda cada año. Era Douglas el contertulio usual que venía no pocos fines de semana a casa a tomarse un café y a charlar acerca de cómo iban las cosas. Su asesor no sólo le informaba de todos los más rentables productos financieros donde invertir sus ahorros, sino que también era un perro viejo resabido de todos los vericuetos del derecho penal. Era el 9 Al día siguiente Así que tranquilo. Y ahora pasemos a estudiar la letra del decreto presidencial por la cual usted comparece mañana ante la justicia: 2 de enero de 2209. En virtud del Decreto de Poderes Especiales, el Presidente de los Estados Unidos de América establece que, en orden a una mejor protección de los derechos de la infancia, todos los cristianos deberán someterse a un tiempo de reeducación en centros destinados a tal efecto por las autoridades federales. Este decreto afecta a todos los cristianos por encima de la mayoría de edad. Los menores de edad serán acogidos temporalmente en los centros de la institución federal Childrencare creada a tal efecto. El decreto afecta a todos los cristianos que se hallen en suelo norteamericano o en una jurisdicción equivalente, sean o no ciudadanos de los Estados Unidos. Los casos de cristianos carentes de inmunidad diplomática pero que trabajen en embajadas serán estudiados caso por caso por el Departamento de Estado. Los bienes de los cristianos quedan bajo custodia federal; desde que entre en vigor este decreto no se permitirá la enajenación, venta o transferencia de ningún bien. La Fiscalía General enviará, de inmediato, el listado de los acusados al Organismo de Regulación Bancaria. Asimismo, de acuerdo a la legislación penal vigente y para evitar que ningún ciudadano sea injustificada o erróneamente enviado a los centros de reeducación, el envío sólo se podrá hacer tras la sentencia de un juez. La sentencia de reclusión será emitida tan sólo tras la preceptiva comprobación de que el sujeto es cristiano. Para lo cual se le interrogará acerca de esta cuestión. Si el sujeto niega ser cristiano o consta por alguna razón U na gran mesa en la amplia habitación. A un lado Patterson, al otro su abogado con dos ayudantes también abogados. También Douglas Williams se hallaba en esa mesa, al lado del coronel. El asesor financiero había trabajado concienzudamente, había consultado a cinco abogados conocidos, letrados de su entera confianza que le aconsejaron no como a un cliente, sino como a un amigo. La noche anterior había sido un día alocado de llamadas, pero finalmente a las diez de la mañana del día siguiente Patterson tenía delante a tres abogados que se contaban en la nómina del mejor bufete de la Gran Manzana. El coronel tamborileaba con su bolígrafo sobre los folios que tenía delante, mientras sus ojos infatigables atendían las explicaciones de su abogado. Hacía menos de un minuto que había firmado los documentos que les convertía a ellos en sus abogados. –Como cliente nuestro y para su conocimiento, le diré que nuestro bufete está compuesto por 74 abogados. Tocamos todos los campos y todas las especialidades –hablaba un abogado delgado, muy delgado, de ojos azules, y vestido con un traje cortado en una de las mejores sastrerías de la Quinta Avenida–. Créame, está en las mejores manos. La comparecencia la tenía dentro de dos horas. Pero ahora mismo vamos a pedir el aplazamiento de un día, para que se nos conceda más tiempo para estudiar su defensa. Durante esta noche, cuatro personas van a estar preparando todas las estrategias posibles para defender su caso. En cuanto salga de aquí, vamos a buscar toda la información posible acerca del juez. A lo largo de esta noche sabremos la biografía del juez, dónde estudió, cuáles son sus manías, sus preferencias, las cosas que le gustan y lo que le produce tirria. 10 que ya no lo es, se le dejará de inmediato en libertad. Este decreto entrará en vigor el día 2 del mes de enero a las 12:00 p.m. del mismo día en que es aprobado. sería de una ayuda inestimable algún tipo de dubitación. Por eso se lo repito: ¿alberga algún tipo de duda, por pequeña que sea, acerca de la fe en el credo que usted profesa? –No, creo firmemente. –¿Estaría usted dispuesto a negar que es cristiano? –No. –Dese cuenta que no le pido que internamente deje de creer en su fe, sólo le preguntaba si estaría dispuesto a negarlo externamente. –No. No lo voy a hacer. El abogado no insistió en el tema. Su misión era defenderle. Ellos no iban a hacer el más leve esfuerzo por cambiar las ideas de un cliente. El cliente pagaba y el bufete le defendía con uñas y dientes, eso era todo. Nadie en el equipo de abogados compartía aquellas creencias. Es más, en pocos lugares de este mundo había un grupo de personas menos inclinado a problemas de conciencia como los de Milton & Asociados. Pero ellos no entraban en el tema de fondo, para ellos todo esto era sólo un trabajo; y un trabajo que hacían muy bien. –¿Pero vamos a ver, no podríamos decir que esa ley es anticonstitucional? – preguntó Patterson. –Mucho me temo que tal medida resultaría inútil. Los recursos de inconstitucionalidad contra una ley federal se presentan ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Después del atentado del año 2183, el Presidente tuvo que nombrar a todos sus miembros. Desde entonces, el Tribunal Supremo no es más que una mera rama del Poder Ejecutivo. De manera que por esa vía no tenemos mucho futuro. Le aseguro que por ahí no lograremos nada. Además, junto al decreto 8/2209 de confinamiento de los cristianos, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos emitió un anexo que era un informe en Como ve, señor Patterson, el decreto ha sido redactado deliberadamente de un modo bastante amplio. No se entra en especificaciones que hubieran sido complicadas y, tal vez, inacabables. No se habla de si el cristiano pertenece a una u otra confesión. No se explicita qué tipo de preguntas certificarán esa calificación de cristiano. ¿Por qué? Pues porque el legislador sabía que concretar la letra de la norma en ese sentido llevaría al uso de argucias legales para buscar vías de escape a su aplicación. Por eso han decidido hacer una ley sin recovecos. Lo único que aparece con claridad, es que si uno explícitamente niega ser cristiano queda en libertad. El decreto ha sido emanado de esta manera contando con la supervisión de un buen equipo de expertos en materia religiosa. Sabían muy bien que a un cristiano no le es lícito renegar de su fe. Por lo que sabemos, dentro del cristianismo, usted profesa el catolicismo. Es usted católico, ¿es así? –Correcto –contestó Patterson. –Pertenece a la Iglesia que sigue al Papa de Roma. ¿Me equivoco? –No, no se equivoca. –Luego usted se considera incluido en el término cristiano. ¿No? –Sí, creo en Cristo y sigo sus enseñanzas, luego soy cristiano. –Antes de nada –interrumpió el abogado de la derecha al abogado del centro que era el que estaba hablando–, y para nuestra información, queríamos preguntarle: ¿tiene usted alguna duda respecto de su fe? Entiendo que es un asunto espinoso, pero para nosotros 11 –Tampoco esa razón va a convencer mucho al juez. Es cierto que, hasta ahora, los perseguidos siempre habían sido confesiones con unos cuantos cientos o, como mucho, miles de seguidores. Ésta es la primera vez que se actúa contra una denominación tan numerosa. No en vano ustedes los cristianos son el 4% de la población de los Estados Unidos. –¿Y los jueces no se han opuesto a un decreto así? –A pesar del poco tiempo que ha pasado desde la emisión del decreto, nos consta que muchos jueces han manifestado su aprensión a emitir sentencias con arreglo a esta orden presidencial. Sin embargo, la Asociación Psiquiátrica Americana ya ha ofrecido una rueda de prensa, en la que su presidente ha afirmado el carácter antinatural de esas creencias cristianas, y ha apoyado las acciones del Gobierno. –¿Y no ha habido más voces en contra que la de algunos jueces? –No, se están preparando manifestaciones de protesta en varios puntos del país. No sabemos cómo reaccionará la opinión pública, pero desde luego, de momento, la presión mediática contra la Iglesia es muy fuerte. Hace dos días las cuatro cadenas más importantes del país, emitieron a la hora de mayor audiencia el famoso reportaje que usted conoce. –Ahora vemos claro –dijo otro abogado– que tal coproducción televisiva no fue fruto de una iniciativa espontánea. La opinión pública está muy influida por una campaña que ya lleva en marcha varios años. No hace falta que le diga que más de una cuarta parte de la población de los Estados Unidos pertenece a la religión dagoniana, religión que siempre ha manifestado su oposición frontal y encarnizada al cristianismo. el que fundamentaba la constitucionalidad de esa medida. El informe jurídico razonaba, y la verdad es que técnicamente lo hacía muy bien, las razones por las que tal decreto no vulneraba la Primera Enmienda a la Constitución. El Departamento sostiene que ninguna religión podrá ampararse en la libertad de creencia para dañar los derechos elementales de la infancia. Y así, cita que la enseñanza sexual del cristianismo se considera que puede traumatizar a los niños creándoles complejos de culpa. Otro tanto ocurre al hablar del Infierno, la mortificación, etc. Leo textualmente del informe: El Estado no prohíbe las creencias cristianas, pero quiere al mismo tiempo salvaguardar la salud mental de los hijos de los cristianos. –Entonces, por ese camino ¿no vamos a lograr nada? –Hay una abundante jurisprudencia en la que se ratifica el poder del Estado para perseguir organizaciones que divulguen creencias contrarias a la salud corporal o mental de sus seguidores. Ha habido sectas que practicaban la automutilación ritual, otras la castración, otras impedían todo tipo de libertades y derechos a sus miembros, teniendo que vivir desde que nacían en sus comunidades, que más que comunidades constituían verdaderas prisiones. Por eso la Ley se ha visto obligada a intervenir en este campo, a lo largo del último siglo y medio, desde la famosa condena Brooks-Fletcher. –Pero la Iglesia a la que pertenezco no es una secta. –Con ese argumento, no vamos a llegar muy lejos. Mi congregación no es culto dañino, eso es lo que dicen todos los pertenecientes a una secta. –Pero no somos cuatro gatos, somos muchos. 12 –Tampoco –añadió el tercero de los abogados– podemos apelar a la quinta enmienda de la Constitución, porque no se exigirá que declare usted. Si usted calla, el juez no le va a forzar a decir nada. Ellos tienen los listados incautados en los libros de bautismos. Eso es una prueba documental más que suficiente para emitir sentencia. Aun así, apelaremos a esa enmienda. –Veo que la situación es... difícil –dijo el coronel llevándose la mano al mentón con cierta inseguridad y mirando a los tres abogados–. ¿Y no podríamos excitar la compasión del jurado? –Esto está tipificado como una causa menor. No habrá jurado, ni público. Únicamente se le ingresa a usted por un tiempo breve en un campo de reeducación. Todo se ventilará por vía de una comparecencia breve con sentencia inmediata. Delante de usted sólo habrá un juez que tiene que resolver en la misma mañana cerca de veinte causas. –¿Cuánto tiempo creen que durará el internamiento? –No creemos que pase más de una semana en ese campo de reeducación. –¿Están seguros? –Nadie lo está. Sólo tenemos el decreto, por el momento. –Pero no me aseguran que esté únicamente una semana. –Nadie puede asegurarle un plazo. –O sea, que lo mismo puedo estar un mes que medio año. –Tampoco es necesario que se ponga en la peor de todas las posibilidades. La cara de Patterson aparecía bastante desanimada. Pareció meditar unos momentos. Después dijo: –Señores, como ya les he dicho al principio y como le dije ayer a mi amigo Douglas, voy a luchar por mi libertad con todos los medios que me ofrece la ley. No gastaría una fortuna en abogados si creyera que me van a soltar en un par de semanas. Pero tengo la clara convicción de que no va a ser así. De manera, que prefiero gastarme mi dinero en abogados que no dejárselo al gobierno que me va a recluir. –Si tal es su decisión, nosotros le apoyaremos. –Señor Patterson –habló con solemnidad el abogado del centro–, es cierto que cobramos 900 dólares la hora. Pero si su opinión es la que nos ha dicho, a nosotros nos parece bien. –Sí, señores –repitió Patterson–, estoy seguro de que si la sentencia es negativa y me condenan, mis bienes no sólo serán congelados, sino que con el tiempo serán confiscados. Estoy seguro. Así que más vale que utilice mi dinero, el dinero ahorrado de una vida, en defenderme. Me duele, pero mejor eso que ahorrarlo para que acabe engrosando las arcas del Estado. Hubo un silencio apesadumbrado que todos respetaron. Douglas, su amigo, preguntó a los abogados: –¿Tan mal están las cosas? –Nosotros, de ninguna manera, creemos que el Poder Ejecutivo caiga en una locura como la que nuestro cliente da por sentado. Aunque cosas muy raras están pasando en los últimos años. Tener como Presidente a un fanático… de un extraño culto, no es lo que más tranquilidad dé. Pero no creemos que siga adelante por este camino de locura. Aun así, una estancia de una o dos semanas en un centro de reeducación no creemos que se pueda evitar, hagamos lo que hagamos. –¿Así que creen que ésa será la sentencia mañana? –preguntó el asesor. –Nuestra misión es hacerle comprender a él, cuál es su situación real en este momento. Pero ya le he dicho que esta noche un equipo 13 va a estar estudiando todas las líneas de defensa posibles. Mañana, a primera hora, nos reuniremos con ese equipo para que nos expliquen qué estrategia podemos seguir. Tanto si somos optimistas, como si no, vamos a luchar con todas nuestras fuerzas, se lo aseguro. Otro abogado intervino con intención de animarle: –Si usted es retenido de forma prolongada, hay una sentencia del Tribunal Supremo en 1975, O´Connor contra Donaldson, que prohíbe el confinamiento indefinido si una persona no es peligrosa; podemos agarrarnos a este argumento. –Muy bien, confío en la profesionalidad de su firma –concluyó el detenido. –Tranquilo. Se hará todo lo que se pueda hacer. Como una vez me dijo un colega mío italiano, cuando le pedí un favor profesional: Si es difícil, ya está hecho. Si es imposible, vamos a ver. Nuestro bufete hace cosas así continuamente. 14 15 Día 3 de enero, a las 2:10 p.m. iban las vistas esa mañana, y dirigió su mirada de águila hacia el acusado. –Siguiente caso –dijo en voz alta, sin emoción, la oronda secretaria–: el Gobierno Federal contra Dwight Patterson. Pendiente de envío temporal a campo de reeducación por el decreto 8/2209. –Vamos a ver, señor Patterson –le dijo el juez mientras leía rápidamente el informe de su caso enviado por el ministerio fiscal del distrito–, ¿se declara usted cristiano? –Señoría –dijo su abogado sin dejar tiempo a que Patterson dijera nada–, nuestro cliente se acoge al derecho amparado por la Quinta Enmienda para no declarar. –En ese caso me veré obligado a emitir una sentencia condenatoria. Ya que, si no fuera cristiano, no tendría ningún inconveniente en declararse no-cristiano. Créanme, con independencia de que comparta o no las razones que han empujado a la Casa Blanca a aprobar este decreto, debo hacer cumplir la ley. Mi obligación es ésta. Un movimiento de la cabeza y un gesto de las cejas del magistrado mostraron su fastidio. Aunque nadie captó la razón de ese fastidio, lo cierto es que el decreto le parecía una sandez, y le hubiera gustado seguir hablando contra él. Si bien, al estar sentado en el estrado, no le pareció correcto seguir manifestando abiertamente su opinión sobre ese decreto. –Señoría, si mi cliente calla, usted imagina que es cristiano. Y usted está en su derecho de creer tal cosa, pero el decreto estipula que el juez interrogará al acusado, y que si el juez comprueba que es cristiano, será condenado. Las palabras hablan. Pero el silencio es sólo indicativo de silencio. –Letrado, mi sentido común no me deja lugar a dudas. Si uno puede evitar una condena con una sola palabra, con un sí o un no, ¿cree usted que voy a pensar que él no es cristiano? E l imputado entró rodeado de sus abogados en la sala de juicios. Aquella mañana ni un solo caso se había demorado en su resolución, y la agenda de la sala marchaba de la mano con el horario real con una inusual puntualidad. Todos los casos de aquella mañana eran comparecencias breves por causas menores que habían recibido una sentencia tras escuchar al acusado y a su abogado por si tenían que alegar alguna cosa. Patterson ya esperaba entre dos policías en uno de los asientos de la parte de atrás de la sala. El ujier le comunicó a uno de los abogados que ellos eran los siguientes. Patterson y su defensa se sentaron en la mesa corrida que se hallaba justo delante del juez, a la derecha. El magistrado, de unos sesenta años, de rostro y modales patricios, con una gran papada y una nariz respingona, sin ninguna prisa terminaba de firmar los papeles de la sentencia anterior. Detrás del magistrado, una gran estatua representando a la Justicia. Una estatua de mármol que la plasmaba no al modo usual, sino como una grácil mujer griega levantando hacia el cielo el afiladísimo filo de su larga espada plateada con incrustaciones de bronce. No tenía ni venda en sus ojos, ni balanza en sus manos. Su rostro y sus formas sólo mostraban majestad y belleza, la belleza de la Justicia. Su espada simbolizaba que, a pesar de su belleza, se le había dotado de poder para hacer justicia. Esta Justicia bellísima y con rizos cayendo sobre los hombros contrastaba con la secretaria del juez, oronda, de rasgos asiáticos y bastante seria. El juez dejó sus papeles en un extremo de su mesa, bebió un poco de su taza de café, miró con flema británica su reloj de plata de bolsillo, se sintió satisfecho de lo rápidas que 16 Únicamente un cristiano estaría dispuesto a afrontar la pena antes que decir no. Así que, señor Patterson –y volvió la cara y sus ojos azules y acerados hacia el coronel–, ante usted está la libertad o la condena: ¿es usted cristiano, sí o no? Respóndame. El coronel no despegaba los labios. Su mirada no era altanera, miraba todo eso como alguien que interiormente está rezando y pidiendo que se solucione cuanto antes de la mejor forma posible, como alguien que sabe que no hay escapatoria pero que no pierde nada por intentarlo. –Señoría –volvió a intervenir el abogado–, el silencio del acusado no puede condenarle. ¿Cuándo el mero silencio ha bastado para condenar a alguien? Para que el silencio fuera indicativo, precisaría de pruebas que resultaran suficientes. –Muy bien –el juez tomó la hoja enviada por la fiscalía–, su nombre aparece en el listado del FBI como cristiano católico. Seguro que hallaríamos testigos de que ha asistido a Misa los domingos. Y si la policía registra su casa, me imagino que encontrará imágenes religiosas. ¿Necesita el señor letrado algún indicio más de la fe del acusado? El abogado se dispuso a replicar a esa argumentación. Se daba cuenta de que tenía que argumentar del modo más humilde posible. En ningún caso debía dar la impresión de estar enseñando nada al juez. Había que hablar como pidiendo perdón por disentir del magistrado. Si no, el juez daría carpetazo al asunto. –Todo lo que usted está diciendo – explicó el abogado– son aspectos externos que no son probatorios, dicho sea con todo respeto. El acusado ha podido asistir a Misa durante años por tratarse de un agente al servicio del gobierno, encargado de infiltrarse en esa secta. El agente puede tener imágenes religiosas en su casa, como yo tengo en mi salón una bella porcelana que representa a Buda. Y no creo en Buda. Ahora que me acuerdo, también tengo una del Dios Saturno devorando a Mercurio. Ser cristiano supone un acto interno, una fe interior. Si no, podríamos condenar a los actores que representen a obispos o Papas en sus obras de teatro, pues externamente harían actos pertenecientes a la fe cristiana. Podríamos condenar a los agentes del FBI que se hayan infiltrado en la secta para investigarla... –Muy bien, muy bien, letrado, todo eso está muy bien. Pero está muy claro que ellos han realizado eso por una razón bien concreta y que pueden justificar. De forma que sus actos exteriores no se correspondían con ninguna fe interior. Si esas personas comparecieran ante este tribunal, no tendrían inconveniente alguno en manifestar su falta de fe en el cristianismo. Y siendo requeridos por esta Sala, no tendrían inconveniente en responder un no, un simple no, sin dudarlo ni un segundo. Mi pregunta obtendría una respuesta clara e inequívoca. ¿Se da cuenta? –Luego entonces su señoría también está de acuerdo en reconocer que esos actos externos en sí no son probatorios, hasta que no medie una declaración del procesado a favor o en contra. –No tendría inconveniente en afirmar que los meros actos externos usuales de un cristiano pueden ser realizados por un no cristiano por razones ex-pli-ca-bles. Pero usted sabe muy bien que éste no es el caso. –Señoría, yo no sé nada, mi colaborador no sabe nada –y señaló hacia atrás, hacia el otro abogado que estaba sentado junto a Patterson–, nuestro defendido nos mira pero no dice nada. El acto de fe es un acto interno y la fiscalía sólo cuenta con actos externos. La fiscalía lo ha hecho comparecer a él y a todos los demás cristianos por encontrarlos en el listado de nombres de los Libros de Bautismos 17 incautados por el FBI el día 3 de noviembre del 2208. Pero nada más. –Mire, usted sabe que a este tribunal le sería muy fácil hacer comparecer a cristianos de la iglesia a la que él se acercara habitualmente a escuchar los servicios religiosos. Esos hombres serían testigos de su asistencia, de su respuesta vocal a esos servicios religiosos, de sus oraciones, de sus limosnas, etc., etc. –Si esos cristianos se negaran a declarar, y estarían en su derecho, usted seguiría teniendo como única prueba el silencio. El silencio multiplicado por cien. Cero multiplicado por cien. No tendría ni siquiera esos actos externos que según usted serían probatorios. Pero es que nosotros sostenemos que esos actos externos no son probativos de un acto interno cuyo único testigo es nuestro acusado. El señor Patterson es el único testigo del delito que usted le atribuye. Si él no nos revela lo que hay en el interior de su corazón, no sólo es que nadie sepa lo que haya dentro, es que nadie podrá nunca saberlo. La condena de este hombre sería la condena por un delito cuya misma esencia es inasible al tribunal. es necesario admitir que el ser cristiano es, en esencia, un acto interno. Así que dado el carácter especial de este caso, pospongo la resolución del mismo –el juez hizo un gesto a su secretaria para que comprobara si tenía algún compromiso al día siguiente, la secretaria indicó que no con la cabeza –. Mañana a las 11:30 a.m. se convoca una nueva sesión. La sesión tendrá carácter de juicio y no de mera convocatoria para una sentencia rápida sin presencia del fiscal. Voy a pedir un informe de jurisprudencia, y requeriré también la asistencia a la vista de mañana de un fiscal. El asunto reviste tal complejidad que no quiero que recaiga sobre mí la responsabilidad de ejercer la defensa de los puntos de vista federales a la hora de aplicar este texto legislativo. –Señoría, pediríamos que se levantase la prisión de nuestro cliente. –Lo siento, pero considero que hay un peligro real de fuga. Además, aunque nos hayamos topado con un problema de mera formalidad legal para aplicarle el decreto –al decir esto señaló con su bolígrafo al coronel–, no me cabe la menor duda de que este hombre es un cristiano. Para mí esto es un problema procesal, nada más. Un inconveniente jurídico de carácter técnico que entre hoy y mañana vamos a resolver. –Señoría, mi cliente podría, al menos, ser trasladado a una prisión estatal, ahora mismo se encuentra en una celda de comisaría. –Muy bien, me parece razonable. Ahora mismo cursaré el permiso para el traslado. El juez dio un ligero golpe con su mazo de madera. Los dos policías que acompañaban al acusado, le indicaron que se tenían que retirar. El siguiente caso, una mujer acusada con cargos de ebriedad, insultos y desacato a un agente del orden, ya estaba entrando. El juez miró a Dwight y a sus tres abogados. El tiempo asignado en la agenda de la mañana a este caso era el similar a un accidente de tráfico o a una falta menor. Pero se estaba complicando. ¿Cómo probar la existencia o no de un delito en el interior de la mente de una persona? Finalmente empezó a escribir, y comentó mientras tanto sin levantar los ojos del papel: –Este tribunal tiene que juzgar de acuerdo a la Ley. Esté yo de acuerdo o no con este decreto, tengo la obligación de sujetarme a la Ley. Y el tribunal reconoce la dificultad de juzgar un acto interno. Pues, a fin de cuentas, 18 Aquella fémina entró en la sala con cara de pocos amigos. –Fantástico –le dijo al coronel uno de sus trajeados abogados–, fenomenal. Hemos parado el primer golpe. Patterson suspiró como indeciso todavía entre la esperanza y el desánimo. –Créame, lo importante era parar el primer golpe –insistió el abogado ante su cliente no muy entusiasmado. –Mientras duraba la comparecencia – añadió otro de sus abogados– me han enviado a mi teléfono los primeros datos. Hasta ahora – miró al reloj– se han celebrado más de 2.000 comparecencias en todo el país. Hasta el momento, ningún magistrado ha admitido que los casos pasaran a juicio. Todos se han resuelto por el procedimiento rápido. Nosotros somos los únicos que hemos logrado una revisión de nuestras alegaciones. –Muy bien, nos separamos. Esta tarde le visitaremos en la prisión. Supongo que le van a trasladar a la Prisión de Applewhite. Así que, más o menos, a las cinco de la tarde le volveremos a ver. El abogado le dio la mano como despedida. El detenido se alejó custodiado por los dos policías que le llevarían, de nuevo, a su celda. 19 4:05 p.m. abajo, una amplia terraza de suelo de hormigón de un metro de grosor evitaba que esta opción supusiese algún problema a los viandantes que en la calle andaban inmersos en sus propios problemas y alegrías. D wight Patterson era conducido por tres agentes por los interminables pasillos de la prisión estatal de Applewhite. La prisión estaba dividida en diez células totalmente independientes, cada célula era la morada de un millar de prisioneros, cada célula a su vez se subdividía en diez secciones. Todo este complejo carcelario de más de 100 km de pasillos se hallaba situado en el interior de la Torre Independence, un inmenso edificio gubernamental. Cada célula contaba con un gran patio iluminado por luz artificial. Aunque el patio tenía el aspecto del típico patio carcelario de todos los tiempos, la luz artificial daba la sensación de estar a cielo abierto. La prisión se hallaba en el interior del rascacielos ya que las ventanas que daban al exterior se reservaban para las viviendas de los millares de funcionarios que vivían en aquel rascacielos. A los presos, no importaba que no les diera mucho el sol. En un edificio tan ancho como ése, las vistas exteriores eran muy codiciadas, y esos pisos muy caros. Por eso la prisión estaba situada en las partes internas de la megaconstrucción. De todas maneras, una vez a la semana los prisioneros eran guiados a través de un amplio pasillo interior hasta una extensa terraza del piso setenta. La terraza de más de quinientos metros cuadrados permitía que, por lo menos una vez cada siete días, los presos se sentaran en un banco bajo el sol, pasearan al aire de la calle, y respiraran aire puro, mientras contemplaban las impresionantes vistas de Boston desde aquella altura de águilas. A esa altura no había posibilidades de fuga, salvo que uno se arrojara al vacío. Opción suicida por la que habían optado alrededor de cuarenta depresivos desde la fundación del complejo carcelario. Doscientos metros más El policía que andaba delante, otros dos iban detrás de Patterson, corrió la pesada puerta blindada de una celda. Con su porra dio un golpe en la puerta y le miró como diciéndole: éste es el lugar, disfrútelo. La puerta al ser corrida descubrió al otro recluso que estaba sentado sobre su cama colgada de la pared. La celda era para dos. Era más amplia, más agradable que en la que había pernoctado la pasada noche. Las celdas de la comisaría estaban pensadas para reclusiones que no excedieran el día o los dos días. Las celdas de las prisiones estatales estaban mejor acondicionadas para estancias más prolongadas. Los guardias volvieron a correr el portón deslizante, tres clicks sonaron uno detrás de otro en el interior de la puerta. Patterson miró a su compañero de celda. ¿Sería un peligroso asesino? ¿Un ladrón? ¿Un violador? Su apariencia era la de una persona razonable y civilizada. Se trataba de un cuarentón con una nariz grande y redonda en medio de su cara bonachona. El sujeto, vestido con el mono naranja de los prisioneros, se levantó del lecho y le extendió la mano. –Bienvenido, mi nombre es Brian. Brian Smith. –Dwight, encantado. Brian miró, de arriba abajo, al recién llegado. El aspecto de Dwight con su traje elegante le agradó. Temía que le hubieran colocado un compañero violento o adicto a sustancias químicas, o con alguna de las nuevas enfermedades contagiosas. –Puede dejar sus cosas allí –le señaló Brian–, ése es su armario. 20 Patterson dejó sobre su catre el uniforme de la prisión que le habían dado, su cepillo de dientes y el dentífrico. Después le preguntó a Brian: –Qué extraño, cuando me han dado las cosas esenciales, no me han dado nada para afeitarme. –No lo vas a necesitar. Una vez al mes te rasurarán al cero la cabeza y la barba. –Hay biblioteca, ¿verdad? –Sí, lectura toda la que quieras. Este catre de encima es tu cama. Yo uso el de abajo. No me gusta dormir en el de arriba. –Confío en que no roncará –comentó el coronel con una sonrisa. –Lo siento, pero sí. –Ahora mismo lo primero que pienso estrenar de la celda es la taza del váter. –Nada, nada, está usted en su casa. Con toda confianza. El coronel se asentó tras el recato de la puerta. Pero Brian debía tener ansias de hablar, porque las naturales funciones del militar no fueron obstáculo para que Brian continuase la conversación. Patterson al principio contestó con monosílabos, pero al ver que eso no contenía la fluida locuacidad de su compañero, optó por seguir la charla con normalidad. –Así que cristiano, ¿eh? –repitió incrédulo Brian–. Vaya. Bueno, no me extraña. Yo mismo estoy aquí injustamente. –¿Injustamente? –repitió cándidamente Dwight. –Sí, sí. El juez consideró que estaba suficientemente probado que yo había robado en un tenderete del metro. Y ya ve, me han caído dos años. –¡Dos años por un pequeño robo! –Bueno, la condena incluía el uso de explosivos para la cerradura, el uso de palanca para forzar las cerraduras de los cajeros interiores y en fin... alguna que otra cosa más –la verdad es que Brian hubiera podido continuar la lista, pero para él todo eso era el robo de un tenderete del metro. –Y... ¿qué tal es la vida por aquí? –Pseaah, no nos podemos quejar. Hoy en día prima la psicología carcelaria de Chateaubriand–Gateaux –esta última palabra la pronunció haciendo una parodia del más exquisito acento galo–. Es decir, que la cárcel tenga distintos entornos donde tener la posibilidad de ejercer una gran variedad de actividades. Eso sí, todas las actividades en grupos muy pequeños. La prisión puede ser inmensa, pero no te relacionarás nunca más que con veinticinco reclusos. A una determinada hora te llevarán al comedor, a otra al lugar de trabajo físico, a otra al lugar de trabajo artesanal, a otra a la de la televisión, a otra hora al lugar del paseo. El horario se repite todos los días del año sin variación. Porque consideran los sesudos psicólogos del sistema penitenciario que es el horario ideal, el horario perfecto elaborado tras muchos estudios y muchas pruebas en muchos centros. Qué de zarandajas tenemos que soportar los internos. –Estás muy versado en esta materia. –Ya lo creo, soy un viejo aficionado a este tipo de vacaciones con gastos pagados. Ésta es mi tercera condena. La comida no es mala. De primero, una crema o un puré. De segundo una loncha de carne o de pescado. De postre una fruta. Siempre lo mismo. Eso sí, los purés son de todos los sabores y colores. Ellos dicen que si a alguno no le gusta la comida, que no delinca. El electorado pide dureza con los reclusos, y los políticos les dan el gusto. Hay crema sabor marisco, crema de coliflores y zanahoria, crema sabor sopa de pescado, puré de patata, puré vichyssoi. Todo llega a la prisión en grandes contenedores, sólo tienen que calentarlo. La cocina no da ningún trabajo a este centro. –Al menos, es variada la comida. 21 –Sí. Ningún plato se repite en ninguna comida hasta la semana siguiente. Ahora que se habla de cambiar a la semana de diez días, nosotros los reclusos somos los más partidarios. Eso supondría diez menús en vez de siete –Brian le miró con curiosidad mezclada con recelo–. Así que cristiano, ¿eh? profesional con que se encargaban de su defensa. –¡En pie! ¡El honorable juez Harrison! El juez del día anterior con su toga negra subió parsimoniosamente los escalones de su tarima. Subir con parsimonia todos esos escalones, con toda la tranquilidad del mundo cuando los ojos de la sala entera te están observando es algo que se logra sólo con los años. Y desde luego ese magistrado ya tenía esos años a sus espaldas. Aquello ya no era una comparecencia, era un juicio en toda regla. Una vista para la que el juez había dejado libre toda la mañana en la agenda de la sala, por si el asunto se prolongaba. El coronel estaba admirado ante la de vueltas que sus abogados podían dar a este asunto del dichoso decreto, ante una pregunta en la que cabía tan sólo un sí o un no. Pero por muchas vueltas que le dieran no se hacía ilusiones, estaba convencido de que en media hora, o una hora, el asunto quedaría zanjado. –Tiene la palabra el ministerio fiscal – fue todo lo que dijo el juez para dar comienzo a la sesión mientras abría un cajón de su mesa, se tomaba una pastilla y se bebía un vaso de agua. –Señoría, la defensa ha tratado de desviar el asunto hacia algo personal e inasible. Primero: Los tribunales no juzgan los pensamientos ocultos de la persona. Lo único que juzgamos son los hechos. Y en este caso, el hecho externo y comprobable, incluso de modo documental, es que el señor Patterson era un católico practicante. Sobre sus pensamientos internos el tribunal... ningún tribunal del mundo, podrá jamás entrar a dilucidar. Si en los juicios hubiera que demostrar los pensamientos ocultos de los homicidas, violadores y ladrones, entonces el ejercicio de la Justicia se tornaría imposible. Los hechos son los que mandan, la Justicia no Día 4 de enero, 11:30 a.m. P atterson estaba, de nuevo, en la sala del tribunal, con sus mismos abogados. Miró a la izquierda de la sala, al fiscal. Un hombre sonriente, brillante, el primero de su promoción. Al coronel le resultaba difícil entender cómo aquel hombre joven y que no parecía malo, quisiera su condena y que fuera a trabajar para su reclusión en un centro de reeducación. Mientras aguardaban la entrada del juez, y mientras sus abogados hablaban entre sí, el coronel miraba la sala, toda ella pintada en tonos de mármol grisáceo en los que resaltaba muy bien la madera oscura de todos los muebles de la sala. Sus tres abogados eran unos personajes idénticos al fiscal. Todos entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años, todos vestidos con trajes hechos a medida. Ninguno era gordo, todos eran correctos en el trato, ninguno tenía el más mínimo signo de estridencia en el vestir, o en sus modales. Todos lucían la misma sonrisa, todos parecían cortados por el mismo patrón. Era razonable pensar que en su vida privada cada uno debía ser muy distinto, pero allí parecían productos de una misma industria. Y desde luego no albergaba ninguna duda de que si la firma de abogados les hubiera comunicado: encargaos de la acusación contra este hombre, lo habrían hecho con el mismo entusiasmo y ardor 22 entra en el interior de la conciencia de la persona. Segundo: Si este hombre puede salvarse de la condena, negando aquello que cualquier no cristiano no tiene ningún inconveniente en negar, entonces no hay que conocer mucho las leyes de la lógica y del sentido común para comprender que este hombre es un cristiano. Eso es todo. No tengo nada más que decir. –La defensa tiene la palabra –dijo el juez volviendo a beber más agua, hoy estaba sediento el señor magistrado. –Señoría, las palabras del mismo fiscal proclaman la inocencia de mi acusado. La Justicia juzga sólo los hechos externos y comprobables, estamos de acuerdo. Un homicidio, un hurto o una violación son hechos externos. Pero el ser cristiano es algo esencialmente interno. Un hombre podría hacer comedia durante años y no ser cristiano, podría ser un agente infiltrado en la secta para llevar a cabo una pesquisa estatal, podría ser un catedrático de universidad que está elaborando una investigación, podría ser un falsario que siente placer en hacerse pasar por cristiano, no creyendo en nada de esta fe.. Lo que hay que dilucidar antes de nada es si ser cristiano es algo esencialmente externo o interno. Si el juez determinara que es algo sustancialmente interno, supondría que según el fiscal mi defendido debería quedar en libertad. Después el fiscal ha argumentado que sólo un cristiano callaría ante semejante pregunta como la que el tribunal le propone. Pues el fiscal se equivoca. Hay muchos hombres de bien que sin ser cristianos les parece que ese decreto es una intromisión en la intimidad de la persona. Y que, por tanto, se negarían a responder a una pregunta que es una violación flagrante de la libertad individual por parte del poder público. –Protesto –replicó el fiscal. El juez le preguntó con un gesto de la mano a la defensa si ya había acabado su argumentación. Cuando comprobó que sí, le concedió el turno de palabra al ministerio fiscal. El cual dijo: –De violación flagrante, ¡nada de nada! El gobierno de esta nación tiene perfecto derecho a defender a la infancia para que sea educada en un sistema de valores que no sean contrarios a la sana razón, un sistema de valores que podría dañarles psicológicamente durante el resto de su vida. El Gobierno, en orden a evitar la tara psicológica de miles de niños, se ha visto impelido a dictar esta orden de un tiempo de reeducación en campos especiales, ya que es el único medio del que dispone la sociedad para tratar de proteger a esos niños y a los que puedan tener en el futuro. Hay que proteger a la infancia de esta verdadera enfermedad de las mentes. Es un medio duro, pero es el único medio que han señalado los psiquiatras y los expertos en la materia para poner orden en este asunto. Se trata de preservar el bien común por encima del bien de un determinado número de personas. El fiscal se sentó, había acabado. Todos miraban con expectación al juez, pues era él a quien le tocaba hablar. –Bien, bien –masculló el juez, mientras tomaba ciertos apuntes sin entusiasmo. Después se rascó su cabello entrecano. A pesar de ello, su flequillo permaneció muy bien peinado. Claramente se dejaba ver que el caso no le parecía nada sencillo. El juez prosiguió: Bueno, este tribunal ha estado realizando consultas durante toda la tarde de ayer. Las consultas en materia de jurisprudencia no han sido de demasiada ayuda. Por otro lado, las consultas a los especialistas en esta materia religiosa lo único que me han dejado claro es que es un tema no precisamente sencillo, a pesar de lo cual voy teniendo pocas ideas, pero claras. 23 –De acuerdo, estoy de acuerdo –repuso el fiscal–. Pero dada la trascendencia de este caso que crearía jurisprudencia, le ruego que no dé todavía el caso visto para sentencia. Quisiera disponer de unos cuantos días más para poder estudiar alguna posible vía de alegación. ¿Podría darnos cuatro días? –No veo inconveniente. Pero, hijo, te voy a dar un consejo, ayer me consta que la cadena de televisión Justice & Courts –una cadena por cable que emitía 24 horas al día sesiones judiciales y entrevistas a gente del mundo del Derecho– estuvo pidiendo información sobre este caso a mi secretaria. El caso es muy jugoso, periodísticamente hablando. Si el caso sale a la palestra pública, va a tener mucha publicidad. Así que no le aconsejo una dilación demasiado larga. –Está bien, concédanos dos días más. –¿Tiene algo en contra? –le preguntó el juez al abogado que se hallaba a un metro al lado del fiscal. –Yo preferiría que la sentencia se emitiera mañana. El magistrado meditó un momento. Después dijo: –La petición del ministerio fiscal no me parece descabellada. Está bien. Dada la trascendencia de este caso y la repercusión social que tendría la absolución del acusado, le concedo una sesión más. El fiscal y el abogado volvieron a sus asientos. El fiscal regresó secándose el sudor de la frente. El letrado de Patterson se sentó con el resto de letrados de la defensa, una cara de triunfo y satisfacción se reflejaba en su rostro. Un caso perdido desde el principio, como les dijeron los compañeros del bufete, aparecía ya como irremisiblemente ganado. –Se aplaza el juicio hasta dentro de dos días a las 10:00 a.m. –Señoría –dijo el jefe de los abogados– , nuestro cliente está sujeto a la situación de Mucho me temo que tengo que dar la razón a la defensa. No es lo mismo un homicidio que ser cristiano. Lo segundo remite, en esencia, a un acto interno de la voluntad. Un homicidio nunca puede ser falso. O hay homicidio o no lo hay. Mientras que un cristiano puede ser un falso cristiano toda la vida. Me atrevería a decir que la formulación de la norma legislativa tal como nos ha sido dada en el decreto del 2 de enero, es un texto cuya letra remite a algo inasible a la labor de un ministerio fiscal. Dicho lo cual quisiera preguntarles a ambos letrados si tienen algo que alegar, o les parece que el asunto está visto para sentencia y que mañana podríamos ya convocarles para escuchar el fallo. El fiscal le hizo un gesto pidiendo poder acercarse a la mesa del juez para hablar en privado. El juez asintió con la cabeza permitiendo que se aproximara él así como el abogado de la defensa. –Señoría –dijo el fiscal–, ¿se da usted cuenta de que un fallo en el sentido que usted apuntaba podría paralizar los centenares de miles de comparecencias que se iban a llevar a cabo en las próximas semanas? ¿Es consciente de que un veredicto que lo dejase libre, podría provocar un formidable cúmulo de recursos judiciales incluso para las sentencias de los ya condenados? El juez le miró, se inclinó hacia delante y le contestó: –Yo no me doy cuenta de nada. Mi deber es tan solo juzgar este caso según las normas del Derecho. Si el mundo se hunde porque yo juzgue con justicia, no es asunto mío. Al darme este puesto únicamente se me pidió eso: juzgar de acuerdo a Derecho. Y de acuerdo a Derecho ese texto legislativo no se sostiene porque remite a un acto interno, a un acto inabordable a cualquier tribunal humano. Tendríamos que ser Dios para poder emitir esa sentencia de modo probado. 24 prisión preventiva. No sólo por el cariz que parece haber tomado el proceso, y que haría ilógica una huída, sino porque además si algo ha demostrado el señor Patterson es que no es hombre que no le importe decir sí o no en vano, por lo tanto, si usted lo requiere, podría él jurar que si es dejado en libertad no intentaría fugarse. Un hombre que está dispuesto a correr el riesgo de ser condenado antes que mentir, no juraría en falso. El juez dudó un instante. –Lo lamento –sentenció finalmente–, dos días no es un término de tiempo demasiado largo. Además, dado que no sabemos cuánto será el tiempo que pueda durar su confinamiento en el campo de reeducación, considero que el riesgo de fuga todavía persiste –esto último lo dijo sin mucha convicción–. Se levanta la sesión. 25 –¿Qué es la envergadura? –Es la longitud de extremo a extremo. Tiene una forma oblonga, como de balón de rugby que se desplaza hacia delante por su parte más ancha, no por uno de sus extremos, en el espacio no hay necesidades aerodinámicas. Un acorazado exosférico es, en resumen, una formidable acumulación de misiles. Un formidable arsenal rodeado por una coraza de diez metros de grosor. Diez metros de capas de acero y roca comprimida. Semejantes artefactos únicamente pueden ser construidos en el espacio. No sólo no podrían jamás despegar de la Tierra, sino que son tan pesados que, incluso, si alguno de ellos se aproximara a la Tierra más allá del umbral de los 2.300 kilómetros, sus reactores ya no podrían contrarrestar la atracción de la gravedad. Más allá de ese umbral, el acorazado se iría acercando al planeta sin que nada pudiera ya evitar que se precipitara a la Tierra. –¿Pero por qué no le han puesto unos motores más fuertes o más grandes? –Los reactores del acorazado son impresionantes. Sin embargo, es tal la masa que han de mover, que esta nave de guerra no se desplaza a más de 200 km/hora. Eso en el espacio, sin gravedad, ni rozamiento, es ir muy lento. –¿Cuántos hombres tenía bajo su mando? –La tripulación usualmente es de cincuenta hombres. –¿Cuántos acorazados exosféricos hay? –Ocho. Unos de Estados Unidos, otros de la Unión Europea, otros de la Liga Asiática. –Qué pocos. Claro que supongo que cuestan mucho. Al menos supongo que serán útiles. –Ja, ja, claro. Si no, no gastaríamos una fortuna en construirlos. En el Pentágono se dieron cuenta que si era útil disponer en tierra E l coronel recostado en su catre, con la espalda apoyada en la pared, hablaba y hablaba de su profesión como militar. Su compañero de celda estaba sentado frente a él, con los codos apoyados en las rodillas. El militar, medio aburrido, le explicaba su vida en el Ejército desde lo alto de la litera. Brian, con su mono de prisionero arrugado y con varias manchas, había abandonado su colchón por la silla, para escucharle mejor, pero a veces se levantaba y andaba por la celda, era un hombre nervioso por naturaleza. –El plan de batalla tal como está concebido en los acorazados exosféricos es algo impresionante. El coronel le explicaba la guerra a su compañero de celda tal como se concebía en el año 2209. Los ojos legañosos y arrugados de Brian seguían absortos las explicaciones del nuevo inquilino de celda. El silencio en la celda era total, únicamente las palabras de Patterson llenaban aquel silencio, rompiendo las horas de tedio. Las explicaciones del coronel eran a ratos de una muy especializada precisión, excesiva a todas luces para su compañero. Pero a Brian no se le ocurría interrumpirle, quería que le explicase las operaciones del acorazado exosférico con el mismo cuidado como si se las estuviera explicando al mismo Secretario de Defensa. Brian no le interrumpía ni para pedirle explicaciones de lo que no entendía. Sólo cuando el coronel callaba, le bombardeaba con nuevas preguntas. –Como te decía, Brian, mi acorazado exosférico, el U.S.S. Eisenhower, desplaza un peso medio de 993.366 toneladas. –¡No me lo puedo creer! –Sí, parece increíble. Pero ése sería su peso si pudiera ser colocado en la superficie de la Tierra. Situado a 3.100 km de distancia de la Tierra. Con una envergadura de tres kilómetros. 26 de una base militar en el Pacífico o en África, mucho más útil era tener una base que se desplazara por el espacio y que pudieras colocar justo encima del lugar donde quieres intervenir, sea cual sea la parte del mundo donde esté. Ninguna ley internacional te prohíbe colocar algo en el espacio en una órbita geostacionaria. Eso es como tener una base militar encima del país que te molesta, e