LA ANALOGÍA ENTRE LA PINTURA Y LA LITERATURA* WENDY STEINER University of Pennsylvania La Poesía es un arte de imitación, pues así la llamó Aristóteles con la palabra Mimesis, esto es, un representar, fingir, o figurarse, metafóricamente hablando, una pintura hablante. Sir Philip Sidney En su introducción a The Mirror and the Lamp, M.H.Abrams afirma confiado que “el pensamiento crítico, como el de todas las otras áreas de interés humano, ha consistido en gran parte en pensar en paralelos, y por ello las argumentaciones críticas han sido hasta cierto punto argumentaciones por analogía”i. La facilidad con que un crítico literario puede hacer una afirmación de tal tipo es señal del camino recorrido por las humanidades desde el positivismo, ya que ningún otro tipo de científico o filósofo reconocerían tan tranquilamente la naturaleza analógica o metafórica de su conocimiento. Como dice Max Black, “Destacar las metáforas de un filósofo es menospreciarlo —como lo es alabar a un lógico por su hermosa letra manuscrita. Se considera que la adicción a la metáfora es ilícita, sobre la base de que, si uno sólo puede hablar metafóricamente, entonces no debiera hablar en absoluto”ii. En los últimos años pocos conceptos han sido sometidos a mayor desmitificación que la noción de similaridad o parecido. Black mismo acaba declarando este concepto vago desde el punto de vista del escrutinio lógicoiii. Y sin embargo probablemente no haya mecanismos más esenciales para el progreso de la filosofía, la ciencia, y la crítica literaria que las metáforas, analogías y modelos. Como Charles S. Peirce señalara, estos instrumentos icónicos del pensar son únicos en su capacidad de revelar una “verdad inesperada”: una gran propiedad diferencial del icono es que mediante su observación directa se pueden descubrir verdades relativas a su objeto distintas de las que bastan para determinar su construcción. Así, es posible dibujar un mapa a partir de dos fotos, etc. Dado un signo convencional o general del objeto, para deducir una verdad que no sea la que explícitamente significa, es necesario, en todos los casos, reemplazar al signo por un icono.iv Esta riqueza en los signos icónicos –metáforas, analogías, modelos, diagramas, pinturas, etc– permite explorar en profundidad un sistema o rastrear todas las relaciones e implicaciones de una noción, incluso si tienden a desplazar la fuerza original de su formulación icónica. Este potencial tanto para el avance como para el deterioro es lo que convierte al pensamiento icónico en un proceso dinámico. Este dinamismo es especialmente evidente en la metáfora de la que me ocupo aquí, el parecido entre la pintura y la literatura. Se trata éste de un caso privilegiado: es una metáfora sobre el parecido en sí y, de manera todavía más significativa, sobre el parecido entre la realidad y los sistemas que el hombre ha desarrollado para representarla. Creo que * Título original: “The Painting-Literature Analogy”, en The Colors of Rhetoric: Problems in the Relation between Modern Literature and Painting, Chicago, The University of Chicago Press, 1982, págs. 1-18. Traducción de Ana Romero. Texto traducido y reproducido con autorización de la autora. se compara la literatura tan a menudo con la pintura porque la pintura ha venido a representar el ejemplo paradigmático del “espejo de la realidad”. La analogía entre las “artes hermanas” permite a su vez que la literatura sea también considerada un icono de la realidad, en lugar de un medio convencional de referirse a ella. La necesidad de descubrir el potencial mimético en la literatura ha sido la motivación escondida en la larga historia de las comparaciones críticas entre las dos artes. Cuando esta motivación desaparece, como ocurrió en general durante el período romántico, entonces desaparece la comparación. Es la reaparición de este motivo en el período moderno lo que ha hecho que la relación entre las artes sea de interés inagotable tanto para los críticos como para los artistas del siglo veinte. El hecho que la analogía entre la pintura y la literatura tenga siquiera una historia es una función de la naturaleza de las analogías. Cualquier parecido, como destacan los teóricosv, depende de la concurrencia de diferencias concomitantes. Mientras el parecido sea lo bastante intenso, es posible dejar de lado las diferencias. Pero cuando se explora la analogía hasta el punto que las diferencias se vuelven problemáticas, normalmente se desacredita la formulación existente de la comparación como un mero “parecido metafórico” que el avance del pensamiento habrá puesto en evidencia. En este punto una nueva metáfora toma su lugar —pero una metáfora, al fin y al cabo. Sobre este procedimiento W. H. Leatherdale dice, citando a otro especialista en lógica, C.M. Turbayne: “el intento de re-ubicar los hechos devolviéndolos a donde ‘realmente pertenecen’ es en vano. Es como intentar observar la regla ‘Librémonos de las metáforas y sustituyámolas por la verdad literal’. ¿ Acaso es posible hacer tal cosa?. . . nunca podemos saber exactamente cuáles son los hechos . . . No podemos hacer otra cosa que ubicar, ordenar o distribuir los hechos de una manera u otra”. Esto es equivale a admitir que la ciencia es irreductiblemente metafórica. De ahí que Turbayne concluya que la única manera de remediar la situación es sustituir una metáfora por otra más efectiva y satisfactoria, pero siempre con la conciencia de que estamos utilizando una metáfora.vi La analogía entre pintura y literatura sigue el mismo patrón sisífeo, y esta abocada a continuar haciéndolo. Porque no puede haber ningún consenso final acerca de si las artes se parecen o no, y de qué manera lo hacen, sino solamente un aumento de nuestra conciencia sobre el proceso de compararlas, acerca de la generación y regeneración de las metáforas. Es mi propósito descubrir este proceso a través de la discusión histórica que viene a continuación. Antes de empezar, sin embargo, quisiera proporcionar, mediante un ejemplo, una explicación más precisa de la manera en que la metáfora pintura-literatura se desarrolla y cae en desuso. Hacia el final del siglo pasado, la crítica empezó a basar sus paralelos interartísticos en criterios históricos: la presencia de una Zeitgeist que iluminara todas las artes, o de una Formwille que se expresara en todos los fenómenos estéticos de una época. Aunque los elementos místicos de este planteamiento más o menos se han desvanecido ya hoy en día, tales comparaciones siguen siendo muy comunes entre los estetas. Una de estas comparaciones, esta vez entre la literatura y la arquitectura, se plantea así: El clasicismo normativo . . . atravesó fases similares en las dos artes. En ambas podemos distinguir una misma fase de corrección, durante la cual las formas (órdenes, estilos) fueron recuperadas, definidas, purificadas. En ambos casos se dio a continuación una fase manerista durante la cual el tratamiento de las reglas se hizo más sutil y complejo. Y en ambos casos se dio la posibilidad de una adhesión pedante a la ortodoxia clásica del Renacimiento. . . . Las pilastras dudosamente dóricas de Miguel Angel en los edículos de la capilla de los Medici en San Lorenzo y el exhuberante jónico “francés” de de l’Orme en las Tullerías —ambos un uso incorrecto del ornamento que se aleja de la gramática usual de los órdenes— se pueden legítimamente comparar con el desarreglo por Sidney de las alturas del estilo en su “Apostrophel and Estela” .vii En otras palabras, Miguel Ángel o de l’Orme son a los órdenes arquitectónicos clásicos lo que Sidney es a las alturas del estilo clásico en literatura. Es importante notar que el término “clásico” significa aquí “normativo”, pero con respecto a diferentes normas, pues no se intenta igualar la norma literaria con la arquitectónica. Este tipo de analogía implica por tanto cuatro términos: Miguel Ángel y sus normas, Sidney y las suyas diferentes. Es la relación idéntica que existe entre cada artista y las normas de su arte lo que crea la analogía. Ahora bien, los iniciadores de la periodización artística, Oskar Walzel y Heinrich Wölfflin, inventaron tales analogías para tres, y no cuatro, términos. Wölfflin propuso hacer una distinción entre el arte del Renacimiento y el del Barroco en base a sus respectivas cualidades “lineales” o “pictóricas”. Rene Wellek ha explicado estos conceptos: “Lineal” sugiere que el perfil de las figuras u objetos está claramente dibujado, mientras que “pictórico” significa que la luz y el color son los principios de la composición y difuminan el perfil de los objetos. La pintura renacentista usa una forma “cerrada”, un agrupamiento equilibrado de las figuras o superfícies; mientras que el barroco prefiere una forma “abierta”, una composición asimétrica que ponga el énfasis en una esquina del cuadro en lugar de en el centro, o bien que apunte más alla del marco de la pintura.viii Entonces Walzel adoptó los terminos “cerrado” y “abierto” y encontró que se apreciaban, respectivamente, en Corneille y Racine y en Shakespeare. La agrupación “asimétrica” de numerosos personajes secundarios en Shakespeare y su dispersión del énfasis a lo largo de los dramas le hacen barroco, mientras que Corneille y Racine son tipos renacentistas porque se concentran en un pequeño número de personajes principales y en dirigir la acción hacia un único clímax. En otras palabras, Rubens es al Barroco lo mismo que Shakespeare es a éste, es decir, a la asimetría, a la “forma abierta”, etc. El número de términos en la proporción se ha reducido a tres, y en correspondencia se percibe que el parecido entre el pintor y el poeta es mayor. En la comparación a cuatro, aunque Sidney guarde una relación similar con sus normas a la que Miguel Angel guarda con las suyas, que son muy distintas, no estamos convencidos como consecuencia de que las obras de Sidney y Miguel Angel sean especialmente parecidas. El tipo de comparación a la manera de Wölfflin-Walzel nos hace pensar que las pinturas y textos barrocos en cuestión tienen rasgos comunes, similaridades innatas. Pero el problema de la comparación a tres es, por supuesto, que el crucial término medio, visto detenidamente, corre el peligro de quedar disuelto en una homonimia más que en una identidad. Como consecuencia, Walzel ha sido responsable de cuarenta años de intentos compulsivos por parte de la crítica de definir el barroco, para convencerse los unos a los otros de que la “forma abierta” y términos similares tienen un mismo y único significado cuando se aplican a artes distintasix. Una típica objeción a este movimiento se puede encontrar en la pretensión de Rosamund Tuve de que la representación original que Wölfflin hiciera de la pintura barroca tiene que ser “traducida antes de que pueda ser aplicada al problema de la forma tal y como se presenta en la literatura”x. “Abierto” y “cerrado”, “simétrico” y “asimétrico” significan cosas distintas cuando se refieren a pinturas o a textos literarios. No ayuda demasiado la contrarréplica de Alistair Fowler a Tuve de que “cada comparación interartística, incluso entre dos artes visuales, implica una metáfora (‘traducción’), pero esto está, sin embargo, lejos de invalidarla mientras la metáfora tenga sentido”xi. ¿Cuál es la diferencia entre una metáfora acertada y una desacertada? Y, si la comparación interartística es simplemente una cuestión de hilar similaridades metafóricas, ¿no estaríamos demostrando que las artes están irrebocablemente separadas, y que solo pueden ser acomodadas por medio de recursos metafóricos, esto es, “poéticos”? En otras palabras, el punto de coincidencia en la comparación ha demostrado ser aquí homonímico y en consecuencia la comparación no parece válida. Este es el típico esquema de desarrollo en la historia de las analogías entre las dos artes. Estamos atrapados entre la Escila de una poco convincente relación a cuatro y la Caribdis de una inestable relación a tres. La historia de las comparaciones entre la pintura y la literatura es, por tanto, consecuencia del descubrimiento de las relaciones a tres, donde el término medio se escinde en dos entidades discretas, o bien en relaciones a cuatro que no consiguen poner las artes en relación porque simplemente parecen supersutiles. Con esta estructura en mente, las diversas vicisitudes de la comparación interartística quizás resulten ahora más comprensibles. Podríamos empezar por sus dos más tempranos loci classici. El primero es la sentencia atribuida por Plutarco a Simónides de Ceos de que la pintura es “poesía muda” y la poesía una “pintura hablante”. Aunque ha sido repetida en cientos de tratados y artículos de estética, la frase en sí misma pocas veces ha sido analizada. ¿Por qué querría uno pensar que una pintura, por un lado, habla y, por el otro, un poema es mudo? La respuesta radica al menos en parte en la personificación que se hace de las dos artes en la frase de Simónides. El deseo de una pintura hablante es el deseo de destruir la barrera entre el arte, que es limitado en su modo de significación, y los seres humanos, cuyo lenguaje y presencia física combinan una semiosis que apela a todos los sentidos. Una pintura hablante sería casi una persona. Y aquí nos encontramos de vuelta con la moraleja de Franklin en que los signos utilizados por la gente debían directamente hacerlos presentes a ellos (y a la realidad)*. Una pintura hablante convocaría la “realidad” entera del que la hace y a la vez lo “significaría”, o significaría la realidad en general. Sería lo que Peirce llama un icono, o lo que Derrida denomina un signo con “voz” o “presencia”xii. El intento de sobrepasar los límites entre un arte y otro es por tanto el intento de disolver (o al menos enmascarar) los límites entre arte y vida, entre signo y cosa, entre escritura y diálogo. Las historias apócrifas que sustentan la figura de la pintura hablante (Zeuxis pintó unas uvas tan reales que los pájaros trataron de comérselas, o todo el topos de las estatuas tan reales que tomaron vida) son sintomáticos de esta ruptura de los límites entre arte y vida, como lo es también el poder realista de la moderna “pintura hablante”, el cine. El artista es presentado como un rival de Dios, al crear una vida sin la cualificación del “como si”. Y ahora que ya no es posible encontrar la advertencia implícita en historias como la del Franklin, el artista debe aspirar a su sueño sin otro castigo a la vista que el propio fracaso. Durante el Renacimiento y en adelante, el paralelo interartístico y la cuestión de la verosimilitud estuvieron inevitablemente conectados. Sidney, por ejemplo, afirma en su “Apology of Poetry” que la poesía “es un arte de imitación, pues así la llamó Artistóteles con la palabra Mímesis, esto es, esto es, un representar, fingir, o figurarse, metafóricamente hablando, un pintura hablante”. Y Dryden señala que “la poesía, como la pintura, tiene un fin, que es dar placer; y la imitación de la naturaleza es el medio general de alcanzar este fin”xiii. De hecho por la época de Dryden la conexión entre la comparación interartística y la imitación de la naturaleza se solía establecer de forma consciente, pero está ya implícita en la frase de Simónides, en el topos de la obra de arte que viene a la vida y en los manifiestos estéticos de todas las épocas. Sin embargo, frente a la “pintura hablante”, el poema mudo parece un objeto malogrado; la pintura es poesía menos la voz. La asimetría tras la retórica de Simónides sugiere que el poema tiene todas las de ganar en la analogía pictórica —tiene sus propias propiedades simbólicas y además la palpabilidad de un medio visible: se convierte en el lenguaje que emana de un cuerpo. Pero ¿qué gana la pintura? No adquiere voz, sino una inefable propiedad que se dice “poética”. La fórmula de Simónides revela la inclinación más común de la comparación interartística— que la poesía necesita ser suplementada con la presencia física para ser totalmente estética, mientras que la pintura tiene presencia y es también poética (esto es, estética) sin necesidad de usar el lenguaje. Tal interpretación depende, por supuesto, de que tomemos las metáforas de Simónides como propuestas o instrucciones, y no como descripciones. Pero, si uno cree que la poesía es pintura con voz, mientras que la pintura es solo “poesía muda”, entonces se invierte la jerarquía implícita en la comparación. Así, Leonardo sintió la necesidad de defender la pintura y corregir el dudoso paralelo de Simónides: “Si se dice que la pintura es poesía muda, entonces también se puede llamar pintura ciega a la poesía. Ahora bien, pensemos: ¿cuál de las dos aflicciones es más perniciosa, la del hombre ciego o la del mudo?...Si el poeta sirve a los sentidos mediante el oído, el pintor lo hace mediante el ojo, un sentido más elevado”xiv. Leonardo reconoce aquí los límites de cada una de las artes (una forma de conocimiento para el ciego, otra para el sordo) en lugar de declarar un salto heroico de las barreras. Pero además afirma que la pintura no necesita usar palabras, porque habla ya en el lenguaje de las cosas, un lenguaje conocido por todos y más inmediato de lo que cualquier palabra podría ser. En esta controversia alrededor de la figura de Simónides se localizan los principales temas de la comparación interartística. Primero, ¿es la poesía de alguna manera pictórica, o es de hecho una ciencia para los ciegos? ¿Es la pintura superior porque habla un lenguaje universal? Y, si es así, ¿qué se puede hacer para universalizar el lenguaje de la literatura? ¿O es la literatura superior porque de hecho habla, mientras que la pintura se limita a ser una copia no asertiva del mero aspecto de las cosas? Estos temas nos conducen a cuestionar qué es la mimesis, y plantean los problemas concomitantes de la arbitrariedad frente a la naturalidad del signo estético y el modo óntico de su materia. Podríamos empezar por la cuestión de la mímesis, que domina las aproximaciones tanto antiguas como modernas a la comparación interartística. El esteta de la escuela de Praga, Jan Mukarovsky, por ejemplo, afirma que la “capacidad de expresar los fenómenos de la realidad externa mediante signos conectados en una contextura continua” une las dos artes “bajo cualquier situación de desarrollo”xv. Ni la música ni la arquitectura están dominadas por signos capaces de este tipo de referencia, ni la escultura puede adquirir una “contextura contínua”. Aunque la expresión de una realidad externa en la literatura o la pintura sea solo virtual, es sin embargo esencial para ellas. De hecho, el enraizamiento de la cuestión de la realidad representada en nuestras ideas acerca de la conexión interartística es evidente en la metáfora de relación predominante, el espejo, cuya imagen es el resultado de una contigüidad existencial entre el vehículo y el referente. Uno de los recursos de la literatura gótica, el espanto al ver que un vampiro no aparece reflejado en el espejo, proviene del hecho de que está frente a nosotros. En este caso la habilidad del espejo de revelar lo existente excede la evidencia frente a nuestra vista. Y aunque exista una tradición por lo menos igual de significativa que la del espejo que distorsiona la realidadxvi, la idea del arte como espejo afirma revelar lo que “de verdad” esta ahí. La centralidad de la pretensión de realidad se puede observar también en el segundo locus classicus de la correspondencia entre pintura y poesía, en la frase de Horacio ut pictura poesis (como la pintura, así la poesía). El paralelo ocurre dos veces en el “Ars Poetica”. En primer lugar cuando Horacio afirma que las artes se parecen entre sí en que poseen algunas partes que pueden ser detenidamente examinadas y otras que no nos darán placer a menos que las observemos a distancia. En otras palabras, por lo que respecta a la exacta correspondencia con el mundo extra-artístico, ambas tienen limitaciones. En segundo lugar, Horacio advierte a poetas y pintores de no deben abusar de la paciencia del espectador complaciéndose en representar lo imposible. Los poetas y pintores no deberían usar figuras retóricas o composiciones pictóricas que mediante su facultad sígnica parecen proponer la existencia de seres no existentes empíricamente: Supóngase un pintor que escogiera situar una cabeza sobre el cuello de un caballo, pintar plumas de todos los colores por encima de distintos órganos agrupados sacados de distintas partes, hacer que fuera un pez negro asqueroso en la parte de abajo y en la parte de arriba una chica encantadora. Si os dejaran verla en privado, amigos míos, ¿cómo podríais no reír? Créedme, Pisones, esta pintura y un cierto tipo de poema son muy similares, como la imagen salida del sueño de un hombre enfermo, una imagen febril cuya cabeza y pies es imposible que pertenezcan a una misma forma.xvii La presuposición de que las representaciones del artista corresponden a unidades que se pueden localizar en el mundo en lugar de a disposiciones imposibles de elementos reales es una defensa en Horacio de la consigna de realismo. El artista debe ser sensible a la relación existente entre el tema y lo que en realidad existe. Incluso ahora que tal decoro ha perdido su fueza preceptiva, la cuestión de la correspondencia con la realidad sigue siendo crucial. La fuerza del arte surrealista (descrito extraordinariamente bien por las palabras de Horacio) radica precisamente en su violación no sólo de una convención estética acerca de la representación sino de la realidad empírica en sí misma. Aunque teóricos modernos como Nelson Goodman están en lo cierto al afirmar que el acto de representar pictóricamente no prueba la existencia del objeto pintadoxviii, el hecho que el objeto exista o de que no exista, o de que pudiera o no existir es crucial para la recepción de la obra de arte y para el descubrimiento de las propiedades de las distintas artes. De la misma manera que Roman Jakobson afirma que la poesía puede ser gramatical, no gramatical o antigramatical, pero nunca agramaticalxix, el arte podrá ser documental, realista, surreal, abstracto, etc, pero nunca estará desvinculado de la realidad empírica. Lo esencial de la comparación de Horacio de la pintura con la literatura es como sigue: la poesía es como la pintura porque ambas tienen como tema la realidad existente y ambas son limitadas en su adecuacion mimética a esa realidad. Pero nótese que esta aproximación centrada en el contenido resulta bastante débil cuando se expresa como las otras relaciones que hemos visto: la poesía representa la realidad existente, de la misma manera que lo hace la pintura. El “representar” aquí es claramente un homónimo, y ha continuado siéndolo incluso en los intentos de traducirlo por “imitar”. Aristóteles, el archimimético, se contentó con usar el término como homónimo. Porque, aunque Aristóteles era partidario de la unidad de las artes como imitación de acciones humanas, destacó mucho más su unidad temática que su modo imitativo. Como ha escrito Jean Hagstrum, “A partir del momento en que la argumentación de la poética pasa de los medios de imitación a los objetos de la imitación, la analogía con la pintura es utilizada con más frecuencia.”xx La escisión entre la forma y el contenido es la fuente de una de las principales líneas de argumentación en la controversia sobre la ut pictura poesis: “el poder simbólico e inexplícito en el funcionamiento de las imágenes —es la base subterránea de la raíz común de todas las artes”xxi . De acuerdo con ello, el rasgo común de todas las artes es que evocan imágenes (por el medio que sea), apelando por tanto a los sentidos, especialmente a la vista. En tanto que utiliza imágenes visuales, la literatura es una “pintura hablante”, y, puesto que las imágenes pictóricas se ofrecen abiertamente para ser vistas, entonces la literatura sería claramente un arte imagístico. Las imágenes crean dos tipos de vínculos entre las artes. El primero de ellos es objeto de la crítica ejercida por la escuela iconográfica en la crítica de arte, epitomizada por la obra de Erwin Panofsky. El arte inconográfico implica la transferencia de símbolos e historias de un arte a otro. En la pintura iconográfica, el significado de la tela depende de nuestro conocimiento del texto literario, bíblico o mitológico en que se basan los detalles de la pintura. Por ejemplo, la pintura de un niño alado con arco debe ser interpretada como una imágen de Cupido si es que la obra ha de funcionar alegóricamente, y puede ser así solo porque el dios alado es un topos de los textos mítico-literarios. O alternativamente, los detalles de una descripción poética pueden haber sido tomados de una tradición de representación pictórica. Ambas posibilidades caracterizaron una parte importante del arte renacentista. Es la combinación en el símbolo del detalle visual y el concepto abstracto lo que facilitó que fuera compartido interartísticamente. La pintura le podía proporcionar al concepto una apariencia específica y paradigmática, mientras que la literatura podía establecer la relación entre un concepto y su manifestación sensible. El arte simbólico o alegórico parecia así un punto de convergencia y cooperación entre la pintura y la literatura. La segunda conexión interartística generada por la división forma-contenido es la idea más general del efecto visual que ambas artes comparten. Este fue un argumento central durante los períodos barroco y neoclásico, convirtiéndose en lo que se califica formalmente como el argumento de la ut pictura poesis. De acuerdo con este argumento, la función del arte es evocar imágenes, y la pintura y la literatura podían aproximarse en la medida en que lo hicieran. Se dan varias razones para el énfasis en lo visual, por ejemplo, las nociones platónicas de la superioridad del ver como conocer y de la luz como conocimiento. Abrams señala, además, la conexión existente en este período entre las teorías de la percepción dominantes y la metáfora del espejo: “en el Essay [Concerning Human Understanding] de Locke se dice que la mente se parece a un espejo que fija los objetos que refleja. O (sugiriendo la ut pictura poesis propia de la estética del período) la mente es una tábula rasa sobre la cual se dibujan o escriben las sensaciones”xxii. Sin embargo, como sugería más arriba, lo visual también contribuye a la pretensión de presencia en la obra literaria, ayudándola con ello a acercarse al ser de las cosas. No es sólo que “la apelación a la pintura corroborase el concepto de que la poesía es un reflejo de objetos y acontecimientos”xxiii , sino que la poesía tendría a raíz de ello la vividez de las cosas existentes. “Durante dos siglos los críticos pensaron que era en la vividez pictórica de la representación o, más precisamente, de la descripción —en el poder de pintar en el ojo de la mente imágenes claras del mundo exterior de la misma manera en que el pintor las registraría en el lienzo— donde el poeta principalmente se parecía al pintor”xxiv . El término retórico para esta vividez de la presentación es la enargeia, un concepto crucial para distinguir las nociones barroca y neoclásica de la presencia en el arte de la de los modernos. Hagstrum distingue, muy útilmente, la enargeia de su contrario, la energeia: Enargeia implica alcanzar, en el discurso verbal, una cualidad natural o bien una cualidad pictórica que sea enormemente natural. Energeia se refiere a la actualización de la potencia, a la realización de la capacidad o habilidad, a la culminación en el arte y en la retórica de la vida, dinámica y llena de sentido, de la naturaleza. La poesía posee energeia [aristotélica] cuando alcanza su forma final y produce el placer que le corresponde, cuando alcanza un ser propio e independiente aparte de sus analogías con la naturaleza o con otro arte, y cuando opera como una forma autónoma con un funcionamiento efectivo por sí misma. Pero Plutarco, Horacio y los críticos helenísticos tardíos y romanos consideraban que la poesía era efectiva cuando alcanzaba la verosimilitud, cuando se parecía a la naturaleza o a una representación pictórica de la naturaleza. Para la enargeia en el sentido de Plutarco, la analogía con la pintura es importante; para la energeia aristotélica, no”.xxv Los modernos intercambiaron la tardía noción de enargeia por la de energeia al tratar de determinar de qué manera el arte podía ser como la realidad. Cuanto más se veía la obra como una entidad auto-contenida en lugar de como un signo, más podía parecerse a otras entidades pertenecientes al mundo de los objetos. Y tanto la pintura como los objetos literarios podían llegar a parecerse en la medida en que alcanzasen este estatuto de objetosxxvi . En la literatura moderna, la analogía con la pintura es crucial para la energeia. El problema que se les presentaba a los críticos barrocos y neoclásicos era que la vividez estaba, si se me permite, en el ojo del espectador. Por otra parte, encontramos también a aquellos críticos, como John Hughes, que afirman que “la razón porque las descripciones ejercen una impresión más vívida en los lectores comunes que cualquier otra de las partes del poema es porque están formadas por ideas sacadas de los sentidos...; pero la belleza de los sentimientos... es más remota, y se discierne en virtud de la reflexión y meditación.”xxvii En el extremo contrario encontramos a Johan Jacob Breitinger, quien sostenía que la ventaja de la poesía sobre la pintura es que “consiste en palabras que son ‘signos artificiales de conceptos e imágenes’, y que por tanto afectan a la mente directamente y no a través de los sentidos”xxviii . Las imágenes son más directas porque derivan de los sentidos; pero las ideas son más directas todavía porque, a diferencia de los objetos sensibles, contienen lo que ya está en la mente. ¿Qué significan entonces, bajo tales circunstancias, las palabras “directo” y “los sentidos”? Nos encontramos de nuevo ante la presencia de homónimos, que se exhiben como tales. Además, autores como Locke y Burke, sostenían que de ninguna manera las palabras podían evocar imágenes y, todavía más radicalmente, que las palabras y las cosas estaban irrevocablemente separadas. Tales observaciones habrían de conducir a una percepción más técnica del funcionamiento de los signos. Es importante señalar, no obstante, que en el último párrafo la analogía sucumbe debido a la incorporación de la noción de presencia a través de la enargeia. Esto es, en lugar de aceptar la relación a cuatro términos: la pintura está icónicamente conectada con la realidad y la literatura está conectada con la realidad de alguna manera, la aproximación basada en la enargeia hace una afirmación de similitud más radical: la pintura es una representación de la realidad física tan vívamente visual como lo es la literatura. El fracaso de la “vividez” para continuar siendo no-homonímica es otra derrota en la unión del signo y la cosa tan crucial para el paralelo pintura-poesíaxxix . Si existía alguna duda acerca de la idea de que existen imágenes visuales y, en caso afirmativo, sobre si éstas si le aportan alguna cualidad visual o enargeia al poema, el intento humanista de ver la pintura como poesía muda planteó un problema similar. Ya que, mientras el punto de comparación se basase en ambos casos en el contenido, había que enfrentarse a la cuestión de qué es lo que constituía un contenido poético innato. La respuesta tradicional a esta pregunta se entresacaba de la máxima aristotélica de que las artes debían imitar acciones humanas nobles. Y la idea era susceptible de interpretación similar en línea con la idea de la enargeia como aproximación imagística o pictórica a la escritura. De la misma manera que un poema gana la inmediatez de un objeto real haciéndonos pensar en objetos físicos, la pintura gana la propiedad natural del movimiento al hacernos ver cuerpos en acción. En ambos casos las artes se acercan entre sí al apropiarse cada una de un rasgo crucial de la otra del que ella carece —la visualidad para la poesía, el movimiento para la pintura. Tan importante fue el tema en movimiento durante el período de la ut pictura poesis que los practicantes de los distintos géneros de la pintura eran valorados según el dinamismo de sus temas. “El tipo más bajo es el pintor de naturalezas muertas, y a partir de ahí, los pintores de paisajes, de animales (un tema mejor que el paisaje, porque los animales son series vivientes y están en movimiento en vez de muertos) y de retratos hasta llegar al grand peintre. Aquel que, en imitación de Dios cuya obra más perfecta es también el hombre, pinta grupos de figuras humanas y escoje sus temas de la historia y la fábula”xxx. Pero una cosa es usar la materia viviente como tema y otra bien distinta es capturar el movimiento en pintura. La discrepancia entre las propiedades del medio pictórico y las de sus temas más valiosos planteó la primera objeción técnica estricta a las comparaciones entre pintura y poesía: el Laocoonte de Lessing. Mientras que en los períodos barroco y neoclásico se había permitido que el “es a” —como en “la pintura es a la acción lo que la poesía es a la acción”— siguiera siendo vago, homonímico, Lessing acentuó su polisemia. Se centró en el modo de representación de la realidad y no en el aspecto de la realidad representada. Aunque es probablemente exagerado afirmar, como hace Joseph Frank, que Lessing descubrió “la relación entre la naturaleza sensible del medio artístico y las condiciones de la percepción humana”xxxi, puesto que en el Laocoonte ni el medio ni la percepcion reciben un tratamiento muy penetrante, es seguramente acertado decir que los términos del argumento eran ahora ya distintos. La relación de las artes no iba a estar determinada por su tema o materia, sino su materia por la relación de las artes, identificadas estas últimas con sus medios. Con la asunción implícita de que las artes debían emplear la enargeia, o el parecido a la vida, Lessing defiende que los únicos temas que las artes debieran adoptar son aquellos cuyas propiedades se dan ya entre las propiedades de sus respectivos medios: Mi razonamiento es el siguiente: si es verdad que en sus imitaciones la pintura y la poesía hacen uso de medios o símbolos enteramente distintos —la primera, a saber, la forma y el color en el espacio, y la segunda sonidos articulados en el tiempo— y si estos símbolos indiscutiblemente requieren una relación adecuada con la cosa simbolizada, entonces está claro que los símbolos dispuestos en yuxtaposición pueden solo expresar temas de los cuales la totalidad o las partes existan en yuxtaposición [esto es, cuerpos]; mientras que los símbolos consecutivos solamente pueden expresar temas de los cuales el todo o las partes sean en sí mismos consecutivos [esto es, acciones].xxxii Así la pintura no es como la poesía debido a que no representa la misma realidad. Pero, a la vez, la pintura es a los cuerpos lo que la poesía es a las acciones. El “es a” aquí es mucho menos obviamente homonímico que anteriormente —de hecho Lessing sostendría que se trataba de una identidad—, pero volvemos a encontrarnos con la relación a cuatro términos. Por tanto, aunque las artes son similares en que son imitaciones, no imitan las mismas cosas. Este es un parecido relacional más que sustantivo, y por ello Lessing es conocido por haber diferenciado en lugar de conectado las dos artes. No obstante, la distinción entre las artes por él establecida depende totalmente de la premisa de la mimesis, y de hecho también de la noción más precisa de la iconicidad, como un rasgo común a las artes. Si no fuera importante para la poesía y la literatura imitar la realidad, es decir, ser como la realidad o contener algunas de sus propiedades, entonces no importaría que se tomaran o no como tema cuerpos o acciones. ¿Y por qué debieran “requerir indiscutiblemente estos símbolos una relacion apropiada con la cosa simbolizada” si no es para asegurar la presencia en la obra de arte? Por tanto, subyacente a la definitiva disyunción de las artes en Lessing, encontraremos una analogía escondida: la poesía es tan parecida a la vida como la pintura; ambas son icónicas de la realidad. La fuerza sugestiva del argumento de Lessing radica, creo yo, en la aceptabilidad para su época de esta analogía oculta. Me parece que esta es en parte la motivación para la tan citada frase de Goethe de que el Laocoonte “nos transportó de las regiones de la observación esclava a los campos libres del pensamiento especulativo. La por mucho tiempo malinterpretada ut pictura poesis de golpe quedó descartada. Una vez clara la diferencia entre la pintura y la poesía —las cimas de cada una aparecían separadas, por muy cercanas que estuvieran sus bases”xxxiii . Aunque Wimsatt ve las imágenes como esta base común, el verdadero fundamento compartido de las artes es, en el razonamiento de Lessing, su supuesta iconocidad, el argumento mimético. A este respecto, como Abrams comentaxxxiv , Lessing compartía irónicamente las asunciones de los archi-representantes de la ideología de la ut pictura poesis: “como Bateux, Lessing concluye que la poesía, no menos que la pintura, es imitación. La diversidad entre las artes se deriva de su diferencia al nivel de los medios, que impone diferencias necesarias en los objetos que cada una de ellas es competente en imitar. Pero aunque [la pintura es estática y la literatura dinámica] Lessing reitera para [la poesía] la formula convencional: la ‘Nachahmung’xxxv es todavía para el poeta el atributo ‘que constituye la esencia de su arte’”. Las objeciones de Lessing al argumento neoclásico de la ut pictura poesis contribuyeron al cambio general en la teoría estética que marca el periodo romántico. En aquella época el arte ya no se valoraba como imitación de la realidad, sino como expresión del espíritu humano. Como se explica detalladamente en The Mirror and the Lamp, este desarrollo causó una pérdida de importancia correspondiente del paralelo pintura-literatura. “El uso de la pintura para iluminar el caracter esencial de la poesía —ut pictura poesis— tan extendido en el siglo dieciocho, casi desaparece de la crítica más importante del periodo romántico; las comparaciones entre la poesía y la pintura que sobreviven son casuales o, como en el caso del espejo, muestran el lienzo del revés para imaginar la sustancia interior del poeta. En lugar de la pintura, la música se convierte en el arte frecuentemente señalado por su profunda afinidad con la poesía. Puesto que si una pintura parece lo más cercano a la imagen en espejo del mundo exterior, la música, entre todas las artes, es la más lejana”xxxvi . Como consecuencia, la fórmula de Simónides tenía que ser reinterpretada. “Friedrich Schlegel era de la opinión que cuando Simónides en su famosa frase caracterizó la poesía como una pintura hablante, fue sólo porque, al ir la poesía de su época siempre acompañada de música, le había parecido superfluo recordarnos ‘que la poesía era también una música espiritual’”xxxvii . Si Schlegel entendió verdaderamente que la conexión entre la pintura y la literatura era paralela a la que plantea entre la literatura y la música, entonces significa que las ve en una relación de acompañamiento más que de similitud. Y de hecho la simultaneidad iba a ser la noción predominante para la conexión interartística en el siglo pasado. Wimsatt la describe como “una mezcla o unión armónica de artes más o menos análogas en varias artes compuestas (Gesamtkunstwerke) —como la canción, el drama o la ópera”xxxviii . Esta noción se manifestaba también en el renovado interés por los libros ilustrados (síntoma además de la nostalgia del diecinueve por la Edad Media). Wimsatt nos previene contra el confundir la coexistencia de dos medios artísticos en un arte compuesto con una verdadera analogía entre las dos artes implicadas, pero me parece que esta noción de la mezcla o la coordinación no es tan mecánica como él pretende. Al combinar lo visual y lo verbal (o musical), la obra de arte resultante estaba alcanzando la vividez y entereza de los estados espirituales que se suponía trataba de expresar. ¡No es casual que el aburrimiento de Alicia ante “un libro sin dibujos, ni conversaciones” la empuje al paisaje interior del País de las Maravillas! No sólo había perdido su autoridad la analogía pintura-literatura durante el periodo romántico, sino que, cuando surgió una teoría sobre su relación, ésta descartó explícitamente la conexión de las artes con la realidad empírica. Me refiero a la periodización de las artes surgida de la filosofía romántica e iniciada por personajes como Walzel y Wölfflin. Si la analogía romántica con la música había servido a una noción del arte como expresión del espíritu individual, la periodización puede ser considerada como un expresionismo del espíritu nacional de una época. Ya hemos visto cual sería el destino de un concepto de período como el “barroco” en su aplicación “meramente metafórica” a través de las artes. Pero incluso si admitimos aquí la analogía basada en cuatro términos, René Wellek, entre otros historiadores cuidadosos, ha criticado las presuposiciones temporales que se esconden tras la comparación. Los períodos ocurren en momentos distintos para cada arte, y en una sociedad un arte puede florecer mientras su arte hermana permanece en la sombra: Las distintas artes . . . tienen cada una de ellas su evolución individual, con un tempo distinto y una distinta estructura interna de elementos. Sin duda están en constante relación las unas con las otras, pero estas relaciones no son influencias que empiezan en un punto y determinan la evolución de las otras artes; tienen que concebirse más bien como un complejo esquema de relaciones dialécticas que operan en ambas direcciones, de un arte a otro y viceversa, relaciones que pueden ser completamente transformadas dentro del arte en que han penetrado.xxxix El problema de la periodización ha quedado, a pesar de su dificultad conceptual, como una de las bases principales para la comparación de las artes, y está destinado a continuar siéndolo. Pero el argumento del período puede ser efectivo solamente si los estudiosos examinan la plétora de presuposiciones ocultas que se esconden tras de él. Véase, por ejemplo, el siguiente pronunciamiento de Jean Laude sobre la comparabilidad de las artes: “Todo absolutamente distingue un texto literario de una pintura o dibujo: su concepción, su método de producción, sus modos de apreciación, su identidad como un objeto irreducible a cualquier otro objeto, y su funcionamiento autónomo”xl. En base a cada una de estos aspectos —concepción, producción, recepción, ontología y función— los críticos, por supuesto, han presentado argumentos a favor de la correspondencia entre pinturas y poemas, y aún a la vista de ello el sentido común en la visión de Laude es atractivo. Es la misma vieja historia: las cosas que requieren una comparación, para empezar de hecho deben ser distintas. Pero el admirable absolutismo de la posición de Laude se desmorona ante la periodización: “Un texto y una pintura no pueden ser disociados de la serie sincrónica a la que estan conectados y dentro de la cual aparecen yuxtapuestos. La poesía de Reverdy es contemporánea a la pintura de Picasso, pero no podría ser contemporánea con la pintura de Delacroix”xli. No se nos dice por qué no, y no nos queda otro recurso que asumir que existe algo en la concepción, producción, recepción, ontología o función de la obra de Picasso y Reverdy que ni se puede ni se podría encontrar en la de Delacroix a causa de la configuración de los factores culturales que los separan. En otras palabras, la apelación a los criterios periodológicos como conexión entre las artes es un argumento que inevitablemente depende de algún otro modo de comparación. Por muy convencidos que estemos que las correspondencias interartísticas son dependientes de un tiempo y por tanto de una cultura, la correspondencia en sí misma debe buscarse en un factor distinto de la mera coincidencia cronológica. Con el advenimiento de la modernidad estética, el paralelo pintura-literatura se conectó una vez más con la cuestión de la referencia en la obra de arte. Un signo de esta tendencia es el acento moderno en la impersonalidad del arte. La comparación romántica entre la música y la literatura hizo al arte análogo al artista al cual expresaba. Pero los escritores modernistas como Eliot, Joyce y Ortega y Gasset negaron esta correlación y tornáronse hacia la metáfora pictórica en busca de apoyo. Como el poeta del siglo diecisiete Cowley, podían utilizar la analogía visual para defender que en la poesía: “el espejo mimético mira estrictamente hacia fuera . . .: ‘No es en este sentido [expresivo] que se dice que la Poesía es una especie de Pintura; no es la Pintura del Poeta, sino de las cosas y personas por él imaginadas. Puede que en su propia práctica y disposición el poeta sea un Filósofo, en realidad un Estóico, pero a pesar de ello puede ser que hable a veces con la dulzura de una amorosa Safo’”xlii. No obstante, al reclamar para el artista el papel del documentalista en lugar del escritor de diarios, los modernistas no pretendían volver a las teorías miméticas del siglo dieciocho. El arte no iba a ser concebido otra vez como una copia —y en consecuencia, inevitablemente, como una copia imperfecta— de la realidad, sino como un objeto independiente con el mismo grado de “coseidad” que los objetos en el mundo. Este es el movimiento que discutíamos antes en conexión con la energeia y la enargeia, y aparece vívidamente presentado en la siguiente frase de Apollinaire: “nos movemos hacia un arte completamente nuevo que será, con respecto a la pintura, tal y como será vista de aquí en adelante, lo que la música es a la literatura. Será pintura pura, de la misma manera que la música es pura literatura”xliii. Es significativo que el arte clarificado por esta analogía sea la pintura más que la literatura; porque, ya hemos visto, que la comparación normalmente opera en la forma opuesta. La pintura, paradigmáticamente referencial, existe aquí en forma “pura”, tal y como la literatura había existido en su puridad musical. Aunque esto suena como una negación de la referencia, el hecho de que la referencia en sí esté de nuevo en juego en el paralelo pintura-literatura es sintomático de la preocupación moderna por la relación arte-vida. La verdadera manera de representar la realidad es no representarla en absoluto, sino crear una porción de la realidad misma. Y la manera de hacerlo es reforzando las propiedades de los medios estéticos en cuestión, ya que estos son palpables, como las cosas. Esta manera de pensar es la base del movimiento moderno hacia lo concreto, e inmediatamente reavivó la latente analogía pintura-literatura. Frente a esta noción, la caracterización moderna de la relación interartística toma un nuevo significado en la siguiente afirmación: “Lo que conecta un arte individual con otro es su comunidad de objetivos. En general las artes son actividades con una consideración estética dominante; lo que separa a unas de las otras es la diferencia en los materiales”xliv. Por mucho que esta afirmación parezca una destilación de Lessing, en el marco de las ideas que hemos estado describiendo se trata en realidad de una nueva exploración de los medios. Porque para el estructuralismo de la escuela de Praga de donde procede tal argumento es imposible separar el medio y la teleología estética: es precisamente a través de esta teleología que se define el medio (nótese la diferencia entre el lenguaje comunicativo y el poético) y, por contra, es precisamente el medio lo que circunscribe los objetivos de cada arte. Al preguntar esta vez que relación existe entre la pintura y la literatura, efectivamente, estamos poniendo a prueba la noción moderna de la “forma expresiva” o de la “funcionalidad del arte”, de la misma manera que en épocas anteriores se había usado la comparación interartística o su descalificación para ilustrar la escisión formacontenido o el contraste entre la creatividad humana y la divina. La respuesta a la pregunta de por qué merece la pena estudiar esta cuestión es que la comparación interartística revela inevitablemente las normas estéticas del período en que la pregunta es formulada. Contestar esta pregunta supone definir o al menos describir la estética que nos es contemporánea, y este es el valor que tiene volver a visitar la historia de la visión analógica —y el desengaño— que caracteriza la conexión entre pintura y literatura. i Abrams, The Mirror and the Lamp, Nueva York, Oxford University Press, 1953, pág. VI. Black, Models and Metaphors, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 1962, pág. 25. iii Black, “How Do Pictures Represent?”, en Art, Perception, and Reality, ed. E.H. Gombrich, Julian Hochberg y Max Black, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1972. iv Charles Sanders Peirce, Collected Papers 2, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1932, pág. 158. Un icono es un signo que se parece a lo que representa. v W.H. Leatherdale discute las categorías de la analogía negativa, positiva y neutral de Keynes en The Role of Analogy, Model and Metaphor in Science, Amsterdam, North-Holland, 1974, pág. 41. vi Leatherdale, op. cit., pág. 138. vii Alistair Fowler, “Periodization and Interart Analogues”, New Literary History, 3, Primavera 1972, pág 503. viii René Wellek, “The Parallelism between Literature and the Arts”, English Institute Annual, Nueva York: Columbia University Press, 1941, pág. 33. ix Véase el resumen que Wellek hace sobre estas cuestiones en “The Concept of Baroque in Literary Scholarship”, Concepts of Criticism, New Haven, Conn., Yale University Press, 1963. x Véase Fowler, op. cit., pág. 499. xi Ibid., pág. 499. * N.d.T: El cuento de Chaucer... xii Véase la discusión acerca de la semiótica de Peirce en W. Steiner, The Colors of Rhetoric, págs. 19-22. Para Derrida, véase Of Grammatology, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1974, y “Différance”, Speech and Phenomena and Other Essays on Husserl’s Theory of Signs, Evanston, Ill., Northwestern University Press, 1973. xiii Abrams, op. cit., pág. 17. xiv Leonardo da Vinci, Treatise on Painting, vol. 1, traducido y anotado por A. Philip McMahon, Princeton, N.J., Princeton University Press, 1956, pág. 18. Las ideas de Leonardo sobre este punto se discuten en Niklaus Rudolf Schweizer, The Ut Pictura Poesis Controversy in Eighteenth-Century England and Germany, Bern and Frankfurt: Herbert Lang & Peter Lang, 1972, pág. 29-30. xv Mukarovsky, “Between Literature and the Visual Arts”, The Word and Verbal Art, ed. y trad. de John Burbank y Peter Steiner, New Haven, Conn., Yale University Press, 1977, pág. 213. xvi Véase Ernest Gilman, The Curious Perspective, New Haven, Conn., Yale University Press, 1978. xvii Horacio, “Ars Poética”, II, 1-9, Horace’s Satires and Epistles, trad. Jacob Fuchs, Nueva York, W.W. Norton, 1977, pág. 85. xviii Nelson Goodman, The Languages of Art, Indianapolis y Nueva York, Indiana University Presss, 1968, pág. 22. xix Jakobson, “The Poetry of Grammar and the Grammar of Poetry”, Lingua, 21, 1968, pág. 606. xx Hagstrum, The Sister Arts: The Tradition of Literary Pictorialism and English Poetry from Dryden to Gray, Chicago, University of Chicago Press, 1958, pág. 7. xxi W.K.Wimsatt, “Laokoön: An Oracle Reconsidered”, Day of the Leopards, New Haven, Conn., Yale University Press, 1976, pág. 41. xxii Abrams, op. cit., pág. 57. xxiii Ibid., pág. 34. xxiv Rensselaer W. Lee, Ut Pictura Poesis: The Humanistic Theory of Painting, Nueva York, W.W. Norton, 1967, pág. 4. xxv Hagstrum, op. cit., pág. 12. xxvi Véase el Cap. 4 de mi Exact Resemblance to Exact Resmblance: The Literary Portraiture of Gertrud Stein, New Haven, Conn., Yale University Press, 1978, para una discusión de la relación entre la écriture-objet de Stein y el tableau-objet de los cubistas. xxvii John Hughes, “Descriptions in poetry, the reasons why they please”, Lay Monastery, 39, 12 Febrero, 1713, en The Gleaner, ed. Nathan Drake, 1, vii, Londres, 1811, pág. 45-46. xxviii Citado en Schweizer, op. cit., pág. 25. xxix Una serie de críticos han negado que los patrocinadores de la ut pictura poesis estuvieran de hecho haciendo afirmaciones mágicas acerca la identidad de las artes al describir la comparación como una cuestión mucho más de decoro y convención. Hagstrum, por ejemplo, sostiene que una descripción “pictórica” era aquella que era “pintable”. Es decir, este tipo de descripción podía hacer referencia a detalles visuales, cuyas relaciones fueran susceptibles de representación gráfica; tal descripción no implicaría una secuencia o movimiento temporales, ni sería tampoco puramente conceptual, pero podría, aunque no necesariamente, “copiar” pinturas o escuelas pictóricas (Hagstrum, op. cit. págs. xxi-xxii). Tal planteamiento, aunque cauteloso, pasa por encima muchas cuestiones cruciales. ¿De qué maneras puede algo escrito copiar una pintura o escuela pictórica? ¿Como puede un escritor eliminar de la literatura la secuencia temporal? Y, de manera todavía más ii crucial, ¿cuál es la motivación escondida tras tan peculiar conjunto de restricciones— si no es defender de alguna manera la visualidad o vividez en la poesía? Los argumentos acerca de la ut pictura poesis en los siglos dieciocho y diecinueve suscitan numerosas preguntas. xxx Lee, op. cit., págs. 18-19. xxxi Joseph Frank, “Spatial Form in Modern Literature”, The Widening Gyre, New Brunswick, N.J., Rutgers University Press, 1963, pág. 8. xxxii Lessing,Laokoön, Selected Prose Works of G.E. Lessing, ed. Edward Bell, trad. E.C.Beasley y Helen Zimmern, London, G.Bell, 1879, pág. 91. xxxiii Goethe, Dichtung und Wahrheit, vol. 8, trad. Minnna S. Smith, London, G. Bell, 1908, 2a parte, pág. 282. xxxiv Abrams, op. cit., pág. 13. xxxv ‘Imitación’ (N. de la T.). xxxvi Abrams, op. cit., pág. 50. xxxvii Ibid., pág. 51. xxxviii Wimsatt, “In Search of Verbal Mimesis”, Day of the Leopards, pág. 57. xxxix Wellek, “Parallelism”, pág. 61. xl Laude, “On the Analysis of Poems and Paintings”, New Literary History, 3, Primaver 1972, pág. 471. xli Ibid., pág. 471. xlii Abrams, op. cit., pág. 372. xliii Guillaume Apollinaire, “Pure Painting” (de Cubist Painters), en The Modern Tradition, ed. Richard Ellmann y Charles Feidelson, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 1965, pág. 114. xliv Mukarovski, op. cit., pág. 208.