Subido por Robert Perez

hobbes thomas leviatan

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Thomas Hobbes
TROMAS HOl\UES
LEVIATAN
o LA MATERIA, FORMA Y PODEn DE
UNA REPUBLICA. ECLESIASTICA y CIVlL
FONDO
m:
CULTURA ECONOMICA
M¡::XICO
l',illll'l.1 ... Ii, d.1I ell inglés, 1651
Se!'.I",,1.1 edición en español (FCE, México), 1980
()llill!;1 I('illlp,esión (FCE, Argentina), 2005
Título original:
Leviathan or the matter, Form and Power ola Commonwealth Eclesiastical and civil.
D. R. © 1940,
FONDO DE CULTURA ECON6MICA, S. A. DE C. V.
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14200 México, D. F.
D. R. © 1992, FONDO DE CULTURA ECON6MICA DE ARGENTINA, S. A.
El Salvador 5665; 1414 Buenos Aires
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ISBN: 950-557-126-7
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IMPRESO EN LA ARGENTINA - PRfNTED fN ARGENTrNA
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
PREFACIO
PREFACIO
Ninguna presentación tan adecuada para. una obra maestra
como la mera invitación a su lectura: singularmente cuando
quien prologa no tiene tras de sí una personal y profunda investigación acerca del autor respectivo, ni puede aportar a su
mejor estudio documentos nuevos o inferencias sagaces. En el
caso de Hobbes esa necesidad de entrar en inmediato contacto
con su producción más destacada es aun mayor, si cabe, porque
cualquier lector culto tiene a su alcance la obra de Ferdinand
Tonnies, l que es, a un tiempo, biografía completa, sistemático examen de la doctrina y recopilación paciente y exhaustiva
de cuanto se había publicado sobre Hobbes hasta el verano de
1925. Por añadidura, desde 1936 los estudios hobbesianos cuentan con una pieza bibliográfica de primera magnitud: el libro
de Leo Strauss. 2 Este joven investigador germ~nico llevó a feliz realización la tarea de presentar a Hobbes desde el punto
de vista de los factores naturales y científicos que concurrieron en su formación. Gracias al mecenaje del duque de Devonshire-un prócer inglés cuyos antepasados se honraron
con la sociedad y las enseñanzas de Hobbes-Leo Strauss pudo estudiar en la biblioteca de Chatsworth, en el plácido paisaje que vio crecer a Hobbes mismo, sus obras auténticas, sus
1 Thomas Hohbes, traducción de la quinta edición alemana (Stuttgart,
1<)25) por E. IMAZ. Vol. XI de la serie "L'>S Filósofos", publicada por la
Revista de Occidente. Madrid, 1932.
2 The Political Philosophy 01 Thomm Hohhes. lts hasi! anJ ¡ts genesis.
Traducción al inglés del manuscrito alemán inédito, por ELSA M. SINCLAIR.
Con un prólogo del Prof. ERNEST BARKER. Edición de la Clarendon Pre..,
OxforJ, 1936.
Vil
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clásicos predilectos, sus papeles inéditos, su correspondencia
con las figuras caudales de la filosofía, de las matemáticas, de
la biología y de la diplomacia en el siglo XVII. Seguramente
Emigrado como Hobbes, Leo Strauss encontró un ancho remanso de paz para estudiar pausadamente la génesis y desarrollo del pensamiento moral y político de Hobbes, y acertó
a comunicar a su libro una precisión firme y cristalina, Un interés nunca decaído, que en muchos pasajes recuerdan muy
de cerca al filósofo de Malmesbury y constituyen el más fino
homenaje a su memoria.
Quienes, después de conocido el libro de Tonnies,puedan
leer la edición inglesa de la obra de Strauss harán bien en interrumpir en este punto la lectura del presente prólogo y dedicar unas horas a este último y jugoso libro. En él encontrarán ampliamente desarrolladas y con su plena utilidad
muchas de las breves noticias que a continuación se ofrecen con
el solo propósito de procurar, a ciertos lectores poco sobrados de tiempo, una somera información sobre la vida y las
obras de Thomas Hobbes.s
Al tiempo en que la proximidad de la Armada Invencible
tendía sobre los hogares ingleses una amenaza de invasión,
nació en Westport, pequeña localidad cercana a Malmesbury,
en 5 de abril de 1588, Thomas Hobbes, a quien deparó el destino una educación firme y ordenada en lo esencial, y una vida
de profundísima y casi centenaria experiencia, cuya proyección científica y moral sigue brillando actualmente de modo
tan intenso como hace tres siglos.
Desde los ocho años (1596) disfrutó Hobbes las excelen3 CE. la edición completa de las obras de Hobbes, llevada a cabo por
Sir WILLIAM MOLE5WORTH, que comprende dos grandes series: English
Works (en 11 vols.) y Opero philosophico (en 5 vols.) publicadas en Londres de 1839 a 1845.
VIII
PREFACIO
cias de una oportuna formación en latín y ert griego, con tal
éxito que seis años más tarde pudo ya traducir la Medea de
Eurípides en elegantes yambos latinos. Ese dominio de las
lenguas clásicas fué para Hobbes motivo de constante enriquecimiento espiritual, y refugio seguro contra muchos decaimientos en el curso de su vida. Ya en su período escolar de
Oxford (1603-1608) experimentó su desilusión primera, la
de la enseñanza académica exhausta de jugo vital, y ya ("11
tonces encontró en la contemplación de mapas de la tierra y
el cielo, en el pausado estudio de los historiadores y poI"! as
clásicos, en el perfeccionamiento de su propio estilo, hasta do
tarlo de una nerviosa claridad, un goce que muchas otras veces
reviviría en forma inefable e infalible.
Durante un lustro recibió en el Magdalen J lal! de Ox-ford una severa formación escolástica, empapada de agresivo
I,uritanismo, y a los veinte años fue recibido como Bachiller en
Artes, rematando así una trayectoria académica cuyas etapas
no siempre fueron alcanzadas con una absoluta oportunidad.
Empieza entonces para Hobbes un período, de veinte años de
duración, en que actúa como tutor, primero, y después como
secretario de Lord William Cavendish, desde 161 J segundo
conde de Devonshire. Es la época en que HohLes, dedicado
a la forma más dilecta de aprender, el enseñar, recibe la constante y nalagadora influencia del aristocratismo, en su trato
con los círculos más escogidos, en sus viajes, en el afinamiento
incansable de sus dotes de observación. Son éstos, como él
mismo dice, los años más felices y sosegados de su vida.
Savia humanista, arquitectura escolástica, moral puritana,
.1tI'Uoir faire aristocrático: he ahí los cuatro esenciales ingredientes que Leo Strauss señala con acierto en la figura inte
Icctual del joven Hobbes. Pero cada uno de esos factores no
';e revela como una pieza rígida, y ya intangible, en su insIX
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trumental creador, sino como un elemento vivo, en constante crecimiento o en ininterrumpida depuración. Porque para
Hobbcs entre las cosas placenteras al hombre, ninguna como
el progreso; y nada tan falso existe para él como el reposo de la mente satisfecha (beatiludo), imagen de un ocio
inasequible en esta vida de vibrante y eterna tensión. El anhelo mayor de su ánimo está en superarse y superar: un vehemente ardimiento que luego veremos sostenido por Locke y
Nietzsche, yen su forma degenerativa por los genios políticos
actuales que han encontrado el camino de la ~uperación en el
mal, y Un tema de placer en el daño constante y acrecido del
prójimo.
El Hobbes de la época juvenil cifra su humanismo en cuatro modelos: Homero en poesía, Aristóteles en filosofía, Demóstenes en la oratoria y----con rango similar-Tucídides en
la historia política. Sólo este último, a cuyo estudio se consagró con entusiasmo, revelado en la bella traducción -inglesa
que publicó de su obra en 1628/ se mantuvo intacto en la consideración de Hobbes: la admiración aristotélica osciló, en
cambio, de la filosofía al retoricismo, en el que todavía siguió reconociendo una cierta importancia al filósofo de Stagira, cuando ya situaba a Platón por encima de todos los pensadores de la Antigüedad; un momento llegó, incluso, en que
Hobbes consideró a Aristóteles como el maestro más pernicioso que jamás haya existido.
La muerte del viejo barón Cavendish, acaecida en 1628,
el año de la Petilion 01 Rights, señala cronológicamente el
comienzo de una nueva etapa en la formación filosófica de
Hobbes. Hasta entonces, el caudal mas copioso en la forma4 Eight Book,- of the PeloponeJitm- Wat', u'ritten by TucydidCJ the Son
oj OlorltJ, interpreted u'ith failh and diligence inmediateZy out of the Creek
by Thomaf HobbeJ, Secretary 01 the Zote Earl of DerJomhire.
x
PREFACIO
ción hobbesiana viene de sus lecturas clásicas y de su experiencia de los hombres, lograda en prolongados viajes y en un
continuo y selecto trato social. Con esos recursos Hobbes había ido formando un concepto propio y sólido acerca de la
naturaleza humana; como dice Robertson, uno de sus críticos
rr.ás eminentes, sus ideas sobre hombres y maneras estaban ya
fijadas antes de inquirir para ellas una explicación científica.
Hacia esa época--r629, ún año inici:d de discordias en la vida civil de Inglaterra-se opera el primer contacto de Hobhes
con la visión cientí'fica de las cosas, por conducto de Euclides,
y en'lo sucesivo, más que exhibir su propia experiencia, se
preocupa por destacar lo que en ella hay de verdadero, inmanente y universal. Así, a los cuarenta y un años, en la forma ..
ción escolástica y humanista de Hobbes viene a impostarsc el
criterio matemático, naturalista y crítico de Euclides y Galileo, de Kepler y Montaigne. A esa alteración de criterio corresponde un paulatino abandono de la tradición, y sólo mantiene en su sistema lo que en ella hay de fundamental e Illalienable.
Un problema central preocupa a Hobbes en lo sucesivo:
el de dar una solución coherente y exhaustiva, rigurosa y necesaria a la cuestión de la rectitud en la condllcta humana y
e/1 el orden social. Como punto de partida trata de establecer la justicia o injusticia de las acciones hUlllalla~;, y los conceptos prístinos de justicia y Estado, que n-duc(' a <;u célula
primaria: la voluntad individual. J ,llego, ~/)Io Jll'lTsita demosfr:lI-, como consecuencia, lo posihle y lo lIt'(e~;aljo de la volun ..
fad colectiva, para llegar a una saf isfarloria conrlusi(l/l: el con¡lIn!".) irracional se convierte t~1l colectividad racionalizada.
Siendo tan importante el mt-!odo l'n la rea lil_ariúl\ política
;1 que Hobbes Jlegar:'t----principalrllcnle eIJ (·1 [,t"vialáll-hay
algo que reviste aún m:lyor tmsn'l\dcllcia: sU cOllcepciún del
XI
PREFACIO
ser humano, entresacada de la experiencia misma. Hobbes
niega el altruísmo natural del hombre: afirma, en cambio, su
rapacidad innata, su inicial posición de guerra contra todos, la
impotencia natural de la razón, para guiarlo.
El apetito natural-dice Hobbes--empu ja al hombre hacia un irracional afán de dominio y de honor, hacia una incesante superación del prójimo, que Hobbes subraya como la
base de la felicidad humana: orgullo, ambición y vanidad vv~
(superhia -u;tlE) son la fuerza motriz del hombre que trata,
primero, de alcanzar excelencia mediante el ejercicio de su
propia imaginación; luego, haciéndose estimar o temer por
los demás. Para actuar esa potencia expansiva necesita el individuo otros seres en que apoyarse, y los busca por el convencimiento o por la fuerza. Entonces el hombre selecto encuentra
oportunidad de mostrar su virtud aristocrática, esa virtud cuya admiración surgió en Hobbes por la lectura de Tucídides y
por su personal experiencia entre nobles. Así llega a afirmar,
arrebatado por su entusiasmo historicista, que la virtud más
estimable <id príncipe es la virtud heroica.
Pero a esa energía expansiva existe un límite preciso: el
miedo a la muerte (timor mortis), el trance más doloroso y
supremo, cuyo acaecimiento diferido pone en tortura la vida
entera. Ese peligro mortal imprevisj:o, ese eterno temor identificado con la conciencia humana, es el origen de la ley y la
raíz del Estado, formas expresivas del deseo de autoconservación. Siguiendo esa trayectoria, niega el valor moral de todas
las virtudes y pasiones que no contribuyen a la constitución y
engrandecimiento del Estado. Para alcanzar dicho esencial
postulado de su filosofía política Hobbes se apoya en un conocimiento de los hombres profundizado por el autoexamen y
la experiencia, por su incorporación a las preocupaciones políKIl
PREFAcro
tiras de la época, por su contacto con los más insignes pensadores del momento.
Dos años dura la tutoría que--durante un breve eclipse
de sus buenas relaciones con la familia Devonshire--dedica al
joven Gervasio Clifton: en esa época y en los años inmediatamente posteriores permanece en Welbeck, la hermosa posesión del Conde; se relaciona con Guillermo de Newcastle, "el
últi~o de los caballeros" y con Sir Carlos Cavendish; viaja
por Francia e Italia; visita en Florencia a Galileo, en 1636;
penetra en París en el interesantísimo círculo centrado por t" I
fr:tnciscano Marino Mersenne, y en el cual brillan Gassendi
r Descartes. Es entonces cuando la influencia euclideana se
hace fecunda en la teoría del movimiento, con la que Hobbes
se esfuerza en aplicar los métodos de las Ciencias naturales a
las facultades y pasiones del alma.
Los acontecimientos polítICOS atraen y distraen su atención
lid trabajo filosófico"que va cuajando en tres tratados parcia
les: De carpare, De homine y De cive (este último, la más
universal de sus obras). Al regresar a la turbul011ta Inglaterra, en 1637, la teoría política de Hobbes estaba articulada
ya, y su magna concepción de la inalienabilidad de las funciones de soberanía no hace sino afirmarse ante el espect;'tculo de
la guerra civil que venía anunciándose y de la anarquía que
(ollstituye una efectiva plaga. En efecto, su primera formula,j(ín vasta de esas cuestiones, los ElementJ of Law Natural and
I'n/itiqtte va fechada, en el manuscrito, en 9 de mayo de 1640.
La tesis de extremado absolutismo, sustentada por lIobbes, había de causarle serias contrariedades. En 1640 (oinienu el llamado "Parlamento largo", y el antimonarquismo
g;ma terreno: Strafford, uno de los valedores palaciegos de
nuestro filósofo, es encerrado en la Torre, y Hobbes, temeJ' )"0 de su suerte, pasa a ser-incluso cronológicamente, según
x[[r
PREFACIO
sus palabras-uel primero de los emigrados". Los círculos
cultos de París le acogen, en un extrañamiento que dura once
años. Durante ese período en que Francia florece bajo la guía
de Richelieu, su actividad creadora y refinada es muy intensa:
incluso Descartes le somete a crítica sus Méditations, pero
del comentario no sale muy bien parada la cordialidad de estas
dos grandes figuras de la Filosofía.
Comenzada en 1642 la guerra civil que ya venía incubándose en su patria desde diez años antes, ocurre en 1644 el desastre de los ejércitos realistas en Marston Moor, y los parientes y amigos del monarca huyen al extranjero. Entre
1646 y 1648 el propio príncipe de Gales, que se había' aposentado en París con su maltrecha Corte, recibe de Hobbes
una adecuada instrucción en materia matemática. En ese mismo año de 1648 lee con Sir William Petty la A natomía de
Vesalio y conoce la obra de Harvey sobre la reproducción
de los animales.
El interés político de Hobbes se anima y exalta con las
adversidades de Inglaterra. Es entonces cuando idea y construye su Leviatán: un libro inglés en el cual desarrolla su
teoría entera de la gobernación civil, en relación con la crisis
política resultante de la guerra. El L8'l.Jiatán es un monstruo
de traza bíblica, integrado por seres humanos, dotado de una
vida cuyo origen brota de la razón humana, pero que bajo la
presión de las circunstancias y necesidades decae, por obra
de las pasiones, en la guerra civil y en la desintegración, que es
la muerte.
El 9 de febrero de 1649 remataba provisionalmente, con
o
G Lefliatktm or Ihe Matter, Form and Po'U.'er o/ a Commonwealth EccUsialtical tmd Ciflil, written by Tkomas Hobber. 165 J. traducción latina,
Amsterdam, 1668. Existe en francés una traducción del libro primero, bajo
el título de TkomaJ Hobber. Leoiatkon, tome premier: De l'komme (trad.
de R. ANTHONY. Ed. Giard, París, 1921).
XIV
PREFACIO
, la ejecución- de Carlos 1 ante la capilla de Whitehall, el proceso de democratización de Inglaterra. El rey había preguntado en nombre de qué autoridad se le juzgaba: y la contestación fué: "En nombre del pueblo que os ha elegido"; ese
pueblo que, después de Dios, se erigía en o!-jgen de todo poder justo.
El Leviatán, que había ·de preparar la vuelta de Hobbes
a Inglaterra, constituye una penetrante crítica de la Iglesia y
de su política; eso y su reprobación de los manejos realistas,
le cerró (1651) el acceso a la Corte inglesa en París, sobre
todo cuando afirmó que el nuevo Estado inglés debía excluir
co~ firmeza todos los defectos orgánicos del antiguo, y ser· netamente racionalista y laico, un verdadero reino de la luz y
de la ciencia, para acabar con el reino de las tinieblas y de la
superstición.
El bill de amnistía otorgado por Cromwell en 1652 le
permitió volver a su patria, desgarrada por la anarquía y por las
discusiones entre católicos, presbiterianos y episcopalistas. Al
año siguiente regresaba también a Inglaterra su antiguo discípulo, el conde de Devonshire, que había renunciado a sostener la causa legitimista. Para Hobbes son los años inmediatos
de tremenda y enconada lucha: sus adversarios le tachan de
ateo y traidor, de enemigo, a un tiempo, de la religión y la
monarquía. Manoso de renovar las Universidades entra en
formidables polémicas con Ward y Wallis, y con el obispo
Bramshall (1654).
Una nutrida correspondencia con sus amigos franceses
mantiene su espíritu en constante vibración durante ese decenio. El día 25 de mayo de 1660 contempla en Londres la
vudta del monarca y el comienzo de una época de recrudecimiento en las persecuciones, que se coronan con la prohibición
de reimprimir el Leviatán, obra escrita según sus adversarios
xv
PREFACIO
en justificación del gobierno de Cromwell. De liada sirve que
para desagraviar a su regio discípulo escriba en 1662 los Six
philosophical problems.
Hobbes produce entonces una de sus más jugosas obras:
el Behemoth o el Parlamento largo, estudio crítico de las causas y desarrollo de la guerra civil. El libro se dirige preferentemente contra el clero presbiteriano y la clase media, responsables, en modo diverso, de ese período de horror para
la paz de Inglaterra.
No combate Hobbes la existencia de la clase media, silla la miopía de su política: cuando ese estamento comprende
su destino histórico y su misión burguesa de enriquecimiento
honorable--condicióIi de la paz-Hobbes está a su lado: pero
para que ese incremento de bienestar se realice, es preciso que
los elementos productivos sientan un anhelo de seguridad y un
temor profundo a la violencia. Siguiendo el desarrollo de sus
ideas centrales, la filosofía política de Hobbes no es otra cosa
que una suplantación de la virtud aristocrática por la virtud
burguesa. Y Hobbes se irrita porque la clase media-en aquellos tiempos-ponía con su conducta serios obstáculos al cumplimiento de su propia misión.
En la elaboración de sus conceptos políticos va emanoipándose Hobbes de los vínculos tradicionales y perfilando de
rr:odo cada vez más neto su vigor original. El hombre que
en Aristóteles no es el ser más excelso de la Creación, aparece
ya en la introducción del Leviatán, netamente renacentista, como· la obra más perfecta de la Naturaleza. Pero el Leviatán
no es un canto a la virtud heroica, sino un fuerte alegato COlltra el monstruo del orgullo. Ni siquiera la magnanimidad
-gesto de un ser superior, que afirma, de paso, su excelencia-, es aceptada por Hobbes como origen de la justicia. Es
h duda, con sus correlatos morales: la desconfianza y el mi eXVI
PREFACIO
do, algo anterior y más constructivo en el orden político que
la confianza en sí mismo del ser que conoce y ostenta su independencia y libertad.
Pero así como el Estado natural encuentra su origen ~n el
miedo y en la necesidad de dominarlo, la idea central que
inspira al Estado artificial finca en la esperanza y en la confiada seguridad de la paz.
F.n la teoría estatal de Hobbes se intenta unir dos idea5
tradicionales opuestas: la de la monarquía patrimonial-inspirada en la soberan;a del padre de familia-forma natural y
Icgitíma del Estado, y la democrática que sitúa el origen de la
legalidad en las decisiones del pueblo soberano, y deriva
toda soberanía de una voluntaria delegación de autoridad por
parte de la mayoría de los ciudadanos. Hobbes pretende salvar
esa pugna conjugando en la institución del Estado los dos motivos antedichos: temor y esperanza. Ese intento revela del
modo más claro con qué fuerza influían en el gran pensador
las ideas tradicionales y la experiencia de la época crítica porque a la sazón atravesaba su propio país.
Esa legítima monarquía patrimonial no implica una justificación de la regla despótica del conquistador, pero advirtiendo que en gran parte la autoridad del Estado se basa en
la usurpación, considera secundario el contenido de legitimidad
de la norma y sólo se preocupa de la eficacia de ésta.
En la progresión incesante de las concepciones políticas de
Hobbes la idea de una constitución mixta, que resulte de coordinar las dos formas de soberanía, la patrimonial y la democrática, le inspira una aversión decidida, llegando a rechazar
ulteriormente toda restricción de la soberanía, toda dejación
de poder siquiera sea en el orden administrativo. Ni siquiera
la palabra de Dios-y esta tesis es para Hobbes motivo de
X VIl
PREFACIO
violentas persecuciones-se hace obligatoria :;i 1\0 descansa sobre el refrendo del soberano político.
La misma dualidad se advierte en la IItili/_:ui,')f) que Hobbes hace de la Biblia. Como Spinoza, [[0""(':; hace uso de la
autoridad de la Escritura para robustecer las propias opiniones,
pero con el tiempo emplea su dialéctica para w/I/I1over la autoridad de la Biblia misma, y llega un mOlllcllto cn que esta
segunda finali<jad predomina abiertamente sobre la primera.
Una línea crítica que progresa desde los ¡':JOnt!ntos hasta el
Leviatán hace que la ciudadela religiosa resulte cada vez menos inexpugnable: a medida que decae CII importancia el Estado natural, pierden también sigllifiraciúlI los argumentos
teológicos que se aducían para defenderlo.
En rigor tradicional la obligación del cristiano hacia su fe
podía llevarle hasta el martirio. Para Hobbcs, en cambio, la
obediencia al poder secular se impone, sobre el deber religioso, a quien no tiene la expresa vocación de predicar el
Evangelio. Y así se llega a una tesis de Hobbes según la cual
la religión debe servir a la suprema entidad política, y la estimación de que aquélla disfrute, depende, precisamente, de
si presta o no útiles servicios al Estado.
En otro aspecto más se realiza la liberación de Hobbes
con respecto a la tradición aristotélica. La teoría política se
libera del filosofismo, de corte tradicional, y se amolda a la
experiencia histórica, de sentido francamente revolucionario.
Responde a la idea sustancial de Hobbes el hecho de que si
la filosofía establece normas-muchas veces no generalespara las acciones del hombre, la historia exprime ra experiencia humana, y no engendra en el hombre soberbia sino prudencia y sabiduría práctica, la razón más suficiente y segura
de la virtud moral.
Hobbes reconoce que la misma necesidad domina el reino
de la Naturaleza y el de la cultura: esa convicción afirma en
XVIII
PREFACIO
su alma la esperanza de que el conocimiento y la ciencia pueden y deben modificar el curso de la vida.
Ya Aristóteles dudaba de que los principios racionales
ejercieran influjo sobre la mayoría de los hombres. Para Hobbes esa duda se convierte en evidencia absoluta; con ello afirma la impotencia de la razón como principio normativo, y en
lo sucesivo se preocupa más de la eficiencia que de la rectitud de los preceptos. Así llegamos con Hobbes a plantearnos
otro problema: el de la aplicación de las normas, el de la institución de leyes que amplíen el radio de influencia de los
preceptos filosóficos. Entre estos pr,ecep(os y aquellas leyes se
extiende una amplia zona que sólo puede ser colmada por las
enseñanzas de la historia. Los preceptos filosóficos entrañan
una limitación fundamental y sólo benefician a los selectos:
las leyes visan, en cambio, a la mayoría de los hombres.
Ese tema torna y retorna incesantemente en la literatura
dd Renacimiento. La virtud es siempre cualidad aristocrática,
según Castiglione: por cortedad de criterio los hombres no
comprenden ni siguen los mandatos de la filosofía, ni aman
la virtud en sí, sino por la recompensa que procura. El nuevo estilo de la historia--en Bodín y Blundeville-persigue una
finalidad nueva: la de aplicar y realizar los preceptos filosóficos, y determinar, al mismo tiempo, las condiciones y resultados de esa realización.
De este modo la Filosofía va derivando de la Física y la
Matemática, y, por el camino de la Historia, llega a los dominios de la Moral y la Política. Como en el Arte, van abandor:ándose los orígenes y abstractos esquemas tradicionales, y el
hombre--el ser más excelso de la Naturaleza-pasa a ser, con
sus limitaciones características, tema central de la Filosofía.
Con ese creciente interés por el hombre se conj uga el convencimiento de que la razón por sí sola es impotente para
XIX
PREFACIO
guiarlo: la historia revela la magnitud de la desobediencia
humana, y sus enseñanzas procuran un saludable entrenamiento de prudencia. En esa técnica--dice Bacon-irán templándose los hombres para un mejor entendimiento y observancia
de los preceptos filosóficos.
Como en otros muchos aspectos del saber renaciente la
Historia gana un puesto de importancia junto a la Filosofía.
Sus enseñanzas .fáciles y copiosas llegan a todos los tiempos y
personas, con lo cual queda evidenciada la superioridad de esa
rama de conocimientos incluso sobre la filosofía tradicional,
que supo formular preceptos útiles a una minoría selecta pero
no acertó con el método para hacer llegar su vigencia a la
"ignorante mayoría".
En ese intento de Hobbes corresponde a las pasiones un
amplio lugar, pero no en el sentido baconiano de ser asestadas
unas contra otras, sino en el de buscar con todo empeño su
armonía creadora.
Adviértase, sin embargo, que la historia misma ha de usarse con parsimonia. Maine ha dicho que en los inicios de la historia, el estado de lucha natural existe de tribu a tribu, y no
de hombre a hombre. Pero Hobbes se interesa sólo relativamente por el origen histórico inmediato del Estado, ya que
de esa investigación no resulta dilucidada la cuestión cardinal de cuál sea el orden justo de la socied;:td. Sólo llega a
formular al efecto una tesis defectiva: que a falta de ese orden
sobreviene la guerra de todos contra todos.
Por esa razón consideraba Hobbes más esencial e incomparablemente más importante que el conocimiento histórico,
por perfecto que sea, la fundamentación filosófica de los principios de todo juicio relativo a temas políticos. La tesis del llamado "estado de naturaleza" no es tanto un hecho histórico
como una construcción necesarIa, es decir, una historia no ya
xx
PREFACIO
)(:al sino típica, un esquema que no preexiste sino que se produce y prueba a sí mismo.
El Estado y la necesidad del Estado surgen del "estado
natural", de la misma manera que, más tarde, Hegel hace
brotar de la conciencia natural el conocimiento absoluto. Los
dos filósofos coinciden en investigar lo imperfecto no a base
de un módulo más valioso, sino apoyándose en la imperfección misma, porque ésta, como valor dinámico, se comprueba
y anula por sí sola. Para Hobbes el hombre que se obstina en
pl:rmanecer en estado de naturaleza contradice su propia esencia. Las pasiones, según Hegel, modélanse a sí mismas y a sus
propósitos de acuerdo con su estructura, y construyen el edificio de la sociedad humana donde la ley y el orden establecidos tienen poder contra las mismas pasiones.
En una constante actividad depuradora de su propia teolía, Hobbes declara superflua la historia real cuando la misma
li !osofía política se ha convertido en \lna historia típica, desde
('! momento en que el orden no es inmutable desde el principio, sino perfecto solamente al final del proceso. La filosofía
Il(dítica---dice Leo Strauss-se ha convertido aSÍ, en manos de
Ilobbes, en una ciencia a priori: "Su función ya no es, como
('11 la Antigüedad clásica, recordar a la vida política el proto1 íp() derno e inmutable del Estado perfecto, sino la moderna
\' 11l:culiar tarea de delinear por primera vez el programa del
I'.'.tado esencial, futuro y concreto". La historia recede en fa,'(JI de la filosofía; el pasado, en favor del porvenir.
Pero la historia mantiene su fuerte significación: veamos
(llllO el pensamiento de Hobbes va ascendiendo a una cons11 ¡Ireión cada vez más pura, sin apoyarse en cada paso más
(lile lo estrictamente necesario para seguir su avance.
I
Si es verdad que el orden humano no descansa en otro or(len suprahumano, sino que su origen se halla en la voluntad
XXI
I'REFACIO
del hombre, no es posible lograr, tampoco. -'1"):111 idad filOSÓ-·
hca o teológica para semejante ordenamienl". y "tl~l vez. necesitamos la historia para percatarnos de b J',,,,ibilidad del
progreso futuro apoyándonos en la evidenci:l tld I'rogreso ya
conseguido en el pasado. Sin orden sllprahlllU:on.., sin lugar
fijo en el Universo el hombre ha de procurar.«: un sitio para
sí propio, creando y extendiendo a su arbitrio los límites de su
poder, abatiendo o superando los obstáculos actualcs: y en esa
labor es la historia su mej or maestra.
Quienes gustan de haUar paralelos de siglo a siglo, verán
en Hobbes en cierto modo un precursor de la idea matriz. del
~al ismo. Nuestro fi!ósofo--dice StratlSS--«lnsidera al hombre CQmo el proletario de la creación: el hombre vieae a
estar, frente al Univerro, en la situación del proletario de
Mane con respecto al mundo burgués: con su rebelión contra
la Naturaleza nada tiene que perder sino sus cadenas, y en
cambio tiene mucho que ganar.
Como ningún otro pensador clásico, asoc!a Tucídides la
historiografía y la política: no impone preceptos sino que ayuda a buscarlos, usando de un gracioso estilo narrativo. Su
preocupación máxima consiste en establecer los motivos de la
acción, y entre ellos los más poderosos son las pasiones. Nada
más difícil y oscuro que hallar en cada caso los móviles de
ellas.
Necesario resulta el conocimiento de las pasiones para fall:::r la cuestión del verdadero orden en la vida social, y muy
particularmente de la mejor forma de Estado. La tradición
teológica se inclinaba con vehemencia hacia la monarquía, y
cuando en el prólogo a Tucídides aporta H obbes una adhesión a la tcsis monarqui:zante, lo hace basándose en el poder
de las pasiones. Aparecen éstas desatadas en cualquier otra
XXII
I'REFACfO
del hombre, no es posible lograr, tampoco, -'1"):11' idad filOSÓ-·
hca o teológica para semejante ordenamieJlI". y "(1":1 vez. necesitamos la historia para percatarnos de b I'""ibilidad del
progreso futuro apoyándonos en la evidencj;l tld progreso ya
conseguido en el pasado. Sin orden suprahum;",... sin lugar
fijo en el Universo el hombre ha de procurar.«: un sitio para
sí propio, creando y extendiendo a su arbitrio Jos límites de su
poder, abatiendo o superando los obstáculos actuales: y en esa
labor es la historia su mej or maestra.
Quienes gustan de hallar paralelos de siglo a siglo, verán
en Hobbes en cierto modo un precursor de la idea matriz. del
~al ismo. Nuestro fi!ósofo--dice StratlSS--«lnsidera al hombre como el proletario de la creación: el hombre vieae a
estar, frente al Univerro, en la situación del proletario de
Mane con respecto al mundo burgués: con su rebelión contra
la Naturaleza nada tiene que perder sino sus cadenas, y en
cambio tiene mucho que ganar.
Como ningún otro pensador clásico, asocIa Tucíclides la
historiografía y la política: no impone preceptos sino que ayuda a buscarlos, usando de un gracioso estilo narrativo. Su
preocupación máxima consiste en establecer los motivos de la
acción, y entre ellos los más poderosos son las pasiones. Nada
más difícil y oscuro que hallar en cada caso los móviles de
ellas.
Necesario resulta el conocimiento de las pasiones para fall:!r la cuestión del verdadero orden en la vida social, y muy
particularmente de la mejor forma de Estado. La tr:ldición
teológica se inclinaba con vehemencia hacia la monarquía, y
cuando en el prólogo a Tucídides aporta Hobbes una adhesión a la tesis monarqui:zante, lo hace basándose en el poder
de las pasiones. Aparecen éstas desatadas en cualquier otra
XXII
PREFACIO
tuye al honor, y la justicia y la caridad se resuelvell en el temor de la muerte violenta.
El método de las Ciencias exactas, aplicado a la filosofía
política, significaba que iba a descartarse de modo definitivo
el valor, hasta entonces esencialísimo, de la opinión: en lo
sucesivo la filosofía política vendría a asignar fines obligatorios e indiscutibles a la voluntad y a la acción: las pasiones
dejarían de ser motor irrefrenable, para convertirse en meros
auxiliares. Así pues nacía con Hobbes una fría Ciencia política, necesitada de expresar su contenido sin qmtradicción posible: y es en este aspecto en el que renace el aristotelismo, que
subraya el valor de la retórica, de la palabra precisa, frente a
los hechos equívocos.
Hobbes avanza del Estado existente a sus razones, y de
ahí a la forma ideal futura del verdadero Estado. El equilibrio inestable del Estado presente se modifica, teóricamente,
en el equilibrio estable del Estado justo. El derecho de naturaleza es formulado por Hobbes como conjunto de las justas reclamaciones del individuo, como base de la filosofía política, prescindiendo del soporte inconsistente de la ley, natural o eclesiástica.
La soberanía considerada por Hobbes no es obra de razón
sino de voluntad: el soberano no es la mente sino el espíritu
del Estado, tesis que ya se aproxima mucho a la de Rousseau, según la cual el origen y asiento de la soberanía es la
voluntad general. La ley, lábil y cambiante, se ajusta a los
movimientos efectivos de la opinión general.
Todavía a los ochenta y siete años deleitábase Hobbes
traduciendo Homero al inglés: su vida iba a cerrar aquel
magno curso con los mismos acordes humanistas que sonaron en los comienzos de su existencia. Agil aún de cuerpo y
XXIV
PREFACIO
de espíritu, deportista y recitador, Hobbes sigue en sus úlaños con particular atención e interés la figura de
Luis XIV.
En 4 de septiembre de 1679 se apagaba la existencia de
este genial pensador, frondoso y solemne como un roble centenario. Cuatro años más tarde los geniecillos Universitarios
de Oxford daban la justa medida de su mezquindad ordenando la quema pública de los libros de nuestro filósofo.
t~mos
La concepción hobbesiana del Estado de naturaleza se
aparta netamente del sentido paradisíaco que a ese estado
primordial asigna el pensamiento teológico. Hobbes separa
con claridad dos etapas: una situación de barbarie y de guerra de todos contra todos, un mundo sin germen de derecho,
y, por otra parte, un Estado creado y sostenido por el' derecho, un Estado con poder bastante para iniciar y reformar su
estructura.
Leyendo a Hobbes nadie podría afirmar, sin embargo,
como hace Gierke, que su teoría niega cualquier vínculo jurídico que no emane del poder estatal. La ley fundamental
dé naturaleza, señalada por Hobbes, implica en primer término la obligación de procurar la paz, pero seguidamente se
añade que la propia renuncia al derecho que tenemos a todas las cosas, sólo es obligada cuando los demás están dispuestos a esa misma renuncia. Es, pues, en germen, la misma limitación general de la libertad que sirve de base, más tarde, a la formulación kantiana. Se ,asegura, aSÍ, una voluntad
colectiva a la que sirve una sagaz teoría de la representación
jurídica: pero no se niega la posibilidad de otras potencias de
esa voluntad colectiva. La débil posición del "derecho" de gentes se explica por esa situación de guerra eterna en que aun
se hallan sus titulares. El Estado no hace en esencia otra cosa
que negar el estado de naturaleza, y los dominios personales
xxv
PREFACIO
directos a él inherentes: construye un mandato y una representación, obra en nombre y con el poder de todos.
Quien conozca la calurosa defensa que de la auténtica
burguesía económica hace Hobbes en su B ehemoth, así como
'el hondo sentido moral que penetra en sus concepciones del
Estado justo, encontrará poco fundada la tendencia a presentar a Hobbes como el origen de las teorías políticas totalitarIas. 6 "Un Estado--dice Hobbes7-puede forzarnos a obedecer, pero no a que nos convenzamos de un error, .. La opresión de las opiniones no produce otro efecto que el de unir
y amargar, esto es, aumentar la maldad y el poder de quienes
en seguida las creyeron".
Hobbes sostiene la idea de defender con todos los medios,
incluso la violenci~ y el engaño, los derechos del hombre abandonado a sí mismo--cuando el Estado no existe o ha dejado
de existir temporalmente-pero nadie tan celoso como. él en
procurar que cese tal situadón de salvajismo. Su posición no
es la de un "totalitario": más bien me atrevería a decir que
hay en su postura moral muchos rasgos de "refugiado".
El "refugiado" Hobbes siente la nostalgia de su patria
y no se resigna a quemar las naves del regreso. Para él ningún crimen tan grande existe como la guerra civil, y de ahí
su enemiga al clero que--según sus propias palabras--siempre está complicado, en las luchas fratricidas de Inglaterra. Se
siente cada vez más sólo, más hoscamente atacado. U no de
los partidos clericales le obligó a huir de Inglaterra (los presbiterianos); otro (los clericales), a escapar de Francia.
6 Cf. Hobbes y el Estado totalitario, por el Dr. ANTONIO C4.SO. "Excelsior". México, 8 de diciembre 1939; VILATOUX, La cité de Hobbes.
Théorie de l'Étot totolítaire. Euai sur la conception naturaliste de lacwilísatiO?I. Ed. Gavalda, París, 1935; R. CAPITANT, Hobbes et l'État totalitaire. Rev. de Phi!. d. Droit, 1936, vols. I y 11, pp. 46-75; BEAUCHESNE,
La pensée et l'ínfluence de Th. Hobbes. Arch. de Phil. d. Droit. vol. XI,
193 6 .
7
Behemoth, p. 62 de la edición de TONNIES.
XXVI
PREFACIO
Como buen "refugiado" dispone para sí mismo del tiempo
cnterb: por añadidura vive en el ámbito hipercrítico de los
Ii'reles savants. Quiere la paz a toda costa-¿quién vería en
\.'110 una afirmación totalitaria?-; siente una ferviente pasión
por el orden, y cualquier manifestación de fuerza que sea neccsaria para mantenerlo, le parece justa. Con una insuperahle vehemencia rechaza todo atentado a la armonía y a la paz
lograda, y ello le conduce a subrayar con ejemplos históricos
abundantes la-insensatez de la democracia derivando hacia la
;marquía. Pero ninguna traba reconoce a su libre juicio, y cuanlb el soberano fracasa en el mantenimiento de su poder intangible, él, como súbdito, se considera liberado de su obligación
dc obedecer.
Hobbes--dice Strauss-es uno de esos singularísimos
pensadores ingleses (tan peculiar en filosofía como Shelley
l'l1 el arte poético) que desafían cualquier tentativa de inter!ll-ctación en términos de características nacionales, o en los de
lualquier escuela o moda del pensamiento. Aparte de su alcance en la evolución científica, la importancia de tales hom¡¡res radica en que hablan un lenguaje universal, sin medida
(le tiempo ni de espacio.
MANUEL SÁNCHEZ SARTO
XXVII
DEDICATORIA
A mi muy honorable amigo Mr. Francis
GodolphiTIJ de GodolphiTIJ
Honorable señor:
Su muy respetado hermano Mr. Sidney Godolphin solía
complacerse, mie1#ras vivió, dedicando alguna atención a mis
estudios, y obligándome, además, de ott"os modos, como sabeis, con manifiestos testimonios de su buena opinión, grandes
en sí mismos, pero más aún por la dignidad de su persona.
No existe ninguna virtud que disponga a un hombre ya sea
al servicio de Dios o al de su país, al de la sociedad civil o al
de la amistad privada, que no apareciera con evidencia él1 su
conversación, no ya como adquirida por la necesidad o- arbitrada por la ocasión, sino de manera inherente y ostensible
en una generosa constitución de su naturaleza. Por tal causa, en
honor y gratitud a él, y con devoción a vos mismo, os dedico
humildemente este discurso mío sobre la república. Ignoro
cómo lo acogerá el mundo, ni qué reflejo tendrá en quienes
parecen distinguirlo con su favor. En un camino amenazado
por quienes de una parte luchan por un exceso de libertad,
y de otra por un exceso de autoridad, resulta difícil pasar
indemne entre los dos bandos. Creo, sin embargo, que el
e¡npeño de aumentar el poder civil, no puede ser condenado
por éste; ni los particulares, al censurarlo, declaran con ello
que consideran excesivo ese poder. Por otra parte., yo no aludo
a los hombres, sino (en abstracto) a la sede del poder, como
aquellas sencillas e imparciales _criatúras del Capitolio roma-110, que con su ruido defendían a quienes p-staban en él, no
por ser ellos, sino por estar allí: pienso, pues, que no ofenderé a nadie sino a los que están fuera o a los que, estando
{!entro, los favorecen. Laque, acaso, les desagrade más, serán
(iertos textos de-las Sagradas Escrituras, aducidos por mí con
propósito distinto del que, por lo común, otros persiguen. Sj
procedí de este modo, lo hice con el debido respeto, y (en
DEDICATORIA
cuanto a la materia se refiere) por necesidad: esos textos son
como los bastiones desde los cuales impugnan los enemigos al
poder civil. Si, a pesar de ello, veis censurado mi trabajo por
los demás, os complacerá advertir., como excusa, que soy un
hombre que ama sus propias opiniones y cree' en la, veracidad
de cuanto afirma; que venerab.:J. a' vuestro hermano y os venero
a vos, y que ello me ha movido a presumir que, sin consultaros, merezco e,l titulo de ser, como soy,
SEÑOR,
CJuestro más humilde y más obediel1te servidor,
THO. HOBBES
París, Abril
-g- Z6SI
2
INTRODUCCION
INTRODUCCION
La Naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna
el· mundo) está imitada de tal modo, como en otras muchas
cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal
artificial. Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya
iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos ¿por
qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que
se ¡;nueven a sí mismos por medio de resortes y ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en
realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qu~ son,
sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que
dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo
propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional,
que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto:
gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre
artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural
para cuya protección y defensa fue instituído; y en el cual
la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al
cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y del poder ejecu!ivo, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los 'cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar
su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo
natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros
particulares constituyen su potencia; la salus populi (la sal<¡:ación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria;
la equidad y las leyes, una razón y Uha voluntad artificiales; la
concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte. Por último, los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen
entre sí, aseméjanse a aquel fiat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación. [2]
3
lNTRODUCCION
Al describir la naturaleza de este hombre artificial me
propongo considerar:
1Q
La materia de que consta y el artífice; ambas cosas son el hombre.
Q
Cómo y por qué pactos se instituye, cuáles son los derechos y el
poder justo o la autoridad justa de un soberano; y qué es lo que
lo mantiene o lo aniquila.
2
3Q
Qué es un gobierno' cristiano.
Por último qué es el reino de ¡Di tinieblas.
Por lo que respecta al primero existe un dicho acreditado
según el cual la sabiduría se adquiere no ya leyendo eil los
libros sino en los hombres. Como consecuencia aquellas personas que por lo común no pueden dar otra prueba de ser
sabios, se complacen mucho en mostrar lo que piensan que
han leído en los hombres, mediante despiadadas censuras hechas de los demás, a espaldas suyas. Pero existe otro dicho
mucho más antiguo, en virtud del cual los hombres pu~den
aprender a leerse fielmente uno al otro si se toman la pena
de hacerlo; es el nosce te ipsum, léete a ti mismo: lo cual ÍlO
se entendía antes en el sentido, ahora usual, de poner coto
a la bárbara conducta que los titulares del poder observan con
respecto a sus inferiores; o de inducir hombres de baja estofa
a una conducta insolente hacia quienes son mejores que ellos ..,
Antes bien, nos enseña que por la semejanza de los pensamientos y de las pasiones de un hombre con los pensamientos
y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo
que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc., y,'por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles
son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en
ocasiones parecidas. Me refiero a la similitud de aquellas p~
siones que son las mismas en todos los hombres: deseo, temor,
esperanza, etc.; no a la semejanza entre los objetos de las
pasiones, que son las cosas deseadas, temidas, esperadas, etc.
Respecto de éstas la constitución individual y la educación
particular varían de tal modo y son tan fáciles de sustraer a
nuestro conocimiento que los caracteres del corazón humano,
borrosos y encubiertos, como están, por el disimulo, la falacia,
la ficción y las erróneas doctrinas, resultan únicamente legibles'
para quien investiga los corazones. Y aunque, a veces, por las
acciones de los hombres descubrimos sus designios, dejar de
e
4
lNTRODUCCION
compararlos con nuestros propios anhelos y de advertir todas
las circunstancias _que pueden alterarlos, equivale a descifrar
sin clave y exponerse al error, por exceso de confianza o de
desconfianza, según que el individuo que lee sea un hombre
bueno o malo.
Aunque un hombre pueda leer a otro por sus acciones,
de un modo perfecto, sólo puede hacer lo con sus circunstantes, que son muy pocos. Quien ha de gobernar una nación
entera debe leer, en sí, mismo, no a este o aquel hombre, sino
a la humanidad; cosa que resulta más difícil que aprender
cualquier idioma o ciencia; cuando yo haya expuesto ordenadamente el resultado de mi propia lectura, los demás no tendrán otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan
a análogas conclusiones. Porque este género de doctrina no
admite otra demostración.
5
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I
DEL HOMBRE
CAPITULO I
De las Sensaciones
Por lo que respecta a los pensamientos del hombre quiero
considerarlos en primer término singularmente, y luego en su
conjunto, es decir, en su dependencia mutua.
Singularmente cada uno de ellos es una representación o
apariencia de cierta cualidad o de otro accidente de un cuerpo
exterior a nosotros, de lo que comúnmente llamamos objeto.
Dicho objeto actúa sobre los ojos, oídos y otras partes del
cuerpo humano, y por su .diversidad de actuación produce diversidad de apariencias.
El origen de todo ello es lo que llamamos sensacirín (en
efecto: no existe ninguna concepción en el intelecto humano
que antes no haya sido recibida, totalmente o en parte, por
los órganos de los sentidos). Todo lo demás deriva de este
elemento primordial.
Para el objeto que ahora nos proponemos no es muy necesario conocer la causa natural de las sensaciones; ya en otra
parte he escrito largamente acerca del particular. No obstante,
para llenar en su totalidad las exigencias del método que ahora me ocupa, quiero examinar brevemente, en este lugar, dicha materia.
La causa de la sensación es el cuerpo externo u objeto que
actúa: sobre el órgano propio de cada sensación, ya sea de modo
inmediato, como en el gusto o en el tacto, o mediata mente
como en la vista, el oído y el olfato: dicha acción, por medio
de los nervios y otras fibras y membranas del cuerpo, se
adentra por éste hasta el cerebro y el corazón, y causa alH
una resistencia, reacción o esfuerzo del corazón, para libertarse: esfuerzo que dirigido hacia el exú:rior, parece ser algo
6
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
l
externo. Esta apariencia o fantasía es lo que los hombres lIa
ruan sensación, y consiste para el ojo en una luz. o color figurada; para el oído en un sonido; para la pituitaria en un olor;
para la lengua o el paladar en un sabor; para el resto del cuerpo en calor, frío, durez.a, suavidad y otras diversas cualidades
que por medio de la sensación discernimos. Todas estas cualidades se denominan sensibles y no son, en el objeto que las
causa, sino distintos movimientos en la materia, mediante
los cuales actúa ésta diversamente sobre nuestros órganos. En
nosotros, cuando somos influídos por ese efecto, no hay tamroca otra cosa sino movimientos (porqu~ el movimiento no
produce otra cosa que movimiento). Ahora bien': su apariencia
con respecto a nosotros constituye la fantasía, tanto en estado'
de vigilia como de sueño; y así como cuando oprimimos el
oído se produce un rumor, así también los cuerpos que vemos
u oímos producen el mismo efecto con su acción tenaz, aunque
imperceptible. En efecto, si tales colores o sonidos estuvieran en los cuerpos u objetos que los causan, no podrían
ser [4] separados de ellos como lo son por los espejos, y en
los ecos mediante la reflexión. De donde resulta evidente que
la cosa vista se encuentra en una parte, y la apariencia en otra.
y aunque a cierta distancia lo real, el objeto. visto parece revestido por la fantasía que en nosotros produce, lo cierto es
que una cosa es el objeto y otra la imagen o fantasía. Así que
las sensaciones, en todos los casos, no son otra cosa que fantasía original, causada, como ya he dicho, por la presión, es
decir, por los movimientos de las cosas externas sobre nuestros ojos, oídos y otros órganos.
Ahora bien, las escuelas filosóficas en todas las U niver~:dades de la cristiandad, fundándose sobre ciertos textos de
.i ristóteles, enseñan otra doctrina, y dicen, por lo que respecta
a la ~dsión, que la cosa vista emite de sí, por todas partes, una
especie visible, aparición o aspecto, o cosa vista; la recepción
de ello por el ojo constituye la visión. Y por lo que respecta
1 la audición, dicen que la cosa oída emite de sí una especie
audible, aspecto o cosa audible, que al penetrar en el oído en-gendra la audición. Incluso por lo que respecta a la causa de
la comprensión, dicen que la cosa comprendida emana de sí
una especie inteligible, es decir un inteligible que al llegar a
7
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 1
la comprensión nos hace comprender. No digo esto con propósito de censurar lo que es costumbre en las Universidades,
sino porque como posteriormente he de referirme a su misión
en el Estado, me interesa haceros ver en todas ocasiones qué
cosas deben ser enmendadas al respecto. Entre ellas está la
frecuencia con que Usan elocuCiones desprovistas de significación.
8
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
2
CAPITULO II
D e la 1maginación
Que cuando una cosa permanece en reposo seguirá manteniéndose así a menos que algo la perturbe, es una verdad de
la que nadie duda; pero que cuando una cosa está en movimiento continuará moviéndose eternamente, a menos que algo
la detenga, constituye una afirmación no tan fácil de entender,
aunque la razón sea idéntica (a saber: que nada puede cambiar
por sí mismo). En efecto: los hombres no miden solamente
a los demás hombres, sino a todas las otras cosas, por sí
mismos: y como ellos mismos se encuentran sujetos, 'después
del movimiento, a la pena y al cansancio, piensan que toda
cosa tiende a cesar de moverse y procura reposar por decisión
propia; tienen poco en cuenta el hecho de si no existe otro
movimiento en el cual consista este deseo de descanso que
advierten en sí mismos. En esto se apoya la afirmación escolástica de que los cuerpos pesados caen movidos por una apetencia de descanso, y se mantienen por naturaleza en el lugar
que es más adecuado para ellos: de este modo se adscribe absurdamente a las cosas inanimadas apetencia y conocimiento
de lo que es bueno para su conservación (lo cual es más de lo
que el hombre tiene).
Cuando un cuerpo se pone una vez en movimiento, se
mueve eternamente (a menos que algo se lo impida); y el
obstáculo que encuentra no puede detener ese movimiento
en un instante, sino con el transcurso del tiempo, y por grados.
y del mismo modo que vemos en el agua cómo, cuando el
viento cesa, las olas continúan batiendo durante un [5] espacio
de tiempo, así ocurre también con el movimiento que tiene
lugar en las partes internas del hombre, cuando ve, sueña, etc.
En efecto: aun después que el objeto ha sido apartado de nosotros, si cerramos los ojos seguiremos reteniendo una imagen
de la Cosa vista, aunque menos precisa que cuando la veíamos.
9
PARTE 1
DEL
HOMBRF:
CAP. 2
Tal es lo que los latinos llamaban imaginación, de la imagen
que en la visión fue creada: y esto mismo se aplica, aunque
impropiamente, a todos los demás sentidos. Los griegos, en
cambio, la llamahan fantasía, que quiere decir apariencia, y
es tan peculiar de un sentido como de los demás. Por consiguiente, la IMAGINACiÓN no es otra cosa sino una sensación
que se debilita j sellsaciClIJ que se encuentra en los hombres
y en muchas otras criaturas viva" tanto durante el sueiio comü
en estado de vigilia.
La debilitación de las sensaciones en el hombre que se
halla en estado de vigilia no es la debilitación del movimiento
que tiene lugar en las sensaciones: más bien es una obnnbilacióil de ese movimiento, algo análogo a como la luz del
sol obscurece la de las estrellas. En efecto: las estrellas no
ejercen menos en el día que por la noche la virtud que las hace
visibles. Pero así como entre las diferentes solicitaciones que
nuestros o jos, nuestros oídos y otros órganos reciben de los
cuerpos externos, sólo la predominante es sensible, así también,
siendo predominante la luz del sol, no impresiona nue,tros
sentido, la acción de [as estrellas. Cuando se aparta de nuestra vista cualquier objeto, la impresión que hizo en nosotros
permanece: ahora bien, como otros objetos más presentes vienen a impresionarnos, a su vez, la imaginación del pasado se
obscurece y debilita; así ocurre con la voz del hombre entre
los rumores cotidianos. De ello se sigue que cuanto más largo
es el tiempo transcurrido desde la visión o sensación de un
objeto, tanto má> débil es la imaginación. El cambio continuo
que se opera en el cuerpo del hombre destruye, con el tiempo,
las partes que se movieron en la sensación; a su vez la distancia en el tiempo o en el espacio producen en nosotros el
mismo efecto. Y del mismo modo que a gran distancia de un
lugar el objeto a que mirais os aparece minúsculo y no hay·
posibilidad de distinguir sus detallc5; y así como, de lejos,
las voces resultan débiles e inarticuladas, así, también, después
de un gran lapso de tiempo, nuestra imagen del pasado se
debilita, y, por ejemplo, perdemos de las ciudades qlle hemos
visto, el recuerdo de muchas calles; y de las acciones, muchas particulares circunstancias. Esta s¿l!sación decadente, si
queremos expresar la misma cosa (me refiero a la fantasía)
10
I'ARTE [
DEL
HOMBRE
ClIP.
2
la llamamos imaginac1On, como ya dije antes: pero cuando
queremos expresar ese decaimiento y significar que la sensación se atenúa, envejece y pasa, la llamamos memoria. Así
imaginación y memoria son una misma cosa que para diversas
consideraciones posee, también, nombres diversos.
Una memoria copiosa o la memoria de muchas cosas se
denomina experienci<l. La imaginación se refiere solamente a
aquellas cosas que antes han sido percibidas por los sentidos,
bien sea de una vez o por partes, en tiempos diversos; la
primera (que consiste en la imaginación del objeto entero tal
como fue presentado a los sentidos) es si-mple imaginación;
así ocurre cuando alguien imagina un hombre o un caballo
que vio anteriormente. La otra es compuesta, como cuando
<;le la visión de un hombre en cierta ocasión, y de un caballo
en otra, componemos en nuestra mente la imagen de un centauro. Así, también, cuando un hombre combina la imagen
de su propia persona con la imagen de las acciones de otro
hombre; por ejemplo, cuando un hombre se imagina a sí
mismo ser un Hércules o un JI lejandro (cosa que ocurre con
frecuencia a quienes leen novelas en abundancia), se trata de
una imaginación compuesta, pero propiamente de una ficción
[6] mental. Existen también otras imágenes que se producen
en los hombres (aunque eí\ estado de vigilia) a causa de una
gran impresión recibida por los sentidos. Por ejemplo, cuando
se mira fijamente al sol, la impresión deja ante nuestros ojos,
durante largo tiempo, una imagen de dicho astro; cuando
se mira con fijeza y de un modo prolongado figuras geométricas, el hombre en la obscuridad (aunque esté despierto)
ticnt: luego imágenes de líneas y ángulos ante sus ojos: este
género de fantasía no tiene nombre particular, por ser algo
que comúnmente no cae bajo el discurso humano.
Las imaginaciones de los que duermen constituyen lo que
llamamos ensueños. También éstas; como todas las demás imaginaciones, han sido percibidas antes, totalmente o en partes,
por los sentidos. Y como el cerebro y los nervios, necesarios a
la sensación, quedan tan aletargados en el sueño que difícilmente se mueven por la acción de los objetos externos, durante
d sueño no puede producirse otra imaginación ni, en consecuencia, otro ensueño sino el que procede de la agitación de
II
PARTR 1
DEL
HOMBRE
CAP. 2
bs partes internas del cuerpo humano. Dada la conexlOn que
tienen con el cerebro y otros órganos, cuando estos elementos
iiIternos se perturban, ponen a dichos órganos en movimiento:
sólo que hallándose entonces algo aletargados los órganos de
la sensación, y no existiendo un nuevo objeto que pueda domirarla u obscurecerla con una impresión más vigorosa, el ensueño tiene que ser más claro en el silencio de las sensaciones
que lo son nuestros pensamientos en estado de vigilia.
y aun suele ocurrir que resulte difícil, y en ciertos casos
imposible, distinguir exactamente entre sensación y ensueño.
Por mi parte, cuando considero que en los sueños no pienso
c::m frecuencia ni constantemente en las mismas personas, lugares, objetos y acciones que cuando estoy despierto; ni recuerdo durante largo rato una serie de pensamientos coherentes con los ensueños de otros tiempos; y como, además,
cuando estoy despierto observo frecuentemente lo absurdo de
los sueños, pero nunca sueño con lo absurdo de mis pensamientos en estado de vigilia, me satisface advertir que estando despierto yo sé que no sueño: mientras que cuando duermo, me
pienso estar despierto.
Si advertimos que los ensueños son causados por la destemplanza de algunas partes internas del cuerpo, tendremos
que esas diversas destemplanzas causarán, necesariamente,
ensueños diferentes. Así acontece que cuando se tiene frío estando echado se sueña con cosas de terror, y surge la idea e
imagen de algún objeto temible (siendo recíproco el movimiento del cerebro a las partes internas, y de las partes internas al cerebro); del mismo modo que la cólera causa calor
en algunas partes del cuerpo cuando estamos despiertos, así,
cuando dormimos, el exceso de calor de las mismas partes causa
cólera, y engendra en el cerebro la imagen de un enemigo. De
la misma manera la pasión natural, cuando estamos despiertos,
engendra deseo; y el deseo produce calor en otras ciertas
partes del cuerpo; así también al exceso de ardor en estas partes, cuando estamos durmiendo, sucede en el cerebro la
imagen de algún anhelo antes sentido. En suma, nuestros ensueños son el reverso de nuestras imágenes en estado de vigilia.
Sólo· que cuando estamos despiertos el moyimiento se inicia en
un extremo, y cuandQ dormimos, en otro.
12
¡'ARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 2
La mayor dificultad en discrimmar los ensueños de un
hombre y sus pensamientos en estado de vigilia [7] se advierte cuando por accidente dejamos de observar que estamos
durmiendo, cosa que fácilmente ocurre al hombre que está
lleno de terribles pensamientos, y cuya conciencia se halla perturbada, hasta el punto de que duerme aún en circunstancias
extrañas, por ejemplo al acostarse o al desnudarse, lo mismo
que otros dormitan en el sillón. En efecto: quien está apenado
y se afana, en vano, por dormir, si una fantasía extraña o
exorbitante se le aparece, fácilmente propenderá a pensar en
un ensueño. Cuentan de Marco Bruto (un personaje a quien
dio vida Julio César, y le hizo su favorito, no obstante lo
cual fue asesinado por él) que en Philippi, la noche de la vÍspera de la batalla contra César Augusto, vio una aparición
espantable que los historiadores presentan, por lo común, como una visión; ahora bien, teniendo en cuenta las circunstancias, fácilmente podemos inferir que no se trataba sino de
UIl ensueño fugaz. Hallándose sentado en su tienda, pensativo
y conturbado por el acto cometido, no fue difícil para él,
:Iterido de frío como estaba, soñar acerca de lo que más le
afligía: ese mismo temor le hizo despertar gradualmente, con
lo cual la aparición fue desvaneciéndose poco a poco. Y como
no tenía seguridad de estar durmiendo, no había motivo para
pensar que todo ello fuera un ensueño ni cosa distinta de una
Visión, Esta eventualidad no es muy rara, pues incluso los
(jllC están perfectamente despiertos, cuando tienen miedo y son
supersticiosos, y se hallan poseídos por terribles ideas, al estar
~;()los en la obscuridad se ven sujetos a tales fantasías, y creen
ver espíritus y fantasmas de hombres muertos paseando por los
cementerios. En todo ello no hay otra cosa que su fantasía o
hien el fraude de ciertas personas que, abusando del te~or
ajeno, pasan disfrazadas, durante la noche, por lugares que
desean frecuentar sin ser conocidas.
De esta ignorancia para distinguir los ensueños, y otras
fantasías, de la visión y de las sensaciones,surgieron en su
mayor parte las creencias religiosas de los gentiles, en los tiemI~os. pasados, cuando se adoraba a sátiros, faunos, ninfas y otras
ficciones por el estilo: tal es, también, ahora, el origen del
roncepto que la gente vulgar tiene de hadas, fantasmas y duen-
13
PARTE.' ,
DEL
HOMBRE
CAP. 2
des, así como del poder de las brujas. En cuanto a estas
últimas no creo que su brujería encierre ningún poder efectivo; pero justamente se las castiga por la falsa creencia que
tienen de ser causa de maleficio, y, además, por su propósito
de hacerlo si pudieran; sus actividades se hallan más cerca de
una nueva religión que de un arte o ciencia. En cuanto a
las hadas y fantasmas deambulan tes, el concepto que sobre
ellos se tiene se inició seguramente, o por lo menos no ha sido
contradicho, para acreditar el uso de exorcismos, cruces, agu;¡.
bendita y otras parecidas invenciones de personas supersticiosas. A pesar de ello no hay duda de que Dios puede hacer
apariciones fuera de lo natural: pero que las haga tan frecuentemente que los hombres hayan de temer tales cosas más
que temen la continuidad o el cambio en e1,mrso de la Naturaleza (que· también puede permanecer o cambiar), no es artículo de fe cristiana. Ahora bien, los hombres malvados, bajo
el pretexto de que Dios puede hacerlo todo, son tan osados
que dicen todo aquello que sirve a sus propósitos, aunque sepan que es falso. Es cosa inherente a la condición de un hombre
sabio no creer en ello sino cuando la buena razón haga dignas
de crédito las cosas afirmadas. Si esta superstición, este temor
3 los espíritus fuese eliminado, y con ello los pronósticos a
base de ensueños y otras cosas concomitantes -mediante las
cuales [8] algunas personas ambiciosas de poder abusan de
las gentes sencillas- los hombres estarían más aptos que lo
están para la obediencia cívica.
Tal debería ser la misión de las escuelas, pero más bien
tienden a alimentar semejantes doctrinas. Porque (no sabiendo lo que son la imaginación y las sensaciones) enseñan aquello que por tradición conocen. Así afirman algunos que las
imaginaciones surgen en nosotros mismos y no tienen causa.
Otros aseguran que más comúnmente se producen por obra
de la voluntad; que los pensamientos buenos son inspirados
en el hombre por Dios, y los pensamientos malvados por el
demonio: o que los pensamientos buenos resultan imbuídos
(infusos) en el hombre por Dios, y los malignos por el demonio. Algunos dicen que . los sentidos reciben las especies de
las cosas y las entregan al sentido común: que el sentido común las transmite a la fantasía, y ésta a la memoria, y la
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 2
memoria al juicio; lo cual parece pura tradición de cosas, con
muchas palabras que no ayudan a la comprensión.
La imaginación que se produce en el hombre (o en cualquiera otra criatura dotada con la facultad de imaginar), por
medio de palabras u otros signos voluntarios es lo que generalmente llamamos entendimiento, que es común a los hombres y a los animales. Por el hábito, un perro llegará a entender
la llamada o la reprimenda de su dueño, y lo mismo ocurrirá
con otras bestias. El entendimiento que es peculiar al hombre,
110 es solamente comprensión de su voluntad, sino de sus concepciones y pensamientos, por la sucesión y agrupación de los
nombres de las cosas en afirmaciones, negaciones y otras formas de expresión. De este género de entendimiento he de hablar más adelante.
15
1'.11.''/'1·; 1
DEL
HOMBRE
CAP.
3
CAPITULO III
De la Consecuencia o Serie de Imaginaciones
Por consecuencia o serie de pensamientos comprendo la
sucesión de un pensamiento a otro; es lo que, para distinguirlo
del discurso en palabras, denominamos discurso mental.
Cuando un hombre piensa en una cosa cualquiera, su pensamiento inmediatamente posterior no es, en definitiva, tan
casual como pudiera parecer. Un pensamiento cualquiera no
sucede a cualquier otro pensamiento de modo indiferente. Del
mismo modo que no tenemos imágenes, a no ser que antes
hayamos tenido sensaciones, en conjunto o en partes, así tampoco tenemos transición de una imagen a otra si antes no la
hemos tenido en nuestra,s sensaciones. La razón de ello es
la siguiente. Todas las fantasías son movimientos efectuados
dentro de nosotros, reliquias de los que se han operado en la
sensación. Estos movimientos que inmediatamente se suceden
en las sensaciones, siguen hallándose, también, conjuntos des..,
pués de ellas. ASÍ, al volver a ocupar el primer movimiento
un lugar predominante, continúa el segundo por coherencia
con la materia movida, como el agua sobre una mesa puede
ser empujada de una parte a otra y guiada por el dedo. Pero
como en las sensaciones, tras una sola y misma cosa percibida,
viene una vez una cosa y otras otra, así ocurre también en el
tiempo, que al imaginar una cosa [9] no podemos tenercertidumbre de lo que habremos de imaginar a continuación.
Sólo una cosa es cierta: algo debe haber que sucedió antes,
en un tiempo u otro.
Esta serie de pensamientos o discurso mental es de dos
clases. La primera carece de orientación y designio, es inconstante; no hay en ella pensamiento apasionado que gobierne y
atraiga hacia sí mismo a los que le siguen, constituyéndose en fin u objeto de algún deseo o de otra pasión. En tal caso
se dice que los pensamientos fluctúan y parecen incoherentes
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
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uno respecto a otro, como en el sueño. Tales son, comúnmente,
los pensamientos de los seres humanos que no sólo están aislados, sino también sin preocupación por cualquiera otra cosa.
Incluso puede ocurrir que esos pensamientos sean tan activos
como en otros tiempos, pero carezcan de armonía, como el
sonido de un laúd sin templar en manos de cualquier hombre;
o templado, en manos de alguien que no supiera tocar. Aun
en esta extraña disposición de la mente un hombre percibe
muchas veces el hilo y la dependencia de un pensamiento con
respecto a otro. Así en un coloquio acerca de nuestra guerra
civil presente ¿qué cosa sería más desatinada, en apariencia,
que preguntar (como alguien lo hizo) ,cuál era el valor de
un dinero romano? Aun así, la coherencia, a juicio mío, era
bastante evidente, porque el pensamiento de la guerra traía
(onsigo el de la entrega del rey a sus enemigos; este pensamiento sugería el de la entrega de Cristo; ésta a su vez, el
de los treinta dineros que fue el precio de aquella traición:
fácilmente se infiere de aquí aquella maliciosa cuestión; y
todo esto en un instante, porque el pensamiento es veloz.
El segundo es más constante, puesto que está regulado por
algún deseo y designio. La impresión hecha por las cosas que
deseamos o tememos es, en efecto, intensa y permanente o
(cuando cesa por algún tiempo) de rápido retorno: tan fuerte
es, a veces, que impide y rompe nuestro sueño. Del deseo
surge el pensamiento de algunos medios que hemos visto producir efectos análogos a aquellos que perseguimos; del pensamiento de estos efectos brota la idea de los medios conducentes a ese fin, y así sucesivamente hasta que llegamos a algún
comienzo que está dentro de nuestras posibilidades. Y como el
fin, por la grandeza de la impresión, viene con frecuencia a
la mente, si nuestros pensamientos comienzan a disiparse, rápidamente son conducidos otra vez al recto camino. Observado esto por uno de los siete sabios, ello le indujo a dar a
los hombres este consejo que ahora recordamos: Respice finem.
Es decir, en todas vuestras acciones, considerad frecuentemente
aquello que quereis poseer, porque es la cosa que dirigirá todos
vuestros pensamientos al camino para alcanzarlo.
La serie de pensamientos regulados es de dos clases. Una
cuando tratamos de inquirir las causas o medios que producen
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
3
un efecto imaginado: este género es común a los hombres y
a los animales. Otra cuando, imaginando una cosa cualquiera
tratamos de determinar los efectos posibles que se pueded
producir con ella; es decir, imaginar lo que podemos hacer
con una cosa cuando la tenemos. De esta especie de pensamientos en ningún tiempo y fin percibimos muestra alguna
sino sólo en el hombre; ésta es, en efecto, URa particularidad
que raramente ocurre en la naturaleza de cualquiera otra criatura viva que no tenga más pasiones que las sensoriales, tales
como el hambre, la sed, el apetito sexual y la cólera. En suma,
el discurso mental, cuando está· gobernado por designios, no
es sino búsqueda o facultad de invención, lo que los latinos
llamaban sagacitas y [IO] solertia; urm averiguación de las
causas de algún efecto presente o pasado, o de los efectos de
alguna causa pasada o presente. A veces el hombre busca lo
'que ha perdido; y 'desde el momento, lugar y tiempo en que
advierte la falta, su mente retrocede de lugar en lugar y de
tiempo en tiempo, para hallar dónde y cuándo la tenía; esto
es, para encontrar un tiempo y un lugar evidentes y unos
límites dentro de los cuales dar comienzo a una metódica investigación. Luego, desde allí, vuelven sus pensamientos hacia
los mismos lugares y tiempos para hallar qué acción o qué
contingencia pueden haberle hecho perder la cosa. Es lo que denominamos remembranza o invocación a la mente: los latinos la llamaban reminiscentia, por considerarla como un reconocimiento de nuestras acciones anteriores.
A veces el hombre conoce un lugar determinado dentro
del ámbito en el cual ha de inquirir; entonces sus pensamientos
hurgan en ese sitio por todas sus partes, del mismo modo que
registraríamos una habitación para hallar una joya; o como
un perro de caza recorrería el campo hasta encontrar el rastro;
o como alguien consultaría el diccionario para hallar una rima.
En ocasiones un hombre desea saber el curso de determinada acción; entonces piensa en alguna acción pretérita semejante y en las consecuencias ulteriores de ella, presumiendo
que a acontecimientos iguales han de suceder acciones iguales.
Cuando uno quiere prever lo que ocurrirá con un criminal
recuerda lo que ha visto ocurrir en crímenes semejantes: el
orden de sus pensamientos es éste: el crimen, los agentes ju-
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PARTE 1
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HOMBRE
CAP.
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diciales, la pnSlOn, el juez y la horca. Este género de pensamiento se llama previsión, prudencia o providencia; a veces
sabiduría; aunque tales conjeturas, dada la dificultad de observar todas las circunstancias, resulten muy falaces. Mas es
lo cierto que algunos hombres tienen una experiencia mucho
mayor de las cosas pasadas que otros, y en la misma medida
son más prudentes; sus previsiones raramente fallan. El presente sólo tiene una realidad en la Naturaleza; las cosas pasadas tienen una rcalidad en la memoria solamente; pero las
cosas por venir no tienen realidad alguna. El futuro no es
sino una ficción de la mente, que aplica las consecuencias de
las acciones pasadas a.. las acciones presentes; quien tiene mayor
experiencia hace esto con mayor certeza; pero no con certeza
suficiente. Y aunque se llama prudencia, cuando el acontecimiento responde a lo que esperamos, no es, por naturaleza,
sino presunción. En efecto, la presunción de las cosas por
venir, que es providencia, pertenece sólo a Aquél por cuya
voluntad sobrevienen. De Él solamente, y por modo sobrenatural, procede la profecía. El mejor profeta, naturalmente,
es el más perspicaz; y el más perspicaz es el más versado e
instruído en las materias que examina, porque tiene mayor
cantidad de signos que observar.
Un signo es el acontecimiento antecedente del consiguiente; y, por el contrario, el consiguiente del antecedente, cuando
antes han sido observadas las mismas consecuencias. Cuanto
más frecuentemente han sido observadas, tanto menos incierto
es el signo y, por tanto, quien tiene más experiencia en cualquiera clase de negocios, dispone de más signos para avizorar
el tiempo futuro. Como consecuencia es el más prudente, y
mucho más prudente que quien es nuevo en aquel género
de negocios y no tiene, como compensación, cualquiera ventaja de talento natural y desusado: aunque a veces, muchos jóvenes piensan io contrario.
N o obstante no es la prudencia lo que distingue al hombre
de la bestia. [11] Hay animales que teniendo un año observan
más, y persiguen lo que es bueno para ellos con mayor prudencia que un niño puede hacerlo a los diez.
La prudencia es una presunción del futuro basada en la
experiencia del pasado; pero existe también una presunción
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 3
de cosas pasadas, deducida de otras cosas que no son futuras,
sino pasadas también. Quien ha visto por qué procedimientos
y grados un Estado floreciente cae primero en la guerra civil y
luego en la ruina, a la vista de la ruina de cualquier otro
Estado inducirá que las causas de ello fueron las mismas guerras y los mismos sucesos. Pero esta conjetura tiene el mismo
grado de incertidumbre que la conjetura del futuro; ambas
están basadas solamente sobre la experiencia.
Por lo que yo recuerdo no existe otro acto de la mente
humana, connatural a ella, y que no necesite otra cosa para su
ejercicio sino haber nacido hombre y hacer uso de los cinco
sentidos. Por el estudio y el trabajo se adquieren e incrementan aquellas otras facultades de las que hablaré poco a poco, y que parecen exclusivas del hombre. Muchos hombres
van adquiriéndolas mediante instrucción y disciplina, y todas
derivan de la invención de las palabras, y del lenguaje. Porque aparte de las sensaciones y de los pensamientos, y de la
serie de pensamientos, la mente del hombre no conoce otro
movimiento, si bien con ayuda del lenguaje y del método,
las mismas facultades pueden ser elevadas a tal altura que
distingan al hombre de todas las demás criaturas vivas.
Cualquiera cosa que imaginemos es finita. Por consiguiente, no hay idea o concepción de ninguna clase que podamos
llamar infinita. Ningún hombre puede tener en su mente una
imagen de cosas infinitas ni concebir la infinita sabiduría, el
tiempo infinito, la fuerza infinita o el poder infinito. Cuando
decimos de una cosa que es infinita, significamos solamente
que no somos capaces de abarcar los términos y límites de la
cosa mencionada, con 10 que no tenemos concepción de la cosa,
sÍno de nuestra propia incapacidad. De aquÍ resulta que el
nombre de Dios es usado no para que podamos concebirlo
(puesto que es incomprensible, y su grandeza y poder resultan imposibles de concebir) sino para qJe podamos honrarle.
Así ( tal como dije antes), cualquiera cosa que concebimos
ha sido anteriormente percibida por los sentidos, de una vez
o por partes, y un hombre no puede tener idea que represente
una cosa no sujeta a sensación. En consecuencia, nadie puede
concebir una cosa sino que debe concebirla situada en algún
lugar, provista de una determinada magnitud y susceptible
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PARTE 1
DEL
U-O M B R E
CAP.
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de dividirse en partes; no puede ser que una cosa esté toda
en este sitio y toda en otro lugar, al mismo tiempo; ni que
dos o más cosas estén, a la vez, en un mismo e idéntico lugar.
Porque ninguna de estas cosas es o puede ser nunca incidental
a la sensación; ello no son sino afirmaciones absurdas, propaladas -sin razón alguna- por filósofos fracasados y por escolásticos engañados o engañosos. [12]
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
4
CAPITULO IV
Del Lenguaje
La invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no tiene
gran importancia si se la compara con la invención de las
letras. Pero ignoramos quién fue el primero en hallar el uso
de las letras. Dicen los hombres que quien en primer término
las trajo a Grecia fue Cadmo, hijo de Agenor, rey de Fenicia. Fue, ésta, una invención provechosa para perpetuar la
memoria del tiempo pasado, y 1a conjunción del género humano, disperso en tantas y tan distintas regiones de la tierra;
y tuvo gran dificultad, como que procede de una cuid8dosa
observación de los diversos movimientos de la lengua, del
paladar, de los labios y de otros órganos de la palabra; añádase, además, a ello la necesidad de establecer distinciones de
caracteres, para recordarlas. Pero la más noble y provechosa
invención de todas fue la del lenguaje, que se basa en nombres
o apelaciones, y en las conexiones de ellos. Por medio de esos
elementos los hombres registran sus pensamientos, los recuerdan cuando han pasado, y los enuncian uno a otro para mutua
utilidad y conversación. Sin él no hubiera existido entre los
hombres ni gobierno ni sociedad, ni contrato ni paz, ni más
que lo existente entre lEOnes, osos y lobos. El primer autor
del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a lldán cómo
llamar las criaturas 4ue iba presentando ante su vista. La Escritura no va más lejos en esta materia. Ello fue suficiente
para inducir al hombre a añadir nombres nuevos, a medida
que la experiencia y el uso de las criaturas iban dándole ocasión, y para acercarse gradualmente a ellas de modo que pudiera hacerse entender. Y aSÍ, andando el tiempo, ha ido
formándose el lenguaje tal como lo usamos, aunque no tan
copioso como un orador o filósofo lo necesita. En efecto, no
encuentro cosa alguna en la Escritura de la cual directamente
o por consecuencia pueda inferirse que se enseñó a Adán los
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
4
nombres de todas las figuras, cosas, medidas, colores, sonidos,
fantasías y relaciones. Mucho menos los nombres de las palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo, indiferente, optativo, infinitivo, que tan útiles son; y
menos aún las de entidad, intencionalidad, quididad, y otras,
insignificantes, de los Escolásticos.
Todo este lenguaje ha ido produciéndose y fue incrementado por Adán y su posteridad, y quedó de nuevo perdido
en la torre de Babel cuando, por la mano de Dios, todos los
hombres fueron castigados, por su rebelión, con el olvido de
su primitivo lenguaje. Y viéndose así forzados a dispersarse
en distintas partes del mundo, necesariamente hubb de sobren~nir la diversidad de lenguas que ahora existe, derivándose
por grados de aquélla, tal como lo exigía la necesidad (madre
de todas las invenciones); y con el transcurso del tiempo fue
creciendo de modo cada vez más copioso.
El uso general del lenguaje consiste en trasponer nuestros discursos mentales en verbales: o la serie de nuestros pensamientos en una serie de palabras, y esto con dos finalidades:
una de ellas es el [13] registro de las consecuencias de nuestros pensamientos, que ~iendo aptos para sustraerse de nuestra
memoria cuando emprendemos una nueva labor, pueden ser
recordados de nuevo por las palabras con que se distinguen.
ASÍ, el primer uso de los nombres es servir como marcas o
notas dd recuerdo. Otro uso se advierte cuando varias personas utilizan las mismas palabras para significar (por su conexión y c.rden), U'la a otra, lo que conciben o piensan de
cada materia; y también lo que desean, temen o promueve
en ellos otra pasión. Y para este uso se denominan signos.
L'sos especiales del lenguaje son los siguientes: primero, registrar lo que por meditación hallamos ser la causa de todas
las cosas, presentes o pasadas, y lo que a juicio nuestro las
cosas preó>entes o pasadas puedan producir, o efecto: lo cual,
en suma, es el origen de las artes. En segundo término, mostrar a otros el conocimicllto que hemos adquirido, lo cual significa aconsejar y enseñar uno a otro. En tercer término, dar
~ conocer a otros nuestras voluntades y propósitos, para que
podamos prestarnos ayuda mutua. En Cllarto lugar, compla-
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PA.RTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
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cernos y deleitarnos nosotros y los demás, jugando con nuestras palabras inocentemente, para deleite nuestro.
A estos usos se oponen cuatro vicios correlativos: Primero,
cuando los hombres registran sus pensamientos equivocadamente, por la inconstancia de significación de sus palabras; con
ellas registran concepciones que nunca han concebido, y se
engañan a sí mismos. En segundo lugar, cuando usan las palabras metafóricamente, es decir, en otro sentido distinto de
aquel para el que fueron establecidas, con lo cual engañan a
otros. En tercer lugar, cuando por medio de palabras declaran
cuál es su voluntad, y no es cierto. En cuarto término, cuando
usan el lenguaje para agraviarse unos a otros: porque viendo
cómo la Naturaleza ha armado a las criaturas vivas, algunas
con dientes, otras con cuernos, y algunas con manos para atacar al enemigo, copstituye un abuso del lenguaje agraviarse
con la lengua, a menos que nuestro interlocutor sea uno a
quien nosotros estamos obligados a dirigir; en tal caso ello
no implica agravio, sino correctivo y enmienda.
La manera como el lenguaje se utiliza para recordar la
consecuencia de causas y efectos, consiste en la aplicación de
nombres y en la conexión de ellos.
De los nombres, algunos son propios y peculiares de una
sola cosa, como Pedro, Juan, este hombre, este árbol: algunos, comunes a diversas cosas, como hombre, caballo, animal.
Aun cuando cada uno de éstos sea un nombre, es, no obstante,
nombre de diversas cosas particulares; consideradas todas en
conjunto constituyen Jo que se llama un universal. Nada hay
universal en el mundo más que los nombres, porque cada una
de las cosas denominadas es individual y singular.
El nombre universal se aplica a varias cosas que se asemejan en ciertas cualidades u otros accidentes. Y mientras
que un nombre propio recuerda solamente una cosa, los univers,'l!es recuerdan cada una de esas cosas diversas.
De los nombres universales algunos son de mayor extensión,. otros de extensión más pequeña; los de comprensión
mayor son los menos amplios: y algunos, a su vez, que son
de igual extensión, se comprenden uno a otro, recíprocamente. Por ejemplo, el nombre cu.erpo es de significación más
amplia que la palabra Iwmbre, y la comprende; los nombres
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
4
hombre. y racional son de igual extensión, y mutuamente se
comprenden uno a otro. Pero ahora [14] conviene advertir
que mediante un nombre no siempre se comprende, como en
la gramática, una sola palabra, sino, a veces, por circunlocución, varias palabras juntas. Todas estas palabras: el- que en
sus acciones obserT.la las leyes de su país, hacen un Solo nombre,
equivalente a esta palabra singular: justo.
Mediante esta aplicación de nombres, unos de significación más amplia, otros de significación más estricta, convertimos la agrupación de consecuencias de las cosas imaginadas
en la mente, en agrupación de las consecllencias de sus apelaciones. Así, cuando un hombre que carece en absoluto del uso
de la palabra (por ejemplo, el que nace y sigue siendo perfectamente sordo y mudo) ve ante sus ojos un triángulo y,
junto a él, dos ángulos rectos (tales como son los ángulos
de una figura cuaclt-ada) puede, por meditación, comparar y
advertir que los tres ángulos de ese triángulo son iguales a los
dos ángulos rectos que estaban junto a él. Pero si se le muestra
otro triángulo, diferente, en su traza, del primero, no se
dará cuenta, sin un nuevo esfuerzo, de si los tres ángulos de
éste son, también, iguales a los de aquél. Ahora bien, quien
tiene el uso de la palabra, cuando observa que semejante
igualdad es una consecuencia no ya de la longitud de los lados
ni de otra peculiaridad de ese triángulo, sino, solamente, del
hecho de que los lados son líneas rectas, y los ángulos tres,
y de que ésta es toda la razón de por qué llama a esto un
triángulo, llegará a la conclusión universal de que semejante
igualdad de ángulos tiene 1ugar con respecto a un triángul::J
cualquiera, y entonces resumirá su invención en los siguientes
términos generales: Todo triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos ángulos rectos. De este modo la consecuencia advertida en un caso particular llega a ser registrada y recordada
como una norma univ.ersal; así, nuestro recuerdo mental se
desprende de las circunstancias de lugar y tiempo, y nos libera
de toda labor mental, salvo la primera; ello hace que lo que
resultó ser verdad aquí y ahora, será verdad en todos los tiempos y lugares.
Ahora bien, el uso d~ palabras para registrar nuestros pensamientos en nada resulta tan evidente como en la numeración.
l'AR'!'I-;
1
DEL
HOMBRE
CAP.
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llll imbécil de nacimiento, que nunca haya podido aprender
(!t: memoria el orden de los términos numerales, corno uno,
dos y tres, puede observar cada uno de los toques de la campana y asentir a ellos o decir uno, uno, uno; pero nunca
sabrá qué hora es. Parece ser que existió un tiempo en que las
denominaciones numéricas no estaban en uso; entonces afanábanse los hombres en utilizar los dedos de una o de las
dos manos paraJas cosas que deseaban contar; de aquí procede
que en la actualidad nuestras expresiones numerales sean diez
en diversas naciones, si bien en algunas son cinco, después de
lo cual se vuelve a comenzar de nuevo. Quien puede contar
hasta diez, si recita los números sin orden, se perderá a sí
mismo y no sabrá lo que ha hecho: mucho menos podrá sumar
y restar, y realizar todas las demás operaciones de la aritmética. Así que sin palabras no hay posibilidad de calcular
números; mucho menos magnitudes, velocidades, fuerza y
otras cosas cuyo cálculo es tan necesario para la existencia o
el bienestar del género humano.
Cuando dos nombres se reúnen en una consecuencia o afirmación como, por ejemplo, un hombre es una rriatura viva,
o bien si él es un hombre es una criatura viva, si la última
denominación, criatura viva, significa todo lo que significa el
primcr nombrc, hombre,entonces la afirmaci(ín o consc- [1 S]
cuencia es cierta; en otro caso, es falsa. En efecto: verdad y
falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde
no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad. Puede haber
error, como cuando esperamos algo que no puede ser, o cuando sospechamos algo que no ha sido: pero en ninguno de los
dos casos puede ser imputada a un hombre falta de verdad.
Si advertimos, pues, que la verdad consiste en la correcta
ordenación de los nombres en nuestras afirmaciones, un hombre que busca la verdad precisa tiene necesidad de recordar lo
que significa cada uno de los nombres usados por él, y colocar los adecuadamente; de lo contrario se encontrará él mismo envuelto en palabras, como un pájaro en el lazo; y cuanto
más se debata tanto más apurado se verá. Por esto en la
Geometría (única ciencia que Dios se complació en comunicar
al género humano) comienzan los hombres por establecer el
significado de sus palabras; esta fijación de significados se
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
4
denomina definición, y se coloca en el comienzo de todas sus
investigaciones.
Esto pone de relieve cuán necesario es para todos los hombres que aspiran al verdadero conocimiento examinar las
definiciones de autores precedentes, bien para corregirlas cuando se han establecido de modo negligente, o bien para hacerlas
por su cuenta. Porque los errores de las definiciones se multiplican por sí mismos a medida que la investigación avanza,
y conducen a los hombres a absurdos que en definitiva se advierten sin poder evitarlos, so pena de iniciar de nuevo la
investigación desde el principio; en ello consiste el fundamento de sus errores. De aquÍ resulta que quienes se fían de
los libros hacen como aquellos que reúnen diversas sumas
pequeñas en una suma mayor sin considerar si las primeras
sumas eran o no correctas; y dándose al final cuenta del
error y no desconfiando de sus primeros fundamentos, no
saben qué procedimiento han de seguir para aclararse a sí
mismos los hechos. LimÍtanse a perder el tiempo mariposeando
en sus libros, como los pájaros que habiendo entrado por la
chimenea y hallándose encerrados en una habitación, se lanzan aleteando sobre la falsa luz de una ventana de cristal,porque carecen de iniciativa para considerar qué camino deben
seguir. Así en la correcta definición de los nombres radica el
primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia.
y en las definiciones falsas, es decir, en la falta de definiciones,
finca el primer abuso del cual proceden todas las hipótesis falsas e insensatas; en ese abuso incurren los hombres que adquieren sus conocimientos en la autoridad de los libros y no
en sus meditaciones propias; quedan así tan rebajados a la
condición del hombre ignorante, como los hombres dotados
con la verdadera ciencia se hallan por encima de esa condición.
Porque entre la ciencia verdadera y las doctrinas erróneas
la ignorancia ocupa el término medio. El sentido natural y la
imaginación no están sujetos a absurdo. La Naturaleza misma
no puede equivocarse: pero como los hombres abundan en copiosas palabras, pueden hacerse más sabios o más malvados
que de ordinario. Tampoco es posible sin letras, para ningún
hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o extraordinariamente loco (a menos que su memoria esté atacada por la
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
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enfermedad, o por defectos de constitución de los órganos. Usan
los hombres sabios las palabras para sus propios cálculos, y razonan con ellas: pero hay multitud de locos que las avalúan
por la autoridad de un Aristóteles, de un Cicerón o de un
Tomás, o de otro doctor cualquiera, hombre en definitiva.
Sujeta a nombres es cualquiera cosa que pueda entrar en
cuenta o ser considerad:! en ella, ser sumada a otra para componer una suma, o sustraída de otra para dejar una diferencia. Los latinos daban [161 a las cuentas el nombre de rationes,
y al contar ralÍocinatio: y lo que en las facturas o libros llamamos partidas, ellos lo llamaban nomina~ es decir nombres:
y de aquí parece derivarse que extendieron ·la palabra ratio a
la facultad de computar en todas las demás cosas. Los griegos
tienen una sola palabra, Aóyo;, para las dos cosas: lenguaje y
t·azón. ~o quiere esto decir que pensaran que no existe lenguaje sin razón; sino que no hay raciocinio sin lenguaje. Y
al acto de razonar lo llamaban s¡logismo~ que significa resumir
la consecuencia de una cosa enunciada, respecto a otra. Y como
las mismas cosas pueden considerarse respecto a diversos accidentes, sus nombres se establecen y diversifican reflejando
esta diversidad. Esta diversidad de nombres puede ser reducida a cuatro grupos generales.
En primer término, una cosa puede considerarse como
materia o cuerpo; como viva, sencilla, racional, caliente, fria,
movida, quieta; bajo todos éstos nombres se comprende la
palabra materia o cuerpo; todos ellos son nombres de materia.
En segundo lugar puede entrar en cuenta o ser considerado
algún. accidente o cualidad que concebimos estar en las cosas
como, por ejemplo, ser movido, ser tan largo, estar calienteJ etc.; entonces, del nombre de la cosa misma, por un pequeño cambio de significación, hacemos un nombre para el
accidente que consideramos; y para viviente tomamos en consideración vida; para movido J movimiento; para caliente, calor; para largo J longitud; y así sucesivamente. Todas esas
denominaciones son los nombres de accidentes y propiedades
mediante los cuales una materia y cuerpo se distingue de otra.
Todos estos son llamados nombres abstractosJ porque se separan (no de la materia sino) del cómputo de la materia.
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PAR7'E 1
DEL
FlOMBRE
CAP.
4
El} tercer lugar consideramos las propiedades de nuestro
propio cuerpo mediante las cuales hacemos distinciones: cuancio una cosa es vista por nosotros consideramos no la cosa misma, sino la vista, el color, la idea de ella en la imaginación:
y cuando una cosa es oída no captamos la cosa misma, sino la
audición o sonido solamente, que es fantasía o concepción de
ella, adquirida por el oído: y estos son nombres de imágenes.
En cuarto lugar tomamos en cuenta, consideramos y damos nombres a los nombres mismos y a las expresiones: en
efecto, general, universal, especial, equívoco, .son nombres de
nombres. Y afirmación, interrogación, narración, silogismo,
oración y otros análogos son nombres de expresiones. Esta
es toda la variedad de los nombres que denominamos positivos,
los cuales se establecen para señalar algo que está en la Naturaleza o que puede ser imaginado por la mente del hombre,
como los cuerpos que existen o cuya existencia puede concebirse; o los cuerpos que tienen propiedades o pueden imagiuarse provistos de ellas; o las palabras y expresiones.
Existen también otros nombres llamados negativos, y son
notas para significar que una palabra no es el nombre de la
cosa en cuestión; tal ocurre con las palabras nada, nadie, infinito, indecible, tres no son cuatro, etc., y otras semejantes.
No obstante, tales palabras son usuales en el cálculo o en la
corrección del cálculo, y aunque no son nombres de ninguna
cosa, nos recuerdan nuestras pasadas cogitaciones, porque nos
hacen rehusar la admisión de nombres que no se usan correctamente.
Todos los demás nombres no son sino sonidos sin sentido, y son de dos [17] clases. U na cuando son nuevos y
su significado no está aún explicado por definición; gran abundancia de ellos ha sido puesta en circulación por los escolásticos y los filósofos enrevesados.
Otra, cuando se hace un nombre de dos nombres, cuyos
significados son contradictorios e inconsistentes, como, por
ejemplo, ocurre con la denominación de cuerpo incorporal o
(lo que equivale a ello) sustancia incorpórea, y otros muchos.
En efecto, en cualquier caso en que una afirmación es falsa,
si los dos nombres de que está compuesta se reúnen formando
uno, no significan nada en absoluto. Por ejemplo, si es una
29
PARTf: 1
DEL
HOMBRE
CAP.
4
afirmación falsa la de decir que un círculo es un cuadrado, la
frase círculo cuadrado no significará nada, sino un mero sonido. Del mismo modo es falso decir que la virtud puede ser
insuflada~o infusa: las palabras virtud insuflada, virtud infusa
son tan absurdas y desprovistas de significación como círculo
cuadrado. Difícilmente os' encontraréis con una palabra sin
sentido y significación que no esté hecha con algunos nombres
latinos y griegos. Un francés raramente oirá llamar a su Salvador con el nombre de Palabra, sino con el de Verbo; y, sin
embargo, palabra y verbo no difieren sino en que la una es
latín y la otra francés.
Cuando un hombre, después de oír una frase, tiene los
pensamientos que las palabras de dicha frase y su conexión
pretenden significar, entonces se dice que la entiende: compre11sión no es otra cosa sino concepción derivada del discurso.
En consecuencia, si la palabra es peculiar al hombre (como
lo es, a juicio nuestro), entonces la comprensión es también
peculiar a él. Y por tanto, de absurdas y falsas afirmaciones,
en el caso de que sean universales, no puede derivarse comprensión; aunque alguno,> piensan que las entienden, no hacen
sino repetir las palabras y fijarlas en su mente.
De las distintas expresiones que significan apetitos, aversiones y pasiones de la mente humana, y de su uso y abuso
hablaré cuando haya hablado de las pasiones.
Los nombres de las cosas que nos afectan, es decir lo que
nos agrada y nos desagrada (porque la misma cosa no afecta
a todos los hombres del mismo .nodo, ni a los mismos hombres en todo momento) son de significación inconstante en los
discursos comunes de los hombres. Adviértase que los nombres
se establecen para dar significado a nuestras concepciones, y que
todos nuestros afectos no son sino concepciones; aSÍ, cuando
nosotros concebimos de modo diferente las distintas cosas, difícilmente podemos evitar llamarlas de modo distinto. Aunque
la naturaleza de lo que concebimos sea la misma, la diversidad
de nuestra recepción de ella, motivada por las diferentes constituciones del cuerpo, y los prejuicios de opinión prestan a
cada cosa el matiz de nuestras diferentes pasiones. Por consiguiente, al razonar un hombre debe ponderar las palabras;
las cuales, al lado de la significación que imaginamos por su
3°
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
5
naturaleza, tienen también un significado propio de la naturaleza, disposición e interés del que habla; tal ocurre con los
nombres de las virtudes y de los vicios; porque un hombre
llama sabiduría a lo que otro llama temor; y uno crueldad
a lo que otro justicia; uno prodigalidad a lo que otro magnanimidad, y uno gravedad a lo que otro estupidez, etc. Por
consiguiente, tales nombres nunca pueden ser fundamento
verdadero de cualquier raciocinio. Tampoco pueden serlo las
metáforas y tropos del lenguaje, si bien éstos son menos peligrosos porque su inconsistencia es manifiesta, cosa que no
ocurre en los demás. [18]
31
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
5
CAPITULO V
De la Razón y de la Ciencia
Cuando un hombre razona, nQ hace otra cosa sino concebir
una suma total, por adición de partes; o concebir un residuo,
por sustracción de una suma respecto a otra: 10 cual (cuando
se hace por medio de palabras) consiste en concebir a base
de la conjunción de los nombres de todas las cosas, el nombre
del conjunto: o de los nombres de conjunto, de una parte,
el nombre de la otra parte. Y aunque en algunos casos (como
en los números), además de sumar y restar, los hombres
practican las operaciones de multiplicar y dividir, no son sino
las mismas porque la multiplicación no es sino la suma de
cosas iguales, y la división la sustracción de una cosa tantas
veces como sea posible. Estas operaciones no ocurren solamente
con los números, sino con todas las cosas que pueden sumarse
unas a otras o sustraerse unas de otras. Del mismo modo que
los aritméticos enseñan a sumar y a restar en números, los
geómetras enseñan 10 mismo con respecto a las lineas, figuras
(sólidas y superficiales), ángulos, proporciones, tiempos, grados de celeridad, fuerza, poder, y otros términos semejantes:
por su parte, los lógicos enseñan 10 mismo en cuanto a las
consecuencias de las palabras: suman dos nombres, uno con
otro, para componer una afirmación; dos afirmaciones, para
hacer un silogismo, y varios silogismos, para hacer una demostración; y de la suma o conclusión de un silogismo, sustraen una proposición para encontrar la otra. Los escritores
de política suman pactos, uno con otro, para establecer deberes
humanos; y los juristas leyes y hechos, para determinar 10
que es justo e injusto en las acciones de los individuos. En
cualquiera materia en que exista lugar para la adición y la
sustracción existe también lugar para la razón: y dondequiera
que aquélla no tenga lugar, la razón no tiene nada qué hacer.
32
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
5
A base de todo ello podemos definir (es decir, determinar)
que es y 10 que significa la palabra raz.ón, cuando la incluÍmos entre las facultades mentales. Porque RAZÓN, en este sentido, no es sino cómputo (es decir, suma y sustracción) de
las consecuencias de los nombres generales convenidos para .la
caracteriz.ación y significación de nuestros pensamientos; empleo el término caracterización cuando el cómputo se refiere a
nosotros mismos, y significación cuando demostramos o aprobamos nuestros cómputos con respecto a otros hombres.
]0
Del mismo modo que en Aritmética los hombres que no
son prácticos yerran forzosamente, y los profesores mismos
pueden errar con frecuencia, y hacer cómputos falsos, así en
otros sectores del razonamiento, los hombres más capaces,
más atentos y más prácticos pueden engañarse a sí mismos e
inferir falsas conclusiones. Porque la razón es, por sí misma,
siempre, una razón exacta, como la Aritmética es un arte cierto
e infalible. Sin embargo, ni la razón de un hombre ni la razón
de un número cualquiera de hombres constituye la certeza;
ni un cómputo puede decirse que es correcto porque gran
número de hombres 10 haya aprobado unánimemente. Por tanto, así como desde el momento que hay una controversia respecto [I9] a un cómputo, las partes, por común acuerdo, y
para establecer la verdadera razón, deben fijar como módulo
]a razón de un árbitro o juez, en cuya sentencia puedan ambas apoyarse (a falta de 10 cual su controversia o bien degeneraría en disputa o permanecería indecisa por falta de una
razón innata), así ocurre también en todos los debates, de
cualquier género que sean. Cuando los hombres que se juzgan a sí mismos más sabios que todos los demás, reclaman
e invocan a la verdadera razón como juez, pretenden que se
determinen las cosas, no por la razón de otros hombres, sino
por la suya propia; pero ello es tan intolerable en la sociedad
de los hombres, como 10 es en el juego, una vez señalado el
triunfo, usar como tal, en cualquiera ocasión, la serie de la cual
se tienen más cartas en la mano: No hacen, entonces, otra cosa
tales hombres sin.o tomar como razón verdadera en sus propias
contrlOversias las pasiones que les dominan, revelando su ca,..
rencia de verdadera razón con la demanda que hacen de ella.
33
-3-
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP.
5
El uso y fin de la razón no es el hallazgo de la suma y
verdad de una o de pocas consecuencias, remotas de las primeras definiciones y significaciones establecidas para los nombres, sino en comenzar en éstas y en avanzar de una consecuencia a otra. No puede existir certidumbre respecto a la última
conclusión sin una certidumbre acerca de todas aquellas afirmaciones y. negaciones sobre las cuales se fundó e infirió
la última. Si un jefe de familia, al establecer una cuenta,
asentara los totales de las facturas pagadas, en una suma, sin
tomar en consideración cómo cada una está sumada por quienes las comunicaron, ni lo que pagó por ellas, no adelantaría
él mismo más que si aceptara la cuenta globalmente, confiando
en la destreza y honradez de los acreedores: así, también, al
inferir de todas las demás cosas establecidas, conclusiones por
la confianza que le merecen los autores, si no las comprueba
desde los primeros elementos de cada cómputo (es decir, respecto a los significados de los nombres, establecidos por las
definiciones) pierde su tiempo: y no sabe nada de las cosas,
sino simplemente cree en ellas.
Cuando un hombre calcula sin hacer uso de las palabras,
lo. cual puede hacerse en determinados casos (por ejemplo,
cuando a la vista de una cosa conjeturamos lo que debe precederla o lo que ha de seguirla), si lo que pensamos que iba
a suceder no sucede, o lo que ·imaginamos que precedería no
ha precedido, llamamos a esto ERROR) a él están sujetos incluso la mayoría de los hombres prudentes. Pero cuando razonamos con palabras de significación general, y llegamos a
una decepción al presumir que algo ha pasado o va ocurrir,
comúnmente, se le denomina error, es, en realidad, un ABSURDO o expresión sin sentido. En efecto, el error no es sino
una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir;
algo que aunque no hubiera pasado o no sobreviniera no entraña una imposibilidad efectiva. Pero cuando hacemos una
afirmación general, a menos que sea una afirmación verdadera, la posibilidad de ella es inconcebible. Las palabras de las
cuales no percibimos más que el sonido son las que llamamos
absurdas, insignificantes e insensatas. Por tanto, si un hombre
me habla de un rectángulo redondo j o de accidentes del pan
en el queso j o de substancias inmateriales j o de un sujeto libre,
34
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP.
5
de una voluntad libre o de cualquiera cosa libre, pero libre de
ser obstaculizada por algo opuesto, yo no diré que está
en un error, sino que sus palabras carecen de significación;
esto es, que son absurdas. bol
He dicho antes (en el capítulo 11) que el hombre supera
a todos los demás animales en la facultad de que, cuando
concibe una cosa cualquiera, es apto para inquirir las consecuencias de ella y los efectos que pueda producir. Añado ahora otro grado de la misma t.!xrelencia, el de que, mediante
las palabras, puede reducir las consecuencias advertidas a
reglas generales, llamadas teoremas o aforismos; es decir, que
él puede razonar o calcular no solamente en números, sino
en todas las demás cosas que pueden ser sumadas o restadas
de otras.
Pero este privilegio va asociado a otro; nos referimos al
privilegio del absurdo al cual ninguna criatura viva está sujeta,
salvo el hombre. Y entre los hombres, más sujetos están a
ella los que profesan la filosofía. Porque es una gran verdad
lo que Cicerón decía de alguien: que no puede haber nada
tan absurdo que sea imposible encontrarlo en los libros de los
filósofos. y la razón es manifiesta: ninguno de ellos comienza
su raciocinio por las definiciones o explicaciones de los nombres que van a usarse, método solamente usado en Geometría,
razón por la cual las conclusiones de esta ciencia se han hecho
indiscutibles.
l. La primera causa de las conclusiones absurd~s la adscribo a .la falta de método, desde el momento en que no se
comienza el raciocinio con las definiciones, es decir, estableciendo el significado de las palabras: es como si se quisiera
contar sin conocer el vah'r de los términos numéricos: 1, 2 Y 3.
Y, como todos los cuerpos pueden considerarse desde distintos aspectos (a ello me he referido en el precedente capítulo) , siendo estas consideraciones denominadas de diverso
modo, origínanse distintas posibilidades de absurdo por la confusión y conexión inadecuada de sus nombres en las afirmaciones. Como consecuencia:
2. La segunda causa de las aserciones absurdas, la adscribo a la asignación de nombres de cuerpos a accidentes; o de
accidentes a cuerpos. En ellas incurren quienes dicen que la
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
5
fe fS inspirada o infusa, cuando nada puede ser insuflado o
intfoducido en una cosa sino un cuerpo; o bien que la extensión es un cuerpo; que los fantasmas son espíritus, etc.
3· La tercera la adscribo a la asignación de nombres de
accidentes de los cuerpos situados fuera de nosotros a los accidentes de nuestros propios cuerpos; en ella incurren los que
dicen que el calor está en el cuerpo; el sonido en el oído, etc.
4. La cuarta, a la asignación de nombres de cuerpos a
expresiones; como cuando se afirma que existen cosas universales, que una criatura viva es un' género, o una cosa general, etc.
5. La quinta, a la asignación de nombres de accidentes a
nombres y expresiones; como cuando se dice que la naturalez.a
de una cosa es su definición; que el mandato de un hombre es
su voluntad, y así sucesivamente.
6. La sexta al uso de metáforas, tropos y otras figuras
retóricas, en lugar de las palabras correctas. Por ejemplo) aunque sea legítimo decir, en la conversación común, que el camino va o conduce a talo cual parte, o que el proverbio dice
esto o aquello (cuando ni los caminos pueden conducir, ni hablar los proverbios), en la determinación e investigación de
la verdad no pueden admitirse tales expresiones.
7. La séptima a nombres que no significan nada, sino
que se toman y [2 ¡] aprenden rutinariamente en las Escuelas, como hipostático, transubstanciación, consubstantación, eterno-actual y otras cantinelas semejantes de los escolásticos.
Quien puede evitar estas cosas no es fácil que caiga en el
absurdo, como no sea por la longitud de su raciocinio, caso en
el cual puede olvidar lo que antes ocurrió. En efecto: todos los
hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo, y lo hacen
bien, cuando tienen buenos principios. Porque ~quién sería
tan estúpido para equivocarse en Geometría, y persistir en
ello, si otros le señalan su error?
De este modo se revela que la razón no es, como el sentido y la memoria, innata en nosotros, ni adquirida por la
experiencia solamente, como la prudencia, sino alcanzada por
el esfuerzo: en primer término, por la adecuada imposición
de nombres, y, en segundo lugar, aplicando un método co-
36
PARTE 1
DEL
HO,M BRE
CAP.
5
rrecto y razonable, al progresar desde los elementos, que son
los nombres, a las aserciones hechas mediante la conexión
de uno de ellos con otro; y luego hasta los silogismos, que son
las conexiones de una aserción a otra, hasta que llegamos a
un conocimiento de todas las consecuencias de los nombres
relativos al tema considerado; es esto lo que los hombres denominan CIENCIA. Y mientras que la sensación y la memoria
no son sino conocimiento de hecho, que es una cosa pasada e
irrevocable, la Ciencia es el conocimiento de las consecuencias
y dependencias de un hecho respecto a otro: a base de p.sto,
partiendo de lo que en la actualidad podemos hacer, sabemos
cómo realizar alguna otra cosa si queremos hacerla ahora, u
otra semejante en otro tiempo. Porque cuando vemos cómo
una cosa adviene, por qué causas y de qué manera, cuando
las mismas causas caen bajo nuestro dominio, procuramos que
produzcan los mismos efectos.
Esta es la causa de que los niños no estén dotados de razón, en absoluto, hasta que han alcan~dQ el uso de la palabra;
pero son llamadas criaturas razonables por la aparente posibilidad de tener uso de razón en' tiempo venidero. La mayor
parte de los hombres, aunque tienen el uso de razón en ciertos
casos como, por ejemplo, para la numeración hasta cierto
grado, les sirve de muy poco en la vida común; gobiérnanse
ellos mismos, unos mejor, otros peor, de acuerdo con, su grado
diverso de experiencia, destreza de memoria e inclinaciones,
hacia fines distintos; pero especialmen,te de acuerdo con su
buena o mala fortuna y con los errores de uno respecto a atto.
Por lo que a la Ciencia se refiere, o a la existencia de ciertas
reglas en sus acciones, están tan lejos de ella que no saben lo
que es. De la Geometría piensan que es un mágico conjuro.
Pero de las demás ciencias, quienes no han sido instruídos en
sus principios o han hecho algunos progresos en ellas, en forma tal que pueden ver cómo se adquieren y engendran, son,
en este aspecto, como los niños, que no tienen idea de la generación, y les hacen creer las mujeres que sus hermanos y
hermanas no han nacido, sino que han sido hallados en un
jardín.
Eso sí: quienes carecen de ciencia se encuentran, Con su
prudencia natural, en mejor y más noble condición que los
37
PAR2'E 1
DEL
HOMBRE
CAP.
5
hombres que, por falsos razonamientos o por confiar en quienes razonan equivocadamente, formulan r=eglas generales que
son falsas y absurdas. Por ignorancia de las causas y de las
normas los hombres no se alejan tanto de su camino como
por observar normas falsas o por tomar como causas de aquello a que aspiran cosas que no lo son, sino que, más bien, son
causas de 10 contrario.
En conclusión: la luz de la mente humana la constituyen
las palabras claras o perspicuas, [22] pero libres y depuradas
de la ambigüedad mediante definiciones exactas; la razón es
el paso; el incremento de ciencia, el camino; y el beneficio del
género humano, el fin. Por el contrario las metáforas y palabras sin sentido, o ambiguas, son como los ignes fatui; razonar
a base de ellas equivale a deambular entre absurdos innumerables; y su fin es el litigio y la sedición, o el desdén.
Del mismo modo que mucha experiencia es prudencia, así
nucha ciencia es sapiencia. Porque aunque usualmente tenernos
el nombre de sabiduría para las dos cosas, los latinos distinguían siempre entre prudencia y sapiencia, adscribiendo el primer término a la experiencia, el segundo a la ciencia. Para
que su diferencia nos aparezca más claramente, supongamos
un hombre dotado con una excelente habilidad natural y
destreza en el manejo de las armas, y otro que a esta destreza
ha añadido una ciencia adquirida respecto a cómo puede herir
o ser herido por su adversario, en cada postura posible o guardia. La habilídad del primero sería con respecto a la habilidad
del segundo como la prudencia respecto a la sapiencia: ambas
cosas son útiles, pero la última es infalible. Quienes confiando
solamente en la autoridad de los libros) siguen al ciego ciegamente, son como aquellos que confiando en las falsas reglas
de un maestro de esgrima, se aventuran presuntuosamente ante
un adversario, del cual reciben muerte o desgracia.
De los signos de la ciencia unos son ciertos e infalibles;
otros, inciertos. Ciertos, cuando quien pretende la ciencia de
una cosa puede enseñar la, es decir demostrar la verdad de la
misma, de modo evidente, a otro. Inciertos cuando sólo algunos acontecimientos particulares responden a su pretensión, y
en ciertas ocasiones prueban lo que habían de probar . Todos
los signos de prudencia son inciertos, porque observar por
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P.4.RTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
5
experiencia y recordar todas las circunstancias que pueden alterar el suceso, es imposible. En cualquier negocio en que un
hombre no cuente con una ciencia infalible en que apoyarse,
renunciar al propio ·juicio .natural y dejarse guiar por las sentencias generales que se leyeron en los autores y están sujetas a excepciones diversas, es un signo de locura, generalmente tildado con el nombre de pedantería. Entre aquellos
hombres que en los Consejos de gobierno gustan ostentar sus
lecturas en política e historia, muy pocos lo hacen en los negocios domésticos que atañen a su interés particular; tienen
prudencia bastante para sus asuntos privados, pero en los públicos aprecian más la reputación de su propio ingenio que el
éxito de los negocios de otros. h3]
_
39
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
6
CAPITULO VI
Del Origen Interno de las Mociones Voluntarias, ComúnmettllJ
Llamadas PASIONES, y Términos por Medio de los Cuales
se Expresan
Existen en los animales dos clases de mociones peculiares
a ellos. Unas se llaman vitales; comienzan en la generación y
continúan sin interrupción alguna a través de la vida entera.
Tales son: la circulación de la sangre, el pulso, la respiración,
la digestión, la nutrición, la excreción, etc. Semejantes mociones o movimientos no necesitan la ayuda de la imaginación.
Las otras son mociones animales, con otro nombre, mociones
voluntarias, como, por ejemplo, andar, hablar, mover uno de
nuestros miembros, del modo como antes haya sido imaginado por nuestra mente. Este sentido implica moción en los
órganos y partes interiores del cuerpo humano, causada por
la acción de las cosas que vemos, oímos, etc. Y esta fantasía
no es sino la reliquia de la moción misma, que permanece
después de las sensaciones a que hemos aludido en los capítulos 1 y 11. Y como la marcha, la conversación y otras mociones voluntarias dependen siempre de un pensamiento precedente respecto al dónde, de qué modo y qué, es evidente que
la imaginación es el primer comienzo interno de toda moción
voluntaria. Y aunque los hombres sin instrucción no conciben
moción alguna allí donde la cosa movida sea invisible, no
obstante, tales mociones existen. En efecto, ningún espacio puede ser tan pequeño que, movido un espacio mayor del cual
el primero sea una parte, no sea primeramente movido en
este último. Estos tenues comienzos de la moción, dentro del
cuerpo del hombre, antes de que aparezca en la marcha, en la
conversación, en la lucha y en otras acciones visibles se llaman,
comúnmente, ESFUERZOS.
Este esfuerzo, cuando se dirige hacia algo que lo causa
se llama APETITO o DESEO; el último es el nombre general;
4°
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP~
6
el primero se restringe con frecuencia a significar el deseo de
alimento, especialmente el hambre y la sed. Cuando el esfuerzo se traduce en apartamiento de algo, se denomina AVERSIÓN.
Estas palabras apetito y aversión se derivan del latin; ambas
significan las mociones, una de aproximación y otra de alejamiento.
Los griegos tienen palabras para expresar las mismas ideas,
óQ!.llj y O:q¡O(l!.ll¡. En efecto, la naturaleza misma impone a los
hombres ciertas verdades contra las cuales chocan quienes buscan algo fuera de lo natural. Las Escuelas no encuentran moción alguna actual en los simples apetitos ~e ir, moverse, etc.;
pero como forzosamente tienen que reconocer alguna moción
la llaman moción metafórica, lo cual implica una expresión
absurda, porque si bien las palabras pueden ser llamadas metafóricas, los cuerpos y las mociones no.
Lo que los hombres desean se dice también que lo AMAN,
Y que ODIAN aquellas cosas por las cuales tienen aversión.
Así que deseo [24] y amor son la misma cosa, sólo que con
el deseo siempre significamos la ausencia del objeto, y con el
;:.mor, por lo común, la presencia del mismo; así también, con
la aversión significamos la ausencia, y con el odio la presencia del objeto.
De los apetitos y aversiones algunos nacen con el hombre,
como el apetito de alimentarse, el apetito de excreción y exoneración (que puede también y más propiamente ser llamado
aversión de algo que sienten en sus cuerpos). Los demás, es
decir, algunos otros apetitos de cosas particulares, proceden
de la experiencia y comprobación de sus efectos sobre nosotros mismos o sobre otros hombres. De las cosas que no
conocemos en absoluto, o en las cuales no creemos, no puede
haber, ciertamente, otro deseo sino el de probar e intentar.
En cuanto a la aversión la sentimos nt' sólo respecto a cosas
que sabemos que nos han dañado, sino también respecto de
algunas que no sabemos si nos dañarán o no.
Aquellas cosas que no deseamos ni odiamos decimos que
nos son despreciadas: el DESPRECIO no es otra cosa que una
inmovilidad o contumacia del corazón, que resiste a la acción
de ciertas cosas; se debe a que el corazón resulta estimulado
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP.
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de otro modo por objetos cuya acci6n es más intensa, o por
falta de experiencia respecto a lo que despreciamos.
Como la constitución del cuerpo humano se encuentra en
continua mutación, es imposible que las mismas cosas causen
siempre en una misma persona los mismos apetitos y aversiones:
mucho menos aun pueden coincidir todos los hombres en el
deseo de uno y el mismo objeto.
Lo que de algún modo es objeto de cualquier apetito o
deseo humano es lo que con respecto a él se llama bueno. Y el
objeto de su odio y aversión, malo; y de su desprecio, vil e
inconsiderable o indigno. Pero estas palabras de bueno, malo y
despreciable siempre se usan en relación con la persona que las
utiliza. No son siempre y absolutamente tales, ni ninguna regIa
de bien y de mal puede tomarse de la naturaleza de los objetos
mismos, sino del individuo (donde no existe Estado) o (en
un Estado) de la persona que lo representa; o de un árbitro
o juez a quien los hombres permiten establecer e imponer
como sentencia su regla del bien y del mal.
La lengua latina tiene dos palabras cuya significación se
aproxima a las de bueno- y malo; pero no son precisamente
lo mismo: nos referimos a los términos pulchrttm y turpe. Significa el primero aquello que por ciertos signos aparentes promete lo bueno, y la segunda lo que promete lo malo. Pero
en nuestra lengua no tenemos nombres tan generales para
expresar estas ideas. Para pulchrum decimos respecto a algunas
cosas fino; de otras, bello, lindo, galante, honorable, adecuado,
amigable; y para turpe, necio, deforme, malvado, bajo, nauseabundo, y otros términos parecidos, según requiera el asunto.
Todas estas palabras, en su significación propia, no significan
nada sino el aspecto o la disposición que promete lo bueno
y lo malo. Así que de lo bueno existen tres clases; bueno en
la promesa, es decir pulchrum; bueno en el efecto como fin
deseado, a lo cual se denomina jocundo, deleitoso; y bueno
como medio, a lo que se llama útil, provechoso. Y otras tantas
respecto de lo malo, porque lo malo en promesa es lo que
se llama turpe; lo- malo en el efecto y [z 5] en el fin es mo- ,
lesto, desagradable, perturbador; y lo malo en los medios,
inútil, inaprovechable, penoso.
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
6
Así como en las sensaciones lo que realmente se da en
nuestro interior (como antes se ha advertido) es, sólo, moción
causada por la acción de los objetos, aunque sea, en apariencia,
para la vista, luz y color; para el oído, sonido; para el olfato,
olor, etc., así, cuando la acción del mismo objeto continúa
desde los ojos, oídos y otros órganos hasta el corazón, el
efecto real no es otra cosa sino moción o esfuerzo, que consiste en apetito o aversión hacia el objeto en movimiento.
Ahora bien, la apariencia o sensación de esta moción es lo que
respectivamente llamamos DELEITE o TURBACIÓN DE LA MENTE.
Esta moción que se denomina apetito y en su manifestación
deleite y placer es, a juicio mío, una corroboración de la moción vital y una ayuda que se le presta: en consecuencia, aquellas cosas que causan deleite se denominan, con toda propiedad,
jocundas (a juvando) , porque ayudan o fortalecen; y las
contrarias, molestas) ofensivas, porque obstaculizan y perturban la moción vital.
Por tanto, placer (o deleite) es la apariencia o sensación de
lo bueno; y molestia o desagrado, la apariencia o sensación
de lo malo. De aquí que todo deseo, apetito y amor está acompañado de cierto deleite más o menos intenso; y todo lo odiado y la aversión, se acompañan con desagrado y ofensa, mayor
o menor.
De los placeres o deleites, algunos surgen de la sensación
de un objeto presente, y a éstos se les llama placeres de los
sentidos (la palabra sensual, tal como es usada por quienes
los condenan, no tiene lugar algunú mientras no existen leyes). De este género son todas las oneraciones y exoneraciones
del cuerpo como, por ejemplo, todo cuanto es agradable a la
'Vista, al oido, al gusto, al tacto y al olfato. Otras se engendran
en la expectación que procede de la previsión del fin o de la
consecuencia de las cosas, según que estas cosas agraden o
desagraden a los sentidos. Estos son placeres de la mente para
quien deduce tales consecuencias, y por lo común se denominan
ALEGRÍA. Del mismo modo que de las cosas desagradables,
algunas afectan a los sentidos y se denominan dolor; otras
fincan en la expectativa de las consecuencias y se denominan
pesar.
43
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
6
Estas pasiones simples denominadas apetito, deseo, amor,
(l,VerSIOn, o'dio, alegria y pena, tienen I1!>mbres diversos según
su distinta consideración. En primer lugar, cuando una de
ellas sucede a otra, se denominan diversaménte, según la opinión que los hombres t!enen de la posibilidad de alcanzar lo
que desean; en segundo lugar, según es el objeto amado u
odiado; en tercer término, cuando se consideran conjuntamente algunas de ellas; en cuarto lugar, según la altern.ativa o
sucesión de esas pasiúnes.
El apetito, unido a la idea de alcanzar, se denomina ESPERANZA.
La misma cosa sin tal idea, DESESPERACIÓN.
Aversión, con la idea de sufrir un daño, TEMOR.
La misma cosa, con la esperanza de evitar este daño por
medio de una resistencia, VALOR.
El valor repentino, CÓLERA.
La esperanza constante, CONFIANZA en nosotros mismos.
La desesperación constante, DESCONFIANZA en nosotros.
La ira por un gran daño hecho a otro, cuando concebimos
que ha sido hecho injustamente, INDIGNACIÓN.
El deseo del bien de otro, BENEVOLENCIA, BUENA VOLUNTAD, CARIDAD. Si se refiere al hombre en general, BONDAD
NATURAL.
El deseo de riquezas, CODICIA; nombre usado siempre
en tono de censura, porque los hombres que luchan por lograrlas ven con desagrado que otros las obtengan. El deseo
en sí mismo debe ser censurado o permitido según los medios
que se pongan en juego para realizarl~.
El deseo de prominencia, AMBICIÓN: nombre usado también en el peor sentido por la razón antes mencionada.
El deseo de cosas que conducen difícilmente a nuestros
fines, y el temor de cosas que sólo oponen escasos obstáculos
a su logro, PUSILANIMIDAD.
El desprecio respecto de esas ayudas u obstáculos insignificantes, MAGNANIMIDAD.
Magnanimidad, en el peligro de muerte o heridas, VALOR,
ENTEREZA.
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
6
Magnanimidad en el uso de las riquezas, LIBERALIDAD.
Pusilanimidad respecto a lo mismo, TACAÑERÍA y MISERIA,
o PARSIMONIA, según sea aceptable o inaceptable.
A mor hacia las personas en el aspecto de convivencia,
AMABILIDAD. Amor hacia las personas por mera complacencia
de los sentidos, DESEO NATURAL.
Amor del mismo género, adquirido por reminiscencia insistente, es decir, por imaginación del placer pasado; LUJURIA.
A mor singular de alguien, con el deseo de ser singularmente amado, PASIÓN AMOROSA. La misma cosa, con el temor
de que esa estimación no sea mutua, CELOS.
Deseo de hacer daño a otro, para obligarle a lamentar
algún hecho cometido, AFÁN DE VENGANZA.
Deseo de saber por qué y cómo, CURIOSIDAD; este sentimiento no se da en ninguna otra criatura viva sino en el
hombre. El hombre se distingue singularmente no sólo por
su razón, sino también por esa pasión, de otros animales, en
los cuales el apetito nutritivo y otros placeres de los sentidos
son de tal modo predominantes que borran toda preocupación
de conocer las causas; éste es un anhelo de la mente que por
la perseverancia en el deleite que produce la continua e infatigable generación de I,;on\l'", piento, supera a la fugaz vehemencia de todo placer carnal.
Temor del poder invisible imaginado por la mente o basado en relatos públicamente permitidos, RELIGIÓN; no permitidos, SUPERSTICIÓN. Cuando el poder imaginado es, realmente, tal como lo imaginamos, RELIGIÓN VERDADERA.
Temor, sin darse cuenta del porqué o el cómo, TERROR
PÁNICO; así se denomina por las fábulas que hacían a Pan
autor de ello; en verdad existe siempre en quien primero
sintió el temor una cierta comprehensión de la causa, aunque
el resto lo ignore; cada uno supone que su compañero sabe el
porqué. Por tal motivo esta pasión ocurre sólo a un grupo
numeroso o multitud de gentes.
Alegría por la aprehensión de una novedad) ADMIRACIÓN;
es propia del hombre, puesto que excita el apetito de conocer
la causa.
Alegría que surge de la imaginación de la propia fuerza
y capacidad de un hombre, [27] es la exaltación de la mente
45
P.4RTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
6
que se denomina GLORIFICACIÓN; si se basa en la experiencia
de acciones pasadas coincide con la confianza; pero cuando se
funda en la adulación de los demás, solamente en el propio
concepto, para deleitarse en las consecuencias de ello, se llama
VANAGLORIA, nombre que está muy justamente aplicado, porque una confianza bien fundada suscita potencialidad, mientras que suponer una fuerza inexistente no la engendra; ello
hace que a esta gloria se la denomine, con razón, 't-'ana.
El pesar causadú por la opinión de Ulla falta de poder
se llama DESALIENTO.
La vanagloria que consiste en la ficción b suposición de
capacidades en nosotros mismos, cuando sabemos que no disponemos de ellas, es muy frecuente en los jóvenes; aliméntase por las historias o por la ficción de magnas empresas; con
frecuencia queda corregida por la edad y la ocupación.
El entusiasmo repentino es la pasión que mueve a aquellos
gestos que constituyen la RISA; es causada o bien por algún
acto repentino que a nosotros mismos nos agrada, o por h
aprehensión de algo deforme en otras personas, en comparación con las cuales uno se ensalza a sí mismo. Ocurre esto a
la mayor parte de aquellos que tienen conciencia de lo exiguo
de su propia capacidad, y para favorecerse observan las imperfecciones de los demás. Por tanto, la frecuencia en el reír de
los defectos ajenos es un signo de pusilanimidad. Porque los
hombres grandes propenden siempre a ayudar a los demás
en sus cuitas, y se comparan sólo con los más capaces.
Por el contrario el desaliento repentino es la pasión que
causa LLANTO; está motivado por ciertos accider.tes, como la
repentina pérdida de alguna esperanza vehemente o por algún
fracaso de la propia fuerza. A ello propenden aquellas personas que necesitan contar inexcusablemente con una ayuda
externa, como son las mujeres y los niños. Algunos lloran
por la pérdida de amigos; otros por su falta de amabilidad;
otros, por la repentina paralización, causada en sus pensamientos de venganza, por la reconciliación. Pero en todos los casos
ambas cosas, risa y llanto, son mociones repentinas. La costumbre las elimina paulatinamente. Porque ningún hombre
ríe de pasadas <.hocarrerías, ni llora por calamidades ya lejanas.
46
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
6
El pesar causado por el descubrimiento de cierto defecto
de capacidad se denomina VERGÜENZA, pasión que se delata
en el RUBOR; consiste en la aprehensión de alguna cosa poco
honoraLlc. En los jóvenes es un signo de la estima en que se
tiene la buena reputación, y por tanto, resulta apreciable. En
los viejos es un signo de lo mismo, pero como viene demasiado tarde, no es apreciable ya.
El desprecio por la buena reputación se llama IMPUDICIA.
El dolor que causa una calamidad ajena se denomina LÁSTIMA, Y se produce por la idea de que una calamidad semejante puede ocurrirnos a nosotros mismos; esta es la razón
de que también se llame COMPASIÓN, y usando una frase de
los tiempos presentes, COMPAÑERISMO. Cuando se trata de calamidades que derivan de un gran desastre, los mejores hombres siel1ten menos lástima, y ante la misma calamidad tienen
menos lástima aquellos que se sienten menos amenazados
por ella.
El desprecio o escaso sentimiento que inspira la desgracia
ajena es lo que bsl los hombres llaman CRUELDAD, y procede
de la seguridad de la propia fortuna. Porque yo no concibo
la posibilidad de que un hombre encuentre placer sustantivo
en las grandes desgracias de los demás.
La pena que suscita el éxito de un competidor en riquezas,
honor u otros bienes, cuando va unida al propósito de robustecer nuestras propias aptitudes para igualar o superar a
aquél, se llama EMULACIÓN. Si se asocia con el propósito de
suplantar o poner obstáculos a un competidor, ENVIDIA.
Cuando en la mente del hombre surgen alternativamente
los apetitos y aversiones, esperanzas y temOres que conciernen
a una y la mi.,ma cosa, y diversas consecuencias buenas y malas
de nuestros actos u omisiones respecto a la cosa propuesta acuden sucesivamente a nuestra mente, de tal modo que a veces
sentimos un apetito hacia ella, otras una aversión, en ocasiones una esperanza de realizarla, otras veces una desesperación
o temor de no alcanzar el fin propuesto, la suma entera de
nuestros deseos, aversiones, esperanzas y temores, que continúan hasta que la cosa se hace o se considera imposible, es
lo que llamamos DELIBERACIÓN.
47
PARTE
DEL
HOMBRE
CAP.
6
En consecuencia, la deliberación no existe respecto de las
cosas pasadas, porque es manifiestamente imposible cambiar
lo pasado; ni tampoco de las cosas que sabemos que son imposiblts o, cuando menos, lo imaginamos así, porque'los hombres saben o piensan que tal deliberación es vana. Pero de
las cosas imposibles qúe suponemos posibles, podemos deliberar, porque no sabemos que ello es en vano. Y esto se
llama deliberación, porque implica poner término a la libertad
que tenemos de hacer u omitir, de acuerdo con nuestro propio
apetito o aversión.
En la deliberación, el último apetito o aversión inmediatamente próximo a la acción o a la omisión correspondiente,
es lo que llamamos VOLUNTAD, acto (y no facultad) de querer. Los animales que tienen capacidad de deliberación deben
tener, también, necesariamente, voluntad. La definición de
la voluntad dada comúnmente por las Escuelas, en el sentido
de que es un apetito racional, es defectuosa, porque si fuera
correcta no podría haber acción voluntaria contra la razón.
Pero si, en lugar de un apetito racional, decimos un apetito
que resulta de la deliberación precedente, entonces la definición es la misma que he dado aquí. Voluntad, por consiguiente, es el último apetito en la deliberación. Y aunque
decimos, en el discurso común, que un hombre tuvo, en
cierta ocasión, voluntad de hacer una cosa, y que, no obstante,
se abstuvo de hacer la, esto es propiamente una inclinación
que no constituye acción voluntaria, porque la acción no depende de ello, sino de la última inclinación o apetito. Si los
apetitos intervinientes convirtieran en voluntaria una acción,
entonces, por la misma razón, todas las aversiones intervinientes deberían hacer involuntaria la misma acción, y así, una y
la misma acción, sería, a la vez, las dos cosas: voluntaria e
involuntaria. [29]
Resulta, aSÍ, manifiesto que no sólo son voluntarias las
acciones que tienen su comienzo en la codicia, en la ambición,
en el deseo o en otros apetitos con respecto a la cosa propuesta,
sino también todas aquellas que se inician en la aversión o
en el temor de las consecuencias que suceden a la omisión.
Las formas de dicción mediante las cuales se expresan
las pasiones, son parcialmente idénticas y parcialmente dife-
PARTE 1
DEL
l/OMBRE
CAP.
6
rentes de aquellas por las cuales expresamos nuestros pensamientos. En primer lugar, generalmente, todas las pasiones
pueden ser expresadas de modo indicativo, como yo amo, yo
I temo, yo me alegro, yo delibero, yo quiero, yo ordeno; pero
algunas de ellas tienen sus expresiones particulares que, no obstante, no son afirmaciones, a menos que sirvan para llegar
a otras conclusiones distintas de las de la pasión de la cual
proceden. La deliberación puede expresarse, también, de modo subjuntivo, lo cual implica una expresión propia para significar suposiciones, con sus consecuencias como: si se hace
esto, entonces sucederá aquello; y no difiere del lenguaje del
razonamiento, salvo en que el razonamiento se hace en términos generales, mientras que la deliberación es, en la mayor
parte de los casos, de particulares. El lenguaje del deseo y
de la aversión es imperativo, como: haz. esto, no hagas aquello.
Cuando el interesado se obliga a hacer u omitir, existe un
mandato; en otro caso, una súplica; en algunos, un consejo.
El lenguaje de la vanagloria, de la indignación, de la lástima
y del afán de venganza es optativo. Del deseo de saber hay una
expresión peculiar que se llama interrogativa como: ¿qué es
esto? ¿cuándo? ¿cómo? ¿cómo está hecho? ¿por qué? Yo no
conozco otro lenguaje de las pasiones. Porque las maldiciones,
juramentos e insultos, y otras formas semejantes, no tienen
valor como elementos de discurso, sino como mera palabrería.
Estas formas de dicción son expresiones o significados voluntarios de nuestras pasiones: pero signos ciertos no lo son,
porque pueden ser usados arbitrariamente, ya sea que quienes
los usan tengan esas pasiones o no. Los mejores signos de las
pasiones presentes se encuentran o bien en el talante, o en
los movimientos del cuerpo, en las acciones, fines o propósitos
que por otros conductos sabemos que son esenciales al hombre.
y como, en la deliberación, los apetitos y aversiones surgen de la previsión de las consecuer.cias buenas y malas, y
de las secuelas de la acción sobre la cual deliberamos, el
efecto bueno o malo de ello depende de la previsión de una
larga serie de consecuencias, de las cuales raramente un hombre es capaz de ver hasta el final. Por lejos que un hombre
vea, si el bien, en tales consecuencias, supera en magnitud
al mal, la sucesión entera es lo que los escritores llaman bien
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CA.P.
6
aparente o semejante; y, contrariamente, cuando el mal excede
al bien, el conjunto es mal aparente a semejante; así quien,
por experiencia o razón, tiene las máximas y más seguras
perspectivas de las consecuencias, delibera mejor por sí mismo
y es capaz, cuando q\liera, de dar el mejor consejo a los
demás.
El éxito continuo en la obtención de aquellas Cosas que
un hombre desea de tiempo en tiempo, es decir, su perseveranciacontinu:l, es lo que los hombres llaman FELICIDAD. Me
refiero a la felicidad en esta vida; en efecto, no hay cosa que
dé perpetua tranquilidad a la mente mientras vivam()s aquí
abajo, porque la vida raras veces es otra cosa que movimiento,
y no puede darse sin deseo [30] y sin temor, como no puede
existir sin sensaciones. Qué género de felicidad guarda Dios
para aquellos que con devoción le honran, nadie puede saberlo
antes de gozarlo: son cosas que resultan, ahora, tan incomprensibles como ininteligible parece la frase visión beatifica
de los escolásticos.
La forma de dicción por medio de la cual significan los
hombres su opinión acerca de la bondad de una cosa, es el
ELOGIO. Aquello con lo cual significan la capacidad y la grandeza de una cosa constituye la EXALTACIÓN. Y aquello con lo
cual significan la opinión que tienen de la felicidad de un
hombre es lo que los griegos llamaban !lUxuQLO!lór;, expresión
para la cual carecemos de un nombre en nuestro idioma. Considero que con lo dicho hay suficiente, para nuestro propósito,
por lo que respecta a las pasiones.
5°
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
7
CAPITULO VII
De los Fines o Resoluciones del Discurso
Para todos los discursos, gobernados por el afán de saber,
existe, en último término, un fin J que consiste en alcanzar o
renunciar a algo. Y dondequiera que se interrumpa la cadena
del discurso, existe un fin circunstancial.
Si el discurso es puramente mental, consiste en pensamientos disyuntivos de que la cosa será o no será, o de que
ha sido o no ha sido. Así dondequiera que interrumpamos
la cadena de un discurso humano, dejamos la presunción de
que será o no será; de si ha sido o no ha sido. A todo esto
se denomina opinión. Y así como existen apetitos alternativos,
al deliberar respecto al bien y al mal, así también hay una
opinión alternativa en la busca de la verdad respecto al pasado
y al futuro. Y así como el último apetito en la deliberación
se denomina voluntad; así la última opinión en busca de la
verdad del pasado y del futuro se llama JUICIO, o sentencia
resolutiva y final de quien realiz.a el discurso. Y como la serie
completa de los apetitos alternos, en la cuestión de lo bueno
y lo malo, se llama deliberación J así la serie completa de las
opiniones que alternan en la cuestión de lo verdadero y de
lo falso, se llama DUDA.
Ningún discurso puede terminar en el conocimiento absoluto de un hecho, pasado o venidero. Porque para conocer
un hecho, primero es necesaria la sensación, y luego la memoria. Y en cuanto al conocimiento de las consecuencias, a lo
que anteriormente he dicho que se --denomina ciencia, no es
absoluto, sino condicional. Ninguno puede saber por discurso
. que esto o aquello es, ha sido o será, porque ello supondría
saber absolutamente: sólo que si esto es, aquello es; o si esto
ha sido, aquello ha sido; o si esto será, aquello será, lo cual
implica saber condicionalmente. Y esta no es la consecuencia
51
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP.
7
de una cosa con respecto a otra, sino del nombre de una cosa
con respecto a orro nombre de la misma cosa.
Per consiguiente cuando el discurso se expresa verbalmente,
y comienza con las definiciones de las palabras, y avanza, por
conexión de las misma9, en forma de afirmaciones generales,
y de éstas, a su vez, en silogismos, [3 ¡) el fin o la última
suma se denomina conclusión; y la idea mental con ello significada es conocimiento condicional, o conocimiento de la
consecuencia de las palabras, lo que comúnmente se denomina
CIENCIA. Pero si la primera base de semejante discurso no
está constituída por definiciones; o si las definiciones no se
conjugan correctamente unas con otras formando silogismos,
entonces el fin o conclusión continúa siendo OPINiÓN acerca
de la verdad de algo afirmado, aunque a veces con palabras
absurdas e insensatas, sin posibilidad de ser comprendidas.
Cuando dos o más personas conocen uno y el mismo hecho,
se dice que son CONSCIENTES de ello una respecto a otra, lo
cual equivale a conocer conjuntamente. Y como tales personas
son los mejores testigos respecto de los hechos mutuos o de
los de un tercero, fue y ha sido siempre repudiado como un
acto censurable, para cualquier hombre, hablar contra su conciencia) o corromper o forzar a otro para proceder así. Tal es la
causa de que el testimonio de la conciencia haya sido siempre
atendido con diligencia en todos los tiempos. Con posterioridad los hombres hicieron uso de la misma palabra metafóricamente, para designar un conocimiento de sus propios actos
secretos, y de sus secretos pensamientos, y así se dice retóricamente que la conciencia equivale a mil testigos. Por último,
quienes están vehementemente enamorados de sus propias opiniones y, por absurdas que sean, tienden con obstinación a
mantenerlas, dan a esas opiniones suyas el nombre reverente
de conciencia, como si les pareciera inadecuado cambiarlas o
hablar contra ellas; y así pretenden saber que son ciertas, cuando saben a lo sumo que ello no pasa de una opinión.
Cuando el discurso de un hombre no comienza por definiciones, o bien se inicia por una contemplación de sí propio,
y entonces se llama opinión, o se apoya en afirmaciones de
otra persona, de cuya capacidad para wnocer la veidad y
de cuya honestidad sincera no tiene la menor duda; entonces
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
7
el discurso no concierne tanto a la cosa como a la persona,
y la resolucÍón se llama CREENCIA y FE; te !In el hombre,
creencia en dos cosas, en el hombre, y en la verdad de lo que
él dice. Así que en la creencia hay dos opiniones, una de ellas
de los dichos del hombre, otra de su verdad. Tener te en o
confiar en, o creer en un hombre, significan la misma cosa,
a saber: una opinión acerca de su veracidad; pero creer lo
que se dice, significa sólo una opinión sobre la verdad de
lo dicho. Observemos que la frase yo creo en, como también
la latina, credo in, y la griega, ln<;É"lú EI<;, nunca 'se usan sino
cuando se refieren a lo divino. En lugar de ello, en otros
escritos se dice yo creo en él, yo contio en él, yo tengo fe en
él, yo me apoyo en él; yen latín, credo illi; fido fUi; en griego, JtL<;{"w utrn!>; y esta singularidad del uso eclesiástico de las
palabras ha levantado muchas disputas acerca del verdadero
objeto de la fe cristiana.
Pero al decir creo en, como se afirma en el Credo, no se
significa la confianza en la persona, sino la confesión y reconocimiento de la doctrina. Porque no sólo los cristianos, sino
toda clase de hombres creen de tal modo en Dios que consideran como verdad cuanto se le atribuye, compréndanlo o
no. Este es el máximo de fe y confianza que una persona
cualquiera puede tener. Pero no todos creen la doctrina del
Credo. [32J
De aquí podemos inferir que cuando creemos en la veracidad de lo que alguien afirma a base de argumentos tomados
no de la cosa misma, o de los principios de la razón natural,
sino de la autoridad y buena opinión que tenemos de quien
lo ha dicho, entonces el que dice o la persona en quien creemos
o confiamos, y cuya palabra admitimos, es el objeto de nuestra
fe; y el honor hecho al creer, se hace a él solamente. Como
consecuencia, cuando creemos que las Escrituras son la palabra
de Dios, no teniendo revelación inmediata de Dios mismo,
nuestra creencia, fe y confianza están en la Iglesia, cuya palabra admitimos y a la que prestamos nuestra aquiescencia.
Y'aquellos que creen en lo que un profeta les refiere en nombre de Dios, admiten la palabra del profeta, le honran, y
confían y creen en él, recogiendo la verdad de lo que relata,
ya sea un profeta verdadero o falso; y así ocurre también con
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
7
todo 10 demás en historia. Porque si yo no creyera todo 10
que han escrito los historiadores sobre los a~tos gloriosos d(}
Alej<mdro o de César, no creo que el espíritu de Alejandro o
de César tuvieran motivo alguno para ofenderse por ello, ni
ningún otro, salvo el historiador. Si Livio dice que los dioses
hicieron hablar una vez a una vaca y no lo creemos, no desconfiamos de Dios, sino de Livio. Así es evidente que cualquiera cosa que creamos, no por otra razón sino solamente
por la que deriva de la autoridad de los hombres y de su~
escritos, ya sea comunicada o no por Dios, es fe en los hombres solamente.
54
DEL
PARTE 1
HOMBRE
CAP.
8
CAPITULO VIll
De las
Comúnmente Llamadas INTELECTUALES,
y de sus DEFECTOS Opuestos
VIRTUDES
Generalmente la verdad, en toda clase de asuntos, es algo
que se estima por su eminencia. Consiste en la comparación,
porque si todas las cosas fueran iguales en todos los hombres,
nada sería estimado. Y por virtudes INTELECTUALES se entiende, siempre, aquellas actitudes de la mente que los hombr.~s
aprecian, valoran y desearían poseer en sí mismos: común'"'
mente se comprendeh bajo la denominación de un buen taletlto, aunque la misma palabra talento se use también pan
distinguir una cierta aptitud del resto de ellas.
Estas verdades son de dos clases: 11aturales y adquiridas.
Con la denominación de naturales no significo lo que un hombre tiene desde su nacimiento, porque entonces no posee sino
sensaciones; en ello difieren los hombres tan poco unos de
otros, y de los animales, que no puede incluirse esa cualidad
entre las virtudes. Me refiero más bien a ese talento que se
adquiere solamente por el uso y la experiencia, sin método,
cultura e instrucción. Ese TALENTO NATURAL consiste principalmente en dos cosas: celeridad de la imaginación (es decir,
con respecto a otro), ysucesión rápida de un pensamiento
dirección certera hacia algún fin propuesto. Por lo contrario}
una imaginación lenta constituye el defecto o falta de inteligencia que comúnmente se denomina PESADEZ, estupidez, y
a veces con otros nombres que significan lentitud de movimiento o dificultad de ser movido. [33]
Esta diferencia de celeridad proviene de la diferencia de
las pasiones humanas; unos hombres aman y aborrecen unas
cosas, otros otras; como consecuencia, ciertos pensamientos
humanos siguen un camino, y otros otro, y retienen y observan
de modo diferente las cosas que pasan a través de su imaginación. Y como en esta sucesión de los pensamientos humanos
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nEL
HOMBRE
CAP.
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no hay nada que observar en las cosas sobre las cuales se piensa,
si nI) es aquello en que una se asemeja o se diferencia de otra,
o para qué sirven, o cómo sirven para determinado propósito,
quienés observan su semejanza, en los casos en que esta cualidad difícilmente es observada por otros, se dice que tienen
un buen talento, con lo' cual, en esta ocasión, se significa una
buena imaginación. Quienes observan esa diferencia y desemejanza, actividad que se denomina distinguir, observar y juz.gar
entre cosa y cosa, cuando este discernimiento no es fácil, se
dice que tiene un buen juicio, particularmente en materia de
conversación y negocios. Cuando han de discernirse tiempos,
lugares y personas, esta virtud se denomina DISCRECIÓN. Lo
primero, es decir, la fantasía, <:in ayuda del juicio, no puede
considerarse como virtud; pero lo último,es decir, el juicio
y la discreción reunidos se recomiendan por sí mismos aun
sin au~ilio de la fantasía. Junto a la discreción sobre tiempos,
lugares y personas, que es indispensable para una buena
imaginación, se requiere, también, una aplicación freruente
de los pensamientos con respecte. a su fin; es decir, con respecto al uso que ha de hacerse de ellos. Hecho esto, quienes
poseen esta virtud, fácil:nente encuentran similitudes que no
solamente resultan agradables para la ilustración de su discurso y para exonerarlo con nuevas y adecuadas metáforas, sino
también por la rareza de su invenciór.. En cambio, sin ese
sentido certero ~ dirección hacia el fin, una gran imaginación
no es sino una especie de locura; tal ocurre con quienes iniciando un discurso se apartan de su propósito por alguna
cuestión que les viene a la mente, cayendo en tan abundantes
y diversas digresiones y paréntesis,' que se extravían lamentablemente. N o conOLCO ningún nombre especial para este
nero de locura, pero su causa es, a veces, la falta de experiencia, que hace ¡,¡arecer a un hombre nueva y rara una cosa
que no 10 es para los otros; a eces la pusilanimidad, cuando
10 que parece grande a uno, otros hombres lo estiman
y como todo lo que es nuevo y grande resulta, por consiguiente,
digno de expresión, aparta a un hombre gradualmente de
vía señalada a sus discursos.
En un buen poema, ya sea épico o dramático) como también en sonetos, epigramas y otras piezas, se requieren ambas
PARTE 1
DEL
HOftlBRE
CAP.
8
cosas, juicio e imaginación. Pero la imaginación debe ser
preeminente; porque tales obras deben agradar por su extravagancia, pero no desagradar por su indiscreción.
En una buena historia la cualidad eminente debe ser el
juicio, porque la bondad consiste en el método, en la verdad
yen la selección de las acciones más dignas de ser conocidas.
La imaginación no tiene ahí adecuado lugar si no es para
adornar el estilo.
En las oraciones laudatorias y en las invectivas la imagin:lción predomina, porque el fin propuesto no es la verdad,
sino el ensalzamiento o la denigración, lo cual se logra mediante comparaciones nobles o viles. El juicio sugerirá qué
circunstancias hacen un acto laudable o reprobable. [34]
En las exhortaciones e informes, como la verdad o la simulación sirven mejor al designio propuesto, unaS veces
interesa más el juicio y otras la fantasía.
En la demostración, en el consejo y en toda busca rigurosa de la verdad, el juicio lo es todo, salvo en aquellas ocasiones
en que la comprensión necesita facilitarse por una semblanza
adecuada, caso en el cual precisa recurrir a la imaginación. En
cuanto a las metáforas, deben ser decididamente excluídas en
este caso porque revelan una simulación, y admitirlas en un
consejo o razonamiento sería insensatez manifiesta.
En un discurso cualquiera, si el defecto de discreción es
evidente, por extraordinaria que sea la imaginación, el discurso entero será considerado como un signo de falta de talento; nunca ocurre esto cuando la discreción es manifiesta,
aunque la imaginación resulte pobre.
Los pensamientos secretos de un hombre giran en torno a
todas las cosas, santas y profanas, limpias, obscenas, graves y
ligeras, sin vergüenza ni desdoro; no ocurre 10 mismo con el
discurso verbal, ya que el juicio debe tener en cuenta el lugar,
el tiempo y las personas. Un anatómico o un médico pueden expresar o escribir su opinión sobre cosas sucias, porque su objeto
no es agradar sino ser útil; pero que otro hombre escriba sus
fantasías extravagantes y ligeras sobre esas mismas cosas, es como si alguien se presentara en una reunión después de haberse
revolcado en el fango. La diferencia consiste en la falta de
57
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
8
discreción. En los casos de deliberada disipación de la mente
y en el círculo familiar, un hombre puede jugar con los sonidos y con las significaciones equívocas de las palabras, -:osa
que en ocasiones es signo de extraordinaria fantasía. Pero en un
sermón, o en público, o ante personas desconocidas,. o delante
de aquellas a quienes reverenciamos, tales juegos de palabras
no pueden ser considerados sino como necedad manifiesta; y
la diferencia consiste una vez más en la falta de discreción.
Así que donde falta el ingenio, no es la imaginación lo que
estorba, sino la falta de discreción. Por consiguiente, el juicio
~in imaginación es talento, pero la fantasía sin juicio no lo es.
Cuando los pensamientos de un hombre que se propone
algo, giran en torno a una multitud de cosas, y observa cómo
pueden conducirle a tal designio, o qué designios pueden conducirle a ello, si sus ohservaciones. son de tal linaje que no
pueden. considerarse fáciles o usuales, este talento de la persona en cuestión se denomina PRUDENCIA, y depende en gran
parte de la experiencia y memoria de cosas análogas anteriores y de sus consecuencias. En esto no existe tanta diferencia
entre los hombres como la hay en sus fantasías y en sus juicios; en efecto, la experiencia de los hombres de una misma
edad no difiere grandemente en orden a la cantidad, pero varía
según las diferentes ocasiones, ya que cada uno tiene sus
particulares designios. Gobernar bien una familia y un reino
no son grados diferentes de prudencia, sino diferentes especies
de negocios; del mismo modo que diseñar un cuadro en pequeño o en grande, o en tamaño mayor que el natural no
implica sino grados diferentes de arte. Un esposo sencillo es
más prudente en los negocios de su propia casa que un consejero privado en los asuntos de otro hombre.
Si a la prudencia se añade el uso de medios injustos o
deshonestos, tales como los que usualmente arbitra el hombre
cuando siente temor o necesidad, nos encontramos con esa
especie de sabiduría tortuosa que se denomina ASTUCIA, y es
un sigIlO [35] de pusilanimidad. En efecto, la magnanimidad
implica el desprecio de ayudas injustas o deshonestas. y lo que
los latinos llaman versutia (traducido al inglés shifti;zg) ,
que consiste en aceptar el peligro presente para evitar otro
mayor, como ocurre cuando alguien roba a Uno para pagar a
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
8
otro, es una astucia de corto radio, lo que se llama <uersutia,
derivado de versura, que significa tomar dinero a usura para
hacer frente al pago actual del interés.
En cuanto al talento adquirido (me refiero allogmdo pOI
el método y la instrucción) no es otra cosa que la razón;
está fundado en el uso correcto del lenguaje, y produce las
ciencias. Pero de razón y de ciencia he hablado ya en los capítulos v y VI.
Las causas de esta diferencia de talento se encuentran en
las pasiones; y la diferencia de pasiones procede, en parte, de
la diferente constitución del cuerpo, y en parte de la distinta
educación. Porque si la diferencia procediese del temple del
cerebro y de los órganos de los sentidos tanto externos como
internos, no habría menos diferencia entre los hombres en.
cuanto a la vista, al oído y otros sentidos, que en cuanto a su
imaginación y a su discernimiento. La diferencia de talento
procede, por consiguiente, de las pasiones, que no solamente
difieren por la diversa complexión humana, sino, también, por sus diferencias en punto a costumbres y educación.
Las pasiones que más que nada causan las diferencias de
talento son, principalmente, un mayor o menor deseo de poder, de riquezas, de conocimientos y de honores, todo lo cual
puede ser reducido a lo primero, es decir: al afán de poder.
Porque las riquezas, el conocimiento y el honor no son sino
diferentes especies de poder. Por tal razón, un hombre que
no tiene gran pasión por ninguna de estas cosas es lo que suele
llamarse un indiferente, aunque, por lo demás, puede ser un
hombre tan cabal que sea incapaz de ofender a nadie, pero
sin gran imaginación ni adecuado juicio. Porque los pensamientos son, con respecto a los deseos, como escuchas o espías,
que precisa situar para que avizoren el camino hacia las cosas
deseadas. Toda la firmeza en los actos de la inteligencia y
toda la rapidez de la misma proceden de aquí. En efecto, no
tener deseos es estar muerto; tener pasiones débiles es pereza;
. apasionarse indiferentemente por todas las cosas, DISIPACIÓN
y distracción; y tener por alguna cosa pasiones más fuertes y
más vehementes de lo que es ordinario en los demás, es ]0
que los hombres llaman LOCURA.
59
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP.
8
Existen clases tan diversas de locura como de pasiones
mismas. A veces la pasión, extraordinaria y extravagante, procede de la defectuosa constitución de los órganos del cuerpo,
o de un daño que se le ha inferido; a veces el daño e indisposición de los órganos. lo causan la vehemencia o prolongada
continuidad de la pasión. Pero en ambos casos la locura es de
una sola y la misma naturaleza.
La pasión,cuya violencia o continuidad producen la locura,
es, o bien una gran vanagloria, lo que comúnmente se llama
orgullo y alta estimación de si mismo, o un gran desaliento
o desánimo.
El orgullo lanza al hombre a la violencia, y su exceso es
la locura, RABIA vehemente o FUROR. Y así ocurre que [36]
un excesivo anhelo de venganza,_ cuando se hace habitual,
perturba los órganos y se convierte en rabia. El amor excesivo,
con celos, se transforma en rabia también. La exagerada opinión que un hombre tiene de sí mismo, cuando siente la inspiración divina, por su sabiduría, por su enseñanza, sus maneras, ete., se convierte en distracción y disipación. La misma
cosa, asociada con la envidia, se convierte en rabia; la opinión
vehemente de la verdad de todas las cosas, contradicha por
los otros, engendra rabia también.
El abatimiento provoca en el hombre temores inmotivados; es llamado comúnmente MELANCOLÍA y tiene también
manifestaciones diversas; por ejemplo, la frecuentación de cementerios y lugares solitarios, los actos de superstición, el
temor a alguien o a alguna cosa en concreto.
En suma, todas las pasiones que producen una conducta
extraña y desusada reciben, por lo general, el nombre de locura. Pero de las diversas clases de ella quien quisiera tomarse
la pena podrá contar una legión, y si los excesos son locura,
no hay duda de que las pasiones mismas, cuando tienden al
mal, son grados de ella.
Por ejemplo, aunque el efecto de la locura en quie~es
creen hallarse inspirados, no siempre es visible en una persona por una acción extravagante que proceda de tales pasiones, cuando varias personas obedecen a una de esas inspiraciones, la rabia de la multitud entera es bastante visible.
60
P4.RTE I
DEL
HOMBRE
CAP.
8
Porque ¿qué mayor prueba de locura que increpar, herir y
lapidar a vuestros mejores amigos?: y esto es lo menos que
semejante multitud puede hacer. Esa multitud increpará,
combatirá y aniquilará a aquellos que en tiempos pasados de
su vida les aseguraron contra el mal. Y si esto es locura en la
multitud, lo mismo ocurre con el hombre particular. Porque,
como en medio del mar, aunque un hombre no perciba el rumor del agua que le rodea, está bien seguro de· que esta
porción contribuye al rumor de las olas, tanto como cualquiera
otra parte del mar entero, así, aunque no percibamos una gran
inquietud en uno o en dos hombres, podemos estar seguros
que sus pasiones singulares son parte de la agitación que anima
a una nación turbulenta. Y si no existiera nada que manifestara su locura, por lo menos la pretensión misma de asignarse
tal inspiración, es prueba suficiente de ello. Si un habitante
de Bedlam os entretuviera en términos pretenciosos, y al despediros quisierais saber quién es, para corresponder más tarde
a su atención, y os dijera que es Dios Padre, pienso que no
necesitaríais esperar ninguna otra acción extravagante para
tener una prueba de su locura.
Este sentido de la inspiración, llamado comúnmente espíritu particular, se inicia con mucha frecuencia en el hallazgo
o percepción de un error en que generalmente incurren los
demás; y no sabiendo o no recordando por qué conducto de
razón llegan a una verdad tan singular (como ellos lo piensan, aunque lo que descubren sea, en muchos casos, una sinrazón), actualmente se admiran a sí mismos, suponiendo que
se encuentran en posesión de la gracia del Todopoderoso
que les ha revelado esa verdad, de modo sobrenatural, por
su Espíritu.
Que a su vez esta locura no es otra cosa sino la muestra
de una excesiva pasión, se advierte por los efectos del vino,
muy semejantes a los de la mala disposición de los órganos.
Porque la manera [37) de conducirse los hombres que han
bebido demasiado es la misma que la de los locos: algunos
de ellos rabian, otros aman, otros ríen, todos de modo extravagante, pero de acuerdo con sus distintas pasiones dominantes. Porque el vino produce el efecto de disipar todo disimulo,
dejando que se manifieste la deformidad de las pasiones. Ni
61
r·lRTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.,
8
los hombres más sobrios, cuando caminan solos, dando rienda suelta a su imaginación, tolerarían que la extravagancia de
sus pensamientos fuera públicamente advertida: lo cual es
una confesión de que las pasiones sin guía son, en la mayor
parte de los casos, mera locura.
Lo mismo en tiempos pasados que en otros más cercanos,
las opiniones del mundo concernientes a la causa de la locura
han sido dos. Algunos la hacen derivar de las pasiones; otros,
d~ los demonios o espíritus, tanto buenos como malos, pensando que esos entes son susceptibles de agitar sus órganos en
tan extraña e inconsiderada manera como suele ocurrir a los
locos. Los primeros llaman a tales hombres locos; pero los últimos les denominan demoníacos (es decir, poseídos por los
espíritus); a veces energúmenos (es decir, agitados o movidos
por los espíritus); y ahora en Italia se res llama no solamente
pazzi o locos, sino también spiritati, o posesos.
Hubo una vez una gran afluencia de gente en Abdera,
ciudad de los griegos, durante la representación de la tragedia
de A ndrómeda, en un día extraordinariamente caluroso; como
consecuencia de ello una gran parte de los espectadores contrajo fiebres, accidente causado por el calor y por la tragedia
juntamente, y no hacían otra cosa sino pronunciar' yámbicos
éon los nombres de Perseo y Andrómeda; esto, juntamente con
la fiebre, quedó curado con el advenimiento del invierno.
Decíase que esta locura procedía de la pasión suscitada por
la tragedia. Del mismo modo cayó sobre dicha ciudad griega
una racha de locura que afectaba solamente a las jóvenes doncellas e inducía a muchas de ellas a ahorcarse. Supúsose por
muchos que esta locura era acto del demonio. Pero hubo quien
sospechó que el hastío de la vida sentido por las jóvenes podía
proceder de cierta pasión de la mente, y suponiendo que estimaban en más su honor, aconsejó a los magistrados que
desnudaran a las interesadas y las dejasen colgar desnudas. /
De este modo dice la historia que curaron su locura. Pero por
otro lado los mismos griegos atribuían frecuentemente la locura unas veces a la actuación de las Euménides o Furias;
otras, a Ceres, a Febo y a otros dioses. Muchas cosas atribuían
entonces los hombres a los fantasmas, suponiéndoles cuerpos
aéreos vivientes, y en general los lJamaban espíritus. Los ro-
62
1'.4RTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
8
manos, en esto, tenían la misma opinión que los griegos, y así
ocurrió también con los judíos. Lla~aban éstos a los profetas
locos o demoniacos) según los considerasen inspirados por espíritus buenos o malos; y algunos de ellos llamaban a ambos,
profetas y demoníacos, hombres locos; y otros llaman al mismo hombre las dos cosas, demoníaco y loco. En cuanto a los
gentiles no puede esto causar extrañeza, porque las enfermedades y la salud, los vicios y las virtudes y muchos accidentes naturales eran denominados y conjurados por ellos
como demonios; así que cualquiera comprendía bajo la denominación de demonio lo mismo una fiebre que un diablo.
Pero que los judíos tengan tal opinión [38] es algo extraño,
porque ni Moisés ni Abraham pretendían profetizar por la posesión de un espíritu, sino por· la voz de Dios o por la
visión o ensueño. Ni existe, tampoco, cosa alguna en su ley
moral o ceremonial, por la cual pueda pretenderse que existiera tal entusiasmo o posesión. Cuando se ·dice que Dios
(Nm.) 11, 25) tomó e! espíritu que había enMoisés y lo dio
a los setenta más ancianos, e! espíritu de Dios (considerándolo
como la sustancia de Dios) no queda por ello dividido. Las
Escrituras, al decir espíritu de Dios en e! hombre, significan
un espíritu humano propenso a lo divino. Y donde se dice
(Ex.) 28, 3) a aquel a quien he henchido con el espíritu de
la sabiduría para que hagan vestidos a Aarón) no quiere decirse
que se haya imbuído en él un espíritu que pueda hacer vestidos, sino la sabiduría de sus propios espíritus en este género
de trabajo. En e! mismo sentido cuando e! espíritu de! hombre produce acciones impuras, se llama ordinariamente espíritu impuro; y así se habla también de otros espíritus, por lo
menos cuando la verdad y e! vicio son de tal naturaleza que
resultan extraordinarios y eminentes. Tampoco los otros profetas ~e! Antiguo Testamento pretendieron estar inspirados o
que DIOs hablara por ellos, sino que se les manifestara mediante la voz, visión o ensueño. Y e! peso del Señor no era
posesión sino orden o mando. ¿Cómo pudieron los judíos caer
e.n esta idea de la posesión? Yana me imagino razón alguna
silla la que es común a todos los hombres especialmente e!
an~elo de .curiosidad ~~r buscar las causas n'aturales, y su empeno de SItuar la felICIdad en la adquisición dí:: los grandes
P.1RTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
8
placeres de los sentidos, y en las cosas que más inmediatamente conducen a ellos. En efecto, quienes ven ciertas excelencias,
desastres y defectos en una mente humana, a menos que no
se den cuenta de la causa que pudo probablemente origInarlos, difícilmente pensa:-án que sea cosa natural, y si no es natural habrá de ser sobrenatural; y entonces ¡ qué puede haber
sino Dios o el demonio en ellos? De afluí que cuando nuestro
Salvador (jI,ir., 3, 2 r) se hallaba rodeado por la multitud,
sus familiares sospechaban que estuviera loco y salieron de
casa para detenerle. Pero los escribas decían (Jn.) 10, 20)
que tenía a Belzebú, y que gracias a él expulsaba a los demonios, como si el loco más grande empujara a los más pequeños. Así en el Antiguo Testamento aquel que vino a ungir
a Jehú (2 R.) 9, Ir), era un profeta; pero alguno de los
circunstantes preguntó: Jehú ¿qué viene a hacer ese loco? Así
que, ea suma, es manifiesto que todo aquel que se comporta de
un modo extraordinario, era considerado por los judíos como
poseído bien por un dios, bien por un espíritu maligno; exceptuábanse las saduceos, quienes, por otra parte, erraban tanto
que no creían en absoluto en la existencia de los espíritus (lo
cual no dista mucho de inducir al ateísmo); y a causa de esto,
acaso, propendían a denominar a tales hombres demoníacos,
más bien que locos.
Pero ¡por qué nuestro Salvador procedió en la curación
de ellos como si estos hombres fueran posesos, y no como si
fuesen locos l A ello no puedo dar otro género de respuesta
sino el que se da a quienes tratan de utilizar análogamente
la Escritura contra la opinión del movimiento de la tierra. La
Escritura fue escrita para mostrar a los hombres el reino de
Dios, y para preparar sus espíritus para ser sus súbditos obedientes, [39] abandonando el mundo, y la filosofía a él referente, a la disputa de los hombres, para ejercicios de su razón
natural. Que las tierras o los soles en su movimiento creen el
día y la noche; que las acciones exorbitantes de los hombres
procedan de la pasión o del demonio (con tal de que no le
rindamos culto) es lo mismo, por lo que se refiere a nuestra
obediencia y s~misión a la Orllnipotencia divill1, objeto para
el cual fue escrita la Escritura. En cuanto a que nuestro Salvador hablase a la enfermedad como a una persona. es la
64-
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP.
8
frase usuaJ de todos aquellos que curan solamente por la palabra, como lo hizo Cristo (y como pretenden hacerlo los encantadores, ya invoquen al diablo o no). Porque ¿no se dice
que Cristo increpó también (MI., 8, 26) a los vientos? ¿no
se le atribuye igualmente (Le., 4, 39) haber recriminado a
la fiebre? Sin embargo, esto no permite argüir que una fiebre
sea un demonio. Y cuando se dice que muchos de estos demonios confesaron a Cristo, el pasaje en cuestión no debe
interpretarse necesariamente de otro modo sino en el sentido
de que aquellos locos lo confesaron. Y cuando r.uestro Salvador (Mt., I2, 43) habla de un espíritu impuro, que habiendo
salido de un hombre va errando por el desierto, en busca de
descanso y sin hallarlo, y vuelve al mismo hombre, en compañía de otros siete espíritus peores que él mismo, esto es evidentemente una parábola, refiriéndose a un hombre que después
de haberse esforzado tenuemente por despojarse de sus deseos, fue vencido por la potencia de ellos y se hizo siete veces
peor de lo que era. Así que yo no veo absólutamente nada
en la Escritura que obligue a creer que los demoníacos eran
otra cosa que locos.
y todavía existe otro defecto en los discursos de algunas
personas, que puede ser enumerado entre las especies de locura: nos referimos al abuso de palabras de que anteriormente
he hablado, en el capítulo v, bajo la denominación de absurdas. Tal ocurre cuando los hombres expresan palabras que
reunidas unas con otras carecen de significación, no obstante
lo cual las gentes, sin comprender sus términos, las repiten
de modo rutinario, y son usadas por otros con la intención de
engañar mediante la oscuridad que hay en ellas. Ocurre
esto solamente a aquellos que conversan sobre temas incomprensibles, como los escolásticos, o sobre cuestiomos de abstrusa
filosofía. El común de las gentes raramente dice palabras sin
sentido, y esta es la razón de que esas otras egregias personas
las tengan por idiotas. Pero para asegurarnos de que sus palabras carecen de contenido correspondiente en su espíritu,
habríamos de citar algunos ejemplos; si alguien lo requiere,
que to?le por su cuenta un escolástico y vea .si puede traducir
cualqUIer capítulo concerniente a un punto difícil como la Triciclad, la Deidad, la naturale?'..a de Cristo, la t'ransubstancia-
65
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
8
ción, el libre albedrío, etc., a alguna de las lenguas modernas,
para hacerlo inteligible, o en un latín tolerable como el que
nos dieron a conocer quienes vivieron cuando el latín era
una lengua común. ¿Qué significan estas palabras: La primera
causa no influye necesariamente sobre la segunda, en virtud
de la subordinación esencial de las segundas causas, estimulándola, así, a actuar? Tal es la traducción del título del capítulo sexto de Suárez, libro primero, Del concurso, del movimiento y de la ayuda de Dios. Cuando los hombres escriben
volúmenes enteros acerca de tales necedades ¿no están locos o
tratan de volver locos a los demás? Particularmente en el problema de la transubstanciación. [40] Cuando, después de haber pronunciado determinadas palabras como blancura, redondez magnitud, cualidad, corruptibilidad, se dice que todo
esto que es incorpóreo pasa de la Hostia al Cuerpo de nuestro
bendito Salvador ¿no prueban con todas aquellas terminaciones abstractas que hay otros tantos espíritus que poseen su
cuerpo? Por espíritus entienden estas gentes, en efecto, cosas
que siendo incorpóreas se mueven, no obstante, de un lugar
a otro. De modo que este género de absurdos puede correctamente ser incluído entre las diversas especies de locura; y
todo el tiempo en que, guiados por pensamientos claros de sus
pasiones mundanas, se abstienen de discutir o de escribir aSÍ,
no son sino intervalos de lucidez. Y así ocurre con muchas
de las virtudes y defectos intelectuales.
66
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 9
CAPITULO IX
De las Distintas
MATERIAS
del
CONOCIMIENTO
Hay dos clases de CONOCIMIENTO: uno es el conocimiento
de hecho, y Qtro el conocimiento 'de la consecuencia de una
afirmación con respecto a otra. El primero no es otra cosa
sino sensación y memoria, y es conocimiento absoluto, como
cuando vemos realizarse un hecho o recordamos que se hizo;
de ese género es el conocimiento que se requiere de un testigo. El último se denomina ciencia y es condicional, como
cuando sabemos que si determinada figura es un círculo, toda
linea recta que pase por el centro debe dividirla en dos 'Partes
iguales. Este es el conocimiento requerido de un filósofo, es
decir, de quien pretende razonar.
El registro del conocimiento de hecho se Ceno mina hisloria. Existen de él dos clases: 'Una llamada hist01'ÍIJ 1fQtural,
que es la historia de aquellosht>cltos o efectos de la Naturaleza que no dependen de la voluntad bumana; tales son las historias de metales, pl~ntas, animales, y otras cosas semejantes.
La otra es historia civil, que es la historia de las acciones voluntarias de los hombres constituídos en Estado.
Los registros de la ciencia son los libros que contienen las
demostraciones de la consecuencia de una afirmación con respecto a otra, y es lo que se llama comúnmente libros de filosofía. De ellos existen diversas especies según la diversidad
de la materia, y pueden dividirse tal como lo he hecho en la
siguiente tabla:
'
es decir,
conocimiento de
la.' conl«\lCn~
CIENCIA,
tatnbién Fu.OIO-
Qu¡ Ilim •• e
,1 ..
l
ConsecuenCias de
losatcidentcsdc:
loscuerpolft;atUw
nles¡ el lo que
se HaN FILO-SOFíA NATUUL.
M
tJI1fI".
..
•
CfU'P'1D'~­
cualidades de ¡'"
Consetllencias~e lu
}
mllyorn partes
del mundo, como
la liIrr.)' las ISIr,lhs.
onsecuencias de la
rnoci6n )' de la
can,id.tI d. l.,
Por eJ n6.mero.
lar
;:n;~~ ¡et:n!~
swb.
,iJ.
Con_ncias de
anl'idad y de la
mCXlón del o s
cuerpos en es".
M"U1nQlk.s.
" .
"
M,,,,.,u)
teonude1 ~SO.
dCla{
Con«alcncias
moción de lud.ases e!peciales y fi~
auras del cuerpo.
tr.HJnurte; y que unas veces se manific.Jtan )' otru dcsaplrehn
dCIa)
ton",,,,,.,i, d. l.. {POI' la f,¡¡uro.
De lo ~ del zNIrao, .101 Mm., r úr«MJ
• b ,li.UJuj.
p:l.rtes
e
mlldleJ etc..
1:1.5 cU:l.lidades de los 'f.,·'&II,I,;.
de las cu:l.IÑhdcs de los minlr,I6s,
túJr~,
cuerpos lí'illiJ01 quc lIen:an el espaciO entre las estrellas, tales-
tlC-
Conse(ucndíU~ !15{consec:uenCiU
d~'se~~do.tu",." Cun~ut;cl:l.S de
c,nse~;~jlS :: !:{ConsccuehC¡'S de la ";/iM;J.,
l'"'-
'--t
NM.
Conotet\.lendu del
¡'''ltU;lf.
l..'oN'flt.nJo,
R_zo"lmaO,
AI.1TMmc.a.
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MnznoLOG1A.
NAVEGACIÓX.
AaaUITECT1JLA.
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{ G...EÓCRAP'iA.
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JUSíO.
La C... ,¡. de lo
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L6GICA.
RETÓIl,ICA..
{EIl;~:::a~~' ct~~¡'IfI·l :O~!A.
cw. I ; es
ConKcuencias del SON,a".
MÚIICA.
,"¡tm4'I'"
ConsecuenCias del resto de 101 sentidos,
nsecuenelu d e~
".
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cualidades de los
.
• ",,,,.1,1.
Consecuenclls de las{consecuencias dc las ~JiOflll de Jos hom~ }
cualidades del
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t
{GEO'lEidA.
'co~ue:~~:~;¡ dcnl~;¿~t;w~~~serhd:~~"m:~~ey;¡;~':ft~rl,:~l, .iende 1QJ princip;os o prirm--{ Fu.w.wiA P&J .....
,.ocia.
moción y de la
cantidad JNmMMM.
CUCrJ'IO'
NCrpOI urrlJlrll.
Consecuc:náal
de los
las
NlliCadel de
<':on~'CUenru de Iu cu:t1idadcs de loJ
como cl 6;rt!, o sust:mcia etéra.
Consccuenru.s dc lU{ConstCUC"dU de 1" !¡¡z dc las cstreUu. De esto )'.del movimiento dd 101,
cu;¡!id:ldes de lu
rC$ulta 1:». Ciencia de 1:1
,¡lreJl6s.
Clft1secuenau de la i,,/IfU1ICU de lu estrtlJ:u.
'éonscaacnci# de las aWicbdes de los
de 100IICcideates ,""","", ••odos los
cuerpos ..runJcs¡ ••• ",.tiJ.4 Y ..oció..
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o conseroc,n.
ciade ¡.. ""¡iJ4-
..,.
FlSICA
I
,
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loo accident.. dde
Conoecuenciu
100cucrpo,poJíii.
«11, " lo que
llama. POLIT'''' y
111.-.1. C.v.L.
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. IO
CAPITULO X
Del
PODER,
de la ESTIMACIÓN, de la DIGNIDAD, dfl
Y del TÍTULO A LAS COSAS
HONOR
El poder de un hombre (universalmente considerado) consiste en sus medios presentes para obtener algún bien manifiesto futuro. Puede ser original o instrumental.
Poder natural es la ~minencia de las facultades del cuerpo o de la inteligencia, tales como una fuerza, belleza, prudencia, aptitud, elocuencia, liberalidad o nobleza extraordinarias. Son instrumentales aquellos poderes que se adquieren
mediante los antedichos, o por la fortuna, y sirven como medios e instrumentos para adquirir más, como la riqueza, la
reputación, los amigos y los secretos designios de Dios, 10 que
los hombres llaman buena suerte. Porque la naturaleza del
poder es, en este punto, como ocurre con la fama, creciente
a medida que avanza; o como el movimiento de los cuerpos
pesados, que cuanto más progresan tanto más rápidamente lo
hacen. El mayor de los poderes humanos es el que se integra
con los poderes de varios hombres unidos por el consentimiento en una persona natural o civil; tal es el poder de un
Estado; o el de un gran número de personas, cuyo ejercicio
depende de las voluntades de las distintas personas particulares, como es el poder de una facción o de varias facciones
coaligadas. Por consiguiente, tener siervos es poder; tener amigos es poder, porque son fuerzas unidas. También la riqueza,
unida con la liberalidad, es poder, porque procura amigos y
siervos. Sin liberalidad no lo es, porque en este caso la riqueza no protege, sino que se expone a las asechanzas de la
envidia.
Reputación de poder es poder, porque Con ella se consigue la adhesión y afecto de quienes necesitan ser protegidos.
PARTE 1.
DEL
HOMBRE
CAP.
10
También lo es, por la misma razón, la reputación de amor
que experimenta la nación de un hombre (lo que se llama
popularidad) .
Por consiguiente, cualquiera cualidad que hace a un hombre amado o temido de etros, o la reputación de tal cualidad,
es poder, porque constituye un medio de tener la asistencia
y servicio de varios.
El éxito es poder, porque da reputación de sabiduría o
buena fortuna, lo cual hace que los hombres teman o confíen
en él.
La afabilidad de los hombres que todavía están en el poder, es aumento de poder, porque engendra cariño.
La reputación de prudencia en la conducta de la paz y
de la guerra, es poder, porque a los hombres prudentes les
encomendamos el gobierno de nosotros mismos más gustosamente que a los demás.
Nobleza es poder, no en todo lugar, sino solamente en
los Estados donde tiene privilegios: porque en tales privilegios consiste el poder.
Elocuencia es poder, porque se asemeja a la prudencia.
Las buenas maneras son poder, porque siendo un don de
Dios, recomiendan a [42] los hombres el favor de las mujeres
y extraños.
Las ciencias constituyen un poder pequeño, porque no es
eminente, y por tanto no es reconocido por todos. Ni está
en todos, sino en unos pocos, y en ellos sólo en pocas cosas.
En efecto, la ciencia es de tal naturaleza, que nadie puede comprenderla como tal, sino aquellos que en buena parte la han
alcanzado.
Las artes de utilidad pública como fortificación, confección de ingenios y otros artefactos de guerra son poder, porque
favorecen la defensa y confieren la victoria. Y aunque la verdadera madre de ellas es la ciencia, particularmente las Matemáticas, como son dadas a la luz por la mano del artífice,
resultan estimadas (en este caso la partera pasa por madre)
como producto suyo.
El 'Ulfllor o ESTIMACIÓN del hombre, es, como el de todas
las demás cosas, su precio; es decir, tanto como sería dado
7°
PARTE I
DEL
I/OMBRE
CAP. IO
por el uso de su poder. Por consiguiente, no es absoluto, sino
una consecuencia de la necesidad y del juicio de otro. Un hábil
conductor de soldados es de gran precio en tiempo de guerra
presente o inminente; pero no lo es en tiempo de paz. Un
juez docto e incorruptible es mucho más apreciado en tiempo
de paz que en tiempo de guerra. Y como en otras cosas, así
en cuanto a los hombres, no es el vendedor, sino el comprador
quien determina , el precio. Porque aunque un hombre (cosa
frecuente) se estime a sí mismo con el mayor valor que le
es posible, su valor verdadero no es otro que el estimado por
los demás.
La manifestación del valor que mutuamente nos atribuímos, es lo que comúnmente se denomina honor y deshonor.
Estimar a un hombre en un elevado precio es honrarle; en
uno bajo, deshonrarle. Pero alto y bajo en este caso deben ser
comprendidos con relación al tipo que cada hombre se asigna
a sí mismo.
La estimación pública de un hombre, que es el valor conferido a él por el Estado, es lo que los hombres comúnmente
denominan DIGNIDAD. Esta estimación de él por el Estado
se comprende y expresa en cargos de mando, judicatura, empleos públicos, o en los nombres y títulos introducidos para
distinguir semejantes valores.
Elogiar a otro por una ayuda de cualquier género es honrarlo, porque expresa nuestra opinión de que posee una fuerza
capaz de ayudar; y cuanto más difícil es la ayuda, tanto más
alto es el honor.
Obedecer es honrar, porque ningún hombre obedece a
quien no puede ayudarle o perjudicarle. Y en consecuencia,
desobedecer es deshonrar.
Hacer grandes dones a un hombre es honrarlo, porque
ello significa comprar su protección y reconocer su poder.
Hacer pequeños dones es deshonrarlo, porque constituyen limosnas, y dan idea de la necesidad de ayudas pequeñas. Ser
solícito en promover el bien de otro, así como adularle, es
honrarlo, porque constit~e un signo de que buscamos su
protección o ayuda. Desatenderlo es deshonrarlo.
PAR7'E 1
DEL
HOMBRE
CAP. 10
Ceder el paso o el lugar a otro en cualquiera cuestión,
es honrarlo, porque constituye el reconocimiento de un mayor
poder. Hacerle frente es deshonrarlo.
Mostrar cualquier signo de amor o temor a otro es honrarlo; porque ambas cosas, amor y temor, implican aprecio.
Suprimir o disminuir el amor o el temor, más de lo que el
-interesado espera, es deshonrarle, y, en consecuencia, estimarlo
en poco.
Apreciar, exaltar o felicitar es honrar, porque nada se
aprecia como la bondad, el poder y la felicidad. Despreciar,
injuriar o compadecer es deshonrar.
Hablar a otro con consideración, aparecer ante él con decencia y humildad es honrarle, porque constituye un signo dd
temor de ofenderlo. Hablarle ásperamente, hacer ante él algo
obsceno, reprobable, impúdico es deshonrarle.
Creer, confiar, apoyarse en otro es honrarle, pues revela
una idea de su virtud y de su poder. Desconfiar o no creer
en él, es deshonrarle.
Solicitar el consejo de un hombre o sus discursos, cualesquiera que sean, es honrarle, porque denotamos pensar que
es sabio, o elocuente, o sagaz. Dormitar, o pasar de largo, o
hablar mientras otro habla, es deshonrarlo.
Hacer tales cosas a otro que él considere como signos de
honor, o que así lo sean según la ley de la costumbre,es
honrarle' porque aprobando el honor hecho por otros, se re-conoce ei poder que otros le confieren. Rehusarlas, es deshonrar.
Coincidir en opinión con alguien es honrarle, pues implica
un modo de aprobar su juicio y sabiduría. Disentir es deshonrarle y tacharle de error, o si el disentimiento afecta a muchas
cosas de locura. Imitar es honrar, porque implica aprobar de
mod~ vehemente. Imitar al enemigo es deshonrarle.
Honrar a aquel a quienes otros honran, es honrar a éstos,
como signo de aprobación de su juicio. Honrar a sus enemigos es deshonrarle.
Tomar consejo de alguien, o utilizarlo en acciones difíciles,
es honrarle, pues ello constituye un signo que revela su sa7'2
PARTE 1
DEL
HDMBllE
CAP. 10
biduría U otro poder. Negarse a emplear, en casos semejantes,
a quienes desean ser utilizados, es deshonrarles.
Todas estas vías de estimación son naturales, tanto con
Estados como sin ellos. Pero como, en los Estados, aquel o
aquellos que tienen la suprema autoridad pueden hacer lo que
les plazca, y establecer signos de honor, existen también otros
honores.
Un soberano hace honor a un súbdito con cualquier título,
oficio, empleo o acción que él mismo estima como signo de
su voluntad de honrarle. El rey de Persia honró 3 Mordecay
cuando dispuso que fuera conducido por las calles, con las
vestiduras regias, sobre uno de los caballos del rey, con una
corona en su cabeza, y un príncipe ante él, proclamando: Así
se hará con aquel a quien el rey quiera honrar. Y otro rey
de Persia, o el mismo en otro tiempo, a un sú1x.lito que por
cierto gran servicio solicitaba llevar uno de los vestidos del
rey, le otorgó lo que pedía, pero añadiendo que debería llevarlo como bufón suyo; y esto era deshonor.
Así, la fuente del honor civil está en el Estado, y depende
de la voluntad del soberano; por tal razón es temporal, y se
llama honor croil: eso ocurre con la magistratura, [44] con
los cargos públicos, con los títulos y, en algunos lugares,
con los uniformes y emblemas. Los hombres honran a quienes
los poseen, porque son otros tantos signos del favor del Estado; este favor es poder.
Honorable es cualquier género de posición, acción o calidad que constituye argumento y signo del poder.
Por consiguiente, ser honrado, querido de muchos, es honorable, porque ello constituye expresión de poder. Ser honrado por pocos o por ninguno, es deshonroso.
Dominio y victoria son cosas honorables porque se adquieren por la fuerza; y la servidumbre, por necesidad o
temor, es deshonrosa.
La buena fortuna (si dura) es honorable, como signo que
es del favor de Dios. La mala fortuna y el infortunio son
deshonrosos. Los ricos son honorables porque tienen poder.
La pobreza es deshonrosa. La magnanimidad, la liberalidad,
la esperanza, el valor, la confianza son honorables porque
73
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
ro
proceden de la conciencia del poder. La pusilanimidad, la parsimonia, el temor y la desconfianza son deshonrosas.
La resolución oportuna, o la determinación de lo que una
persona tiene que hacer, es honorable, porque implica el desprecio de las pequeñas dificultades y peligros. La irresolución
es deshonrosa, como signo que es de conceder valor excesivo
a pequeños impedimentos y a pequeñas ventajas: porque cuando un hombre ha pensado las cosas tanto tiempo como le es
permitido, y no resuelve, la diferencia de ponderación es pequeña; y por consiguiente si no resuelve, sobrestima las Cosas
pequeñas, lo cual es pusilanimidad. Todas las acciones y conversaciones que proceden o parecen proceder de una gran
esperanza, discreción o talento, son honorables, porque todas
ellas son poder. Las acciones o palabras que proceden del error,
ignorancia o locura, son deshonrosas.
La gravedad, en cuanto parece proceder de una mente
empleada también en otras cosas, es honorable, porque esa dedicación es un signo de poder. Pero si parece proceder de un
propósito de simular gravedad, es deshonroso. Porque la
gra vedad del primero es como la de un barco cargado con
mercancías, mientras que la del último es como la de un barco
que lleva un lastre de arena o de otro inútil cargamento.
Ser distinguido, es decir, conocido por las riquezas, los
cargos, las acciones grandes o la bondad eminente, es honorable, porque constituye un signo del poder de quien es distinguido. Por el contrario, la obscuridad es deshonrosa.
Descender de padres distinguidos es honorable, porque así
se obtiene más fácilmente la ayuda y las amistades de los
antecesores. Por el contrario, descender de una parentela obscura, es deshonroso.
Las acciones que proceden de la equidad y van acompañadas de pérdidas, son honorables, porque son signos de magnanimidad, y la magnanimidad es un signo de poder. Por el
contrario la astucia, la falta de equidad S011 deshonrosas.
La codicia de grandes riquezas, y la ambición de grandes
honores, son honorables, como signos de poder para obtenerlas.
La codicia y ambición de pequeñas ganancias o preeminencias
es deshonrosa.
74
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 10
No altera el caso del honor el hecho de que una acción (por
grande y difícil que sea [1 5 ] y, ~u~que por consiguiente,
revele" un gran poder) sea Justa e lllJusta: porque el honor
consiste solamente en la opinión del poder. Por esa razón, los
antiguos épicos no pensabinque deshonraban, sino que honraban a los dioses cuando los introducían en sus poemas, cometiendo raptos, hurtos y otros actos grandes, pero injustos o poco
limpios. Nada es tan célebre en Júpiter como sus adulterios;
ni en Mercurio como sus robos; de los elogios que se le hacen en un himno de Homero, el mayor es que habiendo nacido en la mañana, inventó la música a mediodía, y antes de
la noche robó el rebaño de Apolo a sus pastores.
Así, entre los hombres, hasta que se constituyeron los
grandes Estados, no se consideraba como deshonor ser pirata
o salteador de caminos, sino que más bien se estimaba éste
como un negocio lícito, no sólo entre los griegos, sino también en todas las demás naciones: así lo prueba la historia
de los tiempos antiguos. Y al presente, en esta parte del mundo,
los duelos privados son, y serán siempre, honorables, aunque
ilegales, hasta que venga un tiempo en que el honor ordene
rehusar, y arroje ignominia sobre quienes los efectúen. Porque los duelos también son, muchas veces, efecto del valor,
y la base del valor está siempre en la fortaleza o en la destreza, que son poder, aunque, en la mayor parte de los casos,
son efecto de conversaciones ligeras y del temor al deshonor
en uno o en ambos contendientes, los cuales, agitados por la
cólera, deciden pelear entre sí para no perder la reputación.
Los escudos y blasones hereditarios son honorables cuando llevan consigo eminentes privilegios. No lo son en otros
casos? porque su poder radica bien en tales privilegios, o en
las nquezas, o en ciertas cosas que son estimadas en los demás
hombres. Este género de honor, comúnmente llamado nobleza
deriva sin duda de los antiguos germanos, porque nunca s~
conocía tal cosa donde las costumbres germanas eran ignoradas; ni ahora se usa en ninguna parte donde antes no habitaran
los germanos. Cuando los antiguos caudillos griegos partían
para la guerra, pintaban sus escud<?s con las divisas que eran
de su agrado; un escudo sin emblema era signo de pobreza
y de ser un soldado común; pero los griegos no admitían la
75
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. IO
tradición de esos signos por herencia. Los romanos transmitieron
los emblemas de sus familias, pero eran las imágenes y no las
divisas de sus antepasados. E!1tre los pueblos de Asia, A frica
y América no existían ni existen nunca semejantes cosas. Solamente los germanos tuvieron esta costumbre j de ellos derivó
a Inglaterra, Francia, España e Italia cuando, en gran número,
ayudaron a los. romanos, o hicieron conquistas propias en
aquellas comarcas occidentales del mundo.
En cuanto a Germania, más antigua que todas las demás
naciones, y dividida en sus comienzos en un infinito número
de pequeños señores, jefes o familias, continuamente hallábanse éstos en guerra entre sí. Tales señores o jefes, principalmente para que, cuando iban armados, pudieran ser reconocidos por sus secuaces, y también por vía de ornato,
llevaban pintadas sobre su armadura, su escudo o su ropaje,
la efigie de algún animal o de otro objeto; y así también
ponían alguna marca ostensible [46] Y manifiesta en la cimera
de sus yelmos. Y este ornamento de las dos cosas, armas y
cimeras, se trasmitía por herencia hasta sus hijos, al primogénito en toda su pureza, y .al resto con alguna nota de diversidad, que el Rere-ale, como dicen en alemán, juzgaba conveniente. Ahora bien, cuando varias de estas familias,
reuniéndose, formaron una gran monarquía, esta misión del
heraldo, que consistía en distinguir los ~'CUdos, se convirtió
en un cargo privado independiente. Estos señores constituyen d
origen de la más grande y antigua nobleza; en la mayor parte
de los casos llevaban como emblema seres señalados por su
valor o afán de rapiña, o castillos, almenas, tiendas, armas,
empalizadas y otros signos de guerra; porque ninguna otra
virtud era tan estimada como la virtud militar. Posteriormente,
:)0 sólo los reyes, sino lo~ Estados populares otorgaron diversas clases de escudos, a quienes iban a la guerra o volvían
de ella, para estimularles o recompensar sus servicios. Cual~
quier lector perspicaz podrá encontrar estas alusiones en las
antiguas historias de griegos y latinos, con referencia a la nación alemana, y a las maneras germanas contemporáneas del
historiador.
Los títulos de honor, tales como los de duque, conde,
marqués y barón son honorables, porque expresan la estiJrui76
rUTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. IC
ciÓll que el poder soberano del Estado les otorga. Estos títulos
fueron, en tiempos antiguos, títulos de cargos y de mando,
algunos derivados de los romanos, otros de lo:> germanos y
franceses. Duques, en latín duces, eran generales en guerra;
condes, com;tes, eran los compañeros o amigos de los genera·
les, y se les encargaba gobernar y defender las plazas conquistadas y pacificadas; los marqueses, marchiones, fueron condes que gobernaban las marcas o fronteras del Imperio. Tales
títulos de duque, conde y marqués fueron introducidos en el
Imperio, hacia la época de Constantino el Grande, a usanza de las miliJia germanas. Pero barón parece haber sido título
de las Galias, y significa hombre grande; constituían los barones la guardia de reyes o príncipes, quienes en la guerra los
tenían siempre cerca de sus personas; parece derivar de 'VÍr
a ber y bar, y significaba lo mismo, en el lenguaje de las
Galias, que w en latín; de aquí se derivan bero y baro, de
modo que tales hombres fueron llamados berones, y después
"_os, en español barones. Quien desee tener más detalles
acerca del origen de los títulos de honor, puede encontrarlos,
como yo lo he hecho, en el excelente tratado que sobre esta
materia ha escrito Mr. Selden. Andando el tiempo, con ocasión de disturbios o por razones de buen gobierno, estos cargos de honor fueron convertidos en meros títulos; en su mayor
parte servían para distinguir la preeminencia, lugar y orden
de los súbditos en el Estado, y así se nombraron duques, condes, marqueses y barones de lugares donde tales personas no
tenían posesión ni cargo; otros títulos tuvieron también el
mismo fin.
EXCELENCIA es una cosa distinta de la estimación o valor
de un hombre, y también de su mérito o falta de él; consiste
en un poder particular o capacidad para aquello en lo cual
sobresale; esta habilidad particular se llama usualmente ap-
tilu.
En efecto, es apto para ser director o juez, o para tener
otro cargo cualquiera, quien está mejor dotado con las cualidades requeridas para el buen ejercicio [47] de dicho cargo;
, el más excelente de los ricos es aquel que tiene las cualidades
requeridas para el buen uso de la riqueza. Aunque falte una
de estas cualidades, puede una persona ser un hombre
77
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 10
digno y estimable por otros conceptos. A su vez, un hombre puede ser digno por su riqueza o su cargo o su empleo
y, sin embargo, no tener derecho a ostentarlo antes que otro;
por consiguiente, no puede decirse que lo merezca. Porque
el mérito presupone un .derecho, y la cosa merecida lo es por
primacía. A esto me referiré posteriormente, cuando hable de
los contratos.
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP. I I
CAPITULO XI
De la Diferencia de
MANERAS
Bajo la denominación de MANERAS no significo, aquÍ, la
decencia de conducta: por ejemplo, cómo debe uno saludar
a otro, o cómo debe lavarse la boca, o hurgarse los dientes
delante de la gente, y otros consejos de pequeña moral, sino
más bien aquellas cualidades del género humano que permiten vivir en común una vida pacífica y armoniosa. A este fin
recordemos que la felicidad en esta vida no consiste en la
serenidad de una mente satisfecha; porque no existe el finis
ultimus (propósitos finales) ni el summum bonum (bien supremo), de que hablan los libros de los viejos filósofos moralistas. Para un hombre, cuando su deseo ha alcanzado el fin,
resulta la vida tan imposible como para otro cuyas sensaciones
y fantasías estén paralizadas. La felicidad es un continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución
del primero no es otra cosa sino un camino para realizar otro
ulterior. La causa de ello es que el objeto de los deseos humanos no es gozar una vez solamente, y por un instante, sino
asegurar para siempre la vía del deseo futuro. Por consiguiente,
las acciones voluntarias e inclinaciones de todos los hombres
tienden no solamente a procurar, sino, también, a asegurar
una vida feliz; difieren tan sólo en el modo como parcialmente
surgen de la diversidad de las pasiones en hombres diversos;
en parte, también, de la diferencia de costumbres o de la opinión que cada uno tiene de las causas que producen el efecto
deseado.
De este modo señalo, en primer lugar, como inclinación
general de la humanidad entera, un perpetuo e incesante áfán
de poder, que cesa solamente con la muerte. Y la causa de
esto no siempre es que un hombre espere un placer más
intenso del que ha alcanzado; o que no llegue a satisfacers~
con un moderado poder, sino que no pueda asegurar su po79
PARTE 1
DBL
HOMBRE
CAP. "rr
derÍo y los fundamentos de su bienestar actual, sino adquiriendo otros nuevos. De aquí se sigue que los reyes cuyo
poder es más grande, traten de asegurarlo en su país por
medio de leyes, y en el exterior mediante guerras; logrado
esto, sobreviene un nuevo deseo: unas veces se anhela la fama
derivada de una nueva conquista; otras, se desean placeres
fáciles y sensuales, otras, la admiración o el deseo de ser
adulado por la excelencia en algún arte o en otra habilidad
de la mente.
La pugna de riquezas, placeres, honores u otras formas
de poder, in- [48] di na a la lucha, a la enemistad y a la guerra. Porque el medio que un competidor utiliza para la
consecución de sus deseos es matar y sojuzgar, suplantar o
repeler a otro. Particularmente la competencia en los elogios
induce a reverenciar la Antigüedad; porque Jos hombres contienden con los vivos, no con los muertos, y adscriben a éstos
más oe lo debido, para que puedan obscurecer la gloria de
aquéllos.
El afán de tranquilidad y de placeres sensuales dispone a
los hombres a obedecer a un poder común, porque tales deseos les hacen renunciar a la protección que cabe esperar de su
propio esfuerzo o afán. El temor a la muerte y a las heridas
dispone a lo mismo, y por idéntica razón. Por el contrario,
los hombres necesitados y menesterosos no están contentos
con su presente condición; así también, los hombres ambiciosos de mando militar propenden a continuar las guerras y a
promover situaciones belicosas: porque no hay otro honor militar sino el de la guerra, ni ninguna otra posibilidad de eludir
un mal juego que comenzando otro nuevo.
El afán de saberJ y las artes de la paz inclinan a los hombres a obedecer un poder común, porque tal deseo lleva consigo
un deseo de ocio, y, por consiguiente, de tener la protección
de algún otro poder distinto del propio.
El afán de alabanza dispone a realizar determinadas acciones laudables que agradan a aquel cuyo juicio se estima;
nada nos importan, en cambio, los elogios de quienes despreciamos. El afán de fama después de la muerte lleva al
mismo fin. Y aunque después de la muerce no se sienten ya
l::ts alabanzas que nos hacen en la tierra, porque esas alegrías
80
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I I
o bien se desvanecen ante los inefables goces del cielo o se extinguen en los extremados tormentos del infierno, sin embargo,
semejante fama no es vana, porque los hombres encuentran
un deleite presente en la previsión de ella, y en el beneficio
que asegurarán para su posteridad; y así, aunque ahora no lo
vean se lo imaginan; y toda cosa que es placer en las sensaciones, lo es también en la imaginación.
Haber recibido de uno, a quien consideramos igual a nosotros, beneficio más grande de lo que esperábamos, dispone
a fingirle amor; pero realmente engendra un íntimo ab'orrecimiento, y pone a un hombre en la situación del deudor
desesperado que al vencer la letra de su acreedor, tácitamente
desea hallarse en un sitio d<?nde nunca más lo viera. Porque
los beneficios obligan, y la obligación es servidumbre; y la
o[)ligacÍón que no puede corresponderse, servidumbre perpetua; y esta situación, en definitiva, se resuelve en odio. Por el
contrario, haber recibido beneficios de uno a quien reconocemos como superior, inclina a amarle, porque la obligación no
engendra una degradación, en este caso; y la aceptación lisonjera (lo que los hombres llaman gratitud) es para quien
otorga el beneficio un hortor que generalmente se considera
como retribución. Así, recibir beneficios aunque de uno igual
o inferior, mientras se tiene esperanza de devolverlos, dispone a amar, porque en la intención de quien recibe, la obligación es de ayuda y servicio mutuo; de ello procede una
emulación para excederse en el beneficio. Esta es la pugna más
noble y provechosa posible, porque el vencedor se complace
en su victoria, y el otro encuentra su venganza en confesarla.
Haber hecho a alguien un daño mayor del que puede
o desea expiar, inclina al agente a odiar a quien sufrió daño,
porque es de esperar la revancha [49] o el perdón, cosas
odiosas ambas.
El temor a la opresión dispone a prevenirla o a buscar
ayuda en la sociedad; no hay, en efecto, otr:> camino por
medio del cual un hombre pueda asegurar su libertad y su vida.
Quienes desconfían de su propia sutileza se hallan, en
el tumulto y en la sedición, mejor dispuestos para la victoria que quienes se suponen a sí mismos juiciosos o sagaces. Porque a éstos les gusta consultar, y a los otros, temerosos de
8r
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 11
ser circunvenidos, luchar primero. Y en la sedición, como las
gentes están· siempre dispuestas a la batallaJ defenderse unos
a otros, usando todas las venta ias de la fuerza, es una mejor
estratagenla que cualquiera otra que pueda procedet de la
sutileza del ingenio.
Quienes sienten la vanagloria sin tener conciencia de una
gran capacidad, se complacen en suponerse valientes y propenden solamente a la ostentación, pero no a la empresa,
p0rque, cuando aparecen el peligro o la dificultad, no piensan
en otra cosa sino en ver descubierta su insuficiencia.
Quienes sienten la vanagloria y estiman su capacidad por
la adulación de otros hombres, o por la fortuna de alguna
acción precedente, sin un seguro motivo de esperanza basado
en el verdadero conocimiento de sí mismos, son propénsos a
lanzarse sin meditación a las empresas, y al aproximarse el
peligro o la dificultad, a retirarse si pueden. En efecto, no
viendo el camino de la salvación, más bien arriesgarán su
honor, que puede ser salvado con una excusa, en lugar de
comprometer sus vidas, para las cuales ninguna salvación es
suficiente.
Los hombres que tienen una firme opinión de su propia
sabiduría, en materia de gobierno, son propensos a la ambición, porque el honor de la sabiduría se pierde si no existe
empleo público en el consejo o en la magistratura. Por esta
causa los oradores elocuentes son propensos a la amhición,
porque la elocuencia aparece como sabiduría a quienes la tienen
y a los demás.
La pusilanimidad dispone a los hombres a la irresolución
y, como consecuencia, a perder las ocasiones y oportunidades
más adecuadas para actuar. Cuando se ha permanecido deliberando hasta el momento en que la acción se aproxima, si aun
entonces no es manifiesta la conducta mejor, esto es un signo
de que la diferencia de motivos, la elección eptre los dos caminos, no es clara. Por ello, no resolver, entonces, es perder
la ocasión, por conceder importancia a cuestiones baladíes, lo
cual es pusilanimidad.
La frugalidad, aunque en los pobres sea una virtud, hace
inepto al hombre para llevar a cabo aquellas acciones que requieren, de una vez, la fuerza de varios hombres; porque
82
PA.RTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 11
debilita sus fuerzas, que deben ser nutridas y vigorizadas por
la recompensa.
La elocuencia, unida a la adulación, dispone los hombres
a confiar en quien la tiene, porque la primera simula sabiduría, y la segunda bondad. Si a ello se añade la reputación
militar, dispone los hombres a la adhesión y a someterse a
quienes la poseen. Las dos primeras previenen contra el peligro que pudiera proceder de él, mientras que la última protege contra el peligro que proceda de otros.
La falta de ciencia, es decir, la ignorancia de las causas,
dispone o, más bien, constriñe a un hombre, a fiarse de la opinión y autoridad de otros. En efecto, todos los hombres a
quienes interesa la verdad, cuando no confían en sí propios,
deben apoyarse en la opinión de algún otro a quien juzgan más
sabio que a sí mismos, y en quien no \-'en motivu alguno para
ser defraudados. [50]
La ignorancia de la significación de las palabras, es decir,
la falta de comprensión, dispone los hombres no sólo a aceptar, confiados, la verdad que no conocen, sino también los
errores y, lo que es más, las insensateces de aquellos en quienes
se confía; porque ni el error ni la insensatez pueden ser descubiertos sin una perfecta comprensión de las palabras.
De esa misma ignorancia se deduce que los hombres dan
nombres distintos a una misma cosa, según la diferencia de
sus propias pasiones. Así, quienes aprueban una opinión privada, la llaman opinión; quienes están inconformes con ella,
herejía; y aun herejía no significa otra cosa sino opinión
particular, sino que con un mayor tinte de cólera.
También deriva de ello que sin estudio y sin una gran
inteligencia no es posible distinguir entre una acción de varios
hombres y varias acciones de una multitud: por ejemplo,
entre la acción singular de todos los senadores de Roma dando muerte a Catilina, y las diversas acciones de un número
de senadores matando a César. En consecuencia propenden a
considerar como acción del pueblo lo que es una multitud de
acciones realizadas por una multitud de hombres, guiados, acaso, por la persuasión de uno solo.
La ignorancia de las causas y la constitución original del
derecho, de la equidad, de la ley, de la justicia, disponen al
83
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 11
hombre a convertir la costumbre y el ejemplo en norma de
sus acciones, de tal modo que se considera injusto lo que por
costumbre se ha visto castigar, y justo aquello de cuya impunidad y aprobación se puede dar algún ejemrlo, o precedente, como dicen, de una manera bárbara los juristas, que
us,m solamente esta falSa medida de justicia. Son como los niños pequeños, que no tienen otra norma de las buenas y de
las malas m:tneras, sino los correctivos que les imponen sus
padres y maestros, con la diferencia de que los niños son fides
a su norma, mientras que los hombres no lo son, porque a
medida que se hacen fuertes y tercos, apelan de la costumbre
a la razón, y de la razón a la costumbre, según lo requiere
su interés, apartándose de la costumbre cuando su interés lo
exige, y situándose contra la razón tantas veces como la razón
está contra ellos. Esta es la causa de que la doctrina de lo
justo y de lo injusto sea objeto de perpetua disputa, por parte
de la pluma y de la espada, mientras que la teoría de las líneas
y de las figuras no lo es, porque en tal GlSO los hombres no
consideran la verdad como algo que interfiera con las ambiciones, el provecho o las apetencias de nadie.
En efecto, no dudo de que si hubiera sido una cosa contraria al derecho de dominio de alguien, o ,tl interés de los
hombres que tienen este dominio, el principio según el cual
los tres ángulos de un triángulo equh,aletl a dos ángulos de
un cuadrado, esta doctrina hubiera sido si no disputada, por
lo menos suprimida, quemándose todos los libros de Geometría, en cuanto ello hubiera sido posible al interesado.
La ignorancia de las causas remotas dispone a atribuir todos los acontecimientos a causas inmediatas e instrumentales,
porque éstas son las únicas que se perciben. Y aun ocurre que
en todos los sitios en que los hombres se ven gravados con
tributos fiscales, descargan su cólera sobre los publicanos, es
decir, los granjeros, recaudadores y otros funcionarios del fisco, y se asocian a todos aquellos que censut-an al gobierno, y
arrastrados más allá de los límites de toda posible justificación,
llegan a atacar a la autoridad suprema, [5 [] por temor del
castigo o por vergüenza de recibir perdón.
La ignorancia de las causas naturales dispone a la credulidad, hasta hacer creer a menudo en cosas imposibles. Nada
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
rr
se sabe en contrario de que puedan ser verdaderas, cuando se
es incapaz de advertir la imposibilidad. Y como se complacen
en escuchar en compañía, la credulidad dispone a los hombres
a mentir. Así la ignorancia sin malicia es susceptible de hacer
que un hombre crea en los embustes y los diga, e incluso en
ocasiones los invente.
La ansiedad del tiempo futuro dispone a los hombres a inquirir las causas de las cosas, porque el conocimiento de ellas
hace a los hombres mucho más capaces para disponer el presente en su mejor vf'~taja.
La curiosidad o afición al conocimiento de las causas nos
lleva de la consideración del efecto a la investigación de la
caus:t, y a su vez a la causa de la causa, hasta que necesariamente se llega, en definitiva, a pensar que hay alguna causa
de la que no puede existir otra causa anterior si no es eterna:
lo que Jos hombres llaman Dios. Así, es imposible hacer una
investigación profunda en las leyes naturales, sin propender
a la creencia de que existe un Dios Eterno, aun cuando en la
mente humana no puede haber ninguna idea de Él, que responda a su naturaleza. En efecto, del mismo modo que un
ciego de nacimiento que oye a los demás hablar de calentarse
al fuego, conducido ante éste, puede fácilmente concebir y
asegurarse de que existe algo que los hombres llaman fuego,
y que es la causa del calor que siente, pero no puede imaginar
qué cosa sea, ni tener de ello en su mente una idea análoga
a los que lo ven, así por las cosas visibles de este mundo, y
por su ordell admirable, puede concebirse que existe una causa de ello, lo que los hombres llaman Dios, y sin embargo,
no tener idea o imagen de él en la mente.
y quienes se preocupan poco o n:tda de las causas naturales de las cosas, temerosos por lo menos de su ignorancia mism~, acerca de lo que tiene poder para hacerles mucho bien o
mucho mal, propenden a suponer e im3,ginar por sí mismos
diversas cIases de poderes invisibles, y están pendientes de sus
propias ficciones, invocando a esos poderes en tiempos de
desgracia, y mostrándoles su gratitud cuando existe perspectiva de éxito: así hacen dioses de las creaciones de su
propia fantasía. Por esto tenía que ocurrir que de l? innumerable variedad de fantasías, los hombres crearan en el
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PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP. 11
mundo innumerables especies de dioses. Y este temor de. las
cosas invisibles es la semilla natural de lo que cada uno en sí
mismo llama religión, y en quienes adoran o temen poderes
diferentes de los propios, superstición.
y habiéndose observado por muchos esta simiente de religión, algunos de quienes la observan propendieron a alimentarla, revestirla y conformarla a leyes, y a añadir a ello, de
su propia invención, alguna idea de las causas de los acontecimientos futuros, mediante las cuales podían hacerse más capaces para gobernar a los otros, haciendo, entre los mismos,
el máximo uso de su poder. [52]
86
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I2
CAPITULO XII
De la
RELIGIÓN
Si tenemos en cuenta que no existen signos ni frutos de
religión sino en el hombre, no hay motivo para dudar de que
sólo en el hombre existe la semilla de la religión, que consiste
en cierta cualidad peculiar a él, por lo menos en un grado
eminente que no se halla en otras criaturas vivas.
En primer término es pecu'liar a la naturaleza del hombre
inquirir las causas de los acontecimi(mtos por él contemplados:
unos buscan más, otros menos, pero todos sienten la curiosidad
de conocer las causas de su propia fortuna, buena o mala.
En segundo lugar, considerando que cada cosa tuvo un
comienzo, piensan también en la causa que determinó ese comienzo en un determinado instante, y no más temprano o
más tarde.
En tercer término, para los animales no existe otra felicidad que el disfrute de sus alimentos, de su reposo y de sus
placeres cotidianos, pues tienen poca o ninguna previsión para
el porvenir, por falta de observación y memoria del orden,
consecuencia y dependencia de las cosas que ven; en cambio
observa el hombre cómo un acontecimiento ha sido producido
por otro, y advierte en él lo que es antecedente y consecuente;
y cuando no puede asegurarse por sí mismo de las verdaderas causas de las cosas (porque las causas de la buena y de la
mala fortuna son invisibles, la mayoría de las veces), imagina
ciertas causas sugeridas por la fantasía, o confía en la autoridad
de otros hombres que supone amigos suyos y más sabios que
él mismo.
Los dos primeros motivos causan ansiedad. En efecto, cuando se está seguro de que existen causas para todas las cosas
que han sucedido o van a suceder, es imposible para un hombre, que continuamente se propone asegurarse a sí mismo contra el mal que teme y procurarse el bien que desea, no estar
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 12
en perpetuo anhelo del tiempo por venir. Así que cada hombre, y en especial los más previsores, se hallan en situación
semejante a la de Prometeo. En efecto, Prometeo (que quiere
decir el hombre prudente) estaba encadenarlo al Monte Cáucaso) en un lugar de amplia perspectiva, donde un águila,
alimentándose de sus. entrafias, devoraba en el día lo que era
restituído por la noche. Así, el hombre que avizora muy lejos
delante de sí, preocupado por el tiempo futuro, tiene su cor.azón durante el día entero amenazado por el temor de la
muerte, de la pobreza y de otras calamidades, y no goza de
reposo ni paz para su ansiedad, sino en el sueño.
Este perpetuo temor que siempre acompaña a la humanidad en la ignorancia de las causas, como si se hallara en las
tinieblas, necesita tener por objeto alguna cosa. En consecuencia cuando nada se ve, a nadie se acusa de la buena o
de la-mala fortuna, sino a algún poder o agente invisible. Era
en este sentido, acaso, que los antiguos poetas decían que los
dioses habían sido creados originariamente por el temor humano, cosa que resulta verdad cuando se refieren a los dioses
(es decir, a los numerosos dioses [53] de los gentiles). Pero
el conocimiento de un Dios Eterno, Infinito y Omnipotente
puede derivarse más bien del deseo que los hombres expe- '-"
rimen tan de conocer las causas de los cuerpos naturales y de
sus distintas virtudes y modos de operar, que no del temor
de aquello que ha de ocurrir les en el tiempo venidero. Porque
quien del efecto advertido quiera inferir la causa próxima e inmediata del mismo, y de ahí elevarse a la causa de esa causa,
sumiéndose profundamente en la investigación de todas ellas,
llegará en último término a la idea de que debe existir (como
los mismos filósofos paganos manifestaban) un motor inicial,
es decir, una causa primera y eterna de todas las cosas, que es
lo que los hombres significan con el nombre de Dios. Y
todo esto sin tener en cuenta su fortuna, ya que.> el anhelo de
ella produce una doble consecuencia: inclina al temor y aleja
de la investigación de las causas de otras causas, dando, por
consiguiente, ocasión de fingir tantos dioses como hombres
existen para imaginar esa ficción.
y en cuanto a la materia o substancia de los agentes invisibles, así imaginados, no puede llegarse por el discurso na88
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 12
tural a otro concepto, sino al que coincide con el del espíritu
del hombre. y como el espíritu del hombre era de la misma
substancia que la que aparece, en un sueño, a uno que duerme,
o en un espejo, a quien está despierto, ignorando los hombres
que tales apariciones no son otra cosa sino creación de la fantasía, piensan que son substancias reales y externas, y por eso
las llaman fantasmas, como los latinos las llamaban imagines
y umbrfl?; y piensan que son espíritus, es decir, tenues cuerpos
aéreos; y a: los temidos agentes invisibles los consideran como
tales fantasmas, salvo que aparecen y desaparecen cuando gustan. Por naturaleza nunca puede penetrar en la mente de un
hombre la idea de que tales espíritus son incorpóreos; nunca
puede imaginarse una cosa que responda a esa acepción. Así
los hombres que por meditación propia llegan al conocimiento
de un Dios Infinito, Omnipotente y Eterno, propenden más
bien a reputarlo incomprensible y situado por encima de su
comprensión. Por consiguiente, definir su naturaleza como la
de un espíritu incorpóreo y reputar luego su definitión como
ininteligible, o darle ese título, no es proceder dogmáticamente con la intención de hacer comprensible la naturaleza divina,
sino comportarse piadosamente) es decir, honrarle con atributos
de unas significaciones que se hallan lo más alejadas que cabe
suponer de la grandeza de los cuerpos visibles.
Así, por el procedimiento mediante el cual piensan que
estos agentes invisibles producen sus efectos, es decir, qué causas inmediatas usaron para hacer que las cosas ocurran, los.
hombres que ignoran (es decir, la mayor parte de los hombres)
qué es lo causante) no tienen otro medio para inquirir dichas
causas sino observar y recordar lo que han visto preceder al
mismo efecto en otro tiempo o en tiempos anteriores, sin
advertir entre el suceso. antecedente y el consecuente ninguna
dependencia o conexión, en absoluto. Y por consiguiente, de las
mismas cosas pasadas esperan las mismas cosas por venir, y
esperan la buena o la mala suerte, supersticiosamente, de cosas que no tienen relación ninguna con las causas. Así hicieron
los atenienses, [54] quienes en su guerra de Lepanto demandaron otro Formio; como la facción pompeyana, para su
guerra en Africa) pidió otro Escipión; y desde entonces otros
han hecho cosas análogas en otras distintas ocasiones. Del mis-
PA.RTE 1
DEL
HOMBRE
CA.P. 12
mo modo se atribuye la fortuna a determinada persona presente, a un lugar feliz o desgraciado, a ciertas expresiones,
especialm0nte si entre ellas figura el nombre de Dios, así como
a frases cabalísticas y conjuros (liturgia de las brujas), tanto
como a creer que se tiene aptitud para convertir una piedra en
pan, el pan en hombre, o una cosa en otra.
En tercer lugar, la veneración que los hombres manifiestan, por naturaleza, a los poderes invisibles, no puede ser ótra
sino lá que consiste en aquellas mismas expresiones de re\erencía que suelen emplear con respecto a los hombres: donativos,
peticiones, gracias, oblaciones, súplicas respetuosas, conducta
so bria, palabras meditadas, juramentos (el> decir, asegurar&.
uno a otro de sus promesas) al invocar dichos poderes. Aparte
de esto, nada sugiere la razón, y deja que cada uno persista en
ello o, para otras ceremonias, confíe en quienes considera más
sabios ..
Por último, en lo qut. concierne a cómo estos poderes invisibles declaran a los hombres las cosas que ocurrirán después,
especialmente respecto a la buena o mala fortuna, en general,
ú al éxito feliz o desgraciado en una empresa particular, todos
los hombrf"J) se hallan, naturalmente, en la misma perplejidad,
salvo que acostumbrando a conjeturar del tiempo venidero por
el tiempo pasado, no sólo propenden a tornar Cosas casuales,
después de uno o dos acontecimientos, como pronósticos de
otras semejantes que ocurrirán después, sino a creer también
pronósticos análogos de otros hombres, de los cuales tienen
una buena opinión.
En estas cuatro cosas, idea de los espíritus, ignorancia
de las causas segundas, devoción' hacia lo que los hombres
temen, y admisión de cosas casuales corno pronóstico, consiste
la semilla natural de la religión; la cual, a causa de las diferentes fantasías, juicios y pasiones de los distintos hombres, se
ha desarrollado en ceremonias tan diferentes.) que las usadas
por un hombre resultan, en la mayoría de los casos, ridículas
para otro.
En efecto, estas semillas han sido cultivadas por dos distintas especies de hombres. Una de esas clases está constituída
por Quienes han nutrido y ordenado la materia religiosa de
acuerdo con su propia invención. La otra lo ha hecho bajo el
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PARTE 1
lJEL
HOMBRE
CAP. 12
mando y dirección de Dios. Pero ambos grupos se propusieron
que quielles confiaban en ellas fuesen más aptos para la obediencia, las leyes, la paz, la caridad y la sociedad civil. Así
que la religión de la primera especie es una parte de la política
humana, y enseña parte de los deberes qUé los reyes terrenales
requieren de sus súbditos. La religión de la última especie
es política divina, y contiene preceptos para quienes se hall erigido a sí mismos en súbditos del reino de Dios. De la primera
especie son todos los fundadores de Gobiernos y los legisladores
de los paganos. De la última especie fueron A braham, Moisés
y Nuestro Señor) de quienes han derivado hasta nosotros las
leyes del reino de Dios.
Respecto a esa parte de religión que consist~ en las opiniones concernientes a la naturaleza de los podetes invisibles"
casi nada existe con un nombre que antes no haya sKio estimado
entre los gentiles, en un [55] lugar u otro, como un dios o
un demonio; o imaginado por sus poetas como animado, ha'Jitado o poseído por uno u otro espíritu.
La materia del mundo era un dios, denominado Caos.
El cielo, el océano, los planetas, el fuego, la tierra, los
vientos eran otros tantos dioses.
Los hombres, las mujeres, un pájaro, un cocodrilo, una
vaca, un perro, una serpiente, una cebolla fueron deificadas.
Además de esto llenaron casi todos los lugares con espíritus
llamados demonios. Las llanuras con Panes y panisios o sátiros j
las selvas, con faunos y ninfas; el mar, con tritones y otras ninfas; cada río y cada fuente con un espíritu de su nombre, y con
ninfas; cada casa con sus lares o familiares; cada hombre con SU
Genio; el infierno con espíritus y acólitos suyos, como Caron, Cerbero y las Furias; durante la noche todos los lugares
con Larvte, Lemures, espíritus de seres fallecidos,y todo un
mundo de fantasmas y duendes. También asignaban divinidad
y dedicaroI' templos a meros accidentes y cualidades, como
el tiempo, la noche, el día, la paz, la concordia, el amor, el
odio, la verdad, el honor, la salud, la sagacidad, la fiebre y
cosas semejantes; y cuando rogaban en pro o en contra de
ellas lo hacían como si los espíritus así denominados pendieran sobre sus cabezas y dejaran caer o evitaran el bien o el
mal aludido. Invocaban también sus propios ingenios con
91
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 12
el nombre de Musas; su propia ignorancia, con el nombre de
Fortuna; su propio deseo con el nombre de Cupido; su propia
rabia cOlf el nombre de Furia; su propio miembro viril con
el nombre de Priapo; y atribuían sus poluciones a Incubas y
Súcubos: y nada había que un poeta pudiese introducir como
persona en su poema que no lo convirtiese en dios o demonio.
Los mismos autores de la religión de los gentiles, practi.cando el segundo grupo de religión, que es la ignorancia humana respecto a las causas, y, en consecuencia, su aptitud para
atribuir la fortuna a motivos respecto de los cuales no existe
dependencia evidente, pusieron, en su ignorancia, en lugar de
causas segundas, una. especie de dioses secundarios y ministeriales. Adscribieron la causa de la fecundidad a Venus; la
causa de las artes a A polo; de la sutileza y la sagacidad a Mercurio; de las tormentas y tempestades a E ola; y de otros efectos a otros dioses, ya que en el cielo existe una variedad de
dioses tan grande como la de asuntos o negocios.
A las formas de veneración que los hombres naturalmente
concebían como más adecuadas respecto de sus dioses, en particular las oblaciones, plegarias y acciones de gracias, así como
a las demás manifestaciones anteriormente citadas, los mismos
legisladores de los gentiles añadieron imágenes de los dioses,
en pintura y en escultura; de tal manera que incluso los más
ignorantes (es decir, la mayor parte o el común de las gentes),
pensando acerca de los dioses en tales imágenes representados,
realmente los vieran encarnados en ellos, y así, fuera más
grande el temor que infundiesen. Y los dotaron con casas y
tierras, publicanos y rentas, poniendo todo ello fuera del comercio humano, es decir, consagrado y santificado a sus ídolos,
como cavernas, grutas, selvas, montañas e islas enteras; y no
sólo les [56] atribuyeron figura de hombres, animales o monstruos, sil10 también las facultade, y pasiolles de hombres, como
sentidos, lenguaje, sexo, anhelos, generación (y esto no solamente mezclándolos uno con otro para propagar el linaje de
los dioses, sino aparejándolos con hombres y mujeres, para
producir dioses híbridos, pero moradores del cielo, como Baca,
Hércules y otros), asignáronles, además, ira, deseo de venganza y otras pasiones de las criaturas vivas, y los actos que proceden de ellas, como el fraude, el adulterio, el robo, la sodomía
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PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP. I2
y todos los VICIOS que pueden ser tomados como efecto del
poder o causa de los placeres, así como aquellos otros vicios
que entre los hombres se desarrollan más bien en contra de
la ley que del honor.
Por último, a los pronósticos del tiempo venidero, que
no son, naturalmente, sino conjeturas basadas en la experiencia de los tiempos pasados, y revelación sobrenatural y divina,
los autores de la religión de los gentiles, en parte a base de
una pretendida experiencia, en parte fundándose en una pretendida revelación, añadieron otros e innumerables supersticiosos modos de adivinación. Así se hizo creer a los hombres
que encontrarían ~u fortuna a veces en las respuestas ambiguas
o absurdas de los sacerdotes de Delfos, Delos, Ammon y otros
famosos oráculos, cuyas ¡-espuestas se hacían deliberadamente
ambiguas para que fueran adecuadas a las dos posibles eventualidades de un asunto, o absurdas por las emanaciones tóxicas
de! lugar, lo cual ocurre muy frecuentemente en las cavernas
sulfurosas. A veces en las hojas de las sibilas, de cuyas profecías (como, acaso, la de Nostradamus, porque los fragmentos
que ahora conservamos parecen invención de tiempos recientes)
existieron varios libros muy reputados durante la República
romana. A veces en las frases, desprovistas de significado, de
los locos, a quienes se suponía poseídos por un espíritu divino:
a esta posesión la llamaban entusiasmo, y a estos modos de
predecir acontecimientos se les denominaba teomancia o profecía. A veces en el aspecto que presentaban las estrellas en
su nacimiento, a lo cual se llamaba horoscopia, estimándose
como una parte de la astrología judicial. A veces en sus propias esperanzas y temores, en lo llamado tumomancia o presagio.
A veces en las predicciones de los magos, que pretendían conversar con los muertos, a lo cual se llamaba nigromancia, conjuro y hechicería, y no es otra cosa sino impostura y fraude.
A veces en el vuelo casual o en la forma de alimentarse las
aves, lo que llamaban augurio. A veces en las entrañas de los
animales sacrificados, a lo que se llama aruspicina. A veces
en los sueños; a veces en el graznar de los cuervos o el canto
de los pájaros. A veces en las líneas de la cara, a 10 que se
llamaba metoposcopia; o en las líneas de la mano, palmisteria;
o en palabras casuales, omina. A veces en monstruos o acciden-
93
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I2
tes desusados, como eclipses, cometas, meteoros raros, temblores de tierra, inundaciones, nacimientos prematuros y cosas
sem~jantes, a 10 que se llamaba portenta y ostenta, porque
parecían predecir o presagiar alguna gran calamidad venidera.
A veces en el mero a4ar, como en el acertijo de cara y cruz, o
en la adivinanza del número de orificios de una criba; en el
juego de elegir versos de Homero y Virgilio, y en otros vanos
e innumerables conceptos análogos a los citados. Tan fácil es
que los hombres crean en cosas a las cuales han dado crédito
otros hombres; con donaire y destreza puede sacarse mucho
partido de su miedo e ignorancia. [57]
Por esa razón los primeros fundadores y legisladores de
los Estados entre los gentiles, cuya finalidad era, simplemente,
mantener al pueblo en obediencia y paz, se preocll ?aron en
todos los lugares: primero de imprimir en sus mentes la convicción de que los preceptos promulgados concernían a la
religión, y no podían considerarse inspirados por su propia
conveniencia, sino dictados por algún dios u otro espíritu; o
bien que siendo ellos mismos de una naturaleza superior a la
de los meros mortales, sus leyes podían ser admitidas más
fácilmente. Así, Numa Pompilio pretendía recibir de la Ninfa
Egeria las ceremonias que instituyó entre los romanos. Y el primer rey y fundador del reino del Perú, aseguraba que él
mismo y su mujer eran hijos del Sol; y Mahoma, al establecer
su nueva religión, presumía de tener coloquios con el espíritu
divino, encarnado en un pastor. En segundo lugar, tuvieron
buen cuidado de hacer creer que las cosas prohibidas por las
leyes eran, igualmente, desagradables a los dioses. En tercer
término de prescribir ceremonias, plegarias, sacrificios y festividades, haciendo creer que la cólera de los dioses podía
ser apaciguada por tales medios; que los acontecimientos infortunados en la guerra, los grandes contagios de enfermedades, los temblores de tierra y toda clase de miserias humanas
venían de la cólera de los dioses, y que esta cólera se debía
a la negligencia en la adoración, o al olvido o confesión de
algún detalle de las ceremonias referidas. Y aunque entre los
antiguos romanos no se prohibiera la incredulidad de lo que
en los poetas se escribe acerca de las penalidades y placeres
después de esta vida, creencias que diversos individuos de gran
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I2
autoridad y seriedad, en dicho Estado, satirizaron abiertamente
en sus arengas, esa creencia, sin embargo, era más estimada
que la contraria.
Con estas y otras instituciones, y de conformidad con su
propósito (que era la tranquilidad del Estado), lograron que
el vulgo considerara que la causa de sus infortunios fincaba
en la negligencia o error en las ceremonias o en su propia
desobediencia a las leyes, haciéndolo, así, lo menos capaz posible de amotinarse contra sus gobernantes. Y entretenidos con
la pompa y pasatiempos de los festivales públicos, hechos en
honor de los dioses, no necesitaban otra cosa sino alimentos
para abstenerse del descontento, la murmuración y la protesta
contra el Estado. Por estas ¡;ausas los romanos que habían
conquistado la mayor parte del mundo entonces conocido, no
tuvieron escrúpulo en tolerar una religión cualquiera en la
misma ciudad de Roma, salvo cuando en esa religión había
algo incompatible con su gobierno civil; ni leemos que fuera
prohibida ninguna religión sino la de los judíos, quienes (por
ser el reino privativo de Dios) consideraban ilegal reconocerse
como súbditos ·de cualquier rey mortal o Estado. Y así podeis
apreciar cómo la religión de los gentiles era una parte de su
política.
Pero allí donde Dios mismo, por revelación sobrenatural,
instituyó una religión, se estableció para sí mismo un reino
privativo, y dio leyes no solamente para la conducta de los
hombres respecto a Él, sino para lo de uno respecto a otro.
Por esta razón en el reino de Dios la política y las leyes civiles
son una parte de la religión, y por ello no tiene lugar alguno
la [58] distinción de dominio temporal y espiritual. Ciertamente es Dios el rey de toda la Tierra, pero aun así puede
ser, también, rey de una nación particular y elegida. En ello
no hay incongruencia, como no la hay tampoco en que quien
tiene el mando de todo un ejército, tenga, a la vez, el de un
regimiento o hueste particular suya. Dios es rey de toda
la tierra por su poder, pero de su pueblo escogido es rey en
virtud de un pacto.
Teniendo en cuenta la manera como se ha propagado la
religión, no resulta difícil comprender las causas en virtud de
las cuales todo se resuelve en sus primeras semillas o princi-
9S
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 12
pios, que son solamente la idea de una deidad y de poderes
invisibles sobrenaturales. Nada puede arrancar esas semillas
de la Haturaleza humana, pero, en cambio, pueden suscitarse
nuevas religiones, por la cultura de ciertos hombres que gozan
de reputación a tales efectos.
Si advertimos que toda religión instituída se basa, en primer término, sobre la· fe que una multitud tiene en cierta
persona, de la cual cree no sólo que es un hombre sabio, y que
labora -para procurarles felicidad, sino, también, que es un
hombre santo, elegido por Dios para declararle su voluntad
por vía sobrenatural, se deduce necesariamente que cuando
quienes tienen a su cargo el gobierno de la religión resultan
sospechosos en cuanto a su sabiduría, a su sinceridad o a su
amor, o cuando se muestran incapaces de producir algún signo
manifiesto de la revelación divina, la religión que desean instituir resulta igualmente sospechosa, y si no existe temor al
brazo éivil, contradicha y repudiada.
Lo que arrebata la reputación de sabiduría a quien ha instituído una religión o a quien añade algo a una religión ya
formada, es la imposición de creencias contradictorias. En efecto, no es posible que las dos partes de una contradicción sean,
a la vez, verdaderas: por tanto, ordenar la creencia en cosas
contradictorias es una prueba de ignorancia, que el autnr revela, desacreditándose en todas las cosas propuestas como revelación sobrenatural: porque la revelación puede tenerla ~vi­
dentemente sobre cosas que están por encima de .la razón
natural, pero nunca en contra de ella.
Lo que arrebata la reputación de sinceridad es la realización o enunciación de aquellas cosas que se manifiestan como
signos de que la creencia reclamada de otro hombre no es
compartida por ellos mismos. Por tal causa, todo cuanto se
hace o dice se denomina escandaloso, porque no son sino
obstáculos que hacen caer a los hombres en la vía de la religión; tales son la injusticia, la crueldad, la hipocresía, la
avaricia y la lujuria. Porque ¿quién creerá que quien hace
ordinariamente cosas que tienen uno de esos orígenes, piense
que exista algún poder invisible que haya de ser temido y que
asuste a los otros por faltas menores?
96
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP. I2
Lo que arrebata la reputación de amor es advertir que
se persiguen fines particulares: por ejemplo, cuando la fe
que se exige de otros, conduce o parece conducir a la adquisición de dominio, ri- [59] quezas, d~gnidad o placer seguro,
sólo o especialmente para quien exige. Porque lo que procura
beneficio para sí mismo, se juzga realizado para sí propio y
no por el amor de los demás.
Por último, el testimonio que los hombres pueden rendir
de sn vocación divina no puede ser otro sino la realización de
milagros, o la auténtica profecía (que es también un milagro), o la extraordinaria felicidad. Por consiguiente, sobre los
artículos de religión formulados por quien hizo milagros,
los añadidos por quien no pru~ba su vocación divina con algún hecho milagroso, no logran inspirar una fe mayor que la
que la costumbre y la ley de los lugares en que han sido
educados, les procura. Porque en las cosas naturales, los hombres juiciosos requieren signos sobrenaturales (que son milagros), antes de mostrar una Íntima y cordial aquiescencia.
Todas esas causas de debilitación de la fe humana aparecen de modo manifiesto en los ejemplos siguientes. Primero
tenemos el ejemplo de los hijos de Israel, los cuales, cuando
Moisés, que había probado su vocación divina por medio de
milagros y por la feliz conducción de que les hizo objeto al
salir de Egipto, se ausentó durante cuarenta días, se rebelaron
contra el culto verdadero de Dios, recomendado a ellos por
Moisés, e instituyendo *como Dios un becerro de oro, cayeron en la idolatría de los egipcios, de quienes acababan de ser
libertados. Y luego, después de muertos Moisés, Aarón y
Josué, y la generación que había visto las grandes obras de
Dios en Israel, *surgió otra generación que adoró a Baal. Así
que al fallar los milagros falló la fe.
En otra ocasión, cuando los hijos de Samuel, *constituídos por su padre como jueces en Bersabé, recibieron presentes
y e~itieron u~ fallo injusto, el pueblo de Israel rehusó seguir
temendo a DlOS por su rey, de modo distinto a como era
rey ,de otro pueblo; y por ello exigieron de Samuel que les
eligiera un rey tal como lo tenían en otras naciones. Así que,
fallando la jll:sticia, falló también la fe, hasta el punto de
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PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I2
que los israelitas depusieron a su Dios de la soberanía que
tenía sobre ellos.
Al implantarse la religión cristiana, cesaron los oráculos en
todos los lugares del Imperio romano, y creció portentosamente, día por día, el número de cristianos, por la predicación de los apósteles y evangelistas; una gran parte de este
éxito puede atribuirse razonablemente al desprecio que los
sacerdotes de los paganos de aquel tiempo habían merecido por sus impurezas, por su avaricia y por su condescendencia
con los príncipes. Así, también, la religión de la iglesia de
Roma fue, por la misma causa, parcialmente abolida en Inglaterra y en algunas otras partes de la cristiandad: en efecto,
cuando falla la virtud de los pastores, falla la fe del pueblo.
En parte se debió a la introducción de la filosofía y de la doctrina de Aristóteles en la religión, por los escolásticos, pues
de ello se derivaron tales contradicciones y absurdos, que el
clero éayó en una reputación de ignorancia y de intención
fraudulenta, lo cual hizo que el pueblo propendiera a rebelarse contra él, bien fuera contra la voluntad de sus propios
príncipes, como en Francia y Holanda, o con su aquiescencia,
como en Inglaterra. l6o]
Por último, entre los puntos declarados por la iglesia de
Roma como necesarios para la salvación, existen tantos 'que
manifiestamente van en ventaja del Papa y de sus súbditos
espirituales que residen en los territorios de otros príncipes
cristianos, que si no hubiera sido por la pugna entre tales
príncipes, hubieran podido escluir toda autoridad extraña,
sin guerra ni perturbaciones, con la misma facilidad que ocurrió en Inglaterra. Porque ¿habrá alguien que no advierta a
quién beneficia el creer que un rey no tiene su autoridad de
Cristo sino cuando un obispo lo corona? ¿Que un rey, si es
sacerdote, no puede contraer matrimonÍo? ¿Que si un rey ha
nacido o no de un matrimonio legal, es asunto que deba juzgarse por la autoridad de Roma? ¿Que los súbditos puedan
verse liberados de su promesa si la Corte de Roma juzgó
al rey como hereje? ¿Que un rey, como Chilperico de Francia,
pueda ser depuesto por un Papa, como el Papa Zacarías, sin
causa alguna, y entregado su reino a uno de sus súbditos?
¿Que el clero secular y regular esté exento, en lo criminal,
98
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I2
de la jurisdicción de su rey? O ¿no se advertirá en provecho de
quién redundan los emolumentos del altar y de las indulgencias, con otros signos de interés privado, suficientes para matar
la fe más viva, si, como ya he dicho, no estuvieran más sostenidos por el poder civil que por la opinión sustentada acerca
de la santidad, sabiduría o probidad de sus maestros? Así,
puedo atribuir todos los cambios de religión en el mundo a
una sola y única causa, es decir, a los sacerdotes inconvenientes,
y no sólo entre los católicos sino incluso en esta iglesia que
tanto ha presumido de reforma.
99
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. Ij
CAPITULO XIII
De la
del Género Humano, en lo que
Concierne a su Felicidad y su Miseria
CONDICIÓN NATURAL
La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las
facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es,
a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de
entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la
diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que
uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En
efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil
tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que
se halle en el mismo peligro que él se encuentra.
En cuanto a las facultades mentales (si se prescinde de
las artes fundadas sobre las palabras, y, en particular, de la
destreza en actuar según reglas generales e infalibles, lo que
se llama ciencia, arte que pocos tienen, y aun éstos en muy
pocas cosas, ya que no se trata de una facultad innata, o nacida con nosotros, ni alcanzada, como la prudencia, mientras
perseguimos algo distinto) yo encuentro aún una igualdad
más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza.
Porque la prudencia no es sino experiencia; cosa que todos los
hombres alcanzan por igual, en tiempos iguales, y en [61]
aquellas cosas·a las cuales se consagran por igual. Lo que acaso
puede hacer increíble tal igualdad, no es sino un vano concepto
de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres
piensan poseer en más alto grado que el común de las gentes,
es decir, que todos los hombres con excepción de ellos mismos y de unos pocos más a quienes reconocen su valía, ya sea
por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos
mismos. Tal es, en efecta, la naturaleza de los hombres que
100
PARTE I
DEL
HOMBRE
CA.P. I3
si bien reconocen que otros son más sagaces, más elocuentes o
más cultos, difícilmente llegan a creer que haya muchos tan
sabios como ellos mismos, ya que cada uno ve su propio talento
a la mano, y el de los demás hombres a distancia. Pero esto
es lo que mejor prueba que los hombres son en este punto
más bien iguales que desiguales. No hay, en efecto y de ordinario, un signo más claro de distribución igual de una cosa,
que el hecho de que ada hombre esté satisfecho con la porción que le corresponde.
De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la
igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros
fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma
cosa, y en modo alguno pueden disfrutar la ambos, se vuelven
enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación y a veces su delectación tan
sólo) tratan de aniquilarse o so juzgarse uno a otro. De aquí
que un agresor no teme otra cosa que el poder singular de
otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee
un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan
otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no
sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de
su libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo
peligro con respecto a otros.
Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún pro~e­
dimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja
a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por
medio de la fuerza o por la astucia o todos los hombres que
pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder
sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que
requiere su propia conserv.ación, y es generalmente permitido.
Como algunos se complacen en contemplar su propio poder
en los actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que
su seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias
serían felices manteniéndose dentro de límites modestos, si no
aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán sub'sistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan
defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre, aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir también.
101
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I3
Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no
existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto
cada hombre considera que su compañero debe valorarlo de!
mismo modo que él se v,alora a sí mismo. Y en presencia de
todos los signos de desprecio ú subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que
entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete,
es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles
algún daño, y de los demás por el ejemplo.
Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. [62]
La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para
lograr un beneficio; la segund.l, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia
para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y
ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la
tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como
una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier
otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos,
en su nación, en su profesión o en su apellido.
Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que
los hombres viven sin un poder común que los atemorice a
todos, se hallan en la condición o estado que se denomina
guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Pprque
la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la
voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello
la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la
naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del
clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no
radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover
durante varios días, así la naturaleza de la. guerra consiste
no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a
ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo
contrario. Todo el tiempo restante es de paz.
102
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 30
Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un
tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de
los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres
viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su
propia invención pueden proporcionarles. En una situación
semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su
fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra,
ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados
por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para
mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni
conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo,
ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe
continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del
hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y -breve.
A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño
que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos
para invadir y destruirse mutuamente; y puedé ocurrir que no
confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso,
verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a sí mismo; cuando emprende una jornada, se procura
armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra
las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave
a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que
le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando
cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de
sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto
acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con
mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello
a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre
no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son los actos que
de las pasiones proceden hasta que consta que una ley las
prohibe: que los hombres no pueden conocer las leyes antes
de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los
hombres se pongan de acuerdo con respecto a la persona que
debe promulgarla. [63]
Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en efecto, yo
creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero;
103
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP. 13
pero existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los
pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa
el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la
concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven
actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De
cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género
de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el
régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobiernó pacífico, suele degenerar en una guerra civil.
Ahora bien, aunque nunca existió un tiempo en que los
hombres particulares se hallaran en una situación de guerra de
uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas revestidas con autoridad soberana, celosos de su independencia,
se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y
postur~ de los gladiadores, con las armas asestadas y los ojos
fijos uno en otro. Es decir, con sus fuertes guarniciones y cañones en guardia en las fronteras de sus reinos, con espías entre
sus vecinos, todo lo cual implica úna actitud de guerra. Pero
como a la vez defienden también la industria de sus súbditos,
no resulta de esto aquella miseria que acompaña a la libertad
de los hombres particulares.
En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no
hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay
justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia, no son facultades ni del
cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre
que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al
hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también
que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni
distinción entre tuyo y mio; sólo pertenece a cada uno lo que
puede tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo elb
puede afirmarse de esa miserable condición en que el hombre
se encuentra por obra de la simple naturalez~, si bien tiene una
cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus
pasiones, en parte por su razó:1.
104
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP. I j
Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor
a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una
vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del
trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales
pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas
son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza: a.
ellas voy a referirme, más particularmente, en los dos capítulos
siguientes. [64]
105
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP.
14
CAPITULO XIV
De la Primera y de la Segunda LEYES
Y de los CONTRATOS
NATURALES,
EJ DERECHO DE NATURALEZA, lo que los escritores llaman
comúnmente jus naturale, es la libertad que cada hombre tiene
de usar su propio poder como quiera, para la conservación de
su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón
considere como los medios más aptos para lograr ese fin.
Por" LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado
propio de la palabra, la ausencia de impedimentos externos,
impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que
un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le resta, de acuerdo con lo que ~u
juicio y razón le dicten.
l/Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma
general, establecida por la razón, en virtud de la cual se prohibe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de conservarlai; o bien, omitir aquello
mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor
preservada. Aunque quienes se ocupan de estas cuestiones
acostumbran confundir jus y lex, derecho y ley, precisa
distinguir esos términos, porque el DERECH o consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras que la LEY determina
y obliga a una de esas dos cosas. Así, la ley y el derecho
difieren tanto como la obligación y la libertad, que son incompatibles cuando se refieren a una misma materia.
La condición del hombre (tal como se ha manifestado en
el capítulo precedente) es una condición de guerra de todos
contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia
razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que
no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus
106
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I4
enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada
hombre tiene derecho a hacer cualquiera cosa, incluso en el
cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste
ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas,
no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que
sea) de existir durante todo el tiempo que ordinariamente
la Naturaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta
un precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual¡
cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la
esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe
buscar y utilizar todas 'las ayudas y ventajas de la guerra. La
primera fase de esta regla contiene la ley primera y fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La
segunda, la suma del derecho de naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos, por todos los medios posibles.
De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual
se ordena a los hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta
segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten también,
y mientras se considere necesario para la paz. y [65] defensa
de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a
satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres,
que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo.
En efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto
le agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra.
y si los demás no quieren renunciar a ese derecho como él,
no existe razón para que nadie se despoje de dicha atribución,
porque ello más bien que disponerse a la paz significaría ofrecerse a sí mismo como presa (a lo que no está obligado ningún
hombre). Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendais que
los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos. Y
esta otra ley de la humanidad entera: Quod tibi fieri non vis,
alter; ne feceris.
[Renunciar un derecho a cierta cosa es despojarse a sí
mismo de la libertad de impedir a otro el beneficio del propio
derecho a la cosa en cuestión.\En efecto, quien renuncia v
abandona su derecho, no da a otro hombre un derecho que
este último hombre no tuviera antes. No hay nada a que un
hombre no tenga· derecho por naturaleza: solamente se aparta
del camino de otro para que éste pueda gozar de su propio
1°7
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 14
derecho original sin obstáculo suyo, y sin impedimento ajeno.
Así que el efecto causado a otro hombre por la renuncia al
derecho de.. alguien, es, en éierto modo, disminución de los
impedimentos para el uso de su propio derecho originario.
Se abandona un derecho bien sea por simple renunciación o
por transferencia a otra persona. Por simple renunciación
cuando el cedente no se preocupa de la persona beneficiada
por su renuncia. Por TRANSFERENCIA cuando desea que el beneficio recaiga en una o varias personas determinadas. Cuando
una persona ha abandonado o transferido su derecho por cualquiera de estos dos modos, dícese que está OBLIGADO o LIGADO
a no impedir el beneficio resultante a aquel a quien se concede o abandona el derecho. Debe aquél, y es su deber, no
hacer nulo por su voluntad este acto. Si el impedimento sobreviene, prodúcese INJUSTICIA o INJURIA, puesto que es sine
jure, ya que el derecho se renunció o transfirió anteriormente.
Así que la injuria o injusticia, en las controversias terrenales,
es algo semejante a lo que en las disputas de los escolásticos
se llamaba absurdo. Considérase, en ef~cto, absurdo al hecho de
contradecir lo que uno mantenía inicialmente: aSÍ, también, en
el mundo se denomina injusticia e injuria al hecho de omitir
voluntariamente aquello que en un principio voluntariamente
se hubiera hecho. El procedimiento mediante el cual alguien
renuncia o transfiere simplemente su derecho es una declaración o expresión, mediante signo voluntario y suficiente, de
que hace esa renuncia o transferencia, o de que ha renunciado
o transferido la cosa a quien la acepta. Estos signos son o bien
meras palabras o simples acciones; o (como a menudo ocurre)
las dos cosas, acciones y palabras. U nas y otras cosas son los
LAZOS por medio de los cuales los hombres se sujetan y obligan: lazos cuya fuerza no estriba en su propia naturaleza
(porque nada se rompe tan fácilmente como la palabra de un
ser humano), .sino en el temor de alguna mala consecuencia
resultante de la ruptura.
Cuando alguien t'ransfiere su derecho, o renuncia a él,
lo hace en consideración a cierto derecho que recíprocamente
le ha sido transferido, [66] o por algún otro bien que de
ello espera. Trátase, en efecto, de un acto voluntario, y el
objeto de los actos voluntarios de cualquier hombre es algún
J08
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I4
bien para sí mismo. Existen, aSÍ, ciertos derechos, que a nadie
puede atribuirse haberlos abandonado o transferido por medio
de palabras u otros signos. En primer término, por ejemplo,
un hombre no puede renunciar al derecho de resistir a quien
le asalta por la fuerza para arrancarle la vida, ya que es íncomprensible que de ello pueda derivarse bien alguno para
el interesado. Lo mismo puede decirse de las lesiones, la esclavitud y el encarcelamiento, pues no hay beneficio subsiguiente 3. esa tolerancia, ya que nadie sufrirá con paciencia ser herido o aprisionado por otro, aun sin contac con
que nadie puede decir, cuando ve que otros proceden contra
él por medios violentos, si se proponen o no darle muerte.
En definitiva, el motivo y fin por el cual se establece esta
renuncia y transferencia de derecho no es otro sino la seguridad de una persona humana, en su vida, y en los modo" de
conservar ésta en forma que no sea gravosa. Por consiguiente,
si un hombre, mediante palabras u otros signos, parece oponerse al fin que dichos signos manifiestan, no debe suponerse
que así se lo proponía o que tal era su voluntad, sino que
ignoraba cómo debían interpretarse tales palabras y acciones.
La mutua transferencia de derechos es lo que los hombres
llaman CONTRATO.
Existe una diferencia entre transferencia del derecho a la
cosa, y transferen.:ia o tradición, es decir, entrega de la cosa
misma. En efecto, la cosa puede ser entregada a la vez que se
transfiere el derecho, como cuando se compra y vende con dinero contante y sonante, o se cambian bienes o tierras. También puede ser entregada la cosa algún tiempo después.
Por otro lado, uno de los contratantes, a su vez, puede
entregar la cosa convenida y dejar que el otro realice su
prestación después de transcurrido un tiempo determinado,
durante el cual confía en él. Entonces, respecto del primero,
el contrato se llama PACTO o CONVENIO. O bien ambas partes
pueden contratar ahora para cumplir después: en tales casos,
como a quien ha de cumplir una obligación en tiempo venidero
se le otorga un crédito, su cumplimiento se llama cbservancia
de promesa, o fe; y la falta de cumplimiento, cuando es voluntaria, violación de fe.
Cuando la transferencia de derecho no es mutua, sino que
I09
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 14
una de las partes transfiere, con la esperanza de ganar con
ello la amistad o el servicio de otra, o de sus amigos; o con la
esperanza de ganar reputación de persona caritativa o magnánima; o para liberar su ánimo de la pena de la compasión,
o con la esperanza de una recompensa en el cielo, entonces
no se trata de un contrato, sino de DONACIÓN, LIBERALIDAD
o GRACIA: todas estas palabras significan una y la misma cosa.
Los signos del contrato son o bien expresos o por inferencja. Son signos expresos las palabras enunciadas con la inteligencia de lo que significan. Tales palabras son o bien de
tiempo presente o pasado, como yo doy, yo otorgo, yo he dado, yo he otorgado, yo quiero que estE) sea tuyo; o de car1cter
futuro, como yo daré, yo otorgaré: estas palabras de carácter futuro entrañan una PROMESA.
Los signos por inferencia son, a veces, consecuencia de las
palabras, [67] a veces consecuencia del silencio, a veces consecuencia de acciones, a veces consecuencia de abstenerse de
una acción. En .t érminos generales, en cualquier contrato un
signo por inferencia es todo aquello que dé modo suficiente
arguye la voluntad del contratante.
Las simples palabras, cuando se refieren al tiempo venidero y contienen una mera promesa, son un signo insuficiente
de liberalidad y, por tanto, no son obligatorias. En efecto, si
se refieren al tiempo venidero, como: Mañana daré, son un
signo de que no he dado aún, y, por consiguiente, de que mi
derecho no ha sido transferido, sino que se mantiene hasta
que lo transfiera por algún otro acto. Pero si las palabras hacen
relación al tiempo presente o pasado, como: Yo he dado o doy
para entregar mañana, entonces mi derecho de mañana se cede
hoy, y esto ocurre por virtud de las palabras, aunque no existe
otro argumento de mi voluntad. Y existe una gran diferencia
entre la significación de estas frases: Volo hoc tuum esse eras,
y Gras daba; es decir, entre Yo quiero que esto se,,¡ tuyo mañana y Yate lo daré mañana. Porque la frase Yo quiero, en
la primera expresión, significa Un acto de voluntad presente,
mientras que en la última significa la promesa de un acto de
voluntad, venidero. En consecuencia, las primeras palabras son
de presente, pero transfieren un derecho futuro; las .últimas
son de futuro, pero nada transfieren. Ahora bien, si, además
110
PARTE 1
DEL
HOMBRE
. CAP. I4
de las palabras, existen otros signos de la voluntad de transferir un derecho, entonces, aunque la donación sea libre, puede
considerarse otorgada por palabras de futuro. Si una persona
ofrece un premio para el primero que llegue a una determinada meta, · la donación es libre, y aunque las palabras se refieran al futuro, el derecho se transfiere, porque si el interesado no quisiera que sus palabras se entendiesen de ese
modo, no las hubiera enunciado así.
En los contratos transfiérese el derecho 110 sólo cuandó
las palabras son de tiempo presente o pasado, sino cuando pertenecen al futuro, porque todo contrato es mutua traslación o
cambio de derecho. Por consiguiente, quien se limita a prometer, porque ha recibido ya el beneficio de aquel a quien
promete, debe considerarse que accede a transferir el derecho
si su propósito hubiera sido que sus palabras se comprendiesen
de modo diverso, el otro no hubiera efectuado previamente
su prestación. Por esta causa en la compra y en la venta, y en
otros actos contractuales, una promesa es 'equivalente a un
pacto, y tal razón es obligatoria.
Decimos" que quien cumple primero un contrato MERECE
lo que ha de recibir en virtud del cumplimiento dd contrato
por su partenario, recibiendo ese cumplimiento como algo debido. Cuando se ofrece a varios un premio, para entregarlo
solamente al ganador, o se arrojan monedas en un grupo, para
que de ellas se aproveche quien las coja, entonces se trata
de una liberalidad, y el hecho de ganar o de tomar las referidas cosas, es merecerlas y tenerlas como COSA DEBIDA, porque el derecho se transfiere al proponer el premio o al arrojar
las monedas, aunque no quede determinado el beneficiario,
sino cuando el certamen se realiza. Pero entre estas dos clases
de mérito existe la diferencia de que en el contrato yo merezco
en virtud de mi propia aptitud, y de la necesidad de los contratantes, mientras que en el caso de la liberalidad, mi mérito
solamente deriva de la generosidad del donante. En el contrato yo merezco de los contratantes que se despojen de su
derecho [68] mientras que en el caso de la donación yo no
merezco que el donante renuncie a su derecho, sino que, una
vez desposeído de él, ese derecho sea mío, más hien que de
otros. Tal me parece ser el significado de la distinción esco11 1
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I4
lástica entre mcritum congrui y mcritum condigni. En efecto,
habiendo prometido la Omnipotencia divina el Paraíso a aquellos hombres (cegados por los deseos carnales) que pueden pasar por este mundo de acuerdo con los preceptos y limitaciones
prescri tos por Él, dícese que quienes así proceden merecen
el Paraíso ex congruo. Pero como nadie puede demandar un
derecho a ello por su propia rectitud o por algún poder que
en sí mismo posea, sino, solamente, por la libre gracia de
Dios, se afirma que nadie puede merecer el Paraíso ex condigno. Tal creo que es el significado de esa distinción; pero
como los que sobre ello discuten no están de acuerdo acerca
de la significación de sus propios términos técnicos, sino en
cuanto les son útiles, no afirmaría yo nada a base de tales
significados. Sólo una cosa puedo decir: cuando un don se
entrega definitivamente como premio a disputar, quien gana
puede reclamarlo, y merece el premio, como cosa debida.
Cuando se hace un pacto en que las partes no llegan a
su cumplimiento en el momento presente, sino que confían
una en otra, en la condición de mera naturaleza (que es una
situación de guerra de todos contra todos) cualquiera sospecha
razonable es motivo de nulidad. Pero cuando existe un poder
común sobre ambos contratantes, con derecho y fuerza suficiente para obligar al cumplimiento, el pacto no es nulo. En
efecto, quien cumple primero no tiene seguridad de que el otro
cumplirá después, ya que los lazos de las palabras son demasiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia,
la cólera y otras pasiones de los hombres, si éstos no sienten el
temor de un poder coercitivo; poder que no cabe suponer existente en la condiciQn de mera naturaleza, en que todos los
hombres son iguales y jueces de la rectitud de sus propios
temores. Por ello quien cumple primero se confía a su amigo,
contrariamente al derecho, que nunca debió abandonar, de defender su vida y sus medios de subsistencia.
Pero en un Estado civil donde existe un poder apto para
constreñir a quienes, de otro modo, violarían su palabra, dicho
temor ya no es razonable, y por tal razón quien en virtud
del pacto viene obligado a cumplir primero, tiene el deber de
hacerlo asÍ.
II2
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I4
La causa del temor que invalida semejante pacto, debe
ser, siempre, algo que emana del pacto establecido, como algún
hecho nuevo u otro signo de la voluntad de no cumplir: en
ningún otro caso puede considerarse nulo el pacto. En efecto,
lo que no puede impedir a un hombre prometer, no puede admitirse que sea un obstáculo para cumplir.
Quien transfiere un derecho transfiere los medios de disfrutar de él, mientras está bajo sU dominio. Quien vende una
tierra, se comprende que cede la hierba y cuanto crece sobre
aquélla. Quien vende un molino no puede desviar la corriente
que lo mueve. Quienes dan a un hombre el derecho de gobernar, en plena soberánía, se comprende que le transfieren
el derecho de recaudar impuestos para mantener un ejército,
y de pagar magistrados para la administración de justicia.
E::; imposible hacer pactos con las bestias, porque c060
no comprenden nuestro lenguaje, no entienden ni aceptan
ninguna [69] traslación de derecho, ni pueden transferir un
derecho a otro: por ello no hay pacto, sin excepción alguna.
Hacer pactos con Dios es imposible, a no ser por mediación de aquellos con quienes Dios habla, ya sea por revelación
sobrenatural o por quienes en su nombre gobiernan: de otro
modo no sabríamos si nuestros pactos han sido o no aceptados.
En consecuencia, quienes hacen voto de alguna cosa contraria
a una ley de naturaleza, lo hacen en vano, como que es injusto libertarse con votos semejantes. Y si alguna cosa es ordenada por la ley de naturaleza, lo que obliga no es el voto,
sino la ley.
La materia u objeto d~ un pacto es, siempre, algo sometido
a deliberación (en efecto, el pacto es un acto de la voluntad,
es decir, un acto --el último acto- de deliberación); así se
comprende que sea siempre algo venidero que se juzga posible
de realizar por quien pacta.
En consecuencia, prometer lo que se sabe que es imposible,
no es pacto. Pero si se prueba ulteriormente como imposible algo que se consideró como posible en un principio, el
pacto es válido y obliga (si no a la cosa misma, por lo menos
a su valor); o, si esto es imposible, a la obligación manifiesta
de cumplir tanto como sea posible; porque nadie está obligado
a más.
11.1
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 14
De dos maneras quedan los hombres liberados de sus pactos: por cumplimiento o por remisión de los mismos. El
cumplimiento es el fin natural de la obligación; la remisión
es la restitución de la libertad, puesto que consiste en una retransferencia del derecho en que la obligación consiste.
Los pactos estipulados por temor, en la condición de mera
naturaleza, son obligatorios. Por ejemplo, si yo pacto el pago
de un rescate por ver conservada mi vida por un enemigo,
quedo ,obligado por ello. En efecto, se trata de un pacto en
que uno recibe el beneficio de la vida; el otro contratante
i-ecibe dinero o prestaciones, a cambio de ello; por consiguiente,
dowle (como ocurre en la condición de naturaleza pura y
simple) no existe otra ley que prohiba el cumplimiento, el
pacto es válido. Por esta causa los prisioneros de guerra que
se comprometen al pago de su rescate, están obligados a abonarlo. Y si un príncipe débil hace una paz desventajosa con
otro más fuerte, por temor a él, se obliga a respetarla, a menos
(como antes ya hemos dicho) que surja algún nuevo motivo
de temor para renovar la guerra. Incluso en los Estados, si yo
me viese forzado a librarme de un ladrón prometiéndole
dinero, estaría obligado a pagarle, a menos que la Ley civil
me exonerara de ello. Porque todo (uanto yo puedo hacer
legalmente sin obligación, puedo estipularlo también legalmente por miedo; y lo que yo legalmente estipule, legalmente
no puedo quebrantarlo.
Un pacto anterior anula otro ulterior. En efecto, cuando
, uno ha transferido su derecho a una persona en el día de hoy,
no puede transferirlo a otra, mañana; por consiguiente, la última promesa no se efectúa conforme a derecho; es decir,
es nula.
U n pacto de no defenderme a mí mismo con la fuerza
contra la fuerza, es siempre nulo, pues, tal como he manifestado anteriormente, ningún hombre puede transferir o despojarse de su derecho de protegerse a sí mismo de la muerte,
las lesiones o el encarcelamiento. El anhelo de evitar esos males
es la única finalidad de despojarse [70] de un derecho, y,
por consiguiente, la promesa de no resistir a la fuerza no transfiere derecho alguno, ni es obligatoria en ningún pacto. En
II4
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.I4
efecto, aunque un hombre pueda pactar lo siguiente: Si no
hago esto o aquello, matadme; no puede pactar esto otro:
Si no hago esto o aquello, no resistiré. cuando vengais a matarme. El hombre escoge por naturaleza el mal menor, que
es el peligro de muerte que hay en la resistencia, con preférencia a otro peligro más grande, el de una muerte presente
y cierta, si no resiste. Y la certidumbre de ello está reconocida
por todos, del mismo modo que se conduce a los criminales a
la prisión y a la ejecución, entre hombres armados, a pesar
de que tales criminales han reconocido la ley que les condena.
Por la misma razón es inválido un pacto para acusarse a
sí mismo, sin garantía de perdón. En efecto, es condición de
naturaleza que cuando un h'ombre es juez no existe lugar
para la acusación. En el Estado Civil, la acusación va seguida
del castigo, y, siendo fuerza, nadie está obligado a tolerarlo
sin resistencia. Otro tanto puede asegurarse respecto de la
acusación de aquellos por cuya condena queqa un hombre en
la miseria, como, por ejemplo, por la acusación de un padre,
esposa o bienhechor. En efecto, el testimonio de semejante
acusador, cuando no ha sido dado voluntariamente, se presume que está corrompido por naturaleza, y, como tal, no es
admisible: en consecuencia, cuando no se ha de prestar crédito
al testimonio de un hombre, éste no está obligado a darlo.
Así, las acusaciones arrancadas por medio de tortura no se
reputan como testimonios. La tortura sólo puede usarse como
medio de conjetura y esclarecimiento en un ulterior examen
y busca de la verdad. Lo que en tal caso se confiesa tiende,
sólo, a aliviar al torturado, no a informar a los torturadores:
por consiguiente, no puede tener el crédito de un testimonio
suficiente. En efecto, quien se entrega a sí mismo como resultado de una acusación, verdadera o falsa, lo hace para tener
el derecho de conservar su propia vida.
Como la fuerza de las palabras, débiles --como antes advertí- para mantener a lt's- hombres en -el cumplimiento de
sus pactos, es muy pequeña, existen en la naturaleza huma-na
dos elementos auxiliares que cabe imaginar para robustecerla.
Unos temen las consecuencias de quebrantar su palabra, o sienten la gloria u orgullo de serles innecesario faltar a ella. Este
último caso implica una generosidad que raramente se encuen115
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I4
tra, en particular en quienes codician riquezas, mando o placeres sensuales; y ellos son la mayor parte dd género humano.
La pasión que mueve esos sentimientos es el miedo, sentido
hacia dos objetos generales: uno, el poder de los espíritus
invisibles; otro, el poder de los hombres a quienes con ello
se perjudica. De estos dos poderes, aunque el primero sea
más grande, el temor que inspira el último es, comúnmente,
mayor. El temor del primero es, en cada ser humano; su propia religión, implantada en la naturaleza del hombre antes que
la sociedad civil. Con el último no ocurre así, o, por lo menos,
110 es motivo bastante para imponer a los hombres el cumplimiento de sus promesas, porque en la condición de mera naturaleza, la desigualdad del poder no se discierne sino en
la eventualidad de la lucha. ASÍ, en el tiempo anterior a la
sociedad civil J o en la interrupción que ésta sufre por causa
de guerra, nada puede robustecer Un conv~nio de paz, estipulado contra las tentaciones de la avaricia, de la ambición,
de las pasiones o de otros poderosos deseos, sino el temor de
este poder invisible al que todos veneran como a Un dios, y
al que todos temen como vengador de su perfidia. Por consiguiente, todo cuanto puede hacerse [71] entre dos hombres
que no están sujetos al poder civil, es inducirse uno a otro a
jurar por el Dios que temen. Este JURAMENTO es una ff)rma
de expresión, agregada a una promesa por medio de la cual
quien promete significa que, en el caso de no cumplir, renuncia a la gracia de su Dios, y pide que sobre él recaiga su
venganz.a. La forma del juramento pagano era ésta: Que Júpiter me mate, como yo mato a este animal. Nuestra forma
es ésta: Si hago esto y aquello, válgame Dios. Y así, por los
ritos y ceremonias que cada uno usa en su propia religión, el
temor de quebrantar la fe puede hacerse más grande.
De aquÍ se deduce que un juramento efectuado según otra
forma o rito, es vano para quien jura, y no es juramento. Y
no puede jurarse por cosa alguna si el que jura no piensa en
Dios. Porque aunque, a veces, los hombres suelen jurar por
sus reyes, movidos por temor o adulación, con ello no dan a
entender sino que les atribuyen honor divino. Por otro lado,
jurar por Dios, innecesariamente, no es sino profanar su nOffibe,::; y jurar por otras cosas, como los hombres hacen habi116
PlIR2'E 1
DEL
HOMBRE
CAP.
t
4
tualrn¡~,Lr: e~ ~us coloquios, no es jurar, sino practicar una
impía cosmmbre, fomentada por el exceso de vehemencia en
la conversación.
De aquí se infiere que el juramento nada añade a la obligación. En efecto, cuando un pacto es legal, obliga ante los
ojos de Dios, lo mismo sin juramento que con él: cuando es
ilegal, no obliga en absoluto, aunque esté confirmado por un
juramento.
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. IS
CAPITULO XV
De Otras Leyes de Naturaleza
De esta ley de Naturaleza, según la cual estamos obligados
a transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a saber:
Que los hombres cumplan los pactos que hal1 celebrado. Sin
ello, los pactos son vanos, y no contienen sino palabras vacías,
y subsistiendo el derec1;lo de todos los hombres a todas las
cosas, seguimos hallándonos en situación de guerra.
En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la
JUSTICIA. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha
transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto.
La definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es
justo.
Ahora bien, como los pactos de mutua confianza, cuando
existe el temor de un incumplimiento por una cualquiera de
las partes (como hemos dicho en el cap'ítulo anterior), son
nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación
de pactos, no puede haber actualmente injusticia hasta que
se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede hacerse
mientras los hombres se encuentran en la condición natural
de guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado
lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más
grande que el beneficio que esperan [72] del quebrantamiento
de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en
recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder
110 existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede dedu118
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. IS
deducirse, también, de la definición que de la justicia
hacen los escolásticos cuando dicen que la justicia es la 'Uoluntad constante de dar a cada uno lo suyo. Por tanto, donde no
hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir,
donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay
Estado) nada es injusto. Así, que la naturaleza de la justicia
consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien, la
validez de los pactos no comienza sino con la constitución de
un poder civil suficiente para compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad.
Los necios tienen la convicción Íntima de que no existe
esa cosa que se llama justicia, y, a veces, lo expresan también
paladinamente, alegando con toda seriedad que estando \ encomendada la conservación y el bienestar de todos los hombres
a su propio cuidado, no puede existir razón alguna en virtud
de la cual un hombre cualquiera deje de hacer aquello que
él imagina conducente a tal fin. En consecuencia, hacer o no
hacer, ob:servar o no obstrvar los pactos, no implica proceder
contra Ja razón, cuando conduce al beneficio propio. N o se
niega con ello que· existan pactos, que a veces se quebranten
y a veces se observen; y que tal quebranto de los mismos se
denomine inju:sticia, y justicia a la observancia de ellos. Solamente se di:scute si la injusticia, dejando aparte el temor de
Dios (ya que los necios Íntimamente creen que Dios no existe)
no puede cohonestarse, a veces, con la razón que dicta a cada
uno su propio bien, y particularmente cuando conduce a un
beneficio tal, que sitúe al hombre en condición de despreciar
no solamente el ultraje y los reproches, sino también el poder
de otros hombres. El reino de Dios puede ganarse por la
violencia: pero ¿qué ocurriría si se pudiera lograr por la violencia injustar ¿Iría contra la razón obtenerlo así, cuando
es imposible que de ello resulte algún daño para sí propior
y si no va contra la razón, no va contra la justicia: de otro
modo la justicia no puede ser aprobada como cosa buena. A
base de razonamientos como éstos, la perversidad triunfante
ha logrado el nombre de virtud, y algunos que en todas las
dcm[ls cosas desaprobaron la violación de la fe) la han consi-
IJ9
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 15
derado tolerable cuando se trata de ganar un reino. Los paganos creían que Saturno había sido depuesto por su hijo Júpiter; pero creían, también, que el mismo Júpiter era el vengador de la injusticia. Algo análogo se encuentra en un escrito
jurídico, en los comentaáos de Coke, sobre Litleron, cuando
afirma lo siguiente: Aunque el legítimo heredero de la corona
esté convicto de traición, la corona debe corresponderle, sin
embargo; pero ea instante la deposición tiene que ser formulada. De estos ejemplos, cualquiera podría inferir con razón
que si el heredero aparente de un reino da muerte al rey
actual, aunque sea su padre, podrá denominarse a este acto
injusticia, o dársele cualquier otro nombre, pero nunca podrá
decirse que va contra la razón, si se advierte que todas las
acciones voluntarias del hombre tienden al beneficio del mismo, y que se consideran como más razonables aquellas acciones
que más fácilmente conducen a sus [73] fines. No obstante,
bien clara es la falsedad de este especioso razonamiento.
No podrían existir, pues, promesas mutuas, cuando no existe
seguridad de cumplimiento por ninguna de las dos partes,
como ocurre en el caso de que no exista un poder civil erigido
sobre quienes prometen; semejantes promesas no pueden con~
siderarse como pactos. Ahora bien, cuando una de las partes
ha cumplido ya su promesa, o cuando existe Un poder que le
obligue al cumplimiento, la cuestión se reduce, entonces, a
determinar si es o no contra la razón; es decir, contra el beneficio que la otra parte obtiene de cumplir y dejar de cumplir.
y yo digo que no es contra razón. Para probar este aserto,
tenemos que considerar: Primero, que si un hombre hace una
cosa que, en cuanto puede preverse o calcularse, tiende a su
propia destrucción, aunque un accidente cualquiera, inesperado
para él, pueda cambiarlo, al acaecer, en un acto para él beneficioso, tales acontecimientos no hacen razonable o juicioso su
acto. En segundo lugar, que en situación de guerra cuando
cada hombre es un enemigo para los demás, por la' falta de
un poder común que lo.s mantenga a todos a raya, nadie puede
contar con que su propla fuerza o destreza le proteja suficientemente contra la destrucció~, sin recurrir a alianzas, de las
cua les cada uno espera la mlsma defensa que los demás. Por
colIsig\li('l1te, quien considere razonable engañar a los que le
120
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.IS
ayudan, no puede razonablemente esperar otros medios de
salvación que los que pueda lograr con su propia fuerza. En
consecuencia, quien quebranta su pacto y declara, a la vez,
que puede hacer tal cosa con razón, no puede ser tolerado
en ninguna sociedad que una a los hombres para la paz y
la defensa, a no ser por el error de quienes lo admiten; ni, habiendo sido admitido, puede continuarse admitiéndole, cuando
se advierte el peligro del error. Estos errores no pueden ser
computados razonablemente entre los medios de seguridad: el
resultado es que, si se deja fuera o es expulsado de la sociedad,
el hombre perece, y si vive en sociedad es por el error de
los demás hombres, error que él no puede prever, ni hacer
cálculos a base del mismo. Van, en consecuencia, esos errores
contra la razón de su conservación; y así, todas aquellas personas que no contribuyen a su destrucción, sólo perdonaq por
ignorancia de lo que a ellos mismos les conviene.
Por lo que respecta a ganar, por cualquier medio, la segura y perpetua felicidad del cielo, dicha pretensión es frívola:
no hay sino un camino imaginable para ello, y éste no consiste
en quebrantar, sino en cumplir lo pactado.
Es contrario a la razón alcanzar la soberanía por la rebelión: porque a pesar de que se alcanzara, es manifiesto que,
conforme a la razón, no puede esperarse que sea así, sino antes
al contrario; y porque al ganarla en esa forma, se enseña a
otros a hacer lo propio. Por consiguiente, la justicia, es decir,
la ooservancia del pacto, es una regla de razón en virtud de la
cual se nos prohibe hacer cualquiera cosa susceptible de destruir nuestra vida: es, por lo tanto, una ley de naturaleza.
Algunos van más lejos todavía, y no quieren que la ley
de naturaleza implique aquellas reglas que conducen a la conservación de la vida humana sobre la tierra, sino para alcanzar
una felicidad eterna después de la muerte. Piensan que el quebrantamiento del pacto puede conducir a ello, y en consecuencia son justos y razonables (son así quienes piensan que es
un acto [74] meritorio matar o deponer, o rebelarse contra
el poder soberano constituído sobre ellos, por su propio consentimiento). Ahora bien, como no existe conocimiento natural del estado del hombre después de la muerte, y mucho menos de la recompensa que entonces se dará a quienes quebran1'21
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 15
ten la fe, sino solamente una creencia fundada en lo que dicen
otros hombres que están en posesión de conocimientos sobrenaturales por medio directo o indirecto, quebrantar la fe no
puede denominarse un precepto de la razón o de la Naturaleza.
Otros, estando de acuerdo en que es unJ. ley de naturaleza
la observancia de la fe, hacen, sin embargo, excepción de
ciertas personas, por ejemplo, de los herejes y otros que no
acostumbran a cumplir sus pactos. También esto va contra h
razón, porque si cualquiera falta de un hombre fuera suficiente para liberarle del pacto que con él hemos hecho, la misma
causa debería, razonablemente, haberle impedido hacerlo.
Los nombres de justo e injusto, cuando se atribuyen a .los
hombfes, significan una cosa, y otra distinta cuando se atribuyen a las acciones. Cuando se atribuyen a los hombres implican
conformidad' o disconformidad de conducta, con respecto a la
razón. En cambio, cuando se atribuyen a las acciones, significan la conformidad o disconformidad con respecto a la raZtSn,
no ya de la conducta o género de vida, sino de los actos particulares. En consecuencia, un hombre justo es aquel que se
preocupa cuanto puede de que todas sus acciones sean justlS;
un hombre injusto es el que no pone ese cuidado. Semejantes
hombres suelen designarse en nuestro lenguaje como hombres
rectos y hombres que no lo son, si bien ello significa la misma
cosa que justo e injusto. Un hombre justo no perderá este
título porque realice una o unas pocas acciones injustas que
procedan de pasiones repentinas, o de errores respecto a las
cosas y las personas; tampoco un hombre injusto perderá su
condición de tal por las acciones que haga u omita por temor,
ya que su voluntad no se sustenta en la justicia, sino en
el beneficio aparente de lo que hace. Lo que presta a las
acciones humanas el sabor de la justicia es una cierta nobleza
o galanura (raras veces hallada) en virtud de la cual resulta
despreciable atribuir el bienestar de la vida al fraude o al
quebrantamiento de una promesa. Esta justicia de la conducta
es lo que se significa cuando la justicia se llama virtud, y la
injusticia vicio.
Ahora bien, la justicia de las acciones hace que a los hombres no se les denomine justos, sino inocentes; y la injusticia
I22
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 15
de las mismas (lo que se llama injuria) hace que les sea
asignada la calificación de culpables.
A su vez, la injusticia de la conducta es la disposición o
aptitud para hacer injurias; es injusticia antes de que se proceda a la acción, y sin esperar a que un individuo cualquiera
sea injuriado. Ahora bien, la injusticia de una acción (es decir,
la injuria) supone una persona individual injuriada; en conn-cto, aquella con la cual se hizo el -pacto. Por tanto, en
muchos casos, la injuria es recibida por un hombre y el daño
da de rechazo sobre otro. Tal es el caso que ocurre cuando el
dueño ordena a su criado que entregue dinero a un extraño.
Si esta orden no se realiza, la injuria se hace al dueño a
quien se había obligado a obedecer, pero el daño redunda
en perjuicio del extraño, respecto al cual el criado no tenía
obligación, y a quien, por consiguiente, no podía injuriar. Así
en los Estados [75] los particulares pueden perdonarse unos
a otros sus deudas, pero no los robos u otras. violencias que
les perjudiquen: en efecto, la falta de pago de una deuda
(unstituye una injuria para los interesados, pero el robo y la
violencia son injurias hechas a la personalidad de un Estado.
Cualquiera cosa que se haga a un hombre, de acuerdo con
su propia voluntad, significada a quien realiza el acto, no es
una injuria para aquél. En efecto, si quien la hace no ha renunciado, por medio de un pacto anterior, su derecho originario a hacer lo que le agrade, no hay quebrantamiento de 1
pacto y, en consecuencia, no se le hace injuria. Y si, por lo
contrario, ese pacto anterior existe, el hecho de que el ofendido
~laya expresado su voluntad respecto de la acción, libera de
ese pacto, y, por consiguiente, no constituye injuria.
Los escritores dividen la justicia de las acciones en C01tmutatl'L'a y distributiva: la primera, dicen, consiste en una
proporción aritmética, la última en una proporción geométrica. Por tal causa sitúan la justicia conmutativa en la igualdad
de valor de las cosas contrat 'ldas, y la distributiva en la distribución de iguales beneficios a hombres de igual mérito. Según eso sería injusticia vender más caro que compramos, o
dar a un hombre más de lo que merece. El valor de todas las
cosas contratadas se mide por .la apetencia de los contratantes,
y, por consiguiente, el justo valor es el que convienen en dar.
12.1
PARTE 1
DEL
HoMBRE
CAP. 15
El mérito (aparte de lo que es según el pacto, en el que el
cumplimiento de una parte hace acreedor al cumplimiento por
la otra, y cae bajo la justicia conmutativa, y no distributiva)
no es debido por justicia, sino que constituye solamente una
recompensa de la gracia. Por' tal razón no es exacta. esta distinción en el sentido en que suele ser expuesta. Hablando con
propiedad, la justicia conmutativa es la justicia de un contratante, es decir) el cumplimiento de un pacto en materia de
compra o venta; o el arrendamiepto y la aceptación de él;
el prestar y el pedí¡' prestado; el cambio y el trueque, y otros
actos contractuales.
Justicia distributiva es la justicia de un árbitro, esto es,
el acto de definir lo que es justo. Mereciendo la confianza
de quienes lo han erigido en árbitro, si responde a esa confianza,
se dice que distribuye a cada uno lo que le es propio: ésta es,
en efecto, distribución justa, y puede denominarse (aunque
impropiamente) justicia distributiva, y, con propiedad mayor,
equidad, la cual es una ley de naturaleza, como mostraremos
en lugar adecuado.
Del mismo modo que la justicia depende de un pacto
antecedente, depende la GRATITUD de una gracia antecedente,
es decir, de una liberalidad anterior. Esta es la cuarta ley
de naturaleza, que puede expresarse en esta forma: Que qUIen
reciba un beneficio de otro por mera gracia, se esfuerce en
lograr que quien lo hizo no tenga motivo razonable para
arrepentirse voluntariamente de ello. En efecto, nadie da sino
con intención de hacerse bien a sí mismo, porque la donación
es voluntaria, y el objeto de todos los actos voluntarios es,
para cualquier hombre, su propio bien. Si los hombres advierten que su propósito ha de quedar frustrado, no habrá
comienzo de benevolencia o confianza ni, por consiguiente,
de mutua ayuda, ni de reconciliación de un hombre con otro.
y así continuará permaneciendo todavía en situación de guerra,
lo cual es contrario a la ley primera y fundamental de naturaleza que ordena a los hombres buscar la paz. El quebrantamiento de esta ley [76] se llama ingratitud, y tiene la misma
relaciún con la gracia que la injusticia tiene con la obligación
dcri vad:l del pacto.
12.4
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. I5
Una quinta ley de naturaleza es la COMPLACENCIA, es decir,
que cada uno se esfuerce por acomodarse a los demás. Para
comprender esta ley podemos considerar que existe en los hombres aptitud para la sociedad, una diversidad de la naturaleza
que surge de su diversidad de afectos; algo similar a lo que
advertimos en las piedras que se juntan para construir un edificio. En efecto, del mismo modo que cuando una piedra con
su aspereza e irregularidad de forma, quita a las otras más
espacio del que ella misma ocupa, y por su dureza resulta
difícil hacerla plana, lo cual impide utilizarla en la construcció:1, es eliminada por los constructores como inaprovechable
y perturbadora: así también un hombre que, por su aspereza
natural, pretendiera retener aquellas cosas que para sí mismo
son superfluas y para otros necesarias, y que en la ceguera de
sus pasiones no pudiera ser corregido, debe ser abandonado
o expulsado de la sociedad como hostil a ella. Si advertimos
que cada hombre, no sólo por derecho sino por necesidad natural, se considera apto para proponerse y obtener cuanto es
necesario para su conservación, quien se oponga a ello por superfluos motivos, es culpable de la lu.:ha que sobrevenga, y,
por consiguiente, hace algo que es contrario a la ley fundamental de naturaleza que ordena buscar la paz. Quienes observan esta ley pueden ser llamados SOCIABLES (los latinos
los llamaban commodi): lo contrario de sociable es rígido,
insociable, intratable.
Una sexta ley de naturaleza es la siguiente: Que, dando
garantía del tiempo futuro, deben ser perdonadas las ofensas
pas,¡das de quienes, arrepintiéndose, deseen ser perdonados.
En efecto, el perdón no es otra cosa sino garantía de paz, la
cual cuando se garantiza a quien persevera en su hostilidad,
no es paz, sino miedo; no garantizada a aquel que da garantía del tiempo futuro, es signo de aversión a la paz y, por
consiguiente) contraria a la ley de naturaleza.
Una séptima leyes que en las venganzas (es decir, en la
devolución de mal por mal; los hombres no consideren la
magnitud del mal pasado, sino la grandeza del bien venidero.
En virtud de ella nos es prohibido infligir castigos con cualquier otro designio que el de corregir al ofensor o servir de
guía a los demá::;. Así, esta leyes consiguiente a la anterior
I'2S
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. IS
a ella, que ordena el perdón a base de la seguridad del tiempo
futuro. En cambio, la venganza sin respeto' al ejemplo y al
provecho venidero es un triunfo o· glorificación a base del
daño que se hace a otro, y no tiende a ningún fin, porque
el fin es siempre algo venidero, y una glorificación que no se
propone ningún fin es pura vdnagloria y contraria a. la razón;
y hacer daño sin razón tiende a engendrar la guerra, lo cual
va contra la ley de Naturaleza y, por lo común, se distingue
con el nombre de crueldad.
Como todos los signos de odio o de disputa provocan a
la lucha, hasta el punto de que muchos hombres prefieren más
bien aventurar su vida que renunciar a la venganza, en octavo
lugar podemos establecer como ley de naturaleza el precepto
de que ningún hombre, por medio de actos, palabras, continente o gesto manifieste odio y db'sprecio a otro. El quebrantamiento de esta ley se denomina comúnmente contumeli/}.
La cuestión relativa a cuál es el mejor homhre, no tiene
lugar en la condición de mera naturaleza, ya que en ella, como anteriormente hemos manifestado,· todo5 los hombres son
iguales. I 77] La desigualdad que ahora exista ha sido introducida por las leyes civiles. Yo sé que Aristóteles, en el pómer libro de su Política, para fundamentar su doctrina, considera que los hombres son, por naturaleza, unos más aptos
para mandar, a saber, los más sabios (entre los cuales se considera él mismo por su filosofía); otros, para servir (refiriéndose a aquellos que tienen cuerpos robustos, pero que no
son filósofos como él); como si la condición de dueño y de
criado no fueran establecidas por consentimiento entre los
hombres, sino por diferencias de talento, lo cual no va solamente contra la razón, sino también contra la experiencia. En
efecto, pocos son tan insensatos que no estimen preferible gobernar ellos mismos que ser gobernados por otros; ni los que
a juicio suyo son sabios y luchan, por la fuerza, con quienes
desconfían de su propia sabiduría, alcanzan siempre, o con frecuencia, o en la mayoría de los casos, la victoria. Si la Naturaleza ha hecho iguales a los hombres, esta igualdad debe ser
reconocida, y del mismo modo debe ser admitida dicha igualdad si la Naturaleza ha hecho a los hombres desiguales, puesto
que los hombres que se consideran a sí mismos iguales no
126
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 15
entran en condiciones de paz sino cuando se les trata como
tales. Y en consecuencia, como novena ley de naturaleza sitúo
ésta; que cada uno reconozca a los demás (omo iguales suyos
por naturaleza. El quebrantamiento de este precepto es el orgullo.
De esta ley depende otra: que al iniciarse condiciones de
paz, nadie exija reservarse algún derecho tiue él mismo no se
a'vendría a ver reservado por cualquier otro. Del mismo modo
que es necesario para todos los hombres que buscan la paz
renunciar a ciertos derechos de naturaleza, es decir, no tener
libertad para hacer todo aquello que les plazca, es necesario
también, por otra parte, para la vida del hombre, retener
algUnO de esos derechos, como el de gobernar sus propios
cuerpos, el de disfrutar del aire, del agua, del movimiento,
de las vías para trasladarse de un lugar a otro, y todas aquellas
otras cosas sin las cuales un hombre no puede vivir o por lo
menos no puede vivir bien. Si en este caso, al establecerse
la paz, exigen los hombres para sí mismos aquello que no hubieran reconocido a los demás, contrarían la ley precedente, la
cual ordena el reconocimiento de la igualdad natural, y, en
consecuencia, también, contra la ley de Naturaleza. Quienes
observan esta ley, los denominamos modestos, y quienes la
infringen, arro!(antes. Los griegos llamaban :rcAcovf.1;[a a la violación de esta ley: ese término implica un deseo de tener una
porción superior a la que corresponde.
Por otra parte, si a un hombre se le encomienda juzgat·
entl"e otros dos, es un precepto de la ley de naturaleza que
proceda con equidad entre ellos. Sin esto, sólo la guerra puede determinar las controversias de los hombres. Por tanto,
quien es parcial en sus juicios, hace cuanto está a su alcance
para que los hombres aborrezcan el recurso a jueces y árbitros
y, por consiguiente (contra la ley fundamental de naturaleza),
esto es causa de guerra.
La observancia de esta ley que ordena una distribución
igual, a cada hombre, de lo que por razón le pertenece, se
denomina EQUIDAD y, como antes he dicho, justicia distributiva:
su violación, acepdón de personas, ltQOOúJltOA"'I'¡a.
De ello se sigue otra ley: que aquellas cosas q1te no pueden
ser divididas se disfruten en común, si pueden serlo; y si la
I'27
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 15
cantidad de la cosa lo permite, sin límite; en otro caso, proporcionalmente al número de quienes tienen derecho a ello.
De otro modo la distribucié-n es desigual y contraria a la equidad. [78]
Ahora bien, existen ciertas cosas que no pueden dividirse ni disfrutarse en común. Entonces, la ley de naturaleza
que prescribe equidad, requiere que el derecho absoluto, o bien
(siendo el uso alterno) la primera posesión, sea determinada
por la suerte. Esa distribución igual es ley de naturaleza, y
no pueden imaginarse otros medios de equitativa d;stribución.
Existen dos clases de suerte: arbitral y natural. Es arbitral la que se estipula entre los competidores: la na tUi-al es'
o bien primogenitura (lo que los griegos llaman KAIj\-,OVO¡'úu,
lo cual significa dado por suerte) o primer establccimiento.
En consecuencia, aquellas cosas que no pueden ser disfrutadas
en común ni divididas, deben adjudicarse al primer poseedor,
y en algunos casos al primogéntto como adquiridas por suerte.
Es también una ley de naturaleza que a lodos los hombres
q uc sirven de mediadores en la paz se les olorgite sa!7.,'owm!uctoo Porque la ley que ordena la paz (()mo jin) ordena la intercesión, como medio) y para la intercesión, el medio es el salvoconducto.
Aunque los hombres propendan a observar estas leyes voluntariamente, siempre surgirán cuestiones concernientes a una
acción humana: primero, de si se hizo o no se hizo j segundo,
de si, una vez realizada, fue o no contra la ley. La primera de
estas dos.cuestiones se denom11la cuestión de hecho; la segunda,
cuestión de derecho. En consecuencia, mientr<is las partes en
disputa no se avengan mutuamente a la sentencia de otro,
no podrá haber paz entre ellas. Este otro, a cuya sentencia
se someten, se llama ÁRBITRO. Y por ello es ley de naturaleza
que quienes están en controversia, sometan su derecho al juicio
de su árbitro.·
Considerando que se presume que cualquier hombre hará
todas las cosas de acuerdo con su propio beneficio, nadie es
árbitro idóneo en su propia causa; y como la igualdad permite
a cada parte igual beneficio, a falta de árbitro adecuado, si uno
es admitido CO!l1() juez, también debe admitirse el otro; y así
128
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. IS
subsiste la controversia, es decir, la causa de guerra, contra
la ley de naturaleza.
Por la misma razón, en una causa cualquiera nadie puede
ser admitido como árbitro si para él resulta aparentemente un
mayor provecho, honor o placer, de la victoria de una parte
que de la de otra; porque entonces recibe una liberalidad (y
una liberalidad inconfesable); y nadie puede ser obligado a
confiar en él. Y ello es causa también de que se perpetúe la
controversia y la situación de guerra, contrariamente a la ley
de naturaleza.
En una controversia de hecho, como el juez no puede
creer más a uno que a otro (si no hay otros argumentos)
deberá conceder crédito a un tercero; o a un tercero y a un
cuarto; o más. Porque, de lo contrario, la cuestión queda indecisa y abandonada a la fuerza, contrariamente a la ley de
naturaleza.
Estas son las leyes de naturaleza que imponen la paz como medio de conservación de las multitudes humanas, y que
sólo conciernen a la doctrina de la sociedad civil. Existen otras
cosas que tienden a la destrucción de los hombres individualmente, como la embriaguez y otras manifestaciones de la intemperancia, las cuales pueden ser incluídas, por consiguiente,
entre las cosas prohibidas por la ley de naturaleza; ahora bien,
no es nece- [79] sario mencionarlas, ni son muy pertinentes
en este lugar.
Acaso pueda parecer lo que sigue una deducción excesivamente sutil de las leyes de naturaleza, para que todos se
percaten de ella; pero como la mayor parte de los hombres
están demasiado ocupados en buscar el sustento, y el resto son
demasiado negligentes para comprender, precisa hacer inexcusable e inteligible a todos los hombres, incluso a los menos
capaces, que son factores de una misma suma; lo cual puede
expresarse diciendo: No hagas a otro lo que no querrías qztt!
te hicieran a ti. Esto significa que al aprender las leyes de
naturaleza y cuando se confrontan las acciones de otros hombres con las de uno mismo, y parecen ser aquéllas de mucho
peso, lo que procede es colocar las acciones ajenas en el otro
platillo de la balanza, y las propias en lugar de ellas, con obé
12 9
PARTE I
DEL
HOMBRE
CAP. 15
jeto de que nuestras pasiones y el egoísmo no puedan añadir
nada a la ponderación; entonces, ninguna de estas leyes de
naturaleza dejará de parecer muy razonable.
Las leyes de naturaleza obligan in foro interno, es decir,
van ligadas a un deseo de verlas realizadas; en cambio, no
siempre obligan in foro externo, es decir, en cuanto a su aplicación. En efecto, quien sea correcto y tratable, y cumpla cuanto
promete, en el lugar y tiempo en que ningún otro lo haría,
se sacrifica a los demás y procura su ruina cierta, contrariamente al fundamento de todas las leyes de naturaleza que
tienden a la conservación de ésta. En cambio, quien teniendo
garantía suficiente de que los demás observarán respecto a él
las mismas leyes, no las observa, a su vez, no busca la paz
sino la guerra, y, por consiguiente, la destrucción de su naturaleza por la violencia.
Todas aquellas leyes que obligan in foro interno, pueden
ser quebrantadas no sólo por un hecho contrario a la ley, sino
también por un hecho de acuerdo con ella, si alguien lo imagina contrario. Porque aunque SU acción, en este caso, esté de
acuerdo con la ley, su propósito era contrario a ella; lo cual
constituye una infracción cuando la obligación es in foro interno.
Las leyes de naturaleza, son inmutables y eternas, porque
la injusticia, la ingratitud, la arrogancia, el orgullo, la iniquidad y la desigualdad o acepción de personas, y todo lo restante, nunca pueden ser cosa legítima. Porque nunca podrá
ocurrir que la guerra conserve la vida, y la paz la destruya.
Las mismas leyes, como solamente obligan a un deseo y
esfuerzo, a juicio mío un esfuerzo genuino y contante, resultan fáciles de ser observadas. No requieren sino esfuerzo;
quien se propone sU cumplimiento, las realiza, y quien realiza
la leyes justo.
La ciencia que de ellas se ocupa es la verdadera y auténtica
Filosofía moral. Porque la Filosofía moral no es otra cosa
sino la ciencia de lo que es bueno y m,alo en la conversación
y en la sociedad humana. Bueno y malo son nombres que significan nuestros apetitos y aversiones, que son diferentes según
los distintos temperamentos, usos y doctrinas de los hombres.
Diversos hombres difieren no solamente en su juicio respecto
13°
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. IS
a la sensación de lo que es agradable y desagradable, al gusto,
al olfato, al oído, al tacto y a la vista, sino también respecto
a lo que, en las acciones de la vida corriente, está de acuerdo
o en desacuerdo con la razón. Incluso el mismo hombre, en
tiempos diversos, difiere de sí mismo, y una vez ensalza, es
decir, llama bueno, a lo que otra vez desprecia y llama malo;
[80] de donde surgen disputas, controversias y, en último
término, guerras. Por consiguiente, Un hombre se halla en la
condición de mera naturaleza (que es condición de guerra),
mientras el apetito personal es la medida de lo bueno y de lo
malo. Por ello, también, todos los hombres convienen en que
la paz es buena, y que lo son igualmente la& vías o medios de
alcanzarla, que (como he mostt:ado anteriormente) son)a justicia, la gratitud; la modestia, la equidad, la misericordia, etc.,
y el resto de las leyes de naturaleza, es decir, las virtudes
morales; son malos, en cambio, sus contrarios, los vicios. Ahora
bien, la Ciencia de la virtud y del vicio es la Filosofía moral,
y, por tanto, la verdadera doctrina de las leyes de naturaleza
es la verdadera Filosofía moral. Aunque los escritores de Filosofía moral reconocen las mismas virtudes y vicios, como no
advierten en qué consiste su bondad ni por qué son elogiadas
como medios de una vida pacífica, sociable y regalada, la hacen
consistir en una mediocridad de las pasiones: como si no fuera
la causa, sino el grado de la intrepidez, lo que constituyera la
fortaleza; o no fuese el motivo sino la cantidad de una dádiva,
lo que constituyera la liberalidad.
Estos dictados de la razón suelen ser denominados leyes
por los hombres; pero impropiamente, porque no son sino
conclusiones o teoremas relativos a lo que conduce a la conservación y defensa de los seres humanos, mientras que la ley,
propiamente, es la palabra de quien por derecho tiene mando
sobre los demás. Si, además, consideramos los mismos teoremas
como expresados en la palabra de Dios, que por derecho manda
sobre todas las cosas, entonces son propiamente llamadas leyes.
I,1r
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP.
16
CAPITULO XVI
De las
PERSONAS, AUTORES
Y Cosas Personificadas
Una PERSONA es aquel cuyas palabras o accionej" son consideradas o como suyas propias, o como representando las
palabras o acciones de otro hombre, o de alguna otra cosa a la
mal son atribuidas, ya sea con verdad o por ficción.
Cuando son consideradas como suyas propias, entonces se
denomina persona natural; cuando se consideran como representación de las palabras y acciones de otro, entonces es una
persona itnaginaria o artificial.
La palabra persona es latina; en lugar de ella los griegos
usaban JC(Jóml}Jwv, que significa la faz, del mismo modo que
persona, en latín, significa el disfraz o apariencia externa de
un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la
máscara o antifaz. De la escena se ha trasladado a cualquiera
representación de la palabra o de la acción, tanto en los
tribunales como en los teatros. Así que una persona es lo mismo que un actor, tanto en el teatro como en la conversación
corriente; y personificar es actuar o representar a sí mismo o
a otro; y quien actúa por otro, se dice que responde de esa otra
persona, o que actúa en nombre suyo (en este sentido usaba
esos términos Cicerón cuando decía: Unus sustineo tres Personas; Mei, Adversarii, & Judicis; yo sostengo tres personas: la
mía propia, mis adversarios y los jueces); en diversas ocasiones ese contenidQ se enuncia de diverso modo, con los términos
de representante, mandatario, teniente, vicario, abogado, diputado, procurador, actor, etc.
De las personas artificiales, algunas tienen sus palabras y
accloné:s apropiadas por quienes las representan. Entonces, la
pt.:.nnua es el actor, y quien es dueño de sus palabras y acciones,
es el autor. En este caso, el actor actúa por autoridad. Porque
Le q\l(: con referencia a bienes y posesiones se llama dueño y
13 2
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 16
en latín, dominus, en griego, 'ltú(lWC;, respecto a las acciones se
denomina autor. Y así como el derecho de posesión se llama
dominio, el derecho de realizar una acción se llama AUTORIDAD.
En consecuencia, se comprende siempre por autorización un
derecho a hacer algún ;tcto; y hecho por autorización, es lo
realizado por comisión o licencia de aquel a quien pertenece
el derecho.
De aquÍ se sigue que cuando el actor hace un pacto por
autorización, obliga con él al autor, no menos que si lo hiciera
este mismo, y no le sujeta menos, tampoco, a sus posibles consecuencias. Por consiguiente, todo cuanto hemos dicho anteriormente (Capitulo xiv) acer~a de la naturaleza de los pactos
entre hombre y hombre en su capacidad natural, es verdad,
también, cuando se hace por sus actores, representantes o procuradores con autorización suya, en cuanto obran dentro de los
límites de su comisión, y no más lejos:C
Por tanto, quien hace un pacto con el actor o representante
no conociendo la autorización que tiene, lo hace a riesgo suyo,
porque nadie está obligado por un pacto del que no es autor,
ni, por consiguiente, por un pacto hecho en contra o al margen
de la autorización que dió.
!Cuando el actor hace alguna cosa contra la ley de natural;~a, por mandato del autor, si está obligado a obedecerle
por un pacto anterioJ, no es él sino el autor quien infringe
la ley de naturaleza, porque aunque la acción sea contra la ley
de naturaleza, no es suya. Por el contrario, rehusarse a hacerla
es contra la ley de naturaleza que prohibe quebrantar el pacto.
Quien hace un pacto con el autor, por mediación del.actor, ignorando cuál es la autorización de éste, y creyéndolo
solamente por su palabra, cuando esa autorización no sea manifestada a él, al requerirla, no queda obligado por mástiempo; porque el pacto hecho con el autor no es válido sin esa
garantía. Pero si quien pacta sabe de antemano que no era
de esperar ninguna otra garantía que la palabra del actor)
entonces el pacto es válido, porque el actor, en este caso, se
erige a sí mismo en autor. Por consiguiente, del mismo modo
que cuando la autorización es evidente, el pacto obliga al autor
y no al actor, así cuando la autorización es imaginaria obliga
al actor solamente, ya que no existe otro autor que él mismo.
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. '16
Pocas cosas existen que no puedan ser representadas por
ficción. Cosas inanimadas, como una iglesia, un hospital, un
. puente pueden ser personificadas por un rector, un director,
o un inspector.- Pero las cosas inanimadas no pueden ser autores, ni, por consiguiente, dar autorización a sus actores. Sin
embargo, los actores pueden tener autorización para procurar
su mantenimiento, [82] siendo dada a ellos esa autorización
por quienes son propietarios o gobernadores de dichas cosas.
For eS"a razón tales cosas no pueden ser personificadas mientras
no exista un cierto estado de gobernación civil.
Del mismo modo los niños, los imbéciles y los locos que
no tienen uso de razón, pueden ser personificados por guardianes o curadores; pero durante ese tiempo no pueden ser
autores de una acción hecha por ellos, hasta que (cuando hayan
recobrado el uso de razón) puedan jilzgar razonable dicho
acto. Aun durante el estado de locura, quien tiene derecho
al gobierno del interesado puede dar autorización al guardián.
Pero, igualmente, esto no tiene lugar sino en un E~tado civil,
porque antes de instituirse éste no existe dominio de las personas.
Un ídolo o mera ficción de la mente puede ser personificado, como lo fueron los dioses de los paganos, los cuales,
por conducto de los funcionarios instituídos por el Estado, eran
personificados y tenían posesiones y otros bienes y derechos
que los hombres dedicaban .y consagraban a ellos, de tiempo
en tiempo. Pero los ídolos no pueden ser autores, porque un
ídolo no es nada. La autorización procede del Estado, y, por
consiguiente, antes de que fuera introducida la gobernación
civil, los dioses de Jos paganos no podían ser personificados.
El verdadero Dios puede ser personificado, como lo fue
primero por ldoisés, quien gobernó a los israelitas (los cuales eran no ya su pueblo, sino el pueblo de Dios) no en su
propio nombre con el }loc dicit lvloses) sino en nombre de Dios,
con el H oc dictt Domillus. En segundo lugar, por el hijo del
hombre, su propio hijo, nuestro Divino Salvador Jesucristo,
que vino para so juzgar a los judíos e inducir todas las nacioIll'S a situarse bajo el reinado de su Padre; no actuando por
',í mismo, sino como enviado por su Padre. En tercer lugar,
\)111" ('1 I':spíritll Sallto, o confortador, que hablaba o actuaba
IJ4-
PARTE 1
DEL
nOMBRE
CAP. I6
por los Apóstoles; Espíritu Santo que era un confortador que
no procedía por sí mismo, sino que era enviado y procedía
de los otros dos.
Una multitud de hombres se convierte en una perso113. cuando está representada por un hombre o una persona,
de tal modo que ésta puede actuar con el consentimiento de
cada uno de los que integran esta multitud en particular. Es,
en efecto, la unidad del representante) no la unidad de los
representados lo que hace la persona una, y es el representante quien sustenta la persona, pero una sola persona; y la
unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud .
. y como la unidad naturalmente no es uno sino muchos)
no puede ser considerada como uno, sino como varios autores
de cada cosa que su representante dice o hace en su nombre.
Todos los hombres dan, a su representant~ común, autorización de cada uno de ellos en particular, y el representante
es dueño de todas las acciones, en caso de que le den autoriz:l.ción ilimitada. De otro modo, cuando le limitan respecto al
alcance y medida de la representación, ninguno de ellos es
dueño de más sino de Jo que le da la autorización para actuar.
y si los representados son varios hombres, la voz del gran
número debe ser considerada como la voz de todos ellos.
En efecto, si un número menor se pronuncia, por ejemplo,
por la afirmativa, y un número mayor por la negativa, habrá
negativas más que [83] suficientes para destruir las afirma·
tivas, con lo cual el exceso de negativas, no siendo contradicho,
constituye la única voz que tienen los representados.
Un representante de un número par, especialmente cuando
el número no es grande y los votos contradictorios quedan cm
patados en muchos casos, resulta en numerosas ocasiones un
sujeto mudo e incapaz de acción. Sin embargo, en algunos
casos, votos contradictorios empatados en número pueden de·
cidir una cuestión; así al condenar o absolver, la igualdad
de votos, precisamente en cuanto no condenan, absuelven; pero, por el contrario, no condenan en cuanto no absuelvcn.
Porque una vez efectuada la audiencia de una causa, no COIl
denar es absolver; por el contrario, decir uue no absolvcr es
condenar, no es cierto. Otro tanto ocurre en una delibcraciún
de ejecutar actualmente o de diferir para más tarde, porquc
I.\S
PARTE 1
DEL
HOMBRE
CAP. 16
cuando los votos están empatados, al no ordenarse la ejecución,
ello equivale a una orden de dilación.
Cuando"el número impar, como tres o más (hombres o
asambleas) en que cada uno tiene, por su voto negativo, autoridad para neutraliz.ar el efecto de todos los votos afirmativos
del resto, este número no es representativo, porque dada la
diversidad de opiniones e intereses de los hombres, se convierte
muchas veces, y en casos de máxima importancia, en una
pei-sona muda e inepta, como para otras muchas cosas, también
para el gobierno de la multitud, especialmente en tiempo de
guerra.
De los autores existen dos clases. La primera se llan~a
simplemente así, y es la que antes he definido como dueña
de la acción de otro, simplemente. La segunda es la de quien
resulta dueño de una acción o pacto de otro, condicionalmente,
es decir, que lo realiza si el otro no lo hace hasta un ciertú
momento antes de él. Y estos autores condicionales se denominan generalmente FIADORES) en latín, fidejussores y sponsores) particularmente para las deudas, prcedes, y para la comparecencia ante un juez o magistrado, vades. [85]
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 17
SEGUNDA PARTE
DEL ESTADO
CAPITULO XVII
. De las Causas, Generación y Definición de un
ESTADO
La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás)
al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los
vemos vivir formando Estados) es el- cuidado de su propia
conservación y, por añadidura, el logro de una vida más
armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres,
cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los
sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y
a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los
capítulos XIV y xv.
Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que
quieras que otros hagan para ti) son, por sí mismas, cuando
no existe el temor a un determinado poder que motive su
observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales
nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a
cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada
no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre,
en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de
naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad
de observar las, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no
se ha instituído un poder o no es suficientemente grande para
nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo
legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse
IJ7
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP. 17
contra los demás hombres~ En todos los lugares en que los
hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse
unos a otros ha sido un comercio, y lejos de ser reputado
contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obtenido, tanto mayor era el honor: Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en
abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e
instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino
familias más grandes, ensanchan sus dominios para su propia
seguridad, y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión,
o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a
sus vecinos, mediante la fuerza ostensible ¡ las artes secretas,
a falta de otra garantía; y en edades posteriores se recuerdan
con honor tales hechos.
No es la conjunción de un pequeño número de hombres
lo que da a los Estados esa seguridad, porqlle cuando se trata
de reducidos números, las pequeñas adiciones [86] de una
parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de h fuerza
que son suficientes para acarrear la victoria, y esto da aliento
a la invasión. La multitud suficiente para confiar en ella a los
efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto
número, sino por comparación con el enemigo que tememos,
y es suficiente cuando la superioridad del enemigo no es de
una naturaleza tan visible y manifiesta que le determine a
intentar el acontecimiento de la guerra.
y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están
dirigidos según sus particulares juicios y particulares apetitos,
no puede esperarse de ello defensa. ni protección contra un
enemigo común ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las opiniones concernientes al mejor uso y aplicación
de su fuerza; los individuos componentes de esa multitud no
se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y por esa
oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están
en perfecto acuerdo, sin contar con que de otra parte, cuando
no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros,
movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos imaginar
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. I7
una gran multitud d: individuos, concorde") en la observancia
de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder
común para mantenerlos a raya, podríamos suponer igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno
civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna.
Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres
desearían ver establecida durante su vida entera, que estén
gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante un tiempo
limitado, como en una batalla 6 en unh guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un
enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo
común, o quien para unos aparece como enemigo, otros lo
consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la
diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación
de guerra.
Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en forma sociable una con otra (por
cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas polí.ticas)
y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos,
ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede
significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio
común: por ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto:
Primero, que los hombres están en continua pugna de honores y dignidad y las mencionadas criaturas no, y a ello se
debe que entre los hombres surja, por esta razón, la envidia
y el odio, y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas
criaturas no ocurre eso.
Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere del individual, y aunque 'por naturaleza propenden a su
beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio común.
En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí
mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa
sino lo que es eminente.
Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del
hombre, uso de razón, no ven, ni piensan que ven ninguna
falta en la administración de su 87] negocio común; en cam-
r
139
PARTE ¡¡
DEL
ESTADO
CAP. I7
bio, entre los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que
el resto; dichas personas se afanan por reformar e innovar,
una de esta manera, otra de aquella, con lo cual acarrean perturbación y guerra civiL
Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen voz, en cierto modo, para darse a entender unas a otras sus sentimientos,
necesitan este género de palabras por medio de las cuales los
hombres pueden manifestar a otros lo que es Dios, en comparación con el demonio, y lo que es el demonio en comparación
con Dios, y aumentar o disminuir la grandeza aparente de
Dios y del demonio, sembrando el descontento entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.
Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir
entre injuria y daño, y, por consiguiente, mientras están a
gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el hombre se encuentra más conturbado cuando más complacido está,
pórque es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y
controlar las acciones de quien gobierna el Estado.
Por último, la buena inteligencia de esas criaturas es natural; la de los hombres lo es solamente por pacto, es decir,
de modo artificiaL No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus ac{:iones hacia el beneficio colectivo.
El único camino para erigir semejante poder común, capaz
de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra
las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su
propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse
a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y
fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos
los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad.' Esto equivale a decir: elegir un hombre
o una asamblea de hombres que represente su personalidad;
y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien
representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la
paz y ;l la seguridad comunes; que, además, sometan sus vot\ll1t;¡d('~ cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su
140
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. I7
juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es
una unidad real de tocio ello en una y la misma persona,
instituída por pacto de cada hombre con los demás, en forma
tal como si cada uno dijera a todos: autoriz.o y t,'ansfiero a
este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros transferireis
a él vuestro derecho, y autorizareis todos sus actos de la misma
manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona
se denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la generación
de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios
jnmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de
esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular
en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, r88]
que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para
la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en
ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así:
una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos
mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno
como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz
y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, Y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que
le rodean es SÚBDITO suyo.
Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno
por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus
hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz
de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra
somete sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida
a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando
los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a
algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la
confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás.
En este último caso puede hablarse de Estado político, o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición.
En primer término vaya referirme al Estado por institución.
DEL
ESTADO
CA.P. 18
CAPITULO XVIII
De los
DERECHOS
de los Soberanos por Institución
Dfcese que un Estado ha sido imtituído cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada 'Uno)
que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará,
por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos
(es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto
los que han votado en pro como los que han votado en contra)
debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o
asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios,
al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos
contra otros hombres.
De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere
el poder soberano por el consentimiento del puebl¿ reunido.
En primer lugar, puesto que pactan, debe comprenderse
que no están obligados por un pacto anterior a
cosa que
contradiga la presente. En consecuencia, quienes acaban de
instituir un Estado y quedan, por ello, obligados por el pacto,
a considerar como propias las acciones y juicios de uno, no
pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre sí para obedecer a cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso.
En
también, quienes son súbditos de un monarca
no pueden sin su aquiescencia renunciar a la monarquía y retornar a la confusión de una multitud disgregada; ni transferir su personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a
otra asamblea de hombres, porque [89] están obligados, cada
uno respecto de cada uno, a considerar como propio y ser
reputados como autores de todo aquello que pueda hacer y
considere adecuado llevar a cabo quien es, a la sazón, su
soberano. Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos
los restantes deben quebrantar' el pacto hecho con ese hombre,
10 cual es injusticia; y, además, todos los hombres han dado
142
PA'RTE II
DEL
ESTADO
CAP.
r8
la soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente,
si lo deponen toman de él lo que es suyo propio y cometen
nuevamente injusticia. Por otra parte si quien trata de deponer
a su soberano resulta muerto o es. castigado por él a causa de tal
tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo,
ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano haga.
y como es injusticia para un hombre hacer algo por lo cual
pueda ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por esa razón. Y cuando algunos hombres, desobedientes
a su soberano, pretenden realizar un nuevo pacto no ya con
los hombres sino con Dios, esto también es injusto, porque
no existe pacto con Dios, sino por mediación de alguien que
represente a la persona divina; esto no lo hace sino el representante de Dios que bajo él tiene la soberanía. Pero esta
pretensión de pacto con Dios es una falsedad tan evidente,
incluso en la propia conciencia de quien la sustenta, que no es,
sólo, un acto de disposición injusta, sino, también, vil e inhumana.
En segundo lugar, como el derecho de representar la persona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano,
solamente por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada
uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por
parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos,
fundándose en una infracción, puede ser liberado de su sumisión. Que quien es erigido en soberano no efectúe pacto alguno, por anticipado, con sus súbditos, es manifiesto, porque
o bien debe hacerlo con la multitud entera, como parte del
pacto, o debe hacer un pacto singular con cada persona. Con el
conjunto como parte del pacto, es imposible, porque hasta
entonces no constituye una persona; y si efectúa tantos pactos
singulares como hombres existen, estos pactos resultan nulos
en cuanto adquiere la soberanía, porque cualquier acto que
pueda ser presentado por uno de ellos como infracción del
pacto, es el acto de sí mismo y de todos los demás, ya que
está hecho en la persona y por el derecho de cada uno de
ellos en particular. Además, si uno o varios de ellos pretenden
quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución,
y otros o alguno de sus súbditos, o él mismo solamente, pretende que no hubo semejante quebrantamiento, no existe, en-
143
PARTE JI
DEL
ESTADO
CAP.
IQ
tonces, juez que pueda decidir la controversia; en tal caso la
decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los hombres
recobran el den:cho de protegerse a sí mismos por su propia
fuerza, contrariamente al designio que les anima al efectuar
la institución. Es, por tanto, improcedente garantizar la soberanía por medio de un pacto precedente'. La opinión de que
cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo
condicional, procede de la falta de comprensión de est:l verdad
obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras
y aliento, no tienen fuerza para obligar, contener, constreñir
o proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza
pública; es decir, de la libertad de acción de aquel hombre o
asamblea de hombres que ejercen la soberaní:l, y cuyas acciones
son firmemente mantenidas por r901 todos ellos, y sustentadas por la fuerza de cuantos en ella están unidos. Pero cuando
se hace soberana a una asamblea de hombres, entonces ningún
hombre imagina que semejante pacto haya pasado a la institución. En efecto, ningún hombre es tan necio que afirme, por
ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para sustentar la soberanía a base de talcs 10 cuales
con'diciones, que al incump lin;e permitieran a los romanos
deponer legalmente al pueblo romano. Que los hombres no
advierten la razón de que ocurra lo mismo en una monarquía
y en un gobierno popular, procedc de la ambición de algunos
que ven con mayor simpatía el gobierno de una asamblea, en
la que tienen esperanzas de participar, que el de una monarquía, de cuyo disfrute desesperan.
En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano
mediante votos concordes, quien disiente debe ahora consentir
con el I"esto, es decir, a venirse a reconocer todos los actos que
realice, o bien exponerse a ser eliminado por el resto. En
efecto, si voluntariamente ingresó en la congregación de quienes constituían. la asamblea, declaró con ello, de modo suficiente, su voluntad (y por tanto hizo un pacto tácito) de estar
a lo que la mayoría de ellos ordenara. Por esta razón si rehusa
mantenerse en esa tesitura, o protesta contra algo de lo decretado, procede de modo contrario al pacto, y por tanto, injustamente. Y tanto si es o no de la congregación, y si consiente
o no en ser consultado, debe o bien someterse a los decretos, o
PARTE JI
DEL
ESTADO
CAP. I8
ser dejado en la co~dición de guerra en que antes se encontraba, caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia.
En cuarto lugar, como cada súbdito es, en virtud de esa
institución, autor de todos los actos y juicios del soberano instituído, resulta que cualquiera cosa que el soberano haga no
puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe
ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. En efecto,
quien hace una cosa por autorización de otro, no comete injuria alguna contra aquel por cuya autorización actúa. Pero
en virtud de la institución de un Estado, cada particular es
autor de todo cuanto hace el soberano; y, por consiguiente,
quien se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra algo de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva
no debe acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco,
porque hacerse injuria a uno mismo es imposible. Es cierto
que quienes tienen poder soberano pueden cometer iniquidad,
pero no injusticia o injuria, en la auténtica acepción de estas
palabras.
En quinto lugar, y como consecuencia de lo que acabamos
de afi¡-mar, ningún hombre que tenga poder soberano puede
ser muerto o castigado de otro modo por sus súbditos. En
efecto, considerando que cada súbdito es autor de los actos
de su soberano, aquél castiga a otro por las acciones cometidas
por él mismo.
Como el fin de esta institución es la paz y la defensa de
todos, y como quien tiene derecho al fin lo tiene también a
los medios, corresponde de derecho a cualquier hombre o asamblea que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de
los medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca
de los obstáculos e impedimentos que se oponen a los mismos,
así como hacer cualquiera cosa que considere necesario, ya sea
por anticipado, para conservar la paz y la seguridad, evitando
la discordia en el propio país y [91] la hostilidad del extranjero, ya, cuando la paz y la seguridad se han perdido, para
la recuperación de la misma. En consecuencia,
En sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser juez
acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz; y por consiguiente, en qué ocasiones, hasta
qué punto y respecto de qué puede confiarse en los hombres,
'+)
-10···
PARTE JI
DEL
ESTADO
CAP. 18
cuando hablan a las multitudes, y quién debe examinar las
doctrinas de todos los libros antes de ser publicados. Porque
los actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en el
buen gobierno de las opiniones consiste el buen gobierno de
los actos humanos respecto ,a su paz y concordia. Y aunque
en materia de doctrina nada debe tenerse en cuenta sino la
verdad, nada se opone a la regulación de la misma por vía
de paz. Porque la doctrina que está en contradicción Con la
paz, no puede ser verdadera, como la paz y la concordia no
pueden ir contra la ley de naturaleza. Es cierto que en un Estado, donde por la negligencia o la torpeza de los gobernantes
y maestros circulan, con carácter general, falsas doctrinas, las
verdades contrarias pueden ser generalmente ofensivas. Ni la
más repentina y brusca introducción de una llueva verdad que
pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo
en ocasiones suscitar la guerra. En efecto, quienes se hallan
gobernados de modo tan remiso, que se atreven a alzarse en
armas para defender o introducir una opinión, se hallan aún
en guerr:l, y su condición no es de paz, sino solamente de
cesación de hostilidades por temor mutuo; y viven como si
se hallaran continuamente en los preludios de la batalla. Corresponde, por consiguiente, a quien tiene poder soberano,
ser juez o instituir todos los jueces de opiniones y doctrinas
como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir
la discordia y la guerra civil.
En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno
poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada
hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones
puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus
conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad.
En efecto, antes de instituirse el poder soberano (como ya
hemos expresado anteriormente) todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y, por consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para
la paz y dependiente del poder soberano es el acto de este
poder para asegurar la paz pública. Esas normas de propiedad
(o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo legitimo e
ilegitimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, es
decir, Jeyes de cada Estado particular, aunque el nombre de
14 6
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 18
ley civil esté, ahora, restringido a las antiguas leyes civiles de la
ciudad de Roma; ya que siendo ésta la cabeza de una gran
parte del mundo, sus leyes en aquella época fueron, en dichas
comarcas, la ley civil.
En octavo lugar, es inherente a la soberanía el derecho
de judicatura, es decir, de oír y decidir todas las controversias
que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil b natural,
con respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las controversias no existe protección para un súbdito contra las injurias de otro; las leyes concernientes_ a lb meum y tuum son
en vano; y a cada hombre compete, por el apetito natural y
necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse
a sí mismo con su fuerza particular, que es condición [92] de
la guerra, contraria al fin para el cual se ha instituÍdo todo
Estado.
En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de
hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir,
de juzgar cuándo es para el bien público, y qué cantidad de
fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas para ese fin,
Y' cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar
los gastos consiguientes. Porque el poder mediante el cual
tiene que ser defendido el pueblo, consiste en sus ej ércitos,
y la potencialidad de un ejército radica en la unión de sus
fuerzas bajo un mando, mando que a su vez compete al
'soberano instituído, porque el mando de las militia sin otra
institución, hace soberano a quien lo detenta. Y, por consiguiente, aunque alguien sea designado general de un ejército,
quien tiene el poder soberano es siempre generalísimo.
En décimo lugar, es inherente a la soberanía la elección
de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios,
tanto en la paz como en la guerra. Si, en efecto, el soberano
está encargado de realizar el fin que es la paz y defensa común, se comprende que ha de tener poder para usar tales
medios, en la forma que él considere son más adecuados para
su propósito.
En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas u honores, y de castigar con penas
corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció j o
l47
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 18
si no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera
más conducente para estimular los hombres a que sirvan al
Estado, o para apartarlos de cualquier acto contrario al mismo.
Por último, considerando qué valores acostumbran los
hombres a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo que entre ellos
es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en
definitiva, de guerras, hasta destruirse unos a otros o mermar
su fuerza frente a un enemigo común) es necesario que existan
leyes de honor y un módulo oficial para la capacidad de los
hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y que exista fuerza en manos de alguien para poner ,~n
ejecución esas leyes. Pero siempre se ha ,evidenciado que no
solamente la militia entera, o fuerzas del Estado, sino también
el fallo de todas las controversias es inherente a la soberanía.
Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de honor, y
señalar qué preeminencia y dignidad debe corresponder a cada hombre, y qué signos d~ respeto, en las reuniones públicas
o privadas, debe otorgarse cada uno a otro.
Estos son los derechos que constituyen la esencia de la
soberanía, y son los signos por los cuales un hombre puede
discernir en qué hombres o asamblea de hombres está situado
y reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente,
incomunicables e inseparables. El poder de acuñar moneda;
de disponer del patrimenio y de las personas de los infantes
herederos; de tener opción de compra en los mercados, y
todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser transferidas por el soberano, y quedar, no obstante, retenido el
poder de proteger a sus súbditos. Pero si el soberano transfiere la militía, será en vano que retenga la capacidad de juz[ 93] gar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se desprende del poder de acuñar moneda, la militia es inútil; o si cede
el gobierno de las doctrinas, los hombres se rebelarán contra el temor de los espíritus. ASÍ, si consideramos cualesquiera
de los mencionados derechos, veremos al presente que la conservación del resto no producirá efecto en la conservación de
la paz y de la justicia, bien para el cual se instituyen todos
los Estados. A esta división se alude cuando se dice que un
remo intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 18
antes no se produce esta división, nunca puede sobrevenir la
división en ejércitos contrapuestos. Si no hubiese existido primero una opinión, admitida por la mayor parte de Inglaterra,
de que estos poderes estaban divididos entre el rey, y los Lores
y la Cámara de los Comunes, el pueblo nunca hubiera estado
dividido, ni hubiese sobrevenido esta guerra civil, primero entre los que discrepaban en política, y después entre quienes
disentían acerca de la libertad en materia de religión; y ello
ha instruído a los hombres de tal modo, en este punto de
derecho soberano, que pocos hay, en Inglaterra, que no ad-.
viertan cómo estos derechos son inseparables, y como tales
serán reconocidos generalmente cuando muy pronto retorne
la paz; y así continuarán hasta' que sus miserias sean olvidadas;
y sólo el vulgo considerará mejor que así haya ocurrido.
Siendo derechos esenciales e inseparables, necesariamente
se sigue que cualquiera que sea la forma en que alguno de
ellos haya sido cedido, si el mismo poder soberano no los
ha otorgado en términos directos, y el nombre del soberano
no ha sido manifestado por los cedentes al cesionario, la cesión
es nula: porque aunque el soberano haya cedido todo lo posible
si mantiene la soberanía, todo queda restaurado e inseparablemente unido a ella.
Siendo indivisible esta gran autoridad y yendo inseparablemente aneja a la soberanía, existe poca í-azón para la opinión
\ de quienes dicen que aunque los reyes soberanos sean singulis
majares, o sea de mayor poder que cualquiera de sus súbditos,
son uni'Uersis minores, es decir, de menor poder que todos ellos
juntos. Porque si con todos juntos no significan el cuerpo colectivo como una persona, entonces todos juntos y cada uno
significan lo mismo, y la expresión es absurda. Pero si por
todos juntos comprenden una persona (asumida por el soberano), entonces el poder· de todos j untos coincide con el poder
del soberano, y nuevamente la expresión es absurda. Este
absurdo lo ven con clarid:1d suficiente cuando la soberanía
corresponde ·a una asamblea del pueblo; pero en un monarca
no lo ven, y, sin embargo, el poder de la soberanía es el
mismo, en cualquier lugar en que esté colocado.
Como el poder, también el honor del soberano debe ser
mayor que el de cualquiera o el de todos sus súbditos: porque
149
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 18
en la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades
de lord, conde, duque y príncipe son creaciones suyas. Y como
en presencia, del dueño todos los sirvientes son iguales y sin
honor alguno, así son también los súbditos en presencia del
soberano. Y aunque cuando no están en su presencia, parecen
unos más y otros menos, delante de él no son sino como las
estreHas en presencia del sol. [94]
Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es
muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras
irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder. Por lo común quienes viven sometidos a un monarca piensan que es, éste, un defecto de .la
monarquía, y los que viven bajo un gobierno democrático o
de otra asamblea soberana, atribuyen todos los inconvenientes
a esa forma de gobierno. En realidad, el poder, en todas sus
formas; si es bastante perfecto para protegerlos, es el mismo.
Considérese que la condición del hombre nunca puede verse
libre de una u otra incomodidad, y que lo más grande que
en cualquiera forma de gobierno puede suceder, posiblemente,
al pueblo en general, apenas es sensible si se compara con las
miserias y horribles calamidades que acompañan a una guerra
civil, o a esa disoluta condición de los hombres desenfrenados,
sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus manos, apartándoles de la rapiña y de la venganza. Considérese
que la mayor construcción de los gobernantes soberanos no
procede del deleite o del derecho que pueden esperar del daño
o de la debilitación de sus súbditos, en cuyo vigor consiste su
propia gloria y fortaleza, sino en su obstinación misma, que
contribuyendo involuntariamente a la propia defensa hace necesario para los gobernantes obtener de sus súbditos cuanto les
es posible en tiempo de paz, para que puedan tener medios,
en cualquier ocasión emergente o en necesidades repentinas,
para resistir o adquirir ventaja con respecto a sus enemigos.
Todos los hombres están por naturaleza provistos de notables
lentes de aumento (a saber, sus pasiones y su egoísmo) vista
a través de los cuales cualquiera pequeña contribución aparece
como un gran agravio; están, en cambio, desprovistos de aquellos otros lentes prospectivos (a saber, la moral y la ciencia
civil) para ver las miserias que penden sobre ellos y que no
pueden ser evitadas sin tales aportaciones.
ISO
PARTE 1/
DEL
ESTADO
CAP. I9
CAPITULO XIX
De las Diversas Especies de Gobierno por Institución}
y de la Sucesión en el Poder Soberano
La diferencia de gobiernos consiste en la diferencia del
soberano o de la persona representativa de todos y cada uno
en la multitud. Ahora bien, como la soberanía reside en un
hombre o en la asamblea de más de uno, y como en esta asamblea puede ocurrir que todos tengan derecho a formar parte
de ella, o no todos sino algunos hombres distinguidos de los
demás, es manifiesto que pueden existir tres clases de gobierno.
Porque el representante debe ser por necesidad o una persona
o varias: en este último caso o es la asamblea de todos o la
de solo una parte. Cuando el representante es un hombre,
entonces el gobierno es una MONARQUÍA; cuando lo es una
asamblea de todos cuantos quieren concurrir a ella, tenemos
una DEMOCRACIA o gobierno popular; cuando la asamblea es
de una parte solamente, entonces se denomina ARISTO::::RACL\.
No puede existir otro género de gobierno, porque necesariamente uno, o más o todos deben tener el poder soberano (que
como he mostrado ya, es indivisible). [95]
Existen otras denominaciones de gobierno, en las historias
y libros de política: tales son, por ejemplo, la tiranía y la
oligarquía. Pero estos no son nombres de otras formas de gobierno, sino de las mismas formas mal interpretadas. En efecto, quienes están descontentos bajo la monarquía la denominan
tiranía; a quienes les desagrada la aristocracia la llaman oligarquía; igualmente, quienes se encuentran agraviados bajo
una democracia la llaman anarquía} que significa falta de gobierno. Pero yo me imagino que nadie cree que la falta de
gobierno sea una nueva especie de gobierno; ni, por la misma
razón, puede creerse que el gobierno es de una clase cuando
agrada, y de otra cuando los súbditos están disconformes con
él o son oprimidos por los gobernantes.
151
PARTE /l
DEL
ESTADO
CAP. I9
Es manifiesto que cuando los hombres están en absoluta
libertad pueden, si gustan, dar autoridad a uno para representarlos a todos, lo mismo que pueden otorgar, también, esa
autoridad a una asamblea de hombres cualesquiera; en consecuencia, pueden someterse, si lo consideran oportuno, a un
monarca, de modo tan absoluto como a cualquier otro representante. Por esta razón, una vez que se ha erigido un poder
soberano, no puede existir otro representante del mismo pueblo, sino solamente para ciertos fines particulares, delimitados
por el soberano. Lo contrario sería instituir dos soberanos, y
que cada hombre tuviera su persona representada por dos actores que al oponerse entre sí, necesariamente dividirían un
poder que es indivisible, si los hombres quieren vivir en paz;
ello situaría la multitud en condición de guerra, contrariamente al fin para el cual se ha instituído toda soberanía. Por esta
razón es absurdo que si una asamblea soberana invita al puebio
de sus dominios para que envíe sus representantes, con facultades para dar a conocer sus opiniones o deseos, haya de considerar
a tales diputados, más bien que a la asamblea misma, como
representantes absolutos del pueblo; e igualmente absurdo resulta con referencia a una monarquía. N o me explico cómo
una verdad tan evidente sea, en definitiva, tan poco observada:
que en una monarquía quien detentaba la soberanía por una
descendencia de 600 años, era solamente llamado soberano,
poseía el título de majestad de cada uno de sus súbditos, y
era incuestionablemente considerado por ellos como su rey, nunca fuera, sin embargo, considerado como representante suyo;
esta denominación se utilizaba, sin réplica alguna, como título
peculiar de aquellos hombres que, por mandato del soberano,
eran enviados por el pueblo para presentar sus peticiones y
darle su opinión, si lo permitía. Esto puede servir de advertencia para que quienes wn los .verdaderos y absolutos representantes de un pueblo, instruyan a los hombres en la naturaleza de ese cargo, y tengan en cuenta cómo admiten otra
representación general en una ocasión cualquiera, si piensan
responder a la confianza que se ha depositado en ellos.
I,a diferencia entre estos tres géneros de gobierno no consiste en la diferencia de poder, sino en la diferencia de convenicllcia () aptitud para producir la paz y seguridad del pueblo,
15 2
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 19
fin para el cual fuero.n instituÍdos. Comparando la monarquía
co.n las o.tras dos fo.rmas podemo.s observar: primero., que quien
represente la persona del pueblo., o. es uno. de los elemento.s
de la asamblea representativa, sustenta, también, su pro.pia
representación natural. Y aun cuando. en 196] su persona po.lítica pro.cure po.r el interés co.mún, no. o.bstante pro.curará más, o. no.
meno.s cuidado.samente, po.r el particular beneficio. de sí mismo.,
de sus familiares, parientes y amigo.s; en la mayor parte de
lo.s caso.s, si el interés público. viene a entremezclarse co.n el
privado., Arefiere el privado, po.rque l;:s pasio.nes de lo.s ho.mbres so.n, po.r lo. co.mún, más po.tentes que su razón. De ello.
se sigue que do.nde el interés público. y el privado. aparecen
más íntimamente unido.s, se halla más avanzado. el interés
público.. Aho.ra bien, en la mo.narquía, el interés privado. co.incide co.n el público.. La riqueza, el po.der y el ho.no.r de un
mo.narca descansan so.lamente so.bre la riqueza, el po.der y la
reputación de sus súbdito.s. En efecto, ningún rey puede ser
rico, n,i glo.rio.so., ni hallarse asegurado. cuando. sus súbdito.s
so.n pQbres, o deso.bedientes, o. demasiado. débiles po.r necesidad
o. disentimiento., para mantener una guerra co.ntra sus enemigo.s. En cambio., en una demo.cracia o. en una-aristo.cracia, la
pro.speridad pública no se co.nlleva tanto. co.n la fo.rtuna particular de quien es un ser co.rro.mpido o. ambicio.so., como mu\ chas veces o.curre co.n una o.pinión pérfida, un acto. traicio.nero.
o. una guerra civil.
En segundo. lugar, que un monarca recibe co.nsej o. de aquel,
cuando. y do.nde le place, y, po.r co.nsIguiente, puede escuchar
la o.pinión de ho.mbres versado.s en la materia so.bre la cual
se delibera, cualquiera que sea su rango. y calidad, y co.n la
antelación y con el sigilo que quiera. Pero.· cuando. una asamblea so.berana tiene necesidad de co.nsejo., nadie es admitido. a
ella sino. quien tiene un derecho. desde el principio.; en la
mayo.r parte de lo.s casos los titulares del mismo so.n perSo.nas
más bien versadas en la adquisición de la riqueza que del co-no.cimiento., y han de dar su opinión en largos discursos, que
pueden, por lo común, excitar a los hombres a la acción, pero
no gobernarlos en ella. Porque el entendimiento no se ilumina,
antes bien se deslumbra por la llama de las pasiones. Ni existe
153
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 19
lugar y tiempo en que una asamblea pueda recibir consejo en
secreto, a causa de su misma multitud.
En tercer lugar, que las resoluciones de un monarca no
están sujetas a otra inconstancia que la de la naturaleza humana; en cambio, en las asambleas, aparte de la inconstancia
propia de la naturaleza, existe otra que deriva del número.
En efecto, la ausencia de unos pocos, que hubieran hecho continuar firme la resolución una vez tomada (lo cual puede
suceder por seguridad, negligencia o impedimentos privados)
o la apariencia negligente de unos pocos de opinión contraria
hace que no se realice hoy lo que ayer quedó acordado.
En cuarto lugar, que un monarca no puede estar en desacuerdo consigo mismo por razón de envidia o interés; en
cambio puede estarlo una asamblea, y en grado tal que se
produzca una guerra civil.
En quinto lugar, que en la monarquía existe el inconveniente de que cualquier súbdito pue.de ser privado de cuanto
posee, por el poder de un solo hombre, para enriquecer a un·
favorito o adulador; confieso que es, éste, un grave e inevitable inconveniente. Pero lo mismo puede ocurrir muy bien cuando el poder soberano reside en una asamblea, porque su poder
es el mismo, y sus miembros están tan sujetos al mal consejo
y a ser seducidos por los oradores, como un monarca por quienes lo adulan; y al convertirse unos en aduladores de otros,
van sirviendo mutuamente su codicia y su ambición. Y mientras
que los favoritos de los monarcas son pocos, y no tienen que
aventajar sino a los de su propio linaje, los favoritos de una
asamblea [97] son muchos, y sus allegados mucho más numerosos que los de cualquier monarca. Además, no hay favorito
de un monarca que no pueda del mismo modo socorrer a sus
amigos y dañar a sus enemigos, mientras que los oradores, es
decir, los favoritos de las asambleas soberanas, aunque piensan
que tienen gran poder para dañar, tienen poco para defender.
Porque para a( usar hace falta menos elocuencia (esto va en la
naturaleza humana) que para excusar; y la condena más se
parece a la justicia que la absolución.
En sexto lugar, es un inconveniente en la monarquía que
el poder soberano pueda recaer sobre un. infante o alguien
que 110 pueda discernir entre el bien y el mal; ello implica que
I54
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. I9
el uso de su poder debe ponerse en manos de otro hombre
o de alguna asamblea de hombres que tienen que gobernar
por su derecho y en nombre suyo, como curadores y protectores de su persona y autoridad. Pero decir que es un inconveniente poner el uso del poder soberano en manos de un
hombre o de una asamblea de hombres, equivale a decir que todo gobierno es más inconveniente que la confusión y la guerra
civil. Por consiguiente, todo el peligro que puede presumirse
ha de surgir de la disputa de quienes pueden convertirse en
competidores respecto de un cargo de tan gran honor y provecho. Para demostrar que este inconveniente no procede de
la forma de gobierno que llamamos monarquía, imaginemos
que el monarca precedente ha establecido quién ejercerá la
tutela de su infante sucesor, bien sea expresamente por testamento, o tácitamente, para no oponerse a la costumbre que
es normal en este caso. Entonces el inconveniente, si ocurre,
debe atribuirse no ya a la monarquía, sino ,a la ambición e
injusticia de los súbditos, que es la misma en todas las formas
de gobierno en que el pueblo no está bien instruído en sus
deberes y en los derechos de la soberanía. O bien el monarca
precedente no ha tomado disposiciones para esa tutela, y entonces la ley de naturaleza ha provisto la norma suficiente,
de que la tutela debe corresponder a quien por naturaleza
tiene más interés en conservar la autoridad del infante, y a
\ quien menos beneficio puede derivar de su muerte o menoscabo. En efecto, si consideramos que cada persona persigue
por naturaleza su propio beneficio y exaltación, poner un infante en manos de quienes pueden exaltarse a sí mismos
por la anulación o daño del niño, no es tutela sino traición.
Así que cuando se ha provisto de modo suficiente contra toda
justa querella respecto al gobierno durante una minoría de
edad, si se produce alguna disputa que da lugar a la perturbación de la paz pública, no debe atribuirse a la forma de
monarquía, sino a la ambición de los súbditos y a la ignorancia
de su deber. Por otra parte, no existe un gran Estado cuva
soberanía resida en una gran asamblea, que en las consultas
relativas a la paz y la guerra, y en la promulgación de las
leyes, no se encuentre en la misma condición que si el gobierno
c::stuviera en manos de un niño. En efecto, del mismo modo
155
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP. 19
que un niño carece de juicio para disentir del consejo que se
le da, y necesita, en consecuencia, tomar >1a opinión de aquel
o de aquellos a quienes está confiado, así una asamblea carece
de la libertad para disentir del consejo de la mayoría, sea bueno o malo. Y del misma modo que un niño tiene necesidad
de un tutor o protector, que defienda su persona y su autoridad,
así también (en los grandes Estados) la asamblea soberana,
en todos los grandes peligros y [98] perturbaciones, tiene
necesidad de rusta des libertatis; es decir, de dictadores o protectores de su autoridad, que vienen a ser como monarcas temporales a quienes por un tiempo se les confiere el total ejercicio
de su poder; y, al término de ese tiempo, suelen ser privados de
dicho poder con más frecuencia que los reyes infantes, por
sus protectores, regentes u otros tutores cualesquiera.
Aunque las formas de soberanía no sean, como he indicado,
más que tres, a saber: monarquía, donde la ejerce una persona;
democracia, donde reside en la asamblea general de los súbditos, o aristocracia, en que es detentada por una asamblea
nombrada por personas determinadas, o distinguidas de otro
modo de los demás, quien haya de considerar los Estados
que en particular han existido y existen en el mundo, acaso
no pueda reducirlas cómodamente. a tres, y propenda a pensar
que hay otras formas resultantes de la mezcla de aquéllas. Por
ejemplo, monarquías electivas, en las que los reyes tienen
entre sus manos el poder soberano durante algún tiempo; o
reinos en los que el rey tiene un poder limitado, no obstante
lo cual la mayoría de los escritores llaman monarquías a esos
gobiernos. Análogamente, si un gobierno popular o aristocrático sojuzga un país enemigo, y lo gobierna con un presidente
procurador u otro magistrado, puede parecer, acaso, a primera
vista, que sea un gobierno democrático o aristocrático; pero
no es así. Porque los reyes electivos no son soberanos, sino
ministros del soberano; ni los reyes con poder limitado son
soberanos, sino ministros de quienes tienen el soberano poder.
Ni las provincias que están sujetas a una democracia o aristocracia de otro Estado, democrática o aristocráticamente gobernado, están regidas monárquicamente.
En primer término, por lo que concierne al monarca eleccuyo poder está limitado a la duración de su existencia,
I ¡vo,
156
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. I9
como ocurre en diversos lugares de la cristiandad, actualmente, o durante ciertos años o meses, como el poder de los dictadores entre los romanos, si tiene derecho a designar su sucesor, no es ya electivo, sino hereditario. Pero si no tiene poder
para elegir su sucesor, entonces existe otro hombre o asamblea
que, a la muerte del soberano, puede elegir uno nuevo, o bien
el Estado muere y se disuelve con él, y vuelve a la condición
de guerra. Si se sabe quién tiene el poder de otorgar la soberanía después de su muerte, es evidente, también, que la
soberanía residía en él, antes: porque ninguno tiene derecho
a dar lo que no tiene derecho a poseer, y a conservarlo para
sí mismo si lo considera adecuado. Pero si no hay nadie que
pueda dar la soberanía, al morir aquel que fue inicialmente
elegido, entonces, si tiene poder, está obligado por la ley de
naturaleza a la provisión, estableciendo su sucesor, para evitar
que quienes han confiado en él para el gobierno recaigan en
la miserable condición de la guera civil. En cop.secuencia, cuando fue elegido, era un soberano absoluto.
En segundo lugar, este rey cuyo poder es limitado, no es
superior a aquel o aquellos que tienen el poder de limitarlo;
y quien no es superior, no es supremo, es decir, no es soberano.
Por consiguiente, la soberanía residía siempre en aquella asamblea que tenía derecho a li- [99] mitarlo; y como consecuencia,
el gobierno no era monarquía, sino democracia o aristocracia,
\ como en los viejos tiempos de Esparta cuando los reyes tenían
el privilegio de mandar sus ejércitos, pero la soberanía se
encontraba en los éforos.
En tercer lugar, mientras que anteriormente el pueblo
romano gobernaba el país de Judea, por ejemplo, por medio
de un presidente, no era Judea por ello una democrada, porque no estaba gobernada por una asamblea en la cual algunos
de ellos tuvieron derecho a intervenir; ni por una aristocracia, porque no estaban gobernados por una aS3.mblea a la cual
algunos pudieran pertenecer por elección; sino que estaban
gobernados por una persona, que si bien respecto al pueblo
de Roma era una asamblea del pueblo o democracia, por lo
que hace relación al pueblo de Judea, que no tenía en modo
alguno derecho a participar en el gobierno, era Un monarca.
En efecto, aunque allí donde el pueblo está gobernado por
157
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. I9
una asamblea elegida por el pueblo mismo de su seno, el gobierno se denomina democracia o aristocracia, cuando está
goberrrado por una asamblea que no es de propia elección,
constituye una monarquía, no de un hombre, sino de un pueblo
sobre otro pueblo.
Como la materia de todas estas formas de gobierno es
mortal, ya que no sólo mueren los monarcas individuales,
sino también las asambleas enteras, es necesario para la conservacian de la paz de los hombres, que del mismo modo que
se arbitró un hombre artificial, debe tenerse también en
cuenta una artificial eternidad de existencia; sin ello, los
hombres que están gobernados por una asamblea recaen, en
cualquier época, en la condición de guerra; y quienes están
gobernados por un hombre, tan pronto como muere su gobernante. Esta eternidad artificial es lo que los hombres llaman derecho de sucesión.
No existe forma perfecta de gobierno cuando la disposición de la sucesión no corresponde al soberano presente. En
efecto, si radica en otro hombre particular o en una persona
privada, recae en la persuna de un súbdito, y puede ser asumida
por el soberano, a su gusto; por consiguiente, el derecho reside en sí mismo. Si no radica en una persona particular, sino
que se encomienda a una nueva elección, entonces el Estado
queda disuelto, y el derecho corresponde a aquel que lo recoge, contrariamente a la intención de quienes instituyeron
el Estado para su seguridad perpetua, y no temporal.
En una democracia, la asamblea entera no puede fallar,
a menos que falle la multitud que ha de ser gobernada. Por
consiguiente, en esta forma de gobierno no tiene lugar, en
2.bsoluto, la cuestión referente al derecho de sucesión.
En una aristocracia, cuando muere alguno de la asamblea,
la elección de otro en su lugar corresponde a la asamblea misma, como soberano al cual pertenece la elección de todos los
consejeros y funcionarios. Porque lo que h1.ce el representante como actor, lo hace uno de los súbditos como autor. Y
aunque la asamblea soberana pueda dar poder a otros para
eleg-ir nuevos hombres para la provisión de su Corte, la elección se hace siempre por su autoridad, y es ella misma la que
Is8
PARTE I1
DEL
ESTADO
CAP. 19
(cuando el bienestar público lo requiera) puede revocarla.
[100]
La mayor dificultad respecto al derecho de sucesión radica
en la monarquía. La dificultad surge del hecho de que a
primera vista no es manifiesto quién ha de designar al sucesor, ni en muchos casos quién es la persona a la que ha designado. En ambas circunstancias se requiere un raciocinio más
preciso que el que cada persona tiene por costumbre usar.
En cuanto a la cuestión de quién debe designar el sucesor de
un monarca que tiene autoridad soberana, es decir, quién debe
determinar el derecho hereditario (porque los reyes y príncipes .electivos no tienen su poder soberano en propiedad, sino
en uso solamente) tenemos que considerar que o bien el que
posee la soberanía tiene derecho a disponer de la sucesión, o
bien este derecho recae de nuevo en la multitud desintegrada.
Porque la muerte de quien tiene el poder soberano deja a la
multitud sin soberano, en absoluto; es decir, sin representante
alguno sin el cual pueda estar unida, y ser capaz de realizar
una mera acción. Son, por tanto, incapaces de elegir un nuevo
monarca, teniendo cada hombre igual derecho a someterse a
quien considere más capaz de protegerlo; o si puede, a protegerse a sí mismo con su propia espada, lo cual es un retorno
a la confusión y a la condición de guerra de todos contra todos,
contrariamente al fin para el cual tuvo la monarquía su
\ primera institución. En consecuencia, es manifiesto que por
la institución de la monarquía, la designación del sucesor se
deja siempre al juicio y voluntad de quien actualmente la
detenta.
En cuanto a la cuestión, que a veces puede surgir, respecto
a quién ha designado el monarca en posesión para la sucesión
y herencia de su poder, ello se determina por sus palabras
expresas y testamento, o por cualesquiera signos tácitos suficientes.
Por palabras expresas o testamento, cuando se declara por
él durante su vida, vÍ'Va voce, por escrito, como los primeros emperadores de Roma declaraban quiénes habían de ser
sus herederos. Porque la palabra heredero no implica simplemente los hijos o parientes más próximos de un hombre, sino
cualquiera persona que, por el procedimiento que sea, declare
°
159
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. I9
que quiere tenerlo en su cargo como sucesor. Por consiguiente
si un monarca declara expresamente que un hombre deter~
min;:do sea su heredero, ya sea de palabra o por escrito,
entonces este hombre, inmediatamente después de la muerte
de su predecesor, es investido con el derecho de ser monarca.
Ahora bien, cuando hita el testamento o palabras expresas, deben tenerse en cuenta otros signos naturales de la voluntad. Uno de ellos es la costumbre. Por tanto, donde la
costumbre es que el más próximo de los parientes suceda de
modo absoluto, entonces el pariente más próximo tiene derecho
a la sucesión, porque si la voluntad de quien se hallaba en
posesión de la soberanía hubiese sido otra, la hubiera podido
declarar sin dificultad mientras vivió. Y análogamente, donde
es costumbre que suceda el más próximo de los parientes
masculinos, el derecho de sucesión recae en el más próximo
de los parientes masculinos, por la misma razón. Así ocurriría
también si la costumbre fuera anteponer una hembra: porque
cuando un hombre puede rechazar cualquier costumbre con
una simple palabra y no lo hace, es una señal evidente de
su deseo de que dicha costumbre continúe subsistiendo.
Ahora bien, donde no existe costumbre ni ha precedido
el testamento debe [10 1] comprenderse: primero, que la voluntad del monarca es que el gobierno siga siendo monárquico,
ya que ha aprobado este gobierno en sí mismo. Segundo, que
un hijo suyo, varón o hembra, sea preferido a los demás;
en efecto, se presume que los hombres son más propensos
por naturaleza a anteponer sus propios hijos a los hijos de
otros hombres; y de los propios, más bien a un varón que a
una hembra, porque los varones son, naturalmente, más aptos que las mujeres para los actos de valor y de peligro. Tercero, si falla su propio linaje directo, más bien a un hermano
que a un extraño; igualmente se prefiere al más cercano en
sangre que al.más remoto, porque siempre se presume que
el pariente más próximo es, también, el más cercano en el
afecto, siendo evidente, si bien se reflexiona, que un hombre
recibe siempre más honor de la grandeza de su más próximo
pariente.
Pero si bien es legítimo para un monarca disponer de la
sucesión en términos verbales de contrato o testamento, los
160
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. I9
hombres pueden objetar, a veces, un gran inconveniente: que
pueda vender o donar su derecho a gobernar, a un extraño;
y como los extranjeros (es decir, los hombres que no acostumbran a vivir bajo el mismo gobierno ni a hablar el mismo
lenguaje) se subestiman comúnmente unos a otros, ello puede
dar lugar a la opresión de sus súbditos, cosa que es, en efecto,
un gran inconveniente; inconveniente que no procede necesariamente de la sujeción a un gobierno extranjero, sino de la
falta de destreza de los gobernantes que ignoran las verdaderas reglas de la política. Esta es la causa de que los romanos,
cuando habían sojuzgado varias nacione&,- para hacer su gobierno tolerable, trataban de eliminar ese agravio, en cuanto
ello se estimaba necesario, dando a veces a naciones enteras,
y a veces a hombres preeminentes de cada nación que conquistaban, no sólo los privilegios, sino también el nombre de
romanos, llevando muchos de ellos al Senado y a puestos prominentes incluso en la ciudad de Roma. Esto es lo que nuestro
sapientísimo rey, el rey Jacobo, perseguía, cuando se propuso
la unión de los dos reinos de Inglaterra y Escocia. Si hubiera
podido obtenerlo, sin duda hubiese evitado las guerras civiles
que hacen en la actualidad desgraciados a ambos reinos. No es,
pues, hacer al pueblo una injuria, que un monarca disponga
de la sucesión, por su voluntad, si bien a veces ha resultado
inconveniente por los particulares defectos de los príncipes.
Es un buen argumento de la legitimidad de semejante acto
el hecho de que cualquier inconveniente que pueda ocurrir
si se entrega un reino a un extranjero, puede suceder también
cuando tiene lugar un matrimonio con extranjeros, puesto que
el derecho de sucesión puede recaer sobre ellos; sin embargo,
esto se considera legítimo por todos.
-11-
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 20
CAPITULO XX
Del Dominio
PATERNAL
y del
DESPÓTICO
Un Estado por adquisición es aquel en que el poder soberano se adquiere por la fuerza. Y por la fuerza se adquiere
cuando los hombres, singularmente o unidos por la pluralidad
de votos, por temor a la muerte o a la servidumbre, autorizan
todas las [I02] acciones de aquel hombre o asamblea que tiene
en su poder sus vidas y su libertad.
Este género de dominio o soberanía difie, _ de la soberanía por institución solamente en que los hombres que escogen su soberano lo hacen por temor mutuo, y no por temor
a aquel a quien instituyen. Pero en este caso, se sujetan a
aquel a quien temen. En ambos casos lo hacen por miedo,
lo cual ha de ser advertido por quienes consideran nulos aquellos pactos que tienen su origen en él temor a la muerte o
la violencia: si esto fuera cierto nadie, en ningún género de
Estado, podría ser reducido a la obediencia. Es cierto que una
vez instituída o adquirida una soberanía, las promesas que
proceden del miedo a la muerte o a la violencia no son pactos
ni obligan cuando la cosa prometida es contraria a las leyes.
Pero la razón no es que se hizo por miedo, sino que quien
prometió no tenía derecho a la cosa prometida. Así, cuando
algo se puede cumplir legítimamente y no se cumple no es
la invalidez del pacto lo que absuelve, sino la sentencia del
soberano. En otras palabras, lo que un hombre promete legalmente, ilegalmente lo incumple. Pero cuando el soberano,
que es el actor, lo absuelve, queda absuelto por quien le arrancó la promesa, que es, en definitiva, el autor de tal absolución.
Ahora bien, los derechos y consecuencias de la soberanía
son los mismos en los dos casos. Su poder no puede ser transferido, sin su consentimiento, a otra persona; no puede enajenarlo; no puede ser acusado de injuria por ninguno de sus
súbditos; no puede ser castigado por ellos; es juez de lo que
162
PARTE 1I
DEL
ESTADO
CAP. 20
se considera necesario para la paz, y juez de las doctrinas; es
el único legislador y juez supremo de las controversias, y de
las oportunidades y ocasiones de guerra y de paz; a él compete elegir magistrados, consejeros, jefes y todos los demás
funcionarios y ministros, y determinar recompensas y castigos,
honores y prelaciones. Las razones de ello son las mismas que
han sido alegadas, en el capítulo precedente, para los mismos
derechos y consecuencias de la soberanía por institución.
El dominio se adquiere por dos procedimientos: por generación y por conquista. El derecho de dominio por generación es el que los padres tienen sobre 'sus hijos, y se llama
paternal. No se deriva de la generación en el sentido de que
el padre tenga dominio sobre su hijo por haberlo procreado,
sino por consentimiento del hijo, bien sea expreso o declarado
por otros argumentos suficientes. Pero por lo que a la generación respecta, Dios ha asignado al hombre una colaboradora;
y siempre existen dos que son parientes por i"gual: en consecuencia, el dominio sobre el hijo debe pertenecer igualmente
a los dos, y el hijo estar igualmente sujeto a ambos, lo cual
es imposible, porque ningún hombre puede obedecer a dos
dueños. Y aunque algunos han atribuído el dominio solamente al hombre, por ser el sexo más exc~lente, se equivocan en
ello, porque no siempre la diferencia de fuerza o prudencia en,tre el hombre y la mujer son tales que el derecho pueda ser
determinado sin guerra. En los Estados, esta controversia es
decidida por la ley civil: en la mayor parte de los casos, aunque no siempre, la sentencia recae en favor del padre, porque
la mayor parte de los Estados han (10.)1 sido erigidos por
los padres, no por las madres de familia. Pero la cuestión
se refiere, ahora, al estado de mera naturaleza donde se supone
que no hay leyes de matrimonio ni leyes para la educación
de los ni jos, sino la ley de naturaleza, y la natural inclinación de los sexos, entre sí, y respecto a sus hijos. En esta
condición de mera naturaleza, o bien los padres disponen
entre sí del dominio sobre los hijos, en virtud de contrato, o
no disponen de ese dominio en absoluto. Si disponen el derecho
tiene lugar de acuerdo con el contrato. En la historia encontramos que las A tnazonas contrataron con los hombres de los
países vecinos, a los cuales recurneron para tener descendenJ6J
PA.RTE II
DEL
ESTADO
CAP. 20
cia, que los descendientes masculinos serían devueltos, mientras
que los femeninos permanecerían con ellas; de este modo el
dominio sobre las hembras correspondía a la madre.
Cuando no existe contrato, el dominio corresponde a la
madre, porque en la condición ·de mera n~turaleza, donde no
existen leyes matrimoniales, no puede saberse quiéa es el padre, a menos que la madre lo declare: por Cl)Jlsiguiente,el
derechp de dominio sobre el hijo depend.;, de b. voluntad
de ella, y es suyo, en consecuencia. Considere nos, de otra
parte, que el hijo se halla primero en podcr de la madre,
la cual puede alimentarlo o abandonarlo; si lo aJim:':'1ta, debe
su vida a la madre, y, por consiguiente, está obligado a obedecer la, con preferencia a cualquiera otra persona: por lo tanto,
el dominio es de ella. Pero si lo abandona, y otro lo encuentra
y lo alimenta, el dominio corresponde a este último. En efecto,
el niño debe obedecer a quien le ha protegido, porque siendo
la conservación de la vida el fin por el cual un hombrc se hace
súbdito de otro, cada hombre se supone que promete obediencia al que tiene poder para protegerlo o aniquilarlo.
Si la madre está sujeta al padre, el hijo se halla en peder
del padre; y si el padre es súbdito de la madre (como, por
ejemplo, cuando una reina soberana contrae matrimonio C(,:l
uno de sus súbditos) el hijo queda sujeto a la madre, porc,~le
también el padre es súbdito de ella.
Si un hombre y una mujer, monarcas de dos distintos reinos, tienen un niño y contratan respecto a quien tendrá el Jominio del mismo, el derecho de dominio se establece por el
contrato. Si no contratan, el dominio corresponde a quien domina el lugar de su residencia, porque el soberano de cad:l
país tiene dominio sobre cuantos residen en él.
Quien tiene dominio sobre el hijo, lo tiene también
los hijos del hijo, y sobre los hijos de éstos, porque
tiene dominio sobre la persona de un hombre, lo tiene
todo cuanto es, sin lo cual el dominio sería un mero
sin eficacia alguna.
sobre
quien
sobre
título
El derecho de sucesión al dominio paterno procede del mismo modo que el derecho de sucesión a la monarquía, del cual
me he ocupado ya suficientemente en el capítulo anterior.
16 4
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 20
El dominio adquirido por conquista o victoria en una guerra, es el que algunos escritores llaman DESPÓTICO, de ~EaJtónlr;,
que significa señor o dueño, y es el dominio del dueño sobre
su criado. Este dominio es adquirido por el vencedor cuando
el [1°4] vencido, para evitar el· peligro inmineIÍte de muerte,
pacta, bien sea por palabras expresas o por otros signos suficientes de la voluntad, que en cuanto su· vida y la libertad de
su cuerpo lo permitan, el vencedor tendrá uso de ellas, a su
antojo. Y una vez hecho ese pacto, el ve!1cido es un siervo,
pero antes no, porque con la palabra SIERVO (ya se derive de
servire, servir, o de servare, proteger} ,~osa cuya disputa entrego ~ los gramáticos) no se significa un cautivo que se mantiene en prisión o encierro, ha.sta que el propietario de quien
lo tomó o compró, de alguien que lo tenía, determine lo que
ha de hacer con él (ya que tales hombres, comúnmente llamados esclavos, no tienen obligación ninguna, sino que pueden
romper sus cadenas o quebrantar la prisión; y matar o llevarse
Glutivo a su dueño, justamente), sin::> uno a· quien, habiendo
sido apresado, se le reconoce todavía la libertad corporal, y
que prometiendo no escapar ni hacer violencia a su dl:leño
merece la confianza de éste.
No es, pues, la victoria la que da el derecho de dominic
sobre el vencido, sino su propio pacto. Ni queda obligado porque ha sido conquistado, es decir, batido, apresado o puestc
en fuga, sino porque comparece y se somete al vencedor. N
está obligado el vencedor, por la rendición de sus enemigos
(sin promesa de vida), a respetarles por haberse rendido a discreción; esto no obliga al vencedor por más tiempo sino en
cuanto su discreción se lo aconseje.
Cuando los hombres, como ahora se dice, piden cuartel,
lo que los griegos llamaban ZWYQlCl, dejar con vida, no hacen
sino sustraerse a la furia presente del vencedor, mediante la
sumisión, y llegar a un convenio respecto de sus vidas, mediante la promesa de rescate o servidumbre. Aquel a quien se
ha dado cuartel no se le concede la vida, sino que la resolución sobre ella se difiere hasta una ulterior deliberación, pues
no se ha rendido con la condición de que se le respete la
vida, sino a discreción. Su vida sólo se halla en seguridad,
y es obligatoria su servidumbre, cuando el vencedor le ha
165
PARTE 1I
DEL
ESTADO
CAP. 20
otorgado su libertad corporal. En efecto, los esclavos que
trabajan en las prisiones o arrastrando cadenas,.. no lo hacen
por obligación, sino para evitar la crueldad de sus guardianes.
El señor del siervo es dueño, también, de cuanto éste
tiene, y puede reclamarle el uso. de ello, es decir, de sus bienes, de su trabajo, de sus siervos y de" sus hijos, tantas veces
como lo juzgue conveniente. En efecto, debe la vida a su
señor, en virtud del pacto de obediencia, esto es, de considerar
como propia y autorizar cualquiera cosa que el dueño pueda'
hacer. Y si el,señor, al rehusar el siervo, le da muerte o lo
encadena, o le castiga de otra suerte por su desobediencia,
es el mismo siervo autor de todo ello, y no puede acusar al
dueño de injuria.
En suma, los derechos y consecuencias de ambas cosas,
el dominio paternal y el despótico, coinciden exactamente
con los del soberano por institución, y por las mismas razones
a las cuales nos hemos referido en el capítulo precedente.
Si un monarca lo es de diversas naciones, y en una de ellas
tiene la soberanía por institución del pueblo" reunido, y en
la otra por conquista, es decir, por la sumisión de cada individuo para evitar la muerte o la prisión, exigir de una de
estas naciones más que de la otra, por título de conquista,
por tratarse de una nación conquistada, es un acto de ignorancia de los derechos de [105] soberanía. En ambos casos es
el soberano igualmente absoluto, o de lo contrario la soberanía
no existe; y de este modo, cada hombre puede protegerse a sí
mismo legítimamente, si puede, con su propia espada, lo cual
es condición de guerra.
De esto se infiere que una gran familia, cuando no forma
parte de algún Estado, es, por sí misma, en cuanto a los derechos de soberanía, una pequeña monarquía, ya conste esta
familia de un hombre y sus hijos, o de un hombre y sus
criados, o de un hombre, sus hijos y sus criados conjuntamente; familia en la cual el padre o dueño es el soberano. Ahora
bien, una familia no es propiamente un Estado, a menos que
no alcance ese poder por razón de su número, o por otras
circullstancias que le permitan no ser sojuzgada sin el azar de
ulla gllerra. Cuando un grupo de personas es manifiestamente
166
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 20
demasiado débil para defenderse a sí mismo, cada una usará
su propia razón, en tiempo de peligro, para salvar su propia
vida, ya sea huyendo o sometiéndose al enemigo, como considere mejor; del mismo modo que una pequeña compañía
de soldados, sorprendida por un ejército, puede deponer las
armas y pedir cuartel, o escapar, más biel' que exponerse a
ser exterminada. Considero esto como suficiente, respecto a lo
que por especulación y deducción pienso de los derechos soberanos, de la naturaleza, necesidad y designio de los hombres, al establecer los Estados, y al situarse bajo el mando de
monarcas o asambleas, dotadas de podet¡ ..bastante para su protección.
Consideremos ahora lo que la Escritura enseña acerca de
este extremo. A Moisés, los hijos de Israel le deCÍan: *Háblanos, y te oiremos; pero no hagas que Dios nos hable, porque
moriremos. Esto implica absoluta obediencia a Moisés. Respecto al derecho de los reyes, Dios mismo dijo, por boca de
Samuel: *Este será el derecho del rey que des eais ver reinando sobre vosotros. El tomará vuestros hijos, y los hará guiar
sus carros, y ser sus jinetes, y correr delante de sus carros;
y recoger su cosecha; y hacer sus máquinas de guerra e instrUtnentos de sus carros; y tomará vuestras hijas para hacer
perfumes, para ser sus cocineras y panaderas. Tomará vues-Iros campos, vuestros viñedos y vuestros olivares, y los dará
a sus siervos. Tomará las primicias de vuestro grano y de vuestro vino, y las dará a los hombres de su cámara y a sus demás
sirvientes. Tomará vuestros servidores varones, y vuestras sirvientes doncellas, y la flor de vuestra juventud, y la empleard
en sus negocios. Tomará las primicias de vuestros rebaños, )
vosotros sereis sus siervos. Trátase de un poder absoluto, resumido en las últimas palabras: vosotros sereis sus siervos. Ade·
más, cuando el pueblo oyó qué poder iba a tener el rey
consintieron en ello, diciendo: *Seremos como todas las de
más naciones, y nuestro rey juzgará nuestras causas, e irá ant,
1lOsotros, para guiarnos en nuestras guerras. Con ello se confirma el derecho que tienen los soberanos, respecto a la militia
y a la judicatura entera; en ello está contenido un poder tan
absoluto como un hombre pueda posiblemente tr~nsferir a otro.
16 7
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 20
*
A su vez, la súplica del rey Salomón a Dios era ésta: Da a
ttt siervo inteligencia para juzgar a tu pueblo, y para discernir
entre lo "bueno y lo malo. Corresponde, por tanto, al soberano
ser [106] juez, y prescribir las reglas para discernir el bien y
el mal: estas reglas son leyes, y, por consiguiente, en él radica
el poder legislativo. Saúl puso precio a la vida de David; sin
embargo, cuando este último tuvo posibilidad de dar muerte
a Saúl, y sus siervos podían haberlo hecho, David lo prohibió,
diciendo: *Dios prohibe que realice semejante acto contra mi
Señor, el ungido de Dios. Respecto a la obediencia de los siervos, decía San Pablo: *Los siervos obedecen a sus señores en
todas las cosas, y *Los hijos obedecen a sus padres en todo. Es
la obediencia simple en quienes están sujetos a dominio paternal o despótico. Por otra parte, *Los escribas y fariseos
están sentados en el sitial de Moisés, y por consiguiente, cuanto os ordenen observar, observadlo y hacedlo. Esto implica,
de nuevo, una simple obediencia. Y San Pablo dice: *Advertid que quienes se hallan sujetos a los príncipes, y a otras
personas con autoridad, deben obedecerles. También esta obediencia es sencilla. Por último, nuestro mismo Salvador reconocía que los hombres deben pagar las tasas impuestas por
los reyes cuando dijo: Dad al César lo que es del César, y
pagó é\ mismo ese tributo. Y que la palabra del reyes suficiente para arrebatar cualquiera cosa a cualquier súbdito, si
lo necesita, y que el reyes el juez de esta necesidad. Porque
el mismo Jesús, como rey de los judíos, mandó a sus discípulos que cogieran una borrica y su borriquillo, para que lo
llevara a Jerusalén, diciendo: Id al pueblo que está ¡rente
a vosotros, y encontrareis una borriquilla atada y su borriquillo con ella: desatadlos y traédmelos. Y si alguno os pregunta
qué os proponeis, decidle que el Señor los necesita, y entonces
os dejarán marchar. No preguntan si su necesidad es un
título suficiente, ni si es juez de esta necesidad, sino que se
allanan a la voluntad del Señor.
*
A estos pasajes puede añadirse también aquel otro del
Génesis: *Debeis ser como Dios, que conoce el bien y el mal.
y el versículo 11: ¿Quién te dijo que estabas desnudo? ¿Has
(ollliJo del árbol, del cual te ordené que no comieras? Por168
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 20
que habiendo sido prohibido el conocimiento o juicio de lo
bueno y de lo malo, por el nombre del fruto del árbol de la
ciencia, como una prueba de la obediencia de Adán, el demonio, para inflamar la ambición de la mujer a la que este fruto
siempre había parecido bello, le dijo que probándolo conoc('ría, como Dios, el bien y el mal. Una vez que hubieron comido ambos, disfrutaron la aptitud de Dios para el enjuiciamiento de lo bueno y de lo malo, pero no adquirieron una
nueva aptitud para discernir rectamente entre ellos. Y aunque
se dice que habiendo comido, ellos advirtieron que estaban
desnudo,', nadie puede interpretar ese Ipasaje en el sentido
de que an~es estuvieran ciegos, y no viesen su propia piel:
la significación es clara, en el sentido de que sólo entonces
juzgaban que su desnudez (en la cual Dios los había creado)
era inconveniente; y al avergonzarse, tácitamente censuraban
al mismo Dios. Seguidamente Dios dijo: Has comido, etc.,
como queriendo decir: Tú que me debes obediencia ¿vas a
atribuirte la capacidad de juzgar mis mandatos? Con ello se
significaba claramente (aunque de modo alegórico) que los
mandatos de quien tiene derecho a mandar, no deben ser
censurados ni discutidos por sus súbditos.
Así parece bien claro a mi entendimiento, lo mismo por la
razón que Ror la Escritura, que el poder soberano, ya radique en un [1°7] hombre, como en la monarquía, o en una
asamblea de hombres, como en los gobiernos populares y aristocráticos, es tan grande, como los hombres son capaces de
hacerlo. Y aunque, respecto a tan ilimitado poder, los hombres pueden i!llaginar muchas desfavorables consecuencias, las
consecuencias de la falta de él, que es la guerra perpetua de
cada hombre contra su vecino, son mucho peores. La condición
del hombre en esta vida nunca estará desprovista de inconvenientes; ahora bien, en ningún gobierno existe ningún otro
inconveniente de monta sino el que procede de la desobediencia de los súbditos, y del quebrantamiento de aquellos pactos
sobre los cuales descansa la esencia del Estado. Y cuando alguien, pensando que el poder soberano es demasiado grande,
trate de hacerlo menor, debe sujetarse él mismo al poder que
pueda limitarlo, es decir, a un poder mayor.
16 9
PARTE TI
DEL
ESTADO
CAP. 20
La objeción máxima es la de la práctica: cuando los hombres preguntan dónde y cuándo semejante poder ha sido reconocido por los súbditos. Pero uno puede preguntar entonces,
a su vez, cuándo y dónde ha existido un reino, libre, durante
mucho tiempo, de la sedición y de la guerra civil. En aquellas
naciones donde los gobiernos han sido duraderos y no han
sido destruídos sino por las guerras exteriores, los súbditos
nunca disputan acerca del poder soberano. Pero de cualquier
modo que sea, un argumento sacado de la práctica de los
hombres, que no discriminan hasta el fondo ni ponderan con
exacta razón las causas y la naturaleza de los Estados, y que
diariamente sufren las miserias derivadas de esa ignorancia,
es inválido. Porque aunque en todos los lugares del mundo
los hombres establezcan sobre la arena los cimientos de sus
casas, no debe deducirse de ello que esto deba ser asÍ. La
destreza en hacer y mantener los Estados descansa en ciertas
normas, semejantes a las de la aritmética y la geometría, no,
(como en el juego de tennis) en la práctica solamente: estas
reglas, ni los hombres pobres tienen tiempo ni quienes tienen
ocios suficientes han tenido la curiosidad o el método de encontrarlas.
170
DEL
PARTE Il
ESTADO
CAP. 2I
CAPITULO XXI
De la
LIBERTAD
de los Súbditos
LIBERTAD significa, propiamente hólando, la ausencia de
oposición (por oposición significo impedimentos externos al
movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales e iúanimadas como a las racionales. Cualquiera cosa que
esté ligada o envuelta de tal modo que no pueda moverse'
sino dentro de un cierto espacio, determinado por la oposición
de algún cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para
ir más lejos. Tal puede afirmarse de todas las criaturas vivas
mientras están aprisionadas o constreñidas con muros o cadenas j y del agua, mientras está contenida por medio de diques
o canales, pues de otro modo se extendería por un espacio
mayor, solemos decir que no está en libertad para moverse
del modo como lo haría si no tuviera tales impedimentos.
Ahora bien, cuando el impedimento de la moción radica en
la constitución de la cosa misma y no solemos decir que carece
de libertad, sino de fuerza para moverse, como cuando una
piedra está en reposo, o un hombre se halla sujeto al lecho
por una enfermedad. [108]
De acuerdo con esta genuina y común significación de la
palabra, es un HOMBRE LIBRE quien en aquellas cosas de que
es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado
para hacer lo que desea. Ahora bien, cuando las palabras libre
y libertad se aplican a otras 'cosas, distintas de los cuerpos, lo
son de modo abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movimiento no está sujeto a impedimento. Por tanto cuando se
dice, por ejemplo: el camino está libre, no se significa libertad
del camino, sino de quienes lo recorren sin impedimento. Y
cuando decimos que una donación es libre, no se significa
libertad de la cosa donada, sino del donante, que al donar
no estaba ligado por ninguna ley o pacto. Así, cuando habla-
17 1
PARTE 1l
DEL
ESTADO
CAP. 21
mas libremente, no aludimos a la libertad de la voz o de la
pronunciación, sino a la del hombre, a quien ninguna ley ha
obligad? a hablar de otro modo que lo hizo. Por último, del
uso del término libre albedrío no puede inferirse libertad de
la voluntad, deseo o incljnación, sino libertad del hombre, la
cual consiste en que no encuentra obstáculo para hacer lo que
tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar a cabo.
Temor y libertad son cosascoherentesj por ejemplo, cuando un hombre arroja sus mercancías al mar por temor de que
el barco se hunda, lo hace, sin embargo, voluntariamente, y
puede abstenerse de hacerlo si quiere. Es, por consiguiente,
la acción de alguien que era libre: así ramb;én, un hombre
paga a veces su deuda sólo por temor a la cárcel, y sin embargo, como nadie le impedía abstenerse de hacerlo, semejante
acción es la de un hombre en libertad: Generalmente todos los
actos que los hombres realizan en los Estados, por temor a la
ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos.
Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo,
ocurre con el agua, que no sólo tiene libertad, sino necesidad
de ir bajando por el canal. Lo mismo sucede en las acciones
que voluntariamente realizan los hombres, las cuales, como
proceden de su voluntad, proceden de la libertad, e· incluso
como cada acto de la voluntad humana y cada deseo e inclinación proceden de alguna causa, y ésta de otra, en una
continua cadena (cuyo primer eslabón se halla en la mano
de Dios, la primera de todas causas), proceden de la necesidad.
Así que a quien pueda advertir la conexión de aquellas causas
le resultará manifiesta la necesidad de todas las acciones voluntarias del hombre. Por consiguiente, Dios, que ve y dispone
todas las cosas, ve también que la libertad del hombre, al hacer
lo que quiere, va acompañada por la necesidad de hacer lo que
Dios quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres
hacen muchas cosas que Dios no ordena ni es, por consiguiente,
el autor de ellas, sin embargo, no pueden tener pasión ni
apetito por ninguna cosa, cuya ca~sa no sea la voluntad de
Dios. Y si esto no asegurara la necesidad de la voluntad humana y, por consiguiente, de todo lo que de la voluntad hu17 2
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 2I
mana depende, la libertad del hombre sería una contradicción
y un impedimento a la omnipotencia y libertad de Dios. Consideramos esto suficiente, a nuestro actual propósito, respecto
de esa libertad natural que es la única que propiamente puede
llamarse libertad.
Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la
paz y, con ella, la conservación de sí mismos, han creado un
hombre artificial que podemos llamar Estado, así tenemos
también que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles) que ellos mismos, por pactos mutuos- han [109] fijado
fuertemente, en un extremo, a los labios de aquel hombre o
asamblea a quien ellos han dado el poder soberano; y por el
otro extremo, a sus propios oídos. Estos vínculos, débiles por
su propia naturaleza, pueden, sin embargo, ser mantenidos,
por el peligro aunque no por la dificultad de romperlos.
Sólo en relación con estos vínculos he de hablar ahora de
la libertad de los súbditos. En efecto, si adv~rtimos que no
existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan establecido normas bastantes para la regulación de todas las acciones y
palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue necesariamente que en todo género de acciones, conforme a leyes preestablecidas, los hombres tienen la libertad de hacer 10
q~e su propia razón les sugiera para mayor provecho de sí
mismos. Si tomamos la libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal, es decir: como libertad de cadenas y
prisión, sería muy absurdo que los hombres clamaran, como
lo hacen, por la libertad de que tan evidentemente disfrutan.
Si consideramos, además, la libertad como exención de las
leyes, no es menos absurdo que los hombres demanden como
lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos los demás
hombres pueden ser señores de sus vidas. Y por absurdo que
sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes no
tienen poder para protegerles si no existe una espada en las
manos de un hombre o de varios para hacer que esas leyes se
cumplan. La libertad de un súbdito radica, por tanto, solamente, en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones
ha predeterminado el soberano: por ejemplo, la libertad de
compr:tr y vender y de hacer, entre sÍ, contratos de otro gé-
173
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 21
nero, de escoger su propia residencia, su propio alimento, su
propio género de vida, e instruir sus niños como crea conveniente, etc.
_
No obstante, ello no significa que con esta libertad haya
quedado abolido y limitado el soberano poder de vida y muerte. En efecto, hemos manifestado ya, que nada puede hacer
un representante soberano a un súbdito, con cualquier pretexto, que pueda propiamente ser llamado injusticia o injuria.
La caúsa de ello radica en que cada súbdito es autor de cada
uno de los actos del soberano, así que nunca necesita derecho
a una cosa, de otro modo que como él mismo es súbdito de
Dios y está, por ello, obligado a observar las leyes de naturaleza. Por consiguiente, es posible, y con frecuencia ocurre en
los Estados, que un súbdito pueda ser condenado a muerte por
mandato del poder soberano, y sin embargo, éste no haga
nada malo. Tal ocurrió cuando lelte fue la causa de que su
hija fuera sacrificada. En este caso y en otros análogos quien
vive así tiene libertad para realizar la acción en virtud de la
cual es, sin embargo, conducido, sin injuria, a la muerte. Y
lo mismo ocurre también con un príncipe soberano que lleva
a la muerte un súbdito inocente. Porque aunque la acción sea
contra la ley de naturaleza, por ser contraria a la equidad,
como ocurrió con el asesinato de Uriah por David, ello no
constituyó una injuria paraUriah, sino para Dios. No para
U riah, porque el derecho de hacer aquello que le agradaba
había sido conferido a David por Uriah mismo. Sino a Dios,
porque David era súbdito de Dios, y toda iniquidad está prohibida por la ley de naturaleza. David mismo confirmó de
modo evidente esta distinción cuando se arrepintió del hecho
diciendo: Solamente contra ti he pecado. Del mismo modo,
cuando el pueblo de Atenas deste- [1 10] rró al más potente
de su Estado por diez años, pensaba que no cometía injusticia, y todavía más: nunca se preguntó qué crimen había
cometido, sino qué daño podría hacer; sin embargo, ordenaron
el destierro de aquellos a quienes no conocían; y cada ciudadano al llevar su concha al mercado, después de haber inso-ito en ella el nombre de aquel a quien deseaba desterrar,
~ill acu~ar.l(), unas veces desterró a un ArístidesJ por su reputa-
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 21
ción de justicia, y otras a un ridículo bufón, como Hipérbolo,
para burlarse de él. Y nadie puede decir que el pueblo soberano de A tenas carecía de derecho a desterrarlos, o que a un
ateniense le faltaba la libertad para burlarse o para ser justo.
La libertad, de' la cual se hace mención tan frecuente y
honrosa en las historias y en la filosofía de los antiguos griegos y romanos, y en los escritos y discursos de quienes de
ellos han recibido toda su educación en materia de política,
no es la libertad de los hombres particulares, sino la libertad
del Estado, que coincide con la que cada hombre tendría si no
existieran leyes civiles ni Estado, en absoluto. Los efectos de
ella son, también, los mismos. Porque así como entre hombres que no reconozcan un señor existe perpetua guerra de
cada uno contra 'su vecino; y no hay herencia que transmitir
al hijo, o que esperar del padre; ni propiedad de bienes o
tierras; ni seguridad, sino una libertad plena y absoluta en
cada hombre en particular, así en los Estados y repúblicas
que no dependen una de otra, cada una de estas instituciones
(y no cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer
10 que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo
representa estime) más conducente a su beneficio. Sin ello
viven en condición de guerra perpetua, y en los preliminares
de la batalla, con las fronteras en armas, y los cañones enfilados contra los vecinos circundantes. A tenienses Y' romanos
eran libres, es decir, Estados libres: no en el sentido de que
cada hombre en particular tuviese libertad para oponerse a
~IlS propios representantes, sino en el de que sus representantes
tuvieran la libertad de resistir o invadir a otro pueblo. En las
torres de la ciudad de Luca está inscrita, actualmente, en
grandes caracteres, la palabra LIBE RTA S; sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre particular tenga más
libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado, en esa ciudad que en Constantinopla. Tanto si el Estado es monárquico
como si es popular, la libertad es siempre la misma.
Pero con frecuencia ocurre que los hombres queden defraudados por la especiosa denominación de libertad; por falta
de juicio para distinguir, consideran como herencia privada
y derecho innato suyo lo que es derecho público solamente. Y
175
pARTE 11
DEL
ESTADO
CAP,
~t
cuando' el mismo error resulta confirmado por la autoridad
de quienes gozan fama por sus escritos sobre este tema, no
es extraño que produzcan sedición y cambios de gobierno. En
estos países occidentales del mundo solemos recibir nuestras
opiniones, respecto a la institución y derechos de los Estados,
de Aristóteles, Cicerón y otros hombres, griegos y romanos,
que viviendo en régimen de g<,>biernos populares, no derivaban
sus derechos de los principios de naturaleza, sino que los transcribían en sus· libros basándose [rr 1] en la práctica de sus
propios Estados, que eran populares, del mismo modo que los
gramáticos describían las reglas del lenguaje, a base de la
práctica contemporánea; o las reglas de poesía, fundándose en
los poemas de Homero y VirgiUo. A los atenienses se les
enseñaba (para apartarlos del deseo de cambiar su gobierno)
que eran hombres libres, y que cuantos vivían en. régimen
monárquico eran esclavos; y así Aristóteles dijo en su Política
(Lib. 6, Cap. 2): En la democracia debe suponerse la libertad; porque comúnmente se reconoce que ningún hombre es
libre en ninguna otra forma de gobierno. Y como Aristóteles,
así también Cicerón y otros escritores han fundado su doctrina civil sobre las opiniones de los romanos, a quienes el odio
a la monarquía se aconsejaba primeramente por quienes, habiendo depuesto a su soberano, compartían entre sí la soberanía de Roma, y más tarde por los sucesores de éstos. Y en
la lectura de estos autores griegos y latinos, los hombres (como una falsa apariencia de libertad) han adquirido desde su
infancia el hábito de fomentar tumultos, y de ejercer un control licencioso de los actos de sus soberanos; y además de
controlar a estos controladores, con efusión de mucha sangre;
de tal modo que creo poder afirmar con razón que nada ha
sido tan estimado en estos países occidentales como lo fue
el aprendizaj~ de la lengua griega y de la latina.
Refiriéndonos ahora a las peculiaridades de la verdadera
libertad de un súbdito, cabe señalar cuáles son las cosas que,
aun ordenadas por el soberano, puede, no obstante, el súbdito
negarse a hacerlas sin injusticia; vamos a considerar qué
derecho renunciamos cuando constituímos un Estado, o, lo
que es lo mismo, qué libertad nos negamos a nosotros mismos,
176
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 2I
al hacer propias, sin excepción, todas las acciones del hombre
o asamblea a quien constituímos en soberano nuestro. En efecto, en el acto de nuestra sumisión van implicadas dos co:as:
nuestra obligación y nuestra libertad, lo cual puede infenrse
mediante argumentos de cualquier lugar y tiempo; porque no
existe obligación impuesta a un hombre que no derive de un
acto de su voluntad propia, ya que todos los hombres, igualmente, son, por naturaleza, libres. Y como tales argumentos
pueden derivar o bien de palabras expresas como: Yo autorizo
todas SttS acciones, o de la intención de quien se somete a sí
mismo a ese poder (intención que viene a expresarse en la
fitlalidad en virtud de la cual se somete), la obligación y
libertad del súbdito ha de derivarse ya de aquellas palabras
u otras equivalentes, ya del fin de la institución de la soberanía, a saber: la paz de los súbditos entre sí mismos, y su
defensa contra un enemigo común.
Por consiguiente, si ad. ertimos en primer lugar que la
soberanía por institución se establece por pacto dl; todos con
todos, y la soberanía por adquisición por pactos dd vencido
con el vencedor, o del hijo con d padre, es manifiesto que
cada súbdito tiene libertad en todas aquellas COS'lS cuyo derecho no puede ser transferido mediante pacto. Ya he expresado anteriormente, en el capítulo XIV, que los pactos de
no defender el propio cuerpo de un hombre, son nuJos. Por
consiguiente,
Si el soberano ordena a un hombre (aunque justament.e
condenado) que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que
no resista a quienes le ataquen, o que se abstenga del uso de
alimentos, del aire, de la medicina o de cualquiera otra I ¡ 121
cosa, sin la cual no puede vivir, ese hombre tiene libertad
para desobedecer.
Si un hombre cs interrogado por el soberano o su autoridad, respecto a un crimen cometido por él mismo, no viene
oblig:ado (sin seguridad de perdón) a confesarlo, porque, como he manifestado en el mismo capítulo, nadie puede ser
nbligado a acusarse a sí mismo por razón de un pacto.
Además, el consentimiento de un súbdito al poder soberano está contenido en estas palabras: Autorizo o tomo a mi
177
-12-
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 2I
cargo todas sus acciones. En ello no hay, en modo alguno, restricción de su propia y anterior libertad natur~l, porque al
permitirle que me mate, no quedo obligado a matarme yo
mismo cuando me lo ordene. Una cosa es decir: Mátame o
mata a mi compañero, si quieres, y 0tra: Yo me mataré a mí
mismo, o a mi compañero. De ello resulta que
Nadie está obligado por sus palabras a darse muerte o
a matar a otro hombre. Por consiguiente, la obligación que
un hombre puede, a veces, contraer, en virtud del mandato del
soberano, de ejecutar una misión peligrosa o poco honorable,
no depende de los términos en que su sumisión fue efectuada,
sino de la intención que debe interpretarse por la finalidad
de aquélla. Por ello cuando nuestra negativa a obedecer frustra la finalidad para lá cual se instituyó la· soberanía, no hay
libertad para rehusar; en los demás casos, sÍ.
Por esta razón, un hombre a quien como soldado se le
ordena luchar contra el enemigo, aunque su soberano tenga
derecho bastante para castigar su negativa con la muerte,
puede no obstante, en ciertos casos, rehusar sin injusticia; por
ejemplo, cuando procura un soldado sustituto, en su lugar,
ya que entonces no deserta del servicio del Estado. También
debe hacerse alguna concesión al temor natural, no sólo en las
mujeres (de las cuales no puede esperarse la ejecución de
un deber peligroso), sino también en los hombres de ánimo
femenino. Cuando luchan los ejércitos, en uno de los dos
bandos o en ambos se dan casos de abandono; sin embargo,
cuando no obedecen a traición, sino a miedo, no se estiman
injustos, sino deshonrosos. Por la misma razón, evitar la batalla no es injusticia, sino cobardía. Pero quien se enrola como
soldado, o recibe dinero por ello, no puede presentar la excusa de un temor de ese género, y no solamente está obligado
a ir a la batalla, sino también a no escapar de ella sin autorización de sus capitanes. Y cuando la defensa del Estado
requiere, a la vez, la ayuda de quienes son capaces de manejar
las armas, todos están obligados, pues de otro modo la institución del Estado, que ellos no tienen el propósito o el valor
de defender, era en vano.
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 2I
-
Nadie tiene libertad para resistir a la fuerza del Estado,
en defensa de otro hombre culpable o inocente, porque semejante libertad arrebata al soberano los medios de protegernos y es, por consiguiente, destructiva de la verdadera esencia
del gobierno. Ahora bien, en el caso de que un gran número
de hombres hayan resistido injustamente al poder soberano, o
cometido algún crimen capital por el cual cada uno de ellos
esperara la muerte, ¿no tendrán la libertad de reunirse y de
asistirse y defenderse uno 3. otro? Ciertamente la tienen, porque no hacen sino defender sus vidas a lo cual el cul- [1 13]
pable tiene tanto derecho como el inocente. Es evidente que
existió injusticia en el primer quebrantamiento de su deber;
pero el hecho de que posteriormente hicieran armas, aunque
sea para mantener su actitud inicial, no es un nuevo acto injusto. y si es solamente para defender sus personas no es
injusto en modo alguno. Ahora bien, el ofrecimiento de perdón arrebata a aquellos a quienes se ofrece, la excusa de propia defensa, y hace ilegal su perseverancia en asistir o defen..
der a los demás.
En cuanto a las otras libertades dependen del silencio de
la ley. En los casos en que el soberano no ha prescrito una
norma, el súbdito tiene libertad de hacer o de omitir, de
acuerdo con su propia discreción. Por esta causa, semejante
libertad es en algunos sitios mayor, y en otros más pequeña,
en algunos tiempos más y en otros menos, según consideren
más conveniente quienes tienen la soberanía. Por ejemplo,
existió una época en que, en Inglaterra, cualquiera podía penetrar en sus tierras propias por la fuerza y desposeer a quien
injustamente las ocupara. Posteriormente esa libertad de penetración violenta fue suprimida por un estatuto que el rey
promulgó con el Parlamento. Así también, en algunos países
del mundo, los hombres tienen la libertad de poseer varias
mujeres, mientras que en otros lugares semejante libertad no
está permitida.
Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca de una deuda, o del derecho de poseer tierras o bienes,
o acerca de cualquier servicio requerido de sus manos, o respecto a cualquiera pena corporal o pecuniaria fundada en um
179
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 21
ley precedente, el súbdito tiene la misma libertad para defender su derecho como si su antagonista fuera otro súbdito,
y puede n;.alizar esa defensa ante los jueces designados por
el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de
una ley anterior y no en virtud de su poder, con lo cual
declara que no requiere más si no lo que, según dicha ley,
aparece como debido. La defensa, por consiguiente, no es
contraria a la voluntad del soberano, y por tanto el súbdito
tiene la libertad de exigir que su causa sea oída y sentenciada
de acuerdo con esa ley. Pero si demanda o toma cualquiera
cosa bajo el pretexto de su propio poder, no existe, en este
caso, acción de ley, porque todo cuanto el soberano hace en
virtud de su poder, se hace por la autoridad de cada súbdito, y, por consiguiente, quien realiza una acción contra el
soberano, la efectúa, a su vez, contra sí mismo.
Si un monarca o asamblea soberana otorga una libertad a
todos o a alguno de sus súbditos, de tal modo que la persisfencÍa de esa garantía incapacita al soberano para proteger a
sus súbditos, la concesión es nula, a menos que directamente
renuncie o transfiera la soberanía a otro. Porque con esta
concesión, si hubiera sido su voluntad, hubiese podido renunciar o transferir en términos llanos, y no lo hizo, de donde
resulta que no era esa su voluntad, sino que la concesión
procedía de la ignorancia de la contradicción existente entre esa
libertad y el poder soberano. Por tanto, se sigue reteniendo
la soberanía, y en consecuencia todos los poderes necesarios
para el ejercicio de la misma, tales como el poder de hacer
la guerra y la paz, de enjuiciar las causas, de nombrar funcionarios y consejeros, de exigir dinero, y todos los demás
poderes mencionados en el capítulo XVIII. [II 4]
La obligación de los súbditos con respecto al soberano se
comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que
dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacta. La
soberanía es el alma del Estado; y una vez que se separa del
cuerpo, los miembros ya no reciben movimiento de ella. El
180
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 21
fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre
la ve, sea en su propia espada o en la de otro, por naturaleza
sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, por su propia naturaleza, a una
muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino
que por la ignorancia y pasiones de los hombres tiene en sí,
desde el momento de su institución, muchas semillas de mortalidad natural, por las discordias intestinas.
Si un súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o
sus medios de vida quedan en poder del enemigo, al cual '
confía su vida y su libertad .corporal, con la condición de
quedar sometido al vencedor, tiene libertad para aceptar la condición, y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la
impuso, porque no tenía ningún otro medio de conservarse a
sí mismo. El caso es el mismo sí queda retenido, en esos
términos, en un país extranjero. Pero si un hombre es retenido en prisión o en cadenas, no posee la libertad de su cuerpo,
ni ha de considerarse ligado a la sumisión, por el pacto; por
consiguiente, si puede, tiene derecho a escapar por cualquier
medio que se le ofrezca.
Si un monarca renuncia a la soberanía, para sí mismo y
para sus herederos, sus súbditos vuelven a la libertad absoluta de la naturaleza. En efecto, aunque la naturaleza declare
quiénes son sus hijos, y quién es el más próximo de su linaje, depende de su propia voluntad (como hemos manifestado en el precedente capítulo) instituir quién será su heredero. Por tanto, si no quiere tener heredero, no existe soberanía
ni sujeción. El caso es el mismo si muere sin sucesión conocida
y sin declaración de heredero, porque, entonces, no siendo conocido el heredero, no es obligada ninguna sujeción.
Si el soberano destierra a su súbdito, durante el destierro
no es súbdito suyo. En cambio, quien se envía como mensajero o es autorizado para realizar un viaje, sigue siendo súbdito, pero lo es por contrato entre soberanos, no en virtud del
pacto de sujeción. Y es que quien entra en los dominios de
otro queda sujeto a todas las leyes de ese territorio, a menos
ISI
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 21
que tenga un privilegio por concesión del soberano, o por licencia especial.
Si un monarca, sojuzgado en una guerra, se hace él mismo
súbdito del veñcedor, sus. súbditos quedan liberados de su
anterior obliga~ión, y resultan entonces obligados al vencedor.
Ahora bien, si se le hace prisionero o no conserva su libertad
corporal, no se comprende que haya renunciado al derecho de
soberanía, y, por consiguiente, sus súbditos vienen obligados
a mantener su obediencia a los magistrados anteriormente instituídos, y que gobiernan no en nombre propio, sino en el
del monarca. En efecto, si subsiste el derecho del soberano,
la cuestión es sólo la relativa a la administración, es decir, a
los magis- [1 15] trados y funcionarios, ya que si no tiene
medios para nombrarlos se sUfone que aprueba aquellos que
él mismo designó anteriormente.
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 22
CAPITULO XXII
De los
SISTEMAS
de Sujeción, Política y Privada
Después de haber estudiado la generación, forma y poder
de un Estado, puedo referirme, a continuación, a los elementos
del mismo: en primer lugar, a los sistemas, que asemejan las
partes análogas o músculos de un cuerpo natural. Entiendo por
SISTEMAS un número de hombres unidos por un interés o un
negocio. De ellos algunos son regulares; otros, irregulares. Son
regulares aquellos en que.pn hombre o asamblea de hombres
queda costituído en representante del número total. Todos los
demás son irregulares.
De los regulares, algunos son absolutos e independientes,
pues no están sujetos a ningún otro sino a su representante: solamente éstos son Estados, y a ellos me he referido ya en
los cinco últimos capítulos. Otros son dependientes, es decir,
subordinados a algún poder soberano, al que cada uno de sus
elementos está sujeto, incluso quien los representa.
De los sistemas subordinados unos son políticos y otros
privados. Son políticos (de otra manera llamados cuerpos políticos y personas legales) aquellos que están constituídos por
la autoridad del poder soberano del Estado. Son privados aquellos que están constituídos por los súbditos, entre sí mismos,
o con autorización de un extranjero. En efecto, ninguna autoridad derivada del poder extranjero, dentro del dominio
de otro, es pública, sino privada.
Entre los sistemas privados, unos son legales, otros ilegales. Son legales aquellos que están tolerados por el Estado:
todos los demás son ilegales. Sistemas irregulares son los que
no teniendo representantes consisten simplemente en la afluencia o reunión de gente; estos sistemas son legales cuando no
están prohibidos por el Estado, ni hechos con malvados designios (por ejemplo, la concurrencia de gente a los mercados
18 3
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 22
o ferias, y otras reuniones análogas). Pero cuando la intención
es maligna, o, siendo el número considerable, ignorada, son
ilegales.
En los cuerpos políticos el poder de los representantes
es siempre limitado, y quien prescribe los límites del mismo es
el poder soberano. En efecto, poder ;limitado es soberanía
absoluta, y el soberano, en todo Estado, es el representante
absoluto de todos los súbditos; por tanto, ningún otro puede
ser representante de una parte de ellos, sino en cuanto el
soberano se lo permite. Autorizar a un cuerpo político de
sú bditos para que tuviese una representación absoluta para
todas las cuestiones y propósitos, sería abandonar el gobierno
de una parte tan importante del Estado, y dividir el dominio,
contrariamente a su paz y defensa, de tal modo que no podría
comprenderse que el soberano hiciese, por ninguna concesión,
lo que hace [1 16] llanamente, descargando de modo directo,
al representante, de su sujeción. En efecto, las consecuencias
de las palabras no son signos de su voluntad cuaedo otras
consecuencias son sig:1o de lo contrario, sino más bien signos
de error y falta de cálculo, a lo cual es propenso el género
'
humano.
Los límites de este poder que se da al representante de
un cuerpo político se advierten en dos cosas. La una está constituída por los escritos o cartas que tienen de sus soberanos;
la otra es la ley del Estado. En efecto, aunque en la institución o adquisición de un Estado que es independiente, no
hay necesidad de escritura, porque el poder del representante
no tiene otros límites sino los establecidos por la ley, no escrita, de la naturaleza, en cambio, en los cuerpos subordinados
precisan diversas limitaciones, respecto a sus negocios, tiempos
y lugares, que no pueden ser recordadas sin cartas, ni ser
tenidas en cuenta a menos que tales cartas sean exhibidas,
para que puedan ser leídas, por añadidura selladas o testificadas con otros signos permanentes de la autoridad soberana.
y
y como no siempre es fácil, o a veces posible establecer
en las cartas esas limitaciones, las leyes ordinarias, comunes a
todos los súbditos, deben determinar lo que los representantes
184
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP. 22
pueden hacer legalmente en todos los casos en que las cartas
mismas nada dicen. Por consiguiente,
En un cuerpo político, si el representante es un hombre,
cualquier cosa que haga en la persona del cuerpo, que no
esté acreditado en sus cartas, ni por las leyes, es un acto suyo
propio, y no el acto de la corporación ni el de otro miembro
de la misma, distinto de él, porque más allá del límite de
sus cartas o de las leyes, a nadie representa sino a sí mismo.
Pero lo que hace de acuerdo con ellas es el acto de cada uno
de los representados: porque del acto del soberano cada uno de
ellos es autor, ya que el soberano es su representante ilimitado; y el acto del representante que no se aparta de las
cartas del soberano, es el acto del soberano, y, por consiguiente,
cada miembro de la corporación es autor de él.
Ahora bien, si el represelltante es una asamblea, cualquiera cosa que la asamblea decrete, y no esté autorizada por sus
cartas o por las leyes, es el acto de la asamblea o cuerpo político, y es el acto de cada uno de aquellos por cuyo voto se
formuló el decreto, pero no el acto de un hombre que estando
presente votó en contra, ni el de ningiln hombre ausente,
a menos que votara por procura. Es el acto de la asamblea,
porqu~ fue votado por la mayoría; y si fue un delito, la
asamblea puede ser castigada, en cuanto ello es posible, con
la disolución, o la derogación de sus cartas (lo que es capital
para tales corporaciones artificiales y ficticia ~ ), o (si la asamblea tiene un patrimonio común, en el que ninguno de los
miembros inocentes tiene participación), por multa pecuniaria.
porque la asamblea no puede representar a nadie en cosas
no autorizadas por sus cartas, y, por consiguiente, tales miembros no están involucrados en esos votos.
Si siendo un hombre solo la persona del cuerpo político,
presta dinero a un extraño, es decir, a uno que no pertenece
al mismo cuerpo (las letras no necesitan fijar limitaciones a
los préstamos, ya que esa restricción se deja a las incli- [117]
naciones propias de los hombres) la deuda es de los representantes. En efecto, si en virtud de sus cartas tuviera auLa naturaleza ha eximido de penas corporales a todos los
cuerpos políticos. Pero quienes no dieron su voto son inocentes,
I8S
PAR7'E II
DEL
ESTADO
CAP. 22
toridad para hacer que los miembros pagasen lo que él pidió
en préstamo, tendría, como consecuencia, la soberanía de ellos,
y por tanto la representación sería nula, como derivada del
error que es consustancial a la naturaleza humana, y por ser
un signo insuficiente de la voluntad del representado; o si
fuera permitida por él, entonces el representante sería soberano, y entonces el caso no correspondería a la presente
cuestión, que sólo hace referencia a los cuerpos subordinados.
Ningún miembro viene, por consiguiente, obligado a pagar la
deuda así prestada, sino el representante mismo, porque siendo
el que presta un extraño a las cartas y a la calificación del
cuerpo político, comprende solamente como deudores suyos a
quienes se obligan, y considerando que el representante puede
comprometerse a sí mismo y a nadie más, se le tiene a él
solo por deudor, y es, por consiguiente, quien debe pagarle,
del patrimonio común (si alguno existe) o (si no hay ninguno) del suyo propio.
El caso es el mismo si la deuda se adquiere por contrato
o por multa.
Ahora bien, cuando el representante es. una asamblea, y
la deuda se debe a un extraño, son responsables de la deuda
todos aquellos y solamente aquellos que dieron sus votos para
el préstamo, o para el contrato que le dio origen, o para el
hecho por causa del cual la multa fue impuesta, porque cada
uno de los que votaron quedó, por sí mismo, comprometido al
pago. En efecto, quien es autor del préstamo queda obligado
al pago, incluso de la deuda entera, si bien al ser pagada ésta
por uno queda, aquél, liberado.
Si la deuda es respecto a un miembro de la asamblea, sólo
la asamblea está obligada al pago, con su propio patrimonio
(si existe). En efecto, teniendo libertad de voto, si el interesado vota. que el dinero debe pedirse en préstamo, vota
que sea pagado; si vota que no se tome el préstamo, o está
ausente, y al hacerse el préstamo lo vota, contradice su voto
anterior, y queda obligado por el último, constituyéndose a
la vez en prestamista y prestatario; por consiguiente, no puede
solicitar el pago de una persona en particular, sino del fondo
común, solamente; fallando el pago, no tiene otro remedio
186
PARTE 1/
DEL
ESTADO
CAP. 22
ni queja sino contra sí mismo, ya que conociendo los actos de
la asamblea y sus posibilidades de pagar, y no siendo compelido a ello, prestó, no obstante, su dinero, en un acto de manifiesta necedad.
Con esto queda evidenciado que en los cuerpos políticos
subordinados y sujetos al poder soberano, resulta a veces para
los miembros en particular, no sólo legal sino expeditivo protestar abiertamente contra los decretos de la asamblea de
representantes, y hacer que su disentimiento quede registrado,
u obtener testimonio de él; de otro modo vienen obligados a
pagar las deudas contraídas, y se hacen responsables de los
delitos cometidos por otras personas. Pero en una asamblea
soberana esa libertad no existe, primero porque quien protesta en ella niega la soberanía, y, además, porque cualquiera
cosa que se ordene por el poder soberano resulta justificado
para el súbdito (aunque no siempre ante los ojos de Dios)
por su mandato, ya que de semejante mandato cada súbdito
es autor.
La variedad de los cuerpos políticos es casi infinita, porque no solamente se distinguen según los distintos negocios
para los cuales fueron [1 18] instituídos, y hay de ellos una
indecible diversidad, sino que también respecto a tiempo, lugar y número están sujetos a muchas limitaciones. En cuanto
a sus respectivas misiones, algunos se instituyen para la gobernación: en primer término, el gobierno de una provincia
puede ser conferido a una asamblea en la cual todas las resoluciones dependan de los votos de la mayoría; entonces
esta asamblea es un cuerpo político, y su poder limitado por
la comisión. La palabra provincia significa un encargo o cuidado de negocios que el interesado en ellos confiere a otro
hombre para que administre bajo su mandato y en nombre
suyo; por consiguiente, cuando en un gobierno existen diversos países que tienen leyes distintas unos de otros, o que están
muy distantes entre sí, estando conferida la administración
del gobierno a diversas personas, aquellas comarcas donde no
reside el soberano, sino que éste gobierna por comisión, se
llaman provincias. Ahora bien, del gobierno de una provincia
por una asamblea que resida en la provincia misma existen
18 7
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. :n
pocos ejemplos. Los romanos que tenían la soberanía de varias provincias, siempre las gobernaban por medio de presidentes y pretores, no por asambleas, corno gobernaban la
ciudad de Roma y los territorios adyacentes. Del mismo modo
cuando se enviaron colonos de Inglaterra para las plantaciones de Virgini,a y Sommer-Islands, aunque el gobierno fue en
estos lugares encomendado a asambleas residentes en Londres,
nunca, estas asambleas encargaron la gobernación a ninguna
asamblea subordinada, sino que a cada plantación se envió un
gobernador. En efecto, aunque todos los hombres, cuando por
naturaleza están presentes desean participar en el gobierno,
en los casos en que no pueden estar presentes propenden, también por naturaleza, a encomendar el gobierno de sus intereses comunes más bien a una forma monárquica que a' una
forma popular de gobierno. Ello es de igual modo evidente
en aquellos hombres que, poseyendo grandes dominios privados, no desean tomar sobre sí el.cuidado de administrar los
negocios que les pertenecen, y se deciden por confiar en uno
de sus siervos, mejor que en una asamblea, ya sea de sus
amigos o de sus vasallos. De cualquier modo que ocurra,
podernos suponer el gobierno de una provincia o colonia encomendado a una asamblea; y lo que al respecto me interesa
establecer ahora es lo siguiente = que cualquier deuda contraída por esa asamblea, o cualquier acto ilegal decretado por
ella, es el acto solamente de aquellos que asienten, y no de
quienes han disentido o estaban ausentes, por las razones
antes alegadas. Así que cuando una asamblea resida fuera
de los límites de la colonia donde ejerce el gobierno no
puede ejercitar dominio alguno sobre las personas o bienes
de cualesquiera de los miembros de la colonia, ni obligarles,
por razón de deuda u otra obligación, en lugar alguno, fuera
de la colonia misma, puesto que no tiene jurisdicción ni autoridad de ningún género, sino que ha de at .:merse a los recursos que la ley del lugar les ofrezca. Y aunque la asamblea
tenga derecho para imponer una multa sobre aquellos de sus
miembros que infrinjan las leyes establecidas, fuera de la colonia no tienen derecho a ejecutar dichas leyes. Y lo que. se
dice aquí de los derechos de una asamblea, respecto al gobierno
188
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 22
de una provincia o de una colonia, es aplicable, también, a una
asamblea para el gobierno de una ciudad, de una universidad,
de un colegio, de una iglesia, o de' otro gobierno cualquiera
sobre las personas individuales. [1 19]
Generalmente, y en todos los cuerpos poHticos, si algún
miembro particular se considera injuriado por la corporación
misma, el conotimiento de su causa corresponde al soberano,
y a quienes el soberano ha establecido cO.1T10 jueces para causas
análogas, o designe para ese caso particular; y no a la corporación misma. Porque la corporación entera es, en ese caso,
un súbdito como el reclamante. En cambio, en una asamblea
soberana ocurre de otro modo = porque en ella si el soberano
no es juez, aun de su propia causa, no ouede haber juez en
absoluto.
En un cuerpo político instituído para el buen orden del
tráfico exterior, la representación más adecua~a reside en la
asamblea de todos los miembros, es decir, en una asamblea
tal que todo aquel que arriesgue su dinero pueda estar presente en las deliberaciones y resoluciones de la corporación,
si lo desea. Como prueba d~ ello, hemos de considerar el fin
para el cual los hombres que son comerciantes, y pueden comprar y vender, exportar e importar sus mercancías, de acuerdo
con Sl:lS propias decisiones, se obligan, no obstante, a sí mismos constituyendo una corporación. Es evidente que pocos
comerciantes existen que con la mercancía que compran en
su país puedan fletar un barco para exportarla: o con la que
compran en el exterior, para traerla a su país de origen. Por
consiguiente, necesitan reunirse en una sociedad, en la que
cada uno puede o bien participar en la ganancia, de acuerdo
con la proporción de su riesgo, o tomar sus cosas propias y
vender los artículos importados a los precios que estime con··
venientes. Pero esto no es· un cuerpo político, ya que no tienen
un representante común que les ahligue a ninguna otra ley
distinta' de la que es común a todos los demás súbditos. El
fin de su asociación es hacer su ganancia lo mayor que sea
posible, lo cual se logra de dos modos, por simple compra o
por simple venta, ya sea en el propio país o en el extranjero.
Así que conceder a una compañía de mercaderes la calidad
18 9
PARTE JI
DEL
ESTADO
CAP. 22
de corporación o cuerpo político, es asegurarle un doble monopolio, de los cuales uno consiste en ser compradores exclusivos, otro en ser únicos vendedores. En efecto, cuando existe
una compañía constituída para un país extranjero en particular, sólo exporta las mercaderías vendibles en esa comarca,
siendo único comprador en el propio país, y único vendedor
fuera. En el país propio no hay, entonces, sino un comprador, y en el extranjero un solo vendedor; las dos cosas
son béneficiosas para el mercader, ya que de este modo compra en el país a un tipo más bajo, y vende en el extranjero
a uno más alto. Y en el exterior sólo existe un comprador de
mercancías extranjeras, y uno solo que vende en el país, cosas
ambas que son, a su vez, beneficiosas para los especuladores.
De este doble monopolio una parte es desventajosa para
el pueblo en el propio país, otra para los extranjeros. Porque
en el país propio, en virtud de ese género exclusivo de exportación, fijan el precio que les agrada para los productos de la
tierra y de la industria, y por la importación exclusiva, el
precio que les agrada sobre todos los artículos extranjeros de
que el pueblo tiene necesidad; ambas cosas son desfavorables
para el pueblo. Por el contrario, en virtud de la venta exclusiva de productos nativos en el exterior, y por la compra exclusiva de artículos extranjeros en la localidad, elevan el precio
de aquéllos y rebajan el precio de éstos, en desventaja del
extranjero. Así, cuando uno solo vende, la mercancía es más
cara; y cuando [120] uno solo compra, más barata. Por consiguiente, tales corporaciones no son otra cosa que monopolios,
si bien resultan muy provechosos para el Estado, cuando estando obligados a una corporación en los mercados exteriores,
mantienen su libertad en los interiores para que cada uno
compre y venda al precio que pueda.
N o siendo, pues, la finalidad de estas corporaciones de
mercaderes un beneficio común para la corporación entera (que
en este caso no posee otro patrimonio común, sino el que se
deduce de las particulares empresas, para la construcción, adquisición, avituallamiento y manutención de los buques), sino
el beneficio particular de cada especulador, es razón que a cada
uno se le dé a conocer el empleo de sus propias cosas; es decir,
190
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 22
que cada uno pertenezca a la asamblea capacitada para ordenar el conjunto, y le sean exhibidas las cuentas correspondientes. Por consiguiente, la representación de ese organismo
debe corresponder a una asamblea en la que cada miembro
de la corporación pueda estar presente en las deliberaciones,
si lo desea.
Si una corporación política de mercaderes contrae una
deuda con respecto a un e.xtranjero, por actos de su asamblea representativa, cada miembro responde individualmente
por el todo. En efecto, un extranjero no puede tener en cuenta
las leyes particulares, sino que considera a los miembros de
la corporación como otros tantos individuos, cada uno de los
cuales está obligado al pago entero, hasta que el pago hecho
por uno liberre a todos los demás. Pero si el débito se contrae
con un miembro de la compañía, el acreedor es deudor, por
el todo, a sí mismo, y no puede, por consiguiente, demandar
su deuda sino sólo del patrimonio común, si es que existe
alguno.
Si el Estado impone un tributo sobre la corporación, se
comprende que lo establece, sobre cada miembro, proporcionalmente a su riesgo particular en la compañía. En este caso
no existe otro patrimonio común sino el constituído por sus
riesgos particulares.
Si se impone una multa a la corporación, por algún acto
ilegal, únicamente son responsables aquellos en virtud de cuyos
votos fue decretado el acto, o con cuya asistencia fue ejecutado.
En ninguno de los restantes puede existir otro delito sino
el de pertenecer a la corporación; delito que si existe, no es
suyo, puesto que la corporación fue ordenada por la autoridad
del Estado.
Si uno de los miembros se hace deudor a la corporación,
puede ser perseguido por la corporación misma, pero ni sus
bienes pueden ser incautados ni su persona reducida a prisión
por la autoridad de la corporación, sino, sólo, por la autoridad
del Estado. En efecto, si pudiera hacerlo por su propia autoridad, podría, por esa autoridad misma, juzgar que la deuda
191
PAR7'E II
DEL
ESTADO
CAP. 22
es debida, lo cual significa tanto como ser juez de su propia
causa.
Estas -corporaciones instituídas por el gobierno de los hombres o para la regulación del tráfico son o bien perpetuas o
para un tiempo fijado pOI' escrito. Existen, también, corporaciones cuya duración es limitada solamente por la naturaleza de sus negocios. Por ejemplo, si un monarca soberano
o asamblea soberana considera oportuno dar orden a las ciudades y otras diversas partes de su territorio para que le envíen sus diputados para que le informen de la situación y
necesidades de los súbditos, o para deliberar con él acerca de
la promulgación de buenas leyes, o [ 121 ] por cualquier
otra causa, mediante una persona que represente la comarca
entera, tales diputados, teniendo un lugar y un tiempo fijos
de reunión, son entonces y allí una cOlporación política que
representa a cada uno de los súbditos del dominio, pero solamente para las cuestiones que sean propuestas a ellos por la
persona o asamblea que en virtud de su autoridad soberana
ordenó su venida; y cuando se declare que nada más debe
proponerse ni ser debatido por ellos, la corporación queda
disuelta. En efecto, si fueran representantes' absolutos del pueblo, entonces constituirían una asamblea soberana, y existirían
dos asambleas soberanas o dos soberanos sobre el mismo pueblo, lo cual sería incompatible con la p'az del mismo. Por
tanto, donde una vez existió una soberanía, no puede haber
representación absoluta del pueblo sino por mediación de ella.
y en cuanto a la amplitud con que una corporación representará al pueblo entero, queda fijada en el escrito de convocatoria. Porque el pueblo no puede elegir sus diputados para
otra finalidad que la expresada en el escrito dirigido a ellos
por su soberano.
Son corporaciones privadas regulares y legales las constituídas sin documentos u otra autorización escrita, salvo las
leyes comunes a todos los demás súbditos. Como están unidas
en una persona. representativa, son consideradas como regulares; tales son todas las familias en las que el padre o la madre
ordena la familia entera. El jefe en cuestión obliga a sus
hijos y sirvientes, en cuanto la ley lo permite, aunque no
PA.RTE II
DEL
ESTADO
CAP. 22
más allá, porque ninguno de ellos está obligado a la obediencia en aquellas acciones cuya realización está prohibida por
la ley. En todas las demás acciones, durante el tiempo en
que están bajo el gobierno doméstico, están sujetos a sus padres y dueños, como inmediatos soberanos suyos. En efecto,
siendo el padre y el dueño, antes de la institución del Estado,
soberanos absolutQs ·en sus familias, no pierden, posteriormente, de su autoridad sino lo que la ley del Estado les arrebata.
Son corporaciones privadas regulares, pero ilegales, aquellas que están unidas en una persona representativa, sin autoridad pública en absoluto; tales son las asociaciones de
mendigos, ladrones y gitanos, constituídas para mejor ordenar su negocio de pedir y robar, así como las corporaciones
de individuos que, por autorización de un extraño, se reúnen
en dominio ajeIío para la más fácil propagación de doctrinas,
y para instituir un partido contra el poder del Estado.
Los sistemas irregulares por naturaleza como las ligas y,
a veces la mera concurrencia dé gentes, sin nexo de unión para realizar un designio particular, ni estar obligados uno a otro,
sino procediendo solamente por una similitud de voluntades
e inclinaciones, resultan legales o ilegales según la legitimidad
o ilegitimidad de los diversos designios particulares humanos
que en ellas se manifiestan. Este designio debe interpretarse
según los casos.
Como las ligas se constituyen comúnmente para la defensa
común, las ligas de súbditos son en un Estado (que no es sino
una liga que reúne a todos los súbditos), en la mayoría de
los casos, innecesarias, y traslucen designios ilegales; son, por
esta causa, i- [122] legales, y se comprenden por lo común
bajo la denominación de facciones o conspiraciones. En efecto,
siendo una liga la unión de individuos ligados por pactos, si
no se ha dado poder a uno de ellos o a una asamblea (tal
ocurre en la situación de mera naturaleza) para obligar al
cumplimiento, la liga es válida tan sólo en cuanto no suscita
justa causa de desconfianza: por consiguiente, las ligas entre
Estados, sobre los cuales no existe ningún poder humano establecido para mantenerlos a raya, no sólo son legales, sino
también provechosas por el tiempo que duran. En cambio, las
193
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 22
ligas de súbditos de un mismo Estado, donde cada uno puede
obtener su derecho por medio del poder soberano, son innecesarias para el mantenimiento de la paz y de la justicia, e
ilegales si su designio es pernicioso o desconocido para el
Estado. En efecto, toda conjunción de fuerzas realizada por
individuos privados, es injusta cuando abriga una intención
maligna; si la intención es desconocida, esas ligas resultan peligrosas para la cosa pública e injustamente toleradas.
Si el poder soberano reside en una gran asamblea, y un
número de componentes de la misma, sin la autorización oportuna, instigan a una parte para fijar la orientación del resto,
tenemos una facción o conspiración ilegal, ya que resulta
una fraudulenta dedicación de la asamblea, para los particulares intereses de esos pocos. Ahora bien, si aquel cuyo interés
privado se discute y juzga en la asamblea trata de ganar tantos amigos como pueda, no comete injusticia, porque en este
caso no forme parte de la asamblea. Y aunque compre tales
amigos con dinero, siempre que no lo prohiba la ley expresa,
ello no constituye injusticia. En ciertas ocasiones, tal como los
hombres se comportan, la justicia no puede lograrse sin dinero;
y cada uno puede pensar que su propia causa es justa, hasta
que sea oído y juzgado.
En todos los Estados, si un particular entretiene más siervos de los que exige el gobierno de sus bienes y el legítimo
empleo de los mismos, se constituye una facción, lo cual es
ilegal. En efecto, teniendo la prote.cción del Estado, no necesita para su defensa apoyarse en una fuerza privada. Y aunque
en naciones no del todo civilizadas, varias familias numerosas
han vivido en hostilidad continua, haciéndose objeto de mutuas invasiones en las que hicieron uso de la fuerza privada,
resulta evidente por demás que lo hicieron de modo injusto,
o bien que no estaban constituídas en Estado.
Lo mismo que las facciones de parientes, así también las
que se proponen el gobierno de la r.eligión, como las de papistas, protestantes, etc., las de patricios y plebeyos en los
antiguos tiempos de Roma, y las de aristócratas y demócratas
en los de Grecia, son injustas, como oo.ntrarias a la paz y a la
194-
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 22
seguridad del pueblo, y en cuanto arrancan el poder de las
manos del soberano.
La reunión de gente es un sistema irregular cuya legalidad o ilegalidad depende de la ocasión y del número de los
reunidos. Si la ocasión es legal y manifiesta, la reunión es
legal, por ejemplo, la usual asamblea de gentes en la iglesia
o en una exhibición pública, en número acostumbrado; porque si el número es extraordinariamente grande la justificación no es evidente, y, por tanto, quien no puede dar, individualmente, razón adecuada de su presencia allí, debe
considerarse animado de un designio ilegal y tumultuoso.
Puede ser legal que un millar de hombres se reúna para
formular una petición a un juez o magistrado; sin embargo,
si un mi- [123] llar de hombres viene a presentarla, tenemos una asamblea tumultuosa, ya que para ese propósito bastarían uno o dos. Ahora bien, en casos como éste no es un
número fijo lo que hace ilegal una asamblea, sino un número
tal que los funcionarios presentes no sean capaces de sojuzgar
y reducir a la normalidad legal.
Cuando un número desusado de personas se reúne contra
un hombre al que acusan, la asamblea es un tumulto ilegal,
ya que hubieran bastado unos pocos o un hombre solo para
formular su acusación al magistrado. Tal fue el caso de San
Pablo en Efeso, cuando Demetrio y un gran número de personas condujeron dos de los amigos de Pablo ante el magistrado, diciendo a una: Grande es Dianirde Iris EfesiO'1"; ést-e era
su modo de demandar justicia contra aquél, por enseñar a las
gentes una doctrina que iba contra su religión y sus negocios.
En este caso la ocasión, teniendo en cuenta las leyes del pueblo,
era justa; sin embargo, la asamblea se estimó ilegal, y el
magistrado les reprendió por ello, con estas palabras: *SI
Demetrio y los demás obreros pueden acusar a alguien de
alguna cosa, existen audiencias y diputados; que se acusen, pues,
uno a otro. Y si teneis alguna otra cosa que pedir, vuestro caso
puede ser juzgado en una asamblea convocada legítimamente.
Porque estamos en peligro de ser acusados de sedición en estos
días, ya que no existe motivo por el cual tena persona pueda
dar una razón de esta asamblea de gentes. Por ello, a una
195
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 22
asamblea de la que las gentes no pueden dar justa cuenta, la
llamaban una sedición, de tal naturalezq que no puede justificarse. Y .. esto es todo cuanto tengo que decir respecto a los
sistemas y asambleas del pueblo, que pueden ser comparadas,
como digo, a las partes semejantes del cuerpo humano; las
legítimas a los músculos; las ilegales a los tumores, cálculos
y apostemas, engendrados por la antinatural confluencia de
humores malignos.
PARTE IJ
DEL
ESTADO
CAP. 23
CAPITULO XXIll
De los
MI:r\lISTROS PÚBLICOS
del Poder Soberano
En el último capítulo he hablado de las partes similares
de un Estado: en éste voy a hablar de las partes orgánicas,
que son los ministros públicos.
Se denomIna MINISTRO PÚBLICO a quien es empleado por
el soberano (sea un monarca o una asamblea) en algunos negocios, con autrn-ización para representar en ese empleo la
personalidad del Estado. Y mientras que cada persona o
asamblea que tiene soberanía representa a dos personas o, según la frase común, tiene dos capacidades, una natural y otra
política (como un monarca tiene no sólo la personalidad del
Estado, sino también la de hombre; y una asamblea soberana
no sólo tiene la persomlidad del Estado, sino también la de
la asamblea), quienes son siervos del soberano en su capacidad
natural no son ministros públicos, siéndolo solamente quienes
le sirven en la administración de [I 24] los negocios públicos.
Por consiguiente, ni los ujieres, ni los alguaciles, ni otros
empleados que constituyen la guardia de la asamblea, sin otro
propósito que la comodidad de los reunidos, en una aristocracia o democracia; ni los administradores, chambelanes, cajeros y otros empleados de la casa de un monarca son ministros públicos en una monarquía.
De los ministros públicos, algunos tienen conferido el
cargo por la administración general, ya' sea del dominio entero ya de una parte del mismo. Del conjunto, como, por
ejemplo, a un protector o regente se le puede encomendar
por el antecesor del rey niño, durante su minoría de edad, la
rrdministración entera de su reino. En este caso, cada súbdito
está obligado a prestar obediencia, en tanto que lo establezcan las ordenanzas que haga y los mandatos que curse en
nombre del rey, y no sean incompatibles con el poder sobeI97
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 23
rano de éste. De una parte o provincia, como cuando un
monarca o una asamblea soberana dan el encargo general de
la misma "a un gobernador, teniente, prefecto o virrey. Y en
este caso, también, cada uno de los habitantes de la provincia
está obligado por todo aqu"ello que el representante haga en
nombre del soberano," y que no sea incompatible con el derecho
de éste. En efecto, tajes protectores, virreyes y gobernadores
no tienen otro derecho sino el que deriva de la voluntad del
soberano; ninguna comisión que se les confiera puede ser interpretada como declaración de la voluntad de transferir la
soberanía, sin palabras manifiestas y expresas que entrañen tal
propósito. Este género de ministros públicos se asemeja a los
nervios y tendones que mueven los diversos miembros de un
cuerpo natural.
Otros tienen administración especial, es decir, les está encomendada la realización de ciertos asuntos especiales, en el
propio país o en el extranjero. En el país, en primer término,
quienes, para el régimen económico del Estado, tienen autoridad relativa al Tesoro, como la de establecer tributos, impuestos, rentas, exacciones o cualquier ingreso público, así como para recopilar) recibir, publicar o tomar las cuentas
relativas a los mismos, son ministros públicos: ministros porque sirven a la persona del representante, y nada pueden hacer
contra su mandato, ni sin su autoridad: públicos porque les
sirven en su capacidad política.
En segundo lugar, los que poseen una autoridad concernien te a la militia; los que tienen la custodia d~ armas, fuertes
o puertos; Jos que se ocupan de reclutar, pagar o mandar
soldados, o de suministrar todas las cosas necesarias para las
atenciones de la guerra, sea por" tierra o por mar, son ministros públicos: En cambio, un soldado sin mando, aunque luche
por el Estado, no representa, por ello, la persona del mismo;
en ese caso no hay nada que representar, ya que cada uno que
tiene mando representa al Estado, con respecto a aquellos a
quienes manda.
Son también ministros públicos quienes tienen autoridad
para enseñar al pueblo su deber, con respecto al poder sobe19 8
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 23
rano, y para instruirlo en el conocimiento de lo que es justo
e injusto, haciendo, por ello, a los súbditos, más aptos para
vivir en paz y buena armonía entre sí mismos, y para resistir
a los enemigos públicos: son ministros en cuanto no proceden
por su propia autoridad, sino por la de otros; y públicos
porque lo que hacen (o deben hacer) no lo realizan en virtud
de l 1251 ninguna otra autoridad sino la del soberano. El
monarca o asamblea soberana es el único que tiene autoridad
inmediata derivada de Dios para enseñar e instruir al pueblo;
y nadie sino el soberano recibe su poder simplemente Dei
grafía; es decir, solamente por el favor de Dios. Todos los
demás reciben su autoridad por el favor y providencia de Dios
y de sus soberanos, como en una monarquía Dei gratía et Regís,
o Dei pro'videntiaret voluntate Regis.
Aquellos a quienes se da jurisdicción son ministros públicos, porque en los lugares donde administran justicia representan la persona del soberano; y su sentencia es la sentencia de este último, porque (como antes hemos manifestado)
toda la judicatura va esencialmente aneja a la soberanía, y,
por tanto, todos los demás jueces no son sino ministros de
aljuelo de aquellos que tienen el poder soberano. Y del mismo
modo que las controversias son de dos clases, a saber: de hecho
y de derecho, así también los juicios son algunos de hecho y
otros de derecho, y, por consiguiente, en la misma controversia puede haber dos jueces, uno de hecho y otro de derecho.
En ambas controversias puede surgir una controversia nueva entre la parte juzgada y el juez; y siendo ambos súbditos
dd soberano, deben en términos de equidad ser juzgados por
personas elegidas con el consentimiento de uno y otro, ya
que nadie puede ser juez en su propia causa. Ahora bien, el
soberano es siempre reconocido como juez de ambos, y, por
tlI1to, o bien puede proceder a la audiencia de la causa, fallándola por sí mismo, o corJirmar como juez aquel a quien
los dos interesados convengan en designar. Este acuerdo se
comprende entonces como hecho entre ellos, de diverso modo:
primero, si el acusado puede formular excepción contra aquellos de sus jueces cuyo interés le hace abrigar sospechas
(mientras que el demandante ha escogido ya su propio juez),
J99
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 23
aquellos contra los cuales no formula excepción son jueces que
él mismo acepta. En segundo lugar, si apela a otro juez, no
puede ya seguir apelando, porque su apelación fue decidida
por él. En tercer término, si apela al soberano, y éste, por sí
propio o por delegados admitidos por las partes, pronuncian
sentencia, esta sentencia es tinal, porque el acusado es juzgado
por sus propios jueces, es decir, por sí mismo.
Teniendo en cuenta estas peculiaridades de un justo y
racional enjuiciamiento, no puedo abstenerme de observar la
excelente constitución de los tribunales de justicia establecidos
en Inglaterra, tanto para los litigios comunes como para los públicos. Bajo la denominación de causas comunes comprendo
aquellas en que tanto el demandante como el demandado son
súbditos; como públicas (llamadas también pleitos de la Corana) aquellas en que el demandante es el soberano. Cuando
existían dos órdenes de personas, uno de los cuales era el de
los Lores y otro el de los Comunes, los Lores tenían el privilegio de no reconocer como jueces sino a Lores, en todos
los delitos capitales, y tantos Lores como hubiera presentes;
siendo esto reconocido como un privilegio de favor, sus jueces
no eran sino los que ellos mismos deseaban. Y en todas las
controversias cada súbdito (como también en los pleitos civiles los Lores) tenía como jueces a hombres del país a que
correspondía la materia controvertida; ante ellos podía formular sus excepciones, hasta que, por último, habiendo sido
designados doce [126] hombres libres de tacha, eran juzgados
por estos doce. Teniendo, pues, sus propios jueces, no podía
alegarse por la parte interesada que la sentencia no fuera final.
Estas personas públicas, con autoridad del poder soberano para
instruir o juzgar al pueblo, son los miembros del Estado que
con razón pueden compararse con los órganos de la voz en
un cuerpo natural.
Son también ministros públicos todos aquellos que tienen
autoridad del soberano para procurar la ejecución de las sentencias pronunciadas; dar publicidad a las órdenes del soberano; reprimir tumultos; prender y encarcelar a los malhechores, y otros actos que tienden a la conservación de la paz.
Porque cada acto que hacen en virtud de tal autoridad es
200
PARTE II
DriL
ESTADO
CAP. 23
acto del Estado; y su servicio correspondiente al de las manos en un cuerpo natural.
Son ministros públicos en el extranjero aquellos que representan la persona de su propio soberano en otros Estados.
Tales son los embajadores, mensajeros, agentes y heraldos enviados con autorización pública y para asuntos públicos.
En cambio, quienes son enviados por la autoridad solamente de alguna región privada de un Estado en conmoción,
aunque sean recibidos, no son ni ministros públicos ni privados
del Estado, porque ninguno de sus actos tiene al Estado como
autor. Del mismo modo, un embajador enviado por un príncipe, para felicitar, dar el pésame o asistir a una solemnidad,
aunque la autoridad sea pública, como el asunto es privado
y compete a él el) su capacidad natural, es una persona privada. Del mismo modo, si, secretamente, se envía una persona a otro país, para explorar su opinión y fortaleza, aunque
ambas cosas, la autoridad y ti negocio, sean públicas, como
nadie advierte en él otra personalidad sino la suya propia, es
un ministro privado, aunque sea un ministro de Estado; y
puede compararse con el ojo en el cuerpo natural. Y quienes
son designados para recibir las peticiones u otras informaciones
del pueblo, viniendo a ser como los oídos públicos, son ministros públicos, y representan a su soberano en este oficio.
Tampoco un consejero (ni un Consejo de Estado, si lo
consideramos sin autoridad de judicatura o -mando, sino sólo
para dar una opinión al soberano cuando sea. requerido, o para
ofrecerla sin requerimiento) es una persona pública, porque
el consejo se dirige al soberano solamente, cuya persona no
puede estar representada ante él, en su propia presencia, por
otra. Ahora bien,. un cuerpo de consejeros nUnca deja de tener
alguna otra autoridad, o bien de judicatura o de administración inmediata: en una monarquía representan al monarca,
transfiriendo los mandatos de éste a los ministros públicos;
en una democracia, el Consejo o Senado propone el resultado
de sus deliberaciones al pueblo, a modo de consejo; pero cuando designa jueces o toma causas en audiencia, o recibe embajadores, es en calidad de ministro del pueblo; yen una aristocracia el Consejo de Estado es, por sí mismo, la asamblea
soberana, y a nadie da consejos sino a la propia asamblea. [127]
201
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 24
CAPITULO XXIV
DfJ la
NUTRICIÓN
y
PREPARACIÓN
de un Estado
La NUTRICIÓN de un Estado consiste en la abundancia y
distribución de materiales que conducen a la vida: en su acondicionamiento o preparación, y, una vez acondicionados, en
la transferencia de ellos para su uso público, por conductos
adecuados.
En cuanto a la abundancia de materias, está limitada por
la Naturaleza a aquellos bienes que, manando de los dos senos de nuestra madre común, la tierra y el mar, ofrece Dios
al género humano, bien libremente, bien a cambio del trabajo.
En cuanto a la materia de esta nutrición, consistente en
animales, vegetales y minerales, Dios los ha puesto libremente
ante nosotros, dentro o cerca de la faz de la tierra, de tal
modo que no hace falta sino el trabajo y la actividad para
hacerse con ellos. En tal sentido la abundancia depende, aparte del favor de Dios, simplemente del trabajo Ji de la laboriosidad de los hombres.
Estas materias, comúnmente llamadas artículos, son en
parte nativas, en parte extranjeras. Son nativas las que pueden obtenerse dentro del territorio del Estado; extranjeras,
las que se importan del exterior. Y como no existe territorio
bajo el dominio de un solo Estado (salvo cuando es de una
extensión muy considerable) que produzca todas las cosas ~e­
cesarias para el mantenimiento y moción del cuerpo entero;
y como hay pocos países que no produzcan algo más de lo
necesario, los artículos superfluos que pueden obtenerse en
el país, dejan de ser superfluos, ya que proveen a la satisfacción de las necesidades nacionales mediante importación de
lo que puede obtenerse en el extranjero, sea por cambio, o
por justa guerra, o por el trabajo; porque también el trabajo
humano es un artículo susceptible de cambio con beneficio, lo
202
PAR7'E II
DEL
ESTADO
CAP. 24
mismo que cualquier otra cosa. Han existido Estados que,
no teniendo más territorio que el necesario para la habitación, no
sólo han mantenido, sino también aumentado su poder, en parte por la actividad mercantil entre una plaza y otra, y' en
parte vendiendo los productos cuyas materias primas habían
sido obtenidas en otros lugares.
La distribución de los materiales aptos para esa nutrición
da lugar a las categorías de mio, tuyo y suyo, en una palabra,
la propiedad, y compete, en todos los géneros de gobierno,
al poder soberano. En efecto, donde el Estado no se ha constituído, existe, como hemos manifestado anteriormente, una
situación de guerra perpetua de cada uno contra su vecino. Por
tanto, cada cosa pertenece a quien la tiene y la conserva por
la fuerza, lo cual nQ es ni propiedad, ni comunidad, sino incertidumbre. Esto es tan evidente que el mismo Cicerón, apasionado defensor de la libertad, atribuye toda la propiedad
a la ley civil: En cuanto la ley civil, dice, es abandonada o
guardada de un modo negligente --no digamos cuando es
oprimida- nada existe [128] que un hombre pueda estar seguro de recibir de su predecesor, o de transferir a sus hijos.
y en otro lugar: Suprimid la ley civil, y nadie sabrá lo que
es suyo propio y lo que es de otro hombre. Si advertimos, por
consiguiente, que la institución de la propiedad es un efecto
del Estado, el cual no puede hacer nada sino por mediación
de la persona que lo representa, advertiremos que es acto
exclusivo del soberano, y consiste en las leyes que nadie puede
hacer si no tiene ese soberano poder. Esto lo sabían perfectamente los antiguos cuando .llamaban NÓ~lOC:;. es decir, distrt-bución, a lo que nosotros llamamos ley; y definían la justicia
como el acto de distribuir a cada uno lo que es suyo.
En esta distribución, la primera ley se refiere a la división
del país mismo: en ella el soberano asigna a cada uno una
porción, según lo que él mismo, y no un súbdito cualquiera
o un cierto número de ellos, juzgue conforme a la equidad y
al bien común. Los hijos de Israel eran un- Estado en e!
desierto, pero necesitaban los bienes de la tierra, hasta que
fueron dueños de la tierra de promisión, que posteriormente
fue dividida entre ellos no a su propio arbitrio, sino según
2°3
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP.
:24
el criterio de Elcaz.ar el sacerdote, y de J osué su general. Eran,
entonces, doce tribus, más una decimotercia hecha por subdivisión de la tribu d~ José j no obstante, hicieron sólo de la
tierra doce porciones, no asignando parte alguna a la tribu de
Levi, pero otorgan no a ésta, en cambio, la décima parte
de los frutos; esta división fue, por consiguiente, arbitraria. Y
aunque un pueblo que entra en posesión de una tierra por
procedimientos guerreros no siempre extermina a sus antiguos
habitantes, como hacían los judíos, sino que dejan muchos o
la mayor parte o todos los antiguos moradores en sus posesiones, es manifiesto que, posteriormente, esas tierras pasan a ser
patrimonio del vencedor, tal como ocurrió con el pueblo de
Inglaterra, cuyas relaciones de dominio derivan de Guillermo
el Conquistador.
De ello podemos inferir que la propiedad que un súbdito
tiene en sus tierras consiste en un derecho a excluir a todos los
demás súbditos del uso de las mismas, pero no a excluir a su
soberano, ya sea éste una asamblea o un monarca. En efecto,
considerando que el soberano, es decir, el' Estado (cuya persona representa) no hace otra cosa sino ordenar la paz y
seguridad común, mediante la distribución de las tierras, dicho reparto debe considerarse hecho para ese mismo fin. Por
consiguiente, cualquier distribución que haga en perjuicio de
aquella norma es contraria a la voluntad de cada súbdito, que
encomendó su paz y seguridad a la discreción y a la conciencia del soberano; por tanto, por la voluntad de cada uno de
ellos debe reputarse nula. Cierto es que un monarca soberano
o la mayor parte de una asamblea soberana pueden ordenar
que se hagan muchas cosas siguiendo los dictados de sus pasiones y contrariamente a su conciencia, lo cual es un quebrantamiento de la' confianza y de la ley de naturaleza; pero esto
no es bastante para autorizar a un súbdito ya sea para hacer
la guerra por tal causa, o para quejarse de la injusticia, o
para hablar mal de su soberano en cualquier otro sentido, ya
que ha autorizado todas sus acciones, y al confiar en el poder ,
soberano, hac~ propios los actos que el soberano realice. En
qué casos las órdenes de los soberanos son contrarias a la equi-
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 24
dad Y a la ley de naturaleza, es algo que consideraremos posteriormente, en otro lugar.
En la distribución de tierras puede ocurrir que el Estado
mismo tenga [129] asignada una porción, y sus representantes
la posean e incrementen; y que esta porción pueda hacerse:
suficiente para sostener el total dispendio que exigen la paz
común y la defensa necesaria. Ello sería muy cierto si pudiera
imaginarse algún representante libre de las pasiones y miserias humanas. Pero siendo como es la naturaleza de los
hombres, la asignación de tierras públicas o de determinadas
rentas al Estado es en vano, y tiende a la disolución del
gobierno y a la condición de mera naturaleza y guerra, tan
pronto como el poder soberano recae en las manos de un
monarca o de una as~mblea que ~ bien son demasiado negligentes en cuestiones pecuniarias, o excesivamente arriesgados
en aventurar el patrimonio público en una larga y costosa
guerra. Los Estados no pueden soportar la dieta, ya que no
estando limitados sus gastos' por sus propios apetitos sino por
sus accidentes externos y por los apetitos de sus vecinos, los
caudales públicos no reconocen otros límites sino aquelbs que
requieran las situaciones emergentes. Y aunque en Inglaterra
el Conquistador se reservó diversas tierras para su propio uso
(aparte' de bosques y cotos de caza, tanto para su recreo como
para la conservación del arbolado) y se atribuyó igualmente
el derecho a ciertas servidumbres sobre las tierras que concedió
a sus súbditos, sin embargo parece ser que esa reserva no se
hizo para su mantenimiento público, sino por razón de su
capacidad natural, ya que él y sus sucesores establecieron para
todo esto taxas arbitrarias sobre las tierras de sus súbditos,
cuando lo juzgaron necesario. O si estas tierras y servicios
públicos fueron establecidos para procurar un suficiente mantenimiento del Estado, ello fue contrario a la finalidad de la
institución, puesto que (como resulta de esas taxas subsiguientes) tales recursos son insuficientes y (como se infiere por
las reducidas rentas de la corona) están sujetos a enajenación
~ disminución. Es, por consiguiente, en vano, asignar una porCIón al Estado, el cual puede vender o ceder, y vende y cede
cuando lo hace su representante.
2°5
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 24
En cuanto a la distribución de las tierras en el propio
país, así como en lo relativo a determinar en qué lugares y
con qué meFcancías puede traficar el súlxlito con el exterior,
es asunto que compete al soberano. Porque si encomienda a
los particulares ordenar ese tráfico seg{¡n su propia discreción,
algunos pueden atreverse, movidos por afán de lucro, a suministrar al enemigo los medios de dañar al Estado, y a
dañarse ellos mismos, importando aquellas cosas que siendo
gratas a los apetitos humanos, son, no obstante, perniciosas v,
por lo menos, inaprovechables para el Estado. Corresponde, por
tanto, al Estado (es decir, al soberano solamente aprobar
o desaprobar los lugares y materias del tráfico con el extranjero.
Si advertimos, además, que para la sustentación de un
Estado no basta que cada hombre ejerza dominio sobre una
porción de tierra, o sobre unos pocos bienes, o posea una habilidad natural en algún arte útil (y no existe arte en el
mundo que no sea necesario para la existencia o el bienestar
de la mayoría de los hombres en concreto), es necesario que
los hombres distribuyan lo que puedan ahorrar y transfieran
su propiedad sobre ello, mutuamente de uno a otro, por cambio y mutuo contrato. Corresponde, por consiguiente, al Estado, [130] es decir, al soberano, determinar de qué modo
deben llevarse a cabo todas las especies de contratos entre
súbditos (como los actos de comprar, vender, cambiar, prestar,
tomar prestado, arrendar y tomar en arrendamiento), y por
qué palabras y signos deben ser considerados como válidos.
Si tenemos en cuenta la estructura de la presente obra, lo antedicho es suficiente respecto a la materia y distribución de
los elementos nutritivos entre los diversos miembros del Estado.
Entiendo por acondicionamiento la reducción de todos los
bienes que no se consumen actualmente sino que se reservan
para el sustento en tiempos venideros a una cosa de igual valor
y, por añadidura, tan portátil que no impida la traslación de
los hombres de un lugar a otro, sino que gracias a ella una
persona tenga en cualquier lugar el sustento que el lugar exija.
y ese bien no es otra cosa que el oro, la plata y el dinero.
2006
PARTE 11
DEL
ESTA.DO
CA.P. 24
En efecto, siendo (como son) el oro y la plata altamente
estimados en la mayor parte de los países del mundo, constituyen una medida objetiva del valor de las cosas entre las
naciones; y el dinero (cualquiera que sea la materia en que
esté acuñado por el soberano de un Estado) es una medida
suficiente del valor de todas las cosas entre los súbditos de
~se Estado. Por medio de esa medida, todos los bienes mue~
ales e inmuebles pueden acompañar un hombre a todos los
lugares donde se traslade, dentro y fuera de la localidad de
su ordinaria residencia; y ese mismo medio pasa de un hombre a otro, dentro del Estado, y 10 recorre entero, alimentando,
a su paso, todas las partes del mismo. En este sentido ese
acondicionamiento viene a ser como la irrigación sanguínea del
Estado; en efecto, la 'Sangre natural se integra con los frutos
de la tierra, y al circular nutre cada uno de los miembros del
cuerpo humano.
y así como la plata y el oro tienen su valor derivado de
la materia misma, poseen, en primer lugar, el privilegio de que
el valor de esas materias no puede ser. alterado por el poder
de uno ni de unos pocos Estados, ya Que es una medida común de los bienes en todos los países. Ahora bien, la moneda
legal puede ser fácilmente elevada o rebajada de valor. En
segundo lugar, tiene el privilegio de hacer que los Estados
lleven y extiendan sus armas, cuando lo estimen necesario,
por países extranjeros, procurando, así, provisión no sólo a
individuos particulares que viajan, sino también a ejércitos
enteros. Ahora bien, la acuñación, cuyo valor es insignificante
en relación con la materia, y sólo nos indica la localidad, es
incapaz de soportar un cambio de aire, y por eso produce
efectos solamente en su propio país, en el cual se halla sujeta
al cambio de leyes y, por consiguiente, a ver disminuído su
valor, muchas veces en perjuicio de quienes la poseen.
Los conductos y procedimientos por los cuales circula para
uso público son de dos clases: una de las vías conduce el dinero
a las arcas públicas; otra, les da salida de ellas para efectuar
pagos públicos. Sirven a la primera misión los recaudadores,
cajeros y tesoreros; pertenecen a la segunda también los tesoreros y los funcionarios designados para el pago de los di-
'1°7
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 24
versos ministros públicos y privados. También en esto presenta
el hombre artificial una semejanza Con el natural, cuyas venas
reciben la sangre de las diversas [131] partes del cuerpo, y
la llevan al -corazón; después qe vitalizarla, el corazón la
expele por medio de las arterias, con objeto de vivificar y
hacer aptos para el movimiento todos los miembros del cuerpo.
La. procreación, es decir, las creaciones filiales de un Estado, son lo que denominamos plantaciones o colon:ias, grupos
de personas enviadas por el Estado, al mando de un jefe o
gobernador, para habitar un país extranjero que o bien carece
de habitantes, o han sido éstos eliminados por la guerra. Una
vez establecida una colonia, o bien se constituye un Estado con
sus habitantes, cesando toda sujeción respecto al soberano que
los envió (tal como ocurría con muchos Estados en los tiempos antiguos), caso en el cual el Estado de que procedían se
denominaba su metrópoli, o madre, y no exige de ellos otra
cosa sino lo que los hombres requieren, como signo de honor
y amistad de los hijos a quienes emancipan y liberan de su
gobierno doméstico; o bien permanecen unidos a su metrópoli,
como lo estaban las colonias del pueblo de Roma; entonces no
son Estados sustantivos, sino provincias y partes del Estado
que las instituyó. Así que el derecho de las colonias (aparte
del honor y de la conexión con su metrópoli) depende totalmente de la licencia o carta en virtud de la cual el soberano
autorizó la plantación.
208
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP.
'25
CAPITULO XXV
Del CONSEJO
Cuán falaz es juzgar de la naturaleza de las cosas por
el uso ordinario e inconstante de las palabras, aparece con
más claridad que en ninguna otra cosa en la confusión de
consejos y órdenes, que resulta de la manera imperativa
de hablar en ambos cas9s, Y én otras muchas ocasiones. En
efecto, las palabras: Haz esto, son los términos en que se
expresa no sólo el que manda, sino también el que da consejo,
yel que exhorta. Sin embargo, pocos dejarán de advertir que
estas son cosas diferentes, o tendrán dificultades para distinguir cuándo se trata de determinar quién habla y a quién va
dirigida la palabra, y en qué ocasión. Ahora bien, como estas
frases las hallamos en los escritos de los hombres, y existe
incapacidad o falta el deseo de considerar las circunstancias,
se confunden a veces los preceptos de los consejeros, tomándolos como preceptos de quien manda, y a veces lo contrario,
siempre de acuerdo con las conclusiones que se desea inferir,
o con los actos que merecen aprobación. Para. evitar estas confusiones y dar a los términos de mandar, aconsejar y exhortar
sus propias y características significaciones, voy a pasar a definirlas.
ORDEN es cuando un hombre dice : Haz esto o N o hagas
esto) sin esperar otra razón que la voluntad de quien formula
el mandato. De esto se sigue por modo manifiesto que quien
manda pretende con ello su propio beneficio, ya que su mandato obedece solamente a su propia [132] voluntad, y el objeto genuino de la voluntad de cada hombre es algún bien
para sí misn;Io.
CONSEJO es cuando un hombre dice: Haz o No hagas esto,
y deduce sus razones del beneficio que obtendrá aquel a quien
se habla. De ello es evidente que quien da consejo pretende
2°9
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 25
solamente (cualquiera que sea, por otra parte, su Íntimo propósito) el bien de aquel a quien se da el consejo.
Por consiguiente, entre consejo y orden existe esta gran
diferencia: que la orden se dirige al propio beneficio de uno
mismo, y el consejo al beneficio de otro hombre. Y de ello
deriva otra distinción: que un hombre puede ser obligado a
hacer lo que le ordenan, cuando se ha obligado a obedecer:
en cambio, no puede ser obligado a hacer lo que se le aconseja, porque el daño que resulta de no obedecer es suyo propio;
o bien, si se ha obligado a seguirlo, el consejo adquiere la
naturaleza de la orden. Una tercera diferencia entre los dos
conceptos consiste en que nadie puede pretender un derecho
a ser consejero de otro hombre, porque con ello no puede
pretender un beneficio para sí mismo: exigir un derecho de
aconsejar a otro arguye una voluntad de conocer sus designios
o de conseguir algún otro bien para sí mismo, lo cual, como
he dicho anteriormente, es el peculiar objeto de la voluntad
de c¡¡da hombre.
Es también consustancial al consejo que quien lo solicite,
no puede equitativamente acusar o castigar al que aconseja.
En efecto, solicitar consejo de otro es permitirle que dé dicho
consejo del modo que juzgue más conveniente. Por tanto,
quien da consejo a su soberano (ya sea un monarca o una
asamblea) cuando éste lo solicita, no puede equitativamente
ser castigado por ello, ya sea o no conforme el consejo a la
opinión de la mayoría, en la proposición que se debate. Porque
si el sentido de la asamblea puede ser advertido antes de que
el debate termine, no debe el soberano solicitar ni tomar otro
consejo, porque el sentido de la asamblea es la resolución del
debate y el fin de toda deliberación. Generalmente quien solicita consejo es autor de él, y, por tanto, no puede castigar
al que lo da. Y lo que el soberano no puede, ningún otro
puede hacerlo. Pero si un súbdito da consejo a otro, en el
sentido de hacer alguna cosa contraria a las leyes, tanto si el consejo procede de una mala intención como si deriva de la
ignorancia solamente, es susceptible de castigo por parte del
Estado; porque la ignorancia de la ley no es buena excusa,
210
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 25
ya que cada uno está obligado a tener noticia de las leyes a
que está sujeto.
EXHORTACIÓN y DISUASIÓN es un consejo que en quien lo
da, va acompañado de un vehemente y manifiesto deseo de
verlo atendido; 0, para decirlo más brevemen.te, consejo en
el cual se insiste con vehemencia. En efecto, quien exhorta
no deduce las consecuencias de lo que él recomienda que se
haga, y se vincula a sí mismo al rigor de un razonamiento
veraz, sino que excita a la acción, a aquel a quien aconseja.
Del mismo modo, quien disuade, induce a desistir de ella.
Con tal propósito al formular sus razonamientos tienen en cuenta, en sus frases, las pasiones comunes y las opiniones de los
hombres, y hacen uso de símiles, metáforas, ejemplos y otros
recursos de la oratoria,~ para persuadir a sus oyentes de la
utilidad, honor o justicia de seguir su opinión. [133]
De ello puede inferirse, primero: que la exhortación y
la disuasión se dirigen al bien de quien da el consejo, no al
de aquel que lo solicita, lo cual es contrario al deber de un
consejero, ya que éste, por definición, debe considerar .no su
beneficio propio, sino el de aquel a quien da su opinión.
y que orienta su consejo al propio beneficio es bastante manifiesto por el repetido y vehemente empeño o por el artificio
con que se da; no siéndole esto requerido, y procediendo, en
consecuencia, según la ocasión, se dirige principalmente al
beneficio propio, y sólo de modo accidental, o en ningún caso,
al bien de quien es aconsejado.
En segundo lugar, este uso de. la exhortación y de la
disuasión tiene solamente lugar cuando un hombre habla a
una multitud, puesto que cuando la oración se dirige a uno
solo, su interlocutor puede interrumpirle y examinar sus razones más rigurosamente que puede hacerlo una multitud, ya
que ésta se halla integrada por varios individuos que resultan
excesivos en número para en~ablar disputa o diálogo con quien
les habla de modo indiferente y a la vez.
En tercer lugar, que quienes exhortan y disuaden, cuando
son requeridos para emitir un consejo, son consejeros corrompidos, como si estuvieran movidos por su propio interés. En
efecto, por excelente que sea el consejo que den, quien lo
2II
PAR1'E 11
DEL
ESTADO
CAP. 25
da no es buen consejero, como no puede decirse que sea un
juez justiciero"quien da una sentencia justa a cambio de una
recompensa. Ahora bjen,· cuando un hombre puede mandar
legítimamente como un padre en su familia o un jefe en un
ejército, sus exhortaciones y disuasiones no son sólo legítimas,
sino también necesarias y laudables. No obstante, cuando ya no
son consejos sino órdenes por las cuales se encomienda la
ejecución de un trabajo rudo, la necesidad unas veces y la humanidad otras, requieren que la notifi:::ación se haga con· dulzura, para que sirvan de estímulo, dándoles más bien el tono
y la frase de un consejo, que el áspero lenguaje de una orden.
Ejemplos de la diferencia entre orden y consejo podemos
extraerlos de las formas de expresión usadas por la Sagrada
Escritura. No tengais otro Dios sino YO: no hagais para ti
mismo imágenes grabadas; no tomes el nombre de Dios en
vano; santifica el sábado; honra a tus padres; no mates; no
robes, etc., son órdenes, porque la razón en virtud de la
cual tenemos que obedecerlas está fijada por la voluntad
de Dios, nuestro Rey, al cual estamos obligados a obedecer.
Pero las palabras: Vende todo lo que tienes, dala a los pobres
y sigueme, implican un consejo, ya que la razón por la cual
hemos de realizar esos actos se basa en nuestro propio beneficio; a saber, que así tendremos un tesoro en el cielo. Las
palabras: Id a la aldea que está delante de vosotros y luego
encontrareis una borrica atada, y su borriquilla; soltadla, y
traédmela, son una orden; porque la razón de este acto radica en la voluntad de su dueño. En cambio las palabras:
Arrepentíos y sed bautizados en el nombre de Jesús, son un
consejo, ya que la razón en virtud de la cual debemos realizar
ese acto no tiende a beneficio alguno de la Omnipotencia divina, que siempre seguirá siendo Rey, aunque nosotros nos
rebelemos, sino de nosotros mismos, que no tenemos otros
medios de evitar el castigo que pende sobre nosotros, por
nuestros pecados.
La diferencia entre consejo y orden ha sido deducida, en
este caso, de la naturaleza del consejo, que consiste en inferir
el [134 J beneficio o daño que puede resultar para quien es
<1.consejado, a base de las consecuencias necesarias o probables
212
PARTE 1/
DEL
ESTADO
CAP. 25
de la acción que se propone; de esa misma distinción pueden
derivarse también las diferencias. existentes entre consejeros aptos e ineptos. Siendo la experiencia recuerdo de las
consecuencias de acciones semejantes, anteriormente observadas, y el consejo la expresión en virtud de la cual esta experiencia se da a conocer a otro, las virtudes y defectos del
consejo coinciden con las virtudes y defectos intelectuales.
A la persona del Estado, le sirven sus consejeros como memoria y discurso mental. Pero a esta semejanza que existe entre el Estado y el hombre natural, va unida una discrepancia
de gran monta, a saber: que un hombre natural adquiere su
experiencia en los objetos naturales de los sentidos, que actúan
sobre él sin pasión o interés propio, mientras que los que dan
consejo a la persona representativa de un Estado pueden tener,
y tienen a menudo, sus fines y pasiones particulares, que hacen
sus consejos siempre sospechosos, y a veces nada fidedignos.
Por consiguiente, podemos establecer como primera condición
de un buen consejero: Que sus fines e interés no sean incompatibles con los fines e interés de aquel a quien aconsejan.
En segundo lugar, como la misión de un consejero, cuando se procede a deliberar sobre alguna acción, es hacer manifiestas las consecuencias de ella, de tal modo que quien recibe
el consejo pueda ser informado de modo veraz y evidente,
debe presentar su opinión en términos tales que la verdad
aparezca, con la máxima evidencia, es decir, con un raciocinio
tan firme, con un lenguaje tan adecuado y significativo, y tan
breve como la evidencia lo permita. Por consiguiente, las
inferencias precipitadas y carentes de evidencia (tales como
las que sólo se apoyan en ejemplos o en la autoridad de los
libros, sin argumentar lo que es bueno o malo, sino aportando
sólo testimonios de hecho o de. opinión), las expresiones oscuras, confusas y ambiguas, es decir, las frases metafóricas que
tienden a desatar las pasiones (desde el momento en que tales
razonamientos y expresiones sólo son útiles para decepcionar,
o para dirigir quien recibe el consejo hacia fines distintos de
los suyos propios) son contrarias a la misión de consejero.
En tercer lugar, como la capacidad de aconsejar procede
de la experiencia y del prolongado estudio, y nadie se presu21 3
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 25
me que tiene eA"periencia en todas aquellas cosas que deben
ser conocidas para la administración de un gran Estado, nadie
se presume que. puede ser buen consejero, sino en aquellos
negocios en los que no solamente está muy versado, sino sobre
los cuales ha meditado y consultado largamente. En efecto, si
se tiene en cuenta que la misión de un Estado consiste en
mantener el pueblo en paz, en el interior, y defenderlo contra
la invasión extranjera, advertiremos que es preciso un gran
conocimiento de la condición del género humano, de los derechos del gobierno, y de la naturaleza de la equidad, de la
ley, de la justicia y del honor, que no puede alcanzarse sin
estudio; así como de la fortaleza, bienes y lugares, tanto del
propio país como de sus vecinos, y de las inclinaciones y
designios de todas las naciones que de algún modo pueden
perjudicarla. Todo esto no se logra sino con una gran expe'riencia. De este cúrriulo de requisitos no sólo la suma entera
[ 13 S] sino cada una de las porciones particulares requiere la
edad y la observación de un hqmbre maduro, con estudios
más amplios que los ordinarios. Como he dicho anteriormente
(cap. VIII), el ingenio requerido para el consejo es lo que
se llama juicio. Las diferencias entre los hombres, a este respecto, proceden de la diferente educación de algunos para
un género de estudio o de negocio, de otros para otro distinto.
Aunque para realizar ciertas cosas existan reglas infalibles
(como ocurre en ingeniería y en edificación, con las reglas
de la Geometría), toda la experiencia del mundo no puede
igualar al consejo que ha sido aprendido o derivado de la
regla. Y cuando la norma no existe, quien tiene más experiencia en un particular género de negocios, tiene, en consecuencia, el mejor juicio, y debe ser el mejor consejero.
En cuarto lugar, para ser capaz de dar consejo a un Estado, en un asunto que hace referencia a otro Estado, es necesario estar informado de los convenios y relatos que vienen
de allí, y de las notic1tts de tratados y otras transacciones de
los Estados entre si, cosa que nadie puede hacer sino aquellas
personas que el representante considere pertinentes. Por todo
ello podemos advertir que quienes no son llamados a consejo,
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 25
no puede confiarse que puedan darlo satisfactoriamente en
tales casos.
En quinto lugar, suponiendo que el número de consejeros
sea igual, es preferible oírlos aparte que no reunidos en asamblea, y esto por varias razones. En primer término, oyéndoles
aparte, teneis la opinión de cada uno, mientras que en una
asamblea muchos de ellos expresan su opinión con un Sí o un
No, o con las manos o los pies, que no se mueven de modo
espontáneo, sino por la elocuencia de otro; o por el temor
de desagradar, con su contradicción, a quienes han hablado o
a la asamblea entera; o por temor de aparecer más tardo de
inteligencia que quienes ha,n aplaudido la opinión contraria.
En segundo lugar, en una asamblea numerosa no puede evitarse que haya algunos cuyos intereses son contrarios a los
del público; y a éstos sus intereses les hacen apasionados, y
la pasión elocuentes, y la elocuencia suya atrae a otros a su
misma opinión. Porque las pasiones de los hombres, que aisladamente son moderadas, como el calor de la llama, en
asamblea son como antorchas diversas que mutuamente se
inflaman (en especial cuando unos a otros se soplan con oraciones), incendiando al Estado, con la pretensión de aconsejarlo. En tercer lugar, escuchando aparte a cada uno, cabe
examinar, cuando se necesita, la veracidad o probabilidad de
sus razones, y de las razones de la opinión que da, por medio
de frecuentes interrupciones y objeciones, cosa que no puede
hacerse en una asamblea, donde, a cada difícil pregunta, un
homhre queda más bien estupefacto y aturdido por la variedad de los discursos que llueven sobre él, que informado
acerca del camii10 que debe tomar. Además, en una asamblea
numerosa, convocada para dar su opinión, no dejará de haber
algunos que tengan la ambición de ser estimados y elocuentes
y duchos en política, y que den su opinión teniendo en cuenta
no ya el asunto tratado, sino el aplauso que esperan para sus
abigarradas oraciones, tejidas con hilos polícromos que pertenecen a diversos autores; ello es, en definitiva, una impertinencia que impide toda consulta seria, y que fácilmente se e- [136] vita por el procedimiento de tomar consejo
en secreto. En cuarto lugar, en deliberaciones que deben ser
215
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 25
mantenidas en secreto (cosa que con frecuencia ocurre en los
negocios públicos) los consejos de varios, y en particular en
las grandes asambleas, necesitan confiar tales asuntos a grupos
más reducidos, constituídos por las personas versadas y en
cuya fidelidad se tiene más confianza.
En conclusión, ¿quién se atrevería a pedir, con riesgo
propio, el consejo de una gran asamblea, tratándose de casar
a sus hijos, disponer de sus tierras, gobernar su hogar o ad. ministrar su patrimonio privado, especialmente si entre los
consejeros existe quien no desea su prosperidad? Un hombre
que hace sus negocios con la ayt:.da de diversos y prudentes
consejeros, consultando con cada uno de ellos en aquello que
entiende, es como quien utiliza buenos compañeros en el juego
de tennis, colocándolqs en lugares adecuados. Sigue en perfección quien usa sólo de su propio juicio, ya que no se apoya
en ningún otro. Pero quien es llevado de aquí para allá, respecto a sus negocios, en un consejo forjado, no pudiéndose
mover sino por la pluralidad de las opiniones concordes, cuya
unión (aparte de la envidia o interés) resulta comúnmente
retardada por quienes disienten, ese lo hace el peor de todos,
como el jugador al que aun teniendo buenos compañeros
de juego, obstaculizan y retardan las discrepancias de parecer, tanto más cuanto mayor es el número de quienes intervienen en el asunto, y en grado superlativo cuando entre
ellos hay uno o más que desean su perdición. Y aunque
es cierto que varios ojos ven más que uno, no debe comprenderse así cuando se trata de varios consejeros, a no
ser que entre éstos la resolución final corresponda a un solo
hombre. De otro modo, como varios ojos ven la misma cosa
en diversos planos, y propenden a mirar de soslayo su particular beneficio, quienes no están dispuestos a perderlo de
vista, aunque miren con dos ojos sólo se fijan con uno. Esta
es la causa de que ningún gran Estado popular pudiera conservarse sino cuando un enemigo exterior lo mantuvo unido o
por la reputación de algún hombre eminente entre ellos o ~or
el consejo secreto de unos pocos, o por el mutuo tedtor de
facciones iguales, y no por las deliberaciones abiertas de la
asamblea. Y ;n cl!anto a los pequeños Estados, ya sean populares o mona:qU1co~, no hay sabiduría humana que pueda
conservarlos SIllO mIentras dura la envidia entre sus vecinos.
216
PARTÉ 11
DÉL
ÉSTADO
CAP. 26
CAPITULO XXVI
De las
LEYES CIVILES
Entiendo por leyes civiles aquellas que los hombres están obligados a observar porque son miembros no de este o
aquel Estado en particular, sino de un Estado. En efecto, el
conocimiento de las leyes particulares [137] corresponde a
aquellos que profesan el estudio de las leyes de diversos países; pero el conocimiento de la ley civil en general, a todos
los hombres. La antigua ley de Roma era llamada ley civil,
de la palabra civitas, que significa el Estado. Y los países
que, habiendo estado sometidos al Imperio romano y gobernados por esta ley, conservan todavía una parte de ella, porque la estiman oportuna, llaman a esta parte ley civil, para
distinguirla del resto de sus propias leyes civiles. Pero no es
de esto de lo que voy hablar aquÍ: mi designio no es exponer
lo que es ley en un lugar o en otro, sino lo que es ley, tal
como lo hicieron Platón, Aristóteles, Cicerón y otros varios,
sin hacer profesión del estudio de la ley.
Es evidente, en primer término, que ley en general no
es consejo, sino orden; y no orden de un hombre a otro, sino
solamente de aquel cuya orden se dirige a quien anteriormente está obligado a obedecerle. Y en cuanto a la ley civil,
añade solamente al nombre de la persona que manda, que es
la persona civitatis, la persona del Estado.
Teniendo esto en cuenta, yo defino la ley civil de esta
manera: LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas reglas que
el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con otros
signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que
es contrario y lo que no es contrario a la ley.
En esta definición no hay nada que no sea evidente desde
el principio, porque cualquiera puede observar que ciertas le'117
PARTE 1I
DEL
ESTADO
CAP. 26
yes se dirigen a todos los súbditos en general; otras, a provincias particulares; algunas, a vocaciones especiales, y algunas
otras a determinados hombres: son, por consiguiente, leyes
para cada uno de aquellos a quienes la orden se dirige, y para
nadie más. ASÍ, también, se advierte que las leyes son normas sobre lo justo y lo injusto, no pudiendo ser reputado
injusto lo que no sea contrario a ninguna ley. Del mismo
modo resulta que nadie puede hacer leyes sino el Estado, ya
que nuestra subordinación es respecto del Estado solamente;
y que las órdenes deben ser manifestadas por signos suficientes, ya que, de otro modo, un hombre no puede saber cómo
obedecerlas. Por consiguiente, cualquier cosa que por necesaria consecuencia sea deducida de esta definición, debe ser
reconocida como verdadera. Y así deduzco de ella lo que
sigue.
l. El legislador en todos los Estados es sólo el soberano,
ya sea un hombre como en la monarquía, o una asamblea
de hombres como en una democracia o aristocracia. Porque
legislador es el que hace la ley, y el Estado sólo prescribe y
ordena la observancia de aquellas reglas que llamamos leyes: por tanto, el Estado es el legislador. Pt;ro el Estado no
es nadie, ni tiene capacidad de hacer una cosa sino por su
representante (es decir, por el soberano), y, por tanto, el
soberano es el único legislador. Por la misma razón, nadie
puede abrogar una ley establecida sino el soberano, ya que
una ley no es abrogada sino por otra ley que prohibe ponerla
en ejecución.
2. El soberano de un Estado, ya sea una asamblea o un
hombre, no está sujeto a las leyes civiles, ya que teniendo poder para hacer [138] y revocar las leyes, puede, cuando guste, liberarse de esa ejecución, abrogando las leyes que le estorban y haciendo otras nuevas; por consiguiente, era libre
desde antes. En efecto, es libre aquel que puooe ser libre cuando quiera. Por otro lado, tampoco es posible para nadie
estar obligado a sí mismo; porque quien puede ligar, puede
liberar, y por tanto, quien está ligado a sí mismo solamente,
no está ligado.
218
PARTE 1J
DEL
ESTADO
CAP. 26
3. Cuando un prolongado uso adquiere la autoridad de
una ley, no es la duración del tiempo lo que le da autoridad,
sino la voluntad del soberano, significada por su silencio (ya
que el silencio es, a veces, un argumento de aquiescencia);
y no es ley en tanto que el soberano siga en silencio respecto
de ella. Por consiguiente, si el soberano tuviera una cuestión de derecho fundada no en su voluntad presente, sino en las
leyes anteriormente promulgadas, el tiempo transcurrido no
puede traer ningún perjuicio a su derecho, pero la cuestión
debe ser juzgada por la equidad. En efecto, muchas acciones
injustas, e injustas sentencias, permanecen incontroladas durante mucho más tiempo del que cualquiera puede recordar.
Nuestros juristas no tienen en cuenta otras leyes consuetudinarias, sino las que son razonables, y sostienen que las malas
costumbres deben ser abolidas. Pero el juicio de lo que es
razonable y de lo que debe ser abolido corresponde a quien
hace la ley, que es la asamblea soberana o monarca.
4 . .La ley de naturaleza y la ley civil se contienen una a
otra y son de igual extensión. En efecto, las leyes de naturaleza,
que consisten en la equidad, la justicia, la gratitud y otras
virtudes morales que dependen de ellas, en la condición de
mera naturaleza (tal como he dicho al final del capítulo xv), no
son propiamente leyes, sino cualidades que disponen los hombres a la paz y lá obediencia. Desde el momento en que un
Estado queda establecido, existen ya leyes, pero antes no: entonces son órdenes del Estado, y, por consiguiente, leyes civiles, porque es el poder soberano quien obliga a los hombres
a obedecerlas. En las disensiones entre particulares, para establecer lo que es equidad, y lo que es justicia, y 10 que es
virtud moral, y darles carácter obligatorio, hay necesidad de
ordenanzas del poder soberano, y de castigos que serán impuestos a quienes las quebranten; esas ordenanzas son, por
consiguiente, parte de la ley civil. Por tal razón, la ley de
naturaleza es una parte de la ley civil en todos los Estados
del mundo. Recíprocamente también, la ley civil es una parte
de los dictados de la naturaleza, ya que la justicia, es decir,
el cumplimiento del pacto y el dar a cada uno lo suyo es un
dictado de la ley de naturaleza. Ahora bien, cada súbdito
2 19
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 26
en un Estado ha estipulado su obediencia a la ley civil (ya
sea uno con otro, como cuando se reúneri para >constituir una
representación"común, o con el representante mismo, uno por
uno, cuando, sojuzgados por la fuerza, prometen obediencia
para conservar la vida); por tanto, la obediencia a la ley civil
es parte, también, de la ley de naturaleza. Ley civil y ley
natural no son especies diferentes, sino partes distintas de la
ley; de ellas, una parte es escrita, y se llama civil; la otra no
escrita, y se denomina natural. Ahora bien, el derecho de
naturaleza, es decir, la libertad natural del hombre, puede ser
limitada y restringida por la ley civil: más aún, la finalidad de
hacer leyes no es otra sino esa restricción, sin la cual no puede
existir ley alguna. La ley no fue traída al mundo sino para
[1391 limitar la libertad natural de los hombres individuales,
de tal modo que no pudieran dañarse sino asistirse Uno a otro
y mantenerse unidos contra el enemigo común.
5. Si el soberano de un Estado sojuzga a un pueblo que
ha vivido bajo el imperio de otras leyes escritas, y posteriormente lo gobierna por las, mismas leyes con que antes se gobernaba, estas leyes son leyes civiles del vencedor y no del
Estado sometido. En efecto, el legislador no es aquel por cuya
autoridad se hicieron inicialmente las leyes, sino aquel otro por
cuya autoridad continúan siendo leyes, ahora. Por consiguiente,
donde existen diversas provincias, dentro del dominio de un
Estado, y en estas provincias diversidad de leyes, que comúnmente s~ llaman costumbres de cada provincia singular, no
hemos de entender que estas costumbres tienen su fuerza solamente por el tiempo transcurrido, sino porque eran, con
anterioridad, leyes escritas, o dadas a conocer de otro modo
por las constituciones y estatutos de sus soberanos. Ahora bien,
para que en todas las provincias de un dominio una ley no
escrita sea generalmente observada, sin que aparezca iniquidad
alguna en la observancia de la misma, esta ley no puede ser
sino una ley de naturaleza, que obliga por igual a la humanidad
entera.
6. Advirtiendo que todas las leyes, estén o no escritas,
reciben su autoridad y vigor de la voluntad del Estado, es
decir, de la voluntad del representante (que en una monar220
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 26
quía es el Il).onarca, y en otros Estados la asamblea soberana),
cualquiera se sorprenderá al ver de dónde proceden opiniones
tales como las halladas en los libros de los juristas eminentes
en distintos Estados, y en las que directamente, o por consecuencia, hacen depender el poder legislativo de hombres particulares o jueces subalternos. Tal ocurre, por ejemplo, con la
creencia de que la ley común no tiene otro control sino el del
Parlamento; ello es verdad solamente cuando el Parlamento
tiene el poder soberano, y no puede ser reunido ni disuelto sino
por su propio arbitrio. En efecto, si existe algún derecho en
alguien para disolverlo, entonces existe también un derecho
a controlarlo, y, por consiguiente, a controlar su control. Y,
por el contrario, si semejante derecho no existe, quien controla
las leyes no es el parlamentum, sino el rex in Parlamento. Y
cuando es soberano un Parlamento, por numerosos y sabios
que sean los hombres que reúna, con cualquier motivo, de los
países sujetos a él, nadie creerá que semejante asamblea haya
adquirido por tal causa el poder legislativo. Además, se dice:
los dos brazos de un Estado son la fuerza y la justicia, el primero de los cuales reside en el rey, mientras el otro está depositado en manos del Parlamento. Como si un Estado pudiera
subsistir cuando la fuerza esté en manos de alguno a quien la
justicia no tenga autoridad para mandar y gobernar.
7. Convienen nuestros juristas en que esa ley nunca puede
ser contra la razón; afirman también que la ley no es la letra
(es decir, la construcción legal), sino lo que está de acuerdo
con la intención del legislador. Todo esto es cierto, pero la duda estriba en qué razón habrá de ser la que sea admitida como
ley. No puede tratarse de una razón privada, porque [140 ]
entonces existiría entre las leyes tanta contradicción como entre
las escuelas; ni tampoco (como pretende Sir E d. e o'ke) en una
perfección artificial de la razón, adquirida mediante largo estudio, observación y experiencia (como era su caso). En efecto,
es posible que un prolongado estudio aumente y confirme las
sentencias erróneas: pero cuando los hombres construyen sobre
falsos cimientos, cuanto más edifican, mayor es la ruina; y,
además, las razones y resoluciones de aquellos que estudian y
observan con igual empleo de tiempo y diligencia, son y deben
221
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 26
permanecer discordantes: por consiguiente, no es esta jurispru~
den tia o sabiduría de los jueces subordinados, sino la razón del
Estado, nuestro hombre artificial, y sus mandamientos, lo que
constituye la ley. Y siendo el Estado, en su re---resentación,
una sola persona, no puede fácilmente surgir ninguna contra~
dicción en las leyes; y cuando se produce, la misma razón es
capaz, por interpretación o alteración, para eliminarla. En todas
las Cortes de justicia es el soberano (que personifica el Estado)
quien juzga. Los jueces subordinados deben tener en cuenta
la razón que motivó a su soberano a instituir aquella ley,
a la cual tiene que conformar su set1.tencia; sólo entonces es
la sentencia de su soberano; de otro modo es la suya propia,
y una sentencia injusta, en efecto.
8. Del hecho de que la leyes una orden, y una orden
consiste en la declaración o manifestacióÍl de la voluntad
de quien manda, por medio de la palabra, de la escritura o de
algún otro argumento suficiente de la misma, podemos inferir
que la orden dictada por un Estado es ley solamente para quienes tienen medios de conocer la existencia de ella. Sobre los
imbéciles innatos, los niños o los locos no hay ley, como no la
hay sobre las bestias; ni son capaces del título de justo e injusto, porque nunca tuvieron poder para realizar un pacto,
o para comprender las consecuencias del mismo, y, por consiguiente, nunca asumieron la misión de autorizar las acciones
de cualquier soberano, como deben hacer quienes se convierten,
a sí mismos, en un Estado. Y análogamente a los que por naturaleza o accidente carecen de noticia de las leyes en general,
quienes por cualquier accidente no imputable a ellos mismos
carecen de medios para conocer la existencia de una ley particular, quedan excusados si no la observan, y, propiamente
hablando, esta ley no es ley para ellos. Es, por consiguiente,
necesario, considerar en este lugar qué argumentos y signos son
suficientes para el conocimiento de lo que es la ley, es decir,
cuál es la voluntad del soberano, tanto en las monarquías como en otras formas de gobierno.
En primer lugar, si existe una ley que obliga a todos los
súbditos sin excepción, y no es escrita, ni se ha publicado -por
cualquier otro procedimiento- en lugares adecuados para que
222
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 26
de ella se tenga noticia, es una ley de naturaleza. En efecto,
cualquier cosa de que los hombres adquieran noticia y consideren como ley no por las palabras de otros hombres, sino
por las de su propia razón, debe ser algo aceptable por la razón de todos los hombres; y esto con ninguna ley ocurre sino
con la ley de naturaleza. Por consiguiente, las leyes de la naturaleza· no necesitan ni publicación ni promulgación, ya que
están contenidas en esta sentencia, aprobada por todo el mundo:
No hagas a otro lo que tú consideres irraz.onable que otro te
haga a ti. [141]
En segundo lugar, si existe una ley que obliga solamente
a alguna categoría de hombres, o a un hombre en particular,
y no está escrita ni publicada verbalmente, entonces es también
una ley de naturaleza, conocida por los mismos argumentos y
signos que distinguen a sus titulares, en tal condición de los
demás súbditos. Porque cualquier ley que no esté escrita o
promulgada de algún modo por quien la hizo, no puede ser
conocida de otra manera sino por la razón de aquel que ha
de obedecerla; y es también, por consiguiente, una ley no sólo
civil sino natural. Por ejemplo, si el soberano emplea un ministro público sin comunicarle instrucciones escritas respecto a
lo que ha de hacer, ese ministro viene obligado a tomar por
instrucciones los dictados de la razón; así como si instituye
un juez, éste ha de procurar que su sentencia se halle de acuerdo con la razón de su soberano; e imaginándose siempre ésta
como equitativa, está ligado a ella por la ley de naturaleza;
o si es un embajador (en todas las cosas no contenidas en sus
instrucciones escritas) debe considerar como instrucción laque·
la razón le dicte como más conducente al interés de su soberano; y así puede decirse de todos los demás ministros de la
soberanía, pública y privada. Todas estas instrucciones de la razón natural pueden ser comprendidas bajo el nombre común
de fidelidad, que es una rama de la justicia natural.
Exceptuada la ley de naturaleza, las demás leyes deben
ser dadas a conocer a las personas obligadas a obedecerlas, s~
de palabra, o por escrito, o por algún otro acto que manifiestamente proceda de la autoridad soberana. En efecto, la voluntad de otro no puede ser advertida sino por sus propias
223
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 26
palabras o actos, o por conjeturas tomadas de sus fines y propósitos, lo cual, en la persona del Estado, debe suponerse siempre en armon~a con la equidad y la razón. En los tiempos
antiguos, antes de que las cartas fueran de uso común, las leyes
eran reducidas en muchos casos a versos, para que el pueblo
llano, complaciéndose· en cantarlas o recitarlas, pudiera más
fácilmente retenerlas en la memoria. Por la misma causa Salomón recomienda a un hombre que ligue los diez mandamientos *a sus diez dedos. Y en cuanto a la ley que Moisés dió al
pueblo de Israel en la renovación del pacto, *él les pide que
la enseñen a sus hijos, conversando acerca de ella, lo mismo
en casa que en ruta: cuando vayan a la cama ° se levanten
de ella; y que la escriban en los montantes y dinteles de sUs
casas; y que *reúnan a las gentes, hombres, mujeres y niños,
para escuchar su lectura.
Tampoco basta que la ley sea escrita y publicada, sino que
han de existir, también, signos manifiestos de que procede de
la voluntad del soberano. En efecto, cuando los hombres privados tienen o piensan tener fuerza bastante para realizar sus
injustos designios, o perseguir sin peligro sus ambiciosos fines,
pueden publicar como leyes lo que les plazca, sin autoridad
legislativa, o en contra de ella. Se requiere, por consiguiente,
no sólo la declaración de la ley, sino la existencia de signos
suficiente del autor y de la autoridad. El autor o legislador
ha de ser, sin duda, evidente en cada Estado, porque el soberano que habiendo sido instituído por el consentimiento de
cada uno, se supone suficientemente conocido por todos. Y
aunque la ignorancia y osadía de los hombres sea tal, en la
mayor parte de los casos, que cuando [142] se disipa el recuerdo de la primera constitución de su Estado, no consideran
en virtud de qué poder están defendidos contra sus enemigos,
protegidos en sus actividades, y afirmados en su derecho cuando se les hace injuria; como ningún hombre que medite sobre
el particular puede abrigar duda alguna, no cabe tampoco alegar ninguna excusa respecto a la ignorancia de dónde está situada la soberanía. Es un dictado de la razón natural y, por
consiguiente, una ley evidente de naturaleza, que nadie debe
debilitar ese poder cuya protección él mismo ha demandado
224
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 26
o ha recibido, contra otros, con conOCImIento suyo. Por consiguiente, nadie puede tener duda de quién es soberano, sino
por su propia culpa (cualesquiera que sean las razones que puedan invocar los hombres malos). La dificultad consiste en la
evidencia de la autoridad derivada del soberano; la remoción
de esa dificultad depende del conocimiento de los registros públicos, de los consejos públicos, de los ministros públicos y de
los tribunales públicos, los cuales verifican suficientemente todas las leyes; verifican, digo, no autorizan; porque la verificación no es sino testimonio y registro, no la autoridad de la
ley que consiste, solamente, en la orden del soberano.
Por tanto, si un hombre tiene una cuestión por injuria a
la ley de naturaleza, es decir, a la equidad común, la sentencia del juez, que por comisión tiene autoridad para conocer
tales causas, es una verificación suficiente de la ley de naturaleza en este caso individual. Porque aunque la opinión de uno
que profese el estudio de la ley sea útil para evitar litigios,
no es sino una opinión: es decir, el juez debe comunicar a los
hombres lo que es ley, después de oír la controversia.
Pero cuando la cuestión es de injuria o delito contra la
ley e9Crita, cada hombre, recurriendo por sí mismo o por otros
a los Registros, puede (si quiere) estar suficientemente infor.,.
mado antes de realizar tal injuria o delito, y establecer si es
injuria o no. Ni siquiera eso: porque cuando un hombre duda
de si el acto que realiza es justo o injusto, y puede informarse
a sí mismo si quiere, el acto realizado es ilegal. Del mismo
modo, quien se supone a sí mismo injuriado, en un caso establecido por la ley escrita que él puede examinar por sí mismo
o por otros, si se querella antes de consultar la ley, lo hace
injustamente, y más bien procede a vejar otros hombres que
a demandar su propio derecho.
Si la cuestión promovida es la de obediencia a un funcionario público, oír leer la wmisión para el cargo que le ha sido
confiado, o tener medios de informarse de ello, cuando uno lo
desee, es una verificación suficiente de su autoridad. En efecto,
cada hombre está obligado· a hacer todo cuanto pueda para
informarse por sí mismo de todas las leyes escritas que pueden
afectar a sus acciones futuras. Conocido el legislador, y sufi2'25
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 26
cientemente publicadas las leyes, sea por escrito o por la luz
de la naturaleza, todavía necesitan otra circunstancia muy material para que sean obligatorias. Ciertamente no es en la letra
sino en la significación, es decir, en la interpretación auténtica
de la ley (que estriba en. el sentido del legislador) donde radica la naturaleza de. la ley. Por tanto, 1: 143] la interpretación de todas las leyes depende de la autoridad soberana, y
los intérpretes no pueden ser sino aquellos que designe el soberano (sólo al cual deben los súbditos obediencia). De otro
modo la sagacidad de un intérprete puede hacer que la ley
tenga un sentido contrario al del soberano; entonces el intérprete se convierte en legislador.
Todas las leyes escritas y no escritas tienen necesidad de
interpretación. La ley no escrita de naturaleza, aunque sea fácil dé- reconocer para aquellos que, sin parcialidad ni pasión,
hacen uso de su razón natural, y, por tanto, priva de toda
excusa a quienes la violan, si se tiene en cU,enta que son pocos,
acaso ninguno, quienes en tales ocasiones no están cegados por
su egoísmo o por otra pasión, la ley de naturaleza se convierte
en la más oscura de todas las leyes, y es, por consiguiente,
la más necesitada de intérpretes capaces. Las leyes escritas,
cuando son breves, fácilmente son mal interpretadas, por los
diversos significados de una o dos palabras: si son largas,. resultan más oscuras por las significaciones diversas de varias
palabras; en este sentido,· ninguna ley escrita promulgada en
pocas o muchas palabras puede ser bien comprendida sin una
perfecta inteligencia de las causas finales para las cuales se
hizo la ley; y el conocimiento de estas causas finales reside
en el legislador. Por tanto, para él no puede habe¡- en la ley
ningún nudo insoluble, ya sea porque puede hallar las extremidades del mismo, y desatarlo, o porque puede elegir un
fin cualquiera (como hizo Alejandro con su espada, en el caso
del nudo gordiano) por medio del poder legislativo; cosa que
ningún otro intérprete puede hacer.
La interpretación de las leyes de naturaleza no depende,
en un Estado, de los libros de filosofía moral. La autoridad
de los escritores, sin la autoridad del Estado, no convierte sus
opiniones en ley, por muy veraces que sean. Lo que vengo es226
PARTE IJ
DEL
ESTADO
CAP. 26
cribiendo en este tratado respecto a las virtudes morales y a su
necesidad para procurar y mantener la paz, aunque sea verdad
evidente, no es ley, por eso, en el momento actual, sino porque
en todos los Estados del mundo es parte de la ley civil, ya
que aunque sea naturaleza razonable, sólo es ley. por el poder
soberano. De otro modo sería un gran error llamar a las leyes
de naturaleza leyes no escritas; acerca de esto vemos muchos
volúmenes publicados, llenos de contradicciones entre unos y
otros, y aun en un mismo libro.
La interpretación de la ley de naturaleza es la sentencia
del juez, constituído por la ley soberana para oír y fallar las
controversias que de él dependen; y consiste en la aplicación
de la ley al caso debatido. En efecto, en el acto del juicio, el
juez. no hace otra cosa sino considerar si la demanda de las
partes está de acuerdo con la razón natural y con la equidad;
y la sentencia que da es, por' consiguiente, la interpretación de
la ley de naturaleza, interpretación auténtica no porque es su
sentencia privada, sino porque la da por autorización del soberano; con ello viene a ser la sentencia del soberano, que es
ley, en aquel entonces, para las partes en litigio. 1144]
Ahora bien, como no hay juez subordinado ni soberano que
no pueda errar en un juicio de ~quidad, si posteriormente, en
otro caso análogo, encuentra más de acuerdo c~n la equidad d2.r
una sentencia contraria, está obligado a hacerlo. Ningún error
humano se convierte en ley suya, ni le oWiga a persistir en él:
nj (por la misma razón) se convierte en ley para otros jueces,
aunque haya hecho promesa de seguirla. En efecto, aunque una
sentencia equivocada que se dé por autorización del soberano,
si él Ja conoce y la permite, viene a constituir una nueva ley
(cuando las leyes son mutables,e incluso las pequeñas circunstancias son idénticas), en cambio, en las leyes inmutables, tales
como son las leyes de naturaleza, no e:xisten leyes respecto
a los mismos o a otros jueces, en los cases análogos que puedan
ocurrir posteriormente. Los príncipes se suceden WlO a otro, y
un juez pasa y otro viene, pero ni el cielo ni la tierra se van,
ni un solo título de la ley de naturaleza desaparece, tampoco,
porque es la eterna ley de Dios. Por tanto, entre todas las
sentencias de los jueces anteriores, que siempre han sido, no
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 26
pueden, todas juntas, ha~er una ley contraria a la equidad natural. Ningún ejemplo de jueces anteriores pueqe garantizar
una sentencia irracional, ni librar al juez actual de la preocupación de estudiar lo que es la equidad (en el caso que ha
de juzgar), según los principios. de su propia razón natural.
Por ejemplo, va contra la ley de naturaleza castigar al inocente}
e inocente es quien judicialmente queda liberado y reconocido
-como inocente por el juez. Supongamos ahora el caso de que
un hombre es acusado de un delito capital, y teniendo en cuenta
el poder y la malicia de algún enemigo, y la frecuente corrupción y parcialidad de los jueces, escapa por temor a lo que
puede ocurrir, y posteriormente es detenido y conducido ante
un tribunal legal donde resulta que no era culpable del delito,
y en consecuencia queda liberado, no obstante lo cual se le
condena a perder sus bienes; esto es una manifiesta condenación del inocente. Afirmo, por consiguiente, que no hay lugar en el mundo donde esto pueda constituir la interpretación
de una ley de naturaleza, o ser convertido en ley por las
sentencias de los jueces anteriores que hicieron lo mismo. Quien
juzgó primero juzgó injustamente, y ninguna injusticia puede
ser modelo de juicio para los jueces sucesivos. Puede existir
una ley escrita que prohiba huir al inocente, y le castigue por
haber escapado; pero que la fuga por temor a un daño deba
ser considerada como presunción de culpabilidad, cuando un
hombre ha sido ya judicialmente absuelto del delito, es contrario a la naturaleza de la presunción, que no tiene ya lugar
después de emitido el fallo. Sin embargo, esta opinión es controvertida por un gran jurista de la ley común en Inglaterra.
Si 1m inocente, dice, es acusado de felonia} y escapa por temor
a esa acusación} aunque judicialmente quede liberado del cargo
de felonía} si se averigua que huyó por tal causa} debe perder
todos sus bienes} castillds} créditos y acciones a pesar de su
inocencia. En efecto} en wanto a la pérdida de ello} la ley no
admitirá prueba contra la presunción legal fundada en el hecho
de su huida. Así veis que un inocente} judicialmente liberado}
a pesar de su inocencia (cuando ninguna ley escrita le prohibía
huir), después de su liberación resulta condenado, por una
presunción legal} a perder todos los bienes que posee. Si la
ley funda sobre su huída una presunción del hecho (que era
2.2.8
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 26
sustancial) la sen- [145] tencia debió haber sido sustancial
también; si la presunción no era hecho ¡por qué había de
perder sus bienes? Por tanto esto no es ley de Inglaterra, ni
es una condena fundada sobre una presunción de ley, sino
sobre la presunción de los jueces. Es, también, contrario a la
ley afirmar que ninguna prueba debe ser admitida contra una
presunción de ley. En efecto, todos los jueces, soberanos y
subordinados, cuando rehusan escuchar pruebas rehusan hacer
justicia: aunque la sentencia sea justa, los jueces que condenan
sin atender las pruebas ofrecidas son jueces injustos, y su presunción no es sino prejuicio, cosa que ningún hombre debe
llevar consigo a la sede de la justici~, cualesquiera que sean
los juicios precedentes o ejemplos que pretenda seguir. Existen
otras cosas de esta naturaleza en las que los juicios de los
hombres han sido pervertidos por confiar en los precedentes;
pero esto bastará para mostrar que aunque la sentencia del juez
sea una ley para la parte que litiga, no lo es para cualquier
juez que le suceda en el ejercicio de ese cargo.
De la misma manera, cuando se trata del significado de
las leyes escritas, no es intérprete de ellas quien se limita a
escribir un comentario sobre las mismas. En efecto, los comentarios están más sujetos a objeción que el texto mismo, y por
tanto necesitan otros comentarios, con lo cual no tendrían fin
tales interpretaciones. Por esta causa, a menos que exista un
intérprete autorizado por el soberano, del cual no pueden apartarse los jueces subordinados, el intérprete no puede ser otro
que el juez ordinario, del mismo modo que ocurre en los casos
de la ley no escrita; y sus sentencias deben ser reconocidas por
quien pleitea como leyes en este caso particular; ahora bien,
no obligan a otros jueces a dar juicios análogos en casos semejantes, porque un juez puede errar en 12 interpretación de
la ley escrita, pero ningún error de un juez subordinado puede
cambiar la ley que constit~lye una sentencia general del so.
berano.
En las leyes escritas, los hombres suelen establecer una
diferencia entre la letra y la sentencia de la ley. Cuando por
letra se entiende cualquiera cosa que puede ser inferida de
las meras palabras, esa distinción es correcta, porque los sig2.2.9
PARTE 1I
DEL
ESTADO
CAP. 26
nificados de la mayoría de las palabras son. ambiguos, bien
por sí mismos o por el uso metafórico que de ellos se hace,
y el argumento puede ser exhibido en diversos sentidos; en
cambio, sólo hay un sentido de la ley. Ahora bien, si por letra
se entiende el sentido literal, entonces la letra y la sentencia
o intención de la ley son una misma cosa, porque el sentido
literal es aquel que el legislador se proponía significar por la
letra de la ley. En efecto, se supone siempre que la intención
del legislador es la equidad, pues sería una gran contumelia
para el juez pensar otra cosa del soberano: Por consiguiente,
si el texto de la ley no autoriza plenamente una sentencia
razonable, debe suplir le con la ley de naturaleza, o, si el caso
es difícil, suspender el juicio hasta que haya recibido una autorización más amplia. Por ejemplo, una ley escrita ordena que
quien sea arrojado de su casa por la fuerza, por la fuerza sea
restituído en slla: pero supongamos que un hombre, por negligencia, deja su casa vacía, y al regresar es arrojado por la
fuerza, caso para el cual no existe una ley concreta. Es evi[1461 dente que este caso está contenido en la misma ley,
pues de otro modo no habría remedio, en absoluto, cosa que
puede suponerse contraria a la voluntad del legislador. A su
vez el texto de la ley ordena juzgar de acuerdo con la evidencia: un hombre es acusado falsamente de un hecho que el
juez mismo vio realizar a otro, distinto del acusado. En este
caso, ni puede seguirse el texto de la ley para condenar al
inocente, ni el juez debe sentenciar contra la evidencia del
testimonio, porque la letra de la leyes lo contrario: solicitará
del soberano la designación de otro juez, y el primero será
testigo. De este modo el inconveniente que resulta de las meras palabras de una ley escrita puede llevar al juez a la intención de la l~y, haciendo que ésta se interprete, así, de la mejor
manera; sin embargo, ninguna incomodidad puede garantizar
una sentencia contra la ley, porque cada juez de lo bueno y
de lo malo, no es juez de lo que es conveniente o inconveniente
para el Estado.
Las aptitudes requeridas en un buen intérprete de la ley,
es decir, en un buen juez, no son las mismas que las que se
exigen de un abogado, especialmente en el estudio de las leyes.
Porque del mismo modo que un juez, cuando ha de tomar
23°
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 26
referencias del hecho, no ha de hacer lo sino de los testigos,
así también no debe informarse de la ley por otro conducto
que por el de los estatutos y constituciones del soberano, alegados en el juicio, o declarados a él por quien tiene autoridad
del poder soberano para declararlos; y no necesita preocuparse
por anticipado de cuál será su juicio, porque lo que él debe
decir respecto al hecho, le habrá de ser suministrado por los
testigos, y lo que debe decir en materia de ley, por quienes
en sus alegaciones lo manifiestan y tienen autoridad para interpretarlo en el lugar mismo. Los Lores del Parlamento en
Inglaterra eran jueces, y muchas causas difíciles han sido oídas
y falladas por ellos; sin embargo, pocos, entre esos Lores, eran
muy versados en el estudio de las leyes, y pocos habían hecho
profesión de ellas; y aunque consultaban con juristas designados para comparecer en aquella oportunidad y cuestión, solamente aquéllos tenían la autoridad para dictar sentencia. Del
mismo modo en los juicios ordinarios de derecho, doce hombres del pueblo llano son los jueces, y dan sentencia no sólo
respecto del hecho sino del derecho, y se pronuncian simplemente por el demandante o por el demandado; es decir, son
jueces no solamente del hecho sino también del derecho, y
en materia de delito no sólo determinan si existió o no, sino
que establecen si fue asesinato, homicidio, felonia, asalto u otra
cosa, conforme a las calificaciones de la ley; pero como no 'se
supone que conocen la ley por sí mismos, existe alguien que
tiene autoridad para informarles de ello en el caso particular
que han de juzgar. Ahora bien, aunque no juzguen de acuerdo
con lo que se les dice, no están sujetos por ello a penalidad
alguna, a menos que aparezca que lo hicieron contra su conciencia, o que fueron corrompidos por vía de cohecho.
Lo que hace un buen juez o un buen intérprete de las
leyes es, en primer término, una correcta comprensión de la
principal ley de naturaleza, llamada equidad, que no dependiendo de la lectura de los escritos de otros hombres, sino de la
bondad del propio raciocinio natural [147] del hombre, se
presume que es más frecuente en quienes han tenido más pO'sibilidades y mayor inclinación para meditar sobre ellas. En
segundo lugar, desprecio de innecesarias riquezas y preferencias. En tercer término, ser capaz de despojarse a sí mismo, en
23 1
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 26
el j1f.icio, de todo temor, miedo, amor, odio y compasión. En
cuarto lugar, y por último, paciencia para oir, atención diligente en escuchar, y memoria para retener, asimilar y aplicar lo
que se ha oído.
La distinción y división de las leyes ha sido hecha de diversas maneras, según los diferentes métodos aplicados por
quienes han escrito sobre ellas. En efecto, es una cosa que no
depende de la naturaleza, sino del propósito del escritor, y es
auxiliar de cualquier otro método del hombre. En la Instituta de Justiniano encontramos siete clases distintas de leyes
civiles. Primera los edictos, constituciones y epístolas del príncipe, es decir, del emperador, puesto que el poder entero del
pueblo residía en él. Análogas a éstas son las proclamaciones
de los reyes de Inglaterra.
2. Los decretos del pueblo entero de ROl1W (incluyendo
el Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por el Senado.
Estas eran leyes, en primer lugar, por virtud del poder soberano que residía en el pueblo; y si no ~ran abrogadas por
los emperadores seguían siendo leyes por la autoridad imperial. En efecto, todas las leyes que obligan se considera que
son leyes emanadas de la autoridad que tiene poder para abrogarlas. Semejantes en cierto modo a estas leyes son las Leyes
del Parlamento en Inglaterra.
3. Los decretos del pueblo llano (con exclusión del Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por los tribunales del
pueblo. En efecto, los decretos que no eran abrogados por los
emperadores seguían siendo leyes por la autoridad imperial.
Análogas a éstas fueron las órdenes de la Cámara de los Comunes en Inglaterra.
4. Senatus consulta, u órdenes del Senado, porque cuando
el pueblo de Roma se hizo tan numeroso que resultaba ya inconveniente reúnirlo, se consideró adecuado por el emperador
que se consultara al Senado, en lugar de hacerlo al pueblo.
Estas disposiciones tienen cierta semejanza con las Actas del
Consejo.
S. Los edictos de los pretores y, en algunos casos, los de
los ediles, cuyo cargo viene a corresponder al de los Justicias
mayores en las Cortes de Inglaterra.
23 2
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 26
6. Responsa prudentum, que eran las sentencias y Op11l10nes de aquellos juristas a quienes el emperador dio autoridad
para interpretar la ley y para resolver las cuestiones que en
materia de leyeran sometidas a su opinión; estas respuestas
obligan a los jueces, al dar sus juicios, por mandato de las
constituciones imperiales, y serían como las recopilaciones de
casos juzgados, si la ley de Inglaterra obligara a otros jueces
a observarlas. En efecto, los jueces de la ley común de Inglaterra no son propiamente jueces, sino jurisconsultos, a quienes Jos jueces, es decir, los lores o doce hombres del pueblo
llano, deben pedir opinión en materia de ley.
7. Finalmente las costumbres 110 escritas (que en su propia
naturaleza son una imitación de la ley), por el consentimiento
tácito del emperador, en caso de que no sean contrarias a la
ley de naturaleza, son verdaderas leyes.
Otra división de las leyes es en naturales y positivas. Son
leyes natu- [148] rales las que han sido leyes por toda la
eternidad, y no solamente se llaman leyes naturales, sino también leyes morales, porque descansan en las virtudes morales,
como la justicia, la equidad y todos los hábitos del intelecto
que conducen a la paz y a la caridad; a ellos me he referido
ya en los capítulos XIV y xv.
Posith.'as son aquellas que no han existido desde la eternidad, sino que han sido instituídas como leyes por la voluntad
de quienes tuvieron poder soberano sobre otros, y o bien son
formuladas, escritas o dadas a conocer a los hombres por algún otro argumento de la voluntad de su legislador.
A su vez, entre las leyes positivas unas son humanas, otras
dh'inas, y entre las leyes humanas positivas, unas son distributi'vas, otras penales. Son distributivas las que determinan los
derechos de los súbditos, declarando a cada hombre en virtud
de qué adquiere y mantiene su propiedad sobre las tierras o
bienes, y su derecho o libertad de acción: estas leyes se dirigen a todos los súbditos. Son penales las que declaran qué
penalidad debe infligirse a quienes han violado la ley, y se
dirigen a los ministros y funcionarios establecidos para ejecutarlas. En efecto, aunque cada súbdito debe estar informado
de los castigos que por anticipado se instituyeron para esas
233
PARTE 1I
DEL
ESTADO
CAP. 26
transgresiones, la orden no se dirige al delinc1.lcnte (del cual
ha de sU¡JOn<;rse que no se castigará conscientemente a sí mismo), sino a los ministros públicos instituÍdos para que las penas
sean ejccutadas. Estas leyes p<,:lules se encuentran escritas en
la mayor parte de los casos con las leyes distributivas, y a veces
se denominan sentencias. En efecto, todas las leyes son juicios·
generales o sentencias del legislador, como cada sentencia particular es, a su vez, una ley para aquel cuyo caso es juzgado.
Las leyes positivas di'uÍnas (puesto que las leyes naturales,
siendo eternas y universales, son todas divinas) son aquellas
que siendo mandamientos de Dios (no por toda la eternidad,
ni universalmente dirigid:ls :l todos los hombres, sino sólo :l
unas ciertas gentes o a determinadas personas) son declaradas
como tales por aquellos a quienes Dios ha autorizado para hacel' dicha declaración, Ahora bien ¡cómo puede ser conocida
esta autoridad otorgada al hombre para declarar que dichas
leyes positivas son leyes de Dios! Dios puede ordenar a un
hombl'c, por vía sobrenatllral, que dé leyes a otros hombres.
Pero como es consustancial a la ley qlle los obligados por ella
adquieran el convencimiento de la autoridad de quien la declara, y nosotros no podemos, naturalmente, adquirirlo direct:uncnte de Dios ¿cómo puede un hombre, siu re"JelaciólI
sohrenatural, asegurarse dc la re-velación recibida pOI' el
declarante, )' cómo puede 'verse obligado ti obedaerla? Por lo
que respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede
adquirir la evidencia de la revelación de otro, sin una revelación particular hecha a él mismo, es evidentemente imposible;
porque si un hombre puede ser inducido a creer tal revelación
por los milagros que ve hacer a quien pretende poseer la, o por
la extraordinaria santicbd de su vida, o por h extraordinal'ia
sahidurÍa y felicidad de SllS acciones (todo lo cual son signos
extraordinarios del favor divino), sin embargo, todo ello no es
testimonio cierto de una revelación especial. Los milagros son
obras maravillosas, pero lo que es maravilloso para unos puede
no serlo para otros. La santidad puede fingirse, y la felicidad
visible en este mundo resulta ser, en muchos casos, obra de
1)ios por causas naturales [1491 Y Ol'dinarias. Por consiguiente,
ningún hombre puede saber de modo infalible, por razón
natural, que otro ha tenido una revc!ación sobrenatural de la
2]4
P,lRTE 1I
DEL
ESTADO
CAP. 26
voluntad divina; sólo puede haber una creencia, y según que
los signos de ésta aparezcan mayores o menores, la creencia
es unas veces más firme y otras más débil.
En cuanto a la segunda cuestión de cómo puede ser obligado a obedecerla, no es tan ardua. En efecto, si la ley exige
que no se proceda contra la ley de naturaleza (que es, indudablemente, ley divina) y el interesado se propone obedecerla,
queda obligado por su propio acto; obligado, digo, a obedecerla, no obligado a creer en ella, ya que las creencias y
meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos
sino, sólo, a la operación de Dios, de modo ordinario o extraordinario. La fe en la ley sobrenatural no es una realización,
sino, sólo, un asentimiento a la misma, y no una obligación
que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente
a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no
es un quebrantamiento de algunas de sus leyes, sino un repudio
de todas ellas, excepto las leyes naturales. Cuanto vengo afirmando puede esclarecerse más todavía mediante ejemplos y
testimonios concernientes a este punto y extraídos de la Sagrada
Escritura. El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo
sobrenatural) era así: Este será mi pacto, que gUa/'dareis
entre mí y vosotros y tu simiente después de ti. La descendencia de .1 braham no tuvo esta revelación, ni siquiera
existía entonces; constituía, sin embargo, una parte del pacto, y estaba obligada a obedecer lo que A braham les manifestara como ley de Dios: cosa que ellos no podían hacer
sino en virtud de la obediencia que debían a sus padres, los
cuales (si no están sujetos a ningún otro poder terrenal,
como ocurría en el caso de Abraham) tienen poder soberano
sobre sus hijos y sus siervos. A su vez, cuando Dios dijo a
ilbraham: En ti deben quedar bendecidas todas las naciones
de la tierra; porque yo sé que tú ordenarás a tus hijos y a
tu Iwga/", después de ti, que tomen la vía del Señor y observen
la rectitud y el juicio, es manifiesto que la obediencia de su
familia, que no había tenido revelación, dependía de la obligación primitiva de obedecer a su soberano. En el monte Sinaí
sólo Moisés subió a comunicarse con Dios, prohibiéndose que
el pueblo lo hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo, estaban obligados a obedecer todo lo que lVioisés les declaró
*
235
PARTE !l
DEL
ESTADO
CAP. 26
como ley de DiDs. i Por qué razón si no por la de sumlSlon
espontánea podían decir: I-l áblanos y te oiremos, pero no dejes
que Dios nos hable a nosotros, o moriremos? En estos dos pasajes aparece suficientemente claro que en un Estado, un súbdito que no tiene una revelación cierta y segura, p~rticular­
mente dirigida a sí mismo, de la voluntad de Dios, ha de
obedecer como tal el mandato del Estado; en efecto, si los
hombres tuvieran libertad para considerar como mandamientos
de Dios sus propios sueños y fantasías, o los sueños y fantasías de los particulares, difícilmente dos hombres se pondrían
de acuerdo acerca de lo que es mandamiento de Dios; y aun
a ese respecto cada hombre desobedecería los mandamientos del
Estado. Concluyo, por Cúnsiguiente, que en todas las cosas que
no son contrarias a la ley moral (es decir, a la ley de naturaleza) todos los súbditos están obligados a obedecer como ley
divina la que se declara como tal por las leyes del Estado.
Esto es evidente para cualquiera razón humana, pues lo que
nq se hace contra la ley de naturaleza puede ser convertido en
ley en nombre de quien 1150 J tiene el poder soberano; y no
existe razón en virtud de la cual los hombres estén menos obligados, si esto se propone en nombre de Dios. Además, no
existe lugar en el mundo donde sea tolerable que los hombres
reconozcan otros mandamientos de Dios que los declarados
como tales por el Estado. Los Estados cristianos castigan a
quienes se rebelan contra la religión cristiana, y todos los demás Estados castigan a cuantos instituyen una religión prohibida. En efecto, en todo aquello que no esté regulado por el
Estado, es de equidad (que es la ley de natural en, y, por
consiguiente, una ley eterna de Dios) que cada hombre pueda
gozar por igual ,de su libertad.
Existe todavía otra distinción de las leyes, en fzmdamentales y no fundamentales; pero nunca pude comprender, en
ningún autor, qué se entiende por ley fundamental. No obstante, con toda razón pueden distinguirse las leyes de esa
manera.
Se estima como ley fundamental, en un Estado, aquella
en virtud de la cual, cuando la ley se suprime, el Estado decae
y queda totalmente arruinado, como una construcción cuyos
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 26
CImIentos se destruyen. Por consiguiente, ley fundamental es
aquella por la cual los súbditos están obligados a mantener
cualquier poder que se dé al soberano, sea monarca o
asamblea soberana, sin el cual el Estado no puede subsistir j
tal es el poder de hacer la paz y la guerra, de instituir jueces,
de elegir funcionarios y de realizar todo aquello que se considere necesario para el bien público. Es ley no fundamental
aquella cuya abrogación no lleva consigo la desintegración del
Estado; tales son, por ejemplo, las leyes concernientes a las
controversias entre un súbdito y otro. Y baste esto ya, en
cuanto a la división de las leyes.
Encuentro que las palabras lex civilis y jus civite, es decir,
ley y derecho civil, están usadas de modo promiscuo para una
misma cosa, incluso entre los autores más cultos, pero no debería ocurrir así. En efecto, derecho es libertad: concretamente,
aquella libertad que la ley civil nos deja. Pero la ley civil
es una obligación, y nos arrebata la libertad que nos dió la ley
de naturaleza. La naturaleza otorgó a cada hombre el derecho
a protegerse a sí mismo por su propia fuerza, y a invadir a
un vecino sospechoso, por vía de prevención; pero la ley civil
suprime esta libertad en todos los casos en que la protección
legal puede imponerse de modo seguro. En este sentido lex y
jus son diferentes de obligación y libertad.
Análogamente, los términos leyes y cartas se utilizan promiscuamente para la misma cosa. Sin embargo, las cartas son
donaciones del soberano, y no leyes, sino exenciones a la ley.
La frase utilizada en una leyes jubeo, injungo; es decir, mando y ordeno; la frase de una carta es dedi, cotlcess;; he dado,
he concedido: pero lo que se ha dado o concedido a un hombre
no se le impone como ley. Puede hacerse una ley para obligar
a todos los súbditos de un Estado: una libertad o carta se refiere tan sólo a un hombre o a una parte del pueblo. Porque
decir que todos los habitantes de un Estado tienen libertad
en un caso cualquiera, es tanto como decir que en aquel caso
no se hizo ley alguna, o que, habiéndose hecho, se halla abroga-da al presente. [151]
237
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 27
CAPITULO XXVII
De los DELITOS, EXIMENTES Y ATENUANTES
U n pecado no es solamente una transgresión de la ley, sino, también, un desprecio al legislador, porque tal desprecio
constituye, de una vez, un quebrantamiento de todas sus leyes.
Por consiguiente, puede consistir no sólo en la comisión de
un hecho, o en la enunciación de palabras prohibidas por las
leyes, o en la omisión de lo que la ley ordena, sino también
en la intención o propósito de transgredir. En efecto, el propósito de quebrantar la ley implica cierto grado de desprecio
a aquel a quien 'corresponde verla ejecutada. Experimentar,
aunque sea en la imaginación solamente, el deleite de poseer
los bienes, los sirvientes o la mujer de otro, sin intención de
tomarlo por la fuerza o por el fraude, no constituye un
quebrantamiento de la ley que dice: N o codiciarás; ni el placer que un hombre puede tener imaginando o soñando la
muerte de aquel de cuya vida no espera otra cosa sino daño y
sinsabores, es un pecado, sino la resolución de poner en ejercicio algún acto que tienda a ello. En efecto, complacerse en
la ficción de aquello que agradaría a un hombre si llegara a
realizarse, es una pasión tan inherente a la naturaleza del hombre y de cualquiera otra criatura viva que hacer de ello un pecado, sería convertir en pecado, también, el hecho de ser hombre. Tales consideraciones me han hecho pensar con severidad
excesiva de quienes sostienen que las primeras, mociones de la
mente, aunque constreñidas por el temor de Dios, son los
pecados. No obstante, confieso que es más juicioso equivocarse
por este lado que por el contrario.
DELITO es un pecado que consiste en la comisión (por acto
o por palabra) de lo que la ley prohibe, o en la omisión de
lo que ordena. ASÍ, pues, todo delito es un pecado: en cambio,
no todo pecado es un delito. Proponerse robar o matar es un
pecado, aunque no se traduzca en palabras o en hechos, porque
238
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP.
27
Dios, que ve los pensamientos del hombre, puede cargárselo
en cuenta; pero hasta que se manifieste por alguna cosa hecha
o dicha, en virtud de la cual la intención pueda ser argüída
por un juez humano, no tiene el nombre de delito: esta distinción era observada por los griegos en las palabras á!lá(lTT}!AU
y EyxAl]!lU o aITLU; la primera de ellas (que traducida significa
pecado) implica violación de una ley cualquiera, mientras que
las últimas (que se traducen por delito) significan solamente
aquel pecado de que un hombre puede acusar a otro. Respecto
a las intenciones que nunca se manifiestan por un acto externo,
no existe lugar para la acusación humana. Del mismo modo,
los latinos significan por peccatum, que quiere decir pecado,
toda forma de desviación de la ley, mientras que como crimen
(palabra que deriva de cerno, que significa percibir) consideran solamente aquellos pecados que pueden ser evidenciados
ante un juez y que, por tanto, no son meras intenciones.
De esta relación entre el pecado y la ley, y entre el delito
y la ley civil, puede inferirse: primero, que donde la ley cesa,
ce- [152] sa el pecado. Pero como la ley de naturaleza es
eterna, la violación de pactos, la ingratitud, la arrogancia y
todos los hechos contrarios a una virtud moral, nunca pueden
cesar de ser pecado. En segundo lugar, que cesando la ley
civil, cesa el delito, porque no subsistiendo ninguna otra ley sino la de naturaleza, no existe lugar para la acusación, puesto
que cada hombre es su propio juez, acusado solamente por su
propia conciencia y alumbrado sólo por la elevación de sus
propias intenciones. Por consiguiente, cuando su intención es
recta, su hecho no es pecado: en caso contrario, su hecho
es pecado, pero no delito. En tercer término, que cuando cesa
el poder soberano cesa también el delito: en efecto, donde no
existe tal poder no hay protección que pueda derivarse de la
ley, y por consiguiente, cada uno puede protegerse a sí mismo
por su propia fuerza, ya que al instituirse un poder soberano
nadie puede suponerse que renuncie al derecho de conservar
su propio cuerpo, para cuya salvaguardia fue, precisamente,
instituída la soberanía. Ahora bien, esto ha de comprenderse
solamente de quienes no han contribuído F')r sí mismos a
apartarse del poder, instituído para protegtfl~'>, ya que esto,
desde el principio, constituiría un delito.
239
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 27
La fuente de todo delito estriba en algún defecto del entendimiento, o en algún error en el razonar, o en alguna violencia repentina de las pasiones. Defecto en el entendimiento
es ignorancia; en el razonamiento, opinión errónea. A su vez,
la ignorancia es de tres clases: de la ley, del soberano y de la
pena. La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa a nadie,
porque en cuanto una persona ha alcanzado el uso de razón, se
la supone consciente de que no debe hacer a otro lo que no
quiere que le hagan a él. Por tanto, en cualquier lugar a donde
vaya un hombre, si hace algo contrario a esa ley, es un delito.
Si un hombre viene de las Indias a nuestras tierras, y persuade
a los hombres para que· reciban una nueva religión, o les enseña alguna cosa que tiende a fomentar la desobediencia de
las leyes de este país, por muy persuadido que esté de la verdad
de lo que enseña comete un delito, y puede ser justamente
castigado por razón del mismo, no sólo porque su doctrina es
falsa, sino, tambi'én, porque hace algo que no aprobaría en
otro: concretamente, que yendo de nuestro país 'se propusiera alterar la religión en el suyo. Ahora bien, la ignorancia
de la ley civil excusará a un hombre en un país extraño, hasta
que le sea declarada; hasta entonces, ninguna ley civil es
obligatoria.
De la misma manera, si la ley civil del país propio de
un hombre no se halla tan suficientemente declarada que él
pueda conocerla si quiere, ni la acción contra la ley de naturaleza, la ignorancia es una buena excusa: en los demás casos,
la ignorancia de la ley civil no exime.
La ignorancia del poder soberano en la localidad que es la
ordinaria residencia de un hombre, no le excusa, porque debe
adquirir noticia del poder por el cual ha sido protegido allí.
La ignorancia de la pena, cuando la leyes declarada, no
exime a nadie. En efecto, al quebrantar la ley, que sin el temor
de la pend consecuente no sería una ley sino palabras vanas,
incurre en penalidad, aunque no sepa cuál es ésta; y es así
porque quien voluntariamente realiza una acción acepta todas
las consecuencias conocidas de ella. El castigo es una consecuencia manifiesta de la violación de las leyes en cada r 53] Estado; castigo que si está determinado ya por la ley, se halla
r
24°
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 27
sujeto a ésta; en caso contrario el castigo a que puede estar
sujeto resulta arbitrario. Es de razón que quien hace una injuria sin otra limitación que la de su voluntad, debe sufrir
castigo sin otra limitación que la de su voluntad cuya leyes
por ello violada.
Ahora bien, cuando una pena se asocia al delito en la ley
misma, o ha sido usualmente infligida en casos análogos, entonces el delincuente queda eximido de una mayor penalidad.
En efecto, si de antemano se conoce el castigo, cuando éste no
es bastante grande para disuadir de la acción, constituye un
estímulo para ella, porque cuando los hombres comparan el
beneficio de la injusticia por ellos cometida con el daño que
representa su castigo, por razón de naturaleza eligen lo que resulta preferible para ellos, y por tanto, cuando son castigados
más de lo que la ley había determinado anteriormente, o más
que otros. fueron castigados por el mismo crimen, es la ley
la que los induce al malo los lleva al error.
Ninguna ley promulgada después de realizado un acto,
puede hacer de éste un delito, porque si el hecho es contra la
ley de naturaleza, la ley existía ya antes de la acción; pero
de una ley positiva no puede tenerse noticia antes de que se
. promulgue, y, por tanto, no puede ser obligatoria. Ahora bien,
por la razón inmediatamente alegada antes, cuando la ley que
prohibe un heého se hace antes que el hecho se realice, quien
realiza el hecho queda sujeto a la pena ulteriormente establecida, en caso de que anteriormente una pena no menor hubiera
sido dada a conocer por escrito o por vía de ejemplo.
Por defecto en el razonar (es decir, por error) propenden
los hombres a violar la ley en tres aspectos. Primero, por
presunción de falsos principios, como es la errónea apreciación de que en todos los lugares y en todos los tiempos las
acciones injustas han sido autorizadas por la fuerza, así como
las victorias de quienes las han cometido, y que cuando los
hombres poderosos quebrantan las leyes de su país consideran
a los más débiles y a los fracasados en sus empresas como los
únicos delincuentes, tomando, además, como principios y motivos de su razonamiento, frases como las siguientes: Que la
justicia no es sino una palahra vana; que todo aquello que un
24 1
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 27
hombre pueda obtener por su propia actividad y fortuna es
suyo; que 1'1 práctica de todas las naciones 110 puede se" in·
justa; que los ejemplos de tiempos anteriores sor, buenos argumentos para hacer lo mismo otra vez, y otras muchas de
este género. Admitido esto, ningún acto por sí mismo puede
~el' delito, sino que lo será () no (no por la ley sino) según
el éxito de quien lo cometa; y el mismo hecho resulta virtuoso o vicioso, según disponga la fortuna; de manera que lo
que klario consideró como delito, Silo lo estima meritorio, y
César (subsistiendo las mismas leyes) lo convierte de nuevo
en delito, provocando todo dIo una constante perturbación de
la paz de! Estado.
En segundo lugar, por falsos maestros que o bien hacen
una errónea interpretación de la ley de naturaleza, poniéndola,
por consiguiente, en contradicción con la ley civil, o bien enseñan como leyes doctrinas propias o tradiciones de tiempos
antiguos que son incompatible~ con el deber de un sÍlbdito.
En tercer lugar, por inferencias erróneas de verdaderos
principios, lo cual sucede comúnmente a los hombres que son
rápidos y precipitados en decidir [154] y resolver lo que harán, así ocurre con aquellos que tienen una gran opinión de
su propia inteligencia, y creen que las cosas de esta naturaleza
no requieren tiempo y estudio, sino, solamente, una experiencia común y un buen talento natural, de lo cual nadie se encuentra a sí mismo desprovisto: en cambio, el conocimiento de
10 justo y de lo injusto, que no es. menos difícil, nadie pretende tenerlo sin un estudio amplio y prolongado. De estos
defectos en el razonar, ninguno puede excusar (aunc¡\!e alguno
de ellos sea susceptible de atenuar) un delito en quien aspire
a la administración de sus propios negocios; mucho menos en
quienes desempeñan un cargo público, ya que presumen de
poseer una razón, sobre cuya falta habrían de apoyar la exención.
Entre las pasiones que con mayor frecuencia son causa de
delito una es la vanagloria; es decir, la insensata estimación
de la propia valía; como si la diferencia de dignidad fuera un
efecto de su ingenio, riqueza, linaje o alguna otra calidad 11<1tural que no dependa de la voluntad de quienes tienen autoridad emanad" del soberano. De aquí procede la presunción,
2.4-2
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 27
en que tales hombres se hallan, de que los castigos establecidos
por las leyes y generalmente extendidos a todos los súbditós,
110 deben ser infligidos a ellos con el mismo rigor con que
descargan sobre los hombres pobres, oscuros y sencillos, que se
comprenden bajo la denominación de 'Vulgo.
Por lo común ocurre, como consecuencia, que quienes se
estiman a sí mismos por la grandeza de sus caudales, se aventuran a realizar delitos con la esperanza de escapar al castigo
corrompiendo la justicia pública u obteniendo el perdón a
cambio de dinero u otras recompensas.
y que quienes tienen muchos y poderosos parientes, y
quienes gozan de popularidad y han ganado reputación entre
la multitud, se animan a violar las leyes con la esperanza de
oprimir el poder, al cual corresponde ejecutarlas.
y quienes tienen una elevada y falsa opinión de su propia
sabiduría, toman a su cargo la reprensión de las acciones y ponen
en tela de juicio la autoridad de quien gobierna, trastornando
las leyes con sus discursos públicos, en el sentido de que
lJada deoe ser delito sino lo que reclaman sus propios designios.
Ocurre también que algunos de estos hombres se jactan de
aquellos delito'; que consisten en el ejercicio de la astucia y en
el engaño a los vecinos, y piensan que sus designios son excesivamente sutiles para ser advertidos. He aquí lo que yo considero como efectos de una falsa presunción de su propia
sabiduría. Entre quienes son los primeros instigadores de perturbación en el Estado (y esto no puede ocurrir si no existe
una guerra civil), muy pocos logran conservar su vida tiempo
bastante para ver realizados sus nuevos designios: así que el
beneficio de sus delitos redunda en favor de la posteridad, tal
como ellos sólo en último lugar hubieran deseado, lo cual arguye que no tenían tanta sagacidad como ellos pensaban. Y
quienes engañan confiando en que no serán descubiertos, se
engañan a sí mismos (ya que la oscuridad en la cual creen
hallarse envueltos no es otra cosa que su propia ceguera); y
no son más sabios que los niños que piensan estar escondidos
cuando se tapan los o jos.
Generalmente todos los hombres animados por la vanaglo!"i:¡ (:¡ menos que sean l 1 55] timoratos) están sujetos a
2.43
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 27
la ira, ya que son más propensos que otros a considerar como
desprecio la ordinaria libertad de la conversación. Y pocos
delitos existen que no puedan ser producidos por la ira.
En cuanto a los delitos que se engendran en las pasiones del
odio, la concupiscencia, la ambición y la codicia, son tan obvios
a la experiencia y al entendimiento de todos, que no hace falta
decir nada de ellos, salvo que son dolencias tan consustanciales á la naturaleza, lo mismo del hombre que de todas las
criaturas vivas, que sólo un uso extraordinario de la razón,
o una severidad constante en castigarlos puede impedir sus
efectos. Porque en las cosas odiadas encuentran los hombres
una molestia continua e inconfesable; por lo cual o la paciencia
humana se impone, o precisa hallar la tranquilidad eliminando el poder de quien molesta. Lo primero es difícil; lo segundo resulta m~chas veces imposible sin cierta violación
de la ley. La ambición y la codicia son, también, pasiones
absorbentes y opresoras, y, en cambio, la razón no siempre actúa
para resistirlas; por tanto, en cuanto la esperanza de impunidad
aparece, se manifiestan sus efectos. En cuanto a la concupiscencia, lo que le falta de continuidad le sobra de vehemencia,
lo cual basta para disipar el temor de· castigos inciertos o
fáciles de evitar.
De todas las pasiones la que en menor grado inclina al
hombre a quebrantar las leyes es el miedo. Exceptuando algunas naturalezas generosas, es la única cosa, cuando existe
una apariencia de provecho o placer, derivadas del quebrantamiento de las leyes, que hace que los hombres las observen.
Sin embargo, en muchos casos puede cometerse un delito por
miedo.
Un miedo cualquiera no justifica la acción que ·produce,
sino sólo el miedo a un daño corporal, lo que llamamos temor
físico, y del cual uno no sabe cómo liberarse sino por la acción. Si un hombre se ve asaltado y teme por su muerte
inmediata, de la cual no ve cómo escapar sino hiriendo a
quien le acomete, si lo hiere de muerte no comete un delito,
porque al instituir un Estado nadie renunció a la defensa de
su vida o de sus miembros, cuando la ley no puede llegar a
tiempo para asistirlo. Pero matar a un hombre porque de sus
244
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 27
acciones o amenazas puedo argUlr que su deseo es matarme
(cuando tengo oportunidad y medios de pedir protección al
poder soberano), es un delito. Por otra parte, si un hombre
escucha palabras desagradables o pequeñas injurias (para las
cuales las leyes no han señalado castigo alguno, ni pensado que
quien tiene uso de razón vaya a preocuparse de ellas) y teme
que si no toma venganza incurrirá en el desprecio ajeno, y,
como consecuencia, se hallará expuesto a que otros le injurien
de igual modo; y para evitar esto quebranta la ley y se protege a sí mismo para el futuro, por el terror que le inspira
la venganza privada, entonces comete un delito, porque el dano
no es corpóreo sino imaginario y (aunque en este rincón del
mundo se considera intolerable por una costumbre que comenzó no hace muchos años entre gente joven y vanidosa)
tan leve que una persona consciente de su propio valor no
hará caso de él. Igualmente, un hombre puede temer a los
espíritus, bien sea por su propia superstición o por dar excesivo crédito a otros hombres que le hablan de extraños [156]
sueños y visiones; y puede hacérseles creer que recibirá perjuicio por hacer u omitir diversas cosas cuya acción u omisión,
sin embargo, es contraria a las leyes. Lo que por tal razón se
haga u omita no puede excusarse por dicho temor, sino que
es un delito. En efecto (tal como he mostrado anteriormente,
en el capítulo 11) los sueños no son, naturalmente, sino fantasías o imágenes que se conservan mientras dormimos, a base
de las impresiones que nuestros sentidos han recibido anteriormente, cuando estaban despiertos; y cuando los hombres,
por algún accidente, no tienen la seguridad de que dormían,
creen que vieron visiones reales, y, por tanto, quien se atreve
a quebrantar la ley a base de su sueño propio o del ajeno, o
de una pretendida visión, o de otra idea del poder de los espíritus invisibles, distinta de la permitida por el Estado, se
aparta de la ley de naturaleza, lo cual implica una cierta
ofensa, y sigue los dictados de su propia imaginación o del
cerebro de otro individuo, sin que pueda saber si significa alguna cosa o nada, ni si quien le comunica su sueño dice verdad
o mentira; porque si a cualquier particular se le permitiera
hacer esto (como podría hacerlo por la ley de naturaleza, si
245
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 27
alguna existiera) no podría existir ninguna ley, y el Estado
quedaría disueito.
De estos diferentes orígenes de delitos se infiere, desde
luego, que no todos los delitos (contra lo que afirmaban los
estoicos de los tiempos antiguos) son del mismo linaje. No
sólo existe lugar para la EXIMENTE, en virtud de la cual llega
a probarse que lo que parezca ser un delito no lo es en absoJuto, sino también para la ATENUACIÓN, en cuya virtud el
delito que parecía grande se aminora. En efecto, aunque
todos los delitos merezcan por igual el nombre de injusticia)
del mismo modo que toda desviación de la línea recta implica
una cierta sinuosidad, como observaron acertadamente los estoicos, no debe deducirse de esto que todos los delitos sean
igualmente injustos, del mismo modo que no todas las líneas
curvas son igualmente curvas; cosa que los estoicos no tuvieron
en cuenta cuando éonsideraban un delito tan grande matar
una gallina, en contra de la ley, como matar al propio padre.
Lo que excusa totalmente un hecho y elimina de U la
naturaleza de delito no puede ser otra cusa sino lo que, al
mismo tiempo, suprime la obligación establecida por la ley.
En efecto, una vez cometido un hecho contra b. ley, si quien
lo cometió estaba obligado a ella, su acto no puede ser otra
cosa que un delito.
La falta de medios de conocer la ley exime totalmente.
En efecto, la ley de la cual uno no tiene medio de informarse,
no es obligatoria. Pero la falta de diligencia en averiguar no
puede ser considerada como falta de medios, ni quien presume
de razón bastante para el gobierno de sus propio~ negocios
puede suponerse que carece de medios para conocer las leyes
de naturaleza, porque estos medios son conocidos por la razón
que presume poseer: sólo los niños y los locos pueden tener
excusa en las ofensas que realizan contra la ley natural.
Cuando un hombre está cautivo o en poder del enemigo
(y se halla en poder del enemigo lo mismo si lo está su persona
que sus medios de vida), si esta situación no se debe a culpa
suya, cesa la obligación de la ley, ya que debe obedecer al
enemigo o morir, y por consiguie!J.te, tal obediencia no es un
delito, porque nadie está obligado (cuando falla la protección
~46
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 27
de la ley) a dejar de protegerse a sí mismo por los mejores
medios que pueda. [157]
Si un hombre, por terror a la muerte inminente, se ve obligado a realizar un acto en contra de la ley, queda excusado
totalmente, ya que ninguna ley puede obligarle a renunciar
a su propia conservación. Suponiendo que una ley fuera obligatoria, un hombre razonaría de este modo: Si no lo hago,
moriré ahora; si lo hago, moriré después; por consiguiente,
haciéndolo he asegurado una vida más larga. La naturaleza,
por lo tanto, le compele a realizar el acto.
Cuando un hombre está desprovisto de alimento o de otra
cosa necesaria para su vida, y no puede protegerse a sí mismo
de ningún otro modo sino realizando algún acto contra la ley,
como, por ejemplo, cuando en períodos de gran escasez torna
el alimento por la fuerza, o roba lo que no puede obtener
por dinero o por caridad, o en defensa de su vida arrebata la
espada de manos de otro hombre, queda totalmente eximido
por la razón que antes alegamos.
Por otra parte, los hechos efectuados contra la ley por
autorización de otro, quedan excusados por esta autorización,
y recaen sobre el autor, porque nadie debe acusar su propio
acto en otro que no es más que su instrumento; en cambio,
no queda eximido contra una tercera persona injuriada por
dIo, porque en esa violación de la ley tanto el autor como el
actor son delincuentes. De aquÍ se deduce que si la persona o
la asamblea. que tiene el poder soberano, ordena a un hombre
que haga algo contrario a una ley anterior, la realización de
ese acto queda totalmente eximida, porque no debe condenarse a sí mismo, ya que el mismo soberano es el autor, y lo
que justamente no puede ser condenado por el soberano, no
puede, en justicia, ser castigado por ningún otro. A su vez,
cuando el soberano ordena alguna cosa hecha contra una ley
anterior suya, la orden, respecto a este hecho particular, constituye una abrogación de la ley.
Si el hombre o asamblea que tiene el poder soberano repudia un derecho esencial a la soberanía, mediante el cual
aumenta en el súbdito cualquiera libertad incompatible con el
poder soberano, es decir, con la verdadera esencia de un Es-
2.47
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 27
tado, si el súbdito rehusara obedecer la orden en alguna cosa
contraria a la libertad otorgada, ello constituiría, a pesar de
todo, un pecado contrario a la obligación del súbdito, ya que
éste debe conocer lo que es inco,mpatible con la soberanía, puesto que ésta se instituyó por su propio consentimiento y para
su propia defensa," y la libertad incompatible con ello no pudo
ser otorgada sino por ignorancia de las perniciosas consecuencias 'que trae consigo. Pero si no solamente desobedece, sino
que, además, resiste a un funcionario público en la ejecución
de la aludida orden, entonces comete un delito, ya que (sin
quebrantamiento de la paz) podía haber formulado querella
para ver reconocido su derecho.
,
Los grados de delito st: establecen según diversas escalas,
y se miden: primero, por la malignidad de la fuente o causa;
segundo, por el contagio del ejemplo; tercero, por el daño
del efecto; y cuarto, por la concurrencia de tiempos, lugares
y personas.
El mismo hecho realizado contra la ley, si procede de la
presunción de fortaleza, riqueza o amistades para resistir a
quienes han de ejecutar la ley, es un delito más grande que
si procede de la esperanza de no ser descubierto o de escapar
huyendo. En efecto, la presunción de una impu- [1 S8]
nidad basada en la fuerza es una raíz de la cual brota, en todo
tiempo y en todo género de tentaciones, un desprecio a todas
las leyes, ya que en ese último caso el temor al peligro, que
obliga a huir a un hombre, le hace más obediente para el futuro.
Un delito que conocemos como tal, resulta mayor que el mismo
delito procedente de una falsa persuasión, de que constituye
un acto legítimo. En efecto, quie'n lo comete a conciencia, presume de su fuerza o de otro poder que le estimula a cometerlo otra vez; en cambio, quien lo hace por error, en cuanto
le advierten de ello vuelve a conformarse con la ley. Aquel
cuyo error procede' de la autoridad de un maestro o de un
intérprete de la ley, públicamente autorizado, no es tan culpable como aquel otro cuyo error deriva de una perentoria
prosecución de sus propios principios y razonamientos. En
efecto, lo que enseña uno' que instruye por autorización pública, lo enseña, en realidad, el Estado, y tiene una apariencia
248
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 27
de ley, mientras la misma autoridad lo controla; y en todos
los delitos que no contienen en sí una negación del poder
soberano, ni son contra una ley evidente, exime de modo total:
mientras que quien funda sus acciones sobre su juicio privado
se mantendrá en pie o caerá, de acuerdo con la rectitud o
error del mismo.
El mismo hecho, si ha sido constantemente castigado en
otros hombres, es un delito mayor que si hubiera habido otros
ejemplos precedentes de impunidad, ya que aquellos ejemplos
son otros tantos auspicios de ímpunidad, ofrecidos por el
soberano mismo. Y como quien provee a un hombre con semejante esperanza y presunción de gracia, estimulándole a ofender, tiene una participación en la ofensa, no puede, razonablemente, cargar la culpa entera sobre el ofensor.
U n delito que tiene como origen una pasión repentina, no
es tan grande como si deriva de una larga meditación.
En el primer caso existe una posibilidad de atenuación, basada
en la general debilidad de la naturaleza humana; ahora bien)
quien lo hace con premeditación obra de modo circunspecto,
cierra los ojos al castigo con que la ley amenaza, y a las
consecuencias del mismo, frente a la sociedad humana; todo
lo cual ha despreciado al cometer el delito, posponiéndolo a
sus propios apetitos. Ahora bien, no existe pasión repentina
suficiente para una excusa total, porque todo el tiempo transcurrido entre el conocimiento de la ley y la comisión del
hecho debe ser considerado como período de deliberación, ya
que, meditando sobre la ley, cabe rectificar la irregularidad
de las pasiones.
En cuanto la leyes públicamente promulgada, e interpretada con asiduidad ante el pueblo entero, un hecho realizado
contra ella constituye un delito mayor que si no se procura
una información semejante, y los súbditos la averiguan con
dificultad, incertidumbre e interrupción de la /!xigentia de que
la ley se cumpla, teniendo que ser informados por individuos
particulares; en este caso, parte de la falta descarga sobre la
abulia general, mientras que en el primero existe aparente
negligencia que no deja de implicar cierto desprecio al poder
soberano.
249
PARTE JI
J)EL
ESTADO
CAP. 27
Aquellos hechos que la ley condena expresamente, pero
que el legislador tácitamente aprueba por otros signos manifiestos de su voluntad, son delitos menores que los mismos
hechos condenados por la ley y 'por el legislador. Si advertimos que la voluntad dd legislador es una ley, aparecen l 159]
eH este caso dos leyes contradictorias que eXCU:iarÍan totalmente
:i) 108hombre5 estuvieran obligados a tener noticia de la aprobación del soberano por otros argumentos distintos de los
expresados por su mandato. Ahora bien, como existen castigos
no sólo consiguientes a h transgresión de la. ley, sino tambi~n
a h observancia de ella, d legislador es, en parte, causante
de la transgresión, y, por consiguiente, no pLLede razomhlemente imputarse al delincuente la totalidad dd delito. Pur
ejemplo, la ley condena Jos ducios, y el castigo se hace necesario.Pero, a su vez, quien ¡'ehusa batirse está expuesto al
desprecio y a la burla, sin remedio; a veces, es el mismo soberano quien lo considera indigno de desempeñar algún cargo
o mando en la guen-;.¡o Si en consideración a eLlo acepta el dudu)
teniendu en Cllenta que todos los hombres se propimcn rccta ..
mente gonr de una buena opinión t:n quienes ejercen el poder
sobcr:mo, en razón no deberá ser mstigado rigurosamente, y
\1n:1 parte de la hIta deberá rCGter sobre el que castiga. Lo
que digo no implica un afán de dar rienda suelta a las veng"nzas priv:ldas o a cualquler otro género de desobediencia,
sino que los gobernantes deben cuidar de no dar pábulo, in
directamente, a una cosa que de modo directo pruhiben. Los
ejemplos de los príncipes respecto a quienes los contemplan,
son y han sido siempre más vigorosos para g"bernar sus ae
c¡ones que las leyes m,ismas. Y aunque nuestro deher (onsi,.te
en hacer no lo que ellos hacen, sino lo que dicen, semejante
deber mmGl será cumplido hasta que plazca a Dios dar a los
hombres una gracia extraordinaria y sobrenatural para seguir
este precepto<
Por otro lado, si comparamos los delitos con d agravio de
sus efectos, en primer término, el mismo hecho cuando redunda en perjuicio de varios es mayor que cuando redunda
en daño de unos pocos. Por cunsiguiente, cua.ndo un hecho
daña no sólo en el presc:nte sino, también, por ejemplo, en el
futuro, constituye un ddito mayor que si el daño sólo se
PARTE JI
DEL
ESTADO
CAP. 27
limita al presente, ya que el primero es un delito fértil, y
extiende y multiplica el daño, mientras que el segundo es
improductivo. Mantener doctrinas contrarias a la religión establecida en el Estado es una falta mayor en un sacerdote
Clutorizauo que en una persona privada. Otro tanto es, en él,
vivir de modo profano o incontinente, o realizar un acto irreligioso cualquiera. Así también, en un profesor de leyes,
mantener algún punto o realizar algún acto que tienda a
debilitar el podn soberano, es un delito mayor que en otro
humbre: aSimismo, en un hombre que tiene reputación de
sabiduría, hasta el punto de que sus consejos son seguidos
() ~,us acciones imitadas por los demás, el acto que realiza contra
!el lty es un delito mayor que el mismo hecho efectuado por
I1tro, porque tales hombres no solamente cometen delito, sino
qt.iI~ Jo enseñan como ley a todos los demás hombres. Por Jo
general, todos los delitos son mayores por el esdindalo que
dan, es decir, ]JOl"que son un obstáculo para el débil, que ao
oJIlsidera tanto el camino en que se aventura como la luz
de que otros hombres sO!~ portadurc':>, delante de él.
Así también, los hechos de hostilidad contra la presente
;,rgal1inción del Estado son delitos mayores que los mismos
Jetos realizados contra personas particulares, porque el estrago
se extiende por sí mismo a todos. Tal ocurre con la revelación
de las fuerzas o de los secretos del Estado a un enemigo; con
los atentados que se cometen contra el representante del Estado, se:L un monarca o una asamblea; y con todo C\!:lnto de
I ¡ (,0 1 pahbra o de hecho, tiende a disminuir la autoridad del
mismo, sea en el momentu presente o en tiempos sucesivus:
estos delitus eran denominados por los latinos crimi;¡a {(Esa:
IMjeslalÍs, y consi!iten en un designio o acto contrario a una
ley fundamentaL
:\nálogamentc, aquellos delitos que rinden juicios sin
efecto son delitos mayores que las injurias hechas a una o a
unas pocas personas; del mismu modo que recibir dinero por
emitir un falso testimonio es un delito mayor que engañar
de otro modo a un hombre acerca de una mi!ima suma u otra
mayor. En efecto, no sólo yerra quien fracasa en estos juicios,
sino que todos los juicios se hacen inútiles y el caso queda
abandonado a Ja fuerza y la venganza privada.
25 1
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 27
Así también, el robo y el fraude al tesoro o a las rentas
públicas es un delito mayor que el robo o el fraude hecho a
un particular, ya que robar al erario público es robar a varios
a un tiempo.
Así también, la usurpación fraudulenta del ministerio público, la. falsificación de los sellos públicos o de las acuñaciones
públicas, así como la usurpación de la personalidad de un particular, o de su sello, a causa del fraude correspondiente, redunda en perjuicio de vari.os.
De los hechos contra la ley, efectuados contra particulares,
el delito mayor es aquel ert que el daño resulta más' sensible,
a juicio del común de los hombres. Por consiguiente,
Matar en contra de la 'leyes un delito mayor que cualquier
otro daño, conservándose la vida.
Matar con tormento, mayor que matar simplemente.
Mutilación de un miembro, mayor que el despojo de los
bienes de un hombre.
Despojar a un hombre de sus bie:1es por terror a la muerte
o a ser herido, es delito mayor que la sustracción clandestina.
y sustraer clandestinamente, mayor que obtenerlo por consentimiento fraudulento.
La violación de la castidad por la tuerza, mayor que por
la seducción.
y de una mujer casada, mayor que de una soltera.
Todas estas cosas están comúnmente evaluadas así, aunque
algunos hombres son más o menos sensibles a la misma ofensa.
No obstante, la ley no considera la inclinación particular sino
la general de la especie humana.
Pot consiguiente, la ofensa que los hombres hacen por
contumelia, mediante palabras o gestos, cuando no producen
otro daño que el agravio presente de quien lo recibe fue poco
atendida en las leyes de los griegos, romanos y otros Estados
antiguos y modernos, suponiéndose que la verdadera causa
de tal agravio no consiste en la contumelia, la cual no prende
en hombres conscientes de su propia virtud, sino en la pusilanimidad de quien es ofendido por ello.
25 2
PARTE 11
DEL
ESTA.DO
CA.P. 27
Un delito contra un particular puede resultar agravado por
la persona, tiempo y lugar. Matar al propio padre es un delito
mayor que matar a otra persona, porque, aunque ha rendido
su poder a la ley civil, el padre debe ser honrado como
soberano, puesto qu~ tuvo originariamente ese poder, por naturaleza. Robar a un pobre [161] es un delito mayor que
robar a un rico, ya que para el pobre el daño es más sensible.
Un delito cometido en tiempo o lugar destinado a la devoción es mayor que si se comete en otro lugar y tiempo, porque revela un mayor desprecio de la ley.
Podrían añadirse otros ejemplos de agravación y atenuación,
pero con los citados hemos establecido ya cuán obvio es para
cada hombre tener en cuenta el nivel de cualquier otro delito
que se considere.
Por último, como en la mayoría de los delitos se hace una
injuria no solamente a un hombre privado, sino también al
Estado, el mismo delito, cuando la acusación se hace en nombre
del Estado, se denomina delito público, y cuando se hace en
nombre de un particular, delito privado. Los juicios relacionados con ellos se llaman públicos, judicia puhlica, o pleitos
de la corona; y pleitos privados. En cuanto a la acusación de
asesinato, si el acusador es un particular, el pleito es privado;
si el acusador es el soberano, el pleito es público.
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP. 28
CAPITULO XXVIII
De las
PENAS
y de las
RECOMPENSAS
Una PENA es un daño infligido por la autoridad pública
sobre alguien que ha hecho u omitido lo que se juzga por la
misma autoridad como una transgresión de la ley, con el fin
de que lo 'Voluntad de los hombres pueda quedar, de' este modo, mejor dispuesta para la obediencia.
Antes de que yo deduzca alguna cosa de esta definición,
precisa contestar a una cuestión de mucha importancia, a saber: por qué puerta penetra el derecho o autoridad de castigar, en cada caso. En efecto, por lo que antes se ha dicho,
nadie se supone ligado por el pacto a no resistir a la violencia,
y, por consiguiente, no puede pretenderse que haya dado ningún derecho a otro para poner violentamente las manos sobre
su persona. Al instituirse un Estado, cada uno renuncia al
derecho de defender a otro, pero no al de defenderse a sí
mismo. Él mismo se obliga a asistir a quien tiene la soberanía,
cuando castiga a los demás; pero no cuando le castiga a él
mismo. Pactar esa asistencia al soberano para que éste castigue
a otro, a menos que quien pacta tenga un derecho a hacerlo él
mismo, no es darle un derecho a castigar. Es, por consiguiente,
manifiesto que el derecho que el Estado (es decir, aquel ~
aquellos que lo representan) tiene para castigar, no está fundado en ninguna concesión o donación de los súbditos. Pero
ya he mostrado anteriormente que antes de la institución del
Estado, cada hombre tiene un derecho a todas las cosas, y a
hacer lo que considera necesario para su propia conservación,
sojuzgando, dañando o matando a un hombre cualquiera para
lograrlo. En esto estriba el fundamento del derecho de castigar
[1621 que es ejercido en cada Estqdo. En efecto, los súbditos
no dan al soberano este derecho, sino que, solamente, al despojarse de los suyos, le robustecen para que use su derecho
propio como le parezca adecuado para la conservación de todos
254
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 28
ellos: así que no fue un derecho dado, :si.no dejado a él, y a él
solamente; y con excepción de los límites que le han sido
puestos por la ley natural, tan enteramente como en la condición de mera naturaleza y de guerra de cada uno contra su
vecino.
De la definición de pena deduzco: primero, que ni las
venganzas privadas ni las injurias de individuos particulares
pueden ser propiamente consideradas como penas, puesto que
no proceden de la autoridad pública.
En segundo térmipo, que ser menospreciado o privado de
preferencia por el favor público no es una pena, porque ningún
nuevo mal se inflige con ello a quien se mantiene en la situación que antes tenía.
En tercer lugar, que el mal infligido por la autoridad
pública, sin pública condena precedente, no puede señalarse
con el nombre de pena, sino de acto hostil, puesto que el hecho
en virtud del cual un hombre es castigado debe ser primeramente juzgado por la autoridad pública, para ser una transgresión de la ley.
En cuarto lugar, que el mal infligido por el poder usurpado, y por jueces sin autoridad del soberano, no es pena
sino acto de hostilidad, ya que los actos del poder usurpado
no tienen como autor la persona condenada y, por tanto, no
son actos de la autoridad pública.
En quinto lugar, que todo el mal que se inflige sin inten.ción, o sin posibilidad de disponer al delincuente, o a otr0s
hombres (a ejemplo suyo), a obedecer las leyes, no es pena
sino acto de hostilidad, ya que sin semejante fin ningún daño
hecho queda comprendido bajo esa denominación.
En sexto lugar, aunque ciertas acciones llevan consigo, por
naturaleza, diyersas consecuencias perniciosas, como, por ejemplo, cuando un hombre al atacar a otro resulta muerto o herido,
o cuando cae enfermo por hacer algún acto ilegal, semejante
daño, aunque con respecto a Dios, que es el autor de la Naturaleza, puede decirse que es infligido por Él, y constituye,
por tanto, un castigo divino, no está contenido bajo la denominación de pena con respecto a los hombres, porque no es
infligido por la autoridad de éstos.
255
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 28
En séptimo lugar, si el daño infligido es menor que el
beneficio de la satisfacción que naturalmente sigue al delito
cometido, este daño no queda comprendido en tal definición,
y es más bien el precio o redención que no la pena señalada
a un delito. En efecto, es consustancial a la pena tener como
fin la disposición de los hombres a obedecer la ley, fin que
(si es menor que el beneficio de la transgresión) no se alcanza;
antes bien, se aleja uno en sentido contrario.
En octavo lugar, si una pena está determinada y prescrita
en la ley misma, y, después de cometido el delito, se inflige
un castigo mayor, el excedente no es castigo, sino acto de
hostilidad. Si se tiene en cuenta que la finalidad de la pena
no es la venganza sino el terror, y el terror de una condena
considerable, desconocida, queda eliminada por la declaración
de una menor, la adición inesperada no es parte de la [r63]
pena. Pero donde no existe un castigo determinado por la ley,
cualquiera penalidad que se inflija tiene la natur¡tleza de castigo. En efecto, quien se decide a la violación de una ley
cuando ninguna penalidad está determinada, se expone a un
castigo indeterminado, es decir, arbitrario.
En noveno lugar, el daño infligido por un hecho realizado
antes de existir una ley que lo prohibiese, no es castigo sino
acto de hostilidad, porque con anterioridad a la ley no existe
transgresión de la ley. Ahora bien, el castigo supone un hecho
juzgado como transgresión de la ley: por consiguiente, el daño
infligido antes de que la ley se hiciera, no es pena, sino acto
de hostilidad.
En décimo lugar, el daño infligido al representante del
Estado no es pena, sino acto de hostilidad, ya que es consustancial al castigo el ser infligido por la autoridad pública que
corresponde al representante mismo.
En último lugar, el daño infligido a quien se considera
enemigo no queda comprendido bajo la denominación de pena,
ya que si se tiene en cuenta que no está ni sujeto a la ley, y,
por consiguiente, no pudo violarla, o que habiendo estado
sujeto a ella y declarando que ya no quiere estarlo, niega,
como consecuencia, que pueda transgredirla, todos los daños
que puedan inferírsele deben ser considerados como actos de
256
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 28
hostilidad. Ahora bien, en casos de hostilidad declarada toda
la inflicción de un mal es legal. De lo cual se sigue que si
un súbdito, de hecho o de palabra, con conocimiento y deliberadamente,--niega la autoridad del representante del Estado
(cualquiera que sea la penalidad que antes ha sido establecida
para la traición), puede legalmente hacérsele sufrir cualquier
daño que el representante quiera, ya que al rechazar la condición de súbdito, rechaza la pena que ha sido establecida por
la ley, y, por consiguiente, padece ese daño como enemigo del
Estado, es decir, según sea la voluntad del representante. En
cuanto a los castigos establecidos en la ley, son para los súbditos, no para los enemigos, y han de considerarse como tales
quienes, habiendo sido súbditos por sus propios actos, al rebebrse deliberadamente niegan el poder soberano.
La primera y más general distribución de las penas es en
dh·jnas y humanas. A las primeras tendré ocasión de aludir
posteriormente, en un lugar más adecuado.
Son penas humanas las infligidas por mandamiento del
hombre, pudiendo ser o corporales, o pecuniarias, o consistentes
en ignominia, o prisión, o destierro, o en la combinación de
varias de ellas.
Pena corporal es la infligida directamente sobre el cuerpo,
de acúerdo con el propósito de quien la inflige; tales son la
flagelación o las lesiones, o la privación de aquellos placeres
corporales que anteriormente se disfrutaban de modo legal.
y de éstas, algunas son capitales, otras menos que capitales. Las primeras castigan con la muerte, bien de modo simple
o con tormento. Menos que capitales son las flagelaciones,
heridas, encadenamientos y otras penalidades corporales que
por su propia naturaleza no son mortales. En efecto, si después
de aplicada una pena, la muerte no sobreviene por voluntad de
quien la inflige, la pena no puede ser estimada como capital,
aunque el daño resulte mort,,] por un accidente no previsto;
1" 1 64-] en este caso la muerte no ha sido infligida sino precipitada.
La pena pecuniaria es la que consiste no sólo en la privación
de una suma de dinero, sino, también, de tierras o de cualesCJuiera otros bienes que usualmente se compran y venden por
257
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 28
dinero. Si la ley que ordena semejante penalidad está hecha
con designio de recaudar dinero de quien la vióle, en el caso
aludido no se~ trata propiamente de una pena, sino del precio
del privilegio y exención de la ley, que no prohibe de modo
absoluto el acto, sino, solamente, a quienes no son capaces de
pagar la suma fijada, excepto cuando la leyes natural o forma
parte de la religión, porque en este caso no es una exención
de la ley, sino una transgresión de ella. Así, cuando una ley
impone una multa pecuniaria a quienes toman en vano el
nombre de Dios, el pago de la multa no es el precio de una
dispensa de jurar, sino el castigo de la transgresión de una ley
indispensable. Del mismo modo si la ley impone que. es
preciso pagar una determinada suma de dinero a quien ha sido
injuriado, esto no es sino una satisfacción por el daño inferido,
y extingue la acusación en la parte injuriada, pero no el delito
del ofensor.
Ignominia es el acto de infligir un daño que, resulta deshonroso, o la privación de algún bien que resulta honorable
qentro del Estado. Existen ciertas cosas honorables por naturaleza, como los efectos del valor, de la magnanimidad, de
la fuerza, de la sabiduría y de otras aptitudes del cuerpo y del
entendimiento. Otras se instituyen como honorables por el
Estado, como las insignias, títulos, oficios o cualquiera otra
marca singular del favor soberano. Las primeras (aunque pueden fallar por naturaleza o accidente) no pueden ser suprimidas por una ley, y, por tanto, la pérdida de las mismas
no constituye una pena. En cambio, las últimas pueden ser
arrancadas por la autoridad pública que las hace honorables
y son propiamente castigos. A ellas se condena a los hombres
degradados, privándoles de sus insIgnias, títulos y oficios, o
declarándolos incapaces de utilizarlos en el tiempo venidero.
Prisión existe cuando un hombre queda privado de libertad
por la autoridad pública, privación que puede ocurrir de dos diversas maneras; una de ellas consiste en la custodia y vigilancia de un hombre acusado, la otra en infligir una penalidad
a un condenado. La primera no es pena, porque nadie se supone
que ha de ser castigado antes de ser judicialmente oído y
declarado culpable. Por consiguiente, cualquier daño que se
25 8
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 28
cause a un hombre, antes de que su causa sea oída en el
sentido de sufrir encadenamiento o privación, más allá de lo
que resulta necesario para asegurar su custodia, va contra la
ley de naturaleza. Ahora bien, esto último constituye pena,
porque implica un mal infligido por la autoridad pública en
razón de algo que la misma autoridad ha juzgado como transgresión de la ley. Bajo la palabra prisión comprendo toda
restricción a la libertad de movimiento, causada por ún obstáculo externo, ya sea un edificio, lo que comúnmente se llama
cárcel, o una isla, cuando se confina a los hombres a ella; o un
lugar donde se les hace trabajar, como en los tiempos antiguos
se condenaba a los hombres a las canteras, y actualmente a remar en las galeras, o a estar encadenados, o a sufrir algún otro
impedimento semejante.
Destierro existe cuando un hombre es condenado por un
delito a abandonar el territorio del Estado o a permanecer
fuera de una comarca del mismo, no pudiendo volver durante
un tiempo prefijado, o nunca; y no parece por su propia naturaleza, salvo otras circunstancias, que sea una pena, sino más
bien un subterfugio o una orden pública para evitar el castigo,
por medio de la fuga. Dice Cicerón que núnca se ordenó un
castigo semejante en la ciudad de Roma, antes bien, la llama
refugio de los hombres en peligro. En efecto, si se destierra
a un hombre permitiéndosele, no obstante, gozar de sus bienes
y de las rentas de sus tierras, el mero cambio de aires no es
un castigo, ni el hecho redunda en beneficio del Estado, para
el cual se han ordenado todas las penas (con objeto de formar
hombres dispuestos a la observancia de la ley), sino muchas
veces en perjuicio del Estado. Un hombre desterrado es Un
enemigo legítimo del Estado que le desterró, ya que no es
miembro del mismo. Pero si, además,· queda privado de sus
tierras o bienes, entonces el castigo no consiste en el destierro,
sino que puede incluirse entre las penas pecuniarias.
Todas las penas recaídas en seres inocentes, ya sean grandes o pequeñas, van contra la ley de naturaleza, porque la
pena se impone solamente por transgresión de la ley, y, por
tant~, no debe existir castigo para el inocente. Constituye, por
conSIguiente, una violación, primero de la ley de naturaleza,
259
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 28
que prohibe a todos los hombres, en sus venganzas, considerar
otra cosa sino algún bien futuro, porque no puede derivarse
ningún bien para el Estado, del castigo del inocente. En segundo término, porque prohibe la ingratitud, pues si se considera que todo el poder soberano se dio originariamente por
consentimiento de cada uno de los súbditos, con el objeto de
que sean protegidos por él, mientras observen obediencia, el
castigo del inocente significa una devolución de mal por bien.
y en tercer término, es una violación de la ley que ordena
equidad, es decir, distribución equitativa de la justicia, norma
que no se observa cuando se castiga al inocente.
Al infligirse un daño cualquiera a un inocente que no sea
súbdito, si se hace para el beneficio del Estado y sin violación
de ningún pacto anterÍor, ello no constituye un quebrantamiento de la ley de naturaleza. En efecto, todos los hombres que
no son súbditos, o bien son enemigos, o bien han ces:ldo de
serlo por algún pacto precedente. Ahora bien, contra los enemigos a quienes el Estado juzga capaces de dañar, es legítimo
hacer guerra según el derecho original de naturaleza; en esa
situación, la espada no discrimina, ni el vencedor distingue
entre el elemento perjudicial y el inocente, como ocurría en
los tiempos pasados, ni tiene otra consideración de gracia sino
la que conduce al bien del propio pueblo. Por esta razón, y
respecto de los súbditos que deliberadamente niegan la autoridad del Estado establecido, se extiende también legítimamente la venganza no sólo a los padres, sino también a la tercera
y aun la cuarta generación que todavía no existen, y que, por
consiguiente, son inocentes del hecho en virtud del cual recae
sobre ellos un daño. La naturaleza de esta ofensa consiste en
la renuncia a la subordinación, lo cual constituye una recaída
en la condición de guerra, comúnmente llamada rebelión j y
quienes así ofenden no sufren como súbditos, [166] sino como
enemigos, ya que la rebelión no es sino guerra renovada.
La RECOMPENSA se otorga por liberalidad o por contrato.
Cuando es por contrato se denomina salario o sueldo, y constituye un beneficio debido por un servicio realizado o prGmetido. Cuando se debe a liberalidad, es un beneficio que
proviene de la gracia de quien lo otorga, con ánimo de ca-
260
PARTE 1I
DEL
ESTADO
CAP. 28
pacitar a los hombres para que le sirvan mejor. Por consiguiente, cuando el soberano de un Estado señala un salario a un
cargo público, quien lo recibe está, en justicia, obligado a
desempeñar ese cargo; en otro caso, queda obligado solamente
por honor al reconocimiento y al propósito de restitución.
En efecto, aunque los hombres no tienen excusa legal cuando
se les ordena que abandonen sus negocios privados para servir
los públicos, sin recompensa o. salario, sin embargo, no están
obligados a ello por la ley de naturaleza, ni por la institución
del Estado, a menos que el servicio no pueda hacerse de otro
modo, puesto que se supone que el soberano puede usar de
todos sus medios del mismo modo que incluso el más modesto
militar puede demandar la soldada, como deuda.
Los beneficios que un soberano otorga a un súbdito, por
temor a cierto poder o aptitud que el súbdito tenga para dañar
al Estado, no son propiamente recompensas, puesto que no
son salarios,. ya que en este caso no cabe suponer que existe
un contrato, estando obligado cada hombre a no dejar de servir
al Estado. Tampoco son liberalidades, porque son arrancadas
por el miedo, que nunca debe afectar al poder soberano: más
bien, son sacrificios que el soberano (considerado en su persona natural y no en la persona del Estado) realiza para
apaciguar el descontento de aquel a quien considera más poderoso que a sí mismo; yesos beneficios no estimulan a la
obediencia sino, por el contrario, a la prosecución e incremento
de una extorsión ulterior.
Mientras que ciertos salarios son determinados y proceden
del tesoro público, otros son inciertos y casuales, procediendo del ejercicio del cargo para el cual se fijó el salario en cuestión; esta última forma es, en algunos casos, dañosa para el
Estado, como en el caso de la judicatura. En efecto, cuando
el beneficio de los jueces y ministros de un tribunal de justicia
surge de la multitud de causas que le son sometidas para su
conocimiento, necesariamente deben derivarse dos inconvenientes: uno de ellos es la estimulación de las cuotas, porque cuanto
mayor sea el número de éstas, mayor resulta el beneficio; otra
depende de lo' que constituye litigio sobre la jurisdicción, atrayendo cada tribunal así mismo el mayor número de causas
261
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 28
que puede. En lbs cargos de carácter ejecutivo no existen tales
inconvenientes1- puesto que su empleo no puede ser aumentado
por ninguna solicitud o empeño de los interesados. Considero
lo antedicho como suficiente respecto a la naturaleza del castigo y de la recompensa, que vienen a ser los nervios y tendones
que mueven los miembros y articulaciones de un Estado.
De este modo he determinado la naturaleza -del hombre
(cuyo orgullo y otras pasiones le compelen a someterse a sí
mismo al gobierno) 'y, a la vez, el gran poder de su gobernante, a quien he comparado con el Leviatán, tomando esta
comparación de los dos últimos versículos del Cap. 4r de Job,
cuando Dios, habiendo establecido el gran poder del Leviatán,
le denomina rey de la arrogancia. Nada [r67] existe --dicesobre la tierra, que pueda compararse con él. Está hecho para
no sentir el miedo. Menosprecia todas las cosas altas, y es rey
de todas las criaturas soberbias. Ahora bien, como es mortal y
está sujeto a perecer, lo mismo que todas las d~más criaturas
de la tierra, y como es en el cielo (aunque no sobre la tierra)
donde se encuentra el motivo de su temor, y las leyes que
debe obedecer, en los capítulos siguientes hablaré de sus enfermedades y de las causas de mortalidad, y de qué leyes de
naturaleza está obligado a obedecer.
262
PARTE 11
DEL
EST4.DO
CAP. 29
CAPITULO XXIX
De las Causas que Debilitan o Tienden a la
de un Estado.
DESINTEGRACIÓN
Aunque nada de lo que los hombres hacen puede ser inmortal, si tienen el uso de razón de que presumen, sus Estados
pueden ser asegurados, en definitiva, contra el peligro de
perecer por enfermedades internas. En efecto, por la naturaleza de su institución están destinados a vivir tanto como el
género humano, o como las leyes de naturaleza, o como la
misma justicia que les da vida. Por consiguiente, cuando llegan
a desintegrarse no por la violencia externa, sino por el desorden intestino, la falta no está en los hombres, sino en la
materia; pero ellos son quienes la modelan y ordenan. Cuando
los hombres se molestan con sus mutuas irregularidades, desean
de todo corazón acoplarse entre sí dentro de un firme y sólido
edificio, tanto por necesidad del arte de hacer leyes útiles
para regular, según ellas, sus acciones, como por su humildad
y paciencia para sufrir que sean eliminados los rudos y ásperos
puntos de su presente grandeza; ahora bien, sin la ayuda de
un arquitecto muy hábil, no lograrán verse reunidos sino en
una edificación defectuosa, que pesando considerablemente sobre su propia época, vendrá a caer sin remedio sobre las cabezas
de su posteridad.
Entre las enfermedades de un Estado quiero considerar, en
primer término, las que derivan de una institución imperfecta,
y semejan a las enfermedades de un cuerpo natural, que proceden de una procreación defectuosa.
U na de ellas es que un hombre, para obtener un reino, se
conforma a veces con menos poder del necesario para la paz
y defensa del Estado. Suele ocurrir, entonces, que cuando el
ejercicio del poder otorgado tiene que recuperarse para la salvación pública, sugiere la impresión de un acto injusto, lo cual
26 3
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 29
(cuando la ocasión se presenta) dispone a muchos hombres a la
rebeldía. Del mismo modo que los cuerpos de los niños engendrados pgr padres enfermos, se hallan sujetos bien sea a
una muerte prematura, o a purgar su mala calidad derivada
de una' concepción viciosa, que se manifiesta en cálculos y pústulas, cuando los reyes se niegan a sí mismos una parte necesaria de su poder, no es siempre (aunque sí a veces) por
ignorancia de 10 que es necesario para el cargo que asumen,
sino' en muchas [168] ocasiones por esperanza de recobrarlo
otra vez, a su antojo. Sin embargo, no razonan bien, porque
quienes antes mantenían su poder pueden ser protegidos contra
él por los Estados e:¡¡;tranjeros, y teniendo en cuenta el bien
de sus propios súbditos, pocas ocasiones se les escapan de
debilitar la situación de sus vecinos. Así Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, recibió apoyo del Papa contra Enrique Il, porque la subordinación de los eclesiásticos al Estado
quedó dispensada por Guillermo el Conquistado:;', en el momento de su proclamación, cuando hizo promesa de no infringir la libertad de la Iglesia. Y así los barones, cuyo poder fue
aumentado por Guillermo Rufo (quien recabó la ayuda de
ellos para verse favorecido con la sucesión de su hermano
mayor) se vieron exaltados hasta un grado incompatible con
el poder soberano, y mantenidos en su rebelión contra el rey
Juan, por los franceses.
N o ocurre esto solamente en la monarquía, puesto que
aunque el antiguo Estado romano era erigido por el Senado y
el pueblo de Roma, ni el Senado ni el pueblo presumían de
detentar todo el poder; ello causó, primeramente, las sediciones de Tiberio Graco, Cayo Graco,' Lucio Saturnino y otros,
y posteriormente las guerras entre el Senado yel pueblo, bajo
Mario y Sila, y más tarde bajo Pompeyo y César, hasta la
extinción de su democracia y establecimiento de la monarquía.
Las gen!es de Atenas estaban ligadas entre sí por una sola
acción, la cual consistía en que nadie, bajo pena de muerte,
propusiera la renovación de la guerra por la isla de Salamina.
y aun con ello, si S alón no hubiera motivado que se le considerara como loco, y, posteriormente, con los gestos y el
hábito de un loco, y en verso, no hubiera propuesto tal cosa
PARTE JI
DEL
ESTADO
CAP.
29
al pueblo que pululaba a su alrededor, hubiesen en perpetua amenaza un enemigo, a las puertas mismas de su
ciudad; semejante daño o alteración amenaza a todos los Estados que han limitado su poder, por poco que sea.
En segundo lugar observo las enfermedades de un Estado,
procedentes del veneno de las doctrinas sediciosas, una de
las cuales afirma que cada hombre en particular es juez de las
buenas y de las malas acciones. Esto es cierto en la condición
de mera naturaleza, en que no existen leyes civiles, así como
bajo un gobierno civil en los casos qu~· no están determinados
por la ley. Por lo demás es manifiesto que la medida de las
buenas y de las malas acciones es la ley civil, y el juez es el
legislador que siempre representa al Estado. Por esta falsa
doctrina los hombres propenden a discutir entre sí y a disputar acerca de las órdenes del Estado, procediendo, después, a
obedecerlo o a desobedecerlo, según consideran más oportuno
a su razón privada. Con ello el Estado se distrae y debilita.
Otra doctrina repugnante a la sociedad civil es que cualquiera cosa que un hombre hace contra su conciencia es un perada, doctrina que depende de la presunción de hacerse a sí
mismo juez de lo bueno y de lo malo. En efecto, la conciencia de un hombre y su capacidad de juzgar son la misma cosa;
y como el juicio, también la conciencia puede equivocarse. Por
consiguiente, si r 169] quien no está sujeto a ninguna ley
(ivil peca en todo cuanto hace contra su conciencia, porque
110 tiene otra regla que seguir, sino su propia razón, no ocurre
lo mismo con quien vive en un Estado, puesto que la leyes
la conciencia pública mediante la cual se ha propuesto ser
1',lIiado. De lo contrario y dada la diversidad que existe de
pareceres privados, que se traduce en otras tantas opiniones
particulares, forzosamente se producirá confusión en el Estado,
y nadie se preocupará de obedecer al poder soberano, más allá
dr lo que parezca conveniente a sus propios ojos.
También se ha enseñado comúnmente que la fe y la sanfi'/lId no se alcanzan por el estudio y la razón, sino por ins/,il'ilt:Í()n o infusión sobrenatural. Concedido esto, yo no comprclld() por qué un hombre debe dar razón de su fe, o por
26 5
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 29
qué cada cristiano no debe ser también un profeta, o por qué un
hombre dehe guiarse por la ley de su país más bien que
por su propia: inspiración como norma de sus acciones. Y aSÍ,
nuevamente caemos en la falta de tomar sobre nosotros la
tarea de juzgar sobre el bien y el mal; o de instituir como
jueces de ello hombres particulares que pretenden estar sobrenaturalmente inspirados para la disolución de todo el gobierno
civil. La fe viene de escuchar; y el escuchar, de aquellos accidentes que nos guían a la presencia de quien nos habla; tales
accidentes son todos arbitrados por la Omnipotencia divina;
sin embargo, no son sobrenaturales, sino solamente inobsenrabIes para la gran mayoría de quienes concurren a cada efecto.
Ciertamente la fe y la santidad no son muy frecuentes, pero
no son milagros, sino cualidades que sobrevienen por la educación, disciplina, corrección y otras vías naturales por las
cuales actúa Dios sobre su elegido, en el tiempo que considera
adecuado. Estas tres opiniones, perniciosas a la paz y al gobierno, han procedido, en esta comarca del mundo, principalmente de las lenguas y plumas de divinos indoctos, que
reuniendo Ías palabras de la Sagrada Escritura de modo diferente a lo que resulta aceptable para la razón, pretenden hacer
pensar a los hombres que la santidad y la razón natural no
pueden coexistir.
Una cuarta opinión repugnante a la naturaleza de un Estado es que quien tiene el poder soberano esté sujeto a las
leyes eh-ileso Es cierto que los soberanos están sujetos, todos
ellos, a las leyes de naturaleza, porque tales leyes son divinas y
no pueden ser abrogadas por ningún hombre o Estado. Pero
el soberano no está sujeto a leyes formuladas por él mismo,
es decir, por el Estado, porque estar sujeto a las leyes es estar
sujeto al Estado, es decir, al representante soberano, que es
él mismo; lo cual no es sujeción, sino libertad de las leyes.
Este error que coloca las leyes por encima del soberano, sitúa
también sobre él un juez, y un poder para castigarlo; ello
equivale a hacer un nuevo soberano, y por la misma razón
un tercero, para castigar al segundo, y así sucesivamente, sin
t.regua, hasta la confusión y di~olución del Estado.
266
PARTE 11
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ESTAlJD
CAP. 29
Una quinta doctrina que tiende a la disolución del Estado
afirma que cada hombre particular tiene una propiedad absoluta en sus bienes, y de tal índole que excluye el derecho del
soberano. Cada persona tiene, en efecto, una propiedad que
excluye el derecho de cualquier otro súbdito, y la tiene solamente por el poder soberano sin cuya protec- r170] ción cualquier otro hombre tendría igual derecho a la misma. Pero
si el derecho del soberano queda, así, excluído, no puede realizar la misión que le fue encomendada, a' saber: la de defenderlos contra los enemigos exteriores y contra las injurias
mutuas; en consecuencia, el Estado cesa de existir.
y si la propiedad de los súbditos no excluye el derecho
del representante soberano a sus bienes, mucho menos a sus
cargos de judicatura o ejecución, en los que representan al
soberano mismo.
Existe una sexta doctrina directa y llanamente contraria a la esencia de un Estado: según ella el soberano poder
puede jer dividido. Ahora bien, dividir el poder de un Estado
no es otra cosa que disolverlo, porque los poderes divididos
se destruyen mutuamente uno a otro. En virtud de estas doctrinas los hombres sostienen principalmente a algunos que
haciendo profesión de las leyes tratan de hacerlas depender de
su propia enseñanza, y no del poder legislativo.
Tan falsa doctrina, así como el ejemplo de un gobierno
diferente en una nación vecina, dispone a los hombres a la
alteración de la forma ya establecida. Así, el pueblo de los
judíos fue impulsado a repudiar a Dios, reclamando al profeta
Samuel un rey semejante al de todas las demás naciones. Así,
también, las ciudades menores de Grecia estaban constantemente perturbadas con sediciones de las facciones aristócratas y
demócratas; una parte de los Estados deseaba imitar a los
lacedemonios; la otra, a los atenienses. Yo no dudo de que
muchos hombres han considerado los últimos disturbios en
Inglaterra como una imitación de los Países Bajos; suponían
que para hacerse rico no tenían que hacer otra cosa sino cambiar, como ellos lo habían hecho, su forma de gobierno. En
efecto la constitución de la naturaleza humana propende por
sí misma a la novedad. Por tanto, cuando resulta estimulada
26 7
PARTE 11
lJEL
ESTADO
CAP. 29
en el mismo sentido por la vecindad de quienes se han enriquecido por tales medios, es casi imposible no estar de acuerdo
con quienes sGlicitan el cambio, y aman los primeros principios,
aunque les desagrade la continuidad del desorden; como quienes habiendo cogido la sarna se rascan con sus propias uñas,
hasta que no pueden resistir más.
En cuanto a la rebelión, en p'l-rticular contra la monarquía,
una ~e las causas más frecuentes de ello es la lectura de los
libros de política y de historia, de los antiguos griegos y romanos. De esas lecturas, los jóvenes y todos aquellos q4e no
están provistos con el antídoto de una sólida razón, reciben
una impresión fuerte y deliciosa de los grandes hechos de armas
realizados por los conductores de ejércitos, formándose, además, una idea grata de todo lo que ellos han hecho, e imaginando que su gran prosperidad no ha procedido de la emulación de hombres particulares, sino de la virtud de su forma
popular de gobierno; entre tanto, no consideran las frecuentes
sediciones y guerras civiles producidas por la imperfección de
su política. A base, como digo, de la lectura de tales libros,
los hombres se han lanzado a matar a sus reyes, porque los
escritores griegos y latinos, en sus libros y [171] discursos de
política, consideraban legítimo y laudable para cualquier hombre hacer eso, sólo que a quien tal hacía lo llamaban tirano.
Ni decían regicidio, es decir, asesinato de un rey, sino tiranicidio, asegurando que el asesinato de un tirano es legítimo.
A base de los mismos libros, quienes viven bajo un monarca
abrigan la opinión de que los súbditos en un Estado popular
gozan de libertad, mientras que'en una monarquía son esclavos
todos ellos. Digo que quienes viven en régimen monárquico
abrigan tal opinión, y no los que viven en un gobierno
popular, por-que no encuentran tal materia. En suma, no puedo
imaginar cómo una cosa puede ser más perjudicial a una monarquía que el permitir que tales libros sean públicamente
leídos sin someterlos a un expurgo realizado por maestros discretos, aptos para eliminar el veneno que esos libros contienen.
Yo no dudo en comparar este veneno con la mordedura de
un perro rabioso, que es una enfermedad que los médicos
llaman hidrofobia u horror al agua. En efecto, quien resulta
268
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP.
29
mordido aSÍ, tiene el continuo tormento de la sed, y aun aborrece el agua; y se halla en un estado tal como si el veneno
tendiera a convertirlo en un perro. ASÍ, en cuanto una monarquía ha sido mordida en lo vivo por esos escritores democráticos que continuamente ladran contra tal régimen, no
hace falta otra cosa sino un monarca fuerte, a quien, sin embargo, aborrecen cuando lo tienen, por una cierta tiranofobia
o terror de ser fuertemente gobernados.
Del mismo modo que han existido doctores que sostienen
la existencia de tres espíritus en el hombre, así también piensan algunos que existen, en el Estado, espíritus diversos (es
decir, diversos soberanos) y no uno solo, y establecen una
supremacía contra la soberanía; cánones contra leyes, y autoridad eclesiástica contra autoridad civil, perturbando las mentes
humanas con palabras y distinciones que por sí mismas nada
significan, pero que con su oscuridad revelan que en la oscuridad pulula, como algo invisible, otro reino nuevo, algo así
como un reino fantástico. Teniendo en cuenta que, evidentemente, el poder civil y el poder del Estado son la misma cosa,
y que la supremacía y el poder de hacer cánones y de otorgar
grados incumbe al Estado, se sigue que donde uno es soberano,
otro es supremo; donde uno puede hacer leyes, otro hace
cánones, siendo preciso que existan dos Estados para los mismos súbditos, con lo cual un reino resulta dividido en sí mismo
y no puede subsistir. Por otra parte, a pesar de la distinción
insignificante de temporal y espiritual, siguen existiendo dos
reinos, y cada súbdito está sujeto a dos señores. El poder
eclesiástico que aspira al derecho de declarar lo que es pecado,
aspira, como consecuencia, a declarar lo que es ley (el pecado
no es otra cosa que la transgresión de la ley); a su vez, el
poder civil propugna por declarar lo que es ley, y cada súbdito
debe obedecer a dos dueños, que quieren ver observados sus
mandatos como si fueran leyes, lo cual es imposible. O bien,
si existe un reino, el civil, que es el poder del Estado,
debe subordinarse al espiritual, y entonces no existe otra soberanía sino la espiritual; o el poder espiritual debe estar
subordinado al temporal, y entonces no existe supremacía sino
en lo temporal. Por consiguiente, si estos dos poderes se
PARTE JI
DEL
ESTADO
CAP. 29
oponen uno a otro, forzosamente el Estado se hallará en
gran [172] peligro. de guerra civil y desintegración. En efecto, siendo el poder civil más visible, y estando sometido a la
luz, más clara, de la razón n~tural, no puede escoger otra
salida sino atraerse, en todo momento, una parte muy
considerable del pueblo. Aunque la autoridad espiritual se
halla envuelta en la oscuridad de las distinciones escolásticas y de las palabras enérgicas, como el temor del infierno
y de los fantasmas es mayor que otros temores, no deja de
procurar un estímulo suficiente a la perturbación y, a veces,
a la destrucción del Estado. Es ésta una enfermedad que con
razón puede compararse con la epilepsia (que los judíos consideraban como una especie de posesión por los\ espíritus) en
el cuerpo natural. En efecto, en esta enfermedad existe un
espíritu antinatural, un viento en la cabeza que obstruye las
raíces de los nervios, y, agitándolos violentamente, elimina
la moción que naturalmente tendrían por el poder del espíritu
en el cerebro, y como consecuencia causa mociones violentas
e irregulares (lo que los hombres llaman convulsiones) en los
distintos miembros, hasta el punto de que quien se ve acometido por esa afección, cae a veces en el agua, y a veces en el
fuego, como privado de sus sentidos; así también, en el cuerpo
político, cuando el poder espiritual agita los miembros de un
Estado con el terror de los castigos y la esperanza de recompensas (que son los nervios del cuerpo político en cuestión),
de otro modo que como deberían ser movidos por el poder
civil (que es el alma del Estado), y por medio de extrañas
y ásperas palabras sofoca su entendimiento, necesariamente
trastorna al pueblo, y o bien ahoga el Estado en la opresión,
o lo lanza al incendio de una guerra civil.
A veces, también, en el gobierno meramente civil existe
más de un alma, por ejemplo, cuando el poder recaudar
dinero (que corresponde a la facultad nutritiva) depende de
una asamblea general, quedando el poder de dirección y
de mando (que es la facultad motriz) en poder de un hombre,
y el poder de hacer leyes (que es la facultad racional) en el
consentimiento accidental, no sólo de esos dos elementos, sino,
acaso, de un tercero. Esto pone en peligro al Estado, a veces
por la falta de respeto a las buenas leyes, pero en la mayoría
27°
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP.
29
de los casos por falta de aquella nutrición que es necesaria a
la vida y al movimiento. En efecto, aunque pocos perciban
que ese gobierno no es gobierno, sino división del Estado en
tres facciones, y le denominen monarquía mixta, .la verdad es
que no se trata de un Estado independiente, sino de tres facciones independientes; ni de una persona representativa, sino
de tres. En el reino de Dios puede haber tres personas independientes sin quebrantamiento de la unidad én el Dios que
reina; pero donde reinan los hombres, esto se halla sujeto a
diversidad de opiniones, y no puede subsistir asÍ. Por consiguiente, si el rey representa la persona del pueblo, y la asamblea general también la representa, y otra asamblea representa
la persona de una parte del pueblo, no existe en realidad una
persona ni un soberano, sino tres personas y tres soberanos distintos.
Ignoro a qué enfermedad natural del cuerpo humano puedo comparar exactamente esta irregularidad de un Estado.
Pero recuerdo haber visto un hombre que tenía otro hombrecreciendo al lado suyo, con cabeza, brazos, torso y estómago
propios: si hubiera tenido otro [1731 hombre pegado al lado
opuesto, la comparación hubiera podido resultar exacta.
Con ello me he referido a aquellas enfermedades del Estado que implica el máximo y más presente peligro. Existen
otras que no son tan grandes, y que, sin embargo, merecen
ser observadas. Tal es, en primer término, la dificultad de
recaudar dinero para los usos necesarios del Estado, especialmente en caso de guerra inminente. Esta dificultad deriva de
la opinión que cada súbdito tiene de su propiedad sobre tierras
y bienes, excluyendo el derecho del soberano al uso de los
mismos. De aquí que el poder soberano, en previsión de
las necesidades y peligros del Estado (dándose cuenta de que
está obstruído el paso del dinero al tesoro público, por la tenacidad del pueblo) cuando precisa extenderse, para salir el encuentro de los peligros y prevenirlos en sus comienzos, ese
poder, decimos, se restringe tanto como puede, y cuando no
puede más lucha con el pueblo por medio de estratagemas
legales, para obt~ner pequeñas sumas que no bastan, pero, por
último, se lanza violentamente a abrir la vía para una apor-
27 1
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 29
tación suficiente, a falta de la cual perecerá; y puesto. en tan
extremo. lance, reduce po.r fin al pueblo. a su debido. temple,
sin lo. cual él "Estado. está co.ndenado. a mo.rir. En este sentido.
podemo.s co.mpararesta destemplanza co.n la fiebre intermitente, en la que quedando. co.ngéladas u o.bstruídas po.r materia
emponzo.ñada las partes carno.sas, las venas que po.r su curso.
natural se vacían en el co.razón, no. quedan (co.mo debería ser)
pro.vistas po.r las arterias, con lo. que en primer término. So.breviene una co.ntradicción helada y temblo.ro.sa de lo.s miembro.s, y después un ardo.roso. y enérgico. esfuerzo. del co.razón
para fo.rzar un paso. a la sangre; y antes de lo.grarlo. se apacigua
co.n las leves refrigeracio.nes de co.sas frías durante un tiempo,
hasta que (si la naturaleza es bastante fuerte) quiebra po.r último. la contumacia de las partes o.bstruídas y disip:l el veneno.
en sudo.!", o. (si la naturaleza es demasiado. débil) el paciente
muere.
Po.r o.tra parte, se da a veces en un Estado. una enfermedad
que se asemeja a la pleuresía, y que co.nsiste en que cuando. el
teso.ro. del Estado fluye más allá de lo. debido., se reúne con
excesiva abundancia en uno o. en po.cos particulares, mediante
mo.no.po.lio.s o. exaccio.nes co.rrespo.ndientes a las rentas públicas;
del mismo. mo.do. que la sangre, en una pleuresía, ago.lpándo.se
en la membrana del pecho., alimenta en ella una inflamación,
aco.mpañada de fiebre y do.lo.ro.so.s pinchazo.s.
Así también, la po.pularidad de un súbdito. po.tente (a meno.s que el Estado. tenga una firme garantía de su fidelidad)
es una enfermedad peligro.sa, po.rque el pueblo. (que debe
recibir su estímulo. mo.to.r de la auto.ridad del so.berano.), por
la adulación o. la reputación de un ambicio.so., es apartado. de la
o.bediencia a las leyes, para seguir a un ho.mbre de cuyas virtudes y designio.s no. tiene co.no.cimiento.. Y esto. es co.múnmente
de más peligro. en un go.bierno. po.pular que en una mo.narquía,
po.rque un ejército. es de tanta mayo.r fuerza y multitud cuanto
que puede hacerse creer que co.incide co.n el pueblo.. Fue po.r esto.s medio.s que Julio César, que había sido. [174] erigido. por
el pueblo. frente al Senado., habiéndo.se ganado. el afecto. de
su ejército., se hizo. a sí mismo. dueño. de las do.s co.sas, el
Senado. y el pueblo.. Este pro.ceder de ho.mbres po.pulares y
27 2
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 29
ambiciosos es simple rebelión, y puede asemejarse a los efectos de la brujería.
Otra enfermedad de un Estado es la grandeza inmoderada
de una ciudad, cuando es apta para suministrar de su propio
ámbito el número y las expensas de un gran ejército; como
también el gran número de corporaciones, que son como Estados menores en el seno de uno más grande, como gusanos
en las entrañas de un hombre natural. A esto puede añadirse
la libertad de disputar contra el poder absoluto, por aspirantes
a la prudencia política, los cuales aunque están alimentados en
su mayor parte por el viento que sopla del pueblo, animados
por las falsas doctrinas, están constantemente debatiéndose con
las leyes fundamentales, y molestan al Estado, como los pequeños gusanos que los médicos denominan ascárides.
Podemos añadir, además, el apetito insaciable o bulimia de
ensanchar los dominios, con las heridas incurables que a causa
de ello se inflige muchas veces el enemigo; y los tumores de
las conquistas mal consolidadas, que son en muchos casos, una
carga, y que con menos peligro se pierden que se mantienen;
así como también la letargia de la comodidad, y la consunción
traída por el tumulto o la dilapidación.
Por último, cuando en una guerra (exterior o intestina)
los enemigos logran una victoria final, de tal modo que (no logrando las fuerzas del Estado mantener sus posiciones por más
tiempo) no existe ulterior protección de los súbditos en sus
haciendas, entonces el Estado queda DISUELTO, y cada hombre
en libertad de protegerse a sí mismo por los expedientes que
su propia discreción le sugiera. En efecto, el soberano es el
alma pública que da vida y moción al Estado; cuando expira,
los miembros ya no están gobernados por él, como no lo está
el esqueleto de un hombre cuando su alma (aunque inmortal)
10 ha abandonado. Aunque el derecho de un monarca soberano
no puede quedar extinguido por un acto ajeno, sí puede serlo
la obligación de los miembros, porque quien necesita protección puede buscarla en alguna parte, y cuando la tiene queda
obligado (sin pretensión fraudulenta de haberse sometido a sí
mismo, sino por miedo) a asegurar su protección mientras se
273
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 29
considera capaz de ello. Pero una vez suprimido el poder de
una asamblea, acaba por completo el derecho del mismo, porque la asamblea queda extinguida, y por consiguiente no existe
para la soberanía posibilidad de retorno. [17 S]
274
DEL
PARTE 1/
ESTADO
CAP. 30
CAPITULO XXX
De la
MISIÓN
del Representante Soberano
La misión del soberano (sea un monarca o una asamblea) consiste en el fin para el cual fue investido con el
soberano poder, que no es otro sino el de procurar la seguridad del pueblo; a ello está obligado por la ley de naturaleza, así como a rendir cuenta a Dios, autor de esta ley,
y a nadie sino a Él. Pero por seguridad no se entiende aquí
una simple conservación de la vida, sino también de todas las
excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por
medio de una actividad legal, sin peligro ni daño para el
Estado.
y esto se entiende que debe ser hecho no ya atendiendo
a los individuos más allá de lo que significa protegerlos contra las injurias, cuando se querellan, sino por una providencia general contenida en pública instrucción de doctrina y
de ejemplo; y en la promulgación y ejecución de buenas
leyes, que las personas individuales puedan aplicar a sus
propios casos.
Mas como, suprimidos los derechos esenciales de la soberanía (que hemos especificado en el capítulo XVIII), el
Estado queda destruído, y cada hombre retorna a la calamitosa situación de guerra contra todos los demás hombres
(que es el mayor mal que puede ocurrir en su vida), la
misión del soberano consiste en mantener enteramente esos
derechos, y, por consiguiente, va contra su deber: primero,
transferir a otro o renunciar por sí mismo alguno de ellos.
En efecto, quien renuncia a los medios, renuncia a los fines;
y renuncia a los medios quien siendo soberano se reconoce
a sí mismo sujeto a las leyes civiles, y renuncia al poder de
la suprema judicatura; o de hacer guerra o paz por su propia autoridad; de juzgar de las necesidades del Estado; de
recaudar dinero y hacer levas de soldados, en el tiempo y
275
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 30
cuantía que en conciencia estime necesario; de instituir funcionarios y ministros, en período de guerra o de paz; de
designar maestros, y examinar qué doctrinas están de acuerdo y cuáles son contrarias a la defensa, a la paz y al bien
del plJeblo. En segundo lugar, va contra su deber dejar al
pueblo en la ignorancia o mal informado acerca de los fundamentos y razones de sus derechos esenciales, ya que, de
este modo, los hombres resultan fáciles de seducir y son
inducidos a resistir al soberano, cuando el Estado requiera
el uso y ejercicio de tales derechos.
y en cuanto a los fundamentos de estos derechos, resulta
muy necesario enseñarlos de modo diligente y veraz, porque
no pueden ser mantenidos por una ley civil () por el terror
de un castigo legal. En efecto, una ley civil que prohiba la
rebelión (y como tal se considera la resistencia a los derechos
esenciales de la soberanía) no obliga como ley civil rI761
sino, solamente, por virtud de la ley de naturaleza que prohihela violación de la fe; y si los hombres 1'0 conocen esta
obligación natural, no pueden conocer el derecho de ninguna
ley promulgada por el soberano. En cuanto a la penalidad,
no la consideran sino como un acto hostil, que ellos se imaginan capaces de evitar por medio de otros actos hostiles,
en cuanto se consideran en posesión de la fuerza suficiente.
He oído decir a algunos que la justicia es, solamente,
una palabra sin sustancia, y que cualquiera cosa que un hombre puede adquirir para sí mismo por medio de la fuerza
o de la astucia (no sólo en situación de guerra, sino también
en el seno de un Estado) es suya, cosa cuya falsedad
ya he demostrado; análogamente, tampoco faltará quien
sostenga que no hay razones ni principio de rnón para sostener aquellos derechos esenciales que hacen absoluta la
soberanía. Ahora bien, si existieran, hubiesen sido halladas
en un lugar o en otro; pero advertimos que nunca ha existido un Estado donde estos derechos hayan sido reconocidos
o disputados. Con ello se arguye algo tan equivocado como
si los salvajes de América negaran la existencia de fundamentos o principios de razón para construir una casa que durase tanto como sus materiales, puesto que· nunca han visto
2.76
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 30
una tan bien construída. El tiempo y la laboriosidad producen
cada día nuevos conocimientos; y del mismo modo que e!
arte de bien construir deriva de los principios de razón observados por los hombres laboriosos, que estudiaron ampliamente
la naturaleza de los materiales y los diversos efectos de la
figura y la proporción, mucho después de que la humanidad
(aunque pobremente) comenzara a construir; aSÍ, mucho tiempo después de que los hombres comenzaran a construir Estados, imperfectos y susceptibles de caer en el de30rden, pudieron hallarse, por medio de una meditación laboriosa, principios de razón, que hicieran su constitución duradera (excepto
contra la violencia externa). y estos son los principios que
me interesaba examinar en este discurso. Que no lleguen a ser
advertidos por quienes tienen el poder de utilizarlos, o que sean
despreciados o estimados por ellos, es algo que no me interesa
especialmente, en esta ocasión. Ahora bien, aun suponiendo que
éstos míos no sean principios de razón, sin embargo, estoy
seguro de que son principios sacados de la autoridad de la
Escritura, como pondré de manifiesto cuando hable del reino
de Dios (administrado por Moisés) sobre los judíos, el pueblo
elegido y ungido a Dios por vía de pacto.
Dícese, sin embargo, que si bien los principios son correctos,
el pueblo llano no tiene capacidad bastante para comprenderlos. Yo tendría una gran satisfacción si los súbditos poderosos y ricos de un reino, o quienes se cuentan entre los más
cultos, 110 fueran menos capaces que ellos. Todos los hombres
:;aben que las obstrucciones a este género de doctrinas no proceden tanto de la dificultad de la materia como de! interés
de quienes han de aprenderla. Los hombres poderosos difícilmente toleran nada que establezca un poder capaz de limitar
,tUS deseos; y los hombres doctos, cualquiera cosa que desculila sus errores, y, por consiguiente, disminuya su autoridad: e!
"Iltendimiento de las gentes vulgares, a menos que no esté
lIublado por la sumisión a los poderosos, '0 embrollado por
las opiniones de sus doctores, es, como e! papel blanco, apto
p:11:l recibir cualquiera cosa que la autoridad pública desee
i'llprimir en él. ¿No son inducidas naciones enteras a prestar
:'ll aquiescencia [177] a los grandes misterios de la religión
PARTE II
DE J,
E S TA D O
CAP. 30
cristiana que están por encima de la razón; y no se hace creer
a millones de seres que un mismo cuerpo puede estar en innumerables lugares, a un mismo tiempo, lo cual va contra
la razón; y no serán capaces los hombres, por medio de enseñanzas y predicaciones, y con la protección de la ley, para
recibir lo que está tan de acuerdo con la razón que cualquier
hombre sin prejuicios no necesita ya, para aprenderlo, sino
escucharlo? Concluyo, por consiguiente, que en la instrucción
del pueblo en los derechos esenciales (que son las leyes naturales y fundamentales) de la soberanía, no existe dificultad
(mientras un soberano mantenga el poder entero), sino la que
procede de sus propias faltas, o de las faltas de aquellos a
quienes confía la administración del Estado; por consiguiente,
es su deber inducirlos a recibir esa instrucción j y no sólo su
deber, sino también su seguridad y provecho para evitar el
peligro que de la rebelión puede derivar al soberano, en su
persona natural.
Descendiendo a los detalles, se enseñará al pueblo, primeramente, que no debe entusiasmarse con ninguna forma de
gobierno que vea en las naciones vecinas, más que con la suya
propia; ni desear ningún cambio (cualquiera que sea la prosperidad presente disfrutada por las naciones que se gobiernan
de modo distinto que el suyo). En efecto, la prosperidad de
un pueblo regido por una asamblea aristocrática o democrática,
no deriva de la aristocracia o de la democracia, sino de la
obediencia y concordia de los súbditos; ni el pueblo prospera
en una monarquía porque un hombre tenga el derecho de
regirla, sino porque los demás le obedecen. Si en cualquier
género de Estado suprimís la obediencia (y, por consiguiente,
la concordia del pueblo), no solamente dejará de florecer:,
sino que en poco tiempo quedará deshecho. Y quienes, apelando a la desobediencia, no se proponen otra cosa que reformar el Estado, se encontrarán con que, de este modo, no hacen
otra cosa que destruirlo: como las insensatas hijas de Peleo (en
la fábula), que deseosas de renovar la juventud de su decrépito
padre, por consejo de Medea le cortaron en pedazos y lo cocieron, juntamente con algunas hierbas extrañas, sin que por
ello lograran hacer de él un hombre nuevo. Este deseo de
2']8
PARTE J[
DEL
ESTADO
CAP. 30
cambio viene a significar el quebrantamiento del primero de
los mandatos de Dios: porque Dios dice, Non habebis Deos
alienas, Tú no tendrás los dioses de otras naciones; y en otro
lugar, respecto a los reyes, dice que son dioses.
En segundo lugar, debe enseñárseles que no han de sentir
admiración hacia las virtudes de ninguno de sus conciudadanos,
por elevados que se hallen, ni por excelsa que sea su apariencia
en el Estado; ni de ninguna asamblea (con excepción de la
asamblea soberana), hasta el punto de otorgarle la obediencia
o el honor debido solamente al soberano, al cual representan
en sus respectivas sedes; ni recibir ninguna influencia de ellos,
sino la autorizada por el soberano poder. En efecto, no puede
imaginarse que Un soberano ame a su pueblo como es debido
cuando no está celoso de él, y sufre la adulación de los hombres populares, que le arrebatan su lealtad, como ha ocurrido
frecuentemente no sólo de modo clandestino, sino manifiesto,
hasta el extremo de proclamarse el desposorio con ellos in
facie E cclesite por los predicadores, y por medio de discursos
en plena calle: lo que [178) puede oportunamente ser comparado con la violación del segundo de los diez mandamientos.
En tercer lugar, y como consecuencia, se les advertirá cuán
grande falta es hablar mal del representante del soberano
(sea un hombre o una asamblea de hombres), o argüir y discutir su poder, o usar de cualquier modo su nombre irreverentemente, con lo cual puede caer el soberano en el desprecio
de su pueblo, y debilitarse la obediencia que éste le presta (y
en la cual consiste la seguridad del Estado). A cuya doctrina
apunta, por analogía, el tercer mandamiento.
En cuarto lugar, si consideramos que al pueblo no puede
enseñársele todo esto; ni aunque se le enseñe, lo recuerda; ni,
después de pasc..da una generación, sabe de modo suficiente en
quién está situado el poder soberano, si no destina parte de
su tiempo a escuchar a quienes están designados para instruirlo,
es necesario que se establezcan ocasiones en que las gentes
puedan reunirse y (después de los rezos y alabanzas a Dios,
el soberano de los soberanos) ser aleccionadas acerca de sus
deberes y las leyes positivas que generalmente conciernen a
todos, leyéndolas y exponiéndolas, y recordándoles la autori-
279
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 30
dad que las promulga. A este objeto tenían los judíos, cada
sexto día, un"sábado, en e! cual la leyera leída y expuesta;
y en tal solemnidad, se les recordaba que su rey era Dios, el
cual, habiendo creado e! mundo en seis días, descansó ene! séptimo; y al descansar ellos de su trabajo, se les r~cordaba
que este Dios era su rey y les redimió de su trabajo servil
y p~noso en Egipto, y les dio tiempo para que después de
haberse complacido con Dios hallaran regocijo en sí mismos,
con legítimos esparcimientos. Así, pues, la primera tabla de
los mandamientos se destina por entero a establecer la suma del
poder absoluto de Dios, no solamente como Dios, sino por vía
de pacto, como rey privativo de los judíos; y puede,' por
consiguiente, iluminar a aquellos a quienes se ha conferido
poder soberano, por consentimiento de los hombres, e! establecer qué docerina deben enseñar a sus súbditos.
y como la primera instrucción de los niños depende del
cuidado de sus padres, es necesario que sean obedientes a ellos
mientras están bajo su tutela; y no sólo eso, sino que con posterioridad (como la gratitud requiere), reconozcan e! beneficio de su educación, por signos exteriores de honor. A este
fin debe enseñárseles que originariamente e! padre de todos
los hombres era también su señor soberano, con poder de vida
y muerte sobre ellos; y que aunque al instituir e! Estado los
padres de familia renunciaron ese poder absoluto, nunca se
entendió que hubiesen de perder el honor a que se hacían
acreedores, por la educación que procuraban. En efecto, la
renuncia de ese derecho no era necesaria a la institución del
poder soberano; ni existiría ninguna razón por la cual un hombre desease tener hijos, o tomarse- el cuidado de alimentarlos
e instruirlos, si posteriormente no obtuvieran de ellos beneficio
mayor que de otros hómbres. Y esto se halla de acuerdo con
el quinto mandamiento. [179]
Por otra parte, todo soberano debe esforzarse por que sea
enseñada la justicia; consistiendo ésta en no privar a nadie
de lo que es suyo, ello significa tanto como decir que los
hombres sean aconsejados para que no sustraigan a sus vecinos,
por la violencia o por el fraude, nada de 10 que por autoridad
~oberana les pertenece. De las cosas propias, las más queridas
280
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 30
a un hombre son su propia vida y sus miembros; en grado inmediato (para la mayoría de los hombres), las que conciernen
al afecto conyugal, y después de ellas las riquezas y medios de
vida. Por consiguiente, debe enseñarse al pueb~o a abstenerse
de toda violencia contra otra persona, practicada por vía de
venganza privada; de la violación del. honor conyugal; de la
rapiña violenta, y de la sustracción de los bienes de otro por
medio de hurto fraudulento. A este objeto conviene patentizar
las consecuencias perniciosas de los juicios falsos, obtenidos por
corrupción de los jueces o de los testigos, en los que se suprime
la distinción de propiedad, r la justicia queda sin efecto; todas
estas cosas se examinan en los Mandamientos sexto, séptimo,
octavo y noveno.
Por último, interesa enseñarles que no sólo los hechos injustos sino los designios e intenciones de hacerlos son injusticia,
puesto que ésta consiste tanto en la depravación de la voluntad
como en la irregularidad del acto. Es esta la intención del
décimo Mandamiento, y la suma de la segunda Tabla, que
queda reducida a este precepto exclusivo de la caridad mutua:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo; del mismo modo que
la suma de la primera queda reducida al amor de Dios,
a quien los judíos habían recibido recientemente como rey suyo.
En cuanto a los medios y conductos gracias a los cuales
puede el pueblo recibir dicha instrucción, tenemos que inquirir
por qué procedimientos tantas opiniones contrarias a la tranquilidad del género humano, han logrado, sin embargo, arraigar profundamente en él, a base de frágiles y falsos principios.
Me refiero a los especificados en el capítulo precedente, a
saber: que los hombres deben juzgar de lo que es legítimo e
ilegítimo no por la ley misma, sino por sus propias conciencias,
es decir, por sus propios juicios particulares: que los súbditos
pecan al obedecer los mandatos del Estado, a menos que antes
no los hayan estimado legítimos; que la propiedad en sus riquezas es tal que excluye el dominio que el Estado tiene sobre
las mismas; que es legítimo para los súbditos dar muerte a
los llamados tiranos; que el poder soberano puede ser dividido,
y otras ideas análogas, que se suele imbuir al pueblo por tales
procedimientos. Aquellos a quienes la necesidad y la codicia
2.8'1
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 30
hace considerar atentamente su negocio y su tr,,!:bajo, y aquellos, por otra parte, a quienes la abundancia o la indolencia les
empujan hacia los placeres sensuales (estos dos grupos de personas abarcan la mayor parte del género humano), apartándose
de la profunda meditación, que requiere necesariamente la
enseñanza de la verdad no sólo en materia de justicia natural,
sino también de todas las demás ciencias, adquieren las nocionés de sus deberes, principalmente desde el púlpito, de los
sacerdotes, y en parte de aquellos de sus vecinos o familiares
que teniendo la facultad de discurrir de modo plausible y
adecuado, parecen más sabios y mejor instruídos que ellos
mismos en materia legal y de conciencia. Y los religiosos, y
quienes tienen apariencia de doctos, derivan sus [180] conocimientos de las Universidades y de las escuelas jurídicas,
o de los libros que han sido publicados por hombres eminentes
en esas escuelas y Universidades. Es, por consiguiente, manifiesto, que la instrucción del pueblo depende por completo
de la adecuada instrucción de la juventud en las Universidades.
Alguno dirá: ¿pero es posible que las Universidades de 1ng/aterra no estén suficientemente instruídas para hacer esto?
¿O acaso os proponeis enseñar a las Universidades? Arduas cuestiones son éstas, en efecto. Sin embargo, no dudo
en contestar a la primera, que hasta las postrimerías del reinado de Enrique VIII el poder del Papa era siempre mantenido sobre el poder del Estado, principalmente por las
Universidades, y que las doctrinas sustentadas por tantos predicadores contra el poder soberano del rey, y por tantos
juristas y otros hombres doctos que allí ejercían su educación,
es un argumento suficiente de que aunque las Universidades
no sean autoras de esas falsas doctrinas, no saben, sin embargo,
cómo implantar la verdad. En efecto, en esa contradicción de
opiniones, es muy cierto' que no han sido suficientemente instruídas, y no es extraño que todavía conserven un regusto de
ese sutil licor con que antes estaban sazonadas contra la autoridad civil. En cuanto a la última cuestión no creo conveniente
ni necesario decir sí o no, puesto que quien advierta lo que
hago, fácilmente percibirá lo que pienso.
La seguridad del pueblo requiere, además, de aquel o
aquellos que tienen el poder soberano, que la justicia sea
282
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 30
administrada por igual a todos los sectores de la población;
es decir, que lo mismo al rico y al poderoso que a las personas
pobres y oscuras, pueda hacérseles justicia en las injurias que
les sean inferidas; así como que el grande no pueda tener
mayor esperanza de impunidad, cuando hace violencia, deshonra u otra injuria a una clase más baja, que cuando uno de
éstos hace lo mismo a uno de aquéllos. En esto consiste la
equidad, a la cual, por ser un precepto de la ley de naturaleza,
un soberano se halla igualmente sujeto que el más insignificante de su pueblo. Todas las infracciones de la ley son ofensas
contra el Estado. Pero hay algunas que lo son también contra
las personas particulares. Las que conciernen solamente al
Estado pueden ser perdonadas sin quebrantamiento de la equidad, porque cada hombre puede perdonar, según su buen
criterio, lo que contra él hagan los demás. En cambio, una
ofensa contra un particular no puede equitativamente ser perdonada sin consentimiento del injuriado, o sin una satisfacción justa.
La desigualdad de los súbditos procede de los actos del
poder soberano; por consiguiente, no tiene ya lugar en presencia del soberano, es decir, en un tribunal de justicia, así
como tampoco existe desigualdad entre los reyes y sus súbditos en presencia del Rey de Reyes. El honor de los magnates
debe estimarse por sus acciones beneficiosas, y por la ayuda
que prestan a los hombres de inferior categoría; o no ser apreciado en absoluto. Y las violencias, opresiones o injurias que
cometen no quedan atenuadas sino agravadas por la grandeza
de su persona, ya que tienen menos necesidad de cometerlas.
Las consecuencias de esta parcialidad respecto a los grandes
presenta los siguientes grados: La impunidad causa insolencia; la in~o.lencia, odio; y el odio Un esfuerzo para derribar
todos los obstáculos opresores y contumaces, aun a costa de
la ruina del Estado. [181]
A la justicia igual corresponde, también, la igualdad en la
imposición de tributos; esta igualdad de tributación no se basa
en la igualdad de riquezas, sino en la igualdad de la deuda
que cada hombre está obligado a pagar al Estado por la
defensa que le presta. No basta, para un hombre, trabajar por
28 3'
PARTE 1/
DEL
ESTADO
CAP. 30
la conservación de su vida, sino que también deb.e luchar, si es
necesario, por~el aseguramiento de su trabajo. Deben hacer, o
lo que hicieron los judíos después de retornar de su cautiverio,
al reedificar el templo: construir con una mano y empuñar la
espada con la otra; o de lo contrario tienen que alquilar a otros
que luchen por ellos. En efecto, los impuestos establecidos por el
poder soberano sobre sus súbditos no son otra cosa que el salario
debido a quienes sostienen la espada pública, para defender a los
particulares en el ejercicio de sus distintas actividades y reclamaciones. Teniendo en cuenta que el beneficio que cada uno
recibe de ellos es el goce de la vida, que resulta igualmente
apreciada por pobres y ricos, el débito que un pobre tiene para
quien defiende su vida es el mismo que el de un rico por
análoga defensa, salvo que el rico que tiene al pobre a su
servicio, puede ser deudor no sólo por su propia persona, sino
por muchas más. Considerando esto, la igualdad en la tributación consiste más bien en la igualdad de lo que se consume
que en la riqueza de los consumidores. ¿Por qué razón quien
trabaja mucho y, ahorrando lós frutos de su trabajo, consume
poco, debe soportar mayor gravamen que quien viviendo en
la holganza tiene pocos ingresos. y gasta cuanto recibe, cuando
uno y otro reciben del Estado la misma protección? En cambio,
cuando los impuestos son establecidos sobre las cosas que los
hombres consumen, cada hombre paga igualmente por lo Que
usa, y el Estado no queda defraudado por el gasto lujoso
de los hombres privados.
y como algunos hombres, por accidente inevitable, resultan incapaces para mantenerse a sí mismos por su trabajo, no
deben ser abandonados a la caridad de los particulares, sino
que las leyes del Estado deben proveer a ello (en cuanto 10 exigen las necesidades de -la naturaleza). Porque del mismo
modo que es falta de caridad abandonar al impotente, así lo
es también, en el soberano de un Estado, exponerlo al azar
de esa caridad incierta.
En cuanto a aquellos que SOI1 físicamente robustos, el caso
es distinto: deben ser obligados a trabajar, y para evitar la
excusa de que no hallan empleo, deben existir leyes que esti2-84
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 30
mulen todo género de artes, como la navegación, la agricultura,"
le pesca y diversas clases de manufacturas que requiru-en trabajo. La multitud de los pobres, cuando se trata de individuos
fuertes que siguen aumentando, debe ser transplantada a países
insuficientemente habitados; en ellos, sin embargo, no habrán
de exterminar a los habitantes actuales, sino que se les constreñirá a habitar unos junto a otros; no ya apoderándose de
una gran extensión de terreno con ár.imo de expropiarlo, sino
cultivando cada parcela con solicitud y esfuerzo, para que de
ellas obtengan sustento en la estación adecuada. Y cuando
el mundo entero se ve recargado de habitantes, el último remedio de todos es la guerra, la cual procura una definitiva
solución, por la victoria y por la muerte.
Incumbe al soberano el cuidado de promulgar buenas leyes. Pero ¡qué es una buena ley? No entiendo por buena ley
r821 una ley justa, ya que ninguna ley puede ser injusta.
La ley se hace por el poder soberano, y todo cuanto hace
dicho poder está garantizado y es propio de cada uno de los
habitantes del pueblo; y lo que cada uno quiere tener como
tal, nadie puede decir que sea injusto. Ocurre con las leyes
de un Estado lo mismo que con las reglas de un juego: 10 que
los jugadores convienen entre sí no es injusto para ninguno
de ellos. Una buena leyes aquello que resulta necesario y, por
añadidura, evidente para el bien del pueblo.
En efecto, el uso de las leyes (que no son sino normas
autoriz2das) no se hace para obligar al pueblo, limitando sus
acciones voluntarias, sino para dirigirle y llevarlo a ciertos
movimientos que no les hagan chocar con los demás, por
razón de sus propios deseos impetuosos, su precipitación su
indiscreción; del mismo modo que los setos se alzan no para
detener a los viajeros, sino para mantenerlos en el camino.
Por consiguiente, una ley que no es necesaria, y carece, por
tanto, del verdadero fin de una ley, no es buena. Una ley
puede concebirse como buena cuando es para el beneficio del
soberano, aunque no sea necesaria para el pueblo. Pero esto
último nunca puede ocurrir, porque el bien del soberano y
el del pueblo nunca discrepan. Es débil un soberano cuando
tiene súbditos débiles, y un pueblo es débil cuando el soberano
r
o
285
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 30
necesita poder para regularlo a su voluntad. Las leyes innecesarias no SOI1 buenas leyes, sino trampas para- hacer caer el
dinero; recursos que son superfluos cuando el derecho del poder soberano es reconocido; y cuando no lo es, son insuficientes para defender al pueblo.
La evidencia no consiste tanto en las palabras de la ley
misma como en una declaración de las causas y motivos en
virtud de los cuales fue promulgada. Es esto lo que nos revela
el propósito del legislador; y una vez conocido este propósito,
la ley resulta mejor conocida por pocas que por muchas palabras. En efecto, todas las palabras están sujetas a ambigüedad, y, por consiguiente, la multiplicación de palabras en el
cuerpo de la ley viene a multiplicar esa ambigüedad. Además,
parece implicar (por excesiva diligencia) que quien elude las
palabras está privado de la brújula de la ley. Esta es la causa
de muchos procesos innecesarios. En efecto, cuando considero
cuán breves eran las leyes de los tiempos antiguos, y cómo han
ido creciendo gradualmente, cada vez más, me imagino que
veo una lucha entre los redactores y los defensores de la
ley, tratando los primeros de circunscribir a los últimos, y
los últimos de escapar a tales circunloquios; y son estos últimos,
los pleiteantes, quienes logran la victoria. Compete, por consiguiente, al legislador (que en todos los Estados es el representante supremo, ya se trate de un hombre o de una
asamblea) hacer evidente la razón por la cual se promulgó
la ley, y el cuerpo de la ley misma, en términos. tan bréVes,
pero tan propios y expresivos como sea posible.
Corresponde también a la misión del soberano llevar a cabo
una correcta aplicación de los castigos y de las recompensas.
y considerando que la finalidad del castigo no es la venganza
y la descarga de la ira, sino el propósito de corregir tanto al
ofensor como a los demás, estableciendo un ejemplo, los castigos más severos deben infligirse por aquellos crímenes que
resultan más peligrosos para el común de las gentes: tales
son, por ejemplo, los que proceden del daño inferido al gobierno normal; los que derivan del desprecio a la justicia;
los que provocan indignación en la multitud; y los [183 ]
que quedando impunes parecen autorizados, como cuando son
286
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 30
cometidos por hijos, sirvientes o favoritos cÍe las personas
investidas con autoridad. En efecto, la indignación arrastra a
los hombres no sólo contra los actores y autores de ·la injusticia, sino contra todo el poder que parece protegerlos; tal
ocurrió en el caso de Tarquino, cuando por el ·acto insolente
de uno de sus hijos fue expulsado de Roma y derrocada la
monarquía. En cambio, en los delitos provocados por la debilidad, como son los que tuvieron su origen en un gran temor,
en una gran necesidad o en la ignorancia de si el hecho era
o no un gran delito, existe muchas veces lugar para la lenidad,
sin perjuicio para el Estado; y la lenidad, cuando hay lugar
para ella, es una exigencia de la ley de naturaleza. El castigo
de los cabecillas e inductores en una rebelión, y no el de las
pobres gentes que han sido seducidas, puede ser provechoso
al Estado, con su ejemplo. Ser severo con el pueblo es castigar la ignorancia que en gran parte puede imputarse al soberano, cuya es la falta de que no estuvieran mejor instruídos.
De la misma manera es misión y deber del soberano otorgar sus recompensas siempre de tal modo que de ello pueda
resultar beneficio para el Estado: en esto consiste su uso y
su fin, y ocurre cuando los que han servido bien al Estado
son también recompensados del mejor modo, a costa de poco
gasto por parte del Tesoro público, en forma que otros puedan ser estimulados a servirle con la mayor fidelidad posible,
y estudien las artes por medio de las cuales pueden proceder
mejor. Comprar, con dinero o preferencias, la quietud de un
súbdito popular pero ambicioso, y abstenerse de producir una
mala impresión en la mente del pueblo no son cosas que puedan considerarse como recompensa (la cual no se ordena por
la falta de servicio, sino por el servicio pasado); ni es un signo de gratitud, sino de temor: ni tiende al beneficio sino al daño
de la cosa pública. Es una lucha por la ambición, como la de
fl ércules con la Hidra monstruosa, que teniendo varias cabezas veía crecer tres por cada una que le cortaba. De la misma
manera, cuando la terquedad de un hombre popular se vence
por medio de recompensas, pueden surgir otros varios, a semejanza suya, que hagan los mismos atropellos con la espe-
28 7
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP. 30
ranza de análogo beneficio: y como en todo género de manufacturas, así también la malicia aumenta cuando resulta
fácil vender la. Y aunque a veces una guerra civil pueda ser
diferida por procedimientos análogos a los citados, el· peligro
se hace aun más grande, y la ruina futura queda asegurada.
Va, por consiguiente, contra el deber del soberano al cual está
encomendada la seguridad pública, recompensar a quienes aspiran a la grandeza perturbando la paz ~n su país, en lugar
de atajar tales hombres en sus comienzos, corriendo un peligro
pequeño para evitar otro que pasado un cierto tiempo será
mayor.
Otra misión del soberano consiste en escoger buenos canse jeras; me refiero a aquellos cuya opinión se ha de tener
en 'cuenta en el gobierno del Estado. En efecto esta palabra
consejo, consilimn, que es urta corrupción de considium, tiene
una significación más amplia y comprende todas las asambleas de hombres que no sólo se reúnen para deliberar lo que
se hará después, sino, también, para juzgar de los hechos pasados, y de la ley [184] para el presente. Considero aquí esa
palabra en el primer sentido solamente: en este sentido no
existe elección de consejo, ni en una democracia ni en una
aristocracia, puesto que las personas que aconsejan son miembros de la persona aconsejada. La selección de consejeros es,
en cambio, propia de la monarquía. En ella el soberano que
se propone no seleccionar aquellos que en todos los aspectos
son los más capaces, no desempeña su misión como debería
hacerlo. Los más capaces consejeros son aquello~ que tienen
menos esperanza de obtener un beneficio al dar un mal consejo, y los que más conocimientos poseen de aquellas cosas que
conducen a la paz y defensa del Estado. Es ardua cuestión
la de saber quién espera obtener un beneficio de las perturbaciones públicas; pero los signos que guían a una justa sospecha consisten en que el pueblo encuentra en sus agravios
irrazonables o irremediables, el apoyo de individuos cuyas
haciendas no son suficientes para hacer frente a sus gastos
acostumbrados; signos que pueden ser fácilmente observados
por aquellos a quienes corresponda conocerlos. Pero todavía
es más arduo saber quién tiene más conocimiento de los ne-
288
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP. 30
gocios públicos; y quienes lo saben son los que menos lo
necesitan. En efecto, saber quién conoce las normas de casi
todas las artes implica un grado mayor de conocimiento del
arte en cuestión, ya. que nadie puede estar seguro de la verdad
de las normas ajenas, sino aquel que primero se ha preocupado de comprenderlas. Ahora bien, los mejores signos de
un conocimiento de cualquiera clase consisten en hablar frecuentemente de esas cosas, y hacerlo con constante provecho.
El buen consejo no viene por casualidad ni por herencia; por
consiguiente, no hay más razón para esperar una buena opinión
del rico o del noble, en materia estatal, que en trazar las
dimensiones de una fortaleza, a menos que pensemos que no
hace falta método alguno en el estudio de la política (como
ocurre con el estudio de la geometría) sino, sólo, detenerse
a contemplarla, cosa que no es asÍ. En efecto, la política es el
estudio más difícil de los dos. En estas regiones de Europa
se ha considerado como derecho de ciertas personas, tener un
puesto por herencia en el más alto consejo del Estado: derívase
de las conquistas de los antiguos germanos, entre los cuales
varios señores absolutos, reunidos para conquistar otras naciones, no hubieran ingresado en la confederación sin ciertos
privilegios, que pudieran ser, en tiempos sucesivos, signos de
diferenciación entre su posteridad y la posteridad de sus súbditos: siendo estos privilegios incompatibles con el poder soberano, por el favor del soberano podían parecer mantenidos,
pero luchando por ellos como derecho propio, poco a poco
tendrían los súbditos que renunciar a ellos, y no obtendrían, en
definitiva, más honor sino el que naturalmente es inherente
a sus aptitudes.
Por capaces que sean los consejeros en un asunto, el beneficio de su consejo es mayor cuando cada uno da su opinión,
y las razones de ella, por separado, por vía declarativa: y mayor cuando han meditado sobre el asunto que cuando hablan
de modo repentino; y es mayor el beneficio en ambos casos,
porque tienen más tiempo para advertir las consecuencias de
la acción, y se hallan menos expuestos a las contradicciones
causadas por la envidia, la emulación u otras pasiones que
derivan de las diferencias de opinión.
28 9
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 30
El mejor consejo en las cosas que conciernen no a otras
naciones, sino a la comodidad y beneficio que los súbditos pueden disfrutar, en virtud de leyes [I 85] hechas solamente en
consideración del propio país, d¡;be adquirirse recogiendo informaciones generales y quejas de las gentes de cada provincia
que mejor conocen sus necesidades propias, y que, por consiguiente, cuando nada reclaman que signifique derogación de
los derechos esenciales de la soberanía, deben ser diligentemente tomad3s en cuenta. Sin esos derechos esenciales (como
antes he dicho) el Estado no puede subsistir.
El comandante en jefe de un ejército, cuando no es popuhr, no será estimado ni temido por sus soldados como
debería ~erlo, y, por consiguiente, no podrá realizar su misión
con éxito lison lero. Debe ser, por consiguiente, laborioso, valiente, afable, liberal y afortunado, para que pueda ganar fama
de suficiencia y de amar a sus soldados. Esto significa popularidad, estimula en los soldados el deseo y el valor de
recomendarse a sí mismos en favor suyo, y justifica la severidad del general al castigar, cuando es necesario, los soldados
sublevados o negligentes. Pero este amor a los soldados (si
no existe garantía de fidelidad por parte del comandante) es
cosa peligrosa para el poder soberano, especialmente cuando
está en manos de una asamblea que no es popular. Interesa,
por consiQuiente. a la seguridad del pueblo que sean buenos
,iefes y fieles súbditos, aquellos a quienes el soberano encomienda sus ejércitos.
Ahora bien, cuando el soberano mismo es popular, es decir,
cuando es reverenciado y querido por su pueblo, no existe peligro alguno en la popularidad de un súbdito. En efecto, los
soldados nunca son tan generalmente injustos como para hacer
causa común con sus capitanes, aunque los amen, contra su sober.a,no, cuando estiman no solamente su persona, sino también
su causa. Por consiguiente, quienes por medio de la violencia
han suprimido, a veces, el poder de su legítimo soberano, antes
de situarse ellos mismos en su lugar, se han visto siempre en el
peligroso trance de arbitrar unos títulos, para 'evitar al pueblo
la vergüenza de recibirlos. Tener un derecho manifiesto al poder soberano es una cualidad tan popular que quien la posee no
29°
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP. 30
necesita nada más, por su parte, para ganar los corazones de
sus súbditos, sino que lo consideren absolutamente capaz
de gobernar su propia familia, o, respecto a sus enemigos, de
desbandar sus ejércitos. En efecto, la parte mayor y más activa de la humanidad nunca ha estado perfectamente conforme
con el presente.
Respecto a los oficios de un soberano con respecto a otro,
comprendidos en la ley que comúnmente se denomina ley de
las naciones, no necesito decir nada en este lugar, porque la
ley de las naciones y la ley de naturaleza son la misma cosa"
y cada soberano tiene el mismo derecho, al velar por la seguridad de su pueblo, que puede tener cualquier hombre en
particular al garantizar la seguridad de su propio cuerpo. Y
la misma ley que dicta a los hombres que carecen de una
gobernación civil lo que deben hacer y lo que deben evitar
uno respecto a otro, señala análogos dictados a los Estados,
es decir, a los príncipes soberanos y a las asambleas soberanas;
no existe tribunal de justicia natural sino en la conciencia,
en la cual no reina el hombre, sino Dios, y cuyas leyes (que
obligan a la humanidad) con respecto a Dios, como autor de
la [I 861 natu raleza, son naturales; y con respecto a Dios
mismo, Rey de Reyes, son leyes. Pero del reino de Dios como
Rey de Reyes, y también, como Rey de un pueblo peculiar,
hablaré en el resto de este discurso.
PARTE II
DEL
ESTA.DO
CAP. 31
CAPITULO XXXI
Del
REINO DE DIOS POR NATURALEZA
Que la condición de mera naturaleza, es decir de absoluta
libertad, como la de aquellos que ni son soberanos ni súbditos,
es anarquía y condición de guerra; que los preceptos por los
cuales se guían los hombres para evitar esta condición son las
leyes de naturaleza; que un Estado sin poder soberano no
es más que una palabra sin sustancia, y no puede subsistir;
que los súbditos deben a los soberanos simple obediencia en
todas las cosas en que su obediencia no está en contradicción con
las leyes divinas, son cosas que he demostrado suficientemente
en lo que hasta a-hc,ra llevo manifestado. Sólo necesitamos,
para un perfecto conocimiento de los deberes civiles, saber
cuáles son esas leyes de Dios, porque sin esto, cuando a un
individuo se le ordena una cosa por el poder civil no sabe
si ello es o no contrario a la ley de Dios; con lo cual o bien
ofende a la Divina majestad por excederse en la obediencia
civil, o por temor de ofender a Dios realiza una transgresión
de los preceptos del Estado. Para evitar estos dos inconvenientes es necesario saber qué son leyes divinas. Y teniendo
en cuenta que el conocimiento de toda ley depende del conocimiento del poder soberano, a continuación voy a referirme
al REINO DE DIOS.
Dios es el rey, alégrese la tierra, dice el Salmista; y luego
afirma: Dios es el rey aunque las naciones estén trastornadas,
y el q1te está sentado entre los querubines, aunque la tierra
se conmueva. Quiéranlo o no los hombres, deben estar siempre sujetos al poder de Dios. Cuando niegan la existencia o
providencia de Dios, los hombres pierden su reposo, pero no
su yugo. Designar este poder de Dios, que no sólo se extiende
al hombre, sino también a los animales, y a las plantas, y a los
cuerpos inanimados, con el nombre de reino, no es sino un
uso metafórico de ese término, porque con propiedad sólo
29 2
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP·3 I
puede decirse que reina quien gobierna a sus súbditos con
su palabra, con la promesa de recompensas a quienes le obedecen, y con la imposición de castigos a quienes dejan de
obedecerle. Por tanto, en el reino de Dios no son súbditos
los cuerpos inanimados, ni las criaturas irracionales, ya que
no comprenden los preceptos como suyos; ni los ateos; ni
los que no creen que Dios vigila todas las acciones del género
humano; y esto, porque no reconocen la palabra de Dios como
suya, ni tienen esperanza en sus premios, ni temor a sus castigos. Quienes creen, por consiguiente, que existe un Dios gobernando el [187] mundo, y que ha dado preceptos y señalado
recompensas y castigos para la humanidad, son buenos súbditos; todos los demás deben ser considerados como enemigos.
Para gobernar por medio de palabras, es preciso que estas
palabras se den a conocer de modo manifiesto, pues de lo
contrario no son leyes. Es, en efecto, consustancial a la naturaleza de las leyes una promulgación clara y suficiente,
de tal Índole que pueda eliminar toda excusa de ignorancia;
en las leyes de los hombres esto ocurre de un solo modo,
mediante proclart;lación o promulgación realizada por la voz
del hombre mismo. Pero Dios declara sus leyes por tres conductos. Por los dictados de la razón natural, por revelación y
por la voz de algún hombre que, por hacer milagros, adquiere
crédito entre los demás. De aquí que tengamos una triple
palabra de Dios: racional, sensible y profética; a lo cual corresponde una triple forma de escuchar: la razón auténtica, el
sentido sobrenatural y la fe. En cuanto al sentido sobrenatural
que consiste en la revelación o inspiración, no han existido
leyes universales así comunicadas, puesto que Dios no habla
de esta manera sino a personas particulares, manifestando cosas distintas a los diversos hombres.
En virtud de la diferencia que existe entre las dos especies de palabra divina, la racional y la profética, puede atribuirse a Dios un doble reino, natural y profético: natural en
que gobierna a aquellos seres del género humano que reconocen su providencia, por los dictados de la razón auténtica;
profético en cuanto que habiendo elegido como súbditos a los
habitantes de una nación peculiar (la de los judíos) los go-
293
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP. 31
bernó, y a nadie sino a ellos, no sólo por .la razón natural,
sino por las leyes positivas que les fue comunicando por boca
de sus santo; Profetas. En este capítulo me propongo hablar
del reino natural de Dios.
El derecho de naturaleza, en virtud del cual Dios reina
sobre los hombres y castiga a quienes quebrantan sus leyes,
ha de derivarse no del hecho de haberlos creado, y requerido
de "ellos una obediencia, motivada por la gratitud de sus beneficios, sino de su irresistible poder. He manifestado anteriormente cómo el derecho soberano deriva del pacto; para mostrar, ahora, cómo el mismo derecho puede derivar" de la
naturaleza, no se requiere otra cosa sino mostrar en qué casos
no puede arrebatarse en modo alguno. Si consideramos que
todos los hombres, por naturaleza, tienen derecho a todas las
cosas, tendrán derecho, también, a reinar cada uno de ellos
sobre todos los restantes. Pero como este derecho no puede
ser obtenido por la fu~rza, concierne a la seguridad de cada
uno renunciar al derecho en cuestión y establecer, con autoridad soberana y por consentimiento com';n, hombres que los
gobiernen y defiendan; de donde resulta que, si ha existido
algún individuo con poder irresistible, no hay razón alguna
para que, usando de ese poder, no gobernara y defendiera a
sí mismo y a sus súbditos, a su propio arbitrio. Por consiguiente,
aquellos cuyo poder es irresistible asumen naturalmente el
dominio de todos los hombres, por la excelencia de su poder;
e igualmente es por este poder que el reino sobre los hombres, y el derecho de amgir a los seres humanos a su antojo,
corresponde naturalmente a la omnipotencia de Dios, no como
creador y distribuidor de gracias, sino como Ser omnipotente.
y aunque el castigo sea impuesto sólo por razón del pecado
(puesto que la palabra -castigo significa aflicción por el pecado), el derecho de [188] infligir una pena, no siempre se
deriva del pecado del hombre, sino del poder de Dios.
La cuestión relativa a por qué los hombres malos prosperan con frecuencia, y los buenos sufren ad'versidad, que ha sido
muy discutida por los antiguos, va también asociada a esta
otra: con qué derecho dispensa Dios las excele'llcias y adversidades de esta vida; y es en esta dificultad donde hallamos
294
PARTE Il
DEL
ESTADO
CAP. JI
el motivo que trastorna la· fe no sólo en el vulgo, sino en los
filósofos, y lo que es más, entre los santos, respecto a la providencia divina. Ciertamente bueno (dice David) es el Dios
de Israel, para los que son limpios de corazón; pero mis pies
casi se deslizaron, mis pasos por poco resbalaron; porque tuve
envidia de los insensatos. cuando vi a los impíos en tal prosperidad. Y Job ¿cuán severamente no increpa a Dios, por las
diversas aflicciones que sufre, a pesar de su bondad? Esta
cuestión, en el caso de Job, es decidida por Dios mismo, no a
base de argumentos derivados del pecado de Job, sino por su
propio poder. Porque aunque los amigos de Job extraen sus
argumentos de la aflicción que le causó el pecado, y él se
defendió por la convicción de su inocencia, Dios mismo asumió
la cuestión, y habiendo justificado la aflicción por argumentos
basados en su poder, tales como éste: ¿Dónde estabas tú cuando yo establecí los fundamentos de la tierra?, y otros semejantes, aprobó la inocencia de Job Y reprobó la errónea
doctrina de sus amigos. De acuerdo con esta doctrina es la
sentencia de nuestro Salvador, concerniente al ciego de nacimiento, y contenida en estas palabras: Ni ha pecado este hombr~, ni sus padres; pero que las obras de Dios puedan quedar
tmmifiestas en él. Y aunque se dice: Esta muerte entró en el
mundo por el pecado (con lo cual se significa que si A dán no
hubiese pecado, no hubiera muerto nunca (es decir, nunca hubiese sufrido la separación de su alma y su cuerpo); de ello
no se deduce que Dios no hubiese podido justamente afligirlo
aunque no hubiese pecado, lo mismo que aflige a otras criaturas, que no pueden pecar.
Habiendo hablado del derecho de la soberanía de Dios
como exclusivamente basado en la naturaleza, tenemos que
considerar, ahora, cuáles son las leyes divinas o los dictados
de la razón natural; estas leyes conciernen o bien a los deberes
naturales de un hombre con respecto a otro, o al honor naturalmente debido a nuestro Divino soberano. Son las primeras
las mismas leyes de naturaleza a que me he referido en los
capítulos XIV y xv de este tratado, particularmente la equidad,
la justicia, la piedad, la humildad y las restantes virtudes morales. Resta considerar, por consiguiente, qué preceptos son
295
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 3I
dictados a los hombres por su razón natural solamente sin
otra palabra de Dios que afecte al honor y veneración de la
Divina Majestad.
Consiste el honor en la ín~ima idea y opinión del poder
y de la bondad de otro: por consiguiente, honrar a Dios es
pensar con la mayor alteza posible acerca de su poder y de su
bonqad. Y de esta opinión, los signos externos que aparecen
en las palabras y acciones de los hombres, se denominan veneración, que es una parte de 10 que los latinos comprendían
con la palabra cultus: en efecto, cultus significa propiamente,
y en todo caso, la labor que un hombre aplica a una cosa, con
el propósito de beneficiarse de ella. Ahora bien, las cosas [1891
de las cuales obtenemos beneficio, o bien están sujetas a nosotros, y el provecho que rinden sucede al trabajo que invertimos en ellas, como un efecto natural, o no están sujetas a
nosotros, sino que responden a nuestra solicitud, de acuerdo
con su propia voluntad. En el primer sentido, la labor aplicada a la tierra se llama cultivo, y la educación de los hijos
es un cultivo de su entendimiento. En el segundo sentido, en
que las voluntades de los hombres deben ser conformadas a
nuestros designios no por la fuerza, sino por la complacencia,
significa tanto como cortejar, es decir, ganar su favor por
medio de buenos oficios, tales como elogios en los cuales se
reconoce su poder, y todo aquello que es agradable a quienes
pueden procurarnos algún beneficio. Esto es propiamente la
veneración: en este sentido, publicola significa adorador del
pueblo, y cultus Deis, adoración de Dios.
De ese honor íntimo, que consiste en la opinión de poder
y bondad, derivan tres pasiones; amor, que hace referencia a
la bondad; y esperanzo y miedo, que hacen relación al poder;
y tres formas de adoración externa: elogio, exaltación y consagración. El sujeto del elogio es la bondad; el sujeto de la
exaltación y de la consagración, es el poder, y el efecto de
todo ello la felicidad. El elogio y la exaltación se expresan
por medio de palabras y acciones; por palabras, cuando decimos que un hombre es bueno o grande; por acciones, cuando
. le expresamos nuestro agradecimiento por sus favores y le
296
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP. 31
prestamos obediencia por su poder. La opinión de la felicidad
de otros sólo puede expresarse por medio de palabras.
Existen algunos signos de honor (tanto en atributos como
en acciones) que naturalmente son aSÍ; como entre los atributos, los de bueno, justo, liberal y otros semejantes y entre
las acciones las plegarias, las acciones de gracia y la obediencia.
Otros lo son por institución o costumbre de los hombres; en
algunos lugares y tiempos son honorables, en otros deshonrosos, en otros indiferentes: tales son los gestos en materia de
salutación, plegaria y agradecimiento, usados diferentemente
en distintos tiempos y lugares. Lo primero es veneración natural; lo último es veneración arbitraria.
y en la veneración arbitraria existen dos diferencias: en
efecto, a veces es veneración ordenada, a veces voluntaria. Ordenada cuando es de la Índole requerida por quien es adorado;
libre cuando es como considera oportuno quien adora. Cuando
es ordenada, la veneración no consiste en las palabras o en el
gesto, sino en la obediencia; pero cuando es libre, la veneración consiste en la opinión de quien la realiza: en efecto, si a
quien las palabras o acciones con las cuales pensamos hacer
honor parecen ridículas y suscitan contumelia, no existe adoración, puesto que no hay signos de honor; y no hay signos
de honor puesto que un signo no lo es con respecto a quien
lo da, sino para aquel a quien se hace; es decir, para el espectador.
Además existe una veneración pública y una privada. Es
pública la veneración que un Estado realiza como persona una.
Privada es la que manifiesta una persona particular. La pública, respecto al Estado entero, es libre; pero respecto a hombres particulares, no lo es. La privada es, en secreto, libre;
ahora bien, a la vista de la multitud, nunca carece de restricciones, ya sea de las leyes o de la opinión de los hombres, lo
mal es contrario a la naturaleza de la libertad.
El fin de la veneración entre hombres es el poder. En
efecto, cuando un hombre [I 90 1ve a otro venerado, le supone
poderoso, y se halla más dispuesto a obedecerle, lo cual hace
más grande su poder. Pero Dios no tiene fines: la adoración
que le debemos procede de nue~tro deber, y está regulada, de
297
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP.
JI
acuerdo con nuestra capacidad, por aquellas reglas de honor
que la razón dicta para ser realizadas por el débil con respecto
al hombre más potente, con la esperanza de un beneficio o por
el temor de un daño, o en agradecimiento por el bien que ya
se ha recibido de él.
En cuanto a lo que sabemos respecto a la veneración de
Dios, que nos es enseñada. por la luz de la naturaleza, comenzaré por referin:ne a sus atributos. En primer término, es
manifiesto que debemos atribuirle existencia, porque nadie puede tener voluntad de honrar a quien piensa que no existe.
En segundo lugar, aquellos filósofos que dicen que el
mundo o el espíritu del mundo es Dios, hablan indignamente
de él, y niegan su existencia. Porque al decir Dios, comprendemos la causa del mundo, y al decir que· el mundo es Dios,
ello implica afirmar que no existe causa en el mundo, es decir,
que no existe Dios.
En tercer lugar, decir que el mundo no fue creado sino
que es eterno (considerando que lo eterno no tiene causa), es
negar a Dios.
En cuarto lugar, quienes atribuyen (como imaginan) indiferencia a Dios le arrebatan el cuidado de la humanidad,
y le privan de su honor, puesto que le sustraen el amor de los
hombres y el temor a ellos inspirado, que es la raíz del honor.
En quinto lugar, en aquellas cosas que significan grandeza y poder, decir que es finito, no es honorable, ya que no
es signo de la voluntad de honrar a Dios atribuirle menos
de lo que podemos; y considerarlo finito es menos de lo que
podemos, porque a las cosas finitas pueden añadÍrseles otras
más.
Por consiguiente, atribuirle figura, no es honrarle, porque
toda figura es finita:
Ni decir que concebimos, e imaginamos, o tenemos una
idea de Él en nuestra mente; porque cualquiera cosa que
concibamos es finita:
Ni atribuirle partes o totalidad, que son, solamente,. atributos de cosas finitas:
Ni decir que está en este lugar o en aquel; porque cualquiera cosa que se halle en un lugar es limitada y finita:
298
PAR7'E 11
DEL
ESTADO
CAP. 31
Ni que se mueve o reposa; porque ambos atributos le
adscriben un lugar:
Ni que existen más dioses que uno; porque ello implica que todos son finitos, ya que infinito no puede haber más
que uno:
Ni adscribirle (como no sea metafóricamente, significando no ya la pasión sino el efecto) pasiones que implican
agravio, como arrepentimiento, ira, compasión: o necesidad,
como apetito, esperanza, deseo; o una facultad pasiva, porque
la pasión es poder limitado por alguna otra cosa.
Por consiguiente, cuando adscribimos a Dios una voluntad,
no debe comprenderse ésta, a semejanza de 10 que ocurre con
el hombre, como apetito racional, sino como poder mediante el
cual efectúa todas las cosas.
Del mismo modo ocurre cuando le atribuímos vista y otros
actos de los sentidos, como conocimiento y entendimiento, que
en nosotros no es otra cosa sino un tumulto de la mente, SUSCItado por las cosas externas que ejercen su presión sobre las
partes orgánicas del cuerpo. En efecto, no existen tales cosas
en Dios, y siendo cosas que dependen .de causas naturales, no
pueden ser atribuídas a Él. [191]
Quien no atribuya a Dios otra cosa sino lo que está garantizado por la razón natural debe usar o bien atributos negativos, como infinito, eterno, incomprensible; o superlativos,
como alt;simo, grandísimo r otros semejantes; o indefinidos como bueno, justo, santo, creador; y en tal sentido, como si el
hombre no se propusiera declarar lo que Dios es (ya que esto
sería circunscribirlo dentro de los límites de nuestra imaginación) sino cuánto lo admiramos, y cuán dispuestos nos hallamos a obedecerle; lo cual es un signo de humildad, y de
voluntad de honrarle tanto como podemos. En efecto, no hay
sino un nombre para significar nuestra concepción de su naturaleza, y este es: YO SOy; Y un solo nombre para su relación
con nosotros: que es Dios, en el cual está contenido el Padre,
el Rey y el Señor.
Respecto a los actos de veneración divina, dice un precepto
general de razón, que deben ser signos de la intención de
'299
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP.
31
honrar a Dios; tales son en primer término los rezos o plegarias; porque no son los escultores, cuando hacen imágenes,
quienes se considera que hacen los dioses, sino las gentes que
les dirigen sus plegarias.
En segundo lugar, la acción de gracias, que difiere de la
plegaria, en materia de veneración divina, solamente en que
las plegarias preceden y la acción de gracias sigue al beneficio;
el fin de ambas es reconocer a Dios como autor de todos los
beneficios, tanto pasados como futuros.
En tercer lugar, los dones, es decir, los sacrificios y obligaciones que (si son de lo mejor) constituyen signos de honor,
porque implican acción de gracias.
En cuarto lugar, no jurar sino por Dios es, naturalmente,
un signo de honor, porque es una confesión de que sólo Dios
conoce el corazón, y que ninguna sagacidad ni fortaleza humana puede proteger a un hombre contra la venganza que
Dios descarga sobre el perjuro.
En quinto lugar, es una parte del culto racional hablar
de Dios en forma considerada, porque ello implica temor de
él; temor que implica una confesión de su poder. De aquí se
sigue que el nombre de Dios no debe ser usado con ligereza
ni despropósito, porque esto es tanto como usarlo en vano.
y esto no tiene objeto, como no sea por vía de juramento, y
por orden del Estado, para afirmar la certeza de los juicios,
o entre los Estados, para evitar la guerra. Disputar acerca de
la naturaleza de Dios es contrario al honor que se le debe,
porque se supone que en este reino natural de Dios no hay
otro procedimiento de conocer alguna cosa, sino el de'la razón
natural, es decir, por los principios de la ciencia natural; y
ésta se halla muy lejos de enseñarnos cosa alguna acerca de
la naturaleza de Dios, como tampoco puede enseñarnos nada
acerca de nuestra propia naturaleza, ni de la naturaleza· de la
más pequeña criatura viviente. Por tanto, cuando los hombres,
aparte de los principios de la razón natural, disputan sobre
los atributos de Dios, no hacen otra cosa sino deshonrarle: en
efecto, en los atributos que asignamos a Dios, no hemos de
considerar el significado de la verdad filosófica, sino el significado de la intención piadosa que consiste en hacerle el
300
PARTE II
DEL
ESTADO
CAP.
31
máximo honor de que somos capaces. De la falta de esta consideración procede el gran cúmulo de disputas acerca de la
naturaleza de Dios, con las cuales no tendemos a honrarle,
sino a honrar nuestro propio talento y capacidad de enseñar;
y que no son otra cosa sino vanos y desconsiderados abusos
de su santo nombre.
En sexto lugar, en las plegariáS, acciones de gracias, oblaciones y sacrificios hay un dictado de la razón natural: que
cada una de ellas sea, en su género, el [192] mejor y más
importante de los honores. Por ejemplo, que las plegarias y
acciones de gracias se concreten en palabras y frases que no
sean repentinas, ni ligeras, ni plebeyas, sino hermosas y bien
acordadas, pues de otro modo no hacemos a Dios tanto honor
como podemos. He aquí la razón de que los paganos procedieran absurdamente al adorar imágenes, como si fueran dioses.
En cambio, al hacerlo en verso y con música, vocal e instrumental, procedían de modo razonable. Así también, los animales que ofrendaban el sacrificio y los objetos que donaban,
así como sus actos de culto, estaban llenos de sumisión, y conmemoraban beneficios recibidos, lo cual estaba de acuerdo con
la razón, ya que procedía de una intención de honrar a Dios.
En séptimo lugar, la razón no solamente induce a venerar
a Dios en secreto, sino también, y especialmente, en público,
y a la vista de los hombres, porque sin esto (que en materia
de honor es lo más aceptable) se pierde la posibilidad de que
otros lo honren.
Por último, la obediencia a sus leyes (es decir, en este
caso, a las leyes de naturaleza) es la. máxima veneración de
todas. En efecto, del mismo modo que la obediencia es más
aceptable a Dios que el sacrificio, así también dejar de observar
sus mandamientos, es la máxima de las contumelias. Y estas
son las leyes de la veneración divina que la razón natural dicta
a los hombres particulares.
Ahora bien, si consideramos que un Estado es una persona,
debe rendir también a Dios una veneración, la cual se realiza
cuando el Estado ordena que sea manifestada públicamente
por los hombres privados. Este es el culto público, cuya peculiaridad consiste en ser uniforme, ya que las acciones que se
301
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP·3 i
hacen de modo diferente, por hombres distintos no puede decirse que~ sean actos de pública veneración. Por tanto, cuando
se permiten diversas clases de culto, procedentes de las distintas religiones de los particulares,· no puede decirse que exista
un culto público, ni que' el Estado tenga una religión, en
absoluto.
y como las palabras (y, por consiguiente, los atributos de
Dios) tienen su significación por convencionalismo y acuerdo
entre los hombres, esos atributos deben ser expresivos del
honor que los hombres se proponen hacer; y cualquiera cosa
que pueda ser realizada por las voluntades de los hombres
particulares, donde no ex¡ste ley sino razón, puede ser hecha
por la voluntad del Estado, por medio de leyes civiles. Y
como un Estado no tiene voluntad ni hace otras leyes, sino
aquellas que se estatuyen por la voluntad de quien detenta
el pod~r soberano, resulta que aquellos atributos que el soberano ordena, en el culto a Dios, como signos de honor, deben
ser tomados y usados como tales, por los particulares, en su
culto público.
Pero como no todos los actos son signos por constitución,
sino que algunos son naturalmente signos de honor, otros de
contumelia, estos últimos (que son aquellos que los hombres
se avergüenzan de hacer en presencia de aquellos a quienes
reverencian), no pueden instituirse por el poder humano, como parte del culto divino; ni los primeros (tales como los que
implican una conducta decorosa, modesta y humilde) pueden
ser nunca separados de esa veneración. Pero como existe un
infinito número de actos y gestos de naturaleza indiferente,
aquellos que el Estado ordena para ser pública y universalmente autorizados, como signos de honor y parte del culto de
Dios, deben ser admitidos [193] y usados como tales por los
súbditos. Y jo que se dice en la Escritura: Es mejor obedecer
a Dios que a los hombres, tiene lugar en el reino de Dios por
pacto, y no por naturaleza.
Habiéndonos referido así, brevemente, al reino natural de
Dios y a sus leyes naturales, quiero añadir solamente a este
capítulo una breve declaración de sus castigos naturales. No
existe acción humana en esta vida que no sea el comienzo
3°2
PARTE I1
DEL
ESTADO
CAP.
31
de una cadena de consecuencias, tan larga, que ninguna providencia humana es lo bastante elevada para dar al hombre
una perspectiva del fin. En esta cadena están eslabonados unos
con otros los acontecimientos agradables y los desagradables; de
tal modo que quien desea hacer alguna cosa placentera queda él mismo obligado a sufrir todas las penas inherentes a
ello; estas penas constituyen los castigos naturales de aquellas
acciones que son más bien causa de perjuicio que de beneficio.
Por añadidura, suele ocurrir que la intemperancia resulta naturalmente castigada con las enfermedades; la precipitación,
con el fracaso; la injustic;ia, con la violencia de los enemigos;
el orgullo, con la ruina; la cobardía, con la opresión; el gobierno negligente de los príncipes, con la rebelión; y la rebelión, con la matanza. En efecto, si consideramos que los castigos son consiguientes a la infracción de las leyes, los castigos
naturales deben ser, naturalmente, consiguientes al quebrantamiento de las leyes de naturaleza, y por tal causa les siguen
como sus efectos naturales, y no arbitrarios.
Basta ya por lo que respecta a la constitución, naturaleza
y derecho de los soberanos, y en lo concerniente a los deberes
de los súbditos, derivados de los principios de la razón natural. Ahora, considerando cuán diferente es esta doctrina de
la que se practica en la mayor parte del mundo, especialmente en estos países occidentales que han recibido sus enseñanzas morales de Roma y Atenas; y cuánta profundidad de
filosofía moral se requiere en quien detenta la administración
del poder soberano, estoy a. punto de creer que mi labor
resulta tan inútil como el Estado de Platón, porque también
él opina que es imposible acabar con los desórdenes del Estado
y con los cambios de gobierno acarreados por la guerra civil,
mientras los soberanos no sean filósofos. Sin embargo, cuando
considero que la ciencia de la justicia natural es la única ciencia
necesaria para los soberanos, y para sus principales ministros;
y que no es necesario abrumarlos con las Ciencias matemáticas
(como Platón pretendía) sino darles buenas leyes para estimular a los hombres al estudio de ellas; y que ni Platón ni ningún
otro filósofo ha establecido y probado de modo suficiente o
posible todos los teoremas de doctrina moral, para que los
hombres aprendan cómo gobernar v cómo obedecer, yo reco-
3°3
PARTE 11
DEL
ESTADO
CAP.
31
bro ciert~ esperanza de que más pronto o más tarde, estos
escritos míos caerán en manos de un soberano que los examinará por sí mismo, (ya que son cortos, y a juicio mío claros),
sin la ayuda de ningún intérprete interesado o envidioso; que
ejercitando la plena soberanía, y protegiendo la enseñanza pública de tales principios, convertirá esta verdad de la especulación en utilidad de la práctica. [195]
PARTE III
ESTA.DO
CRISTIANO
CA.P. 32
TERCERA PARTE
DE UN ESTADO CRISTIANO
CAPITULO XXXII
De los Principios de la
POLÍTICA CRISTIANA
He derivado los derechos del poder soberano y el deber
de los súbditos, de los principios de la naturaleza, solamente
en cUanto la experiencia los ha evidenciado como verdaderos, o
los ha establecido el muttuo acuerdo (concerniente al uso de las
palabras); es decir, he derivado esos derechos, de la naturaleza del hombre, que nos es conocida por la experiencia, y por
definiciones (de aquellas palabras que son esenciales a todo
razonamiento político) universalmente convenidas. Ahora bien,
en 10 que a continuación me propongo tratar, que es la naturaleza y derechos de un ESTADO CRISTIANO, de lo cual dependen gran número de revelaciones sobrenaturales de la voluntad
de Dios, la base de mi discurso debe ser no solamente la palabra natural de Dios, sino también la profética.
No obstante, no hemos de renunciar a nuestros sentidos y
experiencia, ni (siendo indudable expresión de Dios) a nuestra
razón natural. En efecto, son los talentos que ha puesto en
nuestras manos para negociar, hasta el retorno de nuestro
bendito Salvador, y, por consiguiente, no deben quedar envueltos en el paño de una fe implícita, sino empleados en el
logro de "la justicia, de la paz y de la verdadera religión.
Al~nque en la palabra de Dios existan cosas que están por
l~ncima de la razón, es decir, que no pueden ser demostradas
ni refutadas por ella, nada existe contrario a la razón, y cuando
10 parece, el defecto ·radica o bien en nuestra torpeza de interpretación o en un erróneo raciocinio.
3°5
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 32
Por consiguiente, cuando alguna cosa escrita allí es demasiado ardua para nuestro examen, debemos proponernos cautivar nuestrá inteligencia a las palabras; y no esforzarnos por
sustituir una verdad filosófica por medio de la lógica, respecto de aquelos misterios que- no son comprensibles si no caen
bajo el dominio de ninguna regla de la ciencia natural. Porque
ocurre con los misterios de nuestra religión como con las
p íl90 r as salutíferas que se emplean en las enfermedades: que
cuando se tragan enteras tienen la virtud de curar; pero cuando
se paladean, tenemos que arrojarlas, en la mayoría de los
casos, sin que produzcan su efecto. [I96]
Ahora bien, con el cautiverio de nuestro entendimiento no
lueremos significar una sumisión de la facultad intelectual a
la opinión de ningún otro hombre, sino I,lna voluntad de obeiiencia, cuando la obediencia es debida. No está en nuestro
poder cambiar los sentidos, la memoria, el entendimiento, la
razón y la opinión, sino siempre y necesariamente de acuerdo
con lo que nos sugieren las cosas que vemos, escuchamos y
consideramos; por consiguiente, no son efectos de nuestra voluntad, sino nuestra voluntad misma. Cautivamos nuestro entendimiento y nuestra razón cuando nos abstenemos de la
contradicción, y cuando hablamos tal como la legítima autoridad lo ordena; cuando vivimos de acuerdo con ella, lo cual
implica, en suma, confianza y fe en quien habla, aunque el
entendimiento sea incapaz de tener noción alguna de las palabras enunciadas.
Cuando Dios habla al hombre lo hace o bien inmediatamente o por mediación de otro hdmbre a quien antes le habló
Él mismo, de modo directo. Cómo habla Dios a un hombre
de manera inmediata, puede ser bien comprendido por aquel
a quien haya hablado de ese modo; pero que eso mismo pueda
ser comprendido por otro resulta difícil, cuando no imposible.
Porque si un hombre pretende convencerme de que Dios 1e
ha hablado de modo sobrenatural e inmediato, y pongo en
duda su aserto, no puedo imaginar fácilmente qué argumento
exhibirá para obligarme a creerlo. Evidentemente, si es mi soberano, podrá obligarme a la obediencia, es decir, a no realizar actos o pronunciar palabras en que declare que yo no lo
306
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 32
creo.; pero. no. po.drá fo.rzarme a pensar de o.tro. mo.do. que
co.mo. mi razón me persuada. En cambio., si uno. que no. tenga
so.bre mí esa auto.ridad, pretende una co.sa análo.ga, no. po.drá
exigir de mí ni fe ni o.bediencia.
En efecto., decir que Dio.s le ha hablado. en la Sagrada
Escritura no. es decir que Dio.s le haya hablado. inmediatamente, sino. po.r mediación de lo.s Pro.fetas, o. de lo.s Apósto.les,
o. de la Iglesia, tal co.mo. habla a to.do.s lo.s demás cristiano.s.
Afirmar que le ha hablado. en un sueño., no. es más que decir
que so.ñó que Dio.s le hablaba; esto. no. tiene fuerza bastante
para ganar la fe de ningún ho.mbre que sabe cómo. lo.s sueño.s
son, en su mayo.r parte, actos naturales, y que pueden pro.ceder de anterio.res pensamiento.s; y que sueño.s co.mo. éste no.
so.n sino. manifestacio.nes de una alta estima de sí, mismo., de una
necia arrogancia, de una falsa idea de la pro.pia bo.ndad de
un ho.mbre, o. de o.tra virtud, po.r la cual piensa que ha merecido. el favo.r de una revelación extrao.rdinaria. Decir que ha
visto una visión o. escuchado. una vo.z, es decir que ha so.ñado.
sin estar do.rmido. o. despierto: en tal estado. un ho.mbre co.nsidera muchas veces, naturalmente, su sueño. co.mo. una visión,
al no. darse cuenta de que estaba do.rmitando.. Decir que habla
po.r inspiración so.brenatural es afirmar que siente un ardiente
deseo. de hablar, o. que tiene una firme idea de sí mismo., pero
a la cual no. po.demo.s o.to.rgar una razón natural y suficiente.
Así 'que aunque la Omnipo.tencia divina puede hablar a un
ho.mbre a través de sueño.s, visio.nes, vo.ces e inspiracio.nes, no.
o.bliga a nadie a creer que haya hablado. así a quien pretende
haberlo. escuchado., ya que éste, siendo. un ho.mbre, puede errar,
y, lo. que es más, puede mentir.
¿Cómo. puede saber aquél, a quien Dio.s nunca ha revelado.
su vo.luntad de mo.do. inmediato. (salvo. po.r co.nducto. de la
razón natural), cuándo. ha de o.bedecer o. no. o.bedecer sus
palabras, manifestadas po.r alguien que dice. ser un pro.feta?
De lo.s cuatro.ciento.s pro.fetas a quienes el rey de Israel pidió
co.nsejo., respecto. a [197] la guerra que hacía co.ntra Ramoth
Gilead, sólo. Miqueas era verdadero. El pro.feta que fue enviado. para pro.fetizar co.ntra el altar erigido. po.r J eroboam,
aunque era un verdadero. pro.feta, y mediante lo.s milagro.s
3°7
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 32
hechos en su presencia evidenció que había sido enviado por
Dios, fue engañado por otro profeta viejo que, fe persuadió
de que comiera y bebiera con él, como si fuera un mandato
hecho por boca de Dios. Si un profeta engaña a otro, ¿qué
certidumbre puede existir de conocer la voluntad de Dios, por
otro conducto que el de la razón? A ello contesto, basándome
en la Sagrada Escritura, que existen dos indicio!;; que reunidos,
y no cada uno por su parte, pueden permitirnos conocer cuándo un profeta es verdadero. Uno es la realizaciórr de milagros;
otro, que no enseñe religión distinta de la ya establecida. Por
separado, digo, ninguno de los dos es suficiente. Si un profeta
se alz.a entre vosotros, o un soñador de sueños, y pretende realizar un milagro) y el milagro acaece; si dice: Sigamos a dioses
ajenos, que no has conocido, no debes esc.ucharle, etc. Pero
semejante profeta y soñador de sueños ha de ser flUI,erto,
porque os habló rebelándose contra Dios nuestro Señor. En
estas palabras deben observarse dos cosas: primera, que Dios
no quiere que los milagros sirvan solamente como argumento
para probar la vocación de los profetas, sino (como se afirma
en el tercer versículo) como un experimento de la constancia
de nuestra adhesión a Él. En efecto, las obras de los hechiceros egipcios, aunque no tan excelsas como las de i1;loisés, eran
verdaderos milagros. En segundo lugar, que por muy grande
que el milagro sea, si trata de suscitar la revuelta contra el
rey, o contra quien gobierna con autoridad suya, quien realiza
semejante milagro no debe ser considerado de otro modo sino
como enviado para juzgar nuestra adhesión. En efecto las palabras, Rebelado contra Dios nuestro Señor) son equivalentes en
este lugar a Rebelado contra nuestro rey. En efecto) ellos habían hecho de Dios su rey, por pacto realizado al pie del
monte Sinaí; Dios los gobernó por Moisés solamente, ya que
sólo éste hab19 con Dios, y de tiempo en tiempo declaró al
pueblo los mandamientos divinos. Del mismo modo, después
de que Jesucristo) nuestro Salvador, hizo que sus discípulos
le reconocieran como el Mesías (es decir, como ungido por
Dios, a quien la nación de los judíos esperó día tras día como
su rey, pero 10 rehusó cuando vino) no dejó de advertirles
acerca del peligro de los milagros. Se levantarán (dijo) Cristos y falsos profetas, y obrarán grandes maravillas y milagros,
308
PARTE 111
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CAP. 32
incluso para seducir (si fuera posible) a los más selectos. De
ello se infiere que los falsos profetas tienen, a veces, el poder
de hacer milagros; sin embargo, no debemos tomar su doctrina como palabra de Dios. San Pablo dice, además, a los
Gálatas que si él mismo, o un ángel del cielo les predica otro
Evangelio que el que él ha predicado, anatematizado sea. Según este Evangelio, Cristo era el rey; así que, como consecuencia de estas palabras, toda predicación contra el poder del
rey reconocido, es anatematizado por San Pablo. En efecto,
su discurso se dirige a aquellos que por su predicación habían
recibido a Jesús como Cristo, es decir, como Rey de los judíos.
y como los milagros sin la predicación de la doctrina que
Dios ha establecido, son un argumento insuficiente de la inmediata revelación, así 10 es también la predicación de la
verdadera doctrina sin la realización de milagros. En efecto,
[ 1 98] si un hombre que no enseña falsas doctrinas pretendiera
ser un profeta sin realizar ningún milagro, no debe, en modo
alguno, ser atendido en su pretensión, como es evidente por
Dt., 18, verso 21, 22. Y si dijeres en tu coraZón: Cómo sabremos que la palabra (del profeta) no es la que el Señor ha
expresado. Citando el profeta hablare en nombre del Señor, y
no fuere tal cosa, ésta es la palabra que el Señor no ha hablado, sino que el profeta la ha expresado con soberbia, de su
propio corazón: no le temas. Pero alguien puede preguntar,
a su vez: cuando el profeta ha predicho una cosa ¿cómo sabremos si pasará o no? Porque él puede predecir que sucederá
una cosa después de transcurrido un cierto y prolongado tiempo, más largo que la vida del hombre; o que ocurrirá un
tiempo u otro, indefinidamen,te; en este caso la señal profética
es inútil, y, por consiguiente, los milagros que nos obligan a
creer en un profeta deben ser confirmados por un acontecimiento inmediato o diferido por un tiempo no muy largo.
ASÍ, es manifiesto que la enseñanza de la religión que Dios
ha establecido, y la exhibición de un milagro presente, reunidas, son las únicas señales por las cuales la Escritura tendría
Un verdadero profeta; es decir, las únicas señales por las
cuales habría de reconocerse una revelación inmediata; ninguna
de ellas, aisladamente considerada, puede obligar a otro hombre a prestar atención a 10 que aquél dice.
3°9
PARTE III
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CAP. 32
Por tanto, si ten~mos en cuenta que ahora ya no .se producen milagros, no quedará ningún signo por el cual se reconozca la pretendida revelación o las inspiraciones de un
hombre particular; ni existirá obligación de prestar oídos a
una doctrina, más allá de lo que está de acuerdo con la Sagrada Escritura, que desde los tiempos de nuestro Salvador
reemplaza .y recompensa suficientemente la necesidad de cualquier otra profecía ;de lo cual, por interpretación juiciosa y
docta, y por minucioso raciocinio, pueden deducirse fácilmente
todas las reglas y preceptos necesarios para el conocimiento de
nuestros deberes frente a Dios y a los hombres, sin fanatismo
ni inspiración sobrenatural. Y es esta Escritura la que tomaré
como principio de mi discurso, respecto a los derechos de
quienes son, sobre la tierra, los supremos gobernantes de los
Estados cristianos; y del deber de los súbditos cristianos con
respecto a su soberano. A este fin, en el capítulo siguiente
me ocuparé de los libros, autores, propósito y autoridad de
la Biblia. [199]
3 10
PARTE 111
ESTADO
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CAP.
33
CAPITULO XXXIII
Del NÚMERO, ANTIGÜEDAD, ALCANCE, AUTORIDAD e INTÉRPRETES de los Libros de la Sagrada Escritura
Por libros de la SAGRADA ESCRITURA comprendemos aquellos que deben ser el canon, es decir, las reglas de la vida
cristiana. Y como todas las reglas de vida que los hombres,
en conciencia; están obligados a observar, son leyes, la cuestión de la Escritura implica lo que es ley en toda la cristiandad,
tanto en el orden natural como en el civil. En efecto, aunque
no esté determinado en la Escritura qué leyes deben in,stituir
los soberanos en sus propios dominios, se determina, e~ cambio, qué leyes no deben establecer. Advirtiendo, como ya he
probado, que los soberanos en sus propios dominios son los
únicos legisladores, tales libros solamente son canónicos, es
decir, sólo son leyes en aquellas naciones donde están establecidas como tales por la autoridad soberana. Ciertamente
Dios es el soberano de todos los soberanos, y, por consiguiente,
cuando habla a un súbdito, tiene que ser obedecido, cualquier
cosa que un potentado terrenal disponga en contrario. Pero
la cuestión no es de obediencia a Dios, sino de cuándo y qué
dijo Dios, cosa que los súbditos que no tienen revelación
sobrenatural no pueden saber, sino por esa natural razón que
les induce, para obtener la paz y la justicia, a obedecer la
autoridad de diversos Estados, es decir, de sus soberanos legítimos. De acuerdo con esta obligación yo no puedo reconocer
como Sagrada Escritura otros libros del Viejo Testamento,
sino aquellos que la autor:idad de la iglesia de Inglaterra ha
ordenado que sean reconocidos como tales. Qué libros sean
éstos, es suficientemente conocido, sin necesidad de enumerarlos aquí; son los mismos que fueron reconocidos por San
Jerónimo, quien consideró como apócrifo el resto, particularmente la Sabiduría de Salomón, el Eclesiastés, Judith, Tobías,
el primero y el segundo de los Macabeos (aunque había visto
3 11
PARTE Uf
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el primero en hebreo) y el tercero y cuarto de Esdras. De los
canónicos, J osefo)... un judío docto, que escribió en tiempos del
emperador Domiciano, calc}llaba veintidós, haciendo. concordar el número con el de las letras del alfabeto hebreo. San
Jerónimo hace 10 mismo, aunque los enumera de manera distinta. En efecto, Josefo incluye cinco libros de Moisés, trece
de los Profetas que escribieron la historia de su propio tiempo
(posteriormente veremos cómo coinciden con los escritos de
los Profetas contenidos en la Biblia), y cuatro de himnos y
preceptos morales. En cambio, San Jerónimo cuenta cinco libros de Moisés, ocho de los Profetas y nueve de otras escrituras santas, que denomina Hagiógrafos. Los Septuaginta,
que eran setenta hombres doctos de los judíos, enviados por
Tolomeo, rey de Egipto, para traducir la ley judía, del hebreo
al griego, no nos han [200] dejado como Sagrada Escritura
otra cosa en lengua griega sino la reconocida por la iglesia de
Inglaterra.
En cuanto a los libros del Nuevo Testamento, son igualmente reconocidos como cánones por todas las iglesias griegas,
y por todas las sectas de cristianos que admiten algunos libros
como canónicos.
Quiénes fueron los autores originales de los distintos libros de la Sagrada Escritura, no se ha evidenciado por ningún
testimonio suficiente de otra historia (lo cual constituye la
única prueba en materia de hecho), ni puede serlo por ningún
argumento de razón natural, puesto que la razón sólo sirve
para evidenciar la verdad (no del hecho, sino) de la consecuencia. Por tanto, la luz que debe guiarnos en esta cuestión,
es la que derraman sobre nosotros los libros mismos. Y esta.
luz, aunque no nos muestre el escritor de cada libro, no es
poco útil para darnos a CQnocer la época en que fueron escritos.
En primer lugar, por 10 que respecta al Pentateuco, no
hay argumento suficiente de que sus libros fueran escritos por
Aloisés, aunque se llaman los cinco libros de Moisés. Lo mismo ocurre con el libro de Josué, el libro de los Jueces, el libro
de Ruth y los libros de los Reyes, 10 cual no es argumento
suficiente para probar que fueron escritos por J osué, por los
Jueces, por Ruth y por los Reyes. En efecto, en los títulos
3IZ
PARTE 111
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CAP.
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de los libros se señala el tema con tanta frecuencia como el
escritor. La Historia de Livio denota al escritor; pero la Historia de Scandenberg se denomina así por el tema desarrollado.
Leemos en el último capítulo del Deuteronomio, 'Ver. 6, respecto al sepulcro de Moisés, que nadie sabe dónde está el sepulcro, hasta hoy, es decir, en la época en que tales palabras
fueron escritas. Es, por consiguiente, manifiesto que estas
palabras fueron escritas después de su inhumación, porque
sería interpretación extraña afirmar que Moisés, refiriéndose
a su propio sepulcro (aunque por profecía), dijera que no se
encontraba en aquel tiempo, cuando vivía aún. Ahora bien,
acaso pueda alegarse que sólo el último capítulo, y no todo
el Pentateuco, fue escrito por algún otro hombre, pero no el
resto. Consideremos, por consiguiente, lo que encontramos en
el libro del Génesis, cap. 12 'Ver. 6: Y pasó Abraham por
aquella tierra hasta el lugar de Sichen, en la llanura de Moreh,
y el Cananeo estaba entonces en la tie"a: éstas deben, ser necesariamente, las palabras de alguno que escribía cuando el
Cananeo no estaba ya en el país; por consiguiente, no son palabras de Moisés, que murió antes de que el Cananeo llegase.
Del mismo modo en Números, 21, ver. 14, el escritor cita
otro libro aun más antiguo, titulado el Libro de las guerras
del Señor, en el que se registraban las hazañas de Moisés, en
el Mar Rojo y en el puente de Amon. Queda, por tanto,
suficientemente evidenciado, que los cinco libros de Moisés
fueron escritos después de su tiempo, aunque no sea manifiesto qué tiempo después.
Ahora bien, aunque Moisés no compiló enteramente dichos
libros, ni en la forma que los tenemos, escribió todo aquello
que allíse dice haber escrito; por ejemplo, el volumen, de la
ley, que se contiene, al parecer, en el I I del Deuteronomio,
yen los siguientes capítulos hasta el 27, que se ordenó también
escribir en piedras, a su entrada en el país de Canaán. y esto
lo escribió Moisés mismo, entregándolo a los sacerdotes y
ancianos de Israel, para ser [201] leído cada séptimo año a
Israel entero, en su asamblea de la fiesta del Tabernáculo.
y esta es la ley que Dios ordenó que sus Reyes (cuando
establecieran esta forma de gobierno) hicieran copiar por los
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PARTE 111
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sacerdotes y levitas; y que Moisés ordenó a los sacerdotes y
levitas que colecaran junto al arca; y la misma que habiendo
sido perdida, fue encontrada mucho tiempo después por Hilkiah, Y enviada al rey Josías, que haciéndola leer al pueblo,
renovó el pacto entre Dios y él.
Que el libro de J osué fue también escrito mucho tiempo
desPQés de Jamé, puede inferirse de varios pasajes del libro
mismo. J osué había colocado doce piedras en el centro del
Jordán, como monumento de su paso; de ellas decía el escritor lo siguiente: AlU han estado hasta hoy; porque hasta hoy
es una frase que significa tiempo pasado, más allá de la memoria del hombre. Del mismo modo, después de decir del
Señor que libró al pueblo del oprobio de Egipto, el escritor
dice: El lugar se llamó Gilgal, hasta hoy; decir esto en tiempo
de J osué hubiera sido impropio. Así también, el nombre del
valle de A chor, por la perturbación que A chan causó en el
campo, se conservó hasta hoy, dice el escritor; lo cual necesariamente debió ser escrito, por tanto, mucho tiempo después
de J osué. Argumentos de este género existen otros muchos,
como Josué, 8, 29; 13,13; 14, 14; 15,63·
Otro tanto se evidencia con argumentos análogos del libro
de los Jueces, caps. 1, 21, 26; 6, 24; 10,4; 15, 19; 17, 6,
y Ruth, J, 1, pero especialmente de Jueces, 18, 30, donde se
dice que J onatán y sus hijos eran sacerdotes de la tribu de
Dam, hasta el día del cautiverio del país.
Que los libros de Samuel fueron también escritos después
de su época, se prueba por análogos argumentos) 1 Sam., 5,
5; 7, 13, 15; 27, 6 Y 30, 25, donde después de que David
adjudicó la misma participación' en los despojos a quienes
guardaban las municiones con las cuales lucharon dice el escritor: Hizo de ello un estatuto y una ordenanza para Israel,
hasta hoy. A su vez cuando David disgustado porque el Señor había dado muerte a Uzah, por haber extendido su mano
para sostener el arca) llamó a ese lugar Pérez-Uzzah, el escritor dice que así se ha llamado hasta hoy; por consiguiente,
el tiempo en que fue escrito dicho libro debió ser muy posterior al tiempo del hecho; es decir, hubo de escribirse mucho
tiempo después de David.
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PARTE 11/
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En cuanto a los dos libros de los Reyes, y los dos libros
de las Crónicas, los lugares que mencionan tales monumentos,
como dice el escritor, permanecieron allí hasta sus propios días;
tal OLUrre con 1 Reyes, 9, 13; .9,21; 10, 12; 12, 19; 2
Reyes, 2, 22; 8,22; 10,27; 14, 7; 16,6; 17,23; 17,34;
17, 4 1 ; Cr., 4, 4 1 ; 5, 26. Es argumento suficiente que
fueron escritos después del cautiverio de Babilonia, y que la
historia de ello continuó hasta ese tiempo. En efecto, los hechos registrados son siempre más antiguos que los registros,
y mucho más antiguos que los libros que hacen mención y
referencia de los registros mismos, puesto que estos libros,
en diversos lugares, refieren al lector a las Crónicas de los reyes de J1J.dá, a las Crónicas de los reyes de Israel, a los libros
del profeta Samuel, del profeta Natán, del profeta Haggeo;
a la visión de J ehdo, a los libros del profeta Servías, y del
profeta Addo. [202]'
Los Jibros de Esdras y N ehemias fueron escritos ciertamente después de su vuelta del cautiverio, puesto que en
ellos se hace alusión a su retorno, a la reedificación de los muros y casas de Jerusalem, a la renovación del pacto y a las
ordenanzas de su policía.
La his~oria de la reina Esther es del tiempo de este cautiverio, y por consiguiente su autor debió ser de la misma época
o posterior a ella.
El libro de .T ob no presenta señal alguna del tiempo en
que fue escrito; y aunque aparece suficientemente evidenciado
(Ezeq1.tiel, 14, 14; Y Jacobo, 5, I1) que no era una persona
fantástica, el libro mismo no parece ser una historia sino Un
tratado concerniente a una cuestión muy discutida en pasados
tiempos; la relativa a por qué los hombres malvados prosperan
con frecuencia en este mundo y los hombres buenos quedan
afligidos. Y ello es tanto más probable cuanto que desde el
principio hasta el tercer versículo del tercer capítulo, donde
comienza la lamentación de Job el hebreo (como testimonia
San Jerónimo) es en pl"Osa, y a partir de allí hasta el sexto
versículo del último capítulo está en versos exámetros, y el
resto de este capítulo nuevamente en prosa. Así que la disputa es toda en verso y la prosa sólo se ha añadido como un
31 5
PARTE 111
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CAP.
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prefacio al principio, y un epílogo al final. Ahora bien, el
verso no es un estilo usual de quienes se hallan afligidos
por una gran pena como Job, o de quienes acuden a consolarles como sus amigos; si bie~ ello es frecuente en filosofía,
y particularmente en filosofía moral.
Los Salmos fueron escritos en su mayor parte por David
para liSO de los cantores. A esto se añadieron algunos cánticos
de Moisés y de otros santos varones, y algunos de ellos después de la vuelta del cautiverio, como el 137 Y el 126, siendo
evidente que el Salterio fue compilado y puesto en la forma
que ahora tiene después del retorno de los judíos de Babilonia.
Siendo los Proverbios una colección de sabias y divinas sentencias, en parte de Salomón, en parte dt! Agud, el hijo de
Jakeh, y en parte de la madre del rey Lemuel, no se puede
pensar con probabilidad que hayan sido recopilados por Salomón mejor que por Agud o por la madre de Lemuel; por
lo que si bien las sentencias son suyas, la colección o compilación de ellas en un libro fue la obra de algunos hombres
bondadosos que vivieron después de él.
Los libros del Eclesiastés y de los Cantares nada tienen que
no sea de Salomón, salvo los títulos e inscripciones. En efecto,
Las palabras del predicador, el hijo de David, rey de Jerusalem, y el Cantar de los Cantares, que es de Salomón, parecen
haber sido hechos con propósito de distinción, cuando los libros
de la Escritura fueron reunidos en un cuerpo legal, con objeto de que no sólo pudiera subsistir la doctrina, sino también
los autores.
De los profetas los más antiguos son Sofonias, Jonás,
Amós, Oseas, !saias y Miqueas, que vivieron en tiempos de
Amadas y Azarías, de ·otro modo asías, reyes de Judá. Pero
el libro de J onás no es propiamente un relato de su profecía
(porque ésta se halla contenida en unas pocas palabras: Cuarenta días y Nínive será destruida) sino una historia o nan"ación de su perversidad y de su rebelión contra los mandamientos divinos, de manera que existe poca probabilidad de que
fuera el autor, siendo, como es, el sujeto de ello. En cambio,
el libro de A mós es su profecía. [2°3]
3 16
PARTE 111
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CAP.
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Jeremías, Abdías, Nahum y Abacuc profetizaron en tiempos
de Josías.
Ezequiel, Daniel, Ageo y Zacarías, en el cautiverio.
Cuándo profetizaron Joel y Malaquías, no se evidencia porsus escritos; pero teniendo en cuenta las inscripciones y títulos
de sus libros es bastante manifiesto que la totalidad de los
escritores del Antiguo Testamento fue establecida en la forma
que conocemos, después del retorno de los judíos de su cautiverio en Babilonia, y antes de la época de Ptolomeo Piladelfo,
que lo hizo traducir al griego por setenta hombres, enviados
por él desde Judea, con tal propósito. Y si hemos de creer
en este punto los 'libros de los Apócrifos (que nos son recomendados por la Iglesia, aunque no en lo canónico, sino como
libros provechosos para nuestra instrucción) la Escritura fue
establecida en la forma que conocemos por Esdras, tal como
resulta de lo que él mismo dice en el libro segundo, cap. 14,
versículos 21, 22, etc., cuando hablando de Dios dice así:
Tu ley ha sido quemada; por consiguiente, ningún hombre
conoce las cosas que tú has hecho o las obras que se han de
comenzar. Pero si yo encuentro gracia ante ti, envíame el
Espíritu Santo, y escribiré todo cuanto se ha hecho en el mundo desde el principio, que estaba escrito en tu ley, para que los
hombres puedan encontrar tu senda, y para que los que
quieran vivir en los últimos días puedan vivir. Y en el versículo 45: y ocurrió que cuando fueron cumplidos los cuarenta
días, habló el Altísimo diciendo: Lo primero que tú has escrito, pubUcalo abiertamente, para que el digno y el indigno
puedan leerlo; pero toma los sesenta últimos, para que puedas
entregarlo solamente a aquellos que sean sabios entre el pueblo.
y esto bastará por lo que respecta al tiempo en que fueron
escritos los libros del Antiguo Testamento.
Todos los escritores del Nuevo Testamento vivieron menos de una generación después de la Ascensión de Cristo,
y todos habían visto a nuestro Salvador o habían sido sus
discípulos, excepto San Pablo y San Lucas; por consiguiente,
lo que se escribió por ellos es tan antiguo como la época de
los Apóstoles. Ahora bien, la época en que los libros del Nuevo
Testamento fueron recibidos y reconocidos por la Iglesia co-
317
PARTE IIJ
ESTADO
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CAP.
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mo ,escritos suyos, no es tan remota. En efecto, mientras que
los libros del antiguo Testamento han derivado -de una época
no muy anterior a la de Esdras, quien bajo la dirección del
Espíritu de Dios los restituyó, cuando estaban perdidos, los
del Nuevo Testamento, cuyas copias no eran muchas, ni podían
fácilmente estar en manos de una persona privada, no pueden
pertenecer a un tiempo más remoto que aquel en que los
gobernantes de la Iglesia, reunidos, los aprobaron y recomendaron a nosotros como escritos de aquellos Apóstoles y Discípulos, bajo cuyos nombres se conocen. La primera enumeración de todos los libros, tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento, aparece en los Cánones de los Apóstoles, que se
suponen recopilados por Clemente, primer obispo de Roma
después de San Pedro. Pero como esto no pasa de ser una
suposición, que algunos ponen en duda, el Concilio de Laodicea
es el primero que según sabemos recomendó la Biblia a las
diez iglesias cristianas, como escritos de los Profetas y Apóstoles: este Concilio se celebró en el año 364 después de Jesucristo. Y aunque en aquel tiempo la ambición había prevalecido tanto entre los grandes doctores de la Iglesia que [2°4]
ya no estimaban a los emperadores, aun siendo cnstianos,
como pastores de su pueblo, sino como ovejas; y a los emperadores que no eran cristianos, sino como lobos; y pretendían
comunicar su doctrina no por vía de consejo e información,
como predicadores, sino a manera de lev p <:. mmo gobernadores
absolutos; y aunque, por otra parte! tales fraudes tendieran
a hacer al pueblo más obediente a la doctrina rristiana, y mas
piadoso, estoy persuadido de que no por ello hlsificaron las
Escrituras, aunque las copias de los libros del Nuevo Testamento se hallaban sólo en manos de los eclesiásticos; en efecto,
si hubieran tenido intención de proceder así, los hubieran hecho
más favorables a su poder sobre los príncipes cristianos y la
soberanía civil, de lo que lo son. Y por consiguiente, no veo
razón alguna para dudar de que el Antiguo y el Nuevo Testamento, tal como ahora los tenemos, sean los verdaderos
relatos de los hechos y dichos de los Profetas y los Apóstole:,.
y aSÍ, acaso, algunos de los libros que se denominan apócnros
y se mantienen fuera del canon, no es por disconformidad Oc
h doctrina con el resto, sino sólo porque no se encontraban
3 18
PARTE IJI
ESTADO
CRISTIANO
en el hebreo. En efecto, después de la conquista de Asia por
Alejandro Magno, existían pocos judíos cultos que no manejaran a la perfección la lengua griega. Los setenta intérpretes
que tradujeron la Biblia al griego eran hebreos, todos ellos;
y ahí tenemos las obras de Filo y de J oselo, judíos ambos,
escritas por ellos elocuentemente en griego. Ahora bien, no es
el escrito, sino la autoridad de la Iglesia lo que hace canónico un libro. Y aunque estos libros fueron escritos por diversos hombres, es manifiesto que todos los escritores estuvieron
imbuídos por el mismo espíritu en cuanto que persiguen un
mismo fin, que no es sino el de la conservación de los derechos
del reino de Dios, .padre, Hijo y Espíritu Santo. El libro del
Génesis deriva la genealogía del pueblo de Dios, desde la
creación del mundo hasta la marcha a Egipto; los otros cuatro
libros de 111 oisé s contienen la elección de Dios como rey suyo,
y del establecimiento de leyes para su gobierno. Los libros
de Jamé, Jueces, Ruth y Samuel, en tiempos de Saúl, describen los actos del pueblo de Dios, hasta que rompió el
yugo de los dioses y reclamaron un rey, a la manera de las
naciones vecinas suyas. El resto de la historia del Antiguo
Testamento nos presenta la sucesión de la rama de David,
hasta el cautiverio, de cuya línea había de brotar el restaurador del reino de Dios, precisamente nuestro bendito Salvador, el Hijo de Dios, cuya venida fue predicha en los libros
de los Profetas, después de lo cual los Evangelistas describieron su vida y sus actos y su reclamación del reino mientras
vivió spbre la tierra; por último, las Actas y Epístolas de
los Apóstoles describen la venida de Dios como Espíritu Santo,
y la autoridad que les transfirió a ellos y a sus sucesores para
la dirección de los judíos y para la conversión de los gentiles.
En suma, las historias y profecías del Antiguo Testamento y
los Evangelios del Nuevo Testamento tienen, todos ellos, el
mismo fin: convertir los hombres a la obediencia de Dios;
I. en A10isés y los sacerdotes; 2. en Cristo hombre, y 3. en
ks Apóstoles y sucesores suyos, investidos con poder apostólico. Estos tres grupos representan en distintos tiempos la
persona de Dios; Moisés y sus sucesores los sumos sacerdotes
y reyes de Judá en el [205] Antiguo Testamento; Cristo
mismo en la época en que vivió sobre la tierra, y los Apóstoles
319
PARTE III
ESTADO
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CAP.
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y sus sucesores desde el día de Pentecostés (en que el Espíritu Santo descendió sobre ellos), hasta el presente.
Es una cuestión muy disputada entre las diversas sectas
de la religión cristiana, la siguiente: De dónde derivan su autoridad las Escrituras; esta cuestión se plantea a veces en otros
términos, como por ejemplo: Cómo sabremos que se trata de
la palabra de Dios) o por qué creemos que es así. La dificultad
de resolver este problema depende principalmente de la impropiedad de las palabras en que la cuestión misma está planteada. En efecto, se cree por doquier que el primer y original
autor de las Escrituras es Dios; pero la cuestión discutida
no es ésta. Por otra parte, es manifiesto que nadie puede saber
que son palabras de Dios (aunque todos los verdaderos cristianos lo crean), sino aquellos a quienes Dios mismo lo ha
revelado de modo sobrenatural; pero la cuestión no se orienta
correctamente a base de nuestro conocimiento de ella. Por último, cuando la cuestión se propone como cosa referente a
nuestra fe, y a que unos lo creen por una razón y otros por
otras, no cabe dar una respuesta general a todos ellos. La
cuestión correctamente planteada es ésta: En virtud de qué
autoridad son convertidas en ley.
En cuanto que no difieren de las leyes de naturaleza, no
existe duda alguna, de que son la ley de Dios y llevan su autoridad en ellas, resultando legibles para todos los hombres
que tienen uso de la razón' natural. Pero esto no es otra autoridad sino la de cualquiera otra doctrina moral, de acuerdo
con la razón; cuyos dictados constituyen leyes que no han sido
hechas, sino que son eternas.
Si han sido instituídas como ley por Dios mismo son de
la naturaleza de las leyes escritas, las cuales son leyes solamente para aquellos á quienes Dios las ha comunicado suficientemente, ya que nadie puede excusarse a sí mismo diciendo
que no sabía que eran suyas.
Por consiguiente, aquel a quien Dios no ha revelado sobrenaturalmente que son suyas, ni que quienes las promulgaron
fueron enviados por Él, no está obligado a obedecerlas por
ninguna autoridad sino en virtud de aquella cuyos mandatos
tienen ya fuerza de ley; es decir, por alguna otra autoridad
3 20
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
33
que la del Estado, que radica en el soberano que tiene de
modo exclusivo el poder legislativo. Por otra parte, si no hay
una autoridad legislativa del Estado que les dé fuerza de
ley, debe existir otra autoridad, derivada de Dios, privada o
pública; si es privada, obliga solamente a aquel a quien en
particular Dios se complació en revelarla. En efecto, si ~ada
hombre estuviera obligado a tomar como ley de Dios lo que
los hombres que pretenden tener una inspiración o revelación
privada, traten de imponerles (entre ellos cierto número de
hombres que por orgullo o ignorancia toman sus propios sueños, fantasías extravagantes y locuras como testimonios del
espíritu de Dios, o. en su ambición presumen poseer, falsamente, tales divinos testimonios, en contradicción con su propia
conciencia) sería imposible que ninguna ley divina fuera reconocida. Si es pública, es la autoridad del Estado o de la
Iglesia. Pero si la Iglesia es una persona, coincide con el
Estado de [206] los cristianos, que se llama Estado, porque
está. constituído por los hombres unidos en una persona, la
de su soberano; e Iglesia porque está constituída por los cristianos unidos en un soberano cristiano. Ahora bien, si la Iglesia no es una persona, entonces no tiene autoridad alguna, y
no puede mandar ni realizar acción de ningún género, ni es
capaz de tener poder alguno o derecho a ninguna cosa, ni
tiene voluntad, razón ni voz, porque todas esas cualidades
son personales. Ahora bien, si el número entero de los cristianos no está contenido en un Estado, no forma una sola
persona, ni existe una Iglesia universal que tenga ninguna
autoridad sobre ellos; por consiguiente, las Escrituras no se
convierten en leyes por la Iglesia universal. Si existe un Esta
do, entonces todos los monarcas cristianos y Estados son per
sonas privadas, sujetas a ser juzgadas, depuestas y castigadas
por un soberano universal de toda la cristiandad. Así que la
cuestión de la autoridad de las Escrituras se reduce a ésta:
O bien los re'yes cristianos y las asambleas soheranas en los
Estados cristianos son absolutas en sus propios territorios, inmedidtamente por debajo de Dios, o están sujetas a un vicario
de Cristo, constituido sobre la Iglesia universal, para ser juzgados, condenados, depuestos y ejecutados, tal como lo considere oportuno o necesario para el hien común.
321
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
33
Esta cuestión no puede ser resuelta sin una consideración
más particular del reino de Dios, a base de lo cual juzgaremos
de la autoridad de interpretar la Escritura. En efecto, quien
tiene un poder legítimo sobre una escritura para convertirla en
ley, tiene, también, el poder éle aprobar o desaprobar la interpretación de la misma. ['207]
3'2'2
PARTE I/[
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
34
CAPITULO XXXIV
Del Significado de ESPÍRITU, ÁNGEL e INSPIRACIÓN
en los Libros de la Sagrada Escritura
Si consideramos que el fundamento de todo verdadero
raciocinio es el significado constante de las palabras, que en
la doctrina siguiente. no depende (como en la ciencia natural)
de la voluntad del escritor ni (como en la conversación corriente) del uso vulgar, sino del sentido que tienen en la Escritura, necesIto, antes de seguir adelante, determinar, partiendo de la Biblia, el significado de aquellas palabras que
por su ambigüedad pueden hacer oscuro o discutible lo que trato de inferir de ellas. Comenzaré con las palabras CUERPO y
ESPÍRITU, que en el lenguaje de las Escuelas se denominan
sustancias corpóreas e incorpóreas.
La palabra cuerpo, en su acepción más general, significa
aquello que llena u ocupa un determinado espacio o lugar
imaginado, y que no depende de la imaginación, sino que es
una parte real de lo que llamamos Universo. En efecto, siendo
el Universo un agregado de todos los cuerpos, no aiste tampoco una parte real del mismo que no se cuerpo, ni hay cosa
alguna que propiamente sea un cuerpo, que no sea, además,
parte de ese a.gregado de todos los cuerpos que es el U niverso. Como los cuerpos están sujetos a cambio, es decir, a
la variedad de apariencia con respecto a los sentidos de las
criaturas vivas, ese cuerpo se denomina también sustancia, esto
es, sujeto a varios accidentes; unas veces el cuerpo está en
movimiento, otras en reposo; en unos casos aparece a nuestros sentirlos como caliente, otras como frío; unas veces tiene
U:1 color, olor, gusto o sonido; otras veces, otro. Esta diversidad de ap:l,riencia (producida por la diversidad de actuación
de los cuerpos sobre los órganos de nuestros sentidos) la atribuÍmos a las alteraciones de los cuerpos actuantes, y la denominamos accidentes de estos cuerpos. Según esta acepción de
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
34
la palabra, sustancia y cuerpo significan la misma cosa, y, por
consiguiente, la frase sustancia incorpórea se in'tegra con palabras que, reunidas, se destruyen una a otra, como si uno
dijera un cuerpo incorpóreo.
Ahora bien, en la acepción usual, entre las gentes vulgares,
no todo e! Universo se denomina cuerpo, sino sólo aquellas
partes de! cuerpo que por e! sentido del tacto advertimos, que
resisten a su fuerza; o por e! sentido de la vista, que impiden
una visión más lejana. Así, en e! lenguaje común de las
gentes, e! aire o las sustancias aéreas no suelen ser considerados como cuerpos, sino que (en cuanto los hombres son sensibles a sus efectos) se denominan viento, hálito o (como todo
ello era llamado spiritus por los latinos) espíritus; tal ocurre
cuando a la sustancia aérea que en el cuerpo de una criatura
viva le presta vida y movimiento se denomina espíritu vital
y animal. Ahora bien, en cuanto a los ídolos del cerebro que
nos presentan cuerpos donde no existen, como en un espejo,
en un sueño, o en un [208] cerebro destemplado en estado de
vigilia, no son nada (como e! Apóstol dice generalmente
de todos los ídolos); nada en absoluto, digo, que exista donde
parece existir; aun en e! cerebro mismo, no son nada sino
tumulto, que procede o bien de la acción de los objetos o
de la agitación desordenada de los órganos de nuestros sentidos. Y los hombres que se emplean en cosas distintas de la
averiguación de las causas, no conocen de esos espíritus lo que
consideran como tales, y fácilmente pueden ser persuadidos,
por aquellos cuyo conocimiento tanto reverencian, a llamar los
cuerpos, en algunos casos, pensando que están hechos de un
aire compacto por un poder sobrenatural, puesto que la vista
los juzga corpóreos; y en otros, a llamarlos espíritus, porque
e! sentido de! tacto nada discierne, en e! lugar donde aparecen, que resista a sus dedos. Así que e! verdadero significado
de espíritu" en e! lenguaje común, o bien es un cuerpo sutil,
flúido e invisible, o una aparición, u otro ídolo o fantasma
de la imaginación. Existen, en cambio, numerosas significaciones metafóricas, porque a veces se toma como una disposición o inclinación de la mente, como cuando, al referirnos
a la propensión a controlar las afirmaciones de otros hombres,
hablamos de un espíritu de contradicción; al aludir a una dis-
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 34
posición a la impureza, de un espíritu impuro; o a la perversión, de un espíritu perverso; o a la tosquedad, de un espíritu
tosco; o a la inclinación a lo divino y al servicio de Dios, de
un espíritu de Dios; otras veces, se considera como una actitud
eminente, o una pasión extraordinaria, o una enfermedad mental, como cuando una gran sabiduría se denomina espíritu de
sabiduría; y cuando de los locos se dice que están poseídos
por un espíritu.
Otra significación de espíritu, no la encuentro; y si ninguna de ellas puede satisfacer el sentido de esta palabra en
la Escritura, el pas~je en cuestión no es accesible a la comprensióa humana, y nuestra fe, en ese caso, no consiste en
nuestra opinión, sino en nuestra sumisión; como en todos
los lugares se dice de Dios que es un espíritu, o en aquellos
otros en que con la frase espíritu de Dios se significa a Dios
mismo. En efecto, la naturaleza de Dios es incomprensible,
es decir, que nosotros no comprendemos nada de lo que Él es
sino solamente que es; por consiguiente, con los atributos que
le damos no nos decimos uno a otro lo que Él es, ni significan
nuestra opinión de su naturaleza, sino nuestro deseo de honrarle con aquellos nombres que concebimos como más honrosos entre nosotros mismos.
Gn., 1, 2. El espíritu moviéndose sobre la superficie
de las aguas. En este caso, si por espíritu de Dios se significa Dios mismo, entonces se atribuye movimiento a Dios
y, por consiguiente, lugar, cualidades que sólo son inteligibles
de los cuerpos,' y no de las sustancias incorpóreas; y aSÍ, el
pasaje referido está por encima de nuestra comprensión, la cual
no puede concebir nada movido que no cambie de lugar o que no
tenga dimensión; pero todo aquello que tiene dimensión
es un cuerpo. Ahora bien, el significado de esas palabras queda
mejor entendido por un pasaje análogo, Gn., 8, 1, en el
cual, cuando la tierra quedó cubierta por las aguas, como en
el principio, proponiéndose Dios abatirlas, y descubrir, de
nuevo, la tierra seca, usa las mismas palabras: Yo quiero traer
mi espíritu sobre la tierra, y las aguas serán menguadas, en
cuyo pasaje se entiende por espíritu un viento (es decir un aire
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CA.P. 34
o espíritu movido) que puede ser llamado (como en el pasaje
anterior) espíritu de Dios, porque era obra de Dios. [2°9]
Gn., 41, 38. Faraón llama espíritu de Dios a la sabiduría
de José. En efecto, habiéndole, aconsejado José que buscara
un hombre sabio y discreto, y lo colocara al frente del país
de Egipto, dice lo siguiente: ¿Podemos encontrar un hombre
como éste en el cual exista el espíritu de Dios? Y también en
Ex., '28, 3: Tú hablarás (dice Dios) a todo~ los sabios de
corazón, a q1tienes yo he henchido de espíritu y de sabiduría,
a fin de que hagan los vestidos de ~1arón, para consagrarlo.
En ese pasaje, el entendimiento extraordinario, aunque aplicado a la confección de vestidos, como un don de Dios, se denomina espíritu. de Dios. Lo mismo se encuentra, a su ve2,
en Ex., 31, 3, 4, 5, 6, y 35, 3 1 , Y en !satas, 11,2, 3, donde
el Profeta, hablando del Mesías, dice: El espíritu, del Señor
debe reposar en él, el espíritu de la sahiduría y de la inteligencia, el espíritu del consejo y de la fortaleza, y el espíritu
del temor del Se'fíor. En estos pasajes se significan de modo
manifiesto no ya apariciones, sino numerosas gracias eminentes
que Dios quiso darle.
En el libro de los Jueces, un extraordinario celo y valor
en la defensa del pueblo de Dios se denomina el espíritu de
Dios, como cuando excitó a Otoniel, Gedeón, Jefté y Sansón
para que lo liberara de la servidumbre, Jueces, 3, 10: 6, 34;
11, 28; 13,25; 14, 6, 19. Y de Saúl, respecto de las noticias
de la insolencia de los amonitas hacia los hombres de Jabesh
Gilead, se dice (1 S., 11, 6): Que el espíritu de Dios descendió sobre Saúl, y su ira (o como se dice en latín, su furia)
se encendió en gran manera. Con 10 cual no era probable que
se significara una aparición, sino un extraordinario celo en castigar la crueldad de los amonitas. Del mismo modo, por el
espíritu de Dios que descendió sobre Saúl, cuando se ,encontraba entre los profetas que ensalzaban a Dios con cánticos y
músicas (1 S., 19, 20) se ha de comprender no ya una
aparición, sino un inesperado y repentino celo para unirse con
él en su devoción.
El falso profeta Zedequías decía a Miqueas (1 R., 22,
24.): ¿Por dónde se fue de mí el espíritu del Señor, para
326
l'ARTE JII
E S TA D O
C R 1 S TIA N O
CAP.
34
hablarle de ti? Lo cual no puede c~mprenderse de una apari~
ción, porque Miqueas declaró ante los reyes de Israel y Jud:á
el acontecimiento de la batalla como una visión, y no como
un espíritu que le hablara a éL
Del mismo modo se desprende de los libros de los Profetas, que aunque hablaran por el espíritu de Dios, es decir,
por Una gracia especial de predicción, su conocimiento del futuro no se debía a una aparición que había en ellos, sino a
un ensueño o visión sobrenaturaL
En el Gn., 2, 7, se dice: Dios hizo al hombre del polvo
de la tierra y alentó en su nariz el hálito (spiraculum vitte),
y el hombre fue hechó un alma viviente. En este caso, el hálito de vida inspirado por Dios no significa otra cosa sino
que Dios dio vida al hombre; y cuando (Job, 27, 3) se dice:
"'1¡entras el espíritu. de Dios esté en mis narices, se quiere
decir, mientras yo viva. Así, cuando en
1, 20, se dice:
E1 espíritu de la 'L-'ida estaba en las ruedas, equivale a decir
las ruedas es/aban vivas. Y (Ex., 2, 30) el espíritu entró en
mí y t12e afirmé sobre mis pies, equivale a afirmar, recobré mi
fuerza vital con lo cual no se quiere decir que un espíritu o
sustancia incorpórea entrara en este cuerpo y lo poseyera.
En el cap. 11 de Números, ver. 17, se dice: Yo tomaré
(dice Dios) del espíritu que está en ti y lo pondré sobre ellos,
ellos soportarán [2 ro] contigo la carga del pueble; es desobre los setenta ancianos; a continuación de ]0 cual se
dice que dos de los setenta profetizaron en el campamento;
algunos se quej<\ron de ello, y Josué deseaba que Moisés se
Jo prohibiera, cosa que Moisés no hizo. De ello se infiere que
Josué no sabía que ellos hubieran recibido autoridad para ';Jroceder así, y para profetizar de acuerdo c(\n los designios de
Moisés; es decir, por un espíritu o autoridad subordinado al
suyo propio.
En el mismo sentido leemos (Dt., 34-, 9) que Josué estaba lleno con el espíritu de la sabidftría, porque Moisés había
puesto sus manos sobre él; es decir, porque le había sido ordr.nado por Moisés que prosiguiera la obra que él mismo había
mmenzado (a saber, la conducción del pueblo de Dios a la.
.1 2 7
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
34
tierra prometida), pero que, impedido por la muerte, no pudo
terminar.
En el mismo sentido se dice (Ro., 8, 9) Si algún hombre
110 tiene el espíritu, de Cristo, na es de los suyos; con ello no
se significa una aparición de Cristo, sino una sumisión a su
doctrina. Como también (1 ] n., 4, 2): Por ello conoceréis
el espíritu de Dios; cada espíritu que confiesa que Jesucristo
ha venido en carne, es de Dios; con ello se significa el espíritu de la cristiandad genuina, o sea la sumisión al principal
artículo de la fe cristiana, según el cual Jesús es Cristo; cosa
que no puede interpretarse de una aparición.
Del mismo modo, las palabras (Le., 41, 1): Y Jesús
lleno de E spíritu S anta (es decir, como está expresado en
Mt., 4, 1, Y en Mt., 1, 12 del Espíritu Santo), pueden considerarse expresivas de celo en la obra para la cual había
sido enviado por Dios Padre; pero interpretarlo como una
aparición, equivale a decir que Dios mismo (porque era efectivamente nuestro Salvador) estaba lleno de Dios, lo cual es
una forma de dicción muy inadecuada y sin importancia. Cómo llegamos a traducir espíritus por la palabra apariciones,
que no significa nada en el cielo ni en la tierra sino los imaginarios habitantes del cerebro humano, no me detendré a
examinarlo; pero diré que la palabra espíritu en el texto no
significa tal cosa, sino propiamente una sustancia real, o metafóricamente alguna aptitud o afecto extraordinario de la
mente o del cuerpo.
Los discípulos de Cristo, viéndole caminar sobre el mar
(Mt., 14, 26 Y Mr., 6, 49) suponían que era un espíritu,
significando con ello un cuerpo aéreo y no un fantasma: en
efecto, se dice que todos ellos lo vieron, lo cual no puede ser
considerado como una. aberración del cerebro (que no es común
a varios, a la vez, cuando se refiere a cosas visibles; si'no singular, a causa de la diferencia de imaginación), sino del cuerpo solamente. Del mismo modo ocurrió cuando fue tomado
como un espíritu por los mismos Apóstoles (Le., 24, 3, 7);
así también (Hch., 12, 15) cuando San Pedro fue liberado
de la prisión, no se dio crédito a la noticia, y cuando la
doncella dijo que estaba en la puerta, ello:' dijeron que era su
328
PARTE III
ESTADO
CR1ST1ANO
CAP.
34
ángel; con lo cual debe comprenderse una sustancia corpórea;
o habremos de afirmar que los discípulos mismos siguieron la
opinión de judíos y gentiles, quienes aseguraban que algunas de
tales apariciones no eran imaginarias, sino reales, y tales que
no es precisa la fantasía del hombre para darles existencia.
A estas apariciones los judíos las llamaban espíritus y ángeles,
buenos y malos, como los griegos las denominaban d6monios.
Algunas de ellas pueden ser [211] reales y sustanciales, es
decir, cuerpos sutiles, que Dios llega a formar con el mismo
poder mediante el cual formó todas las cosas, e hizo uso de
ellas como de ministros y mensaj eros (es decir, ángeles) para
declarar su voluntad, y ejecutarla como le pluguiera, en forma extraordinaria y sobrenatural. Pero así formados, son
sustancias provistas de dimensión, y ocupan lugar, y pueden
ser movidas de un lugar a otro, lo cual es peculiar a los
cuerpos; y, por consiguiente, no son apariciones incorpóreos,
es decir, fantasmas que no ocupan lugar, ni están en ninguna
parte, y en ningún momento, esto es, que pareciendo estar
en alg1;n lado no son nada. Pero si lo corpóreo se considera
en su acepción más vulgar, como aquellas circunstancias que
son perceptibles a nuestros sentidos externos, entonces es
sustancia incorpórea una cosa no imaginaria sino real, esto es,
una tenue sustancia invisible, pero dotada de las mismas dimensiones que los cuerpos más gruesos.
Bajo la denominación de ÁNGEL se comprende generalmente un mensajero, y con más frecuencia un mensajero de Dios.
y bajo la denominación de mensajero de Dios se significa una
cosa que revela su extraordinaria presencia, o sea, la manifestación extraordinaria de su poder, especialmente por un
sueño o visión.
Respecto a la creación de los ángelés nada se halla manifestado en la Escritura. Que son espíritus se repite con frecuencia; pero bajo la denominación de espíritu se significa en
la Escritura y vulgarmente, como entre judíos y gentiles, a
veces los cuerpos tenues, como el aire, el viento, los espíritus
vitales y animales de las criaturas vivas, y a veces las imágenes
que se producen en la fantasía de sueños y visiones, éstas no
son sustancias reales ni duran mucho más tiempo que el sueño
PARTE 1/1
ESTADO
CR1S1'IANO
CAP.
34
o visión en que aparecen; tales apariciones, aunque no son sustancias reales, sino accidentes del cerebro, cuanao Dios las
suscita sobrenaturalmente para significar su voluntad, no son
impropiamente denominadas mensajeros de los dioses, es decir, sus ángeles.
Los gentiles concebían vulgarmente la imagineda del cerebro ~omo cosas que realmente subsisten sin él, y que no dependen de la fantasía; a base de esa cúncepción trazaban sus
opiniones sobre los demonios, benéficos o maléficos, a los que,
como parecían subsistir realmente, les llamaban sust(mcias,
y como no podían sentirlos con sus manos, los consideraban
incorpóreos; así también, los judíos, basándose en análoga razón, sin ninguna cosa en el Antiguo Testamento que les constriñera a ello, opinaban generalmente (con excepción de la
secta de los saduceos) que tales apariciones (a veces Dios se
complacía en producirlas en la fantasía de los hombres, para
su pmpio servicio, y por consiguiente les llamaba sus ángeles)
no eran sustancias dependientes de la fantasía, sino criaturas
permanentes de Dios; por tal razón, las sustancias que imaginaban ser beneficiosas para ellos las estimaban como ángeles de. Dios, y aquellas otras que les dañaban, llamábanlas ángeles malos o espíritus malignos; tales como el espíritu de
Pitón, y los espíritus de los locos, lunáticos y epilépticos, estimando que los individuos perturbados con tales enfermedades
eran demoníacos.
Ahora bien, si consideramos los pasajes del Antiguo Testamento donde se hace mención de los ángeles, encontraremos
que en la mayor parte de los casos no puede [2 r 2 ] comprenderse bajo la palabra ángel, sino cierta imagen (sobrenaturalmente) suscitada en la fantasía, para significar la presencia de
Dios en la ejecución d_e alguna obra sobrenatural; y, por consiguiente, en el resto, cuando su naturaleza no está expresa,
puede comprenderse de la misma manera.
Leemos, por ejemplo, en Gn., r6, que la misma aparición se denomina no solamente ángel, sino Dios; lo que (ver.
7) se llama el ángel del Señor, dice a Agar en el décimo versículo: Yo multiplicaré tu linaje superabundantemente; esto
significa que hablaba Dios en persona. Esta aparición no era
33°
PARTE flJ
ESTADO
CRISTlANO
CAP.
34
una imagen figurada, sino una voz. Por ello es manifiesto
que ángel no significa, aquí, otra cosa sino Dios mismo, haciendo que Agar escuchara sobrenaturalmente una voz del cielo; o más bien, no es otra cosa sino una voz sobrenatural, que
testifiéa la presencia especial de Dios, allí. Por consiguiente,
¡por qué razón los ángeles que aparecieron a Lot y que son
llamados Men en Gn;, 19, 13, Y a los que, aunque eran dos,
Lot les habla (ver. 18) como si fuera uno, y a este uno, como
a Dios (porque los términos en que se expresó eran los siguientes: Lot les dijo: No, yo os ruego, mi Señor) no habían
de ser considerados como imágenes de hombres, formados sobrenaturalmente en la fantasía, del mismo modo que antes se
comprendía como ángel una voz imaginaria? Cuando el ángel
llamó a Abraham desde el. cielo, para que detuviera su mano
(Gn., 22, ll) al ir a sacrificar a Isaac, no hubo aparición sino
una voz; no obstante lo cual esta voz se consideró con propiedad como mensajero o ángel de Dios, porque declaró sobrenaturalmente la voluntad del Señor, ahorrando el trabajo de
suponer apariciones permanentes. Los ángeles que Jacob vio
en la escala celeste (Gn., 28, 12) fueron una visión de su
sueño; por consiguiente, sólo fantasía y sueño; pero siendo
sobrenaturales y signos de la presencia especial de Dios, estas
apariciones pueden propiamente denominarse ángeles. Otro
tanto puede comprenderse cuando Jacob dice (Gn., 31, ll):
El ángel del Señor se me apareció en sueños. En efecto, una
aparición a un hombre durante su sueño es lo que los hombres llaman un ensueño, ya sea natural o sobrenatural; y lo que
Jacob llamaba u!). ángel, en aquel caso, era Dios mismo, porque el mismo ángel dice (ver. 13): Yo soy el Dios de Bethel.
Así también (Ex., 14, 9) el ángel que iba delante del
ejército de Israel en el Mar Rojo, y que, después, se situó
tras de él (ver. 19) es el Señor mismo, y no apareció en figura de un hombre hermoso, sino durante el día en forma de
una columna de nubes, y durante la noche en forma de una
columna de juego: esta columna era toda la aparición, y el
ángel la prometió a Moisés (Ex., 14, 9) como guía de los
ejércitos; afírmase que esta columna de nubes descendió y se
mantuvo junto al Tabernáculo, y que hab16 con Moisés.
33 1
PARTE IU
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 34
Veis, aquí, movimiento y palabra, que comúnmente se atribuyen a los ángeles, atribuídos a una nube, porque la nube
servía como signo de la presencia de Dios; y no por ello
dejaba de ser un ángel como si . hubiera tenido la forma de
un hombre, o de un niño de incomparable belleza, o con alas,
como usualmente suelen pintarse, para falsa instrucción de las
gentes . vulgares. En efecto, no es su figura sino su uso lo que
hace de ellos ángeles. Ahora bien, su finalidad es ser expresión de la presencia de Dios en las operaciones sobre- [213]
naturales, como cuando Moisés (Ex., 33, 14.) deseó que Dios
fuera con él por el camino (como siempre lo había hecho, antes de adorar el becerro de oro). Dios no contesta: Yo ,iré, ni
yo enviaré un ángel en mi lugar, sino: Mi presencia irá contigo.
Mencionar todos los pasajes del Antiguo Testamento donde se halla el nombre de ángel, sería demasiado prolijo. Por
consiguiente, digo, para comprender todo esto de una vez, que
no hay texto en esta parte del Antigo Testamento que la Iglesia de Inglaterra considere como canónico, y del que podamos
deducir que existe, o ha sido creada una cosa permanente
( comprendida bajo la denominación de espíritu o ángel) que
no tiene cantidad, y que no puede ser dividida por el entendimiento, es decir, considerada por partes, de tal modo que
una parte esté en un lugar y la parte próxima en el lugar
inmediato a aquél; en suma, que no es corpórea (tomando
como cuerpo aquello que es alguna cosa y está en algún lugar) ;
pero que en cada pasaje el sentido sustentará la interpretación
de ángel por mensajero, como San Juan Bautista se denomina
un ángel, y Cristo el ángel del pacto, y como (de acuerdo
con una analogía parecida), la paloma y las lenguas de fuego
pueden ser denominadas también ángeles, como signos que son
de la presenci~ especial de Dios. Aunque encontramos en Daniel dos nombres de ángeles, Gabriel y Miguel, es evidente,
por el texto mismo (Dn., 12, 1) que por Miguel se significa
Cristo, no como ángel, sino como príncipe; y que Gabriel (como otras apariciones análogas que en su sueño tuvieron algunos
santos varones) no era sino un fantasma sobre la ciudad, por
el cual le pareció a Daniel, en su sueño, que dos santos es-
33 2
PARTE TU
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 34
taban conversando, y \lno de ellos decía al otro: Gabriel, hagamos que este hombre comprenda su visión. En efecto, Dios
no necesita distinguir por nombres sus celestes servidores, ya
que tales nombres son solamente útiles para la limitada memoria de los M,)rtales. Tampoco en el Nuevo Testamento existe ningún lugd.r a base del cual pueda probarse que los ángeles
(excepto r:..lando son puestos para aquellos hombres a quienes
Dios ha hecho mensajeros y ministros de su palabra o de sus
obras) son cosas permanentes y, por añadidura, incorpóreas.
Que son permanentes puede inducirse de las palabras de nuestro
mismo Sal vadar (Mt., 2 S, 4 1) cuando dice que a los mal vados
se les dirá en el día del Juicio: Apartaos, malditos, al fuego
eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles; este pasaje prueba la existencia de los ángeles malos (a menos que
pensemos que las palabras el demonio y sus ángeles puedan
ser comprendidas como los adversarios de la Iglesia y sus
ministros; pero, entonces, es repugnante a su inmaterialidad,
porque el fuego eterno no es castigo para sustancias impasibles, como son las cosas incorpóreas. Por consiguiente, los ángeles no está probado que lo sean. Del mismo modo, cuando
San Pablo dice (1 Ca., 6, 3): ¿No sabeis que juz.garemos los
ángeles? y (2 P., 2, 4): Porque si Dios no perdonó a los ángeles
que habían pecado, sino que los precipitó en el infierno, y
(Jud. 1, 6): Y los ángeles que no conservaron su primitivo
estado, sino que dejaron su propia habitación. Él les ha reser'vado bajo la oscuridad en prisiones eternas hast~ el Juicio del
día postrero, aunque estos pasajes prueban la permanencia de
la naturaleza angélica, confirman también su materialidad; y
(Mt., 22,30): Porque en la resurrección, ni los hombres [ 21 4]
tomarán mujeres, ni las mujeres maridos, pues son como los
ángeles de Dios en el cielo; pero en la resurreción los hombres
serán permanentes, no incorpóreos; así son también, por consiguiente, los ángeles.
Otros diversos pasajes existen, de los cuales puede extraerse la misma conclusión. Para los hombres que comprenden el
significado de estas palabras, sustancia e incorpóreo, si la palabra incorpóreo se toma no como un cuerpo sutil, sino como
carencia de cuerpo, ellas implican una contradicción: lo mismo
333
PARTE /11
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
34
que decir que un ángel o espíritu (es, en este sentido,) una
sustancia incorpórea, significa afirmar, en efecto, que no es
ángel ni espíritú' en absoluto. Considerando, por consiguiente,
el significado de la palabra ángel en el Antiguo Testamento,
y la naturaleza de los sueños y visiones que ocurren a los hombres por la vía ordinaria de la naturaleza, yo me inclino a
opinar que los ángeles no fueron otra cosa sino apariciones
sobrenaturales de la fantasía, suscitados por la especial y extraordinaria actuación de Dios, para hacer, con ello, conocida
su presencia y sus mandatos al género humano, y principalmente a su propio pueblo. Ahora bien, los diversos pasajes
del Nuevo Testamento, y las palabras propias de nuestro Salvador! en aquellos textos en que no hay sospecha de corrupción en la Escritura, han arrancado de mi débil razón un
conocimiento y creencia de que existen, también, ángeles sustanciales y permanentes. Pero creer que no están en ningún
lugar, es decir, en ninguna parte, esto es que no son nada, como
dicen (aunque indirectamente) quienes los consideran incorpóreos, no puede ser evidenciado por la Escritura.
Del significado de la palabra espi,.;ttt depende el de la
palabra INSPIRACIÓN, que o bien ha de tomarse con propiedad,
y entonces no es otra cosa sino la penetración, en un hombre,
de un aura fina y sutil, o viento, a la manera como se insufla
aire en una vejiga; o si los espíritus no son corpóreos, sino
que su existencia ~e debe solamente a la fantasía, no es otra
cosa sino la insuflación de un fantasma, dicción que resulta
impropia e imposible, ya que los fantasmas no existen) sino
que solamente parecen ser algo. Por consiguiente, esta palabra
se usa en la Escritura sólo de modo metafísico; como (Gn.,
2, 7) cuando se dice que Dios inspiró al hombre el aliento
de la vida., no se significa otra cosa sino que Dios le imbuyó
su moción vital. En efecto, no hemos de pensar que Dios
hizo primero un aliento vivo, y luego lo insufló en Adán,
después de hacer a éste, ya fuese dicho aliento real o imaginario; sino solamente (Hch., 17,27) que le dió vida y aliento, es decir, que hizo de él una crÍatura viva. Y cuando se
dice (2 Ti., 3, 16) que toda la Escritura está dada por inspiración de Dios, con referencia a la Escritura del Antiguo
334
PARTE /11
ESTADO
CRISTIÁNO
CAP.
34
Testamento, es una simple metáfora para significar que Dios
inclinó e! espíritu o la mente de aquellos escritores a escribir
lo que sería útil para enseñar, reprobar, corregir e instruir
a los hombres, en e! modo de vivir rectamente. Pero cuando
San Pedro (2 P., 1, 21) dice que la profecía no fue, en los
tiempos pasados, traída por la voluntad del hombre, SitlO que
los santos varones de Dios hablaban como si estuvieran movidos por el Espíritu Santo, por Espíritu Santo se comprende
la voz de Dios en un sueño o visión sobrenatural, lo cual no
es inspiración: ni cuando nuestro Salvador, depositando su
aliento sobre sus discípulos dice: Recibid el Espíritu Santo, no
era este hálito espiritual sino un signo de las gracias espirituales que Él les trasmitía. Y aunque se [215] dice de muchos y aun de nuestro Salvador mismo, que estaba lleno con
el Espíritu Santo, esta plenitud no debe comprenderse como
infusión de la sustancia de Dios, sino como acumulación de sus
dones, tales como, por ejemplo, e! don de santidad de vida,
o e! de lenguas, y otros semejantes, ya sean alcanzados sobrenaturalmente o por medio de! estudio o la laboriosidad; porque en todos los casos se trata de dones de Dios. Así, de!
mismo modo, cuando Dios dice (JI., 2,28): Yo derramé mi
espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros viejos soñarán sueños, y vuestros jóvenes
"v'erán visiones, no hemos de comprenderlo en sentido propio
como si su espíritu fuese análogo al agua, y fuese susceptible
de efusión o infusión, sino como si Dios hubiera prometido
darles sueños proféticos y visiones. Porque e! uso propio de la
palabra infuso, con referencia a las gracias de Dios, es abusivo,
porque esas gracias son virtudes, no cuerpos para ser llevados
de un lugar a otro o para ser imbuídos en los hombres, como
en barriles.
De la misma manera, tener inspiración en sentido propio,
() decir que los espíritus de Dios entraron en los hombres
para hacerles profetizar, o los espíritus malos en los que se
vuelven frenéticos, lunáticos o epilépticos, no es tomar la
palabra en e! sentido de la Escritura, porque e! espíritu en
(" IIa se toma como e! poder de Dios que actúa por causas
para nosotros desconocidas. Como también (Hch., 2, 2) e!
335
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 34
viento, que, según se dice en ese pasaje, llenó la casa donde los
Apóstoles estaban reunidos el día de la Pentecostés, no debe
comprenderse como el Espíritu Santo, que es la deidad misma,
sino como signos externos de la actuación especial de Dios
sobre sus corazones, para hacer en ellos efectivas las gracias
internas y santas virtudes que Él consideraba necesarias para
la realización de su apostolado. [2161
PARTE 111
ESTADO CRI&TIANO
CAP.
35
CAPITULO XXXV
De la Significación de REINO DE DIOS, de SANTO,
Y SACRAMENTO, en la Escritura
SAGRADO
El reino de Dios en los escritos de los religiosos, y especialmente en los sermones y tratados de devoción, se considera muy comúnmente como la felicidad eterna, después de
esta vida, en el altísimo cielo, al cual se llama también reino
de la gloria; a veces, como santificación (lo más serio de esta
felicidad), que los religiosos denominan reino de la gracia;
pero nunca se considera como monarquía, es decir, como poder
soberano de Dios sobre los súbditos, adquirido por su propio
consentimiento, que es la auténtica significación de reino.
Por el contrario, encuentro que la frase REINO DE DIOS se
emplea en varios pasajes de la Escritura para significar un
reino propiamente así llamado, constituído de manera peculiar
por los votos del pueblo de Israel, donde fue elegido Dios
como rey de ese pueblo por pacto hecho con él, al prometerle
Dios la posesión de la tierra de Canaán. Raras veces se usa
en forma metafórica, y entonces se toma como dominio sobre
el pecado (y solamente en el Nuevo Testamento) porque un
dominio como ese, cada súbdito debe tenerlo en el reino de
Dios, y sin perjuicip para el soberano.
Ya desde la Creación, no solamente reinaba Dios sobre
todos los hombres, de modo natural, por su potencia, sino que
tenía también súbditos peculiares, a los cuales trasmitía sus
mandatos por medio de una voz, como un hombre habla a
()tro. De este modo reinó s00re Adán, y le ordenó que se abstuviera del árbol de la ciencia del bien y del mal; no obedec!ó,
sino que, probando el fruto de dicho árbol, propúsose ser
~'CffiO Dios~ juzgandü entre el bien y el mal, no por mandato
de su Creador, sino por su propio designio; y así su castigo
f llt: .una privación del estado de vida eterna, en que Dios le
337
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
35
había creado. Posteriormente Dios castigó su descendencia, a
causa de sus vi~ios, con un diluvio universal, exceptuando sólo
ocho personas; y en estos ocho consistió el reino de Dios.
Más tarde, plugo a Dios h'lblar a Abraham y (Gn., I7,
7, 8) hacer un pacto con él, en estas pahbras: Y estableceré
mi pacto entre yo y tú, y tu simien!t? después de ti, en sus
generaciones, por un pacto pt!'rpetuo, para ser un Dios para ti
y para tu descendencia después de ti. Y te daré a ti y a tu
simiente después de ti la tierra en que eres extranjero, toda
la tierra de Canaán, en posesión perpetua. En este pacto Abraham promete por sí mismo y por su posteridad obedecer cuando el Señor Dios le hable; y Dios por su parte promete a
Abraham la tierra de Canaán como una posesión eterna. [2I7]
y como testimonio y símbolo de pacto, ordenó (ver. I I) el
sacramento de la circuncisión. Es esto lo que se llamó el viejo
pacto o testamento, y contiene un contrato entre Dios y Abraham, en virtud del cual Abraham se obliga por sí mismo y por
su posteridad, a quedar sujeto a la ley positiva de Dios de
una manera peculiar, ya que a la ley moral estaba obligado
antes, por un juramento de alianza. Y aunque el nombre de
rey no se da todavía a Dios, ni el de reino a Abraham y su
semilla, la cosa es la misma, a saber: una institución por pacto,
de la peculiar soberanía de Dios sobre la descendencia de
Abraham, que en la renov;¡.ción del mismo pacto por Moisés
en el monte SinaÍ se llamó expresamente un peculiar reino de
Dios sobre los judíos; y es de Abraham (no de Moisés) que
San Pablo dice (Ro., 4, II) que es el padre de los creyentes,
es decir, de los que son leales y no violan el pacto jurado a
Dios, entonces por la circuncisión, y posteriormente, en el Nuevo Testamento, por el bautismo.
Este pacto, al pie del monte Sinaí, fue renovado por
Moisés (Ex., I9, 5) cuando el Señor ordenó a Moisés que
hablara al pueblo de esta manera: Si quereis obedecer mi voz
y observar mi pacto, sereis un pueblo peculiar para mí porque
toda la tierra es mía; y sereis para mí un reino sacerdotal
y una nación santa. Para la frase pueblo peculiar, el latín vulgar tiene pecul¡11m de cunctis populis: la traducción inglesa
hecha en los comienzos del reinado del rey Jacobo tiene un
33 8
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
35
peculiar treasure unto me above of al! nations, y el francés de
Ginebra, la joya más preciosa de todas las naciones. Pero la
tF9.ducción más fiel es la primera, porque está confirmada por
San Pablo mismo (Tit., 2, I4) cuando dice, aludiendo a este
pasaje; que nuestro bendito Salvador se dio Él mismo por
nosotros con objeto de purificarnos para sí mismo, como un
pueblo peculiar (es decir, extraordinario): la palabra en griego es JtEQLOÚOLOC;. que se opone comúnmente a la palabra
EJttOÚOLOC;; y como ésta significa ordinario, cotidiano o (como
en la plegaria del Señor) de cada día, así la otra significa lo
que es excedente, acumulado o agregado de una manera especial, lo que los latinos llaman peculium; y esta significación
del pasaje está confirmada por la razón que Dios dio de ello,
que sigue inmediatamente, cuando añade: Porque toda la tierra es mía, como si dijera: Todas las naciones del mundo son
mías; pero no es que vosotros seais míos, sino de una manera
especial, porque todos vosotros sois míos por razón de mi poder, pero debeis serlo por vuestro propio consentimiento y
pacto, lo cual es una adición a su título ordinario, respecto
a todas las naciones.
Otro tanto se confirma de nu~vo, con palabras expresas, en
el mismo texto: Sereis para mí un reino sacerdotal, y una nación santa. En latín vulgar se dice regnum sacerdotale, con
10 cual coincide tanto la traducción de este pasaje (1 P., 2,
9) sacerdotium regale, un sacerdocio real, como también la
institución misma por la cual nadie puede entrar en el sanctum
sanctorum, es decir, que nadie puede inquirir la voluntad de
Dios) inmediatamente, de Dios mismo, sino, sólo, el Sumo
Sacerdote. La traducción inglesa antes mencionada, siguiendo
la de Ginebra, habla de un reino de sacerdotes, con lo cual se
significa la [218] sucesión de un Sumo Sacerdote después de
otro, o de lo contrario no está de acuerdo con San Pedro,
ni con el ejercicio del alto sacerdocio. En efecto, sólo el
Sumo Sacerdote podía informar al pueblo de la voluntad
de Dios; ni a la asamblea de sacerdotes le era permitido entrar en el sanctum sanctorum.
A su vez, el título de nación santa confirma 10 mismo,
porque santo significa lo que es de Dios por derecho especial,
339
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
35
no general. Toda la tierra (como se dice en el texto) es de
Dios, pero no toda la tierra se llama santa, sino sólo aquella
que se destinó singularmente a su servicio especial, como fue
la nación de los judíos. Es, por consiguiente, bastante manifiesto por este pasajeJ que bajo la designación de reino do
Dios se comprende propiamente un Estado instituído (por
consentimiento <;le los que están sujetos a él) para su gobernación civil y para la regub.ción de su conducta, no sólo con
respecto a Dios su rey, sino a cualquier otro punto de justicia,
y hacia otras naciones, tanto en guerra como en paz, esto,
propiamente, era un reino donde Dios aparecía como rey, y el
Sumo Sacerdote había de ser (después de la muerte de Moisés)
su único virrey o lugarteniente.
Pero existen otros muchos pasajes que prueban claramente
lo mismo. En primer lugar (1 S., 8, 7) cuando los ancianos
de Israel (agraviados por la corrupción del hijo de Samuel)
pidieron un rey, Samuel mostró su desagrado, y se quejó al
Señor, y el Señor contestándole, le dijo: Escucha la voz del
pueblo, porque ellos no te han desechado a ti, sino que me han
desechado a mí, para que no reine sobre ellos. De lo cual se
evidencia que Dios mismo era entonces su rey; y Samuel no
regía al pueblo, sino solamente .le comunicaba lo que Dios
estatuía de tiempo en tiempo.
A su vez (1 S., 12, 12), cuando Samuel dijo al pueblo:
Cuando visteis que el rey de los hijos de Ammón venía contra vosotros, me dijisteis: No, sólo un rey debe reinar sobre
nosotros, si el Señor vuestro Dios era vuestro rey, es manifiesto que Dios era su rey, y gobernaba el régimen civil de su
Estado.
y después de que los israelitas repudiaron a Dios, los
Profetas presagiaron su restitución; por ejemplo, cuando
(Is., 24, 23) manifestaba: Pues la luna se avergonzará y el
sol se confundirá, cuando el Señor de los ejércitos reine en
el monte de Sión y en ] erusalem, entonces hablaba expresamente de s~ reino en Sión y en Jerusalem, es decir, de su
reino sobre la tierra. Y (Mi., 4, 7): Y el Señor reinará sobre ellos en el monte de Sión: este monte de Sión está en
Jerusalem sobre la tierra. Y (Ez., 20, 33): Vhm yo, dice el
34°
PARTE JlI
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
35
Seiior Dios, seguramente con una mano poderosa y un braz.o
extendido y con el enojo derramado, y gobernaré sobre vosotros; y (ver. 37): Yo os haré pasar bajo la vara, y os llevaré
a la sumisión del pacto; es decir, reinaré sobre vosotros, y os
haré obedecer el pacto que hicisteis conmigo por conducto de
Moisés, y que quebrantasteis en vuestra rebelión contra mí en
los días de Samuel y en vuestra elección de otro rey.
Yen el Nuevo Testamento, el ángel Gabriel dice de nuestro Salvador (Lc., 1, 32., 33): Éste será grande, y será llamado hijo del Altísimo, y el Señor le dará el trono de su
padre [219] David; y reillará sobre la casa de J acob por
siempre; y de su reino 110 habrá jill. Este es, también, un
reino sobre la tierra; en efecto, la revelación de ese reino, como
enemigo de César, fue causa de su muerte; el título inscrito
en su cruz era Jesús de N az.areth, rey de los judíos; Él fue
coronado en son de burla, con una corona de espinas; y para
su proclamación, se dice de los discípulos (H ch., I7, 7): E
hicieron todo esto contra los decretos del César, diciendo que
existía otro rey, Jesús. Por consiguiente el reino de Dios es
un reino real, no metafórico; y así está tomado no sólo en
el Antiguo Testamento, sino en el Nuevo; cuando decimos
Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, ha de entenderse
el reino de Dios, por la fuerza de nuestro pacto, no por el
derecho del poder divino. Este reinado divino 10 tuvo siempre, así que sería superfluo decir en nuestra plegaria: Venga
a nos tu reino, a menos que no signifiquemos la restauración
del reinado de Dios por Cristo, que por la rebelión de los
israelitas había sido interrumpido en la elección de Saúl. Ni
hubiera sido exacto decir: El reino del cielo está a Jo, mano,
o decir en nuestro rezo: Venga a nos tu reino, si éste hubiera
continuado.
Existen t~ntos otros pasajes que confirman esta interpretación, que sería extraño que no existiese una mayor noticia
de ello, sino la abundante luz que da a los reyes cristianos
para advertir sus derechos al gobierno eclesiástico. Esto han
observado quienes en lugar de reino sacerdotal traducen reino
de los sacerdotes; porque con la misma razón podrían traducir
. uñ sacerdocio regio (como existe en San Pedro) por Un sacer-
34 1
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
35
dacio de reyes. Y del mismo modo que como eq!1ivalencia de
pueblo peculiar pusieron una preciosa joya o tesoro, del mismo
modo cabría llamar al regimiento o compañía especial de un
general, la preciosa joya o tesoro de éste.
En resumen, el reino de Dios es Un reino civil, que consiste: primero, en la obligación del pueblo de Israel de observar aquellas leyes que Moisés les trajo del monte Sinaí,
y que posteriormente el Sumo Sacerdote, en tiempo oportuno,
había de entregarles' delante de los querubines en el sanctum s(wctorum; y habiendo quedado interrumpido este reino
en la elección de Saúl, predijeron los Profetas que sería restaurado por Cristo; y la restauración de ese reino es la que
a diario suplicamos cuando decimos en el Padre Nuestro:
Venga a 1toS tu reino; y el d;::recho a ello que reconocemos
cuando agregamos: Porque tuyo es el reino, el poder y la
gloria, por los siglos de los siglos, amén; y la proclamación
del mismo, por la predicación de los Apóstoles, para la cual
los hombres estaban preparados por quienes enseñan los Evangelios; abrazar estos Evangelios (es decir, prometer obediencia
al gobierno de Dios) es hallarse en el reino de la gracia, porque Dios les ha dado gratuitamente el poder de ser súbditos
(es decir, hijos) de Dios posteriormente, cuando Cristo venga
en Majestad para juzgar al mundo, y actualmente para gobernar a su propio pueblo, lo que se llama reino de la gloria.
Si el reino de Dios (también llamado reino del cielo, por la
gloria y admirable excelsitud de este trono) no fuera un reino
que Dios ejerciere sobre la tierra por sus tenientes o vicarios que
[220] transmiten sus órdenes al pueblo, no hubiesen existido tantas disputas y guerras acerca de quié t1 sea aquel por el
cual Dios habla a nosotros; ni los diversos sacerdotes se hubieran conturbado ellos mismos con la jurisdicción ospiritual,
ni ningún rey se las hubiese denegado.
A parte de esta interpretación literal del reino de Dios,
surge también la verdadera interpretación de la palabra SANTO: es ésta una palabra que en el reino de Dios corresponde
a lo que los hombres, en sus reinos, suelen denominar' PÚBLICO,
es decir, los reyes.
342
PARTE III
ESTA])O
CRISTIANO
CAP.
35
El rey de un país es la persona pública o representante
de todos sus súbditos, y Dios, el rey de Israel, era el único
Santo de Israel. La nación gue está sujeta a un soberano terrenal es la nación de este soberano; es decir, de la persona
pública. Así, los judíos, que eran la nación de Dios, fueron
denominados (E:x:., 19, 6) una nación santa. En efecto, se
considera como santo, o bien Dios mismo o lo que es Dios en
propiedad, del mismo modo que se considera público, o bien
la persona del Estado mismo o algo que es del Estado, no
pudiendo ninguna persona particular reclamar su posesión.
Por consiguiente el sábado (día de Dios) es un día santo;
el templo (casa de Dios), una casa santa; los sacrificios, diezmos y ofrendas (tributos de Dios), obligaciones santas; los sacerdotes, profetas y reyes ungidos, bajo Cristo (ministros de
Dios), hombres santos; los espíritus ministeriales celestes
(mensajeros de Dios), ángeles santos, y así sucesivamente; y
dondequiera que lá palabra santo se emplea propiamente,
siem~'re significa algo de propiedad, obtenida por consentimiento. Al decir: Sa1itificado 5,'a tu nombre, suplicamos a Dios
la gracia de observar su primer mandamiento, de no tener otros
dioses que él. El género humano es la nación de Dios en
propiedad; pero los judíos solamente fueron una nación santa.
¡Por qué razón, sino porque se convirtieron en su propiedad
en virtud del pacto?
La palabra profano se usa habitualmente en la Escritura
como equivalente a la de común; por lo tanto, los términos
opuestos, santo y propio, deben ser lo mismo en el reino de
Dios. Pero en el orden figurado se denominan también santos
aquellos hombres que llevan una vida divina, como si estuvieran apartados de todos los designios terrenales y plenamente
consagrados y entregados a Dios. En sentido propio lo que se
hace santo por los dioses, apropiándolo o separándolo para su
propio uso, se dice que está santificado por Dios, como el séptimo día en el cuarto mandamiento; y como al elegido, en el
Nuevo Testamento, se le dice que está santificado cuando quedó ungido por el espíritu de la divinidad. Y lo que se hace
santo por la dedicación de los hombres, y se entrega a Dios,
p:<ra ser usado únicamente en su servicio público, se denomina
34-3
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
35
también SAGRADO, Y se dice que está consagrado, cumo los templos y otros recintos de plegaria pública, y sus utensilios,
sacerdotes y ministros, sacrificios, ofrendas y la materia externa
de los sacramentos.
Existen tres grados de santidad: porque de aquellas cosas
que se apartan para el servicio de Dios, unas pueden ser apartadas de nuevo para un servicio especial. La nación entera de
los israelitas era un pueblo santificado a Dios; pero la tribu
de Leví era, entre los [221] israelitas, una tribu santa; y entre
los _levitas, los sacerdotes eran más santos aún; y entre éstos,
el Sumo Sacerdote era el más santo de todos. Así también, el
país de Judea era la Tierra Santa; pero la Ciudad santa en que
Dios había de ser adorado, era más santa; y a su vez el templó,
más santo que la ciudad; y el sanctum sanctorum, más santo
que el resto del templo.
Un SACRAMENTO es una separación de alguna cosa visible
para uso común, y una consagración de ello al servicio de Dios,
bien sea como signo de nuestra admisión al reino de Dios, para
figurar en el número de su pueblo peculiar, o para con memo
ración del mismo. En el Antiguo Testamento, el signo de admisión era la circuncisión; en el Nuevo Testamento, el
bautismo. La conmemoración de ello en el Antiguo Testamento era la comida (en una cierta época de aniversario) del corderopascual, con lo cual- se recordaba la noche en que los
judíos fueron liberados de su esclavitud en Egipto; y en el
Nuevo Testamento la celebración de la Cena del Señor, con lo
cual se nos recuerda nuestra liberación de la esclavitud del
pecado, por nuestro bendito Salvador, que murió en la cruz.
Los sacramentos de admisión no se usan sino una vez, porque
nadie necesita ser admitido más de una; pero como necesitamos ser recordados con frecuencia de nuestra liberación o de
nuestra alianza, los sacramentos de conmemoración necesitan
ser reiterados. Y éstos son los principales sacramentos, y significan juramentos solemnes que hacemos de nuestra alianza.
Existen, también, otras consagraciones que pueden ser llamadas sacramentos, puesto que la palabra no significa otra cosa
sino consagración al servicio de Dios; pero cuando implica un
juramento o promesa de una alianza a Dios, no existían en el
344
PARTE /11
ESTA.DO
CRISTIANO
CA.P·35
Antiguo Testamento otras formas que la circuncisión y la extremaunción, ni había otras en el Nuevo Testamento, sino el
bautismo y la Cena del Señor. [222]
345
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
36
CAPITULO XXXVI
De la
PALABRA DE DIOS
y de los
PROFETAS
Cuando aquí se hace referencia a la palabra de Dios o del
hombre, no se significa una parte de la oración, como aquellas
que los gramáticos denominan un nombre o un verbo, o un
simple vocablo sin relación con otras palabras que lo hagan
significativo, sino una oración o discurso perfecto, mediante el
cual, el que habla afirma, niega, ordena, promete, amenaza,
desea o interroga. En este sentido no es vocabulum, que significa una palabra, ~ino sermo (en griego, AOyoc;), es decir,
cierta oración, discurso o enunciació11.
Además, si decimos la palabra de Dios, o del hombre,
puede comprenderse, a veces, el que habla (como las palabras
que Dios ha hablado, o que un hombre ha expresado); sentido
en el cual, cuando decimos el Evangelio de San Mateo, comprendemos que San Mateo ha sido su autor. A veces se significa el sujeto; en esta acepción, cuando leemos en la Biblia: Las
palabras de los días de los reyes de Israel o de ludá, se significa que los actos que fueron realizados en aquellos días
fueron el tema de dichas palabras. Y en el griego, que (en
la Escritura) retiene muchos hebraísmos, por palabra de Dios
se significa muchas veces no lo que ha sido enunciado por
Dios, sino lo concerniente a Dios y su gobierno, es decir, la
doctrina de la religión, hasta el punto de que es una misma
cosa decir Myoc; 8wlí y theologia, que es aquella doctrina que solemos llamar divinidad, como resulta manifiesto en los pasajes
siguientes (!-ich., I3, 46): Entonces Pablo y Bernabé; usando
de libertad, dijeron: Fue necesario que la palabra de Dios
fuera primeram811te enunciada a vosotros, pero como la desechais de 'I..-'osotros y os juzgais indignos de la ~I.'ida eterna, he
aquí que nos volvemos a los gentiles. Lo que aquí se denomina
palabra de Dios era la doctrina de la religión cristiana, como
evidentemente se deduce de lo antedicho. Y (H ch., 5, 20)
346
PARTE IU
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
36
cuando se dice a los Apóstoles, por un ángel : Id Y hablad en
el templo todas las palabras de esta <vida, "con las palabras de
esta vida" se significa la doctrina del Evangelio, como es evidente por lo que hicieron en el templo, y como también se
expresa en el último versículo del mismo capítulo. Y todos los
días, en el templo y en cada casa, no cesaban de enseñar y
predicar a Jesucristo. En este pasaje es manifiesto que Jesucristo era el tema de esta palabra de vida o, lo que viene a ser
igual, el tema de las palabras de esa vida eterna que nuestro
Salvador les ofreció. Así (Hch., 15, 7) la palabra de Dios se
denomina la palabra del Evangelio, porque contiene la doctrina del reino de Cristo; y la misma palabra (Ro., 10, 8, 9)
se denomina la palabra de fe, que significa, como allí está
expresado, la doctrina de Cristo que viene y surge de la muerte.
[223] Así, también (Mt., 13,19): Cuando uno escucha la
palabra del Reino, es decir, la doctrina del reino enseñado por
Cristo. A su vez se dice (H ch., 12, 24) que la misma palabra
crece y se multiplica, cosa que es fácil de comprender respecto
de la doctrina evangélica, pero ardua y extraña cuando se
refiere ala voz o palabra de Dios. En el mismo sentido, la
doctrina de los demonios no significa las palabras de un diablo,
sino la doctrina de los paganos concerniente a los demonios, y
a aquellos fantasmas que adoraban como dioses.
Considerando estas dos significaciones de la PALABRA DE
DIOS, tal como resultan de' la Escritura, es manifiesto, en este
último sentido (en el cual se toma por la doctrina de la religión cristiana), que la Escritura entera es la palabra de Dios;
pero no en el primer sentido. Por ejemplo, aunque las palabras
Yo soy el Señor Dios, ete., al final de los diez mandamientos,
fueron pronunciadas por Dios a Moisés, el prefacio Dios pronwnció estas palabras y dijo, debe comprenderse como las palabras de quien escribió la Historia Sagrada. La palabra de
Dios, cuando se toma por lo que ha manifestado, se comprende a veces propiamente, a veces metafóricamente. Propiamente,
en las paIabras que ha comunicado a sus profetas; metafóricamente, por su sabiduría, poder y eternos designios~ al crear el
mundo; en esta acepción aquellos fiats : Hágase la luz, hágase
el firmamento~ hágase el hombre~ etc. (Gn., 1), son la pala-
347
PARTE IU
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 36
bra de Dios. Yen el mismo sentido se dice (In., 1,3): Todas
las cosas fueron /¡echas por Él, y sin Él nada de lo hecho
hubiera sido hecho. Y (He., 1, 3): Él sustenta todas las cosas
por la palabra de su poder, es decir, por el poder de su palabra;
y (He., 11, 3): Los mundos fuerón compuestos por la palabra de Dios; y otros muchos pasajes en el mismo sentido. Del
mismo modo que entre los paganos, el nombre de hado que
significa propiamente la palabra enunciada se toma en la misma acepción.
En segundo lugar, por el efecto de su palabra; es decir,
por la cosa misma, que mediante su palabra se afirma, mand~
amenaza o promete; como ( Sal., 1 5, 19) cuando se dice
que José fue puesto en prisión hasta que su palabra llegara;
es decir, hasta que ocurriera 10 que él había· (Gn., 40, 13)
predicho al copero de Faraón, respecto a su reposición en ese
cargo: en tal caso, porque su palabra llegara se significa la
cosa misma que había de ocurrir. Así también (1 R., 18,
36) Elías dice a Dios: Yo he hecho todas estas cosas tus palabras, en lugar de decir: Yo he hecho todas estas cosas por
tu palabra, o mandato. Y (J er., 17, 15): Dónde está la palabra
del Señor, sustituye a Dónde está el daño con que Él ha amenazado. Y (Ez., 12, 28) al decir: Ninguna de mis palabras
se dilatará más: con el término palabras se comprenden aquellas cosas que Dios prometió a su pueblo. Y en el Nuevo Testamento (M!., 24, 35) se dice: El cielo y la tierra pasarán,
pero mis palabras no pasarán; es decir, no dejará de pasar de
10 que yo haya prometido o predicho. Y es en este sentido
que San Juan Evangelista, y, a juicio mío, solamente San Juan,
llama a nuestro Salvador mismo encarnación de la palabra de
Dios (como ] n., 1, 14): La palabra fue hecha carne, es decir, la palabra o pr.omesa de que Cristo vendría al mundo;
que en el principio estaba con Dios; es decir, que estaba en el
designio de [224] Dios Padre, enviar a Dios Hijo al mundo,
para enseñar a los hombres el camino de la vida eterna; pero
sólo entonces 10 puso en ejecución, encarnándolo de modo actual. Así que nuestro Salvador se denomina, allí, la palabra
no como la persona sino como la cosa prometida. Quienes apoyándose en este pasaje acostumbran a llamarle el Verbo de
°
34 8
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
. CAP. 36
Dios, no consiguen otra cosa sino hacer el texto más oscuro.
Con la misma razón podrían llamarlo el nombre de Diosj
pero con el término nombre, como con el de verbo, no suele
comprenderse otra cosa sino una parte de la oración, una voz,
un sonido, que ni afirma, ni niega, ni ordena, ni promete, ni
es ninguna sustancia corpórea o espiritual, y, por consiguiente,
no puede decirse que sea Dios u hombre, mientras que nuestro Salvador es ambas cosas. Y esta palabra que San Juan en su
Evangelio dice que estaba con Dios, se denomina (en su 1
Epístola, ver. 1) la palabra de la vida, y (ver. 2) la vida
eterna que era con el Padre: 2.sÍ que no puede ser denominada
la palabra en otro sentido sino en aquél en el cual se denomina vida eterna, es decir, en aquel que nos ha procurado vida
eterna, por su encarnación. Así también (Ap., 19, 13),
el Apóstol, hablando de Cristo, vestido con una túnica empapada en sangre, dice: su nombre es la palabra de Dios, lo cual
debe comprenderse como si hubiera dicho que su nombre ha
sido Aquel que había venido de acuerdo con el designio de Dios
desde el principio, y de acuerdo con su palabra y con sus promesas, trasmitidas por los Profetas. Así, nada hay aquí de la
encarnación de una palabra) sino de la encarnación del hijo de
Dios, llamado, por esto, la palabra, porque su encarnación era
el cumplimiento de la promesa) del mismo modo como el Espíritu Santo se denomina la promesa.
Existen también pasajes de la Escritura en los que con la
palabra de Dios se significan aquelhs palabras que están de
acuerdo con la razón y la equidad, aunque a veces no han
sido enunciadas ni por uu profeta, ni por un santo. El faraón
Necao era un idólatra: sin embargo) sus palabras al buen rey
Josías) en las que le advirtió por medio de sus consejos que no
se le opusiera en su marcha contra Carchemish, se dice que
procedían de boca de Dios, y que no habiéndolas escuchado,
Josías pereció en la batalla, como puede leerse en 2 Cr., 35,
verso 21, 22, 23. Es cierto, que según el relato contenido en
el primer libro de Esdras, no fue Faraón sino Jeremías quien
dijo tales palabras a Josías, de boca del Señor. Pero hemos de
dar crédito a la Escritura canónica, cualquiera que sea lo que
está escrito en los Apócrifos.
349
PARTE III
I
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 36
La palabra de Dios debe ser considerada como los dictados
de la razón y de la equidad, cuando se dice en las Escrituras
que eso mismo está escrito en el corazón del hombre, como en
Sal., 36, 31; Jer., 31, 33; Dt., 30, 11, 14, yen otros diversos
pasajes, análogamente.
El nombre de PROFETA significa, en la Escritura, a veces
prolocutor, es decir, el que habla de Dios al hombre o del
hombre a Dios; a veces prcedictor, o sea, el que predice las
cosas venideras; y a veces uno que habla de modo incoherente,
como hablan los hombres cuando están distraídos. Se usa con
mucha frecuencia en el sentido de hablar de Dios al pueblo.
Así Moisés, San-mel, Elias, ¡saías, Jeremías y otros fueron Profetas. En este sentido, el Sumo Sacerdote era un Profeta, porque sólo él entraba en el sanctum sanctorum, para interrogar
a Dios, y él era, igualmente, quien ma- [225] nifestaba al
pueblo la respuesta de Dios. Por consiguiente, cuando Caifás
dijo que e~a conveniente que un hombre muriera por el pueblo,
dice San Juan (cap. JI, SI) que Él no hablaba de sí mismo,
sino que siendo aquel año Sumo Sacerdote, profetizaba que uno
debería morir por la nación. Así, quienes en las congregaciones
cristianas enseñaban al pueblo (1 Co., 14, 3) se dice que profetizaban. En este mismo sentido dijo Dios a Moisés (Ex.,
4, 16), respecto a Aarón: El será tu vocero ante el pueblo, y
él será para ti una boca, y tú serás para él en lugar de Dios.
Con esa palabra vocero se interpreta profeta (cap. 7, 1): Mira
(dijo Dios) yo he hecho de ti un Dios para Faraón, y Aarón,
tu hermano, debe ser tu Profeta. En el sentido de hablar del
hombre a Dios, Abraham es denominado Profeta (Gn., 20, 7)
cuando Dios, en un sueño, habló a Abimelech de esta manera:
Ahora, pues, restituye al hombre su mujer, porque es profeta
y rezará por. ti; de ello se infiere que el nombre de Profeta
puede darse, y no sin propiedad, a aquel que en la:s iglesias
cristianas tiene vocación para pronunciar plegarias públicas por
la congregación. En el mismo sentido, los Profetas que venían
del alto lugar (o colina de Dios) con un salterio, y un adufe,
y una flauta, y un arpa (1 S., 10,5,6, Y ver. 10), Saúl entre ellos, se dice que profetizaban en cuanto que ensalzaban
a Dios públicamente de esa manera. En el mismo sentido, se
35°
PARTE [JI
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 36
denomina a Miriam (Ex., I5, 20) profetisa. Así debe interpretarse también (I eO., I I, 4, 5) cuando San Pablo dice:
Todo varón que reza o profetiza con la cabeza cubierta, etc., y
toda mujer que reza o profetiza con la cabeza descubierta. En
efecto, profecía, en este lugar, no significa otra cosa sino el
elogio de Dios mediante salmos y cánticos sagrados, que las
mujeres deben hacer en la iglesia, aunque no sería legítimo
para ellas hablar a la congregación. Y es en esta acepción que
los poetas de los paganos, que componían himnos y otros géneros de poemas en honor de su Dios, eran denominados vates
(profetas) como saben perfectamente todos aquellos que están
versados en los libros de los gentiles, y como se evidencia
(T jt., I, I 2) cuando San Pablo dice de los cretenses que uno
de sus profetas les llama mentirosos; ello no quiere decir que
San Pablo considerara a sus poetas como profetas, sino que reconocía que la palabra profeta era comúnmente usada para
significar aquel que honraba a Dios en verso.
Si por profecía se entendiese predicción o previsión de
acontecimientos futuros, no solamente serían profetas quienes
eran voceros de Dios, y predecían a otros aquellas cosas que
Dios les había predicho a ellos, sino también todos aquellos
impostores que, con la ayuda de espíritus familiares o por adivinación supersticiosa de acontecimientos pasados, a base de causas falsas, pretenden predecir acontecimientos análogos, en
el tiempo venidero: de éstos (como ya 10 he declarado en el
cap. XII de este Discurso) existen diversos géneros de individuos, que a juicio del común de las gentes ganan una cierta
reputación de profetas, por un acontecimiento casual que ellos
tergiversan en el sentido que les conviene; pero que pueden
perder nuevamente esa fama por sus numerosos fracasos. La
profecía no es un arte, ni (cuando se toma como predicción) una
vocación constante, sino una distinción extraordinaria y temporal hecha por Dios, en la mayoría de los casos, en hombre~
buenos, pero a veces también [226] en los malvados. La mujer
de Endor, de la que se dice que había tenido un espíritu
familiar, y que gracias a él había suscitado un fantasma de
Samuel, y predijo a Saúl su muerte, no era por ello una
prGfetisa, porque ni tenía ciencia alguna que le permitiera sus:lSI
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
36
citar un fantasma análogo, ni aparece que Dios le ordenara
semejante cosa, sino que solamente suscitó Dios -esta impostura como un medio empleado para lograr el terror y el desaliento de Saúl, y, por consiguiente, la derrota en la cual sucumbió.
y por sus incoherentes frases, fue considerada entre los gentiles como una especie de profecía, porque los profetas de sus
oráculos, intoxicados por un espíritu o vapor que en Delfos
emanaba de la cueva del oráculo mítico, quedaban trastornados durante algún tiempo, y hablaban como locos: a base de
sus palabras incoherentes podía construirse algo que fuera adecuado para responder a cualquier acontecimiento, del mismo
modo que puede decirse que todos los cuerpos están hechos
de materia prima. En la Escritura (1 S., 18, 10) encuentro
algo semejante en estas palabras: Y el espíritu del mal vino
sobre Saúl, y profetizó en medio de la casa.
y aunque de la Escritura existen tantas significaciones de
la palabra profeta, la más frecuente de ellas es aquella en que
se considera como una persona a quien Dios expresa inmediatamente lo que el Profeta debe decir, como emanado de Dios,
a otro hombre o al pueblo. Y a este respecto puede suscitarse
la cuestión de cómo habla Dios a un Profeta semejante.
¿Puede decirse propiamente que Dios tenga voz y lenguaje,
cuando no puede propiamente decirse que tenga una lengua u
órganos como un hombre? El profeta David arguye así: ¿Es
posible que quien hizo el ojo no vea, o quien hizo el oído
no oiga? Ahora bien, esto puede ser enunciado no ya (como
usualmente ocurre) para significar la naturaleza de Dios, sino
para significar nuestra intención de honrarle. En efecto ver y
oír son atributos honorables, y pueden ser atribuídos a Dios
para declarar su poder omnipotente (en cuanto nuestra capacidad puede concebirlo). Pero si hubieran de ser tomados en
sentido estricto y propio, uno podría argüir que Dios hizo
igualmente las demás partes del cuerpo humano, que Él tuvo
también el mismo uso de ellas que nosotros tenemos, lo cual
sería tan inadecuado para muchos, que constituiría la máxima
contumelia del mundo adscribir a Dios ese uso. Por consiguiente, nosotros tenemos que interpretar el coloquio inmediato de
Dios con el hombre como aquel procedimiento (cualquiera que
35 2
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
36
sea) en virtud del cual Dios da a entender su voluntad. Los
medios por conducto de los cuales hace esto son muchos; todos
los cuales han de encontrarse solamente en la Sagrada Escritura, pues aunque muchas veces se dice en ella que Dios
habló a esta o la otra persona, sin manifestar de qué manera,
existen también varios pasajes que señalan los signos por los
cuales dio a conocer su presencia y sus mandatos, y' a base
de ellos puede inferirse cómo habló a varios de los restantes.
De qué manera habló Dios a Adán y a Eva, y a Caín y a
Noé, no está expresado, ni cómo habló a Abraham hasta el
tiempo en que salió de su· propia comarca y se trasladó a
Sichem, en el país de Canaán; entonces (Gn., 12, 7) se dice
que Dios se le apareció. Es esta una de las maneras por las
cuales Dios hace manifiesta su presencia, es decir, por una
aparición o visión. Otra vez (Gn., 15, 1), la palabra del Señor vino a Abraham en forma de una visión; es decir, algo
significativo de la presencia de Dios apareció como un mensajero divino para hablarle. [227] Otra vez, el Señor se manifestó a Abraham (Gn., 18, 1) mediante la aparición de tres
ángeles; y a Abimelech (Gn., 20, 3) en un sueño: a Lot
(Gn., 19, 1), mediante una aparición de dos ángeles; a Hagar (Gn., 21, I7), mediante la aparición de un ángel; a
Abraham, de nuevo (Gn., 22, 11), mediante la aparición de
una voz del cielo; a Isaac (Gn., 26, 24), en la noche (es
decir, durante el sueño o mediante sueño), y a Jacob (Gn.,
18, 1i) en un sueño, es decir (utilizando las palabras del
texto), Jacob soñó que veía una escala, etc.; y (Gn., 32, 1)
en una visión de ángeles; y a Moisés (Ex., 3, 2), mediante
la aparición de una llama de fuego en mitad de un zarzal.
y después de la época de Moisés (cuando se expresa la manera como Dios habló inmediatamente al hombre en el Antiguo Testamento) habló siempre por medio de una visión o de
un sueño, como a Gedeón, Samuel, Elías, Elisa, !saías, Ezequiel y al resto de los Profetas; y frecuentemente en el Nuevo
Testdmento, como a José, a San Pedro, a San Pablo y a San
Juan Evangelis.ta, en el Apocalipsis.
Sólo a Moisés le habló"de un modo más extraordinario en
el monte Sinaí y en el TabernáculO, y al Sumo Sacerdote
353
PARTE IlJ
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 36
en el Tabernáculo y en el sanctum sanctorum del templo. Pero
Moisés y, después de él, los Sumos Sacerdotes, fu"eron Profetas
de un lugar y grado más eminente en el favor de Dios; y
Dios mismo deelará en palabras expresas que habló a otros
Profetas en suefíos y visiones, pero a su siervo l\10isés del
modo como un homhre h:!bla con su amigo. Las palabras son
éstas .(Nm., 12, 6, 7, 8): Si hubiere un Profeta entre vosotros,
yo, el Señor, me daré a conocer a él en una visión, y le hablaré
en sueño. No así a mi siervo AloiséJ, que es fiel en toda mi
casa; con él J](¡,b/aré de boca a boca, muy aparentemente, y no
en frases intrincadas, y verá la apariencia misma del Señor.
y (Ex., 32, 11): El Señor habló a Moisés cara a cara como
habla un hombre C011 su amigo. Y aun más, esta manera de
hablar de Dios a Moisés era por mediación de un ángel, como
<'-parece expresamente, fIch., 7, verso 35, 53 Y Ga., 3, 19, Y
c!'a, pUl' consiguiente, un:! visión, aunque una visión más clara
que la que se ofre,.-ió a otros profetas. Y de acuerdo con esto,
e·ando Dios dice (Dt., 13, 1): Si surge entre vosotros un
profeta o soñador de S1!eños,,1a última palabra no es sino la
interpretación de la primera. Y (11., 2, 28): Vuestros hijos
y vuestras hijas profetizarán, 'uuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes 'uerin 'uisiunes; donde, nuevamente, la
palabra profecía se expone en forma de sueño y visión. Y fue
de la misma manera como Dios habló a Salomón, prometiéndo le sabidurfa, riquezas y ho"nor; porque el texto dice (I R.,
J, 15): Y como Salomón despertó, vio que era un sueño, A~í
que, generalmente, los Profetas en el Antiguo Testamento no
ty.vieron noticia de la palabra de Dios de otro modo que por
¿¡us sueños· o visiones, es decir, por las imágenes que tuvieron
en su sueño o en un éxtasis, imágenes que eran sobrenaturales
en cada verdadero Profeta, pero que en los falsos profetas podían ser naturales o fingidas.
Los mismos Profetas decían, no obstante, que hablaban por
el espíritu; [228] como (Zac., 7, 12) cuando el Profeta, hablando de los judíos, dice: Hicieron sus coraz.ones duros como
diamante) para no oír la ley ni lllS palabras que el Señor de
los ejércitos enviaba por stt espíritu por los anteriores profetas.
Por ello ~s manifiesto que hablar por el espíritu o impiración
354
PARTE UI
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 36
no era una manera particular de hablar Dios, diferente de la
visión) cuando los que afirmaban hablar por el espíritu eran
profetas extraordinarios, de tal Índole que para cada nuevo
mensaje habían de tener una comisión particular o (lo que es
lo mismo) un nuevo sueño o visión.
De los profetas que existieron, por una vocaci(in perpetua,
en el Antiguo Testamento) algunos eran sU1wemos, otros subordinados. Fueron supremos primeramente Moisés, y tras de él
los Sumos Sacerdotes, cada uno en su tiempo, mientras el sacerdocio fue regio; y cuando el pueblo de los judíos repudió
a Dios, para que no reinara más sobre ellos, aquellos reyes que
se sometieron al gobierno de Dios fueron, también, sus principales Profetas, y el cargo de Sumo Sacerdote se hizo ministerial. Y cuando Dios había de ser consultado, poníanse las
santas vestiduras, y requerían al Señor, cuando el rey lo ordenaba; y eran privados de su cargo, cuando al rey le parecía
oportuno. Porque el rey Saúl (1 S., 13, 9) otdenó que
fuera traída la ofrenda y (1 S., 14, 18) mandó al Sacerdote que trajera el arca cerca de él, y (ver. 19) que lo dejara
solo, porgue veía una ventaja sobre sus enemigos. En el mismo
capítulo Saúl pide el consejo de Dios. De análoga manera
se dice que el rey David, después de haber sido ungido, aunqUf' antes de que tomara posesión del reino, preguntó al Señor
(1 S., 23, 2) si habría de luchar contra los tilisteos en Keilah;
y (ver. 10) David ordenó al sacerdote que le trajera
la túnica sacerdotal, para saber si debía permanecer en
Keilah o no. Y el rey Salomón (1 R., 2, 27) tomó la dignidad sacerdotal de Abiatar, y la dio (ver. 35) a Zadoc. Por
consiguiente, Moisés y los Sumos Sacerdotes, y los piadosos
reyes que en todas las ocasiones extraordinarias consultaban
a Dios cómo habían de proceder, o qué acontecimientos les
esperaban, fueron; todos, Profetas soberanos. Pero no consta
de qué manera les habló Dios. Decir que cuando Moisés
subió al encuentro de Dios en el Monte Sinai se trataba de un
sueño o visión, tal como la tuvieron otros Profetas, es COll-trario a la distinción que Dios hizo entre Moisés y otros Profetas, Nm., 12, 6, 7, 8. Decir que Dios habló o apareció como
es; en su propia naturaleza, equivale a negar su infinitud, in··
355
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 3 6
visibilidad e incomprensibilidad. Decir que habló por inspiración o infustón del Espíritu Santo, puesto que el Espíritu
Santo significa la deidad, es hacer a Moisés igual a Cristo, en
el cual, solamente, la divinidad (como San Pablo manifiesta,
Col., 2, 9) encarnó en forma corporal. Por último, decir que
habló por el Espíritu Santo -y como ello significa las gracias
o dO!lcS del Espíritu Santo- es no atribuirle ninguna virtud
sobrenaturalmente, puesto que Dios dispone a los hombres a la
justicia, a la piedad, a la compasión, a la verdad, a la fe y a
todo género de virtudes morales e intelectuales, por la doctrina, el ejemplo y por diversos motivos naturales y ordinarios.
y del mismo modo que estas maneras no pueden ser atribuídas a Dios cuando habló a Moisés en el monte Sinaí, así
tampoco puedcn serle asignadas cuando [229] habló a los
Sumos Sacerdotes desde la sede de la clemencia. Así, no está
suficientemente claro de qué manera habló Dios en el Antiguo Testamento a aquellos Profetas soberanos, que tenían la
misión de invocarlo. En los tiempos del Nuevo Testamento no
existía ningún profeta soberano, sino nuestro Salvador, el cual
era, a un tiempo, el Dios que hablaba y el Profeta al cual Él
hablaba.
Respecto a los Profetas subordinados de vocación perpetua, yo no encuentro pasaje alguno donde se pruebe que Dios
les habló sobrenaturalmente, sino sólo por aquel conducto que,
naturalmente, indina a la piedad, a la fe, a la rectitud y a
otras virtudes de los demás cristianos. Este procedimiento,
aunque consiste en la constitución, instrucción y educación, y
en las ocasiones y propensiones de los hombres a las virtudes
cristianas, es verdaderamente atribuído a la actuación del espíritu de Dios o del Espíritu Santo. En efecto, no existe una
buena inclinación que no sea causada por Dios. Pero esta actuación divina no siempre es sobrenatural. Por consiguiente,
cuando un Profeta afirma que habla en el espíritu o por el
espíritu de Dios, no entendemos otra cosa sino que habla de
acuerdo con la voluntad divina, declarada por los Profetas
supremos, porque la acepción más común de la palabra espf.
ritu consiste en el significado de la intención, entendimiento o
disposición de un hombre.
35 6
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
36
En tiempo de Moises existieron setenta hombres, junto a
él, que profetizaron en el campo de los israelitas. De qué modo
les habló Dios se declara en el cap. JI de Nm., ver. 25: El
Señor descendió en una nube y habló a Moisés; y tomó del
espíritu que estaba en él, y lo puso a los setenta ancianos. Y
acaeció que cuando posó sobre ellos el espíritu, profetizaron sin
cesar. De ello resulta manifiesto: primero, que sus profecías
al pueblo estaban subordinadas a la profecía de Moisés; por
ello tomó Dios del espíritu de Moisés, y se lo trasmitió, así
que profetizaron como Moisés lo hubiera hecho: de otro modo
no hubieran logrado profetizar en absoluto. En efecto (ver.
27), hubo una queja contra ellos, a Moisés, y Josué quiso
que Moisés los perdonara, cosa que él no hizo, y dijo a Josué:
No estés celoso por mí. En segundo lugar, que en este pasaje
el espíritu de Dios no significa sino la idea y disposición de
obedecer, y asistir a Moisés en la administración del gobierno.
Porque si se hubiera significado que ellos tenían el espíritu
sustancial de Dios, es decir, la naturaleza divina a ellos inspirada, no la tendrían de modo inferior a Cristo mismo, único
en quien encarnó corporalmente el espíritu de Dios. Con ello
se significa, por consiguiente, el don y la gracia de Dios, que
les guió a cooperar con Moisés m~smo, el cual los había instituído para ancianos y funcionarios del pueblo. En efecto, en
las palabras Reúneme setenta hombres, que tú conozcas como
los más ancianos y funcionarios del pueblo, la frase que tú
conozcas coincide con la de que tú establezcas o hayas establecido para ser tal cosa: Se nos dice antes (Ex., 18) que Moisés, siguiendo el consejo de Pedro, su suegro, designó jueces
y funcionarios para el pueblo que temía a Dios, y de éstos
salieron aquellos setenta que Dios, posando sobre ellos el
espíritu de Moisés, estimuló para que ayudaran a éste en la
administración del reino; y en este sentido se dice que el espíritu de Dios (1 S., 16, 13, 14) después de la unción de
David, descendió sobre éste y abandonó a Saúl, puesto que
Dios da sus gracias a quien escoge para gobernar su pueblo.
y las arrebata a aquel a quien repudia. Así que con la palabra
espíritu se significa inclinación al servicio de Dios, y no muesha alguna de revelación sobrenatural.
357
PARTE III
ESTADO
C.RISTIANO
Dios habló también, muchas veces, .por vía de azar o de
suertes, siendo éstas ordenadas por aquellos a quienes Él ha,bía dado autoridad sobre su pueblo. Así leemos que Dios,
manifestó por la suerte, a instancia de Saúl (1 S., 14, 43)
la falta que J onatán había cometido comiendo un panal de
miel, contrariamente al juramento tomado por el pueblo. Y
(Jos., 1, 10) Dios dividió el país de Canaán entre los israelitas, 'echando las suertes Josué delante del Señor, en Shiloh.
De la misma manera, al parecer, descubrió Dios (Jos., 7, 16,
etc.) el crimen de Achan. Y estos son los conductos por los
cuales Dios declaró su voluntad en el Antiguo Testamento.
Todos estos procedimientos los usó también en el Nuevo
Testamento. A la Virgen .Varia por la visión de un ángel;
a José, en sueños; a Pablo, en el camino de Damasco, mediante
una visión de nuestro Salvador; y a Pedro en la aparición
de una franja pendida del cielo, con diversas clases de carne, de
animales puros e impuros; en la cá.rcel, por la visión de un
ángel; y a todos los Apóstoles y escritores del Nuevo T estamento, por las gracias de su espíritu; y a los Apóstoles, además
(en la elección de Matías en lugar de Judas Istariote), por vía
de suerte.
Si consideramos que toda profecía supone visión o sueño
(ambas cosas son lo mismo, cuando son naturales), o un don
especial de Dios, tan raramente observado en el género humano que es objeto de admiración, cuando se observa; y si
consideramos, igualmente, que tales dones, como los sueños
y visiones más extraordinarios, pueden proceder de Dios, no
sólo por su actuación sobrenatural e inmediata sino, también,
por su efecto natural y por mediación de causas segundas, precisan la razón y el juicio para discernir entre dones naturales
y sobrenaturales~ y entre visiones o sueños naturales o sobrenaturales. En consecuencia, los hombres nec.esitan ser muy cautos y circunspectos al obedecer la voz de un hombre que,
pretendiendo ser profeta, nos requiere que obedezcamos a Dios
siguiendo lo que, en nombre de Dios, nos dice ser el camino
para la felicidad. En efecto, quien pretende enseñar a los
hombres el camino de una felicidad tan grande, pretende
gobernarlos, es decir, regirlos y reinar sobre ellos, cosa que
358
PARTE 111
ES7'ADO
CRISTIANO
CAP. 36
como todos los hombres desean naturalmente, induce a sos-pechar la existenóa de una ambición e impostura; por tal causa,
debe ser examinada y comprobada por cada hombre antes de
prestar obediencia, a menos que se le haya ofrecido ya en la
institución del Estado, como cuando el Profeta es el soberano
civil o está autorizado por éste. Y si este examen de los profetas y espíritus no fuera permitido a cada uno de los que
componen un pueblo, no tendría objeto establecer los signos
por los cuales cada uno puede ser capaz de distinguir entre
aquellos a quienes debe y a quienes [23 1] no debe seguir.
Considerando, por consiguiente, que tales signos se establecen
(Dt., 13, 1, etc.) para conocer mediante ellos a un Profeta,
y (1 Jn., 4, 1, etc.) para saber cuándo se trata de un espíritu, y teniendo en cuenta que existen abundantes profecías
en el Antiguo Testamento, y copiosas predicaciones en el Nuevo Testamento contra los profetas, y un número mucho mayor,
ordinariamente, de falsos profetas que de verdaderos, cada
uno, a su propio riesgo, tiene que obrar con cautela antes de
seguir las indicaciones que se le marquen. En primer término,
que exist:eron muchos más profetas falsos que verdaderos se
revela por el hecho de que cuando Ahab (1 R., 12) consultó cuatrocientos profetas, todos ellos eran falsos impostores,
excepto llllO: Miqueas. Y poco tiempo antes del cautiverio, los
profetas eran generalmente impostores. Los profetas (dice el
Señor en Jeremías, cap. 14, ver. 14) profetizan embustes en
mi nombre. Yo no los he mandado, ni lOj he enviado, ni les
he dicho que os profeticen a vosotros una falsa visión, una
cosa inane, y engaño de su corazón. Por ello ordenó Dios al
pueblo, por boca del profeta Jeremías (cap. 23, 16) que no les
obedecien~n. As; dice el Súior de los Ejércitos, no escucheis
las palabr.],J de los profetas que profetizan a vosotros. Ellos
os hacen vanos, hablan de una 'visión de su propio corazón y
no de la boca del Señor.
Si se considera, pues, que en la. época del Antiguo Testamento existían querellas de esa índole entre los profetas
visionarios, disputando uno con otro, y preguntando ¿Cuándo
partió el espíritu de mí, para ir a ti?, como entre Miqueas
y.el resto de los cuatrocientos, y que se imputaban mentiras
359
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 36
de uno a otro (como en J er., 14, 14); Y existiendo análogas controversias respecto al Nuevo Testamento, actualmente,
entre los profetas espirituales, cada persona estaba obligada
entonces, y lo está ahora, a hacer uso de su razón natural,
aplicando a toda profecía aquelhs reglas que Dios nos ha
dado para discernir la verdad del error. De estas reglas en
el Antiguo Testamento, una estaba de acuerdo con la doctrina
que Moisés, el Profeta soberano, les había enseñado; y la otra,
con el poder milagroso de predecir lo que Dios haría acontecer,
como he manifestado ya con el Dt., 13, 1, etc. Y en el Nuevo
Testamento, sólo había una señal, a saber, la predicación
de la doctrina según la cual Jesús es Cristo, es decir, el
Rey de los judíos prometido en el Antiguo Testamento. Quien
negaba este artículo era un falso profeta, cualesquiera que
fuesen los milagros de que pareciera capaz; y el que enseñaba
dicha doctrina, era un profeta verdadero. En efecto, San Juan
(1 Jn., 4, 2, etc.) hablando expresamente de los medios
para examinar los espíritus e inquirir si son o no de Dios,
después de afirmar que surgirían falsos profetas, dice así: Por
esto cOnQJ:ereis el espíritu de Dios. Todo espíritu que confiese
que Jesús vino en carne, es de Dios; esto es, queda aprobado
y permitido como profeta de Dios: no que sea un hombre
divino o uno de los elegidos,. porque confiese, profese o predique que Jesús es el Cristo, sino porque es un profeta declarado. Porque, a veces, Dios habla por profetas cuyas personas
no ha aceptado, como hizo con Balaam y como vaticinó a Saúl
su muerte, por conducto de la bruja de Endor. Además, en
el versículo inmediato se dice : Todo espíritu que no confiese
que Jesucristo se hizo carne, no es de Cristo. Y éste es el
espíritu del Anticristo. ASÍ, la norma es perfecta por ambos
r23 2 1 lados; que es un verdadero profeta quien predica al
Mesías venido ya al mundo en la persona de Jesús; y es un
profeta falso el que niega su venida y lo espera en algún
impostor futuro, que falsamente pretenda para él ese honor;
es decir, aquel a quien los Apóstoles llamaron con propiedad
el Anticristo. Cada hombre, por consiguiente, debe considerar
quién es el profeta soberano; es decir, quién es el representante de Dios sobre la tierra, y el que inmediatamente, por debajo
360
PARTE 111
P:STAho
CRISTIA.NO
de Dios, tiene autoridad para gobernar a los cristianos, y observar como norma aquella doctrina que, en nombre de Dios,
ha ordenado que sea enseñada, y como consecuencia, examinar
y comprobar la verdad de las doctrinas anticipadas, con o sin
milagros, en algún tiempo, por aquellos pretendidos profetas;
y si la encuentran contraria a esa norma, hacer lo que hicieron
quienes se presentaron a Moisés y se quejaron de que había
algunos que profetizaban en el campo, y de cuya autoridad
dudaban; y dejar al soberano, como ellos hicieron con Moisés,
el' cuidado de defender o repudiar a esos pretendidos profetas,
según juzgara razonable; y si los desautoriza; no obedecer
más sus palabras; pero si los aprueba, obedecerlos, como hombres a quienes Dios ha dado una parte del espíritu de su soberano. Porque cuando los cristianos no toman a su soberano
cristiano como profeta de Dios, consideran sus propios sueños
como la profecía por la cual piensan ser gobernados, y la hinchazón de sus propios corazones como el espíritu de Dios, o
tolerarán ser dirigidos por algún príncipe extraño, o por alguno de sus conciudadanos, que puede fascinarlos hacia la
rebelión contra el gobierno sin otro milagro que confirme, a
veces, su vocación, que un extraordinario suceso e impunidad;
y que destruyendo por este medio todas las leyes, divinas y
humanas, reduce todo el orden, gobierno y sociedad al caos
primitivo de la violencia y la guerra civil. [233]
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
C,-tP·37
CAPITULO XXXVII
De los
MILAGROS
y su Uso
Considéranse como MILAGROS las obras admirables de Dios t
y, por consiguiente, se llaman también maravillas. Y aunque
en la mayoría de los casos se realizan para poner de manifiesto
sus mandatos, cuando, a falta de ellos, los hombres propenden
a dudar (siguiendo su razonamiento natural privado) lo que Él
ha mandado y lo que no, se llaman comúnmente en la Sagrada
Escritura signos, en el mismo sentido como los latinos los
denominaban ostenta y portenta, de mostrar y presignificar
aquello que el Omnipotente se propone que ocurra.
Así, pues, para entender lo que es un milagro, debemos
comprender, primero, qué obras existen que los hombres contemplen con extrañeza y llamen admirables. Y existen dos cosas que maravillan a los hombres en cada acontecimiento: una
de ellas es que sea extraño, es decir, de tal naturaleza que
algo semejante no se haya producido nunca, o raras veces; la
otra es que cuando se produce, no podamos imaginarlo como
hecho por medios naturales,· sino, sólo, por la mano inmediata
de Dios. En cambio, cuando lo consideramos posible, o existe
una causa natural de ello,por raro que sea semejante acontecimiento, o cuando ha ocurrido con frecuencia, aunque resulte
imposible imaginar que se debe a medios naturales, no nos
maravillamos, ni estimamos el suceso como un milagro. Así,
si un caballo o una vaca hablara, sería un milagro, porque la
cosa es extraña y, al mismo tiempo, resulta difícil imaginar
para ella una causa natural. Igual lo sería vel- una extraña
desviación de la naturaleza, en la producción de una nueva
forma de criatura viva. Pero cuando un hombre u otro animal
engendran algo así, aunque no sepamos mejor cómo se ha
hecho esto que lo otro, desde el momento en que es usual
deja de ser un milagro. Así también, si un hombre quedara
metamorfoseado en una piedra o en una columna, sería un
362
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
37
milagro, porque resultaría extraño; pero que se convierta en
piedra un trozo de madera, como frecuentemente ocurre, no
es milagro, aunque no sepamos por cuál operación de Dios ha
ocurrido esta última cosa, y no la otra.
El primer arco iris que se vio en el mundo fue un milagro,
porque era el primero) y, por consiguiente, resultaba extraño,
habiendo servido como un signo de Dios, trazado en el cielo,
para asegurar a su pueblo que ya no existiría una universal
destrucción del mundo por las aguas. Pero en la actualidad,
como son ya frecuentes, no constituyen milagros, ni para quienes conocen sus causas naturales ni para quienes no la<: conocen.
Además, exi5ten obras raras producidas por el arte del hombre: 2 hora bien, si sab~mo s cómo están hechas, y conocemos)
además, los medios por los cuales llegaron a producirse) no los
con sideramos como milagros ya que no [234] han sido suscitados por la mano inmediata de Dios, sino por el ingenio
hun¡ano.
Si consideramos, además, que la admiración y la extraíiez.a
,;(\ 11 (ollsiguientes al conocimiento y la experienci;). con que los
hombres están dotados, en mayor o menor escala, ~e sigue que
la misma C05a puede ser milagro para unos, y no para otros.
y así ocurre que hombres ignorantes y supersticiosos co nsideran portentosas ciertas obras que otros hombres saben que proceden de la Naturaleza (la cual no es obra inmediata sino
ordinaria d e Dios), y no las admiran en absoluto. Tal es el
caso de los eclipses de sol y de l\lna, considerados como hechos
sobrenaturales por el común de las gentes, mientras que otros,
basándose en el conocimiento de h s caUsas naturales, predecían
la hora exacta en que acaecerían. O como cuando un hombre
sagaz, conociendo los actos privados de otro ir1dividuo ignorante e inculto, le dice lo que ha hech o anteriormente, y esto
parece, a este último, ;lIgo maravilloso; ahora bien, entre hombres cautos y prudentes no resulta fácil hacer milagros como
éstos.
Además, corresponde a la naturaleza de un milagro que
sea producido para procurar crédito a los mensajeros, ministros y profetas de los dioses, y que los hombres puedan saber,
por conducto de tales hechos, que han sido llamados, enviados
J 63
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 37
y empleados por Dios, y, por consiguiente, se sientan más propensos a obedecerles. Por tanto, aunque la creacÍón del mundo
y, después de ella, la destrucción de todos los seres vivos, en
el Diluvio universal, fueron obras admirables, como no se
hicieron para acreditar a ningún profeta ni a ningún otro ministro de Dios, no suelen ser denominadas milagros. En efecto, por admirable que sea una obra, la admiración no consiste
en que pueda ser hecha, porque los hombres creen, natural·
mente, que el Omnipotente puede hacer todas" las cosas, sino
en que Dios la realice a súplica o inst?-ncia del hombre. En
cambio, las obras de Dios en Egipto, realizadas por manos de
Moisés, fueron propiamente milagros, porque se hicieron con
intención de hacer creer al pueblo de Israel que Moisés iba
a ellos no con particulares e interesados designios, sino enviada
por Dios. Por tanto, luego que Dios le encargó que liberara
a los israelitas del yugo egipcio, cuando dijo: Ellos no me
creerán} sino que dirán que el Señor no ha aparecido en míJ
Dios le dio poder para transformar la vara que tenía en su
mano, en una serpiente, y convertir de "nuevo la serpiente
en vara; y colocando su mano en el pecho, hacer brotar en
él la lepra, y apartando la, sanarlo de nuevo, para que los hijos
de Isra~l (como se ve en el ver. S) creyeran que el Dios de
sus padres se le había aparecido: y por si esto no era bastante,
le confirió el poder de convertir las aguas en sangre. Y cuando
hubo realizado estos milagros ante el pueblo, dícese (ver.
41) que ellos lo creyeron. No obstante, por miedo al Faraón,
no se atrevieron aún a obedecerle. Por esta razón, las otras
obras que fueron realizadas para derramar las plagas sobre el
Faraón y los egipcios, tendieron todas a hacer que los israelitas creyeran en Moisés, y fueron propiamente milagros. Del
mismo modo, si consideramos todos los milagros hechos por
mano de Moisés, y por todos los demás Profetas, hasta el
cautiverio, y, posteriormente, los de nuestro Salvador y sus
Apóstoles, encontraremos que su finalidad era siempre suscitar o con- [235] firmar la creencia de que ellos no venían
por su propio impulso, sino enviados por Dios. Podemos advertir, además, en la Escritura, que el fin de los milagros era
suscitar la fe" no universalmente entre todos los hombres, los
elegidos y los réprobos, sino entre los elegidos solamente; es
364
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
37
decir, entre aquellos que Dios había determinado convertir
en súbditos suyos. En efecto, aquellas milagrosas plagas de
Egipto no tenían por finalidad la 'conversión del Faraón~ porque Dios había dicho antes a Moisés que él endurecería el
corazón del Faraón para que no dejara marchar al pueblo;
y cuando, por último, lo dejó marchar, no fueron los milagros
lo que lo persuadieron, sino las plagas las que le forzaron a
ello. Así también, de nuestro Salvador está escrito (Mt., 13,
58) que no realizó muchos milagros en su propio país, a causa
de la incredulidad de las gentes; y (Alr.) 6, 5) en lugar de
no realizó muchos, se dice no efectuó ninguno. Y no fue porque le faltase poder, ya que decir esto sería blasfemar contra
Dios; ni que el fin de los milagros no fuese convertir a Cristo
los hombres incrédulos, porque el fin de todos los milagros
de Moisés, de los Profetas,de nuestro Salvador y de sus
Apóstoles fue añadir hombres a la Iglesi2.; sino porque el fin
de sus milagros era agregar a la Iglesia (no todos los hombres sino) aquellos que merecían ser salvados; es decir, aquellos a quienes Dios había elegido. Así pues, considerando que
nuestro Salvador había sido enviado por su Padre, no podía
usar su poder en la conversión de aquellos a quienes su Padre
había repudiado- Cuando al considerar este pasaje de San
Jl,fareas} dicen algunos que la frase: Él no podía, sustituye a
Él 1'10 quería, no se apoyan en ejemplo alguno de la lengua
griega (en la que no quería se emplea, a veces, en lugar de no
podía, respecto a cosas inanimadas que no tienen voluntad;
pero no podía por no quería) nunca) y, por consiguiente, ponía un obstáculo a los cristianos más débiles, como si Cristo
no pudiera hacer milagros sino entre los crédulos.
De cuanto he manifestado acerca de la naturaleza y uso
del milagro, podemos definir ¿ste así: Un MILAGRO es una
obra de Dios (aparte de su operación por vía natural) ordenada en la creación) realizada para hacer manifiesto a su elegido la misión de un enviado extraordinario para su $(l.lvación.
De esta definición podemos inferir: primero, que en todos
los milagros la obra realizada no e~ decto de una determinada
virtud en el profeta, sino efecto inmediato de la mano de
36 5
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 37
Dios; es decir, Dios lo ha hecho sin usar al Profeta en ello
como una causa subordinada.
En segundo lugar, que no existe demonio, ángel u otro
espíritu creado que pueda hacer un milagro, porque entonces
sería realizado por virtud de alguna ciencia natural o encantamiento; es decir, en virtud de palabras. En efecto, si los
encantadores lo hacen por su propio poder independiente, existe cierto poder, cosa que todos los hombres niegan; y si lo
hacen por algún poder, otorgado a ellos, entonces no es obra
inmediata de la mano de Dios, sino efecto natural, y, por
consiguiente, no es un milagro.
Existen algunos textos de la Escritura que parecen atribuir
el poder de realizar milagros (iguales a algunos de aquellos
milagros inmediatos producidos por Dios Il?-ismo) a ciertas artes de magia y encantamiento. Por ejemplo, cuando leemos
que después de que la vara de Moisés, knzada [2.36] contra
el suelo se convirtió en una serpiente! tos magos de Egipto
hiciet'OtJ también lo mismo con sus encantamientos; y que luego
que Moisés convirtió en sangre las aguas de los manantiales,
ríos, estanques y pozos de Egipto, los magos de Egipto hicieron lo mismo con sus enc¡mtamientos; y que cuando Moisés,
por el poder de Dios, llenó de ranas el país, los mtlgos lo
hicieron también con sus encantamientos) y llenaron de t"tJr,as
el país de Egipto: a la vista de esto ¿no propenderá un hombre
a considerar milagros los encantamientos, es decir, a reconocer
e.ficacia al sonido de ciertas palabr:ls, y pensar que todo ello
está suficientemente probado a base de estos y otros pasajes
semejantes? No existe, sin embargo, pasaje de la Escritura
que nos diga 10 que es un encantamiento. Si~ por consiguiente,
encantamiento no es} como muchos piensan, una consecución de
efectos extraños, po¡- medio de deletreos y palabras, sino impostura y engaño acarreados por medios ordinarios, tan alejados de 10 sobrenatural que, para llevarlos a cabo, los impos..
tares no necesitan tanto inquirir las causas naturales C01110
advertir la ignorancia, estupidez y superstición ordinarias del
género huma.no, forzosamente los textos que parecen confi)"mar
el poder de la mc.gia, de la brujería y del encantamiento,
habrán de tener otro sentido que el que a primera vista presentan.
3 66
PARTE I/I
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
37
Es, en efecto, bastante evidente que las palabras no tienen
valor sino para aquellos que las comprenden, y aun entonces
no tienen otro sino el de significar las intenciones o pasiones
de quien habla, y, como consecuencia, el de producir esperanza,
temor u otras pasiones o concepciones en el oyente. Por consiguiente, cuando una vara parece una serpiente, o las aguas
sangre, o algún otro milagro parece realizado por vía de
encantamiento, si no se hace para la edificación del pueblo
de Dios, ni la vara, ni el agua, ni otra cosa cualquiera está
encantada, es decir, provocada por las palabras; el único hechizado es el espectador. Así que todos los milagros consisteh
en que el encantador ha engañado a un hombre, lo cual no
es un milagro, sino algo fácil de hacer.
Tal es, en efecto, la ignorancia y propensión al error, generalmente en todos los hombres, pero en especial en aquellos
que no conocen a fondo las causas naturales, y la naturaleza
e intereses de los hombres, por lo cual pueden ser engañados
mediante fáciles e innumerables recursos. Antes de que fuera
conocida la realidad de una ciencia del curso de las estrellas
¿qué fama de poder milagroso hubiera podido ganar un hombre
si hubiese dicho a las gentes: En esta hora o día se oscurecerá
el sol? Un juglar, mediante el manejo de sus cubiletes y por
otros medios, si sus juegos no fuesen ahora ordinariamente
practicados, se pensaría que hace sus maravillas, en definitiva,
por el poder del demonio. Un hombre que tiene la práctica
de hablar conteniendo su respiración (lo que antiguamente se
llamaba ventrílocuo), y simula que la debilidad de SU voz
procede no del débil impulso de los órganos de la palabra,
sino de la distancia del lugar, puede hacer creer a mucha
gente que es una voz del cielo, cualesquiera qu.e sean las
cosas que les diga. Y para un hombre habilidoso que ha inquirido en los secretos y confesiones familiares que ordinariamente hace un hombre a otro, de sus pasados actos y aventuras,
repetirlas de nuevo no es cosa ardua; existen muchos que por
t;lles procedimientos logran reputación de hechiceros. Es cosa
[237 J complicada en exceso, enumerar las diversas clases de
estos hombres que los griegos llamaban taumaturgos, es decir,
operadores de cosas milagrosas; pero todos estos 10 hacen a
hase de su peculiar destreza. Si consideramos las imposturas que
367
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
37
pueden ser acarreadas por la confabulación, nada hay tan imposible de hacer que sea imposible de ser creído. En efecto dos
hombres que estén de acuerdo, el uno para parecer impedido,
el otro para curarlo con un gesto, engañarán a otros muchos'
pero si se confabulan el uno para parecer enfermo, el otr~
para simular su curación, y todos los demás para levantar
festimonio, los engañados serán muchos más.
Dada esta aptitud del género humano para prestar fe, con
excesiva ligereza, a pretendidos milagros, no puede haber
una precaución mejor ni distinta siquiera que aquella que Dios
ha prescrito, primero por Moisés (como antes lo dije, en el
capítulo precedente), en el comienzo del cap. 13 y a fines del
18 del Deuteronomio, que no consideremos como profetas a
quienes enseñan otra religión distinta de la ordenada por el
representante de Dios (que en aquel tiempo era Moisés), ni
a ninguno (aunque enseñe la misma religión) cuyas predicciones no veamos realizadas. A Moisés, por consiguiente, en
su tiempo, y a Aarón y sus sucesores en el suyo, y al gobernador soberano del pueblo de Dios, bajo Dios mismo, es
decir, a la cabeza de la Iglesia en todos los tiempos, debe
consultárseles cuál es la doctrina establecida, antes de que
demos crédito a un pretendido milagro o profeta. Y hecho
esto, la cosa que ellos pretenden que es un milagro debemos
ver la hecha, y utilizar todos los medios posibles para comprobar si realmente fue realizada; y no solamente esto, sino
considerar también si es de tal Índole que ningún hombre
puede hacer otro tanto por su poder natural, si no que el
hecho requiere la mano inmediata de Dios. Para ello tenemos
que recurrir forzosamente al representante de Dios, a quien,
en todos los casos dudosos, hemos de someter nuestros juicios
particulares. Por ejemplo, si alguien pretende que después
de ciertas palabras pronunciadas sobre un trozo de pan, Dios
ha hecho de ese fragemento de pan un Dios o un hombre,
o ambas cosas, no obstante lo cual sigue aparentando ser pan,
como hasta entonces, no hay razón para que nadie piense
que eso ha ocurrido realmente, ni por consiguiente, temerá
a quien tal pretenda, hasta que inquiera de Dios, por conducto
de su vicario o representante, si esa transmutación tuvo o no
lugar. Si este representante se pronuncia negativamente, sígue-
368
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
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se entonces lo que Moisés dijo (Dt., 18, 22) Él ha hablado
presuntuosamente, y no debes obedecerle. Si dice que esto se
ha hecho, entonces no hay que contradecirle. Así también, si
nosotros no vemos, sino solamente oímos decir de un milagro,
tenemos que consultar a la Iglesia legítima, es decir, al jefe
legítimo de ella, por mucho crédito que demos a quienes
relataron el milagro. Tal es, principalmente, el caso de quienes actualmente viven bajo el régimen de soberanos cristianos, pues en los tiempos que corren, yo no sé de ningún
hombre que haya visto nunca realizarse semejante obra milagrosa por el encantamiento, la palabra o la plegariá de un
hombre, que alguien, dotado con una razón mediocre, considere sobrenatural. La cuestión ya no es si lo que nosotros
vemos realizado es un milagro, si el milagro que oímos o
leemos fue un acto real y no una creación de la lengua o de
la pluma, sino, en definitiva, si el relato es verdadero o falso.
En esta cuestión no hemos de inquirir nuestra propia razón o
conciencia privada, sino la razón pública, esto es, la razón
del supremo representante de Dios, que actúa como juez suyo; en efecto, lo haremos juzgar siempre, puesto que le hemos
[238] dado un poder soberano, a fin de que haga todo lo
necesario para nuestra paz y defensa. Un hombre particular
(puesto que el pensamiento es libre) tiene siempre la libertad
de creer o no creer Íntimamente ciertos actos que han sido
presentados como milagros, considerando, según su propio
testimonio, qué beneficio puede derivar, de la creencia de los
hombres, para aquellos que lo reconocen o lo combaten, y
conjeturar a base de ello si son milagros o mentiras. Pero
cuando se llega a la confesión de esta fe, la razón privada
debe someterse a la pública, es decir, al representante de Dios.
Quién sea este representante de Dios, y el jefe de la Iglesia, es
algo que consideraremos más adelante, en lugar adecuado.
PARTE IJ/
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
CAPITULO XXXVIII
De la Significación de
MUNDO VENIDERO
VIDA ETERNA, INFIERNO, SALVACIÓN,
Y
REDENCIÓN
en la Escritura
El m~!I1tenimiento de la sociedad civil depende de la justicia, y la justicia del poder de vida y muerte, y de otras
recompensas y G1.stigos menores, que competen a qúienes detentan la soberanía del Estado. Es imposible que un Estado
subsista, cuando alguien distinto del soberano tiene un poder
de dar recompensas más grandes que la vida, o de imponer
castigos mayores que la muerte. Ahora bien, considerando
que la vida eterna es una mayor recompensa que la vida presente, y que el tormento eterno es un castigo mayor que la
muerte natural, interesa que todos cuantos deseen (mediante
la obediencia a la autoridad) evitar las calamidades de la
confusión y de la guerra civil, consideren detenidamente lo que
se significa en la Sagrada Escritura con las frases vida eterna
y tormento eterno, y por qué ofensas, y cometidas contra quién,
los hombres han de quedar eternamente atormentados, y por
qué otras acciones han de obtener la vida eterna.
En primer lugar encontramos que Adán fue creado en tales
condiciones de vida que si no hubiera quebrantado el mandato
de Dios, hubiese disfrutado por toda la eternidad del paraíso
del Edén. Allí existía, en efecto, el-árbol de la. vida, del cual
le estaba permitido comer,' mientras se abstuviera de comer
del árbol de la ciencia del bien y del mal, lo cual no le estaba
permitido. Por eso, tan pronto como comió de él, Dios le
expulsó del Paraíso porque no alargue su mano, ytame también del árbol de la vida y coma y viva para siempre. Por
ello me parece (sometiéndome, sin embargo, lo mismo en esta
que en todas las demás cuestiones cuya determinación depende
de la Escritura, a la interpretación de la Biblia autorizada
por el Estado, cuyo súbdito soy) que si Adán no hubiese
pecado, hubiera gozado de vida eterna sobre la tierra, y que
37°
PARTE I/l
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
b mortalidad cayó sobre él y su posteridad a consecuencia de
~~ primer pecado. No que la muerte real sobreviniera entonces,
ya que, en tal caso, Adán nunca hubiera tenido hijos, cuando
es lo cierto que vivió mucho tiempo después, y antes de morir
vio una numerosa posteridad. Pero cuando se dice: En el
dia en que comas de ello, tú habrás de morir seguramente,
de modo necesario se significa con ello su mortalidad y certidumbre de muerte. Considerando entonces que la vida eterna
quedó perdida por la transgresión de Adán, al cometer el
pecado, quien cancele este delito puede recobrar, por ello, de
nuevo esa vida. Ahora bien, [239] Jesucristo ha pagado por
los pecados de todos cuantos creen en él, y por consiguiente,
ha recobrado para todos los creyentes esta VIDA ETERNA que
había sido perdida por el pecado de Adán. Es en este sentido
que tiene valor la comparación de San Pablo (Ro., 5,18,19):
Porque así como por la ofensa de uno el juicio fue condenatorio para todos los hombres, as; por la rectitud de uno,
la gracia vendrá sobre todos los hombres para justifirflcicJl1
de la vida. Lo cual se expresa además (1 Ca., J 5, 21, 22)
con mayor evidencia en estas palabras: Porque como la muerte
vino por un hombre, por un hombre vendrá también la resurrección de los muertos. Y así como en Adán todos nuteren,
asi también en Cristo todos serán 'uivificados.
Respecto al lugar en que los hombres deben disfrutar de
esta vida eterna que Cristo obtuvo para ellos, los textos recién
alegados parecen situarlo en la tierra. Porque si con Adán
todos mueren, y han perdido el paraíso y la vida eterna en
la tierra, con Cristo todos serán vivificados; luego todos los
hombres habrán de vivir también en la tierra, ya que de otro
modo la comparación no sería correcta. Con esto parece estar
de acuerdo el Salmista (Sal., 133,3) cuando dice: Sobre Sión
I'Nda Dios la bendición e incluso la vida eterna, y Sión está
tm Jerusalén, sobre la tierra. Como también San Juan (Ap.,
2, 7): Al que resista, yo le daré de comer del árbol de la vida,
(jlle está en el centro del paraíso de Dios. Este era el árbol
de la vida eterna de Adán; pero su vida había de ser sobre
la tierra. Lo mismo parece quedar confirmado nuevamente por
San Juan (Ap., 21,2) cuando dice: Yo, Juan, vi la Ciudad
.17 T
PARTE [JI
ESTADO
CRISTIANO
Santa, la nue'va Jerusalem, descendiendo de Dios del cielo,
dispuesta como una novia adornada para su esposo. Y el ver.
la, al mismo efecto: Como si dijera que la nueva Jerusalén,
el paraíso de Dios, a la venida de Cristo, vendría hasta el
pueblo de Dios desde el cielo,' y no que el pueblo ascendería
hasta aquél, desde la tierra. Y.en nada difiere esto de lo que
dos hombres con túnica blanca (es decir, los dos ángeles)
dijeron a los Apóstoles que estaban contemplando la Ascensión
de Cristo (Hch., 1, 11): Este mismo Jesús, que os es arrebatado al cielo, vendrá, así como lo Jwbeis MJisto ir al cielo.
Esto suena como si hubiese dicho que vendría aquí abajo para
gobernarnos bajo su Padre, eternamente, y no a tomarnos baje>
su gobierno en el cielo; esto está de acuerdo con la restauración del reino de Dios instituída bajo Moisés, que era un
gobierno político de los judíos sobre la tierra. Además, cuando
se dice de nuestro Salvador (Mt.) 22, 30) que en la resurrección ni se casarán ni serán dados en matrimonio, sino que serán
como ángeles de Dios en el cielo, es una descripción de una
vida eterna semejante a la que perdimos con Adán, en el momento del desposorio. En efecto, si advertimos que Adán y
Eva, si no hubiesen pecado, hubieran vivido sobre la tierra
eternamente en sus personas individuales, es manifiesto que
no hubiesen procreado continuamente su linaje. En efecto, si
hubiesen sido engendrados seres inmortales, como la humanidad procrea ahora, la tierra, en un breve lapso de tiempo, no
hubiese sido capaz para ofrecer lugar a todos. Los judíos que
preguntaron a nuestro Salvador, de quién sería, en la resurrección, la mujer que se había casado con varios hermanos, ignoraban cuáles eran las consecuencias de la vida eterna, y, por
ello, nuestro Salvador les recordó esta consecuencia de la mortalidad: que no debe existir generación, ni, por consiguiente,
desposorio, como no hay desposorio ni generación entre los ángeles. La comparación entre esta vida eterna que P~dán perdió,
y que nuestro Salvador había recobrado por su victoria sobre
la muerte [240] se mantiene, también, en el hecho de que
así como Adán perdió la vida eterna por su pecado, no obstante lo cual siguió viviendo durante algún tiempo, así el
creyente cristiano recobrará la vida eterna por la pasión de
Cristo, aunque muera con una muerte natural, y permanezca
37 2
PARTE Il/
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
muerto durante algún tiempo, hasta la resurrección. Porque
del mismo modo que la muerte se estima por la condenación
de Adán, y no por la muerte misma, así la vida se estima por
la absolución, y no por la resurrección de quienes han sido
elegidos en Cristo.
Que el lugar en que los hombres han de vivir eternamente,
después de la resurrcrción, sea el cielo, significando por cielo
aquellas partes del mundo que más remotas están de la tierra,
como donde están las estrellas o más allá, en otro cielo más
alto, llamado ccelum empyreum (de lo cual no hay mención
alguna en la Escritura, ni fundamento en la razón) no puede
inferirse fácilmente de ningún texto examinado. Por reino del
cielo se significa el reino de Dios que mora en el cielo; y
su reino era el pueblo de Israel, al que gobernaron los Profetas representantes suyos, primero Moisés, y después de él
Eleazar y los Sumos Sacerdotes, hasta que en los días de Samuel se rebelaron y quisieron tener un hombre mortal, como
rey suyo, a la manera de las demás naciones. Y desde que
Cristo, nuestro Salvador, por la predicación de sus ministros,
hubo persuadido a los judíos para que regresaran, y llamó
a los gentiles a su obediencia, entonces debió existir un nuevo
reino del cielo; porque entonces nuestro rey será Dios, cuyo
trono es el cielo, no siendo por necesidad evidente en la Escritura que el hombre ascienda en su felicidad a un sitio más
alto que el apoyo de Dios sobre la tierra. Por el contrario,
hallamos escrito (In., 3, 13) que nadie ha ascendido al cielo,
sino que el que descendió del cielo, precisamente el hijo del
hombre, está en el cielo. Por ello observo, de pasada, que estas
palabras no son, como las anteriores inmediatas, las palabras
cíe nuestro Salvador, sino de San Juan mismo, porque Cristo
no estaba entonces en el cielo, sino en la tierra. Otro tanto se
dice de David (Hch., 2, 34), cuando San Pedro, para probar
la Ascensión de Cristo, usando las palabras del Salmista (Sal.,
16, 10): porque no dejarás mi alma en el infierno ni permitirás que tu santo vea corrupción dice que fueron enunciadas
(no por Da vid, sino) por Cristo; y para probarlo añade esta
razón: Porque David no ascendió al cielo. Pero a esto cabe
ClllJtestar fácilmente y decir que aunque sus cuerpos no hubieran de ascender hasta el día del Juicio final, sus almas estarían
373
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
en el citlo tan pronto como se separaran de sus cuerpos; cosa
que también parece estar confirmada por las' palabras de
nuestro Salvador (Lc., 20, 37, 38), quien probando la resurrección a base de las palabras de Moisés dice así: Y que
los muertos hayan de resucitar, precisamente Moisés lo enseñó, en la zarza, cuando llamó al Señor, el Dios de Abraham,
y el Dios de lsaac, y el Dios de Jacab. Porque él no es un
Dios de muertos, sino de vivos; porque todos viven en Él.
Pero si estas palabras han de comprenderse solamente de la
inmortalidad del alma, no prueban en absoluto todo aquello
que nuestro Salvador se proponía probar, que era la resurrección del cuerpo, es decir, la inmortalidad del hombre. Por consiguiente, nuestro Salvador significa que aquellos patriarcas
eran inmortales, no por una propiedad consustancial a la naturaleza del género humano, sino por la voluntad de Dios que
por su mera gracia se complacía en otorgar vida eterna al hombre fiel. [241] Y aunque en esta época los patriarcas y otros
muchos hombres fieles habían muerto, manifiéstase en el texto
que vivían en Dios, es decir, que estaban inscritos en el libro
de la vida, con lo cual quedaban absueltos de sus pecados, y
ordenados para la vida eterna en la resurrección. Que el alma
de un hombre es eterna por su propia naturaleza, y constituye
una criatura viva, independientemente del cuerpo, o que un
simple hombre es inmortal, de modo distinto que por la resurrección en el día postrero (excepto E nos y E lías) es una
doctrina que no resulta aparente en la Escritura. Todo el capítulo 14 de Job, que contiene las frases no ya de sus amigos,
sino de él mismo, es una lamentación contra la mortalidad de
la naturaleza, pero no una contradicción de la inmortalidad
en la resurrección. Porque si el árbol fuere cortado (dice en el
ver. 7) aún queda esperanza; aunque la raíz de él envejezca y
el tronco muera en el polvo, al percibir el agua reverdecerá,
y hará copa como una planta. Pero el hombre mU'Bre, y será
cortado: se exhala el espíritu, ¿y dónde estará? Y (ver. 12) el
hombre yace y no se levanta, hasta que no haya cielo. Pero
¿cuándo ocurrirá, que no haya cielo? Nos dice San Pedro
que esto acaecerá en la resurrección general. En efecto, en
su 2 Epístola, cap. 3, ver. 7, dice que los cielos y la tierra que
ahora existen están reservados para el fuego en el día del
374
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
juicio, para la perdición de los hombres impíos, y esperando
y apresurándoos para la venida de Dios cuando los cielos estarán ardiendo y quedarán deshechos, y los elementos se derretirán con ardor ferviente. No obstante, de acuerdo con la promesa, esperamos cielos y tierra ntte'L'4, en los cuales mora la
justicia. Por consiguiente, cuando Job dice que el hombre
no resucitará hasta que los cielos dejen de existir, ello es 10mismo que si hubiera dicho que la vida inmortal (y alma y
vida en la escritura significan la misma cosa) no comienza en
el hombre hasta la resurrección y el día del Juicio, y tiene
por causa no su naturaleza específica y generación, sino la promesa. Porque San Pedro no dice que esperamos nuevos cielos
y nueva tierra (por naturaleza) sino por promesa.
Por último teniendo en cuenta que siempre se ha probado
a base de diversos y evidentes pasajes de la Escritura, en el
capítulo xxxv de este libro, que el reino de Dios es un Estado
civil, en el que Dios mismo es soberano, primero por la virtud
del Antiguo pacto y después por el Nuevo, donde reina por
su vicario o representante, los mismos pasajes probarán también que, después de haber venido de nuevo nuestro Salvador
en su majestad y gloria, para reinar eternamente, el reino de
Dios debe existir sobre la tierra. Pero como esta doctrina
(aunque probada a base de no pocos ni oscuros pasajes de
la Escritura) aparecerá a la m~roría de los hombres como
una novedad, yo la propondré, no con ánimo de mantener,
con ello, una nueva paradoja de la religión, sino esperando
el fin de la disputa de la espada. (disputa todavía no decidida
entre mis compatriotas), concerniente a la autoridad por la
cual deben ser aprobadas o rechazadas todo género de doctrinas, y cuyos mandat.os, hablados o escritos (cualesquiera que
sean las opiniones de los particulares) deben ser obedecidos
por todos los hombres que piensan ser protegidos por sus leyes.
En efecto, los puntos de doctrina concernientes al reino de
Dios, tienen tan gran influencia [242] sobre el reino del hombre, que no deben ser determinados sino por aquellos que bajo
Dios tienen el poder soberano.
Como el reino de Dios y la vida eterna, así también los
enemigos de Dios y sus tormentos después del Juicio apare-
375
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
cen, según la Escritura, corno teniendo su lugar sobre la tierra.
El nombre del lugar donde permanecerán hasta, la resurrección todos los hombres, ya hayan sido enterrados o englutidos
por la, tierra, se denomina usualmente, en la Escritura, con
palabras que significan bajo fondo; es lo que los latinos leen
generalmente infernus, e inferi, y los griegos, ül\r¡c;; es decir,
un lugar donde los hombres no pueden ver, comprendiéndose
tanto .el sepulcro como cualquier otro lugar más profundo.
Pero el lugar que ocuparán los condenados después de la
resurrección, no se determina, ni en el Antiguo ni el Nuevo
Testamento, por ningún género de situación, sino sólo por la
compañía, como será donde estén aquellos hombres malvados
que Dios, en tiempos anteriores, de modo extraordinario y
milagroso, borró de la faz de la tierra, como por ejemplo,
los que están in inferno, o en el Tártaro o en el abismo insondable, porque Corah, Dathan y Abirom, fueron tragados
vivos por la tierra. No es que los autores de la Escritura quieran hacernos creer que en el globo terráqueo,el cual no sólo
es finito, sino de magnitud poco considerable, comparado con
la excelsitud de las estrellas, pueda existir un abismo sin fondo,
es decir, una oquedad de profundidad infinita, tal como la
que reconocen los griegos en su Demonología (es decir, en su
doctrina concerniente a los demonios), y la que posteriormente
los romanos denominaron Tar.tarus) del cual dice Virgilio:
BjJ patel in prlEcepJ, ttmtum tendjtque JUb umbraJ,
QtlantuJ ad IEtho:reum cedí JWpectUJ Dlympum:
porque esto es una cosa que no admite la proporción de la tierra
al cielo, pero nosotros creeríamos esto, indefinidamente, de
donde están aquellos hombres a los que Dios infligió ese
castigo ejemplar.
Además, porque aquellos hombres poderosos en 'la tierra
que vivieron en tiempo de Noé, antes del Diluvio (lo que
los griegos llamaron héroes y la Escritura gigantes, habiendo
sido creados ambas clases de seres mediante copulación de
los hijos de Dios con los hijos de los hombres) fueron aniquilados a causa de la maldad de su vida, durante el diluvio
universal, el lugar de los condenados queda, por consiguiente,
37 6
PARTE IJI
ESTADO
CRISTIANO
marcado a veces, por la compañía de estos gigantes perecidos,
como se dice en los Proverbios, 21, 16. El hombre que se
extravía del camino de la sabiduría, permanecerá en la congregación de los gigantes; y Job, 26, 5: Mantiénense los gigantes bajo las aguas, y los que habitan con ellos. En este caso,
el lUg?r de los condenados se halla bajo las aguas. E Isaías,
14, 9: El infierno se espantó de encontrarte (se refiere al rey
de Babilonia) y desplazará a los gigantes por ti: y también
en este caso el lugar de los condenados (si el sentido es literal)
ha de estar bajo el agua.
En tercer lugar, como las ciudades de Sodoma y Gomarra,
por la ira extraordinaria de Dios, fueron consumidas, a causa
de su maldad, con el fuego y el azufre, y, a la vez, la comarca de alrededor se convirtió en un apestoso lago de asfalto, el
lugar de los condenados se expresa a veces por el fuego 'f por
un lago hirviente, como en el Apocalipsis, cap. 2 1, 8: Pero
a los timoratos, incrédulos, abominables y homicidas, a [243]
los fornicarios y hechiceros, y a los idólatras, y a todos los
mentirosos, su parte estará en el lago que arde con fuego y
azufre, lo cual es la muerte segunda. Así resulta manifiesto que
el fuego del infierno, metafóricamente expresado en este caso
por el fuego real de Sodoma, no significa una cierta especie o
lugar de tormento, sino que se ha de interpretar, indefinidamente, como destrucción, como ocurre en el capítulo 20, ver.
14, cuando se dice que la muerte y el infierno serán arrojados
al lago de fuego, es decir fueron abolidas y destruídas; como si
después del día del juicio no existiera más muerte ni más ir
al infierno, es decir, no más ir al Hades (nombre del cual
acaso se deriva la palabra infierno) lo cual equivale a que no
exista más muerte.
En cuarto lugar, de la plaga de las tinieblas infligida
sobre los egipcios, y acerca de la cual se dice (Ex., 10, 23):
Ellos no se vieron uno a otro, ni nadie se levantó de su lugar
en tres días; mas todos los habitantes de Israel tenían luz en
sus habitaciones, el lugar de los malvados después del juicio
se denomina tiniebla absoluta o (como se dice en el original)
oscuridad sin remedio. Y así se expresa (Mt., 22, 13) cuando el rey ordena a sus siervos que ataran manos y pies al
377
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP •
..,8
hombre que no llevaba puesto su vestido de boda y lo arrojasen,
a la tiniebla exterior, o a la oscuridad insondab[e, y al traducir esto por tiniebla absoluta no
se significa cuán grande es, sino dónde está esa tiniebla, es
decir, fuera de la morada del elegido de Dios.
Por último, junto a Jerusalén existía un lugar, llamado
el valle de los hijos de Hinnon, en una parte del cual, llamada Tciphet, los judíos habían cometido muchas y graves idolatrías, sacrificando sus hijos al ídolo Moloch; y en él también había infligido Dios severos castigos a sus enemigos; y
allí .Tosías había quemado a los sacerdotes de Moloch en sus
propios altares, como aparece descrito en el libro 2 de Reyes,
cap. 23. El lugar sirvió posteriormente para acumular el estiércol y los residuos que eran llevados fuera de la ciudad;
y allí solía hacerse fuego, de tiempo en tiempo, para purificar
el aire y alejar el hedor de la carroña. De este abominable
lugar, los judíos solieron llamar posteriormente al lugar de
los condenados con el nombre de Gehenna, o valle de llinnon.
y esta Gehenna es la palabra que ahora, usualmente, se traduce
por INFIERNO; Y del fuego que arde allí, de tiempo en tiempo,
tenemos la noción de un fuego eterno e inextinguible.
Teniendo en cuenta que ahora no existe ninguno que interprete la escritura como si después del día del J uicío los
malvados hayan de ser castigados eternamente en el valle de
Hinnon; o que haya de resucitar otra vez, para permanecer
siempre bajo el suelo o bajo el agua; o que después de la
resurrección no se vean más uno a otro, ni se muevan de
un lugar a otro, resulta, a mi juicio, muy necesario que lo que
se dice respecto al fuego dd infierno está expresado metafóricamente, y que, por consiguiente, hay un sentido propio
que determinar (porque para todas las metáforas existe un fundamento real que puede ser expresado por medio de palabras
adecu;¡das), acerca del lugar del infierno y de la naturaleza
de los tormentos y atormentadores infernales. [244]
Por lo que respecta a los atormentadores, su naturaleza y
propiedades están exacta y propiamente expresadas por los
nombres de el enemigo o Satán, el acusador o Diabolus, el
de.stnt(to1' o Abaddon. Estos nombres significativos Satán, DeEt~ TO OXÓTOC; TO l~c.írtÉQOlJ,.
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
monio y Abaddon.• no expresan para nosotros una persona individual, como suele ocurrir con los nombres propios, sino
solamente un oficio o cualidad, y son, por consiguiente, apelativos, que no debieron quedar sin traducir, como lo están
en las Biblias latinas y modernas, porque con ello parecen ser
nombres propios de demonios, y así más fácilmente se propende a creer en la doctrina de los demonios, que en aquellos
tiempos era la religión de los gentiles, contraria a la de Moisés
y de Cristo.
y como por el enemigo, el acusador y el destructor se
significa el enemigo de aquellos que estarán en el reino de
Dios, por consiguiente si el reino de Dios, después de la resurrección, estuviera sobre la tierra (he mostrado anteriormente, en el capítulo 1, que así parece ser, según la Escritura)
el enemigo y su reino deben estar también sobre la tierra.
Así ocurría en la época anterior a aquella en que los judíos
depusieron a Dios. En efecto, el reino de Dios estaba en
Palestina, y las naciones a su alrededor eran los reinos, del
enemigo; por consiguiente, con Satán se significa cualquier enemigo terrenal de la Iglesia.
Los tormentos del infierno se significan a veces por las
frases el llanto y el crujir de dientes, como en M t., 8, 12;
a veces por el gusano de la conciencia, como en ¡saías, 66, 24,
Y en J\;larcos, 9, 44, 46, 48; a veces, por el fuego como en el
pasaje recién citado, donde el gusano no muere y el fuego no
se extingue, y otros pasajes, además: a veces, por la vergüenza
y el desprecio, como en Dn., 12, 2: Y muchos de los que
duermén en el polvo de la tierra despertarán, unos para una
vida eterna, y otros para la 'l'ergüen'Za y confusión perpetuas.
Todos estos pasajes designan metafóricamente un agravio y
descontento de la mente, por la visión, en otros, de la felicidad eterna que ellos mismos han perdido por su propia incredulidad y desobediencia. Y como tal felicidad en los demás
no es sensible sino por comparación con sus propias miserias
actuales, resulta que han de sufrir aquellas penas y calamidades corporales que recaen sobre quienes no sólo viven bajo
gobernantes crueles y malvados, sino que tienen, también, por
enemigo, al rey eterno de los santos,
Omnipotencia de Dios.
fa
379
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
y entre estas penas corporales, dcbe ser incluída para cada
uno de los malvados, una segunda muerte. En efecto, aunque
la Escritura sea clara en cuanto a la resurrección universal, no
debe leerse que a ninguno de los réprobos les sea prom/;tida
una vida eterna. Y aunque San Pablo (l Ca.) l5, 42, 43), a
la cuestión concerniente a con qué cuerpos se levantarán otra
vez, dice que el cuerpo se siembra en wrrupcirStJ y es le'L,antado
en it/wrruptión; se siembra en deshotJor y se le'uanta en glol·ía; se siembra en flaqueza, y se le'L'anta l'll poder, la gloria
y .el poder no pueden ser aplicados a los cuerpos de los seres
malos, ni el nombre de segunda muerte ha de ser aplicado a
quienes nunca pueden morir más que una vez: y aunque metaf6ricamente una vida calamitosa y eterna pueda ser denominada una muerte eterna, en realidad no puede referirse a
ulla segtmda muerte. [245] El fuego preparado fura los malos
es un fuego eterno, es decir, el estado en que nadie puede
estar sin tortura del cuerpo y de! espíritu, después de la
resurrección, y que ha de sufrirse para siempre jen este sentido,
e! fuegJ debe scr inextinguible, y eternos los tormentos. Pero
de ello no puede inferirse que quien sea lanzado en este fuego
o atormentado con tajes tormentos Jos sufra y resista hasta ser
eternamente quemado y torturado, y, sin embargo, no quedar
destruído ni morir nunca. Y aunque existen varios pasajes que
afirman el fuego y los tormentos eternos (en los que los hombres pueden ser sumidos, uno después de otro, para siempre)
no encuentro nadie que afirme que haya en ello una vida eterna de una persona individual, sino por el contrario, una muerte
eterna que es la segunda muerte. Porque después de que la
muerte y el sepulcro entreguen los muertos q11e en ellos estaban, y cada hombre sea juzgado según sus obras, la muerte y
el sepulo·o serán arrojados alIaga de fuego. Esta es la segunda
muerte. Con ello es evidente que ha de existir una segunda muerte de cada uno que esté condenado en el día del juicio,
después del cual no morirá más.
Los goces de la vida eterna están comprendidos en la escritura bajo el nombre de salvación, o de ser saf'L'ado. Ser salvado es estar protegido, ya sea relativamente contra males especiales, o absoluLtmente contra todo género de mal, (ompren-
380
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
diendo la necesidad, la enfermedad y la muerte misma. Y como
el hombre fue creado en una condición inmortal, no sujeto a
corrupción ni, por consiguiente, a nadct que tendiese a la disolución de su naturaleza, y perdió esa felicidad por el. pecado
de Adán, se deduce que quedar protegido del pecado es quedar
protegido contra todo lo malo y contra las calamidades qUe el
pecado ha traído sobre nosotros. Por tanto en la Sagrada Escritura, remisión dd pecado y salvación de la muerte y de la
miseria son la misma cosa, como resulta de las palabras de
nuestro Salvador, quien h:l.biendo curado a un hombre enfermo
de parálisis, diciéndole (:J.,,1 t., 9, 2): Confía, hijo, tus pecados
te son perdonados, y sabiendo que los escribas consideraban
como blasfemia que un hombre pretendiera perdonar los pecados, les preguntó (ver. 5) si es más fácil decir: Los pecados
te SOft perdonados, o Le~)ántate y anda; con ello quería significar que era una misma cosa, respecto a la curación del enfermo,
decir: Tus pecados te son perdonados y Levántate y onda, y
que usó esta forma de dicción sólo para mostrar que tenía
poder para perdonar los pecados. Es, además, evidente a la
razón, que así como la muerte y la miseria eran los castigos
del pecado, la remisión del pecado debe ser, también, la liberación con respecto a la muerte y a la miseria; es decir,
la salvaci<Ín absoluta, que el creyente ha de disfrutar, después
del día del Jueio, por el poder y favor de Jesucristo, quien
por tal causa es denominado nuestro SALVADOR.
Respecto a las salvaciones particulares, tales como se comprenden en 1 S., 14, 39 cuando dice: Vive el Señor que
sal7;ó a Israel, es decir, el que lo salvó de sus enemigos temporales, y (:>. S,) 22,4): Tú eres mi Salvador, tú me salvaste
de lli vio!enri,,; y 2 Reyes, 13, 5: Dios dio" los israelitas un
Salvador, y así fueron liberados de lo mallO de los asirios, y
otros pasajes [246] semejantes, no necesito decir nada, ya que
no existe dificultad o interés en corromper la interpretación
de textos de este género.
En cambio, respecto a la salvación general, como ha de
ser la del reino del cielo, existe una gran dificultad en cuanto
al lugar. De una parte, en cuanto reino (que es un Estado
ordenado por los hombres para su seguridad perpetua contra
~81
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
los enemigos y contra la escasez) parece que esta salvación
debe tener lugar sobre la tierra. En efecto, mediante la salvación se instituye en nosotros un glorioso reino de nuestro
rey, por conquista, no una protección por vía de fuga: y en
consecuencia, donde quiera que deseamos la salvación, anhelamos también el triunfo; y antes del triunfo, la victoria; y
antes de la victoria, la batalla; cosa que no podemos suponer
correctamente que ocurra en el cielo. Pero de que esta razón
pueda ser suficiente, no fiaré mucho sin aducir muy evidentes
pasajes de la Escritura. El estado de salvación se describe muy
ampliamente en ¡sa1as, 33, verso 20, 21, 22, 23 Y 24:
Mira a Sión, la ciudad de nuestras solemnidades; tus ojos
verán a Jerusalem, morada de la quietud, tienda que no será
desmontada; n; una sola de sus estacas será nunca removida, ni
ninguna de sus cuerdas será rota.
Pero allí el glorioso Se'¡¡or será para nosotros un lugar de
anchas riberas y arroyos, por el cual no andará galera con
remos, ni por el cual pasará ningún gran navío.
Porque el Señor es nuestro juez, el Señor es mlestro legislador, el Señor es nuestro rey: El nos salvará.
Tus cuerdas se aflojaron; ellas no podían sujetar bien su
'mástil; ellas no podían poner tersa lá vela; entonces se dividirá la presa de Un gran despojo; los lisiados arrebatarán la
presa.
y el habitante no dirá: estoy enfermo; a la gente que viva
en ella les será perdonada su iniquidad.
En estas palabras se nos indica el lugar de donde procede
la salvación, J erusalem, morada dé la quietud; la eternidad de
ella, una tienda que no será desmontada, etc.; el Salvador
de ello, el Señor su juez, su legislador, su rey, nos salvará; la
salvación, el Señor será para ellos como una vasta extensión
de agua corriente, etc.; la condición de sus enemigos, 'sus cuerdas están flojas, sus mástiles débiles, el lisiado arrebatará de
ellos el despojo. La condición de los salvados, el morador no
dirá: yo estoy enfermo. Y por último, todo esto está comprendido en la remisión del pecado: A la gente que viva allí
dentro le será perdonada su iniquidad. De ello resulta evidente
que la salvación ocurrirá sobre la tierra, cuando Dios reine Ca
3 82
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
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la nueva venida de Cristo ) en Jerusalén; y de Jerusalén
procederá la salvación de los gentiles que hayan de ser recibidos en el reino de Dios, como más expresamente declara
el mismo Profeta, cap. 65,20, 2I: Y ellos (es decir, los gentiles que tenían en esclavitud a los judíos) traerán a todos
'f.,'uestros hermanos do todas las naciones, como ofrenda al Señor, a caballo, y en carros, y en literas, y en mulos, y en
veloces animales, a mi montaña santa de Jerusalem, dijo el
Señor, como los hijos de Israel traen una ofrenda en una vasija
limpia a la casa del Señor. Y yo los tomaré también como
sacerdotes y ~omo levitas, dijo el Señor. De ello resulta manifiesto que la sede principal del reino de Dios (que es el lugar
[ 247] de donde procede la salvación de nosotros, los gentiles)
será Jerusalén. Y otro tanto se confirma también por el coloquio que n~estro Salvador tuvo, respecto al lugar de adoración
de Dios, con la mujer de Samaria, a la cual dijo (In., 4, 2'2)
que los samaritanos adoraban algo que no conocían, mientras que los judíos adoraban algo que conocían, porque la salvación es de los judíos (ex Judceis, es decir, comienza en los
judíos). Lo cual equivalía a decir: Vosotros adorais a Dios,
pero no sabeis por conducto de quién os salvará; en cambio,
nosotros sabemos que será por uno de la tribu de Judá, un judío, no un samaritano. Y por esta razón también, la mujer, no
de modo impertinente, le contestó: Nosotros sabemos que el
Mesías vendrá. Así, lo que nuestro Salvador dijo: La salvación
viene de los judíos, equivale a lo que dijo Pablo (Ro., I,
16, 17): El Evangelio es el poder de Dios para la salvación
de todos los que han creído: del judío primero, y después del
griego. Porque en él la justicia de Dios se revela de fe a fe;
de la fe del judío a la fe del gentil. En el mismo sentido, describiendo el Profeta Joel el día del Juicio (cap. '2, 30, 31),
dice que Dios mostrará maravillas en el cielo y en la tierra,
sangre y fuego, y colll,mnas de humo. El Sol se tornará en
tinieblas, y la luntJ" en sangre, antes de que venga el grande
y terrible día del Señor; y añade en el versículo 3'2: Y ocurrirá que quien quiera que pronuncie el nombre del Señor será
salvado. Porque en el monte de Sión y en J erusalem estará
la salvación. Y Abdias, ver. I7, dice lo mismo: En el monte
de Sión estará la liberación, y existirá santidad, y la casa de
383
PARTE II!
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
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] acob poseerá sus posesiones, es decir, las posesiones de los paganos, a las que se alude más particularmente en,los versículos
siguientes con "las frases el monte de Esaú, el país de los filisteos, los campos de Efrain, de Samaria, Gileah, y las ciudades
del Sur, concluyendo con estas palabras: El reino será del Señor. Todos estos lugares están destinados a la salvación, y al
reino de Dios, después del día del Juicio, sobre la tierra. Por
otra pa¡-tt.: no he hallado ningún texto que pueda ser aducido
para probar una ascensión de los santos al cielo, es decir, a
ningún crelum empyreu~n, u otra región etérea, salvo lo que
se denomina el reino del Cielo, nombrt.: que puedt.: tener porque
Dios, que era el rey de los judíos, los gobernó mediante sus
mandamientos enviados a Moisés por ángeles del cielo; y
después de su rebelión, envió del cielo a su Hijo, para reducirlos a su obediencia; y 10 enviará otra Vez más, para regirlos a ellos y a todos los demás hombres creyentes, desde
el día del Juicio, y por la eternidad: o la alusión al trono de
nuestro gran rey que está en el cielo, y al que la tierra sólo
le sirve de escabel. Pero que los súbditos de Dios tengan un
lugar tan alto como el trono divino, o más alto que el escabel
de sus pies, no parece adecuado a la dignidad de un rey, ni
puedo encontrar) al respecto, ningún texto evidente en la Sagrada Escritura.
De lo que se ha dicho acerca del reino de Dios y de la
salvación, no resulta difícil interpretar lo que se entiende por
MUNDO VENIDERO. Tres mundos se citan en la Escritura: el
mundo antiguo, el mundo presente y el mundo venidero. Del
primero habla San Pedro: Si Dios no perdonó al mundo viejo,
mas guardó a Noé como oc~ava persolla, predicador de la rectitud, trayendo el dilwL'io sobre el mundo de los malvados, etc.
Así, el primer mUlldo fue desde Adán hasta el Diluvio universal. Del mundo presente habla nuestro Salvador (111., r 8,
,3 6), diciendo: 1\1i reillo 110 es de este mundo, porque vino solamente para enseñar a los hombres el camino de la Salvación,
y para renOl/ar con su doctrina el reino de su Padre. Del
mundo venidero dice San Pedro: N o obstante esperamos, ·de
acuerdo a su promesa, lIue'uos cielos :JI una tierra nueva. Es a
este MUNDO, donde Cristo, viniendo aquí abajo desde el cielo,
entre las nubes, con gran poder y gloria, enviará sus ángeles
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
38
y reumra a sus elegidos de los cuatro vientos y de las partes
más distintas de la tierra; y desde entonces reinará sobre ellos,
bajo su Padre, eternamente.
La salvación de un pecador supone una REDENCIÓN precedente, porque quien una vez es culpable de pecado, queda
expuesto a la expiación del mismo, y ha de pagar, o algún
otro en lugar suyo, aquel rescate exigido por quien padeció la
ofensa y tiene al ofensor en su poder. Si consideramos que
la persona ofendida es Dios Omnipotente, en cuyo poder están
todas las cosas, ese rescate debe pagarse antes de que se obtenga la salvación, y tal como a Dios le plazca exigirlo. Como
rescate no se entiende una satisfacción, por el pecado, equivalente a la ofensa, ya que ningún pecador por sí mismo ni ningún
hombre justo es capaz de llevarla a cabo por otro: el daño
que un hombre hace a otro, aunque trate de compensarlo mediante la restitución y la recompensa, no es suficiente para
eliminar el pecado mismo, pues esta equivaldría a hacer de la
libertad de pecar una cosa vendible. Ahora bien, los pecados
pueden ser perdonados a quien se arrepiente, ya sea de modo
gratuito o a cambio de una pena que a Dios le plazca aceptar.
Lo que Dios usualmente aceptaba en el Antiguo Testamento era
algún sacrificio u oblación. Perdonar el pecado no es un acto
de injusticia, aunque se haya amenazado con el castigo. Incluso
entre los hombres, aunque la promesa de un bien obliga al que
promete, la amenaza de un mal, no le obliga. Mucho menos
obligará a Dios, que es infinitamente más compasivo que los
hombres. Por consiguiente, al redimirnos no dio satisfacción,
en este sentido, por los pecados de los hombres, de manera
tal que, en virtud de su muerte, pudiera hacer injusto en Dios
c.astigar a los pecadores con la muerte eterna; hizo, en su primera venida, este sacrificio y oblación de sí mismo que a Dios
le apwbó requerir, para la salvación, en su segunda venida,
de aquellos que, entretanto, se arrepientan y crean en él. Y
aunque este acto de nuestra redención no siempre se llame en
la Escritura sacrificio y oblación, sino, a veces, precio, bajo este
último nombre no hemos de comprender una cosa por cuyo
valor pueda considerarse con derecho al perdón, para nosotros,
de su Padre ofendido, sino el precio que a Dios Padre le plugo
exigir por su clemencia. [247]
385
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 39
CAPITULó XXXIX
De la Significación de la Palabra
IGLESIA
en la Escritura
La palabra iglesia (E cclesia) significa en los libros de la
Sagrada Escritura diversas cosas. Unas veces, aunque no Con
frecuencia, se toma como la casa de Dios, es decir, como un
templo en el que los cristianos se reúnen para cumplir públicamente con sus deberes religiosos, como en 1 Ca., J 4, ver. 34:
Que vuestras mujeres guarden silencio en la iglesia; pero este
término se halla metafóricamente empleado, por la congregación allí reunida, y desde entonces se ha utilizado como el
edificio mismo, para distinguir entre los templos de los cristi:tnos y los idólatras. El templo de Jerusalem era la casa
de Dios, y la casa de los orantesj y aSÍ, todo edificio dedicado
por los cristianos al culto de Cristo se denomina la casa de
Cristo, y como consecuencia los padres griegos lo llamaban
K\JeLUxi¡, la casa del Señor, y en nuestro lenguaje, después,
vino a ser llamada Kyrke, y Church (Iglesia).
Iglesia (cuando no se toma en la acepción de casa) significa lo mismo que E cclesia significaba en los Estados de los
griegos: es decir, una congregación o una asamblea de ciudadanos, conyocada para escuchar la voz del magistrado; y en
el Estado de Roma se llamaba concia, y el que en ella hablaba
se denominaba ecclesiastes y concionator. Y cuando la convocatoria se hacía por una autoridad legítima, era ecclesia legitima,
una iglesia legítima, É\I\lOIlO¡;; Exx);rlo[a. En cambio, cuando era
suscitada por un clamor de sedición y tumulto, entonces era una
iglesia confusa, EXxAlJOLU GVyXEX"!1ÉVlJ.
Otras veces significa también los hombres que tienen derecho a ser de la congregación, aunque no estén realmente
reunidos: es decir, la multitud entera de los cristianos, aunque
se hallen muy dispersos: tal ocurre en Hch., 8, 3, cuando se
dice que Saúl asolaha la Iglesia. En este sentido se dice, también, que Cristo es la cabeza de la Iglesia. A veces se toma por
3 86
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 39
una cierta parte de los cristianos, como en Col., 4, 15: Saludad
la Iglesia que está en su casa. A veces, también, por los elegidos, solamente, como en Ef., 5, 27: Una iglesia gloriosa, sin
tacha ni arruga, santa y sin mancha, con lo cual se alude a la
iglesia triunfante o iglesia venidera. A veces, como una congregación reunida de profesores de la cristiandad, ya sea su
profesión verdadera o falsa, como se entiende en Mt., 18, 7,
cuando se dice: Decidlo a la Iglesia y si no oyere a la Iglesia,
consideradlo como un gentil o puhlicano.
En este último sentido solamente puede ser considerada
la Iglesia como una persona: esto es, puede decirse que tiene
potestad para querer, pronunciar, mandar, ser obedecida, hacer
leyes o realizar cualquier otra acción. En efecto, sin autorizaclOn de una congregación legítima, cualquier acto que se
realice en una concurrencia de gentes, es el [:248] acto particular de cada uno de los que estaban presentes y prestaron
su apoyo a la realización del mismo, y no el acto de todos en
conjunto, como un solo cuerpo; mucho menos el acto de los
que estuvieron ausentes o de quienes, estando presentes, no
quisieron que se hiciera. De acuerdo con este sentido, yo defino
una IGLESIA como: una compañía de hombres· que profesan la
religión cristiana y están unidos en la persona de un soberano,
por orden del cual deben reunirse, y sin cuya autorización no
deben reunirse. Y como en todos los Estados la asamblea que
no está garantizada por el soberano civil es una asamblea
ilegítima, también la Iglesia que se reúne en un Estado que
prohibió la reunión, es una asamblea ilegítima.
De esto resulta que sobre la tierra no existe Iglesia universal a la que todos los cristianos vengan obligados a obedecer,
porque no existe poder sobre la tierra al cual todos los demás
Estados estén sujetos: existen cristianos en los dominios de
diversos príncipes y Estados, pero cada uno de ellos está sujeto al Estado del cuaJ él mismo es un miembro, y, por consiguiente, no puede estar sometido a los mandatos de ninguna
otra persona. Por tanto, una Iglesia que sea capaz de mandar,
juzgar, absolver, c~ndenar o llevar a cabo cualquier otro acto,
es cosa idéntica a un Estado civil, que conste de cristianos;
y se denomina Estado civil, en cuanto los súbditos de él son
J8 7
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 39
hombres, e Iglesia en cuanto los súbditos de ella son cristianos.
Ahora bien, poder temporal y espiritual son, sólo, dos palabras
traídas al mundo para que los hombres vean doble y confundan
a su legítimo soberano. Es cierto que, después de la resurrección, los cuerpos de los fieles no solamente serán espirituales,
sino eternos; pero en esta vida son toscos y corruptibles. No
hay, por consiguiente, en esta vida otro gobierno del Estado
de la. religión, sino el temporal; ni enseñanza de ninguna
doctrina que quien gobierna las dos cosas, el Estado y la religión, prohiba enseñar. Y que el gobernante sea uno, pues
de lo contrario necesariamente se suscitarán disensión y guerra
civil en el Estado, entre la Iglesia y el Estado; entre espiritualistas y temporalistas; entre la espada de la justicia y el escudo de la fe; y (lo que importa más) en el propio pecho de
cada cristiano, entre el cristiano y el hombre. Los doctores
de la Iglesia se denominan pastores, y son, también, soberanos
civiles. Pero si los pastores no están subordinados uno a otro,
puede existir más de un pastor principal, y se enseñará a los
hombres doctrinas contradictorias, de las cuales las dos pueden
ser, y una de ellas será, forzosamente, falsa. Quién debe ser
el pastor principal, de acuerdo con la ley de. naturaleza, ha
sido mostrado ya: a saber, el soberano civil. En los capítulos
siguientes veremos a quién está asignado este cargo, según la
Escritura. [249]
388
PARTE 1/1
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 40
CAPITULO XL
De los Derechos del Reino de Dios en Abraham, Moisés,
los Sumos Sacerdotes y los Reyes de Judá
El padre de los fieles, y primero en el reino de Dios instituído por el pacto, fue Abraham. En efecto, con él quedó
estipulado el pacto, en virtud del cual se obligó a sí mismo,
y, además, a su descendencia, a reconocer y obedecer los mandatos de Dios; no sólo aquellos de los cuales (como las leyes
naturales) pudiera tener noticia por la luz de la naturaleza
sino, también, aquellos que Dios, de una manera especial, le
trasmitiera mediante sueños y visiones. En cuanto a la ley
moral, estaban ya obligados, en efecto, y no necesitaban hacerlo por un contrato, basado en la promesa de la tierra de
Canaán; ni existía allí un contrato que pudiera añadir o robustecer la obligación por la cual Abraham con sus descendientes, y además, todos los hombres, se encontraban naturalmente
obligados a obedecer la Omnipotencia de Dios. Por consiguiente, el pacto que Abraham hizo con Dios consistió en tomar
como mandamiento de Dios lo que en nombre de Dios se le
ordenó, en un sueño o visión, y entregarlo a su familia, y
hacer que lo observaran.
En este contrato de Dios con Abraham podemos observar
tres puntos de cardinal importancia para el gobierno del pueblo
de Dios. Primero, que al estipularse este pacto, Dios habló
solamente a Abraham, y, por consiguiente, no pactó con cada
uno de su familia o linaje, sino en cuanto sus voluntades (que
constituyen la esencia de todos los pactos) estaban, antes del
contrato, involucradas en la voluntad de Abraham, al cual,
por consiguiente, se le suponía en posesión de un legítimo poder para hacerles cumplir todo cuanto pactara por ellos. De
acuerdo con esto (Gn., 18, 18, 19) Dios dijo: Todas las 1zaclones de la tierra habrán de ser benditas en él, porque yo sé
que mandará a sus hijos, y a sus descendientes después de
PARTE 111
ESTADO CRISTIANO
CAP. 40
él, que guarden el camino del Señor. De ello puede extraerse esta primera conclusión: que aquellos a quienes Dios no ha hablado inmediatamente han de recibir el mandato positivo de Dios,
de su soberano, como la familia y linaje de Abraham lo hizo de
Abraham su padre, señor y soberano civil; y como consecuencia, que en cada Estado, quienes no tienen revelación
sobrenatural en sentido contrario, deben obedeceF-las leyes de
su propio soberano en los actos externos y en la profesión
de la religión, ya que el pensamiento y las creencias íntimas de
los hombres, de las cuales pueden no tener noticia los gobernantes humanos (pues sólo Dios conoce el corazón del hombre), no son actos voluntarios ni efecto de las leyes, sino de la
[ 250] voluntad no revelada, y del poder de Dios; y por consiguiente, no quedan incluídas en esta obligación.
De ello deriva otro extremo: que no era ilegítimo, para
Abraham, imponer castigos cuando alguno de sus súbditos pretendía tener visión privada, o espíritu, u otra revelación de
Dios, con ánimo de sustentar alguna doctrina que Abraham
prohibiera, o cuando ellos la siguiesen o prestaran su adhesión
a cualquier otro, con análogas pretensiones; y, por consiguiente, que es ahora legítimo para el soberano castigar a quien, contra las leyes, se oponga a sus designios privados ya que el
soberano tiene el mismo lugar en el Estado que Abraham
tenía en su propia familia.
De todo esto surge una tercera conclusión: Que nadie sino
Abraham en su familia, y nadie sino un soberano en un Estado cristiano puede saber lo que es y lo que no es la palabra
de Dios. En efecto, Dios habló solamente a Abraham, y sólo
él fue capaz de saber lo que Dios dijo, e interpretarlo para
su familia: y, por consiguiente, también, los que ocupan el
lugar de Abraham en un Estado son los únicos intérpretes de
lo que Dios ha manifestado.
El mismo pacto fue renovado con Isaac, y posteriormente
con Jacob. Y no hubo más renovación en tiempos ulteriores
hasta qu~ los israelitas fueron liberados de los egipcios, y llegaron al pie del monte Sinaí: entonces fue renovado por Moisés
(como he dicho antes, cap. xxxv), de tal modo que a partir
de ese tiempo los judíos se convirtieron en el reino peculiar de
390
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 40
Dios. Fue su representante Moísés, en su propio tiempo;
la sucesión, en este cargo, recayó sobre Aarón, y después de él
en sus herederos, para seguir siendo, respecto a Dios, un reino
sacerdotal para siempre.
Un reino quedó adquirido para Dios, por esta institución.
Pero considerando que Moisés no tenía autoridad para gobernar a 'los israelitas, como sucesor 'en el derecho de Abraham,
porque no podía reclamarlo por herencia, no resulta hasta
ahora que el pueblo estuviera obligado a considerarle como
representante de Dios, sino mientras durara su creencia de que
Dios le había hablado. Por tanto, y a pesar del pacto hecho
por ellos con Dios, dependía su autoridad meramente de la
opinión que ellos tenían de su santidad, y de la realidad de
sus coloquios con Dios, y de la veracidad de sus milagros;
alterada esta idea, no quedaban ya obligados a considerar como ley de Dios ninguna cosa que él, en nombre de Dios, les
propusiera. Hemos de considerar, por consiguiente, qué otra
razón existía que justificase en el pueblo judío su obligación
de obedecerle. No podía ser el mandamiento de Dios lo que
pudiera obligarles, porque Dios no les hablaba a ellos inmediatamente, sino por mediación de Moisés mismo. Nuestro
Salvador dice con respecto a sr propio: Si yo doy testimonio
de mi mismo, mi testimonio no es veraz; mucho menos podía
ser reconocido si Moisés daba testimonio de sí mismo (especialmente cuando reclamaba un poder regio sobre el pueblo
de Dios). Por consiguiente, su autoridad, como la. autoridad de
todos los demás príncipes, debe estar fundada en el consentimiento del pueblo y en su promesa de obedecerle. Y así había
de ser: porque el pueblo (E:..'., 20, 18) cuando vio los truenos [251] Y los relámpagos, y escuchó el sonar de la bocina,
y vio el monte que humeaba, tembló y se apartó a lo lejos.
y dijeron a J\;loisés: Háblanos y nosotros oiremos; mas 7/0
hable Dios con nosotros porque moriremos. Aquí estaba su
promesa de obediencia, y por esto quedaron obligados ellos
mismos a obedecer cualquier cosa que Moisés les transfiriera
por mandato de Dios.
No obstante, el pacto constituye un reino sacerdotal, es
decir, un reino hereditario para Aarón; sólo que había de
comprenderse para los sucesores, después de que Moisés mu-
.19 1
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 40
riera. En efecto, quien quiera que ordene y establezca un régimen, como primer fundador del Estado ( sea monarquía,
aristocracia o democracia) debe necesariamente tener poder
soberano sobre el pueblo. Y que Moisés tenía este poder en
su propio tiempo queda evidentemente afirmado en la Escritura: primero, en el texto recién citado, puesto que el pueblo
le prometió obediencia, no a Aarón sino a él; en segundo lugar, conforme a este pasaje (Ex., 24,1,2): Y Dios dijo a
A10isés: sube hasta el señor, tú, y Aarón, Nadab y Abihú,
Y setenta de los ancianos de Isrt~el. Mas sólo Moisés se acercará al Señor, y ellos no llegarán cerca, ni subirá el pueblo con
él. Con esto se evidencia que sólo Moisés era llamado junto
al Señor (y no Aarón ni los otros sacerdotes, ni los setenta
ancianos, ni el pueblo al que se prohibió subir); era sólo él
quien representaba ante los israelitas la persona de Dios. Y
aunque posteriormente se dice (ver. 9): Y subieron Moisés
y ilarón, Nadab y Abihú, Y setenta de los ancianos de Israel, y
vieron al Dios de Israel, y bajo sus pies había como un
pavimento de :zafiro, etc., esto no ocurrió sino después que
Moisés hubo estado con Dios, y trasmitido al pueblo las
palabras que le había dicho. Él sólo fue por asuntos del pueblo:
los demás, como los nobles de su séquito, fueron admitidos
como honor a esta gracia especial, que no era permitida al
pueblo, y que consistía (como aparece en un versículo subsiguiente, el 11) en ver a Dios y vivir. Dios no extendió su
1nano sobre ellos, y vie1·on a Dios y comieron y bebieron (es
decir, vivieron) pero no trajeron consigo ningún mandamiento
de Él para el pueblo. Además dícese en algún sitio: El Señor
habló a Moisés; como en todas las demás ocasiones de gobierno, así también en la ordenación de las ceremonias religiosas, contenida en los capítulos 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31,
Ex., y en todo el Levítico: a Aarón, raramente. El becerro
que hizo Aarón, Moisés lo arrojó al fuego. Por último, el
litigio acerca de la autoridad de Aarón, motivado por la rebeldía de éste y de Miriam contra Moisés, fue (Nm., 12)
juzgado, por Dios mismo, valiéndose de Moisés. Así también,
en Ja cuestión suscitada entre Moisés y el pueblo, acerca de
quién tenía derecho a gobernar al pueblo, cuando Corah,_
Dathan, Abiram y doscientos cincuenta príncipes de la asam-
39 2
PARTE 111
EST~DO
CRISTIA.NO
CAP.
4()
blea se reunieron (Nm., 16, 3) y se juntaron contra Moisés
y contra Aarón, y les dijeron: Tomais demasiado sobre vosotros: Teniendo en cuenta que toda la congregación son santos,
cada uno de ellos, y entre ellos está el Señor ¿por qué os
levantais vosotros sobre la congregación del Señor? Dios hizo
que la tierra se tragara a Corah, Dathan y Abiram, con [252]
sus mujeres y sus hijos vivos, y consumió por el fuego aquellos
doscientos cincuenta príncipes. Por consiguiente, ni Aarón ni
el pueblo, ni ninguna aristocracia de los más significados príncipes del pueblo, sino únicamente Moísés, tenía, bajo Dios,
la soberanía sobre los israelitas, y no sólo en cuestiones de
gobernación civil, sino de religión también: porque sólo Moisés
habló con Dios, y, por consiguiente, sólo él podía decir al
pueblo lo que Dios requería de ellos. Ningún hombre, bajo
pena de muerte, podía atreverse a aproximarse a la montaña
donde Dios habló con Moisés. Tú seiialarás (dice el Señor,
E:-c., 19, 2, 12) linderos al pueblo en derredor, y dirás:
Guardaos, no subais al monte, ni toqueis la cerca de él; cualquiera que tocare el monte, de seguro morirá. Y dice, además
(ver. 21): Desciende, requiere al pueblo que no traspase la
cerca, con ánimo de ver al Señor. Basándonos en este pasaje
podemos concluir que quien en un Estado cristiano ocupa el
lugar de Moisés, es el único mensajero de Dios e intérprete de sus mandatos. Y de acuerdo con ello, en la interpretación
de la Escritura, nadie debe avanzar más allá de los límites
establecidos por su respectivo soberano. Porque las Escrituras
mediante las cuales Dios ahora habla en ellos, son el monte
Sinaí; los límites, son las leyes de quienes representan la
persona de Dios sobre la tierra. Está permitido contemplarlo,
y admirar las maravillosas obras de Dios, y aprender a tenerlo;
pero interpretarlo, es decir, inquirir lo que Dios dijo a aquel
a quien encargó gobernar, bajo su mandato, y enjuiciar, respecto a si gobierna o no como Dios le ha ordenado, es traspasar
los límites que Dios nos ha fijado, y mirar a Dios irreverentemente.
No hubo profeta en la época de Moisés, ni otros pretendientes al t!spíritu de Dios sino aquellos que Moisés mismo
aprobó y autorizó. Porque había en aquel tiempo setenta
hombres, que se decían profetizar por el espíritu de Dios;
393
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 40
Israel, que tú sepas ser los ancianos del puehlo. A éstos, Dios
les comunicó su espíritu; pero no fue un espíritu diferente
y éstos eran elegidos de Moisés; al respecto, dijo Dios a
Moisés (Nm' J II, 16): Reúneme setenta de los ancianos de
del de Moisés, puesto que se dice (ver. 25): Dios descendió
en una nuhe, y tomó del espíritu que había sobre Moisés, y
lo dio a setenta ancianos. Pero, como he manifestado ya· antes
(cap .. XXXVI), por espíritu se comprende la inteligencia, así que
el sentido del pasaje no es otro sino éste: que Dios los imbuyó
con una mente conformable y subordinada a la de Moisés,
para que pudieran profetizar, es decir hablar al pueblo en
nombre de Dios, con el fin de que propagaran (como ministros
de Moisés, y por autorización suya) aquella doctrina 'que era
agradable a Moisés. Porque no eran más que ministros; y
cuando dos de ellos profetizaron en el campamento, se pensó
que realizaban algo nuevo e ilegítimo, hasta el punto de que,
como se refiere en los versículos 17 Y I del mismo capítulo,
fueron acusados de ello, y Josué recomendó a Moisés que se
lo prohibiera, ignorando que habían profetizado por el espíritu
de Moisés. Con ello es manifiesto que ningún súbdito debe
pretender a la profecía o al espíritu, en oposición a la doctrina
[ 2. 53] establecida por aquel a quien Dios puso en lugar de
Moisés.
Muerto Aarón, y después de él también Moisés, el reino,
como reino sacerdotal que era, recayó, en virtud del pacto,
en el hijo de Aarón, Eleazar, el Sumo Sacerdote. Y Dios le
declaró soberano (inmediatamente bajo su mandato) a la vez
que designaba a Josué como general de sus ejércitos. En efecto,
Dios dice expresamente (Nm' J 37, 21) respecto a Josué: Él
estará delante de Eleaz.ar el Sacerdote, que le prer:untará
consejo por él ante el Señor; a indicación suya saldrán, y.
tmtrarán él, y todos los hijos de Israel con él. Por consiguiente, el supremo poder de hacer la paz y la guerra residía en el
Sacerdote. El supremo poder de la judicatura correspondía
también al Sumo Sacerdote: el Libro de la Ley, estaba, en
efecto, a ,su cargo, y los sacerdotes y levitas, solamente eran
jueces subordinados en las causas civiles, tal como aparece en
Dt., 17, 18, 9, 10. Y en cuanto a las modalidades del culto
divino, nunca hubo duda de que hasta la época de Saúl, el
394
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 40
Sumo Sacerdote tenía la autoridad suprema. Por consiguiente,
el poder civil y el eclesiástico estaban juntos, ambos, en una
misma persona, el Sumo Sacerdote; y así debe ser en quien
gobierne por derecho divino, es decir, por autoridad inmediata
de Dios.
Desde la muerte de Josué hasta la época de Saúl se extiende un período durante el cual, como frecuentemente se
advierte en el libro de los Jueces, no existió en estos días rey
en Israel; a veces se agrega que cada uno hacía 10 que le
parecía justo, según su arbitrio. Con ello se ha de entender
que donde se dice: No existió rey, se significa: No e.xiJtió poder
soberano en Israel. Y así era, ciertamente, si consideramos la
actuación y ejercicio de tal poder. En efecto, después de
la muerte de Josué y de Eleazar, surgió otra getleración
(Juc., 2, 10) que no conocía al Señor, ni las obras que había
hecho por Israel, sino que hiz.o maldad a la vista del Señor,
}' sirvió ti Baalim. Y los judíos tenían aquella cualidad que
San Pablo advierte de exigir 1m sig'IIO, no sólo antes de
que se sometieran al gobierno de Moisés, sino también después de haberse obligado a sí mismos mediante su sumisión.
En efecto, los signos y milagros tenían por finalidad asegurar
la fe, y no apartar a los hombres de la violación de ella, una
vez que la habían prometido; porque a ello e~taban obligados
los hombres por la ley de naturaleza. Ahora bien, si consideramos no ya el ejercicio sino el derecho del gobierno, el poder
soberano estaba todavía en el Sumo Sacerdote. Por consiguien-te, cualquier obediencia otorgada a alguno de los Jueces (que
eran hombres elegidos por Dios, de modo extraordinario, para
proteger a sus rebeldes súbditos de las manos del enemigo)
no puede ser aducida como argumento contra el derecho que
el Sumo Sacerdote tenía al poder soberano, en todas las materias tanto de gobierno como de religión. Ni los Jueces ni
Sarnuel mismo tuvieron una vocación ordinaria, sino extraordinaria para el gobierno j y fueron obedecidos por los israelitas
no por obligación, sino por reverencia al favor con que Dio~
les distinguía, manifestado en su sabiduría, valor o felicidad.
Como resultado de eIJo, el derecho de regular las dos cosas;
el gobierno y la religión, fueron inseparables. (254]
39.\
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 40
A los Jueces sucedieron los Reyes: y así como antes toda
la autoridad en materia religiosa y de gobierno residía en
el Sumo Sacerdote, así entonces se reunió en el soberano. En
efecto, la soberanía sobre el pueblo, que antes existía no solamente en virtud del poder divino, sino también mediante
un pacto particular de los israelitas con Dios, e inmediatamente
debajo de él, en el Sumo Sacerdote, como representante suyo
en la. tierra, fue instituída por el pueblo con el consentimiento
de Dios mismo, En efecto, cuando dijeron a Samuel (1 S.,
8, 5): Danos un rey que 110S juzgue, como a todas las naciones, significaron que no querían ser gobernados por más tiempo
por los mandatos que les fueran impuestos por el Sacerdote,
en nombre de Dios, sino por uno que los rigiera de la misma
manera que están regidas todas las demás naciones; en consecuencia, despojando al Sumo Sacerdote de la autoridad real,
depusieron, también, este gobierno peculiar de Dios. E incluso
Dios consintió en ello, cuando dijo a Samuel (ver. 7): Oye
la 'Voz del pueblo en todo lo que te dijeren, porque no te han
desechado a ti, sino que me han desechado a mí, para que no
reine sobre ellos. Habiendo, así, desechado a Dios, en nombre
del cual gobernaban los Sacerdotes, no se dejó a éstos otra
autoridad sino aquella que al rey le plugo reconocerles, autoridad que era mayor o menor, según que los reyes eran buenos
o malos, Y en cuanto al régimen de los negocios civiles es
manifiesto que estaba en su totalidad en manos del rey. En
efecto, en el mismo capítulo, versículo 20, dicen que quieren
ser como todas las naciones; que su rey sea su juez y salga
delante de ellos, y luche sus batallas; es decir, que tenga
autoridad plena, en la paz y en la guerra. En ello se incluye
también el órdenamiento de la religión, porque en aquel tiempo no había otra palabra de Dios, mediante la cual pudiera
regularse la religión, sino la ley de Moisés que era, al mismo
tiempo, su ley civil. Leemos, además (1 R" 2, 27), que
Salomón arrojó a Abiathar del sacerdocio del Señor. Tenía,
pc~ (onsiguiente, autoridad sobre el Sumo Sacerdote, como
sobre cualquier otro súbdito, lo cual es una señal evidente de
supremacÍa en materia de religión. Leemos también (1 R.,
8) que dedicó el templo, que bendijo al pueblo, y que él
mismo, en persona, pronunció aquella magnífica plegaria usada
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 40
en la consagración de todas las iglesias y casas de rezo; lo cual
constituye, también, otro signo destacado de supremacía en
materia de religión. Leemos, además (2 R., 22), que
cuando se trató respecto al Libro de la Ley hallado en el
templo, no se decidió el asunto por el Sumo Sacerdote, sino
que J osué envió a él y a otros para que inquirieran respecto
de ese asunto, Junto a HuIda, la profetisa; lo cual es otro
signo de supremacía en materia religiosa. Por último, leemos
(1 Gr., 26, 30) "que David hizo a Hashabías, y a sus descendientes los hebronitas, gobernadores de Israel en Occidente, en todos los asuntos del Señor, y al servicio del rey, del
mismo modo (ver. 32) que hizo a otros hebronitas legisladores
sobre los rubenÍlas, los gadilas y la mitad de la tribu de Manasseh (que eran el resto de los israelitas que habitaban allende
el Jordán) para todas las cuestiones pertinentes a Dios y a los
negocios del rey. ¡No es, éste, un poder pleno, que comprende
los dos poderes temporal y espiritual, como los llaman aquéllos que quieren dividirlo? En resumen, desde la institución
primitiva del reino de Dios [255] hasta el cautiverio, la supremacía de la religión se hallaba en la misma mano que la
de la soberanía civil, y el cargo de sacerdote, después de la elección de Saúl, no fue ya magistral, sino ministerial.
Aunque la gobernación en materia política y en materia
religiosa concurrió primero en los Sumos Sacerdotes, y posteriormente en los Reyes, en lo que concierne al derecho, por
el conjunto de la Historia Sagrada se deduce que el pueblo
no lo comprendió así; entre los habitantes siempre hubo una
gran parte, probablemente la mayor, que no dio crédito bastante a la fama de Moisés, o a los coloquios entre Dios y los
Sacerdotes, más que cuando veían realizarse grandes milagros,
o (lo que viene a ser equivalente a ello) cuando se revelaban
grandes aptitudes o éxitos lisonjeros en las empresas de sus
gobernantes; tan pronto como sus gobernantes les desagradaban, encontraban ocasión, a base de censuras, unas veces resPt;cto de la política, otras de la religión, para cambiar el gobierno o rebelarse contra su obediencia, a su antojo. De ahí
proceden las turbulencias civiles, las divisiones y calamidades
que cayeron sobre la nación. Por ejemplo, después de la muerte de Eleazar y de Josué, las generaciones inmediatas que no
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PARTE 111
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CRISTIANO
CAP. 40
habían visto los milagros del Señor, sino que habían sido
abandonadas a su propia y débil razón, no sabiéndose obligadas
por el pacto de un reino sacerdotal, despreciaron el mandato
del Sacerdote y la ley de Moisés, y cada uno hizo lo que le
parecía justo, a su propio arbitrio; y obedecían en los asuntos
civiles a aquellos hombres a quienes, de tiempo en tiempo, consideraban capaces de liberarles de las naciones vecinas que les
oprimían; y no consultaban con Dios (como hubieran debido
hacer), sino con determinados hombres o mujeres que admiraban como profetas, por sus predicciones de las cosas venideras;
y aunque ellos tenían un ídolo en su capilla, si tenían un levita
como capellán, hacíanse cuenta que adoraban al Dios de Israel.
Posteriormente, cuando solicitaron un rey, al modo de otras
naciones, no lo hicieron con el propósito de abstenerse de la
adoración de Dios, su Rey, sino porque, desesperando de
la justicia de los hijos de Samuel, deseaban tener un rey que les
juzgara en sus acciones civiles, sin permitirle, no obstante, que
cambiase la religión que les había sido recomendada por Moisés. Así que siempre tuvieron a mano un pretexto, séa de justicia o de religión, para sacudir esa obediencia, cuando de
este modo tenían esperanza de realizar sus designios. Samuel
estaba disgustado con las gentes, por el hecho de que deseaban
un rey (ya que Dios era su Rey, entonces, y Samuel tenía su
autoridad bajo él); sin embargo, Samuel, cuando Saúl no
atendió su consejo de aniquilar a Agag, como Dios le había
ordenado, ungió otro rey, concretamente a David, para que
tomara su sucesión. Roboam no era idólatra; pero cuando el
pueblo pensó que él era un opresor, esta suposición civil le
enajenó diez tribus que pasaron a ser de Jeroboam, el idólatra.
Generalmente, a través de la historia entera de los Reyes,
tanto de J udá como de Israel, existieron profetas que siempre
controlaron a los Reyes, por transgresiones a la religión, y a
veces también por errores de naturaleza política; tal ocurrió
con Josafat, que fue reprobado por el profeta Jehú, por haber
ayudado [256] al rey de Israel contra los sirios; ya Ezequías
con Isaías, por haber mostrado sus tesoros a los embajadores
de Babilonia. De todo esto resulta que aunque el poder sobre
las dos cosas: el Estado y la religión residía en los Reyes,
ninguno de ellos quedaba incontrolado y con libertad en el
39 8
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 40
uso de esos poderes, sino sólo aquellos que eran hábiles por
sus aptitudes naturales o sus éxitos. Así que de la práctica
de aquellos tiempos no puede extraerse argumento alguno de
que el derecho de supremacía en materia religiosa no estuviera
en los Reyes, a menos que lo coloquemos en los Profetas;
ni cabe concluir que si Ezequías, rezando al Señor ante los
querubines, no fue contestado entonces ni allí, sino, posteriormente, por el profeta Isaías, éste era, por consiguiente, la
suprema cabeza de la iglesia; o que si J asías consultó a HuIda,
la profetisa, respecto al Libro de la ley, que ni él, ni el Sumo
Sacerdote, sino HuIda la profetisa, tenía la autoridad suprema
en materia de religión; cosas son éstas que, a mi juicio, no
representan la opinión de ningún doctor.
Durante el cautiverio los judíos no tuvieron Estado en
absoluto: después de SU retorno, aunque renovaron su pacto
con Dios, no se hizo promesa de obediencia ni a Esdras ni
a mngún otro; ni más tarde, cuando pasaron a ser súbditos
de los griegos (de cuyas costumbres y demonología, y de la
doctrina de los cabalistas, resultó muy corrompida su religión).
De tal manera que nada puede deducirse de ello, dada la confusión reinante, en materia de religión y Estado, respecto a
la supremacía en una y en otra. Por consiguiente, en lo que
concierne al Antiguo Testamento, podemos concluir que quien
tuvo la soberanía del Estado entre los judíos, tenía también
la autoridad suprema en materia de adoración externa de
Dios y representaba la persona de Dios, es decir, la persona
de Dios Padre, aunque no recibió el nombre de Padre hasta que
envió al mundo a su hijo Jesucristo para redimir a la humanidad de sus pecados, y conducirla a su reino eterno, con objeto
de salvarla para siempre. A ello nos referiremos en el capítulo
siguiente. [261]
399
PARTE /11
ESTADO
CRISTIANO
CAP·
4I
CAPITULO XLI
De la
MISIÓN
de Nuestro
BENDITO SALVADOR
En la Sagrada Escritura encontramos tres elementos integrantes de la misión del Mesías: la primera misión es la de
redentor o salvador; la segunda, la de pastor, consejero o
nwestro, es decir, la de profeta enviado por Dios, para convertir a aquellos a quienes Dios eligió para ser salvados; la
tercera, la de rey, un rey eterno, pero bajo su Padre, como lo
estuvieron Moisés y los Sumos Sacerdotes en sus re~pectivos
tiempos. A estas tres partes corresponden tres tiempos distintos. En efecto, nuestra redención la llevó a cabo en su primera
venida, mediante el sacrificio en virtud del cual se ofreció
a sí mismo, por nuestros pecados, en la cruz; nuestra conversión la logró parcialmente en su propia persona, y en parte la
llevó a efecto por sus ministros, y se continuará hasta que
venga de nuevo. Y después de su nueva venida comenzará
su glorioso reino sobre los elegidos, reino que durará eternamente.
A la misión de redentor, es decir, la de aquel que paga
el rescate del pecado (rescate constituído por la muerte) responde el hecho de que fue sacrificado, cargando entonces sobre
su propia cabeza y apartando de nosotros nuestras iniquidades,
tal como Dios 10 había requerido. No es que la muerte de un
hombre, aun sin pecado, pueda ser satisfacción bastante por las
ofensas de todos los hombres, en el rigor de la justicia, sino
en virtud de la clemencia de Dios, quien ordenó por el pecado
aquellos sacrificios que le agradaba aceptar. En la antigua Ley
(como podemos leer en el Levítico, núm. 16) el Señor requiere
que una vez al año se haga una reparación por los pecados de
todo Israel, por parte de los sacerdotes y otros; con este motivo, Aarón sólo había de sacrificar, por sí mismo y por los
sacerdotes, un buey joven; y por el resto del pueblo, había
de recibir de éste dos machos cabríos, de los cuales él mismo
400
PARTE 11/
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 41
tenía que sacrificar uno; en cuanto al otro, que era el macho
cabrío httido, había de colocar sus manos sobre la cabeza del
mismo, y mediante confesión de las iniquidades del pueblo,
depositar las todas sobre la cabeza del animal, y entonces, por
alguna persona adecuada, mandar el macho cabrío al desierto,
haciéndole escapar, y llevándose consigo las iniquidades del
pueblo. Del mismo modo que el sacrificio de un macho cabrío
era un precio suficiente (puesto que resultaba aceptable) por
el rescate de todo Israel, así la muerte del Mesías es un precio
suficiente por los pecados de toda la humanidad, porque nada
más que eso era requerido. Los sufrimientos de Cristo nuestro
Salvador parecen haber quedado expresados, allí, tan claramente como en la oblación de Isaac, o en cualquier otro tipo
de sacrificio, en el Antiguo Testamento. Él fue a un tiempo
el animal sacrificado y el que se ponía en libertad: Angustiado
él y afligido (Is., 53, 7) no abrió su boca: como cordero
fue lle'Vado al matadero, y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció y no abrió la boca: aquí es Él el aminal
sacrificado. Él ha soportado nuestros agra-z,'ios (ver. 4) y ca,.gado con nuestras tribulaciones. Y además (ver. 6): El Señor
ha descargado sobre él las iniquidades de todos nosotros, y en
este sentido es el animal que queda en libertad. Él fue tortado
de la tierra y de los vivientes (ver. 8) por la rebelión del
pueblo. En este caso vuelve a ser el animal sacrificado. Y a
su vez (ver. 1 1): Él soportará los pecados de ellos: y entonces es el animal en libertad. Así el cordero de Dios es equivalente a esos dos machos cabríos, sacrificado en cuanto muere,
y en libertad en su Resurrección, habiendo sido oportunamente
exaltado por su Padre y removido de la sede de los hombres,
e11 su Ascensión.
Puesto que quien redinze no tiene título a la cosa redimida
antes de la rede,,"ción y antes de que el rescate se haya pagado,
';il:ndo este rescate la muerte del Redentor, es manifiesto que
nuestro Salvador (como hombre) no fue rey de ~quelIos a
quienes Él redimía, hasta que sufrió la muerte, es decir, duI ante el tiempo en que deambuló corporalmente sobre la tierra.
I )igo que entonces no era rey, de modo presente, por virtud
dd pacto que el fiel hace con él en el bautismo. No obstante,
IllcJiante renovación de su pacto con Dios en el bautismo,
401
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 41
los fieles quedaron obligados a reconocerle como Rey (bajo
su Padre) cuando le pluguiera tomar el Reino a su cargo.
Nuestro Salvador mismo se expresó de acuerdo con cllo cuando dijo (In., 18, 36): Ati reino no es de esle mundo. Ahora
bien, considerando que la Escritura sólo hace mención de dos
mundos, el que ahora existe, y continuará subsistiendo hasta
el día del Juicio (que por esta razón se denomina el dia final) ;
y el que existirá después del día del Juicio, cuando haya un
nuevo cielo y una nueva tierra, el reino de Cristo no ha de
comenzar hasta la resurrccción general. Y es lo que dice nuestro Salvador (MI., 16, 27): El hijo del hombre vendrá en
la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces recompensará a todos, de acuerdo con sus obras. Recompensar a todos
de acuerdo con sus obras es llevar a cabo la misión de rey,
cosa que no ocurrirá hasta que no venga en la gloria de su
Padrc, con sus ángeles. Cuando nuestro Salvador dice (Mt.,
23, 2): Los escribas y los fariseos están sentados en el sitial
de Aloisés; por consiguiente cualquier cosa que os pidan que
obserTeis, dbservadla y hacedla, con ello declara llanamente
que durante aquel tiempo adscribe poder real no a sí mismo,
sino a ellos. Otro tanto hizo también cuando dijo (Le., 12,
14): ¿ Quién me puso de juez, o partidor sobre vosotros? Y
(In., 12, 47): Yo no vengo a juzgar al mundo, sino a
sal1'ar al mundo. No obstante, nuestro Salvador vino a este
mundo para ser rey y juez en el mundo venidero, porque Él
cn el Mesías; es decir, el Cristo; es decir, el Sacerdote ungido, y el soberano profeta de Dios; esto es, había de tener
todo el poder que residía en Moisés el Profeta, en los Sumos
Sacerdotes que sucedieron a Moisés, y en los Reyes que vinieron después de los Sacerdotes. San Juan lo dice expresamente
(cap. 5, ver. 22): El Padre no juzga a nadie, pero ha encomendado lodo el juicio al Hijo. Y esto no se halla en contradicción con aquel otro pasaje que dice: Yo no vine a juzgar
al mundo: porque [263] esto se dice del mundo presente, y
lo anterior del mundo venidero; como se dice allí, respecto
a la segunda venida de Cristo (MI., 19, 28): Quienes me habeis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre
se sentárá en el trono de su gloria, estareis sentados también
en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel.
402
PARTE /11
ESTADO
CRISTIANO
Así pues, si mientras Cristo estuvo en la tierra no ejercía
reinado en este mundo, ¿qué finalidad tuvo su primera venida? Venía a res~aurar bajo Dios, mediante un nuevo pacto,
el reino que, siendo suyo por el pacto antiguo, había sido
aniquilado por la rebelión de los israelitas en la elección de
Saúl. Para hacer esto, había de predicar entre ellos que Él
era el Mesías, es decir, el rey que les había sido prometido
por los Profetas, y ofrecerse a sí mismo en sacrificio por los
pecados de aquellos que, por la fe, habían de someterse también; y en el caso de que la nación, generalmente, lo rehusara,
llamar a su obediencia a quienes creyeran en él, entre los gentiles. Así que la misión de nuestro Salvador, durante su permanencia sobre la tierra, consistió en dos cosas: una en proclamarse a sí mismo Cristo, y otra en persuadir y preparar
a los hombres, mediante la enseñanza y la realización de
milagros, a vivir en forma tal que fuesen dignos de la inmortalidad que habían de gozar, en el ti:::mpo en que Él, Cristo,
viniera en majestad para tomar posesión del reino de su padre.
Esta es la razón de que la época de su predicación sea llamada
con frecuencia por Él mismo la re generación, lo cual no constituye propiamente un reino, ni, por consiguiente, una autorización para denegar obediencia a los magistrados que entonces existían (puesto que Él ordenó que obedecieran a los
que estaban sentados en la cátedra de Moisés, y que el tributo
al César fuera pagado), sino solamente un anticipo del reino
de Dios que había de venir, para aquellos a quienes Dios había
conferido la gracia de ser sus discípulos y de creer en Él;
por esta causa se dice que los bienaventurados están siempre
en el reino de la gracia, como naturalizados en este reino celestial.
Por consiguiente, nada se ha hecho o enseñado por Cristo
que tienda a la disminución de los derechos civiles de los judíos o del César. Porque en lo que respecta al Estado que
entonces existía entre los judíos, tanto los que gobernaban entre
dIos como los que eran gobernados, todos esperaban al Mesías
y el advenimiento del reino de Dios, cosa que no podían haber
hecho si sus leyes hubieran prohibido a Cristo manifestarse
(cuando vino) y declararse Él mismo como tal. Teniendo en
cuenta, por consiguiente, que Él no hizo otra cosa mediante
4°3
PARTE UI
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 41
su predicación y sus milagros sino probarse a sí mismo como
Mesías, nada hizo en ello contra las leyes de los judíos. El
reino que reclamaba, había de estar en otro mundo: Él enseñó a todos los hombres a obedecer, entre tanto, a los que
ocupaban la cátedra de Moisés: "Él les permitió dar al César
su tributo, y rehusó tomar a su cargo la misión de juez. ¿Cómo,
pues, podían sus palabras o acciones ser sediciosas, o tender
a la destrucción del gobierno civil de entonces? Pero habiendo
determinado Dios su sacrificio, para restituir sus elegidos a la
obediencia primitivamente pactada, entre los medios de que
se vali6 para efectuar lo hizo uso de la malicia e ingratitud
de los hombres. Ni [2.64] era contrario a las leyes de César,
porque aunque Pilatos mismo (para congraciarse con los judías) le entregó para ser sacrificado, antes de proceder así
manifestó paladinamente que no había encontrado falta en él,
y como título de su condena no puso el que reclamaban los
judíos, es decir que pretendía ser rey, sino simplemente que
Él era rey de los judíos, y a pesar del clamor popular se negó
a alterar su sentencia, diciendo: Lo que yo he escrito, escrito
está.
En cuanto a la tercera parte de su misión que era la de
ser rey, ya he manifestado que su reino no había de comenzar
hasta la resurrección. Eso sí, entonces había de ser rey, no sólo
como Vios, sentido en el cual Él es ya rey de toda la tierra,
y lo será siempre, en virtud de su omnipotencia, sino también
peculiarmente de sus propios elegidos, en virtud del pacto
que hicieron con él en su bautismo. Esta es la causa de que
nuestro Salvador dijera (Mt., 19, 2.8) que sus Apóstoles
habían de sentarse en doce tronos, y juzgar a las doce tribus
de Israel, cttando el Hijo del hombre esté sentado en el trono
de su gloria; cone11o significaba que Él reinaría, entonces.
en su humana naturaleza; y así se dice (Mt., 16, 2. 7 ): El hijo
del hombre vendrá en la gloria de su padre, con sus ángeles,
y entonces recompensará a cada hombre, de acuerdo con sm
obras. Lo mismo podemos leer en Marcos, 13, 2.6, Y 14, 62,
y más expresamente para la época, en Lucas, 2.2., 2.9, 30: Yo
as concedo un reino, como mi padre me ha concedido, a mí,
que vosotros podais comer y beber en mi mesa en mi reino,
JI sentaros sobre tronos, juz.gando a las doce tribus de Israel.
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 41
Por este pasaje queda manifiesto que el reino de Cristo, otorgado a Él por su padre, no existirá hasta que el Hijo del
Hombre venga en gloria, y haga a sus Apóstoles jueces de
las doce tribus de Israel. Pero cabe preguntar aquí: teniendo
en cuenta que no existe matrimonio en el reino de los cielos,
si los hombres han de comer y beber, ¿a qué género de
comida se alude, entonces, en este pasaje? Esto lo explica
nuestro Salvador (Jn., 6, 27) cuando dice: N o trabajeis por
la comida que perece, sino por aquella comida que se mantiene
durante la vida eterna, y que el Hijo del hombre os dará. Así
que comer en la mesa de Cristo, significa comer del árbol de
la vida: es decir, gozar de la inmortalidad, en el reino del
Hijo del Hombre. De estos pasajes y de otros muchos más
resulta evidente que el reino de nuestro Salvador ha de ser
ejercido por Él en su naturaleza humana. Además, Él no ha
de ser entonces otra cosa sino subordinado o representante de
Dios Padre, como Moisés lo fue en el desierto, y como lo
fueron los Sumos Sacerdotes antes de Saúl, y los Reyes después de él. Porque una de las profecías concernientes a Cristo
es que (en su misión) será como Moisés: Yo os suscitaré un
Profeta (dijo el Señor, Dt., 18, 18) de entre sus hermanos
como en ti, y pondré mis palabras en su boca, y esta semejanza
con Moisés resulta evidente en los actos de nuestro Salvador
mismo, mientras estuvo sobre la tierra. Porque del mismo
modo que Moisés escogió doce príncipes de las tribus para
que gobernaran bajo él, así nuestro Salvador escogió doce
Apóstoles, que habían de sentarse en doce tronos [265] Y
juzgar a las doce tribus de Israel. Y como Moisés autorizó a
setenta ancianos para recibir el espíritu de Dios y profetizar
al pueblo, es decir (como he dicho anteriormente), para hablarle en nombre de Dios, así también nuestro Salvador eligió
setenta discípulos que predicaran su reino y su salvación
en todas las naciones. Y así como cuando se formuló queja a
Moisés, contra aquellos de los setenta que habían profetizado
en el campamento de Israel, él los justificó porque con ello
servían a su gobierno, así también nuestro Salvador, cuando
San Juan se quejó a él de un cierto hombre que expulsaba
los demonios en su nombre, le justificó diciendo (Le.) 9,
40 5
PARTE /JI
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
41
50): N o se lo prohibas, porqub quien 110 está contra nosotros,
está con nosotrOJ.
Además, nuestro Salvador se asemejaba a Moisés en la
institución de ambas clases de Sacramentos: de admisión en el
reino de Dios, y de conmemoraCión por haber librado a sus
elegidos de su condición miserable. Así como los hijos de Israel, antes de la época de Moisés, tenían como sacramento
de su recepción en el reino de Dios el rito de la circuncisión,
rito que habiendo sido omitido en el desierto fue restaurado
de nuevo en cuanto llegaron a la tierra de promisión, así
también los judíos, antes de la venida de nuestro Salvador,
tuvieron el rito de bautizar, es decir, de lavar con agua a todos
aquellos que, siendo gentiles, abrazaban al Dios de Israel.
Este rito lo usó San Juan Bautista en la recepción de tedas
aquellos que dieron sus nombres a Cristo y a los que San Juan
anunciaba que pronto vendría al mundo; y nuestro Salvador
instituyó aquello como sacramento, que habían de tomar todos
cuantos creían en él. Por qué causa surgió en un principio el
rito del bautismo, no se consigna expresamente en la Escritura,
pero probablemente pudo se¡' una imitación de la ley de
Moisés concerniente a la leprosería, ya que al leproso se le
ordenaba que se mantuviese fuera del campamento de Israel
durante un cierto tiempo, pasado el cmI, y juzgando el sacerdote que ya estaba limpio, era admitido en el campamento
después de un lavatorio solemne. Acaso eso pueda ser un
antecedente del lavatorio del bautismo, en el cual aquellas
personas que se limpian de la lepra del pecado por la fe son
recibidas en la Iglesia con la solemnidad del bautismo. Existe
otra conjetura, extraída de las ceremonias de los gentiles, en
cierto caso que raramente sucede, y es que cuando un hombre
que se consideraba muerto lograba recobrarse, los otros hombres solían tener escrúpulos de conversar con él, como no conversarían con· un fantasma, a menos que no fuera recibido
de nuevo en el número de los hombres mediante un lavatorio,
como se lava a los niños recién nacidos para limpiarlos de
las impurezas de su natividad; yeso constituía un género
de nuevo nacimiento. Esta ceremonia de los griegos, en la
época en que Judea estaba bajo el dominio de Alejandro,
y de los griegos sucesores suyos, puede haber proliferado
40 6
PARTE //1
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 41
suficientemente en la religión de los judíos. Pero teniendo
en cuenta que no es probable que nuestro Salvador plagiara
un rito pagano, más posible es que el bautismo procediese de
la ceremonia legal del lavatorio, después de la lepra. Y en
cuanto al otro sacramento, [266] que consistía en comer el
cordero pascual, está manifiestamente imitado en el sacramento de la Cena del Señor, en la que la partición del pan y el
derramamiento del vino traen a la memoria nuestra liberación
de la miseria del pecado por h pasión de Cristo, del mismo
modo que el acto de comer del cordero pascual trae a la memoria la liberación de los judíos de la esclavitud en Egipto.
Teniendo en cuenta, por consiguiente, que la autoridad de
Moisés no era sino subordinada, y que ~l era sólo un representante de Dios, resulta de ello que Cristo, cuya autoridad
como hombre había de ser como la de Moisés, no era otra
cosa sino un subordinado a la autoridad de su Padre. Lo mismo
se ~ignifica de modo más expreso con lo que nos enseñó a rezar:
Padre Nuestro, 'uenga a nos tu reino, y Porque tuyo es el reino,
el poder y la gloria; por eso se dice que Él vendrá en la. gloria
de su Padre; y por esto se dice también San Pablo (1 Ca., 15,
24): l~1ttotl(ej rv'endrá el fin, cuando Él haya entregado el reino
a Dio!, el Padre; y así, otros pasajes más expresivos, todavía.
Por consiguiente, nuestro Salvador, tanto en la enseñanza
como en el reinado, representa (como lo hizo Moisés) la
persona de Dios; Dios que, de este tiempo en adelante, y no
antes, se denominó el Padre; y siendo aún una y la misma
sustar.cia, es una persona en cuanto está representado por Moisé~, y otra cn cuanto está reprcsentJ.do por su Hijo, en Cristo.
Porque cntendiéndose por persona algo relativo a la pluralidad
de representantes, es natural que a la pluralidad de representantes corresponda una pluralidad de personas, aunque de una
y la misma sustancia. [267]
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
CAPITULO XLI 1
Del
PODER ECLESL.\STICO
Para la comprensión del PODER ECLESL.\STICO, es decir, qué
es y en quién reside, hemos de distinguir dos partes en la
época anterior a la Ascensión del Señor: una, antes de la convcr~ión de los Reyes, y de los hombres provistos con poder
civil soberano; la otra, después de su conversión. Fue, en
efecto, mucho tiempo después de la Ascensión, cuando algún
rey o soberano civil abrazó y permitió púb.Jicamente la enseñanza de la religión cristiana.
Respecto al período intermedio, es manifiesto que el poder
eclesi[lstico residía en los Apóstoles, y después de ellos en
aquellos a quienes los Apóstoles designaron para predicar el
Evangelio y convertir a los hombres al Cristianismo, llevando
los convertidos al camino de la salvación; después de éstos,
el poder fue entregado de nuevo a otros, instituídos por éstos, Jo cual se llevó a cabo por imposición de manos sobre los
que fueron ordenados al efecto ¡ con ello se significa la transmisión del Espíritu Santo, o espíritu de Dios, a aquellos a
quienes ordenaron ministros de Dios, para extender su reinado.
Así que la imposición de manos no fue otra cosa sino el
sello de la encomienda que se les hacía de predicar a Cristo
y enseñar su doctrina; y la trasmisión del Espíritu Santo,
por esta ceremonia de la imposición de manos, fue una imitación de lo que hizo Moisés. En efecto, Moisés practicó la
misma ceremonia con su ministro Josué, tal como leemos en
el Deuteronomio (34-, ver. 9): Y Josué, el hijo de Num,
fue lleno de espíritu de sabiduría, porque Moisés había puesto
sus manos sobre él. Nuestro Salvador, entre su Resurrección
y su Ascensión, transfirió su espíritu a los Apóstoles: primero,
soplando sobre ellos y diciendo (1n., 20, 22): Recibid el
Espíritu Santo; y después de su Ascensión (Hch., 2, 2, 3),
enviándoles un viento poderoso, y afiladas lenguas de fuego, y
4-08
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANQ
CAP.
42
no por imposición de manos; pues Dios no puso sus manos
sobre Moisés; ni sus Apóstoles, posteriormente, trasmitieron
el mismo espíritu por imposición de manos, como Moisés lo
hizo con Josué. De este modo es manifiesto en quién continuó
subsistiendo el poder eclesiástico durante aquellos primeros
tiempos en que no existía un Estado cristiano; concretamente,
en aquellos que recibían el mismo poder de los Apóstoles, por
sucesiva imposición de manos.
Así tenemos la persona de Dios nacida, ahora, por tercera
vez. Pues del mismo modo que Moisés y los Sumos Sacerdotes
fueron los representantes de Dios en el Antiguo Testamento,
y nuestro Salvador mismo, como hombre, durante su permanencia en la tierra, así el Espíritu Santo, es decir, los Apóstoles
y sus sucesores lo representaron desde entonces en el encargo
de predicar y en el de enseñar [268] que habían recibido el
Espíritu Santo. Pero el representado es una persona (como he
mostrado anteriormente en el capítulo XIII), tantas veces como
está representado; y por consiguiente Dios, que ha sido representado (es decir, personificado) tres veces, puede decirse
con propiedad suficiente que tiene tres personas, aunque ni
la palabra persona ni la de Trinidad le sean adscritas a Él en la
Biblia. En efecto, San Juan (1 Jn., 5, 7) dice: Existen tres
que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo: y estos tres son uno. Esto no supone discrepancia, sino
que está perfectamente de acuerdo con tres personas en la
verdadera significación de las personas, es decir, en que están
representados por otras. En efecto, Dios Padre, representado
por Moisés, es una persona; y representado por su Hijo, otra
persona; y representado por los Apóstoles y por los doctores
que enseñan con la autoridad derivada de Él, una tercera
persona; y, sin embargo, cada persona, en este caso, es la
persona de un mismo Dios. Alguno preguntará para qué sirven estos tres distintos testimonios. San Juan nos dice (ver.
11) que dan testimonio de que Dios nos ha dado vida eterna
en su Hijo. Además, si se preguntara por qué se manifiesta
este testimonio, la respuesta sería sencilla; porque Él ha testificado lo mismo por los milagros que hizo: primero, por
conducto de Moisés; segundo, por su Hijo mismo, y finalmente por sus Apóstoles) que habían recibido el Espíritu San-
4°9
FART!; lit
tS'rADó
~RI!l'lAltIO
CAP.
41
to; todos los cuales representaban en su tiempo la persona
de Dios, y ~~ bien profetizaron o predicaron a' Jesucristo. En
cuanto a los Apóstoles, el carácter del apostolado en los doce
primeros y grandes Apóstoles,_ consistió en dar testimonio de
su Resurrección, lo cual aparece de modo expreso (Hch., 1,
verSo 2. 1, 22.) cuando San Pedro, al tiempo de elegirse un
Apóstol nuevo, en lugar de Judas Iscariote, usó estas palabras:
De t040s estos hombres que nos kan acompañado todo el
tiempo que el Señor Jesús entró y salió entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan, hasta el día en que
fue recibido arriba de entre nosotros, uno se ha hecho testigo,
con nosotros, tÚ su resurrección: palabras que expresan la
calidad de testigos, mencionada por San Juan. En el mismo
pasaje mencionado existe otra trinidad de testigos en la tierra.
En efecto (ver. 8) dice: Hay tres que dan testimonio en la
tierra: el espíritu, y el agua, y la sangre; y estos tres coinciden
en uno, a saber, en las gracias del Espíritu de Dios, y en
los dos sacramentos, el bautismo y la Cena del Señor, todos los
cuales coinciden en un testimonio, para asegurar la vida eterna
a las conciencias de los .creyentes: de este testimonio dice (ver.
10): El que cree en el Hijo delllombre tiene el testimonio
en sí mismo. En esta trinidad sobre la tierra, la unidad no es
de la cosa, puesto que el espíritu, el agua y la sangre no son
la misma sustancia, aunque den el mismo testimonio; Rero
en la Trinidad del cielo, las personas son las de un mismo Dios,
aunque representado en tres épocas y ocasiones diferentes. En
resumen, la doctrina de la Trinidad, en cuanto puede inferirse
directamente de la Escritura, es, en sustancia, esto: que Dios,
que es siempre uno y el mismo, fue la persona representada
[2.69] por Moisés; la persona representada por su Hijo hecho
carne, y la persona representada por los Apóstoles. Como representado por los Apóstoles, el Espíritu Santo, por cuyo
conducto hablaban, es Dios; como representado por su Hijo
(que era Dios y Hombre) el Hijo es este Dios; como representado por Moisés y los Sumos Sacerdotes, el Padre, es decir,
el Padre de nuestro Señor Jesucristo. es este Dios. De aquí podemos inferir la razón de por qué tales nombres de Padre,
Híjo y Espíritu Santo, significando la divinidad, nunca se
san en el Antiguo Testamento, porque son personas, es decir,
.po
PARTE 111
ESTADO
CRI,TIA7iÓ
CAP. 42
porque tienen sus nombres del representante, cosa que no podía ser hasta que diversos hombres. representaron la persona
de Dios en materia de gobernación o en la dirección de otros
hombres, bajo su mandato.
Vemos, así, cómo el poder eclesiástico fue conferido por
nuestro Salvador a los Apóstoles; y cómo fueron (al objeto de
que pudieran ejercitar mejor este poder) imbuídos con el Espíritu Santo, que, por esta razón, es denominado en el Nuevo
Testamento Paráclito, que significa -as1stttnttl, o alguien llamado en ayuda, aunque comúnmente sea traducido como consolador. Consideremos, ahora, el poder mismo, es decir, qué es
y en quién recae.
El cardenal Belarmino, en su tercera Controversia general, ha tratado de numerosas e importantes cuestiones concernientes al poder eclesiástico del papa de Roma, y comienza
diciendo: Debe ser o monárquico, o aristocrático o tUmocrático. Todas estas especies de poder son soberanas y coercitivas.
Si 2hora resultase que no existe poder coercitivo, conferido a
ellos por nuestro Salvador, sino sólo un poder para proclamar
el reino de Cristo, y para persuadir' a los hombres que se
sometan a él, enseñando a los que se han sometido, por medio
de preceptos y buenos consejos, lo que han de hacer para que
sean recibidos en el reino do' Dios, cuando venga; y que los
Apóstoles y otros ministros del Evangelio son nuestros maestros, y no nuestros imperantes, y que sus preceptos no son
leyes, sino simples consejos, entonces toda esta disputa ser-Ía
en vano.
He manifestado ya (en el capítulo anterior) que el reino
de Dios no es de este mundo: por consiguiente, sus ministros
(a menos que sean reyes) no pueden requerir obediencia en
su nombre. En efecto, si el rey supremo no tiene su poder
real en este mundo ¿por qué autoridad puede ser exigida a
sus funcionarios la obediencia? Como "" 'Padre mil tmUÍÓ (decía
nuestro Salvador) así os lI'WVÍo. Pero nuestro Salvador fue
enviado para persuadir a los judíos de que retomasen, y para
invitar a los gentiles a que recibiesen el reino de su Padre,
y no para reinar en majestad, ni siquiera como representante
de su Padre hasta el día del Juicio.
-411
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
42
La época comprendida entre la Ascensión y la Resurrección
general se denomina no un reinado sino una regeneración, (!!:
decir, una preparación de los hombres para la segunda y gloriosa venida de Cristo, en el día del Juicio, tal como resulta
de las palabras de nuestro Sah-adór (Alt., 19, ::8): Vosotros
que me habeis seguido en la re getteración, cuando el [270] H ¡jo del Hombre esté sentado en el trono de su gloria, estareis
sentados- también sobre doce tronos; y de San Pablo (Ej., 6,
15): Teniendo vuestros pies calzados con el apresto del evangelio de paz.
y es comparado por nuestro Salvador con la pesca, es decir,
con ganar hombres para la obediencia, no por la coerción y el
castigo, sino por la persuasión: Y por esto no dice él a sus
Apóstoles que hará de ellos otros tantos Nemrod, cazadores
de hombres, sino pescadores de hombres. También se compara
con la levadura; con la siembra y multiplicación de un grano
de mostaza, símiles todos en que queda excluída la violencia; y por consiguiente, en este tiempo no puede haber reino
actuaL La palabra de los ministros de Cristo es evangelización,
esto es, proclamación de Cristo y preparación para su segunda
venida, del mismo modo que la evangelización de San Juan
Bautista fue una preparación para la primera.
Además, la misión de los ministros de Cristo en este mundo es la de hacer creer alas hombres y tener fe en Cristo:
pero la fe no tiene relación ni dependencia, en absoluto, con
la conclusión y el mandato, sino sólo con la certidumbre o
probabilidad de argumentos arbitrados por la razón o basados
en algo que los hombres ya creen. Por consiguiente, los ministros de Cristo en este mundo, no tienen poder, en virtud de
este título, para castigar a nadie por no creer, o por contradecir lo que ellos dicen; no tiene poder, digo, por este título
de ministros de Cristo, para castigar los: pero si tienen poder
civil soberano en virtud de la institución política, entonces
pueden, en efecto, castigar legítimamente cualquier oposición
a sus leyes. Y San Pablo, de sí mismo y de otros que a la
sazón predicaban también el Evangelio, dice con palabras expresas: Nosotros no tenemos dominio sobre nuestra fe; somos
sólo auxiliares de vuestra alegria.
412
PARTE III
'E 8 T A D O
C R 1ST I AH O
CAP. 4Z
Otro argumento de que los ministros de Cristo en este
mundo presente no tienen derecho a ordenar, puede ser derivado de la autoridad legítima que Cristo confirió a todos los
príncipes, tanto cristianos como infieles. Dice San Pablo (Col.,
3, ~20): Obedecerán los hijos a sus padres en todas las cosas;
porque esto agrada mucho a Dios. Y en el ver. 22: Los criados
obedecerán en todas cosas a sus dueños de acuerdo con u
carne, no cuando les contemplen, y para halagarles, sino en
la sencillez de su corazón, y por temor al Señor. Esto se dice
a aque,llos cuyos dueños son infieles, y aun así se les pide
que les obedezcan en todas las cosas. Además, en lo que concierne a la obediencia a los príncipes (Ro., 13, los primeros
6 versículos) al exhortar a que se sujeten a los poderes supremos, dice que todo poder está ordenado por Dios, y que
estamos sujetos a Él no sólo por miedo a incurrir en su cólera,
sino también por mandato de nuestra conciencia. Y San Pedro
(1 P., cap. 2, verso 13, 14, 15) dice: Someteos 'lJOsotros
mismos a toda ordenan:r.a del hombre, por amor de Dios, ya
sea. al rey como supremo, o a los gobernadores, o a quienes
Él envíe para el castigo de los malhechores o para ensalzar
a los que obraron bien; porque esa es la voluntad de Dios.
y también San Pablo (Tit., 3, 1): Recordad a los hombres que
estén sujetos a los jefes y poderes, y que obedezcan a los magis trados. Estos príncipes y poderes de que allí hablan San
Pedro y San Pablo eran, todos, infieles: con mucha [271] más
razón hemos de obedecer a los cristian9s, a los que Dios ha
conferido un poder sobre nosotros.· ¿Cómo, pues, podemos ser
obligados a obedecer a algún ministro de Cristo, si nos ordena
hacer cosas contrarias al mandato del rey o de otro representante soberano de Estado, del cual somos miembros,. y por el
cual deseamos ser protegidos? Es, por consiguiente, manifiesto que Cristo no ha dejado a sus ministros, en este mundo,
a menos que estén también investidos con autoridad civil, una
autoridad para mandar a otros hombres.
Pero, ¿qué ocurrirá, podrá objetar alguno, si un rey o Estado, u otra persona soberana, nos prohiben creer en Cristo?
A esto respondo que semejante prohibición carece de efecto,
porque la fe y la falta de fe nunca siguen los mandatos de
Jos hombres. La fe .es un don de Dios, que el hombre no puede
4 13
PARTE tU
~STADO
CRtSTtANo
dar ni suprimir por la promesa. de recompensas o por la amenaza de torturas. Y si por otra parte preguntamos: ¿Qué ocurrirá si nuestro legítimo príncipe nos ordena decir con nuestra
lengua lo que no cre~mos? ¿Debemos obedecer tal mandato?
La profesión con la lengua no es sirIO un signo externo, no
superior a cualquier otro gesto por medio del cual signifiquemos nuestra obediencia; y un cristiano que mantenga firmemente en su corazón 1;1 fe de Cristo tiene la misma libertad
que el profeta Eliseo permitía a Naamán, el sirio. Naamán
fue convertido en su corazón al Dios de Israel, porque dijo
(2 R., S, 17): Tu siervo no racrijicará holocausto ni sacrificio a otros dioses sino al Señor. En esto perdone el Seiior
a su siervo, que cuando mi Señor entrare en el templo de
Rimmon, para adorar en él, y se apoyare sobre mi mano, si
yo también m~ inclinare en la casa de Rimmon, si en el templo
de Rimmon me inclino, el Señor perdone a tu siervo, en esto.
Esto aprobó el profeta y le dijo: Ve en paz.. Aquí Naamán
creía en su corazón, pero al inclinarse ant~ el ídolo Rimmon,
negó, en efecto, al verdadero Dios, tanto como si lo hubiera
hecho con sus labios. Pero entonces ¿qué contestaremos a nuestro Salvador cuando dice: Quien me niegue ante los hombres,
yo lo negaré a él ante mi Padre que está en el cielo? Podemos
afirmar que cuando un súbdito, como era Naamán, es compelido en la obediencia a su soberano, y lo hace no ya de
acuerdo con su propio entendimiento, sino según las leyes de su
país, esta acción no es suya, sino de su soberano; ni es él
quien, en este caso, niega a Cristo ante los hombres, sino su
gobernante, y la ley de su país. Si alguien rechazara esta
doctrina como qpuesta a la verdadera y auténtica cristiandad,
yo le preguntaría lo siguiente: si un súbdito de algún Estado
cristiano, creyera íntimamente, en su corazón, en la religión
mahometana, y su soberano le ordenara, bajo pena de muerte, estar presente en el servicio divino de la Iglesia cristiana
¿pensaría que la ley mahometana le obliga en conciencia a
sufrir la muerte por esta causa, mejor que obedecer el mandato
de su legítimo príncipe? Si dice que más bien debe sufrir
la muerte, entonces autoriza a los -particulares el mantenimiento de su religión, verdadera o falsa: sí dice que debe ser [272]
obediente, entonces permite a sí mismo lo qu.e él niega a.. otro,
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
contrariamente a las palabras de nuestro Salvador: Cualquier
cosa que querais que los hombres os hagan, hacedla también
vosotros a ellos; y contrariamente a la ley de naturaleza (que
es la eterna e indubitable ley de Dios): N o hagas a otro lo
que no quieras que él te haga a ti.
Pero, entonces ¿dir~mos de todos aquellos mártires cuyo~
relatos hallamos en la historia de la Iglesia, que han hecht)
sacrificio innecesario de sus vidas? Para contestar a esto tenemos que distinguir las personas a las que se ha dado muerte
por esta causa; de ellas, algunas han recibido una vocación para predicar y profesar manifiestamente el reino de Cristo;
otras no tenían esa vocación, ni se les exigió otra cosa sino
su propia fe. El primer grupo, si fueron condenados a muerte
por dar testimonio en este. punto, que Jesús resucitó de entre
los muertos, fueron verdaderos mártires: porque un mártir
(para dar la verdadera definición de la palabra) es un testigo
de la resurrección de Jesús, el Mesías, cosa que no puede ser
sino quien haya conversado con Él sobre la tierra, y lo haya
visto después de resucitado. En efecto, un testigo debe haber visto lo que testifica, o bien su testimonio no es bueno. Que
nadie sino ellos puede propiamente ser denominado mártir
de Cristo, resulta manifiesto de las palabras de San Pedro
(Hch., J, 21, 22): Conviene, pues, que de estos hombres qUlJ
nos han acompañado todo el tiempo ·que el Señor J.esús entró
y salió entre nosotros, comenzando desde el bautismo d~ San
Juan hasta el mismo día en que fue recibido arriba de entre
nosotros, uno sea hecho testigo (es decir, m~rtir) con n%tros
de su resurrección. Aquí podemos observar que quien se hace
testigo de la verdad de la resurrección de Cristo, es decir,
de la verdad de este artículo fundamental de religión crIstiana, que Jesús era el Cristo, debe ser algúrt discípulo que conversó con Él y le vio antes y después de su resurrección;
por consiguiente, debe ser uno de sus discípulos originales; en
consecuencia, quienes no lo fueron, no pueden atestiguar otra
cosa sino que sus antecesores lo dijeron, y son, por consiguiente, tan sólo, testigos del testimonio de otros hombres; son, por
tanto, mártires secundarios, o mártires de los testigos de Cclsto.
Quien para mantener toda la doctrina que él mismo extrae
de la historia de la vida de nuestro Salvador y de los HedlOs
41 5
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
y Epístolas de los Apóstoles, o quien cree a base de la autoridad de un hombre privadc., se oponga a las leyes y a la
autoridad del Estado civil, está muy lejos de ser un mártir
de Cristo, o un mártir de sus mártires. Solamente un artículo
existe, de tal índole que morir por él merezca un nombre
tan honorable; y este artículo es que Jesús es el Cristo, es
decir, el que nos ha redimido y vendrá de nuevo para procurarnos la salvación y la vida eterna, en su glorioso reino.
Morir por cualquier dogma que sirve a la ambición o al provecho del clero, no se exige a nadie; ni la muerte del testigo,
sino el testimonio mismo, hace el mártir: en efecto, la palabra
no significa otra cosa sino el hombre que levanta testimonio,
ya sea condenado o no a muerte, por ello.
Así también quien no es enviado para proclamar este artículo fundamental, sino que ['273] asume sobre sí tal misión
por su particular designio, aun siendo un testigo, y por consiguiente, un mártir, ya sea primariamente de Cristo, o secundariamente de sus Apóstoles, discípulos o sucesores, no está obligado a sufrir la muerte por esa causa, porque no
habiendo recibido vocación en tal sentido, no tiene un requerimiento adecuado, ni será digno de compasión si no recibe
la esperada recompensa de aquellos que nunca le indujeron
a obrar. Nadie puede ser, pues, un mártir, ni de primero ni
de segundo grado, si no tiene la misión de predicar que Cristo
vino en carne mortal; es decir, ninguno salvo los que han sido
enviados para la conversión de infieles. En efecto, nadie es
testigo para aquel que cree ya, y, por consiguiente, no necesita testigo alguno; sino para aquel que niega o duda o no lo
ha escuchado. Cristo envió sus. Apóstoles y sus setenta discípulos con autoridad para predicar; no envió a todos cuantos
creían. Y los envió a los incrédulos: Os envio (dijo Él) como
ovejas entre lohos; no como ovejas hacia otras ovejas.
Por último, ninguno de los extremos de su misión, tal
como expresamente están establecidos en el Evangelio, confiere autoridad alguna sobre la congregación.
Tenemos, en primer término (MI., 10), que los doce
Apóstoles fueron enviados a las ovejas descarriadas de la casa
de Israel, y les fue ordenado predicar que el reino de Dios
41 6
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
se ha acercado. Ahora bien, predicar, en sentido prístino, es
aquel acto que un pregonero, heraldo u otro funcionario suele
hacer públicamente al proclamar un rey. Pero un pregonero
no tiene derecho a ordenar a nadie. Y (Lc., 10, 2) los setenta discípulos son enviados como lahriegos, no como dueños
de la cosecha, y se les pide (ver. 9) que digan: El reino de
Dios ha venido a vosotros. Por reino se entiende aquí no ya
el reino de la gracia sino el reino de la gloria; porque se les
pide que lo denuncien (ver. 11) en todas aquellas ciudades
donde no los reciban, como una amenaza más tolerable para
Sodoma que para tal ciudad. Y (Mt., 20, 28) nuestro Salvador dijo a sus discípulos que reclamaban prioridad de lugar,
que su misión era servir, cuando vino el Hijo del Señor. Los
predicadores, por consiguiente, no tienen poder magistral, sino
ministerial: No seais llamados maestros (dice nuestro Salvador, Mt., 23, 10) porque uno es vuestro maestro, precisatnenle Cristo.
Otro punto de su comisión es enseñar a todas las naciones,
tal como se dice en Mt.) 28, 19, o en San Marcos, 16, 15:
Id por el mundo y predicad el Evangelio a todas las criaturas.
Por consiguiente, enseñar y predicar es la misma cosa. En
efecto, quienes proclaman la llegada de un rey deben dar a
conocer, a la vez, con qué derecho viene, y si pretende que
los hombres queden sometidos a él. Así hizo San Pablo con los
judíos de Tesalónica, cuando durante tres sábados discutió
con ellos acerca de las Escrituras, manifestando y alegando que
Cristo por necesidad hubo de sufrir, y resucitar de entre los
muertos, y que este Jesús es Cristo. Pero enseñar a base del
Antiguo Testamento que jesús era Cristo (es decir, Rey) y
resucitado de entre los muertos, no implica que los hombres
estén obligados, después de creerlo, a obedecer a quienes les
dicen tal cosa, contra las leyes y mandatos de sus soberanos;
sino que deben hacerlo [274] juiciosamente, esperando la venida del Cristo, después, con paciencia y fe, y obedeciendo a
sus actuales magistrados.
Otro punto de su comisión es: Bautizad en el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¿Qué es bautismo?
Inmersión en el agua. Pero ¿qué es la inmersión de un hombre
en el agua, en nombre de alguna cosa? La significación de
41 7
PARTE 111
ESTADO
CRISTIAUO
CAP. 42
dichas palabras de bautismo es la siguiente. Aquel a quien se
bautiza es inmergido y lavado como signo de que se convierte
en un hombre nuevo, en un súbdito leal respecto de aquel
Dios cuya persona estaba representada en los tiempos antiguos
por Moisés y los Sumos Sacerdotés, cuando reinaba sobre los
judíos; y respecto a Jesucristo, su Hijo, Dios y hombre, que
nos redimió, y que en su naturaleza humana representa a la
persona de su Padre, en su reino eterno después de la resurrección; y reconocer la doctrina de los Apóstoles que asistidos
por el Espíritu del Padre y del Hijo, fueron instituídos como
guías para llevarnos a aquel reino, como única y segura guía
que a Él conduce. Esto representa nuestra promesa en el bautismo; y la autoridad de los soberanos terrenos nu debe ser
derribada hasta el día del Juicio (porque así se afirma expre22, 23, 24, cuando dice:
sameme por San Pablo, 1 er., 1
Como en Adán todo muere, así en Cristo todo se hará vivir.
Pero cada hombre en su propio orden; Cristo las primicias;
luego los que son de Cristo en su venida; después viene el
¡in, cuando entregará el reino a Dios, el Padre, cuando habrá
derriba.do todo Imperio y toda autoridad y potestad); así es
manifiesto que en el bautismo no constituímos sobre nosotros
otra autoridad por la cual. nuestras acciones externas hayan de
ser gobernadas en esta vida, sino que prometemos tomar la
doctrina de los Apóstoles como guía nuestra hacia la vida
eterna.
El poder es de remisión y retención de los pecados, también llamado el poder de liberación y de obligación, y, a veces,
las llaves del reino de los cielos, es uria consecuencia de la
potestad para bautizar o rehusar el bautismo. En efecto, el
bautismo es el sacramento de la alianza de quienes son recibidos en el reino de Dios; esto es, en la vida eterna; es decir,
para la remisiQn de los pecados. En efecto, así como la vida
eterna fue perdida por la comisión de los pecados humanos, se
recobra por la remisión de los mismos. El fin del bautismo
es la remisión de los pecados, y por consiguiente San Pedro,
cuando quienes fueron convertidos por su sermón en el día
de Pentecostés, preguntaron qué harían, les aconsejó que se
arrepintieran, y se bautizaran en el nombre de J ¿sús, para la
remisión de los pecados. Y por consiguiente, considerando que
s,
418
PARTE 111
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CRISTIANO
CAP. 42
bautizar es declarar la recepción de los hombres en el reino de
Dios; y rehusarse a bautizar es declarar su exclusión, se sigue
de ello que la potestad de declarar los libres o retenidos en el pecado se dio a los mismos Apóstoles y sus sustitutos o sucesores.
y aSÍ, luego que nuestro Salvador hubo soplado sobre ellos diciendo (In., 20,22): Recibid et Espíritu Santo, añadió en el
versículo siguiente: Aquellos cuyos pecados remitais, serán remitidos en ellos; y aquellos cuyos pecados retuvierais serán
retenidos. Con estas palabras no se otorga una autoridad para
perdonar o retener los pecados, de modo simple y absoluto,
como Dios perdona o retiene a aquellos que conocen el ['175]
corazón del hombre y la verdad de su penitencia y conversión,
sino condicionalmente al penitente: y este perdón o absolución,
en caso de que el absuelto tenga sólo un arrepentimiento fingido, sin otro acto o sentencia de quien absuelve, resulta, por ello,
nulo, r no tiene efecto en absoluto para la salvación, sino, por
el contrario, para la agravación de sus pecados. Por consiguiente, los Apóstoles y sus sucesores no tienen que hacer otra
cosa sino seguir hs señales externas de arrepentimiento; cuando éstas aparecen, no tienen autoridad para denegar la absolución. Otro tanto se observa, también, respecto del bautismo,
porque a un judío converso o a un gentil los Apóstoles no
tenían potestad para denegarle el bautismo, ni para otorgárselo
al impenitente. Pero teniendo en cuenta que nadie es capaz
de discernir la verdad en el arrepentimiento de otro hombre,
sino por sus signos externos, tomados de sus palabras y acciones
que están sujetos a hipocresía, surge otra cuestión, la de quién
puede ser juez de dichas señales. Esta cuestión es decidida por
nuestro Salvador mismo: Si tu hermano (dice) pecare contra
ti, ve y háblale de su ]atta asolas, entre tú y él; si te oyere,
has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo uno o dos más. Y si se negara a oirles, díselo en la iglesia;
y si se negara a oír en la iglesia, tenle por pagano y publicano.
Con ello es manifiesto que el juicio concerniente a la verdad
del arrepentimiento, no corresponde a un hombre sino a la
Iglesia, es decir, a la asamblea de los fieles:, o a quienes
timen autoridad para sus representantes. Pero, además del
juicio, es necesario también el pronunciamiento de la sen-
·P9
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
ten cia. Esto corresponde siempre al Apóstol o algún pastor de la Iglesia, como prolocutor; y a esto .se refiere
nuestro Salvador en el versículo 1 8, cuando dice: Todo lo
que ligareis en la tierra, estará ligado en el cielo; y todo lo que
desatareis en la tierra será desatado en el cielo. De acuerdo
con esto estaban la práctica de San Pablo (1 Co., 5, 3, 4 Y 5)
cuando dice: Porque yo ciertamente como ausente en el cuerpo,
y presen.te, en cambio, en el espíritu he juzga,do ya como presente respecto al que esto as; ha cometido; en el nombre del"
Señor nuestro Jesucristo, juntaos vosotros en espíritu, con la
potestad de nuestro Señor Jesucristo para entregar al tal Satanás; es decir, para expulsarlo de la Iglesia como un hombre
cuyos pecados no son perdonados. Pablo pronunciaba así la
sentencia, pero primeramente la asamblea tenía que oír la causa (porque San Pablo estaba ausente) y, por consiguiente,
condenarle. Pero en el mismo capítulo (vers. 11, 12) el juicio,
en semejante caso, resulta más expresamente atribuído a la
asamblea: Mas ahora os he escrito que no esteis en compañía
con nadie que llamándose hermano sea un fornicario, etc., con
el cual ni comais siquiera porque ¿qué me importa a mí el
juz.gar a los que están fuera' ¿No juz.gais vosotros a los que
están dentro' Por consiguiente, la sentencia en virtud de la
cual un hombre era expulsado de la Iglesia, se pronunciaba
por el Apóstolo pastor, mientras que el juicio concerniente
al mérito de la causa correspondía a la Iglesia, es decir (en la
época anterior a la conversión de los reyes, y hombres que
tenían autoridad soberana en el Estado), a la asamblea de
cristianos que habitaban en la misma ciudad; [276] J;?or ejemplo, en Corinto, a la asamblea de los cristianos de Corinto.
Esta parte del poder de las llaves, por medio de las cuales
los hombres eran expulsados del reino de Dios, es 10 que
se denomina excomunión; y excomulgar es originariamente
WtOO'UVáyffiyov notEtV, expulsar de la Sinagoga; esto es, fuera
del lugar del servicio divino; una palabra derivada de la costumbre que tenían los judíos de expulsar fuera de sus Sinagogas aquellos que juzgaban contagiosos por sus maneras odoctrinas, del mismo modo que los leprosos eran expulsados,
por la ley de Moisés, de la congregación de Israel, hasta que
el Sacerdote los considerara limpios.
42 0
PARTE 111
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CAP. 42
El uso y efecto de la excomunión, mientras no, estuvo robustecida por el poder civil, no consistía en otra cosa sino en
que quienes no estaban excomulgados tenían que evitar la
compañía de los que 10 estaban. No era bastante reputados
paganos, que nunca habían sido cristianos, ya que con ellos
podían comer y beber, cosa que no podían hacer con los
excomulgados, tal como aparece por las" palabras de San Pablo (1 Ca., 5, verso 9, 10, etc.), cuando les dice que formalmente les está prohibido 'Jacerse acompañar por forn1carws;
ahora bien (como esto no puede lograrse sin salir del mundo)
restringe la prohibición a aquellos fornicarios y a otras personas igualmente viciosas~ que fueran como hermanos: con uno
semejante (dice) no deben tener compañía, ni comer. Y esto
no es otra cosa sino lo que dijo nuestro Salvador (Mt.) 18,
17): Sea para ti un pagatio, y un publicano. En efecto, los
publicanos, es decir, los recaudadores de las rentas del Estado,
eran tan odiosos y detestados por los judíos obligados a pagarles, que publicano y pecador venían a significar, para ellos, la
misma cosa. En este sentido, cuando nuestro 'Salvador aceptó
la invitación de' Zaqueo el publicano, aunque era para convertirlo, le fue censurado como un crimen. Y por consiguiente,
cuando nuestro Salvador, a pagano agregó pubUcano, le prohibió comer con un excomulgado.
En cuanto a expulsar los de sus Sinagogas o lugares de
asamblea, no tenían potestad para hacerlo, sino la del propietario del local, ya fuera cristiano o pagano. Y como todos
los lugares se hallan, por derecho, bajo el dominio del Estado,
tanto el excomulgado como el que nunca había sido bautizado,
podían entrar en el recinto por autorización del magistrado
civil, como Pablo antes de su conversión entró en su Sinagoga
de Damasco, para aprehender a los cristianos, hombres y mujaes, y llevárselos atados a Jerusalén, por mandato del Sumo
Sacerdote.
De ello resulta que sobre un cristiano que sería un apóstata
en un lugar donde el poder civil persiguiera o no apoyase a
la Iglesia, el efecto de la excomunión no existe, ni por peligro
en este mundo ni por terror; no tiene efecto de terror, a causa
de su falta de creencia i ni de daño, porque con tal acto recu-
4-21
PARTE III
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CAP.
42
peran el favor del mundo; y en el mundo venidero no estarían
en peor situación que aquellos que nunca han creído. El daño
recae más bien sobre la Iglesia, por la provocación [2771 de
aquellos a quienes se expulsa, los cuales tienen, aSÍ, una mayor
libertad para el ejercicio de su maliéia.
Por consiguiente, la excomunión tiene su efecto solamente
sobre aquellos que creían que Jesucristo había de venir otra
vez en su gloria, para reinar sobre los vivos y los muertos; y
que por consiguiente, rehusaría la entrada en su reino a aquellos cuyos pecados no fuesen perdonados; a aquellos que fuesen excomulgados por la Iglesia. Por eso ocurre que lo que
San Pablo denomina excomunión es una entrega del excomulgado a Satán. En efecto, salvo el reino de Cristo, todos los
demás reinos, después del Juicio quedarán comprendidos en
el reino de Satán. Esto es lo que el creyente teme, mientras
está excomulgado, es decir: una situación en la que no ha
existido perdón para sus pecados. De elJ <) podemos inferir que
la excomunión, en la época en que la religión cristiana no
estaba autorizada por el poder civil, era usada solamente como
una corrección de costumbres y no de errores de opinión;
es un castigo al cual sólo será sensible quien cree y espera
la nueva venida de nuestro Salvador para juzgar al mundo;
y los que así creen no necesitan otra creencia sino la rectitud
de la vida, para ser salvados.
Existe excomunión por injusticia; por ejemplo (Mt.) 18):
Si tu hermano, te ofende díselo en privado; después, con
testigos; por último, en la Iglesia, y si no obedece tenle por
pagano y publicano. Hay, también, excomunión por vida escandalosa, como en el caso (1 Ca., S, 11): Si alguien que
se hace pasar por hermano es un fornicario, o un codicioso,
o un idólatra, o un ebrio o un mal recaudador, con uno así
no debes comer. En cambio, para excomulgar a alguien que
sostiene el fundamento de que Jesús era el Cristo, y hacerlo
sólo por diferencias de opinión en otros puntos que no destruyen ese fundamento, no es cosa que esté autorizada en la
Escritura, ni haya ejemplo de ella en los Apóstoles. Efectivamente, existe en San Pablo (Tit., 3, 10) un texto que parece ser lo contrario. Si un hombre es un hereje, después d4
4 22
PARTE III
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la primera y segunda admonición, recházalo. En efecto, se
considera hereje al que, siendo miembro de la Iglesia, propaga alguna creencia singular que la Iglesia ha prohibido:
semejante individuo hay que rechazarlo, después de la primera
y de la segunda admonición, según recomienda San Pablo a
Tito. Pero (en este pasaje) rechazar no es excomulgar al
hombre, sino dejarle solo, después de amonestarlo, para que
dispute consigo mismo, considerándolo como alguien que sólo
a sí mismo se convence. El mismo Apóstol dice (2 Ti., 2,
23): Evita ÚlS preguntas necias e ignorantes. Las palabras evi-tal en este pasaje, y rechaza en el anterior, son una misma
cosa en el original, naeurt"oü: Ahora bien, las cuestiones necias
pueden ser zanjadas sin recurrir a la excomunión. Además
(Tit., 3, 9): Evitad preguntas necias, donde el original
3IEQLLOt"UOO (¡Jadas por) es equivalente a la primera palabra
rechazar. No existe otro pasaje que pueda ser aducido con
tan distintos matices para justificar que sean expulsados de la
Iglesia hombres fieles que creen en los fundamentos de ella,
sólo por una singular superestructura suya que acaso pcoceda dé una buena y piadosa conciencia. Ahora bien, aquellos
pasajd que ordenan evitar [2781 tales disputas, e~tán escritos
como lección a los pastores (eso eran Timoteo y Tito), no
con ánimo de hacer nuevos artículos de fe para dilucidar
cualquier controversia menuda, lo cual obligaría a los hombres a soportar una innecesaria carga de conciencia, o los excitaría a lomper fa unión de la Iglesia. Los Apóstoles observaron bien esta lección. Aunque fueron grandes las disensiones entre San Pedro y San Pablo (como podemos leer en
Ga., 2, 11) no se expulsaron uno a otro de la Iglesia. No
obstante, durante la época de los Apóstoles, huho otros pastores que no tuvieron en cuenta aquella lección: tal ocurrió
nm Diotrefes (3 In., 9, etc.) que fue expulsado de la Iglesia, y que San Juan mismo pensaba que era apto para ser
rrcibido en ella, salvo su afán de preeminencia; muy pronto
era aún, y ya la vanagloria y la ambición habían penetrado
(:11 la Iglesia de Cristo.
Para que un hombre merezca la excomunión es preciso
que se cumplan determinados requisitos: primero, que sea
miembro de alguna comunidad, es decir, de cierta asamblea
PARTE 111
ESTADO
CRISTIA.NO
CA.P. 4~
legítima o de cierta Iglesia cristiana con potestad para juzgar
la causa por la cual es excomulgado. En efecto, donde no hay
comunidad no puede haber excomunión, como donde no existe
potestad de juzgar no puede haber poder para. pronunciar
sentencia.
De aquí se sigue que una Iglesia no puede ser excomulgada por otra, porque o bien tienen igual poder para excornulgarse una a otra, caso en el cual la excomunión no implica
disciplina ni acto de autoridad sino cisma y desintegración
de la armonía; o una está subordinada a otra, de manera que
ambas tienen una sola voz, y entonces no hay sino una Iglesia,
y la parte excomulgada no es ya una Iglesia, sino un número
disperso de personas individuales.
y como la sentencia de excomunión trae consigo un mandato de no estar en compañía ni de comer siquiera con quien
está excomulgado, si un príncipe o asamblea soberana queda
excomulgado, la seIÚencia carece de efecto, ya que todos los
súbditos vienen obligados, por la ley de naturaleza, a estar
en compañía y presencia de su propio soberano, cuando éste
los requiera; ni pueden legalmente expulsarlo de ningún lugar
de su propio dominio, ya sea profano o santo; ni salir de su
dominio sin su permiso; mucho menos rehusarse a comer con
él (si les concede este honor). En cuanto a otros príncipes y
Estados, cuando no son parte de una misma congregación,
no necesitan ninguna otra sentencia para separarlos de la compañía con el Estad') excomulgado: en efecto, así como la verdadera institución une a varios hombres en una comunidad,
así disocia también una comunidad de otra, de modo que no
es necesaria la excomunión para mantener los reyes y los
Estados separados, ni tiene ningún efecto ulterior que no esté
en la naturaleza misma de la ordenación política, salvo si
se pretende instigar a los príncipes a guerrear uno con otro.
Tampoco produce efecto alguno la excomunión de un súbdito cristiano que obedezca las leyes de su propio soberano, sea éste cristiano o pagano. Porque si cree que I esús es el Cristo, el
súbdito tiene el [279] espíritu de Dios (1 In., 4, 1) Y Dios
ha·bita en él, y él en Dios (1 In., 4, 15). Pero quien tiene
el espíritu de Dios, vive en Dios, y el que vive en Dios no
puede recibir daño alguno por la excomunión de los hombres.
Por consiguientc:;; quien Cree que Jesús es el Cristo, está libre
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
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de todos los peligros que amenazan a las personas excomulgadas. Quien no cree, no es cristiano. Por consiguiente, un
verdadero y auténtico cristiano no está sujeto a excomunión:
tampoco quien haya hecho profesión de cristiano, hasta que la
hipocresía se revele en sus maneras, es decir, hasta que su
conducta sea contraria a la ley de su soberano, que es la regla
de conducta y a la cual Cristo y sus Apóstoles nos han ordenado
que estemos sujetos. En efecto, la Iglesia no puede juzgar
de la conducta sino por las acciones externas, acciones que
nunca pueden ser ilegales sino cuando son contrarias a la ley
del Estado.
Si el padre, o la madre, o el dueño de un hombre son
excomulgados, no se prohibirá a los hijos que le hagan compañía, ni que coman con ellos; en efecto, esto sería, en la
mayor parte de los casos, obligarles a no comer en absoluto
por falta de medios para alimentarse, y autorizarles para desobedecer a sus padres y dueños, contrariamente al precepto
de los Apóstoles. En suma, el poder de excomunión no puede
extenderse más allá del fin para el cual los Apóstoles y
pastores de la Iglesia tienen su cometido señalado por nuestro
Salvador; misión que no consiste en gobernar por el mandato
y la coacción, sino en enseñar y dirigir a los hombres por la ví:
de la salvación en el mundo venidero.
y del mismo modo que un maestro en cualquier ciencia
puede abandonar a su discípulo cuando éste obstinadamente
se niega a practicar sus reglas, pero no acusarle de injusticia,
ya que nunca estuvo obligado a obedecerle, así un maestro
de doctrina cristiana puede abandonar a los discípulos que obstinadamente continúen practicando una vida anticristiana; en
cambio, no puede decir que ellos proceden mal con él, ya
que no están obligados a obedecerle. En efecto, a un maestro que procediese aSÍ, podría aplicársele la respuesta de Dios
en el mismo pasaje: Ellos '110 te han rechazado a ti, sino a mi.
Por consiguiente, cuando la excomunión necesita la existencia
del poder civil, como ocurre si un Estado o príncipe cristiano
es excomulgado por una autoridad extranjera, queda sin efecto, y, por consiguiente, resulta, también, desprovista de terror.
La frase fulmen excommunicationis (es decir, el rayo de la
excomunión) procede de una Imagen del Obispo de Roma,
42 5
PARTE 111
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que fue el primero en usarla porque era rey de reyes, como
los paganos hicieron a Júpiter rey de los dioses, y le asignaron en sus poemas y descripciones, un haz de rayos, para
sojuzgar y castigar a los gigantes que habían osado negar su
poder. Esta imagen fue fundada en dos errores: uno, que el
reino de Cristo e~ de este mundo, contrariamente a las propias
palabras de nuestro Salvador: Mi reino no es de este mundo;
otm, que es vicario de Cristo, no sólo sobre sus propios súbditos, sino sobre todos los cristianos del mundo, cosa para la
cual no existe razón alguna en la Escri- [280] tura; antes
bien, en lugar oportuno probaremos lo contrario.
Cuando San Dablo llegó a 'i' esalónica) donde había una
sinagoga de judíos (I-/ch.) 17, 2, 3), como acostumbraba entró
entre ellos y por tres sábados disputó con ellos de las Escrituras, manifestando y alegando que convenía que Cristo padeciese y resucitara de entre los muertos; y que ese J esúJ
que él predicaba era el Cristo. Aquí las Es.crituras mencionadas
son las Escrituras de los judíos, es decir el Antiguo Testamento. Los hombres a los que había de probar que Jesús
era el Cristo, y que resucitaría otra vez de entre los muertos,
eran igualmente judíos, y creían también que era la palabra
de Dios. Pero (como se dice en el versículo 4) algunos de
ellos creyeron, y (según se dice en el versículo 5) otros no
creyeron. Si todos ellos creían en la Escritura, ¿qué razón
había para que no creyesen todos del mismo modo, sino que
unos aprobaban, otros desaprobaban la interpretación que San
Pablo hacía de los pasajes, y para que cada uno los interpretara por sí mismo? La razón era ésta: San Pablo venía a
ellos sin ningún cometido legal, como uno cuyo propósito no
es ordenar, sino persuadir; cosa que necesita hacer, bien sea
por medio de milagros, como Moisés hizo con los isrealitas
en Egipto, para que pudieran ver su autoridad en las obras
de Dios, o razonando a base de la Escritura ya referida, de
tal modo que ellos pudieran ver la veracidad de su doctrina
en la palabra de Dios. Pero quien persuade mediante razonamientos apoyados en PI incipios estrictos hace juez a quien
habla, de dos cosas: del significado de dichos principios, y,
además, de la fuerza de sus inferencias en ellos basadas.
Si no eran los judíos de Tesalónica ¿quién podía ser juez de
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CAP.
4~
lo que San Pablo alegaba a base de la Escritura? Si lo era
SaL! Pablo, ¿qué necesidad tenía de citar algunos pasajes, para
probar su doctrina? Hubiera sido suficiente decir: Yo lo encuentro así en la Escritura, es decir, en vuestras leyes, de las
cuales soy un intérprete, enviado por Cristo. En consecuencia,
el intérprete de la Escritura, a cuya interpretación tenían que
atenerse los judíos de Tesalónica, no podía ser ninguno;
cada uno podía creer o no creer, según las alegaciones que a
él mismo le parecieran admisibles o inadmisibles para la significación de los pasajes aducidos. Y generalmente, en todos
los casos del mundo, quien pretende probar algo convierte
en juez de su prueba a aquel a quien dirige su discurso. Y en
cuanto al caso de los judíos en particular, estaban obligados
por palabras expresa (Dt., I7) a admitir, en las cuestiones
arduas, la decisión de los Sacerdotes y Jueces de Israel, en
aquel tiempo. Pero esto ha de comprenderse de .los judíos
que aún no estaban convertidos.
En cuanto a la conversión de los gentiles, no tenía objeto
alegar unas Escrituras en las que ellos no creían. Por consiguiente, los Apóstoles se apoyaban en la razón para refutar
su idolatría; y hecho esto, para persuadirlos a la fe de Cristo,
mediante el testimonio de su vida y resurrección. Así pues,
no podía existir controversia respecto a la autoridad para interpretar la Escritura, si se tiene en cuenta que nadie estuvo
obligado durante su falta de fe, a seguir interpretación ninguna de cualquier Escritura, excepto la interpretación que
diese el soberano a las leyes de su país. [2. 81 ]
Consideremos ahora la conversión misma, y veamos qué
había en ella que pudiera ser causa de semejante obligación.
Los hombres eran convertidos simplemente a la creencia de
aquello que los Apóstoles predicaban, y los Apóstoles no predicaban nada sino que Jesús era el Cristo, es decir, el rey
que había de salvarles y reinar sobre ellos eternamente~ en
el mundo vf!nidero; por consiguiente, que no estaba muerto
sino- que resucitaría de entre los muertos y ascendería al cielo,
para volver nuevamente un día a jl.\:Zgar al mundo (el cual
también resucitaría para ser juzgado) y recompensar a cada
uno de acuerdo con sus obras. Ninguno de ellos predicó que
él mism; o cualquier otro Apóstol fuera un intérprete tal de
P4~TE
111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
4~
la Escritura, que todos cuantos se hiciesen cristianos hubieran
de tener por ley su interpretación. En efectG, interpretar las
leyes es parte de la administración de un reino efectivo y
actual, que los Apóstoles no tenían. Rogaban ellos entonces,
y otros pastores desde aquel tiempo, diciendo: Venga a nos
tu reino, y exhortaban a sus conversos para que obedecieran
a sus respectivos príncipes nacionales. El Nuevo Testamento
no estaba publicado formando un cuerpo. Cada uno de los
Evangelistas era intérprete de su propio Evangelio, y cada
Apóstol de su propia Epístola; y del Antiguo Testamento
nuestro Salvador mismo decía a los judíos (In., S, 39): Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que teneis
en ellas la vida eterna, y ellas son las que dan testimonio dt1 mi.
Si Él no hubiera pensado que habrían de interpretarle, no les
hubiera rogado que adquirieran en las Escrituras la convicción
de su esencia como Cristo: o bien las hubiera interpretado Él
mismo, o las hubiera referido a la interpretación de los Sacerdotes.
Cuando surgió alguna dificultad, los Apóstoles y ancianos
de la Iglesia se reunieron y determinaron qué había de ser
predicado y enseñado, y cómo podrían interpretar las Escrituras del pueblo; pero no privaron al pueblo de la libertad
de leerlas e interpretarlas por sí mismos. Los Apóstoles enviaron diversas epístolas a las Iglesias, y otros escritos para
su instrucción, cosa que hubiera sido vana si no les hubieran
permitido interpretarlas, es decir, considerar la significación
de las mismas. Si esto ocurrió en la época de los Apóstoles,
así debió suceder, también, mientras hubo pastores que pudieran autorizar a un intérprete para que su interpretación
fuera generalmente atendida; pero esto no podía ocurrir hasta
que los reyes fueran pastores, o los pastores reyes.
Existen dos sentidos en los cuales puede decirse que un
escrito sea canónico; en efecto, canon significa regla, y una
regla es un precepto por el cual un hombre es guiado y dirigido en una acción cualquiera. Aunque semejantes preceptos
sean dados por un maestro a su discípulo, o por un consejero
a su amigo, sin potestad para compelerle a su observancia, son,
no obstante, cánones, porque son reglas; pero cuando los da
uno al cual viene obligado a obedecer el que los recibe, en-
42 8
PARTE III
ESTADO
CRlSTlANO
CAP. 42
tonces estos cánones no son solamente reglas, sino leyes. Por
consiguiente, la cuestión, en este caso, es la relativa a la potestad para convertir las Escrituras (que son las reglas de la
fe cristiana) en leyes.
La parte de la Escritura que primeramente fue ley, fueron los diez mandamientos, escritos en dos tablas de piedra,
entregados por [282] Dios mismo a Moisés y dadas a conocer por Moisés al pueblo. Anteriormente a esa época, no
existía ley escrita por Dios, ya que no habiendo escogido pueblo
dguno como su reino peculiar, no había dado ley a los hombres, sino la ley de naturaleza, es decir, los preceptos de la
razón natural, escritos en el corazón mismo de cada hombre.
De estas dos tablas, contiene la primera la ley de :,oberanía:
l. Que no debe obedecer ni honrar a los dioses de otras naciones, en estas palabras: Non habebis Deos alienas CJram me,
es decir, Tú 1/0 te/Id/'ás por dioses a los dioses que otras naciones 'é'eneran, sino solame/lte a mi: en virtud de este precepto, se les prohibe obedecer u honrar, como rey y gober-nante suyo, a ningún otro Dios sino a aquel que les habló en
tiempos de l'vloisés, y posteriormente por el Sumo Sacerdote.
2. Que no hicieran imagen alguna para representarle; es decir, que no eligieran ellos mismos, ni en el cielo ni en la tierra,
ninguna representación fruto de su propia fantasía, sino que
obedecieran a Moisés y Aarón a quienes había designado para
realizar misión semejante. 3. Que no tomaran I'¡ nombre de
Dios en 'é'ano, es decir, que no hablaran con ligereza de su
rey, ni disputaran sU"derecho, ni la misión de Moisés y Aarón,
representantes suyos:,4. Que cada séptimo día se a.bstuvieran
de su labor ordinaria, y emplearan este tiempo en rendirle culto público. La segunda tabla contiene los deberes de cada
hombre respecto a los demás, como: Honrarás a tus padres;
N o matarás; N o cometerás adulterio; N o robarás; N o corromperás el juicio por falsos te;Jimonios; y finalmente evitanís cordialmente hacer tJ otro injuria alguna. La cuestión,
ahora, es ésta: quién fue el que dio a estas tablas escritas la
fuerza obligatoria de leyes. No hay duda de que fueron hechas leyes por Dios mismo: pero como una ley no obliga, ni
es ley sino para aquel que la reconoce como un acto del soherano, ¡cómo podía prohibirse al pueblo de Israel que se
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
aproximara a la montaña para oír lo que Dios decía a Moisés
y obligársele a obedecer todas aquellas leyes que Moisés l~
proponía? Algunas de ellas eran, en efecto, leyes de la naturaleza, como todas las de la segunda tabh; por consiguiente,
habían de ser reconocidas como leyes de Dios, no sólo para
los israelitas, sino para todas las gentes. Pero respecto de
aquellas que eran peculiares a los israelitas como las de la
primera tabla, la cuestión subsiste; salvo que ellos se habían
obligado a sí mismos, concretamente, después de proponér-selas, a obedecer a Moisés con estas palabras (E X., 20, 19):
Háblanos, y nosotros te oiremos, pero no permitas que Dios
nos hable, pues moriremos. Así, pues, fue Moisés solamente)
y después de Él el Sumo Sacerdote, a quien (por conducto
de Moisés) Dios declaró que administtarÍa este reino peculiar
suyo, quien tendría en la tierra potestad suficiente para convertir esta breve escritura del Decálogo, en ley del Estado
de Israel. Ahora bien, Moisés y Aarón, así come los Sumos
Sacerdotes subsiguientes, fueron soberanos civiles. Por consiguiente, la canonización o institución de la Escritura en ley
correspondió al soberano civil.
La ley judicial, es decir, las leyes que Dios prescribió a
los magistrados de Israel para el régimen de su administración
de [2831 justicia y de las sentencias y juicios que hubieren de
pronunciar en los pleitos entre hombre y hombre, y las leyes
levíticas, es decir, el régimen que Dios prescribió respecto a
los ritos y ceremonias de los sacerdotes y levitas, fueron, todas, entregadas a ellos por Moisés solamente; y por consiguiente, también llegaron a ser leyes en virtud de la misma
promesa de obediencia a Moisés. Que estas leyes fueran escritas entonces, o no escritas, sino verbalmente dictadas al pueblo por Moisés (después de haber permanecido cuarenta días
con Dios en la montaña), no quedó expresado en la Escritura;
ahora bien, todas fueron leyes positivas y equivalentes a la
Sagrada Escritura, y hechas canónicas por Moisés, el soberano
civil.
Luego que los israelitas llegaron alas llanuras de Moab,
frente a Jericó, y estuvieron a punto de penetrar en la tierr:a
de promisión, Moisés agregó a las leyes anterior~s otras ~­
versas, razón por la cual se denominan DeuteronomIo; es deCIr,
43°
PARTE 111
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Segundas leyes. Y son (como está escrito en Dt., 29, 1) las
palabras de un pacto que el Señor mandó a Moisés que concretara con los hijos de Israel, además del pacto que hiz.o con
ellos en H oreb. En efecto, habiendo explicado estas leyes
anteriores, en los comienzos del libro del Deuteronomio, agregó otras que comienzan en el capítulo 12. Y continúan hasta
el fin del 26 del mismo libro. Esta ley (Dt., 27, 1) se
ordenó que la escribieran sobre grandes piedras pulimentadas,
a su paso sobre el Jordán: la misma ley fue escrita también
por Moisés mismo en un libro, y entregada en manos de los
sacerdotes, y a los ancianos de Israel (Dt., 31, 9); y ordenó
(ver. 26) que fuera puesta junto al ar:ca, ya que en el arca
misma no había otra cosa que los diez mandamientos. Est'l
fue la ley de la cual Moisés (Deuteronomio, 17, 18) ordenó
a los reyes de Israel que tomaran una copia: y esta es la ley
que habiendo quedado perdida durante largo tiempo, se halló
nuevamente en el templo en la época de Josué, y fue recibida,
por autorización suya, como ley de Dios. Ahora bien ambos,
Moisés en la redacción y Josué en la recuperación del texto,
tenían soberanía civil. Por consiguiente, en este caso, el poder
de hacer canónica la Escritura residía en el soberano civil.
Aparte de este libro de la Ley, desde el tiempo de Moisés
hasta después del cautiverio, no hubo Iiingún otro libro que
fuera recib~do entre los judíos como ley de Dios., En efecto,
los Profetas, excepto unos pocos, vivieron en la época del cautiverio, y el resto vivió poco tiempo antes de él; y estaban
tan lejos de que sus profecías fueran generalmente reconocidas como leyes que sus personas fueron perseguidas, en parte
por falsos profetas, y en parte por los reyes seducidos por ellos.
y este libro mismo, confirmado por J osué como ley de Dios,
y con él toda la historia de las obras tlivinas, quedó perdido
en el cautiverio y saqueo de la ciudad de J erusalem, tal como
aparece en 2. Esdras, 14, 21: Tu ley ha sido quemada, por
consiguiente, nadie sabe las cosas que se hacen de ti, o las
obras que comenzarán. Y antes del cautiverio, entre la época en que la Ley fue perdida (qúe no se menciona en la Escritura, pero que probablemente debió ser la época de Roboam, cuando Shishak, rey de Egipto, se apoderó de los despojos del templo) y la época de Josué,en que fue hallada
43 1
PARTE 111
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de nuevo [284] no existió palabra escrita de Dios,· sino un
régimen de acuerdo con su propia discreción o con las orientaciones de aquellos que cada uno estimaba como profetas.
De este modo podemos inferir que las Escrituras del Antiguo Testamento, que poseemos' actualmente, no fueron canónicas, ni fueron ley entre los judíos, hasta la renovación de
su pacto con Dios, a la vuelta del cautiverio, en que fue restauradosu Estado, bajo Esdras. Ahora bien, de esta época
en adelante fueron consideradas como leyes de los judíos, y
como tales traducidas al griego por setenta ancianos de Judea,
y colocadas en la biblioteca de Tolomeo de Alejandría, y aprobadas como la palabra de Dios. Ahora bien, considerando que
Esdras era el Sumo Sacerdote, y el Sumo Sacerdote era su
soberano civil, es manifiesto que las Escrituras nunca fueron
hechas leyes sino por el poder civil soberano.
A base de los escritos de los Padres que vivieron en el
, tiempo anterior a la época en que la religión cristiana fue
reconocida y autorizada por el Emperador Constantino, podemos inferir que los libros que ahora tenemos del Nuevo T estamento fueron considerados por los cristianos de aquel tiempo
(excepto unos pocos, muy escasos, que a diferencia del resto
fueron llamados por la Iglesia católica, y otros, libros heréticos) como dictados por el Espíritu Santo, y, por consiguiente,
como el callon o regla de fe: tal era la reverencia y consideración que tenían a sus maestros; generalmente, la reverencia que
los discípulos tienen a sus primeros maestros, en todo género
de doctrinas. que reciben de ellos, no es pequeña. Por consiguiente, no existe duda de que cuando San Pablo escribi6
a las Iglesias que él había convertido; o cuan~o cualquier
apóstol, o discípulo de Cristo, escribió a aquellos que habían
abrazado a Cristo, los interesados recibieron estos escritos suyos
como la verdadera doctrina cristiana. Pero en esta época, como
no fue el poder y la autoridad de los maestros, sino la fe
de los oyentes lo que les indujo a admitirlos, no fueron los
Apóstoles los que hicieron canónicos sus propios escritos, sino
cada converso el que los hizo así, para sí mismo.
Ahora bien, la cuestión que se ventila no es la de qué
cosa convierte un cristiano en ley o· canon para sí mismo (con
la posibilidad de rechazarlo de nuevo, con el mismo derecho
43 2
PARTE 111
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que lo ha admitido); sino qué cosa se hi:w, para él, un canon
tal que no pudiera sin injusticia· proceder contrariamente al
mismo. Que el Nuevo Testamento fuera canónico en este sentido, es decir, una ley en algún lugar donde la ley del Estado
no lo hubiera instituído como tal es contrario a la naturaleza
de la ley. En efecto (como ya hemos manifestado) es el mandato de aquel hombre o asamblea a la cual hemos dado autoridad soberana para hacer las leyes que rijan oportunamente
nuestras acciones, y para castigarnos, cuando hagamos algo
contrario a ello. Si, por consiguiente, alguien nos propone otras
reglas que no han sido prescritas por el soberano legislador,
tales reglas no son sino consejos y opiniones, cosas que, ya
sean buenas o malas, la persona aconsejada puede negarse a
observar, sin injusticia; y cuando, con- [285] trariamente a las
leyes ya establecidas, no puede observarlas sin injusticia, por
buenas que le parezcan. Afirmo, pues, que en este caso no
puede observar esas normas en sus acciones ni en su discurso
con otros hombres, aunque puede, sin censura, creer en sus
maestros privados, y desear hallarse en libertad de poner en
práctica sus doctrinas; y verlas públicamente reconocidas como
ley. En efecto, la fe interna es invisible en su propia naturaleza, y, por consiguiente, está exenta de toda jurisdicción humana; por lo cual las palabras y actos que de ella proceden,
como infracciones de nuestra obediencia civil, son injusticia lo
mismo ante Dios que ante los hombres. Considerando que
nuestro Salvador ha negado que su reino sea de este mundo;
considerando su aseveración de que Él no viene a juzgar,
sino a salvar al mundo, resulta que Él no nos ha sujetado
a otras leyes sino a las del Estado; es decir, los judíos a la
ley de Moisés (que, como dice (Mt., 5) no viene a destruir
sino a realizar); otras naciones a las leyes de sus diversos soberanos, y todos los hombres a las leyes de naturaleza. Cristo
mismo y sus apóstoles nos han recomendado la observancia
de todo ello en sus enseñanzas, como una condición necesaria
para ser admitidos por Él, el día del Juicio, en su reino eterno, donde existirá protección y vida eterna. Considerando, pues
que nuestro Salvador y sus Apóstoles no dejaron nuevas
leyes para obligarnos en este mundo, sino una doctrina nueva
que nos prepara para el inmediato, los libros del Nuevo Tes-
433
PARTE IU
ESTADO
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CAP.
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tamento, que contienen esta doctrina, hasta que la obediencia
a ellos fue ordenada, por aquellos a quienes Dios ha dado
poder sobre la tierra para legislar, no' fueron cánones obligatorios, es decir, leyes, sino solamente buenas y juiciosas opiniones para guiar a los pecadores por e! camino de la salvación,
cosa que cada hombre puede tomar o rehusar a sus expensas,
sin injusticia.
Además, e! cometido que nuestro Salvador Jesucristo. confió a sus Apóstoles y discípulos fue e! de proclamar su reino
(no e! presente sino e! venidero); y enseñar a todas las
naciones; y bautizar a los que creyeran; y entrar en las casas
de aquellos que habían de recibirles; y cuando no fueran recibidos, sacudir hacia ellos e! polvo de sus pies, pero no invocar
e! fuego celeste para destruirlos, ni compe!erlos a la obediencia
por la fuerza. En todo ello no existe nada de potestad, sino de
persuación. Los envió como ovejas entre lobos, no como reyes
para sus súbditos. Su cometido no era e! de hacer leyes, sino
e! de obedecer y enseñar la obediencia a las leyes estatuídas;
por consiguiente, no podían hacer de sus escritos cánones obligatorios sin la ayuda de! poder civil y soberano. Es decir, la'
escritura del Nuevo Testamento sólo es ley cuando e! poder
civil legítimo la ha hecho tal. Y así, e! rey o soberano hace
para sí una ley, por la cual él mismo se sujeta, no al doctor
o Apóstol que 10 convirtió, sino a Dios mismo y a su Hijo
Jesucristo, de modo tan inmediato como 10 hicieron los mismos
Apóstoles.
Lo que, respecto a quienes abrazaron la doctrina cristiana,
parece dar al Nuevo Testamento fuerza de ley en las épocas
y lugares de persecución, son los decretos que hicieron entre
ellos en sus Sínodos. Leemos, en efecto (Hch., 15, 28), acerca
de la modalid~d de la asamblea de los Apóstoles, los ancianos
y toda la [286] Iglesia, las siguientes palabras: Pareció con'veniente al Espíritu Santo y a nosotros, no imponeros un
peso mayor que el de las cosas necesarias, etc.; ello implica
la potestad para imponer una carga sobre los que han recibido
su doctrina. Ahora bien, imponer una carga a otro parece ser
10 mismo que obligar; y, por consiguiente, los Actos de ese
concilio deberían ser leyes para los que entonces eran cristianos. No obstante, no eran más leyes que las contenidas en
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PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
estos otros preceptos: Arrepentíos; Sed bautizados; Observad
los mandamientos; Creed en el Evangelio; Venid a mí; Vende
todo lo que tienes; dala a los pobres y sígueme, frases que no
son mandatos sino exhortaciones y llamamientos del hombre a
la cristiandad, como el de 1saías, SS, 1 : Cada uno que esté
sediento venga a las aguas, venga y compre vino y leche, sin
dinero. En efecto, en primer lugar, la misión de los Apóstoles no era distinta de la de nuestro Salvador: invitar a los
hombres a abrazar el reino de Dios, que ellos mismos ~eco­
nacieron como un reino (no ya presente, sino) venidero; y
quienes no tienen reino no pueden hacer leyes. En segundo
lugar, si sus Actos de concilio fueran leyes, no podrían ser
dc~()bedecidas sin pecado. Pero en ninguna parte leemos que
quienes no reconocen la doctrina de Cristo pequen con ello, sino
que mueren en pecado, es decir, que no les son perdonados
los pecados cometidos contra las leyes a las cuales debían
obediencia. Estas leyes fueron las leyes de naturaleza, y las
leyes civiles del Estado, a las que cada cristiano se ha sometido
por vía de pacto. Por consiguiente, al referirse a la carga que
los Apóstoles pueden imponer a quienes han convertido, no
se hace referencia a leyes, sino a condiciones propuestas a quienes buscan la salvación; y éstos pueden aceptarlas o rehusarlas
a sus expensas, sin pecar de nuevo, aunque no sin el azar de
ser condenados y excluídos del reino de Dios por sus pecados
anteriores. Por esta razón San Juan no dice de los infieles
que la ira de Dios caerá sobre ellos, sino que la ira de Dios
permanecerá sobre ellos;, y no dice que serán condenados,
sino que están condenados ya. Ni puede concebirse que el beneficio de la fe sea la remisión de los pecados, a menos que
concibamos, igualmente, que el peligro de la infidelidad es la
retención de los mismrs pecados.
Pero (podrá alguno preguntar) ¿a qué fin conduciría que
los Apóstoles y otros pastores de la Iglesia, después de la
época apostólica, se reuniesen para ponerse de acuerdo acerca
de la doctri;1a que deba ser enseñada, en materia de fe y de
costumbres, si nadie estuviera obligado a observar sus decretos? A esto puede contestarse que los Apóstoles y ancianos
de este Concilio fueron precisamente obligados, por su ingreso
en él, a enseñar la doctrina allí establecida, y decretada su
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PARTE 111
ESTADO
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CAP. 42
enseñanza, cuando ninguna otra ley precedente, a la cual estuvieran obligados a prestar obediencia, se pronundara en sentido contrario; pero no que todos los demás cristianos estuvieran
obligados a observar lo que ellos enseñan. En efecto, aunque
podían deliberar acerca de lo qúe hubiera de enseñar cada
uno de ellos, no podían deliberar sobre lo que otros hubiesen
de hacer, a menos que su asamblea tuviera una potestad legislativa, cosa que nadie puede tener sino los soberanos libres.
En efecto, aunque Dios sea el soberano de todo el mundo, no
estamos obligados a considerar como ley suya cualquier cosa
que sea propuesta por alguien en su nombre, ni nada [287]
contrario a la ley civil, que Dios expresamente nos ha ordenado
obedecer.
Considerando, así, que los Actos del concilio de los Apóstoles no eran leyes sino consejos, mucho menos serán leyes
los actos de cualesquiera otros doctores o concilios desde entonces, si están reunidos sin la autorización del soberano civil.
Por consiguiente, los libros del Nuevo Testamento, aunque
sean las normas más perfectas de la doctrina cristiana, no pueden convertirse en leyes por ninguna otra autoridad sin'o la
de los reyes o asambleas soberanas.
No consta cuál fue el primer concilio que hizo canónicas
las Escrituras que nosotros poseemos. En efecto, la colección
de cánones de los Apóstoles atribuída a Clemente, primer
obispo de Roma después de San Pedro, es objeto de controversia. En efecto, aunque los libros canónicos fueron compilados allí, las palabras Sint vobis omnibus Clericis et Laicis
Libri 'venerandi, etc., contienen una distinción entre el clero
y los seglares, que no estaba en uso tan cerca de la época de
San Pedro. El primer concilio de que tenemos noticia en cuanto al establecimento de la Escritura canónica, es el de Laodicea,
Cnt., 59, que prohibe la lectura de otros libros que aquéllos,
en las iglesias; es, éste, un mandato que no se dirigía a todos
los cristianos, sino solamente a aquellos que tenían autoridad
para hacer alguna lectura públicamente en la iglesia; es decir,
a los eclesiásticos solamente.
De los funcionarios eclesiásticos en la época de los Apóstoles, algunos fueron magistrales, otros min}steriales. yu~ron
magistrales los cargos cuya misión era predicar a los mfdes
43 6
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CA.P·4 2
el Evangelio del reino de Dios, administrar los sacramentos
y servicios divinos, y enseñar las reglas de la fe y buenas
costumbres a los conversos. Fue ministerial el cargo de diácono, es decir, de los designados para atender a las necesidades
seculares de las Iglesias, en la época en que vivían a base
de un fondo común de dinero, recaudado por contribuciones
voluntarias de los fieles. Entre los cargos magistrales, el primero y principal fue el de los Apóstoles; de ellos hubo, en
un principio, solamente doce, los cuales fueron elegidos e
instituídos por nuestro Salvador mismo; su misión no era
solamente predicar, enseñar y bautizar, sino ser, también,
mártires (testigos de la resurrección de nuestro Salvador). Este testimonio fue el signo específico y esencial, en virtud del
cual el apostolado se distinguía de cualquier otra magistra':'
tura eclesiástica, siendo necesario para un Apóstol, o bien haber
visto a nuestro Salvador, después de su resurrección, o haber
conversado con él, antes, y haber visto sus obras y otros argumentos de su dignidad, en virtud de los cuales podían ser
considerados como testigos suficientes. Y así, con motivo de
la elección de un nuevo Apóstol en lugar de Judas Iscariote,
dijo San Pedro (Hch., 1, 21, 22): Conviene, pues, que de
estos hombres que nos han acompañado todo el tiempo que
el señor Jesús entró y salió entre nosotros, comenzando desde el
bautismo de Juan, hasta el dia que fue recibido arriba de
entre nosotros, uno debe ser testigo con naso iros de su resurrección; aquí con la palabra debe, se implica una pecu- [288]
liaridad indispensable a un Apóstol, a saber: la de haber acompañado a los primeros Apóstoles en la época durante la cual
nuestro Salvador se manifestó en carne mortal.
El primer apóstol de los no instituídos por Cristo mientras
estuvo sobre la tierra, fue Matias, elegido de esta manera:
Había reunidos en Jerusalén unos 120 cristianos (Hch., 1,
15). Estos eligieron a dos, José, el Justo y Matias (ver. 23),
y echaron suerte entre ellos; y (ver. 26) la suerte recayó
en Matias, 'J pasó a formar parte de los Apóstoles. Vemos, asÍ:
que en aquella ocasión la ordenación de este Apóstol fue un
acto de la congregación, y no de San Pedro, ni de los once:
que, por lo demás, figuraban como miembros de la asamblea.
Después de él no se ordenó a ningún otro Apóstol sinc
437
PARTE UI
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
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a Pablo y a Bernabé, lo cual se llevó a cabo (tal como leemos
en Hch., 13, 1,2,3) de la siguiente manera: /labia,entonces en
la Iglesia que estaba en Antioquía, ciertos Profetas y doctores, como Berr;abé, y Simeón, que era llamado Niger, y
Lucio Cirineo, y l'vlanahém, que htJbia sido criado con Herodes
el Tetrarca, y Saulo. Ministrando, pues, éstos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: A partadme a Bernabé y a
Saulo, .para la obra para la cual los he llamado. Y cuando
hubieron ayunado y orado y puesto las mallOS encima de ellos,
despidiéronlos.
Por todo ello es manifiesto que aun cuando fuel'On llamados por el Espíritu Santo, su vocación les fue declarada,
y su misión autorizada por la Iglesia particular de Antioquía.
y que su vocación era para el apostolado resulta evidente, porque ambos son denominados (Hch., 14, 14) Apóstoles; y que
fueron Apóstoles en virtud de un acto de la Iglesia de Antioquía, lo declara San Pablo abiertamente (Ro., 1, Il cuando usa la palabra que el Espíritu Santo utilizó en esta vocación:
en efecto, él se señala a sí mismo como un Apóstol separado
en el Evangelio del Señor, aludiendo a las palabras del Espíritu Santo: Sepárame a Bernabé y a Saulo, etc. Pero considerando que la misión de un apóstol era ser testigo de la resurrección de Cristo, cabe preguntar cómo San Pablo, que no
conversó con nuestro Salvador antes de su pasión, pudo saber
que había resucitado. A ello se responde, fácilmente, que
nuestro Salvador mismo se le apareció, desde el cielo, en el
camino de Damasco, después de su Ascensión, y lo escogió
como vasallo suyo para que llevara su nombre ante los gentiles, reyes e hijos de Israel; por consiguiente (habiendo visto
al Señor después de su pasión), fue un testigo competente de
su resurrección. Y en cuanto a Bernabé, era discípulo antes
de la pasión; Es evidente, por tanto, que Pablo y Bernabé
fueron Apóstoles, autorizados y elegidos (no por los primeros
Apóstoles, solamente, sino) por la Iglesia de Antioquía, como
Matías fue escogido y autorizado por la Iglesia de Jerusalem.
La palabra obispo, formada en nuestro idioma del griego
epi seo pus, significa inspector o superintendente de algún negocio, y particularmente pastor; a base de esta acepción, dicha
palabra no solamente entre los judíos, que eran originaria43 8
PARTE [JI
ESTADO
CRisTIANO
c.tP. 42
mente pastores, [289] sino también entre los paganos, se utilizó para significar el cargo de rey, o de cualquier otro jefe
o guía del pueblo, ya gobernara por medio de ley o de doctrina. Y así los Apóstoles fueron los primeros obispos cristianos instituídos por Cristo mismo; en esa acepción el apostolado
de Judas se denomina (Hch., I, 20) su obispado. Posteriormente, cuando se instituyeron ancianos en las Iglesias cristianas, con la misión de guiar el rebaño de Dios mediante su
doctrina y sus consejos, estos ancianos fueron llamados, también, obispos. Timoteo era un anciano (palabra ésta de anciano
que en el Nuevo Testamento es denominación de cargo, a la
vez que denominación de edad) y era, igualmente, un obispo.
y los obispos estaban, entonces, satisfechos con el nombre de
ancianos. El mismo San Juan, el Apóstol predilecto de nuestro
Señor, comienza su segunda Epístola con estas palabras: El
anciano para la señora elegida. Por ello resulta evidente que
obispo, pastor, anciano, -doctor, es decir, maestro, no eran sino
nombres diversos para el mismo cargo, en la época de los
Apóstoles. No había, en efecto, entonces, gobierno por coerción, sino solamente por doctrina y persuasión. El reino de
Dios había de venir en el mundo nuevo; así que no podía
existir autoridad para compeler a formar parte de ninguna
Iglesia, hasta que el Estado abrazó la fe cristiana. Y por
consiguiente, no podía haber diversidad de autoridades, aunque existiera diversidad de cargos.
Junto a estos cargos magistrales en la Iglesia, a saber:
apóstoles, obispos, ancianos y doctores, cuya vocación consistía
en proclamar Cristo a los judíos e infieles, y dirigir y enseñar
a los que creían, no leemos en el Nuevo Testamento que existieran otros. En efecto, con los nombres de Evangelistas y
Profetas no se significa ningún cargo, sino dones diversos mediante los cuales determinados hombres fueron de utilidad para
la Iglesia; como Evangelistas, escribiendo la vida y los actos
de nuestro Salvador, tal como fueron San Mateo y San Juan,
apóstoles, y Sa,n Marcos y San Lucas, discípulos, y cuantos
escribieron, después, sobre este tema (como se dice que lo
hicieron Santo Tomás y San Bemabé, aunque la Iglesia no ha
recogido los libros que existieron bajo sus nombres); y como
Profetas, por el don de interpretar el Antiguo Testámento,
439
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
y, a veces, por declarar sus revelaciones especiales a la Iglesia.
En efecto, ni estos dones, ni el don de lenguas, ni eJ eje expulsar los demonios. o curar otras enfermedades, ni otra cosa
cualquiera crean un cargo en la Iglesia, si se exceptúa solamente la debida vocación y elección para el cargo de enseñar.
Del mismo modo que los Apóstoles Mátías, Pablo y Bernabé no fueron instituídos por nuestro Salvador mismo, -sino
elegidos por la Iglesia, es decir, por la asamblea de los cristianos, particularmente Matías por la Iglesia de ]erusalem,
y Pablo y Bernabé, por la Iglesia de Aritioquía, así ocurrió,
también, en otras ciudades, con los presbíteros y pastores que
fueron elegidos por las Iglesias de las localidades respectivas.
En prueba de ello consideremos primero cómo procedió San
Pablo en la ordenación de presbíteros en aquellas ciudades
donde convirtió los hombres a la fe cristiana, desde que él
y Bernabé'hubieron asumido su apostolado. Leemos (Hch.,
14, 23) que ellos ordenaron ancianos en cada Iglesia, lo cual
a [290] primera vista puede considerarse como argumento de
que ellos mismos los seleccionaron y les dieron su autoridad.
Pero si consideramos el texto original, resultará evidente que
ellos fueron autorizados y escogidos por la asamblea de los
cristianos de cada ciudad. En efecto las palabras ue aquel pasaje son XELQo'tovT¡O'avrE<; UlJ'toi:; Jl{)EO'~lJ'tɺOlJ; 'Ka't' Exx1r¡O'Lav, es
decir, cuando ellos hubieron ordenado a los ancianos mediante
Í1nposición de manos en cada congregación. Ahora bien, está
suficientemente evidenciado que el modo. de escoger magistrados y funcionarios en todas estas ciudades era por pluralidad
de votos; y (como la vía ordinaria de distinguir los votos
afirmativos de los negativos era el levantamiento de manos)
para ordenar un funcionario en alguna de las ciudades no
precisaba otra cosa sino reunir al pueblo, elegirlo por pluralidad de sufragios, ya fuera por pluralidad de manos alzadas,
o por pluralidad de votos, o por pluralidad de cuentas, o de
guisantes, o de pequeñas piedras, de las cuales cada uno depositaba una en una vasija marcada para los votos afirmativos
o negativos, porque las diversas ciudades tenían costumbres distintas en este punto. Era, por consiguiente, la asamblea la
que elegía a sus propios ancianos: los Apóstoles eran, solamente, presidentes de la asamblea que convocaba a tal elec-
44°
· PARTE '1I1
ESTADO
CR!STIANO
CAP. 42
ción, y declaraba al elegido, y le daba la bendición que ahora
se denomina consagración. Y por e~ta causa, quienes eran presidentes de las asambleas, como ocurría con los ancianos (en
ausencia de los Apóstoles) eran denominados XQOE(J'tW'tE~, y en
latín antistites, palabras que significan la persona principal de
la asamblea, cuyo oficio era enumerar los votos y declarar
quién había resultado elegido; y cuando los votos estaban igualados, decidir la materia en cuestión, añadiendo el suyo propio,
como corresponde al cargo de presidente en un consejo. Y
(puesto que todas las Iglesias tenían sus presbíteros ordenados
de la misma manera) cuando la palabra es constitu;1' (como
ocurre en T;to, 1, 5), Lvn 'Knlu(J'tT¡m¡~ 'Kata :n:ÓÁLV :n:QEa~'UTÉQov~,
por esta causa te dejé t!n Creta, para qut! tú constituyeras
ancianos en cada ciudad, ha de comprenderse la misma cosa,
a saber: que él convocara a reunión los creyentes, y ordenara
entre ellos presbíteros, por pluralidad de sufragios. Hubiera
sido cosa extraña si en una ciudad que, acaso, nunca había
visto elegir magistrados de otra manera que en una asamblea,
convertidos al cristianismo hubieran imaginado para la elección
de sus maestros y guías, es decir, de sus presbíteros (de otro
modo denominados obispos), un procedimiento distinto de
éste de la pluralidad de votos, exigido por San Pablo (Hch.,
14, 23) en la paIabra XELQo1"ovT¡anvrE~. Ni existió allí, nunca,
elección de obispos (antes de que los emperadores .considerasen necesario regular el asunto para mantener la paz entre
ellos), sino por asamblea de los cristianos en las distintas ciudades.
Otro tanto se confirma, también, por la práctica continuada, incluso hasta nuestros días, en la elección de los obispos de
Roma. En efecto, si el obispo de algún lugar hubiera tenido
derecho a escoger otro, para suceder le en el oficio pastoral
de una ciudad cualquiera, cuando desde ella se trasladó para
establecerla en otro lugar, con más razón hubiera tenido derecho a designar su sucesor en aquel fugar donde residió
últimamente y [291] murió por fin, y sin embargo, no sabemos de ningún caso en que un Obispo de Roma haya designado a su sucesor. En efecto, durante mucho tiempo fueron
elegidos por el pueblo, como resulta de la sedición suscitada
entre Dámaso y Urs;úno respecto de las elecciones; Ammiano
44 1
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
42
Marcelino dice que fue tan grande que J uvenc;o, el prefecto,
incapaz de restaurar la paz entre ellos, se vio obligad.o a salir
de la ciudad, y que en aquella ocasión más de un centenar de
personas encontraron la muerte en la Iglesia misma. Y aunque
posteriormente fueron elegidos primero por todo el clero de
Roma, y más tarde por los cardenales, nunca uno de ellos
fue señalado para la sucesión por su predecesor. Por consiguiente, si no pretendieron ningún derecho a señalar sus propios sucesores, me creo razonablemente autorizado para deducir que no tenían derecho a designar los sucesores de otros
obispos, sin recibir algún nuevo poder, cosa que ninguno podía
tomar de la Iglesia para conferírselo a sí propio, si no quien
tenía una autoridad legítima no sólo para enseñar, sino para
mandar en la Iglesia; cosa que ninguno podía hacer, sino el
soberano civil.
La palabra ministro, en el original ~uí')tovot;, significa una
persona que voluntariamente realiza los negocios de otra; difiere de un criado solamente en que los criados están obligados
por su condición a lo que se les mande, mientras que los
ministros están solamente obligados por la misión asignada,
y obligados solamente y nada más que a aquello que han
emprendido. Así que tanto los que enseñan la palabra de Dios
como los que administran los negocios seculares de la Iglesia
son, ambos, ministros; pero son ministros de diferentes personas. En efecto, los pastores de la Iglesia, llamados (Hch., 6,
4-) ministros de la palabra, son ministros de Cristo, cuya palabra son; pero el ministerio que ejerce un diácono, y que es
denominado (ver. 2. del mismo capítulo) servicio de altar,
es un servicio hecho a la Iglesia o congregación; así que ni
un hombre ni la Iglesia entera puede, nunca, decir de su
pastor que era ministro suyo; pero a un diácono, tanto si el
cargo en cuestión consistía en servir altares o en distribuir
sustento a los cristianos cuando en cada ciudad vivían de un
fondo común, o de colectas, como en los primeros tiempos; o
en vigilar la casa de las plegarias o en administrar las rentas
u otros negocios terrenales de la iglesia, la congregación entera
puede denominarle propiamente su ministro.
En efecto, su empleo como diáconos era servir a la congregación, aunque si la ocasión era propicia no dejaban de
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PARTE /11
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CRISTIANO
CAP.
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predicar el Evangelio, y de sustentar la doctrina de Cristo,
cada uno de acuerdo con sus dones, como hizo San Esteban;
y aun predicar y bautizar, como Felipe. En efecto, el Felipe
que (Hch., 8, 5) predicó el Evangelio en Samaria y (ver.
38) bautizó al eunuco, era Felipe el Diácono, no Felipe el
Apóstol. En efecto, es evidente (ver. 1) que cuando Felipe
predicó en Samaria estaban en Jerusalem los Apóstoles, y
(ver. 14) cuando éstos oyeron que Samaria había recibido
la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y Juan; por imposición de manos de éstos, los que fueron bautizados (ver. 15)
recibieron el Espíritu Santo (cosa que no habían recibido en
el bautismo administrado por Felipe). Era [292] necesario
para conferir el Espíritu Santo que su bautismo fuera administrado o confirmado por un ministro de la palabra, no por
un ministro de la Iglesia. Por consiguiente, para confirmar el
bautismo de aquellos a quienes Felipe el Diácono había bautizado, los Apóstoles enviaron, de su propio seno, desde Jerusalem a Samaria, a Pedro y a Juan, los cuales confirieron
a los neófitos las gracias que eran signos del Espíritu Santo
que en aquel tiempo beneficiaban a todos los verdaderos creyentes. Lo que estos signos eran, queda de manifiesto por lo
que dice San Marcos (cap. 16, 17): Estas señales seguirán a
los que creyeren en mi nombre: Expulsarán demonios; hablarán con lenguas nuevas; eliminarán serpientes, y si bebieren
un mortifero brevaje, no les dañará; sobre los enfermos pondrán sus manos y sanarán. Hacer esto era algo que no podía
hacer Felipe, pero sí los Apóstoles, y (como resulta de este
pasaje) lo hicieron efectivamente a cada hombre que había
creído la verdad, y que había sido bautizado por un ministro
de Cristo; poder que actualmente los ministros de Cristo no
pueden conferir, o bien existen pocos verdaderos creyentes, o
Cristo tiene muy pocos ministros.
Que los primeros diáconos no fueron elegidos por los
Apóstoles sino por una congregación de los discípulos, es decir,
de cristianos de todas clases, resulta manifiesto de H ch." 6,
donde leemos que los Doce, después de haber sido multiplicado
el número de discípulos, se reunieron, y habiéndose manifestado a los diáconos que no era oportuno que los Apóstoles
abandonaran la palabra de Dios y sirvieran los altares, se les
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PAR.TE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
dijo (ver. 3): Buscad pues, hermanos, entre 'Vosotros, siete
'l/arones de lJOnesto testimonio, llenos de Espíritu Santo y de
sabiduría, los cuales podamos señalar para esta tarea. Aquí es
manifiesto que aunque los Apóstoles los declararon elegidos,
la congregación los eligió, lo cual también (ver. 5) queda
enunciado más claramente cuando se escribe que el parecer
agradó a la multitud, y entonces se eligieron siete, etc.
Bajo .el Antiguo Testamento, solamente la tribu de Leví·
fue capaz del sacerdocio, y de otros oficios inferiores de la
Iglesia. El país fue dividido entre las otras tribus (con excepción de Leví), que por la subdivisión de la tribu de José en las
de Efraín y Manasés, fueron todavía doce. A la tribu de Leví
se le asignaron ciertas ciudades para su residencia, con los suburbios para sus ganados: en cuanto a su porción, habían de
tener el diezmo de los frutos de las tierras de sus hermanos.
Además, los sacerdotes, para su manutención, tenían el diezmo
de este diezmo, juntamente con parte de las oblaciones y sacrificios. En efecto, Dios dijo a Aarón (Nm., 18, 20): De
la tierra de el! os no tendrás heredad, ni entre ellos tendrás
parte: yo soy tu parte y t1l. heredad entre los hijos de Israel.
Así pues, siendo Dios el Rey, y habiendo instituído la tribu
de Leví para que los componentes de ella fueran sus ministros
públicos, les asignó para su mantenimiento la renta pública,
es decir la parte que Dios se había reservado a sí mismo, o sea
los diezmos y ofrendas: y es esto lo que se significa cuando
Dios dice, yo soy tu heredad. Por consiguiente, a los levitas
se les podría atribuir, [293] muy adecuadamente, el nombre
de clero, de KI.~QO::, que significa lote o herencia; no implica
que,. más que otros, fueran herederos del reino de Dios, sino que en la herencia de los dioses fincaban su mantenimiento.
Ahora bien, teniendo en cuenta que en esta época Dios mismo
era su Rey, y que Moisés, Aarón y los Sumos Sacerdotes
siguientes fueron sus representantes, es manifiesto que el derecho a las primicias y ofrendas fue instituído por el poder
civil.
Después de haber sido repudiado Dios por los judíos,
cuando éstos solicitaron un rey, los levitas disfrutaron todavía
de los mismos ingresos, pero el derecho a ellos derivaba de
que los reyes nunca se los quitaron: en efecto, los ingresos pú-
444
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
bEco s estaban a la disposición de quien ostentaba la persona
pública, y éste (hasta el cautiverio) fue el rey. Además, después del retorno del cautiverio, pagaron sus diezmos como
antes al sacerdote. Por consiguiente, los medios de vida de
la Iglesia fueron determinados por el soberano civil.
Del mantenimiento de nuestro Salvador y de sus Apóstoles
leemos solamente que tenían una bolsa (llevada por Judas
Iscariote); que los Apóstoles pescadores obtenían el sustento
con el ejercicio de su profesión; y que cuando nuestro Salvador envió los doce Apóstoles a predicar les prohibió llevar
oro y plata ni cobre en sus bolsas, porque el obrero digno es
de su '(¡li¡nento. De ello parece oportuno inferir que su mantenimiento ordinario no estaba en desacuerdo con su empleo,
ya que su empleo consistía (ver. 8) en dar gratuitamente,
puesto que gratuitamente habían recibido; y su mantenimiento
consistía en la libre donación de quienes creían la buena nueva,
que propagaban, de la venida del Mesías nuestro Salvador.
A ello podemos añadir lo que era aportado como gratitud,
por aquellos a quienes el Salvador había curado sus enfermedades; entre ellos se mencionan ciertas mujeres (Le., 8, 3)
que habían sido curadas de malos espíritus y e11fermedades;
liJaría Magdalena, de la cual se hicieron salir siete demonios, y
Juana, la mujer de Chuza, procurador de Herodes, y Susana
y otras muchas que le ser~Jian de sus haciendas.
Después de la Ascensión de nuestro Salvador, los CrIstIanos de cada ciudad vivieron en común *con el dinero que resultó
de la venta de sus tierras y posesiones, y que se puso a los
pies de los Apóstoles, de buen grado y no por obligación; porque mientras retenías la heredad, dice San Pedro a AnanÍas
(Hch., 5, 4) ¿no era tuya? Y después de ser vendida ¿no estaba en tu poder? Ello demuestra. que no necesitaba proteger
ni la tierra ni el dinero mediante la mentira, puesto que no
estaba obligado a contribuir con cosa alguna, sino con lo que
quisiera. Y como en la época de los Apóstoles, así también
durante todos los tiempos ulteriores, hasta después de Constantino el Grande, encontramos que el mantenimiento de los
obispos y pastores de la Iglesia cristiana no se lograba sino
por la contribución voluntaria de quienes habían abrazado su
doctrina. Entonces no se hacía mención de Jos diezmos; pero
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PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
era tal en la época de Constantino y de sus hijos el afecto
de los cristianos a sus pastores (como dice Ammiano Marcelino
cuando describe la sedición de Dámaso y Ursicino acerca del
episcopado) que su posición era envidiable. Así los obispos
de aquellos tiempos por la liberali"dad de su grey y [2941
especialmente de las matronas, vivían espléndidamente, eran
conducidos en carrozas, y vivían con ostentoso apatato.
Alguno preguntará, en este caso, si los pastores venían
obligados a vivir de cO:1tribuciones voluntarias, como de limosnas: Porque (dice San Pablo, I Ca., 9, 7) ¿quién peleó
jamás a sus expensas? O ¿quién apacienta un ganado, y no
rome de la leche del ganado? Además, ¿no -,abeis que aqttellos
que ministran sobre las cosas sagradas, viven de la; cosas del
templo; y que los que vigilan al altar, participan con el altar,
es decir, tienen una parte de lo que se ofrece al altar para
su mantenimiento? Entonces, concluye: ,1sí el Señor ha establecido que quienes predican el Evangelio 'uivan del E'L'iJ11gelio. De este pasaje cabe inferir, en efecto, que los pastores
de la Iglesia deben ser mantenidos por sus rebaños; pero no
que los pastores hayan de fijar la cantidad o especie de sus
emolumentos y ser (como lo fueron) quienes se asignaran
la debida porción. Sus emolumentos deben ser necesariamente
establecidos bien por la gratitud o liberalidad de cada individuo particular de la grey, o por la congregación entera.
Por la congregación entera no puede sér, porque entonces sus
actos no serían leyes: por consiguiente, sólo a la generosidad
se debió que los pastores tuvieran su mailtenimiento, antes de
que los emperadores y soberanos hicieran leyes al respecto.
Los que servían en el altar vivían de 10 que les era ofrecido.
Así, los pastores podían tomar lo que su rebaño les ofrecía,
pero no artancar lo que no les era ofrecido. i Ante qué tribunal hubieran podido exigir su derecho, si no tenían tribunales! O si tenían árbitros entre ellos, ¿quién había de ejecutar sus juicios, si no tenían potestad para armar sus
recaudadores? Resulta, por consiguiente, que no podían existir
emolumentos ciertos asignados a los pastores de la Iglesia sino
por la congregación entera, y. aun entonces sólo cuando sus
decretos tuvieran la fuerza de leyes (y no de cánones solamente). Ahora bien, esas leyes sólo podían ser estatuídas por
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
42
emperadores, reyes u otros soberanos civiles. El derecho a
los diezmos en la ley de Moisés no podía ser aplicado a los
diez ministros del Evangelio, porque si bien Moisés y los Sumos Sacerdotes eran los soberanos civiles del pueblo bajo
Dios, cuyo reino entre los judíos era presente, en cambio el
reino de Dios por Cristo ha de venir todavía.
Así pues, hemos expuesto qué son los pastores de la Iglesia; cuáles son los puntos de su cometido (a saber: predicar,
enseñar, bautizar, presidir sus distintas congregaciones); qué
es censura eclesiástica, esto es, excomunión; es decir, en aquellos lugares en que el Cristianismo estaba prohibido, mediante
leyes civiles, la separación entre éstas y los excomulgados, y
donde el Cristianismo estaba regido por la ley civil la expulsión del excomulgado fuera de las congregaciones de cristianos; quién eligió los pastores y ministros de la Iglesia (esto
es, la congregación); quién los consagró y los bendijo (es
decir, el pastor); cuáles eran los ingresos a que tenían derecho
(que no eran sino los de sus propias posesiones, los de su
propio trábajo, y las contribuciones voluntarias de los cristianos devotos y agradecidos). Tenemos [295] que considerar,
ahora, qué misión tenían en la Iglesia aquellas personas que,
siendo soberanos civiles, habían abrazado también la fe cristiana.
En primer término recordaremos que, en todos los Estados
(como lo hemos expresado en el cap. XVIll) el derecho de
establecer qué doctrinas son convenientes para la paz y para el
aleccionamiento de los súbditos, es inherente, de modo inseparable al poder civil soberano, ya resida éste en un hombre
o en una asamblea. Es evidente que las acciones de 105 hombres derivan de las opiniones que tienen del bien o del mal,
que para ellos redunda de estas acciones; por consiguiente, una
vez percatados los hombres de que su obediencia al poder
soberano les será más dañina que su desobediencia, desobedecerán las leyes, desintegrarán el Estado y serán motivo de
confusión y guerra civil, para evitar lo cual fue instituído todo
gobierno. Y así, en todos los Estados de los paganos, los
soberanos tuvieron la denominación de pastores del pueblo,
porque ningún súbdito podía enseñar legalmente al pueblo, sino
con el permiso y autorización del soberano.
447
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
Este derecho de los reyes paganos no puede ser imaginado
como adquirido por ellos a consecuencia de su conversión a
la fe de Cristo, ya que éste nunca ordenó que los reyes, por
creer en él, hubieran de ser depuestos, es decir, que hubieran
de ser sujetos a nadie sino a sí inismos, o lo que es lo mismo,
verse privados del necesario poder para el mantenimiento de
la paz entre sus súbditos y para su defensa contra los enemigos
exteriores. Por esta razón los reyes cristianos siguen sien~o los
pastores supremos de su pueblo, y tienen potestad para ordenar a los pastores que les plazca para que enseñen en la
iglesia, es decir, para que aleccionen al pueblo puesto a su
cargo.
Además, aun admitiendo que el derecho de elección (como
antes de la conversión de los reyes) residía en la Iglesia, porque así ocurría en la época de los Apóstoles mismos (como
se ha mostrado ya en este capítulo), el derecho debe residir
e~ el soberano civil cristiano. En efecto, en cuanto cristiano
permite la enseñanza, y en cuanto soberano (que es tanto como decir la Iglesia por representación) los maestros que elige
están elegidos por la Iglesia. Y cuando una asamblea de cristianos escoge a su pastor en un Estado cristiano, es el soberano
quien lo elige, puesto que la elección se hace por autorización
suya, del mismo modo que cuando una ciudad elige su alcalde,
éste es un acto de quien posee el poder soberano: en efecto,
cualquier acto que se realice es un acto suyo, ya que sin su
consentimiento resulta nulo. Por com;¡guiente, cuantos ejemplos puedan extraerse de la historia respecto de la elección
de pastores por el pueblo o por el clero, no son argumentos
contra el der~cho de ningún soberano civil, porque quienes
eligieron lo hicieron por autorización de este último.
Teniendo,. pues, en cuenta que en todo Estado cristiano
el soberano civil es el pastor supremo, al cual se ha conferido
la misión de cuidar el rebaño entero [296] de sus súbditos,
y que, por consiguiente, todos los demás pastores son instituídos en virtud de la autoridad de dicho soberano, y adquieren
la potestad de enseñar y realizar todas las demás misiones
pastorales, se sigue de ello que todos los demás pastores derivan del soberano civil su derecho de enseñar, predicar y otras
funciones inherentes a ese cargo; y que no son sino sus minis-
.1-48
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
tros, del mismo modo que los magistrados municipales, los
jueces en los tribunales de justicia y los comandantes de
los ejércitos no son sino ministros de quien es magistrado
del Estado entero, juez de todas las causas y comandante de
todos los ejércitos, o sea, siempre, el soberano civil. Y la razón
de ello no radica en que sean súbditos suyos los que enseñan,
sino los que son enseñados. Supongamos, en efecto, que un'
rey cristiano confiere la autoridad de ordenar pastores, en sus
dominios, a otro rey (como diversos reyes cristianos asignaron
al Papa esta potestad); con ello dicho rey no constituye un
pastor sobre sí mismo, ni un pastor soberano, sobre su pueblo,
puesto" que siendo así quedaría despojado del poder civil, que
dependiendo de la opinión que los hombres tienen de su obli-gación hacia él y del temor que sienten al castigo en el otro
mundo, dependería, también, de la destreza y lealtad de los
doctores que no están menos sujetos no sólo a la ambición,
sino también a la ignorancia, que cualquier otra clase de hombres. Así, cuando un extraño tiene la potestad de designar
maestros, se le otorga por el soberano en cuyos dominios enseña. Los doctores cristianos son nuestros maestros en materia
de cristiandad, pero los reyes son como los padres de familia,
y pueden admitir maestros para sus súbditos, por recomendación, pero no por orden de un extraño, especialmente cuando
una mala enseñanza puede redundar en provecho considerable
y manifiesto de quien recomienda; y no pueden ser obligados
a retenerlos por más tiempo que el necesario para el bien público; y siempre ha estado a cargo suyo semejante atención;
del mismo modo conservan para sí cualesquiera otros elementos esenciales del derecho de soberanía.
Así pues, si un hombre pregunta a un pastor, en la ejecución de su cargo, como los Sumos Sacerdotes y ancianos del
pueblo (Mt., 21, 23) preguntaron a nuestro Salvador: ¿Por
qué autoridad has hecho estas cosas, y quién te dio a ti esta
autorización?, el pastor no puede dar otra respuesta justa sino
que lo hace por autoridad del Estado, conferida a él por el
rey o asamblea representativa del mismo. Todos los pastores,
excepto el supremo, ejecutan sus misiones a base del derecho
que compete a la autoridad del soberano civil, es decil, jure
(ivili. Pero el rey y cualquier otro soberano ejecutan su misión
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PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
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de divinos pastores por autoridad inmediata de Dios, es decir,
por derecho de Dios, o jure divino. Por consiguiente, nadie
sino los reyes pueden poner entre sus títulos (como signo de
su sumisión a Dios, solamente) D ei gratía Rex, etc. Los obispos deben decir al comienzo de 'sus mandatos: Por la gracia
de la }"lajestad real, Obispo de tal diócesis; o como ministros
civiles : En nombre de su Majestad. En efecto, si dicen Divina providentia, que equivale a decir Dei gratia, niegan, aunque de modo encubierto, haber recibido su autorid~td del Estado
civil, y subrepticiamente [2971 se despojan del collar de su
suj eción civil, contrariamente a la unidad y defensa del Estado.
I)ero si todo soberano cristiano es el pastor supremo de
sus propios súbditos, parece que haya de tener también autoridad no solamente para predicar (cosa que acaso nadie le
niegue), sino también para bautizar y administrar el sacramento de la Eucaristía, y para consagrar templos y pastores
al servicio de Dios, cosa que muchos le negarían, en parte porque los soberanos no suelen hacerlo, y en parte porque la
administración de sacramentos y consagración de personas y
lugares a usos sagrados requiere la imposición de las manos
d e quienes por imposición análoga y sucesiva desde la época de
los Apóstoles han sido ordenados para el mismo ministerio.
Por consiguiente, si quiero probar que los reyes cristianos tienen la potestad de bautizar y de consagrar, he de aducir razones de por qué se abstienen de hacerlo, y cómo, sin la
ceremonia ordinaria de la imposición d<; manos, son capaces
de hacerlo si quieren.
No existe duda alguna de que, si fuera versa¿o en las
ciencias, podría, por razón d e su cargo, dar por sí mismo
lecciones, como las que autoriza que otros den en las Universidades. No obstante, como el cuidado del gran cúmulo de
asuntos del Estado le ocupa todo el tiempo, no sería conveniente para él dedicarse, en persona, a -estos menesteres. Un
rey puede también, si le place, tomar asiento en juicio, oír y
fallar todo género de causas, lo mismo que dar autorización a
otros para hacerlo en su nombre; ahora bien, el cúmulo de
asuntos que pesan sobre él, respecto al mando y al gobierno,
le obligan a estar constantemente ocupado, y a encomendar las
misiones ministeriales a otros subordinados a él. De la misma
450
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
,Tlanera nuestro Salvador (que seguramente tenía potestad para bautizar) no bautizó a ninguno*, sino que mandó a
sus Apóstoles y discípulos para que bautizaran. Así también San Pablo, por la necesidad de predicar en lugares
diversos y muy distantes, bautizó a pocos: entre todos los
corintios solamente* bautizó a C,"ispo, Cayo y Esteban; y 1:1
razón fue que su misión principal era la de predicar. De donde
resulta manifiesto que el cargo* más importante (tal como es
el gobierno de la Iglesia) constituye una dispensa para el que
lo es menos. La razón por la cual los reyes cristianos no acostumbran bautizar es evidente, y la misma por la cual actualmente pocos son bautizados por obispos, y menos por el Papa.
Vamos a considerar ahora la cuestión relativa a la Imposición de manos, y si es. necesaria para autorizar un rey a
bautizar y consagrar.
La imposición de manos era, entre los judíos, una antiquísi ma ceremonia pública, mediante la cual se designaba y
precisaba la persona u otra cosa aludida en la plegaria, bendición, consagración, condenación u otro acto análogo del
hombre. Así Jacob, al bendecir los hijos de José (Gn., 48,
14), puso su mano derecha sobre Efrain, el más joven, y su
mallo izquierda sobre Manasseh, el primogénito; e [298] hizo
esto conscientemente (aunque fueron presentados a él por José
de tal modo que él tuvo que extender sus brazos en cruz),
para designar a quién había de corresponder la bendición más
grande. Así, al hacer su ofrenda, se ordena a Aarón (Ex.,
29, IO) poner sus manos sobre la cabeza del buey, y (ver. 15)
poner S11S manos sobre la cabeza del carnero. Lo mismo se dice
también, otra vez, en Lv., 1, 4 y 8, 14. Del mismo modo,
cuando Moisés ordenó a Josué que fuera capitán de los israelitas, es decir, cuando le consagró al servicio de Dios
(Nm., 27, 23) puso sus manos sobre él y le confirió ese
cargo, designando y precisando a quién se había de obedecer
en ti empo de guerra. Y en la consagración de los Levitas
(Nin., 8, IO), ordenó Dios que. los hijos de Israel pusieran
sus manos sobre los Levitas. Y al condenar a quien había blasfemado contra el Señor (Lv ., 24, 14) Dios ordenó que
todos cuantos l e O)'é?ran 1J11sieran sus 'manos sobre su cabeza, y
que loda la (Ongr('g(lfilín Ir¡ lapidara. Y ~por qué solamente
45 I
PARTE III
ESTADO
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aquellos que le habían oído habían de imponer las manos
sobre su cabeza, en lugar de hacerlo, más bien, un sacerdote
o Levita, u otro" ministro de la justicia, y ningún otro fuera
capaz de designar y aseverar a los ojos de la congregación
quién era el que había blasfemado y debía morir? Designar
un hombre u otra cosa por medio de la mano alojo, está
menos expuesto a confusión que si se hace al oído, mediante
la pronunciación de un nombre.
Observábase esta ceremonia, incluso al bendecirse la congregación entera, a un mismo tiempo, cosa que no podía hacerse mediante la imposición de manos; así Aarón (Lrü ., 9,
22) e.\'tendió su mano hacia el pueblo cuando lo bendecía. Y
leemos también que la misma ceremonia de consagración de
templos tenía lugar ent,e los paganos, cuando el sacerdote
ponía sus manos en algún poste del templo, mientras pronunciaba las palabras de ritual. Tan natural es designar una cosa
singular, más bien por la mano, para seguridad de la vista,
que por medio de palabras, para informar los oídos, en materias que hacen referencia al servicio público de Dios.
Por esta razón dicha ceremonia no era nueva en la época
del Salvaaor. En efecto, Jairo (Mr., 5, 23) cuya hija estah1. enferma, conjuró a nuestro Salvador (no a que la curara,
:;ino) a poner sttS manos sobre ella, para que pudiera ser curada. Y (!l1t., 19, IJ) trajéronle l1iños pequeños para que
pusiera sus mal10S sobre ellos, y rezara.
De acuerdo con este antiguo rito, lo,s Apóstoles y presbíteros, y el presbiterado mismo, ponían las manos sobre aquellos
a quienes ordenaban pastores, y seguidamente rezaban para
que pudiesen recibir el Espíritu Santo; y esto no sólo una vez
sino, en ocasiones, con frecuencia, tan pronto como se presentaba una nueva ocasión: el fin era, sin embargo, si.empre el
mismo, a saber: una designación puntual y religiosa de la
persona ordenada, sea para un cargo pastoral, en términos
generales, o para una misión concreta: así (Hch., 6, 6) los
Apóstoles rezaron y pusieron sus manos sobre los siete diáC0110S, lo cual se hizo no ya para darles el Espíritu Santo,
porque estaban llenos de él antes de ser elegidos, como aparece in- [299] mediatamente antes (ver. 3), sino con objeto de
designarles para tal oficio. Y luego que Felipe el Diácono
45 2
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
hubo convertido ciertas personas en Samaria, bajaron Pedro y
Juan (Hch., 8, 17) Y pusieron sus manos sobre ellos, y ellos
recibieron d Espíritu Santo. Y no sólo un Apóstol sino un
presbítero tenía esta potestad. En efecto, San Pablo aconseja
a Timoteo (1 Ti., 5, 22) que no ponga las manos bruscamente sobre ningún hombre, es decir, que no designe a nadie
a la ligera para el oficio de pastor. El presbiterado entero puso
sus manos sobre Timoteo, como leemos en 1 Timoteo, 4, 14;
pero al decir esto debemos entender que alguien lo hizo por
indicación del presbiterado, probablemente su JtQOWl'W¡; o prolocutor, que acaso fue San Pablo mismo, porque en su segunda
Epíst. a Timoteo, ver. 6, dice: Reparte el don del Señor que
está en ti, colocándolo sobre mis manos, advirtiendo de paso
que por espíritu santo no significa la tercera persona de la
Trinidad, sino las gracias necesarias para el oficio pastoral.
Leemos también que San Pablo tuvo doble imposición de
manos: una vez de Ananías eu Damasco (Hch., 9> 17 Y 18),
en el momento de su bautismo, y otra vez (Hch., .13, 3) en
Antioquia, cuando fue enviado por vez primera a predicar.
Así pues, la práctica de esta ceremonia, acostumbrada en la
ordenación de los pastores, tuvo por objeto designar la persona a quien se confería tal poder. Si cualquier cristiano hu-o
biese tenido la potestad de enseñar, el bautismo de esa persona, es decir, su conversión en cristiano, no le hubiese
conferido poder nuevo, sino que sólo le hubiera permitido
predicar la verdadera doctrina, esto es, usar su poder correctamente; y por tanto la imposición de manos hubiera sido
innecesaria siendo suficiente el bautismo por sí solo. Ahora
bien, cada soberano, antes del Cristianismo, tenía la potestad
de enseñar y de instituir maestros; por consiguiente, el Cristianismo no les dio nuevo derecho, sino que les dirigió solamente en el camino de enseñar la verdad; por consiguiente,
no necesitaba imposición de manos (además de la que tiene
lugar en el bautismo) para autorizarles a ejercitar cualquier
parte de la función pastoral, concretamente la de bautizar y
consagrar. Y en el Antiguo Testamento, aunque sólo el sacerdote tenía derecho a consagrar, durante la época en que la
soberanía radicaba en el Sumo Sacerdote, no ocurrió así cuando la soberanía estuvo en el rey. Leemos, en efecto (1 R.,
453
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
8), que Salomón bendijo al pueblo, consagró el templo
y pronunció aguella plegaria pública que es, ahora, modelo
para la consagración de todas las iglesias y capillas cristianas:
de donde resulta que no sólo tenía la potestad de gobierno
eclesiástico, sino, también, la de 'ejercer funciones eclesiásticas.
De esta conjunción del derecho político y eclesiástico en
los soberanos cristianos es evidente que tienen sobre sus súbditos cualquier género de poder que puede ser dado a un hombre
pa¡-a el gobierno de las acciones externas humanas, tanto en
política como en religión, y pueden promulgar aquellas leyes
que ellos mismos consideran adecuadas para la gobernación
de sus pmpios súbditos, en cuanto constituyen el Estado, y en
cuanto integran la Iglesia, porque ambas cosas, Estado e Iglesia, están constituÍdas por los mismos hombres. rJOo]
Así, cuando les place, pueden encomendar al Papa (corno
hacen ahora muchos reyes cristianos) el gobierno de sus súbditos en materia religiosa; pero entonces el Pap2. queda, en
este aspecto, subordinado a ellos, y ejerce ese cargo en dominio
ajeno jure civiIi, por derecho del soberano civil; no jure di'vino, por derecho de Dios; en consecuencia, puede ser descargado de esta misión cuando el soberano lo considere oportuno para el bien de sus súbditos. Pueden también, si les place,
encomendar el cuidado de la religión a un pasto!- supremo o
a la asamblea de pastores, y confiarles aquella potestad sobre
la Iglesia, o de uno sobre otro, que consideren más conveniente, y Jos títulos de honor, como de obispos, arzobispos,
sacerdotes y presbíteros, que consideren' necesario; y hacer
para su mantenimiento, mediante diezmos o de otro modo, las
leyes que les agrade, según su conciencia, de la cual sólo Dios
es juez. Es el soberano civil quien designa jueces e intérpretes de las escrituras canónicas, porque es él quien las convierte
en leyes. Es él también quien da fuerza a las excomuniones,
pues de lo contrario serían éstas despreciadas, en su intento
de humillar a los libertinos obstinados, y reducirlos a la unión
con el resto de la Iglesia. En suma, tienen el poder supremo
en todas las causas, tanto eclesiásticas como civiles, en cuanto
concierne a las acciones y palabras que las dan a conocer, pues
sólo en virtud de esas acciones puede alguien ser acusado: y
de lo que alguien no puede ser acusado no existe juez en
454
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
absoluto sino Dios, que conoce el corazón humano. Estos derechos son consustanciales a todos los soberanos, ya sean
monarcas o asambleas, porque los que son representantes de
un pueblo cristiano son representantes de la Iglesia, ya que
Iglesia y Estado de pueblos cristianos son una misma cosa.
Aunque lo que acabo de decir y lo que llevo enunciado en
otros pasajes de este libro es suficientemente claro para asignar el poder eclesiástico supremo a los soberanos cristianos,
como el Papa de Roma aspira universalmente a este poder,
y esa tesis ha sido mantenida principalmente y yo creo que
con el mayor vigor que cabe imaginar por el cardenal Belarmino, en su controversia De Summo Pontifice, considero necesario examinar, ]0 más brevemente posible, los fundamentos
y robustez de su doctrina.
De los cinco libros que escribió sobre este tema, el primero
contiene tres cuestiones: una, cuál es, simplemente, el mejor
gobierno, monarquía, aristocracia o democracia, y no se decide
por ninguno de ellos, sino por una forma mixta de los tres;
otra, cuál de éstas es el mejor gobierno de la Iglesia, y
también se decide por el mixto, con una máxima participación
de la mon;;trquía; la tercera, si en esta monarquía mixta tuvo
San Pedro lugar de monarca. Por lo que respecta a su primera
conclusión he demostrado ya suficientemente (cap. XVIII) que
todos los gobiernos que los hombres están obligados a obedecer son simples y absolutos. Ahora bien, en la monarquía sólo
hay un hombre supremo; todos los demás que tienen algún
género de potestad en el Estado la detentan por comisión suya,
y mientras a él le agrade, y la ejecutan en nombre suyo. En
la aristocracia y en la democracia existe una sola asamblea
suprema [30I] con el mismo poder que en la monarquía
corresponde a un monarca; esto es, en una soberanía absoluta
y no mixta. Y cuál de las tres especies sea la mejor no se
discute, cuando una de ellas está ya establecida, sino que la
actual debe ser siempre pr::ferida, mantenida y considerada
como la mejor, ya que va contra la ley de naturaleza y contra
la ley divina positiva hacer alguna cosa que tienda a la subversión de un régimen actual. Además, cualquiera que sea el
mejor. género de gobierno, ello en nada altera la potestad
de un pastor (a menos que tenga la soberanía civil); porque
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PARTE IlJ
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
42
su vocación no consiste en gobernar a los hombres por vía de
mandato, sino en enseñarles y persuadirles por medio de argumentos, dejándoles en libertad de considerar si han de abrazar o rechazar la doctrina enseñada. En efecto, la monarquía,
la aristocracia y la democracia nos presentan tres clases de soberanos, no de pastores; como si dijéramos tres clases de
padres de familia, no tres clases de maestros de escuela para
sus hijos.
Como consecuencia, la segunda conclusión concerniente a
la mejor forma de gobierno de la Iglesia, en nada afecta a la
cuestión de la potestad del Papa fuera de sus propios dominios,
porque en todos Jos Estados, su poder (si alguno tienen)
es sólo el del maestro de escuela, y no el del jefe de familia.
En cuanto a la tercera conclusión, relativa a si San Pedro
fue un monarca de la Iglesia, el Cardenal aduce como principal argumento el pasaje de San Mateo (cap. 16, 18, 19): Tú
eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, etc. Y a
ti daré llaves del cielo; y todo lo que ligares en la tierra
será ligado en los cielos, y lo que desatares en la tierra será
desatado en los cielos. Bien considerado, este pasaje no prueba
otra cosa sino que la Iglesia de Cristo tiene como fundamento
un solo artículo, a saber: que Pedro, en nombre de todos los
Apóstoles que profesaban, dio ocasión a nuestro Salvador para
pronunciar las palabras aquí citadas; lo que podemos comprender claramente es que nuestro Salvador no predicó otra
cosa por sí mismo, por Juan Bautista y por sus Apóstoles,
sino este artículo de fe: que Él era el Cristo; todos los demás
artículos no requieren fe de otro modo sino en cuanto tienen
a éste como fundamento. Empezó Juan primero (Mt., 3,
2) predicando solamente esto: El reino de los cielos se ha
acercado. Luego, nuestro Salvador mismo (Mt., 4, I7) predicó lo mismo. Y cuando asignó su cometido a los doce Apóstoles (Aft., 10, 7) no hay mención de que predicase ningún
otro artículo que ese. Este fue el artículo fundamental, que
constituye el cimiento de la fe de la Iglesia. Habiendo vuelto
a Él, posteriormente, los Apóstoles, Él les preguntó a todos
(M!., 16, 13) y no solamente a Pedro: Quién decían los
hombres que era él; y ellos contestaron que algunos decían que
era Juan Bautista, otros Elias, y otros Jeremías o uno de
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PARTE 1I1
ESTADO
CRISTIANO
CAP.
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los Profetas. Entonces (ver. 15) Él les preguntó de nuevo
(no a Pedro solamente): ¿ Quién d,ecis vosotros que soy yo?
Entonces San Pedro contestó por todos: Tú eres Cristo, el
Hijo de Dios vivo; y yo afirmo que este es el cimiento de
la fe de la Iglesia entera, de donde el Salvador toma 0- [302]
casión para decir: Sobre esta piedra edificaré mi iglesia: por
ello es manifiesto que por piedra fundamental de la Iglesia
se significaba el artículo fundamental de la fe eclesiástica.
Pero entonces ¿por qué, objetará alguno, interpuso nuestro
Salvador estas palabras: Tú eres Pedro? Si el original de este
texto hubiera sido correctamente traducido, la razón se hubiera
manifestado de modo muy sencillo. Recordemos que el apóstol
Simón llevaba como sobrenombre piedra (tal es el significado
de la palabra siriaca cephas, y de la palabra griega petrus).
Por consiguiente, nuestro Salvador, después de la confesión
de este artículo fundamental, dijo así: Tú eres piedra y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia; lo cual equivale a decir que
este artículo: Yo soy el Cristo, es el fundamento de toda la
fe que exijo a quienes hayan de ser miembros de mi Iglesia:
y esto no implica alusión a un nombre, cosa desusada en la
conversaci6n común. Pero hubiera sido una frase extraña y
oscura, si nuestro Salvador, proponiéndose edificar su iglesia
sobre la persona de San Pedro, hubiese dicho: Tú eres una
piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, cuando tan
obvio hubiera sido haber dicho, sin ambigüedad: Yo edificaré
mi iglesia sobre ti; y, sin embargo, hubiera existido siempre
la misma alusión a su nombre.
En cuanto a las siguientes palabras: Yo te daré las llaves
del cielo, ete., no significan más sino 10 que nuestro Salvador
ofreció, también, a todo el resto de sus discípulos (Mt., 18,
18): Lo que ligareis en la tierra será ligado en los cielos y
lo que desatareis en la tierra será desatado en los cielos. Cualquiera que sea la interpretación que a esto se dé, no existe
duda de que la potestad aquí otorgada compete a todos los
pastores supremos, tales como son los soberanos civiles en sus
propios dominios. Tanto es aSÍ, que si nuestro Salvador mismo
o San Pedro hubiese convertido alguno de ellos a creerle y a
reconocer su reino, como su reino es de este mundo, no hubiera dejado el cuidado supremo de convertir sus súbditos a
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
nadie sino a Él, o bien le hubiera privado de la soberanía a la
cual va inseparablemente unido el derecho de enseñar. Y nada
más diremos acerca de la refutación de su primer libro, en el
que pretendía probar que San Pedro había sido monarca universal de la Iglesia, esto es, de .todos los cristianos del mundo.
El segundo libro tiene dos conclusiones: una, que San Pedro fue Obispo de Roma y murió allí: la otra, que los Papas
de Roma son sus sucesores. Ambas conclusiones han sido controvertidas por otros. Pero aun suponiéndolas veraces, si por
Obispo de Roma se comprendiese el monarca de la Iglesia o el
supremo pastor de ella, no sería Silvestre sino Constantino,
el primer emperador cristiano, quien fue ese Obispo; y como
Constantino, así todos los .demás emperadores cristianos fueron, de derecho, Obispos supremos del Imperio romano: del
Imperio romano digo, no de toda la cristiandad, porque otros
sobcr:lI1os cristianos tuvieron el mismo derecho en sus respectivos territorios, como atribución que es de modo esencial
inherente a la soberanía. Todo lo cual puede servir de respuesta a su libro segundo. r]031
En el tercer libro trata la cuestión de si el Papa es el
Anticristo. Por mi parte no veo argumento que pruebe tal
cosa, en el sentido en que la Escritura utiliza tal denominación:
ni aduciría yo ningún argumento derivado de la cualidad de
Anticristo para contradecir la autoridad que ejerce o que ejerció, anteriormente, en los dominios de cualquier otro príncipe
o Estado.
Es evidente que los Profetas del Antiguo Testamento predijeron, y los judíos esperaron el Mesías, es decir, un Cristo
<me voh'ería a establecer, entre ellos, el reino de Dios, que
l~)s iudíos habían repudiado en la época de Samuel, cuando
reqt;irieron un rey, a la manera de otras naciones. Esta expectativa de los judíos les hizo accesibles a la impostura. ~e
algunos que tenían la ambición de alcanzar ese :-eglO domIl1IO
y el arte de engañar al pueblo aparentando milagros, o por
medio de una vida hipócrita, o mediante plausibles oracIOnes
y doctrinas. Por esta razón nuestro Salvador y sus Apósto~es
previnieron a los hombres contra los falsos pr~fetas y los C:IStos falsos. Son Cristos falsos los que ~retendlendo ser CrIsto
no lo son, y se denominan propiamente A nticristos, en el mis-
45 8
PARTE III
Es1'ADO
CRISTIANO
CAP. 42
mo sentido que cuando ocurre un cisma en la. Iglesia con
motivo de la elección de dos Papas, uno llama a otro Antipapa,
o Papa falso. Así pues, Anticristo, en su significado propio,
tiene dos notas esenciales: una que niega que Jesús sea Cristo,
y otra que se declara a sí mismo Cristo. La primera nota queda
establecida por San Juan en su primera Epístola, 4, 3: Todo
espíritu que no confiese que Jesucristo vino en carne, no es
de Dios; y éste es el espíritu del Anticristo. El otro signo
queda expresado en las palabras de nuestro Salvador (Mt.,
24, 25) : Vendrán muchos en mi nombre diciendo: Yo soy Cristn; y luego: Si alguno os dijere he aquí el Cristo, éste es
el Cristo, no lo creais. Por consiguiente, Anticristo debe ser un
Cristo falso, es decir, uno que pretende ser Cristo. Y de estos
dos signos, negar que Jesús sea Cristo, y afirmar él mismo que
es Cristo, se sigue que debe ser también un adversario de Jesús,
f'Z Cristo verdadero, lo cual constituye otra significación usual
de la palabra Anticristo. Pero de estos diversos Anticristos,
existe uno especial, ó Ilvt[nHGroc;, el Anticristo o Anti~risto definido, como una determinada persona, no un Anticristo indefinidamente. Si consideramos, ahora, que el Papa de Roma
ni pretende él mismo ni niega que Jesús sea el Cristo, no
comprendo cómo pueda ser llamado Anticristo; con esta palabra no se significa uno que falsamente pretende ser su representante o vicario general, sino ser él mismo. Existe, también, algún signo de la época de este Anticristo especial,
como (Mt., 24, 15) cuando aquel abominable destructor conJurado por *Daniel, esté en el lugar santo, produciéndose
una tribulación como nunca ocurrió desde el principio del
mundo, y como nunca existirá, puesto que si perdurara (ver.
22) ninguna carne sería salva; mas por causa de los escogidos
aquellos días serán acortados (es decir, menos). Ahora bien,
esta tribulación no ha venido aún, porque vendrá seguida inmediatamente (ver. 29) de un oscurecimiento del sol y de
la luna, la caída de las estrellas, la conmoción de los cielos,
y la nueva y gloriosa venida de nuestro Salvador sobre las
nubes. Y, [304] por consiguiente, el Anticristo no ha venido,
y entre tanta, muchos Papas vinieron y se fueron. Es cierto
que el Papa, asumiendo la misión de dar leyes a todos los
reyes y naciones de los cristianos, usurpó un reino en este mun-
459
PARTE [JI
ESTADO
CRiSTIANO
CAP.
42
do que Cristo no se reservó para sí: pero no lo hace como
Cristo) sino para Cristo) en lo cual no hay nada de el Anticristo.
En el Ebro cuarto, para p!"obar que el Papa es el juez
supremo en todas las cuestiones de la fe y de las costumbres
(laque equivale a ser monarca absoluto de todos los cristianos
del l11ttndo) aduce tres proposiciones: la primera, que sus
juicios son infalibles; la segunda, que puede promulgar leyes
verdaderas, y castigar a los que no las observen; la tercera,
que nuestro Salvador confirió toda la jurisdicción eclesiástica
al Papa de Roma.
Para probar la infalibilidad de sus juicios, alega las Escrituras. En primer término, un pasaje de Lucas (22, 31):
Simón, Simón) he aquí que Satán os ha pedido para cribaras
como a trigo; mas yo he rogado por ti) que tu fe no falle;
y tú una vez comJertido, robustece a tus hermanos. Este pasaje, según la exposición de Belarmino, significa que Cristo
dio a Simón Pedro dos privilegios: uno, el de que no fallaría
su fe, ni la fe de ninguno de sus sucesores: otro, que ni él ni
ninguno de sus sucesores definirían nunca ningún punto concerniente a la fe o a las costumbres erróneamente o de modo
contrario a la definición de un Papa anterior; lo cual implica
una interpretación extraña y sumamente restringida. Pero
quien lea con atención ese capítulo, encontrará que no existe
en toda la Escritura otro pasaje más contrario que éste a la
autoridad del Papa. Tratando los sacerdotes y escribas de
matar a nuestro Salvador durante la Pascua, y estando Judas
poseído de la resolución de traicionarlo, y habiendo llegado el
día de dar muerte al cordero, nuestro Salvador celebró la fiesta
con sus Apóstoles, a los cuales dijo. que hasta que el reino de
Dios viniera no lo haría más; a la vez les manifestó que uno
de ellos le traicionaría: preguntaron entonces cuál de ellos sería; y a seguida (considerando que la Pascua próxima que su
l\1aestro celebrara sería ya cuando fuese rey) pusiéronse a
discutir quién sería, entonces, el hombre más grande. Nuestro
Salvador les dijo entonces que los reyes de las naciones ejercían dominio sobre sus súbditos y se les daba un nombre que
en hebreo significa generoso; pero yo no puedo serlo para
vosotros (dijo); vosotros debeis servir a otros; yo os ordeno
460
PARTE III
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
un reino, pero éste es tal como Dios me lo ha ordenado a
mí; un reino que yo tengo que comprar con mi sangre, y que
no poseeré hasta mi segllnda venida; entonces comereis y bebereis en mi mesa, y os sentareis en tronos, para juzgar a las
doce tribus de Israel: y dirigiéndose a San Pedro, dijo: Simón,
Simón, Satán trata de sugerir una dominación presente, para debilitar tu fe en el futuro; pero yo he rogado por ti para
que tu fe no decaiga; por consiguiente, tú (notad esto), una
vez convertido y comprendiendo que mi reino es de otro mundo, confirma en la misma creencia a tus hermanos: a lo cual
contestó San Pedro (como alguien que ya no espera ninguna
autoridad en este mundo): Señor, yo estoy dispuesto a ir contigo, no sólo [305] a la prisión, sino a la muerte. De este modo
resulta manifiesto que San Pedro no sólo no tuvo jurisdicción
dada a él sobre este mundo, sino la misión de enseñar a los
demás Apóstoles que tampoco ellos tendrían ninguna. Y en
cuanto a la infalibilidad de Jos juicios definitivos de San Pedro
en materia de fe, no puede atribuírsele por más tiempo a base
de ese texto, si Pedro continuaba creyendo que 'Cristo vendría
otra vez, y poseería el re'ino, en el día del Juicio; reino que
no le fue transferido por este texto a todos sus sucesores, puesto que siguen reclamándolo en el mundo actual.
El segundo pasaje es el de Mateo, 16: Tú eres Pedro, y
sobre, esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no pre'valecerán contra ella, Con ello (como he manifestado
ya en este capítulo) no se prueba otra cosa sino que las puertas del infierno no prevalecerán contra la confesión de Pedro,
que dio ocasión a dicha frase; concretamente a ésta: que Jesús
es Cristo, el Hijo de Dios,
El tercer texto es el de Juan, 21, vers, 16, 17: Alimenta
mis ovejas; pasaje que no contiene otra cosa sino una misión
de enseñar: y si admitimos que el resto de los Apóstoles está
contenido en esta denominación de ovejas, entonces se trata
del poder supremo de enseñar; pero fue solamente durante
el tiempQ en que no existieron soberanos cristianos en posesión
de esa soberanía. Ahora bien, ya he probado que los soberanos
cristianos son en sus propios dominios los pastores supremos,
instituídos para ello en virtud de haber sido bautizados, aunque sin otra imposición de manos. En efecto, siendo tal im4 Gr
PARTE ll/
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
pOSlclOn una ceremonia para designar la persona, resulta innecesaria cuando la persona está designada ya para la potestad
de enseñar la doctrina que quiera, en virtud de su institución
al poder absoluto sobre sus súbditos. Efectivamente, como antes
he probado, los soberanos son por' su cargo maestros supremos
(en genera!), y como consecuencia se obligan a sí mismos (por
su bautismo), a enseñar la doctrina de Cristo: y cuando toleran que otros enseñen a su pueblo, Jo hacen con peligro
para sus propias almas; en efecto, es a los cabezas de familia
a quienes Dios exigirá cuentas de la instrucción de sus hijos
y sirvientes. Es de Abmham mismo, y no de un servidor
eventual cualquiera, de quien Dios dice (Gn., r8, 19): Yo
sé que mandará a sus hijos, y a su casa despw?s de él, que
gttarden el camino del Señor, haciendo justicia y juicio.
El cuarto pasaje es el de Exodo, 28, 30: Tú pondrás el
racional del Juicio, el Urim y el T hltmmi11: éstos términos
fueron interpretados por los Setenta como 1í11A(O<TtV "ul rU{¡{lnuv,
es decir, e·videncia y verdad. De ello concluye que Dios ha
dado evidencia y verdad (lo cual casi equivale a infalibilidad) al Sumo Sacerdote. Pero sea la evidencia V la verdad
misma lo que se transfirió, o se tratara de una admonición al
Sacerdote para estimularle a que se informe con claridad, y
dé un juicio justo, en cuanto se daba al Sumo Sacerdote, se
daba al soberano civil; porque tal em, bajo Dios, el Sumo
Sacerdote en el Estado de Israel; y ello es un argumento
[306] de la evidencia y de la verdad, esto es, de la supremacía eclesiástica de los soberanos civiles sobre sus propios
súbditos, contra el pretendido poder del Papa . Todos estos son
los textos que aduce para probar la infalibilidad del juicio del
Papa, en materia de fe.
En cuanto a la infalibilidad de su juicio respecto 3. las costumbres, aduce un texto de Juan, J 6, r 3: Cuando el espíritu
de la verdad haya venido él te dirigirá a toda la verdad: donde (dice) por toda la verdad se significa, en definitiva, toda
la verdad neces{¡ria para la salvación. Pero con esta salvedad
no atribuye más infalibilidad al Papa que a cualquier hombre
que profese el cristianismo y que no haya de ser condenado:
porque si alguien yerra en algún punto en que la falta de error
es necesaria para la salvación, es imposible que sea salvado;
462
PARTE III
ESTADO
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CAP.
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en efecto, solamente esto es necesario para la salvación; pero
ser salvado sin ello es imposible. Qué puntos sean éstos, yo
Jo expondré a base de la Escritura, en el capítulo siguiente.
En este lugar no diré otra cosa sino que aunque estuviera
:omprobado que el Papa no puede enseñar, posiblemente, error
alguno, esto no le daría título para. ninguna jurisdicción en
los dominios de otro príncipe, a menos que digamos, también,
'lUC un hombre en conciencia está obligado a hacer actuar en
tod;1s las oC;1sioncs al mejor obrero, aun cuando haya prometido, formalmente, ese trabajo a otro.
Apoyándose en el texto, arguye después, a base de la razón,
del siguiente modo: Si el Papa puede errar en lo necesario,
Cristo no ha provisto suficientemente por la salvación de la
Iglesia, ya que ordenó a ésta que siguiera las indicaciones del
Papa. Pero este argumento no es válido a menos que muestre
cuándo y dónde ordenó Cristo tal cosa o tuvo noticia de algún
Papa: o demuestre que cualquier cosa que se diera a San
Pedro era dada, también, al Papa; y teniendo en cuenta que
en la Escritura a nadie se ordena que obedezca a San Pedro,
un hombrE no puede ser justo y obedecer al Papa cuando los
mandatos de éste sean contrarios a los de su soberano legítimo.
Por último no ha sido declarado por la Iglesia ni por el
Papa mismo que éste sea soberano civil de todos los cristianos
de] mundo; y por consiguiente, no todos los cristianos están
obligados a reconocer su jurisdicción en materia de costumbre.
En efecto, la soberanía civil y la judicatura suprema son la
misma cosa: y quienes hacen las leyes civiles no sólo declaran
sino que instituyen también la justicia y la injusticia de las
acciones, ya que nada existe en los actos de los hombres que
los haga rectos o equivocados, sino su conformidad con la ley
del soberano. Por consiguiente, cuando el Papa aspira a la sup-emada, en las controversias relativas a las acciones humanas,
enseña a los hombres a desobedecer al soberano civilpdoctrína
errónea, y contraria a los diversos preceptos de núestro Salvador y sus Apóstoles, según el testimonio de la Escritura.
Para probar que el Papa tiene podt'r de hacer leyes, alega
diversos pasajes; en primer lugar, Deutero-nómio, 17, 12: El
hombre que procediere preS1mtuosamente, no obedeciendo al
_Itlcerdote (que está para ministrar allí delante del Señor tu Dios
4()1
PARTE 111
ESTADO
r
CRISTIANO
CAP. 42
o el juez), el tal hombre 3°7] morirá, y tú quitarás el mal de
Israel. Por vía de réplica recordaremos que el Sumo Sacerdote (junto a Díos e inmediatamente bajo él) era el soberano
civil, y todos los jueces habían de ser instituídos por él. Por
consiguiente, las palabras referidas vienen a significar esto:
Quien pretenda desobedecer al soberano civil, actualmente, o
a alguno de sus funcionarios, en la ejecución de sus mandatos,
este hombre debe morir, etc., con lo cual se pronuncia claramente por la soberanía civil contra el poder universal del Papa.
En segundo lugar aduce el pasaje de Mateo, 16: Lo que liKueis, ete., e interpreta semejante ligazón como atribuída
(Mt., 23, 4) a los escribas y fariseos: Ellos atan cargas pesadas y difíciles de lltn'ar y las ponen sobre los hombros de
los hombres; con esto se significa (dice) la promulgación de
leyes, de lo cual concluye que el Papa puede hacerlas. Pero
tal afirmación afecta solamente al poder legislativo de los
soberanos civiles, puesto que los escribas y fariseos estaban
sentados en la silla de Moisés~ pero Moisés, junto a Dios y
debajo de Él, era soberano del· pueblo de Israel. Y por consiguiente, nuestro Salvador les ordenó que hicieran todo lo
que ellos dirían, pero no todo lo que ellos hicieran: esto
es, que obedecieran sus leyes, pero no siguieran su ejemplo.
El tercer pasaje es Juan, 21, 16: Alimenta mis ovejas, lo
cual no implica una potestad de hacer leyes sino una misión
de enseñar. Hacer leyes corresponde al jefe de la familia, el
cual, usando su propia discreción, escoge su capellán lo mismo
que elige un maestro de escuela para enseñar a sus hijos.
El cuarto pasaje (Jn., 20, 21) va contra él. Las palabras
son éstas: Como mi Padre me envió, así yo os envío. Pero
nuestro Salvador había sido enviado para redimir (por su muerte) a quienes creyeran, y para prepararles, mediante su propia predicación y la de sus Apóstoles, para penetrar en su
reino; Él mismo dijo que ese reino no es de este mundo, y
nos enseñó a rogar por el ulterior advenimiento del mismo,
aunque rehusó (Hch., 1, 6, 7) decir a sus Apóstoles cuándo
vendría; en ese reino, cuando venga, los doce Apóstoles estarán sentados en doce tronos (cada uno de ellos, tan alto
acaso como el de San Pedro) pafa juzgar a las doce tribus
de I~rael. Considerando entonces que Dios Padre no envió
PARTE 111
ESTADO
CRISTIANO
CAP. 42
a nuestro Salvador a hacer leyes en este mundo presente, podemos concluir del texto que nuestro Salvador no envió a
San Pedro para que hiciera leyes, aquÍ, sino para persuadir
a los hombres a que, con una fe inconmovible, esperaran su
segunda venida; y que entretanto, si eran súbditos, obedecieran a sus príncipes, y si eran príncipes, creyeran ellos mismos, e hiciesen cuanto pudieran para que sus súbditos procedieran de igual modo, lo cual significa una misión episcopal.
Por consiguiente, este pasaje aboga por la conjunción de la
supremacía eclesiástica y la soberanía civil, contrariamente
al propósito del cardenal Belarmino al alegado.
El quinto pasaje es Hechos, 15, 28: Ha parecido bien al
Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga
más que estas cosas necesarias; que os abstengais de cosas sarrifiradas a ídolos, y de sangre, y de cosas extranguladas, y
de la fornicación. En este caso cita la frase imposición de cargas
como expresiva del poder 308] legislativo. Pero, leyendo
este texto ;quién podría decir que esta manera de expresarse
los Apóstoles no puede ser usada tan propiamente pJ.ra dar
consejo como para hacer leyes? El estilo de la leyes Nosotros
mandamos: pero N os parece bien es el estilo ordinario de
quienes dan un consejo; y en realidad los Apóstoles imponen
una carga que da consejo, aunque sea condicionalmente, es
decir, si quienes reciben tal canse jo desean alcanzar sus fines.
En cuanto a la carga de abstenerse de seres estrangulados y
de la sangre, no es absoluta, sino en el caso de que no quieran
errar. He mostrado antes (cap. xxv) que la ley se distingue
del consejo en que la razón de una ley está tomada del
designio y beneficio de quien la prescribe, mientras que la
razón de un consejo depende del designio y beneficio de aquel
a quien el consejo se otorga. En el caso que nos ocupa, el
propósito de los Apóstoles era, tan sólo, el beneficio de los
gentiles convertidos, concretamente su salvación, no su propio
beneficio; porque realizado su propósito ellos tendrían su recompensa, fueran o no obedecidos. Y por consiguiente, los
actos de esta asamblea no fueron leyes, sino consejos.
El sexto pasaje es el de Romanos, 13: Sométas~ toda alma a
las potestades superiores, porque no hay potestad sino de Dios;
preténdese con ello que no solamente se alude a los príncipes
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seculares, sino a los eclesiásticos. A esto respondo: primero,
que no hay príncipes eclesiásticos, sino aquellos ~que son también soberanoS" civiles, y que su excelencia no rebasa el ámbito
de su soberanía civil, sin cuyos lazos, aunque ellos pueden ser
recibidos como doctores, no pueden ser reconocidos como príncipes. En efecto, si el Apóstol se hubiera propuesto que LOSotros estuviéramos sujetos a nuestros propios príncipes y,
además, al Papa, nos hubiera enseñado una doctrina que Cristo
mismo nos ha presentado como imposible, a saber: servir a
dos señores. Y aunque el Apóstol dice en otro lugar: Yo escribí estas cosas estando ausente, pero estando presente usaría
la. agudeza, de acuerdo con la potestad que Dios me ha dado,
no es que Él aspire a una potestad de dar muerte, encarcelar,
desterrar, castigar o imponer una multa, cosas que son castigo,
sino solamente a excomulgar, lo cual (sin el poder civil) no
significa otra cosa sino abandonar la compañía del excor.mlgado, y no tener con él más contacto que con un pagano o
un, publicano, pena que en muchas ocasiones puede ser mayor
para el excomulgante que para el excomulgado.
El séptimo pasaje es 1 Corintios, 4, 21: ¿Iré a vosotros con
una vara, o con amor y espíritu de mansedumbre? En este caso,
a su vez, lo que se significa con la vara no es la potestad del
magistrado para castigar a los ofensores, sino solamente la
potestad de excomunión, que no es, por su propia naturaleza,
un castigo, sino sólo una denuncia de castigo, que Cristo infligirá, cuando esté en posesión de su reino, el día del juicio.
y entonces no será propiamente un castigo, impuesto sobre un
súbdito que ha quebrantado la ley, sino una venganza sobre
un enemigo rebelde, que niega el derecho de nuestro Salvador
al reino. Por consiguiente, esto no prueba la potestad legislativa de ningún obispo que no tenga, además, el poder civil.
[3°9]
El octavo es de 1 Timoteo, 3, 2,: Un obispo sólo debe ser
marido de una mujer, vigilante, sobrio, etc.; lo que según
el Cardenal era una ley. Yo pienso que nadie podía hacer una
ley en la Iglesia, sino el monarca de la Iglesia, San Pedro.
Pero supongamos que este precepto ha sido formulado por
la autoridad de San Pedro. Aun aSÍ, no veo razón para llamarle una ley, sino, más bien, una opinión, teniendo en cuenta
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que Timoteo no era súbdito, sino discípulo de San Pablo, ni
la grey que estaba a cargo de Timoteo, sus súbditos en el
reino, eran otra cosa sino sus escolares en la escuela de Cristo.
Si todos los preceptos que él dio a Timoteo son leyes ¿por
qué no es ésta, también, una ley: No bebas mucha agua, usa
un poco de vino para el bien de tu salud? Y ¿por qué no son
también otras tantas leyes los preceptos de los buenos médicos? Pero no es el modo imperativo de hablar, sino la sujeción absoluta a una persona lo que hace, de estos preceptos,
leyes.
Del mismo modo, el noveno pasaje, 1 Timoteo, 5, 19: Contra un anciano no recibas acusación, sino ante dos o tres testigos,
es un precepto sabio, pero no una ley.
El décimo pasaje es el de Lucas, 10, 16: El que a vosotros oye, a mi me oye; y el que a vosotros desecha me desecha
a mi. No hay duda de que quien desecha el consejo de aquellos
que han sido enviados por Cristo, desprecia el consejo de
Cristo mismo. Pero ¿quiénes son, ahora, los que han sido
enviados por Cristo, sino los que están ordenados como pastores por la autoridad legítima? Y ¿quiénes están legítimamente ordenados, que no lo estén por el pastor soberano? Y
¡quién está ordenado por el pastor soberano en un Estado
cristiano, que no esté ordenado, allí por la autoridad de un
soberano? Por consiguiente, de este pasaje se desprende que
quien atiende a su soberano, siendo cristiano, atiende a Cristo,
y quien desecha la doctrina que autoriza un rey, siendo cristiano, desecha las doctrinas de Cristo (cosa que no es lo que
Belarmino trataba de probar aquí, sino lo contrario). Pero de
todo esto, nada constituye una ley. Más aún, un rey cristiano,
como pastor y maestro de sus súbditos, no convierte por esto
sus doctrinas en leyes. Él no puede obligar a los hombres a
creer, aunque como soberano civil puede hacer leyes que estén
de acuerdo con su doctrina, para obligar a los hombres a ciertos
actos; a veces a algunos que de otro modo no harían, y que
no deben ser ordenados; sin embargo, cuando lo son, se convierten en leyes. Los actos externos hechos por razón de obediencia, sin un íntimo convencimiento, son acciones del
soberano, y no del súbdito que en este caso no es sino
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un instrumento, sin ningún estímulo propio, porque Dios ha
ordenado obedecerlos.
El undécimo es cualquier pasaje en que el Apóstol, por
vía de consejo, emplea ciertas palabras con las que los hombres
significan mando, o denomina obediencia al hecho de seguir
sus consejos. Por esa razón son aducidos de 1 Corintios, 11, 2:
Os ,encargo que mantengais mis preceptos como yo os los he
entregado: esto está muy lejos de significar que fueran leyes
o [310] cosa semejante, sino buenos consejos. Y el de 1 Tesalonicenses, 4, 2: Sabeis vosotros qué órdenes os dimos; en este
pasaje la palabra griega es JtUQUYYEA,(UC;, equivalente a EMx.a!lEV,
que nosotros os hemos entregado, como en el pasaje últimamente aludido, lo cual no prueba que las tradiciones de los Apóstoles
sean otra cosa que consejos; y en el versículo 8 se dice que
el q1ee los desecha, no desecha a nadie sino a Dios. En efecto,
nuestro Salvador mismo no vino para juzgar, esto es, para
ser rey en este mundo, sino pa1<l. sacrificarse por los pecadores
y dejar doctores en su Iglesia; para guiar, no para empujar
los hombres a Cristo; nunca aceptó el Señor actos forzados
(que es todo lo que la ley produce), sino el Íntimo convencimiento del corazón, que no es la obra de las leyes, sino
del consejo y de la doctrina.
Yel de Tesalonic
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