Subido por Pedroluis Almela

THE GHOST TRAIN

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THE GHOST TRAIN
La vida suele transcurrir entre rutinas y rutinas que parecen no tener fin, y
de vez en cuando, lo extraordinario tiene lugar. Es entonces cuando
debemos desplegar la alfombra roja bajo sus pies angélicos y darle el
merecido homenaje, porque esa visita regia apenas sucede una o dos veces
a lo largo de nuestras existencias. Y de eso quiero hablarte, desconocido
lector o lectora.
Paso a compartir contigo la extraña experiencia que me comunicó alguien
nacido lejos de mi tierra. Te presento al sujeto en cuestión.
Su nombre es James Thorne, comisario jefe que fue hasta hace cuatro años
de la policía en la pequeña localidad de Burns, perteneciente al condado de
Harney en el estado de Oregón, Estados Unidos de América.
Conocí a James durante mi corta estancia en Inglaterra el pasado mes de
agosto de 2015; el encuentro tuvo lugar en Liverpool, y fue nuestra mutua
pasión por la obra y milagros de la universalmente conocida banda
británica de pop rock The Beatles la que facilitó las cosas.
Acabábamos de salir del Albert’s Dock, una suerte de museo sobre la vida
y la obra de los cuatro ilustres músicos de esa ciudad. La emoción se
reflejaba en todos los rostros de los visitantes, y el que más y el que menos
canturreaba alguna que otra melodía “beatle” como el que no quiere la
cosa.
Tomé asiento junto a mi hija Beatriz (otra forofa beatle) en un banco a las
afueras del museo a la espera de subir al autocar del Magical Mistery Tour,
el cual nos transportaría en el tiempo a lugares ya míticos de aquella ciudad
mundialmente famosa gracias a Paul, John, George y Ringo; los hogares
donde nacieron y desarrollaron sus primeros años, las escuelas a las que
asistieron, los lugares ya míticos por donde anduvieron en sus años
juveniles hasta que les asaltó la fama… Penny Lane, Strawberry Fields….
Mientras Beatriz y este que te escribe dábamos cuenta de sendos
sándwiches y de unas latas de esos refrescos azucarados que, al menos yo,
tanto odio (no había cerveza en el lugar), vino a sentarse a mi lado un
hombre mayor, pelo entre cano y rubio, ojos claros y de una estatura
superior a la mía, aunque de eso yo no puedo presumir precisamente; yo
soy inconfundiblemente latino y aquel individuo era inconfundiblemente de
ascendencia nórdica.
A esto que suena mi móvil. Era mi hijo desde Edimburgo, Escocia.
La conversación esta vez fue en castellano, cosa que a mi nuevo amigo de
Oregon no se le pasó por alto
Cuando cerré la llamada, aquel hombretón se volvió hacia mí y me
preguntó si yo era español; confundido andaba el hombre con mi
nacionalidad, creyéndome que era mexicano o quizás cubano. A partir de
ese momento casi podría decir que los Beatles pasaron a segundo plano, allí
mismo, junto al museo en donde se venera la vida y trabajos de los grandes
popes de la música moderna y por ende mis más queridos y admirados
ídolos en el terreno musical.
Nos presentamos. James Thorne, me dijo que se llamaba; padre de dos
hijos, John y Linda y casado felizmente con Jennifer, una hermosa
portorriqueña al decir de la foto que me enseñó, la cual le metió entre
pecho y espalda el “veneno” de nuestro bello idioma hasta el punto de que
desde hacía cuatro años, cuando se jubiló del oficio policial, dedicaba gran
parte de su tiempo y esfuerzo al aprendizaje de la lengua de Cervantes con
el ánimo de poder hablarla con cierta soltura algún día y visitar nuestro
país.
James había venido solo a Inglaterra esta vez; a Liverpool, por el motivo
que ya te cité anteriormente, y a ver a una pariente lejana que vivía en
Manchester y cuya avanzada edad le hacía prever que tendría pocas
oportunidades de volver a visitarla.
Y así hablando y hablando, unas veces en inglés y otras en español, (su
castellano aún no es muy fluido), descubrí entonces que no sólo nos unía la
música beatle, sino también los variados asuntos que rondan la zona oscura
de los misterios de la vida, esos asuntos hueros de explicación racional,
pero que como las meigas, existir, existen.
Quedamos en vernos para cenar después del recorrido por el Liverpool
beatle y así ocurrió. Dos horas después y sentados los tres en un restaurante
cercano al puerto, dimos cuenta de unas sabrosas hamburguesas y de
sendas pintas de lager; mi hija se sirvió una botella de agua mineral.
Y de esta manera, comiendo y hablando amigablemente, la conversación
fue derivando de los asuntos nostálgicos relacionados con la música, a los
otros más etéreos y misteriosos que tanto son de mi gusto, debo decir. Y en
un momento dado, surgió una extraordinaria confesión por parte de James.
-No tengo certezas, Pedro Luis, sólo intuiciones- me dijo. - Para serte
franco, no tengo explicación alguna, ni creo que la haya, acerca de lo que
viví en aquellos días allá en mi ciudad en América –continuó diciéndome.Pero te juro que es lo más extraño que me ha sucedido jamás; y mira que he
visto de todo en mi trabajo como policía… Es algo muy íntimo y que lleva
congelado aquí dentro demasiado tiempo– me dijo señalándose el pecho –
y que tengo unas enormes ganas de compartirlo con alguien…Porque
aparte de Jennifer, mi mujer, la cual por cierto apenas me creyó cuando se
lo relaté, nadie más sabe de ello- me confesó.
-Te voy a hablar de un suceso que aconteció hace de esto ya 25 años,
y su misteriosa e increíble secuela hace apenas dos. Confío en que al menos
tú sepas escucharme.
-Creo que sé escuchar, amigo- le dije.-Soy lo suficientemente
escéptico como para no despreciar cualquier testimonio, si éste tiene un
mínimo de coherencia y verosimilitud. Además – añadí- me encantan las
historias, las buenas historias; cuanto más raras, mejor.
Con aquella clara y rotunda predisposición por mi parte a no abochornar a
mi compañero de mesa y gustos musicales fuera lo que fuese lo que me iba
a narrar, mientras esperábamos el café, James se atrevió a poner en mi
conocimiento los luctuosos sucesos ocurridos la noche de Navidad de 1990
en Burns, su ciudad natal, en el estado de Oregón, y su inexplicable
conclusión tiempo después.
- Estamos en la noche del día de Nochebuena de 1990. La cena se
preparaba con el ritmo y la alegría de todos los años. Jennifer trasteaba por
la cocina ayudada por mi cuñada Laura, mujer de mi hermano Jack; su
reciente matrimonio no había tenido tiempo todavía de traer vida nueva a
su hogar, aunque el abultado vientre de su esposa auguraba un buen año
1991 con aquel retoño en ciernes, cuyo plazo para salir a la luz se cumpliría
en apenas dos meses.
Yo por mi parte, acompañaba a mis dos hijos, John y Linda, a terminar de
vestir el abeto navideño que llenaba con luces, paquetes y colgantes
brillantes uno de los rincones del salón; en el centro, la mesa presidía la
reunión familiar y ya sólo esperábamos que el pavo cocinado por las dos
mujeres hiciera acto de presencia en el salón familiar.
-¿Qué sabes de Jack, Jamie? Debería estar ya aquí…
-No tardará mucho, querida. Vaya, creo que ha empezado a nevar de
nuevo – le contesté a Jennifer echando un rápido vistazo a la ventana y
mientras manipulaba el mando a distancia del televisor en busca de algún
programa que fuese del agrado de todos.
Había habido suerte. Aquella noche debería haber tenido guardia en la
comisaría del distrito. Era lo que me correspondía.
Cada mes de enero se realizaba un sorteo para repartir los servicios en las
dos noches más especiales del año para un norteamericano, la de Navidad y
la del Día de Acción de Gracias, y a mí me había correspondido el turno en
la de Navidad. Pero gracias al trueque que hice con mi compañero Frank
Stuart, podía estar esa noche con los míos en casa celebrando esta fecha tan
señalada.
El motivo de aquel cambio en el servicio fue la visita de la madre de mi
compañero desde la lejana localidad de Conway, Arkansas. Hacía más de
dos años que madre e hijo no se encontraban y creí justo acceder a su
petición, por lo que aquel último jueves del mes de noviembre pasado, el
Día de Acción de Gracias, fue Frank quien se quedó en casa haciendo los
honores a Mrs Evans, su viuda madre, y yo a cambio gané la noche de
Navidad. Eran hechos bastante habituales en el servicio, y raro era el año
que no ocurrían cosas así.
Por fin llegó Jack, cargado de regalos y de un buen vino que pronto
descorchamos sirviéndonos una copa acto seguido, mientras comentábamos
asuntos familiares y dábamos tiempo a que las mujeres acabaran de hacer
visible y comestible al pobre pavo, del que pronto daríamos cumplida
cuenta.
Finalizado el gastronómico ritual cocinero, Jennifer y Laura hicieron su
entrada triunfal en el comedor, y a los sones de un villancico depositaron al
pobre animal -al cual ya sólo le restaba el trámite de ser devorado- sobre la
mesa; todos nos sentamos a ella, cuchillo y tenedor en ristre. El pavo tenía
una buenísima pinta…
La noche prometía alegría y paz, pero no fue así. Al poco de acomodarnos,
sonó el teléfono desde el recibidor.
-Voy yo, papá
-Deja, John, ya lo cojo yo – le dije a mi hijo mayor mientras me levantaba
de la mesa; no sé aún por qué, pero desde el momento en que mis
posaderas abandonaron el asiento, creció en mí con fuerza inusitada una
sombra de malestar. Algo va mal, me dije al tiempo de levantar el
auricular. Algo va mal….
Era Rick, el comisario jefe, quien me habló desde el otro lado del aparato.
Después de desearme felices fiestas, me conminaba a que acudiera cuanto
antes a la oficina. Se requería mi presencia allí. Su tono era sombrío, con
un tinte de indisimulada urgencia. Que fuese a la mayor prontitud posible;
no dijo más.
Muy a mi pesar, abandoné el hogar y le comuniqué a Jennifer y a los demás
que no me esperaran; el asunto parecía complicado por el tono que empleó
el jefe Rick. El escaso tráfico me permitió llegar a la comisaría a bordo de
mi coche en apenas cinco minutos; además, había dejado de nevar.
Las caras que vi antes de abrir la puerta del despacho de Rick no me
hicieron presagiar nada bueno. Los agentes Malcom y Helen apartaron de
mí su mirada con demasiada prontitud.
Algo va mal…..
Nada más entrar, Rick se levantó de su asiento y dando la vuelta a la mesa
me estrechó la mano indicándome que me sentara. Su aspecto denotaba
bien a las claras que un gran contratiempo acababa de suceder.
-Jamie, siento de veras el haberte estropeado la noche, pero ha
ocurrido algo muy grave- me dijo, apoyado en el borde de su mesa.
-Tú dirás…. –le conminé a que continuara mientras tragaba saliva con
dificultad. Luego, mirándome fijamente a los ojos, me soltó lo que tanto
trabajo le estaba costando decirme.
-Frank Stuart ha tenido un grave accidente mientras volvía de su ronda por
la interestatal y por la información que me acaban de pasar, no hay ninguna
esperanza de que siga vivo….
Hacía una hora que la patrulla de Riley, localidad cercana a Burns, se lo
había encontrado, destrozado él y el coche que conducía, a la altura de
White Cannyon, en la interestatal 20. Inmediatamente Rick llamó a Esther,
la esposa del infortunado agente, para comunicarle la mala nueva.
- ¿Dónde está ella ahora? -le pregunté angustiado
-Está ahí, en la sala de visitas. La acompaña la doctora Sanders a la que
también saqué de la cena de Navidad. Oye, lo siento de veras, Jamie, pero
creí que siendo tú tan amigo de Frank y de su mujer, podrías ayudarme a
manejar tan desagradable momento…
Las piernas me temblaban y la garganta se me había secado por completo.
Me dirigí al lugar en donde estaban Esther y la doctora. La escena de dolor
que contemplé me sobrecogió el alma aún más si cabe. Me acerqué a
Esther.
Estaba sentada en el sofá que allí teníamos y a su lado Jane Sanders
derramaba sobre ella todo su saber y su cariño, tratando de darle el
consuelo y la serenidad que tanto necesitan las víctimas en esos trágicos
momentos. A duras penas le dije a Esther, todavía incrédula de lo
acontecido a su esposo, que iría inmediatamente al lugar de los hechos a
cerciorarme de todo.
Le prometí regresar con prontitud. La doctora y yo tuvimos que hacer
grandes esfuerzos para abortar su deseo de acompañarnos; un ligero
desvanecimiento de la joven esposa nos ayudó a que por fin se quedara allí.
Acompañé a Rick a White Cannyon; en los veinte minutos que tardamos en
alcanzar el lugar del suceso, ni una sola palabra salió de nuestras bocas.
Recuerdo que había empezado a nevar de nuevo y me acordé de los míos;
me dolió el estar ausente del hogar en esa noche, y creo que fue entonces
cuando caí en la cuenta de que si no hubiésemos realizado el trueque en el
servicio unas semanas antes, podría haber sido yo quien hubiera muerto
aquella noche.
Cuando llegamos nos estaban esperando los patrulleros de la comisaría de
Riley a pie de carretera. Saludamos al inspector Sam Denver y al agente
Loregan, los cuales nos llevaron a lo que quedaba del auto de Frank y de su
conductor. Con ayuda de las potentes luces de los vehículos, constatamos la
terrible magnitud del suceso.
Llegaron dos vehículos más, uno era una ambulancia y otro que
seguramente transportaba al juez del condado; mientras Rick coordinaba
los esfuerzos de todo el personal, yo me dediqué a observar y tratar de
sacar alguna conclusión de todo aquello. Necesitaba pensar, poner manos a
la obra y alejar los sentimientos, distanciarme un tanto de mis emociones,
así que anduve de aquí para allá con mi linterna haciéndome una
composición de lugar, tratando de averiguar cómo pudo haber ocurrido el
terrible accidente que le había costado la vida a Frank.
Toda la mitad delantera del coche del agente había sido separada del resto
del vehículo como empujada por una fuerza descomunal, yaciendo los
restos de máquina y hombre a unos quince metros a la derecha de la
calzada; algo lo había embestido por su izquierda con una potencia
formidable, haciendo que en aquel amasijo de hierro y carne apenas
pudieran ser distinguidos los restos del policía. Por el contrario, la parte
trasera permanecía no lejos de la cuneta; no intacta, que digamos, pero no
con el destrozo enorme que lucía la sección delantera.
Qué extraño, pensé… Rick se me acercó por fin.
-¿Has encontrado algo, Jamie?
-Vamos a mirar ahí delante. Tiene que haber huellas del otro vehículo...Rick me cortó tajantemente.
-Sam y el agente ya han mirado y no hay nada.
-¿Cómo que nada? ¿No hay trazas de ruedas? A Frank lo embistieron por
su izquierda, Rick, eso parece bastante claro. Vamos a mirar nosotros.
-Como quieras, Jamie, pero me han asegurado que no, que no hay ningún
rastro del otro vehículo
-Pero la nieve... ¡Rick, tienen que haber dejado algún rastro! Según creo
ha estado nevando todo el día...
Por extraño que me pareciese, efectivamente en la calzada cubierta por una
fina capa de nieve no se apreciaban más trazadas de ruedas que las que
nosotros habíamos dejado al llegar.
Semanas después se le dio carpetazo al asunto. Ni los controles exhaustivos
de carreteras, ni la búsqueda campo a través, nada nos mostró el más
mínimo signo de racionalidad que pudiese arrojar algo de luz sobre el
trágico accidente de mi amigo. Por otro lado, no habían quedado restos de
pintura o cualquier otro vestigio que nos ayudase a identificar al otro coche,
o camión, o lo que fuese que arrancara la vida a mi amigo de manera tan
brutal. Nada.
Por lo demás, White Cannyon era un desfiladero atravesado por la carretera
en donde ocurrió el suceso, y a ambos lados de ella sólo se podía divisar
una densa maraña de abetos y arbustos que ninguna máquina hubiese
podido atravesar sin dejar un claro rastro.
Pasaron los meses, los años, y qué duda cabe que el tiempo es el mejor -a
veces el único- bálsamo para ciertas heridas. Yo soy persona bastante
racional, escéptica en muchas cosas, por lo que a aquella terrible
coincidencia de haber sido Frank y no yo, no traté de encontrarle
explicación alguna y también le di carpetazo.
El caos en el que estamos sumidos y que llamamos vida, carece de todo
sentido y propósito; a menos que se lo demos nosotros, claro, y en ese caso
suelo ser muy positivo.
Esther fue lamiéndose sus heridas y ya se la veía sonreír de vez en cuando;
era una joven inteligente y bonita. Si no quedaba atrapada por los sucesos
de aquella noche, su futuro podría de nuevo volver a brotar con fuerza; y
así fue tal como puedo atestiguar al día de hoy 25 años después.
Pero la historia para mí no concluyó en aquella Navidad.
Hace dos años, te hablo de 2013, cercana ya la fecha del Día de Acción de
Gracias, mi hijo John encontró un curioso documento en las oficinas del
ayuntamiento de Burns.
John, a la sazón el arquitecto municipal de nuestra localidad, me llamó la
atención sobre ciertos terrenos próximos a White Cannyon en los que el
Gobernador del Estado quería resucitar el ferrocarril que atravesaba el
bosque muchos años atrás en el calendario; ferrocarril que a finales de los
años setenta fue cerrado por su escasa rentabilidad.
Qué curioso, me dije. En todos estos años no había caído en ello, en la
existencia de un ferrocarril que cruzara aquellos apartados parajes. Me
cercioré de la autenticidad de aquella información y efectivamente así era.
Unos días después, John me volvió a hablar de aquel proyecto, y con
el plano del condado en la pantalla de su ordenador me señaló el sitio
exacto por el que los trenes antaño atravesaban el bosque; había por aquel
entonces incluso un paso a nivel que cortaba la interestatal, justo en el sitio
del fatal accidente en el que Frank Stuart perdió la vida...
Un día de ese mismo mes de noviembre, después de la siesta a la que estoy
acostumbrado después del almuerzo y empujado por mi curiosidad, cogí el
coche y en una lenta rodadura me acerqué al lugar exacto. Cuando minutos
más tarde llegué allí, paré el coche y me bajé a inspeccionar el lugar.
No había restos del antiguo carril del tren que saliendo del bosque cruzaba
la ruta, posiblemente porque a la carretera se le puso un nuevo asfaltado;
tampoco quedaba nada que me indicara la existencia del paso a nivel.
En las investigaciones llevadas a cabo por la policía del condado y por la
federal con ocasión del fatal accidente que sufrió Frank Stuart, nada se
decía de aquel trayecto ferroviario. No había rastro alguno, como pude
verificar aquella tarde, de los raíles que cruzaban la interestatal 20 años
atrás.
Mi imaginación se disparó por momentos y hasta noté un sudor frío
recorriendo mi espalda. En mi mente se plasmó durante unos segundos el
brutal choque de un tren en marcha con un vehículo; lo había visto en
películas, y una vez tuve la desdichada oportunidad de contemplar sus
efectos en vivo y en directo en un paso a nivel cerca de Hines, ciudad
cercana a Burns.
“Pero allí, en Hines, había tren. Aquí no”, me dije para apagar aquel
pequeño incendio del horror que se había disparado dentro de mí.
La noche me sorprendió en aquellos indeseados parajes mentales y la
espesura del bosque me atemorizó, cosa bastante extraña en mí. Pocas
cosas me asustan, en realidad; tal vez por eso me hice policía.
El caso es que en aquella atardecida, parado en el arcén de la ruta y
comprobando la inexistencia de los misteriosos raíles de la antigua vía del
tren, no se oía ni un ruido a excepción de los latidos de mi corazón. En
medio de la más absoluta soledad, un silencio anormal, pastoso, denso,
parecía impregnarlo todo.
Me volví al coche algo escamado, y con aquella inquietud creciente cuyo
motivo desconocía me dispuse a dar la vuelta en un cambio de sentido que
había a unos cinco kms. más allá desde donde me encontraba. Una voz en
mi interior me estaba avisando de que algo, no sé exactamente qué, iba
mal…
Mientras recorría el corto trayecto hasta la rotonda, noté que el miedo me
iba asaltando en oleadas. No me crucé con nadie, cosa bastante inusual en
aquella ruta y a aquella hora, en la que muchos conductores vuelven a sus
hogares desde sus lugares de trabajo.
Desafiando los mazazos de mi propio corazón, detuve el coche en un
par de ocasiones; en una de ellas hasta me bajé con la intención de
relajarme un poco poniendo algo de racionalidad en mi mente, pero la
oscuridad creciente de la hora abrevió al máximo aquellas paradas.
En aquel instante me arrepentí de haber dejado de fumar hacía casi un año;
porque un cigarrillo me calmaría un tanto, pensé desacertadamente. Sin
embargo, me engañaba, ya que si dejé de fumar fue, entre otros motivos,
porque el tabaco me alteraba los nervios y me impedía vivir relajadamente
y hasta dormir.
Notablemente alterado aceleré la marcha y seguí conduciendo,
rogando en lo más profundo de mi ser que me encontrase con alguien más
en la carretera que rompiese aquella agobiante soledad de alguna forma.
Recuerdo haber entrevisto una luz a mi izquierda por entre los árboles del
bosque. La luna, me dije.
Soy hombre curtido y bastante ecuánime en mis reacciones; he visto casi de
todo y como policía he pasado por momentos sobrecogedores a los que he
sabido hacerles frente. Pero aquella noche todo era distinto; el hecho de
notar el sudor en mis manos mientras agarraba con violencia el volante del
coche, hizo que se me encendieran todas las luces de alarma.
Porque era la luna, no cabía duda; o no debería haberla….Pero el astro
nocturno aumentaba de tamaño a cada segundo y no levantaba su vuelo
hacia el cenit de la noche como era su natural devenir por el cielo.
“Además, es demasiado brillante”, pensé.
“No, no es la luna. Debe ser un avión. Pero ¿por qué vuela tan bajo?” me
dije a mí mismo con el ánimo de tranquilizarme. Aminoré la marcha y
sacando la cabeza todo lo que pude por la ventana, puse la máxima
atención en captar algún tipo de sonido. Pero la ausencia de ruido alguno
parecía destrozar mi argumento. No, aquello tampoco era un avión.
Entonces fue cuando presentí que algo, realmente, iba mal, muy mal…
Volví a acelerar, ya con el temor bulléndome por todo el cuerpo. La luz y el
coche iban en claro rumbo de colisión. Si no quería tener un disgusto muy
serio, lo mejor era correr a la máxima velocidad posible e intentar pasar por
el punto de intersección de la carretera y por donde suponía la luz la
atravesaría, antes de que ella lo hiciera.
Y dicho y hecho. Puse los ojos con la máxima atención sobre la calzada y
con la espalda despegada del respaldo del asiento, hundí mi pie derecho
sobre el pedal del acelerador. Sin embargo, parecía no avanzar con la
suficiente rapidez.
El auto iba perdiendo fuerza a pesar de mis denodados esfuerzos por darle
velocidad. Y aquel foco estaba cerca ya, muy cerca de la carretera, a mi
izquierda, en vuelo rasante sobre los pinos y a través de las copas más altas
del arbolado.
Era una luz blanquísima con destellos verdeazulados y que no molestaba a
mis ojos a pesar de su clara potencia, porque mientras avanzaba hacia mí
todo quedaba fuertemente iluminado. Me sentí estremecer.
Jamás había visto cosa igual en toda mi existencia; era como un foco
enorme que volaba en silencio a una altura imposible, si es que se trataba
de un artefacto humano.
Quise subir la ventana de mi lado, pero el mando en cuestión no respondía.
Tenía la nuca rígida y el sudor que se desprendía de mi frente rebasó las
cejas y me nubló la mirada por momentos, pero tan férreamente tenía
agarrado el volante que ni me molesté en limpiar el copioso sudor que
bañaba mi frente con una mano; en realidad no podía soltarlo.
Una y otra vez, mi pie derecho se hundía sobre el pedal del acelerador, pero
el vehículo no respondía a mi angustiado requerimiento. Finalmente decidí
frenar. Aún no sé cómo ni por qué lo hice, o qué mecanismo de mi cuerpo
todavía en disposición de obedecer a mi obnubilada razón lo hizo por mí.
Quise cerrar los ojos, apartar la mirada, no ver lo que se me echaba encima
y que de seguro me haría trizas, a mí y al vehículo. “Dios mío –pensé- si
eso sigue así nos estrellaremos”. El rostro de mi compañero Frank cruzó
raudo por mi mente; diría que casi lo vi. Vi cómo quedó su cuerpo,
destrozado por completo por no sabemos qué máquina monstruosa con la
que se cruzó aquella desdichada noche de Navidad; reviví lo ocurrido en
Hines…
La luz llegó a llenarlo todo hasta hacerme creer que estaba metido dentro
de ella; todo lo demás desapareció a mi alrededor. No tardó en alcanzarme.
Entonces abrí los ojos a pesar del terror en el que estaba sumido y la vi, la
vi pasar justo por delante de mí, a unos tres metros sobre el suelo, en total
silencio, a no muy excesiva velocidad y a apenas una veintena de pasos
desde donde yo me encontraba.
Detrás de ella, o pegado a ella -no lo pude discernir bien- un tren de vapor
de los antiguos, negro como la noche más oscura y de proporciones
descomunales, avanzaba en medio del silencio más sobrecogedor
atravesando la noche y expulsando por su chimenea – supongo que eso era;
tampoco pude ver bien ese detalle- un blanco y densísimo penacho de
humo.
A continuación, vi desfilar por delante de mis aterrorizados ojos varios
vagones, tres, quizá cuatro, con las ventanas débilmente iluminadas; a pesar
de ello, en cada una de ellas pude apreciar el perfil en sombra de algunos
rostros de diversos tamaños; los había de hombres, de mujeres, de niños.
Todo aquello aconteció en el más absoluto de los silencios; porque aquel
tren o lo que fuere, del silencio vino y al silencio marchó desapareciendo
por mi derecha, engullido por la noche y por el bosque que calladamente
me escoltaba a ambos lados de la carretera.
¿Fueron veinte, treinta segundos tal vez lo que duró aquel siniestro
espectáculo? No puedo asegurar nada. Lo que sí sé es que tuvo que
trascurrir más de media hora para que fuese consciente de mi situación, allí
parado y varado en la más completa confusión mental, con el coche
apagado, en medio de la carretera, chorreante de sudor y todavía agarrado
con tal fuerza al volante que cuando finalmente pude soltarlo, sentí las
manos intensamente doloridas.
Todo ocurrió justo allí, en el mismo sitio en donde mi colega, el agente
Frank Stuart, perdió la vida.
Desperté del todo de aquel shock cuando oí que alguien gritaba mi nombre
a mi izquierda. Un ciudadano de Burns cuya identidad no estoy autorizado
a revelar y que al parecer me reconoció, había detenido su coche y me
preguntaba a través de la ventana abierta del mío si necesitaba ayuda.
Llegué a casa bastante tarde aquella noche, no sin antes haber pasado por el
bar de Jerry, donde me eché al coleto un güisqui doble en compañía de mi
casual samaritano; a pesar de ello, cuando por fin regresé al hogar, sembré
la inquietud en mi familia; lo leí en sus caras, en sus palabras…Debía tener
un aspecto fantasmal, supongo.
Me fui directamente a la cama sin dar apenas explicaciones y creo que
dormí profundamente, gracias a dos somníferos que me tragué por
indicación de mi esposa. Al día siguiente le conté a Jennifer lo sucedido, la
cual me aconsejó vivamente que no se lo dijera a nadie más; y así lo he
hecho hasta hoy.
Hasta aquí el extraordinario testimonio de James B. Thorne, policía
retirado y residente en Burns, condado de Harney, estado americano de
Oregón, aficionado a la música beatle y desde la noche de Navidad de hace
muchos años, deseoso de encontrar una explicación a estas extrañas cosas y
casos que a él, a mí y a tantas y tantas personas anónimas de cualquier
parte del planeta, gustan e interesan.
Un hombre que el destino me presentó un buen día de verano en
tierras inglesas, mientras aprobábamos ambos una asignatura pendiente
desde que en nuestra ya lejana juventud, cuatro chicos de Liverpool nos
sorprendieron -y al mundo entero- con el genio musical que a nuestra
generación marcó de manera indeleble.
(En Cieza, Murcia. Enero 2016)
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