Subido por ALMA DELIA SANCHEZ ANDRADE

LIBRO Bayer - Historia de la Estética-FCE

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SECCIÓN DE OBRAS DE FILOSOFÍA
HISTORIA DE LA ESTÉTICA
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Traducción de:
JASMIN REUTER
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RAYMOND BAYER
HISTORIA DE LA
ESTÉTICA
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Primera edición en francés, 1961
Primera edición en español, 1965
Decimotercera reimpresión, 2012
Primera edición electrónica, 2014
© 1961, Armand Colin, París
Titulo original: Histoire de l’Esthétique
D. R. © 1965, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:
[email protected]
Tel. (55) 5227-4672
ISBN 978-607-16-2447-5 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
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PREFACIO
Tomaremos el término de estética aquí en el sentido de
“reflexión acerca del arte”. Mas no siempre se ha llamado así a
todas las reflexiones sobre el arte. La palabra “estética” no
hizo su aparición hasta el siglo XVIII al emplearla Baumgarten
(1714-1762), y aun en ese momento no significaba más que
“teoría de la sensibilidad” conforme a la etimología del
término griego aisthesis. Sin embargo, la estética, aun sin
haber llevado todavía este nombre, existe desde tiempos de la
Antigüedad e incluso desde la prehistoria, y es justamente
esta reflexión sobre el arte y sobre lo bello a través de los
siglos la que nos proponemos estudiar.
La estética ha estado siempre mezclada con la reflexión
filosófica, con la crítica literaria o con la historia del arte.
Hace apenas poco tiempo que se constituyó como ciencia
independiente con método propio. Sería vano el deseo de
exponer sistemáticamente la estética de los antiguos, y aun a
través de las diversas edades, sin hacer mención del marco —
es decir, de las reflexiones filosóficas, culturales, literarias e
históricas— en que se halla encuadrada. Tal historia de la
estética penetrará, pues —al igual que la estética misma—,
por un lado en el campo de la filosofía, por el otro en el de la
historia del arte. Esto no sólo se antoja inevitable, sino incluso
necesario. Los valores estéticos no se presentan aislados; son
funciones de valores morales y políticos.
En historia, principalmente en historia literaria, resulta
difícil delimitar un periodo, ya que el periodo carece, en la
realidad, de principio y de fin. Hemos desgajado periodos o
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siglos meramente con fines a la claridad de la obra, pero estos
gajos son convencionales, desiguales y arbitrarios. Además,
no hemos querido enumerar los nombres de todos los
teóricos de la estética de cada periodo, sino por el contrario
exponer exclusivamente la doctrina de quienes, a nuestro
juicio, han tenido la mayor influencia y originalidad con sus
puntos de vista.1 Es una descripción de sus teorías y de sus
ideas, de tal modo que la presente historia de la estética es,
con mayor exactitud, una historia de sus teóricos, de la misma
manera como la historia de la filosofía es ante todo y
esencialmente una historia de los filósofos.
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1
Así, por ejemplo, nos ha parecido preferible reducir a un estricto mínimo la
exposición de ciertas doctrinas como las del clasicismo o romanticismo franceses
(ampliamente tratadas en las diversas historias de la literatura) y de ciertas
cuestiones bien conocidas de la historia del arte y de la música, para estudiar con
mayor detenimiento los puntos esenciales y menos conocidos, particularmente en lo
que concierne a ciertos aspectos de las estéticas inglesa y alemana.
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INTRODUCCIÓN. LA AURORA DE LA
CONCIENCIA ESTÉTICA Y LA
PREHISTORIA
LA ESTÉTICA prehistórica es quizá un problema inexistente: es
obvio que no hay autores en el arte prehistórico; sin embargo,
es posible extraer una ciencia del arte de las obras de arte que
han llegado a nosotros. Podemos representarnos la
mentalidad y la sensibilidad de los hombres que han creado
tales obras, incluso si esta mentalidad es inconsciente. La
creación de una obra de arte cualquiera supone siempre cierta
dirección de las energías del hombre, y esta dirección
corresponde con gran exactitud a aquello que esperamos de la
estética.
Por otra parte, si la prehistoria no posee autores de estética,
los testimonios materiales que nos han legado nuestros
lejanos antepasados constituyen, en cierta medida, textos; y su
análisis no solamente nos muestra que el homo sapiens
prehistórico tenía un innegabe sentido de las formas, de los
volúmenes y colores, sino también que los artistas obedecían
a ciertas normas dictadas por esta o aquella concepción de las
representaciones animales, humanas o simbólicas. Claro está
que con vista a fines prácticos, pero quizá también para
ilustrar alguna idea de lo bello.
Un primer problema se plantea por la evolución de los
instrumentos y la búsqueda progresiva de perfección que
representa. Desde el Paleolítico Inferior, el hombre utilizó
probablemente, en primer lugar, la madera, más tarde la
piedra sin pulir; las usaba para hacer flechas, mazas, hachas…
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Fue modificando poco a poco los instrumentos que le
proporcionaba la naturaleza y llegó a elaborar útiles de una
precisión relativamente notable: yunques, percusores,
raederas, raspadores, picos, cuchillos, cinceles, taladros,
buriles, etc. Con estas herramientas trabajaba la madera, la
piedra, el hueso, el marfil del mamut, el cuerno de reno, en
ocasiones el ámbar. Al mismo tiempo perfeccionaba sus
armas y sus aperos de caza y de pesca.1
Las primeras manifestaciones de esta actividad técnica se
habían mejorado ya durante el Paleolítico Medio; en el
Paleolítico Superior, los retoques sobre núcleos y ante todo
sobre astillas ofrecen tipos ya muy elaborados; nace y se
desarrolla, a la vez, el instrumentario microlítico que se irá
complicando en el curso del Mesolítico. Siguen el Neolítico,
en que el hombre pule la piedra y se inicia en la alfarería, y
finalmente la Edad de los Metales.
Podría considerarse, a primera vista, que los instrumentos
en sí no pertenecen al arte. El instrumento, o el arma, se
fabrica con un fin práctico determinado, orientado hacia lo
útil. Sin embargo, si se pretendiera que nada tiene en común
con el arte, al menos mientras no se decore de alguna manera,
empobrecería toda la estética. Lo que constituye el arte es la
creación y el desinterés, pero se ha mostrado que el
instrumento ha sido una de las raíces del arte y que toda
especie de arte ha sido interesado en un principio. La creación
consiste en modificaciones intencionales que el espíritu
humano imprime en objetos de la naturaleza. El desinterés se
va desarrollando poco a poco y no llega a ser jamás radical.
Aun más, si observamos desde mayor cercanía los
instrumentos prehistóricos y comprobamos que se van
haciendo cada vez más adecuados a su función, podremos
darnos cuenta de la satisfacción que debe de haber
experimentado el hombre cuando llegó a elaborar un
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instrumento que respondía a su finalidad.
Kant objetaría que existe una diferencia entre la perfección
y lo bello. Es posible que esta diferencia sea válida para una
obra de arte moderna, aunque sea discutible, ya que hay
siempre cierta fitness en esta especie de perfección, es decir,
una concordancia de un gran número de elementos para
formar una unidad. Pero esto no vale para el arte primitivo.
Existe, por otro lado, un cuidado por obtener simetría y lineas
agradables a la vista.
Esta simetría no puede deberse a la imitación, ya que no se
encuentra en la naturaleza, ni a la perfección. Hoy día se
explica el origen de la simetría por la conciencia que el
hombre tiene de la simetría de su propio cuerpo, por una
modificación original de aquello que nos ha dado la
naturaleza.
Las hermosas puntas de pedernal de dos caras en forma de
hojas del Solutrense, los arpones de cuerno de reno con doble
hilera de puntas procedentes del Magdaleniense, sirven de
ejemplos de este gusto por la simetría armoniosa. No
debemos olvidar, por otra parte, que a medida que se adapta
paulatinamente a sus objetivos técnicos, el instrumento y el
arma se decoran con frecuencia: los mangos de cuchillos y
espátulas, el ángulo del lanzadardos y las azagayas dan fe de
ello. Finalmente, el hombre de la Edad del Reno no se
conforma con adornar con grabados y esculturas los
instrumentos. A partir del Auriñaciense Inferior más antiguo
graba figuras de animales, de seres humanos y de símbolos en
placas de piedra o en los omóplatos de animales; esculpe
estatuillas en marfil, hueso o piedra blanda. Al Iado de este
“arte móvil” desarrolló también el arte “inmueble” o rupestre.
En el Paleolítico Superior, o Edad del Reno, la estatuaria
animal se inicia en el centro de Europa desde el Auriñaciense;
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en Francia, los vestigios más antiguos conocidos se remontan
al Solutrense Medio. Trátese de representaciones animales
(mamut de Predmost en Moravia, los renos de Bruniquel en
Tarn-et-Garonne, osos, felinos, bisontes y caballos de Isturitz
en el País Vasco, etc.) o de representaciones humanas (como
las Venus de Brassempouy, de Lespugue en Francia, de
Willendorf en Austria o de Vestonice en Moravia), los
caracteres realistas, naturalistas o figurativos del arte “móvil”
del Paleolítico Superior tienen sus correspondencias en la
ornamentación de las paredes de las cuevas y refugios. El arte
mural fue durante mucho tiempo desconocido y
posteriormente menospreciado. Hoy día se sabe que las más
hermosas cavernas adornadas, de las que hasta ahora se
conocen, se encuentran en el suroeste de Francia y norte de
España y, de acuerdo con el abad Breuil, deben distinguirse
dos ciclos sucesivos e independientes: el primero abarca el
Auriñaciense y se prolonga hasta el Solutrense; el segundo se
inicia hacia el momento de auge del Solutrense y continúa su
expansión en el Magdaleniense.
Cuando nos enfrentamos a las obras estéticas desde un
punto de vista muy general, nos parece que cuanto más nos
remontamos en el tiempo, tanto más simbólico es el arte y
menos capaz es el hombre de ver las cosas tal como son: es un
fenómeno de “mentalidad prelógica”. Sin embargo, es
justamente lo contrario lo que nos muestran los
descubrimientos de la prehistoria y del arte griego. Uno de los
caracteres esenciales del arte prehistórico es el realismo: la
representación de un gran ciervo común en Altamira o de un
caballo en Combarelles basta para probarnos que el artista es
a la vez cazador y que ha pintado la presa de una manera
instantánea, tal como se presenta durante la cacería. A
primera vista, este realismo parecería contradecir la hipótesis
de la visión mágica, ya que ésta debe interponerse entre el ojo
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y la realidad; veremos, sin embargo, que no ocurre tal cosa.
Más aún, el arte prehistórico es un arte intelectual en el
sentido de que el artista se concede cierta libertad para
deformar esta o aquella parte del animal con el fin de darle
mayor fuerza o expresión. Veremos igualmente que las
preocupaciones de índole mágica han tenido que intervenir
para exagerar más todavía estas deformaciones intencionales.
El arte mural figurado tiene sus raíces en la imitación de los
gestos, actitudes e incluso gritos. Un ser vivo —observa el
abad Breuil— imita a otro. La imitación hizo surgir la danza
con máscaras, en ocasiones el disfraz con la piel del animal
imitado: es probable que al principio se hiciera con el deseo
de engañar a la presa, después para influir en la presa y
atraerla. Otra fuente de representaciones, también de origen
mágico, proviene de la reproducción de las huellas que los
animales imprimieron en el suelo o también las manos de los
propios cazadores; el hombre primitivo llega a descubrir una
pieza de caza siguiendo sus huellas.
El arte rupestre se desarrolló, pues, gracias al profundo
conocimiento que los cazadores tenían de las formas y las
costumbres de los animales; el arte de la caza es el tema
principal en las cuevas adornadas. Se ha discutido a menudo
sobre si el objetivo perseguido por el grabador, escultor o
pintor primitivo fue exclusivamente mágico o si nos
encontramos en presencia de un arte por el arte. De hecho,
estos dos objetivos no son incompatibles; el arte prehistórico
tenía, ante todo, un carácter social; no se habría podido crear
si la sociedad no lo hubiese considerado útil.
Este arte es sumamente completo, y puede decirse que es
un arte libre, análogo a nuestro arte. Se ha intentado explicar
de diversas maneras cómo los artistas, partiendo de la simple
modificación, llegaron a una creación de extraordinario
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realismo. Un argumento, a primera vista insuficiente,
señalaba que los cazadores trogloditas disponían de mucho
ocio, durante el cual podían entregarse a la creación de obras
artísticas. Una segunda explicación, válida en grado mucho
mayor y adoptada en nuestros días, ve en el arte una magia: se
representa a los animales deseados para actuar sobre ellos,
para llamarlos. En cuanto mayor preocupación, la búsqueda
de piezas de caza debía sugerir ritos que garantizaran por
anticipado una cacería fructuosa; la mayor parte de las cuevas,
si no todas, eran santuarios. Se representaban allí además, por
un deseo de bendición, las moradas de los espíritus
ancestrales; ésta podría ser una interpretación válida de las
imágenes “tectiformes” (es decir, en forma de techo).
Recordemos algunos ejemplos del arte de la caza tomados de
las cavernas ornadas, justamente de aquéllas que el abad
Breuil designa como las “Seis grandes”, a saber: Altamira,
Font-de-Gaume, Combarelles, Lascaux, Trois-Frères y
Niaux.2
La cueva de Altamira en España, a unos treinta kilómetros
de Santander, fue frecuentada durante toda la Edad del Reno,
ya que sus estratos van del Auriñaciense al Magdaleniense.
Dentro de la gran sala se encuentran los más hermosos
frescos policromados con la técnica más avanzada. Usando las
desigualdades naturales de las paredes para acentuar la
imagen de un animal, el artista empleó como colorantes el
carbón de madera, el ocre, la hematita y el manganeso.
Bisontes, caballos salvajes, ciervos machos y hembras, cabras
monteses y, con menor frecuencia, toros salvajes, jabalíes,
lobos y alces se representan con una gran preocupación por la
exactitud. Las figuraciones animales constituyen una mayoría;
sin embargo, no faltan siluetas humanas o semihumanas con
máscara o cubiertas con la piel de algún animal. Muchas
tienen los brazos levantados y se transforman de figuras
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humanas en seres espirituales. Los grupos no forman escenas
compuestas; están yuxtapuestos o superpuestos, por lo cual es
posible determinarlos por orden cronológico.
En la cueva de Font-de-Gaume, en la Dordoña, a dos
kilómetros de los Eyzies, frecuentada asimismo durante todo
el Paleolítico Superior, la galería principal está ornamentada
con una serie de bisontes grabados y policromados, rodeados
de pequeños mamuts de época posterior y grabados con
mayor fuerza. Debemos mencionar que en esta cueva hay una
gran cantidad de imágenes tectiformes. A 1 400 metros de
Font-de-Gaume, las cavernas llamadas Combarelles
presentan numerosos grabados, a veces realzados con líneas
negras o de color: se han podido reconocer hasta ahora 300
figuras, de las que 116 son caballos, 37 bisontes, 19 osos, 14
renos, 13 mamuts y algunos felinos (uno de ellos
espléndidamente trabajado). Las figuras humanas poseen un
valor artístico menor; una de ellas, con todo, es notable por la
interpretación que sugiere: se trata de la silueta de un hombre
frente a un mamut, lo cual simboliza, sin duda, un cazador a
punto de cumplir algún rito mágico.
La gruta de Lascaux (que fue llamada “la Capilla Sixtina de
la prehistoria”), típica representante de arte del Périgord o
Auriñaciense Superior, se abre bajo una planicie que domina
el Vézère, a dos kilómetros de Montignac. Fueron grabadas y
pintadas en ella numerosas figuras de animales; el color fue
soplado con ayuda de un tubo de hueso o de algún vegetal.
Los animales son de color rojo, ocre, ahumado o bicromados
(negro y rojo). Por otra parte, puede verse en Lascaux algo
sumamente raro: una verdadera composición escénica, en la
que se descubre a un hombre muerto, con las armas en el
suelo, entre un furioso bisonte y un rinoceronte.
Las cuevas de Trois Frères y Niaux se encuentran en el
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Ariège. En la primera de ellas, a la que había entrado ya el
hombre auriñaciense, los artistas magdalenienses han
ejecutado auténticos “camafeos”. En el “santuario”, protegido
por leones de gran tamaño, un hechicero o dios, íntegramente
grabado, con colores irregularmente repartidos, simboliza sin
duda un espíritu protector que dirige las expediciones de caza
y cuida de la multiplicación de las futuras presas. En el
famoso “Salón negro” de Niaux, algunos bisontes y otros
animales fueron pintados con pincel: varios animales se
presentan heridos a flechazos.
De un modo general, tanto en el arte mural como en el arte
“móvil” de la Edad del Reno, las figuras humanas están
trazadas con bastante torpeza. No obstante, existen algunas
excepciones: en las plaquetas magdalenienses grabadas de la
cueva de La Marche, por ejemplo, en Lussac-les-Châteaux
(Vienne), la figura humana ocupa un lugar muy notable con
sus hermosos perfiles de cabezas no cubiertas por máscaras,
retratos de caracteres humanos que se salen por entero de lo
común. En cuanto a las representaciones femeninas, tan
frecuentes en la estatuaria, el hecho de que se trate
generalmente de mujeres encintas y de que el artista
paleolítico haya modelado y labrado tantas se debe
probablemente a que tales efigies se hallaban en alguna
relación con las ideas de fecundidad y fertilidad, o sea que
tenían un valor mágico. Tales características se presentaron
con nitidez en el bajorrelieve del refugio perigordiense de
Laussel (Dordoña), ejecutado en altorrelieve, y en otros
lugares más. Una mujer desnuda, de anchas caderas y
desarrollados senos, sostiene en la mano derecha un cuerno
de bisonte y apoya su otra mano en el vientre. En un
bajorrelieve magdaleniense de Angles-sur-l’Anglin (Vienne),
tres “Venus” están sobrepuestas a unos bisontes. Las
estatuillas de Venus, como la de Willendorf (Austria) o la de
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Lespugue (Alto Garona), la primera de ellas labrada en
calcárea blanda, la segunda en marfil de mamut, responden al
mismo simbolismo mágico: senos voluminosos, vientre
prominente, región glútea exuberante, muslos adiposos y, en
cambio, brazos delgados, piernas que se van afilando hacia
sus extremos, cabeza sin rostro y cubierta de cabello. Las
partes del cuerpo que, desde el punto de vista de la
representación mágica de la fecundidad femenina, carecen de
importancia fueron, pues, sistemáticamente descuidadas. Se
han encontrado estatuillas del mismo género no sólo en
Francia, sino en Italia, en la Europa Central y hasta en medio
de la Siberia meridional.3
El arte rupestre franco-cantábrico plasmó sobre todo la
figura aislada, generalmente animal y rara vez humana;
apenas si pueden citarse algunos ejemplos de arreglo escénico
como el de Lascaux. Por el contrario, las rocas pintadas del
oriente de España, arte al aire libre, ofrecen una abundancia
de representaciones humanas y escenas diversas, como son las
de cacería, guerra, vida familiar y social. Este arte de
cazadores desconoce los animales domésticos; expresa
asimismo claramente el juego de gestos y actitudes, algo
simplificados, pero observados de un modo sumamente
pintoresco.
Se ha señalado cierto grado de parentesco entre el arte
rupestre de la España oriental, posterior al Auriñaciense
típico del Paleolítico Superior clásico, y el arte rupestre de los
bosquimanos sudafricanos. Exagerando la similitud de éste
con el arte mural franco-cantábrico, se ha buscado un
intermediario posible entre Europa y el África meridional; y
se ha creído encontrar en el arte rupestre del Sahara (refugios
de Fezzan, Tassili y Hoggar, de Tibeste, Ennedi y los oasis
líbicos) a este intermediario. En los últimos años, Henri Lhote
puso en tela de juicio esta hipótesis, quedando aún sin
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solución el problema.4 Pero es necesario insistir en el gran
interés de este arte sahariano con sus espaciosas
composiciones escénicas como las de Sefar y su Gran Dios.
Tal parece, igualmente, que ciertas pinturas en Sefar y
Jabarrén, en la región de Tassili, atestiguan alguna influencia
procedente de Egipto debido a su colorido gris azulado, rojo y
blanco así como por su estilo. En su periodo más arcaico, el
arte del Sahara aparece como un arte neto de cazadores,
mientras que en su fase posterior, neolítica, se presenta como
un arte de pastores, criadores de ganado bovino y poseedores
de carros tirados por caballos. En tiempos aun más recientes,
las pinturas rupestres representan camellos y camelleros. En
efecto, en el Sahara húmedo y fértil de aquellos días pudieron
realizarse grandes movimientos de grupos humanos.
Al remontarse a los orígenes del arte prehistórico y
considerar principalmente el Paleolítico Superior clásico,
algunos estudiosos han intentado explicar el nacimiento de la
pintura a partir del gusto por la ornamentación: se descubrió
el eslabón unificador entre lo útil y lo desinteresado: la
preocupación esencial del arte consiste en agradar a los
demás. Se ha propuesto la hipótesis de que los hombres, al
pintar sus propios cuerpos y dejar sobre las paredes de sus
refugios huellas de los colores con que estaban manchadas sus
manos, se sintieron seducidos por el efecto producido y
comenzaron a aplicar desde entonces sistemáticamente los
colores sobre las paredes. Esto, sin embargo, no explica el
carácter particular del arte paleolítico. Es posible que el
sentido de la simetría haya nacido principalmente del tatuaje;
lo decorativo ha sido, sin duda, una etapa necesaria entre la
modificación de los objetos de la naturaleza y la libre creación
artística. Pero, en definitiva, el origen profundo del arte ¿no
reside, acaso, en la calidad de la sensación, en la seguridad de
la memoria y la importancia del mimetismo?
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Una primera explicación puede sugerirse por la analogía
entre la mentalidad del hombre prehistórico y la del “hombre
primitivo”, con todas las reservas que el término “primitivo”
implica, y aun con la mentalidad del niño. Entre los pueblos
llamados primitivos (los australianos y los melanesios, al igual
que los antiguos bosquimanos, conocían la práctica del arte
rupestre), el primer rasgo consiste en la extraordinaria
seguridad en la captación sensible, por lo que debemos
suponer su existencia también entre los hombres
prehistóricos. Mientras nuestra manera de ver se ha hecho
intelectual, o sea que añadimos algo a lo que vemos, los
pueblos primitivos no creían más que en lo que veían: el
relieve, la intensidad del tono, en una palabra: una justeza en
la sensación. Entre los prehistóricos hallamos al lado de
representaciones muy exactas y por entero realistas una serie
de imágenes inexactas. Pero en este caso, la insuficiencia del
artista cuando traduce su visión proviene de que entre la
imagen y su traducción se interponen creencias y tradiciones
mágicas. La percepción no es enteramente pura, interviene un
aspecto afectivo, continuo y fuerte, en todas las tomas de
conciencia: todas las representaciones son místicas.
En el hombre prehistórico, la memoria se hallaba muy
desarrollada desde todo punto de vista. En las cavernas no
había modelos; todo tenía que representarse por memoria
visual, en todos los artistas notable y en algunos de ellos
perfecta. La mímica del homo sapiens prehistórico estaba más
desarrollada que la nuestra. Se servía, sin duda, de un lenguaje
de gestos, por lo que la imitación formaba parte de su vida.
Pero esta imitación era a veces inexacta: el artista prehistórico
reproduce con frecuencia los movimientos más fáciles, pone
un círculo para representar el ojo. Para él, no se trata de un
estudio, sino de un símbolo. Descuida los detalles y no
traduce más que aquello que le interesa. Por otro lado, añade
21
partes que no existen, por ejemplo seis piernas para indicar el
movimiento.
El sentimiento que llevó a nuestros lejanos antepasados a
proyectar la imagen que tenían de un animal, a exteriorizarla,
a convertirla en imitación externa y material, es sumamente
fuerte, tal como ocurre en los niños y también en los artistas
modernos. El origen del arte, según dijimos, reside en la
sensación, el recuerdo y el mimetismo; no obstante, el
ejercitamiento de estas facultades en forma de arte, la
exteriorización de estos estados anímicos, reclama a su vez
una explicación y una coordinación. En la percepción de los
hombres “primitivos”, el carácter afectivo es ya bastante
marcado. El interés notorio por los animales con los que y de
los que vivían, la magia, los conceptos totémicos o míticos,
todo ello contribuyó a fijar la atención de los primeros artistas
en sus representaciones y nos permite comprender por qué la
imitación es tan perfecta. En las sociedades primitivas, en
efecto, la menor transformación se considera como un
verdadero sacrilegio: la “participación” mística implica la
identidad del tótem o del antepasado mítico con su
representación a fin de recibir su bendición y protección. Por
consiguiente, el artista, impregnado de estas nociones
místicas, no distingue, o casi no distingue entre la existencia y
la no existencia, entre el Yo y el No Yo, desde el punto de
vista metafísico. El hombre primitivo se siente místicamente
unido a su grupo social y a la especie animal o vegetal de la
que el grupo cree haber descendido, y en general hasta se
siente ligado a todo lo que está fuera de él y que percibe como
si fuese él mismo; su principio de identidad era, pues,
vacilante. Del mismo modo, nuestros ancestros prehistóricos
se convertían, sin duda, en mamuts, caballos, bisontes, lo cual
explicaría quizá el extraordinario realismo de su arte.
Por otro lado, en las representaciones de este arte no se
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descubre huella alguna de una imaginación creadora y
productiva. Ésta es muy rara también en el niño. Resulta así
necesario destruir la leyenda que pretende que los pueblos
primitivos son incapaces de ver las cosas como son. Claro está
que hay una estilización en el arte prehistórico, pero esta
estilización seguramente se presenta, si no como un
mejoramiento, al menos como una búsqueda de tipo estético.
23
1
H. Breuil y R. Lantier, Les hommes de la pierre ancienne. Paléolithique y
Mésolithique, Payot, París, 1951, pp. 111-117 y 162-182.
2 H. Breuil, Quatre cent siècles d’art pariétal, Les Six Géants, Montignac, 1952.
3 M. Boule y H. Vallois, Les hommes fossiles, Masson, París, 4ª ed., 1952, pp. 324329.
4 La peinture préhistorique du Sahara (Misión Henri Lhote en Tassili), con
prefacio del abad Breuil, Museo de Artes Decorativas, París, 1958.
24
PRIMERA PARTE
ANTIGÜEDAD Y EDAD MEDIA
25
I. SITUACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN
ESTÉTICA AL APARECER EL
PLATONISMO
EL HIPIAS MAYOR tiene el privilegio singular de ser el primero
de los diálogos estéticos de Platón y de ser, junto con el Fedro,
el único que se consagra expresamente a lo Bello.
No por ser incierta la fecha en que fue escrito deja de
poderse fijar aproximadamente. Cuando no se duda de la
autenticidad del diálogo, como lo hace Wilamowitz, se está de
acuerdo en incluirlo entre los diálogos de la primera época
platónica, en el grupo de los diálogos llamados socráticos.
Todos sus rasgos lo indican: la sobriedad y brevedad de la
argumentación; la dialéctica despojada de todo mito; la visible
influencia de las lecciones de los sofistas que Platón acaba de
abandonar; el recuerdo de las enseñanzas de la escuela de
Megara; no hay trazas, en cambio, de pitagorismo; la
incertidumbre misma del resultado, que se construye fuera
del plan metafísico de las ideas; y finalmente, el entusiasmo y
a veces la caricatura que progresivamente irán
desapareciendo en Platón a partir del Banquete y que no
volverán a presentarse más que en algunos pasajes del Sofista.
El Hipias, colocado pues en el umbral de la carrera
platónica, plantea el siguiente problema previo: ¿a qué fuentes
presocráticas o socráticas, a qué teorías anteriores, enunciadas
o difundidas en la opinión general, pueden y deben hacerse
remontar las tesis directrices del Hipias? En otras palabras:
¿cuál es la situación de la investigación estética al aparecer el
platonismo?
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El Hipias Mayor, aurora del espíritu platónico, constituye
el punto de reflexión único a partir del cual emprenderá el
vuelo ese espíritu. Con toda precisión se dice en los
manuscritos: “anatreptikos”, o sea que se trata de un diálogo
de refutación y destrucción. Su objetivo expreso, su objetivo
único, consiste en reunir las teorías anteriores, deformadas o
adulteradas por la tradición, o basadas, desde su surgimiento,
sobre fundamentos frágiles de la analogía o de la apariencia:
no se trata más que de crear un campo raso, de destruir las
doctrinas previas para edificar un nuevo sistema.
Entre estas doctrinas anteriores, la más antigua
corresponde a un periodo mitológico y teológico: existía ya
un dios del arte, Apolo, que era dios de la poesía y de la
música; cercanas a Apolo se encontraban las Musas que,
según unos, eran hijas de Zeus y de Mnemosine, según otros,
hijas de Harmonía, o bien de Uranos y Gea.
Estudiaremos por de pronto el método mitológico-poético
intermediario entre los periodos mitológico y metafísico y
que comprende a los poetas griegos: Hesíodo y Homero, los
elegiacos, los líricos con Píndaro, los trágicos con Esquilo y
Sófocles. Le sigue a este periodo el de la Metafísica y la
Cosmología, y posteriormente el de Sócrates y la Mayéutica.
A) MÉTODO MITOLÓGICO-POÉTICO
Este periodo lo representa la tradición de los poetas que
cantan al mundo y a sus bellezas.
El procedimiento de la crítica alemana para captar los
balbuceos estéticos de la poesía consistió en descubrir los
casos en que aparece entre los poetas griegos el adjetivo kalós.
En Hesíodo, este epíteto se le aplica primordialmente a la
27
mujer, y por extensión a Eros, puesto que participa de la
gracia de Afrodita. Para Hesíodo, la mujer es un kalón kakón,
un mal hermoso. Existen varios géneros de belleza: el color, la
forma, la expresión, y aun la belleza moral. Hesíodo habla
exclusivamente de la belleza externa: los rasgos y los colores.
Es bello aquello cuya armonía asombra a la vista, y en la
belleza femenina Hesíodo hace completa abstracción del
atractivo sexual.
Afrodita es la encarnación de la belleza. Tanto Afrodita
como quienes la rodean, por ejemplo las Nereidas, han
surgido del mar. Esta asociación entre la mujer y el mar, el
agua y la belleza, es inseparable. El mar constituía un
elemento muy familiar para los griegos: vivían a sus orillas, se
bañaban en él, lo usaban como vía para comerciar. La línea
más hermosa es la línea ondulada (“línea de la belleza” de
Hogarth), que responde al movimiento natural del ojo desde
el punto de vista fisiológico. La ondulación es rasgo
característico del mar, y todo aquello que en Hesíodo aparece
como bello guarda alguna relación con el mar: las Oceánidas,
las Nereidas y sobre todo Galatea en su concha; en seguida,
las partes del cuerpo femenino: los pies de las diosas marinas
(Tetis, la de los pies argentinos); la cabellera ondulante
(Mnemosine, las Hespérides y las Oceánidas de hermosos
rizos). Puesto que las diosas descienden del Helicón,
desnudas, y se posan sobre la tierra, “el pudor cubre su
hermoso cuerpo”;1 se visten con lienzos blancos y celebran a
Zeus y a Hera. A ellas debe el poeta sus hermosos cantos, y es
la primera vez que el término de lo bello se adapta a una
manifestación humana. Después, lo bello se hace extensivo,
por analogía, a los animales, a los hipocampos con sus crines;
más tarde, a las hermosas manzanas que crecen “al otro lado
del Océano”, a las armas bellas, a las ciudades bien
construidas, a los carros con hermosas ruedas. Pero estos
28
ejemplos constituyen una excepción, ya que la belleza es,
según quedó dicho, ante todo atributo de la mujer y del mar.
Hesíodo entrevió la relación entre lo bello y el bien. En él,
la primera concepción del bien se refiere a la calidad de útil:
tales días son buenos para la siembra, o propicios para el
nacimiento de hijos varones; la esperanza y el pudor son
buenos para los indigentes; tal instrumento es bueno para
hacer tal cosa. Hesíodo adivinó igualmente una de las
diferencias más radicales entre la belleza y el bien: lo útil y lo
mediato. Toda idea de utilidad presupone un medio (un
objeto) y un fin, es decir, dos elementos. La belleza no
presupone estos dos elementos: es un acto único, total y
global. Es la primera antinomia entre lo bello y lo bueno.
Hesíodo nos ofrece una concepción más de lo bello y lo
bueno. Lo bueno, o sea lo útil, es una díada, un medio con su
fin, es una meta que debe ser alcanzada; esto es bueno para
aquello, para tal acto. Hay aquí una analogía evidente con lo
bello, que también es un objeto de deseo, de nostalgia, que
debe alcanzarse. Pero hay una diferencia entre lo bello y lo
bueno en cuanto a la finalidad. Se produce un esfuerzo por
alcanzar el bien: para gustar y para gozar, no hace falta
esfuerzo alguno. Así, la diferencia se presenta entre la meta
por alcanzar mediante el esfuerzo y la pasividad de la
sensibilidad emocional de las obras de arte: lo bueno es
mediato y lo bello inmediato. Hesíodo presiente
confusamente la inmoralidad radical de lo bello que no es un
fin exterior por alcanzar; es una sensibilidad de goce opuesta
al esfuerzo, intrínsecamente inmoral por ser mera apariencia.
En Hesíodo, son los hombres los seres morales.
La kalokagathía de los griegos se entrevé ya en él, mas no
ha nacido aún.
La existencia de Homero se pone periódicamente en duda;
29
es quizá el resultado de una larga lista de poetas. Sus dos
epopeyas son a la vez una Biblia y una Suma. Para aplicar
también aquí el método alemán, siempre que Homero emplea
la palabra kalós se trata de una intuición exterior, que es para
él la esencia misma de lo bello. En Hesíodo, la fuente de la
belleza se encuentra en la mujer. En Homero, su manantial es
la naturaleza; con esto, evoca el recuerdo de la teología
primitiva. Lo bello es ante todo la hermosura líquida, el mar,
las fuentes, las flores; en seguida, las crines de los caballos, el
vellón de la oveja, las partes del cuerpo humano seleccionadas
según su valor cosmético (mejillas, cabello, barba, tobillos):
“Una mujer de tobillos gruesos es un rocín de alquiler”.2 Más
adelante se refiere a la mujer misma. Homero habla de un
país hermoso porque en él nacen bellas mujeres. Y finalmente
también los varones ocupan un rango en la belleza. En un
principio, esta belleza parece estar ligada a lo ornamental (la
coraza, la armadura, cuando habla por ejemplo de Afrodita,
de Marte, de Helena y de Aquiles). Homero parece
asombrarse de la belleza intuitiva. La belleza masculina no
existe casi nunca por sí sola; está asociada a la fuerza y a la
bondad (como en Aquiles): un hombre hermoso es por lo
general un hombre fuerte, valeroso, intrépido. Sin embargo,
no es válido lo contrario: Paris es hermoso, pero cobarde.
Ciertos movimientos del cuerpo, de la rodilla, del brazo en el
arquero, del discóbolo, del jinete, y después los movimientos
más intelectuales de la sonrisa, de los labios, de los ojos, del
lenguaje, del canto son los que llaman la atención por su
belleza. Homero se refiere luego al artista y habla de la belleza
de la obra, ligada todavía al cuerpo. Después la belleza se
desliga y es la belleza de la armadura, del canto, de la danza y
la música, de la naturaleza, de las montañas, de los setos y de
los árboles. La naturaleza aparece así en dos visiones: en
primer lugar, la belleza se identifica con la naturaleza; y en
30
segundo término, Homero libera el concepto de belleza,
vuelve a enfrentarse a la naturaleza y le aplica un sentido
antropomórfico que de ninguna manera tenía al comienzo.
La primera acepción de la palabra “bien” es “útil” entre los
griegos. En Homero, no existe nexo alguno entre lo bello y lo
bueno (en cuanto útil). Desde luego, algunas cosas útiles son
bellas, y hay cosas bellas que son útiles; quizá todo objeto
bello sea a la vez útil, pero lo opuesto no es válido: una cosa
no es bella por el mero hecho de ser útil. Lo bello es lo que se
presenta a la vista; las tierras hermosas no son bellas por el
abono o por la siembra, sino por el color de las cosechas.
Se descubren asimismo ciertas relaciones de la belleza
moral (agathós) con el bien: la belleza del pacto conyugal;
Eumeo que se pasa la vida esperando a su señor. Pero en el
fondo, Homero distingue claramente la belleza del acto que
permanece por completo en lo exterior de la belleza interior,
específicamente moral. Homero diferencia los actos buenos,
los actos mejores, los actos óptimos; y con una dialéctica
comparativa lo juzga todo a lo largo de su poema. Aquiles es
siempre el mejor; por debajo de él, los héroes son buenos. La
misma jerarquía establece para los corceles, las reses, ovejas y
cerdos, siempre que el interés resida en la comparación. Si
bien se observa en Homero una tendencia hacia lo perfecto y
lo bello, aprehende con claridad el matiz que separa lo bello,
lo perfecto, el bien moral y lo útil. Concibe un campo moral
que se acerca a lo bello hasta el punto de identificarse con ello:
un puerto es hermoso por ofrecer seguridad; el viento norte
es bello cuando sopla de manera pareja, sin violencia,
ayudando a la nave a deslizarse como en un río: no es esto
más que una intuición sensible.
Aplica también este concepto a los dioses, a los sacrificios y
a los ornamentos, todo lo cual va todavía incluido en el
31
aspecto sensible. Por otra parte, lo aplica a ciertas categorías
de seres, con lo que encontramos en él un nuevo ideal
humano: el adolescente es siempre hermoso; todo le sienta
bien. En la misma muerte todo en él es bello. Opone al
adolescente, al joven guerrero moribundo, al anciano cuyo
cuerpo decrépito yace lamentablemente tendido. Todavía
aquí la juventud se manifiesta por rasgos visibles, así como es
también un signo visible la virtud de Penélope que sería más
bella, que se mostraría mejor si su marido estuviese presente.
Es hermoso prestar oído a ciertos actos privilegiados, como
lo es el canto del poeta. Pero si bien hay hermosas obras de
arte, Homero no habla jamás de un alma bella. En ningún
lugar aparece la belleza como el logro, la entelequia del bien.
Lo mejor de lo que existe es el joven héroe en el acto de morir;
pero lo bello no supera jamás a lo bueno; se le acerca en
ciertos campos, sin embargo, y he aquí que estamos en
presencia de una estética comparativa y relativista: “Tal cosa
no es bella, o sería más bella”. Se trata de referencias objetivas
de un acto a factores externos, por ejemplo referencias al
tiempo, al espacio, al carácter, a la conciencia moral o jurídica
o a las costumbres.
La estética de Homero está siempre ligada a normas de
decencia y conveniencia exteriores. Dice una y otra vez: “Para
mí, para ti, etc.” Son exigencias cuya realización es natural,
cuyo cumplimiento no constituye mérito, pero cuya omisión
es una torpeza. Es más hermoso interrogar al extranjero
después de la comida que antes. Es hermoso escuchar a quien
habla. No es bello interrumpir a alguien u olvidar al anfitrión
durante una fiesta. En el fondo, bello es aquí sinónimo de
decente; lo conveniente y lo kalón van juntos, pero se hallan
alejados del agathón. Bello es todo aquello que hace o expresa
el ideal de un “hombre honesto”, de un hombre de mundo: es
el decoro, mas no la moral propiamente dicha, que no admite
32
intermediarios ni matices entre el bien y el mal. En el viejo
Homero, lo que conviene es algo que sea armonioso; es el
trato, la armonía que el hombre establece entre el ambiente y
los seres.
Hesíodo es un poeta gnómico, dice lo que es: es un canto
humano, real y normativo. Éstas son las tres características de
Hesíodo en oposición a Homero, que es épico: es un canto
divino, de ficción, de simple recitación.
Los poetas líricos comprenden tres grandes escuelas: los
líricos eróticos, los heroicos y los elegiacos.
Entre los líricos eróticos, incluso en la Antología compuesta
de detalles cotidianos, lo bello parece identificarse con lo justo
y la belleza moral ocupa su lugar al lado de la belleza corporal.
Pasando de los poetas épicos a los líricos se alcanza el
concepto de la belleza espiritual. “Lo bello es aquello que es
amado; sin embargo, para el amante lo bello es lo justo.”3 O
este otro ejemplo: “Aquello que no es más que bello, lo es
únicamente para los ojos, pero lo que es bueno se convierte
en el mismo instante en bello”.4 Seguramente, los líricos
eróticos no ignoran que la belleza está ligada a cualidades
físicas, mas para ellos, las cualidades morales son
preponderantes: “La belleza del alma la eleva por encima de
todo”.5 O al observar que la belleza física se encuentra a veces
en contradicción con la belleza moral, piensan que puede
amarse incluso lo feo: “Te me has aparecido pequeñita y sin
encanto alguno, y sin embargo ardo por ti”.6 O este otro
ejemplo: “Una Afrodita sin carnes encadena siempre al
amante por la belleza de las costumbres”.7
Estos pequeños poetas alegres y lascivos ya no tienen por
heroínas a las diosas, sino a las heteras. Todavía se
confundían en ese tiempo las dos bellezas de Afrodita y
Penélope, pero en estos poetas ya aparecen bien diferenciadas.
33
La belleza es privada, se individualiza. Es el don que tiene tal
alma o tal persona. Los epítetos de estas “damas” se refieren
más bien a lo gracioso y encantador que a lo bello. La gracia,
que implica el movímiento y el sentimiento interior, no está
necesariamente ligada a la belleza y tiene siempre algún matiz
espiritual. Es, pues, la primera interiorización y
espiritualización de la belleza.
Entre los poetas eróticos, la encarnación de la belleza no es
ya la mujer, la mujer hecha, madura y madre, que no aparece
más que en reminiscencias; su ideal humano es la muchacha
guapa y encantadora, la joven novia, la confidente que
trasmite cartas: “La belleza es la juventud”.8 Anacreonte arde
por un adolescente que tiene los ojos de una muchacha.
Con la belleza física se relaciona la belleza artística que
aparece por primera vez en la música, el arpa, la lira, la flauta,
y en las danzas: “Gozar alegremente de los dones de Afrodita
y de las Musas”.9
Pero encontramos una modificación mucho más profunda
en la belleza de la naturaleza que se interioriza. Hay una
belleza de las ondas, una belleza formal. Entre los poetas
épicos, la naturaleza es algo muerto, objetivo, sin duda
animado por dioses y diosas, mas esta concepción de la
belleza era “ingenua”:10 con ellos no hay antropomorfización
de la naturaleza, mientras que para los líricos, los paisajes son
“estados de ánimo”; la naturaleza se espiritualiza y humaniza.
La belleza de la naturaleza es subjetiva cuando Safo, por
ejemplo, le canta a la estrella de la tarde.
Entre los poetas heroicos, como Píndaro, la perspectiva se
altera; el nuevo ideal humano no es ya la heroína, sino
exclusivamente los héroes varones: los atletas. Las fiestas
religiosas se acompañan de fiestas deportivas.
No hay en ellos relación alguna entre lo bello y lo útil.
34
Jamás un medio se considera bello, aunque cumpla a la
perfección su cometido. Es el bien el que se liga a lo bello y
que se exterioriza en la belleza. Los valientes y los buenos son
a la vez hermosos. Son los Olímpicos y los rendimientos
deportivos. Es una estética del triunfo. En las carreras,
Píndaro llega a llamar to kalón (la belleza) a la victoria. El
poeta celebra la belleza de la gloria, de la suerte del triunfo, la
belleza física, el arrojo, la victoria.
El concepto del bien unido al de belleza se extiende a todo
el ámbito de los actos humanos: atletismo, discurso,
cualesquiera cualidades espirituales. Píndaro desliga la
cualidad abstracta del actor y se enfrenta a ella en cuanto tal,
sin referirla a las personas. Píndaro objetiva los actos, los
separa del agente, y cuando las cualidades y los actos
responden a su finalidad gracias a su fitness, los llama buenos.
Los líricos elegiacos insisten en la belleza física, pero
comienzan a establecer categorías y hablan de una jerarquía.
Simónides considera que el bien primero es la salud, en
seguida la belleza y por último la bondad (la hermosa
sabiduría). Teognis se queja de ser a la vez hermoso y
virtuoso. Existe, pues, una psicología con categorías.
Los elegiacos son pesimistas, no optimistas como los épicos
y los eróticos. Se preguntan por la esencia de la vida. Dividen
a los hombres en dos categorías: los aristócratas y el
populacho.11 Éste es vil y malo. La vida no vale la pena de ser
vivida más que por los aristócratas. Los buenos, los mejores
son los amos; y éstos son bellos, justos y virtuosos. Teognis
distingue lo moralmente bueno o hermoso, lo útil o bueno, lo
agradable o aquello que responde a la juventud, a saber: la
justicia, la salud, la satisfacción del deseo. Simónides nos dice
que hace falta que nos alimentemos del bien y de la virtud que
habitan sobre una roca “solitaria en un lugar solitario”. La
35
posesión de la virtud, de lo verdaderamente bello, no es cosa
de hombres, ni siquiera de los dioses que luchan contra el
destino y son vencidos. “Parecerá bello aquel en quien no
observemos nada que sea vil.”12 Todo lo que es está
mancillado; el nacimiento no es estético. Los elegiacos han
presentido la maldición bíblica. Y sin embargo, los hombres
han concebido algo verdaderamente bello y que existe fuera
de las cosas, en la idea, en el concepto. De este modo se da el
paso natural hacia el método metafísico.
La tragedia desemboca en la misma concepción y es el
resultado del pesimismo de los elegiacos. Para Esquilo, el
hombre es débil y se halla sometido a las necesidades. Sófocles
introduce un sentimiento nuevo: la grandeza del hombre. La
palabra kalón no se presenta al comienzo más que en Esquilo.
Posteriormente, el sentido de la palabra “bello” se amplía y se
aplica a objetos más numerosos. En Sófocles, el problema
trágico de lo bello se asocia al problema moral. Hace su
aparición la kalokagathía, cuya encarnación es Antígona.
“Nada es más hermoso que morir por cumplir su deber.”
Electra dice: “El único consuelo es morir por lo que se debe
hacer”. Así pues, la belleza se relaciona y asocia aquí con la
idea de la muerte. Los primeros griegos sentían un ardiente
amor por la vida. Los trágicos, en cambio, ven la belleza de la
muerte en la renuncia, en el sacrificio de la vida, lo cual, sin
embargo, no es una idea cristiana. Entre los trágicos llega a su
cumplimiento natural el fenómeno de interiorización de la
belleza: la belleza ha abandonado el mundo.
No obstante, la tragedia griega no está constituida
exclusivamente del sentimiento trágico del destino humano;
no es sólo el terror del dolor humano inexplicable el que
comporta la materia misma de la tragedia.13 Al mostrar la
terrible condición humana, la tragedia griega se propone
reconciliar al hombre con su destino mediante la ciencia. El
36
hombre llega al saber como consecuencia de su sufrimiento.
La tragedia griega es, a fin de cuentas, un triunfo sobre lo
trágico; se compone de dos elementos: lo trágico propiamente
dicho, retrato de la perdición humana, y, por otra parte, el
espíritu de justicia, de equilibrio, de mesura. No nos
enfrentamos únicamente a la representación poética de la
angustia, sino a la expresión de una victoria de la razón
apaciguadora.
B) METAFÍSICA Y COSMOLOGÍA
Es el método que parte de la existencia de una realidad
superior para conducir a la apariencia sensible. Deduce de lo
incognoscible lo conocido que tenemos frente a nosotros. El
filósofo se encuentra, tras la apariencia de la diversidad, con la
identidad, con un principio único, con una arjé.
Fue la escuela jónica la primera entre los griegos que creó
un sistema metafísico concebido por elementos. La escuela de
Mileto, la física hilozoísta, la teoría jónica de los elementos no
pueden ofrecer aún nada preciso: el agua de Tales, el ápeiron
de Anaximandro, el aire de Anaxímenes, todo ello no puede
dar lugar más que a una filosofía de lo indefinido; en la
metafísica del ápeiron, toda especulación estética parece estar
excluida por principio.
La escuela pitagórica fue la primera en hacerle un lugar a la
estética. Pitágoras14 es el creador de una especie de línea de
vida hermosa más que de pensamiento, de una especie de
obra de arte viva, de un partido aristocrático: la élite; es un
nietzscheísmo perfecto. Se ocupa de la educación de los
aristócratas tal como lo haría más tarde Platón. La filosofía de
Pitágoras es, pues, toda ella una estética. Aristóteles lo sitúa al
lado de los jonios o de los hilozoístas. Pero en Pitágoras, la
37
abstracción se hace aun más sutil y etérea y las relaciones
cuantitativas de las cosas aparecen antes que las relaciones
cualitativas. Es la apoteosis del formalismo. El número y la
medida son una abstracción más refinada, más racional que la
de la facultad jónica. Puede llamársele ya una categoría: “Los
números constituyen todo lo que es”. Pero no son
exactamente prototipos, arquetipos como las Ideas de Platón.
La naturaleza obra por mor de los números, es decir,
siguiendo medidas determinadas. Así, todo lo que se
encuentra en el ámbito de la mesura, en la armonía, está
dotado de razón, de inteligencia y de vida; y todo lo que es, es
vivo, piensa y siente. Los pitagóricos se entregan a un juego
enteramente vano en el que el número 1 representa el punto,
el 2 la línea, el 3, 4 o 5 la justicia, etc.; su doctrina se
caracteriza por una diversidad de puntos de vista y por un
relativismo moral como las reglas de un convento se
caracterizan por su rigidez.
Más tarde, dividen los números en pares e impares, y pasan
después de los números a las figuras; los puntos tienen una
dimensión, no son meros límites. La aritmética se convierte
así en geometría. Los números cuadrados, la tetraktys, son
esquemas. Distinguen la línea recta de la quebrada, y se
preguntan cuál es la mejor. Consideran que lo es la línea
quebrada, puesto que la línea recta no tiene más que un
principio y un fin, sin tener nada en medio. Hay algunas
figuras elegidas: una pirámide es perfecta cuando se asemeja a
una llama que se aleja, y el cubo cuando se parece a la “pesada
tierra”: puede, por lo tanto, adoptar una posición cualquiera.
Observamos aquí ya una concepción estética latente, virtual,
una especie de mística científica en que se hallan ligadas la
matemática y la música. Fue Pitágoras el primero en aplicar al
universo el nombre de cosmos. Todas las cosas constituyen
una sinfonía, una música; el universo entero, “el mundo
38
músico”, es una invitación a la armonía, y debemos ajustarnos
al ritmo que es la ley del universo: “La armonía es la unidad
de la pluralidad y el acorde de lo discordante”.
Así pues, no se trata de una cosmogonía, sino de una
cosmología pletórica de esquemas y de figuras así como de
armonía, en que se conjugan la matemática de las distancias y
la música de las esferas; las coronas de lo denso y lo etéreo, de
la oscuridad y la luz; las revoluciones concéntricas alrededor
del fuego central. Los círculos de aire de Anaximandro
vuelven a encontrarse aquí, conformados lejos del ápeiron y
en el juego estético de las oposiciones y de los contrastes. Se
halla aquí también el dodecaedro, figura perfecta y límite de la
esfera, por inscripción o, más aún, por circunscripción, como
“cascarón del universo”. Pitágoras introduce, a la manera de
Platón, la idea del alma-armonía entre los elementos
constitutivos y materiales.
Conocemos las relaciones entre Platón y el pitagorismo
sobre todo gracias a los pitagóricos contemporáneos de
Platón que fueron expulsados de Italia y se refugiaron en
Siracusa, y gracias al linaje de Filolao y al grupo de Tebas.
Cebes y Simmias son pitagóricos a la par que discípulos de
Sócrates. Timeo de Locres, a quien conocemos
principalmente por Platón, es pitagórico. Es en la Academia
donde se perfecciona la especulación sobre los kala schémata
y los cuerpos regulares iniciada por Pitágoras y continuada en
la cosmogonía del Timeo. En el Teeteto se mencionan el
octaedro y el icosaedro que, añadidos a los tres cuerpos
conocidos por los pitagóricos, forman las cinco “figuras
platónicas” asimiladas por Platón a los cuatro elementos y a la
esfera del universo.15
Las conexiones entre platonismo y pitagorismo son
claramente visibles ante todo en el Fedón y en el Timeo. En el
39
Fedón, las tesis pitagóricas esenciales se discuten y esclarecen,
por ejemplo, la armonía entre los cuatro elementos como
esencia del alma y el sistema del mundo. En el Timeo, de
importancia para nosotros desde el punto de vista estético, el
origen del mundo es ostensiblemente pitagórico debido al
formalismo, el aritmetismo y el empleo de la medida.
Aristóxenes acusa a Platón, sin rodeos, de haber comprado
tres libros pitagóricos de Filolao para escribir su Timeo. En
suma, la influencia estética del pitagorismo en el platonismo
fue ejercida en forma cuádruple: por el formalismo, el
número y la medida, las figuras y la perfección geométrica;
por la teoría del alma-armonía que, en Platón, adopta la
forma moral de un temperamento y una mesura de las
virtudes;16 por la teoría de las Ideas y del esplendor de los
modelos; y, finalmente, por la participación e imitación de los
números por parte de las cosas.
C) SÓCRATES
Un principio utilitario y un principio ideal, un kromenon y
un principio ya platónico, estrechamente asociados,
constituyen los dos puntos esenciales de la doctrina socrática,
que se define por la mayéutica y la kalokagathía.
La kalokagathía, que únicamente se presenta entre los
griegos, es un concepto semimoral y semiestético que consiste
en una fusión de la belleza y el bien. Tal parece que la propia
alma helénica, prendada del ideal moral y de belleza, ha
querido asociar ambos, y Sócrates se encontró con esta idea
en la tradición popular.17 En las Economica de Jenofonte,
Sócrates expone lo que entiende por kalokagathía: o bien un
individuo posee un valor moral, y entonces es posible que sus
actos sean también hermosos; o bien un individuo es
40
hermoso en su físico, y es posible que sus actos sean a la vez
morales; en el primer caso, existe un nexo necesario, pero los
dos atributos no se refieren al mismo objeto; en el segundo
caso, el nexo no es necesario, si bien el mismo objeto se
encuentra en ambos atributos. Sócrates recurre, pues, a la
observación y llega a esta concepción que ya puede llamarse
platónica: la belleza, en cuanto se asocia con el valor moral, es
belleza moral y no física. Este concepto pudo ser formulado
por haber un nexo natural entre la belleza moral y la bondad
moral.
A continuación, Sócrates se pregunta qué es la belleza en sí
y recurre, para responder, a algunos interlocutores, a gente
del oficio, como son los cirenaicos, los filósofos, por ejemplo
el sensualista Aristipo, para quien el placer reside por
completo en el goce de los sentidos. Tras haberlo interrogado
acerca de la noción de lo bello,18 le pregunta: ¿cómo es posible
que llamemos bellas cosas tan diferentes? ¿Cuál es su rasgo
común? Y Aristipo ofrece como respuesta que debe haber una
identidad: lo bello debe ser lo bueno. Sócrates asiente, pero no
considera que haya una identidad. Lo bello y lo bueno son
idénticos cuando se les considera en relación con una cosa
diferente. Todo lo que es bello y bueno es a la vez kromenon,
es decir, conveniente, útil, que corresponde a su concepto, a
su destino. Sócrates llega a concluir que la belleza en sí (kalón
kath’autó) no existe sin estar asociada al concepto de
kromenon, de lo útil; es el kalón pros ti (lo bello a causa de).
Tomemos el ejemplo de las corazas: “Tus corazas, ¿valen por
el peso o por sus medidas?” “Es necesario que se ajusten
bien.” “Cuando una coraza se ajusta como debe, tiene una
hermosa proporción.” Estas corazas ajustadas son mucho más
bellas que las corazas cinceladas y doradas, pero que no
ajustan bien. Y también son bellas porque puede uno servirse
de ellas. El método de Sócrates es casi un método sociológico
41
de test y de estadística, diferente de la pulchritudo adhaerens
de Kant, que no es una belleza vaga. Para saber, los
interlocutores dicen: “¡Elijamos y votemos!” Es ya, pues, un
método de selección y estadística.
Para Sócrates, es bello lo que es útil y no lo es más que en
cuanto útil. Así, un adolescente que baila es más hermoso —
ya que la gimnasia le es útil a su cuerpo—, que aquel que se
mantiene en reposo.19 Sócrates lleva su doctrina al extremo;
para él, hasta las cosas feas pueden ser bellas si son útiles, y en
este punto se ve forzado a contradecirse: mis ojos son feos,
pero pueden mirar de lado, por lo tanto son más vivos y
móviles, y en consecuencia más hermosos.
Para los filósofos griegos, la belleza natural está muy por
encima de la belleza artística. La naturaleza, que ha sabido
crear la vida, es más grandiosa que todos los artistas. También
Platón era de este parecer, y destierra a los artistas de su
República. Sócrates, hijo de escultor, los frecuentaba. En las
Memorables de Jenofonte, considera que el pintor no debe
limitarse a representar formas y manchas, sino que debe
expresar pasiones: no es, pues, partidario de la mera belleza
formal, sino que a su juicio el arte debe expresar también un
contenido. Llega a prescribirle al artista la representación de
objetos con un fin moral: desea un arte moralizador. Sócrates
es, de este modo, el defensor de la belleza antiformalista,
partidario del contenido, y su estética utilitaria se convierte
para él en una especie de lógica sin espontaneidad. Orienta lo
bello hacia lo “perfecto”, hacia el “fin”.
Y en estas circunstancias aparece Platón. Para su primer
diálogo estético, necesita ante todo tomar posición respecto
de las tesis ya existentes, y a esto responden las cuatro
preocupaciones formuladas en el Hipias.
En primer término, el Hipias y los sofistas. Parece que en
42
esta época la escuela de Megara no es más que el ensayo de
darle forma retórica al método mitológico-poético. Adopta la
forma de tratar los ejemplos por separado; únicamente se
dedica a lo particular: “la bella yegua”;20 el oro y los
materiales: “la lira hermosa”.21 Este periodo parece revelar la
incapacidad de elevarse a lo general. Ahora bien, lo que hacía
falta, según había mostrado Sócrates, era fundamentar
definitivamente el concepto de lo bello, de lo bello en sí, y
hacer la distinción entre lo bello en tanto que bello y las cosas
bellas.
En segundo lugar, la teoría de la conveniencia y el arreglo
de las partes. No encontramos aquí todavía ningún vestigio
de pitagorismo. El formalismo y los esquemas sólo tienen
valor si las partes que abarcan son bellas por sí mismas: no es
más que alargar el problema indefinidamente.
En seguida, la teoría pragmática, que es sobre todo
socrática y vale más que nada por su crítica y no por el poder
de hacer el mal; lo ventajoso es lo bueno. Así, Sócrates
completa la doctrina del khresimon mediante el ophelimon.
Esta doctrina se acerca a una teoría del bien y aun a Platón, y
tal parece que en Sócrates llega a triunfar la kalokagathía.
Y finalmente, en cuarto lugar, el placer que proviene del
oído y de la vista: la armonía de los sonidos y los esquemas
bellos, preocupaciones pitagóricas; el placer y lo agradable,
preocupación de Aristipo en las Memorables. Pero el
concepto vuelve, de cualquier modo, a caer en lo útil debido
al placer. Entonces, ¿lo agradable será ventajoso? Platón aún
no responde, pero nuevamente llega al bien por vía de una
delimitación.
En todo caso, el Hipias es ciertamente un diálogo socrático
y anatréptico. El método, la exposición, el tema esencial de la
unión de bien y bello se hallan ya siempre presentes, y frente a
43
ellos todo parece haberse desvanecido bajo la penetración
dialéctica. Y de otra parte, la insistencia en refutar la tesis de
lo meramente útil anuncia ya el kalón kath’autó y no el kalón
pros ti. La era socrática ha llegado a su término, y nos
encontramos ahora en el umbral del platonismo.
44
1
Cf. Hesíodo, Teogonía, 9-10. Se refiere a las Musas, y se dice que sus cuerpos
están cubiertos por velos; los traductores los interpretan como “aire” o “nube”.
2 Cf. Arquíloco.
3 Anacreonte.
4 Safo, Odas, II, 48. En la Antología Palatina. Col. Budé, p. 230.
5 Ibid.
6 Id., 42. En la Antología Palatina. Col. Budé, p. 227.
7 Anacreonte.
8 Safo.
9 Alcmena, en Anacreonte.
10 Concepción que adopta Schiller en su Tratado sobre lo ingenuo y lo
sentimental.
11 Cf. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra.
12 Simónides, fragmento 12, línea 16. Ed. Schneiderlin, Jena, 1816.
13 Cf. Nietzsche: el sentimiento dionisiaco en El origen de la tragedia.
14 Pitágoras nació en Samos entre 580 y 570 a.C.
15 Cf. Timeo, 53a y ss.
16 Cf. La República, 1, IV, 428 d.
17 Sócrates: 470-399 a.C.
18 Cf. Jenofonte, Memorables, 1, III, 8.
19 Cf. Platón, Timeo, 87 d/e.
20 Cf. los poetas a partir de Hesíodo y Homero hasta los eróticos y Simónides.
21 Cf. lo cosmético en Homero.
45
II. LA ESTÉTICA DE PLATÓN
PLATÓN (427-348 a.C.) fue probablemente pintor y
ciertamente frecuentaba a artistas, como al pintor Parrhasios
y al escultor Cleitos.1 Platón no ha escrito una estética
propiamente dicha, pero su metafísica entera puede
considerarse una estética. Wilamowitz ha sostenido
equivocadamente que la filosofía de Platón es política y social.
En cambio, se puede sostener con más razón que la metafísica
platónica es una estética. Está formada de Ideas que no
comprobamos mediante los sentidos. En el extremo de la
dialéctica se da un salto, y por una especie de intuición
intelectual tenemos la visión de las Ideas. Así, la acción
suprema rebasa lo intelectual y pertenece a la intuición de la
inteligencia, ámbito propio de la estética.
La estética de Platón le da vida a toda su metafísica. Al
recordar brevemente los rasgos esenciales de su filosofía, nos
daremos cuenta de cómo esta filosofía es ella misma una
estética.
Tenemos en primerísimo lugar la noción fundamental de la
noesis y los derechos de la intuición más allá de toda diánoia.
Los objetos de la naturaleza no existen más que por imitación
o por participación de las Ideas: el mundo es creado por
modelos y paradigmas. El demiurgo se representa, de esta
manera, como un artista que dispone de modelos impecables
y que todo lo esculpe.
Lo bello es autónomo tanto en su esencia como en su fin: es
el kalón kath’autó.
46
Es una estética que aun siendo objetiva permanece sensual
y sensualista.
En suma, es una estética jerárquica que se eleva de estrato
en estrato hasta alcanzar la noción suprema de kalokagathía
en que lo bello y el bien se identifican.
Analizaremos brevemente el diálogo estético de Platón, el
Hipias Mayor; a continuación estudiaremos la evolución de la
estética platónica y estableceremos finalmente la situación
exacta del Hipias.
A) ANÁLISIS DEL HIPIAS MAYOR
Para empezar, recordemos todos los rasgos que convierten
al Hipias Mayor en el prototipo de los diálogos de la primera
época, de los llamados diálogos socráticos. Hay, de un lado,
rasgos formales, literarios, y del otro, rasgos de método;
estamos en el plano dialéctico; nos encontramos con la
diánoia, no con la intuición de la noesis; notamos la ausencia
de mitos; sólo nos enfrentamos a la recuperación, a la
separación de las nociones. El propio sujeto revela la
influencia de la sofística de Megara de la que proviene Platón;
es un diálogo antisofístico, refutativo.
El Hipias es un esbozo caricaturesco de la personalidad del
sofista y del lenguaje bello. Platón expone lo que son los
sofistas en general y habla de su habilidad para acumular
bienes temporales y honores.2
A continuación, Platón aborda el problema mismo, el
“pequeño problema”. Lo bello independiente es un concepto
desligado de sus realizaciones, es una esencia para el espíritu.
El problema consiste en buscar la cualidad de lo bello, no en
efectuar una enumeración de cosas bellas. Se trata de
47
remplazar, desde el punto de vista de la comprensión, la
extensión parcial de una selección arbitraria de ejemplos.
Hace falta elevarse hasta la esencia nocional: no es Ti esti
kalón, sino Ti esti to kalón: he aquí el punto de vista capital.3
“Es que, en efecto, existe una belleza por la que todas las cosas
son bellas.” Debido a esto, las definiciones del Hipias no
resultan convenientes: la hermosa doncella, la hermosa yegua,
la hermosa lira; como tampoco lo son las circunscripciones
por la materia: el oro o el marfil; ni aun por el ser rico, feliz,
honrado, que se verán más adelante. Todo esto no son
definiciones, sino meras ilustraciones. Se dice lo que es bello,
no lo que es lo bello.4
No hemos avanzado hasta ahora en el problema; todavía no
aprehendemos lo bello en sí. “Lo bello en sí no es este objeto
ni aquel otro, sino algo que les comunica su propio carácter.”5
Más adelante nos encontramos con tres definiciones del
concepto de belleza.
La primera es la de la conveniencia, aquello que se emplea
de acuerdo con su finalidad (prepon): “La cuchara de madera
de higuera es más conveniente para la olla que la cuchara de
oro”.6 Pero esta definición está sujeta a críticas: la
conveniencia es una relación entre varios objetos, o sea entre
las partes de un todo prefijado. Si las partes son bellas en sí, la
belleza no provendrá de su arreglo, con lo que se llegaría al
infinito. Si las partes no son bellas, su disposición no podrá
producir más que la apariencia de belleza, no la realidad. “Lo
que proporciona a las cosas una belleza real, aparente o no,
repito, he aquí lo que hemos de definir.” Así pues, la tesis del
prepon es insostenible.7
La segunda definición es la del khresimon:8 “Digo que a
nuestro juicio, lo bello es lo útil, afirma Sócrates”. En otros
términos, es el poder de hacer una cosa, mientras que la
48
impotencia sería lo feo.9 Esta definición igualmente hace
surgir objeciones. Lo bello no es en modo alguno el poder de
hacer el mal. Eficacia no significa belleza; únicamente lo
ventajoso puede tener este derecho. Es necesario elevarse del
khresimon al ophelimon.10 Es lo ventajoso lo que produce el
bien. Sin embargo, he aquí una segunda objeción, más grave:
lo bello como poder de producir el bien se convierte en causa,
y el bien engendrado en un efecto. Pero todo el mundo se da
perfecta cuenta de que los dos términos se hallan aquí en una
relación ridícula y contraria a nuestras creencias, a saber, de
que el bien es principio y causa suprema.11
El tercer intento de definición se inicia en 297 e: es el
placer, pero sólo el placer que proviene del oído y la vista: “Lo
bello es aquella parte de lo agradable que tiene como origen el
oído y la vista”.12 En efecto, debe limitarse lo agradable a estos
dos sentidos para trazar el ámbito de lo bello. El uso común
rehusa extenderlo a los otros sentidos: si a alguien se le dijese
“comer bellamente” o “un olor bello”, únicamente se reiría.13
Con todo, también esta concepción despierta críticas: ¿Se
trata de un placer de lo uno y lo otro o de lo uno o lo otro? O
sea que la causa de lo bello no se encuentra ni en la vista ni en
el oído, sino más allá. Por otro lado, un placer no se distingue
de otro placer en cuanto tal placer. Y si la vista y el oído son
heterogéneos, el único rasgo común que les queda es el placer.
Lo bello recae sobre el placer desnudo y sin restricciones. No
queda más que una conclusión posible para justificar el uso
común: que tomados tanto en conjunto como por separado,
“son los más inocentes o mejores de todos”.14
Deberíamos concluir entonces que lo bello es lo agradable
ventajoso. Y con esta conclusión dudosa, simple hipótesis con
que termina la obra y que ofrece un acuerdo no resuelto,
volvemos a toparnos con el tema, quizá velado, sin
manifestarse expresamente, mas persistente a través de toda la
49
obra de Platón: el parentesco inevitable entre la noción de lo
bello y la del bien, es decir, la kalokagathía socrática.
B) EVOLUCIÓN DE LA ESTÉTICA PLATÓNICA
Este breve análisis del Hipias nos muestra que es un
diálogo del primer periodo, refutativo y anatréptico. Es una
obra cuyo objetivo consiste en destruir las ideas falsas que
antes se tenían en cuestiones de estética y en partir de una
nueva base. A este diálogo refutativo sobre lo bello
corresponde el diálogo Lysis sobre el amor, que revela las
nociones sobre sus falsas conexiones: lo similar, lo contrario,
Empédocles y Heráclito. Son, pues, dos obras de estética
negativa.
A esta estética negativa se opone la estética constructiva: el
Fedro, segundo diálogo de Platón sobre la belleza, es la
antítesis del Hipias Mayor. Es una estética del entusiasmo con
dos elementos constructivos del problema: el delirio (manía)
y el afán apasionado. Lo bello está aquí ligado a la dialéctica
del amor. El alma que se encuentra en el cuerpo, en presencia
de la belleza, arde por regresar a su antigua patria. Los poros
del cuerpo se abren a las emanaciones del ser amado, y el
alma siente cómo sus alas vuelven a crecer, y a su vez se
anima, se hace hermosa, y ahora le toca al amado ser amante.
Hay un juego reflexivo del amor, como si fuera un espejo:
anteros; y el amor se lanza hacia la belleza del alma amada que
a su vez ama.
El Banquete constituye la síntesis del punto de vista
dialéctico y negativo del Hipias y del Lysis, o sea de la belleza
y del amor, por un lado, y del punto de vista positivo y
constructivo del Fedro, por el otro. Una a una se examinan las
teorías sobre el amor y se les refuta a los diferentes
50
interlocutores, hasta llegar al discurso de Agatón, quien
efectúa la fusión de ambos conceptos, amor y belleza. Cuando
Sócrates toma la palabra, cambia el tono general. Se tiene la
impresión de que este resumen de las teorías antiguas,
presentado por los diversos apologistas, es de hecho el último
esfuerzo de Platón dentro del campo de la dialéctica
anatréptica. Bastan algunas dudas de Sócrates para arruinarlo
todo y plantear nuevamente la cuestión.
El amor es siempre un deseo, mas no se confunde con la
belleza: es el deseo de lo bello. Es, sobre todo, el deseo de la
eternidad en el sentido de que mediante la procreación busca
hacerse permanente. Es la procreación física tanto como
espiritual en lo bello. La belleza es aquello que el amor busca y
que no posee.
En el Banquete, la manifestación superior es la belleza del
alma. Lo bello se alía al bien y hasta se le subordina; el uno es
medida del otro. Se alía, por otra parte, a la Idea de lo
verdadero; lo bello se hace así universal gracias a su vecindad
con el bien y con lo verdadero. La belleza puede conferirse a
un objeto cualquiera: es pura, no está mezclada, no tiene
color, figura ni carne; es, en realidad, la belleza racional y
moral. Un alma bella se encuentra más cercana a la Idea que
un cuerpo hermoso: “La belleza reside esencialmente en las
almas”.15 Pero la belleza permanece en el campo sensible, en
la apariencia, mientras que lo verdadero y lo justo residen en
el interior de las cosas. Esto, a primera vista, parece estar en
contradicción con la concepción platónica íntegramente
racional e intelectual. La Idea es el escalón supremo de la
dialéctica que conduce a esa fase. Pero la Idea en sí no sólo
exige un proceso intelectual para ser apercibida, sino un
último salto. Es este elemento irracional, intuitivo, visionario
el que permite a la belleza manifestarse en la apariencia.
51
La dialéctica que conduce al filósofo de un plano al otro
hacia lo bello, en la República, tiene un correlato exacto en la
dialéctica empírica del amor que transporta al alma
enamorada de plano en plano hasta alcanzar el de las Ideas,
hasta lo bello en sí. Es una revelación de las esencias por
medio de la atracción. Se concibe el amor como un efecto de
paradigmatismo guiado por la transparencia de la Idea. Su
intentio es el bien soberano.
Así, encontramos en las diversas obras de Platón
sucesivamente tres tipos de belleza jerarquizados:
1) La belleza de los cuerpos, a la que se refiere casi
exclusivamente el Hipias. La belleza del cuerpo es parte de la
belleza inferior. Platón la clasifica entre las cualidades
inferiores: la salud, la fuerza, la riqueza. Aquí, Platón no
abandona el ámbito de lo sensible. Únicamente descubrimos
una rápida alusión a la belleza de las costumbres y de las
leyes,16 mas esta ilusión apenas si llega a florecer.
2) La belleza de las almas, que nos encontramos sobre todo
en el Fedro. Es la virtud, y la belleza auténtica no se manifiesta
más que en ella.
3) Para los sabios, existe la belleza en sí.
Estos tres estadios o niveles se establecen y ordenan
definitivamente en el Banquete, diálogo que sintetiza, según
dijimos ya, los puntos de vista contrarios anteriores a Platón,
y que parte de lo bello sensible del Hipias para recorrer los
dos niveles superiores revelados o entrevistos por el
entusiasmo y el delirio del Fedro. La aportación de este
segundo grupo consiste en la doctrina del amor y el desarrollo
de lo bello a través de planos jerárquicos: es la ascesis de
Diótima.
En un último grupo de obras, la estética de Platón parece
haber recibido una fuerte influencia por parte del
52
pitagorismo. El Fedón y el Teeteto le deben mucho; también
en el Filebo, el Timeo y la República, que le aportan a lo bello
lo cuantitativo y lo cualitativo, aparecen elementos
pitagóricos. Y es justamente en el Filebo, en que la belleza por
cierto se mantiene al nivel del alma sola, donde se presenta lo
cualitativo: la teoría de la pureza, de la blancura. Para Platón,
el concepto de pureza no significa unicidad, sino
homogeneidad; se asocia con naturalidad al concepto de
transparencia y se aplica a la pureza y a la hermosura del
alma. Asimismo, aparece delineada con nitidez la medida, el
metron, que se añade a lo indefinido de la diada, que es el más
o el menos en calidad para conformarla y convertirla en
belleza y virtud: “En todas las cosas, la medida y la proporción
constituyen la belleza como virtud”.17
En el Timeo, en que Platón parte de la cantidad y el
número, arriba a la belleza de las formas (schémata). En el
fondo, Platón no es un formalista en el sentido estricto de la
palabra, sino que desea la síntesis de forma y fondo, síntesis
que produce lo verdaderamente estético.
En el Teeteto se desarrolla la cosmogonía del Timeo con los
kala schémata y la constitución geométrica del mundo. Es
aquí donde vemos el cascarón del universo y los cuatro
elementos: “Mirad cómo estos cuatro cuerpos se han hecho
perfectamente bellos. No estaremos de acuerdo con nadie que
piense que es posible ver alguna parte de los cuerpos más
hermosa que éstos”. Volvemos a toparnos con la
omnipotencia de los números en la estructura geométrica y
armoniosa del universo. Pero todavía se presenta como una
relación. La armonía musical del mundo depende de las
relaciones entre las distancias de las esferas concéntricas. Es la
medida, lo mesurado, la simetría, la analogía, el acorde y la
armonía con la teoría de la medida y el término medio
armónico.
53
Estando todavía bajo la influencia pitagórica habla Platón
del orden (cosmos), del buen orden, de la regla. Entiende por
“orden en sí” cierta cosa moral, y habla ya del mundo
universal, ya del Estado. En el Timeo, profesa que el orden ha
instituido el mundo; del mismo modo, el Estado, o sea la
sociedad, está regido por el orden. El orden es una
regularidad, una jerarquía, un ritmo, una multiplicidad en la
unidad; así, puede elaborar un concepto estético. Esta
armonía platónica en el alma y en el Estado recuerda la teoría
del alma-armonía en Pitágoras.18 Aquí, la armonía y el
temperamento de las virtudes son el bien en el alma y el bien
en el Estado. Hay cuatro virtudes cardinales: la templanza, el
valor, la prudencia, la justicia (esta última es el equilibrio
entre las tres primeras). La virtud de los hombres es solidaria
con la ciudad en que vive el hombre, puesto que el individuo
reproduce en sí la imagen de la ciudad.
Finalmente, la belleza suprema está ligada a la Idea de lo
verdadero y del bien. Incluso en sus diálogos, en que lo bello
es el esplendor de lo verdadero y el bien, hay un esplendor, es
decir, algo no abstracto, no racional, sino sensible y sensual.
Si la belleza tiene en alguna medida el rigor del uno y la
pureza del otro, lo bello actúa recíprocamente sobre las Ideas.
La justicia no es meramente un acuerdo, una identidad entre
dos elementos, sino una armonía que todo lo une.
Por otra parte, Platón ha concebido una teoría de las artes
que no es un sistema, pero en la que enumera todas las artes.
En esta teoría, su mayor preocupación es lo político y lo
social. Juzga las artes no por sí mismas, sino por su influencia
pedagógica, por ejemplo en la formación del guerrero. Vuelve
con esto a un punto de vista utilitario. Las artes son juzgadas a
partir de algún objeto y no de ellas mismas, juicio
incomprensible a estas alturas en boca de este gran artista,
que por estos motivos utilitarios desterraba la poesía.
54
Podemos llamarla una estética reaccionaria, aunque a veces
tiene momentos iluminados, como en su teoría de la tragedia.
En la República y las Leyes, condena la tragedia por razones
muy interesantes: porque habitúa al espectador a ver cómo en
el escenario los ilustres héroes se quejan y sufren; habitúa a
sufrir y a lamentarse de los sufrimientos, lo cual ablanda el
alma y la sensibiliza.
C) POSICIÓN EXACTA DEL HIPIAS MAYOR
Comencemos con este párrafo nuevo, ahora que estamos
preparados para comprender el origen exacto y el alcance de
cada una de las tesis del Hipias, de su sentido y futuro. Los
rasgos esenciales, la fisonomía, se esclarecen. Este primer
diálogo estético de Platón, colocado como pórtico al principio
mismo de la avenida —único que se ocupa sobre todo de lo
bello al lado del Fedro, que por cierto trata de la dialéctica y
no exclusivamente de la estética— presenta los siguientes
rasgos característicos:
Es el momento negativo y refutativo del pensamiento
estético de Platón.
El Hipias se encuentra en un plano dialéctico puro; todo él
se desenvuelve en el nivel estricto de la diánoia, anterior al
salto que lo llevaría a las Ideas y a la noesis. Nos las habemos
aquí con la estética intuitiva de Platón.
Este diálogo no se refiere a una estética jerárquica de lo
bello. La construcción subordinadora del Banquete no ha
nacido todavía, como tampoco ha surgido aún la dialéctica
ascendente del amor. Es una recuperación de los planos, una
separación de los conceptos vecinos, pero no prevalentes:
apenas si como insinuación la belleza de las costumbres y de
55
las instituciones aparece accesoriamente mezclada con la
belleza sensible. No se habla más que de lo bello perceptible
tal como puede percibirse en los objetos del mundo. Platón
no llega ni siquiera tan lejos como Sócrates, quien ya separa
los actos morales de la belleza física en las Economica, y en las
Memorables le plantea a Parrhasios preguntas acerca de algo
bello en el alma que no sea mensurable.
Como cuarto rasgo, el Hipias carece hasta del más mínimo
vestigio de pitagorismo. No ha llegado todavía el momento de
madurez en que la doctrina de Pitágoras irrumpe en la
estética platónica y la reconstruye.
Todo esto contribuye a darle una fisonomía franca,
coherente y sólida al conjunto de las tesis del Hipias: la
fisonomía socrática y dialéctica de que ya hemos hablado.
Pero de todo lo que hemos aprendido de las otras obras de
Platón, ¿qué reflejos podemos descubrir aquí que esclarezcan
un momento particular —el primero— del pensamiento
estético de Platón?
Y percibimos en primera instancia los acordes sordos y
lejanos que reaparecen en el primer tema. Es lo bello
independiente y, en cuanto noción, separado de cualquier
objeto. Tal parece que en esta época, en Megara, se
transportaba meramente a lo retórico el método mitológicopoético. Por el contrario, Sócrates precisaba la noción en
cuanto noción, desgajándola de las ilustraciones y los
ejemplos. Creó el concepto. Todo esto se opone a la manera
de los megáricos; en la teoría de Sócrates se presenta el final
de una larga elaboración especulativa oscura que justamente
en esa época alcanza sus postrimerías. En este primer tema
del Hipias entrevemos algunos motivos de la posición de lo
bello entre los poetas épicos, de lo bello externo: la doncella
hermosa en Hesíodo; el oro, el brillante y las propiedades
56
cosméticas en Homero. Entrevemos a lo lejos los esfuerzos de
Teognis, cómo la noción se va despejando y cómo el vago y
nostálgico pesimismo precipita el surgimiento de una
concepción metafísica de lo bello. Platón rebate, pues, una
muy antigua y difundida tradición estética como base para su
propio ensayo, además de refutar también la forma retórica y
sofística de una belleza sensible vista fragmentariamente y en
extensión.
En segundo lugar, con el tema de la conveniencia y el tema
de lo útil aparece en primer plano la estética socrática. Las
resonancias épicas de la belleza sensible, esta conveniencia, es
en cierto sentido la decencia de los actos bellos, la apariencia
equilibrada del mundo externo, tal como la cantaba Homero;
es la concepción puramente externa y de ordenación de lo
perfecto. Sobre todo la tesis de lo útil, con su ejemplo de las
corazas, es muy socrática: es la teoría capital de Sócrates sobre
lo bello. Sin duda alguna, el lenguaje griego reunía en el
adjetivo kalós por lo general ambos conceptos; es la
kalokagathía que reabsorbe lo bello al final. No es menos
cierto que fue Sócrates quien la formuló: recuérdese el kalón
pros ti. Pero ya aquí Platón deja atrás a Sócrates. Rechaza, es
cierto, la conveniencia en nombre de una belleza de las partes
que se opone radicalmente al formalismo y se apropia más
bien la estética socrática del contenido. Después, rechaza
también lo útil en favor de una asimilación socrática de lo
bello desde el punto de vista del bien: es la transformación del
khresimon en el ophelimon. Pero quizá esté aquí ya implícito
—hecho que sería típicamente platónico en vista de su
aversión instintiva a aceptar la asimilación de lo bello y lo útil
— el recuerdo de la repugnancia similar que sentía Hesíodo
por confundir los dos planos, y el sentimiento que lo útil es
siempre una diada entre el medio y el fin, mientras que la
intuición estética reclama la unidad de una aprehensión
57
inmediata. Y quizá se halla aquí presente, al lado de esta
aversión intuitiva, la idea antisocrática del concepto de lo
bello autónomo que opone el kalón kath’autó al kalón pros ti.
Sócrates ha sido ya superado, aunque de una manera confusa.
En la última tesis, la de los placeres de oído y vista, puede
adivinarse ya en germen lo que será el futuro de toda la
estética platónica. En esta lucha contra el placer sin
distinciones se descubre el eco de las disputas de Sócrates
contra Aristipo y el error común de los cirenaicos. Sin
embargo, Platón sostiene cierto tipo de placer: lo agradable. Y
éste será el tema esencial y último de la posición sensualista
de la estética platónica: el Filebo se dedica al estudio del placer
y funde finalmente lo bello y lo virtuoso. Lo que le falta al
placer —muestra Sócrates en el Filebo— es el metron. Y es
precisamente la medida la que salva el oído y la vista, los
únicos sentidos que ofrecen sensaciones conformados por la
precisión del número. Y esto ya lo presiente Platón. Su fugaz
alusión a la belleza de las costumbres y de las leyes19 no es otra
cosa sino el anuncio apagado del metron, la tesis que brillará
en la República y que referirá, según permite entrever, la
belleza de las instituciones y la del alma precisamente a la
sensación de la que habla. Si mantiene la restricción a la vista
y al oído es por presentar el elemento inteligible que su
irreductible sensualismo percibe ya como necesario.
Y finalmente, la propia tesis de la kalokagathía es la que
Platón defenderá sin interrupción. No debe creerse que se
trata del bien moral; siempre hace referencia al bien en sí, y
esto nos lo prueba suficientemente la tesis de lo ventajoso: lo
logrado, lo perfecto, o, si se quiere, un poco lo conveniente de
Sócrates. No se trata únicamente del bien moral, y la exégesis
filológica de un Alfred Croiset, así como la penetración
platónica de un Fouillée revelan claramente el pensamiento
de Platón. En efecto, después del Hipias y hasta las últimas
58
expresiones de la kalokagathía, Platón no alterará sus ideas
acerca de esta cuestión.
En suma, el Hipias —coherente y homogéneo dentro del
análisis parcial que hace— no deja de ser este todo complejo
que caracteriza las encrucijadas: es el punto que encamina
verdaderamente toda la estética griega. En él confluyen, se
abordan o se niegan definitivamente largas tradiciones;
resume los estadios esenciales del pensamiento socrático, deja
presentir confusamente y en cierne el porvenir del
platonismo. El privilegio de la vista y el oído se explican por
su elemento inteligible; y toda la teoría metafísica de las artes
se basa en un elemento de placer y un elemento de orden.
59
1 Cf. P. M. Schuhl, Platon et l’Art de son temps, Alcan, París, 1933, pp. 82-87.
2 Cf. Hipias Mayor, 281 a-287 b.
3 Ibid., 287 c-288 a.
4 Ibid., 287 d-289 c.
5
Ibid., 289 d. Véase La República; V: “El filósofo jamás toma las cosas bellas por
lo bello en sí”.
6 Ibid., 290 d-293 d.
7 Ibid., 294 b.
8 Ibid., 295 c.
9 Id.
10 Ibid., 296 c-e.
11 Ibid., 297 c y d.
12 Ibid., 299 b.
13 Ibid., 298 e-299 a.
14 Ibid., 299 c-303 e.
15 Cf. El Banquete, 28, 210 b/c. Esta frase forma parte de lo que Sócrates cuenta
que le dijo “la extranjera de Mantinea”.
16 Cf. Hipias Mayor, 298 b.
17 Cf. Filebo, 64 d.
18 Cf. cap. I, pp. 30-31.
19 Cf. Hipias Mayor, 298 b.
60
III. LA ESTÉTICA DE ARISTÓTELES
A) SUS FUNDAMENTOS
ESTRICTAMENTE hablando no hay una estética de Aristóteles,
como tampoco la hay de Platón. Pero si toda la filosofía de
Platón es estética, podemos decir en cambio que Aristóteles
no es artista. Es un naturalista, y ha expuesto sus ideas con la
sequedad y precisión de un erudito. Su obra estética
comprende, por una parte, consideraciones prácticas acerca
de la creación artística y, por la otra, un capítulo sobre la
ciencia del arte, en el que ha tratado un problema
determinado de tal forma que siempre se tiene que recurrir a
él: es un genial esbozo de la tragedia. Además, en la Metafísica
de Aristóteles debe buscarse algo que se parezca a una
estética, una estética implícita.
¿De qué instrumentos, de qué método se servirá
Aristóteles? De hecho, aplicó los instrumentos que ya habían
utilizado otros.
Para estudiar la realidad emplea un medio enteramente
distinto al de Platón. Para éste, la realidad no es más que una
copia imperfecta; lo importante que debe conocerse son las
Ideas; de aquí su metafísica estética, ya que la única manera
para aprehender es la intuición. Para Aristóteles, la Idea no
tiene existencia en sí, es abstracta para todos nosotros. Lo
importante es la realidad. Para conocerla, debemos ser
capaces de reducirla a sus causas, y para él, la verdadera
ciencia es la investigación causal. Aristóteles ha representado
61
la investigación causal por sus cuatro elementos: la causa
material (aquello de que está hecho el objeto); la causa motriz
o eficiente (aquello que ha dado lugar al objeto); la causa
formal (la que ha dado al objeto su forma), y la causa final o
teleológica (aquello a que está destinado un objeto): y es por
aquí por donde podía deslizarse una estética. La verdadera
naturaleza no se conoce a menos que se conozca la causa
final.
La estética de Aristóteles está muy diluida en su obra.
Nosotros la enriquecemos con todo aquello que está injertado
en ella. La única doctrina estética completa, la tragedia, es una
auténtica casuística construida a partir de una teoría de
figuras y modos de razonamiento. Aristóteles es un lógico de
la estética, no un estético.
Hay en Aristóteles toda una doctrina sobre las artes que
viene a ser una mera técnica, no una metafísica. Esta doctrina
es muy incompleta. Se olvida voluntariamente de las artes
plásticas, ya que no le interesan. Preocupado ante todo por la
constitución orgánica de los seres, no se ocupa de las artes, en
efecto, más que allí donde se manifiesta la actividad final del
artista: aquellas cuyas reglas no se encuentran en la historia ni
en la naturaleza: la música y la poesía. Un intento de
reconstruir la estética de Aristóteles no deberá, pues, basarse
en su doctrina de las artes, sino —según hemos dicho— en su
Metafísica, en la que estudia todas las manifestaciones del ser.
Puede emitirse la hipótesis de que Aristóteles procede de
Platón. En efecto, se remonta a Platón la primera vez que
habla de una actividad que no sea la actividad teórica o la
práctica. En su definición del hombre de Estado y en su
investigación de las diferentes formas de la actividad racional
política, Aristóteles llega a la siguiente conclusión: toda razón
es cognoscitiva, activa o formadora. El principio de la forma
62
emana de un sujeto, y este principio yace sea en la razón, en
su destreza técnica o en un don innato: es el artista
consciente, el artesano o el artista dotado.
Aristóteles distingue entre las acciones y las creaciones
artísticas, por una parte, y el objeto de la naturaleza, por la
otra; el objeto natural es él mismo causa de sus alteraciones,
mientras que una obra o un acto es causado por el actor o el
creador. De aquí que los actos y las obras de arte estén
sometidos al mismo principio de causalidad que la naturaleza.
La diferencia consiste en que para la acción y la “formación”,
la causa es psicológica (práctica para la acción, técnica para el
arte). En cuanto a la naturaleza, la causa es orgánica, y por lo
tanto metafísica. Los límites entre la práctica y la creación
artística son muy imprecisos: es la confusión existente entre el
campo de la práctica y el de la creación, que nos encontramos
en todas las estéticas y principalmente en todas las éticas
idealistas: no hay en ellas “poética”.
Aristóteles no concibe lo bello y el bien como categorías
prácticas o técnicas, sino que les atribuye un valor cósmico o
metafísico. Para él, el arte es técnica, lo bello es metafísico. En
su Metafísica, adopta como principio esencial la entelequia, la
realización del fin. Para él, la principal cuestión estética —al
igual que para Sócrates— es la de las relaciones entre lo bello
y el bien o lo útil. Los dos conceptos no son en modo alguno
idénticos, mientras que en Platón subsiste como posible una
confusión entre ambos.
1. Lo bello moral
Lo bello moral es, en Aristóteles, una estética del bien.
Distingue tres clases de bien: el cósmico, el práctico y el útil.
Concibe el bien cósmico como un dominio aparte, aislado y
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claramente determinado. Es el dominio de la causa final, lo
sublunario y lo supralunario. Ha señalado los lazos
indisolubles entre el bien y la finalidad. El bien es la causa
última gracias a la cual se producen todos los movimientos.
Todo aquello que surge en la naturaleza y en el arte tiene un
solo fin: el bien.1 Únicamente en el campo de los fines puede
presentarse la cuestión del bien; éste es independiente y ocupa
en Aristóteles un ámbito absolutamente separado de los otros
conceptos. Más tarde, Leibniz, con su optimismo, llamaría
Dios a aquello que Aristóteles llama bien. Todo fin puede
determinarse por un fin superior con respecto al cual aquél se
convierte en medio. De aquí nace una jerarquía de fines y
medios que debe poseer un elemento último, un fin último: el
bien. Lo que caracteriza este fin último es que no puede ya ser
un medio.2 Hay que distinguir, pues, siempre entre causa
eficiente y causa final. También en el dominio del alma: los
deseos existen únicamente para permitir a la razón ejercitarse.
La naturaleza persigue su fin, que es el arte. El alma pone en
movimiento aquello que siempre desea, sea un bien real o
aparente. Cierto, esta concepción del bien cósmico podría
traer consigo consecuencias estéticas. Este bien en sí es el
primer eslabón, y a él están unidas todas las partes
constitutivas del mundo; el universo puede concebirse como
“un drama bien hecho”, una armonía y un cosmos. Pero tales
repercusiones estéticas no fueron inferidas por Aristóteles de
sus premisas. Llegó rápidamente al bien a través de las
acciones.
Aristóteles nos habla en segundo lugar del bien práctico. Es
un principio de acción, de actividad; está ligado al esfuerzo y a
la voluntad y se encuentra en la acción humana: “Aquello que
llega a realizarse en la acción es el bien práctico”.3 No se trata
exclusivamente de la virtud que no es más que un bien entre
muchos otros. En esta esfera se encuentra un campo superior
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a los demás: la eudemonía, en la que reside el bien en sí:
“Aquello que es deseado no por otra cosa, sino por sí
misma”.4 Nos las habemos aquí, en el fondo, con la idea del
bien de Platón. El concepto de valor se determina por el
mismo criterio. De aquí una jerarquía de bienes formada por
tres grupos: los bienes externos, los bienes del cuerpo y los
bienes del alma.5 El mayor de los bienes exteriores, según él,
es la amistad, superior incluso a los bienes del alma. La
naturaleza, al aplicar un principio general, está regulada por
una causa final: el bien; cada ente produce el bien que le es
propio por la realización de sus dones naturales innatos y
según su naturaleza: es el relativismo de Aristóteles. No hay
un bien único e igual para todos los entes, sino uno para cada
ente o fracción de ente: por ejemplo, el bien para el ojo es la
visión. El valor consiste en la intensidad con la que cada ente
realiza su fin propio. De este modo, el bien puede ser doble:
puede ser deseado por sí mismo, en sí, sin interés, o para
alguna otra cosa. El primero tiene mayor valor; el segundo
equivale a lo útil.
En el análisis del valor, lo útil es el bien que sirve de medio,
es el bien que sólo se desea para algún otro fin. Lo útil forma
parte de todos los bienes, pero no pasa jamás de ser un medio,
o sea que no es el bien verdadero; el único bien que no es a la
vez medio es la eudemonía. Lo útil sin fin determinado quiere
decir tanto como “para el sujeto que actúa” y se confunde con
el egoísmo: “Egoísta es aquel que sólo actúa por lo útil y no
por el bien y lo bello, ya que lo útil es un bien personal,
mientras que lo bello es el bien en sí”.6 Pero el ámbito propio
de lo útil es la deliberación acerca de los medios de acción,
tanto en cuanto a la moral como en cuanto a la política. En
efecto, la acción moral está subordinada a la deliberación del
entendimiento y nuestra actividad moral está sumergida en lo
útil.7 De parecida manera, en la actividad política los hombres
65
de Estado no se preocupan del fin, sino de los medios de
realización. El objetivo de un discurso político es siempre lo
útil o lo nocivo; sólo como algo accesorio se hace referencia a
lo justo, a lo injusto, a lo bello, etc. No es esto lo importante.8
Es necesaria la clarividencia para alcanzar el bien: hace falta
saber discernir lo útil. Es esta clarividencia la que en
Aristóteles remplaza la virtud moral por excelencia de los
griegos: la mesura.
En el seno de la virtud —que para los griegos no se agota en
lo moral— se conjugan, armonizan y contrarían lo bello y el
bien. El ámbito de la virtud es una síntesis de la belleza y de lo
moral. Por sí sola, la virtud no constituye la eudemonía. Son
necesarios algunos bienes accesorios, como por ejemplo la
fortuna, si bien los elementos esenciales siguen siendo los
actos virtuosos. Cierto, la virtud que nace de la reflexión y que
supone una deliberación se encuentra alejada del arte. Pero el
bien moral se aproxima a lo bello en dos aspectos: primero, al
residir en una medida justa, en un equilibrio de nuestras
inclinaciones individuales, es él mismo individual por su
constitución; y en segundo lugar, supone un placer que no
obstante ser resultado de un equilibrio individual no es
egoísta. Individualidad y placer restablecen la estética en la
ética de Aristóteles. Virtud y belleza están en acuerdo o en
desacuerdo, pero ambas se reconcilian en la eudemonía que
las domina y las sintetiza: es el thymos en oposición a la
epithymia. El bien transformado en subjetivo, convertido en
actividad del hombre, se llama virtud, y posee elementos de
grandeza, de finalidad y de conveniencia. Según Aristóteles,
consiste esencialmente en la acción desinteresada. Esta acción
no es solamente buena, sino también bella. La acción es bella
cuando su desinterés se presenta a todas luces, fuera de la
dirección y meta de la acción. El desinterés en sí ya es belleza.
Por otra parte, el plantearse una meta desinteresada es un
66
rasgo de grandeza. Esta grandeza de la acción es, pues, el
segundo punto de contacto con la estética. El desinterés solo,
aislado, derivado del bien, crea su belleza y es, pues, estética
para Aristóteles. La acción moral es grande y por lo tanto
bella. Pero mientras estas dos cualidades sigan inherentes al
bien moral, nos encontramos aún en el campo de la ética.
Para la retórica, ya no se presenta lo bello como cualidad del
bien, sino que nos encontramos con el bien como
subordinado a lo bello. Estos dos rasgos prueban que para
Aristóteles lo bello es síntesis de algo moral (desinterés) y algo
estético (grandeza). Sin embargo, al lado de estas referencias,
existe una discordancia, una diada entre el bien y lo bello, que
provoca una ruptura en la noción sintética de kalokagathía.9
El primer desacuerdo se refiere a las alabanzas que merecen
las acciones buenas y las acciones bellas. Aristóteles piensa
que la alabanza debe dirigirse a la virtud a causa de las obras
que ésta cumple. En cambio, la gloria debe atribuirse a las
obras mismas; lo que se hace digno de la alabanza es la
intención, el afán, que es subjetivo. O sea que se presenta una
diferencia radical entre el bien, la intención y su pureza, por
un lado, y lo bello, la realización y su resplandor, por el otro;
en otros términos: entre el esfuerzo interior y la obra.
La segunda diferencia radica en que la virtud se personifica
en los individuos. Son éstos, los agentes, quienes son morales.
En cambio, las acciones en sí pueden ser bellas.
En tercer lugar, el bien puede llegar a ser estético. Pero si el
contenido del bien y de lo bello es idéntico, su forma, su
perspectiva es distinta. El bien y lo bello se diferencian por la
contemplación. Aristóteles sobrentiende que lo bello se
contempla y el bien se hace.
Pero la diferencia fundamental entre ambos reinos se
encuentra más allá. El universo es una sucesión de
67
finalidades; el bien constituye el ámbito mismo de la
finalidad. Sin embargo, nos encontramos con la belleza aun
en lugares en que no hay finalidad, o bien, si en la concepción
teleológica del universo nos enfrentamos a la belleza, la
finalidad viene a ser mero accesorio. Hay aquí una diferencia
de fondo: el bien es fundamentalmente final; lo bello se escapa
de la finalidad o al menos no toma parte rigurosamente en
este juego continuo de la finalidad y en esta jerarquía
incesante de fines: es, en palabras de Kant, “una finalidad sin
fin”.
2. Lo bello formal
Al lado de lo bello moral tenemos lo bello formal.
Aristóteles se enfrenta con esto al cortés hedonista Aristipo,
quien pretendía que en las matemáticas no podía uno
encontrar vestigio alguno de bondad o de belleza. En cambio,
reconocemos la influencia de Pitágoras. En las matemáticas,
que pertenecen al orden de lo inmutable, todo es necesario,
nada es final. Pero si las matemáticas carecieran de fin, entre
el mundo de las matemáticas y el mundo a secas se abriría un
abismo. Nuestro espíritu está gobernado por la búsqueda de
la causalidad. Hace falta, pues, un nexo para lograr la unidad
de nuestro espíritu: este nexo es la belleza que tiende a la
inmutabilidad: “Las formas supremas de lo bello son la
conformidad con las leyes, la simetría y la determinación, y
son precisamente estas formas las que se encuentran en las
matemáticas, y puesto que estas formas parecen ser la causa
de muchos objetos, las matemáticas se refieren en cierta
medida a una causa que es la belleza”.10
Así pues, la grandeza en sí repara en las tres categorías
matemáticas de belleza:
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1) La conformidad con las leyes o taxis. Aquello que es
bello no es arbitrario, contingente ni irracional. La belleza es
la razón en forma de leyes. Es la razón la que fija y crea las
leyes a las que están sometidos los objetos bellos. La estética
de Aristóteles, contrariamente al Banquete, es una estética
racionalista. Este orden y esta conformidad con las leyes
representan la condición más general de lo bello; y aquí
volvemos a toparnos con las fuentes naturalistas de
Aristóteles. Pero este filósofo no observa que en el
sentimiento estético existe algo que es imprevisible, alógico y
misterioso y que no se reduce a ninguna ley. Aristóteles todo
lo reduce al análisis conceptual de las cuatro causas. Incluso
cuando lo bello se presenta en ámbitos no estrictamente
matemáticos, Aristóteles insiste en su aspecto matemático y
en su conformidad con las leyes abstractas, lógicas y
racionales.
2) La simetría. Son simétricos aquellos dos objetos
conmensurables por el mismo patrón, cuando estos dos
objetos, gracias a su similitud con el patrón, se pueden
reducir a la unidad o al menos cubrirse. Sólo hay belleza en la
simetría cuando los dos objetos simétricos son grandes. La
simetría en lo pequeño no es bella: de aquí que el macho sea
más hermoso que la hembra y tenga mayor grandeza, nos dice
el naturalista Aristóteles. Para él, la simetría es símbolo de lo
perfecto. La mujer no simétrica es pérfida.11 La simetría
consiste, en último análisis, en la finalidad, que es el principio
superior: es a la vez lo medido (metron) y lo conveniente.
3) La determinación, que no es más que una modalidad del
orden. No se trata aquí de limitación. Horizein significa
definir, indicar, enunciar la esencia de un objeto, fijar sus
caracteres esenciales por oposición a los caracteres esenciales
de otro objeto; es la especificación cualitativa y aun la
definición. Lo bello matemático es una belleza esencialmente
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acabada (horismenon), una belleza positiva. Y todos estos
elementos se caracterizan por el racionalismo.
Esta belleza formal se manifiesta ante todo en el cuerpo
humano. Aquí, Aristóteles vuelve sobre la concepción de la
finalidad. Lo bello en el cuerpo es lo que en él es final: la
salud, la fuerza, la grandeza, etc.; la salud ocupará el primer
lugar. Esta belleza pertenece al reino de los sentidos y debe
ejercer una influencia seductora. En seguida, la belleza es
diferente según el género, la especie y la edad. Aristóteles
considera finalmente el ámbito de los sonidos y de los colores.
Este campo de la vista y el oído es el de la intuición sensible.
Así, de la concepción matemática pura está uno obligado a
dirigirse a una región sensible que Aristóteles considera
inferior, pero específica y reservada a la belleza de los cuerpos,
de los sonidos, de la vista. Si bien la separación radical y
excesiva, habría convertido lo bello en una noción puramente
formal, por los nexos de las matemáticas con la vida, con la
acción, poco a poco se compenetra indirectamente de
finalidad e intuición por lo bello y viene a resultar en una
especie de expresión matemática del bien. Es un bien
reducido a las formas, y justamente en esta definición
desemboca toda estética metafísica: una doble síntesis entre lo
racional y lo sensible, entre lo formal y su contenido.
En resumen, lo bello comienza teniendo un sentido
negativo. Está conceptualmente separado del bien, que
siempre apunta hacia algún fin, y de la universalidad teórica
que, en cuanto teleológica, no es más que fin. Lo bello es lo no
final.
En el aspecto positivo, lo bello es, en último análisis, algo
racional, aunque sumido en el reino de lo sensible. De aquí las
pretensiones de unidad de nuestra razón: legalidad, simetría,
determinación.
70
Y finalmente, lo bello debe poder percibirse con los
sentidos. Esta concepción se acerca considerablemente a la de
Platón; es más pobre, pero más rigurosa. La perceptibilidad
de lo bello en Platón se presenta, sin embargo, de manera más
distante. Aristóteles la sobrentiende ante todo por asimilación
a las matemáticas, que no se someten a principios sensibles ni
se sirven jamás de mitos como el de la caverna.
B) LA TEORÍA ARISTOTÉLICA DE LA TRAGEDIA
La teoría de la tragedia en Aristóteles constituye el centro
de la Poética, y de esta misma obra es la única parte completa
que ha llegado a nosotros. La Poética es una recopilación de
notas de clase pronunciadas ante un auditorio ateniense.
Fueron compuestas durante la segunda estancia de Aristóteles
en Atenas, es decir, dentro de los diez últimos años que
precedieron su muerte. No es, pues, solamente una obra de su
plena madurez; contiene además elementos esenciales que
provienen de un elevado antecesor. El Gorgias y la estética del
prestigio, la ilusión y la mimesis confluyen para provocar la
catharsis aristotélica. Las pasiones suscitadas son iguales en el
Gorgias y en la tragedia de Aristóteles.12 Volvemos a
encontrar aquí el ilusionismo de los sofistas y el ilusionismo
del escenario. La tragedia, a diferencia de la historia —que es
la disciplina que trata de lo verdadero—, es ilusión de lo
verosímil. En el propio Platón hay una teoría implícita de la
tragedia que no se halla demasiado lejos de una reflexión
acerca de la sofística.13
1. La tragedia según Aristóteles
71
En la sección de la Poética en que estudia la tragedia,
Aristóteles comienza por diferenciarla de la epopeya. A
continuación, distingue seis partes constitutivas de la
tragedia: el espectáculo, el canto, la elocución, los caracteres,
el pensamiento y la fábula. De estos seis elementos,
Aristóteles ha analizado dos, la fábula y los caracteres,
considerando —en oposición a lo que ocurre con la tragedia
francesa— la fábula o manera de llevar la acción como la
parte esencial, más importante en la tragedia que los
caracteres.14
Siempre que trata del arte, Aristóteles se ha ocupado más
de las prácticas que de lo bello en sí. Para él, el arte es una
ciencia, y techné es muy parecido a episteme, si bien hace
notar una diferencia entre ambos conceptos. Meta y fin de la
ciencia es reproducir lo que es. También el arte es en parte
imitación de lo que es, pero hay en la naturaleza cosas que no
se logran o que no son llevadas a buen fin. El arte lleva a su
perfección aquello que la naturaleza no ha acabado, fuese por
falta de tiempo o por falta de ganas. El arte rivaliza, pues, con
la naturaleza: es una concepción platónica que Aristóteles
lleva a la exageración, preguntándose qué es lo que justifica la
imitación. Explica este instinto por el deseo de conocer y el
placer ligado a él. Aunque el artista se complazca también con
objetos representados e imitados que en la naturaleza son
desagradables, tendrá mayores ventajas si toma los modelos
más hermosos. Todas las artes, incluso la poesía, son, pues, un
arte de imitación. Aristóteles llega a la siguiente definición:
“La tragedia es la imitación de una acción completa y acabada
que posee una grandeza determinada”. Es un todo que tiene
“un comienzo, un medio y un final”.15 La acción debe ser
seria, noble, completa, con un desarrollo justo sostenido por
todos los elementos ornamentales que, según su especie, se
distribuyen bajo la forma de drama y no de recitación y
72
alcanzan, sea excitando la piedad o el terror, a purificar en
nosotros o a purgar estos dos sentimientos.
Lo que caracteriza una acción es que está constituida por
una serie de acontecimientos que obedece a una dirección
determinada. En una totalidad verdadera, cuando se
modifican sus partes, el todo queda aniquilado; y esto es
válido sobre todo para la tragedia.16 Esta acción debe ser
completa: la tragedia debe concluir, seguir hasta la meta la
dirección de las fuerzas psíquicas que entran en juego desde el
comienzo. Esta evolución debe tener cierta extensión, lo cual
nos hace recordar, según dice Aristóteles en su definición de
la tragedia, la grandeza, que es cualidad de lo bello. En esta
definición están presentes dos elementos cuantitativos:
acabado o finito, y grandeza. Así pues, la tragedia debe su
valor estético en parte a la grandeza que se manifiesta
estéticamente en la naturaleza, el carácter de los seres
humanos, los acontecimientos. Aparte de esta noción está el
spoudaios, lo valioso. Este elemento, en el fondo, es moral a
medias: equivale a una estética de los valores. La acción
trágica debe ser digna, mientras que los elementos de la
comedia pueden carecer de dignidad, incluso de la dignidad
moral. Al lado de la grandeza se requiere una ordenación
rigurosa. La tragedia debe corresponder a una sola revolución
solar en cuanto al tiempo. La acción debe verificarse en un
lugar único. Estas normas se explican por las condiciones
materiales de las representaciones dramáticas en Grecia: no
había telón ni decorados móviles; el coro estaba siempre
presente. Las necesidades se consagran a través de las
convenciones.
En cuanto al drama propiamente dicho, no debe ser
recitado. Lo dramático no ha de ser narrado, sino
representado, es decir, encarnado en los personajes que se
identifican con el héroe a quien representan. El drama lo
73
encontramos casi exclusivamente en la tragedia, género que
apareció al último y con mayor complejidad; en él se ve
realizada la naturaleza de las cosas; nos enfrentamos aquí al
finalismo y al concepto supremo de Aristóteles. El drama
debe suscitar la piedad, el terror y demás pasiones análogas,
como la admiración.
Mucho se ha discutido acerca del término “terror” y su
sentido verdadero (phobos). Lessing, en el siglo XVIII, lo tradujo
por temor. Temor y piedad serían, pues, correlativos y
significarían la misma cosa. Habría una piedad por un mal y
un temor porque no nos toque. La tragedia francesa se habría
equivocado, entonces, al representar grandes acciones; la
tragedia podría ser también burguesa. La teoría de Lessing es
errónea: es un Diderot llevado a la exageración. Aristóteles
sencillamente extrae su teoría de los grandes trágicos griegos,
particularmente de Sófocles. Ahora bien, estos dos
sentimientos se expresaban en ellos; sentían piedad por el
sufrimiento de nuestros semejantes: era una simpatía casi
animal y de la cual, ciertamente, son capaces los animales.
Para que este sufrimiento paralelo exista, son necesarias
ciertas características. Si se trata de un individuo
absolutamente perverso, no hay sufrimiento trágico. Ante la
tortura física de ese ser, tal vez habría el grito del animal, sin
ninguna piedad; sería una “filantropía”: el mal físico de
Filoctetes. Por lo tanto, los personajes no deben ser
absolutamente perversos. Pero tampoco deben ser
absolutamente inocentes, pues nuestro sentimiento de la
justicia se rebelaría y nosotros no lo soportaríamos. Entonces
es preciso, según Aristóteles, que el personaje no sea ni
inocente, ni enteramente culpable: un ser semejante a lo que
todos somos y con el cual podamos simpatizar. Cuando ese
ser sufra, no sentiremos ese sentimiento de injusticia
absoluta. Todos los personajes de la tragedia griega, según
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Aristóteles, entran en esta definición. A veces encontramos
que el castigo no es proporcionado, como en Edipo, pero sin
embargo en parte es merecido.
El terror difiere de la piedad. No es precisamente un temor
disfrazado. Aristóteles piensa que la piedad está reservada a
los personajes; lo que nos inspira el terror son las catástrofes
que vemos desarrollarse y que son causadas por la fatalidad o
ananke. El terror se manifiesta ante los designios ineludibles
del Destino. Lo terrible siempre es causado por el Destino. Así
pues, la piedad y el terror no son sólo psicológicamente
diferentes, sino incluso términos opuestos: cuando sentimos
temor, no tenemos piedad y a la inversa; son, pues, dos
sentimientos excluyentes cuando se hallan en primer plano.
El terror y el miedo son de naturaleza egoísta; la piedad es
altruista. Estos dos sentimientos difieren hasta en su objeto.
Había en Grecia algunas obras teatrales, por ejemplo de
Eurípides, que se llamaban “piezas de piedad”, y que se
distinguían de la tragedia y correspondían a ese tipo de
comedia sentimental que alababa Lessing.
La verdadera finalidad de la tragedia es la catharsis, que
posee dos sentidos posibles. Consiste sea en desembarazarnos
de tales pasiones, lo cual concordaría con bastante precisión
con el sentido platónico; deponemos estas pasiones en el
teatro, produciéndose el fenómeno de homeopatía. O bien se
puede tratar de la auténtica purificación en el sentido que
tiene este concepto entre los neoplatónicos. En Platón, este
sentido de purificación estética se presenta ya con mucha
frecuencia y se aplica tanto a la música como a la tragedia o a
la danza.17 No se persigue un efecto ético ni un efecto
práctico, sino un efecto de entusiasmo.18 Este entusiasmo se
justifica: toda emoción que brota violentamente en algunos
hombres se encuentra en todos los seres humanos; lo que
distingue a unos de otros es el grado de las pasiones. Ciertos
75
hombres particularmente sensibles a este entusiasmo se
purifican por la música, que tiene una virtud apaciguadora.
También hay, por analogía, personas muy sensibles a la
piedad y al terror. Estas pasiones no desaparecen y vuelven a
ocupar el lugar que les corresponde. Lo que se desvanece es la
demasía y el exceso. En vez de llorar por cualquier cosa nimia,
únicamente se siente piedad por lo que la amerita: llega uno a
ocuparse únicamente del valor.
2. Los grandes temas de la Poética de lo trágico, a la luz de los
comentadores
Estudiaremos sucesivamente, en el dominio de lo trágico,
la influencia que ha tenido Aristóteles en la verosimilitud, en
la regla de las unidades, en la teoría del phobos y en la
catharsis.
Aristóteles, que concibe la tragedia como lógico, es
partidario de la verosimilitud y la necesidad. No destierra,
empero, la noción de lo maravilloso. Lo maravilloso es el
verdadero centro, el escenario de la tragedia. El placer que
produce lo maravilloso trágico emana de la satisfacción de
nuestro instinto de conocimiento e información.19 Las
peripecias, los cambios del destino constituyen propiamente
lo maravilloso. En la tragedia, lo maravilloso debe surgir del
contexto mismo de la acción. Aun cuando la contingencia
guía lo que sucede, es necesario darle la apariencia de
necesidad.20 La teoría de lo maravilloso aparecerá incluso en
Boileau.
Es principalmente entre los italianos donde podemos
observar las etapas sucesivas de la tragedia en el siglo XVI y más
tarde en el XVII. Entre los teóricos y críticos, muy numerosos,
de esta época vale la pena retener tres nombres
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fundamentales: Vida, que publicó su De Arte Poetica en 1527
y ejerció una gran influencia; Escalígero, quien publicó sus
obras en Agen en 1561, insistiendo en el formalismo de
Aristóteles además de querer consagrar la regla de las tres
unidades y los cinco actos; y poco después Castelvetro dio a
conocer sus osadas opiniones, en 1570, combatidas a los
pocos años por Piccolomini, en 1575.
En Francia, en el siglo XVII, la lucha de los partidarios de las
reglas contra sus opositores durante todo el reinado de Luis
XIII acabaría en el triunfo de Aristóteles. La generación de
1630, con Chapelain, Scudéry y sobre todo Jules la
Mesnardière, médico del rey y confidente de Richelieu,
desembocaría en los escritos teóricos, mucho más libres, de
Corneille y del abate d’Aubignac.
En la Poética, Aristóteles hace una distinción capital entre
la historia y la poesía.21 Lo posible es objeto único de la poesía,
pero debe utilizarse según “la necesidad y la verosimilitud”.22
Y añade: “En relación con la poesía, lo verosímil imposible
vale más que lo inverosímil posible”.23 De este modo, pueden
sucederse lo real, lo posible, lo verosímil o, en palabras de
Bray, “lo que ha ocurrido, lo que puede ocurrir, lo que uno
cree que puede ocurrir”. 24 Lo verosímil es superior por
apoyarse menos en los hechos que en la opinión del público.
“Es verosímil —dice Aristóteles— que sucedan ciertas cosas a
pesar de la verosimilitud.”25 En suma, la poesía nada tiene de
la realidad de la historia; es el ámbito de lo verosímil, que
sigue como criterio el de la opinión y se conforma a ella. Los
comentarios y ejemplos de Castelvetro apoyan esta tesis.
Surge entonces la disputa de Heinsius, para quien “lo
verdadero es siempre verosímil”. En seguida aparece
Corneille con su teoría de la verosimilitud fundada en el
hecho histórico, por excepcional que éste sea. Para refutar
esta teoría, Boileau dirá: “Lo verdadero puede algunas veces
77
no ser verosímil”.26 De aquí se deriva la condenación del Cid
por parte de Scudéry: el tema del Cid es histórico, y
consiguientemente posible, pero es inverosímil. A su vez,
Chapelain reduce lo que pudiera haber de extraordinario en
la verosimilitud y su teoría se desliza poco a poco a considerar
lo verosímil como aquello que sucede todos los días. La
posición de Corneille, no obstante su prudencia, es osada e
independiente: “No temeré aventurar —dice— que el sujeto
de una hermosa tragedia no necesita ser verosímil”. Sin
embargo, sus Discursos y el examen de sus piezas teatrales se
oponen a la severidad de d’Aubignac en su Pratique du
Theatre. A pesar de la importancia que Corneille otorga a la
verdad histórica, expone con gran claridad su idea de la
necesidad y de lo verosímil en la tragedia, dando preferencia,
según el caso, ya a lo necesario, ya a lo verosímil: “Me parece
—afirma— que podemos incluir en la tragedia tres especies
de acciones: unas se ajustan a la historia, otras añaden algo a
la historia, y otras más falsifican la historia. Las primeras son
verdaderas, las segundas a veces verosímiles y a veces
necesarias, y las últimas deben ser siempre necesarias”.27 Así
pues, la acción necesaria tiene que inventarse en ocasiones,
según Corneille, en detrimento de la verdad histórica para
ofrecer una ilación verosímil de la trama y de los caracteres de
la tragedia.
En las reglas de la unidad, la unidad de acción —que es
fundamental— aparece en primer plano entre los
comentadores. Las unidades de tiempo y de lugar no son más
que aplicación de la regla de la verosimilitud para la gente de
teatro del siglo XVII.
La unidad de acción es vista así por Aristóteles: “La fábula
no es una, como piensan ciertas personas, por el mero hecho
de haber un solo héroe… La fábula no debe imitar más que
una sola acción completa”.28 Ésta es una de las diferencias con
78
respecto a la epopeya, en que la unidad es menos severa; del
contenido de una epopeya se pueden extraer varias tragedias,
según la riqueza de los episodios. En fin, “hace falta que,
como en las otras artes imitativas, la unidad de la imitación
resulte en una unidad del objeto; así, en cuanto a la fábula, ya
que es imitación de una acción, tal acción debe ser una sola y
completa”.29
Los comentadores italianos se atienen a esta teoría, con
excepción de Castelvetro, quien invierte la idea: en su
opinión, es debido a la unidad de tiempo y de lugar que
forzosamente hay un solo héroe y una sola acción; el teatro y
la necesidad de la representación bastan para explicarlo todo.
Toda esta disputa tiene sus consecuencias para la epopeya:
Trissino ataca a Cinthio a propósito del Rolando de Ariosto y
de Boyardo. La epopeya clásica, junto con Tasso, se
constreñiría únicamente a la unidad de acción. En el siglo XVII
vuelve a proclamarse con Chapelain; y después de haberlo
combatido, Scudéry se le une en 1636. Esta unidad de acción
no excluye la presencia de los episodios, pero se rige por la
acción principal. Al cabo de numerosas polémicas, nos
enfrentamos finalmente a la definición decisiva de Corneille:
“La unidad de acción consiste, en la comedia, en unidad de
intriga o de obstáculos a los designios de los actores
principales … La unidad de acción consiste, en la tragedia, en
la unidad del peligro”.30 La tragedia se dirige así hacia una
paulatina restricción de la unidad de acción a lo esencial del
sujeto, a la crisis.
En Aristóteles, la unidad de tiempo es una observación de
hecho, pero bastante vaga;31 señala una diferencia entre la
tragedia y la epopeya: “Hay también una diferencia en la
extensión: la primera se esfuerza, dentro de lo posible, por
reducirse temporalmente a una sola revolución solar, o de no
rebasarla más que un poco, mientras que la epopeya no tiene
79
limitación en el tiempo”.32 Ha habido interminables
discusiones acerca de los dos sentidos del texto aristotélico:
¿se referiría al “día natural” de veinticuatro horas o al “día
artificial” de doce? Además, hay una gama de variantes según
la latitud del lugar y la estación del año en que sucede la
acción. Maggi basa, por primera vez, en 1550, la unidad de
tiempo en el principio de la verosimilitud. Escalígero, en
1561, propone que el tiempo se represente “a tamaño
natural”, es decir, que el tiempo de la acción coincida
exactamente con el tiempo de la representación en el teatro.
En el siglo XVII se concibió, sin embargo, otro fundamento
para esta unidad, venciéndose la dificultad. A partir de este
momento, la tragedia se hizo superior a la epopeya por tener
límites más concisos.
En cuanto a la unidad de lugar, en Aristóteles no aparece;
está implicada por las otras dos unidades y representa el
corolario; se halla todavía en el marco de la verosimilitud,
pero es posterior a la unidad del tiempo. En Francia es Jean
de La Taille el único que la formula en el siglo XVI; poco
después cae en el olvido. El siglo XVII la vuelve a descubrir en
Italia, particularmente con Castelvetro. Mairet es el primero
en aplicar las unidades. Por esta época se produce la famosa
“polémica del Cid”, y es el momento oportuno para
mencionar las objeciones que se le hicieron a esta obra y los
reproches que le fueron dirigidos. En efecto, Scudéry escribe a
propósito del Cid que Corneille “abarca varios años en sus
veinticuatro horas”.33 Pero si en 1630 los poetas se
desentendían de la unidad de lugar, en 1639, después de
publicarse el Discours de la Tragédie de Sarasin, ya nadie se le
opone.
La concentración es la consecuencia de la regla de las tres
unidades. La posición de Corneille, a este respecto, es muy
precisa: las reglas están hechas para los sujetos, no los sujetos
80
para las reglas. Y los sujetos no se acomodan todos a las
mismas reglas de duración. Deben concentrarse al máximo, y
ésta es la única ley. En Francia, el resultado de esta
concentración consistió en transformar la tragicomedia y el
drama de aventuras en tragedia psicológica: el punto de
partida de esta evolución se encuentra en la tragicomedia de
Hardy, que dura ocho días, y el punto culminante en las
tragedias de Racine. La unidad de tiempo y lugar impone el
drama psicológico desprendido de una duración y un espacio
determinados. Con su espíritu clásico, los franceses hacen
extensivas estas unidades prácticamente a todos los géneros y
constituyen asimismo el símbolo de este espíritu de
concentración.
La teoría del phobos había sido interpretada ya antes de
Lessing, y en su prefacio a la Sophonisbe, Mairet habla en 1635
de “conmiseración”. Pero los siglos XVI y XVII interpretan en
general el phobos en su sentido más fuerte. Laudun, en Art
poétique, escribe que “cuanto más crueles las tragedias, tanto
más excelentes son”,34 y d’Aubignac insiste en la piedad: “Bien
sé —escribe— que la compasión es el sentimiento más
perfecto que reina en el teatro”.35 La patética proclamación de
la admiración en Corneille está ya implícita en la teoría de lo
maravilloso de Aristóteles. “Debe incluirse lo maravilloso en
la tragedia”, dice éste. La generación de Racine es la de la
tragedia amorosa, medio cada vez más exclusivo para la
piedad y el terror. A principios del siglo XVIII, las tragedias de
Crébillon rebasan los límites del deinos, creyendo imitar a
Corneille. Y durante el XVIII, aparece Lessing como innovador.
Sostiene que el phobos no indicaba terror, sino temor, lo cual
en su opinión es la emoción propia de lo trágico. Esta teoría,
por diversas razones, presenta muchos puntos criticables.
En efecto, siguiendo a los filólogos, phobos quiere decir
terror, pero se requiere que ambos elementos coexistan para
81
que se dé lo trágico. Sin duda, pueden separarse
experimentalmente, pero hacen surgir piezas sin terror, como
las de Diderot, o sin piedad, como las de marionetas. Estas
obras ya no son tragedias, y Lessing conduce la tragedia a la
comedia sentimental y al drama burgués.
Justamente aquí se encuentra la distinción entre drama y
tragedia. La ananke, la moira, la lucha contra el destino, he
aquí el elemento propiamente trágico. La obra Espectros, de
Ibsen, ofrece un ejemplo de la fuerza del destino. Es el terror
ineludible que se produce ante el destino. Existe también el
terror religioso. El rasgo característico de los trágicos es lo
increíble.
Por otra parte, esta vaga simpatía, así como la
philanthropia de que habla Lessing, son psicológicamente
falsas. El público va al teatro para asombrarse, no para
reconocerse. El pueblo gusta de ver reyes y salvadores,
pastoras que acaban casándose con príncipes, pero no aprecia
la comedia burguesa y sentimental de la vida cotidiana. Esto
sería aburguesar la tragedia, vulgarizarla.
Esta concepción es falsa, aun en la estética de Aristóteles,
donde la grandeza ocupa un lugar preponderante. Aristóteles
no pudo rebajar la tragedia a un interés mezquino; es la
“grandeza de los dolores” la que guía al héroe trágico.
El argumento de que las “piezas teatrales de piedad”
diferentes de la tragedia y este género sentimental a la Lessing
existían ya en Grecia con Eurípides sería prueba suficiente
para refutar la teoría de Lessing.
Fue Platón quien había hablado ya de las dos pasiones:
eleonogia y deinos. Emplea la palabra deinos ya desde el
Gorgias al pensar en la tragedia; en el Ión habla de phobon kai
deinon; emplea el término igualmente en el Fedro, y más
adelante en el Libro III de la República: Ta deina kai ta
82
phobera. La categoría del deinon aparece en Aristóteles para
señalar las situaciones trágicas: parricidios, fratricidios,
matricidios. Los seres que se aman, los dos hermanos que
deben ser antagonistas, enemigos a las puertas de Tebas:
Aristóteles califica la noticia de tales acontecimientos como
deina (terrible) e incluso como oictra (lamentable).36 El tipo
del deinon queda representado por Edipo, o por Anasis
cuando ve cómo conducen a su hijo a la muerte. El deinon
viene a ser, pues, el grado extremo de este famoso phobos.
Todos estos argumentos hablan en contra de la teoría de
Lessing.
La catharsis, o sea la purgación de las pasiones, ha recibido
una interpretación moral en el siglo XVII y después. Apenas en
el siglo XIX (con excepción quizá del Renacimiento, con
Minturno en Italia y Shakespeare en Inglaterra) se define con
precisión su significado médico, principalmente con H. Weil
y Bernays en Alemania:37 la expulsión de las materias
perjudiciales del cuerpo es el verdadero problema de Hamlet.
Aristóteles, como Platón, extendió este término de catarsis a
la danza y la música que, al enfrentarse a un grupo de
personas arrebatadas por el entusiasmo, llegan a producir una
calma, un apaciguamiento, y después un alivio que provoca la
curación y purificación. No se trata de un “escape de la
inclinación a la pasión”, como quiere Bernays, ni de una
supresión radical de la pasión, como afirman Reinkens y
Dörning, sino de un deshacerse de lo nocivo en las pasiones,
según nos muestra Siekeck. Aristóteles emplea con cierta
frecuencia el concepto “catharos”, pureza.38 Es la pureza de la
vista por oposición al tacto, o la del oído por oposición al
gusto. Mas estos ejemplos son puramente negativos tomados
en el sentido de exclusión de todo elemento extraño.
Aristóteles adoptó este concepto de Platón, pero le da un
sentido nuevo al utilizarlo con su significado psicológico y
83
médico. Para Platón, esto no sería “purgar”, sino desenvolver
las pasiones con su empleo; por este motivo condena Platón
la tragedia, ya que debilita el alma, lo cual psicológicamente es
quizá más perspicaz que la concepción aristotélica. Aristóteles
quiso decir que estas pasiones no son purificadas por
nosotros, sino eliminadas. A medida que se despliegan, se
eliminan.
Contrariamente a Platón, quien ve en la tragedia, al igual
que en la música, un ejercicio peligroso de las pasiones,
acabando por expulsar a los artistas de su República,
Aristóteles ve en las artes, y muy especialmente en la tragedia,
un medicamento catártico, un remedio contra la demasía y el
exceso, y vuelve continuamente sobre ellas como a una de las
concepciones más prudentes de su filosofía. A su manera, las
artes son elementos moderadores; son obreros del justo
medio. Las pasiones son emociones violentas, pero reducidas
ya bajo la condición de una catarsis.
84
1 Cf. Metafísica, I, 3-938-31.
2 Cf. De motu, 6-700 b 33; De Caelo, 1-9-2679-21; ibid., II-12-292 b 5.
3 Ética, IV.
4 Id., V, 1094 b 1.
5 Id., I, 8-1098 b 13.
6 Retórica, II, 13-1389-b-13.
7 Ética, III, 1112 b 11.
8 Retórica, I, 6-1362-18.
9 Cf. Platón, la medida del Timeo.
10 Aristóteles, Metafísica, XII-3-1178-1.
11 Física, III-808-26-6-813.
12 Platón, Gorgias, 76 B II, 8 y 9.
13
Cf. Goldschmidt, “Le probléme de la tragédie d’après Platon”, Revue des Études
Grecques, 1948.
14 Poética, Introducción, Col. Budé, pp. 6 y s.
15 Poética, VII-450-456.
16 Id., 461 e 32.
17 Cf. Aristóteles, Retórica: purificación musical y por movimientos.
18 Aristóteles, Política, VIII.
19 Poética, 9-1452 a.
20 Ibid.
21 Id., 9-1451 a 36-1451 b 11.
22 Id., 9-1451 b.
23 Ibid.
24 René Bray, La formation de la Doctrine classique en France, Hachette, París,
1927, 3a parte, cap. I, p. 191.
25 Poética, 9-1451 b.
26 Boileau, Art poétique, cap. III, verso 48.
27 Corneille, Œuvres, t. I.
28 Poética, 1-1451 a 8 y ss.
29 Ibid.
30 Corneille, Discours, Œuvres, t. I, p. 98.
31 Aristóteles, Poética, 1-5-1449 b 12 y ss.
32 Id., 1449 b 5.
33 Scudéry, Observations, p. 79.
34 Laudun, Art poétique, p. 160.
35 D’Aubignac, Dissertation III, p. 34.
36 Poética, I-14-1453 b 6-20.
85
37 Svoboda, Esthétique d’Aristote, pp. 94 y s.
38
Aristóteles, Ética, X-7-1177 b 25; Fisionómica, III, 807 b 17; De sensu, III-440-
445
86
IV. LA ESTÉTICA DE LOS EPICÚREOS Y
DE LOS ESTOICOS
A) INTUICIONES EPICÚREAS
UNA COSA es la que le interesa a Epicuro (341-270 a.C.): la
moral. Para él, el bien es placer y el mal es dolor. El signo, el
criterio, es aquello que aparece como evidencia de tal a la
sensación, que él entiende en el sentido de percepción, es
decir, como un estado intelectual a la par que afectivo. Pero el
placer y el dolor, por sí mismos, constituyen otro criterio de la
sensación: surge con ellos el pathos; y el carácter del pathos o
de la sensación es algo evidente: algo que no se discute.
Epicuro nos ofrece una explicación material de la
diferencia entre las sensaciones agradables y las
desagradables: las primeras se deben a la sugestión de
partículas dulces y acariciadoras, las segundas a la sugestión
de partículas rudas. Su célebre caída de los átomos, el
clinamen, es una definición por los elementos. El mundo está
constituido por átomos que el azar reúne, asocia o separa. Las
propiedades de los átomos —tamaño, forma y peso— no
bastan para explicar sus combinaciones; para esto es necesario
que sean desviados, ya que en principio caen con la misma
velocidad y paralelamente. Y con su teoría de los átomos,
Epicuro trata de explicar el movimiento.
El placer, entre los epicúreos, consiste en una apacible
tranquilidad del espíritu más que en una acción o una
diversión. Este ideal de la calma lleva a los epicúreos a cierta
87
indiferencia con respecto a la mayoría de los aspectos
enérgicos de la experiencia estética. Diógenes Laercio escribe
en el siglo III de nuestra era: “Únicamente el sabio es capaz de
hablar correctamente sobre música y poesía sin escribir él
mismo poemas”.1
La doctrina de los epicúreos se opone a la creencia estoica
en la providencia y en un cierto nexo entre hombre y
naturaleza. Igualmente en oposición a los estoicos, los
epicúreos no creen en el valor objetivo del arte como
expresión de una satisfacción razonable. “La música —dice
Filodemo de Gadara (siglo I a.C., contemporáneo de Cicerón)
— es irracional, no puede afectar el alma ni las emociones, y
no es un arte más expresivo que el de la cocina.” 2
Los epicúreos se ocupaban de la poesía. Filodemo de
Gadara escribió un libro de poemas. Los fragmentos que de él
se conservan muestran la agudeza de las discusiones que en
aquellos días se libraban acerca del estilo.
Lucrecio (90-53 a.C.) nos ha legado el más importante
escrito literario de los epicúreos, Sobre la naturaleza de las
cosas; ofrece una hipótesis realista acerca del origen de la
música vocal e instrumental: los hombres aprenden a cantar
imitando el gorjeo de los pájaros, y aprenden a hacer música
con instrumento (flauta) imitando el silbido del viento a
través de los carrizos huecos. De rerum natura es un poema
dividido en seis libros. Lucrecio intenta aquí presentar una
obra didáctica e inculcar a todo el mundo la verdad. Para él, la
felicidad consiste en la búsqueda y posesión de la verdad; ni la
naturaleza ni los honores pueden proporcionarnos felicidad,
sólo el estudio nos la puede ofrecer. De aquí que la obra de
Lucrecio vaya dirigida más a la razón que a la sensibilidad. Y
si bien su intención no es conmovernos, Lucrecio es un gran
poeta, en muchos aspectos misterioso, y su creadora
88
imaginación aparece a lo largo de todo el poema,
representando espectáculos de la naturaleza que responden a
una visión que va más allá de lo natural y real, hasta llegar a lo
divino. En varias ocasiones se ha inspirado Virgilio en
Lucrecio. Asimismo Botticelli al pintar su Primavera y
Poussin al componer su Triunfo de Flora. En efecto, Lucrecio
hace hincapié en las formas y actitudes, en los movimientos y
juego de luces, y sabe usar justamente el adjetivo que
conviene. Su poder cognoscitivo y formal lo convirtió en gran
poeta. “Un arte de la naturaleza; no hay definición que mejor
convenga a Lucrecio y a su genio.”3
¿Cuáles son los rasgos generales que caracterizan la
doctrina estética de los epicúreos?
Antes que nada, un ascetismo sensualista. Según los
epicúreos, el sensualismo es el placer sentido (y unido a la
imaginación y a los placeres imaginarios que la rodean),
como consecuencia de estímulos e impresiones fenoménicas.
Para un epicúreo, la vida más feliz es la vida mediocre. Si el
sufrimiento se encarniza con él, se place en engañarse a sí
mismo. Séneca observa en las enseñanzas de Epicuro cierto
carácter de exigüidad y flaqueza; la regla que él asigna a la
virtud la aplica Epicuro al placer: “Diría yo —escribe Séneca
— que los preceptos de Epicuro son sobrios, que son sanos;
pero es obvio que son tristes”.4
No podemos menos que decir que la symmetria es una
suputación. Admitir este postulado es tanto como admitir que
estamos en situación de determinar de manera científica
aquello que puede servir a nuestra felicidad. Es la idea del
cálculo, pues, la que mejor caracteriza esta doctrina: es un
sensualismo cuasicientífico.
Pero en este sensualismo se introduce también un
elemento racional: el epicúreo confía en el pensamiento para
89
que éste domine la carne y triunfe sobre ella. Sin embargo,
esto no implica inconsecuencia alguna, gracias al lugar
considerable que ocupan en esta doctrina la anticipación y la
prenoción: es una mentalidad prelógica.5
La influencia de Platón en la filosofía epicúrea es
indudable: el diálogo apócrifo Axiochus (siglo III a.C.) es una
mezcla de las doctrinas epicúrea y platónica. Descubrimos en
la doctrina epicúrea cierto idealismo, y no ha sido difícil
poner este mundo imaginario en relación con el mundo ideal
de Platón.6 Pero existe una diferencia considerable entre el
sentido de las Ideas y el juego imaginativo de los epicúreos. El
utilitarismo de éstos es, en efecto, en cierto sentido, un
idealismo. También es posible reconocer un idealismo en el
profundo optimismo que caracteriza al epicúreo, quien se
entrega en plena confianza a la bienaventurada naturaleza. Es,
pues, tanto optimismo como valentía y resignación.
Por la unión de todos estos elementos, la moral epicúrea
posee una gran flexibilidad de adaptación y una gran variedad
de aspectos. Sitúa el bien soberano en la felicidad y propone
que esta felicidad sea nuestra obra individual. Tal felicidad se
obtiene sin dificultad, y esta moral hecha para todos los
hombres tuvo un notable éxito entre el pueblo lego.
Gracias a esta diversidad de aspectos, la moral epicúrea
parece incoherente, siendo difícil extraer de ella la idea
fundamental, ya que no hemos conservado más que
fragmentos insignificantes, una especie de catecismo
redactado para los ignorantes.
La moral de Epicuro es, a su vez, atomística: su propósito
consiste en alcanzar una felicidad indivisible. A esto se debe
que restrinja el placer y exija del sabio que limite la extensión
de sus actividades tanto como el dominio de su pasividad.
Actuar demasiado equivale a padecer. El placer auténtico,
90
pues, no es un placer en movimiento, ni el placer que se
instala en la duración. La generación del placer no es más que
la eliminación progresiva y continua del dolor. La idea de
Epicuro es que el tiempo, en tanto que duración, no viene
para nada al caso. Si el sufrimiento es demasiado grave,
rompe la duración, puesto que lleva a la muerte. La duración
de la vida no influye en lo más mínimo en la cantidad de
placer experimentado; en un placer único y verdadero, es
posible iluminar una vida entera. Vista de esta manera, es una
filosofía de lo finito y de lo discontinuo, de la contingencia y
del puntualismo, en suma, una filosofía del instante: esto es lo
que significa la introducción del clinamen en la doctrina.
Las escuelas estoica y epicúrea son, así, completamente
opuestas. Los estoicos consideran que es necesario meditar
sobre las penas, esperarlas y cuidar de que no aparezcan de
improviso. Para los epicúreos, la imagen de una pena es ya
una pena: todo Epicuro se halla en la teoría del franco placer.
B) LAS NOCIONES DEL BIEN Y DE LA VIRTUD ENTRE
LOS ESTOICOS
Veamos ahora en qué consiste el bien para los estoicos: ¿es
el bien absoluto, el bien en sí, es decir, un bien por referencia
al cual todo se suspende, el bien perfecto y último? Si
escapamos de la pasión mediante una gozosa adhesión a la
razón universal, el bien último no puede ser otra cosa que la
razón misma, y la razón sería idéntica a la naturaleza o a la
inversa.
Esta idea se expresa en otra forma entre los estoicos. Para
Zenón, “el bien último es la vida”, homologoumenos, o sea
vivir en armonía. Cleantes (ca. 331-232 a.C.) quiso precisar
esta idea: homologoumenos te physei, en armonía con la
91
naturaleza. El bien es, entonces, la vida del ser razonable que
no se desmiente. Y sabemos que la naturaleza es razón gracias
a la ciencia que, precisamente, es reflejo suyo. Un enunciado
verdadero refleja pura y simplemente el orden real de las
cosas según la naturaleza.7 Para los latinos, el bien es la vida
que está de acuerdo con nosotros mismos y con la naturaleza:
Viveres congruenter naturae conventerque.8
Existen tres eupatheiai del sabio, tres constantiae
sapientiae. En primer término, la constantia naturae en que la
naturaleza está precisamente de acuerdo consigo misma. En
seguida se pasa a la monadología, la sympnoia panton, la
conspiratio, la sympatheia. Es una simpatía del mundo
consigo mismo o una conspiración, una concordancia de la
tensión de todas las partes del universo. Y finalmente, la
syntonia, que es una armonía entre el sujeto universal y la que
existe en el objeto del que este mismo sujeto forma parte.
Le resulta difícil al estoico hacer la distinción clásica entre
el bien y la virtud. El bien, el fin último de toda aspiración, es
el acuerdo, homologoumenos.9 Para los romanos, es finis, el
término último, ultimum, extremum, summum; es el bien
soberano: ton esjhaton ton orekton; es “lo último de todo lo
deseable”. No obstante, los estoicos disponen de algunas
definiciones de la virtud: diathesis homologoumene: una
disposición “acordada”, en que el sujeto es una imagen del
modelo, una miniatura de este modelo: Affectio animi
constans conveniensque laudabilens eos in quibus est.10
Aequalitas… per omnia consonans sibi.11
La virtud, templadora del sujeto agente, no es entonces sino
un aspecto parcial y momentáneo de esta situación del
mundo que, en cuanto perfección, constituye el fin último. Es
el fin encarado bajo el aspecto de una disposición del sujeto,
una diathesis. Lo bello, to kalón, sirve para distinguir tanto la
92
virtud como el fin último. Honestum es lo que es bello a la
perfección, moralmente, y honestas la virtud del sujeto.
Decorum es el fin, decus o dignitas el estado del sujeto, más
precisamente la virtud. Pero la intención de los estoicos ha
sido, por el contrario, establecer una confusión entre ambas
cosas.12 Se ha discutido acerca de la palabra sorites que,
etimológicamente, proviene de soros, cúmulo. La escuela de
Megara, y posteriormente los neoacadémicos, al encontrar
aquí un argumento en contra de los estoicos, se sirvieron del
sorites para mostrar cómo se pasa gradualmente de la noción
de lo verdadero a la de lo falso. Partiendo de n granos de
trigo, se llega a hacer un montón de trigo. ¿En qué momento
se pasa al montón propiamente dicho? Es así como las cosas
diferentes pasan una a la otra sin tener ningún rasgo
diferencial. Pero los estoicos adoptan la fórmula con la idea
de que hay dos cosas distintas que no forman sino una sola.
Su empleo de la noción de sorites trae consigo muy
claramente el concepto de kalón, así como la prueba de que
no existe diferencia alguna entre la virtud y el bien. Lo bueno
es aquello que se elige; lo que se elige es aquello que se ama; lo
que se ama es aquello que se estima; lo que se estima es
aquello que es bello; por lo tanto, lo bueno es lo bello.13
Mediante tres silogismos en los que las conclusiones y las
premisas mayores intermedias están suprimidas, los estoicos
demuestran que el bien es un sorites. Juntan el primer sujeto
(lo bueno) y el último atributo (lo bello), la homologia y lo
honestum, y llegan a la identidad del fin con la disposición
razonable que nos hace desear tal fin. Es, pues, muy clara su
intención de confundir ambos conceptos.
Los estoicos reconocen todavía las cuatro virtudes
cardinales e insisten en su solidaridad: su interdependencia es
tal que aquel que posee una las posee todas, y aquel a quien le
falta una, carecerá de todas. A estas cuatro virtudes clásicas —
93
prudencia, valor, justicia y templanza— añaden otras dos: la
dialéctica, o sea la ciencia de los enunciados que representa a
la naturaleza, el pensamiento que está de acuerdo con la
materia, y la física, que es conocimiento de la naturaleza. La
virtud es autosuficiente: es autarches. Basta para hacernos
felices. Teniéndola a ella, nada nos falta; pues no se podrá
pretender que el todo se merme a sí mismo. Es la realización
del macrocosmos por el microcosmos.
C) DEBATE DE LA VIRTUD Y DE LA FELICIDAD ENTRE
LOS ESTOICOS
La noción del bien, que abarca la noción de valor secundum
naturam, es en sí una noción estética. No se revela de un solo
golpe, ni es dada por la naturaleza misma: ésta proporciona la
simiente de la ciencia para la ciencia misma. Es necesario
confrontarla con las cosas hechas, por medio de la analogía o
la physis, es decir, por la observación de una naturaleza. La
analogía es en la lógica estoica uno de los medios para formar
las nociones. La base de la analogía son aquí las res agendae,
las cosas por hacerse. Pero se encuentran con una aporía: la
inteligencia, que observa el acuerdo de las cosas, no presenta
en modo alguno este acuerdo en el afán buscado por las
inclinaciones; habría un principio de desorden y de
discordancia, pero no una noción de un fin único. Es un error
de la razón el buscar en vano cómo unificar y sistematizar. Lo
que hay son bienes, no un bien. Si el único bien profundo está
en el modo de ser de la voluntad, como en el arte del histrión
y del danzante, el acuerdo interno de la voluntad reducida a sí
misma es la meta perseguida. Se sigue de esta manera a la
propia naturaleza y se pasa a la naturaleza universal. Este paso
de los bienes exteriores al bien se siente por una diferencia
94
cualitativa: la miel, por ejemplo, se reconoce por su propio
sabor, no porque es la cosa más dulce.
Mas he aquí cómo actúa la inversión estoica: en un
principio, para los estoicos la ormé era un medio y la
conservación de la vida era un fin. Después, la disposición
voluntaria se convirtió en fin y la conservación de la vida se
transformó en hyle, es decir. en una materia indiferente. A
esto se le suele llamar adiaphora o inversión del valor. Esta
teoría estoica tuvo un éxito resonante y produjo una
importante reacción entre los críticos de los estoicos. Para
Plutarco (45 o 50-125 d.C.), quien siempre había tenido la
idea de la perfecta independencia del sabio respecto de las
formas determinadas de la acción, el sabio es digno de
alabanza en todos sus movimientos. Sólo una cosa tiene
importancia: la disposición interior del alma que se
sobrepone al acto como una cosa de naturaleza diferente.
De esta inversión estoica resulta un dualismo radical de la
virtud y de las inclinaciones naturales. Plutarco no
comprende esta inversión de fin y medios: “Hacen del
remedio el fin de la salud”. Posidonio ya había objetado a
Crisipo que la naturaleza nos manda buscar la salud, la
riqueza, etc., en una palabra, los prota kata physin. Para los
estoicos, que son racionalistas, esta especie de revelación de la
naturaleza universal del mundo no puede efectuarse fuera de
la razón. Pero no son racionalistas en la medida en que
piensan que la razón recibe su explicación por el cosmos;
tienen, pues, fe en la razón universal que dirige el mundo: es
un racionalismo mítico. La ley universal es la razón recta. Nos
encontramos en presencia de dos interpretaciones del
estoicismo: una teoría de la abstracción que aísla al sabio en sí
mismo, y una teoría de la totalidad. El verdadero estoicismo
es una síntesis en la que el cosmos es inseparable del telos. Y,
sin embargo, se presenta la misma aporía como la del bien.
95
Las virtudes son múltiples, y hay una virtud; según dijimos ya,
quien verdaderamente posee una las posee todas. “La virtud
es un arte de la vida entera —escribe Filón—. Abarca en ella
toda la actividad.” La vida está hecha de una sola pieza, o
como dice Séneca : Per omnia consonans sibi. El designio de la
vida entera es como el del atleta que se consagra a obtener la
corona olímpica. La virtud es, entonces, formalista. Por otra
parte, Sexto Empírico se pregunta si hay un arte de la vida
entera. Todo arte posee una obra propia y determinada. No se
podría encontrar la acción propia de la prudencia; se topa
uno con una diversidad de acciones que nada pueden
prescribirle al carácter teórico y contemplativo de la virtud.
Sólo se trata de introducir el logos, el orden; es Zeus quien lo
produce; el orden dentro de nosotros es mera adhesión a ese
orden. La virtud, contrariamente a lo que piensan Platón y
Aristóteles, es suficiente para la felicidad: “Unicamente la
honestidad es un bien”. Al ser el bien objeto de la voluntad, la
virtud se confunde con el acto virtuoso. Esto puede
emparentarse con la física, en la que los estoicos no descubren
diferencia alguna entre el acto y la potencia. Las virtudes
humanas no son sino las virtudes de los dioses, y hay una
identidad del logos universal con el logos dentro de nosotros.
En cambio, Crisipo percibe la pluralidad de virtudes con su
matiz y diferencia cualitativa. Para los estoicos, las pasiones
son errores subjetivos. Proceden de nuestra opinión acerca
del bien, del placer, del deseo. El mal inevitable y esperado se
hace más leve. Conviene, así, meditar sobre las penas y
esperarlas, a la inversa de lo que sucede con Epicuro, para
quien la imagen de los males es ya un mal, y de lo que ocurre
con Carnéades, para quien esta meditación es un ejercicio
inútil. Los estoicos son precursores de Spinoza, para el que la
idea adecuada de una afección deja de ser pena.14 Pero no se
desembaraza uno de las pasiones como si fueran opiniones. Si
96
existe un método para suprimir las opiniones y deshacerse de
las pasiones, ¿por qué nuestro asentimiento ha de ser por
completo irrazonable? La desgracia no se puede aceptar como
un error, piensan Posidonio y más tarde Galeno, para quien
“la pasión es un movimiento del alma irrazonable”, un
álogon, un fenómeno irracional. Es la exageración en las
tendencias o en la voluntad, así como la carrera es una
exageración del movimiento con respecto a la marcha. La
inclinación se produce en contra de la naturaleza, o sea que
no concuerda con la definición de la pasión-opinión. Incluso
en lo íntimo de la doctrina, el pathos se parece a la crisis y,
para Zenón, es aquello que es seguido por el juicio; es una
eparsis, una elevación del alma hacia esa cosa que es buena.
Los juicios son acompañados de sístoles y diástoles. La pena,
por ejemplo, es una pasión que se atenúa con el tiempo; el
juicio entonces es idéntico. Esta diferencia de mayor o menor
intensidad tampoco puede explicarse por la opinión. Hay,
obviamente, otra cosa aparte de la inteligencia, y Crisipo
lucha contra la evidencia para mostrar que las pasiones están
en nuestro poder. Existe, pues, por otra parte, una aporía de la
pasión; el logos incluye dos cosas: un pensamiento y una
tensión, y Crisipo jamás logró crear un acuerdo entre el punto
de vista intelectualista y el punto de vista de la actividad.
La perfecta identidad de inteligencia y actividad es, a fin de
cuentas, una necesidad para los estoicos. Eutomía o atomía es
lo que cualifica las pasiones como orthos, logos y álogon.
Pero en este momento aparece la aporía verdadera: el bien,
que descubre al logos como tendiente al logos universal, no es
idéntico a la felicidad, que sigue sometida al tonos de las
ormai y a su diversidad empírica. El bien se salva de las
tendencias, pero es puro y por consiguiente carece de materia.
La felicidad calma las ormai, pero es empírica y por lo tanto
álogon.
97
D) LA MORAL ESTÉTICA Y EL ARTE ENTRE LOS
ESTOICOS
Los principios fundamentales de la física estoica fueron
tomados de Heráclito (ca. 576-480 a.C.), para quien el mundo
era un fuego que se encendía y apagaba siguiendo un
determinado ritmo. Los estoicos insisten en esta idea; el
mundo es un fuego divino y artístico que se desenvuelve a la
manera de una semilla; todo está ya contenido en su unidad
primitiva. Y después, a medida que se expande, aparece la
diversidad de los seres mortales. Fuera del fuego divino no
hay más que el vacío; el fuego es inmanente a la materia, él
mismo es materia: es una materia activa o energía material.
Nada puede existir sin ella, puesto que ser es igual a actuar, y
la materia y la energía se confunden. La energía lo penetra
todo; en su esencia es siempre la misma, pero en cada caso
toma un nombre diferente. En el ser inorgánico no es sino
mera costumbre, es decir, aquello que contiene las partes; en
el ser vegetal es la naturaleza, o sea el principio de la vida y del
crecimiento: la physis. Y en el ser animal, la energía se
convierte en alma. En el hombre, es capaz de comprender y
de querer; se la denomina principio rector, y en tanto que este
principio tiene relación con el cuerpo, recibe el nombre de
constitución. Desde el momento en que el hombre hace su
aparición en el mundo, conoce o al menos siente, gracias a la
conciencia, su constitución. Es atraído a realizar ciertos actos
y desviado de cometer algunos otros, según los juzgue
favorables o no; cada ser tiene que confiar así en su propio
cuidado y es guiado a efectuar los actos que convengan a su
naturaleza. Los primeros de estos actos son los convenientes;
pero en vista de que el hombre dotado de razón no se detiene
aquí, siente la necesidad de realizar actos perfectos, acciones
rectas. El hombre descubre entre todos los actos convenientes
98
un orden y un acuerdo maravilloso y llega a amar este orden
más que los actos convenientes mismos; a partir de entonces,
el objetivo a alcanzar no es ya cumplir las acciones
convenientes, sino cumplirlas de tal manera que se logre un
orden. Y este orden no es nada menos que la belleza. Así pues,
la moral estoica es estética. Y lo será con toda franqueza, ya
que si bien la concepción estética de la moralidad había
estado demasiado conforme con el genio griego como para
que éste tuviera que esperar a los estoicos para manifestarse
aquí y allá, no es menos cierto que los estoicos fueron los
primeros en independizar esta concepción. Claro está que
Aristóteles había definido con cierta ligereza to kalón y to
agathón, pero lo bello llega con él tan rápidamente a lo
verdadero que la tendencia estética no tuvo tiempo de
mostrarse antes de ser remplazada por la tendencia lógica.
Los estoicos atribuyen a la belleza moral un sentido preciso y
la comparan frecuentemente con la belleza física, ya desde
Crisipo y aún en Epicteto (siglo I d.C.): por ejemplo, el joven
que entra por primera vez a la escuela hará concebir a su
maestro más esperanzas si se presenta con los cabellos bien
peinados, puesto que bastará con demostrarle que se equivoca
al buscar la belleza del cuerpo, siendo la del espíritu la que
debe perseguir.
En su libro Lo Bello, Crisipo había sostenido que en
esencia, el bien equivale a lo bello. Para Séneca (4 a.C.-60
d.C.), “el bien deriva de lo honesto, pero lo honesto es por sí
mismo”.15 Pero encontramos en el estoicismo otras
formulaciones aparte de éstas: encontramos, deducidas y
aceptadas, las consecuencias de la concepción estética de la
moralidad. Si la moralidad consiste no en alcanzar un fin
natural, sino en hacer aquello que es necesario para
alcanzarlo, la importancia del fin exterior se reduce a la nada
y, de hecho, las cosas convenientes no tienen valor moral por
99
sí mismas; lo único que hacen es proveernos de la
oportunidad de ejercitar nuestra moralidad para buscarlas. Si
tienen algún valor es porque forman una serie armoniosa y
ordenada. El fin moral no es el acto mismo, sino la belleza en
su cumplimiento. “Nuestro fin —escribe Plutarco— no es
obtener el bien natural, sino por el contrario, la persecución
de este bien es el fin de la obtención.” Son los medios mismos
los que representan el fin moral. Mientras Aristóteles
convertía a la virtud en un medio para obtener el fin natural,
los estoicos no se atienen más que a los medios. El fin está en
la propia virtud, idéntica a la habilidad. Los objetivos
naturales están dados de antemano, y luego surge la razón y
los trabaja del mismo modo como un artista trabaja su
material; también la vida moral está asimilada a un arte, no a
las artes en que la obra es externa al arte mismo, sino a las
artes cuyo resultado forma una unidad con el arte mismo,
como son por ejemplo el arte del actor, el del histrión o los
movimientos del danzante. Aristóteles ya había distinguido la
acción práctica, en que la obra producida es externa al arte, de
la acción poética, en la que no está separada. Mas en el
sistema de Aristóteles, predominaba la idea del fin natural y
su punto de vista es esencialmente el de la trascendencia.
Todo en el mundo aspira al acto puro, pero el acto puro no
forma parte del mundo, y en consecuencia el fin de la
naturaleza es exterior a ésta. Los estoicos se plantan en un
punto de vista inmanente; la naturaleza tiene su fin en sí
misma; al igual que el hombre, Dios no está separado del
mundo. Los principios de su sistema los obligan a considerar
como fin los medios. De aquí la comparación que hace
Cicerón : “Si se le propone a alguien que arroje a la meta una
jabalina o una flecha, aquello que hemos llamado el bien
supremo consistirá para él en hacer todo lo que pueda por dar
en el blanco”. El primero de estos actos constituye el bien
100
supremo y último; en el segundo acto, el alcanzar la meta no
es más que un medio que uno se propone. También Epicteto
nos ofrece un símil: “La vida se parece a un juego de pelota:
aquí y allá hay malos jugadores; la diferencia entre ellos no se
debe a que la pelota sea mala o buena, sino a la manera en que
la lanzan o la reciben”. Sócrates sabía jugar a la pelota; sabía
bromear frente al jurado y dijo: “¿Cómo puedes decir que yo
no creo en Dios? ¿Crees que se puede creer en los mulos y no
creer en los asnos?” Jugaba aquí como con una pelota. Esta
pelota era su vida y sabía arrojarla según las reglas. Nosotros,
por nuestra parte, dice Epicteto, debemos poner —siguiendo
su ejemplo— en nuestro juego la atención de un jugador
consumado, pero mantenernos indiferentes como lo seríamos
respecto de una pelota. Siempre hemos de ejercitar nuestro
talento para alcanzar objetos exteriores, pero sin atribuirles a
estos objetos valor alguno. La consecuencia directa que sacan
Epicteto y Cicerón los hace considerar que los actos, al igual
que los fines naturales, carecen de toda importancia por sí
mismos. La doctrina no atribuye un valor moral más que a la
virtud que se identifica con la habilidad, y la habilidad no
deriva su valor sino de la belleza. El buen flechador no es el
que da en el blanco, ya que se puede pegarle por casualidad o
fallar también por casualidad; el buen flechador es aquel que
hace todo lo que está de su parte para alcanzar el blanco.
La virtud consiste, pues, en la habilidad. Un artesano y un
artista hábiles conocen todos los medios para llevar a cabo su
obra. De esta manera, la habilidad y la perfección de la
habilidad no son sino una y la misma cosa. La habilidad es
una actividad perfecta, y lo mismo puede decirse de la virtud:
la acción recta contendrá todo lo que constituya una acción
hábil; así, si una acción falla en algún aspecto, no hay
habilidad ni hay virtud. La virtud carece de gradación. No hay
virtudes diversas; cuando se posee una virtud, se poseen
101
todas. La virtud viene a ser el arte de la vida; si nos
equivocamos algunas veces es porque no poseemos el arte de
la vida ni somos virtuosos. Es así como la concepción del
sabio se adapta a todas las circunstancias de la vida; él será el
único orador, el único poeta, el único artista, el único general;
todo el resto de los seres humanos son meros insensatos.
Cierto que los insensatos pueden acercarse a la virtud, pero
no la alcanzan jamás sino como mero síntoma.
Tal parece, en suma, que toda la doctrina se agrupa
alrededor del bien como equivalente de lo bello. Pero las
apariencias engañan; no hemos visto que la moral estoica
pretenda ser un método para llegar a la felicidad. El reproche
dirigido a los estoicos consiste en ver en ellos dos bienes
soberanos, mientras que Cicerón pretendía que para ellos no
había más que un solo bien supremo, siendo el fin natural
para los estoicos no un bien, sino la ocasión del bien. A pesar
de todo, esta doctrina estoica es contradictoria en sí misma: el
acto exterior poco importa, y sin embargo es necesario
dirigirse a la naturaleza para saber si nuestros actos son
válidos; separamos la acción conveniente de la acción recta, y
después convertimos la acción conveniente en el fundamento
de la acción recta. Si los actos carecen de valor, ¿por qué
preguntarle a la naturaleza cuáles actos debemos llevar a
cabo? ¿Acaso no nos permitirá un fin cualquiera desarrollar
nuestra habilidad?
En esta discusión en que vemos cómo el formalismo
estético entabla una lucha con la moral material, los estoicos
no pueden menos que quedar vencidos, ya que se ven
incapacitados de encerrar la felicidad en la mera virtud; la
felicidad es la conformidad con las exigencias de la naturaleza
—dicen ellos—; a fin de cuentas, están obligados a ofrecernos
como ideal el logro; y en este caso, la habilidad no puede tener
su valor a menos que sea capaz de conducirnos al éxito.
102
Los estoicos desnaturalizan el concepto de lo bello. Para
Sócrates, la belleza es la adecuación de una cosa a su finalidad.
Al atenuar la consideración de los fines, los estoicos se han
elevado a una concepción de lo bello más correcta, pero al
referirse a los fines, vuelven a la concepción socrática. Para
Epicteto, por ejemplo, el perro ha nacido para un
determinado fin, el caballo para otro fin, etc. “Cada ser es
bello —dice— cuando posee las perfecciones propias de su
naturaleza.” Séneca va más lejos. Llega a definir el bien
excluyendo de su noción lo bello: “Una buena nave —afirma
— no es la que se adorna con brillantes colores o tallas, sino la
que está bien ensamblada y es capaz de desarrollar velocidad”.
Una buena espada no es la que está adornada con oro, sino la
que corta y traspasa. No nos preguntamos si una regla es
bella, sino si es justa. Aristóteles no había dicho sino las
mismas cosas que Séneca, si bien la última y fundamental
aporía de la moral estoica pasó de la concepción estética del
bien a la concepción metafísica. Para los estoicos, el bien será,
al igual que para Sócrates y Aristóteles, el desarrollo de la
esencia, y esta esencia misma será concebida como
exclusivamente intelectual. El alma cede a la evidencia tal
como el platillo de una balanza cede al peso; por consiguiente,
la evidencia se impone al alma. La falsa evidencia se impone
tan necesariamente como la verdadera. “El alma es privada de
la verdad siempre a pesar de ella.” Si se adhiere al error, la
causa está en que la verdad se presenta con ambigüedad. De
tal forma, tenemos dentro de nosotros el determinismo
socrático y fuera de nosotros la fatalidad. En el Himno de
Cleantes, Zeus es quien gobierna todo por la ley, es decir, a
favor de lo óptimo, necesariamente: “Insensatos aquellos que
piensan que el bien haya podido existir sin el mal”.16 Y
Cleantes se dirige a Zeus: “Tú sabes hallar el orden en aquello
que se sale del orden, tú sabes convertir en bello aquello que
103
no lo es; libera a los hombres de su lamentable ignorancia,
haz que poseamos la inteligencia gracias a los órdenes sobre
los que gobiernas con toda justicia”.17
Para los estoicos tanto como para Aristóteles, comprender
es el soberano bien. Deducen de aquí una teoría de la libertad:
la libertad consiste en someterse al orden del mundo después
de haberlo comprendido. “Conducidme —tú, Zeus, y tú,
destino— adonde queráis. Os seguiré sin dilación, ya que si
me opusiera, me haría malvado y de todas maneras sería
arrastrado.”18 O también Fata volentem ducunt, nolentem
trahunt.19
Los estoicos, pues, no han hecho más que entrever la moral
estética, no han sabido sostenerse en ella. Para ser
consecuentes, debieron de haberse elevado a la concepción
clara y neta de la belleza y renunciar, en favor de la vida
moral, a la busca de la felicidad. Si hubieran convertido la
belleza en una finalidad sin fin a la manera kantiana, se
habrían mantenido en la parte original de su doctrina y no la
habrían mezclado con las teorías aristotélicas. De haber
sucedido así, el bien moral habría sido enteramente extraño al
bien natural, y esto habría significado un enorme progreso, ya
que en lugar de completar y profundizar el utilitarismo, los
estoicos habrían roto con él.
Pero, por correcta y pura que sea la formulación de la
moral estética de los estoicos, se presentan dos dificultades a
las que no escapa: por un lado, no le deja lugar al deber, y no
puede admitir que éste la atraiga. Y por el otro, la habilidad,
sea como don de la naturaleza o como fruto de la educación,
es siempre un privilegio. De esta manera, la moral estaría
reservada a una aristocracia y a una élite.
104
1 Diógenes Laercio, Vidas, doctrinas y sentencias de los filósofos ilustres.
2 Filodemo, “Epigramas” en la Anthologie grecque.
3 Lucrecio, De rerum natura, ed. G. Budé, Introducción, p. XXII.
4 Séneca, De vita beata, cap. 13, § l.
5 Cf. Lucien Lévy-Bruhl, La mentalité primitive, Alcan, 1922.
6
Cf. Victor Brochard, “La morale d’Épicure”, Études de philosophie ancienne et
moderne, 1912.
7 Cf. Crisipo (281-205 a.C.).
8 Cf. Cicerón (107-44 a.C.), De finibus, III-7-2 b.
9 Séneca, Arnim, III, 3, línea 23.
10 Cicerón.
11 Séneca, Arnim, III, 197-200 a.
12 Cf. el Sorites de Crisipo.
13 Cf. Séneca, Arnim, III-2-9.
14 Cf. Ética, 4.
15 Se sostiene que la palabra “honesto” en latín es el término que traduce la
palabra “bello” en griego; y que “vergonzoso” en latín equivale a “feo” en griego.
16 Cf. Crisipo.
17 Himno de Cleantes.
18 Ibid.
19 Séneca.
105
V. LA ESTÉTICA DE PLOTINO
LA ESTÉTICA de Plotino (205-270) está inspirada por la de
Platón, no obstante que el espíritu místico de Plotino se
opone al espíritu dialéctico de Platón. En éste y en Aristóteles,
el conocimiento está sometido a la investigación discursiva.
Lo que caracteriza a Plotino, en cambio, es que el
conocimiento no consiste en una serie de aproximaciones,
sino en una visión, en una contemplación visionaria. En toda
visión, el conocimiento implica siempre dos elementos: el
sujeto cognoscente y lo conocido. En el momento del acto,
relaciono aquello que es conocido con aquel que conoce. En
la teoría de Plotino no hay diferencia, en ningún momento,
entre el cognoscente y lo conocido. Es la visión la que crea los
objetos, que no existen sino en y por la visión. Es ésta la
primera forma de la filosofía mística.
Porfirio, el secretario de Plotino, nos ha legado una
cronología aproximada de las obras de Plotino en su Vida de
Plotino.1 Con excepción del tratado De lo bello (1-6) y todo lo
que lo acompaña, cuanto concierne a la estética data de la
estancia de Porfirio con Plotino en Roma, o sea que fue
escrito en el periodo de madurez del pensamiento plotiniano.2
Su tratado sobre el amor, que completa el platonismo de su
estética, es una obra de sus últimos años.
A) RAÍCES HISTÓRICAS DE LA FILOSOFÍA ESTÉTICA
DE PLOTINO
106
En su punto de partida, la estética de Plotino se encuentra
en presencia de diversas tradiciones:
1) La tradición estoica tal como se nos revela en De finibus
y sobre todo en las Tusculanas. Es la teoría de la simetría, del
acuerdo, de la proporción de las partes, unida al encanto de
los colores. Es la belleza del alma reducida a esta salud
equilibrada, y lo son principalmente las virtudes. Todo,
incluido lo intelectual, se hace partícipe de la simetría y del
acuerdo tal como estas nociones se manifiestan en las normas
del escultor, en la belleza sensible de los cuerpos: “… y como
una exacta proporción de los miembros, unida a un hermoso
colorido, es lo que constituye la belleza del cuerpo, así como
lo que constituye la belleza del alma es la justeza de sus
juicios, pero una justeza esclarecida que descansa en
principios inconmovibles y que camina siempre en pos de la
virtud, si no es que es ella misma la esencia de la virtud. La
fuerza y el vigor pueden ser rasgos del alma tanto como del
cuerpo, y lo son en el mismo sentido”.3
2) La tradición aristotélica de lo bello es la teoría de la
forma. La materia, según Aristóteles, es fea, informe; las leyes
formales de la esencia impuestas a la materia indiferenciada:
he aquí la belleza, que es una jerarquía de materias y de
formas. La forma es belleza para su materia, así como la
materia es fealdad para su forma. La fealdad es el accidente
sin causa de la materia. La belleza es la razón de la causa
formadora. Existe la misma diferencia entre el bloque de
bronce y la estatua colada que entre la materia informe y la
elaborada, entre lo bruto y lo trabajado. Plotino propone la
comparación de sí mismo con la estatua por hacerse, tratando
de encontrar su belleza interna mediante la purificación.4
3) La tradición socrática según Jenofonte.5 Las
conversaciones de Sócrates con el pintor Parrhasios y el
107
escultor Cleitos acaban por demostrar la belleza del alma y los
sentimientos y la representación de la vida más allá de las
proporciones: es el rostro muerto de que habla Plotino en
contraposición al rostro vivo: “¿Por qué, en efecto, en un
rostro la belleza aparece luminosa, mientras que el rostro
muerto no conserva más que un vestigio, incluso antes de que
sus proporciones desaparezcan debido a la descomposición
de la carne?”6
4) Es sobre todo la larga tradición platónica de lo bello la
que nos ofrece un rico material para lo que aquí nos ocupa.
Para comenzar, encontramos aquí una teoría jerárquica de lo
bello que procede de la dialéctica ascendente de Diótima, con
sus tres planos sucesivos: la forma, y el alma y lo trascendente.
En seguida, una teoría platónica del amor proveniente del
Banquete y del Fedro. El Platón del Banquete hace residir lo
bello en el amor, pero —en último análisis— en el amor de la
Idea. Asimismo vemos cómo Plotino introduce en su estética
el amor ideal.7 El amor es un afán dirigido a la belleza, en
oposición a la atracción de las cosas, que es la belleza: es el
Eros y el Anteros. En la filosofía general de Plotino, esta teoría
del amor desemboca en el progreso de la conversión, en una
dirección inversa de la procesión: “Eros —escribe Plotino—
es la hipóstasis eternamente dirigida a una belleza distinta; no
es más que el intermediario entre aquel que desea y el objeto
deseado; es, para el amante, el ojo que le permite ver a su
amada”.8 O bien: “Eros es el acto del alma cuando se inclina
hacia el bien”.9 O esta otra formulación: “El alma engendra un
Eros cuando desea el bien y lo bello”.10 Más adelante se
descubre en Plotino una teoría de la medida y de la
proporción que procede del Filebo,11 unida a una teoría de la
pureza y de la blancura; también encontramos una teoría del
esplendor y de la belleza inmaterial, que viene del Fedro,12 con
el esplendor luminoso de lo bello; y finalmente nos topamos
108
igualmente con la asombrosa afirmación de la noción
sintética de la kalokagathía y el nexo indisoluble de las ideas
del bien y de lo bello.
5) Terminemos con una tradición de mistagogia y teurgia,
de identificación con lo divino. Se trata ante todo del
misticismo de la revelación en los iniciados, a través de los
misterios: es la tradición órfica.
B) LOS GRANDES TRATADOS ESTÉTICOS DE PLOTINO
Los grandes tratados estéticos de Plotino pueden
enumerarse como sigue: el Tratado de lo bello (núm. 1, I-6), el
Tratado de la belleza inteligible (núm. 31, V-8) y el Tratado de
la multiplicidad de las Ideas y del bien (núm. 38, VI-7).
1. De lo bello
Es el primer tratado estético de Plotino y cronológicamente
también la primera de todas las Enéadas. Es en esta obra
donde la posición del problema de lo bello se presenta con la
mayor claridad. En esta primera Enéada que, en opinión de
Porfirio, se ocupa de la moral, “el sexto ‘tratado’ tiene por
tema la ascensión del alma hacia el mundo inteligible”.13
El tratado principia por establecer la posición de lo bello
según las interrogantes socráticas del Hipias Mayor. El punto
de partida de Plotino es, abiertamente, el mismo que el de
Platón: la belleza de la vista y del oído; después la belleza
intelectual de las ocupaciones, de las acciones, de las ciencias
y de las virtudes: “Lo bello se halla ante todo en la vista;
también se encuentra en el oído, en la combinación de las
palabras y la música de todo género; pues las melodías y el
109
ritmo son hermosos; elevando las sensaciones a un dominio
superior, existen también ocupaciones, acciones, maneras de
ser que son bellas; y existe la belleza de las ciencias y de las
virtudes”.14 Basándose en esta primera etapa de su
investigación, Plotino no tarda en criticar la tradición estoica
de lo que es bello por la simetría: “Y pasando a las bellas
ocupaciones y a los bellos discursos, hay quienes todavía
quieren ver en la simetría la causa de esta belleza. ¿A qué
viene hablar de simetría en las ocupaciones bellas, en las leyes,
en los conocimientos o en las ciencias?”15
Existe una jerarquía de lo bello. Y aquí, Plotino toma como
modelo y como tema la ascensión de Diótima en el Banquete:
la belleza de los cuerpos “es una cualidad que se hace sensible
desde la primera impresión; el alma se pronuncia acerca de
ella con inteligencia; la reconoce, la acoge y, en cierto modo,
se adapta a ella”.16 Pero la belleza en los cuerpos, la belleza
sensible, no es más que la información reconocida en la
materia, el descubrimiento aristotélico de la forma —es decir,
en esta materia—, de una “razón proveniente de los dioses”.17
La belleza de los cuerpos no es, de hecho, sino el reflejo, a la
manera de las sombras de la caverna, de la belleza de los
arquetipos y de las Ideas.18 “La belleza corporal concuerda con
una belleza anterior al cuerpo…: tal como el arquitecto,
después de haber ajustado la casa real a la idea interior de la
casa, afirma que esta casa es bella”.19 Es la Idea de
participación y la Idea platónica de las imágenes y las
sombras.
Así pues, Plotino encuentra, en su teoría de la ascensión, la
tesis del Fedro y la belleza de las almas: es la locura amorosa y
la “manía”, después el entusiasmo de Eros por la belleza, el
aguijón de los amantes: “Pues son las emociones las que
deben producirse con respecto a lo que es bello: el estupor, el
110
asombro alegre, el deseo, el amor y el terror acompañados del
placer. Pero es posible experimentar estas emociones (y de
hecho, el alma las experimenta) aun con respecto a las cosas
invisibles; toda alma, por así decir, las vive, pero sobre todo el
alma enamorada”.20
Es decir que a este nivel de la belleza de las almas, a la tesis
platónica del Fedro, viene a unirse una tesis más, la tesis de
Empédocles y de los misterios, o sea la de la purificación. La
belleza del alma se encuentra en la virtud. La fealdad es el
resultado de una impureza. En este punto, el Fedón
complementa el Fedro en el pensamiento sintético de Plotino:
“En el alma, la fealdad equivale a no ser limpia, ni pura, así
como en el oro equivale a estar lleno de tierra: si se elimina
esa tierra, el oro permanece, y es hermoso cuando se le aísla
de las otras materias, cuando se queda solo consigo mismo”.21
El hacerse pura no es meramente, para el alma,
transformarse en “una forma”, “una razón”, sino, más bien,
hacerse semejante a Dios: a Dios, que es todo belleza. Hace
falta, entonces, remontar la belleza del alma hasta este punto,
logrando así la ascensión de Diótima hacia el bien “al que
tienden todas las almas”. La conversión de quienes intentan
acercarse a él, la contemplación, la theoria, —he aquí las
actitudes estéticas a la vez que místicas: “Pues si se viera a
aquel que proporciona la belleza a todas las cosas —y que la
proporciona permaneciendo la belleza en él mismo sin que
recibiera nada—, si se persistiera en esta contemplación
gozando de él, ¿qué belleza haría falta todavía?”22
En este momento nace una nueva visión en presencia de lo
bello en sí, de la belleza suprasensible. Para ver “esta inmensa
belleza que reside en alguna forma en el interior de los
santuarios, el hombre abandona la visión de los ojos y no
vuelve la mirada al esplendor de los cuerpos que antes
111
admiraba”. La verdadera ascesis de la contemplación estética
consiste, pues, en “huir” hacia esta belleza, desdeñando todas
las bellezas sensibles para ingresar en la patria auténtica,
como Ulises cuando huye de la hechicera Circe y de Calipso.
Narciso, símbolo del insensato, que trata de aprehender,
como si fuese real, “su hermosa imagen desplegada en las
aguas; tras arrojase en la profunda corriente, desaparece. Lo
mismo sucede con quien se liga a la belleza de los cuerpos y
no la abandona”.23
Marchando en dirección inversa, la estética de Plotino
desprende las cosas. Genial y osado, la vista del filósofo se las
pasa sin el arte. Es necesario cambiar, en la actitud estética
profunda, “nuestro modo de ver por algún otro modo”. Pero
en el instante mismo en que se llega a esta intuición de lo real,
y por lo real, y por lo tanto de la belleza suprasensible, Plotino
descubre una falla en la noción capital del platonismo y de
toda la filosofía helénica. Introduce de repente un corte, una
diferencia de nivel entre lo bello, comprendido todavía dentro
de las formas, y la primera hipóstasis. En el nivel inteligible, lo
bello se identifica con el mundo de las Ideas, y el bien, que es
incluso más allá de todas las formas, se identifica con el nivel
supremo, el del Uno-Todo y de lo informe: “En una fórmula
de conjunto, se dirá que el primer principio es lo bello; pero si
se quiere dividir los inteligibles, se tendrá que distinguir lo
bello, que es el nexo entre las Ideas, del bien que está más allá
de lo bello y que es su fuente y su principio”.24
De una manera aún misteriosa, pero ya segura desde este
primer tratado, en el momento en que llega éste a su término,
la noción platónica de la kalokagathía se disocia y rompe
entre lo decible y lo inefable. Lo bello se ha interpuesto
delante del bien. Lo que la dialéctica todavía parece confundir
es la intuición de la theoria y la racionalidad de la diánoia.
112
El platonismo, en última instancia, altera su rostro en el
neoplatismo.
2. De la belleza inteligible
El tratado De la belleza inteligible es el segundo paso
estético de Plotino; fue escrito en plena época de su madurez,
en el momento en que Porfirio se hallaba en Roma; es el
tratado número 31 en el orden cronológico.
El tratado De lo bello culmina en el equilibramiento, en el
nivel mismo de los Inteligibles: “Lo bello es el nexo entre las
Ideas”. Conviene, en este punto, circunscribir el problema al
propio interior de la belleza inteligible.
El tratado De la belleza inteligible viene a ser un largo
comentario al Fedro, del mismo modo como el tratado De lo
bello era la respuesta del Banquete al Hipias. Esto es lo que
Platón había escrito en su Fedro: “Ese lugar supraceleste,
todavía ninguno de nuestros poetas lo ha cantado, y ninguno
lo cantará jamás con la dignidad debida. He aquí lo que es
(pues debe uno atreverse a decir la verdad, sobre todo cuando
se habla de la verdad): una esencia sin color, sin forma,
impalpable, visible únicamente a la inteligencia con ayuda del
alma; en esta esencia, la ciencia verdadera es la que ocupa ese
lugar”.25
Distinguiremos en la estética del tratado 8 (Enéada V) dos
grandes movimientos y una especie de retorno: un flujo y un
reflujo, una repentina inversión de sentido en el proceso
estético.
¿Cuál es la naturaleza profunda de esta belleza de los
objetos del mundo? La inteligibilidad, la transparencia del
arquetipo, la realización luminosa del tipo. La objetividad de
Plotino se dirige, en este primer movimiento, directamente a
113
la estética de Aristóteles: es el reconocimiento de la forma del
objeto, de su forma. La belleza no es otra cosa que la
perfección de la esencia, el modelo en tanto que modelo. A
esto se le puede llamar el esencialismo de Plotino. Lo bello,
idéntico a la esencia, es su plenitud; no es predicado que se le
añada. La sabiduría del arte contiene al modelo mismo que
imita. “Hay en la naturaleza una razón, que es el modelo de la
belleza perteneciente a los cuerpos; pero hay en el alma una
razón más bella aún, de la que deriva la belleza que se
encuentra en la naturaleza. Donde se presenta con mayor
claridad es en el alma sabia donde progresa en su belleza;
adorna el alma, la ilumina, a ella que proviene a su vez de una
luz superior como lo es la belleza primaria.”26
O vayamos más lejos todavía: “… Allá abajo, la potencia
sólo posee el ser, sólo la belleza; pues ¿dónde estaría lo bello si
estuviera privado del ser? ¿Dónde estaría el ser privado de la
belleza? Perder la belleza es tanto como perder el ser. A esto
se debe que el ser sea objeto de eso, porque es idéntico a lo
bello, y lo bello es deseable porque es el ser. En vano
buscaríamos cuál es la causa del otro, ya que no hay más que
una naturaleza única”.27
Pero he aquí que en este momento Plotino realiza un juego
de equilibrio. La teoría del Fedro y de la reminiscencia viene a
trastornar repentinamente la estética aristotélica de las
formas, y de un objetivismo absoluto, el plotinismo se
transforma en un subjetivismo radical. Este cielo de las Ideas,
este Inteligible, lo volvemos a encontrar en nosotros mismos.
Nuestra verdad es interior, está dentro de nosotros. En la
contemplación estética basta con que escapemos del mundo.
La belleza entera se recobra en nuestro interior y por
intuición. Lo único que debe hacerse es recordar. Es una
visión lo mismo que una contemplación estética. Todo se
compenetra, no hay parte que sea exterior a otra parte, el ojo
114
que ve se identifica con lo que ve, el contemplador de lo
divino se identifica con lo divino, se hace divino en cierto
modo. Es el alma que se hace bella en la medida misma en
que descubre lo bello; o mejor dicho, la belleza de las cosas no
se capta sino adquiriendo uno mismo belleza. Es la
identificación mediante el éxtasis. Vuelvo a hallar dentro de
mí los arquetipos cuya existencia me es revelada por el
recuerdo. Y debo ejercerme justamente en esta “manera de
ver”. Se corrige la imagen del mundo, se la desembaraza
mentalmente de su materia, que la volvía opaca; en esta
transfiguración del universo sensible se obtiene una imago
mundi nueva, una imagen de la belleza perfecta: aphelé panta.
“Ya no hay, pues, un ser exterior respecto de otro, ni un ser
que ve y un objeto que es visto: quien tiene una mirada
perspicaz, ve el objeto dentro de sí mismo: pero posee además
otras cosas sin saber que son suyas; por eso las contempla
como un objeto que se ve; aspira a verlas; y todo aquello que
se ve como objeto que ha de ser visto, se ve como algo externo
a sí. Pero es necesario transportarlo dentro de uno mismo y
verlo como unidad con nosotros mismos; veámoslo como
algo que es nosotros mismos.”28 La belleza debe buscarse, en
suma, dentro de nosotros mismos, no en los objetos del
mundo sensible. Se trata de una ascesis que requiere una
conversión. La theoria, la contemplación, separa de golpe los
objetos del mundo para devenir en el fenómeno íntimo de
una intuición intelectiva. Es un éxtasis de los iniciados entre
el yo y lo real, una Einfühlung metafísica: una imitación, toda
una atmósfera de revelación. El proceso de purificación para
lograr esta visión es lo que puede llamarse el misticismo de
Plotino. Este segundo momento es de un completo
subjetivismo. Es una contemplación de ciego, una mirada
dirigida hacia dentro, ya no partes extra partes.
De aquí, al comentar el delirio del Fedro, Plotino arriba a la
115
tesis central sobre el arte y el artista: la belleza expresada es
siempre deficiente comparada con la belleza interior que el
artista desea expresar. Ya no se trata, pues, de imitar, de
copiar los objetos creados, sino —para el gran artista— de
encontrar dentro de sí el movimiento, el afán inicial y creador
de la naturaleza cuando crea. Plotino repliega el platonismo
sobre sí mismo; por primera vez en la historia del
pensamiento estético, se opone a la tesis aristotélica de la
imitación, que es una estética de la natura naturata, y nos
presenta como doctrina una estética de la natura naturans.
De este modo, las raíces orientales del Fedro, de repente
desmesuradamente agrandadas, aumentadas a las
proporciones de las ceremonias de misterios y ascesis, se
instalan, monstruosas, en el centro de una estética
desequilibrada; he aquí la imagen del tratado De la belleza
inteligible, y he aquí sin duda la estética de Plotino.
3. Del bien (VI-7)
Aquí nos encontramos, a partir del Fedro, con el gran
descubrimiento de Plotino. Hay otra estética aparte de la
estética platónica de las Ideas; y es esta estética, que rebasa lo
inteligible para alcanzar la realidad primaria que carece de
cualidades y predicados, la estética de lo inefable, la estética
que borra todas las cosas (aphelé panta).
Es una estética del esplendor y una filosofía de la
iluminación. No se descubre ya mediante la dialéctica, sino
que pertenece al orden de la revelación y del éxtasis. Para
llegar a ella, se requiere una actitud psíquica diferente. Al
igual que un hilo conductor, sigue la dialéctica platónica del
amor, pero descubre repentinamente otro dominio de la
belleza, una belleza distinta: el esplendor que no tiene
116
nombre, el deslumbramiento que carece de denominación.
“Aun aquí abajo —escribe Plotino— debe decirse que la
belleza consiste menos en la simetría que en el esplendor que
brilla en esta simetría, y es el esplendor lo que debe amarse.”29
Plotino habla de la belleza de lo informe: “Lo deseable, del
que no puede captarse ni la figura, ni la forma, es el más
deseable; el amor que se le tiene no tiene medidas; sí, el amor
carece aquí de límites; su belleza es de otra naturaleza que la
de la belleza; es una belleza por encima de la belleza”.30
Y un poco más adelante: “No nos asombraremos de ver
completamente liberado de toda forma, incluso inteligible, el
objeto que suscita este inmenso deseo: en cuanto el alma se
inflama de amor por él, se despoja de todas sus formas, aun
de la forma de lo inteligible que se hallaba en ella”.31
Con la ayuda del esplendor inmaterial del Fedro puede
medirse el camino recorrido después de Platón. La tesis del
platonismo se basaba en lo mesurado, en la proporción.32 La
tesis del plotinismo, por el contrario, tiene su fundamento en
lo que rebasa y carece de limitaciones, en lo inconmensurable.
La belleza no tiene fuerza si no se ve esclarecida por el bien
que le confiere una jaris, un atractivo y un encanto. No es más
que una luz, el esplendor luminoso del bien supremo, un
último salto del amor más allá de los Inteligibles.
Y por este fenómeno de esplendor puro se comprende
ahora el sentido de esta disociación y de esta falla del primer
tratado, introducida entre lo bello de un lado y el bien del
otro: es la dislocación de la kalokagathía antigua, que brilla
más todavía en otros tratados: “… El bien no necesita de lo
bello, mientras que lo bello necesita del bien. El bien nos es
benévolo, saludable y es agraciado; está presente cuando así lo
queremos. Lo bello nos sorprende y nos asombra, y produce
un placer mezclado con pena. Nos atrae, sin que nos demos
117
cuenta, alejándonos del bien, tal como el amado atrae a su
prometida para alejarla de la casa de su padre; pues lo bello es
más joven que el bien. El bien es más anciano, no debido al
tiempo, sino por su realidad y porque tiene una potencia
anterior”.33 Este esplendor por transparencia se halla detrás de
lo bello que está al nivel de los cánones y de las formas. La
estética del bien es una segunda estética, velada y sorda, y
pertenece a otro orden: una belleza espiritual, un dominio
distinto, la belleza de lo informe.
C) CONSTRUCCIÓN ESQUEMÁTICA DE LA
EVOLUCIÓN ESTÉTICA DE PLOTINO
Plotino convierte a la estética en una parte de la teodicea.
La estética deriva de la teología. La belleza del universo canta
y clama la grandeza de Dios.
Para Plotino, en la belleza y en todo juicio estético resulta
necesario un elemento sensible. ¿Y cómo puede reducirse a lo
universal, a lo bello, este elemento sensible de goce estético?
Pues bien, al elemento sensible, a la belleza de los cuerpos,
Plotino añade la simetría y la medida. Pero a fin de cuentas,
no es la racionalidad de la belleza la que la hace bella. Bajo la
forma externa hay una forma interna, y bajo la simetría está la
Idea. Es todavía una forma de razón, una razón superior. Más
aún, no es la belleza sensible, ni la belleza formal, ni la belleza
racionalmente suprasensible la que se añade y produce la
atracción, sino la gracia, o sea que se trata de una Idea moral,
la idea del bien que se transparenta. En suma, no es
únicamente el contenido moral que es en sí, sino una
emanación de Dios que constituye la profundidad y la
intensidad del sentimiento estético. Esta quíntuple armonía se
revela inconscientemente. La profundidad y la santidad de
118
este sentimiento justifican la belleza y la salvan del peligro y
del carácter ficticio que podría adoptar. Al habituarnos a
vibrar ante la belleza que fuera meramente apariencia y juego,
nos habituaríamos a jugar con las cosas, a convertirnos en
diletantes desligados de las cosas y de las responsabilidades.
Daríamos la espalda a lo trágico de la vida y del sacrificio.
Todas estas objeciones son inválidas si es cierto que lo bello es
el vestigio del bien y de Dios en el universo. El bien es lo bello
actuado. Lo bello es el bien contemplado.
Es notable que Plotino no se detenga en las bellezas
concretas de la naturaleza con el mismo énfasis con que lo
había hecho Platón. Por oposición a la concepción de la
estética técnica y matemática de Aristóteles, Plotino no se
atiene más que a la concepción cósmica y metafísica de lo
bello. Comenzó por mostrar el nexo existente entre lo bello y
el bien; les señaló a continuación un sitio separado y distinto,
al lado del juicio lógico y del juicio moral. En este aspecto fue
un auténtico precursor de la concepción kantiana de la
estética. Distinguió con gran perspicacia —quizá demasiado
radicalmente— la belleza sensible de la belleza espiritual. Y
finalmente presentó un intento de división de las artes y creó
una jerarquía, con lo cual se le puede considerar precursor de
las investigaciones dirigidas a saber si la escisión de las artes
responde a principios necesarios.
Plotino únicamente insistió en las consideraciones
generales, sin entrar jamás en detalles ni detenerse en
fenómenos particulares, tales como el de los colores, de los
sonidos y de las formas. Al reducir el universo entero a una
visión —ya que toda la naturaleza no es más que una visión
imperfecta—, le resultó evidente a Plotino, a priori, que la
belleza no podía ser otra cosa que una visión imperfecta e
incompleta. Este nacimiento de la naturaleza mediante la
visión, lejos de ser un enriquecimiento, es en realidad un
119
debilitamiento de la contemplación. Una verdadera
contemplación no requiere de creaciones y es autosuficiente.
Toda exteriorización es un debilitamiento; ni el más grande
artista crea algo. Hay una inferioridad de la acción, de la
producción. Todo lo que Plotino debía de hacer era
preguntarse qué especie de visión podría ser la visión estética,
y vio, con mucha razón, que el sentimiento estético es
contemplación y theoria. Para captar a Dios sólo disponemos
de la visión; no nos es posible imitar su obra. Un único medio
nos es dado: la theoria, es decir, la visión extática. Dios crea
en y por la contemplación; ésta es su única manera de crear.
Este éxtasis de lo místico, este iluminismo de Plotino
contradice la dialéctica de Platón. La estética de Plotino, al
oponerse a la estética de las formas, desemboca
verdaderamente en una estética del esplendor y en una
apologética de lo informe. Debido a que es místico, Plotino es
el primero que revela la belleza del bien, esta belleza suprema
que constituye el carácter auténtico de la estética: toda estética
verdadera supone una concepción mística, quizá panteísta,
del universo.
120
1
Émile Bréhier apoya la cronología establecida por Porfirio en contra de los
argumentos de Heinemann. Cf. Plotino, trad. Bréhier, en la Colección G. Budé, Ire
Ennéade, pp. XIX y XX de la introducción.
2 Estos tratados van del 22 al 45 inclusive: el 30, De la contemplación (III-8); el 31,
De la belleza inteligible (V-8); el 32, De la inteligencia y del bien (V-5); el 38, ¿De qué
manera llega a la existencia la multiplicidad de las cosas? Del bien (VI-7); el 39, De
aquello que es voluntario (VI-8); Tratado sobre lo bello y los accesorios: 1, De lo bello
(I-6); 5 (V-9); 9 (Vl-9); 10 y 11 (V-1) y (V-2); el 50: Del amor.
3 Cicerón, Tusculanas, IV, XIII, pp. 30 y s. (ed. Nisard).
4 Plotino, Enéada, V, 8.
5 Jenofonte, Memorables, III, 10.
6 Plotino, Enéada, VI, 7.
7 Ibid.
8 Id., III, 5, 2.
9 Id., 4.
10 Id., 6.
11 Platón, Filebo, 64 e.
12 Platón, Fedro, 250 a-c.
13 Plotino, vol. I, Introducción, p. XXXIII.
14 Enéada I, 6, § 1.
15 Ibid.
16 Id., § 2.
17 Ibid.
18 Platón, El Banquete y el Fedro.
19 Plotino, Enéada I, 6, § 3.
20 Id., § 4.
21 Id., § 5.
22 Id.,§ 7.
23 Id., § 8.
24 Id., § 9.
25 Fedro, 247 c.
26 Enéada V. 8, § 3.
27 Id., § 9.
28 Id., § 10.
29 Id., VI, 7, § 22.
30 Id., § 32.
31 Id., § 34.
32 Cf. el Filebo.
33 Enéada V, 5, § 12.
121
VI. LA ESTÉTICA DE LA EDAD MEDIA
A) CONDICIONES GENERALES PARA UNA ESTÉTICA
DE LA EDAD MEDIA
LOS SUCESORES de Plotino sólo se ocuparon de la belleza
profesionalmente. Entre los estoicos, el problema moral
ocupa el lugar más importante. Los filósofos posplotinianos
consagraron su esfuerzo a las diversas técnicas particulares:
Aristoxeno a la técnica musical; Filóstrato a la técnica de la
pintura y a la investigación de los datos sobre los cuadros
griegos perdidos; Vitruvio a la arquitectura. Aquí se
encuentra igualmente el punto de partida de todas las
investigaciones teóricas: Dionisio de Halicarnaso y la retórica
que, entre los griegos y sobre todo entre los griegos de la
época decadente, fue considerada como un arte; Quintiliano y
el arte de la oratoria propiamente dicho; y finalmente
Longino, que nos legó un tratado breve, pero sumamente
importante, dedicado a lo sublime.
¿Qué relaciones puede guardar la filosofía general de la
Edad Media con la estética?
Si consideramos globalmente la filosofía griega, podemos
decir que se caracteriza por el don del sujeto: la fusión del
sujeto en la naturaleza, en el estado, en el objeto; el hombre se
abandona a alguna cosa que se encuentra fuera de él mismo.
Incluso cuando Sócrates llama la atención sobre el sujeto,
alejándose así de la orientación general de la filosofía griega
del peri physei, ese Yo era un Yo práctico que actuaba. No era
122
todavía un Yo infinito, inaccesible al que podemos aspirar, el
Yo que fue creado por la concepción moderna de la filosofía.
Cuando los teóricos alemanes y franceses hablan de la unidad,
de la armonía griega, sueñan con esta no separación entre
mundo y Yo. Cuando los filósofos románticos hablan
nostálgicamente acerca de la escisión, de la ruptura, siempre
aluden a esta separación entre el sujeto y el Yo con referencia
a la naturaleza y al objeto. Cuando la idea del hombre se
separó de la armonía y el Yo se había arrancado del mundo,
surgió en vez del monismo griego un dualismo que
contradecía, que aniquilaba el pensamiento filosófico griego.
La filosofía neoplatónica ha tratado desesperadamente de
vencer el dualismo en la theoria, en la contemplación extática
y ascética. Plotino intentó unir de nuevo el Yo y la naturaleza
sin lograrlo verdaderamente, si bien con toda naturalidad la
filosofía griega fue sustituida por el pensamiento del
cristianismo, que Plotino conocía y que intentó integrar en su
doctrina.
La concepción cristiana recibió en su origen una
considerable influencia del neoplatonismo, por la idea del
Uno-todo, y a la inversa. Pero la concepción cristiana así
definida, ¿admite acaso una estética? El pensamiento griego
radicaba en el equilibrio, en la unidad entre sujeto y objeto, y
no sólo permitía una estética, sino que la exigía. Si Grecia no
nos la dio en una forma precisa, hizo algo aun mejor que eso:
nos dio el arte, que es justamente el hecho armónico. Los
griegos no se ocuparon de buscar mediante el pensamiento la
reconstrucción del fenómeno artístico. Tanto Platón como
Aristóteles dedicaron su atención primordialmente a la
política.1
La concepción cristiana permite una estética por la meta
inconsciente que ha alcanzado la filosofía cristiana, mas no
123
por sus medios. Siguiendo las prescripciones y las
concepciones del neoplatonismo, que desembocaban en la
muerte de todo aquello que era sensible y sensual en el
hombre, tales medios consistían en buscar el nous sólo para
confundirse con el universo. Era una senda que conducía a la
inteligencia pura.
El ideal cristiano que, debido a la pasión del sufrimiento,
tiene cierto aspecto pasivo, se hace ascético y más
intransigente que el ideal platónico. Debe matarse dentro de
sí la vida sensible y sensual, debe aniquilarse el placer
producido por lo bello y por lo seductor que hay en la
naturaleza y en el no-Yo. Encontramos la reducción de este
placer sensible al placer intelectual en santo Tomás; y si en
san Agustín se conserva aún cierta medida de “sensibilidad”,
es una sensibilidad moral que, en última instancia, excluye el
elemento sensible. Si en su metafísica subyacente a la religión
el cristianismo pudiera admitir una estética y un arte, de
hecho los medios con que su visión metafísica debe realizarse
en la vida, excluyen la estética y el arte de tal concepción. Pero
los primeros cristianos iconoclastas no duraron mucho
tiempo, y en el siglo XIII se efectuó un compromiso con el
mundo.
Un primer periodo de la filosofía de la Edad Media se inicia
inmediatamente después de constituirse el cristianismo y
llega hasta el siglo IX; abarca a los gnósticos, a Orígenes y a san
Agustín. Durante este periodo, la idea esencial es la de
justificar la fe. El dogma es algo absolutamente extraño a la
razón y no debe pedirle a ésta apoyo alguno. A partir del siglo
IX nace la escolástica, cuya labor ha consistido en acercar uno
a otro ambos términos, razón y dogma, y a fundamentar
racionalmente el dogma: credo ut intelligam, escribió san
Anselmo: creo para comprender. Se ha colmado el abismo
entre creer y comprender, como en la filosofía patrística.
124
Tales filósofos —Abelardo, Averroes, Alberto Magno, Duns
Scotus— tuvieron el mérito de colocar a la razón y al
pensamiento en el lugar que les corresponde. Realistas,
nominalistas e intelectualistas hicieron un gran esfuerzo de
racionalización de la religión, esfuerzos que se concentrarán
en la Suma de santo Tomás de Aquino (1225-1274). ¿Qué
significaría esta transformación para la estética? El afán
místico y la fe que animaban a los Padres de la Iglesia eran
más favorables a la estética y al arte que el seco racionalismo
de santo Tomás; pero, por otra parte, antes de esa
racionalización tampoco quedaba ya lugar para el arte, puesto
que el afán de la fe consistía en aniquilar en el hombre las
cualidades físicas y en exigir la muerte de su cuerpo. En la
pre-escolástica se presentan más puertas abiertas a la estética,
pero fueron clausuradas por el ascetismo cristiano. De hecho,
la racionalización ha servido más.
San Agustín (354-430) también se ocupó del problema de
lo bello. Escribió sobre lo bello y lo conveniente dos o tres
libros que se perdieron. He aquí lo que dice en sus
Confesiones: “¿Amamos acaso algo, fuera de lo hermoso? Pero
¿qué es lo hermoso? ¿Qué es la hermosura? ¿Qué es lo que
nos atrae y nos aficiona a las cosas que amamos? Porque si no
hubiese en ellas alguna gracia y hermosura, de ningún modo
nos atraerían hacia sí. Y notaba yo y veía que en los mismos
cuerpos una cosa era el todo, que por serlo es hermoso, y otra
lo que en tanto es conveniente, en cuanto se adapta
convenientemente a otro; como la parte del cuerpo a todo él,
o el calzado al pie, y otras cosas semejantes”.2
San Agustín no nos ha legado, pues, una estética
propiamente dicha, pero sus ideas sobre esta cuestión se
encuentran reunidas en La Ciudad de Dios. Punto de partida
de toda nuestra filosofía es nuestro propio pensamiento y
nuestro propio ser; nos conocemos a nosotros mismos con
125
una certeza absoluta. La existencia del pensamiento en
nosotros es la única regla, el único indicio de esa certeza, y el
cogitare nos lo encontramos ya en este pensador. Los
resultados del trabajo del pensamiento son indudables, pero
en regiones diferentes: la de la sensibilidad, la opinión, la fe, la
creencia en lo que hay de sensible en nuestra toma de
conciencia de la naturaleza. Esta fe en nuestras percepciones
es necesaria para la vida práctica, y esta certeza es también
ella, enteramente provisoria y práctica. Al lado de la certeza,
que es el consentimiento objetivo, está la fe que es el
consentimiento subjetivo otorgado a un pensamiento; no
conocemos todo aquello en lo que creemos, y la fe, gracias al
milagro, tiene una extensión más amplia que el conocimiento.
El dominio sensible no forma parte del dominio del
conocimiento, sino meramente de la opinión, ya que sólo es la
imagen de la realidad y de la verdad, puesto que todo lo que
es verdadero es inmortal y eterno, mientras que lo sensible se
caracteriza por su caducidad.
Pero este universo sensible y caduco puede simbolizar lo
eterno.3 El fondo del alma misma es verdad y conocimiento,
no fe. Esta verdad es una función de la razón (ratio) eterna e
inmutable por oposición a la caducidad del mundo sensible.
De esta manera distinguimos y relacionamos los conceptos, y
en último análisis es el nous el que forma la base de la síntesis
filosófica en el místico san Agustín, tanto como en el místico
Plotino. Únicamente cuando nos ilumina la luz de la razón
(lux rationis) podemos apercibir las verdades generales de las
que todos los hombres participan. Pero esta razón, que es
igual para todos, planea por encima de este pobre y burdo
mundo de los fenómenos. La verdad eterna se extiende en el
seno de Dios; es inmutable, es Dios. Resulta imposible
concebir alguna cosa que sea superior a esta verdad que es
Dios mismo, ya que abarca el Ser entero y el universo. Este
126
Dios se halla tan por encima del universo y de los hombres —
puesto que es sede y centro de las verdades—, que resulta
inconocible. Puede llamársele ser supremo, sede de las Ideas,
razón eterna que es causa de todas las cosas, de la verdad, del
bien, de la belleza; puede llamársele no lo verdadero ni el
bien, sino lo bello. Parecería, así, que lo bello fuese superior a
lo verdadero y al bien; se trataría de la seducción divina que
atraería irremediablemente los hombres a Dios.
B) LA TEORÍA DE LO BELLO EN SANTO TOMÁS DE
AQUINO
Fuera de la Suma de santo Tomás se ha descubierto un
tratado intitulado De pulchro et de bono, atribuido primero a
este gran escolástico, pero después, con mayor certeza, a
Alberto Magno.4 Las investigaciones contemporáneas5
llevaron a Eugéne Anitchkoff a señalar que la teoría y la
definición de lo bello, tal como se exponen en este tratado y
que a primera vista parecen tomistas, no presentan un
acuerdo muy preciso con la teoría de lo bello en santo
Tomás.6
El hecho del que parte santo Tomás es que ciertos objetos
nos agradan y otros nos desagradan. Este gusto o disgusto
causado por determinados objetos se explica por el
ejercitamiento de ciertas facultades nuestras. Hay en nosotros
cuatro formas sensitivas internas (vires interiores sensitivae).
Las formas sensibles de las cosas son percibidas por nosotros
gracias a lo que los escolásticos llaman el sentido común,
según el principio “sensus communis est radix et principium
exteriorum sensuum”. Pero las formas de las cosas exteriores
que nuestro sentido común reúne, no se conservan sino
mediante la memoria y la imaginación. Una vez que estas
127
sensaciones han penetrado en nosotros y recibida una
primera vida por la imaginación, las juzgamos con una
determinada fuerza: vis estimativa.7 Así pues, el instrumento
estético por excelencia es, igual que en Kant, el juicio, aquello
que nos conviene o que no nos conviene.
Los objetos nos gustan o nos disgustan gracias a una
sensación visual que actúa de intermediario: la vista es el
sentido estético por excelencia, mientras que el gusto, el olfato
y el tacto están excluidos. Por lo que respecta al oído, es un
sentido más bien sospechoso durante la Edad Media. San
Agustín teme su influencia carnal y santo Tomás lo cita.8 La
vista y el oído pueden producir impresiones estéticas.9
Pulchra dicuntur quae visu placent. Según esta afirmación de
santo Tomás, son las sensaciones de la vista las que explican
la impresión estética del objeto, con lo cual nos encontramos
en pleno hedonismo estético: es el agrado, el placer. Pero
sigamos un poco más adelante. Decir que un objeto nos gusta
es un juicio. Por otra parte, hay dos especies de vis estimativa:
la vis estimativa naturalis y la vis estimativa cogitativa, que
corresponden al juicio natural y al juicio racional. Mientras
que el primero se puede percibir ya en los animales, el
segundo es exclusivamente humano. El placer que se siente
frente a un objeto bello no es, pues, corpóreo, sino intelectual.
En un paisaje que nos agrada hay diversos elementos físicos,
pero estos elementos deben suprimirse en la medida de lo
posible: pulchrum respicit vim cogitativam. Lo bello concierne
únicamente a la facultad del juicio racional. Y así, la estética
de santo Tomás comienza por ser una estética sensualista y
empírica con el hedonismo de la vista y se desplaza después,
como la de Kant, a una estética del juicio para establecer la
preeminencia del juicio racional.
Lo que añade y confirma el carácter racional de la estética
de santo Tomás es que para él toda belleza es formal. En su
128
opinión, todo conocimiento se dirige a las formas de las cosas,
no a su contenido. Y estas formas nos proporcionan un
conocimiento adecuado del objeto, ya que emanan de Dios.
Dios ha creado las formas, pero una vez creadas se han
multiplicado por sí mismas: es la vis creativa conferida por
Dios a las formas, son las fuerzas de la naturaleza ordenadas y
puestas en acción por la voluntad divina; pero actúan sin la
constante intervención de Dios. Lo que constituye la belleza
de lo real no es la apariencia sensible de las cosas, sino la
forma inherente a ellas; en este punto nos acercamos a las
formas aristotélicas. Las potencias latentes de la naturaleza
que han comenzado, por su cuenta, a crear: he aquí el
dominio de la estética; omnis cognitio pertinet ad formam
quae est determinans materiae potentiarum multitudine.
Ahora bien, ¿cuáles son las relaciones entre lo bello y el
bien, puesto que la cogitatio puede tener nexos tanto con uno
como con otro? El bien, según santo Tomás, es aquello que
todos los hombres y toda la creación (omnia) desean.10 El
deseo, la apetencia, es una inclinación natural de un ser por
otro ser que le conviene. Mas para discernir lo que, de entre
las diferentes cosas deseables, nos conviene o no se requiere el
juicio. En consecuencia, el dominio de la apetencia y el
dominio de lo bello se hallan sometidos, a fin de cuentas, al
juicio racional.
Santo Tomás, al preguntarse si es posible experimentar un
goce sin deseo por y gracias a la mera apreciación, responde
afirmativamente. Justo el dominio de lo bello es un dominio
que nos proporciona un placer sin que haya deseo de por
medio; comienza en el momento en que, después de aprobar
las formas que tenemos enfrente, gozamos sin deseo. Además,
los objetos penetran a nuestro interior exclusivamente por la
mirada, y de todos nuestros sentidos es la vista la más
desinteresada, ya que goza meramente de la superficie de
129
todas las cosas. No consumimos el objeto, diría Kant. Lo que
distingue lo bello del bien es que el bien es siempre
interesado, mientras que lo bello es enteramente
desinteresado.
Santo Tomás distingue tres especies de bien: el bien útil, el
bien deleitable y el bien honesto. De estas tres especies, el bien
útil está excluido de lo bello, por ser éste desinteresado. El
bien deleitable no se identifica con lo bello; halaga nuestros
sentidos y corre el riesgo de llevarnos a cometer el pecado de
la lujuria. Sólo queda el bien honesto, cuya cualidad esencial
es ser desinteresado y que posee, además, al igual que lo bello,
cierto carácter espiritual; lo bello supremo es la belleza del
alma: spiritualis pulchritudo. Si aceptamos que el bien honesto
emana del alma, resulta que en esta especie de bien se
confunden el bien y lo bello, separados hasta este instante por
el deseo: In virtute consistit spiritualis pulchritudo; virtus
autem est species honesti.
Y si es cierto que lo bello y el bien se confunden en sus
manifestaciones supremas, ¿resulta que pueden suplirse uno
al otro, o existe alguna diferencia entre ambos? Éste es el gran
problema que la estética antigua no supo resolver, puesto que
no reconocía una auténtica diferencia. En santo Tomás
observamos una vacilación. Y Alberto Magno ha intentado
encontrar el carácter específico de lo bello en su obra De
pulchro et de bono.
Santo Tomás nos ofrece en su obra diferentes definiciones
de lo bello. Para que haya belleza se requieren tres
características esenciales: la integridad o perfección, la
proporción justa o armonía, y la claridad.11 Las primeras dos
cualidades provienen de Aristóteles. Integritas significa que
todas las propiedades pertenecientes al objeto deben
encontrarse efectivamente en el objeto. Todas esas cualidades
130
múltiples deben concordar, es decir, formar un nexo
armonioso exigido por el concepto y por la finalidad del
objeto. La claritas significa que estas cualidades del objeto
deben ser apercibidas por nuestra razón. Las tres
características son intelectuales, y debe existir un nexo
legítimo entre ellas. De este modo llega santo Tomás
nuevamente a la cuestión planteada más arriba: las relaciones
entre lo bello y el bien.
Todo objeto, toda criatura pueden ser examinadas por
nosotros de dos modos: desde el punto de vista de la sucesión
de las causas, o desde el punto de vista de los efectos
producidos por este objeto sobre el hombre. Si nos atenemos
al primero, encontramos causas eficientes, materiales,
formales y finales. Es necesario que la causa eficiente se
convierta en causa final, se realice de modo que cumpla y
realice el fin. Y es el bien el que conduce la causa eficiente
hacia la causa final. El efecto que las diversas causas producen
en el hombre no siempre es el mismo. Cuando estudiamos un
objeto, una “criatura”, lo que en primer lugar asombra al
espíritu no es su materia, ni la causa que la ha hecho nacer, ni
el fin a que apunta: es su forma, o sea la producción de un
efecto semejante a sí mismo o, para decirlo de otro modo, la
perfección de la causa eficiente. Una vez que hayamos
investigado la causa eficiente del objeto, cuya perfección
consiste en la repetición de sí misma, descubriremos que, en
última instancia, es el bien el que explica esta perfección. Así
pues, el bien y lo bello son idénticos en lo que respecta a su
nexo con el sujeto. Pero si el bien y lo bello son idénticos en
su relación con nosotros, existe sin embargo una diferencia en
nuestra manera de enfrentarnos a ellos. Lo bello no suscita
deseo, mientras que el bien lo despierta siempre. Respicit
appetitum, incluso si este apetito consiste en la beatitud
suprema. Lo bello no se dirige más que a nuestra facultad de
131
conocer: respicit vim cognoscitivam.
Veamos a continuación otra definición que nos da santo
Tomás de lo bello: la proporción justa. Aquí no se encuentra
aún incluida la palabra claritas; no será sino hasta más
adelante cuando la añadirá santo Tomás. Claritas es tanto
como color nitidus, es la vista en su sentido intelectual por
excelencia, que elimina toda sensibilidad para representar
únicamente la inteligencia. No obstante, en su comparación
con el color centelleante, incluye un elemento afectivo en esta
definición tan intelectual.
En el pequeño tratado De pulchro et de bono de Alberto
Magno hallamos una definición de lo bello en que aparecen
nuevos principios: ratio pulchri consistit in resplendentia
formae super partes materiae proportionales vel super diversas
vires vel actiones. En esta definición queda sobrentendida la
coordinación. La forma, que desempeña en la estética un
papel tan considerable, es mencionada aquí. Mientras santo
Tomás no se ocupa sino de la proporción de los objetos, aquí
se presenta una posibilidad de belleza formal en las acciones.
La perfección, pues, no es suficiente; se requiere el resplandor,
el esplendor de la forma; hace falta que alguna cosa se añada a
la proporción debida: nos las habemos aquí ya con una
investigación moderna, prekantiana, donde aparte de lo
intelectual se trasluce un “no sé qué”. Lo pulchrum, con sus
nuevas cualidades, no solamente no es idéntico, sino que es
superior a lo honesto: es la resplendentia. Lo honesto es el
grado supremo del bien, pero lo bello es superior a lo
honesto. A juicio de Alberto Magno en De pulchro, la forma
es todo aquello creado por la causa formal. Todas las formas
son buenas y perfectas, pero no todo lo que es formal es bello:
le hace falta el centelleo, y es la gracia divina la que hace
descender esta aureola sobre las cosas.
132
C) LA TEORÍA DEL ARTE Y EL SISTEMA DE LAS ARTES
La Edad Media no conocía una concepción de las Bellas
Artes como algo distinto del arte en general. Para santo
Tomás, el arte es ante todo una virtud, virtus. Según los
escolásticos, es una disposición particular de nuestro ser
(dispositio operativa) que no es latente ni está en potencia,
sino en acto; el hombre no puede ser virtuoso sino gracias a
sus acciones. Con esto, el arte se distingue del saber y de la
prudencia (dispositio speculativa). A continuación, santo
Tomás considera que la disposición intelectual es, asimismo,
eficiente, o que al menos la dispositio operativa es también
intelectual. Los artesanos y los artistas se guían siempre por
razonamientos, y toda acción se remonta, en último análisis, a
un pensamiento: las disposiciones cognitivas preceden, pues,
lógica y cronológicamente a las disposiciones operativas. La
virtud, en definitiva, es un pensamiento.
Por otra parte, si la obra de un artista es imperfecta, según
santo Tomás es una obra contraria al arte; no es propiamente
una obra; únicamente merece el nombre de obra si es
perfecta. Para él, el esfuerzo del artista no cuenta, y la obra
nace del conocimiento. Así como la prudencia conduce a la
felicidad a quien actúa, así también el arte guiado por la
prudencia sólo tiene como fin la perfección de la obra, que
corresponde a la felicidad del individuo. Lo importante no es
que el artista opere bien al trabajar, sino que cree una obra
que opere bien. Como decía Sócrates, un cuchillo debe cortar
bien.12 Lo que importa es la utilidad de la obra de arte y su
participación en las necesidades del hombre.
Los escolásticos ven en el arte una virtud formada por
razonamientos especulativos que conducen a ideas de
actividad operativa, que a su vez suscitan actos u objetos cuya
utilidad consiste en mejorar la vida. “El arte es un
133
razonamiento recto en la construcción de ciertas obras.” En el
fondo es, pues, una dirección seguida por la razón, una razón
bien dirigida, la recta ratio. El arte no consiste en reglas
diversas y específicas para esta o aquella disciplina, sino que
un reglamento único y general lo preside. Para que surja una
obra de arte, se requiere ante todo la buena voluntad del
artista, una voluntad razonable y moral: ut homo bene.13 Pero
esta buena voluntad artística pertenece a la actividad del
hombre y debe gobernarse por un principio diferente: la
justicia. En la Edad Media, el arte fue dirigido por
obligaciones de orden propiamente jurídico. El principio de
utilidad domina todas las artes reguladas jurídicamente por
estatutos obligatorios:14 es la estética de Sócrates. Una obra de
arte debe tener su propia fitness. Los artistas y artesanos,
imagineros, pintores, talladores de piedra, debían someterse a
las prescripciones especiales: fabricación de objetos sólidos,
poco frágiles, para citar un ejemplo. Se ha asociado este
movimiento con el de los prerrafaelitas y el de William
Morris, pero estos dos últimos eran artificiales, conscientes y
premeditados.
El arte medieval está “en servicio” y es perfectamente
anestético. Para los escolásticos, todo es final. La finalidad
artística es idéntica a la finalidad de la naturaleza, que es una
creación divina. El artista persigue siempre una meta
determinada análoga a la de la naturaleza: la concepción de
esta identidad puede considerarse como la verdadera
metafísica medieval en materia estética.
Hugo de san Víctor (1096-1141), en el Didascalicon,
distingue tres géneros de creación: la creación de Dios, la de
la naturaleza y la del artifex, que es la del artesano o artista.
Estos tres géneros de creación emanan de la creación divina;
de aquí se pasa a la creación de la naturaleza, y finalmente a la
del artista. Esta teoría de la emanación fue adoptada por santo
134
Tomás: “La obra de arte —escribe— tiene por base a la
naturaleza, y esta última a la creación divina”.15 Para Hugo de
san Víctor, la creación no se detuvo al cabo del séptimo día;
siguiendo órdenes de Dios, la naturaleza continuó la obra.
Ahora bien, la creación artística es una forma, una especie de
esta virtus creativa que Dios depositó en el fondo de la
naturaleza. Esta naturaleza es casi un zoon, un ser viviente,
gracias al fermento creador. Sirve al hombre en todas sus
necesidades como si fuera un criado; pero al mismo tiempo
obedece siempre las órdenes de Dios. Cuando el hombre se
encuentra cara a cara con calamidades naturales, la naturaleza
le sirve mal, mas esto se debe a que a Dios le parece de vez en
cuando necesario castigarlo.
El arte es una creación consciente llevada a buen término
por el libre arbitrio del artista; el artesano se acerca, pues, a
Dios, que es el artifex supremo. La obra divina, aun cuando
solamente lo es en potencia, es siempre una forma, y como tal
inmutablemente eterna. Existe sempiternamente en toda su
perfección. Una vez que Dios ha creado, la naturaleza se
separó de él; la obra de arte, por el contrario, es siempre
motus, movimiento, inestabilidad. Sin embargo, por arbitraria
que sea, por modificable que sea en plena ejecución, la obra
de arte continúa la obra de la naturaleza y, mediatamente, la
obra de Dios. El artista es, en cierto modo, intérprete y
heraldo de la naturaleza. En el momento en que crea y su
arbitrariedad parece actuar, son en realidad las misteriosas
fuerzas de la naturaleza las que actúan y crean. Se trata, pues,
de imitar a la naturaleza: imitanda natura.
La imaginación desempeña un papel más bien pobre en la
psicología medieval y en la de santo Tomás; en ninguno de los
escolásticos hay vestigios de la imaginación creadora. El arte
es recta ratio, resultado y fruto de la reflexión que implica un
conocimiento de las leyes de la naturaleza y de las reglas
135
particulares de cada arte. Armado de estas reglas, el artista
imita la naturaleza en la medida en que esto sea posible.16
Pero imitar la naturaleza no es, en este sentido, reproducirla o
representarla; es continuarla en su tarea intentando hacer lo
que ella; es imitar su actividad, no su obra.
Hasta ahora hemos hablado de las obras útiles, pero hay
también en la Edad Media preocupaciones acerca de la
belleza; sin éstas, no podría uno explicarse todo el arte
medieval realizado no por preocupaciones puramente
utilitarias, sino también para satisfacer necesidades estéticas,
por diferentes que fueran de las nuestras. Sin duda hubo
juicios en esta materia; pero así como la creación de las obras
de arte no es libre ni verdaderamente estética, así también los
juicios estéticos son juicios utilitarios que se apoyan en
consideraciones éticas. A propósito de la reconstrucción de la
catedral de Chartres, por ejemplo, se consultó a numerosos
clérigos. San Bernardo rechaza sobre todo la ornamentación
decorativa y quiere evitar el lujo y el abuso. Para santo Tomás,
la belleza del cuerpo es una belleza maldita: pulchritudo
corporis est pulchritudo maledicta. “La belleza de la mujer es
una espada flameante.” Santo Tomás, de criterio más amplio
que el de los cistercienses, señala con todo que en estas
formas condenables se encuentra la forma verdadera, el eidos
interior que se trasluce. Acaba diciendo que la ornamentación
no es sino el adorno de la belleza interior, con lo cual ofrece
atenuantes y excusas a la libido aedificandi. Esta belleza
interior, que se revela en el adorno, es deleitable, con lo cual
se sitúa entre lo bello y lo honesto. Los bellos ornamentos son
deleitables, y todas las personas atraídas por ellos los llaman
bellos. Es deleitable, pues, la impresión producida por las
representaciones del mundo real. Y si en estas
representaciones es verdaderamente la naturaleza real la que
se representa, la deleitabilidad es una cosa permitida; los
136
escolásticos se sublevan sobre todo contra los monstruos de
los escultores románicos.
La reproducción de la naturaleza real sólo es admisible en
tanto que es útil. Gracias a esta idea de utilidad en la
reproducción del mundo real, las propias bellas artes
encuentran defensores entre los escolásticos. Guillaume
Durand, en su Rationnel des divins offices, pretende que la
pintura de ornamentos es la lectura de los iletrados; o sea que
las bellas artes son útiles y el arte se subordina a la pedagogía,
a una enseñanza. Leemos en Hugo de san Víctor: “Qué decir
de las obras de Dios si… este fruto adúltero del arte se admira
a tal punto que no nos alcanzan los ojos para contemplarlo”.
Los estéticos de la Edad Media se ocuparon de establecer
una división de las artes. Los escolásticos las dividieron en
siete ramas, agrupadas entre el trivium y el quadrivium. El
trivium abarca las artes teóricas: dialéctica, lógica, gramática;
el quadrivium comprende las artes poéticas y las artes
prácticas: aritmética, geometría, música, astronomía. Esta
división prevalecería hasta el siglo XII. Hugo de san Víctor, en
el Didascalicon, ha concebido un sistema de las artes en que la
parte inferior es ocupada por las artes-oficios reguladas por
estatutos jurídicos, y la parte suprema por la contemplación.
Entre estos dos extremos hay una serie de escalones, un
ascenso en siete grados: la admiración de las cosas que
procede de la consideración de la materia, de la forma, de la
naturaleza, de las obras producidas por la naturaleza, de las
obras producidas por la industria, de las instituciones
humanas, de las instituciones divinas. Esta división fue
adoptada por santo Tomás.17 Para él, los estudios humanos,
cuya atención va dirigida a la consideración de la verdad, se
conectan con la vida contemplativa; cuando se dirigen a las
necesidades presentes, se refieren a la vida activa; la situación
intermedia se ve ocupada por el saber que dirige los actos, tal
137
como se enseña en las escuelas y los talleres. Entre el saber y el
hacer existe un conocimiento práctico que es justamente el
arte: es una práctica saturada de teoría.
Lo que caracteriza este dominio, el del arte, es que la
afectividad, el sentimiento, la delectación pueden
compaginarse con lo intelectual. A esta tercera manifestación
corresponden las artes que a fines de la Edad Media se
denominaban artes liberales, si bien se las siguió
considerando como ancillae theologiae. Las artes liberales les
son permitidas a los legos, mientras que los clérigos deben
atenerse exclusivamente a la contemplación de Dios y al
estudio de los hombres inspirados por Dios.
Hugo de san Víctor, al hablar de las artes en su obra De
vanitate mundi, las considera como actividades inferiores a la
contemplación de Dios, como un reposo laborioso, pero
deleitable en sí mismo. La contemplación del arte es un mero
instante de detención que no les está permitido a los clérigos,
sino únicamente a la sencillez del pueblo, para el que es un
placer combinado con estudio que abre una de las puertas del
saber.
No hay en el Medievo una estética propiamente dicha: el
desinterés, que constituye para nosotros el rasgo esencial, se
desconoce en absoluto. En esta época, el arte se confunde por
un lado con el oficio, y por el otro con la contemplación
divina orientada hacia el paraíso y utilitaria también ella. Pero
una vez admitida esta antinomia entre la estética escolástica y
la estética moderna, hay que considerarla como acicate para
estudiar el problema. Se empuja continuamente lo bello hacia
la teología, y la teoría del arte, en cambio, es halada sin cesar
hacia la técnica. La teoría de lo bello y la teoría del arte, estas
dos ramas de la estética tomista, no logran jamás reunirse en
una unidad.
138
Entre los artistas medievales deben recordarse
principalmente a Giotto y Cennino Cennini que, por sus
características, representan a la vez a los últimos de la Edad
Media y los primeros de la Moderna.
En Giotto (1266-1336), coetáneo y amigo de Dante (12651321 ), acontece el mismo milagro que en el poema dantesco.
Giotto se encuentra en la raíz misma de lo que puede llamarse
la virtud plástica. Es un realista, y su realismo puede
descubrirse en sus figuras y en la humanidad apasionada. En
él se presentan los primeros ensayos de perspectiva y de
disminución gradual de las magnitudes. No resulta
demasiado absurdo creer que la virtud plástica y casi
alucinada del Dante se exalta al inspirarse en los frescos tan
poderosamente plasmados por Giotto. Dante y Giotto viven
en Roma el gran año jubilar de 1300 con todo el fasto
cristiano que allí se desarrolla. El arte de Giotto es un arte de
síntesis y de simplificación, de estilización, no de verismo.
Acepta las inverosimilitudes de la perspectiva y suprime todo
aquello que puede perjudicar la idea clara: matiza la extensión
para inscribir en ella un drama. No pinta imágenes de las
cosas, sino el signo de éstas, y compone los espacios como
marco a estos ideogramas. “Giotto —escribe Hourticq— no
pinta estrictamente lo que ve, sino lo que concibe.”18 Pero este
pintor realista no restringe lo accesorio sino para hacer
resaltar lo esencial. “El partido que toma es el de una verdad
óptica mucho más elevada que la verosimilitud óptica.”19 La
humanidad domina imperiosamente en su pintura. Toda la
Edad Media se halla aquí presente con su predilección por los
valores espirituales y con toda su despreocupación. Habrá que
esperar a Leonardo para encontrar una intervención
igualmente poderosa de la inteligencia y una conciencia
similar en la innovación. El arte de Giotto es un gran logro del
pensamiento y de la intención. Es un arte magnético, un arte
139
especulativo.
Giotto hizo escuela. Los giottistas son discípulos que
continúan una tradición, pero tal parece que el arte se hace
estereotipado. En todas partes, y sobre todo en Florencia
antes de 1350, nacen compañías de pintores, y finalmente una
verdadera organización corporativa de pintores. Los encargos
son casi exclusivamente religiosos. Los pintores están al
servicio de la filosofía y de la teología. Se establece de este
modo la pintura de santo Tomás, ya no la de san Francisco.
Cennino Cennini (1360-1440) es, además de pintor de la
escuela florentina, autor de un precioso Tratado de la pintura
escrito en 1437 y publicado en Roma en 1821. Según Cennini,
el arte consiste primordialmente en la imitación de la
naturaleza, pero hace falta también someterse a la dirección
de un maestro, ya que es éste el camino para adquirir un
estilo. El arte, en definitiva, debe corregir la imitación de la
naturaleza mediante el estilo, y el estilo mediante la imitación
de la naturaleza. Los primeros principios de todo arte son el
dibujo y el colorido. Cennini es, en efecto, el discípulo más
fiel de Giotto; trabaja con Taddeo Gaddi, y precisamente
Giotto había introducido en la pintura medieval un rigor en el
dibujo que antes era desconocido. Uno de sus principios
esenciales, “déjate guiar sobre todo por tu entendimiento”, se
encuentra también en santo Tomás y hasta varios siglos
después en Leibniz.
Las artes plásticas se hacen alegóricas en el transcurso de la
Edad Media y acaban por representar abstracciones: virtus,
abundantia, constantia. Cada vez más se utilizan las artes
plásticas como medios pedagógicos para ilustrar ideas. “Lo
que la escritura es para quienes saben leer —escribe Gregorio
Magno— lo es la pintura para quienes no saben leer.” Esta
predilección se propaga a través de toda la Edad Media, por
140
ejemplo en el Roman de la Rose. Además, los poetas
medievales se esmeran, en las novelas, en describir
minuciosamente cada objeto, los cuadros de batalla, de caza,
de festín. Esta descripción cuidadosa rivaliza con la pintura, y
la alegoría en las artes plásticas corresponde a la descripción
en las artes literarias.
141
1 Cf. Wilamowitz.
2
San Agustín, Confesiones, trad. V. M. Sánchez Ruiz, Apostolado de la Prensa,
Madrid, 2a ed., 1951, p. 86.
3 Cf. Platón y Plotino.
4 Alberto Magno, resumen de la Exposición sobre los nombres divinos, en S.
Thomae Aquinatis Opuscula, t. V: Opuscuda Spuria, ed. P. Mandonnet, París,
Lethielleux, 1927; G. Meersemann, Introductio in opera omnia B. Alberti Magni,
Brujas, 1931, p. 102; M. De Wulf, Histoire de la philosophie médiévale, t. II, LovainaParís, 1936, p. 144; E. De Bruyne, Études d’esthétique médiévale, t. III: Le XIIIe siécle,
Brujas, 1946, p. 162.
5 E. Anitchkoff, “L’esthétique au Moyen Age”, en Le Moyen Age, 2a serie, 29, p.
234.
6 Abbé Vallet, L’idée du Beau dans la philosophie de saint Thomas.
7 Cf. Erik Wolff.
8 Cf. santo Tomás, Suma teológica, II, II, qu. 91, art. 2. ad. 2. La cita es de san
Agustín, Confesiones, X, 6 (PL. 32, 769).
9 Cf. santo Tomás, Suma, la-2ae, XXVII, art. 1, ad. 3.
10 Cf. santo Tomás, Suma: “Bonum est quod omnia appetunt” aparece como cita
del Philosophus in I Ethicorum (es decir, Aristóteles, Ética Nicomaquea, I, I, 1094 a
3).
11 Cf. santo Tomás, Suma, I, II, II, 145, 2.
12 Cf. santo Tomás. Suma, Ia-II al., 57, art. 3.
13 Cf. ibid., ad. 2: “Ut homo bene utatur arte, quam habet, requiritur bona
voluntas, quae perficitur per virtutem moralem.”
14 Cf. Étienne Boileau, Le livre des métiers.
15 Suma, I, 14, 8.
16 Cf. santo Tomás, en Aristotelis libros Posteriorum Analyticorum Expositio, I, I, 5
a.
17 Cf. santo Tomás, Suma, I, II, 57, 3, ad. 3.
18 Hourticq, La peinture, des origines au XVIe siècle, Laurens, París, p. 100.
19 Schneider, La peinture italienne, des origines au XVIe siècle, t. I, Van Oest, París
y Bruselas, p. 8.
142
SEGUNDA PARTE
EL RENACIMIENTO Y EL SIGLO XVII
143
VII. EL RENACIMIENTO ITALIANO EN
LOS SIGLOS XV Y XVI
A) RASGOS GENERALES DEL QUATTROCENTO
CON RAZÓN distingue Wölfflin dos Renacimientos en Italia: el
del Quattrocento y el del siglo XVI. En Florencia es donde la
fermentación de los descubrimientos técnicos y la sed de una
cupido sapiendi, más que en ningún otro sitio, convierten en
problemática toda la pintura hasta hacer que ésta se desligue y
separe del arte primitivo. Al rigor fijo de la tradición le
suceden, en los albores del Quattrocento, los tanteos de la
inteligencia. La tranquila y beata certidumbre de los últimos
giottistas se esfumó. Se vive en Florencia una aventura de la
ciencia, una sed de descubrimientos que conduce todo
aquello que tenía algo que ver en la creación artística
directamente del arcaísmo al clasicismo. Y este surgimiento
de descubrimientos constituye la juventud misma y la
fisonomía del nuevo siglo. Tales hallazgos acompañarán en
Florencia la fuerte tendencia hacia un naturalismo sui generis
que revelará características propias.
Al llegar a su fin el giottismo, desaparece la pintura
espontáneamente cristiana. Los objetivos del arte se hacen
autónomos, el arte se independiza y se convierte en laico,
como puede verse en Masaccio. De aquí nace la pintura que
representa figuras por ellas mismas. Se requiere la enseñanza
de los maestros pintores, no ya de los teólogos. Los papas no
tardarán en favorecer una pintura1 que tomará a la religión
144
como mero pretexto. La predicación cede la pintura a la
estética. Suele citarse a Perugino (1446-1524), quien jamás
quiso creer en la inmortalidad del alma, y a Leonardo (14521519), quien deseó recibir la instrucción de la fe católica
apenas en su lecho de muerte.2
El gusto por el mundo sensible es decisivo. El universo
material, de ahora en adelante, inspira amor por sí mismo y
ya no como lenguaje simbólico. A esto se debe la primera
conquista de Florencia: el cuerpo y la figura humanos.
El naturalismo florentino es un naturalismo fresquista, es
decir, de artistas que pintan elevados muros. Se reduce a los
esbozos y croquis. Su pintura no puede radicar en una tenaz
observación; el artista requiere la intervención, en su propio
naturalismo, de la imaginación y la memoria, es decir, una
constante colaboración del pensamiento; en este realismo
resulta obligatorio un cierto idealismo.
Por estos años nace y se desarrolla igualmente la pintura de
caballete. El realismo se presenta aquí más minucioso, se
centra en el detalle y rivaliza con la naturaleza al copiarla.
Se trata, pues, de “un naturalismo limitado”, según se ha
dicho ya. El drama y la decoración —o sea la intención— se
superponen al naturalismo: jamás le dejan el campo libre y
solo. Nunca es suficiente el espectáculo real: hay expresión, y
el gesto expresado con frecuencia se debe más a la
imaginación que a la observación; nos encontramos con la
decoración, y el paisaje de fondo es con frecuencia
convencional. Masolino da Panicale (1383-1447) y su
discípulo Masaccio (1401-1428) llaman la atención por sus
procedimientos novedosos al elaborar el primero el modelado
y la gracia, y el segundo el drama.
El artista más representativo de esta época es Botticelli (
1444-1510). De acerbado modernismo, es sin embargo el más
145
cuatrocentista. De todos los pintores de estos años es él el más
lineal y linealista, y es el más enamorado de lo inestable y lo
fugitivo. Su arte se compone de cuatro elementos: es una
estética del trazo, del plano, del arabesco y antes que nada una
estética del instante.
Esta nueva pintura y su naturalismo tuvo una inmediata
consecuencia que la excepción contemporánea de Fra
Angelico (1387-1455) no hace sino resaltar más todavía: la
introducción del realismo en la pintura aniquila y hace
desaparecer el misticismo gótico.
B) DEL SIGLO XVI AL CLASICISMO EVOLUCIONADO
La estética del Renacimiento italiano del siglo XVI se
distingue por el descubrimiento del individuo: l’uomo
singolare. Ya no encontramos en esta época el elemento
gregario de un grupo de fieles o una religión, sino la
composición única de elementos físicos, psíquicos e
intelectuales. Entre estos individuos, el Renacimiento ha
podido distinguir y ha visto surgir varios hombres que no
eran sólo manifestaciones interesantes del genus homo, sino
que encarnaban dentro de sí a muchos seres humanos: es el
uomo universale, el genio universal, por ejemplo Dante,
Alberti y más que nadie Leonardo.
El resurgimiento de la Antigüedad se había iniciado ya
desde el siglo XII. Con el auxilio de los poetas antiguos se
descubre la belleza de la naturaleza, que deja de ser un
enemigo (como en el satánico Maretchovski), un elemento
aberrante, maldito y temible, pero no obstante se nos escapa y
sigue sin someterse a nuestras órdenes. Y desde Boccaccio
hasta los poetas del siglo XVI, y en el propio san Francisco de
Asís, observamos esta reconquistada familiaridad con la
146
naturaleza; no con la gran naturaleza, sino con la naturaleza
suavizada y ornamentada; habrá que esperar a que surja el
romanticismo para poder familiarizarse con la naturaleza
salvaje y espantosa.
Al mismo tiempo se redescubre la belleza humana y se
suscitan las cuestiones del colosso, de la estatura humana.
Se va formando una nueva concepción del arte. Durante la
Edad Media, el arte es una sirvienta (ancilla), un
razonamiento de la estética; es “un razonamiento dirigido al
cumplimiento de algunas obras”,3 caracterizado siempre por
un aspecto racional y de exclusividad racional, y la resonancia
y vibración sentimental se consideran siempre como
elementos enemigos. El ideal de la Edad Media se simboliza
en el santo, justamente aquel tipo humano que desea negar lo
sensual y animal. Esta especie de razonamiento se distingue
por sus realizaciones: interviene la voluntad, pero si esta
voluntad nace del impulso, sigue siendo un elemento sensible;
debe ser “una voluntad guiada por la justicia que tiende a la
utilidad”.4 Debe obedecer el código moral y las prescripciones
jurídicas de las cofradías y del artesanado. El arte medieval es
anestético. La preocupación por la belleza no existe, y el arte
únicamente se orienta por su utilidad. Los clérigos protestan
ante el embellecimiento de las iglesias. El artista imita a la
naturaleza, pero porque la naturaleza es un ser viviente al
servicio de Dios; imitar a la naturaleza equivale a rezar. El arte
encuentra su acomodo entre la vida activa que se guía por la
justicia y la vida contemplativa que se guía por la oración. El
elemento activo en el arte es un acto de fe; el contemplativo
corresponde a la contemplación divina.
Imaginemos el extremo opuesto, y he aquí que tenemos la
concepción del Renacimiento. La belleza sensible glorifica en
su raíz misma las más elevadas manifestaciones del arte. La
147
vida no es meramente vida contemplativa; el hombre deja de
anular su sensualidad: ésta debe expandirse; ésta es la idea del
nuevo artista, como nos lo ejemplifica Benvenuto Cellini en
su vida sensual. El arte es una magnificación de todo el ser
humano. Tal concepción del arte, típica de los hombres
renacentistas, no es sólo teórica, sino que las obras apoyan esa
teoría.
El arte se transforma en este momento de medio en un arte
en sí; aparece el arte por el arte, que se irá acentuando como
tal a partir del siglo XVI. El arte simbólico que precede al arte
clásico se caracteriza por la inadecuación entre la Forma y la
Idea. La Idea, aún demasiado vasta, infinita como el espíritu y
las concepciones humanas, no logra ser abarcada en la
imagen sensible e imperfecta que se le tiene que dar. Y de esta
antinomia, de esta inadecuación entre la forma finita y
limitada por un lado y el espíritu por el otro nace todo el arte
preclásico. El equilibrio entre Idea y Forma no se ha realizado
todavía. Se ha reconocido que lo decisivo es una concepción
del tiempo más que una concepción del espacio. En el arte
primitivo, el personaje es estático; las figuras están aisladas en
una postura más que en un movimiento. El movimiento es el
viejo sueño del cambio en lo inmóvil, es el sueño clásico por
excelencia. Conectar los grupos y obtener una sucesión
verdadera de una acción inmóvil, he aquí los problemas que
se planteará el clasicismo.
En este arte primitivo es notoria la ausencia de
composición y de capacidad de organización dramática:
domina la yuxtaposición, no la subordinación. La
composición, en efecto, es ante todo una adquisición de los
clásicos, es el feudo auténtico de la ciencia de los efectos. Es la
composición la que guía todas las estéticas clásicas y la más
clásica de las definiciones de lo bello: la unidad en la
variedad.5 Es ella la que hace del cuadro un organismo y una
148
totalidad: el cuadro se convierte en un mundo o, como dice
Alberti, en una historia.
La materia de que se compone una obra de arte también
tiene su importancia. Los primitivos ofrecen en todos
aspectos una similitud debido a que pintan generalmente con
clara de huevo en tablas lisas. Dominan los colores primarios.
La materia es mínima y vale por su preciosidad, por su
aspecto de esmalte. Posteriormente nacen, con los clásicos y a
partir del Quattrocento, la experiencia del óleo y poco a poco
las variedades del oficio y todas las riquezas de materiales.
Lo que fomenta sobre todo el paso del primitivismo al
clasicismo es la preocupación por la conquista de ciertas
exigencias técnicas. La inverosimilitud del primitivo se
considera como desdén e ignorancia de los órdenes técnicos
íntegros. Puesto que el artista es un trabajador manual, es a la
vez un realizador y un realista. Conquista gradualmente la
representación del mundo: la imago mundi del primitivo no
se cuida de representar el universo con verosimilitud, velut in
speculo, como dirían los vincianos.
En el paso del primero al segundo Renacimiento, el arte
está representado por artistas como Rafael (1483-1520),
Miguel Ángel (1475-1564) y Ticiano (1477-1576); Alberti y
Leonardo da Vinci, de quienes hablaremos con mayor detalle,
son a la vez artistas —arquitecto y pintor— y estéticos, y
sostienen sus teorías con sus obras; su carácter común y
general consiste en divinizar la vida. Son hombres sumamente
sabios, cuya concepción, en ciertos aspectos, no se aleja
demasiado de la de santo Tomás y san Buenaventura.
C) ALBERTI: LA AURORA DE LA ESTÉTICA CLÁSICA
149
Alberti (1404-1472), precursor de Leonardo, es el primer
teórico del clasicismo. Marca en la historia de la estética una
encrucijada de suma importancia: es una verdadera
revolución y oposición contra la estética medieval. Su estética
es una estética de la perfección. El humanismo tiene en él al
primer intérprete de un racionalismo cuyo temperamento
identifica lo bello y lo perfecto. Alberti escribió sus tres obras
en el ambiente florentino: De statua (1434), Elementa picturae
(1435-1436) y De pictura (1435). Siguiendo el ejemplo de
Vitruvio, dividió en diez libros el De re aedificatoria (1452),
impreso en 1485 en Florencia, y traducido posteriormente en
varias ocasiones al italiano, al portugués, al español y al
francés.
1. La estética de Alberti
En cuanto a su oficio, Alberti no es pintor ni escultor, sino
arquitecto. Se le debe el Palacio Ruccellai (1447-1451). En los
días en que componía su tratado (1449-1450) era también
arquitecto del templo de los Malatesta en Rimini, construido
por encargo de Segismundo. A partir de 1460 fue arquitecto
consejero de Nicolás V y, en 1470, autor de la fachada de
Santa Maria Novella en Florencia; citemos finalmente la obra
postuma: la nueva san Andrea en Mantua.
Es, pues, natural que el tratado De re aedificatoria contenga
la doctrina de su verdadera estética, además de ser la obra de
su madurez que, según nos cuenta él mismo, mucho esfuerzo
le costó componer, procurando no avanzar sin haber
confirmado y controlado debidamente cada paso largamente
madurado. Dispersa a través de toda la obra, su estética se
presenta con la mayor claridad y condensación al principiar el
libro VI y a lo largo de todo el libro IX.
150
La definición de la belleza está muy claramente expresada:
es la concinnitas, es decir, una cierta conveniencia razonada
en todas las partes.6 Es la armonía, la perfección. Pero, según
se ha señalado repetidas veces, esta definición es enteramente
negativa: “La belleza es una cierta conveniencia razonable
mantenida en todas las partes para el efecto a que se las desee
aplicar, de tal modo que no se sabrá añadir, disminuir o
alterar nada sin perjudicar notoriamente la obra”. La belleza
se logra cuando se siente que todo cambio resultaría nocivo.
Esta belleza tiene un fundamento objetivo: es la mimesis
aristotélica, pero agrandada y transformada. Se basa en la
imitación de la naturaleza; es la recreación de organismos a la
manera del procedimiento natural: “Esta concinnitas…, yo
diría gustosamente que participa de nuestra alma y de nuestro
entendimiento. Es vasto el campo en que puede actuar y
florecer: abraza la vida y el pensamiento de los seres humanos
y determina y da forma al mundo”.7 Es ésta una idea
enteramente platónica.
Subjetivamente, la belleza es un acuerdo en el juicio de los
expertos,8 y existe una distinción fundamental entre la unidad
de una ratio (innata ratio) y la caprichosa vanidad de la
opinio. Se puede conocer verdaderamente lo bello, y este
conocimiento rebasa el sensualismo y el impresionismo de los
gustos. Esta doble idea es resultado de toda la especulación
estética escolástica y tiene como origen los dos grandes temas
de la ratio y el vitalismo en santo Tomás: una racionalización
del gusto en el juicio estético; una reproducción en el creador
del proceso de la naturaleza que actúa como el gran Ser
viviente. Pero nos encontramos en Alberti con otro acento y
otras proporciones: la ratio predomina sobre todo lo demás.
En suma: la organización de la obra de arte y la sumisión a las
leyes es lo que define la estética, construida sobre un elemento
de vida y un elemento de orden. Con Alberti se inicia el
151
clasicismo, y el elemento ordenador lo llevará a su desarrollo.
Debemos examinar ahora de cerca la teoría de lo bello tal
como se nos presenta en el Tratado de arquitectura y estudiar
el arte del arquitecto y su significación.
Por lo pronto, es visible e indudable el principio de la vida.
Nos las habemos con la eficacia de la natura naturans, no con
la mera imitación de las cosas ni con la repetición de la natura
naturata, sino con la imitación de la fuerza creadora.
Flemming, y después de él P.-H. Michel, señalan muy
justamente que el mérito de Alberti radica en que no se
adhirió ciegamente a la mimesis de Aristóteles ni creyó, como
creía Cennini, en la triomfal porta del ritrarre di naturale. Su
intención es volver a hallar un ritmo interno de creación, y no
anquilosarse en la calca de las criaturas: “Nuestros padres…
reunieron las leyes que habían sido dadas por su esfuerzo
creador para transportarlas a su arquitectura”.9 La obra de
arte se considera como un todo orgánico y vivo: velut animal
aedificium.
Por otra parte, los tres estadios por los que atraviesa el
movimiento en su curso progresivo realizado a lo largo del
tiempo son los siguientes: el estadio de la necessitas, el de la
commoditas y el de la voluptas. No debe ser la simple
obligación de construir, ni siquiera la comodidad que nace del
programa, sino un placer en sí y para la vista, una delectación,
una vida interior despertada a la vista del edificio, la que ha de
guiar al arquitecto.
Esta estética del programa, de la apropiación y de la
comodidad es sin duda alguna la estética racional y
racionalista de lo perfecto y lo final; pero se descubre,
subyacente a ella, un sentido de lo particular: un esfuerzo de
adecuación que particulariza en cada caso, que devuelve a
cada obra de arte una fisonomía. La vida reaparece en el arte,
152
puesto que cada perfección hace del arte un ser único. La vida
queda salvada en el arte gracias al gusto por lo concreto.
Sin embargo, lo que verdaderamente interesa es el principio
del orden. El principio de vida, tan claramente destacado,
aparece encerrado entre dos fases de necesidad formal en la
arquitectura. La primera fase, la utilidad, de la que hemos
hablado ya más arriba, comprende conjuntamente la
obligación de construir y la adecuación de lo perfecto, pero en
todo caso la necessitas. La fase última no es otra cosa sino el
número, la voluptas que se resuelve y resorbe en módulos y
relaciones. Esta teoría de las proporciones y de los números
no tarda en hacerse preponderante. A esto se debe que de los
diez libros del De re aedificatoria, seis estén consagrados a la
construcción pura; en el libro VII, Alberti anuncia que aborda
la arquitectura “según otros principios”. Se atiene “a lo que
hace surgir la gracia y la belleza de un edificio, más que a su
utilidad y a su estabilidad”. A partir del libro IX sale a relucir
la doctrina superior de la arquitectura como teoría de
módulos y de proporciones, una teoría de la consonnantia,
una música y un pitagorismo. De aquí la importancia capital
de la teoría del número y del juego de los justos medios:
resucita con Alberti toda la cosmogonía del Timeo. La
influencia del número en su pensamiento se percibe en sus
ludi matematici, donde propone y resuelve problemas como
la cuadratura de las crecientes, y en los Elementa picturae,
donde dedica amplio espacio a la geometría. Atribuye a los
números virtudes ocultas y místicas y escribe, en los últimos
años de vida, sentencias que llamó “sentencias pitagóricas”,
por las que puede apreciarse una profunda influencia del
pitagorismo en su pensamiento. Ofrece una especie de
aritmología mística: “Por lo que respecta a los peldaños, se
afirma que deben estar en número impar más bien que par,
sobre todo al hallarse frente a un templo o edificio sagrado, ya
153
que así el creyente entrará al templo siempre con el pie
derecho, lo cual se estima favorable en los designios místicos
de la religión. Incluso se ha observado, por parte de hábiles
arquitectos, que los escalones deben estar dispuestos en
grupos de 7 o de 9 por tramo, y creo que en este punto se
guiaron por el número de los planetas, de los cielos o de las
esferas”.10
Alberti se preocupa por todo aquello que tiene que ver con
la búsqueda de los números perfectos, del número en los
diferentes órdenes —dórico, jónico y corintio—, en las
proporciones de la columna y de las columnas entre sí.
Investiga ante todo el nexo que pueda existir entre tres
términos, la elección del tercer término y de los justos
medios, teoría que proviene del Timeo. El número gobierna,
así, la obra, de igual modo como gobierna el mundo. Este
respeto por las proporciones, esta obediencia a la relación, es
el mismo rigor contenido en el orden universal; es la
condición de toda naturaleza a la vez que de toda obra. El
monumento participa de la organización del ser viviente, pero
se halla sometido a las leyes como un cosmos.
El arte del arquitecto se encuentra, en suma, limitado por
dos principios de orden, es decir, la belleza de este arte
conserva su calidad viva estrechada entre dos formalismos.
En la obra De re aedificatoria encontramos con la mayor
precisión el estudio de las categorías albertinas de lo bello. En
primer término, el numerus, elemento cuantitativo de lo bello
cuya importancia acabamos de analizar, a tal punto que la
idea de lo bello implica la del número. En segundo lugar, la
finitio, que equivale a la calidad, al sentido melódico de la
línea o de la disposición de las masas; es muy sutil esta teoría
de la finitio que, en arquitectura, representa a la figura. Y
finalmente la collocatio, que es al propio tiempo la situación, o
sea la posición del conjunto, y la repartición, o sea la posición
154
respectiva de todos los elementos.
Todo esto viene a ser en síntesis la concinnitas. La armonía
de lo bello de que habla Alberti muestra, a su vez, el elemento
de vida, el arabesco, lo cualitativo inexpresable, ese contorno
singular de la finitio, encerrada entre el numerus, que es un
formalismo de los cánones, y la collocatio, que es
ordenamiento: el orden abarca a la vida. En definitiva, es la
relación capital entre los valores, tal como nos la da la
distinción simbólica que hace Alberti entre la belleza en
arquitectura y el ornamento: la aparición de la voluptas y del
adorno se inclinan ante la ratio.
Quizá podría concluirse que el creciente platonismo y el
humanismo de Alberti lo condujeron hacia ese racionalismo
formal en su arquitectura apenas en la última etapa de su
pensamiento. Pero no es éste el caso. Tomemos el De statua,
ese primer opúsculo estético de Alberti. En germen contiene
ya todo el carácter clasicista y racionalista inconsciente que
hemos descubierto posteriormente en él.
La arquitectura y la música nada imitan, a no ser la
arquitectura cósmica misma: tenemos aquí el arte clásico
objetivo, la reproducción de los objetos del mundo, la
verosimilitud. La posición de la mimesis, de la imitación en su
sentido limitado, se señala muy claramente en la comparación
con la escultura en los primeros párrafos del tratado De
statua. Estos rasgos comunes tienen “el mismo objetivo, que
consiste en ejecutar los trabajos de manera que les parezca a
los espectadores que se asemejan lo más posible a los cuerpos
verdaderos creados por la naturaleza”. De aquí la importancia
que tienen para Alberti las proporciones, las medidas, el
canon. Divide el cuerpo humano en cincuenta dimensiones y
ofrece la lista de los módulos. En su investigación sobre el
hombre-tipo dice: “He extraído las proporciones y las
155
medidas; las he comparado, y dividiéndolas en dos grupos de
extremos, uno de máximos y otro de mínimos, saqué una
medida media proporcional que me ha parecido la más
loable”. En fin, en el De statua se esboza ya un primer
esquema de las categorías, de las que únicamente dos
aparecen ya bien trazadas: la dimensio (o sea el número), y la
finitio. La finitio, elemento cualitativo y, por así decirlo, vivo
de esta belleza formal indiferenciada y global, queda todavía
implicada en la collocatio; la prepara, se reúne con ella, y no
sirve, al fin y al cabo, sino para señalar mejor el sitio y la
disposición de los miembros. Esta determinación de los
límites es una revelación del orden, tanto más porque vale en
sí misma. La finitio tiende, pues, a un rigorismo más rígido de
la forma: únicamente puede ser perfecta desde un solo ángulo
y un solo punto de contemplación.
De manera que ya el primer tratado de Alberti está bajo el
signo del clasicismo naciente y presentido, o, al menos, bajo el
signo de un formalismo racional y matemático, que inicia y
cierra toda su estética.
2. Los grandes temas del Tratado de la pintura
Al parecer habría que enfocar en forma totalmente distinta
el Tratado de la pintura, que ocupa un lugar aparte y en cierto
modo privilegiado dentro de la obra de Alberti. Es una obra
específicamente florentina y decididamente modernista,
caracterizada por la particularización y lo concreto de un
ambiente creador, estableciendo una teoría del arte vivo y
contemporáneo.
Este tratado fue escrito en Florencia, en una atmósfera y en
un momento histórico en que las artes florecían. Representa
una codificación de las investigaciones en curso, con carácter
156
netamente cuatrocentista: es la Carta Magna de la pintura
italiana de la época, válida no para toda la pintura en general,
sino meramente —según la teoría de L. Venturi— para la
pintura florentina de sus coetáneos.11 En efecto, el tratado se
debe en parte a la amistad de Alberti con los artistas de su
tiempo y a su admiración cuando llega a Florencia. La
dedicatoria del libro a Brunelleschi es significativa por las
circunstancias que hicieron nacer la obra: “Pero cuando,
después del largo exilio de nuestro linaje, volví a la más
hermosa de las patrias, comprendí que en muchos —y el
primero de todos tú, Filippo, y también nuestro gran amigo
Donato el escultor, Nencio, Luca, Masaccio— residía un
genio apto para toda empresa digna de alabanza y tan elevado
que no cederíais el primer rango a los más famosos de los
antiguos”.
Si Alberti se queja más adelante de sus estancias,
demasiado distanciadas una de otra, en Florencia, su De
pictura es una obra que compuso justamente en una época en
que se hallaba en esta ciudad, antes de formar parte de los
abreviadores apostólicos y de seguir a los papas en sus
diversos desplazamientos. Es el momento en que frecuenta
asiduamente los convegni en que se discuten las técnicas que
se van elaborando, además de la filosofía antigua.
Se detiene sobre todo en el carácter ilusionista del arte: los
espejismos y, al parecer, toda fantasía posible; se encuentra
muy alejado de la mimesis y del nacimiento del cosmos.
Alberti presta mucha atención a este aspecto ilusionista de la
pintura, y lo examina tres veces, bajo tres formas distintas, en
sus tres obras.
Primero, en el libro III del De re aedificatoria, la obra
arquitectónica es real, tangible, concreta; se ajusta a otras
leyes que las de la simple apariencia, que nos es mostrada en
157
una superficie mediante líneas y ángulos. En segundo
término, en el De statua, donde, al trazar un paralelo entre la
escultura y la pintura, señala la objetividad, la materialidad de
la obra escultórica. Y finalmente, en su tratado De pictura,
presenta al comienzo del libro II la fábula de Narciso y
compara a éste con el pintor, mostrando la apariencia
efímera, el lado superficial —en el sentido más adecuado de la
palabra—, el simulacro del cuadro. Leonardo da Vinci no
hará sino sacar la conclusión de esta sagaz distinción cuando
alaba la pintura por encima de todas las otras artes, por
considerarla un arte que requiere mucha más ciencia e
ingenio, como una “ciencia inimitable”, una ciencia
semimecánica.
Parece, pues, que la génesis misma del tratado, así como la
de la naturaleza artística que estudia, debiera restaurar este
elemento de lo vivo e irreductible, esta cualidad de lo
irremplazable e irracional que descuida un poco el
formalismo más abstracto de una estética generalizadora y
mantiene, en cambio, los derechos de la intuición frente a una
ratio invasora.
Veamos a continuación los grandes temas del tratado y su
división en tres libros. El primer libro está consagrado
íntegramente a lo que Venturi llama la teoría perspectivista de
la pintura: la perspectiva y la óptica; el segundo está dedicado
al análisis de las condiciones especiales de la belleza en el arte
de pintar; y el tercero trata de las cualidades morales del
artista. En resumen, el plan es el siguiente: 1) El nexo entre el
arte y la ciencia; 2) la estética interna del arte; 3) el nexo entre
el arte y la moral, la vida y la conducta.12 El libro tercero no
tiene mayor interés para la estética; es sumamente breve y da
término a la obra con algunas consideraciones generales y
éticas. Pero el libro II se encuentra en el meollo mismo de
nuestro estudio, y aun el primero nos aclara singularmente
158
algunos rasgos de lo que hemos llamado el racionalismo del
temperamento de Alberti y el advenimiento presentido del
clasicismo en estética.
El libro I es únicamente un Tratado de perspectiva en la
pintura. En los tiempos de Alberti, la ciencia física no existía
todavía. Las dos ciencias que se habían separado ya de la
cosmología —la gravedad y la óptica—, se hallaban al servicio
del arte. La gravedad es un elemento esencial en la
arquitectura; y la óptica, con la teoría de la perspectiva, es una
ciencia exacta que para Alberti constituye el fundamento de la
pintura: para él, el cuadro es un plano que corta la pirámide
visual.
En el libro II, Alberti desarrolla la teoría de la pintura
misma y la de la belleza ideal que se puede deducir de aquélla.
Lo bello es, en el fondo, lo perfecto, la concinnitas, como lo es
para toda estética racionalista; es “aquello a lo cual nada
puede añadirse o quitarse sin perjudicarlo”. Una ratio preside
la elaboración del juicio del gusto, más allá de las opiniones.
El arte se convierte así en una disciplina independiente, no es
ya el arte del oficio. El Tratado de la pintura deja de ser una
recopilación de recetas, mientras que el opúsculo De statua
todavía lo era. Esta concinnitas, esta conspiración de las partes
y de la obra entera, se establece en tres grandes temas y tiene,
a su vez, tres categorías en el campo de la pintura: la
circunscripción, la composición y la recepción de las
iluminaciones.
La circonscriptio es una estética del dibujo, es el contorno,
el circuito, la línea. Alberti, del mismo modo que Leonardo,
preconiza como procedimiento y método para captar el
modelo el empleo del velo interpuesto entre el ojo y el objeto,
cortando la pirámide de rayos para lograr una mayor
precisión en los contornos. El contorno es necesario y
159
permite evitar la incertidumbre mediante una línea, por sutil
que ésta sea: es la ciencia del trazo. Tenemos también la
ciencia del valor que se afirma y busca con las gradaciones de
la sombra, con el modelado y el relieve, el predominio de lo
claro o de lo oscuro. La forma humana está establecida, pues,
por dos ciencias y por sus métodos de investigación y
aplicación; tenemos aquí al pintor sabio y erudito. La tesis de
Venturi se ve ilustrada luminosamente con este ejemplo. Por
primera vez se nos ofrece la tesis de “la exaltación de la forma
plástica”.13 Toda la importancia recae sobre el dibujo; ya no
encontramos la fisura del mosaico como en Bizancio: “Ha
muerto la Edad Media con su caos cromático; y nació el
Renacimiento con su ordenación en perspectiva”.14 Tenemos,
en suma, la afirmación de Vasari: “Quien no posee el dibujo,
no posee nada”.15 Añadamos a esto el encanto de las
superficies redondeadas, que representan una ciencia
altamente desarrollada y envuelta en una melodía de la línea y
la forma, evitando herir la mirada: es ésta la parte estética y
cualitativa de la circonscriptio, el encanto melódico de la
finitio.
La composición corresponde en el fondo enteramente a la
categoría de la collocatio: es una estética de la disposición.
Rige aquí todavía el principio de orden que hará surgir el
clasicismo por la tesis esencial de la composición. Ésta
representa asimismo lo esencial de la pintura; su característica
es la humanidad actuante, la historia, y no un cuerpo humano
único o colosso. La ciencia de la perspectiva reaparece
inmediatamente; es ella la que instala todos los elementos
restantes. Alberti la presenta como base de la composición
para la arquitectura con el método del cuadriculado y del
recorte para la fuga de las líneas; existe ahora una jerarquía de
las ciencias. La historia se divide en partes que equivalen a
superficies. Hay, pues, una ciencia de la superficie que
160
consiste en darles a los diversos planos leggiadria y gratia. La
ciencia de los valores sirve para afinar los traslapes
progresivos y difusos del claro y oscuro, para proporcionar
iluminaciones dulces y sombras suaves. Esta ciencia dispone
de métodos propios y utiliza el trabajo de escritorio. La
ciencia de los miembros y su disposición es esencialmente la
anatomía, y su finalidad es conocer los cánones naturales. De
aquí la importancia de la ciencia de lo natural, de aquello que
se encuentra en la naturaleza, es decir, de la ciencia de la
imitación exacta de las cosas. La escuela de la naturaleza
señala las diferencias de los cuerpos: del anciano, de Hércules,
de Ganimedes; las relaciones de los miembros entre sí y con
respecto a las acciones del cuerpo; la conveniencia de un
tratamiento y de un lugar; y, en fin, el sentido de la
proporción media en las magnitudes y oscilaciones dentro de
un canon, determinando la vaghezza para que sirva a los
intereses de la gratia. Por último hay también una ciencia de
la composición de toda la historia. Y, ante todo, la imitación
de la naturaleza, lo natural según la historia, es decir, la
estatura, la distancia, el tamaño de los edificios. También aquí
hace su aparición la vaghezza, que es un efecto de la copia, o
sea de la abundancia, y de la varietà, o sea de la diversidad,
temperada por una preocupación por los límites y por la
legibilidad (dignitas); en efecto, hay un número limitado de
figuras. En resumen, lo que Alberti preconiza en sus consejos
y ejemplos, así como en los tipos de poses y actitudes (i moti
del corpo), es un equilibrio, una ciencia de las masas y de la
composición; es una ciencia que trae en su secuela los
métodos y aun los procedimientos que propone Alberti para
la práctica. Adopta, por otra parte, los siete movimientos de la
Antigüedad. Los movimientos suaves, no forzados son, en
ambos casos, el signo bajo el cual se desenvuelve su ciencia;
pero son ciencia por sí mismos al fundarse en la distinción
161
por edades y por el carácter y en la mimesis: la vergine, il
garzone, il vecchio. Los movimientos están encerrados en la
caída natural de las vestimentas y de los pliegues : es el
encanto en y por un esbozo.
La captación de las luces no es, finalmente, sino el magistral
triunfo de la importancia del blanco y el negro, de su empleo
para crear el relieve, importancia que llega al punto de
desterrar los fondos de oro medievales y bizantinos, en vista
de que el oro es un obstáculo para los claroscuros. Alberti, al
lado de Leonardo, se sirve del procedimiento del espejo y de
su singular relieve. En el color mismo resplandece por última
vez, como tema último, la ciencia del valor.
No resulta exagerado afirmar con Venturi que la meta de
todas las investigaciones de Alberti se centra por completo en
la visibilidad, la composición y la concordancia de las
superficies; y que en él se presenta ya lo que sería
característico de toda la estética de la época siguiente: la
coincidencia entre el ideal artístico y el conocimiento
científico. De esta manera, el elemento cualitativo y vivo de la
finitio reaparece en el Tratado de la pintura como injertado
en todos los demás temas: es el matiz de encanto añadido a la
ciencia, la tesis de la gracia, de la leggiadria y de la vaghezza.
Pero en esta ciencia se desarrolla un cuerpo de doctrinas
debidamente establecido, un conjunto coherente y jerárquico
de teorías muy firmes, o en otros términos: el principio de
orden se impone ubicuamente sobre el elemento de vida.
Alberti es en realidad demasiado platónico para no creer en
un bello en sí. La concinnitas y lo perfecto lo persiguen
también en el De pictura. Incluso hallamos en él un sentido de
la existencia no sólo de un perfecto único, sino de un único
punto de vista para contemplarlo, además de un sentido de
eclecticismo razonado que seleccionaba los modelos y las
162
normas, como en las doncellas de Crotona que representan
los mejores ejemplos de modelos eclécticos; en suma, un
racionalismo de temperamento que consagra su estética al
ordenamiento final de la ratio.
En el Tratado de la pintura, tan específicamente florentino,
se resumen todas las innovaciones de la época, de la vida y del
arte vivo, pero se descubre en él igualmente la preparación de
lo que sucederá en tiempos más recientes, los gérmenes de la
fijación, del anquilosamiento, del eclecticismo ordenado.
Todo este ilusionismo del arte pictórico, que pudo haber
sido maestro de la imaginación, es de hecho un pretexto para
hacer ciencia, para dar cuerpo a todas las ciencia
transformadas en método para servir a la exactitud, a la
imitación del objeto exterior. De suerte que en esta ciencia, en
que se afirma el clasicismo incipiente y en momentos la
preparación, los matices mismos del academismo, podrían
hallarse los elementos que harían reaparecer completamente
la tesis de Michel sobre la mimesis en Alberti y en la obra de la
natura naturans: ya está presente aquí el desarrollo
progresivo de la pintura en el clasicismo ya avanzado, la calca
y captación de la natura naturata.
3. Oposición a la estética medieval y revolución albertina
Del análisis de las principales obras de Alberti resalta la
importancia de su estética, que constituye un auténtico sillar
en la historia de la estética. Resumiremos a continuación
someramente en qué ha consistido la revolución albertina y
enunciaremos sus características esenciales.
Esta revolución albertina tiene como rasgo primordial su
oposición a la estética medieval. La obra de arte no es ya para
Alberti una pieza dentro de un sistema cosmológico, no es la
163
ancilla theologiae, la sirvienta de un dogma, sino que se hace
independiente. Y por ello el propio concepto de lo bello se
independiza también. Ya no es lo bello-útil de Aristóteles y de
la Edad Media; tampoco lo bello-agradable, lo atractivo; sino
la concinnitas, es decir, una definición de lo bello como algo
que se aproxima a lo perfecto. El arte, al convertirse en una
disciplina, hace surgir una nueva estética, un paso hacia lo
universal. Deja de ser una colección de recetas de oficio, como
lo era durante el Medievo con el monje Teófilo y aun con
Cennino Cennini. Nos hallamos frente a la primera estética
del Renacimiento.
Se ha intentado deducir de la estética de Alberti diversas
doctrinas opuestas entre sí. Los biógrafos alemanes como
Flemming, Irene Behn y Muntz han descubierto en él rasgos
platónicos. Janicek y principalmente L. Venturi han sostenido
la tesis del modernismo de Alberti. Paul-Henri Michel
encuentra en él sobre todo la tradición medieval. Y otros más
lo consideran precursor de Leonardo.
a) Una parte de platonismo
Indudablemente podemos encontrar rasgos ciertos de
platonismo en su obra. Los comentadores de Alberti parten
de la contundente afirmación de su coetáneo Massaini:
“¿Quién, en nuestro tiempo, se ha iniciado en los misterios
del platonismo tanto como nuestro León?”16 Tenemos además
en el De re aedificatoria las frecuentes citas de los antiguos y
de Platón, y la reverencia con que se refiere a éste: en la
primera cita lo califica de divino; sus consejos son
escuchados; y Alberti no considera ya a Aristóteles, sino a
Platón como “príncipe de los filósofos”. En su diálogo del
Pupillus, se hace llamar con el nombre del filósofo alejandrino
discípulo de Proclo, Filopono. Y lo liga una gran amistad con
diversos neoplatónicos, como Marsilio Ficino y Landini, y es
164
manifiesto el parentesco entre los pensamientos de Ficino y
Alberti. La cultura griega, específicamente platónica, como
queda representada por el número, los ludi matematici, las
sentencias pitagóricas, desempeñan un importante papel en
Alberti. Las ideas de la “perfección” de la esfera son similares
a las expuestas en el Parménides y en Empédocles; la idea de la
pureza de lo blanco recuerda parecidas ideas del Filebo. En
fin, sobre todo en el tratado De pictura y en el De re
aedificatoria volvemos a encontrar algunas tesis platónicas
íntegras. Behn considera a Platón como una de las fuentes del
De re aedificatoria; Michel supo revelar la influencia del
Timeo.
Sin embargo, pensamos que sería demasiado fácil concluir
que Alberti es un platónico puro; no obstante deben
recordarse dos tesis: primera, la teoría albertina del
movimiento, expuesta en el libro segundo del De pictura y
presentida ya en el Timeo;17 y en seguida, la teoría pitagórica
del numerus y sobre todo la teoría del justo medio18 ya
expuesta en el Timeo.
b) El modernismo de Alberti
La tesis del modernismo de Alberti ha sido brillantemente
expuesta por Lionello Venturi.19 Diversos argumentos nos
muestran que este tratado es, de hecho, lo que Venturi llama
“la Carta Magna del Renacimiento artístico en Italia”. La
hipótesis ha sido verificada por la historia, y sabemos cuán
grande fue el asombro, la admiración de Alberti, estudiante
de Bolonia, cuando llegó a Florencia para descubrir a
Brunelleschi, Donatello, Masaccio. La principal tesis que rige
todo el tratado, y cuya exposición ocupa casi por completo el
primero de los tres libros, es precisamente el problema
planteado por el Quattrocento en pintura. Es una teoría
perspectivista del arte de ver: “La pintura —dice Alberti en su
165
Tratado— no será otra cosa sino la intersección de la
pirámide visual siguiendo una distancia dada; el centro de la
vista estará situado, junto con la disposición de las luces, en
una determinada superficie representada artísticamente por
medio de líneas y colores”. Así pues, la teoría de Alberti es la
misma que ejemplifican Piero della Francesca y Paolo
Uccello. Las tesis esenciales del libro son, en su conjunto y
una tras otra, las tesis del Renacimiento que rompen con la
tradición medieval, las tesis del arte clásico en sus albores.
Y, para comenzar con la oposición a la Edad Media,
tenemos la exclusión del colorido, el acercamiento al blanco y
negro y la aparición del valor tan estimado por los fresquistas,
el grisaiue, por ejemplo en Scalzo. Esta exclusión de los
colores tiene por consecuencia que se le da toda la
importancia a la forma y a la forma plástica; nace la categoría
de la circonscriptio del contorno: la estética del dibujo llega a
ocupar el primer plano. Hace su aparición la categoría de la
compositio, la ponderación clásica; no se representan más de
nueve personajes en un cuadro; el sentido de las masas no es
demasiado compacto para la “historia”. En fin, el hombre y la
forma humana aparecen por dondequiera. Es el humanismo
renaciente, único y gran problema de la estética entera a
partir de la de Alberti. Éste, a juicio de Venturi, constitutiría
de este modo la base de toda la pintura italiana.
c) Tradición medieval
No obstante esta aportación modernista de la obra de
Alberti, no debe negarse o descuidarse la tradición medieval
que, en nuestra opinión, posee una importancia capital y que
se encuentra uno a cada paso al leer sus libros. Esta tradición
medieval ha sido magistralmente estudiada y esclarecida por
P.-H. Michel.20 Podemos descubrir vestigios aristotélicos y
tomistas en la concepción de la ratio de Alberti. También la
166
importancia atribuida al sujeto, a la historia, es un rasgo
medieval; así, por ejemplo, Alberti explica con detalle, en La
calumnia de Apeles, las intenciones y los símbolos. Todavía en
tiempos de Leonardo se inventa o conserva por tradición todo
un simbolismo místico en su cuadro de Santa Ana, por
ejemplo. Conrad de Mandach otorga una gran importancia a
la Carta de Nuvolaria a Isabel d’Este, en que se confirma la
estética de la Edad Media. Otra reminiscencia del Medievo es
el simbolismo de los números y las figuras; se les da un
sentido hasta a las líneas más sencillas. Asimismo hallamos en
Alberti la costumbre de establecer categorías: por un lado los
elementos de lo bello (numerus, finitio, collocatio), por el otro
los elementos de la pintura (circonscriptio, compositio y
captación de las luces). Finalmente, a Alberti corresponde el
mérito de no haberse sometido ciegamente a la teoría de la
mimesis, de la imitación de la naturaleza. Lejos de estar
satisfecho con la imitación, añade lo uno a lo otro como si
fueran dos actos diferentes: la imitación de la naturaleza y la
búsqueda de la belleza. Es la concepción de la natura
naturans propia de la Edad Media y santo Tomás, en
oposición a la concepción clásica de la natura naturata.
d) Alberti como precursor de Leonardo
Ciertos críticos consideran a Alberti como un precursor de
Leonardo. Según Mommsen, sería un César anterior a César,
y Leonardo aparecería entonces como un Alberti llevado a su
culminación. La gran innovación vinciana de Alberti es, a
juicio de estos críticos, el haber sido el primero en invocar
directamente a la experiencia, rechazando toda autoridad, en
dedicarse al estudio de lo concreto, del mundo real, de sus
criaturas y sus fenómenos. Sin duda alguna se trata de la
naturaleza vista en parte a través de las teorías de la
Antigüedad, el estudio de las sensaciones, de los colores y de
167
los números siguiendo el Timeo; pero es también una
naturaleza traspuesta, depurada, en suma, la naturaleza
bella,21 y es en este punto en que precede a Leonardo y a toda
la crítica clásica, por ejemplo en la anécdota de Zeuxis y las
doncellas de Crotona. Es, pues, cierto que hasta en los
detalles, hasta en las preferencias y los temas favoritos de
estudio se encuentra uno a Alberti antes de Leonardo.
Citemos, a título de ejemplos: las investigaciones anatómicas,
el desnudo, el esqueleto; la observación del animal y, más
particularmente, del caballo, como en el singular tratado De
equo animante; el estudio de las vestimentas; el paisaje, las
montañas y sus horizontes; la importancia capital de la
exploración del mundo y de la perspectiva que, por primera
vez en Alberti, es doble: lineal y aérea. En resumen, la
diversidad de las formas creadas, el respeto a las leyes
naturales, a las leyes de todo lo vivo, de la simetría; la
observación de la justeza del gesto y de la acción. Alberti
precede a Leonardo en la vida, en el carácter enciclopédico de
su inteligencia y de su genio creador. Es el primer uomo
universale que estudia las diversas disciplinas con una
infatigable curiosidad, interesándose en los ejercicios del
cuerpo y del espíritu, en la belleza del cuerpo mismo, en la
spezzatura y en la vaghezza.
El recuerdo de Alberti se percibe hasta en el lápiz de
Leonardo cuando dibuja, como en el Windsor del Louvre. Son
las teorías de Alberti, el recuerdo de las preocupaciones de sus
tratados, las que persiguen a Leonardo y que él intenta llevar a
la práctica: así, las siete especies de movimiento y sus estudios
de cabelleras al viento o trenzadas; el marcado rasgo de cada
fisonomía y las excursiones de Leonardo en el campo de la
caricatura. En la obra teórica misma podrían señalarse página
tras página las influencias que se perciben respecto de hechos
muy precisos, a tal punto que el tratado de Alberti intitulado
168
Tratado de los pesos ha sido considerado durante mucho
tiempo como obra de Leonardo. En efecto, pueden anotarse
rasgos comunes a ambos: la influencia de las teorías estéticas
como la de la primacía del pintor; el predominio de idénticos
problemas técnicos, como la teoría de la perspectiva; la
influencia directa de los procedimientos de estudio, de los
implementos y de las prácticas, por ejemplo las dos
significativas prescripciones de Alberti acerca de la traslúcida
placa de vidrio y la superficie de las aguas: el intersector y el
espejo que ponen de relieve los defectos; hasta la cita de las
mismas anécdotas, como aquella de la locura del filósofo que
deseaba ser ciego para así mejor ver los objetos de su
contemplación interior. Y encontramos por fin, en forma ya
plenamente acabada, rasgo por rasgo, todo aquello que se
suele considerar como las características dominantes de la
nueva estética de Leonardo da Vinci: la teoría de los reflejos y
el estudio de la luz reflejada, el relieve, el valor y los matices,
la sutileza del contorno y de la circunscripción fluida en el
dibujo etéreo y en el sfumato.
Pero hay una diferencia de importancia fundamental que
los separa: cincuenta años de distancia, una generación
completa; la obra de madurez de Alberti, De re aedificatoria,
se publica en el año de nacimiento de Leonardo; y cuando
Alberti muere, Leonardo tiene apenas veinte años. Lo que
hace de Alberti una personalidad excepcional es que en su
época, el gusto por lo concreto no hace sino iniciarse,
mientras las poderosas disciplinas abstractas de otro tiempo
resisten y tratan de abarcar la materia nueva. Más tarde, éste
sería el enredo en que se vería metido Leonardo, el rechazo
sistemático y definitivo de toda autoridad y de toda
escolástica a favor de la exclusiva consulta en el libro del
mundo. Alberti, por el contrario —y aquí es donde son
significativas en él las reminiscencias de la Edad Media y de la
169
escolástica— conserva todavía sus categorías, su definición de
las cualidades, su recuerdo de Aristóteles y del aristotelismo.
Para situar la estética de Alberti sería necesario quizá
distinguir dos grupos de obras bien diferentes. Teniendo en
cuenta las fechas de las obras, podríamos seguir la génesis y la
evolución de su pensamiento. Veríamos entonces aparecer
cada una de las teorías incompletas en su pensamiento, pero
en cada época de su vida tendrían proporciones e importancia
variables. Sin duda habría que colocar el De statua, en que es
todavía muy incipiente la visión de conjunto, entre los
numerosos tratados de ricettari. El De pictura deja entrever la
gran influencia de las obras y el modernismo que nos permite
encontrar al cuatrocentista y al florentino. Sigue después el De
re aedificatoria (1452), a continuación del cual, y añadida la
aportación de Oriente, aparecen los dos grandes nombres del
platonismo: Leonardo Bruni y el filósofo griego Gemisto
Plethón, delegado de la Iglesia griega en el Concilio de
Florencia. Y es justamente en el De re aedificatoria donde
habíamos rastreado toda la influencia de Platón en Alberti. En
este periodo de madurez pudo florecer su amistad con
Marsilio Ficino.
D) LEONARDO DA VINCI
Para Leonardo (1452-1519), el arte es inseparable de la
ciencia y no es, de hecho, más que su aplicación. Nos
hallamos así en plena doctrina mecanicista y racionalista. La
estética de Leonardo el Misterioso, al igual que la de Jámblico
y la de Proclo, está plena de mística sensualidad. Pero en el
artista debe haber un deseo insatisfecho y aun insaciable: el
racionalismo de Leonardo complementa, pues, su
sensualidad, su sensus communis, según su terminología. Al
170
artista se le abren dos perspectivas: la imitación de la
naturaleza o la sustitución de un ideal en la realidad. El artista
debe darse cuenta de la libertad absoluta que tiene para crear
y para añadir a la naturaleza la humanidad de su imaginación.
Lo que tiene interés en una obra no es la obra misma, sino el
artista que se encuentra detrás de ella, el hombre que ha
refractado de manera única la naturaleza. Hemos de intentar
reconstituir al artista a partir de su obra; es la resurrección a
través de sus obras. He aquí el naturalismo de Leonardo y su
verdadera contemplación estética.
Leonardo da Vinci representa al tipo mismo del artista que
recoge todos los frutos del humanismo que lo rodeaba. Si es
cierto que el humanismo es ante todo la libre investigación, la
paciente tenacidad de este hombre de ciencia y de práctica
que fue Leonardo constituiría por sí sola un ejemplo de ello.
Recorramos los manuscritos, veamos sus experimentos en
física, su análisis de las materias transparentes y de los
espejos, su estudio de los astros y de los cuerpos luminosos.
Estudiemos sus maquinarias y sus prodigiosos inventos: a él
debemos el invento de la terrible pintura de la Gorgona que,
colocada sobre la coraza de los caballeros, ha de hacer huir al
enemigo; y es él quien construye el joven león mecánico que
se detiene y se abre frente al rey Francisco I de Francia para
dejar escapar un ramo de flores de lis. Inventa las máquinas
voladoras. Es constructor, arquitecto y diseñador de
numerosas iglesias en el estilo de Bramante.
Es el inventor de tantas mezclas químicas audaces y de
tantas recetas, durables o efímeras, de esas mezclas de pastas
coloridas y de esos soportes que hacen derrumbarse cuadros
enteros como su Batalla de Anghiari y perderse toda una serie
de tesoros artísticos. Este espíritu de libre investigación, esta
figura del hombre universal, del uomo universale, le aseguran
al primer trazo ese rostro de humanista que le conocemos.
171
Sin embargo, si el humanismo es, más allá del hombre, el
retorno a las fuentes históricas del hombre, a ese tipo de
hombre que nos ha legado la sabiduría antigua, Leonardo es
un humanista en un sentido más estricto. Imbuido desde su
juventud del ambiente florentino, su lugar está entre los
amigos de Marsilio Ficino y Lorenzo el Magnífico, de tal
modo que por contagio o impregnación se le puede
considerar como el primer platónico de su tiempo.
Analicemos su arte: es un arte de mago y de taumaturgo;
actúa por magnetismo y fascinación. Como para rendir
homenaje a Florencia la Platónica, su arte se expande a lo
largo de treinta y cinco años entre el primer Renacimiento de
Florencia y el segundo Renacimiento, el de los clásicos.
El primer Renacimiento, aún muy primitivo, habitaba un
primer universo plástico. Era un mundo lleno de ingenuidad,
de fresco encanto que se esparcía en prados cubiertos de
flores, en el esmalte de los jardines y bosquecillos verdes. El
vividario, las danzas de las ninfas y las genuflexiones de
alargados angelitos componían para su siglo una penetrante
poética y un lirismo meditado. El arte del Renacimiento del
siglo xv era un jardín secreto. Después de Leonardo, el arte
que renacía de los clásicos es el fruto definitivo de una
habilidad y de un saber. Es un arte que capta las
verosimilitudes. La obra viene a ser el armonioso y ordenado
doble del objeto copiado.
Entre esas dos artes, que plantean una problemática tan
amplia y compleja para la pintura, se asienta el platónico arte
de Leonardo. El matiz peculiar de la filosofía en Florencia a
fines de este siglo XV radica en su carácter de humanismo
cristiano. Marsilio Ficino absorbió y re-examinó y volvió a
sentir el viejo sueño platónico. Nos ha dejado traducciones de
Platón, de Plotino, de Jámblico y de Proclo, además de sus
comentarios a las obras de estos pensadores. Ha sido el cantor
172
de los misteriosos sueños soñados por los sucesores de los
neoplatónicos. Sobre todo su época intentó incorporar toda
esta iluminación antigua a la más luminosa de las doctrinas
de los Padres de la Iglesia. Trató de hacer renacer el espíritu
de Dionisio Areopagita.
Tomemos únicamente este sencillo ejemplo: Leonardo
tradujo en imágenes ese sueño de todos sus amigos, los
humanistas de su tiempo. Consideremos un instante el
misterioso cuadro del San Juan Bautista en el Louvre. Hay
mil maneras de captar la iconografía de un santo. Aquí, en
Leonardo, tan compenetrado de este humanismo platónico,
san Juan Bautista se nos aparece en un claroscuro cobrizo,
húmedo y sumido en la penumbra, como si fuese un hermoso
efebo, el bello andrógino de los antiguos, cuyo hombro
cubierto que tanta luz acumula se asemeja tan extrañamente a
un hombro femenino. Emerge de la sombra y vuelve a ella a
través de acentos de brillante claridad, parecidos a los
resplandores de bronce. Pero abramos asimismo el cuarto
Evangelio, tan caro a todos los platónicos de Florencia, y
releamos ese texto sincrético donde los escritos herméticos y
una filosofía de la luz vienen a fundirse tan extrañamente en
el texto sagrado. Versículo por versículo, en la descripción de
san Juan Bautista volvemos a descubrir la pintura de
Leonardo:
6. Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se
llamaba Juan.
7. Éste vino por testimonio, para que diese
testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él.
8. No era él la luz, sino para que diese testimonio de
la luz.
9. Aquella luz verdadera, que alumbra a todo
hombre, venía a este mundo.
173
5. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas
no prevalecieron contra ella.22
Esta luz misteriosa, esta especulación metafísica sobre los
cuerpos luminosos no se encuentra exclusivamente en el San
Juan Bautista. Todas las obras de Leonardo, concebidas por
un artista platónico, se hallan más o menos impregnadas de
esta húmeda claridad, propia a todos los escritos herméticos
de la época, y preparan, mediante los reflejos y el simulacro
de los vapores, esa atmósfera de claroscuro y de sfumato que
Leonardo supo imprimir tan magistralmente a sus pinturas.
Podemos estudiar las fugitivas sombras de un retrato tan
enigmático y ejemplar como lo es La Gioconda, podemos
recordar el día en la gruta de la Virgen de las rocas, con los
cobrizos bambini que reúnen la luz a lo largo de sus brazos;
podemos analizar las figuras idealizadas entre las luces
fugaces de Santa Ana, cuyo estilo satisface tan bien a las
definiciones de lo bello según Platón: es siempre el mismo
discípulo de los bronceadores, herido, al igual que sus amigos
los humanistas, por una iluminación platónica. Posee un
sentido para los espejismos, para los fantasmas, pero en
cuanto modelos. Su arte es una magia y se asemeja a la
sofística que nos describe Platón: vive de prestigios y
sortilegios, ante todo de figuras plásticas vistas como en un
espejo, velut in speculo. Nos ofrece el ejemplo de un hombre
del Renacimiento que se halla en perfecto acuerdo con su
tiempo y su lugar. Resucita al hombre únicamente en el doble
genio del lugar y la generación. Escapa al realismo de los
primitivos; prefiere, en vez de éstos, el idealismo antiguo de
los modelos filosóficos y de las Ideas.
La obsesión por la luz, la claridad y la sombra en Leonardo
es continua. Todos los textos de sus manuscritos dan fe de
ello. Y no es difícil descubrir el origen de esta preocupación
constante. Son siempre los mismos temas a los que hace
174
referencia en su Tratado de la pintura y en los Manuscritos del
Instituto:23 el espejo, el agua, el muro, el estudio de las
transparencias, de los reflejos, el velum que tamiza y
enriquece la gama de matices, la luz difusa, el arcoíris y el
brillo, la cosmología, los astros y su esplendor.
Y es precisamente en estos temas de investigación positiva
donde se agota el genio de Leonardo: gusta una a una todas
las metáforas y todas las imágenes del pensamiento platónico
de su época y de la Academia platónica de Florencia de fines
del siglo xv. La comparación de los manuscritos de Leonardo
con los temas platónicos de la metafísica de León Hebreo, por
ejemplo, es sumamente reveladora.
La lectura más atenta de esos manuscritos de Leonardo nos
reserva algunas sorpresas más y constituye la prueba de lo
antes dicho: en el Laude del Sole y en Ermete Filosofo,
Leonardo se encuentra bajo la influencia de Nicolás de Cusa.
Nos damos cuenta cómo, trasponiéndolos al registro de la
investigación científica y óptica, Leonardo se sirve de todos
los temas de los metafísicos platónicos para transfigurarlos.
También Ficino y Cattani da Diacceto, sus émulos y sus
sucesores, han elaborado una estética, que hace de la gracia
una luz y un esplendor. La belleza y la jerarquía de los seres
son gradaciones de la sombra. El oscurecimiento de la
filosofía de la luz data de fines de siglo: partim clara et partim
tenebricosa. En esta atmósfera nace la obra de Leonardo y la
estética del claroscuro. Es el fruto de una búsqueda meditada.
En el Sofista de Platón (el comentario de Ficino a esta obra
es editado por Alopa en Florencia en 1496) hay un pasaje24
que puede tomarse como primera aparición del tema del
agua, del espejo y de toda esa ilusión de imágenes y reflejos en
el agua que alimentará el pensamiento neoplatónico,
particularmente el de Florencia en el Quattrocento. Leonardo
175
también dispone de su phantastiké-techné. El arte
considerado como mimesis, teoría aristotélica de la imitación,
cede su lugar al arte considerado como creación fantástica.
Leonardo es asimismo autor de simulacros. La pintura es una
sofística, y Leonardo se remonta nuevamente al pensamiento
de su maestro espiritual Alberti, que en su tratado De pictura
ya había destacado en todo su valor el carácter ilusionista de
la pintura, basándose en el argumento de que ese arte intenta
plasmar la tercera dimensión en un espacio de sólo dos
dimensiones; y más allá de Alberti tenemos al Trismegisto y la
fábula de Narciso como modelo del pintor.
Al intentar en su pintura resolver enigmas y problemas
nuevos, Leonardo es un pintor y nada más que pintor; pero
fue el platonismo florentino el que le hizo plantear sus
problemas.
176
1 Véase el arte clásico del Vaticano.
2 Cf. Vasari.
3 Cf. santo Tomás.
4 Santo Tomás.
5 Definición de lo bello tomada de Leibniz.
6 Cf. Alberti, De re aedificatoria, libro VI.
7 Id., libro IX.
8 Alberti, tratado De statua.
9 De re aedificatoria, libro IX, V.
10 Alberti, De re aedificatoria, libro I, XIII.
11
Cf. L. Venturi, Histoire de la critique d’art, Éditions de la Connaissance,
Bruselas, p. 101.
12 El manuscrito latino dice: 1) Rudimenta; 2) Pictura; 3) Pictor.
13 Cf. L. Venturi, La critique d’art en Italie a l’époque de la Renaissance.
14 Id.
15 Vasari, Vida de los pintores…
16 Cf. carta a Roberto Puccio, Op. Volg., I, p. 237.
17 Cf. Platón, Timeo, 43, 6.
18 Los tres medios son: la mediocritas arithmetica:
geometrica:
la mediocritas
, y la mediocritas musica o medio armónico,
bastante complejo:
19 Cf. L. Venturi, La critique d’art en Italie a l’époque de la Renaissance.
20 Cf. P.-H. Michel, La pensée d’Alberti.
21 Cf. Flemming y P.-H. Michel.
22 Evangelio según san Juan I, 5-9. Versión de Casiodoro y Valera.
23 Trad. al francés de Richter.
24 Cf. Platón, El Sofista, 239 d-e.
177
VIII. EL MISTICISMO ESPAÑOL DEL
RENACIMIENTO
EL MEDIO español es el más refractario a la penetración de la
pintura veneciana. En relación con el Renacimiento, España
representa en Europa el espíritu que más se le opone, por su
persistencia, de toda la Edad Media religiosa. Por otra parte,
es el único país donde el sentimiento nacional se identifica
con el sentimiento religioso, con la reconquista de los
heréticos; la evolución y expulsión que se inicia bajo el
reinado de Carlos V en Granada llega a su culminación
precisamente con Felipe II. Así durante el Medievo, España
ha sido sin duda el país que mejor ha acogido las influencias
extranjeras, y resulta que al eliminar a los moros elimina al
propio tiempo un rasgo original de su arte; la batalla entre
Oriente y Occidente aporta una amalgama que es peculiar de
España: el estilo mudéjar.
El reinado de Felipe II (1556-1598), quien sucede a su
padre Carlos V (1516-1556) es testigo de muy diversas
tendencias artísticas. En un principio, España, en un estado
primitivo, se caracterizaba por las mezclas incesantes de
Oriente y Occidente, de los fenicios y los bizantinos,
fungiendo los visigodos como intermediarios. Posteriormente
se efectúa la invasión del arte moro con sus tres periodos:
Córdoba, Sevilla y la Alhambra. Y hacia Toledo, la
persistencia del arte cristiano, macizo y más español, acaba
por producir el estilo mudejar a través de las luchas de la
avanzada cristiana. Y aparte de toda esta diversidad, no debe
olvidarse la influencia de la invasión francesa de Cluny y el
178
Císter.
Estos dos elementos, el oriental y el nacional, que
contribuyen a formar el arte español, explican la forma
natural con que España acepta las contradicciones, ya que la
oposición se halla en la base misma de su historia. Explican
asimismo esa forma particular del sentimiento religioso: la
familiaridad de la Edad Media se conserva aquí, mientras en
el resto de Europa se desecha por anticuada; sigue
asociándose a la manifestación del espíritu nacional: si en
Francia las Cruzadas dejan de efectuarse, en España siguen
teniendo vigencia. Y de aquí surge un realismo que no
extraña a nadie en España, mientras que en Francia, a partir
de Juan II, el arte gótico es despreciado por su realismo.
A lo largo de la Edad Media occidental, además del
misticismo platónico se desarrolla un misticismo orientado
hacia el universo, hacia el cosmos, que encuentra la unión con
el Creador a través de la contemplación pura de las criaturas.
Este misticismo de paz se asemeja, en cierto sentido, al otium
de la Antigüedad: fruor otio, una vida de ocio alejada de todo
problema. Es, pues, en un principio, la vida en retiro, el
secretum, el hortus conclusus lejos de los ruidos y la agitación
del mundo, la transposición espiritual de la paz del convento.
Pero esta mística de la paz se caracteriza también por una
objetividad llana: el extraño descubrimiento de un mundo
que se transformó en algo nuevo al dirigírsele una mirada
nueva, y del que se enumeran todas las maravillas en él
creadas. Sin esfuerzo alguno se realiza el paso de las criaturas
y la armonía universal a Dios. No se trata ya, como en el
egocentrismo, de querellas, sumisiones y debates amorosos
entre el alma personal y Dios, de una solitaria relación entre
Yo y Tú, sino de un nexo trascendente, cosmológico y
apaciguador por su armonía, que une al Creador con el
mundo creado. Es la posición irénica de esos místicos
179
benedictinos que con tanta penetración y agudeza estudia
Dom Leclercq; fuera de ligeros matices, es la posición
mantenida por un Pierre de Celle o un Jean de Fécamp y, en
sus momentos de ocio, la de un Pedro el Venerable. Este
misticismo irénico, occidental, existe también en España en
los tiempos de fray Luis de León, el Horacio cristiano, con un
sello humanista en la paz conventual.
Pero el acento principal, tanto social como étnico, del
misticismo español de esa época no se encuentra en este
campo. Apenas bajo Carlos V, durante el Siglo de Oro, llega a
su apogeo el misticismo español, con santa Teresa de Ávila y
san Juan de la Cruz.
El platonismo del Renacimiento dejó su impresión al
influir en el misticismo del Gran Siglo en España. La
gradación de las claridades, el esplendor, toda una metafísica
de los cuerpos luminosos, el mundo y el espejo, las
transparencias y los simulacros indican, con una filosofía del
esplendor, la presencia manifiesta del pensamiento platónico.
La disciplina amatoria de Platón se encuentra en casi todos
los autores místicos del Siglo de Oro. Entre ellos, el
pensamiento platónico parece sustraerse al pensamiento
profundo y sirve a quienes consideran que la forma está falta
de inspiración. La quinta Meditación del amor de Dios de don
Diego de Estella no es de lo más original de entre todo lo que
ha producido el misticismo franciscano, como tampoco lo es
el episódico platonismo de Juan de los Ángeles. Sin siquiera
remontarse a Ficino, Malón de Chaide repite los lugares
comunes del platonismo mundano cuando expone en detalle,
siguiendo a Castiglione y a Bembo, las tres bellezas que son
“de los ánimos, de los cuerpos y de las voces”; se topa con los
lugares comunes del platonismo sagrado cuando distingue al
amor que proviene de Dios y la delectación que siente el alma
180
por su deseo de unirse a Dios. Y de modo pasivo sigue a
Dionisio Areopagita, quien celebra la superexcelencia de Dios
y de su belleza, cuando propone para la conversión de la
pecadora Magdalena los puntos de vista del agustinismo y el
epistrophé de Plotino.
La propia inspiración de fray Luis de León, influida por
Góngora, presenta vestigios de platonismo, pero con
discreción y grandeza, por ejemplo cuando se refiere a Los
nombres de Cristo. También en Luis de Granada se perciben
alusiones platónicas; las Adiciones al Memorial recuerdan sin
duda la dialéctica erótica del Banquete; discretamente y sólo
en un pasaje, fray Luis de Granada se muestra platónico por
un instante en la Guía de pecadores: pero en realidad no son
más que puntos de contacto con el espíritu platónico. Por el
contrario, admira la fidelidad al platonismo y a sus imágenes
en esos tratados sin carácter que durante más de un siglo se
dedican a la Hermosura de Dios. Sus autores son Calvi,
Fonseca y el jesuita Nieremberg, un humanista: su
eclecticismo de letrado hace memoria de las bellezas ideales
de la mundanidad platónica, que tenían ya más de un siglo de
vida, y a las que él emplea para alabar el esplendor del
Creador, como son las bellezas de la vista, del oído, la
armonía de las proporciones, ese “acrecentamiento de la luz”
que es un brillo externo de la razón; todo ello orientado “a lo
espiritual” en el análisis místico del pecado, “a lo divino” en la
teología positiva y negativa del Creador. Tal nitor o lustre, ese
resplandor y claridad que Nieremberg coloca en el centro
mismo de la meditación religiosa del siglo XVII, existe
indudablemente, pero sin el patético acento de los místicos
verdaderos, sin la herencia más pura de Platón, y aun del
Trismegisto, a través de Ficino.
En España, el platonismo fue meramente el fruto de una
erudición seca y sólo llegó a ser el alimento de espíritus
181
mediocres. Observemos, en efecto, que los más grandes y
auténticos místicos españoles se sitúan fuera del platonismo:
santa Teresa de Ávila (1515-1582) y san Juan de la Cruz
(1542-1591).
Nada en el platonismo nos hace recordar ese fervor
militante y esa belicosa pasión que hacen de la obra de santa
Teresa, para citar una palabra de fray Luis de León, “una
reconquista”. Es un misticismo dramático, ascético, con sus
tres “reconquistas” de Dios, de su orden y de sí misma. No
podía decirse que el alma española no fuese “alegre” con sus
exclamaciones, alabanzas a Dios, gritos de amor y
arrepentimiento. Santa Teresa insta, suplica, da ánimos: es la
oración patética, el arrebato, la audacia iluminada, pero es
también amor. Los caminos que conducen a Dios son
infinitamente variados, y esta sentencia inicia El castillo
interior. La Iglesia militante vuelve a unirse, a través de estos
místicos, con la Iglesia contemplativa. Mejor que en Platón se
expresan aquí la excepcional paciencia del pueblo español, su
firmeza y constancia, su intransigencia y severidad. En las
carmelitas encontramos el matiz de un misticismo oscuro, de
una actividad dominadora que quiere ganarse su
contemplación, y que la gana por su propia industria tal como
se gana el cielo, un misticismo imperioso cuyo rasgo
imperioso está cortado a la medida de su angustia y que se
opone al misticismo blanco de un esplendor teórico y de una
gracia que ha descendido desde lo alto para posarse en el alma
ofrecida: “Cruz busquemos, trabajos abracemos”. Santa
Teresa de Ávila ejerció una notable influencia en san Juan de
la Cruz, quien fue, en ciertos aspectos, su heredero espiritual.
San Juan de la Cruz se asimiló íntegro el vocabulario del
Cantar de los Cantares; rebosa de misticismo oriental y de
simbolismo judaico. Para san Juan, la imagen es una idea;
toda imagen que es válida para el amor humano es también
182
válida para el amor divino. Para expresar algo humanamente,
debe emplearse de manera justa el lenguaje sensible. Es un
poeta que conoce a los poetas profanos, pero hace poesías “a
lo divino” que son, en el fondo, “refundiciones”. “Es necesario
que los hombres tengan un placer, sea con Dios o con los
hombres.”1 San Juan de la Cruz hace constante uso de las
parábolas bíblicas; Jesús todo lo expone mediante parábolas y
la poesía mística simbólica puede, así, autorizarse a hacer lo
mismo siguiendo el ejemplo divino.
La influencia del sentimiento religioso se mezcla con otras
influencias, éstas extranjeras. Pueden observarse hacia fines
del reinado de Carlos V dos corrientes: la corriente peninsular
por un lado, y la renacentista, procedente de Flandes,
Alemania, Francia y desde luego Italia, por el otro. Esta
segunda influencia predomina durante el gobierno de Carlos
V, quien actúa de mecenas y manda traer artistas del
extranjero, como por ejemplo a Ticiano. Pero como los
españoles consideran más bien ficticio el arte italiano, lo
alteran introduciendo impresiones personales, nacionales y
religiosas.
Felipe II, a pesar de que no profesa el eclecticismo artístico
de su padre, continúa su papel de mecenas. Y bajo su reinado
se construye El Escorial, verdadero museo de pintura.
Durante los primeros años de su reinado predominan las
influencias extranjeras.
En pintura, se evitan las columnatas y los fondos
convencionales. Se tiene predilección por los fondos oscuros,
el cielo gris, o por Toledo y la campiña toledana; son paisajes
místicos españoles que expresan una atmósfera atormentada
y caótica Por doquiera se observa una resistencia a la
importación italiana. El fundo verdadero en que se despliega
la pintura española es el retrato, austero y triste, procedente
183
de Antonio Moro, holandés que hace escuela: Pantoja de la
Cruz y Sánchez Coello, este último de origen portugués*
representan príncipes arropados en sombras y pobres
princesas enclaustradas, con sus manos tontas y deformes.
La influencia flamenca es más directa por la profundidad
de su sentimiento. Las picarescas y siniestras diabluras de
Jerónimo Bosco, con su arte visionario, hacen su entrada en
El Escorial, y el arte religioso se hace presente en Sevilla, en el
museo y en la catedral. El pintor auténtico, con sus
exageraciones y la estereotipia de sus Cristos muertos y sus
Vírgenes dolientes, sus iconos patéticos y bárbaros, forja todo
un arte expresionista que se opone radicalmente al estilo
italiano.
Sería la labor de un artista cretense el lograr la síntesis de
los contradictorios espíritu cristiano y genio veneciano: y ésta
es la significación histórica y la aportación del Greco. El
Greco pasa su juventud en Roma y recibe en un comienzo la
influencia de Rafael y de Miguel Ángel; y más tarde se hace
español gracias al orientalismo y al estudio de los mosaicos
bizantinos que había visto en su infancia. Después de su
lienzo Cristo llevando la cruz abandona la riqueza de los
colores venecianos para adaptarse a los de los policromistas
españoles. Alarga los cuerpos para transformarlos en seres
celestes. El entierro del Conde de Orgaz está construido en dos
pisos: en el inferior, la galería de retratos, con el suyo y el de
su hijo; y en el superior, cuerpos alargados e idealizados. Es
ésta la forma con que El Greco captó el alma española, el
“amor divino” y el “amor profano” dignos de los espíritus
atormentados de su siglo.
Desde fines del siglo XVI se percibe un esfuerzo real por
alcanzar simplicidad y austeridad, y la severidad del Escorial
es fruto de un sentimiento religioso. Esta austeridad es más
184
visible todavía en la escultura. El artista se convierte en
colaborador de los predicadores y se afana por sugerir las
fuertes emociones que trastornan una vida llevada en el
interior de las iglesias. Berruguete abandona la escultura en
mármol para tallar la madera y acrecienta el poder emotivo
mediante la pintura. Ya desde el primer tercio del siglo XVII
posee la escultura un gran poder dramático, y Hernández,
maestro de la escuela castellana, anuncia ya la magnífica
escuela de escultura de Sevilla. Se libera de las influencias
italianas para atenerse al ambiente en que él mismo vive.
¿Qué resultados pueden esperarse para el arte después de
esta lucha entre las nuevas formas del arte y el sentimiento
religioso tan peculiar de los españoles? El Escorial está
compuesto de elementos extranjeros, y por ello irradia una
frialdad, una gravedad que proceden de la asimilación de esos
elementos por parte de España. A conclusiones análogas
llegamos si consideramos la obra de Berruguete y del Greco.
El afán por incorporar elementos foráneos es más marcado
bajo el reinado de Felipe que en cualquier otra época. Es el
momento en que España se halla en pleno desarrollo y en que
su sentimiento religioso llega a su apogeo. Ese intento de
fusión y de transformación hará surgir las grandes escuelas
artísticas del periodo siguiente, que serán las más originales
de ese gran periodo del arte español: la escultura con
Montañez y la pintura con Velázquez.
185
1 Diccionario espiritual de Francisco de Osuna.
* Por haber residido en Portugal se le atribuía nacionalidad lusitana. De hecho
nació en Benifairó, Valencia. [T.]
186
IX. LA ESTÉTICA FRANCESA EN EL
SIGLO XVII: EL CLASICISMO
A) CARACTERÍSTICAS GENERALES
SI ES posible caracterizar el arte mediante una fórmula, el
nombre que podría darse a la estética del siglo XVII es el de
“cultura”, por cristalizarse en la reflexión el estado cultural de
esta época. Es el siglo mismo del racionalismo, del
racionalismo puro, in se. No hay otro siglo en la historia
donde el racionalismo haya sido tan dominante como en éste.
Para los artistas y los estéticos del siglo XVII, el arte —lo bello—
consiste esencialmente en la presentación más directa, más
pura, más nítida y clara de lo verdadero: “Nada es bello aparte
de lo verdadero, y sólo lo verdadero es digno de ser amado”.1
Todo el siglo XVII se ve dominado por la concepción
francesa del arte y por el racionalismo estético. ¿Cuál es la
característica esencial de ese racionalismo? Existen en el
hombre dos esferas distintas:2 una es la esfera de la
sensibilidad, la facultas inferior de que habla Wolf, la esfera
inferior; y la otra es la esfera superior, la razón. La actitud que
todo hombre debe observar para pensar bien y actuar bien
consiste en subordinar completamente la primera a la
segunda. La esfera de la sensibilidad es inferior por ser la
esfera de lo inestable, del cambio, de lo movedizo y del
instinto: en ella no son posibles la lógica, la moral ni la
religión. Por el contrario, la esfera superior del entendimiento
y de la razón es la de lo general, de lo estable, de lo universal y
187
de lo masivo; o en palabras más breves: de la regla y de la ley.
Así definido, el racionalismo preside toda la organización
de la Francia monárquica y de los otros países de Europa que
siguen como modelo la organización francesa. Dios se
encuentra a la cabeza de la jerarquía; su representante en la
tierra es el sacerdote o el rey. “El hereje —escribe Bossuet— es
aquel que tiene una opinión.” Su concepción es racionalista,
política y social.
El arte se someterá generalmente a reglas, a leyes, y no
intentará jamás salirse del marco; se halla al servicio del rey,
de la ley real, de la moral y de la religión. Este arte
moralizador, esta identidad entre el impulso creador y el
impulso moral, se realizan en el siglo XVII con toda
naturalidad, salvo en algunos libertinos y rebeldes. Sin duda
alguna, el arte debe producir un goce, pero ante todo debe
corregir.
En lo que respecta al arte literario, durante el siglo XVI se
imitaba lo antiguo, pero en el XVII se efectúa una doble
imitación: a la Antigüedad clásica (en esos tiempos mal
conocida y equivocadamente interpretada)3 se le añade la
antigüedad cristiana. Es un siglo cristiano, no exclusivamente
pagano; un cristianismo que no es místico ni oriental ni
semítico, pero ardiente y apasionado. No es solamente el
cristianismo-enfermedad de un Pascal, sino también un
cristianismo asentado y escolástico. Ambas antigüedades, en
definitiva, son mal comprendidas.
El arte literario se caracteriza además por la ausencia de
lirismo. Malherbe es el poeta lírico. Hay desde luego
fabricantes de hermosos versos, como Boileau, pero esos
versos se enumeran, no se cantan: “El campo por el momento
no está muy floreciente”.4 La fábula de La Fontaine, no
obstante el temperamento muy personal de su autor, es todo
188
lo opuesto del lirismo. El teatro es un arte de geómetras, de
jugador de ajedrez, de mecánico. El punto de vista formal,
con la unidad de lugar, tiempo y acción, arrastra consigo el
fondo: una idea cualquiera es la forma misma de toda especie
de trabajo racional, intelectual, es la función misma del
entendimiento que tiende a la unidad, a la realidad, al polvo
complejo y multiforme de imágenes del exterior. Abstraemos
y unificamos, lo cual corresponde al pensamiento y a la razón.
Las unidades de tiempo y de lugar son simples medios de
economía estética y resuelven la dificultad de aprehender lo
diverso que aparece en los cuadros. Los personajes no emiten
más que un solo grito, un solo sonido, y de aquí resulta cierta
uniformidad.
La comedia, que debería ser la vida misma, es
rigurosamente equivalente a la tragedia en cuanto a sus raíces,
no hay una multiforme diversidad de lo ridículo. El héroe
uniforme representa un carácter de una pieza, una
personificación de alguna pasión. La filosofía media de
Molière está compuesta de gente razonable: Henriette es la
heroína de esa filosofía.
Las artes plásticas presentan rasgos similares, la misma
organización. Le Brun es el Luis XIV de las artes, que
aparecen jerarquizadas, disciplinadas, como el resto del reino.
El estilo noble, grave y majestuoso está impregnado de orden,
de mesura, de regla, de razón. Los grandes pintores clásicos
franceses Callot (1592-1635), Poussin (1594-1665), Lorrain
(1600-1682), Philippe de Champagne (1602-1674) y Puget
(1622-1694) imitan la naturaleza, o para ser más precisos:
imitan a Italia con una contenida explosión de lirismo. No
solamente imitan la gran época renacentista, sino también a
los contemporáneos, como Bernini y los Académicos. El
canon del siglo XVII hace nacer el género musical más antimusical, la naturalidad más opuesta a su buen sentido, y al
189
sentido común que la gente de ese siglo creía poseer. Nace la
ópera: Monteverdi había preparado el camino a Lully. Se le
asocian ballets antinaturales como el Ballet de la Reina. Las
tragedias cantadas son un absurdo.
En los jardines se recortan los árboles, no permitiéndosele a
ninguno que crezca como a su savia se le antoje. Surge el
parque a la francesa de Le Nótre, en que destaca la ausencia
de la naturaleza auténtica que, en opinión de la gente de la
época, existe siempre en superabundancia y a la que le sobra
mucho. El arte social de los jardines está hecho para los
tacones de las damas, y las avenidas para las comitivas
engalanadas.
B) CLASICISMO FRANCÉS Y ARTE LITERARIO:
COMENTADORES Y OPOSITORES DEL CLASICISMO
En el siglo XVII no hay estéticos propiamente dichos.
Encontramos algunos artistas que han reflexionado sobre su
arte y que han escrito dogmática y teóricamente acerca de él.
En cuanto a las otras artes, como las de la palabra,
descubrimos una estética implícita, ya sea en la tragedia o en
los autores semimoralistas, semifilósofos y semiliteratos. La
Poética de Aristóteles se enseñorea sobre todo el siglo XVII,
después de haber dominado ya el XVI. En 1498 había aparecido
en Venecia la primera traducción de la Poética, y en 1503 la
primera edición del texto original. A partir de ese momento,
los comentarios y las traducciones se sucedieron
incesantemente.
El Arte poético de Aristóteles, que influyó en todos esos
autores, es el balance de un sabio y un naturalista de la gran
época artística que le había tocado vivir. Estudia en esta obra
las ideas teóricas que se desprenden de la práctica estética de
190
los griegos, sobre todo de Sófocles. No propone una serie de
recetas, sino que establece científicamente las normas
artísticas de los grandes autores de tragedias y aun de los
grandes comediógrafos. De aquí parten los autores de los
siglos XVI y XVII para encontrar reglas y leyes, a despecho de
todas las contingencias de lugar, tiempo, etc. Mientras que la
misión de Aristóteles había consistido en describir, los
autores del siglo XVII tienden a prescribir. Son los “legisladores
del Parnaso”, están convencidos de que la estética es una
ciencia normativa, no descriptiva. Para los estéticos de esta
época —con excepción de Ronsard, que es poeta—, los
últimos elementos de toda la esfera estética pertenecen a una
esfera intelectual; se trata de prescribir, de dictar leyes; lo
único universal, general y necesario son las ciencias de la
razón.
Ciertamente podemos leer en Horacio la idea de que el
poeta nace y no se hace: poeta nascitur. La inspiración, el don,
las musas… con todo ello están de acuerdo los racionalistas,
incluido Boileau, pero están convencidos de que en todo
ejercicio artístico hay una parte que es inconsciente. Es raro
encontrar en ellos un poco de embriaguez sagrada; pero aun
cuando admiten el inconsciente, creen que el elemento
inconsciente se atiene a las mismas normas. Para ellos, el
instinto es una razón adormecida, pero no por ello deja de ser
razón. Toda la esfera es racional, y lo es casi siempre
conscientemente. Nos ofrecen una racionalización del
instinto que no hace sino imitar a la razón y que realiza el
mismo trabajo que una razón muy avisada.
El artista ¿trabaja para sí mismo o para el público? En una
gran obra está contenida implícitamente una fuerza
expansiva. El gran artista no es sólo el que crea, sino el que
tiene fuerza suficiente para imponerse al público con su obra:
en todo artista hay un notable hombre de acción. Entre el
191
público y el artista existe un lenguaje común, en el que algo
hay de general y, por consiguiente, de racional. Pero no es
posible enseñarlo, debido a que no hay recetas. La esfera
estética no es únicamente un campo del sentimiento
intelectual, sino que el elemento racional desempeña aquí un
papel considerable con sus leyes, sus grandes leyes que es
necesario seguir. Es una dirección a la cual atenerse, ya que
las fronteras de lo racional en el campo estético son
generosas. Dentro de ese campo, las leyes son muy generales,
y es posible permitirse ciertas fantasías, incluso es deseable, y
son justamente estas variantes las que constituyen el interés o,
mejor dicho, el genio de la obra. Sin el elemento de
imaginación, el ámbito de lo bello sería enteramente
uniforme. Existen variedades de tipos de la tragedia, no uno
solo, y lo mismo sucede con el poema lírico. El gran error del
siglo XVII radica en haber creído en esa unidad del tipo de
belleza, según el lugar y según el tiempo.
Las ideas de Ronsard sobrevivieron incluso hasta principios
del siglo XVII. Pero a continuación surgen divergencias.
Algunos autores dramáticos de los albores del siglo XVII en
Francia, España e Italia se rebelaron contra la imitación de los
antiguos y contra las normas consideradas como leyes
irrecusables y transmitidas por Escalígero y sus discípulos.
La doctrina clásica sustituye a los teóricos que parten de
Aristóteles y a aquellos que se han opuesto al filósofo griego.
El resultado de estas dos fuentes, formadas por los
comentadores y los opositores, producirá el clasicismo.
Vida, en su De arte poética de 1527, es el primer autor de
una poética basada en la Poética de Aristóteles. Escalígero
(1484-1558), en sus siete libros dedicados a la poética,
Poeticae libri septem, que en cierta forma representan una
obra canónica, parte de la mal entendida definición (mal
192
entendida hasta los tiempos de Lessing) que da Aristóteles de
la poesía en general. Para éste, la mimesis es representación,
imitación. Para los intérpretes de Aristóteles, y muy
particularmente para Escalígero, tal parece que este vasto
dominio debe recorrerse en dos direcciones: de un lado, quod
imitemur, o sea qué debemos imitar en la naturaleza; del otro
lado, en cuanto sepamos qué, quomodo imitemur, cómo
imitarlo, mediante qué elementos estilísticos. Las
investigaciones de Escalígero lo llevaron a la tragedia, pues en
su opinión la poesía dramática es la única que responde a este
concepto de imitar, de mimesis; el arte dramático es en
realidad el arte del gesto y no de la palabra, como se cree
comúnmente. Para Escalígero, la tragedia se ajusta ante todo a
un fin moral. Podremos observar este acoplamiento de
estética y tragedia a lo largo de los siglos XVII y XVIII. El nexo
indisoluble entre lo bello y el bien también está expresado en
Escalígero: “La tragedia muestra las pasiones mediante
acciones para que nos atengamos a los buenos y los imitemos
y despreciemos a los traidores”. Según Escalígero, la tragedia,
al igual que la poesía entera, debe imitar lo más cerca posible
a lo que es verdadero: “Quam proxime accedant at veritatem”.
Pero en este punto, los clásicos creen que basta con haber
observado bien las cosas y con conocerlas para
representarlas… De donde resulta que la tragedia puede
aprenderse. Escalígero piensa que pueden darse “recetas”, y
en esta concepción nos enfrentamos a dos teorías
antagonistas del arte. Por una parte, el arte consiste en la
imitación, en la representación; es el arte realista, el arte
naturalista que tiende a imitar la realidad, la naturaleza. Por la
otra, el arte tiene un objetivo moralizador, lo cual destruiría la
primera finalidad, puesto que el arte realista es absolutamente
amoral.
Chapelain (1595-1674), autor de La Pucelle (La doncella),
193
piensa que el verdadero arte debe ir hasta crear una ilusión,
que no se debe distinguir el objeto de su representación
artística, sino que únicamente debe imitarse lo que es bueno;
excluye, por lo tanto, el arte realista.
De hecho sí existe en el siglo XVII una conciliación de estas
dos formas, la realista y la moralizadora. Los artistas del siglo
XVII entendían por naturaleza la naturaleza humanizada y
civilizada, como lo era por ejemplo el parque de Versalles. Al
presentar las dos proposiciones en realidad sólo ofrecían una
sola, ya que dentro de la naturaleza que debe elegirse es la
razón la que hace la elección. Ahora bien, la razón debe
escoger lo moral. En ciertos artistas, la síntesis y la
conciliación de realismo, racionalismo y moralismo se
efectúan por sí mismas. En otros, como en Molière, en quien
podemos descubrir una pizca de inmoralidad que por cierto
no es más que una falsa inmoralidad, no se realizan ni la
síntesis ni la conciliación. En La Fontaine, la naturaleza es una
verdadera selva sin presentar siquiera la ley de la selva: es así y
no hay que rebelarse contra ello. Así pues, no en todos los
artistas del siglo XVII se ha operado esa conciliación. Ha habido
pintores naturalistas y retratistas. Esta estética del siglo XVII no
es tan uniforme como parecía ser en un principio. En todo
caso, debe reconocerse que el primer teórico que los estéticos
del siglo XVII invocan, Descartes, ve en la imitación de la
verdad una misión moralizadora del arte, siendo la razón su
instrumento.
Laudun d’Aigaliers ofrece en su Art poétique (1598) una
interesante discusión novedosa —más tarde aprovechada por
Lessing— contra las leyes de unidad de tiempo y lugar que se
habían impuesto a los griegos por las condiciones materiales
de su teatro; la invención del telón, entre otras, modifica por
completo el arte teatral.
194
La idea de Alexandre Hardy (1570-1631) consiste en que
debe existir un acuerdo con el público. Todo lo que el uso
prueba y que gusta al público viene a ser enteramente
legítimo.
Lope de Vega (1562-1635), en el Arte nuevo de hacer
comedias (1609), desea obtener los aplausos del pueblo,
“porque, como las paga el vulgo, es justo hablarle en necio
para darle gusto”.
Heinsius (1580-1655), en De tragediae constitutione (1611),
sólo confía muy limitadamente en las reglas de una tragedia.
En las reglas, sostiene, no hay más que un utile négatif, y no es
posible prescribir lo que debe hacerse.
Antes de Boileau, Chapelain cree haber fijado las leyes de la
producción poética y expone sus puntos de vista estéticos en
los Sentiments de l’Académie sur le Cid. Comienza por afirmar
que para encontrar las leyes de la creación poética no debe
uno apoyarse en la poética de los antiguos, sino atenerse
exclusivamente a la razón y no hablarse más que siguiendo a
ésta. “Propongo como fundamento que la imitación en todo
poema debe ser tan perfecta que no parezca haber diferencia
alguna entre la cosa imitada y la que imita.”5 Este principio de
imitación, que en Chapelain aparece como resultado
necesario de la visión racionalista, debe llegar a develar todas
las ocasiones de la realidad, ya que de ésta emanan todos los
frutos que la poesía puede producir en nosotros. Este punto
de vista es aplicado por Chapelain a la teoría de la tragedia.
En toda clase de drama hay dos órganos: la acción y la
representación de esa acción. La duración de la acción debe,
pues, ser normal, es decir, de cuatro horas. Así como sería
erróneo representar en un mismo cuadro dos tiempos y dos
lugares diferentes, así también un poema dramático sería
falso si se cometieran en él los mismos errores. La ley de las
195
tres unidades queda así deducida y demostrada.
Emparentado con Chapelain está el pensamiento de
Scudéry (1601-1667), quien sostiene que la tragedia debe ser
verosímil, es decir, que pueda aceptarse fácilmente y sin
requerir pruebas por parte del espectador. “Debe preferirse —
escribe— la verosimilitud a la verdad siempre que lo
verdadero se oponga a la razón, o bien a la sociedad, a la
conveniencia o a las reglas del arte.”6 Scudéry distingue, pues,
entre la razón y la verdad. Para él, todo arte es interpretación,
es una nueva representación.
La Mesnardiére (1610-1663) sostiene las mismas ideas en
su Poética (1640), sin aportar pensamientos nuevos.
Cierto número de autores se oponen con anticipación a
Boileau y al racionalismo universalista típico de la doctrina
del siglo XVII. Para ellos, la unidad, la identidad y el hecho de
someter todas las obras de arte a las mismas leyes racionales
equivalen a la muerte del arte. Además, no existe solamente
un tipo de arte. Esta aberración será llevada a su extremo
durante el siglo XVIII. El romanticismo ha descubierto
verdaderamente el espíritu histórico que ya empieza a
dibujarse en el siglo XVII en el prefacio a una tragicomedia,
Tiro y Sidón (1630), de François Ogier, donde se concibe un
arte diferente para los diferentes pueblos: “Lo bello supremo
es absoluto —escribe Ogier—, es una concepción del espíritu
que ninguna literatura ha realizado, ni la de los griegos ni la
de los españoles, literaturas que presentan y gustan una
especie de belleza enteramente distinta de la que estimamos
en Francia; el pueblo francés no se parece al pueblo griego; es
impaciente y amante de novedades”.
El primer teórico que los estéticos del siglo XVII reconocen,
Descartes (1596-1650), es el auténtico creador del
racionalismo en Francia y en Europa. En la imitación de la
196
verdad ve él una misión moralizadora del arte y considera a la
razón como su instrumento, según mencionamos ya arriba.
Todos los autores de este siglo dependen en mayor o menor
grado de Descartes, quien en cierto modo es la conciencia de
toda una época. El clasicismo racionalista, el intelectualismo
en sí, tienen su raíz en el Discurso del método y sus
fundamentos en los preceptos para el pensar recto: “No
aceptar nunca como verdadero lo que con toda evidencia no
reconocieses como tal, vale decir, que evitaría
cuidadosamente la precipitación y los prejuicios, no dando
cabida en mis juicios sino a aquello que se presente a mi
espíritu en forma tan clara y distinta que no sea admisible la
más mínima duda”.7
Como los estoicos, Descartes está convencido de que el
único criterio de la verdad es la verdad misma. Solamente las
verdades matemáticas y físicas se imponen a nuestro juicio.
Así como en toda estética racionalista lo asombroso es lo feo,
así también el gran problema del racionalismo es el error
cuyas causas son inherentes a la propia razón: pero se
concluye entonces que guiamos mal o imperfectamente
nuestra razón.
Descartes no ha consagrado explícitamente una parte de su
obra a la filosofía del arte; sin embargo, puede derivarse de su
metafísica una teoría de lo bello. Descartes piensa en lo bello,
no en lo sublime ni en lo cómico, tampoco en lo feo o en la
característica en que se encuentran elementos aberrantes. Un
objeto es tanto más bello cuanto menos diferentes sean unos
de otros sus elementos y cuanta mayor sea la proporción
entre ellos. Esta proporción debe ser aritmética, no
geométrica.
En cuanto los objetos y cada sentido, el más deleitable de
los objetos y el más agradable al alma es aquel que no es tan
197
fácil de ser conocido como para no dejar desear alguna cosa a
la pasión con la que los sentidos tienen costumbre de
comportarse frente a los objetos, pero no tan difícil como
para hacerlos sufrir. Pero este rasgo de lo agradable se halla en
contradicción con la ausencia de confusión. Descartes
comenzó con un racionalismo puro, pero después se dio
cuenta que cuando estamos frente a un objeto placentero
penetra en nosotros cierto aspecto de facilidad, que sin
embargo debe resistir a la aprehensión: es la delectación; y
ésta no debe ser tan fácil como lo sería lo gracioso; hace falta
una pequeña lucha, un esfuerzo. Cuando los elementos que
componen el objeto son más numerosos y complejos, como
en Mozart y Haydn, por ejemplo, el nexo entre los elementos
y la unidad resulta visible con menor facilidad; es necesario,
pues, realizar un trabajo intelectual.
Descartes ve, por otra parte, cuestiones de grado. Si hace
falta un cierto esfuerzo para aprehender lo bello, la verdad es
que hace falta algo más: que el objeto bello sea claro y distinto
y que sin embargo algo quede todavía por desearse; es
necesario un más allá además de nuestro dominio sobre el
objeto. Lo bello no es exhaustivo; posee un elemento
inasimilable, un elemento diferente. En la obra de arte hay
algo que sobrepasa la aprehensión completa, algo que se halla
escondido, algo misterioso; y aquí es donde vemos el genio
del artista. El artista auténtico no puede a veces explicarse a sí
mismo por completo su obra. En toda creación artística
verdadera, como también en la creación orgánica, hay un
elemento inconsciente imposible de reducir íntegramente a la
conciencia. Y este resto, este pequeño resto, es lo esencial.
El Compendio de la música que escribió Descartes en 1618
es a la par un estudio psicológico y un tratado científico que
no aborda directamente los problemas estéticos, pero que se
presta a interpretaciones estéticas. Se percibe que Descartes se
198
interesó aquí principalmente en las leyes matemáticas a las
que obedece la música; técnica y física de los sonidos, acordes,
consonancias y disonancias. Descartes relaciona este tratado,
por el modo en que plantea el problema, a su teoría de las
pasiones: convierte el sentimiento musical en una pasión.
Hasta los racionalistas se ven obligados a reconocer que todas
las artes, y por tanto también la música, tienen como fin el
producir placer, procurar una atracción de la sensibilidad, un
encanto. No solamente ha de producir un placer en sí, sino la
concordancia entre el objeto exterior y aquello que éste exige;
es la concordancia entre la energía y nosotros mismos lo que
debe suscitar en nosotros las diferentes pasiones.
El medio de la música es el sonido. Se distingue en él la
duración, la intensidad, la altura. Descartes se atiene a esta
división y comienza por estudiar la duración, la medida y el
ritmo y desea descubrir la naturaleza del compás, de la
duración de los sonidos y de la medida. Plantea el problema
del modo siguiente: según él, se efectúa un cálculo interior;
añadimos los tiempos cuya proporción se percibe fácilmente;
hay un Yo que conoce y un entendimiento que adiciona; los
ecos del sentimiento subsisten. La fusión, que es una
operación puramente intelectual, se hace ya patente en
Descartes. Llega a formular una ley psicofisiológica de suma
importancia: los gestos, los movimientos regulados de nuestro
cuerpo, dividen el tiempo. El sonido fuerte estremece con
mayor potencia los espíritus animales, y esto excita el cuerpo
entero y lo dispone para moverse. Toda especie de
modificación intensa del alma es acompañada de
movimientos y se traduce a fin de cuentas en movimientos.
Esta teoría general de la música es precursora de las teorías
modernas que afirman, como la de Hanslick,8 que la música
es incapaz de expresar algo, sea lo que fuere, con excepción de
sí misma, y que cuando más es un mero factor de excitación o
199
de depresión. Sólo el carácter dinámico es primitivo y el
músico nos guía en las asociaciones mediante el título y los
movimientos. Descartes insiste en la variedad de medidas;
para él una medida lenta produce una impresión de pasiones
lentas: tristeza, temor, orgullo.
Las ideas cartesianas predominaron a lo largo de todo el
siglo XVII. Pero, ¿en qué consiste, en suma, esta estética
cartesiana?
Es una estética racionalista en que se identifican los
ámbitos de lo bello y lo verdadero. El placer de los sentidos
mismo obedece ya a determinadas leyes y es, en consecuencia,
racional.
Pero, al igual que todos los racionalistas, Descartes percibió
la diferencia que existe entre las nociones de lo bello y lo
verdadero, lo bello penetra en nosotros con una peculiar
facilidad; el “no sé qué” de lo bello fue sentido incluso por
Descartes, uno de los menos sensibles de entre los grandes
hombres de letras franceses.
Descartes parte de una contradicción y de una antinomia.
Quedó asombrado al descubrir el papel que desempeña el
aspecto fisiológico del ser en el proceso estético y psicológico
en general
Con un dualismo exagerado, dividió al ser humano en alma
y cuerpo, en pensamiento y extensión. La pasión no es la
rigurosa separación de los dos elementos, sino el fruto de un
desbordamiento. La estética se encuentra entre los dos
ámbitos. Fisiológicamente se la puede considerar situada en la
óptica y la acústica, y dentro del campo de la acústica
constituye el paso del pensamiento a la extensión.
Lo que resuelve la antinomia es la manera como Descartes
muestra que en el fondo el ámbito de la extensión obedece a
las mismas leyes que el ámbito del pensamiento, al menos en
200
lo que respecta al campo de la estética. El muro entre el alma
y el cuerpo, lo psíquico y lo fisiológico, se destruye y cae. Los
sentidos se hacen inteligentes y racionales. Esta intuición
intelectual, tal como aparecerá algunas generaciones después
en Kant, para quedar negada por completo, se presenta
claramente en Descartes. Los sentidos que calculan, que son
inteligentes, que no reaccionan meramente de forma
espontánea, sino que también efectúan cálculos, pertenecen,
en palabras de Leibniz, al campo de la razón inconsciente.
En su Discours sur les passions de l’amour (1652) que, si es
apócrifo, al menos refleja el pensamiento pascaliano,9 Pascal
(1623-1662) distingue dos facultades que a primera vista son
antagonistas en el alma humana: el pensamiento y la pasión
propiamente dicha. “El hombre ha nacido para pensar” —
escribe al principio de su Discurso.10 Pero un poco más
adelante dice: “Es necesario que alguna vez lo agiten las
pasiones que siente en su corazón con raíces tan vivas y
profundas”.11 Pascal se dedica sobre todo a analizar el amor,
cuya definición explica los dos aspectos contrarios de que
hablábamos: “El amor —escribe— es un apegarse del
pensamiento”.12 Explica también las relaciones entre la pasión
y el espíritu, únicamente los grandes espíritus son capaces de
pasiones grandes, porque su pensamiento siempre está
orientado hacia el movimiento y la acción. Los espíritus
mediocres, por el contrario, son incapaces de tener pasiones,
puesto que aman el reposo: “La vida tumultuosa es agradable
para los grandes espíritus, pero a los mediocres no les
produce placer alguno”.13 Esta concepción pascaliana de la
pasión se aproxima a ciertos puntos de vista de la pasión
razonable y disciplinada que encontramos en Racine y a la
pasión cartesiana moralizadora; en una palabra, se acerca a la
pasión clásica.
En su Discurso, Pascal inicia el estudio de lo bello. Para él,
201
el ser humano, que es la más hermosa criatura de Dios, es el
ser en quien reside lo bello; y en la naturaleza, lo bello es
aquello que le parece bello al hombre y que se le asemeja:
“Cada quien —escribe— tiene el original de su belleza, cuya
copia busca en el amplio mundo”. La belleza es la
conveniencia, y es también lo agradable. En el mismo
Discurso escribe Pascal a propósito de lo bello: “La belleza está
repartida en mil materias diferentes. El sujeto más adecuado
para poseerla es una mujer. Cuando ésta tiene espíritu, la
belleza la anima y la hace resaltar maravillosamente”. Este
Discurso se sitúa entre la primera y la segunda conversión de
Pascal y fue escrito en una época en que se hallaba entregado
a las diversiones y al juego. Es el momento en que se aleja de
Dios, y bien lejos estamos de su periodo jansenista.
No nos detendremos más de lo imprescindible en la
estética de los literatos propiamente dicha, que tantas veces ha
sido tratada; únicamente citaremos algunos grandes escritores
a título de ejemplos.
El retroceso del pensamiento estético en el siglo XVII, con
Boileau y su Arte poética, se hace patente en forma muy clara
cuando se compara a este autor con Ronsard (1524-1585) y su
Compendio poético. En el siglo XVII se sacrifica la invención; el
poeta sólo debe representar la realidad. Ronsard afirmaba,
por el contrario, que la cualidad esencial del poeta es la
invención, es decir, la creación de acontecimientos,
personajes, sentimientos, como creación viva y no como mera
imitación. Sin duda, el poeta y el artista no pueden crear sino
basándose en la naturaleza, en los sucesos que ésta les
proporciona, pero el artista puede y debe disponer de esos
elementos, asociarlos según un orden que no le ha sido
señalado por la realidad. La creación consiste en la asociación
y sobre todo en la disociación. Ronsard intenta definir su
concepción de la invención diciendo que es un don natural de
202
una imaginación que concibe las ideas y las formas de todas
las cosas, tanto celestes como terrestres, animadas e
inanimadas, para representarlas, describirlas e imitarlas.
Imitar y representar las cosas “que son y que pueden ser”, he
aquí la diferencia radical entre ambos siglos.
Boileau siente, sin embargo, la necesidad de invocar la
facultad de creación y de invención. Se ve obligado a
reconocer una parte de sensibilidad y de fuerza creadora
inconsciente y otra parte de don irreductible a la inteligencia
pura, al conocimiento claro y distinto:
Si su astro al nacer no lo hizo poeta…14
La primera misión del artista es actuar sobre la sensibilidad
del público. El artista es un amante que solicita el aplauso, la
aprobación de una muchedumbre: “Provocar placer y
sentimiento”.
Pero la meta fundamental para Boileau es la racionalidad,
el intelectualismo en el arte. La facultad creadora no es la
sensibilidad enriquecida por la inteligencia, sino la
inteligencia pura: la razón. Descartes había mostrado la
dominación universal de la razón en el campo de la
investigación; no obstante, se había dado cuenta de que
existía un campo diferente, compuesto por el amor y la
sensibilidad. Pero Boileau es un formalista:
Amad, pues, la razón: que siempre vuestros escritos
recibirán de ella sola su lustre y su precio15
No hay para él un entendimiento reflexivo; la razón sola es
determinante: no hemos llegado aún a Kant. Hace falta buscar
ciertas reglas; una vez halladas, lo único que debe hacerse es
aplicarlas; la actitud del artista que comienza a crear es
exactamente igual a la de un sabio:
Antes de escribir, aprended a pensar.16
Al querer reducir el arte literario a la razón, es natural que
203
Boileau se rebele contra toda intervención de misticismo, de
religión. Pues la religión equivaldría a una intrusión del
sentimiento, de lo irreductible a la razón: la fe.
En la tragedia francesa, que es la obra artística por
excelencia del siglo XVII, los protagonistas son portadores de
pasiones, mejor dicho, de una sola pasión. Mientras el drama
extranjero es creado mediante un esfuerzo de la imaginación,
los caracteres franceses son producto de la abstracción, es
decir, del razonamiento, y aquí se encuentra la estética entera
del siglo.
Sin duda alguna hay una que otra excepción,
particularmente en Racine. Si en Corneille el personaje
Pauline es ya más complejo de lo que en realidad permite la
estética de la dramaturgia francesa, tenemos en Racine, con el
personaje de Nerón, una lucha de lo que ha sido, es decir, de
lo que sus maestros han querido que fuese, con su carácter
verdadero. Claro está que la complejidad de estos personajes
es muy relativa si se la compara con los caracteres
shakesperianos, por ejemplo Romeo o Lear, con todos sus
matices, sus tics y las manías morbosas de Hamlet.
La dramaturgia de Corneille no es, en el fondo, más que un
comentario a la Poética de Aristóteles. Comienza por recordar
la definición más general que el filósofo griego da de la poesía
dramática y del arte en general. Su objeto es gustar al
espectador, o sea al contemplador estético particular. Este
placer, comprobado y buscado por el autor dramático, es sui
generis, es un placer que le es propio. Pero interviene aquí un
problema racionalista, ya que para procurar ese placer
peculiar, es necesario seguir los preceptos del arte y producir
el placer según las reglas. A todo arte, y muy en particular al
arte dramático, que es el más calculado e intelectual,
corresponden leyes ineluctables: unidad de acción, de lugar y
204
de tiempo.
Para Corneille, el arte debe gustar, pero también corregir;
esto no significa un verdadero dualismo para él, y le parece
imposible producir placer según las reglas si no hay en ello
una buena dosis de utilidad, principalmente de utilidad
moral. Esta identificación es enteramente hipotética, puesto
que las unidades son meras reglas formales y nada tienen que
ver con el contenido. Corneille se da cuenta de ello y piensa
que la utilidad sólo debe aparecer bajo la forma de lo
deleitable, es decir, de un placer. El elemento moralizador
adicional, que no surge por sí solo de lo trágico, puede
presentarse bajo diversas formas: sentencias e instrucciones
morales que pueden distribuirse a lo largo de toda la tragedia,
una pintura ingenua de los vicios y las virtudes (como
posteriormente lo haría Schiller). Lo trágico, por el contrario,
consiste ante todo en la ruina del héroe; sea la que fuere su
naturaleza, amoral, moral o inmoral, su estatura sobrepasa la
estatura media de la humanidad; debe ser más rico en el mal o
en el bien; en arte no existe lo bueno o lo malvado. El héroe
debe de haber estado próximo de su ambición y de su
realización para luego caer bruscamente.
El equilibrio trágico de Corneille tiende hacia la unidad,
hacia la razón más que hacia la imaginación. La unidad de
acción responde, pues, con suma exactitud a los fundamentos
mismos de la razón: es la reducción de lo múltiple a lo uno, la
cristalización artística de la ley racional.
Racine (1639-1699) habla principalmente en los prefacios a
sus tragedias sobre su arte; expone en ellos con nitidez sus
puntos de vista acerca de la tragedia a la vez que responde a
los críticos que lo acusan de tratar sujetos demasiado simples.
“Yo no represento para esos críticos —dice en el prefacio al
Alejandro (1666)— el gusto de la Antigüedad. Bien veo que
205
conocen este gusto medianamente. Pero de qué se quejan, si
todas mis escenas están bien repletas y están necesariamente
ligadas las unas a las otras, si ninguno de mis actores aparece
en la escena sin que se sepa la razón que los hace aparecer, si
con pocos incidentes o poca materia he sido bastante feliz al
lograr una obra que quizá los ha interesado, a pesar de ellos,
de principio a fin.”17 En otro de sus prefacios, Racine insiste
en el aspecto clásico y en la razón de que reviste a sus héroes
trágicos en sus pasiones y que, según dice, ha heredado de los
griegos. El sujeto de Fedra ha sido tomado, efectivamente, de
Eurípides: “Si no le debiera únicamente la idea del carácter de
Fedra, podría decir que le debo todo lo que he podido poner
de razonable en el teatro”.18 La pasión y el amor son para
Racine pasiones inteligibles, disciplinadas, lógicas y, en cierto
modo, razonables, tal como lo había propuesto Descartes.
El clasicismo ¿es un realismo? ¿Su misión es ofrecer la
verdad desnuda, la verdad cruda? La mayoría de los hombres
del siglo XVII han retrocedido ante la verdad, ante el estudio
artístico del natural. Fueron conscientes de la importancia de
la naturaleza que, en el fondo, escapaba a toda ley clara y
distinta; un elemento desconocido, misterioso y temible
sobrepasa la razón disciplinada y social. No es, pues, la
naturaleza entera, no es lo verdadero, sino lo verosímil lo que
constituye la categoría estética del siglo XVII; en otras palabras:
es lo verdadero acomodado a la debilidad de la razón, por un
lado, y a las costumbres sociales de una época, por el otro. La
razón debe elegir entre aquello que pueda aceptarse en una
determinada época, y la parte de verdad que sobrepase por la
fuerza y el poder una época reglamentada. Es la naturaleza tal
como la concebían Le Brun y Le Nôtre, por unificación y con
ciertas reglas para hacerla accesible y “amable”, el alma y las
pasiones humanas rebasan infinitamente, en sus explosiones,
la razón social.
206
En la estética literaria, una gran tendencia se manifiesta y
domina por doquiera: el intelectualismo, el racionalismo, la
visión clara y distinta de la obra de arte, en una palabra, la ley
misma de la inteligencia. Pero en pleno siglo XVII comienzan a
surgir concepciones más matizadas y diferenciadas: lo
delicado, lo sutil, lo refinado, lo complicado. Se condena la
servil obediencia a Aristóteles y se le hacen objeciones a
Escalígero, contra la existencia misma de leyes estéticas con el
sentimiento de su relativismo espacial y temporal; con esto
nos encontramos ya en el siglo XVIII, con Du Bos y Lessing y
con los albores del espíritu histórico.
C) ESTÉTICA DE LAS ARTES PLÁSTICAS EN EL SIGLO
XVII
Poussin (1594-1665) no ha escrito una estética
propiamente dicha, pero poseemos cartas suyas, en especial
una fechada en marzo 7 de 1665, que representa su
testamento artístico, una especie de estética in nuce y de gran
importancia. Las artes plásticas vienen a unirse al arte
literario y, con ello, la verdad racional tiene por lo menos dos
sentidos: por una parte, la obra de arte concuerda con las
leyes de la razón; por la otra, la verdad es ante todo la
naturaleza, aquello que está frente a nosotros, esa naturaleza
que la concepción racional modifica, embellece, selecciona,
desechando todo lo que no se presta a ser sometido al orden,
evitando lo complejo, mientras que la verdad auténtica exige
la representación de la naturaleza en su totalidad.
Poussin llega a Roma en 1624 con un cerebro poco
recargado. No es persona instruida y juzga todo por sí mismo.
Por sus propios medios se adueña de la técnica de la pintura.
Y no es sino en el umbral de la muerte cuando se eleva de la
207
técnica a la estética.
Al igual que Leonardo, Poussin opina que el pintor debe
ser original. Sea cual fuere el sitio de donde tomó sus temas,
jamás tomó prestado de otros artistas, no tuvo discípulos, no
tuvo tampoco maestro; trabajó siempre solo en su estudio.
Toma sus clases con la Antigüedad clásica, mide las
proporciones de los “hermosos antiguos”, mas no para
trasponerlas a sus cuadros, sino para impregnarse de ellas. El
pintor se hace hábil observando las cosas más que fatigándose
en copiarlas. Esta idea de medir los cánones era algo
enteramente original y será adoptada por sus sucesores.
Después de dedicarse a las proporciones, que él no acepta sin
modificación, se preocupa por el sujeto a representar. Otorga
gran importancia a la materia que, para permitir al pintor que
muestre su espíritu y su industria, debe ser maleable, plástica:
y la pintura al óleo es más maleable que la pintura al fresco.
En el campo del arte colaboran dos elementos muy
diferentes: el apetito y la razón. Estas dos fuentes primordiales
de la actividad artística no poseen valor equivalente. El
dominio del apetito, de los sentidos, es el color, la luz; es lo
inmediato y espontáneo con todo su encanto, es lo que nos
irrita y nos conmueve. Pero es necesario que este dominio
móvil se subordine a un dominio estable. La razón,
comprendida como entendimiento y juicio, ofrece, en efecto,
leyes, constituye la medida, la forma, los patrones, los cánones
que no debemos rebasar. Pero fuera de estas leyes exteriores
del orden aparente existe un orden interior, no sólo negativo,
sino productivo y creador. Gracias a él, las cosas se conservan
vivas y continúan con vida. Hay en las cosas leyes inmanentes
que el artista debe respetar. Nos encontramos en el ámbito de
la esencia, de la sustancia, de la metafísica artística. Por la
tenacidad de su pensamiento, Poussin arriba a la misma
208
doctrina de los místicos estéticos, como son Platón, Plotino,
Schelling, etc.; observa las leyes que presiden la esencia
misma. Según él, debe revelarse el ser debajo de las
apariencias, lo válido es la intuición y no el entendimiento.
Pero no debe creerse que es suficiente con realizar este
esfuerzo de penetración: Poussin investiga la manera en que
se manifiesta la esencia. El estudio de la naturaleza (las rocas,
las hierbas) en su apariencia externa provocan el interés del
pintor.
El objeto propio de la pintura es la representación de las
cosas nobles, conforme a las leyes de la razón, en que el placer
de los sentidos sólo desempeña un papel secundario. Debe
reproducirse el orden interior y esencial de las cosas, un
orden lógico que se revele por completo en el dibujo, pues el
color es meramente pasajero. Hace falta ofrecer la mayor
expresión posible de la nobleza, y la fidelidad a la naturaleza
debe sacrificarse a este ideal. El fin de la pintura es la
delectación, que para Poussin es algo más que el simple placer
de los sentidos; no cabe duda de que no desprecia esta
voluptuosidad que se manifiesta por la disposición de las
líneas, pero más bien habla de la delectación del alma que es
esencial y que debe buscar antes que nada.
Poussin era un hombre aislado que no hizo escuela. Sin
embargo, Dufresnoy aprovechó sus lecciones, y Félibien, en la
segunda mitad del siglo, no dejó pasar la oportunidad al
visitar Roma en 1645. Sólo a partir de 1667, con las
conferencias de la Academia, se comienza a tener interés por
la estética.
Antes de la era académica, fueron planteados algunos
problemas estéticos por parte del poeta pintor Dufresnoy
(1611-1665). De 1641 a 1665 trabajó en un poema latino
sobre el arte de la pintura, De arte graphica, traducido al
209
francés por Roger de Piles. Dufresnoy insiste en la analogía
que existe entre la pintura y la poesía. Aplica el arte poético de
Horacio a la pintura, ut pictura poesis, y trata de imponer
temas literarios a los artistas. Después proclama la necesidad
de unir la práctica a la teoría y corrige, gracias a la teoría, los
defectos de la naturaleza. El ordenamiento debe ser agradable
y racional al mismo tiempo. Su fervorosa admiración por la
gracia y por un concepto estético que no parece concordar en
modo alguno con ella parece presagiar ya, debido a su
sensibilidad, el siglo XVIII con Watteau. No obstante esta
momentánea relajación en sus preocupaciones intelectuales,
subordina rigurosamente el colorido al dibujo. Y por último
siente un profundo respeto por los grandes maestros, a
quienes debe consultarse tanto como a la naturaleza. La obra
de Dufresnoy, que tuvo una notable aceptación en el círculo
de los Académicos, tiene su correspondencia exacta en el Arte
poético de Boileau.
Fréard de Chambray (1606-1676) sostiene la misma
doctrina en su Paralelo de la arquitectura antigua con la
moderna (1650); es traductor al francés del Tratado de la
pintura de Leonardo da Vinci. Todo lo reduce a lo antiguo y
se subleva contra la pintura libertina de los modernos que no
pide más que disfraces y colores para agradar al primer
encuentro, sin preocuparse por si gustará también más tarde.
El placer verdadero reside en el ámbito del entendimiento,
que es el principal juez de las obras de pintura. Su escrito se
divide en tres partes: origen de la pintura, progreso de la
pintura, perfección de la pintura.
“La belleza —escribe— consiste en la feliz imitación de la
naturaleza, mas no sabría realizarse plenamente si el artista se
contentase con observar el parecido de cada una de las obras
de la naturaleza sin dedicarse más bien a examinar qué es lo
que ésta contiene de más hermoso para percibir
210
espiritualmente la perfección ideal y reproducir en seguida, de
acuerdo con el impecable canon de Policleto, imágenes de
una belleza extraordinaria.”19 En suma, todo aquello que
existe para el naturalismo tiene derecho a ser reproducido;
sólo la manera del artista es predominante.
El artista verdadero no solamente tiene que elegir; tiene el
derecho de rebasar la naturaleza y de encaminarse hasta la
fantasía, o facultad de la imaginación para crear imágenes, y
hacia la organización de los elementos tomados de aquí y allá.
Los artistas deben encontrar la escena, el ambiente, el
sujeto que les conviene. El arte es, pues, para ellos similar al
arte literario, es disciplinado y está dispuesto a la manera de la
tragedia. La naturaleza es únicamente el punto de partida, la
materia indispensable; a ella deben añadírsele nobleza de
concepción, inteligencia y alma; el placer producido por el
color y la luz se relega a un papel de servidumbre.
La belleza consiste así en la creación mediante la imitación,
a condición de que ésta sea interpretada correctamente;
manteniéndose la actitud original puede el artista, sin
embargo, apropiarse las cualidades de los antiguos y evitar sus
defectos.
A continuación, Chambray estudia los rasgos que pueden
añadirse a las obras de los antiguos y que éstos no habían
conocido : es lo que él llama cultus y lumina y que
corresponde quizá a la delicadeza del siglo XVIII y a la brillantez
del XIX; es el “ornamento” en el sentido de Boileau,20 y según
Largillière es también “la novedad y la alegría”.21
La obra de arte debe mantenerse razonable. Para ello no
debe estar en contradicción con la naturaleza.
Félibien (1619-1694), secretario de la Academia de
Arquitectura, ejerció una considerable influencia en las artes
plásticas europeas. Fue el primero que pensó en publicar
211
algunas de las discusiones de la Academia. Publicó dos obras
importantes para la estética francesa: la primera, las
Conferencias de la Academia Real para el año 1667, la
segunda, las Conversaciones sobre la vida y las obras de los
más excelentes pintores antiguos y modernos (1666-1668), que
contienen una buena parte de teoría. La concepción que rige
en ellas es la idea de que el arte puede enseñarse, no sólo
mediante la enseñanza de la técnica, sino por determinados
preceptos que ayudan a los artistas a tratar de la manera
pertinente sus sujetos. Esta tendencia a dar recetas es más
estrecha aún que entre los escritores. Félibien conversó en
Roma con Poussin y se esforzó por construir un sistema
estético. Con Félibien nos encontramos en los inicios de la era
académica; todavía se percibe en él cierto liberalismo. Le hace
justicia a Rembrandt, pero ataca a Velázquez. Admira tanto a
Miguel Ángel como al Ticiano, tan opuestos en muchos
rasgos. Así pues, podemos hablar en él de cierto eclecticismo,
hecho más bien extraño en el siglo XVII. Pero hace lo posible
por apoyar este eclecticismo en la razón: “Hacer como las
abejas que buscan la miel en las plantas amargas”. Félibien
representa además la libertad en las artes plásticas. Deja una
parte notable al genio, por oposición al talento, y admite el
derecho de infringir las leyes para fiarse del instinto: “A veces
hay que ir contra las reglas ordinarias del arte”, escribe. Pero
ante todo “hay que seguir la luz de la razón”. El artista
tomará, pues, las fuentes de su inspiración, por un lado, de su
propio genio, y por el otro, del estudio de la naturaleza. Es
imprescindible tener en cuenta la naturaleza y ajustarse a ella
más que a los cuadros y bajorrelieves de la Antigüedad clásica.
Pero en modo alguno proclama un culto personal; es la razón
la que debe guiar. El principio de Félibien puede formularse
de la manera siguiente: en todas las artes, como en todas las
ciencias, las luces de la razón están por encima de lo que la
212
mano del obrero puede ejecutar. En el fondo, con la
eliminación del factor personal nos deslizamos con Félibien
hacia la ciencia: “La pintura es uno de los más nobles
ejercicios intelectuales y una práctica mecánica”. En la
pintura, al igual que en las demás ciencias, el juicio es el que
principalmente ha de conducir la obra.
De esta concepción racionalista, Félibien se remonta a la
razón divina, con lo que llega poco a poco a una concepción
idealista. Hay en el objeto bello una marca, una señal de la
divinidad; es la Idea platónica expuesta de manera algo plana
por este personaje del siglo XVII. Félibien exige, en suma,
belleza en los sujetos y gracia en la ejecución.
Le Brun (1619-1690) representa la estética de la Academia
Real de las Bellas Artes. Durante veinte años es él el auténtico
dirigente de la Academia, una especie de dictador. Colbert
exigió que se registraran las decisiones tomadas a
continuación de cada conferencia, con lo cual se obtuvo un
verdadero curso teórico, cuyos principios esenciales
enunciaremos a continuación: el caballero Bernini, al ser
recibido por la Academia, propone como principio imitar a
los antiguos y no aferrarse a la naturaleza, es decir, la
reproducción idealizada por la Antigüedad. Pero la Academia
no siguió al pie de la letra las instrucciones de Bernini y
concedió un amplio espacio al estudio de la naturaleza. Se
ponía a los alumnos frente al modelo vivo, lo cual fue una
notable innovación. El propio Le Brun, en una de sus
conferencias, explicaba a los alumnos cómo se atenía él
mismo a esta innovación: comenzaba por dibujar el modelo
en toda su forma natural; luego cambiaba las partes que le
habían parecido recargadas; después las reducía y corregía
por medio del arte lo que la naturaleza y la vida le habían
mostrado de imperfecto en el modelo. Era la inteligencia
aplicada al arte. Ya en 1667 Félibien había dicho que el
213
estudio debe estar subordinado al perpetuo respeto a los
maestros. El mismo punto de vista defendían Miguel Ángel y
Rafael cuando deseaban aprender de los antiguos cómo
dibujar al natural, corregir la naturaleza, y dar belleza y gracia
a las partes que las necesitaban.
Le Brun, al querer comenzar por representar el modelo,
prevé ya un método inverso. Propone dibujar primero las
obras antiguas lo más correctamente posible y luego añadir o
suprimir para reducirlas a como son verdaderamente las
cosas en la naturaleza, conduciéndolas así de lo maravilloso a
lo verosímil. Aquí, pues, se corrige a los maestros mismos
mediante la naturaleza.
La enseñanza académica expresa el temor de que la
juventud, siempre dispuesta a escapar y a tomarse licencias,
no quiera atenerse a un sistema de medidas y de proporciones
que difiere en cada figura y cada parte; habría un principio
siempre fijo, un canon válido no solamente para la figura
humana, sino para cada una de sus partes. Existe, pues, una
belleza fija, leyes fijas e inmutables. Hay un bello en sí, para
cada encarnación, para cada tipo de la naturaleza: el hombre,
el adolescente, la doncella, etc. Sébastien Bourdon quería que
el estudiante siguiera a la naturaleza para tratar de plasmar el
carácter de alguna figura antigua por la que se sintiera muy
particularmente atraído.
En otra conferencia cuyo tema era el color, Le Brun expuso
cómo el color debe emplearse doctamente y con economía. El
dibujo siempre debería seguir siendo el polo, la brújula en el
océano de los colores en que tanta gente se ahoga queriendo
salvarse en él. El color es para ellos un placer sensorial,
exclusivo de los ojos, pero carece de toda voluptuosidad para
el espíritu y de toda delectación intelectual. Deben desecharse
la sensualidad y la voluptuosidad no canónicas.
214
La expresión de los personajes, el juego de las fisonomías, y
más que nada la representación de los sentimientos son
objeto de una mención particular por parte de Le Brun.22
Expone la manera de representar el odio y el amor, de
conocer su raíz y sus manifestaciones: es un pequeño
“Tratado de las pasiones”. Las pasiones simples se manifiestan
por el apetito concupiscente y las pasiones compuestas por el
apetito irascible. Quiere codificar los movimientos de las
pasiones; la estética se convierte así en una mecánica con una
serie de recetas y preceptos. Todo academismo debe acabar
con los excesos y la Academia no ha podido seguir la rigidez
de estos principios hasta el fin. No existe una ley única para
todos los seres humanos. La Academia pide concesiones y
manifestaciones individuales en la diversidad de la forma y
del temperamento.
En los cuadros sinópticos de Testelin (1615-1655),
llamados “Tablas de preceptos”, encontramos prescripciones
para todo, y la pedagogía artística es sumamente estrecha.
Hemos visto que para Poussin la razón profunda tenía sus
raíces últimas en la estructura entera de la naturaleza: era la
razón metafísica. En Le Brun, la razón consiste en la
conveniencia entre los pensamientos, la unidad del sujeto y la
regularidad de la composición.
Los pintores del siglo XVII creían en la identidad
fundamental entre la pintura y la poesía. El problema del
Laocoonte no fue olvidado por Le Brun, quien comprendió lo
que significaban para un pintor los momentos de la acción.
Pero, del mismo modo como la mayoría de sus coetáneos,
piensa —como Lessing— que la pintura no existe sino para
ilustrar la poesía.
Le Brun fue un hombre de refinada cultura, y se preocupó
por la ciencia. Dirigió sus investigaciones hacia el estudio de
215
la expresión, y observando los movimientos fisonómicos de
los animales deriva conclusiones válidas para el hombre. Pero
no se estanca en este estudio, sino que va más lejos,
incurriendo en los dominios de la teología y del simbolismo
místico que se manifiesta en el misterio de las figuras e
incluso en el simbolismo de los colores. Los dos conceptos a
que reduce, a fin de cuentas, toda la enseñanza son éstos: la
nobleza y la elegancia.
La enseñanza académica, conforme al espíritu del siglo, se
adhiere excesivamente a la estética literaria, a la estética de las
“poéticas”. La desconfianza que se tiene en los sentidos posee
su correlato en la confianza absoluta en la razón. Pero la
obediencia a la estética no fue tan completa entre los
escritores: lo que escandaliza en Racine por debajo de la
superficie son las pasiones profundas. Por el contrario, los
pintores del siglo XVII fueron fieles a la doctrina y no llegaron a
alejarse de ella. Pero cierto es que son tan superficiales como
su doctrina misma. Únicamente Poussin puso en su arte
humanidad y poesía intelectual, y con buena razón se le ha
llamado pintor-filósofo. Le Brun, en cambio, es un pintorretórico.
En la propia Academia se manifiesta desde fines de siglo,
hacia 1670, una resistencia a todo lo que era estrecho y
enfático, y en 1682 se festeja el triunfo de la oposición: la
preocupación por el color, como en Rubens y Largillière, será
su fundamento. En 1677 se vuelve a hacer hincapié en la
discusión de 1672, recordando que la parte que le
corresponde al pintor es el color, y que las proporciones y el
dibujo son propiedades peculiares de la escultura. Lo que
explica este abandono del ideal de Charles Le Brun es la lucha
en un comienzo encubierta, y más tarde abierta, entre él y
Mignard; esta insurrección tuvo éxito y contribuyó a
aumentar el ámbito de la pintura. Gracias a Rigaud y a
216
Largillière, los artistas se hacen más sensibles al colorido y
después al estudio de la fisonomía humana tal como es en
realidad: el retrato va ocupando un elevado rango.
Posteriormente se abre camino la admiración a los pintorespintores, Mignard, los venecianos, Veronese y sus claras
tonalidades. Pero estos pintores no se declaran adversarios del
sistema de Le Brun. Sus dos enemigos verdaderos son
Philippe de Champaigne y sobre todo Charles Perrault.
Charles Perrault (1628-1703), quien en un principio
profesaba una admiración sin límites a Le Brun, le dedicó su
Poema de la pintura y escribió posteriormente un famoso
libro acerca de El siglo de Luis XIV, en que desenvuelve la tesis
de los modernos contra los antiguos y en que muestra hallarse
más cerca de Largillière, de Watteau y aun de Fragonard. Fue
aquí donde nació la conocida “querella de los antiguos y los
modernos”. Para apoyar su tesis escribe los Paralelos de los
antiguos y los modernos (1688-1697).
Entre los estéticos, Roger de Piles (1635-1709) expone con
cortesía y reserva una concepción nueva de la pintura en sus
diversas obras: Compendio de la vida de los pintores, Gran
curso de pintura, Conversaciones sobre el conocimiento de la
pintura, Diálogo acerca del colorido. Mas es, en realidad,
menos un estético que un amante del arte; en cierto modo es
el modelo de esos aficionados al arte que tan importante
papel desempeñarían a lo largo del siglo siguiente. La teoría
de Piles se opone a la teoría alegórica, mitológica e histórica
del siglo XVII. Planteó el problema con gran sagacidad: el
artista debe atenerse a la naturaleza; pero la verdad de la
pintura es “la imitación de los objetos visibles por medio de la
forma y del color”. La verdad estética, compuesta de dos
elementos, es difícil de hallar: la verdad simple es la copia de
la naturaleza tal como es observada todos los días; y la verdad
ideal es la selección de diversas perfecciones que jamás se
217
encuentran reunidas en un modelo solo, sino en el mundo
ideal y perfecto de la naturaleza. El artista debe corregir su
modelo según una forma ideal obtenida por la comparación
de todas las manifestaciones particulares, cada una de las
cuales tiene sus defectos. La unión de la verdad particular y la
verdad típica es la que produce la belleza perfecta. De estas
dos verdades, la verdad simple es la más importante, es la que
traduce a la naturaleza. Es, pues, lo singular lo que distingue a
Piles de Le Brun; esta preocupación por lo verdadero singular
frente al ideal sin vida, sin sabor, muestra una reacción contra
el academismo. Y desde este punto de vista, lo primordial es
el colorido, el claroscuro, la armonía de los colores, los
colores locales. El color constituye una ciencia que no
consiste en dar a las cosas pintadas su verdadero color
natural, sino lograr que parezcan tenerlo. Para ello son
necesarias algunas exageraciones o atenuaciones en las
tonalidades, según los colores vecinos. Debe todavía poderse
determinar con precisión las actitudes y las expresiones de las
cabezas que corresponden a los diversos estados anímicos; no
es posible fijar las modificaciones de antemano. En lo que
respecta a las expresiones, cada artista usará de ellas según su
genio y los estudios que haya realizado. La enseñanza de
Roger de Piles no es, en principio, enteramente diferente de la
que había ofrecido Le Brun, pero con toda suavidad se va
alejando de éste para conducirnos a la estética del siglo XVIII. El
ideal de Descartes ha sido modificado. Todavía hay en Piles
una buena dosis de racionalismo, y asimismo en todo el siglo
XVII, pero es un racionalismo moralizador.
Roger de Piles entró a la Academia, y rastreamos algún
vestigio de su influencia en Fénélon, especialmente en su
Discurso sobre las ocupaciones de la Academia. Roger de Piles
pretende que la preocupación del pintor debe ser la elegancia,
el encanto y la delectación; también el “gran gusto”, pero sin
218
reducirla a esto; más adelante, la verdad: siente que lo
verdadero simple es superior a lo verdadero fastuoso y
pomposo; felicita a Ticiano porque no pinta en sus paisajes
lujosas eras, sino valles plenos de frescura.
A partir de Fénélon, la causa del color, la causa de los
“rubensistas” ha vencido en toda la línea. El gusto se ha
ampliado, el eclecticismo se ha extendido, y al iniciarse el
siglo XVIII, Coypel asumirá el papel de Le Brun y de Roger de
Piles. Excelente escritor, hablaría casi como único en las
conferencias de la Academia, ya que cada vez se hace más
patente que las conferencias se han hecho inútiles.
Contra el racionalismo del siglo XVII, que excluye toda
vibración, todo lirismo, y que incluye el orden, la majestad, el
gran gusto al que debe sumarse la imitación de los antiguos,
se manifiestan resistencias y antagonismos más fuertes y
visibles en las artes plásticas que en las literarias. Se va
presintiendo la posibilidad de que en el arte no existe ideal
determinado; va naciendo el sentido relativista; y finalmente
triunfa el eclecticismo.
219
1 Boileau, Épitre IX al Marqués de Seignelay, V, 43.
2 Cf. Platón.
3 Cf. las “Jeunes gens de Racine” (La gente joven de Racine) en Taine.
4 Moliere, Tartufo, acto I, escena IV, verso 225.
5 Chapelain, Sentiments de l’Académie sur le Cid, p. 140.
6 Scudéry, Observations sur le Cid.
7
Descartes, Discurso del método, trad, de M. E. Biagosch, Sopena, Buenos Aires,
1942, p. 41. [T.]
8 Cf. Hanslick, De lo bello en la música.
9 E. Faguet ha consagrado al Discurso sobre las pasiones del amor un importante
artículo: “Pascal amoureux”, Revue latine, 25 de octubre de 1904, al que respondió
Giraud en un artículo: “Pascal a-t-il été amoureaux?”, Revue des Deux Mondes, 15 de
octubre de 1907, en que presenta sus reservas respecto a la atribución del Discurso a
Pascal.
10 Pascal, Discours sur les passions de l’amour, ed. Brunschvicg, Hachette, París, p.
123.
11 Ibid.
12 Op. cit., p. 134.
13 Op. cit., p. 124.
14 Boileau, Art poétique, canto 1, verso 4.
15 Ibid., versos 37 y s.
16 Ibid., verso 150.
17 Racine, primer prefacio al Alejandro Magno.
18 Prefacio a Fedra, ed. Garnier, p. 557.
19 Fréard de Chambray, Parallèle de l’architecture ancienne avec la moderne,
Libro I, cap. I.
20 Boileau, Art poétique, canto III, verso 190.
21 La Fontaine, prefacio a sus Fábulas.
22 Este asunto había sido ya tratado por Le Brun en sus conferencias de 1671 a
1678.
220
X. LA ESTÉTICA INGLESA EN EL SIGLO
XVII
LA FILOSOFÍA del siglo XVII es la filosofía de las ideas y de los
grandes problemas del pensamiento. Es el siglo de las ideas
del orden y de las ideas matemáticas. Los hombres del siglo
XVIII, en Inglaterra, aspiran a dar aplicaciones prácticas a esas
ideas; fuera del problema del conocimiento, que es
específicamente filosófico, los filósofos del siglo XVII se dedican
a problemas religiosos y sobre todo morales. Hay, en este
periodo, pocos estéticos en el sentido propio de la palabra.
A) BACON
Bacon (1561-1626), en su De dignitate et augmentis
scientiarum, divide el entendimiento en tres partes, a las que
hace corresponder tres especies de ciencias: la memoria a la
historia, la imaginación a la poesía y la razón a la filosofía. En
el campo de la poesía, Bacon parece dar libre curso a la
imaginación y a la invención. Califica a la poesía como dream
of learning, ve en ella algo de “divino”. En su escrito sobre “la
belleza”, Bacon considera que las mejores proporciones no
deben ser conformistas, y critica a Durero, que reduce la
belleza a proporciones matemáticas. Bacon distingue tres
clases de poesía: la narrativa, la dramática y la parabólica. Esta
última, que se sirve de alegorías y de símbolos, es para el
pensador inglés la mejor de las tres. Esta concepción de la
poesía responde, en realidad, a las ideas de la verdad y al ideal
221
moral del siglo XVII clásico.
B) HOBBES
Hobbes (1588-1679) es ante todo pedagogo. Nos ha legado
escritos de crítica literaria en un prefacio a su propia
traducción de las obras de Homero. En su concepción del
mundo, Hobbes pretende que no existe nada aparte de la
materia y el movimiento. El movimiento afecta los objetos
exteriores. Este movimiento se transmite al cerebro y después
al corazón. De aquí se produce un movimiento en sentido
inverso que, a su vez, genera la sensación. Los movimientos
dentro de nosotros pueden reunirse, sustraerse, multiplicarse,
dividirse. Estos movimientos en serie forman, al reunirse, el
pensamiento y la imaginación. Y de aquí llega Hobbes a decir
que el espíritu no es otra cosa sino la materia en movimiento.
Más todavía que Bacon concede Hobbes un amplio campo a
la imaginación, que él entiende en un sentido muy extenso.
Incluye en ella las pasiones, la memoria, el don e incluso la
filosofía y el juicio. Pero en la poesía, de la especie que sea, y
por necesarios que sean en ella el juicio y la imaginación, lo
más importante es esta última, en opinión de Hobbes: “La
imaginación debe ser lo más importante”.1 Hobbes piensa
que, en los casos en que la filosofía ya ha ordenado las ideas
en un sistema, la imaginación encuentra el terreno preparado
y ya únicamente tiene que proporcionar el movimiento, make
a swift motion over, para que la obra quede lista para el canto,
la danza, etcétera. Para él, la imaginación no aporta sólo la
diversidad, sino, como la filosofía, clasifica y ordena. La
poesía hasta debe remplazar a la filosofía moral que, según
Hobbes, está por completo ausente. El hombre no busca en la
sociedad más que lo que le parece bueno, y permanece tan
222
poco sociable como un animal salvaje: homo hominis lupus, el
hombre es un lobo para el hombre. A su concepción de la
sociedad se conecta su teoría de la risa, fundada en el orgullo
humano: la risa, dice, es una especie de gloria de sentirse en
un nivel elevado en comparación a los otros; o bien los
hombres ríen de sus tonterías pasadas cuando se acuerdan de
repente de ellas, salvo si está ligada a alguna de ellas una
determinada deshonra.
C) LOCKE
El pensamiento filosófico del siglo XVII se vio dominado por
las ideas de Locke (1632-1704). Para él, todas las
manifestaciones del espíritu se reducen a sensaciones:
sensaciones simples del mundo exterior e interior, y síntesis
de estas sensaciones simples que constituyen las ideas
complejas. Es la concepción atomística del conocimiento.
D) BERKELEY
Berkeley (1684-1753)2 no ha formulado realmente una
teoría estética, pero nos ha legado sus ideas acerca de lo bello
en su Diario de viaje, en ciertos artículos del periódico The
Guardian, en que habla de los placeres naturales y de los
placeres artificiales, en los diálogos del Alcifrón (nombre
despectivo que designa a los librepensadores que Berkeley
detesta y cuyas doctrinas se pone a refutar): en el tercer
diálogo aparece una crítica al esteticismo moral de
Shaftesbury; y en la segunda parte de Siris estudia la actividad
del espíritu y su participación en la unidad divina. Berkeley se
muestra conmovido ante el espectáculo de la naturaleza, en
223
especial de Irlanda, su país natal, y de Italia: cuanto más
hermoso se le aparece el espectáculo, tanto más real lo
considera.3 Ama la naturaleza y su pintoresquismo: es la
belleza como representación. Su sentido por la belleza natural
se alía a su gusto por las ciencias. Tenemos una percepción en
el orden de la finalidad cuando nos dice, por ejemplo: “¡Qué
previsión la que hay en el cuerpo del vegetal y del animal!”4 A
su concepción de lo bello en la naturaleza se añade su
concepción de lo bello en el arte. La actividad artística es
prolongación de la actividad divina: el espíritu creador
constituye la garantía de la autenticidad de lo real en la
armonía. La Biblia es una colaboración de Dios con el hombre
en el arte y en la verdad. El sentido de la actualidad de la
naturaleza corresponde al sentido de la verdad en el arte, y el
de la perfección que no existe sino en la naturaleza
corresponde a las cualidades técnicas de la obra.
La concepción de Berkeley se opone al moralismo: hay,
según él, una proporción en la virtud. Su doctrina del
“entusiasmo” es, en realidad, un cierto gusto o sentido moral
más eficaz que la razón.5
La razón y el juicio son los únicos capaces de mostrar la
conformidad de los actos con los designios de Dios. Berkeley
condena la casualidad6 y la fuerza ciega: los fines deben ser
sensatos y buenos. Lo bello no es aquello que place, sino la
simetría y la proporción, la perfección y la fitness. Es “la
aptitud y la subordinación que producen toda la belleza”. La
noción de lo bello es una elaboración racional, un
conocimiento nocional: no es algo percibido, sino algo
concebido. La naturaleza es la norma de todas las cosas: en la
contemplación del universo, por doquiera que hay belleza hay
también unidad, y la unidad se encuentra en todo el universo.
El sentido de la naturaleza de Berkeley está impregnado de
224
convicciones metafísicas. Las cosas bellas pertenecen a la
imaginación en cuanto cosas, mas el principio de su belleza es
un principio activo que no forma ya parte del dominio de la
representación, sino del dominio de lo suprasensible.
Proviene del intelecto puro; es, en consecuencia, metafísico y
se remonta a Dios, fuente de toda unidad. En la
contemplación de la escala natural, la armonía y la
correspondencia exacta del conjunto nos dan la idea de la
belleza. La belleza prototípica de la naturaleza es, según
Berkeley, “la unidad de una cadena de oro”. Pero piensa que
hay mayor perfección en la creación que en la eternidad, ya
que belleza equivale a vida. No hay una unidad estática: las
leyes de la evolución tienden hacia la unidad; y la propia
naturaleza humana revela cierta unidad. Pero el intelecto
puro alcanza por sí solo las relaciones y la categoría de la
unidad que él mismo ha recibido de un principio superior. Es
la acción divina la que engendra la unidad del universo. En las
ideas divinas, arquetipos de las cosas, reside el principio de su
unidad: un perpetuo decreto de Dios hace corresponder
nuestras sensaciones. El objeto está compenetrado de
racionalidad, pero es el sujeto de su acción espiritual el que le
confiere su significación. Las leyes de la naturaleza, en cuanto
manifestaciones de las causas que existen en el mundo
inteligible, son un lenguaje en que Dios le habla al hombre. La
ciencia interpreta los mensajes de la omnipotencia; mas sólo
el intelecto puro puede tener una intuición reveladora, fuente
de unidad y armonía. La belleza, milagro en que Dios nos
advierte su presencia, es la revelación de la unidad y armonía
en que el espíritu humano efectúa su contemplación estética.
225
1 Hobbes, Leviatán, I, VIII. Versión española, FCE, México, 1940.
2
A propósito situamos a Berkeley en el siglo XVII; de hecho se encuentra en las
postrimerías del siglo XVII e inicios del XVIII, pero publicó sus escritos siendo muy
joven todavía.
3 Cf. Filonoo.
4 Cf. Alcifrón.
5 Recuérdese la doctrina del entusiasmo en Platón.
6 Cf. Alcifrón.
226
TERCERA PARTE
EL SIGLO XVIII
227
XI. LA ESTÉTICA FRANCESA EN EL
SIGLO XVIII
A) RASGOS GENERALES
EL SIGLO XVII había sido el siglo de la razón y de la moral de
honestidad. La razón constituía la dotación de cada hombre, y
el hombre honesto era el hombre ideal de la época: un
hombre conciliador, obediente a la tradición y gustosamente
dispuesto a mantenerse en segundo plano frente a la sociedad
humana. La sociedad soñada por el siglo XVII consistía en una
armonía perfecta realizada por los hombres honestos bajo la
égida de la razón, que representaba al sentido común.
Pero también se dice del siglo XVIII que fue el siglo de la
razón. Sólo que en este siglo la razón adquiere un sentido
diferente; no equivale ya al sentido común, sino a un “poder
crítico”. No se debía creer, sino que había que estar seguro; el
espíritu crítico hizo su aparición y no tardó en triunfar. El
primer deber de la razón consistía en examinar, y se
reconoció que el mundo estaba lleno de errores que la
tradición garantizaba como verdades. El papel de la razón
pasó a ser, pues, el de combatir a la tradición existente y
remplazar el ideal del hombre honesto por un nuevo ideal
humano.
En Francia y en Inglaterra, el modelo humano que se
propuso fue el filósofo. El filósofo, en el sentido que se le daba
a este término en el siglo XVIII, es ante todo un erudito. La
filosofía era la ciencia de los hechos, y por lo tanto, la mayor
228
preocupación por la verdad la tienen los filósofos que se
apoyan en la experiencia para demostrar la exactitud de las
proposiciones que formulan. Gracias a las luces de la ciencia y
de la razón, esclarecen los puntos penumbrosos que todavía
pueden subsistir en la tierra. Los filósofos reconocen que la
razón es, no obstante, limitada, y que existe un cierto número
de problemas frente a los que la razón se halla reducida a la
impotencia: son los problemas metafísicos. Y justamente por
ser la razón impotente para resolverlos, los filósofos los
rechazarían: y ésta es una de las diferencias esenciales entre la
filosofía tal como la entendemos hoy y la filosofía como se
entendía en el siglo XVIII.
Cuando Condorcet resume la filosofía en estas tres
palabras: “razón, tolerancia, humanidad”, percibe claramente
las principales preocupaciones del filósofo del siglo XVIII. Es
sabido que Voltaire combatía fervorosamente la intolerancia,1
sobre todo en materia religiosa. “Cuando hemos predicado la
tolerancia —dice en el artículo “Tolerancia” de su Diccionario
filosófico—hemos servido a la naturaleza, hemos restablecido
a la humanidad en sus derechos.” La tolerancia, en efecto, es
en su concepción más elevada el respeto al hombre. La
humanidad es una virtud notoria del siglo XVII, y este acto de fe
en el hombre, este extraordinario afán de caridad, de
fraternidad y de bondad volvemos a encontrárnoslo en el
filósofo del siglo XVIII. Así, Diderot escribe en el Suplemento al
viaje de Bougainville: “El tahitiano es tu hermano”, y Voltaire
concluye su Tratado sobre la intolerancia con estas palabras:
“Que todos los hombres puedan recordar que son hermanos”.
Rousseau, si bien es un filósofo enamorado de la razón,
concede un lugar mayor a la sensibilidad, a los sentimientos, a
las reacciones afectivas. Constituye el punto de partida para
una nueva corriente de pensamiento: la de la reacción del
sentimiento contra la razón, de lo irracional contra lo
229
racional, corriente que iría a dar más tarde al romanticismo.
Amor al ser humano, respeto al hombre, confianza en el
hombre, solidaridad de los hombres entre sí: he aquí los
ideales que los filósofos difundieron entre sus
contemporáneos. La razón, después de cambiar su sentido, se
convirtió en poder crítico y contribuyó, a fines del siglo XVII, a
destruir al “hombre honesto” para sustituirlo durante el XVIII
por el “filósofo”, erudito enamorado de la razón y confiado en
el progreso y en la felicidad del hombre, para lo que predica la
tolerancia y la humanidad. Este ideal incompleto e imperfecto
no tenía en cuenta suficientemente a los sentimientos, a la
individualidad y a los problemas metafísicos. A este periodo
intelectual e impersonal le seguirá una época en que los
pensadores volverían a ocuparse de los problemas
metafísicos, en que el sentimiento ocuparía el primer plano y
en que se daría un énfasis particular al Yo.
B) LA ESTÉTICA PROPIAMENTE DICHA
1. El padre André
En 1741 publica el padre André (1675-1764) su Ensayo
sobre lo bello, compuesto de discursos leídos ante la Academia
de Caen de la que era miembro. El padre André se hallaba
sometido a dos influencias predominantes: era cartesiano y
malebranchista. Su doctrina acerca de lo bello completa en
cierto modo, por una parte, la teoría cartesiana de lo
verdadero y, por la otra, la doctrina malebranchista del bien;
es una estética añadida a la metafísica y a la moral. No será
sino con Victor Cousin (1858) cuando se logrará la síntesis,
en su obra De lo verdadero, de lo bello y del bien.
230
El padre André expone en la primera parte de su Ensayo su
concepción acerca de lo bello en tres proposiciones, siguiendo
esta distinción a lo largo de toda la obra: hay una belleza
esencial e independiente en toda institución, aun divina; y hay
una especie de belleza instituida por el ser humano que hasta
cierto punto es arbitraría.
Pero como lo bello puede considerarse presente sea en el
espíritu, sea en el cuerpo, para no caer en confusiones se
requiere aún, al estilo cartesiano, dividirlo en belleza sensible
y belleza inteligible: “Lo bello sensible que percibimos en los
cuerpos y lo bello inteligible que percibimos en los espíritus”.2
Tanto el primero como el segundo pueden captarse
únicamente mediante la razón; lo bello sensible, por la razón
atenta a las ideas que recibe de los sentidos, y lo bello
inteligible por la razón atenta a las ideas procedentes del
espíritu puro.
El padre André estudia en primer término lo bello sensible,
que es el más complejo. Tres de nuestros sentidos —el gusto,
el olfato y el tacto— están excluidos del conocimiento de lo
bello. La vista y el oído son los únicos que participan de él, y
es la voluntad del Creador la causa de esta elección. La
cuestión entera se reduce, así, a la belleza visible u óptica,
cuyo juez natural es el ojo, y a la belleza acústica, cuyo árbitro
nato es el oído.
Al detenerse desde el principio el padre André en lo bello
visible, distingue una belleza visible esencial, una belleza
visible natural y una belleza en cierto modo arbitraria.
Lo bello esencial fue estudiado por Platón y por san
Agustín. Lo bello esencial, necesario, independiente de toda
institución, es aquel en que la idea da forma al arte del
creador, a ese arte supremo que le proporciona todos los
modelos de las maravillas naturales; es el arquetipo.
231
En segundo lugar, hay una belleza natural que depende de
la voluntad del Creador, pero que es independiente de
nuestros gustos y de nuestras opiniones: esta belleza natural
es evidente con sólo echar un vistazo a la naturaleza.
Y finalmente, lo bello arbitrario o artificial es una belleza de
sistema y de manera en la práctica de las artes, una belleza de
moda o de costumbre en los ornamentos, en ciertas
propiedades personales, etcétera.
El padre André hace la misma distinción, en su segundo
discurso, respecto de lo bello moral o bello de las costumbres,
que tiene como principio la idea del orden. Con referencia a
las costumbres distingue tres especies de órdenes que se
presentan regularmente: un orden esencial, absoluto e
independiente en toda institución, aun divina, que llega a
conocerse por la razón. Debajo de este orden absoluto se
encuentra un orden natural que depende primordialmente de
la voluntad del Creador y que queda determinado por el
corazón, y finalmente un orden civil y político instituido por
el consentimiento de los hombres para sostener tanto al
Estado como a los particulares, a cada uno en sus derechos
naturales o adquiridos.
No nos enfrentaremos a esta misma división cuando el
padre André habla de lo bello en las obras del espíritu. Su
concepción clásica de la belleza literaria se parece en diversos
aspectos a la sustentada por Boileau en su Arte poética: “En
una obra del espíritu —dice el padre André en su tercer
discurso— llamo bello no a aquello que gusta, al primer
vistazo de la imaginación, en ciertas disposiciones
particulares de las facultades del alma y de los órganos
corporales, sino a aquello que por derecho puede gustar a la
razón y a la reflexión por su propia excelencia, por su luz
propia o por su justeza y, si se me permite el término, por su
232
encanto intrínseco”. Notamos en este análisis y en esta
división de lo bello en los bienes del espíritu, la influencia de
Descartes, quien distinguía las facultades esenciales y las
facultades accidentales. A las primeras, constituidas por la
razón, corresponde la belleza esencial; a las últimas, que son
las facultades sensibles de la imaginación y de la percepción,
en su esencia variables y contingentes, corresponde la belleza
natural. Y al analizar la categoría de lo bello artificial en las
obras del espíritu, el padre André la define como sigue: “Es
propiamente la belleza que, en una obra del espíritu, resulta
del encanto de las palabras”.3 Distingue tres elementos en el
cuerpo del discurso: la expresión que expone nuestro
pensamiento; el giro que le proporciona cierta forma, y el
estilo que la desarrolla “para ajustarla a los diferentes días que
ella exige en relación a nuestro intento”.4 Cada uno de estos
tres elementos debe tener su belleza propia. Y a esto sigue la
definición que da el padre André del estilo: “Llamo estilo a
una cierta sucesión de expresiones y de giros mantenida de tal
manera en el curso de una obra que todas sus partes parezcan
ser los rasgos de un mismo pincel, o, si consideramos el
discurso como una especie de música natural, como una
cierta disposición de las palabras que en su conjunto formen
acordes de los que resulte una armonía agradable al oído: es la
idea que en ella nos dan los maestros del arte”.5 Esta clásica
definición del estilo se emparienta estrechamente con la que
ofrecerá Buffon en su Discurso acerca del estilo, pero se
incluyen en ella una serie de elementos sensibles, de armonía,
pintura y música que no encontramos en Buffon.
El estudio íntegro del Ensayo sobre lo bello nos llevará a la
conclusión de que el padre André sostiene un clasicismo que
por un lado lo acerca a Boileau y a Descartes y por el otro a
Malebranche.
233
2. El Abate Du Bos
El abate Du Bos (1670-1742) aborda los grandes problemas
de la estética general en sus Reflexiones críticas sobre la poesía
y la pintura (1719). Además de elaborar un pensamiento
original, se dedica a comparar una con otra diversas artes.
Busca en su obra el principio en que se fundan nuestros
juicios sobre el arte, pero estudia también la manera en que
puede apreciarse y explicarse una obra de arte. Distingue,
pues, la crítica psicológica que se refiere a la impresión
producida por la obra de arte en el espectador, y la crítica
científica que trata de los sentimientos del artista en su
creación; Esto es lo que explica en su Introducción: “En la
primera parte de la presente obra intento explicar en qué
consiste principalmente la belleza de un cuadro y la belleza de
un poema… En la segunda parte, me refiero a las cualidades
tanto naturales como adquiridas que constituyen a los
grandes pintores y a los grandes poetas”. En una última parte,
Du Bos realiza un estudio comparativo de la pintura y la
poesía.
La concepción del arte de Du Bos es mucho menos clásica
que la de sus predecesores. La finalidad del arte es gustar. El
mejor juez de una obra de arte no será, pues, la razón, sino el
sentimiento. La razón es útil para ayudarnos a encontrar las
causas del placer que nos procura la obra artística; pero para
saber si esta obra nos gusta, nos dirigimos al sentimiento: “Ya
que la primera finalidad de la poesía y de la pintura es
emocionarnos, los poemas y los cuadros únicamente son
obras buenas en la medida en que nos conmuevan y nos
atraigan”.6 En tanto que crítico, Du Bos extrae de estos
principios dos consecuencias: para comenzar, no es la
aplicación o la falta de aplicación de las reglas lo que permite
234
juzgar si una obra de arte es buena o mala. Y en segundo
lugar, el juicio de los espectadores que se dejan llevar por sus
sentimientos es mucho más justo que el de la gente del oficio
que juzgan más por la razón y por la aplicación rigurosa de las
reglas. “La gente del oficio juzga mal por lo general —dice Du
Bos—, no obstante que sus razonamientos examinados en
particular sean con frecuencia bastante justos, pero se sirven
de ellos de un modo para el que no están destinados los
razonamientos. Querer juzgar un poema o un cuadro en
general por la vía de la discusión equivale a querer medir un
círculo con una regla.”7 Además, la sensibilidad de los del
oficio sin genio llega a gastarse y sus juicios son falseados. En
suma, el juicio del público siempre acaba por triunfar.
Du Bos se ha propuesto examinar, en cuanto filósofo y en
cuanto psicólogo, “cómo es que los productos de las artes
ejercen tal efecto en los seres humanos”.8 La lectura de un
poema o la contemplación de un cuadro nos causa un placer
sensible, una emoción estética; este placer presenta en
ocasiones los mismos síntomas que los producidos por el más
vivo dolor: “El arte de la poesía y el arte de la pintura jamás
son tan aplaudidos como cuando han logrado afligirnos”.9
Los objetos que en la realidad provocarían en nosotros una
aflicción nos producen un placer cuando son representados
por el arte, porque son imitaciones, y las emociones se
desvanecen sin tener una secuela duradera: “La impresión
producida por la imitación solamente afecta vivamente al
alma sensible, pero no tarda en disolverse”. El placer de lo
trágico y la superioridad del arte respecto de la realidad se
explican en el sentido de que “la impresión producida por la
imitación no es seria”. El interés que revelamos ante una
imitación artística de la naturaleza únicamente responde al
atractivo que tiene la reproducción del objeto: “La atracción
principal de la poesía y de la pintura se debe a las imitaciones
235
que saben hacer de los objetos capaces de interesarnos”.10 Esta
teoría de la imitación artística se desentiende de toda la parte
imaginativa del arte, que no consiste sólo en la copia exacta de
la naturaleza. Puede concebirse que diversos objetos que en la
naturaleza carecen por completo de interés para nosotros
puedan adquirir un gran valor artístico.
La creación artística depende, sobre todo, del genio del
artista, que Du Bos define de la manera siguiente: “Se llama
genio a la aptitud que un hombre ha recibido de la naturaleza
para realizar bien y con facilidad ciertas cosas que los otros
sólo podrían hacer muy mal incluso si pusieran en ello gran
empeño”.11 Las condiciones físicas incluyen en el genio:
constitución del cuerpo, hábitos sociales, influencia del clima
y de la tierra en el artista. Las condiciones morales no pueden
hacer surgir a un artista cuando las condiciones físicas son
desfavorables. Du Bos es el primero que ha tenido en cuenta
estas influencias y que, por ello, merece asimismo el nombre
de crítico científico.
Al intentar una comparación entre la poesía y la pintura,
Du Bos se preocupa primero por saber cuál de los dos campos
artísticos es el más extenso y cuál actúa en una forma más
profunda sobre la sensibilidad. Considera que es más extenso
el campo de la poesía: la mayoría de los grandes sentimientos
humanos se explican por alteraciones físicas, mas hay
pasiones y sentimientos, sobre todo pasiones intelectuales y
morales, que no se expresan externamente; y éste es un
dominio que escapa a la pintura por no haber una traducción
física suficiente para él.12
En segundo término, el pintor no dispone más que de un
momento; puede aplicarlo a la categoría de lo sublime. En la
poesía, con frecuencia un sentimiento ordinario puede
alcanzar lo sublime y lo maravilloso cuando es explicado por
236
lo que le precede o cuando hace prever el futuro. El pintor
únicamente tiene un instante y una categoría de rasgos para
plasmar lo que desea plasmar. Pero la teoría de la imitación se
mezcla con estas ideas y fue mal comprendida por Du Bos.
Un poeta, afirma, puede emplear varios trazos; si algunos no
se logran otros más felices pueden socorrerlos. Pero también
aquí comete Du Bos el mismo error: al pintor no le hace falta
hacer comprender alguna cosa. Du Bos no ve más que un
momento, mas no ve que el objeto por imitar no es el mismo
y que mientras la pintura puede reproducir, la poesía
únicamente puede evocar.
Pero se da cuenta de que la pintura ofrece representaciones
más sensibles e inmediatas. Los signos de los dos artistas son
diferentes. La pintura actúa en nosotros a través del sentido
de la vista. Además, no se sirve de signos arbitrarios e
instituidos, como son las palabras; utiliza signos naturales
cuya energía no depende de la educación: “Si nuestro espíritu
no se ha equivocado, cuando menos se ha abusado de
nuestros sentidos”. La palabra no guarda relación alguna con
la cosa, y esto lo prueba el hecho de que la palabra cambia
según el idioma. La evocación sustituye aquí a la
representación.
Du Bos se pregunta hasta qué punto es admisible la
alegoría. Una vez aceptado que la pintura se sirve de signos
naturales, no debería representar más que objetos; mientras
que el poema, por servirse de signos convencionales, podrá
representar conceptos que, por definición, no tienen color ni
forma.
En resumen, la crítica de Du Bos se sitúa entre la crítica
dogmática del siglo XVII y la crítica impresionista del XIX. No
reniega de la razón, pero otorga un lugar más importante al
sentimiento que a las reglas para juzgar una obra de arte.
237
Considerando la estética como filósofo, puede tomársele por
precursor de la estética psicológica. Al profundizar en las
cuestiones de la influencia del país y del clima, ha preparado
uno de los grandes principios de la crítica científica de arte
del siglo XIX.
3. Diderot
Diderot (1713-1784) es, junto con d’Alembert, el fundador
de la Enciclopedia. En 1746, con ocasión de la traducción de la
Cyclopedia o Dictionary of arts and sciences que Diderot había
emprendido, amplió y modificó el proyecto y se asoció con el
matemático d’Alembert para agrupar a una serie de
colaboradores de diferentes especialidades: él mismo redactó
varios artículos; en 1751 apareció el primer volumen de la
Enciclopedia o Diccionario razonado de artes y oficios. La obra
se prosiguió hasta 1766, año en que se publicaron los últimos
diez volúmenes. Citemos entre las principales obras estéticas
de Diderot: la Carta acerca de los sordomudos (1751); el
Ensayo sobre la pintura (1761); la Paradoja del comediante
(1830) y varios estudios sobre los Salones del siglo XVIII.
La idea fundamental que domina toda la obra estética de
Diderot es la imitación de la naturaleza; en ésta no debe
imitarse lo verdadero, sino lo verosímil.13 De este principio se
desprende toda la teoría del arte y de lo bello de Diderot,
quien define la belleza por la “conformidad” de la
imaginación con el objeto.14 En la creación artística, el artista
no debe exclusivamente copiar la naturaleza, sino seleccionar
lo que vale la pena de ser reproducido, y gracias a esta
selección el arte superará a la naturaleza. El arte no es, pues,
para Diderot, según hemos dicho, todo lo verdadero, sino lo
verosímil; todas las veces que en el arte la verdad no se nos
238
presente toda entera, lo que hay es verosimilitud, o sea, en
cierta manera, ficción. En suma, el arte es para Diderot una
transposición de lo real. Al enfrentarse a una obra, Diderot se
planteará dos cuestiones: ¿es esta obra semejante a lo
verdadero? Y, en segundo lugar, ¿nos ofrece el placer de la
imitación? La esencia del arte no es, en efecto, una imitación
exacta, sino la transposición de un modelo ideal que nos
produce placer.
Este modelo ideal es concebido por Diderot como la
expresión de un tipo: es él quien determinará la selección. Un
primer movimiento entre los hechos percibidos nos elevará al
ideal, y es aquí donde hace su aparición el juicio: “La selección
más rigurosa —escribe Diderot— lleva a la necesidad de
embellecer o de reunir en un objeto único las bellezas que la
naturaleza no muestra sino esparcidas en un gran número de
objetos”.15 El trabajo del artista consiste, pues, en embellecer,
en idealizar una cualidad, y en reunir las cualidades dispersas.
En este juicio interviene la imaginación, y en este punto
aparece un segundo movimiento que le es propio al artista y
que consiste en acercar este ideal a lo sensible. Es la
imaginación y la sensibilidad reunidas las que guían la idea en
el artista. Y esta idea toma necesariamente una forma
abstracta, pero no debe alejarse de la naturaleza; la
imaginación y la sensibilidad desempeñan aquí su papel para
conciliar la abstracción y la imagen.
Diderot estudia las relaciones existentes entre la obra de
arte por un lado y el bien y lo útil por el otro. La obra artística
¿puede realizar una acción moral, si no es real, sino mera
ilusión de la verdad, y puesto que el arte es en cierto modo
una ficción del mundo imaginario? “Las ideas de interés —
dice Diderot— me obsesionan y me preocupan en la sociedad,
pero desaparecen en la región de las hipótesis; en ésta, soy
magnánimo, equitativo, compasivo, porque puedo serlo sin
239
que resulten consecuencias de esta actitud.”16 En Diderot, lo
real y lo moral se hallan unidos, ya que para conmover el arte
debe imitar a la naturaleza. Una de las finalidades del arte al
permanecer próximo a la realidad consiste en mejorar el
sentido moral y el gusto; también el juicio estético y el juicio
moral deben estar estrechamente ligados y depender el uno
del otro.
Esta unión de lo bello y el bien se encuentra varias veces
expresada en la obra de Diderot: “Dos cualidades [son]
esenciales en el artista, la moral y la perspectiva”.17 “Toda obra
de escultura o de pintura debe ser la expresión de una gran
máxima para el espectador; sin esto, es muda.”18 Califica la
pintura de Greuze de “pintura moral”.19
Diderot no es partidario de la fórmula del arte por el arte;
él sostiene una doctrina de acción, no una doctrina idealista:
lo bello y el bien se ven unidos, según él, con lo útil, y esta
teoría la expone en su Ensayo sobre el mérito y la virtud
(1745). Concibe una necesidad biológica de lo útil y extiende
aún más su dominio; la necesidad cambia de sentido: es una
adaptación, como en Lamarck. Desde este ángulo explica él la
utilidad de los ornamentos y de las guirnaldas
arquitectónicas.20 Si lo bello implica lo útil, el arte debe
asimismo engendrar lo útil. Si la teoría y la técnica son
propias de la ciencia, el arte debe servir a la moral. Con esto,
Diderot aporta una simplificación teórica de la idea tan
extendida en el siglo XVIII que se refiere al moralismo del arte:
“Presentar amable a la virtud, hacer odioso el vicio y señalar
lo ridículo, he aquí el proyecto de todo hombre honesto que
toma la pluma, el pincel o el cincel”.21
En opinión de Diderot, la naturaleza misma “no se
preocupa ni por el bien, ni por el mal”.22 “Todo en nosotros es
experimental.”23 “La experiencia y la educación es lo que nos
240
eleva a la vida moral.”
Se le reprocha a Diderot en cuanto crítico de arte haber
sostenido ideas propias de un pintor para juzgar el teatro e
ideas propias de un escritor para juzgar los cuadros. Se le ha
llamado “buen crítico dramático en la sala de exhibición” y
“buen crítico de arte en el teatro”. En un opúsculo. Carta
sobre los sordomudos (1751) y en su Ensayo sobre la pintura
(1761), Diderot ha investigado las relaciones entre la poesía y
la pintura, preguntándose por que una acción representada
por la poesía es irrepresentable en un lienzo. Tomemos como
ejemplo un texto de Virgilio: Neptuno saliendo de entre las
aguas. La representación pictórica no será más que una
cabeza sin cuello. “Las expresiones del músico y del poeta no
son sino jeroglíficos.” Mientras el lenguaje de la pintura se
entiende un umversalmente, el lenguaje de la música y de la
poesía se representa por símbolos que es necesario
interpretar; la música no transmite más que el movimiento de
los sentimientos y no los sentimientos mismos. Lo que
Diderot llama “el instante hermoso” es diferente en el poeta y
en el pintor, quien debe captar el momento preciso en que la
acción presenta el máximo de belleza, claridad e interés. De
esta concepción expuesta en el Ensayo sobre la pintura parte
el Laocoonte de Lessing (1766-1768).
Diderot aplicó su teoría estética al arte teatral. Expone en la
Paradoja del comediante esta aplicación. Al lado de la tragedia
clásica quiere crear una tragedia de circunstancias sociales: el
drama burgués. Observa que la tragedia trata temas
excepcionales (conspiraciones) que tienen por protagonistas a
personajes extraordinarios, como son reyes y príncipes; cierto
que la comedia lleva a la escena figuras de la burguesía, pero
solamente para destacar aspectos ridículos, y todo acaba en
risas; la tragicomedia es un género falso. Diderot desea
estudiar en el drama burgués a los burgueses mismos en el
241
acto de enfrentarse a problemas no excepcionales. Los
problemas que quiere representar en este género serio son los
problemas reales. Su meta es sustituir con el estudio de las
condiciones del hombre la abstracción de los caracteres que
ofrecen los clásicos; al lado del personaje del hombre eterno,
del ambicioso, del celoso, del avaro, hay otro hombre
dominado por sus preocupaciones sociales: un juez
ambicioso, por ejemplo, es más interesante en tanto que juez
que en tanto que ambicioso.
Diderot pide ante todo lo natural en el actor. Para
obtenerlo, preconiza el retorno al buen sentido y la imitación
de la naturaleza. La acción que se presencie en el escenario
debe emocionarnos, si no por su verdad, al menos por su
verosimilitud. Es todavía un clásico en el sentido de que sigue
siempre a la razón, a la que asimila el instinto; se mantiene
hostil a las reglas no razonables, es decir, no conformes a la
naturaleza; y favorece continuamente la imitación y el modelo
de los antiguos: “Jamás dejaré de exclamarles a nuestros
franceses: ¡la Verdad! ¡la Naturaleza! ¡los Antiguos! ¡Sófocles!
¡Filoctetes!”24 En la Paradoja del comediante analiza a este
tipo de actor; lo considera un artista y lo coloca en el mismo
rango que al poeta, al músico, al pintor. Insiste en la
sensibilidad ficticia del actor. Y es ésta una de las numerosas
contradicciones que nos encontramos en la obra de Diderot:
el actuar un sentimiento va, en efecto, en contra de la
naturaleza, y tanto el actor como el espectador deja de tener
una ilusión del mundo real para entregarse a una ilusión de
un mundo ficticio. Varios comentadores de Diderot han visto
en él a un precursor del romanticismo. Sin embargo,
predominan en su doctrina la razón, el juicio y la naturaleza.
Como dice tan acertadamente Yvon Belaval: “La Paradoja nos
ofrece la lección de un clásico: el verdadero artista no ha de
expresarse a sí mismo, sino que debe expresar la naturaleza y
242
toda naturaleza”.25
El género dramático serio de Diderot se caracteriza por una
gran preocupación por la realidad en todos los campos: en los
temas tratados, en los gestos, en el tono, etc. Este intento de
teatro realista tuvo sus adeptos en el siglo XVIII. Aun
Beaumarchais le rindió homenaje en su Eugenia. Más tarde,
Vigny seguirá esta doctrina a grandes rasgos al escribir
Chatterton. Y finalmente, al transformarse, este género serio
obtendrá un enorme éxito bajo la forma del teatro realista del
Segundo Imperio26
C) LA ESTÉTICA LITERARIA
Haremos a continuación una muy breve referencia a
algunos escritores famosos del siglo XVIII para considerar
aquellas partes de sus obras que puedan ofrecer un resumen
de su estética y su sensibilidad.
Montesquieu (1689-1755) muestra un particular desdén
por todo lo que respecta a los objetos del arte. En sus Cartas
persas (1721)27 desprecia la poesía épica, lírica y elegiaca;
únicamente la poesía dramática halla gracia ante sus ojos, ya
que ve en el drama un elemento moralizador. El arte por el
arte es una concepción que escapa por completo a la
sensibilidad de Montesquieu. Es partidario de la utilidad en el
arte y acepta por ejemplo el arte de la moda gracias a su
utilidad social. No es idealista ni es sensible a la belleza. A
fines del reinado de Luis XIV hubo una reacción y un deseo
de vida tranquila, campestre y feliz. Fénélon había ya
desarrollado este tema en su Telémaco. Las Cartas persas
retoman esta idea: en Ispahan se discute para saber si la
felicidad proviene del placer o de la virtud. Este sueño de una
vida feliz se persigue en el personaje de Usbek cuando llega a
243
Francia, y el mismo ideal, adoptado por Rousseau, se buscará
durante todo el siglo XVIII, conquistará a la Corte de Versalles y
la aldea de María Antonieta.
Para estudiar la estética de Buffon (1707-1788) nos hemos
de atener esencialmente a su Discurso de recepción en la
Academia francesa, intitulado Sobre el estilo (1753): “El estilo
—dice— es el orden y el movimiento que se da a sus
pensamientos”. “El orden” es el principio de la estética clásica
del siglo XVII. Por “movimiento” entiende Buffon la marcha del
espíritu a través de las ideas unidas entre sí. Tenemos, pues,
una definición enteramente clásica de estilo. Buffon concede
una gran importancia a la meditación: “El genio —afirma—
no es sino una larga paciencia”. El movimiento del estilo no es
la abundancia y la variedad, cualidades que según Buffon
convendrían más bien a la elocuencia, no al estilo.
Abundancia y variedad, al traer consigo demasiados detalles,
retardarían el pensamiento que debe dirigirse derecho a la
meta, y formarían más bien parte del campo de la sensibilidad
y de la imaginación. Se requiere un orden lógico en los
pensamientos, y es necesario eliminar los pensamientos
particulares para no guardar más que los generales, trazar un
plan, comparar las ideas y percibir el punto de madurez y el
momento en que debe tomarse la pluma. En ese instante, las
ideas se sucederán fácilmente y el estilo será fluido: “Escribir
bien —dice Buffon— es también pensar bien, sentir bien y
plasmar bien”. Otros pueden servirse de los hechos y volver
sobre los descubrimientos, pero el estilo sólo nos pertenece a
nosotros.
Buffon toma sus lecciones de composición de la perfección
que observa en la naturaleza. “¿Por qué —pregunta— son tan
perfectas las obras de la naturaleza? Porque cada obra es una
totalidad que la naturaleza elabora siguiendo un plan eterno
del que jamás se aleja… La obra asombra, mas es el sello
244
divino, del que ella muestra sus rasgos, lo que debe
asombrarnos.” El espíritu humano no puede, según Buffon,
crear nada por sí mismo. Debe imitar siempre a la naturaleza,
en la que hallará los verdaderos modelos; y si su empresa se
logra, llegará a crear obras de arte y establecerá monumentos
inmortales.
En oposición a Rousseau, Buffon es partidario de la
naturaleza cultivada, que es testimonio de la potencia
humana: “¡Qué hermosa es esta naturaleza cultivada! ¡Qué
brillante y pomposamente adornada se ve gracias a los
cuidados que le ha prodigado el hombre! Él mismo representa
su principal ornamento”.28 En las Épocas de la naturaleza,
Buffon concede la primacía a la séptima y última época, en
que el poder del hombre ha secundado al poder de la
naturaleza.29 En cierto modo, Buffon ha tratado la historia
natural como si fuera un artista idealista; ha visto la
naturaleza más desde el punto de vista del estético que del
hombre de ciencia.
Voltaire (1694-1778) ha desarrollado sus ideas estéticas
principalmente en El siglo de Luis XIV, El templo del gusto y
ciertos artículos del Diccionario filosófico. El siglo de Luis XIV
se publicó en 1751 y dedica, al lado de las guerras y de la
política, un buen espacio a las costumbres, a las letras y a las
artes. La concepción de Voltaire acerca del arte es la de los
grandes siglos, que tiene por consecuencia la teoría clásica de
la perfección y de la imitación:30 “Para todo aquel que piense
y, lo que todavía es más raro, para quien tenga gusto, sólo
cuentan cuatro siglos en la historia del mundo. Estas cuatro
edades felices son aquellas en que las artes se perfeccionaron,
y que, siendo verdaderas épocas de la grandeza del espíritu
humano, sirven de ejemplo a la posteridad”.31 Estos periodos
felices persiguen un ideal de perfección; fueron precedidos
por tanteos y seguidos de decadencias. Los artistas que vivían
245
en esos momentos privilegiados, que según él eran los siglos
de Pericles, de Augusto, de León X y de Luis XIV, pueden
llamarse afortunados. La doctrina de la imitación es necesaria,
puesto que las obras de arte no pueden ser indefinidamente
originales. El instante es favorable al genio cuando los artistas
imitadores no son aún demasiado numerosos. Al exponer su
teoría de la imitación, Voltaire afirma: “Los grandes hombres
del siglo pasado han enseñado a pensar y a hablar; han dicho
lo que no se sabía. Los que los han sucedido no pueden ya
decir mucho más de lo que ya se sabe”.32 La decadencia es,
pues, inevitable: “El camino era difícil a principios del siglo,
porque nadie había andado por él, y actualmente lo es porque
ha sido trillado…” “Por último, ha sobrevenido una especie
de hastío por ese gran número de obras maestras.” Los genios
sólo se dan en número reducido. Todo tiene sus límites.
El número de las formas originales también es limitado. Las
grandes pasiones trágicas no pueden variar en número
infinito. Y en lo que se refiere a la alta comedia, no existe en la
naturaleza humana más que una docena al máximo de
caracteres cómicos notables. “Así pues, el genio vive un siglo
solamente, después es necesario que degenere” y el arte se
hace forzosamente imitativo. Esta concepción voltairiana de
las cuatro edades es, no obstante su tolerancia, demasiado
estrechamente clásica y poco favorable a los modernos; se
desentiende de todo lo posterior al siglo de Luis XIV.
En un diálogo del Diccionario filosófico, sostenido entre la
naturaleza y la filosofía, Voltaire asimila el arte y la
naturaleza: “Me han puesto un nombre que no me conviene;
me llaman naturaleza, pero toda yo soy arte”.33 Reconoce un
arte infinito en las montañas, en los desiertos y los mares.
Mas para Voltaire siempre ha tenido primacía el gusto
sobre el arte. Y siempre ha permanecido fiel a su gusto, es
246
decir, a la admiración de los clásicos. Con gran sentido del
humor imaginó un templo del gusto:
Sencilla estaba allí la noble arquitectura;
el arte se escondía bajo el semblante de la naturaleza.
Dentro del santuario del templo del gusto se encuentra
cierto número de hombres ilustres: Bossuet, La Fontaine,
Balzac, que se dedicaban a corregir las fallas de sus escritos.
Para terminar, Voltaire expone su concepción del falso
gusto, que en su opinión usurpará el lugar del gusto
verdadero, mostrando todavía el primer lugar que reserva a la
naturaleza:
Sobrecargado siempre de ornamentos,
componiendo la imagen y la voz,
afectado en el uso del adorno
y empleando un lenguaje rebuscado,
hace suyo mi nombre, mi estandarte.
Pero se advierte luego la impostura,
pues él es solamente hijo del arte,
y yo lo soy de la naturaleza.
(Templo del gusto, versos finales)
Las ideas de J. J. Rousseau (1712-1778) sobre el arte y la
naturaleza son inagotables. Su Discurso sobre las ciencias y las
artes (1750) es la perfecta antítesis de Voltaire: es una
diatriba, en que abundan las paradojas, dirigida contra la
cultura y los crímenes de la civilización. La evolución de las
artes y de las ciencias conduce, en la civilización moderna, a
una verdadera corrupción moral: “Se ha visto huir a la virtud
en la medida en que sus luces [de la ciencia] se elevaban sobre
nuestro horizonte, y el mismo fenómeno se ha observado en
todos los tiempos y en todos los lugares”.34 Egipto, Grecia,
Roma, el Imperio de Oriente, todos sucumbieron a su
civilización; el bárbaro siempre ha sido superior al hombre
civilizado. Las ciencias y las artes van contra el orden divino;
constituyen una fuente de errores y sus efectos pueden
247
resultar peligrosos. Hacen surgir gente ociosa, y sus
desenvolvimientos se acompañan del lujo. Las virtudes se ven
comprometidas por ellas puesto que, no obstante la vigilancia
de las obras literarias por parte de la Academia, muchos
escritos perniciosos llegan a gustarle al público. Existe, pues,
un gran peligro cuando se vulgarizan ciencias y artes; éstas
deben subsistir exclusivamente en manos de una élite. A su
ataque de la civilización, Rousseau opone el elogio a la
simplicidad de la Antigüedad clásica.
En 1758, Rousseau publicó su famosa Carta a d’Alembert
acerca de los espectáculos, a propósito del artículo “Ginebra”
de la Enciclopedia, donde d’Alembert alaba el establecimiento
de un teatro en Ginebra. Rousseau considera el teatro como
un arte en que todo es juego y artificio. En el teatro, el
hombre se encuentra lo más alejado posible del estado natural
que preconiza Rousseau. La naturaleza humana se ve
deformada en él, y se la reconstruye con frecuencia de extraña
manera con el fin de adaptarla a las necesidades de la pieza. El
ser humano que ya es depravado por los efectos de la
sociedad, se deprava una segunda vez por el teatro, y
Rousseau supone que es este hombre dos veces depravado el
que formará la sociedad. Para Rousseau, el teatro es un
manantial de vicios que incluso se permite poner en ridículo a
la virtud, y corrompe las costumbres, ya sea riendo o
llorando. La tragedia representa héroes, la comedia en cambio
figuras grotescas, personajes que siempre se hallan por
encima o por debajo de lo real: y a través del instinto de
imitación incitan a los hombres a ser como esos personajes en
su propia vida real. Rousseau es un artista ansioso de
soledad,35 sensible a las bellezas naturales y a los placeres
sencillos. Es un poeta, un novelista, un soñador sentimental.
Todo el problema de su filosofía y de su vida ha consistido en
buscar, en la sociedad que él juzgaba depravada, un estado de
248
inocencia y de pureza.
Al igual que Rousseau, Bernardin de Saint-Pierre (17371814) es un soñador, un poeta quimérico y utópico.
Amplificando los elementos románticos recibidos de
Rousseau, es un auténtico precursor del romanticismo y
anuncia ya a Chateaubriand. En sus obras principales
desarrolla su amor por la naturaleza: Estudios sobre la
naturaleza (1784) y Pablo y Virginia, que en un principio
formaba parte de la primera, pero que publicó separadamente
en 1788. Los Estudios sobre la naturaleza aparecieron seis
años después de las Épocas de la naturaleza, en que Buffon
consideraba al universo entero sometido al determinismo. En
cambio, según Bernardin de Saint-Pierre, existe en la
naturaleza una providencia que se ocupa del bienestar de la
humanidad. En las dos primeras partes de los Estudios sobre
la naturaleza, prueba la existencia de Dios mediante causas
finales: la creación de Dios ha sido efectuada con miras a la
felicidad de los hombres. Todas las leyes que rigen en la
naturaleza son leyes estéticas de orden, armonía y
conveniencia. En la tercera parte, expone su filosofía social,
que se halla muy próxima a la de Rousseau. A pesar de ser tan
pueril el pensamiento de Saint-Pierre, no cabe duda de que es
un gran artista. Sus descripciones de la naturaleza, que
carecen por completo de método y de espíritu científico, son
las de un pintor; describe con precisión el trópico con su
exuberante y asombrosa riqueza. Emplea términos técnicos,
con lo cual enriquece la lengua; abundan los adjetivos
calificativos y las descripciones de colores; estamos en pleno
terreno romántico.
Entre los poetas del siglo XVIII hemos de recordar a André
Chénier (1762-1794), cuya obra entera se encuentra bajo el
signo del gusto por lo antiguo. Ha resumido su método en
este verso:
249
Sobre los pensamientos nuevos, hagamos versos antiguos.
Pero si es un clásico por su imitación de los antiguos,
Chénier logró algunas innovaciones en su concepción del
verso. Tuvo un gran sentido por la poesía de las formas y por
el arte de evocar visiones llenas de gracia y armonía. Su verso
es musical, y no se preocupa ya por los ritmos clásicos: no
emplea la cesura, sino que corta los versos en diferentes
puntos para romper la monotonía del alejandrino; su ritmo es
libre:
¿Está todo listo? Partamos. Sí, las velas están izadas.36
A este corte se añade con frecuencia una nerviosa
yuxtaposición:
Se suelta la amarra; parte, ha partido.37
Emplea un procedimiento de inversión y de repetición.
Multiplica los encabalgamientos, la paronomasia. El verso de
André Chénier es una dislocación del verso clásico, fenómeno
que realizarían algunos años después los románticos.
André Chénier, en suma, ¿es clásico o es romántico? Es
difícil encasillarlo con claridad en una categoría. Es un poeta
aislado, señala el final del clasicismo; se caracteriza por un
retorno a la Antigüedad, pero desarrolla una nueva
concepción del verso y de la poesía.
Durante todo el siglo XVIII, el principal tema de los estudios
es el hombre en tanto que ser social. Aun Rousseau, que de
hecho representa una corriente de tendencia individualista,
escribirá El contrato social. La moral del siglo XVIII es, no cabe
duda, esencialmente una moral social. Sin embargo, la
reducción del hombre a un ser social implicaba una
exposición muy incompleta del mismo: el individuo casi
había sido suprimido. No hay por qué asombrarse entonces si
Rousseau retorna al individuo y condena a la sociedad, idea
que, por otro lado, compartía Diderot en el Suplemento al
250
viaje de Bougainville. En cierto modo fue el sobresalto del
individuo contra la comunidad que pretendía subyugarlo. La
influencia de la Revolución fue evidente en los artistas. No
adaptarían ya sus obras a la vida de los salones que fueron
clausurados durante unos diez años. Cada artista, al depender
exclusivamente de su temperamento, se forjó su propio ideal
y desarrolló su propia individualidad.
251
1 Traite sur l’intolerance: el proceso de Calas.
2 Padre André, Essai sur le Beau, p. 4.
3 Id., tercer discurso, p. 53.
4 Id., p. 54.
5 Id., p. 57.
6
Abate Du Bos, Réflexions critiques sur la Poésie et sur la Peinture, Tissot, París,
1770, t. II, sección XXII, p. 339.
7 Id., t. II, sección xxv, pp. 387 y s.
8 Id., t. I, p. 4.
9 Ibid.
10 Id., sección VI, p. 52.
11 Id., t. II, sección I, p. 7.
12 Recuérdense las ideas que Lessing desarrollaría en el Laocoonte.
13 A propósito de la estética de Diderot, recomendamos la lectura de Yvon
Belaval, L’Esthétique sans paradoxe de Diderot, Gallimard, París, 1950.
14 Diderot, Œuvres, ed. Assezat, Garnier, 1875, t. VII, p. 156.
15 Id., t. XII, p. 76.
16 Id., t. II, p. 392.
17 Id., t. XII, p. 83.
18 Id., t. XII, p. 83.
19 Id., t. X, p. 208.
20 Cf. Traite du Beau.
21 Obras, t. X. p. 502.
22 Id., t. XIX, p. 89.
23 Id., p. 259.
24 Id., t. VII, p. 120.
25 Yvon Belaval, L’Esthétique sans paradoxe de Diderot, p. 292.
26 Cf. el teatro de Dumas hijo.
27 Cf. la Carta 137.
28 Buffon, De la nature, prefacio.
29 Como ejemplo están los jardines franceses.
30 Cf. en este sentido: cap. 32 de El siglo de Luis XIV; la Carta a Vauvenargues del
15 de abril de 1743, en que se refiere a Corneille y Racine; la Carta a Duclos, 10 de
abril de 1761, sobre Corneille; la Carta al abad de Olivet, 20 de agosto de 1761,
referente a Corneille: Carta a Helvetius, 20 de junio de 1741, acerca de Boileau.
31 Voltaire, El siglo de Luis XIV, FCE, México, 1954, p. 7.
32 Voltaire, prefacio a Alzire, o cap. 32 de El siglo de Luis XIV, ed. cit., p. 371.
33 Voltaire, Diccionario filosófico, artículo “Naturaleza”.
252
34 Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes, ed. Garnery, vol. I, p. 17.
35 Cf. Les rêveries du promeneur solitaire.
36 André Chénier, Dryas, en Idylle marine, primer verso.
37 Ibid., verso 15.
253
XII. LA ESTÉTICA ALEMANA EN EL
SIGLO XVIII
A) LOS PRECURSORES DE KANT
DURANTE la primera mitad del siglo XVIII, la estética alemana
recibió la influencia del racionalismo francés, por un lado, y
del sensualismo inglés, por el otro. Después de 1756, los
estéticos alemanes intentaron armar una nueva y original
síntesis de esos préstamos.
Para Descartes, según vimos, lo bello es lo verdadero,
distinto y claro, revelado por ideas innatas. El arte es la
imitación idealizada de la naturaleza y de los antiguos, pero
sometida a lo verdadero.
Para los ingleses, por ejemplo para Locke, maestro del
pensamiento anglosajón del siglo XVII, todas las
manifestaciones del espíritu se reducen a sensaciones: ya sean
las sensaciones simples del mundo exterior e interior, ya las
sensaciones sintéticas de estas sensaciones simples, que son
las que constituyen las ideas complejas. Es una concepción
atomística del conocimiento.
Leibniz, al igual que Wolf, aprovecha ambos sistemas; para
ellos, los sentidos son inferiores y el espíritu superior. Pero la
sensación no es, según los sensualistas, una sensación en
tanto que factor de conocimiento que implique un papel
independiente de la afección: ésta sería una sensación estética
aparte. Por el contrario, la sensación en el sentido de Locke es
menos extensa que en Leibniz.
254
Pero una vez comprendido el papel que desempeñan los
sentidos en el conocimiento, y aceptado que el pensamiento
sería inconcebible sin la sensibilidad, los pensadores se vieron
forzados a descubrir la sensación afectiva y su originalidad: la
sensación en tanto que fuente del conocer, acompañada de un
matiz afectivo, constituye el elemento esencial de lo que se
llama “lo bello”.
1. Leibniz
Durante el siglo XVIII, la filosofía europea se encuentra bajo
la notable influencia de las ideas de Leibniz (1646-1716). Su
concepción del universo está dominada, como en Platón, por
un punto de vista estético. En cierto modo, edificó todo su
sistema sobre la definición de lo bello.
Sus ideas acerca de la belleza, la contemplación y el goce
están expuestas en La Béatitude (1710-1711) y en la
Monadología (1714). La Béatitude es un opúsculo cuyo objeto
no es estético, sino religioso y moral. El campo de la estética
no está, en efecto, claramente delimitado; el siglo XVIII se
encargaría de separar la estética de la moral, y la tarea que
emprendería Kant sería justamente la de disociar estas dos
ramas filosóficas.
En La Béatitude, Leibniz define el placer en una forma
enteramente intelectual: es el sentimiento de la perfección que
se percibe ya sea fuera de nosotros, ya en nosotros mismos.
Esta concepción, que destruye inmediatamente la tentación
de convertir el dominio estético en un campo original,
implica el conocimiento de lo perfecto, y, por lo tanto, una
labor intelectual previa y cognoscitiva. El placer es la fase
sentimental de un trabajo intelectual; es un fenómeno
secundario, mientras que la perfección es un fenómeno
255
primario. No será sino hasta después cuando Leibniz se
propondrá definir la perfección como la unidad dentro de la
variedad. En un principio, la concibe como una
intensificación, como un acrecentamiento del ser que posee
un elemento dinámico, una especie de fuerza no
necesariamente intelectual que mana de todas nuestras
energías sentimentales y morales. Cuanto más intensa es esta
energía, tanto más reside, cuando se intenta analizarla,
simultáneamente en la multiplicidad y en la unidad.
Leibniz expresa su asombro ante la analogía de la armonía
estética y la armonía musical que constituye una espontánea
síntesis de un gran número de elementos en una unidad. En el
pensamiento, en el concepto, la armonía se encuentra en el
juicio y el razonamiento. Así pues, es en el orden donde existe
toda la belleza, y la disciplina sin rigor admite, sin embargo, la
libertad. Esta libertad acepta a la belleza, y la belleza, que es
orden, despierta amor. Para Leibniz, el amor, la belleza, el
orden y la perfección se hallan estrechamente unidos. Cuando
la intensificación y el dinamismo representan un goce, el
grado más alto y constante de este goce se denomina beatitud.
La beatitud es un estado pasivo que penetra en nosotros. Pero
tiene que manifestarse un elemento activo de nuestro ser, un
dinamismo; con esto, el goce se transforma en impulso, en
afán. Y el impulso producido por la belleza es un afán dirigido
al bien: engendra a la virtud. Por este proceso tan complejo,
Leibniz regresa a la vieja identidad metafísica. La beatitud se
manifiesta por la voluntad del bien. La moral entera, que es
unidad dentro de la variedad, junto con la naturaleza y el
pensamiento, es estética.
Leibniz concibe el universo como una inmensa jerarquía de
seres vivos y sensibles que forman un conjunto armónico. En
este sistema, lo inconcebible es la fealdad, puesto que en el
mundo no hay más que armonía.
256
Hasta el advenimiento de Kant, Leibniz domina toda la
especulación filosófica, y la propia estética de Kant no es sino
una subjetivización de esa estética.
No solamente la Beatitud, sino la filosofía entera, la
mecánica de Leibniz son estéticas. Al rehabilitar los conceptos
de fuerza, forma, fin, Leibniz creó una filosofía estética.
Schelling, en su filosofía, es de hecho un intérprete de la
estética leibniziana, y sin Leibniz, Hegel no habría existido.
La filosofía de Leibniz se desarrolló como oposición a la
filosofía de Descartes y de Spinoza. En Leibniz, no hay una
radical separación entre la extensión y el pensamiento, ya que
ambos se identifican al unirse en un elemento que es su
síntesis: la fuerza. “Tampoco dejo de creer —escribe Leibniz
— que las primeras leyes del movimiento tienen un origen
más sublime que el que les puedan proporcionar las
matemáticas.”
Ahora bien, estas fuerzas, que constituyen la base de todas
las cosas, de la materia, han penetrado en la naturaleza y se
han desplegado en ella, no gracias a un poder exterior, sino a
un poder interior. Las cosas no deben explicarse
mecánicamente, sino mediante razones espirituales e
inmateriales, y es la fuerza la que resuelve la antinomia
existente entre el cuerpo y el espíritu, antinomia que el siglo
XVII no había podido resolver. La fuerza no es única; existe en
número infinito, parejo al de las sustancias. Todo aquello que
actúa es una sustancia singular y toda sustancia singular actúa
ininterrumpidamente; en el cuerpo no hay jamás un reposo
absoluto. La fuerza, idéntica en el fondo, es diferente en cada
objeto: crea al individuo, y cada objeto esconde una fuerza
absolutamente particular. Las fuerzas son especies de átomos;
cada una constituye un ente aparte y posee una forma
particular: esto es lo que constituye su especificidad. La
257
sustancia es, pues, un individuo, una fuerza, un punto, un
átomo: es la mónada. Esta concepción primordial es favorable
a la estética. Parece que el artista no tiene más que observar
estas fuerzas que se fermentan en el universo y reproducirlas.
Mediante el concepto de la forma, Leibniz se opone a
Descartes y a Spinoza, para aproximarse nuevamente a
Platón. Sostiene, contra Descartes, la multiplicidad y la
individualidad de las sustancias. Tales sustancias no son
inconciliables, y para conciliarlas no se requiere, como
pretende Spinoza, la constante intervención divina. No es el
azar el que explica el desarrollo de los átomos: actúan porque
tienen una forma, con lo que Leibniz se opone a los atomistas:
juzga que las sustancias son formas en sí. Sin forma, no habría
sustancia, vida ni arte.
La forma se explica por la profunda y verdadera naturaleza
de cada objeto. Las formas son tan primitivas y originarias
como las sustancias mismas. “Todas las cosas —dice Leibniz
— son sustancias idénticas y al propio tiempo específicas, son
formas originarias.” La auténtica originalidad reside en la
diferencia de las formas, y la forma surge necesariamente del
fondo mismo del objeto, de su esencia. Todo objeto creado
crea su propia forma y es la raíz de la orientación que tome su
desarrollo mecánico. La forma es siempre un límite, un
objeto: y el objeto es la realización formal de las fuerzas
profundas que fermentan en él. Así pues, toda sustancia se
crea a sí misma en tanto que forma; la forma es, así,
sobreañadida.
Esta tesis se aplica a la creación artística. Cada sujeto, cada
sustancia sólo puede tener una forma, sólo puede abarcar una;
la materia no constituye problema. La forma implica
necesariamente a la materia, al contenido y aun al acto
creador. Toda estética concede siempre a la forma un lugar
258
destacado, y esta concepción de la sustancia autoformadora
evoca una estética.
La concepción leibniziana de la finalidad del alma y la
naturaleza es sumamente profunda y vuelve a encontrarse en
los alemanes del siglo XIX. Leibniz concibe la finalidad no
como trascendencia, es decir, como separación entre el fin y
los medios, hallándose el fin en un ámbito exterior respecto
de los medios, sino como inmanencia, o sea como identidad,
como concordancia entre el fin y los medios.
Para comprender la finalidad de la naturaleza, debe
distinguirse entre el fin y los medios en el arte y en la
naturaleza. En el arte, fin y medios son extremadamente
diferentes, y sólo los une la habilidad técnica del artista; así
por ejemplo, la estatua de Hércules puede ejecutarse en piedra
o en bronce. La naturaleza, en cambio, reúne el fin y los
medios; crea a la vez el fin y los medios que lo realizan: de este
modo, el alma de Hércules es creada simultáneamente con su
cuerpo vigoroso; fin, medios y fuerza creadora aparecen en
una unidad. “Pero los cuerpos vivos —dice Leibniz— son
también máquinas en sus partes más pequeñas y hasta el
infinito.” En cada partícula se descubre la misma identidad
entre el fin y los medios; he aquí la diferencia entre arte y
naturaleza.
Cada mónada comprende un alma y un cuerpo
indisolublemente unidos en un desarrollo continuo; este
desarrollo es una constante representación y constituye su
esencia. En esta representación hay una actividad porque en
cada mónada hay fuerza, esfuerzo, un afán vital que Leibniz
llama apetición. Las mónadas se representan tanto ellas
mismas como al universo, y únicamente existen como
representación. Cada cuerpo es al mismo tiempo
representación clara y distinta de sí mismo y representación
259
confusa del universo. En el cuerpo reina la cadena de las
causas eficientes; en cambio, es en el alma donde impera la
cadena de las causas finales. Las mónadas se ordenan en una
jerarquía. Cada mónada posee un cuerpo particular, una
sustancia viva. Hay además diversos grados en las mónadas;
pueden señalarse tres etapas :
a) La mónada no puede distinguir lo que representa ni de
ella misma ni de las otras cosas; es enteramente oscura.
b) La mónada únicamente distingue lo que ella representa
de las otras mónadas, pero no de ella misma. Hay diferentes
partes en la representación, como el murmullo del mar, por
ejemplo: ésta no es una distinción auténtica, sino todavía una
representación confusa.
c) Y finalmente, la representación distinta, enteramente
consciente, es aquella en que la mónada distingue los factores
de cada representación.
La diferencia es meramente de grado, no de naturaleza. El
universo es, así, un panteísmo favorable a la estética, ya que
en él se expresa un esfuerzo hacia lo superior y hacia la
perfección.
Toda la estética alemana del siglo XVIII se funda en la
percepción confusa, no en la clara y distinta. No solamente la
contemplación estética es un conocimiento confuso, sino que
los propios placeres se reducen a fenómenos intelectuales
conocidos de manera confusa.
Hasta Kant, la estética se reduce a ilustrar y profundizar los
puntos de vista de Leibniz, que podemos resumir en tres
puntos principales:
Ante todo, Leibniz coloca los cimientos para una estética
metafísica análoga a la de Platón, que Leibniz, por cierto,
desconoce. Según él, el universo se halla saturado de fuerzas y
de formas, obedece a una finalidad, y está compuesto de un
260
número infinito de fuerzas espirituales activas, de almas
armónicas que se desenvuelven armoniosamente sin
conocerse; este universo, cuya ley es la unidad dentro de la
variedad, encarna la ley misma de toda estética. Así pues, el
universo es enteramente estético e impone la respetuosa
admiración de lo sublime.
En segundo término, Leibniz elaboró una psicología
estética. Las mónadas sufren una evolución continua; y esta
evolución de la representación, que es la manifestación única
de la mónada, pasa del conocimiento vago al conocimiento
íntegro y distinto, o sea al conocimiento divino. El universo es
el mejor y más bello posible. Y así, la representación, desde la
de la materia, que es confusa, hasta la representación divina,
que es distinta, es siempre representación de la perfección. Al
igual que en los seres, hay también una jerarquía en las
representaciones, y la esencia corresponde a la
representación. Una vez reconocida la evolución de la
mónada, entre la representación clara y la confusa se presenta
una fase que corresponde a la representación estética: es la
representación confusa de la perfección. Su percepción se
distingue de las otras, pero el detalle de los factores que la
constituyen no es captado con tanta claridad. Es necesario
que el ser humano atraviese esta fase. La visión estética ocupa,
pues, una región específica.
Baumgarten consideró que el ámbito propio de la estética
se hallaba entre la sensibilidad y la inteligencia pura. Pero es
Leibniz quien descubrió esta situación. La región estética es
aquella en que se da la percepción confusa de la perfección.
Esta estética de Leibniz es enteramente intelectualista, ya que
la perfección implica un conocimiento. Kant sería el primero
en afirmar que el dominio estético no se basa en el
conocimiento, sino en el sentimiento. Lo que los distingue es
que todo lo intelectual es a la vez discursivo: tratamos, por
261
ejemplo, de reunir en una totalidad todos los objetos
comunes de una especie; en cambio, cuando un objeto nos
gusta, no buscamos un rasgo común o un género; lo que
caracteriza la visión estética es que es inmediata y única: nos
sentimos atraídos o rechazados. Juzgar estéticamente es
tomar conciencia no de una serie de rasgos comunes, sino de
un placer o una pena. Tenemos, pues, dos concepciones
opuestas: la intelectual y la sensible. La concepción kantiana
de la estética se explica por el hecho de que la filosofía de
Kant toma como punto de partida una separación radical
entre los dominios de la sensibilidad y de la inteligencia. Kant
afirma que en el dominio estético basta con saber si sentimos
placer o desagrado, y con reconocer que esta sensación es un
juicio universal y necesario, de una universalidad y una
necesidad menores a las del pensamiento. Resuelve este
problema convirtiendo el sentimiento en juicio lógico, es
decir, intelectualizando su doctrina.
Esta antinomia constituye el tercer punto en el camino que
conduce de Leibniz a Kant, pero no la encontramos en
Leibniz, quien no plantea el principio de una demarcación
radical entre el sentimiento y la inteligencia. Encuentra un
paso entre las manifestaciones del ser: entre la materia
inanimada y la inteligencia únicamente existe una diferencia
de grado. De este modo, si bien la estética de Leibniz puede
considerarse enteramente intelectualista, es posible en ella
pasar de un dominio al otro, de la inteligencia al sentimiento,
y encontrar una región particular que sería el dominio de la
estética, en que la representación confusa no se opone ni al
pensamiento ni al sentimiento. Cierto que la actitud estética
leibniziana es una actitud intelectual lógica y representa la
visión confusa de la perfección, pero no obstante ello no nos
enfrentamos a una antinomia: se puede pasar de un dominio
al otro.
262
Los discípulos de Leibniz intelectualizarían su doctrina.
2. Gottsched y los suizos
Por la misma época en que Baumgarten elaboró una
estética ya explícita, diversos publicistas y literatos estudiaron
esporádicamente los grandes problemas que volverían a
plantearse los filósofos hacia fines de siglo.
En 1727, el alemán König examinó el problema del gusto;
esta cuestión sería estudiada también por Gottsched y los
suizos tomando como base la tradición aristotélica. El gusto,
dice König, es una sensación producida, en el sentido común,
por las impresiones que reciben nuestros sentidos. Es, en
cierto modo, un acuerdo que emana, en primer análisis, de un
sentimiento producido por un objeto —Kant diría: de una
sensación, König distingue en el gusto dos clases de juicios: el
juicio inmediato de la sensación y el juicio mediato,
intelectual, del gusto que descansa en la conciencia de las
razones que lo hacen juzgar—. De estos dos juicios, ¿cuál es el
verdadero juicio estético? Su respuesta no se halla muy
alejada de la de Kant. El gusto del entendimiento es la
potencia compleja del alma de sentir y de juzgar, gracias a la
cual experimenta; mediante los órganos de los sentidos, la
impresión de la que juzga por atracción o por repulsión. Es
un juicio del entendimiento que se apoya en lo que el alma es
capaz de sentir y de juzgar simultáneamente.
Gottsched y los suizos escribieron artes poéticas
antagonistas, pero arribaron finalmente a la misma teoría. En
un libro acerca de la influencia y el uso de la imaginación,
inspirado en Addison, Gottsched explica el placer causado
por la imitación de la realidad mediante una comparación
que establece el espectador entre la naturaleza y la imitación.
263
Poco después, los suizos plantean el problema del gusto, que
basan en la penetración que debe probar por cuáles razones
una cosa gusta o disgusta. La facultad de juzgar las obras
estéticas es un juicio lógico como el juicio acerca de cualquier
otra obra. Nos encontramos en plena teoría intelectualista.
El alemán Gottsched (1700-1766), profesor de poética en la
Universidad de Leipzig, publicó en 1730 un Ensayo de una
poética crítica, obra intelectualista que en un comienzo gozó
de un gran prestigio, pero más tarde de cierto descrédito.
Según Gottsched, la técnica de cualquier arte puede
aprenderse y comprende algunas leyes ineludibles. Busca la
definición de lo bello remontándose a Leibniz: es “la unión de
lo múltiple y de la armonía”. Según su idea acerca del
problema del gusto, enuncia en términos propios la
antinomia de Kant. Por un lado, la gente que juzga según su
gusto puede tener respecto del arte y de la naturaleza ideas
absolutamente diferentes. Por el otro, si se tiene buen gusto,
tales ideas no pueden ser verdaderas al mismo tiempo.
Gottsched no llega a resolver esta antinomia: dice que debe
preferirse el juicio que esté de acuerdo con las reglas del arte y
con las afirmaciones de los maestros. Añade después que el
buen gusto y el entendimiento juzgan de la belleza de un
objeto basándose en la simple sensación, y que juzgan bien
cuando se trata de cosas de las que no puede tenerse un
conocimiento distinto y exacto. Ni el espíritu ni la
imaginación ni los sentidos pueden pretender determinar el
gusto, a menos que aceptemos un sexto sentido, el sensus
communis, que es precisamente el entendimiento.
El gusto es a la vez nato y adquirido. La imagen de la razón
personal y el estudio de los buenos modelos sirven para
formarlo. Es así como Gottsched intenta presentar el teatro:
publica un determinado número de piezas modelo.
264
Mas las teorías de Gottsched no tardarían en ser atacadas
en sus fundamentos por el suizo Bodmer y por Breitinger
(1701-1776), y poco después por Lessing.
Bodmer (1698-1783) investiga asimismo la cuestión del
gusto y confirma la tendencia intelectualista. “El juicio de la
sensación —escribe— es subjetivo, arbitrario, esclavo de la
moda. El juicio de la razón procede de acuerdo con leyes
determinadas que poseen un valor universal.”1 Se presenta,
pues, una antinomia entre el juicio de sensación y el juicio
propiamente dicho correspondiente al entendimiento, que es
universal. Ésta es ya la postura adoptada por Kant. Bodmer
acepta, no dos juicios como König, sino uno solo para el
gusto, y este juicio es asunto del entendimiento. El placer que
produce la poesía, dice, no brota inmediatamente de la
sensación, sino de la reflexión que tiene a la sensación como
mera consecuencia. Del mismo modo diría Kant que hay un
primer placer, y luego otro que nace de la reflexión que
efectuamos sobre el primer placer experimentado; aquél es
inmediato, éste intelectual.
3. Wolf y Baumgarten
Por ser tan sistemáticas las concepciones de Leibniz, sus
contemporáneos no las entendían sino con cierta dificultad.
Wolf (1679-1754) trató de reducir a un sistema la metafísica
leibniziana, pero falsificó su pensamiento. Esta errónea
interpretación pesó sobre toda la filosofía alemana del siglo
XVIII, y el propio Kant se imbuyó de esta filosofía. Wolf
estableció límites y aun abismos entre el conocimiento
sensible y el conocimiento inteligible. Dividió el espíritu
humano en dos partes: la pars inferior, que es la sensibilidad
con la presencia de ideas innatas, y que no rebasa la esfera de
265
los sentidos, y la pars superior, que comprende la lógica y lo
que él llama entendimiento. Las ideas claras y lógicas
pertenecen a las facultades superiores, las percepciones
confusas a las facultades inferiores.
Baumgarten (1714-1762) también intentó desbrozar la
filosofía implícita de Leibniz. Es el primer estético, el primero
que elaboro un dogma de la belleza estética y que separó esta
ciencia de lo bello, a la que dio el nombre de estética, de las
otras ramas de la filosofía. Baumgarten se preguntó si en las
regiones inferiores de la estética no había leyes que
correspondieran a las leyes de la lógica en la región superior.
Esta cuestión de las leyes en el dominio estético no había sido
planteada antes de él. Esthetica es, en griego, el mundo de las
sensaciones que se oponen a la lógica. Baumgarten considera
que la estética es una ciencia: es “la hermana menor de la
lógica”. Publicó en 1735 sus primeras obras: las Meditaciones,
pensamientos filosóficos acerca de temas poéticos, y El
amante de la verdad; después, en 1750, aparece la primera
parte de su Aesthetica, y en 1758 la segunda parte, que
permaneció en estado fragmentario. Baumgarten convierte
esta ciencia, que originalmente lo había sido de las partes
inferiores, en una ciencia de lo bello. El campo claro y distinto
era, según Leibniz, el dominio de lo bello; y Baumgarten
quiso elaborar el campo propio de la estética y lo dividió en
dos partes extensas: la estética teórica y la estética práctica.
Consideremos, en primer término, la estética teórica.
El objetivo de la estética consiste en establecer qué es la
belleza. En una definición completamente intelectualista,
Baumgarten afirma que la estética es la “ciencia del
conocimiento sensible o gnoseología inferior”. No menciona
el sentimiento, pero habla del conocimiento sensible en tanto
que tal conocimiento; no se ocupa, pues, más que de procesos
266
intelectuales, no de sus resultados.
Esta perfección del conocimiento sensible es lo bello. La
belleza del conocimiento es universal, como todo
conocimiento. Mas por ser conocimiento sensible, y todo lo
sensible es contingente, todas las otras formas del
conocimiento sensible permanecen en el campo de la
contingencia, puesto que no son perfectas. Sin embargo, el
conocimiento sensible perfecto puede ser umversalmente
compartido.2
La belleza se manifiesta, según Baumgarten, y se especifica
bajo tres aspectos. Ante todo, reside en un acuerdo entre
diversos pensamientos, acuerdo que es una abstracción
proveniente del orden en que se presentan y de los signos que
sirven para expresarlos; el acuerdo de los diversos
pensamientos entre sí para crear un solo elemento es
fenoménico. La belleza no es una sola, sino que está
constituida por infinitas partículas, que son justamente
pensamientos que hacen abstracción del orden y de los
signos. Esta multiplicidad únicamente alcanza la belleza
mediante la reducción a un solo elemento, que se presenta
como fenómeno; tal unidad no es abstracta, sino concreta,
palpable: es objeto de la sensación. El equívoco de esta
doctrina, como de todas las doctrinas alemanas, reside en esta
palabra fenómeno, que pertenece al campo del pensamiento.
Además, la reducción a la unidad, la generalización,
constituye una operación intelectual. Sin embargo, el
resultado de esta operación es sensible: es una contradicción
in adjecto en la que el propio Kant cayó; luchó vanamente
contra esta antinomia sin llegar a resolverla.
La belleza, añade Baumgarten, es el acuerdo del orden
interno que nos sirve de guía para disponer las cosas
bellamente pensadas. Pero el orden de las cosas es un orden
267
interno que debe ser sentido, no pensado, con lo que nos
enfrentamos a la misma contradicción.
Y finalmente, la tercera definición que ofrece Baumgarten
de la belleza es la del acuerdo de los signos, un acuerdo
interno, con los pensamientos y con las cosas. Es el acuerdo
de la expresión, de la dicción con los pensamientos, con el
orden en el que están dispuestos y con las cosas mismas.
En la segunda parte, la estética práctica, Baumgarten
estudia, no la creación artística en general, sino la creación
poética. No acepta más que un signo: el logos, es decir, el
lenguaje, la palabra. A continuación, investiga las condiciones
internas de la creación poética. La primera es la disposición
natural del alma entera para tener pensamientos hermosos.
No obstante su intelectualismo, Baumgarten acepta que hay
aquí también un elemento orgánico. De aquí resulta la
sensibilidad particular de las facultades inferiores; no
interviene, pues, únicamente la inteligencia, sino también los
sentidos, como son la vista y el oído. Baumgarten se ha
alejado aquí considerablemente de sus primeras definiciones.
Entre las otras cualidades, Baumgarten habla de la agudeza de
la percepción sensible en los artistas; el poeta posee la
potencia y la belleza de la imaginación, que Baumgarten no
llega a definir con precisión, pero que sitúa, como lo había
hecho Wolf, en un nivel intermedio entre la sensibilidad y el
intelecto. Baumgarten hace también referencia a la
perspicacia en el dominio intelectual: a la memoria y a la
fantasía productiva; ve en la imagen poética no una mera
imagen común, sino una imagen nueva lograda por una
combinación en un orden diferente. Enumera otras
cualidades más, como el gusto refinado, el espíritu profético y
un temperamento extraordinario que tampoco define.
Todas estas cualidades son innatas, pero deben cultivarse
268
mediante la lectura de los autores latinos y franceses. El poeta
debe compenetrarse de las disciplinas estéticas y metafísicas,
de la moral, la historia y las matemáticas. Aparte de las
facultades mencionadas, requiere el entusiasmo, al que añade
condiciones externas: la equitación, el ocio, la bebida, la
juventud. Añade asimismo elementos que se refieren al
objeto: la riqueza poética, y en este punto se aproxima a las
ideas de Alberti y de Leonardo; la grandeza, con lo que se
emparienta con la filosofía aristotélica; la verdad, tanto
histórica como heterocósmica; afirma que debe imitarse la
realidad tal como ésta se presenta; por otra parte, en la
epopeya, el poeta puede apartarse de la realidad y crear un
cosmos. Baumgarten repudia la verdad utópica, contraria a
las leyes de la realidad; habla de la luz estética que debe
irradiar una obra coloreada y viva, y de la certeza estética, por
la que los poemas deben ser conformes a la realidad y a las
leyes de la naturaleza: y en este aspecto nos recuerda las ideas
sobre la verosimilitud en Boileau, si bien no las rebasa.
Todos los teóricos alemanes del siglo XVIII se hallan
sometidos al imperio de Baumgarten; pero muestran una
tendencia creciente a distinguir, junto a la actividad
puramente intelectual a que Baumgarten reduce toda
actividad, otro campo, el de la Empfindung, que es a la vez
sensación y sentimiento.
El trabajo que emprenden los alemanes durante este siglo
consiste en sustituir el Gefühl o sentimiento por la
Empfindung, en convertir el campo estético en un campo del
sentimiento, en descubrir que en el proceso estético no se
trata de un conocimiento, sino de una reacción afectiva que
ciertos conocimientos han producido en nosotros. Este
descubrimiento lo hicieron varios pensadores hacia fines de
siglo. Kant lo sancionará, pero sin perseverar en sus
distinciones. La sensación y el sentimiento, con su matiz
269
emocional, son absolutamente inseparables.
4. Sulzer
Sulzer (1720-1779), por completo olvidado en nuestros
días, desempeñó un considerable papel en el siglo XVIII. Sus
obras principales son: Origen de los sentimientos agradables o
desagradables (1751) y la Teoría de las bellas artes (1772).
Según Sulzer, el problema esencial del hombre es la
búsqueda de lo que nos pueda conducir al bienestar; es, pues,
un hedonismo puro, para el cual se guía por comparaciones;
sigue de cerca al abate Du Bos. La función particular del alma,
su esencia, consiste en producir, en crear ideas, o como diría
Leibniz: representaciones. Cuantas más ideas produzca el
alma, tanto más feliz será, y su bienestar será tanto mayor
cuanto más claras y distintas sean las ideas.
Sulzer distingue tres manifestaciones del placer: el sensible,
el moral y el intelectual; en este último sitúa lo bello. Reúne
las dos teorías de la naturaleza del placer y de la parte
preponderante del entendimiento. Para él, “los objetos
hermosos gustan inmediatamente al entendimiento y a la
imaginación”. En otros términos podemos decir que, con base
en esta definición, lo esencial es gustar inmediatamente, o sea
que el sentimiento y la sensación sean inmediatos; al ser
mediato el pensamiento, Sulzer parece atribuir el proceso
estético al sentimiento. El entendimiento, que implica un
trabajo intelectual, está en contradicción con lo inmediato. Y
recordando a los suizos, Sulzer piensa que la imaginación
reproduce la sensación, pero organizándola, prepara la vista y
sirve de lazo de unión a la inteligencia.
De este modo, Sulzer ha querido destacar lo que en el
proceso estético pertenece al dominio de la sensibilidad. Pero
270
temiendo haberle cedido un espacio demasiado considerable,
vuelve sobre sus pasos: no puede decirse que los objetos de los
sentidos y de la imaginación sean bellos, sino que son bellos
los pensamientos y los actos. Una avenida es hermosa; la
maleza, en cambio, no lo es, porque es necesario que
intervenga el espíritu humano. Hace falta un orden. Las
fórmulas algebraicas y una teoría de la gravitación son bellas.
Cuanto más comprensible sea una teoría científica, tanto más
hermosa es. No hay intervención alguna de la sensación, y a
fin de cuentas resulta que la teoría de Sulzer es aún más
intelectual que la de Leibniz.
La doctrina de Sulzer está expuesta en su Teoría de las
bellas artes. El hombre posee dos facultades independientes la
una de la otra: el entendimiento y el sentimiento moral que
engloba lo bello y el bien. “A través de un goce
frecuentemente repetido del placer del bien y de lo bello nace
el deseo de realizar este bien y esta belleza.” Nos enfrentamos
en este punto a una confusión entre el campo moral y el
campo estético.
La estética es el estudio de aquello que experimentamos al
encontrarnos con el arte. Para ello es necesario descubrir la
intención de los artistas: “La tarea principal de las bellas artes
consiste en suscitar un sentimiento (Gefühl) vivo de lo
verdadero y del bien. Así, la teoría de las bellas artes debe
basarse en la teoría del conocimiento y de las sensaciones
indistintas.” No es, pues, el dominio de lo bello, sino el
sentimiento de lo verdadero y del bien lo que está en las
representaciones confusas. Lo verdadero y el bien constituyen
dos dominios claramente conocidos: la lógica y la moral. Si se
trata del sentimiento cognoscitivo o del sentimiento del bien,
nos encontramos en el campo intermedio de la
representación indistinta.
271
Si Sulzer no menciona lo bello, se debe a que el
conocimiento no es conocido sino sentido; se envuelve en el
sentimiento y corresponde a lo bello: es el “halo”.3 Lo bello
carece de existencia en sí, pero constituye el esplendor de lo
verdadero, con lo que volvemos a la teoría platónica.
La dirección del alma se determina por el surgimiento de
sentimientos agradables. Esta dirección es la meta de las bellas
artes. La estética debe mostrar cómo todos los sentimientos
agradables o desagradables provienen de la naturaleza del
alma. Deben enumerarse los géneros de objetos agradables y
desagradables, estudiarse sus efectos sobre el alma, observarse
atentamente las obras de buen gusto y analizárselas. Tales
sentimientos placenteros y repulsivos no son despertados por
el alma, sino que surgen de los objetos exteriores, y nosotros
debemos estudiar los efectos que ejercen en nosotros. La
Empfindung es la sensibilidad en un sentido a la vez
psicológico que moral.
Sulzer partió de un intelectualismo intransigente, sin
aceptar siquiera la concepción leibniziana que daba a la
estética una posición intermedia entre la lógica y el
sentimiento. Cuanto más clara la concepción, afirma, tanto
más rico es el sentimiento estético.
El summum de la belleza radica, así, en la teoría
matemática; en resumen, no hay diferencia alguna entre el
dominio del conocimiento y el dominio estético.
En 1771 vuelve a atacar el problema. En su Teoría general
de las bellas artes, que es una especie de diccionario, llega a
puntos de vista muy diferentes para encaminarnos hacia el
pensamiento kantiano. Define el gusto como “la facultad de
sentir lo bello, así como la razón es la facultad de conocer lo
verdadero, lo perfecto y el sentimiento moral”. Se presenta
aquí ya una separación absoluta entre el conocimiento y la
272
estética. Por otra parte, define también la belleza: “Se llama
bello —dice— todo objeto que se presenta sin atención a otra
cualidad y de una manera agradable a nuestra imaginación, es
decir, que guste aun si se desconoce lo que es o para qué
puede servir”. Lo bello es, pues, agradable a la imaginación,
no al entendimiento.
Retornando a las ideas de Sócrates, Sulzer establece una
diferenciación entre lo bello y lo útil: “Lo bello no gusta
porque la inteligencia pueda conocerlo o porque responda al
sentimiento moral, sino porque halaga a la imaginación, ante
la cual se presenta en forma agradable”. Sulzer reconoce una
diferencia radical entre lo bello y lo perfecto. Lo bello consiste
en la apariencia, o sea en la manera en que se le aparece a la
imaginación. Además, Sulzer considera que hay en el hombre
un sentido interno por el que gozamos de esa apariencia
agradable, y el gusto es la facultad de reconocer
intuitivamente lo bello y, gracias a ese modo del conocer, de
encontrar placer en ese objeto. Tomamos conciencia de lo
bello por un reconocimiento inmediato e intuitivo. En su
Teoría general de las bellas artes, al definir lo bello, Sulzer
explica cómo se presenta lo agradable: “Todo lo que es bello
place. Pero no todo lo que place es bello”. En efecto, las cosas
buenas y las cosas útiles producen placer; lo bello se
encuentra entre ambas especies. En todas las doctrinas
estéticas nos encontramos siempre con que lo bello ocupa un
campo intermedio: la estética se halla en un cruce de caminos.
Los objetos bellos nos gustan antes de que sepamos lo que
son y antes de saber si son útiles. “El modo de ser de los
objetos excita nuestro conocimiento, no nuestro placer.” Es
una finalidad sin fin, preformada. El bien nos place debido a
su contenido y a sus cualidades internas; en cambio, lo bello
nos asombra sin atención a su conformación material ni a su
valor material, sino únicamente por su forma: sería la teoría
273
de Kant, el formalismo de Herbart.
Sulzer opone lo bello a lo perfecto, categorías que desde
tiempos antiguos se habían confundido una con otra. Lo
perfecto no gusta por su materia ni por su forma externa, sino
por su organización interna gracias a la que llega a su
perfección: es un medio para alcanzar su fin.
Sulzer rechaza la teoría de Baumgarten acerca de la
perfección confusa. La perfección de un objeto —afirma— no
se puede ni conocer distintamente ni sentir confusamente si
no se sabe de manera irrefutable y con toda claridad lo que el
objeto debe ser. He aquí un punto de vista teleológico. Ahora
bien, existe una infinidad de objetos bellos cuyo fin no
conocemos. Este razonamiento revela la debilidad de toda la
escuela de Leibniz: no puede haber una representación
confusa de la perfección, puesto que la perfección implica el
conocimiento total de un objeto. Sólo existe una cierta
perfección de la visión de la belleza: es la perfección del
contenido, de la forma externa; también aquí reconocemos la
teoría kantiana y la doctrina formalista; es una teoría de la
finalidad en lo que respecta al objeto en cuanto apropiado
para nuestras facultades. Si bien no podemos juzgar las
formas determinadas de plantas y animales de acuerdo con su
perfección particular, ya que carecemos del ideal de esas
formas, sabemos sin embargo, que las diferentes partes deben
unirse en un conjunto armónico; y desde este punto de vista,
tenemos un concepto general de la perfección de la forma.
Kant elabora aún más esta teoría y llega a decir que en el
fondo no sabemos a qué características deben corresponder el
animal o la planta, pero que sí sabemos todos lo que es una
rosa, lo que es un gato, o sea que al hallarnos frente a un
objeto poseemos un concepto o un fin; no se trataría de un
juicio estético, sino de un juicio puro, ya que se guiaría por
esta concepción de tipo. Los únicos objetos bellos son, en
274
suma, aquellos que no tienen un tipo ideal, los arabescos, los
sonidos no armonizados.
Sulzer sitúa finalmente lo bello en un campo intermedio
entre los dominios de lo sensible, de lo intelectual y de lo
moral. Con ello restringe el carácter de inmediatez de lo bello:
únicamente una parte del valor de lo bello está determinado
por sentimientos inmediatos. Por otro lado, existen en lo
bello elementos mediatos, ya que es un hecho que también
interviene un conocer. La evolución del conocer es diferente
de la del conocimiento y no alcanza la precisión de éste. La
forma debe ser determinada, variada, y debe responder a un
orden; la multiplicidad de los elementos tiene que fundarse en
un todo.
5. Mendelssohn
Mendelssohn (1729-1786) hace un intento por conciliar las
ideas de los ingleses con las de los franceses. Propone una
síntesis entre la estética racionalista intelectualista de Wolf,
Baumgarten y Leibniz, la estética psicológica inglesa de
Hutcheson y Barker y la estética francesa de Du Bos. Su
doctrina no es muy original, pero puede considerársele un
precursor de Kant, y sus investigaciones sobre la teoría de las
artes han servido de base para desarrollos posteriores. Sus
numerosas obras tratan de teología, filosofía y estética.
Citemos De los sentidos o las sensaciones ( 1755), Principios
esenciales de las bellas artes y las bellas ciencias (1757) y De lo
sublime y lo ingenuo en las bellas ciencias.
Mendelssohn adopta íntegramente la concepción
racionalista y la definición de Baumgarten: la belleza como
representación confusa de una perfección. Para Mendelssohn,
el placer sólo actúa muy débilmente sobre nuestra alma si no
275
está acompañado de movimientos. Estos movimientos
dependen de la emoción, necesariamente seguida de una
representación oscura. Pero desde un principio tiene
Mendelssohn conciencia de que no puede producirse un
proceso estético sin que sus raíces sean sensuales, lo cual lleva
a una modificación de nuestro Yo afectivo: y es esta
modificación la que es una representación oscura.
La representación mencionada debe permanecer oscura; en
caso contrario, abandonaríamos el dominio estético para caer
en el del conocimiento y aun en el de la lógica. Pero
Mendelssohn traza una línea de demarcación absoluta entre
el campo sensible y el entendimiento. “Ningún concepto
distinto, ningún concepto oscuro es compatible con el
sentimiento de la belleza.” “El concepto de lo bello debe
encontrarse entre las fronteras de la claridad.”
Mendelssohn se contradice cuando pretende que cuanto
más clara es la representación del objeto bello, tanto más vivo
resulta el placer. Llama la atención sobre una variedad más
grande, sobre una mayor multiplicidad de las relaciones.
Mendelssohn fue el primero en intuir que el proceso
estético no se limita a uno solo: distingue en él diversos
momentos, varias características: la primera fase, la elección,
es un trabajo intelectual en que percibimos la influencia de
Baumgarten; la segunda fase es el sentimiento; la tercera, el
pensamiento que exige un trabajo intelectual de las partes y
de sus nexos; la cuarta consiste en el goce, el movímiento y el
sentimiento (Gefühl). Distingue, pues, dos especies de
sentimiento: el primero equivale a la sensación, el segundo a
un sentimiento intelectual; esta distinción no la hace Kant.
Desde luego que el análisis de Mendelssohn se presta a
muchas objeciones, mas no por eso deja de ser importante.
Sin embargo, el sentimiento no constituye un elemento
276
esencial del proceso entero, ya que si lo fuera, y en vista de ser
el sentimiento oscuro, los sentimientos serían más oscuros
todavía, el placer sería mayor y los seres inferiores gozarían
un placer más intenso que los seres superiores. Además, el
campo de lo estético presenta cierto matiz negativo.
El elemento esencial es la inteligencia, y hay una clara
diferencia entre lo bello y lo perfecto. Baumgarten había
atribuido a lo perfecto lo que en realidad pertenece a lo bello;
en efecto, la conformidad con la ley de la unidad dentro de la
variedad corresponde esencialmente a los objetos bellos. Para
Mendelssohn, no es la belleza la que se funda en la perfección,
sino la perfección en la belleza. La belleza puede ser imitada
por el arte, mientras que la verdadera perfección, muy
superior al arte, mantiene un nexo con el plan general del
Creador y con la teología.
La estética de Mendelssohn une dos concepciones: la
racionalista de Baumgarten y la teoría inglesa, para la que en
el proceso estético el sentimiento y la sensación desempeñan
un papel predominante. Mendelssohn no llega a conciliar
estas dos tendencias; las pone frente a frente dividiendo el
proceso en diversos momentos; el sentimiento estético es, de
hecho, un sentimiento compuesto de elementos que
pertenecen a diferentes esferas del alma. Tras de haber
confundido aparentemente lo bello y lo perfecto, nos dice que
el placer que producen en nosotros ciertos objetos es la razón
por la cual nos parecen perfectos tales objetos. En todo placer
estético considera, pues, una triple fuente: la uniformidad en
la variedad, o belleza sensible; la armonía de la multiplicidad,
o perfección; y el mejoramiento del estado de nuestro cuerpo,
o placer sensible.
Si bien no supo separarlos, Mendelssohn percibió los tres
elementos de la estética: lógico, metafísico y físico. Con gran
277
penetración vio que el sentimiento estético se inicia por
alguna cosa sensible, y que no se reduce a lo inteligible. De
aquí que sea precursor de Kant y, más todavía, de Herder,
quien reprochó a Kant el trazar fronteras infranqueables en el
alma humana.
En 1756, en una carta a Nicolai a propósito de un artículo
sobre la tragedia para la Revista de las Bellas Ciencias,
Mendelssohn opone sus ideas a las de Leibniz. Leibniz piensa
que la tragedia no excita más que una sola pasión, el phobos
de Aristóteles, que él reduce a la piedad. Mendelssohn discute
esta concepción y, coincidiendo con Corneille, considera que
la tragedia tiende a producir dos pasiones: la admiración y el
horror. Lessing, a su vez, distingue la admiración del asombro
y de la piedad. Para él, la admiración mejora a través de la
excitación; la piedad mejora al espectador directamente; la
admiración viene a ser un grado de la piedad; así pues,
considera primero el terror, luego la piedad y finalmente la
admiración. A esto, Mendelssohn responde que el punto de
partida está en la imitación de la naturaleza. En la naturaleza
no solamente nos encontramos con la piedad, sino también
con otras pasiones. La tragedia, espejo de la realidad, debe
representar todas las pasiones humanas, incluidas la
admiración y el terror.
En Los principios esenciales de las bellas artes y las bellas
ciencias, Mendelssohn parte de un principio general para
descubrir las raíces del arte. En el siglo XVIII, el principio de
Batteux es la imitación. Mendelssohn no cree que la imitación
sea el verdadero principio; considera que lo es la belleza, el
conocimiento sensible de la perfección. “La esencia de las
bellas artes —dice— reside en una representación artística
perfecta desde el punto de vista sensible o en una perfección
sensible representada por el arte.” Esta definición señala una
nueva época: hasta ese instante, el arte había sido
278
esencialmente imitación; para Mendelssohn, el arte está
constituido por la búsqueda de la belleza. Winckelmann
aceptó esta definición. El artista debe elevarse mediante el
intento de concentrar en su obra las bellezas dispersas por la
naturaleza.
Para estudiar las diferentes regiones de lo bello,
Mendelssohn toma como punto de partida los medios de
expresión de las bellas artes: se expresan sea por signos
naturales, como son el gesto, el color y la forma de un objeto,
sea por signos artificiales o arbitrarios, como por ejemplo los
sonidos articulados. Basándose en esto, Mendelssohn
distingue dos regiones en el arte: en primer lugar, las artes
plásticas y la música; en segundo lugar, la poesía y la retórica.
Las primeras únicamente representan un limitado dominio, el
que contiene lo adecuado a esas artes, mientras que poesía y
retórica pueden evocar el universo entero; la poesía puede
expresar todo aquello de lo que nuestra alma puede hacerse
un concepto claro y distinto. En las artes plásticas, el pintor y
el escultor deben elegir con cuidado el momento de la acción
representada, puesto que sólo disponen de un único
momento.4
Mendelssohn vino a ser un precursor de Kant en lo que
respecta al concepto de lo sublime, y un precursor de Schiller
en lo que se refiere al concepto de lo ingenuo, en su obra
Tratado sobre lo sublime y lo ingenuo en las bellas ciencias. Es
el primero en discernir las dos formas de lo sublime, hasta
entonces confundidas por todos, y que poco después de él ya
separaría con todo rigor Kant: lo sublime de la grandeza y lo
sublime del poder, de la fuerza o lo dinámico. Así como hay
un inconmensurable de la grandeza extensa, hay también un
inconmensurable de la intensidad. Mendelssohn presiente ya
una asonancia entre lo sublime de la intensidad y la moral. Al
lado de lo sublime extenso se encuentra el poder, el genio, la
279
virtud, que tienen su inconmensurabilidad inextensa que
suscita, como lo sublime extenso, una sensación de terror y
que tiene la ventaja de no excitar la repugnancia. Kant
distingue los dos elementos en lo sublime: en primer lugar,
una tensión desagradable exigida por el esfuerzo del
comprehendere; y en seguida un relajamiento que sigue al
esfuerzo. Mendelssohn también ve aquí dos elementos, pero
no son los mismos: primero, un sentimiento de terror ante la
grandeza o el poder que rebasa el nuestro, pero no una
tensión excesiva; y a continuación un sentimiento de poder
que se produce cuando se está frente al genio o frente a la
virtud. Este sentimiento está desprovisto de toda repugnancia,
pero el terror subsiste. Lo sublime, que es “la fuerza en la
perfección”, provoca en nosotros la admiración.
Lo ingenuo se desgaja por vez primera como concepto
propio: “Cuando un objeto es noble, bello —dice
Mendelssohn—, o bien cuando es concebido con todas las
consecuencias importantes que pueden brotar de él y
expresado mediante un signo sencillo, sin complicaciones,
este objeto es ingenuo”. Pero estos rasgos son insuficientes.
En su célebre tratado, Schiller añade que lo ingenuo supone
un alma que se revela por gestos o por palabras, pero en la
que no están implicadas su profundidad y su riqueza. El signo
es simple; la cosa significada produce lo ingenuo. Ahora bien,
uno de los rasgos característicos de lo sublime personal es el
ser sentimental y romántico; éste es también uno de los rasgos
típicos del genio. El talento no es ingenuo. El niño sí lo es; y
desde tiempos muy remotos se ha comparado el genio al
niño.
La ingenuidad de carácter moral consiste en la simplicidad
del exterior que, sin quererlo, expresa una dignidad interior.
Desde el instante en que lo ingenuo es consciente, se hace
rebuscado y afectado; deja de ser ingenuo para ser
280
sentimental. Y lo mismo sucede con el genio.
La belleza que carece de fuerza se denomina gracia.
Mendelssohn debió de haberla opuesto a lo sublime. De
hecho, la ligó con lo ingenuo. Para Mendelssohn, estos dos
conceptos se emparientan por su espontaneidad, que parece
ser el rasgo esencial de la gracia; los movimientos graciosos
parecen provenir sin intervención consciente de la persona; se
requiere que el esfuerzo sea vencido e inadvertido. Lo mismo
debe ocurrir con lo ingenuo; la ingenuidad del niño es
espontánea, pertenece al inconsciente; nosotros lo llamamos
ingenuidad porque en nuestra denominación va implícito
nuestro conocimiento. Mendelssohn llamó la atención sobre
este problema, que llegó a definir con bastante precisión
como primer pensador.
Tenemos todavía otro texto estético de Mendelssohn en
una obra teológica: Las horas matutinas. Hacia fines de su
vida, Mendelssohn separó nítidamente el campo del
sentimiento del correspondiente al conocimiento y al deseo;
también aquí es un gran precursor de Kant. Toda la filosofía
del siglo XVIII redujo la facultad de experimentar placer fuese a
la inteligencia o a la voluntad, o también al racionalismo en
Descartes, Locke, Leibniz, Wolf y Baumgarten. “Se tiene la
costumbre —dice— de dividir la actividad del alma en
facultad de conocer y facultad de desear. Me parece que entre
el conocer y el desear existe todavía la facultad de
experimentar placer, lo cual está muy alejado del deseo.
Contemplamos la naturaleza y el arte con placer, sin el menor
movimiento de deseo.” Así pues, la característica de lo bello
consiste en que nos gusta, sin deseo ni fin. Esta facultad de
aprobación constituye la transición entre el conocer y el
desear y relaciona estas dos facultades con matices muy
delicados.
281
Al delimitar el sentir, Mendelssohn lo sitúa, al igual que
Kant, entre el conocer y el desear.
Pero con Mendelssohn la separación entre la ciencia y el
arte, entre el racionalismo y el sentimiento, no llega todavía a
madurar.
6. Winckelmann
Winckelmann (1717-1768) es menos original y
revolucionario de lo que parecería a primera vista. La
concepción considerada como original suya es, en el fondo, la
que Caylus había desarrollado en Francia durante el siglo XVII.
Es el primer estético alemán que no es filósofo de profesión,
pero que mantiene una viva relación con el movimiento
artístico de su época.
Sus obras principales son Reflexiones sobre la imitación de
las obras de arte griegas en la pintura y la escultura (1756), en
que expone toda su teoría de lo bello, y su obra capital, la
Historia del arte en la Antigüedad (1764).
Su gran idea es la excelencia del arte griego, o más bien del
arte antiguo, en todas las artes, y la consiguiente necesidad de
imitarlo.
Todo contribuyó a crear en los griegos la belleza y el arte: el
clima, el cielo, el sol, la atmósfera, la lengua griega con su
timbre musical y su abundancia de vocales, los espléndidos
cuerpos de los griegos ennoblecidos por los juegos atléticos, y
la influencia del teatro dramático.5 La belleza se encuentra en
Grecia por doquiera y el artista no tiene más que imitar.
Winckelmann piensa, en efecto, que estudiar la naturaleza
es un camino demasiado largo: el estudio, la síntesis, la
selección; todo ello ya fue realizado por los antiguos, de
manera que sería inútil recomenzar ese trabajo, por diversas
282
razones: los modelos antiguos eran mucho más hermosos en
el clima griego; los griegos cristalizaron en sus obras una
belleza hecha de todos los rasgos dispersos en la naturaleza y
concentraron los elementos bellos; en fin, no se contentaron
con representar la naturaleza, sino que crearon otra
naturaleza, una belleza sobrenatural, suprahumana y mítica.
Sus obras maestras nos causan una impresión que ningún ser
humano nos produce. Debe, pues, captarse y sentirse ante
todo la belleza del arte antiguo para aprender a captar la
fragmentaria belleza de la naturaleza. Winckelmann sentía un
profundo desprecio por los artistas modernos que buscaban
en sus obras efectos violentos y contrastes.
La Historia del arte de Winckelmann es, no obstante sus
numerosos errores, la primera historia verdadera de la
evolución del arte griego. Sus puntos de vista estéticos y su
concepción del arte son sumamente originales en esta obra. El
arte tiene, a su juicio, cierto aspecto orgánico; según ya lo
había dicho Aristóteles, el arte debe ser estudiado como si
fuese un ser vivo. La historia del arte debe enseñar el origen y
el crecimiento y las modificaciones de las artes según los
diferentes estilos de los pueblos, según las épocas y los
artistas, y mostrar esa evolución mediante las obras que han
subsistido del arte antiguo. El arte es, pues, algo que nace,
envejece y muere, igual que la moral, las costumbres, etcétera.
Esta idea del arte como organismo fue adoptada por Hegel. Y
es esta idea la que Darwin aplicó a su teoría de los géneros y
las especies animales. Spencer, a su vez, la aplicó al universo
entero y al trabajo humano.
Esta evolución del arte puede reducirse a determinadas
leyes. Todo arte comienza por lo útil, luego tiende a lo bello,
lo rebasa y se dirige a lo superfluo, al exceso, a la
superabundancia.
283
El artista, que en este caso es el escultor (ya que
Winckelmann escribe acerca de la escultura), se sirve de un
material. Éste es muy importante en opinión de
Winckelmann, ya que ve en su elección una sucesión
necesaria: en primer término, la arcilla para la alfarería, luego
la madera, el marfil, la piedra, el mármol, el hueso y el metal.
Winckelmann destaca un hecho más bien dudoso, a saber,
que la evolución artística se produce en cada pueblo sin que
se cruce con el arte de otro pueblo: todo pueblo posee un arte
autóctono. El arte griego es autóctono; comenzó,
efectivamente, con una sencillez tal que no pudo haber
recibido influencia alguna; en esa misma época, el arte
egipcio, por ejemplo, era un arte ya muy evolucionado.
El sentido de la libertad, favorecedor del arte, se halla
universalmente extendido entre los griegos;6 la misma
libertad existe respecto a los dioses.7 En efecto, los filósofos
griegos han concebido la libertad como un principio esencial
que de seguro ha podido influir en los artistas.
Esta excelencia del arte griego se debe al hecho de estar
basado en la belleza y en la libertad, mientras que en otros
pueblos y otras épocas el arte tiene su fundamento en lo útil o
en la moralidad. La gran novedad de Winckelmann, que tanta
influencia ejercería en la estética alemana, consiste justamente
en esto: en que el reino del arte, su fundamento, es la belleza.
Winckelmann no nos ofrece una definición propia de la
belleza; es difícil determinar en qué consiste, a su juicio, la
belleza griega. La dificultad para definir la belleza radica en
que ésta no es una sola ni es inmutable. Varía de pueblo a
pueblo, de individuo a individuo. Winckelmann afirma que
por debajo de todas las metamorfosis de lo bello existe una
belleza única, idéntica, inmutable, que recibe el nombre de
divinidad. “Lo bello está en Dios —dice—. La belleza humana
284
es perfecta cuando es adecuada a la idea que de ella tenía la
divinidad.” Esto es una especie de teología estética plotiniana,
algo remozada. Las características de esta belleza divina son la
simplicidad y la unidad en la variedad. Esta simplicidad llega
al límite de la indeterminabilidad. La belleza debe ser como el
agua, que es “tanto mejor cuanto menos sabor tenga”. Para
que esta belleza se acerque a todos en todo momento, debe
además estar lo menos caracterizada posible. Sin embargo,
Winckelmann, “para darle sabor a su belleza”, confiesa que
hay una belleza individual, una belleza típica. Para alcanzar lo
bello verdadero, el arte principió por imitar los modelos; a
continuación eligió los modelos más hermosos en Grecia, a
saber, los seres humanos jóvenes; después, ya que estos
modelos conservaban aún algunos defectos, el arte creó seres
nuevos que constituyen una síntesis de detalles tomados de
diferentes modelos.8 Puesto que hay una belleza perfecta, los
cuerpos deben expresar algo; a pesar de ello, a menudo no
expresan nada. Winckelmann pretende que las más hermosas
obras griegas expresan el silencio, es decir, el medio entre la
alegría y el dolor; y esto es cierto en lo que respecta al siglo V,
que es la época de Fidias.
Winckelmann, contemporáneo de Lessing, estudia el
Laocoonte y lo cita como obra que sabe “expresar la explosión
del sentimiento por la virtud”. Y Lessing centrará su gran
obra en esta concepción.
7. Lessing y el problema del Laocoonte
Lessing (1729-1781) fue escritor y filólogo. Era maestro en
las artes de la palabra y no conocía las artes plásticas sino a
través de libros. En 1756 publicó en Berlín su Laocoonte, que
constituye una excelente introducción a la estética. Lessing
285
estudia en esta obra el problema de las artes, luego la
psicología de la estética, es decir, en qué consiste la visión
estética de la pintura y la escultura, qué es lo que ocurre
dentro de nosotros cuando nos encontramos frente a una
obra literaria, y las relaciones que pueda haber entre esas artes
plásticas y la literatura en la forma de percibirlas y
apercibirlas.
El Laocoonte fue considerado en su época como obra de
suma importancia e irrefutable. La teoría expuesta en los
capítulos 15 y 17 se presenta como un auténtico teorema:
a) Cada arte se sirve de un determinado número de signos
o de medios de expresión. Estos medios son diferentes en las
dos grandes artes, las plásticas —es decir, la pintura— y la
poesía. La pintura se sirve de figuras y de colores en el espacio.
La poesía se sirve de sonidos articulados en el tiempo.
b) Estos signos deben presentar un nexo de analogía
cómodo con los objetos significados.
c) Los medios de expresión de un arte que son las figuras y
los colores en el espacio, llamados “signos coexistentes del
espacio”, no pueden representar sino objetos coexistentes o
partes coexistentes de estos objetos. De igual modo, los signos
sucesivos no pueden expresar sino objetos sucesivos o partes
suyas que sean sucesivas (como sucede en la música, por
oposición a la pintura).
d) Los objetos coexistentes se llaman cuerpos: así pues, los
objetos de representación plástica únicamente pueden ser los
cuerpos. Los objetos sucesivos se llaman acciones; de esta
manera, los objetos de la poesía no pueden ser otra cosa sino
acciones.
Pero Lessing empleó un procedimiento excesivo de
deducción. La pintura no representa solamente cuerpos; esto
es más bien dominio de la escultura. Además, la poesía no
286
sólo representa acciones (Lessing se subleva aquí contra la
poesía descriptiva que reinaba en el siglo XVIII), sino también
cuerpos. El alcance de las teorías de Lessing es, pues, bastante
reducido. Los cuerpos que están en el espacio existen
igualmente en el tiempo y pertenecen a diferentes instantes
del tiempo. Pueden, así, transformarse en centros de acciones,
como sucede por ejemplo con la pintura histórica. La pintura
puede representar acciones, pero siempre usando cuerpos
como intermediarios.
La poesía representa acciones, afirma Lessing; sin embargo,
éstas son realizadas por seres humanos, o sea por cuerpos.
Aun al representar exclusivamente una acción, puede ser a la
vez representación de los cuerpos, sólo que a través de las
acciones.
La pintura es el arte del espacio y de la simultaneidad, y no
puede representar los objetos más que bajo un determinado
aspecto, en un momento fijo de su existencia. Debe elegirse,
entonces, el momento más precioso posible, que es aquel que
precede el punto culminante para permitir a la imaginación
que se despliegue, como ocurre con Ifigenia antes del suplicio.
La poesía, cuando representa cuerpos, solamente puede
aprovechar una sola cualidad de un objeto, justamente la
cualidad que evoca la imagen más sensible de ese cuerpo. De
aquí derivan dos leyes: la ley de los epítetos, pintoresca; y la
ley de la extrema sobriedad en la descripción de los cuerpos.
Hasta este punto, Lessing procede por deducción, pero se
da cuenta de que la estética no es una ciencia deductiva. Se
apoya entonces en Homero. Homero solamente representa
acciones sucesivas y progresivas: combates que suceden a las
disputas, o la emoción que surge ante la belleza de una mujer.
Sólo representa los cuerpos cuando toman parte en una
acción; no los describe, sino que los pinta de un solo trazo;
287
tampoco describe las naves, sino que habla del gran papel
desempeñado por la flota; siempre busca el epíteto que
evoque con mayor precisión la sensación de la nave. Se
mantiene fiel a la ley de la poesía: se refiere a un objeto único,
y para hacerlo vivir lo transforma en un gran número de
momentos de acción. Así por ejemplo, para expresar cómo es
la vestimenta de Agamenón, hace que éste se vista frente a
nosotros. Para describir su cetro, relata la historia de este
objeto, de cómo lo había forjado Vulcano. Por consiguiente,
el medio inconscientemente empleado por Homero para
hacer evocar los objetos consiste en sustituirlos por
representaciones de acciones. Para Lessing, el artista es
consciente de emplear toda una serie de artificios para vencer
las dificultades y permitir a la poesía que represente cuerpos.
Los signos no tienen el mismo valor en la poesía que en la
pintura. En la poesía, los signos son palabras, o sea que
poseen un carácter arbitrario. En las artes plásticas, los signos
son naturales. Y al ser las palabras signos arbitrarios, tal
parece que debiera ser posible evocar no sólo acciones, sino
igualmente cuerpos. Lessing se ve obligado a aceptar que la
poesía puede, mediante sus propios signos, presentar en
sucesión las partes de un cuerpo tal como coexisten en la
realidad. Mas esta facultad de evocar coexistencias no es la
facultad propia de la poesía; pertenece más bien al logos. El
lenguaje puede presentar con claridad y distinción un objeto
describiéndolo tal como lo haría la ciencia. Pero la poesía no
se da por satisfecha con los procedimientos de un prosista. El
poeta desea evocar en nosotros un objeto mediante una
especie de ilusión. En efecto, es imposible representarse un
objeto con base en una descripción. Lessing acaba por
concluir que el dominio de la sucesión y del tiempo es el
dominio propio del poeta; el de la simultaneidad y del espacio
pertenece, en cambio, al pintor.
288
Existen sin embargo nexos, artificios, que pueden lograr
una compenetración de tiempo y espacio. Si consideramos la
pintura de historia y de religión, los cuerpos se ven envueltos
en una violenta acción, con lo que nos enfrentamos a una
doble violación a esa teoría. En el fondo, en un buen cuadro
histórico, el pintor no debe representar más que un solo
momento, pero llega a extender ese momento mediante una
serie de artificios: por ejemplo, el movimiento de las
vestimentas indica un movimiento que va a realizar una
persona.
La intrusión de la poesía en la pintura se acepta, pues; el
máximo de esta intrusión del tiempo en el espacio se remonta
a la Edad Media, cuando en un mismo cuadro se
representaban, por ejemplo, diferentes momentos de la vida
de un santo.9 Recíprocamente, el poeta, que no debería
representar más que una sola cualidad, utiliza a veces varios
epítetos para evocar un cuerpo: es decir, se sirve de la
metáfora. Por lo general, el poeta no pinta los cuerpos como
ya terminados, sino en desarrollo, o sea que los presenta
justamente en acción. La acción se distingue del cuerpo, ya
que está compuesta de diferentes momentos, como el célebre
trozo del escudo de Aquiles. De hecho, la categoría que
preside esta descripción no es el espacio, sino el tiempo.
No obstante las restricciones, sigue siendo válido que la
pintura tiene como meta principal la representación de
cuerpos hermosos. Por otra parte, el poeta es incapaz de
representar en detalle la belleza de un cuerpo; tiene que
recurrir a artificios y convertir la existencia en acción
mediante metáforas y producir la misma impresión como la
que recibe el espectador.
En los capítulos 18 y siguientes, Lessing se plantea la
cuestión de la fealdad; es consciente de que lo feo es una
289
categoría estética. La fealdad se opone a la belleza. Y la belleza
se compone de las partes proporcionadas que podemos
abarcar de una sola ojeada. Si las partes son
desproporcionadas, nos encontramos con la fealdad. Lessing
parece situarse con ello en el terreno plástico; no obstante,
ofrece como ejemplo a Tersites, el héroe de Homero: la
debilidad de su carácter, la fealdad de su cuerpo contrastan
con la importancia que se otorga a sí mismo. Los artistas
antiguos, de hecho, no retrocedieron ante la fealdad física y
moral de Filoctetes, héroe de Sófocles. Pero en el fondo,
cuando los poetas se sirven de la fealdad lo hacen para
despertar el sentimiento de lo ridículo y lo horrible. Lessing
distingue dos clases de fealdad: la primera no es nociva, sino
inocente, y pertenece al campo de lo ridículo; la segunda es
nociva, es elegida por sí misma y no debe ser escogida por el
poeta. Si se trata de un pintor, el problema —que ya con
anterioridad se habían planteado Aristóteles y Boileau—
consiste en saber si la representación de los objetos feos no
pueda gustar en la imitación. Si la imitación es artística,
deberíamos olvidarnos de la fealdad del modelo. Lessing
vacila en este punto y ofrece argumentos negativos: no deben
de representarse las formas feas porque las sensaciones
desagradables, fijas, inmovilizadas y eternizadas producen un
sentimiento inestético: la repugnancia. Podemos abstraer esta
fealdad y no considerar más que el arte técnico del pintor,
pero nos encontraremos con que es un arte mal empleado. La
fealdad, en suma, solamente es legítima si se usa para
producir el ridículo, como ocurre con la caricatura, o también
para crear lo horrible, como sucede con la tragedia, que lleva
la emoción hasta su último grado. Volviendo a la poesía,
Lessing atenúa algo sus afirmaciones: la poesía no fija la
fealdad, sino que la hace pasar rápidamente. Por eso podemos
observar en los poetas antiguos cosas feas o que nos inspiran
290
repugnancia, pero siempre se utilizan como asociación para
presentar lo horrible: los icores de Filoctetes, el hambre de
Ovidio y Calímaco, por ejemplo.
Lessing sólo nos ha legado una parte de su estética que,
para ser completa, debería de haber comprendido tres partes.
Sin embargo, conservamos toda una serie de anotaciones que
completan el Laocoonte: apuntes sobre estética general,
opiniones sobre la pintura, y ante todo sus notas sobre la
poesía, pues él mismo era poeta. Lessing concibe un arte de la
perspectiva poética que se parece a la perspectiva pictórica: un
poeta, por ejemplo, rompe la unidad del tiempo y habla de las
diferentes épocas que quiere describir sirviéndose para ello de
un recuerdo, interrumpiendo así la recitación actual para
volver al cabo de unos versos al momento del cual había
partido; en la Ilíada, por ejemplo, para hacernos sentir el
golpe del escudo de Aquiles, Homero evoca los fuegos que
alumbran y guían a los marinos perdidos en medio de la
tempestad. La teoría de la perspectiva es sumamente fecunda
en el drama o en la novela.
Winckelmann transfirió indebidamente a la poesía la teoría
del ideal de la tranquila grandeza, que es única y
esencialmente plástica. Creyó que el ideal plástico se hallaba
de acuerdo con el ideal poético y que los seres moralmente
más perfectos constituían los personajes ideales. Lessing, en
cambio, percibe la diferencia entre la belleza ideal de la poesía
y la belleza ideal plástica. Según vimos, dice incluso que la
esencia de la poesía es la acción; pero no olvidemos que
Lessing es un dramaturgo y que a partir del drama juzga la
poesía entera. Para él, un carácter poético que tuviera la
perfección del ideal plástico sería un carácter moral perfecto,
acabado, pero fastidioso y poco dramático. Lessing piensa que
en la poesía estos caracteres perfectos deben ocupar si acaso
un segundo plano. Así, en El paraíso perdido, el personaje
291
más interesante es sin duda el diablo.
La poesía se sirve de signos arbitrarios, y Lessing se da
cuenta de que este carácter arbitrario de las palabras destruye
su teoría. Para salvarla, pretende que la poesía puede elevar
signos artificiales a la fuerza y la dignidad de los signos
naturales a través de un cierto número de recursos.
Para comenzar, Lessing afirma que en todos los idiomas,
las primeras palabras nacen de onomatopeyas, y que gracias a
éstas la expresión de los sentimientos se conserva directa y
natural.
Comprueba en seguida —y éste es su segundo recurso—
que la expresión de las pasiones, como son la admiración, la
alegría, el dolor, son iguales en todas las lenguas. Esto, sin
embargo, no es muy exacto y no explica nada.
En tercer lugar, la poesía se sirve de palabras en una
sucesión determinada. La ley de esta sucesión puede tener la
fuerza de los signos naturales, como cuando se pasa una
palabra al verso siguiente (el rejet), o cuando el poeta insiste
en un sonido.
El cuarto recurso es más importante que los anteriores: la
poesía puede dar a estos signos artificiales por naturaleza la
fuerza de signos naturales por medio de la metáfora. La fuerza
de los signos naturales reside en la similitud con las cosas
reales. La poesía no puede lograr esta semejanza de un modo
directo; pero el poeta se sirve de un artificio: la analogía.
Introduce otra semejanza, la que el objeto representado tiene
con otro objeto cuyo concepto puede evocarse y renovarse
con mayor facilidad y vivacidad: así, el relampagueo de los
ojos, el trueno de la voz; el trueno pinta al objeto, construye la
imagen. Esto es justo, mas no responde al planteamiento de
Lessing.
En quinto lugar, Lessing distingue entre los diferentes
292
géneros de poesía uno en que se utilizan signos naturales
verdaderos: es el arte dramático. En este arte, las palabras
dejan de ser signos arbitrarios para convertirse en signos
naturales de objetos arbitrarios. En la poesía dramática, en
efecto, lo importante está en los gestos y en las palabras
creadas para explicar esos gestos. Así pues, las palabras que
acompañan a los gestos que son signos naturales adquieren el
carácter de necesidad de los gestos. Las palabras y los gestos se
convierten en signos naturales.
En consecuencia, arguye Lessing, el género supremo de la
poesía viene a ser el drama.
La dramaturgia de Hamburgo forma la tercera parte del
Laocoonte y contiene una serie de artículos de crítica
dramática escritos en la época en que se intentó, como
movimiento nacional, la creación de un teatro en Hamburgo.
Lessing estudia aquí el ideal de la acción en el drama.
El drama es la representación de una acción conclusa, no el
comienzo de una acción, como sucede con la poesía lírica.
La forma suprema de la acción es la unidad. El drama
únicamente exige unidad de acción; la unidad de tiempo y de
lugar, en cambio, no son exigibles. El ideal de la acción
dramática consiste en una cierta cantidad de artificios. El
primer truco del oficio es la abreviación del tiempo para
obtener una acción concisa, masiva, intensa que pueda actuar
inmediatamente sobre el espectador. En ciertas formas
antiguas del drama no se realizaba esta concisión: así, el
drama chino duraba más de una semana, nuestros misterios
medievales se alargaban durante varios días y las tragedias
griegas ocupaban el día entero, de la mañana a la noche. El
poeta dramático requiere, pues, concisión y perspectiva.
El segundo recurso consiste en no hacer resaltar sino lo
sobresaliente, lo esencial.
293
Para obtener un máximo de interés y crear tensión y lógica,
el autor dramático debe comportarse a la manera de un
lógico: debe excluirse de la acción dramática tanto el azar
como la contingencia; todo debe poder deducirse de la
situación de los personajes y de las relaciones entre los
personajes y la situación. La poesía épica es, ciertamente,
menos estricta, y siempre ha prestado atención a lo
inesperado, a lo contingente y a lo maravilloso. Lessing
considera que no sólo debe excluirse el azar, sino todo rasgo
individual. Hace falta que nos elevemos al dominio de lo
necesario y a las leyes generales de las pasiones y los actos
humanos. Siguiendo a Adam Smith, Lessing afirma que la ley
más general de las pasiones humanas es la simpatía, la rápida
sustitución de nosotros mismos por otra persona. El drama
siempre debe representar el sufrimiento, pero no el terror ni
el miedo, que no son fundamentales, sino meras variaciones
de la pasión básica.
Lessing fue mucho más crítico que artista; se le puede
llamar un dialéctico que empleó el método de Sócrates. Se
preguntó en qué consistían las artes plásticas y las artes
literarias, y al compararlas, se convenció de que era necesario
separarlas. Ya antes había separado la filosofía de la poesía, la
epopeya de la religión. Intentó también hacer una distinción
clara entre la fábula y el cuento.10 Acrecentando el problema
fue como quiso encontrar las diferencias existentes entre la
poesía y las artes plásticas.
B) KANT
1. Introducción a la estética de Kant
294
La dialéctica del soberano bien requiere el apoyo y el
complemento de una religión que la analítica del deber no
reclamaba. Mas para este estudio de lo suprasensible que ya la
libertad nos revela, Kant (1724-1804) encuentra una segunda
vía de acceso en la propia naturaleza y en los objetos del
mundo. Éste es el tema de la Crítica del juicio y de la
teleología.
Kant divide las cosas en fenómenos y nóumenos. La forma
de los fenómenos procede del espíritu; la materia viene de
fuera. El nóumeno es la causa de nuestras sensaciones: pero la
causa es, de hecho, una categoría de nuestro entendimiento,
es ya un concepto subjetivista. He aquí la gran antinomia
kantiana. Del mismo modo tenemos un alma nouménica que
es causa de nuestros fenómenos psicológicos. El conjunto de
las cosas, de nosotros y el universo, tiene su origen en Dios:
éste es el tercer nóumeno.
¿Se trata de un solo nóumeno con tres formas diferentes, o
de tres nóumenos distintos? Kant prefiere tener conocimiento
de su ignorancia que tener los conocimientos de un
ignorante.11
Kant nos da algunas indicaciones acerca del nexo entre el
mundo de los fenómenos y el mundo de los nóumenos. La ley
general del mundo de los fenómenos es la causalidad, la
necesidad de los fenómenos. La ley del mundo de los
nóumenos es la libertad y la ley moral. El deber sería absurdo
si no tuviéramos libertad: el deber supone el poder. Kant va
todavía más lejos en su teoría moral; proclama el primado de
la razón práctica: la ley más universal, más general, es la
libertad y no la necesidad, que no abarca el nóumeno. Es la
subordinación del mundo de los fenómenos al mundo de los
nóumenos gracias al primado de la ley práctica.
Kant no solamente elaboró una metodología y una moral,
295
sino también una Crítica del juicio dividida en dos partes
aparentemente heterogéneas: la primera, que comprende la
crítica de lo bello y lo sublime; la segunda, la teleología o
ciencia de la finalidad. La finalidad es aquello a que se dirige
la acción y es, así, el cumplimiento de la acción: la meta.
Cuando estudiamos el universo, únicamente debemos tener
en cuenta la búsqueda de la causalidad. Sólo hemos de
recurrir a la finalidad cuando nos falla la causalidad. Son dos
los momentos en que esto ocurre: ante la vida y ante la
belleza. Mediante la causalidad no logramos comprender un
organismo: las partes explican el todo y el todo explica las
partes; pero dividamos un organismo y coloquemos las partes
nuevamente en su sitio: el organismo carecerá de vida. Por
otro lado, cuando en la naturaleza nos encontramos con
objetos que nos producen placer (lo bello, lo sublime), la
simple causalidad no explica este fenómeno; si esos objetos
son bellos, lo son inútilmente. Kant escribe: “Debe de haber
una razón de la unidad de lo suprasensible que sirve de
fundamento a la naturaleza con lo que el concepto de la
libertad contiene prácticamente”.12
La finalidad es, pues, la causalidad de la idea. Ahora bien,
hay por lo menos tres casos en el mundo fenoménico en que
la causalidad pura no podría explicar el fenómeno en su
totalidad:
En primer término, la naturaleza tomada en su conjunto,13
una especie de organismo ordenado del universo en que al
menos la razón, que es el órgano de la totalidad, necesita
poder reconocerse como en un todo. Esta totalidad
conspiradora del mundo, este universum que parece indicar
que hay una meta final que deba alcanzarse, nos obliga a
pensar que cada una de sus partes sirve a las demás y que
tiene a las demás como meta por alcanzar. Ésta es la finalidad
externa objetiva.
296
Existe en la naturaleza un grupo de objetos privilegiados,
los seres organizados u organismos. En el ser viviente, no
considerado ya en su singularidad, no se podría volver a
descubrir el todo con el mero auxilio de la causalidad. La
inspección causal no es suficiente para dar una explicación;
debe postularse la hipótesis de una finalidad de las partes en
favor de la totalidad y de ésta en favor de las partes: una
conspiración que mantiene la vida. Ésta sería la finalidad
interna subjetiva. “Un producto organizado es un producto
en que recíprocamente todo es medio y fin.”
Finalmente, los objetos bellos, que conservan el reflejo de
una armonía conspiradora, presentan una perfección
teleológica. No es posible explicarse la belleza sin postular en
cierto modo una causalidad de la idea. Cuando se elabora la
obra de arte, el proyecto o dibujo es visible con demasiada
evidencia; aquí triunfa la finalidad. Mas los objetos bellos de
la naturaleza, en tanto que bellos, presentan el aspecto de una
armonía interna, como si fueran fruto de una intención; es a
la vez una conspiración entre las partes y entre éstas y el todo,
tal como ocurre con el organismo vivo, y es un favor que nos
haría la naturaleza al responder, en algunos objetos del
mundo, a nuestra estructura sensible, halagándola con la
belleza del universo. El objeto hermoso, sin embargo, es
maravillosamente inútil. El universo bien podría existir sin
belleza: nada en él se habría suprimido fuera de nuestra
satisfacción sensible. Nos las habemos aquí con la apariencia
de la finalidad, símbolo de intención, finalidad subjetiva.
En suma, en el mundo de los fenómenos se revelan
mundos en que se hace patente una causalidad de la idea.
2. El juicio del gusto y la antinomia del gusto
297
El entendimiento es la facultad de establecer reglas y de
conocer mediante conceptos. El juicio es la facultad de decidir
si una cosa se halla sometida o no a una regla dada; es la
facultad de subsumir los objetos a las reglas.
Kant distingue entre dos especies de juicio: el determinante
y el reflexivo. El juicio determinante consiste en ordenar un
objeto según la regla. El juicio reflexivo consiste en
remontarse desde el objeto a la regla. Y es en este último
juicio donde entra a formar parte el juicio estético o del gusto.
El juicio es siempre un acto del entendimiento, pero lo que
proporciona al juicio del gusto su originalidad es que Kant
únicamente toma en cuenta su efecto subjetivo, no la relación
recíproca entre la imaginación y el entendimiento
considerada objetivamente, como ocurre en el esquematismo
trascendental. La representación es relacionada al sujeto.
El juicio del gusto es un placer y es universal. Depende de
una crítica de la razón, si bien tiene la inmediatez del
sentimiento. Es, pues, un juicio sintético a priori que debe
tener sus principios universales tal como los tienen también
las otras críticas. Pero sus ideales siguen siendo ideales de la
sensibilidad, de la imaginación, y por consiguiente no es
posible dilucidarlos ni determinarlos según principios
definidos, tal como se hayan descritos en la Crítica de la razón
pura.14
Kant salvará la aporía de una manera enteramente crítica,
manteniéndose entre el dogmatismo y el empirismo estéticos,
tal como lo había hecho ya con las otras críticas: se sirve de
los empiristas para refutar la posición clásica de los
dogmáticos. En la Crítica de la razón pura, Kant, discípulo de
Leibniz, vuelve a Hume contra Wolf. En la Crítica del juicio,
Kant, discípulo de Wolf, enfrenta de modo parecido a Burke
contra Leibniz.
298
El juicio del gusto presenta la particularidad de que el
predicado jamás puede ser un conocimiento, y de que el
motivo o causa es siempre un sentimiento. Hay dos sentidos
posibles en la relación entre placer y juicio: o bien el juicio es
la comprobación del placer (tal objeto me gusta); o bien el
placer es un sentimiento particular que sigue al juicio (ein
Urteilsgefühl). El error de Kant radica en que utiliza los dos
sentidos. Si el placer es precedente, cosa que Kant no puede
admitir, si bien es la realidad psicológica, Kant tiene que
remontarse al juicio de lo agradable, que ya no es un juicio del
gusto, puesto que no posee ya las características de
universalidad y necesidad. Si es el juicio el que precede al
placer, sabemos que el placer no puede hacernos conocer
nada: el juicio del gusto no puede nunca ser un conocimiento.
Queda una escapatoria: únicamente tomamos conciencia de
las condiciones subjetivas del conocimiento.
La universalidad y la necesidad del juicio del gusto no es
sino una Idea, es decir, una hipótesis indemostrable, un
postulado que Kant acabará por reconocer, tardíamente,
como tal.
Kant, entonces, invierte la cuestión: puesto que el
sentimiento de lo bello sigue al juicio, es un verdadero
sentimiento de juicio. “Juzgar que un objeto es apropiado a
nuestra facultad de conocer es juzgar que en cierto modo ha
sido predeterminado para esta facultad de conocer, y,
consiguientemente, es juzgar que ese objeto es final.” La
finalidad subjetiva o sin fin es, pues, otra manera de expresar
la teoría de la armonía de las facultades.
Frente a un objeto hermoso, la imaginación o la intuición
comienza siempre por aprehender el objeto, por crear una
imagen y luego un esquema, pero el entendimiento no puede
proporcionar un concepto. En el juicio del gusto, el
299
entendimiento sólo tiende a conocer en general. Pero como el
juicio del gusto no tiende, por definición, a ningún concepto,
lo único que importa es el placer inmediato.
La concepción misma del juicio del gusto es insostenible: o
bien precede el sentimiento estético, y tenemos la
espontaneidad y la inmediatez, pero con ello se compromete
la universalidad; o bien lo que precede es el juicio, y ocurre lo
contrario al caso anterior; o bien, finalmente, el placer y el
juicio, en vez de sucederse o de precederse mutuamente, son
simultáneos, lo cual se opone radicalmente a las leyes
temporales.
Pero el verdadero motivo del juicio estético no es un
sentimiento ni una regla del juicio; es un peculiar estado de
ánimo que resulta de la armonía de las facultades. Sin
embargo, el mismo dilema reaparece: o es un sentimiento, o
es un conocimiento, un estado sentido o un estado conocido.
Kant trata de concluir el problema diciendo que, puesto
que el sentimiento es el sentimiento del libre juego de
nuestras facultades de conocer, este sentimiento es, él mismo,
un conocimiento, por lo que puede ser universalmente
compartido.
La antinomia del gusto es susceptible de convertir en
dudosa la legitimidad de la facultad del juicio y,
consecuentemente, su posibilidad interna. Con todo, justifica
la dialéctica del juicio estético. He aquí cómo puede
exponerse la antinomia del gusto, tal como la presenta Kant:
Tesis: El juicio del gusto no tiene sus fundamentos en
conceptos; así pues, se podría disputar al respecto y decidir
según las pruebas que se presenten.
Antítesis: El juicio del gusto se basa en conceptos; sin ello
no podría ni siquiera discutírselos, a pesar de todas las
diferencias que presenta, ni pretender imponer este juicio al
300
necesario asentimiento por parte del prójimo; lo que a unos
les puede parecer amargo, a otros les sabe dulce: he aquí la
subjetividad de lo agradable. La posición del sentido común
es puramente subjetiva: cada uno según su gusto, o de gustos
no se discute: “Lo cual significa que la motivación de ese
juicio es puramente subjetiva (placer o pena) y que no tiene
derecho de pretender la adhesión necesaria del prójimo”.15
Este punto de vista subjetivo se opone al punto de vista
crítico, según el cual sí se tiene la posibilidad de discutir
acerca del gusto.
Solución de la antinomia: El juicio del gusto se funda en un
concepto (el del principio general de la finalidad subjetiva de
la naturaleza con relación al juicio), por el cual no se puede
conocer ni demostrar nada relativo al objeto, ya que este
concepto es en sí indeterminable e inapropiado para el
conocimiento… Sin embargo, el juicio del gusto se funda en
un concepto, aunque éste sea indeterminado, a saber: el de un
sustrato suprasensible de los fenómenos.
Resulta de aquí que el juicio del gusto no es determinable
por algún principio: no puede haber una ciencia de lo bello.
Las bellas artes no conocen sino una manera (modus) y no un
método (methodus).16
3. Analítica de lo bello en Kant
Entre las cosas del universo que nos obligan a pensar en
algo diferente de la necesidad se encuentra lo bello. Al
estudiar a Kant, Schiller en un comienzo se muestra
asombrado por este hecho: de ninguna manera puede
hablarse de la objetividad de lo bello. Kant, al analizar lo bello
y lo sublime, nos dice que todo lo bello nos causa placer, pero
un placer desinteresado; el placer puede ser universalmente
301
compartido. Es una especie de contradicción en sí: el placer
tiene una “subjetividad subjetiva”. Toda afectividad es
enteramente subjetiva. Es imposible resolver la antinomia del
gusto en nombre de la razón.
Para Kant, el placer estético no se asemeja a los otros. La
diferencia no es sólo de grado, sino de naturaleza. Dos de
nuestras facultades intelectuales, de costumbres divergentes,
se muestran aquí de acuerdo: la imaginación y el
entendimiento. Esta coincidencia inhabitual nos produce
placer; y es este placer basado en que sea desinteresado y no
requiere ser una posesión material. No es un placer
únicamente sensible, sino intelectual. Dado que esta armonía
es exigida por el conocimiento en general, y dado que el
conocimiento es universal y necesario, resulta de ello que el
placer puede ser universalmente compartido: éste es uno de
los rasgos del placer estético. En el fondo, lo que llamamos
bello es un objeto que estimamos y que a todo el mundo le
debe parecer hermoso. Kant percibe claramente que lo bello
no es tan intelectual como las concepciones mismas del
entendimiento, ya que entra a formar parte de él un elemento
afectivo: hay en él, en efecto, siempre un placer. La
universalidad es menos completa y la necesidad menos
absoluta. Así pues, lo bello viene a ser aquello que produce un
placer umversalmente compartido. Es enteramente subjetivo
y goza del acuerdo de dos de nuestras facultades.
Pero existe una belleza objetiva en el nóumeno. Según el
primado de la razón práctica, el sustrato de la naturaleza debe
ser al menos análogo al sustrato de la libertad. La libertad se
manifiesta por la moral, por la vida; y también se manifiesta
simbólicamente por la belleza. Es una representación
simbólica de la libertad. Nos vemos obligados a pensar como
si hubiese libertad.
302
Por otra parte, el nóumeno permanece completamente
desconocido; cuando actuamos moralmente, no conocemos el
nóumeno, sino que lo realizamos. Cuando la contemplación
es desinteresada, “nuestro juicio se ve ligado a algo que se
revela en el sujeto mismo y fuera de él, que no es naturaleza ni
libertad, pero que se halla relacionado con el principio de la
libertad y en el que la facultad teórica se confunde con la
facultad práctica de una manera desconocida, mas parecida
en todos”. En Kant nos encontramos, así, con un sustrato
objetivo, y en los objetos una encarnación particular del
nóumeno, tal como lo hemos visto en Platón.
El sustrato de lo bello mantiene relaciones más estrechas
con la libertad que con los fenómenos. El sentimiento estético
se aproxima al sentimiento moral. Observamos, en efecto, que
se parecen en que ambos son desinteresados, en su
independencia respecto de los sentidos y en su necesidad.
Por ello Kant afirma que el único ideal de lo bello es el
hombre, puesto que es el único ser libre y moral. Pero ¿cómo
puede entonces haber una belleza de la naturaleza, si ésta no
es libre? En este punto, Kant no dio el paso que sí daría
Schiller. Kant no se preguntó objetivamente en qué consiste el
nóumeno de la naturaleza. Si se hubiese planteado la cuestión,
hubiera hallado como única respuesta la siguiente: puesto que
se requiere la unidad de lo suprasensible, es necesario que el
alma de la naturaleza sea, si no libre, al menos análoga a la
libertad, análoga a la facultad moral del hombre, y que éste se
vea obligado a concederle la libertad: es un als ob, “como si”.
En su teoría sobre el genio, Kant llega a la misma
conclusión; después de haber mostrado que consiste en la
imaginación productiva, no reproductiva, Kant dice: “Por el
genio, la naturaleza proporciona reglas al arte”. En el hombre
de genio, el macrocosmo penetra en un cerebro humano, se
303
manifiesta en él y revela la ley profunda y misteriosa de las
cosas, estableciendo entre ambos un estrecho nexo. Debido a
que el alma del universo es análoga al alma del hombre,
aquélla puede en ocasiones entrar en ésta. Si no ofrecen el
universo, los artistas por lo menos presentan símbolos del
universo. Hay aquí una prueba de esta analogía postulada por
la filosofía kantiana.
No es asombroso encontrar una analogía entre la obra de
arte y los seres orgánicos. Es en la obra genial donde la
naturaleza ha dado la ley; los genios son seres vivos creados
por la naturaleza.
Es aquí donde nos encontramos con lo que tanto
sorprendió a Goethe: “La naturaleza es bella cuando se
asemeja al arte y el arte es bello cuando se parece a la
naturaleza”.
Para resumir lo que es el juicio del gusto y la actitud
estética según la naturaleza de lo bello, podemos distinguir
cuatro puntos de vista en las categorías:
El primer momento es la cualidad. El gusto es la facultad de
juzgar un objeto o un modo de representación por la
satisfacción o el desagrado de una forma enteramente
desinteresada. Se llama bello al objeto de esta satisfacción.
Volvemos a hallar aquí el criterio del desinterés de la actitud
estética.
El segundo momento es la cantidad. Es bello todo aquello
que gusta universalmente, sin concepto. Tenemos aquí la
actitud del conocimiento, lo universalizable de hecho hasta el
límite de su extensión posible.
El tercer momento es la finalidad, la relación. La belleza es
la forma de la finalidad de un objeto en tanto es percibida sin
la representación de un fin. Es el formalismo y la apariencia,
el esquema, no una meta verdadera como en la acción que se
304
efectúa bajo el aspecto de que ha sido ordenada para o en
vista de alguna cosa y que, efectivamente, es una orden sin
más: es la maravilla inútil.
El cuarto momento es la modalidad. Es bello lo que es
reconocido sin concepto como objeto de una satisfacción
necesaria. Aquí tenemos no sólo lo universalizable de hecho,
sino de derecho, es decir, lo necesario: lo normativo y
apodíctico.
De esta división en momentos deriva cierto número de
distinciones de nociones y oposiciones, lo cual permite
separar dialécticamente lo específico de lo bello a partir de las
otras nociones. Lo bello se opone a lo agradable y a lo bueno,
puesto que estos dos se hallan sometidos a la facultad de
desear; carecen, así, del desinterés de la contemplación
estética. Lo bello se opone también a lo útil y a lo perfecto, o
sea a la finalidad objetiva externa en cuanto a lo útil e interna
en cuanto a lo perfecto. En efecto, lo bello no tiene sino una
finalidad subjetiva, por completo trascendental. Si hay en él
alguna representación de su utilidad, pierde la inmediatez del
placer. Si presenta una representación de su perfección, viene
a ser un fenómeno intelectual que acaba en concepto. Si se
añade que es una “concepción confusa”,17 no se salva la
contradicción inherente en una finalidad objetiva sin fin.
4. La teoría de lo sublime en Kant
Kant subdividió su Analítica en dos partes, en las que
estudia lo bello y lo sublime, respectivamente. En un apéndice
estudia lo cómico y, en unas pocas líneas, la gracia. En
realidad, no llegó a tratar todas las categorías estéticas.
Al igual que lo bello, lo sublime descansa en el juicio del
gusto, pero la gran diferencia reside en el hecho de que la
305
esencia de lo bello se encuentra en la forma del objeto, por lo
que tiene una limitación, mientras que el carácter de lo
sublime es lo informe en tanto que infinito: la naturaleza
rebasa, cuando la queremos comprehendere, la facultad
humana de comprensión. Lo sublime se refiere, pues, a la
razón, y no al entendimiento: es lo ilimitado, la regresión a lo
incondicionado. Lo bello posee una satisfacción cualitativa, lo
sublime la tiene cuantitativa. Lo bello es un placer puro, lo
sublime es un placer mezclado que se realiza en dos tiempos:
primero la constricción, después el desarrollo de las potencias
vitales. Lo sublime no posee atractivos ni es juego, sino que
impone respeto y seriedad: es un placer negativo de carácter
subjetivo. Por otro lado, la finalidad formal de la naturaleza se
encuentra, en lo que atañe a lo bello, en el objeto mismo. Lo
sublime sólo se encuentra en el acto de aprehensión: no hay
objetos sublimes, es el sujeto que lo ve el que es sublime. La
belleza de la naturaleza conduce más allá del mecanismo a un
concepto del arte. Lo sublime constituye meros estados
caóticos, sin miramientos al espíritu, a nuestro espíritu. En
cuanto hay grandeza y poder, nos hallamos frente al desorden
y al estrago: todo ello lo integramos en lo sublime que
fabrican nuestras facultades y que nosotros segregamos.
La emoción de lo sublime es relacionada por la
imaginación sea a la facultad de conocer, sea a la facultad de
desear. De aquí se desprende una división que no existe en lo
bello: lo sublime matemático y lo sublime dinámico.
Lo sublime matemático es una belleza aristotélica: es lo
sublime de la magnificencia, como por ejemplo la infinitud
del cielo: la imaginación se representa los millones y millones
de estrellas y de años luz. Es un juicio puro de reflexión
adecuada subjetivamente a un determinado empleo de
nuestras facultades de conocimiento. Es sublime aquello que
en comparación con lo demás deja aparecer todo como muy
306
pequeño. Es lo grande absoluto. Así pues, nada de lo que
puede ser objeto de nuestros sentidos (para los cuales todo es
relativo) o se presenta en números definidos (puesto que toda
cantidad matemática es relativa) puede llegar a ser sublime.
Sublime es la disposición del espíritu, no el objeto; sólo en
aquélla se encuentra lo absolutamente grande. Se requiere “el
índice de una facultad del alma que sobrepase toda medida de
los sentidos”. Es un juego de la imaginación. Lo sublime, es
decir, lo que es grande estética e infinitamente, se presenta
cuando el acto de aprehensión de lo sensible no puede ser
seguido por el acto de comprensión de la imaginación. Lo
infinito es grande absolutamente, y sin embargo la razón
exige que se conciba como un todo. Este hecho solo exige del
alma humana una facultad suprasensible: la razón.
En cuanto al número y al cálculo, no es la grandeza lo que
nuestro entendimiento no puede alcanzar. No puede tratarse,
pues, de una impotencia matemática; es en la estimación
estética de la grandeza donde el esfuerzo de comprensión
sobrepasa el poder de la imaginación. Este acto impotente de
la imaginación nos conduce a nuestro espíritu en cuanto que
tiene un sustrato suprasensible, y al fundamento
suprasensible de la naturaleza concebida en su infinitud.
Así, el juicio de lo sublime refiere el libre juego de la
imaginación a la razón y no al entendimiento. El espíritu se
hace sublime y sólo él lo es en la ocurrencia, ya que observa
que “todo el poder de la imaginación no mantiene una
relación con las ideas de la razón”.
Ahora bien, el sentimiento de impotencia que tenemos en
nuestra imposibilidad de alcanzar una idea que es para
nosotros una ley, es lo que llamamos el respeto. Para decirlo
brevemente: nos alcanzamos a nosotros mismos; y nuestro
destino es nuestro respeto por la superioridad del destino
307
racional de nuestras facultades de conocimiento por encima
del más alto poder de la sensibilidad. Kant se dio cuenta de
que el sentimiento de lo sublime era un sentimiento
mezclado. Lo sublime matemático abarca un sentimiento de
desagrado debido a la ausencia de conformidad entre la
imaginación y la evaluación de la razón. Pero también hay en
lo sublime matemático un sentimiento de placer al observar
que toda medida de la sensibilidad es inadecuada para las
ideas de la razón. Además, hay en él una repulsión y una
atracción que alternan rápidamente. Y finalmente, descubre
Kant asimismo un esfuerzo por reunir en una sola intuición y
dibujar en un instante lo que en realidad exige un tiempo
considerable para ser aprehendido.
La segunda forma de lo sublime, lo sublime dinámico, o sea
de la fuerza, se manifiesta cuando nos encontramos frente a
ciertas potencias que rebasan infinitamente nuestras propias
fuerzas; nos sentimos humillados, nos hacemos conscientes
de nuestra impotencia. Es, pues, el poder el que constituye el
meollo del problema, una fuerza superior a los grandes
obstáculos. “La materia —dice Kant—, considerada en el
juicio estético como potencia que no tiene poder sobre
nosotros, es dinámicamente sublime.”
Lo sublime dinámico despierta, así, el miedo: “Se puede
considerar un objeto como algo terrible sin temerlo; para
juzgarlo así, debe concebirse el caso en que intentáramos
resistirnos a él, pero con una resistencia que sería
enteramente vana”. Dominado por el miedo, el hombre no
puede juzgar acerca de lo sublime, así como el hombre
dominado por la inclinación y el apetito tampoco puede
juzgar de lo bello; esta concepción es similar a la de Burke: ni
self-preservation ni love, y Burke no tiene razón. Si lo sublime
suscita en nosotros una facultad de resistencia —y es ésta la
fuerza tomada en su sentido absoluto—, es sublime
308
únicamente por este motivo. En cuanto que seres de la
naturaleza, esta potencia nos constriñe a reconocer nuestra
debilidad.
Pero nuestra persona está dotada de razón, que es potencia
absoluta del nóumeno y de la práctica; y nuestra conciencia
moral puede oponerse a esa fuerza natural que la abruma, aun
sabiendo que sucumbirá ante ella; tiene conciencia de la
vanidad del esfuerzo, y aquí nos encontramos con lo sublime.
Es un instinto de conservación enteramente distinto del
instinto de conservación sensible; pretende conservar la
humanidad: es la self-preservation de la persona moral en
medio de los acontecimientos. Ella despierta en nosotros la
fuerza moral capaz de enfrentarse a un poder bruto ante el
cual no tenemos por qué doblegarnos. También aquí tenemos
el sentimiento mezclado con placer, pero que es precedido
por un desagrado y que sólo puede explicarse por este
desagrado. Existe, pues, una disposición a lo sublime que
depende de nuestra naturaleza, y la satisfacción de esa
disposición concierne a nuestro destino. Lo que para los
pueblos primitivos es, por ejemplo, objeto de la más grande
admiración, es el hombre que nunca se atemoriza. “Lo
sublime, en suma, no se halla en ningún objeto de la
naturaleza, sino en nuestro espíritu, en tanto que podemos
tener conciencia de nuestra superioridad respecto de la
naturaleza dentro de nosotros, respecto de nuestra propia
naturaleza, y gracias a ello también respecto de la naturaleza
exterior a nosotros en tanto que influye en nosotros.” Esto
nos recuerda nuestro destino como seres morales, superiores
a toda naturaleza.
Pero el sentimiento de lo sublime requiere, desde luego, un
amplio cultivo de nuestra receptividad de las ideas: tanto la de
la infinitud como la de la moralidad. Con todo, este cultivo
puede exigírsele al prójimo, lo cual salva a los sentimientos de
309
lo bello y lo sublime de la categoría de sentimientos “más
refinados” para atribuirlos a la filosofía trascendental y
referirlos a la facultad de los principios a priori. De aquí la
definición: “Es sublime lo que gusta inmediatamente por la
resistencia al interés de los sentidos”.
Así pues, en lo bello, la finalidad es el entendimiento. En lo
sublime, la libertad es la razón. En la primera analítica, Kant
aparece como el reformador de Wolf y Baumgarten. En la
segunda, es discípulo de Rousseau.
310
1 Cartas críticas (1746).
2 Cf. asimismo Kant.
3 Es lo que Bergson llamaría “la franja del conocimiento”.
4 Cf. Lessing, Laocoonte.
5
Cf. Taine, Los tres momentos del arte en Grecia (conferencias dictadas en la
escuela del Louvre).
6 Cf. diversos pasajes de la Ilíada.
7 Cf. el mito de Prometeo.
8 Cf. Rafael, y también las mencionadas doncellas de Crotona.
9 Recuérdese la leyenda de san Juliano el Hospitalario.
10 Cf. La Fontaine.
11 Cf. Basch, la última parte de su Essai sur l’Esthétique de Kant, J. Vrin, París,
nueva ed. aumentada, 1917.
12 Cf. el primado de la razón práctica.
13 Cf. el gran zoon de los antiguos.
14 Cf. Kant, Crítica de la razón pura, “Dialéctica trascendental”, II, 3: “Del ideal en
general”.
15 Kant, Crítica del juicio, § 56.
16 Id., “Método del gusto”, § 50.
17 Cf. Baumgarten y su escuela.
311
XIII. LA ESTÉTICA ITALIANA EN EL
SIGLO XVIII
RECORDEMOS que fue en Italia donde nació la doctrina clásica
en el siglo XVII, siglo de la razón y de la sumisión a las reglas.
En 1527, Vida había escrito su Política. Los italianos Trissino,
Minturno y sobre todo Escalígero y Castelvetro habían
formulado con precisión las reglas del clasicismo y de la
epopeya, mientras Boyardo y Ariosto pretendían desempeñar
en su época el papel de la epopeya antigua. El conflicto entre
ambos grupos se prolongó hasta fines del siglo XVI. Hacia
1640, Tasso obtuvo un gran renombre para la poesía épica
italiana, la cual llegó incluso a influir en los poetas franceses.
Separó el género “ilustre” de la epopeya (que se concentra en
el sujeto) del género trágico, y distinguió entre el héroe épico
y el héroe trágico.
Si la doctrina clásica había sido elaborada por los italianos,
que llegaron a producir una obra inmensa, erudita y muy
variada, fueron en cambio los franceses quienes la expresaron
con claridad y la unificaron.
Durante este periodo, los críticos de arte que sucedieron a
Alberti y Leonardo da Vinci fueron muy numerosos: Passeri
(1610-1679) escribió una vida de los artistas que habían
trabajado en Roma en el curso del siglo XVII; Baldinucci (16241696) publicó un libro acerca de los “profesores de dibujo”
con el fin de estudiar la idea del artista; Scanelli en el
Microcosmo de la pintura (1657) y Scaramucia en Finuras de
los pinceles italianos (1674) muestran el progreso realizado en
la confección de tratados: no son ya leyes las que establecen,
312
sino discusiones técnicas e históricas sobre el valor de la obra
y del artista.
Durante el siglo XVIII, la tradición clásica halló un defensor
en el poeta trágico Alfieri (1749-1803), bien conocido por su
concepción de un nuevo plan de composición dramático que
al menos él siguió en todos sus detalles. Cleopatra fue su
primera tragedia (1775); en menos de siete años escribió otras
catorce obras de este género. En Italia, sus tragedias fueron
acogidas con entusiasmo; la acción es sobria, el estilo preciso
y el diálogo apretado. Alfieri lleva al extremo el rigor de las
reglas, las refuerza, las exagera hasta pretender que sus sujetos
trágicos serían más bellos si se desenvolvieran en la antigua
Tebas y no en Pisa, por ejemplo. Reniega de todo lo que sea
imaginación, no dejando más que lo estrictamente necesario
para la comprensión de la intriga y de los caracteres y siempre
tratando de abreviar para no debilitar la obra con detalles que
juzga inútiles.
Hay cierto número de autores en el siglo XVIII que, si bien
son todavía clásicos, se pueden considerar sin embargo como
prerrománticos por el espacio considerable que conceden a la
imaginación: citemos a Gravina, Muratori y Vico, cuyas
teorías tienen importancia para la estética. Gravina (16641718) es un innovador en su crítica literaria y en su estética.
Rechaza la imitación de los autores antiguos e intenta aplicar
el método cartesiano a las obras de la imaginación. Gravina
insiste en la fuerza y la frecuencia de las imágenes en el
común de los mortales, no obstante que el espíritu vulgar no
pueda captar directamente las verdades universales, además
de ser víctima de sus pasiones. El trabajo del poeta consiste en
apoyarse tanto en las imágenes como en las pasiones; al
servirse de este material, lo transforma y trata, de hecho, de
transmitir un mensaje moral. La imaginación sirve, pues, para
mostrar el poder de la poesía; es, según Gravina, un delirio
313
bueno que persigue al delirio malo.1 El poeta debe estar
inspirado por la idea de la belleza, y debe sin embargo adaptar
su trabajo, a pesar de las leyes duras y severas, a las exigencias
del tiempo: estas referencias de Gravina al fenómeno
histórico del cambio en el gusto señalan el lado moderno de
su doctrina. Por otra parte, la idea de servirse de la pasión
buena para cazar la mala se remonta a Aristóteles. El hecho de
considerar la imaginación como el peor de los males, o
cuando mucho de utilizarla como medio para realizar fines
morales, sitúa a Gravina en la tradición del Renacimiento.
Para Muratori (1672-1750), la imaginación debe hacer una
selección entre todo aquello que nos ofrece el mundo exterior
a través de los sentidos.2 Para investir de verdad a las
imágenes, la imaginación elige las que son particularmente
precisas, las que se encuentran alejadas en el tiempo o que
responden a un esquema fuera de lo común, como por
ejemplo las metáforas. Para Gravina, el verdadero gusto debe
cambiar con el tiempo. Para Muratori, el gusto es relativo,
depende de las circunstancias. Para el uno tanto como para el
otro, la imaginación se halla sometida a la inteligencia y a la
moral del hombre.
El filósofo Vico (1660-1744) no subordina la imaginación
al control de la inteligencia, sino que la considera como algo
independiente y bueno en sí. Expone sus puntos de vista
sobre la imaginación poética en su clásica obra La ciencia
nueva. “Cuanto menos domine en los hombres la razón, tanto
más prevalecen los sentidos” —dice—. “Aquellos que tienen
los sentidos aguzados poseen una imaginación muy viva.”
Según él, todos los grandes artistas, pintores y poetas se
desarrollan en los periodos de imaginación, no en los de
reflexión. Cita el ejemplo de Homero entre los griegos, de
Dante en la Edad Media, etc. Vico estima que en las épocas
civilizadas, el hombre inteligente posee poca imaginación, y
314
recíprocamente, el hombre imaginativo es relativamente poco
racional. Y siendo la poesía una disposición de la
imaginación, y si tenemos en cuenta que los primeros
hombres tenían un lenguaje formado originalmente de gestos
que por su naturaleza desarrollaban más la imaginación o
fantasía, Vico concluye que la poesía es propiamente el
lenguaje de los hombres primitivos. La poesía primitiva, las
epopeyas y leyendas de Homero son pues, según él, una
expresión de la vida de hombres primitivos, no la obra de
filósofos. La poesía ha precedido, afirma Vico, toda actividad
filosófica o racional.
La teoría de la imaginación de Vico abarca un segundo
punto: la imaginación del poeta es la expresión natural de la
infancia. El poeta es un ser privilegiado que mantiene el
recuerdo y la frescura de sus sentimientos infantiles con toda
su espontaneidad. En consecuencia, la poesía debe
desembarazarse de todas las trabas constituidas por las reglas,
de su estilo amanerado y de sus concetti, para hacer uso de un
estilo preciso, natural y directo. La poesía es para él el
lenguaje de la infancia y la expresión de recuerdos sensibles:
“Puesto que el hombre no puede designar una cosa por su
nombre propio, la señala al principio por sus causas o sus
efectos más sensibles. Así dirá por ejemplo, en lugar de ‘tengo
miedo’: ‘el corazón me da saltos en el pecho’, lo cual es
justamente una locución poética. De manera parecida, en un
niño una sola palabra designa todo un género de objetos
similares. Pájaro servirá para designar cualquier tipo de ave.
La palabra águila se usará para designar cualquier pájaro
grande. Todo héroe será Hércules”. De este modo explica
Vico las metáforas, la imaginación poética, por las
expresiones espontáneas y concretas del niño, que forman la
base del lenguaje poético.
Al distinguir entre la actividad poética y la racional, Vico
315
llegó a consagrar el principio de independencia del arte y
delimitó en cierto modo el campo de la estética. En estos
teóricos de la imaginación se presiente ya el carácter
romántico que va a surgir.
316
1 Gravina, Della ragione poética (1933), p. 62.
2 Muratori, Perfetta poesia (1706).
317
XIV. LA ESTÉTICA INGLESA EN EL
SIGLO XVIII
JAMES SULLY dividió la estética inglesa del siglo XVIII en dos
escuelas principales: la escuela analítica, que se sirve del
método de análisis psicológico y comprende teóricos como
Addison, Hogarth, Burke, Home, Reynolds; y la de los
intuicionistas, que utilizan la metafísica y fundan sus
concepciones en el principio de la belleza objetiva, que no es
analizable: en esta escuela contamos a Shaftesbury y Francis
Hutcheson.
Después de Locke se formaron diversos grupos deístas y
moralistas que ejercieron su influencia durante todo el siglo
XVIII en Inglaterra. Es un periodo constructivo, caracterizado
por el buen juicio y la grandeza moral y política. Las
libertades políticas consolidadas por la Revolución de 1688
contribuyeron a dar libre curso a discusiones teóricas que
revelaron un entusiasmo ideal y generoso. Pero los problemas
prácticos de la mejora de la vida personal y moral
encontraron por lo general mayor interés que los problemas
puramente especulativos. Durante el siglo XVIII apareció la
razón romántica y libre, cuyo rasgo esencial fue la actitud
sentimental. En parte, los filósofos ingleses serían precursores
de la crítica del racionalismo abstracto. La moral, al igual que
la religión, pasarán por una renovación de todos sus
problemas, que serán estudiados con abnegación y de manera
desinteresada.
318
A) SHAFTESBURY
Shaftesbury (1671-1713), cuya breve vida fue un modelo de
altruismo y de probidad moral e intelectual, fue un
apasionado de la libertad y de la belleza. Sus obras, matizadas
con frecuencia de cierta ironía y sentido del humor, no llegan
jamás a ser maliciosas. Los ensayos en que estudia con mayor
detalle aspectos estéticos son los siguientes: en el tomo I,
Sensus communis, an Essay on the Freedom of Wit and
Humour (1709); Soliloquy or advice to an author (1710); en el
tomo IV, A notion of the historical draught or tablature of the
judgment of Hercules (1712); A letter sent from Italy with
notion of the judgment of Hercules (1712); A letter concerning
design (1713); y, de un modo general, los comentarios de
todas las Characteristics.
1. La aprehensión de lo bello
Cosa curiosa: es sobre todo en sus dos ensayos morales An
Inquiry Concerning Virtue or Merit1 y The Moralists, a
Rhapsody,2 donde encontramos la mejor exposición de la
estética de Shaftesbury. Veremos más adelante que esto no se
debe a una mera coincidencia, sino que es el profundo efecto
de una lógica.
En los Moralists, el sujeto cognoscente,3 el knowing
(knowing as you are) y aun el well-knowing “experimentado
en todos los grados y órdenes de la belleza” gracias al amor, a
un amor más noble que el que inspira la belleza común,
percibe “todos los misteriosos encantos de las formas
particulares”. Pero tales encantos los percibe intuitivamente a
la vez que por grados: en la medida en que se amplía su
comprensión sintética, su nobler love. Su generosidad nata lo
319
lleva a buscar siempre el aspecto más elevado de cada especie.
No se siente ya cautivado por los hermosos rasgos de un
rostro humano o por las bellamente señaladas proporciones
de un cuerpo, sino que se siente atraído por la vida misma, y
con mayor voluntad aún por el espíritu, que es su lustre y su
claridad interior, haciéndola digna de amor por encima de
todo lo demás. No podría, pues, darse por satisfecho con una
simple belleza. Su alma, llena de inspiración, busca la manera
de combinar diversas bellezas, y gracias a esta “coalición” de
bellezas se forma una sociedad bella: comunidades,
relaciones, amistades, tareas; la sociedad civil en su totalidad
se ve regida por una armonía general. No satisfecho todavía,
busca el bien de la especie humana y se encamina hacia la
virtud, cuya deleitable visión le revela asimismo, por la
atracción que ejerce sobre él, un encanto marcado por la
belleza. Ardiente en la misión que se impone, descubre en el
universo este orden y esta perfección de un todo, móvil de su
amor. De aquí se eleva al orden y a la perfección de Dios, a
quien descubre, a su vez, como el espíritu universal que
preside al universo, en que los intereses de la totalidad son
establecidos con plena seguridad.
Este gusto estético, esta intuición por el encanto, a decir
verdad, es menos una ascensión que una penetración
creciente, sutilidad y ascesis. En la Inquiry concerning Virtue,
describe al espíritu que no sabría ser espectador y auditor de
otros espíritus sin su vista y su oído: es con estos sentidos con
los que discierne la proporción y distingue los sonidos.
Experimenta lo dulce y lo rudo, lo vil y lo bello, lo agradable y
lo desagradable, en pocas palabras: lo armonioso y lo
disonante. Se trata de admiración o de aversión, se ve siempre
movido por la atracción o la repulsión, por el encanto y el
discernimiento: es apasionado y avisado. Sería inútil negar
que hay un sentido común y natural de lo bello y lo sublime;
320
pero así como las especies sensibles y las imágenes de los
cuerpos, de los sonidos, de los colores en perpetuo
movimiento frente a nuestros ojos actúan sobre nuestros
sentidos —incluso mientras dormimos—, así también las
formas y las imágenes de las cosas no son menos activas en lo
que respecta al espíritu. A través de las manners, realizamos
distinciones y discernimientos de belleza entre un
comportamiento y otro, un sentimiento y otro, entre lo que es
natural y honesto y lo que es corrompido, entre lo worthy y lo
virtuous. Es un discernimiento de lo bello por referencia a la
especie o al público. Es una nueva prueba y un nuevo ejercicio
de la generosa e intuitiva facultad del knowing man. De este
modo, por doquiera se va ejerciendo en una penetración
progresiva una intuición cada vez más sutil, que requiere
educación y práctica.
Pero es sobre todo en la sección II de la Parte III de los
Moralists donde el método se acerca a lo bello y visible. Se
trata de llegar a ser a pursuer of the same mysterious beauty.
La contemplación de las bellezas naturales, de criaturas,
plantas y bosques, montañas y ríos revela un orden original
(genuine) que sólo el hombre es capaz de arrebatarles. Las
cataratas, las grutas cerradas, las cuevas musgosas se
presentan en gran magnificencia al lado de los irrisorios
jardines principescos. Es éste el primer descubrimiento del
lover y el primer paso hacia la actitud romántica del
entusiasmo. Y sin embargo, la belleza real se halla más allá de
esta belleza fingida: así como el amor real depende del
espíritu, la belleza se encuentra también más allá del absurdo
regocijo que el sentido sólo podría lograr. La fuerza que nos
lleva es, pues, el amor y la admiración, es decir, el entusiasmo:
“Las exaltaciones de los poetas, lo sublime de los oradores, el
arrebato de los músicos, el estado de tensión de los ‘virtuosos’,
todo ello es entusiasmo puro”.4
321
El progreso mediante estos objetos, el improvement,
consiste en elevarse dignamente hacia un escenario superior,
hacia una representación más alta: la belleza está escondida,
es profunda. Al observarse más de cerca, en efecto, la belleza
no se funda exclusivamente en el cuerpo, sino igualmente en
las acciones, en la vida, en las obras. El investigador descubre
además las formas, las formas formadoras y vivas, no las
formas muertas de la naturaleza. Tenemos aquí, junto al
espíritu, el segundo orden de la belleza. Y el orden tercero
reside en el principio, en la fuente de toda belleza.
Hemos hablado, así, de la belleza de los cuerpos; de la
belleza de las perfecciones anímicas y del equilibrio íntimo de
los seres, the fit and decent; belleza de lo bueno y del bien, que
es reversible, de manera que no hay un bien real que no sea el
goce de la belleza, así como tampoco hay un verdadero placer
debido a la belleza fuera de aquello que es bueno. Pero de
hecho nos remontamos al principio mismo y a la fuente de
toda armonía, a Dios: “Nada hay tan divino como la belleza”.
Todo lo anterior se siente progresivamente, intuitivamente
experimentado por el alma artista. La aprehensión de lo bello
se efectúa por aproximaciones sucesivas y, por así decir, por
transparencias.
2. El platonismo de Shaftesbury
El platonismo es evidente en este sistema, según se ha
comentado ya con frecuencia.
No insistiremos en la forma, en ocasiones copiada de los
diálogos socráticos de Platón.5
Intentaremos más bien desgajar del contenido mismo los
grandes temas de la estética platónica.
Para comenzar, encontramos el formalismo, tal como lo
322
conocemos del Filebo (metron) y del Timeo (los justos medios
y sobre todo los kala sjémata), en los temas relativos a la
medida y a la proporción.6 La idea de un orden y una
proporción, la fuerza de los nombres y el poder que confiere
su manejo y utilización, la diferencia esencial entre armonía y
discordancia, entre cadencia y convulsión, entre el
movimiento compuesto, ordenado, eurítmico, y el accidental
y falto de gobierno; todo ello se resume en la diferencia entre
lo bello y el caos. La unidad del dibujo, la jerarquía de los
sistemas hasta llegar al universo, también él sistemático y con
carácter de totalidad, con una especie de armonía y de
interacción universal en que todo es conveniencia, éstos son
los puntos comunes a la estética platónica y a la de
Shaftesbury.
Y para ser más precisos, hay un rasgo de Platón que
encontramos muy definido en Shaftesbury: el número
interior, tema de la República. La medida y el temperamento
de las cualidades corresponden a la armonía del outward que
traduce sensiblemente la armonía del inward.
Según hemos podido comprobar, la concepción jerárquica
de lo bello en Shaftesbury, con las tres bellezas escalonadas —
cuerpo, alma, trascendentales— corresponde a la ascensión de
Diótima en el Fedro y el Banquete. El entusiasmo del Fedro
puede aproximarse a la dialéctica del eros cuando se dirige a la
belleza de las almas: virtue or merit.
Y finalmente, en las Ideas y en el mundo de las Ideas, el
acuerdo y las resonancias de los trascendentales se han
inspirado en el bien, lo bello y lo verdadero.
Tomemos un ejemplo particularmente claro, referido al
tema de la alianza y de la síntesis indisoluble de los ideales:7
“La belleza natural en el mundo es la honestidad, la verdad
moral: pues toda belleza es verdad”. “Los rasgos verdaderos
323
son los que hacen la belleza de un rostro, y las verdaderas
proporciones la belleza de la arquitectura, así como las
medidas verdaderas crean las de la armonía y de la música. En
la poesía, que es fábula toda ella, la verdad también es la
perfección.” A lo que sigue una serie de consejos sobre la
verdad, destinados al pintor. Vuelve aquí a primer plano
sobre todo la kalokagathía platónica y helénica: en el kalón se
presenta una incesante fusión del agathón: “Beauty and good
I perceive are still one and the same… That beauty and good
are still the same”.8
3. El moralismo de Shaftesbury
Henos aquí en el centro del problema. Siempre se trata de
la ecuación beauty is good9 y la traducción, en términos
morales, de la belleza del espíritu reconocido por el más
espiritual, el más apasionado y aristocrático de los amadores.
Este amador del alma no se encuentra lejos de definir la
belleza por la gracia, y la gracia —como lo haría
posteriormente Schiller—, por el alma bella.
No resulta difícil comprender cómo se efectúa el paso de lo
uno a lo otro, ni por qué los elementos doctrinarios de la
estética del filósofo se asientan en estos dos tratados morales:
la Rapsodia de los moralistas y el Ensayo sobre la virtud y el
mérito. Belleza, mérito y virtud no son sino una y la misma
cosa para el amador perspicaz. No se da un verdadero goce
estético si no es del bien, ni un verdadero placer moral si no
es de lo bello.
La belleza de los sentimientos, la belleza de los caracteres,
de los espíritus, de los corazones (character, mind, virtue,
heart), en suma, de todo el inward, prueba su transparencia al
perseguidor apasionado que sabe revelarla en la belleza
324
sensible de los movimientos y las formas, del
comportamiento humano: en suma, en todo el outward. A
esto se debe que sea fond of external beauties; y por ello
también las propias cualidades morales se alcanzan con
mayor seguridad en una especie de amistad intuitiva y de
simpatía discriminadora, por una especie de gusto que las
hace revelarse (relish, taste). Para el amador, existe un gusto
que no es menos seguro en lo que respecta al bien que en lo
que respecta a lo bello.
Esto es evidente, puesto que la doctrina de Shaftesbury se
atiene a Dios como a la fuente de toda belleza: “For divinity
itself is surely beauteous, and of all beauty the brightest.”10
De este modo, según ha visto con tanta justeza André
Leroy, el comentador francés de Shaftesbury,11 el centro del
sistema lo constituye la noción de armonía. Es una filosofía de
la armonía, y el amante es un perseguidor, un lover de la
armonía y del orden. Shaftesbury concibe una armonía social
en que el hombre no podría vivir solitario debido a razones
orgánicas y sobre todo morales; una armonía política que
tuviera, como régimen ideal, el sistema federativo, y en
cuanto a los grandes Estados, la monarquía constitucional
con un feliz equilibrio entre todos los poderes; una armonía
universal de un mundo armonioso (y Leibniz siente no haber
conocido a tiempo la doctrina) en que impere una jerarquía
de sistemas y de bellezas;12 una armonía moral, en que la
virtud no es sino el temperamento, la justa concordancia
entre los sentimientos y la razón; un self-enjoyment en que se
armonizan los placeres; una conciliación del interés particular
y del desinterés de sí mismo; una armonía tanto en las obras
de arte como en la naturaleza.
Y por doquiera, la señal del orden divino.
He aquí el motivo por el que las artes y su doctrina se
325
hallen compenetradas de aspectos morales. Más adelante
volveremos sobre la teoría del arte en Shaftesbury.13 Pero la
teoría de lo sublime, la teoría del drama en Grecia al igual que
su papel moralizador (desde este punto de vista, el escenario
equivalía al pulpito),14 la asimilación de la tragedia a la
apología de la virtud,15 la importancia en su teoría del arte del
decorum, noción semimoral y semiestética, heredada de los
romanos,16 más importante aún que la fitness en su
concepción de la conveniencia, y, finalmente y sobre todo, la
teoría evolutiva de las artes que él propone y de la cual ofrece
un modelo neto en Grecia, todo ello nos lo prueba con
suficiente claridad.17
La actividad artística y la actividad moral van a la par.18 Son
consideradas paralelamente y marchan a un mismo paso.
Merit and virtue, deformity and blemish, beauty and ugliness,
he aquí las nociones a que todo se reduce en la propia historia
de las artes. “Thus are the arts and virtues mutually friends.”
El artista posee las virtudes del desinterés, y las artes, al igual
que la elocuencia, no podrían vivir más que en la libertad;
dependen de ella.
Así pues, la belleza que nos propone Shaftesbury requiere
siempre una determinada actitud, una cierta ética. La estética
de Shaftesbury es propiamente una moral.
4. El “virtuoso” de Shaftesbury
El tipo del virtuoso, es decir, del perfecto conocedor del
arte, es una creación de Shaftesbury, y es en él donde
convergen y se concentran todas las perfecciones. Es el tipo
del amante, del pursuer of harmony and number, del lover, del
cazador y delicado acosador de belleza. El modelo es
aristocrático; es a la vez racial e innato, perfeccionado y
326
educado. Extiende su gusto —un gusto universal—, su juicio
intuitivo, su inspirada perspicacia, tanto a la moral como a la
belleza y a la política de las sociedades. Y así como las artes y
las virtudes son amigas por naturaleza, “thus the science of
virtuoso, and that of virtue itself become, in a manner, one
and the same”. La importancia de ese personaje ficticio, de ese
parangón de las virtudes, de ese prudente diletante y delicado
degustador es considerable en toda la obra de Shaftesbury,
hasta el punto de dominar en ella; toda la teoría de la crítica
de arte procede de esta figura. El virtuoso gusta de las
proporciones, la unidad de los sistemas en las criaturas del
mundo; es sensible a las armonías y a las discordancias, a las
cadencias y a las convulsiones, a la finalidad universal
respetada o ausente; toda disturbance en el universo lo hace
sufrir.19 Este refinado personaje apasionado movido por el
encanto, el entusiasmo y la armonía, es el modelo del hombre
civilizado.20 El amante se encuentra encumbrado en la cima
de todas las culturas. Es un tipo raro, es la más aristocrática
creación del crítico de arte y amante del arte que se haya visto
aparecer. Pero es también el tipo en que predomina el
desinterés moral más generoso y refinado, y es el más sutil
conocedor de las almas. Sólo él posee el sentido para la
armonía, puesto que la siente con apasionamiento.21 Si no
dispone por naturaleza del sentido para esta armonía, se
esforzaría en vano por adquirirlo: no lograría jamás otra cosa
que no fuera una caricatura del saber.
En el virtuoso vive un entusiasta esclarecido que se opone
al coleccionista y al entusiasta arisco y sectario, un experto en
armonía que se opone al pedante maniaco, al fatuo ignorante,
al fanático iluminado. Así como en un cuadro, la armonía
consiste en oponer a la luz la sombra, al virtuoso auténtico se
opone el mock-virtuoso y a la ciencia verdadera la mockscience.
327
El virtuoso es, ante todo, el knowing man, el well-knowing
man. Ahora bien, ese gusto que el virtuoso muestra en todas
las cosas, lo muestra igualmente en el campo moral.
Únicamente él es un moralist, sólo él puede realizar con tacto
y discernimiento y, con sensibilidad moral, la encuesta sobre
el mérito y la virtud. Nadie aparte de él posee el gusto
necesario para ello. Mas si la conciencia moral es un gusto, y
el agente moral un conocedor, comprenderemos con gran
claridad por qué esa cierta actitud de toda la doctrina le presta
una determinada coherencia. Si la estética de Shaftesbury es
una moral, es porque su ética es una estética.
B) HUTCHESON
A un gentleman le sucede un profesor: Francis Hutcheson
(1694-1746) es, hasta cierto punto, un Shaftesbury que se
presenta con una forma ordenada. Pero sería exagerado decir
que es un fiel discípulo de aquél y que se limita a difundir la
palabra del maestro. Es cierto que la doctrina de Shaftesbury
forma parte, en muchos puntos, de la moral de Hutcheson,
pero no es menos cierto que éste tiene su estética propia,
original. La estética de Hutcheson es sensualista.
Las principales obras estéticas de Hutcheson son los cuatro
ensayos que señalamos a continuación: Inquiry concerning
beauty, orders, harmony, design (1725);22 Inquiry on the
nature and conduct of the passion and affection (1728);
Illustrations upon the moral sense (1728); las siguientes cartas:
Thoughts of Laughter contra Hobbes y las Observations on the
Fable of the Bees; y finalmente, un tratado postumo reunido
gracias a la diligencia de su hijo Francis Hutcheson: A system
of moral philosophy, en dos volúmenes, publicado en Glasgow
en 1755.
328
1. La herencia de Shaftesbury: el moral sense
Shaftesbury había puesto en circulación la expresión moral
sense, que en lengua inglesa constituía una novedad.
Hutcheson se sirvió de ella a medida que este término se hacía
clásico y conocido. Es, pues, el moralismo de Shaftesbury el
que viene a ser fecundo en la estética de Hutcheson, al menos
al comienzo: se trata en él de una estética aristocrática, de una
estética de kalokagathía.
La generosidad comunicativa del aristocratismo de
Shaftesbury se descubre en primer lugar en los dos primeros
tratados de Hutcheson. Esa generosidad anima su entusiasta y
fértil enseñanza. Mas también la continua comparación, la
íntima identidad del sentido moral con el sentido estético son
las manifestaciones de un sentido íntimo cuya descripción
intentará hacer Hutcheson. Esta investigación, paralela en dos
libros, dedicada a la belleza por un lado y a la virtud por el
otro, es por entero la kalokagathía de Shaftesbury.
En el Tratado de las virtudes, que se refiere al bien y al mal
morales, nos enfrentamos de hecho a un método de
descripción de rasgos comunes que, por pequeños toques,
surgen como en un díptico del examen del bien y del examen
de lo bello. Se trata del mismo sentido natural e inmediato. El
sentido moral y el sentido estético se revelan en los
acontecimientos de la vida ética que tienen que ver con
nuestro sentido interior: “Una bondad natural inmediata en
las acciones llamadas virtuosas nos lleva a percibir alguna
belleza en los actos de los otros y a amar a quienes los
ejecutan, sin miramiento alguno a la utilidad que pueda
resultar para nosotros”. Gracias a este sentido moral, se
reconoce el vicio y la virtud; al igual que el sentido estético, es
desinteresado: “El sentimiento que tenemos de la bondad y de
329
la belleza moral de las acciones es enteramente distinto de la
ventaja que de ello nos resulte”.23 El bien, al igual que lo bello,
es desinteresado, es desprendido de lo útil.
Además de ser innato, el sentido moral es inalterable. No se
le puede cambiar de dirección; comparte con el sentido
estético este privilegio de no ser desviado, sea cual fuere el
prejuicio privado o la ventaja particular que recibamos de la
acción: “Mientras que el deseo de adquirir la virtud puede
quedar contrabalanceado por el interés, el sentimiento —o la
percepción de su belleza— no podría serlo”. No aprobamos ni
determinamos nuestro juicio con miras a la ventaja que de
ella pudiéramos obtener.
Innato, el sentido moral sigue la suerte del sentido estético.
Si “la idea favorable que nos formamos de las acciones es por
completo independiente de la utilidad que podamos obtener
de éstas”, ello se debe a que el sentido del bien no surge —
como tampoco lo hace el sentido estético— por la costumbre
o por la educación, por ejemplo, y ni siquiera por el estudio.
El sentido moral es “una determinación del espíritu de recibir
ideas simples de alabanza o de censura con ocasión de los
actos de que él es testigo”, exactamente como “el placer que
recibimos de la regularidad de un objeto o de la armonía de
un concierto, sin tener conocimiento alguno de matemáticas,
y sin entrever en ese objeto o en esa composición ninguna
utilidad diferente del placer que ella nos procura”.
También aquí se trata todavía de un sentido. La única
diferencia entre las percepciones morales y las otras especies
de percepción radica en que el acto de gustar una fruta es
seguido de un placer sensible, mientras que gustamos el
placer que acompaña a la virtud únicamente gracias a los
actos de reflexión acerca de nuestro temperamento.
Con este paralelismo se quiere decir que existe, antes de
330
cualquier otra belleza, una belleza de lo virtuoso. Hay una
belleza moral de los caracteres que nace de sus actos, y la
medida de su belleza es la benevolencia: “Las cualidades
morales de los objetos no alteran la belleza o la deformidad
moral de los actos sino en la medida en que aumentan o
disminuyen la benevolencia de la acción”.
El carácter de universalidad del sentimiento moral
constituye otro punto de contacto con el sentimiento de lo
bello. Todos los hombres apoyan los actos morales en un
fundamento general. La mala conducta de los hombres es
imputable a la falsedad de su juicio o de sus opiniones, más
que a la irregularidad o al capricho del sentido moral. En fin,
la diversidad de los sentimientos puede también nacer de
opiniones erróneas acerca de las voluntades y de las leyes de la
divinidad. Pero una vez explicadas todas las variantes, uno
acabará por estar seguro de la universalidad del sentimiento
moral o de su prioridad respecto de toda instrucción cuando
se observa a los niños, cuando se estudian sus sentimientos y
los cuentos con que se les hace dormir.
Es este paralelismo de los dos sentidos el que hace que
nunca nos sintamos avergonzados de ceder al sentimiento
superior de la belleza y de la armonía; los objetos capaces de
procurarnos este placer tienen una naturaleza tal que pueden
ofrecer un placer similar a diversas personas a la vez; es un
placer compartible: “Unamos al placer de los sentidos
exteriores las percepciones de la belleza del orden y de la
armonía, y obtendremos sin duda los placeres más nobles,
que no parecen dejar vacío alguno en el espíritu; sin embargo,
¡qué frialdad, qué insipidez en su goce sin los placeres morales
que resultan de la amistad, del amor y de la benevolencia!”
Consideremos asimismo la belleza exterior; a juicio de
Hutcheson, es paralela también a la virtud moral. Incluso el
331
gusto por los labios gruesos, las narices pequeñas o los ojos
pequeños es, en cierto países, índice de determinadas
cualidades morales. Las asociaciones de ideas son las que
hacen la belleza o la fealdad de los rostros: “La belleza provee
una presunción favorable de las disposiciones morales”. De
este modo, en poesía, es mediante el despertar del sentimiento
moral como vivimos el placer épico, el placer trágico, el placer
dramático.
Todo esto no es sino una propedéutica a la estética
propiamente dicha de Hutcheson; en todo caso, el moralismo
de Shaftesbury sobresale aquí singularmente agrandado.
Hereda del maestro, pero enriquece y fecunda en tal medida
el paralelo propuesto entre belleza y virtud que, con el
desinterés, el rechazo de la utilidad, el placer compartible, la
universalidad, la necesidad interna y la esencial rectitud por
debajo de la diversidad aparente e indefectible, prepara ya una
analítica de lo bello y plantea a la estética de Kant sus
problemas.
2. El sentido interior
Hutcheson prepara la estética kantiana sobre todo
directamente y por una vía diferente. El bien es, asimismo, un
gusto, un goce, un delicado manjar, en una palabra, una
intuición y una delectación, tal como sucede en la ética
estética de Shaftesbury. Más que nada, propone el primado
del placer y reconoce la raíz afectiva y sensible de lo bello
tanto como del bien.
Ahora bien, hay algo más que una raíz sensible de lo bello.
Lo bello posee un sentido propio. Procede de un sentido
común o interior, distinto y opuesto a los sentidos externos, y
del cual el sentido moral no representa sino un aspecto. Lo
332
bello, el orden y la armonía dependen de una facultad de
percepción de lo que comúnmente se llama sensación: es la
delectación.
No obstante las apariencias, la estética de Hutcheson no es,
en el fondo, un moralismo, sino un psicologismo; y la
penetración de sus análisis prepara la vía a la escuela escocesa
más todavía que al criticismo kantiano.
La sensación es la idea que la presencia de los objetos
exteriores excita en nuestras almas. El espíritu es puramente
pasivo en esta especie de acontecimientos, y no puede
impedirse a sí mismo tener la percepción o la idea de que
hablamos ni de variarla a medida que se presenta. La facultad
de recibir las percepciones diferentes se llama sentidos
diferentes. Hay una mayor conformidad entre los colores más
opuestos que entre un color y un sonido, sean cuales fueren.
Las percepciones son cualitativas y tienen su órgano definido.
Sin embargo, las cualidades provenientes de los sentidos no
nos ofrecen más que ideas simples. Las ideas complejas,
provocadas en nosotros por la impresión de los objetos
exteriores sobre nuestros sentidos, no nos llegan por la vía de
la sensación y procuran placeres mucho más sensibles: los de
la belleza, de la regularidad, de la armonía; pero pertenecen a
un grado diferente y se remontan a una fuente distinta: son
los placeres complejos.
Pero hay algo más. De ninguna manera se trata, en el placer
estético, del sentido en cuanto tal sentido; no se trata ya del
sentido del oído, sino del refinamiento de la oreja. La
percepción de la belleza y de la armonía no proceden de la
vista o del oído, sino de un sentimiento interior. Se puede
distinguir fácilmente con el oído una nota grave y una aguda
sin experimentar, a pesar de ello, placer alguno con la música;
se requiere un cierto refinamiento del gusto.
333
Los animales, que no están dotados de las mismas
percepciones que nosotros, no poseen esta facultad de
percepción, ese sentido interior, mientras que sus
percepciones externas son en buena parte mucho más vívidas.
Los hombres tienen gustos diferentes por la belleza de las
formas, si bien tienen las mismas ideas de las cualidades
primarias y secundarias. La semejanza, la proporción, la
analogía, la igualdad son objetos del entendimiento cuyo
conocimiento debe existir necesariamente. El conocimiento
más perfecto de lo que descubrimos mediante los sentidos
externos puede, con frecuencia, no producir el mismo placer
de lo que una persona de buen gusto, pero menos
conocimientos, halla en la belleza de la armonía: sus
percepciones más sutiles provienen del sentido interior.
Con todo, esta facultad superior de percepción es un
sentido. Semejante a los otros sentidos, procura sin embargo
un placer enteramente distinto del que ofrece el conocimiento
de los principios, de las proporciones, de las causas o del uso
de los objetos: “Las ideas que la belleza y la armonía provocan
en nuestra alma nos placen necesaria e inmediatamente, igual
que las otras ideas sensibles”.
Este sentido es espontáneo, invencible e irreductible. Su
autonomía y su desinterés se reflejan a cada instante. Puede
ocurrir que descuidemos lo útil y conveniente con tal de
obtener lo que es bello. Es en tal medida un sentido (a sense of
beauty) que es innato y que ni la costumbre, ni la educación
ni el ejemplo pueden considerarse como la causa del gusto
que tenemos por lo que es bello; el sentimiento de la belleza es
anterior y natural.
Así pues, sólo los sentidos exteriores merecen este epíteto;
la contemplación de las obras de la naturaleza o de las de arte
son placeres que experimenta nuestro sentido interno. Y estas
334
sensaciones internas de la belleza y de la armonía actúan
sobre nosotros con mucha mayor fuerza, “para causarnos
placer o inquietud, que todos nuestros sentidos exteriores
tomados en su conjunto”.
3. Universalidad del sentido estético
Al remontar con tanta violencia al sentido interior nuestro
sentimiento de lo bello, corremos todos los riesgos de la
aventura subjetiva. Lo bello para mí ¿será también lo bello
para otro? ¿Puede darse todavía una universalidad y una
comunicación con el prójimo? En verdad, este sentido de la
belleza actúa por doquiera por igual: los objetos bellos revelan
todos una misma ley y siguen una misma dirección. Es esta
dirección la que debe descubrirse.
Hay, en suma, dos bellezas: la original o absoluta, y la
comparativa o relativa. La primera no hace referencia a un
modelo; la segunda es una belleza gracias a la fidelidad de la
copia y a la imitación. Sin duda, no podría hablarse, en cuanto
a la propia belleza absoluta, de una especie de cualidad
primaria que convertiría al objeto en bello sin relación al
espíritu que lo percibe. La belleza es siempre relativa al
sentimiento que cada individuo tiene de ella; y sin embargo,
su universalidad permite que se hable de ella como de algo
absoluto; se halla en la uniformidad del objeto y en su
variedad.24 La ley expresada por Hutcheson reviste una forma
matemática: “La belleza parece estar racionalmente
compuesta de la uniformidad y de la variedad; donde la
uniformidad de los cuerpos es igual, la belleza se descubre en
proporción de la variedad y viceversa”.
De este modo, la belleza de las figuras aumenta en
proporción de la variedad, mientras la uniformidad
335
permanece siendo la misma. La belleza aumenta aquí en
proporción de la uniformidad cuando la variedad permanece
igual. La razón compuesta de ambas se puede observar en los
elipses, en las esferoides, etcétera.
La armonía y las leyes musicales de los sonidos nos
revelarían la misma ley si no fuese aún más sensible en la
belleza más abstracta: la belleza de los teoremas. La sencillez
unida a la riqueza y a la variedad de las consecuencias, he aquí
la belleza matemática en su plenitud: es la preñez y
fecundidad de las verdades.
El propio placer que acompaña a las ciencias o a los
teoremas universales puede llamarse, con razón, una especie
de sensación, puesto que es inseparable del descubrimiento de
la proposición que sea, siendo distinto del conocimiento
simple. Al igual que en los objetos, siempre es una sensación
agradable que surge únicamente cuando la uniformidad se
halla acoplada a la variedad.
Si nos volvemos hacia las obras de arte, como son los
módulos, el cilindro de la columna y su fruto, las arcadas
circulares, nos encontramos por doquiera con la uniformidad
y la variedad unidas.
Nos queda por ver la belleza relativa. Sin duda, en cierto
sentido toda belleza es relativa al sentimiento de quien la
percibe, mas aquí debe entenderse una belleza que es
imitación de algún original. También aquí hay un cierto tipo
de conformidad o de unidad entre el original y la copia, y la
belleza comparativa no presupone siempre una belleza real
del original.
La belleza comparativa presenta, pues, una conexión
necesaria con alguna idea establecida: de aquí proviene la
belleza de la metáfora y, sobre todo, la belleza del arte y de la
técnica. La belleza es regularidad, uniformidad de los objetos.
336
En el fondo, se supone con esto un designio en la causa. La
belleza se resuelve en finalidad. No podría extraerse una
irregularidad sino por una casualidad de una causa que
actuara sin dirección alguna: “La regularidad no es jamás
fruto del poder que empleamos sin intento”. La finalidad es
una cuestión de cálculo de probabilidades: las probabilidades
de lo fortuito como causa de lo regular son de uno a infinito,
y es este designio adivinado que produce a la vez el arte y el
placer estético que surge con las regularidades. El fin es el
fundamento y la contraprueba de la universalidad del sentido
de lo bello.
Una inteligencia gobierna el universo: la cosmología de
Descartes y de Epicuro no podría ser sino un absurdo. El
designio y la intención, en suma, la sapiencia, es lo que se
encuentra por debajo de la uniformidad.
Así, el placer de lo bello se salva de su subjetividad
subjetiva. Pero por vez primera, y con toda decisión, se
arranca el hecho estético del entendimiento. Depende de un
sentido, de un sentido íntimo: incluso de una sensación. La
psicología y la metafísica del sentido interno alteran por
primera vez la posición tradicional de lo bello. El sentido
íntimo vale lo que los sentidos externos y les corresponde. En
el análisis de la belleza entra lo afectivo y ocupa en él
definitivamente el primer lugar, hasta Kant, incluyéndolo
también: “La belleza nos toca a primera vista, y ni el
conocimiento más perfecto podría agregar algo a este placer”.
C) DAVID HUME
1. Principales obras estéticas
337
Quizá nada muestre mejor la riqueza de la escuela escocesa
y la fecundidad de los estudios estéticos que esta escuela
formula que las dos estéticas implícitas —o, al menos, la
curiosidad por lo bello en ellos manifiesta— en sus dos polos,
representados por David Hume y Adam Smith.
La carrera estética de Hume (1711-1776) es sumamente
curiosa. Este revolucionario no introdujo ninguna innovación
radical en este terreno, no obstante su genio. Y sin embargo,
las cuestiones estéticas, sobre la belleza y el arte, lo preocupan
sin cesar, aunque más bien de la manera desapegada de los
ensayistas y fragmentada de los críticos. Su doctrina siempre
está implícita, inclusive en el Tratado, donde aparece en unos
cuantos trazos claros aun durante una primera aproximación
a la obra. La abundancia de las preocupaciones en este campo
es manifiesta, así como también la diversidad de su
curiosidad. Particularmente en las partes segunda y tercera
del Tratado; incidentalmente en las secciones 5 y 6 y en la
adición 1ª de los Principios de moral; en la Disertación sobre
las pasiones; con toda claridad en los Ensayos;25 y anotemos
finalmente dos opúsculos capitales que constituyen dos de las
cuatro disertaciones: Acerca de la tragedia y Acerca de la
norma del gusto.
2. Lo bello, lo útil y la simpatía, según Hume
Sin atender a los aspectos secundarios de su curiosidad,
podemos decir que la estética de Hume es una contribución
capital a la dialéctica recíproca de lo bello y lo útil. Reúne en
una secuencia de conexiones y, por así decirlo, de ecuaciones,
cuatro nociones encadenadas: la imaginación, la simpatía, la
utilidad, la belleza. El problema que él hereda se le plantea en
los términos de la belleza absoluta, es decir, de la forma, y de
338
la belleza relativa y derivada, o sea de la utilidad de la
adecuación que en cierta medida había entrevisto Hutcheson.
Bosanquet26 hace notar con perspicacia que la belleza de que
David Hume se ocupa preponderantemente es la belleza de la
imaginación, en la que influyen las ideas de adecuación y
utilidad, y no la belleza de los sentidos.27 Ahora bien, la
belleza de la imaginación es lo que es únicamente por una
generalización del placer o de la pena a través de la simpatía.28
La simpatía es, según Hume, la conversión de una idea en
una impresión por la fuerza de la imaginación. Esta vivacidad
es una circunstancia requerida para excitar todas nuestras
pasiones, tanto las calmadas como las violentas.29
Consideremos lo que sucede en la simpatía que
experimentamos respecto de la virtud y de las cualidades
morales: simpatizamos con lo que es provechoso para la
sociedad; estas cualidades son consideradas únicamente como
un medio para un fin, y me placen en la proporción en que
son convenientes para tal fin. Cada vez que descubro en ellas
la felicidad y la bondad, penetro en ellas tan profundamente
que experimento una emoción sensible. Se produce un efecto
agradable en mi imaginación, que decide mi amor y mi
estimación.
Veamos el efecto que tiene el desinterés simpático: nuestra
fantasía cambia fácilmente una situación: nos consideramos
así tal como aparecemos a los ojos de los demás y
consideramos a los otros tal como ellos se sienten a sí
mismos; mediante la fantasía entramos en los sentimientos
que no nos pertenecen y por los cuales nada sería capaz de
interesarnos, si no fuera por la simpatía. “Y en ocasiones
llevamos bien lejos esta simpatía, al punto de estar enfadados
por una cualidad que nos resulta cómoda simplemente
porque disgusta a otros y nos hace desagradables a sus ojos, si
339
bien por lo general no tenemos el menor interés en hacernos
agradables para ellos.”
El sentimiento del bien y del mal se genera asimismo por
dos vías, al igual que el propio sentimiento de la belleza. O
bien pueden surgir de la mera apariencia de los caracteres y
de las pasiones, o bien de las reflexiones sobre su tendencia en
cuanto al bienestar del género humano o de personas
particulares:30 la simpatía es una descentralización.
Por medio de la simpatía penetramos en los sentimientos
del rico y del pobre y compartimos sus placeres y sus apuros.
Esta satisfacción o insatisfacción es sostenida dentro de
nosotros por nuestra imaginación, que produce una idea
similar a la impresión original en cuanto a fuerza y vivacidad.
Esta idea o impresión agradable se encuentra ligada al amor.
Añadamos que todo placer languidece cuando se goza sin
compañía, y que toda pena se hace más cruel e intolerable
estando solo.
Esta conclusión, que se desprende de una visión general de
la naturaleza humana, puede quedar confirmada por ejemplos
particulares en que el poder de la simpatía es muy notorio. La
mayoría de las especies de belleza tienen este origen. Un
hombre que nos muestra una casa o un edificio tiene especial
cuidado, entre otras cosas, de insistir en las ventajas de los
apartamientos, en su situación, en su comodidad. “Es, pues,
evidente que la mayor parte de la belleza consiste en estos
detalles.” La conveniencia procura un placer, y por tanto la
conveniencia es una belleza.
Ciertamente, nuestro propio interés no es el menor del
mundo comprometido: es una belleza de interés, no de forma;
debe gustar únicamente por la comunicación, es decir, por un
fenómeno de simpatía por el propietario de la casa en
cuestión. “Entramos en su interés por el poder de la
340
imaginación, y sentimos la misma satisfacción que los objetos
le procuran por vía natural.” Es una regla universal que su
belleza se deriva principalmente de su utilidad y congruencia
(fitness) con relación al objeto al cual se destinan. Pero es una
ventaja que concierne sólo al propietario, y no hay otra cosa
aparte de la simpatía que puede interesar al espectador.
Sigamos con nuestro ejemplo: “Es evidente que nada hace
que el campo sea más agradable sino su fertilidad y que
difícilmente otra ventaja ornamental o de situación pueda
igualar esta belleza”. Esta belleza es una pura belleza de la
imaginación y carece de todo fundamento en lo que se
presenta a los sentidos; por la vivacidad de la imaginación
(fancy) compartimos en cierta medida todos estos bienes con
el propietario.
No hay mejor regla en la pintura que la de colocar y
equilibrar las figuras con toda exactitud con relación a su
centro de gravedad. Añadamos que la principal cualidad de la
belleza personal es la salud y el vigor aparentes, una
estructura que promete fuerza y actividad, y estaremos
convencidos de que sólo la simpatía podrá dar cuenta de esta
idea de la belleza.31
Con esto llegamos a la conexión de la simpatía con la
utilidad y de la utilidad con la belleza. Nuestro sentido de la
belleza depende, en efecto, considerablemente de la simpatía.
Un objeto que tiene la tendencia a producir un placer en su
dueño se mira siempre como un objeto bello; así también
todo objeto con tendencia a producir pena es considerado
desagradable y feo. La conveniencia de una casa, la fertilidad
de un campo, he aquí los rasgos que forman su principal
belleza. El objeto calificado de bello gusta únicamente por su
tendencia a producir un cierto efecto. “Este efecto es el placer
o la ventaja de alguna otra persona.” En el nexo entre lo bello
341
y lo útil hay “una delicada simpatía” para el dueño. El mismo
principio produce con frecuencia nuestros sentimientos de
moralidad además de los de belleza: “Así resulta que la
simpatía es un principio muy potente de la naturaleza
humana, que ejerce una notable influencia en nuestro gusto
de la belleza y que produce nuestro sentimiento de moralidad
en todas las virtudes artificiosas”.32 Es siempre el bien del
género humano el que se presupone implícitamente.
Así pues, un objeto es bello cuando todas sus partes son
aptas para atender a un fin agradable. Pero este medio ha
llegado a ser un fin en sí. Aun si alguna circunstancia externa
no se presenta para hacer efectiva esta utilidad, el presupuesto
simpático de la utilidad es suficiente: la casa nos gusta incluso
si nadie podrá habitarla jamás. La imaginación tiene sus
pasiones propias de las que depende nuestro sentimiento de la
belleza. “Estas pasiones son movidas por grados de vivacidad
y de fuerza que son inferiores a la creencia e independientes
de la existencia real de sus objetos.” Así es como se explica la
referencia de la imagen, de la imaginación, a la impresión:
puesto que no es sino un grado menor de una misma realidad
psíquica, son posibles las asociaciones entre ideas e
impresiones.
Los sentimientos no tienen necesidad de pasar por la
imaginación; sin ir más allá, influyen en nuestro gusto; en
cuanto un edificio nos parece cojo, es feo y desagradable a la
vista, aun cuando estemos absolutamente seguros de la
solidez de la obra: “Las tendencias aparentes de los objetos
afectan al espíritu, y las emociones que provocan son de la
misma especie que aquellas que proceden de las
consecuencias reales de los objetos”. Y sin embargo, los
sentimientos pueden llegar a convertirse en sus contrarios,
destruyéndose el uno al otro. Así, las fortificaciones de una
ciudad que pertenece al enemigo son juzgadas bellas a causa
342
de su fuerza, aunque se pueda desear verlas enteramente
destruidas. La imaginación se adhiere a puntos de vista
generales de las cosas y distingue los sentimientos que éstas
producen de los que nacen de nuestra situación momentánea
y particular. Siempre se vuelve a la descentralización.33
Mas si es así, se comprende mejor la parte del Tratado34
que se ocupa de la belleza y de la deformidad: “El orden y la
conveniencia de un palacio no son menos esenciales a su
belleza que su pura figura y su apariencia”; del mismo modo,
el zócalo de una columna debe sugerir solidez y firmeza, no
peligro.
En su inmediatez, las sensaciones son, pues, debidas a los
aspectos generales de las cosas, parte integrante de esta
suposición imaginativa de lo útil. La belleza no es más que un
“poder especial de producir placer”; la deformidad, en
cambio, produce pena con la misma inmediatez. Las
apariencias de lo mediato no se atienen más que a las
utilidades particulares. De manera que “la belleza, como el
espíritu, no podría definirse, sino que se discierne
exclusivamente por un gusto o una sensación”: permanece en
el orden de lo afectivo. La belleza es lo que “por constitución
primaria de nuestra naturaleza, por costumbre o por
capricho, es apto a aportar placer y satisfacción al alma”.
Así pues, con el placer siempre forma el meollo del
problema estético de toda escuela la inmediatez de la
intuición sensible.
Veremos más adelante que este problema de lo bello y lo
útil tomará otro cariz en Adam Smith, quien se refiere
expresamente a este ingenioso maestro, pero que lleva más
lejos el análisis y profundiza más la solución. Éste es el
testimonio doble y más notorio del esfuerzo de todo el
utilitarismo inglés en presencia del principio radical del
343
desinterés de lo bello. Y el hombre que había planteado como
condición el desinterés de la belleza a la base de su estética fue
precisamente el maestro de ambos pensadores: Hutcheson.
D) ADAM SMITH
El constante interés de las dos grandes obras de Adam
Smith (1723-1790), la Teoría de los sentimientos morales
(1759) y el tratado de la Riqueza de las naciones (1776), la
primera de las cuales tiene carácter ético, la segunda
económico, es la mejor señal de la novedad de los problemas
que enuncian. Sus Ensayos, obra postuma, nos lo muestran
entregado no solamente al estudio de las artes de imitación,
sino consagrado, en un fragmento, a la affinity entre la
música, la danza y la poesía, y un opúsculo de breves páginas
trata de la afinidad del verso inglés con el italiano y de la
comparación de su métrica y su emphasis. Habla
incidentalmente de los placeres de la imaginación e
indirectamente del gusto y de sus normas a propósito del
sentimiento moral; habla de lo bello y de la deformidad
especialmente en la parte IV de su teoría de los sentimientos
morales. En el fondo es un ahondamiento de tres problemas
legados por Hutcheson a toda la escuela escocesa lo que va a
realizar la penetrante y vasta reflexión de Adam Smith, que es
un nativista: la teoría de la imitación artística, los nexos entre
lo bello y la costumbre y la relación entre lo bello y lo útil.
1. Belleza e imitación
Su tratado sobre la Naturaleza de la imitación, que
interviene en lo que se llama las artes de imitación, hereda la
344
distinción que hace Hutcheson entre la belleza absoluta y la
belleza comparativa. Hay un problema de esta última que
consiste justamente en la relación entre lo que imita y lo que
es imitado.
En una primera parte, Adam Smith distingue con gran
sagacidad dos imitaciones. La imitación más perfecta, dice, es
con toda evidencia la de un objeto por otro objeto de la
misma especie y realizada exactamente siguiendo el mismo
modelo. La imitación más perfecta del tapete que se
encuentra ahora ante mis pies sería otro tapete del mismo
modelo. Pero sea cual fuere la belleza o el mérito de este
segundo tapete, no se puede suponer que ganará en algo por
haber sido hecho a imitación del primero. El hecho de que no
sea un original, sino una copia, más bien se consideraría
incluso como una disminución de su mérito. Para un tapete
ordinario, la disminución sería mínima, pero sería enorme si
se tratara de la copia de una obra maestra cuya originalidad
representa todo su valor.
En segundo lugar, la semejanza exacta de las partes de un
mismo objeto que se corresponden, es decir, la simetría, es
considerada frecuentemente como belleza, y su ausencia
como fealdad; por ejemplo, los miembros del cuerpo
humano, las alas de un mismo edificio. Pero un ser humano
es bello o feo en vista de su propia belleza intrínseca, no en la
medida en que se parece a otro ser humano. Incluso en la
correspondencia de las partes no exigimos a menudo sino un
parecido en el aspecto exterior general. El extraordinario
parecido de dos objetos naturales, por ejemplo de dos
gemelos, se mira como una circunstancia más bien extraña
que no aumenta ni disminuye su belleza. Pero la proporción
exacta de dos producciones artísticas parece ser considerada
siempre como disminución de su mérito, al menos en una de
las dos: por lo menos una se toma como copia de la otra, y
345
aun ésta no obtiene su mérito por el parecido con el original,
sino con el objeto representado. La preocupación de su dueño
es demostrar que no se trata de una copia. Suponiendo que la
copia recibe cierta ventaja de este parecido, el propio original
jamás obtendrá ventaja alguna del parecido que guarda con su
copia.
La imitación de la que las bellas artes obtienen su valor se
refiere al parecido a un objeto diferente, no de la misma
especie. El trabajo de algún pintor flamenco que se pone a
representar el pelo o el lustre de una lana, puede adquirir
cierta belleza de su semejanza con el tapete de que
hablábamos más arriba. Si el tapete se representa extendido
en el fondo del cuadro con una observación exacta de la
perspectiva, de la luz y de la sombra, el mérito es aún mayor.
Así es como se explican los grados de belleza en el arte y esto
es lo que debe entenderse por imitación.
En pintura, por ejemplo, una superficie plana de una
especie no debe simplemente parecerse a la superficie plana
de otra especie, sino a la tercera dimensión. En escultura, una
sustancia sólida de una especie debe semejar la sustancia
sólida de otra especie: “La disparidad entre el objeto que imita
y el objeto imitado parece acrecentar el placer que nace de la
imitación”. Los recursos y méritos del arte crecen, en efecto,
con este campo de disparidad. En pintura, la imitación gusta
frecuentemente, no importa que el objeto representado sea
indiferente o incluso ofensivo: la pintura de un hombre feo o
deforme puede ser una pieza agradable y valiosa, como los
monigotes holandeses. Por otra parte, los límites de la
estatuaria consisten en atenerse lo más cercanamente posible
a las formas más perfectas del cuerpo humano: “El mérito de
la pura imitación, sin mérito alguno del objeto imitado, es
capaz de sostener la dignidad de la pintura; pero no puede
sostener la de la estatuaria”. La total disparidad libera la
346
virtud estética de una imitación servil.
Así como puede decirse que un pintor vive de tres méritos
—el del dibujo, el del colorido y el de la expresión—, e
inclusive puede carecer en cierta medida del tercero, como
ocurre con el Ticiano y sobre todo con el Veronese, puede
decirse también que el efecto de la música nace de poderes
enteramente distintos a los de la imitación. La música es
diálogo y pasión; es la equivalencia de los efectos en el espíritu
que se halla en juego en la pretendida imitación de la música.
Esto es tan cierto que cuando la música instrumental se
dedica a imitar alguna otra arte, resulta menos interesante
que cuando es música pura, con toda la disparidad de sus
medios propios: “Sin imitación alguna, la música
instrumental puede producir muy considerables efectos”.
Esto no sucede precisamente con la danza, que no puede
producir efectos agradables si no imita alguna otra cosa. En
sus pasos mesurados, a través de sus cadencias, se desliga —
como en el minueto— de sus significaciones primitivas y de
sus apoyos concretos: “Este arte conquista la disparidad que la
naturaleza ha colocado entre el objeto que imita y el objeto
imitado”. Mas como se mantiene próximo a su poder de
imitación, si insiste en ello, su mérito es menos brillante.
2. Belleza y costumbre
Éste es el segundo de los problemas heredados de
Hutcheson. En la parte V de su Teoría de los sentimientos
morales, Adam Smith estudia la influencia de la costumbre y
de la moda en las nociones que tenemos acerca de la belleza y
de la deformidad. Para Hutcheson, sabemos que éstos eran
fenómenos secundarios y que el sentido interno, fuente de
belleza, es innato. La costumbre y la moda influyen, de todos
347
modos, singularmente en los sentimientos morales del
hombre, observa Adam Smith. Hay asimismo una
discordancia, en los diferentes siglos y en las naciones
diversas, entre lo que es digno de encomio y mérito y lo que
es digno de censura.
Y esto ocurre también con la belleza.
Después de haber visto a menudo dos objetos a la vez, la
imaginación adquiere el hábito de pasar sin mayores
dificultades de uno al otro. Aun si independientemente de la
costumbre no hubiese ninguna belleza real en su unión, una
vez que la costumbre los ha ligado es posible que se considere
como un defecto el encontrarlos separados: “El uno nos
parece tener poca gracia sin el otro: el orden habitual de
nuestras ideas se ve descompuesto por esa separación”.
Cuando hay cierta conveniencia natural en la unión de dos
cosas, la costumbre fortalece el sentimiento de belleza que
teníamos ya de ellas. En el caso en que la unión es
inapropiada, la costumbre disminuye o destruye por
completo el sentimiento que tenemos de esa falta de
apropiación. Quienes están habituados a vestirse con mal
gusto continúan haciéndolo y pierden enteramente el gusto
de lo que es propio y elegante.
La moda tiene el rasgo peculiar de ser una especie de
costumbre : no es lo que todo el mundo lleva, sino lo que lleva
el mundo distinguido. Este principio se extiende a todos los
objetos que tienen que ver con el gusto: música, poesía,
arquitectura. Hay modas en los muebles y revoluciones en el
gusto.
Sin embargo, un edificio elegante puede sobrevivir varios
siglos y un poema bello “fijar durante varios siglos el gusto y
la forma de las composiciones del mismo género”. No
obstante, los módulos de lo jónico y de lo dórico tienen un
348
efecto determinado: “Estas reglas no se basan sino en el
hábito y la costumbre; el ojo se ha acostumbrado y se
desconcierta al enfrentarse a otras reglas”. Pero resulta difícil
concebir que estas formas sean las únicas susceptibles de tales
proporciones y que no puedan encontrarse otras en número
indefinido que, no obstante el uso, también les pueden
convenir.
Una vez que la costumbre ha establecido reglas particulares
para los edificios, sería poco razonable abandonarlas por otras
que no tendrían sino una ínfima ventaja sobre ellas en cuanto
a belleza y elegancia, o que quizá no aportarían ventaja
alguna.
Las antiguas normas de los retóricos acerca de la métrica
parecen fundarse en la naturaleza para traducir una u otra
pasión. Mas el uso de los modernos prueba que este principio
no se debe sino a la costumbre: el verso burlesco se encuentra
en la lengua inglesa, y el heroico tanto como el alejandrino en
la lengua francesa. Es el uso el que liga artificialmente una
métrica determinada a una determinada expresión interna.
Así, un hombre célebre puede introducir artificialmente
cambios considerables en un arte y un gusto nuevo en el estilo
“al igual que la vestimenta de un hombre de gusto y
distinguido por su rango lleva consigo misma su
recomendación y no tarda en tener imitadores, por curiosa y
caprichosa que sea”. Entre los ingleses, por ejemplo, el
arrebato de Dryden y la tediosa corrección de Addison son
abandonados a favor de la nerviosa precisión de Pope. Con
esto sobreviene un cambio no sólo en las producciones de
arte por el uso y la moda, sino también en los juicios.
Con todo, no podría haber una belleza que se basara por
entero en el uso; no debieran perderse de vista otros factores:
principalmente la variedad que gusta infinitamente más que
349
una tediosa uniformidad, con lo cual se cumple una vuelta a
Hutcheson; asimismo es una vuelta hacia sí mismo cuando se
refiere a la utilidad de cada forma.35 La belleza no puede tener
un solo principio. No menos cierto es que su nexo con el uso
permanece firmemente establecido y que existe un valor
estético de la costumbre: “Casi no hay una sola forma
exterior, con el grado de belleza que fuere, que pueda gustar si
es contraria a la costumbre y a lo que nuestros ojos están
habituados a ver; a la inversa, no hay nada tan deforme que
no pueda gustar si la costumbre lo autoriza y nos habitúa a
reconocerla en cada individuo de una misma especie”.
3. Lo bello y el ideal
En la cuarta parte de su libro, Adam Smith dedica dos
capítulos36 al análisis de la relación entre lo bello y las
apariencias de lo útil. Se trata del tercer problema heredado
de Hutcheson y que éste había legado a sus sucesores. Mas
con la penetración de su intuicionismo y su dialéctica de las
ideas innatas, en que refiere la belleza a un sentido interior, le
dio —al igual que Home— el interés como rasgo.
Tal parece que Adam Smith se atiene a los fenómenos
secundarios que Hutcheson había descuidado para ahondar
en las esencias. Comprueba que, unánimemente, todos los
que han estudiado el fenómeno de la belleza reconocen que la
utilidad es una de sus fuentes principales: “La comodidad de
una casa da placer al espectador, así como su regularidad, y
asimismo da lástima advertir el defecto contrario”.
Pero nadie —prosigue Adam Smith— ha hecho notar
todavía que esta comodidad, esta feliz invención que se
encuentra en las producciones de arte, es con frecuencia más
estimada que la utilidad que se había propuesto el artista: “…
350
Nadie antes ha reparado en que esa idoneidad, esa feliz
disposición de toda producción artificiosa es con frecuencia
más estimada que el fin que esos objetos están destinados a
procurar; y asimismo que el exacto ajuste de los medios para
obtener una comodidad o placer, es con frecuencia más
apreciado que la comodidad o placer en cuyo logro parecería
que consiste todo su mérito”.
Tomemos como ejemplo a un joven pobre y ambicioso
cuya meta imaginaria son las molestias y trabajos que se toma
para alcanzar un reposo y un desahogo del que, una vez que
lo pueda gozar, no recibirá placer alguno: “A fin de poder
lograr las comodidades que estas cosas deparan, se sujeta
durante el primer año, es más, durante el primer mes de su
consagración, a mayores fatigas corporales y a mayor
intranquilidad de alma que todas las que pudo sufrir durante
su vida entera si no hubiese ambicionado aquéllas”.
Consideremos la simpatía (que es Adam Smith en su
integridad), base misma de los placeres de la imaginación:
añadamos el mecanismo del ejemplo que acabamos de
describir y comprendemos cómo la imaginación de la
comodidad y la utilidad es en sí el principio de lo bello y ya no
la comodidad y la utilidad mismas. Lo imaginario y lo más
visible son la apariencia de la utilidad y la suposición
contemplativa de la utilidad, es decir, la apariencia de la
utilidad se convierte, pues, en un placer ella misma.
De modo similar, se expande una belleza por el carácter y
los actos humanos debido a una apariencia de utilidad; y la
percepción de esta belleza puede mirarse como uno de los
principios originales de nuestra aprobación. Y es que “los
hombres, así como los artefactos o las instituciones del
gobierno civil, pueden servir para fomentar o para perturbar
la felicidad, tanto del individuo como de la sociedad. El
351
carácter prudente, equitativo, diligente, resuelto y sobrio…”
De esta manera, las relaciones entre bello y útil son más
móviles e indirectas, dispuestas y conectadas de modo
distinto del que se cree: la belleza de lo útil y de la
conveniencia no lo es de la conveniencia o de la utilidad
consideradas como tales, sino que más bien la imaginación de
lo útil o de lo conveniente aparece repentinamente en una
máquina ingeniosa: una consideración en sí y, por así decir,
inútil de lo útil, como por ejemplo en Vinci. Y cuando se pasa
al mundo de los caracteres y del sentimiento moral, esta vista
indirecta se ve rebasada aun por la consideración del mérito,
que consiste en una radical descentralización de nuestros
juicios y en un relativismo de su posición y de las posiciones
de los demás; esta consideración encierra la admiración y la
belleza de la conveniencia en una perspectiva ética y
universalista de lo útil.
Adam Smith, como economista que es principalmente, se
atiene a la bolsa de valores y la analiza. Su preocupación por
los fenómenos secundarios y fluctuantes, la costumbre y la
utilidad, así nos lo hacen ver. Y sus análisis de la imitación,
con una perspicacia que refleja al propio tiempo la del
aficionado al arte —pero no la del aficionado coleccionista,
sino la del aficionado vendedor—, nos muestra otro aspecto
de la situación de Smith. Introduce en el curso de la estética
inglesa las preocupaciones y el relativismo propios de un
sociólogo.
En suma, pues, hereda de su maestro Hutcheson los tres
problemas que éste había legado a sus sucesores, sin que
Adam Smith perdiera con ello nada de su originalidad.
Después de Hume, a quien cita y discute con frecuencia,
puede renovar la renaciente problemática de los nexos entre
lo útil y lo bello.
352
E) HENRY HOME OF KAMES
No sin una apariencia de razón se ha dicho que si
Shaftesbury es el Platón inglés del siglo, Henry Home (16961782) es su Aristóteles. La concreta amplitud de su
investigación, la abundancia de referencias, el cuidado por la
objetividad y los ejemplos sensibles constituyen sus
principales cualidades. Sin duda le falta la vasta cultura de un
amante de las artes (Shaftesbury es, en este aspecto,
considerablemente superior), pero su cultura clásica lo
convierte en un humanista metódico y en un espíritu erudito.
Cosa extraña, este pensador relativamente mediocre es un
precursor de Kant en mayor medida que sus antecesores.
Parece haber presentido los problemas de la crítica kantiana
y, sin sospecharlo siquiera, le abre a su sucesor todas las
brechas. El título mismo de su obra densa y abundante es ya
un programa que podría anunciar a Kant: los Elements of
criticism son un criticismo avant la lettre.
El acercamiento de este curioso espíritu a los problemas
capitales de la estética resulta instructivo: en su método, es
siempre la investigación llevada objetivamente e in concreto;
mientras que en sus resultados vuelve continuamente sobre el
sujeto, el sujeto que percibe y siente. Todas las vías de esta
estética objetiva convergen en el sujeto y en él se reducen
invenciblemente. Sin saberlo, Home prestó a Kant el
inapreciable servicio de sub-jetivizar todos los problemas de
la estética clásica.
Más todavía que en Hutcheson, enredado en la oscura
metafísica del sentido íntimo, la estética de Home es un
psicologismo.
1. La teoría de lo bello
353
Esto se observa claramente en su teoría de la belleza:37
Según nos dice, quiere intentar mostrar (con un claro
aristotelismo en su intención) que las bellas artes son un
sujeto de razonamiento tanto como de gusto. En efecto, las
cosas son causas de las emociones por sus propiedades y
atributos. Home buscará, en la belleza más notoria, cualidades
que pertenezcan a un objeto simple. Se propone confinar su
investigación crítica a los atributos, relaciones y
circunstancias que en las bellas artes se emplean sobre todo
para despertar emociones agradables.
Es decir que la raíz de lo bello es objetiva. La belleza tiene
su principio en la naturaleza de las cosas; se pueden describir
sus condiciones sensibles. Más aún, en el sentido más
corriente tanto como en el más estricto de la palabra, lo bello
queda reservado a los objetos de sentido externo y, más
precisamente, a los objetos del sentido visual: “Este carácter
agradable (agreable) llamado belleza pertenece a los objetos
de la vista”. La belleza es compleja y está formada, por
ejemplo en un rostro humano, por una conjunción de detalles
menudos de bellezas singulares: “the parts and qualities of the
object”, color, figura, tamaño, movimiento, etc., y es el
conjunto el que asombra al ojo. Todas las bellezas poseen este
carácter común de suscitar en nosotros dulzura y alegría.
Al considerar con atención los objetos visibles,
descubrimos dos especies: la primera puede llamarse intrinsic
beauty, porque se la descubre en un solo objeto
independientemente de su relación con cualquier otro. La
otra belleza es relative beauty y se funda en la interrelación de
diversos objetos. La belleza intrínseca es objeto puro de los
sentidos y no requiere más que un acto único de visión: la
belleza de un río que corre, para citar un ejemplo. La
percepción de la belleza relativa se ve acompañada de un acto
354
del entendimiento y de la reflexión. La belleza intrínseca es
última; la relativa es un medio que tiende a un bien, a un fin o
a un destino; he aquí una distinción cara a la escuela inglesa
del siglo.
Estas diferentes bellezas tienen todas en común el
pertenecer al mismo objeto. Esto es evidente en cuanto a la
belleza intrínseca. Por lo que se refiere a la belleza relativa, la
belleza del efecto es transferida a la causa por una transición
de ideas: así, una casa-habitación se considera bella en la
medida en que es conveniente. Las dos bellezas pueden
coincidir, como en cada miembro del cuerpo humano que
presenta, a la vez, simetría y utilidad: el objeto aparece
entonces como deleitable.
Home describe en seguida los rasgos y cualidades que
componen la belleza intrínseca o belleza sensible de los
objetos simples. Son la regularidad, la uniformidad, el orden,
la proporción, la simplicidad. Muestra a continuación la
finalidad subjetiva en la belleza de estas cualidades de los
objetos del mundo. Una multitud aturde por lo general; las
partes extremadamente complicadas deben estudiarse por
porciones y sucesivamente y no pueden unirse en una imagen
única sino con cierto esfuerzo. Es esto lo que justifica la
simplicidad en las obras de arte; los artistas de todos los
tiempos se han inspirado por un gusto de sencillez, y con ello
alcanzaron las bellezas más elevadas. Hay, pues, una causa
final de estos elementos objetivos de la belleza intrínseca, que
es una tendencia hacia nuestra felicidad.
Pero si es ésta la finalidad subjetiva de los elementos
objetivos de lo bello, ¿qué es, a fin de cuentas, la belleza? ¿Es
una cualidad primaria o una cualidad secundaria? Una vez
establecida la distinción de las cualidades en objetivas y
subjetivas, la belleza procede ya de las unas, ya de las otras. La
355
respuesta es fácil en lo que se refiere a la belleza del color, y lo
es más todavía por lo que respecta a la belleza de la utilidad,
que no se deriva de la vista del objeto, sino de una reflexión
acerca de su finalidad. Pero la cuestión es más compleja
cuando se trata de la belleza de la regularidad. Si la
regularidad es una cualidad primaria, ¿por qué no lo ha de ser
la belleza de lo regular? Pues por la única razón —responde
Home— de que la belleza es siempre relación con una
persona que percibe; la regularidad de un objeto no es bella
sino en referencia a un espectador.
2. Lo sublime y la grandeza
Home se asienta en los mismos argumentos al analizar la
“grandeza” estética.38 A medida que avanza su siglo, el
criticism va predominando y, en el orden de la sensibilidad, la
noción de lo sublime adquiere mayor importancia a la vez
que la palabra altera su significado. Home descubre otra raíz
estética además de la belleza: la grandeza y la sublimidad.
Al igual que en Milton, estas reflexiones se inician por sus
ideas acerca de la condición del hombre, ser que es distinto de
los animales by an erect posture al mismo tiempo que por un
espíritu vasto y repleto de aspiraciones que lo atraen hacia las
cosas grandes y elevadas: el océano, el cielo, ejercen una
profunda impresión en nosotros. Así pues, el sentimiento de
la “grandeza” es propio del ser humano.
La elevación no nos place menos que la vastedad y
representa una segunda fuente de emociones humanas: así
por ejemplo, elegimos un lugar elevado para la estatua de un
dios o de un héroe.
Haciendo abstracción de sus restantes cualidades, tomemos
un objeto en su magnitud. Para estudiar la impresión que
356
deja, el método más seguro consiste en elegir un objeto
cualquiera que no sea hermoso ni feo: las ruinas de un edificio
amplio, por ejemplo; la impresión que ejerce en nosotros es
tanto más profundamente agradable cuanto más cautivan
nuestra mirada, por indiferentes que sean de hecho en ellas
mismas; pero no van más allá de lo agradable: no puede
llamárseles “grandes”. Lo “grande”39 es un calificativo que se
otorga sólo a lo que, además del tamaño, posee otras
cualidades de belleza: regularidad, proporción, orden, color.
Una pequeña edificación agradable por sus proporciones
puede tener grandeza, mientras que una construcción más
extensa, pero sin regularidad, carece de grandeur. En parte se
las distinguirá, pues, subjetivamente por la cualidad de su
atractivo, por la emoción.
Las cualidades esenciales de lo bello que hemos visto más
arriba, la dulzura y la alegría, no convienen ya a lo que es
grande; al pasar de lo bello a lo grande, todas estas cualidades
estéticas no reclaman ya el mismo grado de perfección. De
aquí el dicho de Longino: “En las obras de arte, nos fijamos en
la proporción exacta; en las de la naturaleza, en la grandeza y
la magnificencia”.40
Estas mismas anotaciones se pueden aplicar a lo sublime:41
las emociones de la grandeza y de lo sublime se encuentran
estrechamente ligadas y tienen su aplicación figurada en el
arte; se aplican igualmente a las cualidades morales:
generosidad, valentía, etc. La similitud de los sentimientos de
grandeza real y grandeza figurada es tan asombrosa que
Addison hace notar, con buen humor, que para desempeñar
el papel de héroe es necesario un enorme penacho de plumas,
al menos en la tragedia inglesa.
Si lo sublime no se hallara en el sujeto que percibe, el
resultado sería una falsa sublimidad que degeneraría en
357
burlesca: en lugar de ser sublime se es ridículo. Hace falta,
pues, que lo sublime sea llevado a su debida altura y se
circunscriba dentro de sus propios límites. Mas dentro de
éstos, se desatienden las irregularidades y fallas del héroe, la
ausencia de proporciones y de virtud del personaje; en
sentido inverso, la honestidad mediocre nos interesa menos
que un carácter menos íntegro, pero más elevado.
De esta manera, entre citas de diversos poetas, a Home le
corresponde el mérito de revelarle a Kant la subjetividad de lo
grande. Piensa con suma perspicacia que “ser grande” no es
“hacer grande”. El camino está libre para la Analítica de lo
sublime.
3. Unidad y variedad
Es bien visible aquí el retorno de la estética clásica. Es la
definición de la estética objetiva, la misma en que se había
quedado Hutcheson. Basta con observar la lección que Home
extrae del problema y lo que con ella hace. Es la estética
clásica observada a través del train of thoughts de Hume.
Es, en efecto, en el sujeto donde conviene buscar la
interpretación estética del placer de lo uno y lo variado. Un
color simple o un sonido simple que se repiten con insistencia
resultan desagradables; y si la variedad se presenta exagerada,
todo nos parece molesto. Lo bello es siempre el placer de una
actividad moderada de percepciones, ligado a un destino
secreto y benefactor de la naturaleza: “La naturaleza ha
resguardado al hombre, su favorito, de una sucesión
demasiado rápida con no menos cuidado que de una
demasiado lenta”. Es la salvaguardia de nuestra actividad, así
como la preservación de nuestra memoria y de nuestras
facultades para obrar. La naturaleza ha tomado medidas para
358
que nuestra conducta sea prudente y moderada. Hay una
causa final de todo este placer por la obra.
Es así como debe considerarse la uniformidad y la variedad
en su relación con las bellas artes: se ponen de acuerdo con el
natural course de nuestras percepciones. Y cosa similar
sucede con las obras de la naturaleza. Las obras de arte
admiten una mayor o menor variedad según la naturaleza del
sujeto. En las pinturas, en las descripciones, encontramos
toda la gama de equilibrios entre el extremo del fastidio al
extremo de la confusión y de la fatiga, y un equilibrio propio
en cada género de obras: el ornamento y la severidad, el
encanto y la unidad.
La descripción de las bellezas naturales de una hoja, del
cuerpo humano, la belleza de los sistemas planetarios, etc.,
ofrecerían las mismas conclusiones: unidad y variedad
constituyen la dotación estética de todos los objetos
complejos.42 Asimismo la descripción, a la manera de
Hutcheson, de las bellezas geométricas de las figuras. Pero lo
que no se vio fue que la definición clásica “la belleza consiste
en la uniformidad dentro de la variedad” no es aplicable sino
a grupos de objetos o de elementos y a su sucesión. En el
fondo, si la definición es oscura dentro de su aparente
objetividad, ello se debe a que “las emociones producidas por
vía de nuestras percepciones habían sido poco consideradas y
aun menos comprendidas”.
4. Congruencia y propiedad
Si seguimos ahora el camino de lo conveniente, del final, de
la fitness,43 o sea, de aquello que los ingleses del siglo XVIII
acordaron en llamar la belleza relativa, viene a resultar que
toda la estética, revisada en sus posiciones, está radicalmente
359
subjetivizada.
Puede suponerse que en el animal se da una cierta
percepción oscura de la belleza, pero el sentido más delicado
de la regularidad, del orden, de la uniformidad, es asunto
reservado al ser humano. Ninguna disciplina es más adecuada
para el hombre, para la dignidad de su naturaleza, que ese
refinamiento de su gusto y ese alcance de su inteligencia que
lo lleva a discernir en cada objeto lo regular, lo ordenado, en
suma, lo conveniente, lo fit y lo proper. Tampoco aquí podría
encontrarse una aplicación a los objetos simples; las
cualidades mencionadas implican pluralidad y significan
obviamente una relación particular entre diversos objetos.
Ahora bien, es un hecho empírico que, donde se llega a
percibir la congruencia, ésta es agradable, mientras que la
incongruencia es desagradable. De aquí sus propiedades
estéticas: Lo suitable y la correspondencia. Por ello,
estéticamente, la aproximación más estricta se exige siempre
en la conducta y en el comportamiento, en la manera de vivir
del hombre, entre el edificio, su suelo y su paisaje. La
congruencia está tan estrechamente ligada a la belleza que
comúnmente se las tiene a ambas por una sola especie. Y no
obstante, difieren tan esencialmente una de otra que jamás
llegan a coincidir: la belleza, en sentido estricto y absoluto,
sólo puede referirse de hecho a un objeto simple, mientras
que la congruencia implica pluralidad. La adecuación no es, a
su vez, sino una especie de la congruencia misma: es esa
suitableness que debe subsistir entre los seres sensibles y sus
pensamientos, palabras y actos. La congruencia y la
adecuación aparecen como agradables y provocan, en
consecuencia, una emoción placentera en el espíritu; lo
contrario viene a ser desagradable y produce emociones de
disgusto: es una vuelta a la estética de lo agradable y al decus
latino.
360
También es un retorno a la teoría de las causas finales. Lo
que hemos dicho acerca de la causa final de la proporción y
de su contribución a nuestro regocijo adquiere aquí su
sentido pleno. En efecto, la congruencia, considerada desde el
aspecto de la cantidad, es proporción: por ejemplo las
diferentes partes de un edificio. Pero la causa final de la
satisfacción desempeña un papel al menos tan importante
como el de la llamada adecuación. No tiene en cuenta más
que a los agentes voluntarios, pero lo que en el plano divino
incumbe a tales agentes son los deberes morales.
Indudablemente, cada hombre tiene interés en adecuar su
conducta a la dignidad de su naturaleza y de acuerdo con la
posición que Dios le ha asignado. La causa final se halla en
conjunción con el sentido de justicia, con los deberes sociales
y con los designios del creador.
Pero inmediatamente se descubren (y ahora con mayor
claridad) los límites, aún modestos, de la revolución estética
de Home. Cierto que todos los problemas se subjetivizan y
que sufren su subjetivización. Pero igualmente cierto es que
los Elements de este Criticism no podrían de ninguna manera
constituir todavía eine Kritik, una Critica. Estos límites de la
estética de Home son patentes en el último capítulo
considerado. Ajustan y confinan lo bello a un hedonismo de
lo agradable y a una filosofía de las causas finales. Es una
estética de la agreableness y una estética de la dignity.
F) TEORÍA DE LAS ARTES PLÁSTICAS EN
SHAFTESBURY
De toda la riqueza y extensión de la estética inglesa del siglo
XVIII, únicamente retendremos cuatro ejemplos: la doctrina de
las artes plásticas en Shaftesbury, la teoría de las artes
361
literarias en Home, el problema de la imaginación y el
problema del gusto.
Las dos grandes preocupaciones del virtuoso son el arte
plástico y la ambición de llegar a ser un conocedor. Añadamos
a ello los gustos de Shaftesbury, típicos de un gran señor y
coleccionista, los ocios obligados de la enfermedad y la
necesidad de pasar largas temporadas en Italia, y
comprenderemos sin mayor dificultad la penetración y fineza
del aficionado que se revela en toda su obra y muy
particularmente en los últimos escritos. Las anotaciones, los
papeles, y fragmentos y proyectos, resguardados y publicados
por Benjamin Rand bajo el título de Second Characters,
constituyen, más o menos como respecto de los Pensamientos
de Pascal, los fragmentos de una obra entera cuyo plan había
sido trazado, deseado e indicado por Shaftesbury mismo,44 y
nos muestran, en el último periodo de su vida, a un crítico de
arte sagaz y a un hombre singularmente atento a las obras
plásticas y a las formas. Es posible describir sus second
characters como las characteristics primeras o manners: los
caracteres segundos constituyen el “lenguaje de las formas”.
Observamos en Shaftesbury dos preocupaciones esenciales:
la teoría social del arte y la teoría técnica del arte.
1. Teoría social del arte
La teoría de Shaftesbury se puede resumir en una palabra:
la condición del arte, del gran arte, de las bellas artes, es la
libertad. Esta tesis aparece ya, fase por fase, a través de la
génesis del arte y su desarrollo.45 La evolución y el progreso en
las artes es asunto de régimen político y de estructura social.
Las grandes épocas del arte son el fruto siempre renaciente
del liberalismo y de la libertad del artista de expresarse, como
362
ocurrió, por ejemplo, en tiempos de Pericles. Pero es ante
todo en su Carta a Lord…46 concerniente al dibujo donde esta
teoría estética del arte se manifiesta con la mayor claridad.
Shaftesbury emplea los descansos forzosos a que le obliga el
estado de su salud en el genio del paisaje en que vive, a saber,
en Italia. Piensa, en 1718, que quizá no vivirá lo suficiente
para ver el fin de una guerra de la que depende para
Inglaterra su propia libertad, y aun la de Europa, y que la paz
y la libertad deben hacer necesariamente que la Gran Bretaña
ocupe el primer lugar en las artes con la nueva adquisición de
su libre constitución. La independencia acrecentó y afinó en
Inglaterra el gusto y las artes durante la última generación: “El
espíritu de la nación se ha hecho cada vez más libre —dice
Shaftesbury—, y ahora nuestro gusto por la música va más
allá del refinamiento de nuestros vecinos los franceses,
mientras que hace todavía poco tiempo ocurría todo lo
contrario. Nuestro oído y nuestro juicio van progresando”. Lo
mismo respecto de la pintura, puesto que la parte más noble
de la imitación se refiere a la historia, a la naturaleza humana,
a la vida racional (no vegetativa ni sensible), que constituye
“el principal orden y el más elevado grado de belleza”. Más
aún es válido lo anterior para la arquitectura, cuya decadencia
acompaña siempre el favor que se concede a un único
arquitecto de la Corte, sobre todo en lo que se refiere a la
conservación de los más hermosos monumentos públicos.
“En realidad, el pueblo no tiene ni la más mínima
participación en todo ello… Sin la voz del público, guiado y
dirigido con buen conocimiento, no hay nada que pueda
despertar la verdadera ambición del artista; nada puede
exaltar el genio del artesano.” Cuando el espíritu libre de la
nación se centra principalmente en las artes del dibujo, se
forma el juicio, se eleva la crítica, mejoran el oído y la vista del
público, prevalece una rectitud del gusto y se amplía su
363
horizonte. La existencia de una Corte más bien corrompe el
gusto en lugar de mejorarlo. El pueblo inglés buscará, bajo un
gobierno que ha vuelto a encontrar su libertad, sus propios
modelos, escalas de valor y normas (scale and standard),
tomará la costumbre de deliberar y de encaminarse hacia una
buena elección. Francia, en cambio, ha llegado (según el
severo juicio de Shaftesbury) a una parálisis progresiva de las
artes, a la medida misma de las instituciones de las
Academias.
2. Teoría técnica de las artes plásticas
Shaftesbury nos legó un verdadero tratado de pintura, con
gran abundancia de materiales y comentarios sobre las obras
en los museos, principalmente acerca de los clásicos italianos
en boga durante ese periodo.47 El libro de Shaftesbury
intitulado Plastics trata de las cinco partes o cualidades de la
pintura: la primera se refiere a la invención, a la historia, a la
imaginería; la segunda a la proporción, al dibujo, a la simetría
particular; la tercera al colorido; la cuarta al sentimiento, al
movimiento, a la pasión; la quinta a la composición, a la
colocación, a la posición y a la simetría general.
Además de estos fragmentos y notas, el tratado que
Shaftesbury llegó a terminar plantea por primera vez,
brillantemente, el gran problema que servirá de base a toda la
estética de Lessing. Su “noción” sobre la composición de un
cuadro y sobre la invención pictórica, a propósito del Juicio de
Hércules, que debe decidir entre la virtud y el placer, tiene en
efecto, en la historia de la estética, una importancia capital. El
gran principio de Shaftesbury es que un cuadro debe ser un
todo, un organismo perfecto, completo y unificado. Todo
debe ajustarse y concordar en un ordenamiento general que
364
asigna a cada parte su debida y verdadera proporción, su aire,
su carácter.
Pero ¿cómo explicar el cambio de pasión, puesto que todo
cambio implica una sucesión? La explicación está en que, no
obstante el ascendiente y predominio de la pasión principal
en sus figuras, el artista tiene el poder de dejar vestigios de las
pasiones precedentes: una pasión se eleva y otra declina.
Asimismo podemos no solamente evocar el pasado y verterlo,
por así decir, sobre la tela, sino también anunciar el futuro y
anticipar los acontecimientos por medio de la anticipación y
del recuerdo. En otros términos, el tiempo se contrae en la
tela. Y esto está permitido en la sucesión del arte de la
pintura, para respetar siempre la verdad y credibilidad y
evitar la representación de cosas contrarias e incompatibles.
Así lo exige la ley de la unidad y de la sencillez del dibujo, que
constituye la esencia, the very being, de la obra.
Todo se deriva de este principio de la unidad: las figuras,
analizadas sucesivamente, deben guardar la actitud, las
expresiones del rostro, la estructura y la forma (shape), el
vestido y el cortinaje que les convienen. Todo debe coincidir;
la convergencia hacia la unidad de impresión, garante de la
verosimilitud de la acción, es la consistency y su ley. De aquí
nacen también la verdad y la simplicidad del todo; si fuese de
otro modo, el pintor sería theatrical. La verdad de la
apariencia, la verdad de la historia, la verdad del ornamento:
ésta es la regla, y el principio supremo es la armonía, la fitness,
ligada a la unidad, y sobre todo a la verdad representativa. El
arte del pintor es compleatly imitative and illusive. Una obra
no es obra sino por the specious appearance of the objects she
represents y por what is natural, credible and winning of our
assent. Existe una persuasive simplicity que representa la
belleza íntegra de una pintura.
365
En un cuadro, todos sus elementos están “centrados” y
“subordinados”. Subordinación y orden se encuentran en el
punto central del problema, y al final de su análisis escribe
Shaftesbury: “Menos numerosas son las figuras… y con
mayor facilidad el ojo, en un acto simple y de una sola
mirada, puede abarcarlas (comprehend) y ver en ellas la suma
y la totalidad”: he aquí la concinnitas de Alberti.
La conclusión de Shaftesbury es curiosa. Su reflexión
general es que un pintor de historia debe poseer la misma
ciencia y los mismos estudios que un poeta verdadero. Es
historiador, pero sólo en la misma proporción: el poeta no
puede jamás llegar a ser un narrador o un historiador en
sentido amplio. Únicamente le está dado describir una sola
acción; el pintor se halla aún más estrechamente limitado.
Un sentido de unidad48 caracteriza a cada parte de la obra
para hacer de ella un todo, a piece, en que se expresan la
justeza y la verdad de la obra. The just simplicity and unity,
essential in a piece explican en último análisis, que el color
debe estar sujeto, que lo esencial de la imitación en este arte
de imitación se logra cuando se ha ejecutado el dibujo, y que
el placer “absolutamente separado” del color que se añade no
rebasa, por sí solo, ese gusto afeminado que sentimos al
contemplar ricos brocados y sedas de color, esa admiración
por las vestimentas, las comitivas, el mobiliario. En un
cuadro, el libertinaje en los colores es una peligrosa
dispersión a la vez que falso ornamento de afectada gracia.
Recordemos que Lessing aprovecharía el descubrimiento
de Shaftesbury del momento crítico, de la simultaneidad de la
pintura y de la temporalidad de la poesía; que nota, junto con
Du Bos, esta otra diferencia entre ambas artes, a saber, que
una de ellas emplea signos naturales y la otra signos
artificiales; remitimos al Laocoonte.
366
La poesía “descriptiva” del siglo XVIII queda condenada; la
pintura “literaria” también. Los dos campos se hacen propios,
distintos, incambiables. Suponiendo que todavía hay
“imitación”, ya no se trata, en todo caso, de la misma
imitación. Ha vencido el antiguo ut pictura poesis.
G) LA TEORÍA DE LAS ARTES LITERARIAS EN HOME
Es quizá en el análisis de las artes literarias, a las que
consagra una buena mitad de sus voluminosos Elements of
criticism, donde Home más merece el epíteto de Aristóteles
inglés. La preocupación concreta, el ejemplo, las citas; ejerce
el método comparativo entre sus citas diversas; el sentido y el
gusto por la clasificación; la enumeración y el análisis de los
sonidos, de las partes de un discurso, de la sintaxis, de las
reglas de métrica y de prosa armónica, de tropos y figuras;
todo esto constituye un conjunto cuya riqueza concreta es
digna de los trabajos más minuciosos de una ciencia moderna
de las artes, y no tiene paralelo en toda la estética anterior
fuera de algunos tratados especiales sobre el arte de escribir o,
mejor aún, el modelo de todos ellos desde la Antigüedad: la
Retórica de Aristóteles. Pero esta nueva teoría del arte
literario se ve precedida en este caso de una estética general de
la expresión y de sus medios, que la enriquece y enmarca,
dándole un aire de sistema.
1. La expresión artística
En el fondo, Home retoma el problema de las artes, si bien
con espíritu diferente, allí donde lo había dejado Shaftesbury.
Home observa que de todas las bellas artes sólo la pintura y la
367
escultura son, por naturaleza, imitativas. Y Home justamente
dedicará su atención a las artes no imitadoras. Un campo
adornado no es una copia o imitación de la naturaleza, sino la
propia naturaleza embellecida. La arquitectura produce
originales y no copias de la naturaleza. El sonido y el
movimiento pueden ser imitados, en cierta medida, por la
música, pero la música es sobre todo, al igual que la
arquitectura, productora de originales. Tampoco el lenguaje
es copia de la naturaleza: es significativo que un capítulo
dedicado a la arquitectura y al arte de la jardinería siga a su
sistema del arte literario. Sin duda, los sonidos pueden
parecerse, a la manera de las onomatopeyas, a las ideas que
excitan sea por su dulzura o por su rudeza; asimismo, la
rapidez o lentitud de la pronunciación guardan cierta
similitud con el movimiento que la palabra significa. Pero no
deja de ser cierto que el poder imitativo de las palabras no
llega muy lejos. Igualmente cierto es que la plenitud, la
dulzura y la rudeza del sonido de las palabras son, por sí
mismas, música, y que dan a la palabra una belleza sensual
destinada al oído: es su segundo efecto independiente de la
significación y del poder de imitación.
Mas se cometería un error si no se descubriese en la palabra
una belleza propia del lenguaje: esa belleza que nace de su
poder de expresar los pensamientos puede fácilmente
confundirse con la belleza del pensamiento mismo: la belleza
del pensamiento, transferida a la expresión, la hace aparecer
más bella. A pesar de ello, debe distinguirse entre ambas
bellezas. La belleza del lenguaje es, en realidad, distinta. Las
causas de la belleza original del lenguaje, considerada como
significativa, serán expuestas a continuación. Esta belleza es la
belleza de los medios apropiados para un fin, el de comunicar
los pensamientos, y de aquí se manifiesta, con toda evidencia,
que de diversas expresiones que acompañan al mismo
368
pensamiento, la más hermosa, en el sentido mencionado, es la
que responde a su finalidad más perfectamente.
2. El juego de las representaciones y de las pasiones: sus leyes
Consideremos las emociones y las pasiones. Pueden ser
placenteras o dolorosas, agradables o desagradables. Mas
nadie se había tomado el trabajo de separarlas
concienzudamente: lo placentero y lo agradable se aceptan
generalmente como sinónimos. Esto constituye un grave
error en el campo de la ética. Hay pasiones dolorosas que son
agradables y pasiones placenteras que son desagradables. De
aquí los sentimientos mezclados, como el heroísmo y lo
sublime, lo trágico y lo risible. La piedad es siempre molesta y,
sin embargo, es siempre agradable. La vanidad, por el
contrario, es siempre placentera y desagradable. La ciencia de
la crítica debe ir, pues, más allá en sus distinciones que la
asimilación de lo vulgar.
Debe tenerse en cuenta también el juego de los matices, el
aumento y la declinación de las pasiones, de su interrupted
existence. Un autor avezado conoce este juego de la
intermitencia de las pasiones, la propensión de ciertos
temperamentos; la perfección del primer encuentro en las
emociones de lo repentino, como son el miedo, la cólera; el
ritmo lento o vivo del crecimiento y la disminución de las
pasiones; lo que hay en ellas de excesivo; el derrumbe de las
pasiones cuando alcanzan su meta; el efecto, también, de la
costumbre y el hábito, y el efecto inverso de la novedad.
Es consciente también no sólo de las leyes de la evolución
de las pasiones, sino del hecho de que las emociones y
pasiones pueden ser coexistentes. Ciertas emociones pueden
suscitar varios sonidos simultáneos. Hay emociones
369
combinadas que en su conjunto no provocan más que un solo
sonido, no dos o varios. Las emociones perfectamente
parecidas se combinan y se unen y refuerzan; las emociones
opuestas se suceden y alternan. Si entre varias emociones hay
una desigualdad en las fuerzas, la más fuerte someterá a la
más débil, después del conflicto necesario. Ahora bien, todas
las observaciones precedentes tienen su principal aplicación
en el dominio de las bellas artes. Se derivan de ellas muchas
reglas prácticas: las asociaciones de las emociones del sonido
y las de las palabras en la música vocal, su congruencia, sus
disociaciones; la tragedia, la ópera, etcétera.
La coloración y la influencia de la pasión afectan nuestras
percepciones, nuestras opiniones, nuestras creencias. La
pasión nos hace creer las cosas de manera diferente de como
son; todo el error y la falla trágica están aquí.
Las emociones, finalmente, se parecen a sus causas. Una
caída de agua sobre las rocas crea en el espíritu una agitación
confusa y tumultuosa, sumamente semejante a su causa; un
movimiento uniforme y lento crea un sentimiento calmado y
placentero, etc. De aquí resulta la empatia o la “simpatía” que,
según Home, con frecuencia se le parece: A contrained
posture, uneasy to the man himself, is desagreable to the
spectator.
3. El lenguaje de las pasiones
Las pasiones tienen su lenguaje. El arte es un lenguaje de las
emociones. De aquí sus diversas especies, según lo que
traduce: belleza, grandeza o sublimidad, movimiento y fuerza,
comicidad, dignidad y gracia, ridiculez o espíritu: y por
encima de todo ello, el orden y la armonía que crea el
equilibrio entre las similitudes y disparidades, entre la
370
uniformidad y la variedad, entre la congruencia y la
adecuación.
Con esto, Home señala principalmente que las emociones y
las pasiones se expresan. Poseen sus signos exteriores. El alma
y el cuerpo están tan íntimamente unidos que “cada agitación
en la primera produce un visible efecto en el segundo”. Y
Home prosigue: “La esperanza, el temor, la alegría, la pena se
despliegan exteriormente; el carácter de un hombre se puede
leer en su rostro; y la belleza, que deja una impresión tan
profunda, es bien conocida como resultado no tanto de los
rasgos regulares y de una tez hermosa como de una
naturaleza amable, de un buen sentido, de la dulzura o de otra
cualidad del espíritu expresada por el continente”.
Ahora bien, los signos exteriores de la pasión se dividen en
dos especies: voluntarios e involuntarios; entre los signos
voluntarios, unos son arbitrarios y otros naturales. Las
palabras son signos voluntarios arbitrarios. La otra clase de
movimientos voluntarios comprende ciertas actitudes, gestos,
etc. Los signos involuntarios son temporales (y se desvanecen
con la emoción que los provoca), o se hacen signos
permanentes de una pasión formada violenta y gradualmente.
Los signos naturales de las emociones, por ser casi iguales en
todos los seres humanos, forman un lenguaje universal.
Ninguno de los signos de las emociones deja indiferente al
espectador: producen emociones diversas. Cada pasión o
especie de pasión tiene sus signos particulares; por eso
podemos comprender los signos exteriores que se refieren a
una pasión propia de modo innato: “La pasión, en sentido
estricto, no es objeto del sentido externo, sino que lo son sus
signos externos”. A esto se debe que juzguemos con rapidez y
seguridad del carácter de una persona por su apariencia
exterior.
371
Los sentimientos no son menos reveladores. Cada
pensamiento engendrado por la pasión se llama sentimiento.
O sea que la pasión o la emoción no debe abandonar al
pensamiento. Sería infringir la ley de la conveniencia del
lenguaje a la pasión si se eliminara a ésta del lenguaje. Home
ofrece el ejemplo de los franceses, cuyo personajes discurren
como si fuesen los fríos y distanciados espectadores de sus
propios sentimientos.
En suma, la pasión es elocuente. Entre los detalles en que se
expresa la parte sociable de nuestra naturaleza es notable una
propensión a comunicar nuestras opiniones, nuestras
emociones y cualquier asunto que nos afecta. Es necesario,
pues, que el lenguaje —es decir, el tono— esté de acuerdo con
la pasión: se requiere una congruencia de tono. El primero
debe semejarse a la segunda y convenirle como si fuese su
vestido. Los sentimientos se ajustan a los caracteres y la
expresión a los sentimientos. De aquí los cortes tajantes de la
pasión, el carácter asintáctico de los soliloquios, y el acuerdo
entre las imágenes mismas y la pasión o la emoción.
4. Los valores del lenguaje
En resumen puede decirse que hay diferentes valores y
bellezas diversas en la dicción de una sola cosa, y que las
palabras y el arte literario expresan las pasiones y emociones
que tienen obligación de reproducir (no de imitar) con mayor
o menor justeza. Hay, pues, un estudio firme y conciso acerca
de todos los recursos del discurso, de la fonética, del
vocabulario, de la sintaxis, de los tropos y las figuras, de la
unidad general de la obra. El salir victorioso es el perpetuo
problema de la expresión y el arte literario es un arte del bien
decir.
372
Por este motivo concluye Home su obra con la búsqueda
de una norma del gusto, así como la había iniciado con una
introducción sobre el gusto. Pues el problema que plantea el
arte literario va bastante más lejos que este propio arte y
supone toda una cultura, compuesta de la imaginación, de las
pasiones civilizadas y de los valores diversos de su expresión.
El arte literario se encuentra en la cima de todas las artes. Su
función misma, expresiva y apasionada, hace de este arte el
más refinado de las artes del gusto y el más compenetrado de
crítica.
H) LA TEORÍA DE LA IMAGINACIÓN Y EL PROBLEMA
DEL GUSTO
Pocos meses antes de morir Shaftesbury (febrero de 1713)
aparecen en el Spectator, en julio de 1712, once ensayos de
Addison (1672-1719) que constituyen un conjunto
congruente: On the pleasures of the imagination. Con ello
plantea el problema que perseguiría a todo el siglo XVIII inglés,
conjugado con el problema complementario del gusto y el
genio.
El descubrimiento, por parte de Addison, de los placeres de
la imaginación, que son precisa y específicamente estéticos,
fue un acontecimiento de primera magnitud. La tesis mereció
hacerse clásica: y de hecho, se hizo clásica. Al considerarla de
cerca, se descubre que en ella está el origen de la teoría del
gusto, de la teoría de lo sublime, de la distinción entre las
obras de la naturaleza y las de arte; y sobre todo la teoría de
los sentimientos combinados muestra la propagación de las
tesis de Addison entre los teóricos de la imaginación. Cuatro
de los ensayos de Addison constituyen la clara raíz de la teoría
de lo trágico de Hume y de la teoría de lo sublime de Burke.
373
Preparan el camino a la analítica de lo sublime en Kant.
Todos los elementos de la doctrina kantiana, con excepción
de la posición propia de Kant, que es criticista, se encuentran
de hecho ya en Hume y en Burke. Todos los problemas
kantianos, anteriores a Kant, están ya expuestos en estos
pensadores.
1. David Hume
Fue Hume quien planteó más filosóficamente el problema
específico del gusto. Si el gusto es un fenómeno del
sentimiento, y si la razón última del sentimiento es el placer
bueno, ¿cómo puede pasarse a un estándar del gusto, y hacer
de una subjetividad algo universal?
A través de toda su obra encontramos incidentalmente los
elementos de una teoría del gusto antes de toparnos con las
conclusiones de esta teoría en la Disertación especial que
consagra a este sujeto. El gusto, pretende Hume, es la facultad
propia de las bellas artes.49 “En las repúblicas —añade—, los
éxitos son para el genio, y en las monarquías, para el gusto:
por ello, las primeras son más apropiadas para las ciencias y
las segundas para las bellas artes.”
En cuanto a la aprobación moral y a la aprobación estética,
esto no constituye asunto de la razón: el gusto es un
fenómeno del sentimiento. En efecto, la razón no trata más
que de las relaciones y nos lleva de varias relaciones conocidas
a una desconocida. Cosa distinta ocurre en el campo de la
moral: por ejemplo las relaciones de Nerón y Agripina son
conocidas. Lo que nos queda por hacer es “experimentar un
sentimiento de censura o de aprobación, por el cual podemos
decidir si una acción es criminal o virtuosa… Es, pues, en
estos sentimientos, y no en el descubrimiento de una relación,
374
en lo que consisten todas las determinaciones morales”.50 Esta
doctrina se hace más evidente si comparamos la belleza moral
con la belleza natural que se le parece, como ocurre con las
proporciones. Pero una vez conocidas, hace falta el
sentimiento de su conveniencia eminente: ese conjunto de
relaciones o nos gusta o no nos gusta. Sin embargo, hay un
right y un wrong. Hume insiste, en ciertos momentos de sus
reflexiones, en la negatividad del mal gusto y en los posibles
criterios del buen gusto. Por doquiera, y en todos los casos,
“el verdadero genio no tiene más que mostrarse, e
inmediatamente atraerá la atención de todo el mundo y
eclipsará a todos sus rivales”.51 De este modo, el valor estético
lleva consigo su propia evidencia.
Parece posible que haya una regla del gusto, y sin embargo
Hume no disimula las dificultades de un estándar del gusto.
Sobre todo en su Tratado sobre la naturaleza humana insiste
en este punto a lo largo de amplios pasajes.52 Reflexiona sobre
las pasiones y sobre el orgullo o la humildad que el hombre
deriva de su propia belleza o fealdad. Si las cualidades de
belleza o de fealdad “se encuentran ya en nuestra fisonomía,
ya en nuestra figura, o bien en nuestras personas, el placer se
convierte en orgullo o en humildad”.53 El fundamento
primero y último del gusto es, pues, el placer. En el fondo, las
dificultades que ofrece este estándar del gusto, ligado por
esencia al placer y, por lo tanto, eminentemente subjetivo, se
esclarecen y sitúan en parte a través del examen de la
simpatía,54 ya que nuestro sentido de la belleza depende en
gran medida de este principio de la simpatía.
En todo caso, tenemos diferentes niveles en nuestros
gustos, y el improvement, tan caro a Shaftesbury, desempeña
en Hume un papel muy sutil de diversidad. Raros son quienes
“son capaces de discernir los caracteres y de notar estas
diferencias sutiles, estas gradaciones imperceptibles que
375
hacen que un hombre sea preferible a otro”. Lo mismo sucede
con las obras de arte. “Para servirme de las expresiones de un
célebre francés —escribe Hume—, el juicio se parece a un
reloj; los relojes más comunes y burdos marcan las horas;
únicamente los trabajados con más arte marcan los
minutos.”55
2. Addison
El 19 de junio de 1712, quince días antes de la publicación
de los Pleasures of imagination, apareció en el Spectator56 un
estudio inspirado en Gracián: Gracián very often recommends
fine taste as the utmost perfection of an accomplished man.
Al investigar lo que este gusto puede significar en el arte de
escribir, Addison señala con sagacidad que no se debe a la
casualidad que se le llame un gusto (taste). Se trata de una
sensualidad particular como si correspondiera a un órgano
interno: un tacto, un discernimiento en una degustación. Es
“la facultad del alma que discierne las bellezas de un autor con
placer y las imperfecciones con disgusto”. Pero resulta muy
difícil proponer reglas para la adquisición de un gusto tal; es
una facultad en gran parte innata. De todos modos, las
impresiones del gusto son inmediatas,57 constituyen una
adhesión espontánea y pueden acercarse, por su carácter, a los
placeres de la imaginación que nacen originalmente de la
vista.
Existe al parecer una diversidad irreductible del gusto:
“Diversos lectores, cuya lengua es la misma y que conocen el
sentido de las palabras que leen, tendrán sin embargo un
gusto diferente de las mismas descripciones”.58 Así, la
relatividad de los gustos procede de dos rasgos fundamentales
que distinguen el gusto en general: el discernimiento y la
376
inmediatez.
3. Shaftesbury
Es sin duda en las primeras obras de Shaftesbury, en la
Carta sobre el entusiasmo y el Sensus communis, donde se
encuentran los lineamientos más significativos de una teoría
general del gusto.
Hay falsas reglas (standards) para el gusto: “Vuestra
Señoría —se dice al principio de la Carta sobre el entusiasmo
— está habituada a examinarlo todo con base en una regla
mejor que la de la moda o de la opinión general”. En lo que
respecta a la moda, esto es evidente. Pero la opinión general
misma es incierta y variable. El common sense ha sido
igualmente difícil de determinar, no sólo en lo que se refiere a
la religión, sino en lo que concierne a las costumbres (policy)
y a la moral (moral). Es incluso lo que produce el
escepticismo parcial o lo que hace declarar a ciertos
moralistas que vicio y virtud no tienen otra ley y otra medida
que mere fashion and vogue.59 Es decir que debe ponerse en
tela de juicio la opinión recibida y que un cierto valor hace
rechazar el poder de la moda y de la educación. También se
significa con esto que no se debe confundir la opinión general
con el sentido común: este último posee un valor real y nos
hace concebir juicios correctos y justos en el campo de las
verdades estéticas tanto como en los otros campos. Estas
verdades son tan evidentes60 que una especulación erudita las
oscurecería. Poseen una inmediatez. Hay, en otros términos,
una rectitud del gusto y una generalidad de los gustos. Hay un
derecho del gusto que no está comprendido en el hecho de la
opinión general. La intuición justa se despierta
frecuentemente contra la doxa.
377
No podría ser de otra manera. Existe una irreductibilidad
de los gustos; los complejos intelectuales no podrían ser, de
hecho, uniformes. Y son ellos los que mandan sobre las
opiniones. No obstante, esta diversidad de conciencias se ve
uniformada, en las costumbres y los comportamientos, por
las reacciones colectivas.
A la opinión general se opone a menudo el buen sentido,
un sentido recto. Existe una verdad objetiva, independiente,
de la que se hallan proscritas todas las singularidades, los
caprichos, las fantasías. Lo que ocurre es que al poder de las
costumbres se opone la competencia de un good-breading, de
una educación; educación y naturaleza cooperan: se trata de
bellezas que el hombre virtuoso persigue, comprendidas las
de la vida real y de las pasiones.
El espíritu entregado al libre examen sostiene la libertad de
los gustos. Sólo la “burla” salva al buen sentido del sentido
común, exactamente en la misma forma en que libra al
entusiasmo auténtico del fanatismo. Lo que es cierto en
cuanto al gusto moral es cierto también para cualquier otro
gusto. El espíritu de libre examen exige la independencia y la
rectitud del gusto. Es una actitud opuesta a Swift, para quien
la libertad de pensamiento es un absurdo, porque todos los
hombres son unos necios,61 y opuesta también a Berkeley,
quien sostiene, al menos en cuanto a la virtud, que es
necesario esconder las verdades peligrosas.62
Para Shaftesbury, cada uno se hace su propia rectitud de
pensamiento, en todos los dominios: es la virtud del
soliloquio. De aquí surge una visión inmediata de lo
verdadero y lo honesto: éste es el sentido moral, lo que
Shaftesbury llama el buen gusto. Lo moral es, en suma, la
propedéutica por excelencia del gusto y su procedimiento es
el examen de la conciencia. La única regla, que es el buen
378
sentido, exige que se aplique el método de examen crítico
antes que nada a sí mismo. El gusto se forma por estudios y
ejercicios adecuados.63 En el Sensus communis se oponen a las
morales sutiles y evasivas la franqueza y la rectitud del sentido
común: “Filosofar, en el sentido correcto de la palabra —
señala Shaftesbury—, no es sino conducir las buenas maneras
a un grado más elevado”.64 El juicio no es obra exclusiva del
entendimiento; en él tienen parte también la afectabilidad y la
voluntad. Para el filósofo, como para el aficionado, en una
palabra, para el virtuoso, el principio del gusto es un goodbreeding.
Es así como se va desgajando la definición del buen gusto.
La regla interior que todo hombre lleva dentro de sí, y que la
educación debe afinar y precisar, es el buen gusto: es una
regla capaz de dominar el entusiasmo porque ella misma es
entusiasmo.
4. Hutcheson
En el platonismo de Shaftesbury, el virtuoso había sido la
medida de todas las cosas; había tenido la competencia del
gusto: era el competente. Hutcheson se dirige, en cambio, al
sentido íntimo para pedirle revelaciones acerca de la
naturaleza del gusto. Digamos aún más: el sentido íntimo es
un gusto.
La investigación sobre el origen de la Idea de belleza
asimila perfectamente el gusto al sentido interior. “El
sentimiento interior —dice Hutcheson— es una facultad
pasiva de recibir las ideas de la belleza a la vista de los objetos
en los que la uniformidad se encuentra unida a la variedad.”65
Por ello mismo, puede decirse que en nosotros una “facultad
natural de percibir, o un sentimiento de la belleza, es anterior
379
a la costumbre, a la educación o al ejemplo”. Estudiar las
variaciones de este sentimiento primero equivale a señalar el
poder secundario que tienen la costumbre, la educación y el
ejemplo. Pero ya hemos visto que se pretende sin razón
alguna que éstos son “la causa del gusto que tenemos por
aquello que es bello”.
Se trata, pues, claramente de un sentido interior, y la
diferencia respecto de los órganos de los sentidos es evidente:
se traduce en las características del gusto. Pero al mismo
tiempo, resulta imposible escapar, quiérase o no, de las
consecuencias del percepcionismo. Pues es, ciertamente, un
sentido, y el esfuerzo por escapar a las necesidades
perceptivas está destinado a ser vano. Si es un sentido, por
íntimo que sea, el gusto lleva en sí una necesidad de lo
interno, una predestinación de las estructuras perceptivas, la
fatalidad de “la organización”.66
Si todo se halla predeterminado de esta guisa, el innatismo
de Hutcheson escapa y se opone al improvement de
Shaftesbury. El gusto no tiene ya, no podría tener, las dos
características que le había atribuido el maestro: el libre
examen y el poder del progreso. El percepcionismo sustrae la
vista de lo bello al mundo de la libertad.
A esto se debe que el fundamento último del gusto y de lo
bello en el tratado del Origen sea un recurrir a Dios y una
interpretación por causas finales. Si lo bello no es sino una
percepción, entonces todo está ya escrito, pues se trataría de
una percepción relativa a la estructura de “aquel que siente”.
Los escritos sobre moral no aportarán luz alguna acerca del
“sentido interior” ni esclarecerán definitivamente el problema
del gusto. El segundo ensayo sobre el Origen de la idea de
virtud tiene sus pasajes estéticos; Hutcheson hace notar aquí
que lo que crea la dignidad moral del gusto estético es ante
380
todo y sobre todo el hecho de que los bienes son
compartibles. Hutcheson superpone a los sentimientos de la
armonía y el orden, producidos por el juego de lo uno y lo
vario en el primer tratado, una especie de belleza moral.
En el fondo, de nada sirve distinguir desde un principio
entre el sentido de lo bello o el del bien y todos los sentidos
externos, y de hacer de ellos inmediatamente después un
sentido y un órgano. Lo bello, en el fondo, lo mismo que el
bien, no es ni podrá ser una percepción. Todo
percepcionismo, lo sepa o lo ignore Hutcheson, se sume en
un fatalismo de las estructuras o en un “gestaltismo”. Si hay
una estructura moral, lo que no existe es un valor moral. Y si
hay una estructura estética, lo que ya no hay es un valor de los
gustos. El discernimiento no se presenta ya como tal en el
fenómeno perceptivo, y no se da en forma bruta en su nivel.
De una manera más general, lo inmediato no lleva en sí la
razón suficiente del correlativo, ni la intuición pura de los
términos, la inteligencia de la relación.
5. Adam Smith
A su vez, Adam Smith aporta indirectamente, al establecer
su teoría del gusto moral y de la simpatía, una contribución
capital a la teoría del gusto estético. El problema del gusto es,
de hecho, el mismo, o al menos similar, en ambos casos en la
ética y en la estética.
En la parte I, sección I de la Teoría de los sentimientos
morales, el problema de la simpatía ofrece las bases de un
discernimiento posible y, en consecuencia, de un paso a lo
universal de lo moral, y de rebote, de lo estético; en suma, se
separa al sujeto del individuo. Lejos de ver en la simpatía un
puro y simple contagio afectivo, Adam Smith subraya que no
381
hay simpatía auténtica antes de que conozcamos los motivos
de la alegría o de la pena del otro: “Lo primero que
preguntamos es: ¿Qué os ha acontecido?, y hasta que
obtengamos la respuesta nuestra condolencia será de poca
entidad, a pesar de la inquietud que sintamos por una vaga
impresión de su desventura y aún más por la tortura de las
conjeturas que sobre el particular nos hagamos”. Con esto se
esboza ya el reconocimiento de una universalidad del sentido
moral. “En consecuencia, la simpatía no surge tanto de
contemplar a la pasión, como de la situación que mueve a
ésta.” No sentimos simpatía en el mismo modo en que
razonamos, sino que simpatizamos con alguien según las
condiciones de una situación. Con todo, mi sentimiento
propio es la medida misma de la validez de los sentimientos
del otro.67 Pero hay quizá una ventaja de objetividad para el
sentido estético en comparación con el sentido moral. Debe
distinguirse, en efecto,68 en el fenómeno de la simpatía, entre
“los objetos considerados sin particular relación con nosotros
ni con la persona de cuyos sentimientos juzgamos”, con lo
que tenemos una imparcialidad desinteresada, y los objetos
considerados “en tanto que nos afectan a nosotros mismos, o
al otro que ése pueda ser”. Los objetos estéticos pertenecen al
primer grupo: no comprometen el interés propio.
Pero aun en el caso privilegiado del gusto estético en que
observamos de una sola mirada, espontáneamente, que “la
bondad del gusto y del juicio, cuando se les considera como
cualidades que merecen nuestro elogio y nuestra admiración,
parecen suponer una delicadeza del sentimiento y una
penetración del espíritu poco comunes”, no resulta menos
cierto que hay diferencias de nivel en el gusto. Tanto aquí
como en la moral, se juzga entonces según dos reglas
diferentes, según dos standards of taste, para determinar el
grado de rechazo o de elogio: la primera es absoluta, la
382
segunda relativa. Aquélla se remonta al ideal y se sirve, como
punto de comparación, de la perfección o excelencia misma;
ésta se sirve de las acciones con que el común de los hombres
alcanza “ese grado común de perfección al que se llega de
ordinario en este arte”. “Es así como juzgamos de las
producciones de todas las artes que pertenecen al ámbito de la
imaginación”, y las dos reglas mencionadas son las dos
normas de crítica. Después de haber comparado la obra con la
idea que uno se ha formado de la perfección, se considera el
rango que la obra debe ocupar entre las obras de su especie:
“Todo lo que va más allá de este grado [el grado medio], por
alejado que se halle de la verdadera perfección, parece
merecer nuestro elogio; así como, por el contrario, todo lo
que se queda más acá nos parece digno de censura”.69
El gusto, pues, no podría ser un arte de solitario. La
sociedad es esencial para que se dé el fenómeno del gusto. Si
el gusto es una universalidad de derecho, es, sin embargo, una
diversidad de hecho; y sus variantes son obra de ambiente
social. Esto es lo que observa Adam Smith, con su perspicaz
mirada de economista relativista.
6. Alexander Gerard
Una de las obras principales de Alexander Gerard (17281795) es un Essay on taste70 que comprende tres partes: el
gusto reducido a sus principios simples; la formación del
gusto por la unión y el cultivo de esos principios simples; y el
objeto y la importancia del gusto.
El buen gusto no es, en opinión de Alexander Gerard, ni
completamente un don de la naturaleza, ni enteramente un
efecto del arte. Está compuesto de ciertos poderes naturales
del espíritu que alcanza su perfección plena a través de una
383
cultura propia.
El gusto procede principalmente del progreso de las
facultades imaginativas que constituyen los sentidos
interiores o reflexivos. Son, según había dicho como primero
Hutcheson, sentidos subsecuentes, puesto que suponen
siempre alguna percepción previa de los objetos. Es así como
la percepción de una armonía presupone que comprendemos
ciertos sonidos, lo cual es totalmente distinto de la mera
audición: el sordo y el oído no musical son dos cosas
absolutamente diferentes. Lo mismo sucede con los reflejos —
prosigue Alexander Gerard—, ya que para ejercitarlos, el
espíritu reflexiona acerca de ellos y toma nota de cualquier
circunstancia o modo del objeto aparte de las cualidades que
ofrece por sí mismo a la atención de una primera mirada: por
ejemplo, el sentimiento de la novedad.
Los sentidos internos nos aportan percepciones más finas y
delicadas que las que propiamente se refieren a los órganos
externos; tenemos como muestras los sentidos de la novedad,
de la sublimidad, de la belleza, de la imitación, de la armonía,
de lo ridículo, de la virtud. ¿De qué manera cooperan estos
sentidos para formar el gusto, qué otros poderes del espíritu
se combinan con ellos, en qué consisten el refinamiento y la
perfección que suelen llamarse buen gusto, y por qué método
se lo puede adquirir? He aquí las cuestiones que Alexander
Gerard intenta resolver.
Gerard consagra una gran parte de su estudio al gusto de la
novedad (taste of novelty). El espíritu recibe placer o pena no
solamente por el efecto de los objetos exteriores, sino también
por la conciencia de sus propias operaciones y disposiciones.
Para estas últimas, el placer y la pena provocados se hacen
referir a los objetos que son causa de ellas, en caso de que sean
producidas por objetos exteriores y siempre que nazcan
384
inmediatamente del ejercitamiento del alma. Sentimos una
sensación agradable cada vez que el espíritu tiene una
experiencia elevada y viva: por ejemplo, la fuerza del espíritu
al ejercitarse contra una dificultad, el esfuerzo y el éxito
consiguiente que renueva el goce, o la dificultad moderada
que no llega a producir fatiga. También es bueno no decirlo
todo; aun la sencillez y la claridad disgustan en un autor
cuando son excesivas: “Nos privan del medio de ejercitar
nuestro pensamiento” —afirma Gerard—. En cambio nos
agrada un cierto grado de oscuridad en esos sentimientos
delicados que nos mantienen en suspenso y nos obligan a
prestar atención para poder penetrar en el sentido de las
cosas. En este espíritu, escribe Bouhours, el estético francés
del siglo XVIII: “Uno de los medios más seguros de agradar —
dice— no consiste tanto en decir y pensar como en hacer
pensar y hacer decir. Al sólo abrir el espíritu del lector, le
ofrecéis la oportunidad de hacerlo actuar… Pues si, por el
contrario, se quiere decir todo, no nada más se le priva de un
placer que lo encanta y lo atrae, sino que se permite que en su
corazón nazca una secreta indignación, pues se le hace creer
que no se tiene confianza en su capacidad”.71
Gerard señala la similitud que existe entre esta dificultad
moderada y el placer que se tiene en el estudio y en la
investigación de las cosas. Este principio basta para hacernos
soportar el trabajo más rudo y aun a presentárnoslo como
agradable aparte de la utilidad que pueda tener, como por
ejemplo el trabajo del coleccionista. Ésta es, en general, la
causa de nuestro placer en todas las investigaciones debidas a
la simple curiosidad.
Pero no sólo el éxito en las acciones, sino también la
concepción de la mayoría de los objetos a que no hemos
estado acostumbrados nos presenta dificultades. De este
modo, los objetos nuevos, en sí mismos indiferentes, se
385
convierten hasta cierto punto en agradables, ya que el
esfuerzo que requiere su concepción exalta y vivifica el
espíritu y ejerce en él una impresión más fuerte. Y cuando los
objetos ya son agradables por sí mismos, nuestra satisfacción
se acrecienta; por ejemplo un hermoso paisaje para un viajero
forastero, un nuevo descubrimiento de la ciencia o una nueva
obra maestra en las artes. “Et magis inopinata delectant” —
decía ya Quintiliano—.72 Los espectáculos que conocemos ya
demasiado nos sumen en la languidez y en la indolencia. En
este estado, todo objeto nuevo nos atrae. De aquí surgen la
moda y las artes: hay inclusive casos en que el placer de la
novedad es mayor que el placer producido por la belleza real.
Cuando la novedad no provoca placer alguno, ello se debe
a que no sugiere ideas nuevas o no incita al espíritu a
ejercitarse. En nuestro espíritu dado al ejercicio, la sorpresa
despierta ideas y agita nuestro espíritu: “Los pensamientos y
argumentos más comunes sorprenden por la manera en que
los emplean los poetas”. La novedad provee de encantos a los
monstruos y convierte en placenteras cosas que no tienen
nada de recomendable aparte su rareza.
El placer de la novedad aumenta con frecuencia por la
reflexión. La concepción de un objeto acompañado de una
dificultad considerable se halla reservada a un número
reducido de personas, pero aumenta, gracias a la reflexión, la
felicidad que sentimos al haberla vencido: v.gr., la primera
demostración de un matemático. A ello se añade, finalmente,
en las obras de genio y de arte, un principio más: el
descubrimiento de la sagacidad y de la penetración del
espíritu. “La nueva ruta que seguimos para ejecutar un acto
que nadie antes de nosotros había intentado —prosigue
Alexander Gerard— señala un genio original que estamos
encantados de poseer, y cuyo goce nos inspira continuamente
un nuevo placer.”
386
7. Home
Es en Home donde la preocupación por el problema del
gusto se muestra más constante. Constituye, por así decirlo, el
núcleo mismo de sus Elements of criticism. El capítulo que
concluye esta obra se intitula “Standard of taste”, y desde el
prefacio, la meta del libro se expresa con toda claridad: “The
following work treats of the Fine Arts, and attempts to form a
standard of taste, by unfolding those principles that ought to
govern the taste of every individual” (“La presente obra trata
de las bellas artes y pretende forjar una norma del gusto
desarrollando los principios que debieran regir el gusto de
cada individuo”). La educación, en efecto, es importante para
desarrollar una facultad que no es innata. Home añade a su
prefacio de la segunda edición: “The author of this treatise
[has] always been of opinion that the general taste is seldom
wrong” (“El autor de este tratado ha sido siempre de la
opinión de que el gusto general rara vez se equivoca”).
La teoría del gusto se inicia por una teoría de los sentidos
superiores. Nada de lo externo se percibe antes de que alguna
impresión se haya grabado en uno de los órganos de los
sentidos, y esto es válido para todos los órganos de los
sentidos.
La función del gusto está dotada de una extrema
delicadeza. Un hombre “desprovisto de gusto” no recibirá
sino una muy débil impresión, incluso cuando se trate de las
bellezas más asombrosas. La delicadeza del gusto realza
necesariamente nuestro sentimiento de pena y de placer y,
naturalmente, nuestra simpatía. Ninguna ocupación liga más
a un hombre a su deber como la de cultivar el gusto de las
bellas artes. Y esto se extiende a todas las relaciones lejanas de
este campo. Para el hombre que, gracias al improvement que
387
ya le había sido caro a Shaftesbury, ha adquirido un gusto
refinado y agudo, todo acto malo o impropio debe ser
eliminado inmediatamente. Así, la única regla que subsiste en
materia de gusto es la de saber si —y dónde— las reglas están
de acuerdo con la naturaleza humana. El resto no es más que
una ciega obediencia a una voluntad arbitraria. Sin embargo,
los errores siguen siendo en cierta medida inevitables: nadie,
ni el autor mismo, puede pretender “justificar su gusto en
cada detalle…; en algunas materias susceptibles de gran
refinamiento, el tiempo es quizá la única e infalible piedra de
toque del gusto”.73 Es él el que nos desempata.
Lo bello nace, pues, de los sentidos superiores, y los
sentimientos son los únicos que gozan del privilegio de poder
ser denominados pasiones o emociones.74 La relatividad y la
alteración del gusto tienen causas múltiples, se deben a
múltiples casualidades. El gusto puede ser aberrante, así como
puede haber también virtuosos del gusto.
El gusto era progresivo y tendía hacia una profundización
de la naturaleza humana: tenía sus representantes
competentes; hoy día, se desvía y tiende a las perturbaciones:
tiene sus disidentes.
El nexo entre el gusto y la imaginación, la dependencia de
los placeres respecto de la fantasía, constituyen un nuevo
motivo de error y refracción. El gusto toma por bello lo que
no es sino mera novedad (novelty) y trata como estética la
aparición inusitada e inesperada de los objetos. “De todas las
circunstancias que suscitan emociones, sin exceptuar la
belleza ni tampoco la grandeza, la novedad es la que ejerce la
influencia más poderosa.”75 Es la emoción del wonder. El ser
humano se maravilla sin discriminación y en todos los
sentidos de la palabra. Por lo tanto, new es wonderful en la
misma medida que nice. El asombro “se apodera del alma
388
entera y excluye, por algún tiempo, todos los demás
objetos”.76 Lo nuevo y lo extraño, al poner en movimiento
nuestra curiosidad, se alían en una unión indebida con la
admiración, gracias a lo wonderful. Ésta es la influencia
indebida de la moda, que no es sino placer de novedad, y las
otras causas perturbadoras del gusto son la costumbre y el
hábito.77 La ingerencia de la costumbre en las artes es
considerable, y explica casi por sí sola los módulos y los
cánones.78
Home se pregunta si puede haber un objeto propio del
gusto. Conviene notar que debe hacerse con todo cuidado la
distinción entre lo agradable y lo placentero, entre lo
desagradable y lo penoso: “Estos términos casi se consideran
sinónimos”.79 Es un error, opina Home, que se halla lejos de
ser venial. Y si se suprimiera, se podría alcanzar una cierta
objetividad del gusto. Según indicamos páginas arriba, hay
sentimientos mezclados.80
La última investigación que se emprende en los Elements of
criticism es el método de un standard of taste: “Sobre una
convicción común a la especie se erige un estándar del gusto
que se aplica, sin vacilación alguna, al gusto de cada
individuo. Este estándar, al afirmar qué acciones son rectas y
cuáles falsas, cuáles son apropiadas y cuáles impropias, ha
permitido a los moralistas establecer reglas para nuestra
conducta de las que nadie debe apartarse. Tenemos el mismo
estándar para poder decir con seguridad en todas las bellas
artes qué es hermoso y qué no lo es, qué es elevado y qué
mezquino, proporcionado o desproporcionado: y aquí, de
modo parecido a como lo hacemos en la moral, condenamos
justamente todo aquel gusto que se separa de lo que ha sido
reconocido por el estándar común”.81
La existencia de un tal estándar es, sin duda, todo un
389
descubrimiento. Existe en la naturaleza una regla que pone a
prueba el gusto de cada individuo. Home va más allá y se
asegura de lo que la regla de la naturaleza es verdaderamente,
de manera que ningún estándar falso se nos imponga.
Es indudable que son Hume y Burke quienes proveen de
armas y de temas de reflexión a la universalidad kantiana y
quienes con mayor fuerza sugieren a Kant el escribir, después
de todas sus críticas del gusto, una crítica del juicio, y el
hablar de la antinomia del gusto.
La invocación de lo general y de lo humano es, desde luego,
enteramente empírica en Home, y tiene un criterio más bien
pálido si se compara con la universalidad del entendimiento
kantiano. Pero los problemas de los azares en el gusto, de la
objetividad o subjetividad del gusto y —para hablar el
lenguaje de la época— de un standard of taste, son en Home
particularmente abundantes y tratados de un modo directo;
se presentan como leitmotiv, como pensamiento
paradigmático, de todo un libro. Le basta a Kant leerlo para
saber que, contrariamente al dicho popular, “en materias de
gusto sí se puede discutir”.
I) LA TEORÍA DEL GENIO Y DE LAS BELLAS ARTES EN
EL SIGLO XVIII
Joseph Warton, al dedicar a Young su Essay on Pope en
1756, escribe: “Una mente clara y un entendimiento agudo no
bastan para hacer un poeta… es una imaginación creadora y
ardiente acer spiritus ac vis, y sólo ello puede marcar a un
escritor con este carácter exaltado y poco común”.
Y éste es el problema entero de Young: los originals y los
imitators.
390
En 1759, Young dirige a Richardson una célebre carta
acerca de la composición original.82 Young defiende en ella la
causa del original genius, opuesto al imitative genius. Y las
Conjectures incurren a continuación en el campo de la
querella entre antiguos y modernos. Young reclama una sabia
independencia de parte de los modernos.83 Por otra parte,
Pope, teniendo en cuenta las perfecciones de los antiguos,
había dicho: “Copiar la naturaleza es copiarlos a ellos”. Young
es partidario de la mental individuality más que de la
imitación.
En el Spectator,84 Addison distingue ya dos clases de genios:
una primera clase que, con toda naturalidad y sin auxilio
alguno del arte o de los estudios, ha producido obras que han
sido admiradas por sus coetáneos y que han pasado a la
posteridad; y una segunda clase que se ha formado por
determinadas reglas y ha sometido su talento natural a las
restricciones y a las construcciones del arte. El gran peligro de
esta última especie de genio es el que se disminuya su propio
don natural por la imitación, que se forme según modelos sin
permitir una libre salida a la inspiración natural: “Una
imitación de los mejores autores no puede compararse a un
buen original”.85
En 1711, también Shaftesbury distingue entre dos clases de
genio:86 el genio simple y natural de la Antigüedad y el genio
que emana principalmente de la crítica de arte y de un estudio
profundizado de los maestros precedentes.
En 1728, en el ensayo-prefacio a su oda Ocean87 y en 1730
en su prefacio a Imperium Pelagi, el propio Young había
expresado la misma idea.
Contra las concepciones de Johnson que, en 1751, declara
en The Rambler que en una obra hay poca novedad fuera del
arreglo y la disposición del material, y contra las
391
concepciones de Hurd expresadas en su Discourse concerning
poetical imitation, Hogarth proclama la libertad del genio
para crear sus propias leyes, y en su Analysis of Beauty (1753)
reclama la conformidad con la naturaleza más que con las
reglas de los antiguos. Es en esta obra donde habla, a
propósito de los placeres de la imaginación, de la línea
serpentina, línea de gracia, que es un movimiento rápido y
ligero de la mano o del lápiz en la línea ondulada de la belleza.
Burke, en su Essay (1756), se rehusa a medir la belleza por el
grado de conformidad con las ideas abstractas. Y Joseph
Warton finalmente —y sobre todo—, en su Essay on Pope
(1756) le niega a Pope el genio poético, puesto que carece de
imaginación (creative imagination), y afirma que “lo sublime
y lo patético son los dos nervios principales de toda poesía
genuina”.
La causa está ganada, y el propio Johnson, en el capítulo x
de Rasselas, en 1759, describe la función poética en términos
que no desaprobaría Shelley. En otras palabras: no hay
catolicismo en el gusto.
Con esto se establece el valor de la visión independiente y
de la observación de primera mano. Ninguna imitación —
insiste Young—, por grandiosa que sea, puede alcanzar la
altura de un original. En su obra Conjectures on original
imitations, Young distingue dos especies de imitación: “La de
la naturaleza, la de los autores. Llamaré a la primera original,
y guardaré el término imitación para la segunda”. Los
modernos no deben imitar a los antiguos, sino el camino
independiente que estos últimos siguieron para estudiar rasgo
por rasgo tanto la naturaleza como el hombre: “Cuanto
menos copiemos a los célebres antiguos, tanto más nos
pareceremos a ellos”.
392
1 Cf. sobre todo el vol. II de la edición de 1758, principalmente las pp. 20-21.
2 Cf. Parte I, sección III, pp. 138 y s. y Parte III, sección II, pp. 254-278.
3 Cf. Parte I, sección III, pp. 138 y s.
4 Shaftesbury, Carta sobre el entusiasmo.
5 Shaftesbury, Diálogo con Filoclés, t. II, Parte III, sección II, p. 262.
6 The Moralists, t. II, Parte II, sección IV, pp. 185 y s.
7 Shaftesbury, Ensayo sobre la libertad del espíritu y del humor.
8 The Moralists, t. II, pp. 259 y 270.
9 Ibid., t. III, cap. II, p. 123.
10 Ibid., t. II, Parte II, cap. IV.
11
André Leroy, Mylord Shaftesbury. A letter concerning enthusiasm, PUF, París,
1938, pp. 72-76.
12 Moralists, t. I, cap. III, y t. II, cap. IV, pp. 183-189.
13 Véase infra, en este mismo capítulo, el inciso F: “Teoría de las artes plásticas en
Shaftesbury.”
14 Shaftesbury, Advice to an Author, I, 243.
15 Ibid., t. I, pp. 146 y s., y t. III, p. 270.
16 Shaftesburv, An Essay on Freedom, I, pp. 69, 83 y 94 y s.; Advice to an Author, I,
p. 227; Moralists, t. II, p. 269; Miscell. Reflect., t. III, pp. 27, 124 y s. y 135 y s.
17 Advice to an Author, I, pp. 155-176, y Miscell. Reflect., t. Ill, pp. 95-100.
18 Shaftesburv, Wit and Humour, t. I, pp. 91 y s., y Miscell. Reflect., t. Ill, pp. 192 y
209-214.
19 Referencias al virtuoso: I. 92, 126 y s., 224, 228, 230; II, 120, 185 y ss., 235, 258;
III, 108 y ss.; IV, 127, etcétera.
20 André Leroy, Le “virtuoso” de Shaftesbury, 2º Congreso Internacional de
Estética y de Ciencia del Arte, Alcan, París, 1937.
21 A. Leroy, Mylord Shaftesbury, pp. 85 y s.
22 Anotamos el título exacto de su primer ensayo por ser el que más nos interesa;
en realidad, contiene dos ensayos, ligados y paralelos: An inquiry into the original of
our Ideas of Beauty and Virtue in two Treatises, in which the principles of the late
Earl of Shaftesbury are explained and defended against the author of the fable of the
bees; and the ideas of moral good and evil are established, according to the sentiments
of the ancient moralists, with an attempt to introduce a mathematical calculation or
subjects of morality.
23 Hutcheson, Tratado de tas virtudes.
24 Es una vuelta a Leibniz y una preparación de la estética de Home.
25 El género literario del ensayo; La autenticidad de los poemas de Ossian; La
delicadeza del gusto y la vivacidad de las pasiones; La superstición y el entusiasmo; La
elocuencia; El desarrollo y el progreso de las artes y las ciencias; La sencillez y el
refinamiento en el estilo; El refinamiento de las artes.
393
26
Bosanquet, History of Aesthetic, George Allen, Londres, 5ª ed., 1934, pp. 178-
180.
27 David Hume, Treatise, ed. Selby Bigge, II, 2, 5.
28 Cf. Mirabent, La estética inglesa del siglo XVIII, Ed. Cervantes, Barcelona, p. 253.
29 Hume, Treatise, II, 1, 2.
30 Hume, Treatise, III, 3, 1.
31 Ibid., II, 2, 5.
32 Ibid., III, 3, 1.
33 Ibid.
34 Libro II, Parte I, sección VIII.
35 Cf. Parte IV de la Feria de los sentimientos morales.
36
Cf. Parte IV, capítulo I: “De la belleza que la apariencia de utilidad confiere a
todas las producciones artísticas, y de la generalizada influencia de esta especie de
belleza”; y capítulo II: “De la belleza que la apariencia de utilidad confiere al carácter
y a los actos de los hombres y hasta qué punto la percepción de esa belleza debe
considerarse como uno de los principios aprobatorios originales.”
37 Home, Elements of criticism, t. III.
38 Home, Elements of Criticism, cap. IV.
39 En inglés no es sólo greatness, sino también grand, grandeur.
40 Longino, Tratado de lo sublime.
41 Véase, por ejemplo, la descripción del paraíso en el Libro IV del Paraíso
perdido de Milton.
42 Cf. Home, Elements of criticism, cap. III: “La teoría estética del objeto simple.”
43 Ibid., cap. X.
44 La idea de la obra ha sido restituida en cuatro partes según el plan mismo
elaborado por Shaftesbury: 1) Carta concerniente al dibujo, a manera de prefacio; 2)
Noción sobre la representación histórica de Hércules; 3) La pintura de Cebes; 4)
Plástica, que es la más importante de las cuatro partes, pero conservada sólo
fragmentariamente y en notas cursivas.
45 Cf. el tomo I de las Characteristics: Advice to an author, pp. 161 y ss., y el tomo
III: Miscellaneous reflections, pp. 95 y s.
46 Esta carta acompañaría el envío de su Juicio de Hércules y sería, en el espíritu
de Shaftesbury, el prefacio de los Second Characters.
47 Maratta y Lucas Giordano.
48 Cf. en poesía la medida o métrica.
49 Hume, Origen y progreso de las ciencias y de las artes.
50 Hume, Apéndice I a los Ensayos de moral, ed. inglesa de 1764. t. V, p. 180.
51 Hume, Ensayo sobre la elocuencia.
52 Cf. especialmente los libros II y III: “De las pasiones y de la moral.”
53 Hume, Reflexiones sobre las pasiones.
394
54 Hume, Treatise, III, 1, pp. 576-582.
55 Fontenelle, Pluralité des mondes, Soirée VI, cit. por Hume.
56 Spectator, núm. 409.
57 Id., num. 411, y Pleasures of imagination.
58 Spectator, núm. 416.
59 Shaftesbury, Sensus communis, I, 6.
60 Ibid., IV, 1 y 3.
61 Swift, Respuesta a Collins.
62 Berkeley, Alciphron.
63 Shaftesbury, Miscellanous reflections, 2, p. 271.
64 Ibid., 1, p. 225.
65 Hutcheson, Origen de la idea de virtud, sección VI.
66
Cf. la crítica de la Gestalt por Piaget, sus comentarios acerca de los animales,
etcétera.
67 Adam Smith, Teoría de los sentimientos morales, cap. II, sección 2. Recuérdese
la célebre frase de Émile Faguet: “El buen gusto es el mío”.
68 Ibid., cap. IV.
69 Ibid., t. II.
70 Primera ed., Edimburgo, 1758; 2ª ed., 1764.
71 Bouhours, Manera de bien pensar, 4ª diálogo.
72 Quintiliano, Inst, or., VIII, 6.
73 Home, Elements of criticism, Introducción.
74 Ibid., comienzos del cap. II.
75 Ibid., cap. VI, p. 258.
76 Ibid., p. 269.
77 Ibid., cap. XIV, pp. 400-425.
78 Ibid., cap. XXIV, p. 464.
79 Ibid., cap. II. Parte II, p. 105.
80 Véase arriba, p. 252, párrafo 2.
81 Home, Elements of criticism, cap. XXV.
82 Young, Conjectures on original composition, 1774; Manchester University
Press, 1918.
83 Cf. Daniel, Defence of rime, 1603.
84 Núm. 160, 3 de septiembre de 1711.
85 En este aspecto, véase también Addison, Pleasure of imagination,
especialmente la p. 418.
86 Shaftesbury, Characteristics.
87 Young, On lyric poetry.
395
CUARTA PARTE
EL SIGLO XIX
396
XV. LA ESTÉTICA FRANCESA EN EL
SIGLO XIX
A) EL ROMANTICISMO
Al racionalismo extremo y consecuente se opone —y
conduce a la hipótesis de una belleza distinta— el espíritu
histórico. El arte es dependiente del clima, de la historia, de la
cultura, de las costumbres, de la religión, de la evolución
cultural de un pueblo. Es imposible separar el arte de la vida
de los pueblos; pues la evolución continúa y todo cambia y se
especifica. El siglo XIX fue un siglo de historia: la evolución de
la poesía corresponde a las exposiciones teóricas de Guizot,
Tocqueville, Thierry y sobre todo Michelet y Taine. La
Revolución había producido un cambio radical en el
movimiento literario debido al cierre de los salones y al
abandono de las reglas tradicionales, sustituidas
progresivamente por una cierta libertad. Surgió el
movimiento romántico, que expresó su propio
temperamento,
caracterizado
por
un
creciente
individualismo, pletórico de sensibilidad y de imaginación. Es
en el teatro donde el romanticismo francés, que tomó por
modelos a Shakespeare y a Schiller, alcanzó su máxima
importancia. Las leyes esenciales del drama, de todo drama,
son absolutas; pero en el interior de estas ideas muy generales
son permitidas las manifestaciones más diversas y opuestas
del espíritu. Madame de Staël (1766-1817) fue la primera en
oponer a la tragedia clásica francesa los dramas ingleses y
397
alemanes, o sea la tragedia romántica. En Francia, el primer
drama romántico fue, en 1829, Enrique III y su corte de
Alexandre Dumas, y unos pocos meses más tarde El moro de
Venecia de Alfred de Vigny. En 1830, la memorable batalla de
Hernani acabó en el triunfo definitivo del teatro romántico.
Chatterton sigue siendo la obra maestra de Vigny. Y Musset,
en sus dramas y sus comedias cargadas de fantasía, de
contrastes y oposiciones, incurre en todos los géneros:
gracioso, cómico y aun trágico.
Por diversas tendencias, Chateaubriand (1768-1848) puede
ser considerado como un prerromántico. Todos los rasgos de
carácter de Chateaubriand —melancolía, orgullo acerbado,
imaginación— se combinan con un sentido de lo bello. Lo
bello lo atrae. Descubre la belleza en los espectáculos de la
naturaleza, en los paisajes, en las civilizaciones, en las
religiones —tanto paganismo como cristianismo—, y esta
expresión de lo bello se desprende de todos sus escritos. El
sentimiento de la naturaleza es su gran tema de inspiración;
llevó a su desarrollo este sentimiento, que ya existía en
Rousseau y en Bernardin de Saint-Pierre. Su aversión a la vida
ha ejercido sin duda alguna una notable influencia en
Lamartine. Su personaje autobiográfico, Rene, es un carácter
romántico, solitario, melancólico y soñador que aspira a la
anulación total y a la desesperanza absoluta.
Es en El genio del cristianismo donde Chateaubriand
desarrolla principalmente sus ideas acerca de lo bello. Esta
obra es el resultado de cuarenta años de reflexiones morales.
Es, en el fondo, una continuación del Emilio, es decir, del
pensamiento de Rousseau. Chateaubriand nunca quiso hacer
de su obra un tratado apologético. Se trata para él de salvar a
la religión cristiana del descrédito en que había caído durante
el siglo XVIII, de mostrar que es humana, que es propicia a las
artes, que es la que mejor conviene al sentimiento de la
398
libertad. Ofrece, dice, “moldes perfectos al artista”.1 La
segunda parte, en que Chateaubriand se dedica a las artes,
aportará un nuevo género de crítica. La literatura refleja el
ambiente, la civilización, la sociedad: la crítica literaria se
convertirá en una provincia de la historia; su misión no
consistirá en juzgar y en clasificar, sino en comprender las
obras y en explicarlas por el ambiente exterior de que ha
salido la obra.
Según Chateaubriand, desde su nacimiento el cristianismo
ha provisto la “belleza ideal moral” o “belleza ideal de los
caracteres”. Distingue dos especies de belleza ideal: la belleza
ideal moral y la belleza ideal física; ambas han nacido en la
sociedad. El hombre primitivo, que vivía cercano a la
naturaleza, no conocía esta belleza ideal. Más tarde, a medida
que la sociedad iba multiplicando las necesidades de la vida,
los poetas aprendieron que no era necesario pintar todo lo
que se veía, sino que debían velarse ciertas partes del cuadro.
Y al ocultar, elegir, suprimir o añadir, los artistas llegaron
poco a poco a concebir formas que no eran ya naturales, pero
que eran más perfectas que la naturaleza; fue esto lo que
denominaron “belleza ideal”: “Se puede definir, pues, la
belleza ideal como el arte de elegir y de ocultar”.2 Esta
definición se aplica a la belleza ideal moral tanto como a la
belleza ideal física; esta última esconde las partes menos bellas
de los objetos, mientras que la primera oculta ciertos aspectos
débiles del alma. “Lo verdadero y lo ideal —afirma
Chateaubriand— son las dos fuentes del interés poético: lo
conmovedor y lo maravilloso.”3 Si el cristianismo es bello,
Chateaubriand descubre también elementos de belleza y de
arte en toda la historia, en el alma de los antiguos y en la
religión pagana; ha descrito al maravilloso pagano como lo
hizo con el cristiano maravilloso. Esta extensión de las
impresiones de arte y de belleza desarrollada en El genio del
399
cristianismo tendría poco después amplias repercusiones.
Lamartine (1790-1869) fue un idealista. Para él, todo en el
universo es armonía y belleza.4 Tiene la posibilidad de vivir en
la ilusión completa de la belleza, ya que para él no existen ni el
mal ni la fealdad. Admira la belleza en sí en la naturaleza, en
la humanidad, y la adora en Dios. En las Armonías describe la
belleza de la naturaleza y la eleva hasta la belleza suprema que
es Dios:
Y en paz estuvimos con esta naturaleza,
y amamos estos prados, este cielo, este dulce murmullo,
esos árboles, esas rocas, esos astros, este mar;
y toda nuestra vida no era sino un solo amar.
Y nuestra alma, límpida y calma como la onda,
en paz y alegría reflejaba al mundo;
y los rasgos concentrados en su brillante centro
formaban una imagen, y la imagen era… Dios.5
Victor Hugo (1802-1883) se inicia como un clásico en sus
poesías de forma tradicional,6 para convertirse
paulatinamente en romántico. Después de haber escrito el
Prefacio de Cromwell (1827), que constituye un auténtico
manifiesto, llega a ser el dirigente indiscutido del
romanticismo. Su concepción del romanticismo busca sus
fundamentos en lo grotesco, que era poco conocido en la
antigüedad clásica. Enfrenta el genio moderno al genio
antiguo: “Intentemos hacer ver que es de la fecunda unión del
tipo grotesco con el tipo sublime de donde nace el genio
moderno, tan complejo, tan variado en sus formas, tan
inagotable en sus creaciones, y enteramente opuesto en este
aspecto a la uniforme simplicidad del genio antiguo”.7 Según
Victor Hugo, lo grotesco es la fuente más rica que la
naturaleza puede ofrecer al arte. De esta oposición entre lo
sublime, que representa al alma tal cual es, y lo grotesco, que
abarca todas las fealdades y los ridículos, nace la concepción
de lo bello y lo feo en Victor Hugo: “Lo bello no tiene más
400
que un tipo; lo feo tiene mil”. Lo bello es, en efecto, la forma
considerada en su armonía más simple. Lo feo es un detalle de
un conjunto que se nos escapa y que nos presenta sin cesar
aspectos nuevos. En la época romántica, todo hace resaltar la
influencia y la alianza de lo grotesco y lo bello: “La musa
moderna sentirá que no todo en la creación es humanamente
bello, que lo feo existe en ella al lado de lo bello, lo deforme
junto a lo gracioso, lo deforme en el reverso de lo sublime, el
mal con el bien, la sombra con la luz. Y se preguntará… si es
asunto del hombre el rectificar a Dios; si una naturaleza
mutilada sería más bella; si el arte tiene el derecho de
desdoblar, por así decir, al hombre, a la vida, a la creación…;
si, en fin, el medio de ser armonioso es ser incompleto”.8
El romanticismo termina, pues, según Hugo, por hacer de
lo feo un tipo de imitación, y de lo grotesco un elemento del
arte. Y añade: “¡Ah, la naturaleza! La naturaleza y la verdad”.9
Fuera de estos principios, debe dejarse al buen gusto que
actúe. El arte, en efecto, debe tener como misión el rectificar
la naturaleza y ennoblecerla; en una palabra, el artista debe
saber elegir no lo bello, sino lo característico.
La originalidad es necesaria a todo artista. Las diferencias
de espíritu y de carácter de los artistas, las diferencias de
tiempo y de lugar permiten percibir mejor la belleza
dondequiera que se encuentre, puesto que lo bello es, ante
todo, relativo. Hay que dejar al escritor que se exprese todo
entero, con sus fallas tan necesarias como sus cualidades; lo
bello no puede existir sino bajo esa condición. “Tal mancha
no puede ser sino la consecuencia indivisible de tal belleza.
Este rasgo molesto, que me desagrada en lo más íntimo,
completa el efecto y le da al conjunto su ímpetu. Borrad lo
uno, y borraréis lo otro. La originalidad se compone de todo
ello.”10
401
La separación de los géneros falsea la verdad al dividirla. La
pintura de la verdad, al mezclar lo sublime y lo grotesco, tal
como sucede en la naturaleza, debe quedar sustituida: “Todo
lo que es en la naturaleza, es también en el arte”. Asimismo, es
artificial la regla de las tres unidades. Únicamente es
admisible la unidad de acción. Las reglas representan un
obstáculo al genio, a quien impiden que se expanda. No hace
falta imitar a los antiguos ni a los clásicos más que a los
románticos extranjeros. La libertad debe reanimar al arte.
“Los escritores deben ser juzgados no por las reglas y los
géneros, cosas que se hallan fuera del arte, sino según los
principios inmutables de este arte y las leyes especiales de su
organización personal.”11 En la época del Hernani (1830),
Victor Hugo amplía este principio de libertad y llega a dar
una definición nueva del romanticismo, en la que lo identifica
con la libertad: “La libertad en el arte, la libertad en la
sociedad, he aquí la doble meta a que deben tender todos a
una los espíritus consecuentes y lógicos”.12
La misión de la libertad consistirá en perseguir la verdad tal
como puede ser concebida por el arte, es decir, como verdad
histórica y verdad de la imaginación, que inventa en el mismo
sentido que la historia. El principio del arte es la libertad
tomada de la naturaleza, pero sin embargo hay una verdad
artística diferente de la verdad de la naturaleza: “La verdad
artística jamás podría ser, según han dicho ya varios autores,
la realidad absoluta. El arte no puede ofrecer la casa misma”.13
Esta verdad debe hallarse no solamente en el fondo de la
composición, sino también en su misma forma; y con esto se
dio un importante y feliz paso en la evolución de la poesía.
Los escritores deben emplear “un verso libre, franco, leal”, es
decir, quebrado, flexible y vivo: “El gusto les ha enseñado que
sus obras, verdaderas en cuanto al fondo, debían ser
igualmente verdaderas en cuanto a su forma”.14
402
Victor Hugo siempre pensó que el arte era expresión de la
sociedad. Consideró, pues, que el arte, según los periodos, es
sobre todo expresión del liberalismo, en seguida de la
democracia y, finalmente, después de 1850, del socialismo.
Esta concepción lo obligó a rechazar la teoría del arte por el
arte y a adoptar la del arte por la utilidad, utilidad social con
miras a enseñar y a mejorar.
B) EL ECLECTICISMO FRANCÉS Y SU ESTÉTICA
A partir de Condillac, el eclecticismo se desarrolló, bajo la
influencia en Francia de Cabanis, Destutt de Tracy y Maine
de Biran, y bajo la influencia de la filosofía escocesa y
alemana. Laromiguière (1756-1837) y Royer-Collard (17631843) fueron sus precursores.
1. Victor Cousin
Victor Cousin (1792-1867) intentó establecer una doctrina
filosófica. Observó en la historia de la filosofía la posición y
preeminencia alternativa de diferentes doctrinas: misticismo,
sensualismo, idealismo, escepticismo. Bajo el nombre de
eclecticismo se propone conciliar estas doctrinas, y en esta
conciliación consistirá, según él, el progreso de la filosofía.
El tipo mismo de la filosofía ecléctica es la segunda parte,
“De lo bello”, del tratado Du vrai, du beau et du bien (1858)
del propio Victor Cousin. En esta obra se pueden descubrir
los préstamos y una general falta de originalidad. Además,
Victor Cousin, gran admirador de los clásicos,15 refleja
notablemente la lectura de sus obras y el estudio de sus textos.
Al igual que para la búsqueda de lo verdadero, Cousin
403
emplea para el estudio de lo bello el método psicológico y
comparativo: parte del espíritu del hombre en presencia de la
belleza para llegar a las cosas y a los hechos. Considera
necesario tomar posición contra el hedonismo, que confunde
lo bello y lo agradable: “Entre las cosas agradables, las que lo
son más no son las más hermosas, señal segura de que lo
agradable no es lo bello”.16 Los sentidos no transmiten más
que lo agradable; el sentimiento desempeña un papel
considerable en la apreciación de la belleza, pero únicamente
la razón da la idea de la belleza. Por ello, el verdadero artista
se dirige menos a los sentidos que al alma; al pintar la belleza,
trata de inculcarnos el sentimiento y la apariencia; cuando
este sentimiento alcanza las alturas del entusiasmo, el arte
vive su paroxismo. El sentimiento de lo bello es muy diferente
del de lo sublime, que no es un sentimiento mezclado. En la
percepción de la belleza, además del sentimiento de la razón
se necesita la imaginación para animarlos y vivificarlos. El
papel de la imaginación consiste en “conmover
profundamente el alma en presencia de todo objeto bello, o
de su mero recuerdo, o aun de la pura idea de un objeto
imaginario”.17 Si el sentimiento influye en la imaginación, lo
inverso es igualmente cierto. Una última facultad, el gusto, es
en opinión de Victor Cousin una mezcla feliz de los
elementos precedentes; aparte de la imaginación y de la
razón, el hombre de gusto debe poseer el amor esclarecido y
ardiente por la belleza, o sea la admiración. El genio, según
Victor Cousin, “no es otra cosa sino el gusto en acción, es
decir, los tres poderes del gusto llevados a su colmo y
armados de una nueva potencia misteriosa, la potencia de la
ejecución”.18
Cousin refuta las diversas teorías sobre la naturaleza de lo
bello, ya que, a su juicio, lo bello no puede estar ligado ni a lo
útil, ni a la conveniencia, ni a la proporción. Concibe una
404
belleza física, “signo de una belleza interior que es la belleza
espiritual y moral, y es aquí donde se halla el fundamento, el
principio, la unidad de lo bello”.19 Estas bellezas constituyen
la belleza real por encima de la cual reside la belleza ideal,
siendo el último término del ideal infinito: es Dios. Dios es,
en suma, el arquetipo de la belleza perfecta. Es el principio de
los tres órdenes de belleza: belleza física, belleza intelectual y
belleza moral.
La finalidad del arte, según Victor Cousin, es producir la
idea y el sentimiento de lo bello, y de elevar a través de ello al
alma hacia la belleza ideal que es Dios. La ley general del arte
es la expresión que “se dirige al alma como la forma se dirige
a los sentidos”.20 La forma, a pesar de ser un obstáculo para la
expresión, es al propio tiempo medio necesario para ésta; a
fuerza de labor, el arte debe llevar a convertir el obstáculo en
medio. El arte debe dirigirse, según Victor Cousin, a los dos
sentidos superiores, el oído y la vista. Distinguirá, así, las artes
del oído: música y poesía; y las artes de la vista: pintura,
grabado, escultura, arquitectura, jardinería. Pero considera
que el arte por excelencia, el arte más expresivo y que
sobrepasa a todos los demás, es la poesía.
Victor Cousin concluye afirmando la superioridad del
espíritu y de la belleza moral.
2. Jouffroy
Théodore Jouffroy (1796-1842) dio a conocer en Francia la
filosofía escocesa gracias a un buen número de traducciones.21
Nos ha legado dos obras de estética: De lo bello y lo sublime;
de la causalidad (1816) y el Curso de estética (1843).
El Curso de estética de Jouffroy, publicado post mortem por
Damiron, fue elaborado en circunstancias muy particulares:
405
en 1822 se enteró de que la escuela normal en que era
profesor sería suprimida, con la consiguiente pérdida de su
cátedra. Desde noviembre de 1822 comenzó a dar su curso en
un pequeño cuarto en la Rue de la Seine, después en la de
Four, con un grupo de unos veinte jóvenes.
La cuestión de lo bello siempre había preocupado a
Jouffroy; este problema había sido ya tema de su tesis
profesional en 1816, y lo seguiría siendo a través de diversas
obras.
Emplea, para estudiar lo bello, un método más
específicamente escocés y nativista, diferente del
comparatismo de Victor Cousin. En toda percepción de lo
bello, Joufroy distingue dos elementos: “Fuera de nosotros un
objeto, y dentro un fenómeno que el objeto produce en
nosotros”.22 Este fenómeno comprende, en sí mismo, un
fenómeno sensible: el placer, y un fenómeno intelectual al que
Jouffroy atribuye gran importancia: el juicio. El objeto bello
es, pues, un juicio. Su carácter esencial es ser desinteresado y
no responder a ninguna necesidad determinada: se opone
dialécticamente a lo útil.
El principio rector de Jouffroy en materia de estética, así
como en moral y en psicología, es la idea del orden. Este
principio del orden es, según él, la conveniencia de las partes
de un objeto a la finalidad del mismo: es una teleología.
Jouffroy viene a ser una figura muy personal en la estética
francesa de su tiempo, que es en general un mero reflejo. Pero
al igual que su tiempo, Jouffroy se caracteriza por la palidez y
vaguedad de su metafísica. Los escoceses no llegan a salvarlo
de este defecto, más bien al contrario: es una dialéctica
ajustada a una metafísica en esbozo. Lo que más le falta a esta
estética de lo visible es una doctrina de lo invisible.
406
3. Lamennais
Lamennais (1782-1854) consagra a la estética el tercer
tomo de su Esbozo de una filosofía (1840).23 Toda la estética
de Lamennais está inspirada en Platón y se presenta
impregnada de idealismo. De espíritu a la vez vigoroso y
sumamente religioso, concibe que el arte tiene un origen
divino. Para él, la belleza de la naturaleza está consagrada por
Dios: “A quien Platón, en su lenguaje tan poéticamente
profundo, llamaba el geómetra eterno, y también el artista
supremo: su obra es el universo.”24 El arte es una emanación
de Dios y la expresión de Dios en sus aplicaciones: “Conocer,
comprender la obra divina, he aquí la ciencia; reproducirla
bajo las condiciones materiales y sensibles, he aquí el arte”.25
De este modo, el arte entero se resume, para Lamennais, en la
edificación del templo, es decir, la primera representación de
la idea de Dios por el hombre, la reproducción humana de la
obra divina. La arquitectura será entonces para él el arte
primero. Considera la escultura como una evolución
inmediata de la arquitectura, pero que “no reproduce sino
imperfectamente las maravillosas riquezas de la obra de
Dios”.26 La pintura logra la creación del templo. Al igual que
las artes plásticas y que la pintura, Lamennais considera que
la música es una especie de plástica de la obra y que aspira
hacia un modelo perfecto: y este modelo es “la armonía
suprema, la palabra, el verbo o el ruido, el sonido, la voz una e
infinita de Dios mismo”.27
Para Lamennais, lo bello es ciertamente la manifestación de
lo verdadero; para nosotros, nace del espectáculo del
universo. El arte está formado de dos elementos inseparables:
el elemento ideal, cuyo rasgo principal es lo infinito, y el
elemento material, cuyo rasgo característico es lo finito; el
407
nexo entre estos dos elementos —la unidad y la variedad—
constituye la armonía del arte. Éste representa, según
Lamennais, una parte de la actividad humana y es, como la
ciencia, indefinidamente progresivo.
C) LAS DOCTRINAS SOCIOLÓGICAS DEL ARTE
En todos los teóricos del arte social y en toda la escuela
sociológica del siglo XIX debe señalarse el carácter de
multivocidad del arte: lo dice todo, con excepción de sí
mismo; es el medio de todas las actividades colectivas
colocadas como metas exteriores antes de sus partidas. En
este sentido, es desde luego la antítesis del arte por el arte. Y
es igualmente la antítesis del arte posterior al Renacimiento,
cuya meta no era únicamente “decir”, sino “decirse”. Por ello,
nada más notorio que la monotonía de los temas en todos los
profetas del arte social. En Tolstoi, por ejemplo, volvemos a
encontrarnos siempre los mismos tres temas principales, a
saber; el individualismo a partir del siglo XVI; en segundo
lugar, el arte autónomo, que es el arte histriónico; y
finalmente, el arte como confesión pública. El arte social es
antípoda del arte por el arte. Es “el arte egoísta” de los saintsimonianos. En todo caso, es una teoría nefasta de depravados
solitarios. Théophile Gautier, por ejemplo, en el Prefacio de
Mademoiselle de Maupin, ofrece una respuesta a los saintsimonianos, entre los que cuenta a los que recibieron el
nombre de “los ferrocarrileros”. Berlioz, que coqueteaba con
los saint-simonianos, hace una composición para la
inauguración de los ferrocarriles.
La teoría del genio es una conciencia colectiva. En todo
caso, el arte social es un arte de contenido, no de forma. Es
una estética del contenido.
408
1. Saint-Simon y Proudhon
Los puntos de partida del arte social se encuentran más allá
de Saint-Simon (1760-1825) y de Proudhon (1758-1838). La
educación estética, según Schiller, con el papel educativo del
arte, es en efecto una de las raíces principales del arte social.
Saint-Simon y Proudhon lo que hicieron fue desarrollar estos
temas.
Los saint-simonianos se caracterizan por dos tendencias: la
de los industrialistas y la de los místicos. Para los primeros, el
arte es reflejo: es la tesis de Adolphe Garnier.28 Para los
segundos, el arte es preciencia: es una preparación de los
periodos orgánicos futuros a la vez que guardián de las
tradiciones de los periodos orgánicos pasados. En la doctrina
de Saint-Simon predominan dos elementos esenciales: el del
homo vates, o sea el hombre adivino, y el de la virtud
comunitaria del arte.
En Proudhon y en todos los teóricos que le siguen, la fuerza
colectiva del arte y su virtud comunitaria son los únicos
rasgos mantenidos, incluso cuando el arte es iniciador.
Proudhon es un reformador y un lógico. El arte en sí, el
arte por el arte, es en su opinión un absurdo. Ve en él una
facultad del espíritu humano. Y la facultad presupone una
finalidad, así como no se puede pensar en un efecto sin que
haya una causa. El arte es, pues, para él, una facultad estética,
una representación idealista de las cosas y de nosotros
mismos con miras al perfeccionamiento físico y moral de
nuestra especie. El arte ocupa en su concepción del hombre
un lugar subordinado. El alma humana es una polaridad; en
un polo está la ciencia y la conciencia, y en el otro la justicia y
la verdad. El arte tiene, pues, una función auxiliar, y su
subordinación es asunto de razón y de conciencia. La justicia
409
y la verdad son nuestros dos únicos ideales. Al ser el objeto
del arte ideal, la idea que justifica la existencia del arte es la
vida social, y en la naturaleza del mundo existe una segunda
naturaleza: la vida social. El arte contribuirá a su creación y
tendrá como misión el ser antecesor por las sugestiones de
que ha provisto a la colectividad, y de juzgar el pensamiento
de los artistas, no su dirección. Una vez reconocido que no
hay estética sin filosofía, se invocan de hecho nuestras
facultades racionales: no existe el error en el gusto, sino
simplemente errores de juicio. Proudhon desemboca en una
polémica en torno a su amigo Courbet. No es posible que
haya un arte realista, y si una obra merece el epíteto de
realista, no podrá llamársela arte. Pero lo real en cuanto tal no
es ya lo verdadero, es decir, la idea, o si es arte, no merecerá
jamás el nombre de real.
Proudhon dice que hay formas de ideal bien dispuestas,
pero caducas y propias solamente de su tiempo: el típico culto
de Egipto, el culto de la forma en Grecia, del espíritu y de la fe
en san Pablo y en la Edad Media; durante el Renacimiento, el
arte es ambiguo y poco logrado por carecer de ideal común:
hay tantos ideales como ciudades; vuelve a encontrarse un
verdadero ideal con la autonomía de la Reforma.
Posteriormente, lo que hay es un desencadenamiento y una
irracionalidad, un desbarajuste en un ideal mal dispuesto. Lo
pertinente es, según Proudhon, sustituir el idealismo de la
forma por el idealismo de la idea, tener un ideal humano, no
divino. Para él, la cárcel de Mayas y el gran mercado de París
(Les Halles) son los dos monumentos de arte en París; los
demás no merecen más que crítica. Su revolución estética es
humanitaria: el fin último del arte es la justicia, es decir, la
ciencia y la conciencia. El arte debe iniciar y educar, o mejor
aún, exaltar. El arte será concreto, sintético, democrático y
progresista, y en todo caso reformador y discriminador de
410
valores. Proudhon ve en ellos una tendencia al espíritu crítico,
y el papel del arte debe ser denunciador y justiciero. Como en
Tolstoi, debe ser un instrumento de confesión, a la que debe
poder remplazar.
El papel del artista consiste en sentir, es decir, en descubrir
y fijar el ideal de carácter sagrado, pero deontológico. El arte
por el arte no hace sino incitar las pasiones. El artista debe
sacrificarse en varios sentidos: debe sacrificar sus gustos y su
personalidad a los grupos y sacrificar igualmente sus
ambiciones: de aquí su concepción del genio, que es un
pensamiento colectivo que ha crecido con el tiempo, así como
su concepción del arte, que es descubrimiento y no creación,
del mismo modo como la industria no crea, sino transforma.
El arte no es venal. En efecto, según Proudhon, lo que no es
venal revela ciencia y conciencia y carece de valor comercial;
el tráfico de objetos de arte sería, pues, un verdadero trafique.
El ideal debe poder imponerse como algo ortodoxo. Al
proponer al individuo como fin, la Revolución dice que el arte
es revolucionario en el sentido de que éste debe unirse a una
corriente colectiva. Proudhon presiente ya que tendrán que
pasar quizá varios siglos para vencer la antinomia y producir
un renacimiento del arte.
Toda esta concepción de arte social, con las ideas de
confesión y justicia, es monótona en extremo. Además, la
honestidad y el arte del pueblo son las dos piedras de
escándalo del arte social, y Proudhon justifica difícilmente su
punto de vista.
2. Taine. Las tesis capitales de la filosofía del arte
La Filosofía del arte de Taine (1828-1893) es una obra que
resultó de los cursos que dictó el autor en la escuela de Bellas
411
Artes desde sus treinta y siete hasta los cuarenta y un años de
edad.29 Al publicarse en 1881, Taine tenía cincuenta y tres
años de edad.
a) El método de Taine
Es un método naturalista. Quiere aplicar el determinismo
en las ciencias del espíritu y asimilar las producciones del
espíritu humano a la producción de la seda natural y de la
miel de las abejas.30 Estas producciones del espíritu son
consideradas como un efecto riguroso de causas combinadas.
Según Taine hay una temperatura moral similar a la
temperatura física y que explica las apariciones: “Así como
hay una temperatura física que, por sus variaciones,
determina la aparición de tal o cual especie de plantas, así
también hay una temperatura moral que, por sus variaciones,
determina la aparición de tal o cual especie de arte”.31 Para ser
breves: Taine aplica a las ciencias morales el determinismo de
las ciencias naturales. La estética se convierte de este modo
“en una especie de botánica aplicada”.
Taine utiliza la teoría de la subordinación de los caracteres,
es decir, los principios de la clasificación de Linneo, basados
en el carácter dominante y los caracteres secundarios.
Volvemos a encontrarnos con este método deductivo en el
Ensayo sobre Tito Livio (1855), empleado aquí por el mero
hecho de que Tito Livio es un orador.
Taine determina con precisión los diversos factores de
influencia. Los tres factores de la Filosofía del arte son los
mismos que aparecen en la Historia de la literatura inglesa
(1863): la raza, el ambiente, el momento.
Y como consecuencia de esta concepción determinista y
naturalista que vuelve a incluir en el orden de la naturaleza el
orden moral, Taine sustituye el precepto por la ley. La noción
412
de ley se deriva del análisis, el método histórico remplaza al
dogmatismo: “Pero nosotros, según es nuestra costumbre, la
estudiaremos como naturalistas, metódicamente, por el
análisis, e intentaremos arribar no a una oda, sino a una
ley”.32
Y Taine aplicará este método naturalista, en todo su rigor, a
los problemas de su estética: la obra de arte en su esencia, su
génesis, su valor.
b) La estética explicativa de Taine. La doctrina de los
ambientes y su mecanismo
Todo este método naturalista tiene un resultado, un
leitmotiv que servirá para explicar la obra de arte en su
esencia y en su génesis, es decir, para resolver los dos
primeros problemas: se trata de la teoría de los ambientes.
Para precisar la naturaleza de la obra de arte, Taine insiste
en la expresión de un ambiente moral que actúa sobre la obra
de arte: el estado de las costumbres. Explicar aquélla sin éste
sería explicar el efecto sin tener en cuenta la causa. Pues quien
habla de medio ambiente, habla de acción, de interacción, de
reacción. El problema consiste en mostrar la dependencia de
la obra de arte y sus conexiones: no es un objeto aislado; un
primer conjunto sistemático está representado por la obra
total del artista; después, tenemos la escuela literaria o
artística de un periodo; y finalmente queda incluida toda la
época, todo el mundo contemporáneo y su gusto.
Sin embargo, debe llegarse más a fondo y procederse,
siguiendo el método naturalista, a una clasificación de las
artes. Taine distingue las artes de imitación y las artes de
simples referencias. El arte de imitación no es una imitación
estricta de la naturaleza; esto sería fotografía o vaciado; lo que
se imita son las relaciones, las dependencias mutuas de las
413
partes: relación de magnitud en las proporciones, relaciones
de posición en la forma, relaciones de las acciones del
personaje con su carácter. El arte “se convierte así en una obra
de la inteligencia y ya no solamente de la mano”.33 Pero estas
relaciones reales sufren una alteración para dar lugar a la
aparición de la Idea en el artista. La obra de arte es, pues, un
conjunto de partes entrelazadas que el artista modifica de
manera que manifieste un carácter, y que lo manifieste en
forma concentrada. La obra de arte se halla conforme con la
idea: el arte es “ideal”.
La génesis de la obra de arte se explica esencialmente por la
tesis general de la teoría de los ambientes que reaparece
inmediatamente y que debe quedar demostrada: la obra de
arte está determinada por un estado general del espíritu y de
las costumbres. Siempre se encuentra sometida al ambiente
moral.
La génesis o producción de la obra puede definirse, según
Taine, con una sola palabra: es un transformismo aplicado a
la doctrina del espíritu, ya que el mecanismo adecuado al
medio moral y a su influencia determinante sobre el
nacimiento de la obra de arte no es otro sino el mecanismo de
la selección natural. Es una selección del ambiente moral que
elige entre las diversas especies de talento, así como en la
naturaleza se hace una selección de las diversas especies de
árboles según la temperatura física: “La presión del espíritu
público y de las costumbres que nos rodean concentra [los
talentos] o los desvía, imponiéndoles un florecimiento
determinado.”34 En otros términos: el medio ambiente ejerce
una presión, un apremio de orden sociológico, por así decir,35
y justamente bajo esta presión queda determinado el arte y
adquiere sus características de época, de lugar, de escuela. El
estado de las costumbres actúa por un sistema de barreras,
por canalización y por detención.
414
Taine ofrece la prueba de esta teoría mediante dos
métodos: un método de observación que, por la enumeración
de los casos en que se verifica el paralelismo, constituye un
verdadero método de concordancia; y un segundo método
que puede llamarse deductivo o de demostración, que
desciende de la causa supuesta al efecto, induciendo del
estado general de los espíritus lo que debe y puede ser la obra
de arte. De este modo se podrá descubrir, entre el fenómeno
antecedente (el estado de las costumbres) y el fenómeno
consecuente (la obra de arte), un nexo invariable y necesario.
Un ejemplo luminoso del segundo método nos lo ofrece la
parte IV íntegra de la Filosofía del arte: “La escultura en
Grecia”; las obras han desaparecido y no es posible
reconstituirlas más que evocando el ambiente moral que las
vio nacer.
En cambio, en la parte I parece que Taine dedica su
atención sólo al método de las concordancias. Este método se
verifica en los casos simplificados y límites de la melancolía,
de la tristeza universal de los tiempos; aquí, la selección opera
y se efectúa por un sistema de barreras sucesivas levantadas
frente al artista y frente al desarrollo de su obra si no está
conforme al espíritu público, o por una serie de
oportunidades que lo llevan viento en popa si la obra
responde a este espíritu. El método de las concordancias se
verifica además en los casos históricos y reales: muestra la
evolución de un arte en concordancia con el estado general de
los espíritus de una época: “Consideremos uno a uno los
diferentes terrenos, y veremos nacer una a una las diferentes
flores”.36
Es en este punto donde hace su aparición la tesis capital del
personaje reinante. En el fondo, el ambiente moral
desemboca, debido a sus barreras, en la constitución de un
415
personaje ficticio e ideal, espejo de una sociedad, y que
explica la convergencia singular del gusto de una época y de
su estilo.
La génesis se efectúa en cuatro momentos perceptibles: en
el primer momento hay, en el origen, una situación general,
es decir, la presencia universal de ciertos bienes y de ciertos
males; en el segundo momento, esta situación engendra
necesidades, sentimientos, aptitudes correspondientes; en el
tercer momento, estas necesidades y sentimientos constituyen
un tipo, un modelo que se impone al ideal de todos; es el
personaje reinante: el joven hombre de raza hermosa, el
perfecto hombre de corte; y en el cuarto momento, pasaje
sumamente delicado éste, la obra de arte consiste en la
selección de los sonidos, de los colores, de las formas, en la
conexión de sus relaciones, de tal manera que representan a
este personaje reinante si se trata de las artes de imitación
(escultura, pintura, literatura) o que se dirigen a él y le
agradan si se trata de las artes de meras referencias
(arquitectura, música). Todo el arte depende de él, siempre
con miras a agradarle o a expresarlo.
Y en cuanto se añada a lo anterior, para lograr una
particularización, la especificación que aportan los factores
secundarios de la raza (especificación en el espacio), del
momento (especificación en el tiempo), las tendencias
propias del artista, se logrará una individualización perfecta
de cada obra. Esta individualización se explica del mismo
modo como se explica la formación del individuo mismo por
parte del embriogenista y —según podría decirse— por la
adjunción de todo lo accidental de la epigénesis a esta
preformación esencial y cierta.
Así como el método general de Taine convirtió a la filosofía
del arte en una botánica aplicada, así también su estética
416
explicativa y genética revela en su trasfondo la teoría de la
evolución que altera en sus propios cimientos todas las
ciencias naturales en esa época. Es la influencia —o mejor
aún, el mecanismo— de Darwin, aparente incluso en los
términos y las nociones.
c) Del hecho al derecho: la inducción normativa de Taine y la
formación de los valores
Una estética puede ser de observación (es decir, remontar
los efectos a las causas), y por lo tanto explicativa: a esto se
reduce la parte I de la Filosofía del arte. Pero una estética
puede también ser normativa, o sea que puede encontrar
escalas de valor y fundarlas en leyes. El fundamento puede
hallarse sea en el campo de la metafísica, cuando se trata de la
Einfühlung, de la fusión con el ser, como lo hemos visto en
Plotino; o puede ser lógico, como en Herbart, cuando una
razón innata ha presidido el nacimiento de la obra, para que
nuestra razón la vuelva a encontrar y la reconozca. Puede ser
psicológico, en el caso de la armonía de la imaginación y del
entendimiento: tendríamos entonces el hedonismo; o
formalista, en la manifestación de las esencias geométricas y
matemáticas: las figuras y los números. Y finalmente, puede
ser inductivo cuando se toman las obras universalmente
reconocidas, cuando se trata de prolongar los valores
establecidos y existentes mediante leyes derivadas de estos
valores y que han de servir de guía o de criterio para las
nuevas obras que haya que criticar y juzgar; con esto, se pasa
del hecho al derecho.
En la parte V de la Filosofía del arte, Taine intenta crear su
estética normativa, o sea que esta parte se halla en franco
contraste, por su plan tan distinto, con la primera parte, que
es, según anotamos más arriba, de observación. “El objeto se
hace ideal cuando se revela conforme a la idea, es decir,
417
cuando transforma el objeto real manifestando algún rasgo
esencial o sobresaliente con mayor perfección y claridad de lo
que lo hacen los objetos reales”.37
Pero en lo que Taine ha expuesto como doctrina, ¿hay
materia para crear una jerarquía y lugar para una estética
normativa? A primera vista, y en el plano de la estricta
objetividad histórica en que Taine se había colocado en la
parte I de su obra, parece que debe responderse
negativamente a esta pregunta. Todo debe valorarse y, sobre
todo, toda escala es relativa. Sin embargo, es manifiesto que
en estética hay valores, y que estos valores se atienen a
concordancias de juicio. En esto sí es posible la existencia de
una regla, y en efecto es derivada de la definición misma de la
obra artística. La naturaleza de la obra ordena y organiza
nuestras escalas. La misión de la naturaleza consiste
justamente en establecer como dominante un carácter
notable. Es necesario, pues, que sea el rasgo más notable y
dominante posible. De aquí proceden nuestras tres escalas. La
primera ofrece el grado de importancia del carácter según el
principio mismo de la clasificación de Linneo, o sea según el
principio de la subordinación de los caracteres. Éstos son los
valores primarios y naturales, que pueden mostrar el nexo
entre la verdad y el arte. La segunda escala indica el grado de
benevolencia del carácter: es la escala de los valores éticos que
muestra la relación entre la moral y el arte. Y la tercera escala
es la de la convergencia de los efectos; es la escala de los
valores técnicos que muestra la conexión entre la técnica y el
arte.
El conjunto abarca, más o menos, la esencia misma de la
obra de arte: manifestar concentrando. Es el hecho que
fundamenta el derecho. Y gracias a una especie de estética
organicista de la obra, volvemos a las doctrinas naturalistas de
Taine y a la ciencia del mundo viviente.
418
Se ha querido ver en Taine al heredero de Herder, incluso
de Hegel en cuanto a ciertos puntos de vista. La verdad es que
Taine pertenece a su siglo, es decir, al siglo de la historia;
ahora bien, el siglo XIX, siglo de la historia, se remonta
efectivamente a Herder. Lo que es menos cierto es que aporta,
en el orden de las ciencias morales, todas las adquisiciones del
método de las ciencias naturales —el método de Linneo, de
Cuvier— y sobre todo el transformismo sistemático y
clasificador y el sentido genético de las cosas. Pero lo que
importa es, ante todo, el captar la importancia y el lugar que
la Filosofía del arte ocupa en su obra total. No es un ensayo,
sino el resultado de todo el pensamiento de su primera época.
Es, en efecto, el resumen y la síntesis de su primera
descripción natural del hombre; y toda la obra, que sirve de
broche a su primer ciclo, no será precisamente más que esto;
posteriormente, con De la inteligencia (1870) y Los orígenes de
la Francia contemporánea (1876-1890), la obra se engrandece
y se transforma para llegar a ser una analítica del espíritu y
una filosofía de la historia.
3. Guyau: la génesis y las conexiones de lo bello
La primera obra de un hombre se define por sus puntos de
partida. Los problemas de la estética contemporánea (1884) de
Guyau (1854-1888), primera de sus obras estéticas, no escapa
a esta regla. La tesis esencial que inicia este libro es el lado
vital del gran arte; es una estética biologista y moralista. De
aquí sus dos inmediatas consecuencias, que caracterizan toda
la estética de Guyau desde sus principios: es un alegato en
favor del lado serio del arte; es, resueltamente, una estética del
contenido. Se opone tanto al diletantismo como al
formalismo.
419
El método de Guyau se señala por tres grandes rasgos que
son por sí solos la ruina de su doctrina al revelar su intrínseca
endeblez.
Para comenzar, lo que puede llamarse la petición de
principio de Guyau: la vida intensa se guía por una especie de
irradiación, de desbordamiento de la fuerza. La intensidad
pasa a ser expansión. Guyau identifica gratuitamente e iguala
esencias diferentes: lo intenso y lo expansivo, o la pasión
concentrada y el sacrificio de los débiles; esta identificación de
intenso y expansivo es un postulado para Guyau; el nexo no
es necesario ni surge a priori, sino que hace falta demostrarlo.
Cada vez que descubre las manifestaciones de una expansión,
habla de esta vida que se expande como de una vida más
profunda y más intensa. No resulta asombroso que, habiendo
postulado la vida en todo fenómeno de comunicación, la
encuentre, a fin de cuentas, dondequiera que, por definición
arbitraria, la había puesto él mismo.
El segundo rasgo de su método es casi dialéctico, y se le
encuentra en un sinnúmero de inflexiones y pasajes. Todo lo
quiere confundir en la unidad de la vida; se desentiende, pues,
de las distinciones y de la independencia recíproca de las
nociones. No es la dialéctica de sus maestros; tampoco es la de
Platón, para quien la diferencia específica de las nociones no
se cubre sino parcialmente; ni la de Kant, para quien la
analítica está fundada en la diferencia antinómica, la cual
separa las nociones de manera irreductible y las hace
intransigibles y, hasta cierto punto, contradictorias. Lejos de
categorizar la vida psíquica en nociones independientes y en
mecanismos autónomos, reúne y esfuma todo en la general
confusión de lo viviente. De aquí el eterno desequilibrio del
sistema y lo inadecuado de la argumentación.
Y por último hay en su sistema una confusión de las causas
420
eficientes y las causas finales.38 La vida que es la meta, el fin, el
ideal de todo el esfuerzo convergente del arte, de la religión y
de la moral, es al propio tiempo el principio actuante, la
alimentación continua y el sustrato de estos tres dominios. Lo
teleológico se reabsorbe en lo causal y, a la inversa, lo causal
irradia en lo teleológico. Una sola noción, ilimitada e infinita,
es suficiente para todo.
Tal como es, conservando la síntesis indivisa de las
nociones y confundiendo, por otra parte, las manifestaciones
diversas del arte, de la moral y de la religión (la vida perfecta,
sentida, querida, imaginada), en un solo fin y bajo uno y el
mismo principio, sigue siendo indudablemente una tesis muy
atrayente y sutil en sus detalles, con innegables puntos de
vista nuevos y nexos ingeniosos.
a) El anticriticismo de Guyau
En el momento histórico en que Guyau escribió, la
situación espiritual de la estética se encuentra, a continuación
de las tesis de Renouvier, en presencia del criticismo de Kant,
uno de sus maestros. Kant establece distinciones radicales
entre lo agradable, lo bello, lo útil y lo bueno, caracterizadas
por la separación del aspecto atractivo, del fin con el juego
subjetivo de las facultades. Todo ello está comprendido en el
primer momento de la Analítica de lo bello. El desinterés es
un rasgo común que se opone a los diferentes conceptos. Hay
una oposición formal entre lo bello y lo agradable, y para
Kant las artes agradables son precisamente las artes de las
sensaciones. Por sus vías sociológicas, Guyau se elevará más
tarde hacia el punto de vista que defiende Kant, si bien de otra
manera.
Es notable que la gran escuela evolucionista de donde parte
Guyau, percibiendo claramente lo que tiene de imperfecto
para la idea de lo bello el juego profundo, pero elemental, de
421
lo orgánico, se haya apropiado, por encima de todos los
puntos de divergencia, de las tesis de Kant. Las siguió en sus
tres direcciones: primero, en el espectáculo solo, o al menos
en el juego que es un pre-ejercicio, un ejercitamiento lujoso.39
En segundo lugar, en lo útil y lo necesario, que habían sido
separados radicalmente por Grant Allen,40 la necesidad y el
deseo tienen su papel sumamente importante en la evolución
de lo bello; igualmente, el arte de adhesión es una tendencia
fatal, siendo deseable dejarlo de un lado. En tercer término,
en las sensaciones sólo de los sentidos superiores —la vista y
el oído—, precisamente porque se hallan desligados del
interés inmediato y vital con que el órgano se sintiera herido
o exaltado. La posición de Guyau será muy clara: se ampara
en la idea biológica de los evolucionistas para completarla. Y
al completarla, la vuelve contra Kant. La noción de expansión
de vida traducida en todos los dominios con generosidad crea
un desinterés que no es sino la prolongación de lo vital
mismo: es un interés transfigurado.
He aquí el principio: “El arte es vida concentrada”;41 “el
principio del arte, según nosotros, se halla en la vida misma;
así pues, el arte tiene la seriedad de la vida”.42 Casi por esos
mismos años, Nietzsche, en un sentido moralmente opuesto,
crea la misma reacción en cuanto a la seriedad en el arte, que
es una de las formas de despliegue de poder. El arte y la
creación de belleza son, tanto en Guyau como en Nietzsche,
efecto del querer vivir, tanto del querer como del vivir. Este
principio se formula en tres tiempos: Guyau opone a lo
espectacular el afán vital; al desinterés, la tesis del utilitarismo
de lo bello; a la especificidad de lo bello, su conexión con lo
agradable.
Sobre todo la tesis de la belleza-espectáculo, de la bellezacontemplación pura es la que interesa destruir: es la oposición
de la acción a la intelectualización criticista. Guyau restablece
422
los puentes con la actividad; toda emoción viva es como una
preparación al acto; en todos sentidos somos llevados hacia la
acción; el goce estético se ve decuplicado en y por la acción. A
esto se debe que el arte creador tienda a lo serio y a lo
verdadero y no a lo ficticio. El arte se opone a la ficción, que
no es otra cosa que su dolencia. Para sus creaciones, lo
esencial es en primer lugar el parecer que existe. La
admiración, que es el amplio ámbito de lo bello, no tiene su
fuente en los espejismos: es una “imitación interior”. Así se
destruyen las dos tesis esenciales de la doctrina evolucionista
del arte; no es un goce de lujo ni es tampoco una simulación;
por ella queda refutada íntegra la doctrina del juego.
La emoción estética —y es ésta la segunda tesis que
restablece los puntos contra el desinterés kantiano— está
ligada a una necesidad, a saber, al deseo por el lado del sujeto,
y a lo útil por el lado de las cosas. El deseo es signo de vida; los
grandes fenómenos vitales llevan consigo su satisfacción
estética, se trate de la respiración, de la nutrición, y sobre todo
del amor, fenómeno por excelencia de la vida expansiva: “El
tipo de la emoción artística es la emoción del amor mezclado
siempre a un deseo más o menos vago y refinado”.43 Basta con
que un deseo sea poderoso y contenido para que lleve dentro
de sí la posibilidad estética. Pero he aquí la objeción: el deseo
es egoísta; amenaza con restringir esta vida que, según Guyau,
constituye su principio estético. Guyau responde, sin
embargo,44 a los partidarios del desinterés que el deseo no es
egoísta sino cuando es imposible efectuar una repartición. Por
ello el gran artista se desvía desmesuradamente y sufre
incesantemente con sus fracasos. Teniendo en cuenta lo que
en él hay de activo y de deseoso, se puede decir
verdaderamente, como en el Ticiano y en Miguel Ángel, que
es un “Jehová malogrado”.
Por el lado de las cosas, existe una unión entre lo bello y lo
423
útil. Lo útil, en cuanto principio de orden y de armonía, es
conforme a una meta final y no puramente teleológica, por
ejemplo la carretera hermosa. De aquí lo grandeza de las artes
subordinadas en relación con las artes libres. Lo útil
constituye, pues, un primer grado de belleza. Y quizá aún
más. Si examinamos por ejemplo en el movimiento bajo qué
condiciones lo real (que, al ser vida, tiene derecho a la belleza)
se hace bello, se descubre que es justamente por una
economía a la vez que por una expansión de la fuerza, de
donde proviene el penetrante análisis de las tres cualidades
del movimiento bello y de su sentido: la fuerza, la armonía y
la gracia; esta seguridad, este ritmo y esta amorosa
generosidad que son los rasgos de una utilidad en la
evolución de la vida, sea en el individuo o en la especie.
Todas estas conexiones restablecidas tienen como
necesario corolario el principio de la identificación entre lo
bello y lo agradable. Pues si toda expansión de la vida es
placer, el atractivo permanece indisolublemente ligado a lo
bello, no obstante el ascetismo kantiano. Lo bello se resuelve
en lo agradable en espera de ser absorbido.
b) El sensualismo de Guyau
El postulado del atractivo y de lo agradable por una parte, y
la identificación de lo bello con el efecto de la vida expansiva
por la otra, tienen una consecuencia inevitable: toda
sensación agradable debe poder convertirse en bella dadas
ciertas condiciones. Se eliminan los privilegios de
determinados sentidos. La igualdad de todos los sentidos
frente a lo bello es la confirmación de lo agradable y del
carácter vital de la belleza.
Esta condición capital es la irradiación. Toda sensación
agradable se hace bella cuando presenta un cierto grado de
intensidad y de resonancia. La tesis clásica otorgaba un
424
privilegio a la vista y al oído.45 Kant hizo notar que sólo estos
dos sentidos eran suficientemente intelectuales para salvarse
del atractivo del mero goce. El evolucionismo46 señalaba, en
su teoría de las sensaciones, que el placer de la previsión y del
ahorro formaba la base de los sentidos intelectuales, y que la
sensación desagradable era destructiva, elevándose lo bello y
lo feo por encima de las condiciones fisiológicas del órgano.
El buen sentido, desde Victor Cousin hasta Renouvier, hacía
notar y retenía el uso del lenguaje común: no se habla de un
olor “bello”. Guyau se opone a todo ello. Toda sensación
puede llegar a ser estética por irradiación y repercusión en
toda la afectividad, es decir, por el factor de asociación. El
goce excita las asociaciones de todo un mundo de imágenes,
como ocurre por ejemplo en la experiencia del “color” en
Flaubert, donde todo se produce por las imágenes del tacto. El
sensualismo estético de Guyau ofrece, pues, un fundamento
inconmovible a la tesis de lo bello-agradable; explica, además,
que la obra de arte es “la expresión de la idea más elevada en
lenguaje más sensible”. Basta, para que una sensación se haga
estética, que su intensidad local no ponga trabas a la
expresión.
Lo que prueba que estamos en el pleno centro de la estética
de Guyau al hablar de su sensualismo es el cambio de
perspectiva, la radical revisión de la importancia que tienen
estos elementos diversos en El arte desde el punto de vista
sociológico. Se originaron numerosas polémicas al respecto: la
larga carta de Spencer acerca de lo útil; la pertinente crítica de
Renouvier contra la ofensiva antikantiana de Guyau; los
brillantes comentarios de Jules Lemaître sobre la estética de
las sensaciones.
Guyau se ve obligado a revisar y a analizar de nuevo sus
temas. Y entonces lo útil se disuelve y pasa a segundo plano.
Incluso llega a renegar expresamente de más de un punto de
425
vista.47 Está ligado a lo perfecto, como ocurre en Fouillée, y se
asimila, en último análisis, a lo agradable fijo y a lo agradable
presentido. De esta prueba, la tesis del sensualismo sale
inclusive fortalecida. Cada irradiación interior puede
llegarnos desde fuera por los sentidos, y un dolor atenuado
sentido por simpatía y por la comunicación de las emociones
puede convertirse así en punto de partida para toda una
gozosa repercusión del ser, por ejemplo con un revulsivo o
una fricción en la piel.
De aquí deriva la posición inexpugnable y soberana de lo
agradable, que en adelante quedará aún más reafirmada: “Lo
bello es un sentimiento agradable más complejo y más
consciente, más intelectual y más voluntario”. La posición
central de lo agradable, o sea del placer vital, no se ha
alterado.
c) El vitalismo estético en Guyau, Séailles y Bergson
Debemos hacer notar que en el lejano origen del vitalismo
francés en sus diversas manifestaciones, como también, en
parte, en el origen del sentimentalismo estético, encontramos,
ya expresa, ya indirectamente, la influencia de Schelling y de
la filosofía de la identidad, y ello debido a Ravaisson.
Pero Guyau, que conoce a Schelling y no esconde ese
conocimiento, hasta el punto de adoptar algunas ideas suyas,
como por ejemplo en la teoría de la gracia, toma su vitalismo
de los evolucionistas. Se ha podido llamar a su vitalismo “la
verdadera contraparte de ese vitalismo biológico que durante
tanto tiempo había detenido el progreso de la fisiología y de la
medicina modernas”. Es la vida de lo viviente, el
funcionamiento armónico de los órganos, la expansión
fisiológica lo que aquí está en juego. Su vitalismo, que debe
tomarse en su sentido propio y orgánico, es un vitalismo
biológico. Su método consiste, en efecto, en investigar los
426
órdenes de las nociones profundas de que se compone la vida
del ser: la sensación, la necesidad, la utilidad de las cosas y el
deseo del sujeto sensible, para luego identificarlas una por
una en una dialéctica de síntesis —si así puede decirse— con
la vida misma, y con lo bello, que también es noción vital y
produce algo viviente.
En este punto, Guyau difiere de Séailles y de Bergson. La
influencia de Ravaisson es aquí directa y patente; la atmósfera
fue creada en el idealismo francés gracias a L’habittude et le
rapport. Séailles cala más hondo. Es el mecanismo psíquico de
la creación artística el que pertenece al orden de la vida y que,
más allá de las identificaciones de conceptos y de nociones en
la expansión vital, se eleva hasta el mecanismo de la autoorganización de las imágenes. La espontaneidad de lo viviente
se va manifestando al establecerse la relación del sentimiento
a la imagen y de la imagen a lo viviente, en el plano psíquico.
La teoría del genio es un vitalismo psicológico.
Falta mostrar que, en esencia, el mecanismo es contrario a
nuestros mecanismos de fabricación, que la artesanía y el arte
se oponen radical y fundamentalmente, así como se
distinguen el conocimiento habitual y la visión artística. He
aquí la labor de Bergson. El afán vital existe todavía, pero en
cuanto maestro de intuiciones; es un mecanismo sui generis,
un instinto amoldado a la vida que implica duración, un paso
al absoluto, una contingencia radical. En La evolución
creadora es la doctrina del afán vital la que, en un plano
metafísico, guía a la vez al mundo y al pensamiento creador:
es un vitalismo metafísico.
De estos tres vitalismos, Guyau se mantiene en el plano
más fisiológico y, en cierto sentido, en el más superficial, el
que más permanece en lo aparente; mas no por ello su
significación estética es menos notable, ya que no solamente
427
desmonta un mecanismo, sino que nos ofrece un instrumento
de investigación axiológica, una norma. Su vitalismo es
normativo en estética de igual modo a como lo es en moral y
como lo hubiese podido ser en religión:48 el valor se
determina por el grado de vida. La vida y la simpatía sirven de
norma de apreciación. Lo bello, al ser vida, se integra en el
mundo de las normas y de lo humano.
d) El sociologismo estético
La primera tesis de Guyau, la de los Problemas de la estética
contemporánea, asienta a lo bello, en un mecanismo profundo
sobre los fundamentos de la vida y de la irradiación de la vida.
Su segunda tesis, El arte desde el punto de vista sociológico,
se desarrolla en el plano sociológico. En esta última fase de su
pensamiento, Guyau ofrece su definición de la belleza y del
arte: “La emoción estética causada por la belleza se reduce en
nosotros a una estimulación general y, por así decirlo,
colectiva de la vida bajo todas sus formas”. “El arte es un
conjunto metódico y armónico que produce esta estimulación
general y armoniosa de la vida consciente que constituye el
sentimiento de lo bello.”49 Guyau observa que ambas
emociones, la estética y la artística, son sociales: “La ley
interna del arte es producir una emoción estética de carácter
social”.50
El paso de uno a otro plano es bien visible y sumamente
claro. El sentimiento de solidaridad se hace fundamental y
constituye el principio de todo. Ya en el individuo nos
encontramos con una colonia de células vivas que es la
asociación de la vida. Si las funciones vitales son y pueden ser
estéticas, ello se debe a que representan ya la sinergia y la
simpatía de los órganos: aquí es donde se efectúa el paso a lo
social. En pocas palabras: lo bello, que es armonía, implica ese
yo que se convierte en un nosotros: “Lo agradable se hace
428
bello a medida que abarca mayor solidaridad y sociabilidad”.
“Lo agradable se convierte en bello a medida que es más
atribuible a ese nosotros que se encuentra dentro de mí.”51 La
aplicación inmediata se puede observar en la unión aparente e
indestructible del amor y de la creación artística; el amor es el
sentimiento a la vez más vital y más social y asegura el paso de
un plano al otro. Además, es el sentimiento más poderoso que
sirve de fundamento a lo bello.
De la sociedad de células a la sociedad humana se pasa de la
armonía biológica a la armonía de los espíritus. La irradiación
se convierte, en el aspecto social, en comunicación de las
emociones; esta transmisión es la simpatía. De aquí la
importancia capital que Guyau concede a ese fenómeno que
él llama inducción psicológica. Todo lo que es simpático es
contagioso en cierta medida: “La solidaridad domina sobre la
individualidad”. Estos fenómenos de atracción de los seres
producirían en nuestra época, una vez que fuesen mejor
conocidos y definidos, la revolución que han producido las
teorías de Newton y de Laplace. El arte es ante todo, y en su
expresión más elevada, un indirecto estimulante de los
sentimientos y un fenómeno de inducción.
El carácter esencial del arte consiste en una asociación de
goces. Su misión es lograr que el sentir se haga universal, es
decir, que todos sintamos de la misma manera: es éste su
paradójico ideal; en cierto modo, se trata de las ideas de Kant
llevadas al sociologismo. El arte tiende a producir una
emoción de carácter social, a establecer una relación más
entre los hombres, a reunirlos entre sí: el arte es una de las
formas de la sinergia social. La vida individual ya es social
debido a la sinergia que efectúa entre nuestras potencias. La
educación ejerce, en el mismo sentido, una sugestión
continua y uniformadora. El arte es la simpatía social que
prepara la sinergia social.
429
De estas reflexiones surge la triple simpatía, con los objetos
reconocidos por la memoria, con el autor y sus obstáculos,
con los seres que representa para nosotros. Su meta: “hacer
sociedad” con el ser o con las cosas entre los diferentes seres.
De aquí derivan la teoría del genio y la de la obra de arte en
Guyau. El genio es la forma extraordinariamente intensa de la
simpatía y de la sociabilidad. Procede de la vida y la crea;
consiste en dar la vida y en crear algo viviente. Debe tener y
conservar la espontaneidad del sentimiento individual y el
encanto de la infancia. El genio es creador de nuevos
ambientes, y en este punto es donde observamos la diferencia
entre Guyau y Taine.52 El poder de la simpatía llevado a su
paroxismo se transforma en creador. Lejos de ser un efecto,
representa el accidente feliz, en el sentido favorable a la
novedad y a la invención, tal como lo deseaba Hennequin en
su teoría del genio: “Producir por el solo don de su vida
personal una vida distinta y original”. Hennequin refuta a
Taine al proponer que “una obra de arte no conmueve sino a
la sociedad de la cual es signo”. Y lleva a su término la idea al
afirmar que el genio modela y da forma a la sociedad : es la
innovación a la que responden nuevas imitaciones.
Así pues, en El arte desde el punto de vista sociológico, las
primeras tesis de Guyau se consolidan en el segundo plano en
que se establece: lo agradable y el “nosotros”; el sensualismo y
la repercusión formidable de la comunicación de las
emociones. Pero al plano de la sensación se superpone el
plano de la inducción psíquica, y al de la irradiación biológica
el de la simpatía social. Los dos fines distintos y superpuestos
de su estética se materializan.53 En el momento en que inicia
su tesis de sociología estética, ha resumido y concentrado ya
en Los problemas de la estética contemporánea las tesis
esenciales que crean un nexo entre lo bello y lo vivo y que
ofrecen a lo sociológico su firme base biológica. En la
430
sensación, desempeña un papel el factor asociación, y en el
papel social del arte el elemento importante es la
comunicación esencial de los espíritus.
4. Séailles: el genio en el arte
Gabriel Séailles (1858-1922) se ha consagrado
principalmente al arte y a la moral. En su disertación, Essai
sur le génie dans l’art (1883), desarrolla la idea de que “el
genio es la naturaleza misma que persigue su obra en el
espíritu humano”. Para él, el genio no es, pues, una
excepción; es una mera diferencia de grado, no de naturaleza.
En un sentido más amplio, el genio es una fecundidad del
espíritu en que las ideas tienden a organizarse en una especie
de movimiento vital.
En el conocimiento sensible se realiza una síntesis del
espíritu y la sensación, ya que sin la labor espontánea del
espíritu, cada sentido ofrecería un mundo irreductible.
En el conocimiento científico, el espíritu se organiza al
ordenar las cosas que, para él, no son distintas de sus ideas.
En este campo, el carácter dominante es el espíritu de análisis
y de síntesis. El genio carece de toda regla para descubrir; la
formación de las hipótesis es un acto espontáneo y vital: “Es la
vida que ha llegado a ser genio inconsciente, espontáneo, que
se esfuerza por alcanzar la armonía que construye la
fecundidad del espíritu”.54 La voluntad y la reflexión no son
fecundas por sí mismas. La ciencia es una función vital; nace y
evoluciona a medida que las ideas se organizan. En todos los
grados, atestigua la acción espontánea e inconsciente de un
genio entregado al orden. Según Séailles, “dar vida al
pensamiento es dar belleza al mundo”. En suma, el genio, en
todos sus terrenos, es la vida.
431
A juicio de Séailles, el genio, para concebir una obra de
arte, toma prestados los elementos: la historia y un repertorio
de imágenes. Pero el artista debe vivir por los sentidos, ya que
el sentimiento intensifica la expresión de la imagen. La obra
de arte no debe presentarse como una tesis. El arte, según
Séailles, no es ni la imitación de la naturaleza ni la Idea sola,
ni tampoco una pura forma; el arte no debe separar la idea de
la forma. La obra no nace como resultado de un
razonamiento, sino que la inspiración procede de una
emoción espontánea que debe vivir en el espíritu: “La idea del
artista es un deseo que, según la ley de la organización de las
imágenes, se realiza en una forma viviente”.55
Séailles observa que si en la ciencia hay arte, también hay
ciencia en el arte. Las sensaciones del artista están
compenetradas de inteligencia, y el músico a menudo se
atiene, sin percibirlo ni sospecharlo, a las leyes matemáticas.
Los nexos entre la forma y la idea, el sentido de las líneas, de
las formas y de los colores sirven de testimonio a la existencia
de la ciencia en la obra de arte. El análisis del sentimiento
estético nos muestra además el espíritu y sus leyes: “El genio
tiene su lógica”.56
En su conclusión, Séailles nos da a conocer su concepción
de lo bello: “Lo bello —afirma— no se encuentra ni en el
exterior de la naturaleza, ni dentro de ella; no está ni en la
imitación abstracta, ni en la imitación a secas; únicamente
nos queda por decir que se halla en el espíritu”. Lo bello es la
vida, y al igual que ésta, no deja someterse a definiciones
exclusivas e irreductibles.
D) NATURALISMO Y SIMBOLISMO
432
1. El naturalismo: Baudelaire
El naturalismo, que es en cierto modo una reacción contra
el romanticismo, domina toda la segunda mitad del siglo XIX.
La crítica toma en ese momento un gran impulso con SainteBeuve (1804-1869) y Taine. El carácter nuevo de este periodo
es el predominio de la ciencia. Los escritores abandonan el
ideal de la belleza para dedicarse a buscar el método de las
ciencias, de la filosofía y de la historia.
Esta influencia se manifiesta en la poesía, que tiende a ser
intelectual y se hace menos personal. Citemos a Baudelaire
(1821-1867), Leconte de Lisle (1818-1894), partidario del arte
por el arte, y Sully Prudhomme (1839-1908), que nos dejó
obras líricas57 y poesías científicas y filosóficas, como Le
Zénith.
Únicamente nos detendremos para estudiar, en este
contexto, a Baudelaire.
Baudelaire es a la vez poeta, en cuanto autor de Las flores
del mal, y crítico. En las Curiosidades estéticas, Baudelaire
expone su concepción de la belleza, a propósito de los críticos
de salones y exposiciones.
Todos los pueblos de todos los tiempos han tenido su
belleza, así como nosotros tenemos la nuestra. Todo
sentimiento estético, sostiene Baudelaire, tiene siempre algo
de “eterno” y algo de “transitorio”, de “absoluto” y de
“particular”.58 La belleza es multiforme. La belleza absoluta y
eterna, en efecto, no existe, o al menos no puede considerarse
sino como una abstracción de diferentes bellezas. Proviene de
las pasiones: así como tenemos nuestras propias pasiones,
tenemos también nuestra propia belleza. Pero tiene
igualmente su origen en la individualidad del autor, que es
particularmente notable en la caricatura, como por ejemplo
433
en Daumier, o en los fantásticos, como en Goya. Esta
individualidad, sin la que no hay belleza, contiene una dosis
de rareza: “Lo bello es siempre raro” —dice Baudelaire—;59
sin este rasgo de extrañeza, sería banal, cualidad inconcebible
para la belleza. Indudablemente, no se trata de una belleza
franca y voluntariamente rara, sino de una pequeña extrañeza
inconsciente y en ocasiones ingenua. Este aspecto de rareza es
variable según el país, las costumbres, los pueblos, los hábitos
y el temperamento personal del artista; este rasgo no deberá
jamás pretender ser regulado, enmendado o corregido: la
ausencia de libertad significaría la muerte del arte. Los artistas
deben desconfiar de la profundidad de su idea primera y de su
facilidad demasiado grande para expresarla, ya que todo gran
arte es difícil: “Todo aquello que no es perfección debiera
esconderse, y todo aquello que no es sublime es inútil y
culpable”.60
Como lo bello, el arte está ligado, según Baudelaire, a la
idea de abstracción. También mantiene un nexo con la idea
de fe; es el único terreno espiritual en que el artista puede
elegir y afirmar que creerá si así lo quiere, y que no creerá, si
no le parece. En el momento de la ejecución de la obra, el
artista debe tener la fe y creer en la realidad de lo que
representa, y esta fe del artista se halla, para Baudelaire, por
encima de la fe religiosa.61 El arte es purificador, como el
fuego, y la servilidad lo corrompe. Partidario de la autonomía
del arte, Baudelaire afirma que el arte debe ir a la cabeza en
importancia, incluida la moral.
En la introducción a las obras de Edgar Allan Poe
traducidas por Baudelaire, éste habla de los artistas y los
considera como pertenecientes a una raza irritable. Se
presenta en ellos una desproporción con la realidad y ven, por
ejemplo, la injusticia no en donde ésta no existe del todo, pero
sí donde los ojos no poéticos no son capaces de descubrirla.
434
Esta famosa irritabilidad poética tiene sus conexiones con una
cierta clarividencia: “Esta clarividencia —nos dice Baudelaire
— no es sino un corolario de la viva percepción de lo
verdadero, de la justicia, de la proporción, en una palabra, de
lo bello”.62
Baudelaire se propone “extraer la belleza del mal”.
Pretende, en efecto, encontrar poesía “donde nadie hasta
ahora había pensado en recogerla y expresarla”. En Las flores
del mal, obra que le valió un proceso de gran repercusión,
observamos aún una buena dosis de romanticismo;
Baudelaire se siente perseguido por la idea de la muerte.63
Pero ciertos poemas suyos son ya simbólicos e impersonales;
he aquí cómo describe la belleza escultural:
Hermosa soy, mortales, como un sueño de piedra…
[Je suis belle, o mortels, comme un réve de pierre.]64
Por otra parte, Baudelaire tomó para sus poemas de los
Tableaux parisiens65 como temas los espectáculos cotidianos.
Siempre tiende a la perfección. Su simbolismo es algo nuevo y
osado. Los poetas simbolistas que le sucederían —Rimbaud,
Verlaine, Mallarmé— le deben mucho a Baudelaire. No son
pocos los movimientos poéticos modernos que pueden
reclamar descender de él.
2. El simbolismo: Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Verhaeren
No diremos más que unas cuantas palabras acerca del
movimiento de poesía que se inició en 1883 con Moréas.66
Verlaine (1844-1896), en un comienzo miembro del
Parnaso y posteriormente influido por Rimbaud, fue
considerado como el jefe de los simbolistas. En sus poemas,
Verlaine expresa directamente, sin imaginación, pero con
mucha sensibilidad, sus estados sentimentales y sensoriales.
435
Su poesía, que refleja su carácter y su vida, es la de un
temperamento atormentado y a menudo extraño. Es autor de
un Arte poético, ensayo de cultura que no tuvo el menor eco y
que acabó por arruinarlo.
El poeta Arthur Rimbaud (1854-1891), al proseguir con las
concepciones de Baudelaire, es un auténtico precursor del
simbolismo. Se dedicó a hallar las relaciones existentes entre
los sonidos y los colores en su famoso Sonnet des voyelles. Su
concepción del arte: considera a éste como arte de un solitario
que intenta expresarse. En buena parte, su arte carece de un
“arte de señales”, es decir, de comunicación, de una
correspondencia con el público: es un arte que se traduce a sí
mismo.
Mallarmé (1842-1898) se propone alcanzar en su poesía la
belleza pura mediante la expresión y la idea; es, en cierto
modo, un teórico del idealismo. Para él, todo el mundo
material no es más que apariencia y símbolo.
Los simbolistas intentaron, con cierta inspiración
novedosa, liberarse de las reglas prosódicas y expresarse
según sus sensaciones: fue así como se creó el verso libre, el
corte en el verso, la ausencia de rimas.
Verhaeren (1855-1916) es partidario del verso libre, por
impedir éste que se interponga cualquier traba a la
espontaneidad. Sus poemas son arrebatados y vitales; es una
naturaleza impetuosa, en ocasiones sensual y a veces mística,
pero siempre muy delicada.
El movimiento simbolista no sobrevivió más allá del año
1905, y a partir de este momento ocupan un primer plano
firme talentos más independientes.
436
1 Chateaubriand, Le génie du christianisme, Introducción.
2 Ibid., Parte II, cap. II.
3 Ibid.
4 Cf. Lamartine, Jocelyn, 4a época.
5 Lamartine, Novissima verba en Harmonies poétiques et religieuses.
6 Cf. Odes et Ballades, 1824.
7 Victor Hugo, Préface de Cromwell, Ed. Nelson, París, p. 21.
8 Ibid., p. 19.
9 Ibid., p. 47.
10 Ibid., p. 70.
11 Ibid., pp. 69 y s.
12 Victor Hugo, prefacio al Hernani.
13 Préface de Cromwell, p. 47.
14 Victor Hugo, Odes et Ballades, prefacio de 1824, Ed. Nelson, París, p. 27.
15 Cf. Victor Cousin, L’art français au XVIIe siècle.
16 Cousin, Du vrai, du beau et du bien. Didier, 2a ed., 1854, p. 138.
17 Ibid., p. 150.
18 Ibid., p. 154.
19 Ibid., p. 167.
20 Ibid., p. 189.
21
Traducción de Dugald Stewart (1896), Esbozos de filosofía moral, y de Th. Reid
(1828-1836). Ensayo sobre los poderes del alma humana.
22 Jouffroy, Cours d’esthétique, Hachette, París, 2a ed., 1883, p. 4.
23 Lamennais, De l’art et du beau, vol. III del Esquisse d’une philosophie, Gamier,
París, 1865.
24 Lamennais, Vue générale de l’art.
25 Ibid.
26 Ibid.
27 Ibid.
28 Cf. Taine.
29 Los cursos dictados fueron: Filosofía del arte (1865); El arte en Italia (1866); El
ideal en el arte (1867); El arte en los Países Bajos (1868); El arte en Grecia (1869).
30 Taine, Prefacio a La Fontaine et ses fables, 1853.
31 Taine, La philosophie de l’art, Hachette, París, 2ª ed., t. I, p. 9.
32 Ibid., t. II, comienzo de la Parte V: “Del ideal en el arte”, p. 223.
33 Ibid., t. I, p. 29.
34 Ibid., p. 56.
35 Cf. Durkheim.
437
36 Taine, La philosophie de l’art, t. I. p. 64.
37 Ibid., t. II, p. 224.
38 Cf. Nilson: la tesis sueca de Lund.
39 Cf. Spencer.
40 Cf. Grant Allen, Mind, 1880.
41 Guyau, L’art au point de vue sociologique.
42 Guyau, Les problèmes de l’esthétique contemporaine.
43 Guyau, L’art au point de vue sociologique, Alcan, París, 15a ed., 1930, cap. I.
44 Guyau, Les problèmes de l’esthétique contemporaine, pp. 26 y s.
45 Cf. el Hipias Mayor.
46 Cf. Grant Allen y Spencer.
47 Guyau, L’art au point de vue sociologique, pp. 11-13.
48 En cuanto a la moral, véase la tesis de Reybekiel.
49 Guyau, L’art au point de vue sociologique, p. 16.
50 Ibid., p. 21.
51 Ibid., pp. 9 y s.
52 Ibid., pp. 30 y ss.
53 Ibid., pp. 56 y s.
54 Séailles, Essai sur le génie dans l’art, cap. I.
55 Ibid., cap. V.
56 Ibid., cap. VII.
57 Sully Prudhomme, Stances et poemes (1869); Les vaines tendresses (1875).
58 Baudelaire, Curiosités esthétiques. Ed. L. Conard, 1923, p. 197.
59 Ibid., p. 224.
60 Ibid., p. 363.
61 Ibid., p. 286.
62
Introducción a las obras completas de Edgar Allan Poe, traducción de Charles
Baudelaire, Ed. Gibert Jeune, París, p. 24.
63 Baudelaire, La mort des amants; La mort des pauvres; La mort des artistes; La
Charogne; La fin de la journée, etcétera. Véase Les fleurs du mal, A. Colin, París,
1958; en español, Las flores del mal, Ed. Leyenda, México, 1944 (versión de J. M.
Hernández Pagano).
64 Ibid., La beauté [La belleza].
65 Baudelaire, Les sept viellards; Les aveugles; A une passante; Réve parisién,
etcétera.
66 Cf. Moréas, prefacio a las Cantilènes (1886).
438
XVI. LA ESTÉTICA ALEMANA EN EL
SIGLO XIX
A) EL ROMANTICISMO, LA IRONÍA TRASCENDENTAL
Y EL IDEALISMO POSKANTIANO
El romanticismo es una reacción contra el racionalismo
crítico e intelectual; es un llamado al sentimiento, al Gefühl.
Después del periodo del Sturm und Drang, movimiento
inspirado por Rousseau y cuya meta era separar al hombre de
la tradición con el fin de ayudarlo a definir su personalidad,
surge el verdadero romanticismo, el de Schiller y el de
Goethe, que precede por su parte al periodo de la ironía
trascendental y de los poskantianos. Estos últimos son
indiferentes a todo, y mantienen una actitud de
distanciamiento y de juego metafísico. Sin caer plenamente en
la confusión, carecen, sin embargo, de la plena conciencia y
lucidez de los modernos. Su actitud es enteramente subjetiva
y aun moralizadora, como en Schiller.
Tres poetas —Wackenroder (1773-1798), Tieck (17731853)
y
Novalis
(1772-1801)—
deseaban
un
engrandecimiento del arte y se dieron cuenta de toda la
sequedad de la poesía basada en la razón. En el Athenaeum,
Friedrich Schlegel (1771-1829) sitúa la ciencia y el arte en el
nivel de los dioses y de la inmortalidad y piensa que el arte
debe ser ejercido como una verdadera religión: “Los dioses
nacionales alemanes no son Hermann y Wotan, sino el Arte y
la Ciencia”. El arte es, para él, un auténtico idealismo. En uno
439
de sus escritos, Schlegel se refiere a Goethe (1749-1832) para
decir que él, Goethe, es el fundador de la nueva poesía: “Este
gran artista —dice— abre una perspectiva por completo
nueva para la formación estética. Sus obras constituyen un
testimonio indudable de que el objetivo es posible y que la
esperanza de lo bello no es un engaño de la razón”.1 Goethe se
nutrió mucho más de las teorías clásicas y es mucho más
aristocrático que el plebeyo Schiller. Su objetividad y su
cultura lo hacen ser muy consciente de las posibilidades del
arte y de sus recursos. Su meta estética consistirá en
transformar el instinto en arte y lo inconsciente en saber.
1. Herder
Herder (1744-1803) había sido discípulo de Kant en la
Universidad de Königsberg en 1762, en la época en que Kant
se hallaba fuertemente impregnado de la influencia del
empirismo inglés.
En 1778 publicó La escultura, opúsculo que contiene una
estética inspirada en sus ideas acerca de la humanidad: “Todo
lo que bajo la luna y el sol conocemos de bello deriva de la
forma humana y del espíritu que habita en ella”.
En los Fragmentos sobre la literatura alemana moderna,
publicados en 1766 y 1767, Herder critica el lugar tan
predominante que se otorga a la lengua latina en detrimento
de la lengua alemana; y aconseja a los escritores alemanes que
busquen sus fuentes de inspiración en la mitología.
Esta misma idea la desarrolla en sus Bosques críticos (1768),
en que propone que, en una historia general de la cultura, la
literatura griega vuelva a ocupar su lugar histórico.
En el Libro IV de los Bosques críticos, Herder ataca la
estética de Riedel, quien pretendía deducir nuestros juicios
440
estéticos de un simple sentimiento de placer, y ofrece una
crítica del pensamiento estético de la época. Desarrolla en
diversos pasajes sus ideas acerca de la belleza: “¿Tienen todos
los hombres una disposición natural para sentir lo bello? Sí,
en un sentido amplio, puesto que todos son capaces de tener
representaciones sensibles”. Y más adelante: “¿Es innato el
sentimiento de la belleza? En efecto, lo es, pero únicamente en
cuanto naturaleza estética que tiene la capacidad y los medios
de sentir la perfección sensible, y que encuentra su
consentimiento para desarrollar estas capacidades, para
emplear esos medios y para enriquecerse con ideas de esta
especie”.
Uno de los estudios críticos de los Bosques críticos está
dedicado al Laocoonte; Herder aporta aquí una doctrina
nueva y opuesta a la de Lessing, con una serie de objeciones
profundas y todavía válidas.
El espíritu histórico de Herder se opone a la concepción
racional de Lessing; este último, al investigar los elementos de
las artes plásticas modernas y antiguas, los reduce a conceptos
para luego compararlos entre sí. Herder, en cambio, señala
que las obras de arte son objetos vivos, que poseen su historia,
su nacimiento y su evolución; no descubre en ellas conceptos
a priori. Según él, las obras de arte son individuos y deben ser
estudiadas como tales. Se las puede definir, mas su definición
será siempre incompleta: cada individuo cristaliza a su
manera los principales lineamientos de la raza. Lessing no
había observado este hecho —afirma Herder—, ya que su
preocupación continua había sido descubrir los rasgos
específicos del género y no del individuo.
En sus observaciones acerca del Laocoonte, Herder
examina la cuestión de las “exclamaciones”, y adopta la tesis
de Winckelmann. No debe sacarse ninguna conclusión
441
general de las observaciones particulares sobre la literatura
antigua. En la Antigüedad, la manifestación del dolor
dependía de los dioses o de los héroes; es, pues, muy
discutible que la manifestación del dolor concuerde con el
valor heroico. Esta expresión no es asunto del clima o de la
raza, sino de la civilización. La acción de llorar, la
“sensibilidad elegiaca”, depende del grado de civilización en
que se halla cada pueblo.
Winckelmann y Lessing habían afirmado que la finalidad
del arte antiguo era la belleza. Herder, como comparatista que
es, discute esta afirmación para proponer, a su vez, que el arte
antiguo era un mero hecho social.
Lessing había pretendido que el arte plástico no puede
representar sino un solo momento de la acción, y que ese
momento debía de ser el más importante posible, que jamás
habría de ser un momento transitorio, por ejemplo la
representación de una persona riente. Para Herder, la razón
alegada por Lessing es falsa; desde el punto de vista
psicológico, todo sentimiento, toda expresión de un cuerpo y
de un alma, son transitorios y efímeros. Puede criticarse el
juicio de Herder y decir que todos los sentimientos y las
actitudes no son transitorios: el retrato de Mme Récamier,
por ejemplo, no molesta en lo más mínimo la vista; pero el
fondo de la observación de Herder sigue siendo
extremadamente justo y fecundo: la obra plástica no es como
el poema que representa fuerzas diversas que se manifiestan.
Sin embargo, Herder aún no se plantea la cuestión de saber si
la pintura actúa verdaderamente a través de colores y formas
o por la representación evocada en nosotros por estos signos.
Pero Herder no piensa que la sucesión en poesía
desempeña el mismo papel que la coexistencia en pintura. Es
una condición sine qua non de la acción de la poesía, ya que
442
los sonidos están situados dentro del tiempo, pero la sucesión
no es el centro de la poesía. No hay identidad entre la
sucesión y los signos; lo prueba el hecho de que existe un arte
que se sirve de la sucesión como de un medio propio: la
música, en que la sucesión es la causa misma de la melodía.
De este modo, Herder considera que es la música, y no la
poesía, la que se debería de oponer a la pintura. La música no
puede representar objetos. Por otra parte, la poesía no surte
su efecto por los sonidos mismos, sino por lo que éstos
expresan, por su “alma”. La sucesión es la cualidad de los
sonidos, no de su sentido. En lo que respecta a la pintura,
Herder adopta las ideas de Lessing y no se pregunta si en este
campo los colores y las formas actúan únicamente por sus
cualidades sensibles o, por el contrario, también por su
“alma” o por la imaginación.
Música, pintura y poesía son, pues, las artes que actúan por
coexistencia, por sucesión y por fuerza. Los objetos que la
poesía puede representar con la mayor facilidad son a la vez
los objetos coexistentes en el espacio y las acciones cuyas
partes son sucesivas en el tiempo. Se trata de objetos o de
sentimientos, la poesía no representa realmente los objetos,
como sucede en las artes plásticas, sino que lo hace
“moralmente”. Puede reproducir suficientes cualidades del
objeto para hacer aparecer a éste no a nuestros sentidos, pero
sí —y esto es lo importante— a nuestra imaginación; las
imágenes pueden pertenecer a cualquiera de los sentidos.
Para Herder, la poesía actúa tan bien en el tiempo como en
el espacio. Actúa por el dinamismo de las representaciones,
por el flujo y el reflujo, las idas y venidas, lo que Herder llama
melodía; por la recreación de un todo que no puede
manifestarse más que sucesivamente. Esto es lo que
constituye la música del alma; Herder lo toma, desde luego,
en un sentido metafórico; no habla de la música sensible, de la
443
resonancia de las palabras; según él, nos dirigimos
inmediatamente hacia los sonidos de las palabras, y son éstos
los que provocan el tumulto en nuestras almas. La poesía
actúa, pues, por dinamismo en el tiempo; y Herder llega
finalmente a la siguiente definición: “Das Wesen der Poesie
ist die Kraft” (La esencia de la poesía es la fuerza).
No se pregunta si todas las palabras son fuerzas que actúan
sobre nuestra imaginación, sino que considera, por el
contrario, que ese carácter es propio de la poesía y constituye
su superioridad por encima de las otras artes. La definición de
Herder es bien curiosa cuando pensamos en el género de
poesía lírica y popular que él prefería y que, precisamente, no
evoca objetos ni parte del espacio; no obstante, en su
definición Herder toma como punto de partida el espacio y
vuelve a él al cabo.
La sucesión no abarca el concepto entero de la acción. La
acción es una sucesión que se explica y que se debe a una
fuerza; la poesía puede, pues, expresar acciones mejor que
cualquier otro arte; pero si únicamente representara acciones,
quedaría reducida a la poesía dramática, y Herder se muestra
acongojado por los efectos que la definición de Lessing podría
tener en la poesía.
En seguida examina el problema de los signos artificiales en
la poesía. La distancia entre los signos naturales y los signos
artificiales en las artes plásticas es evidente. Pero si la poesía se
sirve de signos artificiales, ¿no puede evocar en nosotros con
la misma facilidad formas y colores que sentimientos e ideas?
Nos encontramos aquí en el centro del problema. Lessing
había sacado las siguientes consecuencias: la poesía puede
representar cuerpos, mas no debe abusar de esta posibilidad;
pero además, transforma la coexistencia en sucesión. Herder
critica vivamente estas opiniones de Lessing. Homero, por
444
ejemplo, no es en modo alguno un artista consciente, que siga
procedimientos preconcebidos; es un poeta ingenuo, y el alma
misma de la epopeya abarca una acción, una progresión, una
energía. No hay en él Kunstgriffe, trucos estéticos; y además,
dice Herder, la reconstrucción de la historia de un objeto es el
peor medio para hacer vivir ese objeto ante nosotros: éste
sería el procedimiento de la descripción y de los poetas
decadentes.
En lo que concierne a la acción, la poesía puede, según
Herder, evocar no solamente acciones conclusas que tienden
a un fin, sino también los meros inicios de una acción y los
sentimientos ; puede asimismo invocar cuadros, puesto que es
imposible eliminar aun de la poesía más lírica los elementos
visuales. La teoría de Lessing era, pues, demasiado estrecha.
Oponiendo otra doctrina a la de Lessing, Herder recuerda
la teoría de Hangs, quien establecía una diferencia entre las
artes que representan obras —o sea partes coexistentes—, y
las artes que actúan por energía —es decir, partes sucesivas—.
Para Herder y Hangs, todas las artes son mímicas, son
imitaciones; lo que difiere de una a otra son los medios de
imitación. No es la poesía, sino la música la que debe
oponerse a la pintura; ésta no debe expresar más que los
cuerpos y las fuerzas del alma que se manifiestan a través de
los cuerpos. Es una representación directa, según había dicho
ya Lessing.2 La música y las artes del movimiento tienen por
objeto representar los acontecimientos que puedan expresarse
sobre todo mediante movimientos y sonidos; expresan las
pasiones del alma y el dinamismo de las emociones. El poeta,
ése sí puede expresar sentimientos ocultos.
2. Schiller
445
a) Obras de Schiller
Schiller (1759-1805) es un plebeyo, un combatiente, un
soldado. Es un espíritu profundamente religioso y
apasionado. Sus primeras obras literarias están
compenetradas de una actitud pesimista y de idealismo. Sus
escritos estéticos, publicados en su mayoría como artículos
para revistas literarias, se extienden a lo largo de los últimos
diez años del siglo. En 1788 conoce a Goethe, a quien después
de algún tiempo lo une una estrecha amistad; comprendieron
los dos, a pesar de sus caracteres tan opuestos, que habían
sido hechos para trabajar juntos. De 1791 a 1796, Schiller
estudia sobre todo a Kant y adapta sus propias opiniones
estéticas a los juicios kantianos. Es nombrado profesor de
estética en 1791. Lee y estudia la Crítica del juicio y publica en
1798 dos opúsculos sobre la tragedia, en que aplica la
concepción que Kant tenía de lo trágico. Sus cartas
constituyen una obra estética de retórica muy bien escrita. En
1795, comienza a redactar un nuevo ensayo: Poesía ingenua y
poesía sentimental. Por esas fechas escribe también su
Wallenstein, y después, en 1797, los Xenia, en colaboración
con Goethe.3
Así se va formando el carácter de un hombre en quien
veremos aparecer, desde sus primeros escritos, los grandes
temas de la vida: el sensualismo, el biologismo y el
moralismo. Schiller fue, en efecto, un discípulo de Abel, un
médico, y discípulo de Rousseau y de Kant.
La obra estética de Schiller comprende dos periodos: una
etapa preestética, con pequeños tratados y discursos, que
termina con la filosofía kantiana. Y un segundo periodo, el de
la estética propiamente dicho, al que corresponden Kallias y,
principalmente, Poesía ingenua y poesía sentimental.
Desde luego, esta división es más formal que fundamental,
446
ya que, de hecho, el pensamiento de Schiller sufrió muy pocas
alteraciones ; lo que sí se descubre en él es un cambio íntegro
y radical en cuanto a la forma. Desde que aborda los
problemas filosóficos, mantiene un punto de vista en que se
revela la influencia de los escoceses. Schiller tiene una filosofía
y una estética muy diferentes de la filosofía de Kant; su genio
le hubiera hecho imposible el ser un mero discípulo.
Entre los primeros ensayos, citemos los opúsculos
preestéticos de Schiller, con clara influencia de la filosofía
escocesa. Es una filosofía eudemonista; todas las felicidades
presentan rasgos comunes que hay que separar; la ley última
de la naturaleza humana es la felicidad. Las dos vías para
alcanzar esta felicidad son la sabiduría y el amor. La sabiduría
por ser ella la que nos señala el placer más durable y menos
mezclado; es ella la que hace la selección. Y el amor formaba
ya parte esencial de la doctrina escocesa; Schiller la adopta, a
tal punto que el amor desempeña un destacado papel en sus
poemas de juventud. Todos los seres, afirman los escoceses, y
muy particularmente Adam Smith, son necesarios para
nuestra vida; debemos amarlos. El médico Abel se adhiere a
este pensamiento y opina que la filosofía sirve para acrecentar
la felicidad. Schiller desarrolla esta teoría y toma después un
rasgo más de la doctrina de Shaftesbury: todo ser tiende a
cumplir con su fin. El hombre, en tanto que cumple con el fin
de su raza, de su especie, es a la vez virtuoso y feliz. Es el
primero que habla, en el siglo XVIII, con fervor del arte
posterior al del Renacimiento, al decir que el hombre se dirige
por naturaleza a la belleza y repudia también por naturaleza
todo lo que es feo: “Cuando cultivamos nuestras facultades
estéticas, cultivamos nuestras facultades morales, tanto así
que la educación estética hace superflua una educación
moral”. He aquí, en forma concentrada, la estética entera de
Schiller; el arte es, para él, tan desinteresado como la moral. El
447
fin del hombre es, pues, ser a la vez armonioso y feliz; y uno
de los caminos para alcanzar la virtud y la felicidad es el de la
belleza. Los opúsculos preestéticos de Schiller comprenden
tres partes: discursos morales, discursos científicos y,
finalmente, los prefacios a sus dramas.
Los tres discursos morales4 son obras de estudiante,
compuestas a la edad de 18 a 20 años; carecen de valor y
originalidad verdaderos. Encontramos en ellos un cierto
número de ideas a las que Schiller se atendría en toda su obra
futura. Para él, la virtud es el placer que inspiran la felicidad y
el amor de los otros seres humanos. La amistad es la rama
secundaria del amor. Sólo las almas nobles y virtuosas son,
pues, capaces de experimentarla, puesto que la virtud consiste
en el amor. La virtud es, en suma, amistad. Toda nuestra
actividad y todos nuestros placeres son resultado de la
sociabilidad. En el fondo, la amistad de un príncipe es
exactamente la misma que la de un hombre común.
Al lado de sus obras morales, tenemos de Schiller los dos
ensayos sobre medicina,5 en los que expone sus reflexiones
psicofisiológicas. Estudia el problema —significativo en su
obra futura— de cómo la materia actúa sobre el espíritu.
Imagina un poder intermediario por el que se efectúa el paso
del espíritu a la materia: es la Mittelkraft que reside en el
Nervengeist, en el espíritu nervioso. Se trata de una fuerza y de
facultad demoniaca, capaz de reconstruir armónicamente a
un hombre que en el futuro estaría unificado. Lo bello será
una Mittelkraft, un poder intermediario entre la vida y la
moral, entre la naturaleza y la forma. Schiller parece sentirse
obligado a dedicar su atención a la contribución que recibe el
pensamiento por parte del cuerpo. En la nostalgia de esta
reconciliación se construye toda la dialéctica de los géneros
literarios. Encontramos a veces afirmaciones materialistas en
sus tragedias6 en que el biologismo de Schiller reaparece bajo
448
la forma de un esplritualismo.
En sus primeros ensayos de crítica dramática7 se revelan el
sensualismo y el biologismo, junto con su teoría de la
simpatía y su teoría de la naturaleza de lo bello. Pero es sobre
todo su gusto de educador y de predicador y su formación
moral los que asoman en estos ensayos. Al abordar el gran
problema del actor, planteado ya por Diderot, a saber, hasta
qué punto el actor debe identificarse con su personaje, y hasta
qué punto debe permanecer dueño de sí mismo, piensa que el
actor debe conservar una doble personalidad y mantenerse
con suficiente conciencia como para adaptarse al gusto del
público y moderar la naturaleza. Schiller intenta mostrar que
el escenario es la institución que ejerce la máxima influencia
desde el punto de vista moral. Comienza por una aserción
general de estética: lo bello o el sentido estético une o
armoniza la naturaleza animal y la intelectual y permite el
paso de una a la otra. Con esto, Schiller vuelve sobre sus
conocimientos de medicina. En seguida, pretende que el
teatro, de modo idéntico a la religión, actúa sobre los
hombres reunidos por la sensibilidad, por las imágenes. La
jurisdicción del teatro, la influencia moralizadora, comienzan
allí donde termina el dominio de las leyes temporales; pues las
leyes temporales no vituperan sino aquello que lesiona al
derecho penal. El campo de la pasión privada escapa al código
y aun a los moralistas. No hay más que una sola jurisdicción
que evoca estas causas: el teatro. Se trata, en suma, de una
fuerza moralizadora, pedagógica. Si dejase de haber religión y
moral, el crimen de Medea seguiría estremeciendo de horror
a los hombres. El teatro no nada más actúa con referencia a
los crímenes pasionales, sino más todavía al ridiculizar los
vicios y los defectos nocivos. No hay código que castigue la
avaricia o el amaneramiento; sólo el gran autor cómico puede
condenar estos defectos. El escenario es, así, una escuela de
449
sabiduría práctica que guía a los hombres a través de la vida
civil y que “ofrece una especie de llave para abrir las cámaras
secretas del alma humana”.8
b) La estética de Schiller
Al combinarse la dialéctica de Fichte con un fondo escocés,
rousseauniano y kantiano, desembocó en las Cartas sobre la
educación estética del hombre, que constituye la principal obra
estética de Schiller. He aquí las circunstancias en que Schiller
las escribió: tuberculoso y sumamente enfermo, se instala en
Weimar. Uno de sus auditores daneses le llama la atención al
duque de Holstein-Augustenburg sobre la situación de
Schiller, y el duque le envía a éste dinero. Schiller recibe la
ayuda y responde regiamente con una serie de cartas acerca
de las relaciones existentes entre la política del día y la
estética. Por esas fechas, Francia se halla envuelta en su gran
Revolución, acogida por Schiller con verdadero entusiasmo.
La Convención había nombrado a Schiller ciudadano de
honor. Schiller, girondino como era, hasta hubiese deseado
ser abogado de Luis XVI, ya que era, junto con Fichte, el
mejor orador de Alemania.
La obra de Schiller no es, pues, puramente estética, sino
también sociológica; la estética aparece en ella como un
suplemento de la política y de la nueva moral, en cierto modo
como sirviente suya. Por otro lado, es una estética de la
libertad, del instinto y del juego. En todo caso es una obra de
retórica sumamente lograda y escrita en un hermoso lenguaje;
Schiller siempre había sabido manejar las palabras.
En su estética nos encontramos con tres Schiller distintos:
un Schiller kantiano, un Schiller antikantiano y un Schiller
romántico. Los tres interfieren y reaparecen. Coexisten, se
concillan, se revisan.
450
Schiller sigue a Kant, vuelve sobre él y lo comenta, pero no
deja en ningún momento de introducir objeciones y
aclaraciones. En realidad habla menos como discípulo de
Kant que como estudioso de los escoceses. El error de Kant
había consistido en relacionar lo bello con la razón teórica, es
decir, al juicio. Schiller, en cambio, lo relaciona con la razón
práctica, o sea a la razón ligada a la acción. Excluye las
determinaciones exteriores, y la belleza que imita a la razón
práctica se hace autónoma. Un objeto de la naturaleza,
determinado por definición, imita la libertad cuando actúa
por naturaleza pura. La razón le atribuye entonces la libertad
en la apariencia. En el objeto final y perfecto, la finalidad y la
perfección aparecen desde fuera. Lo bello tiene, pues, su
autonomía. Para ello hace falta que en el objeto haya, de una
manera aparente, una técnica que nosotros no podamos
juzgar como determinada. La libertad en la apariencia es la
causa de la belleza, y la técnica es la condición de nuestra
representación de la libertad. La belleza es, de este modo,
conforme al arte: es un “como si”. Así por ejemplo, la fuerza
de la naturaleza más ineluctable es la pesantez. Desde el
momento en que vemos un objeto en que se hace sentir esta
fuerza, ese objeto carece de libertad. Nos parecerán libres y
bellos sólo los objetos que parecen eludir la pesantez.
Si consideramos al hombre en general, distinguiremos en él
a la persona y los estados. La persona no se deduce de los
estados, ni éstos de aquélla. El hombre es simultáneamente
una persona y atraviesa por estados determinados: el
nóumeno y el fenómeno, o quizá, en otro sentido, el hombre
trascendental y el hombre empírico. El hombre se enfrenta así
a una doble tarea : realizar la persona y dar forma a la realidad
de los estados. Para llevar a cabo esta doble tarea —y en esto
Schiller se aleja de Kant—, el hombre dispone de instinto
doble: el instinto sensible y el instinto formal. Estos dos
451
instintos parecen ser enteramente antagonistas. El instinto
sensible exige que el hombre tenga la máxima extensión y que
realice la mayor cantidad de experiencias posibles. El instinto
formal, en cambio, exige que la persona permanezca en plena
libertad al hallarse frente al mundo sensible. Pero como el
hombre es a la vez persona y pasa por diversos estados, el
hombre total debe unirse a la mayor plenitud posible con la
mayor libertad y autonomía. No solamente no son
antagonistas esos dos instintos, sino que por el contrario se
condicionan mutuamente. Sin los cambios temporales, la
persona se transformaría en virtualidad pura; sin la
permanencia, no habría modificaciones posibles. El instinto
sensible no es concebible sin el instinto formal, y lo mismo
sucede a la inversa: son dos elementos recíprocos. Pero se
presenta un peligro: que cada uno de los dos instintos trate de
usurpar el lugar del otro. Por un lado, la sensibilidad quiere
triunfar sobre la ley, y la forma muestra una tendencia a
ponerse en el lugar de lo que no es formal, a sustituir, por
ejemplo, la causalidad por la teleología. Es necesario, pues,
que los dos instintos se limiten el uno al otro, que la riqueza
de la vida sensible limite la imagen unificadora de la razón.
Esta limitación de los dos instintos es el ideal de la
humanidad, que tendrá a la vez conciencia de su libertad
ilimitada y de su limitación. Éste es el voto que pronuncia
Schiller.
Si esta perfección pudiese realizarse, haría falta para ello
que surgiese un tercer instinto al lado de los dos
mencionados: el instinto del juego, que reconciliaría a ambos:
a la permanencia con el cambio, a la receptividad de los
sentidos con la fuerza creadora de la razón. Abandonados a
los sentidos, no recibiríamos más que la ley de la naturaleza; y
entregados a la razón, se desvanecería ante nosotros la
naturaleza. El instinto del juego restablece la unión. Lo que
452
los sentidos exigen, lo que la razón ordena, es lo que el
instinto del juego desea espontáneamente. El instinto sensible
equivale al mundo y a la vida; el instinto formal se equipara
con la ley y la forma; el instinto del juego, por su parte, es la
forma viva o belleza, la armonía de la imaginación y del
entendimiento. El instinto del juego no disminuye en nada a
la belleza; por el contrario, el juego es uno de los símbolos
más importantes en la civilización de un pueblo. El hombre
sólo debe jugar con la belleza, no con la sensibilidad ni con la
forma. El juego no es un ejercicio inferior de la humanidad,
sino su realización suprema. En tanto el hombre no juegue,
no es enteramente hombre, pues sólo en el juego puede
realizar su doble naturaleza.
La belleza corresponde a un equilibrio perfecto entre los
dos instintos. De hecho, ese equilibrio perfecto jamás se logra;
siempre predomina uno u otro instinto. Lo bello, en efecto,
no es alguna cosa única, sino que puede revestir dos formas:
la belleza suave y la belleza enérgica; la suave relaja al hombre,
la enérgica lo pone tenso. El ideal se encuentra en la
armoniosa síntesis de ambas bellezas. Así, la belleza conduce
al hombre sensible hacia la forma, hacia el pensamiento, y al
hombre intelectual hacia la materia y el mundo sensible. Se
trata, en suma, de un estado intermedio entre la materia y la
forma.
Kant pensaba que entre ambas había un abismo. Para
efectuar el salto de la sensación a la forma, hacía falta un
momento en que el hombre no se hallase ni bajo el dominio
de la sensibilidad, ni bajo el imperio de la razón, y que la
razón estuviese en un estado de completa libertad de
determinación. Éste sería, justamente, el estado estético.
Desde que el hombre se compromete en el mundo de la
sensibilidad o de la acción moral, se ve obligado a avanzar. En
el estado estético, el hombre no se encuentra determinado ni
453
material ni intelectualmente. Es libre, enteramente libre; pero
no es libre más que aquí: es el estado de completa
determinabilidad. Este estado estético es sumamente fecundo
porque no nos entregamos a ninguna función determinada,
pudiéndonos realizar íntegramente. Después de habernos
entregado a la contemplación, somos capaces de cumplir con
todas las tareas. En ese estado de libertad estética total, la
escultura se convierte en música y la música se transforma en
escultura. El hombre, en ese estado, no debe encontrar traba
ni límite alguno en el dominio de las artes. Schiller establece
las relaciones existentes entre el arte y la significación del
instinto del juego, entre la facultad moral y la facultad
estética, entre el juego de la libertad y de la moralidad.
“Únicamente el arte —dice Schiller— nos asegura goces
que no exigen ningún esfuerzo previo, que no cuestan ningún
sacrificio, que no hace falta pagar con arrepentimientos…
Procurar este placer es una meta que no puede alcanzarse
sino por medios morales… Si es la meta misma la que es
moral, el arte pierde todo aquello que constituye su fuerza, y
aun diría su independencia, y lo que constituye su eficacia
sobre todas las almas, el atractivo del placer. El juego que nos
recrea se convierte en ocupación seria; y no obstante, es
precisamente al recrearnos que el arte puede llevar a buen
término su gran misión.”9
La tragedia de Schiller no es un arte porque ciertas de
nuestras facultades, por ejemplo la piedad, son solicitadas con
demasiada indiscreción. Por consiguiente, la comedia, que se
mueve por encima de las debilidades humanas y destruye la
realidad a través de la sonrisa, es superior a la tragedia en
cuanto arte. El estado estético completo consiste, pues, en
última instancia, en vencer y dominar todo lo que es materia
y en transformarlo en forma pura; esto llevó a varios
comentaristas a hablar de Schiller como de un formalista,
454
muy en contra suya.
Schiller se plantea la pregunta de hasta qué punto la belleza
puede conciliarse con el ideal político. El hombre estético es
aquel que se interesa por todo y que, en el fondo, no
considera más que la forma que todo tiene, ya que lo que
existe no existe sino para permitirle tomar conciencia de su
armonía interior. Este hombre es un estado dentro del estado.
Schiller distingue tres tipos de estado: el estado de naturaleza,
dominado por la fuerza; el estado dinámico, que hace posible
la sociedad al domar a la naturaleza mediante la naturaleza; y
el estado moral, que ennoblece a la naturaleza y hace que la
sociedad sea moral al someter las voluntades particulares a la
voluntad general,10 siendo aceptada libremente la obligación
consiguiente. Sólo el estado estético logra que la sociedad sea
real al hacer ejecutar la voluntad de la naturaleza y la de la
moral por la buena voluntad espontánea del individuo. Lo
que se le permite es el hecho de que la estética representa el
elemento social en el hombre. Lo bello, que consiste en gozar
de la armonía de sus facultades, brinda al estado su carácter
social. Introduce en la sociedad las discordancias, luchas y
contradicciones, pero aunadas bajo la armonía social, que la
belleza crea así dentro de sí misma.
El placer de los sentidos, en efecto, ofrece sus goces al
hombre en cuanto individuo. Los goces del entendimiento
alegran a los hombres en tanto que género. Los goces estéticos
otorgan alegría a los individuos en cuanto representantes del
género humano.
c) El lirismo de Schiller
En el terreno de la poesía11 Schiller combinó las
concepciones de Kant y las de Rousseau, en el sentido de que
no hizo sino aplicar a la teoría kantiana el sueño de Rousseau
y a completarla mostrando el futuro de la humanidad. Schiller
455
aplica a la poesía la historia de la humanidad. La poesía es la
cristalización, en el ámbito de la imaginación, de esa
evolución de la humanidad en general; los poetas son los
hombres más humanos y reproducen en sus obras esa
evolución. Schiller parte de la razón, pero no se atendrá a la
división de los hechos poéticos en poesía lírica, épica y
dramática. Para Schiller, lo que en el estudio de la poesía
importa no es la forma, sino la manera de sentirla (Empfindungsweise). Al proponer esta ley, Schiller reduce la poesía
entera a la poesía lírica, con su emotividad particular y única
y su sensibilidad afectiva. En esta poesía lírica, las divisiones
clásicas subsisten, pero se trata de diferencias de forma, no de
contenido. En este contexto, Schiller distingue dos grandes
categorías: la poesía ingenua encarna la primera etapa de la
humanidad en general. Esta poesía ingenua es fiel y realista y
emana del inconsciente del artista. El sujeto no se ha separado
aún del objeto: así pues, no obstante ser lírica, esta poesía
sigue siendo objetiva. Es plástica12 en el sentido de que el
poeta no se abandona a su sentimiento, sino que modela la
materia estética con la misma frialdad con que el escultor
maneja sus materiales. En el fondo, Schiller se refiere a la
poesía clásica, en que la impresión predominante es la de una
armonía, un acuerdo, un conjunto unísono, revelador del
orden interior del poeta.
La segunda etapa corresponde a la escisión: es una lucha
constante de instinto y conciencia, de inteligencia y
sensibilidad. Por una parte, hay en nosotros algo concluso;13
pero también hay una facultad nueva que no sale a relucir
durante la primera etapa, un afán, una búsqueda, una sed de
ilimitación, de infinitud: el alma, el universo, Dios. Esto es lo
que caracteriza a la humanidad y a la poesía sentimental.
Para distinguir la poesía sentimental de la poesía ingenua,
Schiller toma su punto de partida en Kant. Para él, la
456
sensibilidad y el entendimiento, que no hacen sino reunir en
un haz las diferentes sensaciones para hacer de ellas objetos,
se distinguen de la razón, que busca un infinito bajo ese botín
finito de los sentidos y del entendimiento. Esta tendencia
hacia el infinito, monopolio de la razón, la reivindica Schiller
para todas las facultades del conocer con excepción de la
nebulosa y primitiva facultad de la ingenuidad. Esta búsqueda
del infinito es una manera de ser del poeta; en cuanto lo
alcanza, se hace finito, ya que lo infinito realizado es una
contradicción in adjecto. En la poesía sentimental existe
siempre una contradicción entre lo finito y lo infinito, entre
lo real y lo irreal. Las etapas de esta lucha intestina dan lugar a
tres grandes géneros poéticos: el hombre observa el abismo
que separa la realidad del ideal, la naturaleza del infinito, y se
lanza contra la realidad, burlándose de ella, de donde resulta
la sátira patética; o intenta liberarse de la antinomia y destruir
la realidad mofándose de ella y quebrándola a través de la risa,
y nos encontramos con la sátira graciosa. En segundo lugar,
puede suceder que el poeta oscile entre la armonía imperfecta
y la desarmonía incompleta, entre la naturaleza y el hombre:
produce la elegía que acepta la realidad y deplora la ausencia
de armonía, pero dejando escuchar en sordina que esa
desarmonía no es total, y que en ciertos instantes el hombre
puede abandonarse a la naturaleza. Y en tercer lugar, no
obstante la recíproca oposición de estas entidades, de hecho
coinciden parcialmente; no se trata ya de un estado de guerra,
sino de una armonía que ofrece un idilio; esta manera de
sentir idílica se puede encontrar en Goethe, en Mozart y a lo
largo del siglo XVIII en Francia. Este idilio puede ser de dos
especies: en su primera forma, la realidad, tal cual es, puede
identificarse con nuestros deseos ideales: surge de aquí la
pastoral; se tiene conciencia de la armonía; el poeta se halla
escindido, dividido: es la guerra, la falta de satisfacción; y de
457
repente, esta naturaleza fea, hostil, deja de ensañarse con él; a
pesar suyo, vuelve a serenarse, y se encuentra con algo
distinto de la armonía primitiva que no busca el acuerdo y no
hace sino reproducir fielmente. El poeta deja de ser ingenuo,
pero dibuja la ingenuidad y se muestra asombrado por ella.
Opone la simplicidad y la armonía rústica a la desarmonía de
la vida moderna: henos aquí con Rousseau, con Werther, con
Francis Jammes. Schiller concibe una forma de idilio
diferente de la pastoral; esta última es una reconciliación poco
habitual que se sumerge en una especie de pasado temporal.
Se puede imaginar un momento en que la reconciliación
dejaría de ser momentánea; por nuestra evolución intelectual,
volveremos a encontrar una nueva armonía, y esta armonía
será continua y constituirá una edad de oro; las almas
vibrantes crearán un nuevo idilio, diferente del anterior: el
idilio heroico e ingenuo. En el idilio ingenuo se resolverá una
contradicción una vez que el hombre haya llegado a ser
superhombre, y todo gozará en concierto: la sensibilidad, la
sensualidad, el entendimiento y la razón; el instinto
equivaldrá entonces a la razón moral más elevada.
El infinito es, por definición, irrepresentable; el medio de
expresión de la poesía —las palabras— es finito; el esfuerzo
que hacen los poetas por dar la impresión de infinito
constituye la esencia misma de la poesía romántica y formará
el núcleo de la estética de Hegel. Schiller procede, como los
filósofos, por deducción. La representación debe ser
simbólica, no directa. No debe ya evocarse, sino meramente
sugerir en nosotros la tensión del espíritu hacia el infinito. Un
primer medio es negativo; puesto que la realidad exterior,
tanto como la interior, es finita, hace falta eliminar “la basura”
de la realidad, dice Schiller; debe imaginarse una especie de
idilio de la que toda realidad se hallaría excluida. Por otra
parte, como el elemento musical escapa de la realidad, es
458
necesario crear un nuevo género en que las palabras se
conserven, sí, pero sumidas en música; uno de los medios que
tiene la poesía para la simbolización es, pues, la abolición de
lo pictórico compenetrado de realidad, para ceder el lugar a lo
musical puro: no recuerda esto a Théophile Gautier, sino a
Verlaine; Schiller propone inclusive que se asocien las
palabras por su valor musical, con asociaciones libres de
imágenes, como sucede en el Mallarmé de la última época.
Pero Schiller se dio cuenta de los defectos de que adolecía su
teoría. La poesía, dice, es “el arte de afectar nuestra
sensibilidad de un modo determinado gracias al libre esfuerzo
de nuestra imaginación creadora”. Por un lado, el poeta debe
dejar a su imaginación que juegue libremente sin intervenir
indiscretamente en ese juego; pero del otro es necesario que la
dirija. El poeta debe abandonar todo elemento accidental y
representar los objetos mismos en su objetividad. Debe haber,
pues, un elemento subjetivo, pero universal. En la sensibilidad
afectiva hay leyes y zonas y esferas que se escapan de la
contingencia y de la subjetividad. El poeta, en suma, tiene que
dirigirse a lo que, en nuestra sensibilidad, es universal, y
suprimir lo meramente subjetivo: debe transmutar su
sensibilidad particular por una sensibilidad general. Sin
embargo, los sentimientos no se pueden representar
directamente; lo que puede representarse, a juicio de Schiller,
es la forma, el movimiento, el ritmo, la intensidad, es decir,
todo lo que en el sentimiento es cuantitativo. Se requiere una
representación simbólica de los sentimientos, para lo cual se
habrá de emplear la analogía entre las naturalezas exterior e
interior. Con ello se establece una especie de juego por el que
somos llevados del objeto a la idea sugerida y viceversa. La
condensación, la cristalización del pensamiento: he aquí
dónde está la naturaleza para un poeta. Interpretamos las
formas de la naturaleza por nuestras propias formas
459
interiores.
La obra estética de la madurez de Schiller había sido
preparada ya por sus primeras reflexiones. Lo bello es para él
la manifestación de la humanidad ideal. Según Kant, los
sentidos y la razón se oponen radicalmente; según Schiller,
existe una manifestación en que esa oposición se disuelve. La
reconciliación, la catharsis, surge en la contemplación, en que
el hombre deja de desear verdaderamente y en que, por
consiguiente, no tiene ya por qué luchar en nombre de la
moral.
La tesis de Schiller acerca de la virtud educadora del arte es
el resultado de su moralismo y de su romanticismo. Pero su
moralismo lo salva de su romanticismo.
Todos los románticos alemanes se remontarían a las tesis
de Schiller y acabarían por llevarlas a la exageración:
extenderían la vida estética a todos los momentos y a todos
los individuos.14 El juego servirá a los fines del
distanciamiento del yo y de la exaltación lúdica del individuo.
Los románticos dirán que la única realización que vale la pena
es la realización estética, que debe abarcar a toda la vida. Para
Schiller, el juego del arte sigue siendo serio, es la encarnación
de lo serio, y la belleza no es todavía otra cosa que “el
domingo de la humanidad”.
3. Fichte, Schelling, Hegel
a) La Odisea del ser
Hegel, y también Fichte y Schelling, parten de Kant. La
base misma de la filosofía hegeliana es la noción de la Idea.
Todo arte no es sino una encarnación particular de la Idea.
Para Hegel (1770-1831), la Idea no tiene únicamente un fin
ideal, sino que es; no hay nada más que ella; todo lo que se
460
halla fuera de ella es una mera manifestación imperfecta,
incompleta de esta Idea. Obedece a las leyes de la lógica. Es
como la idea subjetiva concebida por Kant, pero con la
diferencia de que, al proseguir su camino ineluctable al
realizarse, realiza al propio tiempo la realidad objetiva. Su
realización se efectúa en tres tiempos: se propone, se opone, y
forma una síntesis: “El ser permanece esencialmente en el
devenir. Es el proceso dialéctico”.15
El problema de la filosofía hegeliana es el de todo el
pensamiento poskantiano y se plantea expresamente en la
Introducción de la Estética, en que Hegel resume sus elogios a
sus predecesores.
Enfrentado al dualismo kantiano, Hegel intenta rellenar el
foso abierto por Kant entre la sensibilidad y el entendimiento,
y piensa que el arte es precisamente un “ambiente” entre
ambos. A propósito del juicio estético reflexivo dice Hegel:
“Esta separación se encuentra suspendida en lo bello; aquí, lo
general y lo particular, el fin y el medio, el concepto y el
objeto se compenetran de manera perfecta”.16 Hegel reprocha
a Kant el que no hubiese vencido la subjetividad en esta
reconciliación, el que no hubiese hecho de este acuerdo entre
la naturaleza y el espíritu una realidad.
La doctrina de Fichte (1762-1814) es la del idealismo
absoluto. Descubre la unidad, la síntesis indisoluble de lo
sensible y lo intelectual. Para Fichte, el yo plantea el no yo,
pero únicamente para reflexionar sobre sí mismo; el ser
adviene al mundo moral por la voluntad y por el
cumplimiento del deber. En todo caso, el yo es su solo
principio; proyecta y reabsorbe el no yo. Lo sensible y lo
inteligible se reconcilian, en la historia, a través del proceso
indefinido de la evolución. Es un ideal proyectado hacia el
futuro. Fichte realiza de este modo la armonía entre lo
461
consciente y lo inconsciente, pero hace constar que el curso
de la historia es infinito.
Para Schelling (1775-1854), la posición cambia. Es la
unidad la que se halla en el origen, en la raíz. El yo y la cosa, el
sujeto y el objeto no son sino dos caras de una identidad
fundamental. Schelling concibió —en palabras de Hegel— “la
unidad de lo general y lo particular, de la libertad y la
necesidad, de lo que es espíritu y lo que es naturaleza”.17
Schelling desarrolla estas ideas en sus obras principales:
Sistema del idealismo trascendental (1800), Exposición de mi
sistema de filosofía (1801), Bruno (1802), en que aplica sus
puntos de vista a la estética.
En el Sistema del idealismo trascendental, Schelling
considera que esta unidad se halla, en la historia, en un lejano
futuro. Pero investiga la posibilidad de que haya ya en el
presente algún punto en que se vea realizada la reconciliación
y en que no tengamos otra cosa más que una simple
esperanza de esa identidad. Se trata de sorprender en el
mundo actual esa unidad. Schelling encuentra esos puntos de
contacto al remontarse a la crítica del juicio: la reconciliación
se opera en este mismo instante en la criatura viva y en la
intuición del artista. En efecto, es imposible explicar a la
criatura viva mediante la mera causalidad; debe admitirse la
legislación de la finalidad, una finalidad inmanente. En la
intuición del artista, hay una reconciliación entre el sujeto y el
objeto, entre el determinismo y la libertad, entre el mundo
espiritual y la naturaleza. En este caso, la identidad y la
armonía se realizan en el propio yo: la intuición proyecta en
cierta forma a la inteligencia fuera de sí misma. El producto
de esta intuición es la obra de arte. Es a la vez un producto de
la inteligencia —en cuanto meditación acerca de la finalidad
— y de la naturaleza, con una considerable participación del
inconsciente, de la autoorganización. Al lado de lo que en la
462
obra de arte se puede explicar hay siempre un aspecto
inexplicable, que es justamente la síntesis de la naturaleza y la
libertad.
Así pues, Schelling ve en la obra de arte la reconciliación de
una disonancia, una aspiración encerrada en lo finito. A esto
se debe que en las grandes obras sobresalientes se descubran
elementos inexpresados, límites y evocaciones. Esto es lo que
Hegel significa en su definición de la belleza artística: “Lo
bello artístico —afirma— es un infinito representado en algún
objeto finito”.18 La idea se encarna: es el símbolo. De aquí
emana esa tranquila grandeza de la obra de arte de que
hablaba Winckelmann: “El arte es, pues, lo que el filósofo
tiene de más precioso —escribe Schelling—, porque le revela
lo sacrosanto, la unión eterna y original”. La obra de arte es el
producto de la intuición del artista; la intuición del artista es
la intuición intelectual objetivada. La obra genial, juzga
Schelling, roza “los productos de la naturaleza” y “la creación
de la libertad”. En la identificación de la Idea con su
realización en las cosas, no hay nada que no tenga sus
repercusiones. No se trata de una participación, y es algo más
que un reflejo; la energía total de la idea está obrando en la
obra misma. Es esto lo que convierte en modernista la estética
de Schelling: no es una simple potencia o una especie de
realización que mantiene el efecto de alguna energía
progresiva y debilitada y que espera su acto de algún
movimiento final de conversión. Toda idea se expande en su
obra. “La belleza —dice— es la coronación, lo positivo, la
sustancia de las cosas.”
En la Exposición de mi sistema de filosofía, Schelling no se
detiene a situar nuevamente la reconciliación en el presente,
como había hecho en su Sistema del idealismo trascendental,
pero hace derivar el presente del término fichtiano del yo.
Propone la identidad abiertamente. Schelling no parte ya del
463
yo, ni de la naturaleza, sino de la razón absoluta. Hace de ella
un término anterior, un Ursprung, y la considera como
indiferencia tanto del sujeto como del objeto.
En Bruno y en sus otros escritos estéticos, Schelling
establece una identificación entre la belleza y la verdad.
Jean Gibelin, en La estética de Schelling según la “Filosofía
del arte”, obra publicada en 1934, se atiene a la tesis general
de Schelling, fundada sobre la incapacidad de realizar
verdaderamente las formas artísticas que corresponden al
esquema y al símbolo; en la alegoría se sufre de un eterno
fracaso, y entre la filosofía y el arte se presenta una perpetua
separación. Una cuestión queda mal dilucidada: la referente a
las relaciones entre la forma y la materia. En ese volumen, la
adición “arte” en el título “filosofía del arte” limita el concepto
de la filosofía, pero no lo suprime; sigue siendo esencial; lo
accidental es que se trate de la filosofía en su relación con el
arte; la filosofía se conserva una e indivisa. La filosofía del arte
es a la estética lo que, en forma parecida, la filosofía de la
naturaleza es a la física.
b) Hegel y el arte
Hegel parte del mismo punto al que había arribado
Schelling, es decir, de la identidad entre sujeto y objeto, entre
naturaleza y espíritu, o en otros términos: de lo inteligible en
lo sensible.
El arte es para Hegel un elemento capital en un sistema
cultural. Según él, el arte se define por la Idea, es la
manifestación o la apariencia sensible de la Idea: es la Idea
platónica, el modelo encarnado en la cosa particular.
Para Hegel, la estética es, en realidad, una ciencia del arte
integrada en un proceso dialéctico y metafísico.
Hegel excluye la belleza de la naturaleza. No hay belleza por
464
debajo de la fase del espíritu absoluto; únicamente se
encuentra en el espíritu opuesto a sí mismo: “Lo bello del arte
es la belleza nacida del espíritu”.19 Inclusive un error del
espíritu humano sigue siendo superior a toda creación
natural, puesto que representa la espiritualidad. Una
existencia como la del sol, por ejemplo, no es libre ni
consciente; nosotros no lo contemplamos en sí y por sí
mismo. Lo bello exige libertad, cualidad que es esencial del
espíritu. Lo bello de la naturaleza no hace sino reflejar lo que
se encuentra en el espíritu, por ejemplo los paisajes vistos por
Corot; somos nosotros quienes proyectamos lo bello en la
naturaleza. Las obras de la naturaleza son, para Hegel,
contingentes, y por consiguiente inferiores. La naturaleza no
puede tener ni el mismo valor ni la misma dignidad que el
espíritu, ya que no es más que un producto de este mismo
espíritu. Esta concepción de Hegel se aproxima a las
reflexiones de Leibniz acerca de la individualidad: para
Leibniz, la dignidad de la estética consiste en que no es una
ciencia de lo general, es decir, de lo abstracto, sino una ciencia
del individuo. El punto neurálgico del sistema subsiste, sin
embargo: ¿cómo lo absoluto, lo infinito, pueden aparecerse al
espíritu como entes sensibles? Existe aquí un abismo, y Kant
tenía razón: lo absoluto realizado es una contradicción. Hegel
ofrece tres maneras de esta realización, la primera de las
cuales es el arte; y he aquí la paradoja resultante: hay un
simbolismo por los nexos analógicos y sugestiones que
percibimos a través de lo sensible. No podemos representar y
exponer la Idea directamente, de donde surge la fórmula: “Lo
bello se determina como la apariencia o el reflejo sensible de
la Idea”.20 El ideal es, según Hegel, la encarnación de lo
verdadero en las manifestaciones exteriores, y no existe sino
en tanto que haya sido exteriorizado. El ideal hegeliano se
sitúa a medio camino entre el naturalismo imitador y el
465
clasicismo idealizador: el artista naturalista sólo dedica su
atención a lo particular, y el artista clásico a lo general. En
efecto, de una parte el ideal debe consistir en la
representación simbólica de una individualidad viva, y los
rasgos, por consiguiente, son individuales. Por otra parte —y
aquí cita Hegel el poema de Schiller El ideal y la vida—,21
frente a la vida y sus dolores se encuentra el reino de las
sombras silenciosas de lo bello. Hay en el ideal hegeliano una
fiel representación de los individuos y una sustitución de estas
ideas por su idea purificada. Hegel justifica este doble punto
de vista con ejemplos que parecen anomalías: el
romanticismo y el dolor; el arte romántico no abarca
exclusivamente la esfera del dolor, sino que es una
reconciliación en y por el espíritu, es una sonrisa a través de
las lágrimas. Hegel cita otro ejemplo, el de la pintura realista
española. Por encima del carácter miserable que se revela a
través de ella, se percibe una especie de indiferencia, de
triunfo sobre las miserias de la vida, de desprecio hacia los
bienes terrestres. En todo caso es un triunfo del espíritu.
La obra idealizadora pone así de relieve, como carácter, la
concepción del ideal, lo que Hegel llama “la energía del
objeto”, es decir, su esencia, lo que en él hay de realmente
significativo.
Pero —se pregunta Hegel— ¿cómo es posible una estética
científica?
El arte, según había notado ya Kant, es demasiado frivolo
para prestarse a una investigación del espíritu; no es más que
una distracción; a pesar de todo, es una mera diversión;
nuestra condición humana tiene otras cuestiones más
esenciales que plantearse. Por lo demás, se puede discutir
acerca de lo bello sin convertirlo en una ciencia.
Pero el arte, gracias a su libertad, es —según Hegel— algo
466
muy distinto y cumple exactamente la misma misión que la
religión y la filosofía: es un modo de expresar lo divino y de
hacer sensible el espíritu absoluto. Los intereses más
profundos del hombre y del espíritu se ven reflejados en el
arte. En efecto, dice Hegel, “la ley del espíritu en su libre
evolución es el retorno a sí mismo, es un movimiento en
virtud del cual el espíritu requiere y conserva la conciencia
reflexiva de la naturaleza”.22 Y un poco más adelante: “El
principio divino, en general, debe ser concebido como la
unidad del elemento natural y del elemento espiritual: estos
dos elementos constituyen lo absoluto, y sólo las diferentes
maneras en que se representa esta armonía explican la
marcha progresiva de las formas artísticas y de las
religiones”.23
La realización particular del espíritu absoluto es el hacerlo
sensible mediante el arte. Así pues, el arte sitúa en el mundo
suprasensible una serie de ideas enfrentándolas a la sensación
inmediata: el arte es el primer intermediario reconciliador, es
la encarnación de la infinitud del mundo espiritual en la
finitud de las formas. Sin duda, el arte no es sino apariencia,
pero jamás se toma conciencia de lo real si no es a través de lo
aparente, y en este sentido, todo lo real sería y es equívoco. De
hecho, el arte manifiesta una actividad del espíritu, y además
representa únicamente lo supremo de las cosas, puesto que en
todo arte se efectúa una depuración, una eliminación y una
intervención del artista en el sentido del espíritu. El arte no es,
así, el simple reflejo de la naturaleza, sino que se impone a
nosotros como la verdadera y profunda realidad. Ésta sólo
nos llega en apariencia, pero en una apariencia cargada de
espíritu, compenetrada de la verdadera realidad de las cosas.
De este modo, resulta que el arte es superior a la naturaleza,
“ya que a través de esta apariencia resplandece lo
suprasensible”.24 La Idea aparece en él sin mutilación.
467
El arte pertenece al retorno del espíritu sobre sí mismo: es
una encarnación no suprema. En tiempos pasados, el arte
había sido confundido con la religión y la filosofía. Hoy día —
comenta Hegel— “el pensamiento y la religión han dejado
atrás a las bellas artes”.25 Las grandes épocas del arte griego o
del arte gótico se hallaban mezcladas en la vida entera; por
ello, es una ciencia posible como disciplina filosófica. Para la
filosofía, no es un quehacer inferior el ocuparse del arte, que
no es otra cosa sino pensamiento, y en el que todo es espíritu.
“El arte —escribe Hegel— este arte que se considera indigno
de la investigación filosófica, se halla más cercano al espíritu
que la naturaleza.”26 “En la producción artística, el espíritu no
tiene que tratar más que consigo mismo.”27 Es una
enajenación del espíritu en una representación sensible.
En suma, no podría haber una ciencia de lo sensible, pero
justamente el arte da motivo a que surja una ciencia, gracias a
ese lado espiritual y de pensamiento. Es así como el contenido
del arte, los grandes intereses del arte, se reduce a un cierto
número limitado de grandes temas. Del mismo modo, la
forma artística no abarca más que un número restringido de
formas.
El problema de lo concreto está vinculado con el problema
de la existencia de la ciencia del arte. El arte precisamente está
destinado a realizar esta paradoja, de encerrar lo absoluto que
es pensado en alguna cosa particular y finita. No obstante ser
por completo contrario a lo sensible y a lo particular, el arte lo
capta sin embargo mediante el símbolo. Sigue siendo, pues,
una ciencia posible.
Podemos resumir en tres tesis la concepción que Hegel
tiene de lo bello.
1) La obra de arte no es un producto de la naturaleza, sino
del esfuerzo humano; es una creación humana.
468
2) Es creada para los sentidos del hombre.
3) Toda obra de arte tiene un fin en sí misma.
Y ante todo, la obra de arte es un producto de la actividad
humana. Pero esta actividad no es absolutamente consciente;
si lo fuese, se dispondría de reglas, y el arte podría enseñarse,
siendo que la libertad y la espontaneidad son esenciales. De
hecho, se requieren dos cosas: el don, que es irreemplazable, y
una técnica que no se inventa, sino que se recibe. El don se
añade a la reflexión y a la técnica; por la unión de estas dos
cualidades, el artista es capaz de crear obras verdaderas y
bellas.
El arte, dice Hegel, “ha recibido el bautizo de lo espiritual y
no representa sino aquello que se ha formado siguiendo la
esencia de este espíritu”.28 El espíritu, incorporado a la obra
de arte, le proporciona la duración:
El busto
sobrevive a la ciudad.29
Se pretende que el arte es obra humana y que la naturaleza
es obra de Dios; pero esto es un sofisma; es también Dios —
afirma Hegel— quien se manifiesta a través del espíritu
humano, y éste es inclusive su suprema expresión: “El espíritu
es la manifestación suprema de Dios”.30
Esta actividad humana del arte se vincula a la actividad del
hombre en general. El arte penetra en las cosas para quitarles
su “reacia extrañeza”. Penetra en la “necesidad razonable que
tiene todo hombre de tomar conciencia intelectual del mundo
exterior y del mundo interior como de un objeto en el que
reconoce su propio yo”.31
La naturaleza de esta actividad ha sido interpretada de
manera diversa. Para Aristóteles, el instinto de imitación era
irresistible. Para Hegel, en cambio, una buena parte de la
característica del hombre —a saber, la conciencia— se
469
encuentra en el arte: es el reflejo del espejo, velut in speculo, el
reconocimiento de su propio yo en las cosas, con lo cual
Hegel anuncia ya la Einfühlung, o, como dice Basch en breves
palabras: “Los sentimientos objetivos”.32 En la naturaleza se
reconoce al hombre; en la humanidad y entre los seres
humanos, se reconoce al hombre en sí. En ciertos momentos,
según dice Emerson, el hombre, al encontrarse frente a frente
con otro hombre, ve de repente cómo de este hombre brota
“el gigante que somos”. La obra de arte es, en suma,
específicamente diferente de un producto de la naturaleza.
La segunda tesis desarrollada por Hegel sobre lo bello se
refiere a la obra de arte hecha para el hombre y para los
sentidos del hombre. El elemento sensible desempeña en el
arte, sin discusión alguna, el papel predominante. Los ingleses
incluso afirman que el arte es una provincia de lo agradable.
Hegel, como Kant, lo elimina. No considera que hay ciencia
posible en el dominio de lo sensible. Sin duda, el dominio de
lo inconsciente juega un importante papel, pero “lo que
sentimos permanece encerrado en las formas de la
subjetividad más singular”.33 Es decir: es irreductible e
individual. Para Hegel, construir una estética de la sensación
y del sentimiento parece absolutamente imposible. El peligro
que se corre frente a una obra de arte es el entretenerse
principalmente con el análisis y el buscar el matiz que la
traduce: es el objeto de arte del que debe uno ocuparse.
En cuanto a los sentimientos de temor, de placer, de lo
agradable, hay otras creaciones del espíritu humano que los
pueden suscitar: por ejemplo la religión, la elocuencia, la
historia. Los estéticos psicólogos dirán que nos las habemos
aquí con la forma del sentimiento de lo bello, el gusto. Ahora
bien, el gusto es un sentimiento al que se añade la reflexión.
Lo que hay de profundo y de verdadero en la obra de arte
escapa, según Hegel, tanto al sentimiento particular de lo
470
bello y al gusto como al sentimiento en general: “Lo que hay
de profundo en la obra de arte invoca no solamente a los
sentidos y a la reflexión abstracta, sino a la plena razón y al
espíritu entero”.34
Examinemos, pues, la obra de arte como un objeto, y luego
en la subjetividad del artista y de su genio: “La obra de arte —
dice Hegel— no existe únicamente para la intuición sensible
como objeto sensible, sino asimismo para el espíritu… Lo que
no es solamente sensible en nosotros, sino espiritual, se ve
afectado por la visión o la audición de la obra de arte y debe
hallar en ella una satisfacción”.35 La intuición sensible se
encuentra en la base del deseo. Pero la primera particularidad
de la contemplación es la de que no consume su objeto, sino
que lo deja vivir dentro de nosotros. El artista “lo contempla
sin deseo como una cosa que nada más existe para lo que hay
de teórico en el espíritu”.36
Si la intuición sensible no se halla sola, ello no quiere decir
que estemos forzosamente en presencia de un proceso
puramente intelectual. Se debe dar el salto a la idea, pero sin
que el pensamiento “se aleje de la objetividad inmediata que
se le ofrece”.37
“En el campo de la estética —dice Hegel—, lo sensible no se
nos debe aparecer más que como superficie y apariencia.”38 La
estética se encuentra, pues, a medio camino entre la
sensibilidad inmediata y el pensamiento puro, y excluye la
sensibilidad material, es decir, los sentidos inferiores (olor,
gusto y aun tacto), para no dejar más que los dos sentidos
teóricos e intelectuales del ser humano: la vista y el oído. La
gran fórmula de la estética de Hegel reza como sigue: “En el
proceso estético, lo sensible se espiritualiza y lo espiritual
aparece como sensibilizado”.39
De este modo, la creación artística no es ni un trabajo
471
mecánico que sólo requiere habilidad manual, ni tampoco
una actividad científica fundada en conceptos: “Es —concluye
Hegel— una actividad inconsciente de lo que, en el hombre,
pertenece a la naturaleza”.40 Es el don, pero el don amaestrado
y dirigido por el espíritu.
Y finalmente, en su tercera tesis sobre la concepción de lo
bello, Hegel desarrolla la idea de que toda obra de arte tiene
su fin en sí misma. Es un simple instinto natural a reproducir
y que se satisface cuando la representación ha sido lograda. Es
un empeño vano, en efecto, el reproducir lo que ya existe.
Igualmente imposible es rivalizar con la naturaleza. Aun las
representaciones casi perfectas no constituyen la verdadera
meta del arte, y los retratos verdaderos no son,
necesariamente, los que más se parecen a los modelos. El fin
de las bellas artes no es imitar, sino suscitar, mediante
determinados espectáculos, nuestras pasiones y nuestros
sentimientos, despertar los acontecimientos humanos a través
de los multiformes espectáculos de la naturaleza.
c) Divisiones de la Estética de Hegel. El sistema de las artes
La Estética de Hegel comprende tres partes:
1) La estética general, que abarca el estudio general de la
belleza artística y el nexo entre el ideal y la naturaleza, con los
instintos artísticos particulares.
2) Las distinciones esenciales según la cristalización en
grandes formas: el arte simbólico, clásico y romántico.
3) El sistema de las artes a partir de la idea directriz del
sistema.
La división de la evolución de las artes en tres categorías
capitales corresponde al milagro de una idea que aparece en la
intuición sensible bajo una vestimenta sensible. Según la
manera en que la idea aparece en la forma, Hegel distingue
472
tres momentos dialécticos y tres edades en el arte.
En el arte simbólico, la idea es incierta, confusa,
indeterminada. No es todavía una idea concreta, sino una
idea abstracta que se mantiene en lo exterior. No es adecuada
a la forma, y esta inadecuación de la Idea permanece
simbólica, no obstante la belleza concreta del arte: por
ejemplo el buey Apis, que representa la fecundidad del Nilo.
De aquí deriva ese esfuerzo por amplificar la Idea: la idea no
se encuentra en la forma ni crea una unidad con ella, sino que
se queda afuera. Por ello jamás forma parte de la categoría de
lo bello, únicamente de la categoría de lo sublime: hay, pues,
en el arte un “panteísmo” artístico.
En el arte clásico, la encarnación adecuada de la Idea se
efectúa en una forma adecuada a esa idea. Esta paradoja
puede realizarse, ya que existe en la naturaleza un ser
privilegiado en que esta armonía se lleva a cabo: en el
hombre. Los rasgos de un rostro humano y los movimientos
de un cuerpo humano se representan mediante la escultura
del hombre, en que lo espiritual se presta como por sí solo a la
encarnación sensible.41
En el arte romántico continúa la actividad de la Idea que
manifiesta su superioridad y su inadecuación esencial a todo
objeto finito y sensible. Se establece una nueva inarmonía; el
espíritu recuerda que él es la subjetividad infinita de la idea.
Lo verdadero divino es algo que rebasa toda encarnación
artística: es una aspiración. El artista toma conciencia de la
imposibilidad de cristalizar el infinito. Pero aquí interviene
una nueva característica: no es ya la exterioridad de la Idea,
sino su intimidad espiritual, interior, la que crea el
desequilibrio. La Idea es consciente de sí misma y deja de ser
indistinta e indeterminada: rompe la envoltura. También aquí
la Idea es una aspiración. La música es el verdadero símbolo
473
de este arte.
El sistema de las artes de Hegel tiene sus leyes: el ideal, el
espíritu absoluto se realizan en los materiales siguiendo el
mismo ritmo.
El espíritu absoluto es Dios, que vive y se desarrolla en la
naturaleza. Cuando se pasa al ámbito del arte, las tentativas
para expresarlo resultan torpes; la espiritualidad pura se halla
en los bloques de piedra. La arquitectura es, así, el arte
simbólico por excelencia; es el arte más gastado, “abre el
camino”.42 Se adecúa el exterior a la aparición de la divinidad:
la casa de Dios es el templo.
Posteriormente, en el arte clásico la presencia de Dios
mismo aparece en una forma sensible: tenemos así la
escultura. “El espíritu que representa la escultura es el espíritu
que descansa en sí mismo y que no ha sido segmentado en el
juego de las contingencias y de las pasiones.”43 Se trata, en el
fondo, del ideal de Winckelmann. Quedan por traducirse los
sentimientos móviles, todo el pathos de las masas que se
concentran en él, la espiritualidad y los sentimientos de la
humanidad: es la inspiración romántica. Los materiales más
dúctiles son el color y el sonido, y después, el sonido
convertido en signo. La pintura, la música y la poesía son las
artes románticas. Lo espiritual, al influir en el material, lo
arrastra consigo. Lo más espiritual es la poesía, que se sitúa en
el dominio de los sentimientos, y más que de los
sentimientos, en el de la Idea. Es el momento en que el
espíritu absoluto va a abandonar el arte en favor de la
filosofía.
Siguiendo a Herder, podemos resumir el espíritu de la
época diciendo que es el siglo de lo concreto de la historia, del
estudio del espíritu humano y de su cultura. Es, en todo caso,
una evolución y una dialéctica. Al arte se le reserva un lugar
474
privilegiado: el lugar del nacimiento del espíritu absoluto: se
trata de una hipóstasis todavía sensible.
4. Solger y Richter
Para el estético Solger (1789-1819), el arte tiende a ofrecer
una concepción ideal del mundo a través de la ironía. En
efecto, el arte debe proponerse la imitación de la creación
divina. Pero, al igual que toda cosa humana y terrestre, la
belleza no es más que vanidad si se la compara con las
creaciones de Dios, por lo que en todas las bellezas del arte
siempre queda un sentimiento de verdadera nostalgia. Según
Solger, ninguna obra de arte se puede concebir y ejecutar sin
la ironía que, con el contrapeso del entusiasmo, es el motor de
toda actividad artística. Esta obra de arte es como un
paradigma platónico; representa un símbolo de la realidad.
Solger es un precursor del movimiento de la ironía
trascendental. Su concepción de la ironía difiere
considerablemente de la ironía romántica, que tiene su
trascendencia dentro de sí misma, no a través de Dios. El
movimiento trascendental de Solger acabará en la
trascendencia de Dios.
A su concepción del arte y de la belleza se opone su
concepción de lo feo. Su teoría de lo feo es la oposición
directa de lo bello.44 Lo concibe como una verdadera categoría
estética que ocupa un rango similar a la de lo sublime o de lo
cómico.
Richter, conocido como Jean-Paul (1763-1825), es uno de
los principales representantes del movimiento de la ironía
trascendental. Este movimiento, más romántico que serio,
considera que en el universo todo es ironía.
Jean-Paul es un gran humorista. En Alemania, Lessing
475
tachaba al humor como un “desorden” y una “libertad
caprichosa” de un espíritu que pretende no revelar de sí más
que su capricho: es la Laune, si bien en su dramaturgia,
Lessing se reprocha el haber traducido humor por Laune,
términos más bien disímiles. Herder, Schubert, Jung-Stilling
juzgan la palabra Laune como suficiente. Al cabo triunfó el
punto de vista de Tieck, quien afirma que el concepto humor
no se puede traducir al alemán ni por Laune, ni por Geist, ni
por Witz. En Alemania se había imitado al humorista inglés
Sterne, pero bajo la forma más exterior de meros arabescos
caprichosos, de una manera libre y sin reglas. El
romanticismo alemán lo quiere emparentar con la ironía
romántica, y en cierta forma se convierte en un signo de la
independencia mantenida por el artista frente a su obra. La
personalidad del escritor juega así libremente con las
creaciones de su fantasía. Para Novalis (1772-1801) es “una
manera que se reviste según le place a uno y en la que lo
arbitrario hace caer todo lo chistoso”. Para Schlegel (17671845), el humor puede ser premeditado a condición de que
no lo parezca. Hoffmann dice que “el humor nada tiene en
común con su aborto de hermana, la burla”.
El poeta lírico alemán Eichendorff (1788-1857), y sobre
todo Jean-Paul, proponen una explicación ambiciosa y
metafísica del humor: “El alma moderna —dice el último—,
consciente a la vez de lo infinito que hay en ella y de las
limitaciones que descubre a su derredor, se refugia en el
humor, que es el indicio de ese conflicto entre el ideal
inmanente y la realidad invencible. Al no poder conciliar
estos contrastes, el humor juega con ellos en una especie de
desesperada jovialidad”.45 Jean-Paul muestra además ese
contraste del humor definiéndolo como una lágrima en un
ojo que sonríe. Hay en él una especie de sencillez próxima al
llanto, una mezcla de sensibilidad, fantasía y malicia a la vez
476
que de seriedad. Sus novelas46 carecen de unidad y de vista de
conjunto, defectos propios del humorista incapaz de clasificar
y componer: “Prefiero saltar y no marchar” confiesa en su
Diario.
Este movimiento de la ironía trascendental, al que
pertenecen Lichtenberg (1742-1799) y Jean-Paul, presenta
aún algunas características del periodo Sturm und Drang y
anuncia ya en otros rasgos el romanticismo.
5. Schopenhauer
a) El papel y el lugar del arte en la filosofía de Schopenhauer
La filosofía de Schopenhauer (1788-1860) se desarrolla en
este periodo tan recargado de sistemas enredados como lo es
el del idealismo poskantiano. La conclusión se hallaba ya en
Lessing: “Nada en el mundo se da aislado”.
Schopenhauer, como algunos de sus contemporáneos —
citemos a Nietzsche—, gusta de hablar como profeta y de
tratar acerca de la universalidad y de las concepciones de
conjunto. Pertenece cabalmente al periodo de los “talentos
forzados”, según lo llamaba Goethe.
En una filosofía tal, naturalmente el arte, como tampoco en
los sistemas poskantianos a que esta filosofía se opone, se
encuentra aislado o separado. Pero contrariamente a la
concepción del arte en una “filosofía de profesores”, según se
mofaba Schelling, su propia concepción presenta un doble
aspecto: es, por un parte, una gnosis y una terapéutica, y por
la otra, es una sabiduría.
Sus primeras obras carecerían de todo éxito (entre ellas
están: La cuádruple raíz del principio de razón suficiente
[1813], El mundo como voluntad y como representación
[1820]); no se le hizo mayor caso cuando impartió un curso
477
en Berlín en 1820, y después de ello llevó una vida ociosa. Se
retira a Francfort, donde escribe sus últimas obras: La
voluntad en la naturaleza (1836), Los dos problemas
fundamentales de la ética (1841) y Parerga et Paralipomena
(1851). La vida de Schopenhauer explica la actitud de
combate hostil a toda enseñanza filosófica oficial y el tono
polémico con que habla de los “filósofos de universidad”. Esta
vida explica igualmente la ausencia de construcción
sistemática en su filosofía; un pensamiento único sirve de
nexo a las más diversas digresiones, los parerga y los
paralipomena; su razonamiento es de aliento breve, pero es
dueño de la intuición de analogías y de un gusto por las
rapsodias y los episodios. La audacia de su sistema y la unidad
indivisible de su pensamiento se plantean como verdades
primeras; en ningún momento requieren la búsqueda de su
demostración en cuanto a que son consecuentes consigo
mismas, a diferencia de lo que hacen otros filósofos. Kuno
Fischer habla del “brillante mosaico” de su estética,
compenetrada de sus vastas lecturas sánscritas, griegas, latinas
y españolas.
Resumamos los cuatro puntos esenciales de la filosofía de
Schopenhauer: su pensamiento único, la cuádruple raíz, la
voluntad y su doctrina, y el fundamento de la moral.
Para comenzar: su pensamiento único. Schopenhauer
considera el mundo como una magia. Mediante la evocación
se le puede quitar lo ofensivo al fondo malo de las cosas, y las
potencias de lo real no son nocivas sino cuando permanecen
oscuras. Por la filosofía, la esencia del mundo “se revela como
una voluntad”;47 y en el instante en que se le revela al ojo
filosófico, ese querer-vivir, esa voluntad pierde su virtud
maléfica. Para conjurar el maléfico encanto, basta con un
pesimismo en busca de liberación.
478
Schopenhauer ataca el idealismo kantiano al discutir el
paralogismo de Kant y el principio de causalidad. Para
Schopenhauer, el mundo es nuestra representación; no hay en
él una realidad en sí; el objeto trascendente es contradictorio.
Contrariamente a la concepción del nóumeno, Schopenhauer
sostiene que un fenomenismo radical no distingue ya la
sensibilidad del entendimiento, ni lo dado de lo construido.
Nada hay independiente o aislado48 que pueda ser objeto para
nosotros. Todas nuestras representaciones se hallan
necesariamente conectadas y ligadas entre sí. La necesidad de
un nexus, es decir, del nudo, es la raíz común de las cuatro
fuentes del principio de razón suficiente, pero esta necesidad
no es más que una ley de nuestro espíritu.
En El mundo como voluntad y como representación,
considera que el mundo es un enigma, un querer absurdo que
sería consciente y abandonaría el conocimiento discursivo en
favor de la intuición. La experiencia interior revela el fondo
de nuestro ser: tendencias, aspiraciones, necesidades, en
suma, nuestra voluntad, ella misma en estrecha unión con
nuestro cuerpo. Pero hay en nosotros motivos que
únicamente explican la particularidad de la voluntad para
cada acto. El motivo “no explica en lo más mínimo lo que este
ser quiere en general ni lo que quiere de esta manera”. Tanto
más puesto que otros cuerpos representan otras voluntades, y
no todas ellas han sido esclarecidas por el intelecto, si bien al
descender poco a poco se hace patente el fondo común de
toda la naturaleza: tendencia pura y simple, voluntad ciega e
irracional. El profundo irracionalismo de Schopenhauer se
opone a la dialéctica ascendente del espíritu en Hegel, así
como se distingue la profundidad de la intuición con relación
a la superficialidad del espíritu discursivo. Voluntad ciega,
única para todos los seres, que produce sin razón y sin ruido,
es sin embargo una experiencia interior que va más lejos que
479
el conocimiento del mundo de la ciencia.
Finalmente, el fundamento de la moral descansa, según
Schopenhauer, en la piedad como forma de conversión. En
efecto, el propio conocimiento está al servicio de la voluntad
de vivir; no llega más allá de la mera superficie de las cosas,
del fenómeno. El mundo es simplemente mi representación y
no explica en modo alguno las tendencias profundas, la
voluntad de vivir. Pero el conocimiento puede ser el principio
de una conversión, como por ejemplo en el caso del
conocimiento contemplativo. La intuición de las esencias, las
Ideas de Platón, que Schopenhauer pretende unir en una
síntesis con la doctrina de Kant, constituyen el modo eterno,
inmutable de la cosa, la objetivización particular de la
voluntad profunda del mundo. El conocimiento, en fin,
permite descender al fondo común de todos los seres: “Tú
eres eso”. De aquí deriva la moral de Schopenhauer, doctrina
de salvación que abarca dos aspectos: por una parte, suprime
el querer-vivir por una verdadera conversión y elimina de esta
manera el dolor: he aquí el espíritu negativo; por otra parte, se
abstrae de sí misma, pero se reconoce al reconocer su
identidad con los otros y con la totalidad: tenemos aquí la
piedad y el aspecto positivo de la doctrina. Es una moral de
liberación, equivalente a la voluntad revelada y transformada
en inofensiva. No hay más que un suicidio metafísico válido:
la conversión.
Hay otro modo de liberación, verdadero en cuanto
propedéutica: pues al lado de la raíz mencionada, la piedad,
hay una segunda raíz del sentimiento panteísta: es el arte, que
consiste en adormecer a la voluntad mediante un encanto y
en restituir al conocimiento su intuición de las esencias y su
virtud contemplativa. El genio y el asceta son los dos
instrumentos de la conversión. Esta segunda contemplación,
transitoria, ya no eterna, semejante a un estado de tregua en
480
que el sufrimiento se halla como adormecido, pero en donde
no hay una paz como en la contemplación piadosa del asceta,
es la contemplación estética.
b) Rasgos fundamentales de la estética de Schopenhauer
Se ha calificado la estética de Schopenhauer de “rapsodia”,
y con frecuencia se le ha reprochado su fragilidad. En su
volumen consagrado a la estética de Schopenhauer, André
Fauconnet hace notar que se trata de una “fragilidad
metafísica”49 y no de un sistema arquitectónico bien
construido. En el fondo, es el resultado de una ordenación y
de un método místicos.50
La doctrina del arte de Schopenhauer se expone en el Libro
III de El mundo como voluntad y como representación. Pero ya
desde sus primeras obras anuncia el pensador en cierto modo
esta doctrina. Schopenhauer se propone enmendar el error de
Kant acerca de la naturaleza del principio de razón suficiente
e intenta crear una teoría del conocimiento y del mundo en la
que concede toda la importancia a la voluntad y a la
representación. La intuición, tal como la concibe
Schopenhauer, es la forma misma del saber, es el grado más
elevado en la escala de valores. Esta concepción del
conocimiento tiene por consecuencia su teoría de los colores;
Schopenhauer considera los colores como una cualidad
oculta. Esta teoría de los colores constituye el punto de
partida de su teoría de los sentidos: las sensaciones que sirven
para captar objetivamente el mundo exterior no deben ser ni
agradables ni dolorosas; deben dejar a la voluntad en un
estado de indiferencia. La doctrina del placer estético en
Schopenhauer deriva de esta teoría de los sentidos. La vista
del sol poniente, por ejemplo, nos procura un vivo placer
porque la sensación de los colores “en que la energía es
exaltada por la transparencia”51 nos permite una
481
contemplación desinteresada y anula la voluntad; el placer
estético se señala ante todo por su carácter negativo.
Estos principios nos encaminan hacia los temas capitales
de la doctrina sobre las artes expuesta en el Libro III de la
obra citada. Examinaremos sucesivamente: la esencia del arte,
la contemplación estética, la jerarquía de las artes, los órganos
y la percepción sensible, y finalmente la teoría del genio.
Comencemos por considerar la esencia del arte. El título
del Libro III de El mundo como voluntad… es “La Idea
platónica; el objeto del arte”. Esto nos indica que
Schopenhauer construirá su doctrina de lo bello sobre la
teoría de las Ideas. Tras haber establecido su teoría
fundamental del mundo como voluntad y representación,
Schopenhauer se enfrenta a una doble contradicción: o bien
renuncia a poner en un orden la secuencia del fenómeno, o
bien renuncia al paradigmatismo de Platón y a su teoría de las
Ideas. A las cosas individuales que carecen de diferencia
específica se oponen los seres individuales, o sea las Ideas que
se distinguen por su cualidad, y no solamente por su
cantidad. La Idea, según Schopenhauer, no se opone a la
esencia y no es accidental ; se compone de lo que hay de
esencial en todos los grados de la voluntad. No debe oponerse
la teoría de las Ideas de Platón a la teoría de la razón pura de
Kant, que Schopenhauer trata de conciliar para llegar así a su
propia concepción de la esencia del arte.
Según Schopenhauer, la ciencia tiene como objeto
únicamente las relaciones. Llega un momento en que se da
cuenta de su insuficiencia y conduce al sabio al conocimiento
puro, a la contemplación estética y desinteresada: la intuición
sustituye aquí a la dialéctica. En lugar de explicar las cosas y
los seres, el sabio intentará penetrarlos; la contemplación
sustituirá a la explicación. En otros términos: el arte
482
remplazará a la ciencia. Esta contemplación deberá basarse en
un ser inmutable y eterno. Para tener y alcanzar esta
contemplación, debe uno elevarse del fenómeno a la Idea que,
por ser Idea, no será ya objeto de ciencia y escapará al
principio de razón suficiente. André Fauconnet resume de
esta manera la teoría de Schopenhauer y la opone a la de
Kant: “El juicio estético, esencialmente desinteresado, se
opone, en Kant, a los otros juicios interesados, absolutamente
del mismo modo como la actividad voluntaria del sujeto que
no conoce sino en vista de la acción, de la lucha, se opone en
Schopenhauer a la contemplación del sujeto puro”.52 La
contemplación estética está compuesta, pues, de dos
elementos: por un lado, de la Idea, y del otro, de la aparición
del sujeto puro con la feliz objetividad de sus intuiciones:
“Cada uno es feliz cuando es todas las cosas, e infeliz cuando
no es más que individuo”.53
Del hecho de que cada cosa expresa una idea resulta que
cada cosa es bella: lo bello está, así, en la actitud y es una
actitud. En efecto, las cosas serán más o menos bellas según si
la contemplación estética es más o menos objetivada.
De esta objetivación de la contemplación, Schopenhauer
extrae un primer principio para establecer una jerarquía de
las artes. Parte de los grados inferiores y llega a la belleza
perfecta que, según él, es la belleza humana. Las ideas de
fuerzas naturales (resistencia, pesantez, luz) corresponden a la
arquitectura. Las ideas de la naturaleza vegetal tienen su
contraparte en el arte de los jardines, en la pintura del paisaje,
etc., y las ideas de la naturaleza animal organizada la tienen en
la pintura y en la escultura de animales. La idea de la
humanidad actuante corresponde a la pintura de historia. Y
finalmente, las ideas de la humanidad pensante expresadas
por el lenguaje encuentran su correspondencia en la poesía.54
Si esta clasificación de Schopenhauer es muy relativa, al
483
menos la voluntad, el querer, se mantiene entera en cada una
de las artes.
La impresión estética constituye para Schopenhauer un
segundo fundamento de la jerarquía de las artes. Podemos
clasificar éstas según la creciente objetividad dada al placer
estético. El elemento subjetivo predomina en la arquitectura.
En la escultura y la pintura vemos acrecentarse el elemento
objetivo. Y este elemento llega originalmente a su predominio
en la poesía y la tragedia.55
Schopenhauer propone aun un tercer principio jerárquico
de las artes, a saber, que todas las artes deben manifestar un
desacuerdo en sus tendencias y la lucha de fuerzas contrarias.
Cuando este conflicto cambia de aspecto, el arte cambia de
forma. “A decir verdad —escribe Schopenhauer—, la lucha
entre la pesantez y la resistencia es la que constituye por sí
sola el interés de la arquitectura hermosa: hacer resaltar esta
lucha de una manera compleja y perfectamente clara, he aquí
su misión.”56 Un aspecto de esta ley de contraste vuelve a
encontrarse en la pintura y principalmente en el arte del
retrato. En la “pintura de historia” tenemos la misma
oposición: “Pintura e historia, eternidad y tiempo, esencia y
apariencia, intuición y concepto, arte y ciencia, tales son los
diferentes términos del conflicto que caracteriza esta nueva
forma de figuración estética”.57 En poesía, es la oposición
entre las palabras abstractas y la idea perseguida. En la poesía
lírica, la oposición entre la voluntad y la actitud
contemplativa del poeta. Para la arquitectura, nos hallamos en
presencia de la lucha de fuerzas; en lo que respecta a la
epopeya, al drama y a la tragedia, es la lucha de las pasiones,
de las creencias, de los sentimientos y de los deseos. La
voluntad humana es una, pero sus múltiples manifestaciones
luchan y combaten. Es en la tragedia, que aporta el
conocimiento a través de la piedad, donde se encuentra el
484
término final de esta ascensión de las artes, es decir, el jaque
progresivo a la voluntad de vivir.
En esta jerarquía de las artes, “está excluido un arte de
nuestro estudio… la música. Está situada completamente
fuera de las otras artes”.58 Todas las artes se hallan
subordinadas a las Ideas del universo, mientras que “la
música, que va más allá de las ideas, es enteramente
independiente del mundo fenoménico; lo ignora de manera
absoluta y podría, en cierto modo, continuar su existencia
incluso cuando el universo dejara de existir”.59 Mientras todas
las otras artes son reproducción de ideas, la música es una
reproducción de la voluntad. La música es una manifestación
directa de la voluntad de vivir, en el mismo sentido y con el
mismo rango que el universo. La catharsis de las artes y de la
tragedia ocupa aquí el primer plano porque procuran la
renuncia hipnótica. La representación abandona su papel de
conocimiento práctico para adoptar un carácter de hipnosis,
como si fuese un instrumento de nolle. El arte se convierte así
en una terapéutica.
La jerarquía de las artes, según Schopenhauer, lo lleva a
elaborar una doctrina de la percepción sensible y a estudiar
los diferentes sentidos. Schopenhauer clasifica los sentidos
por un orden de “dignidad relativa”; son más o menos
“dignos” según sean más o menos susceptibles de placer o de
dolor. La vista, y en seguida el oído, son los sentidos
superiores; el tacto, el olfato y el gusto, los sentidos inferiores.
Únicamente los sentidos superiores son capaces de abrirnos el
campo de la estética. El tacto, el olfato y el gusto son, sin
duda, sentidos útiles, pero provocan sensaciones mezcladas
de placer y de dolor que, en lugar de favorecer la intuición
pura, estimulan la voluntad. La voluntad no está aquí en
juego, en contraposición a la vista y el oído, ya que el nervio
óptico y el nervio acústico son insensibles al dolor. Las
485
percepciones visuales, dice Schopenhauer, se dan “en el
espacio”, y las auditivas, como la música, “en el tiempo”. La
vista es un “sentido activo”, es decir que todos los
espectáculos que desfilan ante los ojos y se les ofrecen no
estorban para nada el trabajo del espíritu. El oído es un
“sentido pasivo”, o sea que el nervio auditivo es herido
directamente por la conmoción del nervio. La vista es el
sentido intuitivo del entendimiento, mientras que el oído es el
sentido de la razón que piensa. A esta teoría de los sentidos de
Schopenhauer corresponde una teoría demasiado
esquemática de las artes: las artes de la vista son la
arquitectura, la escultura, la pintura; el arte del oído, la
música. La poesía forma una clase aparte. El lenguaje
desempeña para la poesía el mismo papel que la luz para la
pintura y el sonido para la música. A propósito de la poesía
insiste Schopenhauer en la expresión de la Idea: “La Idea —
dice— es la unidad que se transforma en pluralidad mediante
el espacio y el tiempo, formas de nuestra apercepción
intuitiva; el concepto, en cambio, es la unidad extraída de la
pluralidad por medio de la abstracción, que es un
procedimiento de nuestro entendimiento; el concepto puede
denominarse unitas post rem, la Idea unitas ante rem”.60 No
obstante su utilidad, el concepto es estéril desde el punto de
vista artístico, mientras que la Idea es la fuente verdadera de
toda obra de arte.
Para numerosos estéticos, el hombre de genio es aquel cuya
voluntad es más tenaz y más potente que en los otros. El
oficio y la técnica del hombre de genio se convierten en él casi
en segunda naturaleza. Schopenhauer hace poco caso de la
técnica en la estética de las artes. En su teoría del genio,
reconoce una oposición entre la razón y la contemplación,
que corresponde a la oposición entre el conocimiento y el
genio. El genio no es para él, pues, una forma de
486
conocimiento, puesto que no descansa en la razón, sino en la
contemplación; es, pues, una actitud. Es, en efecto, “la fuerza
interior de un alma artista”61 espiritual enfrentada al universo.
Esta actitud contemplativa se aproxima a la contemplación
platónica, que es una conversión debido a que se orienta hacia
las Ideas. En Schopenhauer, la contemplación artística del
genio también es una conversión, en el sentido propio de la
palabra, ya que se orienta hacia la belleza de la naturaleza. “La
esencia del genio —escribe Schopenhauer— exige un olvido
completo de la personalidad y de sus relaciones.”62 Trazando
un paralelo entre el hombre de genio y el hombre común,
Schopenhauer insiste en este fenómeno de contemplación que
constituye el núcleo mismo de su tesis. “En el hombre de
genio —afirma— la facultad de conocer, gracias a su
hipertrofia, se sustrae por algún tiempo al servicio de la
voluntad; por consiguiente, se detiene a contemplar a la vida
por sí misma, se esfuerza por concebir la Idea de cada cosa,
no sus relaciones con las otras cosas… Para los hombres
comunes, la facultad de conocer es la linterna que ilumina el
camino; para el hombre de genio, es el sol que esclarece el
mundo.”63
Schopenhauer establece un nexo entre la infancia y el
genio; en ambos observa un predominio de la representación.
En el niño, en efecto, al igual que en el genio, predominan el
sistema nervioso y cerebral, y a la edad de siete años el
cerebro humano alcanza todo su volumen. De aquí proceden
la inteligencia y la curiosidad de espíritu de la mayoría de los
niños. El parecido entre el genio y el niño se manifiesta, pues,
en “el exceso de facultades de conocimiento en comparación
con las necesidades de la voluntad y en la preeminencia de la
actividad puramente intelectual que de ello resulta”.64 Su
parentesco se hace patente en su ingenuidad, en la extrema
simplicidad que constituye uno de los rasgos del genio
487
verdadero, y en la sensibilidad. “Lo que, en efecto, constituye
el genio es que el predominio, natural en el niño, del sistema
sensible y de la actividad intelectual, persiste por anomalía en
el genio durante toda su vida, con lo que se hace continuo.”65
A continuación, Schopenhauer establece un parentesco
entre el genio y la demencia. “Se pasa por loco en cuanto de
las cosas efímeras se derivan las ideas eternas.”66 La locura se
manifiesta por una desorganización de la memoria; el loco no
tiene más que un conocimiento muy relativo del pasado, pero
un conocimiento preciso del presente: “Pero desconoce —
afirma Schopenhauer— las conexiones y las relaciones entre
los hechos: éste es el motivo de sus errores y de sus
divagaciones; de aquí deriva también su punto de contacto
con el hombre de genio”.67
El genio, tal como lo presenta Schopenhauer, consiste,
pues, “en la aptitud de liberarse del principio de la razón, de
hacer abstracción de las cosas particulares…, de reconocer las
Ideas”.68
La estética de Schopenhauer plantea un doble problema: en
qué medida las exigencias del pesimismo son compatibles con
las del arte, y en segundo término, la cuestión del triunfo y la
negación del querer. Podemos ofrecer tres conclusiones.
El arte actúa como una gnosis y como una terapéutica.
Revela la inteligibilidad del mundo; sana de una voluntad
absurda. Es una catarsis muy particular que consiste en
exorcizar la voluntad, así como la tragedia purgaba las
pasiones, según Aristóteles. “Parecemos prisioneros que
festejan un día de descanso, y nuestra rueda de Ixion no da
más vueltas.”69 Es una verdadera conversión en la que se ve al
arte actuar como un conjuro y adormecer a la voluntad. Pero
se le ve también servir como instrumento al conocimiento de
las esencias por el sentimiento panteísta: “Tú eres eso”.
488
De todo ello resulta el carácter provisorio e insuficiente del
arte, inclusive del Arte según Schopenhauer, o sea de la
música. Hacer música es, realmente, ser, es querer todavía, y
por lo tanto sufrir. Su teoría de lo bello llevó a Schopenhauer
obligadamente a la doctrina del Nirvana, única auténtica
negación del querer-vivir.
Las fallas del sistema estético de Schopenhauer son muy
claramente patentes. Así como el aspecto hindú del sistema
de Schopenhauer, con el ascetismo contemplativo, se puede
considerar un logro, y la parte cristiana, en cambio, un
fracaso, así también en su estética aparecen los peligros de
toda filosofía de la contemplación, ya que el arte pertenece al
orden de la acción. Como Plotino, para quien el ojo del
filósofo se la pasa sin el arte para dirigirse hacia el interior,70
única conclusión consecuente de las estéticas contemplativas,
Schopenhauer salta a la actitud artística, pero le fallan las
artes. Logra una descripción de la contemplación y del
sentimiento estético, pero fracasa en su teoría del genio
creador.
Según Schopenhauer, la existencia del arte sigue siendo un
problema. ¿Es una esencia o un grado? El arte es, por esencia,
una voluntad de vivir: para Schopenhauer no es más que un
grado inferior de renuncia. Su valor se mide, en todo caso,
por la imperfecta liberación que representa. El artista es un
asceta fracasado o que no ha pasado por su última
metamorfosis. El artista no es él mismo, sino que es un asceta
en vías de serlo, capturado todavía en las redes de la ilusión.
El último avatar del artista, en una filosofía del pesimismo
que quiera ser consecuente, tendría que ser una vida de
silencio.
6. Nietzsche
489
La filosofía de Nietzsche (1844-1900) constituye una
unidad, un todo sistemático, según han podido aseverar sus
biógrafos, desde René Berthelot hasta Andler o Challaye.
Desde luego, como hizo notar ya Bertram, se pueden
descubrir en su pensamiento puntos de vista y perspectivas
sucesivos, pero en la base de todas esas tesis se halla un fondo
común: “un nihilismo extático”.71
Sin embargo, es posible distinguir algunas fases en su
pensamiento: un Salter o un Berthelot, señalan para los años
1859 a 1876 un “pesimismo romántico”. De 1876 a 1881, un
“positivismo escéptico” fundado en lo verdadero. A partir de
1882, un periodo de reconstrucción basado en la vida.
Andler72 sitúa entre las dos metafísicas de la intuición
schopenhaueriana y de la intención de eterno retorno, dos
fases que derivan de estas metafísicas : una primera de
esfuerzo crítico, y otra de análisis. En todo caso, la evolución
de Nietzsche está claramente marcada en la gradación, el
acento, el timbre de sus obras principales.
a) Las fuentes del pensamiento nietzscheano
Nietzsche se explica por algunas grandes iluminaciones.
Construye su doctrina a partir de reflexiones acerca de dos o
tres entusiasmos. Su formación y su espíritu protestante
aclaran en parte su anticristianismo, implícito en esa actitud
de rebelión de la raza; escribe: “Nuestra atmósfera
protestante, buena y pura”.73
La formación filológica y el helenismo de Nietzsche
tuvieron una enorme influencia en su pensamiento. En 1864
en Bonn, y después en 1865 en Leipzig, a donde sigue a su
maestro Ritschl, redacta comentarios filológicos sobre textos
de Diógenes Laercio. Al tener veinticuatro años de edad, lo
nombran profesor en Basilea. Ritschl escribe acerca de él: “Es
un genio”. En Basilea conoce al historiador de la civilización
490
griega Burckhardt y al historiador de la Iglesia Overbeck. El
pensamiento de Nietzsche adquiere su forma definitiva desde
El origen de la tragedia (1869-1871) hasta el Anticristo. Hubo
todo un movimiento alrededor de sus investigaciones
helenistas: Wilamowitz ataca su libro, y Erwin Rohde, amigo
de Nietzsche, apoya a éste. Busca el origen de la tragedia en el
ditirambo grave o treno y en las ceremonias de la
inmortalidad.
A la edad de veinte años, Nietzsche vivió una verdadera
iluminación al leer a Schopenhauer. Es el momento en que
escribe su tercer ensayo intempestivo sobre Schopenhauer
educador, en que habla del “sentimiento de bienestar
vigoroso” en que lo sume la lectura del filósofo del
pesimismo. A los veinticuatro años, conoce en Leipzig a
Wagner en casa de su cuñado Brocklauss. Algunos lieder de
Los Maestros Cantores le fueron revelados a Nietzsche por la
Sociedad Musical de Leipzig. Con entusiasmo habla, en su
correspondencia, de sus visitas a Triebschen, cerca de
Lucerna. Y en 1876 se entusiasma por Bayreuth para luego
caer en la gran desilusión, que describe en El caso Wagner
(1888), en que aparecen ya ciertos rasgos de locura al punto
de hacer aparecer el ensayo casi como una caricatura. Es una
deformación, a doce años de distancia, de esta aventura
intelectual de Nietzsche. Lo que de ello resulta es una de esas
tentativas periódicas de Alemania que de generación en
generación trata de repetir su peregrinación intermedia, de
asimilar la cultura sin lograrlo. Añadamos a esto el
entusiasmo de Nietzsche por la potencia de Beethoven, el
Himno a la alegría, y por el espíritu de libertad schilleriano en
Los bandidos, primera obra dramática de Schiller, en breve, el
gusto de lo sobrehumano y de la euforia.
Sobre todo en su periodo crítico estudia Nietzsche a los
moralistas franceses; después de 1876 va a vivir a Sorrento,
491
donde el estado de su salud lo obliga a tomar un año de
licencia de la Universidad de Basilea. Lee a Montaigne y a
Pascal, “único cristiano consecuente”, a La Rochefoucauld y a
Chamfort, y a Stendhal entre los modernos. La forma muy
particular de la moral de Nietzsche es el aforismo.
b) El pesimismo y la filosofía de la ilusión
Desde su primer libro, Nietzsche se halla bajo la influencia
del pesimismo. En efecto, a la edición de 1886 de su Origen de
la tragedia le pone como subtítulo “Helenismo y pesimismo”,
con lo cual el título completo no dejaría lugar a equívocos,
según comenta. Todo su primer periodo está señalado por el
influjo de dos campeones del pesimismo: Schopenhauer y
Wagner.
Este pesimismo tiene, desde luego, los más diversos
aspectos y se dirige, uno a uno, a todos los elementos de la
civilización y de la cultura. En este sentido, el primer
momento de esta filosofía de la “civilización”, en que Andler
cree descubrir el centro mismo de la construcción
nietzscheana y su originalidad, tiene un fondo de indudable
pesimismo. Es una filosofía de la ilusión, ilusión del
conocimiento, de la ética e incluso de la religión.
Veamos en primer término el orden del conocimiento: la
ciencia no nos enseña la verdad; sólo nos enseña lo que es
necesario para no perecer. En su análisis de las facultades
cognoscitivas, Nietzsche distingue la función de la
inteligencia, que es el origen social de la distinción entre lo
verdadero y lo falso, y cuyo papel es el de la lucha por la
vida;74 y la función de la sensación, cuya tarea consiste en
adaptar un organismo a potencias exteriores, en buscar la
alegría y la energía desbordante. Las imágenes se mantienen
aparte en una meta práctica. La ciencia no es, pues, sino una
imagen transferida del universo; la dominan las necesidades
492
de la acción. El rigor de las leyes de la naturaleza es una mera
ilusión subjetiva, una visión del espíritu; se deriva de una
hipótesis enteramente metafísica acerca del mundo exterior y
de su realidad espiritual. Más aún, el progreso del
conocimiento consiste en una serie de degeneraciones. Según
Nietzsche, Sócrates toma una actitud contraria a la vida: la
concepción idealista del mundo disuelve el instinto de vida.75
En la historia y en los historiadores, hay “iconoclastas que
quieren destrozar las imágenes del futuro”.76 El conocimiento
es, de esta guisa, una ilusión, y una ilusión peligrosa.
Nietzsche descubre la ilusión igualmente en el orden de lo
ético. La moral, según él, se prende de un fantasma. Ordena
no lo verdadero, sino lo que conviene hacer para no
perjudicar; y esto, para que a cambio otro no nos perjudique a
nosotros. La moral es la Circe de los filósofos. El análisis
crítico de las diversas concepciones morales revela su
vanidad; la noción del deber no es más que una supervivencia
del antiguo apremio; la ilusión de la libertad y de la
responsabilidad conduce a la noción de “pecado”, que es un
“acontecimiento capital en la historia del alma enferma”;
inclusive la ilusión de la piedad, pesimismo del pesimismo,
que se refiere a las miserias, salva aquello que estaba maduro
para desaparecer; sobre todo salva la ilusión y el fracaso del
cristianismo y de su ética propia —a saber, la desviación de la
mala conciencia, los instintos de crueldad del hombre vueltos
estéril y nocivamente contra sí mismo, el remordimiento, la
mala conciencia que lleva al hombre a torturarse a sí mismo,
el dolor proclamado superior a la alegría, “el instinto de
rebaño” que se opone al espíritu de indagación y de
conquista. En todo caso, la voluntad de verdad conduce por
doquiera a la muerte de la moral. La estética es el mundo de la
ilusión.
También los valores de la religión quedan incluidos en el
493
ámbito de la ilusión. El dogmatismo, dice Nietzsche, es
extremadamente absurdo: credo quia absurdum est debe
completarse con credo quia absurdum sum. El medio extático
de escapar y de superar el dogmatismo nos lleva al
pesimismo. En Eleusis y en los misterios griegos, por ejemplo,
el vértigo de los iniciados consiste en hundirse en el
sufrimiento, que forma el fundamento del pesimismo griego y
de la purificación.
En esta filosofía casi oriental de la ilusión se ha querido ver,
según parece justificadamente, un “panteísmo pesimista”.
c) El optimismo y la filosofía de la transmutación de los valores
Sin embargo, uno de los mejores comentadores de
Nietzsche, Vaihinger, ha pretendido que nos enfrentemos al
“más enérgico de los antipesimistas”:77 “Desde que hay
hombres, el hombre ha gozado demasiado poco; tal es,
hermanos míos, nuestro único pecado original”.78
Las tesis del optimismo son: el descubrimiento del valor, el
superhumanismo, el sentido de la tierra, el eterno retorno.
El valor es nuestro juicio acerca de la cosa con relación al
hombre, a la humanidad. Andler pretende que Nietzsche
atribuye mayor importancia a los valores que a los hechos y
que espera transformar un día los hechos por los valores. El
valor supremo de la verdad no es aquello que es o que está
por descubrirse, sino aquello que debe crearse para ser
victorioso: es una forma de la voluntad de poder. La ciencia,
que es preciosa por sus consecuencias útiles, nos conduce a
un optimismo de la vida en que vivir es inventar.
Encontramos aquí un excelente origen del perspectivismo, un
auténtico precursor del pragmatismo en que “para ser
puramente intelectual, el conocimiento sería indiferente”,
pero donde vuelve a encontrar su precio y su valor
494
precisamente por su nexo con el hombre y con la vida de este
ser vivo.
La segunda tesis del optimismo es la eminencia del espíritu
libre. Nietzsche opone este espíritu, que se debe crear, a los
espíritus serviles: Stefan Zweig nos revela, en efecto, que
Nietzsche pensaba escribir una Passio Nuova o Pasión de la
sinceridad: se le podría llamar un Filaletos. Sitúa en primer
plano el valor de la verdad en su trabajo crítico sobre los
valores. El espíritu libre debe dominar la tradición, el
momento presente y su temperamento propio. De una
manera general, las tres M son: el momento, el medio
ambiente y la moda. El deber de verdad, que se encargaría de
la crítica de todos los deberes, surge así de la ilusión moral. Es
el espíritu libre que opera la transmutación de los valores.
Este enderezamiento de la perspectiva de los valores
desemboca en lo sobrehumano; y simultáneamente, salva al
hombre de la ilusión moral. Basta con un retorno a la moral
“de los maestros”. Siendo la moral una ciencia de los valores,
es necesario destrozar los falsos valores, “filosofar con el
martillo”, ser iconoclasta, contribuir al “crepúsculo de los
dioses”. Esta moral es la moral de la vida. Es la exaltación de
los tres factores de la vida: el heroísmo, la danza y el juego,
que son, en suma, tres factores del optimismo. La moral de los
fuertes choca con una mentirosa moral de los débiles. Es el
espíritu de Roma y del Renacimiento el que se enfrenta aquí
al espíritu del cristianismo y de la Reforma. El hombre
“noble”, a quien Nietzsche se propone reconstituir y afirmar,
es precisamente el creador de los valores y el fermento de toda
innovación: “Vivir es inventar”.79 El hombre bueno vive de las
cosas antiguas; el hombre noble quiere cosas nuevas y una
nueva virtud. Esto nos lleva a una moral de excepción, en que
la guerra y el arrojo logran cosas mayores que el amor al
prójimo, en que el hombre es espíritu de victoria y de
495
opresión, “voluntad de poder”, goce. “Endureceos” —he aquí
la respuesta de Zaratustra a la piedad de Schopenhauer.
“Bailar al borde del abismo: es el espíritu libre por
excelencia.”80 Ahora bien, es el superhombre el tipo ideal
nietzscheano: “El hombre es algo que se debe superar”, “el
hombre que, en la plenitud de su ser, vivirá en el seno de la
naturaleza como juez y medida de todas las cosas”.81 El
espíritu libre es el instrumento por medio del cual el hombre
logra superarse. Tenemos aquí un optimismo transformista
del progreso, según el cual el superhombre sustituirá al
hombre tal como el hombre remplazó al mono. El filósofo, el
artista y el santo son entre nosotros ya preformaciones del
superhombre. “Acelerar la llegada del filósofo, del artista, del
santo en nosotros mismos y fuera de nosotros con el fin de
colaborar en la suprema perfección de la naturaleza”,82 he
aquí nuestra misión. Nietzsche, el más enérgico de los
antipesimistas, nos afirma que ello es realizable: en el tema de
la Aurora, escribe: “Otras aves volarán más lejos que
nosotros”, y en el tema de la gaya ciencia, dice que el hombre
podría alcanzar “la felicidad de un dios, llena de poder y de
amor, llena de lágrimas y de risa”.
En la tesis optimista acerca del sentido de la tierra,
Nietzsche reconoce el mundo de las apariencias y de la
ilusión, pero ese mundo es el único mundo real. Es una
inversión de la actitud en pro en una actitud en contra y un
cambio del pesimismo hacia el optimismo. Encontramos en
Nietzsche una encarnizada oposición contra una metafísica
del más allá debida a la maldición que el ideal ha hecho pesar
sobre la realidad. Es en el cristianismo donde, para él, “el más
allá sirve para ensuciar el más acá”. La metafísica es la cosa en
sí; el ser eterno, Dios, es “ese inmortal fastidiado”. Para
Nietzsche, no hay un mundo de las cosas en sí; se opone a la
doctrina de Kant, ese “lisiado del pensamiento”, ese “pérfido
496
cristiano”. En este sentido de la tierra hay un himno a la vida,
a la vida que es, a lo real: “Convertirse en lo bueno próximo
de las cosas próximas”. Es “la inocencia del devenir” la que
aquí se proclama. Y de ello resulta un cambio en la
perspectiva moral y optimista: “¡Cómo te haría falta amar la
vida”.83 Es necesario organizarse para desear revivirla, puesto
que se le revivirá eternamente.
Desembocamos en un fatalismo feliz y confiado: Amor fati,
al amor del destino. El sentido de la tierra unido a la intuición
del eterno retorno conducen a la identificación de la
perfección y de la existencia. La vida es, propiamente, el valor
dotado de realidad. Existe un nexo estrecho y metafísico entre
la vida y el valor: es un optimismo de una nueva especie.
d) La estética de Nietzsche y su posición en el sistema
La estética y el arte ocupan en este sistema un lugar
eminente y privilegiado. La existencia y el mundo pueden
justificarse únicamente, en una filosofía de la apariencia,
como fenómenos estéticos: Nietzsche concibe “un Dios
puramente artista”.
La creación artística y la contemplación de la belleza hacen
participar de este goce divino: “Vivir es inventar”. El arte
guarda una relación con la voluntad de poder; es la
afirmación de la existencia y el estímulo del sentimiento de
vida. Lo bello es aquello que aumenta la vida; reúne la
voluntad esparcida por todo el universo. El objeto de arte es el
mismo que el de la moral y el de la ciencia: trata de hacer la
vida más intensa.
La psicología del arte y la del artista nos conducen
precisamente a una conclusión idéntica. El arte es un juego;
elige y desecha, pero no de manera fortuita. Lleva dentro de sí
las vibraciones más delicadas de nuestros nervios; es nuestra
497
propia sensibilidad la que se expresa y se incribe en el arte. Se
produce así un milagroso goce basado en la mentira del arte.
El arte es la organización del grito y del canto, por lo tanto de
la música, y en consecuencia del profundo querer-vivir. Pero
es una organización por imágenes efectuada en una
coherencia de imágenes; al igual que el santo, el artista nos
hace echar sobre las cosas una mirada carente de deseo. Nos
vemos así hechizados y salvados por la ilusión hasta el punto
de amar la vida; y la vida es buena. He aquí, en suma, el efecto
de la belleza: es la parábola de Fausto que cree reconocer a
Helena en todas las mujeres.
En esta filosofía de la ilusión, el arte inclusive goza de un
privilegio, que consiste —y en esto se aleja considerablemente
de la moral y del conocimiento— en el hecho de que el arte
ratifica su quimera. Todo es ilusión, pero sólo el arte sabe que
él mismo no es más que ilusión. Penetra a mayor profundidad
en las cosas que cualquier otro fenómeno humano: constituye
el lenguaje mismo de las apariencias.
De aquí derivan las dos raíces optimista y pesimista de la
filosofía estética de Nietzsche, con el privilegio de tener una
doble ilusión: el sueño y la embriaguez, siendo Apolo el dios
del sueño y Dionisio el dios de la embriaguez. La ilusión
apolínea, con su “apariencia liberadora”, es un principio de
alegría. Es una purificación a través de la imagen y se hunde
en la imagen de las cosas en medio del mundo de las
imágenes. La ilusión dionisiaca, en cambio, se encuentra en la
embriaguez, en la desaparición del principio de
individuación. Se concentra la voluntad universal y en ella se
sumerge la voluntad individual, y lo hace en el goce. Es la
metamorfosis del hombre en sátiro, la plenitud de la vida
dionisiaca: el hombre deja de caminar para iniciar la danza.
Considerándola como una forma de la embriaguez, Nietzsche
aborda el análisis de la tragedia griega entre el coro y el
498
diálogo; es la naturaleza y su sentido trágico lo que allí se
expresa. Nietzsche se dedica a continuación, en su
wagnerismo, al análisis final de Tristán e Isolda. En ambos
casos, la embriaguez es o apolínea o dionisiaca, pero se
mantiene siempre en el orden de la apariencia. Siguiendo a
Feuerbach, Nietzsche culmina en la glorificación de la
tragedia como fusión de las diferentes artes: la tragedia es el
arte sintético que comprende a la música, al poema y a las
artes plásticas; pero es al mismo tiempo la explicación de todo
arte entre la mesurada intelectualidad y la apasionada
voluntad.
Nietzsche hace proceder su sistema de categorías estéticas y
su sistema de las artes. A la oposición entre lo bello y lo
sublime en Winckelmann, en Kant, en el Laocoonte,
superpone, remplazándola, la oposición entre el sueño y la
embriaguez, con lo que de hecho vuelve a suscitar el viejo
problema. Lo bello es, para él, un sueño que surge de nuestra
voluntad cuando ésta está dormida. Lo sublime es el éxtasis
en que se sumerge nuestra voluntad egoísta y donde goza del
placer de la liberación.84 Así como hay dos espíritus, hay
también dos especies de arte que corresponden a dos estados
anímicos: las artes plásticas, correspondientes de la poesía
épica, son artes apolíneas; y la poesía lírica, correspondiente
de la música, es un arte dionisiaco.
A propósito de la función cultural del arte, Nietzsche
distingue dos instintos artísticos: el instinto imaginado y
metafórico, únicamente activo en el sueño, y el instinto verbal
y de abstracción. Por razones prácticas, en el curso de nuestra
vida no subsiste más que el segundo: el instinto de las
imágenes se ve refrenado. Lo que salva al arte es precisamente
la síntesis de los dos instintos, que constituye propiamente el
estado espiritual mitológico: “Sólo el arte puede remplazar las